La Otra Huelga
La Otra Huelga
La Otra Huelga
y el olor a pólvora más allá del campanario de la iglesia. Diez minutos después, un
segundo mortero terminaba con la siesta de muchos vecinos, mientras decenas de palomas
huelga. “Se la veía venir, en cualquier momento iba a reventar”, se escuchaba decir
reiteradamente. Para la población la situación no era ajena ni nueva, pero esta vez se
presentía distinto, bastaba ver al ejército patrullando las calles para darse cuenta de que
calles. Solo un par de vecinos cerraron las puertas de sus casas, lo que incomodó a la
barriada. No se esperaba ese desaire, ni aun de las familias con algún miembro milico o
policía.
Esa tarde terminó con una lluvia de gotas gruesas, pero mansa. Hubo tiempo para
que los gurises aprovecharan el agua de las cunetas embarcando hormigas en las hojas
En mi casa las bombas también se oyeron, pero sin sorpresa, la noticia no traía
novedad. En esos días mi padre se pasaba las tardes y noches en el sindicato. La tensión
andar descalzo y usar sin límites la bicicleta verde del viejo. Era grande para mí, pero me
las arreglaba cruzando una pierna por el cuadro y a medio pedal, paseaba mi alegría.
Con la huelga instalada, la Villa respiraba nervios y humo de tabaco. Ese clima se
parecía al de los días en que llegaban los barcos y se trabajaba sin parar. Enormes buques
El frigorífico, parecía un hormiguero, la gente iba de un lado a otro sin un sentido preciso.
Me hacía de unos pesos llevando la vianda a los obreros del barrio que aprovechaban los
ingresos extras y el horario continuo. Con la huelga, tampoco había descanso. En las casas
se estaba atento a lo que decía la radio y a la cara que ponía el almacenero cada vez que
Como otras veces, en la tarde del domingo, los obreros y sus familias se
y de paso tenían la esperanza de que Dios diera por buenos sus improvisados rezos.
soldados, apostado a pocos metros, gritó: “que se oiga bien, no nos detendrán,
marcharemos a pie hacia la capital. Victoria o Muerte”. Las movilizaciones que generaba
II
A la mañana, desperté con el mismo dolor de cabeza con el que me había acostado.
No sé si fue un sueño o realidad, pero me levanté repitiendo una frase que tal vez escuché
a mi padre: “comida no te va a faltar, esto se arreglará en poco tiempo”. La despedida de
los abuelos fue silenciosa, salvo el momento en que las enormes manos rurales del abuelo
sindicatos. No faltaron las promesas ni las lágrimas, tampoco las bromas ni las canciones.
rato haciéndoles adiós hasta que se perdieron en la carretera. Una tristeza enorme
III
Agosto, que vino frío como nunca, obligó a los obreros a caminar tramos
daban ganas de llorar”, fue lo que dijo el comisario de la tercera sección en el kilómetro
ochenta y uno. Tenía órdenes precisas de disolver el puñado de revoltosos y decidió hacer
A los trece días, los dirigentes acordaron una pausa para negociar. Los obreros de
la marcha levantaron un campamento al costado norte del arroyo Coya. Allí aprovecharon
a curar las llagas de sus pies, leer, responder las cartas de sus familiares y recibir visitas.
IV
repleto de señoras, hombres viejos y algunos gurises. No había lugar, pero la gente hizo
En el viaje los familiares que, como yo, iban de visita, me cuidaban. Sentado en la
parte más alta del camión, sobre la cabina, me dieron de comer y abrigaron con una
Nos abrazamos y le entregué el bolso, en el que había cartas de casa, tabaco, yerba y un
par de alpargatas que le mandó un vecino. A pesar de las caras de visible preocupación
que tenían los adultos, el ambiente del campamento era una fiesta para la gurisada. La
campamento. Y en este lugar había tanta vida que los minutos y las horas parecían durar
el doble. Por alguna razón, trabajar la arcilla que se encontraba en las cárcavas del arroyo
se sorprendió al verme comer el guiso y me recordó lo jeringa que habitualmente era con
la comida.
