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Beza, Ada

   Los ojos del diablo, 1.ª ed., San Martín: Vestales, 2021.
   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online


   ISBN 978-987-8944-08-1

   1. Narrativa. 2. Literatura. 3. Guerra Mundial. I. Título


   CDD 863
 

© Editorial Vestales, 2022.


© de esta edición: Editorial Vestales.

[email protected]
www.vestales.com.ar
ISBN 978-987-8944-08-d
Primera edición en libro electrónico (epub): junio de 2022

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mediante alquiler o préstamos públicos.


Para J. C.

Gracias por destrozar tus branquias.


C APÍTULO 1

Polonia. Mayo de 1942.

L lovía. Me gustaban los días de lluvia. La tierra que rodeaba nuestra


pequeña casa se empapaba, por lo que se percibía un olor que, con la hierba,
me resultaba muy agradable. En esos días me alegraba mucho que la granja
estuviese tan aislada del mundo, ya que, de otro modo, no habría podido
asomarme por la ventana y apreciarlo.
El señor Becker me había dicho que los últimos días que pasaron en
Cracovia, antes de venir a vivir con nosotros, no pudieron salir a la calle ni
asomarse a las ventanas. Me costaba mucho imaginar una vida en la que no
pudiese salir a la calle. No pasaba un solo día sin correr hasta el huerto o los
manzanos del camino de nuestro lago, al que llamábamos Eshkol, porque, si
uno se fijaba bien, podía ver que sus bordes formaban el dibujo de un
racimo de uvas. Nunca habría pensado que eso fuera un privilegio: correr
entre la maleza del campo o asomarme a la ventana para estirar el brazo y
que las gotas de lluvia se deslizaran por mi mano.
No eran buenos tiempos para los judíos, tal vez esa fuera la frase que
más escuché a lo largo de aquellos años. La señorita Orli, la encargada de la
casa, la repetía con frecuencia. Aunque ni siquiera hacía falta que la dijese
en voz alta. Podía verlo escrito en su rostro con solo mirarla; también en el
de todos cuantos estábamos en la vieja granja.
Mi madre, mis abuelos y cualquier otro familiar del que hubiese oído
hablar eran judíos, lo que me convertía en judía a mí también. No me
quejaba, al contrario, todo lo que involucrase a mi familia me parecía
importante, pero siempre había sentido que, al nacer, me habían puesto un
sello en la frente que indicaba mi origen y, con ese sello, ya nadie se
molestaba en mirar más allá.
Aún así, reconocía haber tenido mucha suerte. Poco antes de fallecer mi
madre, que me dejó huérfana a los seis años, la señorita Orli llegó desde
Cracovia para hacerse cargo de la casa y de mí, por lo que casi nunca había
puesto un pie fuera de aquella tierra. Había vivido toda mi vida en esa casa
de campo apartada del mundo.
Muchas personas habrían visto inconvenientes en la vida que había
llevado hasta ese momento. Debido a que nuestra pequeña granja requería
de mucho trabajo, la escuela nunca había sido una prioridad. Sabía leer y
escribir, pero, si alguien me preguntaba sobre literatura o geografía, habría
mostrado una sonrisa de resignación como respuesta. También podía decirse
que la granja me había mantenido alejada de la guerra, de las grandes
ciudades donde el sello en la frente había dejado de ser simbólico para
convertirse en una realidad en forma de estrella. La estrella de David.
Nunca tuve que pasar por hechos como los que contaban las personas que
llegaron a la granja para esconderse de la barbarie alemana. Al menos, hasta
ese momento.
—¡Eva Goldiak!
Di tal brinco al escuchar mi nombre, que me golpeé la cabeza contra el
marco de la ventana y solté un grito para después llevarme las manos a la
frente.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —gruñó la señora Becker
enfadadísima, poniendo los brazos en jarra—. Hay que ir al huerto para
arreglar el desastre que está provocando el viento de esta maldita tormenta
o nos quedaremos sin comida.
—¿Al huerto?
—El viento ha tirado la cerca que pusiste ayer y, si regresan esos
dichosos bichos a comérselo todo, no sé qué vamos hacer. —Negó con la
cabeza—. ¡Haz lo que te digo! Tengo a Milat muy enferma y no puedo
perder tiempo en recordarte tus tareas.
Asentí y salí de la habitación escaleras abajo. Callada, como siempre.
Sin poder responder lo que me habría gustado.
De las tres familias que se habían instalado a vivir con nosotros en la
granja, los Becker eran los que menos me gustaban. El señor Becker, su
esposa y sus tres hijos, Milat, Daniel y Ami, tenían un aire de demasiada
superioridad frente a los demás. En especial la madre, quien no había
parado de darme órdenes de todo tipo desde que había puesto un pie en la
casa, como si fuese su criada. Además, Milat, la hija mayor, siempre estaba
misteriosamente enferma cuando había trabajo que hacer: todo el tiempo
echada en el sillón con un libro en la mano para después recuperarse en
cuanto yo terminaba de hacer las tareas.
A menudo debía morderme la lengua para no contestar de manera
inapropiada. La señora Becker era amiga de la señorita Orli: habían ido
juntas a la escuela, de modo que, con todo lo que yo le debía a la señorita
Orli, no me quedaba más remedio que cerrar la boca y bajar la cabeza.
Al pasar por el salón hacia la puerta vi al señor Rivka, que limpiaba otra
vez su radio. Creo que no había hombre más obsesionado que él en toda
Europa por ser el primero en escuchar las noticias sobre la guerra. No le
importaba caminar durante horas hasta la granja de los Holz para conectar
la radio y pasar el día junto a ella con la esperanza de escuchar el anuncio
del final de las hostilidades y de que le habíamos ganado a los nazis. Me
parecía alentador ver la esperanza con la que miraba aquel cacharro viejo
con la absoluta convicción de que la noticia llegaría. Supongo que, tal vez,
por eso los días en los que él se desesperaba, los demás nos desesperábamos
aún más.
Los Rivka eran la segunda de las familias que se habían instalado con
nosotros. Una familia bastante grande, ya que, además del señor Rivka,
estaban su esposa y sus cinco hijos varones. Debo decir que la señora Rivka
era, entre nuestros huéspedes, una de las que más me gustaban. Siempre
tenía una palabra amable para mí o un detalle encantador como si fuese uno
más de sus hijos. Como si fuese mi madre. Más o menos como la señorita
Orli, pero sin la responsabilidad de tener que regañarme si no me
comportaba. Además, sus hijos, Abimael, Rafael, Otto, Jefté y Gamal se
mostraban siempre encantadores con todo el mundo, educados y gentiles.
Corrí varios metros bajo la lluvia hasta el pequeño tejado de la entrada
del huerto y observé que la señora Becker tenía razón. El viento había
derribado la pequeña cerca de troncos que había colocado la tarde anterior.
Estuve a punto de caerme al tropezar con la carretilla que estaba al entrar al
huerto, pero conseguí llegar hasta la cerca. No podía dejarla así. La plaga de
conejos hacía estragos con todo lo que encontraba. Destrozarían lo poco
que había, y no podíamos permitirnos perder comida. Era una verdadera
lástima que el judaísmo prohibiese consumir la carne de conejo, habríamos
tenido alimento durante el resto del año.
Sin guantes, tomé uno de los trozos de madera más grandes. Usé toda mi
fuerza para levantarlo, pues, mojado, parecía pesar el doble. Empecé a
colocar la cerca de nuevo. Tardé casi veinte minutos en reconstruirla y me
aseguré de que se sostuviese a pesar del viento. Acabé empapada y llena de
tierra. Al volver a la casa, me metí por la puerta del cuarto de lavado en el
que siempre guardaba una manta para ocasiones como esa.
Me aseguré de que nadie estuviese cerca y me quité mi vestido gris. Lo
eché sobre el barreño de ropa sucia que más tarde tendría que lavar y me
envolví con la manta. Raspaba como un alambre de espinos, pero estaba tan
calentita que no me importó. Salí a la cocina, donde la señora Rivka y la
señorita Orli terminaban de preparar la cena.
—Pero ¿de dónde se supone que vienes? —bramó la señorita Orli en
cuanto me vio aparecer por la puerta al tiempo que se llevaba las manos a la
cabeza—. ¿Qué se supone que haces?
—He salido a arreglar la cerca del huerto que se había caído por el
viento —respondí mientras aspiraba por la nariz y desviaba la vista hacia lo
que estaban cocinando—. Tengo hambre.
—¿Cómo se te ocurre salir con esta lluvia? ¡Vas a terminar con una
pulmonía del demonio!
—Pero se había caído la cerca.
—Me da igual. Tienes que…
—Deja el regaño para luego, Marie —intervino la señora Rivka
volviéndose hacia mí. Marie era el nombre de pila de la señorita Orli—.
Ahora mismo que se lave con agua caliente y que se ponga ropa seca.
—Sí, desde luego. Sube al cuarto de baño que ya llevo agua caliente para
que te bañes.
Asentí, obediente, mientras la señora Rivka me dedicaba una dulce
sonrisa. Salí por el pasillo hacia el salón delantero. Vi a la señora Becker
atender a Milat, que leía echada en el sillón mientras ella le cortaba una
manzana, y me deslicé escaleras arriba sin que ninguna de las dos me viese.
Teníamos tres cuartos de baño, pero solo el de la planta superior tenía
bañera, algo de lo que nos sentíamos muy orgullosos, ya que hacía pocos
años que estaba instalada. Un verdadero lujo después de haberme lavado
durante toda la vida en un barreño del tamaño de una rueda. La bañera era
de color blanco, de forma ovalada y tan amplia como para sentarse con las
piernas estiradas. Aunque siempre estaba más fría que un hielo, ni siquiera
el agua hirviendo le quitaba el frío. Al barreño no le pasaba eso: tomaba la
misma temperatura que el agua en un segundo.
Cerré la puerta del baño y esperé. No teníamos ni electricidad, ni agua
corriente en la granja. Si bien las dimensiones del terreno eran grandes, los
espacios funcionales a duras penas nos daban para subsistir, sin embargo, en
aquel momento, todo podía contarse como un privilegio por el lugar en el
que nos encontrábamos, ya que, como la señora Becker había dicho, mi
querida granja estaba perdida en mitad de la nada.
Hacía ya muchos años, el grupo de granjas de la zona había intentado
ponerse de acuerdo para realizar las instalaciones necesarias para tener luz,
agua e incluso teléfono. Sin embargo, sin tener en cuenta el valor,
exorbitado por lo que me habían contado, siempre hablaron de un problema
de accesibilidad del terreno.
Tan solo la granja de los Holz, ubicada más hacia el sur, había
conseguido establecer una instalación para tener electricidad a ciertas horas
del día y, a pesar de la cuantiosa suma de dinero gastada, no siempre
funcionaba.
La señorita Orli no tardó en aparecer con un recipiente de agua caliente.
Me quité la ropa interior y me metí en la bañera. Por desgracia, no tenía
ningún sostén que quitarme. Todas las mujeres de la granja, incluidas Milat
y Ami, tenían unos sostenes preciosos que se les ajustaban debidamente al
cuerpo. Pero yo, como no tenía nada que sujetar, solo me había puesto esa
prenda una vez por curiosidad. Así que la señorita Orli y yo habíamos
cosido para mí unas camisetas interiores de tirantes para que me cubriese
adecuadamente el pecho.
Siempre había tenido un cuerpo raro. No ostentaba esas curvas increíbles
de las mujeres que había visto en el cine de Cracovia, cuando los judíos aún
podíamos entrar. Se me marcaban demasiado las costillas para eso. La
primera vez que me vio, la señora Becker dijo que parecía un galgo
desnutrido. Y recalcó varias veces lo de “desnutrido”. Decía que mi pelo
negro como el carbón, mis ojos grises y mi delgadez, unidos a la palidez de
mi piel, un tanto extrema, me hacían parecer un personaje de terror. Me dio
un escalofrío justo antes de que la señorita Orli me echase el agua caliente
por encima. Aparté un poco mi larga melena para que la mayor parte del
agua me cayese sobre la espalda.
—Eva, no puedes seguir haciendo estas tonterías —dijo mientras me
echaba el agua que quedaba—. Ayer cumpliste dieciocho años. Ya es hora
de que comiences a actuar con sensatez.
—Pero la señora Becker me dijo que tenía que salir.
—La señora Becker es aún más irresponsable que tú. —Dejó el
recipiente vacío a un lado—. Ya hablaré con ella. Te pido que te comportes.
Salí de la bañera tiritando. En la granja siempre hacía frío, incluso en los
meses previos al verano. La señorita Orli me contó que mi bisabuela había
muerto de frío en aquella misma granja mientras dormía. Me tapé con la
toalla mientras me secaba el pelo. Quise agarrar la ropa, pero la señorita
Orli se adelantó y me la quitó.
—Hablando de tu cumpleaños. Ve a tu habitación.
—¿A mi habitación?
—Sí. He dejado algo para ti.
Sonreí de oreja a oreja y salí corriendo del cuarto de baño con la toalla
enrollada al cuerpo para atravesar el pasillo como un suspiro para llegar
hasta la habitación que Milat, Ami y yo compartíamos. Me detuve frente a
mi cama, donde había un vestido azul con estampas de colores. El vestido
preferido de la señorita Orli.
—Espero que te guste —me dijo desde la puerta del cuarto—. Me he
pasado dos noches arreglándolo para que te quede como anillo al dedo.
—¿Es para mí? —dije en un susurro, casi sin poder creerlo—. ¿Me lo
está regalando?
—Me temo que estoy demasiado vieja como para llevarlo. Y me di
cuenta de que a ti te gusta mucho…
No la dejé terminar la frase. Solté un alarido de alegría. Corrí a abrazarla
y llenarle la cara de besos, emocionada.
Puede que un vestido usado no fuese gran cosa, pero se trataba del regalo
más bonito que me habían hecho nunca. Toda mi ropa se veía bastante fea
debido a la escasez de telas a consecuencia de la guerra y a que, por
costumbre, vestíamos de un color apagado. No estaba muy bien visto en
nuestra comunidad que las mujeres utilizaran colores vivos y alegres, que
diese lugar a pensar que teníamos demasiada vanidad. O que queríamos
llamar la atención.
—Basta. Suéltame ya —dijo la señorita Orli entre risas, en un intento por
liberarse de mi abrazo mientras yo no dejaba de decirle lo agradecida que
estaba—. Había pensado regalártelo para tu boda, pero quizá no sea muy
apropiado para una mujer casada. Así que va como un regalo de
cumpleaños con retraso. Además, ya que Fritz y su madre vienen a cenar
esta noche, creo que deberías ponértelo hoy.
Me aparté un poco de ella mientras hacía un esfuerzo por mantener la
sonrisa sin que se notase el cambio en mi expresión.
—Que mayor eres ya —susurró con su mano sobre la mía—. Cada vez
que te veo es como si viese a tu madre. No sabes lo feliz que me hace saber
lo tranquila que debe de estar al ver que pronto te casarás con un buen
muchacho y que llevarás una buena vida.
El matrimonio que yo conocía, el que me habían enseñado desde que era
niña, debía de ser muy diferente del que otros conocen. Para empezar, el
noviazgo casi no existía. Se trataba de un compromiso tan serio como el
matrimonio, que conllevaba la frase añadida de que cualquier acercamiento
físico, por mínimo que fuese, podía ser considerado pecaminoso. A veces,
el noviazgo se suprimía y se pasaba de manera directa al matrimonio que,
en muchos casos, se concertaba entre los padres de ambos novios. Se usaba
una palabra muy desagradable para quien fuese capaz de casarse con
alguien sin la aprobación de sus padres, o rechazase a quien sus padres
habían elegido. Unas normas bastante exigentes a las que se unía la más
importante: los judíos solo nos casábamos con judíos. Y no éramos los
únicos que aplicábamos eso. Los alemanes tenían una ley para ello. La Ley
para la Protección de la Sangre y el Honor Alemanes consistía en la
prohibición de toda unión entre alemanes y judíos, ya fuese por matrimonio
o por relación íntima.
La señorita Orli me puso una mano sobre la mejilla y me sonrió. La
misma sonrisa dulce y emocionada del día que me dijo que me casaría con
Fritz.
Fritz Holz era el único hijo de los dueños de la granja más cercana a la
nuestra, al que conocía de toda la vida. Un muchacho desgarbado con el
pelo rojo al que le encantaba el trabajo de granjero. De hecho, creo que no
le interesaba nada más que eso. Podía hablar dos horas del huerto o de los
animales que cuidaba, pero, si le preguntabas sobre cualquier otro asunto,
no despegaba los labios. Era muy buena persona. La clase de persona con la
que yo nunca tendría ningún problema si no fuera porque se suponía que iba
a pasar junto a él el resto de mi vida.
—Voy a bajar a ayudar a la señora Rivka a terminar de preparar la cena
para que todo esté listo cuando vengan.
Le devolví la sonrisa mientras se iba y me dejaba con el vestido en la
mano.
Tenía muy pocos recuerdos de mi madre, ya que yo era muy pequeña
cuando murió; sin embargo, recordaba que la señorita Orli la había cuidado
hasta el final. Había procurado que la agonía de mamá fuese lo más
soportable posible. Si no hubiese sido por ella, el sufrimiento habría sido
peor. Lo sabía muy bien, lo vi con mis propios ojos.
Otro de los recuerdos tenía que ver con lo perdida y sola que me sentí el
día que murió mi madre, con cómo la señorita Orli había estado allí y había
tomado mi mano con fuerza, con cómo desde aquel momento veló por mí
para que jamás me faltase nada. Dejó su vida, su familia e incluso su
religión para quedarse conmigo en la granja, la sacó adelante y me enseñó a
hacerlo.
Por todo eso, la quería más que a nadie en el mundo. La quería tanto y le
estaba tan agradecida, que jamás habría dicho que no a algo que ella me
hubiese pedido.
***

El vestido contrastaba un poco conmigo. Bueno, un poco no: muchísimo.


El azul claro hacía juego con la palidez de mi piel; el colorido de los
dibujos, mezclado con mi cabello negro, me daba un tono siniestro de
muñeca.
Al bajar la escalera me encontré con Temel, la habitante más joven de la
granja. Tenía catorce años. Tanto ella como su hermano mayor, Chaim, eran
los hijos de la tercera y última de las familias que se habían unido a
nosotros: los Schreiber.
Al verme, Temel abrió los ojos como platos y comenzó a dar saltos
alrededor de mí mientras me decía lo bien que me quedaba el vestido y
cómo deseaba que me hiciese vieja para que se lo regalase a ella.
—Tienes que prometérmelo, Eva —suplicó mientras me seguía por el
pasillo—. Aunque tengas cuatro hijas y todas lo quieran, me lo tendrás que
dar a mí.
—Está bien, está bien. Te lo prometo. Vamos a ayudar a poner la mesa
—dije mientras señalaba con la cabeza en dirección a la cocina.
—Ya está puesta. La señora Holz y su hijo acaban de llegar. La señorita
Orli y la señora Rivka han salido a darles la bienvenida. —Se rascó la cara
con rudeza—. ¿De verdad vas a casarte con esa bolsa de huesos de Fritz?
—Temel —susurré mirando de reojo hacia la entrada. Me preocupaba
que alguien entrase y escuchase semejante comentario.
—Está tan delgado que tengo que mirarlo dos veces para poder verlo. Si
vuelve a contar lo de la vez que se le escapó la vaca…
—¡Temel! —gruñó la señora Schreiber al salir de la cocina. La agarró de
una oreja para arrastrarla hacia el comedor—. ¿Cuántas veces voy a decirte
que te quedes callada?
Sonreí con resignación. Temel todavía estaba en esa edad en la que creía
en los cuentos de hadas y los hombres que llegaban montados en un caballo
blanco. Por supuesto, para ella, Fritz no daba el perfil de príncipe.
Me puse recta y estiré los hombros hacia atrás cuando escuché los pasos
en la puerta. La señorita Orli entró junto a la señora Rivka, ambas invitaron
a entrar con la mayor de las cortesías a la señora Holz y a Fritz, que me
miraron en cuanto pusieron un pie en la casa. Fritz se limitó a hacer un
gesto con la cabeza, que por supuesto yo le devolví, pero la señora Holz
corrió hacia mí para darme un beso. Siempre lo hacía cuando me veía,
además de asegurarme una y otra vez lo feliz que se sentía de que su hijo se
casase conmigo. Una felicidad cuya razón disimulaba cada vez peor.
Los motivos por los cuales la señora Holz me prefería como esposa de su
hijo antes que a Milat –mucho más guapa que yo–, o a Ami –mucho más
lista–, quedaban muy claros: yo era más trabajadora. No me fingía enferma
como la primera o dejaba las cosas a medias como la segunda. Me
remangaba la camisa y lavaba, limpiaba, cocinaba, tendía, cosía y hacía
todas las tareas que fueran necesarias. No me importaba salir bajo la lluvia
a levantar una cerca si había que hacerlo. Además, mi salud se mostraba lo
bastante fuerte como para permitirlo sin caer enferma.
El señor Holz llevaba varios años en cama sin poder levantarse; en esos
tiempos de miseria, hacía falta mucho trabajo para salir adelante. Más de
una vez le había escuchado decir que, a pesar de todo lo que hacían ella y su
hijo, nada era suficiente. También que, aunque tuviese que poner un plato
más de comida en la mesa, al ser tan pocos, la compensaría tener ayuda. No
me extrañaba, entonces, que la señora Holz me besase cada vez que me
veía, ya que pensaba en todas las tareas que se ahorraría hacer cuando yo
fuese su nuera. Eso le servía para disimular lo mucho que le disgustaba que
yo no fuese más tradicional, que no tuviese pensado cubrirme el pelo
después de casarme o que no hablase correctamente idish.
Antes de la ocupación alemana, en Polonia había muchas escuelas cuya
lengua oficial era el idish. Incluso se les inculcaba a los niños pequeños
como lengua materna en desmedro del polaco. Sin embargo, en el lugar en
el que nos encontrábamos, la escuela más cercana, a la que habíamos ido
todos, tenía tanto niños judíos como no judíos entre sus alumnos, por lo que
habían tenido que ser prácticos y dar clases en polaco, de modo que el idish
quedó para estudiar en casa, algo que para mí fue desastroso.
Alcancé a ver que la señora Holz arrugaba la nariz en clara
desaprobación hacia mi vestido. Seguramente me sería prohibido usarlo una
vez que me casase.
Nos sentamos todos a la gran mesa del comedor después de haber
rezado, cada uno con nuestro plato por delante, comenzamos a cenar.
Tradicionalmente, los judíos recitábamos tres oraciones al día.
Sumábamos una más en caso de festividad. Había muchos rezos y oraciones
que se recitaban en los momentos previos y posteriores a la comida, incluso
existían distintos rezos en función de lo que hubiese servido en la mesa.
Aquella noche, fue el netilat yadaim, ya que la señora Holz nos había
traído pan. Ella y a su hijo eran mucho más tradicionales que el resto de
nuestros invitados, que habían vivido en las grandes ciudades y se habían
empapado de la cultura más moderna del judaísmo.
—Es increíble lo mucho que ha crecido esta chica desde que estamos
aquí —dijo la señora Rivka en mitad de la cena. Se estaba refiriendo a mí
—. Desde luego que ya eres toda una mujer.
Sonreí con timidez al ver que su comentario había hecho que todos los
que estaban sentados a la mesa levantasen la vista hacia mí.
—Cada vez son más mayores, y el consumo de comida también es
mayor —intervino la señora Becker.
—Desde luego.
—Tenemos que empezar a organizar todos los preparativos de la boda —
dijo la señorita Orli a la señora Holz, que intentaba servir una zanahoria en
el plato de sopa de su hijo—. Hay que empezar a preparar la jupá.
La jupá era el palio nupcial: un pedazo de tela sujeto por cuatro varas,
como una pequeña carpa de circo, donde se ubicaban los novios para la
ceremonia.
—La señora Schreiber y yo hemos empezado a hacer, con las dos
mejores telas que había, un vestido para que Eva lo lleve durante la
ceremonia —dijo la señora Rivka.
Cuando vi la mirada de todas, empecé a sentirme un poco indispuesta.
Como si me faltase el aire o la habitación se hubiese hecho más pequeña. Se
trataba de una sensación amarga que me aparecía con frecuencia. Tomé mi
vaso y di un trago largo sin respirar.
—También quería hablar con Eva y Fritz sobre la casa —siguió la
señorita Orli—. Esta granja es de ella. Si quieren, se puede poner una cama
en la buhardilla y acondicionarla como una habitación.
La señora Holz dejó la cuchara sobre el plato. Fue más que evidente que
la idea no le agradó.
—También pueden vivir en la granja de los Holz —dijo la señora Becker
—. Al fin y al cabo, es más grande. Además, ellos son menos y tienen más
comida.
Puse los ojos en blanco. No era ni la primera, ni la segunda, ni la séptima
vez que la señora Becker decía una frase en la que me echaba
descaradamente de mi propia casa.
—Lo siento señorita Orli, pero Eva debe venir a vivir con nosotros a
nuestra granja —dijo la señora Holz mientras intentaba disimular que la
idea contraria la incomodaba—. Es algo que ya está decidido. ¿Verdad,
Fritz?
—Sí, madre —dijo sin apenas levantar la vista del plato.
—Desconozco por completo las ideas modernas de las grandes ciudades,
pero, aquí, la esposa debe ir al hogar de su marido. Nosotros seremos su
familia. Además, nuestra granja está muy bien situada también —continuó
la señora Holz—. Podemos darle una vida relativamente cómoda lejos de la
guerra, igual que la que tiene en esta casa.
—Eso se da por descontado. —El señor Becker levantó su vaso—.
Cuando los alemanes encuentren este lugar, ya habremos ganado nosotros
—dijo convencido, y cambió el curso de la conversación.
“Sí, madre.” Lo miré en cuanto escuché su voz. Deseé que él levantase la
vista y me mirase también a mí. Que me mirase, y que el rostro se le
iluminase de tal forma, que con una sonrisa hiciese desaparecer mi
ansiedad, que callase mi corazón que no paraba de angustiarse. Todos
pasaban por eso. Todos los casados sentados a esa mesa se debían de haber
sentido así en algún momento, ¿no? Yo solo pedía eso. Una mirada. Un
gesto. Algo que hiciese desaparecer ese terrible miedo.
Al final lo hizo. Fritz alzó la cabeza y me miró. Se apartó uno de sus
rizos de la frente y fijó por un segundo esos ojos castaños en mí. Pero lo
que yo sentía en el pecho no desapareció; entonces, tuve más miedo aún.
***

Aquella noche, después de que los Holz emprendiesen el camino de


regreso de más de una hora hacia su granja y de que todos los demás se
acostaran, me cambié de ropa y me fui a la buhardilla. Pude ver cómo
Temel salía del cuarto y me seguía en silencio. Le sonreí en la oscuridad
mientras ella entraba en la buhardilla primero. Cerré la puerta tras de mí.
Ella fue hacia el baúl viejo del fondo donde guardaba sus libros, y yo me
dirigí hacia mi rincón favorito de toda la granja. El asiento que había junto a
la ventana que daba a la parte trasera. Volví a sentarme como cada noche a
mirar el cielo, como si mirarlo me diese una respuesta a mi pregunta. Me
preguntaba qué debía hacer. Que alguien fuese amable y gentil no implicaba
que lo amara, ¿verdad? Es decir, me gustaba hablar con Fritz, me gustaba
cuando se acercaba a la granja y me contaba cómo habían pasado la semana
o el mes desde la última vez que nos vimos. Siempre tenía una palabra
amable para mí o un consejo para mejorar el huerto. Pero nunca me había
detenido a pensar en que pudiésemos casarnos, ni en que eso fuera amor.
¿Era eso el amor?
En los libros que había leído, los protagonistas jamás llegaban realmente
a decirse lo que sentían el uno por el otro hasta el final, cuando ya se habían
casado. Pero estaban seguros de que se tenían un sentimiento especial,
diferente a lo demás.
No tenía ningún deseo de que Fritz me tomase de la mano o me besase.
Mi corazón no parecía latir más rápido por pensar en él. Nuestro trato era
tan frío, tan normal. Amistoso, sí, pero normal. Claro que, si lo comparaba
con los tres matrimonios que vivían bajo mi mismo techo, nuestra relación
parecía, incluso, mejor que la de algunos de ellos, pero… ¿era amor?
¿Qué debo hacer?
Ese pensamiento rondaba mi cabeza una y otra vez.
Casarme con Fritz, tomarnos de la mano, tener hijos, celebrar las fiestas
y envejecer juntos para despertarme un día dentro de cincuenta años y
darme cuenta de que no había vivido era lo que más miedo me daba en el
mundo. ¿Dónde estaba el amor apasionado que aparecía en los libros? Ese
sentimiento que hacía que la vida del amado estuviese por encima de la
propia y todas esas cosas. ¿También formaba solo parte de los sueños y las
ilusiones románticas de Temel? ¿Las que no existían?
Yo no me sentía ninguna princesa. Tal vez por eso no hubiese ningún
príncipe en mi cuento. Si estaba equivocada, si se trataba de amor lo que
había entre Fritz y yo, ¿qué le pasaba a mi corazón? Sentía como si me
hablase, en voz alta y clara. Una. Solo una palabra me decía: “Espera”.
¿Esperar qué?
Bajé la cabeza mientras paseaba la vista por los manzanos del patio
trasero.
Me siento como si pensase en alguien a quien ni siquiera conozco.
Algo se movió en el jardín y me sacó de mis pensamientos. Algo rápido
y silencioso cruzó los matorrales hasta deslizarse hacia la entrada trasera.
Me incorporé extrañada mientras intentaba ver en la oscuridad; escuchaba
cómo Temel comenzaba a danzar a mis espaldas.
¿Qué es eso?
Me puse de pie, me incliné un poco hacia adelante, pegada a la ventana
para tratar de ver el patio. Quizá fuera uno de los conejos que se acercaba al
huerto. Pasaron varios minutos. No se veía nada. Ya iba a retirarme de la
ventana cuando se movió de nuevo, y entonces pude verlo con claridad. Di
un paso atrás. La luz de la luna me permitió verlo perfectamente. Un ser
humano. Un hombre. Un uniforme.
¡Un soldado!
Antes de volverme hacia Temel, se escuchó un grito en el piso de abajo
seguido de un ruido estridente de pasos.
—¿Qué es eso? —susurró mi compañera en ese momento—. ¿Qué pasa?
Giré sobre mí misma. Los pasos se escuchaban bajo nosotras corriendo
apresuradamente de un lado a otro. Y entonces, otro grito. “¡Vienen!”
¡Vienen!
Me quedé quieta en absoluto silencio. Como si hubiese dejado de pensar.
Como si se me hubiese quedado la mente en blanco y no fuese capaz de
reaccionar. Diez eternos segundos tardó mi cerebro en aceptarlo.
Me abalancé hacia Temel de puntillas y le agarré la manga de la camisa
tan fuerte que le hice daño. La empujé hasta la puerta para salir a lo alto de
la escalera.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que pasa, Eva?
Escuché otra vez los pasos bajo nosotras. Parecían estar por toda la
planta. Al pie de la escalera. Miré el hueco de la pared que utilizábamos
para subir y bajar las cosas del sótano a la buhardilla. El pequeño
montacargas de madera. No quise ni pensarlo. Eché a correr hacia el hueco
con Temel tomada del brazo mientras ella protestaba, asustada, por no saber
lo que sucedía. Se echó a llorar con desesperación. No sabía a ciencia cierta
lo que ocurría, pero supuse que estaba más que claro que no se trataba de
algo bueno.
Con gran esfuerzo, abrí la trampilla, que pesaba más de lo que
recordaba. El montacargas estaba desmontado, pero la cuerda seguía allí.
No era una cuerda entera, sino varias largas cuerdas unidas por nudos en los
que se podían apoyar los pies. Agarré a Temel para indicarle que entrase.
Me miró como si estuviese loca. Sin embargo, se metió dentro del hueco
y empezó a bajar sin chistar. Tuve que empujarla para que fuese más rápido
y casi me tiré tras ella, tanto que estuve cerca de caerme al suelo por agarrar
demasiado deprisa la cuerda.
Dudé en detenerme en la primera planta, la de las habitaciones, pero los
chillidos se hicieron más numerosos. Temel, que pareció leerme el
pensamiento, me agarró del pie y me suplicó que no la dejase sola.
Seguimos. Lo primero sería salir de allí. Avisar a alguien. A quien fuese.
Caímos al suelo al soltarnos de la cuerda y salir del hueco hasta el sótano,
que estaba casi a oscuras. Me puse de pie y levanté a Temel. Echamos a
correr por el pasillo del fondo, como si fuese una especie de túnel, que
pasaba por debajo del patio trasero y que mi abuelo había construido por la
Gran Guerra como salida de emergencia de la granja.
Sentí cómo mi amiga se volvía al escuchar pasos a nuestras espaldas, en
la escalera, pero no dejé de tirar de ella mientras corría con todas mis
fuerzas hacia la puerta que daba debajo del puente que había en el lago
Eshkol. Estiré la mano en dirección al pomo, en mi carrera, dispuesta a
abrirla sin detenernos, cuando de pronto se abrió sola. Temel y yo nos
frenamos en seco y nos caímos al suelo.
El sonido tras nosotras se hizo más fuerte, pero ninguna de las dos nos
volvimos. No pudimos dejar de mirar cómo la puerta chirriaba hasta abrirse
por completo. Contuve la respiración. Una ráfaga de aire frío precedió a una
sombra, la sombra de un joven vestido con el uniforme del ejército alemán,
que entró por la puerta por la que nos disponíamos a salir. Caminó hasta
situarse frente a nosotras.
Un nazi. Ni pestañeé. Nunca había visto nada igual en toda mi vida.
Nunca. Debía tener unos veinticinco años. Era muy alto, quizá cerca del
metro noventa. Con el pelo corto, de un rubio más bien oscurecido y los
ojos de color verde como las botellas de vidrio que usábamos para guardar
las bebidas. Nos miró fijamente durante un segundo para después alzar la
vista hacia el fondo del sótano con absoluta seriedad.
Temel se estremeció cuando dos soldados más llegaron por detrás y se
ubicaron cada uno a un lado del soldado rubio.
—No vimos esta entrada —le dijo uno de los recién llegados con un
marcado acento alemán, casi como una disculpa, al hombre de ojos verdes,
que tenía la mirada fija en el fondo del sótano.
—Junten a los perros —respondió con frialdad en perfecto polaco
mientras pasaba por delante en dirección a la escalera, sin volver a
mirarnos.
Giré la cabeza para continuar mirándolo, sorprendida. No me había dado
cuenta de que con ese “perros” se refería a nosotras, hasta que sentí una
mano fría que me agarraba del pelo y me obligaba a levantarme.
C APÍTULO 2

A garré con fuerza la mano de Temel, que seguía llorando asustada


mientras los hombres nos conducían hasta el comedor en el que estaban
todos los demás agrupados en un rincón. Varios soldados giraban en torno a
ellos.
Temel me soltó al ver a su madre y corrió a abrazarse a ella, que también
lloraba desesperada.
La señorita Orli me aferró y me metió en el grupo. Estaba blanca como
la pared. Pensé que me dedicaría una sonrisa para tranquilizarme, pero no lo
hizo; ni siquiera me miró. Tenía los ojos fijos en los soldados, como todos.
Mirábamos desencajados cómo se movían de un lado a otro. Nadie se
atrevía a decir una sola palabra en alto.
—¿Cuántos putos judíos crees que hay aquí? —dijo uno de los soldados
que rodeaban el lado derecho del grupo y nos miraba con cierto desprecio
—. Tal vez ni siquiera estén en el registro.
Alcé la vista hacia la señorita Orli. La última vez que estuvo en
Cracovia, volvió con una citación en la que le avisaban de que debía
presentarse en el registro en un plazo inmediato. Jamás lo hizo. Rompió la
carta frente a mí.
—No lo sé. Esto está en el culo de la civilización —replicó otro,
molesto, mientras se echaba el arma al hombro para rascarse la cabeza—.
Como para trasladarlos a todos a Auschwitz.
Habíamos escuchado que Auschwitz era un campo de trabajo, un lugar
apartado al que enviaban a los judíos a realizar trabajos forzados.
La puerta del comedor hizo un ruido estridente al abrirse de golpe. Nos
sobresaltamos. Tres soldados entraron en el comedor: uno de ellos, el de
ojos verdes. En total, sumaban ocho, cuya edad media debía de oscilar
alrededor de los treinta años, aunque algunos parecían más jóvenes que
otros. Se destacaba un hombre moreno, con bigote y cabeza rapada que
debía de tener cuarenta años. Entonces se dividieron. Dos de ellos se fueron
hacia la derecha para mezclarse con los demás. El tercero, el hombre de
ojos verdes, se sentó en una de las sillas de la sala.
—Dieciocho —se escuchó decir a uno de los que había ido hacia la
derecha. Uno rubio, corpulento y muy alto también—. Son dieciocho
judíos. Todo un gueto. —Sonrió entre dientes. Parecía satisfecho—. Ocho
hembras y diez machos, ¿verdad?
Me pareció que ese “verdad” iba dirigido hacia nosotros, pero nadie se
atrevió a contestar. ¿Nos había llamado “hembras” y “machos”?
—Demasiados —sugirió el que antes había mencionado el campo de
trabajo.
—Nunca son demasiados, Helmut —susurró el rubio corpulento—. ¿No?
Le hizo un gesto con la mano. Un número. Cuatro. ¿Cuatro qué?
—Cuatro es un desperdicio —repuso otro algo molesto.
—Cómo que cuatro va a ser un desperdicio, ¿un desperdicio de qué? —
gruñó el tal Helmut y continuó en alemán.
No sabía una sola palabra de ese idioma. El idish se le parecía, hablaban
demasiado deprisa, sin embargo, el acento era muy marcado y se mezclaba
con palabras que no entendía.
—Dos —dijo de pronto el soldado de ojos verdes mientras apoyaba los
codos en las rodillas, se echaba hacia adelante y los demás callaban.
¿Dos qué? No entiendo nada.
Él y el tal Helmut intercambiaron una mirada que no pasó desapercibida
para ninguno de nosotros. Nos agarramos con más fuerza de las manos.
Helmut se ubicó justo frente a nuestro grupo. Todos dimos automáticamente
un paso hacia atrás. Dieciocho personas adultas asustadas de una sola.
—Abran muy bien las orejas porque no lo diré dos veces —dijo Helmut
con superioridad—. Todos los judíos tuvieron que haber recibido una
citación para presentarse en uno de los guetos que el ejército alemán ha
creado para ustedes. —Carraspeó—. Su presencia aquí solo implica que han
desobedecido esa orden. Por lo tanto, quedan arrestados. A partir de ahora,
están a nuestro cargo. Aquí mandamos nosotros, y se hará exactamente lo
que nosotros digamos, cuándo y cómo lo digamos.
Se escuchó un murmullo en idish. Los llantos de Milat y las demás se
hicieron más notables, lo que hizo que el soldado interrumpiese lo que
decía. Parecía enfadado.
—¡Silencio! —gritó. Nos callamos, asustados, aunque los sollozos se
seguían escuchando—. ¡He dicho silencio! A partir de este momento
obedecerán hasta lo más mínimo que yo diga. ¡Así que: silencio!
Dio un paso hacia nosotros mientras agarraba el arma que hasta entonces
había tenido en el cinturón. Una pistola negra que solo le sirvió para que los
gritos aumentaran.
Apreté mi mano en el brazo de la señorita Orli, aterrada, mientras
escuchaba la risita de uno de los soldados que observaba la escena. El
hombre de ojos verdes se levantó de su asiento. Le quitó la pistola a Helmut
y se dirigió hacia nosotros.
—Sentados —dijo con la misma voz calmada de antes, lo que hizo que
Helmut diese un paso atrás.
Nos miramos unos a otros sin entender muy bien qué había querido
decir, cuando se escuchó un disparo que provocó que todos nos llevásemos
las manos a la cabeza y nos agachásemos a los gritos.
El señor Rivka y la señora Becker, en brazos de su marido, se apartaron
hacia la izquierda, donde estaba yo, de modo que nos tiraron –a Ami y a
mí– al suelo de un empujón. Se formó un grupo alrededor de alguien que
acababa de desplomarse. Tuve que hacer un esfuerzo para levantar la
cabeza y ver de quién se trataba: el señor Schreiber. Estaba tirado en el
suelo con un tiro en el pecho y no se movía mientras la sangre le brotaba
del cuerpo.
Abrí la boca para tomar aire; apoyé las manos en el suelo para no
caerme, presa del pánico, mientras me ponía de pie. Dirigí la vista hacia el
hombre de ojos verdes. Lo había matado, le había pegado un tiro al señor
Schreiber sin pestañear. La señora Schreiber, Chaim y Temel se quedaron
petrificados, como si ninguno de los tres fuera consciente de lo que acababa
de pasar. Abimael, el hijo mayor de la señora Rivka, dio un paso con los
ojos llenos de rabia. Quise agarrarle la mano para detenerlo, pero no me dio
tiempo. Antes de que pudiese hacer algo, se escuchó otro disparo, esta vez
frente a mis ojos, que me salpicó de sangre por la violencia del impacto.
Los demás volvieron a gritar mientras se tapaban la cara. Yo vi cómo el
cuerpo de Abimael caía al suelo, a mis pies.
El señor Rivka intentó avanzar hacia su hijo, pero el soldado que tenía
más cerca lo empujó al suelo. Otro de sus hijos lo sujetó.
Alcé la vista hacia el asesino. De nuevo el mismo hombre, el monstruo
de los ojos verdes. Me miraba directamente a mí, torció la cabeza hacia un
lado con frialdad, como si esperase mi reacción. Quizá pensaba dispararme
a mí también.
—Sentados —repitió.
Todo el mundo se sentó, incluida yo, ya que la señorita Orli tiró de mí
hasta que caí al piso.
La señora Rivka lanzó un chillido agudo de dolor. Parecía haber
enloquecido por completo mientras los demás la obligaban a quedarse
sentada.
—De pie. —Escuché decir al monstruo con una pasividad y frialdad
irritantes, inhumanas.
Otra vez los brazos de la señorita Orli me alzaron a la vez que lo hacían
todos los demás. Si no hubiese sido por ella, también me habrían pegado un
tiro, ya que no habría sido capaz de levantarme sola. No habría sido capaz
de nada más que de seguir mirando a esa inmunda escoria que nos apuntaba
con una pistola. Nos miró durante un par de segundos más hasta que nos dio
la espalda, muy satisfecho de sí mismo. Supuse que había quedado claro
que, después de lo sucedido, podía exigirnos hacer cualquier cosa que todos
los haríamos. Le devolvió la pistola al otro soldado y se dirigió hacia la
puerta mientras Helmut aplaudía con una sonrisa de oreja a oreja.
Se marcha como si no hubiese pasado nada, como si no acabase de matar
a dos personas.
El solo hecho de pensarlo me resultó aterrador.
El grito de agonía de la señora Rivka se escuchó con mayor fuerza.
Varios de los soldados respondieron con risas y burlas. Los Becker se
movieron y me empujaron hacia la derecha. No hice nada para impedirlo,
ya que no tenía fuerzas. Se oyeron varias voces en la escalera principal
procedentes del salón. Fruncí el ceño, confundida, hasta que la señorita Orli
me agarró de nuevo y me atrajo otra vez hasta ella.
—Hay más soldados arriba —susurró entre lágrimas—. Hay…
No pudo terminar la frase. Un soldado alto y moreno, con la ropa
empapada en sangre, entró al comedor farfullando en alemán. Parecía
bastante enfadado. En cuanto vi la sangre y me percaté de que no era suya,
me volví hacia nuestro grupo para buscar quién faltaba. Pero estábamos
todos. El recién llegado se acercó al rubio corpulento, que lo llamó
“Egbert”. Discutieron durante unos minutos en alemán, en voz muy baja,
hasta que el rubio corpulento alzó la vista hacia nosotros. Echó los hombros
atrás, se estiró y se acercó con la pistola en la mano.
—Arriba hay material médico en una de las habitaciones —dijo—. ¿De
quién es?
La señorita Orli dio un respingo. Puse mi mano en su brazo.
—Míos, señor —dijo con un hilo de voz, ante la sorpresa del soldado—.
Antes trabajaba como enfermera y tengo material sanitario guardado para
casos de emergencia.
Helmut dio un paso adelante. Junto al soldado corpulento y Egbert,
volvieron a hablar los tres en alemán, de nuevo en voz muy baja. Parecían
no estar de acuerdo y se mostraron visiblemente molestos, hasta que
finalmente el rubio pareció rendirse y se dirigió de nuevo hacia nosotros.
—¿Quién tiene el tipo de sangre B?
Sentí un escalofrío, como un calambre. La señorita Orli me devolvió el
apretón en el brazo.
—No me gustaría tener que enfadarme. —El soldado caminaba
alrededor mientras nos miraba—. Si alguno tiene ese tipo de sangre y se
queda callado, me voy a enterar y no será agradable para ninguno.
—¡Eva lo tiene! —La voz de la señora Becker resonó en el silencio, lo
que hizo que la señorita Orli soltase un grito y me abrazase con más fuerza,
asustada.
Miré a la señora Becker. Meses atrás, durante una cena, había surgido
una conversación intrascendente sobre qué tipo de sangre tenía cada
habitante de la granja. Le dije que el mío era B. Recordé que había
comentado que el de su hija Milat también era B.
—¿Quién es Eva? —dijo el soldado que se dirigía hacia nosotras con la
pistola en la mano.
Temblé en el abrazo de la señorita Orli mientras levantaba la mano al ver
que la miraban a ella. Otro soldado, el que estaba más cerca, me agarró de
la muñeca y me sacó fuera del grupo con brusquedad al tiempo que le
pegaba un empujón a la señorita Orli para que me soltase, lo que la tiró al
suelo.
—Esperen, esperen —suplicó la señorita Orli que se puso de pie a toda
velocidad—. Ya he dicho que soy enfermera. Necesitan una transfusión de
sangre para el herido, ¿verdad? Yo puedo. Yo le sacaré la sangre. Puedo
ayudar.
Habló más rápido de lo normal, pero ni aún así la dejaron terminar.
Helmut la insultó mientras la empujaba. El que estaba manchado de sangre,
Egbert, me agarró del brazo con fuerza y me sacó a rastras del comedor.
Sentí que me iba a morir de miedo. Antes de llegar a la escalera, estaba
deshecha en llanto, algo que le molestó al soldado, porque me azuzó con
más fuerza y me hizo daño. La forma en la que me temblaban las piernas
me impedía caminar con normalidad, lo que lo enojó más todavía. Me llevó
hasta el piso de arriba, hasta mi habitación, para lanzarme dentro de ella.
Abrí los ojos, horrorizada. Tendido en la cama de Ami había un soldado con
la pierna derecha totalmente ensangrentada, con varias magulladuras que
asomaban por las roturas del pantalón mientras otro, junto a él, tiraba un
trapo lleno de sangre al suelo y tomaba otro limpio para tratar de taponar la
lesión. Nunca había visto tanta sangre junta. La herida de la pierna se
extendía como un río que bajaba hasta el suelo y formaba un charco. Me
dieron náuseas.
Egbert me pegó un empujón hacia la mesa del escritorio y comenzó a
discutir con el que estaba de pie. Intentaban ponerse de acuerdo para la
transfusión. No sabía qué hacer hasta que me dio otro empujón contra la
silla y me ordenó que me sentase. No tenía ninguna otra opción más que la
de hacerle caso.
—Sácale lo que haga falta, pero no te pases. —El acento del soldado que
estaba de pie se notaba mucho más marcado, por lo que tuve que hacer un
gran esfuerzo para entender apenas—. Por si necesitamos más después.
No sabía si aquella frase debía servirme de consuelo o no. Egbert me
agarró el brazo, me lo apretó contra la mesa y me amarró un trozo de tela
por encima del codo. En otra circunstancia, habría soltado un quejido de
dolor. En ese momento, no me atreví. Hasta ese preciso instante, no había
tenido miedo de verdad en toda mi vida. Aquello me parecía terrorífico. Me
temblaba todo el cuerpo. Procuré mirar hacia otro lado cuando vi la enorme
aguja en su mano. Cerré los ojos y apreté los dientes con fuerza cuando me
la clavó como si clavase una bandera en la tierra. Quise echarme hacia atrás
de forma instintiva, pero el otro soldado me agarró del pelo para impedirlo.
—¿Crees que al menos estará limpia de gérmenes? —Le oí decir
mientras se reían.
Me dolió como si, en vez de sangre, me sacaran las venas, pero traté de
mantenerme callada, ya que sabía que podía pasarme algo peor. En
comparación con el grito de la señora Rivka, mis sollozos no eran
absolutamente nada. No sabía cuánto me habían sacado, pero cuando me
soltaron me sentí un poco mareada, como después de un día de trabajo sin
agua bajo el sol.
—Fuera de aquí. —Escuché que decía uno de los soldados—. No te
vayas muy lejos por si necesitamos el resto.
Me puse de pie tan pronto como pude mientras los soldados dejaban de
prestarme atención y se ocupaban del herido. Tuve que apoyarme en la
pared; me daba vueltas la habitación. Puse una mano sobre el brazo en el
que me habían pinchado. Aún me sangraba.
Miré de reojo la puerta. Solo quería volver a los brazos de la señorita
Orli. Caminé hacia la salida con cuidado de no hacer ruido y conseguí salir
al pasillo. Estuve a punto de caer por la escalera en mi camino hacia el
comedor. No me crucé con nadie, entré en absoluto silencio para que no me
dijeran nada y corrí a los brazos de la señorita Orli que, al verme, respiró
aliviada.
—Pero ¿qué es lo que te han hecho? —susurró mientras me taponaba la
herida del brazo, que se había puesto de color púrpura. Se me escaparon un
par de lágrimas mientras trataba de curarme.
La pequeña mano de Temel me acarició el otro brazo. Seguramente, se
había asustado pensando que no volvería, que me matarían como habían
matado a su padre.
—Son unos bárbaros —susurró la señorita Orli, que seguía con mi brazo
entre sus manos—. Unos bárbaros inhumanos.
Se inclinó hacia mí hasta darme un beso en la frente y volvió a
abrazarme.
***

Cuatro horas estuvimos allí, en el comedor, agarrados los unos a los


otros bajo la vigilancia de los soldados hasta que la luz del sol iluminó toda
la casa. Algo que, sinceramente, no creí que viviésemos para ver. No
después de observar cómo nos miraban, nos hablaban, cómo se reían.
Sentí un nudo en el estómago cuando Egbert apareció en el comedor con
el uniforme más manchado de sangre que antes. Comenzó a hablar con
Helmut, que nos vigilaba. No se entendía nada de lo que decían, pero
parecían alterados.
Escuché un quejido de la señora Becker, pero no me dio tiempo a
mirarla, puesto que Helmut se volvió hacia nosotros y gritó para llamar la
atención.
—Se van a dividir en dos grupos. —Al escuchar eso, todos nos
agarramos con más fuerza los unos a los otros—. Quiero a los hombres de
un lado y a las mujeres del otro, ahora mismo.
Nadie vaciló esa vez. Las mujeres nos pusimos a la derecha, y los
hombres se fueron hacia la izquierda. Tan solo la señora Becker lloró de
forma sonora al apartarse de su esposo. Casi pude ver la sonrisa en el rostro
de todos los soldados al ver nuestra rapidez.
—Bien. Tendremos que pasar aquí unos días. —Helmut dirigió una
mirada hacia los hombres—. Así que vamos a procurar estar calmados y
portarnos bien, ¿verdad?
Obviamente no se refería a ellos, los soldados, sino a nosotros.
—¿Quiénes se encargaban de la cocina? —continuó con la mirada fija en
nosotras.
Casi como un acto reflejo, todos miramos a la señora Rivka y a la
señorita Orli, algo que no pasó desapercibido para el alemán.
—Tú y tú. —Las señaló—. Muy bien. Seguirán a cargo de la cocina y de
que la comida esté en la mesa a la hora que diga. Trece platos bien
completos, ¿está claro? Si en esta granja había para alimentar a dieciocho
personas, no tendrán ningún problema en conseguir comida para trece.
No quería pensarlo, pero no pude evitar hacer el cálculo. Puede que
hubiese comida para dieciocho, pero no llenábamos los platos, e incluso
algunas veces no merendábamos ni desayunábamos. Nos racionábamos; por
eso teníamos comida más que suficiente. Y ya no éramos trece, sino treinta
y uno. “Veintinueve”, recordé dolorosamente.
—A los demás se les asignará una tarea que cumplirán lo más rápida y
eficientemente posible. ¿Está claro? —dijo Helmut—. Síganme las mujeres.
Temel arrastró a su madre hasta nosotras y se metió debajo de mi brazo
izquierdo mientras la señorita Orli me agarraba del otro.
Helmut y otro soldado se pusieron en la puerta para indicarnos que los
siguiésemos. Obedecimos. El señor Rivka no apartó los ojos de su esposa
hasta que ya salimos del comedor.
No tardamos mucho en llegar al cuarto de baño de arriba. Los cuatro
soldados que nos esperaban tomaron el mando; los otros dos regresaron al
comedor. Nos obligaron a ponernos en fila frente a la puerta. El primer
hombre, que estaba a la entrada, agarró a la señora Rivka y, con una vieja
tijera, empezó a cortarle el pelo desde la nuca. Lo hizo sin ningún cuidado,
con golpes en la cabeza para que la girase de un lado a otro para recortarle
mechones con la sola intención de que quedase corto. Cuando terminó, no
le había dejado una sola punta igual que otra.
Me llevé una mano a mi larga melena negra, que casi me llegaba al codo.
Me había pasado años dejándola crecer, años que se fueron en un segundo
cuando aquel hombre me obligó a ponerme de espaldas y me la cercenó a la
altura de la nuca. Nunca había sido vanidosa. Tampoco era el momento de
empezar a serlo, sino de darse cuenta de que algo tan superficial carecía de
importancia. No iba a llorar por eso. Luego de pasar por el peluquero, el
otro hombre nos obligó a ir al servicio.
Temel volvió a aferrarse a mí con fuerza. Su madre parecía haberse
quedado en otro mundo, como si el cuerpo se moviese sin ella dentro. Y
Temel necesitaba más que nunca un apoyo, alguien que le devolviese el
apretón de manos. Aunque solo fuese eso.
Había otro soldado en el baño. Estaba rodeado de recipientes de agua
que me dieron muy mala espina, más aún cuando nos ordenó que nos
quitásemos la ropa. Me agarré la camisa que llevaba puesta con fuerza y
cerré el puño sobre la tela instintivamente cuando la señorita Orli me puso
la mano en el hombro al tiempo que asentía. Ninguna se movió hasta que
ella lo hizo. Comenzó a quitarse el vestido con absoluta resignación. Se
quedó frente a aquel hombre, que nos miraba con desprecio, completamente
desnuda. Todas las demás la imitamos. Tuve que hacer un gran esfuerzo
para desabrocharme los botones, ya que las manos me temblaban. Vacilé
varias veces antes de dejar caer el último trozo de tela que me cubría el
cuerpo.
El soldado apenas esperó que apartásemos nuestra ropa antes de
comenzar a tirarnos agua por encima. Estaba helada. Además, la tiraba con
fuerza, como si nos golpease con ella.
Entonces sí lloré. Me sentí como una oveja, como una vaca o una gallina
a las que lavaban con una manguera y se les ordenaba, entre gritos, que
caminaran. Así era cómo esos hombres nos veían, como animales inmundos
y sucios, “llenos de gérmenes”.
No nos dieron ninguna toalla. Nos ordenaron salir del cuarto de baño
como estábamos, desnudas y mojadas. Me aferré a Temel y a la señorita
Orli, como siempre. En el pasillo, otro soldado nos indicó que nos
metiésemos en la habitación de al lado, la de los señores Rivka, donde había
dos cestos. Uno, con vestidos, y otro, con ropa interior que parecían haber
recogido de los cuartos. Me apresuré a agarrar ropa interior para mí y
Temel. Me cubrí el pecho con una camiseta interior blanca muy fina. Nos
vestimos enseguida.
Pude oír el alarido de horror de la señora Becker cuando vio algunas de
sus más queridas prendas metidas en el cesto como si fuesen trapos. Cuando
me acerqué a tomar un vestido, me pareció verla llorar.
El vestido que tomé pertenecía a Milat, quien no disimuló el disgusto
cuando se dio cuenta. No lo hice porque fuera de ella, sino porque había
sido el primero que había visto. Se trataba de un viejo vestido marrón
oscuro, largo hasta las rodillas, con botones tanto a la espalda como por
delante, desde la altura del pecho hasta el cuello, con un lazo en la cintura
para ajustarlo más o menos.
Con los zapatos hicimos lo mismo. Tomé mis botas negras de cordones.
Vi cómo Temel se ponía los zapatos nuevos “de vestir” que la madre no le
dejaba usar para no estropearlos. Seguramente supuso que eso ya daba
igual.
“Todo da igual”, pensé mientras miraba al soldado alemán que nos
observaba desde la puerta con un fusil debajo del brazo.
***

Cuando terminaron con nosotras, nos dejaron en el comedor e hicieron lo


mismo con los hombres. Se los llevaron, les cortaron el pelo, los bañaron en
ese particular modo y les dieron otra ropa. Fue un auténtico alivio ver que
todos volvían. En especial para la señora Becker, que se tiró a los brazos de
su marido de manera desesperada en cuanto lo vio poner un pie en el
comedor.
El resto del día fue tranquilo, si es que se lo podía llamar así.
Permanecimos en nuestro sitio, arrinconados bajo la atenta mirada de dos
soldados como mínimo, que se turnaban con otros. Helmut, Egbert, el rubio
corpulento que parecía llamarse Hank, Carsten. La única vez que salimos
del comedor fue para que nos llevasen en pequeños grupos al baño de la
planta de abajo. El único momento en el que pudimos estirar las piernas, ya
que nadie se atrevía a moverse en el comedor.
—¿Qué se supone que van a hacer con nosotros? —susurró Temel
mientras apoyaba la cabeza en mi hombro.
Miré a un lado y al otro para cerciorarme de que no podían oírnos. Los
soldados estaban sentados y conversaban en alemán junto a la mesa.
—Han dicho algo de Auschwitz —se atrevió a decir el señor Becker.
Auschwitz, el peor sitio adonde ir. No sabíamos exactamente lo que se
hacía allí, ya que no conocíamos a nadie que hubiese estado –o al menos
que hubiese conseguido salir–, pero el hecho de que fuese llamado “campo
de trabajo para judíos” hacía que un escalofrío me recorriese la espalda.
—Cuando estábamos en el baño —al señor Rivka le sonó la voz ronca al
hablar—, les oí decir que iban a hacer un reconocimiento de la zona.
—Sí. Nos han preguntado si había algún teléfono por aquí cerca —
añadió Jefté, uno de los hijos menores de los Rivka.
—Ninguna de las granjas tiene. Deberían ir hasta Tarnów —intervino la
señorita Orli pensativa.
—Lo sé. También han preguntado si hay algún coche.
No teníamos ninguno. Las familias que habían venido a esconderse los
habían abandonado en sus ciudades de residencia. Nosotras habíamos
perdido a nuestro pobre caballo a causa de la guerra. No lo habíamos
sustituido por otro. Nuestra pequeña granja había pasado a ser de
autoabastecimiento en lugar de un negocio, así que ya no necesitábamos
transportar mercancías a ningún lugar. El coche más cercano era el de los
Holz, pero habían dejado de utilizarlo por falta de combustible. El único
medio de transporte que tenían era la vieja burra que los traía de vez en
cuando a nuestra granja a visitarnos, que apenas podía tirar ya del carro.
—Quieren un vehículo para llegar hasta un teléfono; a pesar de lo que
les hemos dicho, van a salir a buscar uno —dijo el señor Rivka.
Me estremecí y deslicé los dedos hasta mi brazo, donde aún me dolía el
pinchazo que me habían dado. Que encontrasen un teléfono no significaría
nada bueno para nosotros.
C APÍTULO 3

N o importa lo asustado o triste que se esté, las necesidades básicas del


cuerpo emergen tarde o temprano, se quiera o no. Por eso, mi estómago
rugió cuando vio cómo los soldados alemanes cenaban. El mío y el de
todos. Nos confinaron a un rincón del comedor, sentados en el suelo
mientras ellos se sentaban a la mesa a cenar algo que, al parecer, habían
traído entre sus cosas.
Desde que habían llegado, los alemanes no nos habían dado nada de
comer. Al principio, no nos había importado, no creí que alguien tuviese
apetito con tanto miedo. Pero después de un día entero, nuestro cuerpo nos
recordaba lo que era el hambre, más aún al verlos comer.
No habían mencionado ni una sola vez que fuésemos a alimentarnos, por
lo que estábamos más tensos aún. La idea de que nos fuesen a dejar morir
de hambre nos invadía. Sin embargo, la señorita Orli tenía otra teoría: no
nos iban a dejar morir de hambre, pero tampoco nos iban a dar comida
suficiente. Querían que estuviésemos débiles. No me gustó ninguna de las
dos hipótesis. Temel se mordió el labio inferior al ver cómo los soldados
limpiaban los platos. Le pasé el brazo por los hombros para que me mirase
y le dediqué una tímida sonrisa con toda la ternura que fui capaz. Casi pude
sentir por la expresión de su rostro lo que ella sentía. Después de aquellas
veinticuatro horas, ver sonreír a alguien era como recibir oxígeno cuando te
estás ahogando. Ella también me sonrió y sentí lo mismo.
Cuando terminaron de cenar, los soldados comenzaron a salir del
comedor y dejaron los platos sobre la mesa mientras que un par de ellos se
acercó hacia nuestra esquina.
El rubio corpulento, Hank, fue hacia el grupo de los hombres para
decirles con rudeza que, a partir del día siguiente, trabajarían en el campo y
en el granero con los animales para asegurar los alimentos para cocinar. Los
miré con preocupación. Hasta ese momento, yo me encargaba de casi todas
las tareas del huerto, del campo y de los animales. No estaba segura de que
ellos supiesen hacerlo.
Otro soldado, cuyo nombre no sabía, apartó a la señorita Orli y a la
señora Rivka para darles instrucciones sobre la comida que debían preparar
y sobre cómo servirla. Quise centrar toda mi atención en ellas, pero el tal
Helmut dio un pisotón en el suelo a mi lado, enfadado. Me estaba hablando.
—Hagan lo que digo —gruñó frente a mí.
Se dirigía a la señora Becker, a Milat y a mí, que estábamos en primera
fila. Por suerte, Temel estaba escondida a mi espalda.
—Tú —señaló a la señora Becker con cierto desprecio—. Ve a limpiar
los baños. Recoge toda el agua del suelo y asegúrate de que queden bien
limpios.
Casi pude oír cómo el corazón de la señora Becker daba un salto
mientras el hombre la sacaba del grupo de un empujón y se volvía hacia
nosotras. Ella nunca había sido capaz de limpiar ni su propio plato al
terminar la comida, por lo que no estaba segura de si iba a ser capaz de
limpiar el servicio de los demás.
En más de una ocasión, ella me había dado un empujón para que
limpiase los baños, las habitaciones o el sótano. Me dio mucha pena, pese a
lo mal que la mujer siempre me había tratado, ver cómo juntaba las manos y
se iba del comedor con la cabeza baja y la mandíbula desencajada.
—A las damitas —nos llamó con ironía—, les toca limpiar las
habitaciones de arriba. Cambien las sábanas de todas las camas —dijo
enfadado. Me señaló—. Tú, las de la derecha; y tú —volvió su dedo hacia
Milat—, las de la izquierda. Y no se les ocurra entrar en la habitación del
herido. ¿Está claro?
Me habría gustado girar y esconder a Temel detrás de las mujeres que
quedaban, pero el soldado nos hizo un gesto con la cabeza para que nos
fuésemos. Nos quedamos quietas en el recibidor al pie de la escalera, cerca
de la puerta del comedor, a la espera de que alguien apareciese para
acompañarnos, pero ninguno de los soldados salió. Me fui hacia el hueco
que había debajo de la escalera, tomé varios trapos y algunos productos que
usábamos para limpiar. Me acerqué a Milat sin poder evitar mirar a mi
alrededor. Tenía la sensación de que alguno de los soldados aparecería y no
saldríamos bien paradas por estar solas, aunque nos lo hubiesen ordenado
ellos.
—Bueno —susurré mientras le ofrecía a Milat uno de los trapos—.
Cambia las sábanas y recoge todo lo que puedas lo más rápido posible. Nos
reunimos aquí en cuanto hayamos acabado —susurré para parecer tranquila,
aunque creo que no lo conseguí. Además, me pareció que ella no me
escuchaba.
Ni siquiera se dio cuenta de que le había ofrecido uno de los trapos. No
me miraba a mí, sino a la escalera que daba al sótano.
Teníamos la puerta principal a un par de escasos metros, pero ninguna le
había prestado atención. Habría sido una estupidez salir a la entrada donde
todo el mundo nos hubiese podido ver, pero el sótano tenía una puerta que
salía al lago, lejos de la granja, lejos de donde alguien pudiese vernos.
Contuve la respiración al pensarlo. Nadie nos había seguido, nos habían
dejado salir solas. Era imposible no pensarlo.
Milat dio un paso hacia la escalera del sótano. La agarré del brazo
instintivamente, no sabía si para impedírselo o para qué. No podía pensar
qué decir o hacer. Solo sabía que mi brazo la sujetaba mientras me invadía
la duda. Si alguien se escapaba, ¿qué harían con los demás? Si nos
descubrían intentando escapar, ¿qué nos harían? Nos miramos. Creo que las
dos nos estábamos preguntando lo mismo, hasta que escuchamos un ruido
procedente del sótano.
No sé cuál de las dos dio el primer paso, pero nos precipitamos escaleras
arriba tan rápido como pudimos. En cuanto llegamos al primer piso, Milat
me quitó uno de los trapos de la mano y fue hacia los cuartos de la
izquierda, al de sus padres.
Me volví hacia la derecha, donde estaban las habitaciones de la señorita
Orli y la de los señores Schreiber. Me metí con cautela en la primera, con el
trapo bien levantado para que no hubiese duda de lo que hacía. La
habitación estaba iluminada por un pequeño candil, a pesar de que no había
nadie.
El cuarto de la señorita Orli siempre me había parecido el más bonito de
toda la granja. Tenía una cama de matrimonio en uno de los lados, pegada a
la pared, una preciosa chimenea que presidía la habitación, un tocador junto
a una enorme ventana blanca, un escritorio, un pequeño cuarto anexo con
un vestidor grande, cuyo armario ocupaba toda la pared del fondo, y un
sillón de una plaza que le habíamos comprado a la señora Holz.
Di un paso hacia el interior, nerviosa; pisé una camisa blanca que había
en el suelo. Una camisa de hombre junto a otras dos de distintos colores.
Alcé la vista. La habitación estaba completamente desordenada. Pude
distinguir en una esquina unas cuantas botellas de Żubrówka –un conocido
vodka polaco– y un par de bolsas al lado, apiladas.
Los alemanes debían de haber encontrado la colección de botellas de mi
abuelo. Aunque, al parecer, nunca llegó a admitirlo, mi abuelo fue un gran
aficionado a algunas bebidas alcohólicas durante los últimos años de su
vida. Mi madre llegó a encontrar hasta sesenta botellas en el sótano tras su
muerte.
Di un par de pasos sobre la alfombra. Toda la habitación estaba llena de
prendas de hombre, algunas de las cuales reconocí. Una camisa del señor
Schreiber, otra del señor Rivka, unos pantalones de Abimael, una chaqueta
del uniforme alemán. Me detuve para mirarla como si hubiese visto a un
fantasma.
Una chaqueta del uniforme alemán.
En ese momento escuché que la puerta del cuarto se cerraba a mi
espalda. Giré al instante mientras sentía cómo el alma se me escapaba del
cuerpo al verlo junto a la puerta, con la mano plantada contra ella, con sus
intensos ojos verdes de asesino que me miraban. Era como una foto de
propaganda de la raza aria. Le faltaban la chaqueta –debía de ser la del
suelo– y las botas. Tan solo llevaba puestos los pantalones del uniforme y
una camiseta interior blanca que dejaba ver los brazos musculosos que tenía
a pesar de la delgadez. Lo imaginé con cien veces más fuerza que yo.
De haber podido, me habría escondido debajo de la cama como una niña
asustada que huye de un monstruo. Una clase de monstruo que nunca había
visto, capaz de matar a dos personas y no sentir nada.
—¿Qué haces aquí? —dijo enfadado. Por un segundo, esos ojos se
movieron hasta las destrozadas puntas de mi pelo, para después volver a
clavarse en mi cara.
Quise decir algo, pero no me salió la voz; fue como si me la hubiesen
arrancado. Bajé la cabeza al darme cuenta de que se me habían caído los
trapos. Me apresuré a recogerlos y me incorporé para mostrárselos. Alzó
una ceja mientras me miraba pensativo. Luego se agachó para recoger la
chaqueta del suelo y se dirigió hacia la ventana.
—Recoge la ropa que está sobre la cama y métela en el armario. La
demás sácala al pasillo en una bolsa. —Dejó la chaqueta manchada de
sangre sobre la silla del escritorio y se volvió hacia la cama para buscar una
camisa—. Cambia las sábanas de la cama y no toques nada más.
Volvió a mirarme mientras decía esa última frase con desagrado, por lo
que pude deducir que eso era lo que más le importaba de todo. Que no
tocase nada suyo.
—¿Lo has entendido —pareció vacilar un segundo hasta ver mi vestido
—, niña?
¡Niña! Parpadeé sorprendida. ¿Había dudado si era un chico o una chica?
¿Un niño o una niña? No parecía recordar haberme visto antes abajo.
¿Tanto me había hecho cambiar un corte de pelo?
—¿Lo has entendido?
Asentí con la cabeza –estaba tan asustada que habría asentido, aunque
me hubiese llamado “niño”– mientras él terminaba de abrocharse la camisa
y sacaba un paquete de tabaco del bolsillo del pantalón. Extrajo un cigarro
con la boca del paquete y alzó la vista para mirarme. Me agaché en el acto
al suelo para empezar a recoger las camisas.
Escuché cómo resoplaba. De reojo lo vi cruzar toda la habitación hacia
la mesa de noche que había junto a la cama, para encender el cigarro con la
llama del candil.
—¿Por qué no hay electricidad ni agua corriente en esta maldita granja?
Separé los labios, pero no supe qué decir.
—¿Hay cerillas o todavía no descubrieron el fuego? —dijo mientras
aspiraba el cigarro.
Al decir eso, sacó del bolsillo una caja de cerillas vacía y la dejó sobre la
mesa de noche, junto al candil. Debí de poner la misma cara que si me
hubiese hablado en chino, porque agarró la caja de nuevo y la alzó para que
yo la viese.
—“Ce-ri-llas” —recalcó como si yo fuese tonta—. ¿Sabes lo que son?
Asentí, temblando.
—¿Sabes dónde hay? —Asentí de nuevo. Me miró enfadado—. Ya,
¿hablar, sabes? ¿O no te llega el cerebro para eso?
—En la mesa —susurré tan rápido como pude—. Siempre hay en el
cajón de la mesa. Y si no quedan, en la… En la cocina hay, seguro.
Siempre. —Se me quebró la voz al decir esa última palabra.
Me miró e hizo una mueca de desprecio. Se volvió hacia donde le había
indicado con un “judía estúpida” en la boca sin molestarse en bajar la voz
para que no lo escuchase.
—Bergen. —La puerta se abrió, y Helmut entró en la habitación.
Aproveché para volver a mi tarea, terminé de levantar toda la ropa del
suelo mientras escuchaba al recién llegado hablar en alemán.
“Bergen.”
Me fui hacia el vestidor y procuré mantener una buena distancia al
cruzarme con él. En un cajón del armario, la señorita Orli guardaba varias
bolsas vacías destinadas al almacenamiento. Tomé una del cajón, metí todas
las camisas y salí del vestidor con la bolsa en brazos. Sentí cómo la sangre
me volvía al cuerpo al ver que estaba sola en la habitación. Se habían ido.
Respiré hondo y me toqué la frente para tranquilizarme. Nunca había
pasado tanto miedo en mi vida.
El judaísmo no tenía bien definida la personificación del diablo como el
cristianismo y otras religiones. Nosotros poníamos énfasis en que Dios era
único, no tenía igual, ni rival, ni nada que se le pudiese equiparar, ni
siquiera un enemigo maligno. Por supuesto que existía la tentación, el
sendero del mal, pero no se personificaba al demonio. En ese momento,
supe a qué se refería la señorita Orli cuando me hablaba del diablo. Muy
pocos sabían que la señorita Orli había sido cristiana y que se había
convertido al judaísmo poco antes de ir a vivir con nosotras a la granja. Si
bien era practicante y había tratado de educarme en la religión de mi madre,
como ella creía que correspondía, en los momentos de soledad que
habíamos pasado las dos juntas en la granja no había podido evitar
hablarme de algunas de sus creencias anteriores.
La idea de un monstruo entre nosotros siempre me había parecido muy
infantil. Como un cuento de miedo para los niños que se portan mal, algo
irreal que no terminé nunca de creer. Entonces supe que era verdad. Había
estado frente a frente con alguien que podía ser el mismo demonio. Me
había mirado a los ojos y había hablado conmigo. Se llamaba Bergen.
Obviamente no quería estar ahí cuando volviese, así que me apresuré a
terminar. Jamás había hecho nada tan deprisa.
Milat tardó un par de minutos más en salir al pasillo. La esperé al pie de
la escalera hasta que apareció. Volvimos juntas al comedor con los demás.
***

Una vez, cuando era niña, después de hacer una travesura, me escondí en
el granero, sobre el heno que había amontonado en un rincón. Estuve tanto
tiempo allí que me quedé dormida. Había leído libros en los que los
personajes se echaban sobre montones de heno o se recostaban a leer
encima. Debo decir que, cuando me desperté, no solo estaba absolutamente
cubierta de él, sino que además se me había clavado por todo el cuerpo, de
tal forma que me picaba y me dolía hasta por dentro de las orejas. Lo pasé
tan mal que juré que nunca me volvería a suceder.
Sin embargo, aquella noche no fue nada en comparación con la que pasé
tirada en el rincón del comedor, con Temel con la cabeza apoyada sobre mi
estómago y la mía apoyada sobre el de la señorita Orli mientras las tres
escuchábamos de fondo llorar a todos los demás. Fue una de las peores
noches de mi vida. Cuando vi que la luz entraba por la ventana del fondo
del comedor, me pareció que habían pasado años en lugar de horas desde
que nos habíamos acostado.
Los dos soldados que nos vigilaban nos gritaron que nos pusiésemos de
pie. Especialmente a los hombres, a los que llevaron hacia el huerto y el
granero para comenzar con las tareas designadas.
Con nosotras fueron más despreocupados, nos repitieron quiénes debían
encargarse de la cocina, y a las demás nos ordenaron repartirnos el resto de
tareas: limpiar la casa, estar atentas a los baños, subir agua caliente y lavar
un montón de ropa de hombre y de sábanas, que, al parecer, pensaban
utilizar.
Milat y Ami pusieron su mejor cara de espanto cuando escucharon la
tarea de lavar las sábanas empapadas en sangre, por lo que me ofrecí a
hacer el primer turno y les dejé a ellas los recipientes con agua que, aunque
pesados, conformaban un trabajo mucho más fácil y rápido de hacer. Me fui
directamente hacia el cuarto de lavado con las bolsas de ropa que había que
limpiar.
Siempre dije que la lavadora era uno de los inventos más prácticos que
hizo el ser humano, algo por lo cual habría puesto electricidad en la granja
al precio que fuese. Por desgracia, teníamos que hacerlo a mano. Ya no
íbamos hasta el lago como antes, sino que utilizábamos una jofaina con
agua, tablas de madera llenas de rebordes contra las que frotábamos con
fuerza las prendas llenas de jabón para que saliesen las manchas y palas.
Parecía algo sencillo, pero la fuerza que había que emplear para la fricción
hacía que, después de media hora, se sintiese que la espalda se partía en
trozos. Sin mencionar que teníamos que ir a buscar el agua en recipientes.
Me arrodillé en el suelo junto al recipiente después de llenarlo de agua
del pozo y, con uno de los jabones, comencé a lavar. Por suerte, la mayoría
de la ropa estaba limpia. Se trataba de prendas de los hombres que vivían en
la granja, que, supuse, los soldados alemanes no querían ponerse sin quitar
el “olor a judío”.
Las sábanas manchadas de sangre fueron otra historia. Intenté hacerme a
la idea de que eran manchas de vino con un olor peculiar para que no me
provocaran náuseas. Tuve que utilizar varias tablas de madera para tener la
suficiente fuerza de fricción y que la sangre saliese. Lo conseguí porque
estaba casi fresca. Si hubiese estado reseca, no habría podido quitarla.
Estuve cerca de tres horas agachada intentando estirar bien la espalda
para que no me doliese. Pensaba en tender el primer bolso de ropa antes de
lavar el segundo cuando escuché el grito de una voz que reconocí
enseguida.
—¡Jefté! —gritó el señor Rivka, que llamaba a su hijo.
Me puse de pie al instante, solté la ropa y dirigí la vista hacia la puerta
de atrás, que daba hacia el huerto.
—¡Jefté! —Se escuchó con más fuerza.
Mis pies caminaron solos. Salí del cuarto de lavado hasta la parte trasera
de la casa. Corrí hasta la cerca que bordeaba la granja, desde la cual se veía
el huerto. Se me alteró la respiración y apoyé las manos en el cerco para no
caerme al suelo mientras iba hacia el final de la valla, en dirección a la
entrada.
Estaban todos los hombres juntos, a un lado, rodeados por tres soldados
alemanes que los apuntaban con las armas. El señor Rivka estaba en el
grupo, pero Jefté, no. Dos soldados, Hank y Jens, lo acercaban a la rastra
desde el campo. Lo supe enseguida. Había intentado escaparse. Me llevé las
manos a la cabeza con desesperación.
Lo soltaron en la puerta del huerto ante la mirada de los demás. Jefté
trató de incorporarse, pero Hank le dio una patada en la espalda que lo
derribó en el suelo otra vez. Estaba vivo.
El soldado levantó una azada que había en el suelo. Retrocedí un paso,
horrorizada, cuando de pronto escuché su voz. El asesino de los ojos verdes,
Bergen, estaba apoyado en la pared más próxima a donde Hank y Jens
tenían acorralado a Jefté. Los miraba fijamente.
Di un paso al frente y me ubiqué a unos metros. Observé que alzaba la
mano con disimulo hacia Hank mientras decía algo en alemán que no
escuché bien. Sí comprendí el gesto que hizo con la mano: “Espera”. Sin
embargo, a continuación, Hank le dio un golpe a Jefté en el brazo con la
azada que lo hizo soltar tal grito que me tapé los oídos con las manos. El
grito debió de escucharse por toda la granja, ya que, segundos después, el
resto de las mujeres corrió desde la cocina y el pozo, alertadas por el
alarido. También se acercaron otros soldados, que se detuvieron con mofa al
ver lo que sucedía.
Sentí la mano de la señorita Orli en el hombro. Después de mirarnos,
desviamos la mirada hacia la señora Rivka, que se había quedado atónita al
contemplar la escena.
—¿Qué sucede? —susurró Temel, que agarraba la manga de mi vestido
—. Eva, ¿qué pasa? ¿Qué le hacen a Jefté?
No me dio tiempo a responder. El asesino de ojos verdes se movió, se
separó de la pared y se acercó hacia nosotras mientras los tres soldados que
tenían a los hombres rodeados los hacían adelantarse para ver de cerca el
espectáculo.
Eso era lo que significaba el gesto de espera. “Espera para que todos lo
vean.” No en vano alguien dijo una vez que el terror era el más eficaz entre
todos los instrumentos.
Lo iban a matar.
Hank agarró con una mano a Jefté del pelo, lo obligó a ponerse de
rodillas con la cabeza hacia atrás, y sujetó la azada en la otra mano.

