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Los ojos del diablo, 1.ª ed., San Martín: Vestales, 2021.
Libro digital, EPUB
[email protected]
www.vestales.com.ar
ISBN 978-987-8944-08-d
Primera edición en libro electrónico (epub): junio de 2022
Para J. C.
Una vez, cuando era niña, después de hacer una travesura, me escondí en
el granero, sobre el heno que había amontonado en un rincón. Estuve tanto
tiempo allí que me quedé dormida. Había leído libros en los que los
personajes se echaban sobre montones de heno o se recostaban a leer
encima. Debo decir que, cuando me desperté, no solo estaba absolutamente
cubierta de él, sino que además se me había clavado por todo el cuerpo, de
tal forma que me picaba y me dolía hasta por dentro de las orejas. Lo pasé
tan mal que juré que nunca me volvería a suceder.
Sin embargo, aquella noche no fue nada en comparación con la que pasé
tirada en el rincón del comedor, con Temel con la cabeza apoyada sobre mi
estómago y la mía apoyada sobre el de la señorita Orli mientras las tres
escuchábamos de fondo llorar a todos los demás. Fue una de las peores
noches de mi vida. Cuando vi que la luz entraba por la ventana del fondo
del comedor, me pareció que habían pasado años en lugar de horas desde
que nos habíamos acostado.
Los dos soldados que nos vigilaban nos gritaron que nos pusiésemos de
pie. Especialmente a los hombres, a los que llevaron hacia el huerto y el
granero para comenzar con las tareas designadas.
Con nosotras fueron más despreocupados, nos repitieron quiénes debían
encargarse de la cocina, y a las demás nos ordenaron repartirnos el resto de
tareas: limpiar la casa, estar atentas a los baños, subir agua caliente y lavar
un montón de ropa de hombre y de sábanas, que, al parecer, pensaban
utilizar.
Milat y Ami pusieron su mejor cara de espanto cuando escucharon la
tarea de lavar las sábanas empapadas en sangre, por lo que me ofrecí a
hacer el primer turno y les dejé a ellas los recipientes con agua que, aunque
pesados, conformaban un trabajo mucho más fácil y rápido de hacer. Me fui
directamente hacia el cuarto de lavado con las bolsas de ropa que había que
limpiar.
Siempre dije que la lavadora era uno de los inventos más prácticos que
hizo el ser humano, algo por lo cual habría puesto electricidad en la granja
al precio que fuese. Por desgracia, teníamos que hacerlo a mano. Ya no
íbamos hasta el lago como antes, sino que utilizábamos una jofaina con
agua, tablas de madera llenas de rebordes contra las que frotábamos con
fuerza las prendas llenas de jabón para que saliesen las manchas y palas.
Parecía algo sencillo, pero la fuerza que había que emplear para la fricción
hacía que, después de media hora, se sintiese que la espalda se partía en
trozos. Sin mencionar que teníamos que ir a buscar el agua en recipientes.
Me arrodillé en el suelo junto al recipiente después de llenarlo de agua
del pozo y, con uno de los jabones, comencé a lavar. Por suerte, la mayoría
de la ropa estaba limpia. Se trataba de prendas de los hombres que vivían en
la granja, que, supuse, los soldados alemanes no querían ponerse sin quitar
el “olor a judío”.
Las sábanas manchadas de sangre fueron otra historia. Intenté hacerme a
la idea de que eran manchas de vino con un olor peculiar para que no me
provocaran náuseas. Tuve que utilizar varias tablas de madera para tener la
suficiente fuerza de fricción y que la sangre saliese. Lo conseguí porque
estaba casi fresca. Si hubiese estado reseca, no habría podido quitarla.
Estuve cerca de tres horas agachada intentando estirar bien la espalda
para que no me doliese. Pensaba en tender el primer bolso de ropa antes de
lavar el segundo cuando escuché el grito de una voz que reconocí
enseguida.
—¡Jefté! —gritó el señor Rivka, que llamaba a su hijo.
Me puse de pie al instante, solté la ropa y dirigí la vista hacia la puerta
de atrás, que daba hacia el huerto.
—¡Jefté! —Se escuchó con más fuerza.
Mis pies caminaron solos. Salí del cuarto de lavado hasta la parte trasera
de la casa. Corrí hasta la cerca que bordeaba la granja, desde la cual se veía
el huerto. Se me alteró la respiración y apoyé las manos en el cerco para no
caerme al suelo mientras iba hacia el final de la valla, en dirección a la
entrada.
Estaban todos los hombres juntos, a un lado, rodeados por tres soldados
alemanes que los apuntaban con las armas. El señor Rivka estaba en el
grupo, pero Jefté, no. Dos soldados, Hank y Jens, lo acercaban a la rastra
desde el campo. Lo supe enseguida. Había intentado escaparse. Me llevé las
manos a la cabeza con desesperación.
Lo soltaron en la puerta del huerto ante la mirada de los demás. Jefté
trató de incorporarse, pero Hank le dio una patada en la espalda que lo
derribó en el suelo otra vez. Estaba vivo.
El soldado levantó una azada que había en el suelo. Retrocedí un paso,
horrorizada, cuando de pronto escuché su voz. El asesino de los ojos verdes,
Bergen, estaba apoyado en la pared más próxima a donde Hank y Jens
tenían acorralado a Jefté. Los miraba fijamente.
Di un paso al frente y me ubiqué a unos metros. Observé que alzaba la
mano con disimulo hacia Hank mientras decía algo en alemán que no
escuché bien. Sí comprendí el gesto que hizo con la mano: “Espera”. Sin
embargo, a continuación, Hank le dio un golpe a Jefté en el brazo con la
azada que lo hizo soltar tal grito que me tapé los oídos con las manos. El
grito debió de escucharse por toda la granja, ya que, segundos después, el
resto de las mujeres corrió desde la cocina y el pozo, alertadas por el
alarido. También se acercaron otros soldados, que se detuvieron con mofa al
ver lo que sucedía.
Sentí la mano de la señorita Orli en el hombro. Después de mirarnos,
desviamos la mirada hacia la señora Rivka, que se había quedado atónita al
contemplar la escena.
—¿Qué sucede? —susurró Temel, que agarraba la manga de mi vestido
—. Eva, ¿qué pasa? ¿Qué le hacen a Jefté?
No me dio tiempo a responder. El asesino de ojos verdes se movió, se
separó de la pared y se acercó hacia nosotras mientras los tres soldados que
tenían a los hombres rodeados los hacían adelantarse para ver de cerca el
espectáculo.
Eso era lo que significaba el gesto de espera. “Espera para que todos lo
vean.” No en vano alguien dijo una vez que el terror era el más eficaz entre
todos los instrumentos.
Lo iban a matar.
Hank agarró con una mano a Jefté del pelo, lo obligó a ponerse de
rodillas con la cabeza hacia atrás, y sujetó la azada en la otra mano.
—
Bajé el arma.
—¿Qué hace?
—¿Yo? ¿Qué haces tú? —Me miraba de arriba abajo—. ¿Por qué bajas
el arma?
—¿Qué? —Mis ojos fueron hacia el arma un momento antes de volver a
mirarlo—. ¿Qué quiere decir?
—¿Cómo que “qué”? —Capté cierta tensión en su voz—. Levanta el
fusil.
—¿Para qué? —susurré sin entender.
Parpadeó un par de veces como si no pudiese creer algo.
—¿Para qué? Tú eres judía, yo soy alemán; estamos en guerra. Un poco
de imaginación. —Señaló al lobo con un movimiento de cabeza.
Miré al lobo sin vida mientras la sangre le brotaba de la herida. Miré el
arma y luego levanté de nuevo la vista hacia el diablo. Mi cerebro hizo la
suma. ¿Para matarlo? ¿Me preguntaba si iba a matarlo como al lobo?
—¿Qué? No, yo… pero yo… Yo no quería matar al lobo —balbuceé con
torpeza—. Solo apuntaba al aire para asustarlo. Lo juro. No quería matarlo.
Solo quería asustarlo y que se fuera.
—¿Y por qué no has esperado que el lobo atacara antes de disparar? —
dijo con las manos aún en la nuca.
¿Se refería a que podía haber dejado que el lobo lo matase?
—Dijimos… —susurré secándome las lágrimas con la otra mano—.
Dijimos “lobos, no”.
Escuché cómo Bergen apretaba los dientes. Parecía realmente enfadado
con mi respuesta.
—Eso lo dije yo, no tú.
—Pero se supone que es por parte de los dos. Si usted no iba a dejarme
morir por los lobos, ¿cómo iba a hacerlo yo? Eso es un trato, ¿no? ¿No es
así?
Él no pensaba cumplirlo. No tenía ninguna intención de cumplir el trato.
Lo pude ver en sus ojos. No pensaba tener en cuenta lo que habíamos dicho
sobre los lobos. El hecho de que yo sí lo cumpliese le hacía chirriar los
dientes de enfado.
—Bueno, ahora no hay lobos. Así que: dispara.
—Pero ¿qué dice? Yo nunca he disparado a nadie en toda mi vida.
Lo único que quería era soltar esa cosa odiosa.
—Sujétala con las dos manos y álzala hasta la altura de tu barbilla —dijo
Bergen, que irónicamente tenía mejor semblante que yo, que me había
quedado pálida—. Como es la primera vez, cierra un ojo al apuntar, pero no
lo hagas más. Mira siempre con los dos.
¿Cuántas veces le había deseado la muerte? ¿Cuántas veces había
querido verlo morir? Se lo merecía sin lugar a dudas. Sin embargo, imaginé
por un segundo lo que me decía y sentí una angustia horrible. No importaba
lo que fuera o cómo fuera. No podía. Yo no podía dispararle a un ser
humano. No podía hacerlo.
—No —susurré suplicante y eché el brazo hacia adelante—. No quiero.
Lo dejo en el suelo. ¿De acuerdo? Lo dejo en el suelo.
—¡Levanta el fusil de una puta vez y dispárame! —gritó tan furioso que
me hizo dar un salto.
—Pero ¿está mal de la cabeza? ¿Por qué me pide que lo mate?
Se había vuelto loco del todo. Parecía que el hecho de que no quisiese
matarlo lo reventaba por dentro o algo parecido. No podía entenderlo.
Se vino derecho hacia mí al ver que no hacía nada, por lo que solté un
grito mientras el fusil caía al suelo. Comencé a retroceder hasta que él
recogió el arma y me sujetó del brazo.
—¿Yo estoy mal de la cabeza? ¿Y tú? —dijo acercándome a él—. ¿No te
gustaría matarme por todo lo que te he hecho, por lo que puedo hacerte?
Me ofreció el fusil por la culata. Me iba a dar un ataque. Quise
retroceder, pero con la otra mano me agarraba y me impedía moverme.
Volvía a tener el rostro inexpresivo como una estatua. Sin embargo, en
sus ojos me pareció ver cierta confusión. Como si no entendiese lo que
pasaba.
—No. —El fusil volvía a estar sobre mis manos—. ¿Qué hace?
—Despertarte el cerebro —gruñó mientras me obligaba a sujetar el fusil
—. Estúpida judía.
—¿Está loco?
—La que está loca eres tú —dijo al tiempo que me cerraba los dedos
alrededor del arma—, que le das un fusil a alguien que te quiere matar.
Vaya instinto de supervivencia.
Las lágrimas me caían por las mejillas mientras me obligaba a sujetar el
arma.
—No quiero hacerlo. No quiero. Por favor —supliqué.
—Sí quieres —dijo absolutamente convencido—. Porque, si no lo haces,
te mataré yo.
Tomé aire. Sabía exactamente lo que significaba no dispararle;
significaba que él me dispararía a mí. No matarlo significaba morir. Morir
de verdad. Me quedé en silencio. Creo que lo interpretó como una
afirmación, porque le cambió la cara. Dejó de lado el rostro de piedra, y
pude ver con claridad en esos ojos lo que pensaba. Y me horrorizó. Me dejó
sin vida ver esa satisfacción. Estaba completamente seguro de que iba a
matarlo. De que deseaba hacerlo. De que yo era como él.
—Si no me matas tú, te mataré yo —repitió.
—Lo sé. —Cerré los ojos—. Pero tarde o temprano moriré; y no puedo,
no quiero.
—¿No quieres qué?
—Ser como usted.
No pasó apenas un segundo, puede que dos, que dejé de sentir su mano
presionando la mía.
—No quiero tener que bajar la cabeza cuando me muera y me pregunten
por qué soy como usted.
Alcé la vista hacia él, hacia ese perfecto rostro ario apenas a un palmo de
distancia del mío. Sentía su respiración en mi mejilla; seguramente él
también sentía la mía. Le rocé la mano, se la giré hacia arriba y le devolví el
fusil. Todo suyo. Sus ojos verdes se posaron en mí con una expresión que
no había visto jamás. No de sorpresa, sino más que eso. Me miró con la
misma cara que si, de pronto, me hubiesen crecido alas. Nunca nadie me
había mirado así.
Sentí un nudo muy raro en el estómago. No me había dado cuenta de que
estábamos tan cerca. Aparté la vista, bajé la cabeza, nerviosa, mientras él
daba un paso atrás al mismo tiempo. Nos apartamos tan rápido que fue
como si nos hubiese dado un estremecimiento a los dos.
El diablo tenía el arma en la mano. Supuse que había llegado el
momento de enfrentar mi decisión. El momento tan temido y esperado, en
el que debía ponerme de frente y cerrar los ojos.
—Volvamos a la granja —dijo de pronto con frialdad.
Me dio la espalda sin que me diese tiempo a verle el rostro. Se dirigió
hacia el último lobo que había matado, se lo echó al hombro y comenzó a
caminar hacia la granja.
C APÍTULO 7
C uando apareció la vieja granja frente a mis ojos, sentí como si fuese
un pez al que devolvían al mar después de haberlo capturado. Algo
realmente tonto, ya que la granja se había vuelto un lugar mucho más
peligroso que el mismo bosque. Escuché a Temel, que estaba sentada en la
entrada principal, lanzar un alarido de alegría cuando me vio. Entró
rápidamente para salir después con la señorita Orli y la señora Rivka desde
la cocina.
Casi al mismo tiempo, un par de soldados, Helmut y Hank, llegaban
desde el huerto mientras caminaban con pasividad hacia nosotros.
Temel no pudo contenerse y corrió hacia mí para abrazarme sin
importarle que los alemanes la miraran molestos. La señorita Orli y la
señora Rivka llegaron por detrás, ambas al borde de las lágrimas.
—Mi niña, mi cielo —me susurró la señorita Orli cuando estuvo a mi
altura y me puso las manos en el rostro.
—¿Dónde mierda estabas, Bergen? —dijo Helmut mientras se llevaba
las manos a la cabeza con una sonrisa.
—Estuve de caza —dijo el diablo al tiempo que soltaba el lobo a los pies
de Hank con cierta brusquedad. Le quitó varios cigarros del bolsillo de la
chaqueta.
Alcé la vista y vi cómo se ponía uno en la boca y se guardaba los demás.
Mentira. Estaba mintiendo.
—¡Un lobo! —dijo Helmut, que reía asombrado en el momento en el
que la señorita Orli me obligaba a mirarla.
—¿Has matado a un lobo? —Escuché decir con sorpresa a Hank.
—Hay tres más en el bosque. —Me pareció que el diablo le hacía un
gesto a Helmut—. Vamos a buscarlos.
Helmut y Bergen se dirigieron hacia el bosque, pero no pude mirarlos
porque la señorita Orli no me dejó moverme. Aunque sí pude ver cómo
Hank arrugaba la frente y me observaba de arriba abajo.
—Lleven esto adentro —dijo. Pateó el cuerpo del lobo y se volvió hacia
la granja.
En cuanto estuvo lo suficientemente lejos, la señorita Orli apretó las
manos en mi rostro.
—Que alegría tan grande verte, Eva. Temíamos lo peor —dijo la señora
Rivka mientras se secaba las lágrimas—. Pero ¿cómo es eso de que fueron a
cazar?
—¿Lo has acompañado a cazar?
No sé por qué, pero asentí.
—Sí, él —suspiré— ayer me ordenó que lo siguiese al bosque y que lo
llevara a las zonas de más adentro. —Tengo que admitir que la mentira me
salió bastante bien.
—¿Cómo te adentraste en el bosque? Pero si no lo conoces bien, apenas
los caminos principales —replicó la señorita Orli.
—¿Cómo crees que iba a negarse? —intervino la señora Rivka
asustadísima, lo que hizo que la señorita Orli volviese a mirarme.
—¿Eso es todo? ¿No te lastimó? —La voz de la señorita Orli se quebró
—. ¿No te hizo nada?
Negué con la cabeza y puse la mano sobre los incipientes rizos negros de
Temel, que aún estaba abrazada a mi cintura.
***
Después de recoger toda la ropa que estaba tendida, Temel entró al cuarto
de lavado para avisarme que nos habían ordenado reunirnos en el comedor.
Cuando llegamos, ya estaban todas alrededor del soldado Alger, que había
bajado una bolsa de ropa para que nos cambiásemos.
Estaba segura de que no lo hacían por nosotras, sino porque teníamos que
convivir en un sitio muy pequeño y los asustaba contagiarse alguna
enfermedad, pero me sentí agradecida. El viejo vestido verde que llevaba
olía a agua sucia, a barro y hasta a lobos.
Tomé dos vestidos. Uno rojo oscuro para Temel y uno gris para mí. Los dos
con manga larga, cuello alto y falda hasta la rodilla. Ambos de la señorita
Orli.
No sé a las demás, pero a mí me resultó tan difícil desnudarme delante del
soldado como la primera vez. Me dio mucha vergüenza, sobre todo porque
se apoyó en la pared a mirarnos. Tardé unos segundos en vestirme de nuevo
y ayudé a Temel a colocarse el cuello, le abroché los botones y le estiré el
vestido. Le quedaba muy grande.
No habría sido extraño que un vestido de la señorita Orli me quedase
grande a mí, que siempre había sido piel y huesos, pero Temel era una niña
redondita y sana, mucho más ancha de caderas que la señorita Orli. Ahora
parecía estar dentro de una carpa de circo como yo. En un solo vestido
entrábamos las dos.
Miré al resto de mujeres. Mis ojos se detuvieron en la señora Becker, que
parecía mantenerse más o menos en peso, pero las demás adelgazábamos a
un ritmo desmesurado. Temel, por ejemplo, estaba en pleno crecimiento y,
aunque alta, no había dado el estirón definitivo. ¿De verdad sería bueno
para su salud que comiese tan poco? ¿Qué iba a quedar de ella si perdía
cuando tenía que crecer?
Temel era de las que más estaba obsesionada con la comida. Incluso me
había confesado que había tenido un sueño en el que los soldados alemanes
nos habían obligado a comernos a uno de los nuestros. La regañé por eso,
pero tuve que contener una sonrisa involuntaria cuando me dijo que las dos
habíamos elegido comernos a la señora Becker.
***
Observaba los manzanos con atención. Cuáles tenían más manzanas, cuáles
serían más fáciles de trepar. Ordené en mi cabeza de cuál a cuál debía de ir
para conseguir el mayor número de frutas posible.
—¿Estás segura? —me susurró la señorita Orli, que me volvió hacia ella
para que la mirara—. ¿Puedes hacerlo?
Alcé las cejas mientras apretaba los labios con una expresión que decía que
eso sería lo de menos. Ni Hank ni Alger dejarían que me echase atrás. No
sin un castigo. Además, aunque sabía que no estaba bien jugarme la comida
de todas, estaba segura de poder hacerlo. Podía conseguir más comida,
podía conseguirle manzanas a Temel.
Me volví hacia Hank y Alger, que cuchicheaban apoyados en la cerca que
bordeaba el camino de los manzanos. Esperé hasta que Hank me sonrió y
me mostró el reloj que tenía en la mano. Carsten y Egbert, que estaban
junto a la entrada, se acercaron con curiosidad para ver qué sucedía. Miré
de reojo a la señora Rivka y a Temel, abrazadas la una a la otra en un rincón
de la cerca, angustiadas. En especial Temel, a la que se veía completamente
blanca.
—Tienes tres minutos —me dijo Hank mientras los soldados recién
llegados se reían al escuchar lo que Alger les decía. Supuse que les
explicaba la situación—. ¡Tiempo!
Apenas lo escuché gritar, me agarré la falda del vestido y fui hacia el lado
de la cerca más próximo a los manzanos para subirme a ella con facilidad
ante la sorpresa de los presentes. Fue tal la agilidad que hasta a mí me
sorprendió. Estoy segura de que los soldados pensaban que ni siquiera sería
capaz de subirme primer al árbol, porque, en cuanto lo hice, dejaron de
reírse.
Me agarré a la rama y tiré de las manzanas más bajas, que eran las únicas
que alcanzaba. Tiré seis mientras contaba el tiempo en voz alta. Cuarenta
segundos. Tardé veinte en bajar del árbol y otros veinte en caminar por la
cerca hasta el siguiente árbol y subir a él. Un minuto y veinte y otro tirón a
las ramas. Esta vez tiré cinco. Llevaba once manzanas. Estaba a tan solo
cuatro de conseguirlo.
Me distraje un momento para mirar las ramas del otro lado del árbol.
Estaban repletas de manzanas. Podía tomar nueve o diez, pero dar el salto
hacia aquella parte del árbol sería muy complicado.
Sacudí la cabeza y me bajé; también de la cerca, pues ya no había más
árboles junto a ella. Corrí a toda prisa atravesando los manzanos en
dirección al árbol más bajo, al que estaba segura de poder subirme con
facilidad.
Casi pude escuchar cómo les chirriaban los dientes a los soldados alemanes
al verme subir de dos saltos al manzano. Si no hubiese estado tan nerviosa,
me habría reído. La mayor cantidad de manzanas estaba donde me había
subido. Tenía delante unas nueve frutas que podía tirar perfectamente.
Agarré la primera. La segunda. Doce. Trece manzanas. Dos minutos y diez
segundos.
Estiré la mano hacia la manzana número catorce, apoyé los dos pies en el
tronco, pero, antes de alcanzarla, sentí un golpe en el cuerpo. Fue como un
aguijón, fuerte y doloroso. De pronto otro, en el costado, que me atravesó
como si hubiese sido un puñal. No recuerdo bien qué pasó después, pero
perdí el equilibrio. Mis manos no fueron capaces de sostenerme y caí al
suelo. A partir de ese momento, todo se volvió borroso.
***
Antes de abrir los ojos, las lágrimas recorrían mi cara. Me dolía todo, como
si un carro me hubiese aplastado los huesos contra el suelo. Además, estaba
algo mareada. No tenía noción de dónde estaba o de qué hora era. Pasaron
varios segundos hasta que fui capaz de enfocar la vista. Estaba en la cocina,
sentada en un rincón en el suelo, y tenía a la señorita Orli frente a mí.
—¿Qué ha pasado? —susurré sin fuerza. Solté un quejido al notar cómo la
señorita Orli presionaba sobre mi brazo con una gasa.
Vi horrorizada el moratón que me llegaba desde el codo hasta el hombro.
Me dolía mucho el brazo, la cadera y las piernas. Todo el cuerpo en general.
Me llevé las manos a la cara, y noté que debajo de la nariz tenía sangre
reseca. Tal vez por eso me costaba respirar. Quise tocarme la mejilla, junto
al ojo derecho, pero la señorita Orli me lo impidió.
—¿Qué ha pasado? —dijo mientras me bajaba la mano, molesta—. Yo lo
sabía. Sabía lo que iba a pasar. En cuanto vieron que ibas a conseguirlo,
decidieron tirarte piedras para que te cayeras del árbol.
¿Piedras? ¿Eso habían sido los aguijonazos que había sentido?
—Y hay que dar gracias que te tiraron, porque, si hubieses ganado, ahora
estarías muerta. Menos mal que, en cuanto caíste, se rieron y se quedaron
tranquilos.
En el fondo, yo también sabía que no iban a dejarme ganar, que no
permitirían que lo consiguiese. Analizándolo bien, que me tirasen del árbol
a pedradas era lo mejor que me había podido pasar.
—¿Qué hora es?
—Ya es de noche. Has estado inconsciente un buen rato. Juro que creí que
te habías matado.
Resoplé. Y hasta eso me dolió.
—¿Qué ha pasado con la comida? ¿No les dieron de comer en todo el día?
“Por mi culpa”, quise añadir, pero no me atreví.
—No. No nos han dado ni una sola migaja de pan.
Aspiré con fuerza, pero ni aún así conseguí que las lágrimas no saliesen. No
podía parar ni un segundo de llorar. Me sentía una auténtica idiota. Jamás
debí meterme en semejante lío, ni aceptar esa estúpida apuesta. Lo único
que había conseguido era que ninguna comiese nada en todo el día. Debían
de odiarme.
—Lo siento mucho —susurré deshaciéndome en llanto.
—Más vale que lo sientas —replicó la señorita Orli, enfadada—. Porque no
haces más que una tontería tras otra. Es un auténtico milagro que sigas viva.
—Lo siento.
No pude decir otra cosa. “Lo siento.” Yo solo quería ayudar. Conseguir algo
más de comer. Y había conseguido lo contrario, como siempre. Con todo lo
que la señorita Orli había hecho y hacía por mí, yo no paraba de
equivocarme. De exponernos a las dos.
Solté un chillido sordo, involuntario, cuando me tocó el estómago. Puse mis
manos sobre sus hombros instintivamente para alejarla.
—Espero que solo sea el dolor del porrazo y que no tengas ninguna costilla
rota porque, si no, no sé qué vamos a hacer —dijo preocupada mientras se
ponía de pie—. Habría sido mejor que no te despertaras hasta mañana. Ya
es hora de acostarnos en el comedor. Hasta mañana no podré seguir con la
curación. Con la luz del día te examinaré mejor.
La idea de pasar una noche tirada en el suelo con ese dolor horrible en el
cuerpo me produjo un desasosiego en la garganta aún más espantoso que el
propio dolor.
—Quédate aquí sentada un momento. Tengo que recoger las bandejas de los
hombres de la buhardilla. Enseguida vuelvo y te llevo hasta el comedor.
—¿Dónde está Temel? —pregunté—. ¿Está enfadada conmigo por no haber
podido comer en todo el día?
—¿Enfadada? —dijo la señorita Orli con un suspiro—. Sí, está muy
enfadada.
Al decirlo, miró hacia las sillas donde estaba Temel con la cabeza apoyada
sobre la mesa, dormida. La zarandeó con suavidad para despertarla.
Temel me buscó con la mirada nada más abrir los ojos, y se echó a mis
brazos mientras lloraba. Me apretó tan fuerte que me hizo daño, pero fue un
abrazo tan cálido que no quise quejarme por miedo a que me soltase.
—Ya déjala, ve al comedor con tu madre —dijo la señorita Orli—. Ahora,
cuando baje las bandejas, iremos las dos.
Temel asintió y me rozó la mano al tiempo que me dedicaba una dulce
sonrisa entre las lágrimas.
—Enseguida vuelvo —me dijo la señorita Orli, y se llevó a Temel.
Me quedé sola. Aparté un pequeño mechón de pelo que se me había venido
a la frente, un trasquilón dentro de mi corte, por lo que tuve que cerrar el
ojo derecho al hacerlo. Sentí la herida bajo la yema de mis dedos. Me
lloraba solo, como si se rindiese a mi tristeza.
Desvié la vista hacia la fila de cajones donde sabía que debía haber un
pequeño espejo de mano. Negué con la cabeza: no quería mirarme.
Hinchada y por completo amoratada debía de parecer un monstruo.
—Agua.
Alcé la cabeza del susto mientras abría con dificultad el ojo para ver al
diablo de pie junto a la mesa. Ni siquiera había oído cuando entró. Llevaba
un pantalón oscuro y una camisa blanca de mangas largas que le marcaba
hasta el último de los músculos que tenía. ¿Qué hacía allí? Él nunca entraba
en la cocina.
—Quiero agua —dijo con las manos cruzadas sobre el pecho mientras me
miraba fijamente.
¿Me pedía agua? Traté de imaginarme por un segundo cómo se me vería
allí, tirada en el suelo, con el pelo enredado, la cara amoratada, el vestido
desgarrado y sucio, y las piernas completamente raspadas y llenas de barro.
Planté las manos en el suelo para así inclinar la cabeza un poco hacia
adelante y ver que, a unos centímetros de él, había tres vasos y dos botellas
de agua. El diablo no tenía más que estirar el brazo para alcanzarlo.
—¿La caída te ha dejado sorda? —Se metió las manos en los bolsillos.
Espació letra por letra—: “A-g-u-a”.
Suspiré con resignación ante el hecho de que moverme me iba a doler. Hice
presión con las palmas de las manos y me incliné hacia adelante mientras se
me abría la boca de par en par en un grito mudo. Me apoyé en una de las
sillas que había a mi izquierda para levantarme; los pies apenas me
sostenían. Especialmente el derecho, que se sentía como si estuviese
apedreado.
