Plotino. Buen Resumen

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1.

Rasgos biográficos

Los datos que poseemos de la vida y de la personalidad de Plotino proceden


fundamentalmente de la biografía que de él compuso su discípulo Porfirio. Una
biografía que, por expreso deseo del maestro, esconde muchos de los datos
concretos de su existencia. A Plotino no le interesaba que hablaran de él;
deseaba sólo que de él se conservara su pensamiento. Y ésta fue también
tarea de Porfirio, quien compiló y ordenó los escritos de su maestro en 54
tratados, divididos en seis grupos de nueve; así nacieron
las Enéadas (enneas = grupo de nueve).

Plotino nació, según Porfirio, hacia el año 204 en Licópolis, localidad de


Egipto, en una familia de elevada posición social. Su interés por la filosofía le
llevó a trasladarse, a los 28 años, a Alejandría, donde es presumible que
frecuentara diversas escuelas hasta encontrar a Amonio, a quien eligió por
maestro y con quien permaneció durante algún tiempo. De Amonio admiró su
talante intelectual y moral, y aprendió sobre todo a apreciar el platonismo,
interpretado de un modo personal y distante respecto al enseñado entonces en
la Academia de Atenas. Siempre en la escuela de Amonio, conoció el
pensamiento del neopitagórico Numenio de Apamea, que constituye otra de las
fuentes de su reflexión filosófica. Incluso, como refiere Porfirio, se difundió la
voz de que plagiaba los escritos de Numenio [Porfirio Vida de Plotino: 3 y 17].
Voz infundada que, sin embargo, revela el conocimiento privilegiado que
Plotino tuvo de este filósofo neopitagórico. Con bastante probabilidad, Plotino
tuvo noticia de los escritos de Filón de Alejandría y de la doctrina gnóstica.

Hacia el año 243 Plotino realizó un viaje por tierras de Siria, acompañando la
expedición militar del emperador Gordiano III. En 244 se estableció en Roma
donde abrió su propia escuela, que comenzó a gozar de notable prestigio a
partir de 253, año en el que Plotino inició a poner por escrito su pensamiento.
En 263 se puso bajo su guía Porfirio.

Plotino tuvo un extenso y profundo conocimiento de los pensadores griegos


y helénicos. Su magisterio se presentaba a primera vista como una exposición
de los principales filósofos, entre los que Platón constituía la autoridad
indiscutida. Sin embargo, aun cuando su formación fue sobre todo platónica,
Plotino no se limitó a una exposición repetitiva, sino que revisó y criticó muchos
de sus principios fundamentales –sobre todo de la versión que de ellos daba la
contemporánea escuela de Atenas–, hasta construir un pensamiento original y
en parte independiente de la tradición platónica.
La escuela fundada por Plotino no miraba a la formación de futuros políticos,
como la Academia, ni de hombres de ciencia, como el Liceo, ni tampoco a
facilitar la felicidad, como la Estoa o el Jardín; Plotino quería enseñar el camino
que conduce a la unión íntima con Dios.

Porque para él el fin y la meta consistían en aunarse con el Dios


omnitrascendente y en allegarse a él [Porfirio Vida de Plotino: 23].

El pensamiento de Plotino no se reduce, sin embargo, a un misticismo, sino


que esa aspiración espiritual está sostenida por una explicación racional de la
realidad, por una filosofía.

En su pensamiento se pueden distinguir algunos puntos centrales, como son


la separación absoluta entre la realidad sensible y la inteligible, y la absoluta
trascendencia del primer principio. Además, Plotino distingue dentro de las
realidades inteligibles tres hipóstasis, el Uno, el Espíritu y el Alma, procedentes
cada una de la anterior; también mediante un proceso semejante se origina el
mundo sensible. Todo procede del Uno y todo debe retornar al Uno, y dicho
retorno el hombre puede realizarlo ya en esta vida mediante una unión mística
que constituiría, además, su fin último. Es decir, toda la realidad, en su múltiple
variedad, deriva de un único principio con el que, a través de la mediación de
las sucesivas hipóstasis, permanece siempre ligada. Lo específico del pensar
plotiniano, y paradigma del pensamiento neoplatónico, consiste en determinar
el orden y los modos de relacionarse entre sí las hipóstasis subsistentes, que
constituyen la norma de la estructura ontológica de la realidad física y, en
consecuencia, de la posibilidad de que el hombre alcance a Dios. Si el
movimiento descendente explica la multiplicidad desde una unidad simple, lo
propio del movimiento ascendente que el pensamiento humano debe realizar,
será la abstracción de la multiplicidad, la superación de las diferencias, la
simplificación del pensamiento, concentrándose cada vez más en la unidad
hasta alcanzar el Uno mismo.

Durante los últimos años de su vida, Plotino tuvo que afrontar diversas
dificultades, como la enfermedad y el abandono por parte de sus discípulos.
Retirado de la vida de la Urbe, transcurrió sus últimos años en Minturno,
Campania, donde murió en 270.

2. Plotino y el neoplatonismo

Antes de afrontar el estudio de Plotino, puede ser útil detenerse en algunas


consideraciones generales que ayuden a comprender la originalidad y la
importancia de su pensamiento y, más en general, de esta última corriente de
la filosofía helénica denominada neoplatonismo.

Algunas de las características principales del pensamiento de Filón de


Alejandría, trascendencia divina, prioridad del espíritu y religiosidad, continúan
presentes en la especulación platónica de Alejandría, iniciada por Amonio
Sakkas. Amonio, que vivió entre los siglos II y III, es una figura enigmática para
la historia de la filosofía. Poseemos pocas noticias suyas, pues, siguiendo el
ejemplo de Sócrates, no quiso poner por escrito su pensamiento. Sin embargo,
también como Sócrates, su enseñanza y su vida dejaron una huella profunda
en sus discípulos, y es muy probable que fueran por él trazadas las líneas
maestras seguidas por Plotino y que caracterizarán el neoplatonismo
[Porfirio Vida de Plotino: 3]. Además de la doctrina de sus discípulos Plotino y
Orígenes el Pagano, sobre el pensamiento de Amonio poseemos los
testimonios de Ierocles de Alejandría y de Nemesio de Emesa, ambos del siglo
V.

Sobre la originalidad del neoplatonismo el juicio de la historiografía ha


variado quizá más que en la valoración de ninguna otra expresión del
pensamiento griego. La causa de tal diversificación en los juicios es doble. Por
una parte, siendo el platonismo el punto de referencia para enjuiciar la novedad
del neoplatonismo, cambiada la comprensión de aquél, necesariamente variará
el juicio sobre éste. Y la comprensión del platonismo, del pensamiento de
Platón y de la primera Academia, se ha visto profundamente innovada en los
últimos años a causa de la incorporación de las doctrinas no escritas. Pero,
además, y éste es el segundo motivo, la valoración de la historia del
pensamiento desde la precomprensión filosófica ha desempeñado también una
función importante en tal proceso. En este sentido, se debe señalar la particular
simpatía del idealismo alemán por el neoplatonismo; para Hegel, el
neoplatonismo no supone tanto un retorno a Platón, sino sobre todo una clara
manifestación del progreso esencial del pensamiento, de la Idea que va
actuando su conversión hacia sí misma en cada una de las fases y de los
filósofos de la historia del pensamiento. Para Hegel el neoplatonismo, sobre
todo con Proclo, representa el momento culminante del pensamiento griego, en
el que se actúa el paso del tiempo antiguo al nuevo. Y Hegel ha ejercitado un
influjo notable en la posterior historiografía filosófica.

Estas cuestiones historiográficas manifiestan en modo diverso, polarizando


la atención en uno o en el otro, los dos aspectos antes aludidos: la continuidad
del neoplatonismo con la tradición platónica y, a la vez, su originalidad
especulativa. No sería correcto reducir el neoplatonismo a una manifestación
entre otras del espíritu ecléctico de su época, ni hacer de él un epígono de una
filosofía, la griega, ya definitivamente superada.

Aun cuando Plotino no pretenda sino retornar a Platón [Enéadas: V, 1, 8.], lo


hace transformando con su pensamiento la herencia filosófica y teológica
recibida, reelaborándola y ofreciendo soluciones personales y novedosas. Por
ello la filosofía de Plotino imprimirá una dirección nueva al pensamiento
sucesivo.

Como características generales del neoplatonismo, que manifiestan los dos


aspectos indicados, continuidad y novedad, se pueden señalar las indicadas
por Ph. Merlan y en gran medida acogidas por G. Reale y la escuela de
Tubinga. Si bien tanto uno como los otros están interesados en mostrar la
continuidad de fondo entre el platonismo y la Academia Antigua –o el nuevo
Platón emergente desde las doctrinas no escritas–, las características por ellos
señaladas no impiden afirmar la originalidad de la reelaboración neoplatónica.

Tales características pueden resumirse del siguiente modo. La realidad es


entendida como estructurada en planos diversos, subordinados unos a otros y
cada plano inferior del ser derivado desde el inmediatamente superior; la esfera
suprema del ser procedería de un principio que, en cuanto causa de todo ser,
no puede ser descrito él mismo como ser. Tal principio es entendido más allá
del ser, totalmente indeterminado. La esencial indeterminación del principio es
descrita denominándolo Uno: unidad totalmente simple, ausencia de toda
determinación. Desde la simplicidad y unidad del principio supremo, cada
esfera sucesiva de realidad presenta una creciente multiplicidad que indica no
tanto un mayor número de entes presentes en cada nivel o esfera de lo real,
sino la progresiva limitación de cada ente, hasta llegar a la determinación
espacio-temporal, que contiene el mínimo grado de unidad. La consecuencia
gnoseológica de tal ontología es la peculiaridad del conocimiento del principio
supremo, que no podrá ser conceptual, predicativo. La gran dificultad,
característica del neoplatonismo, será la explicación del paso desde lo Uno a lo
múltiple [Merlan 1953]. A estas características podría añadirse una más, y es el
ímpetu místico, la religiosidad nueva presente en el neoplatonismo, que unida a
la inefabilidad del principio transforma la theôria en ekstasis y la identificación
con Dios en fusión con el Uno. Todas estas características evidencian también
las diferencias con la doctrina platónica de los principios. Y entre ellas la más
vistosa es precisamente la singularidad del principio supremo, el Uno, frente a
la dualidad de los principios –Uno y Díada– de las doctrinas no escritas [Reale
1990].

