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49.

LAS CRUZADAS
Lección capital dentro de la Edad Media. La Cristiandad se sentía amenazada
constantemente por el Islam, los innumerables peregrinos a Tierra Santa se veían en
constantes dificultades y peligros, y la Iglesia se lanzó a la aventura de una guerra
santa contra los mahometanos. ¿Acierto? ¿Desacierto?... Veremos.

Llamamos “Cruzadas” a las expediciones militares emprendidas por los cristianos,


promovidas por los Papas y secundadas por los príncipes y reyes contra los musulmanes
para rescatar los Santos Lugares. Tuvieron lugar entre los años 1095 la primera y el 1270 la
última con la muerte de San Luis Rey de Francia en el norte de África cuando se dirigía a
conquistar Palestina. Se numeran siempre ocho Cruzadas, independientes de la Reconquista
española, reducida a la Península sin salir hacia Tierra Santa (lección 47).
Los móviles de las cruzadas no fueron intereses terrenos, sino espirituales, aunque
hubiera individuos particulares que se metieron en ellas por fines bastardos, como negocio,
robo o simple vagabundería. Se miró primeramente la conquista de los Santos Lugares,
especialmente el Sepulcro del Señor, que estaban en poder de los musulmanes. Otra mira
importante fue la seguridad de los innumerables peregrinos que iban a Tierra Santa, los
cuales en los principios no sufrían molestias de los musulmanes, pero cuando los fatimitas
se adueñaron de Jerusalén el año 969 y, sobre todo, a partir del Califa Harlem en 1009, que
destruyó la basílica del Santo Sepulcro y persiguió a los cristianos, en especial a los pere-
grinos, la situación de estos devotos se hacía insostenible. Influyó también con frecuencia
en las Cruzadas la política de ayudar a la Iglesia de Oriente, para defender Constantinopla,
amenazada siempre por los turcos ─asiáticos originarios de Turquestán convertidos a la fe
de Mahoma─, y sin la cual hubiera peligrado toda la Europa cristiana.

Lo que podríamos llamar “introducción” a las Cruzadas fue el santo y seña del gran
papa Urbano II en el sínodo de Clermont, Francia, en Noviembre de 1095, donde lanzó el
grito de “Deus lo volt”, Deus lo volt, Deus lo volt”, ¡Dios lo quiere!, que enardeció a toda
Europa. La conquista de los Santos Lugares se convertía el algo oficial dentro de la Iglesia.
El Jefe supremo ─hoy le llamaríamos el Comandante en Jefe─, no era ningún rey, sino el
Papa. A nivel de Iglesia, el ideal supremo era conservar y tener como propio el Sepulcro del
Señor; y, a nivel personal, la indulgencia plenaria que conseguían los que se alistaban en el
ejército cristiano, los cuales iban, más que como soldados, como peregrinos para hacer pe-
nitencia por sus pecados y ganar así la codiciada indulgencia plenaria, pues, si morían, se
iban sin más al Cielo. Se llamaron “cruzados” por la cruz de tela roja que tejían en su uni-
forme sobre el hombro derecho, la cual significaba que eran verdaderos soldados de Cristo,
de la “milicia” de Cristo, y, si morían, morían por Cristo. ¡Qué fe la de aquellos tiempos!...
El primero que recogió la idea fue el monje “Pedro el Ermitaño”, sinceramente santo pe-
ro algo iluminado, que levantó verdaderas muchedumbres de hombres, mujeres, jóvenes y
niños, con las cuales se lanzó el año 1096 en plan desordenado hacia Palestina; murieron
muchísimos en aquella aventura descabellada, gran parte degollados por los musulmanes en
el Asia Menor; no avanzaron hasta Jerusalén y todo paró en nada.

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La primera Cruzada, después de la oleada de Pedro el Ermitaño, iba dividida en cuatro
cuerpos de ejército, con el obispo Ademaro de Puy como delegado del Papa. La marcha se
iniciaría el día 15 de Agosto del 1096. No fue ciertamente un paseo triunfal, pero los cruza-
dos conquistaron Nicea, Edesa, Antioquía y, finalmente, el 15 de Julio del 1099 entraban en
Jerusalén. El gran héroe fue Godofredo de Bouillon, que, rechazando el nombre de rey de
Jerusalén, quiso llamarse simplemente “Defensor del Santo Sepulcro”. Pareciera que estaba
acabado todo, que las fuerzas de ocupación mantendrían sus puestos indefinidamente con
los refuerzos que les llegarían siempre de Europa, ya sin guerra contra los musulmanes, y
que la Iglesia no perdería nunca lo que había conquistado. Inútil pensar así. Los musulma-
nes no dejarían nunca en paz a los cristianos. Los príncipes cristianos, por su parte, estarían
continuamente en luchas contra sí mismos, se perderían tierras conquistadas que habría que
reconquistar, empezando por Jerusalén, que cayó de nuevo en manos musulmanas bajo Sa-
ladino el año 1187. Las Cruzadas iban a continuar por más de doscientos años.
Podemos dar una breve noción de las restantes Cruzadas, ya que resulta imposible referir
incontables hechos ─dolorosos unos, muy ejemplares otros─, que manifiestan lo mismo la
debilidad de aquellos cristianos que la grandeza heroica de que estaban revestidos.

La segunda Cruzada se debió a la caída de Edesa el año 1144 en manos musulmanas.