¿Por qué demonios, de entre todas las noches que había pasado en la granja
y de las que probablemente aún le quedaban, Bergen tenía que elegir esa
para venir a pedir algo? Avancé por la cocina en dirección a las botellas.
Renqueaba sobre la pierna izquierda cuando me di cuenta de que el diablo
tenía la cabeza baja. Me detuve en seco para mirar al suelo para saber qué
era lo que estaba mirando. Entonces, al no notar nada, lo miré de reojo. No
miraba el suelo. Me estaba mirando a mí. Me estaba observando renquear.
Tan pronto como se dio cuenta de que lo había visto, me miró de nuevo a
los ojos, por lo que continué mi camino hasta la mesa entre muecas de
dolor. Sentía como si me ardiese toda la pierna, como si un clavo me
atravesara el pie de un extremo a otro.
¿De verdad le habría costado tanto estirar el brazo y agarrar un vaso de
agua él solito? Ya sabía que estábamos en guerra y que éramos enemigos,
pero yo estaba herida de la cabeza a los pies y tirada en el maldito piso. ¿Es
que no podía tener ni un mínimo de humanidad ese demonio?
El diablo dio un paso hacia la mesa y se ubicó a mi lado. Casi había
olvidado lo alto que era.
Me sorprendió que no estuviese fumando, como de costumbre, pero sentí
cierto aroma a alcohol al tenerlo tan cerca. Aunque nunca me había
parecido que estuviese borracho. Ni lo más mínimo. Agarré uno de los
vasos de mala gana, lo puse frente a mí, tomé una de las botellas de agua y
empecé a llenarlo hasta que el diablo me quitó el vaso sin esperar a que
terminase y se lo bebió de un trago.
Puse la manga del vestido sobre la mesa para secar poco del agua que se
había derramado. Procuré mirar hacia abajo en vez de a él; esperaba que
volviese a ponerme el vaso por delante para que se lo llenara otra vez o que
se retirase. Pasaron varios segundos, y no hizo ninguna de las dos cosas.
Seguía de pie mirando el vaso vacío que aún sostenía en la mano.
Qué ganas tenía de que se marchara para poder volver a sentarme. Las
piernas apenas me sostenían. ¿Por qué no se iba? ¿Qué hacía ahí parado?
Sus ojos verdes se detuvieron en algún lugar perdido a través de la ventana.
Estaba tan quieto que parecía una estatua de hielo, sin ningún tipo de
corazón o sentimiento.
No se lo veía tener prisa, pero yo no aguantaba ni un segundo más en pie.
Tenía que hacer algo antes de desplomarme allí mismo.
—¿Quiere más? —susurré con la botella de agua en la mano.
No me contestó. Dejó el vaso y se marchó.
¿Había bajado a la cocina y me había hecho levantar en el estado en el que
me encontraba para beber un sorbo de agua? Pensé que podía estar
tranquila. No era que me ignorara, sino que ese maldito diablo ni siquiera
me veía.
C APÍTULO 9
L o veía con mis propios ojos y, aún así, me costaba trabajo creerlo.
Vestido con un pantalón azul oscuro, además de una camisa blanca, Bergen
se había plantado en mitad del lugar. Acababa de quitarme de encima a
Hank de un solo golpe hasta lanzarlo contra las cajas de madera apiladas a
un lado.
Alger tardó unos segundos hasta salir del shock. Me soltó y se puso de
pie mientras gritaba con violencia. Se dirigió hacia el diablo de tal forma
que pensé que se echaría sobre él. Sin embargo, bastó con que Bergen diese
un paso adelante para que Alger diese tres hacia atrás con las manos en alto
en señal de paz. Entonces fue hacia donde estaba su amigo, que aún
sangraba.
El diablo los observó durante un momento, atento, como si quisiese
asegurarse de que no iban a hacer nada más. Entonces me miró.
Me sentí peor que si estuviese desnuda: tirada allí como un animal
herido y humillado, con la ropa completamente destrozada y la cara llena de
moratones. Bajé la cabeza, respiré avergonzada y, cuando volví a alzarla, él
se había situado justo frente a mí.
Bergen no dijo nada. Simplemente se inclinó y me agarró. Con la mano,
envolvió mi muñeca sujetándome con fuerza. Después tiró de mí y me llevó
sin que yo pusiese resistencia.
Eso no puede ser real, no puede estar pasando.
Él sujetaba mi muñeca y tiraba de mí sin ningún esfuerzo mientras yo
miraba esa mano con absoluta incredulidad. Mi mente se quedó en blanco.
No podía pensar en nada que no fuera seguirlo.
Entramos por la puerta principal hacia el pasillo, pasamos por delante de
la señora Becker y de Milat, a quien se le cayeron las toallas que llevaba en
la mano al ver la escena.
Estaba tan confundida que no me di cuenta de que habíamos pasado el
comedor y la cocina, donde, por lógica, se suponía que me dejaría. Solo
comprendí adónde me llevaba cuando subimos la escalera y cruzamos el
pasillo hacia su habitación.
El diablo abrió la puerta, entró y me empujó con cierta brusquedad sobre
la cama. Después siguió hasta el vestidor y salió de mi vista.
Puede parecer absurdo, pero yo seguía en blanco. Ni por un segundo
pensé salir de allí, ni por qué el diablo me había llevado, ni que estaba
sentada sobre su cama con el vestido roto. Nada. Solo podía mirar lo que
sucedía a mí alrededor como si le pasara a otro.
Bergen salió del vestidor con algo en la mano. Algo que reconocí cuando
pasó hacia la puerta. Una pistola. Salió con una pistola en la mano y se la
escondió en la parte de atrás de la cintura del pantalón.
Se escuchó un golpe en el pasillo. Segundos después, Hank abría la
puerta, furioso, acompañado de tres soldados entre los que estaba Alger.
Antes de que pudiese decir nada, Bergen agarró a Hank del cuello y lo
empujó contra la pared. Los otros dieron un salto.
Hank chilló algo mientras intentaba inútilmente soltarse, a pesar de que
sus músculos eran más notables que los de Bergen, que lo apretó contra la
pared con más fuerza y le dijo algo de lo que solo entendí una palabra:
“Nein”.
¿Podían pelearse dos soldados del mismo ejército? ¿Estaba eso
permitido?
El diablo dijo algo más, furioso, y provocó que a Alger se le abriesen los
ojos de manera exorbitada como si estuviese a punto de replicar. Helmut
intervino con rapidez y se puso junto a Bergen para tratar de calmarlos a
todos. Habló durante casi un minuto de una manera tan serena que parecía
fuera de lugar.
Aún así, el diablo tardó en abrir la mano y soltar el cuello de Hank, que
se puso a toser como un loco al verse liberado. Helmut intervino otra vez
con la misma serenidad para apaciguar las cosas. Alzó los brazos y le dio
pequeños golpes a Bergen y a Hank en los hombros para luego esbozar una
sonrisa. Alger también sonrió para aliviar la tensión. Hank y el diablo no
dejaron de mirarse.
—Du kannst mich nicht “nein” sagen —escupió Hank—, Bergen.
Hank me dedicó una mirada de rabia con los ojos entrecerrados mientras
articulaba la palabra “Borghild”. Se marchó de la habitación con un golpe
en el marco de la puerta.
Helmut miró al diablo, dijo algo más en tono amistoso y se marchó con
el resto. Cuando cerró la puerta de la habitación, nos quedamos solos
Bergen y yo. Entonces me di cuenta de dónde estaba sentada. Solo entonces
fui capaz de mirarme.
Las lágrimas corrían por mi cara y se perdían por mi cuello. Mi ser
temblaba como un animal asustado acorralado por un cazador. Estaba llena
de barro. Además, tenía el cuerpo repleto de magulladuras por haberme
defendido. El vestido, reducido a harapos, a duras penas me cubría la ropa
interior blanca, que, por suerte, no llegaron a quitarme. Cuando él se volvió
hacia mí, me cubrí con lo poco de vestido que tenía mientras bajaba la vista
avergonzada. Me dolía mucho la cabeza. El golpe que me había dado Hank
me ardía en la frente y en la mejilla. Mi cuerpo no podía dar más de sí;
sentía como si fuera a desmayarme o a morir. Aún así, una alarma interior
me obligaba a permanecer despierta. Un león me había golpeado la cabeza
y me había dejado con la mínima conciencia para darme cuenta de que
estaba en una cueva. No sabía qué hacer o decir. Solo me quedé quieta
mientras él me examinaba con la mirada. Hasta que los gritos llegaron.
Desde la parte de abajo de la casa, se escuchó gritar a las mujeres,
desesperadas. Alcé la cabeza. ¿Quién gritaba? ¿De quién era esa voz?
¿Ami? ¿La señora Becker? Solo distinguía el ruido. Otro grito, esa vez
acompañado de un golpe. ¿La señorita Orli? No sé de dónde saqué fuerzas,
pero, cuando me di cuenta, mi cuerpo había hecho el amago de incorporarse
sin conseguirlo.
—Hazlo y en menos de un minuto Hank te hará chillar con ellas —dijo
el diablo con indiferencia.
Fue la forma más clara en la que nunca nadie me había hecho ver que no
podía hacer nada. No podía ayudar a ninguna de las mujeres de esa casa. A
ninguna de las personas que tanto quería. Aún así, mi cuerpo dudó.
—Tienes demasiado mal carácter para tener tan poca capacidad física.
A pesar del desprecio con el que lo dijo, noté cierta sorpresa en su voz.
—Lobos, nazis. ¿Estás segura de que tu Dios no quiere que mueras?
Me puse la palma de la mano helada sobre la frente. Cerré los ojos en un
vano intento por mitigar el mareo que sentía. Ignoré el comentario. A pesar
de la seriedad de su semblante, estaba claro que se burlaba de mí.
—¿Cuántos años tienes?
Abrí los ojos de par en par. No esperaba esa pregunta, no esperaba nada
de lo que había pasado hasta ese momento. ¿Para qué quería saber mi edad?
—Dieciocho años.
Tomé aire. La boca me sabía a sangre y me pesaban mucho los párpados.
—Si me mientes, te saco a rastras de la habitación —dijo con total
tranquilidad mientras tomaba un cigarro del paquete y se lo colocaba en la
boca, para después sacar una caja de cerillas sin mirarme.
No mentía nunca, al menos no de verdad. No sin una necesidad real.
Pero si había alguien a quien no me atrevería a mentir ni por necesidad era
al hombre que tenía frente a mí.
—No estoy mintiendo. —Tragué saliva con fuerza—. Cumplí dieciocho
años hace poco.
—¿Y entonces, por qué no estás desarrollada?
—¿Desarrollada? —Fruncí el ceño confundida. Observé cómo aspiraba
el cigarrillo y me miraba y se detenía en mi pecho o, mejor dicho, en la
ausencia de él. ¿Acaso pensaba que la única forma de explicar mi falta de
atributos tenía que ver con que me veía más joven?
—Tengo dieciocho años —repetí con toda la firmeza que pude.
Masculló entre dientes y aspiró el cigarrillo otra vez. Volví a respirar
hondo. Sentía que cada vez lo escuchaba hablar más lejos a pesar de que no
se había movido de su sitio.
—¿Cómo te llamas?
Enmudecí de la sorpresa. ¿No sabía mi nombre? ¿Bergen, el diablo de
ojos verdes, no sabía cómo me llamaba? Me había quitado el vestido de la
señorita Orli de las manos, había matado a mi prometido, había estado un
sinfín de horas subido a un árbol conmigo y había intentado matarme. ¿Pero
no sabía mi nombre?
—Todas las judías me parecen iguales —dijo con superioridad al ver mi
expresión.
—Eva Goldiak —susurré sin más, aunque me habría gustado decirle que
todos los nazis me parecían iguales. Crueles y despiadados. Pero lo
sucedido en el granero había diezmado mi valentía para esta o cualquier
otra vida.
Dio una pitada, tiró la colilla al suelo y la pisó con el zapato sin dejar de
mirarme mientras avanzaba un paso hacia la cama. Frente a mí, me clavó
intensamente esos ojos verdes.
—Hank acaba de elegir y arrastrar escaleras arriba a una de tus amiguitas
para que sea su puta personal. —Cada una de sus palabras sonaba igual de
impasible que la anterior—. Una mujer a la que solo él puede tocar.
Mantuve la cabeza en alto y presté toda la atención de la que fui capaz.
—¿Por qué? —susurré consternada.
—Porque yo acabo de reclamarte como la mía —dijo sin pestañear.
Tardé en reaccionar. Como si cada una de esas palabras se clavara en mi
cuerpo. Sentí como si un nudo se hubiese formado en la boca de mi
estómago y me impidiese respirar.
¿Qué?
Esos ojos verdes seguían fijos en mí con una profundidad que hacía que
el nudo me apretara cada vez más.
—He decidido hacer caso a tu patético intento de llamar mi atención —
irónicamente se le notaba un tono de ofensa en la voz—. Así que, a partir de
mañana, cuando me subas la cena, verás cumplido tu objetivo.
Estaba azorada. Quizás él no tenía expresión en el rostro, pero yo debía
de tener la misma cara que si hubiese visto un pez que entraba volando por
la ventana.
—Ya puedes estar orgullosa —dijo con tal desprecio que dolía—. Nadie
diría que con esa cara fueses la zorra más lista de aquí.
En ese momento, llamaron a la puerta y acabó el intercambio de miradas
fijas que me asfixiaba. Segundos después, Helmut entró a la habitación.
Bajé la cabeza y respiré lo más hondo que pude. El mareo aumentó.
Bergen respondió algo y se marchó detrás de Helmut. Cerró la puerta sin
dedicarme la mínima atención.
No estoy segura de lo que ocurrió después. No sé si me desmayé o si mi
cuerpo se quedó sin fuerza para nada que no fuese estar allí echada,
inmóvil, como un cadáver.
***
Me puse de pie tan pronto los primeros rayos de luz entraron por la
ventana. Apenas había cerrado los ojos en toda la noche. Me había dedicado
a dar pequeñas cabezadas mientras vigilaba que el diablo no se moviese de
la cama. Intenté hacer el menor ruido para abrir la puerta. Bergen estaba
echado sobre las sábanas, quizá dormido. Salí de la habitación con un
inmenso alivio. Ni el heno, ni el suelo, ni la cima del árbol. Cuando creía
que no podía pasar una noche peor en mi vida, siempre llegaba otra que la
superaba. Sin dudas esa se llevaba el primer puesto.
Bajé la escalera con cuidado de no resbalarme. El agua que había
chorreado de mi vestido no se había secado. Me acerqué a la entrada
pensativa. La puerta estaba abierta como yo la había dejado. Llovía mucho.
Dentro de poco empezará a oler a hierba.
—Eva —susurró la señorita Orli a mis espaldas. Me sorprendió que
alguien ya estuviese despierto—. Eva, pero ¿qué haces aquí abajo? ¿Ya se
ha despertado y te ha mandado bajar? —Me agarró de las muñecas—.
¡Estás empapada! ¿Por qué tienes el vestido mojado?
Dudé en un intento por encontrar la mejor respuesta.
—He salido a ver la lluvia. —No fue muy buena respuesta.
—¿Qué? —Parecía atónita—. Pero ¿estás tonta? Ve a cambiarte ahora
mismo o te vas a agarrar una pulmonía.
—¡No! —repliqué en el acto casi como un acto reflejo.
Después de lo sucedido, prefería no pensar en qué ocurriría si el diablo
me veía con otra ropa. De seguro, diría que había pedido su ayuda, que
había exigido otro vestido, y que implicaba que había aceptado el trato. Eso
era algo que no pensaba consentir mientras aún quedase vida dentro de mi
cuerpo.
¿No había ropa para mí? De acuerdo. No necesitaba ropa. ¡No quería
ropa! No me cambiaría ni aunque oliese a rata muerta. Así me muriese de
frío, o de calor, el vestido que llevaba puesto sería con el que moriría. Por
nada del mundo haría algo que lo indujera a pensar que pedía ayuda. Claro
que eso no se lo podía explicar a la señorita Orli.
—¿Por qué no?
—Sucede que… —dije mientras buscaba una respuesta coherente,
creíble—. Sucede que este vestido le gustó mucho a Bergen, y no me ha
dado permiso para salir. Si me cambio y me pregunta…
—Hasta podría pensar que intentabas huir —dijo la señorita Orli a la par
que se me escapaba un estornudo—. Pero no vas a quedarte empapada, si
no caerás enferma. Ve a buscar una toalla y dame la ropa que ya sé qué
vamos hacer.
Así fue como acabé desnuda en la cocina, envuelta en una toalla, con el
vestido y mi ropa íntima frente a la luz de la lumbre que la señorita Orli
había encendido para calentar el café del desayuno de los alemanes.
Tardaron casi media hora en secarse. Después de una noche de frío
intenso, esa ropa seca y caliente fue un regalo del cielo. Me sentí mucho
mejor con aquella calidez en mi cuerpo, aunque estornudé toda la mañana.
***
—Eva.
Abrí los ojos al escuchar mi nombre. Estaba echada en la parte alta de la
granja, a unos pasos de la buhardilla; al otro lado, alguien me llamaba.
—¿Eva? —repitió una voz familiar.
—¿Señor Rivka? —susurré, arrastrándome hasta la puerta.
La buhardilla era el lugar donde los alemanes encerraban a los hombres
por las noches, cuando no trabajaban en el campo. Debido a la lluvia que
seguía cayendo, no me extrañó que los dejaran encerrados todo el día.
—No. —La voz pareció vacilar—. Soy Chaim.
Chaim Schreiber. El hermano de Temel.
—¿Eres Eva, verdad? Estabas hablando dormida. —Pareció alegrarse—.
Qué bien oír tu voz. Escuchar a alguna, aunque sea a través de una puerta.
—Lo mismo digo —susurré con tristeza—. Creí que eras el señor Rivka.
Hubo un silencio.
—El señor Rivka murió anoche, Eva. ¿No lo sabías?
—¿Qué? —dije con un pequeño alarido—. No, no lo sabía.
No tenía ni idea. Ni yo, ni ninguna de nosotras. ¿Cómo íbamos a
saberlo? Los hombres y las mujeres no estábamos juntos; nos habían
separado. Se llevaban a los hombres a trabajar al campo antes de que nos
despertásemos. Muchas veces los hacían regresar por la puerta del sótano,
así que subían la escalera hasta a la buhardilla. No tenían horario fijo y no
nos permitían estar atentas a sus movimientos, por lo tanto, pasábamos los
días sin verlos. Tan solo la señorita Orli, que se encargaba de subir las
bandejas de comida, atisbaba cómo estaban. En cuanto volviese a subir nos
comunicaría la muerte del señor Rivka. Pobre señora Rivka. Aquello la
volvería loca.
—Uno de los soldados empezó a golpearlo —sollozó—. La tierra no da
más. Lo han arrancado todo de raíz. No hay más comida, Eva. No podemos
sacar nada.
—Chaim —alcancé a decir con voz lastimera.
—Nos matarán uno a uno a todos. —Era impactante escuchar a ese
muchacho, tan firme y decidido siempre, llorar como un niño a través de la
puerta de madera—. Están furiosos porque dicen que es culpa nuestra y que
nos van a matar si no logramos sacar algo comestible. Pero es imposible.
Apoyé la mano contra la puerta. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir?
Desde el primer momento supe que eso pasaría.
—¿Cómo está Temel? —Cambió de tema, ansioso.
—Bien —le dije—. Es fuerte. Ella está bien.
Todo lo bien que se podía estar en una situación como aquella.
—¿Y mi madre?
Fue tan rápido como un disparo en el corazón.
—¿Qué?
—¿Cómo está mi madre? —susurró aquel chico sin fuerzas, desesperado
—. Dile que tenga paciencia, que todo pasará. —Lloraba—. Que la quiero
mucho. A ella y a Temel.
Supuse que, al igual que nosotras no nos enterábamos de nada de lo que
pasaba en ese grupo, ellos tampoco sabían nada del nuestro. La señorita
Orli habría preferido omitir las noticias, no contar nada de lo que sucedía.
—Yo… —Se me ahogaba la voz—. Estoy segura de que lo sabe.
No quise decir más. ¿Para qué? ¿Para que sufriese hasta morir cuando,
quizá, nunca volviesen a juntarnos y no se enteraría de la terrible verdad?
Mis ojos miraron el techo como si pudiese ver el cielo a través de él. Me
di cuenta de que nuestro objetivo no debía ser sobrevivir, porque no lo
conseguiríamos, sino sufrir lo menos posible hasta el final.
***
Aquella noche se repitió la escena de la jornada anterior. La señorita Orli
puso la bandeja con la cena sobre mis manos y me soltó un escueto: “Sube a
la habitación”, por lo que tuve que obedecer.
Llamé a la puerta dos veces, pero nadie respondió. Pensé que tal vez
estaba en el cuarto del herido. Sopesé las opciones. Podía ir a buscarlo para
avisarle que estaba la cena, pero me parecía atrevido, inapropiado y, sobre
todo, peligroso. También podía esperar en la puerta hasta que apareciese,
pero mis fuerzas no me permitirían sostener la bandeja durante mucho
tiempo; además, no sabía cuánto podía tardar o quién podía aparecer. La
última opción era entrar, dejar la bandeja en el escritorio y esperar sentada
en mi rincón en el suelo.
Opté por la última. Abrí la puerta y entré. El diablo estaba en la cama
con la espalda apoyada en la almohada.
—Con permiso —me apresuré a decir. Cerré la puerta con un golpe
involuntario del codo, nerviosa. No esperaba que estuviese allí.
—Y sin él, por lo visto —dijo sin levantar los ojos del libro que tenía
entre las manos.
¿Qué había querido decir con eso? Carraspeé mientras intentaba
recuperar el dominio sobre mí misma. No importaba cuántas veces lo viese,
ni el tiempo que lo tuviese delante, siempre sentía el mismo desasosiego.
Me intimidaba.
—¿Has venido hasta aquí para mirarme embobada?
Bajé la vista en el acto. No me había dado cuenta de que estaba perpleja.
—La cena está sobre la mesa —dije con un pequeño gesto en dirección a
la bandeja.
“Un plato de pasta hasta arriba con un aspecto exquisito”, quise añadir.
Y de hecho, mi estómago lo hizo en forma de pequeño gruñido.
—Tírala a la basura —dijo sin darle más importancia.
—¿Qué?
—Tírala a la basura —repitió como un eco. Alzó la vista del libro, me
miró y después agregó—. ¿O tienes hambre?
Controlé la expresión de mi rostro para que se viese frío e indiferente
como el suyo. Agarré el plato sin decir nada y lo deslicé hasta por la basura
que estaba junto a la mesa. Tiré hasta el último gramo, con plato incluido.
Luego me senté en mi rincón sin decir nada. Noté que me miraba con cierta
atención antes de volver al libro.
Apoyé la espalda contra la pared, encogí las rodillas hacia mi pecho
mientras intentaba ignorar el olor a tomate que llegaba desde la papelera.
¿Cómo podía tirar así un plato de comida cuando tantas personas pasaban
hambre a su alrededor? Era el peor monstruo que había visto nunca.
—“Déspota” no significa lo que tú crees —dijo de pronto y me obligó a
mirarlo. No sabía de qué hablaba—. Creí que se debía a que eras pequeña
cuando empezaste, pero ya vas por los trece años y sigues sin emplear la
palabra correcta.
Exhalé un pequeño murmullo, que en cualquier otra circunstancia habría
sido un grito enfurecido al ver el supuesto “libro” que tenía entre las manos.
No era uno cualquiera. No era ninguno de los de la señorita Orli sobre
medicina, ni de cocina de la señora Rivka, ni ninguna novela de Ami.
El día que cumplí nueve años, la señorita Orli me regaló un cuaderno
con la tapa llena de flores y me instó a que lo utilizase como un pequeño
diario para evitar las faltas de ortografía, que se me volvían cada vez peores
y, a la vez, enriquecer mi vocabulario. Al principio, debo reconocer, se
convirtió en un pequeño castigo tener que realizar la tarea. Muchas veces no
sabía qué contarle a algo que no podía oírme. Pero luego, a base de
costumbre, con los años, me di cuenta del gran desahogo y alivio que sentía
al plasmar sentimientos que no podía decir en voz alta. Cosas que estaban
en mi corazón, pero no quería que nadie supiese. Lo terminé cuando tenía
catorce años; así finalicé mi aventura literaria con una gran sonrisa, lo
guardé en uno de los cajones del armario de mi habitación y olvidé su
existencia. No era nada más trascendental que los pensamientos de una niña
de esa edad. Sin embargo, se trataba de algo privado al fin y al cabo.
—¿Sabes lo que significa “déspota” o todavía no te has enterado?
Pude ver la maliciosa sonrisa detrás de su mirada de interés. No había
agarrado aquel diario, ni se molestaba en leerlo porque le gustase. A decir
verdad, dudaba de que lo leyera de verdad. Solo quería provocarme y ver
hasta dónde aguantaba.
—Sé lo que significa “irrespetuoso”.
—¿No me digas? —Se reía de mí—. ¿Estás segura? Porque aquí no eres
capaz de decir una maldita frase que tenga coherencia.
—El soldado nazi era terriblemente irrespetuoso. —Lo miré
directamente a los ojos.
—Y la chica judía se cree que tiene más coraje que nadie. —Se inclinó
hacia adelante y me sostuvo la mirada.
Sentí un escalofrío por el tono. Me daba mucho más miedo cuando no
parecía ser un insulto. Mi instinto de supervivencia se alarmó. Me pregunté
qué demonios hacía. No debía entrar en su juego, ni replicarle o enfadarme
con las provocaciones. Junté los labios y bajé la cabeza. No tenía nada más
que hablar con él.
—Este cuaderno es una mierda. —Lo estrelló contra el piso junto a
varias botellas de vodka vacías.
Mantuve la mirada en el suelo, fija en la alfombra y procuré no
moverme, como si no estuviese allí. Me di cuenta con alivio de que se
echaba hacia atrás en la cama y dejaba de prestarme atención. No debía
olvidarme de que, para Bergen, yo debía ser invisible.
***
M e río mucho.
No sé qué ha pasado o si me han contado algo gracioso, pero me río con
ganas, a carcajadas. ¿Cuánto hacía que no me reía? Ni siquiera puedo
recordarlo. El sonido de mi risa es muy fuerte y debe de oírse por toda la
estancia. La señorita Orli siempre dice que nunca ha oído una risa con un
tono más alto que la mía. Dice que es capaz de oírme reír desde el otro
extremo de la granja. Esa es la característica de mi risa.
La señorita Orli cuando ríe, sin embargo, cada pocos segundos, emite un
pequeño pitido al tomar aire; algo que le asemeja la risa mucho a un pato.
Esa es la particularidad de la de ella. Cuando estamos solas es muy
divertido. Su risa hace que nos riamos las dos aún más. Cuando estamos
con gente, ella se avergüenza mucho cuando le pasa.
Me río unos segundos más, alzo el cuello al cielo para que mi risa salga
aún más fuerte. Entonces me doy cuenta. No es real.
Abrí los ojos, solo era un sueño. Reírse, después de aquello en lo que se
había convertido el mundo, era tan probable como que yo moviese las alas
y volase. Parpadeé con fuerza hasta estar completamente despierta.
Hacía calor, quizá demasiado. Seguía recostada en la cama de la
habitación del diablo, solo que metida dentro de las sábanas, con una gran
colcha que me cubría hasta el cuello, lo que no me impedía ver que la
chimenea seguía encendida con un fuego bastante vivo. No me extrañaba
que la habitación pareciese un horno.
Me incorporé suavemente y aparté la colcha algo confundida. Me dolía
la cabeza. Observé el resplandor que entraba por la ventana. No era la luz
matinal, más bien parecía la última hora de la tarde, cuando quedaba poco
del atardecer. ¿Había dormido todo el día? Con el martilleo de cabeza que
tenía no me habría extrañado nada.
—¿Se puede? —La voz de la señorita Orli llegó desde la puerta mientras
se asomaba con cautela hasta que estuvo lo suficientemente dentro como
para verme y sonreír—. Menos mal que estás bien. —Entró por completo,
se acercó a la cama y casi se echó sobre mí—. Estaba tan preocupada, que
ya no sabía qué hacer. Y ese hombre diciéndome que subiese cosas. Y no
verte. No me dejaba entrar en la habitación.
—Sí, lo sé. —Me toqué la frente mientras intentaba levantarme y
apartaba a la señorita Orli—. Llevo dormida casi todo el día.
Le acaricié el rostro con una mano, le sonreí levemente para quitarle la
angustia mientras me ponía completamente de pie y ella hacía lo mismo a
mi lado.
