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Sistema Bibliotecario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación


Catalogación

PO
E050 Ruiz Resa, Josefa Dolores
D473d Derecho y valores en las democracias constitucionales : apuntes para una ética jurídica desde
la libertad, la igualdad y la fraternidad / Josefa Dolores Ruiz Resa ; [presentación Ministro Luis María
Aguilar Morales ; prólogo Leonor Figueroa Jácome]. -- México : Suprema Corte de Justicia de la
Nación, 2015.
xviii, 182 páginas ; 22 cm. – (Serie derecho constitucional comparado ; 1)

ISBN 978-607-630-259-0

1. Derecho constitucional comparado – Evolución – Estudios 2. Democracia constitucional


Ética jurídica – Análisis 4. Valores 5. Libertad 6. Igualdad 7. Cultura jurídica 8. Cultura política I.
– Morales, Luis María, 1949- II. Figueroa Jácome, Leonor, prologuista III. t. IV. ser.
Aguilar

Primera edición: mayo de 2015

D.R. © Suprema Corte de Justicia de la Nación


Avenida José María Pino Suárez núm. 2
Colonia Centro, Delegación Cuauhtémoc
C.P. 06065, México, D.F.

Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio sin autorización escrita de los titulares de los derechos.

El contenido de esta obra es responsabilidad exclusiva de su autor y no representa en forma alguna la opinión
institucional de la Supema Corte de Justicia de la Nación.

Impreso en México
Printed in Mexico

Esta obra estuvo a cargo del Centro de Estudios Constitucionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Su edición y diseño estuvieron al cuidado de la Coordinación de Compilación y Sistematización de Tesis de la


Suprema Corte de Justicia de la Nación.

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Derecho y
Valores en las
Democracias
Constitucionales
Apuntes para una Ética Jurídica desde
la libertad, la igualdad y la fraternidad

Josefa Dolores Ruiz Resa

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SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN

Ministro Luis María Aguilar Morales


Presidente

Primera Sala
Ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena
Presidente

Ministro José Ramón Cossío Díaz


Ministro Jorge Mario Pardo Rebolledo
Ministra Olga Sánchez Cordero de García Villegas
Ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea

Segunda Sala
Ministro Alberto Pérez Dayán
Presidente

Ministro José Fernando Franco González Salas


Ministra Margarita Beatriz Luna Ramos
Ministro Eduardo Medina Mora Icaza
Ministro Juan N. Silva Meza

Centro de Estudios Constitucionales


de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
Doctor Roberto Lara Chagoyán
Director General

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Derecho y Valores en las
Democracias Constitucionales
Apuntes para una Ética Jurídica desde
la libertad, la igualdad
y la fraternidad

Josefa Dolores Ruiz Resa*

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* Doctora en Derecho y Profesora Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad
de Granada.

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Contenido

Presentación....................................................................................................................XI

Prólogo............................................................................................................................XIII

Introducción: la democracia moderna y la utopía de la libertad,


la igualdad y la fraternidad............................................................................................. 1

Capítulo I
Las relaciones entre el derecho y los valores.................................................... 15
1. Los valores .......................................................................................................... 15
2. Valores, principios y Constituciones................................................................. 22
3. Valores y validez del derecho............................................................................. 25

Capítulo II
La libertad............................................................................................................... 33
1. Dos contenidos básicos para la libertad de los antiguos: la libertad
política (como cuestión de práctica, pero no de teoría) versus

VII

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VIII Josefa Dolores Ruiz Resa

la libertad de conciencia (como cuestión a la inversa)....................................... 34


a. La libertad política (y la legalidad)............................................................ 35
b. La libertad como facultad interior............................................................ 38
2. La libertad en la Edad Media: libertad política, representación
y libre albedrío......................................................................................................... 40
a. El libre albedrío y la seguridad................................................................. 41
b. Libertad política y representación............................................................ 45
3. La libertad de los modernos................................................................................ 47
a. Continúa la teorización de la dimensión privada de la libertad............ 47
i. Libertad y seguridad.......................................................................... 48
ii. Libertad e interés (y sus relaciones con la felicidad)..................... 58
iii. Significación económica de la libertad moderna.......................... 68
b. La libertad política moderna (y sus relaciones con la libertad
como facultad privada).................................................................................. 73
c. La libertad de los modernos en el Estado social...................................... 79
4. Más allá del Estado social: ¿hacia la libertad política de los antiguos
o hacia la libertad privada de los modernos?......................................................... 82
a. La nostalgia por la libertad negativa liberal.............................................. 83
b. La nostalgia por la libertad política antigua............................................. 86
i. La nostalgia de Hannah Arendt: el intento por erigir la
libertad en una cuestión teórico-práctica........................................... 86
ii. La nostalgia de los comunitaristas................................................. 90
c. Habermas y el equilibrio entre la libertad política y la
libertad privada.............................................................................................. 93

Capítulo III
La igualdad ............................................................................................................ 97
1. La igualdad de la polis griega (isonomía, isegoria, isokratia
y esclavitud)............................................................................................................. 98

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… IX

a. La igualdad (dentro del estatus) medieval............................................. 105


b. La igualdad moderna ............................................................................... 108
i. La igualdad natural y la igualdad como fin de los
privilegios jurídicos o igualdad ante la ley ....................................... 108
ii. La des-igualdad material y sus dialécticas con la
igualdad formal y la libertad moderna (argumentos liberales,
socialdemócratas y cristianos).......................................................... 117
2. La crítica a la igualdad como homogeneización............................................ 130
a. Desde la modernidad: razones "científicas" para abandonar
las políticas de igualdad y volver a la libertad de mercado
y la igualdad formal..................................................................................... 131
b. La reivindicación de la diferencia ......................................................... 134
c. De la igualdad como redistribución a la igualdad
como reconocimiento................................................................................. 138

Capítulo IV
La fraternidad....................................................................................................... 151
1. La fraternidad antigua...................................................................................... 152
2. La fraternidad cristiana...................................................................................... 154
3. La fraternidad laica de la modernidad: contractualismo,
simpatía y benevolencia....................................................................................... 157
4. De la fraternidad a la solidaridad (aportaciones del derecho,
la sociología y los movimientos obreros)........................................................... 168
5. La fraternidad, tras la crisis del Estado social............................................... 176

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Presentación

E l Centro de Estudios Constitucionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación,


creado mediante el Acuerdo General número 19/2014 de 26 de agosto de 2014,
inaugura la Serie Derecho Constitucional Comparado con el título Derecho y Valores
en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica desde la libertad,
la igualdad y la fraternidad, de la doctora Josefa Dolores Ruiz Resa, docente en la
Universidad de Granada.

A partir de una escena de la película Casablanca (1942), en la cual La Marsellesa


se convierte en el himno de todo individuo deseoso de escapar del yugo nazi, régimen
que se encontraba en su apogeo, esta obra de la doctora Ruiz Resa es una reflexión
sobre los valores en los que se cimentó la Revolución Francesa, y que luego fueron es­
grimidos por el pueblo mexicano a fin de independizarse. La libertad, la igualdad y la
fraternidad son la clave para comprender la cultura jurídica y política de las democra-
cias de hoy; esos tres valores que se complementan, son prácticamente el requisito

XI

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XII Josefa Dolores Ruiz Resa

esencial para la existencia de la justicia, y han consolidado a los derechos humanos


como la columna vertebral del constitucionalismo contemporáneo.

Como indica la autora en la introducción, en el texto se analiza “cómo es que la


libertad, la igualdad y la fraternidad fueron construyendo sus significados, hasta
convertirse en la trilogía que simboliza la lucha por la democracia y que expresa tam­
bién su idea de justicia”. Con el rigor metodológico propio de los investigadores
avezados, la doctora Ruiz Resa no escatima en citar diversas fuentes para sostener
sus dichos, y hace gala del conocimiento profundo de la filosofía del derecho y sus
principales cultivadores a lo largo del tiempo, pues los valores señalados no se remon­
tan sólo a la Ilustración.

En suma, este libro representa el inicio magnífico de un esfuerzo más de la


Suprema Corte de Justicia en pro de la divulgación del constitucionalismo en el mundo,
con lo cual se prevé la multiplicación de interesados en el trasfondo de las decisiones
que, día con día, todo tribunal de justicia, y concretamente los que resuelven viola-
ciones a derechos, toma para favorecer a la democracia y a los valores que la
sustentan.

Ministro Luis María Aguilar Morales


Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
y del Consejo de la Judicatura Federal

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Prólogo

Derecho y valores en las democracias constitucionales


para una ética jurídica desde la libertad,
la igualdad y la fraternidad

A
partir de una clásica escena en la película Casablanca, la doctora Josefa Ruiz
nos hace reflexionar sobre valores importantísimos, como son la libertad, la
igualdad, la fraternidad. Éstos fueron los ideales de la Revolución Francesa, pero se
han convertido en valores que han contribuido a la cultura jurídica y política de las
democracias constitucionales modernas. Su efectividad se relaciona con los idea­
les de justicia que buscamos las personas, la lucha contra la opresión y la tiranía.

Haciendo un repaso histórico de los acontecimientos que dieron pie a la época


de la Ilustración que, en palabras de la autora, forma parte del "proceso de crecimiento
humano, una etapa de madurez de la humanidad".

XIII

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XIV Josefa Dolores Ruiz Resa

La doctora Ruiz Resa nos habla de los valores, su trascendencia histórica y


constitucional, de la libertad desde lo individual, político y colectivo, transitando sobre
algunos tópicos de la libertad.

No hay nada más difícil que hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad,


principalmente porque son valores que se han perdido y convertido en eslóganes que
se utilizan para crear revueltas o para cambiar su significado a conveniencia del poder.
En la actualidad, en nuestro país y en otros que se hacen llamar democráticos, ma-
nifiestan estas palabras como fuente y principio de una historia que los llevó a ser
pueblos independientes. Todos sabemos que estos ideales de la Revolución Francesa
fueron tomados por el pueblo mexicano para independizarse; el problema es que para
que el pueblo supiera vivir bien y entendiera estas palabras, tenía que sentirse digni-
ficado, tenía que saberse humano, unido, y esto parece que aún está muy lejos de
ocurrir, porque encontró la libertad, la igualdad y la fraternidad levantando muertos
después de una guerra de Independencia, y ha seguido luchando por estos mis­
mos conceptos a partir de guerras y situaciones de violencia que le hace perder su
sentido completo.

La Marsellesa, himno escrito por Rouget de Lisle, busca exaltar la libertad, la


igualdad y la fraternidad, en un canto de protesta contra la tiranía, que denuncia la
traición, al decir:

Que veut cette horde d’esclaves,


de traîtres, de rois conjurés?
pour qui ces ignobles entraves,
Ces fers dès longtemps préparés?

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… XV

¿Qué pretende esa horda de esclavos,


de traidores, de reyes conjurados?
¿Para quién son esas innobles cadenas,
esos grilletes preparados desde hace tiempo?

Tremblez, tyrans et vous, perfides,


L’opprobre de tous les partis!
Tremblez! Vos projets parricides
Vont enfin recevoir leur prix.

Temblad, tiranos!, vosotros, pérfidos,


¡oprobio de todos los partidos,
temblad! Vuestros planes parricidas
recibirán por fin su merecido.

En buena parte se asemeja a lo escrito en el Himno Nacional Mexicano por


Francisco González Bocanegra y musicalizado por Jaime Nunó Roca:

Guerra, guerra sin tregua al que intente


de la patria manchar los blasones!
¡Guerra, guerra, los patrios pendones
en las olas de sangre empapad!

¡Guerra, guerra! En el monte, en el valle


los cañones horrísonos truenen
y los ecos sonoros resuenen
con las voces de ¡Unión! ¡Libertad!

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XVI Josefa Dolores Ruiz Resa

Como se puede percibir, en ambos himnos está presente, la lucha por derrocar a
la tiranía al igual que la lucha por la libertad, la igualdad y la fraternidad, para crear
un gobierno democrático, el cual, como se ha visto a lo largo de la historia, ha trai-
cionado los ideales del Siglo de las Luces y de su origen, así como los ideales exigidos
por su propio himno. La democracia, como lo menciona la doctora Josefa Dolores
Ruiz Resa, ha perdido su sentido real, y no sólo porque el Estado ha olvidado salva-
guardar su significado mediante sus actos, sino porque el propio pueblo no ha com-
prendido que la democracia debe vivirse principalmente en el yo mismo, pero, ¿qué
significa entender la democracia desde la propia personalidad? Significa que, ante
todo, cada uno de nosotros, para ser libre, debe liberarse de prejuicios, debe ver al
otro como un ser digno del cual necesita y aprende cada día, sin juzgar su apariencia,
condición social, religiosa, etc.; que para vivir la fraternidad tenemos que procurar al
otro, no permitir que viva indignamente, colaborar como sociedad para que el Estado
cumpla con las necesidades de la persona para que ésta viva dignamente, y que la
igualdad no significa ser iguales, porque ninguna persona es igual, sino que tenemos
los mismos derechos, los cuales contribuirán a que vivamos en comunidad y digna-
mente. La democracia no debe circunscribirse a una ideología, la democracia es una
forma de vida que tiene que desarrollarse a partir de diversos puntos de vista, par­
ticularmente —como lo deja ver Ruiz Resa— la democracia basada en el derecho,
surgida de leyes objetivas, debe unirse con la ética, donde el sistema axiológico circular
expanda las normas y las leyes en favor del bienestar, de la dignidad de la persona.

Es importante resaltar que las leyes y las normas se crean desde una realidad
que no abarca la satisfacción de todas las realidades; en cambio, las leyes y las normas

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… XVII

vistas, o mejor dicho, apoyadas por la axiología, no se preocuparán por cumplir las
reglas, sino por satisfacer y dignificar a la humanidad.

La investigación de Ruiz Resa nos conduce a percibir los diversos caminos de


la lectura de la libertad, la cual debe comprenderse desde su sentido antiguo para
poder realizarla en nuestra cotidianidad, en nuestro ámbito social; esta libertad basada
en "el saber querer" provoca que a partir del Siglo de las Luces se traduzca como una
libertad que llevará al hombre y a la mujer a luchar por su dignidad a partir de ser
alguien que se constituye en un fin en sí mismo, lejos de ser únicamente un medio
que lo convierte en un individuo, en un número y no en un ser autónomo con derechos,
sueños que se fundamentan en su dignificación al poder gozar de su libre albedrío.
Este valor individual, cuando se goza de él, lleva al ser humano a reconocer sus propios
límites; el libre albedrío es la libertad propia, interior, mental, emocional, física, psi-
cológica y espiritual, que llevarán al hombre y a la mujer a comprender el valor y
significado de la libertad social, política, laboral, a partir de la prudencia, la cual
quedará implícita en sus acciones, las cuales los llevarán a encontrar la felicidad, no
sólo la propia, sino la de toda su comunidad.

Por otra parte, la autora expone magníficamente el sentido de la igualdad, el


cual, derivado desde muchos puntos, nos hace saber que quien se reconoce como
igual en derechos y circunstancias ante el otro, es capaz de conocer la libertad.
A partir de esta lectura podemos entender la igualdad como un concepto abstracto
que desemboca en un valor que se concreta en derechos políticos vistos desde la
antigüedad y en derechos obligados y jurídicos desde la percepción moderna, en
la que la discriminación no tiene cabida alguna, porque cada persona tiene el derecho

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XVIII Josefa Dolores Ruiz Resa

de gozar de igualdad en el trabajo, de oportunidades, de seguridad, de retribución, de


reconocimiento, y esta igualdad se debe percibir desde el lenguaje, es decir, desde la
manera en que nos expresamos del otro.

Y después de analizar estos dos grandes valores y conceptos, la doctora Ruiz


Resa señala que la fraternidad es un valor que si bien no se ignora, sí se tiene en un
lugar subjetivo cuando es la base de la igualdad y de la libertad. La fraternidad es el
valor más objetivo del grito libertario; aunque se tenga como utopía, es de suponer
que si no existe fraternidad no puede haber igualdad ni libertad, ya que la unión de la
humanidad y de la preocupación por el otro dependerá de que estos dos valores se
cumplan de manera efectiva, amorosa, y que tengan una causa objetiva. La fraterni­
dad laica, religiosa, antigua o moderna, tiene la misma finalidad, es decir, acercar al
hombre y a la mujer a su propia humanidad, para así convertirse en un apoyo para
el otro ser humano.

El texto de Ruiz Resa tiene la virtud de estar sustentado en el pensamiento de


grandes estudiosos, interpretados y explicados de una manera sencilla pero profunda,
y nos conduce a concluir que "Libertad, Igualdad y Fraternidad" no pueden quedarse
en un grito libertario que vaya únicamente en contra de la tiranía de un Estado, sino
que esos conceptos deben pasar primero por nuestro interior: debemos comprenderlos,
sentirlos, para de esta manera hacer de ellos una forma de vida que nos lleve a vivir
cada día dignamente, no sólo en lo individual, sino en comunidad.

Leonor Figueroa Jácome


Investigadora

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Introducción: la democracia moderna
y la utopía de la libertad, la igualdad
y la fraternidad

C asi todo el mundo recuerda la escena de la película Casablanca en la que Elsa


pide a Sam que toque de nuevo la canción que le recordaba sus amores con Rick.
Pero As time goes by no fue la única melodía que integró la banda sonora de aquella
película dirigida por Michael Curtiz y estrenada en 1942. También sonó la Marsellesa.
Fue cantada delante de los jerarcas nazis que habían ido al bar de Rick, y sonó como
una provocación frente al orden que ellos estaban imponiendo en el mundo. Con voz
emocionada y acallando los cánticos militares de los nazis, la entonaron no sólo los
franceses afincados en África, sino también los apátridas, los judíos y otros persegui­
dos por el nazismo que iban a Casablanca en busca de un salvoconducto para abando­
nar aquel mundo que les era tan hostil, y marchar tal vez a la que consideraban la
tierra de la libertad, los Estados Unidos… Sin embargo, la música de la liberación con
que soñaban era esa canción que nació en 1792, con motivo de la guerra de Francia
contra Austria, convertida más tarde en himno oficial de Francia, aunque fuera prohi­
bida durante el Imperio y la Restauración. Pero, ¿por qué esta canción evoca la idea
de liberación?

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2 Josefa Dolores Ruiz Resa

Más allá de anacronismos e inexactitudes de tipo histórico, y de los conocidos


estereotipos con que Hollywood retrata a los franceses, hay algunos elementos de su
país que el imaginario de todo el planeta relaciona con la utopía de la emancipación
de la esclavitud y de la servidumbre, de los privilegios estamentales y del poder político
absoluto. De esa utopía es símbolo también la triada de valores libertad, igualdad y
fraternidad, que constituye el lema de la República francesa desde 1848, en la forma
en que se consolidó, no en la revolución de 1789, donde ya se usó, sino en la de 1830,
para simbolizar la lucha por la democracia y el fin de los gobiernos opresores y tirá-
nicos. Esas palabras, que son parte del patrimonio nacional francés, así como la
Marsellesa han trascendido, sin embargo los acontecimientos que las desencadena­
ron e incluso la propia Francia, cuyo prestigio en la liberación de la opresión fue
quedando en entredicho a lo largo de los años siguientes, por su comportamiento en
las colonias. La liber­tad, la igualdad y la fraternidad son ahora también patrimonio de
todos los seres humanos que luchan contra la opresión y la tiranía, y pronunciar esas
palabras o aludir a los símbolos del país que las convirtió en emblema de esa lucha
significa evocar la aspiración por establecer unas relaciones humanas más justas.
De no ser así, ¿se hubiera entendido aquella escena de Casablanca?

Con la libertad, la igualdad y la fraternidad (o, como decía Marx, infan­tería,


caballería, artillería; o Bentham1) estamos ante la triada de valores que sirvió de estan­
darte al proyecto ilustrado de emancipación humana (en el que, justo es decirlo, no

1
Vid. K. MARX, "El 18 brumario de Luis Bonaparte", en F. ENGELS y K. MARX, Obras escogidas, Progreso,
Moscú, 1971. En vez de fraternidad (o artillería) prefería utilizar el nombre de Bentham en El capital, libro 1, secc.
2, Siglo XXI, Madrid, 1978. Más adelante se verá por qué.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 3

sólo hubo luces sino también muchas sombras). Tal proyecto dio paso a la cultura
jurídico-política de las modernas democracias constitucionales, cuyos sistemas jurí-
dicos incluyen estos valores con diverso alcance y consecuencias. Son valores que
integran o remiten a su vez a otros valores, como la paz o la dignidad, y que, en general,
se expresan por medio de principios o del catálogo de derechos humanos inclui­
dos en los textos constitucionales. Y los tres, libertad, igualdad y fraternidad, confluyen
en la idea de justicia que caracteriza a las democracias.

En este proceso, entendemos la modernidad ilustrada como el punto de inflexión


en la consolidación de los valores jurídicos de los Estados democráticos de derecho.
Sin embargo, hoy está en entredicho la percepción de que la Ilustración moderna
hubiera inventado aquellos postulados que sirvieron para derrocar el absolutismo
político.

La idea de progreso llevó a los ilustrados a concebir cada nueva etapa de la


humanidad como mejor que la anterior (una creencia que, por otra parte, hunde sus
raíces en la concepción platónica de que el universo está regido por la idea de bien,
que lo impulsa hacia su perfección). De esta manera, la historia de la humanidad, que
es concebida así en un sentido equívocamente lineal, se asimila a la vida de un ser
humano, y como éste, recorre sus mismas etapas de crecimiento: infancia, juventud
y madurez.2

2
Vid. L. GEYMONAT, Historia de la filosofía y de la ciencia, Crítica, Barcelona, 1985, vol. 2., pp. 257 y ss.

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4 Josefa Dolores Ruiz Resa

En este programa de crecimiento, la época medieval es juzgada con suma dureza:


se percibe como un tiempo de retroceso, donde impera el fanatismo religioso frente
a la razón, y la dictadura de la comunidad frente al individuo. Sin embargo, y a pesar
de adoptar ciertos rasgos característicos, no se habría evidenciado una ruptura tan
radical entre la Edad Media y los siglos precedentes, aunque la libertad, la igualdad
y la fraternidad se convirtieran, frente a ella, en una terna de principios radicales, inte­
gradores de un discurso dispuesto a la conquista del poder por el "pueblo", sustituyendo
así la terna teológico-medieval que componían las virtudes de la fe, la esperanza y la
caridad.3 Ésta fue la terna de un discurso del poder asentado, que trataba de dirigir
la acción humana, no tanto a la transformación del statu quo, como a su mante­
nimiento, ubicándola más bien en el terreno de la introspección y la conciencia de
cada cual.

La Edad Media se consideró, pues, como una época "oscura" que supuso una
ruptura o un paréntesis aciago en el progreso de la humanidad. Tal oscuridad sólo
desaparece con la llegada de la "luz" que encarna la razón ilustrada, la cual prende
en el siglo XVIII o Siglo de las Luces. Este "iluminismo" retoma el proceso de crecimiento
humano, interrumpido en la Edad Media, y que se estaba produciendo en la Antigüedad
clásica. Hay una mirada hacia ese pasado, de donde pretende tomarse no sólo un
modelo político sino también estético. Y de la misma manera que la república demo-
crática ateniense y el clasicismo, los conceptos y símbolos de ese pasado vuelven a
la "luz", especialmente de la mano de los discursos y para­fernalia jacobina: y así, el

3
Vid. G. BUENO, "Libertad, igualdad y fraternidad", El Basilisco, núm. 3, 1990, p. 29.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 5

gorro de los libertos romanos es lucido por los revolucionarios, mientras que las
coronas de laurel y las águilas de la Roma imperial retornan al Imperio francés de
Napoleón, junto a los títulos de cónsul y los haces de varas que simbolizaban la auto­
ridad de los magistrados republicanos. Por lo demás, moda, decoración y arte greco-
rromanos resurgen en los salones, palacios y calles de la Francia del XIX.4

Así pues, el periodo de la Ilustración constituye para los propios ilustrados la


etapa de madurez de la humanidad: aquella en la que por fin, alcanza su mayoría de
edad, gracias al uso autónomo de la razón indivi­dual, la cual puede poner en duda
la verdad que le han transmitido las autoridades clásicas.5 Por eso, las libertades
"modernas" son juzgadas como mejores que las "antiguas".6

Y, sin embargo, el contenido de esas modernas libertades, así como el de la


igualdad y la fraternidad modernas, se muestra demasiado deudor del pasado medie­
val como para considerarlas constitutivas de un tríptico axiológico genuina y lineal-
mente, "moderno". Porque los revolucionarios no sólo miran hacia el periodo clásico,
buscando modelos sociopolíticos en la democracia griega: también toman instituciones
medievales como las cortes o parlamentos, que son sedes de representación política
de la comu­nidad de la que se dice emana el poder de los príncipes. En ellos se ejercita

4
Vid. G. HIGHET, La tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental, FCE, México, p. 150.
5
Vid., sin ir más lejos, R. DESCARTES, Discurso del método, trad. y prólogo de M. García Morente, cuando
expone las reglas de su método analítico sintético en la segunda parte de dicho escrito, y en donde la duda constituye
su piedra angular.
6
Tal es el juicio de B. CONSTANT, "De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos" (Confe-
rencia pronunciada en el Ateneo de París, en febrero de 1819), en Escritos políticos, trad. y estudio de M.L. Sánchez
Mejía, CEC, Madrid, 1989.

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6 Josefa Dolores Ruiz Resa

cierto tipo de libertad política por medio de un mandatario con el que se establece
una relación de derecho privado, el mandato imperativo, que en los parlamentos de
la democracia representativa liberal se transmutará en mandato representativo.7
Por lo demás, algunos elementos de la caridad medieval no dejarán de detectarse en
la fraternidad moderna, mientras que cuando el individualismo moderno otorga a
su noción de individuo unos rasgos muy peculiares, de egoísmo y maldad congénita,
está reproduciendo el pesimismo antropológico ya cultivado en la época medieval por
algunos padres de la Iglesia. Incluso en lo que se refiere al carácter natural que se da
a la libertad del individuo, aquél fue también un argumento recurrente de la filosofía
medieval, bajo la noción de libre albedrío, derivada a su vez, desde la Antigüedad, de
la libertad política y del ejercicio del poder, no para el gobierno de los asuntos públicos
sino para el gobierno de uno mismo.8 Lo genuinamente moderno (mejor cabría decir
"ilustrado") fue convertir esta facultad en algo que podía esgrimirse como palanca de
cambio político-social, frente a un orden, el Antiguo Régimen, que, por lo demás,
también era moderno.

A pesar de lo indicado, debe tenerse en cuenta que hay dos cosmovisiones en


la concepción de los contenidos de la libertad, la igualdad y la fraternidad: una se
basa en un humanismo laico, es individualista y busca la instauración de un orden
nuevo, frente a las injusticias; la otra está basada en un humanismo religioso, es

7
Vid. P. DE VEGA, "Significado constitucional de la representación política", Revista de Estudios Políticos, núm.
44, 1985, pp. 26 y ss.
8
Vid. al respecto, A.J. CARLYLE, La libertad política. Historia de su concepto en la edad media y en los tiempos
modernos, trad. V. Herrero, FCE, México/Madrid/Buenos Aires, 1a. ed., 1942, 1a. reimp., 1982.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 7

organicista y busca la restauración del orden del universo, que queda roto por las
injusticias. La primera se funda en un orden político-jurídico autónomo, y lleva a
considerar los derechos reconocidos a los individuos como poderes; la segunda se
funda en un orden político-jurídico heterónomo, y los derechos son vistos como ins-
trumento para el cumplimiento de los deberes que impone el orden trascendente del
universo, un orden que al venir determinado desde el principio de los tiempos no
puede ser alterado ni reconfigurado por los seres humanos. Teniendo en cuenta estas
dos concepciones diversas, es muy posible que se produzcan desacuerdos, no sólo
teóricos sino también políticos y sociales, en la atribución de contenidos a los valores.
Esta circunstancia justifica prestar atención, precisamente, a la forma en que se
fueron conformando, y la importancia que tiene un marco político democrático para
que la opción por unos contenidos u otros se produzca de manera pacífica y reglada.
Pero aceptar la posibilidad de elegir nos acerca a la primera de las cosmovisiones, la
cual responde a un orden político, jurídico y también moral, autónomamente confi-
gurado por los seres humanos.

Hay que tener en cuenta, no obstante, que aunque se ha revelado como el menos
malo de los regímenes políticos, parece que la democracia y su legalidad no dejan
tampoco de ser el fruto de discursos estratégicos del poder, como lo prueba el que
hayan ido variando sus criterios o registros de verdad y normalidad y sus exclusiones
(pensemos, por ejemplo, en el carácter restringido de la soberanía nacional, el sufragio
censitario y su lenta marcha hacia la universalidad, y la dimensión estamental y corpo­
rativa que tuvieron las cámaras representativas, hasta el desarrollo de los partidos
políticos, con los que se generaliza la idea de representación de ideas). Pero, a pesar

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8 Josefa Dolores Ruiz Resa

de sus limitaciones, la ventaja de las democracias consiste en la posibilidad de aflo-


ramiento de discursos en su seno, y en una alternancia pacífica entre los nuevos y
los tradicionales, en el ejercicio del poder, lo cual se lleva a cabo, además, respetando
unas reglas básicas, tanto jurídicas como morales, previamente acordadas. Aunque
para ello, será necesario que, como requería Castoriadis, los miembros de una comu­
nidad que se presenta como democrática, sean "antes", ellos mismos "democráticos".9

Proponía este autor que, para eso, tomáramos la democracia como procedimiento
pero también como método, lo cual exige erigirla sobre la conexión inextricable entre
la libertad o autogobierno de los ciudadanos de una comunidad y el autogobierno
de la misma, conexión esta que sólo es posible por medio de la participación de los
ciudadanos en la elaboración de las leyes que los gobiernan. Pero nada de esto es
posible si los ciudadanos no son ellos mismos antes democráticos, es decir, si no
incorporan una actitud que, aunque no sea espontánea, sea al menos aprendida, y
con la que manifiesten la concienciación de que su autogobierno como sujetos no es
posible sin el autogobierno de la comunidad a la que pertenecen, y viceversa.

En cuanto sistema político que consiste en el autogobierno de los miembros de


una comunidad, es también característica de la democracia una moral autónoma y
universal, es decir, no impuesta desde fuera (como ocurre, por ejemplo, en las teocra-
cias y en los Estados confesionales). Esta moral autónoma es la que, según indica

9
Vid. C. CASTORIADIS, "La democracia como procedimiento y como régimen", Jueces para la Democracia,
núm. 26, julio, 1996.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 9

Kant en su texto Fundamentación de la metafísica de las costumbres) se dan los propios


individuos y la que estarían dispuestos a compartir. Pero en el proceso para su con-
formación se necesitan, a su vez, marcos políticos e institucionales que garanticen
la participación y el acuerdo de todos los individuos de la comunidad, lo cual es ga-
rantizado, al mismo tiempo, por el propio sistema democrático —concebido aquí como
proceso— y su derecho. De ahí que, en su seno, derecho, política y moral vayan de la
mano y confluyan en la garantía de una convivencia justa y pacífica, la cual se va
configurando mediante procesos de diálogo que reconsideran y remodelan los acuer-
dos iniciales. Su límite será la misma supervivencia del sistema democrático. Los
valores resultantes de ese proceso de diálogo son los mismos valores de la democracia,
que, por tanto, no se limita a ser sólo proceso.10 Ellos nos permitirán, a su vez, valorar
el derecho en estos sistemas, para detectar hasta qué punto éste es un derecho justo,
según se concibe la justicia en esa moral autónoma. También servirán para engarzar
y hacer funcionar los diversos principios, normas e instituciones que lo integran, a fin
de garantizar la continuidad de la propia organización política democrática. De ahí la
importancia de que los juristas que vivan y trabajen en este tipo de regímenes políticos
conozcan, no sólo como ciudadanos sino como operadores del sistema jurídico, las
diferentes formas en que estos valores pueden presentarse, para detectar cuáles son
y cuáles no son compatibles con la democracia, en el ejercicio de sus tareas
profesionales.

10
Esta imbricación entre moral, derecho y política (democracia) está en la base de los trabajos de los filósofos
contemporáneos John Rawls o de Jurgen Habermas, en los cuales late como premisa el pensamiento kantiano.

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10 Josefa Dolores Ruiz Resa

Hacia la tarea de educación política democrática puede dirigirse, precisamente,


esta propuesta de estudio de los principios de libertad, igualdad y fraternidad, en la
que deben aparecer interconectados: el primero, educando en el alcance del autogo-
bierno, el segundo, en su extensión a toda los miembros de una comunidad, y el
tercero en la viabilidad de los otros dos. Ante ellos, el derecho adoptará una relación
de reciprocidad en la que, como ya se ha resaltado, no se concreta en una posición de
mera subordinación a unos valores morales, en la medida en que aquél sirve también
las estructuras y procedimientos para que éstos se adopten y desarrollen. El límite
en la atribución de los significados, que se pueden reformular a lo largo del tiempo y
según la comunidad política concreta, será la supervivencia de la integridad del propio
sistema democrático, que descansa en la exigencia de autogobierno de la comunidad
pero también en la de cada uno de sus miembros.

Desde el punto de vista de sus contenidos, estos valores de las democracias


modernas que hemos sintetizado en la trilogía libertad, igualdad y fraternidad, forman
parte del acervo moral y político que emana de la Ilustración, el liberalismo, el utilita-
rismo, la socialdemocracia o el cristianismo, aunque, como se indicó, su origen no
es estrictamente moderno, y pueden rastrearse en otras etapas de la historia humana.
Incluso pueden rastrearse en las aportaciones realizadas por otras líneas de cono­
cimiento no vinculadas con la filosofía jurídico-política y moral, como la sociología o
la ciencia económica, o incluso la propia práctica jurídica. Pero también puede de-
tectarse la presencia de los principios de libertad, igualdad y fraternidad en otras
culturas y latitudes distintas de la occidental, y sirvien­do como palancas de lucha
contra la tiranía y la opresión y como fundamento de gobiernos más incluyentes y

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 11

participativos.11 En cualquier caso, y si se aspira a hacer de estos principios mecanis-


mos emancipadores, repolitizadores y democratizadores de la convivencia humana,
habrá que diseccionar este discurso, como tópico de la cultura occidental, para revelar
sus lagunas y puntos de contacto con otras culturas diferentes.12

Su carácter histórico, multidisciplinar y multicultural cuestiona que la libertad,


la igualdad y la fraternidad sean el resultado de un diálogo ideal, como se propone
desde el constructivismo moral y político, aunque pueda tomarse como modelo nor-
mativo hacia el que debería tender la organización y el funcionamiento de nuestras
sociedades. Por el momento, estos valores se nos muestran como resultado de múl-
tiples y variados procesos humanos, contextualizados en el tiempo y en el espacio,
continuados y descentralizados, mediante los cuales se van atribuyendo significados
históricos concretos a los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Tales proce­
sos incluyen no sólo la actividad teorética y académica que reflexiona sobre ellos sino
también otras prácticas que van desde las elecciones políticas dirigidas a cambiar
un gobierno hasta los procesos de reforma constitucional; desde la discusión de un
proyecto de ley en sede parlamentaria, hasta las demandas de los movimientos sociales
y las decisiones adoptadas por una asamblea vecinal, pasando por los procedimientos
judiciales en los que se interpretan y aplican determinadas normas para resolver
conflictos y casos. También descansan en el sustrato de un conocimiento cultural,

11
Por lo que se refiere a Asia, véase el estudio de Amartya SEN, "Derechos humanos y valores asiáticos",
Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 35, 2001, pp. 129-147.
12
Vid. Boaventura SOUSA SANTOS, Toward a New Common Sense. Law, Science and Politics in the Paradigmatic
Transition,Routledge, Londres/Nueva York, 1995, pp. 340 y ss.

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12 Josefa Dolores Ruiz Resa

que se transmite en el seno de la comunidad social en que se nace y vive, mediante


ritos y festividades, figuras y narraciones míticas que se sitúan en el origen de la co-
munidad: el héroe que lucha contra la tiranía y que sacrifica su vida en el combate
por la libertad, la comunidad que prefiere inmolarse antes que dejarse esclavizar, los
simples mortales que desafían a dioses caprichosos y despóticos, a costa de terribles
castigos, para traer mejoras a su comunidad, las demandas por la igualdad económica
o por el reconocimiento y el honor de los excluidos y los oprimidos… Como no hay
democracia sin ciudadanos democrá­ticos, todos los canales por los que aquéllos se
educan son importantes: no basta con prestar atención a las escuelas, a menudo
entregadas a una edu­cación demasiado teórica y conceptual, sino que son necesarias
también las experiencias y los relatos compartidos en la comunidad, lo que debería­
mos revisar para ver si nos ayudan a ser democráticos, o despóticos y sumisos.

En lo que sigue, trataremos de analizar cómo fue que la libertad, la igualdad y


la fraternidad fueron construyendo sus significados, hasta convertirse en la trilogía
que simboliza la lucha por la democracia y que expresa también su idea de justicia.
Y discurriremos de esta manera: en primer lugar, y antes de abordar el estudio espe-
cífico de esta trilogía, se llevará a cabo una reflexión acerca de las relaciones entre el
derecho y los valores, sus encuentros y desencuentros y, a continuación, se abordará
el estudio de cada uno de los tres valores: libertad, igualdad y fraternidad. Para ello,
se analizará la obra de aquellos pensadores que contribuyeron de manera destacada
a la conformación de sus contenidos. Son principalmente filósofos del derecho, la
política y la moral, aunque algunos provienen de otros campos del conocimiento.
Es seguro que faltarán figuras destacadas, pero creo que las referencias recogidas

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 13

en estas páginas permiten descubrir los contenidos que han desembocado en algunos
de los significados básicos que actualmente se les dan a la libertad, la igualdad y la
fraternidad en la cultura jurídica de los Estados constitucionales.

Sólo queda, antes de finalizar esta introducción, hacer referencia a la disciplina


o disciplinas jurídicas que contextualizan los conocimientos que a continuación se
ofrecen. Por un lado, conectan con aquella parte de la filosofía del derecho que ha
recibido diversas denominaciones (teoría de la justicia, axiología jurídica, deontología
jurídica, estimativa jurídica o ética jurídica), y que se dirige, con carácter general, al
enjuiciamiento crítico del sistema jurídico a partir de un determinado sistema de
valores, así como a contrastar las valoraciones que históricamente se han ofrecido
de él.13 Teniendo en cuenta estas premisas, lo que se aporta es el estudio de cómo se

13
Tomo la definición de axiología jurídica dada por Elías DÍAZ, Sociología y filosofía del derecho, 2a. ed.,
Taurus, Madrid, 1984, pp. 255 y 256. El término "axiología", empezó a ser usado, desde principios del siglo XX, para
hacer referencia a la "teoría de los valores". Se consideró entonces una nueva parte, fundamental, de la filosofía, junto
a las clásicas gnoseología, ontología y teología. Incluso se la llegó a considerar como totalidad de la filosofía: así lo
hacían los integrantes de aquella corriente conocida como filosofía de los valores. Nicolai Hartmann, uno de sus culti-
vadores más importantes, fue, precisamente, uno de los primeros filósofos que empezaron a usar la expresión "axio­
logía". Vid. N. ABBAGNANO, Diccionario de filosofía, trad. A. Galletti, FCE, México/Buenos Aires, 1963, voz "Axiología",
p. 120.
Pérez Luño utilizaba en cambio la expresión "deontología jurídica" en vez de "axiología jurídica", pues entendía
que el deber ser jurídico se identifica con el derecho natural como expresión ideal de justicia. En ella considera que
se aprecian mejor las conexiones entre derecho y moral, pues la axiología hace refe­rencia a una doctrina de los valores
que no tiene por qué implicar únicamente una perspectiva moral, ya que puede ser meramente cultural o formal (así
ocurre cuando se apuntan valores como la legalidad o la certeza del derecho). Vid. A.E.PÉREZ LUÑO, Lecciones de
Filosofía del derecho. Presupuestos para una filosofía de la experiencia jurídica, op. cit., pp. 122 y 123. La expresión
deontología se debe a Bentham, quien la utilizó para designar "la ciencia de lo conveniente o la moral", fundada en la
tendencia que persigue el placer y huye del dolor. En otro sentido la usó Rosmini, que llamó deontológicas a las
ciencias normativas que indagan cómo debe ser el ente para ser perfecto. Vid. N. ABBAGNANO, Diccionario de Filosofía,
op. cit., voz "Deontología", pp. 292 y 293.

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han ido conformando los contenidos históricamente atribuidos a la libertad, la igualdad


y la fraternidad. Se constituye, pues, en el paso previo que permitirá a los juristas
conocer los valores morales vinculados a las modernas democracias constitucionales,
a partir de los cuales podrán desarrollar un enjuiciamiento crítico del derecho existente.
Por otra parte, este estudio también conecta con la ontología jurídica, en la medida
en que estos valores desde los que se enjuicia críticamente el derecho pueden estar
formando parte del mismo ser del derecho, es decir, son valores jurídicos porque así
se recogen en el propio derecho (por ejemplo, al nivel del instrumento jurídico de
mayor rango: las Constituciones, o por medio de las convenciones internacionales
firmadas por los Estados). En este sentido, el estudio que sigue aporta a los juristas
los conocimientos que les permitirán interpretar las disposiciones jurídicas, de manera
que se garantice su validez dentro de ese sistema jurídico, así como también les
permite enjui­ciar críticamente las interpretaciones dadas hasta el momento por
las instituciones erigidas en intérpretes de las Constituciones, y el resto de la jurispru­
dencia y de las decisiones adoptadas por los tribunales y organismos competentes,
cuando resuelven casos en los que esos valores están afectados; o, igualmente,
enjuiciar los productos de la doctrina científica jurídica, a fin de determinar, cuando
sea preciso, si son o no adecuados conforme a esos valores jurídicos.