Partió un imponente ejército de alemanes, franceses e ingleses, pero resultó un fracaso
completo. No conquisto ni Edesa ni Damasco. Regresaron los cruzados, y el único buen
resultado fue que los cruzados que regresaban por mar y atracaron en Portugal ayudaron a
los españoles a reconquistar Lisboa. Echaron la culpa del fracaso a San Bernardo que había
promovido la cruzada; él se defendió predicando otra, pero nadie le hizo caso.
Al haber caído Jerusalén bajo Saladino, toda Europa respondió entusiasmada a los Papas
que promovieron la tercera Cruzada. Los grandes jefes eran Federico Barbarroja de Ale-
mania, que murió ahogado en la expedición, y Ricardo Corazón de León de Inglaterra. Le
ganaron dos grandes batallas a Saladino, pero no se conquistó Jerusalén. No obstante, Sala-
dino se comprometió a dejarles como capital a los cristianos San Juan de Acre, y a respetar
debidamente a los muchos peregrinos que venían siempre de Europa a Jerusalén.
Muerto Saladino el año 1194, creyó el Papa Inocencio III que era ocasión de reconquis-
tar Jerusalén, y promovió la cuarta Cruzada, muy bien organizada, sobre todo por los
alemanes, pero fracasó por no entenderse entre sí los expedicionarios, en especial por su
ataque a Constantinopla contra la orden expresa y severa del Papa.
La quinta Cruzada no tuvo resultado positivo, pues los cruzados desembarcados en
Egipto conquistaron Damieta en 1219, la volvieron a perder, y todo lo que consiguieron del
Califa fue que respetaría a los peregrinos que fueran a Jerusalén.
No se puede considerar cruzada como tal la sexta cruzada en el 1228, pues todo lo que
hizo Federico II de Alemania fue pactar con el Sultán de Egipto que las ciudades de Jeru-
salén, Belén, Nazaret, Tiro y Sidón pasaban al rey de Alemania, mientras que éste se com-
prometía a respetar en absoluto el que la mezquita de Omar en Jerusalén quedara en manos
exclusivas de los musulmanes.
La séptima Cruzada, cuando en 1245 cayó de nuevo Jerusalén en manos de los turcos,
fue emprendida por el rey de Francia San Luis ante el llamamiento del Papa. Pero sufrió en
Egipto la tremenda derrota de Mansura, fue hecho prisionero, recobró la libertad, se instaló
en Palestina durante cuatro años, pero regresó a Francia al enterarse de la muerte de su ma-
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dre Doña Blanca de Castilla. Llevado de su gran fe cristiana, San Luis emprendió igual-
mente la octava Cruzada, pero, estando en África, murió el año 1270 por la peste en la
ciudad de Túnez.

¿Qué juicio merecen las Cruzadas? Aparentemente, todas fueron una inutilidad. Sin
embargo, los historiadores no piensan que todo fueran fracasos. En medio de tantos aspec-
tos negativos, aquellas expediciones religiosas y militares, y quizá sin pretenderlo los con-
ductores de las mismas, produjeron frutos muy apreciados a la sociedad y a la misma Igle-
sia. Naturalmente, hay que pensar con la mentalidad de aquel tiempo. Por muy santa que
fuera en sus fines, hoy no aceptaríamos nosotros por nada una guerra promovida y dirigida
por la Iglesia. Señalamos lo que reconocen todos los historiadores.
1. Ante todo, las Cruzadas mantuvieron muy viva la fe cristiana, por rudimentaria que
fuera, en unos pueblos recién convertidos del paganismo. A aquellas gentes no les cabía en
la cabeza que los lugares y las reliquias de Cristo estuvieran en manos de sus enemigos, los
cuales, además, con la fuerza de las armas hacían apostatar de la verdadera fe a los cristia-
nos para pasarlos a la fe de Mahoma.
2. Como una de las prácticas religiosas más firmes eran las peregrinaciones a los lugares
conspicuos de la Cristiandad ─Roma, Santiago de Compostela y, sobre todo, Jerusalén─,
los peregrinos debían gozar de libertad plena para satisfacer su devoción. Algo imposible
mientras los Santos Lugares de Palestina estuvieran en poder musulmán.
3. Las Cruzadas produjeron un gran bien al hacer que los señores feudales y reyes diri-
gieran las armas contra enemigos externos ─que hacían mucho mal a las naciones cristia-
nas─, en vez de estar siempre luchando entre sí mismos. Sabemos por la lección 44 lo que
era la tregua de Dios, que se hizo del todo necesaria. Pero no por eso se deponían las armas.
Aquellos príncipes habían de estar siempre guerreando, y con las Cruzadas se les abría un
campo de acción muy diferente a su idiosincrasia belicosa. Esto produjo también un golpe
mortal al feudalismo (lecciones 43-44), que por las Cruzadas se debilitó gravemente.
4. Por más guerras que se tuvieran con los musulmanes, las Cruzadas pusieron la cultura
europea en contacto con la árabe, cosa que resultó muy beneficiosa para las ciencias y las
artes, igual que para el comercio con el Oriente, hacia el que se abrieron rutas antes inex-
ploradas, que llevaron incluso a misioneros hasta regiones muy lejanas de Asia.
5. Y un provecho muy grande, quizá el mayor, fue el que, gracias a las Cruzadas, se de-
tuviera siempre ante Europa el avance musulmán, el cual pretendía que la Luna en creciente
desplazara de todos los pueblos a la Cruz de Cristo.
Si estas razones no justifican las Cruzadas, ciertamente que hacen ver mucha provi-
dencia de Dios en las mismas determinaciones humanas. Aquellos cristianos de la baja
Edad Media procedían con una gran buena fe, aunque mezclada según nosotros de muchos
errores, pero el Dios que nunca se equivoca conseguía grandes bienes.