Parece que no fuimos lo suficientemente claros cuando advertimos que


en esta granja mandábamos nosotros —dijo Bergen mientras caminaba
hacia nuestro grupo—. Probaremos otra vez. Una explicación más clara
para que un cerebro judío lo entienda, un estímulo, una respuesta: como a
las ratas. Me avisan si se pierden.
Los soldados alemanes se echaron a reír a carcajadas ante el comentario.
Bergen permaneció serio al tiempo que nos miraba. Había tal frialdad en su
rostro y en su voz que parecía hecho de piedra.
—Estímulo: uno de ustedes no cumple nuestras órdenes, nos desobedece
o, como en este caso, trata de escaparse. Respuesta. —Se volvió hacia Hank
y se apartó para que pudiésemos ver con claridad cómo, con una sonrisa de
oreja a oreja, ese soldado le atravesaba la garganta a Jefté con el saliente
trasero de la azada.
Acerté a taparle los ojos a Temel. Debí cerrar los míos. Taponarme los
oídos para no escuchar los gritos. Dejar de respirar para no oler la sangre.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no vomitar allí mismo.
—Si alguien no lo ha entendido, lo vuelvo a explicar —concluyó Bergen
con la misma liviandad de antes sin quitarnos los ojos de encima.
Escuché cómo la señora Rivka se desplomaba a nuestro lado, entre los
brazos de la señorita Orli mientras al señor Rivka le daba un ataque de
nervios.
Temel me apretó con fuerza contra ella, aterrada, sin atreverse a abrir los
ojos después de que yo se los cerrara, pero yo no podía dejar de mirarlo a
él. Él. Bergen. La persona más malvada sobre la faz de la tierra.
Por favor, piedad, piedad porque existe. Existe de verdad. Es él. Es el
diablo. Estoy segura. El diablo que se ha teñido el pelo de rubio y se ha
pintado los ojos de verde.
***

Ninguno de nosotros emitió una sola palabra de alivio cuando nos


ordenaron ponernos en fila en la puerta de la cocina para que la señorita
Orli nos diese un cuenco de arroz a cada uno. Sucedía lo que ella había
predicho. Nos iban a dar de comer, pero no lo suficiente. Nos querían
débiles, sumisos, manejables. Como a las ovejas a la hora de quitarles la
lana.
Tomé varias cucharadas de arroz y me las metí en la boca con desgano.
Mi cuerpo no quería comer después de lo que había visto. Terminé por darle
la mitad a Temel, que lo recibió con ansia y un poco de vergüenza al
principio. Le di un beso en la frente. La sentía como una hermana. No debía
tener vergüenza de tomar nada que fuese mío. Los soldados comieron
mucho más que un cuenco de arroz, ya que habían matado a una de las
cabras, y no parecía importarles en absoluto lo que habían hecho con Jefté.
Para que las demás estuviesen junto a la señora Rivka, me encargué de
limpiar los baños por la señora Becker, subí el agua caliente que reclamaban
los soldados hasta el cuarto de baño por Milat y Ami, y corrí a terminar de
lavar la ropa antes de que se hiciese de noche. Todo con la mirada
absolutamente perdida en el horizonte.
No me extrañaba nada que ese diablo hubiese querido que viésemos
aquello. No solo me había metido el miedo en el cuerpo, sino que sentía una
sensación amarga de sometimiento. Un “hasta aquí ha llegado mi vida” que
entraba por mi garganta, acababa en mi estómago y me dificultaba respirar.
Un sentimiento de derrota indescriptible.
No me había dado tiempo a limpiar toda la ropa cuando Temel vino a
llamarme para ponerme en la cola para recibir el mismo cuenco de arroz del
mediodía. Esa vez se lo ofrecí directamente a ella, y nos sentamos las dos
con los demás en el comedor.
Los soldados también se sentaron a cenar frente a nuestros ojos, así que
preferí mirar cómo Temel se comía los dos cuencos de arroz, como si
temiese que alguien pudiese quitárselos, algo que en cualquier otro
momento me habría hecho sonreír. Al ver que la miraba, ella alzó la cabeza,
y pude ver en sus ojos que, por un segundo, dudó en ofrecerme de nuevo mi
cuenco. Negué rotundamente.
Dejamos de mirarnos cuando la señorita Orli y la señora Rivka se
movieron. Los soldados habían terminado de cenar y tenían que recoger la
mesa y arreglar la cocina. Me hubiese gustado ayudarlas. Decirle a la pobre
señora Rivka, que parecía un alma en pena caminando con pesadez de un
lado a otro, que se sentara, que yo me ocuparía. Pero no quería dejar sola a
Temel.
—¿Cuál dirían que es la más fea? —dijo uno de los soldados.
Nos volvimos todas hacia la mesa. Hank, el rubio corpulento, sentado
con la mitad del cuerpo girado en nuestra dirección, nos miraba con una
sonrisa. A otro de los soldados pareció divertirle la pregunta, porque se
puso de pie y se dirigió hacia nosotras mientras se reía.
—Es que todas son feas con ganas —dijo con marcado acento alemán.
Lo cual hizo que me preguntase por qué no lo decían en su idioma.
—Mira a la del vestido marrón: es un fantasma —continuó Hank, que
claramente se refería a mí, para después mirar a la señora Becker—. ¿Y la
vieja esa? Ni sin verle la cara. ¿Eh, Helmut?
Presioné mi mano sobre la de Temel. Todos nos habíamos quedado
serios, callados y con la mirada fija en el suelo. Se suponía que teníamos
que hacer como si no los escuchásemos. Ojalá no los escuchásemos de
verdad. Carsten y Jens se rieron por lo bajo.
—Qué boca grande tiene esta —dijo el que se había acercado a nosotras
mientras le sonreía a Ami. Era el más alto de todos los soldados.
—No, Alger. Tenemos que ser generosos —dijo Hank—. Honremos al
salvador del grupo. Bergen, ¿cuál te gusta más?
Me odié cuando mis ojos lo miraron al oír su nombre. Era como si el
verdadero diablo hubiese estado en esa sala. No se podía apartar los ojos de
él.
Bergen miró a Hank y se echó hacia atrás en el respaldo. Estaba
demasiado serio para el tono jovial que intentaba tener el otro soldado con
él.
—¿Cuál dirías que te gusta más? ¿La del vestido morado? —continuó
Hank con una sonrisa.
Pude notar cómo Milat, que llevaba puesto un vestido morado de
algodón, se erguía al escuchar esas palabras.
—Todas me parecen iguales —dijo Bergen con sequedad al sacar un
cigarro del bolsillo sin mirarnos.
Hank se rio entre dientes. No pareció gustarle que su intento de
camaradería no fuese bien aceptado.
—Definitivamente, tú a los judíos ni los miras, ¿verdad? —Hank lo
intentó una vez más—. Alguna te gustará más que otra. ¿Qué te parece la
del vestido marrón?
Se refería a mí. Escuché un “clic”. Creo que fue mi corazón, que se
detuvo. Bergen resopló molesto y giró sobre la silla para mirarme. Yo bajé
la cabeza hacia el suelo, abochornada. Me habría vuelto invisible de haber
podido.
—Dudo mucho de que haya alguien a quien esa cosa sea capaz de
gustarle —dijo mientras se volvía hacia la mesa. El resto se rio de mí.
—Bueno, la ventaja es que aquí hay muchas para desquitarse un poquito
—dijo Hank entre risas; buscaba la complicidad de los demás, aunque muy
pocos lo siguieron. Se quedó serio en el acto—. Todos sabemos de qué va
esto.
No entendía lo que intentaba decir. ¿Qué quería hacer que no todos
estaban de acuerdo? Hablaron en alemán. ¿Qué ocurría? ¿Qué era lo que
estaban discutiendo? Parecían enfadados entre ellos. En especial, Hank
parecía tenso con el diablo de los ojos verdes, aunque Bergen apenas
hubiese dicho dos palabras juntas. Hasta que al final, pasados unos tres
minutos, el diablo sonrió de la forma más falsa que había visto en mi vida
antes de darle otra aspirada al cigarro.
—Procura taparle la boca antes de hacerlo —dijo por fin en polaco con
frialdad—. No tengo ganas de escuchar los gritos de asco.
¿Los gritos de asco de quién? ¿Por qué?
Hank se levantó de la silla, furioso ante aquella frase de Bergen, lo que
provocó que él también se levantase; todos los demás lo hicieron al segundo
siguiente. No tenía idea qué sucedía, pero sentía que no era nada bueno. Los
dos se miraban muy enfadados mientras los otros decían palabras en alemán
con la clara intención de calmarlos.
Sentí que la señorita Orli se sentaba a mi lado. Ya habían terminado de
limpiar la cocina. Junto a la señora Rivka, se ubicó a nuestro lado para
observarlos.
Finalmente, Hank curvó las comisuras de los labios hacia arriba, en un
claro gesto de paz, y todos los demás se sentaron de nuevo. Incluido
Bergen, que le dio la última pitada a su cigarro antes de volver a sentarse
con la espalda apoyada en el respaldo.
—Bien. Parece que podemos divertirnos —dijo Hank mientras se
acercaba a Alger con una sonrisa en el rostro.
—Perfecto —respondió Alger con una extraña alegría en la voz.
Se volvieron hacia nosotras.
Me encogí. Nos miraban como si observaran camisas en una tienda. La
señorita Orli me puso la mano en la nuca, como una tenue advertencia. Iban
a hacernos algo. No me dio tiempo a pensar qué, cuando Hank agarró a la
señora Schreiber. Entre él y Alger la sujetaron para sacarla de la habitación,
en medio de las risas, mientras ella trataba inútilmente de poner resistencia.
¿Para qué se la llevaban? Se escuchó claramente cómo la arrastraban
escaleras arriba hacia los cuartos.
Sentí una oleada de asco al entender de qué hablaban. Iban a forzar a la
señora Schreiber a tener relaciones íntimas. Se me llenaron los ojos de odio
y de rabia. Las demás se echaron a llorar. La señora Rivka, Ami y la señora
Becker estallaron en llanto, aterradas como siempre, pero yo no. Apoyé la
rodilla en el suelo y quise levantarme. No pude. La mano que la señorita
Orli me había puesto en la nuca me agarró con fuerza e impidió que me
moviese. Quise volverme hacia ella, gritar que no me importaba nada, que
no pensaba tolerarlo. Que no era tan tonta como para no saber que, de todas
formas, iban a matarnos y que no pensaba quedarme callada. No podía. No
debía. ¡No quería! Pero el puño de la señorita Orli se cerró, me agarró del
pelo y empujó mi cabeza aún más hacia abajo mientras la sentía temblar
detrás de mí. Sabía que pensaba lo mismo que yo. Entonces ¿por qué no me
soltaba?
Apreté los ojos para tratar de aguantar las lágrimas mientras escuchaba
llorar a Temel, a la que el señor Rivka tenía abrazada, pero no me calmaba.
Cerré los puños con tal fuerza que me clavé las uñas. Dirigí la mirada hacia
la mesa, hacia los demás soldados. Pensaba en las cosas terribles que se
merecían, en lo mucho que me gustaría que les pasasen las peores de las
desgracias. Miré con el odio más absoluto a cada uno de ellos, hasta
detenerme en un punto concreto que me dejó sorprendida. Unos ojos verdes
fijos en una dirección que no esperaba.
El diablo me está mirando.
C APÍTULO 4

M e cuesta mucho recordar los días siguientes. Son como pequeños


destellos en mi cabeza. Cada vez que conseguía dormirme, veía una y otra
vez en mis pesadillas nuestro traslado al campo de trabajo, donde me
quedaría hasta el final de mis días.
Nos siguieron dando de comer un pequeño vaso de sopa, de arroz, un
poco de carne, a veces un trozo de pan. Nada que nos quitase el hambre.
Normalmente, almuerzo y cena, aunque algunos días, solo el almuerzo.
Parecía que, con todo lo que ellos comían, no había alimentos para los
demás. Alimentos que, además, me pertenecían.
Apretaba los dientes cada vez que veía a la pobre Temel morderse el
labio de hambre. Mirar esos ojos desesperados después de haber comido
hacía que no me sintiese capaz de terminar con toda mi parte, así que
compartía un poco de mi ración con ella.
En esos días, envejecí años. No quería admitirlo delante de nadie, pero
pasaba tanta hambre que creía que me iba a volver loca. Para colmo, la
señora Becker estaba siempre mirando los cuencos de los demás para
asegurarse de que nos daban a todos lo mismo. Parecía convencida de que
estábamos contra ella para que comiese menos.
Pero eso no era nada. Hank y Alger se llevaron a la señora Schreiber dos
veces más. La primera volvió en un estado lamentable, cubierta de
moratones, incapaz de mantenerse en pie. La segunda vez creo que no se
defendió. Supongo que sabía que lo harían de todas formas.
Aquello se parecía bastante a estar en el infierno. Incluso, tenía que
limpiar el cuarto del diablo. Cada dos días subía a ordenar la habitación,
cambiar las sábanas, lavarlas y limpiar. No paraban de decir el asco que les
daba utilizar cosas que nosotros habíamos tocado. Todo eso hacía cada vez
más mella en mí. Me di cuenta de que jamás había odiado a nadie. Nunca.
Creí que odiaba a la señora Becker, pero no, no era odio. Sí, lo que sentía
por los alemanes. Los odiaba a todos. Hasta a Dieter, el herido, a quien
apenas había visto. A todos.
—Eva.
Me levanté de la silla en la que estaba junto a Temel en la cocina para
acercarme a la señorita Orli.
—Será mejor que vayas a ayudar a Milat y a Ami a lavar la ropa —dijo
mientras agarraba un cuenco para preparar la comida—. Es el primer día
que lo hacen y me temo que no hayan encontrado ni el barreño para
empezar.
Hice un gesto de frustrada resignación. Pasé la mano por la cabeza de
Temel con cariño y giré para salir de la cocina.
Por la noche, nos hacían dormir a todas en el comedor con uno o dos
soldados que nos vigilaban. Sin embargo, por la mañana la cosa solía
cambiar bastante. Siempre había algunos que se asomaban de vez en
cuando o estaban atentos a nuestros movimientos, pero, por lo general, a las
mujeres nos daban un poco de espacio. No estaban pegados a nuestra
espalda como a la de los hombres, a quienes habían empezado a llevar a
dormir a la buhardilla, bajo llave, por lo que ya apenas los veíamos.
Salí por la cocina hasta el pasillo del fondo de camino al cuarto de
lavado y me encontré con Jens. Cada vez que nos cruzábamos con uno de
ellos, debíamos apartarnos rápidamente, pegar la espalda a la pared más
cercana y bajar la cabeza. Si no lo hacíamos, teníamos el insulto o el golpe
asegurado. Seguí mi camino hasta el cuarto de lavado para encontrarme a
Milat y Ami, sentadas en un rincón. Tenían a su lado la bolsa con la ropa
sucia exactamente igual a como la señorita Orli se la había dado.
—¿Qué se supone que hacen? —les pregunté—. ¿Por qué no lavan?
—No sabemos hacerlo —dijo Milat.
—¿Cómo que no saben?
Ami negó con la cabeza en apoyo a su hermana.
—Lo hemos intentado, pero no conseguimos quitar las manchas.
—¿Cómo lo han intentado? —dije mientras me cruzaba de brazos con
desconfianza. Ya había hecho dos turnos de lavado que les tocaban a ellas
—. ¿Cómo lo han intentado?
Milat tomó la primera prenda que había en la bolsa con extremo cuidado,
la mantuvo alejada de ella como si hubiese sido una granada o algo
parecido. La metió en un recipiente con agua intentando no salpicarse y le
dio un par de vueltas sin echar jabón. La sacó y la alzó para que la viese.
—¿Ves? La mancha no se quita —dijo Ami.
Contuve la respiración.
—¿No se les ocurrió darle con el jabón y frotarlo bien en el agua?
—¿Cómo se hace eso?
Apreté la mandíbula antes de agarrar la camisa que Milat tenía entre las
manos, y me remangué para sentarme junto al recipiente con agua y hacer
una demostración visual de lo que debían hacer.
—Pero te salpica el agua —dijo Ami, que miraba de reojo a Milat.
—Sí. El agua huele muy mal, Eva.
—Claro que huele mal. Es en el agua en donde va a quedar la suciedad
—dije molesta—. Suciedad que no van a quitar si no se mojan las manos y
frotan.
—Sí, pero no nos dejan cambiarnos de ropa. ¿Tienes idea de lo mal que
oleríamos si nos salpicamos? —dijo Milat molesta—. Sería insoportable
para todos.
—¿Qué significa eso?
—Yo creo que es mejor que huela solo una persona mal a que huelan tres
—continuó Milat—. Es un daño menor.
—Sí, y tú ya olías mal por lavar la ropa ayer.
—Además, ya estás acostumbrada, así que… —dijo Milat mientras
asentía con la cabeza— puedes terminar esto. Nosotras vamos a ver qué
más hay que hacer. Creo que hay que calentar agua otra vez.
—¿Qué? Pero si yo acabo de limpiar todo el comedor y el baño porque
tu madre no se encontraba bien —empecé a replicar mientras sacaba las
manos del barreño. Milat y Ami se dispusieron a salir del cuarto.
No lo iba a dejar así. Fui hacia ellas y las agarré a cada una de un brazo
con mis sucias manos malolientes por haberlas metido en el agua.
—Esta tarea no es mía —dije enfadada—. ¿No ven lo que pasa?
Ensuciarse las manos no es nada.
—Suéltame, Eva Goldiak, o le cuento a mi madre.
—¿Qué le vas a decir a tu madre? —repliqué—. ¿Que haga que los
soldados alemanes no nos manden limpiar su ropa? ¿Que no nos traten
como a esclavas? Milat, a todas nos imponen cosas y debes que cumplir con
tu parte.
—¡Suéltame! —me respondió mientras me daba un manotazo—. Está
bien. Esta es mi tarea, ¿no? La tarea que me han mandado los alemanes.
Ahora, yo negocio contigo y te ordeno que lo hagas para que me pagues.
Fruncí el ceño. ¿De qué estaba hablando? Milat hizo un gesto con la
cabeza en dirección al vestido marrón que yo llevaba puesto. Su vestido.
Tuve que hacer un gran esfuerzo mental por mantener la calma. Era la gota
que colmaba el vaso de mi paciencia para con la familia Becker. La familia
más desagradecida y miserable que había conocido en mi vida.
—Vives en mi casa. Has comido mi comida. Has dormido en mi cama.
Sin pagar nunca nada y sin mover un dedo para ayudar. —La rabia me
podía—. Y ahora, ¿me vas a cobrar un vestido viejo que he tenido que
tomar obligada?
—Ese “vestido viejo” vale más que tú y tu mierda de granja.
Perdí la cabeza. Lo reconozco. Lo admito. Quise agarrarla del pescuezo
y arrastrarla por todo el cuarto. Me fui hacia ella soltando manotazos
mientras Ami se apartaba asustada cuando una voz llegó desde la puerta.
—Así que es por esto por lo que la ropa no se limpia en esta granja.
Las tres dimos un brinco al ver a Helmut y a Bergen junto al marco de
madera de la puerta. Había sido Helmut el que había hablado y parecía
bastante enfadado cuando entró en la habitación. El diablo, sin embargo, se
limitó a dar un paso hacia la derecha y apoyarse en la pared, cruzado de
brazos, expectante.
—Siento interrumpir —continuó Helmut con un tono bastante irónico—.
Pero ¿creen que podrían dejar para luego lo que hacen y limpiar la ropa,
malditas? —Le dio tal patada al barreño del agua sucia que nos salpicó a
todas—. ¿Han entendido que tiene que estar limpio hoy mismo? Yo creo
que lo hemos dicho bastante claro, ¿no, Bergen?
—Deberíamos salir y pedírselo a las gallinas que parecen bastante más
listas —dijo el diablo como si lo dijera completamente en serio.
Tragué saliva, angustiada.
—Quiero la ropa limpia en una hora, pandilla de estúpidas, o van a
chillar, pero de verdad —dijo Helmut mientras nos pegábamos contra la
pared del fondo, en silencio, con la cabeza baja.
Helmut miró a Milat de arriba abajo, enfadado. Volvió a decir que quería
que lamiésemos la ropa para que quedase limpia si era necesario. No pude
evitar levantar la vista hacia el diablo que, de forma automática, pareció
darse cuenta de mi mirada, por lo que dirigió sus ojos verdes hacia mí en el
acto.
Bajé la cabeza de nuevo y puse las palmas de las manos contra la pared
como si quisiese agarrarme a ella, hasta que Helmut se apartó de nosotras.
El diablo se descruzó de brazos y se marcharon por donde habían venido.
Tardamos más de un minuto en reaccionar. En separarnos de la pared y
mirarnos. ¿Qué se hacía cuando alguien a quien odiabas te insultaba y te
humillaba? ¿Qué se podía hacer en aquella situación? Nada más que
agacharnos en el suelo, meter las manos en el agua sucia y limpiar la ropa.
Eso fue lo que tuvieron que hacer ellas dos también, se ensuciaran o no.
***

A la hora del almuerzo, formamos una fila frente a la cocina, como


siempre. Primero, los hombres, ya que tenían que regresar a trabajar en el
huerto al que estaban destrozando debido a la idea de los soldados de que
los “machos” sabían cuidarlo mejor.
Me acerqué hasta la señorita Orli, que repartía la sopa de zanahoria. Le
ofrecí mi taza. Me echó lo ordenado, ni más ni menos, mientras el soldado
Golder nos miraba con atención sentado en una silla.
Me resultaba increíble el grado de control que tenían sobre la comida, a
pesar de la aparente falta de interés que mostraban por ella casi todo el
tiempo. Puede que la señorita Orli y la señora Rivka estuviesen solas en la
cocina cuando preparaban lo que comeríamos, pero, si alguna hubiese
tomado una sola cucharada de sopa, un trocito de carne, o una pequeña
pieza de fruta, se habrían dado cuenta. Parecía como si tuviesen un ábaco en
la cabeza con las reservas de comida contabilizadas. En especial, llevaban
cuentas bastante rígidas del pan y de la mermelada de manzana que
teníamos almacenados en el sótano.
Con mi taza de sopa fui al comedor, al rincón del suelo donde ya me
esperaba Temel. Me senté a su lado y se pegó a mí antes de empezar a
comer. De todos nosotros, ella era la que peor lo pasaba. La llegada de los
soldados la había dejado casi huérfana de un día para otro. Su pobre madre
estaba sin fuerzas para nada que no fuese sí misma.
Comí y dejé algo para Temel, que me miraba con ojos de cordero. Le
ofrecí lo que quedaba con una caricia en la cabeza. Apenas tardé quince
minutos. Me puse de pie y volví a la cocina para ver si podía ser de ayuda.
En los días que habían transcurrido, la señora Rivka había logrado de forma
asombrosa controlar sus sentimientos y había procurado hacer sus tareas sin
decir nada. No volvió a llorar ni a compadecerse delante de nosotras.
Simplemente estaba seria, cabizbaja. Me acerqué por la espalda y pasé mi
brazo por encima de los hombros de la señorita Orli.
—¿Estaba buena la sopa?
—Estaba muy rica —susurré mientras apretaba mi mano contra su
hombro con dulzura—. ¿Necesita ayuda?
—No, tú no te preocupes por eso. Ya casi terminamos —dijo la señorita
Orli—. Además, ahora tienes que subir a limpiar las habitaciones. Descansa
un poco.
—No. Las habitaciones son mañana. Ahora voy a seguir con la ropa
junto a Milat y Ami. —Alcé las cejas al decirlo. Bueno, esperaba que me
siguiesen ayudando.
—¿Estás bien?
—Sí —dije con una tímida sonrisa al ver la cara de preocupación de la
señorita Orli.
Al menos todo lo bien que se pueda estar en esta situación.
—¿Dices que mañana vas a las habitaciones?
—Sí —susurré pensativa—. Mañana por la mañana.
—Entonces mañana lo verás.
—¿Ver? ¿Qué?
—Han desvalijado todo.
Agarré del brazo a la señorita Orli para que no me diese la espalda.
—¿Qué quiere decir? ¿Desvalijado? ¿Qué?
—Han tomado todos los utensilios de valor que teníamos. No es que
fueran muchos, pero… El collar de tu madre, el joyero de mi abuela. Todo
lo que tenía algo de valor lo han metido en una bolsa; lo que no lo tenía,
simplemente lo han roto o tirado.
Por si fuese poco, los soldados alemanes también eran ladrones.
—No hay que darle importancia a eso, hija mía —susurró la señorita
Orli—. Esas cosas ya no importan.
—¡Sí que importan!
—No, no importan. Las cosas no importan. Solo son cosas. Importamos
nosotros.
—Pero es injusto que… —Apreté los labios con fuerza ante la mirada de
la señorita Orli que, enfadada, me hizo un gesto con la cabeza para
recordarme que no debía levantar la voz, y menos delante de la señora
Rivka.
Me callé, por supuesto. Quejarme de cosas materiales delante de una
mujer que había perdido dos hijos estaba completamente fuera de lugar. De
todos modos, me parecía injusto. Se trataba de objetos de nuestra propiedad
que, para nosotros, significaban mucho, que habíamos atesorado durante
años y a los que ellos seguramente habían tratado como basura o se
disponían a vender sin permiso. ¿Quiénes formaban la “raza” con defectos?
¿Quiénes mataban, agredían y robaban a los demás? Conté hasta cinco
antes de asentir y darle la razón. Las cosas materiales no importaban. Lo
importante éramos nosotros, lo que nos hacían o nos pudiesen hacer.
Intenté no volver a pensarlo. Me fui a continuar con la ropa. No quería
dar ninguna excusa a esos monstruos para que apareciesen de nuevo por el
cuarto de lavado.
Milat y Ami tardaron en comer más de lo normal, y llegaron a ayudarme
cuando llevaba más de la mitad. Pensé en enfadarme, pero con el hecho de
que hubiesen aparecido ya debía darme por satisfecha. Así que seguí
lavando y cerré la boca.
Estuvimos allí hasta la hora de la cena, cuando se repitió la misma
escena del mediodía. Después de dar parte de mi sopa a Temel, volví a la
cocina para ayudar a la señorita Orli y a la señora Rivka. No pude hacer
mucho, dado que las dos estaban bien organizadas, así que me apoyé en la
mesa frente a la ventana con la vista en dirección al lago.
No había podido salir de la casa desde que los soldados llegaron y,
aunque pareciese tonto, lo extrañaba. Echaba de menos correr por la orilla,
llegar hasta el puente y cruzarlo hasta el camino de las amapolas. Sentarme
a mirarlas. Supongo que echar de menos algo tan trivial podía entenderse
como una estupidez.
La señorita Orli se detuvo a observarme. Soltó el cuenco que tenía entre
las manos, se acercó hasta mí y me besó la frente.
—No te preocupes. Ya verás cómo está bien.
Desvié la vista hacia ella sin entender, pero ella lo interpretó de otro
modo.
—No pongas esa cara. Ya verás que sí —dijo la señorita Orli mientras
regresaba a su tarea—. Fritz es un muchacho fuerte; estoy segura de que no
le ha pasado nada.
—Rezo todos los días por él y por sus padres. —Se escuchó la voz de la
señora Rivka en un susurro, apenas sin fuerza.
Fritz Holz. Hablaban de Fritz, mi prometido. Y de lo preocupada que yo
debía de estar de que le hubiese pasado algo. Miré de nuevo hacia la
ventana en dirección hacia su granja con la boca abierta. Sentí que me ponía
roja hasta el punto de estar al borde de morirme de vergüenza. Se suponía
que era mi prometido, alguien a quien amaba y al cual siempre debía de
tener en mi pensamiento. Sin embargo, hasta que la señorita Orli no lo
había mencionado, desde que habían llegado los soldados alemanes, no le
había dedicado ni un mísero momento. No había pensado en él ni una sola
vez. Ni siquiera ver el sillón de su familia en el vestidor de la habitación de
arriba me lo había recordado.
¿Qué clase de amor era el mío? ¿Qué clase de respeto por mi futuro
marido, bueno, por el que habría sido mi marido era ese? ¿Cómo podía
llevar días bajo el yugo de los alemanes sin haberme preguntado si la
persona que amaba estaba en mi misma situación? ¿Qué clase de persona
hacía una cosa así? Me sentí muy mal. Miserable. ¿Cómo no había pensado
ni siquiera una sola vez en él? Era posible que no volviese a verlo nunca
más, pero no había pensado en ello.
La señorita Orli me miró. Se llevó la mano al pecho con un suspiro para
darme a entender la pena que le daba. Hasta la señora Rivka, que había
perdido a dos hijos, había tenido un segundo para pensar en Fritz. Salí de la
cocina callada. Me dio vergüenza que se diesen cuenta de lo mala persona
que era. Juré que, a partir de ese día, rezaría por Fritz y su familia, que sería
la primera persona en la que pensaría al levantarme y la última antes de
dormirme. Me balanceé y recé por él.
Fritz, perdóname.
***

La mañana siguiente, Milat y yo tomamos varios juegos de sábanas y


nos dirigimos cada una hacia las habitaciones que teníamos asignadas para
limpiar.
Fue muy duro hacer como que no veía las bolsas en las esquinas de cada
habitación, que probablemente contenían nuestros objetos más valiosos.
También tuve que recoger del suelo los restos de algo que creí reconocer
como un viejo collar de la señorita Orli, destrozado como si hubiese sido
algo insignificante.
Ya estaba acostumbrada a fingir: fingía que no tenía miedo, que no me
importaba limpiar las habitaciones de los soldados, que no olía el apestoso
hedor a vodka que inundaba la que había sido la habitación de la señorita
Orli cada vez que entraba.
Terminé de cambiar las sábanas con bastante rapidez, hice una bola con
las que estaban sucias para sacarlas al pasillo y fui hacia la escalera para
esperar a Milat, cuando Helmut me llamó. Salió de la habitación del herido
y me ordenó que entrara a recoger las sábanas de ese cuarto también.
Luego, se dirigió hacia la escalera y se marchó.
Me puse nerviosa. No había vuelto a entrar a esa habitación desde el día
en el que me habían extraído sangre y no tenía ganas de volver a hacerlo.
Hasta ese momento, habían sido ellos los que habían sacado las sábanas al
pasillo. ¿Por qué no lo seguían haciendo?
Cerré los ojos para armarme de valor. Me dirigí hacia la habitación y
llamé a la puerta suavemente hasta que me dieron permiso para entrar.
Estaba casi todo igual. Con el soldado herido sobre la cama rabiando de
dolor, Egbert y Golder a su alrededor, y Bergen, a un lado, de pie junto a la
mesa. Respiré con dificultad al verlo. Aquel diablo de ojos verdes me
producía pavor. Hice un gran esfuerzo para poder hablar.
—Me han indicado que recoja las sábanas —susurré sin mirar
directamente a ninguno.
—Ah, sí —dijo Egbert con desgano. Tenía las manos manchadas de
sangre. Curaba la herida del soldado. ¿Cuánta sangre se podía perder sin
morirse?—. Ya hemos quitado las sábanas sucias, están en el suelo. Saca
algunas limpias y déjalas sobre la silla; después llévate las sucias.
Asentí dispuesta a hacerlo, cuando Egbert me habló de nuevo.
—Llévate también esa bolsa con vestidos que he puesto junto al ropero y
cámbiense todas de ropa.
—Sí, huelen a perros muertos —dijo Golder mientras se reía a
carcajadas. Debió de parecerle muy gracioso lo que había dicho porque
estuvo varios segundos con la boca abierta, riéndose solo.
Procuré mantener el semblante inexpresivo, como siempre que me
decían algo desagradable. Fui hacia el ropero cuando, al pasar la mirada por
encima de la bolsa de ropa que me había dicho, vi que lo que estaba más
arriba era mi vestido. El vestido azul cielo con dibujos de colores que la
señorita Orli me había regalado estaba allí; una de sus mangas asomaba de
lo alto del montón. Mi vestido. Mi queridísimo vestido. Puede que fuese mi
último regalo de cumpleaños. Era una completa estupidez, pero me
emocionó. Estaba allí, a mi lado, en la bolsa que se suponía que sería para
cambiarnos.
La idea de ponérmelo me pareció ridícula; la descarté enseguida. Se
trataba de un vestido alegre, y me habría sentido como una tonta. Imaginé
dárselo a Temel; la felicidad que le provocaría estuvo a punto de hacer que
se me escapase una pequeña sonrisa. Sentí cómo el diablo se separaba de la
mesa y no pude evitar dirigirle la mirada y ver que me miraba fijamente.
¿Por qué siempre me estaría mirando aquel demonio? Le di la espalda y me
dispuse a sacar las sábanas limpias del armario para tratar de aparentar
normalidad. Vi por el rabillo del ojo que se acercaba a la cama y escuchaba
lo que Golder le decía.
Con los ojos en las sábanas, las coloqué sobre la silla que me habían
dicho, llevé las sucias al pasillo y dejé la puerta abierta para volver a entrar
a buscar la bolsa.
—Un trapo —dijo Egbert en polaco mientras se sacudía las manos, como
si diese por finalizada la curación. En un primer momento, pensé que me lo
había dicho a mí, pero después pareció recordar algo—. Golder, detrás de ti
hay un cajón con trapos, dame uno para que me limpie las manos.
Seguí con mi tarea y me dirigí a la bolsa, que era lo único que me
quedaba por hacer. La levanté; traté de que no se notasen las ganas que
tenía de salir de allí cuando, al pasar cerca de él en mi camino hacia la
salida, estiró el brazo y tomó mi vestido.
Me detuve en el acto.
—Límpiate con esto.
Alcé la vista sorprendida mientras veía cómo Bergen le ofrecía a Egbert
mi vestido para que se limpiara las manchas de sangre de las manos. Egbert
pareció algo confundido, pero el diablo se lo tiró al cuerpo y tuvo que
agarrarlo. Lo manchó completamente de sangre.
—En esta granja se tarda mucho en hacer la colada y no podemos
desaprovechar trapos —dijo Bergen volviéndose hacia mí—. ¿Verdad?
No creo que quisiese una respuesta; tampoco habría podido dársela. Mi
mente se quedó en blanco, como si no tuviese el suficiente cerebro para
contestar, como él había dicho varias veces. Creo que lo notó. Por eso no
pudo evitar media sonrisa de satisfacción en el rostro.
Lo había hecho a propósito. No tuve ninguna duda. Se había dado cuenta
de que había mirado el vestido y me lo había quitado deliberadamente de
las manos. Sentí una opresión en el pecho, pero no fui capaz de decir
absolutamente nada. Ni siquiera de pensar qué le diría. Nada.
—Vuelve al trabajo —dijo al darme la espalda para acercarse de nuevo
hacia el herido.
Bajé la cabeza, miré el suelo sin poder reaccionar y salí al pasillo con la
bolsa entre mis manos.
***

Me sentía débil, cansada. Los resultados de cederle parte de mi comida a


Temel empezaban a notarse y me hacían sentir más agotada todavía.
Además, nos habían dado ropa para cambiarnos, pero no nos habían
permitido lavarnos, con lo cual el mal olor y la sensación de incomodidad
persistían. Había sustituido el vestido marrón por uno verde oscuro de la
señora Schreiber que me quedaba demasiado holgado de pecho y caderas.
Parecía que llevaba una bolsa.
Durante la mañana siguiente, los hombres de la granja permanecieron
encerrados en la buhardilla bajo llave. Al parecer, no habían sido capaces de
conseguir que el campo diese la cantidad necesaria de comida, lo que les
había válido una paliza a algunos de ellos. Ante esa situación, los soldados
alemanes decidieron salir de caza antes de volver a matar un animal de los
que ya apenas quedaban. Supuse que a más de uno se les habría antojado
comer conejo al ver tantos por la zona. No sabía si les importaría que para
nosotros fuera un animal taref, uno de los tantos animales que la Torá nos
prohibía comer.
También querían inspeccionar el terreno. Por lo que les habíamos oído
decir, las expediciones en busca de un teléfono por los alrededores habían
resultado infructuosas y querían alejarse un poco más. Puse los ojos en
blanco al escuchar que se quejaban de que lo único que había por allí era
campo. Ninguna granja tenía teléfono. Si querían encontrar algo, tendrían
que alejarse de verdad.
Fue un alivio ver salir a casi todos los soldados excepto cuatro, que
permanecieron en la casa. El herido, un soldado para hacerle las curaciones,
uno para vigilar a los hombres, y otro que nos rondaba de vez en cuando y
que se mantenía la mayor parte del tiempo en la entrada principal.
Pude ver por la ventana de la cocina a la mayoría de los que se iban:
Hank, Helmut, Bergen, Alger. Todos uniformados de los pies a la cabeza
con el equipamiento del ejército alemán. Qué alegría era verlos irse.
Recuperé las fuerzas perdidas: terminé rápidamente mis rezos y mis tareas,
y me dispuse a ayudar a las demás con las suyas.
Senté en una silla a la señora Rivka y le prohibí levantarse; me encargué
yo de colaborar en la cocina con la señorita Orli mientras Temel nos
observaba junto a su madre, con la que tenía una mano entrelazada.
Hasta la comida me gustó más ese día. La carne que pude meterme en la
boca me supo a gloria. Tuve que hacer un esfuerzo enorme para darle un
trocito a Temel cuando me miró dudosa al terminarse la suya, aún
hambrienta.
El ánimo de las demás también estaba más alto. Que se hubiesen ido
tantos soldados nos dio una tranquilidad que no habíamos tenido en toda la
semana que llevábamos bajo su yugo.
Por un segundo, me sentí como al principio, cuando las familias habían
venido a vivir a la granja y las mujeres nos reuníamos en la cocina para
preparar matzá como si hubiésemos sido parientes. Creo que todas nos
acordamos de eso, hasta que la señora Becker empezó a dar alaridos de
angustia. No tardó en comenzar a quejarse de lo enferma que estaba y lo
que incidía en su salud tener que limpiar los baños, pero esa vez no sentí
ninguna lástima por ella. No pensaba ofrecerme a ayudarla mientras sus dos
hijas estuviesen sentadas a la mesa sin decir una palabra.
—¿Cuánto va a durar esto? —replicó Milat desde su sitio, molesta—.
¿Cuánto tiempo van a tenernos aquí secuestrados?
—Supongo que hasta que ese hombre se cure —susurró la señora Becker
mientras se llevaba una mano a la frente.
—¿Y qué pasará cuando se cure? —preguntó Temel con curiosidad—.
¿Nos llevarán al sitio ese del que hablaron? —Tragó saliva—. ¿O
simplemente se irán?
Nadie dijo nada. Temel era la única demasiado niña o ingenua como para
no saber lo qué sucedería luego. No. Pasara lo que pasara, no se irían así
como si nada. No sin nosotros.
La señorita Orli nos miró a todas, apoyada contra la mesa de la cocina.
—De todas formas, según lo que he oído, le han tenido que amputar la
pierna.
—¿Le han cortado la pierna? —susurré atónita.
—Eso parece. Así que, si no se muere, todavía van a permanecer un
tiempo aquí —respondió.
Pude escuchar el suspiro de alivio general que hubo en la habitación.
¿A qué clase de sitio nos van a llevar que todas prefieren seguir aquí?
—¿Creen que nos matarán a todos?
—¡Milat! —La señorita Orli soltó de golpe sobre la mesa el plato que
tenía en las manos y miró con dureza a la hija de la señora Becker—. No
vuelvas a decir eso.
—Pero es verdad —replicó Milat ante la mirada de angustia de las
demás—. Nos tratan como si fuésemos perros, y ya han matado a tres de
nosotros. ¿Por qué iban a molestarse en llevarnos a ningún lado?
—Creo que las manzanas están casi listas —dijo de pronto la señorita
Orli, lo que interrumpió el llanto de la señora Rivka—. Ayer me asomé al
huerto y vi los manzanos silvestres de fondo. Creo que se podrían empezar
a cosechar algunas.
Nos quedamos calladas durante unos segundos. Estaba claro el efecto
que quería causar con ese cambio de conversación.
—Mm, manzanas —susurró Temel con media sonrisa—. Ojalá nos dejen
comer algunas.
—Seguro que sí.
Fruncí el entrecejo. Yo no estaba tan segura.
Pasamos el resto del día juntas para recuperar nuestro ánimo inicial. Pero
Milat siguió callada, sentada en un rincón con la cabeza baja. Estuvo casi
una hora sin volver a hablar con nadie, por lo que decidí olvidar nuestras
diferencias y acercarme a ella.
—¿Estás bien?
Parecía asustada por la conversación anterior.
—¿Qué soldado dirías que es el que manda? —susurró Milat, que ignoró
mi pregunta y me tomó por sorpresa—. Es decir, ¿cuál dirías que es el
superior de todos ellos?
No supe qué responder. ¿A qué se debía esa pregunta tan extraña? ¿Qué
importancia tenía?
—¿Quizá, el chico guapo? ¿Ese rubio que tiene los ojos verdes? —Milat
se mordió los labios—. Olvídate —dijo sonriendo al ver mi cara de espanto.
Me dio la espalda y se volvió hacia las demás.
Me levanté del suelo y también fui con las otras mientras miraba por el
rabillo del ojo a Milat con cierta incredulidad. Preferí no darle importancia
a sus palabras. Nadie en su sano juicio habría llamado “chico guapo” al
diablo. Ni aunque lo fuese. No importaba la apariencia física de alguien tan
perverso, tan malvado. El envoltorio podía brillar como una estrella, pero
no dejaría de ser un monstruo jamás.
***

Para cuando regresaron los soldados ya había anochecido. La señorita


Orli, la señora Rivka y yo éramos las únicas en la cocina. Me arrepentí de
no haber ido al comedor con las demás: verlos regresar con las manos llenas
de conejos muertos no fue una de las mejores visiones del mundo. Menos
cuando noté que no faltaba ninguno de los soldados. Tuve una vaga
esperanza que se desvaneció al ver entrar en último lugar al diablo, que
llevaba más conejos que ninguno. Me estaba volviendo malvada. Desear la
muerte a otro ser humano era algo muy malo. Pero no podía evitarlo. Ver a
Hank y Alger reír felices después de lo que le hacían a la señora Schreiber
me despertaba un odio absoluto.
La señorita Orli y la señora Rivka se miraron con alarma al ver cómo la
mesa se cubría con un animal que no habían cocinado en su vida. Supuse
que debía de quedarme para pensar entre las tres cómo proceder. Los
alemanes parecían muy animados por su éxito con la caza, y eso
seguramente los haría ser más insoportables todavía.
Helmut nos señaló a la señorita Orli y a mí para que fuésemos hasta el
cuarto de lavado donde había varias bolsas. Las dos nos mirarnos al ver que
en algunas de las bolsas había paquetes de arroz, botellas de leche y
alimentos variados; productos que claramente no se cazaban en el bosque.
—Lleven todo esto a la despensa de atrás. Dejen el arroz para cocinarlo
mañana con el conejo. Y, a ver…
Helmut miraba varias bolsas que había cerca de la puerta, cuando el
diablo llegó con una enorme que, como pude ver cuando la dejó en suelo,
estaba llena de ropa.
¿De dónde ha salido esa ropa?
—Ah, Bergen. ¿Ahí está la ropa?
Helmut se acercó hasta la bolsa y sacó una chaqueta marrón que me
resultó muy familiar. La alzó y la miró con desprecio.
—¿Crees que algo de esto sirva? —dijo Bergen pensativo mientras
Helmut la hacía girar entre las manos desde todos los ángulos—. Ahí no
cabe un hombre.
La chaqueta era demasiado estrecha para la anchura de su espalda.
—Ni en estas camisas tampoco. Le dije a Hank que no las tomase. Esta
mierda es mejor tirarla toda —dijo Helmut al lanzar las prendas al suelo de
mala manera—. Voy a ver cómo sigue Dieter.
Helmut se marchó del cuarto de lavado y nos dejó a la señorita Orli y a
mí solas frente a Bergen.
Bajé la vista hasta mis pies, adonde había ido a parar la chaqueta. Me
agaché junto a ella y la miré. La había visto antes, en alguna parte, pero no
recordaba dónde.
—Oh, Eva. —El susurro involuntario de la señorita Orli, al borde de las
lágrimas, hizo que Bergen dirigiese la vista hacia nosotras.
No quise mirar, ya que tenía los ojos clavados en la prenda, pero lo
supuse cuando nos habló.
—¿Sabes de quién era esta chaqueta? —le preguntó a la señorita Orli. La
sentí temblar al tiempo que asentía.
—Sí —susurró con un hilo de voz—. Es de Fritz Holz.
Cerré los ojos al escuchar su nombre.
—“Era” —corrigió el diablo con frialdad mientras la señorita Orli se
llevaba las manos a la boca horrorizada y me miraba—. ¿Lo conocías?
No pude moverme. Sentí que estaba pegada al suelo. Apenas noté el
brazo de la señorita Orli en mi espalda. La oía llorar como un murmullo
lejano.
—Fritz era su prometido —dijo mientras apretaba la mano en mi
hombro. Apenas fue capaz de pronunciar esas palabras antes de romper en
llanto.
—¿Cuántos eran los Holz? ¿Cuántos vivían en esa granja?
Ni siquiera se sorprendió. La señorita Orli acababa de decir que había
matado al hombre que supuestamente yo amaba, pero él ni se inmutó;
siguió preguntando como si fuese una máquina.
—Tres. —Escuché que decía la señorita Orli.
Pareció satisfecho con la respuesta de la señorita Orli. Supuse que se
debía a que coincidía con el número que él había visto. Estaba tranquilo
porque los había matado a todos.
—Me debes dinero —dijo mirándome de reojo—. Ese presumido y su
ropa no valían la bala que me ha hecho gastar. —Alzó la vista de nuevo
hacia la señorita Orli.
—¿Cómo se puede…? —Apenas sé cómo las palabras salieron de mi
boca. Solo sé que salieron y que el diablo dirigió su mirada hacia mí—.
¿Cómo se puede matar a un ser humano inocente y no sentir nada?
Levanté la cara con lágrimas en los ojos para ver los de él, fríos e
impasibles. Sentí la mano de la señorita Orli en mi hombro, como un pedido
de silencio, pero mi boca fue más fuerte que cualquier otra cosa.
—¿De verdad no siente nada? —susurré con un nudo en la garganta—.
¿Nada en absoluto?
¿Acaso no era también un ser humano? No importaba las veces que lo
había comparado con el diablo. Me parecía imposible que no sintiese nada.
—La verdad… —Cuando escuché su voz sentí que el cuerpo me dejaba
de funcionar. Por un segundo, no me pareció tan seca, tan inhumana—. La
verdad es que sí —continuó con un gesto de confusión mientras ponía una
mano sobre el estómago—. Siento algo en el estómago, algo molesto. Creo
que se llama “hambre”. —Su tono de voz recuperó la frialdad al decir esas
últimas palabras—. Así que cierra la puta boca de una vez y recoge todo
esto para ir a hacer la cena, judía asquerosa.
Se me cortó la respiración en seco. Bajé la cabeza mientras nos daba la
espalda dispuesto a irse hacia la puerta de salida. Que él estuviese vivo
mientras alguien tan bueno y noble como Fritz estaba muerto me hacía
pensar que el mundo estaba del revés.
Fritz jamás le había hecho daño a nadie. Había pasado su existencia
ayudando a los demás. Fritz. El que me había sacado del lago cuando me
caí siendo niña y me salvó la vida; al que yo ni siquiera había sido capaz de
dedicarle un pensamiento hasta que otros lo hicieron. Él, que se merecía la
mejor novia y la mejor vida, no había tenido ninguna de las dos.
El sentimiento de culpa me ahogaba. Debí pensar en él desde el primer
segundo. Debí pensar más en él que en mí misma. Debí quererlo como él se
merecía. No era justo que lo hubiese matado ese asesino sin ninguna
misericordia, ese monstruo frío sin sentimientos que encima se reía de eso.
Te odio. Te odio.
—Maldito.
La habitación se quedó en silencio. Bergen se volvió hacia mí mientras
me ponía de pie.
—Eva. —La señorita Orli tembló a mi lado.
—¿Qué has dicho? —dijo con incredulidad y se situó frente a mí.
Respondí tan rápido y con tanta firmeza que no me pareció mi voz.
—He dicho que es un maldito.
Los ojos se le abrieron más de la sorpresa a la vez que apretaba los
dientes, enfadado. Pude ver por su expresión que estaba dispuesto a
devolverme “el cumplido”, cuando la señorita Orli trató de meterse entre
nosotros, con súplicas.
—¿Por qué lo ha matado? —dije y apreté los puños después de empujar
a la señorita Orli para echarla a un lado—. ¿Qué razón tenía para matarlo?
¿Qué razón?
—¡Eva! —La señorita Orli me apretó el brazo con tanta fuerza que me
hizo daño, pero no le presté atención. Estaba fuera de mí. Como si no fuese
yo.
—¡Ese chico era una buena persona que nunca le había hecho daño a
nadie y al que todo el mundo quería! —grité dando un paso hacia adelante
mientras la señorita Orli me agarraba para que no me abalanzara sobre él—.
Algo que seguramente usted no entiende porque no debe de haber querido
ni a su madre en esta vida. ¡Métase la mano en el pecho y búsquese el
corazón a ver si es capaz de encontrarlo!
Estoy segura de que la respuesta del diablo a mis palabras habría sido
terrible, pero la señorita Orli se adelantó. Me pegó un guantazo que me tiró
al suelo, para después arrodillarse a los pies de Bergen y besárselos, lo que
nos sorprendió a los dos.
—Se lo suplico —dijo la señorita Orli al tiempo que se aferraba a sus
pies con desesperación mientras él continuaba con la mirada clavada en mí
de tal forma que habría podido matarme con ella—. No sabe lo que dice.
No es más que una niña estúpida sin conocimiento alguno de lo que dice.
Pero le juro, le prometo, que no volverá a repetirse.
Me llevé una mano a la mejilla. Sentía que me iba a estallar la cara de
dolor por el golpe de la señorita Orli. Le devolví la mirada de odio a ese
demonio, a pesar del sacrificio que hacía por mí.
—Por favor, por favor. —La señorita Orli no cejaba en su ruego—. Es
una niña y está destrozada por la muerte de su prometido. No le quería
faltar al respeto. No ha hablado ella, sino el dolor por perder a una persona
querida. Le aseguro que yo la castigaré.
Bergen me miró durante un segundo más. Alzó la barbilla con soberbia y
se soltó de la señorita Orli de una patada, para después marcharse del cuarto
sin decir nada. Era probable que me hubiese salvado de morir en aquel
mismo momento, pero no me sentí aliviada. No sé lo que sentí. La señorita
Orli se arrastró hasta mí, me agarró de los hombros para zarandearme,
desesperada, y me gritó una y otra vez qué había hecho, cómo había sido
capaz de hacer eso.
¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Me mordí el labio y cerré los ojos mientras las lágrimas caían por mis
mejillas. Sabía muy bien lo que había hecho. No importaba lo que dijera, no
importaba lo que hiciese. Ya estaba muerta. Él me mataría.
C APÍTULO 5

N o dormí, no pude. Ni la señorita Orli ni yo fuimos capaces de cerrar


los ojos en toda la noche. Temblaba por el solo hecho de recordar lo que
había pasado. No entendía cómo había sido capaz de decir todo eso. No
parecía ser yo la de las imágenes que tenía en mi recuerdo de aquel
momento.
Cuando la luz del día entró por la ventana del comedor y me dio en la
cara, me sentí como una vaca a la que le hubiesen dicho que al amanecer la
llevarían al matadero. No podía ni mirar la puerta sin imaginarme a ese
diablo al otro lado esperándome con el fusil apoyado al hombro.
Habían decidido dejar a los hombres en la buhardilla encerrados todo el
día, otra vez, por lo que en la planta inferior solo estábamos las mujeres,
que nos dirigimos hacia la cocina dispuestas a distribuirnos las tareas.
Noté cómo la señorita Orli caminaba más cerca mío que de costumbre.
No habíamos hablado de lo ocurrido –ni entre nosotras ni con nadie más–,
pero no hacía falta que me dijese lo que pensaba; la conocía bien. Estaba
muy enfadada por haberme expuesto de esa manera, porque no había sido
capaz de controlar mis emociones y ser más lista.
No era la primera vez que me pasaba. Normalmente, cuando algo me
alteraba o me sacaba de mis casillas, me exaltaba de tal manera que, aunque
la razón fuese mía, la perdía por mis malas formas. Pero en ese caso no
estaba en juego un castigo o una reprimenda.
—Bien. La señora Rivka y yo vamos a preparar el desayuno. Después
veremos qué podemos hacer con… —La señorita Orli vaciló al mirar los
conejos que la señora Rivka apoyaba sobre la mesa—. Con eso. Queda
mucha ropa por lavar. —Señaló a Milat y a Ami al decirlo—. Y el baño de
arriba vuelve a estar sucio.
Esa vez miró a la señora Becker, que se cruzó de brazos, enfadada.
—Temel, limpia el polvo de la escalera y de la entrada —continuó la
señorita Orli con normalidad—. Y que tu madre se mantenga a tu lado en
todo momento. Cuando terminen, vuelvan aquí.
—¿Y Eva? —preguntó Milat que se adelantó a mi pregunta.
—Se quedará aquí en la cocina. Necesito que me ayude.
Su voz sonó tan natural que, de no saber la verdad, le habría creído. No
quería que me alejase de ella.
—Cambiemos de puesto. Prefiero ayudar en la cocina, y que ella vaya a
lavar la ropa.
—Te toca a ti lavar la ropa, Milat. Así que obedece.
—No tengo porque obedecerle —replicó Milat enfadada mientras iba
hacia la mesa y se sentaba en una de las sillas.
La señorita Orli apretó los dientes, furiosa. Soltó todo lo que tenía en la
mano y se dirigió hasta donde estaba Milat al tiempo que la agarraba del
brazo.
—Por supuesto que vas a obedecerme mientras te comas la comida que
yo cocino.
—¡Suelta inmediatamente a mi hija! —gruñó la señora Becker. Dio un
paso al frente. Milat se zafó y se escondió detrás de su madre—. Que no se
te ocurra tratarla de ese modo nunca más.
—Entonces que se comporte como se tiene que comportar. Estoy harta
de ver cómo Eva le hace las tareas.
—¡La granja es de Eva! Es lógico que ella haga un trabajo mayor.
—Ustedes comen, se cobijan y viven de esta granja ¡Por lo tanto, como
dueña de la granja, la tarea de Eva no es ser esclava de nadie! —chilló la
señorita Orli—. Además, ahora, con los soldados, este lugar ya no es de
nadie, por lo que si queremos sobrevivir…
—No me vengas con esas.
Estaba claro que aquello no iba a tener un buen final, por lo que me metí
entre la señorita Orli y la señora Becker. Miré a la primera.
—No importa. Yo me encargaré de la ropa. Deje que Milat se quede aquí
si quiere. —Traté de sonar firme, decidida, valiente, pero sentí una oleada
de pánico al pensar que después de decirlo tendría que salir de la cocina y
alejarme de la señorita Orli.
Milat sonrió con cierta satisfacción mientras le daba un beso en la
mejilla a su madre, que se cruzó de brazos con orgullo.
—¿Ocurre algo? —susurró la señora Rivka, que notó la seriedad de la
señorita Orli. Supongo que, para los que sabíamos que no se exaltaba con
facilidad, había tenido una reacción infrecuente—. Están muy serias esta
mañana. Las dos. No tienen buena cara.
—¿Por qué no está el desayuno en la mesa?
La entrada de Golder hizo que nos pusiésemos en marcha para cumplir
nuestras tareas. Salí de la cocina con un nudo en el estómago en dirección al
cuarto de lavado. Pensé que Ami me seguiría, pero, cuando llegué, vi que
no lo había hecho. Supuse que se habría quedado con su hermana a
“ayudar” en la cocina. No fue una tarea fácil limpiar sola una cantidad de
ropa que superaba con creces la capacidad de trabajo de una sola persona.
Lavé en un viejo recipiente todas las prendas que pude para después sacarlo
hasta la puerta trasera, donde estaban las cuerdas para tender la ropa.
Confieso que lo esperaba. Miraba en todas las direcciones, me
preguntaba por dónde aparecería para matarme. Estaba segura de que
sucedería. Solo tenía que cerrar los ojos para verle la cara de furia y saber
exactamente lo que gritaba esa mirada: “Estás muerta, judía asquerosa”. Me
daban escalofríos solo de pensarlo. Nunca había tenido tanto miedo de una
persona. Con un solo soplido me habría tirado al suelo del susto.
Cuando terminé de tender, me dirigí de nuevo hacia el cuarto de lavado
por el caminito de piedras que había desde las cuerdas hasta la puerta. Al
llegar hasta ella, me encontré frente a frente con él. El diablo Bergen.
Se me cayó el recipiente de las manos. Dudé como una tonta sin saber
qué hacer, hasta que pensé en lo que habría hecho ante cualquier otro
soldado. Retrocedí dando varios pasos atrás, pegué la espalda contra la
pared sin levantar la vista del piso, aterrada, mientras rezaba para que él
siguiese su camino.
Que siga, por favor, que continúe caminando.
Se quedó parado allí, de pie frente a mí. Bergen se quedó quieto,
mirándome fijamente con absoluta seriedad en el rostro.
Me temblaba todo el cuerpo. Escuché sus pasos sobre la tierra, pero no
me atreví a levantar la cabeza. No me atreví ni a respirar.
—Sígueme —dijo con voz autoritaria. Lo miré y vi que llevaba el fusil
en la mano. No tuve ninguna duda. Estaba muerta.
Por un segundo, me pasaron por la cabeza toda clase de ideas. Desde
llamar a la señorita Orli hasta correr. Pero me di cuenta de que no tenía
sentido. ¿Para qué llamar a la señorita Orli o a la señora Rivka o a quien
fuese? ¿Para que las matara también a ellas? ¿Para qué iba a correr? ¿Para
que me disparase antes?
—No te preocupes. Seguro que el hecho de que te mate un “maldito sin
corazón” como yo te hará entrar al cielo con honores —dijo con una sonrisa
de satisfacción que me hizo estremecer.
El diablo me dio la espalda y comenzó a caminar hacia la salida de la
granja, en dirección al lago Eshkol. Lo seguí con resignación.
¿Qué otra cosa puedo hacer?
No era una pregunta retórica. Si algo, en efecto, podía hacer para evitar
seguirlo, que alguien me dijese qué, porque a mí no se me ocurría nada.
Apenas podía respirar. Iba a morir. La persona que tenía frente a mí me
pegaría un tiro en mitad del bosque sin que le importase a nadie. El mundo
no se iba a parar por mi muerte. Dentro de unos años, nadie se acordaría de
mí. Como si no hubiese estado nunca en ese lugar, como si nunca hubiese
existido. Tampoco había hecho nada que mereciese la pena recordar.
Tuve que esforzarme por dar otro paso, y luego otro. Bordeábamos el
lago. Un lugar que nunca me había resultado tan apartado de la granja. Sentí
cómo la desesperación empezaba a apoderarse de mí mientras los ojos se
me humedecían. En todos los libros que había leído, cuando la protagonista
estaba a punto de morir, más dignidad mostraba; en ese momento, más
alzaba la barbilla y sacaba su coraje, como si gritara: “Más vale morir de
pie que vivir de rodillas”. Pero yo lloraba sin poder contenerme. De hecho,
empecé a hacerlo de tal manera que el diablo se detuvo un segundo para
mirarme.
—Camina —dijo enfadado, porque cada vez se hacía más evidente la
lentitud de mis pasos conforme nos alejábamos del lago y nos internábamos
en el espeso bosque.
Siempre había oído que, cuando alguien iba a morir, las cosas que había
hecho durante su vida le pasaban delante de los ojos. Curiosamente, a mí
me pasaban las que jamás haría.
Sentí que la mano de Bergen me agarraba del brazo. Tuve que ahogar un
grito de pánico.
—He dicho que camines —gruñó enfadado mientras tiraba de mí con
brusquedad.
¿Qué iba a hacer? ¿Me disculparía? ¿Sería capaz de suplicarle que no me
matase? ¿Sería capaz de rebajarme de esa manera? ¿De que no me
importase nada más que vivir? Vivir. ¿Qué sería capaz de hacer o decir con
tal de vivir?
El diablo tiraba de mí con fuerza a través del bosque, con los dedos
alrededor de mi muñeca, pero no sabría decir de qué forma, sin tocarme
demasiado.
Tengo que pedir perdón, que suplicar. Y hacerlo de una vez.
Con los ojos empapados en llanto, alcé la vista para mirar ese rostro
inflexible mientras trataba de que las palabras saliesen de mi boca, pero
ninguna lo hizo.
Tardé unos cuantos segundos en tratar de decidirme, de mirarlo de
nuevo. Fue por eso, por mirarlo, que no vi el desnivel tan pronunciado que
tenía a mi derecha.
Cuando di el traspié y me caí por la pendiente, a Bergen no le dio tiempo
de sujetarme, por lo que se cayó conmigo. Rodamos hacia abajo varios
metros, entre los arbustos.
Solté un quejido en cuanto fui capaz de detenerme, echada en el suelo
boca abajo. Me miré los brazos llenos de magulladuras. No tuve tiempo de
revisarme las manos. Lo escuché respirar frente a mí, echado en el suelo
igual que yo mientras me miraba con los ojos llenos de ira, como si otra vez
fuese a matarme con la mirada.
—Maldita idiota —gruñó al tiempo que se llevaba la mano al hombro,
furioso, cuando de pronto frunció el ceño y bajó la vista hacia el suelo para
mirar a su alrededor.
¡El fusil! ¡No lo tenía! ¡Había perdido el fusil!
Ni siquiera lo pensé. Me puse de pie y eché a correr hacia el interior del
bosque un segundo antes de escuchar cómo él se levantaba también. No me
dio tiempo ni a dar dos pasos, que ya lo tenía sobre mí. Me sujetó por la
espalda con fuerza mientras yo luchaba inútilmente por soltarme. Lancé un
grito cuando me volvió hacia él con un solo movimiento. Lo tenía frente a
frente, con esos ojos verdes clavados en mi rostro y con las manos que me
sostenían como si fuesen garras. Pero, antes de que ninguno de los dos
pudiese decir nada, se escuchó un aullido.
Bajé la cabeza antes de volverla hacia la derecha y levantar la vista hacia
el bosque. No estábamos en un claro muy pronunciado. Había varios
arbustos y árboles alrededor. Uno de los más altos a mi espalda. Era una
parte del bosque que no conocía. Nunca me había metido por ese lugar, ni
siquiera cuando niña. O, al menos, eso creí, dado que no pude mirarlo con
tranquilidad. En aquel momento, ni el soldado alemán ni yo podíamos mirar
nada que no fuese la figura de un lobo que asomaba por el final del pequeño
claro a unos metros de nosotros. Se trataba de un lobo gris con tonos
marrones alrededor del lomo, que debía de pesar unos sesenta kilos.
Instintivamente, tuve la necesidad de dar un paso atrás, asustada, pero
Bergen pareció leer mis intenciones y me apretó un poco más el brazo.
—No muevas ni un músculo —susurró con la mirada fija en el lobo.
Moví los ojos hacia él y observé que también se había quedado quieto,
pero su semblante estaba mucho más tranquilo.
¿Que no me moviese? ¿Estaba loco? ¡Un lobo! No sabía el significado
en Alemania o en el resto del mundo, pero en Polonia era algo muy malo.
Jamás había visto uno, aunque siempre había escuchado historias de cómo
se colaban en las granjas y mataban a los animales o hasta personas. La
propia señora Holz me contó una vez cómo un hermano de su abuelo había
muerto al intentar proteger a los animales de la granja de una manada de
lobos que los había sorprendido cuando pastaban.
Miré de nuevo hacia el lobo al escuchar que se movía. El animal
comenzó a caminar por el claro, en forma de círculo, manteniendo la
distancia. Mis pies vacilaron.
—Solo es uno —dijo Bergen mientras yo me mordía la lengua para no
decir que me parecía más que suficiente—. Tal vez esté de paso y no se
atreva a acercarse. Si estuviese cazando o nos hubiésemos metido en su
territorio, serían por lo menos dos o tres.
Antes de que terminase la frase, dos más aparecieron y se ubicaron junto
al primero. Alarmada, volví a mirar a Bergen.
—Bien —susurró al tiempo que alzaba las cejas, como si me diese la
razón. Entonces echamos a correr hacia el árbol más próximo al tiempo que
los lobos salían rápidamente tras nosotros.
No quise mirar atrás. No quería saber si estaban más cerca o más lejos de
mí. Solo quería llegar al árbol más alto para subirme a él.
Llegué hasta el tronco y me agarré a la corteza, apoyé el pie en una
pequeña rama, que a duras penas aguantó mi peso antes de resquebrajarse;
alcancé la rama siguiente y subí lo más alto que pude. Nos encontramos el
diablo y yo frente a frente, ya que él acababa de subir por el otro lado.
Bajamos la cabeza al escuchar los gruñidos de los animales al acercarse.
Un pensamiento me asaltó de tal forma que no pude evitar gritarlo.
—¿Los lobos trepan?
—Ahora lo veremos. —Lo dijo con demasiada calma. Como si no viese
lo mismo que yo. Tres lobos que corrían hacia donde estábamos con los
colmillos a la vista.
Me estremecí al ver que llegaban hasta el árbol y comenzaban a rodearlo
en círculos, olisqueando.
Las ramas más bajas eran demasiado pequeñas como para que pudiesen
subirse; sus garras no parecían aferrarse a la corteza. Supiesen trepar o no,
en ese caso, no lo habían hecho.
Casi se me escapó un suspiro de alivio. Lo contuve en cuanto vi quién
estaba subido al árbol a mi lado. Ya sabía que Bergen era una persona
malvada y cruel sin ningún sentimiento decente en el cuerpo, sin embargo,
jamás habría imaginado que estuviese tan loco como para tener semejante
pasividad ante una muerte tan horrible como la que nos acechaba. Los tres
lobos se habían quedado al pie del árbol y gruñían con rabia.
Morir de un disparo, rápido y, por lo que sabía, prácticamente indoloro,
no era lo mismo que morir atacado por un lobo, con los colmillos
clavándose por todo el cuerpo mientras el cuerpo se desangraba poco a
poco. Miré a Bergen. Se había movido un par de ramas hacia la izquierda
para observar a los lobos de una forma que me asustó.
—¿Qué va a hacer? —se me escapó. Desvié el rostro hacia otro lado al
ver que él miraba en mi dirección.
—Tranquila. En menos de dos minutos, te estaré pegando un tiro. —
Partió un trozo pequeño de rama y se quitó un pañuelo que llevaba
alrededor del brazo a modo de vendaje, por dentro de la chaqueta, para
envolver una de las puntas de la rama con él. De refilón vi cómo dejaba la
rama en un lado, se metía la mano en el bolsillo del pantalón, muy pagado
de sí mismo, para volver a sacar la mano con el semblante totalmente
cambiado.
—Había olvidado que, como me he revolcado por el suelo de este
maldito bosque, he debido de extraviar las cerillas. —Le volvió a cambiar
la expresión a peor—. Y los cigarros.
Volví a mirar hacia los lobos para dejar de verle la cara de odio que se le
había instalado en el rostro. Me parecieron mucho más amables los
animales.
***

¿Cuántas horas habían pasado? ¿Cuántas horas llevábamos allí subidos


en aquel árbol? No llegaba al mediodía cuando entramos en el bosque y ya
empezaba a anochecer.
El diablo se había sentado contra una de las ramas. Yo había hecho lo
mismo en el otro extremo, cansada de estar de pie y con las manos en carne
viva por haber estado agarrada a la áspera corteza. Miraba hacia abajo de
vez en cuando. Los lobos aún seguían allí, incansables. Alcé la vista al
frente, hacia el maldito diablo alemán.
No me había dirigido una sola mirada, mucho menos una palabra, en
todo el tiempo que habíamos pasado allí. Por un lado, estaba agradecida. La
sola idea de que me hablase me asustaba, pero el silencio de horas
mezclado con la angustia y el hambre comenzaba a desquiciarme.
¿Qué pensaría la señorita Orli de mi suerte? ¿Qué pasaría con Temel si
me creía muerta? ¿Qué haría? ¿Cómo se sentiría al perder el único apoyo
que le quedaba? Tenía una ansiedad que me recorría todo el cuerpo ante la
incertidumbre de no saber qué iba a ocurrir. ¿Qué esperaba aquel hombre
con esa pasividad que aún me alteraba más? ¿Por qué los lobos no se iban?
¿Por qué demonios seguían abajo? Y lo más importante, ¿de verdad me
convenía que se fueran? Porque, si lo hacían, ese demonio vestido de
soldado no tardaría ni un segundo en bajarse del árbol, buscar el fusil y
pegarme un tiro. De hecho, no entendía cómo no me había tirado ya a los
lobos.
Para peor, tengo tanta hambre que me voy a volver loca.
Me llevé las manos a la cara, cansada, desesperada. Incluso se me pasó
por la cabeza que una muerte inmediata sería mejor que aquella espera
horrible. Estaba harta de esperar. Miré de reojo hacia el suelo, hacia los
lobos, para después negar con la cabeza rápidamente. No. Lobos, no. Un
disparo sería mucho mejor. Lobos, no, por favor.
Lo miré una vez más. No se había movido ni para parpadear. ¿Cómo
podía pasar tantas horas en la misma postura con la mirada fija en un
mismo lugar? ¿Acaso formaba parte de la instrucción que recibían? Puse los
ojos en blanco. No me extrañaba que estuviesen todos locos.
Yo no podía hacerlo. No podía estar quieta como una estatua. Me puse
de pie, me agarré a una de las ramas más gruesas que tenía al lado con una
mano mientras con la otra me tocaba la barriga.
No puedo más. De verdad, no puedo más.
Mi estómago sonó tan fuerte que el diablo alzó la vista hacia mí. Me
puse roja de vergüenza.
—Perdón —susurré sin apenas saber por qué.
No parecía feliz de tener que mirarme, pero, ya que había captado su
atención, decidí que sería el momento de hablar. Me costó bastante
armarme de valor.
—¿Los lobos se van a ir? —pregunté con un hilo de voz, tratando de
parecer respetuosa.
Creo que lo tomé desprevenido. No esperaba que le hablase. Parpadeó,
me miró fijamente, como si dudara de responderme.
—Por lo general, los lobos no se acercan a los seres humanos. Incluso
abandonan piezas de caza si notan nuestra presencia —dijo con
indiferencia, como si leyera sin mucho interés un libro en voz alta.
—¿Entonces?
Debía de ser cierto que los ataques de lobos a seres humanos no eran
muy comunes, ya que nunca antes había visto algo así en mi vida.
—Tal vez haya escasez de presas y tengan hambre; o puede que nos
hayamos metido en su territorio. Son muy territoriales.
Entonces entendí lo que esperaba ese demonio: que estuviesen de caza y
se cansaran de esperar.
—Pero ¿qué pasará si están defendiendo el territorio o algo así?
Se encogió de hombros como si no lo supiese, no quisiese decírmelo o
no le importase. Volvió a dirigir la vista hacia los lobos.
—Pero si están en su territorio no se irán pase lo que pase —dije con un
hilo de voz, agarrándome con más fuerza al tronco—. ¿Y entonces?
Ni siquiera me miró.
—¿Qué va a hacer? —insistí asustada.
Debí quedarme callada al ver que no me había respondido la primera
vez, pero la angustia pudo más que el miedo. No me di cuenta de que había
agotado su escasa paciencia hasta que alzó de nuevo la vista hacia mí,
enfadado. ¿Cómo se podía mirar con tanto odio como ese hombre me
miraba a mí? Por mucho que me alterase o que lo odiara, mi mirada no era
como la de él.
—¿Yo? —Sonó cargado de sarcasmo. Apoyo la espalda en el tronco para
ponerse cómodo—. Esto.
—¿Y ya está? —dije horrorizada. ¿Es todo lo que pensaba hacer?
¿Ponerse cómodo a esperar?
—No, aún no —dijo mientras colocaba el brazo detrás de la cabeza a
modo de almohada—. Ahora sí.
¿Eso es gracioso?
—¿Cómo puede estar tan tranquilo? ¿No se da cuenta de la situación?
—Son tres lobos adultos. ¿Qué quieres que haga?
—¿Acaso no es usted un soldado alemán? ¿Acaso no son los amos del
mundo?
—Sí, es cierto, veamos. Podría utilizar el fusil que traía, pero… Ah, no,
espera. Lo perdí por tu culpa. O podría utilizar las cerillas que traía en el
bolsillo, pero también las perdí por tu culpa. Al menos debería conservar
los cigarros, pero… Adivina —gruñó mientras apretaba los dientes.
Hice un esfuerzo por contenerme. ¿Por mi culpa? ¿Cómo se atrevía a
decir eso después de intentar matarme? ¿Qué se suponía que debía de
hacer? ¿Disculparme por tratar de defenderme?
—¿Es un delito defenderse? —dije ofendida sin ser capaz de ocultar mi
enfado—. Solo intentaba que usted no me matase.
Bergen alzó las cejas, bajó la vista dos segundos hacia los lobos y me
miró dando varios aplausos.
—Enhorabuena. No seré “yo” el que te mate.
Creí que me iba a dar un ataque de nervios mientras lo veía echar la
espalda hacia atrás y acomodarse con la misma indiferencia de antes.
C APÍTULO 6

T ranscurrieron varias horas, allí sentados, mientras cada uno miraba en


una dirección distinta. Otra eternidad. Hasta que la noche cayó, y el viento
se hizo notar. Fue la primera vez en mi vida que pensé que podía morir de
frío. El vestido verde oscuro de algodón era demasiado fino. No me
abrigaba. Sentía que el aire helado de la noche se me metía a través de la
tela como si fuese un puñal. Empecé a temblar y a castañetear los dientes.
Traté de protegerme con los brazos. Alcé la vista y observé los árboles que
nos rodeaban, la apariencia del bosque. Nunca había estado allí durante la
noche. Después de otra bocanada de aire, me volvieron a castañetear los
dientes.
—Llora sin hacer ruido —gruñó de pronto el soldado alemán, lo que me
sobresaltó.
—No estoy llorando —susurré—. Es que tengo frío.
—Tenlo en silencio —replicó de mala manera.
Me habría gustado no volver a llamar su atención, pero intentar obedecer
esa orden se parecía a intentar transformase en un pájaro, así que, a los
pocos minutos, los dientes volvieron a castañetear.
—¿No vas a callarte?
—¡Es frío! —dije entre temblores—. No puedo hacer nada.
—Inténtalo.
¿Cómo se podía intentar no tener frío? Me resultaba realmente
exasperante. Como mirar fijamente un reloj hora tras hora y ver que la
aguja no se movía. En medio de ese pensamiento, de que nada podía ser
peor, empezó a llover. Me eché hacia atrás en la rama y me di un cabezazo,
desesperada, mientras los dientes me volvían a resonar de frío.
—Se acabó. —Escuché que decía Bergen. Se incorporó. Su movimiento
provocó que yo girara sobre mí misma sin saber muy bien qué hacer, hasta
que se situó de pie frente al tronco principal y alzó la vista hacia el cielo.
¿Qué va a hacer?
Me puse de pie sobre la rama, aferrada a las que tenía a mi alrededor
para dar un paso hacia adelante en la penumbra y colocarme cerca de él.
Alcé la vista hacia el cielo con curiosidad. Bergen observaba un par de
pequeñas ramas situadas en una de las partes más altas del árbol. Se alzó un
segundo de puntillas, pensativo, volvió a plantar los pies en el tronco como
si calculase algo cuando, de pronto, comenzó a desabrocharse los botones
de la chaqueta. Ni siquiera me miró cuando lo hizo; no sé por qué, me eché
hacia atrás como un acto reflejo. Como si hubiese esquivado un golpe o
algo parecido. Eso hizo que él me mirase. Permaneció con las manos
quietas en el último botón de la chaqueta hasta que, al ver mi expresión,
soltó una carcajada.
—Tranquila —dijo mientras terminaba de desabrocharse y me miraba de
arriba abajo—. A mí me gustan las mujeres.
Recalcó esta última palabra de una forma tan insultante que no pude
evitar que se me levantara el labio superior en un mueca de desprecio. No
tenía idea de lo mucho que me alegraba no atraerlo en lo más mínimo, de
que no tuviese claro si yo era “niña” o “niño”. Miré cómo dejaba la
chaqueta a un lado. Me apoyé con una mano en el tronco principal,
intrigada por saber qué planeaba, cuando me percaté de cómo miraba las
ramas superiores.
—¿Qué? —Se me escapó un chillido agudo con una expresión de horror
en el rostro de solo imaginarlo—. ¿Va a subir a lo alto?
Ni se molestó en mirarme, menos en responderme. Se frotó las palmas
de las manos una contra otra, pensativo.
¿Para qué? ¿Para qué iba a subir tan alto?, me respondí a mí misma dos
segundos después. No había que ser muy lista. Seguramente quería ver si
era capaz de divisar el fusil que había perdido. Alcé de nuevo la vista hacia
las pequeñas ramas de la parte superior para verlas mejor. Eran parecidas a
las que me habían permitido subir en un primer momento. Lo miré. No
sabía decir cuánto pesaba, desde luego más que yo. Solo había que
considerar la altura, la amplitud de la espalda y los músculos; todo eso ya
debía de duplicar mi peso. Aunque se quitara la chaqueta, las ramas no
aguantarían.
—Esas ramas no resistirán.
—Iré despacio y subiré hasta donde pueda.
Se me escapó un soplido. No hacía falta que lo intentara: se lo decía yo.
No subiría ni cincuenta centímetros. Se quedaría con la primera de las
ramas más pequeñas en la mano y tendría que bajar igual que había subido.
—¿Qué? —gruñó entre dientes en respuesta a mi soplido.
—En el mejor de los casos subirá hasta allí. —Señalé una de las
primeras y más endebles que había.
—Bueno, piensa en el peor de los casos —dijo con picardía—. No me
digas que no te produce cierto cosquilleo en el estómago la posibilidad.
Esbozó media sonrisa diabólica en esa cara de ángel que tenía. Se refería
a caerse entre los lobos. Sentí un escalofrío. No quise ni pensarlo.
—Está completamente loco —solté sin pensar.
—¿Y qué sugieres? —dijo con ironía—. ¿Acaso quieres subir tú?
Lo pensé por un momento. Tanto si Bergen no hacía nada como si volvía
después de haber roto una rama, nada cambiaba. Los lobos nos iban a matar
a los dos. Pero si yo subía hasta arriba y encontraba el fusil… Lo miré de
nuevo, ansiosa, lo que hizo que me mirase molesto.
—No voy a hacer ese trato contigo.
—¿Qué?
—Tú subes, me dices dónde está el arma, y yo te perdono la vida. Hasta
me voy hacer amigo tuyo —dijo con sarcasmo—. No, Caperucita.
Admito que me sentí como una tonta. No era eso lo que había pensado.
Solo quería que no me mataran los lobos.
—Ya lo sé —susurré.
Di un paso hacia adelante y me agarré al tronco principal del árbol.
—¿Eres tonta? —dijo de pronto mientras fruncía el ceño en un gesto que
me pareció de confusión. Clavó los ojos verdes en los míos, y tragué saliva,
nerviosa. No me gustaba que ese diablo me mirara tan fijamente—. ¿Eres
tonta? —insistió en un tono más alto ante mi silencio—. ¿No te alcanza el
cerebro como para pensar que, si subes y encuentras el arma, voy a matar a
los lobos y te voy a pegar un tiro? Te resultará difícil, pero siéntate y piensa
que, si no lo consigo —señaló a los lobos que nos esperaban más abajo—,
los dos moriremos.
Asentí. Sabía que, si nos quedábamos allí sin hacer nada, moriríamos
presas de los lobos. No hacía falta que me lo dijera. Eso, precisamente, me
aterraba. Miré hacia arriba, hacia las ramas, cuando de pronto me dio un
toque en el hombro, por lo que estuve a punto de perder el equilibrio.
—No, no. Me parece que no lo has entendido —dijo con tal enfado que
pensé que, tal vez, fuera él quien no me había entendido—. Porque te subas
no voy a pensar “qué buena persona es, me ha ayudado, le perdono la vida”.
Volví a asentir, lo que hizo que a Bergen le chirriasen los dientes. Me
agarró, por sorpresa, del cuello del vestido con tal brusquedad que me
acercó hacia él hasta estar cara a cara. Le miré la cara de enojo.
—Te juro que, en cuanto tenga el fusil en la mano, te vuelo la cabeza, ¿lo
entiendes?
—Ya lo sé —dije y asentí de nuevo. Se me volvió hacer un nudo en el
estómago. La angustia me cerró la garganta—. Lo sé. Eso es lo que quiero.
Un disparo. Un disparo rápido. Lobos, no.
Se me quebró la voz. Lobos, no, por favor. Iba a morir de todas formas.
Era consciente de eso. Solo quería que no me doliese. El diablo relajó la
expresión y me soltó el cuello del vestido.
—Sí. No debe de ser muy agradable morir así —dijo con indiferencia—.
Pero harías que yo también tuviese esa muerte. ¿Qué te parece? Morirías de
todos modos, pero te llevarías por delante a un soldado alemán, que es
mucho más de lo que han hecho otros. Les harías un gran favor a todos los
judíos, te lo aseguro. Podrías estar muy orgullosa de ello.
Lo dijo como si, en vez de hablar de una muerte horrible, me mostrara
una golosina.
—Soy una judía, ¿recuerda? Tengo más miedo que orgullo —dije en
alusión a una de las cosas que los nazis decían sobre nosotros.
No tuve ni idea de qué le pareció mi respuesta. Volvió a poner ese rostro
inexpresivo que tan bien le salía y me miró durante un minuto; supongo que
lo pensó.
—¿Es un trato? —susurré.
—De acuerdo. Lobos, no —dijo por fin. Respiré mejor.
Un acuerdo irónicamente alentador. Morir víctima de los lobos habría
sido horrible para cualquiera de los dos.
—Ven —dijo mientras daba un paso atrás y dejaba un hueco entre él y el
tronco—. Aquí, donde estaba yo. ¿Cuánto mides? ¿Un metro sesenta?
Miré sin mucho entusiasmo el lugar donde debía ponerme. Para mi
desgracia, estaba más cerca de él de lo que me hubiese gustado. Obedecí
mientras trataba de no caerme. Las ramas sobre las que estábamos se habían
mojado, a pesar de la cobertura que les proporcionaban las hojas más altas.
De hecho, yo misma empezaba a estar un poco mojada. En especial, mi
pelo.
—Un metro sesenta y cinco. —Apoyé la espalda contra el tronco, de
cara a él, que levantó la vista hacia las ramas.
Masculló algo entre dientes para después estirar la mano y agarrarme del
brazo, lo que hizo que me sobresaltase. Me aparté lo suficiente como para
que me soltase.
—No llegas a la primera rama. Tengo que alzarte.
Lo miré con desconfianza, giré un poco hacia el tronco para comprobar
que tenía razón. La rama no estaba alta para él, pero sí para mí.
—¿Y bien? —dijo sin mucho entusiasmo.
Apoyé de nuevo la espalda contra el tronco. Si no me gustaba que me
mirara, menos que me tocase. Se sentía como si me pincharan con una
aguja. Pero ¿qué otro remedio tenía? Asentí y estiré la mano hacia él con la
palma hacia arriba. El diablo me la miró un momento antes de desviar la
vista hacía mis ojos con seriedad. Después me agarró del brazo y me giró.
Me encontré con la cara pegada al tronco con tal rapidez que me sorprendí
por no haberme caído. En cuanto la idea se me cruzó por la mente, tuve una
oleada de pánico.
—Hemos hecho un trato de “lobos, no”. ¿No dejará que me caiga,
verdad? —dije sintiendo cómo se colocaba a mi espalda. Noté su
respiración en mi nuca.
—¿Estás loca? —susurró en mi oreja—. Solo les darías fuerza para pedir
el segundo plato.
No pude decidir si eso me reconfortaba o no, ya que sus brazos
envolvieron mis piernas a la altura de las rodillas. En un instante, me
levantó en peso sin problema y me alzó por encima de la rama que quería
alcanzar. Me agarré con rapidez del tronco. Observé la rama a la que tenía
que subirme.
Mientras hacía todo eso, una parte de mi cerebro no dejaba de pensar en
los músculos del alemán que rodeaban mis piernas, lo que me hacía sentir
más incómoda de lo que había estado en toda mi vida. Mi cara debía de
haberse puesto absolutamente roja.
Alcancé la rama, me agarré con las manos para tener el impulso
suficiente para subirme con las escasas fuerzas que me quedaban. Pude
sentir cómo el diablo me liberaba un poco las piernas y bajaba los brazos
hacia mis pies para alzarme más. Terminé con los brazos raspados por la
dureza de la rama, pero conseguí, después de varios minutos, subir y me
senté sobre ella, exhausta.
Me puse de pie, me sujeté y empecé a subir hasta estar lo más alto que
podía –o me atreví, más bien–, porque las siguientes ramas no inspiraban
confianza ni para mi peso.
Estaba oscuro y llovía mucho. La luz de la luna me resultaba
insuficiente; solo distinguía formas negras que debían de ser los arbustos
que había en torno al árbol.
—Busca el fusil. —Le escuché decir—. O las cerillas, también servirían
las cerillas. O los cigarros.
Estaba bastante claro que de nada le servirían los cigarros sin las cerillas,
por lo que supuse que solo quería recordarme que los había perdido por mi
culpa. Me sequé con la mano las gotas de lluvia que me corrían por la
frente. Giré la cabeza para buscar alguna señal de las cosas que había dicho,
a excepción de los cigarros. Aunque, después de unos minutos sin éxito, no
me habría importado ubicarlos. La oscuridad nos rodeaba. El lugar por el
que habíamos rodado tenía que estar a apenas unos metros, pero solo
podíamos recordarlo, ya que no lo veíamos. Las cosas podían estar a los
pies del árbol, aunque no habría sido capaz de verlas.
Por mucho que traté de forzar la vista, media hora después de haberme
subido a la rama, estaba sentada con la cabeza entre las rodillas. Nada. No
importaba las veces que lo intentara, no podía ver nada.
Tal vez, si todavía sigo viva, cuando amanezca pueda ver algo.
Suspiré. Me envolví con los brazos. A esa altura parecía hacer aún más
frío.
—¿Hay algún otro plan? —susurré mientras apoyaba la barbilla sobre las
rodillas, pensativa.
Me volví con cuidado, de cara hacia el árbol, para agachar la cabeza y
poder verlo, sentado contra el tronco, unos metros más abajo.
—Quizá cuando haya más luz veas algo.
—¿Y si no?
—Pues… —Se quedó unos segundos callado—. ¿Cuánto vive un lobo?
Me llevé las manos a la cabeza. Me dolían las piernas, los brazos, todo el
cuerpo. Una vez me caí en el huerto en plena estampida de gallinas; la
mitad me pasó por encima. Se podría decir que tenía una sensación muy
parecida. Cerré los ojos, escuchaba caer las gotas de lluvia a mi alrededor.
Los dientes me volvieron a castañetear.
—¿Morirse de frío será peor que por un ataque de lobos? —susurré
pensativa. La verdad, aunque lo había dicho en alto, se trataba de una
pregunta retórica.
—No lo sé. Nunca me he muerto de ninguna de las dos cosas.
Abrí los ojos. Cuando dijo eso, me vino a la cabeza un recuerdo.
—Yo me morí una vez —dije pensativa. Me parecía curioso: nunca lo
había visto de ese modo—. Cuando era niña me caí al lago y no sé nadar así
que… Bueno, la verdad es que no sé nadar precisamente porque al haberme
caído de pequeña le tengo miedo al agua. Pero el caso es que, cuando me
sacaron, no respiraba. Mi corazón dejó de latir casi un minuto. Estuve un
minuto muerta. —Eso era todo lo que quería decir en voz alta. Quizá más
de lo que quería decir. Pero mi boca siguió hablando—. Siempre quise
saber nadar y andar en bici. La primera vez que me subí a una, Julie Ceeps
metió un palo en la rueda delantera y me fui de cabeza contra el suelo —
susurré. Me detuve un momento para contener la sensación de amargura en
la garganta—. Nunca lo volví a intentar.
Nunca. ¿Cuántas cosas no había hecho nunca? Me había pasado la vida
con miedo de hacer cosas. Tenía miedo de exponerme demasiado a que algo
pudiese pasarme. Nunca había cerrado los ojos y me había arriesgado a
nada. Seguramente porque pensaba que aún me quedaba mucho tiempo por
delante. Todo un futuro por vivir.
—Yo sé hacer esas cosas y no te has perdido nada. ¿Te callas ya?
Solté un bufido de indignación. Nunca había conocido a nadie más
insensible. Puede que aquel demonio fuese el peor de los seres humanos,
pero era el único que estaba conmigo. Por eso había hablado, no porque
quisiese decírselo a él.
—Ya sé que ni siquiera le importa —dije tras una pausa—. Pero tengo
miedo.
—No deberías tenerlo.
—¿Qué?
—¿A qué le tienes miedo? ¿A morirte? ¿Tienes miedo a morir? —dijo
con frialdad—. Con la vida de mierda que te espera deberías tenerle miedo
a vivir.
Me di vuelta en el acto.
—¿Qué ha dicho?
No podía ser un ser humano de verdad. Bergen no era humano.
—¿Acaso es mentira?
Tragué saliva. Era cierto que si sobrevivía a aquello, no sería para volver
a la granja. Ni siquiera “vivir para volver a la granja” significaría tener una
vida pacífica en ella. Pero aún así…
—¿Cómo es que no está aterrado si su vida es tan maravillosa? —dije
molesta.
Sonrió con ironía; me miró con esos extraños ojos verdes, pero no dijo
nada. Se volvió para mirar el horizonte.
—Tal vez, mi vida no sea la mejor, pero al menos podré mantener la
cabeza alta y la conciencia limpia cuando me muera —dije con orgullo.
Se rio. ¡Se rio! Soltó una carcajada horrible.
—¿Qué es tan gracioso?
—¿Decir eso de verdad hace que te sientas mejor?
—¡No lo digo para sentirme mejor!
—¿Y, entonces, por qué lo dices?
—Lo digo porque es así.
—Sí, seguro. ¿Así que te portas bien para no ir al infierno cuando
mueras? —Rio con incredulidad. Parecía estar seguro de que mentía—.
¿Hay infierno para los judíos?
Creíamos en el infierno, pero no como él lo conocería. La señorita Orli
me había contado que la mayoría de los alemanes eran cristianos y, por lo
tanto, debían de tener una idea del castigo infernal.
Entonces ¿de qué se reía?
—Los alemanes son cristianos, ¿no?
—Yo no creo en Dios —dijo sin siquiera vacilar.
No pude contener mi expresión de sorpresa. Nunca había conocido a
alguien que no creyese en Dios.
—Pero muchos alemanes sí creen, ¿no? Aún así, matan a los judíos y
hieren a gente inocente —susurré—. Deberían ser los que más miedo al
infierno tengan. ¿Cómo pueden no temerle a eso?
Arrugué las cejas mientras él continuaba impasible.
—¿Le recriminaría tu Dios a un gato por comerse a una rata?
Le dediqué una mirada de auténtico odio. ¿Ratas? Por supuesto, lo
olvidaba. Eso era lo que ese hombre veía cuando nos miraba. Ratas, nada
más que ratas. Como lo del “experimento estímulo-respuesta” que ya había
dicho antes.
Respiré profundamente, pero no me sirvió para calmarme. Esa vez no
quería callarme y todo me daba igual. No solo estaba segura de que, hiciese
lo que hiciese, iba a morir, sino que, además, sucedería de un modo
horroroso. Supongo que fue suficiente como para que nada me importara
ya. Me incliné hacia adelante. La distancia que había entre los dos gracias a
las ramas me dio más seguridad.
—Es usted la peor persona que he conocido nunca. La peor —dije con
énfasis—. No sabe cómo lo odio, cómo lo aborrezco. Espero de verdad que,
crea o no, se pudra en el infierno.
Pensé que se enfadaría, que se levantaría y me gritaría. Que me
amenazaría con cualquier cosa. Pero me miró con cierta satisfacción en el
rostro.
—Al fin, ya era hora. —Me miró fijamente a los ojos—. Tu primer
pensamiento lógico.
Tuve que apretar las uñas en el tronco mientras aguantaba para no
caerme hasta que ese maldito alemán comerratas dejó de mirarme.
***

Me estaba quedando dormida. No sabía cómo, pero me estaba quedando


dormida. O, al menos, dejé por un momento de tener conciencia de donde
estaba, de la lluvia sobre mí y de la oscuridad que me cernía, hasta que
volví a oír su voz.
—Niña.
Alcé la vista y vi los primeros rayos de luz que se metían en el bosque.
¿Qué hora sería? Había dejado de llover, pero aún podía sentir el frío.
—¡Niña! —gruñó Bergen enfadado. Me incorporé y me volví hacia él,
que estaba sentado contra el tronco mientras miraba pensativo el horizonte
—. A las diez.
—No sé qué hora es —susurré molesta y me eché hacia atrás con clara
intención de volver a recostarme.
—¿Lo haces a propósito o te sale natural? —Lo escuché rugir.
Me incliné de nuevo hacia su lado, confundida.
—¡A las diez! —dijo de pie. Señaló con el brazo en una dirección.
Me levanté de un salto. ¿De qué hablaba?
—La posición de las agujas del reloj. ¿No sabes lo que significa?
Negué con la cabeza.
—Yo no soy un soldado —repliqué—. No sé qué significa eso.
—Ya, ¿y girar la cabeza sabes? —dijo mientras señalaba con la mano
hacia la izquierda—. Hacia allá.
Tomé aire, puse las manos sobre el tronco, y giré para poder mirar hacia
donde señalaba. A ver qué era lo que pasaba “a las diez”.
Pegué un salto cuando lo vi. ¡El fusil! Estaba frente a nosotros sobre
unos pequeños arbustos. Debían de ser seis metros de distancia del árbol.
—¡El fusil está ahí!
Bajé la vista hacia Bergen. Ya se había quitado la chaqueta para envolver
una rama con ella y caminar hacia el otro extremo del árbol.
Me miró durante un segundo en el que me recorrió un escalofrío para
después echar el brazo hacia atrás con la chaqueta, y lanzarla hacia adelante
con fuerza. Cayó a varios metros del árbol con un ruido seco. Enseguida los
lobos se incorporaron y corrieron hacia ella.
Estuve a punto de dejar escapar un chillido al ver al diablo bajar del
árbol de un salto y dirigirse al fusil. Era increíblemente rápido, casi estaba
ya sobre el arma cuando vi que uno de los lobos iba derecho hacia él.
Di un salto en mi sitio, asustada, cuando, de pronto, la rama sobre la que
estaba sentada se resquebrajó, lo que me hizo perder el equilibrio y tener
que sujetarme al tronco con los brazos. Intenté apoyar un pie en la rama en
la que había estado sentada antes con el diablo mientras escuchaba cómo le
disparaba al primer lobo. Supuse que lo había matado, aunque no lo vi, ya
que, al no poder apoyar el pie, solo tuve el tronco delante de mis ojos. Los
otros dos animales, que estaban olisqueando la chaqueta, se volvieron
rápidamente.
Pegué la cara al tronco. Apenas me sentía capaz de sostenerme mientras
escuchaba otro disparo seguido de otro golpe seco como el que había hecho
el primer lobo al desplomarse.
Con mis escasas fuerzas traté de alcanzar la rama con el pie, pero no
sirvió de nada. Los brazos no pudieron sostenerme más, entonces caí hasta
el suelo. El tercer lobo pasó por mi derecha hacia Bergen. Me levanté sin
hacer el más mínimo ruido. Otro disparo. El último animal cayó al suelo.
Alcé la vista hacia el diablo que estaba de pie a un par de metros mientras
sujetaba el fusil con una sola mano. El cañón apuntaba hacia abajo.
Examinó pensativo al lobo que acababa de matar. Alzó la vista hacia mí.
Me toca.
No me dio tiempo a pensar nada más, dado que se escuchó un gruñido y,
antes de que pudiésemos reaccionar, otro lobo apareció por la espalda de
Bergen. Giró y puso el arma por delante justo antes de que se le echase
encima. Cayeron los dos al piso. Solté un grito mientras me tambaleaba y
pegaba la espalda al tronco.
El diablo empujó con el arma al animal que trataba de alcanzarlo con los
colmillos. Consiguió quitárselo de encima, sin embargo el fusil se le escapó
de las manos y lo dejó desarmado.
Apreté la espalda contra el árbol. ¡Estaba desarmado frente a un lobo de
sesenta kilos! Estaba tan asustada que tardé varios segundos en percatarme
de que el fusil había ido a parar a mis pies. Me agaché y lo tomé con las dos
manos para levantarlo. Pesaba muchísimo. Nunca en mi vida había sujetado
un arma. Y, en cuanto la tuve en mi mano, quise soltarla. Sin embargo, alcé
la vista hacia el lobo que, agazapado frente a Bergen, inclinaba las patas
para tomar impulso; entonces, al subir las manos por el fusil, rocé el gatillo
y se disparó casi sin mi permiso.
Ni siquiera sé cómo pasó, porque había apartado la vista. Mi intención
había sido, más que nada, disparar al cielo, pero la bala lo alcanzó, y cayó
muerto. Lo había matado yo. Sentí una punzada en el estómago al ver al
lobo boca abajo en el suelo, sin vida, para después levantarla la vista hacia
él. Hacía el diablo. Alzó la barbilla pensativo, se quedó quieto durante unos
segundos en los que traté de respirar profundamente, cuando lo vi levantar
las manos hasta la cabeza, ponerlas detrás de la nuca mientras me miraba
expectante.

