Capitulo 1 ENTORNO SOCIAL
Capitulo 1 ENTORNO SOCIAL
Capitulo 1 ENTORNO SOCIAL
Introducción
Como quiera que todas las dudas y lagunas existentes en torno a los orígenes de la Orden del
Temple requieren de explicaciones in extenso que muchos autores, con mayor o menor
manejo de fuentes documentales de primera mano ya han abordado, vamos a limitarnos a
referir sumariamente los principales acontecimientos que habrían llevado a la gestación de
esta orden medieval de monjes-caballeros, así como el entorno social, eminentemente bélico,
en que estos acontecimientos se desarrollaron.
La expansión islámica
Las tres grandes religiones monoteístas del Medievo, Cristianismo, Judaísmo e Islam, no eran
de ninguna manera tres bloques doctrinales homogéneos enfrentados exclusivamente entre sí.
Sin embargo, sí que podemos establecer en la agresividad expansionista de la religión
musulmana el desencadenante de unos enfrentamientos entre Oriente y Occidente, que
habrían de modificar, generalmente de forma traumática, el curso de la Historia y hasta el
panorama étnico, cultural y religioso en gran parte del orbe conocido.
Entre los años 632 y 711, el Islam, observando estrictamente su concepción coránica de la
Yihad o Guerra Santa, se expandió por la fuerza de las armas de tal manera que, incluso
sometida la práctica totalidad del reino visigodo de Hispania y la provincia narbonense de las
Galias, su avance continuó hasta plantarse en el 732 (a los cien años justos de la muerte del
Profeta Mahoma) ante las mismas puertas del corazón de la Cristiandad de Occidente. La
derrota sufrida por las huestes islámicas en la batalla de Tours, cerca de Poitiers, a cargo de
Carlos Martel, sirvió no sólo para frenar el arrollador avance sarraceno por Europa, sino
también para que la Cristiandad reaccionara. De esta forma, y tras cien años de encarnizada
Guerra Santa, se produce un paulatino retroceso de la frontera occidental islámica, con el alto
precio para la Cristiandad de haber perdido casi toda la Hispania visigoda, una parte de las
Galias, todo el norte de África, Egipto, Siria, Palestina y una parte de Asia Menor.
Con el resurgimiento del poder militar bizantino a mediados del siglo X, que reconquistó para
la Cristiandad amplias zonas de Asia Menor, se estableció un cierto equilibrio en la zona, ya
que el temor a represalias bizantinas sobre los musulmanes que poblaban los territorios
reconquistados, hizo que los cristianos de Palestina bajo dominio musulmán mantuvieran en
cierta forma su antiguo status de protegidos.
Tras un período de persecuciones sufrido durante la época en que Jerusalén y toda Palestina
permaneció regida por los califas fatimíes, se llega al siglo XI, el cual se caracterizó por la
tranquilidad vivida por los cristianos de Palestina, en cierta manera gracias a que las
autoridades musulmanas eran conscientes de la atenta vigilancia que sobre sus hermanos
cristianos mantenía el emperador de Bizancio. En este ambiente de paz y tranquilidad, la
bonanza económica no tardaría en propiciar un creciente intercambio comercial con los reinos
cristianos de Occidente, momento en que comienzan también a llegar numerosos peregrinos a
la que seguía siendo Tierra Santa para la Cristiandad. Este peregrinaje se había interrumpido
tras la conquista musulmana de Palestina y Siria, entre los años 634 y 644.
Los peregrinos a Tierra Santa y la caída del Imperio Bizantino En un nuevo marco propiciado
por las buenas relaciones entabladas entre el emperador de los francos, Carlomagno, y el califa
Harun al-Rashid (786-809), comienza a producirse una cada vez mayor afluencia de peregrinos
a Jerusalén, procedentes de toda la Cristiandad. Ello trae consigo el establecimiento de
hospederías por toda Tierra Santa. Sin embargo, esta afluencia de peregrinos se vería una vez
más cortada ante la creciente reaparición de piratas musulmanes en Oriente, amén de las
incursiones escandinavas por el Mediterráneo, que perturbaron la seguridad de la navegación.