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50. MÁS SOBRE LAS CRUZADAS
No está de más el dar sobre las Cruzadas algunas noticias sueltas que no
cupieron en nuestra relación anterior. Nos ilustrarán sobre el carácter de
aquella aventura heroica de la Cristiandad medieval.

Es necesario comenzar por Urbano II, Papa grande de verdad. Recorría toda Europa
promoviendo la reforma de Gregorio VII, y en el sínodo francés de Clermont, el año 1095,
bien informado de todo lo que pasaba en Palestina con los peregrinos cristianos, decidió
promover una Cruzada que acabase con aquella situación angustiosa. Desde antiguo, los
peregrinos gozaban de libertad y durante los siglos nueve al once eran innumerables los que
iban sin trabas a Jerusalén: obispos, abades, príncipes, caballeros…, siempre acompañados
de muchos súbditos, como en aquella peregrinación de Alemania formada por más de 7.000
devotos penitentes ─¡viaje largísimo y con el transporte de entonces, una penitencia verda-
dera!─, ya que eran muchos los cristianos que iban obligados por el voto que hacían de
visitar la Ciudad Santa. Pero los musulmanes fatimitas de Egipto y después los turcos sel-
dyúcidas hicieron imposible la ida de los peregrinos. El Papa, en aquel sínodo de Clermont,
lanzó la consigna “Deus lo volt”, que, escuchada por una multitud inmensa, se iba repitien-
do por doquier y prendió como un incendio por toda la Cristiandad. Al oírla el Papa, con-
testó: “Estas palabras tan unánimes, como inspiradas por Dios, serán su grito de guerra y su
consigna en la batalla”. Aseguraba también el Papa: Los que mueran en la toma de Jeru-
salén irán a la Jerusalén celestial por la indulgencia plenaria y previa la confesión de sus
pecados… El mismo papa Urbano hubo de poner algo de freno al entusiasmo popular y
prohibió formar parte en la Cruzada a los clérigos sin permiso de su obispo o de su abad;
los laicos debían contar con la licencia de sus párrocos, y los casados jóvenes no podían
alistarse sin el consentimiento de sus esposas.

Se hace necesaria la presentación de Pedro el Ermitaño, el cual, vestido con una sim-
ple túnica y con los pies descalzos, de carnes secas por sus ayunos, con ojos vivos y voz
electrizante, removió las masas de Francia y norte de Italia para recoger un ejército de vo-
luntarios entre la gente más humilde y lanzarse a la conquista de Jerusalén. Dicen que eran
unos 100.000, pero es cifra muy exagerada, aunque no bajaban de 20.000 a 30.000 entre
hombres, mujeres y muchos niños, que avanzaban en un desconcierto enorme. Ancianos,
mujeres y niños iban contra la orden expresa del Papa que prohibió semejante personal en-
tre los cruzados. Pero en ésta, formada tan precipitadamente por el Ermitaño, se metió todo
el que quiso, y de la cual se saben casos divertidos. Familias que aparejaron sus bueyes,
uncidos a un carromato en el que metían todos sus enseres, y con los niños que preguntaban
en cualquier lugar por donde pasaban: ¿Es ésta la Jerusalén adonde vamos?... Decían bien
los chiquillos, porque nadie sabía nada de nada y marchaban hacia donde les dictaban. Iban
en tres oleadas y atravesaron el Este de Europa saqueándolo todo para poder comer. El em-
perador Alejo I Comneno de Constantinopla les aconsejó esperar la expedición primera de
soldados, pero el Ermitaño tiró adelante y llegó hasta Nicea. Aquí se les enfrentaron los
turcos seldyúcidas con un enorme ejército que acabó matando a casi todos ellos en Octubre
del 1096. Las mujeres, monjas y muchachos imberbes pararon en los harenes de los mu-

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sulmanes vencedores. Pedro el Ermitaño salió con vida y fue como simple peregrino a Jeru-
salén, de donde regresó a Europa para acabar la vida recordando sus sueños locos…

Los tres años que duró la primera Cruzada, desde su salida en Agosto del 1096 a Ju-
lio del 1099 en que fue tomada Jerusalén, fueron de penalidades increíbles, sobre todo des-
de que dejaron Constantinopla y se internaron por aquellas regiones del Asia Menor que
fueron también el escenario de las aventuras de San Pablo en su primer viaje apostólico. El
hambre, el calor insufrible y la peste diezmaban al ejército y a los muchos acompañantes
que iban en plan de peregrinos. Y las batallas contra los turcos en Nicea, Edesa y Antioquía
fueron terribles. Pareció que en Antioquía se iba a acabar todo. Desanimado el ejército,
vino la solución por dónde menos se esperaba.
El monje Pedro Bartolomé, que decía tener mucho contacto con Dios, dio a los jefes, en
especial al obispo Ademaro, el legado del Papa, la gran noticia: En visión, Dios le había
mostrado dónde estaba escondida la lanza que usó el soldado para atravesar el costado de
Jesús muerto en la cruz. Guiados por el visionario, nada encontraban, pero al fin apareció la
lanza escondida en una cueva. Los jefes y todos los soldados creyeron a pie juntillas el mi-
lagro: gritos de júbilo, besos inacabables al hierro sagrado…, y un ardor incontenible para
seguir adelante hacia Jerusalén, a pesar de la peste que se les echó encima y en la cual mu-
rió el jefe espiritual de la expedición, el obispo Ademaro, que fue llorado por todos.
Aquella lanza, verdadera o falsa ─y más falsa que verdadera─, hacía el prodigio necesa-
rio, en la retaguardia de Europa causó alegría inmensa, y fue debidamente cantada: “La
lanza del Rey del cielo se le entrega al pueblo fiel para que sea la muerte del infiel”.

