Atardecer Con Sirenas

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Atardecer con sirenas. Silvia Iparraguirre


Ushuaia, 1980.
Por Sylvia Iparraguirre de su libro: “El pais del viento”.
Comentario: Una historia originada en el hundimiento del Monte Cervantes en
1930.

Fue en 1930. Usted ahora me conoce como el maestro pero en esos años yo
iba a la escuela, imagínese. Ushuaia era apenas un pueblito, con unas cuantas
cuadras a lo largo de la costa por tres o cuatro de ancho, las últimas casas trepadas a
la montaña, como si quisieran empinarse para no dejar de ver la bahía. Entonces
parecía más pueblo marinero que ahora. Aquél es el Monte Olivia, el gigante, el
guardián de Ushuaia; en yámana quiere decir "punta de arpón". Para los indios fueron
montañas protectoras, míticas, desde el origen de los tiempos. Este lugar ha dado
para todos los mitos, fábulas e historias verdaderas que quiera imaginar. Al principio
fue lugar de pocas mujeres, blancas quiero decir. Hay que pensar en pioneros,
místicos, aventureros, hombres raros, a veces tan devastados por la soledad que
hasta se olvidaban de hablar. Algunos se perdieron por los canales, cerca del Cabo de
Hornos. Una o dos veces al año llegaban en sus barquitos a aprovisionarse al
almacén, pedían pisco o grapa, y ahí se quedaban, mirando la botella sin abrir la boca.
No alardeaban de nada, aunque podrían haberlo hecho porque vivir en el laberinto de
pasajes escondidos por donde nunca anda nadie no es para cualquiera. La soledad
inventa cosas. Se contaba de un noruego que vivía cerca de las isla Hoste, la única
vez que hablo fue para decir que había visto una sirena. Imagínese. Tenia cuerpo de
foca y busto de mujer, dijo, con un pelo largo color verde, los ojos que fosforecían en
la oscuridad y un canto tristísimo. El noruego vivía con una chica indígena en su bote,
pero la única mujer en el mundo para el era la sirena. Se paso el resto de su vida
tratando de volver a encontrarla. Desde entonces, o tal vez desde mucho antes, quedo
que hay sirenas en los canales. Esto me lo contaron, pero yo mismo fui testigo de
cosas inolvidables cuando era chico, como la llegada del primer avión, en el 28, un
hidroavión, con el loco Pluschow, al que le decían “el as alemán”, arriba. Cuando se
oyó el motor en el cielo la gente se volvió loca. O como cuando llego el primer dentista;
o como cuando se abrió el primer cine, en el 32. Eran acontecimientos. Dicen que
tengo buena memoria, pero acá es común, porque vivíamos en un lugar donde todo se
hacia por primera vez. Y si agrego uno o dos detalles no voy a traicionar la historia,
voy a reponer algo parecido que seguramente estaba ahí y que el tiempo se llevo.

Para el 30 éramos ochocientos habitantes viviendo en el borde más austral del


mundo, sacudidos por esas novedades con las que Ushuaia se despertaba cada tanto,
como desperezándose o creciendo. Y el dato de los ochocientos habitantes tiene
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importancia en lo que voy a contar. La llegada de un barco era todo un acontecimiento.


Y justamente ese mediodía de enero de 1930 un barco acababa de irse.

