El Dios que yo amo: Memorias
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Joni Eareckson Tada
Joni Eareckson Tada is founder and CEO of Joni and Friends, an organization that communicates the gospel and mobilizes the global church to evangelize, disciple, and serve people living with disability. Joni is the author of numerous bestselling books, including When God Weeps, Diamonds in the Dust, and her latest award-winning devotional, A Spectacle of Glory. Joni and her husband, Ken,were married in 1982. For more information on Joni and Friends, visit www.joniandfriends.org.
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Comentarios para El Dios que yo amo
17 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5This is a more indepth memoir than Joni has written before. She shares details about her years before the diving accident and her relationships with family members. It is obvious that these relationships had much to do with the way she has lived her life since the accident. I really enjoyed this book and was encouraged by reading about her life.
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El Dios que yo amo - Joni Eareckson Tada
Primera Parte
CAPÍTULO UNO
Hijo mío, conserva el buen juicio; no pierdas de vista la discreción. Te serán fuentes de vida, te adornarán como un collar. Podrás recorrer tranquilo tu camino, y tus pies no tropezarán. Al acostarte, no tendrás temor alguno; te acostarás y dormirás tranquilo.
Proverbios 3:21-24
Enterré los pies en la arena de la playa de Delaware, me abracé las piernas y me acerqué a la fogata tanto como pude. Las llamas nos calentaban el rostro, y detrás de nosotros el aire fresco de la noche nos enfriaba la espalda. Acurrucada con mis hermanas y mi primo, percibí el aroma de los leños quemándose y respiré al calor del fuego. Todos estábamos sentados, intimidados por mi padre. Él estaba parado al otro lado de la fogata, como una imagen envuelta en una voluta de calor y humo que se eleva y con la cara encendida por las llamas como si fuese un profeta en el monte Sinaí. Nos amontonábamos cuando él narraba una historia. Y no nos atrevíamos a mirar por encima del hombro hacia el océano, por miedo a encontrarnos con la imagen de …
«¡El holandés errante!»
Mi padre abrió grande los ojos y clavó su mirada en nosotros.
«¡Solo a unos pocos cientos de metros en el agua, allí estaba él, parado en la proa de su barco! ¡Estaba tan cerca que se veía el resplandor de su pipa!»
La fogata crujía y chisporroteaba; un estallido de chispas giraba y ascendía en el humo. Otra ola rompió en la arena, flushshhh …, derramando su espuma blanca sobre la playa. Las olas se acercaban cada vez más a nuestra fogata. No pude evitarlo. Miré por encima del hombro preguntándome si la goleta del fantasma estaría allí, en alguna parte, en el oscuro océano.
—Todos los camaradas a bordo de nuestro barco prácticamente se habían dado por vencidos entonó mi padre. Nuestra nave había estado atrapada durante cinco días en el mar de los Sargazos. La densa masa de algas marinas se había entrelazado en el timón y nos tenía atrapados en su mortal dominio. El agua se había acabado y teníamos la lengua agrietada e hinchada. Sabíamos que nuestras esperanzas se agotaban cuando …
Viste al holandés— susurró mi hermana.
Eres una chica lista— elogió papá.
Conocíamos la leyenda de memoria. Comenzaba en una noche tormentosa con fuertes vientos en el año 1600, cuando un capitán holandés dirigió su barco hacia las fauces de una tempestad en el cabo de Buena Esperanza. Las olas se elevaban y batían los costados de la nave y esta comenzó a hundirse. Mientras las encrespadas aguas inundaban la cubierta, el capitán levantó el puño y enfurecido clamó: «¡Daré la vuelta a este cabo aunque tenga que navegar hasta el día del juicio final!»
Y lo hizo, según cuenta la leyenda. Cualquiera que tuviera la desgracia de ver el viejo barco fantasma seguramente sufriría una muerte terrible. Aún hoy, si ves oscuras nubes de una tormenta que se avecina en el horizonte, ten cuidado. Tal vez descubras al viejo capitán holandés fumando su pipa y si así ocurre, quizás tú también marques tu destino.
—Si viste el barco fantasma cuando estabas atrapado en el mar de los Sargazos —preguntó uno de nosotros— ¿por qué no moriste?
Sabíamos la respuesta, pero teníamos que volver a escucharla. Tu papá no tiene miedo a ninguna vieja maldición declaró nuestro padre. Pues bien, miré por la proa del barco y vislumbré un enorme pez manta. Eso me dio una idea.
Yo no sabía lo que era un pez manta. Sin embargo, cuando papá extendió los brazos y los agitó en el aire, me di cuenta de que era algo realmente grande y poderoso, como un pez gigante.
Levanté un arpón gesticuló y esperé a que ese pez manta se aproximara. Lentamente le apunté ¡y le clavé el arpón en la espalda!
Fruncí el ceño.
»El gran pez se resistió contra la cuerda, pero la sostuve con fuerza mientras llamaba a mis camaradas: ¡Tú, Angus Budreau, y tú, Georgy Banks! ¡Aten el extremo al cabestrante!
Ellos se movieron con rapidez mientras el pez tiraba cada vez más fuerte. ¡Icen el trinquete, la vela mayor y la mesana! ¡Preparen el foque y el foque volador!
, grité.