—¿Eva? ¿Pero qué dices? —Puso las manos en jarra—. Llevo sin verte
dos días.
—¿Cómo?
—Llevas cuarenta y ocho horas sin aparecer por el piso de abajo. ¿Estás
bien? —Me miró de arriba abajo—. ¿Has estado enferma? Pareces bien,
recuperada.
—¿Qué dice? Anoche me dio el arroz y se lo subí al diab… al soldado.
Tenía que tener cuidado con el apodo que le había puesto a Bergen. Era
la segunda vez que casi se me escapaba en voz alta.
—Eva, eso fue hace dos días.
Imposible. La había visto la noche anterior, me había dado el arroz para
ese maldito diablo. Yo se lo había subido y había pasado lo que había
pasado. No recordaba mucho más. Tenía la sensación de haber dormido
muchísimo.
—Hace dos días que no sales de esta habitación —susurró la señorita
Orli angustiada—. ¿Qué ha pasado?
Paseé la vista por la habitación en busca de alguna señal de lo que la
señorita Orli me decía. La chimenea. El suelo. Todo parecía normal hasta
que mis ojos se detuvieron encima del escritorio, donde había seis cuencos
de sopa.
—Los preparé yo —me dijo la señorita Orli al darse cuenta de lo que
miraba—. El soldado Bergen bajó varias veces a la cocina a pedirlos.
La escuché sin dejar de mirar los cuencos vacíos repartidos por la mesa.
Al verlos, me di cuenta de algo increíble: no tenía hambre.
El hambre había desaparecido de mi cuerpo, esa hambre que me había
fusionado los huesos y que me estaba destrozando por dentro, en especial
esos últimos días. Lo que hacía que me doliese la cabeza y que pesaran el
doble las cosas. Lo que me hacía creer que mi cuerpo estaba a punto de
rendirse y que solo le quedaba morir. ¡Había desaparecido! No estaba.
Me toqué la barriga como si quisiese preguntarle si se sentía saciado, si
no se retorcía de dolor por la falta de alimento que nos había estado
matando. Al notar cómo la tela se pegaba a mi cuerpo me di cuenta de que
estaba vestida. El diablo me había tirado sobre la cama envuelta tan solo en
una toalla, pero ahora llevaba puesto un vestido verde oscuro, sin ningún
tipo de adorno, de mangas largas, cuello alto y falda hasta el suelo, de tela
gruesa.
—Eva, ¿qué ocurre? ¿Estás bien?
—Sí. Es solo que… —susurré confundida y me mordí el labio inferior.
Había tenido hambre y frío antes de cerrar los ojos, y al abrirlos ya no. Si
había estado dos días dormida y la señorita Orli no me había ayudado,
significaba que había estado en absoluta inconsciencia a merced de un
diablo que, al parecer, me había dado de comer y me había vestido. En
cualquier otra circunstancia, habría ido a mirarme al espejo, pero estaba
segura de que Bergen no me había hecho nada malo. No se había cobrado
su ayuda todavía. No parecía ser eso lo que quería de mí. Al menos, no así.
No quise pensar en lo que tendría la desfachatez de pedirme a cambio. ¿A
qué se suponía que estábamos jugando? Ya me había quedado claro que
Bergen no era como Hank o Alger. Él no me iba a poner una mano encima
sin que yo le dijese que sí. No sin mi permiso.
—¿Eva?
—Estoy bien, señorita Orli —dije para calmar su preocupación—. Es
solo que he estado un par de días débil y aún me encuentro un poco
aturdida. Pero ya me siento bien.
—¿Segura? La verdad es que tienes mejor color que la última vez que te
vi.
—Claro, porque estoy mejor. —Asentí con la cabeza—. ¿Cómo están
ustedes? ¿Cómo están las demás?
—Igual. —La voz de la señorita Orli se apagó del todo—. Pero ya las
verás tu misma. Yo no debería estar aquí. Será mejor que me vaya.
—Yo también voy. —Sacudí el vestido y di un par de pasos para recoger
los cuencos—. Vamos.
La señorita Orli se limitó a asentir y miramos hacia todos lados con
precaución al salir de la habitación. Bajamos la escalera y nos dirigimos
hacia la cocina, donde Temel y la señora Rivka preparaban la cena. Al
verme, Temel soltó una carcajada y alzó las manos para abrazarme.
—Que alegría verte, Eva —dijo la señora Rivka con un movimiento de
cabeza.
—La señorita Orli y la señora Rivka son unas lloronas —replicó Temel,
agarrada a mi cintura—. Cada vez que desapareces de nuestra vista te
tachan de la lista de vivas.
—¡Temel!
—Es cierto —se quejó—. Siempre le tiene que haber pasado algo
terrible. Asustan al miedo. —Me miró con orgullo—. No tienen ni idea de
lo luchadora que eres.
Me reí ante aquella frase tan definitiva de Temel. Ojalá hubiese sido
cierta. Me agaché y le di un beso en la frente con fuerza. Amaba a esa niña
preciosa.
—¿En qué puedo ayudar? —dije mientras me levantaba las gruesas
mangas del vestido.
La señora Rivka y la señorita Orli casi sonrieron de verdad. Supuse que
mi ayuda no solo sería más que bienvenida, sino que también sería la única
que habían recibido en dos días. Las miré con detenimiento. Parecían más
demacradas y agotadas que nunca.
Agarré un barreño y volví a mi rutina de siempre en el cuartito de
lavado, con la ropa sucia amontonada y las sábanas que debían de provenir
de la cama del enfermo, teñidas con sangre, que, si estaba tan reseca como
parecía, sería incapaz de quitarla a mano.
¿Cómo estaría el soldado herido, el tal Dieter? Lo último que había
escuchado lo había dicho la señorita Orli: le habían cortado la pierna. Me
pareció una cantidad de sangre escandalosa hasta para algo tan extremo.
Eso hizo que pensara algo importante que me había pasado desapercibido.
¿Por qué no habían vuelto a pedirme que le donase sangre? Hasta donde
había entendido, la mía era la única que sabían que servía. Me parecía
extraño que no hubiesen vuelto a molestarme. Quizá fuese cierto lo que
decía la señorita Orli, que solo esperaban que muriese. Aunque sonara
egoísta, me alegraba de que me hubiesen dejado tranquila. No creía que me
lo pidiesen por las buenas.
Tampoco se sabía nada de los dos soldados que se habían ido a Tarnów,
supuestamente, en busca de un teléfono. Resultaba muy extraño que no
hubiesen regresado. Quizá esos soldados cumplían otro cometido.
Sacar las manchas de sangre se convirtió en una tarea imposible que me
ocupó casi todo el resto de la tarde y que, como había predicho, no obtuvo
el resultado que se requería. Había sido imposible eliminar por completo el
tono rosado que había adquirido la tela. Era como si hubiese estado teñida.
Después de una hora en remojo y de otra de frotar y enjuagar, solo conseguí
que pasase a ser un tono salmón apagado. Por suerte, había muchas más
sábanas en la granja, por lo que decidí, por mi seguridad, esconder mi
fracaso en uno de los muebles y sacar otros juegos de sábanas relativamente
nuevos.
El resto de la ropa la lavé y la tendí en las cuerdas del patio justo cuando
anochecía. Se notaba que se acercaban los meses de verano. Corría una
pequeña brisa, pero no tenía frío.
—Ni volveré a tenerlo —susurré con cierta ironía al mirar la manga de
mi vestido—. Creo que es el vestido más grueso que hay en toda la granja.
La imagen del demonio mientras se preocupaba por elegir la prenda que
me diese más abrigo se me cruzó de manera fugaz por la cabeza.
—¿Has terminado? —dijo de pronto Temel a mis espaldas—. ¿Necesitas
ayuda?
—No, ya está todo.
—Bien, ¿vamos a la cocina?
Afirmé con la cabeza y me acerqué a ella dispuesta a tomarla del brazo
cuando me percaté de lo sucia que estaba. Tenía el pelo enmarañado, como
si no se lo hubiese lavado en días, además de los brazos y la cara en un
estado deplorable. Me habría gustado describirlo de otra manera, pero
estaba mugrienta.
—¿No las dejaron lavarse últimamente? —susurré con cautela. No me
había parecido que las demás estuviesen tan sucias.
Temel movió los hombros.
—He preferido no hacerlo. Las veces que nos obligaron procuré volver a
ensuciarme rápido.
—¿Por qué? —la regañé—. Temel, debes lavarte bien, puedes agarrarte
alguna enfermedad.
—Ya me gustaría enfermar y morirme. Tener algo contagioso y llevarme
por delante a todos los soldados mientras muero.
—¡Temel! —Le di un tirón en la oreja. Que no lo dijera ni en broma.
—¿Sabes? El año pasado, cuando mamá me ensanchó los vestidos en la
parte del pecho, me puse muy contenta —susurró con tristeza—. Era un
paso muy importante. Significaba que iba a ser una mujer, pero creo que ya
no quiero serlo.
Intenté controlar el temblor que me recorrió todo el cuerpo cuando le
puse la mano en el hombro, asustada por lo que fuese a decir a
continuación. Supliqué que no fuese a contarme nada.
—Tengo unas pesadillas terribles con Alger y con las cosas que vi que le
hacía a mi madre. El otro día se agachó a mi lado y dijo que me parecía a
ella. —Se le entrecortó la voz—. He pensado que, quizá, si me ven sucia,
me considerarán una niña y no me prestarán atención.
Me agaché a su lado y le acaricié la cabeza.
—Creo que es una gran idea —dije con la mayor serenidad que pude.
La abracé con fuerza y la tomé de la mano para ir a la cocina. No quería
detenerme a pensar en la conversación que acabábamos de tener ni un
segundo más. Supuse que, dada la hora, los soldados ya habrían cenado y
las mujeres estarían en fila, cada una con su cuenco, para recibir las sobras.
Cuando entramos, Ami, la señora Becker, la señorita Orli y la señora Rivka
estaban de pie en torno a la mesa, mano sobre mano, y se miraban las unas
a las otras.
—Hasta que por fin aparece la reina —exclamó la señora Becker con
desprecio mientras se miraba las uñas como si acabase de cortárselas.
—¿Qué ocurre? —Me acerqué hacia la señorita Orli.
¿Por qué no cenaban? ¿Por qué todas estaban allí de pie? ¿Por qué me
miraban así?
—Mi niña —dijo la señorita Orli—. No te asustes, porque no pasa nada
malo. —La señora Becker soltó una carcajada cargada de sarcasmo—.
Simplemente, el soldado Bergen ha bajado y ha pedido que se prepare una
bandeja con un plato de sopa para que se la subieses a la habitación. Ha
sido un poco extraño.
—¿Qué tiene de extraño? Le subo la cena cada noche —repliqué algo
confundida.
La señora Becker se levantó de la silla, enfadada.
—Nos ha dicho que es para ti. —Señaló el plato de sopa que había sobre
la bandeja—. Quiere que subas y te lo comas en su presencia porque, si no,
ninguna de nosotras cenará.
—¿Qué? —casi grité.
Pero ¿qué demonios quería de mí ese maldito monstruo? ¿Por qué no
podía dejarme en paz? ¿Qué era eso de dejar a las demás sin comer si yo no
comía? Miré atónita a la señorita Orli. Ella también estaba muy
sorprendida, ya que, para ella, entre el diablo y yo no había ningún
problema. Yo hacía lo que él quería a cambio de sobrevivir. Eso, por lógica,
incluía comer.
—Ya nos contarás qué le haces a ese soldado para que nuestra comida
dependa de tus ganas de comer. —La señora Becker echaba chispas—.
¿Eres muy cariñosa con él, Eva? ¿O tiene otra palabra lo que haces?
—¿Cómo te atreves? —replicó la señorita Orli ofendida mientras se
volvía hacia ella.
—Me atrevo porque es la verdad.
—¿Te atreves? ¿Te atreves tú que eres la que más se debería callar?
No supimos cómo la señorita Orli y la señora Becker se pusieron frente a
frente tan rápido. Estaban muy enfadadas y se desafiaban con la mirada. La
tensión era máxima y se podía cortar con un cuchillo.
—¿Yo debería callarme? Al menos yo me mando a mí misma por mi
comida. No intento conseguirla a través de las cosas que hacen las demás.
—Jamás me he comido nada que no me haya correspondido. —La
señorita Orli estaba fuera de sí—. No como otras que van comiéndose cosas
de más.
Aquella frase no la entendí, pero pareció desatar la guerra. No sabía
cómo reaccionarían los soldados alemanes si entraban en la cocina y se
encontraban con una pelea entre nosotras, una que estaba a punto de
volverse física.
—Bueno, ya está. Nada se soluciona diciendo esas cosas —dije y di un
paso hacia ellas; me metí en el medio, de cara a la señora Becker, por
delante de la señorita Orli, para quitarla de su alcance—. Voy a llevarle la
bandeja a Bergen a ver qué es lo que quiere.
Crucé la cocina y me dirigí hacia la bandeja mientras por el rabillo del
ojo vi que Temel daba dos pasos hacia la señorita Orli para tomarla de la
mano.
—Eva —me llamó la señorita Orli en el momento en el que me disponía
a salir—. Ha dicho que tenemos que esperar veinte minutos desde que tú
subas. Si en veinte minutos no sabemos nada, debemos entender que has
cenado y podemos cenar nosotras.
—Salvo que cenes en diez minutos, bajes y nos mientas para quedarte tú
con más comida —replicó furiosa la señora Becker, que se sentaba en la
silla otra vez.
Ignoré el comentario, miré a la señorita Orli y a Temel, preocupada, y
salí de la cocina en dirección a la habitación del diablo.
¿Qué demonios se propone? ¿Que las demás me maten? ¿Que se mueran
de hambre por mi culpa? No consigo entenderlo. ¿Por qué no puede
dejarme tranquila?
Llegué a la puerta y llamé con fuerza. Decidí no esperar una respuesta,
ya que estaba acostumbrada a que no siempre la recibía. Entré en la
habitación con cautela, empujé la puerta con el codo para no perder el
equilibrio con la bandeja en el momento en el que el diablo llegaba desde el
vestidor con un simple pantalón negro y una camisa blanca.
La chimenea estaba encendida, lo que hacía que la habitación fuese tan
cálida y agradable como la temperatura de esa mañana cuando me desperté
allí.
—Buenas noches —susurré al verme de inmediato bajo la atenta mirada
de esos ojos verdes—. Traigo la cena.
Intenté no recordar que la última vez que lo había visto yo estaba
desnuda, ni que ese hombre me había vestido y dado de comer la noche
anterior, cuando no tenía verdadera conciencia de lo que pasaba. Él me
recorrió con la mirada sin ningún tipo de disimulo.
—No es para mí.
—Eso me han dicho. —Dejé la bandeja sobre la mesa con cuidado de no
derramar la sopa y me volví hacia él—. Pero no tengo hambre, gracias.
Me esforcé muchísimo para que mi voz no sonara ni ofensiva, ni sumisa.
Algo neutro.
—¿Sigues pensando que voy a violarte a cambio? —replicó molesto.
Debí de sonrojarme de la cabeza a los pies al escucharlo decir algo así
con total naturalidad, pero volví a apostar por la neutralidad.
—No tengo hambre, gracias.
Si no es eso, no sé qué quiere de mí.
—Entonces baja a decirles a las demás que tienen prohibido tocar la
comida —dijo con la misma resignación que si se hubiese encogido de
hombros.
—No puede hacer eso —repliqué casi en el acto.
—Si tú no comes, ninguna más comerá.
—Pero eso no es justo. —Se me agolparon las palabras en la boca al
pensar que ellas se quedarían sin probar bocado por mi culpa. Por la locura
de ese monstruo—. Están agotadas de tanto trabajo. Apenas les dan algo.
Necesitan ese cuenco de comida aguada para pasar el día.
—Entonces deberías comer.
Lo decía con tanta naturalidad que me irritó. No hablábamos de poner
una mesa en un salón para que él tuviese esa tranquilidad en su voz. Se
trataba de algo importante, hablábamos de la supervivencia de la gente. De
la vida de personas. No debía tomarse tan a la ligera.
Al ver que no contestaba nada, el diablo se acercó a la mesa donde yo
había dejado la comida y la acercó a la cama, así, podía ser utilizada como
silla. Me hizo un gesto con la mano para que tomase asiento.
Había escuchado alguna vez a la señorita Orli hablar de personas que
habían sufrido algún tipo de enfermedad que les hacía perder todo contacto
con la realidad, que se imaginaban que sucedían cosas que no ocurrían en el
mundo real. Esperaba no ser una de ellas.
Me agarré la falda del vestido con delicadeza y me deslicé hacia la cama
para sentarme frente a la mesa, exactamente donde él me había indicado,
frente al cuenco de sopa, expectante de que él volviese a decir o hacer algo.
—¿Cuántas veces voy a tener que repetirte que no voy a pedirte nada a
cambio? —dijo mientras se sentaba en la parte de delantera de la cama.
Ver que se sentaba hizo que me levantase un segundo, asustada; él se
apoyó contra el cabezal y tomó un cigarrillo de la mesita. Volví a sentarme.
¿Qué pretende? No me gusta que estemos los dos sentados en la misma
cama.
—Dilo —dijo el diablo mientras encendía el cigarrillo—. Dilo de una
puta vez.
Quise disimular, hacer ver que no sabía a qué se refería, pero él me miró
con cara de nada y suspiré con resignación.
—No entiendo por qué no me viola o lo que sea que pretenda hacer
conmigo —dije al fin con un movimiento de brazos a modo de rendición.
—¿Quieres que te viole?
—¡No! —chillé—. Pero… —Intenté recuperar la compostura—. Pero al
ver que todos lo hacen como si…
—¿Como si estuviesen con una muñeca? —dijo visiblemente molesto—.
¿Crees que no puedo encontrar a una mujer que quiera acostarse conmigo?
No sabía si se refería a su físico, pero no pude evitar mirarlo. Intenté ser
lo más disimulada posible al pasear mi mirada por ese cuerpo. Tal y como
me había percatado, el soldado rubio de ojos verdes y brazos fuertes era sin
dudas un espectáculo. Nunca había creído en el amor a primera vista, pero
si había alguien que físicamente habría podido hacer realidad esa expresión
debía parecerse a Bergen. No podía negar que era el hombre más guapo que
había visto en mi vida.
¿Y qué?
—Vamos a dejar eso de violar a gente como Hank y Alger. Yo no violo
mujeres. Me acuesto con ellas. Me acuesto con mujeres que quieren
acostarse conmigo.
Por cómo dijo la frase, puede que hasta pareciese que lo había ofendido,
pero lo decía todo con tal tono de voz que se asemejaba a que me dijera que
las nubes estaban en el cielo.
—Pero les ofrece comida a cambio —contesté y mi voz sonó enfadada.
Bergen soltó una sonora carcajada.
—Ellas me lo ofrecen a mí. Todo el tiempo. —Se inclinó en mi dirección
en el colchón—. Y la mayoría ni siquiera pide nada a cambio. No sé en qué
nube vives, pero a las mujeres también les gusta divertirse. Evadirse de la
guerra por un rato y punto. Te lo propuse porque creí que también lo
querrías. Por hacerte un favor por lo que pasó en el bosque. Pero si no
quieres… —Se encogió de hombros con indiferencia—. No eres tan
irresistible, niña.
Me ardieron las mejillas y no pude sostenerle la mirada más tiempo.
Miré la sopa.
—Doy gracias por ello —dije temblorosa.
No se hacía a la idea de cuan agradecida estaba de no ser una mujer lo
suficientemente bonita como para gustarle.
—Entonces ¿qué va hacer conmigo?
—¿Vas a empezar a comer o bajo yo mismo? —replicó al verme quieta
frente al plato.
Tomé con resignación la cuchara, la llené de sopa y me la llevé a la boca.
Mi estómago, aunque ya no tan hambriento, la recibió con ganas.
—Dijo que viviría para ver “mi gueto” —me apresuré a recordárselo.
El diablo me miró de arriba abajo; un momento que se me hizo eterno.
¿Qué vas a hacer conmigo, maldito diablo?
—¿Conoces a la princesa Scheherezade? —dijo mientras volvía a
echarse sobre la cama, como si se pusiese cómodo después de haber
apagado el cigarrillo contra la pared. Estaba segura de que no podía ser tan
difícil utilizar un cenicero.
Me habría gustado decir que sí, ya que no quería parecer una inculta,
pero por más que repasé las pocas figuras destacadas de Alemania que
conocía no encontré a nadie que se llamase así. Negué con la cabeza.
—Scheherezade es un personaje del libro Las mil y una noches. —
Apoyó la cabeza contra el cabezal—. El libro cuenta la historia del sultán
Shahriar, que se casaba con una virgen cada día y la mandaba decapitar al
día siguiente.
Hice una mueca de horror entre cucharadas, pero no dije nada.
—Ya había mandado matar a tres mil mujeres cuando conoció a
Scheherezade. Ella era hija del gran visir de Shahriar y se ofreció al sultán
con la idea de aplacar su ira y de terminar con la matanza.
Cargaba la cuchara con la sopa, con mis sentidos atentos a cada una de
las palabras, cuando me di cuenta de que hacía una pausa para que lo
mirase. Alcé la vista.
—¿Qué te parece eso? —Sonrió al ver mi confusión ante la pregunta—.
Ofrecerse a un asesino para amansarlo y salvar la vida de todos los demás.
—No veo en qué podría ayudar el hecho de ofrecerse para que la
decapitase como a todas —dije mientras me llevaba la cuchara a la boca e
intentaba ignorar la mirada de divertida perversión que me dedicaba.
—Scheherezade y el sultán contrajeron matrimonio. Una vez que
estuvieron en las habitaciones del palacio, ella le pidió como último deseo
poder contarle un cuento a su hermana pequeña.
¿Un cuento?
—Entonces Scheherezade inició un cuento que duró toda la noche, lo
que mantuvo al sultán despierto, absorto en la historia. Dejó la narración en
suspenso al salir el sol. Resultó que el sultán estaba tan interesado en la
historia que ella le contaba que la mantuvo con vida para que la noche
siguiente pudiese continuar el relato. Y lo mismo hizo Scheherezade noche
tras noche, al encadenar unas historias con otras. Las dejaba en suspenso al
alba y continuaba la noche siguiente. Así se mantuvo con vida durante mil y
una noches.
Me observaba fijamente a los ojos. En ese momento, yo era
Scheherezade. Pero ¿qué le iba a contar a ese hombre que pudiese
interesarle?
—Veamos si eres capaz de hacer que no te decapite al alba.
Me miró de tal manera que la cuchara se me escapó al otro extremo de la
sala. Salió disparada de mi mano. El diablo se rio con ganas. ¿Acaso no iba
a dejar de burlarse de mí ni un solo instante?
—Eso no tiene sentido. —Me puse de pie—. ¿Usted habla en serio?
—Completamente.
—¿Qué voy a decirle que pueda interesarle? —Me encogí nerviosa. Yo
misma no era una persona muy interesante—. Apenas he salido de entre
estas cuatro paredes. ¿Qué puedo yo decirle a un soldado que…?
—Entonces ¿tú vivías en esta granja antes de la guerra? —me
interrumpió mientras se levantaba de la cama. Me senté en el acto, como si
no quisiese estar al mismo nivel.
—Sí.
Bergen se paseó por la habitación, miraba entre las botellas de alcohol
que había repartidas por el suelo y buscaba alguna que no estuviese vacía.
Tuve un sentimiento de angustia al pensar que se iba a poner a beber.
—¿La granja es tuya?
—Sí.
—¿Y los demás han venido aquí a esconderse de la guerra acogidos por
ti? —continuó.
—Sí.
—¿No tienes ningún pariente vivo? —dijo al encontrar una botella de
vodka.
—No.
—¿En ninguna parte del mundo?
—No.
—¿Y heredaste la granja de algún familiar que ya ha fallecido?
—Sí.
—¿De qué color es tu ropa interior?
Antes de percatarme de lo que había dicho, Bergen había soltado la
botella de vodka sobre la mesita de noche y había plantado las dos manos
sobre la cama, una a cada lado de mis piernas. Me cercaba, lo que hizo que
yo me inclinase hacia atrás, sorprendida.
—Un solo monosílabo más y volvemos al acuerdo original —dijo
acercando el rostro al mío, a modo de intimidación—. Dado que hemos
cambiado sexo por hablar, creo que podrías ser un poco más locuaz, ¿no te
parece?
Asentí en menos de un segundo, lo que hizo que él alzase una ceja.
—Cuando yo nací la granja era de mi abuelo; la heredó mi madre —me
apresuré a decir, nerviosa, mientras intentaba concentrarme en lo que me
había preguntado y en que las palabras que salían de mi boca tuviesen algún
sentido, ya que su rostro seguía junto al mío—. La señorita Orli era amiga
de mi madre; es lo más parecido a un pariente para mí. Ella se quedó
conmigo en la granja y… ¿Qué más? Ah, sí, las personas que se esconden
con nosotros son amigos suyos que vinieron conforme avanzaba la guerra.
Me detuve un instante. ¿Había preguntado algo más? Porque lo del color
de la ropa interior había sido una broma, ¿verdad?
Eso ha sido solo para asustarme, no lo ha dicho en serio. ¿O sí?
—No necesito saber el color de tu ropa interior —dijo Bergen como si
pudiese leer mi pensamiento, lo que hizo me pusiese colorada de la cabeza
a los pies—. Además, recuerda que te la puse yo.
Pude notar cierta chispa de diversión en esa voz mientras se incorporaba,
agarraba la botella de vodka de la mesita de noche y se volvía a echar sobre
el cabezal.
—Bien, pues, ¿ves esta botella? —El diablo la alzó y me mostró que
estaba casi entera—. Voy a beberla toda. Hasta ese momento, no quiero que
pares de hablar de lo que se te ocurra. Me da igual lo que sea. Me duele la
cabeza.
Alcé las manos al cielo de manera espontánea. Pero ¿qué pretendía
hacer?
Él le quitó el tapón a la botella de vodka, lo tiró al suelo. Dio el primer
trago y me hizo un gesto para que empezase.
Se me heló la sangre y se me paralizó la lengua. ¿Qué demonios iba yo a
contarle? Me parecía ridículo. No había nada en absoluto que yo hubiese
podido hacer o saber que a él, un soldado alemán que además parecía
saberlo todo, pudiese interesarle por más de dos minutos. Sin embargo, ahí
estaba, mirándome expectante. Tenía que decir algo.
—Me levantaba a las cinco de la mañana todos los días. —No sé cómo
lo hice, pero arranqué de pronto—. Las vacas no entienden muy bien si es
lunes o viernes, así que a ellas hay que ordeñarlas todos los días. Me ponía
la ropa adecuada y me dirigía con el recipiente. Es curioso porque aquí hay
un debate muy interesante sobre la posición de las ubres de las vacas con
respecto a dónde te colocas como ordeñador.
No era curioso ni mucho menos interesante, pero ahí estaba yo, hablando
de las ubres de las vacas y de cómo habían sido mis días hasta que la guerra
arrasó con todo. El gallinero, el huerto, las conservas. Empecé hablar de
cómo me enfrentaba cada mañana a mis tareas y de los trucos que había
aprendido a lo largo de los años para hacerlas de manera eficiente. Estaba
segura de que se trataba de una sarta de tonterías para un soldado como el
que tenía enfrente, que había visto mundo y tenía obligaciones mucho más
importantes. Sin embargo, Bergen me escuchaba como si nada entre trago y
trago.
Eso sí que me resultaba curioso. Así me percaté de que el diablo no
tomaba un traguito antes de dormir para que le diese sueño. Se estaba
anestesiando. Por eso siempre estaba la habitación llena de botellas vacías.
No se dormía, intentaba quedarse sin conciencia.
¿Cómo no le va a doler la cabeza si se bebe cada noche más de media
botella?
Conté cada aspecto, cada detalle, cada minucia de lo que habían sido mis
días de los dieciocho años que había vivido en la granja. Lo hice durante lo
que me parecieron horas. Para cuando acabé, el diablo había dejado la
botella vacía en el suelo y me había dado la espalda. Me llevé las manos a
la cabeza, la eché hacia atrás mientras se me escapaba un suspiro, exhausta.
Al fin, pude callarme.
No solo había contado una sarta de tonterías, sino que, además, había
contado todas y cada una de las que sabía. ¿Cómo lo había hecho la tal
Scheherezade para hablar durante mil y una noches seguidas?
Yo no había relatado nada de interés. Ni había dejado la historia en un
momento de intriga para que quisiese oírme la noche siguiente. Ni tenía
realmente nada más que decir. Ya lo había contado todo. ¿Qué iba a hacer
durante las siguientes mil noches? Entonces me di cuenta de que ni siquiera
sabía si había valido la pena. No le había preguntado cómo terminaba la
historia de Scheherezade. ¿Qué había hecho el sultán con ella después de
las mil y una noches? ¿Le había perdonado la vida? ¿La había decapitado al
finalizar la historia?