Cuando los piratas musulmanes, hacia el año 961, perdieron sus bases en Italia y el sur de
Francia, así como la isla de Creta que cayó bajo poder bizantino, las peregrinaciones por mar se
reanudaron. También comienzan a llegar peregrinos vía terrestre, a principios del siglo XI,
gracias a que con la conversión al cristianismo de los monarcas húngaros y la conquista de la
península Balcánica por los bizantinos, la ruta hasta la frontera con el Islam era segura.
Mientras hubo estabilidad en la zona, gracias a la predisposición para ello de Bizancio y de los
musulmanes de Palestina, el comercio y el movimiento de peregrinos hacia Jerusalén fue
posible, pero cuando a partir del año 1071 el Imperio Bizantino sucumbe ante los turcomanos
en el desastre de Manzikert, se produce un caos político en la capital de Bizancio,
Constantinopla. Con el poder militar bizantino destruido, los turcos comienzan a invadir
Anatolia y a ocupar el Asia Menor. En este bélico e inestable escenario, el turco Atsiz ibn Abaq
conquista Jerusalén en el mismo años de 1071. Las huestes turcomanas ocupan entonces toda
Palestina hasta la fortaleza fronteriza de Ascalón.
A pesar de que los fatimíes de Egipto intentan reaccionar y recuperar el control de Palestina, a
partir del año 1079 tenemos que este territorio y toda Siria queda bajo dominio turco.
En el año 1064, un contingente militar de caballeros francos al mando del duque de Aquitania,
Guido Godofredo, acude a la llamada de auxilio del Reino de Aragón, que se veía asediado por
el empuje sarraceno. Esta expedición fue aprobada por el papa Alejandro II, que no sólo
concedió la remisión de los pecados de aquellos que participasen en ella, sino que envió a su
portaestandarte Guillermo de Montreuil.
La nunca asumida toma de Tierra Santa a manos de los infieles, y la especial devoción
que la ciudad de Jerusalén y sus Santos Lugares merecían a todos los fieles cristianos.
Y por último, la llamada de auxilio del emperador bizantino Alejo I, al que el Papa había
levantado en el Concilio de Melfi en 1089 la excomunión que sobre él pesaba.
Con todas estas razones, expuestas a modo de arenga ante su auditorio del Concilio de
Clermont, en el que estuvieron presentes más de trescientos obispos, abades y altos clérigos,
no es de extrañar que la multitud enfebrecida vibrase en un grito unánime y entusiasta de
devota belicosidad, ¡Deus le volt!, ¡Dios lo quiere!, que pondría en marcha a los Caballeros de
Occidente hacia Tierra Santa.
Mientras se reclutaba a los “peregrinos armados”, pueblo llano en su gran mayoría, el Papa
recomendó a los obispos y abades el reclutamiento de nobles y caballeros para formar el
contingente principal de la expedición. Entre los grandes que hicieron voto de cruzado están el
vasallo del Sacro Imperio Romano Germánico y descendiente de Carlomagno Godofredo de
Bouillon, duque de la Baja Lorena, sus hermanos Eustaquio, conde de Boloña, y Balduino, así
como su primo Balduino de Bourg, hijo del conde de Retel, Hugo de Vermandois, hermano del
rey Felipe I de Francia, Roberto, duque de Normandía, su cuñado Esteban de Blois, conde de
Chartres, el conde de Hainaut, el conde de Norfolk, Garnier, conde de Gray, Conon de
Montagut, Dudon de Gouts, Rainaldo y Pedro de Toul, Hugo y Godofredo de Hache, Geraldo de
Cherisi, Hugo de San Pablo y su hijo Engelrando, y otros ilustres señores. Los cruzados de la
Provenza y Mediodía emprendieron la marcha bajo las órdenes de Raimundo, conde de Tolosa
y esposo de la infanta aragonesa Elvira, distinguido por sus gestas en las guerras de
Reconquista de España contra los sarracenos, a quien el rey Alfonso VI de Castilla había
confiado el mando de un cuerpo del ejército que condujo a la toma de Toledo en 1085. Entre
los cruzados que acompañaron a Raimundo de Tolosa cabe destacar al arzobispo de Toledo,
Bernardo, que con la insignia de la cruz fue seguido de gran número de nobles y vasallos de
España, entre ellos un considerable número de caballeros catalanes. Y desde Italia partió otro
ejército de cruzados normandos bajo las órdenes del príncipe de Tarento, Bohemundo, y de su
primo Tancredo y otros grandes señores.