»Lentamente nuestro barco comenzó a crujir y a chirriar. La nave se desplazaba con lentitud, arrastrada por un pez de dos toneladas, que batía y sacudía las aletas con todas sus fuerzas. Sentía que las algas crujían debajo de nuestro casco … Nuestros músculos se tensaban ante el esfuerzo del poderoso pez.
»… y de repente nos pudimos liberar. Las velas comenzaron a ondear y a llenarse de aire. Por fin, una ráfaga alcanzó la vela mayor. La tripulación soltó un grito de alegría. ¡Nuestro barco había quedado libre de las garras del mar de los Sargazos! A medida que el viejo y cansado pez manta se hundía en las oscuras profundidades, habiendo agotado sus fuerzas, lo despedimos agitando nuestras gorras de marinero, y una vez más nos adentramos en alta mar».
Sentí tristeza de que el pez manta tuviera que morir. No obstante, estaba feliz de que mi padre estuviese vivo para contar la historia. También lo estaba mamá … me di cuenta por la forma en que lo miraba. Yo siempre buscaba su rostro después de que papá terminaba de contar una historia, para corroborar si era verdadera. Sin embargo, ella nunca revelaba nada. Simplemente se paraba a arrojar otro leño al fuego. Si uno de nosotros preguntaba «¿Mamá, eso es verdad? ¿Ocurrió de verdad?», ella sonreía con picardía. Quizás no creía en las historias de papá tanto como nosotros, pero por su honor no lo decía. Siempre nos dejaba pensando que quizás hubiera algo de cierto en las historias de mi padre, al responder cada vez: «¡Buena historia, capitán John!».
Un estallido de chispas brotó del fuego y una ráfaga las desparramó en la noche.
—¡Allí esta su pipa! —gritó alguien—. ¡Veo las chispas!
—No es verdad.
—¡Sí lo es!
—No.
—¡Sí!
Continuábamos así, no - sí, no - sí, hasta que mamá lo detenía diciendo: «Silencio, niñas».
—Entonces, ¿qué ocurrió con el barco fantasma?
Mi padre permaneció parado sin decir palabra por un largo rato. Todo estaba en silencio salvo por el ruido de las olas. El humo y las llamas bailaban en el viento, provocando sombras que danzaban en todas direcciones. Lentamente, papá se aventuró hacia la oscuridad del océano, las estrellas y la noche. Me ponía cada vez más nerviosa a medida que se alejaba de la seguridad de la luz de nuestra fogata. Se detuvo y, con las manos en la cintura, miró a la distancia como si buscara a alguien.
Yo escapé del capitán holandés comentó en voz baja. No muchos lo hacen, pero yo fui uno de los bendecidos.
Mis tres hermanas y nuestro primo, el pequeño Eddie, también nos aproximamos a buscar en la oscuridad.
No busquen demasiado a ese viejo hombre de mar nos advirtió papá— porque quizás no sean tan afortunados como yo. —Su voz sonó inquietante: »
Tal vez un día escuchen su ¡Je, je, je!
». —Después se dio vuelta rápido y se frotó las manos riendo disimuladamente con sarcasmo.
Gritábamos y nos agarrábamos entre nosotros, pateando la arena para mantener al fantasma en la bahía. Sin embargo, el narrador había finalizado su historia. Hacía una exagerada reverencia, y nosotros aplaudíamos a rabiar.
«¡Por favor, por favor, cuéntanos otra historia!», exclamábamos a coro.
«No».
Cuando decía «basta» era basta. Mi padre era una de esas personas que siempre nos dejaba con ganas de más. Eso me agradaba … hacía que todo lo que hiciéramos después fuera más agradable. Como cantar, por ejemplo. Cuando terminaban las historias, generalmente era hora de cantar canciones de fogatas, canciones de niñas exploradoras, canciones de caminatas, de marineros o de vaqueros.
Mi madre y mi padre echaban más leños al fuego, creando un infierno y nosotros, los niños, nos quitábamos las mantas. Nos habíamos pasado el día buscando almejas al otro lado de la isla. Las aguas claras y poco profundas del brazo del río Indio escondían cientos de almejas carnosas a pocos centímetros debajo de la arena. La tarea del día había sido exitosa, y ahora colocábamos nuestras zapatillas de lona blanca junto al fuego para que se secaran. El mejor amigo de mi padre, que para nosotros era el «tío» Eddie, paseaba tranquilamente y dejaba caer junto a su hijo, el pequeño Eddie, nuestro «primo», un par de baldes llenos de almejas heladas.
Todos nos estirábamos para tomar una. Con los ojos entrecerrados por el calor de la fogata, ubicábamos con cuidado las almejas en el extremo de un leño lo bastante cerca de las llamas para que el calor del fuego las cociera. Pronto las almejas comenzaban a burbujear por los bordes. Una a una, reventaban y se abrían. Con el pulgar y el índice tomábamos cuidadosamente una almeja caliente y a medio abrir, ¡ay! y la soplábamos hasta que se enfriaba. Apenas si podíamos esperar para ponernos en la boca las almejas húmedas y saladas, calientes y gomosas.
Papá ladeaba su gorra marinera y comenzaba a bailar una tonta giga. Iniciaba una canción escrita para él por un antiguo amor de sus días de marino mercante a principios del año 1900.
Era una canción para cantar mientras se comían las almejas.