Miré a mi sultán Shahriar y me pregunté qué iba a contarle la noche
siguiente que pudiese interesarle lo suficiente como para que no me cortara
la cabeza.
C APÍTULO 13
Había comido. Había dormido. Sin embargo, tenía menos ganas que
nunca de ponerme a lavar y tender. Agarré el barreño y fui a buscar una de
las bolsas de ropa que parecía más llena. Miré hacia la puerta. Pensaba si
Ami acudiría a ayudarme. Lo dudaba mucho. Desde que había desaparecido
Milat, su hermana parecía aún más perdida que antes y apenas se dejaba ver
sin su madre. No me planteé la posibilidad de que apareciese Milat.
Después de tantos días, ¿estaría bien? ¿Seguiría con vida? Ya era absurdo
pensar que no le hubiese pasado nada.
Terminé de lavar la ropa, la eché sobre otro barreño y la saqué al patio
para tenderla en una de las cuerdas que había cerca de los arbolitos más
próximos a la casa. Los días anteriores había llovido. Miré al cielo. Estaba
nublado, aunque parecía que la lluvia nos iba a dar un respiro, al menos por
un día. Tiré el agua que había quedado sobre la tierra y me volví hacia la
casa para encontrarme frente a frente con Milat.
Estaba allí. De pie junto a la puerta. Peinada y bien vestida. Con buen
color de piel, incluso parecía tener rubor en las mejillas. Era como si no le
hubiese ocurrido nada. Solté una exhalación, mezcla de alivio y alegría.
Tuve la intención de acercarme a ella, cuando choqué con la expresión
férrea y desafiante con la que me miraba.
—Supongo que ni siquiera esperabas volver a verme viva —dijo con
aspereza.
—Milat. —Sonreí al decir su nombre—. No sabes cómo me alegro de
verte. Temíamos lo peor. ¿Estás bien? ¿Te ha visto tu madre? ¿Saben las
demás que estás bien?
—¿Bien? ¿Me ves bien, Eva?
La examiné de arriba abajo –y de abajo a arriba– por si no había visto
algo que delatase que no estaba bien. Llevaba puesto el mismo vestido que
la última vez que la vi y el pelo correcto dentro del destrozo que nos habían
hecho al cortarnos, pero no tenía ninguna herida en la cabeza. O al menos
no se le veía. Los botones del vestido continuaban perfectamente cosidos.
Tampoco podía ver ningún rasguño ni moratón en los brazos. No parecía
haberle ocurrido nada distinto de lo que ya habíamos pasado en la granja. El
aspecto físico era bueno. Preferí no pensar en el emocional.
—No tienes por qué decirme nada, Milat. Ni siquiera tenemos que hablar
de nada en concreto —le aseguré e intenté sonar lo más comprensiva que
pude—. Si necesitas algo, o si puedo hacer algo por ti, por favor, pídemelo.
—¿Quieres hacer algo por mí? —Se le escapó una risita—. Muérete, Eva
Goldiak. Muérete lenta y dolorosamente en este mismo instante, porque eso
es lo único que necesito que alguien como tú haga por mí.
Me dio de inmediato la espalda.
—Pero ¿qué dices, Milat? ¿Por qué dices eso? —Intenté acercarme a
ella, tocarle el brazo—. Por favor, ¿estás bien? Sé que es una pregunta
ridícula en la situación en la que estamos, pero si me dices…
Se volvió, me agarró por los hombros, me empujó con fuerza y me tiró al
suelo junto a la hierba, contra la que dio mi cabeza, para después echarse
sobre mí y agarrarme el pelo. Había perdido la cordura.
—¡Maldita hipócrita, hija de puta!
Lancé un grito. Levanté las manos para apartarla, pero ella me golpeaba
la cabeza contra el suelo una y otra vez, y me insultaba. Escuché la voz de
Temel. Luego, se acercó y la golpeó con algo: Milat cayó. Se levantó
rápidamente mientras Temel la señalaba con un palo de forma
amenazadora. Milat se rio mordazmente antes de girar de nuevo hacia mí,
que no comprendía nada.
—No me hables. No me toques. ¡Ni siquiera te atrevas a volver a
respirar en mi dirección, Eva Goldiak! —gritó. Parecía loca—. A partir de
ahora, lo que pueda hacer para destrozarte la vida te lo haré igual que tú me
lo has hecho a mí. Así que no vuelvas a hacerte la buena. Porque te voy a
destruir.
—Pero…
—Te aseguro que puedo usar tus mismas artimañas. Y lo haré mucho
mejor que tú.
Me miró una última vez, apretó los dientes. Se marchó envuelta en ira.
Me dejó allí, tirada en el suelo. Temel mantuvo el palo en alto hasta que
estuvo segura de que Milat no volvería. Después lo dejó a un lado para
acudir en mi ayuda. Había caído justo donde había tirado el agua sucia, por
lo que estaba toda manchada. Intenté no manchar a Temel mientras me
agarraba de la mano para levantarme, dolorida.
¿Qué demonios había sido aquello?
—Yo… —Me toqué la cabeza. Tenía todo el pelo embarrado—. No
puedo decir qué ha pasado, no tengo ni idea.
—¿Estás bien?
—Sí. Yo estaba aquí, estaba con la ropa y de pronto apareció Milat. Me
alegré mucho de verla bien, pero ella se ha vuelto loca. —No encontré una
palabra mejor para definirlo—. De pronto, comenzó a decirme un montón
de cosas, que yo era una hipócrita. No sé, no sé lo que le ha pasado.
No tenía ni idea de por qué había actuado de ese modo. No podía decir
nada más que eso. Temel respiró ruidosamente, me pasó la mano por el
brazo sucio y trató de consolarme.
—Creo que yo sí sé lo que le ha pasado.
—¿Qué?
—¿Recuerdas que te dije que todas habíamos pensado en hacer algo que
nunca creímos que fuésemos capaces de hacer? Bien. No había dicho nada
porque supuse que no era ni agradable ni problema de nadie más que de
Milat, pero ella llevaba un tiempo detrás de tu soldado.
—¿De mi soldado?
—Sí, de Bergen —dijo Temel cruzada de brazos, incómoda—. Yo la
había atrapado varias veces mientras se hacía notar cuando él estaba
delante. Un día que yo estaba escondida en el granero, Bergen entró y ella
lo había seguido hasta allí.
¿Había ocurrido algo entre Bergen y Milat? Se me paró el corazón, pero
no dije nada. Necesitaba tanto que Temel continuase como que el corazón
me volviese a latir.
—Yo me había prometido no contarlo porque me parecía de mala
persona hacerlo. —Temel suspiró con resignación—. Pero ella se quitó la
ropa delante de él y quedó completamente desnuda. Bergen la miró y le
preguntó qué hacía. Ella le dijo que… Bueno, le dijo un montón de cosas.
—Temel se puso roja—. Aunque, básicamente, que ella podía ser buena con
él si él era bueno con ella.
Ahora mi corazón se retorcía dentro de mí de una forma extraña.
—Y se besaron, claro —dije con un angustioso hilo de voz.
A eso se refería Bergen cuando me dijo que las mujeres se le ofrecían.
Mujeres atractivas como Milat que se desnudaban ante él por su posición o,
simplemente, porque era un chico guapo. Mujeres a las que no les
importaba que él fuese el mismo demonio y que, de seguro, él estaba
encantado de aceptar. Apreté los puños con rabia.
—No. Bergen la rechazó de mala gana. —Temel no sonrió, pero pareció
muy satisfecha cuando volvió a hablar—. Le dijo que se vistiese y regresara
con las demás. Y que no le volviese a dirigir la palabra.
Ahora sí atisbé una sonrisa en Temel y casi se la devolví. No sabía por
qué, pero que Bergen la hubiese rechazado me gustó mucho más de lo que
hubiese imaginado. Aunque no estaba bien que me alegrase su humillación.
—Quizá debería habértelo contado, lo siento. Fue unos días después de
lo del bosque, cuando Bergen y tú volvieron con los lobos. Como Milat no
sabe que yo los vi, preferí hacerme la tonta —dijo apenada—. Supuse que
sería bastante humillante para ella que la hubiesen rechazado como para
que, además, lo supiésemos. Luego pensé que había muerto.
Asentí. Seguramente, no había sido fácil para Milat ofrecerle algo así a
uno de los soldados; mucho menos ser rechazada al hacerlo.
—Sí, no deberíamos decírselo a nadie —asentí.
—Ya.
—¿Y por qué crees que le ofreció algo así a Bergen? —susurré
pensativa.
—Creía que me ibas a preguntar otra cosa —replicó Temel soltando un
bufido de alivio—. Está más que claro. Quería ganarse el favor del jefe de
los soldados. Por eso no ha parado de rondarle desde el principio. Tendrías
que haberle visto la cara cuando te fuiste al bosque con él y no regresaron
esa noche. No pegó ojo.
Ahí residía la razón por la cual Milat había estado tan preocupada por mí
cuando Bergen y yo pasamos la noche subidos al árbol.
—¿Cómo que el jefe de los soldados?
—Sí, capitán, general, teniente o como sea que se llamen entre ellos.
Bergen es el que manda, ¿no te habías dado cuenta?
Debí parecer una auténtica idiota. Nunca me había parado a pensar en la
jerarquía que tenía cada soldado ni en qué puesto tendría el diablo entre
todos ellos. Yo no me había percatado de que ninguno impusiese órdenes
por encima de los demás. A eso se refería Milat cuando me preguntó qué
soldado creía que mandaba. Ella había hecho alusión al diablo esa noche.
—Pero todos los uniformes son iguales —susurré al pensarlo—.
Ninguno tiene nada que se destaque por encima de los demás.
—Bueno, yo de eso no entiendo. Lo único que sé es que, cuando deciden
algo o valoran algo entre ellos, todos miran hacia Bergen. Incluso el tal
Helmut, que parece que tiene un poco más de autoridad, lo mira de reojo
cuando ordena algo. Además, todos le tienen miedo y hacen siempre lo que
él dice. Por no mencionar que tiene su propia habitación.
Cuanto más escuchaba a Temel, más me sorprendía al pensar que estaba
en lo cierto. Sobre todo me sorprendió que ella estuviese pendiente de eso.
Todo el mundo estaba mucho más preparado para la supervivencia que yo.
—¿Qué creías que iba a preguntarte?
—¿Cómo?
—Has dicho que creías que iba a preguntarte otra cosa —le recordé sus
palabras.
Pude notar cómo se tensaba, incómoda de nuevo.
—Creí que ibas a preguntarme la razón por la que Milat te echa la culpa
de su rechazo. Después de esto, estoy segura de que ella y yo tenemos la
misma opinión de por qué Bergen la rechazó.
—¿Por qué crees que lo hizo?
—Porque a él le gustas tú.
—Eso es imposible, Temel. Ese soldado me odia. ¿Por qué todo el
mundo está empeñado en no verlo?
—¿No te has dado cuenta? Cuando él está en la misma habitación que tú,
siempre te está mirando.
Temel no sonrió ni se movió durante los segundos siguientes. Solo me
miró en silencio, hundió los ojos en mí y después comenzó a caminar hacia
la cocina sin esperar mi respuesta.
Me costó volver a respirar con normalidad y seguirla.
***
A brí los ojos con la cabeza pegada al libro, encima del escritorio, con
un rastro de saliva en la página doce. Los platos de comida habían
desaparecido y, como siempre, estaba sola en la habitación.
Agradecí que no estuviese después de la discusión de la noche anterior.
“Discusión”; me sorprendía pensarlo así. ¿En qué momento tomé confianza
con Bergen como para discutir con él?
Y para decirle las cosas que le dijiste, para tener la seguridad de que no
te hará daño por mucho que lo llames “monstruo”, “monstruo asesino”.
Por mucho que me doliese pensarlo, eso era él. Ya me parecía bastante
horrible que fuese un soldado de la Gestapo que atrapaba a personas
inocentes y las enviaba a la muerte. Pero ¿la Luftwaffe? ¿Por qué tenía que
ser de la Luftwaffe? Era como ser el rey de los monstruos. No me extrañaba
en absoluto que no tuviese corazón.
Me puse de pie y me dirigí hacia uno de los cajones del vestidor. Al
abrirlo, recordé que los alemanes lo habían saqueado todo. Ya no estaban ni
los retratos de mi madre ni los de mis abuelos, que la señorita Orli había
conservado en el cajón donde mi madre los guardaba cuando esa era su
habitación. Había querido ver una vez más el rostro de mi abuelo. Nunca se
me había ocurrido pensar en la parte contraria de la guerra. En a quiénes él
habría herido; en a quiénes él habría matado. Nunca había pensado que los
otros verían con los mismos ojos a nuestros soldados, es decir, como
monstruos, y a sus propios monstruos como héroes. Mi abuelo había
recibido medallas durante la guerra. Mi madre me las había mostrado con
orgullo cuando me contaba la historia de nuestra familia.
Tuve un profundo sentimiento de agonía porque se trataba de uno de los
pocos recuerdos maravillosos que me quedaba de mi madre antes de que la
enfermedad se la llevase. Ahora también estaba manchado. Ese maldito
soldado destrozaba todo a su paso.
Salí de la habitación dando un pequeño portazo y me dirigí escaleras
abajo hacia la cocina para encontrarme con la señorita Orli, que comenzaba
a preparar las cosas.
—Buenos días, Eva —dijo con una sonrisa.
Me sentí tentada de reprocharle el vergonzoso espectáculo que había
organizado con la cena y la chimenea la noche anterior, pero preferí dejarlo
pasar. ¿Para qué discutir más?
—¿Puedes, por favor, llevar esos platos al desván del sótano? —Me
señaló una pila de platos blancos que había sobre la mesa—. No los usamos
y aquí solo sirven de estorbo. Y sube tantos botes de verduras como
encuentres. Creo que apenas quedan cuatro o cinco.
Asentí, tomé los platos y me fui en dirección al sótano, bajé la escalera
en absoluto silencio para que nadie se percatase. Aunque fuese algo
justificado, no les hacía mucha gracia que saliésemos del perímetro que
ellos consideraban controlado dentro de la casa.
Encendí la luz de varios candelabros para tener la suficiente iluminación.
Estaba bastante lúgubre. El sótano se había convertido en un nido de polvo
y telarañas que parecía más un lugar abandonado que una parte de una casa
habitada. Al no tener iluminación propia ni ventanas, los soldados no
bajaban nunca, por lo que no solicitaban mantenerlo en buenas condiciones.
Me acerqué al aparador para abrir uno de los cajones. Al tirar, el asa se
rompió y quedó en mi mano. Estaba podrido; todo el mueble lo estaba.
Dejé los platos en el suelo para tener libres las dos manos e intenté abrir
el cajón sin éxito. Entonces probé con el de arriba; lo quité. Luego, tomé un
cuchillo para usarlo de palanca para así abrir el atascado. Al sacarlo, la base
se hizo pedazos y se cayó a mis pies, lo que me dejó en las manos una
estructura hueca.
Me agaché para ver qué era lo que se había caído. Aparté los trozos de
madera podrida cuando vi que algo brillaba allí. Lo reconocí al instante. Era
mi futuro anillo de bodas. El anillo que simbolizaba mi compromiso con
Fritz. Aparté más trozos de madera hasta encontrar un colgante de la
señorita Orli, uno que le había regalado la madre, unos pendientes que no
reconocí y una pulsera que parecía de pequeños diamantes. Los soldados
habían saqueado todas nuestras cosas de valor y las tenían apartadas para
llevárselas cuando se marchasen de la granja. ¿Qué hacía todo eso ahí
escondido? ¿En qué momento alguien lo había metido en el aparador del
sótano?
Puse las joyas debajo del aparador, recogí los trozos de madera del cajón
podrido y los tiré a un lado para que no se viesen. Coloqué la tapa del cajón
en el mueble para que no se notase a primera vista que se había abierto.
Subí la escalera con más cuidado aún y fui a buscar a la señorita Orli,
que, por suerte, estaba sola. La llamé con la excusa de que no era capaz de
encontrar las latas de verduras. Puso mi misma cara de sorpresa cuando le
mostré lo que había encontrado.
—Pero no lo entiendo, ¿de dónde ha salido todo esto?
—Estaban escondidas en ese cajón. —Señalé—. Pero no tengo ni idea de
cómo han podido terminar ahí. Los soldados han tomado todo lo de valor y
lo han dejado en bolsas en la habitación del enfermo. ¿Por qué no están esas
joyas allí?
La señorita Orli inspeccionó mi anillo de compromiso, que era de oro
puro. Todavía recordaba la cara de orgullo de la señora Holz cuando se lo
había dado a la señorita Orli para que lo guardase hasta el casamiento.
—Alguien lo esconde aquí para quedárselo —susurró la señorita Orli,
pensativa—. Los soldados alemanes son los que han saqueado todo. No van
a robarse a ellos mismos, ¿no? —Guardó silencio unos segundos antes de
continuar—. Los hombres están hacinados arriba en la buhardilla, por lo
que ha tenido que ser una de nosotras, que andamos más libremente por la
casa.
—Pero las bolsas con los objetos de valor están guardadas en la
habitación del enfermo y allí siempre hay alguien. Es imposible entrar y
llevárselo.
—Puede que lo escondiesen antes de que los soldados hiciesen el
saqueo. —La señorita Orli frunció el ceño—. O incluso antes de que los
soldados llegasen.
Agarré a la señorita Orli del brazo. Sabía lo que estaba pensando.
—No puede culpar a las Becker solo por suposiciones.
—El anillo es tuyo, el collar es mío y los pendientes y la pulsera creo
que eran de la señora Schreiber —dijo la señorita Orli enfadada—. Aquí
hay algo más que suposiciones.
—¿Cree? No está segura de quién son los pendientes ni la pulsera.
—No son ni tuyos ni míos.
—Pero tampoco sabe si son de alguna de las Becker —repliqué molesta
—. Y si ha sido una de ellas, ¿cuál de las tres?: ¿Ami?, ¿la señora Becker?,
¿Milat? ¿Además, por qué iba Milat a arriesgar la posición que tiene ahora
con Hank?
—¡Oh, por favor! —gruñó la señorita Orli ante mi señal de silencio—.
Sabes tan bien como yo que ese soldado se cansará de ella en cuanto la
disfrute dos veces más.
La relación de Milat con Hank, junto con los privilegios que eso le
concedía, tenían a la señorita Orli completamente desquiciada.
—Además, esas joyas deben de llevar más tiempo ahí que un par de días.
¿Has visto lo podrida que estaba la madera?
—El mueble entero está podrido. Lleva así meses —le recordé. No podía
especular con la parte de la verdad que le interesaba solo para culpar a las
Becker—. Repito que no se puede acusar a nadie de algo tan serio sin
pruebas. ¿Tiene idea de lo que le harán los soldados a la persona que las
haya robado?
Seguramente la fusilarían.
—Tenemos que pensar dónde esconderlas —susurró la señorita Orli.
—¿Vamos a quedárnoslas? —pregunté perpleja.
—Por supuesto que sí. Para empezar, son nuestras. Y para terminar, ¿qué
quieres hacer con ellas? ¿Devolvérselas a los soldados para que nos corten
las manos por tenerlas?
—Debería ponerlas donde estaban. Devuélvalas a su sitio.
—¿Cómo? —dijo la señorita Orli—. El cajón está roto y tienes el tirador
en la mano. No podemos meterlas en su sitio. Quien sea que las haya
escondido sabrá que alguien las ha visto en cuanto venga a revisar el botín.
Además, es una suerte que las hayas encontrado. Es una oportunidad única
para nosotras.
—¿A qué se refiere? —susurré confundida. No entendía qué quería
hacer, pero parecía muy emocionada.
—¿No te das cuenta? —dijo con una sonrisa—. Nos guardaremos estas
joyas mientras te ganas la confianza del soldado Bergen. En cuanto veas la
oportunidad, le pides que nos deje huir a las dos. Nos las llevaremos para
poder subsistir.
—¿Se ha vuelto usted loca? —dije atónita.
¿De qué habla? ¿En qué momento el diablo va a permitirnos huir a la
señorita Orli y a mí solo porque yo se lo pida? La señorita Orli no sabe lo
que dice.
—Los hombres son muy simples, Eva. Tú lo estás haciendo muy bien
con ese soldado —susurró convencida—. Mucho mejor que Milat con el
suyo. El alemán enfermo no aguantará mucho más. Si eres agradable,
sumisa, consentidora con él —recalcó esta última palabra—, entonces,
quizá, nos permita huir cuando haya que irse de la granja. Si te tiene algún
tipo de afecto, sea el que sea, te dejará huir antes que llevarte al gueto.
Si le hubiese contado exactamente la relación que existía entre el diablo
y yo –con los detalle de cómo nos habíamos hablado la noche anterior– le
hubiese dado un infarto. Era imposible que Bergen me dejase huir. De
hecho, dudaba de que me permitiese seguir en el cuarto si las cosas seguían
así.
—¿Y qué va a hacer con las joyas? —pregunté—. ¿Las va a esconder
aquí?
—No. No. Hay que sacarlas del sótano —dijo con seguridad—. La
persona que las haya escondido aquí las buscará con lupa. Hay que
moverlas.
—¿Adónde las va a llevar?
Se quedó absorta mientras miraba cómo las piedras de los pendientes
brillaban en sus manos, hasta que pareció que se le ocurrió algo.
—Escóndelas en el cuarto del soldado Bergen. —Me las ofreció—. En el
vestidor. En uno de los cajones.
—Definitivamente, se ha vuelto loca.
—Ahí no puede entrar nadie más que tú. No las encontrarán.
—Bergen también está ahí —le recordé—. ¿Sabe lo que me haría si
descubre que escondo las joyas?
No tenía ni idea de lo que podía ocurrir si Bergen lo descubría, pero el
solo hecho de pensar que podía creerme una ladrona me generó angustia.
Me recordé que no sería un robo: algunas se trataban de mis propias joyas.
—¿Y entonces qué hacemos?
No quería hacer nada con ellas. Quería dejarlas allí. ¿En qué momento se
me había ocurrido abrir aquel estúpido cajón?
—En el cuarto de lavado —claudiqué—. Debajo del mueble de limpieza
hay varias cajas de jabones. Ahí hay jabón para meses. Lo mejor que se me
ocurre es meterlas en el fondo de una de las cajas y poner encima los
jabones.
La señorita Orli tomó una servilleta de tela, envolvió las joyas y me las
dio. No estaba de acuerdo. Dudaba mucho de que tuviésemos la
oportunidad, con o sin permiso, de escapar de la granja. Además, darles un
uso real parecía bastante improbable. Era un riesgo demasiado alto que
íbamos a correr por algo que casi seguro no podríamos utilizar. Por otro
lado, si alguien estaba dispuesto a intentar escapar y necesitaba las joyas, no
me parecía bien quitárselas para destrozar cualquier oportunidad que
tuviese de hacerlo. Fuese quien fuese.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer cuando la señorita Orli me lo había
pedido y me había puesto las joyas en la mano? Subí la escalera detrás de
ella, con una mezcla de resignación y miedo. Se asomó primero para
hacerme una señal cuando no hubiese nadie en el pasillo. Salté los
escalones de dos en dos. Me dirigí hacia el cuarto de lavado sin hacer ruido.
Me agaché junto al mueble que usábamos para guardar los productos de
limpieza. Agarré una de las cajas con jabones que nosotras preparábamos.
Antes de que los alemanes llegaran, la reclusión en la granja nos había
generado tardes de aburrimiento. A la señorita Orli se le ocurrió enseñarles
a todos nuestros invitados a hacer jabones caseros, de modo que habíamos
juntado una cantidad considerable de ellos. Los teníamos de todos los
colores y perfumes imaginables. Saqué todos los que estaban en la caja
elegida y metí el pañuelo en el fondo, coloqué los jabones encima con
cuidado para después poner la tapa y meter la caja entre las demás. Quedó
uno afuera, no cabía de nuevo en la lata debido a las joyas, así que lo eché
al barreño para usarlo en el siguiente lavado.
Me pareció tardar un siglo en hacerlo y poder volver a salir al pasillo. La
señorita Orli estaba vigilante. Afirmé con la cabeza para indicarle que ya
estaba hecho. Pareció muy satisfecha y me dedicó una amplia sonrisa, pero
no fui capaz de devolvérsela.
Te fusilarán por esto, Eva Goldiak.
***
Cuando me desperté ya era de día. La luz entraba por las ventanas del
granero. Me froté los ojos mientras miraba a mi alrededor e intentaba
recordar dónde estaba y por qué estaba allí. Estiré las piernas y bostecé.
Bergen estaba de pie con los pantalones y las botas puestas con la chaqueta
en la mano. Al levantarme de un salto, tiré la manta que me cubría y me
acerqué a él.
—¿Ya puede pararse? —pregunté al mirar el vendaje para comprobar si
estaba manchado de sangre—. ¿Puede caminar?
—Sí. —Dejó la chaqueta a un lado. Se veía demasiado manchada.
Tomó la camisa con manchas y se la puso dentro del pantalón, aunque
aún se le veía un poco la sangre.
—Déjeme a mí la chaqueta y la camisa. Me iré al cuarto de lavado y las
lavaré ahora mismo para que nadie vea la sangre.
—Lo primero que tienes que hacer es ponerte ropa —dijo y con eso me
recordó que tan solo llevaba una camisa de hombre puesta—. Toma lo que
sea del cuarto de lavado. —Iba a darme la espalda, pero se volvió de nuevo
hacia mí—. Ropa de mujer, de ser posible. —Agarró mi manta del suelo y
me envolvió con ella—. Mejor, te acompaño hasta allí —agregó con un
gesto para salir del granero.
—Pero se le ve la sangre. —Señalé las marcas que asomaban por su
cintura.
Bergen tomó el fusil del suelo y se lo puso por delante de la camisa para
tapar las marcas.
—Solo será un momento, hasta que lleguemos a la habitación.
Habría objetado lo que me decía, de no ser porque estaba absorta
mirando el fusil.
—¿Te suena esto? —dijo Bergen—. Estaba afuera, en el suelo. ¿Ni
siquiera se te había ocurrido esconderlo?
Preferí no decir nada y darle la espalda. Había olvidado por completo
que esa cosa existía.
—He escondido el maletín y todo lo demás al fondo del granero. No creo
que nadie vaya a encontrarlo ahí. —Bergen se dirigió hacia la puerta—.
Vamos.
Lo seguí con resignación mientras procuraba no arrastrar la manta. Por
las voces y ruidos que se escuchaban en la casa, supuse que sería la hora del
desayuno y que todos debían de estar despiertos. Aunque no había ningún
soldado de guardia. Bergen se metió por la parte de atrás, por el cuarto de
lavado, que estaba vacío. Escondí la chaqueta en una de las bolsas sucias.
Luego, tomé un vestido negro con pequeños adornos blancos, unas medias,
ropa interior y zapatos de una de las bolsas limpias. El diablo me hizo un
gesto para que lo siguiese. Metí la ropa oculta bajo la manta y fui tras él.
Por suerte, llegamos a la habitación sin cruzarnos con nadie.
Bergen dejó el fusil sobre la cama y se fue hacia el vestidor, así que yo
aproveché para quitarme la manta y empezar a cambiarme. Me puse la ropa
interior, la camiseta y las medias e iba a ponerme el vestido cuando la
puerta se abrió. Egbert entró en la habitación. Me miró de arriba abajo con
una sonrisa.
—Eh, tú, estúpido. ¿No sabes llamar? —Bergen salió del vestidor con un
pantalón oscuro y una camisa azul celeste ya puestos, furioso, mientras yo
me ponía el vestido a toda prisa—. ¿Quieres que te enseñe a llamar con la
cabeza?
Egbert se echó hacia atrás, alzó las manos en señal de paz para
disculparse rápidamente. Le susurró algo a Bergen como si fuese
confidencial y se marchó sin mirarme.
Me hubiese gustado preguntarle al diablo si habían notado su ausencia,
pero no me atreví. Ahora, en la casa, parecía que los roles de nazi y judía
estaban presentes otra vez.
—Tenemos otra reunión en el comedor durante el desayuno. Baja y
come lo que quieras, todo lo que te dé la gana. Dices que es mi orden, a
quien sea —dijo y salió por la puerta con un portazo. Me dejó sola en el
cuarto.