Es evidente, sin embargo, que el neoplatonismo es deudor de la mediación


de los autores medioplatónicos, que subrayaron y profundizaron en las
cuestiones apenas señaladas. Y, a través del medioplatonismo, en virtud del
eclecticismo en que éste se desarrolla y vive, el neoplatonismo incorpora
elementos propios de otras escuelas. E. von Ivànka, por ejemplo, considera de
gran importancia el influjo del esquema ontológico estoico que, desde una
perspectiva materialista, hacía derivar todo del fuego originario, centro vivo,
creativo e informe que contiene en sí virtualmente todas las formas y
aparecería, por lo tanto, cercano al Uno neoplatónico y al proceso derivativo de
todo desde el Uno. Otras semejanzas con tal esquema, quedando siempre
clara la gran distancia entre su materialismo y el espiritualismo neoplatónico,
serían la gradación que para los estoicos existía entre el fuego originario y
divino y las realidades sucesivas, explicada como una irradiación concéntrica y
como la asunción de formas siempre más sólidas, rígidas y pobres de vida; la
polaridad entre el carácter activo y formador del fuego y la pasividad de la
materia; la afirmación que tal fuego no solamente vive, sino que piensa y prevé.
Todo esto haría plausible la inserción del dualismo y del espiritualismo
neoplatónico en la imagen del mundo estoica, materialista y monista [von
Ivànka 1992: 51].

Desde un punto de vista histórico, no hay duda del papel ejercitado, por lo
menos a partir del siglo I a.C., por el helenismo alejandrino, en el que conviven,
junto a elementos procedentes del judaísmo, el espíritu platónico y la filosofía
estoica.

Todo esto significa también que el neoplatonismo se opuso con decisión al


epicureismo. Para el epicureismo, en efecto, la multiplicidad de los átomos
sería la realidad original, y el orden del universo un resultado provisional y
precario de un mecanismo físico. La unidad del cosmos, como la de cualquier
otra realidad, sería sólo el resultado histórico y contingente de una pluralidad
precedente. El neoplatonismo rechaza tal visión. Su paradigma parte siempre,
siguiendo a Platón, de una unidad originaria, principio inteligible de toda
multiplicidad. Una multiplicidad original y radical, como pretendía el
epicureismo, nunca podrá dar razón ni de la vida, ni del alma, ni del
pensamiento, ni de ninguna actividad del espíritu.

También Aristóteles, como veremos, y su concepción de Dios, pensamiento


de pensamiento y acto puro, energeia, están presentes en el neoplatonismo.
Sería incluso posible, aunque es más discutido, conjeturar que la gnosis, con
su resistencia a reconocer la existencia finita y creada del hombre como su
verdadera identidad, influyera en la pretensión neoplatónica de recorrer
espiritualmente el proceso de derivación de la realidad finita desde el Absoluto,
y de elevar de tal modo al hombre a la esfera divina para que alcance su más
íntima esencia.
No faltan los estudiosos que señalan el influjo de la filosofía hebrea de Filón,
a través sobre todo del neopitagórico Numenio, en la génesis y desarrollo del
neoplatonismo [Wolfson 1982: 1, 282-283; Reale 2004: 8, 29-31]. Aunque no
sea fácil determinar el influjo de Filón, y más en general del pensamiento
hebreo y del primer pensamiento cristiano, en la especulación neoplatónica, tal
influjo se puede presuponer si se tienen en cuenta, además de las
circunstancias históricas, algunas coincidencias de fondo en el modo de
comprender el primer principio, el proceso derivativo de todo desde él y, en
parte, la relación entre éste y la realidad de él derivada.

Más allá de las posibles influencias, donde el neoplatonismo muestra mejor


su originalidad es, sin duda, en la explicación filosófica de la derivación de cada
esfera de la realidad. Tal explicación no era necesaria para el estoicismo, a
causa de su modo físico de considerar la transformación del fuego original; y no
era satisfactoria ni clara ni en Platón ni en los medioplatónicos. Con todo, como
quedará claro después de estudiar Plotino, el neoplatonismo continúa,
transformándola, la tradición platónica y su manera de pensar el ser y el
principio primero.

3. El sistema del absoluto

3.1 El primer principio: el Uno

El punto de partida de la especulación de Plotino fueron


los sistemas elaborados por las distintas escuelas neopitagóricas y platónicas
del siglo II. Continuador de tal tradición, Plotino profundiza y reflexiona sobre
los temas clásicos del pensamiento platónico: la trascendencia y naturaleza del
principio, la distinción entre la realidad sensible e inteligible, la doctrina de las
Ideas, la naturaleza del alma… Así madurará su propia visión especulativa,
cuyo núcleo central lo constituye su doctrina del principio primero, el Uno.
Plotino parte, por tanto, de algunos postulados especulativos admitidos por la
tradición filosófica medioplatónica y neopitagórica que él continúa y que no
siente la necesidad de demostrar.

La realidad inteligible la concibe –como otros filósofos precedentes y como


la misma gnosis– formada por tres hypostasis, sustancias jerárquicamente
ordenadas, de las que debe clarificar su naturaleza y sus relaciones recíprocas,
superando así las aporías que para su pensamiento presentaban otras
soluciones.
El problema fundamental es el de la naturaleza del primer principio,
concebido por alguno de sus predecesores como realidad inteligente. Plotino
entiende que el primer principio, el Uno, para poder ser verdaderamente
trascendente, debe ser concebido como absolutamente simple, sin
determinación formal alguna, y a la vez, para ser principio, deberá dar razón de
toda la multiplicidad del universo. Su condición de principio radica en el modo
como Plotino, y el platonismo en general, concibe el ente; si ente, ser, equivale
a consistencia, a determinación, entonces la condición imprescindible y previa
es la unidad. Ente es lo que es idéntico a sí mismo, limitado, uno.

Todos los entes son entes en virtud del Uno, no sólo los así
llamados en sentido primero, sino también los que se dicen sus
atributos. Porque ¿qué es lo que podría existir que no fuera uno?
(…) De los entes que decimos que son uno hacemos esta
afirmación con una referencia concreta a su propia realidad. De
modo que cuanto menos ser menos unidad, y cuanto más ser
más unidad [Enéadas: VI, 9, 1].

El principio de toda realidad será la unidad máxima, el Uno, que la lógica


conduce a Plotino a privarle de cualquier determinación. Si debe dar razón de
toda unidad determinada, de todo ente, él mismo deberá ser simplicidad
absoluta, principio sin principio, más allá de cualquier realidad
determinada, más allá del ser. Pero si así es, no es posible identificarlo con
el Nous, intelecto o Espíritu, porque el Espíritu ejerce una actividad de
estructura doble, ya que implica un sujeto pensante y un objeto pensado.
Además, el Espíritu contiene ya en sí la multiplicidad, las Ideas. El Espíritu no
se corresponde con el Uno, y su contenido, las Ideas, no puede ser la realidad
originaria. El Uno estará, por tanto, más allá del Espíritu; el Uno debe
trascender la dualidad pensante-pensado; no puede ser una inteligencia ni
nada que pueda ser captado conceptualmente por la inteligencia humana.

El problema del Uno, como unidad que unifica y funda la multiplicidad, es un


problema clave del pensamiento griego. Para Parménides es el Ser-
Pensamiento el principio que, por el modo como es concebido, pone en seria
dificultad la fundación de la multiplicidad y su misma condición de principio;
Heráclito, por su parte, considera que es el Logos el principio que unifica los
contrarios, que conduce a la armonía la contradicción y la diferencia. Platón
pone en el Uno-Bien, sólo o junto a la Díada, el principio de toda multiplicidad,
tanto a nivel sensible como suprasensible. Filón de Alejandría piensa que es
Dios, Ser-Uno, el principio trascendente del que todo procede con la mediación
del Logos. También para los primeros pensadores cristianos, lo propio de Dios
es la simplicidad y la unidad de su esencia.
Para Plotino, el Uno es el principio en sí, del que procede la multiplicidad, es
la identidad que se despliega en la alteridad. Su condición de causa de todo
hace posible que sea visto como Todo, en cuanto fundamento de todo, en
cuanto produce y conserva en el ser el ser-uno de cada cosa singular, uniendo
cada realidad a todas las demás y reconduciéndolas todas, como Todo, a sí
mismo. La primera alteridad que procede del Uno es el Espíritu, Nous,
reflexividad intemporal, multiplicidad unificada mediante el pensamiento de sí
mismo; unidad de Todo que, sin embargo, conserva la identidad de cada
singularidad. El tercer nivel de unidad lo constituye el Alma, que no es, como el
Espíritu, la unidad inmediata de la multiplicidad, sino causa de la unidad de la
multiplicidad del mundo físico marcada por el tiempo y por la materia,
unidad y multiplicidad. Estos tres diversos niveles de unidad Plotino los hace
corresponder a las diversas hipótesis del Parménides platónico.

… el Parménides de Platón habla en cambio con mayor precisión,


pues distingue entre ellos el primer Uno, el Uno en sentido propio,
el segundo que denomina Uno-muchos y el tercero que es Uno y
muchos. Así que también él está de acuerdo con las tres
naturalezas [Enéadas: V, 1, 8].

Para Plotino el principio, «el Uno es todas las cosas y no es ninguna de


ellas; en efecto, el principio del todo no es el Todo» [Enéadas: V, 2, 1]. Es
decir, el Uno es todo lo que de él se distingue, todas las cosas, en cuanto es la
causa de todas ellas: todo existe por él y desde él, sin él no existiría nada;
pero, a la vez, el Uno no es ninguna cosa, pues su condición de principio exige
su indeterminación y, por tanto, su distinción de todo lo que, precisamente por
ser determinado, es ente.