No me casaría con un hombre que recoge ostras, te diré por qué: Sus botas están siempre llenas de lodo, sus zapatos nunca están secos.
Un marinero, un marinero, un marinero será.
Cuando me case, en la esposa de un marinero me convertiré.
Metíamos las manos bien en el fondo del balde con hielo, para sacar las almejas más frescas. Nuestro tío George, el hermano de papá, era el encargado de abrirlas con un cuchillo. Esta era una de esas habilidades artesanales de Maryland con la que nosotros esperábamos lucirnos algún día. Requiere traspasar la concha, el corazón y el músculo, de manera que la almeja quede intacta y carnosa.
El tío George nos pasaba las almejas abiertas, y yo mantenía en alto la mía para comparar su tamaño con las de mis hermanas. Tener en la mano la más grande y la más jugosa era un triunfo en el arte de comer almejas. Haciendo equilibrio con la mía, aplanaba el labio inferior, lo apretaba contra el borde de la concha, inclinaba apenas la almeja y la sorbía ruidosamente. Yo había visto a algunas personas tragar las almejas enteras, pero prefería la forma de papá: masticarla. Sabía mejor de esa forma porque soltaba un sabor salado y mohoso. Este rito nunca me pareció raro cuando era niña, pero años más tarde comprendí lo que la gente quería decir con la frase «es algo que al principio desagrada pero, con el tiempo, uno le toma el gusto».
Las canciones de mar finalmente nos llevaban a las canciones de vaqueros, y luego, cuando papá estaba seguro de que habíamos agotado toda la diversión de la tarde, cantábamos himnos. De repente, la escena alrededor de la fogata pasaba de chupar almejas, patear arena y contar historias a convertirse en un santuario bajo las estrellas. Las brillantes chispas que se elevaban ahora no provenían de la pipa de un hombre de mar, y el océano Atlántico ya no escondía secretos tenebrosos del fondo del mar. Incluso, el susurro de la espuma de las olas que se retiraban era tranquilizador. No había mayor satisfacción que recostarme sobre la manta, con las manos debajo de la cabeza y mirar a la cúpula estrellada mientras cantábamos un himno.
Olvidaba todo lo de las largas historias mientras mi padre lleno de calidez y ternura nos dirigía en el canto.
En el monte del Calvario había una cruz,
emblema de afrenta y dolor;
mas yo amo a Jesús, que murió en esa cruz
por salvar al más vil pecador.
Todos nos uníamos en el coro. Me encantaba seguir la canción uniendo mis notas a la melodía de mis padres. Cantábamos la primera parte in crescendo, como cuando sube la marea y luego suavemente la última, como cuando baja.
Gloriaréme solo en la cruz,
en sus triunfos mi gozo será;
y en el día de eterna salud,
mi corona Jesús me dará.
Cuando el resto de la familia comenzaba la segunda estrofa, yo dejaba de cantar. Me dedicaba a escuchar una canción más profunda, una que venía del cielo salpicado de estrellas. Con las rodillas dobladas sentía el calor de la fogata en la parte anterior de las piernas. Una profunda y fresca sombra me cubría mientras me sumergía en los sonidos que provenían del universo. Leves racimos de estrellas y grandes constelaciones salpicaban la noche mientras las olas seguían acariciando la arena de la playa. El océano Atlántico era también otro universo de hechos misteriosos, que tocaba los pies de Irlanda e Inglaterra, lugares demasiado lejanos para mí como para creer que fueran reales. Y aquí estábamos nosotros, amontonados alrededor de nuestro pequeño fuego, una pequeña brasa en una playa que se extendía varios kilómetros de norte a sur, sin ningún otro campamento a la vista. Aquella noche éramos un puntito de luz entre otros miles en la costa este, una costa de uno de los muchos continentes, todos en un planeta empequeñecido por galaxias que giran en lo alto.
Nunca me había sentido tan pequeña y sin embargo tan segura.
A salvo, segura e importante. No podía imaginar a otro niño en ninguna parte del planeta, mucho menos en los médanos de la costa de Delaware, que se sintiera tan a salvo como yo. Parte de ese sentimiento provenía de las historias. La mayoría, de los himnos. Cuando alguien comenzaba a entonar «Venid, oh, venid al jardín, donde Cristo ahora ha entrado» sentía como si Dios mismo estuviera entre nosotros, iluminado por el fuego y exhalando un suspiro con cada ola.
Mis recuerdos más tempranos de haber sido movida por el Espíritu se asocian a himnos. Himnos viejos, dulces y suaves … los que a mi tía Kitty le gustaba cantar cuando ella y el tío George nos visitaban los viernes por la noche para controlar los libros de cuentas del negocio de papá; o los que cantábamos en nuestra pequeña iglesia de Catonsville. La clase de himnos que cantábamos en la camioneta cuando cruzábamos el puente de la bahía de Chesapeake rumbo a la costa este, por la Autopista 1, atravesando el condado de Queen Anne por el puente hasta el espolón y nuestro campamento. Los mismos himnos cuyas palabras me sabía de memoria, y sin embargo no podía explicar.
Se a quién he creído y estoy convencido
de que él es capaz de guardar aquello que le he confiado para aquel día.
