Ágatha - Gisele Pavon

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 4

Ágatha

Junio.
Las puertas se abren.

El 4° B ha sido ocupado. Esta letra ocupada y contigua a la mía me convoca de una


manera especial, no puedo evitar sentir esa curiosidad que se produce en la sangre de las
personas que nacen en las ciudades chicas, esas en las que hay muchas casitas en lugar
de edificios y en donde la palabra -vecino- tiene un peso mucho más expresivo que el de un
“buenas”.
Durante las primeras semanas pude escuchar a alguien vivir sin lograr ver nada que diera
forma de cuerpo o rostro a lo que vengo imaginando. Me esfuerzo mucho por saber quién
es esa persona nueva, ¿qué será para mí?.
Detrás de cada sonido de llaves acomodándose en esa cerradura hay un intento mío
por correr lo más sigilosamente posible hacia la puerta, pero sin importar cuán rápido llegue,
la mirilla siempre me muestra el mismo pasillo ausente de vida: esa ficción de mala calidad
que no está creciendo en una maceta de cerámica, los interruptores de luces que en su
inicio funcionaban con sensores automáticos pero que los fantasmas fueron gastando y
ahora son manuales, la puerta que da a las escaleras más frías de la ciudad y el ascensor
hastiado por las conversaciones climáticas.
Voy adquiriendo, con paso lento, datos sobre quien habita la letra B, por ejemplo,
descubrí que siempre despierta cerca de las 4:30 am, el sonido de la persiana enrollándose
me ha salvado las últimas veces que se me empezó a subir el muerto.
Pareciera que en ese momento del día necesita imperiosamente realizar actividades que
requieren el uso de objetos pesados, lo pienso porque escucho metales gruesos, los siento
vibrar cada vez que los apoya sobre el piso de madera, el sonido es lento y profundo. Estos
no comienzan a molestarme hasta que aparece la voz que no deja distinguir palabras.

El portero me dice que quien habita ahí es una mujer grande y que está sola, pero
yo sé que hay algo más inquietante en todo esto.
Escucho en esas madrugadas la voz de una mujer que dice siempre con tono de castigo:

- “Mala... mala... mala…”.

Inmediatamente después aparece esa otra voz, la de un hombre que nunca sale ni entra por
la puerta. Poco después de eso ella vuelve a dormir, porque la persiana cae y el silencio se
acomoda. Y acá también, porque mi muerto o la parálisis del sueño, nunca me visitan dos
veces en la misma noche.

Julio.
Los primeros sonidos.

Escucho tanto estos días, la cabecera que no tengo en mi cama da a la pared de su


sala, no la conozco pero lo sé. Es tan fácil acostumbrarse a sus sonidos diurnos y
adoptarlos como propios, las paredes me parecen demasiado finas para delimitar una vida
de la otra y el grosor intensifica el insomnio que vengo sufriendo desde hace dos años, lo sé
con absoluta seguridad porque es justo el tiempo que llevo en esta relación con él.
Ya no sé qué es más grave, si dormir poco y nada pero con un amor de por medio o
seguir avanzando en soledad con descansos reparadores. Tampoco sé bien desde cuando
comenzó este extraño patrón que repele todo tipo de terapias. Lo que sé es que cuando
estoy lo más alejada posible de una relación con tintes serios puedo llegar a dormir hasta
nueve horas seguidas y sin interrupción alguna que perturbe los collages nocturnos de mi
cabeza pero, y esto es la certeza misma, el primer día que me habilito para entrar en los
placeres de la vida en pareja me brotan los irritantes cortes en los ciclos de sueño.
Septiembre.
Nos acercamos.

No quiero decir que hoy conocimos la letra B pero sí que entramos en ella, la
vivimos en su totalidad, nos sentamos y finalmente tomó forma aquel cuerpo misterioso.
La forma, efectivamente, correspondía con todas las señas que me había taladrado
el portero, era una mujer grande de edad con un cuerpo que le pesaba como a esas
estatuas flaquisimas de Giacometti, esas que parecieran estar pegadas al suelo con una
carga terrible. Ella, la vecina, debía tener no menos de 80 años.
El ofrecimiento a pasar y a usar el teléfono surgió a raíz de una condición ridícula, no
podíamos entrar al departamento ni salir del edificio, habíamos cerrado la puerta con las
llaves adentro y de no haber sido por ella no sé cuánto tiempo más nos hubiéramos
quedado atrapados entre pisos y puertas vacías, porque este edificio nunca ha está
habitado por más de una tercera parte.

- “Soy Inés” -nos dijo amorosamente la mujer mientras señalaba el teléfono y se


disponía a buscar las cosas para preparar un mate.

Lo primero que llamó mi atención fue que había una especie de arenero de
dimensiones absolutamente irracionales para un gato, estaba lleno de arena y de un olor
casi insoportable. Lo segundo fue la caja que conocía de oído, contenía trozos de madera,
herramientas y objetos metálicos muy oxidados. Ahora que veía el cuerpo, el de Inés, me
resultaba imposible creer que ella pudiese levantar esos objetos todos los días a las
4:30am, pero debía ser así, porque no había muchas otras cosas en esa casa que pudieran
generar aquellos sonidos tan pesados.

Tenía que ser ella la que generaba esos ruidos, la posibilidad de que alguien más
viviera ahí fue descartada con cada comentario que nos hacía. Mencionó a una hija que
vive fuera del país y que sólo viene para pasar las fiestas de fin de año. Después nos habló
un poco sobre su marido que había muerto dos años atrás y que por eso “y por ahora” (lo
dijo con una sonrisa peculiar) se encontraba viviendo acá.
El departamento tenía el mismo tamaño que el nuestro pero con distinta distribución
y distinto encanto. Yo me sentí tan cómoda ahí que por un momento olvidé que no era mi
casa y hasta me paré de la silla en busca de la azucarera, que dicho sea de paso encontré
con mucha facilidad. Él, por el contrario, se sintió intranquilo y no tardó en hacerlo notar, tras
el primer mate se paró con mucho nerviosismo y sin despegar los ojos del gran arenero
preguntó ¿y el gato?, ¿dónde está?.
Inés lo miró fijamente con un silencio y una molestia inexplicable, después giró su mirada
hacia mí y dijo “es Ágatha y ahora no tendría porqué estar acá, es temprano”. Él, con su
solemne cautela, siguió buscando con la mirada a la gata pero ésta nunca apareció.

Noviembre.
Ya estoy aquí.

En los próximos días él volverá de su viaje de trabajo y no puedo esperar más para
contarle sobre la otra voz del B, la masculina que ahora se escucha fuerte y clara, decirle
que por fin pude distinguir todas las palabras y que desde que vendí la cama no tuve que
volver a soportar a otro muerto encima. No sé si logrará entender mis motivos pero, ahora
duermo como nunca y pienso que si el amor es verdadero no encontrará molestia alguna
con los nuevos cambios, que al final de cuentas sólo se perciben cuando cae el sol.

Es de noche.

Él abre la puerta con el cansancio de doce horas de vuelo, apoya las valijas en el
piso, enciende la luz y encuentra en el centro del departamento una gran caja de madera
llena de arena, hay un ligero olor a humedad que lo desconcierta, llama a su novia pero la
única respuesta que obtiene es el ronroneo de una gata que cuando se mueve hacer sonar
un collar de metal que tiene inscripto el nombre de Ágatha.

También podría gustarte