Antes incluso de la partida del gran contingente de caballeros cruzados, multitudes del pueblo
llano se reunieron bajo la dirección de Pedro “el Ermitaño”, un sacerdote de la diócesis de
Amiens, dedicado al retiro, a la austeridad y a la práctica de las virtudes cristianas. Este
personaje, excitado por el celo religioso y la devoción, que también había sufrido en sus viajes
a Palestina vejaciones y atropellos por parte de los infieles, urdió el plan de liberar, mediante
una cruzada,
la Ciudad Santa, por lo que puso en marcha a su expedición popular en abril de 1096, cuatro
meses antes del día señalado.
Este plan ya lo había ideado tiempo atrás, después de haber visitado y llorado sobre la cumbre
del monte Calvario y la tumba del Salvador. Tan es así, que dicho plan se lo había comunicado
al Patriarca griego, Simeón. Éste llegó incluso a redactar una carta de recomendación para el
Papa, la cual Pedro “el Ermitaño” había entregado tras su viaje a Italia al romano Pontífice,
Urbano II, exponiéndole entre llantos el penoso estado en que se hallaban los cristianos de
Jerusalén. El Papa asistió conmovido al relato detallado de Pedro “el Ermitaño”, y casi con toda
seguridad ello fue la principal razón de que la idea de cruzada se gestase en su cabeza.
Tras dejar a su paso 4.000 muertos en una ciudad húngara por la que pasaron, la ciudad de
Belgrado saqueada e incendiada, y una cuarta parte de su propio contingente muerto camino
de Sofía a manos de las tropas del emperador bizantino, se presentaron ante Constantinopla
en el mes de agosto. El emperador Alejo, para quitárselos de encima, los trasladó al otro lado
del Bósforo e insistió a Pedro “el Ermitaño” que esperase la llegada del contingente militar
cruzado. Pero la muchedumbre hizo más caso de algunos jefes improvisados y alocados que
organizaban incursiones depredadoras por las inmediaciones, e incluso osaron acercarse hasta
las puertas de Nicea, capital del sultán turco seldjúcida Soliman Kilij Arslam I, dominador de la
Anatolia centro-occidental, el sultanato de Rum.
Finalmente, tras varias incursiones y saqueos por la zona, y un combate en que la vanguardia
francesa de la cruzada popular derrotó a un destacamento turco, los alemanes se
envalentonaron y al rebasar Nicea fueron vergonzosamente derrotados y capturados. Los
escasos nobles que quedaban en el campamento de Civetot se pusieron en marcha hacia
Nicea, al mando de Guillermo de Burel, y terminaron masacrados en el angosto valle de
Dracon.
La terrible carnicería que sucedió después en el campamento de Civetot, que había quedado
desguarnecido, es de imaginar: Las hordas turcas irrumpieron como un vendaval y arrasaron
con todo lo que se movía, salvo con algunos jóvenes y muchachas que destinaron a los
mercados de esclavos. De esta manera terminó la cruzada popular, el 21 de octubre de 1096.
Antes, el 15 de agosto de 1096, fiesta de la Asunción, la verdadera hueste cruzada, dirigida por
jefes experimentados, príncipes y grandes nobles animados por el espíritu religioso y celo de la
mayor gloria de Dios, fue partiendo desde distintos puntos con sus mesnadas de caballeros. A
finales de 1096, fue llegando a Constantinopla el ejército del duque de Lorena, Godofredo, que
acampó a orillas del Cuerno de Oro, extramuros de la capital bizantina. El emperador Alejo
pretendió que Godofredo de Bouillon le jurase fidelidad, como ya lo había hecho antes el
hermano del rey de Francia, Hugo de Vermandois, pero el duque de Lorena se negó, siendo
castigado con la interrupción de suministros.