Yo atesoraba este himno de la familia, pero no tenía idea de su significado. No me molestaba no poder entenderlo. Los niños de cinco años son capaces de almacenar palabras en pequeños compartimientos dentro de su corazón, como cartas secretas guardadas para un día de lluvia. Todo lo que me importaba ahora era que estos himnos me ligaban a la melodía de mis padres y hermanas. Estos cánticos tenían algo que ver con Dios, mi padre, mi familia y una pequeña semilla de fe guardada a salvo en un rincón del corazón.
«¡Vamos, arriba todos!», papá golpeaba las manos y hacía que nos levantáramos de la manta. «Pónganse de pie y probemos con esta canción».
Ven, sube a la montaña donde soplan las brisas del cielo
Trepábamos en el aire y movíamos las manos haciendo el hula-hula.
Ven, sube a la montaña, que brillen los rostros
Iluminábamos el rostro con una sonrisa y con las manos a los lados.
Apártate, apártate del pecado y la tristeza, mira al cielo
Fruncíamos el ceño con la palabra pecado y levantábamos el rostro con la palabra cielo.
Ven, subamos a la montaña, tú y yo.
gSeñalábamos al otro y luego a nosotros mismos.
Una canción de la Escuela Dominical que incluía ademanes exigía que se realizara con la misma precisión que el saludo secreto del club del barrio. Cualquiera que se equivocase al poner las manos al lado de la cara, o al poner cara triste cuando decíamos «pecado», era degradado al último escalafón del club, y por lo tanto se lo observaba con cuidado en la siguiente canción con ademanes. Uno debía estar atento.
Las horas pasadas alrededor de la fogata se iban demasiado rápido. Mamá llevaba un buen rato sin avivar el fuego, y las brasas apenas si llameaban. Terminábamos nuestra fogata con el himno favorito de mi padre. Era un himno del mar:
Luz brillante es nuestro Padre misericordioso
Desde su faro por siempre;
Pero a nosotros nos entrega a nuestra guarda
Las luces de la costa.
Se ha instalado la oscura noche del pecado,
Rugen fuerte las olas enfadadas
Ojos ansiosos están observando, anhelando
Las luces de la costa.
¡Prepara tu tenue lámpara, mi hermano!
Algunos pobres marineros, arrastrados por la tempestad
Que ahora tratan de llegar al puerto,
Se perderán en la oscuridad.
Dejen que las luces más tenues sigan brillando,
¡Envía un rayo de luz a través de las olas!
Algún pobre marinero desfalleciente y luchador,
Quizás puedas rescatar, quizás salvar.
Cuando la bruma del océano comenzaba a adueñarse de nuestra fogata, recogíamos las mantas y emprendíamos el regreso por los médanos hasta las carpas. Una linterna nos guiaba hacia la cima de la duna, entre la playa y los bancos de arena más pequeños donde estaban las carpas. Yo, la menor de las Eareckson, caminaba pesadamente detrás de mi padre, arrastrando mi manta.
Cuando llegamos a la cresta de la escarpada barrera de la duna, nos detuvimos. Hacia el sur, alcancé a divisar el faro de la isla Fenwick. Hacia el norte, el brillo de la ciudad de Rehoboth Beach se veía a kilómetros de la costa. Estábamos a una altura suficiente como para ver la luz de las estrellas titilando sobre la bahía del río Indio, varios cientos de metros al oeste. La cresta de arena donde estábamos parados era la única protección entre el oscuro y peligroso océano y nuestra tierra natal. Tomé la mano de mi padre.
—Papá, ¿qué significa «dejen que las luces más tenues sigan brillando»?
Mi padre miró hacia la bahía. Levantó el brazo y señaló hacia adelante, a la noche.
—¿Ves aquellas? —dijo.
Miré la oscuridad. En la bahía se encendía y se apagaba una luz roja. Una señal verde del canal hacía lo mismo.
—Esas son las luces más tenues —dijo él.
El hecho en sí me sorprendió. Siempre me sorprendía cuando alguna palabra misteriosa o verso de un himno encontraba su equivalente en mi mundo. Si veía una cruz en una montaña a lo lejos o si entraba a un jardín sola … La primera vez que gané un trofeo en una competición de galletas, lo estreché con fuerza llena de felicidad. «En sus triunfos mi gozo será … y mi corona Jesús me dará» me vino a la mente cuando lo dejé sobre mi cómoda aquella noche. Me sorprendía creer que en el cielo hubiera un jurado con trofeos y coronas para entregar. Y aquí, para mi asombro, estaban las verdaderas luces tenues.
—Las luces tenues marcan dónde el agua es lo bastante profunda para que los barcos naveguen a salvo —explicó papá—. Si esas luces se apagan los marineros no pueden saber dónde está el banco de arena. Muchos barcos han naufragado en costas sin señales.
—Entonces, ¿por qué les dicen «luces tenues» en el cántico?
—Dios es el faro, y nosotros somos sus luces tenues. Nosotros señalamos el camino e indicamos por dónde es seguro ir —me explicó—. Eso es lo que tú haces.
—¿Lo hago?
Él me tomó de la mano y juntos nos deslizamos por el costado de la duna.
—Sí, lo haces —aseveró mi padre. Lo pronunció como un hecho acerca de mí, algo que yo sabía que era demasiado joven para entenderlo.
—Es como lo que has aprendido del Señor.
—Continuó, cambiando a un tono más serio—: «Hagan brillar su luz delante de todos».