Norberto Bobbio propone, en cambio, la denominación teoría de la justicia. Vid. N. BOBBIO, "Natu­raleza y
función de la filosofía del derecho", en Contribución a la teoría del Derecho, edición a cargo de Alfonso Ruiz Miguel,
Fernando Torres, editor, Valencia, 1980, pp.98-100.

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Capítulo I
Las relaciones entre el derecho y los valores

1. Los valores

V alor es un término que se generalizó de la mano de las teorías subjetivistas del


bien, y en cuanto expresión sustitutiva de aquél: el bien no es deseado porque sea
perfección y realidad (según se acepta, por ejemplo, en las teorías objetivistas, como
la de Platón y luego la de Santo Tomás, en las que se afirma la identidad de lo bueno
y de lo que existe), sino que, inversamente, es perfección y realidad porque es
deseado.

Usado por vez primera por los estoicos, el valor reaparece en el Renacimiento,
tras el paréntesis del predominio medieval de la ética objetivista cristiana. Hobbes lo
recupera, junto con la noción subjetiva de bien, para identificarlo con la estimación
que un hombre siente por algo, y otorgarle un valor económico al identificarlo, a su
vez, con el "precio" de ese algo. Semejante operación significó un importante cambio

15

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16 Josefa Dolores Ruiz Resa

respecto de las épocas precedentes, donde el valor económico o crematístico de algo


era su valor de uso, es decir, lo que valía en sí para satisfacer las necesidades humanas,
y no su valor de cambio.14

El término valor no se generalizaría hasta las discusiones morales del siglo XIX,
aunque manteniendo el significado económico, lo que explicaría su utilización exitosa
en la teoría económica. En la filosofía de Kant, el valor expresa el bien en un sentido
objetivo, excluyendo lo placentero y lo bello. Pero serán los seguidores de la filosofía
kantiana quienes, incluyendo en el significante "bien" estos últimos significados,
impulsarán definitivamente la ética hacia los valores. De esta manera, y a partir del
siglo XIX, las tendencias objetivistas y subjetivistas se refieren ya, no al bien sino al
valor; y así, Windelband, Rickert, y luego, rompiendo con el formalismo kantiano,
Scheler y Hartmann, tratarán de otorgar al valor una existencia independiente, libre
de las dudas del conocimiento, gracias al concepto del a priori. En cambio, desde una
perspectiva subjetivista, Nietzsche usará la expresión con la intención de proceder a
la "inversión de los valores tradicionales", sustituyendo los del cristianismo, fundados
a su juicio en el resentimiento, por los de la vida, entendida en un sentido dionisíaco.
También es subjetivista la concepción relativista de los valores desarrollada en el seno
del historicismo (de la mano, por ejemplo, de Dilthey o Simmel), si bien no todo el
historicismo desembocó en el relativismo.15

14
Así lo resalta J. BALLESTEROS, Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid, 1989, p. 26.
15
Vid. N. ABBAGNANO, Diccionario de filosofía, op. cit., voces "Bien" y "Valor", pp. 130-133 y 1173-1178,
respectivamente.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 17

Pero para entender la presencia e importancia de los valores en nuestra cultura


jurídica constitucional, debemos situarnos en el momento en el que la tradicional
oposición entre iusnaturalismo y positivismo jurídico inicia una nueva dirección que
va a trastocar el panorama inaugurado por el aparente triunfo del positivismo jurídico
sobre el iusnaturalismo, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, en lo que se refiere
a las relaciones entre derecho y moral.

Éste es uno de los temas más controvertidos en la historia del derecho y de la


historia de la moral. De él se han ocupado y se siguen ocupando las manifestaciones
más importantes de las disciplinas que se ocupan de uno y de otra. Según apuntaba
el profesor López Calera, hay tres posiciones generales en la forma de concebir estas
relaciones entre el derecho y la moral: 1) la que defiende la subordinación del derecho
a la moral, representada por Santo Tomás de Aquino; 2) la que defiende que ambos
son sistemas normativos independientes, representada por Kant y Kelsen; y 3) la
posición intermedia que defienden Hart y Dworkin.

Las teorías que sostienen el carácter absoluto y universal de los principios morales
acaban concluyendo siempre en la superioridad de la moral sobre el derecho; de ahí
que el legislador humano, y por lo tanto imper­fecto, deba adaptarse al imperativo de
esos valores absolutos. Y si esto no ocurre, las leyes serán consideradas malas leyes,
leyes imperfectas y, en consecuencia, no obligarán en conciencia. Es decir, no serán
válidas. El racio­nalismo moderno y la Ilustración moderna remozaron esta concepción
aunque respetando siempre el valor absoluto de los principios morales básicos, los
cuales se hacen derivar en adelante de la razón, y no de Dios. En cualquier caso,

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en estas discusiones se produjeron agrias polémicas entre los partidarios de la me-


tafísica y los partidarios del conocimiento positivista científico, cuya influencia iba
creciendo, lo que terminaría afectando a la misma concepción del derecho y de su
relación con la moral, ya que su configuración, más o menos sensible o más o menos
idealista, dependía del método que se podía aplicar a su conocimiento. De esta manera,
en el momento en que se generalizaron las concepciones más positivistas del derecho,
la presencia de la moral y su relación con el derecho se volvió problemática e incluso
perdió interés, al no ser un tema que pudiera resolverse desde las metodologías
positivistas dominantes.

Pero los acontecimientos en torno a la Segunda Guerra Mundial pondrían de


manifiesto la necesidad de que el derecho positivo fuera enjuiciado y criticado desde
alguna instancia moral, que actuara como "deber ser", ideal o modelo del Derecho,
pues, de otro modo, el derecho podría amparar y legitimar actos como la deportación
y el embargo de bienes de un grupo de personas, por ser judíos, e incluso su exter-
minio. Los juicios de Nüremberg, en los que se juzgó y condenó a jerarcas nazis que
participaron en la matanza sistemática de judíos en aquellos ignominiosos años, son
un ejemplo palmario de ese cambio de actitud que supone recurrir a la moral para
enjuiciar el derecho, e incluso la necesidad de incluir valores morales en sus conte-
nidos. Cuando Gustav Radbruch afirmó que un derecho extre­madamente injusto no
es derecho, volvería a incluir lo moral en la determi­nación de la validez del derecho
positivo.

Si éste fue un detonante de tipo social y político, el detonante epistemológico


para el desarrollo de una filosofía de los valores, que no supusiera una simple vuelta
atrás a la metafísica precedente fue, sin duda, la fenomenología de Husserl. Con ella,

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 19

este filósofo reivindica un nuevo papel para la filosofía, que, convertida en "ciencia de
los fenómenos", se ocuparía de la captación fenomenológica de la esencia, es decir,
de lo que las cosas son, considerando que se presentan como realmente son. Por
consiguiente, el camino por seguir sería la descripción de lo intuido (el fenómeno), lo
que exige situarse en una dimensión olvidada hasta el momento por las ciencias:
el mundo de la vida.16

Aplicado este pensamiento a la concepción del derecho, dio como resultado una
concepción antiformalista, por oposición a la mantenida por el positivismo jurídico
(formalista), aunque no exenta de elementos idealistas, en cuya elaboración destacaron
las obras de Reinach y Schapp. La fenomenología otorga existencia fenoménica no
sólo a los objetos empíricos sino también a los conceptos, como, por ejemplo, el de-
recho y la justicia. Esto significa que el derecho, y otros conceptos jurídicos, se con-
ciben como un ser independiente, una realidad específica con existencia ideal.17

También se apoya en la fenomenología de Husserl la ética material o axiología,


propiamente dicha, que incorpora una tesis ontológica y otra epistemológica en torno
al derecho, las cuales se hallan, por lo demás, íntimamente relacionadas entre sí. Así
se sostiene, al igual que en la fenomenología, que el conocimiento se relaciona con
una realidad independiente del espíritu, pero a diferencia de aquélla, la axiología
considera que el instrumento de esa relación es el sentimiento o la aprehensión del

16
Vid. E. HUSSERL, La filosofía como ciencia estricta, Nova, Buenos Aires. L. GEYMONAT, Historia de la filosofía
y de la ciencia, t. III, pp. 351-353.
17
Vid. F. WIEACKER, Historia del derecho privado en la edad moderna, trad. F. Fernández Jardón, Aguilar, Madrid,
1957, pp. 527 y 528.

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valor. Por otra parte, presupone para los valores una ontología que no es idealista-
formalista, como la que proponía la filosofía de los valores de Stammler, sino que es
realista.18 En realidad, la ética material de los valores, que tiene entre sus represen-
tantes a Scheler y Hartmann, había surgido en el entorno neokantiano, y polemiza
con la filosofía formalista kantiana, frente a la cual sostienen que los valores no son
meras estructuras formales carentes de contenido sino que son estructuras de conte­
nidos, materias y estructuras. Los valores constituyen, pues, un reino axiológico, que
existe por sí mismo como el de las ideas platónicas, aunque la mirada histórica les
proporciona apariencia de relatividad, la cual es sólo la relatividad de nuestra con-
ciencia de los valores, no de los valores en sí. Con estos planteamientos, Scheler y
Hartmann definieron la realidad de la idea del derecho como la realidad de un valor,
y como tal, es contenido, materia y estructura.19

Aunque a esta corriente se le señalarán diversos defectos, lo importante es que


permite armar de argumentos al antiformalismo, y vuelve a abrir la puerta al iusnatu-
ralismo, con su disponibilidad para otorgar contenidos morales al derecho, lo que
encuentra un caldo de cultivo en esa situación posterior a la Segunda Guerra Mundial.
El regreso del iusnaturalismo a la escena jurídica incorpora también cierta renovación
de sus postulados, a la luz de la neoescolástica (Mesner, Hippel, Passerin D’Entreves,
Camarata o Ambrosetti), el existencialismo (Radbruch, Coing, Welzel o Esser), el
neohegelianismo (Larenz o Laun) o el historicismo (Reiner, Engisch o Erzbach).20

18
Vid. L. HIERRO, El realismo jurídico escandinavo, cap. primero, "Introducción al realismo", p. 25.
19
Vid. F. WIEACKER, Historia del derecho privado en la edad moderna, op. cit., pp. 528 y 529.
20
Vid. E. SERRANO VILLAFAÑE, Concepciones iusnaturalistas actuales, Editora Nacional, Madrid, 1967.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 21

En este contexto se va a producir un paso importante para la propia concepción


del derecho, y es que los valores no sólo se constituyen en elementos desde los cuales
criticar los sistemas jurídicos existentes, en cada tiempo y lugar, sino que los mismos
valores van a formar parte de esos sistemas jurídicos, como un elemento más de
los mismos. En una primera fase, en el camino hacia la integración de valores morales
en los orde­namientos jurídicos, tenemos las obras de Giorgio del Vecchio o incluso
de algunos de los defensores de la hermenéutica jurídica o de las teorías de la argu-
mentación jurídica, inclinados hacia una concepción iusnaturalista del derecho, según
la cual, junto a las normas de derecho positivo deberían contarse ciertos principios
morales, inmutables e inmanentes (los que había venido recogiendo el derecho na-
tural). La introducción de los principios morales en lo jurídico se produce a partir del
trabajo de los intérpretes y los aplicadores del derecho, a quienes se insta a recurrir
a principios extrajurídicos.21

Por lo tanto, el derecho se concebirá como algo más que el conjunto ordenado
de disposiciones jurídicas escritas, emanadas de la voluntad del Estado soberano,

21
Sobre este particular, Francesca Puigpelat ("Principios y normas", Anuario de Derechos Humanos, núm. 6,
1990, pp. 231-233), que al respecto apunta las obras de Giorgio del Vecchio (especialmente, "Sui principi generali del
diritto", Archivio Giuridico, LXXXV, pp. 39-90); o de algunos representantes de la hermenéutica jurídica, como Josef
Hesser (Principio y norma en la elaboración jurisprudencial del Derecho Privado, trad. E. Valenti Fiol, Bosch, Barcelona,
1961). Este último trata de presentar una consideración de los principios, que pretende ser equidistante del positivismo
y del iusnaturalismo, pero que se desliza hacia el segundo. También aparece una concepción del derecho en el que
encuentran cabida los principios morales en las teorías de la argumentación jurídica, adoptando un desarrollo espe-
cíficamente iusnaturalista en la obra de Foriers, "Le juriste et le droit naturel. Essai de définition d’un Droit naturel
positif", Revue International de Philosophie, 1963, XVII, pp. 335 y ss. Sobre estas derivaciones iusnaturalistas de la
hermenéutica y las teorías de la argumentación jurídica, vid. L. Prieto Sanchís, Ideología e interpretación jurídica,
Tecnos, 1987, pp. 57 y ss., donde apunta como causa principal de esto la posibilidad, admitida por estas corrientes,
de que la decisión judicial se base, por exigencias de "justicia", en consideraciones extrajurídi­cas, que le sitúan
"más allá de las normas jurídicas".

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según indicaba el positivismo jurídico (desde Bentham a Austin, pasando por la Es-
cuela de la Exégesis francesa y llegando hasta Kelsen). Pronto la discusión se dirigirá,
no hacia si esos valores formaban o no parte del derecho, algo cuya admisión se
empieza a generalizar, sino hacia cómo distinguirlos, en cuanto elementos jurídicos,
de otros elementos como las reglas jurídicas.

2. Valores, principios y Constituciones

La pertenencia de los valores morales a los ordenamientos jurídicos se verifica, no


sólo mediante la actividad del intérprete y aplicador del derecho —que acude a ellos
cuando recurre a los principios generales del de­recho, o utilizando los criterios de
interpretación del derecho que le permiten remitir a esos valores, como el de la inter-
pretación finalista o teleológica—, sino también por medio de la acción del poder cons­
tituyente, que les da entrada en las Constituciones. Esta circunstancia simboliza una
especie de compromiso entre el positivismo, que exige una formalización de lo jurídico,
y el iusnaturalismo, que había preconizado que ciertos contenidos morales, universa­
les y eternos, son parte del derecho.

Sin duda, fue el constitucionalismo el que, con su carácter de ideología política


emancipatoria (que se remonta a episodios de lucha, como la Revolución francesa,
la guerra por la independencia de Estados Unidos, México, Colombia, Argentina, etc.),
sintetizó una forma de pensamiento jurídico que inaugurará, a su vez, una nueva
metodología y una nueva ontología del derecho, tratando de superar la del positivismo
y la del iusnaturalismo. Las Constituciones y declaraciones de derechos de finales del
siglo XVIII y del XIX "positivaron" una serie de valores morales (momento que marca

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 23

el cenit pero también el declive del iusnaturalismo racionalista como ética jurídica y
como disciplina dominante en el estudio teórico del derecho). Incluidos en la parte
dogmática de las Constituciones, todavía esos valores y derechos tendrán carácter
programático, especialmente en Europa, donde habrá que esperar precisamente al
final de la Segunda Guerra Mundial para que se erijan en auténticas normas jurídi­
cas, una vez que las propias Constituciones son consideradas en su integridad como
tales, y no solamente en algunas partes de su articulado. Así, los valores que recogen
las Constituciones de diversa manera —en forma de dere­chos fundamentales, prin-
cipios superiores del ordenamiento jurídico, "valores superiores del ordenamiento
jurídico", "principios rectores de la política social o económica", etc.22— tienen
va­lor jurídico y no son meras recomendaciones.

Por lo demás, estos valores funcionan, en clave de ontología jurídica (es decir,
ateniéndonos a la estructura del derecho), como principios y no como reglas jurídicas.
En esta caracterización de los valores se detectan numerosas aportaciones, como la
que desde la hermenéutica jurídica realizaba Esser. Éste sostiene que los principios
no contienen, como las normas, una instrucción vinculante de tipo inmediato, sino
que requiere o presupone la acuñación judicial o legislativa de dichas instrucciones.23
Para Larenz, no son inmediatamente aplicables como las reglas, si bien distingue
entre principios abiertos, que son los que requieren las concretizaciones, y principios

Son los términos que emplea, por ejemplo, la Constitución española de 1978.
22

Vid. J. ESSER, Principio y norma en la elaboración jurisprudencial del Derecho privado, trad. E. Valentí Fiol,
23

Bosch, Barcelona, 1961, pp. 64-66.

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con forma de normas, los cuales se presentan como reglas inmediatamente apli­
cables, constituyendo una especie de punto intermedio entre las normas y los
principios.24

En el ámbito anglosajón destacan las aportaciones de Roscoe Pound o Felix


Oppenheim, aunque, sin duda, la propuesta de ontología jurídica más conocida, donde
los valores morales pueden constituir elementos integrantes del derecho la encontra-
mos en la obra de Ronald Dworkin. Esta obra debe entenderse, por lo demás, desde
la perspectiva de su crítica al positivismo jurídico británico de Austin y Hart. Por lo
demás, su concepción del derecho debe entenderse también dentro de una teoría
"interpretativista" o "hermenéutica" del derecho como integridad, que quiere negar el
papel discrecional del Juez en su trabajo de aplicación e interpretación del derecho,
de manera que los valores a los que recurren los Jueces —fundamentalmente, los
Jueces del Tribunal Supremo estadounidense— no son elementos extrajurídicos sino
que integran el derecho en calidad de principios. Esta circunstancia pone de mani-
fiesto, como en las otras propuestas, la casi inexistente separación entre derecho y
moral que se detecta en su teoría.

En todas estas concepciones sobre la inclusión de ciertos valores dentro del


derecho, el análisis de si una determinada disposición o decisión jurídica que conduzca
a su interpretación o aplicación es o no constitucional, se presenta como un análisis
relativo a la validez, y en él entran a colación las relaciones que se dan entre los distin­

24
Vid. Larenz, Metodología de la ciencia del derecho, Ariel, Barcelona, 1980, pp. 418, 465 y 471.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 25

tos elementos que se ha admitido que conforman el derecho (principios y reglas), y


entre las fuentes jurídicas de las que emanan. En esta órbita se mueven actualmente
la teoría del garantismo o el neoconstitucionalismo.

3. Valores y validez del derecho

Las expresiones valor y validez comparten raíz gramatical, por lo que no es difícil de­
ducir que se da alguna conexión entre ambas. Para entenderla, tal vez debamos tener
presente en qué momento el juicio de validez sirve para armar el concepto de sistema
jurídico, y para ello hay que retroceder hasta el iusnaturalismo. Según éste, el derecho
natural, en cuanto conjunto de preceptos morales absolutos, universales y de origen
divino, representaba para el derecho positivo su esencia modeladora, hasta el punto
de que si éste no la respetaba, se convertía en un derecho malo y "corrupto" que no
obligaba en conciencia, es decir, que no "valía" como precepto, que no era "vá­
lido". Semejante planteamiento había sido tempranamente ilustrado en la Antígona
de Sófocles, donde la protagonista desobedecía la ley dada por el rey Creonte, que
prohibía enterrar los cuerpos de los traidores muertos (entre ellos, el hermano de
Antígona), por considerarla contraria a las leyes de los dioses.

Se trata, pues, de una caracterización de la ley intensamente moral, lo cual se


aprecia también en otras consideraciones: la ley, por definición, es orientada al bien
común, tanto político como moral; además, la ley se destina específicamente a produ­
cir la bondad moral de los súbditos, tratando de someterlos a la "virtud" de la obediencia.
La bondad que consigue la ley tiene, no obstante, distintos grados, según cuál sea su
clase: será mayor la que procure la ley eterna, o la ley natural, que hace al hombre

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bueno totalmente, absolutamente; limitada es, sin embargo, la bondad que produce
la ley humana, sólo referida a los actos exteriores.25

La categoría de validez del derecho, identificada con su fuerza obligatoria moral,


continuó siendo usada por los iusnaturalistas racionalistas, aunque secularizada.
La secularización vino determinada por el desdo­blamiento del iusnaturalismo racio-
nalista en una ética jurídica y en una teoría del derecho. No obstante, la creación de
esta última supuso una dupli­cación ("infortunada", según Alf Ross) del sistema jurídico:
junto al sistema jurídico moral, que incorporaba el derecho natural, y que se hallaba
en la base de numerosas deducciones de aquella teoría, se erige un sistema jurídico
formal conceptual, cuya validez quedaba entonces constituida en una categoría a
priori. Esto significaba la secularización de una idea, de origen teológico, según la
cual el derecho posee un "valor", consistente en la capa­cidad de obligar y de ser
obedecido.26

Siguiendo, pues, una larga tradición que se remonta a las concepciones iusna-
turalistas, el positivismo jurídico sigue concibiendo los mandatos jurídicos como
dotados de una propiedad "intrínseca" que se denominaba "validez". Pero aquélla, a lo
largo de su uso, había aglutinado al menos tres significados con los que llega hasta
la teoría jurídica positivista: la obligatoriedad moral de las normas jurídicas, su existencia

25
Vid. Santo Tomás DE AQUINO, Suma teológica, II, 1. qu. 92, 1.
26
Vid. K. OLIVECRONA, El derecho como hecho, Depalma, Buenos Aires, 1959, pp. 1-15; A. ROSS, El concepto
de validez y el conflicto entre el positivismo y el Derecho Natural", Revista Jurídica de Buenos Aires, núm. 4,1961,
pp. 51 y ss.; y Sobre el derecho y la justicia, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pp. 238 y ss.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 27

como derecho positivo o puesto; y un juicio normativo, y no descriptivo, acerca de la


obligatoriedad del derecho.27

Estos contenidos implicaban la remisión a ciertos niveles metafísicos, más allá


de la realidad sensible, que hacen que el recurso al criterio de la validez, para concretar
la existencia "real" del derecho positivo, remita a la deducción de un "ser" (el derecho
positivo) a partir de un "deber ser" (una obligación moral de obediencia). Pero esto
contradice los presupuestos del positivismo jurídico, tanto los ontológicos (distinción
entre el ser sensible y el deber ser metafísico o suprasensible), como los gnoseológicos
(el propósito de evitar la falacia naturalista, denunciada por Hume, de deducir la
existencia del ser del deber ser).

Éstos fueron los riesgos que Kelsen quería evitar, sosteniendo que la validez era,
ante todo, el criterio que determinaba la existencia objetiva de la norma jurídica;28 es
decir, que la validez consistía en una especie de llave para introducirla y declararla
existente, como una norma obligatoria, en el mundo propio del deber ser, que es para
Kelsen un nivel ontológico y real, distinto del mundo del ser y del mundo de los valores.
A este respecto, Kelsen sostiene que el deber ser al que él alude no es axiológico sino
lógico, y afirma que su existencia puede ser objetiva, es decir, independiente de facto­
res eventualmente conectados a ella, como la fuerza y su efectividad, el Estado, la

27
Así lo expresa C.S. NINO, "Some confusions around Kelsen´s concept of validity", Archiv für Rechts-und
Sozialphilosophie, LXIV, 1978, pp. 357-377.
28
Vid. KELSEN, Teoría pura del Derecho, trad. Roberto J. Vernengo, Porrúa/Universidad Nacional Autónoma de
México, México, 1991, pp. 57-63.

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obediencia de los ciudadanos, su eficacia, etc.29 Según el profesor Delgado Pinto, en


realidad Kelsen habla de la "vigencia" de las normas y no de la "validez"; pero en español,
el término usado por el jurista austriaco, "geltung", se tradujo por "validez" y no por
"vigencia", la cual significa "existencia de la norma". A esta existencia es a lo que Kelsen
se referiría cuando utilizaba la expresión "geltung", con la que aludía, no a una propie-
dad de la norma jurídica, sino a su misma existencia como tal.30

El asunto de la validez de la norma jurídica, o de su existencia "objetiva" como


norma que obliga, la planteaba inicialmente el jurista austriaco y figura destacada del
positivismo jurídico Hans Kelsen, al hilo de la diferenciación entre una norma jurídica
y la orden del jefe de una banda de ladrones. Para Kelsen, ambas originaban manda­
tos o deberes subjetivos, pero sólo la norma jurídica daba lugar a un deber "objetivo",
es decir, a una obligación con existencia propia y autónoma. ¿Por qué? Pues no porque
una fuera buena o justa y la otra mala o injusta sino porque la norma jurídica ha sido
creada según una norma superior, la cual ha sido a su vez creada por otra norma
superior. En cualquier caso, lo que una norma superior disponía como para afectar
la validez de la norma inferior, no equivale para Kelsen a ningún contenido material
o axiológico específico —por ejemplo, ciertas exigencias de bien común o de justicia—,
sino que, simplemente, se limita a establecer el procedimiento y órgano que debe
crearla. La determinación de la validez de las normas describe, pues, un proceso
"escalonado" que des­cansa, en última instancia, no en un derecho natural, o en la

29
Así nos lo recuerda E. PATTARO, Elementos para una teoría del derecho, trad I. Ara Pinilla, Debate, Madrid,
1986, pp. 66 y 67
30
Vid. J. DELGADO PINTO, "Sobre vigencia y validez", Doxa, núm. 7, 1990.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 29

voluntad divina o popular, sino en la validez presupuesta de una "norma fundamental",


la cual lleva a concebir la existencia de las normas en cuanto agrupadas en un con-
junto ordenado, unitario y cerrado.31 Es una norma hipotética y presupuesta, que
conjura la presencia de lo material y axiológico (no se basa en una decisión divina,
del Estado o del pueblo, ni en un sistema de valores metafísico), y a partir de la cual
se establece la validez de todo el sistema normativo. De esta manera, se crea la ilusión
de que el sistema jurí­dico es como una pirámide, es decir, una figura geométrica,
perfecta y cerrada.

Kelsen no tienen en cuenta en la elaboración de su noción de validez lo que la


gente corriente cree que es derecho válido. Hart sí lo hace, según se puede apreciar
en su noción de norma fundamental. Los criterios de identificación del sistema jurídico
se hallan para Hart en la que él llama "regla de reconocimiento", la cual designa una
situación social compleja, y se manifiesta, no en una formulación expresa, sino en la
práctica general de los funcionarios o particulares, al identificar las reglas primarias
de obligación mediante criterios determinados que pueden asumir las más varia­
das formas: textos revestidos de autoridad, sanción legislativa, práctica consuetudi-
naria, precedentes judiciales, declaraciones generales de personas legitimadas,
etcétera.32

La regla de reconocimiento expresa el lenguaje característico del punto de vista


interno, el cual implica la aceptación compartida de las normas como pautas y modelos

31
Vid. Hans KELSEN, Teoría pura del derecho, op. cit., pp. 201 y ss.
32
Vid. HART, El concepto de derecho, trad. G. C. Carrió, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1963, pp. 125-155 y
310-315.

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críticos de conducta; en cambio, el punto de vista externo es el adoptado por un


observador externo del sistema, que no acepta las normas sino que se limita a describir
que otros las aceptan.

Para Hart, la regla de reconocimiento es la última regla de un sistema jurídico


y, por lo tanto, no sometida ella misma a los criterios de validez que establezcan otras
normas. Pero esto no significa que, como en la teoría kelseniana, se presuponga su
validez, sino que, simplemente, no es susceptible de ser calificada como válida o
inválida: sólo se la acepta para ser usada como criterio de validez de las demás normas
del ordenamiento jurídico. Su existencia es una cuestión fáctica, lo que significa que
cuando se dice que ella existe, su existencia es un hecho real, es decir, que se constata
(por un observador externo al sistema) su existencia como práctica concordante de
los tribunales, funcionarios y particulares, al identificar el derecho con referencia a
ella. En cambio, una norma inferior válida existe como tal, aun­que sea desobedecida.

Pero la concepción de la regla de reconocimiento es más bien una especie de


discurso de legitimación del poder y de análisis de los mecanismos sociales que
sustentan la existencia del ordenamiento jurídico en una comunidad determinada.33
Lo que sí es manifiesto es que la posición de Hart abre aún más la brecha que viene
afectando la presunta configuración lógico-formal del derecho, que había caracterizado

33
Vid. al respecto, J.R. DE PÁRAMO ARGÜELLES, H.L.A. Hart y la teoría analítica del derecho, CEC, Madrid,
1984, pp. 248 y ss., donde además da cuenta de la discusión doctrinal suscitada en torno al carácter de la Regla de
Reconocimiento.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 31

al positivismo jurídico, y por donde está entrando, no sólo la referencia a la práctica


social, sino también los contenidos morales de la forma jurídica.

Esto se percibe en su tesis acerca del contenido mínimo de derecho natural,34


la cual puede comprenderse mejor si se coloca a la luz de su noción de validez, basada
en la distinción entre un punto de vista interno y un punto de vista externo. Hart rescata
la tradición empirista del iusnaturalismo de Hobbes, que ha situado el deseo de su-
pervivencia humana (cuya realidad Hart constata en las estructuras del pensamiento
y lenguaje humano) en el núcleo del derecho natural. Pero la supervivencia también
es básica para cualquier organización social que quiera ser viable, de manera que
debe incorporar en su derecho una serie de reglas o principios de conducta univer-
salmente admitidos, en cuanto funcionales a la supervivencia humana, y a los que
Hart ha denominado "contenido mínimo de derecho natural".

La presencia en el ordenamiento jurídico de estos contenidos mínimos, que para


Hart son "verdades obvias" constituyen un conjunto de buenas razones para la acep-
tación del sistema jurídico, y para que éste pueda imponerse por la fuerza. A este
respecto, constituyen esas verdades obvias la vulnerabilidad del género humano —que
exige la prohibición de la violencia—, la igualdad aproximada —que exige un sistema
de abstenciones y concesiones mutuas—, el altruismo limitado —que hace necesario
un sistema de abstenciones para evitar tendencias a la agresión—, los recursos limi-
tados —que demanda alguna forma mínima de la institución de la propiedad y reglas

34
Ésta la expone Hart en el capítulo IX de su libro El concepto de derecho, op. cit.

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32 Josefa Dolores Ruiz Resa

que exijan su respeto—, y la inteligencia y fuerza de voluntad humanas limitadas —que


implica la presencia de una organización coactiva dirigida a quienes trataran de ob-
tener ventajas del sistema sin someterse a sus obligaciones—).

La presencia de valores en el derecho conduce, inevitablemente, a la matización


de una concepción estrictamente positivista del derecho, ya que remite a un nivel que,
en cualquier caso, está más allá de lo sensible. Pese a todo, no hay por qué adoptar
una percepción apriorística, ultraterrena, universalista e intemporal de los valores, ya
que el estudio que a continuación nos proponemos muestra más bien que nos en-
contramos ante unos contenidos que se conforman históricamente y en conexión con
la forma en que se delimita y gestiona el poder político y económico. Esta circunstancia
determina la contextualización permanente de los contenidos de los valores y en
concreto de la libertad, la igualdad y la fraternidad, para lo cual hay que atender a
cómo se hace y por qué se hace.

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Capítulo II
La libertad

E
n este capítulo veremos cómo la participación directa en el gobierno de la comu-
nidad, la representación política, el libre albedrío y la auto­nomía de la volun­
tad, las relaciones con la legalidad, el egoísmo, el interés o la seguridad jurídica se
convierten en algunos de los tópicos de la libertad, los cuales giran en torno a la
distinción, no siempre diáfana, entre la esfera pública y la esfera privada. Se trata de
una distinción que se detecta en la Antigüedad. Por esa razón, retrocederemos a
aquellas épocas de la humanidad en las que empezaron a conformarse, deteniéndo­
nos en las obras y en los periodos históricos en los que los significados de la libertad
se reconfiguraron, para determinar hasta qué punto se alejaron de sus contenidos
primigenios.

33

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34 Josefa Dolores Ruiz Resa

1. Dos contenidos básicos para la libertad de los antiguos:


la libertad política (como cuestión de práctica, pero no de teoría)
versus la libertad de conciencia (como cuestión a la inversa)

Es ya clásica la distinción, debida al "moderno" Constant, entre "la libertad de los


modernos, comparada con aquella de los antiguos".35 En su reflexión, el francés
nos presentaba las libertades antiguas como libertades de participación en la vida
pública de la polis, con total desatención por los asuntos de la esfera privada, consi-
derada como la esfera de lo económico. Lo hacía con la intención de resaltar la libertad
privada, por encima de la política.

De este texto emana la convicción de que el griego antiguo no gozaba de algo


parecido a una dimensión privada e independiente de lo público o político, la cual
ocupaba el lugar central de su vida. Sin embargo, esto no es del todo cierto, como
tampoco lo es que no se desarrolle la libertad política en la modernidad, en el sentido
de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, o de control de los repre-
sentantes. Y es que, a pesar de que, siguiendo a Hannah Arendt, el espacio inicial de
la libertad humana fue la política, también se desarrolló en la edad clásica cierto
género de liber­tad íntima o negativa, en el sentido "moderno" de "no interferencia de
lo público en lo privado". Así pues, habría que distinguir (continuando con Arendt),
dos dimensiones en la libertad de los antiguos: una práctico-política y otra teorético-
privada. Refirámonos, en primer lugar, a la libertad práctico-política.36

35
Vid. B. CONSTANT, "De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos", op. cit.
36
Vid. H. ARENDT, "¿Qué es la libertad?", en Between Past and Future, trad. Agustín Serrano Haro, Claves de
razón práctica, núm. 65, 1996, pp. 2 y ss.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 35

a. La libertad política (y la legalidad)

La libertad política de los antiguos se desarrollaba en un lugar público, manifestado


físicamente en el ágora o en el foro, y no en el ámbito privado o doméstico, some­
tido, en última instancia, a la autoridad del pater familiae, que coincidía, por lo demás,
con el ciudadano antiguo.37 Es, pues, una liber­tad eminentemente "política" y "práctica",
en realidad, dos términos sinónimos, pues para los clásicos, la política se identifica con
un cono­cimiento práctico, similar a tañer una flauta, navegar, curar, o danzar.38 Esta
circunstancia significa que la libertad política es un asunto de la prudencia, la técnica
o el arte, y no del saber teorético o filosófico.39

Por medio de la antigua libertad política, los ciudadanos gozaban, por ejemplo,
de igual libertad de palabra (o isegoria), que implicaba el derecho a decirlo todo (o
parresia), lo cual tenía como contrapartida —y a diferencia de la moderna libertad de
expresión— la responsabilidad de quien la ejercitara, en caso de que por medio
de aquélla se desatase algún tipo de desgracia para la comunidad.40 Tal fue lo que al
parecer ocurrió con el mismo Sócrates, acusado de corromper con su palabra a
la juventud. Por este hecho fue condenado a beber la cicuta; y el ciudadano Sócrates,

37
Vid. M.E. FERÁNDEZ BAQUERO, "La patria potestad en el derecho romano", en Ana RUBIO (ed.), Los desafíos
de la familia matrimonial. Estudio multidisciplinar en Derecho de Familia, Instituto Andaluz de la Mujer, Sevilla, 2000,
pp. 77 y ss.
38
Recordemos, por ejemplo, los argumentos de Platón recogidos en su Política, en la Ética a Nicómaco de
ARISTÓTELES.
39
Vid. H. ARENDT, "¿Qué es la libertad?", op. cit., p. 3.
40
Vid. R. DEL ÁGUILA, "Los precursores de la idea de democracia", en R. DEL ÁGUILA, F. VALLESPÍN
et al., La democracia en sus textos, Alianza Ed. Madrid, 1998, p. 28.

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36 Josefa Dolores Ruiz Resa

partidario del sistema de libertad de su tiempo, aceptó la responsabilidad aneja al uso


de la misma. Por eso renunció a escapar y bebió el veneno que le provocó la muerte.41
Y lo hizo porque esa responsabilidad le obligó a cumplir las leyes de la polis, leyes que
le condenaron a morir.

Así se expresa Sócrates, en la página final del diálogo Critón o del deber, como
si las leyes le persuadieran de no huir de su destino, como le proponía Critón:

‘Ahora bien: es cierto que ahora vas a marcharte al Hades, si es que vas, víctima
de una injusticia —te la han ocasionado los hombres; no nostras, las leyes—; pero
si escapas de la ciudad, devolviendo tan vergonzosamente injusticia por injusticia,
mal por mal, quebrando los convenios y acuerdos que con nosotras concertaste y
dañando a quienes menos deberías dañar, es decir, a ti mismo, a tus amigos, a tu
patria y a nosotras, en ese caso, nosotras seremos duras contigo mientras vivas,
y allí nuestras hermanas, las leyes de la morada de Hades, no te acogerán con
benevolencia, sabedoras de que hiciste lo posible por acabar con nosotras. Así
pues, que no te persuada Critón a hacer lo que dice, más que nosotras.’

Ten por seguro, mi querido Critón, que, al modo como los coribantes creen oír
las flautas, me parece oír todo eso, y que en mi interior resuena el clamor de
esas palabras y hace que no pueda escuchar cualesquiera otras. Sabe, pues, que,
al menos según mi actual modo de pensar, si hablas en contra de eso, lo harás
en balde…42

41
Sobre estas cuestiones, vid. PLATÓN, Apología de Sócrates. Critón o el deber del ciudadano, Espasa Calpe,
Madrid, 1978
42
Vid. PLATÓN, Critón, op. cit., 53e/54e.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 37

La libertad política griega puede ejercitarse o no dentro de los límites que le


marca la ley (no sólo reducida a ley positiva), aunque para Platón y Aristóteles goza
de mayor consideración el gobierno de la ley que el de cualquier ciudadano, la
cual no sólo puede ser ignorada por el tirano sino por la masa de ciudadanos en ciertas
formas de democracia, en las que las decisiones de la asamblea son las soberanas y
no las leyes.43 Estamos, pues, ante una concepción jurídica del poder que conecta el
ejercicio de aquél a la ley, como garantía de legitimidad.

Atendiendo a la mayor a menor cantidad y calidad de ciudadanos gobernan­


tes, los clásicos como Platón y Aristóteles distinguieron tres regímenes políticos
"rectos", por cuanto atienden al bien común: república (que equivalía al gobierno de
la mayoría), aristocracia (o gobierno de unos pocos porque son los mejores o miran
por lo mejor de la ciudad) o monarquía (gobierno de uno). Éstos pueden presentar
desviaciones por no atender al bien común sino a ciertos intereses no comunes, de
manera que degeneran, respectivamente, en la democracia (cuando la mayoría go-
bierna en interés de los pobres); en la oligarquía (cuando los pocos gobiernan en
interés de los ricos), y en la tiranía (cuando el que gobierna en solitario mira su propio
interés).44 Estas desviaciones del bien común se producen por no seguir las leyes.

Para los juristas romanos, cuya vasta cultura jurídica culmina la orientación de
la antigua libertad política hacia el específico mundo del derecho, la libertad política

43
Vid. PLATÓN, Las leyes, 689b y 700a; y ARISTÓTELES, Política, trad. Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez,
Alianza Editorial, Madrid, 1a. ed., 1986, 1o. reimp., 1991, 1292a
44
Vid. ARISTÓTELES, Política, libro III, VIII, 1279b

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38 Josefa Dolores Ruiz Resa

del ciudadano romano exige el sometimiento de toda autoridad política a las leyes de
la comunidad, pues ésta ha sido erigida en su fuente. Y tal exigencia perdura incluso
en tiempos del Imperio, en el que la circunstancia de que "lo que plazca al príncipe
tenga fuerza de ley", deriva de la Lex Regia, por medio de la cual el pueblo romano
—cuya presencia languidecía en un Senado frecuentemente manipulado por el
emperador— le había conferido su imperium y potestas.45

b. La libertad como facultad interior

Hablemos ahora de la libertad no política de los clásicos, cultivada preferentemente


por la filosofía. En el saber teorético se da una oposición entre la forma de vida del
filósofo y la forma de vida del político, pues a la filosofía, la libertad que le ha interesado
desde su origen no ha sido la libertad política o práctica, que se manifiesta hacia el
exterior, sino la libertad intros­pectiva, vuelta hacia el interior del ser humano, como
una facultad de su conciencia y voluntad, cuya actividad esencial se hace consistir,
a su vez, con dictar y ordenar.

Esta libertad se muestra, en realidad, como una libertad derivada, pues es el


resultado de haber experimentado el extrañamiento del mundo al que pertenecía —de
lo público o de la política o de la actividad de la ciudad—, para pasar al mundo que
está en el interior del ser humano, es decir, al reino de su intimidad, en donde se sitúan
el conocimiento y el deseo, pero no la acción. Y es que, a pesar de esta introspección,

45
Vid. A.J. CARLYLE, La libertad política. Historia de su concepto en la Edad Media y en los tiempos modernos,
trad. V. Herrero, FCE, México/Madrid/Buenos Aires, 1982, pp. 21, 22 y 24.