Él por tanto no es ninguno de los seres y, sin embargo, es todos


los seres: no es ninguno de los seres, porque todos los seres
vienen después de Él; es todos los seres, porque todos proceden
de Él [Enéadas: VI, 7, 32].

Efectivamente, si Plotino afirma que el Uno es todo, en cuanto causa de


todo, su causalidad universal implica a la vez que deba ser pensado como
absoluta simplicidad, como in-diferencia, distinto de todo aquello que, causado
por él, se constituye como algo, como singularidad idéntica a sí misma y
diversa de las demás, como uno. En la línea de la tradición platónica, si el ser
es concebido como determinación, como identidad, la causa de toda identidad
debe trascender toda identidad, por eso debe ser Nada de todo lo que causa, y
por ello in-finito, sin forma ni figura, por encima del ser y del algo . Por esto se
puede decir del Uno que es Todo en cuanto principio y origen, y que es Nada,
simplicidad pura, negación de toda realidad categorial, de todo lo que es
determinado como ente, como cosa, como forma delimitada. El Uno es
absoluta diferencia, no es algo y por ello no es ente, porque sólo el ente puede
ser algo.

Sí, es la nada en el sentido de ninguna de las cosas de las que es


principio, pero es tal que, no pudiendo predicarse nada de él, no
el ser, no la esencia, no la vida, es lo que sobrepasa todas estas
cosas [Enéadas: III, 8, 10].

El Uno es trascendencia absoluta, más allá del ser, y en cuanto tal inefable,
no expresable; el Uno puede delimitarse sólo negativamente: «De ahí que,
verdaderamente, el Uno sea algo inefable; porque, lo que digáis de Él, será
siempre alguna cosa» [Enéadas: V, 3, 13].

¿Cómo, entonces, podremos hablar de Él? Podemos hacerlo,


ciertamente, pero con ello no lo expresamos, ni tenemos
conocimiento o pensamiento de Él. ¿Cómo, pues, podremos
hablar de Él si no lo poseemos? Digamos que, si no lo poseemos
por el conocimiento, no dejamos de aprehenderlo de algún modo
y lo aprehendemos, en efecto, como para poder hablar de Él,
aunque nuestras palabras no lo alcancen en sí mismo. Decimos
de Él lo que no es, no decimos, en cambio, lo que es, porque
hablamos de Él partiendo de las cosas que le son inferiores
[Enéadas: V, 3, 14].

Por lo tanto, nuestras referencias al Uno como origen, causa y principio,


deben ser entendidas desde nuestro punto de vista, esto es como términos que
usamos no tanto para hablar del Uno en cuanto tal, sino para referirnos a la
relación de toda la realidad con él.

Cuando decimos de esa naturaleza que es una causa, lo que


hacemos es atribuirle un accidente, no a ella, sino a nosotros, que
tenemos algo de ella; pues es claro que el Uno sigue
permaneciendo en sí mismo. Hablando con propiedad no
podríamos decir del Uno todas estas cosas y más bien
deberíamos tratar de expresarnos como si lo viéramos desde el
exterior, unas veces desde cerca, otras desde más lejos, por las
indudables dificultades que encierra [Enéadas: VI, 9, 3].

Si el pensar se corresponde con el ser, el Uno no es pensable, porque está


más allá del ser. Tal imposibilidad es una consecuencia de su riqueza y de su
intensidad respecto del ser, no de su pobreza. Por tanto, el Uno no debe
entenderse como el resultado de haber vaciado al ser de su contenido, de toda
forma, sino como la plenitud absoluta anterior al ser. Para Plotino el modo
mejor de expresar la trascendencia y la simplicidad del Uno es subrayar su
diferencia respecto a todo lo demás: el Uno es diverso del Todo, no es ninguna
cosa. Ésta es la identidad del Uno, su condición de absoluto, fundamento de sí
mismo, principio que se constituye a sí mismo, sin necesidad de nada distinto
de él mismo.

De modo que nuestro razonamiento nos dice que Él se ha


producido a sí mismo. Si la voluntad procede de Él como si se
tratase de una obra suya y si, por otra parte, esa voluntad es
idéntica a su existencia, no cabe duda de que Él se da a sí mismo
la existencia. Pero ello significa que Él es lo que es no por azar,
sino por designio de su voluntad [Enéadas: VI, 8, 13].

El Uno es siempre lo que él mismo quiere, porque no puede querer nada


fuera de sí mismo, ya que no hay distinción entre su querer y su realidad, ni
entre su realidad y su constituirse; en él no existen diferencias, es pura
realidad.

De ahí que, una vez contemplada su indeterminación, pueda


hablarse ya de todos los seres que le siguen, pero advirtiendo
que Él no es ninguno de ellos. Es, pues, omnipotencia señora de
sí misma; es lo que quiere ser, o mejor todavía, relega la voluntad
al campo de los seres, haciéndose de este modo mayor aún que
la voluntad, a la que coloca sencillamente después que Él. No le
atribuyamos, por tanto, que ha querido ser como es, como si ésa
fuese su intención; tampoco digamos que otro lo ha hecho así
[Enéadas: VI, 8, 9].

Se puede afirmar, por tanto, que el Uno es energeia primordial, actividad,


pero actividad sin forma y, en consecuencia, pura libertad [Enéadas: VI, 8, 20].
Libertad pura porque es actividad privada de forma, actividad que no procede
de nada, sino que se causa a sí misma. Un principio sin principio, que se
autogenera; acto que se otorga a sí mismo la perfección. Por vez primera en la
filosofía griega, como señala Beierwaltes, Plotino identifica el principio con la
voluntad, cuando hasta entonces en la tradición a la que el mismo Plotino
pertenecía había sido pensado como Idea de Bien o como auto relación
pensante y, teleológicamente, como Motor inmóvil [Beierwaltes 1993: 59].

El Uno será también, consecuentemente, infinito en el sentido de plenitud de


perfección, de absoluta potencia o actividad, energeia. Infinito inmaterial, acto
puro ilimitado, sin determinación alguna [Enéadas: V, 5, 10]. Plotino se sirve de
la energeia aristotélica para referirse al Uno, pero introduciendo en ella
profundas modificaciones. En primer lugar, como se ha señalado, el primer
principio no puede ser pensamiento de pensamiento, porque ello implicaría una
alteridad que debe ser excluida de lo absolutamente simple [Enéadas: V, 1, 9;
V, 1, 4]. Pero, además, por su carácter de principio, origen de toda
multiplicidad, es potencia activa que no puede permanecer aislada, encerrada
en sí misma; de otro modo habría que negar la procesión de los seres y la
multiplicidad [Enéadas: IV, 8, 1]. El Uno es perfección expansiva y dinámica,
potencia de todas las cosas [Enéadas: V, 4, 2] y, por tanto, dotada de
movimiento. Un movimiento que Plotino asemeja a la difusión de la luz, que no
implica ninguna mutación en el principio: difunde su energía sin perderla, sin
que disminuya su infinita potencia generativa.

El Uno es principio ontológico y, también, axiológico. Del Uno procede todo


ser y todo bien, sin que pueda identificarse con ningún ser ni con ningún bien,
porque más allá del ser y del bien.

Queda, pues, de manifiesto que lo que es causa de todas las


cosas no es ninguna de entre ellas. No digamos entonces que es
el Bien, ya que el Bien a Él se debe; digamos mejor que es el
Bien que se encuentra por encima de todos los bienes [Enéadas:
VI, 9, 6].

Cuando Plotino se refiere al Uno como Bien es claro que no pretende


atribuirle ninguna determinación moral; el Bien tiene en tal caso sólo significado
ontológico. El Uno se identifica con el Bien por ser plena simplicidad, identidad
[Enéadas: VI, 5, 1] y, debido a su condición de principio, fuente de todo ser y de
toda bondad [Enéadas: III, 8, 11; VI, 7, 18].

Al mismo tiempo, el Uno es principio gnoseológico, porque principia también


el pensar, el Espíritu, estando él mismo más allá del pensamiento y de toda
realidad pensable.

El Uno es un abismo insondable e incognoscible, trascendencia plena que


habría que situar incluso más allá de Dios y de lo divino, aunque a veces
Plotino lo designe de este modo.

3.2 La procesión descendente

El Uno es el fundamento universal de todo. Pero, ¿cómo puede proceder la


multiplicidad de la unidad, la diferencia de la identidad? ¿Cómo puede el Uno
dar lo que no es, lo que no tiene? Ya se ha dicho que la trascendencia del Uno
no debe entenderse como absoluta vacuidad, sino como plenitud y riqueza;
estando más allá del ser y de la multiplicidad, el Uno debe contener de algún
modo el ser y la multiplicidad que causa, sin perder sin embargo su propia
identidad, su simplicidad, su condición de nada de todo

Plotino emplea diversas metáforas, algunas usadas por filósofos


precedentes, para explicar la plenitud y la potencia generativa del Uno: fuente,
semilla, raíz, luz, círculo… Tales imágenes permiten comprender su plenitud y,
a la vez, su indeterminación. El Uno no es el Ser, sino anterior al Ser, y cabría
entenderlo como el pre-Ser que contiene en sí, sin desplegarse, el ser que
después será desplegado; que contiene en modo in-diferente lo que después
será diferente. El Uno sería, por tanto, la unidad y la identidad que comprende
en sí la multiplicidad y la diferencia, pero no en cuanto tales, sino en el modo
propio del Uno, es decir como in-finito, como in-forme, como ilimitado, que
tiende sin embargo a desplegarse. Sería un tener previo a toda diferencia,
previo a todo movimiento; tener sin objeto, persistir en la quietud, permanecer
en sí (menein). Plotino compara el Uno a la fuente inagotable de la que mana
todo río, es la potencia de todo, el Bien absoluto que se difunde: «que
desborda, y su misma sobreabundancia le hace producir otro» [Enéadas:V, 2,
1].