Por fin, en el mes de Junio del 1099, se acercaba el fin de la Cruzada. Cuando de lejos
divisaron la Ciudad Santa, se levantó un grito fenomenal, que ha conservado la Historia:
¡Jerusalén, Jerusalén!... Faltaba el asedio de la ciudad, fuertemente custodiada por los tur-
cos musulmanes. El obispo Daimberto de Pisa le comunicaba al Papa en una carta: “Los
obispos y príncipes exhortaron a todos a marchar en procesión con los pies descalzos alre-
dedor de la ciudad a fin de que quien entró humilde en ella, viendo nuestra humildad, nos
abriese las puertas a nosotros para hacer justicia de sus enemigos”. Era el 15 de Julio, y
Godofredo de Bouillon, un héroe legendario, fue el primero de los jefes que abrió una bre-
cha con su torre de madera y se abalanzó como un alud en el interior de la ciudad. Lo que
vino después, no nos cabe a nosotros en la cabeza. Efectivamente, entraron “para hacer
justicia”, porque los cruzados pasaron a sangre y fuego a incontables enemigos, como si
fuera la peor de las guerras. Mentalidad de entonces y conducta inadmisible, pero así se
pensaba, y, como dice un historiador, eran los mismos “que al día siguiente subían al calva-
rio de rodillas y lloraban con ternura infantil ante el sepulcro del Salvador del mundo”.
Conquistada la Ciudad Santa, se iniciaba el Reino de Jerusalén y ofrecieron la corona al
héroe Raimundo de Tolosa. No la aceptó, diciendo muy diplomáticamente, pues sabía que
no lo querían: “No puedo ser rey en una ciudad donde Jesús así ha sufrido”. Con semejante
respuesta, su rival no se atrevería a ser rey, pero Godofredo, caballero de pies a cabeza y
cristiano piadoso de verdad, a quien se la ofrecieron entonces, respondió con más diploma-
cia aún: “No puedo llevar una corona de oro donde Cristo llevó una de espinas”, y seré sólo
el “Defensor del Santo Sepulcro”, es decir, aceptó ser rey sin llamarse rey…

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Tuvo mucha importancia la tercera Cruzada del año 1190, porque Jerusalén se halla-
ba de nuevo bajo el dominio musulmán. Saladino la conquistaba el 1187, las iglesias cris-
tianas fueron convertidas en mezquitas musulmanas, arrojó todas las cruces de hierro al
suelo y las hizo fundir con las campanas. La Cristiandad se encendió en celo de Dios y pre-
paró una nueva Cruzada, quizá la mejor organizada de todas ellas. Los cardenales se obliga-
ron con voto a vivir de limosna y no montar a caballo hasta que se reconquistara Jerusalén.
Las naves de Escandinavia costearon Europa con 12.000 soldados hacia Oriente. Al frente
de unos 30.000 soldados muy escogidos iba el emperador de Alemania Federico Barbarro-
ja, el rey de Francia Felipe Augusto y el de Inglaterra Ricardo Corazón de León. Federico
aceptó la Cruzada con espíritu de penitencia, para reparar el mal que había hecho a los Pa-
pas en sus luchas contra ellos, pero era el Jefe indiscutible. Avanzaron hasta el Asia Menor,
y en la conquista de Iconio lanzó Federico a sus soldados la conocida arenga: “Christus
vincit, Christus regnat, Christus imperat. ¡Vengan, conmilitones míos, que salieron de su
tierra a comprar con su sangre el reino de los cielos!”. El valiente emperador quiso pasar
después en Cilicia a caballo el Selef y se ahogó en el río. Fue una pérdida lamentable, y
tomó el mando Ricardo Corazón de León, que avanzó hasta la ciudad de San Juan de Acre,
la más importante después de Jerusalén. Al rendirse la ciudad después de una lucha deses-
perada, hizo degollar para escarmiento a 3.000 musulmanes (!), pero no logró conquistar
después Jerusalén. Sin embargo, pactó con Saladino ─un héroe musulmán como ninguno y
un perfecto caballero─, el cual se obligó a pagar una fuerte suma de dinero y a permitir que
los peregrinos llegaran libremente a Jerusalén con tal de que fueran sin armas.

En la historia de las Cruzadas merece un puesto de honor quien realizó las dos últimas
con dos fracasos rotundos, a pesar de ser buen estratega y guerrero valiente: San Luis rey
de Francia. En él no había otro móvil que la gloria de Dios y el bien de la Iglesia. En el año
1248 se embarcaba hacia Chipre para saltar de allí a Egipto. Tomada la ciudad de Damieta,
Luis entró en ella no como triunfador sino con humildad cristiana. Al revés de lo que había
hecho Ricardo Corazón de León con aquellos 3.000 musulmanes degollados en San Juan de
Acre, ahora el santo vencedor impuso y decretó a sus soldados severas medidas contra
quien cometiera un asesinato o se diese al pillaje. En las luchas que siguieron contra los
musulmanes, Luis cayó prisionero, y al ser exigida por su libertad la enorme cantidad de un
millón de onzas de oro, contestó: -El rey de Francia no paga ese rescate por él, pero está
dispuesto a pagarlo por la libertad de sus vasallos… Libre en Palestina durante cuatro años,
regresó a Francia. El año 1267 el Papa promulgaba otra Cruzada, y Luis, medio enfermo y
con obediencia heroica, la aceptó sin pestañear. Su gran secretario y amigo Joinville, pre-
gonaba con energía: “Los que han aconsejado al rey este viaje son culpables de pecado
mortal”. Y sí; en el norte de África, la peste le arrebataba a Luis la vida terrena sin llegar a
la Jerusalén de Palestina, aunque le abría las puertas de la Jerusalén celestial…

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51. EL CISMA DE ORIENTE
Llegamos a una lección muy dolorosa en la Historia de le Iglesia. Rota la uni-
dad por el orgullo de los Patriarcas de Constantinopla. Han pasado casi mil años y
la escisión sigue. ¿Hasta cuándo?...