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la libertad interior adopta, sin embargo, las nociones políticas que la acompañaban
en la esfera política —el poder, la dominación y la propiedad—, para proyectarlos
ahora sobre el mundo íntimo del ser humano. De esta manera, la libertad hace al
hombre "dueño de sí mismo", le otorga el "poder" más absoluto, que es el que ejerce
sobre su yo, y lo pone a salvo de toda interferencia exterior, como por ejemplo, la que
puede ejercer la política. Así, la libertad que interesa a la filosofía deja de ser la libertad
"tangible" y manifestada en una acción públicamente evidente, para pasar a ser una
experiencia íntima y no visible a los demás.46

Con este contenido que la convierte en un reducto interior, la libertad bien puede
convivir con un sistema político totalitario que niega la liber­tad política, a no ser que
pretenda extender su domino a ese ámbito íntimo, como ocurría con los Estados-nación
confesionales de la Europa moderna (la España católica de los Reyes Católicos y de
los Austrias, o la Inglaterra anglicana de los Tudor). Contra esta situación se elevó
Tomasio, proponiendo distinguir entre el ámbito interior y el ámbito exterior de las
acciones: el primero correspondía a la moral del súbdito; el segundo, al Estado y su
derecho. Pero esto ocurría en la modernidad y aun hablamos de la época clásica y de
sus dos discursos sobre la libertad: el discurso práctico político y el discurso teorético
filosófico. Volvamos al segundo de ellos.

Siendo un tema de la filosofía, la libertad empieza a convertirse en un "problema":


el que empieza a enfrentar para los antiguos, el "sé y no quiero", es decir, dos instancias

46
Vid. H. ARENDT, "¿Qué es la libertad?", op. cit., pp. 4 y 5, quien atribuye a Epicteto esta inversión de los tópicos
políticos de la dominación, el poder y la propiedad.

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"internas" del ser humano y distintas entre sí, como son el "conocimiento" o el "saber",
y la "voluntad" o el "querer" (que en la Edad Media pasó a ser, sobre todo para la filosofía
agustiniana, el "problema" que enfrenta el "quiero y no puedo", o "querer" y "poder",
que son dos ins­tancias de la propia voluntad). Se asiste entonces a un trasvase de los
tópicos privados de la libertad a lo público: sólo quien hacía coincidir el saber con el
querer, y por tanto era capaz de autogobernarse, estaba en condiciones de gobernar
a los demás; sólo los sabios, por lo tanto, según concluyó Platón. Y el autocontrol del
que aquéllos hacían gala se convirtió, también, en una virtud política,47 que los hacía
merecedores de gobernar. De ahí la defensa del "gobierno de los sabios".

Con el predominio del saber teorético sobre el práctico, el discurso filosófico de


la libertad como facultad interior, pese a ser derivado de la libertad política, se convierte
en el dominante hasta el punto de que, en adelante, será la libertad política la que apa­
recerá como residual. Pero esto es lo que expresa muy bien Constant cuando describe
la "libertad de los modernos".

2. La libertad en la Edad Media:


libertad política, representación y libre albedrío

Como se apuntó, la Edad Media había sido considerada por los ilustrados moder­
nos una etapa más bien oscura en la historia de la humanidad. Sin embargo, y de
cara a la determinación de los contenidos de la liber­tad, aporta la institución de la

47
Vid. H. ARENDT, "¿Qué es la libertad?", op. cit., p. 9.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 41

representación política y la idea de libre albedrío, que conecta el ejercicio de la libertad


con la voluntad.

a. El libre albedrío y la seguridad

El pensamiento de la Edad Media estuvo, ante todo, interesado en el desarrollo de la


otra dirección "derivada" de la libertad, o libertad interior, que ahora es la libertad de
la voluntad del sujeto. Ésta se constituye en lo que se considera el ámbito verdadero
de la libertad, y en donde aquélla no se evi­dencia en el trato con los otros sino con
uno mismo.

En la Edad Media, gracias sobre todo a la teoría agustiniana de la voluntad


(facultad que ya estaba presente en el cristianismo desde san Pablo), la libertad interna
se transforma en el libre albedrío o ámbito de decisión de la voluntad autónoma, el
cual parece concurrir al margen de la libertad política. Con ella, el poder se aleja del
intelecto y de otras facultades prácticas, para situarse en la sede interna de la volun­
tad, si bien esto no significa que el hombre pueda hacer siempre lo que quiere: la
necesidad, proveniente del mundo o del propio cuerpo, puede impedir esa coinciden-
cia.48 La libertad se convierte, pues, en algo que surge, no dentro sino al margen de
la política, lo cual, por otra parte, responde al recelo mostrado por el cristianismo
hacia la esfera pública, así como a su amor por la vida contemplativa (la cual implica no
actuar). La voluntad humana se transforma en un reducto inaccesible a la dominación

48
Vid. H. ARENDT, "¿Qué es la libertad?", op. cit., p. 9.

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42 Josefa Dolores Ruiz Resa

política, y el esclavo o el siervo, aun sometidos al yugo de otros, son "interiormente"


libres.

En sus Confesiones, san Agustín sintetiza la angustia que suscitan los conflictos
en el ámbito de la voluntad (en ocasiones, su batalla interior nos resulta muy actual),
cuyo poder se expresa con las palabras que provenían del ámbito de la política:

Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se


resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas
se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo.
Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece,
sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?

Manda, digo, que quiera —y no mandara si no quisiera—, y, no obstante, no hace


lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque
en tanto manda en cuanto quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no
quiere, porque la voluntad manda a la voluntad que sea, y no otra sino ella misma.
Luego no manda toda ella; y ésta es la razón de que no haga lo que manda. Porque
si fuese plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.

No hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino


cierta enfermedad del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta toda ella,
oprimida por el peso de la costumbre. Hay pues, en ella, dos voluntades, porque
no siendo una de ellas total, tiene la otra lo que falta a ésta.

Sin embargo, y a pesar de la actitud hacia lo político/público, la superioridad de


la comunidad medieval, si quiera fuera por medio de sus representantes, significaba

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 43

que el rey no podía ejecutar ninguna acción contra sus súbditos —su persona o ha-
cienda— sin un procedimiento jurídico en el que se recababa el consentimiento de
la corte.49 Esto se traduce en que la libertad, como ejercicio de la voluntad personal
e íntima del sujeto, podía estar a salvo de interferencias de la esfera pública; lo que
implica, de alguna manera, la confluencia, quizá casual, entre la libertad política y la
libertad como reducto de la voluntad.

No se puede pasar por alto cómo un elemento teórico, el contrato social, fue
puesto por el iusnaturalismo cristiano a disposición del origen comunitario del poder
político, como una manifestación, precisamente, del ejercicio de la libertad "política"
medieval. Incluso puede hablarse de una concepción medieval de la "soberanía del
pueblo": la que se expone en la obra de Marsilio de Padua.50 Como sostiene Hannah
Arendt, la soberanía —un concepto tan usado en adelante— es el resultado de la
equi­paración entre libertad y voluntad libre, en su camino de vuelta hacia la política
y el derecho.51

No obstante, la hipótesis del contrato social sirve para "liberar" al hombre medieval
de cualquier ejercicio de su libertad política, posterior al del contrato social, ya que
constituye un acto de atribución de aquélla a otro u otros (quienes gobiernan), y su
paso, de hipotético ciudadano, a súbdito. Sin embargo, dejaba a salvo ciertos "reduc-
tos", como los que repre­sentaban algunas libertades (que no se disfrutaban por igual,

49
Vid. CARLYLE, La libertad política, op. cit., pp. 31 y 32.
50
Vid. G. SABINE, Historia de la teoría política (1937), trad. V. Herrero, 2a. ed., FCE, 1963, pp. 217 y ss.
51
Vid. H. ARENDT, "¿Qué es la liberad?", op. cit., p. 11.

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44 Josefa Dolores Ruiz Resa

pues esto era algo ligado al estamento al que se pertenecía) o el "derecho de resisten­
cia", a ejercer en caso de incumplimiento del contrato por parte del príncipe. A éste,
lo que le corresponde es garantizar la seguridad de sus súbditos; es decir, la subsis-
tencia y la supervivencia frente a posibles ataques de enemigos externos, imposible
de garantizar fuera del contrato (es, en defi­nitiva, lo que expresan las nociones de
imbecilitas o de socialitas humanas: según la primera, el hombre no puede vivir fuera
de la sociedad, y de acuerdo con la segunda, el hombre aparece caracterizado como
ser socia­ble).52 Un ejemplo de esta fórmula medieval de contrato social entre los
distintos estamentos sociales (los más poderosos) y el rey se encuentra en la Carta
Magna de Juan sin Tierra, documento inglés de 1215. En realidad, se trató de una
imposición de los nobles al rey, y fue considerada el primer documenta de carácter
constitucional en Inglaterra que tanto este rey como sus sucesores debieron
confirmar.53

En cualquier caso, debe recordarse que no existe una única comunidad en el


medievo, dirigida a procurar seguridad al ser humano y a su "autosoberanía", y cuya
protección se cifra en la pertenencia al grupo: el siervo traba un compromiso con el
señor feudal, gracias al cual obtiene protección y alimento —a cambio de trabajo y
otros derechos para el señor—, mientras que el integrante del gremio laboral es be-
neficiario de la protección que ése le dispensa mediante institutos de "ayuda mutua",
como las mutualidades y montepíos. En la comunidad (o en varias comunidades que

Vid. WIEACKER, Historia del derecho privado en la edad moderna, op. cit., pp. 216 y 217.
52

Vid. Textos básicos sobre derechos humanos, edición preparada por Gregorio Peces-Barba Martínez con la
53

colaboración de Liborio Hierro, Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 1973, pp. 25 y ss.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 45

se superponen concéntricamente), el hombre del medievo encuentra protección, pero


este asociacionismo será perseguido en la modernidad, para garantizar la monopoli-
zación del poder político en manos del Estado.

b. Libertad política y representación

Si bien hemos apuntado que la terna de principios prácticos que parece caracterizar
la acción práctica del hombre medieval es la que constituyen las virtudes teologales
cristinas "fe, esperanza y caridad", lo cual revierte la acción humana a un ámbito
privado —el que representa la búsqueda personal e intransferible de la salvación, a
merced del "libre albedrío"—, lo cierto es que también aquélla se orientó a la actividad
política.

La cultura jurídica romana sobrevive a la caída del Imperio, y en la baja Edad


Media ya se detectan los síntomas de esa supervivencia. Con los textos jurídicos ro-
manos del Corpus Iuris Civilis, se heredaban también los principios político-jurídicos
de sometimiento de la ley del príncipe a la ley de la comunidad, de donde emana su
autoridad. Esta circunstancia hace que la libertad política medieval coincida con la
supremacía del derecho sobre la voluntad del príncipe, que de no someterse a él se
convertía en tirano.

Sin embargo, ese derecho supremo es no un derecho legal, que coinci­diría en-
tonces con la ley (o voluntad) del príncipe; por el contrario, es un derecho consuetu-
dinario, coincidente con la costumbre de la comunidad, y cuya deter­minación no la

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46 Josefa Dolores Ruiz Resa

hacía el príncipe sino aquélla, compuesta por los habitantes de un municipio, o, en


la corte feudal, por los vasallos.54 No será hasta el siglo XII cuando se detecte la pre-
sencia de una autoridad y acción legislativas definidas, y con ello tome cuerpo la
concepción de que el dere­cho es el producto de una autoridad superior a las leyes.
Pero incluso enton­ces, y en adelante, se siguió manteniendo la exigencia de que el
príncipe hiciera las leyes tras consultar, al menos, a los "próceres" de la comunidad.

Ahora bien, ¿quiénes formaban parte y cómo se articulaba la acción política de


esa comunidad? Aparentemente, los límites de aquélla son más amplios que los que
implicaba el concepto clásico de ciudadano, el cual languidece, al igual que el marco
político en el que se desarrollaba: la ciudad. El medievo es un tiempo de comunidades
más grandes que la polis, pero desperdigadas y esencialmente rurales. La noción
de ciudadano deja paso a la de vasallo, siervo o burgués, este último el habitante de
la ciudad medieval o burgo. En este contexto, la participación política necesita adoptar
un nuevo perfil: el que le otorga la figura de la representación política, una de cuyas
primeras manifestaciones se produce en España, cuando se procedió a convocar,
para los consejos del reino, a los "representantes" de las ciudades. Se trata de un
principio que se vertebra sobre una relación de sujeción del mandatario o representante
a la voluntad de los mandantes o representados, y que se conoce como mandato
imperativo.55

54
Vid. CARLYLE, La libertad política, op. cit., pp. 25-27.
55
Vid. CARLYLE, La libertad política, op. cit., p. 33.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 47

3. La libertad de los modernos

La modernidad es un espacio temporal que se sitúa entre finales del siglo XV y prin-
cipios del XVI, es decir, aproximadamente entre la llegada de Colón a unas costas que
resultaron ser las de un nuevo continente y la caída de Constantinopla, último reducto
del imperio romano, en poder de los turcos. Hasta la llegada de la época contempo-
ránea, los siglos siguientes verán, si nos atenemos al tema que nos ocupa, la profun-
dización y culminación de la idea de libertad como facultad que pertenece a la esfera
privada, al lado del desarrollo del instituto de la representación política y de las demo­
cracias modernas. Es la época del desarrollo del individualismo, al ser el individuo
racional el sujeto de la libertad, aunque éste no será un asunto pacífico. Al final, los
acontecimientos socioeconómicos, políticos y jurídicos derivarán en la crisis del
modelo moderno y en el resurgir de la comunidad y de la esfera pública.

a. Continúa la teorización de la dimensión privada de la libertad

El iusnaturalismo moderno sigue cultivando la idea de contrato social, gracias a la


cual el ser humano es "liberado" de tareas públicas y, a cambio, garantiza la protección
de su vida y hacienda y el respeto del ejercicio de su libre albedrío. A partir de él, el
liberalismo moderno trató de erigir también su noción de libertad, una vez más, sobre
la autodisposición de su voluntad autónoma, con la diferencia, respecto de las épocas
precedentes, de que la libertad del individuo se concebirá, paulatinamente, como li-
bertad que se ejercita, no mediante la comunidad, sino frente a ella. Este contenido
recorrió, no obstante, veredas más o menos radicales: desde su teorización como
libertad a salvo de toda imposición extraña a la propia voluntad del individuo, como

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por ejemplo la imposición de las leyes, o libertad orientada a tomar decisiones también
sin la interferencia de extraños (así ocurría en la Declaración de Derechos del Hombre
y del Ciudadano); o como facultad sometida al menos al gobierno de las leyes (así
aparece en el absolutista Hobbes, pero no en el Leviatán, sino en el De cive; en el
Segundo tratado del gobierno civil del liberal Locke y en la Metafísica de las costumbres
de Kant, o en El espíritu de las leyes del conservador Montesquieu).56

Junto a estos rasgos, la libertad moderna, como libre voluntad y facultad innata
del hombre, constituye el núcleo de la llamada dignidad humana: así se aprecia en la
obra de los idealistas alemanes (aunque luego continúa en la de autores tan dispares
como Ernest Bloch). Más concretamente, Kant empieza a delimitar la noción de
dignidad cuando apunta que la voluntad libre sólo se ejerce si se cumple el imperativo
categórico: que el hombre sea tratado como un fin en sí mismo, y no como un medio.57
Sólo así, el hombre será libre, es decir, su propio señor, sui iuris.58

i. Libertad y seguridad

La libertad moderna, a diferencia de la medieval, no se desarrolla en un entorno orgá­


nico, sino que es condición y efecto de un proceso de desarticulación de los grupos,
que tiene como consecuencia más relevante el surgimiento del individuo moderno,

56
Así lo indica N. BOBBIO, Libertad e igualdad, trad. Pedro de Aragón Rincón, Paidós ICE/UAB, Barcelona,
1993, p. 99. Sobre la noción de libertad en Kant y su reconducción a la legalidad, vid. F. GONZÁLEZ VICÉN, "La filosofía
del Estado en Kant", en De Kant a Marx. (Estudios de historia de las ideas), Fernando Torres editor, Valencia, 1984, pp.
23 y ss.
57
Vid. N. LÓPEZ CALERA, Filosofía del derecho (II), Comares, Granada, 1998, pp. 166-168.
58
Vid. E. KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Porrúa, México, 1983, cap. III.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 49

como ser "liberado" de aquellos grupos. En tales grupos, jerárquicamente ordenados,


el ser humano ostentaba una serie de derechos y una serie de obligaciones que eran
garantía de su supervivencia: el siervo debe trabajar la tierra a cambio de la protección
que le dispensa el señor; el trabajador del gremio debe pertenecer a él y someterse a
su reglamentación, a cambio del aprendizaje de un oficio y la protección que el gremio
dispensa a él mismo y a su familia, en caso de enfermedad o muerte. Pero con la
modernidad, se pone en marcha un proceso de "individualización", donde estos gru­
pos desparecen, liberando al hombre de la sujeción a la tierra y de las ataduras
gremiales.59

Al mismo tiempo, y paulatinamente, el trabajo sin descanso y el ahorro y préstamo


usurarios dejaban de ser "despreciables" para convertirse en nuevas "virtudes" cristia-
nas del protestantismo. Estas actividades favorecieron que cierto número de laboriosos
habitantes de los burgos centro y noreuropeos se enriqueciera, mientras la agricultura
languidecía en las manos del clero y la nobleza, y sus trabajadores, empobrecidos,
marchaban del campo a la ciudad.60 Préstamos, manufactura y comercio se hallan
en disposición de producir una acumulación de capitales que se invertirán nueva­
mente en tales actividades. Y así, llegan los albores del capitalismo.

59
Vid. K. MARX, El capital, trad. Juan M. Figueroa, R. Peñalosa et al., EDAF, Madrid, 1970, t. I, libro I, secc. 2a.,
"Compra y venta de la fuerza de trabajo".
60
Vid. al respecto M. WEBER, "La ética protestante y el espíritu del capitalismo", Revista de Derecho Privado.
Derek SAYER, Capitalismo y modernidad. Una lectura de Marx y Weber, Losada, Buenos Aires, 1994, pp. 132 y ss.,
polemiza con la importancia concedida por Weber al protestantismo en el desarrollo de la ciencia y el capitalismo en
la modernidad.

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50 Josefa Dolores Ruiz Resa

Frente a la cada vez mayor pujanza económica de esa "burguesía", resultaba


anacrónica la ideología sociolaboral dominante hasta entonces, de inspiración cris-
tiana, y que ensalzaba la contemplación como la más excelsa dedicación. Pero a ésta
sólo podían dedicarse el clero y los aristócratas, cuyas riquezas los liberaban de trabajar
para sobrevivir, aunque les estuviera reservada la guerra. Dentro del trabajo manual,
destinado a quienes carecían de medios propios para subsistir, sólo gozaba de
consideración la agricultura —también practicada en los conventos pobres—, mientras
se censuraban la usura o ganancia dineraria de los préstamos del capital, y se situa­
ban sólo un peldaño más arriba en esta escala de afectos, la actividad manufacturera
y la comercial.61

En este contexto, el burgués se revela como un hombre práctico y de amplio


sentido común: necesita que el entorno social, político y natural le permita desarrollar,
con garantías de éxito, su labor en la que mueve grandes sumas que espera incremen­
tar en cierto plazo. Necesita estar "seguro" de que nadie le robará, de que sus mer-
cancías no se perderán por una catástrofe natural imprevista, de que sus ganancias
no se las llevará la tributación cuasiconfiscatoria a la que, en cuanto pueblo llano, le
somete el Estado, mientras que clero y nobleza le parecen ya "injustificadamente"
exen­tos de tales obligaciones.62

Vid. F. BATTAGLIA, "Filosofía del trabajo", Revista de Derecho Privado, Madrid, 1955, caps. II y IV.
61

Vid. J. LABASTIDA, Producción, ciencia y sociedad: de Descartes a Marx, Siglo XXI, México, 1969, III, "El hombre
62

como amo y señor de la naturaleza", pp. 96 y ss.

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El burgués busca, pues, seguridad para el desarrollo de su voluntad, liberada de


las imposiciones y reglamentaciones desiguales (según el estamento), típicas del
organicismo medieval. Es una seguridad que deman­da para ejercitar todas sus facul-
tades naturales, vertebradas sobre aquella de la propiedad privada, y a cuya garantía
se orienta la teoría político-jurídica y también la ciencia. Precisamente esta última
está desarrollando un tipo de conocimiento destinado tanto a la elaboración de tec-
nologías e inge­nios destinados a la transformación de la naturaleza como a la elabo-
ración de leyes causales, que permitirán predecir los efectos de determinados hechos
naturales (aunque también será útil este conocimiento para la guerra).63 En el caso
específico de la ciencia jurídica, ésta se ordena a la sis­tematización de preceptos y
conceptos jurídicos, a fin de ofrecer un catálogo fiable de normas aplicables. Estamos
ante un proceso de ordenación legislativa que comienzan las recopilaciones y culminan
los códigos decimonónicos.64

Entre tanto, la teoría política orienta el origen y ejercicio del poder, en pos de esa
seguridad, mediante el contractualismo y el principio de legalidad, lo que subraya,
nuevamente, la concepción jurídica del poder. El contrato social, en el contexto de
desmembramiento del organicismo medieval, lleva a la formación de una única comu­
nidad, el Estado, que surge de la monopolización de todo el poder social, político y
jurídico, antes repartido entre otros múltiples "estados". Desde el contractualismo
moderno, el Estado se considera una creación de los individuos modernos, aunque

63
J. LABASTIDA, Producción, ciencia y sociedad..., op. cit., III, pp. 96 y ss.
64
Vid. BOBBIO, El positivismo jurídico, Debate, Madrid, pp. 80-83.

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52 Josefa Dolores Ruiz Resa

los repre­sentantes más señeros de este contractualismo, esto es, Hobbes, Locke
y Rousseau, concluyen, no obstante, en diferentes modelos de Estado, libertad y
seguridad.

Todos ellos admiten, aceptando la perspectiva iusnaturalista moderna, que es la


típica de los siglos XVII y XVIII, que el hombre dispone, de manera innata o natural,
de una libertad que se considera, básicamente y recogiendo toda una tradición que
ya hemos descrito, una facultad coincidente con su voluntad libre. Ésta se erige en el
argumento básico del nuevo "indi­viduo" en su demanda de seguridad.

El caso de Hobbes es el más paradigmático de la defensa del total intercambio


de libertad por la seguridad que aporta el Estado y su ley positiva. De ahí su conclusión
en un Estado absolutista, al que el individuo ha cedido toda su libertad natural para
someterse a él incondicionalmente, es decir, para convertirse en su súbdito:

El único modo de erigir un poder común capaz de defenderlos [a los hombres] de la


invasión extranjera y las injurias de unos a otros […] es conferir todo su poder y
fuerza a un hombre o a una asamblea de hombres, que puede reducir todas sus
voluntades, por pluralidad de voces, a una voluntad […] Esto es más que consen-
timiento y concordia; es una verdadera unidad de todos ellos en una e idéntica
persona hecha por pacto de cada hombre con cada hombre: autorizo y abandono
el derecho a gobernarme a mí mismo, a este hombre, o a esta asamblea de hom-
bres, con la condición de que tú abandones tu derecho a ello y autorices todas sus
acciones de manera semejante. Hecho esto, la multitud así unida en una persona
se llama república, en latín civitas. Esta generación de esa gran Leviatán, o más
bien (por hablar con mayor reverencia), de ese Dios Mortal a quien debemos, bajo

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 53

el Dios Inmortal, nuestra paz y defensa. Pues mediante esta autoridad, concedida
por cada individuo particular en la república, administra tanto poder y fuerza
que por terror a ello resulta capacitado para formar las voluntades de todos en el
propósito de paz en casa y mutua ayuda contra los enemigos del exterior. Y en
él consiste la esencia de la república, que (por definirla) es una persona cuyos
actos ha asumido como autora una gran multitud, por pactos mutuos de unos con
otros, a los fines de que pueda usar la fuerza y los medios de todos ellos, según
considere oportuno, para su paz y defensa común.

Y el que carga con esta persona se denomina soberano y se dice que posee el poder
soberano; cualquier otro es un súbdito.65

Para Locke, la libertad natural no se canjea totalmente, pues entonces el Estado


carece de objetivo o fin, que es, precisamente, la protección del ejercicio de la libertad
individual. Por esa razón su Estado no puede ser absolutista y diseña un modelo estatal
que será el prototipo del Estado liberal: vigilante y sin interferir en la esfera de libertad
del individuo, que sigue siendo una esfera íntima, y que es la que surge tras renunciar
a parte de ella en el contrato social, mientras que el cuerpo resultante se rige por el
principio de la mayoría:

Siendo, según se ha dicho ya, los hombres libres, iguales e independientes por
naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al
poder político de otros sin que medie su propio consentimiento. Éste se otorga

65
Vid. HOBBES, Leviatán, Editora Nacional, Madrid, 1979, cap. XVII, pp. 266 y 267.

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54 Josefa Dolores Ruiz Resa

mediante convenio hecho con otros hombres de juntarse e integrarse en una co-
munidad destinada a permitirles una vida cómoda, segura y pacífica de unos con
otros, en el disfrute tranquilo de sus bienes propios, y una salvaguardia mayor
contra cualquiera que no pertenezca a la comunidad […]. Una vez que un deter-
minado número de hombres ha consentido en constituir una comunidad o go­
bierno, quedan desde ese mismo momento conjuntados y forman un solo cuerpo
político, dentro del cual la mayoría tiene el derecho de regir y de obligar a todos.

En efecto, una vez que, gracias al consentimiento de cada individuo, ha constituido


cierto número de hombres una comunidad, han formado, por ese hecho, un cuerpo
con dicha comunidad, con poder para actuar como un solo cuerpo, lo que se con­
sigue por la voluntad y decisión de la mayoría. De otra forma es imposible actuar
y formar verdaderamente un solo cuerpo, una sola comunidad, que es a lo que
cada individuo ha dado su consentimiento al ingresar en la misma. El cuerpo se
mueve hacia donde lo impulsa la fuerza mayor, y esa fuerza es el consentimiento
de la mayoría […].66

En cambio, Rousseau desemboca en un modelo de Estado en el que la libertad


civil y política, que sólo se disfruta dentro de él, es superior a la libertad, ingenua e
instintiva, del estado de naturaleza. Sólo es libre el hombre cuando obedece la ley del
Estado, lo cual es como si se obedeciera a sí mismo, ya que ésta emana de la voluntad
general, de la cual él forma parte indivisible.67 Se trata, pues, de un modelo de Estado

66
Vid. J. LOCKE, Segundo ensayo sobre el gobierno civil: un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del
gobierno civil, trad, prólogo y notas de Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 1990, cap. VIII, "Del comienzo de las
sociedades políticas", pp. 73 y 74.
67
Vid. J.J. ROUSSEAU, El contrato social, trad. M. Armiño, Alianza Editorial, Madrid, libro I, caps. VII y VIII.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 55

democrático, que para algunos conduce a la eliminación del individuo y su libertad


natural, bajo el totalitarismo de la voluntad general:68

Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se oponen
a su conservación en el estado de naturaleza superan con su resistencia a las
fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Entonces
dicho estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería si no
cambiara su manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar fuerzas nuevas, sino sólo unir
y dirigir aquellas que existen, no ha tenido para conservarse otro medio que formar
por agregación una suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas
en juego mediante un solo móvil y hacerlas obrar a coro.

Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de muchos: pero
siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su
conservación, ¿cómo las comprometerá sin perjudicarse y sin descuidar los cui-
dados que a sí mismo se debe? Esta dificultad aplicada a mi tema, puede enunciarse
en los siguientes términos:

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común
la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos,
no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes".
Tal es el problema fundamental al que da solución el contrato social.

68
Sobre estas cuestiones, vid. por ejemplo A. TRUYOL Y SERRA, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado,
t. II, "Del Renacimiento a Kant", pp. 264-267, donde apunta a una posible interpretación auto­ritaria de los textos de
Rousseau.

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56 Josefa Dolores Ruiz Resa

Las cláusulas de este contrato están tan determinadas por la naturaleza del acto
que la menor modificación las volvería vanas y de efecto nulo; de suerte que
aunque quizá nunca hayan sido enunciadas formalmente, son por doquiera las
mismas, por doquiera están admitidas tácitamente y reconocidas; hasta que, vio­
lado el pacto social, cada cual vuelve entonces a sus primeros derechos y recupera
su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la que renunció a
aquélla.

Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen todas a una sola: a saber, la enaje-
nación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad: Porque, en
primer lugar, al darse cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y
siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa para
los demás.

Además, por efectuarse la enajenación sin reserva, la unión es tan perfecta como
puede serlo y ningún asociado tiene ya nada que reclamar: porque si quedasen
algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que
pudiera fallar entre ellos y lo público, siendo cada cual su propio juez en algún
punto, pronto pretendería serlo en todos, el estado de naturaleza subsistiría y la
asociación se volvería necesariamente tiránica y vana.

En suma, como dándose cada cual a todos no se da a nadie y como no hay ningún
asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho que uno le otorga sobre
uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para
conservar lo que se tiene.

Por lo tanto, si se aparta del pacto social lo que no pertenece a su esencia, encon-
tramos que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone
en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 57

general, y nosotros recibimos corporativamente cada miembro como parte indivi-


sible del todo.

En el mismo instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, este


acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos
miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su
unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma
de este modo por la unión de todas las demás tomaba en otro tiempo el nombre de
Ciudad y toma ahora el de República o de cuerpo político, al cual sus miembros
llaman Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder al compararlo
con otros semejantes. Respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre
de Pueblo, y en particular se llaman Ciudadanos como partícipes en la autoridad
soberana, y Súbditos en cuanto sometidos a las leyes del Estado. Pero estos térmi­
nos se confunden con frecuencia y se toman unos por otros; basta con saber
distinguirlos cuando se emplean en su total precisión.69

Pese a las diferencias entre los modelos de contrato social en Hobbes, Locke y
Rousseau, se percibe que la libertad, que se considera innata, debe armonizarse con
la seguridad que proporciona la ley, la cual es erigida en garantía de orden, supervi-
vencia y paz del grupo; también permite la predicción de los efectos que acarrean
determinadas conductas, sean "legales" (derechos y obligaciones que derivan de un
contrato) o no (sanciones o indemnizaciones que pueden "experimentarse" por la
realización de conductas ilegales). Y el principio de seguridad jurídica en el ejercicio
del poder, gracias al respeto del principio de legalidad, será desarrollado, por ejemplo,

69
Vid. J.J. ROUSSEAU, Del contrato social o Principios del derecho político, libro primero, cap. VI, "Del pacto
social".

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58 Josefa Dolores Ruiz Resa

de la mano de Hobbes, Montesquieu y del marqués de Beccaria, este último en el


ámbito del derecho penal.

También convergen hacia las demandas burguesas de seguridad jurídica tanto


la monopolización estatal de la creación jurídica, previa conversión del juez en un
funcionario estatal, como el principio de separación de poderes, que atribuye la pro-
ducción de leyes sólo al legislativo, y reduce al poder judicial a ser "la boca de la ley".70
En cualquier caso, son etapas de la transformación que conduce al proceso judicial
hacia otros principios como la publicidad, la oralidad e inmediatez de las partes, y
que lo alejan del privilegio propio de los jueces medievales: el derecho a esta­blecer
la verdad, lo cual descansaba en una gestión judicial del secreto que, aunque sometido
a reglas, chocaba con el tipo de seguridad que demandaba la nueva clase social más
rica, es decir, la burguesía.71

ii. Libertad e interés (y sus relaciones con la felicidad)

La libertad moderna, como voluntad libre, va a girar en torno a una noción típicamente
jurídica: el interés.72 Se trata, por consiguiente, de una juridificación de la moral, lo
cual, como se avisaba al inicio, se nos aparece como una manifestación de la influencia

70
Vid. BOBBIO, El positivismo jurídico, op. cit., pp. 54-57.
71
Vid. FOUCAULT, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, México, 1978, pp. 38 y ss. Y La verdad y
las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona.
72
J. HABERMAS, "Human rights and popular sovereignty: the liberal and republican version", Ratio Juris, núm.
7, 1994, p. 6, confirma el uso en la modernidad de conceptos de derecho romano para definir sus "libertades negativas",
con objeto de asegurar la propiedad y el tráfico comercial de las personas privadas frente a las intervenciones del
poder político.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 59

del derecho burgués, no ya sólo en las condiciones socioeconómicas de un modo de


producción, sino también en la misma moral.

A lo largo de la teoría jurídica, el concepto de interés se ha erigido en uno de los


más característicos de la misma, desde el derecho de Roma hasta nuestros días, y a
cuya lengua se debe su etimología. Ésta nos enseña que "interés" proviene de la sus-
tantivación del verbo latino interesse, bien utilizando la tercera persona (como ocurre
en el idioma francés y en el inglés), o el infinitivo (según se aprecia en las lenguas
italiana, portuguesa, española y alemana). Esta evolución gramatical ocurre durante la
Edad Media, gracias sobre todo al trabajo de los glosadores. Hasta entonces, los térmi­
nos que se usaban como sustantivos eran "bonum", "utilitas" o "causa", circunstancia
que explica la interdependencia que se va a dar entre los conceptos de interés, utilidad
y bien. Porque al usarse el verbo en su forma impersonal se otorgaba objetividad a la
relación de valor que se daba entre el sujeto y el predicado, entrando de esta forma
en el campo semántico de la utilidad, y siendo aceptado así por el lenguaje
científico.73

Desde el punto de vista de su contenido, el interés tuvo un tradicional uso técnico-


jurídico en materia de resarcimiento de daños, cultivado por los romanos. A él vio
sumado posteriormente, durante la Edad Media, el uso en materia de préstamo a
interés. De esta manera, con el término interés pasó a designarse la reparación por

73
Vid. Angelo FALZEA, Introduzione alle scienze giuridiche. Parte prima: il concetto del diritto, Giuffré editore,
Milano, 1975, pp. 132 y 133.

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60 Josefa Dolores Ruiz Resa

la pérdida patrimonial ocasionada por un ilícito, aunque incorporando tanto el daño


emergente como el lucro cesante (en el resarcimiento de daños), y la suma corres-
pondiente al valor de uso del dinero de otro (en el préstamo a interés).

Pero, en realidad, esta transformación semántica supuso la restricción del con-


tenido del interés, pues de referirse al valor en sentido genérico pasó a aludir a un
valor meramente patrimonial, que profundizaba en la conexión entre el interés, la
ventaja y lo útil74. En la modernidad recuperó, no obstante, toda su extensión, proba-
blemente debido a la pujanza del lenguaje común, que le daba el significado amplio
que abarcaba lo patrimonial pero también lo espiritual. En este sentido, escritores
franceses como La Rochefocauld o Montesquieu incluían el honor y la gloria, junto a
la riqueza, entre las cuestiones que podían interesar al hombre.75

Sin embargo, la inclusión del honor era consecuencia de la pervivencia de valores


aristocráticos, si bien apoyados por una filosofía pagana y clásica, y alejados de los
valores religiosos que dominaron durante el orden estamental de la Edad Media.
Quizás por esa razón resultaba un tanto anacrónica su reivindicación entre los teóricos
que potenciaban el nuevo orden social y político burgués.

De todos modos, la extensión del significado de interés, respecto de su sentido


técnico patrimonial, debe ser entendida dentro de ciertos límites, pues el concepto

74
Vid. Angelo FALZEA, Introduzione alle scienze giuridiche..., op. cit., pp.133 y 134.
75
Vid. Albert O´HIRSCHMAN, Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo antes
de su triunfo, trad. Eduardo L. Suárez, FCE, Méjico, 1978, pp. 19, 45 y 46.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 61

de interés, que también denotaba reflexión y cálculo, ya no abandonó el ámbito de lo


patrimonial y lo económico, y fue la moral la que adoptó una significación también
económica. Así lo usaron los utilitaristas, y con este contenido se generalizó, no sólo
en la filosofía y en la ética, sino también en la política, la economía y el derecho.

En estos ámbitos se estaba produciendo, desde el inicio de la modernidad, un


proceso de naturalización, de la mano de un cientificismo creciente y gracias a la
aplicación del método empírico y causalista y del mecanicismo. Y el desarrollo de
la antropología economicista, sustentada sobre un individuo egoísta y calculador, será
de gran importancia para esa transformación, pues en ella, el interés se convierte en
el concepto que sirve para designar, de manera neutra y objetiva (según aspiraba la
nueva ciencia moderna y según garantizaba, además, el origen técnico-jurídico de su
uso), la tendencia que tiene el ser humano a comportarse constantemente de manera
egoísta. La constancia atribuida a esa conducta sirve al saber científico moderno
para elaborar las leyes explicativas del comportamiento humano, lo que permite
adelantarse y prever sus efectos.76

En la extensión de la noción iusprivatista del interés destacó, sin duda, la labor


realizada por la teoría política. Es allí donde, desde finales del siglo XV y bajo la inspi-
ración de la obra de Maquiavelo, empieza a hablarse de interés, aunque en rela­ción
con el Estado o con el príncipe, que por aquel entonces se consideraban la mis­ma cosa.
La intención que guiaba a los estudiosos era buscar una categoría que sirviera de

76
Vid. Albert O´HIRSCHMAN, Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo antes
de su triunfo, op. cit. p. 63.

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62 Josefa Dolores Ruiz Resa

límite al poder del Estado, una vez que la moral había dejado de desempeñar esa
función, debido a la progresiva secularización de la política. Posteriormente y de la
mano de Hobbes, comienza la teoría política a ocuparse del interés del gobernado,
ámbito en el que resultará más útil, pues como interés público fracasó en su función
de límite al poder del gobernante.77

Aunque las referencias específicas de Hobbes al concepto de interés sean esca­


sas, situó la actividad humana en el logro de un fin al que llamó, precisamente, "bonum",
y que hizo consistir en la obtención de lo que es útil para la vida del hombre, es decir,
de lo que ayuda a su garantía, mediante la producción de placer.78 Para desarrollar
esta idea se valió del mecanicismo imperante en su época, que le llevó a otorgar al
mo­vimiento un lugar esencial en la explicación de las realidades humanas, pues
convierte a aquél en la medida de bondad o maldad de todas las cosas, según provo-
quen un movimiento de acercamiento hacia ellas (es decir, deseo o apetito), o un
movimiento de alejamiento (aversión). Estas situacio­nes se producen, respectivamente,
a partir del placer o del dolor generado por cada cosa. De esta manera, lo útil para
confirmar aquel impulso ocupó un lugar destacado en la valoración de lo bueno y lo
malo, siendo lo útil lo bueno como medio, y lo inútil lo malo como tal.79

77
Vid. A. HIRSCHMAN, Las pasiones y los intereses, op. cit., pp. 40-44.
78
Vid. Thomas HOBBES, Elementos de derecho natural y político, trad. y prólogo de Dalmacio Negro Pavón,
CEC, Madrid, 1979, I, VII, 5.
79
Vid. Thomas HOBBES, Leviatán, op. cit., parte primera: "Del hombre", VI: "De los orígenes internos de los
movimientos voluntarios llamados comúnmente pasiones, y de los vocablos mediante los cuales son expresados",
pp. 156 y ss.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 63

Posteriormente los moralistas ingleses, en especial Hutcheson, utilizaron esa


identificación del interés con el placer, apuntada por Hobbes y que luego desarrollaría
Bentham, para formular el famoso principio ético de la mayor felicidad para el mayor
número de personas,80 así como el princi­pio de que a toda conducta humana la guía
el propio interés del sujeto.

Con Adam Smith el interés se consagraba como pieza clave de la teoría


económica,81 aunque sin dejar de cultivarlo como principio moral, mediante la defensa
del famoso mecanismo de la simpatía.82 A lo largo de sus textos, se extendió la idea
de que lo económico y sus leyes científicas de funcio­namiento, basadas en la satis-
facción del interés individual, mejorarían lo político. De ahí su defensa de la no inje-
rencia estatal en las leyes de la oferta y la demanda, perpetuando la consigna del
laissez-faire que ya preconizaron los fisiócratas, así como su confianza en una armonía
natural de los intereses particulares, en pos de la obtención del interés general, a
partir del mecanismo de la mano invisible:

Ahora bien, como cualquier individuo pone todo su empeño en emplear su capital
en sostener la industria doméstica, y dirigirla a la consecución del producto que
rinde más valor, resulta que cada uno de ellos colabora de una manera necesaria
en la obtención del ingreso anual máximo para la sociedad. Ninguno se propone,
por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve.

80
Vid. F. HUTCHESON, "Inquiry into the original ideas of our ideas of Beauty and Virtue", British Moralist,
1965, p. 69.
81
Vid. A. SMITH, Investigaciones sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, trad. G. Franco,
ed. de E. Cannan, México, 1979.
82
Vid. A. SMITH, Teoría de los sentimientos morales, trad. Eduardo O´Gorman, FCE, México, 1978, p. 35.