En este mismo sentido se puede entender la naturaleza in-forme del Uno, es


decir no solamente como ausencia de toda forma, como indeterminación vacía,
sino como pre-forma de toda forma, como la forma más rica, más allá de todas
las formas que están presentes en el Nous. Uno como forma de toda forma,
como Forma absoluta y eminente, que, sin ser determinada, siendo informe,
causa toda determinación.

Permaneciendo en sí mismo, inmutado e inmutable, el Uno está a la vez en


todo lo que de él procede; igual que el sol, causa luminosa e iluminante que no
se divide en sus rayos, así el Uno está presente en todo, como su causa,
permaneciendo él mismo inmutado.

Y un buen ejemplo es el sol, pues es como un centro con


respecto a la luz que, dimanando de él, está suspendida de él. Es
un hecho al menos que, en todas partes, la luz acompaña al sol y
no está desgajada de él. Y aun cuando tratares de desgajarla por
uno de sus lados, la luz sigue suspendida del sol [Enéadas: I, 7,
1].

La única explicación racional del porqué de la multiplicidad es, para Plotino,


la naturaleza misma del Uno. De algún modo, la naturaleza y la generación del
mundo sensible, el misterio de la vida, esconden la huella del Absoluto y,
simbólicamente, reflejan el misterio del principio. El Uno genera todo aquello
que viene después de él precisamente por su condición de plenitud total, de
desbordante e inagotable potencia generativa [Enéadas: IV, 8, 6; V, 4, 1].

El principio, el Uno, siempre permanece inalterado, no se empobrece


generando, y lo generado es siempre inferior y no necesario para el generador.
Ahora bien, la procesión de todo desde el Uno, ¿es necesaria o no? ¿Podría el
Uno no haber generado?

Plotino distingue dos tipos de actividad en el primer principio [Enéadas: V, 4,


2]: la primera se identifica con su propia esencia, la otra es la que hace que del
Uno deriven las demás realidades.

Tenemos a nuestro alcance el ejemplo del fuego, en el que hay


un cierto calor que constituye su esencia y otro calor que proviene
de éste cuando ejerce su característica actividad [Enéadas: V, 4,
2].

La segunda actividad, que da origen a la procesión de todo desde el Uno,


depende necesariamente de la primera, y en este sentido la cosas proceden
necesariamente del Uno; pero hay que recordar que la esencia del Uno es
voluntad de ser aquello que es, es decir, en cierto sentido la procesión de las
cosas del Uno es una necesidad querida. En el Uno coinciden su naturaleza y
su libertad con su mismo eterno querer [Enéadas: VI, 8, 20], porque dar origen
a lo que viene después de él es precisamente la absoluta potencia que lo
constituye como principio.

La actividad generadora del Uno es un proceso gradual, del que el Uno resta
absolutamente inmutado. Plotino explica la procesión de todo desde el Uno
sirviéndose, como se ha dicho, de numerosas metáforas; en una de ellas se
sirve de la luz, que irradia claridad de modo gradual, como en círculos
concéntricos; así procede todo del Uno y en primer lugar el Nous o Espíritu,
luego el Alma y, por último, la materia y el mundo sensible.

Se podría decir que el Espíritu no se realiza en un solo momento. En la


imagen del círculo y de los rayos usada por Plotino, el círculo se determina por
su referencia al centro del que proceden los rayos. De modo semejante, la
alteridad derivada del Uno se constituye como segunda unidad en cuanto se
dirige a su origen. Permaneciendo en sí, inmutado y trascendente, el Uno
causa el Espíritu y se hace de algún modo presente en él, porque el Espíritu
para constituirse debe hacer del Uno el objeto de su pensamiento. La primera
fase de la procesión (proodos) del Nous desde el Uno sería, por así decir, una
expansión indeterminada, una apertura hacia la determinación: lo que procede
del Uno en un primer momento debe entenderse como actividad indeterminada
que adquiere determinación, que se constituye en pensamiento, sólo una vez
que encuentra su objeto, el Uno, sólo en la epistrophê, en el volverse hacia el
principio originario. El Uno, de modo paradójico, permite que el Espíritu se
constituya, que adquiera su propia determinación, a pesar de la
indeterminación del Uno mismo, in-forme y sin límites. Aun cuando carezca de
forma, el Uno da forma al Espíritu, porque del Uno procede la vida más intensa
que se determina como Espíritu, como pensamiento, precisamente volviéndose
hacia él, pensando el Uno.

Por ello es informado de un modo por el Uno y de otro por sí


mismo, como en el ver que pasa al acto: el pensamiento es en
efecto una visión que ve, dos cosas en una [Enéadas: V, 1, 5].

Solamente así, constantemente mirando al Uno, el pensamiento adquiere su


propia identidad, se determina: sustancia llena del Uno y, a la vez, delimitada
por él, conducida a su perfección y subsistente sobre el fundamento recibido y
en cierto modo conquistado. Tal hipóstasis abraza a la vez en sí misma la
multiplicidad o la alteridad, todo lo que es, las Ideas.

Otro tanto ocurre con el Uno, que persiste, con más razón, en su
esencia, proviniendo de su perfección y de su actividad otra
actividad, engendrada por una gran potencia, es más, por la
mayor de todas, hasta alcanzar su ser y su esencia. Porque el
Uno está más allá de la esencia. El Uno es potencia de todo, el
generado en cambio es ya el Todo. Y si éste es el Todo, Él está
más allá del Todo, y por tanto más allá del Ser. Y además, si la
Inteligencia es todo, el Uno es anterior al Todo y con el Todo no
tiene nada en común; así, también por esta razón, Él debe estar
más allá de la esencia, y por tanto también de la Inteligencia. Hay
por tanto algo más allá de la Inteligencia. Porque el ser no es un
cadáver, ni carece de vida ni de pensamiento; la Inteligencia y el
Ser son la misma cosa. La inteligencia no está en relación con
sus Inteligibles como el sentido con los sensibles, como si
aquéllos fueran anteriores a ella. La Inteligencia es ella misma
sus Inteligibles, ya que las ideas no se adquieren, en efecto, ¿de
dónde podrían provenir? Aquí, entre sus Inteligibles, la
Inteligencia es una e idéntica con ellos, del mismo modo que la
ciencia de las cosas inmateriales es idéntica a ellas [Enéadas: V,
4, 2].

3.3 El Nous
El Nous es la forma primera y más intensa de unidad después del Uno, y
refleja, a través de su propia unidad y a pesar de las diferencias que contiene,
la unidad pura y absoluta; es la manifestación del Uno, de la potencia de
todo, dynamis pantôn, que en sí misma no se manifiesta, es la forma de lo que
no tiene forma, la determinación primera que procede del Uno indeterminado.
El Nous no es, sin embargo, sólo pensamiento del Uno, sino que contemplando
el Uno contempla a la vez todo lo que nace del Uno y, por lo tanto, a sí mismo.

Porque sólo en el pensamiento del Bien se piensa


accidentalmente a sí mismo, ya que es mirando al Bien como, en
efecto, se piensa a sí mismo. Su mismo acto le hace pensar en sí
mismo, ya que todo acto tiende naturalmente hacia el Bien
[Enéadas: V, 6, 5].

Ya que conviene que, la que es llamada esencia primera, no sea


una sombra del ser, sino que lo posea en plenitud. Pero el ser
alcanza su plenitud cuando adquiere la forma del pensar y del
vivir. Por ello en el ser existen a la vez el pensar, el vivir y el ser.
Por tanto, si es Ser es también Inteligencia, y si es Inteligencia es
también Ser, ya que el Pensamiento es inseparable del Ser.
Pensar, por tanto, supone multiplicidad, y no unidad [Enéadas: V,
6, 6].

A pesar de la multiplicidad y la diferencia presentes en él, el Nous es la


máxima forma de unidad posible después del Uno; es Uno-muchos, Uno en sí
múltiple, pensamiento que realiza la unidad de la multiplicidad que contiene,
esto es de las Ideas. Pensamiento que pensando las Ideas, continúa su
autodeterminación iniciada con la contemplación del Uno; en el Nous todos los
objetos del pensamiento existen en una contemplación intemporal, sin que
cada objeto pierda por ello su propia identidad.

Y éste venga trayendo consigo su mundo junto con todos los


dioses que existen en él; un mundo que es a la vez uno y todo, y
cada uno de ellos son todos y todos son uno, pero todos son
también diferentes por potencia, aunque constituyan una unidad
en medio de su misma multiplicidad. Y mejor aún: el uno es todos,
porque no se consume si nacen todos de él. Todos se dan a la
vez, y cada uno por separado se encuentra en un lugar sin
espacio, ya que no posee forma sensible; de otro modo, uno se
encontraría aquí, otro allí y cada uno no sería en sí mismo un
todo en sí mismo. No contiene partes diferentes entre ellas ni
respecto de sí mismo, ni cada uno es una potencia que se
desgarra tantas veces cuantas sean sus partes mensurables
[Enéadas: V, 8, 9].

La Inteligencia es, por tanto, los seres. Y los contiene a todos en


sí misma, no como en un lugar, sino por el hecho de que se
posee a sí misma y es una con ellos. En el mundo inteligible
todos los seres se dan juntos y sin embargo distintos (…) Así
también, pero todavía más [que en el Alma], la Inteligencia es
todo a la vez y en cierto modo no, ya que cada ser es una
potencia particular. La Inteligencia lo contiene todo, como el
género contiene a las especies y el todo a las partes [Enéadas: V,
9, 6].