Godofredo lanzó entonces un ataque contra las imponentes murallas de Constantinopla, pero
los imperiales consiguieron una brillante victoria defensiva y Godofredo tuvo que avenirse a
prestar juramento ante Alejo. El gigantesco príncipe normando Bohemundo, que era el más
temido por el emperador, juró sin embargo fidelidad a éste al primer requerimiento, y se
congració con él de tal forma que obtuvo la jefatura de todas las fuerzas de Bizancio en Asia, e
incluso fue transportado por la marina bizantina para reunirse con el ejército de Godofredo,
que aguardaba acampado en Pelicano. Sin embargo, el tenaz e independiente sobrino de
Bohemundo, Tancredo, que se había negado a rendir vasallaje al emperador, consiguió
escabullirse con sus fieles a la otra orilla del Estrecho. Otro de los ejércitos cruzados, el de
Raimundo de Tolosa, que iba acompañado por el legado pontificio Ademaro, había llegado por
la difícil costa de Dalmacia y el norte de Grecia. Raimundo ofreció al emperador Alejo un
ambiguo juramento, estableciendo un pacto de amistad y alianza con él, pues le interesaba
oponerse a las pretensiones de Bohemundo de lograr un principado en Oriente para escapar
de sus rivalidades familiares en el sur de Italia. Y el cuarto y formidable ejército cruzado, que
llegó unas semanas después, iba al mando supremo del duque de Normandía, hijo mayor de
Guillermo “el Conquistador “de Inglaterra, al que acompañaban importantes señores como su
cuñado Esteban de Blois, con quien compartía el mando, así como el conde de Flandes, el
conde de Norfolk –único representante inglés de la expedición-, etc. Todos ellos juraron
fidelidad al emperador Alejo, aunque sin la menor intención de observarla.
Los ejércitos cruzados habían ido pasando a Asia, reuniéndose en su totalidad el 6 de mayo de
1097 en las montañas próximas a Nicea. Desde allí contemplaron las murallas, con más de 370
torres, de la bien fortificada Nicea, capital de Bitinia y del sultanato de Rum. Sitiada la ciudad,
un ejército musulmán al mando del sultán Kilij Arslam se presentó con más de 100.000
hombres para hacer levantar el cerco de los cruzados, trabándose una encarnizada batalla que
duró doce horas y produjo numerosas pérdidas en ambos bandos (2.000 cristianos y 4.000
musulmanes). Victorioso el ejército cruzado, en fuga el enemigo, y con generosos envíos de
víveres que hacía llegar el emperador Alejo, se continuó cercando Nicea, sometiendo la ciudad
tras un enérgico asedio el 19 de junio. Desde Nicea, los cruzados penetraron por las regiones
del Asia Menor, muchas de ellas insufribles desiertos en los que lógicamente escaseaba el
agua. En esta incursión rindieron con facilidad la ciudad de Galas, ocupada por los turcos, y
continuaron adelante por la principal calzada bizantina, derrotando a numerosos batallones
que esperaban la llegada de los cruzados apostados en las dos orillas del puente del Oronte. Al
otro lado del puente, el ejército cruzado se dividió en dos cuerpos: uno bajo las órdenes de
Godofredo de Bouillon, Raimundo de Tolosa, Hugo “el Grande”, Roberto de Flandes y el legado
pontificio, Ademaro; y el otro cuerpo, menos numeroso, bajo la dirección de Bohemundo,
Tancredo y del duque de Normandía. Cuando este último grupo llegó al valle de Gorgoni fue
sorprendido por los musulmanes, que ocultos en las escabrosas montañas se precipitaron
como un torrente contra los cristianos. Inferiores en número, los cruzados soportaron con
valor el ímpetu y violencia del enemigo, pero en tan desigual lucha la derrota de los cristianos
parecía inevitable, agotados de fuerzas y abrumados por la numerosa avalancha de
musulmanes que se les había venido encima inopinadamente.
