Desde El Mito A La Historia

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DESDE EL MITO A LA HISTORIA*

José Antonio Caballero López


Universidad de La Rioja

Nadie puede tener dudas de que el mito ha desempeñado un papel


importante en la historia y el desarrollo de la inteligencia humana. La ciencia
apenas si ha nacido ayer. Los mitos tienen antigüedad de milenios y son tan
jóvenes hoy como lo fueron en el momento originario.
El mito había sido, podríamos decir, la primera clase de narración «históri-
ca» y, aunque es tarea difícil averiguar lo que hay de histórico detrás del mito,
no se puede despreciar el valor que poseen las principales leyendas en cuanto
esque- mas de lejanos procesos históricos. Piénsese, por ejemplo, en los egipcios
Cécrops en Atenas y Dánao en Argos, o el fenicio Cadmo en Tebas. Son héroes
fundadores de importantes ciudades griegas en cuya leyenda se esconde un vago
recuerdo de la afluencia de elementos mediterráneos sobre zonas de influencia
primordialmente indoeuropea.
Es cierto que una de las tareas que desde que nace la historiografía más des-
vela al historiador es la de corregir las interpretaciones que distorsionan el cono-
cimiento fidedigno de los hechos. Pero nunca ha sido capaz de ponerle un freno
a las imágenes que ininterrumpidamente brotan del pasado y se instalan en el
pre-

*
Este trabajo se enmarca dentro del proyecto «Historiografía grecolatina e historiografía del
Renacimiento. Los Commentaria de Annio de Viterbo», subvencionado por la DGES (Ref. PB98-
0194) y por la Universidad de La Rioja (Ref. API-00/B05).

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sente, o a las que cada uno de los diversos actores sociales inventa o imagina
acer- ca del pasado.
Homero, en Grecia, tenía una autoridad demasiado grande como para no ser
usado por los historiadores como testimonio con respecto a acontecimientos
espe- cíficos, aunque en Homero mismo no hay muchas de las cosas que
generaciones posteriores encontraban en él. Léase, por ejemplo, el conflicto
entre griegos y bárbaros o la hostilidad permanente entre Europa y Asia. La
Ilíada no debía de ser, originalmente, un capítulo de la historia de las guerras
entre Oriente y Occidente. Sin embargo, la Ilíada fue considerada así y
Heródoto, el llamado por Cicerón «padre de la historia» (De legibus I, 1, 5), era
ya consciente de ello.
La poesía épica, ciertamente, parecía haber satisfecho hasta el comienzo de
la historiografía el deseo de conocer el pasado entre los griegos. La musa había
cantado para la posteridad los grandes sucesos de las grandes familias del
pasado heroico. En particular, lo que Homero, Hesíodo y los autores del llamado
«ciclo épico» habían dicho sobre dioses, hombres y hechos constituía la
«historia» para la mayoría de los griegos.
Nadie dudaba de que los personajes ahí citados hubieran existido; todos
cre- ían que los hechos allí narrados habían sucedido realmente. Tanto es así que
muchos griegos estaban convencidos de que su mitología heroica era su historia
antigua; su «conciencia histórica» estaba íntimamente ligada a sus mitos heroi-
cos. Teseo viajó a Creta a matar al Minotauro, Heracles realizó los famosos doce
trabajos y alguno más, Odiseo realizó un viaje a Ítaca de la manera como lo con-
taban los poemas épicos. Nosotros hoy los consideramos mitos y leyendas; pero
en Grecia, antes de que alguien atisbase la «historia», el mito hacía el pasado
inte- ligible y lo dotaba de sentido. Hechos y personajes se integraban sin
solución de continuidad en las diversas series genealógicas y en su misma
concepción se des- cubren la sucesión cronológica y la idea de cambio como
ejes fundamentales del pensamiento histórico.
La historiografía nace, precisamente, en el momento en el que se advierte
que los mitos y los relatos de la épica, a los que se había confiado el pasado, son
irreconciliables con los datos de la experiencia. Es decir, sólo cuando los griegos
miran su pasado con una actitud crítica comienza la historiografía. La compara-
ción con los datos de la experiencia constituía el «criterio» (en el sentido etimo-
lógico de «discernimiento») que permitía rechazar los mitos por contener histo-