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64 Josefa Dolores Ruiz Resa

Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente


con­sidera su seguridad, y cuando dirige la primera de tal forma que su producto
represente el mayor valor posible, sólo piensa en su ganancia propia; pero en éste
como en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promover
un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la so-
ciedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al perseguir su
propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto
entrara en sus designios. No son muchas las cosas buenas que vemos ejecutadas
por aquellos que presumen de servir sólo el interés público […].83

Los planteamientos de Smith fueron seguidos y desarrollados por los integrantes


de la economía clásica y los utilitaristas. La obra de Bentham —quien aspiraba a ser
el Newton de la ética, mediante la aplicación de las leyes de la mecánica a ese ámbito—
resultará esencial en la tarea de elaborar nociones y principios en torno al interés y a
la utilidad.84

Reacio a la cultura moderna de los derechos naturales, como facultades innatas


de la naturaleza humana, Bentham admite que lo único innato en el hombre es su
interés. De este modo, convierte a la utilidad en la medida para valorar la bondad
de un medio en la satisfacción del interés, y la erige en el principio que consagra el
placer, y no la libertad sin obstáculos, como la primera idea de felicidad humana.
Asimismo, el filósofo inglés conso­lida la identificación del placer en lo que procura

83
Vid. A. SMITH, Investigaciones sobre la naturaleza..., op. cit., p. 402.
84
Sobre las conexiones entre Smith y Bentham, vid. M. ESCAMILLA CASTILLO, "Utilitarismo y liberalismo en
la teoría del derecho", Telos, vol. VI, núm. 2, 1997, pp. 115 y ss.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 65

bien, provecho, conveniencia, ventaja, ganancia o felicidad, y concreta el significado


del dolor en lo que conduce al mal, al daño, a lo inconveniente, a la desventaja, a la
pérdida y a la infelicidad.85 De esta manera, el interés equivalente al egoísmo, a
la codicia o a la avaricia ha sido erigido en el único estímulo de la conducta del hombre,
en cuanto le empuja a aspirar al placer.86

En adelante, se tratará de rehabilitar éticamente la aspiración humana al enri-


quecimiento, aspiración que antes recibía el nombre de avaricia, y que era denostada.
En todo este proceso de revalorización moral del ansia de riqueza —hasta el punto
de servir para contrarrestar otras pasiones consideradas peores que ella, como el
deseo sexual— tuvo un peso específico la religión protestante, según sostenía Max
Weber.87

Con la asepsia de un nuevo nombre —el interés—, las antiguas avaricia y codicia
servirán para explicar la conducta humana, sustituyendo a los mecanismos que hasta
entonces habían aspirado a explicarla —la razón y la pasión, operando sobre el me-
canismo de la "voluntad libre"—. Las ventajas frente a éstas es que no era considerado
ni ineficaz como la primera, ni destructivo como la segunda, lo que supuso una
perspectiva más esperanzadora para la comprensión de los estímulos del compor­
tamiento de los seres humanos.88

85
Vid. J. BENTHAM, An introduction to the Principles of Morals and Legislation, eds. J.H. Burns y H.L.A. Hart,
University of London, 1970, I, 3, y V: "Pleasures and pains, their kinds", pp. 12 y 42 y ss., respectivamente.
86
Vid. J. BENTHAM, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, op. cit., I, "Of the Principle of
Utility", 3, "Utility, what", p. 12.
87
Así nos lo indica HIRSCHMAN, Las pasiones y los intereses, op. cit., pp. 17, 38, 39 y 48.
88
Vid. HIRSCHMAN, Las pasiones y los intereses..., op. cit., p. 50.

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66 Josefa Dolores Ruiz Resa

En concreto, lo que aportaba el interés era una base empírica que aspiraba a ser
el reflejo verdadero y objetivo de la realidad, y que se ofrecía como la plataforma sobre
la que construir un conocimiento científico, aséptico y antimetafísico de las acciones
políticas, éticas, económicas y jurídicas del hombre. La existencia presuntamente
obvia del interés en todas las acciones humanas será la mejor baza para reclamar su
realismo, pero determinará también la falta de preocupación teórica para delimitarlo
conceptualmente, lo que a la larga afectará sus pretensiones de veracidad. Pero, con
independencia de estas dificultades, el interés se convierte en la causa del compor-
tamiento humano, pasando entonces el asunto de su libertad a un segundo plano;
concretamente, el de los medios que se usan para la consecución de un fin, que no
es otro que la satisfacción del interés (o egoísmo o placer).

Con esta pretendida virtualidad antimetafísica, superadora del iusnaturalismo,


volvió el interés al ámbito jurídico, pero esta vez superando también los límites del
derecho privado. Así lo iniciaba Bentham, quien consideraba toda regla jurídica des-
tinada, no a garantizar la libertad del individuo, sino a procurar placer a los miembros
de la comunidad y a evitarles el dolor. Por esa razón, la justicia era lo útil, y la sanción
jurídica quedaba constituida, como cualquier otro tipo de sanción —social y moral—
por el placer o el dolor de tipo físico, político o moral, capaces de dar fuerza vinculante
a una regla de conducta.89

89
Vid. J. BENTHAM, An Introduction to the Principles..., op. cit., III: "Of the four sanctions or sources of pains
and pleasures", 2, "Four sanctions or sources of pleasures and pain", pp. 34 y 35

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 67

Con su texto De los delitos y las penas, continuaría el marqués de Beccaria la


dimensión ético-moral y jurídica del interés cuando rechazaba la pena de muerte y
la tortura, y en general toda pena o procedimiento que no obedeciera a la utilidad y a la
necesidad de la sociedad.90 Más tarde, Ihering lo tomaría para cambiar la noción de
derecho subjetivo, que pasaba a ser el "interés" jurídicamente protegido, frente a la
concepción de Windsheid y Savigny, que lo consideraban "señorío de la voluntad"
reconocido por el ordenamiento jurídico. De la mano del interés, Ihering abriría paso
a las corrientes finalistas en torno al derecho, que sitúan en el corazón de su concep-
ción jurídica la consecución de un objetivo o fin: el interés general.91

Desde estos planteamientos, la felicidad se constituye en el objetivo del Estado,


y así, por ejemplo, el artículo 13 de la Constitución de Cádiz de 1812 decía: "El objeto
del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política
no es otro que el bienestar de los individuos que la componen".

Constant, sin embargo, recelaba de que la libertad se redujera a la felicidad, y


por eso demandaba que el Estado no se conformara con procurar que sus súbditos
estuvieran "contentos" sino que desarrollara también una labor de educación política
(que Constant considera educación moral), fomentando en ellos el ejercicio de su
derecho de control sobre los representantes (esto es, de sus libertades políticas):

Vid. Angelo FALZEA, Introduzione alle scienze giuridiche..., op. cit., p. 144.
90

Vid. J.D. RUIZ RESA, "El concepto de interés en Ihering", Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad
91

de Granada, 3a. época, núm. 3, 2000, pp. 435-453.

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68 Josefa Dolores Ruiz Resa

La obra del legislador no está completa si únicamente ha llevado la tranquilidad al


pueblo. Incluso cuando el pueblo está contento queda todavía mucho por hacer.
Las instituciones tienen que completar la educación moral de los ciudadanos.
Respetando sus derechos individuales, cuidando su independencia, no turbando
sus ocupaciones, deben sin embargo reafirmar su influencia en la cosa pública,
llamarles a concurrir al ejercicio del poder a través de sus decisiones y de sus votos,
garantizándoles el derecho de control y vigilancia a través de la manifestación de
sus opiniones, y formándoles adecuadamente en tan elevadas funciones por medio
de la práctica, darles a la vez el deseo y la facultad de satisfacerlas.92

iii. Significación económica de la libertad moderna

Las modernas teorías política, económica, jurídica e incluso ética habían atribuido a
la voluntad del ser humano una tendencia natural hacia el egoísmo o satisfacción de
su interés, identificado primordialmente como interés crematístico o económico, y,
por ende, a desenvolver (como ya había sostenido Aristóteles) en el ámbito privado;
si bien entonces no se conce­bía como algo opuesto o diferenciado de lo público y lo
comunitario.93 Ante estas teorizaciones, no extraña que el ejercicio de la libertad
moderna, primordialmente concebida como libre voluntad, obtuviera una intensa
significación económica y privatista, que llevó a rechazar toda intervención estatal en
la misma; una significación esta, por lo demás, ya elaborada en la obra de Locke,
cuando erigía en el prototipo de las facultades naturales del ser humano libre la
"natural" tendencia a la apropiación, sea de cosas materiales o inmateriales.

92
Vid. B. CONSTANT, "De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos", en Escritos políticos,
op. cit., pp. 282 y 283.
93
Vid. K. POLANYI, "El lugar de la economía en la sociedad", en El sustento del hombre, Mondadori, Barce­
lona, 1994.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 69

Entre los modernos contractualistas tenemos, pues, a John Locke, precursor del
liberalismo político moderno y, pese a su empirismo, usuario del concepto iusnatu-
ralista de los "derechos naturales", lo que le permite situar en la naturaleza humana
un reducto innato, íntimo e inviolable de libertad. Ésta adopta la configuración básica
de autodominio del hombre, que también se proyecta hacia el exterior, mediante
la apropiación de las cosas que se poseen en común, y que él hombre hace suyas,
no sin más, como presuponían los antiguos romanos o algunas corrientes del pen-
samiento europeo medieval, sino mediante el trabajo. El uso de los tópicos antiguos
de la libertad política, como el dominio, adquiere en la libertad interna de Locke una
nueva dimensión: el derecho "natural" a la propiedad privada, ya afirmada por Santo
Tomás de Aquino, hace que la propiedad deje de ser un "tópico" explicativo del alcance
de la libertad, política o íntima, y se convierta, en sí misma, en el derecho natural que
es modelo de los demás derechos naturales del hombre, tales como la misma libertad
o la vida.94 Y esta preeminencia modélica del derecho de propiedad (que es el residuo
de la libertad como autodominio, la cual es a su vez residuo de la libertad política
como acción) determinará que el liberalismo ceda a una posterior formulación en
términos preferentemente económicos.95

Así pues, la libertad había pasado de la acción política pública a la introspec­


ción de "su" libre voluntad personal, y de ahí vuelve a exteriorizarse, pero no en una

94
Así lo indica G. SABINE, Historia de la teoría política, op. cit., cap. XXVI, "Halifax y Locke", pp. 389 y 390.
95
Vid. John DEWEY, "Liberalismo y acción social", en Liberalismo y acción social y otros ensayos, trad., introd.,
y selecc. de J. Miguel Esteban Cloquell, Edicions Alfons el Magnánim, Valencia, 1996, p. 55. Y C.B. MACPHERSON,
La teoría política del individualismo posesivo, trad. J.R. Capella, Fontanella, Barcelona, 1970.

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70 Josefa Dolores Ruiz Resa

acción político-pública sino económico-privada. En ella, la voluntad del propietario


ostenta, todavía, el papel director, pero irá cediendo al predominio de la misma propie­
dad, convertida en principio autónomo (es decir, "libre") del sujeto portador. Pero esto
se hará evidente después, y será una de las razones de la crisis de la modernidad; o,
al menos, de su proyecto de emancipación del ser humano (de la necesidad, de toda
amenaza a su supervivencia, de la opresión sociopolítica a su "libre albedrío"), pues
no es él quien se muestra precisamente emancipado en las actuales y consumistas
democracias de masas, sino que permanece alienado a una facultad suya: la tendencia
a la apropiación de la riqueza para el consumo de mercancías.96 En cualquier caso,
el cientificismo que impregna la libertad moderna, con su antropología egoísta, su-
puestamente real, per­mite subordinar el ejercicio de la libre voluntad al determinismo
de los impulsos naturales del ser humano, que le empujan a la búsqueda de placer
mediante la propiedad y el consumo. Pero esto es algo que luego será criticado por
aquellas corrientes que detectan que en el ser humano hay también impulsos altruistas
(como veremos cuando analicemos el principio de la fraternidad). Más recientemente,
será denunciado por H. Arendt o la Escuela de Frankfurt, con sus críticas al sujeto
consumista, mientras que determinados estudios científicos (psicológicos y econó-
micos) tratan de poner de manifiesto que el comportamiento humano no se basa ni
únicamente ni primordialmente en cálculos de utilidad económica.97

96
Sobre este particular, vid. P. BARCELLONA, L´individualismo proprietario, Boringheri, Torino, 1987 (trad.
española de M. Maresca, Trotta, Madrid, 1996).
97
Es el caso, por ejemplo, de los estudios que provienen de la "Behavioral economics", de la mano de Kahne-
man, Tversky o Thaler.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 71

Pero volvamos a la libertad moderna como libertad económica, que tiene otra
de sus más importantes manifestaciones en la crítica a la doctrina mercantilista, que
sometía el comercio a una serie de medidas proteccio­nistas dispensadas por los
Estados, y en la demanda de libertad de trabajo. La crítica más importante al protec-
cionismo se debe a A. Smith, quien, como ya vimos, trató de demostrar que el mercado
funciona mejor por sí mismo, gracias a sus leyes naturales —de oferta y demanda—,
que por medio de cualquier política económica proteccionista; mientras que el interés
general se garantiza, no tratando de limitar el "egoísmo" natural de los hombres, sino
dejándolo actuar "libremente", pues todos estos egoísmos con­fluían naturalmente en
el interés general, como si una "mano invisible" los empujase hacia aquél.98

Éste es el contexto en el que se desarrolla la demanda de libertad de trabajo, en


cuanto liberación de los condicionamientos gremialistas y de los impedimentos
de movilidad laboral a que sometían las leyes de pobres a los trabajadores en paro.
Debidas al paternalismo de las monarquías de los siglos XVII y XVIII, y conservando
la manera de actuar de la cobertura que ofrecían los gremios a sus miembros (pen-
siones exiguas, pero en muchos casos, superiores a los salarios), exigían, para ser
beneficiario de las mismas, estar inscrito en el censo de un determinado lugar, lo cual
obligaba a tener el domicilio allí, con ciertos días de antelación, amén de cumplir una
serie de condiciones que, destinadas a evitar los fraudes, dificultaban en sumo grado
la inclusión del trabajador en aquellos censos. Y como los trabajos ofrecidos eran
temporales y muy mal pagados, el trabajador no se arriesgaba a cambiar su "residen-

98
Vid. A. SMITH, La riqueza de las naciones, op. cit., libro IV, cap. II.

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cia", pues eso le haría perder su pensión, y cuando volviera a estar en paro, no podría
beneficiarse de las leyes de pobres en la otra ciudad.99

De esta manera, la demanda de libertad de trabajo perseguía eliminar todos los


obstáculos que impedían la movilidad del trabajador y su libertad para trabajar donde
y en lo que estimase conveniente a su "interés": hasta ese momento, el capitalismo
hubo de contentarse con el trabajo de los llamados brazos "no libres", que eran los
presidiarios e internos en casas de trabajo, asilos de pobres y huérfanos.100

Marx pone de manifiesto que esta libertad de trabajo se invoca, más que en
beneficio del individuo (concretamente, del individuo trabajador), como condición
estructural del modo de producción capitalista. Éste, que se caracteriza por la obten-
ción de un beneficio, sólo se consigue, según Marx, a partir de la detracción del trabajo
excedente o plusvalía, lo cual exige que el trabajador sea "libre", y que lo sea en un
doble sentido: libre jurídicamente y libre respecto de toda propiedad que no sea su
fuerza de trabajo.101

Pero la libertad de mercado no se mostró, ni funcional con la economía, ya que


las leyes de la oferta y la demanda no garantizaron el equilibrio previsto entre ambas,

99
Vid. K. POLANYI, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta, Madrid,
1989, pp. 135 y ss. Y T.H. MARSHALL, Cittadinanza e classe sociale, trad. Paolo Maranini, Unione Tipografico-Editrice
Torinese, Turín, 1976, pp. 18 y ss.
100
Vid. H. SCHELSKY, "Sociología industrial y de la empresa", en A. GEHLEN y H. SCHELSKY (eds.), Sociología
moderna, trad. O. Popescu, Depalama, Buenos Aires, 1962, p. 199.
101
Vid. K. MARX, El capital, op. cit., t. I, libro I, secc. 2a., "Compra y venta de la fuerza de trabajo".

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ni tampoco fue "útil" para el interés del trabajador, quien no pudo lograr en el mercado
la obtención de un salario mínimo, no ya para garantizar su dominio sobre sí mismo,
sino para sobrevivir. Tras la depresión de 1929, manifestación del colapso de la
economía capitalista clásica, se produce un cambio de orientación en la teoría eco­
nómica, que, de la mano de Keynes, propugna un intervencionismo estatal en las
famosas leyes de mercado, mediante una política del lado de la demanda, es decir,
orientada a garantizar el consumo de las mercancías ofrecidas, influyendo en los
precios, como por ejemplo, el del trabajo, o garantizando la capacidad adquisitiva de
los trabajadores, gracias a una política social. Es la justificación para el surgimiento
de un Estado interventor, al que se llamó Estado de bienestar o Estado social, y que
impulsó el desarrolló de un derecho de la economía o de un derecho laboral, los cuales
introdujeron límites a la libertad económica contractual,102 y cambios en las leyes
humanas de distribución de la riqueza (según preconizó uno de los representantes
más destacados del liberalismo, John Stuart Mill).103

b. La libertad política moderna (y sus relaciones


con la libertad como facultad privada)

Como se ha apuntado, la libertad de los modernos tuvo una repercusión diferente


respecto a la acción que debe resolverse en la participación en los asuntos públicos.
Concretamente, la teoría política liberal evidenciaría una ausencia de "interés" por

102
Vid. J. RUBIO LARA, La formación del Estado social, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1991.
103
Vid. J.D. RUIZ RESA, "La Política social en John Stuart Mill", en M. ESCAMILLA (ed.), John Stuart Mill y las
fronteras del liberalismo, Universidad de Granada, Granada, 2004, pp. 231-262.

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dirigir la voluntad hacia la actividad política. Su libertad es "negativa" en un sentido


amplio, aunque esto no significaba que fuera ilimitada, pues habría de someterse
a la ley. La ley es el único límite al ejercicio de la libertad; aunque, como exigía Kant,
la libertad implica no obedecer otras leyes externas que aquellas a las que uno haya
podido dar su asentimiento.104

Pero la dedicación en los asuntos privados recomienda utilizar, en esa tarea, el


recurso de la representación política, donde los mandatarios elegidos estarán pre-
sentes en los parlamentos. Gracias a todo este entramado de "voluntades representa­
das", nacido en el medievo, se crearán las leyes que pueden restringir la libertad. Así
lo reconoce el propio Constant.105

Distinta era la actitud de Rousseau, quien, por otro lado, no puede calificarse de
liberal, y que trata de establecer una mayor dependencia entre la libre voluntad del
individuo y su libertad política. También para él, la libertad es la facultad de no "obe-
decerse sino a sí mismo", formando parte de la "voluntad general". Pero esta voluntad
no puede representarse: Rousseau exige la participación política directa de los ciuda­
danos, al estilo antiguo, aunque eso no le impide seguir siendo deudor de la tesis de
la voluntad, ahora elevada a voluntad política general, cuyo soporte es el Estado
democrático.106 Es en la voluntad general donde cada ciudadano consigue realizar su

104
Vid. E. KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, op. cit., II, 46.
105
Vid. B. CONSTANT, "De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos", en Escritos políti­
cos, op. cit.
106
Vid. J.J. ROUSSEAU, El contrato social, trad. Mauro Armiño, Alianza Editorial, Madrid, 1980, caps. VII y VIII.

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misma libertad como facultad interior, que lejos de resolverse en mero instinto (como
ocurría con su libertad en el estado de naturaleza) se concreta en la libertad civil, que
está limitada por la voluntad general —de la que él mismo formaría parte indisoluble—,
y en la liber­tad moral, como la verdadera libertad que convierte al hombre en sui iuris
o dueño de sí.107 Estamos, pues, ante un intento por reconducir la libertad como fa-
cultad interna hacia la libertad como acción política, que se desarrolla en cuanto parte
indivisible de la voluntad general, en una democracia directa, y que será muy criticado
desde las filas liberales, por considerarlo una injerencia injustificable en el núcleo
básico de la libertad humana: el ámbito de lo privado.

La crítica marxista y los movimientos obreros del siglo XIX habían evidenciado
que, en el Estado liberal, el sujeto beneficiado con el disfrute de la libertad política,
en los términos mencionados (es decir, el ciudadano ocupado en sus asuntos privados,
detentador de un derecho al sufragio mediante el cual delega en sus representantes
la creación de leyes a las que está dispuesto a someter su libre albedrío), no era
cualquier ser humano. Y ello a pesar de que el entusiasmo revolucionario francés
parecía declararla como un principio extensible a aquellos sectores de la población,
que com­ponían el "tercer estado", y en donde había sido tradicionalmente ubicada
una insatisfecha burguesía. Y lo parecía porque, al lado de la libertad, también se
reivindicaba la igualdad. Pero a esto nos referiremos más adelante, cuando analicemos
ese otro principio.

107
Vid. ROUSSEAU, El contrato social, op. cit., I, cap. VIII.

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Baste ahora recordar que habría que esperar al siglo XX, para la extensión de la
libertad política a la clase obrera, excluida hasta entonces del derecho al sufragio,
mediante el principio de soberanía nacional, precisamente por carecer del nivel de
rentas exigido para tener acceso a la "ciudadanía", como demostración de que, según
sostenía Kant, racionalidad se equiparaba a autodisposición. Más años habría que
esperar para extender el sufragio a las mujeres.

La paulatina extensión de la libertad política se canalizaría sobre la legalización


de los partidos y sindicatos obreros, hasta entonces prohibidos en la sociedad libe­
ral del capitalismo individualista, y cuyas demandas alterarán los contenidos liberales
de la libertad moderna, pues en adelante deberá armonizarse con la igualdad y el
interés general, y por el que se considera que el Estado debe velar, ya que no lo ga-
rantiza la mano invisible. Esta circunstancia legitimará la intervención del Estado en
esferas antes vedadas para él, como la economía, por cuanto había venido siendo
concebida desde los griegos como propia de la esfera privada. Esta concepción será
subrayada por el liberalismo pero desgajándola de toda significación pública, para es­
grimirla también frente al mercantilismo y proteccionismo del Antiguo Régimen, en
defensa del libre albedrío o volun­tad del individuo.

Así explicaba Benjamín Constant el significado de la libertad privada y de la liber­


tad política modernas, y la relación que se da entre ambas, en comparación con el
que le daban los antiguos:

En primer lugar, pregúntense ustedes, señores, lo que hoy día entiende por liber­tad
un inglés, un francés, un habitante de los Estados Unidos de América.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 77

Es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser
ni arrestado, ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa
de la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos. Es el derecho de cada uno
a expresar su opinión, a escoger su trabajo y a ejercerlo, a disponer de su propie­
dad, y abusar incluso de ella; a ir y venir sin pedir permiso y sin rendir cuentas de
sus motivos o de sus pasos. Es el derecho de cada uno a reunirse con otras per-
sonas, sea para hablar de sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus
asociados prefieran, sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera
más conforme a sus inclinaciones, a sus caprichos. Es, en fin, el derecho de cada
uno a influir en la administración de su gobierno, bien por medio del nombramiento
de todos o de determinados funcionarios, bien a través de representaciones, de
peticiones, de demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar
en consideración […]

El sistema representativo es un poder otorgado a un determinado número de


personas por la masa del pueblo que quiere que sus intereses sean defendidos y
que sin embargo no tiene tiempo de defenderlos siempre por sí mismas. Pero,
a menos que sean insensatos, los ricos que tienen intendentes vigilan con atención y
severidad si dichos intendentes cumplen con su deber, si no son descuidados,
corruptos, incapaces; y para juzgar la gestión de esos mandatarios, los mandadores
prudentes se enteran bien de los asuntos cuya administración confían. De igual
manera, los pueblos que, con objeto de disfrutar de la libertad que les corresponde,
recurren al sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante
sobre sus representantes, y reservarse, en periodos que no estén separados por
intervalos demasiado largos, el derecho de apartarles si se han equivocado y de
revocarles los poderes de los que hayan abusado.108

108
B. CONSTANT, "De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos", op. cit., pp. 259,
260 y 282.

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Lo importante es, pues, la esfera privada, que quita tiempo para ocuparse de la
pública; de ahí la necesidad de elegir representantes, si bien Constant insiste en
la necesidad de vigilarlos para que cumplan con las funciones encomendadas. Sus
palabras nos interesan porque reproducen un sentido de la libertad que todavía perdura
en las actuales democracias constitucionales

No obstante, y pese a haber dejado atrás el lugar primigenio de la libertad, es


decir, la acción política, de la cual fue extrañada por la teoría, la libertad moderna
regresa a aquélla, por medio de la teoría democrática de Rousseau y del socialismo,
que evidencian cómo la participación en el poder político sigue siendo condición
principal, y no secundaria, del ejercicio pleno de la voluntad libre, pues tienen menos
posibilidades de ejercitarla aquellos sujetos que, por unas razones u otras (clase social
y nivel de rentas, sexo o raza), han sido excluidos de la ciudadanía política. De ahí que
la cuestión social desembocara en la extensión de la libertad política para los traba-
jadores (inicialmente, pues pronto prendió también en los movimientos anticolo­
nialistas y en el feminismo), lo que permitió que la libertad entrara en contacto, al
fin, con la igualdad y la fraternidad.109

109
Hay desde luego bastantes diferencias entre Rousseau y, por ejemplo, Marx, pues, entre otras cosas, Marx
pensaba en el pueblo, no en términos de nación sino en términos de clase, y lo identifica con la obrera, cuyos miembros
constituyen, a su entender, el sector más numeroso y con más voluntad de realizar la justicia. Además, para Marx
tampoco la teoría política de Rousseau permite superar la división entre la esfera de la sociedad civil (la de las liber-
tades individuales y los derechos políticos) y la de la sociedad privada. Vid. al respecto José Antonio DE GABRIEL
PÉREZ, "La crítica elitista de la democracia", en DEL ÁGUILA, VALLESPÍN et al., La democracia en sus textos, op. cit.,
pp. 206 y ss. Pero, aunque fuera muy crítico con los derechos políticos y libertades burguesas, a las que consideraba
propias del hombre egoísta y vuelto hacia sí mismo, Marx supo ver en algunos de esos derechos, como el de aso-
ciación y reunión, instrumentos que la clase obrera podía utilizar para su liberación. Los defenderá desde un punto
de vista político, pero no ético. Además, y en relación con determinados países, Marx matizaría su propuesta de

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 79

c. La libertad de los modernos en el Estado social

No sólo las demandas de igualdad, sino también de la misma economía política ca-
pitalista, condujeron a la interferencia del Estado en esferas reservadas a la libre
voluntad del individuo. Luego la intervención del Estado en economía se justifica
también en nombre de la eficacia, y tiene como objetivos principales el mantenimiento
del pleno empleo, o, al menos, un alto nivel de ocupación, la provisión pública de una
serie de servicios sociales universales dirigidos a toda la población, sin ningún test
de ingresos (educación, asistencia sanitaria, pensiones, ayudas familiares, vivienda)
y la garantía de un mínimo vital.110

Se trata, pues, de una mezcla de objetivos de igualdad, justicia social y bienestar


(cuyos fundamentos se analizarán más adelante), junto a la garantía de la eficiencia
de la economía de mercado, que lleva al Estado a comportarse como "empresario",
realizando obras públicas, al frente de una empresa armamentística u ofreciendo
determinados servicios públicos. También se asiste a una política económica que
suma una política social y una política fiscal, no sólo orientada a la redistribución,

acabar por medio de la revolución con el modo de producción capitalista. Vid. al respecto M. ATIENZA, Marx y los
derechos humanos, Mezquita, Madrid, 1983. Si para Alemania o Francia no encontraba otra vía mejor, para Inglaterra
consideró la oportunidad de utilizar la vía del sufragio, cuya universalización sería la mejor conquista para la clase
obrera, al garantizar así su predominio político. Vid. K. MARX, "El 18 Brumario de Luis Bonaparte" (1952), en K. MARX
y F. ENGELS, Obras escogidas, Progreso, Moscú, 1971. En este sentido, Marx se mostrará partidario de la extensión
del sufragio, cuya universalización será para él uno de los signos más característicos de aquel ensayo de domina­
ción política obrera que fue la Comuna de París. Vid. MARX, La guerra civil en Francia, Aguilera, Madrid, 1976.
110
Vid. R. MISHRA, "El Estado de Bienestar después de la crisis: los años ochenta y más allá", en R. BUSTILLO
(comp.), Crisis y futuro del Estado de Bienestar, Alianza Editorial, Madrid, 1989, pp. 56 y ss.

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sino también a la financiación del sector público. La diferente combinación de estos


objetivos y la mayor o menor importancia concedida a unos u otros determinan no un
único modelo de Estado interventor, sino varios, que obedecen a justificaciones político-
económicas muy diversas (desde el liberalismo a la socialdemocracia, pasando por
el mismo conservadurismo).111

En el desarrollo de estos objetivos, el Estado social no implica, indefec­tiblemente,


el ejercicio del principio democrático; éste incluso puede resultar contraprodu­
cente para él,112 pues, en su dinámica eficientista y tecnocrática, burocrática y admi-
nistrativista, el Estado social, lejos de fomentar el ejercicio de la libertad política de
los ciudadanos, aunque sea como residuo de la libertad privada, parece que los ha
rebajado a meros con­sumidores, fomentando una desideologización entre los mismos
y su pasividad en la participación política.113

Una vez convenido que el ejercicio de la voluntad libre no puede dejarse única-
mente a las condiciones del mercado, el contenido dado a la libertad por el socialismo,
sobre todo el democrático (que, separándose de ciertos postulados del marxismo, abra­za
la cultura liberal de las liberta­des civiles y los derechos de participación política en
un Estado democrático representativo), va a ser deudor de los contenidos de la libertad

111
Vid. V. ZAPATERO, "Tres visiones sobre el Estado de Bienestar", Sistema, núm. 80/81, 1987, pp. 23 y ss.
112
De hecho, esta posibilidad, así como la situación del Estado de derecho entre el Estado liberal democrático
y un Estado autoritario, llevó a propugnar la desaparición del término "social". Vid., por ejemplo, E. DÍAZ, Estado de
Derecho y sociedad democrática, Taurus, Madrid, 1a. ed. 1966, 8a. ed. revisada, 1981, 2a. reimp., 1984, pp. 111 y ss.
113
Vid. J.A. DE GABRIEL PÉREZ, "La crítica elitista de la democracia", en R. DEL ÁGUILA, F. VALLESPÍN
et al., La democracia en sus textos, op. cit., pp. 197 y ss.

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moderna que ya hemos visto, y entre ellos, de su significación económica. Así nos lo
descubre una política destinada a garantizar, ante todo, el perfil propietario del traba-
jador, gracias a la garantía de un salario mínimo, aun en caso de desempleo, o la
traducción de la mayoría de las prestaciones que les concede en términos económicos
(pensiones por desempleo, por invalidez, por enfermedad, etc.). Se trata de garanti-
zarles su acceso al mercado, con algo más que su trabajo (una renta mínima) para
intercambiar.114 Tales fueron los objetivos del Estado social de la socialdemocracia
(del que se afirma que respondía a motivaciones éticas), o del Estado del bienestar del
liberalismo social (persiguiendo el fin económico de evitar los fallos del mercado),115
cuyas intervenciones en la esfera privada del individuo, donde aquél desarrolla su
"libertad", se presentan como "necesarias".116

114
Que la teoría keynesiana hace del consumo de masas la clave del progreso económico, es algo señalado,
por ejemplo, por U. PREUSS, "La crisis del mercado de trabajo y las consecuencias para el Estado social", en J. COR-
CUERA ATIENZA y M.A. GARCÍA HERRERA (eds.), Derecho y economía en el Estado Social, Tecnos, Madrid, 1988, pp.
77 y ss.
115
Vid. U. PREUSS, "El concepto de los derecho y el Estado del Bienestar", en Enrique OLIVAS (ed.), Problemas
de legitimación del Estado Social, Trotta, Madrid, 1991, pp. 68 y 69, donde apunta que estas diferencias terminarían desa­
pareciendo: en ambos casos se asiste a la reconciliación entre el capitalismo y la democracia. Frente a la lineal
consideración de que el liberalismo rechaza todo intervencionismo estatal en orden a paliar la situación de desamparo
de los indigentes y trabajadores, ciertas obras de Bentham y John Stuart Mill (sobre éste volveremos en el análisis del
principio de igualdad), donde se admite que no siempre el individuo libre es responsable de su indigencia, vienen a
certificar lo contrario, pues exigen ciertas interferencias del poder público en la esfera privada: en el caso de Bentham,
se propugna incluso la reclusión de los niños indigentes en casas de trabajo: para pagar su asistencia y no crear
parásitos, y para aprender un oficio. J. BENTHAM, "Outlaine of a work entitled Pauper Management Improved", en
The Works of Jeremy Bentham, Edimburgo, 1838-1843, viii, pp. 369 y ss. En cuanto a Mill, vid. sus Principios de Economía
política con algunas de sus aplicaciones a la filosofía social (1848), trad. Teodoro Ortiz, FCE, México, 1a. edición en
español 1943, 3a. reimp., pp. 826 y 827.
116
Vid. J.A. ESTÉVEZ ARAUJO, "Estructura y límites del Derecho como instrumento del Estado Social", en
Enrique OLIVAS (ed), Problemas de legitimación en el Estado social, op. cit., p. 159.

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4. Más allá del Estado social: ¿hacia la libertad política


de los antiguos o hacia la libertad privada de los modernos?

La intervención estatal, canalizada sobre el principio de legalidad, supuso un incre-


mento legislativo que ha juridificado en exceso las relaciones de la sociedad moderna,
lo cual parece cada día más injustificado, ante la crisis del Estado social, que se ha
mostrado inoperante en sus objetivos económicos y sociales, y en ocasiones, contrario
al mismo principio democrático. Preocupado sólo de la felicidad del pueblo, se olvidó
así de la necesidad de ocuparse de la educación política del pueblo, como recomen-
daba Constant. Puede que por esa razón no se tuviera en cuenta otra advertencia que
también hizo Constant: "El peligro de la libertad moderna consiste en que, absorbidos
por el disfrute de nuestra independencia privada y por la búsqueda de nuestros inte-
reses particulares, renunciemos con demasiada facilidad a nuestro derecho de par-
ticipación en el poder político".117

La valoración de esta situación y las soluciones propuestas para reactivar el valor


de la libertad pueden comprenderse en torno a distintas líneas de pensamiento: una
es, por ejemplo, la de quienes siguen confiando en "la libertad de los modernos" como
libre voluntad no coercible (es el caso de los neoliberales, quienes la consideran
acríticamente); otra es la de quienes consideran agotado el proyecto moderno de
emancipación humana, y buscando otros modelos de libertad, se vuelven hacia
la libertad política de los antiguos, como Arendt y los comunitaristas. Una tercera

117
Vid. CONSTANT, "De la libertad de los modernos…", op. cit., pp. 282 y 283.

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propuesta, la de Habermas, trata de mantener un equilibrio entre la libertad moderna


y la libertad antigua, sosteniendo que el proyecto moderno ilustrado aún no ha sido
desarrollado en su plenitud.

a. La nostalgia por la libertad negativa liberal

Entre las posiciones que muestra esa nostalgia podemos incluir la corriente deno­
minada "neoliberalismo". Éste se presenta, equívocamente, como una reedición del
liberalismo, pero como no es fácil precisar los confines del liberalismo —una tradición
que es capaz de incluir a Locke, Kant, Adam Smith, Bentham, John Stuart Mill, John
Dewey, Richard Rorty, John Rawls o Ronald Dworkin—, tampoco resulta fácil deter-
minar qué es el neoliberalismo.

Sin pretender zanjar un asunto tan debatido, sí diremos que el neoliberalismo


discurre, básicamente, por la demanda, en nombre de la libertad individual, de una
desregulación jurídica de las actuales sociedades, cuya juridificación se ha explicado
por la acción interventora que, en nombre del interés general, ha llevado a cabo un
Estado social en crisis y deslegitimado desde los años setenta. Y esta demanda
se hace en nombre de las libertades naturales e innatas del individuo, previas a cual-
quier formación estatal. A partir de este punto de partida común, podemos señalar
varias propuestas diferentes, que irían de menor a mayor incidencia concedida al
papel del Estado en la sociedad. Son las propuestas que, desde la década de los
cincuenta en adelante del pasado siglo, representaron, respectivamente, Nozick, Hayek,
Berlin o Aron.

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Para Nozick, la intervención del Estado somete a los individuos a una situación
de esclavitud de la que sólo pueden emanciparse si reducen las funciones socioeco-
nómicas de aquél. Tal reducción es exigible porque toda injerencia estatal en la esfera
de la libertad individual es una violación de la persona autónoma e independiente, así
como una instrumentalización de su persona al servicio de los demás. Por esta razón,
sólo es justificable un Estado mínimo, cuyas funciones consistirán únicamente en la
protección contra la fuerza, el robo y el fraude, así como la garantía del cumplimiento
de los contratos.118

Para Hayek, y desde una concepción negativa de la libertad como ausencia de


coerción impuesta por la voluntad arbitraria de otro, sólo el mercado aparece como
el lugar idóneo para su ejercicio. Sus mecanismos de funcionamiento, invisibles,
anónimos y objetivos —la mano invisible o la ley de oferta y demanda—, impiden que
alguien pueda apropiárselo e imponer su voluntad sobre él. De esta manera, el mercado
aparece como el lugar idóneo para que cada individuo organice en él su propio pro-
yecto de vida. Y como no entiende que exista un fin general que pueda imponerse
sobre los fines particulares de cada cual, los individuos deberán organizar sus vidas
de acuerdo con sus propias capacidades —o incapacidades—, sin más reglas por
respetar que las genéricas de un Estado de derecho, las cuales no emanan de un
legislador racional, sino que son el resultado espon­táneo de una práctica que se
impone y generaliza por su propia eficacia, y que carece de un fin concreto, "salvo"
permitir el libre despliegue de los distintos intereses.119

118
Vid. R. NOZICK, Anarchy, State, and Utopia, B. Blackwell, 1974.
119
Vid. F. VON HAYEK, The Road to Serfdom, Georges Routledge & Sons, Londres, 1944 (trad. española en Alianza
Editorial, Madrid, 3a. ed., 1990); The Constitution of Liberty, Chicago University Press, Chicago, 1960 (trad. española

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 85

Berlin se mueve en torno a la tradición liberal de la libertad, dentro de la cual


distingue sus dos sentidos típicos: el negativo o "libertad respecto de" obstáculos que
impidan el libre desarrollo de la libertad, y el positivo o "libertad para" adoptar y desa-
rrollar las propias decisiones, es decir, libertad para ser dueño de uno mismo. Ambos
son considerados tipos de "libertad política", y no del libre albedrío, que sería una fa-
cultad interna y natural del individuo, mientras que la "libertad política" no es consi-
derada intrínseca al ser humano, sino desarrollada a lo largo de la historia.

Berlin se centra en una "libertad política" que tiene poco que ver con la clásica,
pero que él denomina así porque en su configuración depende de las obstrucciones
que provienen del poder de la comunidad, lo cual se pone de manifiesto porque sus
dimensiones positiva y negativa pueden entrar en conflicto. Esto sucede cuando el yo
es configurado —como ocurre, a su entender, con el racionalismo metafísico que
surge en el siglo XVIII— como un yo dividido entre razón y pasión, que sólo es dueño
de sí mismo si la primera somete a la segunda, lo que ha permitido que se desarrollara
una concepción totalitaria de la libertad, que identifica el verdadero yo con la comu-
nidad, único lugar donde la racionalidad garantiza el acceso a la libertad superior, y
con la posibilidad de coaccionar al individuo en nombre de su verdadero yo racional.
Frente a estas posibilidades, Berlin demanda la primacía de la libertad negativa sobre
la positiva, ante todo para liberar al individuo de las imposiciones de la comu­nidad,
aunque también pueda tener desviaciones: para un anglorruso como Berlin, siempre
serán menores que las desviaciones a las que ha conducido la libertad positiva, que

en Unión Editorial, Madrid, 1991); Law, Legislation and Liberty, 2 vols., Routledge & Kegan Paul, Londres, 1973 y 1976
(trad. española en Unión Editorial, Madrid, 1978).

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86 Josefa Dolores Ruiz Resa

tiende a suprimir la elección libre, así como a reducir la libertad (que debe ser en sí
misma un fin) a simple medio al servicio de fines comunitarios. A partir de estas
consideraciones, Berlin defiende como régimen político adecuado una democracia
pluralista, imprescin­dible para garantizar el cambio continuado que demanda la
inexistencia de respuestas definitivas.120

Con Aron nos acercamos a una defensa de la sociedad democrática liberal, pese
a las limitaciones que aquélla evidencia (por ejemplo, sus tendencias oligárquicas), y
de las que Aron, sociólogo de formación, es consciente. Frente a Hayek, se muestra
partidario de las reglamentaciones que introduce el Estado de derecho, cuyo poder
no le parece desdeñable en el nuevo orden internacional de bloques enfrentados,
pues las considera garantía de una mayor eficiencia y justicia social. Tampoco le basta
la noción de libertad negativa por la que abogaba Berlin, ya que a Aron le parece
imprescindible su dimensión positiva o pública, encaminada a participar en los pro-
cesos de deliberación política.121

b. La nostalgia por la libertad política antigua

i. La nostalgia de Hannah Arendt: el intento por erigir la libertad


en una cuestión teórico-práctica

Con la obra de Arendt se produce una vuelta a lo que ella considera sentido originario
de la libertad, y que es el que tiene que ver, no con la libre volun­tad sino con la libre

120
Vid. I. BERLIN, Cuatro ensayos sobre la libertad (1969), trad. J. Bayón, Alianza Editorial, Madrid, 1988; y
Conceptos y categorías. Ensayos filosóficos (1978), trad. F. González Aramburo, FCE, 1983.
121
Vid. R. ARON, Democracia y totalitarismo, (1965) Seix Barral, Barcelona, 1966.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 87

acción política. Su esfuerzo, bastante original en el debate de la libertad, copado por


argumentos "liberales", abrirá una corriente de curiosidad hacia la "libertad de los
antiguos", de la que son deudores los comunitaristas y el mismo Habermas.