Tras varias horas de combate desesperado, llegó en socorro de sus hermanos el cuerpo
cruzado al mando de Godofredo de Bouillon, que, en una maniobra envolvente, destrozó
completamente a las huestes sarracenas. En esta batalla acaecida en el desfiladero de Dorilea,
los cristianos habían perdido 4.000 hombres, y en ella se significó el obispo Ademaro como un
gran estratega y combatiente al estilo de los obispos guerreros de España. Tras continuar la
marcha e internarse en las abrasadoras regiones de Frigia, donde el hambre y la sed diezmaron
terriblemente a los cruzados, estos alcanzaban a mediados de agosto Iconio, donde tras un
breve descanso se pusieron en marcha hacia Heraclea. Allí combatieron y dispersaron algunas
tropas turcas apostadas y se dividieron en dos grandes grupos, uno se desvió por Cesarea y el
otro por las montañas del Tauro y Tarso. Ello se debió a que Balduino, hermano de Godofredo
de Bouillon, y Tancredo decidieron separarse del ejército principal para buscar directamente el
mar en Tarso, la ciudad natal de San Pablo, a través de las difíciles Puertas Cilicias.
Estos dos ambiciosos y aventureros jefes cruzados pretendían hacerse con un principado
independiente cada uno, sin renunciar por ello a seguir cooperando con la Cruzada una vez
logrado su propósito.
El 10 de septiembre, cada uno por su lado, las mesnadas de Tancredo y Balduino se dirigieron
a Cilicia a través de las imponentes montañas del Tauro. Balduino, tras atravesar el Éufrates, se
apoderó de la ciudad de Edesa, de cuya ciudad tomó el título de príncipe. Por su parte,
Tancredo logró un gran éxito al derrotar a los turcos y tomar la ciudad de Tarso, capital de
Cilicia, pero hubo de cedérsela a Balduino, pues la presencia de la mesnada de éste, muy
superior a la de Tancredo, fue la que provocó la rendición de los turcos. Tras dejar Balduino
como gobernador de Tarso en su nombre al pirata Guyemer de Boloña, siguió los pasos de
Tancredo y se reunió con el ejército cruzado principal en su campamento de Marash, donde
hubo de enterrar a su esposa Godvere e hijos, que habían sucumbido a las penalidades de la
Cruzada.
Finalmente, el grueso del ejército cruzado, tras rodear Cesarea y ser recibido como
libertadores en los territorios armenios, logró alcanzar Antioquia, la ciudad de las 400 torres.
Era el 20 de octubre de 1097. Tomada esta plaza tras siete meses y medio de penosísimo
asedio, se presentó para sitiarles a su vez Kerbogha, el feroz atabeg de Mosul, con 200.000
combatientes. La aflicción, el desaliento y el terror no podían ser mayores entre las tropas
cristianas, pero la forma prodigiosa en que salieron al encuentro para enfrentarse y derrotar a
los enemigos es tal, que ha dado lugar a leyendas relacionadas con la Sagrada Lanza que
supuestamente un clérigo de Provenza (un campesino visionario y medio loco según otras
fuentes), llamado Pedro Bartolomé, habría encontrado enterrada en la iglesia de San Pedro de
Antioquia. Este hierro sagrado, que los cruzados atribuyeron como la lanza con que fue herido
el costado del Salvador, parece ser que dio alas a los cristianos para salir victoriosos de lo que
en un principio pareció que sería el final del ejército cruzado.
De cualquier forma, el asedio, captura y defensa de Antioquia había retrasado quince meses la
marcha de la Cruzada hasta su principal objetivo, Jerusalén.