No sabía bien qué esperaba después de nuestro beso en el granero, pero
no me gustaba volver a eso: a que no me atreviese a decir nada y que él me
diese una orden tras otra. Me quedé sentada en el suelo durante un buen
rato. ¿Qué esperaba entonces que pasara entre nosotros? Objetivamente,
¿nos conocíamos más por un beso? El nivel de intimidad que habíamos
tenido. Haberlo deseado y permitido que me tocara de aquella manera me
daba una sensación de confianza y cercanía que no sabía si teníamos
realmente.
Me gustaba. No había querido reconocerlo antes, pero Bergen me
gustaba desde hacía días. A pesar de mis esfuerzos por decirme que era un
monstruo, me hacía sentir algo que me volvía loca. Me atraía su
personalidad, no podía dejar de escucharlo, aunque fuese terrible.
Físicamente todavía me atraía más. Siempre me había considerado una
persona sensata, que sabía controlar ese tipo de emociones. De hecho,
nunca había deseado que nadie se me acercase ni le había permitido
hacerlo. No pensé que sería incapaz de controlarme delante de un chico por
mucho que me gustase. Sin embargo, la noche anterior había perdido
completamente la cabeza. Sentía que volvería a perderla si Bergen entraba y
me besaba de nuevo. ¿Cómo podía controlar algo así? ¿Cómo ignorar algo
tan arrollador?
Se suponía que yo era una chica tradicional. Una buena chica educada
con valores férreos que no permitirían que me dejase llevar por la lujuria.
Que no desearía a nadie que no fuese mi esposo. Que sabía que lo contrario
constituía una vergüenza y una humillación pública. Así me habían
educado. ¿Cuántas veces había escuchado a los demás insultar a chicas que
habían cometido actos indecorosos? Mi madre, claro, incluida. También la
habían insultado a ella. Sin embargo, irónicamente, nunca había escuchado
nada malo sobre los chicos que habían cometido con ellas dichos actos. Me
puse de pie y estiré con las manos el vestido. Mejor no pensarlo.
Salí del cuarto y bajé la escalera en dirección a la cocina. Tenía hambre,
ya que llevaba mucho tiempo sin comer nada y había vomitado muchas
veces. Me parecía raro que no me desmayara por las esquinas.
Entré en la cocina. La señorita Orli y la señora Rivka cocinaban estofado
de conejo en el fuego mientras la señora Becker y Milat conversaban como
si nada. Como si el padre de la familia y el hijo mayor no hubiesen muerto
unas horas antes.
Me dirigí hacia el fondo de la cocina con una sonrisa al pensar que podía
comerme el bocadillo que deseara cuando, al pasar junto a la señorita Orli,
me susurró al oído: “Tenemos un problema”.
—Eva, ¿dónde estabas? Quería mostrarte algo —dijo Milat mientras ella
y la señora Becker se reían—. ¿Has visto mi nueva adquisición?
Me volví hacia ella sin mucho entusiasmo y vi que movía al aire la mano
derecha.
—Mira lo que me ha regalado Hank —continuó con risas—. Me lo
encontré en el suelo del pasillo, junto a la pata de la mecedora, y me dijo
que podía quedármelo. Que una joya tan bonita merecía estar en el dedo de
una chica igual de bonita.
Al decir eso, Milat estiró su brazo hacia mí y puso la mano junto a mi
cara para mostrarme el anillo que tenía puesto. Mi anillo de compromiso.
Milat lo había encontrado.
—Ha sido muy gracioso porque él no sabe que eso no siempre es así.
Las joyas bonitas no siempre están con chicas bonitas. —Se rio con malicia
—. Porque, ¿no era este tu anillo de compromiso con Fritz?
—Sí. —Intenté demostrar el mayor grado de indiferencia que pude al
responder.
—¿Sabes? Es curioso que aparezca tirado por el suelo. La última vez que
lo vi, la señorita Orli lo tenía guardado en una cajita en su cuarto.
—Los alemanes lo han saqueado todo y lo han guardado en bolsas para
llevárselo. Se les habrá caído al hacerlo —dije cruzada de brazos, sin darle
importancia.
—Sí, eso pensé. —No paraba de tocar el anillo con satisfacción—. Eso
significa que no limpian bien el suelo. Porque, si no, habría aparecido antes,
¿no crees? Frota mejor, querida —dijo con el gesto de frotar el piso delante
de mi nariz—. Estoy segura de que sabes hacerlo.
Milat se rio, me dio la espalda y se marchó de la cocina seguida de su
madre, que parecía estar orgullosa de la hija.
—Malditas estúpidas —dijo la señorita Orli furiosa. Soltó el trapo que
tenía en la mano—. ¿Cómo se puede alardear en un momento como este?
—A mí lo que me parece raro es que lo haya encontrado en el suelo del
pasillo —dijo la señora Rivka mientras lavaba los trozos de conejo—. He
barrido mil veces donde dice que lo encontró y puedo asegurar que ahí no
había ningún anillo.
La señorita Orli y yo nos miramos.
—Bueno, vamos a empezar con las tareas porque, de lo contrario, se nos
hará tarde —susurró la señorita Orli—. ¿Te vas al cuarto de lavado?
—Primero iba a comer algo —dije lo más humildemente que pude. No
quería parecerme a Milat—. Bergen me ha dicho que coma lo que quiera.
—Estupendo —me respondió sin entusiasmo—. Pues come lo que
quieras. Si a Milat le han dado un anillo, ¿por qué no iban a darte a ti unos
mendrugos de pan?
Era lo último que le faltaba a la señorita Orli para aumentar su ira hacia
las Becker y la situación de aparente ventaja que tenían. Me extrañó que
Hank le diese a Milat, por la que no sentía el más mínimo afecto, un objeto
tan valioso, y que le permitiese exhibirlo a la vista de todos.
Me fui hacia la despensa y tomé dos trozos grandes de pan, que estaban
duros, les agregué mermelada de manzana, y los comí con ansia.
—¿Saben algo de Chaim? ¿Cómo está? —pregunté mientras me
levantaba de la mesa.
—Del malestar que tenía está bien —dijo la señorita Orli con cierta
soberbia—. Comió, descansó y le bajó la fiebre.
Me alegré mucho de oír eso.
—Pero se dio un golpe muy fuerte. —Miró a la señora Rivka, aunque me
hablase a mí—. Se le han roto varios dientes y la muñeca izquierda.
—También es mala suerte. Pobre muchacho.
—Sí, pobre muchacho.
No tenía que ser adivina para saber lo que había pasado. Lo que la
señorita Orli me habría dicho de no estar delante la señora Rivka, que
Bergen debía de haberle dado una paliza a Chaim al enterarse de que me
había disfrazado de él. Preferí no decir nada. Recogí mi plato ante la mirada
inquisidora de la señorita Orli, agarré mi delantal y me fui hacia el cuarto de
lavado, donde ya estaba Temel con la ropa de una de las bolsas.
—Buenos días —dijo con una sonrisa—. No sabía si hoy vendrías, ¿qué
pasó ayer?
—El soldado me tuvo entretenida —dije con la bolsa que tenía el
uniforme manchado de sangre en la mano—. ¿Qué tal estás?
—Como siempre —dijo Temel mientras frotaba una camisa con jabón—.
No tengo mucho más que contar que esto.
Las dos sonreímos con resignación y empezamos a lavar. Al finalizar la
primera tanda de lavado, Temel salió a tender y aproveché para meter la
chaqueta de Bergen en un barreño y ponerle jabón; frotaba fuerte para
intentar sacar la sangre, sin éxito: esas manchas eran muy difíciles. Lo
había comprobado con la ropa y las sábanas del soldado herido. Había que
dejarlas un par de horas en remojo, además de utilizar un jabón especial.
Aún así, no siempre resultaba suficiente.
Dejé la chaqueta en el barreño y me dediqué a limpiar el resto de la ropa.
Cuando Temel regresó, solté la frase que tenía preparada cuando miró el
agua teñida de rojo.
—A Bergen se le cayó una copa de vino.
Sonreí satisfecha al ver que ella asentía y continuaba. Estuvimos
alrededor de tres horas agachadas frente a los barreños. En un momento,
uno de los soldados se paseó por la puerta de atrás, de forma
despreocupada, mientras fumaba un cigarro con el fusil en la mano.
—Desde que nos atacaron siempre hay uno de guardia —dijo Temel sin
darle importancia—. Dan vueltas por la casa y beben sin parar durante
horas como si así no fuesen a atacarnos.
—¿Saben que mataron al señor Becker y se llevaron a Daniel?
—¿Lo dices porque a Milat le ha dado igual? —dijo como si ya nada
pudiese sorprenderla—. Sí. Lo saben. La señora Becker lloró toda la noche,
hasta que Milat empezó a gritarle que se ocupara de las hijas que aún le
quedaban vivas. Fue una noche horrible. ¿Puedes pasarme una pastilla de
jabón?
Temel había terminado de limpiar un pantalón y lo había dejado en el
barreño de la ropa que había que tender. Tenía en la mano una pastilla de
jabón bastante grande. ¿Para qué querría otra?
—Por favor —me insistió.
Me levanté algo desconcertada. Todas las pastillas de jabón eran
similares. Que quisiese otra distinta no tenía mucho sentido. Aún así, me
agaché frente al mueble para tomar una lata y descubrí que detrás había
escondido un fusil. Me levanté de un salto y miré horrorizada a Temel.
—Cuando los otros soldados nos atacaron, los alemanes se volvieron
locos. Salieron desesperados y regresaron a la casa a organizarse, a hacer
una reunión sin siquiera recoger los cadáveres. Así que fui hasta el campo y
traje el fusil de Dominik.
No sabía qué decir. ¿Cómo se había atrevido? Si los alemanes se
enteraban la matarían sin dudarlo.
—Mis padres están muertos —dijo Temel sin rastro de sentimiento en la
voz—. Mi hermano y yo no tardaremos mucho en morir. Hay que
aprovechar el tiempo que nos quede para vengarnos de ellos. Así que voy a
matarlo, Eva. Voy a matar a ese asesino.
Sus palabras fueron como un latigazo en la espalda. Uno inesperado y
doloroso.
¿A quién? ¿A quién quería matar Temel?
—Voy a matar a Alger.
—No sabes lo que dices.
—Sí, lo sé. Hace mucho tiempo que pienso en que ojalá se presente
alguna oportunidad. Sueño con hacerlo. Y por fin tengo los medios. Pero
necesito tu ayuda. —Bajó aún más la voz.
Temel quiso agarrarme del brazo, pero me aparté. Estaba loca si pensaba
que iba a dejar que hiciese algo así. No iba a matar a Alger. O, mejor dicho,
Temel no iba a intentar matar a Alger haciendo que él la matase a ella.
—Tienes que traerlo hasta el granero. —Parecía decidida—. Me
esconderé y le pegaré un tiro en cuanto lo vea aparecer. —Intentó agarrarme
del brazo de nuevo.
—No digas tonterías, Temel. Tú no sabes disparar. Deja el arma donde la
encontraste y reza para que nadie se dé cuenta.
—Eva, por favor, no puedo hacerlo sola. Necesito que traigas a Alger
hasta el granero.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo voy a hacer eso?
—Es un cerdo que te seguirá sin dudarlo si le insinúas que quieres
acostarte con él.
¿Temel había usado la palabra “acostarse”? ¿Todo el mundo sabía lo que
eso significaba? ¿Todos menos yo? No pensaba hacerlo. Además, ya había
utilizado esa treta para salvar a Bergen y no lo volvería a hacer.
—Solo tienes que darle un par de besos y se irá contigo —sonrió. Había
perdido la lucidez—. Lo llevas al granero y, cuando comience a desvestirse,
saldré de mi escondite y le pegaré un tiro.
—No pienso permitir que lo hagas, Temel. Y para nada voy a besar a
Alger ni a llevarlo a ningún sitio.
—Te quiero como si fueses mi hermana —me dijo con una seriedad
férrea. Se sentía como otro latigazo. Uno muy fuerte—. Te he defendido
siempre de las demás, y has podido contar conmigo para ayudarte siempre
en lo que fuese.
—Lo sé.
—Ahora necesito que me ayudes.
—Temel, por favor. Ni siquiera sabes disparar. No lo matarás.
—¿Es que no viste lo que le hizo a mi madre?
—Sí, Temel. Lo vi y lo siento —susurré—. Lo siento mucho. Pero no es
posible. ¿Qué crees que pasaría incluso si llegases a matarlo? Todo el
mundo acudiría al disparo. ¿Entonces qué? Por favor, piénsalo un momento.
—Eso no me importa. Lo que pase después no me importa en absoluto.
—¿Crees que tu madre querría verte muerta así? ¿Crees que se alegraría
de verte muerta, incluso aunque pudieses vengarla? Si vas a hacer algo
estúpido, por lo menos haz algo que tenga sentido. Escápate. Intenta ser
libre. Pero no te metas en un callejón sin salida en el que solo conseguirás
que te maten.
—Entonces buscaré otra manera de hacerlo sola.
—Por favor.
Rechazó mi intento de abrazarla y se marchó del cuarto sin que pudiese
detenerla. Temel había perdido la cabeza. Todas las personas de la granja
nos habíamos vuelto locas ante esa situación insoportable. No podía
culparla por querer matar a Alger después de haber visto cómo él y Hank
torturaron día tras día a su madre hasta llevarla a la muerte. Nadie podía
culparla por querer que ese hombre muriese. Pero de nada le serviría si ella
moría al hacerlo. Su madre no habría querido eso.
Me acerqué hasta las latas de jabón y volví a cubrir el fusil con ellas. No
podía quedar ahí. Había que ver dónde lo poníamos sin que nadie se diese
cuenta. Pero tampoco quería quitarle el arma a Temel sin su consentimiento.
Tenía que convencerla de que jamás conseguiría matar a Alger. Lo mejor
sería hablar con la señorita Orli y que ella también le hiciese ver que era
una locura. Cuando me dirigía a la cocina, pasé por el pasillo de entrada
mientras los soldados salían del comedor. Alcancé a ver a Bergen que
hablaba con Helmut de forma distendida. Parecía estar bien, no había nada
que delatara lo sucedido. Entonces vi que Alger salía hacia la escalera y me
miraba intensamente. Me fui rápido hacia la cocina.
¿Se habría dado cuenta de lo que le había hecho la noche anterior? No
sabía si habría relacionado la falta de morfina conmigo o si estaría enfadado
porque me había burlado de él al no presentarme en el baño. Seguramente
estaba molesto porque había perdido la oportunidad de atacarme.
Me crucé con la señora Rivka que se dirigía al comedor para ordenar
después de la reunión y me metí en la cocina. La señorita Orli estaba con la
comida en el fuego.
—Tu soldado no debería moverse si no quiere que se le descosan los
puntos —susurró de espaldas—. Debería descansar unos días en la cama.
Traté de no ruborizarme al pensar que ya se le habían saltado los puntos
una vez.
—Supongo que vienes a disculparte por lo que pasó la otra noche —dijo
mientras se volvía hacia mí—. Me disgustó mucho que me hablases de esa
manera.
—Mi intención jamás fue disgustarla —repliqué—. Y lamento mucho si
en algún momento no le hablé correctamente.
No estaba de acuerdo con el comportamiento de la señorita Orli, pero
tampoco quería discutir, sobre todo, cuando había cosas más importantes.
Lamentaba haberle faltado al respeto, aunque hubiese sido necesario. Vi
con alivio cómo ella no podía ocultar su satisfacción ante mi disculpa y le
conté lo ocurrido con Temel. Palideció de tal manera que pensé que había
dejado de escucharme mientras le explicaba con todo lujo de detalles.
—Pero ¿los alemanes no han notado la falta del fusil?
—Quizá crean que los atacantes se lo llevaron.
—O sea, tenemos un arma con la que ellos no cuentan —dijo la señorita
Orli mientras cavilaba—. Debemos recuperar tu anillo de compromiso.
—¿Qué? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—¿Es que no te das cuenta? Las demás baratijas apenas tenían valor. Lo
más importante era el anillo. Eso nos permitiría realmente conseguir dinero
una vez que nos escapemos. ¡Y ahora contamos con un arma!
Temel y la señorita Orli se habían vuelto locas.
—Pero ¿qué dice? Temel quiere matar a un soldado. ¿Se da cuenta de
que la matarían solo por pensarlo?
—Sí, sí. No te preocupes, hablaré con ella esta noche. Déjame que
piense en un sitio donde podamos guardar el arma hasta que consigamos
salir de aquí. Tú encárgate de recuperar el anillo.
—¿Cómo voy a hacer eso?
—¿No dices que Bergen te ayuda en todo lo que le pides? —dijo con
condescendencia—. Entonces demuéstralo. El anillo es tuyo, pero Hank se
lo ha dado a Milat. Dile a Bergen que te lo devuelva.
Después de semejante barbaridad, la señorita Orli tomó el cuenco, se
volvió de nuevo hacia la comida y me dio la espalda.
¿Acaso no se da cuenta de lo que me acaba de pedir? ¿Cómo voy a
pedirle al diablo que me dé un anillo de oro tan valioso solo porque sí?
¿Cómo voy a pedirle que me devuelva el anillo de mi compromiso con
Fritz? Es cierto que le salvé la vida una vez, pero él me la ha salvado
muchas más sin pedir nada a cambio.
Además, no quiero que piense que soy una interesada que le cobro la
ayuda. Mucho menos por un estúpido anillo que ni siquiera me importa.
¿Para qué lo quiere la señorita Orli? ¿No dice que Bergen no va a ayudarnos
a escapar? ¿Para qué necesitamos el anillo, entonces? La idea escapar de
esta granja, cargadas de joyas y con un arma, me parece absurda.
***
No tenía nada que decir sobre eso por lo que me fui hacia el armario de
los productos de limpieza. También me acerqué hasta el pozo y llené dos
recipientes grandes de agua limpia mientras miraba de reojo los arbustos
donde probablemente estaba escondido el fusil. La señorita Orli no sabía lo
que me pedía. ¿Cómo iba a recuperar el anillo? Se suponía que Milat lo
había encontrado y que Hank le había permitido quedárselo. ¿Qué razones
le iba a dar a Bergen para que me lo diese? ¿Qué había sido mío? A los
alemanes no les importaba la propiedad judía en absoluto. Además, me
avergonzaba pedirle algo material a Bergen. Me hacía sentir mal, como si le
cobrara por el momento que habíamos tenido juntos. Eso sin entrar a
valorar otros factores porque, ¿qué me hacía suponer que lo haría? Como si
no tuviésemos ya bastantes problemas con Hank como para buscarnos otro
por un motivo tan tonto. La señorita Orli tendría que conformarse sin el
anillo. No quería disgustarla por nada del mundo, pero, en esa oportunidad,
no me iba a ser posible cumplir con lo que me pedía.
Terminé de limpiar el baño de abajo y el de arriba. Tarde casi dos horas
en sacar toda la mugre acumulada en el suelo, los lavabos y las paredes. No
me extrañaba que Bergen me dijera que los soldados se contagiaban
enfermedades. Me lavé las manos en el baño de arriba a conciencia y salí al
pasillo con los productos de limpieza en la mano, cuando vi a Milat
apoyada en la puerta de su cuarto. Me miraba fijamente con una bata blanca
y unas zapatillas a juego mientras se acariciaba suavemente un mechón de
pelo con la mano. Supe lo que se me venía encima. Su madre y su hermana
estaban lavando ropa por mi culpa, cosa que Milat no iba a dejar pasar.
Gracias, diablo.
—¿Estás de limpieza? —dijo con malicia al mirar los productos que
tenía en la mano—. Ven a limpiarme el cuarto. Está hecho un desastre.
Me detuve en seco en mitad del pasillo. ¿De verdad íbamos a hacernos
eso?
—¿Qué pasa? ¿Estás sorda? —me dijo con absoluta prepotencia—.
Mueve tu culo asqueroso ahora mismo hasta aquí y limpia mi habitación.
¿O quieres que le diga a Hank que te lo diga él?
Por supuesto que él estaría encantado de entrar en el juego, que Milat le
dijese que me lo pidiese, y que yo le dijese a Bergen que me salvara de ello.
Y así hasta conseguir un enfrentamiento entre ambos. No estaba segura de
qué querría el diablo que hiciese en esa situación, pero no me parecía una
buena idea pelearnos por algo así. Por no hablar de lo que les parecería a los
demás soldados. “Las malditas judías arman revuelo por estupideces
cuando tenían problemas mucho más serios”, dirían de seguro. ¿Qué más
daba? ¿Qué importancia tenía limpiarle la habitación a Milat si así ella se
quedaba tranquila y me dejaba en paz?
Asentí con resignación y fui con ella hacia el cuarto. Entré y vi el
cúmulo de ropa y trastos esparcidos por el suelo. Habían convertido la
habitación en un basurero. Apenas podía avanzar para llegar hasta la cama y
empezar a deshacerla. Milat cerró la puerta satisfecha, como una araña que
observa a una mosca atrapada en la telaraña antes de comérsela. Traté de
darme prisa y estar el mínimo tiempo posible con ella.
—Tengo la espalda completamente destrozada —dijo mientras yo
cambiaba las sábanas—. Y las rodillas. Hank no para de pedirme que me
arrodille ante él una y otra vez durante todo el día.
Hice como que no la escuchaba y agarré una bolsa para echar dentro las
sábanas sucias. Agradecí no comprender bien las guarradas que decía.
—¿Qué pasa? Quita esa cara de susto —continuó con una risita malévola
—. Además, seguro que podemos hablar de muchas cosas tú y yo. Estamos
en la misma situación. Somos iguales.
Yo no me parezco en nada a ti.
Terminé de hacer la cama y fui hacia la mesa para limpiar. Tropecé con
una vieja caja de música que había en el suelo, hecha pedazos.
—¿Qué tal es Bergen en la cama? —No parecía que fuese a callarse,
aunque la ignorara—. La verdad es que Hank es bastante brusco. Violento.
Aunque tuve un novio que le pasaba algo parecido, así que sé llevarlo
bastante bien.
¿Novio? ¿Milat había tenido novio? Terminé de limpiar con rapidez.
Abrí otra bolsa y eché los trastos esparcidos por el suelo. Ya solo me
quedaba barrer y fregar.
—Colócame también la ropa en el armario. —Señaló varios vestidos que
había apilados en un rincón—. Imagino que habrás notado un cambio
importante de Fritz a Bergen, ¿no? Porque, ¿llegaste a acostarte con Fritz?
Recogí los vestidos, comprobé que casi todos eran suyos o míos, y los
puse en las perchas con cuidado. No creí que a Milat le sirviesen mis
vestidos. ¿Por qué los tenía allí?
—Siempre me había parecido que debías de ser una sosa en la cama.
Estoy segura de que Bergen debe de aburrirse mucho contigo.
Busqué la escoba. Ya casi había terminado. Solo tenía que aguantar un
poco más.
—Apuesto a que te echas boca arriba como una muñeca de trapo y ni te
mueves hasta que termina. ¿Te dieron esa charla ridícula, no? Esa de que el
hombre lo hará todo y que tú no tienes ni que moverte. —Se empezó a reír
—. La mayor utilidad que le debes dar a un hombre será limpiarse en ti
cuando termine.
Apreté las manos contra el palo de la escoba. Que no supiese bien de qué
hablaba, no significaba que no entendiese la ofensa y el insulto en el tono.
—Aunque dudo mucho de que lo consiga si mira la cara que tienes. —Su
risa era cada vez más escandalosa y aguda. Las palabras, cada vez más
hirientes—. ¿Te tapa la cara? No creo que le parezcas guapa.
—¿Entonces por qué te rechazó a ti y me escogió a mí? —No pude más,
no pude soportar un segundo más los insultos y las humillaciones, los
estúpidos comentarios de que Bergen se aburría conmigo. ¿Qué sabría esa
imbécil lo que nosotros hacíamos?
Se le puso la cara roja como un tomate de la rabia. Enseguida se dio
cuenta de que me refería a su bochornoso ofrecimiento en el granero. A
cómo se había desnudado, y él la había rechazado. A que yo lo sabía. Sonreí
al ver que se le desencajaba la cara al pensar que probablemente Bergen me
lo había contado. Quizás, incluso, nos habíamos reído de ella. No tenía idea
de que me lo había dicho Temel.
—Lárgate. —Le costó bastante articular palabra alguna mientras yo la
miraba con la escoba en la mano—. ¡Que te vayas! ¡Fuera! ¡Fuera, hija de
puta!
Milat me pegó un empujón hacia la puerta y arrojó los productos de
limpieza al pasillo. Con otro, me sacó del cuarto y me tiró al suelo contra el
contenedor de agua y el resto de trapos que ya había arrojado al pasillo.
—¿En serio quieres competir conmigo? Bien, te vas a acordar de esto —
dijo mientras daba un portazo en mi cara, lo que hizo que yo mirase
alrededor por si algún soldado acudía.
Me puse de pie y me sacudí el vestido que se me había mojado. Sabía
que no estaba bien lo que acababa de hacer y que no debía justificarme a mí
misma al pensar que ella había empezado o que se lo merecía. Había caído
muy bajo al enfrentarme a ella, pero que me dijese que Bergen se aburría
conmigo, que yo no servía para satisfacerlo, me había alterado tanto que no
había podido contenerme. No sabía lo que significaba ser una sosa en la
cama, pero yo no era eso. No quería serlo.
Tampoco quería pensar en el hecho de que, probablemente, al igual que a
los otros chicos, a Bergen no debía de parecerle bonita. Nunca me había
importado no ser guapa. Obviamente, de haber podido elegir, habría elegido
serlo, pero hasta ese momento, no me había preocupado lo que los chicos
pensasen de mi aspecto; ni siquiera Fritz. Supongo que, porque, a pesar de
mis esfuerzos, no sentía nada por él. Él no me gustaba, no me atraía en
ningún sentido, así que me daba lo mismo que él tuviese esos sentimientos
hacia mí. Pero, por alguna razón, me empezaba a obsesionar lo que Bergen
pensara de mí. Si me miraba con superioridad desde ese rostro perfecto, si
pensaba que yo no estaba a su altura, que no era lo bastante bonita como
para gustarle.
Es un soldado nazi y tú eres una judía, Eva. Hay cosas más importantes
que deben preocuparte.
Recogí todo y guardé los productos en su sitio, en silencio. Me asomé de
refilón al cuarto de lavado. La señora Becker y a Ami estaban de rodillas,
cada una frente a un barreño sin descanso. Apenas habían avanzado y
todavía quedaban por limpiar casi todas las bolsas. No terminarían para la
hora de almorzar. De hecho, con ese ritmo, dudaba mucho de que
terminaran para la hora de cenar. Por muy ridículo que fuese, no me gustaba
ver sufrir así a nadie. Ni aunque se lo mereciese. No me gustaba la idea de
que fuesen a quedarse sin comer por no haber terminado.
—Se supone que eres mi amiga —dijo Temel mientras se acercaba y me
daba un empujón en la cadera—. ¿Cómo has podido contarle a la señorita
Orli mi plan?
—Temel. —Le hice un gesto rápidamente para que bajara la voz—. Solo
intento ayudarte. No sabes lo ridículo y peligroso que es eso a lo que tú
llamas plan. Que ni siquiera es tal cosa.
—¿Ah, no?
—¿Sabes utilizar un arma? ¿Tienes alguna escapatoria en el caso
hipotético de que lo consigas, para cuando el resto de soldados acuda ante
el sonido de un disparo? —No hacía falta una respuesta para saber que era
negativa—. Pues eso es un suicidio y no voy a dejar que lo hagas.
—No necesito tu permiso, Eva —replicó furiosa—. No tenías derecho de
contarlo y menos de decirle que me escondiese el arma.
—Temel, recapacita, por favor.
—Voy a hacerlo con tu ayuda o sin ella. Así que dile a la señorita Orli
que me devuelva el fusil porque yo fui la que lo encontró. Y no vuelvas a
meterte en mis asuntos.
Intenté tomarla del brazo, pero se apartó de mí con un manotazo y se fue
enfadada. ¿Cómo iba a hacer entrar en razón a esa persona tan testaruda?
¿Por qué no podía darse cuenta de que ese plan era una locura y de que solo
iba a conseguir que la matasen? La señorita Orli y yo teníamos que
sentarnos a hablar con ella. Aunque tampoco confiaba mucho en la señorita
Orli.
Me aparté del cuarto de lavado y fui a la cocina. La señorita Orli y la
señora Rivka discutían el reparto de comida en los platos, ya que no iba a
haber suficiente comida para todos. Parecía que había problemas en todas
las habitaciones de la granja.
—No, Marie. Así como te digo está bien —dijo la señora Rivka mientras
ponía varios platos en fila—. He deshuesado muy bien la carne. Todos los
trozos son buenos. Será suficiente.
—¿Tan mal vamos de comida?
—La cena está controlada —intervino la señorita Orli al mirar unas
croquetas que habían hecho con la carne de conejo y a unos paquetes de
arroz que estaban apartados—, pero los alemanes no quieren más estofado.