Bajé el arma.
—¿Qué hace?
—¿Yo? ¿Qué haces tú? —Me miraba de arriba abajo—. ¿Por qué bajas
el arma?
—¿Qué? —Mis ojos fueron hacia el arma un momento antes de volver a
mirarlo—. ¿Qué quiere decir?
—¿Cómo que “qué”? —Capté cierta tensión en su voz—. Levanta el
fusil.
—¿Para qué? —susurré sin entender.
Parpadeó un par de veces como si no pudiese creer algo.
—¿Para qué? Tú eres judía, yo soy alemán; estamos en guerra. Un poco
de imaginación. —Señaló al lobo con un movimiento de cabeza.
Miré al lobo sin vida mientras la sangre le brotaba de la herida. Miré el
arma y luego levanté de nuevo la vista hacia el diablo. Mi cerebro hizo la
suma. ¿Para matarlo? ¿Me preguntaba si iba a matarlo como al lobo?
—¿Qué? No, yo… pero yo… Yo no quería matar al lobo —balbuceé con
torpeza—. Solo apuntaba al aire para asustarlo. Lo juro. No quería matarlo.
Solo quería asustarlo y que se fuera.
—¿Y por qué no has esperado que el lobo atacara antes de disparar? —
dijo con las manos aún en la nuca.
¿Se refería a que podía haber dejado que el lobo lo matase?
—Dijimos… —susurré secándome las lágrimas con la otra mano—.
Dijimos “lobos, no”.
Escuché cómo Bergen apretaba los dientes. Parecía realmente enfadado
con mi respuesta.
—Eso lo dije yo, no tú.
—Pero se supone que es por parte de los dos. Si usted no iba a dejarme
morir por los lobos, ¿cómo iba a hacerlo yo? Eso es un trato, ¿no? ¿No es
así?
Él no pensaba cumplirlo. No tenía ninguna intención de cumplir el trato.
Lo pude ver en sus ojos. No pensaba tener en cuenta lo que habíamos dicho
sobre los lobos. El hecho de que yo sí lo cumpliese le hacía chirriar los
dientes de enfado.
—Bueno, ahora no hay lobos. Así que: dispara.
—Pero ¿qué dice? Yo nunca he disparado a nadie en toda mi vida.
Lo único que quería era soltar esa cosa odiosa.
—Sujétala con las dos manos y álzala hasta la altura de tu barbilla —dijo
Bergen, que irónicamente tenía mejor semblante que yo, que me había
quedado pálida—. Como es la primera vez, cierra un ojo al apuntar, pero no
lo hagas más. Mira siempre con los dos.
¿Cuántas veces le había deseado la muerte? ¿Cuántas veces había
querido verlo morir? Se lo merecía sin lugar a dudas. Sin embargo, imaginé
por un segundo lo que me decía y sentí una angustia horrible. No importaba
lo que fuera o cómo fuera. No podía. Yo no podía dispararle a un ser
humano. No podía hacerlo.
—No —susurré suplicante y eché el brazo hacia adelante—. No quiero.
Lo dejo en el suelo. ¿De acuerdo? Lo dejo en el suelo.
—¡Levanta el fusil de una puta vez y dispárame! —gritó tan furioso que
me hizo dar un salto.
—Pero ¿está mal de la cabeza? ¿Por qué me pide que lo mate?
Se había vuelto loco del todo. Parecía que el hecho de que no quisiese
matarlo lo reventaba por dentro o algo parecido. No podía entenderlo.
Se vino derecho hacia mí al ver que no hacía nada, por lo que solté un
grito mientras el fusil caía al suelo. Comencé a retroceder hasta que él
recogió el arma y me sujetó del brazo.
—¿Yo estoy mal de la cabeza? ¿Y tú? —dijo acercándome a él—. ¿No te
gustaría matarme por todo lo que te he hecho, por lo que puedo hacerte?
Me ofreció el fusil por la culata. Me iba a dar un ataque. Quise
retroceder, pero con la otra mano me agarraba y me impedía moverme.
Volvía a tener el rostro inexpresivo como una estatua. Sin embargo, en
sus ojos me pareció ver cierta confusión. Como si no entendiese lo que
pasaba.
—No. —El fusil volvía a estar sobre mis manos—. ¿Qué hace?
—Despertarte el cerebro —gruñó mientras me obligaba a sujetar el fusil
—. Estúpida judía.
—¿Está loco?
—La que está loca eres tú —dijo al tiempo que me cerraba los dedos
alrededor del arma—, que le das un fusil a alguien que te quiere matar.
Vaya instinto de supervivencia.
Las lágrimas me caían por las mejillas mientras me obligaba a sujetar el
arma.
—No quiero hacerlo. No quiero. Por favor —supliqué.
—Sí quieres —dijo absolutamente convencido—. Porque, si no lo haces,
te mataré yo.
Tomé aire. Sabía exactamente lo que significaba no dispararle;
significaba que él me dispararía a mí. No matarlo significaba morir. Morir
de verdad. Me quedé en silencio. Creo que lo interpretó como una
afirmación, porque le cambió la cara. Dejó de lado el rostro de piedra, y
pude ver con claridad en esos ojos lo que pensaba. Y me horrorizó. Me dejó
sin vida ver esa satisfacción. Estaba completamente seguro de que iba a
matarlo. De que deseaba hacerlo. De que yo era como él.
—Si no me matas tú, te mataré yo —repitió.
—Lo sé. —Cerré los ojos—. Pero tarde o temprano moriré; y no puedo,
no quiero.
—¿No quieres qué?
—Ser como usted.
No pasó apenas un segundo, puede que dos, que dejé de sentir su mano
presionando la mía.
—No quiero tener que bajar la cabeza cuando me muera y me pregunten
por qué soy como usted.
Alcé la vista hacia él, hacia ese perfecto rostro ario apenas a un palmo de
distancia del mío. Sentía su respiración en mi mejilla; seguramente él
también sentía la mía. Le rocé la mano, se la giré hacia arriba y le devolví el
fusil. Todo suyo. Sus ojos verdes se posaron en mí con una expresión que
no había visto jamás. No de sorpresa, sino más que eso. Me miró con la
misma cara que si, de pronto, me hubiesen crecido alas. Nunca nadie me
había mirado así.
Sentí un nudo muy raro en el estómago. No me había dado cuenta de que
estábamos tan cerca. Aparté la vista, bajé la cabeza, nerviosa, mientras él
daba un paso atrás al mismo tiempo. Nos apartamos tan rápido que fue
como si nos hubiese dado un estremecimiento a los dos.
El diablo tenía el arma en la mano. Supuse que había llegado el
momento de enfrentar mi decisión. El momento tan temido y esperado, en
el que debía ponerme de frente y cerrar los ojos.
—Volvamos a la granja —dijo de pronto con frialdad.
Me dio la espalda sin que me diese tiempo a verle el rostro. Se dirigió
hacia el último lobo que había matado, se lo echó al hombro y comenzó a
caminar hacia la granja.
C APÍTULO 7

C uando apareció la vieja granja frente a mis ojos, sentí como si fuese
un pez al que devolvían al mar después de haberlo capturado. Algo
realmente tonto, ya que la granja se había vuelto un lugar mucho más
peligroso que el mismo bosque. Escuché a Temel, que estaba sentada en la
entrada principal, lanzar un alarido de alegría cuando me vio. Entró
rápidamente para salir después con la señorita Orli y la señora Rivka desde
la cocina.
Casi al mismo tiempo, un par de soldados, Helmut y Hank, llegaban
desde el huerto mientras caminaban con pasividad hacia nosotros.
Temel no pudo contenerse y corrió hacia mí para abrazarme sin
importarle que los alemanes la miraran molestos. La señorita Orli y la
señora Rivka llegaron por detrás, ambas al borde de las lágrimas.
—Mi niña, mi cielo —me susurró la señorita Orli cuando estuvo a mi
altura y me puso las manos en el rostro.
—¿Dónde mierda estabas, Bergen? —dijo Helmut mientras se llevaba
las manos a la cabeza con una sonrisa.
—Estuve de caza —dijo el diablo al tiempo que soltaba el lobo a los pies
de Hank con cierta brusquedad. Le quitó varios cigarros del bolsillo de la
chaqueta.
Alcé la vista y vi cómo se ponía uno en la boca y se guardaba los demás.
Mentira. Estaba mintiendo.
—¡Un lobo! —dijo Helmut, que reía asombrado en el momento en el
que la señorita Orli me obligaba a mirarla.
—¿Has matado a un lobo? —Escuché decir con sorpresa a Hank.
—Hay tres más en el bosque. —Me pareció que el diablo le hacía un
gesto a Helmut—. Vamos a buscarlos.
Helmut y Bergen se dirigieron hacia el bosque, pero no pude mirarlos
porque la señorita Orli no me dejó moverme. Aunque sí pude ver cómo
Hank arrugaba la frente y me observaba de arriba abajo.
—Lleven esto adentro —dijo. Pateó el cuerpo del lobo y se volvió hacia
la granja.
En cuanto estuvo lo suficientemente lejos, la señorita Orli apretó las
manos en mi rostro.
—Que alegría tan grande verte, Eva. Temíamos lo peor —dijo la señora
Rivka mientras se secaba las lágrimas—. Pero ¿cómo es eso de que fueron a
cazar?
—¿Lo has acompañado a cazar?
No sé por qué, pero asentí.
—Sí, él —suspiré— ayer me ordenó que lo siguiese al bosque y que lo
llevara a las zonas de más adentro. —Tengo que admitir que la mentira me
salió bastante bien.
—¿Cómo te adentraste en el bosque? Pero si no lo conoces bien, apenas
los caminos principales —replicó la señorita Orli.
—¿Cómo crees que iba a negarse? —intervino la señora Rivka
asustadísima, lo que hizo que la señorita Orli volviese a mirarme.
—¿Eso es todo? ¿No te lastimó? —La voz de la señorita Orli se quebró
—. ¿No te hizo nada?
Negué con la cabeza y puse la mano sobre los incipientes rizos negros de
Temel, que aún estaba abrazada a mi cintura.
***

Me sentí muy querida cuando vi las caras sonrientes de los demás al


verme. También fue un auténtico alivio descubrir que no faltaba nadie. El
pobre señor Rivka me besó la frente con dulzura y me dijo lo feliz que
estaba de que no me hubiese pasado nada. También la señora Becker me
besó, claro que ella me dio, de todos modos, su trapo de limpieza mientras
me decía lo mal que estaba con la espalda y que le era imposible limpiar ese
día.
Agarré el trapo con resignación, sin embargo, mi objetivo durante la
mayor parte del día fue la cocina. Comí como si no fuese a hacerlo nunca
más. Fui muy consciente de que la señorita Orli me había dado buena parte
de su ración, pero no me quejé. No pude, tenía demasiada hambre. Me reí
con ganas cuando Temel se acercó y echó una cucharada de su sopa en mi
cuenco mientras me advertía que sería: “Solo por hoy”.
—¿Qué vas a hacer ahora? —dijo la señorita Orli apoyada en la mesa de
la cocina—. Me temo que la misma pila de ropa que había antes de que te
fueras sigue ahí, porque Milat y Ami no son muy eficaces que digamos.
—Ahora mismo me pondré a lavar. —Me levanté de la silla con el
cuenco vacío en la mano.
Tuve la intención de lavarlo, pero la señorita Orli negó con la cabeza,
mientras me tomaba de la mano.
—No sabes lo preocupada que estaba por ti. Pensé que después de lo que
le dijiste… —Miró de reojo a Temel, que estaba con nosotras en la cocina.
Bajó la voz—. ¿De verdad no te hizo nada? —volvió a insistir con
vehemencia, como si le costase creer mi respuesta. La señorita Orli parecía
tener su propia idea de por qué el diablo me había llevado hasta el bosque.
De hecho, parecía tenerlo más claro que yo.
Se suponía que me había llevado al bosque para matarme. Entonces ¿por
qué no lo había hecho? Había dicho que, si no disparaba yo, lo haría él.
Estaba segura de que lo había dicho de verdad. Luego, ¿por qué no lo había
hecho? ¿Por qué ese cambio de repente?
—Eva —dijo la señorita Orli con un abrazo—. ¿Estás bien?
—Sí. Le repito que estoy bien.
—Pero pareces cansada. Debes de estar muy cansada.
—No, no. Estoy bien. De verdad —dije mientras me apartaba—. Iré a
limpiar la ropa. Si Milat y Ami no tienen nada que hacer, que vengan a
ayudarme.
La señorita Orli esbozó una sonrisa irónica.
—Lo intentaré, pero esas dos y su madre son unas vagas hasta decir
basta. La señora Holz me lo advirtió. Nunca debí permitirles poner un pie
en esta casa. Querría ver cómo se las hubiesen arreglado entonces.
—No diga eso.
—¿Por qué no? No. Debería decir más. Ahora es peor todavía. Desde
aquello es aún peor. —Apretó los labios como si prefiriese guardar silencio.
Estaba realmente frustrada con la situación.
—¿Desde qué?
—Desde que llegaron los alemanes, por supuesto. ¿Desde qué va a ser?
—Me pareció que carraspeaba—. Ve a lavar la ropa antes de que sea más
tarde.
Asentí mientras la miraba de reojo y salía de la cocina. Por un momento,
me había parecido que quería decirme más de lo que me había dicho.
Había exactamente la misma ropa para lavar que cuando me fui. Las
sábanas llenas de sangre, las ropas nuevas traídas de la granja de los Holz
que habían considerado que les servían, los pantalones sucios de quienes
vigilaban el huerto. Creo que, si las hubiese contado antes de irme y las
hubiese contado en ese momento, no habría encontrado más diferencia que
una prenda o dos.
Estuve la mayor parte del tiempo lavando la ropa. Luego la dejé sobre un
recipiente seco y salí hacia el tendedero, no muy lejos del huerto. Observé
trabajar a los hombres.
No se apreciaba muy bien, pero el huerto estaba hecho un desastre. La
tierra parecía totalmente destrozada. Puede que esos hombres fuesen
soldados del ejército alemán, pero no tenían ni idea de cómo trabajar la
tierra. El trabajo del hortelano llevaba tiempo. No podían meter a los
hombres en él todos los días y exigirles que extrajeran comida de donde no
la había.
Había observado que sacaban a los varones de la buhardilla temprano y
los dividían en grupos. A algunos los mandaban al cuidado de los animales.
Otros, al huerto o a la pequeña parcela de campo que la granja tenía a unos
cuatrocientos metros de la casa. No sabía cómo estaría, pero la imaginaba
igual de destrozada.
Como suponía, Milat y Ami no se acercaron a ayudarme hasta que
terminé.
—Llegan justo a tiempo para ayudarme a ordenar —dije sin entusiasmo
al verlas entrar en el cuarto de lavado—. Hay que tirar el agua sucia y
limpiar los barreños.
—Deja que lo hago yo —dijo Milat mientras daba un paso al frente. Era
la primera vez que se ofrecía para hacer algo—. Tú debes de estar muy
cansada después del paseo por el bosque.
—La señora Rivka nos ha contado que el soldado te pidió que lo guiaras
—añadió Ami que me rozó el brazo cariñosamente—. Debiste de pasar
mucho miedo.
Asentí y me esforcé por sonreír con gratitud por su preocupación.
Ayudasen a limpiar o no, se trataba de personas con las que había convivido
mucho tiempo, por lo que, seguramente, se debían de haber preocupado por
mí como yo me habría preocupado por ellas.
—Sí. Debiste de pasar mucho miedo —insistió Milat con cierto énfasis
antes de salir fuera del cuarto con un barreño entre las manos. Parecía
enfadada.
Miedo, supongo que había pasado mucho miedo. Más del que había
tenido en toda mi vida.
—Milat estuvo muy preocupada por ti, ¿sabes? —susurró Ami mientras
tiraba de mi brazo hacia ella para que me agachara un poco—. No le digas
que te lo he dicho, pero no pudo dormir en toda la noche. Bueno, yo
tampoco.
Me sorprendió mucho lo que me dijo. No porque pensara que Milat fuera
a desearme algo malo ni mucho menos, pero nunca creí que le importara
tanto como para no poder pegar ojo en toda la noche. Nunca habíamos sido
las mejores amigas. Nuestra relación siempre había sido bastante tensa.
Desde un comienzo, había sentido cierta antipatía hacia ella, ya que
continuamente debía recordarle sus tareas o hacerlas en su lugar. Habría
jurado que el sentimiento era mutuo.
Cumplir con mis quehaceres durante todo el día fue extraño, retomarlos
como si no hubiese pasado nada, como si no hubiese estado a punto de
morir el día anterior, subida a un árbol rodeada de lobos. Algo que, de
seguro, en otra circunstancia, me habría tenido un par de días en cama con
un paño frío en la cabeza por un ataque de nervios.
Aquella noche, cuando me eché en mi lado del comedor, con Temel
sobre mi estómago y el brazo de la señorita Orli que rodeaba el mío, me
sentí muy rara. Como si, en vez de haber pasado una noche fuera, hubiese
sido un mes. Seguía en el mismo lugar de siempre, mi granja. En mi casa,
aunque fuera en el frío suelo del comedor. Sin embargo, aquella noche la
sentí tan extraña como la rama del árbol.
Me sorprendí a mí misma queriendo saber si el diablo tendría la misma
sensación que yo. Me saqué esa idea de la cabeza. No quería pensar ni
volver a preguntarme por qué no me había matado. ¿Por qué? ¿Por qué ese
cambio de opinión? ¿A qué se debía aquella mirada? ¿Por qué me había
mirado de aquella forma?
Me revolví en mi sitio. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, demasiadas
preguntas y ninguna respuesta. No quería pensar en nada más. Estaba
completamente agotada, solo quería cerrar los ojos y dormir. Lo importante
era estar otra vez en casa.
***

Fui una de las primeras en estar sentada en la cocina mientras la señorita


Orli y la señora Rivka preparaban el desayuno de los alemanes, ponían las
tazas sobre varias bandejas y cortaban varios trozos de pan.
—Se acaba la leche —anunció la señora Rivka.
—Y la mermelada de arándanos —añadió la señorita Orli al tiempo que
dejaba el recipiente sobre la bandeja—. No creo que les haga gracia beber
el café solo y volver a comer la mermelada de manzana. Dijeron que
estaban hartos de ella.
¿Ya se estaban acabando las cosas? Pero si teníamos unas reservas
enormes. Se suponía que debían durarnos meses. Nuestras raciones estaban
muy bien antes de que llegaran ellos.
Yo misma había cargado los recipientes de mermelada que habíamos
intercambiado con la señora Holz. ¿Ya se habían acabado? Pero ¿qué
habían hecho? ¿Comían a cucharadas?
—Para peor, todavía no sabemos qué haremos hoy de comer —continuó
—. El señor Becker me ha dicho que algunos alemanes están despellejando
a los lobos en el granero.
—¿Despellejándolos? —susurré horrorizada.
—Sí. Me imagino que aprovecharán la piel y nos darán el resto.
Sentí náuseas de solo pensarlo. Además, me sentía muy mal por haber
matado a uno de ellos. Después de todo, los pobres animales solo habían
defendido su hogar de los extraños. Como intentábamos hacer nosotros.
—Pero ¿la carne de lobo se come?
Quizá fuera una pregunta un poco tonta después de que nosotros nos
comiésemos la sopa con caldo de conejo sin rechistar.
—Cuando no hay otra cosa mejor, sí —replicó la señorita Orli—. Solo
queda una cabra y tres o cuatro gallinas. Han matado al resto de los
animales.
—Esos malditos nazis comen como si no tuviesen fondo —dijo la señora
Rivka, enfadada—. Como ese herido suyo no se muera pronto, nos
terminarán comiendo a nosotros.
Si se muriese ya, no habría razón para esperar, y nos llevarían al campo
de trabajo.
—Al menos hoy, hay dos alemanes menos en esta casa.
—¿Qué quiere decir?
—¿No te has enterado? Esta mañana, al alba, se han ido dos soldados de
la granja —dijo la señorita Orli—. Dos bocas menos que alimentar.
—¿Se han ido dos soldados? ¿Adónde?
—No lo sé. Les he oído decir algo de Tarnów. Quizá se hayan ido para
allá. Supongo que se han cansado de no encontrar un teléfono cerca y han
decidido alejarse más. —Se encogió de hombros y dio por finalizada la
conversación.
No sabía qué sería mejor, que encontraran un teléfono, viniesen más
soldados nazis y después nos sacaran de la granja; o que el soldado herido
se muriese y nos sacaran de la granja ellos directamente.
¿Qué soldados se habían marchado al alba?
La señora Rivka y la señorita Orli salieron de la cocina cada una con una
bandeja en la mano mientras el resto de las mujeres comenzaba a llegar a la
cocina.
—Buenos días —dije extendiendo los brazos hacia Temel, que se
sumergió entre ellos para abrazarme—. ¿Cómo has dormido?
—Mucho mejor que ayer —me dijo con una significativa sonrisa.
Le besé la frente mientras la mantenía entre mis brazos.
—¿Dónde está tu madre? —Le pasé la mano por los rizos, pensativa.
—No lo sé. Anoche no durmió con nosotras.
No detuve la mano entre los rizos para que no se diese cuenta del
desasosiego que me producía esa respuesta. La noche anterior había caído
tan rendida sobre el suelo que no me había dado cuenta.
—No puedo más —dijo la señora Becker al tiempo que se sentaba en
una de las sillas—. Tengo la espalda destrozada. Ahora me tengo que
agachar delante de los baños para limpiarlos.
—¿Qué harás hoy? —me dijo Temel mientras me apretaba la mano para
que la mirase.
Vacilé. Probablemente la ropa que había tendido el día anterior aún no
estaría seca.
—Me quedaré en la cocina para ayudar.
Seguramente si les daban los lobos, en el estado que fuera, necesitarían
ayuda.
—Además, quiero bajar al sótano a ver qué queda de comida —dije
pensativa en el momento en el que Milat y Ami entraban en la cocina en
pleno cuchicheo.
El recipiente de mermelada de arándanos estaba casi vacío. Era más que
probable que hubiese que bajar a tomar uno de manzana para el siguiente
desayuno. Bajaría con esa excusa y comprobaría por mí misma cuánto
quedaba de cada cosa.
—¿Tú qué tal has dormido, Eva? —dijo la señora Becker; continuó sin
dejarme responder—. Seguro que mejor que yo porque, siendo tan joven, tu
espalda debe de soportar mejor ese duro suelo. Yo ya con los años sufro
mucho más.
Suspiró con énfasis mientras negaba con la cabeza y me miraba
fijamente.
—También hay que ir a buscar agua al pozo —dijo Milat apoyada sobre
la mesa—. Hay que traer todos los recipientes que podamos porque ya no
quedan.
—Eva, yo tengo más experiencia en la cocina que tú —dijo la señora
Becker—. ¿Por qué no vas tu a limpiar los baños, y yo me quedo a ver en
que puedo ayudar aquí?
—Sí, pero después ven con nosotras al pozo —suplicó Ami—. La cuerda
para subir el recipiente está demasiado dura para nosotras. Siempre se nos
raspan las manos.
—Es una buena idea. Así harás tiempo hasta que se seque la ropa y
puedas recogerla —agregó Milat con conformidad.
Las miré a las tres completamente fascinada. Empezaba a no extrañarme
nada que las Becker se hubiesen preocupado tanto por mí hasta el punto de
no poder ni dormir.
***

Después de que me quedaran adoloridas las rodillas y parte de la espalda


con la limpieza de la bañera, del particular “inodoro” que teníamos, de
barrer y fregar los suelos de los tres baños, salí con varios recipientes vacíos
en dirección al pozo con Ami y Milat pegadas a mi espalda.
Era cierto que la polea por la que pasaba la cuerda estaba demasiado
dura y que había que hacer fuerza para poder moverla. Se atascaba
constantemente y, si no se tenía cuidado, se acababa con las manos en carne
viva por el roce. Así que me las vendé con dos trapos que había agarrado de
la cocina y comencé a subir el primer recipiente de agua con toda la fuerza
que tenía mientras Milat y Ami cuchicheaban de nuevo.
Llevábamos dos recipientes cada una e hicimos tres rondas. Para cuando
terminamos, yo no tenía ni fuerza ni manos. Uno de los trapos se había
movido en una de las subidas de agua y me había dejado la piel expuesta.
De un extremo a otro de la mano, para ser exactos. Aunque no fue un corte
profundo, me salió un poco de sangre.
Una vez que dejé a Milat y a Ami con la organización de los recipientes,
me escabullí en dirección al sótano con la excusa de buscar el bote de
mermelada. Procuré que nadie me viese y le di un repaso a toda la comida
que había.
No sabría decir la última vez que había bajado para comprobar el estado
de las reservas, pero no quedaba ni la décima parte de lo que recordaba.
Después de hacer cálculos, me di cuenta de que, si seguíamos a ese ritmo,
en menos de un mes quedaría vacía.
¡Un mes! ¿Y luego qué? ¿Qué se supone que va pasar después?
—Te llamas Eva, ¿verdad?
Alcé la vista y subí el último escalón de la escalera del sótano de un salto
en el momento en que escuché aquella voz de hombre.
Hank, uno de los soldados más musculosos y grandes, estaba apoyado en
el marco de la puerta del salón con los brazos cruzados sobre el pecho. Me
miraba. Dudé si responder. ¿Por qué me estaba hablando? Los soldados
nunca nos hablaban. Al menos no con normalidad, mucho menos ese en
particular. Lo único que hacían era insultarnos o gritarnos para que los
dejásemos pasar, como si ocupásemos todo el pasillo o algo parecido.
Parecía esperar mi respuesta, así que con esfuerzo asentí con la cabeza
mientras subía el bote de mermelada hasta la altura de mi pecho para que lo
viese bien. Tal vez quería una explicación de por qué estaba en el sótano.
—Eva. —Sonrió y mostró una larga hilera de dientes amarillentos—. Es
un nombre muy bonito. Me gusta tu nombre.
¿Por qué me hablaba? ¿Por qué decía eso? No me parecía normal que me
dirigiese la palabra, mucho menos en esos términos.
—No te importa que te pregunte algo, ¿verdad, Eva?
—No —susurré.
No había nadie. Estábamos en mitad del recibidor, junto a los pies de la
escalera principal. El sitio más transitado de toda la granja, y, en ese
momento, no pasaba nadie.
—Bergen —continuó él—. Supongo que sabes quién es. El soldado que
te llevó al bosque el otro día.
Bergen. El diablo de ojos verdes.
—Me gustaría saber qué fue lo que te dijo. ¿Qué quería?
¿Me preguntaba por el diablo? ¿Por qué? ¿Para qué?
—¿Se acercó a ti o qué? ¿Qué te dijo?
Pestañeé un segundo, perpleja, sin entender muy bien por qué me
preguntaba eso cuando algo se me vino a la cabeza. No tenía ni idea de qué
esperaba que dijera, pero ese soldado no se llevaba bien con Bergen. Los
había visto discutir en más de una ocasión e incluso estuvieron a punto de
irse a las manos una vez con todos sentados en el comedor. De hecho,
cuando volvimos del bosque el diablo le mintió.
—Que lo acompañara a cazar —dije mientras intentaba que no se notara
mi duda.
Se le dibujo una extraña sonrisa cargada de sarcasmo en la cara.
—Eso ya se lo he oído decir a él, ¿sabes? Pero me resulta muy curioso.
—Soltó una risita que me incomodó—. Bergen no habla con judíos. No los
soporta. —Dio un paso hacia mí que hizo que retrocediese—. Así que me
cuesta mucho creer que pasara dos segundos en el mismo sitio que tú, que
pidiese que tú lo guiaras.
Hice un gran esfuerzo para no echarme a llorar. Por supuesto que no
había querido estar en el mismo sitio que yo. Había querido matarme.
—Necesitaba alguien que le mostrara el bosque. —Lo dije con la mayor
humildad posible.
—¿Solo eso? ¿No te preguntó nada? ¿No vieron a nadie ni te preguntó
de algún sitio que hubiese por aquí?
Me parecía muy curioso que le mintiese a ese soldado cuando el que
había querido matarme había sido el otro. Pero ¿qué iba a decirle? ¿Qué
cara pondría Hank si supiese que, a pesar de que Bergen me había llevado
al bosque para matarme, yo seguía con vida? No iba a decírselo a nadie;
mucho menos a ese soldado asqueroso que atacaba cada noche a la madre
de Temel.
Negué con la cabeza. ¿A quién íbamos a ver? ¿De qué íbamos a hablar?
Lo que decía no tenía ningún sentido.
Dio otro paso más hacia mí. Quise apartarme, pero temí que eso
provocase que me agarrase. Ese soldado era de los más violentos.
Respondía de forma desmedida ante cualquier cosa sin ninguna lógica.
Permanecí quieta sin levantar la vista del suelo. Había algo en su forma de
hablar que no me gustaba aunque intentara ser “amable”.
—Está bien. —Su aliento me dio de lleno—. Quizá yo también te pida
alguna vez que me lleves al bosque de paseo.
Me quedé petrificada mientras alzaba la mano y me rozaba el hombro
con la yema de los dedos. Una oleada de náuseas me recorrió el cuerpo
cuando me acarició el brazo de arriba abajo, pero no fui capaz de mover ni
un músculo. ¿Qué se suponía que hacía al rozarme así?
—Sigue con tu tarea, Eva.
Recalcó mi nombre mientras se apartaba. Me apuré por regresar a la
cocina.
En cuanto estuve fuera de su vista, me limpié el hombro con la mano,
donde me había tocado por encima del vestido. No tenía la menor idea de
por qué lo había hecho, pero me había dado auténtico asco sentir esas
manos en mí.
***

Faltaba media hora para la cena cuando me senté en la cocina a observar


cómo la señorita Orli y la señora Rivka habían sacado toda la sangre de los
trozos de lobo para prepararlo como si fuese carne de vaca mientras en otra
olla cocinaban una especie de sopa para nosotros, los judíos, a los que no
nos iban a dar un trozo de carne de verdad.
Durante todo ese proceso, la señora Becker y sus conocimientos
culinarios dormían plácidamente en un rincón con la cabeza apoyada en la
mesa. Miré al cielo al tiempo que pedía paciencia. Tenía que ser más
tolerante con ella. Se trataba de una persona mayor para la que dormir en el
suelo tenía peores resultados que para mí.
—¿Dónde están Milat y Ami? —preguntó la señorita Orli—. ¿Fueron al
pozo contigo?
—Sí. Están en el comedor.
Luego de los recipientes se habían ido sin dejar de cuchichear. No habían
despegado los labios una del oído de la otra.
—¿Qué pasa con la ropa?
—Aún esta mojada —dije con cierto alivio. No tenía fuerza para
recogerla.
Milat, Ami y Temel llegaron en el momento en que la comida estaba casi
preparada, cuando la señorita Orli se disponía a servir la mesa.
—Me duele todo —susurró la señora Rivka mientras se llevaba una
mano al pecho y preparaba una de las bandejas.
Estaba más pálida que lo normal. Siempre que la miraba me preguntaba
de dónde sacaba fuerzas para seguir viviendo después de lo sucedido con
sus hijos. Me asombraba que fuera capaz de tenerse en pie. Hice un ademán
para adelantarme a ella y tomar los cubiertos en su lugar. Sin embargo, al
escuchar las voces de los soldados alemanes que bajaban por la escalera, me
arrepentí y me volví a sentar. La sola idea de que él estuviese ahí me
produjo una sensación extraña en el estómago.
Él. El diablo de ojos verdes. No lo había visto desde que habíamos
vuelto del bosque. No me lo había cruzado por la entrada. No tenía idea de
cómo reaccionar cuando lo tuviese delante. Peor: no tenía ni idea de lo que
él tenía pensado hacer la siguiente vez que me viese. ¿Realmente no me iba
a volver a prestar atención e iba a hacer como si no hubiese pasado nada?
¿Y si lo había pensado mejor y quería desquitarse por todo lo que le había
dicho? Por otro lado, esa mirada. Esa mirada tan extraña que de solo
recordarla me ponía la piel de gallina. Por no hablar de Hank. ¿Por qué me
había preguntado eso? ¿Qué quería saber?
Decidí que lo mejor era no moverme de la cocina y me senté en mi sitio,
aunque me sintiese mal al ver cómo la pobre señora Rivka tiraba de su
cuerpo para ir con la señorita Orli a poner la mesa.
***

Aquella noche, cuando la mayoría de los soldados se marcharon


escaleras arriba, y los que quedaban nos ordenaron acostarnos en el suelo
del comedor, se me hizo imposible dormir a pesar del cansancio. No pude
mantener los ojos cerrados más de dos minutos seguidos. Por eso estaba
despierta cuando pasó.
En mitad de la noche, la señora Becker se apartó de las demás con
cuidado de no hacer ruido. Se incorporó. Giré rápidamente la cabeza hacia
el soldado que nos vigilaba.
No importaba la razón, no teníamos que levantarnos en toda la noche. Ni
siquiera para ir al baño. Sin embargo, la señora Becker se escabulló del
comedor sin que el soldado, que evidentemente la había visto, dijese nada.
C APÍTULO 8

N o podía dejar de mirarla. Durante el transcurso del desayuno de los


soldados, en el que todas estábamos en la cocina, no le quité los ojos de
encima a la señora Becker. Si alguna más la había visto, debía de estar tan
sorprendida como yo. No podía ser normal la manera en que se había
levantado y había pasado frente a los ojos del soldado sin que le dijese
nada.
Al principio, pensé que tal vez había ido al baño y que el soldado, después
de todo un ser humano, se lo había permitido, ya que se trataba de una
señora mayor. Sin embargo, había tardado demasiado en volver como para
tratarse de eso. La otra posibilidad que se me ocurrió fue que, tal vez, había
ido a la cocina a robar comida. Idea no tan descabellada, porque la señora
Becker tenía verdadera obsesión por asegurarse de que nadie comiese más
que ella. Claro que, si lo que hizo fue robar comida, ¿por qué el soldado se
lo había permitido?
No me había atrevido a decirle nada a nadie, aunque estaba muy intrigada.
No podía apartar la vista de la cara de la señora, que tenía la misma
expresión que cualquier otro día.
—Eva. —Giré la cabeza ante el llamado para mirar a la señorita Orli, que se
acercaba hacia mí con un montón de sábanas en la mano—. Hoy toca
limpiar las habitaciones. Cambia las sábanas de las camas y friega bien el
suelo de la escalera. Ayer se debió de haber caído algo y está pringoso.
Tomé las sábanas mientras la veía ir hacia Milat y darle instrucciones a ella
también. Entonces me di cuenta de que sería imposible no cruzarme con el
diablo. No podía pretender no ver a una persona con la que compartía techo,
para la que, además, yo era una especie de esclava. Hiciese lo que hiciese,
lo vería. Y habría sido mil veces mejor verlo durante la cena, rodeada de
gente, que a solas en su habitación.
—Realmente no tengo instinto de supervivencia ninguno —me susurré
mientras subía la escalera hasta el piso superior con Milat a mis espaldas.
—No tardes mucho que hay que recoger la ropa —me dijo Milat con una
mirada de desaprobación antes de ir hacia su lado del pasillo.
Qué más hubiese querido que ir a recoger la ropa. Me habría encantado
pasarme todo el día en el cuarto de lavado, trabajando aislada de todo y de
todos.
Di un par de pasos hasta situarme frente a la puerta de la habitación del
diablo. Respiré profundamente varias veces antes de reunir el valor
suficiente para llamar. Esperé casi un minuto, pero nadie contestó. Así que
abrí la puerta lo más despacio que pude y entré en la habitación. Comprobé
que estaba vacía.
Desde ese instante, sentí que debía apurarme. Tenía que limpiar y salir de
allí antes de que él regresase. Fui hacia la ventana porque la habitación
apestaba a humo como si la hubiesen prendido fuego. Me tropecé con varias
botellas de alcohol vacías que había en el suelo. Tomé un par de bolsas para
poder recogerlas todas. Además, el suelo estaba lleno de colillas de
cigarrillos. En un momento dado, tuve más colillas en la mano que las que
había visto a lo largo de mis dieciocho años de vida. Al menos sabía que el
diablo no era uno de los dos soldados que se habían marchado de la granja.
La habitación no podía presentar más signos de su presencia.
Recogí todo en varias bolsas que puse junto a la puerta y me dispuse a
cambiar las sábanas, cuando me di cuenta de que las que estaban puestas
estaban sin usar, como si no se hubiese sentado allí. Incluso conservaban las
puntas superiores dobladas hacia arriba como la señorita Orli me había
mostrado. ¿No había deshecho la cama en dos días? Cambié las sábanas de
todos modos, era mi obligación hacerlo. Tomé las sábanas “sucias” y la
ropa que había tirada en un rincón. Puse todo para lavar.
En total, tardaría unos diez o quince minutos en asear la habitación. Los
demás cuartos estaban menos desordenados, de modo que no fui tan
deprisa, aunque tampoco tardé demasiado. En menos de media hora, salí al
pasillo para poner el resto de la ropa sucia en el montón.
Me llevé una mano a la rodilla derecha al hacer el movimiento de soltar la
ropa. Aún me dolía bastante haber estado agachada cuando limpié los
baños. También me dolían las manos por la cuerda del pozo. Sentía que
tenía más de cien años.
Iba a levantar con una mano las bolsas y con la otra los productos de
limpieza, cuando se abrió la puerta de la habitación del herido y el diablo de
ojos verdes salió de ella. Palidecí.
Bergen cerró la puerta y se quedó en el pasillo igual que yo, con la mirada
distraída, hasta que alzó la vista. Dejé de respirar.
Ahí estaba el momento tan temido desde que volvimos del bosque. Estar
frente a él. Tener los mismos ojos fríos e impasibles de siempre sobre mí.
No supe qué hacer. Me quedé quieta como una estatua con la ropa y la
basura a medio recoger mientras la luz le iluminaba el rostro y le resaltaba
aún más el verde de los ojos.
Él me miró también, pero de forma mucho menos interesada, casi de
pasada. Creí que me miraría con odio, con rabia. Que me miraría de tal
forma que me dolería. Pero apenas pareció importarle mi presencia. Siguió
su camino por el pasillo hacia mí. Entonces solté todo lo que tenía en las
manos y retrocedí. Pegué la espalda a la pared mientras bajaba la cabeza,
asustada. Ahora sí. Esperaba que él reaccionase.
Apreté los labios cuando vi sus botas pasar a mi lado, me preparé para lo
peor. Pero no se detuvo, siguió camino hasta su habitación. Cerró la puerta
sin dirigirme la más mínima atención.
Casi sonreí. ¡Me había ignorado! Había hecho como si no me hubiese visto.
Apenas podía creerlo. ¿Realmente iba a ser como si no hubiese pasado
nada? Después de la preocupación por saber cómo reaccionaría, él me había
ignorado.
Su mirada. Esa mirada tan rara que me había dedicado en el bosque y que
me tensaba la piel. Por un segundo, un segundo entero, no me había
parecido una mirada de odio. Sin embargo, debía de serlo, porque ¿de qué
otra forma podía mirarme ese soldado alemán?
Escuché la respiración de alguien a mis espaldas, a mitad del pasillo. Me
volví en el acto. Milat me observaba con una expresión extraña. Miró hacia
la habitación de Bergen y luego volvió a clavar los ojos en mí. ¿Lo habría
visto pasar? ¿Por qué me miraba así?
—¿Qué se supone que haces? —dijo Milat. Parecía enfadada otra vez.
—¿Yo? —Me costó reaccionar y levantar todo lo que había dejado caer al
suelo—. Recogía las cosas.
—Aún me queda otra habitación por limpiar. Si ya has terminado, ve a lavar
la ropa.
Ni siquiera me dejó responder. Se fue hacia la siguiente habitación y cerró
la puerta dando tal golpe que me sorprendió que ningún soldado saliese a
ver qué había pasado.
***

Después de recoger toda la ropa que estaba tendida, Temel entró al cuarto
de lavado para avisarme que nos habían ordenado reunirnos en el comedor.
Cuando llegamos, ya estaban todas alrededor del soldado Alger, que había
bajado una bolsa de ropa para que nos cambiásemos.
Estaba segura de que no lo hacían por nosotras, sino porque teníamos que
convivir en un sitio muy pequeño y los asustaba contagiarse alguna
enfermedad, pero me sentí agradecida. El viejo vestido verde que llevaba
olía a agua sucia, a barro y hasta a lobos.
Tomé dos vestidos. Uno rojo oscuro para Temel y uno gris para mí. Los dos
con manga larga, cuello alto y falda hasta la rodilla. Ambos de la señorita
Orli.
No sé a las demás, pero a mí me resultó tan difícil desnudarme delante del
soldado como la primera vez. Me dio mucha vergüenza, sobre todo porque
se apoyó en la pared a mirarnos. Tardé unos segundos en vestirme de nuevo
y ayudé a Temel a colocarse el cuello, le abroché los botones y le estiré el
vestido. Le quedaba muy grande.
No habría sido extraño que un vestido de la señorita Orli me quedase
grande a mí, que siempre había sido piel y huesos, pero Temel era una niña
redondita y sana, mucho más ancha de caderas que la señorita Orli. Ahora
parecía estar dentro de una carpa de circo como yo. En un solo vestido
entrábamos las dos.
Miré al resto de mujeres. Mis ojos se detuvieron en la señora Becker, que
parecía mantenerse más o menos en peso, pero las demás adelgazábamos a
un ritmo desmesurado. Temel, por ejemplo, estaba en pleno crecimiento y,
aunque alta, no había dado el estirón definitivo. ¿De verdad sería bueno
para su salud que comiese tan poco? ¿Qué iba a quedar de ella si perdía
cuando tenía que crecer?
Temel era de las que más estaba obsesionada con la comida. Incluso me
había confesado que había tenido un sueño en el que los soldados alemanes
nos habían obligado a comernos a uno de los nuestros. La regañé por eso,
pero tuve que contener una sonrisa involuntaria cuando me dijo que las dos
habíamos elegido comernos a la señora Becker.
***

Si la primera vez que la señora Becker se levantó en mitad de la noche me


resultó extraña, la segunda vez me resultó simplemente increíble. No podía
entender cómo pasaba frente a los ojos del soldado de guardia sin que él
dijese nada. ¿Adónde demonios iba?
Estaba perpleja. Tanto que, aunque me avergüence reconocerlo, durante
toda la mañana, traté de enterarme qué cuchicheaban Ami y Milat, por si
ellas lo sabían. Pero no tuve suerte.
Aquel día, cuando terminé de lavar la ropa, tenía tanta hambre que casi no
podía caminar. Estaba tan absorta pensando con cuánto gusto me comería el
cuenco que me diesen, que no me di cuenta de que había voces masculinas
en la cocina hasta que no estuve dentro, y vi a Alger y a Hank.
Estaban de pie frente a la señorita Orli, que trataba de mantenerse serena –
con un cucharón de madera entre las manos– ante aquellos dos monstruos
vestidos de uniforme.
Vi a Temel, en un rincón, que recogía algo del suelo. Me quise acercar, pero
la señora Rivka, que estaba a mi lado, me lo impidió.
¿Qué es lo que pasa?
Temel se acercó a Alger, que acababa de sentarse en una silla, y le dio algo
que había levantado del piso. ¡Un palo de madera!
—Buena chica —dijo Alger, que se reía mientras le daba una palmada en la
cabeza a Temel, que se mostraba inexpresiva. Luego, volvió a lanzar el palo
al otro extremo de la sala para que fuera a buscarlo, como si fuese un perro.
Apreté las uñas en mis manos.
—Esta mierda está asquerosa —gruñó Hank, que aún seguía frente a la
señorita Orli, en referencia a la comida que había en la olla—. Son todas
unas inútiles. ¿No saben hacer nada bien?
—Lo lamento —dijo ella mientras Alger volvía a tirar el palo a Temel. Al
parecer, le resultaba divertido tratar a una niña como si fuese un animal.
—Llevo dos putos días comiendo esa carne asquerosa; estoy más que harto.
Alcé la cabeza. Supuse que la carne de lobo no era lo que esperaban. ¿A eso
habían venido? ¿A quejarse de la comida?
—Hoy he preparado un estofado —dijo la señorita Orli. Por el tono de voz
parecía tranquila, pero apretaba la cuchara entre las manos—. Con carne de
conejo.
—¿Un estofado? —Al decir eso, Hank le dio un empujón y la apartó. Se
puso frente a la olla y echó un vistazo a la comida. La estudió y se volvió de
nuevo hacia la señorita Orli—. Huele igual que tú —dijo con desprecio.
Alger se echó a reír a carcajadas—. ¿Y qué más?
Pude ver desde mi sitio el gesto de confusión de la señorita Orli.
—Haz un pastel, un bizcocho o cualquier cosa que sepas de postre —dijo
Hank—. Algo con azúcar.
¿Un postre? Casi se me escapó un resoplido. Era un capricho totalmente
innecesario en una casa donde muchos pasábamos hambre. Ya tenían todo
tipo de panes y bizcochos en el desayuno. Si comenzaban a exigir esas
cosas no tendríamos comida ni para una semana.
—¿Un postre?
—Hay harina, huevos y azúcar, ¿verdad?
—Sí, pero... —La señorita Orli no sabía cómo decirlo—. Los huevos. Casi
no quedan gallinas.
Hank dio un paso hacia la señorita Orli para intimidarla. Le encantaba
recordarnos su superioridad física.
—¿Queda poca comida? —gruñó. Mi pobre tutora bajó la cabeza—. Si
queda tan poca, no deberíamos darte tanto de comer, ¿no crees? Ni a ti ni a
los demás.
¿No deberían darnos tanto de comer? Nos daban a diario una ración por
persona de caldo aguado con mendrugos de pan. Una ración que entraba en
la palma de la mano.
—Podría… —La señorita Orli trató de intervenir antes de que el alemán
dijese algo más. Quería borrar esa idea de su mente—. Podría hacer
rugelach.
—¿Rugelach?
Rugelach eran unas galletitas hechas a base de crema de queso que
normalmente rellenábamos de fruta. ¿Quedaba crema de queso?
—Sí. Son como pasteles rellenos.
—¿Rellenos de qué? —exigió Alger mientras tomaba el palo de las manos
de Temel y escupía al hablar un polaco más que forzado. De todos, era el
que peor lo hablaba.
—De fruta —dijo la señorita Orli pensativa—. De la fruta que quieran.
Alger gruñó por lo bajo algo en alemán, a lo que Hank le respondió con una
frase de la que no distinguí casi nada. Algo de las manzanas... ¿la
mermelada?
—Hemos visto manzanos en la parte de atrás de la granja —dijo Hank
situándose junto a la ventana—. ¿Se pueden comer esas manzanas?
—Sí, señor.
—¿Y porque nadie las ha recogido? ¡Qué tontas! —continuó enfadado—.
Ahora tendríamos manzanas para comer. ¿No se te había ocurrido, tonta?
Di un brinco al ver cómo le daba tal golpe a la señorita Orli a un lado de la
cabeza que estuvo a punto de hacerla perder el equilibrio.
—A lo mejor debería dejarlas un día sin comer para que te des cuenta de lo
estúpida que eres —gritó enfadado—. ¿Me tengo que quedar sin comer
manzanas porque tú eres idiota?
Alzó la mano otra vez hacia la señorita Orli mientras Alger se reía.
—Yo las cosecharé.
No tengo ni idea de cómo pasó, pero, cuando me di cuenta, mi voz había
salido sola, mi cuerpo había dado un paso adelante y el soldado Hank me
miraba.
—¿Qué?
En cuanto comenzó a mirarme, tuve la sensación de que mi cuerpo se
encogía. Vi cómo Temel se llevaba las manos a la boca, asustada, y sentí la
respiración de la señora Rivka tras de mí.
—¿Qué has dicho?
—Que… —Apenas me salía la voz—. Que yo traeré las manzanas que
usted quiera.
—No me digas —dijo Hank pensativo—. Pero resulta que yo quiero las
manzanas para comer y la comida tiene que estar en la mesa en tres
minutos. ¿Puedes traer las manzanas en tres minutos?
—Sí —respondí por pura inercia sin darme cuenta de que, por el tono de
voz, la única respuesta que esperaba a su pregunta era un “no”. Le cambió
en un segundo la expresión.
Alger abrió más los ojos y escupió lo que seguramente era un insulto en
alemán mientras se ponía de pie. Creo que pensó que me burlaba de él.
—¿Te estás haciendo la lista con nosotros?
Iba dar un paso atrás al ver que Alger se me acercaba, pero Hank lo agarró
del hombro y lo paró en seco. Al mismo tiempo, las manos de la señorita
Orli me tomaron de los hombros para protegerme.
—Espera, Alger. Espera un momento, que esto puede ser divertido —dijo
Hank con una extraña sonrisa—. Creo que lo ha dicho en serio. —Se
relamió—. Esos manzanos son silvestres. Crecen demasiado altos. ¿Me
estás diciendo que puedes recoger, digamos, quince manzanas en menos de
tres minutos? —Parecía emocionado con la pregunta.
Arrugué la frente. No entendía bien lo que me decía.
—¿Qué haces? —dijo Alger, que parecía tan perdido como yo, a lo que
Hank le contestó en el oído algo que lo hizo reír.
—Hagámoslo interesante. —Hank se dirigió a mí—. Si puedes traer más de
quince manzanas en menos de tres minutos, las demás son tuyas.
—¿Qué? —susurré con sorpresa. Prácticamente se me escapó.
¿Me ofrecía comida?
—Por ejemplo, si traes veinte manzanas, cinco serán para ti, para repartirlas
con quien quieras. —Hank sonrió. Se había dado cuenta de mi reacción.
Desde niña me había pasado la vida trepada a los árboles para recoger las
frutas. Era algo que hacía antes de que muriese mi madre. Estaba
acostumbrada, y solía ser bastante rápida.
La señorita Orli siempre me encargaba esa tarea, y yo siempre la dejaba
para última hora, así que tenía que hacerlo rápido para que no se hiciese
tarde y me regañase.
—Imagínate que consigues veinticinco manzanas. Eso serían diez manzanas
para ti.
¿Hablaba en serio? ¿De verdad me daría la diferencia? ¿Sin importar la
cantidad? Desvié la vista hacia Temel, que se mordía la boca, pensativa.
Días antes ella había suspirado al preguntar si nos dejarían comer alguna
manzana.
Me comenzaron a sudar las manos. No sabía cuántas manzanas habría
recogido las otras veces, pero estaba segura de poder traer más de quince.
—Eva —susurró la señorita Orli en mi oreja y me apretó contra ella.
Le dediqué una mirada. Ella también sabía que podía hacerlo.
—¿Y qué pasará si no trae quince? —preguntó la señorita Orli con
desconfianza.
—Me las quedaré todas —dijo Hank mientras se encogía de hombros—. No
tendrán manzanas y no comerán nada durante el resto del día. No comerán
hoy.
Soltó una risa. Para él era un juego. Un entretenimiento para matar el
aburrimiento. Pero sentí cómo nosotras nos tensábamos ante la amenaza de
no comer nada en un día entero.
—¿De verdad podremos quedarnos las manzanas de más? —susurré casi
con un gemido de dolor.
—Tienes mi palabra de alemán.
Debí de darme cuenta de que no era una buena idea, pero tenía tanta
hambre, que el hecho de conseguir, aunque solo fuese una manzana más
para todas, fue irresistible. Hank sonreía. Supongo que, al llamarme Eva,
ante la tentación de la manzana, tendría que haber sabido que ese soldado
era un serpiente malvada.
***

Observaba los manzanos con atención. Cuáles tenían más manzanas, cuáles
serían más fáciles de trepar. Ordené en mi cabeza de cuál a cuál debía de ir
para conseguir el mayor número de frutas posible.
—¿Estás segura? —me susurró la señorita Orli, que me volvió hacia ella
para que la mirara—. ¿Puedes hacerlo?
Alcé las cejas mientras apretaba los labios con una expresión que decía que
eso sería lo de menos. Ni Hank ni Alger dejarían que me echase atrás. No
sin un castigo. Además, aunque sabía que no estaba bien jugarme la comida
de todas, estaba segura de poder hacerlo. Podía conseguir más comida,
podía conseguirle manzanas a Temel.
Me volví hacia Hank y Alger, que cuchicheaban apoyados en la cerca que
bordeaba el camino de los manzanos. Esperé hasta que Hank me sonrió y
me mostró el reloj que tenía en la mano. Carsten y Egbert, que estaban
junto a la entrada, se acercaron con curiosidad para ver qué sucedía. Miré
de reojo a la señora Rivka y a Temel, abrazadas la una a la otra en un rincón
de la cerca, angustiadas. En especial Temel, a la que se veía completamente
blanca.
—Tienes tres minutos —me dijo Hank mientras los soldados recién
llegados se reían al escuchar lo que Alger les decía. Supuse que les
explicaba la situación—. ¡Tiempo!
Apenas lo escuché gritar, me agarré la falda del vestido y fui hacia el lado
de la cerca más próximo a los manzanos para subirme a ella con facilidad
ante la sorpresa de los presentes. Fue tal la agilidad que hasta a mí me
sorprendió. Estoy segura de que los soldados pensaban que ni siquiera sería
capaz de subirme primer al árbol, porque, en cuanto lo hice, dejaron de
reírse.
Me agarré a la rama y tiré de las manzanas más bajas, que eran las únicas
que alcanzaba. Tiré seis mientras contaba el tiempo en voz alta. Cuarenta
segundos. Tardé veinte en bajar del árbol y otros veinte en caminar por la
cerca hasta el siguiente árbol y subir a él. Un minuto y veinte y otro tirón a
las ramas. Esta vez tiré cinco. Llevaba once manzanas. Estaba a tan solo
cuatro de conseguirlo.
Me distraje un momento para mirar las ramas del otro lado del árbol.
Estaban repletas de manzanas. Podía tomar nueve o diez, pero dar el salto
hacia aquella parte del árbol sería muy complicado.
Sacudí la cabeza y me bajé; también de la cerca, pues ya no había más
árboles junto a ella. Corrí a toda prisa atravesando los manzanos en
dirección al árbol más bajo, al que estaba segura de poder subirme con
facilidad.
Casi pude escuchar cómo les chirriaban los dientes a los soldados alemanes
al verme subir de dos saltos al manzano. Si no hubiese estado tan nerviosa,
me habría reído. La mayor cantidad de manzanas estaba donde me había
subido. Tenía delante unas nueve frutas que podía tirar perfectamente.
Agarré la primera. La segunda. Doce. Trece manzanas. Dos minutos y diez
segundos.
Estiré la mano hacia la manzana número catorce, apoyé los dos pies en el
tronco, pero, antes de alcanzarla, sentí un golpe en el cuerpo. Fue como un
aguijón, fuerte y doloroso. De pronto otro, en el costado, que me atravesó
como si hubiese sido un puñal. No recuerdo bien qué pasó después, pero
perdí el equilibrio. Mis manos no fueron capaces de sostenerme y caí al
suelo. A partir de ese momento, todo se volvió borroso.
***

Antes de abrir los ojos, las lágrimas recorrían mi cara. Me dolía todo, como
si un carro me hubiese aplastado los huesos contra el suelo. Además, estaba
algo mareada. No tenía noción de dónde estaba o de qué hora era. Pasaron
varios segundos hasta que fui capaz de enfocar la vista. Estaba en la cocina,
sentada en un rincón en el suelo, y tenía a la señorita Orli frente a mí.
—¿Qué ha pasado? —susurré sin fuerza. Solté un quejido al notar cómo la
señorita Orli presionaba sobre mi brazo con una gasa.
Vi horrorizada el moratón que me llegaba desde el codo hasta el hombro.
Me dolía mucho el brazo, la cadera y las piernas. Todo el cuerpo en general.
Me llevé las manos a la cara, y noté que debajo de la nariz tenía sangre
reseca. Tal vez por eso me costaba respirar. Quise tocarme la mejilla, junto
al ojo derecho, pero la señorita Orli me lo impidió.
—¿Qué ha pasado? —dijo mientras me bajaba la mano, molesta—. Yo lo
sabía. Sabía lo que iba a pasar. En cuanto vieron que ibas a conseguirlo,
decidieron tirarte piedras para que te cayeras del árbol.
¿Piedras? ¿Eso habían sido los aguijonazos que había sentido?
—Y hay que dar gracias que te tiraron, porque, si hubieses ganado, ahora
estarías muerta. Menos mal que, en cuanto caíste, se rieron y se quedaron
tranquilos.
En el fondo, yo también sabía que no iban a dejarme ganar, que no
permitirían que lo consiguiese. Analizándolo bien, que me tirasen del árbol
a pedradas era lo mejor que me había podido pasar.
—¿Qué hora es?
—Ya es de noche. Has estado inconsciente un buen rato. Juro que creí que
te habías matado.
Resoplé. Y hasta eso me dolió.
—¿Qué ha pasado con la comida? ¿No les dieron de comer en todo el día?
“Por mi culpa”, quise añadir, pero no me atreví.
—No. No nos han dado ni una sola migaja de pan.
Aspiré con fuerza, pero ni aún así conseguí que las lágrimas no saliesen. No
podía parar ni un segundo de llorar. Me sentía una auténtica idiota. Jamás
debí meterme en semejante lío, ni aceptar esa estúpida apuesta. Lo único
que había conseguido era que ninguna comiese nada en todo el día. Debían
de odiarme.
—Lo siento mucho —susurré deshaciéndome en llanto.
—Más vale que lo sientas —replicó la señorita Orli, enfadada—. Porque no
haces más que una tontería tras otra. Es un auténtico milagro que sigas viva.
—Lo siento.
No pude decir otra cosa. “Lo siento.” Yo solo quería ayudar. Conseguir algo
más de comer. Y había conseguido lo contrario, como siempre. Con todo lo
que la señorita Orli había hecho y hacía por mí, yo no paraba de
equivocarme. De exponernos a las dos.
Solté un chillido sordo, involuntario, cuando me tocó el estómago. Puse mis
manos sobre sus hombros instintivamente para alejarla.
—Espero que solo sea el dolor del porrazo y que no tengas ninguna costilla
rota porque, si no, no sé qué vamos a hacer —dijo preocupada mientras se
ponía de pie—. Habría sido mejor que no te despertaras hasta mañana. Ya
es hora de acostarnos en el comedor. Hasta mañana no podré seguir con la
curación. Con la luz del día te examinaré mejor.
La idea de pasar una noche tirada en el suelo con ese dolor horrible en el
cuerpo me produjo un desasosiego en la garganta aún más espantoso que el
propio dolor.
—Quédate aquí sentada un momento. Tengo que recoger las bandejas de los
hombres de la buhardilla. Enseguida vuelvo y te llevo hasta el comedor.
—¿Dónde está Temel? —pregunté—. ¿Está enfadada conmigo por no haber
podido comer en todo el día?
—¿Enfadada? —dijo la señorita Orli con un suspiro—. Sí, está muy
enfadada.
Al decirlo, miró hacia las sillas donde estaba Temel con la cabeza apoyada
sobre la mesa, dormida. La zarandeó con suavidad para despertarla.
Temel me buscó con la mirada nada más abrir los ojos, y se echó a mis
brazos mientras lloraba. Me apretó tan fuerte que me hizo daño, pero fue un
abrazo tan cálido que no quise quejarme por miedo a que me soltase.
—Ya déjala, ve al comedor con tu madre —dijo la señorita Orli—. Ahora,
cuando baje las bandejas, iremos las dos.
Temel asintió y me rozó la mano al tiempo que me dedicaba una dulce
sonrisa entre las lágrimas.
—Enseguida vuelvo —me dijo la señorita Orli, y se llevó a Temel.
Me quedé sola. Aparté un pequeño mechón de pelo que se me había venido
a la frente, un trasquilón dentro de mi corte, por lo que tuve que cerrar el
ojo derecho al hacerlo. Sentí la herida bajo la yema de mis dedos. Me
lloraba solo, como si se rindiese a mi tristeza.
Desvié la vista hacia la fila de cajones donde sabía que debía haber un
pequeño espejo de mano. Negué con la cabeza: no quería mirarme.
Hinchada y por completo amoratada debía de parecer un monstruo.
—Agua.
Alcé la cabeza del susto mientras abría con dificultad el ojo para ver al
diablo de pie junto a la mesa. Ni siquiera había oído cuando entró. Llevaba
un pantalón oscuro y una camisa blanca de mangas largas que le marcaba
hasta el último de los músculos que tenía. ¿Qué hacía allí? Él nunca entraba
en la cocina.
—Quiero agua —dijo con las manos cruzadas sobre el pecho mientras me
miraba fijamente.
¿Me pedía agua? Traté de imaginarme por un segundo cómo se me vería
allí, tirada en el suelo, con el pelo enredado, la cara amoratada, el vestido
desgarrado y sucio, y las piernas completamente raspadas y llenas de barro.
Planté las manos en el suelo para así inclinar la cabeza un poco hacia
adelante y ver que, a unos centímetros de él, había tres vasos y dos botellas
de agua. El diablo no tenía más que estirar el brazo para alcanzarlo.
—¿La caída te ha dejado sorda? —Se metió las manos en los bolsillos.
Espació letra por letra—: “A-g-u-a”.
Suspiré con resignación ante el hecho de que moverme me iba a doler. Hice
presión con las palmas de las manos y me incliné hacia adelante mientras se
me abría la boca de par en par en un grito mudo. Me apoyé en una de las
sillas que había a mi izquierda para levantarme; los pies apenas me
sostenían. Especialmente el derecho, que se sentía como si estuviese
apedreado.
¿Por qué demonios, de entre todas las noches que había pasado en la granja
y de las que probablemente aún le quedaban, Bergen tenía que elegir esa
para venir a pedir algo? Avancé por la cocina en dirección a las botellas.
Renqueaba sobre la pierna izquierda cuando me di cuenta de que el diablo
tenía la cabeza baja. Me detuve en seco para mirar al suelo para saber qué
era lo que estaba mirando. Entonces, al no notar nada, lo miré de reojo. No
miraba el suelo. Me estaba mirando a mí. Me estaba observando renquear.
Tan pronto como se dio cuenta de que lo había visto, me miró de nuevo a
los ojos, por lo que continué mi camino hasta la mesa entre muecas de
dolor. Sentía como si me ardiese toda la pierna, como si un clavo me
atravesara el pie de un extremo a otro.
¿De verdad le habría costado tanto estirar el brazo y agarrar un vaso de
agua él solito? Ya sabía que estábamos en guerra y que éramos enemigos,
pero yo estaba herida de la cabeza a los pies y tirada en el maldito piso. ¿Es
que no podía tener ni un mínimo de humanidad ese demonio?
El diablo dio un paso hacia la mesa y se ubicó a mi lado. Casi había
olvidado lo alto que era.
Me sorprendió que no estuviese fumando, como de costumbre, pero sentí
cierto aroma a alcohol al tenerlo tan cerca. Aunque nunca me había
parecido que estuviese borracho. Ni lo más mínimo. Agarré uno de los
vasos de mala gana, lo puse frente a mí, tomé una de las botellas de agua y
empecé a llenarlo hasta que el diablo me quitó el vaso sin esperar a que
terminase y se lo bebió de un trago.
Puse la manga del vestido sobre la mesa para secar poco del agua que se
había derramado. Procuré mirar hacia abajo en vez de a él; esperaba que
volviese a ponerme el vaso por delante para que se lo llenara otra vez o que
se retirase. Pasaron varios segundos, y no hizo ninguna de las dos cosas.
Seguía de pie mirando el vaso vacío que aún sostenía en la mano.
Qué ganas tenía de que se marchara para poder volver a sentarme. Las
piernas apenas me sostenían. ¿Por qué no se iba? ¿Qué hacía ahí parado?
Sus ojos verdes se detuvieron en algún lugar perdido a través de la ventana.
Estaba tan quieto que parecía una estatua de hielo, sin ningún tipo de
corazón o sentimiento.
No se lo veía tener prisa, pero yo no aguantaba ni un segundo más en pie.
Tenía que hacer algo antes de desplomarme allí mismo.
—¿Quiere más? —susurré con la botella de agua en la mano.
No me contestó. Dejó el vaso y se marchó.
¿Había bajado a la cocina y me había hecho levantar en el estado en el que
me encontraba para beber un sorbo de agua? Pensé que podía estar
tranquila. No era que me ignorara, sino que ese maldito diablo ni siquiera
me veía.
C APÍTULO 9

O tra noche de tortura. No importaba cómo me pusiese, me dolía. Si


respiraba, me dolía. Si trataba de contener la respiración, me dolía aún más.
Si por cualquier cosa se me ocurría hacer el más mínimo movimiento, tenía
que apretar los dientes con fuerza para no soltar un grito en mitad del
comedor mientras las demás mujeres dormían.
A pesar de estar despierta desde muy temprano, no pude moverme hasta
que la señorita Orli y Temel me ayudaron a levantarme y me llevaron hasta
la cocina.
Esperaba no tener ninguna costilla rota, pero lo que estaba claro era que
el pie derecho me lo había torcido, apenas podía apoyarlo.
Tuve que sentarme a esperar que la señorita Orli y la señora Rivka le
sirviesen el desayuno a los alemanes. Eso era lo primero que había que
hacer. Las Becker no se dignaron a ayudar. Ninguna de las tres me hablaba,
parecían muy enfadadas por haberse quedado sin comer el día anterior.
Intenté disculparme varias veces, pero en las dos primeras ocasiones me
dieron la espalda sin mirarme. La tercera vez, Temel me tiró del pelo y me
lo prohibió.
—Si hubieses conseguido manzanas, serían las primeras en poner la
mano.
Después del desayuno de los alemanes y de haber dejado todo limpio, la
señora Rivka y la señorita Orli fueron a buscar un recipiente con agua y lo
calentaron en un cuenco mientras Temel me ayudaba a ir al cuarto de
lavado. No nos pareció seguro curarme en la cocina.
Con las tres a mi alrededor, cada una con una improvisada venda en la
mano, me quitaron el vestido gris, que se había ensuciado y agujereado por
algunos lados, y me dejaron en ropa interior para limpiarme bien. Escuché
lamentos cuando me vieron la piel amoratada. La señora Rivka dijo que
tenía que estar agradecida de no haberme roto los huesos. Fue un alivio
sentir la venda caliente sobre la herida de mi cabeza; también quitarme los
restos de sangre de la nariz que me dificultaban la respiración. Me vendaron
el pie derecho, la mano izquierda y la cintura. Si bien no tenía ninguna
costilla rota, la señorita Orli dijo que me dolería menos. Utilizaron trozos de
tela para poder hacerlo, dado que los soldados no nos iban a permitir
utilizar material médico. Finalmente, me puse el vestido gris de nuevo. La
señora Rivka y la señorita Orli se marcharon a la cocina para preparar la
comida; me dejaron en el cuarto de lavado con Temel.
—Tengo hambre —susurró Temel. Se puso una mano en el estómago—.
Tanto que apenas puedo pensar en otra cosa.
—¿Has vuelto a tener pesadillas con la comida? —Sonreí y le puse una
mano en la cabeza.
—No me hables de pesadillas. Anoche soñé algo horrible —dijo y se
protegió el cuerpo con los brazos—. Estaba sola en un lugar de esos.
—¿En un lugar de esos?
—Esos sitio tan raros de los que habla Milat. Dice que en cuanto vuelvan
los soldados que se fueron traerán a más nazis y nos llevaran a todos. Yo no
quiero ir a uno de esos. —Puso su mano sobre la mía—. No quiero estar un
sitio así. No quiero morir sola en un sitio de esos. Eva, no quiero.
—Temel —susurré mientras trataba de calmar el ataque de pánico que
comenzaba a invadirla—. Temel, no vas a morir. No digas eso nunca más.
¿Me oyes?
—Pero Milat dijo que nos llevarían a todos.
—Me da igual lo que diga Milat —repliqué furiosa—. Tu no morirás así.
Bajó las manos y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Tuve que reprimir
un quejido.
—¿Me lo prometes?
Sabía que no debía hacerlo. Que no debía prometer algo de lo que no
estaba segura, pero ¿qué podía decirle a una niña muerta de miedo? Mi
maravillosa Temel. Puede que no lo pudiese asegurar, pero desde luego
haría todo lo que estuviese a mi alcance para impedirlo.
—Te lo prometo.
***
Aquel día varios soldados llevaron a los hombres a las tierras que había
alejadas de la granja. A nosotras nos obligaron a tomar nuestro cuenco de
comida e ir al comedor, donde ellos comían. Como siempre, nos dieron solo
sopa aguada sin apenas sabor.
Milat me dedicó un gesto de disgusto, miró de reojo mi cuenco de
comida y susurró por lo bajo que no me lo merecía. Procuré no hacerle
caso, no escuchar lo que decía, como me había dicho Temel, pero, en el
fondo, sentía que tenía razón. No debería ni levantar la vista del suelo
después de lo que había hecho.
Entré al comedor cojeando, mirando a los alemanes que ya estaban a la
mesa mientras la señorita Orli terminaba de servir los rugelach en una
bandeja.
Había seis soldados: Hank, Alger, Dominik, Jens, Erich y Golder. Todos
sentados alrededor de la mesa con un buen plato de comida que en nada se
parecía al cuenco que nosotras llevábamos.
Al verme, Alger agarró una manzana de la mesa y me la mostró mientras
decía algo parecido a un chiste en alemán, lo que provocó la risa del resto.
Apreté los dientes y respiré hondo para no llorar.
Temel se levantó para ayudarme. Me acompañó hasta el sitio en el que
ella estaba sentada para que me ubicara al lado y así poder comer juntas.
Casi al instante, la señora Becker se levantó y se cambió de sitio, junto a
Milat, para no estar a mi lado.
Terminé de comer en apenas tres cucharadas eso que, más que sopa,
sabía a agua y me puse de pie para ir hacia la cocina. Había terminado y
debía volver a mis tareas. No la esperé a Temel. No soportaba estar allí, con
la risa de los soldados y los murmullos de las Becker, que no paraban de
insultarme. Así que renqueé hasta la cocina, y me agarré a la mesa para
mantener el equilibrio. Estiré el brazo y dejé mi cuenco sobre la pila de
lavar.
—¿Estás bien? —Sonreí al escuchar la voz de la señorita Orli junto a mí
y al sentir su mano en mi hombro.
—No hagas caso. A ninguno. La propia vida se encargará de poner a
cada uno en su lugar.
Me volví hacia ella y la miré con una sonrisa un tanto irónica. Ojalá
pudiese creerlo porque, honestamente, comenzaba a dudar.
—Varios soldados me preguntaron sobre el terreno esta mañana. Parece
que esperaban tener ya alguna noticia de los soldados que se fueron a
Tarnów y están un poco nerviosos.
—Aún es pronto.
Tarnów no estaba lejos, pero se habían ido a pie y sin conocer la zona.
No me pareció raro que tardasen unos días en ir y volver.
—¿Cuántos cuencos has tomado? —dijo de pronto la señorita Orli con
una voz tan aguda que me sobresalté.
—Solo uno como siempre.
Seguí su mirada, confundida, hasta llegar a lo que ella veía: un cuenco
de sopa vacío sobre la mesa, uno de los que utilizábamos los judíos.
—Pero si yo he sido la primera en venir a la cocina —susurré mientras la
señorita Orli lo agarraba. Estaba completamente limpio.
¿Alguien no había comido? Hicimos un recuento de las mujeres que
había en el salón. Nos dimos cuenta de que faltaba la señora Schreiber.
—¿Cómo es que Temel no lo notó?
Me llevé una mano al estómago. Me dolía todo.
—Porque la señora Schreiber ya nunca come con nosotras —dijo la
señorita Orli—. Ella siempre está aparte.
—Pero los alemanes hoy nos han ordenado comer en el comedor.
—Eso es lo que me preocupa. —Pude ver cómo se le desencajaba la
mandíbula—. ¿Por qué no han preguntado por ella?
***

Me pasé todo el día de un lado al otro de la granja para buscar a la


señora Schreiber. Disimulaba delante de Temel que, como siempre, me
seguía a todas partes. Procuraba que los soldados no se fijasen en mí. Sin
embargo, nada de lo que hice sirvió. Llegó la hora de dormir y la señora
Schreiber no había aparecido por ningún lado.
Pude ver la cara de Temel cuando nos echamos en el suelo del comedor.
Miró un par de veces hacia la puerta a la espera de que su madre apareciese,
pero supuse que ya estaba acostumbrada a que no pasara todas las noches
con nosotras. Después de unos minutos se acostó.
Me recosté a su lado, le pasé la mano por la cabeza, entre el pelo, y le
hice cosquillas para que se quedase dormida mientras yo también miraba la
puerta en silencio, en tanto suplicaba que la señora Schreiber llegase.
¿Dónde estaría? No había aparecido ni para el almuerzo ni para la cena;
algo que nunca había sucedido.
Desde que volví del bosque, no había cruzado ni una sola palabra con
ella. Aunque ella tampoco había hablado mucho desde que su marido había
muerto. Se había convertido en un fantasma. Comía, dormía y cumplía las
necesidades básicas para seguir con vida, pero era un espectro. Nunca se
acercaba a nosotras ni dejaba que nos acercásemos a ella. Solo consentía
estar cerca de Temel y, por lo que ella me decía, casi nunca le hablaba.
Recordaba lo tranquila y amable que siempre había sido la señora
Schreiber cuando otra vez sucedió lo de la señora Becker. Esa vez tardó un
poco más en levantarse, pero lo hizo. Se escabulló entre las mujeres y salió
del comedor de puntillas para no hacer ruido.
Levanté un poco la cabeza porque la puerta estaba abierta. Quería ver si
iba hacia la cocina, pero la señorita Orli me puso la mano en la frente y me
volvió a apoyar la cabeza contra el suelo. Ella también estaba despierta y,
por lo tanto, debía de haberla visto igual que yo. En cuanto moví la cabeza
hacia ella, sus ojos en la oscuridad me dijeron que no solo la había visto,
sino que además sabía adónde iba.
***

Me levanté al alba como hacían la señorita Orli y la señora Rivka para


tener listo el desayuno de los soldados antes de que despertaran. Las seguí
hasta la cocina mientras les decía que ya no tenía sueño y que quería
ayudarlas.
Con solo una mirada a la cara de angustia de la señorita Orli supe que no
quería decir nada delante de la señora Rivka. Así que esperé pacientemente
a que se marchase a preparar la mesa.
—¿Adónde fue? —dije en cuanto la puerta se cerró tras la señora Rivka.
Me crucé de brazos—. ¿Adónde demonios fue anoche la señora Becker?
¿Adónde va todas las noches?
—Eva —susurró al tiempo que colocaba las tazas sobre la bandeja y me
regañaba.
—Tenemos prohibido levantarnos en mitad de la noche, no importa el
motivo. Y el soldado no le dice nunca nada, así que tiene permiso para
moverse. Entonces ¿adónde va?
Me pareció que evitaba mirarme.
—Usted quiso decírmelo. Lo noté cuando hablaba de la señora Becker
cuando volví del bosque. —Me puse delante de ella cuando quiso agarrar
las cucharillas y la obligué a mirarme.
Conocía muy bien los ojos de la señorita Orli. Era muy fácil saber
cuándo estaba feliz, enfadada o cuándo tenía miedo de decir algo.
—¿Adónde va que nadie más lo sabe?
—Yo tampoco lo sé —vaciló.
—Sí que lo sabe —repliqué con rapidez—. Lo veo en su mirada. Lo
sabe.
Giró para ocultarme los ojos llorosos. La rodeé para impedírselo y
presionarla, pero Temel entró en la cocina, lo que permitió que la señorita
Orli me diese otra vez la espalda. También me recordó algo mucho más
importante: la señora Schreiber.
Que la noche anterior no hubiese ido a dormir tampoco parecía algo
alarmante, pero, si no aparecía, Temel comenzaría a preocuparse. Todas se
preocuparían. Tenía que encontrarla como fuese.
Una de las primeras ideas que pensé fue que tal vez estuviese en la parte
de arriba de la casa, escondida en alguna de las habitaciones, pero, como no
tocaba limpieza, no podía registrarlas. Solo estuve atenta cuando fui a
recoger la bandeja de la comida de los hombres. Traté de concentrarme en
cualquier ruido que se escuchara desde afuera de las habitaciones, pero no
me sirvió de nada.
Me angustiaba que no se presentara a la hora de la comida. Si no le había
pasado algo, le pasaría por falta de alimento.
Volví a pasear sin descanso por la granja las primeras horas de la tarde.
Miré en cada rincón sin llamar la atención. Incluso fui hasta el pozo ante la
idea de que pudiese estar allí, ya que solía sentarse sola. Pero no había ni
rastro. Era como si se la hubiese tragado la tierra.
¿Dónde está? Por favor, por favor, que aparezca, por favor, que aparezca
sana y salva.
Me metí por la zona del cuarto de lavado mientras fingía que cumplía
con cualquier tarea, aunque no hubiese alemanes cerca, solo por si acaso,
cuando vi a Milat apoyada en el marco de la puerta de brazos cruzados.
Quise ignorarla y seguir mi camino hacia la cocina, donde seguramente
Temel y la señorita Orli me esperaban, cuando vi que me miraba fijamente.
—¿Qué haces? —me preguntó—. Espero que no sea otra de tus gracias
para dejarnos sin comida.
—Estoy buscando a la señora Schreiber —dije dispuesta a seguir cuando
ella alzó una ceja de un modo significativo—. ¿La has visto? ¡Milat! —
Tuve que llamarla. Su intención era darme la espalda—. Milat, ¿has visto a
la señora Schreiber?
—No tengo porque hablar contigo después de lo que hiciste —dijo
enfadada—. Ni de lo que haces ahora. ¿Crees que soy estúpida y no te veo?
No sé cómo tienes el valor de mirarme.
—Ya sé que lo que hice no estuvo bien —admití con resignación—. No
debí hacerme responsable de la comida de los demás. Lo siento muchísimo.
Ahora, esto es importante. ¿La has visto?
—¿Crees que engañas a alguien con ese papel de buena persona?
—¿Qué? —dije sorprendida. ¿Que había querido decir con eso?—. Mira,
Milat, no tengo tiempo para esto. ¿Has visto a la señora Schreiber, verdad?
¿Cuándo? ¿Dónde?
—No lo sé —dijo y se encogió de hombros.
Iba a marcharse, pero di dos zancadas hacia ella tan rápido como me fue
posible y la agarré del brazo para impedirlo.
—Esto es muy serio.
—¡A mí no me toques! —Se apartó y me dio un manotazo en el costado
—. No tengo porque hablar contigo.
—¿Acaso no escuchas que es importante?
—¿Importante? ¿La señora Schreiber? —dijo enfadada—. ¿Qué me
importa a mi esa vieja loca?
Hice un esfuerzo por contenerme. ¿Cómo podía decir algo así con lo
buena que había sido siempre esa mujer con ella? ¿Con lo que la pobre
estaba pasando?
—Ella no es una vieja loca. No más de lo que lo seríamos tú y yo si nos
pasase lo mismo que a ella —dije molesta—. ¿Tanto te cuesta decirme si
hoy la has visto?
—¿A mí? —dijo con media sonrisa—. A mí no me va a costar nada.
Pero no puedo decir lo mismo de ti.
—¿Qué?
—Si quieres que olvide lo que pasó con las manzanas y te lo diga,
tendrás que darme tu ración de comida de esta noche.
—¿Estás loca? ¿Hablas en serio? No pienso hacer eso.
—Entonces no pienso contestarte.
—Milat, ¿estás bien de la cabeza? Te digo que a la señora Schreiber
puede haberle pasado algo.
—Y, cómo no, Eva “la salvadora” tiene que ayudarla. Ya te he dicho que
a mí no me engañas. Que cada vez disimulas peor eso de ir a “cazar” al
bosque. Te crees que eres más lista que yo, pero solo has sido más rápida.
Ya veremos quién gana cuando yo entre al juego.
¿De qué me hablaba? ¿Qué juego? ¿Qué bosque?
—¿Quieres saber dónde está la señora Schreiber? Bien. Dame tu cuenco
de comida de esta noche y te lo diré.
¿Qué podía decir? ¿Qué podía responder si era para ayudar a una mujer?
A una mujer que, además, había pasado noches en vela para coser unas
cortinas y transformarlas en un vestido de novia para mí.
—Ni se te ocurra —dijo de pronto de la señorita Orli. Milat y yo giramos
hacia ella que entraba al cuarto—. Ni se te ocurra darle a ella ni una sola
migaja de tu comida.
La señorita Orli me agarró del brazo y me llevó con ella mientras miraba
de reojo a Milat, que se iba hacia el otro lado.
***