La victoria en campo abierto sobre dos grandes ejércitos musulmanes y la rendición de
Antioquia fueron suficientes para atemorizar a los emires y pequeños soberanos musulmanes
de aquellas regiones, los cuales se apresuraron a pedir la alianza y paz de los cruzados, y hasta
les ofrecieron tributos y paso hasta Jerusalén. El califa fatimí de El Cairo, el menor de edad al-
Mustali, también ofreció tropas auxiliares para la conquista de la Ciudad Santa, pero
aprovechando las luchas entre los turcos y los cristianos, ordenó al gran visir de Egipto, al-
Afdal, que se apoderase de Jerusalén. Tras cumplir la misión encomendada y arrebatar la
ciudad a los turcos, el propio visir al-Afdal la gobernó en nombre del califa. Éste, justificó su vil
maniobra traicionera diciendo que los turcos se la habían quitado a su padre cuarenta años
atrás, y que los cristianos tendrían suficiente con poder visitar los Santos Lugares, lo cual les
ofrecía.
Tras una permanencia inactiva en Antioquia, donde la peste y otras calamidades diezmaron a
los cruzados (entre ellos murió de fiebre tifoidea el valeroso obispo Ademaro de Puy), se
resolvió proseguir la marcha hacia Jerusalén, que era el objeto de las ansias de todos y meta de
su heroica peregrinación. Con Raimundo de Tolosa al frente del cuerpo del ejército cruzado
que reemprendió su marcha desde la ciudad de Marat, situada a unos cien kilómetros al
sureste de Antioquia, y que había tomado recientemente por asalto, se siguió el camino
interior de Siria. La fuerza cruzada, sin los contingentes de Bohemundo y Balduino, y sin haber
tomado contacto aún con los de Godofredo y Roberto de Flandes, no superaba el millar de
caballeros y una cifra cinco veces superior de infantes. Raimundo se detuvo ante las murallas
de Arga, al norte de Trípoli, a la espera de refuerzos que deberían llegar de Antioquia.
Mientras Raimundo asediaba esta ciudad, el duque de Lorena y el conde de Flandes
marchaban con sus ejércitos a su encuentro por la costa. Finalmente, tras muchas penalidades
y vicisitudes, los cruzados se adentraron en las colinas de Judea por la calzada romana que
habían hollado los pies de Jesucristo y los apóstoles. Ello les hacía sentir la emocionante
proximidad de Jerusalén, hasta que en la mañana del 7 de junio de 1099 por fin sus ojos
pudieron contemplar en el horizonte sus murallas. Sobre este emotivo instante nos relata
Ricardo de la Cierva:
“El conde de Tolosa, veterano de las guerras contra la morisma en España, fue seguramente
uno de los primeros occidentales que necesariamente evocó, en aquella mañana de junio, la
clara semejanza de Jerusalén con la ciudad española de Toledo. La víspera, en la aldea de
Emaús, se habían postrado ante los jefes cruzados los emisarios de la pequeña ciudad de
Tras elaborar el dispositivo estratégico de asedio y combate, los cruzados decidieron atacar al
ejército del califa y tomar Jerusalén por la fuerza, enfurecidos como estaban por haber roto
éste su pacto. Había transcurrido un año completo de luchas y penalidades, en que doblegaron
toda resistencia que encontraron a su paso.
Después de un mes largo de penosísimo asedio a Jerusalén, los príncipes cruzados decidieron
que el asalto a la ciudad defendida por el gobernador fatimí Iftikhar comenzase en la noche del
13 al 14 de julio.
Durante toda la noche, los efectivos cruzados (unos 1200 o 1300 caballeros y unos 12000
infantes) intentaron encaramarse a las murallas. Para ello rellenaron los fosos, aproximaron las
torres de asalto y lanzaron las escalas, no consiguiendo hasta el mediodía del 15 de julio subir
a lo alto de la muralla algunas de las tropas de vanguardia, a cuya cabeza estaba Godofredo de
Bouillon, que tuvo el honor de ser el primer gran cruzado que penetró en la Ciudad Santa.