Plotino continúa y desarrolla la afirmación parmenídea, presente en


el Parménides de Platón, sobre la identidad entre el ser y el pensar. Conserva,
además, la tesis del diálogo platónico que prohíbe la constitución del
pensamiento sin la alteridad: «si suprimes la alteridad, nos quedaremos tan
sólo con la unidad y el silencio» [Enéadas: V, 1, 4]. No es posible el
pensamiento sin la alteridad y, a la vez, el pensamiento, el Nous, conduce la
alteridad, las diferencias a la unidad, a la identidad. La reflexión reúne en
unidad los dos aspectos: cada objeto del pensamiento es determinado y todos
se dan, sin embargo, fundidos en una contemporaneidad intemporal y a-
espacial: «En el mundo inteligible todos los seres se dan juntos y sin embargo
distintos». Cuando el Nous piensa cada objeto determinado, cada ser, se
determina distinguiéndose de sí mismo, pero como cada objeto es, a la vez,
distinto de todos y contemporáneamente todos los demás, el Ser en su
totalidad, cuando el Nous piensa el particular piensa el Todo y, por tanto,
piensa a sí mismo.

Habremos hecho con nuestro razonamiento de los dos uno, pero


inversamente, del uno saldrá la dualidad, porque piensa
precisamente desdoblándose, y mejor aún, es dos porque piensa,
y es uno porque se piensa a sí mismo [Enéadas: V, 6, 1].

Esta relación de identidad y de diferencia en el Nous manifiesta su


naturaleza de multiplicidad indistinta y distinta, su condición de Uno-muchos.

Y quien vea la Inteligencia como una cosa sensible a través de


una percepción, en cuanto puede ser inmediatamente percibida, y
como un padre para el alma, dado que constituye el mundo
inteligible; una Inteligencia serena, que en la inmovilidad contiene
todas las cosas y es a la vez todas las cosas, multiplicidad
indivisible y a la vez distinta [Enéadas: VI, 9, 5].
Para exponer el Nous-Ser-Pensamiento que delimita y unifica, que
penetrando en la alteridad de todo inteligible penetra en sí mismo como Todo,
Plotino se sirve de la metáfora de la luz. El Espíritu, por tanto, en cuanto unidad
reflexiva determinada por la unidad absoluta del Uno, es vida autárquica en la
que todo está en todo, unidad-multiplicidad, como luz en la que todo se hace
transparente a todo.

Y allí la vida transcurre serena, y la verdad es su madre, su


nodriza, su sustancia y su alimento; y contemplan todas las
cosas, no sólo aquellas a las que corresponde el devenir, sino las
que poseen el ser y, entre otras, a sí mismos. Allí todo es
diáfanoy nada oscuro o impenetrable, si no que todo es
manifiesto para todos, en su intimidad y en todas partes, la luz se
manifiesta a la luz. Cada uno lleva consigo todo y en cada uno ve
todo, de manera que todo está en todas partes, todo es todo, y
cada uno es todo y el resplandor es infinito [Enéadas: V, 8, 4].

El Espíritu es contemplación viviente; vida en la que no hay distinción entre


contemplador y contemplado, porque lo contemplado es él mismo. Vida en sí,
vida que procede de sí y funda toda otra vida.

Si pues la vida más verdadera es vida a causa y por medio del


pensamiento y este pensamiento es igual al pensamiento más
verdadero, entonces el pensamiento más verdadero es viviente,
la contemplación y lo contemplado viven y son vida y los dos son
a la vez una unidad [Enéadas: III, 8, 8].

Plotino concibe el Espíritu como unidad o identidad en la diferencia; es a la


vez unidad-multiplicidad: «El Ser mismo es en sí mismo múltiple» [Enéadas: V,
3, 13]. En cuanto pensamiento de sí mismo, es actualidad pura, inmutable
contemporaneidad de todo lo que es en él y en él es pensado. Vida eterna que
no implica movimiento; es conciencia intemporal de todo lo pensable, distinción
intemporal de todo lo pensado y, a la vez, su unificación, su identificación.

Podríamos quizá comprender mejor este modo de entender el Espíritu,


unidad-multiplicidad, si procediéramos al contrario, es decir, desde la
multiplicidad de la realidad y desde nuestro modo de pensar. La realidad, las
cosas que conocemos son siempre determinadas y, por ello, distintas cada una
de todas las demás. Nuestro pensamiento es capaz, sin embargo, de superar
hasta cierto punto las diferencias entre las cosas, pues piensa sólo en cuanto
abstrae y unifica lo pensado. Sin embargo, nuestro pensamiento no es capaz
de superar toda limitación, ya que para pensar necesita conservar las
diferencias entre las cosas pensadas. Si pudiéramos acceder a un
pensamiento capaz de superar toda diferencia, las del ser y las del pensar, nos
encontraríamos con el Espíritu de Plotino, un Ser que es el origen del ser y del
pensar, en el que todas diferencias, del ser y del pensar, subsisten en unidad,
pero que, precisamente por contener en sí la multiplicidad, necesita de una
unidad anterior y todavía más pura, el Uno.

Además, el Espíritu, en cuanto imagen del Uno, hereda su potencia


generativa y es, en consecuencia, capaz de hacerla valer a su modo,
convirtiéndose él mismo en modelo de la segunda imagen, el Alma.

Encontrándose, pues, en toda su plenitud, debió engendrar, pues


una potencia semejante no podía quedar incapaz de engendrar
[Enéadas: V, 1, 7].

3.4 El Alma

La procesión del Alma desde el Espíritu es semejante a la de éste respecto


al Uno. En el Espíritu se puede distinguir, como en el Uno, una doble actividad,
una inmanente y la otra que sale fuera de él y es consecuencia de la primera.
El Espíritu genera y no puede sino generar su propia imagen. Tal imagen es el
Alma.

Por proceder del Espíritu y ser su imagen, el Alma será pensamiento, pero
un pensamiento privado de la potencia que caracteriza la autorreflexión del
Espíritu.

Porque el Espíritu, efectivamente, ve el Uno y de ninguna otra


cosa tiene necesidad. El Uno, sin embargo no tiene necesidad de
él. Lo que nace, pues, del término superior al Espíritu es el
Espíritu mismo, que es superior a todas las demás cosas, porque
todas las demás cosas vienen después de él. Así, el Alma es el
pensamiento y la actividad del Espíritu, lo mismo que éste es el
pensamiento y la actividad del Uno. Pero el pensamiento del Alma
es oscuro, porque, como siendo imagen del Espíritu debe mirar
hacia él, lo mismo que el Espíritu ha de mirar hacia el Uno para
ser Espíritu. Y lo ve, ciertamente, sin estar separado de Él,
porque nada hay que se encuentre entre ambos, como nada hay
tampoco entre el Alma y el Espíritu [Enéadas: V, 1, 6].

La diferencia del Alma respecto al Espíritu es que cuando ella piensa, no


piensa en cuanto Alma, sino en cuanto participa del pensamiento que
pertenece esencialmente sólo al Espíritu. Además, aunque el Alma sea
autoconsciente y viva, no constituye la identidad sujeto-objeto propia del
Espíritu; ella misma no es actividad autorreflexiva, sino que es y piensa en otro,
en el Espíritu. Es decir, el Alma no conoce, pero desea conocer; no es su ser,
sino que quiere serlo. El Alma es, pues, movimiento interior, deseo de conocer
y de ser, que causa el movimiento externo. Si el Espíritu es, siguiendo una
imagen de Plotino, el círculo inmóvil de la verdad y del Ser, el Alma es un
círculo móvil que gira en torno al Ser y a la verdad, sin poder identificarse con
él [Enéadas: IV, 4, 16]. Y este movimiento perpetuo del Alma constituye el
círculo del tiempo, imagen móvil de la eternidad, como ya afirmaba Platón
[Enéadas: III, 7, 11].

El Alma, además, no sólo piensa, sino que da la vida, impone un cierto


orden y gobierna la realidad que ella misma produce, la realidad física,
generada de modo espontáneo e inmediato a partir de la contemplación del Ser
[Enéadas: IV, 8, 4; V, 1, 2 ; V, 2, 1]. Por lo tanto, el movimiento del Alma es
doble: alrededor del Ser, del Espíritu, y hacia la naturaleza que ella genera.
Pero aún cuando el Alma se difunde en el mundo físico, dando a los cuerpos la
vida del Espíritu, no pierde su unidad, su esencial condición contemplativa del
Ser.

De modo semejante a como el Espíritu contenía en sí, unificadas, todas las


Ideas, siendo él mismo unidad-alteridad, el Alma se distingue en una pluralidad
de almas individuales que, sin embargo, no comportan su división en partes.
Cada una de las almas individuales sería imagen del Alma, especificaciones
distintas de una misma realidad, presente en todas ellas. ¿Cómo distinguir
entonces la singularidad de cada viviente? La diversidad se explicaría, bien en
base al distinto sustrato corpóreo, bien entendiendo las diferencias de la
realidad sensible como el reflejo de la alteridad de las Ideas presentes en el
Espíritu. De todos modos, lo divino presente en nosotros sería común a todos.

Queda por explicar todavía el origen de lo corpóreo, de la realidad sensible.


¿De dónde procede la materia? Del principio, del Uno, parece que sólo pueden
proceder realidades de naturaleza espiritual, imágenes suyas; por esto, cuando
se afirma que el Alma engendra la naturaleza, el orden de los fenómenos, tal
naturaleza debe ser entendida en su dimensión formal. Ninguna de las
hipóstasis generadas por el Uno, ni sus sucesivas mediaciones originan la
materia. Por otra parte, sin embargo, considerar la materia como una realidad
autónoma y contrapuesta al Uno, implicaría privar a éste de su condición de
principio absoluto. No existe nada fuera del Absoluto y de sus imágenes; en
consecuencia, la materia no puede ser un principio autónomo.