—¡Estás loca! ¿Qué es lo que te pasa? —gritó la señorita Orli mientras


daba un golpe con el pie en el suelo de la rabia—. ¿Acaso quieres morir?
¿Eso es lo que quieres? ¿Morirte?
Estábamos las dos solas en la cocina, y su tono de voz se había vuelto
demasiado alto.
—Yo solo… —susurré sin apenas fuerza—. Yo solo quería saber dónde
está la señora Schreiber.
—Todos los demás se han dado cuenta de lo que pasa, de que esto es una
lucha por sobrevivir los unos contra los otros. ¡Todos menos tú! Te aseguro
que Milat lo tiene muy claro.
Quise bajar la cabeza y taparme la cara con las manos, pero ella me
agarró con brusquedad y me obligó a mirarla.
—Esto no es nada, Eva. Nada. Todavía no nos ha faltado comida de
verdad. Todavía no hemos tenido que luchar por un trozo de pan, por una
gota de agua, por el vestido que llevas. ¡Por seguir respirando! —Me encogí
—. ¿Qué será de ti en un gueto? ¿Eh? ¿Qué será de ti cuando tengas que
luchar de verdad? Todos luchan menos tú. ¿Crees que no te veo darle tu
comida a Temel?
—Pero la señora Schreiber…
—¡Basta, Eva, basta! ¿No te das cuenta? —Apretó los dientes—. Ni por
ella ni por nadie. Aquí nadie mira por nadie.
—¿Cómo puede decir eso?
—¿Cómo puedo decir eso? Tú misma lo has visto, aunque no lo sepas.
¿La señora Becker? ¿De verdad quieres saber adónde va? —Sonrió con
auténtico sarcasmo—. ¿No la has visto más tranquila últimamente? ¿No has
visto que ya no se desespera con la comida? ¿Qué no pierde peso?
Lo pensé. Me había dado cuenta de que no había experimentado el
cambio físico de las demás.
—¿Sabes por qué es eso? —dijo la señorita Orli—. No es ningún
milagro. Es porque le dan de comer a cambio de una cosa.
Hasta me puse de pie. ¿Le daban de comer?
—¿A cambio de qué?
—A cambio de subir cada noche a la habitación de uno de los soldados.
Tardé un momento en entender, ya que no me pareció lógico que los
alemanes le diesen de comer a la señora Becker solo por subir a una
habitación, pero después de una mueca bastante expresiva de la señorita
Orli entendí.
Sentí náuseas. Vergüenza. Humillación. ¿La señora Becker hacía “cosas”
voluntariamente con uno de esos hombres? ¿Relaciones íntimas? ¿Cómo
alguien era capaz de rebajarse tanto? ¿Cómo alguien era capaz de hacer
algo semejante solo por sobrevivir?
—Parece que tiene una especie de trato con Carsten a cambio de comida.
Solo tú y yo lo sabemos. No se lo ha dicho ni a sus hijas. ¿Sabes por qué?
—dijo con auténtico desprecio—. No es por vergüenza. Es porque, si se lo
cuenta a Milat y a Ami, tendría que darles algo de la comida que recibe. Ni
a sus hijas, a las que tanto dice querer, quiere darle.
Apenas había asimilado la noticia cuando Ami entró tímidamente en la
cocina. Se había enterado de lo ocurrido entre Milat y yo. Se acercó, sin que
su hermana lo supiese, a decirme que Milat había visto el día anterior a la
señora Schreiber marcharse sola hacía el pozo y que nadie la había visto
volver.
Yo tenía razón. Estaba allí, solo que no alrededor, sino adentro. Se había
tirado. Había decidido terminar su paso por este mundo, había preferido no
sobrevivir. “Trabaja duro, ten fe y quiere a tus semejantes, y Dios te
proveerá una buena vida.” Era algo que le había escuchado decir más de
una vez a mi madre antes de morir. Siempre había procurado cumplirlo. Me
preguntaba qué cara tenía al morir y ver que eso era una mentira.
Trabaja duro, y te quitarán la comida que coseches. Ten fe, y te
discriminarán por ello. Quiere a tus semejantes, y ellos te arrebatarán todo
cuanto ames. Todo, hasta que no tengas fuerzas para nada más que para
tirarte a un pozo.
***
Estaba sentada en la cocina y miraba hacia la ventana con las rodillas
contra mi pecho, echa un ovillo. Solo miraba cómo pasaba el tiempo afuera,
cómo el mundo giraba sin nosotros en él.
Temel dormía en el suelo sobre una toalla, descansaba por primera vez
después de lo sucedido con su madre. Pasé todo el tiempo con ella; le
acariciaba el pelo y le susurraba que todo iba a salir bien, que todo se
arreglaría. Como si yo lo supiese, como si yo no estuviese muerta de miedo.
También intenté no mirar a la señora Becker cuando pasaba por mi lado. No
quería verla, ni de día, ni de noche. Se levantaba como si nada, a pesar de la
muerte de la señora Schreiber, para ir a divertir al soldado alemán mientras
sus hijas pasaban hambre, mientras a su marido lo usaban como blanco de
humillaciones. ¿Y todo por qué? ¿A cambio de sobras de comida? ¿A
cambio de sobrevivir? No debería hacerlo ni aunque fuesen dioses y le
prometiesen vivir diez vidas.
—¿Cómo tienes el pie? —La señorita Orli señaló con un gesto de cabeza
mi tobillo.
Correría hasta que me sangrara con tal de alejarme de aquí.
—Mejor —dije sin mostrar emoción alguna.
Todavía me dolían las heridas y cojeaba ligeramente, pero ya podía
apoyar el pie en el suelo y los otros dolores habían desaparecido. Solo
quedaban los moratones que iban a tardar en irse.
—Voy a recoger las bandejas de la cena de la buhardilla. Cuando
regrese, llevaremos a Temel al comedor entre las dos —dijo la señorita Orli
con resignación—. Es mejor no despertarla ahora que por fin se ha
dormido.
Me quedé sola con Temel. Era de noche, bastante tarde, pero no tenía
sueño. Estaba cansada, aunque no se trataba de un agotamiento que se
quitase con una noche de descanso, sino de uno que se pegaba a la piel
hasta formar parte del propio cuerpo.
Alcé la cabeza al escuchar ruido al otro lado de la puerta y me extrañé de
que la señorita Orli estuviese de regreso con las bandejas, pero no fue ella
quien entró a la cocina. Me puse de pie tan deprisa como pude.
—¿Ya recogieron todo? —dijo Alger frente a mí mientras inspeccionaba
la cocina.
Asentí.
—La señorita Orli bajará enseguida y nos iremos a dormir —agregué al
ver que permanecía expectante.
—Bien. —Guardó silencio y miró de nuevo la cocina—. Pero antes
quiero que traigas una de las gallinas que quedan para mañana.
—Se lo diré a la señorita Orli en cuanto baje —susurré sin mucha
ceremonia y bajé la cabeza para no verlo. Recé para que se fuera.
—No. Quiero que vayas tú.
—¿Eh?
Sinceramente, no dije que se lo diría a la señorita Orli por ahorrarme
trabajo, sino porque ella se encargaba de eso.
—Que vayas inmediatamente a hacer lo que te he ordenado —dijo con
firmeza y sin parpadear—. Vamos, hazlo.
Reconozco que me extrañó. No entendí muy bien por qué le importaba
quién realizaba las tareas. Pero también sabía que les encantaba hacer gala
de su poder.
Miré de reojo a Temel dormida en un rincón. El soldado no parecía
haberla visto. O no le había importado. Preferí no darle la oportunidad de
molestarla y me dispuse a hacer lo que decía. Además, ¿qué podía hacer si
no? Me acerqué a los cajones del mueble para agarrar una bolsa y caminé
con resignación hacia el granero, que ahora las gallinas ocupaban a sus
anchas. No tenía ningún cuchillo; no pensaba matar a la gallina. Siempre
había sido incapaz de hacer eso. Lo haría la señorita Orli.
Salí de la granja por la puerta principal mientras escuchaba los pasos del
soldado detrás. Tal vez, quería asegurarse de que cumplía con la orden sin
rechistar. El lugar no era muy grande; jamás había estado muy lleno. Nunca
tuvimos el suficiente dinero para tener muchos animales, pero, desde la
llegada de los alemanes, se había vuelto un lugar deprimente. Estaba
completamente abandonado tanto por los animales como por nosotros.
Quedaban apenas un par de gallinas que deambulaban sin rumbo fijo
buscando entre los restos de paja algo que comer. Me detuve en el medio
del lugar, agarré con las dos manos la bolsa y la sacudí para abrirla bien.
Busqué a alguna de las gallinas y recé para que tuviese menos fuerzas que
yo.
Sentí que la puerta se cerraba a mis espaldas con Alger apoyado sobre
ella. Un extraño escalofrío me recorrió la nuca, pero procuré que no se me
notase.
—Creo que quedaban dos gallinas. ¿Quiere que agarre a las dos?
No me respondió, ni siquiera hizo el amago. Solo me miró fijamente.
—Sí. Debería buscarlas —susurré mientras daba un par de pasos,
nerviosa, cuando me di cuenta de que no estábamos solos.
Hank estaba sentado sobre una tabla de madera, cerca de la otra puerta,
que también estaba cerrada. En cuanto vio que lo había visto se puso de pie
sin dejar de mirarme. Saltó una alarma en mi cabeza.
Sal de aquí ahora mismo.
—Quizá… —Traté de sonar natural, pero no lo conseguí—. Debería
llamar a la señorita Orli y que me ayude porque… porque si son dos
gallinas, yo…
No había terminado de dar un paso hacia la puerta, cuando Alger me
cortó el paso. Volví al centro del lugar. Sentí pánico. ¿Qué querían?
Ninguno de los dos dejaba de mirarme.
—Yo… —¿Qué decía? ¿Qué hacía?—. Por favor.
Entonces fue peor. Los dos se miraron durante un segundo y comenzaron
a avanzar hacia mí.
No recuerdo si solté la bolsa o si se cayó. Di varios pasos atrás mientras
mi respiración se aceleraba al ver que no paraban de acercárseme.
—Por favor, no. Por favor —salió de mis labios.
Por favor, que me dejen en paz. Por favor, que no se me acerquen.
Mi espalda se topó con la pared del fondo, lo que me impidió alejarme.
Lancé un grito cuando Alger me agarró del brazo. Traté de soltarme de un
manotazo, pero me sujetó con tanta fuerza que no pude apartarme cuando
tiró de mí.
—Por favor, no. ¡Por favor! —Sentí que no era yo la que gritaba, que lo
hacía mi corazón que se desgarraba.
Hank se puso por detrás y me agarró del cuello mientras Alger me
enfrentaba cara a cara.
Le supliqué, le rogué que me soltara, pero me apretó con más fuerza
hasta que Alger puso las manos sobre mis piernas y me sujetó la falda.
Experimenté tal pánico que conseguí liberar una de mis manos. Quise
empujar a Alger; arañé a Hank al levantar la mano al aire.
Hank me soltó en el acto, creo que más enfadado porque había querido
hacerle daño, que por el que le había hecho. Giró para golpearme y me dio
un sonoro guantazo en la cara. En ese momento, me di cuenta de que nadie
me había pegado en mi vida. No de verdad, no como aquello. Un golpe
seco, contundente, con el solo objetivo de producir el mayor dolor posible,
de reducirme a la nada. No fui capaz de mantener el equilibrio, de modo
que mi cuerpo se tambaleó sin fuerzas, y caí sobre el suelo embarrado.
Escuchaba las risas de los dos.
¿Cómo podían reírse mientras le destrozaban el alma a otra persona? No
parecían ver mis lágrimas. No escuchaban mis gritos ni mis súplicas. No
sentían mi dolor. No podía hacer nada para apartarlos. No habría podido
apartar de mí a uno solo de ellos ni con todas mis fuerzas intactas. Solo
deseaba que no me tocaran, pero mi cuerpo no podía hacer nada. Habría
muerto mientras me defendía, lo juro, pero no me dieron esa opción.
Hank se echó sobre mí con una gran sonrisa.
—Eres un pedazo de puta judía.
Agradecí que se me nublara la vista, que se volviese oscuro para no verle
cara. O, tal vez, ya veía el fondo del pozo al que me arrastraría una vez que
lo hiciesen.
Quise alzar la mano contra él cuando agarró con fiereza mi vestido por el
cuello y lo desgarró. Apareció mi camiseta blanca interior. No supe si lo
que se había roto de esa manera era la tela o yo. Mi piel se encogía de
miedo, vergüenza e impotencia.
Alger me bajó la mano para frenar mi intento de defensa con un
puñetazo en el hombro que me hizo gritar. Escuché cómo me crujían todos
los huesos.
Me sujetó los brazos con una sola mano a la vez que, con la otra, alzaba
los restos de mi vestido y dejaba al descubierto mi ropa interior mientras
incitaba a su compañero a que me la quitase; le exigía que lo hiciese lo más
rápido posible para que llegara también su turno.
Cerré los ojos con fuerza y chillé con desesperación. Sí que había cosas
peores que la muerte. Me había costado aprender la lección. Lo había hecho
tarde, pero lo había aprendido. Deseaba morir en ese mismo instante, dejar
de existir. Desaparecer.
Las manos de Hank agarraron mis caderas y me clavó las uñas. Cuando
me iba a quitar la ropa interior, la última barrera entre él y yo, Alger soltó
un grito y, de golpe, no sentí más las manos de Hank en mi cuerpo.
Un ruido fuerte resonó.
La respiración de Alger se hizo más fuerte en mi nuca, pero la presión de
las manos se redujo. Abrí mis ojos empapados en llanto. Luego de mirar a
Alger dirigí la vista hacia lo que él miraba.
Hank estaba tirado en el suelo junto a unas viejas cajas de madera.
Sangraba de un lado de la cabeza mientras el diablo de ojos verdes
permanecía de pie a su lado.
Bergen lo había apartado de mí.
C APÍTULO 10

L o veía con mis propios ojos y, aún así, me costaba trabajo creerlo.
Vestido con un pantalón azul oscuro, además de una camisa blanca, Bergen
se había plantado en mitad del lugar. Acababa de quitarme de encima a
Hank de un solo golpe hasta lanzarlo contra las cajas de madera apiladas a
un lado.
Alger tardó unos segundos hasta salir del shock. Me soltó y se puso de
pie mientras gritaba con violencia. Se dirigió hacia el diablo de tal forma
que pensé que se echaría sobre él. Sin embargo, bastó con que Bergen diese
un paso adelante para que Alger diese tres hacia atrás con las manos en alto
en señal de paz. Entonces fue hacia donde estaba su amigo, que aún
sangraba.
El diablo los observó durante un momento, atento, como si quisiese
asegurarse de que no iban a hacer nada más. Entonces me miró.
Me sentí peor que si estuviese desnuda: tirada allí como un animal
herido y humillado, con la ropa completamente destrozada y la cara llena de
moratones. Bajé la cabeza, respiré avergonzada y, cuando volví a alzarla, él
se había situado justo frente a mí.
Bergen no dijo nada. Simplemente se inclinó y me agarró. Con la mano,
envolvió mi muñeca sujetándome con fuerza. Después tiró de mí y me llevó
sin que yo pusiese resistencia.
Eso no puede ser real, no puede estar pasando.
Él sujetaba mi muñeca y tiraba de mí sin ningún esfuerzo mientras yo
miraba esa mano con absoluta incredulidad. Mi mente se quedó en blanco.
No podía pensar en nada que no fuera seguirlo.
Entramos por la puerta principal hacia el pasillo, pasamos por delante de
la señora Becker y de Milat, a quien se le cayeron las toallas que llevaba en
la mano al ver la escena.
Estaba tan confundida que no me di cuenta de que habíamos pasado el
comedor y la cocina, donde, por lógica, se suponía que me dejaría. Solo
comprendí adónde me llevaba cuando subimos la escalera y cruzamos el
pasillo hacia su habitación.
El diablo abrió la puerta, entró y me empujó con cierta brusquedad sobre
la cama. Después siguió hasta el vestidor y salió de mi vista.
Puede parecer absurdo, pero yo seguía en blanco. Ni por un segundo
pensé salir de allí, ni por qué el diablo me había llevado, ni que estaba
sentada sobre su cama con el vestido roto. Nada. Solo podía mirar lo que
sucedía a mí alrededor como si le pasara a otro.
Bergen salió del vestidor con algo en la mano. Algo que reconocí cuando
pasó hacia la puerta. Una pistola. Salió con una pistola en la mano y se la
escondió en la parte de atrás de la cintura del pantalón.
Se escuchó un golpe en el pasillo. Segundos después, Hank abría la
puerta, furioso, acompañado de tres soldados entre los que estaba Alger.
Antes de que pudiese decir nada, Bergen agarró a Hank del cuello y lo
empujó contra la pared. Los otros dieron un salto.
Hank chilló algo mientras intentaba inútilmente soltarse, a pesar de que
sus músculos eran más notables que los de Bergen, que lo apretó contra la
pared con más fuerza y le dijo algo de lo que solo entendí una palabra:
“Nein”.
¿Podían pelearse dos soldados del mismo ejército? ¿Estaba eso
permitido?
El diablo dijo algo más, furioso, y provocó que a Alger se le abriesen los
ojos de manera exorbitada como si estuviese a punto de replicar. Helmut
intervino con rapidez y se puso junto a Bergen para tratar de calmarlos a
todos. Habló durante casi un minuto de una manera tan serena que parecía
fuera de lugar.
Aún así, el diablo tardó en abrir la mano y soltar el cuello de Hank, que
se puso a toser como un loco al verse liberado. Helmut intervino otra vez
con la misma serenidad para apaciguar las cosas. Alzó los brazos y le dio
pequeños golpes a Bergen y a Hank en los hombros para luego esbozar una
sonrisa. Alger también sonrió para aliviar la tensión. Hank y el diablo no
dejaron de mirarse.
—Du kannst mich nicht “nein” sagen —escupió Hank—, Bergen.
Hank me dedicó una mirada de rabia con los ojos entrecerrados mientras
articulaba la palabra “Borghild”. Se marchó de la habitación con un golpe
en el marco de la puerta.
Helmut miró al diablo, dijo algo más en tono amistoso y se marchó con
el resto. Cuando cerró la puerta de la habitación, nos quedamos solos
Bergen y yo. Entonces me di cuenta de dónde estaba sentada. Solo entonces
fui capaz de mirarme.
Las lágrimas corrían por mi cara y se perdían por mi cuello. Mi ser
temblaba como un animal asustado acorralado por un cazador. Estaba llena
de barro. Además, tenía el cuerpo repleto de magulladuras por haberme
defendido. El vestido, reducido a harapos, a duras penas me cubría la ropa
interior blanca, que, por suerte, no llegaron a quitarme. Cuando él se volvió
hacia mí, me cubrí con lo poco de vestido que tenía mientras bajaba la vista
avergonzada. Me dolía mucho la cabeza. El golpe que me había dado Hank
me ardía en la frente y en la mejilla. Mi cuerpo no podía dar más de sí;
sentía como si fuera a desmayarme o a morir. Aún así, una alarma interior
me obligaba a permanecer despierta. Un león me había golpeado la cabeza
y me había dejado con la mínima conciencia para darme cuenta de que
estaba en una cueva. No sabía qué hacer o decir. Solo me quedé quieta
mientras él me examinaba con la mirada. Hasta que los gritos llegaron.
Desde la parte de abajo de la casa, se escuchó gritar a las mujeres,
desesperadas. Alcé la cabeza. ¿Quién gritaba? ¿De quién era esa voz?
¿Ami? ¿La señora Becker? Solo distinguía el ruido. Otro grito, esa vez
acompañado de un golpe. ¿La señorita Orli? No sé de dónde saqué fuerzas,
pero, cuando me di cuenta, mi cuerpo había hecho el amago de incorporarse
sin conseguirlo.
—Hazlo y en menos de un minuto Hank te hará chillar con ellas —dijo
el diablo con indiferencia.
Fue la forma más clara en la que nunca nadie me había hecho ver que no
podía hacer nada. No podía ayudar a ninguna de las mujeres de esa casa. A
ninguna de las personas que tanto quería. Aún así, mi cuerpo dudó.
—Tienes demasiado mal carácter para tener tan poca capacidad física.
A pesar del desprecio con el que lo dijo, noté cierta sorpresa en su voz.
—Lobos, nazis. ¿Estás segura de que tu Dios no quiere que mueras?
Me puse la palma de la mano helada sobre la frente. Cerré los ojos en un
vano intento por mitigar el mareo que sentía. Ignoré el comentario. A pesar
de la seriedad de su semblante, estaba claro que se burlaba de mí.
—¿Cuántos años tienes?
Abrí los ojos de par en par. No esperaba esa pregunta, no esperaba nada
de lo que había pasado hasta ese momento. ¿Para qué quería saber mi edad?
—Dieciocho años.
Tomé aire. La boca me sabía a sangre y me pesaban mucho los párpados.
—Si me mientes, te saco a rastras de la habitación —dijo con total
tranquilidad mientras tomaba un cigarro del paquete y se lo colocaba en la
boca, para después sacar una caja de cerillas sin mirarme.
No mentía nunca, al menos no de verdad. No sin una necesidad real.
Pero si había alguien a quien no me atrevería a mentir ni por necesidad era
al hombre que tenía frente a mí.
—No estoy mintiendo. —Tragué saliva con fuerza—. Cumplí dieciocho
años hace poco.
—¿Y entonces, por qué no estás desarrollada?
—¿Desarrollada? —Fruncí el ceño confundida. Observé cómo aspiraba
el cigarrillo y me miraba y se detenía en mi pecho o, mejor dicho, en la
ausencia de él. ¿Acaso pensaba que la única forma de explicar mi falta de
atributos tenía que ver con que me veía más joven?
—Tengo dieciocho años —repetí con toda la firmeza que pude.
Masculló entre dientes y aspiró el cigarrillo otra vez. Volví a respirar
hondo. Sentía que cada vez lo escuchaba hablar más lejos a pesar de que no
se había movido de su sitio.
—¿Cómo te llamas?
Enmudecí de la sorpresa. ¿No sabía mi nombre? ¿Bergen, el diablo de
ojos verdes, no sabía cómo me llamaba? Me había quitado el vestido de la
señorita Orli de las manos, había matado a mi prometido, había estado un
sinfín de horas subido a un árbol conmigo y había intentado matarme. ¿Pero
no sabía mi nombre?
—Todas las judías me parecen iguales —dijo con superioridad al ver mi
expresión.
—Eva Goldiak —susurré sin más, aunque me habría gustado decirle que
todos los nazis me parecían iguales. Crueles y despiadados. Pero lo
sucedido en el granero había diezmado mi valentía para esta o cualquier
otra vida.
Dio una pitada, tiró la colilla al suelo y la pisó con el zapato sin dejar de
mirarme mientras avanzaba un paso hacia la cama. Frente a mí, me clavó
intensamente esos ojos verdes.
—Hank acaba de elegir y arrastrar escaleras arriba a una de tus amiguitas
para que sea su puta personal. —Cada una de sus palabras sonaba igual de
impasible que la anterior—. Una mujer a la que solo él puede tocar.
Mantuve la cabeza en alto y presté toda la atención de la que fui capaz.
—¿Por qué? —susurré consternada.
—Porque yo acabo de reclamarte como la mía —dijo sin pestañear.
Tardé en reaccionar. Como si cada una de esas palabras se clavara en mi
cuerpo. Sentí como si un nudo se hubiese formado en la boca de mi
estómago y me impidiese respirar.
¿Qué?
Esos ojos verdes seguían fijos en mí con una profundidad que hacía que
el nudo me apretara cada vez más.
—He decidido hacer caso a tu patético intento de llamar mi atención —
irónicamente se le notaba un tono de ofensa en la voz—. Así que, a partir de
mañana, cuando me subas la cena, verás cumplido tu objetivo.
Estaba azorada. Quizás él no tenía expresión en el rostro, pero yo debía
de tener la misma cara que si hubiese visto un pez que entraba volando por
la ventana.
—Ya puedes estar orgullosa —dijo con tal desprecio que dolía—. Nadie
diría que con esa cara fueses la zorra más lista de aquí.
En ese momento, llamaron a la puerta y acabó el intercambio de miradas
fijas que me asfixiaba. Segundos después, Helmut entró a la habitación.
Bajé la cabeza y respiré lo más hondo que pude. El mareo aumentó.
Bergen respondió algo y se marchó detrás de Helmut. Cerró la puerta sin
dedicarme la mínima atención.
No estoy segura de lo que ocurrió después. No sé si me desmayé o si mi
cuerpo se quedó sin fuerza para nada que no fuese estar allí echada,
inmóvil, como un cadáver.
***

Abrí los ojos de golpe; me sobresalté como si hubiese escuchado un


grito, aunque a mi alrededor todo era silencio. Una oleada de dolor me
recorrió el cuerpo. Sentí los brazos y las piernas completamente
agarrotados.
Me costó darme cuenta de que estaba en el mismo lugar en el que había
perdido el conocimiento, en el que me habían dejado caer. La cama del
diablo.
“Porque yo acabo de reclamarte como la mía.” La frase me vino a la
cabeza como un latigazo.
Me incorporé tan rápido que me mareé. Estaba sola en mitad de la
habitación de Bergen con el vestido completamente desgarrado por Hank y
Alger. Habrían seguido con lo que se habían propuesto de no haber sido por
que el diablo apareció.
Sentí un escalofrío. ¿Por qué había aparecido? ¿Por qué me había
salvado? ¿Por qué había dicho eso? ¿Mi patético intento por llamar su
atención? ¿Yo? ¿Cuándo había intentado llamarle la atención? Si solo
intentaba que no me viese. Nada tenía sentido. Para empezar, ese hombre
me odiaba tanto como yo a él. No tenía ninguna lógica que me salvase.
“Porque yo acabo de reclamarte como la mía.” Suya. Como su… Negué
con la cabeza. No, no podía ser.
El ruido de pasos en el piso de abajo me sacó de mis pensamientos. Ya
era de día. Por la luz que entraba por la ventana habría dicho que estaba
cerca la hora de comer y las demás estarían ocupadas con las tareas.
Las demás: ¿estarían bien? ¿Les habría ocurrido algo?
Hice el intento de llevarme las manos a la cara, pero sacudí la cabeza
para quitarme ese pensamiento de encima. No era momento ni lugar para
echarme a llorar.
Miré de nuevo a mi alrededor. ¿Qué hacía? Estaba sola en el cuarto del
diablo sin entender muy bien por qué me había llevado hasta allí. Decidí
que lo mejor sería reanudar mis tareas como en un día normal. No
importaba la razón; estaba segura de que no le agradaría verme allí.
Me acomodé los restos del vestido como pude, aunque no me cubriese
las piernas, y salí de la habitación hasta el pasillo mientras rezaba para no
encontrar a nadie. ¿Qué haría Hank si me encontraba con él? ¿Cómo
reaccionaría Alger si me veía sola en mitad de aquel pasillo? ¿Y el diablo?
El nudo en mi estómago volvió a hacer acto de presencia de solo pensarlo.
Bajé la escalera hacia la cocina lo más rápido que pude cuando, al llegar
a la entrada, me vi de refilón en el espejo. Me detuve a mirarme el vestido
destrozado y la cara. A duras penas me había recuperado de los moratones
que me había causado el incidente de las manzanas, que ya tenía de nuevo
la mejilla completamente amoratada por el golpe que Hank me había dado.
De hecho, podía sentir el ardor en la piel. “No importa”, me dije con
convicción. “Para lo que podía haberte sucedido, esto no importa.”
—Eva. —Escuché la voz de Temel desde la puerta de la cocina.
Me volví hacia ella, sorprendida y aliviada de verla sana y salva. Abrí
los brazos para abrazarla en cuanto ella vino hacia mí.
—Menos mal que estás bien —continuó mientras hundía la cabeza en mi
pecho y enlazaba las manos en mi espalda—. Ha sido horrible. Menos mal
que estás bien.
—No te preocupes por mí. ¿Tú estás bien? ¿Y las demás? —Le puse mi
mano en la cabeza.
—Vuelves a tener la cara morada. —Se le quebró la voz—. Y casi estás
en ropa interior. Ven, vamos al cuarto de lavado. Allí debe de haber ropa
limpia.
—¿Las demás están bien? —exigí.
—Sí, ocupadas en las tareas. Vamos. De verdad, no puedes estar así —
dijo con preocupación.
Me dejé arrastrar hasta el cuarto de lavado que, como siempre, estaba
vacío. Ni Ami ni Milat habían pasado por allí en toda la mañana. Casi toda
la ropa que había era de hombre. No había mucho para elegir. Lo único
decente que encontré de mujer fue un vestido negro que reconocí como de
la señora Holz. De seguro se había mezclado entre la ropa de Fritz y de su
pobre padre.
Me quité el harapo que llevaba puesto, lo deseché y me puse el vestido
negro de algodón. Tenía un estampado de flores, aunque eran colores
demasiado oscuros para apreciarlos si no se los miraba con detenimiento.
—Así estás mejor —dijo con una mueca que no llegó a ser una sonrisa
—. No puedes ir de cualquier manera por la granja. Tienes que taparte bien.
Le noté la incomodidad en el gesto, en la voz. La impotencia de no ser
capaz de transmitir un consuelo más profundo.
—Gracias —susurré y le puse la mano sobre el pelo para acariciarla.
—Por favor, tú no me dejes. —Apretó los labios y los ojos con fuerza—.
Por favor, no te tires al pozo. —Me envolvió con los pequeños brazos y se
aferró a mí—. Por favor.
Le devolví el abrazo y le apoyé la cabeza en el hombro con la mirada
perdida, tanto como mis pensamientos en las últimas horas. Temel. Mi niña.
Mi maravillosa niña. Ojalá hubiese podido decirle que nunca se me había
pasado por la cabeza hacer algo así, pero después del incidente en el
granero la palabra “nunca” había dejado de tener sentido en muchos
aspectos.
—¡Eva! —El grito de la señora Rivka me llegó desde la puerta del patio
y, en cuestión de segundos, se unió a nuestro abrazo—. ¡Mi niña!
Dejamos de abrazarnos entre sollozos. Parecía un reencuentro familiar
después de años. La señora Rivka me tomó el rostro entre las manos.
—Mi pobre muchacha. Cómo te ha dejado ese salvaje la cara.
—Estoy bien, señora Rivka. No se preocupe —dije mientras intentaba
que las comisuras de mis labios se curvaran hacia arriba—. Estoy bien, pero
¿las demás? Escuché muchos gritos. ¿Qué pasó anoche?
—No lo sé a ciencia cierta. —Intercambió una mirada con Temel—.
Temel y yo estábamos en la cocina cuando de pronto algo pasó. Los
alemanes empezaron a gritarse y hubo golpes. Después, las demás mujeres
también empezaron a gritar. Luego se oyeron más golpes. Así que agarré a
Temel y nos escondimos bajo la mesa de la cocina.
—Estuvimos hasta muy tarde —agregó la muchacha casi con vergüenza.
—Hicieron bien —dije rápidamente.
—Cuando fuimos a dormir al comedor, la señora Becker tenía un ojo
morado y faltaba Milat. —La señora Rivka negó con la cabeza—. No puedo
decir más porque nos prohibieron hablar. Estaban muy enojados.
Se mordió el labio con angustia. Tampoco hacía falta comentarlo. Todas
sabíamos qué había pasado con Milat. Debía de ser ella a la que Hank había
elegido como “su mujer”. Qué asco de personas si es que se las podía
llamar así. Solo podíamos rezar por que aún estuviese viva.
—La señorita Orli no ha dormido en toda la noche, y estoy segura de que
es porque pensaba en ti —dijo la señora Rivka—. Está muy preocupada. Ve
a la cocina.
Mi pobre señorita Orli; de seguro estaba al borde del ataque de nervios
sin saber mi suerte. Debía de pensar que el diablo me había matado o algo
peor, como lo que le habría pasado a Milat.
—Milat —susurré mientras recorría el pasillo—. Ojalá no le ocurra lo
que… —“Lo que el diablo no dejó que me ocurriese a mí”, pensé, y la
punzada en el estómago se ensañó conmigo. ¿Por qué me había salvado
aquel maldito demonio?
Cuando entré en la cocina, la señorita Orli organizaba varios recipientes
de agua que estaban en la lumbre. Con el ruido de mis pasos, se dio vuelta y
vi cómo le cambiaba el semblante. Se llevó la mano al pecho con un claro
gesto de alivio.
—Lo sabía. —Se acercó a mí—. Sabía que seguías viva.
—Sí.
Estaba bien. Aunque no pudiese creerse, estaba bien. No me había
ocurrido nada.
—No parece haber sido muy amable contigo. —Miró los moratones que
me adornaban el rostro.
—Esto no me lo hizo el diab… el soldado Bergen —dije mientras le
agarraba la mano con la que me acariciaba las heridas—. Me lo hicieron
Hank y Alger.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? Has pasado toda la noche arriba, ¿no?
—Sí. En su cama.
—Mi niña. —Una lágrima le cayó por la mejilla hasta perderse en el
cuello—. No importa, no importa. —Me acariciaba el pelo y me hablaba
con la voz dulce, tranquilizadora—. Nos ha pasado a todas. Nadie va a
tenerlo en cuenta.
Se inclinó hacia mí para darme un beso, pero retrocedí.
—¿Cómo que les pasó a todas? —casi grité.
—¿Eva?
—¿Qué les ha pasado a todas? ¿No lo entiende? Le digo que Hank y
Alger me encerraron en el granero e iban a… —Sentí la vergüenza en las
mejillas—. A hacerme daño. Entonces el soldado ese, Bergen, el que nos
mira como si quisiese matarnos, el que mató a Fritz y me llevó al bosque,
llegó y me sacó de allí.
Los ojos de la señorita Orli se agrandaron de asombro.
—Me llevó con él a su habitación y dijo que… —Hice aspavientos con
los brazos para explicarme—. El soldado Hank reclamaba a una de ustedes
como su “mujer” personal y que yo era la de él. Luego se fue. No me hizo
nada.
Se quedó con la misma cara que yo, así que se lo volví a explicar. Esa
vez le conté cada detalle de lo sucedido, cada palabra que me había dicho
aquel maldito demonio.
—¿Y dijo que eras la zorra más lista de aquí? —dijo la señorita Orli
mientras yo asentía confundida.
Amagó con comentar algo, pero uno de los soldados entró en la cocina
para reclamar los recipientes de agua caliente para el cuarto de baño. Me
habría encantado escuchar la opinión de mi tutora, que me diese una
explicación de lo ocurrido. Pero el soldado se cruzó de brazos para que
cumpliésemos la orden. Le dediqué una mirada a la señorita Orli y partí
rumbo al pozo.
¿Por qué había hecho aquello el malvado diablo? Me preguntaba una y
otra vez mientras las cuerdas del pozo dañaban mis manos. ¿Por qué? No
fue tarea fácil cargar con los recipientes hasta la casa. Como estaba sola con
la tarea, tuve que hacer varios viajes hasta tener la cantidad adecuada.
Cuando terminé, se había hecho la hora de comer. Si bien era agradable
tener algo para distraer mi mente, no lo conseguí. Me costó dejar de pensar
en lo ocurrido la noche anterior. Me ayudó la vuelta a la rutina impuesta por
los soldados. Lavar, escurrir, tender, barrer. No llamar la atención.
Cuando todos terminaron de cenar y el último plato estuvo en el lavadero
para que la señorita Orli lo lavara, sentí que había pasado un año desde la
última vez que había visto en el reloj llegar el anochecer.
Me senté en una silla de la cocina. Temel a mi alrededor ayudaba a la
señora Rivka a poner los platos y cubiertos secos en su sitio. Ami, que
había estado toda la tarde en silencio, se sentó junto a mí. Aquellos ojos
tristes perdidos en el alféizar de la ventana debían de pensar en Milat, de la
que no había noticias. Ni de ella ni del maldito nazi que se la llevó escaleras
arriba a la fuerza.
Una pequeña parte de mí deseaba creer que estaba arriba, en alguna de
las habitaciones. Sana y salva. Pero la otra parte, mayor y más madura,
sabía que no era así. De modo que no quería imaginarse qué sería de ella.
La mano de Temel me sacó de mis pensamientos al rozarme el hombro
para llamar mi atención. La señorita Orli pedía por mí.
—Eva, trae la bandeja roja, por favor —dijo desde el otro lado de la
cocina.
Le saqué la lengua a Temel para tranquilizarla por enésima vez sobre mi
estado y me levanté para cumplir la orden. Crucé toda la cocina hasta el
mueble donde guardábamos las bandejas y me agaché para abrir las puertas
de madera. Estiré la mano porque estaba en el fondo y tuve que meter un
poco la cabeza para encontrarla. Tiré de ella y la saqué al mismo tiempo que
me ponía de pie. En ese momento, todas las mujeres de esa habitación
ahogaron un grito de terror. Me volví para mirar.
Bergen había entrado en la cocina, con tal sigilo que no nos habíamos
dado cuenta de su presencia hasta que estuvo en mitad de la sala. Estaba
completamente vestido de negro, con unos pantalones de estilo deportivo,
una camiseta y una chaqueta. Me miraba con sus temibles ojos verdes.
Contuve la respiración sin saber qué decir ni hacer mientras pensaba en
todas las posibles razones por las que estaba allí. Sentí que la cabeza me iba
a explotar.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Me pareció que la señorita Orli juntaba las manos, nerviosa, dispuesta a
romper el silencio de todas, seguramente con algún ofrecimiento o pregunta
de que podíamos ofrecerle al diablo, cuando él se le adelantó.
—Todas fuera —dijo sin apartar los ojos de los míos. Estaba claro que
ese “todas” no me incluía.
Me encogí. Fue como cuando un perro recibía un toque de atención de su
amo porque había hecho algo mal y bajaba las orejas mientras metía el rabo
entre las piernas.
¿Por qué quiere que me quede? Si la otra vez lo dejó pasar y no hizo
nada. ¿Por qué ahora no es igual?
La señorita Orli me miró de refilón. Pensé que haría o diría algo para
ayudarme, pero se limitó a hacer una señal a Temel para que se acercara a
ella. Ambas salieron de la cocina. Las demás las siguieron. No sabía si no
se habían dado cuenta de la distinción que el diablo había hecho o si
simplemente eran conscientes de que no podían intervenir.
Pensé en las opciones que tenía. Decidí hacerme la tonta. Él no me había
dicho directamente con palabras que me quedara, no me había señalado ni
había hecho alusión a mí en ningún momento. Como había dicho “todas
fuera”, aunque pareciese ridículo, fue lo más inteligente que se me ocurrió:
saldría como si nada. No debía quedarme a solas con él, ni llamar su
atención. Eso era lo único que me importaba.
Dejé la bandeja sobre el mueble y me dirigí hacia la puerta mientras me
decía que actuara como si nada, como todas las demás. Al pasar al lado de
Bergen, cuya expresión mostraba asombro al ver que me iba, plantó la
mano de golpe contra la pared y me cortó el paso.
Socorro.
Alcé la vista por encima de su hombro. La puerta de la cocina acababa
de cerrarse después de que había salido la última de las mujeres.
—¿Qué se supone que haces? —Sonaba muy enfadado.
Junté valor para mirarlo. Ese perfecto rostro ario estaba a centímetros del
mío mientras que el musculoso brazo me cortaba el paso en una posición
intimidante. Parecía un león que acechaba a la presa: iba a comerme.
—¿Pretendes hacerme enojar? —gruñó a la vez que daba un paso hacia
mí.
Negué con la cabeza.
Tenía una presencia y un cuerpo imponentes a pesar de la edad. Con
seguridad, no llegaba a la treintena. Podía apreciarle la piel perfecta, como
la de una estatua, solo perturbada por una incipiente barba rubia, que
empezaba a aparecer, y que delataba que debía de tener unos veinticinco o
veintiséis años; a pesar de eso, sus penetrantes ojos verdes miraban con la
seguridad de quien ya lo sabe todo del mundo.
—¿Y entonces? —gruñó de manera que mis pensamientos
desaparecieron.
¿Y entonces?
Me quedé en blanco. ¿Entonces qué? El diablo me miraba a la espera de
una respuesta. Traté de retroceder nuestra conversación. ¿Cuál había sido la
pregunta? Se dio cuenta de que intentaba recordar porque entrecerró los
ojos con ira.
—Toma una puta bandeja —me escupió entre dientes. Era más que ira
—. Y sube.
Me dio la espalda y salió de la cocina de dos zancadas antes de que
pudiese reaccionar.
“Acabo de reclamarte como mi puta personal” se unió en mi mente con:
“Toma una bandeja y sube”. Ambas frases formaron una aplanadora que
acabó con mi cuerpo. Mi sistema nervioso sufrió un cortocircuito. ¿Qué se
suponía que quería de mí? ¿Qué pretendía?
—Quítate el vestido —dijo de pronto la señorita Orli cuando entró en la
cocina a toda prisa.
—Señorita Orli.
—Te lo ha dejado bien clarito —continuó con un grado de indiferencia
totalmente forzado y rudo—. Así que, vamos.
—¿Escuchó la conversación?
—Quítate el vestido —me repitió sin responder a mi pregunta.
—¿Qué? —chillé con voz de pito mientras ella agarraba mi vestido por
la falda y me lo quitaba de un solo movimiento—. ¿Qué hace?
También me quitó la camiseta interior. ¿Por qué lo hacía?
—Ponte mi vestido —me dijo y se lo quitó—. Está mucho más limpio y
te quedará mejor. El otro te queda enorme.
No entendía nada de lo que estaba pasando.
—¿Para qué? —Obedecí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Comencé a llorar como una tonta mientras metía los brazos en las
mangas de aquel vestido azul marino que me quedaba igual de grande que
cualquier otro. Aunque, al ser de hilo, en la cintura se adaptó un poco más a
mi cuerpo y me dio cierta forma femenina.
—No llores —me gruñó la señorita Orli. Secó mis lágrimas con las
manos para después pellizcarme las mejillas en un claro intento de dar algo
de color a mi rostro.
—Pero ¿se ha vuelto loca?
Le agarré las manos, atónita, para que dejara de arreglarme el pelo.
Estaba tan aturdida que tardé más de lo normal en darme cuenta de que me
estaba poniendo guapa, o al menos lo intentaba, para el diablo.
—Sí, Eva. Me he vuelto loca. Loca de rabia, de hambre, de miedo. ¡Sal
de la burbuja! —Me zarandeó con las manos—. ¿Es que no ves lo que
sucede? ¿Crees que porque solo el caso de la señora Schreiber ha sido
público a las demás no nos han hecho nada? —Respiró profundamente para
recuperar la compostura—. En medio de todo esto, te ha tocado el premio.
¿Acaso no ves cómo ese hombre te mira?
—Pero ¿de qué está hablando? ¿Qué le ha sucedido? —susurré
angustiada. No iba a contestarme—. Además, está equivocada. Ese
demonio me odia. Tiene que haber un error.
—No lo sé. Puede que solo sea un capricho, pero es más fuerte que el
asco que nos tiene. ¿O no lo ves? Porque yo lo he visto. ¡Lo he visto! ¡Lo vi
al volver del bosque contigo y lo veo ahora! —Se rio con sarcasmo como si
no pudiese creerlo—. Y ese resquicio es nuestra salida con vida de aquí.
Me agarró la cara con las manos mientras yo negaba con un gemido
lastimero.
—Vas a subir ahí arriba y vas a encantarle. ¿Me oyes?
—No sabe lo que dice. ¿“Encantarle”? ¿Insinúa que él quiere que yo…?
¿Qué él y yo…? —No me salían las palabras.
Era una monstruosidad. Imaginar al diablo frente a mí con otra intención
que no fuese la de agarrarme por el cuello me parecía inconcebible.
Imposible.
—¿Entonces por qué ha hecho todo eso? —replicó la señorita Orli, lo
que me dejó boquiabierta.
No tenía la menor idea. No sabía por qué se comportaba así, pero estaba
segura de que no podía ser por eso. Las conjeturas de la señorita Orli me
parecían ridículas.
—No quiero. Por favor.
—¿Entonces qué quieres? ¿Que vengan Hank y Alger, que sean ellos los
que hagan lo que quieran contigo, que te maten? ¿Quieres acabar en el
fondo del pozo, Eva? —me gritó al oído, furiosa—. ¿O quieres subir,
hacerte con ese hombre y que salgamos con vida de aquí?
Quise apartarme de ella. ¿Por qué me decía esas cosas tan horribles?
¿Salir con vida? ¿Quiénes? ¿De dónde? ¿Hacerme con ese hombre? ¿No
había visto cómo me miraba Bergen? Solo con pensarlo hubiese podido
desmayarme.
—No, por favor —le supliqué. Le rogué—. No me obligue hacer eso.
—No es discutible, Eva. —Me lo dijo de tal forma que fue como una
bofetada—. Además… —Carraspeó mientras preparaba la bandeja de
comida—. Es joven, alto, fuerte, atractivo. ¡Qué ironía!: no se me ocurre
nadie más guapo que ese maldito soldado alemán.
—¿De qué me sirve eso? Ni me quiere. Ni lo quiero. Por favor. —No me
sentía capaz de decir nada más, solo: “Por favor”.
—Vas a ser callada y obediente. No le digas nada, no le hables y no lo
mires. Solo obedece y vuelves. Sé que por tu ingenuidad no sabes ciertas
cosas. No he tenido tiempo de explicarte con detalle lo que es una relación
íntima, y no tenemos tiempo ahora. Así que solo haz lo que te diga, y punto
—me dijo mientras ponía la bandeja en mis manos—. No es difícil. Tú no
te muevas, y ya está. Recuéstate y no te muevas. Ve a la habitación.
Entonces la señorita Orli me sacó de la cocina, me ordenó subir la
escalera y se fue a acostar al comedor con las demás. Sin una palabra, ni
una sonrisa, ni una mirada más. Solo: “Ve a la habitación”.
Estar frente a la puerta de ese cuarto con la bandeja en mis manos fue
uno de los momentos más difíciles de mi vida. Temblaba tanto que me
costaba estar en pie. Todavía hoy, si cierro los ojos, me veo allí, de pie, con
el roce áspero de la bandeja contra mis dedos, mi pulso acelerado y mi boca
desencajada ante esa situación.
Y fue en ese momento que le dije basta a mi miedo. Me pregunté a qué
le tenía miedo; me contesté que a morir. Tenía un miedo terrible a la muerte.
Había vivido tan poco, había hecho tan pocas cosas. Me resultaba aterrador
no saber qué pasaría al otro lado de la vida. Eso me decía la razón: “No
quiero morir”.
Entonces le pregunté a mi corazón cuál era su mayor miedo. Me recordó
lo que estuvo a punto de ocurrir en el granero: el sufrimiento, la
humillación que parecía desgarrarme por dentro al sentir cómo intentaban
matarme sin necesidad de quitarme la vida. Esa sensación daba miedo de
verdad. Más miedo que no sentir nada. Más miedo aún que morir.
Todos morimos tarde o temprano, Eva. Así que muere con la cabeza alta.
Muere si hace falta, pero no vivas así. Es lo único que ese maldito alemán
no puede quitarte. Tu corazón.
Respiré profundamente. Cerré los ojos para que ese valor repentino me
invadiese todo el cuerpo. La señorita Orli no tenía razón, no todo era
sobrevivir. Si ese alemán quería matarme, podía hacerlo. Pero, si pensaba
que podía doblegarme a su antojo, estaba muy equivocado. Le mostraría los
dientes como un lobo rabioso que se defiende hasta que esa muerte llegue.
Golpeé la puerta con determinación y esperé la orden para entrar.
Tampoco quería suicidarme. Abrí la puerta en cuanto escuché su voz. Al
principio, muy lentamente, introduje la cabeza con precaución, como el
domador primerizo que entra en la jaula de los leones para darles de comer
e intenta localizar al animal antes de estar completamente adentro. Después
cerré la puerta tras de mí.
La habitación estaba exactamente igual que en la mañana, con la colcha
arrugada y un par de botellas de vodka vacías repartidas por el suelo. La
cortina estaba cerrada. La única luz provenía de varias velas repartidas por
la habitación que daban una luminosidad cálida y tenue. Apoyado en la
pared del fondo mientras fumaba un cigarrillo, estaba el león que me miraba
fijamente.
—Hasta que me honra con su presencia, señorita Goldiak —dijo antes de
dar otra pitada con auténtico sarcasmo. Seguía muy enfadado—. Deja la
bandeja en el escritorio.
Obedecí con alivio, porque temblaba de tal manera que temí que la
bandeja se me cayera de las manos. Me aparté de la mesa y di unos pasos
atrás. El diablo aspiró el cigarrillo por última vez. Lo apagó sobre la mesita
de noche que había junto a la cama, para después alzar la vista y mirarme.
Sentí que el corazón se me iba a salir por la boca. Era una situación
desagradable y muy incómoda. Solo pensaba en lo que la señorita Orli
había dicho que se suponía tenía que ocurrir.
“¿Cómo crees que habría sido con Fritz?”, me susurró una malévola
parte de mi cerebro. “¿Acaso crees que habría sido diferente una noche de
bodas con alguien a quien no amabas?” Hice callar a aquella voz odiosa. Al
menos, Fritz era un hombre bueno y bondadoso; no el mismísimo demonio
venido desde el infierno.
—¿Tienes hambre?
Me tomó por sorpresa. ¿Acababa de preguntarme eso? Mi expresión
debió de ser indescriptible porque sonrió con cierta malicia e hizo un gesto
con la mano en dirección a la bandeja que yo acaba de traer.
—¿Es una broma? —Me costó mucho hablar.
Lo miré aturdida. ¿De verdad me ofrecía comida? Me fijé por primera
vez con atención en la bandeja. Tenía un plato lleno de garbanzos; nada de
caldo aguado o arroz casi sin cocinar. Comida de verdad. Garbanzos con
caldo y carne. Podía ver los trozos de lobo con claridad. Tragué porque la
saliva se acumulaba en mi boca. Lo miré confundida, me quería cerciorar
de que me daba permiso. Él asintió una sola vez. Me abalancé hacia la mesa
sin dar tiempo a que se arrepintiese y quedarme sin la oportunidad de
comer. Ni siquiera me senté. Fui hasta el borde de la mesa, agarré una
cuchara grande llena de garbanzos y la introduje de forma atropellada en mi
boca. Masticaba como si se tratara de un juego a contrarreloj.
Con la comida en la boca me sentí mejor. No voy a decir que tuve más
fuerza o que me sentí menos cansada; simplemente me sentí mejor en
general.
—Cuando termines quiero que te des un baño en el servicio y te cambies
de ropa —dijo mientras me miraba con atención—. Puedes tomar la que
quieras, me da igual. —Hizo un gesto hacia el vestidor—. Harás esto todas
las noches antes de meterte en la cama.
Solté la cuchara en el acto y alcé la vista para mirarle la expresión de
piedra.
—Tienes prohibido hablar en mi presencia, ¿entendido? Y te largarás
cada noche en cuanto terminemos. Sin excepción. —Me miró fijamente—.
Los dos sabemos lo que pasó en el bosque, y voy a hacer el favor de
compensártelo.
¿Compensármelo?
—Vivirás para ver el gueto. Pero no te equivoques —continuó—, solo
eres la puerta que se engrasa para que no chirríe —dijo deliberadamente en
el tono más insultante que pudo.
Apreté con fuerza tanto los puños como los dientes. A eso me refería,
esa sensación de humillación y dolor sin siquiera haber hecho aún lo que se
proponía.
“¿Una puerta que se engrasa para que no chirríe mientras la usa?” Bien.
Pues aquella puerta iba a chirriar todo cuanto pudiese cada vez que
intentara tocarla. Si quería abrirla tendría que darle patadas.
Este león va a ver mis dientes.
—No. —Estoy segura de que lo tomé por sorpresa—. No pienso hacer
nada de lo que me diga.
El diablo me miró atónito mientras yo luchaba por mantenerme firme.
Todo mi cuerpo temblaba.
—¿Qué has dicho?
Se apartó de la pared y dio varios pasos hacia mí. No dejaba de
sorprenderme su aspecto. Tenía una capacidad física impresionante. Podía
tirarme al suelo con solo una de sus atemorizantes miradas.
Tuve que hacer un esfuerzo supremo para no gritar y salir corriendo.
Frente a un león, lo peor que se puede hacer es darle la espalda, porque te
agarra por el cuello.
—No haré nada de lo que me diga —repetí mientras alzaba la barbilla
con el poco orgullo que me quedaba en la vida. Qué alto me resultaba aquel
soldado.
Me pareció que recuperaba la compostura. Me miró como si estudiara mi
reacción; después bufó una risita sarcástica.
—De acuerdo, negociadora —dijo bastante molesto—. Eres buena.
Comida y ropa, ¿qué más quieres?
—¿Qué más quiero? —susurré haciéndome eco de su sarcasmo, aunque
con bastante menos malicia—. No tiene usted nada que me haga meterme
en su cama.
Recalqué con mi lengua la palabra “nada” con énfasis. Yo también podía
ser insultante.
—Voluntariamente —me corrigió con una mirada indescifrable.
—Voluntariamente —repetí casi sin voz.
Era más que evidente que podía obligarme, podía agarrarme del pelo y
arrastrarme hasta la cama con uno de sus musculosos brazos. Me preparé
para el ataque inminente, junté los brazos al cuerpo para intentar repelerlo,
pero no lo hizo. Se limitó a mirarme pensativo mientras se rozaba la
barbilla con los largos y perfectos dedos.
—¿Eres consciente de lo que vale la vida de una judía ahora mismo? —
Sentía como si esos ojos verdes fuesen a engullirme—. Ibas a tener un
encuentro muy desagradable en el granero. También te doy protección.
—Lo sé —susurré con resignación. Me mordí el labio ante la
incomodidad de estar frente a él hablando de eso—. Gracias.
Cuando la palabra salió de mi boca, me di cuenta de que nunca se lo
había dicho y de que no me había gustado decírselo. Darle las gracias a ese
demonio era como dárselas a quien le da de comer un trozo de pan
envenenado a un mendigo que se muere de hambre.
—Cometiste una estupidez en el bosque. Por eso, estoy siendo benévolo
para que salgas con vida de esta granja, tal como querías.
—¿Como quería?
—Es lo que pediste en el árbol, ¿recuerdas? Querías vivir a toda costa.
Jamás pensé que me prestaría la suficiente atención como para recordar
algo de lo que salía de mi boca.
—¡De acuerdo! —dije mientras alzaba la voz casi sin darme cuenta.
Respiré—. Gracias.
Se lo decía por segunda vez.
—Por no hablar de los lobos que tenías debajo, Caperucita Roja.
¿Por qué todo aquel recordatorio? Empezaba a ponerme nerviosa no ver
adónde quería llegar.
—Gracias. —Tuve que hacer un gran esfuerzo por no parecer ofendida
—. Me ha quedado muy claro que, debido a lo que pasó en el bosque,
llegaré con vida… —Tragué saliva—. Adonde sea que nos lleven.
—Bien —dijo complacido—. Entonces ¿qué es lo que no ha entendido
tu cerebro de pájaro?
Dio otro paso hacia mí. Ahora sí frente a frente con el diablo, aunque
había transformado sus facciones en las un atractivo muchacho humano. Me
perturbaba tenerlo tan cerca, pero no me iba a dejar amedrentar. El diablo
no tenía ni idea de que había dado en la única cosa a la que me enfrentaría
sin miedo.
—¿Qué tiene que ver su cama en todo esto?
Listo. Ya lo había dicho. Pude ver cierto destello de diversión en esos
ojos. Ahí quería llegar.
—¿Te crees que soy una monjita de la caridad? —dijo sarcástico—.
¿Que regalo ropa y comida a todas las putas judías que lloriquean?
—No le he pedido ninguna de esas cosas —dije ofendida.
—¿Ah, no?
Arrugué el entrecejo, confundida, hasta que me di cuenta a qué se
refería. Los garbanzos. El plato de garbanzos que me había ofrecido y que
yo, por un estúpido momento, había creído que me regalaba. ¿Cómo había
podido ser tan idiota de creer que ese malnacido se había apiadado de mí?
Y más increíble: ¿cómo había podido él creer que iba a hacer algo así
por un plato de comida? Si pensaba que yo era como la señora Becker, iba
sacarlo de ese error de inmediato.
—No sé a qué clase de mujeres estará acostumbrado, pero este cerebro
de pájaro que tiene delante no se rebaja de esa manera ni por toda la comida
de este mundo. —Sentí que los dientes me chirriaban de rabia—. ¿Un plato
de garbanzos? ¿Lo quiere?
La cólera que me despertó la comparación con la señora Becker no me
permitió pensar en lo que hacía ni en las consecuencias. Solo cuando me
puse los dedos en la boca y le vomité los garbanzos sobre los zapatos, me di
cuenta del lío en el que acababa de meterme. No quise vomitarle encima, es
que, al meter los dedos, la reacción natural provocó que no me diese tiempo
de esquivarlo.
Abrí los ojos, horrorizada, al ver en la punta de sus zapatos los trozos de
garbanzos deshechos que resbalaban por ellos mientras me limpiaba con el
puño los restos de vómito que me caían por la barbilla. Cuando me atreví a
mirarlo, su expresión era más que clara.
Ahora sí que estoy muerta.
Intenté balbucear. Mi capacidad de hablar estaba en shock ante esa
mirada, no podía siquiera articular una disculpa. El diablo entrecerró los
ojos con ira. Con un solo movimiento, se inclinó frente a mí, me agarró de
las rodillas y me echó ágilmente sobre su hombro, como si fuese una bolsa
de patatas. Solté un grito.
—Lo siento —me apresuré a decir con auténtico terror mientras me
sujetaba a la chaqueta ante el temor de que me soltara y me cayera de
cabeza.
Me sacó de la habitación. Entré en pánico al creer que, tal vez, fuera a
dejarme en la de Hank, pero siguió de largo hacia la escalera. Entonces temí
que me tirara por ella. No sabía dónde ni cómo tenía pensando darme el
golpe mortal. Suspiré con cierto alivio al ver que las bajaba conmigo aún a
cuestas. Era increíble la fuerza que tenía. Si bien yo apenas pesaba, él se
movía con demasiada facilidad.
Me dio un vuelco el corazón al ver que salíamos de la granja. Hice un
estúpido e inútil intento de agarrarme del quicio de la puerta para impedirlo.
“Va a enterrarte viva en el bosque”, pensé al ver que nos adentrábamos en el
campo.
Era de noche, debía de ser la una de la mañana. Todo estaba
completamente a oscuras. No había luna ni un faro, ni nada que iluminara el
mundo más que los destellos de las velas que llegaban desde las ventanas de
la granja. No vi adónde me llevaba hasta que me lanzó al lago Eshkol. ¡Me
tiró en mitad de la noche sin ningún tipo de miramiento!
Lo primero que sentí fue que el agua helada inundarme todo el cuerpo,
como si un millón de cuchillos se clavaran en mi piel. Estaba tan fría que
me dolió en todo el sentido de la palabra. Después, fue auténtico terror al
verme allí sin saber nadar. Moví tan rápido como pude los brazos, cerré la
boca en un intento por no tragar agua y mantenerme a flote. Pero, al mover
los pies, di con el suelo. Por suerte, el diablo me había tirado en la parte
menos profunda del lago. Al incorporarme, la altura del agua no
sobrepasaba mis hombros.
Entonces se quitó los zapatos llenos de vómito y me los tiró a la cara.
¡¿Pero qué?!
Los agarré y levanté la vista hacia Bergen.
—Si vuelves a hacer algo parecido —dijo junto a la orilla para tener el
rostro a la misma altura que el mío—, no sacarás la cabeza de debajo del
agua nunca más.
Tragué saliva al ver cómo se incorporaba. Lo decía en serio.
—Que no se te ocurra salir de ahí hasta que no dejes los zapatos
impecables, Eva Goldiak —dijo el diablo con una de sus odiosas sonrisas
para darme la espalda e ir directo hacia la granja mientras me dejaba sola.
Alcé la mano hacia él, en un estúpido acto casi reflejo ante el miedo de
quedarme allí, metida en el agua sola para bajarla en cuanto le perdí de
vista. ¿Qué le iba a decir? “¿No me deje aquí?” Él me había tirado.
Agarré los zapatos con fuerza, angustiada. Miré a mi alrededor. Estaba
todo oscuro y silencioso. No podía ver mis manos. Aterrada y congelada,
froté la tela de los zapatos una y otra vez mientras miraba hacia la granja.
Maldito ser sin alma ni corazón.
C APÍTULO 11

E ntré en la granja hecha un auténtico desastre. Estaba descalza,


chorreaba agua por todas las partes, con el pelo enmarañado y los labios
morados por el frío. Llevaba en una mano los zapatos del diablo, limpios
por fin, aunque mi otra mano estaba llena de barro. Estaba agotada, física y
mentalmente exhausta.
Caminé con cautela por el pasillo hasta la sala de lavado. Dejé allí los
zapatos para que se secaran. Me limpié las manos y volví hacia la entrada
en busca de algún movimiento. Aún era de madrugada. Probablemente los
soldados dormían en las habitaciones mientras las mujeres lo intentaban en
el suelo del comedor.
Había una ligera luz que provenía de la cocina. Descarté que pudiese ser
la señorita Orli o cualquiera de nosotras.
Tal vez es el diablo que te espera.
Después de lo que había pasado, no sabía qué hacer. No deseaba volver a
su habitación y, puesto que me había tirado de cabeza al lago, seguramente,
él tampoco querría que volviese, pero me había quedado con sus zapatos.
¿Por eso estaba en la cocina? ¿Para cerciorarse de que sus zapatos quedaban
limpios?
Escuché la puerta de la cocina abrirse, así que giré hacia ella y di paso
atrás, al tiempo que alzaba las manos en un gesto de arrepentimiento. Alger
salió y, al verme, soltó una carcajada.
—Vaya, vaya. No me digas que Bergen ya se ha cansado de ti —dijo con
una amplia sonrisa—. Porque no sabes cómo me gustaría eso.
Retrocedí y me dirigí hacia la escalera, subí lo más rápido posible a la
primera planta. Me encaminé hacia el cuarto del diablo sin detenerme. Abrí
la puerta de la habitación, entré y cerré con cuidado de no hacer ruido.
La habitación estaba a oscuras. El diablo debía de haber apagado las
velas. Mis ojos tardaron varios segundos en adaptarse y vislumbrar algo
entre la penumbra. Él estaba allí, sentado en la cama. Tenía los pies llenos
de barro puestos sobre la colcha con la espalda apoyada en la pared
mientras alzaba una y otra vez una botella hasta la boca. Me quedé quieta
en mitad de la oscuridad sin saber muy bien qué hacer. No sabía si me
echaría, me atacaría o si, simplemente, me preguntaría por los zapatos.
Avancé al ver que no me decía nada, caminé mientras dejaba un rastro de
agua a mi paso.
¿Qué podía hacer? Salir de allí suponía aceptar delante de los demás que
no contaba con su protección. No creía que fuese a rescatarme de nuevo si
Hank o Alger intentaban hacerme algo. De hecho, ya me costaba bastante
creer que él no me hubiese atacado. Por irónico que pareciese, lo único que
podía hacer para sobrevivir era quedarme en la jaula del león y confiar en
que no me mordiese.
Avancé por el cuarto. Estaba helada; el cuerpo me dolía. Aquello debía
de ser lo más parecido a una hipotermia que existía. Necesitaba cambiarme.
El vestido estaba empapado. El agua caía sobre mis pies descalzos. Sabía
que nada iba a evitarme un resfriado, pero, si permanecía con la ropa
mojada, tendría una pulmonía.
Desvié la vista hacia el vestidor, angustiada, cuando vi algo sobre la silla
del escritorio. Estaba segura de que no estaba antes. Me acerqué y lo toque.
Lo tomé. ¡Un vestido! Había un vestido sobre la silla. Largo, de tela gruesa
y seco.
—Por tu comportamiento parece que pides ropa —dijo Bergen con
suficiencia mientras bebía—. Menos mal que me has dejado claro que eso
es imposible, que no hay nada que pueda ofrecerte.
Sonrió en la oscuridad; percibí, a pesar de eso, su maldad por lo que giré
soltando el vestido sobre la silla, me marché hacia un rincón y me senté.
Por supuesto que no iba a pedirle nada, aunque mi vida dependiese de eso.
Prefería mil veces morir de frío que aceptar ese asqueroso trato.
Me acurruqué como pude, puse mis brazos alrededor de mis piernas para
intentar entrar en calor. Nunca en mi vida había tenido tanto frío, ni siquiera
subida al árbol en medio del bosque. Intentaba que mis dientes no
resonaran. Había comprobado en el árbol lo mal que le sentaba que hiciese
el más mínimo sonido. Quizás, esa fuera la única forma de sobrevivir
aquella noche. Pasar desapercibida, arrinconarme en silencio sin llamar la
atención, como si no existiese. Dado que el diablo estaba bebiendo una
botella entera, podía hasta olvidarse de mi presencia.
Arrugué la nariz por el olor a alcohol. Parecía que había rociado toda la
habitación con él. ¿Cuántas botellas bebía? Cada vez que entraba en ese
cuarto, encontraba botellas vacías, demasiadas para una persona. ¿Por qué
lo hacía? Había oído que los soldados se aficionaban a la bebida, pero creía
que eso sucedía en las reuniones sociales. ¿Qué necesidad tenía de beber
solo, a oscuras, en mitad de la noche? Resoplé sin darle mayor importancia.
¿Qué me preocupaba lo que hiciese? Podía beber hasta ahogarse si quería.
Por mí, que reviente.
Incliné la cabeza hacia adelante, la apoyé sobre mis rodillas. La persona
por la que debía preocuparme era yo misma.
¿Qué voy a hacer ahora, qué voy a hacer?
Lo único que se interponía entre los otros soldados y yo era el diablo. Y
Alger me había dejado claro que en cuanto dejase de contar con protección
vendría tras de mí. Parecía un mal chiste. Mi salvador era también mi
verdugo. Quizá no iba a tardar mucho en sacarme de la habitación o algo
peor. Allí, muerta de frío, sentí que mi vida se convertía en la cuerda de una
guitarra vieja que un músico aporreaba sin miramiento. Solo se trataba de
una cuestión de tiempo. Faltaba ver por dónde se rompía.
***

Me puse de pie tan pronto los primeros rayos de luz entraron por la
ventana. Apenas había cerrado los ojos en toda la noche. Me había dedicado
a dar pequeñas cabezadas mientras vigilaba que el diablo no se moviese de
la cama. Intenté hacer el menor ruido para abrir la puerta. Bergen estaba
echado sobre las sábanas, quizá dormido. Salí de la habitación con un
inmenso alivio. Ni el heno, ni el suelo, ni la cima del árbol. Cuando creía
que no podía pasar una noche peor en mi vida, siempre llegaba otra que la
superaba. Sin dudas esa se llevaba el primer puesto.
Bajé la escalera con cuidado de no resbalarme. El agua que había
chorreado de mi vestido no se había secado. Me acerqué a la entrada
pensativa. La puerta estaba abierta como yo la había dejado. Llovía mucho.
Dentro de poco empezará a oler a hierba.
—Eva —susurró la señorita Orli a mis espaldas. Me sorprendió que
alguien ya estuviese despierto—. Eva, pero ¿qué haces aquí abajo? ¿Ya se
ha despertado y te ha mandado bajar? —Me agarró de las muñecas—.
¡Estás empapada! ¿Por qué tienes el vestido mojado?
Dudé en un intento por encontrar la mejor respuesta.
—He salido a ver la lluvia. —No fue muy buena respuesta.
—¿Qué? —Parecía atónita—. Pero ¿estás tonta? Ve a cambiarte ahora
mismo o te vas a agarrar una pulmonía.
—¡No! —repliqué en el acto casi como un acto reflejo.
Después de lo sucedido, prefería no pensar en qué ocurriría si el diablo
me veía con otra ropa. De seguro, diría que había pedido su ayuda, que
había exigido otro vestido, y que implicaba que había aceptado el trato. Eso
era algo que no pensaba consentir mientras aún quedase vida dentro de mi
cuerpo.
¿No había ropa para mí? De acuerdo. No necesitaba ropa. ¡No quería
ropa! No me cambiaría ni aunque oliese a rata muerta. Así me muriese de
frío, o de calor, el vestido que llevaba puesto sería con el que moriría. Por
nada del mundo haría algo que lo indujera a pensar que pedía ayuda. Claro
que eso no se lo podía explicar a la señorita Orli.
—¿Por qué no?
—Sucede que… —dije mientras buscaba una respuesta coherente,
creíble—. Sucede que este vestido le gustó mucho a Bergen, y no me ha
dado permiso para salir. Si me cambio y me pregunta…
—Hasta podría pensar que intentabas huir —dijo la señorita Orli a la par
que se me escapaba un estornudo—. Pero no vas a quedarte empapada, si
no caerás enferma. Ve a buscar una toalla y dame la ropa que ya sé qué
vamos hacer.
Así fue como acabé desnuda en la cocina, envuelta en una toalla, con el
vestido y mi ropa íntima frente a la luz de la lumbre que la señorita Orli
había encendido para calentar el café del desayuno de los alemanes.
Tardaron casi media hora en secarse. Después de una noche de frío
intenso, esa ropa seca y caliente fue un regalo del cielo. Me sentí mucho
mejor con aquella calidez en mi cuerpo, aunque estornudé toda la mañana.
***

Debido a la increíble cantidad de lluvia, los hombres no salieron a


trabajar al campo ni yo pude tender la ropa que había lavado. Con la ayuda
de Temel, improvisé un pequeño tendedero para las sábanas de la cama del
soldado herido, que serían las primeras prendas que se reclamarían. El resto
lo distribuí en la sala de lavado.
Temel me acosó con preguntas sobre el miedo que debí de haber tenido
la noche anterior al dormir yo sola en la cocina. Una versión edulcorada que
la señorita Orli había inventado para ella. Así que estuve tan entretenida que
la mañana pasó muy rápido. Cuando quise darme cuenta se había hecho la
hora de comer.
Sonreí con cierta satisfacción al salir del cuarto de lavado y darme
cuenta de que mi vestido seguía intacto. Había tenido mucho cuidado para
no mojarlo o que no se ensuciase. Me sentí más tranquila al saber que, si se
mojaba, solo tenía que secarlo al fuego de la cocina antes de que los demás
se despertaran.
Ese demonio ario va a tener que hacer algo mejor si piensa que así me
puede doblegar.
Me chirriaron los dientes.
¿Su puta personal? ¿Por un vestido? Después de todo lo que he
aguantado de estos nazis asquerosos, escupirle a la cara sería la única
respuesta apropiada a semejante pregunta.
Tuve que respirar hondo para tratar de calmarme.
—¿Todavía no se sabe nada de Milat? —susurré mientras seguía a Temel
hacia la cocina.
—No. No ha bajado ni nadie la ha visto desde que Hank se la llevó
escaleras arriba.
Había pasado demasiado tiempo como para creer que no le había
ocurrido nada.
—Seguro que está muerta —dijo Temel y la miré sobresaltada—. ¿Y por
qué no? —agregó al ver mi expresión—. ¿Qué más les da matar a una más
que a una menos?
—No digas eso.
—Lo digo porque es cierto. Era joven y linda. Se veía venir que la
atacarían. Ella lo sabía; por eso seguramente hacía las cosas que hacía.
—Pobre Milat. —Eso sí que no me lo esperaba—. ¿Qué cosas hacía?
—Ya da igual. Creo que todos hemos pensando en hacer cosas que jamás
creeríamos que fuésemos capaces de hacer. Así que tampoco es cuestión de
contar las de los demás. Menos si ya están muertos.
—Temel, por favor, deja de decir que Milat está muerta.
—Juraría que a Ami también le pasó algo —continuó sin tener en cuenta
mi comentario—. Una vez cuando subió los contenedores con agua caliente
para la bañera de ese soldado llamado Golder. Pero tampoco ha querido
contarlo.
Tragué saliva, sacudí la cabeza y le sonreí. La empujé con suavidad para
ir a la cocina mientras le decía con voz serena que eran ideas suyas.
Al entrar, todas me miraron. Todas me clavaron los ojos con una
expresión de lástima que, en los labios, se convertía en una sonrisa. Debían
de estar enteradas de lo ocurrido, de modo que querían mostrarme su apoyo
y su pena.
Todas, menos una. La señora Becker me miró de arriba abajo con un
gesto de absoluto desprecio. Agarró el cuenco de comida y se marchó hacia
el comedor sin dirigirme la palabra.
—No le hagas caso. Está desesperada por lo de Milat —susurró la señora
Rivka. Me acarició el pelo—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —susurré con contundencia—. Hambrienta, tengo mucha
hambre. —Me sentí una mentirosa y quise cambiar de tema.
—Pero ¿vienes a comer? ¿Tú no lo sabes?
—¿Saber qué?
La señorita Orli se abrió camino entre la señora Rivka y Ami, me agarró
del brazo, y me apartó de las demás.
—¿No te lo ha dicho? —susurró mientras acercaba su rostro al mío—. El
soldado Bergen ha estado aquí y ha dicho que, si quieres comer, subas y se
lo pidas a él.
—¿Qué? —Palidecí.
—Se ha llevado dos platos de pasta arriba. —La señorita Orli estaba
eufórica—. Uno de seguro es para ti. Nada de sopa a medio hacer, sino
comida. Comida de verdad.
Me costaba respirar. La miré desencajada.
—Ha prohibido que vuelvas a comer aquí. —Casi se reía—. Dice que, si
tienes hambre, no tienes más que subir y decírselo.
¿Cómo había sido tan tonta como para creer que no haría nada? ¿Cómo
había sido tan estúpida como para pensar que se conformaría con algo tan
nimio como la ropa? ¿Acaso no conocía todavía a ese maldito demonio?
No, no se conformaría. Me acosaría, me humillaría, me mataría de
hambre, me enfermaría de frío. Todo. Lo haría todo. Cualquier cosa con tal
de salirse con la suya.
—Pero sube, Eva —dijo la señorita Orli con la mano en mi espalda
mientras me daba un empujoncito hacia la puerta y me obligaba a
abandonar la cocina.
Me arrastré por la casa hasta arriba con el alma en los pies. Miré la
puerta de la habitación del diablo. Estaba cerrada. Apreté los puños con
rabia, le di la espalda y avancé pasillo arriba para subir a la buhardilla.
No quería que la señorita Orli, ni la señora Rivka, ni nadie me viese. Me
senté junto a la trampilla del montacargas por donde Temel y yo habíamos
bajado cuando intentamos huir el día que los alemanes llegaron a la granja.
Allí me acurruqué a esperar que pasaran las horas.
Me sentía completamente perdida; sin saber qué hacer. Era tal la
desesperación que rompí a llorar incluso antes de sentarme a
compadecerme. Ahora sí que no sabía cómo burlar a la muerte. Lo de la
ropa no era nada comparado con eso. Incluso sin la posibilidad de lavarla o
secarla, se podía considerar como algo secundario. Pero ¿cómo iba a
sobrevivir sin comida? ¿Cómo iba a tener fuerzas? ¿A moverme? ¿A no
volverme loca? ¿Cuánto tiempo podía estar una persona sin comer?
Estaba en un callejón sin salida. No podía decirle a nadie lo que me
pasaba, ni pedir ayuda. Estaba sola, completamente sola en el mundo.
Seguí acurrucada, lloraba sin consuelo hasta que el cansancio se apoderó
de mí, y mi cuerpo cedió al sueño. Todo por culpa de un maldito diablo al
que se la había antojado imponer su voluntad; uno que iba a torturarme
hasta conseguirlo o hasta matarme.
***

—Eva.
Abrí los ojos al escuchar mi nombre. Estaba echada en la parte alta de la
granja, a unos pasos de la buhardilla; al otro lado, alguien me llamaba.
—¿Eva? —repitió una voz familiar.
—¿Señor Rivka? —susurré, arrastrándome hasta la puerta.
La buhardilla era el lugar donde los alemanes encerraban a los hombres
por las noches, cuando no trabajaban en el campo. Debido a la lluvia que
seguía cayendo, no me extrañó que los dejaran encerrados todo el día.
—No. —La voz pareció vacilar—. Soy Chaim.
Chaim Schreiber. El hermano de Temel.
—¿Eres Eva, verdad? Estabas hablando dormida. —Pareció alegrarse—.
Qué bien oír tu voz. Escuchar a alguna, aunque sea a través de una puerta.
—Lo mismo digo —susurré con tristeza—. Creí que eras el señor Rivka.
Hubo un silencio.
—El señor Rivka murió anoche, Eva. ¿No lo sabías?
—¿Qué? —dije con un pequeño alarido—. No, no lo sabía.
No tenía ni idea. Ni yo, ni ninguna de nosotras. ¿Cómo íbamos a
saberlo? Los hombres y las mujeres no estábamos juntos; nos habían
separado. Se llevaban a los hombres a trabajar al campo antes de que nos
despertásemos. Muchas veces los hacían regresar por la puerta del sótano,
así que subían la escalera hasta a la buhardilla. No tenían horario fijo y no
nos permitían estar atentas a sus movimientos, por lo tanto, pasábamos los
días sin verlos. Tan solo la señorita Orli, que se encargaba de subir las
bandejas de comida, atisbaba cómo estaban. En cuanto volviese a subir nos
comunicaría la muerte del señor Rivka. Pobre señora Rivka. Aquello la
volvería loca.
—Uno de los soldados empezó a golpearlo —sollozó—. La tierra no da
más. Lo han arrancado todo de raíz. No hay más comida, Eva. No podemos
sacar nada.
—Chaim —alcancé a decir con voz lastimera.
—Nos matarán uno a uno a todos. —Era impactante escuchar a ese
muchacho, tan firme y decidido siempre, llorar como un niño a través de la
puerta de madera—. Están furiosos porque dicen que es culpa nuestra y que
nos van a matar si no logramos sacar algo comestible. Pero es imposible.
Apoyé la mano contra la puerta. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir?
Desde el primer momento supe que eso pasaría.
—¿Cómo está Temel? —Cambió de tema, ansioso.
—Bien —le dije—. Es fuerte. Ella está bien.
Todo lo bien que se podía estar en una situación como aquella.
—¿Y mi madre?
Fue tan rápido como un disparo en el corazón.
—¿Qué?
—¿Cómo está mi madre? —susurró aquel chico sin fuerzas, desesperado
—. Dile que tenga paciencia, que todo pasará. —Lloraba—. Que la quiero
mucho. A ella y a Temel.
Supuse que, al igual que nosotras no nos enterábamos de nada de lo que
pasaba en ese grupo, ellos tampoco sabían nada del nuestro. La señorita
Orli habría preferido omitir las noticias, no contar nada de lo que sucedía.
—Yo… —Se me ahogaba la voz—. Estoy segura de que lo sabe.
No quise decir más. ¿Para qué? ¿Para que sufriese hasta morir cuando,
quizá, nunca volviesen a juntarnos y no se enteraría de la terrible verdad?
Mis ojos miraron el techo como si pudiese ver el cielo a través de él. Me
di cuenta de que nuestro objetivo no debía ser sobrevivir, porque no lo
conseguiríamos, sino sufrir lo menos posible hasta el final.
***
Aquella noche se repitió la escena de la jornada anterior. La señorita Orli
puso la bandeja con la cena sobre mis manos y me soltó un escueto: “Sube a
la habitación”, por lo que tuve que obedecer.
Llamé a la puerta dos veces, pero nadie respondió. Pensé que tal vez
estaba en el cuarto del herido. Sopesé las opciones. Podía ir a buscarlo para
avisarle que estaba la cena, pero me parecía atrevido, inapropiado y, sobre
todo, peligroso. También podía esperar en la puerta hasta que apareciese,
pero mis fuerzas no me permitirían sostener la bandeja durante mucho
tiempo; además, no sabía cuánto podía tardar o quién podía aparecer. La
última opción era entrar, dejar la bandeja en el escritorio y esperar sentada
en mi rincón en el suelo.
Opté por la última. Abrí la puerta y entré. El diablo estaba en la cama
con la espalda apoyada en la almohada.
—Con permiso —me apresuré a decir. Cerré la puerta con un golpe
involuntario del codo, nerviosa. No esperaba que estuviese allí.
—Y sin él, por lo visto —dijo sin levantar los ojos del libro que tenía
entre las manos.
¿Qué había querido decir con eso? Carraspeé mientras intentaba
recuperar el dominio sobre mí misma. No importaba cuántas veces lo viese,
ni el tiempo que lo tuviese delante, siempre sentía el mismo desasosiego.
Me intimidaba.
—¿Has venido hasta aquí para mirarme embobada?
Bajé la vista en el acto. No me había dado cuenta de que estaba perpleja.
—La cena está sobre la mesa —dije con un pequeño gesto en dirección a
la bandeja.
“Un plato de pasta hasta arriba con un aspecto exquisito”, quise añadir.
Y de hecho, mi estómago lo hizo en forma de pequeño gruñido.
—Tírala a la basura —dijo sin darle más importancia.
—¿Qué?
—Tírala a la basura —repitió como un eco. Alzó la vista del libro, me
miró y después agregó—. ¿O tienes hambre?
Controlé la expresión de mi rostro para que se viese frío e indiferente
como el suyo. Agarré el plato sin decir nada y lo deslicé hasta por la basura
que estaba junto a la mesa. Tiré hasta el último gramo, con plato incluido.
Luego me senté en mi rincón sin decir nada. Noté que me miraba con cierta
atención antes de volver al libro.
Apoyé la espalda contra la pared, encogí las rodillas hacia mi pecho
mientras intentaba ignorar el olor a tomate que llegaba desde la papelera.
¿Cómo podía tirar así un plato de comida cuando tantas personas pasaban
hambre a su alrededor? Era el peor monstruo que había visto nunca.
—“Déspota” no significa lo que tú crees —dijo de pronto y me obligó a
mirarlo. No sabía de qué hablaba—. Creí que se debía a que eras pequeña
cuando empezaste, pero ya vas por los trece años y sigues sin emplear la
palabra correcta.
Exhalé un pequeño murmullo, que en cualquier otra circunstancia habría
sido un grito enfurecido al ver el supuesto “libro” que tenía entre las manos.
No era uno cualquiera. No era ninguno de los de la señorita Orli sobre
medicina, ni de cocina de la señora Rivka, ni ninguna novela de Ami.
El día que cumplí nueve años, la señorita Orli me regaló un cuaderno
con la tapa llena de flores y me instó a que lo utilizase como un pequeño
diario para evitar las faltas de ortografía, que se me volvían cada vez peores
y, a la vez, enriquecer mi vocabulario. Al principio, debo reconocer, se
convirtió en un pequeño castigo tener que realizar la tarea. Muchas veces no
sabía qué contarle a algo que no podía oírme. Pero luego, a base de
costumbre, con los años, me di cuenta del gran desahogo y alivio que sentía
al plasmar sentimientos que no podía decir en voz alta. Cosas que estaban
en mi corazón, pero no quería que nadie supiese. Lo terminé cuando tenía
catorce años; así finalicé mi aventura literaria con una gran sonrisa, lo
guardé en uno de los cajones del armario de mi habitación y olvidé su
existencia. No era nada más trascendental que los pensamientos de una niña
de esa edad. Sin embargo, se trataba de algo privado al fin y al cabo.
—¿Sabes lo que significa “déspota” o todavía no te has enterado?
Pude ver la maliciosa sonrisa detrás de su mirada de interés. No había
agarrado aquel diario, ni se molestaba en leerlo porque le gustase. A decir
verdad, dudaba de que lo leyera de verdad. Solo quería provocarme y ver
hasta dónde aguantaba.
—Sé lo que significa “irrespetuoso”.
—¿No me digas? —Se reía de mí—. ¿Estás segura? Porque aquí no eres
capaz de decir una maldita frase que tenga coherencia.
—El soldado nazi era terriblemente irrespetuoso. —Lo miré
directamente a los ojos.
—Y la chica judía se cree que tiene más coraje que nadie. —Se inclinó
hacia adelante y me sostuvo la mirada.
Sentí un escalofrío por el tono. Me daba mucho más miedo cuando no
parecía ser un insulto. Mi instinto de supervivencia se alarmó. Me pregunté
qué demonios hacía. No debía entrar en su juego, ni replicarle o enfadarme
con las provocaciones. Junté los labios y bajé la cabeza. No tenía nada más
que hablar con él.
—Este cuaderno es una mierda. —Lo estrelló contra el piso junto a
varias botellas de vodka vacías.
Mantuve la mirada en el suelo, fija en la alfombra y procuré no
moverme, como si no estuviese allí. Me di cuenta con alivio de que se
echaba hacia atrás en la cama y dejaba de prestarme atención. No debía
olvidarme de que, para Bergen, yo debía ser invisible.
***

Me muero de hambre, de verdad. Lo noto en todo el cuerpo. Me muero.