Yo no sabía mucho sobre la Biblia; pero la manera en que mi padre pronunciaba las palabras las hacía sonar como algo dicho por el mismo Señor … o como algo que papá inventaba. Fuera lo que fuera, mi padre esperaba que yo hiciera brillar mi luz delante de todos. No entendía muy bien qué era mi luz o cómo la haría brillar delante de todos; pero no importaba. Nunca distinguía con claridad cuándo las cosas provenían de la Biblia o de mi padre. Esto se debía probablemente a esa manera tan notable en que mi padre cambiaba el tono de voz, como si estuviese hablando dogmáticamente, como un verdadero profeta con un mensaje del cielo. O tal vez sería por la manera en que pronunciaba la palabra «Señor» con acento irlandés. Nunca hacía eso con ninguna otra palabra importante que comenzara con S; solo lo hacía con la palabra Señor, como si fuera Spencer Tracy en el papel del cura irlandés en Boy’s Town [Forja de hombres]. Pensé que ese acento provenía de mi abuela escocesa-irlandesa, Anna Verona Cacy, a quien nunca conocí. Como papá, ella era la fuente de muchas historias de aventuras. Mi padre y mi abuela tenían un lugar especial para el Señooor.
Mi padre, John King Eareckson, nacido en 1900, debería haber sido un grumete de un clíper. Podría haberlo sido. Uno de sus primeros trabajos fue el de chico de los mandados para un grupo de carpinteros y constructores de barcos que trabajaban en los diques secos de Baltimore, reparando clípers de madera. Los nombres de esos hombres eran Angus Budreau y Georgy Banks (¡Sí, los mismos que aparecían en las historias de papá!) al igual que Joe Dowsit y Pete DeVeau, que navegaron con él por el mar de los Sargazos o que buscaron oro en el cañón del río Wind. Ellos manejaban perfectamente las azuelas, y eran rudos rufianes que bebían mucho y maldecían en voz alta. No obstante, cuando trataban de tentar a mi padre para que bebiera, él se negaba, cosa que siempre nos contaba con orgullo. Él prefería ir a la heladería de la calle Pratt, cerca del puerto. Por supuesto, lo apodaban Helado Johnny. Estaba convencida de que mi padre había inventado la rima: «Estoy helado, estás helado, todos ansiamos helado» (juego de palabras en inglés). Lo supe más adelante cuando me lo confesó el heladero.
Cuando Johnny Eareckson creció lo suficiente como para ponerles los arneses a los caballos, se levantaba antes del amanecer, cargaba el carro de la familia y hacía entregas para la fábrica de carbón de su padre. Nunca terminó la escuela, no sé bien por qué. A los diecinueve años empezó su propia empresa de colocación de pisos, desplazándose rápidamente de un trabajo a otro en su bicicleta. Tenía que luchar para estar a la altura de sus tres hermanos más preparados: tío George, contador; tío Vince, arquitecto y tío Milt, pastor.
Por lo general, John llegaba tarde a la pequeña casa adosada de ladrillo de la calle Stricker. Cada día terminaba exhausto por el trabajo tan duro; un trabajo distinto al que hacían sus hermanos en un escritorio, un tablero o un púlpito. Prácticamente no había noche en la que Johnny, al abrir la crujiente puerta de atrás, no encontrara a su madre, Anna Verona, sentada al lado de la cocina de carbón, con una manta en la falda y una Biblia en las manos. Leía y oraba por sus hijos. En especial por Johnny, el hijo que no encajaba en el molde de sus hermanos, porque su corazón era un poco más tierno y turbulento, lleno de pasión y aventura. Cuánto amaba Anna Eareckson a su Johnny se lo decía con cadencia irlandesa.
Y él la amaba a ella.
«Nunca olvidaré», recordó él, agitando la cabeza, cuando yo acababa de regresar de lidiar en la YMCA, mis hermanos de la escuela y el trabajo, y mamá nos decía: Necesitamos carbón para la cocina. Vince, es tu turno
. Mis hermanos y yo hacíamos payasadas alrededor del lavabo, dándonos latigazos con las toallas y Vince solía decir que le tocaba a George. No es mi turno, le toca a Milton
y Milt me señalaba y yo lo empujaba a Vince … y antes que nos diéramos cuenta, veíamos a mamá manchada de polvo negro, subiendo pesadamente los peldaños del sótano con sus faldas largas, cargando un balde pesado de carbón en sus delicadas manos. Eso casi destrozaba mi corazón».
La madre de mi padre murió joven. Su propio trabajo la llevó a una muerte temprana. Era algo que papá nunca se perdonó, como si una familia de cuatro muchachos saludables y robustos no hubiera podido facilitar en cierta manera la tarea de la madre, o quizás debería haberlo hecho. Eso explica por qué, cada vez que mi padre la llamaba por su nombre de soltera, Anna Verona Cacy, lo hacía con tanto amor y con aquel acento irlandés. También explica por qué le encantaba cantar «Dejen que sigan brillando las luces más tenues», uno de los himnos favoritos de mi abuela.
Dejen que sigan brillando las luces más tenues,
¡Envía un haz de luz a través de las olas!
Algún pobre marinero desfalleciente y luchador,
Quizás puedas rescatar, quizás salvar.