Finalmente, tras abrir las puertas al grueso del ejército cruzado, éste penetró en tromba por
las calles de la ansiada Jerusalén. La victoria fue aplastante, y también mancillada por la
terrible matanza que conllevó. Toda la población musulmana y judía fue pasada a cuchillo. La
población cristiana se libró de ser testigo de la toma de Jerusalén, ya que habían sido
expulsados de la ciudad antes de que ésta se produjese. El gobernador Iftikhar y un puñado de
sus hombres salvaron la vida a cambio de la entrega del tesoro que el califa había
encomendado a su custodia. Tras el infernal fragor de la batalla, indescriptiblemente
emocionante debió ser, sin duda, el momento en que los grandes señores de la Cruzada,
extenuados y gozosos, se postraron ante el Santo Sepulcro de Cristo.
El 22 de julio los señores de la Cruzada se reunieron para nombrar un rey que gobernase la
Ciudad Santa y que lo sería también de todo el Reino Latino de Jerusalén.
Como ya hemos indicado, los inicios de la Orden del Temple son harto oscuros, por cuanto no
nos ha llegado la suficiente documentación como para poder aventurarnos, con absoluto rigor,
a determinar cuándo se funda la Orden, cómo y quiénes son exactamente todos sus
fundadores. Y dado que son muchas las teorías al respecto que se sostienen, variando los
datos de unos historiadores a otros, preferimos centrarnos en los detalles generales que mejor
se conocen.
En primer lugar, diremos que no se sabe a carta cabal la identidad de todos los caballeros que
iniciaron la Orden de los Templarios (no todos eran franceses como generalmente se piensa),
aunque entre sus fundadores se menciona a Hugo de Paganis (figura asociada por la
historiografía oficial a un noble de la Casa de los condes de Champaña, llamado Hugo de
Payns), así como el flamenco Godefridus de Sancto Audemaro (conocido por Godofredo de
San Omer, de la familia de los Castellans de San Omer en Flandes), Godofredo Bisol, Payen de
Montdidier, Rossal y Archibaldo de Saint -Amand. Una carta del rey Balduino nos permite
conocer a otros dos caballeros cuyos nombres son André y Gondemaro;
el primero de ellos perteneciente a la familia de Montbard, que además era tío materno de san
Bernardo. El caballero que haría el número nueve fue Hugo I, séptimo conde de Champaña,
fundador de Claraval, que se unió a los ocho primeros templarios en 1125. Su ingreso en la
Orden sería lo que motivó que san Bernardo le escribiese una carta felicitándole por haberse
hecho pobre soldado de Cristo, de conde y rico como era. Este conde murió en Palestina en
1126.
Hacia 1118, estos caballeros se reunieron en Jerusalén para consagrarse al servicio de Dios, a
modo de canónigos regulares, siguiendo en parte la regla de San Agustín y haciendo ante el
patriarca Gormondo los tres votos ordinarios de obediencia, pobreza y castidad, más un cuarto
voto de defender con las armas y preservar los Santos Lugares, así como proteger a los
peregrinos, lo cual les convertía ya de hecho en una fuerza regular y militar. El rey Balduino II,
admirado del celo de estos pobres caballeros de Cristo, les cedió el ala de su palacio situado en
la antigua mezquita de al-Aqsa, en el Monte del Templo, de ahí que fuesen conocidos a partir
de entonces como caballeros templarios. Bossuet dice que fueron instituidos bajo el título de
Pobres Caballeros de la Santa Ciudad, aunque también fueron llamados Soldados de Cristo,
Milicia de Salomón o del Templo de Salomón, y también Hermanos del Templo o del Temple.
Lo que sí es cierto, es que en sus inicios fueron tan pobres que se les conoció como los
Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici, y parece bien cierto, como representa
uno de sus primeros sellos, que llegaron a montar dos jinetes en un solo caballo, tanto en
señal de fraternidad como de la pobreza de sus orígenes.