Para el atardecer del día siguiente, me costaba hasta respirar. Llevaba sin
comer nada, ¿cuánto?, ¿dos días? ¿Cuánto se podía durar sin comer?
¿Cuántas horas antes de volverme loca? No se trataba solo de la sensación
de hambre en el estómago. La cabeza me dolía con fuerza como si me
golpearan una y otra vez. Mis piernas parecían pesar el triple. Mi cordura
parecía esfumarse.
No ingerir ningún tipo de alimentos debía ser mortal para un ser
humano, pero, antes de la muerte, ¿qué ocurría?
—Eva —gruñó la señora Becker con un golpe en la mesa. Me sobresalté
y estuve a punto de caer de la silla de la cocina en la que estaba sentada. No
la había oído entrar—. Te hablo, niña. Ese soldado, Helmut, me acaba de
parar en el pasillo y se ha quejado de que la ropa de ayer todavía no está
limpia, ¿qué demonios esperas?
Me costó salir de mi ensimismamiento y prestar atención a lo que me
decía. Era la primera vez que la señora Becker me dirigía la palabra en días.
Lo hacía por obligación y con el mayor resentimiento posible.
—Lárgate a lavar de una puta vez.
Miré a la señora Becker. Eran las cuatro de la tarde y estábamos solas en
la cocina. Las demás llevaban adelante sus tareas o terminaban de comer.
Por supuesto que la ropa no estaba limpia. Después de lo que me había
sucedido en las últimas cuarenta y ocho horas, la ropa sucia de los soldados
había pasado a ocupar una parte tan pequeña de mi cabeza que la había
olvidado por completo. Esa mañana, no recordaba nada que no fuese
sentarme en la cocina y beber un vaso de agua tras otro para intentar
engañar al estómago. Una tontería, obviamente, pero tenía que hacer algo
para paliar el hambre que parecía comerme por dentro.
—¿Eres sorda o estúpida? —El tono se volvió aún más amenazante—.
Haz lo que te digo.
La observé. Me detuve en el ojo morado por el golpe que alguno de los
soldados le había dado cuando se llevaron a Milat y en cómo fruncía el
ceño con auténtico odio. Me levanté y salí de la cocina. No quise discutir,
sabía que no había sido ella la que me había hablado, sino su angustia. Aún
no se sabía nada de Milat, lo que tenía a las Becker asustadas e irritables.
Tampoco se sabía nada de los soldados que habían partido hacia Tarnów, lo
que tenía a los nazis desquiciados.
El cuarto de lavado estaba repleto de sábanas, ropa y zapatos sucios.
Parecía haber ropa sucia de dos años. Me agaché frente al barreño, agarré el
jabón y arrastré una de las bolsas. Una camisa, un pantalón, otra camisa.
Estuve casi dos horas en la misma posición lavando una prenda tras otra
hasta que el cansancio hizo que se me nublara la vista. ¿Cuántas veces
había dicho que no podía más y las cosas empeoraban? ¿Cuántas veces iba
a llegar al límite de la supervivencia, de mis posibilidades?
Dejé la ropa que quedaba a un lado y salí por la puerta trasera hacia el
jardín. Aún llovía. Me apoyé en la fachada y extendí las manos hacia afuera
para que se me mojasen y luego refrescarme la cara. Aspiré profundamente,
mientras sentía mi rostro empapado por la lluvia. El olor a tierra húmeda
me encantaba. Me transportaba a mi niñez, a los días felices cuando vivía
tranquila. Desvié la vista hacia el suelo y esbocé una sonrisa casi
imperceptible al rozar las plantas que allí crecían.
Acariciar la hierba con los dedos me recordó cuando las vacas iban a
pastar a los prados. Sin darme cuenta, mis dedos se cerraron en un puño. No
lo pensé. Ni siquiera lo miré para comprobar que estuviese limpio. Acerqué
el puño a los labios y metí el manojo en mi boca. El sabor era repulsivo,
como un trozo de fruta podrido. Pero lo hice tres veces más. Tomé otros tres
manojos y traté de masticarlos un poco. Estoy segura de que si me hubiese
calmado el hambre, lo habría hecho más veces.
A eso había llegado, a ser un animal, tal y como esos soldados decían.
No lo habría imaginado ni en la peor de mis pesadillas. Verme comer
yerbajos con las manos en la parte de atrás de mi casa, a escondidas, hizo
que me llevara las manos a la cabeza y me pusiese a llorar. Me senté en el
suelo mirando el horizonte. Mi pequeña granja siempre me había parecido
algo especial. Quizás aburrida, porque nunca pasaba nada, pero especial.
Era la tierra en la que había vivido toda mi familia. El sitio donde habían
nacido y crecido los hijos de generación en generación de la familia
Goldiak. También el lugar donde había fallecido la mayoría. Sonreí con
ironía al pensar que también sería el lugar en el que yo había nacido y en el
que moriría.
—¡Puta!
Ni siquiera vi de donde salió. Solo escuché el grito y sentí una mano que
me apretaba el cuello, que me estampaba contra la pared.
—Así quería verte, judía. —Hank estaba frente a mí, cerraba el puño
contra mi cuello de forma que me costaba respirar—. No sabes las ganas
que tenía de hablar contigo a solas.
Quise chillar, soltarme, pero mi débil cuerpo solo fue capaz de emitir un
quejido y moverse torpemente en un inútil intento de defenderme.
—Te crees muy lista, ¿verdad? Crees que te has salido con la tuya al
poner de tu lado a ese imbécil de Bergen, ¿eh? —Escupió nada más decir el
nombre—. ¿Te reíste cuando me pegó? ¿Te gustó?
No podía respirar. Me faltaba el aire.
—Disfrútalo, niña. Disfrútalo mientras puedas porque tarde o temprano
Bergen se cansará de ti. —Se rio con una carcajada rabiosa.
Intenté apoyar las manos contra la pared en un vano intento de sostener
mi peso y poder respirar, cuando noté que me soltaba.
—Estoy impaciente por que llegue ese momento. —Hundió su puño en
mi estómago—. Entonces sí que tú y yo nos divertiremos de verdad.
Me soltó al tiempo que daba un par de pasos hacia atrás. Me dejó caer al
suelo junto a sus pies mientras yo luchaba por volver a respirar. Pegué la
cara contra la piedra, la lluvia me mojaba. Intenté respirar profundamente.
Vi por el rabillo del ojo cómo sus botas se alejaban hacia la casa,
seguramente satisfecho por lo que acababa de hacerme.
Socorro, por favor. Alguien. Quien sea. Necesito una persona, aunque
solo sea una persona, que me ayude. No puedo más.
***

Tardé casi una hora en volver a moverme con normalidad, en ponerme


de pie, recta, y poder caminar.
—Aquí tienes la bandeja —me dijo la señorita Orli tan pronto me vio
aparecer en la cocina.
Dejó sobre la mesa una bandeja azul celeste con un plato lleno de arroz y
un combinado de verduras, que no sabía de dónde habría sacado.
¿Quedaban verduras todavía? Me dirigí hacia la comida. Otra cena más que
acabaría en la basura. Que desperdicio.
Torcí la boca al estirar los brazos en un claro gesto de dolor. Aún me
dolía muchísimo la barriga. No estaba segura de si por el hambre, por haber
comido hierba o por el puñetazo de Hank. O por una combinación de todas.
—Eva. —Me volví hacia la señorita Orli—. ¿Estás bien? Pareces
enferma. Te veo más demacrada de lo que ya estabas.
Bajé la cabeza. Podía engañarla con palabras, o mejor dicho, con la
ausencia de ellas, pero mi aspecto delataba que algo pasaba.
—¿Estás bien, mi niña? —Levantó la mano hacia mi rostro en un claro
intento por reconfortarme—. Sé que no hemos hablado de “ciertas cosas”.
Sobre todo porque pienso que es mejor no hablar ni pensar en algo que no
puedes cambiar. Que lo único que debes hacer es ignorarlo hasta que puedas
fingir que no ha pasado.
¿Fingir que no ha pasado?
Esa no era una frase de consuelo. Me pareció casi un insulto.
—Pero si hay algo de lo que quieras hablar conmigo —continuó antes de
pedirle que no hablásemos de eso—, puedes hacerlo. De lo que sea. ¿Te
trata bien? Quiero decir, ¿se pone violento? ¿O es grosero en cuanto a lo
que te pide? ¿Algo inusual?
—¿Inusual?
Por supuesto que había algo inusual y grosero en lo que ese maldito
demonio me pedía. Quería que fuese su esclava, su juguete o lo que fuese a
cambio de mantenerme con vida. ¿Podía haber algo más inusual?
Aparte de eso, si se refería a cuestiones más profundas, ella ya lo sabía.
Me había educado y estaba al tanto de mi ignorancia completa. ¿Qué
conocía yo de ese tema? ¿El “no te muevas” que me había dicho? Eso era lo
máximo que había profundizado a la hora de explicarme las relaciones
íntimas que mantenían los esposos. No solo era una chica de dieciocho años
que no había besado a un chico en su vida, sino que, además, con la
educación que había recibido apenas había visto a alguien darse un beso.
Hasta la última persona de Polonia se había reído de mí cuando, a los doce
años, me horroricé al ver juntos a dos conejos.
—Habla conmigo, Eva. Te lo suplico, habla conmigo —me susurró la
señorita Orli—. Es que llevas unos días… Si te sientes mal por lo que
haces, no tienes por qué.
Sí, me sentía mal por lo que hacía, por mentirle. Por mentirle a todo el
mundo. Pero no podía hacer otra cosa. No podía hacer lo que me pedía así
me costara la vida, no lo haría. Jamás me rendiría frente al demonio. Esa era
la única verdad que sabía.
Asentí mientras le daba un beso en la frente y agarraba la bandeja para
salir de la cocina, consciente de que la dejaba preocupada.
***

Cuando llegué arriba, el dolor en el estómago se había convertido en


pequeñas punzadas. Sentía la tripa dura e hinchada, como una indigestión
intensa o algo parecido.
¿Y si ese soldado me había roto algo por dentro? A lo mejor tenía una
hemorragia interna y me moría poco a poco. Sacudí la cabeza de forma
negativa. Con un hueso roto no habría podido levantarme del suelo. “Es por
el puñetazo que te ha dado”, pensé para tranquilizarme. “Eso y comer
hierba del campo no puede ser nada bueno. Por eso tienes estas náuseas que
te suben hasta la garganta, pedazo de tonta.”
Llamé tres veces a la puerta sin recibir respuesta. Tres malditas veces
golpeé con una mano mientras hacía malabarismos con la bandeja en la
otra. Ni se dignó a responder. Así que entré como si nada.
Bergen estaba allí, tirado en la cama, con la habitual nube de humo
alrededor, ignorándome. Por lo visto iba a ser así siempre. El mismo ritual
cada noche. Ignorar que yo llamaba, que me moría de frío y que tenía
hambre. Ignorarme o molestarme día tras día hasta que me rindiese o me
muriese.
Cerré la puerta y fui con la bandeja hacia el escritorio. Miré el plato de
arroz. ¿Para qué alargar más la agonía? Suspiré con impotencia. Agarré el
plato y lo tiré directamente a la basura, como siempre, con plato y todo.
Ojalá aquel ser desalmado supiese alguna vez lo que era tener tanta
hambre que comerías la hierba del suelo, aunque te destrozara el estómago.
Me dispuse a ir hacia mi sitio, el lugar donde era invisible, cuando escuché
que se ponía de pie.
—¿Acabas de tirar mi cena a la basura? —preguntó de pronto y lo miré.
Estaba frente a mí, con un pantalón gris oscuro y camisa. Me miraba
fijamente con aquellos ojos verdes insondables.
—¿Qué? —balbuceé con torpeza—. Pensé… yo… Como estas noches
me había pedido… pensé…
—Las otras veces me has dejado claro que no había nada —recalcó
“nada” con cierto enfado— que hiciese que la aceptases, ¿verdad? ¿Por qué
malgastar comida contigo?
Titubeé, nerviosa. Supuse que tenía lógica.
—Es que… —Se me hizo un nudo en la garganta—. Es que yo pensé…
—Ah, ya veo el problema. —Me cortó con pasividad—. Me ha tocado la
judía que piensa, y por eso me quedo sin cenar.
No sabía qué responderle.
—¿Qué se supone que debo hacer ahora?
¿Es que no podía apartar los ojos un segundo de mí para que yo pudiese
pensar? Tenía una mirada perturbadora, a pesar de su total indiferencia.
—Yo… —Mi mente hizo un claro esfuerzo—. Puedo bajar a la cocina
y…
—¿Y tirar a la basura la cena de todos para que me sienta mejor? —dijo
con sarcasmo—. Sácala de la basura.
Me dio la espalda dispuesto a tirarse en la cama con el cigarro.
—El plato está roto.
Más que roto. Estaba hecho añicos.
—Separa la comida y ponla sobre la bandeja.
—Es que… —vacilé—. Es arroz.
Se me escapó; entonces él volvió a mirarme. No quería replicarle, solo
que la lógica se impuso a mi voz. Un plato de diminutos granos de arroz
blanco, revuelto con trocitos de un plato también blanco, no solo iba a ser
imposible de separar, sino que sería hasta peligroso. Bergen se cruzó de
brazos. La camisa que llevaba puesta le marcaba el cuerpo. Me miraba de
nuevo con expresión férrea.
Tragué saliva. No me quedaba más remedio que bajar la cabeza y hacer
lo que me decía. Y eso hice. ¿Qué iba a decirle si no? ¿Que podía cortarme?
Por supuesto que él ya lo sabía, sabía que podía clavarme hasta la última de
las esquirlas, pero le daba lo mismo.
Fui hasta la basura y me agaché. Hice una mueca de dolor al sentir cómo
se contraía mi estómago en esa posición. Tal como había supuesto, la mitad
del plato se había roto en mil pedacitos blancos que se habían mezclado con
los granos de arroz en una simbiosis casi perfecta. Metí la mano y saqué el
trozo más grande de plato. Lo puse a un lado del suelo. Continué con los
siguientes trozos, del más grande al más pequeño, los separé con cuidado
hasta que solo quedaron los añicos. Intenté sacarlos uno a uno, los tomé con
las yemas de los dedos y los puse a un lado, pero eran demasiados y se
resbalaban con facilidad. Con ese sistema iba a ser una tarea imposible.
Metí la mano completa, agarré un puñado de arroz y esquirlas del plato.
Abrí la palma y me acerqué hasta la bandeja. Aparté los trocitos rotos y
coloqué allí el arroz. Como era obvio, me corté y algunos fragmentos se me
incrustaron como púas. Ignoré el dolor mientras intentaba no manchar la
comida de sangre. Formé una montaña de arroz en la bandeja. Si bien no
llegaba a ser una ración completa para una persona adulta, se veía aceptable
para haber sido rescatada de la basura. Di una última revisión y me volví
hacia el diablo, que estaba echado en la cama con la cabeza inclinada hacia
atrás, mirando el techo.
¿El diablo había mirado al techo todo ese tiempo? ¿O me miraba a mí?
Sí, por supuesto, podía haber pasado todo ese tiempo con la vista en mí
mientras disfrutaba de mi dolor y mi desgracia.
—Ya está —susurré y le indiqué la mesa con un movimiento de cabeza
cuando giró para mirarme.
El diablo estaba echado con un brazo hacia atrás, como si fuese un
muchacho normal, extremadamente guapo, sí, lo reconocía, pero normal al
fin y al cabo. Un chico joven sobre una cama.
—Tíralo.
—¿Qué?
—Ya no tengo hambre —dijo con indiferencia—. Tíralo.
Apagó la vela que tenía en la mesilla y la luz de la habitación disminuyó.
Solo quedaron dos velas. Me dio la espalda. Se inclinó hacia el otro lado de
la cama para alcanzar una botella de vodka. Quedé de pie, pasmada.
Me sentí una auténtica imbécil, con las manos llenas de sangre y la
mandíbula abierta mientras notaba insistentes punzadas en la boca del
estómago.
Miré el montón de arroz que había conseguido salvar; dejé de verlo con
mis ojos hambrientos para hacerme una idea de cómo se vería con los
suyos. Ese soldado alemán al mando de todo, tan pagado de sí mismo, no
pensaba comerlo. No lo había pensado en ningún momento.
—Era mentira —susurré con un hilo de voz que hizo que se volviese
hacia mí, sorprendido, estoy segura, aunque lo disimulara—. En ningún
momento iba a tocar esa comida, ¿verdad? —Lo miré—. Si no la hubiese
tirado, me habría ordenado hacerlo.
Hubo un silencio revelador hasta que por fin habló.
—Vuelve a tu sitio, judía.
Me lo dijo lentamente, con una tranquilidad amenazante, con la mirada
al rincón donde me sentaba, aunque dejaba claro que se refería a mucho
más que ese lugar. Quería que agachara la cabeza y me callara. Tal vez así
entendería de una vez por todas que yo solo era una rata con la que él
jugaba cuando quería.
Me dolían las manos como si me clavaran cristales en ellas, y el
estómago como si Hank siguiese con sus puñetazos. Así que el hecho de
que ese miserable demonio se burlase de mí era la gota que colmaba el
vaso. Había llegado a mi límite de tortura. No podía más.
—Lo ha hecho a propósito.
Se puso de pie, enfadado. Me miró con fiereza al ver que no me había
movido de donde estaba. Dio dos pasos hasta estar cara a cara conmigo.
—¿Y qué?
Levanté las manos hasta la altura de la cabeza para mostrarle las palmas
con varias gotas de sangre y algunos cristales clavados. Sus ojos verdes me
miraban intensamente mientras sentía cómo su respiración me rozaba el
pelo con suavidad.
—¿Y qué? —repitió en un gruñido, que trató de que sonara mucho más
seco que antes, más frío. Se inclinó hacia mí sin pestañear—. Vuelve a tu
sitio, ahora.
Ni siquiera lo negaba. Le daba igual que me cortara, que me doliese, que
sufriese o que me muriese. Le era indiferente mi dolor.
—¿Le gusta? —Me oí decir con un susurro tan inesperado para mí como
para él—. ¿Le hace sentir bien verme sufrir? ¿Es eso lo que quiere? ¿Verme
sufrir poco a poco hasta matarme?
Bajé la cabeza. Me puse una mano en la frente. Los nervios me
traicionaban. Me puse a llorar. No quería llorar delante de ese monstruo. No
quería mostrarme débil.
—Se trata solo de un juego cruel para divertirse y hacerme daño.
Apreté la mano ensangrentada contra mi frente, desesperada. Me
ahogaba el llanto. No podía contenerlo.
—Solo quiere verme sufrir.
—No es eso lo que quiero.
Su pasividad siempre contrastando con el momento.
—¿Ah, no? —lo increpé mientras levantaba otra vez mis manos para que
las viese. Lo miré a los ojos—. ¿Entonces qué quiere? ¿Qué quiere de mí?
¡Qué demonios quiere!
Sentía que no podía más. Que no podía aguantarlo. Cara a cara con aquel
soldado despiadado, a solo un palmo de distancia, echaba mi aliento sobre
él al chillar y notaba su respiración en mí.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —repetí con más fuerza.
—Que te rindas—gruñó de pronto mientras me agarraba por los hombros
con un movimiento rápido y sorpresivo—. Quiero que te rindas de una puta
vez, judía con cerebro de pájaro. Deja de jugar y de fingir. Admite cuál es
tu precio.
Me miró fijamente como si me repitiese cada palabra que acaba de
decirme, fuera de sí.
—Yo no…
—Sí, lo tienes —me cortó tajante con la misma seguridad con la que me
habría dicho que las hadas no existían—. Todo el mundo tiene un precio. Y
te lo daré —añadió con una expresión de absoluta determinación—. Deja de
fingir. Te daré lo que me pidas.
Se trataba de eso, a eso se reducía todo. Para ese demonio todo el mundo
tenía un precio, incluida yo. Todos éramos como él.
—¿Es sordo? ¿O quizás está ciego? ¿Qué es lo que no puede ver? —
susurré con una valentía que ni yo misma sabía que podía tener—. Tome
sus garbanzos, su ropa y todo lo que tenga, compre a veinte personas de
esas que valen tan poco como usted. Porque a mí, nunca, jamás, podrá
pagarme el asco que siento de solo estar cerca suyo.
Lo dije en voz alta, a la cara. Mis pensamientos, lo que realmente sentía
y había callado todo este tiempo por miedo, habían salido de mi boca sin
contención. Ya no me quedaban fuerzas ni para eso.
Así fue como el diablo se quedó pasmado. Pude ver una auténtica
expresión indescifrable en su rostro, como si se hubiese quedado atónito.
Como aquella vez, en mitad del bosque, cuando le puse el arma en la mano.
Entrecerró los ojos, confundido. ¿Enfadado, quizá?
Me agarró aún más fuerte de los hombros, me echó hacia adelante para
pegarme a él, con los ojos chispeantes de rabia. No sé qué pretendía, ni
tampoco me hacía daño, pero no debió zarandearme tanto. Al segundo
movimiento, sentí cómo la hierba me subía por el estómago, hacia mi boca
y acabó de nuevo encima de su ropa.
No puedo creerlo.
—Yo… —Me tapé los labios con la mano, asustada, mientras negaba
con la cabeza y veía el vómito verde deslizársele por la camisa—. Esta vez
no ha sido a propósito.
Acababa de vomitar encima de él, otra vez, como si fuese la guinda al
pastel de mi discurso.
Tomó aire y lo soltó lentamente.
—Es la segunda vez que lo haces —dijo con media sonrisa en la boca,
que no llegó a los ojos ni por asomo—. Así que será la segunda vez que yo
haga esto.
Entonces supe exactamente lo que iba a hacer.
—¡No, por favor! —chillé casi al mismo tiempo que me agarraba del
brazo y me cargaba a su hombro.
Giró conmigo encima y salió de la habitación. En menos de un minuto,
había bajado la escalera y salíamos por la puerta de la granja al exterior,
donde aún seguía lloviendo a mares.
—No —susurré desesperada mientras me imaginaba de nuevo en el lago,
sola, aterrorizada por el miedo y el frío—. No, esta vez ha sido sin querer.
Hizo caso omiso de mis súplicas. El diablo se detuvo frente al lago
Eshkol y me lanzó de nuevo, sin miramientos, como una piedra que se tira
al mar.
Sentí de nuevo aquella punzada horrible de dolor ante el agua helada; se
me clavó por todo el cuerpo mientras me envolvía y me empapaba hasta
hundirme. Fue igual que la vez anterior, salvo por un detalle. Cuando alcé
los brazos fuera del agua para tomar aire y me dispuse a estirar las piernas
para ponerme de pie, no toqué el suelo.
Me había tirado en la misma parte del lago, pero, con la lluvia, el agua
había subido a un nivel que me impedía hacer pie.
Me hundí. Por muchos movimientos que hice con las piernas y las
manos, mi cuerpo se fue directamente al fondo. Tenía los ojos abiertos; sin
embargo, todo estaba oscuro. No se veía nada, solo oscuridad. Giré y mi
cuerpo dio con el suelo. Cuando toqué con las manos lo más profundo del
lago, supe que iba a morir.
En mitad de la noche, en lo más hondo de un lago oscuro e inmenso sin
saber nadar y sin ayuda, cualquier atisbo de esperanza sería imposible. Mi
vida había llegado hasta ahí. Lo había intentado, con todas mis fuerzas, pero
no lo había conseguido.
La prueba que la vida me había puesto había sido demasiado para mí.
Alcé las manos, dejé que se moviesen suavemente en el agua y esperé que
la muerte llegara, que me envolviese con su gracia aterradora hasta sacarme
de allí. ¿Qué importaba que Eva Goldiak, una simple chica judía de
dieciocho años, dejase de vivir?
De pronto, cuando ya sentía que estaba a punto de perder la conciencia,
me agarró la mano y tiró de mí con tanta fuerza que más de la mitad de mi
cuerpo salió a la superficie en el primer impulso y los pulmones se me
llenaron de aire.
Solté un grito. Noté cómo el aire salía y entraba en mi cuerpo a enorme
velocidad mientras sentía que volvía a hundirme hasta que me agarró con
fuerza al rodear mi cuerpo por debajo de mi pecho para impedir que me
ahogase.
Giré cuanto pude para verlo. Estaba iluminado por la luz de la luna,
luchaba con un brazo para nadar hacia la orilla mientras con el otro me
mantenía a flote. Él. Bergen, el nazi más extraño que había visto en mi vida,
se había tirado al agua para sacarme.
No tardó mucho en llegar hasta la orilla, me atrajo hacia él, me sujetó las
piernas y me levantó con la misma facilidad con la que un delfín levantaría
una pelota para sacarme del agua y dejarme caer sobre el borde del lago.
Caí recostada boca arriba. Respiraba de manera entrecortada mientras el
agua salía por mi boca y me provocaba tos.
Bergen puso las manos en la tierra y salió del agua con habilidad. Se
arrastró a mi lado y se dejó caer también boca arriba, exhausto. Apenas lo
veía en la oscuridad.
Pasamos varios minutos en silencio, solo con el ruido que nuestros
cuerpos que respiraban. Él se estabilizó pronto y se incorporó con
normalidad. Yo luchaba para no ahogarme, a pesar de estar fuera del agua.
—¿Respiras? —preguntó al tiempo que se giraba hacia mí. Por el rabillo
del ojo vi cómo le daba un pequeño escalofrío que me hubiese hecho
sonreír de satisfacción en cualquier otro momento—. ¿Aún respiras?
Tomé aire lentamente. ¿Por qué me hacía esa pregunta? Sabía
perfectamente que seguía viva. Estaba segura de que me oía respirar a su
lado, aunque fuese entrecortadamente.
Quizás, en su idioma personal, fuera el equivalente a: “¿Estás bien?”
Negué con la cabeza. Creo que solté un bajísimo y lastimero “no”. No
me encontraba bien. Me abracé e intenté que mis pulmones respiraran con
normalidad. No había vomitado por ganas; esa vez, no.
Se incorporó de un salto. Se me vino el mundo encima al verlo. Inclinó
la cabeza hacia mí. Quizás esperaba que hiciese lo mismo. Intentaba con el
aire también recobrar algo de fuerza.
Giré un poco sobre mí misma e intenté levantarme, pero resbalé en el
barro y volví a mi posición original. No tenía fuerzas ni para sostener la
cabeza. No me encontraba mal, me encontraba peor. Todo me daba vueltas.
La boca me sabe a hierba.
El diablo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, impaciente de
seguro. Lo intenté, otra vez, sin éxito. Di con la cabeza en el barro. Cerré
los ojos con impotencia. Me iba a quedar allí tirada a la intemperie. “Vamos
Eva, vamos”, me repetía sin que mi cuerpo fuese capaz de hacer caso.
Abrí los ojos, asustada. El diablo se había agachado junto a mí y me
pasaba una mano por la espalda. Estuve a punto de chillar de solo pensar
que me agarraría del pelo y me obligaría a ponerme de pie, cuando noté que
pasaba la otra mano por debajo de mis piernas, tomaba impulso para
alzarme. Fue tal la sorpresa, que permanecí como estaba, con la cabeza
echada hacía atrás y los brazos hacia el suelo.
—Si estás muerta, te suelto —gruñó Bergen, molesto, ante mi dramática
postura, por lo que hice un ademán de incorporarme, pero no fui capaz.
Solo se trataba de un cuerpo vacío encima de esos brazos helados. No
tenía fuerzas para ayudarlo a sostenerme. El balanceo que sentí, de un lado
al otro, supuse que se debía a que el diablo estaba caminando.
Me dejó en el suelo de la habitación, sobre la alfombra gris perla. Creí
que pasaría allí la noche, en el suelo muerta de frío y me acurruqué como
un ovillo, cuando de pronto desperté de nuevo entre sus brazos.
El corazón me dio un vuelco y recuperé la conciencia perdida de
inmediato. Estábamos en el baño. Se me aceleró la respiración. No sabía
qué hacíamos allí. ¿Por qué me había llevado al baño? Mis escasas fuerzas
apenas me dejaban mover la cabeza como para girar y mirarlo.
Esos ojos verdes, impasibles e indiferentes, me contemplaban de un
modo extraño. No mejor ni peor, solo extraño. Se inclinó hacia adelante, me
bajó y lo miré suplicante. No fue mi intención hacerlo. Simplemente, mi
rostro reaccionó y reveló todo el terror que tenía mientras él me depositaba
lentamente en la bañera. La sentí al instante. Me recorrió todo el cuerpo de
un extremo a otro. Agua caliente. ¡El diablo acababa de meterme en la
bañera, que estaba llena de agua caliente!
Me llegaba hasta los hombros y me cubría las piernas, los brazos y el
tronco. Me sentí mejor de inmediato, como una medicina milagrosa que
cura una herida mortal. No fue el remedio de todos mis males. Por
desgracia, seguía mareada y sin fuerzas, pero se me había ido el frío que me
acuchillaba el cuerpo.
Mis manos heridas flotaban en el agua caliente. Respiré hondo antes de
desviar la vista hacia el diablo, que estaba junto a la bañera. Me miraba
fijamente, expectante, como si esperara que mis piernas se transformaran en
la cola de una sirena por estar en contacto con el agua. Paseó la mirada con
atención, desde mis ojos hasta mis pies, pensativo, para después volver
hasta mis ojos: al punto de partida. ¿Qué pensaba?
Tal vez se pregunte lo mismo que tú. Quizá piense por qué te ha sacado
del lago.
El diablo se quitó la camisa mojada que llevaba puesta y la tiró al suelo.
No me dio tiempo a sacar ninguna conclusión, ya que se inclinó hacia mí y
metió las manos en el agua para tomar mi vestido. Cuando me di cuenta,
puse mis manos sobre la falda para impedírselo. No iba a consentir que me
quitase la ropa.
—El vestido está empapado —dijo al darse cuenta de mi respuesta muda
—. Por mucha agua caliente que te eches encima, de nada servirá si cuando
salgas sigues empapada.
Mis manos no cedieron ni un centímetro. Él me miró enfadado e hizo el
amago de agarrarme el vestido, pero yo volví a removerme en la bañera.
—¿Quieres enfermarte de pulmonía? Porque, si es eso lo que quieres,
puedo tirarte al lago de nuevo. —Gruñó al ver mi expresión, al tiempo que
acercaba la cara a la mía de forma intimidatoria. No me moví—. Qué
estupidez. —Sacudió la cabeza con un gesto que me pareció de resignación
—. Está bien. Te dejaré la ropa interior, ¿de acuerdo?
Ojalá me hubiese dado tiempo a decirle que no llevaba sostén. Pero se
inclinó hacia mí, me agarró el vestido y, a pesar de mi inútil intento de
resistirme, me lo sacó por la cabeza con la misma facilidad que a una
muñeca. Entonces me dejó frente a él, metida en una bañera, con tan solo la
ropa interior blanca de la parte inferior. Mi pecho estaba completamente
desnudo.
Me quise morir. Nunca había estado desnuda delante de un hombre.
Jamás, ni siquiera frente a un médico. Lo más cerca que un hombre había
estado de verme desnuda había sido cuando nos obligaban a las mujeres a
cambiarnos de ropa en el comedor.
Tierra trágame, por favor.
Estoy segura de que me puse como un tomate. Más aún cuando levanté
la vista y noté que me miraba el pecho. Creo que se sorprendió al verme sin
sostén, que no me hiciese falta llevarlo. Tampoco se molestó en disimular la
sorpresa. Hice un esfuerzo enorme para levantar las manos hacia mi pecho
y perdí el equilibrio. A punto de hundirme, el diablo salió del
ensimismamiento y me sostuvo la cabeza en el borde de la bañera.
—¿Vas a ahogarte con tal de que no te vea las tetas? —dijo con sarcasmo
mientras sostenía mi cabeza fuera del agua—. Quédate quieta.
Hice caso omiso y cerré los ojos avergonzada. No quería que me viese
desnuda.
—No ha sido a propósito, pero ya te las he visto —replicó tan cerca que
sentí la respiración en mi rostro. Abrí los ojos y vi que estaba inclinado
sobre mí, sosteniéndome—. No eres la primera chica a la que veo desnuda.
Hasta ahora todas tienen lo mismo ahí arriba, así que tranquila.
Me hubiese encantado contestar a semejante frase tranquilizadora, pero
me distrajo la cercanía, ya que él sí tenía algo que yo nunca había visto
antes. Esos musculosos brazos acompañaban a un torso igual de definido,
tan fuerte que parecía duro como una piedra. El poco vello que tenía era tan
rubio como él, apenas perceptible, por lo que se apreciaban perfectamente
los pectorales. Nunca había visto un hombre así, ni cerca ni lejos. No era
como Hank o Alger, cuya musculatura excesiva los hacía parecer
monstruos. Ni tampoco la bolsa de huesos de Fritz. Era absolutamente
proporcionado, como el David de Miguel Ángel cincelado en carne y hueso.
Perfecto.
—Aunque creo que eres tú la que nunca ha visto alguien como yo —dijo
de pronto.
A todas luces, se había dado cuenta de mi reacción y le había gustado;
tanto que no pudo evitar media sonrisa de satisfacción.
—Supongo que no soy como el resto de hombres de tu pequeña
comunidad —dijo al acercar el rostro al mío y mirarme con aquellos ojos
verdosos chispeantes. Giré la cara hacia la izquierda, para apartarme. Se
burlaba de mí.
—¿Qué es eso? —dijo sorprendido mientras cambiaba el peso de mi
cuerpo a una de las manos para levantar la otra hacia mí.
Me aparté tanto como pude. Estaba sin fuerzas, dentro de una bañera y
sostenida por él para no hundirme. Miraba con impotencia cómo me rozaba
la comisura de los labios con los dedos para quitarme algo.
—¿Qué es esto? —La voz se volvió seca. Tenía en la mano un pequeño
trocito de pasto verde—. ¿Has comido hierba?
Me quedé anonadada por la certera deducción hasta que recordé que
había vomitado una crema con el mismo tono de verde sobre él. Carraspeé
para fingir indiferencia mientras él me miraba.
—Has comido hierba —repitió con absoluta seriedad; lo afirmó.
—Claro. La hierba también es de ustedes, ¿verdad? —susurré con voz
lastimera, aunque no pude evitar que se colase una pizca de resentimiento.
—La considero devuelta —dijo con cierta ironía.
Tragué saliva, nerviosa. Tener esa mirada fija, clavada en mí, en mi
rostro, en mi cara, en mis ojos, me perturbaba.
¿Por qué me mira de esa forma tan extraña? ¿Tan atenta? ¿Qué hay para
ver en mí que esos penetrantes ojos me observan así?
Intenté que mis manos no se moviesen del pecho, para cubrirlo con todo
el pudor que podía. Solo para eso me quedaban fuerzas. Ni para levantarme,
ni para gritar. Ni siquiera para evitar ahogarme en aquella bañera.
—¿Te has golpeado al caer al lago? —Ahora los ojos del diablo estaban
sobre mis costillas, cerca de mi estómago, donde Hank había dejado la
huella del puño.
Preferí no contestar. Seguramente no le importaría en absoluto. Volvió a
quedarse unos segundos en silencio, pensativo, para después inclinarse y
pasar de nuevo los brazos por debajo de mi cuerpo hasta levantarlo. No sé
cómo lo hizo, pero antes de sacarme del baño, sin soltarme de los brazos,
me había echado una toalla blanca por encima. Me aferré a ella.
Al entrar en la habitación, me di cuenta de que estaba más cálida de lo
normal. También más iluminada que por la luz de una simple vela. Alcé la
vista por encima del brazo que me sostenía y vi la chimenea encendida.
Me dejó sobre la cama con bastante cuidado. Apoyó mi cabeza en la
suave colcha con la toalla que cubría mi cuerpo hasta las rodillas, estirada
sobre mí. Pero no pude disfrutar de la sensación de confort al estar sobre un
colchón después de tanto tiempo, ya que metió las manos por debajo de la
toalla, me agarró la ropa interior y la deslizó por mis piernas hasta
quitármela. Grité. No tan alto ni tan fuerte como pretendía, sino como un
acto reflejo ante lo que acababa de ocurrir. Bergen gruñó.
—Piensa un poco, si hubiese querido violarte, ya lo habría hecho —
escupió enfadado. Se volvió hacia la silla del escritorio para tomar un
pequeño fardo de ropa que yo no había visto y la soltó sobre la cama—.
¿Quieres vestirte tú, judía estúpida?
Agarró mi mano por la muñeca, la alzó por encima de mi vista para
después soltarla y que cayese de nuevo sobre la cama, como un peso
muerto, para demostrarme que no tenía fuerza ni para sostener mi propio
brazo.
—¿Cómo vas a hacerlo? —dijo mientras agarraba con una mano lo que
me pareció ropa interior limpia y, con la otra, me sujetaba un tobillo con la
misma delicadeza que si yo fuera una gallina.
Prefería ser la judía más estúpida de la tierra antes que permitir que ese
maldito demonio me vistiese. Con la poca fuerza de tenía, di una pequeña
patada con la pierna que me agarraba. Lo escuché resoplar como si tratara
de calmarse.
—¡Bien! —dijo tras unos segundos de silencio y me soltó la pierna—.
Muérete de frío.
Lo sentí rodear la cama hasta el cabezal, tomar algo y sentarse junto a mi
cuerpo, que seguía allí, tirado, cubierto por la toalla.
—Incorpora la cabeza. —Se volvió hacia mí y me tomó la barbilla para
alzarla con brusquedad. Habló y actuó a la vez—. Abre la boca.
El diablo me acercó una cuchara llena de sopa con la clara intención de
darme de comer.
No doy más de cansancio. ¿Y ahora este maldito juega conmigo? ¿Hasta
dónde va a ser capaz de llegar?
—Jamás aceptaré su ayuda —susurré con dificultad al intentar esquivar
la cuchara.
Era evidente que jamás le había dado de comer a un bebé o a una
persona enferma. No sabía si quería meterme la cuchara en la boca o
dejarme tuerta.
—No voy a cobrártela —dijo con indiferencia mientras llenaba la
cuchara de sopa, porque me pareció que la anterior se derramó sobre la
cama—. Así que abre la boca.
Ojalá hubiese podido pedirle a mi cerebro que entendiese la escena.
—Abre la boca —insistió al ver que no lo hacía—. ¿No lo entiendes? No
voy a pedirte nada a cambio. Come.
—No —volví a susurrar—. Es usted el que no lo entiende. Jamás
aceptaré su ayuda.
—¡Cómo puedes ser tan estúpida! —Lo oí gruñir furioso.
—Lo odio más de lo que pensé que pudiese odiarse a nadie. —Se acabó.
Había llegado el momento de la verdad. La verdad sin más—. Si usted es lo
único que se interpone entre la muerte y yo, por favor —pedí—, déjeme
morir en paz.
Ni siquiera sé qué cara puso o si me contestó algo probablemente
horrible y aterrador cuando dije estas palabras, porque las lágrimas
empañaron mis ojos, mis fuerzas mermaron y mi cabeza volvió a posarse
sobre la colcha.
Me deje llevar por la inconsciencia que tanto necesitaban mi cabeza y mi
cuerpo. Ya fuera que me dejase morir o que me matase él mismo: daba
igual. Mi exhausta existencia no podía más.
C APÍTULO 12

M e río mucho.
No sé qué ha pasado o si me han contado algo gracioso, pero me río con
ganas, a carcajadas. ¿Cuánto hacía que no me reía? Ni siquiera puedo
recordarlo. El sonido de mi risa es muy fuerte y debe de oírse por toda la
estancia. La señorita Orli siempre dice que nunca ha oído una risa con un
tono más alto que la mía. Dice que es capaz de oírme reír desde el otro
extremo de la granja. Esa es la característica de mi risa.
La señorita Orli cuando ríe, sin embargo, cada pocos segundos, emite un
pequeño pitido al tomar aire; algo que le asemeja la risa mucho a un pato.
Esa es la particularidad de la de ella. Cuando estamos solas es muy
divertido. Su risa hace que nos riamos las dos aún más. Cuando estamos
con gente, ella se avergüenza mucho cuando le pasa.
Me río unos segundos más, alzo el cuello al cielo para que mi risa salga
aún más fuerte. Entonces me doy cuenta. No es real.
Abrí los ojos, solo era un sueño. Reírse, después de aquello en lo que se
había convertido el mundo, era tan probable como que yo moviese las alas
y volase. Parpadeé con fuerza hasta estar completamente despierta.
Hacía calor, quizá demasiado. Seguía recostada en la cama de la
habitación del diablo, solo que metida dentro de las sábanas, con una gran
colcha que me cubría hasta el cuello, lo que no me impedía ver que la
chimenea seguía encendida con un fuego bastante vivo. No me extrañaba
que la habitación pareciese un horno.
Me incorporé suavemente y aparté la colcha algo confundida. Me dolía
la cabeza. Observé el resplandor que entraba por la ventana. No era la luz
matinal, más bien parecía la última hora de la tarde, cuando quedaba poco
del atardecer. ¿Había dormido todo el día? Con el martilleo de cabeza que
tenía no me habría extrañado nada.
—¿Se puede? —La voz de la señorita Orli llegó desde la puerta mientras
se asomaba con cautela hasta que estuvo lo suficientemente dentro como
para verme y sonreír—. Menos mal que estás bien. —Entró por completo,
se acercó a la cama y casi se echó sobre mí—. Estaba tan preocupada, que
ya no sabía qué hacer. Y ese hombre diciéndome que subiese cosas. Y no
verte. No me dejaba entrar en la habitación.
—Sí, lo sé. —Me toqué la frente mientras intentaba levantarme y
apartaba a la señorita Orli—. Llevo dormida casi todo el día.
Le acaricié el rostro con una mano, le sonreí levemente para quitarle la
angustia mientras me ponía completamente de pie y ella hacía lo mismo a
mi lado.
—¿Eva? ¿Pero qué dices? —Puso las manos en jarra—. Llevo sin verte
dos días.
—¿Cómo?
—Llevas cuarenta y ocho horas sin aparecer por el piso de abajo. ¿Estás
bien? —Me miró de arriba abajo—. ¿Has estado enferma? Pareces bien,
recuperada.
—¿Qué dice? Anoche me dio el arroz y se lo subí al diab… al soldado.
Tenía que tener cuidado con el apodo que le había puesto a Bergen. Era
la segunda vez que casi se me escapaba en voz alta.
—Eva, eso fue hace dos días.
Imposible. La había visto la noche anterior, me había dado el arroz para
ese maldito diablo. Yo se lo había subido y había pasado lo que había
pasado. No recordaba mucho más. Tenía la sensación de haber dormido
muchísimo.
—Hace dos días que no sales de esta habitación —susurró la señorita
Orli angustiada—. ¿Qué ha pasado?
Paseé la vista por la habitación en busca de alguna señal de lo que la
señorita Orli me decía. La chimenea. El suelo. Todo parecía normal hasta
que mis ojos se detuvieron encima del escritorio, donde había seis cuencos
de sopa.
—Los preparé yo —me dijo la señorita Orli al darse cuenta de lo que
miraba—. El soldado Bergen bajó varias veces a la cocina a pedirlos.
La escuché sin dejar de mirar los cuencos vacíos repartidos por la mesa.
Al verlos, me di cuenta de algo increíble: no tenía hambre.
El hambre había desaparecido de mi cuerpo, esa hambre que me había
fusionado los huesos y que me estaba destrozando por dentro, en especial
esos últimos días. Lo que hacía que me doliese la cabeza y que pesaran el
doble las cosas. Lo que me hacía creer que mi cuerpo estaba a punto de
rendirse y que solo le quedaba morir. ¡Había desaparecido! No estaba.
Me toqué la barriga como si quisiese preguntarle si se sentía saciado, si
no se retorcía de dolor por la falta de alimento que nos había estado
matando. Al notar cómo la tela se pegaba a mi cuerpo me di cuenta de que
estaba vestida. El diablo me había tirado sobre la cama envuelta tan solo en
una toalla, pero ahora llevaba puesto un vestido verde oscuro, sin ningún
tipo de adorno, de mangas largas, cuello alto y falda hasta el suelo, de tela
gruesa.
—Eva, ¿qué ocurre? ¿Estás bien?
—Sí. Es solo que… —susurré confundida y me mordí el labio inferior.
Había tenido hambre y frío antes de cerrar los ojos, y al abrirlos ya no. Si
había estado dos días dormida y la señorita Orli no me había ayudado,
significaba que había estado en absoluta inconsciencia a merced de un
diablo que, al parecer, me había dado de comer y me había vestido. En
cualquier otra circunstancia, habría ido a mirarme al espejo, pero estaba
segura de que Bergen no me había hecho nada malo. No se había cobrado
su ayuda todavía. No parecía ser eso lo que quería de mí. Al menos, no así.
No quise pensar en lo que tendría la desfachatez de pedirme a cambio. ¿A
qué se suponía que estábamos jugando? Ya me había quedado claro que
Bergen no era como Hank o Alger. Él no me iba a poner una mano encima
sin que yo le dijese que sí. No sin mi permiso.
—¿Eva?
—Estoy bien, señorita Orli —dije para calmar su preocupación—. Es
solo que he estado un par de días débil y aún me encuentro un poco
aturdida. Pero ya me siento bien.
—¿Segura? La verdad es que tienes mejor color que la última vez que te
vi.
—Claro, porque estoy mejor. —Asentí con la cabeza—. ¿Cómo están
ustedes? ¿Cómo están las demás?
—Igual. —La voz de la señorita Orli se apagó del todo—. Pero ya las
verás tu misma. Yo no debería estar aquí. Será mejor que me vaya.
—Yo también voy. —Sacudí el vestido y di un par de pasos para recoger
los cuencos—. Vamos.
La señorita Orli se limitó a asentir y miramos hacia todos lados con
precaución al salir de la habitación. Bajamos la escalera y nos dirigimos
hacia la cocina, donde Temel y la señora Rivka preparaban la cena. Al
verme, Temel soltó una carcajada y alzó las manos para abrazarme.
—Que alegría verte, Eva —dijo la señora Rivka con un movimiento de
cabeza.
—La señorita Orli y la señora Rivka son unas lloronas —replicó Temel,
agarrada a mi cintura—. Cada vez que desapareces de nuestra vista te
tachan de la lista de vivas.
—¡Temel!
—Es cierto —se quejó—. Siempre le tiene que haber pasado algo
terrible. Asustan al miedo. —Me miró con orgullo—. No tienen ni idea de
lo luchadora que eres.
Me reí ante aquella frase tan definitiva de Temel. Ojalá hubiese sido
cierta. Me agaché y le di un beso en la frente con fuerza. Amaba a esa niña
preciosa.
—¿En qué puedo ayudar? —dije mientras me levantaba las gruesas
mangas del vestido.
La señora Rivka y la señorita Orli casi sonrieron de verdad. Supuse que
mi ayuda no solo sería más que bienvenida, sino que también sería la única
que habían recibido en dos días. Las miré con detenimiento. Parecían más
demacradas y agotadas que nunca.
Agarré un barreño y volví a mi rutina de siempre en el cuartito de
lavado, con la ropa sucia amontonada y las sábanas que debían de provenir
de la cama del enfermo, teñidas con sangre, que, si estaba tan reseca como
parecía, sería incapaz de quitarla a mano.
¿Cómo estaría el soldado herido, el tal Dieter? Lo último que había
escuchado lo había dicho la señorita Orli: le habían cortado la pierna. Me
pareció una cantidad de sangre escandalosa hasta para algo tan extremo.
Eso hizo que pensara algo importante que me había pasado desapercibido.
¿Por qué no habían vuelto a pedirme que le donase sangre? Hasta donde
había entendido, la mía era la única que sabían que servía. Me parecía
extraño que no hubiesen vuelto a molestarme. Quizá fuese cierto lo que
decía la señorita Orli, que solo esperaban que muriese. Aunque sonara
egoísta, me alegraba de que me hubiesen dejado tranquila. No creía que me
lo pidiesen por las buenas.
Tampoco se sabía nada de los dos soldados que se habían ido a Tarnów,
supuestamente, en busca de un teléfono. Resultaba muy extraño que no
hubiesen regresado. Quizá esos soldados cumplían otro cometido.
Sacar las manchas de sangre se convirtió en una tarea imposible que me
ocupó casi todo el resto de la tarde y que, como había predicho, no obtuvo
el resultado que se requería. Había sido imposible eliminar por completo el
tono rosado que había adquirido la tela. Era como si hubiese estado teñida.
Después de una hora en remojo y de otra de frotar y enjuagar, solo conseguí
que pasase a ser un tono salmón apagado. Por suerte, había muchas más
sábanas en la granja, por lo que decidí, por mi seguridad, esconder mi
fracaso en uno de los muebles y sacar otros juegos de sábanas relativamente
nuevos.
El resto de la ropa la lavé y la tendí en las cuerdas del patio justo cuando
anochecía. Se notaba que se acercaban los meses de verano. Corría una
pequeña brisa, pero no tenía frío.
—Ni volveré a tenerlo —susurré con cierta ironía al mirar la manga de
mi vestido—. Creo que es el vestido más grueso que hay en toda la granja.
La imagen del demonio mientras se preocupaba por elegir la prenda que
me diese más abrigo se me cruzó de manera fugaz por la cabeza.
—¿Has terminado? —dijo de pronto Temel a mis espaldas—. ¿Necesitas
ayuda?
—No, ya está todo.
—Bien, ¿vamos a la cocina?
Afirmé con la cabeza y me acerqué a ella dispuesta a tomarla del brazo
cuando me percaté de lo sucia que estaba. Tenía el pelo enmarañado, como
si no se lo hubiese lavado en días, además de los brazos y la cara en un
estado deplorable. Me habría gustado describirlo de otra manera, pero
estaba mugrienta.
—¿No las dejaron lavarse últimamente? —susurré con cautela. No me
había parecido que las demás estuviesen tan sucias.
Temel movió los hombros.
—He preferido no hacerlo. Las veces que nos obligaron procuré volver a
ensuciarme rápido.
—¿Por qué? —la regañé—. Temel, debes lavarte bien, puedes agarrarte
alguna enfermedad.
—Ya me gustaría enfermar y morirme. Tener algo contagioso y llevarme
por delante a todos los soldados mientras muero.
—¡Temel! —Le di un tirón en la oreja. Que no lo dijera ni en broma.
—¿Sabes? El año pasado, cuando mamá me ensanchó los vestidos en la
parte del pecho, me puse muy contenta —susurró con tristeza—. Era un
paso muy importante. Significaba que iba a ser una mujer, pero creo que ya
no quiero serlo.
Intenté controlar el temblor que me recorrió todo el cuerpo cuando le
puse la mano en el hombro, asustada por lo que fuese a decir a
continuación. Supliqué que no fuese a contarme nada.
—Tengo unas pesadillas terribles con Alger y con las cosas que vi que le
hacía a mi madre. El otro día se agachó a mi lado y dijo que me parecía a
ella. —Se le entrecortó la voz—. He pensado que, quizá, si me ven sucia,
me considerarán una niña y no me prestarán atención.
Me agaché a su lado y le acaricié la cabeza.
—Creo que es una gran idea —dije con la mayor serenidad que pude.
La abracé con fuerza y la tomé de la mano para ir a la cocina. No quería
detenerme a pensar en la conversación que acabábamos de tener ni un
segundo más. Supuse que, dada la hora, los soldados ya habrían cenado y
las mujeres estarían en fila, cada una con su cuenco, para recibir las sobras.
Cuando entramos, Ami, la señora Becker, la señorita Orli y la señora Rivka
estaban de pie en torno a la mesa, mano sobre mano, y se miraban las unas
a las otras.
—Hasta que por fin aparece la reina —exclamó la señora Becker con
desprecio mientras se miraba las uñas como si acabase de cortárselas.
—¿Qué ocurre? —Me acerqué hacia la señorita Orli.
¿Por qué no cenaban? ¿Por qué todas estaban allí de pie? ¿Por qué me
miraban así?
—Mi niña —dijo la señorita Orli—. No te asustes, porque no pasa nada
malo. —La señora Becker soltó una carcajada cargada de sarcasmo—.
Simplemente, el soldado Bergen ha bajado y ha pedido que se prepare una
bandeja con un plato de sopa para que se la subieses a la habitación. Ha
sido un poco extraño.
—¿Qué tiene de extraño? Le subo la cena cada noche —repliqué algo
confundida.
La señora Becker se levantó de la silla, enfadada.
—Nos ha dicho que es para ti. —Señaló el plato de sopa que había sobre
la bandeja—. Quiere que subas y te lo comas en su presencia porque, si no,
ninguna de nosotras cenará.
—¿Qué? —casi grité.
Pero ¿qué demonios quería de mí ese maldito monstruo? ¿Por qué no
podía dejarme en paz? ¿Qué era eso de dejar a las demás sin comer si yo no
comía? Miré atónita a la señorita Orli. Ella también estaba muy
sorprendida, ya que, para ella, entre el diablo y yo no había ningún
problema. Yo hacía lo que él quería a cambio de sobrevivir. Eso, por lógica,
incluía comer.
—Ya nos contarás qué le haces a ese soldado para que nuestra comida
dependa de tus ganas de comer. —La señora Becker echaba chispas—.
¿Eres muy cariñosa con él, Eva? ¿O tiene otra palabra lo que haces?
—¿Cómo te atreves? —replicó la señorita Orli ofendida mientras se
volvía hacia ella.
—Me atrevo porque es la verdad.
—¿Te atreves? ¿Te atreves tú que eres la que más se debería callar?
No supimos cómo la señorita Orli y la señora Becker se pusieron frente a
frente tan rápido. Estaban muy enfadadas y se desafiaban con la mirada. La
tensión era máxima y se podía cortar con un cuchillo.
—¿Yo debería callarme? Al menos yo me mando a mí misma por mi
comida. No intento conseguirla a través de las cosas que hacen las demás.
—Jamás me he comido nada que no me haya correspondido. —La
señorita Orli estaba fuera de sí—. No como otras que van comiéndose cosas
de más.
Aquella frase no la entendí, pero pareció desatar la guerra. No sabía
cómo reaccionarían los soldados alemanes si entraban en la cocina y se
encontraban con una pelea entre nosotras, una que estaba a punto de
volverse física.
—Bueno, ya está. Nada se soluciona diciendo esas cosas —dije y di un
paso hacia ellas; me metí en el medio, de cara a la señora Becker, por
delante de la señorita Orli, para quitarla de su alcance—. Voy a llevarle la
bandeja a Bergen a ver qué es lo que quiere.
Crucé la cocina y me dirigí hacia la bandeja mientras por el rabillo del
ojo vi que Temel daba dos pasos hacia la señorita Orli para tomarla de la
mano.
—Eva —me llamó la señorita Orli en el momento en el que me disponía
a salir—. Ha dicho que tenemos que esperar veinte minutos desde que tú
subas. Si en veinte minutos no sabemos nada, debemos entender que has
cenado y podemos cenar nosotras.
—Salvo que cenes en diez minutos, bajes y nos mientas para quedarte tú
con más comida —replicó furiosa la señora Becker, que se sentaba en la
silla otra vez.
Ignoré el comentario, miré a la señorita Orli y a Temel, preocupada, y
salí de la cocina en dirección a la habitación del diablo.
¿Qué demonios se propone? ¿Que las demás me maten? ¿Que se mueran
de hambre por mi culpa? No consigo entenderlo. ¿Por qué no puede
dejarme tranquila?
Llegué a la puerta y llamé con fuerza. Decidí no esperar una respuesta,
ya que estaba acostumbrada a que no siempre la recibía. Entré en la
habitación con cautela, empujé la puerta con el codo para no perder el
equilibrio con la bandeja en el momento en el que el diablo llegaba desde el
vestidor con un simple pantalón negro y una camisa blanca.
La chimenea estaba encendida, lo que hacía que la habitación fuese tan
cálida y agradable como la temperatura de esa mañana cuando me desperté
allí.
—Buenas noches —susurré al verme de inmediato bajo la atenta mirada
de esos ojos verdes—. Traigo la cena.
Intenté no recordar que la última vez que lo había visto yo estaba
desnuda, ni que ese hombre me había vestido y dado de comer la noche
anterior, cuando no tenía verdadera conciencia de lo que pasaba. Él me
recorrió con la mirada sin ningún tipo de disimulo.
—No es para mí.
—Eso me han dicho. —Dejé la bandeja sobre la mesa con cuidado de no
derramar la sopa y me volví hacia él—. Pero no tengo hambre, gracias.
Me esforcé muchísimo para que mi voz no sonara ni ofensiva, ni sumisa.
Algo neutro.
—¿Sigues pensando que voy a violarte a cambio? —replicó molesto.
Debí de sonrojarme de la cabeza a los pies al escucharlo decir algo así
con total naturalidad, pero volví a apostar por la neutralidad.
—No tengo hambre, gracias.
Si no es eso, no sé qué quiere de mí.
—Entonces baja a decirles a las demás que tienen prohibido tocar la
comida —dijo con la misma resignación que si se hubiese encogido de
hombros.
—No puede hacer eso —repliqué casi en el acto.
—Si tú no comes, ninguna más comerá.
—Pero eso no es justo. —Se me agolparon las palabras en la boca al
pensar que ellas se quedarían sin probar bocado por mi culpa. Por la locura
de ese monstruo—. Están agotadas de tanto trabajo. Apenas les dan algo.
Necesitan ese cuenco de comida aguada para pasar el día.
—Entonces deberías comer.
Lo decía con tanta naturalidad que me irritó. No hablábamos de poner
una mesa en un salón para que él tuviese esa tranquilidad en su voz. Se
trataba de algo importante, hablábamos de la supervivencia de la gente. De
la vida de personas. No debía tomarse tan a la ligera.
Al ver que no contestaba nada, el diablo se acercó a la mesa donde yo
había dejado la comida y la acercó a la cama, así, podía ser utilizada como
silla. Me hizo un gesto con la mano para que tomase asiento.
Había escuchado alguna vez a la señorita Orli hablar de personas que
habían sufrido algún tipo de enfermedad que les hacía perder todo contacto
con la realidad, que se imaginaban que sucedían cosas que no ocurrían en el
mundo real. Esperaba no ser una de ellas.
Me agarré la falda del vestido con delicadeza y me deslicé hacia la cama
para sentarme frente a la mesa, exactamente donde él me había indicado,
frente al cuenco de sopa, expectante de que él volviese a decir o hacer algo.
—¿Cuántas veces voy a tener que repetirte que no voy a pedirte nada a
cambio? —dijo mientras se sentaba en la parte de delantera de la cama.
Ver que se sentaba hizo que me levantase un segundo, asustada; él se
apoyó contra el cabezal y tomó un cigarrillo de la mesita. Volví a sentarme.
¿Qué pretende? No me gusta que estemos los dos sentados en la misma
cama.
—Dilo —dijo el diablo mientras encendía el cigarrillo—. Dilo de una
puta vez.
Quise disimular, hacer ver que no sabía a qué se refería, pero él me miró
con cara de nada y suspiré con resignación.
—No entiendo por qué no me viola o lo que sea que pretenda hacer
conmigo —dije al fin con un movimiento de brazos a modo de rendición.
—¿Quieres que te viole?
—¡No! —chillé—. Pero… —Intenté recuperar la compostura—. Pero al
ver que todos lo hacen como si…
—¿Como si estuviesen con una muñeca? —dijo visiblemente molesto—.
¿Crees que no puedo encontrar a una mujer que quiera acostarse conmigo?
No sabía si se refería a su físico, pero no pude evitar mirarlo. Intenté ser
lo más disimulada posible al pasear mi mirada por ese cuerpo. Tal y como
me había percatado, el soldado rubio de ojos verdes y brazos fuertes era sin
dudas un espectáculo. Nunca había creído en el amor a primera vista, pero
si había alguien que físicamente habría podido hacer realidad esa expresión
debía parecerse a Bergen. No podía negar que era el hombre más guapo que
había visto en mi vida.
¿Y qué?
—Vamos a dejar eso de violar a gente como Hank y Alger. Yo no violo
mujeres. Me acuesto con ellas. Me acuesto con mujeres que quieren
acostarse conmigo.
Por cómo dijo la frase, puede que hasta pareciese que lo había ofendido,
pero lo decía todo con tal tono de voz que se asemejaba a que me dijera que
las nubes estaban en el cielo.
—Pero les ofrece comida a cambio —contesté y mi voz sonó enfadada.
Bergen soltó una sonora carcajada.
—Ellas me lo ofrecen a mí. Todo el tiempo. —Se inclinó en mi dirección
en el colchón—. Y la mayoría ni siquiera pide nada a cambio. No sé en qué
nube vives, pero a las mujeres también les gusta divertirse. Evadirse de la
guerra por un rato y punto. Te lo propuse porque creí que también lo
querrías. Por hacerte un favor por lo que pasó en el bosque. Pero si no
quieres… —Se encogió de hombros con indiferencia—. No eres tan
irresistible, niña.
Me ardieron las mejillas y no pude sostenerle la mirada más tiempo.
Miré la sopa.
—Doy gracias por ello —dije temblorosa.
No se hacía a la idea de cuan agradecida estaba de no ser una mujer lo
suficientemente bonita como para gustarle.
—Entonces ¿qué va hacer conmigo?
—¿Vas a empezar a comer o bajo yo mismo? —replicó al verme quieta
frente al plato.
Tomé con resignación la cuchara, la llené de sopa y me la llevé a la boca.
Mi estómago, aunque ya no tan hambriento, la recibió con ganas.
—Dijo que viviría para ver “mi gueto” —me apresuré a recordárselo.
El diablo me miró de arriba abajo; un momento que se me hizo eterno.
¿Qué vas a hacer conmigo, maldito diablo?
—¿Conoces a la princesa Scheherezade? —dijo mientras volvía a
echarse sobre la cama, como si se pusiese cómodo después de haber
apagado el cigarrillo contra la pared. Estaba segura de que no podía ser tan
difícil utilizar un cenicero.
Me habría gustado decir que sí, ya que no quería parecer una inculta,
pero por más que repasé las pocas figuras destacadas de Alemania que
conocía no encontré a nadie que se llamase así. Negué con la cabeza.
—Scheherezade es un personaje del libro Las mil y una noches. —
Apoyó la cabeza contra el cabezal—. El libro cuenta la historia del sultán
Shahriar, que se casaba con una virgen cada día y la mandaba decapitar al
día siguiente.
Hice una mueca de horror entre cucharadas, pero no dije nada.
—Ya había mandado matar a tres mil mujeres cuando conoció a
Scheherezade. Ella era hija del gran visir de Shahriar y se ofreció al sultán
con la idea de aplacar su ira y de terminar con la matanza.
Cargaba la cuchara con la sopa, con mis sentidos atentos a cada una de
las palabras, cuando me di cuenta de que hacía una pausa para que lo
mirase. Alcé la vista.
—¿Qué te parece eso? —Sonrió al ver mi confusión ante la pregunta—.
Ofrecerse a un asesino para amansarlo y salvar la vida de todos los demás.
—No veo en qué podría ayudar el hecho de ofrecerse para que la
decapitase como a todas —dije mientras me llevaba la cuchara a la boca e
intentaba ignorar la mirada de divertida perversión que me dedicaba.
—Scheherezade y el sultán contrajeron matrimonio. Una vez que
estuvieron en las habitaciones del palacio, ella le pidió como último deseo
poder contarle un cuento a su hermana pequeña.
¿Un cuento?
—Entonces Scheherezade inició un cuento que duró toda la noche, lo
que mantuvo al sultán despierto, absorto en la historia. Dejó la narración en
suspenso al salir el sol. Resultó que el sultán estaba tan interesado en la
historia que ella le contaba que la mantuvo con vida para que la noche
siguiente pudiese continuar el relato. Y lo mismo hizo Scheherezade noche
tras noche, al encadenar unas historias con otras. Las dejaba en suspenso al
alba y continuaba la noche siguiente. Así se mantuvo con vida durante mil y
una noches.
Me observaba fijamente a los ojos. En ese momento, yo era
Scheherezade. Pero ¿qué le iba a contar a ese hombre que pudiese
interesarle?
—Veamos si eres capaz de hacer que no te decapite al alba.
Me miró de tal manera que la cuchara se me escapó al otro extremo de la
sala. Salió disparada de mi mano. El diablo se rio con ganas. ¿Acaso no iba
a dejar de burlarse de mí ni un solo instante?
—Eso no tiene sentido. —Me puse de pie—. ¿Usted habla en serio?
—Completamente.
—¿Qué voy a decirle que pueda interesarle? —Me encogí nerviosa. Yo
misma no era una persona muy interesante—. Apenas he salido de entre
estas cuatro paredes. ¿Qué puedo yo decirle a un soldado que…?
—Entonces ¿tú vivías en esta granja antes de la guerra? —me
interrumpió mientras se levantaba de la cama. Me senté en el acto, como si
no quisiese estar al mismo nivel.
—Sí.
Bergen se paseó por la habitación, miraba entre las botellas de alcohol
que había repartidas por el suelo y buscaba alguna que no estuviese vacía.
Tuve un sentimiento de angustia al pensar que se iba a poner a beber.
—¿La granja es tuya?
—Sí.
—¿Y los demás han venido aquí a esconderse de la guerra acogidos por
ti? —continuó.
—Sí.
—¿No tienes ningún pariente vivo? —dijo al encontrar una botella de
vodka.
—No.
—¿En ninguna parte del mundo?
—No.
—¿Y heredaste la granja de algún familiar que ya ha fallecido?
—Sí.
—¿De qué color es tu ropa interior?
Antes de percatarme de lo que había dicho, Bergen había soltado la
botella de vodka sobre la mesita de noche y había plantado las dos manos
sobre la cama, una a cada lado de mis piernas. Me cercaba, lo que hizo que
yo me inclinase hacia atrás, sorprendida.
—Un solo monosílabo más y volvemos al acuerdo original —dijo
acercando el rostro al mío, a modo de intimidación—. Dado que hemos
cambiado sexo por hablar, creo que podrías ser un poco más locuaz, ¿no te
parece?
Asentí en menos de un segundo, lo que hizo que él alzase una ceja.
—Cuando yo nací la granja era de mi abuelo; la heredó mi madre —me
apresuré a decir, nerviosa, mientras intentaba concentrarme en lo que me
había preguntado y en que las palabras que salían de mi boca tuviesen algún
sentido, ya que su rostro seguía junto al mío—. La señorita Orli era amiga
de mi madre; es lo más parecido a un pariente para mí. Ella se quedó
conmigo en la granja y… ¿Qué más? Ah, sí, las personas que se esconden
con nosotros son amigos suyos que vinieron conforme avanzaba la guerra.
Me detuve un instante. ¿Había preguntado algo más? Porque lo del color
de la ropa interior había sido una broma, ¿verdad?
Eso ha sido solo para asustarme, no lo ha dicho en serio. ¿O sí?
—No necesito saber el color de tu ropa interior —dijo Bergen como si
pudiese leer mi pensamiento, lo que hizo me pusiese colorada de la cabeza
a los pies—. Además, recuerda que te la puse yo.
Pude notar cierta chispa de diversión en esa voz mientras se incorporaba,
agarraba la botella de vodka de la mesita de noche y se volvía a echar sobre
el cabezal.
—Bien, pues, ¿ves esta botella? —El diablo la alzó y me mostró que
estaba casi entera—. Voy a beberla toda. Hasta ese momento, no quiero que
pares de hablar de lo que se te ocurra. Me da igual lo que sea. Me duele la
cabeza.
Alcé las manos al cielo de manera espontánea. Pero ¿qué pretendía
hacer?
Él le quitó el tapón a la botella de vodka, lo tiró al suelo. Dio el primer
trago y me hizo un gesto para que empezase.
Se me heló la sangre y se me paralizó la lengua. ¿Qué demonios iba yo a
contarle? Me parecía ridículo. No había nada en absoluto que yo hubiese
podido hacer o saber que a él, un soldado alemán que además parecía
saberlo todo, pudiese interesarle por más de dos minutos. Sin embargo, ahí
estaba, mirándome expectante. Tenía que decir algo.
—Me levantaba a las cinco de la mañana todos los días. —No sé cómo
lo hice, pero arranqué de pronto—. Las vacas no entienden muy bien si es
lunes o viernes, así que a ellas hay que ordeñarlas todos los días. Me ponía
la ropa adecuada y me dirigía con el recipiente. Es curioso porque aquí hay
un debate muy interesante sobre la posición de las ubres de las vacas con
respecto a dónde te colocas como ordeñador.
No era curioso ni mucho menos interesante, pero ahí estaba yo, hablando
de las ubres de las vacas y de cómo habían sido mis días hasta que la guerra
arrasó con todo. El gallinero, el huerto, las conservas. Empecé hablar de
cómo me enfrentaba cada mañana a mis tareas y de los trucos que había
aprendido a lo largo de los años para hacerlas de manera eficiente. Estaba
segura de que se trataba de una sarta de tonterías para un soldado como el
que tenía enfrente, que había visto mundo y tenía obligaciones mucho más
importantes. Sin embargo, Bergen me escuchaba como si nada entre trago y
trago.
Eso sí que me resultaba curioso. Así me percaté de que el diablo no
tomaba un traguito antes de dormir para que le diese sueño. Se estaba
anestesiando. Por eso siempre estaba la habitación llena de botellas vacías.
No se dormía, intentaba quedarse sin conciencia.
¿Cómo no le va a doler la cabeza si se bebe cada noche más de media
botella?
Conté cada aspecto, cada detalle, cada minucia de lo que habían sido mis
días de los dieciocho años que había vivido en la granja. Lo hice durante lo
que me parecieron horas. Para cuando acabé, el diablo había dejado la
botella vacía en el suelo y me había dado la espalda. Me llevé las manos a
la cabeza, la eché hacia atrás mientras se me escapaba un suspiro, exhausta.
Al fin, pude callarme.
No solo había contado una sarta de tonterías, sino que, además, había
contado todas y cada una de las que sabía. ¿Cómo lo había hecho la tal
Scheherezade para hablar durante mil y una noches seguidas?
Yo no había relatado nada de interés. Ni había dejado la historia en un
momento de intriga para que quisiese oírme la noche siguiente. Ni tenía
realmente nada más que decir. Ya lo había contado todo. ¿Qué iba a hacer
durante las siguientes mil noches? Entonces me di cuenta de que ni siquiera
sabía si había valido la pena. No le había preguntado cómo terminaba la
historia de Scheherezade. ¿Qué había hecho el sultán con ella después de
las mil y una noches? ¿Le había perdonado la vida? ¿La había decapitado al
finalizar la historia?
Miré a mi sultán Shahriar y me pregunté qué iba a contarle la noche
siguiente que pudiese interesarle lo suficiente como para que no me cortara
la cabeza.
C APÍTULO 13

M e desperté y miré fijamente la chimenea que tenía frente a mí.


Todavía emanaba algo de calor, por lo que mantenía una temperatura
agradable. Estaba en la habitación de la señorita Orli, acurrucada como un
gato sobre la alfombra gris perla, de cara a la chimenea, donde me había
quedado dormida después de mi monólogo sobre mi vida en la granja.
Me puse de pie y me apoyé en el borde de la cama. Estaba vacía, hecha.
Miré alrededor en busca de Bergen, pero no lo vi. Había varios vestidos
sobre la silla del escritorio, apilados, y varios pares de zapatos de diversos
números en el suelo. Di un paso hacia ellos, me preguntaba si los habría
dejado allí para que yo eligiese uno.
Por supuesto que son para ti; y lo sabes. Ahora eres algo así como la
mascota de ese diablo. Has pasado de ser su puta personal a ser su payasa
personal.
Suspiré profundamente: prefería ser una payasa.
Agarré el vestido que estaba más arriba y los zapatos que me parecieron
más cómodos. Me cambié tan rápido como pude ante el temor de que
volviese a la habitación. Luego salí del cuarto y bajé los escalones hacia la
cocina.
—Buenos días —dije a la señorita Orli, que preparaba las tazas del
desayuno de los soldados.
—Buenos días, Eva —me respondió con una leve sonrisa—. Esperaba
que bajases para hablar contigo.
—Pudieron cenar anoche, ¿verdad?
Tuve que interrumpirla. Hasta donde había entendido, si nadie bajaba,
ellas tenían permiso para cenar. Necesitaba confirmarlo.
—Sí. No te preocupes por eso. Pero ¿por qué el soldado Bergen bajó a
decirnos eso? ¿Qué es lo que ocurre?
Otra vez me tocaba hacer malabares para responderle.
—Eva, ¿hay algún problema entre vosotros? ¿Algo no le parece bien?
—No. Todo está bien. Solo… —Elegí la opción más cobarde. ¿Cuándo
iba a dejar de mentirle a todo el mundo?—. Ese soldado cree que estoy muy
delgada y quiere que coma más. Y ya sabe usted que están acostumbrados a
imponer su voluntad. Entonces, para presionarme, me dice que, si no como
más, ninguna otra mujer en esta casa lo hará.
Cuando terminé, me di cuenta de que sonaba tan estúpido como me
había parecido en mi cabeza. Evidentemente, la señorita Orli desconfió. No
lo terminaba de creer.
—No se preocupe, señorita Orli. De verdad que no hay ningún problema.
—Bueno —aceptó, alzó una ceja y me miró pensativa—. Sí que estás
más delgada.
—Pero eso no es culpa de los nazis, ¿recuerda? —Me encogí de
hombros—. Mi constitución es parecer desnutrida. Supongo que a ese
soldado tampoco le gusta.
Al repetir uno de los comentarios de la señora Becker, la señorita Orli
soltó un alarido de rabia.
—Mejor no menciones a esa señora porque te juro que voy a terminar
por perder la poca paciencia que me queda con ella.
—No le haga caso. Ignórela como hago yo.
—Ja, ¿ignorarla? —replicó la señorita Orli molesta—. Ojalá pudiese
sacarla a patadas de la granja como me dijo mi intuición que hiciese el
primer día que la vi aparecer por aquí.
Le sonreí sin ganas mientras ella se volvía para terminar el desayuno. Yo
me dispuse a abandonar la cocina, pero me detuve un instante en la puerta.
—Señorita Orli —dije y se volvió hacia mí—. ¿Conoce usted por
casualidad a Scheherezade?
—¿A quién?
—A Scheherezade. Es un personaje de un libro. Las mil y una noches —
dije mientras ella hacía una mueca—. ¿No ha oído hablar de él?
—La verdad es que no, ¿por qué?
—Por nada. —Negué con la cabeza sin darle más importancia.
***

Había comido. Había dormido. Sin embargo, tenía menos ganas que
nunca de ponerme a lavar y tender. Agarré el barreño y fui a buscar una de
las bolsas de ropa que parecía más llena. Miré hacia la puerta. Pensaba si
Ami acudiría a ayudarme. Lo dudaba mucho. Desde que había desaparecido
Milat, su hermana parecía aún más perdida que antes y apenas se dejaba ver
sin su madre. No me planteé la posibilidad de que apareciese Milat.
Después de tantos días, ¿estaría bien? ¿Seguiría con vida? Ya era absurdo
pensar que no le hubiese pasado nada.
Terminé de lavar la ropa, la eché sobre otro barreño y la saqué al patio
para tenderla en una de las cuerdas que había cerca de los arbolitos más
próximos a la casa. Los días anteriores había llovido. Miré al cielo. Estaba
nublado, aunque parecía que la lluvia nos iba a dar un respiro, al menos por
un día. Tiré el agua que había quedado sobre la tierra y me volví hacia la
casa para encontrarme frente a frente con Milat.
Estaba allí. De pie junto a la puerta. Peinada y bien vestida. Con buen
color de piel, incluso parecía tener rubor en las mejillas. Era como si no le
hubiese ocurrido nada. Solté una exhalación, mezcla de alivio y alegría.
Tuve la intención de acercarme a ella, cuando choqué con la expresión
férrea y desafiante con la que me miraba.
—Supongo que ni siquiera esperabas volver a verme viva —dijo con
aspereza.
—Milat. —Sonreí al decir su nombre—. No sabes cómo me alegro de
verte. Temíamos lo peor. ¿Estás bien? ¿Te ha visto tu madre? ¿Saben las
demás que estás bien?
—¿Bien? ¿Me ves bien, Eva?
La examiné de arriba abajo –y de abajo a arriba– por si no había visto
algo que delatase que no estaba bien. Llevaba puesto el mismo vestido que
la última vez que la vi y el pelo correcto dentro del destrozo que nos habían
hecho al cortarnos, pero no tenía ninguna herida en la cabeza. O al menos
no se le veía. Los botones del vestido continuaban perfectamente cosidos.
Tampoco podía ver ningún rasguño ni moratón en los brazos. No parecía
haberle ocurrido nada distinto de lo que ya habíamos pasado en la granja. El
aspecto físico era bueno. Preferí no pensar en el emocional.
—No tienes por qué decirme nada, Milat. Ni siquiera tenemos que hablar
de nada en concreto —le aseguré e intenté sonar lo más comprensiva que
pude—. Si necesitas algo, o si puedo hacer algo por ti, por favor, pídemelo.
—¿Quieres hacer algo por mí? —Se le escapó una risita—. Muérete, Eva
Goldiak. Muérete lenta y dolorosamente en este mismo instante, porque eso
es lo único que necesito que alguien como tú haga por mí.
Me dio de inmediato la espalda.
—Pero ¿qué dices, Milat? ¿Por qué dices eso? —Intenté acercarme a
ella, tocarle el brazo—. Por favor, ¿estás bien? Sé que es una pregunta
ridícula en la situación en la que estamos, pero si me dices…
Se volvió, me agarró por los hombros, me empujó con fuerza y me tiró al
suelo junto a la hierba, contra la que dio mi cabeza, para después echarse
sobre mí y agarrarme el pelo. Había perdido la cordura.
—¡Maldita hipócrita, hija de puta!
Lancé un grito. Levanté las manos para apartarla, pero ella me golpeaba
la cabeza contra el suelo una y otra vez, y me insultaba. Escuché la voz de
Temel. Luego, se acercó y la golpeó con algo: Milat cayó. Se levantó
rápidamente mientras Temel la señalaba con un palo de forma
amenazadora. Milat se rio mordazmente antes de girar de nuevo hacia mí,
que no comprendía nada.
—No me hables. No me toques. ¡Ni siquiera te atrevas a volver a
respirar en mi dirección, Eva Goldiak! —gritó. Parecía loca—. A partir de
ahora, lo que pueda hacer para destrozarte la vida te lo haré igual que tú me
lo has hecho a mí. Así que no vuelvas a hacerte la buena. Porque te voy a
destruir.
—Pero…
—Te aseguro que puedo usar tus mismas artimañas. Y lo haré mucho
mejor que tú.
Me miró una última vez, apretó los dientes. Se marchó envuelta en ira.
Me dejó allí, tirada en el suelo. Temel mantuvo el palo en alto hasta que
estuvo segura de que Milat no volvería. Después lo dejó a un lado para
acudir en mi ayuda. Había caído justo donde había tirado el agua sucia, por
lo que estaba toda manchada. Intenté no manchar a Temel mientras me
agarraba de la mano para levantarme, dolorida.
¿Qué demonios había sido aquello?
—Yo… —Me toqué la cabeza. Tenía todo el pelo embarrado—. No
puedo decir qué ha pasado, no tengo ni idea.
—¿Estás bien?
—Sí. Yo estaba aquí, estaba con la ropa y de pronto apareció Milat. Me
alegré mucho de verla bien, pero ella se ha vuelto loca. —No encontré una
palabra mejor para definirlo—. De pronto, comenzó a decirme un montón
de cosas, que yo era una hipócrita. No sé, no sé lo que le ha pasado.
No tenía ni idea de por qué había actuado de ese modo. No podía decir
nada más que eso. Temel respiró ruidosamente, me pasó la mano por el
brazo sucio y trató de consolarme.
—Creo que yo sí sé lo que le ha pasado.
—¿Qué?
—¿Recuerdas que te dije que todas habíamos pensado en hacer algo que
nunca creímos que fuésemos capaces de hacer? Bien. No había dicho nada
porque supuse que no era ni agradable ni problema de nadie más que de
Milat, pero ella llevaba un tiempo detrás de tu soldado.
—¿De mi soldado?
—Sí, de Bergen —dijo Temel cruzada de brazos, incómoda—. Yo la
había atrapado varias veces mientras se hacía notar cuando él estaba
delante. Un día que yo estaba escondida en el granero, Bergen entró y ella
lo había seguido hasta allí.
¿Había ocurrido algo entre Bergen y Milat? Se me paró el corazón, pero
no dije nada. Necesitaba tanto que Temel continuase como que el corazón
me volviese a latir.
—Yo me había prometido no contarlo porque me parecía de mala
persona hacerlo. —Temel suspiró con resignación—. Pero ella se quitó la
ropa delante de él y quedó completamente desnuda. Bergen la miró y le
preguntó qué hacía. Ella le dijo que… Bueno, le dijo un montón de cosas.
—Temel se puso roja—. Aunque, básicamente, que ella podía ser buena con
él si él era bueno con ella.
Ahora mi corazón se retorcía dentro de mí de una forma extraña.
—Y se besaron, claro —dije con un angustioso hilo de voz.
A eso se refería Bergen cuando me dijo que las mujeres se le ofrecían.
Mujeres atractivas como Milat que se desnudaban ante él por su posición o,
simplemente, porque era un chico guapo. Mujeres a las que no les
importaba que él fuese el mismo demonio y que, de seguro, él estaba
encantado de aceptar. Apreté los puños con rabia.
—No. Bergen la rechazó de mala gana. —Temel no sonrió, pero pareció
muy satisfecha cuando volvió a hablar—. Le dijo que se vistiese y regresara
con las demás. Y que no le volviese a dirigir la palabra.
Ahora sí atisbé una sonrisa en Temel y casi se la devolví. No sabía por
qué, pero que Bergen la hubiese rechazado me gustó mucho más de lo que
hubiese imaginado. Aunque no estaba bien que me alegrase su humillación.
—Quizá debería habértelo contado, lo siento. Fue unos días después de
lo del bosque, cuando Bergen y tú volvieron con los lobos. Como Milat no
sabe que yo los vi, preferí hacerme la tonta —dijo apenada—. Supuse que
sería bastante humillante para ella que la hubiesen rechazado como para
que, además, lo supiésemos. Luego pensé que había muerto.
Asentí. Seguramente, no había sido fácil para Milat ofrecerle algo así a
uno de los soldados; mucho menos ser rechazada al hacerlo.
—Sí, no deberíamos decírselo a nadie —asentí.
—Ya.
—¿Y por qué crees que le ofreció algo así a Bergen? —susurré
pensativa.
—Creía que me ibas a preguntar otra cosa —replicó Temel soltando un
bufido de alivio—. Está más que claro. Quería ganarse el favor del jefe de
los soldados. Por eso no ha parado de rondarle desde el principio. Tendrías
que haberle visto la cara cuando te fuiste al bosque con él y no regresaron
esa noche. No pegó ojo.
Ahí residía la razón por la cual Milat había estado tan preocupada por mí
cuando Bergen y yo pasamos la noche subidos al árbol.
—¿Cómo que el jefe de los soldados?
—Sí, capitán, general, teniente o como sea que se llamen entre ellos.
Bergen es el que manda, ¿no te habías dado cuenta?
Debí parecer una auténtica idiota. Nunca me había parado a pensar en la
jerarquía que tenía cada soldado ni en qué puesto tendría el diablo entre
todos ellos. Yo no me había percatado de que ninguno impusiese órdenes
por encima de los demás. A eso se refería Milat cuando me preguntó qué
soldado creía que mandaba. Ella había hecho alusión al diablo esa noche.
—Pero todos los uniformes son iguales —susurré al pensarlo—.
Ninguno tiene nada que se destaque por encima de los demás.
—Bueno, yo de eso no entiendo. Lo único que sé es que, cuando deciden
algo o valoran algo entre ellos, todos miran hacia Bergen. Incluso el tal
Helmut, que parece que tiene un poco más de autoridad, lo mira de reojo
cuando ordena algo. Además, todos le tienen miedo y hacen siempre lo que
él dice. Por no mencionar que tiene su propia habitación.
Cuanto más escuchaba a Temel, más me sorprendía al pensar que estaba
en lo cierto. Sobre todo me sorprendió que ella estuviese pendiente de eso.
Todo el mundo estaba mucho más preparado para la supervivencia que yo.
—¿Qué creías que iba a preguntarte?
—¿Cómo?
—Has dicho que creías que iba a preguntarte otra cosa —le recordé sus
palabras.
Pude notar cómo se tensaba, incómoda de nuevo.
—Creí que ibas a preguntarme la razón por la que Milat te echa la culpa
de su rechazo. Después de esto, estoy segura de que ella y yo tenemos la
misma opinión de por qué Bergen la rechazó.
—¿Por qué crees que lo hizo?
—Porque a él le gustas tú.
—Eso es imposible, Temel. Ese soldado me odia. ¿Por qué todo el
mundo está empeñado en no verlo?
—¿No te has dado cuenta? Cuando él está en la misma habitación que tú,
siempre te está mirando.
Temel no sonrió ni se movió durante los segundos siguientes. Solo me
miró en silencio, hundió los ojos en mí y después comenzó a caminar hacia
la cocina sin esperar mi respuesta.
Me costó volver a respirar con normalidad y seguirla.
***

