El Comienzo Del Filosofar
El Comienzo Del Filosofar
El Comienzo Del Filosofar
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común que tiene su centro en el agora, la plaza donde se debaten los
asuntos comunes. Es en el agora, pues, donde los conocimientos y las
costumbres son sometidos a discusión a través del diálogo entre los
ciudadanos (polítes). Esto tendrá una gran importancia en el plano in-
telectual, pues permitirá el nacimiento de lo que con el tiempo se lla-
mará philosophía.
La aparición de la filosofía representa una novedad en la mane-
ra de pensar de los griegos. (Adviértase que la filosofía, como la cien-
cia, estrictamente hablando es creación de los griegos. De ningún otro
pueblo de la antigüedad podemos afirmar que tuvieron filosofía antes
que ellos, y los que la tuvieron después, la tuvieron gracias a ellos).
Claro está que hubo una forma de pensamiento anterior, que en este
contexto podríamos llamar prefilosófica. El paso de una forma de pen-
sar a la otra no fue un cambio repentino, sino gradual, paulatino. No
existe una línea divisoria claramente visible entre el pensar anterior al
pensar filosófico y el de los filósofos. Incluso puede aceptarse que al-
gunos aspectos del pensamiento anterior continuaron por algún (o por
muchísimo) tiempo junto al pensamiento científico o filosófico. Este
paso del pensamiento prefilosófico al filosófico puede llamarse el pa-
so del mito al logos, o paso de la explicación mítica del mundo a una
explicación racional.
Por mitología no debe entenderse aquí un cuento fantástico so-
bre las aventuras de dioses o personajes movidos por la voluntad de
éstos. El mito griego es algo mucho más serio que eso. Y digo el mito
griego porque es el que aquí interesa, ya que los mitos no tienen las
mismas características en las diferentes culturas, aunque por lo general
coinciden –los mitos del mundo antiguo– en que se refieren a “cómo
pasaron las cosas” en tiempos remotos, lo que da alguna explicación
de por qué en el momento que se los considera las cosas sean como
son, lo que relaciona al mito con la arkhé, el origen.
Cuando los autores analizan el mito griego fundamentalmente
se refieren a lo que la tradición planteaba entre los siglos VIII y VII
a.C., es decir, fundamentalmente Homero y Hesíodo. Un poco más
tarde, también será una fuente invalorable la tragedia griega. Esto sig-
nifica que en el mundo griego debemos el relato sobre sus orígenes a
los poetas y no a historiadores o científicos.
Lamentablemente no se dispone de datos seguros sobre la eti-
mología del término “mito”. Para los griegos mythos significaba “rela-
to”, “anuncio” o “mensaje”, con relación a algo que se ha dicho, una
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historia o una narración. Pero también significaba “palabra” o “discur-
so”. Platón, que parece ser el primer autor que utiliza el término mito-
logía, lo utiliza fundamentalmente en el sentido de “contar historias”.
La raíz del término mythos tal vez sea el verbo griego myeo, que signi-
fica “iniciar en los misterios”, lo que da un cierto vínculo entre mito y
misterio. Pero este verbo –myeo- también quiere decir “cerrar”, o
“abrir y cerrar”, como en el caso de los ojos ante la luz. Si esto es así,
la filosofía no será la negación del mythos, sino más bien su supera-
ción bajo una forma que permite, hasta donde es humanamente posi-
ble, una comprensión racional del mundo en su conjunto o su origen.
Entre los filósofos antiguos la referencia a la “luz” es reiterada. Platón
y Aristóteles relacionaron la luz con la verdad que debe ser buscada a
través de la contemplación, luz que por su esplendor puede en un pri-
mer momento hacer cerrar los ojos.
El mito griego hace referencia a realidades que explican el sen-
tido último de la existencia humana en su relación con los dioses. Hay
quienes descalifican a la Odisea, por ejemplo, por considerarla nada
más que un cuento popular, pero esta obra –que ciertamente era un
cuento popular– muestra claramente de qué manera los griegos enten-
dían la participación de los dioses en los actos humanos cotidianos. El
mito es entonces la “palabra” que expresa la experiencia originaria del
vínculo entre los dioses, el cosmos y los hombres. En este sentido el
mythos está más cerca del logos que de la mera fábula.