Bajo la influencia del existencialismo heiddeggeriano,122 el ámbito natural de la


libertad, como hecho cotidiano y no como problema teórico, es, para Hannah Arendt,
la política. Tal es la esfera característica de la acción, pues ésta no se concibe sino
desde la libertad; y no porque se erija en su fin —en realidad, esta circunstancia
sólo ocurre en tiempos de crisis o revolución—, sino porque la libertad es la misma
razón de ser de la política. De ahí ha sido extrañada hacia el espacio íntimo de la razón
o la voluntad humana, convertida por la teoría en una facultad intrínseca a su natu-
raleza, que en adelante se entenderá en contradicción con la acción política. A ello
ayudarán las tendencias antipolíticas del cristianismo, y que hereda también la teoría
liberal. Sin embargo, para Arendt, los hombres son libres tan pronto como actúan,
pues ser libre y actuar son para ella lo mismo.

Sólo en la Antigüedad clásica, la libertad como acción ha sido articulada, a juicio


de Arendt, en forma clara, y a ella vuelve para buscar un significado de la acción que
no se contenta en el mero iniciar, sino que —y aquí se separa del sentido de la acción
en Heidegger—, culmina llevando a término lo que se ha iniciado.123 Este iniciar y

122
Vid. L. HINCHMAN y S. HINCHMAN, "In Heidegger Shadow: Hannah Arendt´s Phenomenological Huma-
nism", The Review of Politics, vol. 46, núm. 2, abril, 1984.
123
Vid. Paolo FLORES D´ARCAIS, "Hannah Arendt. Una actualidad anacrónica", Claves de Razón práctica, núm.
65, 1996, p. 60.

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88 Josefa Dolores Ruiz Resa

culminar se encuentran implícitos en nuestro verbo "actuar", el cual procede de los


verbos griegos archein (dar inicio, guiar y regir), y prattein (llevar a término); o de
los verbos latinos agere (que significa poner algo en movimiento), y gerere (o llevar a
cabo, continuando en el tiempo los actos pasados). Con esta concepción del actuar,
el hombre aparece como un iniciador que ha de llevar a término lo iniciado.

Para Arendt, nuestra vida política, si bien es una esfera de acción, se desarrolla
en medio de procesos históricos que, aunque han sido iniciados por los hombres, se
han convertido en algo automático, como los procesos naturales, en los que rigen el
determinismo y la ausencia de libertad. Este estancamiento que produce el automa-
tismo de los procesos históricos es, a juicio de Arendt, ruinoso, y en su ininterrupción,
empuja a la libertad hacia la impotencia. No sin cierta amargura, concluye que, como
toda interrupción de un proceso natural, el ejercicio de la libertad que interrumpe el
automatismo de la historia y comienza algo nuevo, también aparece hoy como un
milagro. Pero Arendt sostiene que este proceso histórico que discurre de manera
automática, conduce, como todos los procesos automáticos naturales y biológicos a
los que se asimila, hacia la ruina y la muerte. Sólo el desastre, y no la salvación, "su-
cede" de manera automática, de modo que el hombre debe recuperar el control de
su vida y de su historia; debe, pues, "operar" el milagro de interrumpir el automatismo
en que se ha sumergido su historia, "iniciando" un nuevo proceso.124

En busca del ciudadano antiguo, como ejemplo modélico de quien inicia y lleva
a término una acción, Hannah Arendt critica la figura del pater familiae, vuelto com-

124
Vid. H. ARENDT, "¿Qué es la libertad?", op. cit., pp. 11-13.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 89

pletamente hacia la esfera privada, pues ello ha supuesto el abandono de la acción,


y un entregarse a la voluntad inoperante, cada vez más vuelta hacia la posesión, que
alcanzando un elevado grado de fanatismo, le empuja hacia el consumismo. La política,
convertida a su vez en cosa privada de los políticos, es dejada a su albur, y de esta
manera no es extraño que se llegue al totalitarismo, que no es ya sino la ausencia
total de libertad política. Vuelto hacia su vida privada, el burgués u hombre masa, con­
formista y consumista, que son los términos que sirven a Arendt para expresar exac-
tamente lo opuesto al ciudadano, contempla inmóvil el avance del totalitarismo como
un proceso "normal".125

Sin embargo, y una vez vencido el totalitarismo, las democracias actuales, sobre
todo los políticos conservadores y su defensa ciega de lo privado, siguen sin enfrentarse
a su problema básico, que es la ausencia de "ciudadanos", es decir, de sujetos "activos".
Los seres humanos que viven en esas democracias, continúan inmersos en sus esferas
privadas, a punto para convertirse, de nuevo, en hombres-masa, "capaces de aceptar
cualquier tarea, incluso la de verdugo" (tal y como ocurrió en los regímenes totalita­
rios), con tal de que no se altere ni uno solo de sus privilegios como sujeto "privado".
En este horizonte, la partitocracia de los partidos-máquina y el populismo pululan a
su antojo, y profundizan en la mentira que ha sustraído la libertad humana de la acción
política responsable, para recluir­la en la vida familiar.

125
Vid. H. ARENDT, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993; y Los orígenes del totalitarismo, Taurus,
Madrid, 1974.

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90 Josefa Dolores Ruiz Resa

Como puede apreciarse, Arendt recalca la acción que se manifiesta hacia el


exterior como el contenido básico de la libertad, frente al poder de la voluntad, que
puede quedarse simplemente en el interior del individuo o en su esfera privada, sin
influir sobre la política ni cambiar su curso, ni siquiera cuando éste puede desembocar
en la destrucción de seres humanos.

ii. La nostalgia de los comunitaristas

Tampoco es el comunitarismo una expresión pacífica, menos aún cuando incluso


algunos de los "comunitaristas" la han rechazado. Pero si delimitamos el comunita-
rismo como una corriente de pensamiento que concibe a los sujetos vinculados
constitutivamente a la comunidad, lo que les permite alcanzar un bien humano que
no obtendrían por sí mismos, podemos incluir en esta corriente, cuanto menos, a
Alasdair MacIntyre, Charles Taylor y Michael Walzer.126

No obstante, hay elementos que diferencian las teorías de estos autores, pero
en esta exposición sólo nos ocuparemos del primero de ellos, como ejemplo paradig-
mático de esa especial predilección por el pasado clásico, más concretamente, por
la obra de Aristóteles, en busca de soluciones para el estado de confusión que
pre­side el intercambio de argumentos en las democracias liberales actuales.

126
Vid. sobre estas cuestiones, Stephen MULHALL y Adam SWIFT, El individuo frente a la comunidad. El debate
entre liberales y comunitaristas, trad. E. López Castellón, Temas de Hoy, 1996, pp. 17, 18 y 74.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 91

Para MacIntyre, tales argumentos corresponden, en la mayoría de los casos, a


posturas morales inconmensurables y arbitrariamente elegidas, que no son suscep-
tibles, por lo tanto, de valoración racional. En estas circunstancias, las argumenta-
ciones, aunque utilizan términos impersonales, se usan para expresar sentimientos
personales, totalmente arbitrarios, lo cual desemboca en el emotivismo. Pero aque­
llos términos aún conservan la huella de un tiempo en que sí existieron pautas imper­
sonales, y a las que, aunque ya han perdido su vigencia, hoy se sigue apelando. Para
MacIntyre, se trataría de volver a aquellos tiempos en que los juicios morales obede-
cieron a criterios de objetividad e impersonalidad.

En su libro Tras la virtud, MacIntyre sitúa en el fracaso del proyecto ilustrado,


empeñado en justificar racionalmente la moral, el momento en el que degeneró el
debate moral en un conflicto de voluntades arbitrarias. La causa de este fracaso, al que
a su entender se vieron igualmente abocados Hume, Kant o Adam Smith, fue el tratar
de justificar reglas morales que habían heredado de un tiempo, la Edad Media, que
ya había periclitado y en donde tenían una función bien diferente de la que se propo-
nían darle los ilustrados. Más concretamente, aquellas reglas morales sólo tenían
sentido en un contexto histórico que obedecía a dos principios tomados de Aristóteles:
la consideración, a partir de la distinción entre potencia y acto, de que la naturaleza
del hombre es reformable mediante la razón práctica, y la aceptación de que aquella
naturaleza tenía un fin. De acuerdo con estos presupuestos, los preceptos morales
sirven al hombre para su educación, ayudándole a realizar su fin. Sin embargo, la
Ilustración elimina el elemento del fin, por lo que deja de tener sentido la posibilidad
de mejora hacia un estado cada vez más perfecto, y los preceptos morales sólo pueden

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92 Josefa Dolores Ruiz Resa

quedar orientados a mejorar la naturaleza humana en su estado actual. Por eso,


MacIntyre sostiene que es necesario empezar por recuperar el fin de la naturaleza
humana, lo cual conduce a considerar al hombre implicado y comprometido en unas
circunstancias sociales, culturales e históricas que lo definen.127

Con este punto de partida, MacIntyre advierte que sólo en la Grecia clásica, en
especial en la obra de Aristóteles, los seres humanos son considerados desde una
naturaleza específica que les marca objetivos deter­minados, y a cuya consecución
ayudan las virtudes, concebidas como excelencias del carácter. Estas virtudes no
son un simple medio para un fin, pues éste no puede especificarse con independencia
de aquéllas, que, por lo demás, no pueden practicarse al margen de la comuni­
dad política, en la que se comparte con otros hombres el proyecto común de vivir la
vida buena.

Pero, ¿cómo incorporar la comunidad a la moral sin caer en el anacronismo?


Esto lo hace MacIntyre de la mano de tres conceptos, por los cuales, precisamente,
ha sido tachado de conservador: el de práctica (que exige aceptar, para participar en
ella, las pautas y modelos comunitarios que en esos momentos las definen), el de
unidad narrativa (que permite ver la acción humana como un episodio de la historia
humana, la cual se dirige hacia el logro de la vida buena) y el de la tradición (que es
la que permite otorgar unidad a esa narración en la que participan los seres
humanos).128

127
Vid. MULHALL y SWIFT, El individuo frente a la comunidad, op. cit., pp. 109-123.
128
Ibid., pp. 123-153.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 93

c. Habermas y el equilibrio entre


la libertad política y la libertad privada

Fue este epígono de la Escuela de Frankfurt uno de los críticos del exceso de juridifi-
cación política que produjo el Estado social, y que suponía la extracción de ámbitos
regulados por la esfera privada para ser regulados por la pública.

Para Habermas, estas intervenciones suponen una "colonización interna" por


parte del derecho de un Estado social de esferas privadas como la familia, la cultura,
o el ocio, circunstancia que somete a las biografías y formas de vida concretas a una
violenta abstracción, la representada por el supuesto de hecho de una ley, necesaria sin
embargo para garantizar su tratamiento jurídico y administrativo. Es lo que ocurre,
por ejemplo, con el derecho de familia o el derecho escolar, en los cuales se pone de
manifiesto el paso de competencias antes privadas (la enseñanza, la patria potestad)
a manos del Estado, con el consiguiente efecto de burocratización. Frente a esta situa­
ción, Habermas propone la desjudialización de estos ámbitos y su regulación mediante
procedimientos negociadores orienta­dos al consenso.129

En esta demanda de comunicación y consenso, Habermas adopta una visión


procedimental de la democracia, y una concepción de la misma como democracia
deliberativa. Con ella, Habermas propone un modelo democrático, que toma del
modelo republicano (así llama al propuesto por Arendt) la concesión de un puesto

129
Vid. J. HABERMAS, Problemas de legitimidad en el capitalismo tardío, trad, J.L. Echeverri, Amorrortu, Buenos
Aires, 1975.

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central a la política, como proceso de formación de la opinión y voluntad común;


mientras que del liberal toma la estructuración de dicho proceso en términos de Estado
de derecho, el cual se erige así en una manera de implementar los presupuestos
comunicativos del procedimiento democrático.130

En este modelo discursivo de democracia, la autonomía privada (proyectada en


un haz de derechos privados y negativos que son concebidos como facultades internas
del ser humano sólo limitadas por la ley, y no por los hombres) no puede entenderse
(como respectivamente la conciben el modelo democrático liberal y el republicano),
ni antepuesta ni subor­dinada a la autonomía política (que se viene encarnando en la
noción de soberanía popular, de acuerdo con la cual los miembros de una comunidad
democrática se gobiernan a sí mismos). Por el contrario, ambas son para Habermas
cooriginarias y de igual peso, de manera que la primera se constituye en la condición
formal para la institucionalización de los procesos discursivos de formación de la
opinión y de la voluntad, por medio de los cuales se ejerce la soberanía del pueblo.131

Con Habermas cerramos, sin pretender agotar, el recorrido por el acervo que
subyace al valor de libertad y que se detecta aún en nuestras Constituciones. En ese
acervo, la política, la moral, la economía y el mismo derecho delimitan sus contenidos,
no siempre en diáfana armonía, para convertirla en el contenido de una ley trascen-
dente y metafísica, en propiedad innata de los seres humanos, sea de su razón o de

130
Vid. J. HABERMAS, Tres modelos de democracia, Universidad de Valencia/Asociación Vasca de Semiótica,
Valencia, 1985.
131
Vid. J. HABERMAS, "Human Rights and Popular Sovereignty", Ratio Juris, núm. 7, 1994, pp. 1-13.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 95

su voluntad, o de ambas, en presupuesto y fin del gobierno humano democrático y


de su derecho. ¿Cómo pasar por alto este importante acervo de la libertad, cuando
como juristas nos vemos envueltos en la tarea de interpretar y aplicar unas normas
que dicen inspirarse en ella y protegerla?

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Capítulo III
La igualdad

L
a igualdad ha sido tradicionalmente una de las emanaciones del contenido de la
justicia desde su enunciación clásica —el otro era el de legalidad—, y las demandas
de justicia social han implicado siempre una remisión a la igualdad. Esto significa
que las elaboraciones teóricas y las exi­gencias de igualdad se encuentran en mu­
chos casos superpuestas a las de justicia, aunque ahora veremos qué formas puede
adoptar.

Por lo demás, el análisis de los discursos sobre la igualdad que veremos a con-
tinuación conducirán a una reconsideración de los discursos sobre la libertad, ya que
los primeros permiten delimitar el sujeto de los segun­dos, es decir, permiten conocer
quiénes pueden ser libres, en su voluntad y/o en su acción, tanto en la teoría como en
la práctica. Para llevar a cabo este menester volveremos a poner en marcha el reloj
de la historia.

97

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98 Josefa Dolores Ruiz Resa

1. La igualdad de la polis griega


(isonomía, isegoria, isokratia y esclavitud)

En el pensamiento clásico, la "igualdad" tiene también una intensa significación po-


lítica, pues se proclama entre los ciudadanos pero se niega entre los seres humanos.
Y es que la concepción teleológica de la naturaleza humana lleva a distinguir —así
ocurre, como ejemplo más sobresaliente, en Aristóteles— entre seres destinados a
la esclavitud y seres destinados a ser libres, o entre ricos y pobres.132 Pero, a pesar
de la autoridad del saber teorético del filósofo, hubo sofistas que, como Antifonte, de­
clararon la igual­dad natural humana, predicable entre todos, fueran helenos o
extranjeros.133

En el contexto de la ciudad antigua, donde predomina la esfera política, la fórmula


básica de igualdad será la isonomía o igualdad jurídica y de derechos solamente entre
los ciudadanos.134 La isonomía era disfrutada por todos los ciudadanos de la polis por
igual, luego no es algo que se conquista a partir de las características personales de
cada uno, las cuales son diferentes. Éstas sólo determinan una diferente consideración
pública para los "mejores", cuya "aristocracia" descansaba en su virtud. Al margen de
esta igualdad queda la igualdad económica: en este ámbito, la igualdad o justicia se
demanda por razones morales y no políticas, salvo que se trate de evitar un enfren­

132
Vid. ARISTÓTELES, La política, op. cit., I, 1253b-1255b.
133
De ella nos da noticia A. VALCÁRCEL, "El concepto de igualdad", en A. VALCÁRCEL (comp.), El concepto
de igualdad, ed. Pablo Iglesias, Madrid, 1994, p. 3.
134
Vid. ARISTÓTELES, Política, 1275a-b, 1278a y 1329a-b.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 99

tamiento civil. Aquí estaríamos ante un caso de justicia correctiva, que trata de medir
el daño y el beneficio que las partes o sujetos pueden experimentar, y en el que no se
valoran los méritos sino el valor efectivo de actos y cosas.135

La isonomía implica, básicamente, una igualdad simétrica entre los ciudadanos,


de ahí que no sea la que se produce en aristocracias, donde se contrapone a otro
concepto, el de eunomía, que remite a una igualdad geométrica o proporcional, des-
tinada a garantizar la armonía de un universo político formado de elementos diversos
(los nobles y los plebeyos), de manera que se otorgue más poder político a los nobles.136
Esta diversidad de poder la pone de manifiesto también Aristóteles, para quien no
sólo se contempla en aristocracias sino también dentro de la misma democracia. Sin
embargo, y admitiendo que en toda ciudad hay, básicamente, dos grupos (los ricos y
los pobres), el ideal se encuentra en un equilibrio de poder entre ambos, que evite el
sobrepoder de los primeros o el de los segundos, y que desembocarían respectiva­
mente en la oligarquía o en la democracia. Como ya se dijo en relación con la libertad
de los antiguos, ambas son para Aristóteles dos formas desviadas de regímenes
políticos.137

Pero la isonomía, que implica la ausencia de privilegios entre los ciudadanos,


aparece como característica de un régimen político, la democracia, y se contrapone,

135
Vid. PLATÓN, Las leyes, V, 737c.
136
Vid. N. MATTEUCCI, "Dell´eguaglianza degli antichi parangonata a quella dei moderni", en Lo Stato mo-
derno, Il Mulino, Boloña, 1993, pp. 212 y 213.
137
Vid. ARISTÓTELES, Política, op. cit., IV, 1291b-1292a.

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100 Josefa Dolores Ruiz Resa

no tanto a la aristocracia u oligarquía (Erodoto la contemplaba en ésta última), como


a la tiranía. Y es que, la isonomía no caracteriza un gobierno sino una forma de go-
bernar, la cual se basa en el dominio de la ley.138

Por muy amplio que pudiera ser el número de participantes que un régimen
político democrático admitiera en el gobierno, la libertad política conexa a aquél no
era disfrutada sino por los que eran considerados ciudadanos. La "dignidad" de ciu-
dadano, la cual se define "por ningún otro rasgo mejor" que "por su participación
en la justicia y el gobierno",139 no era disfrutada por cualquier ser humano, sino por un
sujeto libre y eco­nómicamente independiente. Esto reducía bastante el número de
beneficiarios de aquella libertad política y, por ende, de seres abstraídos de la esfera
privada: en la República de Platón, donde la propiedad era común a todos los ciuda-
danos, no estaban presentes las mujeres, pues éstas eran parte de lo poseído; y en
su república ideal, los sabios serían en realidad los gobernantes, cuya independencia
económica era literal, pues no podían poseer nada. Para Aristóteles, respetuoso con
la propiedad privada por motivos "prácticos", los ciudadanos debían ser los auto­
suficientes,140 que entonces eran los pater familiae. Algo similar ocurría con el ciuda-
dano de la Roma antigua: allí, como en Grecia, la encargada del domus (que coincidía
con el ámbito privado del mundo antiguo), es decir, la mujer, tenía vedada la esfera
pública, al igual que los esclavos, quienes también pertenecían al domus, concretamente

138
Vid. N. MATTEUCCI, "Dell´eguaglianza degli antichi parangonata a quella dei moderni", op. cit., pp. 217 y 218.
139
Vid. ARISTÓTELES, Política, 1275a.
140
Ibid., 1252b-1253a.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 101

a su patrimonio, en calidad de instrumentos animados.141 Ni griegos ni romanos de-


sarrollaron un saber tecnológico dirigido a facilitar el trabajo humano, si se exceptúa
la creación de ciertos ingenios de guerra. Hubo que esperar a la Edad Media para
que el hombre sustituyera la fuerza humana por la fuerza del viento (los molinos, por
ejemplo) o de los animales (bueyes, mulas o caballos, destinados a labores agrícolas
o al transporte).142

Tales especificaciones permiten la coexistencia, dentro de aquellas comunidades


antiguas, de la esclavitud y otras formas de desigualdad, al lado de la práctica de la
libertad política, que sólo ejercitaban quienes eran ciudadanos. La justificación de
estas desigualdades más conocida —y un lugar común frente al que se han ido eri-
giendo las ideologías antiesclavistas, como por ejemplo la de Rousseau— es la de
Aristóteles. Expuesta en su Política, la tesis aristotélica a favor de la esclavitud se
basaba en dos tipos de justificaciones, una natural y otra legal. La justificación legal
explica la esclavitud como un efecto de la ley de la guerra. Ambas las considera
Aristóteles explicaciones "justas" de la esclavitud, pues ambas se adecuan a la lega-
lidad. E, igualmente, ambas responden a un sentido de utilidad para la comunidad.143
La justificación natural se basa en la creencia de que los hombres son, por naturaleza,
desiguales, lo cual determina que unos nazcan con la condición de esclavos y otros
no: en los amos, el alma domina sobre el cuerpo (verdadera expresión de la libertad
como facultad interior, recordemos, que sólo los mejores tienen). Pero esto no ocurre

141
Vid. ARISTÓTELES, Política, 1253b-1254a.
142
Vid. J. LABASTIDA, Producción, ciencia y sociedad, op. cit., pp. 52 y ss.
143
ARISTÓTELES, Política, 1255a-b.

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102 Josefa Dolores Ruiz Resa

en los esclavos, en quienes domina el control del cuerpo, razón por la cual deben
someterse por naturaleza a aquellos en quienes domina el control del alma. La misma
justificación da Aristóteles para el sometimiento de la hembra al macho (en cambio,
Platón llega a admitir una concepción de la isonomía como igualación jurídica entre
los hombres y las mujeres que forman parte de la clase de los guardianes de la ley,
mientras que en otros momentos, la proclama respecto de la polis democrática).144
Así expresaba Aristóteles sus puntos de vista sobre la desigualdad natural entre los
seres huma­nos y las consecuencias que de eso se derivaban:

El que siendo hombre no se pertenece por naturaleza a sí mismo, sino que es


un hombre de otro, ése es, por naturaleza, esclavo. Y es hombre de otro el que,
siendo hombre, es una posesión, y una posesión como instrumento activo y dis­
tinto […].

Mandar y ser mandado no sólo son hechos, sino también convenientes, y pronto,
desde su nacimiento, algunos están dirigidos a ser mandados y otros a mandar.
Hay que estudiar lo natural en los seres que se comportan de acuerdo con la na-
turaleza, y no en los pervertidos. Por eso hay que observar al hombre que está mejor
dispuesto en cuerpo y alma, y en él esto resulta evidente. Ya que en los malvados,
o de comportamiento vicioso, puede parecer muchas veces que el cuerpo domina
al alma, por su disposición vil o contra naturaleza.

Es posible entonces, como decimos, observar primero en el ser vivo el dominio se­
ñorial; y a su vez la inteligencia ejerce sobre el apetito un dominio político regio.

144
Vid. PLATÓN, La República, ed. J.M. Pabón, y A. Fernández Galiano, IEP, Madrid, 1949, 456c y 536b,
respectivamente.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 103

En esto resulta evidente que es conforme a la naturaleza y provecho para el cuerpo


someterse al alma, y para la parte afectiva, ser gobernada por la inteligencia y la
parte dotada de razón, mientras que disponerlas en pie de igualdad, o al contrario,
es perjudicial para todos.

Al referirnos de nuevo al hombre y los demás animales sucede lo mismo: los ani-
males domesticables son mejores que los salvajes, y para todos ellos es mejor
estar sometidos al hombre, ya que así obtienen su seguridad. También en la relación
del macho con la hembra, por naturaleza, el uno es superior; la otra, inferior; por
consiguiente, el uno domina; la otra es dominada.

Del mismo modo es necesario que suceda entre todos los seres humanos. Todos
aquellos que se diferencian entre sí, tanto como el alma del cuerpo y como el
hombre del animal, se encuentran en la misma relación. Aquellos cuyo trabajo
consiste en el uso del cuerpo, y esto es lo mejor de ellos, éstos son, por naturaleza,
esclavos, para los que es mejor estar sometidos al poder de otro, como en los ante­
riores ejemplos. Así que es esclavo por naturaleza el que puede depender de otro
(por eso, precisamente, es de otro) y el que participa de la razón en tal grado como
para reconocerla, pero no para poseerla. Pues los demás animales, que poseen
sólo sensaciones, no obedecen por cálculo racional, sino que sirven con sus reac-
ciones instintivas. En su utilidad la diferencia es pequeña. Porque con su cuerpo
proporcionan una ayuda para las necesidades de la vida unos y otros, tanto los
esclavos como los animales domésticos. La naturaleza intenta incluso hacer dife-
rentes los cuerpos de los esclavos y los de los libres: a los unos, fuertes, para su
obligado servicio, y a los otros, erguidos e inhábiles para tales meneste­res, pero
capaces para la vida política […] Pero muchas veces ocurre lo contrario: que los
esclavos tienen, los unos, cuerpos de personas libres, y los otros, almas. Bien es
evidente, desde luego, que sólo con que todos fuera diferentes [de los demás] por
sus cuerpos en la medida en que son diferentes de los hombres las imágenes de

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104 Josefa Dolores Ruiz Resa

los dioses la generalidad reconocería que los inferiores merecerían ser esclavos.
Y si esto es verdad respecto del cuerpo, mucho más justo sería trazar tal distinción
con respecto del alma. Aunque no es igual de fácil ver la belleza del alma como la
del cuerpo.

Sin embargo, está claro que, por naturaleza, unos son libres y los otros esclavos.
Y que a éstos les conviene la esclavitud, y es justa.145

Si el sujeto de la isonomía es el ciudadano, su objeto es la isokratia, o igual par-


ticipación en la justicia y en el gobierno, lo que pone de manifiesto que en la isonomía
griega hay una continuidad entre la igualdad jurídica, la igualdad de derechos políti­
cos, la igualdad de libertad de expresión (isegoria) y la igualdad en el acceso a los cargos
públicos, acceso que se lleva a cabo mediante el sorteo, para ciertos cargos y en
ciertas condiciones.146 Este entramado se romperá sobre todo a partir de la Edad Media,
con el abandono de la esfera pública y su organización social piramidal, mientras que
la democracia moderna lo irá recuperando paulatinamente, primero como igualdad
jurídica o ausencia de privilegios (por ejemplo, en relación con el pago de impues­
tos) y, más tarde, como igualdad de derechos políticos y de acceso a cargos públi­
cos, como pone de manifiesto el paso del sufragio censitario al sufragio universal que,
a pesar de su denominación, siguió dejando fuera a otros sujetos (mujeres o
extranjeros).

145
ARISTÓTELES, Política, 1254a-1255a.
146
Vid. B. MANIN, Los principios del gobierno representativo, versión de F. Vallespín, Alianza Editorial, Madrid,
1998, pp. 23 y ss.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 105

a. La igualdad (dentro del estatus) medieval

Con el desarrollo y expansión del cristianismo, también la igualdad perdió su signifi-


cación jurídico-política. Desaparecido el ideal político de la polis griega y el de la
república romana, poco resquicio quedaba, por lo demás, al concepto de "ciudadano",
con todas las implicaciones que le dieron el pensamiento y la praxis grecorromana.

La igualdad medieval se levantará, en cambio, sobre dos pies: uno, el de la filosofía


clásica de la desigualdad natural de los hombres, que sirve para legitimar la teoría po­
lítica del imperio y el poder de los príncipes; otro, el de la igual naturaleza que el
cristianismo concede a todos los hombres, y que está en la base de la desaparición
de la esclavitud y el desarrollo del régimen feudal de servidumbre, aunque también
sirve al desarrollo del dere­cho divino de los príncipes.147 En cualquier caso, este dis-
curso no acabó con la esclavitud de aquellos individuos que por su raza, procedencia
geográfica o religión (particularmente si eran paganos) no se les consideraba
humanos.

La ley divina es sólo un modelo para la ciudad terrenal, pero no altera el orden
humano, aunque quienes la siguen representan una avanzadilla de la "ciudad de Dios".
De cualquier modo, y como avisa Amelia Valcárcel, las demandas de igualdad de los
textos cristianos, tan explícitas, sirvieron de lema a numerosas revoluciones
sociales.148

147
Vid. A.J. CARLYLE, La libertad política, op. cit., pp. 41 y ss.
148
Vid. A. VALCÁRCEL, "Igualdad, idea regulativa", en A. VALCÁRCEL, El concepto de igualdad, op. cit., p. 4.

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106 Josefa Dolores Ruiz Resa

En el ámbito de la "ciudad humana", la sociedad medieval se revela como una


sociedad estructurada en distintos grupos sociales jerárqui­camente ordenados, que
no constituyen propiamente clases sociales, sino estados o estamentos, cuya diver-
sidad permitió el desarrollo de una multiplicidad de estructuras verticales de
subordinación.149

Los estamentos o estados medievales, muy numerosos, designan un lugar defi-


nido dentro de la comunidad humana, por debajo de Dios, como si fuesen elementos
del organismo de la creación, esencial y jerárquico, a imagen y semejanza de (y tan
venerable como) la jerarquía angélica.150 Cada estamento tenía su propio valor y su
propio concepto del honor, y aunque existía la posibilidad teórica de movilidad dentro
del estamento —por matrimonio, por cambio de región—, lo cierto es que, siendo la
pertenencia al estamento algo hereditario, no era sencillo ni habitual el cambio. Por
lo demás, los estamentos ni siquiera englobaron, en realidad, a toda la población
medieval, ya que, fuera de ellos, quedaron elementos fluc­tuantes —emigrantes, tra-
bajadores eventuales y pobres, incardinados en un colectivo de "dependientes" y, en
general, gentes "sin honor".151

Los estamentos eran asimismo funcionales, y la función que a cada uno corres-
pondía estuvo conectada inextricablemente con el privilegio y honor de todos ellos.

149
Vid. S. GINER, "El concepto de igualdad", en A. VALCÁRCEL (comp.), El concepto de igualdad, op. cit., p. 136.
150
Vid. J. HUIZINGA, El otoño de la Edad Media, Alianza Editorial, Madrid, 1984, cap. III.
151
Vid., Dietrich GERHARD, La vieja Europa. Factores de continuidad en la historia europea (1000-1800), trad.
Julio A. Pardos Martínez y Antonio Sáez Arance, Alianza Editorial, Madrid, 1991, pp. 62-65.

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Las funciones venían dadas a partir de un tópico de origen indoeuropeo, que compar-
tieron desde Platón y Aristóteles hasta el pensamiento cristiano, y que distinguía entre
oratores, bellatores o defensores y laboratores, las cuales se atribuyeron, respectiva-
mente, al clero, la nobleza y el llamado Tercer Estado.152 Dentro del estamento "traba-
jador" se distinguió, a su vez, una jerarquía entre agricultores, artesanos, comerciantes
y, en último lugar, la "no muy honorable" usura.

En este contexto socioeconómico, no existe la isonomía, en todos sus conteni­


dos de igualdad ante la ley, igualdad de derechos políticos e igualdad de acceso a los
car­gos públicos, y en su lugar se desarrolla una reglamentación desigual que, aten-
diendo a su ordenación jerárquica y a la función de cada estamento, establece los
específicos deberes y derechos de sus miembros.

Y esta desigualdad se aprecia en la representación política, donde el número de


representantes de cada estamento social es proporcional, no a su número sino a su
importancia. El desarrollo de la representación política en la Edad Media intensificará,
a su vez, el sentido aristocrático de esta institución, hasta que con la Ilustración
moderna se abra paso un modelo de democracia representativa como sistema político
en el que el gobierno de la comunidad se corrige con el elemento aristocrático que
incorporan los representantes políticos, que se eligen entre los mejores. La represen-
tación política sienta las bases para el ejercicio no igualita­rio de la política, en el

152
Vid. D. GERHARD, La vieja Europa, op. cit., p. 63.

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sentido de que los representes políticos serán escogidos, no por sorteo, sino elegidos
de entre los mejores de la comunidad.153

b. La igualdad moderna

i. La igualdad natural y la igualdad como fin de los privilegios


jurídicos o igualdad ante la ley

La igualdad moderna toma como punto de partida la igual naturaleza de los seres
humanos, que hereda del cristianismo, por la vía del iusnaturalismo racionalista. Esta
igualdad, presupuesta en el estado de naturaleza que se abandona merced al contrato
social, es valorada de distinta forma por Hobbes, Montesquieu o Rousseau: para el
primero, la "igualdad aproximada" es fuente de guerras que pueden conducir a la des­
trucción del género humano; para los segundos, es un "bien" por recuperar en el
Estado social, gracias, respectivamente, a la ley o a la instauración de la soberanía
popular.154

La igualdad se erige en la justificación de una nueva praxis social y jurídica, que


se desarrolla sobre la desaparición de antiguos privilegios jurídicos (por ejemplo, el
que clero y nobleza no tuvieran que pagar impuestos), los cuales estaban ligados a
la pertenencia a determinado estamento social. La igualdad ante la ley se identifica

153
Vid. MANIN, Los principios del gobierno representativo, versión de F. Vallespín, Madird, Alianza Editorial,
1998, pp. 59 y ss. y119 y ss.
154
Vid. A. MARTINELLI, "I principi della Rivoluzione francese e la società moderna", en A. MARTINELLI, M.
SALVATI, S. VECCA, Progetto 89. Tre saggi su libertà, eguaglianza e fraternità, A. Mondadori Editore, Milán, 1989,
pp. 71-73.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 109

entonces como generalidad y abstracción de la ley, que deberá aplicarse de la misma


manera a todos, así como con un proceso de equiparación que conlleva hacer abs-
tracción de ciertas diferencias, por considerarse irrelevantes para una igual aplicación
de la ley.155 Y esta exigencia tiene, además, una consecuencia inmediata, cual es la
garantía de seguridad jurídica.156

En realidad, la connotación formalista de la igualdad viene determinada por la


misma búsqueda de universalidad en que estaba embarcada la ética moderna, pues
se convierte en una condición al respecto, que ya Kant explicaba en su defensa de
una ética formal como ética universal y autónoma.

Por otra parte, y al igual que la libertad moderna, también la igualdad moderna
es una demanda obligada para el desarrollo mismo del Estado moderno, pues ambas
contribuyen a la extensión del individualismo y al fin del organicismo medieval: si
existiesen los estamentos sociales, las relaciones del Estado con el individuo estarían
mediatizadas por éstos, mientras que los vínculos de subordinación entre los distintos
estamen­tos impedirían que el Estado concentrara todas las relaciones políticas.157
Esta igualdad supondrá para el liberalismo económico la posibilidad de que los tra-
bajadores y empresarios sean considerados individuos libres y equivalentes que, en
cuanto propietarios (unos, del capital y los medios de producción; otros, del trabajo)

155
Vid. A. E. PÉREZ LUÑO, "El concepto de igualdad como fundamento de los derechos económicos, sociales
y culturales", Anuario de Derechos Humanos, núm. 1, 1980, pp. 265-267.
156
Vid. G. PECES-BARBA, Curso de derechos fundamentales (I). Teoría general, Eudema, Madrid, 1991, p. 213.
157
Vid. A.E. PÉREZ LUÑO, "El concepto de igualdad como fundamento de los derechos económicos, sociales
y culturales", op. cit., p. 261.

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110 Josefa Dolores Ruiz Resa

pueden intercambiar propiedades equivalentes, mediante la figura jurídica del contrato,


pensada para pares, es decir, "partes iguales".

La igualdad jurídica no se tradujo en la igualdad de derechos políticos y de acceso


a los cargos públicos. Por lo demás, subsistió la justificación de la esclavitud de indi-
viduos cuya raza parecía alejarles de la condición humana; es decir, la igualdad mo-
derna siguió conviviendo con la esclavitud, como en épocas pasadas. Y el colonialismo
y la economía basada en él permitieron justificar con argumentos pragmáticos esta
situación.

En realidad, la ciudadanía no habría de ser una condición "común" o "igual" para


todos los seres humanos, aunque en todos ellos se admitiera la facultad metafísica
de una libre voluntad, lo cual se apreció en la obra de Kant, Constant o Rousseau. Sin
embargo, la ciudadanía y la libertad política moderna no se disfrutan de manera "igual",
y esas contradicciones se detectan especialmente en Kant y en Rousseau.

De manera concreta, Kant abandona su apriorismo racional, que le había llevado


a establecer una conexión natural entre la libertad, la capacidad de ser el propio señor
de uno mismo, y la igualdad: en el capítulo 3 de su Fundamentación de la metafísica de
las costumbres, Kant sostiene que la libertad, en cuanto propiedad de la voluntad,
debe presuponerse en todos los seres racionales. Sin embargo, en "Teoría y práctica.
En torno al tópico: ‘eso vale para la teoría, pero no sirve para la práctica’", defiende
que no es generalizable la cualidad de ciudadano, en cuanto detentador del derecho
al voto en la legislación (que él nombra citoyen, con la intención de distinguirlo del

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 111

bourgeois o habitante de la ciudad), pues para ser ciu­dadano, en primer lugar, no hay
que ser niño o mujer, y en segundo lugar, uno debe disponer realmente de sí mismo
(esto es, ser sui iuris). Esto sólo ocurre si se posee alguna propiedad, que, en un primer
momento, puede refe­rirse también a habilidades, oficios, artes o ciencias. Sin embargo,
Kant introduce una diferencia a la hora de alcanzar esa disponibilidad de uno mismo,
entre quienes sólo realizan una "praestatio operae" (que es el caso de los jornaleros,
dependientes de comercio o servidores domésticos) y quienes elaboran un "opus".
Esta diferencia le servirá para establecer respectivamente la distinción entre ciudada-
nos pasivos (que son simples componentes del Estado, que no pueden tomar parte
en las votaciones aunque sí exigir que las leyes no sean contrarias a la igualdad y a
la libertad), y ciudadanos activos (que sí tienen el derecho de participar en las
votaciones).158 Esta caracterización kantiana del ciudadano, como individuo sui iuris,
coincide con un sujeto "real", el pater familiae, lo cual establece cierta continuidad
entre el ciudadano moderno y el antiguo.

Algo similar ocurre con el ciudadano de Rousseau. Para este "ciudadano gine-
brino" (según se define a sí mismo en El contrato social), existen entre los hombres
desigualdades de dos tipos, físicas o naturales y políticas o morales. Las físicas o
naturales —la edad, la salud, las fuerzas del cuerpo y las cua­lidades del espíritu— son

158
Vid. E. KANT, "Teoría y práctica. En torno al tópico: ‘eso vale para la teoría pero no sirve para la práctica’", en
Qué es la Ilustración, Alianza Editorial, Madrid, 2004, "II. De la relación entre teoría y práctica en el derecho político
(Contra Hobbes)", pp. 204 y ss. Sobre estas cuestiones, vid. Joaquín ABELLÁN, "En torno al concepto de ciudadano en
Kant", en Roberto R. ARAMAYO, J. MUGUERZA y C. ROLDÁN (eds.), La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración.
A propósito del bicentenario de Hacia la paz perpetua de Kant, Tecnos, Madrid, 1996, pp. 249 y ss.

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112 Josefa Dolores Ruiz Resa

desigualdades inevitables. En cambio, las desigualdades políticas o morales, que


determinan que algunos hombres gocen de privilegios en prejuicio de otros, como el
ser más ricos, más respetados o más poderosos que los demás, dependen de una
convención más o menos consentida por los hombres, y no son desigualdades que
se den en el estado de naturaleza:

Concibo en la especie humana dos clases de desigualdad: una, que yo llamo natural
o física, porque se halla establecida por naturaleza, y que consiste en la diferencia
de las edades, de la salud, de las fuerzas del cuerpo, y de las cualidades del espíritu,
o del alma; otra, que se puede llamar desigualdad moral, o política, porque depende
de una especie de convención, y se halla establecida, o al menos autorizada, por
el consentimiento de los hombres. Consiste ésta en los diferencies privilegios de
que algunos gozan en perjuicio de otros, como el de ser más ricos, más respetados,
más poderosos que ellos, o incluso el de hacerse obedecer.

No puede uno preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural, porque la


respuesta se hallaría enunciada en la simple definición de la palabra. Menos se
puede aún buscar si habría alguna vinculación esencial entre esas dos desigual-
dades; porque eso sería preguntar en otros términos si quienes mandan valen
necesariamente más que quienes obedecen, y si la fuerza del cuerpo o del espíritu,
la sabiduría o la virtud, se hallan siempre en los mismos individuos proporcionadas
al poder o a la riqueza: cuestión buena quizá para ser debatida entre esclavos es­
cuchados por sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres que
busquen la verdad.159

159
Vid. J.J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, trad.
M. Armiño, Alianza Editorial, Madrid, 1980, pp. 248 y ss.; y El contrato social, op. cit., libro I, pp. 205 y 206.