Aquella mañana, Joaquín y yo nos habíamos escapado de la escuela para ir a


navegar nuestro barquito, el Spray. En esos días lo único que nos importaba era
practicar para la regata que se corría en dos semanas. Regatas caseras, toda gente
de acá; eran una gran diversión. En nuestra casa creían que estábamos en clase. Era
un hermoso mediodía y detrás nuestro el Monte Olivia se recortaba sobre un cielo
despejado y azul. Hay que decir que mi amigo era y es, todo un personaje. Tenía una
habilidad endemoniada para navegar, herencia de su abuela yamana, creo. Otra de
sus mañas era hacer y deshacer nudos marineros, por complicados que fueran.
Llevaba puesto lo que durante toda nuestra infancia y hasta bastante después fue su
equipo favorito: una camisa descolorida, un chaleco lleno de bolsillos de los que podía
salir cualquier cosa, unos pantalones arremangados por arriba de las rodillas y unas
viejas botas de goma, regalo de mi padre, por las que guardaba un cariño especial
aunque le quedaban enormes. Era flaco y moreno y usaba el pelo largo atado atrás,
en una coleta. Le confieso que yo, en secreto, admiraba su indiferencia, que me
parecía magistral y que sólo desaparecía a la hora de navegar. En las aguas de la
bahía, Joaquín se transformaba; establecía con el barco una comunicación tan
perfecta que muchas veces sentí que yo estaba de más. Aunque hacíamos una buena
yunta, así decían. Teníamos trece años, habíamos crecido juntos y nos conocíamos a
la perfección. De sus ancestros había heredado también poca inclinación al parloteo.
Ese era mi caso. Y lo sigue siendo, pensará usted; sí, no se ría. Yo era inquieto,
expansivo, y hasta exultante en aquella época. El soportaba mi charla. Se había
resignado a que era tan inevitable como mi cara o mi estatura. Me acuerdo que yo
venía desarrollando con lujo de detalles cuál debía ser nuestra estrategia para ganar la
regata.

Abajo, brillando bajo el sol, avanzaba el trencito del presidio que volvía del
Monte Susana con su carga de leña. Ahí iba Raghini, el anarquista, con su traje a
rayas impecable y planchado; volvía separado de los otros, sentado en el último
vagón, las piernas colgando
sobre las vías, fumando siempre, la cara melancólica y seria. Éramos amigos. Una vez
me talló en madera un lobo marino, una de mis posesiones más preciadas de aquellos
tiempos que todavía conservo.

Desafié a Joaquín a una carrera hasta la vuelta del camino. No dijo nada, pero
antes de que yo terminara de hablar salió disparado y, a pesar de las botas, llegó
primero. Yo hacía como que no me importaba, pero quería ganarle a toda costa, sólo
que mi orgullo se lo ocultaba. Nos deslizamos por la calle de atrás de la escuela hasta
el patio y estábamos así, agachados contra la pared, esperando la ocasión de entrar,
cuando empezaron a sonar las campanas de la iglesia y las sirenas de los barcos y la
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del penal y todo lo que pudiera sonar y hacer ruido en el pueblo. Un segundo después
se abrió la puerta del aula y el maestro, seguido en tropel por nuestros compañeros,
corría a la calle presintiendo, como nosotros, que algo grave o extraordinario debía
haber pasado. Todo el mundo estaba afuera, los hombres ya se iban hacia la costa,
las mujeres se quedaban en la vereda, conjeturando qué podía haber basado. No
tardó en correr la noticia: el Monte Cervantes, el buque que acababa de salir del
puerto, había chocado contra un islote de la isla del faro y estaba naufragando. Allí
mismo, a las puertas de Ushuaia, en un día límpido de verano, cuando esa misma
mañana los pasajeros, los primeros turistas que se vieron por acá, habían invadido las
calles sacando fotos y charlando con los vecinos. Nadie lo podía creer.

En un abrir y cerrar de ojos la ciudad entera se puso a colaborar con el rescate.


Joaquín y yo en una carrera alocada llegamos al puerto. Pescadores, marineros y
gente de la Prefectura corría en el muelle de un lado a otro preparando todos los
barcos y barcazas disponibles, hasta botes, aprestando lo necesario para el auxilio.
Acá sabemos algo: pocos sobreviven si permanecen mucho tiempo en el agua. En
medio del revuelo, un enjambre de embarcaciones cargadas de mantas, sogas,
salvavidas y medicinas se alejaba a todo vapor por las aguas de la bahía. Mi tío tenía
en aquellos años el Albatros, con el que hacía un viaje regular a Punta Arenas, y
estaba a punto de salir. Le pedí que nos llevara, pero no nos hizo caso; se necesitaba
cada lugar disponible para traer a los náufragos a tierra. Y aquí viene lo mejor,
imagínese que nosotros éramos ochocientos habitantes, como le dije, y el Monte
Cervantes llevaba más de mil pasajeros. Había más gente a bordo que abajo. La
ciudad estaba completamente trastornada. Volvieron los primeros voluntarios con la
noticia de que el pasaje completo se habían salvado y se encontraba en la costa del
canal próximo a la zona del hundimiento. Allí había que ir a buscarlos. El capitán había
permanecido último a bordo y no se sabía su suerte, pero se creía que había muerto,
yéndose al fondo con el barco.