Cuando papá y yo regresábamos al campamento, dejábamos caer nuestras cosas sobre la mesa de picnic. Tío George estaba apagando el calentador a kerosén. Él había freído sus preciados cangrejos para la cena. Cerca, radiantes por la luz de la silbante linterna a propano, mi madre y unas cuantas tías estaban ordenando cosas en las neveras portátiles. Con la linterna en la mano, mamá nos conducía a mis hermanas y a mí a la carpita detrás de nuestro campamento, que servía de letrina improvisada. Desde allí, ella iluminaba el camino de regreso a nuestra gran carpa de ejército y atravesábamos la puerta de madera. Nos quitábamos los pantalones cortos llenos de arena y nos poníamos un buzo sobre la ropa interior húmeda. Eso es lo que me gustaba de acampar en la playa: podíamos dormir con algo divertido que no fuesen pijamas.
Después de sacudirnos la arena de los pies, nos zambullíamos debajo del mosquitero y nos trepábamos a nuestros catres. El mío estaba en la esquina y me encantaba cuando el tiempo era lo bastante bueno como para mantener levantados los costados de la carpa. Así podía escuchar a los adultos susurrando y el silbido de la lámpara. Cuando la brisa de la noche agitaba el mosquitero, me acurrucaba en la almohada, abrazaba mi conejo de peluche y luchaba contra el sueño lo más que podía. Quería disfrutar el sabor del aire salado, el aroma del café que estaban preparando para el desayuno de la mañana siguiente, la conversación en voz baja de mi madre, mi padre y demás parientes, y el algodón de la funda de mi tibio saco de dormir. Sabía que ningún mosquito podía invadirme. Debajo del mosquitero estaba a salvo. Tan a salvo como en mi propio dormitorio debajo de las mantas, mirando mi cuadro favorito al costado de la cama, el de la niñita en su bote.
Querido Dios, mi barquito y yo
estamos en tu mar abierto.
Por favor guíanos a salvo a través de las olas
a mi barquito y a mí.
Me preguntaba qué aventuras tendríamos al día siguiente. Tenía la esperanza de despertarme con el olor del tocino friéndose. Quizás papá cocinara sus huevos escalfados (ponía un huevo frito en una sartén caliente, una taza llena de agua agregada en el último momento, luego lo tapaba; por último, sal y pimienta para condimentar). Esperaba que el tío George hubiera puesto hielo en la gran jarra de leche, para que el agua supiera helada del cucharón. Me preguntaba si mi primo, el pequeño Eddie, mi hermana Kathy y yo descubriríamos cangrejos o conchas en las lagunas dejadas por la marea. O si jugaríamos a los caballos galopando en las montañas de arena que se extendían por varios kilómetros a ambos lados de nuestra carpa. Esperaba que el día fuese brillante y caluroso, para que cuando me recostara en la arena con el mentón sobre los antebrazos, pudiera sentir el olor del protector solar Coppertone.
Ansiaba hacer castillos de arena con la tía Lee y el tío Eddie, cavar en busca de cangrejos que se ocultaban en la arena, ver las olas borrando nuestras pisadas, ducharnos cuando se ponía el sol y untarnos Noxzema (crema hidratante) sobre la piel enrojecida por los rayos solares. Por la noche, después de las tortas de cangrejo, ayudábamos a mamá a lavar en el mar los platos y cacerolas. Después íbamos en auto hasta Rehoboth Beach para caminar por la rambla a lo largo de la playa y tomar un helado o comer papas fritas. Y sobre todas las cosas, esperaba que disfrutáramos otra fogata en la playa. Y otra historia de papá; o tal vez escuchar al tío George cantando «Ramona» con su cigarro en alto y guiándonos como un director.
Fuese lo que fuese lo que viniera, no me desilusionaría. El batir de la red contra mosquitos nos hipnotizaba hasta el sueño. «Buenas noches, niñas» —escuchaba susurrar a papá. O quizás, fuera Dios; al menos lo soñaba …
No sé si existen muchos padres como el mío. No, no lo creo. ¿Cuántos papás vieron volar el avión de los hermanos Wright en Baltimore o uno de los primeros Ford T traquetear por la calle Howard? ¿Cuántos padres sumergen a sus hijos en todo un mundo de aventura con las historias que cuentan de memoria? Mi padre comerció con los indios en Columbia Británica y luchó contra los osos en el límite del Yukón. Sí, estoy segura de que luchó contra ese oso con sus propias manos, y que no era una simple historia. De verdad. Sin embargo, aunque la historia del oso nunca hubiera ocurrido, sabía que el tierno corazón y la agradable personalidad de mi padre y su amor por el Señooor eran verdaderos.
La noche siguiente, justo como lo había esperado, regresamos de Rehoboth Beach al campamento lo suficientemente temprano como para hacer una fogata. Poco después ya estaban chisporroteando los trozos de madera que mis hermanas Linda, Jay, Kathy y yo habíamos juntado durante el día, y las estrellas se veían desparramadas sobre nosotros de un horizonte al otro, como azúcar impalpable. Las curvas de las olas brillaban fosforescentes por la marea roja, y mi tío Eddie había terminado de cantar «You Are My Sunshine [Tú eres mi sol]».
«Recítanos tu poema, papá —le rogué—, ese sobre la barra». Siempre siendo tan literal … hace poco descubrí que este clásico recitado de mi padre no era sobre una taberna.