—Es por lo de la noche que desapareció —dijo la señorita Orli mientras


apoyaba las bandejas con la comida sobre la mesa de la cocina.
La observé sin querer sentarme en la silla para no manchar nada. Me
había quitado el barro de los brazos y las piernas, pero no del pelo ni del
vestido.
—Te echa la culpa de que Hank fue por ella después de su intento fallido
contigo.
Temel y yo nos miramos. Les habíamos contado lo sucedido con Milat a
la señorita Orli y a la señora Rivka sin el detalle del rechazo de Bergen
hacia ella.
—Eso es absurdo, ¿qué se suponía que tenía que hacer Eva? —replicó la
señora Rivka—. ¿Dejarse agredir por Hank para que él no agrediese a
Milat? Además, ni que ella se hubiese quedado tranquila.
—No trates de encontrarle sentido a lo que hagan las Becker porque no
lo tiene —dijo la señorita Orli irritada. Giró hacia mí—. Hay personas
malas en el mundo, además de las que llevan uniforme. Envidiosas.
Traicioneras. Que tienen que tener siempre a alguien en la mira para ser
felices consigo mismas. Desde que la conozco, Milat siempre ha intentado
estar por encima tuyo. La amenaza que te hizo va muy en serio. Así que ten
cuidado con ella. Las Becker están mal de la cabeza —dijo la señorita Orli,
que había dejado de ser objetiva—. Esta situación terminó de trastornar a
Milat y a su madre. Encima, Hank iba a atacarte a ti y, por las circunstancias
que sean, la atacó a ella. Ten por seguro que van a echarte la culpa por
encima de cualquier lógica.
—Lamento decir que estoy de acuerdo con la señorita Orli —intervino la
señora Rivka en una mezcla de resignación y pena.
No podía culpar a Milat por haber perdido la cabeza luego del ataque de
Hank. Si Hank y Alger me hubiesen hecho aquello que pretendían hacerme
en el granero, habría que ver a quién odiaría yo o cómo me comportaría con
los demás.
—¿A qué huele aquí? —dijo la señora Becker cuando entró en la cocina
mientras arrugaba la nariz con una mueca de asco—. Es repulsivo.
Levanté la mano. El barro había dejado un aroma pútrido en mi pelo, a
pesar de mis intentos por quitármelo. No bastaba con agua como en los
brazos. Necesitaba jabón.
—Soy yo.
—Apestas —dijo mientras se volvía hacia la señorita Orli sin darme más
importancia—. Tienen que poner un plato más de comida. A partir de
ahora, mi hija Milat comerá lo mismo que los soldados alemanes. Tendrá su
propia ración para ella sola.
Se hizo un silencio general. Parecía increíble que lo dijera de aquella
forma, con prepotencia y orgullo.
—¿Y va a comer en el comedor con ellos? —preguntó la señora Rivka
estupefacta.
—No —dijo la señora Becker al señalar la mesa de la cocina—. Parece
que comerá lo mismo que ellos, pero aquí en la cocina. No obstante, como
persona de confianza de Hank, la posición de mi hija acaba de cambiar. —
Hablaba para todas, pero se volvió hacia mí—. Ni se les ocurra pedirle que
haga tareas ni nada parecido. Por supuesto, después de Milat, Ami y yo
seremos las siguientes a las que se les sirva de comer.
Noté cómo Temel se tocaba una mano, enfadada y le rocé el brazo con el
mío en clara señal de que se contuviese.
—¿Ha quedado claro?
—Por supuesto que sí —le respondió la señorita Orli con frialdad—.
Nosotras haremos lo que los alemanes nos digan que hagamos.
La señora Becker sonrió satisfecha y salió de la cocina con unos aires de
grandeza que en otra la situación habrían resultado cómicos.
—Increíble —protestó con vehemencia la señorita Orli cuando se cerró
la puerta—. Jamás se me habría ocurrido pensar que alguien tendría la
desfachatez de sentirse orgullosa de que su hija se prostituyese a cambio de
comida. ¿Persona de confianza? Una sinvergüenza asquerosa es lo que es.
Vaya a saber qué hace por un mendrugo de pan.
Me sentí muy mal por el comentario y tuve la necesidad de recordarles
que en teoría yo estaba en una situación parecida por la que recibía comida,
cuando la señorita Orli negó con la cabeza.
—No es lo mismo —replicó—. Ni se te ocurra siquiera pensarlo porque
no es lo mismo.
—No lo es —intervino Temel con decisión, con el apoyo de la señora
Rivka de fondo.
Sonreí como muestra de agradecimiento a su cariño. ¿Por qué no lo era?
Las dos éramos esclavas personales de un soldado alemán a cambio de
supervivencia.
¿Por qué no soy igual que Milat para ellas? ¿Simplemente porque me
quieren? Me quieren, a pesar de que les miento desde que amanece hasta el
anochecer. Ojalá la señorita Orli, la señora Rivka y Temel no fuesen tan
buenas conmigo. Me duele mentirles, pero si les digo la verdad, si les digo
que me he negado a comer, que me han tirado al lago, que casi muero de
frío… Si les digo todo eso, lo más probable es que la señorita Orli me diga
que es mejor tener al diablo como amante que como lo que sea que es
ahora. La guerra con las Becker la tiene enloquecida.
—Será mejor que vaya al cuarto de lavado a quitarme el barro del pelo
—susurré y salí de la cocina sin decir nada más.
Al menos intentaría disimular un poco más el olor. No había cruzado la
entrada cuando la señorita Orli salió detrás de mí con dos recipientes con
agua en la mano.
—Espera. Sube y date un baño antes de comer —me dijo al darme los
dos recipientes—. El agua está templada.
Miré hacia la puerta de entrada al escuchar el ruido de los soldados.
—No te preocupes. En la planta de arriba solo está el herido y Alger, a
cargo. Los demás han salido al campo o en el porche. Si te das prisa nadie
tiene por qué verte.
—No sé si es una buena idea.
La señorita Orli me dio los recipientes y no tuve más remedio que
aceptarlos.
—No vas a presentarte delante de Bergen con esa pinta. —Me señaló la
barbilla, que, al parecer, seguía sucia—. E imagino que él desea que estés
aseada, ¿no? No creo que te regañe por eso.
La señorita Orli me hizo un gesto para que me marchara escaleras arriba
y regresó a la cocina. Evidentemente, estaba enfadada por los privilegios
que Hank les acababa de conceder a las Becker, por eso me otorgó el
derecho de poder bañarme en la bañera.
No podía decirle por nada del mundo que mi relación con Bergen no era
la misma que la de Milat con Hank. Me obligaría a que lo fuese solo por
tener las ventajas que ella consideraba indispensables para sobrevivir.
“Porque a Bergen le gustas tú”, había dicho Temel sin vacilar, con los
ojos hundidos, y era consciente de que hablaba del asesino de su padre.
—Eso sí que es imposible —susurré al llegar a la puerta del baño—. Ese
hombre no tiene corazón, mucho menos uno para que se fije en mí.
Abrí la puerta, tomé de nuevo los recipientes que había dejado en el
suelo cuando, al entrar, me topé con Alger, que estaba allí. No lo esperaba.
Había dado por hecho que no había nadie, por lo que no había llamado a la
puerta antes de abrir. Me encontré con la imagen de Alger echado en la
bañera con los brazos colgando por fuera.
Se suponía que él cuidaba de Dieter. Era evidente que había decidido
dejarlo solo, algo que ya había hecho en ocasiones anteriores y que irritaba
mucho a Helmut, que organizaba los turnos para que Dieter siempre
estuviese acompañado. Tampoco sabía de dónde habría sacado el agua para
la bañera. Normalmente nos pedían el agua caliente a nosotras. Sin
embargo, contra todo pronóstico, allí estaba Alger.
—Perdón —dije dispuesta a salir del baño, sin querer levantar la cabeza,
aunque desde mi posición no se veía nada.
—¿Eso es agua caliente? —dijo él molesto—. Échala en la bañera que
esto está congelado.
Volvió a echarse hacia atrás, se puso cómodo y me miró de reojo. Dudé.
La orden que me había dado era directa y clara. Aún así, dudé por un
segundo de si debía correr hacia fuera. Después de todo lo que él y Hank
habían intentado, me aterrorizaba la sola idea de estar cerca de cualquiera
de los dos, sobre todo porque estaba desnudo. Aunque el diablo había dicho
que nadie más que él podía tocarme, en aquel momento, en esa habitación
solo estábamos Alger y yo.
—Date prisa o me voy a quedar helado, zorra —dijo de mala gana. Me
miró—. Porque puedo llamarte “zorra”, ¿no? ¿O vas a avisarle a Bergen?
Guardé silencio. Miré la puerta, que estaba abierta de par en par. ¿Qué se
suponía que debía hacer? ¿Gritar? ¿Llamar al diablo para que me ayudase?
¿Acaso él iba a venir a salvarme otra vez?
—Dije que me eches el agua caliente ahora mismo o te vas a arrepentir
—gruñó furioso al ver mi tardanza.
¿Hacia dónde puedo correr? ¿Hacia Bergen? ¿Puedo, de verdad, acudir a
él para suplicarle que me ayude? No sé cuán importante será para él
tenerme de payasa por las noches, pero un soldado alemán acaba de darme
una orden y no creo que de eso el diablo pueda o quiera salvarme. Mejor
echo el agua lo más rápido posible y salgo de aquí a toda prisa. No creo que
sea capaz de levantarse y agarrarme si soy rápida.
Miré a Alger, que había vuelto a acomodarse. Decidí acercarme y verter
con rapidez el agua en la bañera. Nunca había visto un hombre desnudo. No
tenía ningún deseo de hacerlo en aquel momento, por lo que intenté mirar a
la pared del fondo cuando me acerqué.
—Estás muy sucia, ¿venías a bañarte? ¿Ahora tienes permiso para
bañarte? —dijo mientras yo echaba el segundo recipiente de agua—. ¿Por
qué no te metes aquí conmigo y dejas que te bañe yo? No se lo diré a
Bergen.
Alger alzó una mano hacia mí con clara intención de agarrarme, pero
antes de que me alcanzara, ya había dejado los recipientes en el suelo y
había dado dos pasos hacia atrás. Tendría que salir de la bañera y ser más
rápido que yo si quería agarrarme.
Mi cara de asco debía de ser evidente. Él me sonrió de forma repulsiva.
Todo él era repulsivo. La forma de hablarme, de mirarme e, incluso, de
ignorarme. Alger y Hank me resultaban los seres humanos más asquerosos
que jamás hubiese visto.
—Como quieras, pero parece que, tarde o temprano, tendrás que venir y
darte un baño. —Se refería a las manchas de barro que me cubrían. Me
guiñó un ojo—. Estaré atento para ver cómo te desnudas.
Di dos pasos más atrás hasta salir del baño completamente asqueada. Fui
hacia el fondo del pasillo, a la habitación del diablo. Me metí, cerré la
puerta y me agaché acurrucada contra la pared para tratar de no manchar de
barro la alfombra.
¿Cuántas veces voy a tener que soportar este comportamiento? ¿Cuántas
veces voy a tener que tolerar este tipo de agresiones? No me importa que
haya una guerra, esto es inhumano. Ya basta, por favor. No debo torturarme
más, lo mejor es respirar hondo y no volver a pensar.
***

—¿A qué huele aquí? —Escuché de pronto; di un brinco y me golpeé la


cabeza contra la pared.
Me llevé las manos a la nuca con una mueca de dolor en la boca
mientras el diablo, de pie frente a mí, me miraba al tiempo que cerraba la
puerta de la habitación. Me había quedado dormida.
—¿Qué haces aquí? —dijo al quitarse la chaqueta y dejarla sobre la
cama—. ¿Y tu cena?
¿Mi cena?
—¿Qué hora es? —susurré algo atontada todavía. Observé la oscuridad
que entraba ya por la ventana—. Me he quedado dormida.
—¿Te has quedado dormida oliendo así? —me dijo casi con sorpresa al
sentarse sobre la cama para quitarse las botas—. ¿Qué ha pasado?
—Me caí cuando limpiaba —dije de forma casi automática.
No creí que sirviese de algo contarle la pelea con Milat. Al recordarla,
no pude evitar pensar en el rechazo que ella había sufrido por parte del
hombre que ahora tenía frente a mí. ¿Por qué la había rechazado? A veces,
cuando el diablo me miraba de forma tan intensa, me parecía que él deseaba
tener contacto físico con una chica. Entonces ¿por qué rechazó a Milat, que
era preciosa y atractiva? Desde luego, estaba más cerca de él que yo en
cuanto a atractivo físico. Aunque Bergen estaba por encima de cualquiera
que yo hubiese visto nunca.
—Es tarde. Ve a darte un baño y vuelve con la cena.
El diablo se puso de pie, descalzo, me dio la espalda mientras se iba
hacia el vestidor con tan solo un pantalón oscuro y una de sus camisetas
interiores blancas sin manga, cuando al ver que no me movía, se volvió de
nuevo hacia mí.
Suspiré con resignación. Supuse que era evidente qué ocurriría. Yo
estaba llena de barro y olía muy mal. ¿Qué otra cosa más podía suceder
además de que él me ordenase darme un baño? Ahora sí tenía que decirle
algo, pero no sabía cómo. Después de todo, todavía no me había ocurrido
realmente nada. ¿Le importaría que los demás soldados me hubiesen
molestado?
—¿Otra vez con lo de la desconfianza? —gruñó molesto porque
malinterpretó mi expresión—. Te he dicho que no voy a pedirte nada.
—No, no es eso —balbuceé como pude ante su gruñido, nerviosa—. No
es eso.
—¿Entonces qué pasa?
—Yo… No, no quiero bañarme.
Alzó las cejas por un segundo, sorprendido. Esos intensos ojos verdes
sobresalieron aún más. Estoy segura de que no esperaba esa respuesta. No
obstante, la expresión de sorpresa le duró poco y frunció el ceño. Ya sabía
que pasaba algo.
—¿Por qué no quieres bañarte?
—Si le molesta mi olor, puedo meterme en el vestidor a dormir.
Intenté pensar por un momento en cualquier otra opción que no me
sacara de la habitación esa noche sin tener que bañarme, pero no se me
ocurrió ninguna.
—Puedes dormir agarrada del techo si quieres, pero lo harás después de
bañarte —dijo con absoluta determinación. Luego, entrecerró los ojos con
¿curiosidad?—. ¿Por qué no quieres bañarte?
—Yo… —susurré pensativa. ¿Qué podía decir, sino la verdad?—. Yo
tengo miedo de que alguno de los otros soldados me haga daño.
Bajé la vista avergonzada. Bajo ninguna circunstancia quería pedirle
ningún tipo de ayuda, pero no se me ocurría qué más hacer. Solo tenía dos
opciones: o afrontaba que podía pasarme algo, o se lo explicaba para que
entendiese que no podía bañarme en esas circunstancias. La primera de las
opciones ya sabía cómo terminaba. Tomé aire para ver cómo acababa la
segunda.
—¿Alguno de los otros soldados te ha hecho algo?
El diablo había dado un paso hacia mí, situó su rostro a un palmo de
distancia del mío para después inclinarse hacia adelante, tan cerca que me
obligó a mirarlo a los ojos. Esos ojos hipnóticos parecían enfadados.
—¿Te ha hecho algo algún soldado?
Lo dijo muy lentamente, me miraba con atención, y la expresión
corporal me decía que quería una respuesta rápida.
—No —susurré alzando la vista—. Pero temo que puedan hacerlo.
Él pareció respirar hondo mientras se incorporaba.
—Les he dicho a los demás que eres mía y que tienen prohibido tocarte.
Nadie va a ponerte una mano encima, así que puedes ir a bañarte tranquila.
Agradecí esas palabras que no sirvieron para disminuir mi angustia. Por
muchas órdenes que diese, no podía mandarme a bañar como si nada. ¿Por
qué no podía entenderlo?
—Si alguien se atreve a ponerte, aunque solo sea un dedo encima, me lo
dices enseguida —continuó con fiereza.
—De poco o nada me servirá contarle algo cuando ya me haya ocurrido
—susurré con desesperación—. Por favor, no me obligue a bañarme.
La expresión del diablo cambió de forma extraña ante mi súplica. Por un
momento, me pareció que reflexionaba sobre lo que acababa de decir.
—No puedes dormir así como estás. Tienes que bañarte —dijo con
determinación—. Tienes la cabeza embarrada.
Me llevé las manos al pecho mientras agarraba la tela del vestido con
impotencia. Ahora sí que no sabía qué hacer. Suponía que Bergen no me
ayudaría, pero tener la confirmación de que no lo haría me dejaba
completamente a merced de Alger. Tal vez hasta me esperara en la bañera.
Él sabía que el diablo no me permitiría estar así en la habitación. Me
costaba respirar.
—Vamos. —Escuché que decía mientras abría la puerta de la habitación
y salía al pasillo.
Traté de recuperar la compostura para no caer redonda al suelo ante la
falta de oxígeno.
—¿Adónde?
—¿Cómo que “adónde”? —dijo al ver mi confusión—. Al baño. No
pienso dormir con ese hedor a vaca muerta que desprendes. Voy contigo.
Estaba bajo el marco de la puerta de la habitación, me miraba como si
nada mientras yo trataba de asimilar las palabras que acababa de decir.
¿Cómo que viene conmigo al baño? ¿A qué?
—No lo entiendo.
—Voy a acompañarte para que te bañes —dijo con indiferencia—.
Veamos quién se atreve a molestarte.
Tuve que hacer un esfuerzo para cerrar la boca que había quedado
abierta cuando lo escuché. ¿El diablo iba a quedarse en el baño conmigo
para que nadie me hiciese nada? Ahora sí que lo había visto todo en este
mundo.
—Me parece que no quieres comprenderlo —gruñó molesto—. He dicho
delante de todos que tú eres mía. Si alguien te hace algo, no solo te lo
haciendo a ti, también me desafía. Nadie puede ponerte una mano encima.
Si pasa algo, por pequeño que sea, quiero que me lo digas inmediatamente.
Ni siquiera parpadeé cuando se inclinó hacia mí.
—Si a alguien se le ocurre molestarte, le arrancaré los brazos.
Bergen me dio la espalda, siguió por el pasillo mientras yo tragaba saliva
en un intento por mantener la compostura y lo seguía. No sabía muy bien si
estaba asustada, horrorizada por si lo decía en serio, o extrañamente
halagada. Me detuve al ver que iba hacia la escalera, se apoyaba en la
barandilla y daba una orden a alguien que pasaba por el piso de abajo.
—Tú. Sube agua caliente al baño ahora mismo —dijo cortante.
Entré en el baño después de él, cerré la puerta sin saber muy bien qué
decir, qué hacer, ni cómo poner las manos. ¿Ocurría de verdad? ¿Se iba a
quedar allí de pie hasta que me bañase?
—¿Hay toallas? —preguntó al abrir el mueble junto al espejo.
Sacó una toalla blanca, la puso sobre el taburete. No sabría decir muy
bien por qué. Pero había algo divertido, por decirlo de alguna forma, en ver
a aquel soldado, que parecía hecho exclusivamente para la guerra,
preocupado por si había alguna toalla para mí.
Tomé un par de botellas de jabón y las acerqué lo más que pude a la
bañera para asegurarme de tenerlas a mano mientras miraba por el rabillo
del ojo cómo el diablo se cruzaba de brazos, pensativo.
Me aparté un poco, a unos pasos de él, y me crucé también de brazos a
esperar a quién había recibido la orden de que subiese el agua. Se hizo un
silencio incómodo. Muy, pero que muy incómodo. No sabía qué hacer ni
qué decir. ¿Debía dar las gracias? Era extraño darme cuenta de que no había
pensado ni por un momento en que Bergen me agrediría. Antes, me habría
sentido una completa idiota por haberme librado de la agresión de Alger
solo para que lo hiciese Bergen, pero ahora tenía la seguridad de que él no
lo llevaría a cabo. El diablo era un monstruo, pero no ese tipo de monstruo,
sino uno muy raro.
Llamaron a la puerta y, tras el permiso de Bergen, Ami entró cargada con
dos recipientes con agua. Agradecí que no hubiesen sido ni Milat, ni la
señora Becker, aunque tampoco fue cómodo ver que Ami me ignoraba
mientras vaciaba los dos recipientes de agua en la bañera.
—Sube dos platos de lo que haya de cena a la habitación y enciende la
chimenea —le dijo el diablo mientras le indicaba con la mano que se
retirara y cerrara la puerta.
No me dio tiempo a ver qué cara ponía cuando Bergen le daba esas
órdenes, pero imaginé que estaría molesta e indignadísima de tener que
servirme.
Baño, cena para dos y chimenea. No hace falta ser muy lista para saber
que mañana seré la comidilla de todas las Becker.
El diablo me indicó con una mano que ya podía bañarme mientras volvía
a cruzarse de brazos para esperar que lo hiciese. Había una cosa en la que
no había pensado hasta ese momento: iba a tener que desnudarme frente a
él. Sentí un nudo en el estómago. No podía describir la vergüenza que
sentía. Ya lo pasaba mal cuando nos obligaban a todas a desnudarnos y nos
daban aquellos baños de agua helada como si fuésemos ovejas; sin
embargo, ahora, sola, desnuda delante de un hombre –no, peor, delante de
él–, la sola idea de imaginar esos ojos sobre mi cuerpo desnudo me
producía una sensación extraña.
¿De verdad voy a quejarme después de que ha venido hasta aquí para
que pueda bañarme? No va a acercarse ni a prestarme atención por el mero
hecho de estar desnuda. Ya me vio la otra vez y apenas le importó descubrir
que no tengo tetas.
Caminé hacia la bañera mientras me quitaba los zapatos cuando, al alzar
los brazos para desabrocharme el vestido, me detuve en seco. No podía. No
podía desnudarme delante de un hombre, aunque no significara nada para
ninguno de los dos. No podía hacerlo.
—¿Podría mirar hacia otro lado, por favor? —dije con la mayor suavidad
que pude.
—¿Cómo dices? —El diablo alzó la vista hacia mí inmediatamente.
—Voy a… —Carraspeé para tener firmeza en la voz—. Voy a
desnudarme para meterme en la bañera y no quiero que me vea. ¿Puede no
mirar? —Estaba segura de que me puse completamente colorada.
—¿Te da vergüenza? —dijo como si no viese el problema—. Ya te he
visto desnuda antes.
—¿Se ha cortado alguna vez con un cuchillo de cocina? —dije. A lo que
Bergen, algo confundido por la pregunta, asintió con la cabeza—. ¿Y por
qué evita volver a cortarse si ya lo ha hecho antes?
No le gusto mi respuesta; le encantó, estoy segura. Pude ver la chispa de
diversión tan tentadora que se le despertaba en los ojos. Lo vi sonreír
mientras giraba. ¡Me había obedecido! El diablo me había hecho caso. El
infierno debía de estar congelado.
—Y no gire hasta que yo se lo diga —dije con más autoridad de lo que
quería, por lo que añadí—: Por favor.
Me pareció que se reía, por lo que no pude evitar sonreír yo también,
hasta que me di cuenta de qué estaba haciendo. ¿Por qué me empeñaba en
provocar sonrisas absurdas en un diablo como ese? ¿Ahora iba a ponerme a
intercambiar sonrisas con ese asesino? Debía bañarme lo más rápido
posible y salir de allí enseguida.
Me desnudé y me metí en la bañera; el agua caliente envolvió mis
piernas. No sabía por qué, pero el agua caliente siempre me hacía sentir
mejor, como el abrazo de un ser querido. Reconfortante. Lo observé
mientras me bañaba. Estaba de pie, de espaldas a mí, con aquellos brazos
musculosos cruzados por delante del pecho. La estatura, el torso, la espalda,
que lo hacían tan diferente a todos los demás. El cabello rubio, que siempre
parecía perfecto, incluso desordenado. Cuando empezaba a mirarlo no
podía parar. ¿Cómo podían pensar la señorita Orli y Temel que pudiese
sentir algo por mí? Me imaginé a mi antigua compañera de clase, Olivia
Fontel, que estaba obsesionada con los chicos guapos de la escuela, delante
de Bergen. Le daría algo, de seguro.
Sí, le daría un infarto si viese aparecer a semejante soldado alemán.
Aunque él no se parecía a los demás en ningún sentido. Por muy
malvada que fuera aquella sonrisa que ponía para asustarme. No era igual.
¿No es igual o quieres creer que no lo es?
—Deja ya los hombros y lávate la cabeza de una buena vez —dijo
Bergen, molesto.
—¿Cómo ha sabido que me frotaba los hombros? —dije atónita mientras
buscaba algo que pudiese hacer de reflejo para verme sin éxito.
—Tengo muy buen oído.
—¿Oído? —susurré con incredulidad—. Es imposible, no puede saber
qué parte del cuerpo me estoy tocando solo por el sonido.
—Por desgracia para mí, en este momento puedo captarlo, así que date
prisa. —Parecía nervioso.
—Creo que se burla de mí. A ver, ¿qué parte del cuerpo me toco ahora
mismo?
Alcé la mano hacia mi cabeza, rocé mi pelo y lo miré con atención para
asegurarme de que no me miraba de ninguna forma, pero él se había
quedado petrificado.
—Me estaba tocando la cabeza —dije preocupada al ver que él se pasaba
las manos por el pelo. Parecía muy, muy nervioso—. ¿Está bien?
—Por un momento he pensado que ibas a hacer otra cosa. —Se le escapó
una risita nerviosa mientras se agachaba—. Se me había olvidado que eres
tonta.
Recalcó con énfasis lo de tonta mientras se ponía de pie, se llevaba de
nuevo las manos a la cabeza, se tapaba los ojos y hacía respiraciones
profundas, como si intentase calmarse.
—¿Qué pensó que iba a hacer?
No lo entiendo. ¿Qué pensó que me toqué? No entiendo y me muero de
curiosidad.
—Haz el puto favor de lavarte y taparte de una buena vez —gruñó
alzando la voz.
No comprendía qué había pasado, pero obedecí tan rápido como pude.
Metí la cabeza en el agua, me eché jabón y me enjuagué. Tardé unos tres
minutos en salir, tomé la toalla para secarme antes de envolverme con ella
como si fuera un vestido.
—Ya está —susurré confundida y observé que él parecía estar más
tranquilo y que volvía a respirar con más calma.
El diablo se volvió despacio hacia mí, me miró de reojo y me hizo un
gesto para que pasara delante de él hacia la puerta, cuando pisé con los pies
descalzos y mojados, la planta de mi pie derecho se resbaló al punto de
caerme hacia adelante, pero él me agarró de la cintura.
No sé cómo pasó, pero dejé de respirar. Estaba de pie, miraba hacia la
puerta, con el diablo detrás de mí. Bergen me había atraído hacia él para
sostenerme. Mi cuerpo permanecía adherido al suyo de tal forma que podía
sentirle los músculos del pecho. Nuestros cuerpos completamente pegados,
tan solo separados por su ropa y mi toalla. Sentí que una pequeña descarga
eléctrica me recorría el cuerpo, desde la cabeza hasta la punta de los dedos
de los pies. Una especie de hormigueo muy intenso que se me concentró en
el estómago y que me hizo arder la parte de piel que él sujetaba firmemente.
No sabía qué sería. Cerré los ojos y apreté los puños mientras notaba
cómo la boca de Bergen recorría suavemente mi cabeza, hacia mi nuca
desnuda. Me temblaron las piernas. Menos mal que él me sostenía.
—Si no quieres que te toque —susurró con los labios rozando mi cabello
mojado—, deja de aparecer desnuda en mis brazos.
Entonces dejó de sujetarme, apartó el brazo de mi cintura y se aseguró de
que podía mantenerme en pie. Se adelantó, salió del baño y se dirigió hacia
la habitación. No tenía ni idea de qué había sido lo que me había pasado,
pero había sido demasiado extraño e intenso. Para nada desagradable, en
absoluto. Había sido ¿raro? Intenté alejar ese pensamiento de mí y salí al
pasillo detrás de Bergen. Entré con él a la habitación con mi toalla bien
agarrada al cuerpo.
La chimenea estaba encendida. Desprendía una luz y una calidez muy
reconfortantes. Frente a ella, la mesita del escritorio, con una silla a cada
lado y dos bandejas con sendos platos de estofado encima, uno junto al otro,
con los cubiertos, las copas y las servilletas, como si fuera una mesa de
restaurante. Enseguida supe que eso no lo había preparado Ami. Era obra de
la señorita Orli y de su afán por que le agradase, o lo que fuese, al soldado.
“¿Por qué no ha tirado pétalos de rosa por el suelo?”, pensé furiosa.
—Se ha tomado en serio lo de la chimenea —dijo el diablo con
indiferencia mientras se quitaba la camiseta blanca y la dejaba a un lado de
la cama, en clara alusión al calor de la habitación.
Traté de ignorar su torso desnudo y agarré bien mi toalla. Algunas gotas
de agua todavía me recorrían las piernas y se deslizaban hasta la alfombra.
Tenía que vestirme, necesitaba ropa con urgencia. Fui hacia el vestidor. En
un rincón, para que no me viese, dejé caer la toalla al suelo, me puse la
camiseta interior y un vestido viejo de manga larga de color blanco que me
llegaba hasta la rodilla. Recordé que el cajón de la ropa interior no estaba en
el vestidor, sino en la mesita de noche que había junto a la cama.
Me miré de arriba abajo. No se me veía nada ni se transparentaba nada,
por lo que podía salir a la habitación así como estaba y tomar la ropa
interior del cajón. Cuando me disponía a hacerlo, vi que el diablo estaba
apoyado en la mesita. Me quedé de pie frente a él, dudaba como una tonta
de si me acercaba como si nada o si le pedía que me dejara hacerlo. Bergen
me miró.
—Necesito algo de la mesita.
—¿Qué?
—Ropa interior. —Traté de sonar indiferente, pero no lo conseguí. La
incomodidad me ganó—. Del tercer cajón.
Bergen me miró pensativo, se volvió hacia la mesita y abrió el cajón.
Observó el contenido.
—¿De qué color? —Me contemplaba esa vez con la mirada cargada de
perversa diversión.
Sabía que se refería a una conversación en la que se había reído de mí.
Jamás imaginé que mi ropa interior daría para tanto. Intenté mantener la
seriedad y la indiferencia.
—Blanca, por favor. —Estiré la mano hacia él para que me la diese.
Bergen metió la suya en el cajón, tomó una prenda y me la dio.
Regresé al vestidor para ponerme la ropa interior de la señorita Orli, que
me quedaba enorme. Volví a la habitación con la mayor pasividad que pude.
—Cena —dijo en cuanto me vio; fue claramente una orden.
No discutí. Después de haberme saltado la comida por el altercado con
Alger, el hambre había vuelto a llamar a mi estómago. Fui hacia la mesa y
frente a mí había un plato de estofado de conejo que probé con ganas.
—Puedes comer los dos platos —dijo con el cigarrillo encendido
mientras apoyaba la espalda en el cabezal de la cama.
—¿Usted no quiere el otro?
—¿Por qué? ¿Quieres que me una a la cita? —dijo con una sonrisa
sarcástica. Obviamente, se había dado cuenta de la intención de la señorita
Orli con el detalle de la cena y la chimenea tan perfectamente organizados
—. No les ha dicho a las demás mujeres de la casa que no nos acostamos,
¿verdad?
No supe muy bien dónde esconder la cabeza al escucharlo. Me ardieron
las mejillas. Del rubor, seguramente.
—¿Por qué no les has dicho a tus amigas que no nos acostamos?
No me atreví a mirarlo. Ojalá no hiciese alusión a ese tipo de cosas. No
quería hablar con él de eso. ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía dar explicaciones
de un tema tan bochornoso? Era algo que ni siquiera lo afectaba
directamente. ¿Por qué tenía que hablar con él de algo así?
—Contesta la pregunta.
—Es que… me da vergüenza —murmuré. Por fin miré esos ojos otra vez
—. Me da vergüenza hablar de eso con usted. —Él parecía expectante.
Supuse que no le gustaba esa respuesta—. Son cosas personales; no lo
conozco.
Y aunque lo conociese, no creo que quisiese hablar con usted de ello.
—Pregúntame algo —dijo mientras aspiraba el cigarro—. Cualquier
cosa que se te ocurra y te diré la verdad sin problema.
El gesto de confusión en mi rostro debió de ser notable.
—Respóndeme sin más, y yo te responderé sin más a lo que me
preguntes.
—¿Y usted me va a decir la verdad de cualquier cosa que yo le
pregunte? —quise saber no sin cierta incredulidad.
—¿Por qué? ¿A quién se lo vas a contar? —Casi se rio—. ¿A la
casamentera frustrada y a tu perrito faldero? —Se refería a la señorita Orli y
a Temel. Palidecí—. Puedes llamar a Hitler, niña, que ni eso me importaría.
—Jamás le diría a nadie algo que usted me dijese —susurré con una
extraña necesidad de dejarlo claro.
No supe por qué, con la mala opinión que yo tenía de él, deseaba
fervientemente que Bergen no tuviese ninguna duda de que yo era una
persona con la que se podía contar. ¿De verdad iba a responder a cualquier
pregunta como si confiase en mí? No sabía qué me resultaba más curioso: si
que un nazi y una judía fuesen a tener una conversación o que fueran a ser
sinceros el uno con el otro.
—Entonces responde, ¿por qué no les has dicho a las demás la verdad?
—Porque la señorita Orli no lo aprobaría —lo dije sin mirarlo; ni
siquiera podía creer que lo dijera en voz alta—. Ella quiere que yo le agrade
a usted para obtener ciertos beneficios.
Me costó mucho decir eso. Esperaba que Bergen se diese cuenta de mi
esfuerzo.
—Pero si tú no quieres, no tienes por qué hacer lo que ella diga.
—Yo le debo mucho a la señorita Orli. Le estoy muy agradecida.
Siempre ha sido como una madre para mí. —Traté de elegir las palabras
con cuidado para explicarlo bien. Sonreí con timidez, avergonzada—. Y en
nuestra sociedad es difícil desobedecer a una madre.
—¿Por qué ella es como tu madre?
Estaba muy incómoda en ese momento, hablaba con un hombre al que
no conocía, cuyos ojos parecían estar a punto de absorberme.
—Mi verdadera madre tenía problemas de corazón. Siempre tuvo una
salud delicada. Por eso mi abuelo fue muy sobreprotector con ella e
intentaba que fuese feliz. Así que, cuando ella le pidió ir a Cracovia a vivir
una temporada, él la envió, a pesar de no estar muy de acuerdo. Allí mi
madre conoció a la señorita Orli y se hicieron amigas. Salían juntas y lo
pasaban bien. Entonces mi madre conoció a mi padre. La señorita Orli
siempre me dice que mi madre perdió la cabeza por él.
El diablo me miraba fijo, atento a cada palabra. Habría deseado que
tomara la botella de vodka y se pusiese a beber como si no me escuchase.
—Al poco tiempo ella descubrió que estaba embarazada de mí, pero,
bueno, él no quería ningún tipo de responsabilidad, por lo que se
desentendió. Por el embarazo, mi madre no podía seguir sola y volvió aquí
con mi abuelo. Una mujer que espera un hijo fuera del matrimonio no es
muy bien vista por los judíos. Al menos, no por los que viven por aquí. —
Sonreí sin ganas—. Pero mi abuelo había sido un teniente muy respetado
durante la Gran Guerra y, además, la salud de mi madre empeoró mucho
con el embarazo. Por eso, supongo que por lástima a ambos, no todo el
mundo nos dio la espalda. Mi abuelo murió cuando yo no había cumplido
un año. No teníamos otra familia y parece que mi madre cada vez estaba
más enferma, así que los pocos empleados que teníamos se marcharon, ya
que creyeron que la granja no saldría adelante. —Guardé silencio antes de
continuar, pero Bergen no dijo nada—. Entonces apareció la señorita Orli.
Ella decidió dejar la vida en la ciudad y quedarse con nosotras. Cuidó a mi
madre el tiempo que vivió. Luchó para que la granja funcionara y
tuviésemos una vida digna. Mi deuda con ella es eterna. Jamás podré
pagarla.
Me pase la mano por la cara para secar cualquier lágrima furtiva. Agarré
la cuchara para meterme de mala gana un trozo de patata en la boca. Ya no
tenía nada más que decir.
—¿Y bien?
Alcé la vista de nuevo hacia Bergen, que me miraba serio, impasible
como siempre.
—Te toca. Puedes preguntarme lo que quieras.
Me estremecí. No importaba qué le preguntase, el diablo perfecto que
hacía mi vida imposible o me salvaba, según se le antojase, iba a decirme la
verdad. Tenía bastante claro por qué había querido matarme, pero no por
qué me había salvado. Por qué estábamos en esa situación. ¿Por qué había
hecho aquel trato tan extraño conmigo? ¿Qué pretendía? ¿De verdad sentía
algo por mí como la señorita Orli y Temel afirmaban? Esa pregunta se coló
entre mis pensamientos, pero no iba a ser tan estúpida de hacerla.
—Piensa en tu situación. En el momento en el que estás —dijo el diablo
al ver mi apabullamiento—. ¿Qué necesitas saber?
Mi cabeza volvió enseguida a la guerra. A todo lo que nos habíamos
preguntado desde el primer momento en que los vimos.
—¿Son de la Gestapo?
—Sí, un grupo de la subdivisión de la Gestapo ivb4b que tiene sede en
Cracovia. El jefe de su división es un tal Günther y su Hauptsturmführer se
llama Novak. Ninguno de los dos está aquí, obviamente. El capitán, para
que entiendas, agoniza en la cama de la habitación de al lado —dijo Bergen.
—¿Y van por ahí en busca de judíos escondidos para llevarlos a los
guetos? —pregunté rápidamente. No sabía cuántas preguntas podría
hacerle.
—Sí y no. La misión oficial es esa, pero estos idiotas tienen más
instrucciones de encontrar y saquear todo lo que sea de valor que de
localizar judíos. Hasta ahora, a todos los judíos que se habían encontrado,
les habían pegado un tiro y punto. Lo que pasa es que nos encontramos con
un grupo organizado de rebeldes polacos y mataron a la mitad de la unidad.
Como tienen que presentarse y contar semejante humillación frente a sus
superiores prefieren hacerlo con un grupo de judíos bajo el brazo, como si
hubiese sido una batalla.
—¿Y por qué no nos llevan ya? ¿Qué esperan?
—El capitán se está muriendo. Los demás no tienen la menor idea de qué
hacer sin él. La mayoría se niega a moverse hasta que no se muera. No hay
ningún teléfono, ni coche, ni nada que se le parezca en las inmediaciones.
Enviaron dos hombres a Tarnów para tratar de pedir ayuda, pero no hay
noticias de ellos.
—¿Por qué no?
—Probablemente estén muertos. Los bosques de por aquí son un nido de
rebeldes. Tu granja y sus alrededores deben de estar en el centro. Es como
el ojo de una tormenta. Parece que no se puede salir sin mojarse. —Apagó
el cigarrillo—. No volverán a enviar a nadie ni a separar el grupo con esas
condiciones. Así que, hasta que el capitán no se muera, no nos moveremos
de aquí.
—Entonces ¿usted no es el capitán ni tiene mayor autoridad sobre los
demás?
Sonrió de una forma extraña. Me pareció una sonrisa encantadora.
—Yo no formo parte del grupo. Me metieron en el último minuto de
forma un tanto misteriosa, por lo que los demás creen que soy un espía que
el propio Günther mete en los grupos para comprobar cómo funcionan y
que ordenaré fusilar a los que no trabajen bien para el Führer. Creen que soy
un espía de Hitler.
Algo en mí se iluminó: él no era de la Gestapo.
—¿Y es cierto? —me atreví a preguntar.
No es de la Gestapo. No es uno de ellos. Sabía que no es como ellos.
—No, aunque sí podría hacer que los fusilen. Pero no soy de la Gestapo.
Soy de la aeronáutica, de la Luftwaffe, comandante del Jagdgeschwader 71
—dijo con una absoluta seriedad.
Se me heló la sangre. Todo el mundo en Polonia, en el mundo entero,
conocía la Luftwaffe. Había visto gente temblar solo con mencionar ese
nombre.
—¿Es piloto de la fuerza aérea alemana? —susurré horrorizada.
El diablo asintió sin dejar de observarme. La luz que se había iluminado
se apagó por completo. Ojalá hubiese sido de la Gestapo. Cerré los ojos por
un momento para hacer la siguiente pregunta. Necesité reunir el valor para
hacerla.
—¿Estuvo en el ataque a Varsovia?
El 1º de septiembre de 1939, aviones alemanes, la Luftwaffe,
bombardearon Varsovia sin piedad. Lo destrozaron todo. Dejaron la ciudad
hecha pedazos sin compasión. Hospitales, escuelas. Incluso dispararon
desde los aviones con ametralladoras a la población civil. A hombres,
mujeres y niños desarmados que nada tenían que ver con los soldados
polacos. En Cracovia, solo se decía que los alemanes habían traído el
infierno al mundo.
El diablo volvió a asentir. No sabría describir a ciencia cierta la forma en
la que él me veía como si analizara mi reacción: yo lo miraba con absoluto
horror.
—¿Piloteaba uno de los aviones que atacaron a la gente?
—Me otorgaron la Cruz de Hierro por mi participación como piloto —
dijo con una frialdad tajante.
Estoy segura de que no lo dijo para presumir, sino para cortar mis
preguntas sobre si de verdad había participado en aquella matanza. Sonreí
de forma sarcástica. No solo había participado, lo había hecho tan bien que
le habían dado una medalla. ¿Le habían dado una medalla por lo bien que
había masacrado una ciudad?
—¿Sabe que atacaron escuelas, hospitales…?
—Me dieron el plan de ataque; sé perfectamente lo que hice —me
interrumpió.
—¿Y por qué lo hizo?
—A Hitler le gustaba Cracovia —dijo como si nada—. No quería
atacarla, así que el ataque a Varsovia debía ser ejemplar para toda Polonia,
para el país entero. —No le había preguntado eso y él lo sabía, por lo que
continuó—. Estamos en guerra, y soy un soldado —aclaró—. Además, si te
sirve de consuelo, mis logros me sirvieron para ganarme enemigos. Me
trasladaron al ejército terrestre, al Heer, en el Heeresgruppe Nord del okh.
Hasta hace unos meses estaba en el ataque a Leningrado.
—¿En la Unión Soviética? —pregunté absolutamente perpleja.
—Sí, y respondo a tu siguiente pregunta: “Sí, también”. Se me daba muy
bien el ataque terrestre y llegué a oficial.
—¿Le dieron otra medalla? —Se me escapó de rabia.
—No. Me hicieron un consejo de guerra y me castigaron con esta misión
—dijo con total naturalidad sin tener en cuenta mi indignación.
Me detuve a pensarlo un momento. Eso no era bueno. ¿Por qué le hacían
eso a un soldado tan efectivo al que le otorgaban medallas?
—¿Por qué?
—Maté a mi superior —dijo con una sonrisa ante mi cara de espanto, por
lo que sonrió aún más con cierta diversión—. No me caía bien. —Se
encogió de hombros como si con eso bastase para justificar lo que acababa
de decir.
—¿Por qué?
—Diferencias irreconciliables en cuestiones de mando —dijo mientras
elegía con cuidado las palabras, pero con cierta satisfacción en el rostro.
Parecía contento de haberlo matado.
Aparté la vista de él para pensar con claridad, para salir de aquella charla
tan fuera de toda norma. Cualquier cosa que hubiese podido pensar sobre él
estaba lejos de la realidad. Era un ser despreciable. No solo no tenía
corazón, tampoco tenía conciencia para darse cuenta del daño y sufrimiento
que hacía a su paso.
—Es usted un monstruo —susurré. Las palabras surgieron de mi boca—.
Un monstruo que se esconde detrás de la palabra “soldado” como si eso
justificase todo y le permitiese hacer pedazos cuanto encuentra a su paso.
Puede esconderse detrás de una montaña de medallas para tapar ese
comportamiento, pero hasta el día que se muera nunca será más que eso. Un
monstruo asesino.
Así de simple, Bergen era un monstruo mucho más aterrador que
cualquiera de los que habría podido imaginar.
—Supongo que tenía que haber sido un granjero cobarde que se mea
encima y que corre al verme —dijo con desprecio.
Fritz. Se refería a Fritz Holz.
Di un golpe en la mesa con las manos, escandalizada. Me apoyé para
ponerme de pie al escucharlo decir semejante ofensa, cuando él también se
puso de pie y de dos zancadas se situó frente a mí, furioso.
—Sí —gruñó con ira con la cara pegada a la mía—. Soy el peor
monstruo que puedas imaginar y mucho más. Pero tú eres una hipócrita
estúpida e ignorante que cree que los valores morales del mundo se rigen
por los de una granja apartada de la realidad. ¿O supones que tu abuelo
llegó a teniente sin recibir ninguna medalla?
Dejé de encararlo y bajé la barbilla. Jamás lo había pensado.
—Así que puedes odiarme, maldecirme, aborrecerme desde esa
superioridad moral que no dudo de que te hayas ganado por ser la única que
no se ha convertido en un monstruo, pero hazlo con la puta boca cerrada. —
Agarró uno de los cajones del escritorio de tal forma que lo arrancó y me
hizo dar un salto en mi sitio. Sacó un libro y me lo entregó—. Ahora,
Scheherezade, lee esto en voz alta hasta que termine de beber.
Me soltó el libro de manera abrupta en las manos y se fue hacia la cama
mientras daba cuenta de una de las botellas de vodka que aún quedaban
llenas.
—A ver si hoy también eres capaz de quitarme las ganas que tengo de
cortarte el cuello al amanecer.
Apreté el libro contra mi pecho, acaricié la solapa trasera con los dedos
sin saber qué decir mientras veía cómo él empezaba a tomar. El diablo me
había dejado sin habla. Me senté con la mayor tranquilidad que pude en la
silla, puse el libro frente a mí. Se trataba de un libro de medicina de la
señorita Orli. Lo abrí por la primera página y carraspeé un poco para aclarar
la voz. Empecé a leer en voz alta mientras Bergen miraba el techo y bebía
como si no me escuchase.
No había cambiado de opinión con respecto a él, pero nunca había
pensado en todo lo que el diablo me había dicho. En que la guerra tenía dos
bandos, y que había un ejército en ambos.
C APÍTULO 14

A brí los ojos con la cabeza pegada al libro, encima del escritorio, con
un rastro de saliva en la página doce. Los platos de comida habían
desaparecido y, como siempre, estaba sola en la habitación.
Agradecí que no estuviese después de la discusión de la noche anterior.
“Discusión”; me sorprendía pensarlo así. ¿En qué momento tomé confianza
con Bergen como para discutir con él?
Y para decirle las cosas que le dijiste, para tener la seguridad de que no
te hará daño por mucho que lo llames “monstruo”, “monstruo asesino”.
Por mucho que me doliese pensarlo, eso era él. Ya me parecía bastante
horrible que fuese un soldado de la Gestapo que atrapaba a personas
inocentes y las enviaba a la muerte. Pero ¿la Luftwaffe? ¿Por qué tenía que
ser de la Luftwaffe? Era como ser el rey de los monstruos. No me extrañaba
en absoluto que no tuviese corazón.
Me puse de pie y me dirigí hacia uno de los cajones del vestidor. Al
abrirlo, recordé que los alemanes lo habían saqueado todo. Ya no estaban ni
los retratos de mi madre ni los de mis abuelos, que la señorita Orli había
conservado en el cajón donde mi madre los guardaba cuando esa era su
habitación. Había querido ver una vez más el rostro de mi abuelo. Nunca se
me había ocurrido pensar en la parte contraria de la guerra. En a quiénes él
habría herido; en a quiénes él habría matado. Nunca había pensado que los
otros verían con los mismos ojos a nuestros soldados, es decir, como
monstruos, y a sus propios monstruos como héroes. Mi abuelo había
recibido medallas durante la guerra. Mi madre me las había mostrado con
orgullo cuando me contaba la historia de nuestra familia.
Tuve un profundo sentimiento de agonía porque se trataba de uno de los
pocos recuerdos maravillosos que me quedaba de mi madre antes de que la
enfermedad se la llevase. Ahora también estaba manchado. Ese maldito
soldado destrozaba todo a su paso.
Salí de la habitación dando un pequeño portazo y me dirigí escaleras
abajo hacia la cocina para encontrarme con la señorita Orli, que comenzaba
a preparar las cosas.
—Buenos días, Eva —dijo con una sonrisa.
Me sentí tentada de reprocharle el vergonzoso espectáculo que había
organizado con la cena y la chimenea la noche anterior, pero preferí dejarlo
pasar. ¿Para qué discutir más?
—¿Puedes, por favor, llevar esos platos al desván del sótano? —Me
señaló una pila de platos blancos que había sobre la mesa—. No los usamos
y aquí solo sirven de estorbo. Y sube tantos botes de verduras como
encuentres. Creo que apenas quedan cuatro o cinco.
Asentí, tomé los platos y me fui en dirección al sótano, bajé la escalera
en absoluto silencio para que nadie se percatase. Aunque fuese algo
justificado, no les hacía mucha gracia que saliésemos del perímetro que
ellos consideraban controlado dentro de la casa.
Encendí la luz de varios candelabros para tener la suficiente iluminación.
Estaba bastante lúgubre. El sótano se había convertido en un nido de polvo
y telarañas que parecía más un lugar abandonado que una parte de una casa
habitada. Al no tener iluminación propia ni ventanas, los soldados no
bajaban nunca, por lo que no solicitaban mantenerlo en buenas condiciones.
Me acerqué al aparador para abrir uno de los cajones. Al tirar, el asa se
rompió y quedó en mi mano. Estaba podrido; todo el mueble lo estaba.
Dejé los platos en el suelo para tener libres las dos manos e intenté abrir
el cajón sin éxito. Entonces probé con el de arriba; lo quité. Luego, tomé un
cuchillo para usarlo de palanca para así abrir el atascado. Al sacarlo, la base
se hizo pedazos y se cayó a mis pies, lo que me dejó en las manos una
estructura hueca.
Me agaché para ver qué era lo que se había caído. Aparté los trozos de
madera podrida cuando vi que algo brillaba allí. Lo reconocí al instante. Era
mi futuro anillo de bodas. El anillo que simbolizaba mi compromiso con
Fritz. Aparté más trozos de madera hasta encontrar un colgante de la
señorita Orli, uno que le había regalado la madre, unos pendientes que no
reconocí y una pulsera que parecía de pequeños diamantes. Los soldados
habían saqueado todas nuestras cosas de valor y las tenían apartadas para
llevárselas cuando se marchasen de la granja. ¿Qué hacía todo eso ahí
escondido? ¿En qué momento alguien lo había metido en el aparador del
sótano?
Puse las joyas debajo del aparador, recogí los trozos de madera del cajón
podrido y los tiré a un lado para que no se viesen. Coloqué la tapa del cajón
en el mueble para que no se notase a primera vista que se había abierto.
Subí la escalera con más cuidado aún y fui a buscar a la señorita Orli,
que, por suerte, estaba sola. La llamé con la excusa de que no era capaz de
encontrar las latas de verduras. Puso mi misma cara de sorpresa cuando le
mostré lo que había encontrado.
—Pero no lo entiendo, ¿de dónde ha salido todo esto?
—Estaban escondidas en ese cajón. —Señalé—. Pero no tengo ni idea de
cómo han podido terminar ahí. Los soldados han tomado todo lo de valor y
lo han dejado en bolsas en la habitación del enfermo. ¿Por qué no están esas
joyas allí?
La señorita Orli inspeccionó mi anillo de compromiso, que era de oro
puro. Todavía recordaba la cara de orgullo de la señora Holz cuando se lo
había dado a la señorita Orli para que lo guardase hasta el casamiento.
—Alguien lo esconde aquí para quedárselo —susurró la señorita Orli,
pensativa—. Los soldados alemanes son los que han saqueado todo. No van
a robarse a ellos mismos, ¿no? —Guardó silencio unos segundos antes de
continuar—. Los hombres están hacinados arriba en la buhardilla, por lo
que ha tenido que ser una de nosotras, que andamos más libremente por la
casa.
—Pero las bolsas con los objetos de valor están guardadas en la
habitación del enfermo y allí siempre hay alguien. Es imposible entrar y
llevárselo.
—Puede que lo escondiesen antes de que los soldados hiciesen el
saqueo. —La señorita Orli frunció el ceño—. O incluso antes de que los
soldados llegasen.
Agarré a la señorita Orli del brazo. Sabía lo que estaba pensando.
—No puede culpar a las Becker solo por suposiciones.
—El anillo es tuyo, el collar es mío y los pendientes y la pulsera creo
que eran de la señora Schreiber —dijo la señorita Orli enfadada—. Aquí
hay algo más que suposiciones.
—¿Cree? No está segura de quién son los pendientes ni la pulsera.
—No son ni tuyos ni míos.
—Pero tampoco sabe si son de alguna de las Becker —repliqué molesta
—. Y si ha sido una de ellas, ¿cuál de las tres?: ¿Ami?, ¿la señora Becker?,
¿Milat? ¿Además, por qué iba Milat a arriesgar la posición que tiene ahora
con Hank?
—¡Oh, por favor! —gruñó la señorita Orli ante mi señal de silencio—.
Sabes tan bien como yo que ese soldado se cansará de ella en cuanto la
disfrute dos veces más.
La relación de Milat con Hank, junto con los privilegios que eso le
concedía, tenían a la señorita Orli completamente desquiciada.
—Además, esas joyas deben de llevar más tiempo ahí que un par de días.
¿Has visto lo podrida que estaba la madera?
—El mueble entero está podrido. Lleva así meses —le recordé. No podía
especular con la parte de la verdad que le interesaba solo para culpar a las
Becker—. Repito que no se puede acusar a nadie de algo tan serio sin
pruebas. ¿Tiene idea de lo que le harán los soldados a la persona que las
haya robado?
Seguramente la fusilarían.
—Tenemos que pensar dónde esconderlas —susurró la señorita Orli.
—¿Vamos a quedárnoslas? —pregunté perpleja.
—Por supuesto que sí. Para empezar, son nuestras. Y para terminar, ¿qué
quieres hacer con ellas? ¿Devolvérselas a los soldados para que nos corten
las manos por tenerlas?
—Debería ponerlas donde estaban. Devuélvalas a su sitio.
—¿Cómo? —dijo la señorita Orli—. El cajón está roto y tienes el tirador
en la mano. No podemos meterlas en su sitio. Quien sea que las haya
escondido sabrá que alguien las ha visto en cuanto venga a revisar el botín.
Además, es una suerte que las hayas encontrado. Es una oportunidad única
para nosotras.
—¿A qué se refiere? —susurré confundida. No entendía qué quería
hacer, pero parecía muy emocionada.
—¿No te das cuenta? —dijo con una sonrisa—. Nos guardaremos estas
joyas mientras te ganas la confianza del soldado Bergen. En cuanto veas la
oportunidad, le pides que nos deje huir a las dos. Nos las llevaremos para
poder subsistir.
—¿Se ha vuelto usted loca? —dije atónita.
¿De qué habla? ¿En qué momento el diablo va a permitirnos huir a la
señorita Orli y a mí solo porque yo se lo pida? La señorita Orli no sabe lo
que dice.
—Los hombres son muy simples, Eva. Tú lo estás haciendo muy bien
con ese soldado —susurró convencida—. Mucho mejor que Milat con el
suyo. El alemán enfermo no aguantará mucho más. Si eres agradable,
sumisa, consentidora con él —recalcó esta última palabra—, entonces,
quizá, nos permita huir cuando haya que irse de la granja. Si te tiene algún
tipo de afecto, sea el que sea, te dejará huir antes que llevarte al gueto.
Si le hubiese contado exactamente la relación que existía entre el diablo
y yo –con los detalle de cómo nos habíamos hablado la noche anterior– le
hubiese dado un infarto. Era imposible que Bergen me dejase huir. De
hecho, dudaba de que me permitiese seguir en el cuarto si las cosas seguían
así.
—¿Y qué va a hacer con las joyas? —pregunté—. ¿Las va a esconder
aquí?
—No. No. Hay que sacarlas del sótano —dijo con seguridad—. La
persona que las haya escondido aquí las buscará con lupa. Hay que
moverlas.
—¿Adónde las va a llevar?
Se quedó absorta mientras miraba cómo las piedras de los pendientes
brillaban en sus manos, hasta que pareció que se le ocurrió algo.
—Escóndelas en el cuarto del soldado Bergen. —Me las ofreció—. En el
vestidor. En uno de los cajones.
—Definitivamente, se ha vuelto loca.
—Ahí no puede entrar nadie más que tú. No las encontrarán.
—Bergen también está ahí —le recordé—. ¿Sabe lo que me haría si
descubre que escondo las joyas?
No tenía ni idea de lo que podía ocurrir si Bergen lo descubría, pero el
solo hecho de pensar que podía creerme una ladrona me generó angustia.
Me recordé que no sería un robo: algunas se trataban de mis propias joyas.
—¿Y entonces qué hacemos?
No quería hacer nada con ellas. Quería dejarlas allí. ¿En qué momento se
me había ocurrido abrir aquel estúpido cajón?
—En el cuarto de lavado —claudiqué—. Debajo del mueble de limpieza
hay varias cajas de jabones. Ahí hay jabón para meses. Lo mejor que se me
ocurre es meterlas en el fondo de una de las cajas y poner encima los
jabones.
La señorita Orli tomó una servilleta de tela, envolvió las joyas y me las
dio. No estaba de acuerdo. Dudaba mucho de que tuviésemos la
oportunidad, con o sin permiso, de escapar de la granja. Además, darles un
uso real parecía bastante improbable. Era un riesgo demasiado alto que
íbamos a correr por algo que casi seguro no podríamos utilizar. Por otro
lado, si alguien estaba dispuesto a intentar escapar y necesitaba las joyas, no
me parecía bien quitárselas para destrozar cualquier oportunidad que
tuviese de hacerlo. Fuese quien fuese.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer cuando la señorita Orli me lo había
pedido y me había puesto las joyas en la mano? Subí la escalera detrás de
ella, con una mezcla de resignación y miedo. Se asomó primero para
hacerme una señal cuando no hubiese nadie en el pasillo. Salté los
escalones de dos en dos. Me dirigí hacia el cuarto de lavado sin hacer ruido.
Me agaché junto al mueble que usábamos para guardar los productos de
limpieza. Agarré una de las cajas con jabones que nosotras preparábamos.
Antes de que los alemanes llegaran, la reclusión en la granja nos había
generado tardes de aburrimiento. A la señorita Orli se le ocurrió enseñarles
a todos nuestros invitados a hacer jabones caseros, de modo que habíamos
juntado una cantidad considerable de ellos. Los teníamos de todos los
colores y perfumes imaginables. Saqué todos los que estaban en la caja
elegida y metí el pañuelo en el fondo, coloqué los jabones encima con
cuidado para después poner la tapa y meter la caja entre las demás. Quedó
uno afuera, no cabía de nuevo en la lata debido a las joyas, así que lo eché
al barreño para usarlo en el siguiente lavado.
Me pareció tardar un siglo en hacerlo y poder volver a salir al pasillo. La
señorita Orli estaba vigilante. Afirmé con la cabeza para indicarle que ya
estaba hecho. Pareció muy satisfecha y me dedicó una amplia sonrisa, pero
no fui capaz de devolvérsela.
Te fusilarán por esto, Eva Goldiak.
***

Temblaba cuando llegó la hora de comer. La señorita Orli y la señora


Rivka empezaron a servir los cuencos aguados de estofado de conejo a las
Becker. Miraba una y otra vez la puerta de la cocina, me imaginaba a
Bergen con la lata de jabón en la mano mientras me llamaba a voces.
—¿Puedes creer que encima se queja? —Temel me sacó de mis
pensamientos con un susurro. Señaló a Milat.
Llevábamos varios días con la misma comida –ya se había terminado la
carne de lobo–, lo que hacía que las muecas de desprecio de Milat fueran
tan notorias como habituales cada vez que veía la carne de conejo.
—Se quejará no importa lo que le den —susurré con resignación
mientras agarraba mi cuenco.
Temel tomó el suyo y nos apartamos a un lado. Apoyé el cuenco en la
mesa y le di dos sorbos al caldo. Lo justo que necesitaba mi cuerpo para
llegar hasta la cena que el diablo me daba. Le di el resto a Temel. Lo hacía
todos los días, y, aún así, mi pobre niña estaba cada vez más delgada.
—¿Cómo vas con la ropa? —dijo ella con ansia—. ¿Necesitas ayuda esta
tarde?
La lata de jabón con las joyas apareció en mi mente entre las manos de
Temel.
—No, no es necesario. Mejor ayuda a la señorita Orli con la cocina —
dije con la mayor serenidad que pude.
—Pues no sé a qué hora podremos recoger las bandejas porque los
soldados están de reunión en el comedor durante la comida.
—¿De reunión?
—Sí, parece que preparan algo. —Se encogió de hombros—. Cuando
pasé por la puerta oí hablar a tu soldado bastante.
Un escalofrío me recorría la espalda cada vez que Temel se refería al
diablo como algo de mi propiedad.
—¿A Bergen? —susurré sorprendida. A él no solía gustarle estar con los
demás—. ¿Y que decía?
—No lo sé. No pude escucharlo del todo. Parecía que tenían discusión
para rato.
Temel comenzó con el otro cuenco y dio por terminada la conversación
mientras yo la miraba pensativa. Una de las pocas cosas de las que mi
instinto de supervivencia se había percatado era de que a Bergen no le
gustaban los otros soldados. Hasta la noche anterior no había entendido por
qué. Ahora sabía que él no formaba parte del grupo de la Gestapo. De
seguro, se creía superior a todos nosotros, supuse con cierta molestia.
¿Había que estudiar para entrar en la Luftwaffe? Me parecía probable que
hubiese tenido que ir a una academia de pilotos. ¿Qué había dicho que era?
¿Comandante? No creía que se llegase a comandante de la fuerza aérea
alemana y se recibiesen medallas así como así. Con ese porte de galán, esa
seguridad y esos aires de grandeza con las que hablaba a todo el mundo, no
parecía ser ningún don nadie. Casi seguro, era un niño de buena familia a
quien le irritaba que no lo obedeciesen en todo.
Además, no entendía mucho de los ejércitos y sus normas, pero matar a
un superior debía de ser algo muy grave. Si solo lo habían castigado en
lugar de ir a la cárcel, tenía que ser porque alguien lo había sacado del
apuro. Todas las chances las ganaba la idea de un padre rico y poderoso que
le daba al hijo todos los caprichos. Por eso, tendría ese carácter del
demonio.
La puerta de la cocina me sacó de mis pensamientos. Se trataba de las
Becker que se iban después de haber terminado la comida sin recoger las
bandejas. Miré de reojo cómo a la señorita Orli se le salían los ojos de las
órbitas de rabia. Me apresuré a recogerlas. No le iba a traer nada bueno ese
odio hacia las Becker con la gran influencia que ellas parecían tener con los
alemanes.
Para cuando terminamos de comer y de recoger los platos que había en
la cocina, los soldados seguían encerrados en el comedor. No hablaban muy
alto, pero se notaba que debatían.
Crucé lo más cerca que pude de la puerta que estaba cerrada, para ver si
podía captar quién hablaba, pero me fue imposible. Me dirigí con
resignación hacia el cuarto de lavado para cumplir con las tareas. Apenas
acababa de poner agua en un barreño cuando Temel entró dispuesta a
ayudarme. Entre todas las tardes que había pasado sola en aquella
habitación, iba a tener compañía justo el día en el que tenía joyas
escondidas.
—No es necesario —le dije y traté de sonreír con naturalidad—. Puedo
hacerlo.
—No digas tonterías —me respondió molesta. Tomó una bolsa con ropa
sucia y la acercaba hacia mí—. Hay mucha ropa ensangrentada. Apenas das
abasto desde que las Becker se han desentendido de todo. Deja que te
ayude. Tampoco tengo nada mejor que hacer.
No era raro que Temel viniese a ayudarme de vez en cuando, pero me
parecía extraña la especial insistencia de ese día. Contuve la respiración
mientras agarraba un jabón de una de las latas. Luego se me unió del lado
opuesto del barreño.
—Empecemos —dijo frente a mí con una sonrisa.
¿Sabría algo ella de las joyas que habíamos encontrado? ¿Nos habría
visto esconderlas? Confiaba en ella, pero prefería que no supiese nada para
que no estuviese involucrada. Me pregunté si las alhajas las habría
escondido Temel, si habría sido quien las había metido en el mueble del
sótano. Negué con la cabeza. Eso era imposible. Jamás haría semejante
cosa, menos sin decirlo.
Traté de no ser paranoica y de actuar con normalidad durante el resto del
día. Miraba de vez en cuando con una sonrisa a Temel mientras coordinaba
el lavado con ella.
Para la hora de la cena, habíamos tendido cuatro barreños de ropa limpia
en las cuerdas de afuera. Volvimos a la cocina completamente exhaustas las
dos.
—Ah, menos mal que ya están aquí —dijo la señorita Orli al vernos
entrar—. Eva, aquí está la bandeja con los dos platos para que los subas a la
habitación. Tú, Temel, tienes tu cuenco ahí.
Agradecimos las dos y nos dirigimos a agarrar lo que nos había indicado,
cuando la señora Becker, que comía sentada en la mesa junto con Ami,
refunfuñó molesta.
—Mucho cuidadito con lo que le echas a Temel, Marie —replicó con un
puñado de arroz en la boca—. Estoy muy atenta de que no te pases ni una
cucharada con la ración de esa niña. Si le echas una sola gota de más, se lo
diré a los soldados.
A pesar de la gravedad de lo que decía, tanto la señorita Orli como yo
íbamos a hacer como si no hubiésemos escuchado semejante barbaridad
cuando, de pronto, sin que ninguna lo esperara, Temel contestó.
—Ahógate con el arroz, puta.
Se hizo un silencio de más de cinco segundos en la habitación. La señora
Becker reaccionó por fin, soltó la cuchara sobre la mesa, ofendidísima, y se
levantó para ir hacia Temel. Estoy segura de que le hubiese pegado un
guantazo en la cara si no me hubiese interpuesto entre ambas.
—Quítate de ahí, Goldiak —protestó la señora Becker con los ojos
llenos de rabia—. Te lo advierto. Échate a un lado y dame a esa mocosa.
Noté cómo Temel se asomaba por detrás de mí, enfadada. Di un paso
hacia un lado para volver a cubrirla. Siempre le había hecho caso a aquella
odiosa señora por muy descabellado que fuese lo que me pidiese, pero no
pensaba dejar que le hiciese daño a Temel.
—Déjela en paz —dije con la mayor contundencia que pude.
—¿Es que no has oído lo que acaba de decirme? Voy a darle una tunda a
esa deslenguada.
Se encaró conmigo para intimidarme con su físico. A pesar de sus
múltiples quejas acerca de la edad, me doblaba en fuerza y músculos.
—La he oído. También la he oído antes a usted. No le va a poner una
mano encima —declaré. Luego, estiré la espalda y le devolví el encare—.
Bastante tenemos ya como para empeorar las cosas. Así que déjela en paz.
—Voy a darle el guantazo que la loca de su madre le debió de dar hace
años.
—La señora Schneider no estaba loca. Usted sí lo está si cree que voy a
dejar tocarla.
—No voy a consentir que ni esa niña, ni tú me falten el respecto.
—Usted falta el respeto diariamente a todo el mundo. No le viene mal
estar por una vez del otro lado.
Pude ver cómo la ira le estallaba en los ojos mientras comprobaba con
sorpresa que no pensaba moverme de mi sitio. Estaba acostumbrada a que
la obedeciese por más desagradable o maleducada que fuese.
—Milat se va a enterar de esto —vociferó para después darnos la espalda
y marcharse indignada de la cocina seguida de Ami, que había contemplado
la escena sin decir nada.
En cuanto la puerta de la cocina se cerró, me volví hacia Temel.
—¿Se puede saber en qué pensabas? —la reprendí—. ¿Cómo se te
ocurre decir semejante cosa?
—Lo siento. Se me ha escapado. Es que no puede amenazar así a la
señorita Orli solo porque le dé la gana.
—Déjala que hable, ¿no ves que eso es lo único para lo que vive?
¿Verdad, señorita Orli?
Mientras decía eso, Temel y yo nos volvimos a mirar a la señorita Orli,
que estaba junto a la mesa, de pie, sin decir ni hacer nada, con un cuchillo
de gran tamaño en la mano derecha. No lo tenía cuando llegamos, ni cuando
repartió los platos. Lo había agarrado durante la discusión con la señora
Becker. Ninguna de las tres supo qué decir. Ni siquiera ella, pues vi la
confusión en su rostro cuando depositó el cuchillo sobre el mueble,
despacio, y salió consternada de la cocina. ¿Qué pensaba hacer? ¿Por qué lo
había agarrado en plena discusión?
—No lo puedo creer —susurré casi sin voz, dispuesta a salir tras ella,
pero Temel me agarró.
—Será mejor que le subas la cena a Bergen antes de que sea más tarde
—me dijo con un gesto para señalarme la bandeja preparada—. Han tenido
un día duro de debate en el comedor. De seguro, están de mal humor. Yo iré
a hablar con la señorita Orli.
—Pero…
—Ve o tendrás más problemas. Lleva la cena a tu soldado, no sea que
baje otra vez —dijo y salió de la cocina.
Tuve que dejar que ella fuese. Me volví hacia la bandeja con comida.
Nos estábamos volviendo locas. Todas. No sabía hasta dónde íbamos a
llegar, pero el odio que nos había creado esa situación comenzaba a tomar
el control de nuestros impulsos. Y parecía que solo podía empeorar. La
señora Becker había amenazado con decírselo a Milat, así que estaba claro
que no iba a quedar ahí.
En lugar de estar más unidas que nunca, íbamos a despedazarnos las
unas a las otras.
Subí la escalera pesarosa, con la bandeja con los dos platos de estofado
de conejo para llegar hasta la habitación y entrar tras llamar a la puerta.
Si era verdad que los soldados habían tenido un día duro de discusiones
y estaban todos de mal humor, Bergen sería el que peor humor tendría de
todos. Aunque pensé que, tal vez, yo habría colaborado con eso. ¿Seguiría
enfadado por lo que le había dicho la noche anterior?
—Buenas noches —susurré al ver a Bergen salir del vestidor con el
uniforme.
Había podido ver esos uniformes horrorosos cuando los lavaba. No me
gustaban en absoluto. El color feldgrau de la chaqueta y el pantalón, unido
al extraño gris sombrío de la camisa y a esos símbolos tan desagradables,
hacía parecer que todos guardaban luto. Sin embargo, tenía que reconocer
que le quedaba bien. Miré cómo se colocaba las mangas y me pregunté
cómo sería el uniforme de piloto.
Dejé la bandeja con los platos sobre la mesa y le hice un gesto con la
mano mientras le veía recoger la chaqueta y ponérsela con solemnidad.
—Puedes comerte tú los dos platos —dijo en el momento en que
terminaba de abrocharse el cinturón—. Volveré tarde.
Deduje que iba a alguna parte, importante además, por estar así vestido,
por lo que abrí la boca con sorpresa.
—¿Va a salir? —susurré de una forma que, estoy segura, debió de
parecer ridícula.
—Sí. Pásame el brazalete. —Señaló la silla que había detrás de mí y vi la
cinta roja con la esvástica negra atrapada en un círculo blanco. Parecía algo
descosida.
Supuse que se vería irónico que una insignificante judía portara un
símbolo tan importante como aquel. Lo tomé con cuidado, estiré la cinta
roja sobre las palmas de mis manos y se la entregué a Bergen, que me miró
pensativo.
—¿Qué pasa?
—Nunca había tocado una esvástica —susurré con nerviosismo—.
Supongo que es algo muy importante. Como símbolo.
Casi no me dejó terminar de hablar antes de empezar a reírse mientras
cerraba el puño sobre la esvástica y hacía un bollo con el brazalete dentro
de la mano.
—He visto a soldados alemanes limpiarse la boca de vómito con esto en
el campo de batalla —dijo con cierta ironía.
—Pero el señor Rivka me dijo que todo el mundo debía de tener mucho
cuidado y respeto con la bandera nazi. —Había logrado despertar mi
curiosidad—. Que es sagrada para ustedes. Que cualquier comentario
negativo sobre ella podía ser motivo de fusilamiento.
El hermano del señor Rivka vivía en Berlín cuando Hitler ascendió al
poder, cuando empezaron a llenarse las calles de esos símbolos, cuando se
impusieron leyes con restricciones para los judíos. Le había contado cosas
realmente aterradoras que luego él nos había transmitido en las noches de
lluvia, sentados frente al fuego. Recordaba casi todo porque tanta injusticia
no podía ser verdad. En especial, cuando hablaba de la última vez que su
hermano le contestó al teléfono, antes de desaparecer.
El diablo estiró rápidamente el brazalete, hizo como que lo planchaba
con las manos con cierto sarcasmo y se lo puso.
—Los símbolos solo tienen la importancia que tú les des —me dijo—.
Un símbolo puede motivar a un ejército e infundirle coraje. O puede hacer
que tú, que deberías escupir sobre él, lo tomes con miedo. —Alzó la mano y
me dio un toquecito con la yema del dedo en mi frente—. Aquí está el
poder, y Hitler lo sabe. Eso es lo que protege pegándole un tiro a todo el
que lo cuestione. No es que la bandera sea sagrada ni que esté pintada por
ángeles.
—El señor Hitler pintó la esvástica. —Intenté que no pensase que era tan
tonta como para creer eso de los ángeles, pero solo conseguí que se riese
más. Arrugué el ceño. En mi absoluta incultura hasta ese momento, había
creído que la había dibujado Hitler.
—Él no pintó la esvástica. —Puso un pie sobre la cama para atarse las
botas—. Le gusta decir que es un artista y que él diseñó la bandera, pero la
esvástica ya existía mucho antes del partido nazi. Además, significaba algo
muy diferente.
Cuando terminó de atarse las botas, quedó completamente uniformado a
excepción de la gorra.
—¿Y qué significaba? —pregunté porque me pareció interesante.
—“Buena suerte.” —Mostró esa sonrisa irónica y dio un par de
palmadas sobre el brazalete con la otra mano.
El diablo dio un paso hacia la silla del escritorio, tomó la gorra del
uniforme, se la puso y me miró con esos imponentes ojos verdes. Tuve que
bajar la vista. ¿Por qué me resultaba tan perturbador verlo con aquel
uniforme?
Porque es alto, guapo, fuerte, valiente y te mira como si fuese a comerte.
Porque hace que no entiendas qué es la sensación que te recorre el
estómago.
—Lo cual me recuerda que, si esta vez la suerte no me acompaña, tienes
un machete en el segundo cajón de los zapatos del vestidor. —Lo miré
horrorizada—. A lo mejor se cumplen tus rezos y me pegan un tiro.
—Pero ¿adónde va? —susurré atónita mientras me rodeaba, ya que
estaba entre la puerta y él.
—Me alejé un poco más del terreno comprobado y encontré un claro con
tres senderos pasado el árbol grande que hay hacia el oeste —dijo y me
miró—. ¿Sabes cuál es? —No debíamos de ser muy originales, porque
llamábamos al árbol al que se estaba refiriendo exactamente así: “Árbol
grande”. Sabía de cuál se trataba—. Los tres senderos están perfectamente
marcados —continuó—. Uno viene a esta granja, el otro lleva a la granja de
los Holz. Estoy seguro de que el tercero lleva hasta otra granja que no debe
de estar tan lejos de aquí. Si se nos ha escapado del perímetro inicial es que
debe de estar más apartada que la de los Holz, pero, por las marcas, diría
que la frecuencia de comunicación entre las granjas también ha sido intensa
y que no debe de quedar a más que algunos kilómetros. Me ha costado
bastante convencer a estos idiotas de que está ahí y de hacer una expedición
para encontrarla.
Escuché sus palabras como si me golpeara con ellas. Había otra granja al
terminar el sendero, un poco más apartada de la nuestra que la de los Holz,
tal y como él había intuido. La granja de los Herzog.
—Me parece que tendrías que practicar un poco tu cara de póker. Si
antes creía que había una granja, ahora estoy seguro al cien por cien —dijo
al ver mi expresión de horror—. Si tienes algún otro noviecito ahí, ya
puedes despedirte de él.
El diablo me dio la espalda, molesto, dispuesto a dirigirse hacia la puerta
cuando le corté el paso y alcé las manos hacia él temblorosa. No sabía si
sería capaz de hablar después de oírlo, pero tenía que hacerlo como fuese.
La sola idea de imaginar a Hank, Alger y el resto de soldados entrando a
aquella granja hacía que me costase pensar.
—No, no —susurré con torpeza mientras movía las manos como si
quisiese detenerlo—. Usted no lo entiende.
—Quítate de ahí —me ordenó.
—Usted no lo entiende —tartamudeé—. Sí que hay una granja al final
del sendero. —Era absurdo decir lo contrario—. Pero es aún más pequeña
que esta; apenas tienen para subsistir. La granja era de dos hermanos, los
Herzog, que fueron al frente cuando estalló la guerra. Ninguno de los dos
volvió.
—¿Y a mí que me importa eso? —me replicó enfadado—. Quítate.
Ahora.
—En esa casa no hay ningún soldado ni nadie que a ustedes les importe.
—Al ver que ignoraba su petición, me agarró del brazo y tiró de mí para
apartarme—. Solo están las mujeres de los dos hermanos que se
escondieron allí con sus hijas. Solo son mujeres y niñas. ¿Lo entiende? Solo
mujeres y niñas pequeñas.
Si había algún atisbo, alguna posibilidad, de que el diablo no fuese como
los demás tenía que sacarla a la superficie en ese mismo momento.
—Por favor —supliqué. ¿Qué podía hacer o decir?—. Le soy sincera, se
lo juro. Son siete. Son solo mujeres y niñas indefensas que apenas tendrán
algo de comer, si es que todavía les queda alguna cosa. No tienen teléfono,
ni luz ni agua. Los maridos se llevaron a la guerra el único coche con el que
contaban. Allí no hay nada, solo están ellas si es que no se han muerto de
hambre.
La granja de los Herzog era aún más sencilla y con menos recursos que
la nuestra. Cuando las esposas de los hermanos la heredaron al enviudar,
ninguna sabía muy bien qué hacer con ella. Por desgracia, no podían volver
a sus ciudades de origen debido a la guerra, así que se quedaron escondidas
con las hijas en la que había sido la casa familiar de sus maridos.
Recordaba que, durante los primeros meses, la señorita Orli y yo las
frecuentábamos a menudo. Las ayudábamos en lo que podíamos para que
fuesen capaces de autoabastecerse. Pero, a medida de que avanzaba la
guerra y salir se hacía más peligroso, la visitas se redujeron y terminaron
cuando perdimos nuestro único medio de transporte. Hacía mucho que no
las veía. La sola imagen de lo que Hank y Alger harían con ellas…
—Solo son mujeres y niñas pequeñas que jamás saldrían de esa casa ni
los molestarían de ninguna manera. —Se me rompió la voz y el corazón
con mi frase—. Sara Herzog tiene cinco años. —Empecé a llorar—. Se lo
ruego, se lo suplico. No poseen nada de valor. Apenas tendrán comida para
ellas.
El diablo me miraba expectante. Se cruzó de brazos sin relajar la
expresión de indiferencia. ¿Por qué no la variaba? Me desesperaba que lo
enfrentase todo con la misma cara. Como si nada le importase. Como si
nada lo inquietase.
—Se lo suplico, se lo ruego, no los lleve hasta allí —susurré mientras
alzaba mis manos dudosa. No me atreví a rozarle el brazo—. Lo único que
harán será matarlas a todas, después de… —Me costaba decirlo—. Después
de lo que sea que sus compañeros les hagan.
Addie y Margot Herzog eran unas jóvenes preciosas. No tenía ninguna
duda de que los demás soldados arrasarían con ellas. No sabía si Bergen
también lo haría o si realmente se comportaría de manera diferente a como
me había parecido hasta ese momento. Aunque el hecho de que no hiciese
ciertas cosas como los demás, no implicaba que no fuese capaz de pegarles
un tiro una por una.
Helmut llamó a la puerta, preguntó si podía pasar y abrió para asomar la
cabeza. Me miró con desprecio antes de hacerle un gesto a Bergen, decirle
algo y marcharse.
Se escucharon pasos en la escalera. Supuse que todos los soldados
estaban listos, solo esperaban que el diablo saliese y los guiase para
empezar la marcha. Él me dio la espalda y se dirigió hacia la puerta. La
impotencia de ver que se marchaba no me dejaba pensar con claridad.
¿Cuáles serían las palabras necesarias para llegar al corazón de un
monstruo?
—Por favor —susurré una última vez antes de que abriese la puerta y se
fuese sin siquiera volver a mirarme.
Cerré los ojos en cuanto salió por la puerta, me tapé la cara con las
manos y di rienda suelta a mi llanto, a mi desesperación.
Maldito diablo, se había ido sin que yo pudiese hacer nada por
impedirlo. Iba a guiar al resto de los monstruos hacia una granja llena de
personas indefensas para que las destrozaran. Yo no había podido hacer
nada para evitarlo. Solo sentarme en un rincón de la alfombra a llorar.
¿Debía empezar a rezar por ellas? No. Todavía no quería hacerlo, no quería
perder la esperanza. Aún estaban vivas.
No sé qué esperas, porque Bergen encontrará la granja sin problemas y
las matarán a todas.
—¿Eva?
Escuché la vocecilla de Temel desde detrás de la puerta. Me levanté
rápidamente a abrirle y vi que estaba agazapada en el pasillo a oscuras.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté mientras la metía dentro de la
habitación y me aseguraba de que nadie nos viese.
—He visto que tu soldado se iba con los demás y quería hablar contigo
—susurró al mismo tiempo que los ojos se iban solos hacia los dos platos
con la cena.
Hice un gesto afirmativo y le indiqué que podía comérselos. De todos
modos, el diablo me los había dado y podía decir que yo me los había
comido.
Claro, me ha despertado el apetito verlo matar a todos mis vecinos. Muy
lógico.
Temel se abalanzó sobre una de las sillas y tomó la cuchara más
próxima.
—¿Sabes que Hank no ha ido con los demás soldados adonde quiera que
hayan ido? —Agarró un buen trozo de carne de conejo y se lo metía en la
boca—. Sigue en el cuarto con Milat. Es la primera vez que no sale de la
granja con los demás.
Hice un gesto de indiferencia para mostrar que lo que hiciesen Hank y
Milat no me importaba, aunque me llamó la atención que el soldado no
hubiese ido con los otros. ¿Sería por eso que no había ido, porque lo había
propuesto Bergen y ellos obviamente no se llevaban bien? Fuese como
fuese, me alegraba de que Hank no estuviese en el grupo. Ojalá tampoco
hubiese ido Alger.
—¿Adónde crees que han ido? Ya han revisado todos los alrededores un
millón de veces.
—No lo sé.
Si aún existía la esperanza de que Bergen no los llevase hasta la granja o
no la encontrase, por pequeña que fuesen esas posibilidades, no quería
mencionar a nadie más su existencia para que no se hablase de ella.
Pero claro que va a llevarlos hasta la granja, y probablemente eche la
puerta abajo él mismo de una patada antes de masacrarlas a todas. ¿O crees
que se ha ido a dar un paseo por el bosque?
—¿Cómo está la señorita Orli? —pregunté para cambiar de tema—.
¿Has hablado con ella?
—Está un poco avergonzada por lo que ha pasado —dijo Temel mientras
bebía el caldo—. Dice que no tenía intención de hacer daño a nadie. Que no
sabe cómo agarró el cuchillo.
No dudaba de que no fue consciente. Su odio hacia las Becker la tenía
enajenada. Nunca la había visto así. La señorita Orli siempre había sido una
persona de carácter tranquilo. Incluso en las situaciones de tensión que se
nos habían presentado a lo largo de nuestra vida: discusiones en el precio de
los productos, desacuerdos con la comunidad; siempre había actuado con
calma y prudencia.
—Será mejor que hable con ella mañana.
—No. Yo te diría que mejor ni se lo menciones. —Me cortó Temel para
mi sorpresa—. Se supone que es como tu madre, tu figura de autoridad, y se
siente muy avergonzada por haber hecho algo así. Te aconsejo que no le
digas nada. Actúa como si no hubiese ocurrido y ya está. Creo que es lo que
necesita que hagas.
—Pero yo no la juzgo.
—Lo sé —dijo Temel mientras se acercaba al segundo plato—. La
situación es difícil y todas hemos hecho cosas que creíamos que jamás
haríamos, por lo que es mejor no hablar de ellas. Bastante complicado se
nos hace ya el día a día.
Me crucé de brazos. Temel empezaba a comer a cucharadas el último
plato. Suponía que tenía razón en lo que decía, pero la señorita Orli no
debía por qué avergonzarse conmigo. Vivíamos una situación en la que era
imposible que nos comportásemos con la normalidad con la que lo
haríamos en cualquier otra circunstancia. Yo misma había llegado a las
manos con Milat. Me habría gustado decirle que lo entendía y que no lo
juzgaba en absoluto. Pero había algo más que había llamado mi atención.
—Temel, es la segunda vez que dices eso. ¿Qué has hecho tú que jamás
creías qué harías?—pregunté y me miró. Había terminado los dos platos
enteros en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué?
—Has dicho que todas hemos hecho cosas que jamás creeríamos que
haríamos —repetí pensativa—. Y ya habías dicho algo similar antes. ¿Qué
has hecho tú que jamás creíste qué harías?
Se quedó quieta, ensimismada por un momento, para después alzar las
palmas de las manos hacia arriba.
—No pensé que me pudiese comer dos platos de comida sin parar a
pensar qué ibas a cenar tú —dijo como si contara un chiste—. No sé, Eva.
Quizá no sea tanto hacer como pensar en hacer. Pienso mucho en hacer
cosas aterradoras. Y las pienso con una sonrisa de oreja a oreja. —Clavó la
cuchara en el plato vacío—. Me he comido tu comida y aún tengo hambre.
Lo siento, no sé qué me pasa.
—No te preocupes más por eso. —Intenté tranquilizarla—. Yo como de
sobra.
—Siempre tengo hambre, Eva, siempre. Resulta espeluznante pensarlo.
Además, no es para nada justo contigo. Ninguna somos justas contigo si
somos sinceras. Yo me como tu comida, y las demás no quieren ayudarte.
¿Cuánto hace que Milat y Ami no aparecen por el cuarto de lavado? —
replicó molesta—. Lavas tu sola toda la ropa de granja. No es justo.
No. No era justo. Pero el mundo no lo era. Y con cosas mucho peores.
Aún así, agradecía mucho sus palabras. Temel no se hacía una idea de
cuánto agradecía que alguien se fijase en mí, en lo que hacía días tras día.
Sabía que las cosas no se hacían para buscar el agradecimiento de los
demás ni nada por el estilo, sino porque era obligación hacerlas, pero en una
situación como la que estábamos, que alguien se parase a mirarme y me
diese una palmadita en la espalda por mi esfuerzo era reconfortante.
—Gracias, Temel.
—Pero no te preocupes porque, al igual que hoy, pienso ayudarte todos
los días —dijo ella—. Incluso los días que no te toque o que tengas que
hacer otra cosa, no tienes que preocuparte. Yo iré a lavar ropa y adelantaré
todo el trabajo que pueda.
Se quedó quieta, esperaba mi respuesta. Seguramente pensaba que iba a
dar saltos de alegría para dar las gracias. No supe qué decir. Tener a Temel
metida todos los días en el cuarto de lavado solo suponía que tarde o
temprano se toparía con las joyas escondidas. Ya me parecía bastante
peligroso vigilar para que no las encontrase, pero ¿también iba a estar allí
sin mí? ¿Por qué ofrecía su ayuda en aquel momento?
—No es necesario. —Traté de parecer agradecida y cortante a la vez,
pero no me salió muy bien. No quería que pensase que menospreciaba la
ayuda.
—Claro que lo es. Así que mejor que no digas nada porque pienso
hacerlo de todas formas.
Lo peor fue que vino hacia mí y me dio un abrazo y un beso para
agradecerme los dos platos de estofado de conejo. ¿Cómo demonios iba a
rechazar su ayuda después de eso? Le devolví el abrazo mientras ella me
daba unas palmaditas en la espalda.
—Así que, ya sabes, a partir de ahora, te ayudaré todos los días —dijo
orgullosa de sí misma—. Bueno, será mejor que vuelva abajo antes de que
los soldados regresen y me atrapen aquí.
Ojalá hubiese podido explicarle a Temel lo inoportuno que resultaba el
ofrecimiento de ayuda, pero lo único que pude hacer fue darle las gracias y
sonreírle mientras se marchaba.
Mierda. Mierda. Mierda. No puedo contarle nada. No debo. Si en algún
momento, un soldado nos descubre, no la quiero involucrada, porque, de lo
contrario, le harán pagar las consecuencias.
Entonces ¿qué hacer? Temel necesitaría jabones con muchísima
frecuencia y, por más que arrinconase la lata al fondo, no podía estar segura.
Agarrábamos latas de forma aleatoria y las dejábamos en su sitio sin
miramientos, de forma que rotaban continuamente. Solo había una solución.
Tenía que cambiar las joyas de sitio. No podía dejarlas en un lugar tan
accesible con ella allí.
Además, si descubrían las joyas en el cuarto de lavado, y Temel iba allí
todos los días conmigo, nada la salvaría del castigo. No creerían que
alguien que iba allí todos los días no sabía nada. Tenía que cambiarlas de
sitio rápidamente, como fuese. No había una mejor oportunidad que esa
noche con casi todos los soldados fuera de la granja durante unas horas.
Solo estaba el problema de dónde esconderlas. No podía dejarlas en el
cuarto de lavado, tampoco en la cocina, donde entonces sería la señora
Rivka la que pasaría a ser sospechosa inmediatamente. Los dos sitios que
mejor podíamos controlar quedaban eliminados. Así que, ¿dónde
esconderlas? Descarté la idea de que fuese en la habitación del diablo, como
había dicho la señorita Orli.
¡En el cuarto de la leña! Si bien era un sitio de mucho tránsito, en un
rincón del suelo, cerca de la pared, había una baldosa suelta. Quizá pudiese
meter las joyas ahí. Nadie pasaba por encima y, aunque lo hiciese, la
baldosa no se movía. Probablemente fuese por la situación desesperada en
la que me encontraba, pero no se me ocurría otro sitio mejor. Preferí no
pensarlo más y hacerlo.
En cuanto pasó un tiempo prudencial de la salida de Temel, me deslicé
despacio por el pasillo superior y la escalera en la más completa oscuridad
sin hacer ruido. Conocía la casa como la palma de mi mano, de modo que
era capaz de moverme por ella sin luz. Esquivé las bolsas y la ropa que
había en el suelo. Me puse frente al mueble de limpieza para agacharme y
agarrar la lata en la que estaban escondidas las joyas. Las saqué, volví a
colocar la lata en su sitio con extrema delicadeza. El sonido de las joyas
habría sido llamativo en el absoluto silencio en el que se encontraba la casa.
No podía hacer ningún ruido con ellas, así que las envolví otra vez con la
servilleta. Me la metí dentro del vestido para que la camiseta interior las
sujetase contra el cuerpo. Salí al pasillo, caminé de puntillas sobre la
alfombra y vi una luz que se aproximaba desde lo alto de la escalera. Salté
literalmente hacia la escalera del sótano. Resbalé por los primeros escalones
al agazaparme contra la barandilla y me caí con el culo en el suelo; me
quedé en esa posición, ya que, en la oscuridad, confiaba en que no se me
viese. El ruido de pasos en la escalera del piso de arriba y la iluminación de
una vela asomaron unos segundos después por detrás de la pared en la que
estaba a escondida.
¿Quién sería? ¿Milat? ¿La señora Becker? ¿Hank? Si alguno me
descubría con las joyas encima podía darme por muerta. Intenté concentrar
todos mis esfuerzos en no respirar, a pesar de que los nervios empezaban a
traicionarme. Por suerte para mí, los pasos tomaron el camino de la
izquierda, se alejaron de la escalera y fueron en dirección a la puerta de
entrada. “Si sale de la granja como si nada, es un soldado”, pensé.
Los pasos y la luz desaparecieron de mi alcance, pero no sabía hacia
dónde se habían dirigido. Fuese un soldado o una de nosotras, tenía que
salir de ahí cuanto antes. Quise correr hacia el cuarto de la leña cuando mi
pie tropezó con el primer escalón y caí al suelo de bruces en mitad de la
entradita. El golpe debió de oírse por toda la primera planta. Creí que me
moría allí mismo. En aquel momento, cualquier persona que me hubiese
oído podía verme tirada en el suelo, que temblaba como un flan y
completamente descompuesta por llevar encima unas estúpidas joyas que
yo no había robado y que me costarían la vida.
Me levanté, saqué la servilleta con las joyas de mi camiseta interior y la
metí dentro del jarrón rojo que estaba en el mueble de la entrada. Corrí
escaleras arriba de forma frenética sin importarme quien me escuchase. Ya
había hecho el suficiente ruido como para que se diesen cuenta de que
alguien caminaba por la casa. Solo quería que nadie viese que era yo.
Me abalancé sobre la puerta de la habitación del diablo, entré y la cerré
asustada mientras intentaba tranquilizarme al tiempo que me decía que lo
había conseguido. Ya estaba en la habitación sin ninguna joya encima. El
peligro había pasado. Al día siguiente le diría a la señorita Orli donde
estaban las joyas. Las cambiaríamos entre las dos. Quizás a ella se le
ocurriría un escondite mejor. Yo ya no podía arriesgarme más por esa
noche. Había estado muy cerca de que me descubriesen.
Me parecía peligroso y absurdo jugarse la vida por unas joyas que ni
siquiera íbamos a tener ocasión de utilizar. Me parecía ridículo. Intenté
calmarme mientras observaba el fuego de la chimenea. Los troncos ardían
con avidez y me pregunté qué hora sería. Había perdido el sentido del
tiempo en aquellas semanas de encierro bajo el yugo de los soldados. Todo
lo hacía por inercia. Si la señorita Orli tenía preparada la comida, entonces
había llegado la hora de almorzar. Si tenía lista la cena, la de cenar. Si él sol
salía, había que empezar el día. Miré por la ventana. Aún estaba oscuro,
pero debían de haber transcurrido unas cuantas horas desde que los
soldados se habían ido.
¿De verdad podía tener la ilusión de que el diablo no los había llevado
hasta la granja de las Herzog cuando llevaban horas afuera? ¿Cuál sería la
suerte de las pobres mujeres a esa altura de la noche? Me imaginé bajo mis
pies un gran charco de sangre. Entonces me balanceé sobre la alfombra y
recé por ellas. Recé una y otra vez hasta quedarme sin fuerzas.
***

