Los Peregrinos Del Mar

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Iván Molina Mamá no sabía que el abuelo ya había decidido llevarme

a conocer el mar, y Jeremías, aunque me advirtió que no se lo


LOS PEREGRINOS DEL MAR dijera a nadie, todavía no terminaba de solucionar el problema
de cómo haría para cubrir los gastos del trayecto. Luego,
cuando fui mayor, supe lo que hizo: vendió su colección de
postales autografiadas de los jugadores de la Liga que ganaron
la Copa Intercontinental, y con ese dinero nos fuimos. Antes
de partir, por supuesto, hubo la infaltable discusión familiar por
los peligros a que nos expondríamos, pero nada nos detuvo.
El viejo volvió a ver a su nieto, le dio una última chupada
Salimos de mañana, un miércoles, con la esperanza de
al cigarrillo y levantó la vista a un cielo tan colmado de aviones
llegar a Liberia el domingo y a Playas del Coco el lunes o
y naves espaciales que, solo por excepción, se veía el titilar de
martes, cuando había menos gente. El abuelo dividió el dinero
alguna estrella. Estaban en la azotea de un edificio de treinta
en tres partes, dos iban en sus medias y una en su billetera, por
pisos, parte de los nuevos residenciales populares de los barrios
si acaso nos asaltaban. Sin embargo, tuvimos la enorme suerte
del sur de San José.
de que eso no pasara; y de veras, ya el sábado en la noche
—Cuando tenía tu edad, mi abuelo Jeremías me llevó a dormimos en las afueras de Cañas.
conocer el mar. En esa época, el sistema de transporte público
En el camino, nos topamos con varios cientos de
ya había colapsado, así que tuvimos que irnos a pie, de San
peregrinos del mar, que iban en nuestra misma dirección o que
José a Playas del Coco, que era la única playa que, entonces,
ya venían de vuelta, gentes de todas partes, de Cartago, de
no era privada. Tardamos como siete días en llegar. No
Pérez Zeledón, de los Santos, de San Ramón, de Siquirres, de
llevábamos más equipaje que nuestros abrigos y dormíamos en
Tilarán. Aunque el abuelo no les prestaba mucha atención, yo
el estrecho espacio que separa el espaldón de la carretera de las
oía a los que regresaban cuando se ponían a hablar. Desde el
cercas electrificadas. La primera noche nos costó dormirnos
otro lado de la carretera, sus palabras llegaban a mí como un
por el ruido y las luces de los autojets, que pasaban a apenas
susurro de olas; mi imaginación, entonces, echaba a volar entre
dos metros y medio de nosotros, pero luego ya nos
inmensidades azules; casi podía sentir mis pies hundidos en la
acostumbramos. Así fue también con la comida, comprábamos
arena, un sabor a sal en mis labios y oía ya los gritos de las
aquí y allá pan y queso sintéticos y agua reciclada de segunda
gaviotas.
para el desayuno, almuerzo y cena.
El martes por la tarde, completamente hediondos, pero
Al abuelo se le ocurrió la idea de llevarme un día que me
muy ilusionados, llegamos a la intersección que conduce a
vio jugando con un barquito de papel, en un charco, después
Playas del Coco, y unos cientos de metros más allá, ya
de un aguacero torrencial. Mientras yo me esforzaba por crear
comenzaba la fila, en la cual duramos día y medio. El abuelo y
olas con mi mano para poner a prueba mi embarcación, él me
yo nos turnábamos para no perder el campo, cada vez que
contó cómo, cuando era niño, sus papás, dos profesores de
teníamos que ir a comprar provisiones o a satisfacer una
colegio, todos los años lo llevaban de vacaciones a alguna de
necesidad. El miércoles en la mañana, ya empezamos a oír el
las playas de Guanacaste. Eso fue hace más de cien años, allá
mar, y a las tres en punto de la tarde, estábamos a la cabeza del
por 1970, y en esa época la vida aquí era muy distinta de lo que
grupo de 250 personas que tendría derecho a veinte minutos de
es hoy.
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playa. yo había recogido para evitar que el viento volara los billetes
que nos quedaban, una vez que también los pusimos a secar al
Jeremías me dijo con el tono grave de un general que se
sol.
prepara para una difícil batalla: “Ponete listo, apenas abran
esta mierda, echamos a correr porque si no, nos pasan por Jeremías, que había estado muy serio y callado, me dijo
encima”. Y así lo hicimos. No acababan de abrir las puertas, entonces que parecíamos dos iguanas coloradas, yo me reí y a
cuando el abuelo y yo bajábamos, a toda velocidad, casi una él se le volvió a atravesar una enorme sonrisa en la boca.
treintena de gradas; corrimos por un pasadizo muy poco Sabíamos que nos esperaba un largo camino de vuelta, pero
iluminado, de aproximadamente cien metros de largo, subimos estábamos felices. Habíamos tenido juntos nuestros veinte
otros escalones y, de pronto, nos recibieron, de golpe, el sol, el minutos de mar y playa, y nadie podría quitárnoslos ya. Ojalá
viento y, rebosante de azules, olas y olores, el mar. ahora yo pudiera compartir algo así con vos.
Quedé tan impactado al verlo, que casi me detengo, pero
el abuelo, sin decirme nada y sin pensarlo dos veces, me tomó
entre sus brazos, me alzó, y corrió conmigo, como un
desesperado, en dirección a una promesa de ola que, al
principio parecía muy pequeña, pero luego resultó ser de más
de dos metros. Aferrado a su cuello, yo gritaba que se
detuviera, pero él no lo hizo. Por supuesto, ambos terminamos
en la playa, revolcados, tosiendo, y con la garganta y la nariz
irritadas por el agua salada. Yo estaba tan asustado que me
hubiera puesto a llorar, de no ser porque Jeremías empezó a
reírse como un loco.
Después de ese bautizo, chapoteamos un rato más, hasta
que oímos por un altavoz que apenas nos quedaban seis
minutos. Empezamos, entonces, a despedirnos del mar, y
caminamos muy lentamente por la arena, ya en dirección a la
salida. Yo saqué una bolsa y empecé a juntar conchas y
piedras; Jeremías, en cambio, miraba a lo lejos, muy serio.
Pensé que trataba de seguir el vuelo de las gaviotas, pero luego
me percaté de que observaba las verdes colinas distantes,
pobladas de hoteles y residenciales privados.
Cuando el altavoz anunció que quedaba un minuto,
Jeremías y yo ya estábamos otra vez en el túnel, quitándonos
con una manguera el agua salada de nuestros cuerpos y ropas.
Salimos y nos sentamos a la orilla de la carretera, y en unos
arbustos, colgamos las medias, las camisas, los abrigos y las
tenis para que se secaran. Y usamos las conchas y piedras que
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