En las obras que atribuimos a Homero se puede percibir que los
poderes que gobiernan el kósmos se ocupan no solamente del destino
de la humanidad o de las ciudades, sino también de lo que les ocurre a
los seres humanos individuales. De modo que los dioses no solamente
explican todo lo que existe y sucede en el mundo natural, sino que in-
tervienen también en los acontecimientos humanos. Apolo, hijo de Jú-
piter, le responde a Minerva, la diosa de los brillantes ojos: “Hagamos
que Héctor, de corazón fuerte, domador de caballos, provoque a los
dánaos a pelear con él en terrible y singular combate; e indignados los
aqueos, de hermosas grebas, susciten a alguien que mida sus armas
con el divino Héctor”. (La Ilíada, Canto VII, nº 37). Y en la famosa y
tantas veces contada muerte de Patroclo, es un dios quien lo mata:
“Patroclo acometió furioso a los teucros: tres veces los atacó, cual otro
Marte, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y
cuando semejante a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez,
vióse claramente que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible
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Febo salió a tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vio al
dios; el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso de-
trás, y alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los an-
chos hombros. (La Ilíada, Canto XVI, nº 783).
Pero el mito también da una explicación sobre el origen del
universo. Hesíodo, en su Teogonía, sostiene que el origen de todo es
el Caos, que contenía el principio de todas las cosas, antes que nacie-
sen los dioses, la Tierra (Gaia o Gea), el Tártaro, lugar de los castigos
en el mundo subterráneo y Eros, el más hermoso de los dioses. Del
Caos nacieron el Erebo (las tinieblas) y la Noche. De éstos se origina-
ron el Eter (el cielo superior, donde la luz es más pura) y el Día. La
Tierra engendró al Cielo estrellado (Urano), los grandes Montes, a
Ponto (el mar) y a los Titanes y Gigantes, de quienes desciende Zeus,
que tras varias aventuras mandó a sus antecesores al Tártaro y quedó
como señor del Olimpo, la morada de los dioses. En la Teogonía las
Musas nos dicen cómo al comienzo, los dioses y la tierra fueron en-
gendrados:
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zón”. Mythos también podía significar “palabra”, pero logos es la pa-
labra pronunciada para manifestar un acto de comprensión. El logos
en este contexto se refiere entonces a lo racional, a lo que es compren-
sible para el hombre, aquello de lo que se puede dar una explicación
racional. Hablar, entonces, de la filosofía como el paso del mito al lo-
gos implica afirmar que la filosofía nace cuando el pueblo griego co-
mienza a superar una explicación mítica del mundo para buscar una
explicación racional. La filosofía es “obra de la razón” y desde los
griegos solamente admitirá como contenido de su reflexión lo que la
razón humana puede comprender. La creencia de que los dioses son la
única explicación de todo lo que existe en el mundo natural y en el
mundo humano comienza a ser substituida por la que afirma que el
mundo que podemos conocer a través de nuestros sentidos, el mundo
visible, puede ser explicado por un orden racional e inteligible al que
la razón humana, dentro de sus posibilidades, puede acceder. Con el
nacimiento de la filosofía estamos entonces ante un clima intelectual
diferente al anterior, pues para los primeros filósofos el origen y el or-
den del mundo se constituye en un problema al que se le puede dar
una respuesta racional, susceptible de ser debatida en el agora por los
ciudadanos del mismo modo que se debaten otras cuestiones de interés
común. La filosofía no sustituye al culto religioso, al que estaba estre-
chamente relacionado el mythos (a comienzos del siglo IV a.C. Sócra-
tes, ante la acusación de impiedad responderá: yo creo en los dioses),
es algo distinto. Tampoco la filosofía condena al mito como algo in-
trínsecamente falso, porque más allá de sus diversos contenidos con-
cretos, la función más genuina del mito es expresar creencias que el
lenguaje no puede decir con claridad. El mito algo muestra, y el filó-
sofo puede recurrir a él –como lo hizo Platón– del mismo modo que
hoy el científico recurre a las metáforas. El peligro será pensar que so-
lamente existe lo que la razón puede demostrar, pero no parece que los
primeros filósofos pensaran esto.
La filosofía en sus comienzos no trató cuestiones que estaban
incluidas en el mito, como la mortalidad del hombre y la inmortalidad
de los dioses, la esencia de la divinidad o el destino de los muertos.