Papá metía las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones y encendía el fuego. Luego comenzaba su letanía, que era más de Eareckson que de Tennyson. El poema fluía de un lugar profundo del pecho de mi padre. Mientras él recitaba las frases inquietantes, yo deseaba con fervor que alguien se acercara y lo sujetase en caso de que girara hacia las olas y cruzara la barra sin mí.
Puesta de sol y estrella de la tarde;
Y un claro llamado para mí
Y que no haya lamentos de la barra,
Cuando me lance a la mar.
Pero la marea se mueve y parece dormida,
Demasiado llena de sonido y espuma,
Cuando lo que salió de las profundidades
Vuelva nuevamente a casa.
Campana del crepúsculo y de la tarde,
¡Y luego, la oscuridad!
Y que no haya tristeza en el adiós,
Cuando me embarque;
Porque aunque desde mi límite de tiempo y lugar
La marea me lleve lejos
Espero ver a mi Guía frente a frente
Cuando haya cruzado la barra.
Nadie jamás rompía el silencio que se producía después de un poema de papá. Simplemente nos quedábamos escuchando cómo se acomodaban en nuestra mente los versos de la misma manera en que uno escucha la retirada de la espuma de una ola antes que rompa la siguiente. No entendía el poema, excepto la parte en que ve al Guía, que infería que era Dios. Sin embargo, mi corazón casi se partía en dos de solo pensar que a mi padre le gustara un poema sobre la muerte.
Recuerdo haber buscado la mano de Kathy. Sabía que ella comprendería mi temor. En casa compartíamos la cama. A menudo, después de que papá terminaba de contarnos una historia antes de dormir y lo oíamos bajar las escaleras, nos quedábamos acostadas a oscuras escuchando el sonido de nuestra respiración. Una vez tomé su mano y murmuré:
—¿Qué pasa si le ocurre algo malo? —quería agregar «a papá» pero no me salieron las palabras.
—Entiendo lo que quieres decir —susurró mi hermana—. Sé lo que quieres decir sobre papá. Entonces, ella sostenía mi mano, y la sostenía ahora también, junto a las sombras danzantes nacidas del fuego.
Papá finalizaba su poema con el hermoso himno que habíamos cantado la noche anterior. Mis hermanas y yo cantábamos más fuerte cuando llegaba la parte de:
Algún pobre marinero desfalleciente y luchador,
Quizás puedas rescatar, quizás salvar.
Una vez más, todos nos sentíamos a salvo.
Seguramente mi padre rescató a pobres marineros desfallecientes y luchadores. Si no fue en el mar de los Sargazos, seguro fue durante sus días como marino mercante. Y en ese momento nunca imaginé que en un futuro no muy lejano, yo sería la pobre desfalleciente luchadora, cayendo por tercera vez, ahogándome en olas de dolor más altas que cualquier ola. Más aterradoras que cualquier maldición del holandés.
Y ni siquiera papá podría ayudarme.
CAPÍTULO DOS
Escuchen, hijos, la corrección de un padre; dispónganse a adquirir inteligencia.
Proverbios 4:1
Los recuerdos lo son todo para mí. Yo era la clase de niña que veía una violeta africana en el antepecho de una ventana y luego visualizaba en mi mente el verde azulado de su estambre, las hojas rizadas y las delicadas flores moradas, cuando otros ni siquiera recordarían que había un antepecho.
Los recuerdos pasaron a ser importantísimos para mí en 1967. Ese año quedé paralítica en un accidente al zambullirme en el agua.
Estuve en el hospital durante casi dos años. La mayor parte del tiempo lo pasé en una cama ortopédica giratoria, boca arriba mirando el techo o boca abajo mirando las baldosas. Con un cuerpo que básicamente ya no podría mover o sentir, traía a mi mente cada paseo a la playa, cada cabalgata, cada partido de tenis, cada canción … todo, y los miraba desde todos los ángulos, como a un diamante, deleitándome con su color y brillo. Si ya no podría usar mis manos nunca más, me esforzaría por recordar la sensación que daba sostener una botella de gaseosa y sentir las gotitas heladas que corrían por el vaso hasta mis dedos. Si ya no podría caminar, reviviría las sensaciones de reclinarme, estirarme, agacharme, correr o mover los dedos del pie.
Mis recuerdos eran todo lo que tenía entonces. Se volvieron tan reconfortantes como mirar fijamente desde nuestra fogata en la playa para comprobar qué tan lejos se había desplazado una constelación; o como acurrucarse debajo de las mantas cuando estábamos de regreso en casa y en la cama mirábamos con detenimiento las estrellas que mi padre había pintado en el cielo raso de mi dormitorio.
Volviendo a 1955, creo que era la única niña del barrio, y quizás de toda la ciudad, que se iba a dormir todas las noches bajo las estrellas, aun cuando fueran solo pintadas. Parecía que papá comprendía que los niños adoran dormir bajo un cielo estrellado, y por eso, dado que no siempre podíamos ir de campamento, él trajo el campamento a casa. Y, puesto que papá era constructor de casas, construyó la nuestra de forma irregular y rústica, de piedra y madera parecida a una posada, donde todos los rincones y recovecos, arcos y pasamanos, hastiales y las ventanas de la buhardilla, todo estaba hecho a mano con cálido roble y abeto Douglas. Las chimeneas eran de piedra maciza, coronadas con cuernos de alce, a la espera de que vinieran niños. Vivir allí era como estar de campamento. Era divertido.