Hemos tenido que hacer filetes con la carne de conejo, lo cual la ha
menguado bastante, y no tenemos más patatas para la guarnición.
La última vez que había bajado a la despensa había comprobado que no
quedaba leche ni mantequilla, pero no me había fijado en los demás
faltantes. Había visto bastante aceite, harina, té, café y azúcar, por lo que los
desayunos y meriendas eran completos. La señorita Orli hacia galletas y
bizcochos con frecuencia. También quedaba mermelada de manzana. Pero
no ocurría lo mismo con el almuerzo y la cena. Mientras a nosotros nos
daban sopa aguada con fideos, los alemanes comían toda clase de platos
elaborados. Pastel de verduras, arroces, pastel de carne, paté, casi todas
nuestras latas de conservas, filetes y estofados de todos los animales que
habían matado en el granero. Durante esas semanas, los alemanes no se
habían privado de nada. Incluso los había visto repetir ración y tirar
considerables sobras a la basura. Habían arrasado con todo.
—No pasa nada. Vamos a repartir los filetes como podamos y mañana
será otro día.
—Sí, será otro día. Pero ¿qué vamos a comer mañana?
—Los soldados van a salir a cazar más conejos mañana al alba. Nos han
dicho que preparemos el café en el comedor después del almuerzo porque
van a tener otra reunión. Imagino que para planificarlo.
No dejaba de ser irónico que las plagas de conejos que habían destrozado
los cultivos, fuesen nuestra salvación.
—Después de servir la comida a los alemanes tengo que subir la de los
hombres a la buhardilla —dijo la señorita Orli con pesar—. Eva, después de
comer, ¿puedes ayudar con el café a la señora Rivka?
—Sí, no se preocupe.
—Bien. Ahora empecemos a servir los platos y a llevar las bandejas al
comedor. Ya es la hora de comer —dijo la señora Rivka. Empezó a
organizar el expendio.
Ayudé como pude a repartir y a que todas las bandejas estuviesen listas
en el comedor mientras los soldados bajaban y empezaban a ocupar los
asientos. Me crucé con Bergen que avanzaba por el pasillo hablando con
Helmut. Bajé la cabeza y pasé a su lado sin mirarlo. Me dirigí hacia la
cocina sin detenerme, pero me pareció que él giraba para mirarme aunque
Helmut le hablase. No resultaba habitual verlo relacionarse con los demás
soldados, a excepción de la hora de la comida o si organizaban alguna
reunión. Siempre odiaba ver a Bergen entre ellos.
No sabía si aún estaba enfadada por cómo se había reído la noche
anterior, pero sus últimas palabras antes de que nos quedásemos en silencio
me hicieron sentir confundida. ¿Qué sentimiento debía tener hacia alguien
que no se arrepentía de algo horrible, pero que, a la vez, lamentaba haber
hecho algo que me produjese dolor? Nunca creí que se apenara solo por
herir mis sentimientos. ¿Acaso se trataba de una atención hacia mí? ¿Debía
considerarlo así? ¿Cómo podía ser dulce o tierno cuando estaba hablando
del asesinato de mi prometido? Aunque no lo amara, seguía siendo mi
prometido en el momento en que Bergen lo mató.
Agarré mi cuenco de comida y me senté en un rincón mientras veía a
Temel aparecer por la puerta para tomar el suyo y marcharse sin dirigirme
la palabra. Estaba pensando que la señorita Orli y yo teníamos que hablar
seriamente con ella, cuando Milat entró por la puerta de la cocina muy
arreglada.
Todas nos quedamos con la boca abierta al ver cómo se había adornado
el pelo corto con un lazo, cómo se había maquillado los labios de un rojo
intenso y cómo se había enfundado en un vestido azul más que ceñido cuyo
escote dejaba intuir sus enormes pechos. Un atuendo que, dada la situación
en que nos encontrábamos, estaba absolutamente fuera de lugar. Se veía
lista para una fiesta.
—Parece que, como mi madre y mi hermana están ocupadas con la
limpieza, se olvidaron de las prioridades a la hora de servir la comida —le
dijo a la señorita Orli.
Pude ver el esfuerzo que tuvo que hacer para dejar de mirarla con
desaprobación y darle la bandeja preparada.
—Lo siento, Milat. Como ellas no pueden venir a comer hasta que no
terminen, no sabíamos si tú bajarías.
—¿Y por qué no iba a bajar? —dijo mientras se sentaba frente a mí con
la bandeja de comida delante de mi miserable cuenco aguado. Me pareció
una analogía perfectamente válida a nuestros respectivos aspectos físicos.
Milat estaba realmente atractiva. Siempre había sido la chica más guapa
de la granja, la que mejor sabía arreglarse. Después de la conversación que
habíamos tenido por la mañana, me pareció bastante claro que se había
vestido así para fastidiarme.
¿Y sabes cómo lo va a hacer? Con esas inmensas tetas delante de
Bergen.
Me costó volver la cabeza hacia otro lado y dejar de mirárselas. Era
como si fuesen a salirse del vestido en cualquier momento.
Si me cuesta a mí apartar la vista, me imagino a Bergen cuando ella se le
pasee por delante así vestida.
Una intensa amargura me bajó por la garganta y me impidió tragar la
sopa. La idea de que a Bergen le pareciese hermosa y deseara acercarse a
ella me enfermó.
—¿Te das cuenta de que esos soldados han matado a tu padre y a tu
hermano? —dijo la señora Rivka tras acercarse a Milat, lo que hizo que
todas la mirásemos.
—A mi padre y a mi hermano no los mataron los alemanes. Los mataron
los soldados esos que nos atacaron —puntualizó Milat sin dejar de comer.
—¿Y a mis hijos? ¿Quién mató a mis hijos? ¿Quién mató a mi marido?
Solté la cuchara sobre el plato. La señora Rivka, que apenas se había
atrevido a dar una opinión desde que había llegado a la granja, miraba con
un desprecio absoluto la ropa de Milat. Supuse que ser testigo de cómo
muchachas que conocía se dedicaban a coquetear tan descaradamente con
asesinos debía de ser imposible de tolerar en silencio. Me avergoncé al
pensar en cómo yo deseaba parecerle agraciada a Bergen y en lo que
pensaría de mí si lo supiese. Si hubiese podido escuchar mis pensamientos.
Quise meterme debajo de la mesa para que no me viese.
—¿Te parece correcto lo que haces?
—¿Y por qué no? Puede que tú seas ya una vieja, pero yo no. Yo soy
joven y quiero sobrevivir. Es mi turno de empezar a disfrutar mi juventud.
No es culpa mía que me haya tocado que sea así.
—¿Así es cómo vas a sobrevivir? ¿Siendo una puta?
Milat estrelló la cuchara contra la pared del fondo. Se puso de pie para
enfrentarse con la señora Rivka. La señorita Orli intercedió rápidamente.
—Creo que lo mejor será que descanses un poco —susurró mientras se
llevaba a la señora Rivka hacia la puerta y le hacía un gesto de calma a
Milat con la mano—. Encárgate del café, Eva —me dijo la señorita Orli
antes de salir.
—No te preocupes —dijo Milat—. Estaré encantada de ayudarte a servir
el café a los alemanes. Hank está con el soldado enfermo, por lo que podré
centrar toda mi atención en atender a los demás.
Estaba claro que se refería a Bergen. Fui incapaz de ingerir nada más.
Me levanté y comencé a preparar el café y las bandejas. Cuando Milat
terminó de comer, el café estaba listo.
Los alemanes avisaron que habían terminado el almuerzo. Esperaban el
café para empezar la reunión. Milat se adelantó, por lo que entramos con un
segundo de diferencia. Dejamos las bandejas y nos dispusimos a retirar los
platos. Fue aún peor de lo que me esperaba. En cuanto los soldados se
fijaron en Milat, la mayoría empezó a soltar vítores y silbidos. Algunos
incluso se pusieron de pie.
Miré a Bergen para ver su reacción ante semejante espectáculo. Estaba
sentado, en silencio, pero también la miraba.
—Madre mía, por fin una mujer de verdad —dijo Egbert cuando le
retiraba la bandeja—. Vaya par de ojos bonitos que tienes.
—No era lo que yo estaba mirando —dijo Carsten que se inclinaba en la
silla para mirarle las piernas mientras ella recogía la bandeja de Helmut.
Hice lo mismo con las de los soldados que tenía frente a mí, aunque no
se diesen cuenta de mi presencia. Miré a Bergen por el rabillo del ojo
cuando Milat se acercó a él.
—¿Usted ha terminado de comer? —dijo ella después de poner una
mano en el hombro del diablo con una descarada sonrisa—. ¿Puedo tomar
el plato?
—A mí también puedes tomarme —gritó Alger desde el otro lado de la
mesa. Los ojos se le salían de la cara.
Bergen entregó el plato y se volvió hacia la mesa, pero vi cómo se le
iban por un momento los ojos a las tetas de Milat mientras lo hacía. Apilé la
bandeja de Carsten junto a las demás con la mirada puesta en el diablo,
furiosa. ¿A él también le gustaba aquel circo lamentable y asqueroso?
¿También le gustaban las tetas de Milat como para no dejar de mirarlas?
—Eh, ¡un momento! —gritó Carsten. Me arrebató la bandeja de las
manos—. Yo también quiero que me la retire la que está buena.
—Sí, que nos alegre un poco la vista antes de la reunión.
Alger me quitó también la bandeja y se la puso sobre el regazo, lo que
hizo que los soldados que tenía más cerca se riesen.
—Tú vete a la cocina o a la cueva de donde te hayas escapado —me dijo
Carsten con un gesto con la mano como si apartara a un perro—. Queremos
que nos sirva la chica guapa.
—Sí, eso —secundó Alger.
Miré hacia Bergen que no le quitaba los ojos de encima a Milat mientras
ella le sonreía con atrevimiento. Ni siquiera me dedicaba una mirada
después de lo que me habían dicho los otros. Tomé las bandejas y me fui
furiosa hacia la cocina. Si a ese idiota le gustaba más Milat, podía irse al
infierno con ella.
—Entiendo por las voces y las risas que Milat ha conseguido la atención
que pretendía —dijo la señorita Orli—. Hay que tener poca vergüenza y
decencia.
Y lo peor es que le sale bien. Bergen no puede apartar los ojos de ella.
—¿Cómo está la señora Rivka? —pregunté para concentrarme en
alguien que lo merecía.
—Está sentada en una butaca en el salón. Necesita descansar. Subo esta
última bandeja y me voy con ella un rato. Encárgate tú de fregar todo.
Asentí con resignación y puse los platos de la bandeja frente a la pila.
—Tenemos que hablar también con Temel.
—Sí, ya la he visto entrar como un demonio por su cuenco y marcharse
sin decir nada.
—Sigue empeñada en ese plan absurdo. Quiere que le devuelva usted el
fusil. ¿Está segura de que no podrá encontrarlo?
—Sí, no te preocupes. Luego veremos cómo la hacemos entrar en razón
—dijo y me dejó sola frente a la pila de platos sucios.
Agarré el trapo y el jabón para empezar fregar mientras escuchaba las
risas que llegaban del comedor e intentaba mantener la cabeza aún más fría
que el agua. Seguramente, todos estaban encantados con Milat por lo que
hacían comentarios asquerosos y denigrantes. Embobados como borregos.
Quizá Bergen ni siquiera se había percatado de que me había ido.
—Quiero azúcar.
Solté un grito y giré para ver al diablo en mitad de la cocina, de pie
frente a mí con una taza de café en la mano. No tenía ni idea de cómo
conseguía entrar en una habitación así, de forma tan silenciosa, pero odiaba
que lo hiciese. Siempre que lo hacía me daba un susto mortal. Intenté
recuperar la compostura y me pasé la mano mojada por la frente. Habría
jurado que había puesto azúcar en las bandejas.
—¿Qué hace usted aquí?
—Quiero azúcar.
Me sequé la frente con uno de los trapos y pasé por delante de él hacia la
estantería para tomar la azucarera.
—¿Y por qué no se lo pide a Milat? —dije sin ocultar la rabia—. Seguro
que ella estaría encantada de dárselo.
—Tu amiga está pisando un terreno muy peligroso —dijo mientras
echaba azúcar en el café.
—No es mi amiga.
—Mejor, no quiero que estés cerca cuando la violen entre todos.
No disimule mi cara de horror.
—Me parece que se le ha olvidado dónde y con quién está. ¿Qué crees
que va a pasar? Puede que no sean buenos soldados, pero se les da bien
propasarse con mujeres. ¿Crees que Hank la va a defender de todos los
demás? Si quiere acostarse con a alguno en especial, debería hacérselo
saber de forma más disimulada. —Bergen se dio vuelta y tomó un trago al
café.
¿Más disimulada? ¿Quiere decir que, si Milat desea acostarse con él,
debe decírselo de otra manera para que él la acepte? Si tan claro lo tiene,
¿por qué la ha rechazado cuando ella se desnudó frente a él en el granero?
Ya no pude pensar de la rabia. Me cegaba.
—¿Se le ofrece algo más? —dije dispuesta a meter las manos en la pila
de agua para lavar los platos, lo que hizo que Bergen me mirase.
—¿Me estás echando? —dijo con una sonrisa de sorpresa—. ¿Todavía te
dura el cabreo por lo del idiota de Fritz?
—¿No tenían una reunión para planificar la caza de conejos de mañana
por la mañana? —Traté de sonar lo más indiferente que pude.
—La caza no es mañana por la mañana, sino mañana por la noche.
—No —susurré—. La señorita Orli dijo que sería mañana al alba.
—Entendió mal. Saldremos a cazar cuando anochezca —dijo mientras se
cruzaba de brazos—. ¿Por qué pones esa cara?
—Esta mañana ha sido difícil repartir la comida. La cocina cuenta con
que mañana por la mañana habrán cazado conejos.
—¿No queda comida?
—Si mañana no llega nada hasta la noche, no sé si habrá suficiente para
todos —susurré angustiada.
Ya ni siquiera pensaba en nosotros. Lo que más me preocupaba era que
faltara comida para los alemanes y que lo pagaran la señorita Orli y la
señora Rivka.
—¿Qué has comido hoy?
¿Qué importaba eso en aquel momento? ¿Es acaso no había escuchado
que al día siguiente no habría comida para todos?
Quizá me faltan tetas para conseguir que me preste atención.
—Te dije que podías comer lo que quisieses. —Desvió la vista hacia la
pila de platos—. Y que no tenías que hacer ningún trabajo más.
—Sí, y yo le dije que cumpliría con mis tareas porque quería ayudar a
las demás. Aún así, ha mandado a Ami y a la señora Becker a limpiar la
ropa. ¿Por qué lo ha hecho?
—Me parece que la palabra que buscas es “gracias” —gruñó Bergen
vuelto hacia mí.
—¿Gracias? —Lo encaré—. ¿Sabe usted los problemas que voy a tener
con las Becker por eso? Le dije que haría mis tareas; no tenía por qué
meterse.
—Esto es increíble, ¿se puede saber qué pluma es la que tienes rota en
ese cerebro de pájaro? Te he hecho un favor. Deberías agradecerlo.
—Ah, sí, claro, seguro. Supongo que debería dar las gracias y revolotear
desesperada alrededor suyo mientras le sirvo café.
—No, por favor. No se te ocurra dejar ese encanto natural que tienes
para llamarme monstruo y discutir cualquier cosa que haga.
Al decir eso, Bergen y yo estábamos frente a frente, mirándonos, por lo
que no me percaté de que la señorita Orli había entrado en la cocina hasta
que fingió toser. Quise apartarme, estábamos demasiado cerca, incluso para
discutir, pero él me agarró del brazo y me lo impidió.
—No hemos terminado de hablar. Dile a tu madrastra que se vaya o se lo
diré yo —me dijo completamente en serio. Estaba muy enfadado.
—Bergen —dijo Milat al entrar en la cocina—, disculpe que lo moleste,
pero los demás soldados me mandan a avisarle que lo esperan para la
reunión. Si desea algo de la cocina, yo estaré encantada de servirlo. —El
tono que utilizaba para hablar con él estaba fuera de lugar. Parecía decirle
algo íntimo.
Intenté disimular la sonrisa de sarcasmo y de rabia que se me vino a los
labios mientras escuchaba el descaro de Milat. Volví a mirar a Bergen, que
seguía frente a mí sin quitarme los ojos de encima. Tenía ganas de echarme
a llorar solo de escuchar cómo ella era capaz de coquetear con él. Seguro
que sabía besar de verdad, hacer todo lo que él quisiese. A él le encantaría
cualquier cosa que Milat hiciese.
—Todo el mundo fuera de la cocina ahora mismo —gruñó Bergen
mientras mantenía la presión en mi brazo para que no me moviese de mi
sitio.
—No —repliqué. Tanto como Milat y la señorita Orli miraron
confundidas a Bergen—. Lo esperan en el comedor. Vaya usted.
Me solté y le di la espalda antes de que pudiese decir nada. Quizá Milat
no se hubiese dado cuenta de la escena que acababa de ocurrir en mitad de
la cocina, pero la señorita Orli, sí. En cuanto estuve frente a ella, me tomó
las manos, asustada, al tiempo que miraba por encima de mi hombro cómo
Bergen se marchaba de la cocina seguido de Milat con tal portazo que
agrietó uno de los marcos de madera de la puerta. A ese paso, su ira iba a
destrozar las puertas de toda la granja.
—Eva, ¿te has vuelto loca? —preguntó angustiada mientras yo cerraba
los ojos e intentaba contener las lágrimas—. ¿Cómo se te ocurre hablarle
así?
—Ay, señorita Orli.
—No, no llores —dijo con dulzura al apoyarse mi cabeza en el hombro
—. No te preocupes. Ahora tienen muchas cosas de las que hablar en la
reunión. No va a hacerte daño. No tengas miedo.
Ni siquiera iba contestar ese comentario. Por supuesto que Bergen no iba
a hacerme daño físico, lo tenía muy claro, pero eso le había dado un gran
poder sobre mí. Me destrozaba el corazón, mi estúpido e inexperto corazón.
Había deseado besar a Bergen con todas mis fuerzas y había puesto toda
mi alma en ese beso. Había sentido cosas nuevas y anhelado que él también
las sintiese. ¿Y ahora a él se le iban los ojos detrás de los pechos de Milat?
No podía soportarlo. Era un idiota, el mayor que había existido nunca.
Estuve unos minutos abrazada a la señorita Orli para ahogar mis lágrimas
hasta que me sentí con fuerzas para soltarme.
Había problemas mucho más importantes que ese imbécil. Cuando le
conté a la señorita Orli que los soldados iban a salir de caza al anochecer
del día siguiente, tuvo un ataque al pensar que no podría darle de comer a
todos.
Pasamos gran parte de la tarde haciendo cuentas para repartir de forma
ecuánime lo poco que quedaba de arroz. Sin embargo, no había cantidades
suficientes para todos, no cantidades aceptables para saciarlos. La única
solución que se nos ocurrió fue echar el arroz a nuestra sopa aguada e
intentar hacer una sopa más consistente para ellos. Algo que los contentara
hasta que consiguiesen la carne de conejo con la que la señora Rivka ya era
una experta en hacer filetes, croquetas, pastel de carne y estofado.
Tendrían sopa para el almuerzo y para la cena, así que la señorita Orli
hizo unos panecillos como acompañamiento y un pastel de manzana de
postre, para engañar un poco al estómago en el caso de que alguno se
quedase con hambre. Cuando terminamos de organizar el menú del día
siguiente, la señora Rivka estaba de vuelta en la cocina, dispuesta a preparar
la cena.
Golder entró y pidió agua caliente para darse un baño, así que fui hasta
el pozo. No me gustaba ir por la noche. Cuando estaba muy oscuro y ya casi
no se veía nada, me imaginaba a la pobre señora Schreiber en el fondo.
¿Cómo podía esperar que Temel no quisiese matar a Alger? Lo extraño era
que no quisiese matar también a Hank.
Y a Bergen, que le mató al padre.
Intenté quitarme ese pensamiento de encima y me apresuré a recoger los
recipientes, a calentarlos y subirlos a la bañera. Me asomé por un momento
al cuarto de lavado al ver que no había luz. La señora Becker y Ami habían
terminado de limpiar toda la ropa, según les había ordenado el diablo y se
habían, por fin, podido levantar. Al menos, esa noche cenarían tranquilas.
—¿Temel? —dije al ver una pequeña silueta que se movía en la
oscuridad.
—Déjame en paz, Eva —contestó de mala manera.
—¿Qué haces sola en la oscuridad? ¿Por qué no estás en la cocina con
las demás?
—¿Las demás? ¿Con quiénes? —replicó enfadada mientras yo me
acercaba más, hasta sentarme en el suelo junto a ella, acurrucada entre los
barreños—. ¿Con Milat y las Becker? ¿O con la señorita Orli y contigo, que
son un par de traidoras?
—No digas eso, por favor. No hacemos esto porque seamos unas
traidoras. Al contrario, sino porque te queremos mucho y tenemos miedo de
que te pase algo.
—¿De qué me pase algo? ¿Algo como ver que matan a mi padre de un
tiro y torturan a mi madre hasta la muerte?
—Algo como que te pase lo mismo que a ellos —susurré apenada.
Temel, con catorce años, había visto el lado más horrible de la guerra
sobre sus seres queridos, en primera fila.
—Tú estás viva.
—Exacto —dijo angustiada—. Yo aún estoy aquí. Y no sé cuánto tiempo
lo estaré, pero hoy estoy aquí, así que debo hacer algo. No sabía qué tenía
que hacer ni por qué había sobrevivido a mis padres, pero, cuando vi el
arma, supe que la razón por la que sigo viva es para que pueda vengar a mi
madre.
—De nada sirve vengarte de alguien si consigues que te maten. Tu
madre no querría eso.
—¿Ah, no? ¿Estás segura? Porque si hubieses visto lo que yo vi a lo
mejor creerías que mi madre también habría deseado que la vengase.
¿Sabes por qué quiero matar a Alger por encima de todos los demás? —
Temel se hizo un ovillo—. Porque él disfrutaba con su dolor. Le hacía
cortes por todas partes. Una vez le agarró la lengua con unas pinzas y
empezó a tirar de ella porque decía que quería que mi madre tuviese la
lengua más larga.
Le puse la mano en el hombro para que se callara, para que no dijese
nada más.
—Los mataría a todos. Si pudiese, les dispararía uno por uno. Pero
tampoco soy idiota. Sé que eso no podré hacerlo. Por eso, elijo a Alger. Y
no me importa lo que digas ni lo que hagas. Esa arma es mi única
oportunidad, así que por favor, devuélvemela.
Se volvió hacia mí, tomó mis manos suplicante.
—Te lo suplico, de hermana a hermana. Devuélvemela.
Entendía perfectamente el odio de Temel, que quisiese ver muerto al
asesino de su madre. Siempre nos decían que debíamos sentir amor, que
amásemos a nuestros semejantes y perdonásemos el daño. Que fuésemos
mejores que ellos porque la vida se encargaría de castigar o premiar los
actos de cada uno. Pero en ese caso estaba de acuerdo con Temel. Esas
personas no debían salirse con la suya, Alger no debía seguir vivo. Tuve
que hacer un esfuerzo por mantener la cabeza fría.
—Lo siento. Sé que se lo merece y que tienes razón. Pero te prefiero
viva que a él muerto. Te quiero demasiado —le dije.
Tuve la intención de acercarme, de abrazarla y acurrucarla entre mis
brazos, en una inútil y triste muestra de consuelo, pero se apartó un poco
más. No dijo nada, solo bajó la cabeza con resignación. Se puso de pie y se
marchó por la puerta que daba al patio trasero.
Te quiero demasiado, pequeña Temel. Por favor, no hagas que te maten.
Me puse de pie, me sequé las lágrimas y fui a la cocina. La señora Rivka
y la señorita Orli les habían preparado las bandejas a los soldados. También
habían servido los cuencos de Ami y la señora Becker que estaban sentadas
a la mesa. Supuse que, después de estar todo el día sin comer, debían de
estar famélicas.
—Por fin apareces.
—Lo siento, señorita Orli, estaba con Temel—susurré con mi mano en el
estómago, abatida—. No creo que venga por la comida.
—Luego intentaré hablar con ella yo también. Toma tú ese cuenco
entonces y cómetelo.
No iba a comer el cuenco de Temel cuando era la que más comía de
todas. No tenía lógica. Debían repartírselo entre ellas.
—No, coman ustedes. Voy a subir la bandeja a Bergen con la cena, se me
ha hecho tarde.
—No te preocupes —dijo la señorita Orli mientras yo buscaba la bandeja
—. Ya se la han subido.
—¿Cómo?
—Como tú tardabas… —Miró de reojo a Ami y a la señora Becker—. Y
como el soldado y tú han tenido un pequeño percance esta tarde, me pareció
que estaban un poco tensos. —Carraspeó—. He pensado que era buena idea
dejar que Milat, que se ha ofrecido, lo hiciese esta noche por ti.
—¿Le ha dado la bandeja a Milat para que le suba la cena a Bergen? —
La rabia que me subió hasta la boca apenas me dejó hablar.
—No grites —me regañó enfadada mientras me tomaba del brazo y me
llevaba fuera de la cocina.
Al fondo del pasillo se escuchaban las voces y las risas de los soldados
en el comedor, por lo que la señorita Orli me llevó hasta la entrada del
cuarto de lavado.
—¿Crees que voy a dejar que subas como si nada después de lo que pasó
esta tarde en la cocina? —me dijo con especial hincapié en “como si
nada”—. Es un soldado alemán, Eva. No sé qué te pasa con él, pero si le
discutes algo, te vuela la cabeza de un tiro.
Mis ojos escupieron fuego. La señorita Orli no tenía ningún derecho de
meterse en nuestra relación. Ella no lo entendía; ni siquiera la entendía yo.
—Creo que es una buena idea que Milat lo relaje un poquito esta noche.
Hizo un gesto con las cejas para acompañar su frase y dejar en claro a
qué se refería. Empezaba a no poder disimular la desesperación que me
producía.
—No puede decirlo en serio.
—Por supuesto que sí. Por nada del mundo vas a subir a esa habitación.
Deja que Milat se encargue. Es evidente que sabe manejar a los soldados y
darles lo que quieren.
Me llevé una mano a la frente. Temblaba. No sabía si era mi mano o mi
cabeza la que lo hacía, pero no podía dejar de moverme de forma
involuntaria. ¿Y si pasaban la noche juntos? ¿Y si a Bergen le gustaba más
Milat que yo? ¿Y si la prefería a ella? ¿Y si no volvía a mirarme ni a
hablarme nunca más?
Después de todo, ella era más guapa, más divertida y más lista. Más
experimentada. No había un solo aspecto en el que no me ganase. Cerré los
ojos, me costaba respirar. ¿Cómo la señorita Orli había podido hacerme
algo así?
—Si después de esta noche se encapricha con ella y te deja en paz, mejor
que mejor.
No iba a callarse. Sabía que me estaba destrozando con lo que acababa
de hacer y, aún así, no iba a cerrar la boca. La señorita Orli tenía que
imponer su voluntad sobre todos los demás. Se suponía que yo tenía que ver
cómo Milat ocupaba mi lugar sin replicar, algo que no podía permitir que
pasara por nada del mundo.
—Sé que estás así porque te ha dado protección y comida —dijo—. Pero
no te olvides que lo hace a cambio de aprovecharse de ti. No digo que no
nos haya venido bien hasta ahora, pero tenemos que ser conscientes de que
los caprichos se pasan.
Escuchaba a la señorita Orli de fondo, como en un segundo plano, ya
que mi cabeza estaba en el piso de arriba, donde Milat se encontraba en ese
momento.
—Vamos a cenar. Ya verás cómo, con el estómago lleno, lo ves todo con
más perspectiva.
Di un tirón con el brazo y solté mi mano.
—No tenía ningún derecho a hacer lo que ha hecho. Por favor le pido;
no, le exijo, que no vuelva a meterse en esto —dije enfadada y le di la
espalda.
Ignoré que me llamaba una y otra vez mientras me marchaba escaleras
arriba. Me detuve en mitad del pasillo para mirar la puerta de la habitación
de Bergen. No tenía la menor idea qué hacer. ¿Entraba en la habitación
como si nada y le pedía a Milat que se fuera? ¿Cuánto hacía que Milat había
subido? ¿Estarían ya juntos? ¿Estarían ya besándose?
Pensar en Bergen, en sus ojos fijos en Milat, se me hacía insoportable.
Me producía un dolor en el pecho como nunca había podido imaginar. No
quería pensar en que las manos de él le recorriesen el cuerpo. Milat sabía
cómo responderle, por lo que él estaría loco por ella, por sus labios carnosos
y sus curvas perfectas. Me dejé caer en el suelo, en mitad de pasillo, sentada
de cara a la puerta de la habitación. Se me acaba de partir el corazón.