Para la tarde, una multitud tronaba en el muelle; había disputas con los
oficiales y se escuchaban quejas de todo tipo; se hablaba de que el barco traía más
gente de la que podía soportar y de demandas a la compañía. En medio de los gritos y
las discusiones, algunas señoras sufrieron ataques de nervios, otros amontonaban
ropas y zapatos empapados, y cada uno trataba de reunirse con su equipaje. Los
oficiales informaron la última noticia con la esperanza de aplacar los ánimos: en una
semana llegaba otro barco de la compañía para llevar a los náufragos de regreso a
Buenos Aires. Le digo algo que recuerdo muy bien: yo estaba contentísimo. Éramos
como esas casas de los abuelos, solitarias durante el invierno, que se llenan de tíos y
primos durante las fiestas. Para mayor fortuna, de inmediato se decretó la suspensión
de las clases y el acondicionamiento de cada lugar para hospedar a tanta gente. Como
pasa con las guerras o los terremotos, cada náufrago formaba parte del desastre
general, pero contaba y volvía a contar lo que le había tocado vivir a él en particular,
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dónde estaba en el momento del choque, a quién había llamado, qué cosa inesperada
o
absurda había llevado al bote salvavidas. Y ése fue mi caso, un caso particular,
porque al naufragio delMonte Cervantes, al que mucho después llamarían
"el Titanic fueguino", le debo haberme enamorado por primera vez. Usted se asombra;
claro, el primer amor unido al naufragio de más de mil personas parece algo
inventado, pero acá las cosas no pasan como en todas partes.

Joaquín miraba cada escena mudo, absorbiendo todo lo que oía y veía. Yo en
cambio no me podía quedar quieto y al rato lo perdí de vista. Pasaba unos minutos
con un grupo para correr enseguida a otro lado en busca de noticias, preferentemente
alguna desgracia que de inmediato transmitía con agregados truculentos. Ya se sabe
que la desgracia aumenta el prestigio de estos hechos y yo estaba convencido de que
contribuía a realzar la situación general. La iglesia, el presidio, la prefectura, la
escuela, las casas particulares, los almacenes, todo lugar era bueno para improvisar
cocinas y dormitorios. En mi casa, mi madre y las vecinas preparaban frazadas, café y
mate cocido en ollas y acondicionaban cualquier rincón donde se pudiera preparar una
cama. Fue algo sin igual; se da cuenta, fue la única vez en la historia que una ciudad
dobló su población en un día: otra Ushuaia dentro de Ushuaia Caso bastante raro, ¿no
cree?

Al anochecer fui a ver qué pasaba en mi escuela. Habían corrido los pupitres
contra la pared y la gente iba y venía por los salones. Parecía un campamento. A una
mujer gorda la estaban abanicando. Con la impiedad típica de esos años, recuerdo
que esperé a ver si al menos se producía un hecho concluyente, pero no fue así. En
realidad, nadie me hacía caso; acababan de traer una carrada de equipaje y todos se
precipitaron sobre los marineros. En medio de baúles, catres y valijas, no tardé en
descubrir lo que para mí fue una aparición: la chica más linda que había visto en mi
vida. Estaba sentada sobre un baúl y tomaba algo en una taza que se llevaba a la
boca con las dos manos, tan serena y hermosa en medio de la agitación general que
una corriente de electricidad me recorrió el cuerpo. Por poco entro al aula donde
estaba caminando con las manos. Cuando me acerqué, la chica permaneció
completamente tranquila, indiferente, cosa que me termino de cautivar. Siempre me
gusto la gente calma, será porque soy un poco nervioso, vaya a saber.

—¡Hola! — me presente—. Esta es mi escuela- agregue enseguida como para


justificar mi presencia.
Ella me miró y le digo de verdad que casi me desplomo. Hay que ver que
estaba muy exaltado por todo lo que pasaba. Tenía unos increíbles ojos azules, los
ojos que más me gustan.
—¡Hola! —me estudió un segundo y agregó—; Yo soy Valentina.
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El nombre me pareció único. Pronto conversábamos porque Valentina no era


tímida. Me contó el susto que había pasado en el barco y cómo todos se habían
puesto a gritar. Yo le preguntaba cualquier cosa sólo por el gusto de mirarla cuando
hablaba.
—¿Quién es este chico? —preguntó un hombre de anteojos redondos,
tiradores y bigote muy recortado. Mire de lo que me vengo a acordar: se pasaba el
pañuelo por la frente una y otra vez.
Valentina, muy tranquila, contestó:
—Vive cerca y viene a esta escuela.