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rias inverosímiles. Ése es el sentido de la declaración programática en el


comien- zo de la historiografía, atribuida al logógrafo griego Hecateo de Mileto,
del siglo VI a.J.C., en la que, por primera vez, se apela a la exigencia de verdad
para el rela- to de los acontecimientos:

Así habla Hecateo de Mileto: voy a escribir lo que es la verdad, según me


parece a mí; pues las historias contadas por los griegos son, en mi opinión, contra-
dictorias y ridículas. (FGrHist 1 F 1)

El resultado fue, en definitiva, el nacimiento en el siglo V a.J.C. de una


nueva actividad intelectual: la del historiador, que pretende hacer el pasado
comprensi- ble y exponerlo con orden y veracidad; y un nuevo género literario:
la historio- grafía, caracterizado por una metodología y unos condicionamientos
estilísticos peculiares.
Los griegos no crearon una palabra específica para esta actividad.
Comenzaron llamando logopoioí (Heródoto, II, 143,1; V, 36, 2; 125) o
«logógra- fos» (Tucídides, I, 21, 1) a quienes la practicaban, por referencia a la
forma en prosa que adoptaron sus escritos, en contraste con el épos; pero
también aludien- do a la narración de algo que se ha escogido (acepción del
verbo griego légein), y de algo que ha sido puesto en orden según una
racionalidad (literalmente, en griego, un katà lógon). Logógrafo, por tanto, es un
escritor en prosa que pone en orden lo que ha visto y oído, orden enmarcado en
el espacio y en el tiempo1.
Es Heródoto, en la segunda mitad del siglo V a.J.C., quien emplea por vez
primera la palabra «historia» (historíe), concretamente en el proemio de su obra.
La palabra está relacionada con la raíz indoeuropea *wid- que significa «ver»
(con presencia en el sánscrito veda «ver, saber», que es el segundo componente
del nombre de los libros de la sabiduría; en el latín videre «ver»; en el alemán
wis- sen «conocer»; en el inglés wit «ingenio»). En griego esta raíz aparece en
ideîn
«ver» y eidénai «saber». A través del sustantivo (h)ístor, que significa
etimológi- camente «quien sabe algo por haberlo visto», «árbitro» 2, se formó
historía (his- toríe en el dialecto jónico) con el significado de «indagación»,
«averiguación» y, de ahí, el de «resultado de la investigación, relato de la
averiguación» que es el

1
Lógos no se opondría a mito, sino a épos, métron. Véase A. Díaz Tejera, «Los albores de la historio-
grafía griega. Dialéctica entre mito e historia», Emerita 61 (1993), pp. 357-374, p. 366.
2
Ya con este último significado se atestigua en la epopeya homérica, por ejemplo, en Ilíada XXIII, 486.
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más conocido para nosotros. El «historiador» venía a ser, pues, un testigo,


alguien que había visto lo que contaba; y un «investigador» o buscador de la
verdad, aquel cuya experiencia y aplicación intelectual le permitían poner orden
en los hechos y establecer su certera relación causal.
Ambos términos, logografía e historia, dan las claves esenciales para com-
prender las diferencias, en la forma, entre este nuevo género literario y los que
se venían cultivando anteriormente. Y, en el contenido, entre el mito y la
historia. Con el nacimiento de la historiografía ya no es la tradición lo que
cuenta; la ver- dad ya no tiene ningún fundamento religioso o ético, sino unas
raíces laicas y pragmáticas. La verdad pasa a ser fruto de una investigación
particular, obra de un hombre que observa, piensa y escribe.
Así pues, la historiografía clásica, al menos en sus comienzos
programáticos, había llegado a distinguir claramente entre mito e historia. La
conocida formula- ción de Varrón, citado por Censorino en su De die natali3,
señala, en efecto, un período anterior al primer cataclismo, sobre el que todo era
desconocido, de donde el nombre de ádelon «obscuro»; una época anterior a la
primera olimpia- da, a la que se calificaba como «mítica»; y la época posterior a
la primera olim- piada (776 a.J.C.), a la que se llamaba propiamente «histórica»,
porque los rela- tos que de ella se poseían eran ya veraces.
Pero la cronografía cristiana rompe, de nuevo, con la división entre mito e
historia. Con el cristianismo todo es ya historia; pues, al atribuir la categoría de
vera historia a la Biblia, que comienza desde la mismísima Creación, no se deja
lugar alguno para el mito4. Lo único que el historiador cristiano consideraba
míti- co eran ciertos relatos fabulosos de los paganos. Pero incluso esa opinión
des- apareció cuando se extendió entre los cristianos la doctrina del filósofo
Evémero de Mesina, que dejaba reducido el Panteón de la mitología clásica a un
cortejo de héroes, sabios y soberanos eminentes divinizados por la admiración
popular5.