Desde cualquier habitación se podía escuchar: «¡Listas o no, ahí voy!», porque nuestra casa era perfecta para jugar a las escondidas. El pánico y la emoción se apoderaban de nuestro corazón mientras nuestros pies corrían desesperadamente para encontrar el escondite ideal. Se podía elegir el balcón del primer piso, o uno podía meterse detrás de la gran cómoda de madera que estaba en el rincón, al final de la escalera del fondo. También era posible esconderse en el comedor detrás de la gran mesa plegadiza o envolverse en el abrigo de mapache de mamá en su armario, si es que se lograba soportar el olor a naftalina. No me preocupaba que me delataran mi fuerte respiración o mi risita contenida; nuestro gran hogar nos abrazaba y participaba en cada uno de nuestros juegos.
Otras habitaciones se sumaban al juego. La sala, con su alfombra de tigre en la esquina, la alfombra de oso en el medio y los cuernos de alce en ambos extremos, podía ser un día una jungla y al siguiente, los territorios del Noroeste. «Papá los cazó cuando estaba comerciando con los indios en Yukón», aseguraba refiriéndome a los cuernos. No tenía idea de qué era Yukón, pero sonaba lejos y distante, salvaje y exótico, un lugar donde mi padre habría podido encontrar de verdad un alce tan grande. Linda también se sumaba al juego, e insistía en que las maderas gigantes que sostenían el techo «realmente provenían del barco del capitán Hook. De veras …».
Durante muchos años nuestra sala era parte de los juegos, guardando a salvo los secretos de nuestra niñez. Siempre creí que nuestra casa era común y corriente, hasta que fui a jugar a casas de otros niños. Descubrí casas con alfombras blancas, cielo rasos bajos, platería «prohibido tocar» en mesitas, estatuas de porcelana de María Antonieta sobre repisas de chimeneas. Hasta los sofás estaban cubiertos con un plástico duro transparente. Esas casas tenían cortinas vaporosas, vitrinas transparentes y absolutamente ningún lugar para esconderse. Entonces me di cuenta de algo que quedaría grabado en mí por años: los Eareckson éramos diferentes. Y tal vez, un poco extraños.
Era algo sobre lo que reflexionaba bajo el cielo de estrellas de mi dormitorio. En realidad, no era mi dormitorio, sino el de Kathy. Ella era un poco mayor que yo y tuvo la habitación primero. Eso significaba que tenía derecho a la mejor cómoda, la parte más grande del ropero y la mejor parte de la cama, junto a la puerta. Generalmente, antes de que apagaran las luces, Kathy se arrodillaba en la cama, trazaba una línea imaginaria por el medio y decía: «¿Ves esto?», desde la cabecera hasta los pies, su dedo demarcaba la zona entre nosotras. «Este es mi lado de la cama, y más vale que no cruces esta línea».
Tenía cinco años en ese entonces y era la menor de cuatro hijas. Tenía miedo de contrariar a mi hermana o de cruzar su línea.
Compartir la habitación con mi hermana no estaba del todo mal, aunque constantemente me recordaba cerrar la puerta del baño después de ducharme para que el vapor no curvara su cómoda. Prolijamente había pegado pedazos de algodón en las cuatro esquinas de la cómoda para proteger la madera de mí y de mis juguetes. No podía entender por qué valoraba tanto esa cómoda, como si se estuviera por casar a los nueve. No importaba … igual era agradable acostarse al lado de alguien, sentir su calor debajo de las mantas, escuchar la conversación en voz baja de mis padres abajo, y con el reflejo de la luz del hall, mirar los ángeles de la pared de nuestro dormitorio.
Sí, ángeles. Eran tres: uno de cabello oscuro, uno rubio y otro pelirrojo.
Nuestro dormitorio se parecía, en parte, a una buhardilla de ático, y papá había pintado los ángeles en la pared inclinada que estaba a la izquierda. No existe nadie como papá —me enorgullecía de él. ¡Sabe cantar, contar historias y pintar ángeles! No solo eso, en toda la pared detrás de la cabecera de la cama, papá había pintado al óleo a Jack trepando por el tallo de una habichuela, una anciana que vivía en un zapato, un bebé en la copa de un árbol, el flautista de Hamelín con sus niños en fila, una vaca saltando una luna y por último, a Humpty Dumpty sentado encima del marco de la puerta. En el medio de esta colección de personajes colgó un simple cuadro de un perro y un niño arrodillados a los pies de la cama orando, que él mismo había pintado.
A veces giraba para ver los versos infantiles y los personajes de cuentos o el cuadro del niño y el perro; pero los ángeles eran los que más captaban mi atención.
Los tres ángeles casi cubrían la pared inclinada del techo, todos cantaban con su partitura, con las bocas abiertas como grandes «O» y los pies plantados en las nubes. El primer ángel se parecía a mi hermana, Linda. Eso me hacía reír. Linda era cualquier cosa menos un ángel. Era casi diez años mayor que yo, le gustaba James Dean, se peinaba con fijador hacia atrás, se arremangaba los jeans y se bajaba las medias. Solía caminar arrastrando las sandalias nuevas y usaba camisas de algodón gigantes con el cuello hacia arriba. En la escuela usaba abrigos bien ajustados y falda recta. Elvis