Los primeros interrogantes surgen a la hora de determinar de quién partió la idea de organizar
una fuerza armada para la protección y defensa de los peregrinos que llegaban a Tierra Santa,
finalidad que parece ser fraguaría la creación de la Orden del Temple. En caso de que aquel
caballero Hugo de Paganis fuese como se dice Hugo de Payns, cabe pensar que llegara a Tierra
Santa en el año 1114 en compañía del conde de Champaña, sin embargo no existen
informaciones concluyentes al respecto. De ser así, la idea de crear la Orden del Temple habría
partido directamente de Hugo de Paganis, testigo de las vejaciones y crímenes que tenían que
sufrir los peregrinos, o bien del propio conde de Champaña, que no habría podido encabezar
personalmente la fundación y aprobación de la Orden al tener que regresar a Europa
reclamado por su esposa. También se dice que la iniciativa partió del rey Balduino, del
Patriarca de Jerusalén, de alguno de los compañeros de Hugo de Paganis, o incluso hay
quienes se aventuran a sugerir al joven abad cisterciense san Bernardo de Claraval, que desde
luego estaría llamado a desempeñar un papel fundamental como mentor y elogiador de la
nueva milicia de los Templarios. En cualquier caso, como sostiene Martínez Diez, “lo cierto es
que corresponderá a Hugo la misión de plasmar en la realidad el brillante y original proyecto”.
Aunque se teoriza mucho sobre la posibilidad más que probable de que los fundadores del
Temple ya llegaron a Tierra Santa con una idea y directrices definidas, podría también
considerarse que todo ello se esbozó definitivamente en la época del sínodo de Nablus,
convocado en 1120 por el rey de Jerusalén al objeto de fortalecer la unidad de acción de todos
los principados y feudos de Palestina y Siria. Con este sínodo se pretendía, en suma, vigorizar
el espíritu de Cruzada y evitar los peligros de la excesiva orientalización que cada vez más se
percibía en aquella peculiar sociedad rodeada por un mundo agresivo e islámico. El reino de
Jerusalén y su constelación de principados necesitaban vitalmente una fuerza permanente,
aguerrida, adiestrada y motivada, tanto terrestre como marítima, y por ello fue providencial la
creación de las órdenes militares. Significativo es que el sínodo de Nablus fue una asamblea de
signo eclesiástico y caballeresco a la vez, lo que quizá supuso un precedente de la que sería
primera orden estrictamente monástico-militar, la de los Caballeros del Temple.
Ante la escasa documentación que nos ha llegado de los inicios de la Orden, se ha venido
especulando mucho sobre las actividades que habrían desarrollado los primeros templarios
desde 1118 a 1127. Como de ello se han vertido auténticos ríos de tinta, nos limitaremos a
indicar que lo que sí parece cierto es que durante esos nueve años los freires templarios
conservaron el hábito secular, pero poco más se sabe de lo que hicieron en las ruinas del
Templo de Salomón que les servía de morada, o si realmente se dedicaron a proteger a los
peregrinos que llegaban a Tierra Santa, lo cual parece harto inconcebible si como algunos
sostienen hubiesen sido sólo nueve caballeros.
Cuando finalmente los caballeros pidieron la regla, el patriarca Esteban de la Fierte rogó al
papa Honorio II que se la concediese. Éste encargó el importante asunto a Bernardo, abad de
Claraval, que por cierto era sobrino de uno de los primeros templarios, André de Montbard.
Fue Godofredo de San Omer quien junto a otros caballeros templarios acompañó en 1128 a
Hugo de Paganis, elegido primer Maestre de la comunidad naciente, y al patriarca de Jerusalén
al concilio de Troyes, donde la Orden del Temple recibiría la regla. Sobre la autoría de ésta
también existen muchas controversias, aunque lo que no parece factible, como muchos
románticamente sostienen, es que la primera regla fuese redactada por san Bernardo, sino
que debió haber sido Hugo de Paganis en colaboración con el patriarca de Jerusalén. Como
mucho, cabe pensar que Bernardo de Claraval habría podido retocarla, e incluso ser el autor de
las versiones posteriores.
A partir del concilio de Troyes, e incluso antes, durante el itinerario seguido en Europa por los
cinco caballeros templarios que acompañaron a su Maestre, las grandes donaciones
comenzaron a recibirse. Ello llevaría a que, en pocos años, aquellos pobres Soldados de Cristo,
que iniciaron su singladura residiendo en las ruinas del Templo de Salomón, fuesen
convirtiéndose paulatinamente en la orden militar más poderosa, rica e influyente del
Medievo.