Recordemos. Bizancio era una ciudad griega a la entrada del Bósforo y transformada
por Constantino en la ciudad de su propio nombre: Constantinopla, convertida en capital
del Imperio Romano para el Oriente, mientras que Roma seguía como Capital del mismo
Imperio en el Occidente. Al invadir los bárbaros el Imperio Romano de Occidente, el de
Oriente, libre de los bárbaros, siguió llamándose de las dos maneras: Imperio Romano de
Oriente o, simplemente, Bizancio. El Papa estaba en su diócesis de Roma, como es natural,
y el Imperio Romano seguía con un Augusto en Constantinopla o con dos: uno en Oriente y
con otro en Occidente según estuviera el Imperio en mano de un solo emperador o de dos.
Cuando el bárbaro Odoacro destronó en Roma al último emperador Rómulo Augústulo el
año 476, ya no quedó más Imperio Romano que el de Oriente o Bizancio.
El papa Benedicto XVI nos ha dicho: “Se puede considerar como un hecho de la Provi-
dencia el que, en el momento en que el cristianismo alcanzó la paz con el Estado, la sede
imperial se haya trasladado a Constantinopla, junto al Bósforo. Roma pasó así a una situa-
ción como de provincia. De ese modo, el obispo de Roma podía poner más fácilmente de
relieve la autonomía de la Iglesia, su diferenciación respecto del Estado. No hay que buscar
expresamente el conflicto, claro está, sino, en el fondo, el consenso, la comprensión”.
Magnífico esto del Papa. Aunque el resultado fue que los obispos de Constantinopla
─todos los Patriarcas, uno tras otro─ quisieron igualarse siempre con el obispo romano. Y
el Papa es algo diferente: por la consagración, es igual que todos los demás obispos; pero,
por disposición de Jesucristo, el sucesor de Pedro es el Vicario universal del mismo Jesu-
cristo y cabeza del colegio episcopal. Y así, es superior a cualquier otro obispo por privile-
gios que ostente. Hay que tener esto claro en la Historia de la Iglesia Oriental. No puede
haber más que UNA Iglesia Católica bajo un solo Obispo supremo que es el Papa de Roma.

Habían pasado seiscientos años desde la paz de Constantino a la Iglesia en el 313 y


desde que el emperador fijase su residencia en Constantinopla, y, con raras excepciones
─pensemos en el magnífico emperador Justiniano─, siempre existió la lucha del Patriarca
con el Papa por las ansias de igualarse con él, a pesar de que nunca se dividió la Iglesia:
eran una sola fe, unos mismos Sacramentos y un solo Magisterio lo que unía a ambas par-
tes, aunque se tuvieran diferentes modos de culto y diversa legislación en cosas accidenta-
les. Recordemos que los grandes Concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia se celebraron en
Oriente. Pero siempre aquejó a la Iglesia Oriental un mal muy grave: el cesaropapismo, es
decir, el emperador estaba metido totalmente en la Iglesia, de modo que el Patriarca venía a
ser un auténtico servidor de la autoridad civil, como vimos en la lección 22. Aquí lo repe-
timos de nuevo todo porque conviene tenerlo ahora muy presente.

Con el siniestro Patriarca Focio tuvo el cisma un preludio fatídico en el siglo noveno.
Regía la Iglesia Oriental el Patriarca San Ignacio, el cual fue depuesto por el emperador
Miguel III para colocar en la sede bizantina a Focio, laico que en tres días recibió todas las
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Órdenes sagradas, desde la tonsura hasta la consagración episcopal. Focio fue excomulgado
por San Ignacio y por el papa Nicolás I el año 863, ya que además fue consagrado por el
obispo Asbesta, que estaba suspendido y excomulgado. Hay que decir que Focio, pensador
y orador brillante, poseía una preparación muy buena la cual sería aprovechada precisamen-
te para sembrar el mal con mucha malicia. Para resolver la disputa entre sus propios parti-
darios y los de Ignacio y el Papa, Focio convocó un concilio en el que se establecieron las
bases de una separación definitiva entre Roma y Constantinopla. Fue acusada la Iglesia
romana de haber falsificado el Credo con la procedencia del Espíritu Santo en la Santísima
Trinidad, y de considerar al Patriarca de Constantinopla de inferior nivel que el de Roma.
¡La cuestión de siempre! Apoyado todo por Miguel III e instigado todo por su tío el malva-
do Bardas, aunque fue asesinado por Basilio el Macedonio y después moría también asesi-
nado Miguel III. Basilio se hacía con el trono imperial, deponía a Focio, reinstalaba a Igna-
cio, se colocaba al lado del papa Adriano II, y en el Concilio ecuménico del 869, al que
asistió el emperador, se determinaba: “Teniendo por órgano del Espíritu Santo al beatísimo
papa Nicolás, lo mismo que a su sucesor el santísimo papa Adriano, definimos y sanciona-
mos todos los decretos que ellos dieron tanto para la defensa y conservación del santísimo
patriarca Ignacio en la iglesia constantinopolitana, como para la expulsión y condenación
de Focio, neófito e intruso”.