Probablemente la razón de esto es que su interés inicial fue dar una
explicación racional de la physis, esto es, de la naturaleza. Y esto es
algo fundamentalmente nuevo. Hombres como Tales, Anaximandro o
Anaxímenes tratan de dar una explicación de conjunto sobre el origen
y el orden del mundo, del movimiento de las cosas y su duración en el
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tiempo, sometiéndolo todo al pensamiento teórico y causal, enriqueci-
do por las observaciones empíricas propias o ajenas. Y esto ocurrió en
Jonia, a principios del siglo VI a.C.
La ciudad de Mileto era una de las ciudades griegas más avan-
zadas en su época. Allí surgieron pensadores que por primera vez se
plantearon el problema de encontrar la arkhé de la physis, es decir, el
principio u origen de la naturaleza. Estos primeros filósofos no descar-
taron que ese principio pudiese implicar alguna intervención divina,
pero buscaban una respuesta racionalmente comprensible, dentro de lo
humanamente posible, ciertamente diferente al politeísmo vigente en
aquellos días. Creían que el mundo había surgido de una unidad pri-
migenia, y que si había un primer principio de todas las cosas, este
primer principio debería estar presente en todas las cosas, más allá de
sus distintas manifestaciones.
Diógenes Laercio, autor de quien prácticamente nada se sabe,
salvo que vivió probablemente en el siglo III d. C., afirma en el
Proemio de su único libro conocido, Vidas de los más ilustres filóso-
fos, que Pitágoras fue el primero que se llamó a sí mismo filósofo,
agregando en el libro VIII que éste sostenía que hay tres tipos de
hombres, como los que van a los juegos: unos van a competir, en bus-
ca de la gloria, otros a comerciar, porque rigen su vida por lo útil, y
otros, finalmente, simplemente a ver. Y éstos son los filósofos, “aman-
tes de la virtud”. Si bien esto podría ser cierto, (que fue Pitágoras el
primero en llamarse filósofo), Tales de Mileto, que vivió antes que Pi-
tágoras, fue el primer filósofo que conocemos. Diógenes Laercio sos-
tiene que Tales “fue el primero que tuvo el nombre de sabio, cuando
se nombraron así los siete”. Y Aristóteles, en un pasaje muy conocido
de la Metafísica (983b 20) sostiene que es “el fundador de este tipo de
filosofía” (de la filosofía jónica que buscaba una explicación racional
del universo). El texto de Aristóteles es el siguiente:
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por “pensadores de edad muy temprana”, que consideraron a Océano y
a Tetis padres de la generación de las cosas y observaron que el jura-
mento de los dioses se hace por el agua, que los poetas llaman Estigia.
Se dice, concluye Aristóteles, “que esto era lo que pensaba Tales acer-
ca de la primera causa” (Met., I, 983b 25 – 984a 5). Es muy probable
que Tales haya estado influenciado por el mito, en el cual suele apare-
cer el agua o lo húmedo como origen de todas las cosas. La referencia
de Aristóteles es muy probablemente Homero, quien en La Ilíada se
refiere a “Océano generador de los dioses, y Tetis madre” (La Ilíada,
XIV, 201 y 302). Tethys era la diosa de la humedad, porque a todo
sirve de nutrición y todo lo conserva.
La ciudad de Mileto estaba en su época en condiciones de posi-
bilitar el nacimiento de la filosofía por varias razones: el idioma grie-
go de sus habitantes, particularmente apto para el pensamiento abs-
tracto, la organización de la polis, que permitía la libre discusión de
los problemas en el agora, el desarrollo de la navegación, que le per-
mitía estar en contacto con otros lugares que tenían otras culturas (fue
de especial importancia su relación con Egipto), su desarrollo comer-
cial, etc. ¿Cuál fue la causa que motivó a estos primeros pensadores a
filosofar? Ciertamente no fue la utilidad, sino más bien la curiosidad
por saber lo que no se sabe. Su interés no fue dominar las fuerzas de la
naturaleza, sino contemplar la verdad de las cosas, la theoría. Aristó-
teles da testimonio de esto cuando sostiene que los primeros que filo-
sofaron lo hicieron movidos por la admiración o el asombro. “así,
pues, si los primeros filósofos se dieron a filosofar para huir de la ig-
norancia, persiguieron el saber en consideración del conocimiento y
no por su utilidad” (Met. 982b 20-25).