3
21, 1, ed. O. Jahn, 1965: Hic […] tria discrimina temporum esse tradit: primum ab hominum principio
ad cathaclismum priorem, quod propter ignorantiam vocatur adelon, secundum a cathaclismo priore
ad olympiadem primam, quod, quia multa in eo fabulosa referuntur, mythicon appellatur, tertium a
prima olympiade ad nos, quod dicitur historicon, quia res in eo gestae veris historiis continentur …
4
Cf. C. Codoñer, «Las Crónicas latinas del siglo IV», en Los géneros literarios. Actes del VII Simposi
d’Estudis Clàssics (21-24 de març de 1983), Bellaterra, 1985, pp. 126-127.
5
Evémero de Mesina (330-250 a.J.C.) afirma que los dioses, cuando no representaban las fuerzas de la
naturaleza, eran en origen sólo hombres, que por sus cualidades excepcionales habían conquistado la
veneración de sus súbditos. Evémero escribió en griego un libro titulado Anagraphè hierá en el que

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Convertidos por ese procedimiento en mortales, se aseguraba la inanidad del


paganismo, ya que no significaban competencia alguna para el verus Deus6. Pero
es durante el siglo VII, en las Etimologías de Isidoro de Sevilla, cuando la aplica-
ción del evemerismo a la historia alcanza su más interesante manifestación. San
Isidoro, aceptando el principio evemerista, busca y encuentra en la mitología
clá- sica héroes civilizadores y benefactores de la humanidad (destructores de
mons- truos, fundadores de ciudades, inventores de las artes) y los sitúa en el
mismo nivel, a veces incluso en el mismo linaje, que los personajes de la
Historia Sagrada (patriarcas, jueces, profetas).
Tras el hispalense no habrá cronista que omita la inserción en sus historias
universales de dioses y héroes míticos humanizados7. Y es que la propia
inclusión del mito, por su prestigio y valor paradigmático, permitía ampliar y
encarecer el fondo de antigüedad y, por tanto, mejorar la ejecutoria de nobleza
del país o reino que se historiaba.
Ése sería el principal vehículo de reintroducción de los mitos en la historio-
grafía8. Los historiadores buscaban testigos y antepasados para una línea genea-
lógica que debía constituir «una verdadera forma de conciencia étnica» 9, cuando
no un prestigioso origen dinástico. Y los personajes de la mitología se convirtie-
ron en antiguos progenitores, epónimos y gloriosos gobernantes.
El sistema de interpretación histórica de los mitos clásicos prácticamente no
varió hasta los años del Renacimiento, cuando el interés creciente por las civili-
zaciones de Grecia y Roma llevó a elaborar una explicación sistemática y autó-
noma de la antigua mitología10, hecho que será decisivo para el nacimiento de un