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Tampoco la posesión de mayor o menor cantidad de propiedades puede tener


como correlato mayor o menor poder político: la propiedad privada, que marca el
origen de la sociedad civil, es también, para Rousseau, origen de inaceptables des-
igualdades morales y políticas entre los hombres.160

Tanto en su Discurso sobre el origen de la desigualdad como en El contrato social,


la libertad aparece como una facultad natural humana que iguala a todos los seres
humanos, lo que les legitima a todos, como potenciales ciudadanos, a ser "por igual"
parte indistinguible de la voluntad general. También significa que no puede estable-
cerse una correspondencia entre la inevitable desigualdad natural y la convencional
desigualdad política.

El más fuerte nunca es bastante fuerte para ser siempre el amo si no transforma
su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el derecho del más fuerte;
derecho tomado irónicamente en apariencia, y realmente establecido en principio.
Pero ¿nos explicarán alguna vez esta palabra? La fuerza es poder físico; no veo qué
moralidad puede resultar de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad,
no de voluntad; es todo lo más un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser
un deber? […]

Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre su semejante,
y puesto que la fuerza no produce ningún derecho, quedan, pues, las convenciones
como base de toda autoridad legítima entre los hombres […]

160
Ibid., segunda parte.

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114 Josefa Dolores Ruiz Resa

Decir que un hombre se da gratuitamente es decir algo absurdo e inconcebible:


semejante acto es ilegítimo y nulo, por el mero hecho de que quien lo hace no está
en su sano juicio […].

Renunciar a la libertad es renunciar a su cualidad de hombre, a los derechos de


la humanidad e incluso a sus deberes. No hay compensación posible para quien
renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre,
y es privar de toda moralidad a sus acciones el privar a su voluntad de toda
libertad.161

Sin embargo, cuando Rousseau se ocupa en el Emilio de cómo educar a los


futuros ciudadanos, se evidencian las exclusiones del acceso a la libertad política y
a la calidad de ciudadanía. Esta exclusión afectará principalmente a las mujeres, las
cuales son educadas para las tareas domésticas, que nada tienen que ver con la
ciudadanía. En este caso, Rousseau tratará de justificar su decisión atendiendo a una
diversidad natural entre hombres y mujeres, debida al sexo, que contradice su tesis
según la cual no existe correlación entre la inevitable desigualdad natural de los seres
humanos y una desigualdad político-social y moral, que es convencional:162

En lo que no se relaciona al sexo, la mujer es igual al hombre: tiene los mismos


órganos, las mismas necesidades y las mismas facultades; la máquina tiene la
misma construcción, son las mismas piezas y actúan de la misma forma; la con-
figuración es parecida, y bajo cualquier aspecto que los consideremos sólo se
diferencian entre sí de más a menos.

161
Vid. J.J. ROUSSEAU, El contrato social, caps. III y IV, pp. 13-15.
162
Vid. Ana RUBIO, "Rousseau: el binomio poder-sexo", Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 31, 1994,
pp. 147 y ss.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 115

En lo que se refiere al sexo se hallan siempre relaciones entre la mujer y el hombre,


y siempre se encuentran diferencias, y la dificultad de compararles proviene de la
de determinar en la constitución de uno y de otro lo que es peculiar o no del sexo
[…].

Estas relaciones y diferencias deben ejercer influencia en lo moral […].

En la unión de los sexos, concurre cada uno por igual al fin común, pero no de la
misma manera; de esta diversidad surge la primera diferencia notable entre las
relaciones morales entre uno y otro. El uno debe ser activo y fuerte, y el otro pasivo
y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda, y es suficiente que el otro
oponga poca resistencia.163

En este punto, Rousseau apenas se separa de Aristóteles que, sin embargo,


mantiene al respecto una posición más coherente con sus puntos de partida, si bien
el propio Rousseau admite una justificación de la des­igualdad natural como funda-
mento de la desigualdad moral y política, cuando se basa en el derecho natural:

Se desprende además que la desigualdad moral, solamente autorizada por el dere­


cho positivo, es contraria al derecho natural, siempre que no concurra, en igual
proporción, con la desigualdad física; distinción que determina suficientemente
lo que debe pensarse a este respecto de la clase de desigualdad que reina entre
todos los pueblos civilizados, puesto que va manifiestamente contra la ley de la
naturaleza, de cualquier forma que se la defina, el que un niño mande a un anciano,

163
Vid. J.J. ROUSSEAU, Emilio o la educación, Edicomunicación, Barcelona, 2002, libro quinto, "Sofía o la
mujer", pp. 331 y 332.

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116 Josefa Dolores Ruiz Resa

el que un imbécil guíe a un hombre sabio y el que un puñado de gentes rebose de


superfluidades mientras que la multitud hambrienta carece de lo necesario.164

En este sentido, lo natural adquiere un significado ambiguo, pues lo mismo


significa lo biológico, en cuanto hecho que se percibe por los sentidos, que lo meta-
físico, que constituye lo permanente en el universo y se erige en la esencia modeladora
del ser sensible. Esta circunstancia permite a Rousseau rechazar ciertas desigualdades
naturales (principalmente las de tipo económico) como origen de las desigualda­
des morales o políticas, pero no otras. Todo depende de si se considera que coinciden
o no con lo metafísico. La ambigüedad en la noción de la naturaleza, que proviene de
la filosofía clásica, está presente en el iusnaturalismo, que en ocasiones justifica la
necesidad de ciertas normas morales y jurídicas (por ejemplo, las que reconocen
la igualdad a todos los seres humanos o sólo a algunos) en hechos naturales que, sin
embargo, han sido elevados a esencias inalterables.

Las matizaciones y excepciones al concepto de ciudadano moderno y al ejerci­


cio de las libertades políticas alcanzan uno de sus exponentes más interesantes con
el desarrollo de los principios de la representación política y de la soberanía nacional,
los cuales deben considerarse resultado del propio discurso republicano antiguo. Tal
discurso que, desarrollado por Platón y Aristóteles, trataba de ensalzar la aristocracia
sobre la democracia (al fin y al cabo, una desviación de la república o politeia) defen­
día la nece­sidad de otorgar el poder a los mejores (por entonces los más virtuosos)
como única forma de evitar la corrupción a la que por naturaleza se inclina la demo-

164
Vid. J.J. ROUSSEAU, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, op.
cit., pp. 286 y 287.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 117

cracia. Las ciudades-república de Florencia y Venecia durante la Edad Media consti-


tuyeron ensayos de esta combinación entre democra­cia y aristocracia, y entre los
mecanismos del sorteo y la elección para el acceso a los cargos públicos.165 De acuerdo
con este antecedente, los representantes de los ciudadanos en las nuevas democra­
cias liberales se elegirán de entre los mejores (y no se sortearán estos cargos, pues
no vale cualquiera). Y esta elección se realizará, no tanto para expresar sino para
modelar la voluntad nacional soberana, en el sentido que indica la razón.166

La corrección de la democracia mediante la aristocracia se aprecia en el propio


Rousseau (en cualquier caso, ya vimos las contradicciones en su concepción de la
igualdad). Adalid de la democracia directa y la igualdad, y crítico de la democracia
representativa y su principio de propiedad privada, Rousseau admitía, no obstante,
la presencia de unos "hombres extraordinarios", que serían quienes se elevarían a
legisladores y se ocuparían de educar al pueblo.167

ii. La des-igualdad material y sus dialécticas


con la igualdad formal y la libertad moderna
(argumentos liberales, socialdemócratas y cristianos)

Un punto en el que se daban la mano los modernos —conservadores, liberales y


Rousseau— es en que la igualdad ante la ley, como ausencia de privilegios jurídicos,

165
Vid. B. MANIN, Los principios del gobierno representativo, op. cit., pp. 70-118.
166
Vid. A. RIVERO, "El discurso republicano", y Elena GARCÍA GUITIÁN, "El discurso liberal", en Rafael DEL
ÁGUILA, F. VALLESPÍN et al., La democracia en sus textos, op. cit., pp. 49-72 y 117 y ss.; y Pedro DE VEGA, "Significado
constitucional de la representación política", Revista de Estudios Políticos, núm. 44, 1985, pp. 30 y 31.
167
Vid. J.J. ROUSSEAU, El contrato social, op. cit., libro II, cap. VII, pp. 46 y ss.; y Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres, op. cit., pp. 248 y ss.

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118 Josefa Dolores Ruiz Resa

y la libre voluntad, que se predica de todo individuo, no confluyen, necesariamente,


ni en una generalización de los derechos políticos, ni en una igualdad económica
(salvo en Rousseau, que critica las desigualdades no naturales sino convencionales
a las que conduce la propiedad).

Estas distinciones, que se habían considerado ya, desde la Antigüedad, a la luz


de la llamada justicia distributiva, que preveía el reparto de bienes y honores según
los méritos, ahora se teorizaron bajo la diferenciación entre igualdad (igualdad jurídica
o formal) e "igualitarismo" (igualdad política y económica, y cuya demanda es, según
el conservador Tocqueville, efecto de la envidia).168

Pero la cuestión social desvelará que el desfase entre la libertad moderna, la


igualdad jurídica y la desigualdad económica y política no sería sólo cuestión de en-
vidia. En primer lugar, del desmontaje de todo el sistema social gremial surgen, al fin,
los ansiados "brazos libres" (trabajadores liberados de las ataduras de la tierra o de los
gremios artesanales), cuya libertad laboral, invocada en su propio bien, es, ante todo,
condición imprescindible para el desarrollo del capitalismo. Al igual que el capitalista,
propietario de los medios de producción, el trabajador es también conside­rado un "pro­
pietario" (la fuerza de trabajo es lo que el trabajador vende, pero no en su totalidad,
sino temporalmente, pues entonces quedaría reducido él mismo a mercancía, es
decir, alienado, desapareciendo así su condición humana). Siendo ambos "iguales",

168
Así lo recoge N. MATTEUCCI, "Dell´eguaglianza degli antichi...", op. cit., p. 208. Alexis de Tocqueville se
refiere a la envidia en múltiples ocasiones en su texto "La democracia en América". Considera que la envidia de las
clases bajas hacia las clases altas es un sentimiento típico de la democracia.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 119

no extraña que el capitalismo haya fundado, como se vio, sus relaciones de producción
en el contrato sinalagmático de compraventa, basado en la simetría de las partes
contratantes. Es el primer paso hacia una igualdad jurídica, que no es más que la
traslación al campo del derecho de la igualdad entre propietarios.169

Sin embargo, las condiciones reales de vida de los trabajadores pusieron de


manifiesto que, como parte contratante, no concurrían libremente a contratar, sino
que lo hacían compelidos por la necesidad de obtener ingre­sos con los que garantizar
su supervivencia y la de su familia. Su situación angustiosa les llevaba a aceptar cual­
quier condición de trabajo: largas jornadas laborales sin descanso, salarios exiguos que
obligaban a trabajar a toda la familia, falta de seguridad e higiene laboral, ausencia
de protección en caso de paro, enfermedad, vejez, invalidez o maternidad. Eran con-
diciones, por lo demás, impuestas por la otra parte, el empresario, ante el excedente
de mano de obra y en el ejercicio legítimo de su libertad contractual. En estas circuns-
tancias "reales", quiebra la igualdad entre los propietarios, pero la desigualdad entre
las partes no puede aflorar por encima de la igualdad jurídica ni de la autonomía
de la voluntad, que se afirman sin ambages.

Finalmente, el marco jurídico-político de los Estados liberales no intervencionistas


no puede contener el estallido de la llamada "cuestión social": los conflictos sociales
ponen de manifiesto que el proyecto emancipatorio moderno no alcanza "por igual" a

169
Vid. K. MARX, El capital, op. cit., t. I, pp. 174, 182 y 183.

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120 Josefa Dolores Ruiz Resa

todos, entre otros, a la clase obrera. Entonces se adoptan medidas de política eco­
nómica y social, tendentes a paliar la penosa situación de los trabajadores, ante todo,
por el miedo a las revueltas y la inseguridad que ello acarreaba para la producción
capitalista.170 Ya hemos apuntado que a solventar estas cuestiones se aplica una po-
lítica social, que en el discurso de la socialdemocracia y del liberalismo adoptaba
distinta justificación, y que conduce al reconocimiento de los llamados derechos
sociales, como presupuestos para que los trabajadores alcancen el nivel de indepen-
dencia precisa como para comenzar a ser dueños de sí mismos; es decir, libres,171 y
así concurrir en igualdad de condiciones que los capitalistas y empresarios al mercado
de trabajo.

En el contexto del siglo XIX resulta fundamental la figura de John Stuart Mill,
conspicuo representante del liberalismo pero, al mismo tiempo, iniciador e inspirador
de diversas corrientes posteriores que le convierten en la intersección entre un socia-
lismo democrático y reformista (como fue, por ejemplo, el socialismo inglés y la so-
cialdemocracia alemana de Lasalle y Bernstein), y el liberalismo alejado de la economía
clásica y el imperio de la leyes de mercado (como el liberalismo social de John Dewey
o el liberalismo benefactor que está en la base del New Deal estadounidense y del
Welfare State británico posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que fue el liberalismo
de los británicos Keynes y Beveridge).172

170
Vid. A. MONTOYA MELGAR, Ideología y lenguaje de las primeras leyes laborales en España, Cuadernos Civitas,
Madrid, 1975.
171
Vid. PECES-BARBA, Libertad, poder, socialismo, Civitas, Madrid, 1978, pp. 134 y ss.; y U. PREUSS, "El concepto
de los derechos y el Estado de Bienestar", en E. OLIVAS (ed.), Problemas de legitimación en el Estado Social, op. cit., p. 68.
172
Vid. J.D. RUIZ RESA, "John Stuart Mill y el socialismo", Telos, vol. XIV, núm. 1, 2005, pp. 181-210.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 121

El punto de partida de la política social de Mill es la distinción entre las leyes de


la producción y las leyes de la distribución: las primeras son científicas y se refieren
a lo que necesariamente es como es y no puede ser de otra manera; las segundas
son humanas, y son convencionales, es decir, pueden cambiarse:

Las leyes y las condiciones que rigen la producción de la riqueza participan del
carácter de realidades físicas. En ellas no hay nada de arbitrario o facultativo. Sea
cual fuere lo producido por la humanidad, tiene que producirse en formas y con-
diciones impuestas por la constitución de las cosas externas, y por las propiedades
inherentes a su propia estructura física y espiritual […] No sucede lo propio con
la distribución de la riqueza. Ésta depende tan sólo de las instituciones humanas.
Una vez que existen las cosas, la humanidad, individual o colectivamente, puede
disponer de ellas como le plazca (…). La distribución de la riqueza depende, por
consiguiente, de las leyes y costumbres de la sociedad. Las reglas que la determinan
son el resultado de las opiniones y sentimientos de la parte gobernante de la
comunidad y varían mucho según las épocas y los países.173

Aunque Mill será siempre refractario a la intervención del Estado, sus Principios
de economía política marcan un punto de inflexión respecto a las leyes de la economía,
justificando la intervención humana para garantizar la distribución justa de la riqueza
que genera la producción. Y, en cualquier caso, sus Principios de economía política abrie­
ron el camino a la nueva economía del Bienestar que desarrollarían Marshall, Pigou,
Pareto y Keynes, y que ya había puesto en marcha, no obstante, Bentham, cuando

173
Vid. J. S. MILL, Principios de economía política con algunas de sus aplicaciones a la filosofía social (1948),
trad. Teodoro Ortiz, FCE, México, 1a. edición en español 1943, 3a. reimp., 1996, pp. 191 y 192.

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122 Josefa Dolores Ruiz Resa

trató de aplicar la economía clásica al comportamiento de individuos racionales en


busca de su bienestar económico.174

Se ha dicho, para diferenciar el alcance de las políticas de igualdad liberales y


socialistas, que las primeras la concebirían, ante todo, como igualdad de oportunidades
en el punto de partida —es decir, antes de entrar en el mercado, donde ya cada indi-
viduo evolucionará según sus méritos y capacidades "naturales"—, mientras que en
el socialismo sería una igualdad en el punto de llegada, obligando a una redistribución
de la riqueza que ha sido catalogada, por críticos y defensores, como homogeneizante.
Veamos por qué.

La justificación liberal de una extensión de la igualdad y su confluen­cia con la


libertad, como facultad interna y como participación política, adopta con T.H. Marshall
una exposición paradigmática a partir de su noción progresiva y universal de ciudadanía
moderna, que, sin embargo, responde a la tradición de situar la voluntad como sede
primigenia de la libertad. Por esa razón, comienza siendo ciudadanía civil, es decir,
vertebrada sobre la generalización de los derechos civiles o derechos que garantizan
la autonomía de la voluntad del individuo, la propiedad y la igualdad jurí­dica. A esta
ciudadanía le sigue la ciudadanía política, que supone la extensión de los derechos
políticos como los de reunión, asociación, manifes­tación, expresión de ideas y sufragio

174
Vid. Joseph SCHUMPETER, Historia del análisis económico, trad. Manuel Sacristán, Ariel, Barcelona/
Caracas/México, 1982, pp. 589 y ss. y 1161 y ss. A juicio de Schumpeter, la economía de John Stuart Mill no era ya
simplemente una economía clásica, pero parecía serlo. De ahí que sus Principios tuvieran buena acogida entre los
defensores de aquella economía.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 123

activo y pasivo. Por último, se suma la ciudadanía social, como culminación de la


ciudadanía moderna, la cual se canaliza sobre el reconocimiento a todos los ciuda-
danos de un mínimo de bienestar, gracias al disfrute de determinados derechos so-
cioeconómicos. Para Marshall, la primera ciudadanía se extiende gracias a los Jueces,
la segunda, por medio de los Parlamentos, y la tercera, mediante la acción de los
gobiernos, con una política socioeconómica cuyo programa fue definido por el famoso
Informe Beveridge.175 Este informe respondía a los postulados básicos del liberalis­
mo, pues está comprometido con garantizar un espacio amplio a la iniciativa privada,
pero siempre y cuando se hubieran cumplido dos objetivos previamente: asegurar
una renta de subsistencia a todos los ciudadanos, para cuyo disfrute se debía pasar
por un test acerca de sus ren­tas, y extender a todos los trabajadores, con independencia
de sus estatus laboral profesional, la cobertura de los seguros sociales, mediante la
creación de una seguridad social financiada por toda la sociedad mediante los im-
puestos. Es decir, estamos ante un programa de igualdad que trata de compatibilizar
bienestar y capitalismo, de manera que la igualdad jurí­dica y la libertad moderna
comiencen a operar sobre sujetos que se encuentran más o menos en un mismo nivel,
a partir del cual se desenvolverá la iniciativa privada de cada cual; en definitiva, se
trata de garantizar una igualdad de oportunidades, como igualdad en el punto de
partida, que sea compatible con la libertad privada de cada cual, y que justifique las
alteraciones de la igualdad jurídica.176

175
Vid. T.H. MARSHALL, "Cittadinanza e classe sociale", en Cittadinaza e classe sociale, op. cit., pp. 9 y ss. El
informe "Social Insurance and Allied Services" fue encargado por el gobierno británico a sir William Beveridge, con
vistas a la reconstrucción del país tras la Segunda Guerra Mundial.
176
Vid. V. ZAPATERO, "Tres visiones sobre el Estado Social", op. cit., pp. 26-32.

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124 Josefa Dolores Ruiz Resa

Con posterioridad, el liberalismo ofreció otro intento de conjugar libertad con


igualdad, no sólo formal, en la obra de Rawls. Su teoría, adje­tivada por él mismo como
"teoría de la justicia", y dentro de la línea de liberalismo social abierta por Stuart Mill,
recupera la hipótesis del contrato social como momento en el que los seres humanos
escogen los dos principios básicos que servirán para guiar su sociedad. Para Rawls,
tales principios son, indefectiblemente, los siguientes: un igual régimen de libertades
básicas para todos, que sean compatibles con las de los demás; y que las desigual-
dades sociales y económicas satisfagan dos condiciones: que estén asociadas a
cargos y posiciones abiertos a la igualdad de oportunidades, y que procuren el máximo
beneficio a los elementos menos aventajados de la sociedad. Entre estos principios
existe, según Rawls, un orden o jerar­quía, de manera que no puede satisfacerse el
segundo principio, relativo a la igualdad, sin haber resuelto el primero, relativo a
la libertad. Se trata de una prioridad de la libertad, típicamente liberal, frente a la
prioridad de la igualdad, la cual se atribuye a las doctrinas socialistas. Ahora bien,
¿cómo es que el contrato social desemboca, curiosamente, en una formulación liberal
de la libertad y la igualdad? Para Rawls, no hay trampa: nadie va a conocer su situación
real en el momento de la contratación, el cual, a su vez, exige una situación básica
de paridad entre los contratantes. Se trata de una situación originaria precontractual,
que Rawls describe bajo los requisitos del "velo de la ignorancia" y de una "situación
de igualdad inicial e imparcialidad", y que se obtiene de la abstracción de las socie-
dades democráticas actuales.177

177
Vid. J. RAWLS, Teoría de la justicia, trad. M.D. González Soler, FCE, México, 1979, y Sobre las libertades,
trad. J. Vigil, introd. de V. Camps, Paidós, Barcelona, 1990.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 125

Se ha dicho que el segundo principio ralwsiano de justicia, relativo a la igualdad,


se divide en dos: el de igualdad de oportunidades y el de la diferencia, y que suponen
la extrapolación, en sede ética, de un principio económico, el "óptimo de Pareto": una
distribución determinada es suficiente cuando no es posible cambiarla sin mejorar a
determinadas personas, no empeorando al mismo tiempo la situación de los demás.178
En cualquier caso, algunos como Amartya Sen o Ronald Dworkin criticaron el exceso de
formalismo en la concepción de la igualdad de oportunidades en Rawls, al no tener
en cuenta de qué capacidad se dispone realmente para poder elegir (la cual, a juicio
de Sen, se ve afectada por la edad, la cultura, el entorno social, los medios económicos
y las metas personales), o de qué recursos se dispone (según Dworkin, desde la salud,
la fuerza o el talento, que son recursos personales, a los derechos legales, materias
primas y propiedades, que son impersonales).179 Otros, como Michael Walzer (que
vuelve a subrayar la idea de que la justicia equivale a la igualdad) consideran que la
idea de igualdad de trato de Rawls es una igualdad simple, pero no es posible hablar
de igualdad simple en nuestras sociedades ante las diferencias que existen entre los
seres humanos, sino de una igualdad compleja, la cual está determinada por una serie
de esferas o ámbitos de vida, en donde rige un criterio distributivo diferente.180

Puede adelantarse que estamos ante una exigencia de redistribución desigual


de los bienes básicos para que todos seamos iguales, sustentada sobre el principio

178
Vid. V. CAMPS, "Introducción", en J. RAWLS, Sobre las libertades, Paidós/ICE-UAB, pp. 11 y 12.
179
Vid. Victoria CAMPS, "La igualdad de oportunidades en la filosofía actual", Intervención Psicosocial 6(3),
293-300, que remite a las obras de A. SEN, AMARTYA, Nuevo examen de la desigualdad, Alianza, Madrid, 1995; y
Bienestar, justicia y mercado, Paidós, Barcelona, 1997. Y Ronald DWORKIN, Ética privada e igualitarismo político,
Paidós, Barcelona, 1993.
180
Vid. M. WALZER, Las esferas de la justicia: una defensa del pluralismo y la igualdad, FCE, México, 2004.

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126 Josefa Dolores Ruiz Resa

de la igualdad (la cual equivaldría a igualdad de oportunidades), y el principio de la


diferencia. Éste ha sido canalizado, en los Estados Sociales liberales como EE.UU, a
través de las Affirmative Actions o acciones positivas (también llamadas discrimina-
ciones positivas o inversas), las cuales se basan, precisamente, en una alteración de
la igualdad formal o igualdad ante la ley, frente a cuya aplicación igual se establecen
"privilegios" para determinadas personas.

Estas excepciones, con las que se dio nombre a unas políticas que desde la
pasada década de los sesenta llevan a cabo los Estados Unidos para tratar de igualar
las oportunidades de dos grupos especialmente desfavorecidos (las mujeres y las
"minorías étnicas"), en su acceso a las universidades importantes y a los puestos de
responsabilidad, han levantado un intenso debate. En él, el mismo término "discrimi-
nación" incorpora un elemento des­legitimador, precisamente por conculcar la igualdad
jurídica. Frente a ellas se ha esgrimido su carácter imprudente, pues puede generar
cierta hostilidad social hacia el grupo favorecido; la perversión de los fines persegui­
dos, pues en vez de ayudar pueden estigmatizar a los grupos a los que se dirigen; o
el carácter arbitrario de los criterios usados (por qué la raza o el sexo y no la edad o la
extranjería).181

A diferencia de los argumentos liberales, las demandas de igualdad de la social-


democracia han ido destinadas, mas bien, a producir una homogeneización entre la
población (lo que equivaldría a una igualdad "en el punto de llegada").

181
Vid. A. RUIZ MIGUEL, "Discriminación inversa o igualdad", en A, VALCÁRCEL, El concepto de igualdad, op.
cit., p. 84.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 127

Una demanda de homogeneización social se hallaba, por ejemplo, en un defensor


del constitucionalismo social y del socialismo democrático, Hermann Heller, quien
sostiene que, sin ella, la igualdad formal se convertiría en la más radical desigualdad.182
En la propuesta socialdemócrata de Estado social el objetivo iba a ser, no tanto
garantizar un mínimo de bienestar, sino un máximo, de ahí que se defendiera el incre­
mento de pro­gramas sociales, la universalización de la población beneficiada (supe-
rando los límites de la clase trabajadora o cualquier test acerca de su renta, lo cual
sí era exigido en el modelo liberal), y la redistribución de la riqueza nacio­nal por medio
de la política de empleo y de la fiscal (con impuestos sobre la renta, no ya propor­
cionales a las mismas sino progresivos).183

Este efecto homogeneizante o de extensión a toda la población de las políticas


sociales parece caminar más en consonancia con el principio de igualdad ante la ley,
aplicada con carácter general a todos, y eliminado cualquier privilegio jurídico, que
podría resultar discriminatorio. Por esta razón, no extraña que las medidas de discri-
minación inversa susciten en los Estados sociales de corte socialdemócrata —sobre
todo de la Europa continental— una reacción más fuerte que en los Estados Unidos,
en defensa de una casi incontestable igualdad jurídica, sin tener en cuenta, en muchas
ocasiones, los efectos que pueden producir, en una aplicación igualitaria de la ley,
las diferencias de sexo y raza y las desigualdades socioeconómi­cas de partida. Por lo

182
Vid. H. HELLER, "Democracia política y homogeneización social", en Escritos políticos, trad. y ed. a cargo
de A. López Pina, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 264.
183
Vid. M. GARCÍA PELAYO, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza Editorial, Madrid, 1982,
pp. 30 y ss.

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128 Josefa Dolores Ruiz Resa

demás, también se olvida en estos debates que la existencia de discriminaciones


inversas o positivas se produce en los Estados sociales, desde el mismo surgimiento
del derecho del trabajo y de la seguridad social, o con el derecho fiscal.184

Esta circunstancia evidencia una difícil y en ocasiones perversa compenetración


entre la igualdad jurídica o igualdad ante la ley y las políticas tendentes a garantizar
la igualdad real: la aplicación universal de las últi­mas (lo cual ha sido la tendencia
creciente en los Estados sociales socialdemócratas, y que les ha llevado, de su apli-
cación sectorial a pobres y trabajadores hasta la generalidad de la población) ha
desembocado en una profundización de los desequilibrios entre todos los favoreci-
dos.185 Así, y como ha señalado U. Preuss, el Estado Social, al recargar el sentido de
igualdad de los ciudadanos, ha destruido sus propias premisas.186

La escasa atención concedida por las políticas de igualdad socialdemócratas a


las especificidades de los individuos y grupos ha sido explicada por Zagrebelsky como
una consecuencia de que su concepción de igualdad se haya circunscrito, como
ocurre con el cristianismo, a unos parámetros de objetividad y universalidad, más que
a objetivos de garantía de la liber­tad individual.187

184
Vid. P. BARCELLONA y A. CANTARO, "El Estado Social entre crisis y reestructuración", en J. CORCUERA
ATIENZA y M.A. GARCÍA HERRERA, (eds.), Derecho y economía en el Estado Social, op. cit., pp. 63 y 64 y ss.
185
Vid. V. FARGION, "Welfare State: contenuti e limiti delle politiche sociali", Il Mulino, núm. 270, 1980.
186
Vid. U. PREUSS, "La crisis del mercado de trabajo y las consecuencias para el Estado Social", en J. COR-
CUERA Y M.A. GARCÍA HERRERA (eds.), Derecho y economía en el Estado Social, op. cit., p. 84.
187
Vid. G. ZAGREBELSKY, El derecho dúctil: ley, derechos, justicia, trad. M. Gascón, Trotta, Madrid, 1995, p. 81.
Esto ha sido contestado por Peces-Barba, para quien, al menos el socialismo humanista, se encuentra dirigido hacia
el ejercicio de la libertad de los individuos: ésta sólo será posible si, previamente, han sido eliminados los obstáculos

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 129

La justificación cristiana de las políticas de igualdad real, especialmente desa-


rrollada desde la llamada "doctrina social de la Iglesia", parece evidenciar que tanto
la libertad como la igualdad son principios que responden a una ética objetiva y uni­
versal, dictada por un ser supremo, con inde­pendencia de las concretas demandas
de los individuos.188 De esta suerte, ni la igualdad se resuelve en igualdad ante la ley
(en cualquier caso, era un instrumento más al servicio de esa ética objetiva), ni la igual­
dad material se concreta en una serie unilateral de derechos. Esto último se aprecia
si analizamos la concreta y diversa justificación que en esta doctrina adoptan el dere­
cho al trabajo o el derecho al salario: el trabajo es, ante todo, un deber natural del
hombre para redimir sus pecados, como puso de manifiesto tempranamente el Géne­
sis; mientras que el salario justo no sólo es una reivindicación de los trabajadores
frente al patrón sino un freno a las demandas de aquéllos, que pueden ir en contra
de las exigencias de equilibrio. De esta manera, las políticas de igualdad están orien-
tadas, más bien, a proteger a sujetos débiles y desamparados (lo que lleva a la doctrina
social de la Iglesia a mirar con desconfianza los movimientos socialistas y sus propó-
sitos revolucionarios); y son un deber de los gobiernos, que les viene así impuesto
desde una noción de justicia objetiva. Estas circunstancias explican, como apunta
Amelia Valcárcel, que la igualdad haya sido sustituida, en la doctrina social de la
Iglesia, por el principio de la justicia social, según lo definió León XIII.189

para su ejercicio, obstáculos como las situaciones de necesidad en que se encuentran algunos individuos respecto
de otros, lo cual evidencia desiguales situaciones y condiciones para un pleno ejercicio de la libertad. Vid. G. PECES-
BARBA, "Epílogo. Desacuerdos y acuerdos con una obra importante", en G. ZAGREBELSKI, El derecho dúctil, op. cit.,
pp. 157 y ss.; en línea con lo que ya afirmaba en su libro Libertad, poder, socialismo, Civitas, 1978, cap. IV, "El socialismo
y la libertad", pp. 133 y ss.
188
Vid. G. ZAGREBELSKI, El derecho dúctil, op. cit., pp. 75 y ss.
189
A. VALCÁRCEL, "Igualdad, idea regulativa", op. cit., p. 11.

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Estas nuevas concepciones de la igualdad, apoyadas en los tres pilares ideoló-


gicos que hemos visto (liberalismo social, socialdemocracia, doctrina social de la
Iglesia), se recogieron en diversos textos jurídicos, sobre todo tras la II Guerra Mundial,
aunque hubo países, como México en 1917 o Alemania en 1919, e incluso la España
de la II República en 1931, que ya los habían recogido en sus Constituciones. En cual­
quier caso, su reflejo en estas leyes abriría paso al desarrollo del llamado constitucio-
nalismo social.

2. La crítica a la igualdad como homogeneización

No fue teóricamente incontrovertido el principio de igualdad moderna, como tampoco


lo fueron los intentos por llevar a la práctica una igualdad que fuera algo más que la
mera igualdad formal o ante la ley, y que se manifestaba en ocasiones como causante
de desigualdades sociales. Pero, sin duda, una de las críticas más importantes fue la
dirigida a su desatención a las especificidades de los seres humanos, así como
el incorporar el riesgo de converger hacia una homogeneización de los mismos, un
riesgo que había manifestado todos sus más crueles efectos en los regímenes totali-
tarios del siglo XX.

Las críticas vertidas sobre la homogeneización del sujeto moderno, hacia la que
habría conducido, entre otros factores, el principio de igualdad, pueden articularse
en dos grupos básicos: por un lado, las que se realizan desde posiciones que cues-
tionan el éxito del proyecto moderno, porque consideran que se ha agotado, ha entrado
en crisis o que incluso ha sido superado; por otro lado, están las críticas a las políticas
de igualdad, a las que culpan de la crisis y abogan por la vuelta a la libertad de mercado

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 131

y a sus leyes como mecanismos de distribución de bienes y posiciones. Comenzaremos


analizando el segundo grupo.

a. Desde la modernidad: razones "científicas" para abandonar


las políticas de igualdad y volver a la libertad de mercado
y la igualdad formal

La homogeneización del individuo propietario, hasta desembocar en una masa con-


sumista y no libre, fue denunciada por autores que se decían con­trarios al holismo,
y hacia el que, a su parecer, conducían doctrinas como el socialismo y su Estado
social. El más famoso de los "antiholistas", Karl Popper, acusaba a las teorías holistas
de Hegel y Marx de traicionar los ideales de la Ilustración en beneficio de un Estado
omnipotente: al hilo de sus obras, se habría producido el desarrollo de los totalitaris-
mos, nazi o estalinista, así como la generalización de una sociedad cerrada, en cuyo
seno el individuo está dominado por la fuerza del Estado, la cual está fuera de su
control.190

En este contexto, la libertad se anula, aunque sí se consigue la igualdad material.


Pero esta igualdad, que se consigue a costa de la libertad, no es la igualdad típica de
la Ilustración, la cual es igualdad formal o ante la ley, y que, evidentemente, convivirá
con la desigualdad material, pues excluye toda política para erradicarla. En este punto,
el Estado sólo debe vigilar el mantenimiento de la libre competencia, mientras que el
criterio de justicia distributiva que defiende Popper no es el de dar a cada uno según

190
Vid. al respecto K. POPPER, Miseria del historicismo, trad. P. Schwartz, Taurus, Madrid, 1973.

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su necesidad sino el de dar a cada uno según su mérito o esfuerzo personal. Por lo
demás, la competencia permite el desarrollo personal de los individuos, que de esta
manera, converge en la mejora del Todo social (en una nueva aplicación de la "mano
invisible").191

Al hilo de estas ideas, las obras de Minc, Bloom o Berger constituyen, desde las
ciencias sociales y con el telón de fondo de una crisis económica que está deslegiti-
mando al Estado social, críticas que se presentan como neutrales (por su carácter
científico) a la homogeneización económica. Para ello tratan de demostrar sus
perjuicios. En esta línea cabe también considerar la crítica al intervencionismo estatal
de la sociología sistémica de Luhmann.

En el contexto de la crisis financiera del Estado social, que le lleva a abogar por
una vuelta a la economía de mercado, Alain Minc afirma que la igualdad es una "má­
quina de rendimientos decrecientes", lo que ha desem­bocado en el malfuncionamiento
del Estado del bienestar, que ha aplicado sus políticas igualitarias indiscriminada-
mente, sin tener en cuenta las dife­rencias sociales, y ha hecho más ricos a los ricos
y más pobres a los pobres. Esto ha producido una gigantesca clase media, pero ha
desembocado también, ante la aplicación universal de sus políticas sociales, en
la producción de nuevas desigualdades, que afectan a sujetos que constituyen una
clase, no revolucionaria sino de excluidos. Se trata, a su entender, de una situación
que evidencia que el principio de la igualdad está agotado.192

191
Vid. K. POPPER, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona, 1981.
192
Vid. A. MINC, La máquina igualitaria, Planeta, Barcelona, 1989.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 133

Desde posiciones aún más conservadoras, Bloom, que se retrotrae a Tocqueville


y su explicación de la igualdad como efecto de la envidia, sostiene que la igualdad es,
en sí misma, nociva, incluso en sus manifestaciones liberales, como por ejemplo la
propuesta de Rawls, pues destruye la justicia y la cultura.193 Para Berger, la eficacia
del mercado será mejor, a la hora de producir la redistribución de la riqueza, que
cualquier política social que trate de interferir en el mercado de los privilegios, el poder
y el prestigio, y en el cual se dirimen las cuestiones relativas a la movilidad social.194

También se muestra contraria a las políticas de igualdad la sociología del siste-


mismo, que concibe la realidad en estructuras sistémicas y autónomas que interactúan
entre sí, como la economía (de mercado) o la política, independientes de cualquier
deseo o finalidad humana. De esta manera, la economía de mercado no debe ser
intervenida por la política: el Estado no debe interferir en ella (por ejemplo, para tratar
de realizar el valor de igualdad o corregir el malfuncionamiento de mercado), so pena de
introducir más problemas —una "explosión legislativa" incontenible— e impedir que
el propio sistema económico ponga en marcha sus mecanismos correc­tores. Con
estos argumentos trata Luhmann de evitar la acción del Estado social, al que culpa
del mismo malfuncionamiento de la economía.195

Frente a todas estas explicaciones "científicas" o "realistas", que aconsejan acabar


con las políticas de igualdad y dejar la marcha de la política y la economía al funcio-

193
Vid. BLOOM, Gigantes y enanos: interpretaciones sobre la historia sociopolítica de occidente, 1990.
194
Vid. BERGER, La revolución capitalista, Península, Barcelona, 1988.
195
Vid. N. LUHMANN, "The Self-Reproduction of Law and its Limits", en G. TEUBNER, Dilemms of Law in Welfare
State, op. cit., pp. 124 y 125.

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134 Josefa Dolores Ruiz Resa

namiento "natural" del mercado, hay otros estudios, como los de Polanyi, que tratan
de mostrar que la economía de mercado no es natural ni sus leyes son científicas.196

b. La reivindicación de la diferencia

Diversas corrientes concurren, en nombre de la diferencia, a la crítica del sujeto fuerte


del proyecto ilustrado, cimentado en la universalización del individualismo racional y
propietario, la raza blanca, el sexo masculino y los valores protestantes. Difíciles de
incardinar bajo un mismo título, todas ellas son reacias, con carácter general, a la
antropología que nace del pensamiento europeo, y que la ciencia moderna ha tratado
de "describir". Sin embargo, esto no ha impedido la elaboración de un perfil humano
abstracto y formal, con independencia de que parta o no de características a priori
o presuntos rasgos empíricamente observados. Se desemboca así en un sujeto fuerte,
en cuanto director de la Historia, entendida como un proceso lineal y progresivo, que
tiene como fin la emancipación del ser humano, de las imposiciones de otros seres
humanos, de la necesidad, de la acción incontrolada de la naturaleza, de la enfermedad
y del sufrimiento. A este modelo de sujeto fuerte responde tanto el sujeto indivi­
dual de la doctrina liberal y su derecho, como el sujeto colectivo (la clase social) del
socialismo.197

196
Vid. K. POLANYI, La gran transformación. Crítica al liberalismo económico, La Piqueta, Madrid, 1997, pp. 90 y ss.
197
Que el marxismo está inmerso en este "humanismo" lo ha señalado M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas,
op. cit. Para UDANIBIA, "Lo narrativo en la postmodernidad", en G. VATTIMO et al., En torno a la postmodernidad,
Anthropos, Barcelona, 1990, p. 51, en el pensamiento del sujeto moderno se asiste, de su conceptualización como
sujeto individual a su introducción en categorías colectivas, como la clase social.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 135

Entre estas corrientes críticas con el sujeto moderno se incluye, desde la filosofía
posmoderna de Deleuze, Derrida, Lyotard, la filosofía posestructuralista de Foucault,
Bataille o Kristeva, hasta el llamado "pensiero debole" de los italianos Vattimo y Rovatti.
Pese a sus diferencias, todos ellos comparten un escepticismo ante el proyecto
ilustrado, frente al que llevan a cabo un proceso de "deconstrucción" o "desestructu-
ración" de sus presu­puestos más básicos, entre ellos el sujeto fuerte, a partir del cual
descubren una multitud de sujetos. Ellos son el "otro" diferente de esa subjetivi­
dad abstracta y formal, hacia la que no pueden reconducirse, en su especifici­dad e
historicidad, sujetos como los locos y los enfermos,198 las mujeres o los extranjeros.
De manera general, también abogan por una razón procedimental, experimental y
formal, sostienen el carácter histórico y contingente de la razón, el giro lingüístico
o traslación de una filosofía de la conciencia a una filosofía del lenguaje, y la inversión
de la prima­cía clásica de la teoría sobre la práctica.199

Sobre la diferencia de estos sujetos, en especial las mujeres, ha pensado el


llamado feminismo de la diferencia, el cual debe mucho a las nociones instauradas
por la filosofía de Foucault. Ante las mujeres, el principio moderno de la igualdad ha
servido, no para establecer una hipotética relación de homologación, o ubicación
en un mismo rango a sujetos diferentes o discernibles, con la misma capacidad de hacer
(equipotencia), el mismo peso o valor (equivalencia) o la misma posibilidad de emitir
una voz que sea escuchada y considerada como portadora de significado y verdad

198
Vid. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit.
199
Vid. J. HABERMAS, Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid, 1990, pp. 38 y ss.