Pareciera arreglado todo, pero Focio se ganó con halagos y alabanzas al emperador,
que lo recibió en palacio, y, al morir el Patriarca San Ignacio, logró ser repuesto en la sede
de Constantinopla. Ya lo tenemos de nuevo… El papa Juan VIII admitió benignamente a
Focio como nuevo Patriarca con tal que se arrepintiera sinceramente. Pero Focio, jugando
siempre hipócritamente con sus cartas al Papa y con los legados pontificios, se aferró a sus
ideas separatistas de Roma. Resulta casi un imposible saber cuando Focio obraba rectamen-
te o torcidamente. El año 886 moría Basilio el Macedonio y le sucedía en el trono su hijo
legal León VI, que era en realidad hijo adulterino de Miguel III y de Eudoxia esposa de
Basilio. Como el nuevo emperador odiaba a su padre legal y a todos los de su entorno, des-
terró a Focio, lo encerró en un monasterio, y el infeliz Patriarca murió en el olvido más
total lo más probable en la década del 890. Cuando se llegue a consumar el cisma definiti-
vo, la Iglesia Oriental Ortodoxa venerará a Focio como “Santo” (!), mientras que la Iglesia
Católica tiene en los altares, con harta razón, al bueno de Ignacio.

El cisma de Focio fue como un ensayo del que había de venir en el año 1054. Las rela-
ciones de Constantinopla con Roma tuvieron días muy buenos y otros malos. Muchos obis-
pos orientales, fieles al Papa, se quejaron más de una vez por medidas que no les parecían
bien. Por ejemplo, el emperador León VI se casó por cuarta vez, cosa que iba contra la cos-
tumbre y hasta legislación de Oriente. El Patriarca Nicolás le prohibió la entrada en la Igle-
sia, pero el papa Sergio III, al que acudió León, le dio su aprobación. Otro caso, el Papa
confirmó como Patriarca al indigno Teofilacto, elegido a los diez años de edad y consagra-
do a los dieciséis, tan loco por sus caballos que abandonó los oficios sagrados del Jueves
Santo porque le avisaron que su yegua favorita acababa de tener un hermoso potro… Era el
siglo X, el de hierro del Pontificado, y a Constantinopla no llegaban noticias buenas desde
Roma. Total, que por los emperadores de Oriente y los Papas de Occidente, una y otra Igle-
sia estaban descontentas.
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Y vino dolorosamente lo que había de venir. Miguel Cerulario, elegido Patriarca por el
emperador Constantino IX, era ambicioso de manera que no se quiso contentar sino con ser
el “Papa de Oriente”. El emperador quiso aliarse con el Papa ante el peligro musulmán en
el sur de Italia. Cerulario vio el peligro: si los dos se hacen amigos, el Patriarca fracasaba
en sus planes de grandeza. Y empezó a acusar a Roma de verdaderas tonterías: la consabida
falsificación del Credo por los latinos con el “Y del Hijo” aplicado al Espíritu Santo; que
los curas latinos no se dejan la barba; que en la liturgia de Cuaresma omiten el “aleluya”;
que ayunan en sábado en vez del viernes… Tonterías de verdad, pero Roma envió legados a
Oriente, los cuales, en verdad, fueron muy poco diplomáticos. Cerulario mandó cerrar las
iglesias latinas de Constantinopla, y los encargados de cerrarlas llegaron a pisotear las sa-
gradas formas eucarísticas consagradas por sacerdotes latinos. El Patriarca se mostró in-
flexible. Levantó al pueblo contra los legados del Papa, además de prohibirles a éstos cele-
brar la Misa en Constantinopla. Entre tanto murió el papa San León IX el día 19 de Abril de
1054, y los legados, por su cuenta, el día 16 de Julio depositaron sobre el altar de Santa
Sofía la bula de excomunión contra Miguel Cerulario, el cual, a su vez, en un sínodo con
bastantes obispos, excomulgaba a los legados. Todos pensaron que el emperador depondría
Miguel, pero el pueblo se puso a favor del Patriarca, al que se fueron añadiendo poco a po-
co los Patriarcas y obispos de todo el Oriente, Asia Menor, Grecia, Serbia, Bulgaria, Rusia,
etc… El crisma se había consumado.

Así se ha llegado a nuestros días. La Iglesia Oriental, en aquellos primeros mil años de
Cristianismo, tuvo grandes obispos y Santos, igual que escritores egregios. Conserva ínte-
gramente la doctrina y el culto eucarísticos, y tiene una devoción tiernísima a la Santísima
Virgen, la Inmaculada y la Asunta, la “Theotócos”, la Madre de Dios. La Iglesia Ortodoxa
no tiene una cabeza única, pues cada Patriarca es independiente, aunque todos ellos se sien-
ten unidos con la caridad, tan típica en su Iglesia.
No confundimos con la Iglesia Ortodoxa a la Iglesia Católica Oriental, plenamente unida
al Papa de Roma, aunque conserva ritos del culto y legislación propia, muy diferentes de la
Iglesia latina, pero somos la misma y única Iglesia Católica.
La Iglesia Ortodoxa, aunque tenga también ritos diferentes, conserva íntegra la fe católi-
ca. Y así, no es Iglesia hereje, sino cismática al haberse separado de la obediencia al Papa.
Por eso, muchas veces a lo largo de estos casi mil años se han hecho intentos de unión, pero
no han tenido nunca éxito. Hoy, con el bendito Ecumenismo, ha empezado un movimiento
en el que está metido del todo el Espíritu Santo, y un día u otro llegará a término feliz. El
año 1965, el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras conjuntamente anularon aquellos do-
cumentos o bulas de excomunión, tanto de los legados pontificios como de los obispos
orientales. Paz, paciencia, trabajo, ¡y a esperar! Dios se saldrá con la suya.