Se escucharon varios golpes procedentes del cuarto del diablo. Como si
algunas cosas de cristal se hubiesen caído al suelo. Acto seguido se abrió la
puerta. Milat salió pasillo arriba. Tenía los ojos llorosos. Disminuyó el paso
al cruzarse conmigo, para dedicarme todo su odio.
—Corre con tu estúpido amo que te llama —gruñó mientras continuaba
el camino hacia la habitación de Hank.
Giré la cabeza de nuevo hacia el cuarto, atónita por la escena, cuando
Bergen salió de allí hecho una furia, llamándome a gritos. En cuanto me vio
en el suelo del pasillo, dio dos zancadas, se puso frente a mí, me agarró del
brazo y me obligó a levantarme.
—¿Esperabas aquí a ver cómo salía esta ridícula sustitución que has
armado con tu amiguita? ¿Has venido a ver si te librabas de mí? —Pegó el
rostro al mío. Parecía fuera de sí—. Entra en la habitación ahora mismo o te
juro que te arrastro hasta adentro.
No tenía intención de desobedecerlo, pero no me soltó el brazo al
caminar por lo que volvió a la habitación prácticamente empujándome
hacia ella, mientras algunos soldados se asomaban al pasillo para
contemplar la escena. Bergen me metió en el cuarto, me soltó el brazo y
cerró la puerta de un golpe.
La chimenea encendida daba más calidez de la necesaria y la bandeja
con la cena estaba intacta. Junto a la puerta había varias botellas de cristal
rotas, esparcidas por el suelo. Parecía que Bergen las había estampado
contra la pared. Seguramente, esos habían los ruidos que se habían
escuchado.
Había pasado delante de mis ojos, y, aún así, me costaba trabajo creerlo.
Bergen había echado a Milat, había vuelto a rechazarla. El vestido que le
resaltaba el busto que ella se había puesto le había servido de poco. Habría
estallado de júbilo de no haber tenido al diablo frente a mí con los ojos
enloquecidos de rabia. No parecía el mejor momento para demostrar mi
alegría.
—¿Te parece gracioso? —Se acercó—. ¿Te parezco un payaso del que te
puedes reír?
Estaba rabioso. Supuse que llamarlo “monstruo” a todas horas y decirle
hasta el hartazgo que lo odiaba había hecho que Bergen tuviese una visión
un tanto distorsionada de mis sentimientos. Pero ni yo misma me sentía
capaz de definir qué había ocurrido. Qué había cambiado en mí para que
todo fuese diferente ahora. Tenía que decir algo, pero no tenía la menor idea
qué.
—No, no; en absoluto. —Traté de recomponerme y pensar con claridad.
—¿Me has mandado a tu amiguita a la habitación para librarte de mí?
Si le hubiese dicho que no, seguramente Bergen me habría obligado a
decirle quién lo había hecho y habría descargado la ira con el responsable.
—Usted parecía tan interesado en ella antes, durante el café, que habría
jurado que le agradaría el cambio.
No quería mentirle, por lo que me limité a decir algo que creía una
verdad y que, al no ser cierta, me alegraba de una forma indescriptible.
—¿Ahora eres una madama? —me dijo con ese tono ofensivo que sabía
usar—. Escúchame bien, estúpida, porque, antes de que llegaras a pisotear
mi ego, las mujeres hacían cola en mi puerta. No necesito que nadie me
consiga una mujer.
No sabría definir qué me dolió más de esas palabras. Por supuesto que ya
me había hecho a la idea de que las mujeres se tiraban a sus pies solo por su
aspecto físico o la posición que ocupaba en el mundo. Pero no iba a permitir
que me insultara y menos con algo que no era cierto.
—No, por supuesto que no —dije con un tono de voz que me costó
reconocer como mío. ¿En qué momento había adquirido la confianza
suficiente como para hablarle así, sin miedo por mi vida?—. Usted tiene un
método infalible para que las mujeres caigamos rendidas a sus pies.
En ese instante sus ojos cambiaron de expresión de manera sutil, aunque
la pose seguía siendo de enfado.
—¿Vas a volver a sangrar por la herida? Porque podemos ir directamente
al final de todas nuestras putas discusiones. Maté al príncipe azul y nunca
me lo perdonarás. Por eso voy a ser un monstruo eternamente para ti.
Alcé las manos al cielo en un intento por mostrar mi exasperación.
—¡Por supuesto que sí! —grité—. Usted no solo mató a un ser humano
indefenso, sino que además se ha regodeado de haberlo hecho incluso
delante de sus seres queridos. Delante de su prometida; que soy yo. ¡Y lo
peor es que le parece de lo más normal! —dije sin poder controlarme—.
Pero no hablo de eso ahora. No es un monstruo solo por eso. —Estaba tan
desesperada que se me escapaban sonrisas sarcásticas al pronunciar esas
palabras mientras él me miraba como si fuese un unicornio que empezaba a
hablar. ¿Cómo podía no entenderlo?—. La primera vez que se refirió a mí
me llamo “perro”. —Apreté los dientes en un inútil intento de contenerme
—. No solo me ha tratado de forma inhumana desde que lo conozco, sino
que, escudado en un estúpido pensamiento de que yo coqueteaba con usted,
empezó conmigo un juego cruel en el que casi me mata.
Nunca pensé que me atrevería a decir todo eso. Se lo había dicho en mi
mente mil veces, pero no pensé que llegaría el momento de decirlo en voz
alta. No solo porque antes temía que esas palabras me costaran la vida, sino
porque me había parecido inútil decirle algo que a él no le importaba.
Quizás aquello era lo que no me dejaba entender cómo se había producido
un cambio tan grande en mí, cómo el diablo aparecía diferente ahora ante
mis ojos. Seguí con mi retahíla:
—¿Acaso me parece un monstruo por matar a Fritz? Claro que sí, ¡pero
no solo por eso! —grité fuera de mí, había perdido la capacidad de pensar
con frialdad lo que decía—. El trato, o lo que fuese eso que se inventó
conmigo: ¿tiene la menor idea de lo que me hizo? ¿Tiene la menor idea de
lo que he sufrido por su culpa? Me hizo pasar un infierno. Interiormente me
refiero a usted como “el diablo”. —Me tapé la cara con las manos, no podía
contener las lágrimas—. Pasé hambre, frío, miedo. El terror más grande que
he sentido nunca. Mientras usted estaba convencido de que solo me hacía la
interesante para sacarle más cosas y que en el fondo usted me gustaba…
¡Que me gustaba! ¡El único sentimiento que me despertaba usted era el de
odiarlo con toda mi alma!
Bergen me miró de una forma inescrutable sin una mínima expresión que
me diese una pista de lo que pensaba. No fui capaz de mantener la mirada y
bajé la cabeza. Resultaba intenso decirle a alguien a la cara que lo odiabas,
más cuando ya no era así. Le había dicho todo lo que estaba guardado en mi
interior sobre la relación que habíamos mantenido hasta ese momento, los
sentimientos que había tenido hasta hacía poco. Quizá necesitaba liberarme
de ellos antes de ser capaz de decir los que tenía ahora. Mis nuevos y
extraños sentimientos hacia él. Intenté ordenarlos. ¿Por qué no me salía la
voz? Me sequé las lágrimas. ¿Dónde estaba el valor que acababa de
demostrar al decirle todas aquellas cosas horribles? Necesitaba que volviese
para decir lo demás.
—Creo que ha quedado bastante claro todo entonces —dijo él con
absoluta seriedad, y antes de que pudiese volver a levantar la cabeza, se
había marchado de la habitación con otro portazo a la puerta.
Volví a llorar, desesperada, sola en la habitación y sin haber dicho nada
de lo que quería decir. ¿Por qué no había sido capaz de decirle nada?
—No, espere. Ahora no es así —susurré ya solo para mí. Cerré los ojos
dolorosamente—. Pero necesito que usted me ayude a asimilar que todo es
diferente. Porque es tan diferente para mí que me aterra. Incluso más que
morir. Lo que siento por usted, me aterra más que morir.
Me dejé caer sobre la alfombra, frente al calor del fuego, en un mar de
llanto. Bergen no volvió en toda la noche, y yo me quedé allí sola,
desesperada sin saber qué hacer.
C APÍTULO 19
Pasaron dos días enteros sin que Bergen apareciese por la habitación. Al
menos, cuando yo estaba allí. Lo vi de pasada el primer día, en el comedor,
con otra ropa, por lo que supuse que se había cambiado mientras yo no
estaba. No me dirigió la mirada ni una sola vez. Ni siquiera cuando entré a
agarrar uno de los cubiertos para cruzarme cara a cara con él.
Por las noches, subía la bandeja con dos platos de comida con la
esperanza de que apareciese, aunque solo fuese para retarme y decirme que
no podía volver a comer, pero ninguna de las dos cosas sucedió. Me lo
merecía. Sabía cierta y dolorosamente que me lo merecía.
Él me había tratado mal en un principio, pero su actitud había cambiado
con el avance de nuestra relación. Yo no. Yo no había dejado de decirle que
lo odiaba. No había sido capaz de dejar el resentimiento atrás. Por eso, mis
nuevos sentimientos no podían aflorar. Seguí anclada en verlo como a un
monstruo hasta que se cansó de mí. Si no hubiese sentido nada por él, eso
habría sido lo ideal: que me dejase en paz y que se olvidase de mí. Pero yo
sí sentía algo por él. Algo tan extraño y tan fuerte a la vez que su
indiferencia me apuñalaba el corazón.
¿A quién quería engañar? Él no iba a fijarse en mí. No de verdad. No
como a una mujer de la que pudiese enamorarse. Nunca creí que lo que
decían Temel y la señorita Orli sobre los sentimientos de Bergen fuera
cierto. Sí tenía que admitir que había algo, pero siempre tuve miedo de que
fuera un capricho, de que no fuera verdadera atracción, sino un antojo, algo
divertido para pasar el rato. Dado que se había desvanecido tan pronto, mis
miedos no debían de estar equivocados. Quizá solo había querido ver a la
judía que lo odiaba caer rendida a sus pies, aunque ahora, que creía que no
lo lograría, no necesitaba volver a prestarme atención.
***
El tercer día lo puedo describir como uno de los días claves de mi vida.
Es extraño, porque empezó como cualquier otro con la salida del sol en
hora y con cada cosa en el lugar de siempre.
Bajé la escalera deslizando los dedos por el pasamano, pensativa. Desde
lo ocurrido con Bergen sentía una profunda tristeza a lo largo de todo el día.
En la cocina, la señorita Orli y la señora Rivka estaban en problemas para
repartir la carne entre los soldados.
—Creía que entre lo que había en el carro y la caza de conejos
estábamos mejor. —Miré el armario donde guardábamos las conservas.
—¿Qué conejos? Apenas trajeron algo esos necios —replicó la señorita
Orli, furiosa—. Se creen que los conejos van a salir de la madriguera a la
hora que ellos digan y que se van a acercar a la granja para que ellos no
tengan que alejarse.
—Pero ¿no van a salir esta noche también, Marie? —preguntó la señora
Rivka.
—Eso creo. Me han pedido que les indique dónde puede haber más
madrigueras. Les he ampliado el cerco que señalé alrededor de la granja.
—Entonces ya está. Confiemos en que esta noche tendrán más suerte y
traerán carne. Mientras tanto vamos a tirar con las conservas.
—Si no las usamos de guarnición con algo más, en menos de una
semana volveremos a estar en lo mismo que ahora.
—En una semana quién sabe dónde estaremos —replicó la señora Rivka
—. Trae las conservas.
Me aparté y miré la situación desde un segundo plano, cruzada de
brazos. Las dos tenían parte de razón. Los soldados no entendían bien la
palabra “racionamiento”. Los platos siempre iban demasiado llenos.
Además, un día dejaban comida y, al siguiente, exigían que se les sirviese
más.
Supongo que cuando robas todo lo que tienen los otros, no estás
acostumbrado a administrarte o a siquiera pensar que te pueda faltar algo a
ti.
Ayudé a la señorita Orli con una leve sonrisa, a pesar de las tensiones
entre nosotras. Me sentía completamente aislada del resto de los seres
humanos. La señorita Orli y Temel, que habían sido mis dos grandes apoyos
en la granja, de pronto se habían convertido en dos extrañas. En ese
momento, ninguna de las dos podía sostenerme la mirada. Ninguna de las
dos quería verme o hablar. Me daba la sensación de que llevaba días sin
dirigirle la palabra a nadie para decir algo que valiese la pena.
Tomé mi cuenco de comida en cuanto pude y me fui al cuarto de lavado
para terminármelo lo antes posible, dejarlo a un lado, y empezar a lavar la
ropa.
Lavé varias bolsas casi vacías. Me dediqué a la más grande, que contenía
las sábanas y ropas del soldado herido. Normalmente, tenían que cambiar
las sábanas varias veces al día. Desprendían un hedor bastante desagradable
que hacía difícil lavarlas a mano. Procuraba frotarme bien con jabón al
terminar para asegurarme de no contraer ninguna infección.
Acabé de enjuagar dos juegos de sábanas y salí a tenderlos, cuando, al
pasar por la puerta, me choqué con Milat, que estaba de paseo con Ami. Fue
culpa mía. Estaba distraída y no la vi. Estaba tan absorta que el barreño con
la ropa se balanceó y le cayeron unas gotas de agua en los pies. El agua
estaba limpia y la cantidad fue mínima, pero a Milat no le importó.
—Eres una completa idiota —me gritó—. ¿Estás ciega?
No valía la pena discutir con ella ni rebajarme a su nivel. Me limité a
hacer un gesto de indiferencia.
—No te he visto.
Tenía toda la intención de girar para seguir con mi tarea, pero ella se
puso delante de mí con ojos encendidos al ver mi reacción. Le encantaban
las situaciones en las que podía humillar a alguien, más cuando tenía algún
miembro de su familia de público. Vi de reojo que Temel se asomaba por
uno de los caminos del patio y se detenía para observar la escena.
—¿No me has visto? —dijo con un histriónico tono de voz—. Por
supuesto que me has visto, lo hiciste adrede.
Tenía cosas mucho más importantes que hacer antes que pelearme con
esa imbécil y no estaba de humor. Si Milat me hubiese conocido mejor, se
habría dado cuenta de que mi estado era el de saltar al cuello de quien me
molestase. Dio una zancada hacia mí, metió la mano dentro del barreño,
tomó las sábanas limpias y las estampó contra el barro que había junto al
empedrado. De un solo movimiento arruinó el trabajo de horas.
—Así aprenderás a mirar por dónde vas, estúpida.
Me dio la espalda muy pagada de sí misma henchida de orgullo como un
pavo real que muestra sus plumas delante de su hermana. Entonces tomé el
barreño con las dos manos y le lancé el agua que había por encima de la
cabeza.
Milat me miró con incredulidad, empapada de arriba abajo, con un
bufido mientras Ami daba un paso atrás, asustada. E hizo bien en hacerlo,
porque en menos de dos segundos, Milat y yo estábamos de los pelos.
Todo el sufrimiento y la tristeza de los días anteriores salió de mi cuerpo
en forma de agresividad cegadora que solo quería arrancarle la cabeza a
Milat Becker. Cerré los puños sobre sus cabellos y tiré con fuerza. La
arrastré de izquierda a derecha mientras ella intentaba hacer lo mismo
conmigo. Parecíamos dos leonas dándonos zarpazos en la cara,
empujándonos y maldiciéndonos. No fui consciente de nuestros gritos hasta
que vi a dos soldados que se acercaban desde la parte delantera a ver qué
ocurría. Entonces nos apartamos rápidamente.
A pesar del odio que nos teníamos, los soldados representaban un peligro
real mucho más allá del daño que nosotras podíamos hacernos. Egbert y
Carsten se aproximaron mientras se reían al vernos. Les había parecido
divertido.
Decidí no armar más barullo y seguir con mis tareas. Recogí la ropa del
suelo y la eché en el barreño para regresar al cuarto de lavado. Tenía que
empezar de nuevo. Milat se agarró del brazo de Ami y continuó el paseo.
Pero antes de que desapareciese, nos dedicamos una última mirada de odio.
Cuando me senté en el suelo a solas, agradecí la aparición de los
soldados. No tenía la intención de pelearme con Milat. Ni en ese momento
ni nunca; mucho menos llegar a una agresión física. Debía de tener más
paciencia con ella y dejarla salirse con la suya en las pequeñas tonterías que
parecían importarle tanto. La guerra interna que habíamos creado no iba a
favorecernos a ninguna de las dos, menos en la circunstancia en la que
estábamos. Sería mejor que no volviese a encontrarme con Milat por unos
días hasta que nuestros temperamentos se enfriasen.
Al llegar la noche, la tercera desde la última vez que Bergen y yo
hablamos, tomé la bandeja con la comida y subí a la habitación. Dejé los
platos sobre el escritorio y me senté sobre la alfombra mientras miraba la
chimenea apagada en la oscuridad y escuchaba el ruido de las botas de los
soldados que salían de la granja para irse de caza: el ruido de la vida fuera
de aquella habitación.
Me sentía vacía y sola. Llevaba tres días como un fantasma por la casa,
como un pajarito perdido incapaz de encontrar un lugar seguro donde hacer
su nido. ¿Me sentía tan sola antes de Bergen? ¿Sentía esa amargura en el
pecho antes de conocerlo? No podía recordarlo. No podía recordar mi vida
antes de él.
Sin embargo, me acordaba claramente de cada momento compartido con
él. Nuestras conversaciones. Nuestras miradas. Nuestro beso. Aquel
maravilloso momento en el granero que nunca pensé que podía vivir.
¿Qué tengo que hacer? ¿Olvidarlo todo? ¿Hacer como si no hubiese
pasado? No puedo hacer eso. Entonces ¿solo me queda sufrir? Si eso es lo
que se significa tener sentimientos por otra persona, el amor es una basura.
Al menos, en mi experiencia, fuese amor o lo que fuese, resultaba
desproporcionado el dolor en el pecho en comparación a cualquier otro que
hubiese experimentado antes. No quería estar sola. No quería
compadecerme.
Arrastré los pies escaleras abajo y pasé por delante del comedor para
comprobar que estaba a oscuras y con las puertas cerradas. Los soldados ya
se habían ido de caza y habían metido a la mayoría de las mujeres a dormir
allí.
—¿Qué haces aquí? —dijo la señorita Orli que bajaban con una vela por
la escalera.
—No podía dormir. ¿Y usted?
—Terminar de recoger la cena de los muchachos antes de que nos
encierren en el comedor bajo llave. Ya nos ha llamado Alger.
—¿Alger? —La seguí a la cocina.
—Sí, parece que le ha tocado la guardia.
Me senté sobre la mesa pensativa mientras la señorita Orli lavaba los
últimos platos sucios.
—He oído que pasó algo con Milat esta tarde. No sé qué te ocurre. No
soy capaz de reconocerte cuando te miro.
Esa frase dolía, sobre todo porque tampoco yo era capaz de
reconocerme.
—Basta de tonterías, Eva. Estamos en una situación en la que nos
jugamos la vida cada segundo que pasa, y no creo que te comportes de
acuerdo a las circunstancias.
No sabía muy bien qué contestarle cuando Alger entró en la cocina.
—A ver, tú. —Se dirigió a la señorita Orli—. Al comedor ya a dormir.
Hoy me toca a mí hacer de puta niñera.
Ella soltó el plato que tenía en la mano y salió de la cocina, mientras me
miraba con preocupación. Lo mejor sería que volviese a la habitación de
Bergen.
—Tú, no, tranquila —me dijo Alger con una sonrisa—. Ya sé que la
princesita tiene permiso para hacer lo que quiera. Por cierto, si ves a la
mocosa que siempre te sigue, dile que pienso pegarle un tiro en cuanto me
la cruce. Es la única que siempre falta a dormir, y ya me está cansando.
Se refería a Temel. En el último tiempo, la actitud de mi amiga frente a
las normas impuestas se había vuelto bastante despreocupada. No acudía a
dormir con las demás ni a los recuentos. Los soldados habían hecho la vista
gorda porque creo que a ninguno le importaba en absoluto, pero solo sería
cuestión de tiempo para que alguno con mal humor le hiciese daño. Vi con
alivio que Alger se iba detrás de la señorita Orli para encerrarla en el
comedor. Iba a salir yo también para ir al cuarto cuando Milat apareció
hecha una furia.
—¿Cómo te has atrevido a quitármelo? Eres una ladrona envidiosa.
—¿De qué estás hablando?
—El anillo —dijo Milat al mostrarme la mano. No lo tenía puesto—. Me
has robado el anillo que Hank me había regalado.
—¿El anillo de Fritz? ¿Mi anillo de compromiso?
—¡No es tuyo! Hank me lo había dado. Ahora me pertenece, así que
devuélvemelo inmediatamente.
—Milat, no sé de qué hablas. Yo no agarré nada —dije—. Tú sabrás
dónde lo has puesto.
—¿Qué putas voces son esas? —dijo Alger al entrar en la cocina. Las
dos bajamos la cabeza.
—Perdón, señor —dijo Milat con un hilo de voz, mientas ponía su mejor
cara de borrego a medio morir—. No pretendía molestar a nadie. Sucede
que Eva me ha robado algo de mi propiedad y le pedía que me lo
devolviese. El hurto me parece que no es algo que se deba consentir.
No solté un grito porque Alger me habría pegado un tiro por hacer ruido.
¿Cómo podía Milat acusarme delante de un soldado alemán? No tenía que
meterlos a ellos. Eran peligrosos, no se comportaban como personas con las
que razonar.
—Conque tenemos una puta ladrona por aquí —me dijo Alger. Intentó
poner cara de enfado, pero se notó que estaba encantado con la situación.
—No, el anillo me lo dio mi prometido, pero yo no lo he tomado de
nuevo —dije confundida ante la mirada acusadora de los dos—. Ella debe
de haberlo perdido o puesto en algún sitio del que no se acuerda.
—¿Cómo un anillo? ¿Qué anillo?
—Temel acaba de decirme que te ha visto con él esta tarde —dijo Milat
—. ¿Lo tomaste después de agredirme en el patio?
—Eso no es verdad.
Temel sería incapaz de decir nada que pudiese perjudicarme, menos
semejante mentira.
—Ella no te ha dicho eso.
—Por supuesto que sí. Acaba de estar en mi habitación y me ha dicho
que lo escondiste en tu delantal.
—Entonces que venga Temel y me lo repita en la cara —dije con
absoluta seguridad.
Alger permanecía de brazos cruzados. Desviaba la mirada de una a otra
con una inusitada paciencia.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que la traiga de una oreja? Acaba de
decírmelo y se ha ido quién sabe adónde —dijo Milat molesta—. Lo
importante es que me lo ha dicho.
Sonreí con sarcasmo. Por supuesto que Temel no iba a aparecer para
refrendar las acusaciones de Milat porque, sencillamente, no eran ciertas, no
le había dicho semejante mentira.
—¿Todavía te ríes? —dijo Milat con superioridad—. Entonces, si miro
en tu mandil, ¿no va estar ahí?
—¿Qué dices a eso? —intervino Alger—. ¿Está en tu mandil?
Antes de que ella se acercara y me metiera la mano en el bolsillo, yo
sabía que el anillo iba a estar ahí. Milat me había tendido una trampa. Alger
le quitó la joya de las manos en cuanto la sacó.
—¿Hank te ha dado esto? —Lo examinó unos segundos y se volvió
hacia mí—. ¿Y qué tienes que decir? ¿Por qué estaba ahí?
—No he sido yo —dije asustada. Todo se trataba de farsa contra mí—.
Yo no lo he tomado, no sé qué hace en mi mandil.
—¿Qué mierda pasa aquí? —dijo Helmut al entrar con las manos
ligeramente manchadas de sangre. De seguro, había estado curando al
soldado herido.
—Acabo de encontrar a esta judía robando —dijo Alger mientras me
señalaba.
No era cierto. Nadie me había visto robar nada. Milat lo estaba
inventando.
—Yo no he robado nada —casi grité, aunque ninguno pareció
escucharme.
—Córtale una mano y dejen de hacer ruido —dijo Helmut al que parecía
no importarle mucho.
—Es la zorra de Bergen.
Ante eso se detuvo. Helmut se pasó el brazo por la frente.
—¿Estás seguro?
—Sí. Incluso la acusan las propias judías.
Quise volver a intervenir, pero no me atreví. Estaba segura de que solo
empeoraría las cosas. ¿Qué podía decir para que me creyeran?
—Entonces Bergen tendrá que buscarse otra —dijo y me miró enfadado.
Para aquel soldado yo no era más que un dolor de cabeza—. A ver si, de
paso, consigue una más guapa.
—No quiero problemas con Bergen —dijo Alger, que alzaba las manos
como en señal de paz—. Si le hago algo a esta zorra es bajo tu
responsabilidad.
—¿Qué mierda quieres hacer? Ya tengo bastantes problemas como para
sumar uno tan estúpido. Solo es una judía. —Pensó unos segundos—. Ha
robado, ¿no? Córtale solo un par de dedos. Yo hablaré con Bergen cuando
vuelva.
—Tú mandas.
—Ah, no se te ocurra hacerlo por aquí. Estoy harto de ver sangre por
todas partes —dijo Helmut al salir.
Escuchaba lo que decían como si se tratase de una película de terror ante
mis ojos, cuando oí que Milat intervenía.
—En el granero quedan algunas herramientas.
—Bien. Tú vete para arriba a la habitación y no salgas de ahí.
¿Entendido? —dijo Alger ante la sonrisa de Milat, que se marchó de la
cocina satisfecha con lo que acababa de hacer.
El soldado se volvió hacia mí. Entré en absoluto pánico. No sabía qué
hacer ni qué decir. Y Bergen no estaba. No estaba. Alger tomó el candil que
iluminaba la cocina con una mano y me agarró del brazo con la otra. Me
empujaba fuera de la casa ante mis inútiles intentos de soltarme mientras yo
decía una y otra vez que no era una ladrona.
—Por favor, no hice nada, no tomé nada. Se lo juro.
—¿Quieres que también te corte la lengua para que te calles? —dijo
camino al granero.
Miré hacia un lado y al otro en un intento desesperado de ver a alguien
que pudiese ayudarme, pero todo estaba muy oscuro. Apenas podía ver el
camino.
Hice un intento por soltarme cuando abrió la puerta del granero, pero me
agarró del pelo y me arrastró adentro. Parecía una pesadilla horrible en la
que Alger me iba a amputar varios dedos. Me eché a llorar mientras él
dejaba el candil sobre el heno y me pegaba un empujón hasta tirarme al
suelo.
—Tú y yo tenemos una cuenta pendiente. —Se acercó a la pared donde
había varias herramientas colgadas y agarró una hoz.
Me puse de pie mientras me tocaba el pelo, dolorida. Me había tirado
con fuerza, hasta arrancarme varios cabellos. Miré hacia las dos salidas del
granero. Estaban demasiado lejos.
—Hace unos días, dijiste que querías darte un baño. —Dio un paso hacia
mí con la hoz en la mano—. Yo fui al baño a esperarte. Pero no apareciste,
¿recuerdas?
Me crucé de brazos en un vano intento por sentirme protegida. Habría
sido inútil intentar salir corriendo, no podría dar un solo paso sin que me
alcanzase. No tenía ni idea de qué hacer.
—Yo no he robado nada. Se lo juro —sollocé—. Pregúntele a Temel. Le
puedo asegurar que no es cierto lo que ha dicho Milat. La misma Temel se
lo dirá.
—Te esperé como un idiota. —Ni siquiera me escuchaba—. ¿Por qué no
fuiste a bañarte?
Porque lo estaba engañando para que saliese. Para robar morfina del
cuarto del herido. Para dársela a Bergen que la necesitaba. Pero eso no lo
sabes, no te has dado cuenta.
—Hagamos una cosa. —Puso la hoz por delante, tan cerca que me rozó
la pierna—. Depende de cómo te portes ahora, puedo cortarte un par de
dedos o toda la mano. —Di un paso atrás para apartarme de la hoz—. ¿Qué
me dices? —Me choqué contra una pila de heno a mis espaldas—. Yo no
me alejaría, ¿o quieres que te corte el brazo entero?
—Le han ordenado que me corte dos dedos. —No sé de dónde saqué el
valor para decir aquello, pero lo dije.
Estaba harta. Harta de los abusos y de las agresiones. Harta de ser el
blanco de ese soldado. Dado que aquel malnacido iba a cortarme los dedos
sin importar lo que hiciese, no pensaba permitir ningún acercamiento sin
defenderme.