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136 Josefa Dolores Ruiz Resa

(equifonía). Por el contrario, las mujeres han sido reducidas a una identidad caracte-
rizada por la privacidad, en la que son indiscernibles (indiferenciables) como individuos,
y en donde no hay poder en el que coparticipar.200 Este "otro" que son las mujeres, que
ni siquiera ha sido beneficiaria directa de las políticas de igualdad del Estado social,201
es explicada desde tópicos que no han sido realmente contrastados en la "realidad"
(su pasividad, por ejemplo), los cuales emanan del discurso dominante o hegemónico,
elaborado por quienes detentan el poder (es decir, los varones).202

En una línea argumental similar ha sido reclamada la especificidad de otros


sujetos, como las minorías extranjeras que viven en los Estados-nación occidentales
y, en general, la particularidad de otras culturas distintas de la cultura del sujeto racio­nal
europeo (varón, blanco, pater familiae). Esta situación también se refleja fuera de los
Estados, pues la globalización ha potenciado el desplazamiento de los centros de

200
Vid. A. VALCÁRCEL, Sexo y filosofía, Anthropos, Barcelona, 1981; I. SANTA CRUZ, "Sobre el concepto de
igualdad: algunas observaciones", Isegoría, núm. 6, 1992; C. AMORÓS, "Igualdad e identidad", en A. VALCÁRCEL
(comp.), El concepto de igualdad, op. cit., p. 31; A. RUBIO CASTRO, Feminismo y ciudadanía, Instituto Andaluz de la
Mujer, Sevilla/Málaga, 1997.
201
Vid. al respecto Sharon TURNER, "Back to the future: women and social security", en AA.VV., Law, Society
and Change, Dartmouth, Aldershot, 1990, pp. 134 y ss., donde analiza la exclusión de las mujeres en la Gran Bretaña
del Informe Beveridge y de la legislación social que inspiró. En relación a la política social española de aquellas décadas
y su aplicación a la mujer, vid. J.D. RUIZ RESA, Trabajo y franquismo, Comares, Granada, 2000, pp. 138 y ss.
202
En la caracterización que el discurso dominante hace de las mujeres se hallan desde el despectivo "Marujas"
o "Mari-pilis", en registro popular, o los cultos "Pléyades", "cien mil vírgenes" (de los que da cuenta C. AMORÓS,
"Igualdad e identidad", en A. VALCÁRCEL (comp.), El concepto de igualdad, op. cit., pp. 30 y 45); hasta la caracterización
monstruosa y tenebrosa del otro femenino, que ha sido una constante del registro culto: las sirenas y sus cantos de
muerte, la Efigie y sus fatales enigmas, la Quimera o encarna­ción del capricho y los deseos exaltados, las Gorgonas
(entre ellas, la atroz Medusa, de cabellos de serpiente), las rapaces harpías, con cuerpo de pájaro y cola de sierpe, o
las vampiras, devoradoras de niños y hombres; de estas últimas también dan cuenta las cinematográficas vampiresas.
Vid. P. PEDRAZA, La bella, enigma y pesadilla, Almudina, Valencia, 1983.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 137

explotación (de la empresa a las naciones ricas) y de los explotados (del proletariado
a los países pobres).203 En cualquier caso, este fenómeno, en el ámbito internacio­
nal, ya se producía desde la época del colonialismo y el modelo económico que
conlleva.

La reivindicación de la diferencia, en este ámbito, y ante el incremento de los


flujos migratorios en todo el planeta, parte de la consideración básica de que la cultura
forma parte de la identidad de una persona; de ahí que ésta se vea afectada cuando
la cultura propia es ignorada.

Ante estas personas de diferente cultura, una comunidad puede adoptar tres
actitudes: el asimilacionismo, por el cual su cultura quedaría absorbida en la domi-
nante; el multiculturalismo, que niega la existencia de valores culturales universales
y demanda el derecho a la diferencia de las culturas minoritarias, y el interculturalismo,
que aunque también coincide en la exigencia de respeto de estas diferencias, cree que
sí existen unos valores universales tras la diversidad cultural.204 Todos ellos ponen de
manifiesto la relación íntima que se establece entre la igualdad y la tolerancia, debido
a la exigencia de tener que considerar como igual a otro diferente.

Respecto a estos grupos de culturas diferentes, hoy día se han propuesto dos
modelos básicos de política: la liberal, que se orienta primordialmente al tratamiento
igualitario, y si considera algún tipo de "discriminación positiva" es hasta que las

Vid. E. DÍAZ, Estado de Derecho y sociedad democrática, Taurus, Madrid, 1983, pp. 104 y 105.
203

Vid. M. ELÓSEGUI INTXASO, "Asimilacionismo, multiculturalismo, interculturalismo", Claves de razón práctica,


204

núm. 74, pp. 24 y ss.

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minorías se "igualen" al resto de la población; y la multicultural, que persigue mantener


las peculiaridades de esas culturas, fomentándolas y promoviéndolas.205 En cual­
quier caso, se plantea la dificul­tad de determinar quién es el sujeto beneficiario de
ese derecho a la diferencia, si la comunidad cultural minoritaria o el individuo de la
misma.206

La presencia de estas culturas diferentes de la occidental va más allá de la exi-


gencia de reconocimiento de su "derecho a su diferencia": exige también el disfrute
de la condición de ciudadano, puesto que la participación política es condición de
una vida comunitaria libre, que es a su vez la garantía de una vida individual libre.207

c. De la igualdad como redistribución


a la igualdad como reconocimiento

La percepción de que vivimos en un mundo global, en el que todos sus habitantes se


hallan de alguna manera interrelacionados y en que la cultura del grupo en que se

205
Representantes de una y otra tendencia son, por ejemplo. W. KYMLICKA (Ciudadanía multicultural. Una
teoría liberal de los derechos de las minorías, Paidós, Barcelona, 1996, y "Three forms of group-differentiated citizenship
in Canada", en S. BEHNABID (ed.), Democracy and Difference, Princeton University Press, Nueva Jersey, pp. 153 y ss.),
y Ch. TAYLOR (El multiculturalismo y la política del reconocimiento (1992), FCE, México, 1993). Para Kymlicka, es im-
portante reconocer a los grupos culturales marginados derechos especiales de representación política, es decir,
cuotas, para garantizar su acceso al poder político. Estos derechos, que funcionan como cuotas y, por lo tanto, entran
en el concepto de discriminaciones inversas, se consideran necesarios para garantizar la igualdad de los grupos
beneficiarios. Para Michael Walzer (Esferas de justicia, op. cit.), incluido en el grupo de los comunitaristas como Taylor,
la identidad cultural de los individuos se realiza en el proceso de producción, interpretación y distribución de bienes,
de ahí la conexión entre la igualdad y la cultura de la comunidad.
206
Vid. un análisis de esta cuestión en N, LÓPEZ CALERA, ¿Hay derechos colectivos? Individualidad y socialidad
en la teoría de los derechos, Ariel, Barcelona, 2000.
207
Sobre este particular, vid. W.R. BRUBAKER (ed), Immigration and the Politics of Citizenship in Europe and
North America, University Press of America, Londres/Lahnham, 1989.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 139

vive nos determina como individuos ha potenciado que desde las últimas décadas del
siglo XX se reivindique, como conte­nido de la justicia el reconocimiento frente o junto
a la redistribución. Se trata de grupos tradicionalmente excluidos y estigmatizados,
muchos de los cuales se han erigido en movimientos emancipatorios. Es el caso, por
ejemplo, de las mujeres, de ciertos grupos étnicos, o de las personas con discapacidad.
La fuerza de las reivindicaciones de reconocimiento co­necta con la idea de honor
(recordemos cómo, en la Edad Media, el honor estaba vinculado a la pertenencia a
un estamento social determinado, y que había gente que, como los mendigos o los
extranjeros, se consideraban gentes sin honor) y también responde a la crítica al indi­
vidualismo, por considerar al ser humano aislado de la comunidad en que nace y vive.
En este sentido, muchos comunitaristas y multiculturalistas insistirán en la importancia
de la identidad cultural en la vida de los seres humanos, y que sea el objeto de políti­
cas de igualdad concretas.

Según Nancy Fraser,208 la filosofía del reconocimiento parte de la filo­sofía hege-


liana (concretamente, de la fenomenología de la conciencia), y considera que el reco­
nocimiento es la relación recíproca ideal entre sujetos en la que se ven como iguales
y separados entre sí. Esto se resume en las preguntas ¿cómo me ve el otro? y ¿cómo
considero al otro? Frente al individualismo, la filosofía del reconocimiento considera
las relaciones sociales anteriores al individuo, y se desarrolla, posteriormente, de la
mano de la filosofía existencialista y, más recientemente, con las obras de Charles

208
Vid. N. FRASER, "La justicia social en la era de la política de la identidad: redistribución, reconocimiento y
participación", en N. FRASER y A. HONNETH, ¿Redistribución o reconocimiento?, Ediciones Morata/Fundación Paideia
Galiza, A Coruña, 2006, pp. 17 y ss.

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Taylor y Axel Honneth. También aparece vinculada al desarrollo de la psicología social


y de la corriente de los Estudios culturales, que analiza por qué medios y actividades
una comunidad determinada produce significados culturales, entre los que se en-
cuentran determinados estereotipos infamantes y excluyentes, asociados a la raza, el
sexo o la discapacidad.

A este respecto, es paradigmática la propia experiencia sufrida por uno de los


representantes de esa corriente, Stuart Hall, que es de raza negra. Como nos muestra
en el fragmento que a continuación se recoge, la forma en que otros nos llaman o
aluden a nosotros no es baladí y muestra qué consideración o respeto les merecemos:

En diferentes momentos de mis 30 años en Gran Bretaña, se me ha apelado o in-


terpelado como "de color", "indio-occidental", negrata (negro), negro (black) e
inmigrante. A veces en la calle, a veces en la esquina de una calle, a veces de
manera abusiva, a veces de manera amistosa, y a veces de manera ambigua [...].
Todos ellos me descubrían en situación, dentro de una cadena de significados que
construye la identidad a través de las categorías del color, la etnia y la raza.

En Jamaica, donde pasé mi juventud y adolescencia, se me apelaba constantemente


como "de color". La forma en que se articulaba este término con la síntesis entre
raza y etnicidad era tal que producía el significado "no negro". Los negros eran el
resto, la amplia mayoría de gente, el pueblo ordinario. Ser "de color" era pertenecer
al rango mixto de los marrones de la clase media, un corte por encima del resto
—en aspiraciones, si no en realidad—. Mi familia le daba mucho peso a estas
distinciones clasificatorias tan finamente graduadas; y en razón a lo que eso sig-
nificaba, en términos de distinciones de clase, estatus, raza y color, insistían en
esa adscripción [...]. Pueden imaginar cuán mortificados se sintieron cuando

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 141

des­cubrieron que, al venir de Inglaterra, los nativos de allí me habían interpelado


como "de color" precisamente porque, en la medida en la que ellos pudieron ver,
yo era negro, para todo tipo de propósitos […].

Ciertamente, yo soy de las Indias occidentales. En los años cincuenta, los términos
indio occidental e inmigrante eran equivalentes. Ahora, indio occidental suena
más romántico. Connota reggae, ron y coca-cola, sombras, mangos, y sabrosos
frutos cayendo de los árboles. Pero no hay nada ni remotamente romántico en
"inmigrante". Este término lo sitúa a uno de manera equívoca como realmente
perteneciente a algún lado... En realidad, yo sólo entendí la forma en que ese término
me posicionaba relativamente tarde, y la interpelación me vino de una dirección
inesperada. Fue cuando mi madre me dijo, en una breve visita a casa: "¡espero que
no te confundan con uno de esos inmigrantes!" [...]

También se me ha hablado con ese otro término, el término ausente y no debido,


el americano, el indigno que incluso empieza con N mayúscula. El silencio en torno
a ese término era lo más elocuente. Los términos marcados positivamente signi-
fican, a causa de su posición en relación con el ausente, el no hablado, el indecible.
El significado se relaciona con un sistema ideológico de presencias y ausencias [...].

El recién nacido que, de acuerdo con la lectura que hizo Lacan de Althusser, aún
tiene que adquirir los significados de ser situado dentro de la ley de la cultura, es
ya esperado, nombrado, posicionado "por adelantado por las formas de la ideología
(paternal/maternal/conyugal/fraternal)".

La observación me recuerda una temprana experiencia relacionada con esto. Es una


historia que frecuentemente se cuenta una y otra vez en mi familia —con mucho
humor en torno a ella, aunque yo nunca le he visto el chiste...—, y es que cuando
mi madre me trajo a casa del hospital, después de mi nacimiento, mi hermana

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miró dentro de mi cuna y dijo: "¿De dónde has sacado a este bebé coolie?" Coolies,
en Jamaica, eran los indios orientales, procedentes de los trabajadores forzosos
traídos al país tras la abolición de la esclavitud. Coolie está más abajo en la escala
que negro, si esto es posible. Ésta fue la manera en que mi hermana subrayaba,
como ocurre en la mejor de las familias mezcladas, que yo era más negro que el
promedio de mi familia [...] Desde ese momento en adelante, mi lugar dentro
del sistema de mi familia ha sido problemático. Esto puede ayudar a explicar por
qué y cómo al final llegué a convertirme en lo que se me había llamado al principio:
el coolie de mi familia, el que no pegaba, el fuera de lugar, el que merodeaba en la
calle con la gente equivocada y creció con todas esas divertidas ideas. El "otro".209

Fraser considera que las demandas de reconocimiento son contemporáneas


(propias de la sociedad postsocialista), mientras que la llamada filosofía de la redis-
tribución es anterior, y tiene como presupuestos el liberalismo social (entre cuyos
representantes ella cita a Bentham, Mill, Keynes, Rawls, Dworkin) y el socialismo
democrático.

Si bien para Fraser, ambos paradigmas, el de reconocimiento y redistribu­


ción, deben formar parte de las demandas de justicia, para Honneth, todas las de-
mandas de justicia, incluidas las de redistribución, se incardinan dentro de una ge-
nérica demanda de reconocimiento, que es lo que caracteriza en última instancia a

209
Stuart Hall, "Signification, representation, ideology: Althusser and the post-structuralist debates", Studies
in Mass Communication, vol. 2, núm. 2, junio, 1985, pp, 91 y ss. Esta traducción es mía, pero existe traducción española
de este texto y del libro en el que se recoge: Stuart HALL, "Significado, representación, ideología: Althusser y los
debates posestructuralistas", en James CURRAN, David MORLEY y Valerie WALKERDINE (comps.), Estudios culturales
y comunicación. Análisis, producción y consumo cultural de las políticas de la identidad y el posmodernismo (1995),
trad. Esther Poblete y Jordi Palou, Paidós, Barcelona, 1998, pp. 27-61.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 143

las demandas de justicia. Y a este respecto, recuerda cómo algunas de las reivindica­
ciones de las luchas obreras en Gran Bretaña incluían el fin de las humillaciones.210

He aquí un pasaje en el diario que Darwin escribió en uno de sus viajes, mientras
visitaba Rio de Janeiro que ilustra estas demandas de recono­cimiento. En ese pasaje,
Darwin alude a un hecho sobrecogedor, aunque lo hace con una sensibilidad que
podríamos calificar como propia de un hombre blanco británico del siglo XIX que ana­liza
la situación con los registros de su cultura, que es la dominante, sin considerar otras
posibilidades (en fin, se podría decir que muestra falta de empatía o piedad, asunto
que analizaremos en el siguiente capítulo, relativo a la fraternidad):

Mientras oscurecía, pasamos junto a una de las macizas, desnudas y escarpadas


montañas de granito que son tan comunes en este país. Este sitio es célebre por
haber servido de refugio durante largo tiempo a ciertos esclavos fugitivos, que
cultivando un pequeño terreno en las cercanías de la cima lograban sacar lo nece­
sario para su subsistencia. Con el tiempo fueron descubiertos, y, habiendo enviado
un piquete de soldados, todos fueron hechos prisioneros, excepto una vieja, que,
antes de volver a la esclavitud, prefirió arrojarse a un precipicio desde lo alto de la
montaña, y quedó hecha pedazos. En una matrona romana, este rasgo se hubiera
llamado el noble amor a la libertad; en una pobre negra, se califica de brutal
obstinación.211

210
Vid. A. HONNETH, "Redistribución como reconocimiento. Respuesta a Nancy Fraser", en N. FRASER Y
A. HONNETH, ¿Redistribución o reconocimiento?, op. cit., pp. 100-106.
211
Vid. Ch. DARWIN, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, trad. Juan Mateos, Espasa Clásicos,
2009, pp. 36 y 37.

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144 Josefa Dolores Ruiz Resa

En su texto Del Gobierno representativo, John Stuart Mill intuía la importancia de


la pertenencia al grupo para la conformación de la identidad de los seres humanos,
considerados en su pertenencia a un grupo o comunidad:

Si impedimos que los principales personajes de una comunidad se presenten ante


el mundo como sus jefes y representantes debemos a la legítima ambición de
aquéllos y al justo orgullo de la comunidad dejarles ver, por vía de indemnización, la
probabilidad igual de ocupar la misma posición eminente en una nación de poder e
importancia superiores […] [N]o es extraño que Corfú, que ha dado a Rusia un
ministro de reputación europea y un presidente a Gracia antes del advenimiento
de los bárbaros, se sienta ofendida de que sus habitantes no sean admitidos a los
puestos más elevados de ningún gobierno.212

En cualquier caso, su propuesta de solución a las diferencias entre comunidades


culturales se incluye dentro del asimilacionismo, al considerar que esas culturas de
las colonias, o de ciertas nacionalidades europeas (navarros, bretones, escoceses o
galeses) son inferiores a las de los pueblos cultos y civilizados de Europa (Francia
e Inglaterra, según Mill).213 En un contexto similar hay que considerar la disputa que
se estableció, durante la redacción de la Constitución de Cádiz, con los diputados
que procedían de las por entonces colonias americanas, y que se sentían subrepre-
sentados, dada la extensión de aquellas comunidades, o desigualmente tratados,

212
Vid. J. S. MILL, Del Gobierno representativo, trad. Marta C.C. de Iturbe y presentación de Dalmacio Negro,
Tecnos, Madrid, 1985, p. 203. Las cursivas son mías.
213
Vid. J. S. MILL, Del gobierno representativo, op. cit., p. 185. Sobre estas cuestiones en Mill, Vid. J. D. RUIZ RESA,
"Pluralismo y reconocimiento: John Stuart Mill y la representación política de las minorías", en JD. RUIZ RESA, John
Stuart Mill y la democracia del siglo XXI, Dykinson, Madrid, 2008, pp. 221-246.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 145

debido a las dificultades que suponía para ejercer sus libertades políticas la lejanía
con España.214 Hay que recordar, además, que en aquel tiempo se había asen­tado la
idea de que el representante político representaba a toda la nación y no a una parte
o grupo cultural que pudiera haber en su seno. Pero no puede olvidarse que por
aquellos años comenzaron las primeras demandas de independencia nacional en
América, que se achacaron a las insidias de Napoleón.

Hay entonces un factor que dispara la atención, aparentemente nueva, sobre las
demandas de reconocimiento, y éste es, sin duda, la crisis de la Modernidad, y con
ella, la crisis del "sujeto fuerte" (es decir, del individuo propietario, egoísta y maximizador
de su beneficio, y protagonista de la Historia —con mayúscula—), cuya presencia
dominaba en la filosofía, la política, el derecho o la economía. Tras la crítica a la idea
moderna de un individuo abstracto, aislado y racional, se acrecienta la concien­
cia acer­ca de la vulnerabilidad humana, a la vez que los deseos de autorrealización
son situados al mismo nivel que el cálculo racional y la satisfacción de intereses.
"¿Quién soy yo?" se ha convertido en la pregunta radicalmente existencial que recorre
las democracias occidentales y que reemplaza la vieja certeza, obtenida en solitario,
del "cogito ergo sum", por una autoconciencia a la que se accede en el seno de una
colectividad prepolítica, con­cebida, a su vez, como un sujeto. Los individuos se vuelven
"ahora" hacia esos grupos detentadores de una cultura religiosa, étnica o nacional (o
incluso, como se ha llegado a decir, de una cultura de género, o atribuible a los

214
Vid. Marie-Laure RIEU-MILLAN, "Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz: Elecciones y
representatividad", en Quinto centenario, núm. 14, Universidad Complutense, Madrid, 1988, pp. 53-72.

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146 Josefa Dolores Ruiz Resa

discapacitados), para resolver sus crisis de identidad. Estas crisis de identidad, están
conectadas, desde luego con la del sujeto moderno, pero no sólo responden a moti­
vos de índole intelectual y psicológica sino también a las vicisitudes del entorno social
del individuo (guerras, pobreza, maltrato, desarraigo, exilio, enfermedad, discrimina-
ción, extensión de un orden político, económico y social que se conoce como globa-
lización, en el que los Estados-nación, como comunidades protectoras y otorgadoras
de identidad, ven disminuido su poder, etc.). También responden a las limi­taciones de
la ciencia y la filosofía modernas para explicar y resolver estas cuestiones. En cambio, las
soluciones parecen venir de grupos o identida­des colectivas, que no se circunscriben
al Estado y que son portadoras de una cierta cultura, en cuyo seno el individuo cree
reconstruir su "imagen" rota o deformada. No es sólo el pluralismo de las ideas lo que
se demanda, sino un pluralismo de presencias que se muestran o visibilizan por
medio de específicos lenguajes y símbolos que la cultura dominante había ve­nido
despreciando.

Actualmente, esta forma de igualdad como reconocimiento se plasma en diversas


convenciones internacionales, que tratan de eliminar los estereotipos, como ocurre,
en relación con los estereotipos sexuales, con el artículo 5 de la Convención para la
eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979 CEDAW,
por sus siglas en inglés;215 o lo dispuesto desde distintas instancias europeas, como

215
"Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para: a) Modificar los patrones socioculturales
de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejui­cios y las prácticas
consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera
de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres."

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 147

la Resolución del Comité de Ministros del Consejo de Europa, aprobada a comienzos


de 1990, en la que demandaba la eliminación del sexismo en el lenguaje. A este res-
pecto, el Parlamento Europeo aprobó, por decisión del Grupo de Alto Nivel sobre
Igualdad de Género y Diversidad, un Informe sobre el lenguaje no sexista, en febrero
de 2008, para evitar el lenguaje sexista en el propio Parlamento. Este Informe aportaba
también algunas orientaciones comunes a la mayoría de las lenguas, referidas al uso
genérico del género masculino, a las for­mas de nombrar cargos y profesiones, o
nombres, estado civil y tratamientos, con indicaciones para las diversas lenguas de
la UE, entre ellas, unas Orientaciones específicas para el español.

La importancia concedida a la identidad sexual, religiosa o étnica de una persona


y cómo por razón de ésta puede ser objeto de discriminación ha permitido el desarrollo
de nuevas nociones como las de discriminación directa e indirecta, o la distinción
entre el acoso sexual y el acoso por razón de sexo (así ocurre, por ejemplo, en la
normativa de la Unión Europea), siendo el segundo el acoso que sufre una persona
debido a su identidad sexual. Por otra parte, en el derecho de muchas de las demo-
cracias actuales, el sexismo, el racismo, la xenofobia o la homofobia se contemplan
como agravantes en ciertos delitos, que en algunos casos, como ocurre en los Estados
Unidos, se llaman delitos de odio. Éstos incluyen también los delitos que se comenten
contra una persona por tener discapacidad.

En este sentido, y por lo que se refiere al tratamiento de la discapacidad, debe


aludirse a la desaparición de la expresión "minusvalía", a partir de las denominaciones

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que propone la OMS en el CIF-2001,216 donde se dispone utilizar ‘discapacidad’ como


término genérico que incluye déficits, limitaciones en la actividad y restricciones en
la participación, en lugar de ‘minus­valía’, por la connotación peyorativa (menor valor)
de esta palabra,217 la cual en su momento había sustituido expresiones aún más
estigmatizantes.

La igualdad ha experimentado, pues, numeroso cambios pero, desde la Antigüe-


dad, se erige más que ningún otro valor en sinónimo de justicia. Asimismo, incorpora
desde entonces la distinción entre diversos planos: el de la naturaleza, el derecho,
la política, la sociedad y la economía. Por una parte, esta circunstancia convierte la
igualdad en un término ambiguo, así como a otros conceptos ligados a ella como
la discriminación, la desigual­dad y la diferencia. Por otra parte, la igualdad aparece
indisolublemente conectada a nuestras posibilidades de ejercer nuestra libertad,
considerada tanto en su dimensión privada (que remite al ámbito interno, a la mora-
lidad, a la familia o domus y a la actividad económica) como política (relativa a la
posibilidad de participar en el gobierno de la comunidad, y con qué alcance). En mu­
chas de las corrientes analizadas, las desigualdades naturales han quedado desautori­
zadas como fundamento de las desigualdades jurídicas, políticas y morales, así como
de las socioeconómicas, referidas a la riqueza, pero también al honor y al recono­
cimiento. Sin embargo, persisten las diferencias en las soluciones y enfoques, debido a

216
En 2001, la OMS aprobó una nueva Clasificación Internacional del Funcionamiento de la Discapacidad
(CIF), también conocida como CIDDM-2.
217
En España, esta adaptación se dispuso en Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía
Personal y Atención a las personas en situación de dependencia (Ley de Dependencia).

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 149

la utilización ambigua del término ‘naturaleza’, que lo mismo remite a lo biológico


(científicamente delimitado) que a lo metafísico (moral o filosóficamente delimitado),
a la superposición de estos significados, que determinan que unas veces lo metafísico
se justifico en lo biológico sí pueda justificarse en lo metafísico y otras veces no, y a
la circunstancia de que algunas afirmaciones sobre lo biológico no son realmente
científicas por no haber sido debidamente contrastadas.

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Capítulo IV
La fraternidad

L a fraternidad, el tercer principio de la trilogía francesa, ha sido considerada, al


menos en el proyecto emancipador moderno, la "cenicienta" de aquella tríada, por
atribuírsele un carácter utópico.218 Pero la fraternidad es un valor que remite a otros,
como la igualdad, la amistad, el amor, la armonía, la tolerancia y la cooperación entre
los miembros de un grupo, que tienen o se consideran entre sí en una relación de
hermandad, con un conocimiento mutuo cuasifamiliar, que a menudo, suelen adoptar
formas y ritos para fomentar la unidad entre ellos y frente a los extraños al grupo.219
Esto ha hecho de la fraternidad un valor ambiguo, en ocasiones conectado también
a la violencia y a la lucha, por cuanto muchas veces los lazos de fraternidad se esta-
blecen, no sólo por razón de nacimiento, sino tras un pacto de no agresión entre sus

218
Vid. R. BODEI, "Voy buscando fraternidad. El papel de un valor frecuentemente olvidado", Debats, núm. 28,
1980, pp. 104 y ss.
219
Vid. H. PRATT FAIRCHILD (ed), Diccionario de sociología, voz "fraternidad", FCE, México, 1949, p. 126.

151

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152 Josefa Dolores Ruiz Resa

firmantes, pues no se excluyen relaciones de rivalidad e impulsos fratricidas —cuya


presencia reconoce incluso el Génesis—, perceptibles incluso entre hermanos de
sangre, y/o para constituir una fuerza común de agresión frente a terceros.220 Veamos
algunos de los elementos que han sido incluidos como significados básicos de la
fraternidad y que aún hoy perduran en los sistemas jurídicos de las democracias
actuales.

1. La fraternidad antigua

Desde la Antigüedad comienzan a cultivarse estas distintas dimensiones de la frater-


nidad, como amor o amistad, pero también como principio abocado hacia la violencia.
Sin utilizar la expresión fraternidad, a ella alude Aristóteles cuando erige a la amistad
en el mayor bien de las ciudades;221 igual­mente ocurre con Cicerón y Séneca, de cuyas
semblanzas de la fraternidad se pueden obtener los siguientes rasgos característicos,
que luego san Pablo cristianiza: amistad o amor hacia todo el género humano, que
se entiende como un apetito natural de los hombres, ayuda mutua y uso común de
los bienes.222

Las conexiones entre la fraternidad y la igualdad comienzan mucho antes: los


estudios antropológicos han puesto de manifiesto esta circunstancia en la descripción

220
Vid. D. MILLER, Enciclopedia del pensamiento político, voz "fraternidad", Alianza Editorial, Madrid, 1989, pp.
211 y 212.
221
Vid. ARISTÓTELES, Política, op. cit., 1262b
222
Vid. G. PECES-BARABA MARTÍNEZ, Curso de derechos fundamentales (I). Teoría general, op. cit., III, 10, "La
solidaridad", pp. 223 y 224.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 153

de la organización tribal de carácter exogámico, llamada, precisamente "fratria",223


que fundamenta sus relaciones respectivas en términos de grupo y no de familia, y que
es el origen del patriarcado como masculinidad, no como paternidad:224 en esta orga-
nización, para reclamar una esposa no puede invocarse ni el estado de fraternidad ni
el de paternidad, sino que puede apoyarse en que todos los hombres se encuentran
en "igualdad" de condiciones en su competencia por todas las mujeres.225 Estas cir-
cunstancias evidencian la conexión de la fraternidad con la ideología del contrato o
pacto y sus presupuestos básicos: la igualdad y libertad de los contratantes, entre los
cuales ya no está la mujer, pues es el objeto del contrato. Aunque tampoco significa
que esté la fraternidad ineludiblemente implicada con aquéllas, ya que también se
dan relaciones fraternales, no sólo entre los ciudadanos de sociedades democráticas
sino entre los súbditos de una sociedad jerárquica, que presupone la subordinación
in­condicional a una autoridad heterónoma.226

Pero también la fraternidad se halla relacionada con la administración de la


violencia entre los integrantes de un grupo, limitando los efectos des­tructivos de sus
rivalidades, y frente a terceros, de manera que se constituye en la base de una alianza
para la guerra.

La fraternidad de la comunidad ante la violencia y la guerra se pone de manifiesto


en la polis griega, donde la "unidad" de los ciudadanos se mantiene en tiempos de

223
Vid. H. PRATT FAIRCHILD (ed), Diccionario de sociología, voz "fratria", op. cit., p. 126.
224
Vid. M.X. AGRA, "Reflexiones sobre la fraternidad", en Filosofía política. Razón e historia. Monografía temática,
Anthropos, Barcelona, 1991, pp. 109 y 110.
225
Vid. C. LEVI-STRAUSS, Las estructuras elementales de parentesco, Paidós, Buenos Aires, 1969.
226
Vid. D. MILLER, Enciclopedia del pensamiento político, voz "fraternidad", op. cit. pp. 211 y 212.

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154 Josefa Dolores Ruiz Resa

beligerancia y de paz.227 La fraternidad es tan importante en la guerra que su cultivo


se estimula entre los soldados de la Antigüedad clásica. Administrada y jerarqui­
zada su agresividad, se entablan entre ellos lazos de amistad y camaradería, e incluso
de amor: Aquiles, Alejandro Magno o el mítico batallón de Tebas, son ejemplos del
haz de múltiples significados de la fraternidad antigua, de la que ya están excluidas
las mujeres, pues la amistad y el amor verdaderos son los que, a juicio de los filósofos
clásicos como Sócrates, entablan los varones entre sí (la identificación entre el amor,
el matrimonio y la procreación es algo casi contemporáneo).228

2. La fraternidad cristiana

El discurso cristiano de la fraternidad está sustentado en numerosos pasajes del


Nuevo Testamento, donde se postula el amor y la ayuda mutua entre los seres huma-
nos, todos ellos "hermanos" por su participación de la natu­raleza divina. Por otra parte,
la entrega de Jesucristo, que da su vida por la salvación del género humano, se erige
en paradigma de sacrificio por amor al otro, por cuanto se da la vida propia sin recibir
nada a cambio.

Pero la noción de fraternidad cristiana debe bastante a los humanistas e iusna-


turalistas cristianos de los siglos XV en adelante: Luis Vives, Barto­lomé de las Casas
o Francisco de Vitoria reivindican la amistad y comunicación entre los hombres, desde

227
Vid. N. MATTEUCCI, "Dell´eguaglianza degli antichi parangonata a quella dei moderni", en Lo Stato mo-
derno, op. cit., p. 219.
228
Vid. L. CASTRO DE NOQUEIRO, prólogo a PLATÓN, Diálogos, Espasa Calpe, Madrid, 1984, p. 18.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 155

la defensa de la igualdad de todos los seres humanos, cristianos o paganos.229 Esto


inicia una conexión entre la fraternidad, la igualdad y la tolerancia hacia los diferentes,
que exige que la fraternidad amplíe el círculo del "nosotros".230

Por otro lado, la fraternidad, como soporte para la mutua ayuda, se canaliza a
partir de la idea de contrato social, que el iusnaturalismo cristiano teoriza temprana-
mente, y con la que, además, se trata de establecer una conexión entre las leyes po-
sitivas que los hombres se dan y los valores de justicia, y también amor o cooperación
que el derecho natural demanda.

Esta fraternidad también se traduce, a efectos prácticos, en el desarrollo de una


labor de caridad o beneficencia a cargo de la Iglesia, y que aún persiste en la actua-
lidad. En la Edad Media, y gracias, por ejemplo, a los textos de Santo Tomás de Aquino,
la fraternidad sumaba, entre los valores a los que ya venía remitiendo (amor, amistad
o igualdad), el de la piedad.231 Esta circunstancia permite matizar, en nombre de la
fraternidad, las desigualdades sociales de la "ciudad terrenal". En primer lugar, dulcifica
los efectos de aquéllas; pero, en segundo lugar, se canaliza sobre éstas, pues la piedad
va a adoptar, en adelante, una significación que la sitúa, no entre iguales, sino entre
desiguales. Se convierte así en una virtud privada, que practican los poderosos, y que
se dirige en beneficio de su alma.

229
Vid. PECES-BARBA, domínguez, Curso de derechos fundamentales (I). Teoría general, op. cit., III, 10. "La solida-
ridad", p. 226.
230
Vid. J. DE LUCAS, "Un test para la solidaridad y la tolerancia: el reto del racismo", en Sistema, núm. 106,
1992, p. 21.
231
Vid. G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Curso de derechos fundamentales (I). Teoría general, op. cit., III, 10., "La
solidaridad", p. 224.

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El sentido pietista de la fraternidad cristiana será especialmente cultivado por


la doctrina social de la Iglesia, que, desde su demanda de justicia social, fomenta la
limosna de los bienes superfluos, pero sin que ello desemboque en la colectivización
de la propiedad privada.232

El pietismo sería, por lo demás, un rasgo característico de las llamadas "leyes


de pobres" habidas durante el Antiguo Régimen, y en las que se esta­blece una cober-
tura social mínima, así como una red de beneficencia pública —que incluye, por
ejemplo, los hospitales o los orfanatos—. En ellas, el sujeto beneficiado es un ser
desgraciado (trabajadores, pobres y menesterosos, madres solteras, huérfanos, viudas,
enfermos, inválidos y ancianos), al cual se dirige la acción de las instituciones de
caridad pública o privada. Éste será también el sentido de la legislación social otorgada
desde los sectores más conservadores, con motivo del estallido de la cuestión
social.233

Junto a este significado pietista, la fraternidad cristiana, proyectada sobre una


concepción organicista de la sociedad (como consecuencia de la impregnación
aristotélica del cristianismo; o bajo la influencia específica de la doctrina de san Pablo),
se orientará también a la búsqueda de armonía y paz entre las partes, desiguales, de
ese todo social:234 la armonía entre los integrantes de la empresa, patrones y trabaja-

232
Vid. al respecto un representante de esa doctrina en España, J. AZPIAZU, "La moral ante los bienes super-
fluos", Fomento Social, vol. II, núm. 8, 1947.
233
Vid. A. MONTOYA MELGAR, Ideología y lenguaje de las primeras leyes laborales en España, op. cit., pp. 10 y ss.
234
Vid. H.E. BARNES y H. BECKER, Historia del pensamiento social, tomo I, trad. Vicente Herrero, FCE, México,
1945, p. 239.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 157

dores, frente a la fractura o enfrentamiento clasista que se decía preconizaba el


marxismo, será una constante en la doctrina social de la Iglesia, que, en este punto,
llegaría incluso a demandar la participación de los trabajadores en la dirección y en
los beneficios de la empresa. Sin embargo, su conversión en auténticos derechos
demandables por los trabajadores no alcanzó la unanimidad de los Papas, que todo
lo más, aconsejaban suavizar con el contrato de sociedad el contrato de trabajo -ins-
trumento que, a su entender, profundizaba en la ruptura interclasista, porque servía
para relacionar individuos egoístas, en busca de su interés particular.235

3. La fraternidad laica de la modernidad:


contractualismo, simpatía y benevolencia

En la modernidad se aprecia cómo la fraternidad, dominada por el discurso cristiano


durante el medievo, se funda también sobre valores laicos, aunque todavía subsiste
la presencia de la caridad o piedad, en un sentido tomista, mientras que continúa su
teorización junto a la tolerancia, sobre todo, la tolerancia religiosa, que se afirma frente
a las últimas y destructivas guerras de religión, de la mano de Spinoza o de
Montaigne.

Pero, al mismo tiempo, la fraternidad deja de fundarse en una concepción orga-


nicista u holista de la sociedad, dominante hasta entonces, para pasar a hacerlo sobre

235
Vid. F. RODRÍGUEZ, "Sobre la participación en los beneficios", Cuadernos de política social, núm. 8, 1950,
p. 109, donde da noticia de las divergentes opiniones que al respecto sostuvieron León XIII, Pío XI y Pío XII; y J. TODOLI,
Moral, economía y humanismo. Los derechos económico-sociales en las Declaraciones del Hombre y textos de las
mismas, Instituto Social León XIII, Madrid, 1955, pp. 108 y ss.

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una noción individualista, en la que la sociedad no es más que la suma de individuos.


Como indica Peces-Barba, especialmente importante será la aportación de los uto-
pistas del Renacimiento en la formulación de esta fraternidad moderna, la cual tendría,
como contenidos básicos: la defensa de la atenuación de las diferencias, la ayuda
mutua, el rechazo de la cosificación de las personas, la crítica a la propiedad pri­
vada, la defensa de los pobres y la crítica a los ricos, y la demanda de la acción positiva
del derecho en torno a estos objetivos.236

Una vez más, la hipótesis del contrato social sirve de guía a la concreción de la
fraternidad y los demás valores a ella conectados: cooperación mutua, igualdad,
amistad, pero también gestión de las rivalidades. A este respecto, recuérdense los
términos de las diversas fórmulas propuestas por Hobbes, Locke o Rousseau, y vistas
cuando se analizaban los contenidos de la libertad moderna, donde siempre estaba
presente la defensa frente a terceros ajenos al grupo y la cooperación entre sus
miembros.

A este respecto, un texto jurídico del siglo XII muestra lo arraigado de estas
significaciones que van a perdurar en los siglos siguientes. Se trata de la Carta de
Neuchatel, que contiene el conjunto de las libertades otorgadas a los habitantes
de la ciudad por los condes Ulrico y Bertoldo, y que dice así:

236
Vi. PECES-BARBA, Curso de derechos fundamentales (I). Teoría general, op. cit., III, 10, "La solidaridad", pp.
225 y 226.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 159

Si algún recién llegado que no está entre nuestros ciudadanos se refugia en


nuestra ciudad, establece su domicilio en ella, un año y un día sin ser reclamado,
se presenta a su llegada a los funcionarios de la ciudad o a Nos mismo y ayuda a
los trabajos de utilidad pública, nuestros ciudadanos le considerarán en adelante
como conciudadano, y, como uno de ellos, tendrá nuestra garantía en caso de
necesidad. SI no ha ayudado no se le considerará como conciudadano y no se le
otorgará ninguna garantía; no toleraremos sin embargo, por el honor de la ciudad,
que dentro de sus muros sea insultado, pero si es detenido o muerto fuera de ellos,
no le vengaremos.237

Este sentido de la fraternidad asociado a la lucha se detecta en el proceder de


las hermandades secretas que proliferaron en el periodo histórico de las revoluciones
burguesas: masones, rosacruces o carbonarios, constituyeron asociaciones secretas
y clandestinas, formadas por indivi­duos con la capacidad suficiente para llevar a cabo
las revoluciones sociales requeridas, frente al inculto vulgo. Y toda una escenografía
ritual, secretista e iniciática, sellaba las relaciones entre los "hermanos", relaciones
orientadas a la paternalista acción violenta, sediciosa y beligerante frente al orden
esta­blecido (es decir, el Antiguo Régimen).