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52. LAS INVESTIDURAS Y SAN GREGORIO VII
Gregorio VII es una figura gigante, que no se doblegó ante ninguna dificultad y
elevó a la Iglesia, desde una grave postración, a una gran altura moral.

Había muerto el Papa en Abril de 1073 y al monje y archidiácono Hildebrando le to-


caba organizar los funerales en la basílica de Letrán. Acabados, se alzó un griterío impo-
nente y espontáneo de la multitud: ¡Hildebrando obispo, Hildebrando obispo, Hildebrando
obispo!... Reunidos después los cardenales en la basílica vaticana, hicieron caso al pueblo y
le dieron como Papa aquel hombre menudito, de tan pocas apariencias y que estaba aturdi-
do. Lo ordenan de sacerdote y obispo, y así tenemos a Gregorio VII. Se necesitaba un Papa
como él. Las Investiduras ─que conocemos por las lecciones 43 y 44─, estaban causando
estragos en la Iglesia, y nadie era capaz de remediar el mal. Gregorio VII se haría inmortal
por extirparlas de raíz, aunque le valió un pontificado que parece de leyenda.

Recordamos muy brevemente, y de modo fácilmente inteligible, lo que eran las inves-
tiduras. El feudalismo (lección 44) había hecho que los reinos se dividieran en extensas
posesiones, y los reyes y los grandes señores tenían en sus dominios las iglesias y hasta los
obispados como algo propio. La parte espiritual era exclusiva de la Iglesia por institución
divina: nadie podía consagrar a un obispo o a un simple sacerdote si no era el obispo. Pero
el rey o el señor escogían a los candidatos que habían de regir las iglesias que tenían en sus
territorios. Al escogerlos les daban las insignias de su oficio: al obispo el báculo y el anillo,
cosa que antes hacían únicamente el Papa y los Metropolitanos, los cuales se limitaban aho-
ra sólo a la consagración episcopal o sacerdotal. Esto era la investidura, el acto con que se
le donaba al escogido posesión de la capilla, parroquia, y hasta la misma diócesis, y que
entrañaba el juramento de fidelidad al rey o señor.
Este era el sistema, y hubo reyes como San Enrique II que lo hacían con la naturalidad
máxima, con plena conciencia de su deber y eligiendo a los mejores. Pero no todos eran un
Enrique el Santo… ¿Cuál era el resultado con los otros reyes o señores? Que los elegidos
no eran los más dignos, sino los que más provecho traían al señor o al rey. Y lo hacían, mu-
chas veces, comprando o vendiendo los oficios a base de fuertes sumas ─el grave pecado
de la simonía─, y abundaban los sacerdotes y obispos amancebados, sin guardar para nada
el celibato ─el pecado del nicolaitismo o clerogamia─, causando así un grande mal a los
fieles. La Iglesia era una esclava del régimen, pues no tenía libertad alguna para escoger a
pastores dignos. Así en Alemania, Francia y Lombardía de Italia; y algo, aunque en grado
muy inferior, en Inglaterra y España.
¿Remedio?... Parecía un imposible acabar con el mal, pues fracasaron en la reforma to-
dos los intentos de Papas y varios Santos; pero Dios guardaba su baza en la persona del
papa San Gregorio VII, aunque él temblase porque “obligado, con gran dolor y gemidos fui
colocado en el trono”, “sin otra esperanza que la misericordia de Cristo”. Y se trazó un pro-
grama muy claro: “Procurar con todas mis fuerzas devolver a la Santa Iglesia, esposa de
Dios, señora y madre nuestra, su propia hermosura, para que sea libre, casta y católica”.

El Papa empezó inmediatamente, en el sínodo cuaresmal de Roma de 1074. Exigió


cumplir la ley que ya existía pero que no se cumplía: ningún clérigo elegido con simonía
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puede ejercer el ministerio en la Iglesia, y pierde su cargo quien lo consiguió a base de di-
nero. Además, los concubinarios, tanto presbíteros, diáconos o subdiáconos, deben abando-
nar su oficio, y los fieles no pueden acudir a las funciones celebradas por ellos.
Se armó la revolución que cabía esperar. Hubo obispos que aceptaron la decisión del Pa-
pa, pero otros muchos se mostraron blandengues y no publicaban el decreto de Papa, o lo
disimulaban, toleraban que los clérigos siguieran casados, e incluso dejaban casarse a los
que aún no lo habían hecho. El Papa escribe de estos obispos: “se esconden en el silencio
como perros que no saben ladrar”. Muchos curas concubinarios se revelaron de manera
violenta, y así, un hombre que en Cambray habló contra los simoníacos y concubinarios lo
lanzaron a las llamas de la hoguera; y al abad San Gualterio, por defender la decisión del
Papa, lo arrastraron violentamente y fue encarcelado por disposición del rey de Francia
Felipe I, del que escribía el Papa a los obispos que era “no rey sino un tirano, que ha man-
chado toda su vida con pecados y crímenes, y el infeliz y miserable da pésimo ejemplo a
sus súbditos con el pillaje de las iglesias, con adulterios, con rapiñas nefandas, con perju-
rios y fraudes continuos”.