Estaba sentada en el suelo apoyada contra la pared. La luz del alba


entraba por la ventana. Los ruidos del piso de abajo resultaban
estrambóticos. Se escuchaban pasos, golpes y voces provenientes tanto de
la planta inferior como de la escalera del primer piso. Los soldados habían
vuelto.
Me incorporé para sentarme en la alfombra mientras los pasos se
acercaban por el pasillo. Alguien se aproximaba. Dirigí la mirada hacia la
puerta del cuarto, ansiosa. Tenía una sensación horrible que me recorría
todo el cuerpo. Pensaba en lo que podía ocurrir cuando Bergen entrase por
la puerta y viese en sus ojos lo que había hecho.
Por favor, no. Por favor.
No quería volver a mirar hacia la ventana, quería que mi cabeza dejara
de ser consciente de que amanecía y de que las horas que habían pasado
afuera los soldados debían de haber sido por lo menos cinco o seis. ¿Qué
habían hecho entonces durante tanto tiempo, sino estar en la granja de los
Herzog? No sabía si por mis nervios, pero el cuello del vestido me apretaba
más de lo normal.
El diablo abrió la puerta de la habitación vestido con el uniforme. Lo
examiné de arriba abajo en busca de algún indicio que diese respuesta a mi
horrible presentimiento, pero no lo encontré. Bergen me dirigió la mirada y
vio cómo lo observaba desde el suelo con las manos entrelazadas, como en
un ruego. Sonrió de la forma más diabólica que había visto y me tiró algo a
la cara. Una angustia espantosa se clavó en mi pecho.
—Son muy hospitalarias tus amigas —dijo con satisfacción mientras yo
bajaba la cabeza para ver que lo que me había tirado era ropa interior
femenina, que tomé entre mis manos.
¿Lo ha hecho? ¿Este monstruo ha llevado a los soldados a una casa llena
de mujeres y niñas indefensas? ¿Ha permitido que las destrozasen?
Miré la prenda blanca sin poder contener las lágrimas, horrorizada. Por
un estúpido segundo de mi estúpida vida, había pensado que ese demonio
quizá no lo haría, que quizá tendría algo de corazón. Pero no solo lo había
hecho, sino que, además, había participado en la masacre. Se jactaba de eso
al tirarme la prenda en la cara. Aquellas pobres niñas y sus madres. La
pequeña Sara Herzog. No podía soportarlo. No quería aceptarlo. ¿Qué clase
de bestia inhumana era capaz de hacer lo que él había hecho?
El diablo seguía de pie, me miraba como si nada mientras la rabia y la
desesperación hacían que las lágrimas desbordaran de mi rostro y me
deshiciese en llanto. Estaba rota de dolor, de sufrimiento, de decepción por
haberme equivocado tanto. Lo miré con el más absoluto desprecio.
¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho con esa mirada impasible y desprovista
de sentimientos?
—Se va a pudrir en el infierno —dije mientras me secaba con
brusquedad las lágrimas de la cara para ver cómo el diablo me miraba con
esos ojos verdes inconmovibles, que no tenían alma, cuando Helmut entró
en la habitación como un huracán embravecido. Comenzó a gritar y lanzar
los brazos al cielo.
Bergen se volvió hacia él, alzó la barbilla con orgullo frente al soldado,
que no paraba de gritarle y de hacer aspavientos. Parecía muy alterado.
Hablaba a tal velocidad que me costaba entenderlo.
—Tú —dijo Helmut de pronto mientras me señaló con el dedo. Me
encogí en mi sitio y me pegué contra la pared al ver que se acercaba—.
¿Cuántas granjas conoces por esta zona? Responde —exigió—. ¿No hay
una granja hacia el oeste? Pasados el pozo ese abandonado y el árbol
gigante que hay en mitad del claro. Hay un sendero que tiene que llevar a
algún lado, ¿es otra granja, verdad?
Arrugué la frente, confundida, sin saber muy bien de qué me hablaba.
Claro que había otra granja al final de ese sendero, la de los Herzog. Pero él
debía de saberlo si había pasado toda la noche ahí.
—¡Contéstame, estúpida!
—Pierdes el tiempo, ella no es de aquí —dijo Bergen mientras se
acercaba por detrás de Helmut, que se volvió hacia él.
—No me jodas, Bergen. ¡Me aseguraste que había una granja! —gritó
Helmut furioso.
—Me equivoqué —respondió el diablo como si esas cosas pasasen en
todas partes.
—Oye, yo te apoyé frente a todos. Los he movilizado y te he seguido sin
chistar porque dijiste que estabas seguro de que ahí había una granja —dijo
Helmut—. ¡Y nos has tenido toda la puta noche dando vueltas por el bosque
como si fuésemos idiotas sin encontrar nada!
—Creí que había una granja, pero me equivoqué —le respondió con una
pasividad que me pareció que irritaba más a Helmut—. Fin de la historia.
No hay granja.
Me levanté mientras escuchaba cada palabra que decían. ¿Helmut decía
que no habían encontrado la granja de las Herzog? Era imposible que el
diablo no la hubiese encontrado con las habilidades que tenía. Me había
hablado con detalle del camino. Sabía cómo encontrarla. A menos, que no
la hubiese encontrado a propósito.
Entonces ¿el diablo no los ha llevado hasta la granja?
Miré con atención la ropa interior que Bergen me había tirado en la cara
y vi que tenía bordado el dibujo de un gatito en la parte de atrás.
¡Es mía, no de ninguna de las Herzog, sino mía!
Alcé de nuevo la vista hacia el diablo. Estaba pendiente de mí por el
rabillo del ojo porque lo vi disimular una sonrisa delante de Helmut. No los
había llevado a la granja, había hecho caso a mis súplicas. Traté de contener
mi expresión y mis movimientos, ya que Helmut seguía completamente
desquiciado, pero el corazón intentaba salírseme del pecho. No lo había
hecho, el diablo no lo había hecho. Jamás me había costado tanto no
sonreír, reprimir lo que sentía. Tenía ganas de reírme a carcajadas, de
levantar los brazos y gritar de pura alegría, de acercarme a él. Lloré de
felicidad.
—Muy bien, entonces nada, estupendo —dijo Helmut en lo que pareció
el final de su espectáculo de ira—. A seguir comiendo la puta carne de
conejo. —Tras decir eso, se marchó dando un portazo.
Se hizo un silencio en la habitación. Se escuchaban los pasos y las voces
de los soldados afuera, en la planta de abajo, de fondo. Todos parecían muy
enfadados.
El diablo se volvió hacia mí, se quitó la gorra y la lanzó hacia un lado de
la cama. Yo seguía mirándolo con la boca abierta, tirada sobre la alfombra
con mi ropa interior en las manos.
—La agarré del cesto de ropa de abajo —dijo con una encantadora
sonrisa mientras se aflojaba el cuello de la chaqueta.
Está loco. Completamente loco. ¿Qué clase de persona hace una cosa
así? ¿Qué clase de persona hace algo bueno y se esfuerza por aparentar que
ha hecho algo malo? ¿No debería ser al revés? ¿Por qué? Está extraña y
atrayentemente loco.
El diablo se quitó la chaqueta y la tiró junto a la gorra. Iba hacia el
vestidor. Yo tenía que decir algo antes de que el corazón se me saliese del
pecho.
¿Es que no se da cuenta de lo que acaba de hacer? ¿Es que no es
consciente de la importancia que tiene, de lo que significa para mí?
—Gracias —susurré mientras me ponía de pie con torpeza y me apoyaba
en la cama. Me fallaban las rodillas.
—No importa. La carne de conejo no está tan mal —respondió con
desgano—. Tendrías que probar la de ardilla.
Sonreí con resignación y negué con la cabeza.
—Le doy las gracias en nombre de las Herzog. —Miré hacia la
alfombra. Sentía que estábamos demasiado cerca.
—No lo he hecho por ellas.
Vi cómo sus botas daban un paso más y alcé rápidamente la vista. Ahora
estaba justo frente a mí. Era intimidante, incluso sin pretenderlo. Más aún
con aquel uniforme. Sus ojos. Los ojos de Bergen. ¿Había alguien en alguna
parte del mundo que tuviese unos ojos así?
No son solo los ojos, Eva. Es la forma en que te miran.
—¿Y por qué lo ha hecho? —pregunté con ansia—. Si no lo hizo por
ellas, ¿por qué lo hizo?
—Porque tú me lo has pedido —dijo con absoluta seriedad.
Miré mis manos. No podía con la presión del pecho al tenerlo tan cerca.
Mi rostro debía de estar de un rojo ardiente. Era muy extraña la sensación
que tenía cuando él se acercaba, como si un pico de fiebre me subiese desde
la punta de los pies hasta la cabeza. De alguna manera, me agradaba la
sensación de ansiedad que me provocaba.
—¿Por qué me dice eso?
—Porque es la verdad. —Su mirada se intensificaba cada vez más sobre
mí—. Te dije que te diría la verdad me preguntases lo que me preguntases.
Necesitaba respirar, que se apartase de mí y que el aire invadiese la
habitación. Parecía que había desaparecido todo el oxígeno del cuarto. Al
mirar de nuevo hacia la alfombra, vi mi ropa interior en el suelo, junto a mis
pies.
—¿Y por qué me ha hecho eso? —La angustia del primer momento teñía
mi voz. Me agaché a levantar la prenda—. ¿Por qué entra aquí y me dice
esto?
Volvió a la sonrisa malévola.
—Ni por un segundo has pensado en el machete que te dije que había en
el vestidor, ¿verdad, Eva? —dijo como si fuese una serpiente maligna.
—¿En el machete? —pregunté confundida. ¿A qué se refería?
—Santa Eva.
Me agarró la mano con la de él para moverla y persignarme con ella en
mi rostro –frente, pecho y hombros– para finalmente acercar la yema de mis
dedos a mis labios hasta detenerse ahí. Una judía y un no creyente que
hacían juntos la señal de la cruz.
—Realmente nada conseguirá que te conviertas en un monstruo,
¿verdad?
Se refería a que tomara el arma y me defendiese de él, como siempre.
Pero en ese momento no podía pensar en eso. No podía pensar en nada. Mi
mano tocaba mis labios mientras que la de él estaba sobre la mía y rozaba
suavemente mis dedos. Nunca había tenido a un hombre tan cerca de esa
forma. Menos, a un hombre como él. Seductor. Inquietante de verdad.
Sus dedos acariciaban los míos con solo mi mano entre la de él y mis
labios. Él miraba mi boca. Otra descarga eléctrica en lo más profundo de
mí. ¿Por qué sentía eso? ¿De dónde salía ese sentimiento tan raro? Entonces
el diablo perdió la sonrisa malévola y apartó la mano.
—No voy a entrar aquí como si fuera un héroe cuando no lo soy. —
Hablaba serio—. Habría sido capaz de matarlas, una por una con un tiro en
la cabeza, Eva. Así que ódiame cuanto puedas, tal y como lo haces.
Me pareció que iba apartarse cuando se volvió inesperadamente hacia mí
con una expresión extraña en el rostro. Nunca antes lo había visto dudar
antes de decirme algo.
—Puede que hubiese tenido que secuestrar y esconder a media Polonia
para parecerte bueno, Eva Goldiak. —El tono de voz era amargo, casi
áspero—. Pero en otras circunstancias, las cosas serían diferentes.
El diablo me dio la espalda y se marchó hacia el vestidor sin esperar
respuesta. Tuve sentimientos encontrados al verlo irse. No quería que se
fuese. Quería saber el significado de esa frase, que me dijese que habría
sido diferente. ¿Qué sería diferente? Aunque, también, agradecí quedarme
sola un momento, tomar aire y respirar profundo, intentar tener el control
sobre mi mente y mi cuerpo. No sabía qué provocaba él en mí, pero estaba
segura de que no se trataba del sentimiento correcto. Escucharlo decir las
barbaridades que decía debía de ser lo suficientemente aterrador como para
que anulara cualquier otro sentimiento. Sin embargo, no lo hacía. Algo más
me pasaba. No podía entender.
Bergen volvió a la habitación vestido con un pantalón azul y una
camiseta blanca. Se paró en el marco de la puerta a mirarme. Me obligué a
apartar la vista de él y darle la espalda.
—Si vas a salir del cuarto, no te pasees mucho por delante de los
soldados hoy —dijo a mis espaldas. Me detuve con el pomo en mi mano—.
Los he tenido dando vueltas en círculos alrededor de la granja y no están
muy contentos con el paseo.
Asentí con la cabeza sin volver a mirarlo. Salí de la habitación, cerré la
puerta y apoyé la cabeza en ella.
¿Qué me pasaba? ¿Es que no había escuchado las atrocidades que había
dicho? ¿No era consciente de las monstruosidades que hacía? Nunca
imaginé que me costaría odiar a Bergen tanto como los dos creíamos que lo
hacía. No tenía la menor idea de qué me ocurría.
C APÍTULO 15

E ntré rápidamente en la cocina, donde la señorita Orli y la señora


Rivka se encontraban frente a la mesa grande llena de conejos muertos
listos para limpiar. Supuse que, al no haber encontrado la granja, la noche
cambió de cazar personas a cazar conejos. Les sonreí a las dos y les di los
buenos días. En cuanto la señora Rivka dejó de prestarme atención, le hice
un gesto a la señorita Orli para que fuera al cuarto de lavado que estaba
vacío.
Dos minutos después, le expliqué lo sucedido la noche anterior con las
joyas y cómo había tenido que cambiarlas de sitio de forma desesperada
para dejarlas en el jarrón del mueble de la entrada. Se le formó una mueca
de disgusto cuando planteé el escondite en el cuarto de la leña. Le parecía
un sitio con demasiado tránsito. Aunque la baldosa estuviese apartada del
camino, era peligroso porque todos lo pisábamos varias veces a lo largo del
día.
Después de cinco minutos de reflexión, me ordenó que escondiese las
joyas en la buhardilla. En el pasillo en el que desembocaba la escalera,
donde se encontraba el montacargas, justo antes de llegar a la habitación en
la que tenían encerrados a los hombres, había varios cuadros en la pared
que habían sido pintados por mi abuela. Uno de ellos tenía el marco del
lienzo demasiado grueso, de modo que la parte trasera parecía una especie
de caja hueca que se pegaba contra la pared.
—Toma las joyas ahora mismo y mételas detrás del cuadro —me dijo la
señorita Orli mientras comprobaba con la mirada que nadie nos observara
—. El cuadro pesa muchísimo y las aguantará sin problemas.
—¿Ahora?
—Todos los soldados duermen aún. No creo que se despierten hasta la
hora de comer. Parece que han pasado una mala noche en el bosque. Así
que, cuanto antes lo hagas, mejor.
Tuve que admitir que tenía razón. Parecía que, después de la escandalosa
discusión que habían tenido al llegar, los nazis se habían ido a dormir.
—Corre, ve. —Me indicó el pasillo con la mano—. Yo tengo que volver
a la cocina a ayudar a la señora Rivka a preparar el estofado para el
almuerzo.
Fui hacia el pasillo, me detuve para ver cómo Ami cruzaba desde el
salón hacia la parte trasera y salía al porche hasta perderse de vista. Metí la
mano en el jarrón rojo, tomé la servilleta con las joyas con rapidez. Subí
hasta la escalera de la planta más alta de la granja –la de la buhardilla– que
estaba en penumbra, y me dirigí hacia el cuadro que la señorita Orli me
había dicho mientras miraba de pasada el montacargas que había junto a la
barandilla.
Pensar que Temel y yo casi huimos por ahí cuando los soldados llegaron.
¿Qué habría ocurrido si lo hubiésemos conseguido? ¿Qué habría sido de las
demás si nosotras hubiésemos escapado? ¿Habría escogido a otra Bergen si
yo no hubiese estado?
Me di un guantazo imaginario ante semejante pensamiento, estúpido e
inoportuno, y me detuve delante del cuadro para concentrarme en lo que
hacía. Aparté con cuidado la parte posterior de la pintura de la pared y
saqué la servilleta con las joyas, cuando me percaté de que faltaba una.
Estaban el colgante, los pendientes y la pulsera, pero no mi anillo de
compromiso. Solté rápidamente el cuadro sin importar el ruido que hiciese
al dar contra la pared y abrí con las dos manos la servilleta para estirarla,
nerviosa. No lo veía. Mi anillo de compromiso faltaba. ¿Cómo podía no
estar ahí? Recapitulé todos mis movimientos. Estaba segura de haberlo
sacado de la lata de jabón junto con el resto de las joyas y de haberlas
metido en la servilleta todas juntas. Estaba segura de haberlo sacado del
cuarto de lavado la noche anterior. Y de nada más. Me volví hacia el cuadro
y metí los pendientes, el colgante y la pulsera de la mejor forma que pude.
El marco era lo suficientemente grueso y fuerte como para sostenerlos. Me
aseguré de que quedaban bien escondidos antes de remangarme las mangas
del vestido y tirarme al suelo.
El anillo tenía que haberse caído. Estaba demasiado oscuro y no había
escuchado ningún ruido como el que hace un anillo al caer, pero tenía que
comprobar que no estaba allí. Empecé a inspeccionar el suelo del pasillo
palmo por palmo de forma frenética. Si se me había perdido el anillo y
alguien más lo encontraba, la señorita Orli y yo podíamos darnos por
muertas. ¿Cómo había podido ser tan estúpida como para tener un despiste
así? ¿Cómo podía haber sido tan descuidada con algo tan importante? Con
cada trozo de suelo que descartaba, las posibilidades de encontrarlo se
reducían, por lo que mi desesperación iba en aumento.
¿Y si ha quedado en el jarrón? Puede que se haya salido de la servilleta y
simplemente esté allí.
No era descabellado. De hecho, me pareció factible que, al agarrar la
servilleta, se deslizara hacia afuera y quedara en el fondo del jarrón.
—¿Eva? —susurró una voz al otro lado de la puerta de la buhardilla,
exactamente igual que la otra vez—. ¿Eres tú?
—Chaim —dije mientras me acercaba a la puerta y me agachaba—. Sí,
soy yo.
—Qué alegría volver a oírte otra vez. —Su voz parecía entrecortada.
Lloraba—. ¿Cómo está Temel?
Resoplé angustiada, pensé que lo más probable sería que me preguntase
por su madre también. No sabía si la señorita Orli se lo habría dicho. No
quería mentir, pero tampoco quería decir la dolorosa verdad.
—Tu hermana está bien, Chaim. Estamos bien —dije en un intento por
abarcar a todas y a ninguna a la vez—. Yo…
—Dile que la quiero —me interrumpió. Su tono de voz era muy extraño
—. Dile que la quiero mucho y que no dejo de pensar en ella. Que no habría
podido soñar una infancia mejor que la que hemos tenido creciendo juntos.
—No era solo tristeza lo que estaba marcando su voz. Había algo más.
—Chaim —susurré mientras alzaba la mano hacia la puerta de forma
estúpida, como si sirviese de algún consuelo—. Chaim, ¿estás bien? ¿Te
encuentras bien?
Lo escuché toser.
—No —sollozó—. No puedo levantarme, Eva. Me encuentro muy mal.
Esta mañana, cuando me desperté, no podía tenerme en pie. Si no me
levanto cuando vengan los soldados, me matarán.
Hablaba y lloraba como si ya no le importase nada más. Sonaba como si
se estuviese rindiendo, como si no fuese capaz de seguir luchando y fuese
consciente de eso.
—No, no, Chaim, escucha: los soldados no van a buscarlos ahora. —
Esperaba no equivocarme—. Están todos dormidos porque salieron al
bosque ayer y seguramente no se acerquen hasta después de almorzar.
Descansa todo lo que puedas y comete todo lo que te traigan de comida. —
Le metería mi cuenco en su bandeja—. Recupera fuerzas. Esta tarde podrás
levantarte. ¿Me oyes?
Escuché otro ataque de tos por respuesta y di un golpe a la puerta que me
sorprendió hasta a mí misma. Temel ya había perdido a un padre y a una
madre. No podía perder también a un hermano, así que Chaim no iba a
rendirse tan pronto.
—¿Me oyes, Chaim? —dije con voz autoritaria.
Esa vez escuché un “sí”.
—Bien. Descansa. Duerme un poco y verás que, cuando comas, te
sentirás mucho mejor —dije poniéndome de pie—. Volveré luego y quiero
ver que has hecho lo que te he dicho.
Bajé la escalera con cuidado hasta el piso de abajo mientras miraba el
suelo detenidamente para comprobar que el anillo no se había caído por el
camino. Después fui directamente hacia el jarrón rojo para meter la mano
en él.
—¿Qué mierda haces? —dijo Hank que me observaba desde la puerta
del comedor.
De todas las posibles personas con las que me habría podido encontrar
en ese momento, me había topado con la peor.
—¿Qué haces con ese jarrón?
Temblé mientras me volvía hacia él y sacaba la mano con la palma
extendida para que viese que no tenía nada. El anillo tampoco estaba ahí.
—Iba a quitar las cosas del mueble para limpiarlo —dije con el mayor
sosiego que pude al dar un paso atrás para dejar que él se acercase al jarrón,
lo tomase y revisase con cierta desconfianza.
—Sí. Será mejor que Bergen y tú hagan algo de provecho porque parece
que anoche no dio una en el bosque. —Me sacó la lengua y movió la punta
de forma muy desagradable—. Espero que se le dé mejor en la cama.
Parecía satisfecho porque el diablo había quedado en evidencia delante
del resto de los soldados.
—Aunque es muy curioso que tú —hizo especial hincapié en mí—, que
lo guiaste cuando ocurrió lo de los lobos, no hayas sabido decirle que ahí no
había ninguna granja.
No supe qué responder, nunca sabía qué responder ante ninguna de las
atrocidades que me decía ese indeseable, por lo que bajé la cabeza mientras
duraba su escudriño visual.
Desde que Bergen me había tomado como su puta personal, Hank
siempre me miraba con curiosidad. Incluso antes, cuando el diablo y yo
tuvimos el percance con los lobos, me había preguntado por él.
Probablemente, los otros soldados no se acordaban de ese incidente. No
habrían hecho esa reflexión. Pero él sí, siempre estaba pendiente de
nosotros.
—Bien —dijo con una sonrisa al no obtener respuesta—. Limpia,
entonces.
Dicho eso, estampó el jarrón a mis pies, que se hizo añicos.
Tan pronto como desapareció de la entrada me llevé las manos al pecho
en una mezcla de alivio y angustia. Si el anillo hubiese estado dentro del
jarrón, habría podido darme por muerta. Sin embargo, aunque que no
estuviese allí, también estaba en una situación en la que podía acabar
muerta.
Bajé la mirada y vi los cientos de trocitos en los que se había roto el
jarrón. Al menos, tenía una excusa para buscar por el suelo de la entrada el
anillo. Así hice. Tomé la escoba del armario de la limpieza. Me crucé con
Temel, que se dirigía a lavar la ropa. Barrí toda la mañana y recorrí con la
vista la entrada y el pasillo en busca del anillo, pero no lo encontré. Amplié
el radio de búsqueda varias veces. Me coloqué en cuatro patas en el suelo
como si fuese un perro que rastrea un hueso hasta que escuché cómo los
soldados empezaban a salir de las habitaciones.
Había llegado la hora del almuerzo y no lo había encontrado. Me levanté
con resignación, me dirigí hacia la cocina y me di por vencida. ¿Cómo era
posible que no apareciese?
—Eva —dijo la señorita Orli con una sonrisa de alivio al verme entrar
por la puerta—. Qué bien que ya estás aquí. Ayúdanos con las bandejas de
la comida. Hay una primera tanda de soldados que quiere comer ya. Parece
que el resto todavía duerme.
Me acerqué a ella y fingí ayudarla mientras la señora Rivka salía de la
cocina con una bandeja en dirección al comedor.
—He perdido el anillo.
Se volvió hacia mí con la misma cara que si le hubiese dicho que la casa
ardía.
—¿Cómo que lo has perdido? ¿De qué hablas?
—Cuando fui a poner las joyas en el cuadro, no estaba dentro de la
servilleta. Ha debido de caerse en alguno de los cambios de sitio y no soy
capaz de encontrarlo.
—¿No has mirado por el suelo? ¿O en el jarrón con las demás? ¿O en la
lata de jabón?
—He mirado por todas partes.
—¿Te das cuenta de lo que me dices?
Agarró un vaso de agua para bebérselo de un trago mientras la señora
Rivka volvía a la cocina para reclamar más bandejas.
—¿Qué ocurre?
—La señorita Orli tiene un pequeño mareo —intervine al ver que ella
seguía bebiendo y me dirigí hacia la bandeja preparada—. Señora Rivka,
deje que lleve yo las bandejas al comedor y saque usted la comida que sabe
mejor la medida que debe servir.
—Pero ¿estás bien, Marie? —dijo la señora Rivka con preocupación—.
Se te ve muy pálida.
—Seguro que solo es un mareo —dije mientras me ponía mi delantal y
agarraba una bandeja de encima de la mesa—. Será mejor que se siente y
descanse un poco. Enseguida vengo.
Me dirigí hacia el comedor, donde estaban sentados la mitad de los
soldados. Me percaté de que el diablo no estaba allí. Debía de ser de los que
se habían quedado en las habitaciones a dormir un poco más y que
comerían después.
Entonces me di cuenta de que me había puesto a servirles la comida,
algo que yo casi nunca hacía, el mismo día que Bergen me había dicho que
me mantuviese alejada de ellos. No había sido consciente hasta que ya lo
estaba haciendo, por lo que no me quedaba más remedio que terminar lo
más rápido posible.
—Quiero saber —dijo Hank a los demás. Me miró de reojo cuando entré
al comedor—: ¿qué tal el paseíto por el bosque? —Lo decía para que yo lo
escuchase—. Creo que encontraron un montón de conejos —continuó a las
carcajadas mientras los demás se movían en las sillas, molestos—. Y que
dieron vueltas en círculos a esta granja.
Dejé la bandeja de comida delante de Helmut con sumo cuidado
mientras él soltaba lo que supuse una queja al ver de nuevo estofado.
—Haz el favor de callarte, Hank —replicó Golder—. No tiene gracia.
—Yo creo que sí. —Estaba eufórico—. Porque creía que alguien tan listo
y preparado como Bergen no se equivocaba nunca.
Salí del comedor hacia la cocina para regresar con otra bandeja mientras
aparentaba no escuchar.
—Lo que pasa es que se mete todas las noches ahí con esta, y ya no sabe
dónde está —dijo Carsten entre risas señalándome, lo que provocó
carcajadas en torno a la mesa—. La culpa es de la zorrita esta.
Dejé la bandeja sobre el sitio de Alger, que me sonrió con su particular
encanto personal, y me maldije por no haber estado más atenta a la
advertencia del diablo. Me marché hacia la cocina por otra bandeja y volví
al salón.
—Bueno, dejemos ya de llorar por una vueltecita —rio Egbert—. A
todos nos hacía falta salir; además, hemos conseguido más comida y leña.
¿Qué más quieren, princesitas?
Todos empezaron a reírse, se relajó la situación a nivel general y
comenzaron a conversar en pequeños grupos. Todos, menos Hank.
—Estúpida —alzó Hank la voz. Se refería a mí, ya que era la única
mujer de la sala. Me detuve en seco y me volví hacia la mesa para ver que
levantaba el vaso—. Échame agua.
Procuré que no se notara lo poco que quería obedecer. Me dirigí hasta el
aparador de la sala, donde había varias jarras.
—Agua para todos —dijo Carsten con un golpecito al vaso que tenía
frente al plato, al igual que los demás.
Ya ni siquiera eran capaces de llenar cada uno su vaso.
—Sin embargo, yo creo que no deberíamos dejar pasar lo del bosque —
intervino de nuevo Hank, y se produjo silencio.
¿Por qué tenía él aquella insistencia con lo que había ocurrido? ¿Qué se
suponía que intentaba organizar contra Bergen?
¿Por qué demonios tuve que servir justo hoy la comida?
—¿Qué crees que deberíamos hacer, Hank? —Helmut dejó la cuchara a
un lado—. ¿Qué se supone que haces?
—Solo doy mi opinión.
—Sí —dijo Helmut mientras me miraba cómo servía cada vaso—. Y la
das delante de ella. ¿Para qué? ¿Para que luego se lo diga a él?
Intenté mantener la vista en la mesa, sin hacer ruido, como si fuese
invisible.
—Pero ¿sabes qué? No pasa nada. Porque puede decirle a Bergen
palabra por palabra lo que voy a decirte —continuó Helmut, cabreado—.
Hace menos de un año que estás en el equipo, Hank, y desde que te
conozco, aparte de la vez aquella que se lo hiciste a una cabra, no te he
visto hacer ninguna genialidad.
Las risas de todos estallaron con ese comentario, que puso a Hank
colorado. Contuve como pude mi cara de horror.
—Bergen es tu superior.
—Eso no lo sabes.
—Claro que sí. —Helmut apenas lo dejaba hablar—. Tiene más
formación que nosotros, y te recuerdo que nos ha salvado el culo a todos. A
ti, cabrón egocéntrico, incluido. Y, por si no te has dado cuenta de la
situación en la que estamos, más nos vale que, como espía, hable
favorablemente de nosotros cuando lleguemos a Cracovia. Así que deja ya
lo que mierda te pase antes de que lo hartes del todo y Bergen te pegue un
tiro.
Admito que me produjo una gran satisfacción escuchar que todos los
demás soldados estaban de acuerdo con Helmut, y que Hank se hundiese un
poco en su sitio. Su intención de poner contra Bergen a los demás no iba a
llegar a ningún sitio. Como mucho, Alger le aplaudiría sus gracias, pero
nada más.
—¿Cambiamos ya de tema? —dijo Helmut mientras se sentaba y los
demás soldados volvían a hablar entre sí.
Llené el vaso de agua que había frente a Alger y miré hacia la puerta al
ver cómo la señorita Orli llegaba desde la cocina con una bandeja de
comida. Seguramente tardaba demasiado en volver y debían de haberse
puesto nerviosas.
—¡Estúpida de mierda, tengo sed! —gruñó Hank al mover el vaso entre
los dedos, enfadado—. He visto zorras más rápidas y no solo para servir
agua.
—Ese es otro tema interesante, Hank —dijo Egbert con la cuchara casi
en la boca—. ¿Por qué mierda tienes una puta?
Agucé el oído cuando iba a servirle agua, pero él me arrebató la jarra de
las manos de forma violenta para después ordenarme enfadado que me
largase. La señorita Orli acababa de poner la última bandeja de comida, la
tomé del brazo y salimos juntas del comedor.
—Hay que rastrear bien el cuarto de lavado y la escalera —me susurró
—. Piensa en todas las estancias por las que has pasado y las miraremos
centímetro a centímetro.
Otra vez a revisarlo todo. Tendría que pensar en una excusa.
—Ah, qué bien que están aquí —dijo la señora Rivka que respiró
aliviada al vernos—. Tardaban tanto que ya estaba asustada. Marie, ¿te
encuentras mejor? —preguntó mientras ella asentía—. Bien. Pero de todas
formas, ¿puedes ayudarla a subir las bandejas de los hombres, Eva? Quizá
sean demasiadas escaleras para ella sola.
—Sí, por supuesto —dije al mirar las bandejas preparadas sobre la mesa
—. ¿Va a darnos de comer ya a nosotras?
—Sí. Ahora mismo iba a empezar por las Becker. Imagino que estarán al
venir.
—Por favor, deme lo antes posible mi cuenco, quiero subírselo a Chaim.
No se encuentra bien y necesita algo que le dé fuerzas. Y yo ceno de sobra.
Por una vez, no va a pasarme nada, para él será una gran ayuda.
—Pobre Chaim —dijo la señorita Orli que, al menos, era consciente de
la situación—. Lleva días así. Si no come y descansa, no mejorará.
Subimos la escalera cada una con una bandeja en la mano hasta llegar a
la buhardilla, donde me detuve frente a la puerta. La señorita Orli se metió
la mano en el bolsillo y abrió la cerradura con la llave.
—¿Le han dado la llave a usted?
—Sí. Antes venían y me abrían la puerta los soldados, pero parece que,
dada la situación en la que están los hombres, ya no consideran peligroso
que yo les dé de comer sola —dijo con resignación—. Saben de sobra que
ninguno va a amotinarse.
Me pareció increíble el grado de despreocupación de los alemanes hasta
que entramos en la buhardilla y entendí a la señorita Orli.
La sala estaba a oscuras. Habían tapado todas las ventanas con cortinas y
la única iluminación era la de la luz que se colaba entre las roturas de una
de ellas, que dejaba ver lo justo y necesario. Una imagen desoladora. Seis
hombres tirados por el suelo con las ropas manchadas y rotas, que alzaron
la cabeza para mirarnos con apenas fuerzas para sostenerla.
Estaba todo sucio y revuelto, pero había dos partes de la habitación bien
diferenciadas. Una, a la izquierda, con una bolsa con ropa que supuse que
estaba limpia para que se cambiaran; otra, en un rincón de la derecha, lleno
de excrementos que daban un hedor que me hizo sentir náuseas.
No me extrañaba en absoluto que los alemanes hubiesen dejado de
preocuparse por ellos. Parecían muertos en vida. Me fui hacia Chaim, que
estaba tirado detrás de la puerta, pegado a la pared. Él no había levantado la
cabeza al vernos entrar como los demás.
—Chaim —susurré. Le acaricié la mejilla. Tenía la piel demasiado
caliente—. Chaim, ¿estás bien? Traemos comida.
—Quédate con él mientras termino de subir las bandejas —dijo la
señorita Orli al darle el almuerzo a Otto—. No creo que pueda comer solo.
Me senté al lado y lo llamé otra vez. Estaba temblando.
—¿Eva?
—Sí. Soy yo. Mira, Chaim, mira cuánta comida te traigo.
—Me encuentro fatal, Eva —dijo con un susurró que a duras penas pude
oír—. Creo que me estoy muriendo.
—No digas eso.
Agarré una cuchara, la llené con caldo y se la acerqué a la boca. Tenía
los labios algo morados. ¿Por qué estaban de ese color?
—Abre la boca. Tienes que comer —dije mientras le daba unos
toquecitos con la cuchara sobre los labios para que los separase y comiese
—. ¿Se cambian de ropa aquí?
—Lo hacemos todo aquí —susurró Otto desde un rincón—. Ya no nos
llevan ni al baño a hacer nuestras necesidades. Tan solo un soldado viene
una vez al día y nos lleva al huerto o al campo para ver si podemos trabajar
algo, pero ya no nos dicen nada ni nos exigen nada. Apenas nos miran.
—¿Solo un soldado? —dije sorprendida mientras alimentaba a Chaim.
—Somos una molestia para ellos —dijo el señor Becker—. Creo que
solo quieren que muramos.
No. Si quisiesen eso ya habrían practicado tiro con todos ellos.
Simplemente no quieren que nadie les dé más trabajo.
—Somos como bultos. Ni siquiera miran si estamos heridos o enfermos
—susurró Rafael—. Seis bultos salen y seis bultos entran para ser de nuevo
encerrados bajo llave.
Agarré otra cucharada, con un poco de patata y se la di a Chaim que
temblaba como si estuviese con espasmos. Debía de tener cuarenta grados
de fiebre. Parecía como si fuese a convulsionar de un momento a otro.
La señorita Orli entró a la buhardilla y dejó otra bandeja de comida.
Salió sin decir nada.
—Gracias —murmuró Chaim mientras empezaba a llorar y abría la boca
de nuevo con dificultad para que yo volviese a meterle la cuchara.
¿Cuánto hace que nadie los trata como a seres humanos? ¿Realmente la
guerra tiene que ser así?
Me distraje al escuchar pasos que provenían de la escalera. Eran más
firmes y fuertes que los de la señorita Orli.
Le di otra cucharada a Chaim y tuve intención de ponerme de pie, pero
uno de los soldados, al que le decían “Dominik”, se situó en la puerta y dio
un golpe seco a la madera para llamar la atención de todos.
Me pegué contra la pared, me escondí, aunque desde la posición en la
que estaba no podía verme mientras les hacía con desgano una señal a los
hombres para que se levantasen.
—Hoy me toca a mí sacarlos de paseo —gruñó—. Vamos al campo.
Los hombres se miraron entre ellos, y pude ver que Otto alzaba el
cuenco de comida que tenía en las manos, como si quisiese mostrárselo al
soldado.
—Perdón, señor, nos trajeron de comer —susurró con prudencia para
que Dominik se fijase en él.
El soldado miró a Otto con desprecio. Se acercó, le dio una patada al
cuenco de comida, que cayó al suelo. Esa era la respuesta al comentario.
—No tengo todo el puto día y quiero volver pronto —dijo enfadado
mientras salía de la habitación hacia el recibidor del tercer piso, donde
estaban escondidas las joyas.
Me puse en alerta porque pensé qué podría pasar si por casualidad las
encontraba. Imaginé mil formas, como que le diese una patada al cuadro en
otro de sus arranques violentos.
—Me va a matar —dijo Chaim con la respiración acelerada.
Tenía en los ojos una mirada de auténtico terror.
—No digas eso.
—No puedo levantarme, Eva. No puedo.
Miré a los demás. Empezaban a ponerse de pie y tomaban las chaquetas
y las gorras para salir.
—Cuando se dé cuenta de que no puedo levantarme, me pegará un tiro.
—Chaim empezó a llorar como un pobre niño aterrado—. Me va a matar. Y
no quiero morir, no quiero morir.
—No. Vamos, Chaim, levántate —dije mientras lo agarraba del brazo e
intentaba que se moviese sin éxito. No podía rendirse sin más.
—Ya estoy muerto, Eva —susurró—. Aunque consiga levantarme no
llegaré ni a la puerta: no tengo fuerzas.
Aparté la bandeja de él, abatida. Ojalá hubiese podido decirle que eso no
iba a ocurrir. Que el soldado no iba a entrar a buscarlo, que no lo
maltrataría. Que no lo mataría sin ningún tipo de contemplación cuando
viese que no podía tenerse en pie. Que iba a entender que estaba enfermo y
que necesitaba descansar para recuperarse. Que, seguramente, en un día
estaría bien. Solo necesitaba comer y reposar para encontrarse mejor.
—Dile a Temel que la quiero.
Vi con impotencia cómo el último de los hombres se ponía la gorra y se
dirigía hacia la puerta. El tiempo de vida de Chaim se acababa. El tiempo
de vida de la única persona que le quedaba a Temel. El soldado iba a
matarlo en cuanto se diese cuenta. Chaim no tenía ningún Bergen que lo
protegiese.
Chaim no, pero yo sí.
Respiré con determinación mientras estiraba el brazo y agarraba la bolsa
de ropa que tenía a mi derecha. No sé cómo fui capaz de hacer aquello, pero
mi cuerpo se movió por impulso sin que me diese tiempo a meditar lo que
hacía. No había tiempo para eso. “¿Me protegería Bergen?”, me preguntaba.
Quizá tensaba demasiado la cuerda.
—¿Solo es ir al campo y volver? —Busqué entre la ropa, que estaba muy
sucia—. ¿No hablan con ustedes? ¿No hacen nada más?
Chaim negó con la cabeza, me miró con confusión al ver que me ponía
una gorra de hombre que me quedaba lo suficientemente grande como para
taparme hasta las cejas.
—Solo son bultos —susurré más para mí misma que para él—. Seis
bultos salen y seis bultos entran.
Había visto a los soldados traer a los hombres de vuelta, contarlos sin el
menor interés como si fuesen ovejas, y volverlos a encerrar en la buhardilla.
—¿Qué haces?
Me puse unos pantalones que me quedaban enormes, me los apreté con
el cinturón. Eran lo suficientemente largos como para taparme los zapatos.
Le di la espalda a Chaim y me saqué el vestido por lo alto de la cabeza. Me
puse una camisa y un suéter mientras escuchaba que el soldado se quejaba
de que faltaba un judío.
—La señorita Orli tiene llave. Dile que venga luego a sacarme —susurré
a Chaim, que intentó inútilmente agarrarme el brazo, completamente
aterrorizado.
Me coloqué bien la gorra para salir al pasillo con la cabeza gacha. Me
metí entre los demás hombres mientras suponía que Dominik me miraba.
No me atreví a levantar la cara del suelo, pero me pareció que todos los
demás se habían dado cuenta de lo que acababa de hacer, porque hicieron
un grupo a mi alrededor guiados por Otto.
Temblé al pensar que Dominik los apartaría a todos de un empujón para
agarrarme del pelo y sacarme del grupo cuando ordenó que nos pusiésemos
en marcha y bajásemos. Ni siquiera me había mirado. No le importábamos
en lo más mínimo. Me situé entre Otto y Rafael. Tuve que bajar aún más la
cabeza cuando, al pasar por la escalera de la primera planta, escuché a
Bergen al fondo del pasillo. Puede que no me hubiese matado de haberme
descubierto, pero estaba segura de que el castigo sería tremendo.
No te va a pasar nada, Eva. Nadie tiene por qué enterarse. Nos llevarán
al campo, nos dejarán un rato y volveremos sin que haya ocurrido nada.
Chaim podrá comer y recuperarse para mañana. Le habrás salvado la vida.
Una vida por un paseo.
Me repetí eso una y otra vez cuando bajábamos y salíamos de la granja
en dirección al campo.
Dominik se puso a la cabeza y nos condujo hacia la cosecha de patatas
que hacía tanto tiempo que no veía mientras los hombres se agolpaban a mi
alrededor para taparme tanto como podían.
—Si la atrapan, lo pagaremos todos —dijo el señor Becker que caminaba
justo detrás de mí.
—Entonces esforcémonos por que no la atrapen —susurró Otto que
estaba situado a mi lado, para dedicarme un apretón en la mano que
complementó con una cálida sonrisa cuando lo miré de refilón—. Eres muy
valiente, Eva.
Escuché cómo el señor Becker volvía a quejarse de mí. Me avergoncé
por mi comportamiento. No había pensado que, si me descubrían, podía
perjudicar a los demás.
—A ver qué pueden hacer antes de que anochezca —dijo el soldado
Dominik mientras se detenía frente a los cultivos.
Me pareció asombroso ver cómo se apartaba con tanta pasividad,
dejándonos en un terreno en mitad del campo con azadas y picos entre otros
utensilios tirados por el suelo. Era una subestimación absoluta hacia los
judíos, incluso aunque él tuviese un fusil colgado del hombro.
—¿Estás loca? —me susurró el señor Becker. Otto, que estaba a mi lado,
intentaba cubrirme de la vista del soldado alemán—. Nos pones en peligro a
todos.
—Cálmese Becker, el soldado no está lejos —le dijo Rafael.
—Lo siento mucho.
—No se te ocurra disculparte —me interrumpió Otto—. No creo que
ninguno de nosotros rechazara tu ayuda si nos encontrásemos como Chaim.
—Vamos, chicos, disimulen que el soldado nos mira. Vamos a trabajar
—intervino Gamal con un gesto hacia la bolsa de trozos de patatas de
siembra que había a un lado de las herramientas. No parecían estar en buen
estado.
Todos nos volvimos hacia el terreno. Ya sabía que habían recogido las
patatas antes de tiempo. Lo supe en cuanto se presentaron en la cocina con
las bolsas de patatas sin madurar. Pero una cosa era imaginar algo; otra muy
distinta, verlo. Nuestra cosecha nunca había sido muy grande. Por eso
teníamos como complemento la de manzanas y el pequeño huerto que nos
abastecía. No teníamos mucha extensión ni producíamos grandes cantidades
de patatas, pero requería muchos meses de trabajo y esfuerzo para sacar la
pequeña cosecha adelante.
Los hombres habían deshecho un trabajo de meses en unas semanas. No
solo habían arrancado la mayoría antes de tiempo, sino que habían
destrozado el cultivo y más de la mitad de la producción al hacerlo.
—Lo siento —me susurró Otto cuando descubrió mi abatimiento al ver
lo que habían hecho con el terreno—. Me temo que nosotros solo hemos
visto este tipo de trabajo en las películas. Somos más de vivir en la ciudad.
Tuve que hacer un esfuerzo por no parecer una idiota desagradecida.
¿Qué culpa tenían ellos?
—Pero ¿qué hacen ahora? —susurré algo confundida al verlos acercarse
a la bolsa en fila uno tras otro—. ¿Echan la semilla de siembra sin más?
Todos se volvieron hacia mí excepto el señor Becker, que me ignoró y
tomó un puñado de la bolsa. Intentó que su hijo hiciese lo mismo, pero
Daniel le dio la espalda.
—Después de recoger las patatas nos ordenaron sembrar más —dijo Otto
mientras me llevaba hacia la bolsa.
—Sí, pero las cosecharon antes de tiempo. Esto no se hace así —susurré
con cautela. El soldado echaba el humo de su cigarro al aire a unos metros
de nosotros.
—Los alemanes no son pacientes.
Ni muy listos porque, por mucho que planten ahora, no saben que no van
a tenerlas listas hasta dentro de meses. O quizá sí que lo saben y les da lo
mismo. Solo quieren tener a los hombres entretenidos y exhaustos. No les
importa lo más mínimo que destrocen la tierra hasta el punto de que no
pueda volver a crecer ni una flor.
—Haremos una cosa. Tú agarra la azada y trabaja la tierra. Ve que los
demás te imiten. Debes darle hasta que quede suelta —le dije a Otto, ya que
el señor Becker parecía decidido a no colaborar conmigo—. Gamal, tú y yo
haremos surcos en el terreno que ellos nos preparan.
—¿Surcos?
—Sí.
—Los surcos tienen que ser de unos siete centímetros de profundidad y
de unos veinticinco de ancho más o menos y tienes que dejar un espacio
entre ellos —dije mientras él me miraba atónito—. Tienen que ser
grandecitos porque los inundaremos con un poco de agua.
—Allí hay una hilera de plantas que no hemos cosechado —susurró Otto
con la azada en la mano—. Las hojas están como podridas.
—Eso es estupendo —dije—. Las plantas que parecen más feas son las
que dan las mejores patatas. No se fíen del aspecto de la planta. Seguro que
están mejor que las que cosecharon.
Me metí por el terreno para ir hacia esas plantas mientras por el rabillo
del ojo controlaba al soldado. Me preocupaba que se extrañase al ver a los
hombres realizar tareas distintas a las habituales, pero apenas nos prestaba
atención. Ni siquiera cuando arrastrábamos las azadas hacia la tierra. Los
alemanes debían de tener muy claro que no haríamos nada a pesar de la
superioridad numérica y a que teníamos en las manos objetos que podían
considerarse armas. Estaban seguros de haber mermado nuestra
personalidad hasta lograr la sumisión absoluta. Fue triste darme cuenta de
que también lo creía. Después de todo lo que habíamos pasado desde que
los nazis llegaron, nadie se atrevía a enfrentarse a ellos pasara lo que
pasase.
Estuvimos horas bajo el sol, trabajamos la tierra sin una gota de agua ni
ningún alimento. No hacía excesivo calor, pero los rayos sobre la cabeza
durante tanto tiempo subían la temperatura del cuerpo.
Fue un trabajo arduo, pero cuando empezó a anochecer habíamos
conseguido llenar tres espuertas de patatas con la parte de la cosecha que
Otto había calificado como desechable mientras que el resto había dejado
preparada la tierra y hecho los surcos. Les di todas las indicaciones que
pude para el día siguiente y me pareció que todos agradecían. Todos, menos
el señor Becker, que se pasó la tarde maldiciéndome porque los exponía y
entorpecía la siembra.
—No quería causar problemas. Mi intención era ayudar a Chaim —le
susurré al señor Becker cuando dejábamos las herramientas a un lado del
suelo.
El cielo ya empezaba a estar bastante oscuro, y el soldado nos indicó que
nos preparásemos a volver. No dejaba de sorprenderme que no se hubiese
acercado ni una sola vez.
—No ayudes poniéndonos en peligro a los demás —dijo el señor Becker
enfadado, quería impedir que su hijo se acercaba a nosotros—. No tienes
ningún derecho de exponernos así.
—Lo siento. De verdad que mi intención era buena.
—¿Buena? ¿Qué intención? ¿Hacerte notar frente a los alemanes? —
Alzó un poco la voz—. ¿Hacer que todos muramos de hambre como con el
juego de las manzanas?
Ellos tampoco habían comido ese día.
—Papá, basta —dijo Daniel—. El soldado nos mira. Déjalo ya.
Me sentí muy mal. Quizá no había pensado en la magnitud de mi acto,
en que podía haber puesto en peligro a los demás.
—Yo solo pretendía ayudar.
—Deja de hacerlo —replicó enfadado—. Porque nadie te lo ha pedido.
Iba a bajar la cabeza, avergonzada, cuando se escuchó un disparo. La
sien derecha de la frente del señor Becker reventó por el impacto de una
bala y me salpicó la cara de sangre mientras lo veía desplomarse en el
suelo.
Me volví hacia el soldado. Pensé que Dominik me había descubierto y
que había matado al señor Becker al intentar dispararme a mí. Cuando lo vi
chillar, me di cuenta de que no había sido él.
Desde la parte contraria del bosque se empezaron a escuchar voces y
disparos que hicieron que todos los hombres corriesen asustados hacia la
granja. Incluido el soldado, que corría de espaldas a la vez que disparaba
una y otra vez hacia los hombres que emergían de la parte del terrero que
colindaba con el bosque.
Daniel se dejó caer al suelo, lloraba junto al cadáver de su padre
mientras cuatro desconocidos corrían hacia las espuertas de patatas, las
agarraban y se las llevaban hacia el bosque.
No sabía quiénes eran, pero nos robaban la comida y nos disparaban
tanto a nosotros como al soldado alemán. La ráfaga de disparos se hizo más
intensa.
Eché a correr yo también hacia la granja, aturdida por la escena. Avancé
unos metros, forcé mis piernas al máximo cuando uno de los que nos
disparaban se puso a mi altura y me golpeó la cabeza con una pistola. Me
tiró al suelo y me hizo perder el conocimiento.
C APÍTULO 16