—Ya, pero ¿sabes una cosa? Las órdenes luego pueden variar al llevarse
a la práctica. Yo iba a cortarte dos dedos, pero tú moviste el brazo y te corté
sin querer la mano. Son cosas que pasan. —Se encogió de hombros con una
sonrisa y pasó la hoz de una mano a otra—. No sé, niña. Perder una mano
así porque sí, cuando podemos llegar a un acuerdo.
Prefiero perder la mano a que me toques.
Aquella frase era terrible y dolorosamente difícil de pensar; más aún de
asumir. Resultaba muy fácil decirla a la ligera en cualquier momento de la
vida, cuando no se tenía que poner la mano en ese mismo instante. En la
realidad que vivía, a pesar de todo, prefería perder la mano antes que ceder.
Necesité unos segundos para asimilarlo.
—Déjeme en paz —susurré asqueada.
Alger hizo un amague para asustarme por lo que me volví dispuesta a
salir corriendo. Él me agarró del cuello y aplastó mi cara mientras me
mostraba la hoz, amenazante.
—Elegimos la mano entonces —dijo sin perder la sonrisa. Lo hacía con
tanta potencia que me costaba respirar.
Me preguntaba horrorizada qué mano me cortaría y cómo sería perderla.
—¿Qué se supone que hacen?
¡Bergen! Bergen estaba entrando en el granero, vestido con el uniforme
alemán de la cabeza a los pies, gorra incluida. Llevaba el fusil con el cañón
hacia el suelo. Di las gracias por que fuese el hombre más oportuno del
mundo.
—¿Qué haces aquí? —dijo Alger con cierto nerviosismo en la voz sin
aflojar la presión en mi cuello—. Se supone que están cazando conejos.
Intenté alzar un poco más la cabeza para ver mejor a Bergen mientras él
se metía entre el heno para acercarse, cuando me pareció ver que algo se
movía en la puerta del fondo por la que había entrado el diablo. ¿Había
alguien más?
—¿Qué hacen? —repitió. Todavía no me había mirado ni una sola vez.
¿Había llegado a tanto su indiferencia hacia mí que ni siquiera le importaba
que me hiciesen daño?
—Ah, sí, lo siento. Hemos agarrado a esta zorra robando, por lo que
Helmut me ha dicho que le corte un par de dedos —dijo Alger que buscaba
la complicidad de Bergen—. De hecho, pensamos cortarle una mano, pero
no sabíamos si no te cabrearías mucho.
Alger soltó una risita en un intento por relajar el ambiente, pero Bergen
permaneció con el mismo semblante, indescifrablemente tranquilo.
—¿Y qué ha robado? Le he dado permiso para tomar la comida que
quiera.
—No, no ha sido comida. Le ha robado un anillo a otra de las mujeres —
dijo como si fuese un fastidio—. Al parecer era un anillo que le había dado
su prometido o no sé qué mierda. Sin embargo, Hank se lo había dado a la
otra, a la que está buena, y a esta no se le ha ocurrido otra cosa que
robárselo.
Ahora sí Bergen me miró. Alzó las cejas por un momento para trazar con
la boca una sonrisa llena de sarcasmo y frialdad. Quise decir algo, pero, al
sentir que me movía, Alger me dio un apretón con un movimiento brusco y
me hizo daño en el cuello. Además, nada pude decir cuando miré al diablo a
los ojos. Le había creído. Había creído lo que el otro le acababa de decir.
Después de todo lo que había pasado entre nosotros, ¿de verdad creía que
era una ladrona sin molestarse en preguntar?
—Entonces está dicho todo. Más si lo ha ordenado Helmut. Dame la hoz
para que le corte la mano —dijo Bergen.
Dame la hoz para que le corte la mano.
Una vez, cuando era niña, jugaba a las escondidas con otros niños en una
fiesta. Estábamos en un patio enorme que daba al bosque. Recuerdo que
corrí a esconderme por detrás de la cerca y me agaché junto a unos arbustos
para que no me viesen cuando escuché el maullido de un gatito. Me
incorporé un poco en mi sitio para inclinarme hacia las ramas y meter la
cabeza con la esperanza de ver al adorable dueño de aquel sonido cuando vi
que la tierra estaba manchada de sangre. Me incliné un poco más, asustada,
para ver un claro donde había una camada de gatitos con su mamá gata.
Pero no se trataba de una imagen adorable. La madre se estaba comiendo a
las crías. Algunas de ellas, a medio devorar, maullaban adoloridas. Pegué
un grito y di un salto para alejarme de esa imagen absolutamente aterradora
y cruel. ¿Por qué la mamá hacía eso? Por muchas explicaciones que me dio
la señorita Orli, no lo entendí. Lloré durante semanas al imaginar el
sufrimiento ante una muerte tan horrible, sobre todo porque ese dolor venía
del ser en el que más confiaban. Es lo mismo que sentí cuando escuché
decir a Bergen que él me cortaría la mano. Me destrozó el alma.
Dejé de hacer fuerza. Todas mis energías se repartieron entre mi llanto y
mi dolor. Bergen había dado un paso hacia Alger, para acortar la distancia.
Extendía la mano izquierda para que le diese la hoz mientras con la derecha
sostenía el fusil. Vi de refilón cómo Alger levantaba la guadaña y estiraba el
brazo hacia Bergen, cuando de un momento a otro, pegó un salto atrás, me
soltó el cuello para agarrarme del pelo y me puso por delante, entre ellos,
justo cuando el diablo alzaba el fusil y le apuntaba a la cabeza.
—No ibas a cortarle la mano —dijo Alger casi en shock—. ¡No ibas a
cortarle la mano a esta zorra! Me mentías. —Mientras hablaba empezó a
temblar sin dejar de sujetarme. Yo miraba atónita a Bergen apuntarle.
—Suéltala ahora mismo o te vuelo la cabeza —dijo el diablo furioso.
Me quedé tan en shock como el propio Alger. Bergen tenía que dejar de
hacer esas cosas o me daría un infarto. No me acostumbraba a que estuviese
siempre de mi parte.
—¿Qué mierda ibas a hacer con la hoz? —gritó Alger tan fuera de sí que
escupió en mi cuello por el énfasis con el que hablaba—. ¿Ahora me
amenazas con un arma? ¿A mí? ¿A un miembro de la Gestapo? ¿Me
amenazas por una judía? ¿Qué te pasa?
—Dije que la sueltes o te reviento la cabeza.
Alger lanzó un grito de cólera, y sentí cómo negaba tras de mí.
—¿Crees que soy idiota? Me amenazas por una judía. ¡Por una judía! No
puedes explicarle esto a nadie. No puedes dejar que esto lo sepa nadie. En
cuanto la suelte tienes que matarme para que no se lo diga a los demás. —
Había enloquecido—. Para que no le diga a nadie que eres capaz de
amenazar a uno de los tuyos por esta judía.
Bergen soltó una carcajada que descolocó al otro soldado. A mí también.
La hoz temblaba delante de mi cuello.
—Deberías hablar más con los demás porque no eres tan idiota como
dicen —dijo el diablo, que parecía hasta gratamente sorprendido—. Hank
habla de ti como si fueses una mascota.
—No pienso soltarla —recalcó Alger, nervioso, más tenso que antes—.
Si te importa tanto como para jugarte tu puesto, piensa bien. Puede que yo
no sea un espía, pero te aseguro que puedo rajarle la garganta antes de que
me vueles la cabeza.
Bergen me miró mientras Alger decía esas palabras en lo que me pareció
que era otro de sus cálculos de probabilidad. Apretó los dientes, enfadado,
para volver a mirar al soldado.
Todo parecía una locura. Bergen estaba a menos de un metro de mí. Si
alzaba la mano podía rozar con mis dedos el cañón del fusil. Sin embargo,
la hoz que había en medio de los dos parecía situarnos más lejos de lo que
jamás hubiésemos estado.
—¿Qué propones que hagamos?
—¿Hacer? Yo no tengo que hacer nada —gruñó Alger—. No pienso
moverme. Helmut sabe que estoy aquí. Los demás no van a estar fuera
eternamente. Alguien aparecerá y verá que me apuntas a la cabeza por una
judía.
—Eso si no me la juego antes —dijo Bergen al acercar el dedo al gatillo.
—¿Sí? ¡Juégatela! ¡Dispara!
Alger no iba a soltarme, no estaba en sus planes. Si iba a hacer lo que
decía, en cuanto los demás apareciesen y nos viesen, Bergen y yo
estaríamos muertos. Yo por judía; él por traidor.
Llegados a ese punto, no podía pensar en otra solución. Bergen tenía que
disparar. No había marcha atrás. Aunque Alger me soltara, el diablo había
traspasado el límite de cualquier soldado nazi al alzar el arma contra un
compañero. No solo no iba a perdonárselo, sino que Alger iba a contárselo a
todo el mundo. Les diría a los demás que Bergen había intentado matarlo
por una simple judía. Nadie se lo perdonaría. Ni el hecho de que fuera un
supuesto espía lo salvaría.
—Mírala —dijo Alger al soltar mi pelo y poner la mano en mi cara
mientras me sujetaba con brusquedad sin que Bergen dejara de apuntarlo—.
Mírala bien y dile que lo último que va a ver será su sangre salpicándote la
cara. Atrévete a decírselo y dispara.
Cerré los ojos, asustada. No sabía lo que ocurriría ni la probabilidad, que
Bergen había calculado, de que Alger me cortase el cuello. La hoz estaba
demasiado cerca.
Dispara, Bergen. Dispara.
Pasó casi un minuto que se me hizo eterno, pero el diablo no disparó.
Esa vez fue Alger el que se rio sin ganas.
—¿Y entonces? ¿En serio? ¿Por esta judía? —Me metió algunos dedos
con violencia en la boca antes de agarrarme del cuello y pegarse a mí—.
¿No vas a dispararme por miedo a que le pase algo a esta puta?
—Escúchame bien, idiota —replicó Bergen, enfadado—. Me parece que
no eres consciente de que tienes un problema. Cuando los demás vengan y
me importe todo una mierda, no te voy a pegar un simple tiro. Voy a
arrancarte el cuello. ¿Quieres esperar? De acuerdo, esperemos a que los
demás se unan a la fiesta.
Miré a Bergen con lágrimas en los ojos, deseaba sin éxito que me mirase.
Habría alzado los brazos para llamarle la atención y que me viese negar con
la cabeza de haber podido.
No seas estúpido, dispárale.
—¿Y qué propones que hagamos?
—Que arreglemos esto entre nosotros —dijo Bergen—. Échala fuera del
granero. —Me señaló con la cabeza—. Tú sueltas la hoz. Yo suelto el fusil.
Y lo solucionamos cara a cara.
—Yo no pienso soltar la hoz —le contestó con recelo—. Pero ¿me
hablas en serio? ¿Te vas a enfrentar a mí por esta judía?
Alger, el más grande los soldados alemanes, con una musculatura
desproporcionada, le sacaba casi una cabeza, a pesar de la considerable
altura del diablo. ¿Acaso se había vuelto loco o qué? ¿Lo decía en serio?
—No soltaré la hoz. ¡Ni voy a soltar a esta puta! ¿Qué mierda te pasa,
Bergen?
Se hizo un silencio largo. El soldado agarró con más fuerza el mango de
la guadaña y me hizo retroceder un poco para pegarme a él. Estaba tan
nervioso que no paraba de moverse. No iba a ceder, no iba a soltar el arma.
Incluso yo, que no entendía nada sobre el comportamiento humano en una
pelea, me daba cuenta. La situación se hacía desesperante. Bergen tenía que
disparar.
—Mierda, Eva, ¿te has planteado alguna vez meterte en algún lío del que
sacarte no suponga potencialmente mi muerte? —dijo Bergen sin poder
evitar reírse mientras bajaba con lentitud el fusil ante la sorpresa de Alger y
mía. Dejó de sonreír—. Bien, no sueltes la hoz, pero sácala a ella del
granero.
—No lo dices en serio.
—Tienes mi palabra. —El diablo asintió con sinceridad—. Si sacas a la
chica del granero y dejas que se vaya, tiro el fusil. Lo desmontaré en dos.
A Alger le costaba procesar aquella información casi tanto como a mí.
Bergen se había vuelto loco, se entregaba en bandeja a que Alger lo matara
solo por salvarme. ¿Estaba pasando de verdad?
—Primero tiras el fusil y luego la saco del granero —dijo Alger, a lo que
Bergen negó con la cabeza—. Tienes mi palabra de alemán que, por lo
visto, te aseguro que vale bastante más que la tuya.
El diablo se rio con sarcasmo, asintió con la cabeza y miró el suelo por
un momento, para después alzar la vista hacia mí. Esos ojos verdes.
—Bien. Tengo que hablar delante de este idiota, así que seré breve —
dijo con resignación—. Como no siempre dispongo de toda tu atención,
espero que seas consciente de que él quedará armado y de que yo me he
bebido media botella de vodka. —Me dieron ganas de patalear como una
niña pequeña. ¿Encima estaba borracho?—. Así que quiero que corras
como nunca en tu vida. —Su mirada se volvió más profunda—. Con tu ropa
interior de gato, ¿de acuerdo?
Miré a Bergen desconcertada, escuché con atención cómo decía eso. Que
corriese lo más rápido que pudiese con mi ropa interior de gato. ¿La que me
había tirado cuando creí que había encontrado la granja de las Herzog?
Alcé las cejas. Era un juego de palabras para que Alger no comprendiese
que me decía: “¿Corre hacia la granja de las Herzog?” Bergen sonrió al
darse cuenta de que lo había entendido. “Corre hasta la granja de las Herzog
y escóndete allí”, ¿por qué me decía eso? ¿Por qué tenía que irme de la
granja? ¿Por qué él no iba a estar allí para protegerme?
A Bergen no podía pasarle nada. Él siempre ganaba. Me daba igual que
Alger fuese más grande, más fuerte o más listo como para no haberse
bebido media botella de vodka antes de pelear. A Bergen no podía ocurrirle
nada.
—No iba a volver a hablarte nunca —continuó y me sorprendió—. No
habría vuelto a dirigirte nunca la palabra. Sé que tienes razón en todo lo que
dijiste y que la culpa es mía, pero… —Se encogió de hombros a modo de
disculpa—. Pero sucede que realmente tengo el carácter del diablo.
No pudo ser más irónico. El diablo se disculpaba por ser el diablo. Ahora
sí que temblé con verdadero miedo. Bergen se despedía de mí. El segundo
en el que me di cuenta de que iba a cambiar su vida por la mía fue uno de
los más importantes en todo el tiempo que había vivido. Negué con la
cabeza, temblorosa, sin importarme Alger, la hoz, ni la mismísima muerte.
No. Mil veces no, no iba a permitir eso.
—Pero ¿de qué mierda hablan? —Alger parecía desconcertado—. ¿Qué
mierda es esto? ¿En serio? —Hizo un gesto hacia nosotros—. Bergen,
siempre supe que estabas mal de la cabeza, aunque me sorprende tu mal
gusto. —Se giró hacia mí—. Pero ¿y tú? ¡Es un nazi! ¿Tienes idea de a
cuántos de los tuyos ha matado él? Porque si te ha dicho que es un angelito
caído del cielo te ha mentido. —Pegó la boca a mi oreja—. No te imaginas
las barbaridades que le he visto hacer contra los judíos.
—Déjala ya en paz —gruñó Bergen mientras levantaba de nuevo el fusil
hacia Alger.
—¿Que la deje en paz? ¿Ahora te molesta lo que le hagamos a los
judíos? —continuó atónito—. Va a ser cierto eso de que son brujos. Dime la
verdad, ¿le pusiste un corazón a Bergen debajo del uniforme de soldado?
—Sabe perfectamente que soy un monstruo igual que tú —dijo el diablo
con resignación, sin mirarme—. Así que déjala, sácala de aquí. Arreglemos
esto entre tú y yo de una puta vez.
Fue doloroso escuchar cómo Bergen creía que para mí los demás nazis y
él eran igual de inhumanos. Me hizo más daño que cualquier herida que
Alger hubiese podido hacerme. ¿De verdad eso era único que el diablo
pensaba acerca de mis sentimientos hacia él? ¿Solo eso le había
transmitido?
Lo siguiente pasó tan deprisa que no pude reaccionar.
Alger le exigió a Bergen que tirara el fusil y volvió a acercar la hoz a mi
cuello con fuerza. Entonces el diablo rompió o dividió de alguna forma el
fusil en dos partes, y lo dejó caer al suelo. Un instante después, Alger me
agarró del pelo y me arrastró con él hasta la puerta trasera del granero, me
pegó un empujón hacia afuera y cerró en mis narices. Ni siquiera pude
hacer ni decir nada. Los dos estaban adentro. Bergen, desarmado y
borracho, había quedado frente al otro, que tenía una hoz en la mano.
¿Suponía que yo iba a correr para ponerme a salvo mientras lo dejaba
morir? ¿En qué pensaba ese idiota? ¿Cómo había sido capaz de hacer eso?
¿Cómo había podido hacer algo tan estúpido solo por salvarme? Solo por
salvar a alguien que él creía que lo consideraba un monstruo.
Bergen no podía morir. No podía permitir que le pasara nada. No sabía
cómo había ocurrido, pero él se había convertido en la persona que más me
importaba en el mundo. Más que nadie. Y no iba a dejar que le ocurriese
nada, prefería morir con él.
Aquel diablo estúpido no iba a dejarme sola nunca más. Menos si creía
que me importaba tan poco como para correr y dejarlo morir.
¿Qué hago? ¿Vuelvo a entrar? ¿Una vez adentro, qué?
Di una vuelta en el lugar, desesperada, buscaba en el suelo un palo o
algo que me sirviese de arma cuando la vi. Temel estaba agazapada entre
los arbustos pegados a la pared del granero, escondida en la oscuridad.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
Recordé la sombra fuera del granero cuando había llegado Bergen.
—Has sido tú —susurré boquiabierta al mirarle la sonrisa en el rostro.
Milat no había mentido. Había dicho la verdad, o lo que para ella era
verdad. Temel sabía que Alger estaba de guardia, tomó el anillo y lo
escondió en mi mandil. Luego le dijo a Milat que yo se lo había robado.
Sabía que los alemanes se meterían en la pelea. Y si Alger estaba de
guardia…
—Te dije que lo mataría —me susurró desde la oscuridad—. Con tu
ayuda o sin ella.
—¿Te has vuelto loca? ¿Has traído a Bergen hasta el granero para que
mate a Alger? —La respuesta a ambas preguntas era evidente—. ¿Cómo
sabías que estaríamos aquí?
—Porque Milat es más simple que una piedra. Yo le insinué que a las
ladronas como tú había que cortarles una oreja con uno de los machetes del
granero. Sugirió ella el granero, ¿verdad?
Sí, y Temel se había acercado bastante. Iban a ser dos dedos con una
hoz. Me parecía increíble que se hubiese atrevido a hacer algo así. Me llevé
las manos al pelo y me tiré de él con rabia para contenerme. Maldita niña
estúpida y el día que encontró ese maldito fusil. Me solté el pelo. ¡El fusil!
Teníamos un fusil.
Eché a correr lo más rápido que pude, atravesé el camino hasta el pozo y
me tiré encima de los arbustos. Estaba allí, tal como la señorita Orli me
había dicho. Lo agarré y corrí con todas mi fuerzas hasta el granero, al
punto de caerme varias veces. Pesaba mucho más de lo que recordaba.
Entré por la puerta principal ante la estupefacta mirada de Temel y me
deslicé por la pared en silencio mientras Bergen y Alger peleaban al fondo.
Estaban tan concentrados que ni siquiera me vieron. Mi intención era estar
lo bastante cerca como para darle el arma a Bergen en cuanto pudiese. Pero,
justo cuando llegaba a su altura, me vio y me observó como si hubiese visto
un fantasma, en una mezcla de asombro y enfado, ocasión que Alger
aprovechó para tirarlo al suelo y echarse sobre él con la hoz cerca de su
cuello. Solté un grito y levanté el fusil con torpeza hacia Alger, hasta
meterlo dentro de mi campo de tiro, o al menos eso creí. La única vez que
había disparado había sido a un lobo. Y lo había hecho sin mirar.
Nunca pensé que sería capaz de algo así cuando cerré un ojo, apunté con
el otro y llevé la mano al gatillo para apretar, pero estaba duro como una
piedra. No disparaba. Lo volví a intentar sin éxito. Estaba tan duro que no
se movía.
Alger seguía sobre Bergen, intentaba llegarle al cuello con la hoz
mientras los dos luchaban. Sacudí el arma, furiosa, le di varios golpes como
si fuese una radio que no captaba la emisora, sin ser consciente de que
habría podido dispararme en un pie. Nada. El gatillo permanecía inmóvil
como un bloque de hielo.
Así que lo giré, lo agarré por el cañón y me fui derecho hacia Alger para
sacudirlo con el arma de un golpe seco a la cabeza con todas mis fuerzas.
Surtió efecto. El soldado perdió el equilibrio y se cayó hacia un lado. Trató
de incorporarse hacia mí, miró el fusil en mis manos. Entonces Bergen
agarró una de las bolsas de heno de la cuerda que lo empaquetaba y le dio
tal golpe en el brazo que la hoz se cayó.
Tuve que dar varios pasos atrás con el arma en mis manos, para que no
me llevaran por delante. Bergen esquivó a Alger y le asestó un golpe en la
cara. Luego otro en el pecho, y otro en el hombro. De pronto, Alger lo
embistió con un empujón para quitárselo de encima y frenar los golpes.
Luego, amagó con la izquierda para darle con la derecha tal puñetazo a
Bergen que grité. El diablo tuvo que apoyar la rodilla en el suelo para que
Alger fuese tras de él. Tomé de nuevo el cañón del fusil. Fui hacia Alger
dispuesta a asestarle otro estacazo con todas mis fuerzas, cuando Bergen se
movió y esquivó al otro, giró sobre él y le acertó un puñetazo en el cuello.
Lo malo fue que en el apuro, le di el culatazo a Bergen. Ambos nos
miramos sin poder creerlo.
En ese momento, el diablo me pegó un empujón para apartarme de la
trayectoria del puño de Alger. Me caí al suelo y el fusil se me escapó de las
manos. No pude tomarlo porque tuve que rodar hacia el lado opuesto para
que no me pisaran. Pasaron por encima del fusil, agarrados por el cuello
mientras se daban golpes.
Alger le quiso pegar al diablo, que volvió a esquivarlo. Le agarró la cara
con las dos manos y le soltó un cabezazo que le hizo perder el equilibrio.
Aprovechó para darle un puñetazo en plena cabeza. Cayó al suelo, pero
alcanzó a darle una patada a Bergen en la rodilla, lo que le permitió
levantarse con rapidez. Empujó al diablo con fuerza para quitárselo de
encima y fue hasta la pared para agarrar uno de los machetes.
Miré a Bergen hecha un manojo de nervios. Él, en cambio, me miraba
con la mano estirada hacia mí. Dirigió la vista hacia el suelo para que me
percatase que tenía la hoz entre mis pies. Se la lancé por el suelo y me
arrastré hacia atrás para alejarme. En cuanto la agarró, la cara le cambió.
Tuve muy claro lo que iba a ocurrir.
El diablo, con la hoz en la mano, fue hacia Alger, que tenía el machete
en la suya. Esquivó el intento de Alger de cortarlo y, de un solo
movimiento, le cortó la mano por completo. Aparté la vista. Alger
comenzaba a chillar de dolor. De la muñeca le salía sangre como si fuese
una fuente. Cayó de rodillas frente a Bergen, que movió hábilmente la hoz
en la mano, para hacer otro movimiento rápido en la otra dirección.
Alger dejó de chillar.
Me incorporé hasta ver cómo el diablo daba unos cuantos pasos atrás,
tiraba la hoz a un lado y se echaba al suelo, exhausto, mientras el otro
soldado permanecía de rodillas con la mirada perdida, y la sangre que le
empezaba a salir de un lado del cuello. Di un par de pasos hasta estar
situada junto a Bergen, que respiraba pesadamente, cuando vi los ojos de
Alger que me miraban. No estaba muerto.
—Acabo de cortarle una de las venas yugulares, concretamente una que
lleva una cantidad de sangre importante al cerebro. Morirá en unos treinta
segundos desangrado si no le da un infarto antes —dijo Bergen mientras
cerraba los ojos con cierta despreocupación y respiraba profundamente.
Miré de nuevo a Alger, al que, de rodillas, le seguía brotando sangre y
me devolvía la mirada con los ojos llenos de odio. Emitía una especie de
gruñido en lo que supuse debía de ser un último intento de decir algo.
—Es una muerte horrible.
—Sí —dijo el diablo con una sonrisa—. Dile a la niña que entre. Seguro
que la disfruta.
Hablaba de Temel. Debía de conocerle las intenciones al llevarlo al
granero. Alger puso los ojos en blanco y cayó hacia atrás sobre un charco
de sangre, muerto.
¿Cuántas cosas terribles había hecho? ¿Cuántas veces me había atacado?
Había intentado hacerme daño en tantas ocasiones que había perdido la
cuenta. Le había deseado la muerte. Desde el ataque a la madre de Temel le
había deseado la muerte infinidad de veces. Sin embargo, no lo había
disfrutado tanto como pensé. Era una imagen horrible.
—¿Qué haces aquí? —dijo Bergen al levantarse—. ¿Por qué no has ido a
la granja de las Herzog?
Parecía enfadado y me miraba de arriba abajo. Le faltaba la gorra. Tenía
el uniforme completamente sucio y destrozado. Los brazos se le veían
llenos de cortes. Alcé mi cabeza para mirarlo. Un surco de sudor y sangre le
recorría la cara desde la ceja izquierda, donde parecía que Alger le había
asestado uno de los golpes más fuertes. Aún así, era Bergen. Aunque
estuviese destrozado, era Bergen. El chico más guapo y extraño que había
conocido nunca.
—¿Te interpones otra vez entre la ardilla y la bala? —dijo con amargo
sarcasmo—. ¿Por qué mierda no te has ido?
Le miré las manos que tanto acababan de hacer por mí, que me dolía
tener lejos, y di un paso hacia él.
¿Qué tengo miedo de decirle? ¿Por qué tanto miedo de demostrar lo que
siento a alguien que está dispuesto a dar la vida por mí?
No me atreví a mirarlo a la cara cuando me aproximé. Empecé a llorar
por la timidez que me costaba tanto superar, pero reuní todo mi valor y
contesté a la pregunta.
—Porque quiero estar junto a usted. —Mi voz sonó aguda y chillona.
Nada que ver con cómo había pensado que sería, pero al fin lo dije. Por fin
pude decir uno de mis sentimientos por él—. No soporto la idea de estar
lejos de usted —susurré mientras me pasaba una mano por el borde de los
ojos y me secaba las lágrimas—. De que no me hable, de que no vuelva a la
habitación cada noche. De que me eche del granero, aunque sea para
salvarme. Yo no me muevo de aquí sin usted. Lo que sea que ocurra, nos
pasará a los dos.
Bergen dio el paso definitivo hacia mí para que estuviésemos pegados.
Bajó la cabeza para juntar su frente a la mía y cerró los ojos mientras sus
brazos me rodeaban. Pasé los míos por debajo de sus hombros, me aferré
con fuerza a su espalda y apoyé mi cabeza sobre su pecho para oír los
latidos de su corazón.
Unos instantes antes íbamos a morir los dos en un granero sin habernos
abrazado nunca. Solo unos minutos antes, Alger tenía una hoz entre ambos.
¿Cómo había pasado Bergen de ser un desconocido a ser el peor
enemigo que había tenido nunca para después convertirse en lo que era en
ese momento? Ahora él lo era todo para mí.
Se escuchó un ruido en la oscuridad, fuera del granero, por lo que
Bergen me apartó, hasta situarme a su espalda. Dio un paso al frente y miró
la puerta.
—Será mejor que volvamos a la casa. —Agarró el fusil de Dominik—.
Aún no puedo creer que hayas usado el arma como un palo —afirmó entre
risas. Me tomó de la mano, entrelazó nuestros dedos con una naturalidad
pasmosa.
—Lo que no puedo creer es que le haya pegado a usted —dije
avergonzada mientras él tiraba de mí hacia la puerta trasera del granero.
Todavía era noche cerrada. Salimos en dirección hacia la casa, en
silencio. No se escuchaba nada que no fuese parte del bosque. Los sonidos
de la naturaleza formaban su música alrededor de nosotros.
Los soldados aún no habían vuelto de cazar, y las personas que estaban
allí continuaban dormidas. La oscuridad era casi total en cada una de las
estancias. Bergen me condujo de la mano hacia el cuarto de lavado,
cruzamos la entradita y la escalera, recorrimos el pasillo superior hasta la
habitación, donde cerró la puerta apenas entramos.
C APÍTULO 20
Y para ti.
consideraban imposibles