Sin embargo, el feminismo y otras corrientes que analizan los fenómenos de


exclusión social y canalizan las demandas de los excluidos, han puesto de manifiesto
el alcance real de la fraternidad sustentada en el contrato social, y que están invitados
a firmar los iguales: es un pacto de cooperación y no agresión entre varones, dirigido

237
Vid. Textos básicos sobre Derechos Humanos, op. cit., p. 24.

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al establecimiento de un poder patriarcal que se reparten los "hermanos", y del que


están excluidas las "hermanas".238 El contrato social se proyecta, pues, sobre los padres
de familia, en cuyo seno, como recordaba Hannah Arendt, reina la "desigualdad": las
mujeres no son sujetos sui iuris, por decirlo con palabras de Kant, sino subordina­
das al hombre. En esta consideración de la mujer, apenas hubo diferencias con lo
que ya dijo Aristóteles y mantuvo la escolástica cristiana. De esta manera, el con­
trato social no está suscrito por todos los habitantes del estado de naturaleza, sino
sólo por los varones, que son quie­nes se erigen en los individuos libres y más o menos
racionales de la filosofía individualista del nuevo contractualismo liberal. Delimitadas
sólo por una naturaleza biológica que parece abocar toda su existencia a la procreación
y cuidado de la especie, las mujeres se quedan en el estado de naturaleza, ya que no
alcanzan el disfrute de las libertades morales y civiles que procura el estado social.

También se detectarán las exclusiones en relación con los extranjeros o no nacio­


nales, inicialmente respecto de los ciudadanos de las colonias, que siempre serán
ciudadanos de segunda, y no considerados como si formaran parte del grupo de
miembros de pura cepa. Ya se han señalado las exclusiones del ejercicio de la libertad
política de que eran objeto. John Stuart Mill, reflexionando sobre los habitantes de las
colonias británicas, apunta cómo este trato desigual puede desembocar en la desa-
fección hacia la metrópolis y, por lo tanto, en su deseo de desgajarse de ella: "Si la

238
Vid. Carole. PATEMAN, El contrato sexual, Anthropos, Barcelona, 1995, pp. 58 y ss., donde analiza estas
cuestiones en el contractualismo de Hobbes, Locke, Pufendorf o Rousseau.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 161

carrera política y administrativa en el imperio británico estuviese abierto a los habitantes


de las islas jónicas no oiríamos hablar de su deseo de unirse a Grecia".239

El peor trato frente a los no nacionales aún persiste en nuestros días, como lo
muestran las políticas migratorias de los países que reciben inmigrantes. Así ocurre
en relación con los países de la Unión Europea, muy restrictivas y que incluso eliminan
derechos que, como la asistencia sanitaria, tenían reconocidos, o adoptando estrate-
gias disuasorias en las fronte­ras. Hablamos, además, de Estados que se presentan
como democracias constitucionales, contradiciendo, por lo tanto, la tradición del valor
de la fraternidad. La estrategia de rechazo a los extranjeros para que no entren o
permanezcan en el grupo se sigue apreciando también en el seno de comu­nidades
cuyos miembros supuestamente se han comprometido a la coope­ración. Es el caso,
nuevamente de los Estados que componen la Unión Europea, especialmente percep-
tible en tiempos de crisis económicas. Pero esta situación no es nueva, como lo evi-
dencia el hecho de que la libre circulación de trabajadores de los Estados de esta
asociación siempre estuvo sometida a numerosas restricciones, incluso en el caso
de los trabajadores cualificados, es decir, trabajadores que se supone que contribuyen
a la riqueza y prosperidad de los Estados en los que se instalan.240

Pero, volviendo al estado de sociedad al que nos había conducido el contractua-


lismo moderno de los siglos XVII y siguientes, también se detecta que, en él, la frater-

239
Vid. J.S. MILL, Del gobierno representativo, op. cit., p. 203.
Vid. al respecto Ana RUBIO CASTRO y Mercedes MOYA ESCUDERO, "La ciudadanía en Europa y el fenómeno
240

migratorio: nuevas desigualdades y servidumbres voluntarias", Anales de la Cátedra Francisco Suárez, vol. 45, 2011,
pp. 184-227.

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162 Josefa Dolores Ruiz Resa

nidad del individualismo moderno se resuelve en mera "simpatía", al menos en la


doctrina liberal y en la ética utilitarista. Esta transformación se debió, como vimos, a
la obra de autores como A. Smith, que sustituyen la piedad, el amor o la amistad,
como base para la ayuda mutua, por una especie de facultad neutral que consiste en
ponerse en el lugar del otro, cual espectador imparcial, y experimentar los sentimientos
que ese otro tiene. Ésta es una facultad que, al entender de Smith, hasta los delin-
cuentes tienen:

Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos
ele­mentos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de
tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a
no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión,
emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o
cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vívido. El que con
frecuencia el dolor ajeno nos haga padecer, es un hecho demasiado obvio que no
requiere comprobación, porque este sentimiento, al igual que todas las demás
pasiones de la naturaleza humana, en modo alguno se limita a los virtuosos y
humanos, aunque posiblemente sean éstos los que lo experimenten con la más
exquisita sensibilidad. El mayor malhechor, el más endurecido transgresor de
las leyes de la sociedad, no carece del todo de ese sentimiento […]

La lástima, la compasión, son términos que con propiedad denotan nuestra con-
dolencia por el sufrimiento ajeno. La simpatía, si bien su acepción fue, quizá la
misma, puede ahora, no obstante, con harta impropiedad, utilizarse para significar
nuestro común interés por toda pasión, cualquiera que sea.241

241
Vid. A. SMITH, Teoría de los sentimientos morales. op. cit., pp. 31 y 35.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 163

La simpatía es, por lo tanto, el principio que sustituye a la fraternidad comunita­


ria del medievo, y para Marx es el verdadero sentido de la "fraternité" revolucionaria,
término que él sustituía, como vimos, por el nombre de otro autor, "Bentham", pues
le parece que este filósofo la inspira desde su ética utilitarista, así como desde su
modelo antropológico de ser humano, orientado básicamente a la maximización del
beneficio económico, según las leyes de mercado que descubre la economía
clásica.

Desarticulados los lazos de ayuda mutua que emanaba del organicismo medieval,
prohibida toda forma de asociación, y denostadas la beneficencia privada religiosa o
la pública, por entenderse que fomentaban la molicie y la inmovilidad de los trabaja-
dores, la simpatía se erige en el mecanismo de cooperación adecuado para la nueva
economía de mercado. Además, aparece como una facultad humana cuya existen­
cia se afirma como real, pues se sostiene que es empíricamente detectable en el
comportamiento de los seres humanos, los cuales actúan, no como seres bondadosos,
sino como sujetos egoístas, que buscan el placer y huyen del dolor y el sacrificio. La base
científica de esta antropología negativa es el presupuesto, no sólo de una nueva ciencia
económica, sino de una nueva ética.

En cualquier caso, algunos estudiosos han sostenido que la simpatía es para


Smith el punto de partida para actitudes filantrópicas o altruistas. Al lado del énfasis
sobre el egoísmo, la modernidad construye también una idea de fraternidad que par­
tiendo de la simpatía llega hasta la idea de benevolencia. Aunque tiene su precedente
en Aristóteles y los estoicos, alcanza su desarrollo conceptual con el iusnaturalismo

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164 Josefa Dolores Ruiz Resa

racionalista, de la mano de nociones como la appetitus societatis, de Grocio, o la so-


cialitas de Pufendorf, pero sobre todo de la mano de Cumberland. Éste la concibe
como aprecio recíproco y simpatía entre los individuos. Siguiendo a Cumberland,
Shaftesbury sostendrá que, frente a la visión egoísta que Mandeville sostiene de los
seres humanos, éstos tienen también sentimientos altruistas y se sienten inclina­
dos a la generosidad. También Hutcheson cree, en línea con los dos pensadores
anteriores, que los seres humanos se hallan inclinados por naturaleza al bien. De forma
similar, Hume Smith y Rousseau sostendrán esa tendencia del ser humano a la be-
nevolencia, en oposición a Hobbes y Mandeville, que lo retratan como un ser egoísta
y malo.242 Para Mandeville los vicios privados, que llevan al hombre a desconfiar de los
demás y a alejarse de ellos, se convierten en virtudes públicas, pues revierten en una
cooperación general que lleva a la prosperidad de la comunidad.243 En cambio, para
Smith la simpatía es el punto de partida de la benevolen­cia, en la medida en que
consiste en esa disposición que nos permite acomodar nuestras afecciones menta­
les con las de otros seres humanos. Esto significa que no somos insensibles a las
pasiones, aunque haya que reprimir su vehemencia.

La simpatía confluirá con otro mecanismo que ya se analizó en relación con la


libertad, el de la "mano invisible", para conseguir que el egoísmo privado converja
hacia cierta forma de cooperación, necesaria para que una comunidad consiga su

242
Vid. M. SALGUERO, La benevolencia. Genealogía de una virtud política ilustrada, Universidad de Granada,
Granada, 2011, pp. 11-13.
243
Vid. B. MANDEVILLE, La fábula de las abejas, o los Vicios Privados hacen la Prosperidad Pública, trad. J. Ferrater
Mora, FCE, México, 1982

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 165

interés general, que no es sino garantizar su propia subsistencia, y que no puede ser
sino la suma (milagrosa) de intereses particulares. Este interés general, que conviene
a todos, no necesita de la intervención del Estado, sino que se produce automática-
mente, con un "dejar hacer" a cada individuo lo que le apetezca.244

La benevolencia filantrópica o altruismo concreta, pues, la idea de fraternidad


moderna, en cuya elaboración conceptual se observa la pre­sencia destacada de
pensadores británicos. No extraña, por ello, que tenga un importante exponente en la
legislación social británica del siglo XIX.245

Por su parte, Rousseau defenderá que los seres humanos tenemos una repulsión
natural a ver sufrir a nuestros semejantes que permite el desarrollo de las virtudes
sociales. En eso consiste la piedad, de la que son productos la benevolencia y la
amistad:

Mandeville se ha dado perfectamente cuenta de que, con toda su moral, los hombres
jamás habrían sido otra cosa que monstruos si la naturaleza no les hubiera dado
la piedad en apoyo de la razón; pero no ha visto que de esta sola cualidad se de-
prenden otras virtudes sociales que quiere disputar a los hombres. En efecto, ¿qué
es la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles,
a los culpables, o a la especie humana en general? La benevolencia y la amistad
son, si bien se mira, productos de una piedad constante, fijada sobre un objeto
particular; porque desear que alguien no sufra, ¿qué es, sino desear que sea feliz?

244
Vid. A. SMITH, Investigaciones sobre el origen y causas de la riqueza de las naciones, op. cit.
245
Vid. M. SALGUERO, La benevolencia. Genealogía de una virtud política ilustrada, op. cit., p. 12.

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166 Josefa Dolores Ruiz Resa

Aun cuando fuera cierto que la conmiseración no es sino un sentimiento que nos
pone en el lugar del que sufre, sentimiento oscuro y vivo en el hombre salvaje,
desarrollado pero débil en el hombre civilizado, ¿qué importaría esta idea a la ver­
dad de lo que digo, sino para darle más fuerza? En efecto, la conmiseración será
tanto más enérgica cuanto más íntimamente se identifique el animal espectador
con el animal sufriente. Ahora bien, es evidente que esta identificación ha debido
ser infinitamente más estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de
razonamiento. Es la razón la que engendra el amor propio, y es la reflexión la que
lo fortifica; es ella la que repliega al hombre sobre sí mismo; es ella la que lo aísla;
por ella es por lo que dice en secreto, ante la visión de un hombre que sufre: perece
si quieres, yo estoy a salvo. Sólo los peligros de la sociedad entera turban el sueño
tranquilo del filósofo y le arrancan de su lecho. Se puede degollar impunemente a
un semejante bajo su ventana; no tiene más que taparse los oídos y argumen­
tar un poco para impedir a la naturaleza, que se resuelve en él, identificarle con
ese a quien se asesina. EL hombre salvaje no tiene ese admirable talento; y falto
de sabiduría y de razón, se le ve siempre entregarse atolondradamente al sen­
timiento primero de la humanidad […]. Es cierto por tanto que la piedad es un
sentimien­to natural que, moderado en cada individuo por la actividad del amor a
sí mismo, concurre a la conservación mutua de toda la especie. Es ella la que, sin
reflexión, nos lleva en socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; es ella la que,
en el estado de naturaleza, hace de leyes, de costumbres y de virtud, con la ventaja
de que nadie se siente tentado a desobedecer a su dulce voz: es ella la que
hará desistir a todo salvaje robusto que quitar a un débil niño, o a un viejo inválido,
su subsistencia adquirida con esfuerzo, si él mismo espera poder encontrar la suya
en otra parte; es ella la que, en lugar de esta máxima sublime de justicia razonada,
haz con otro lo que quieran que hagan contigo inspira a todos los hombres esta otra
máxima de bondad natural mucho menos perfecta, pero más útil quizá que la
precedente: haz tu bien con el menor mal posible para otro. En una palabra, es en
ese sentimiento natural, más que en los argumentos sutiles, donde hay que buscar

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 167

la causa de la repugnancia que todo hombre experimentaría en hacer el mal, inde­


pendientemente incluso de las máximas de la educación. Aunque pueda ser propio
de Sócrates y de los de su temple adquirir la virtud racionalmente, hace mucho
tiempo que el género humano no existiría ya si su conservación hubiera depen­
dido solamente de los razonamientos de quienes lo componen.246

Las opiniones que mantienen todos estos pensadores acerca de la filantropía o


benevolencia tienen también como punto en común la posibilidad de erigirla en una
facultad natural humana (del ser humano como animal, que diría Rousseau, previa
al razonamiento filosófico que puede incluso languidecer con la razón); es decir, es
una facultad que está antes de las exigencias morales, políticas y jurídicas que se dan
los seres humanos en el estado social. Y la posibilidad de detectarla científicamente
(a lo que no obstante la mayoría de ellos renuncia, al considerar que es obvia y salta
a la vista) les permite edificar el sistema moral en la ciencia, lo cual se acom­pasará
con el dominio del positivismo científico en los siglos siguientes.

Pero también hubo opiniones que consideraron contraproducente todo altruismo


o benevolencia en el comportamiento humano. Fue el caso de Malthus, que negaba
que la felicidad individual —que es la que importa, pues de ella emana la del conjun-
to— pueda ser resultado de la cooperación. Pero Malthus, influido por las tesis evo-
lucionistas de Darwin, dará otra vuelta de tuerca al egoísmo, en la que incluso la
capacidad de sentir la simpatía se sustituye en beneficio de una lucha por la super-
vivencia entre miembros de la misma especie. Desde ese darwinismo social, Malthus

246
Vid. J.J. ROUSSEAU, Sobre el origen de la desigualdad, op. cit., pp. 238-240.

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168 Josefa Dolores Ruiz Resa

considera que la falta de sincronía entre el crecimiento de la población (en progresión


geométrica) y el de los recursos (en progresión aritmética) conducirá a una inevitable
pobreza, como efecto del crecimiento incontrolado de la población. Ésta no puede ser
solventada por ninguna fórmula que no sea un control de la natalidad, puesto que el
reparto de los bienes escasos no puede conducir más que a su extensión. Por esa
razón, y para garantizar la supervivencia de la especie, Malthus sostiene que los
mejores deben acaparar los alimentos para asegurar la supervivencia de la especie,
ya que cualquier forma de compasión puede perjudicar la perpetuación del género
humano.247

4. De la fraternidad a la solidaridad (aportaciones del derecho,


la sociología y los movimientos obreros)

La fraternidad de la nueva sociedad capitalista, concretada en la simpatía y el meca-


nismo de la mano invisible, o (peor aún) transmutada en una inquietante competencia
por la supervivencia, se vio contestada, por ejemplo, desde los movimientos obreros,
que criticaban la situación de indefensión en que habían sumido al trabajador las vías
de cooperación que ofrecía el mercado y la economía clásica. También lo fue por la
sociología que, sobre un renovado organicismo social, criticaba el diseño individualista
y utilitarista de la sociedad civil.

Es en este punto donde se empieza a usar otra expresión, la solidaridad, la cual


es un término jurídico que ha pasado al ámbito de la teoría política y moral, o de las

247
Vid. R. MALTHUS, Ensayo sobre la población, trad. J.A. Moral Santos, Akal, Madrid, 1990.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 169

ciencias sociales. La palabra en cuestión proviene de la expresión jurídica clásica in


solidum, con la que se designaba, en derecho privado, un tipo de relaciones entre
individuos, donde lo decidido o realizado por cualquiera de ellos obliga automática-
mente a cada uno de los demás frente a los terceros con quienes se haya contratado
o convenido algo.248 De esta manera, la solidaridad reforzaba y aumentaba las garantías
del acreedor y del tráfico jurídico, lo que denotaba una significación y funcionalidad
económicas.

Pero la solidaridad en el derecho privado, que comenzaría siendo solidaridad


entre deudores o pasiva, y luego se extendió como solidaridad activa a los acreedores,
era la excepción, ya que lo habitual era su no presunción. Así ocurría en el derecho
justinianeo, como expresión de la piedad hacia el deudor, ante la gravedad y lo oneroso
de sus efectos, y frente a los bienes e intereses objetivos del comercio y del cré­dito. Sin
embargo, las pre­siones y la generalización de la economía de mercado harían de la
solidaridad la regla, generalizándose su extensión en todos los códigos civiles deci-
monónicos —excepto en el español—. Esta circunstancia significa que la solidaridad
elimina los más elementales principios y garantías del proceso, pues la extensión y
objetivación de la responsabilidad conduce al deudor solidario hacia la indefensión.249

248
Vid. S. DEL CAMPO, J.F. MARSAL y J.A. GARMENDIA (eds.), Diccionario de Ciencias Sociales, Instituto de
Estudios Políticos, Madrid, 1978, tomo II, voz "solidaridad", pp. 946 y ss.
249
Vid. E.J. VIDAL GIL, "Sobre los derechos de la solidaridad. Del Estado liberal al social y democrático de
derecho", Anuario de Filosofía del derecho, X, 1993, pp. 97-99. Vid. también de este autor "Solidaridad", Diccionario de
Derechos Humanos, Universidad Alcalá de Henares, disponible en http://diccionario.pradpi.org/inicio/index.php/
terminos_pub/to_pdf/123 (última visita, 27 de abril de 2014).

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170 Josefa Dolores Ruiz Resa

Este sentido de la solidaridad como extensión de la responsabilidad caracterizaría


las relaciones humanas del pasado, no sólo en el derecho pri­vado, donde comenzaron
siendo la excepción. También en el derecho penal, los crímenes y delitos se concebían
en ocasiones, no como algo exigible al individuo que los realizó, por lo que no era
infrecuente que un inocente ocupara el lugar del culpable, o que las faltas se trans-
mitieran heredita­riamente.250 Este sentido solidario de la culpa en derecho penal ha
estado presente en nuestro derecho, en los casos de muerte producida en riña tumul-
tuaria, hasta hace poco tiempo.

Del lenguaje jurídico lo toma la ciencia social de finales del XVIII y principios del
XIX para designar la capacidad de los miembros de una colectividad de concurrir en
la confrontación con otros como un sujeto unitario.251 La sociología posterior se encar­
gará de desarrollar este concep­to, especialmente Tönnies, Durkheim o Weber, así
como su incidencia sobre el derecho. Es Tönnies quien apunta la existencia de un
antagonismo entre el individualismo, al que considera insuficiente, y el socialismo y
la solidaridad. De ahí que distinga entre sociedades, entendidas como formaciones
ideales y mecánicas, y comunidades, entendidas como vida real y orgánica. La segunda
se caracteriza por que la unidad de las voluntades humanas es el estado originario y
natural, a pesar de las separaciones em­píricas. En ella, la comprensión y el consenso
constituyen la voluntad propia de la comunidad, ya que dan lugar al modo asociativo
del sentir común y recíproco. Además, en su interior se poseen y disfrutan bienes

250
Vid. A. LALANDE (ed), Vocabulario técnico y crítico de la filosofía, trad. Luis Alfonso, Librería El Ateneo Editorial,
Buenos Aires, 1953, tomo III, p. 1242.
251
Vid. GALLINO, Dizionario di sociologia, Utet, Turín, 1978, p. 661.

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comunes, así como amigos y enemigos comunes, protección y defensa recíproca.


En cambio, la sociedad arranca de un círculo de hombres que viven juntos pacífica-
mente pero que están esencialmente separados. Cada individuo va a lo suyo y se
encuentra en estado de alerta ante lo que hagan los demás, con quienes mantiene
únicamente relaciones de cambio a partir del contrato, y frente a los cuales posee y
disfruta de su propiedad privada. De estas dos formas de relación humana, comunidad
y sociedad, emanan dos for­mas distintas de moral y de derecho. Por lo que al derecho
se refiere, tendríamos, por una parte, el derecho comunitario, que está radicado en
la vida familiar, la posesión inmobiliaria, la costumbre y la religión; y, por otra, el
derecho societario, que lo está en el ordenamiento convencional del comercio y que
es válido en virtud de la voluntad arbitraria soberana y del poder del Estado.252

Desde estos presupuestos, Durhkeim distingue entre solidaridad mecánica, que


es la que se establece por similitudes (por ejemplo, la reacción común de la gente
honrada contra una acción criminal) y la solidaridad orgánica, debida a la división del
trabajo, sea biológico o social (por ejemplo, la solidaridad que se establece entre
el labrador y el herrero, o entre los padres y los hijos). La primera precisa un derecho
represivo; la segunda, un derecho restitutivo o cooperativo.253

En cuanto a Weber, establece algunas de las características básicas del concepto


de solidaridad: la naturaleza del vínculo solidario como defensa respecto de un tercero

252
Vid. TÖNNIES, Comunidad y sociedad, Buenos Aires; citado por R. TREVES, La sociología del derecho, op.
cit., pp. 45-49, en la edición alemana.
253
Vid. E. DURHKEIM, La división del trabajo social, Buenos Aires, 1987.

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172 Josefa Dolores Ruiz Resa

externo (como reacción contra alguien o algo); la necesidad de una delimitación


precisa del espacio en que opera; el carácter igualitario de la acción solidaria, la cual
presupone una reciprocidad entre los pares; o la obligación social implícita en la pro­
mesa de ayuda recíproca en caso de necesidad, de manera que rehuir un compor­
tamiento solida­rio en caso de necesidad equivale a la autoexclusión de la comunidad.254

Podemos observar, pues, cómo, en la descripción de este concepto "científico


sociológico" de la solidaridad, que trata de sustituir al mecanismo "empírico" de la
simpatía individualista, perviven muchos elementos tradicionales de la fraternidad:
la cooperación, la gestión de la agresividad y la defensa común del grupo, la igualdad
o las relaciones afectivas.

La crítica al individualismo es también la base de la "solidaridad" de los mo­


vimientos obreros. Ésta tiene sus raíces en la fraternidad renacentista que ensalzaba
al pobre frente al rico, y en la crítica específica a la propiedad privada que llevan a
cabo, durante los siglos XVII y XVIII, los diggers y Rousseau. También conecta con
determinados postulados de cierto liberalismo, como por ejemplo, los de John Stuart
Mill.255

Manifestaciones específicas de la solidaridad socialista se encuentran en la obra


de Saint-Simon y Fourier —este último, defensor de la "omnifilia"— y en el cartista

254
Vid. Paolo FELTRIN, en G. ZACCANA (ed.), Lessico della politica, Edizioni Lavoro, Roma, 1987, pp. 597 y 598,
que remite a la Economía y sociedad de Weber.
255
Vid. PECES BARBA, Curso de derechos fundamentales (I). Teoría general, op. cit., III, 10, "La solidaridad", pp.
230 y 231.

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Owen: todos ellos reclaman la amistad y bondad entre los hombres. Louis Blanc exigirá
la intervención del Estado en pos de una serie de objetivos "solidarios", tales como la
desaparición del egoísmo aislacionista y de la lucha por la existencia y la competitividad
a ultranza, el trabajo común y la cooperación, y la participación en los beneficios y en
el trabajo, según las necesidades y capacidades de cada cual.256 También el anarquismo
tendrá su noción de solidaridad, fundada en la federación libre de asociaciones obreras
y en el mutualismo establecido en su seno, con lo cual se lleva la solidaridad más allá
del pietismo religioso, público y privado.257

La solidaridad socialista o anarquista tendrá su exponente más importante en


los mecanismos sustanciados por el movimiento sindical, y que hunden sus raíces
en el sistema mutualista de los gremios medievales, así como en el sentido pietista
cristiano, no únicamente católico.258

Pero, en cualquier caso, el desarrollo de los Estados sociales pondrá en marcha


un sistema de seguros sociales, en beneficio de los trabajadores y sufragado por
cuotas obreras y empresariales, que complementará este mutualismo entre trabaja-
dores. Con ellos se sustituyen los seguros privados, sufragados sólo por el empresario,
en cuanto responsable único de los riesgos del trabajo —enfermedad y accidentes

256
Sobre la solidaridad en el socialismo democrático, Vid. J. GONZÁLEZ AMUNCHASTEGUI, Louis Blanc y los
orígenes del socialismo democrático, CIS, Siglo XXI, Madrid, 1989.
257
Vid. PROUDHOM, El principio federal, Editora Nacional, Madrid, 1977, p. 325.
258
Vid. PECES-BARBA, Curso de derechos fundamentales (I). Teoría general, op. cit., III, 10, "La solidaridad",
p. 227, donde señala el origen de la acción asistencial y de la cooperación de los Trade Unions y el fabianismo en las
colectas de los protestantes metodistas para pobres, lo que a su juicio evidencia que no todo el protestantismo se
redujo a ser la religión del trabajo y el ahorro.

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174 Josefa Dolores Ruiz Resa

laborales, muerte del tra­bajador—; y se va más allá de la solidaridad mutualista entre


trabajadores. Porque los seguros sociales "solidarizan" a todos los trabajadores con
el empresario a la hora de soportar tales riesgos. Con posterioridad, a las contribu-
ciones de obreros y empresarios se sumará la financiación pú­blica, como expresión
de la contribución y corresponsabilidad en los riesgos, no sólo del grupo que forman
quienes trabajan en la empresa, sino de toda la comunidad, que de esta manera, se
dirige en su conjunto a la ayuda de sus miembros más desfavorecidos. Esta circuns-
tancia significa que la soli­daridad trasciende las fronteras de clase y del ámbito del
trabajo, lo cual representa el paso hacia el nacimiento de la llamada seguridad social,
y que engloba la previsión, la asistencia pública, la asistencia sanitaria y la colocación,
haciendo que la ayuda mutua sea soportada ahora por toda la comunidad nacional.

Sin duda alguna, los Estados sociales que empiezan a desarrollarse en el periodo
de entreguerras y que luego se generalizan tras la Segunda Guerra Mundial, encarnan
un ejercicio de la solidaridad, que supera el corporativismo y pietismo que la carac-
terizaba, y por el cual se desarrollaba en el seno de comunidades particulares o privadas
como los sindicatos, la empresa o las iglesias. Con el Estado social, la solidaridad se
desarrolla, oficialmente, en el seno de la comunidad nacional, conectando entre sí a
todos sus miembros, mediante las políticas fiscales o instituciones como la segu­ridad
social, con las cuales se trata de transferir bienes de los miembros más favorecidos
a los menos favorecidos, haciendo a toda la comunidad responsable ante las penurias
de sus integrantes. Esta circunstancia implicaba también la lógica superación de la
concepción individualista de la sociedad, así como del egoísmo como principio de
acción social.

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El paso de la solidaridad, del derecho privado al derecho público —convirtiéndose


entonces en principio orientador del derecho financiero, o del derecho del trabajo y
la seguridad social—, significa el paso de la solidaridad de los deudores y de los
acreedores, de los grupos privados a la comunidad nacional. Esto implica una trans-
ferencia de los deberes jurídicos de "mutua ayuda" al Estado, en nombre de toda la
nación, mientras que el sujeto beneficiario de los mismos será toda la colectividad,
que va superando los límites que introducen conceptos como el de ciudadanía o
nacionalidad. La concreción del sujeto beneficiario en la colectividad humana nos
recuerda la presencia de un valor, la piedad y amor entre el género humano. En cual-
quier caso, la presencia de la piedad vuelve ambigua la solidaridad, pues la convierte
en un gesto de condescendencia de los más afortunados sobre los que son menos
(de los ricos respecto de los pobres); un gesto que algunas ideologías trataron de
superar —por ejemplo, la socialdemócrata— generalizando al sujeto beneficiario
de la solidaridad.

Pero esta solidaridad, proyectada sobre la crítica al individualismo y la inversión


de la primacía entre el individuo y la comunidad, serviría de justificación a los totali-
tarismos, que, en nombre de lo social y lo solidario, anularían por completo toda
manifestación de libertad, sin que ello redundase en demasiados beneficios para la
igualdad ni para la solidaridad. En esta tesitura, el uso del modelo familiar patriarcal
(y paternal) pondrá de manifiesto las desigualdades sociales entre quienes figuran
como hijos (la población) y quienes lo hacen como padres (los dictadores).259

259
Esta similitud entre la comunidad nacional y la familia era apuntada por el mismo Francisco FRANCO,
31-XII-1957, Mensaje de fin de año", en Pensamiento político, t. I. ediciones del Movimiento, Madird, 1975, p. 481. Por

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5. La fraternidad, tras la crisis del Estado social

La experiencia de los totalitarismos había evidenciado el terrible poder de la comunidad


sobre el individuo y cómo en nombre de la comunidad podían anularse las liberta­
des, no sólo interna sino también política. Por otro lado, la universalización de las
prestaciones del Estado social, en nombre de una igualdad entendida como homo-
geneización, había conducido a ciertas disfunciones, como por ejemplo, al mante­
nimiento de las desigualdades, al beneficiar a todos por igual, con independencia de
su nivel de rentas. Además, los derechos económicos y sociales, sobre todo concreta­
dos en el goce de prestaciones económicas no sometidas a reciprocidad, han determi­
nado el desarrollo de un egoísmo insolidario en el seno de la propia clase obrera, como
consecuencia de que su reivindicación se ha venido haciendo desde una racionalidad
estratégica. Ésta ha determinado que la consideración de los beneficios se haga con
independencia de los perjui­cios que puede ocasionar a terceros, y en demanda de
privilegios corporativistas.260

Sin embargo, el egoísmo insolidario no sólo puede afectar a terceros, sino que
incluso puede referirse a un mismo sujeto, disociado en situacio­nes vitales diferentes.
A ello se refiere De Sousa Santos cuando indica que lo que nos interesa como sujetos

lo demás, Stalin era conocido como "padrecito", una expresión con la que los cam­pesinos rusos se dirigían a los señores,
evidenciando el tipo de relación de dependencia que a ellos los unía. Tampoco hay que olvidar que los nacionalismos
abusan de la expresión "padre" para referirse al fundador de la comunidad nacional a la que llaman "patria".
260
Desde distintos planteamientos ideológicos, esta situación es apuntada por U. PREUSS, "El con­cepto de los
derechos en el Estado del Bienestar", op. cit., pp. 85 y ss, y P. BARCELLONA y A. CANTARO, "El Estado Social entre
crisis y reestructuración", ambos textos en J. CORCUERA y M.A. GARCÍA HERRERA (eds.), Derecho y economía en el
Estado Social, op. cit., pp. 63 y ss.

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contribuyentes de la Hacienda pública, o como sujetos consumidores, puede no inte­


resarnos como sujetos en paro o marginados, o como usuarios de servicios públicos.261

En esta situación se han sucedido las demandas de una vuelta al egoísmo privado
y al laissez-faire, como fórmulas adecuadas para obtener la cooperación social. Es el
caso de las propuestas de neoliberales como Nozick o Hayek, que también se ampa-
raban en criterios "científicos" como la espontaneidad intrínseca del orden social,
frente a cualquier intervención de la racionalidad humana, para demostrar la bondad
de la vuelta a la libertad de mercado, acompañada de la desjuridificación de las áreas
intervenidas por el Estado social y de una reducción al mínimo de las mismas com-
petencias estatales (de nuevo, sólo policía), pues las acciones solida­rias del derecho
público, que llevan a justificar la transferencia coactiva de bienes, desconoce barreras
morales y transgrede, a juicio de estos autores, derechos naturales como la propiedad:
con esta visión, no extraña que Nozick considere los impuestos como "trabajos forza-
dos"; o que Hayek las equipare a adentrarse en un "camino de servidumbre".262

Frente al neoliberalismo, el liberalismo social y la socialdemocracia insisten en


la permanencia del valor de la solidaridad, aunque con ciertas matizaciones. En ambos
casos se parte de la necesidad de encontrar la línea de intersección entre el liberalismo,
del que se tomaría su defensa de la autonomía del individuo (pues la solidaridad no
tiene por qué implicar necesariamente un comunitarismo o colectivismo); y el socia-

Vid. B. DE SOUSA SANTOS, "La transición postmoderna: derecho y política", Doxa, 1989, pp. 247-260
261

Vid. F. HAYEK, Studies in Philosophy, Politics and Economics, op. cit., cap. 4, y Road of serfdom, op. cit.
262

Y R. NOZICK, Anarchy, State, and Utopia, part II, "Beyond the Minimal State", op. cit., pp. 149 y ss.

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lismo, del que se adoptaría su defensa de la solidaridad, como necesidad de hacer


partícipe a la comunidad en la suerte de los individuos.263

En cualquier caso, la relación de la solidaridad con la igualdad tampoco ha sido


diáfana: si bien la fraternidad comienza aludiendo a relaciones entre individuos que
se consideran iguales entre sí —varones, ciudadanos, propietarios, soldados—, pronto
incluye una significación de desigualdad al incorporar el valor de la piedad. Esta
ambigua relación con la igualdad ha llevado a la solidaridad a oscilar, entre confor-
marse con una acción aliviadora que sin embargo mantiene las desigualdades entre
sus miembros, o en proceder a una homogeneización de todos ellos, a partir de un
modelo: por ejemplo, el del propietario autosuficiente (el Estado social) o el del traba-
jador (así ocurría, por ejemplo, en la Italia fascista o en la España franquista, que
asimilaban la nación a una gran comunidad de trabajo). Podemos hablar, en este
contexto, de la solidaridad entre iguales (típica de los antiguos, aunque continúa en
la ideología del contrato social y las fraternidades militares y sediciosas), la solidaridad
pietista (característica del cristianismo conservador, de la doctrina social de la Iglesia,
pues su defensa de la justicia social no se resuelve necesariamente en la igualación
de los sujetos) y la solidaridad igualadora (típica de las políticas del Estado social, de­
mocrático, que trata de homogeneizar a la población, convirtiéndola en propietarios
o trabajadores; aunque se trata de una homogeneización más bien formal).

En cualquier caso, y como se analizó en relación con la igualdad, el primer y el


tercer tipo de solidaridad no siempre consiguieron eliminar la exclusión de una serie

263
Vid. E.J. VIDAL, "Sobre los derechos de la solidaridad", op. cit., pp. 94 y 95.

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de individuos reales, que no eran considerados iguales ni tampoco fueron, al menos


directamente, beneficiarios de las políticas sociales: los no varones adultos, los no
nacionales, los no trabajadores. De esta manera, las mujeres, los niños, los enfermos,
los ancianos o los extranjeros, se han constituido en los principales sujetos beneficia­
rios de la solidaridad pietista, que no reconoce en los excluidos la facultad o el derecho
de demandar auxilio o cooperación, sino que éste se da como deber de los más
aventajados. Por lo demás, las mujeres y los niños han sido tradicionalmente los seres
más propensos a padecer la pobreza, no sólo si no estaban insertos en la unidad
familiar, o si había desaparecido el cabeza de familia, sino porque se les ha negado
tradicionalmente la posibilidad real de disponer de recursos económicos. Pero la
solidaridad, aunque se resuelva en actos gratuitos y altruistas, debe pasar por la eli-
minación definitiva de las desigualdades sociales, así como por la superación del trato
humillante y estigmatizante que suele acompañar los ejercicios de la caridad.264

A la luz de las filosofías de la diferencia, la solidaridad debe tener en cuenta


también el respeto a la diferencia individual, así como el tratamiento desigual. Si la
crisis del proyecto emancipatorio moderno, especialmente agudizado con la crisis del
Estado social, ha determinado que la libertad y la igualdad superaran el individualismo
y el economicismo en el que estaban inmersas, también la solidaridad ve matizado
su objeto, así como el mismo perfil del sujeto obligado y beneficiado. En este sen­
tido, la solidaridad ha inaugurado una específica categoría de derechos humanos, los
de la tercera generación, donde el sujeto beneficiario, aunque también el sujeto pasivo,

264
Vid. E.J. VIDAL, "Sobre los derechos de la solidaridad", op. cit., p. 104.

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consisten en una colectividad difusa y cambiante: asociaciones de consumidores,


minorías étnicas, pueblos, la humanidad entera, las comunidades nacionales o la
comunidad internacional. Esta subjetividad difusa sigue siendo, posiblemente, uno
de las mayores dificultades con las que se sigue topando la realización del valor de
la solidaridad, al menos para que sea a su vez respetuoso con la autonomía individual.265
Posiblemente, una forma de legitimar estas subjetividades como beneficiarias o
gestionadoras de la solidaridad sea exigirles, a su vez, una organización, estructura
y funcionamiento democráticos.266

Por otro lado, las acciones solidarias han de extenderse a sujetos que no son los
nacionales de un país, dada la explosión del fenómeno migratorio que actualmente
se ha intensificado con la globalización. En este sentido, la solidaridad debe extenderse
más allá de las fronteras nacionales y supe­rar la estructura estatalista, concebida
como un ente distinto de la sociedad, en la medida en que, como se vio, la tradicional
división en clases sociales que se apreciaba en el seno de cada Estado se detecta
ahora también en el plano mundial. Se hace entonces necesario globalizar la transfe-
rencia de bienes y la ayuda mutua, una situación a la que obedece el surgimiento de
las llamadas organizaciones no gubernamentales.

Estas circunstancias obligan a la solidaridad a entrar en relación con valores


como la diferencia y la tolerancia, ante los riesgos que la amenazan —el racismo y la

265
Vid. R. PELLOUX, "Vrais et faux droits de l´homme. Problèmes de définition et de classification", Revue du
Droit Public et de la Science Politique en France et á l´Étranger, 1981, 1, pp. 67 y 68.
266
Vid. N. LÓPEZ CALERA, ¿Hay derechos colectivos?, op. cit., pp. 137-142.

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Derecho y Valores en las Democracias Constitucionales. Apuntes para una Ética Jurídica… 181

xenofobia—, así como a superar el economicismo: no sólo se reduce a una transfe-


rencia altruista de bienes, de los sujetos más favorecidos a los menos, sino que pasa
también por la extensión de unas condiciones de vida dignas, y que requieren, por
ejemplo, la garantía de la paz (no únicamente identificada con la ausencia de guerra),
o el respeto al hábitat humano, es decir, el respeto al medio ambiente.267 Si en los
primeros casos hablamos de una solidaridad transnacional, en relación a la protección
del medioambiente se puede hablar de una solidaridad transgeneracional.

Por otra parte, continúa la idea de benevolencia, filantropía o altruismo, para


enmarcar las acciones de solidaridad entre los individuos, al margen o no totalmente
dependiente de los Estados, y que en las actuales democracias se concretan en dos
tipos básicos de manifestaciones, según Helena Béjar: un altruismo o filantropía indi­
vidualista y endocéntrico, característico entre quienes ayudan con el objetivo principal
de conseguir una satisfacción personal, derivada de la gratificación interna que puede
extraerse cuando se cuida a un extraño, y que gira también en torno al individualismo
y sus valores conexos (autosuficiencia y autorrealización); un altruismo o filantropía
tradicional, característico de las religiones, que se concreta en el ejercicio de la caridad
y la compasión. Se ejerce como vocación y en se­guimiento del ejemplo moral de algún
destacado exponente de esas religiones, y se hace para lograr un objetivo trascendente,
que excede del individuo que la practica. Por último, Béjar se pregunta si cabe una

267
Vid. A.E. PÉREZ LUÑO, "La evolución del Estado social y la transformación de los derechos fun­damentales",
en E. OLIVAS (ed.), Problemas de legitimación del Estado Social, op. cit., pp. 91 y ss., y "Las gene­raciones de los derechos
fundamentales", Revista del Centro de Estudios Constitucionales, núm. 10, 1001, pp. 203 y ss. Vid. también GALTUNG,
¡Hay alternativas! Cuatro caminos hacia la paz y la seguridad, Tecnos, Madrid, 1984.

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benevolencia o altruismo cívico, que se ejerciera no sólo como una empresa moral
pero también colectiva y como expresión de participación cívica, a medio camino
entre los otros dos tipos de altruismo.268

El valor de la fraternidad se revela, pues, como el valor más heterogéneo, diverso


y desconocido de la trilogía emancipatoria que venimos considerando. El acervo que
subyace a la fraternidad remite a conteni­dos como la cooperación y ayuda mutua, el
pacto de no agresión, la defensa frente a terceros, la caridad, el amor, la piedad,
el altruismo, la benevolencia, la conmiseración o la simpatía. Esta complejidad arroja
modelos jurídicos y políticos diferentes, que afectan a la libertad y a la igualdad de
diversa manera. Cualquier opción al respecto debería garantizar el mayor equilibrio
entre los tres valores.

268
Vid. H, BÉJAR, "Los lenguajes del altruismo", Claves de razón práctica, núm. 121, 2002, pp. 65 y ss. y El
mal samaritano. El altruismo en tiempos de escepticismo, Anagrama, Barcelona, 2001.

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