A mediados del siglo VI a.C., en Elea, ciudad griega situada en
la Italia actual, al sur de Nápoles, floreció uno de los más grandes filó-
sofos presocráticos, Parménides de Elea. Al comienzo de su poema
Parménides describe el tránsito de la oscuridad hacia la luz, del error
al conocimiento de la verdad. Hay dos caminos de búsqueda: el ca-
mino del ser y el camino del no ser (fragmento 2). Pues hay ser (frag-
mento 6). Y de esto nos percatamos, noein. Y éste parece ser el ser del
propio ser: manifestarse de tal manera que aparezca inmediatamente
como la luz del día. Con Parménides la filosofía ha conquistado su au-
tonomía y comenzado su camino de búsqueda de la luz del conoci-
miento que se alcanza por la razón natural, búsqueda que no terminará
nunca mientras los hombres sean movidos por la pasión de la verdad.
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Para quien quiera tener una primera mirada de conjunto sobre la Grecia anti-
gua es recomendable la lectura, entre otras cosas por el estilo ameno y sumamente
atractivo, de la obra del escritor y periodista italiano Indro Montanelli Historia de los
griegos (hay traducción española). Para una comprensión más específica de los grie-
gos en su época arcaica son recomendables las obras que tratan sobre Homero, como
la de Mireaux, Emile: La vida cotidiana en los tiempos de Homero. (Trad. de Ricardo
Anaya. Ed. Hachette, Buenos Aires, 1962) y la de Vidal-Naquet, Pierre: El mundo de
Homero. (Trad. de Daniel Zadunaisky. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
2001). Para la relación entre mito y logos utilicé fundamentalmente la obra ya clásica
de Disandro, Carlos A.: Tránsito del mitos al logos. Hesíodo. Heráclito. Parménides.
(Ed. Hostería Volante. La Plata, 1969), y la de Kirk, G. S.: El mito. Su significado y
funciones en la Antigüedad y otras culturas (Trad. de Teófilo de Loyola. Paidós, Bar-
celona, 1985), principalmente los capítulos 1 y 5. Puede verse también Eliade, Mir-
cea: Mito y realidad. Traducción de Luis Gil. Ed. Guadarrama. Madrid, 1968. Debo
mucho a la lectura del breve pero fundamental trabajo de Vernant, Jean-Pierre, uno de
los mayores helenistas del siglo XX fallecido en enero de 2007: Los orígenes del pen-
samiento griego. (Trad. de Marino Ayerra. EUDEBA, Buenos Aires, 1976). He toma-
do también datos de Guthrie, W. K. C.: Historia de la filosofía griega. Tomo I: Los
primeros presocráticos y los pitagóricos (Trad. de Alberto Medina González. Ed.
Gredos, Madrid, 1991), Gadamer, Hans-Georg: El inicio de la filosofía occidental
(Trad. de Joan Joseph Mussarra. Segunda edición revisada y ampliada. Ed. Paidós,
Barcelona, 2003) y Jaeger, Werner: Paideia: los ideales de la cultura griega. Libro I
(Trad. de Joaquín Xirau. Fondo de Cultura Económica. México, 1971), Capítulo IX:
El pensamiento filosófico y el descubrimiento del cosmos. Las citas de Homero co-
rresponden a La Ilíada (Trad. de Luis Segalá y Estalella. Espasa Calpe, Madrid,
1973). La referencia a Diógenes Laercio es de Vidas, opiniones y sentencias de los fi-
lósofos más ilustres (Trad. de José Ortiz y Sanz. En: Biógrafos griegos. Aguilar, Ma-
drid, 1964). La obra de Diógenes Laercio es de una veracidad discutible, pero consti-
tuye un aporte irreemplazable sobre las noticias antiguas que contiene. Los textos que
he citado de Aristóteles pertenecen a la Metafísica, traducción de Hernán Zucchi, (Ed.
Sudamericana, Buenos Aires, 1978). La Teogonía de Hesíodo se encuentra en una
edición recomendable: Hesíodo: Teogonía. Trabajos y días. Edición bilingüe. Intro-
ducción, traducción y notas de Lucía Liñares. Editorial Losada. Buenos Aires, 2006.
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