expone en forma alegórica su interpretación racionalista de la religión griega. El libro habla de un hipo-
tético viaje y de una ciudad ideal: Panquea, situada en una isla del Océano, en la que había una estela
de oro que narraba las gestas de Urano, Crono y Zeus. Sobre la base de este «testimonio», Evémero
explica una teoría llamada a ejercer una enorme influencia. A su difusión contribuiría enormemente
Diodoro Sículo, que aplica el evemerismo en su Biblioteca Histórica.
6
La mejor guía sobre el origen y transcendencia del evemerismo sigue hallándose en J. Seznec, Los
Dioses de la Antigüedad, Madrid, 1983. Puede verse también D. Cameron Allen, Mysteriously Meant.
The Rediscovery of Pagan Symbolism and Allegorical Interpretation in the Renaissance, Baltimore,
1970.
7
Cf. J. Seznec, op.cit., pp. 21-22.
8
No consideramos las simples alusiones míticas de sabor literario que a modo de amplificatio se leen a
lo largo de las obras históricas.
9
Cf. J. Seznec, op.cit., p. 24.
10
Así en el De Genealogia Deorum, la vasta compilación de mitología clásica en 15 libros realizada por
Boccaccio, donde se emplea la intepretación literal, moral y anagógica del mito.

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mayor criticismo tanto en la búsqueda de las fuentes como en el uso de mitos en


las obras de historia. (…)
Durante siglos —y ya concluyo— los mitos se utilizaron tanto en España
como en otras naciones europeas85 para la formación de un imaginario patrio
cuyos rasgos fundamentales eran antigüedad e identidad nacional; un imaginario
del que se sirvieron, con vistas a su legitimación y propaganda, las distintas
casas reales, promotores principales –no debemos olvidarlo– de las empresas
historio- gráficas. Para su divulgación, el mejor medio era la composición de
obras histó- ricas, unas escritas en lenguas romances con el objetivo de su
vulgarización, otras escritas en latín para asegurar su difusión entre las cortes
europeas.
La conexión con el mundo mitológico clásico, interpretado racional e histó-
ricamente, era título de nobleza, fuente de legitimidad y forma de realzar la valía
del país propio en el concierto de los pueblos. Rodrigo Jiménez de Rada, en su
Historia de rebus Hispaniae, había buscado ese enlace trayendo definitivamente
a Hércules a España, haciéndole fundador de numerosas ciudades e ideándole un
compañero, Hispán, a quien el héroe confiaría el gobierno de una Península ya
unificada que desde entonces llevaría su nombre. Al «canon mitológico»
estable- cido en torno a los orígenes de la monarquía y de la población de la
Península se le suman nuevos detalles y se elaboran distintas versiones en
función de la inten- cionalidad del cronista. La personalidad relevante de los
autores a quienes se copiaba o citaba les daba, de inmediato, el carácter de
«autoridad» y su testimo- nio se aceptaba sin discusión. Esto dio pie a Annio de
Viterbo para elaborar su tan coherente como imaginativo pasado de España, que
fundamentaba en toda una serie de testimonios inventados o hábilmente
interpretados procedentes de autores antiguos conocidos.
No obstante, contra tales invenciones y filiaciones fabulosas se alzaron ya
en el siglo XVI los historiadores de más conciencia crítica, o mayor autonomía
inte- lectual, aunque unos de forma más tajante que otros y, al parecer, no con
dema- siado éxito. Todavía en el siglo XVIII, el abate Masdeu comienza la parte
de su Historia crítica de España y de la cultura española que dedicó al análisis
de la
«España fabulosa» de la siguiente manera:

84
Cf. Cirot, G., op. cit., pp. 66-67.
85
Cf. C. G. Dubois, Imaginaire de la Nation, Bordeaux, 1992, y R.E. Asher, op. cit., passim.

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La vanidad antigua de los Griegos impostores, y las fábulas modernas del famoso
Dominicano de Viterbo, son dos lagunas inmundas que han ofuscado con sus vapores las antiguas
Historias Españolas86.

Sería llegado el momento en que el historiador, dotado de mayor espíritu crí- tico y mejor
conocimiento de las fuentes, arrojase de su obra todos esos episodios fabulosos relativos a la
historia primitiva de la Península. Sin embargo, muchos de ellos, por su valor «nacionalista» o
simplemente poético, habían pasado al más acogedor regazo de la literatura. A los artistas, ya
lo decía Luciano, no se les puede reprochar falta de veracidad y uso de mitos, como sí se debe
hacer con los historiadores.

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