Pero el hombre, que enseguida me informó era su padre, ya estaba en el otro


extremo revolviendo unos bolsos. Que hablara así de mí, fue otra de las cosas que me
gustó en el acto. No podía controlar mi cara que enrojecía a su gusto y por nada.

—¿Me vas a enseñar Ushuaia? —me preguntó con los ojos de par en par.

Sólo por precaución, antes de contestar miré al padre: daba vueltas mientras le
pedía a la madre cosas que no encontraba por ninguna parte. Parecían muy molestos
y ni siquiera nos miraban. El pobre hombre repetía: "Si me hubieras hecho caso,
Elvira, estaríamos en la Rambla, pero no, el tourisme, eltourisme está de moda, hay
que hacer tourisme... y acá estamos en el...
—¡Alfredo! —dijo la madre.
—...en el culo del mundo.
Dejé de prestarles atención porque sus padres me parecieron muy por debajo
de Valentina.
—Mañana te muestro todo —dije, algo solemne.
Pensé contarle lo de la regata y cómo nos estábamos preparando, pero me
contuve. Se había improvisado una cena para los náufragos y yo estorbaba.
—Hasta mañana —dijo ella con una sonrisa, dejando sentado que al día
siguiente podría verla.

En la calle salí a tal velocidad que lamenté no ver a mi amigo, le hubiera


sacado cincuenta metros de ventaja. Yo era tan liviano como una pluma. Así me sentía
la noche que conocí a Valentina, el mundo me quedaba chico. Tal vez era un tanto
apresurado, pero no podía dejar de sentir que podía ser mi novia.

Recuerdo que esa noche, arrinconado en la despensa donde me tocó dormir,


pensé, y lo pienso, que sus ojos eran azules "como los lagos del sur", pero al día
siguiente no me animé a decírselo. Éramos más ingenuos los muchachos en aquella
época, imagínese. Medio salvajes, eso sí; navegar, cazar, correr en trineo por la nieve,
pero las chicas eran palabras mayores. Y yo, además, aunque dicharachero, era
tímido. Valentina en cambio no tenía problemas de comunicación y gracias a esto
pronto descubrí otro rasgo que a mis ojos provincianos la enaltecía aun más: era
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extranjera. No tan extranjera como un polaco, pero era extranjera: había nacido en
Uruguay. Sus padres se habían mudado a Buenos Aires cuando tenía tres años. De
Uruguay Valentina recordaba una vereda soleada con un perro lanudo; cuando el
perro se alejaba, Valentina ponía las piernas rígidas (ella decía: de nervios), cuando el
perro volvía, ella agitaba los brazos, tratando de abrazarlo. Yo no conocía a nadie que
recordara algo tan remoto en su vida y que lo contara así, de un momento para otro.
La miraba boquiabierto. Traté con todas mis fuerzas de deslumbrarla con algún
recuerdo, pero no se me ocurría nada. Detrás de mis cinco o seis años mi pasado no
existía.

—Cuando tenía cuatro, me caí de un bote al canal.


El que había hablado era Joaquín. Antes de que pudiera reponerme de la
sorpresa, Valentina a quien como le dije le gustaba la conversación, ya le estaba
preguntando:
—Y quién te salvó.
—Mi abuelo.
—Y cómo —insistió ella, como si el hecho fuera interesante o digno de
investigarse.
—Me sacó de los pelos.

No dijo más, pero quedó flotando en el aire un dejo de peligro y aventura que,
creí yo, lo favorecía. Había empezado a incomodarme Joaquín y me preguntaba por
qué no se iba por ahí a hacer algo.

—A mí me gustan los detalles —explicaba Valentina.