La carpa del viejo era chica y estaba repleta de gente. El colchón se sentía cómodo
y tenía olor a pasto. Antes de acostarnos saqué mi libreta de apuntes y a la luz del farol le
di un informe: “el perro negro otra vez hizo de las suyas y atacó a la vecina que vive
pegado a lo de Zapata, la mujer nos relajó de arriba abajo”; “el abuelo mató la bataraza y
la comimos el viernes”. Él dijo que le daba pena porque todavía ponía huevos, pero que
nos vendría bien un puchero con carne. “El almacenero de la calle España nos avisó que
por ahora aguantaba, pero que si no le entregamos algo antes de fin de mes nos cerraría
la libreta”. “Mamá sacó de abajo de la cama los tres casilleros de sidra, las del cumpleaños
Dos días después la presencia del ejército adelantó el regreso de nuestra visita.
a los soldados que había niños y mujeres, pero todo fue en vano. Sentí el miedo. Tiene
olor, y es ácido.
tabaco y el tufo de la carne. Me dio pena haber olvidado el elefante de barro que había
dejado secándose al sol. Al otro día enfermé de la garganta y estuve en cama por varios
hacer ese mandado porque iba en la bicicleta y me sentía útil. Conocía bien el sindicato,
allí aprendí a escribir a máquina y podía llevar libros de la biblioteca. Fue en uno de sus
viejos estantes que me encontré con Las aventuras de Tom Sawyer. Durante años creí que
mi vida, en algún punto, se conectaba con la de Tom. Por eso me aferré al libro como a
una biblia y no lo devolví nunca. Allí también, en sus horarios libres, las obreras nos
hacían las túnicas de ir a la escuela usando la tela de los viejos uniformes de trabajo. Eran
lindas, lo único que almidonadas quedaban tan duras que apenas podíamos movernos.
“avísale a tu madre que luego paso por ahí y les cuento”. De noche apareció el Chelo.
Escuchamos sus noticias: “los dispersaron”. “Los agarró la Metro, hay algunos heridos,
algunos presos”, y otros están tratando de llegar a Montevideo por sus propios medios.
Del viejo no sabían nada, pero el Chelo nos dijo que no nos preocupáramos, que si llegaba
La casa estaba triste. No había luz, la habían cortado. El pastizal había logrado
morteros. Un par de camiones con las banderas recogidas los abandonó en la esquina del
sindicato. Se despidieron sin abrazos. Cada uno parecía cargar un enojo, tal vez una culpa
que les quitaba el sosiego y los tornaba taciturnos, con la ira rondando en sus cabezas.
Una tortuga de plástico caminaba, entreverada entre las herramientas que mi padre
había dejado en el suelo. Era su regalo. Pucho tras pucho, tembleque, el viejo contaba,
desganado, lo que ya sabíamos. Nunca supimos los detalles de su pesadilla. Tal vez quiso
algunos fragmentos de una huida entre los montes del Santa Lucía, la solidaridad de
algunos chacareros, la furtiva llegada al Cerro, donde fue amparado por sus compañeros.
Yo estaba contento con su regreso, aunque sabía muy bien que no había sido como
otras veces. La huelga había terminado. En el barrio dos casas abrieron sus puertas, desde
VII
Las semanas posteriores al fin de la huelga fueron aún más difíciles para la familia.
La venta del vestido de quince de Delia terminó con la expectativa de que el cumpleaños
podría hacerse más adelante. Se vendió fácil, a un precio razonable. Julia, una de las
prostitutas jóvenes que trabajaba en el queco del barrio, fue la compradora, pagó con
generosidad el precio que se le propuso. Pese a la distancia que mi madre ponía con las
mujeres del ambiente, la presencia de Julia en la casa, era habitual: pidiendo prestada la
plancha, buscando limones o comprando huevos de gallina. Tal vez por su juventud y
desparpajo, se había generado con ella un vínculo que atenuó la angustia de mi madre al
El viejo comenzó con una de ellas y ya no pudo parar. Ver cómo se había desmantelado
el sueño de mi hermana fue un golpe duro para todos. Mi madre y hermanas habían
En esos días yo estaba poco en las casas. Iba más seguido a leerle a Samuel, el
ciego, o a pedirle que me ayudara con la historia de Roma. En esa época me hice amigo
del Mono chico. Gracias a él, conocí a Yolanda. Pero nada me distraía más que ir a pescar
con el Tigre Leivas. Viejo amigo de la familia, me invitaba seguido a embarcarme con él.
Juntos recorríamos el río en busca del armado-chancho, las tarariras grandes o el surubí.
Me resultaba difícil estar en familia. Sentía una gran curiosidad por conocer más allá del
entorno de la Villa. Conforme la creencia popular, el pollo que se comió mi ombligo una
calurosa tarde de noviembre, había lacrado mi destino. Y así fue que poco a poco, me