La materia, para Plotino, admite dos dimensiones. Una primera de


naturaleza inteligible, que sería el sustrato de la multiplicidad de las Ideas
existentes en el Espíritu. Otra, sensible, que no sería sino absoluta privación de
forma, indeterminación negativa, y por tanto, lo más lejano al ser, y de alguna
manera auténtico mal ontológico. La realidad propia de la materia sensible es
explicada por Plotino sirviéndose de la potencia aristotélica. Si la materia
inteligible es siempre acto, sustrato del Ser inmóvil y eterno, en sí mismo
idéntico y múltiple, la materia sensible, en cambio, es eternamente en potencia,
auténtico no-ser, vacía esperanza de ser aquello que nunca será, pues en la
medida en que es informada se convierte en algo en acto y cesa de ser materia
[Enéadas: II, 5, 5]. La materia, por su misma naturaleza, está destinada a
permanecer fuera del ser; no es la alteridad positiva en la que se manifiesta el
Absoluto, sino la alteridad negativa cuya identidad permanecerá siempre vacía
[Enéadas: II, 5, 5].

La generación del mundo físico no puede ser entendida al modo platónico,


en el que la materia era descrita como khôra, madre o receptáculo de las
formas. No es posible ningún contacto positivo entre la forma, ser, y la materia,
«no ser en acto (…) verdaderamente no-ser» [Enéadas: II, 5, 5]. Por este
motivo para Plotino la existencia de entes sensibles, compuestos de materia y
forma, se presenta como un imposible [Enéadas: III, 6, 14]; y, sin embargo,
tales entes existen.

Para explicar la función de la materia Plotino vuelve a servirse del ejemplo


de la imagen. Toda imagen necesita para existir de un espejo. El espejo da la
impresión de contener la imagen, pero tal impresión es falsa. El espejo, en
efecto, no contiene nada, no produce nada, no conserva nada de lo que en él
se refleja, ni sufre alteración alguna cuando en él aparecen imágenes
[Enéadas: III, 6, 7; 6, 13].

Como el espejo, la materia es la nada sobre la que aparece el ser [Enéadas:


III, 6, 7]. Pero a diferencia del espejo, la materia es invisible, no tiene otra
realidad que la de la potencia. A pesar de ello, la materia es indispensable para
que aparezca la imagen. El problema de Plotino es hacer comprensible la
contradicción lógica que para él encierra la materia: la imposible participación
de la materia en la forma, del no-ser en el ser. Intenta explicarlo invirtiendo los
términos de la cuestión. Más que la forma que desciende y penetra en la
materia, sería la materia que, en cuanto deseo de realidad [Enéadas: III, 6, 7],
intenta inútilmente apropiarse de la forma, pues todo lo que de ella pueda
captar volverá a escapársele, como a quien pretende abrazar su propia
sombra. El problema, sin embargo, permanece, pues atribuir a la materia una
cualquier tendencia es un contrasentido, ya que la materia no-es. En este
punto, Plotino se acerca al pensamiento gnóstico, y la agresividad de la materia
respecto al espíritu es un síntoma de ello [Magris 1986: 112-118].
A pesar del no-ser de la materia y a causa de la inmanencia del principio en
el mundo, éste posee para Plotino una gran belleza, porque es la imagen del
Espíritu presente en el tiempo y en el espacio a través del ser y del obrar del
Alma. Como consecuencia, el mundo es la manifestación empírica del Espíritu
y del Alma, y así aparece a quien conserva la conciencia del Uno como causa
de la unidad que se despliega en el ser. El mundo fenoménico es imagen del
mundo inteligible. Ciertamente, el proceso derivativo del mundo desde el Alma
no es explicado como fruto de una decisión libre por parte de Dios, como
creación, sino más bien como algo necesario, sin que Plotino pueda fundar tal
necesidad sobre ningún argumento plausible, aunque tampoco sea una
necesidad irracional del principio.

La creación no procede ni de un razonamiento ni de un proyecto,


sino que es anterior a todo razonamiento y a cualquier proyecto,
ya que todas estas cosas, razonamiento, demostración y prueba,
son posteriores. Desde el momento en que hay un principio, todo
lo demás deriva de Él inmediatamente; y se dice correctamente
que no es necesario inventar ninguna causa de tal principio, ya
que su perfección es tal que es una sola cosa con el fin: es a la
vez principio y fin, es todo a la vez consigo mismo y no tiene
necesidad de nada [Enéadas: V, 8, 7].

4. El hombre: su origen y su destino

Plotino parte de la concepción platónica del hombre, en la que su ser


verdadero se identifica con su alma. El hombre no es cuerpo, pero tampoco el
compuesto de alma y cuerpo; el hombre es sólo su alma [Enéadas: IV, 7, 10].
Es el alma la que transmite al cuerpo vida, movimiento, unidad, orden y belleza.
Más que considerar el alma dentro de un cuerpo, para Plotino sería más
preciso afirmar lo contrario: es el cuerpo lo que es abrazado, unificado,
circundado por el alma, sin que el alma reciba nada de él.

Las almas son realidades subsistentes, imágenes del Ser, divinas e


inmortales, unificadas en la unidad del Alma universal. Su presencia en los
cuerpos es, de algún modo, involuntaria, pues su misma naturaleza las lleva a
vivificar los cuerpos, a difundir el Espíritu en la dimensión material, de por sí
inconsistente. A la vez, sin embargo, se trata de una exigencia que las almas
asumen de modo voluntario, una especie de instinto que no pueden dejar
insatisfecho. De esta modo, la encarnación de las almas en un cuerpo es al
mismo tiempo un proceso positivo, en cuanto el Espíritu se difunde, y negativo,
pues su vida en los cuerpos conlleva el riesgo de dispersarse en lo múltiple, de
ocuparse excesivamente de algo que no les corresponde por esencia. A pesar
de todo, el alma nunca perderá su capacidad de contemplar la realidad
inteligible. Por eso, después de la muerte, terminada su función vivificadora, las
almas volverán a ejercitar de modo pleno la actividad contemplativa, hasta que
nuevamente, a causa del deseo de vida, descenderán para generar un cuerpo
nuevo.

El descenso no es el único movimiento de las almas. Igual que el Alma tiene


un movimiento contemplativo, en torno al Ser, las almas poseen también
un movimiento ascendente hacia lo divino. Y si el principio es el Uno, la
identidad absoluta, para poderlo alcanzar, el alma deberá recorrer un camino
de ascenso que pasará por sucesivas etapas, cada una de las cuales supondrá
un progresivo grado de unidad. Desde la proporción y belleza de la realidad
sensible, huella del Ser, hasta la unidad del Alma, principio de unidad de todos
los vivientes [Enéadas: V, 9, 2; V, 1, 2; VI, 9, 1]. Y desde ella, hasta las Ideas,
unificadas en la unidad del Espíritu; y del Espíritu, mediante un éxtasis, el alma
podrá intuir el Uno que está más allá de toda forma e imagen, más allá de toda
inteligibilidad [Enéadas: VI, 7, 31].

Esta vía de ascenso hacia el Uno implica, desde un punto de vista ético, la
purificación progresiva de toda dimensión corpórea e irracional y, por tanto, el
ejercicio de las virtudes éticas. Éste es sólo un aspecto, sin duda
indispensable, pero parcial del camino que conduce a la asimilación con Dios,
al Espíritu. Lo esencial es la actividad contemplativa, el éxtasis, que requiere la
supresión de toda dualidad y, por tanto, la expoliación de todo lo que el alma
es, de su misma individualidad.

La naturaleza del alma humana, al igual que el Alma cósmica, consiste en


tender más que en ser: tender hacia la individuación en el mundo sensible y
tender hacia su origen en el mundo inteligible. La individuación en un cuerpo no
añade nada de positivo a un alma que, en su origen, era ya individual. Al
contrario, la encarnación supone más bien una separación del alma del todo en
el que se encontraba, haciéndose de algún modo exterior al todo. Por eso, el
proceso de ascenso hacia el Uno implica recuperar la totalidad y con ella la
propia identidad; significa superar las diferencias del mundo físico para mirar a
la totalidad y, por tanto, al propio ser desde dentro. Uniéndose a la totalidad
eterna del Ser, al Espíritu, el alma se reconoce a sí misma, recobra su propia
identidad. Pero para poder alcanzar el Absoluto, el Uno que está más allá del
Espíritu, del Ser, el alma necesita desprenderse de toda individualidad, también
de la que poseía en la totalidad-multiplicidad del mundo inteligible.

No nos admiraremos en verdad de ver privado de toda forma,


incluso de la forma inteligible, ese objeto que produce tan
arrebatados deseos. Porque cuando el alma cobra su intenso
amor por Él, se desprende ya de toda forma, incluida la forma
inteligible que pudiera haber en ella. No puede realmente poseer
ese objeto ni actuar conforme a lo que Él es, si ve y se preocupa
de cualquier otra cosa. Conviene que no tenga a su alcance ni
bien ni mal alguno para que lo reciba en completa soledad
[Enéadas: VI, 7, 34]

Es sólo entonces cuando, paradójicamente, el alma se hace


verdaderamente una consigo misma, cuando se funde en el abismo insondable
del Uno. Se cumple así el contacto inefable «de solo a Solo» [Enéadas: VI, 9,
11].

¿Quién es el hombre? ¿Qué somos cada uno de nosotros? Si el hombre es


su alma, la verdadera identidad del hombre no la constituye el pensamiento
discursivo del alma encarnada, sino el pensamiento contemplativo que el alma
alcanza cuando recupera su condición original. Actividad contemplativa
semejante a la del Espíritu, donde el alma se conocerá a sí misma no como
una parte del todo, sino como totalidad: ella es todo y viviendo y contemplando
el todo puede reconocerse a sí misma.