Tengo que decirle que nunca había conocido a una chica que conversara de
ese modo. Para ese momento, yo estaba tan enamorado que ni siquiera me daba
cuenta; me enamoré de su manera de preguntar por todo lo que veía y de su pelo
castaño que llevaba largo hasta los hombros con dos sedosos mechones tomados
atrás con un broche en forma de mariposa. Usaba un vestido azul de cuello marinero y
tenía zapatos con presilla y medias blancas. Cada una de sus cosas me enloquecía y
ni siquiera intentaba dejar de mirarla. Sobre todo el broche del pelo, de una perfección
en el diseño de la mariposa que nunca había visto.

—A mí me gusta ese detalle —le señalé el broche sintiéndome bastante


ingenioso.
Creí advertir una mirada entre sardónica y despectiva en mi amigo, pero no me
importo.
—Me lo trajo mi abuela —informó de inmediato Valentina, y después agregó
mirando el horizonte—: de París.
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Aquello nos dejó pasmados. La palabra quedó flotando en el aire azul de la


bahía y nos envolvió con su encanto lejano, como el largo crepúsculo de Ushuaia.

—Por qué no vas a ver el barco, a ver cómo está —le dije de repente a
Joaquín.
Me miró impasible, pero en el fondo de su mirada su abuelo yámana me arponeó
varias veces. Se encogió de hombros y permaneció en su lugar.

Veía a Valentina todos los días y, aunque en mi casa sólo podía pensar en ella,
cuando al fin estábamos juntos mi principal preocupación era mi cuerpo que hacía
cosas por su cuenta. Saltaba o me agachaba a buscar piedras y demostrar mi
puntería. O enrojecía o balbuceaba. O de pronto me picaba un brazo
insoportablemente. Nada de esto parecía importarle a Valentina que, según creía,
seguía apreciándome. Por otra parte, mi casa tenía también sus huéspedes, tres
señoras mayores, así que pasaba poco tiempo allí. Como estaba enamorado, mis
padres y mis hermanos me parecían vulgares y me incomodaban. Es más, una noche
sorprendí una conversación entre mis padres, en la cocina. Mi madre veía cómo podía
ayudar a la economía familiar la situación irrepetible de tanta gente junta e ideaba
cocinar scones o empanadas para venderlos entre los náufragos. La idea me
aterrorizó, Si, estando con Valentina, mi madre llegaba a aparecer por ahí vendiendo
empanadas iba a querer que me tragara la tierra. Los días siguientes estuve muy
inquieto tratando de eludir en nuestros paseos los lugares donde los adultos se
reunían, y confirmé la idea general de que nuestros padres estaban muy por debajo de
Valentina y de mí, lo que, secretamente, nos unía todavía más.

Una tarde le dije que quería mostrarle el muelle. Después de pedir permiso a
sus padres, que se habían calmado con el tema del equipaje y ahora hablaban de la
demanda y la indemnización, nos fuimos los tres a la costa. Con su acostumbrado y
seductor desparpajo, Valentina contaba de su escuela en Buenos Aires y de sus
amigas. Mirábamos el agua y los barcos, cuando repentinamente dijo que sus amigas
le decían Vali.

—Podes decirme Vali —me comunicó.


Me duró poco la emoción porque Valentina, dándose vuelta y dirigiéndose a
Joaquín que, a unos metros, parecía ocupado en unos anzuelos y otras cosas de sus
bolsillos, le dijo:
—Me gustaría que los dos me dijeran Vali.

Mi amigo no hizo ningún comentario pero se puso a imitar el graznido de las


gaviotas, y lo hacía tan bien que pronto una bandada levantó vuelo de la playa y giró
sobre el muelle. Valentina no terminaba de maravillarse y le pidió que lo repitiera una y
otra vez.
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Ese anochecer, cuando volvíamos después de acompañar a Valentina hasta la