Era inútil todo esfuerzo de reforma del clero mientras no se fuera a la raíz, es decir a
la simonía en las investiduras, pues la Iglesia tenía las manos atadas para elegir a pastores
dignos del pueblo de Dios. Y así, el Papa, en el nuevo sínodo cuaresmal de Roma el año
1075, fue tajante en sus disposiciones: “Cualquiera que en lo sucesivo reciba un obispado o
abadía de mano de una persona seglar no será tenido por obispo o abad. Perderá la gracia de
San Pedro ─(es decir, la comunión con el Papa, Vicario de Cristo y cabeza de los obis-
pos)─ y no podrá entrar en el templo. Igualmente, si un emperador, duque, marqués, conde
o cualquier otra autoridad osare dar la investidura de un obispado o de otra dignidad ecle-
siástica, sepa que incurre en las mismas penas”.
La guerra contra el Papa vino inexorable. Y aquí aparece en la Historia el rey de Alema-
nia Enrique IV, de tan triste memoria. Tenía buenas cualidades naturales, pero no conoció
freno moral desde su juventud, y escritores contemporáneos suyos lo llaman un perfecto
calavera, libertino y cruel, que tenía a la vez dos o tres concubinas y no había muchacha ni
mujer hermosa que estuviese segura ante sus instintos pasionales, hasta ser, dicen unos ver-
sos crueles, “seductor adúltero de abadesas y reinas”…
No va a ser posible describir en una sola página todas las luchas que se entablaron entre
Enrique IV y el papa Gregorio. Las armas estuvieron siempre a favor del rey alemán, pero
la Iglesia, fuera de los obispos simoníacos y curas concubinarios, estaba con el Papa, aun-
que su vida será tan amarga que, soñando en la muerte, rezará angustiado: “Muchas veces
le clamo a Cristo. Apresúrate, no tardes en venir a buscarme, date prisa, no te detengas; y
líbrame por amor a la Virgen Santísima y la intercesión de San Pedro”. Y por más que En-
rique le tenga por su peor enemigo, Gregorio le escribirá con inmensa ternura: “Al Espíritu
Santo me remito, a fin de que te indique lo mucho que te quiero y amo”.

Lo curioso es que Enrique, al principio, se mantuvo en gran armonía con el Papa Gre-
gorio, el cual escribía: “Ningún emperador dirigió unas palabras tan llenas de ternura y de
obediencia a un pontífice como las que Enrique nos escribe a nosotros”. Era la luna de miel
que acabaría muy pronto. Vendrían después en Enrique los gestos teatrales como el arre-
pentirse de momento para volver inmediatamente a las andadas, las batallas sangrientas, la
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audacia que le llevó a escribir al Papa después de un sínodo en Worms organizado por él
con obispos simoníacos: “Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, a una con todos nuestros
obispos, te decimos: Desciende, desciende a ser condenado por todos los siglos”.
Pero al Papa no le tembló la voz al excomulgar a Enrique en forma de oración, hablando
como sucesor de Pedro: “Por tu favor me ha concedido Dios la potestad de atar y desatar en
el cielo y en la tierra. Animado con esta confianza, por el honor y defensa de la Iglesia, en
el nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con tu poder y tu autoridad,
al rey Enrique, que con inaudita soberbia se alzó contra tu Iglesia, le prohíbo el gobierno de
todo el pueblo alemán y de Italia, desobligo a todos los cristianos del juramento de fideli-
dad que le hayan prestado o le hubieran de prestar, mando que nadie le sirva como a rey, y
le cargo de anatemas, a fin de que todas las gentes sepan y reconozcan que tú eres Pedro y
sobre esta piedra el Hijo de Dios vivo edificó su Iglesia, y las puertas del infierno no preva-
lecerán contra ella”.

El efecto en toda la Cristiandad fue tremendo. El Papa juzgaba y excomulgaba a En-


rique como hijo de la Iglesia a la cual estaba causando males terribles. El rey se dio cuenta
de lo grave de esta situación si no se arrepentía y deba a la Iglesia la satisfacción debida,
pues los cristianos no podían comunicarse con el excomulgado y las mismas leyes civiles le
hacían perder el trono si antes de un año no obtenía la absolución del Papa. Vino entonces
el viaje del Papa a Alemania para entrevistarse con Enrique, el cual se adelantó con un viaje
a Italia y ambos se encontraron en el castillo de Canosa. Vestido de penitente ante la puerta
durante tres días, el rey se humilló, pidió perdón, y el Papa lo admitió de nuevo en la Iglesia
y él mismo le dio la Sagrada Comunión en la Misa. ¿Concluía todo bien?... Pura política,
pura comedia, pura hipocresía de Enrique. Aunque es posible que fuera sincero de momen-
to, y se dejase llevar después del respeto humano ante sus partidarios que le tachaban de
cobarde. El caso es que la lucha siguió como si nada hubiera pasado. Las tropas de Enrique
asediaron Roma, causaron estragos, el Papa se tuvo que refugiar en San‟Angelo, y en
Letrán era Enrique coronado emperador por el antipapa Clemente III que él había hecho
elegir. Para el bien de Roma, Gregorio pudo y quiso evadirse, llegó hasta Salerno, y allí
murió, en Mayo de 1085, dicen que con estas palabras en sus labios: “He amado la justicia
y odiado la maldad. Por esto muero en el destierro”.

¿Fracaso total de Gregorio VII?... No lo creamos. La renovación de la Iglesia estaba


en marcha. En medio de la simonía y de la clerogamia, florecían en aquellos días muchos
santos, iba en auge la reforma de los monasterios y se estaban preparando las Cruzadas que
elevarían la fe y el entusiasmo de los cristianos. Sobre todo, los obispos dejaban de ser si-
moniacos e iban a seguir en la cátedra de San Pedro unos Papas ejemplares, dignos de la
línea que les dejó trazada Gregorio.

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