5. Consideraciones conclusivas

El pensamiento de Plotino, y más en general el neoplatonismo, a pesar de la


distancia temporal, recupera y continúa la temática y la línea especulativa
iniciada por Platón. Es cierto, y se ha procurado señalar, que recibe también el
influjo de otras corrientes de pensamiento, así como de diversas tendencias
religiosas, y, sin embargo, esencialmente es fiel a las preocupaciones y
propuestas filosóficas del viejo maestro. De Platón hereda sobre todo su modo
de pensar el ser y la exigencia de encontrar el principio primero trascendente
de todo lo real. Ya Platón señalaba, al menos en sus doctrinas no escritas, que
tal principio había de ser el Uno, del que dependería tanto la realidad
suprasensible –las Ideas– como el mundo físico. Y en el Parménides, texto por
el que los autores neoplatónicos sintieron particular predilección, estudia
dialécticamente las posibilidades de superar al eléata, es decir, de pensar el
Uno no sólo sin anular la multiplicidad, sino haciendo que ésta dependa de él.
Plotino continúa y desarrolla el modo de pensar platónico.

Quizá el aspecto más atractivo del modo plotiniano de comprender la


realidad, sea la visión armónica de todo el conjunto; todas las cosas aparecen
fuertemente ligadas entre sí y con el principio. Si por una parte subraya la
trascendencia del Uno, por otra insiste en su presencia, su huella, en todo
aquello que siendo distinto de él, de él procede. No es, por tanto, extraño que
el primer pensamiento cristiano haya considerado tal visión de la realidad hasta
cierto punto afín a la propia fe, en particular a la verdad de la creación. A
diferencia de la tradición aristotélica, capaz de explicar la estructura ontológica
de cada realidad sensible, pero no de dar razón de su dependencia del primer
principio, la tradición platónica parece captar mejor, al menos a primera vista, la
relación y la dependencia de todo respecto del Uno. En vez de un universo en
cierto modo atomizado, compuesto por sustancias desligadas, en el que la
relación aparece como una categoría secundaria, como un modo de ser
cercano a la nada, Plotino y el neoplatonismo hacen de la relación uno de sus
puntos de fuerza, si no la categoría fundamental, constitutiva del ser: todo es
en la medida en que depende, está en relación con el principio.

Sin embargo, tal modo de entender el primer principio y su causalidad,


presenta algunas dificultades teóricas que podrían resumirse en estos puntos.
En primer lugar, la trascendencia del principio, el Uno, quedaría comprometida,
pues no parece posible pensarlo si no en relación con lo múltiple, con lo
causado. A la vez, la contingencia de lo causado, precisamente por su íntima
relación con la causa, cuya presencia parece constituir su esencia más
profunda, resultaría en cierto modo desmentida. Por último, desde una
perspectiva bíblica, no se ve con claridad cómo la causalidad del principio
puede ser entendida como creación, es decir, como un acto libre de Dios.

Plotino es consciente de alguna de estas dificultades, que cree poder


superar. Como se ha señalado, para Plotino todo está en relación con el
principio, que no es posible aislar de la realidad que de él procede. La realidad
está constituida por niveles distintos de intensidad, de densidad ontológica, que
son niveles distintos de unidad, de relación entre el Uno y los muchos, y no
relaciones entre cosas diversas y aisladas. Ahora bien, tal relación no es para
él recíproca, en el sentido de que todo está en relación con el Uno, todo es
imagen del Uno, siendo el Uno distinto a todo. El Uno trasciende el mundo,
siendo el mundo inmanente al Uno, potencia de todo, principio de
determinación indeterminado.

El Uno no se relaciona con el mundo en base a un proyecto extrínseco, sino


que, siendo como es, se transmite en su imagen imperfecta que es el mundo.
El Uno está en el mundo en el sentido de que el mundo está en él, de modo
que la relación del Uno con el mundo no es exterior, sino interna, en cuanto
que el mundo está contenido idealmente, también en su ser actual, en el
principio. El Uno es siempre trascendente, siendo el mundo inmanente a él.

Él es pues todo en todas partes, ya que ninguna cosa lo posee, y


sin embargo cada una lo posee: por esto cada cosa es poseída
por Él [Enéadas: V, 5, 9].
De este modo el Uno de Plotino se presenta como la condición
incondicionada de todo lo demás, sin continuidad con lo que él causa y, a la
vez, estando lo causado en relación con él. Todo está ligado al principio, nada
puede ser sin el principio, siendo la diferencia entre el principio y lo principiado
modal, de nivel, existiendo la misma realidad de modo diverso en la dimensión
sensible y en su fundamento. Todos los posibles efectos pensables de la causa
están presentes en su potencia del modo concentrado que corresponde al nivel
más alto. En el Uno se da la concentración plena y la implicación de todo lo
múltiple, pero sin que el todo deba tener una forma necesaria, como si el Uno
tuviera una estructura determinada que permitiera sólo una única posibilidad
imitativa. Todo está en el Uno, pero sin las diferencias que se encuentran en el
todo, en el mundo; el mundo no está determinado en su ser y en su historia en
el principio: el Uno es todas las cosas y ninguna de ellas.

Es necesario, en efecto, que el Primero sea simple, anterior a


todas las cosas y distinto de todo lo que después de Él, existente
en sí, no mezclado con los seres que derivan de Él y capaz, sin
embargo, de estar presente, a su manera, en las demás cosas
[Enéadas: V, 4, 1].

Por lo que se refiere al acto libre de la creación, es decir, la causalidad del


principio como decisión libre y no como consecuencia necesaria, la cuestión es
problemática. El Uno de Plotino, como se ha visto, es a la vez potencia libre y
desbordante que no puede no desplegarse en lo múltiple, en el Espíritu. Plotino
entiende la causalidad del Uno no según el modo humano de producir, es decir
subrayando la importancia de la causalidad eficiente, sino poniendo en primer
término la causalidad formal. Todo procede del Uno, todo está presente en el
Uno y el Uno está presente en todo como lo más íntimo de cada cosa, sin
comprometer su trascendencia, su esencia inefable, incognoscible, sobre las
determinaciones categoriales.

Ahora bien, cabría entender tales afirmaciones no en el sentido de una


necesidad metafísica del Uno, sino como necesidad moral, esto es, necesidad
de introducir la diferencia como posibilidad de justificar el conocimiento, en
primer lugar el autoconocimiento del Uno y, de modo derivado y como
consecuencia, cualquier otro conocimiento, también el nuestro. De este modo,
la necesidad de desplegarse del Uno en la multiplicidad sería funcional
respecto al conocimiento y no esencial. Más que imposibilidad de que el Uno
permanezca aislado, sin proceder hacia lo múltiple, se trataría de la
imposibilidad de pensar el Uno trascendentalmente aislado.
Más allá de estas explicaciones y de la voluntad de Plotino de superar las
dificultades señaladas, la duda permanece: ¿queda realmente salvaguardada
la trascendencia del principio?

Plotino, siguiendo a Platón, entiende el ser como identidad formal; es una


exigencia de la identificación, de raíz parmenídea, entre ser y pensar. Si sólo
es posible pensar el ser y el pensamiento necesita de la objetividad, será
necesario que el ser sea identidad, precisamente porque el pensar no puede
sino captar lo idéntico. Pero esto encierra el peligro del logicismo, de la
confusión entre el plano lógico y el real, de la lógica con la metafísica. Si el ser
es identidad, no es posible reconocer la realidad de lo no idéntico, de aquello
que no es forma, o podrá en todo caso reconocerse sólo en la medida en que
se reconduzca a la forma. De aquí deriva la segunda dificultad, la dialecticidad,
la relación necesaria de todo con todo, la necesaria tensión entre identidad y
diferencia. El ser debe siempre pensarse como identidad y diferencia, como
unidad y multiplicidad. La categoría central es, en efecto, la relación, porque no
hay ser, identidad, sin referencia a la diferencia: cada ser hace referencia a los
demás y el todo al Uno. Todo esto se evidencia en el modo en que Plotino
entiende el Espíritu, Ser-Pensamiento, identidad-diferencia. La realidad toda
es, en consecuencia, un complejo de ideas, de identidades, cada una de las
cuales para poder ser ella misma, debe diferenciarse de las demás. La
aspiración del filósofo continúa siendo, como ya señalaba Platón, la de penetrar
en la entera estructura del mundo, elevarse a un pensamiento que capte la
profunda unidad de todas las diferencias, que comprenda todas las relaciones
entre las formas.

Este modo de concebir el ser conduce necesariamente a pensar el principio,


la causa, más allá del ser, pero sin que ello signifique preservar
verdaderamente su trascendencia. El principio difícilmente podrá ser realmente
incondicionado, porque para ser más allá del ser, más allá de toda identidad,
habrá que pensarlo o como nada absoluta o necesariamente en relación con
todo, con lo causado. Si se debe dar espacio a lo múltiple, el Uno no puede
prescindir de lo múltiple. Es dynamis, potencia, apertura a la diferencia, fuente
de toda diferencia, siendo él mismo simplicidad máxima, ausencia de
diferencia; es libertad pura que, sin embargo, para poder serlo está obligada a
determinarse, a causar las determinaciones progresivas de la multiplicidad. No
es una potencia relativa a algo específico, pero su condición
de dynamis contiene en sí la referencia a otra cosa, a su despliegue, quedando
comprometida la trascendencia con tanta fuerza subrayada. Es, efectivamente,
una necesidad del modo de pensar, no de la esencia del principio, pero una
necesidad originada por un determinado modo de pensar el ser, una exigencia
del pensar eidético, que conlleva como consecuencia el convertir el ser en
relativo al pensar, y el primer principio relativo al ser y al pensamiento que, para
poder trascenderlos, deben ser por él asumidos. La imposibilidad de un
principio que sea verdaderamente incondicionado, que no tenga nada que ver
ni con el ser por el causado ni con el pensamiento, es la consecuencia
necesaria de un pensar que, por ser eidético, es también dialéctico. Si el ser es
dialéctico, también lo será el Uno, es decir no podrá ser ni ser pensado si no en
relación a lo no-Uno, a los muchos.