escuela, Joaquín y yo nos trenzamos en una discusión sobre la regata. Sin reparar en
que yo no veía nuestro barco desde el día del suceso, lo acusé de no preocuparse y
que por su culpa íbamos a perder la carrera. Hizo su habitual encogimiento de
hombros. Lleno de ira, lo empujé, me empujó. Al instante rodábamos por el suelo en
medio de los gritos de mi hermana, que había salido a la puerta por el alboroto. Nos
separaron. Yo quede con la nariz hinchada; él, con un ojo amoratado. Cuando al día
siguiente nos vio, Valentina no dijo nada, pero una sonrisa enigmática dejó entrever
que su instinto femenino le había comunicado lo sucedido. Más tarde mencionó al
pasar que con sus amigas habían visto una película con Gary Cooper en la que los
dos amigos se pelean por la chica; esa parte le había parecido emocionante.
Dominado por mis sentimientos, lo único que saqué en limpio de sus palabras fue lo
que la embellecía todavía más a mis ojos: que Valentina llevaba una vida de cines y
de amigas, que su abuela iba y venía de París y que esa chica estaba por encima de
mis posibilidades. No sabía, demasiado ocupado conmigo mismo, qué le pasaba a mi
amigo, que nunca nos dejaba solos.

Un día antes del arribo del barco en busca de los pasajeros, Valentina me dijo
que quería confiarme un secreto. No pude dormir esa noche, por lo menos hasta muy
tarde. Lo único fijo en mi mente era que al día siguiente Valí se iría y nunca volvería a
verla.

Y llegó la hora de la despedida. Valentina formaba parte con sus padres de la


larga fila de los que iban a embarcarse. Lo que había empezado siendo una
catástrofe, ahora, con un barco más grande atracado en el muelle, era una inolvidable
aventura. En cada grupo hablaban y se reían y, por lo pronto, nadie mencionó el tema
de las demandas a la compañía. El padre de Vali se ocupaba del equipaje y su madre
se despedía de los vecinos, igual que el resto de los viajeros. Yo estaba aturdido y, por
una vez, quieto y melancólico. Joaquín no había aparecido en todo el día. Cuando los
pasajeros empezaron a subir por la pasarela, lo vi. Sentado sobre unos cajones del
muelle, las piernas colgando embutidas en sus botas negras, hacían y deshacía un
nudo marinero. Me olvidé de él; yo no tenía ojos y atención más que para Valentina,
que el azar me había dado y que el destino me quitaba. Me era muy difícil ocultar mi
congoja. Con su vestido del primer día saludaba a la gente que sus padres le
indicaban. Yo esperaba, las manos en los bolsillos, por primera vez consciente de mi
aspecto deslucido. En un momento la vi correr hacia donde estaba Joaquín que,
mientras ella le hablaba, permanecía con la cabeza gacha. La aglomeración me
impidió seguir viéndolos. Pocos minutos después, Valentina me buscaba y enseguida
quedamos frente a frente. Tomó mi mano y la cerró sobre algo que no supe qué era.
Miré: el broche del pelo en forma de mariposa. Me zumbaron los oídos y el mundo
desapareció.
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—De recuerdo —dijo—. Para que no te olvides de mí.


—Y el secreto —le pregunté con un nudo en la garganta.
Por primera vez vi que se le subían los colores. Se acercó a mi oído.
—Cuando cumpla dieciocho voy a volver para casarme con vos.

Usted tal vez piensa que ella no volvió nunca, pero se equivoca. Esa tarde me
dio un beso como un soplo rápido y corrió a reunirse con sus padres entre sombreros
en alto y pañuelos agitándose en el aire. Sonó la sirena y el sonido profundo fue a
perderse más allá de las aguas de la bahía, en los recodos de las montañas. Me
quedé en el muelle hasta que el barco desapareció. Y mucho más, también.

Aquel año no ganamos la regata. Pero hubo otros que sí, y hasta salimos
campeones dos veces consecutivas. Me pregunta por Joaquín. Han pasado cincuenta
años del naufragio del Monte Cervantes. Nuestra amistad siguió inalterable, toda la
vida. Tiene cuatro hijos, yo nunca me casé. Me eligieron padrino de su primera hija y
no pude negarme. Imagínese, con esos ojos azules, igual a la madre. Mire la bahía,
tan serena que el agua refleja el vuelo de los cormoranes. Ve lo que le decía, lo que
son los atardeceres de verano: hay luz hasta las diez de la noche. Sentado en la
costa, uno puede contemplar el lento atardecer. En todas partes anochece, pero acá
es diferente. Así son las cosas en Ushuaia: iguales a las de cualquier parte pero
distintas, sobre todo en aquellos años, imagínese, cuando cada cosa era un
acontecimiento y parecía que pasaba por primera y única vez.

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