Esto comporta el riesgo de que la metafísica, pensar sobre el ser, se


transforme en pensar sobre el pensar, en lógica. De este modo la realidad
sensible, contingente, corre el peligro de convertirse, en la medida en que
escapa al pensar, en absurda. La estructura de lo sensible, al ser pensada
como imagen de lo suprasensible, no puede explicar aquello que es más propio
de lo sensible, lo que lo marca más radicalmente, su dinamismo y su
contingencia. Conocer la realidad sensible es para Plotino, y en general para la
tradición platónica, reconocer en ella la estructura dialéctica del ser y del
pensar, reconducir el movimiento y el dinamismo de lo sensible al movimiento y
dinamismo del pensamiento. Pero de este modo, como ya advirtió Aristóteles,
no es posible dar razón de los fenómenos, de la realidad tal como la
experimentamos. Es más, la experiencia de la realidad tal como se presenta
ante nuestros ojos, debe ser en buena medida despreciada, no puede en ella
iniciar el conocimiento. Para alcanzar la verdad habrá que basarse en la verdad
misma, ya presente de algún modo en nosotros por la huella que el principio
deja en cada una de las cosas por él causadas.

La pretensión plotiniana de desentrañar el orden necesario del ser y su


correspondencia con el orden del pensamiento, parecería negar el carácter
creado del mundo, nunca plenamente cognoscible en su realidad fáctica, y el
carácter creado del espíritu humano, incapaz de conocer y contener en sí de
modo absoluto la lógica del ser.

PLOTINO: LIBRE ARBITRIO Y LIBERTAD DE LA


VOLUNTAD

El alma tiene la posibilidad de elegir entre lo intelectivo o lo irascible


y apetitivo. En cada elección hay una acción del alma. Si elige lo irascible y
apetitivo entonces la elección tiende hacia el grado más bajo de la
libertad. Pues esta elección es producto de una la falsa opinión, que hace
aparecer el conocimiento como un error. Esta forma inferior de elección
constituye el libre albedrío, que sólo implica una posibilidad de elección.
"Los animales que por propia esencia gozan de un movimiento de su libre
albedrío pueden propender ora al bien, ora al mal"[1]
La voluntad, por una parte, es definida como el principio racional de
la acción, en el cual la voluntad es la apetencia racional, distinta de la
apetencia sensible. Por otra, la voluntad se considera como el principio de
acción general, esto es, la apetencia, la inclinación a hacer algo. Esta
última acepción no se distingue del libre albedrío.

Radicaremos en la voluntad lo que depende de nosotros y asentaremos


ésta en la razón, y mejor aún en la recta razón (posiblemente deba
añadirse la ciencia a la recta razón), porque si obramos tan sólo llevados
de la recta razón nos veremos envueltos en la duda y no seremos dueños
de nosotros mismos, máxime si no se conoce por qué la opinión es recta y
únicamente por suerte o a impulsos de la imaginación nos vemos llevados
a lo que justamente nos conviene[2]

Podemos señalar que la libertad de la voluntad, en su primera


acepción, es el grado de libertad que tiene como causa la dimensión
intelectiva del alma, sea ésta superior o inferior. En tanto que el libre
albedrío tiene como causa de su acción la dimensión irascible y apetitiva
del alma. 
A saber:
    Compuesto doble
  El alma consigo misma
  Arrobamiento místico
  Compuesto dual particular: Unidad alma-cuerpo.
  Triple dimensión del alma
  Libertad de la voluntad
   Libertad intelectiva
  Libertad intelectiva superior
  Libertad intelectiva inferior
  Libre albedrío
  Libertad irascible
  Libertad irascible superior
  Libertad irascible inferior
  Libertad apetitiva
  Libertad apetitiva superior
  Libertad apetitiva inferior

La libertad intelectiva superior tiende a la introspección, con el


objeto de llegar a alcanzar el arrobamiento místico. La libertad intelectiva
inferior, por su parte, tiende al libre albedrío y a estar más en comunión
con lo sensible y apetecible. La voluntad es movida por el deseo
intelectivo, el arbitrio por el deseo irascible y apetitivo. T. Clark  indica que
" la libertad humana, para Plotino, es una tendencia intelectual hacia el
Bien y por esto define la virtud como una modalidad del Principio
Intelectual"[3]
La acción de la libertad intelectiva, elija lo superior o inferior, es
decidida por un acto de reflexión; pues, de alguna manera, sabe lo que
quiere. Al aspecto, es un acto voluntario. El acto involuntario, por el
contrario, es la acción conforme al libre albedrío, esto es, carente de la
acción intelectiva, de la voluntad. No obstante, sea una u otra el modo de
libertad esto no afecta la acción libre de elección, lo que varia es el grado
cualitativo de la libertad. "Hablamos de lo que depende de nosotros
dando a entender lo que está sometido a nuestra voluntad y lo que llega a
acontecer o no, pero siempre tal como lo hayamos querido"[4]
Por otra parte, podemos señalar la existencia de actos a-voluntarios,
que en su naturaleza no son propiamente acciones. Ya que es una mera
potencia de actuar, sin ninguna razón con respecto al acto cumplido, un
actuar indiferente.
En el compuesto doble la libertad siempre es limitada, es decir, finita;
o como hemos señalado antes defectuosa. Ya que la posibilidad de
elección está condicionada por lo corporal y el entorno. De aquí que la
idea de la libertad en el hombre sea un proyecto inacabado, un tender a.
"Los seres vivos que tienen el poder de moverse a sí mismo, se
inclinan unas veces hacia el bien y otras hacia el mal"[5]. Concebir la
libertad en términos de poder elegir entre el bien o el mal es considerar a
ésta:
  Desde una perspectiva moral, sujeta a creencia y normas en concordancia
con el grupo social y consigo mismo.
  Es pensar a ésta con relación a la razón y el bien.
La libertad desde la perspectiva moral tiene su causa en la libertad
intelectiva inferior; propia del conjunto de normas y creencias que rigen
las acciones del individuo en concordancia o no con el entorno social. Por
su parte, la libertad con relación a la razón y el bien tiene su razón causal
en la libertad intelectiva superior, que mira a la inteligencia y al bien.
La M. Clark observa que Plotino:

Ha visto que la libre elección no es la esencia de la libertad porque incluye


la posibilidad de una elección errónea; ha visto que la verdadera libertad
procede de la prosecución y finalmente de la consecución del Bien, pero
no ha puesto el deseo del Bien bajo el poder de la libre elección y, por
tanto, no ha dado al hombre como persona una autonomía sobre su
naturaleza[6]

Desde esta perspectiva tenemos:


    Compuesto doble
  El alma consigo misma
  Arrobamiento místico
  Compuesto dual particular: Unidad alma-cuerpo.
  Triple dimensión del alma
  Libertad de la voluntad
   Libertad intelectiva
  Libertad intelectiva superior
  Libertad racional y del bien
  Libertad intelectiva inferior
  Libertad moral
  Libre albedrío
  Libertad irascible
  Libertad irascible superior
  Libertad irascible inferior
  Libertad apetitiva
  Libertad apetitiva superior
  Libertad apetitiva inferior

Plotino al otorgar al alma la causa de su propio movimiento rompe


con la concepción fatalista. Al convertir a ésta en agente de sus propias
acciones. "El poder hacer las cosas contrarias corresponde a los seres que
no permanecen en la perfección"[7]. El pasaje, en cuestión, tiene dos
interpretaciones. La primera, corresponde a la actividad errática del alma.
La segunda, que el alma realiza de sus acciones de manera impredecible,
no determinadas.

Algo todavía se nos muestra con más evidencia: el ser libre es un ser
inmaterial y a esto hemos de reducir lo que depende de nosotros.
Entendemos por esta realidad la voluntad señora de sí misma, aun en el
caso de que se vea forzada a decidir respecto a una cosa exterior. Todo lo
que de ella proviene y se hace por ella, depende de nosotros; y poco
importa en tal caso que actúe en sí o fuera de sí. He aquí, pues, que lo que
por encima de todo depende de nosotros  es  lo que la voluntad quiere y
realiza con libertad[8]
T. Clark considera que el ejercicio de la voluntad, en Plotino, es
«poder». "La libertad es el ejercicio de un poder. Pero, ¿qué significa
poder? Poder, en este caso, significa «nuestro poder» esto es, el poder de
nuestra voluntad. Este poder de ninguna manera dirige nuestro
conocimiento; antes bien, en alguna proporción, lo implica"[9]. El
gobierno del alma por sí misma. Agrega más adelante, "según Plotino, ser
libre es ser poderoso. Plotino ve el poder del hombre mutilado por
fortunas adversas, por compulsiones, pasiones, experiencias, por la
naturaleza; y esto le hace dudar de que el hombre pueda disponer de sí
mismo o que tenga gobierno sobre sí mismo"[10]. Tal poder es impedido
por la actividad errática del alma y las causas del entorno. El por sí misma
tiende a lo irascible y apetitivo apartándose de lo intelectivo, así pierde el
poder de gobernarse por sí misma.
Plotino señala: "Ahora bien, también los hombres son principios. Es
un hecho al menos que su misma naturaleza les impulsa a realizar
acciones nobles, y un principio así es un principio autónomo"[11] Por el
contrario, cuando realiza acciones innobles deja de considerarse un
principio autónomo. De allí la duda a que alude T. Clark.
Cuando la dimensión irascible y apetitiva del alma gobierna la
dimensión intelectiva pone a ésta bajo su gobierno, y dirigen la libertad a
los places irascible y apetitivos, Con lo cual el alma realiza acciones
innobles.  Según J.M. Rist, Plotino expresa  que nosotros "elegimos lo que
nos llevara a la degeneración. Nosotros de hecho escogemos tales cosas
engañados por nuestro ambiente o por nuestras pasiones, por pensar que
ello nos traerá bienes. Lo que Plotino no dice, por supuesto, es que es
posible para nosotros con total conocimiento nuestro del verdadero bien
y el mal verdadero elegir lo que es malo"[12]. La dimensión intelectiva
siempre elegirá lo bueno, siempre tenderá al bien debido a su naturaleza,
esto es, siempre realizara acciones nobles.

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