L o siguiente que recuerdo es la oscuridad del cielo y un leve traqueteo


a mí alrededor. Alcé la cabeza, me dolían mucho la frente y el cuello.
Intenté tocarme la cara con las manos, cuando me percaté de que las tenía
atadas con una cuerda. Me incorporé al instante. Estaba en una carreta,
echada en la parte de atrás, junto con varios cadáveres mientras avanzaba
por el bosque en plena noche.
Debían de ser las once o las doce de la noche. Todo estaba en penumbra,
pero veía la sangre que manchaba la madera de la carreta bajo mi cuerpo.
Era como el escenario de una de las peores pesadillas que pudiesen existir.
—Eva, ¿estás bien? —susurró una voz familiar a mi lado.
—Daniel —dije al ver que estaba recostado conmigo con las manos
maniatadas también—. ¿Qué ha pasado, dónde estamos?
—No lo sé. Esos hombres aparecieron de la nada y nos atacaron a todos.
Incluso al soldado alemán.
Sentí un vuelco en el corazón. Bergen.
—¿Han matado a los alemanes?
—Solo a Dominik. No se acercaron a la casa. Solo tomaron las patatas y
todas las herramientas y huyeron de nuevo hacia el bosque.
La comida, las herramientas y a nosotros. ¿Por qué a nosotros?
Miré el carro mientras Daniel hablaba. Había tres cadáveres. Dos
hombres y una mujer de avanzada edad. Nadie conocido. También estaban
las tres espuertas llenas de la cosecha del día, lo que parecían algunas
mantas y herramientas de campo.
—¿Quiénes son?
—No lo sé. Me pareció que hablaban en ruso, pero no estoy seguro.
Además, no llevan uniformes.
¡Rusos! Había habido muchos soldados rusos en Polonia. Ellos y los
alemanes se habían repartido el país como les había dado la gana antes de
declararse mutuamente la guerra. Antes de que Hitler rompiese el pacto con
Stalin para invadir la Unión Soviética. Aunque nunca había visto ningún
ruso cerca de mi granja.
—Quizá sean desertores —continuó Daniel, asustado—. Mi padre decía
que los soldados rusos intentaban huir de su propio país en cuanto podían.
Al mencionar a su padre, la voz de Daniel se quebró y se echó a llorar.
Le puse las manos en el hombro, apenada.
—¿Y los demás hombres? ¿Por qué nos han agarrado a nosotros?
—No lo sé. Vi cómo Otto y los demás corrían de vuelta hacia la granja,
pero no sé si llegaron. —Los sollozos apenas lo dejaban pronunciar—. El
hombre que tienes al lado estaba vivo cuando nos agarraron. Le pegaron un
tiro solo porque sí mientras se reían.
Me miré las manos amarradas con una cuerda y entré en pánico. Se
suponía que eso no tenía que pasar. Yo solo había querido salvar la vida a
Chaim para que Temel no perdiese a su hermano. Tenía razón la señorita
Orli. Era una estúpida inconsciente de lo peligroso de ayudar a los demás.
Soy una idiota. Una maldita idiota. ¿Qué pensará la señorita Orli de mí?
A esas alturas de la noche, Chaim y los demás ya debían de haber
contado lo ocurrido. Ya tenía que saber la estupidez que había cometido y
cómo me iba a costar la vida.
Apreté los ojos con fuerza y me eché a llorar durante el resto del
trayecto. Escuchaba los pasos de los hombres que caminaban al lado
mientras el vehículo se zarandeaba por el camino. No parecía que ningún
animal estuviese tirando del carro; parecía como si la tracción fuera
humana. Iba demasiado lento.
Se escuchó un ruido, seguido de un estruendo mayor. Nos detuvimos.
Alguien se acercó a la parte posterior del carro, hacia la puerta. Me
incorporé, me eché hacia adelante y me puse de rodillas para ver mejor.
Seguía vestida de hombre, con los pantalones, el suéter y la chaqueta
anchos. Le quité la gorra a Daniel para ponérmela; había perdido la que
llevaba. Mi instinto de supervivencia me decía que sería mejor que todos
me viesen como un varón. Se oyó la puerta del carro. Un hombre la abrió
para empezar a gritarnos al tiempo que hacía señas con la mano para que
bajásemos.
Daniel estaba en lo cierto, hablaba en ruso. Aunque no iba vestido de
ninguna forma especial, no llevaba uniforme ni distinción. Si se trataba de
un soldado, no llevaba nada que pudiese identificarlo como tal. Tan solo un
fusil al hombro que no dudó en señalar para que obedeciésemos.
Me puse de pie. Ayudé a Daniel para que lo hiciese también para
arrastrarnos fuera de la carreta hasta bajar al suelo. Observé el lugar del
bosque en el que nos encontrábamos. Me resultaba conocido. Al girar en
torno al vehículo, pude ver que estábamos frente a la granja de los Holz. Me
quedé perpleja.
Aquellos hombres, cinco a mi alrededor, que descargaban bolsas y se
reían, habían montado una especie de asentamiento en el porche de los
Holz. Nos hicieron desfilar hacia la casa, pasar por un pasillo donde habían
amontonado provisiones a un lado y cadáveres al otro, antes de llegar hasta
la puerta. No sabía cuántos cadáveres habría apilados. Aparté la vista
cuando vi a la señora Holz entre ellos. Seguramente Fritz y su padre
también estarían ahí.
Vomité. La combinación del hedor que desprendía, a pesar de estar al
aire libre, junto con la pila de cadáveres semidesnudos a los que les faltaban
partes del cuerpo hizo que no aguantara las náuseas. Los hombres no lo
tomaron muy bien, ya que uno de ellos me dio una patada para que siguiese,
lo que provocó que me vomitase encima.
Nos hicieron entrar a la casa, que estaba perfectamente iluminada por un
montón de velas repartidas por los rincones, hacia el pasillo principal, por
delante de la cocina y el salón, donde había un colchón enorme en el suelo.
Sobre él, una chica rubia desnuda se reía. También había un hombre que
llevaba solo los pantalones. Les di la espalda, horrorizada, agarré mi gorra
de varón con tanta fuerza como podía. Siempre supuse que una chica que
consentía tener una relación íntima lo hacía para estar a solas con el
hombre.
Nos obligaron a volvernos hacia el salón. La chica se había puesto un
vestido bastante viejo y se había anudado un pañuelo alrededor de la
cabeza, por el que se le escapaban largos rizos.
Dio un paso hacia nosotros, encendió un cigarrillo y nos miró de arriba
abajo como si fuésemos dos corderos que entraban por la puerta de un
matadero. Les dio varias órdenes a los hombres, algo sobre los alrededores
de la casa, y se detuvo delante de Daniel. Lo observaba con una malévola
sonrisa.
¡Ella daba las órdenes! Me sorprendió. Sabía que había mujeres en el
ejército tan capacitadas como los hombres, pero nunca había visto a
ninguna de cerca. Me di cuenta de que se trataba de una soldado, aunque
estuviese disfrazada de granjera. Parecía fuerte, decidida, hermosa. Pero
sobre todo, parecía malvada. Tanto como los soldados alemanes. Nos
miraba como si fuese a sacarnos las entrañas. Ni siquiera me había
planteado que eso pudiese ser posible. Otro de los soldados nos empujó y
nos indicó subir la escalera.
Si la señora Holz, que a duras penas nos dejaba tocar las sillas, hubiese
visto lo que esos hombres habían hecho con su casa, se habría echado a
llorar. Estaba todo destrozado. Las alfombras, los cuadros, los muebles. No
se los habían llevado ni les habían quitado ninguna parte de provecho.
Simplemente los habían destrozado porque sí. Por diversión o por lo que
fuese.
El hombre nos condujo hasta una habitación que supuse que había sido
de Fritz porque, por lo que quedaba de la decoración, parecía haber tenido
cierto aire juvenil. Además de un montón de cuadros de animales de granja,
que según una vez él me contó, había pintado el propio Fritz.
No sé qué gritó el hombre del fusil, pero nos amenazó antes de cerrar la
puerta de un portazo y nos dejó solos en la penumbra. Tan solo una leve luz
se colaba por debajo de la puerta.
—Qué horror —dijo Daniel—. ¿Has visto los cadáveres? Los han
matado a todos. ¿Por qué?
—No lo sé.
Me acerqué hasta el borde de una de las camas y me senté. No tenía ni
idea de quiénes eran ni de por qué hacían eso.
—Tienen que ser soldados —susurró Daniel—. Soldados del Ejército
Rojo.
Estuve de acuerdo con Daniel. Debían de ser soldados rusos que habían
desertado.
—Son peores que los alemanes. Nos van a matar de una forma más
horrible todavía.
Suspiré. En eso no sabía si estar de acuerdo con él. Según me había
dicho el diablo, la única razón por la que no nos habían matado era porque
estaban en una situación especial. Nos necesitaban como trofeos para salvar
el propio pellejo.
—Van a descuartizarnos y a echarnos a ese montón de cadáveres. ¿Los
has visto?
—Basta, Daniel, por favor —dije mientras intentaba ver mis manos
atadas. Los ojos se acostumbraban a la oscuridad poco a poco.
—Les faltaban miembros a todos los cadáveres, Eva. A todos.
—Deja de hablar de eso.
—¿Y de qué voy a hablar? —Se dio un golpe en la frente con las manos
—. Claro, como solo tienes que quitarte la gorra y meterte en el colchón
con la otra chica para que no te descuarticen, no tienes ni puta idea de lo
que siento.
Me pareció increíble escucharlo decir eso.
—Perdón —susurró Daniel al instante. Levantó las manos en señal de
disculpa—. Lo siento, no quise decirlo. Me estoy volviendo loco. No quiero
morir así.
—Será mejor que descanses. —Le di la espalda y me fui a un rincón más
apartado, me senté en el suelo y me hice un ovillo con las piernas.
¿Cuántas veces había dicho yo esa frase? “No quiero morir.” ¿Cuántas
veces la había pensado al creer que sería el final de todo? ¿Cuántas veces
tendría que pasar por eso? Miré hacia la ventana, donde la negrura de la
noche no dejaba ver nada más allá de la iluminación de la propia casa.
Parecía la última vez que lo pensaría. Parecía realmente el final.
Seguramente, todos en la granja nos daban por muertos. ¿Qué pensaría la
señorita Orli de mí? Sabía que debía de estar muy decepcionada por haber
hecho algo tan estúpido. Casi podía escucharla decir que había muerto por
ser idiota. ¿Y Temel? ¿Qué pensaría Temel? Mi pobre niña, ¿qué iba a ser
de ella sin la ración extra de comida que le daba todos los días? Estaba
segura de que las dos rezaban por mí. Noté el peso de mis decisiones sobre
los hombros y lloré con amargura.
Yo solo quería salvar a Chaim. Poder ayudar a los demás. Que nadie más
muriese en circunstancias tan horribles. Ojalá ya estuviese muerta en lugar
de tener por delante el final tan aterrador que me esperaba. Ojalá no
estuviese en ese lugar.
A esa hora, cualquier otra noche, estaría en la habitación con el diablo.
Bergen ya debía de saber lo que había ocurrido. La señorita Orli se lo habría
dicho. Y ahora mismo estaría solo en la habitación mientras fumaba y
bebía. ¿Pensaría en mí, en mi suerte? ¿Pensaría también que era una idiota?
¿O me echaría de menos?
¿Por qué iba a echar de menos a una estúpida chica que lo único que
hace es decirle que es un monstruo que merece ir al infierno?
Me puse de pie y cambié la postura, incómoda. A lo mejor ni siquiera le
importaba no volver a verme.
Quizás ha ido a buscar a Milat para aceptar su oferta.
Mi mente era odiosa. No sabía cómo podía ser tan estúpida por pensar en
algo como eso en la situación en la que estaba. ¿Qué más daba ya? ¿Qué
importaba ya? No entendía por qué la idea de no verlo más me provocaba
dolor en el pecho.
Paseé la vista por la habitación; intentaba distinguir los objetos de Fritz.
Había una cómoda enorme cuyos cajones los habían arrancado o hechos
pedazos. También un montón de lo que supuse que sería ropa y objetos
personales desperdigados por el suelo. Había algunos libros, con las hojas
arrugadas. Me acerqué hasta ellos para tratar de distinguir el título. Dudaba
mucho de que alguien como Fritz tuviese el libro de Las mil y una noches
para saber cómo terminaba. Ya no tenía importancia. Seguro que
Scheherezade terminaba muerta al igual que yo.
Agarré uno de los volúmenes para sacar de entre las hojas lo que parecía
una foto que Fritz ocultaba en el libro o usaba para marcar páginas.
Me puse colorada de vergüenza. La señorita Orli y la señora Holz habían
organizado nuestro compromiso desde el principio; nos forzaron a
conversar y a tener gestos amables como, por ejemplo, hacernos un retrato
para intercambiarlo.
La foto de Fritz la había guardado la señorita Orli para dármela junto con
el anillo de compromiso el día del casamiento. Yo había supuesto que Fritz
habría hecho lo mismo, dejarle la foto a su madre hasta nuestro matrimonio.
Jamás se me habría ocurrido pensar que pudiese tenerla en su cuarto, en un
sitio tan accesible, y usarla para marcar páginas y verla continuamente.
Me acerqué hasta la puerta, aproximé la foto a la rendija. Recordé que la
señorita Orli me había puesto un lacito en la cabeza que me había hecho
sentir como si fuese un paquete de regalo mientras me obligaba a sonreír
con la vista en el horizonte porque le parecía mucho más natural que mirar
a la cámara.
Miré con atención la fotografía. No llevaba lazo en la cabeza. La agarré
con las dos manos. La chica de la foto no era yo. La arrimé aún más a la
puerta para ver su rostro. Reconocí esos ojos grandes sobre una nariz
pequeñita y perfecta. Era Olivia Fontel, nuestra antigua compañera de clase.
La nieta de los Fontel, cuya casa estaba cerca de la escuela. Olivia, la chica
a la que todos los chicos adoraban y a los que ella adoraba aún más por la
posición de grandeza en la que la ponían. Olivia, tan obsesionada con los
chicos guapos para que le hiciesen caso, que una vez la vi mostrarle la ropa
interior a un chico solo para que le llevara la bolsa. ¿Fritz Holz estaba
enamorado de Olivia? ¿Tanto como para tener una foto escondida en un
libro?
Me parecía ridículo que, en las circunstancias en la que me encontraba,
me sintiese ofendida. Estafada, incluso. Estaba de acuerdo en que no podía
pensarme como un modelo a seguir al casarme con Fritz sin estar
enamorada de él, pero mi intención era buena y sincera. Yo esperaba que el
amor nos llegase con la convivencia matrimonial, como los matrimonios
que me rodeaban me decían. Pero si Fritz estaba enamorado de otra no
debía casarse por mucho que la madre se lo ordenase.
Miré la foto con atención. Olivia sonreía a la cámara. La foto se notaba
antigua, de la escuela. Debía tener catorce o quince años cuando la hicieron.
Puede que fuese algo del pasado y no sintiese nada por ella. Entonces ¿por
qué conservaba la foto? ¿Por qué la tenía en la habitación?
Metida en un libro. Quizá, se olvidó de que estaba ahí.
Puse los ojos en blanco. Moriría como una estúpida ingenua toda mi
vida. Mi triste vida, porque hasta Fritz Holz, del que se reían en la sinagoga
cuando decían que la madre le daba el pecho por las noches, había vivido
más que yo. Dejé la foto en su sitio de mala manera, hecha una furia, y me
senté en el suelo junto al montón de cosas. Respiré con fuerza.
Basta, Eva. En tamaña estupidez te vas a poner a pensar ahora. No solo
la foto es antigua, sino que además no puedes culpar a Fritz por tener una
ilusión romántica con una chica guapa. Es una tontería sin importancia.
Como Ami con los protagonistas de las películas.
Me eché hacia atrás y me apoyé en la cama que tenía a mi espalda.
¿Quizá sea como lo que me pasa con Bergen? Supongo que somos seres
humanos, al fin y al cabo, y que no podemos evitar que la apariencia de
ciertas personas nos deslumbre como si fuesen tesoros. Ni aunque se trate
del mismo diablo.
Me eché a llorar de nuevo sin saber qué otra cosa podía hacer más que
pensar una y otra vez que no quería morir. Entonces la puerta de la
habitación se abrió.
Daniel y yo nos pusimos rápidamente de pie, miramos cómo dos
hombres entraban en el cuarto y se dirigían directamente hacia él, que
chilló. Empezó a patalear al ver que los hombres lo agarraban y lo sacaban
a rastras de la habitación mientras me señalaba con el dedo.
—¡Ella es una mujer, a mí no, a ella que es mujer!
Di dos pasos atrás, asustada, al ver cómo gritaba. Pero los hombres lo
golpearon en el estómago. Lo callaron y lo sacaron del cuarto. Si
entendieron lo que Daniel les había dicho, no les importó. Me dejé caer al
suelo sin fuerzas mientras lo oía gritar en el piso de abajo, entre las voces y
las risas de los hombres y de la mujer de la que también creí que se reía a
carcajadas. No sabía qué le hacían, pero, por los gritos, me pareció que
tardaban una eternidad. Luego se oyeron dos disparos, y ya no escuché más
a Daniel.
Grité con ganas en mi fuero interno, me golpeaba en la frente con las
cuerdas que me amarraban las manos mientras caminaba de un lado a otro
por la habitación, desecha en llanto.
Me dejé caer en el suelo abatida cuando se oyó otro disparo y gritos de
nuevo.
¿Son los hombres rusos los que gritan?
Me incorporé al escuchar otra detonación y un montón de pasos por la
planta de abajo, de un lado a otro. Los soldados rusos, o lo que fuesen,
gritaban. De pronto, un tiro más y más pisadas.
Me arrojé al suelo para intentar saber lo que sucedía. Escuché gritar a la
mujer con muchísima fuerza, hasta que un golpe seco le silenció la voz por
completo. ¿Le habían hecho algo a la chica rubia? Entonces el ruido de
pasos estridentes subió por la escalera. Me escondí debajo de la cama.
Decir que nunca había estado más asustada en mi vida se había vuelto
una frase recurrente en mi existencia, pero el miedo me desbordaba en cada
una de las situaciones en las que parecía que llegaba mi final. Sentí absoluto
pavor cuando escuché que la puerta se abría y unas botas negras entraron en
la habitación.
Temí lo peor, pensé que aquel ruso me agarraría, que me sacaría a la
fuerza de debajo de la cama, cuando miré las botas con atención. Yo las
conocía.
—Sal ahora mismo —dijo la voz de Bergen mientras le daba una patada
al somier, y provocaba que temblara toda la cama. No lo podía creer.
Me arrastré con dificultad hasta salir de debajo de la cama, me puse de
pie y miré con la boca abierta a Bergen delante de mí, vestido con el
uniforme alemán a excepción de la gorra y con el fusil en la mano. Estaba
enfadado, muy enfadado.
¿Qué hacía allí? ¿Qué hacía el diablo allí conmigo? La emoción no me
entraba en el pecho, como si mi corazón se hubiese desbordado. Temblaba.
Estiré las manos atadas hacia él con la intención de rozarle el rostro, para
asegurarme de que no se trataba de una alucinación, que de verdad él estaba
allí, a mi lado, cuando el diablo me las apartó de un manotazo. Me agarré la
mano al instante e hice una mueca de dolor. Sí que era Bergen.
—Ya puedes darte por muerta —dijo con rabia sin que yo fuese capaz de
dejar de sonreír, lo que hizo que las lágrimas se me metiesen entre los
labios.
No importaba la mirada feroz que me echaba. No importaba lo enojado
que estaba. Me sentí absolutamente a salvo en cuanto lo vi. Me observó de
arriba abajo, se detuvo en mi atuendo de varón y respiró pesadamente.
Agarró con las manos las cuerdas que amarraban las mías antes de volverse
hacia la puerta y darme la espalda.
—He contado ocho —dijo mientras lo miraba absorta—. ¿Son ocho?
¿Cuántos has visto?
Traté de volver a la realidad y pensé en los cinco hombres que había
visto al entrar y los que estaban con la mujer rubia en la casa.
—Siete hombres con una mujer rubia —susurré. No sabía muy bien si
debía diferenciarla.
—Los mismos que he contado yo. Me faltan matar dos —dijo. Caminó
hacia la puerta con el fusil en alto—. Quédate aquí.
“Me faltan dos”: me costó asimilar la frase y volver en mí. ¿Qué acababa
de decir el diablo?
—¿Ha venido usted solo?
Bergen me daba la espalda y no pude verle la cara ante mi pregunta. Me
ignoró y se limitó a dar un paso hacia la puerta, pero yo di otro tras él para
acercarme. No me había dado tiempo a pensar en nada después de haberlo
visto, pero daba por hecho que la razón por la que él estaba allí era que los
alemanes le estaban devolviendo el ataque a los rusos. Ni por un segundo se
me habría pasado por la cabeza que Bergen hubiese hecho todo eso solo
para salvarme. Ante la necesidad arrolladora de una respuesta, le rocé el
brazo con las manos para que me mirase.
—¿Ha venido usted solo por mí?
Tenía la mirada cargada de enfado, pero pude ver algo más. Algo en esos
ojos verdes que me agitaba desde la punta de mi cabeza hasta los dedos de
los pies. Separé los labios, tomé aire, lo miré, cuando uno de los rusos se
echó sobre él con un cuchillo. Lo tiró al piso al tiempo que yo soltaba un
grito.
Bergen cayó de espaldas con el fusil pegado al pecho y el hombre
encima, lo que le impedía levantar el arma, mientras con el soldado ruso
intentaba clavarle el cuchillo en el pecho. El diablo soltó el fusil y agarró el
cuchillo con las dos manos; rodaron. Me quedé petrificada al ver que ambos
se apartaban, se ponían de pie, uno frente al otro, mientras el ruso tenía el
cuchillo en la mano e intentó cortar a Bergen varias veces hasta que el
diablo le agarró el brazo, lo golpeó contra la pared para que soltara el
cuchillo y lo derribó de un puñetazo. Bergen se echó sobre él y empezó a
pegarle un golpe tras otro con una fuerza tan brutal que le reventó la cara
hasta que dejó de moverse. Ni siquiera sabía que se podía tener tanta fuerza
como para hacerle eso a un hombre a puñetazos.
Les di la espalda en la habitación y vomité de nuevo. Vomité cualquier
tipo de alimento que todavía pudiese tener en el cuerpo.
El diablo se levantó, se apartó para agarrar el fusil y rematarlo de un tiro
en la frente sin ningún tipo de contemplación. Después vino hacia mí, me
tomó de las cuerdas y me llevó con él hacia la escalera.
—Queda uno —dijo con el fusil levantado y se ubicó por delante de mí
para bajar la escalera con su cuerpo como escudo.
Bajamos despacio mientras él observaba en busca del hombre que
quedaba vivo y yo miraba la masacre que había hecho conforme
avanzábamos por la casa.
Los otros cinco varones estaban tirados por el suelo con charcos de
sangre a su alrededor. La mujer rubia yacía al fondo, con los ojos abiertos y
con un cuchillo clavado en el cuello. Me impresionó ver que ella portaba
una pistola en la mano. Al otro lado de la habitación, había una mesa donde
distinguí el cuerpo de Daniel echado encima, rodeado de cuchillos.
Tuve que apoyarme en la pared para vomitar de nuevo.
—¿Qué le han hecho?
—Si te lo digo, no volverás a retener nada en el estómago nunca —dijo
con cierto tono de burla mientras yo me terminaba de limpiar la boca.
Realmente el diablo debía de haber visto de todo para poder reírse en
una situación así, después de la masacre que había hecho. Yo tenía el
estómago revuelto de solo mirarlo.
En ese momento, Bergen levantó la cabeza y salió a toda velocidad de la
casa. Yo me agaché, asustada. Lo vi desaparecer por la puerta que daba al
porche en menos de un segundo, fusil en mano. Preferí no mirar a mí
alrededor y corrí detrás de él. No quería quedarme sola en aquella
carnicería. Salí al porche para ver cómo aparecían los primeros rayos de sol
de entre los árboles.
Estaba amaneciendo. La luz del nuevo día permitía ver con claridad.
Bordeé la pila de cadáveres y mantuve la distancia hasta el camino de
entrada, donde el diablo apuntaba con el fusil hacia el último de mis
secuestradores que intentaba huir despavorido. Creí que estaba demasiado
lejos como para que pudiese dispararle. Me acerqué hasta Bergen, me situé
a su lado para decirle mi parecer cuando él disparó, lo que provocó que el
hombre cayese desplomado al suelo. Me pareció asombroso, a pesar de lo
horrible de la situación. ¿A cuántos metros estaba? ¿Cómo había sido capaz
de darle desde tan lejos?
—Tendrías que verme en el tiro con arco de la feria —dijo muy pagado
de sí mismo mientras yo pasaba de la sorpresa al horror por semejante
comparación—. Quita esa cara de espanto, ya sabes que soy un hijo de puta.
Sobre ese tema, no mires mucho los cadáveres, me parece que tu suegra
está ahí. O, por el contrario, echa un vistazo; no sé. Depende de cómo te
llevaras con ella.
Bajé los brazos atónita mientras él regresaba a la casa con el fusil en
mano y examinaba las ventanas, como si lo que acababa de decir no fuera
una broma de muy mal gusto.
—He contado ocho y parece que solo eran ellos. —Se acercó a tomar un
paquete de tabaco del aprovisionamiento y lo guardaba en el bolsillo del
pantalón—, pero tampoco puedo asegurar que no haya más.
—¿Quiénes eran?
—Desertores rusos. Imagino que prefirieron no volver a Rusia después
de perder Polonia. Los sitios aislados en mitad de la nada son caldo de
cultivo tanto para la resistencia polaca como para delincuentes y
depravados como estos. —Se quedó pensativo—. Ellos eran rusos, pero la
chica tenía símbolos ustachas.
—¿Qué significa “ustachas”? —No había oído nunca esa palabra.
—Mejor no preguntes.
Le hice caso. Si hasta el diablo ponía esa cara, mejor no saberlo.
—Volvamos a la granja. —Bergen se volvió hacia mí, agarró la cuerda
que ataba mis manos para tirar de ella y acercarme a él. Sacó un cuchillo, la
cortó y me liberó. Cuando me disponía a quitarme los trozos de soga de las
muñecas, me sujetó la mano derecha con la suya y desenredó los nudos con
la otra. Tenía las manos heladas.
Me mantuve quieta mientras paseaba la vista por la chaqueta del
uniforme manchado con barro y sangre. Me preguntaba cómo aquel soldado
alemán había sido capaz de enfrentar a ocho soldados él solo, cuando vi que
en un lado de la cintura, bajo las costillas, tenía una mancha de sangre algo
más profunda. No parecía una salpicadura. La chaqueta se veía rasgada.
—¿Está herido? —susurré al inclinar la cabeza hacia la herida mientras
él me quitaba las ataduras de la mano izquierda.
—Solo es un rasguño —dijo sin darle importancia.
—¿Cómo que un rasguño? Está sangrando. —Me asusté mucho.
—Los monstruos también sangramos —dijo con una divertida sonrisa en
la cara—. No es nada. Es que he tenido muy poca paciencia.
—¿Paciencia?
—Iba a esperar hasta que se durmiesen para entrar, pero cuando vi que
fueron por el otro chico concluí que… —Se detuvo mientras movía la
cabeza como si hiciese un cálculo de probabilidad—. Que no iban a tardar
en ir a buscarte.
Encogí los hombros y me mordí el labio, en un gesto involuntario de
incomodidad.
—Gracias —susurré. Aún no se lo había dicho.
Me parecía increíble que el diablo hubiese actuado solo y peleado con
ocho personas, expuesto a morir únicamente para salvarme. Sin embargo,
no se me ocurría qué decir. Nada profundo o sincero que expresara mi
inmensa felicidad, lo que implicaba para mí ese rescate. Me ruboricé al
pensar en qué significaría yo para él para haber hecho algo así.
¿Por qué mis labios no son capaces de decir nada más que un simple
“gracias”?
—Quítate la gorra —dijo Bergen que no esperó y me la sacó él. Dejó mi
pelo negro a la vista—. Nunca lleves gorra al aire libre. He disparado a más
hombres gracias a la gorra que a distinguir la cabeza como blanco.
Me pasé las manos por el pelo, asentí para dejar claro que había
entendido y eché a andar detrás de él.
Al meternos en el bosque, nos alejamos del camino y dejamos atrás la
granja de los Holz. Conocía muy bien esa zona, ya que había hecho el
trayecto desde niña. Teníamos como mínimo un par de horas de camino por
delante. El sol ya había salido.
Alcé la vista hacia los árboles al escuchar el canto de los pájaros que
comenzaban a revolotear. Al bajar la vista, el diablo estaba a cinco metros.
Tuve que correr para ir detrás de él. Se movía muy deprisa. Caminamos
durante un buen rato hasta llegar a un pequeño claro. Me apoyé en una de
las rocas más grandes para recuperar el aliento. El día anterior había
trabajado en el campo durante horas. Luego había vomitado varias veces sin
haber comido ni bebido nada. Por suerte, no hacía excesivo calor, aunque
tampoco hacía frío, estábamos en junio.
—Estoy muerta de sed. —Apoyé la cara contra la fría piedra. El diablo
sacó una petaca de debajo de la chaqueta y me la ofreció.
Bebí con ansias y después escupí rápidamente.
—Esto es vodka —dije asqueada mientras sentía cómo me ardía la
garganta.
—Mucho mejor que el agua —opinó Bergen apoyado en la roca—. El
agua no te hace entrar en calor.
Alcé las cejas con desaprobación. No sabía si alguien le habría dicho que
tenía un serio problema con la bebida. Le di un pequeño sorbo para
mojarme los labios y no tener la sensación de sequedad en la garganta. Le
devolví la petaca con una mueca de desagrado. Él la tomó y le dio un trago
largo.
—Nunca me había dado cuenta de que la granja de los Holz estuviese
tan lejos —susurré al mirar el claro en el bosque al igual que el diablo.
Miré de reojo la herida que se le marcaba en la chaqueta. La mancha de
sangre ahora parecía más grande.
—¿Cómo supo dónde estaba?
—Tu madrastra lloraba como alma en pena por toda la casa —dijo
Bergen pensativo mientras le daba otro trago a la petaca.
Mi pobre señorita Orli. Imaginé que Temel y ella estaban muy
preocupadas por mí.
—Me costó bastante que me lo contase. No quería que tomara
represalias contra los hombres.
—¿Consiguieron volver todos del campo?
—Sí. Todos menos el que mataron, el chico que se llevaron contigo y tú
—dijo en medio de otro trago—. Aunque los demás soldados no saben esto.
No saben que faltas tú.
Me incorporé y lo miré extrañada.
—Por lo que a los demás respecta, los hombres salieron al campo a
trabajar con Dominik y fueron atacados por un grupo de hombres
desconocidos. Mataron a Dominik, a uno de los judíos y se llevaron a otro.
Ningún alemán sabe nada de tu afición al travestismo. Les he ordenado a tu
madrastra y a tus amiguitos de la buhardilla que mantengan la boca cerrada
si no quieren que les arranque la lengua.
No creía que Otto, Rafael, Gamal, ni Chaim se atreviesen a decir nada.
Menos después de esa amenaza. Entonces ¿ni Temel ni los demás sabían lo
sucedido? ¿Los otros alemanes creían que los rusos habían matado al señor
Becker y se habían llevado a Daniel, pero no sabían nada de mí? ¿Creían
que yo seguía en la granja, en la habitación del diablo?
—Pero ¿por qué?
—¿Qué crees que han hecho los demás soldados al enterarse del ataque?
Creen que han sido los mismos rebeldes que nos atacaron antes de llegar a
la granja y se han atrincherado en la casa con turnos de guardia mientras
rezan porque no nos ataquen ahora que hay un hombre menos —dijo él con
otro trago. Parecía querer terminar toda la petaca—. Que uno de los
soldados se largue, abandone el cerco para salvar a una chica judía podría
considerarse una traición.
¿Traición? Jamás imaginé que podía causar tantos problemas a Bergen
con mi idea de vestirme de varón para salvar a Chaim. Más increíble me
parecía que él asumiese tantos riesgos para venir a salvarme. De repente,
me pareció importante que Bergen supiese algo.
—Si eso es así, Hank es el que menos debe enterarse de esto. —Intenté
expresarme bien al ver que el diablo no se lo tomaba en serio—. Los
escuché hablar sobre usted. Hank intentaba poner a los demás en su contra.
Parece que usted no le cae muy bien y siempre está pendiente de cualquier
cosa que hace.
No me atreví a describirle cómo me había agredido en repetidas
ocasiones para preguntarme por él.
—Sí, Hank empieza a ser bastante molesto. Al principio pensé que le
faltaban un par de cables en la cabeza, pero su animadversión empieza a ir
más allá de toda lógica. —Se llevó una mano hacia la herida con una mueca
de fastidio—. Hace tiempo que creo que alguien le ha pagado para
buscarme problemas.
—¿Problemas?
—No creo que vuelvan a permitir que me cargue a otro superior —dijo
Bergen con una risita diabólica—. Seguramente, hay alguien que quiere que
vuelva a saltarme las normas a ver si esta vez me fusilan. Le pegaría un tiro
a Hank, pero, si estoy en lo cierto, me gustaría saber quién le paga antes de
matarlo.
No sabía de qué hablaba, no entendía qué decía. ¿Por qué alguien iba a
pagarle a Hank para que un piloto rico del ejército alemán cometiese una
infracción?
—¿Te acostabas con él? —preguntó el diablo.
¿Qué? ¿Con Hank?
—¿Te acostabas con ese chico de la buhardilla? Por eso te has vestido de
él, ¿para salvarlo? —repitió Bergen aséptico con un tono de voz imposible
de interpretar.
La voz sonaba indiferente, pero la mirada mostraba lo contrario: sus ojos
me observaban con intensidad.
—¿Con Chaim? —susurré atónita—. Por supuesto que no.
La sola idea de ver a Chaim como algo más que el hermano de Temel me
pareció no solo ridícula, sino, además, muy ofensiva. ¿Cómo se atrevía a
preguntar eso?
—Quizá te acostabas con él antes de que nosotros llegásemos y por eso
has intentando salvarle la vida.
—¿Cómo se atreve a decirme eso? ¿Tiene idea de lo ofensivo que me
resulta? Además, estoy prometida.
Estaba prometida.
—Pero también eres humana.
—Exactamente —dije y pasé de la ofensa al enfado—. Soy un ser
humano que solo intentaba ayudar a otro ser humano. ¿Tan difícil es de
entender?
—Entendería que repartieses comida en la puerta de la iglesia los
domingos para ganarte el cielo al ayudar al prójimo, pero vestirte de
hombre y hacerte pasar por él delante de soldados alemanes solo tiene dos
explicaciones posibles. O te acostabas con él y por eso intentabas salvarlo
hasta ese punto; o eres completa y rematadamente estúpida del todo.
—Usted no lo entiende. Chaim es el hermano de Temel. —Me iba a
poner a llorar—. Temel no es más que una niña. No tiene usted idea de lo
que sufre con todo esto. Ya ha perdido a su padre y a su madre de la manera
más horrible que se pueda imaginar. Yo solo intentaba que no perdiese a la
única persona que le queda en el mundo.
—O sea, que lo segundo. Eres completamente estúpida del todo —dijo
sin el más mínimo atisbo de miramiento ante lo que me decía.
Hice un gesto de rendición. No iba a discutir con una persona sin
sentimientos. Pero si pensaba eso de mí, ¿por qué había venido a salvarme?
¿Por qué se había molestado en salvar a una judía completamente idiota
como tantas veces me decía? Sobre todo, cuando creía que tenía relaciones
íntimas con cualquier chico que tuviese delante. ¿Quién se creía que era
para dudar de mi integridad de esa manera? Me enfurecía que pensara esas
cosas de mí.
Se escuchó el sonido del viento entre los árboles, lo que hizo que los dos
mirásemos al cielo. Parecía que empezaba a nublarse.
—Será mejor que continuemos —dijo el diablo. Volvió a hacer una
mueca al separarse de la roca y comenzar a caminar hacia el bosque. Pasó
por delante mío mientras le daba otro trago a la petaca. Probablemente, se
habría terminado el vodka.
Miré el suelo. Vi unas gotas de sangre fresca. Bergen había dicho que no
se trataba más que un rasguño, pero… ¿un rasguño sangraba tanto?
Me volví hacia él, lo seguí y observé su forma de caminar. Parecía
normal. No renqueaba ni iba inclinado. Nada que delatara que no estaba
bien. Sin embargo, había tenido varias expresiones de dolor en la cara y no
paraba de sangrar.
Caminamos en silencio por lo que creí que fueron horas. Apartaba una
rama tras otra mientras me ganaba la angustia al ver que Bergen parecía ir
cada vez más lento. El día se nubló del todo y se escucharon pequeños
truenos que amenazaban con una lluvia. Estábamos ya en las inmediaciones
del granero cuando noté que una de las hojas de los arbustos por los que
Bergen acababa de pasar estaba totalmente llena de sangre. Alcé la vista,
asustada, y vi cómo el diablo se desplomaba junto a la parte trasera del
granero.
No. No. No, por favor.
Corrí hasta él, me tiré a su lado, de rodillas, le puse las manos por
encima del cuerpo sin atreverme a tocarlo.
—¿Bergen? —susurré y le apoyé mi mano finalmente sobre el brazo ante
la falta de respuesta mientras intentaba hacerlo reaccionar—. Bergen.
No se movía ni respondía a ninguno de los movimientos que le hacía en
el brazo por mucho ímpetu con el que lo sacudiese. Le coloqué las dos
manos en el hombro, empujé con todas mis fuerzas hasta ponerlo boca
arriba y me caí sobre su pecho. Toda la chaqueta estaba manchada de
sangre. Tenía mucho más que un rasguño. Le agarré la cara y repetí su
nombre con desesperación. Se veía guapo incluso así, blanco como la
pared.
Bergen, despierte por favor. Por favor.
¿Cuánta sangre habría perdido? El uniforme, mis manos, el suelo. Todo
estaba lleno de sangre, todo empapado por todos lados. Levanté la chaqueta
y miré la herida. Se había puesto una gasa a modo de contención, también
completamente empapada. La quité también, quería verle la lastimadura
sobre la piel. Había una especie de corte en el lado derecho de la cintura, a
la altura del ombligo, con forma de agujero: un disparo. A Bergen le debía
de haber alcanzado una bala mientras me rescataba. Le habían pegado un
tiro.
¿Por qué no había dicho nada? ¿Quién era el estúpido aquí? ¿Cómo se le
había ocurrido ponerse una gasa y seguir como si nada durante tanto
tiempo? ¿Es que acaso de verdad se creía inmortal?
Inmortal. Bergen no es inmortal. Es un ser humano, que se puede morir
como todos los demás. Se puede morir.
Sentí una punzada en el pecho difícil de describir. ¿Qué hacía? ¿Qué
podía hacer? Alcé la vista hacia la granja. Estábamos dentro del terreno. Si
pegaba un grito, los demás soldados llegarían corriendo.
¿Y qué les diré? ¿Les diré que Bergen es un traidor que ha ido a
salvarme, que por eso lo han herido?
No podía decir eso ni pedir ayuda de esa forma. ¿Si inventaba algo? Una
mentira. ¿Quizá que habían vuelto a atacarnos? Los rusos bien podían haber
vuelto y haberle disparado a Bergen.
Pero si digo algo así, tendré que sonar convincente. Convincente de
verdad. Hasta el final. Me digan lo que me digan tendré que ser firme y no
podré dudar. ¿Soy capaz de decir una mentira lo suficientemente
convincente como para que nadie se dé cuenta? ¿Qué voy a decirles de mi
ropa de varón? Estoy vestida como uno de los hombres. Hank no es idiota.
Si empieza a atar cabos y les pregunta a los de la buhardilla…
Lo primordial era que Bergen recibiese atención médica, pero ¿qué le
harían los demás si Hank lo tachaba de traidor? Además, se lo llevarían, no
dejarían que me acercase. Lo atendería el carnicero que atendía al soldado
herido, cuando la única persona con formación médica era la señorita Orli.
La idea iluminó mi mente. Bergen solo necesitaba a la señorita Orli.
Me agaché junto a él, me acerqué y le susurré: “Por favor, no se muera
que enseguida vuelvo”, para después ponerme de pie y echar a correr hacia
la granja como una auténtica gacela. Llegué en menos de dos minutos.
Evité la parte delantera al ver que uno de los soldados estaba en la puerta de
guardia y fui por detrás. Me metí entre la ropa tendida del patio hasta el
cuarto de lavado. Pensé que me encontraría con Temel, pero, al avanzar por
la habitación entre los barreños de ropa sucia, me topé frente a frente con la
señorita Orli. Lanzó un alarido mudo de alegría apenas me vio y me echó
los brazos al cuello mientras rompía en llanto. Me solté tan rápido como
pude. No había tiempo para eso.
—Escúcheme, necesito ayuda —susurré para que nadie escuchara—.
¿Todavía le queda material médico del que tenía escondido?
—¿Estás herida? —Me agarró las manos ensangrentadas.
—No. La sangre no es mía. —No podíamos desviarnos del tema—.
¿Tiene material médico todavía?
—Los alemanes me lo quitaron todo.
—¿Y no hay nada más?
La señorita Orli negó con la cabeza.
—Todo se lo quedaron ellos —susurró apenada—. También tenía varios
maletines de los preparados para la guerra. Los saqué del hospital sin que
me viesen. Estoy segura de que no han podido usarlos todos. Lo más
probable es que tengan algunos sin tocar en la habitación del enfermo, que
es donde guardaron esas cosas.
¿Cómo demonios puedo agarrar algo de allí?
—Eva, ¿qué ocurre? ¿Estás bien? —preguntó la señorita Orli—. No
puedo creer que estés aquí. ¿El soldado fue a buscarte? ¿Te has escapado
tú? ¿Te han dejado irte? ¿Qué ha pasado? Cuéntame.
Negué con la cabeza y con las manos. No había tiempo para eso.
—¿Con uno de esos maletines puede curar una herida de bala?
—¿Qué? ¿Una herida de bala? ¿De quién?
—¿Puede curar una herida de bala con uno de esos maletines? ¿Sí o no?
—exigí.
Asintió.
—Bueno. —Si eso hacía falta, eso sería lo que habría conseguir; fuera
como fuera—. Tenemos que ver cómo sacamos un maletín de la habitación
del herido sin que el soldado nos vea. Y tiene que ser ahora mismo.
Intenté pensar en algo para poder trazar un plan en mi cabeza.
—¿Quién está ahora mismo con él?
—Ese asqueroso: Alger —dijo la señorita Orli—. Los demás se han
reunido en el comedor. Acabo de llevarles café y parece que tienen para
rato. Desde que nos atacaron no hacen más que reunirse. Están todos menos
Egbert y Bergen, que son los que permanecen de guardia desde anoche.
De guardia. Así que ellos suponían que Bergen estaba de guardia. ¿Cada
cuánto se relevaba una guardia? Si estaba así desde la noche anterior,
¿cuándo tocaba el cambio? Suspiré y traté de concentrarme. ¿Qué iba a
hacer para sacar a Alger de la habitación y poder sustraer un maletín? ¿Qué
podía decir que forzara a salir a ese asqueroso pervertido del cuarto?
Se me pasó por la mente la peor idea de todas las que había tenido en mi
vida.
Calma. Cálmate Eva. Puede ser peor. Podría estar Hank al cuidado del
herido.
—Yo voy a buscar un maletín. Usted tome una bolsa y meta todas las
mantas que pueda: grandes y gruesas. Para un hombre adulto. —La señorita
Orli me miraba como si me hubiese vuelto loca—. Con ellas vaya detrás del
granero. No hable con nadie ni le diga nada a nadie. Solo espéreme allí.
Me limpié las manos de sangre y comencé a desnudarme. Me quité todo;
los pantalones, la camisa y la camiseta interior. Todo a excepción de la ropa
interior inferior. Iba a buscar un vestido cuando me quedé mirando una de
las camisas de hombre que ya estaban limpias. Me la puse a modo de
vestido, dejando a la vista mis piernas.
—Pero ¿qué haces?
—Usted haga lo que le digo —dije mientras me acercaba a buscar un
recipiente de los que usábamos para subir el agua a la bañera, vacío, y un
trapo.
—Eva.
—Haga lo que le digo ya —gruñí molesta y salí del cuarto de lavado
mientras escuchaba a los soldados hablar en el comedor y a las mujeres en
la cocina. Me pareció escuchar también a Temel y a la señora Rivka.
Esperé durante unos minutos y comprobé que nadie subía ni bajaba por
la escalera. Me precipité hacia la primera planta y llegué hasta la puerta de
la habitación del herido. Di un golpe con el recipiente en el suelo lo
bastante fuerte como para que se escuchara, pero que a la vez no llamara la
atención de los alemanes que estaban en el comedor.
Agarrada al trapo, fingí que secaba el suelo a la vez que dejaba el
recipiente como si se me hubiese caído de forma accidental. Tuve que tomar
el trapo con las dos manos porque mi cuerpo temblaba. Alger se asomó al
pasillo alertado por el ruido.
—¿Qué mierda pasa?
Me puse de pie, recta, para que se me viesen bien las piernas. Era lo más
nauseabundo que había hecho en mi vida.
—Lo siento mucho —susurré mientras hacía un esfuerzo para hacerme
oír—. Estaba llenando la bañera y se me ha caído un poco de agua. Voy…
—Respiré—. Voy a darme un baño.
Alger alzo las cejas, me miró de arriba abajo y se detuvo en mi camisa.
Dudé de decirle que era de Bergen, pero volvió a bajar la vista hacia mis
piernas.
Me muero de la humillación y la vergüenza.
—Lo siento mucho. Voy a buscar otro recipiente y me meto en la bañera.
—Me sentía una completa idiota—. No haré más ruido.
Agaché la cabeza avergonzada y asqueada conmigo misma. Jamás me
perdonaría lo que hacía. Bajé unos cuantos escalones para fingir que me iba
y me quedé agazapada al final de la escalera. No tardé en escuchar a Alger
salir de la habitación y dirigirse al cuarto de baño. Ese soldado repugnante
había ido a esperarme.
Lo había conseguido. Me parecía lo más degradante que había hecho,
pero lo había logrado. Ojalá pudiese sentirme orgullosa de mi ingenio. Subí
la escalera otra vez con sumo cuidado y abrí la puerta de la habitación del
herido con cautela.
Hacía mucho que no entraba. No sabía el estado de Dieter, si estaba
despierto o no. Asomé la cabeza y lo vi echado en la cama con los ojos
cerrados. Entré en la habitación por completo y entorné la puerta. Tal como
me había dicho Bergen, solo esperaban que su capitán muriese. Lo que me
extrañó fue que tardara tanto. Le habían amputado una pierna y le faltaban
varios dedos de ambas manos. El cuerpo se había hinchado, tenía un color
grisáceo, lo que no parecía ser nada bueno. No podía quedarle mucho
tiempo de vida.
En la habitación, localicé los maletines que estaban ocultos en un rincón,
debajo del escritorio. Me agaché y tomé el que estaba más apartado.
Verifiqué que estuviese completo. Había una cajita vacía. Faltaba un
pequeño recipiente. Abrí los otros y comprobé con desesperación que a
todos les faltaba lo mismo. No sabía qué sería, pero estaba claro que, si
faltaba en todos, tenía que ser importante para curar a un herido. Intenté no
ponerme nerviosa ni pensar en el tiempo transcurrido desde que a Bergen lo
habían herido. Recorrí la habitación para encontrar esos recipientes.
¿Cuánto tiempo duraría la paciencia de Alger en el baño? No creía que
tardara mucho en darse cuenta de que le había tomado el pelo. Estaba a
punto de rendirme y marcharme cuando vi en la mesita de noche varios
frascos de tamaño similar. Tomé uno que encajaba perfectamente. Era lo
que faltaba.
—Morfina —susurré al leer la etiqueta roja que envolvía el recipiente
blanco que terminaba en punta, como si fuese una aguja.
¿Morfina para mitigar el dolor? Solo quedaban dos. Los demás estaban
vacíos. Si me los llevaba, notarían la falta.
Quizá no se diesen cuenta de que faltaba un maletín, pero eso sí. Y,
además, dejaría al soldado sin medicina.
Me avergüenza reconocer que tomé los dos sin pestañear. Si Bergen los
necesitaba para sobrevivir, no me importaba nada más. Solo esperaba que
Alger no asociara la desaparición de la morfina conmigo.
Me fui hacia la puerta dispuesta a salir al pasillo con el maletín en la
mano y me detuve al ver a Milat que subía la escalera con una bata de seda
rosa. Parecía una marquesa en una mansión, con ropa interior bonita y
provocativa, a la espera de que todo el mundo la atendiese.
Recé para que no me hubiese visto, esperé que subiese hasta la primera
planta y fuera en dirección a la izquierda, a la habitación de Hank. Aguardé
hasta que cerró la puerta y salí. Bajé la escalera, me metí en el cuarto de
lavado casi al mismo tiempo que los soldados dejaban el salón. Fue un
milagro que no me cruzase con ellos. Si me hubiesen descubierto robando
material médico del soldado herido, me habrían disparado en el acto.
Esperé que Egbert, que seguía de guardia, terminara de rodear el patio
trasero antes de ir hacia la entrada. Entonces corrí hasta la parte de atrás del
granero mientras sentía el frío en mis piernas desnudas.
La señorita Orli estaba sentada junto a Bergen, que seguía inconsciente.
—Eva, ¿qué ha pasado? ¿Qué es esto? —susurró aún más blanca que el
diablo—. ¿Por qué está herido?
Me acerqué a la bolsa de mantas y extendí la que me pareció más fuerte
y resistente junto a él.
—Ayúdeme a ponerlo sobre la manta así lo arrastraremos hasta el
granero —dije mientras lo agarraba de un brazo.
—¿Y si se despierta?
—Haga lo que le digo.
—Pero puede despertarse si lo movemos.
—¡Hágalo! —Intenté ser firme—. Si se despierta, mejor. Así podrá
caminar él solito, porque pesa mucho más de lo que parece.
La señorita Orli se puso de pie. Entre las dos tiramos de él hacia la manta
y conseguimos hacerlo rodar hasta ubicarlo encima.
Con un gesto le indiqué que desgarrásemos la parte delantera del
cobertor para arrastrarlo hacia el granero y meterlo por la puerta de atrás.
Lo llevamos hasta la pared del fondo, entre los fardos de heno. Ahí no
solo no sería visible desde la puerta, sino que estaría resguardado del frío.
Sin perder un segundo le puse el maletín y los recipientes de morfina por
delante.
—Cúrelo —susurré, y me puse de rodillas junto a Bergen, que
permanecía quieto, como si estuviese muerto.
Aguanta. Aguanta, por favor.
La señorita Orli se sentó a mi lado, miró el maletín, sorprendida, y se
volvió para mirar a Bergen.
—¿Y si lo dejamos morir?
—¿Qué dice?
—No creo que vaya a ayudarnos a escapar de aquí. —Se frotó las manos
—. No tienes idea de cómo se puso conmigo cuando le dije que te habías
vestido de hombre y que te debían de haber secuestrado también, cosa de la
que aún tenemos que hablar.
Miré a la señorita Orli completamente estupefacta.
—No vamos a dejarlo morir. Cúrelo ahora mismo.
¿Ha perdido el juicio?
—Creo que este soldado no va a ayudarnos más —repitió convencida.
—¿Qué dice? —Me llevé las manos a la frente—. Acaba de sacarme de
una casa llena de locos soviéticos. Si no fuera por él, ya hubiese muerto.
Eso sin contar con que Hank me habría destrozado en este mismo granero.
¿A quién no ayuda Bergen?
—Pues creo que Hank sería una mejor opción —replicó—. ¿Acaso no
has visto a las Becker? No solo le da comida a Milat, sino que la madre y
Ami se comen la mejor parte de cualquier cosa que preparemos.
Porque Hank se aprovecha de Milat todos los días. Bergen jamás me ha
puesto una mano encima.
—De verdad que no sabe lo que dice.
—Creo que eres tú la que no piensa con claridad, querida. ¿Qué ha
hecho este soldado por ti?
Tuvo intención de darme la espalda, pero la agarré del hombro y la
obligué a volverse hacia mí con brusquedad. La asusté. Me miró como si no
pudiese creer mi reacción.
—Jovencita, me parece que…
—No, ¡no! Esta vez no se va a hacer lo que usted diga. La he respetado y
obedecido desde el mismo día en que la conocí. Siempre le di el lugar más
importante dentro de mi vida. Pero le prometo, le juro por la memoria de mi
madre, que, si no lo cura, no volveré a hablarle jamás.
Fui tan tajante y decidida al decirlo, que cerró la boca y se volvió
enfadada para asistir a Bergen. Nunca antes se me había ocurrido hablarle
así. Nunca hasta ese momento.
—Hay que quitarle la chaqueta y la camisa.
Respiré aliviada. Me puse de pie para rodear el cuerpo de Bergen y
sentarme al otro lado, frente a ella, para empezar a desabrocharle el
cinturón y la chaqueta. Le desabroché la camisa. La señorita Orli me ayudó
a levantarlo un poco y retirarle toda la ropa que le aprisionaba la espalda.
Ella apartó la gasa empapada en sangre. Limpió la herida y la revisó.
—No es profundo, pero tiene la bala dentro. Tengo que sacársela. —
Preparó una serie de utensilios cortantes del maletín y agarraba la morfina
—. Huele a alcohol que apesta. Esperemos que no sufra una sobredosis.
Me volví a mirar a Bergen mientras dejaba que la señorita Orli empezara
a trabajar a regañadientes para curarlo. Había perdido mucha sangre. Lo
observé con atención. Junté mis manos, nerviosa. Cuando estaba despierto,
sus característicos ojos verdes me cautivaban tanto que, a veces, no tomaba
conciencia de que todo lo demás también era perfecto. Los labios rodeados
por una incipiente barba, el pelo rubio que empezaba a ser lo bastante largo
como para que se le alborotase, la piel. ¿Cómo se podía tener la piel tan
limpia y bonita? Desde mis catorce años, mi piel había estado llena de
imperfecciones y espinillas.
Porque seguro que él no se atiborraba de chocolates a escondidas antes
de que empezase la guerra.
—Será mejor que le quites las botas y los pantalones —dijo la señorita
Orli y me sacó de mis pensamientos.
—¿Qué?
—Si no quieres que se muera de una infección será mejor que no tenga
nada sucio cerca de la herida. —Señaló los fardos de heno—. O al menos
no en contacto con ella.
Asentí. Me levanté para quitarle las botas y los calcetines. Esa fue la
parte fácil. Nunca le había quitado los pantalones a un hombre. Ni siquiera
a un herido ni a un enfermo. Y eso que había ayudado a la señorita Orli
cuando había actuado como voluntaria en el hospital. Me asomé hasta el
botón del pantalón, vacilante, lo desabroché. Llevaba debajo unos
calzoncillos blancos, con lo que no se le veía nada, aunque sí se le marcaba
el bulto.
“El bulto”: así le decíamos las niñas menos populares del colegio a la
diferencia que había entre chicos y chicas. Las chicas teníamos vagina y los
chicos “el bulto”. La parte de arriba no suponía tanta especulación, ya que
cuando algunos se bañaban en el lago, se veía que los chicos no tenían
pecho. Aunque debo decir que, gracias a la desinhibición de los soldados
alemanes, el misterio del bulto cada vez era menos misterioso.
Tiré del pantalón hacia abajo. La señorita Orli me ayudó a levantar un
poco a Bergen mientras no podía dejar de pensar que el bulto del diablo
parecía grande. Iba a morir de vergüenza. Ojalá hubiese podido meter la
cabeza en un agujero como los avestruces. Terminé de quitarle los
pantalones y lo dejé con los calzoncillos. Me dispuse a ponerle una manta
por encima cuando la señorita Orli negó con la cabeza.
—Ponle una sábana mejor, tiene demasiada fiebre, arde. —Sacó aguja e
hilo del maletín. Ya iba a coserlo—. Tenía un trocito de bala, casquillo o
como se llame eso que sale cuando disparan, por eso no ha hecho una
herida profunda. Si no lo mata la fiebre o una infección, se pondrá bien.
Me acerqué rápidamente a la cara de Bergen. ¿De verdad ardía de fiebre?
No tenía color, ni se quejaba, ni ningún signo de eso. Parecía muerto.
Acerqué mi mano a la frente y me atreví a rozarla. Sí que ardía.
—¿Por qué no se mueve?
—Porque tiene una mezcla de morfina y alcohol en el cuerpo que
esperemos que no haga que se muera —dijo con una sonrisa sarcástica
mientras comenzaba a coser—. Quizá delire un poco si recupera la
conciencia.
Estaba claro que a la señorita Orli le daba igual si se moría o no. Me
dirigí hasta el fondo, donde había herramientas y algunos contenedores que
usábamos para los animales. Tomé uno y salí para dirigirme al pozo, que no
estaba lejos.
Llené el recipiente con agua limpia y volví a plena luz del día. Esperaba
que nadie me hubiese visto. No sabía por dónde hacía la ronda el soldado,
pero no se lo veía. Cuando volví, la señorita Orli ya había terminado y
estaba por irse. Le había puesto un vendaje bastante grande, que le cubría la
cintura con varias vueltas de gasa. Ya no sangraba.
—Tengo que volver a la cocina y ayudar a la señora Rivka —anunció—.
Ya casi es la hora de comer.
Dejé el recipiente cerca del cuerpo del diablo, tomé una sábana y rasgué
un trocito. Puse el pedazo más grande sobre Bergen, lo tapé desde el
ombligo hasta las piernas, sin tocar la herida, y con el más pequeño hice
una especie de compresa.
—¿Vienes conmigo? —preguntó la señorita Orli. Miraba con
indiferencia cómo yo mojaba la compresa en el agua fría y se la ponía sobre
la frente—. No te lo agradecerá. Puede que le gustes para divertirse, pero no
nos ayudará a salir de aquí.
Ignoré a la señorita Orli y mantuve la cabeza fija en él mientras la
escuchaba resoplar y marcharse del granero, enfadada. Quizás ella tuviese
razón, pero Bergen me había salvado de los rusos, me había rescatado él
solo. Nadie había hecho algo así por mí. No había escuchado a nadie decir
que había hecho algo así por otra persona. Lo habían herido por mi culpa, y
no pensaba dejarlo morir.
Además, me aterraba la idea de que muriese. No sabía si porque me
quedaba sin protección o por lo rara que me hacía sentir cuando me miraba,
pero no quería que se muriese por nada en el mundo.
Mojé otra vez la compresa en el agua y se la puse en la frente. ¿Por qué
no reaccionaba? El agua estaba helada. Sin embargo, el diablo no emitía ni
el más mínimo sonido. Ni la más mínima queja. Le pasé la gasa suavemente
por las mejillas y las manos, intentaba contrarrestar el calor de la fiebre.
Repetí una y otra vez lo mismo.
—No se muera, por favor —susurré mientras derramaba lágrimas sobre
el propio recipiente con agua y volvía otra vez a mojar la compresa—. Sé
que le he dicho cosas horribles y pensado que merecía morir un millón de
veces. —Una vez más, le puse la gasa en la frente con cuidado—. Es
extraño porque pienso que se lo merecía. —Sonreí con amargura—. Pero no
quiero que se muera. No puedo soportar la idea de que se muera. Se lo
suplico, maldito diablo, no se muera.
Le apoyé las dos manos en el pecho, como si quisiese sujetarme a él con
fuerza para que la muerte no se lo llevara y lloré con desesperación.
—¿Así es como termina la historia de Scheherezade? ¿Así es como
acaba todo? ¿El sultán se muere y deja sola a Scheherezade? —Sentía una
mezcla de dolor y rabia—. ¡Contésteme!
Bajé la cabeza. Situé mis manos junto a su pecho.
Recé oraciones judías. Y cristianas. Habría rezado cualquier cosa con tal
de que se salvase.
C APÍTULO 17

L e coloqué compresas frías en el cuerpo durante todo el día, hasta que,


entrada la noche, la oscuridad reinante hizo que apenas fuera capaz de ver
mis propias manos. Bergen seguía sin emitir sonido o movimiento, pero
tenía mejor semblante. Como no estaba tan caliente y parecía tener
temperatura normal, lo cubrí con una manta.
Tomé otra para mí. Tenía las manos y las piernas congeladas. Todavía
llevaba puesta la camisa de varón a modo de vestido con las piernas al aire.
Iba a sentarme de nuevo junto a él, cuando recordé que guardábamos velas
y cerillas en la entrada del granero. Me acerqué hasta la entrada mientras
me preguntaba si los alemanes las habrían usado. Comprobé que estaban
allí. Sabía que no podía encender una luz que se viese desde fuera del
granero en mitad de la noche. Así que construí una especie de casita con los
cuencos de comida de las ovejas para menguar la luminosidad y que no se
viese desde fuera.
Me senté junto a él, aparté un poco el recipiente y la compresa que ya no
parecían necesarios, y lo miré. Tenía mejor color; había dejado de estar
blanco como antes. Incluso sus labios habían recuperado un poco el tono
natural. Parecían suaves. ¿Serían suaves esos labios a pesar de la incipiente
barba que los rodeaba?
Alcé la mano, la acerqué despacio hacia su boca mientras pensaba si
sería tan cálida como parecía, cuando de pronto el diablo abrió los ojos y
me agarró del cuello.
Ni siquiera pude gritar, porque su mano se cerró sobre mi cuello a la vez
que atraía mi cabeza a la suya con brusquedad. Apoyé las manos contra su
pecho en un vano intento por soltarme cuando, al tener sus ojos verdes
frente a los míos, me miró y abrió la mano al instante para soltarme.
—¿Estás bien? —dijo el diablo que respiraba con cierta dificultad
mientras se tocaba la frente y miraba a su alrededor, confundido—. ¿Estás
bien? ¿Dónde estamos?
—En el granero. —Asentí y le indiqué que no alzara mucho la voz—. Se
desmayó cuando volvíamos a la granja. Había perdido muchísima sangre.
Frunció el ceño y bajó la cabeza para ver el vendaje que le recorría
medio torso.
—¿Quién ha hecho esto?
—La señorita Orli—susurré nerviosa—. ¿Se encuentra bien? ¿Le duele
la herida?
—No siento ni los pies, menos voy a sentir la herida —dijo algo
enfadado—. Me va a estallar la cabeza. ¿Me dieron morfina? ¿Cuánta me
puso?
—Poca —me apresuré a decir. Omití contarle que, con el alcohol que
había bebido, la señorita Orli había dicho que podía darle una sobredosis.
Se pasó la mano por el pelo, lo que alborotó aún más su cabello rubio.
—Espera un momento. ¿De dónde sacaron la morfina?
Me sentí completamente avergonzada.
—Se la robe al soldado herido —confesé al ver que él miraba el maletín
que estaba en un rincón.
Bergen levantó la manta que le cubría la mitad del cuerpo y descubrió
con cierta sorpresa que estaba en calzoncillos. Se giró hacia mí y miró mis
piernas desnudas.
—Tranquilo, si hubiese querido violarle, ya lo habría hecho. —Imité a la
perfección su tono más soberbio—. Pero vamos a dejar eso de violar para
gente como Hank. —Puede que no hubiese sido políticamente correcto,
pero no pude evitarlo.
Vi complacida que sonreía de oreja a oreja. Me encantaba cuando sabía
que le gustaban mis respuestas.
—A ver, empieza desde el principio porque no tengo mis cinco sentidos
conmigo —dijo al incorporarse un poco y sentarse.
Ahora que el diablo estaba despierto, sentí cómo el corazón se me
agitaba en el pecho. Coloqué las piernas correctamente para que la camisa
me tapase los muslos.
—No hay mucho más. La señorita Orli y yo lo arrastramos hasta aquí y
lo curamos con el material médico que había en el cuarto del soldado
herido. Ninguno de los otros soldados sabe que está usted herido ni lo que
ha pasado.
—¿Y cómo robaste la morfina y el material médico?
—Bueno. —“Tierra trágame”, pensé antes de continuar—. Aproveché
que estaba Alger para fingir que iba a darme un baño. —Él alzó las cejas
sorprendido. El gesto se volvió de enfado. Me miré las manos—. Solo me
paseé por delante de él. Cuando me vio con esta ropa se escabulló hacia el
baño a esperarme y yo pude entrar al cuarto del herido. —Me resultó
evidente que esa parte no le gustaba. Traté de continuar para cambiar de
tema—. Luego, la señorita Orli le sacó la bala y le cosió la herida. —Señalé
el contenedor con agua—. Tenía fiebre así que le puse paños fríos en la
frente. ¿Se siente mejor? ¿Siente como si tuviese fiebre?
—Me siento como si me hubiese atropellado un camión —dijo tajante
mientras miraba el granero—. ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo llevo así?
—Deben de ser las tres de la mañana —le informé—. Lleva inconsciente
desde esta mañana. Prácticamente un día.
El diablo resopló y se pasó las dos manos por el pelo hasta llegar a la
nuca. Ese movimiento marcó aún más los definidos músculos de sus brazos.
Parecía muy cansado.
—Tengo agua del pozo por si tiene sed —susurré nerviosa, dispuesta a
ponerme de pie, cuando me agarró el brazo con su mano y me lo impidió.
Ahí aparecían otra vez sus ojos verdes para confundirme. Estábamos los
dos semidesnudos sobre varias mantas en el suelo de un granero,
prácticamente a oscuras sin quitarnos los ojos de encima el uno al otro.
Tuve que hacer un esfuerzo por no perder la capacidad de pensar.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Bergen con tono mucho más
tranquilo. Profundo—. Y no me vengas con te interpondrías entre una bala
y una ardilla porque eres una buena persona, porque tenías una clara
oportunidad de escapar. No tenías por qué ayudarme. Podrías haberte ido.
Podrías haber escapado a la granja de las Herzog y dejar que me hubiese
muerto. Nunca nadie lo habría sabido.
—¿Cómo lo iba a dejar después de que salvó mi vida?
Su mano, que estaba sobre mi brazo, se deslizó suavemente hacia mi
cuello y me acarició. Me estremecí.
—Entonces ¿me has ayudado porque era lo correcto? —Fui muy
consciente de su mano en mi cuello y de cómo el dedo pulgar me recorría la
mejilla hacia la boca—. ¿Siempre haces lo correcto, Eva? —Se le dibujó en
el rostro la sonrisa más encantadora que había visto nunca—. Apuesto a que
hiciste lo correcto toda tu vida. Sin romper un plato ni desobedecer una
orden.
Bajé la cabeza, avergonzada de que siempre fuese tan certero cuando
hablaba de mí, pero él me levantó la barbilla y volvió a atraparme en sus
ojos.
—¿Nunca has hecho nada que no fuese lo correcto? —insistió.
Traté de ignorar el calor que salía de mi cuerpo para poder pensar.
—Una vez estuve a punto de desobedecer a la señorita Orli y acudir al
baile de la cosecha.
Me sentí como una completa tonta cuando me escuché decir algo tan
absurdo en un momento como aquel.
—¿El baile de la cosecha?
Me iba a morir de vergüenza. Estaba segura.
—Todos los años, en Cracovia, los granjeros de la zona celebran para
festejar que la cosecha ha sido provechosa un año más. —Intenté no mirarlo
por si se reía de mí—. Decoran una gran sala con globos, hojas y luces.
Ponen música. Los chicos jóvenes se arreglan mucho. Van allí a bailar y a
charlar.
—¿Cuántas veces has ido?
—No, yo no he ido nunca. —Se me escapó una risita nerviosa—. La
señorita Orli no me ha dado permiso ningún año.
—¿Por qué no?
—Porque en esos sitios los chicos y las chicas hablan, se conocen; todo
eso.
Ella ya tenía pensado a Fritz para mí desde hacía mucho tiempo. No
quería que yo conociese a nadie más. Guardé silencio. No me atreví a decir
eso en voz alta.
—El último año que se celebró antes de que lo suspendiesen por la
guerra, una amiga del colegio y yo estábamos locas por ir —continué al ver
que Bergen me miraba serio—. Ella sí tenía permiso, de modo que me decía
que me escapase por la ventana y fuese a como diese lugar —lo dije como
si fuese una auténtica locura.
—Pero no lo hiciste —dijo Bergen pensativo. ¿Se le había olvidado la
mano que tenía en mi cuello y el pulgar sobre mi mejilla?
Negué suavemente con la cabeza con una triste sonrisa.
No, no lo hice. Jamás acudí a ese baile.
—Si tuvieses una nueva oportunidad, ¿lo harías? —preguntó ante mi
sorpresa—. Es más, tienes una nueva oportunidad. Has saltado por la
ventana y has ido al baile. Yo también estoy allí.
Sentí que un millón de mariposas me recorrían el cuerpo. Mi estómago
había empezado a volar.
—¿Qué crees que pasaría si yo también estuviese allí?
—Que todo el mundo saldría corriendo aterrado —susurré sin poder
evitar reírme ante la imagen del soldado alemán que más miedo daba sobre
la faz de la tierra al entrar al baile de la cosecha como si nada.
Me guiñó un ojo.
—Estoy disfrazado de granjero. Solo soy un chico más.
Me quedé sin respiración al imaginar a Bergen de pie, en mitad del salón
decorado, con un pantalón azul oscuro y un chaleco marrón, a juego con
una gorra.
Con esa altura. Con ese cuerpo. Con esos ojos y esa sonrisa. No era un
chico más.
—Estás en el baile esta vez —continuó—. ¿Qué crees que pasaría?
—Que usted tendría a tantas chicas alrededor que ni me vería.
—Claro que no. He abierto la boca y todas corrieron ante mi
personalidad —dijo con tanta contundencia que me hizo reír aún más—.
Ahora, ¿cómo hago para verte entre todos los chicos que tienes alrededor?
—Yo no tengo ningún chico alrededor.
—Por supuesto que no. He amenazado con cortar el cuello a quien se
atreva a quitarme un solo segundo de tu tiempo —dijo al bajar la mano que
tenía en mi cuello hasta mi pecho, aunque la separó un segundo antes de
tocarlo y me la ofreció—. Te pregunto si quieres bailar.
Me preguntaba si quería bailar con él. Le tomé la mano sin dudarlo. Me
la envolvió con la suya mientras con la otra me agarraba de la cintura y me
levantaba en peso. Me puso sobre él, sentada a horcajadas, con nuestros
rostros prácticamente a la misma altura, su pecho frente al mío. Mis muslos
desnudos rozaban su cuerpo.
El sentimiento que me envolvía era arrollador, como si la boca de mi
estómago escupiese un fuego placentero que me recorría el pecho, las
piernas y las partes más profundas de mí. Al tener las piernas abiertas sobre
él, con la camisa como vestido, tan solo la ropa interior de los dos nos
separaba. Bergen entrelazó nuestras manos y estiró nuestros brazos. Con la
otra mano me agarró la cintura, como la clásica postura de baile.
No estábamos en ningún granero, estábamos en el salón de baile. En
mitad de la pista bajo un cielo de luces y guirnaldas de colores. La música
se escuchaba de fondo. No había ninguna guerra. Solo dos personas
normales que se divertían en una fiesta. Bergen no era ningún demonio,
sino un granjero como los demás, pero, a la vez, no como ellos. Era el chico
que me gustaba, el que yo elegía. La persona con quien quería bailar.
—¿Qué pasará cuando se termine la música? —pregunté nerviosa.
Deseaba con todas mis fuerzas que ocurriese algo más.
—Te besaré.
Bergen me miraba con tal intensidad que sentía que iba a desmayarme en
cualquier momento, mientras él, a su vez, apretaba la mano sobre mi
cadera, con ansia, bajaba la otra mano aún entrelazada con la mía, como si
realmente hubiese terminado la música.
—¿En mitad de la pista de baile? —dije con una sonrisa para tratar de
calmar mi nerviosismo.
—En mitad de una guerra si hace falta —me dijo Bergen con una
seriedad y seguridad apabullante—. Pero solo si tú quieres que te bese.
El corazón me iba a estallar.
No había nada que deseara más, pero nunca había besado a nadie. Ni
siquiera sabía cómo debía de hacerlo. ¿Cómo iba a besar a Bergen? No
sabía, no podía. Le parecería ridículo cualquier estúpido intento de beso que
yo pudiese hacer. Estaba muerta de vergüenza y de miedo.
—Yo quiero besarte —se apresuró a decir. Me pareció que había visto mi
duda y la había malinterpretado. Acercó su rostro al mío—. ¿Tú quieres
besarme, Eva Goldiak?
Yo quiero besarte.
Bergen me miraba fijamente, a solo unos centímetros de mí. No fui
capaz de articular una sola palabra. Solo pude asentir. Pensé que sonreiría o
diría alguna de sus frases típicas, pero no lo hizo. No era un juego.
Soltó la mano que tenía entrelazada con la mía y la subió a mi cuello
para acercarme más a él mientras deslizaba el pulgar hacia mi boca, rozaba
el labio inferior de una forma tentadora y respiraba intensamente. No sabía
qué hacer. Él buscaba en mí una pasión que no tenía ni idea de cómo darle.
La mano de Bergen que estaba en mi cintura se metió por debajo de mi
camisa, subió lentamente por mi espalda y me acarició la piel mientras me
aproximaba aún más a él. Acercó su boca a la mía y atrapó mis labios con
los suyos. Sentí que el corazón iba a salírseme del pecho al notar esos labios
cálidos que apresaban una y otra vez los míos. Dulce, tiernamente.
Entonces giró con suavidad mi cabeza y me metió la lengua en la boca.
Tuve un segundo de duda y sorpresa. No lo esperaba. No esperaba que los
besos continuaran así. Sobre todo no esperaba que me gustara tanto. Tener
su lengua en mi boca, nuestros labios juntos y que me apretase contra su
cuerpo. Era una combinación que estaba a punto de hacerme enloquecer.
Sentía arder completamente mi interior. El movimiento de la lengua, tan
suave y firme a la vez, me hacía sentir que iba a perder la razón.
Volvimos a girar la cabeza. Estoy segura de que esa vez él esperaba que
fuera yo la que tomara la iniciativa, pero no me atreví y bajé lentamente la
mirada.
—Lo siento —dije mientras recuperaba el aliento. Junté las manos sobre
mi pecho—. No sé qué hacer con ellas. —Respiré de forma entrecortada.
—¿Dónde están las mías? —Bergen me miró con una profundidad que
me hacía sentir completamente desnuda.
—En mí.
Asintió y apretó los dedos en mi espalda. Entonces puse mis manos
temblorosas sobre esos hombros. En él. Bergen me acercó y me besó con
una dulzura encantadora. El deseo era absolutamente perturbador. No me
dejaba pensar. Agradecí estar sentada sobre él, porque las piernas no
habrían sido capaces de sostenerme. Noté que las manos bajaban por mi
cuerpo hasta mis piernas y se detenían sobre mis muslos desnudos mientras
me apretaba contra él. Me iba a desmayar. Me iba a desmayar de vergüenza
y de una especie de deseo placentero que parecía estar volviéndome loca.
Que me apretase contra él me despertaba una sensación que no parecía de
este mundo.
Entonces noté algo que hizo que apartase mis labios de los de él. Miré a
Bergen desconcertada, con mis manos aún sobre sus hombros mientras él
parecía decirme algo con la mirada, que no entendí.
¿Cómo existe un sentimiento tan intenso? ¿Cómo puede hacerme sentir
así? No soy capaz de dejar de temblar. Me desborda.
Bergen apartó las manos de mis muslos para llevarlas a mi cara. Casi
estuve a punto de soltar un quejido, casi dolía que dejara de tocarme.
—¿Estás bien? Estás temblando.
No; no estoy bien. No sé lo que está haciendo, pero me mata.
—Sí.
—¿Estás nerviosa?
—Sí —admití.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Tuve que tomar aire.
—Yo también estoy nervioso —dijo y lo miré sorprendida. Si eso era
cierto, no lo parecía. Parecía muy seguro de lo que hacía.
—¿Por qué?
—Tampoco lo sé. —Bergen sonrió y me contagió la sonrisa—. Quiero
quitarte la camisa —susurró después de unos segundos de silencio al
ponerse serio.
Ahora no puedo respirar, no puedo. Mi cara debe de estar púrpura.
¿Cómo me dice eso? ¿Cómo me hace eso? ¿Cómo es capaz de provocarme
todo esto? Me voy a quedar solo en ropa interior. ¿Qué pasará? ¿Qué me
hará si me quito la parte de arriba? Tengo miedo. Y tengo ganas.
—¿Qué quieres hacer tú? —me dijo al acercarse a mi cuello y rozarlo
con los labios—. No pasará nada que tú no quieras.
Es que yo no sé lo que quiero. Quiero todo lo que has hecho hasta ahora.
Quiero todo lo que puedas hacer. Nunca he hecho nada. No sé qué se hace.
No sé lo que tiene que pasar. Solo sé que me gusta que toques. Que me
gusta que me acaricies. Que me gustas tú.
Bergen me besó el cuello y subió lentamente hacia mi oreja. Mis manos
temblaban sobre su pecho desnudo en un intento por sostenerme, cuando vi
un poco de sangre en la punta de mi camisa. Me aparté asustada.
—No es nada —dijo Bergen dispuesto a seguir.
—La última vez que dijo que no era nada casi se muere. —Me puse de
pie y me quité de encima para agacharme a su lado y mirarlo. El vendaje se
le había teñido de rojo.
Bergen se dejó caer echado hacia atrás mientras refunfuñaba molesto y
se tapaba la cara con las manos. Al revisar la herida me di cuenta de que el
bulto estaba más grande que antes. Eso había sido lo que había notado
debajo de mí todo ese tiempo. Intenté concentrarme en la herida y no mirar.
Tuve que hacer un esfuerzo. El vendaje estaba empapado en sangre.
—¿Llamo a la señorita Orli?
—No, no —reaccionó Bergen al instante y se incorporó—. Deja ya a la
enfermera de la muerte. Seguro se soltó algún punto. Dame el maletín.
Me levanté, di dos pasos para alcanzárselo, lo que hizo que, al moverme,
notase que mi ropa interior estaba húmeda. ¿Me habría hecho pis? Le pasé
el maletín a Bergen. Me senté a su lado y me tapé con una manta hasta la
cintura. No era pis, sino algo que me humedecía la vagina de una forma
extraña. Traté de disimular cuando vi que Bergen me miraba. Por nada del
mundo quería que se diese cuenta. ¿Qué sería eso?
Él abrió el maletín, buscó aguja e hilo y lo preparó. Después sacó una
tijera y cortó el vendaje.
—¿Necesita que lo ayude?
—Con esto no —replicó.
Al quitar la venda, dejó a la vista la herida que se le había abierto un
poco. Bergen se limpió y empezó a coser con bastante destreza mientras yo
trataba de envolverme con la manta. No sabía muy bien qué hacer ni decir
después de lo que había pasado.
—¿Dónde ha aprendido a hacer eso?
—Una vez derribaron a mi avión. Tuve que estar varias semanas en el
hospital con una pierna rota —dijo al dar la última puntada—. No podía
hacer gran cosa así que me dediqué a observar.
Bergen sacó un nuevo rollo de vendas del maletín y comenzó a
envolverse el cuerpo tal y como lo tenía antes.
—Como nuevo —dijo mientras levantaba la cabeza hacia mí para
mirarme fijamente.
¿Quería que continuásemos? Me agarré a la manta que me tapaba medio
cuerpo y ocultaba mi ropa interior mojada. ¿Qué pasaría si seguíamos? No
pararíamos ahí. Entonces ¿qué sucedería? ¿Se suponía que debía
desnudarme y Bergen se echaría encima de mí? Eso era lo máximo que me
habían dicho de las relaciones íntimas. “Recuéstate y deja que él haga el
resto”, pero ¿qué era exactamente “el resto”? No había conseguido
extrapolar lo que había visto con conejos a los humanos; descifrar qué
pasaba exactamente entre un hombre y una mujer cuando ella se recostaba.
—¿Qué guardan en esta parte? —preguntó Bergen de pronto al mirar a
su alrededor pensativo—. ¿Gallinas?
—Vacas —respondí con nerviosismo.
No sabía si se habría percatado de mi indecisión o si había
malinterpretado su mirada, pero Bergen agarró una manta y se tapó con ella.
Quizá no quiera volver a besarme. Puede que no lo haya hecho bien y no
le haya gustado. Ojalá hubiese sabido besar a Bergen y hacer que a él le
hubiese gustado tanto como a mí. Me siento tan estúpida.
—Creí que quedaban gallinas.
—No. Las últimas las comieron hace ya una semana. Usted también
comió ese guiso.
Asintió pensativo.
—Puedes tutearme.
—Mejor no —dije de forma tan automática que él no pudo disimular su
enfado cuando me miró.
—¿En serio?
Sonó muy ofendido mientras se reía de forma sarcástica y negaba con la
cabeza. Por supuesto que me habría encantado tutearlo, saber su nombre de
pila, como conocía los del resto, y llamarlo así, pero a los demás alemanes
les habría llamado la atención. Estaba segura de que a las mujeres también.
No le habría pasado desapercibido a nadie. Y lo más importante, no le
habría gustado a nadie. Ya tenía bastantes problemas.
Quizás debí de haberlo explicado en voz alta antes de responder de
forma tan tajante, pero ya no me atrevía a hacerlo. Él parecía enfadado. Se
hizo un silencio incomodo que duro un rato.
—Vamos, niña, duérmete. Yo me quedaré despierto —dijo con
indiferencia sin volver a mirarme.
Me recosté en el suelo tras apartar el heno que había y colocarme de lado
para quedar mirándolo a él. Me tapé con la manta como pude. Ahora que no
tenía el calor de su cuerpo junto al mío notaba el frío que hacía. Llevaba
muchas horas sin dormir, pero no tenía ni un ápice de sueño. Quería volver
a estar pegada a Bergen. ¿Por qué se había enfadado tanto de pronto?
Intenté cerrar los ojos y ponerme en una postura cómoda para que me
viniese el sueño, pero, aún así, tardé una hora en dormirme. No podía dejar
de pensar en mi primer beso y en que me lo había dado la persona menos
pensada.
***

Cuando me desperté ya era de día. La luz entraba por las ventanas del
granero. Me froté los ojos mientras miraba a mi alrededor e intentaba
recordar dónde estaba y por qué estaba allí. Estiré las piernas y bostecé.
Bergen estaba de pie con los pantalones y las botas puestas con la chaqueta
en la mano. Al levantarme de un salto, tiré la manta que me cubría y me
acerqué a él.
—¿Ya puede pararse? —pregunté al mirar el vendaje para comprobar si
estaba manchado de sangre—. ¿Puede caminar?
—Sí. —Dejó la chaqueta a un lado. Se veía demasiado manchada.
Tomó la camisa con manchas y se la puso dentro del pantalón, aunque
aún se le veía un poco la sangre.
—Déjeme a mí la chaqueta y la camisa. Me iré al cuarto de lavado y las
lavaré ahora mismo para que nadie vea la sangre.
—Lo primero que tienes que hacer es ponerte ropa —dijo y con eso me
recordó que tan solo llevaba una camisa de hombre puesta—. Toma lo que
sea del cuarto de lavado. —Iba a darme la espalda, pero se volvió de nuevo
hacia mí—. Ropa de mujer, de ser posible. —Agarró mi manta del suelo y
me envolvió con ella—. Mejor, te acompaño hasta allí —agregó con un
gesto para salir del granero.
—Pero se le ve la sangre. —Señalé las marcas que asomaban por su
cintura.
Bergen tomó el fusil del suelo y se lo puso por delante de la camisa para
tapar las marcas.
—Solo será un momento, hasta que lleguemos a la habitación.
Habría objetado lo que me decía, de no ser porque estaba absorta
mirando el fusil.
—¿Te suena esto? —dijo Bergen—. Estaba afuera, en el suelo. ¿Ni
siquiera se te había ocurrido esconderlo?
Preferí no decir nada y darle la espalda. Había olvidado por completo
que esa cosa existía.
—He escondido el maletín y todo lo demás al fondo del granero. No creo
que nadie vaya a encontrarlo ahí. —Bergen se dirigió hacia la puerta—.
Vamos.
Lo seguí con resignación mientras procuraba no arrastrar la manta. Por
las voces y ruidos que se escuchaban en la casa, supuse que sería la hora del
desayuno y que todos debían de estar despiertos. Aunque no había ningún
soldado de guardia. Bergen se metió por la parte de atrás, por el cuarto de
lavado, que estaba vacío. Escondí la chaqueta en una de las bolsas sucias.
Luego, tomé un vestido negro con pequeños adornos blancos, unas medias,
ropa interior y zapatos de una de las bolsas limpias. El diablo me hizo un
gesto para que lo siguiese. Metí la ropa oculta bajo la manta y fui tras él.
Por suerte, llegamos a la habitación sin cruzarnos con nadie.
Bergen dejó el fusil sobre la cama y se fue hacia el vestidor, así que yo
aproveché para quitarme la manta y empezar a cambiarme. Me puse la ropa
interior, la camiseta y las medias e iba a ponerme el vestido cuando la
puerta se abrió. Egbert entró en la habitación. Me miró de arriba abajo con
una sonrisa.
—Eh, tú, estúpido. ¿No sabes llamar? —Bergen salió del vestidor con un
pantalón oscuro y una camisa azul celeste ya puestos, furioso, mientras yo
me ponía el vestido a toda prisa—. ¿Quieres que te enseñe a llamar con la
cabeza?
Egbert se echó hacia atrás, alzó las manos en señal de paz para
disculparse rápidamente. Le susurró algo a Bergen como si fuese
confidencial y se marchó sin mirarme.
Me hubiese gustado preguntarle al diablo si habían notado su ausencia,
pero no me atreví. Ahora, en la casa, parecía que los roles de nazi y judía
estaban presentes otra vez.
—Tenemos otra reunión en el comedor durante el desayuno. Baja y
come lo que quieras, todo lo que te dé la gana. Dices que es mi orden, a
quien sea —dijo y salió por la puerta con un portazo. Me dejó sola en el
cuarto.
No sabía bien qué esperaba después de nuestro beso en el granero, pero
no me gustaba volver a eso: a que no me atreviese a decir nada y que él me
diese una orden tras otra. Me quedé sentada en el suelo durante un buen
rato. ¿Qué esperaba entonces que pasara entre nosotros? Objetivamente,
¿nos conocíamos más por un beso? El nivel de intimidad que habíamos
tenido. Haberlo deseado y permitido que me tocara de aquella manera me
daba una sensación de confianza y cercanía que no sabía si teníamos
realmente.
Me gustaba. No había querido reconocerlo antes, pero Bergen me
gustaba desde hacía días. A pesar de mis esfuerzos por decirme que era un
monstruo, me hacía sentir algo que me volvía loca. Me atraía su
personalidad, no podía dejar de escucharlo, aunque fuese terrible.
Físicamente todavía me atraía más. Siempre me había considerado una
persona sensata, que sabía controlar ese tipo de emociones. De hecho,
nunca había deseado que nadie se me acercase ni le había permitido
hacerlo. No pensé que sería incapaz de controlarme delante de un chico por
mucho que me gustase. Sin embargo, la noche anterior había perdido
completamente la cabeza. Sentía que volvería a perderla si Bergen entraba y
me besaba de nuevo. ¿Cómo podía controlar algo así? ¿Cómo ignorar algo
tan arrollador?
Se suponía que yo era una chica tradicional. Una buena chica educada
con valores férreos que no permitirían que me dejase llevar por la lujuria.
Que no desearía a nadie que no fuese mi esposo. Que sabía que lo contrario
constituía una vergüenza y una humillación pública. Así me habían
educado. ¿Cuántas veces había escuchado a los demás insultar a chicas que
habían cometido actos indecorosos? Mi madre, claro, incluida. También la
habían insultado a ella. Sin embargo, irónicamente, nunca había escuchado
nada malo sobre los chicos que habían cometido con ellas dichos actos. Me
puse de pie y estiré con las manos el vestido. Mejor no pensarlo.
Salí del cuarto y bajé la escalera en dirección a la cocina. Tenía hambre,
ya que llevaba mucho tiempo sin comer nada y había vomitado muchas
veces. Me parecía raro que no me desmayara por las esquinas.
Entré en la cocina. La señorita Orli y la señora Rivka cocinaban estofado
de conejo en el fuego mientras la señora Becker y Milat conversaban como
si nada. Como si el padre de la familia y el hijo mayor no hubiesen muerto
unas horas antes.
Me dirigí hacia el fondo de la cocina con una sonrisa al pensar que podía
comerme el bocadillo que deseara cuando, al pasar junto a la señorita Orli,
me susurró al oído: “Tenemos un problema”.
—Eva, ¿dónde estabas? Quería mostrarte algo —dijo Milat mientras ella
y la señora Becker se reían—. ¿Has visto mi nueva adquisición?
Me volví hacia ella sin mucho entusiasmo y vi que movía al aire la mano
derecha.
—Mira lo que me ha regalado Hank —continuó con risas—. Me lo
encontré en el suelo del pasillo, junto a la pata de la mecedora, y me dijo
que podía quedármelo. Que una joya tan bonita merecía estar en el dedo de
una chica igual de bonita.
Al decir eso, Milat estiró su brazo hacia mí y puso la mano junto a mi
cara para mostrarme el anillo que tenía puesto. Mi anillo de compromiso.
Milat lo había encontrado.
—Ha sido muy gracioso porque él no sabe que eso no siempre es así.
Las joyas bonitas no siempre están con chicas bonitas. —Se rio con malicia
—. Porque, ¿no era este tu anillo de compromiso con Fritz?
—Sí. —Intenté demostrar el mayor grado de indiferencia que pude al
responder.
—¿Sabes? Es curioso que aparezca tirado por el suelo. La última vez que
lo vi, la señorita Orli lo tenía guardado en una cajita en su cuarto.
—Los alemanes lo han saqueado todo y lo han guardado en bolsas para
llevárselo. Se les habrá caído al hacerlo —dije cruzada de brazos, sin darle
importancia.
—Sí, eso pensé. —No paraba de tocar el anillo con satisfacción—. Eso
significa que no limpian bien el suelo. Porque, si no, habría aparecido antes,
¿no crees? Frota mejor, querida —dijo con el gesto de frotar el piso delante
de mi nariz—. Estoy segura de que sabes hacerlo.
Milat se rio, me dio la espalda y se marchó de la cocina seguida de su
madre, que parecía estar orgullosa de la hija.
—Malditas estúpidas —dijo la señorita Orli furiosa. Soltó el trapo que
tenía en la mano—. ¿Cómo se puede alardear en un momento como este?
—A mí lo que me parece raro es que lo haya encontrado en el suelo del
pasillo —dijo la señora Rivka mientras lavaba los trozos de conejo—. He
barrido mil veces donde dice que lo encontró y puedo asegurar que ahí no
había ningún anillo.
La señorita Orli y yo nos miramos.
—Bueno, vamos a empezar con las tareas porque, de lo contrario, se nos
hará tarde —susurró la señorita Orli—. ¿Te vas al cuarto de lavado?
—Primero iba a comer algo —dije lo más humildemente que pude. No
quería parecerme a Milat—. Bergen me ha dicho que coma lo que quiera.
—Estupendo —me respondió sin entusiasmo—. Pues come lo que
quieras. Si a Milat le han dado un anillo, ¿por qué no iban a darte a ti unos
mendrugos de pan?
Era lo último que le faltaba a la señorita Orli para aumentar su ira hacia
las Becker y la situación de aparente ventaja que tenían. Me extrañó que
Hank le diese a Milat, por la que no sentía el más mínimo afecto, un objeto
tan valioso, y que le permitiese exhibirlo a la vista de todos.
Me fui hacia la despensa y tomé dos trozos grandes de pan, que estaban
duros, les agregué mermelada de manzana, y los comí con ansia.
—¿Saben algo de Chaim? ¿Cómo está? —pregunté mientras me
levantaba de la mesa.
—Del malestar que tenía está bien —dijo la señorita Orli con cierta
soberbia—. Comió, descansó y le bajó la fiebre.
Me alegré mucho de oír eso.
—Pero se dio un golpe muy fuerte. —Miró a la señora Rivka, aunque me
hablase a mí—. Se le han roto varios dientes y la muñeca izquierda.
—También es mala suerte. Pobre muchacho.
—Sí, pobre muchacho.
No tenía que ser adivina para saber lo que había pasado. Lo que la
señorita Orli me habría dicho de no estar delante la señora Rivka, que
Bergen debía de haberle dado una paliza a Chaim al enterarse de que me
había disfrazado de él. Preferí no decir nada. Recogí mi plato ante la mirada
inquisidora de la señorita Orli, agarré mi delantal y me fui hacia el cuarto de
lavado, donde ya estaba Temel con la ropa de una de las bolsas.
—Buenos días —dijo con una sonrisa—. No sabía si hoy vendrías, ¿qué
pasó ayer?
—El soldado me tuvo entretenida —dije con la bolsa que tenía el
uniforme manchado de sangre en la mano—. ¿Qué tal estás?
—Como siempre —dijo Temel mientras frotaba una camisa con jabón—.
No tengo mucho más que contar que esto.
Las dos sonreímos con resignación y empezamos a lavar. Al finalizar la
primera tanda de lavado, Temel salió a tender y aproveché para meter la
chaqueta de Bergen en un barreño y ponerle jabón; frotaba fuerte para
intentar sacar la sangre, sin éxito: esas manchas eran muy difíciles. Lo
había comprobado con la ropa y las sábanas del soldado herido. Había que
dejarlas un par de horas en remojo, además de utilizar un jabón especial.
Aún así, no siempre resultaba suficiente.
Dejé la chaqueta en el barreño y me dediqué a limpiar el resto de la ropa.
Cuando Temel regresó, solté la frase que tenía preparada cuando miró el
agua teñida de rojo.
—A Bergen se le cayó una copa de vino.
Sonreí satisfecha al ver que ella asentía y continuaba. Estuvimos
alrededor de tres horas agachadas frente a los barreños. En un momento,
uno de los soldados se paseó por la puerta de atrás, de forma
despreocupada, mientras fumaba un cigarro con el fusil en la mano.
—Desde que nos atacaron siempre hay uno de guardia —dijo Temel sin
darle importancia—. Dan vueltas por la casa y beben sin parar durante
horas como si así no fuesen a atacarnos.
—¿Saben que mataron al señor Becker y se llevaron a Daniel?
—¿Lo dices porque a Milat le ha dado igual? —dijo como si ya nada
pudiese sorprenderla—. Sí. Lo saben. La señora Becker lloró toda la noche,
hasta que Milat empezó a gritarle que se ocupara de las hijas que aún le
quedaban vivas. Fue una noche horrible. ¿Puedes pasarme una pastilla de
jabón?
Temel había terminado de limpiar un pantalón y lo había dejado en el
barreño de la ropa que había que tender. Tenía en la mano una pastilla de
jabón bastante grande. ¿Para qué querría otra?
—Por favor —me insistió.
Me levanté algo desconcertada. Todas las pastillas de jabón eran
similares. Que quisiese otra distinta no tenía mucho sentido. Aún así, me
agaché frente al mueble para tomar una lata y descubrí que detrás había
escondido un fusil. Me levanté de un salto y miré horrorizada a Temel.
—Cuando los otros soldados nos atacaron, los alemanes se volvieron
locos. Salieron desesperados y regresaron a la casa a organizarse, a hacer
una reunión sin siquiera recoger los cadáveres. Así que fui hasta el campo y
traje el fusil de Dominik.
No sabía qué decir. ¿Cómo se había atrevido? Si los alemanes se
enteraban la matarían sin dudarlo.
—Mis padres están muertos —dijo Temel sin rastro de sentimiento en la
voz—. Mi hermano y yo no tardaremos mucho en morir. Hay que
aprovechar el tiempo que nos quede para vengarnos de ellos. Así que voy a
matarlo, Eva. Voy a matar a ese asesino.
Sus palabras fueron como un latigazo en la espalda. Uno inesperado y
doloroso.
¿A quién? ¿A quién quería matar Temel?
—Voy a matar a Alger.
—No sabes lo que dices.
—Sí, lo sé. Hace mucho tiempo que pienso en que ojalá se presente
alguna oportunidad. Sueño con hacerlo. Y por fin tengo los medios. Pero
necesito tu ayuda. —Bajó aún más la voz.
Temel quiso agarrarme del brazo, pero me aparté. Estaba loca si pensaba
que iba a dejar que hiciese algo así. No iba a matar a Alger. O, mejor dicho,
Temel no iba a intentar matar a Alger haciendo que él la matase a ella.
—Tienes que traerlo hasta el granero. —Parecía decidida—. Me
esconderé y le pegaré un tiro en cuanto lo vea aparecer. —Intentó agarrarme
del brazo de nuevo.
—No digas tonterías, Temel. Tú no sabes disparar. Deja el arma donde la
encontraste y reza para que nadie se dé cuenta.
—Eva, por favor, no puedo hacerlo sola. Necesito que traigas a Alger
hasta el granero.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo voy a hacer eso?
—Es un cerdo que te seguirá sin dudarlo si le insinúas que quieres
acostarte con él.
¿Temel había usado la palabra “acostarse”? ¿Todo el mundo sabía lo que
eso significaba? ¿Todos menos yo? No pensaba hacerlo. Además, ya había
utilizado esa treta para salvar a Bergen y no lo volvería a hacer.
—Solo tienes que darle un par de besos y se irá contigo —sonrió. Había
perdido la lucidez—. Lo llevas al granero y, cuando comience a desvestirse,
saldré de mi escondite y le pegaré un tiro.
—No pienso permitir que lo hagas, Temel. Y para nada voy a besar a
Alger ni a llevarlo a ningún sitio.
—Te quiero como si fueses mi hermana —me dijo con una seriedad
férrea. Se sentía como otro latigazo. Uno muy fuerte—. Te he defendido
siempre de las demás, y has podido contar conmigo para ayudarte siempre
en lo que fuese.
—Lo sé.
—Ahora necesito que me ayudes.
—Temel, por favor. Ni siquiera sabes disparar. No lo matarás.
—¿Es que no viste lo que le hizo a mi madre?
—Sí, Temel. Lo vi y lo siento —susurré—. Lo siento mucho. Pero no es
posible. ¿Qué crees que pasaría incluso si llegases a matarlo? Todo el
mundo acudiría al disparo. ¿Entonces qué? Por favor, piénsalo un momento.
—Eso no me importa. Lo que pase después no me importa en absoluto.
—¿Crees que tu madre querría verte muerta así? ¿Crees que se alegraría
de verte muerta, incluso aunque pudieses vengarla? Si vas a hacer algo
estúpido, por lo menos haz algo que tenga sentido. Escápate. Intenta ser
libre. Pero no te metas en un callejón sin salida en el que solo conseguirás
que te maten.
—Entonces buscaré otra manera de hacerlo sola.
—Por favor.
Rechazó mi intento de abrazarla y se marchó del cuarto sin que pudiese
detenerla. Temel había perdido la cabeza. Todas las personas de la granja
nos habíamos vuelto locas ante esa situación insoportable. No podía
culparla por querer matar a Alger después de haber visto cómo él y Hank
torturaron día tras día a su madre hasta llevarla a la muerte. Nadie podía
culparla por querer que ese hombre muriese. Pero de nada le serviría si ella
moría al hacerlo. Su madre no habría querido eso.
Me acerqué hasta las latas de jabón y volví a cubrir el fusil con ellas. No
podía quedar ahí. Había que ver dónde lo poníamos sin que nadie se diese
cuenta. Pero tampoco quería quitarle el arma a Temel sin su consentimiento.
Tenía que convencerla de que jamás conseguiría matar a Alger. Lo mejor
sería hablar con la señorita Orli y que ella también le hiciese ver que era
una locura. Cuando me dirigía a la cocina, pasé por el pasillo de entrada
mientras los soldados salían del comedor. Alcancé a ver a Bergen que
hablaba con Helmut de forma distendida. Parecía estar bien, no había nada
que delatara lo sucedido. Entonces vi que Alger salía hacia la escalera y me
miraba intensamente. Me fui rápido hacia la cocina.
¿Se habría dado cuenta de lo que le había hecho la noche anterior? No
sabía si habría relacionado la falta de morfina conmigo o si estaría enfadado
porque me había burlado de él al no presentarme en el baño. Seguramente
estaba molesto porque había perdido la oportunidad de atacarme.
Me crucé con la señora Rivka que se dirigía al comedor para ordenar
después de la reunión y me metí en la cocina. La señorita Orli estaba con la
comida en el fuego.
—Tu soldado no debería moverse si no quiere que se le descosan los
puntos —susurró de espaldas—. Debería descansar unos días en la cama.
Traté de no ruborizarme al pensar que ya se le habían saltado los puntos
una vez.
—Supongo que vienes a disculparte por lo que pasó la otra noche —dijo
mientras se volvía hacia mí—. Me disgustó mucho que me hablases de esa
manera.
—Mi intención jamás fue disgustarla —repliqué—. Y lamento mucho si
en algún momento no le hablé correctamente.
No estaba de acuerdo con el comportamiento de la señorita Orli, pero
tampoco quería discutir, sobre todo, cuando había cosas más importantes.
Lamentaba haberle faltado al respeto, aunque hubiese sido necesario. Vi
con alivio cómo ella no podía ocultar su satisfacción ante mi disculpa y le
conté lo ocurrido con Temel. Palideció de tal manera que pensé que había
dejado de escucharme mientras le explicaba con todo lujo de detalles.
—Pero ¿los alemanes no han notado la falta del fusil?
—Quizá crean que los atacantes se lo llevaron.
—O sea, tenemos un arma con la que ellos no cuentan —dijo la señorita
Orli mientras cavilaba—. Debemos recuperar tu anillo de compromiso.
—¿Qué? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
—¿Es que no te das cuenta? Las demás baratijas apenas tenían valor. Lo
más importante era el anillo. Eso nos permitiría realmente conseguir dinero
una vez que nos escapemos. ¡Y ahora contamos con un arma!
Temel y la señorita Orli se habían vuelto locas.
—Pero ¿qué dice? Temel quiere matar a un soldado. ¿Se da cuenta de
que la matarían solo por pensarlo?
—Sí, sí. No te preocupes, hablaré con ella esta noche. Déjame que
piense en un sitio donde podamos guardar el arma hasta que consigamos
salir de aquí. Tú encárgate de recuperar el anillo.
—¿Cómo voy a hacer eso?
—¿No dices que Bergen te ayuda en todo lo que le pides? —dijo con
condescendencia—. Entonces demuéstralo. El anillo es tuyo, pero Hank se
lo ha dado a Milat. Dile a Bergen que te lo devuelva.
Después de semejante barbaridad, la señorita Orli tomó el cuenco, se
volvió de nuevo hacia la comida y me dio la espalda.
¿Acaso no se da cuenta de lo que me acaba de pedir? ¿Cómo voy a
pedirle al diablo que me dé un anillo de oro tan valioso solo porque sí?
¿Cómo voy a pedirle que me devuelva el anillo de mi compromiso con
Fritz? Es cierto que le salvé la vida una vez, pero él me la ha salvado
muchas más sin pedir nada a cambio.
Además, no quiero que piense que soy una interesada que le cobro la
ayuda. Mucho menos por un estúpido anillo que ni siquiera me importa.
¿Para qué lo quiere la señorita Orli? ¿No dice que Bergen no va a ayudarnos
a escapar? ¿Para qué necesitamos el anillo, entonces? La idea escapar de
esta granja, cargadas de joyas y con un arma, me parece absurda.
***

Ni la señorita Orli ni Temel parecían tener muchas ganas de hablar


conmigo, por lo que decidí tomar mi cuenco y marcharme al cuarto de
lavado. Comí lo más deprisa que pude y me puse a limpiar mientras
intentaba no pensar en el fusil escondido que haría que los soldados nos
disparasen a todas, una por una. ¿Qué pensaría Bergen? ¿Qué pensaría de
una judía mentirosa e interesada que ni siquiera servía para besar? Me
maldije mientras metía las manos en el agua sucia, frotaba el pantalón e
intentaba no llorar.
—¿Qué te pasa, pequeña Eva? —La voz de Hank en la puerta me asustó.
Me mojé el vestido al sacar las manos del barreño—. ¿Vas a llorar porque
no salen las manchas?
Me erguí en mi sitio, como un animal en alerta ante un peligro. Tuve que
hacer un esfuerzo enorme para no mirar hacia el barreño con el uniforme
manchado de sangre ni hacia las latas de jabón que ocultaban el fusil.
—¿Sabes? Los demás no parecen haberse dado cuenta, pero a mí me da
la impresión de que no te he visto ni a ti ni a Bergen durante un día entero
—dijo con malicia mientras daba un par de pasos para entrar al cuarto—.
Algo bastante curioso porque Bergen, después de que terminase su turno de
tantas horas no volvió a descansar a la habitación. ¿No te resulta raro?
Comenzó a andar a mi alrededor como un águila que tantea a una presa.
—No sé a qué se refiere. —Traté de seguir mi tarea con naturalidad.
Odiaba a ese soldado con todas mis fuerzas. Por supuesto que se había
dado cuenta de que Bergen y yo no estábamos, parecía vivir pendiente de
nosotros. ¿Realmente le habrían pagado para buscarle problemas a Bergen y
por eso no nos dejaba en paz?
—Ya. ¿Dónde estabas tú? ¿O tampoco lo sabes?
—Estaba por aquí.
—¿Por aquí? ¿Por dónde?
Intenté prepararme para el golpe, pero se limitó a reír de forma
repugnante mientras se paseaba en torno a mí.
—Te observo, Eva. —Se agachó a mi lado—. Y me da la sensación de
que a veces se te olvida que no eres más que una maldita judía. Una puta,
¿lo entiendes? —Intentó agarrarme la cara, pero me aparté y volvió a reírse
—. ¿Ves? A eso me refiero —Me agarró la cara de un manotazo y me sujetó
la barbilla con fuerza para obligarme a mirarlo—. Si te hago una pregunta,
pedazo de mierda, más te vale que me contestes. ¿Dónde estabas anoche?
—Apretó la mano en mi barbilla hasta hacerme daño.
—Limpié y luego me di un baño. —Intenté levantarme para que me
soltara—. Alger me vio pasar. No sé dónde estaba Bergen. Él nunca habla
conmigo.
Creo que lo hice bastante bien porque Hank sonrió satisfecho y me soltó
en el acto con un toque en la barbilla como si quisiese borrar la marca de
los dedos.
—Así me gusta. —Se levantó—. Ah, por cierto, me ha dicho Milat que
el anillo que le he dado era tuyo. —Sonrió—. Si lo quieres, no tienes más
que pedírmelo.
Después de decir eso, se marchó y me dejó sola en el cuarto de lavado.
***

Para la hora de cenar, el enrojecimiento de mi barbilla había


desaparecido tanto como la idea de contarle a Bergen lo ocurrido. Él ya
sabía que Hank era peligroso. Decirle lo que me había hecho, para que le
pegase un puñetazo solo haría que Hank viniese con más odio por mí la
siguiente vez. Además, tenía la sensación de haber actuado con la suficiente
inteligencia como para que creyese que Bergen no hablaba conmigo, y que
no podría contestar a sus estúpidas preguntas. Me sentí reconfortada al
pensar que el diablo se enfadaría si se enteraba, ya no tenía ninguna duda.
Fui hasta la cocina, donde la señorita Orli tenía ya preparada la bandeja
para Bergen y para mí. Me hizo un gesto para recordarme lo que me había
dicho sobre recuperar el anillo. La ignoré por completo. Estaba harta de
todo, de todo el mundo. De casi todo el mundo.
No tenía ni idea de que pasaría entre el diablo y yo después de lo
ocurrido en el granero. No sabía en qué punto estábamos, ni cómo se
comportaría conmigo. Pero quería verlo. Traté de ignorar la emoción y el
miedo en la boca del estómago que me producía pensar que iba a pasar lo
que quedaba de día con él. Que me esperaba en la habitación para estar a
solas los dos.
Subí la escalera hasta el piso de arriba, llamé y entré con la bandeja en
una mano. Bergen estaba sentado en la cama con las piernas estiradas y la
espalda apoyada en el cabezal con uno de los libros de la señorita Orli en la
mano y otros tantos a su alrededor. Parecía haber pasado allí la tarde
leyendo.
Reposando los puntos.
Me acerqué hasta la mesa para dejar la bandeja con la comida y tuve que
arremangarme el vestido hasta el codo al sentir una oleada de calor en el
cuerpo. La chimenea estaba encendida, varios troncos grandes ardían con
fuerza y provocaban una sensación de bochorno en la habitación.
—¿Cómo se encuentra? —le dije con una mano sobre otra, nerviosa.
No podía mirar esos ojos verdes sin recordar el deseo que había sentido
al tenerlo tan cerca.
—Bien. ¿Y tú?
—Bien —respondí de forma abrupta. Nunca me había preguntado antes
—. Hace mucho calor, ¿no? ¿Usted tiene calor?
Bergen tenía puesto un pantalón que parecía bastante fino, y una
camiseta de manga corta que se le ajustaba al cuerpo. Algo bastante opuesto
a mi vestido de tela gruesa y a mis medias.
—Quizá me he pasado con los troncos —dijo Bergen pensativo mientras
dejaba un libro y tomaba otro.
Volví a recogerme una de las mangas y me pasé la mano por la frente
para secarme los primeros surcos de sudor. Hacía muchísimo calor.
Necesitaba otro vestido. Miré hacia el escritorio. Todavía había algunos
sobre una de las sillas. Los toqué y elegí uno blanco que tenía la tela más
fina. No soportaba más. Así que me quité los zapatos en la alfombra y me
bajé las medias con cuidado de que no se levantara la falda. Fue un
auténtico alivio tener las piernas al aire. Observé por un momento el vestido
blanco.
—Puedes cambiarte tranquila. No pienso mirarte —dijo Bergen con
indiferencia—. Este libro de medicina es muy interesante.
Alcé la vista dispuesta a contestarle cuando me di cuenta de algo.
—Es un libro de cocina.
Bergen se quedó quieto unos segundos, en silencio –juraría que no se
había percatado hasta que no se lo había dicho– para después lanzar el libro
al suelo.
—Tienes razón. Vete al vestidor.
Los ojos de Bergen echaban chispas mientras me miraba y tuve que
hacer un esfuerzo por contener una sonrisa al marcharme hacia el vestidor.
¿Coqueteaba conmigo? El corazón no paraba de darme brincos.
Me metí hacia el fondo y me quité el vestido negro. Me dejé puesta la
ropa interior y me pasé el vestido blanco por encima. También era de
mangas largas pero mucho más fresco: tenía un escote en forma de barco y
el largo de la falda llegaba justo por encima de la rodilla, con un poco de
vuelo.
Me asomé al espejo del vestidor para mirarme en él. Ojalá hubiese
tenido las pestañas más largas, los labios más carnosos o más busto.
Cualquier cosa de las que los chicos mencionaban cuando consideraban que
una chica era bonita. Pero yo no tenía nada de eso. Tan solo mi piel blanca y
mis ojos fantasmales. Salí a la habitación con pesadumbre. No tendría que
haberme mirado al espejo.
—¿Algún problema hoy?
Si Bergen se hubiese enterado de mis problemas, se habría puesto hecho
una furia. No creía que fuese capaz de perdonarme las joyas escondidas en
el cuadro, el arma oculta entre las latas de jabón, ni las exigencias de la
señorita Orli. Preferí concentrarme en los problemas que teníamos en
común.
—No. ¿Han dicho algo de la desaparición de la morfina?
—Nada en particular. Se acusan los unos a los otros de haberla tomado
para drogarse —dijo y le restó importancia ante mi cara de espanto—. Es
bastante común. Con respecto a Alger, no ha mencionado tu intento de
seducción. —Me miró con cara de pocos amigos—. No creo que lo haga.
Pero no vuelvas a acercarte a él; menos sin ropa. De todas formas le he
pegado un toque de atención.
Bergen se fue hasta el borde de la cama y me indicó que acercara la mesa
del escritorio con la cena. ¿Qué significaba un “toque de atención”?
—Vuelve a ser estofado de conejo —susurré mientras él hacía un gesto
de dolor al sentarse en la cama.
Aún le molestaba la herida.
—¿Qué te gustaría comer? —me preguntó.
Tomé una de las sillas para acercarla. Íbamos a sentarnos el uno frente al
otro, como si cenásemos juntos de verdad.
—Chocolate. —Lo tenía clarísimo—. Se nos acabó hace meses.
De hecho, fue lo que le había pedido como regalo por mí cumpleaños a
Fritz Holz, a través de la señorita Orli, claro, pero ya no les quedaba nada a
ellos tampoco.
—¿Y usted? —dije tímidamente mientras bajaba la cabeza hacia el plato
—. ¿Qué le gustaría comer?
Supuse que sería algún enrevesado plato alemán del que no habría oído
ni hablar.
—Me da bastante igual qué comer. Kartoffelsuppe supongo —dijo sin
darle mucha importancia.
—¿Qué es eso?
—Una especie de sopa de patatas. No es gran cosa, pero entras en calor
cuando estás a la intemperie en las trincheras.
Bergen tomó la cuchara y empezó a comer. Uno frente al otro, como en
un restaurante. Me aireé un poco la parte delantera del vestido con la mano.
En un restaurante en el que hacía mucho calor.
—¿Has lavado ropa? —dijo después de un momento de silencio.
—Sí, ya tengo todo su uniforme limpio. Nadie se ha dado cuenta de
nada. Está tendido y espero que mañana esté seco.
—No tienes por qué limpiar ropa. —Bergen dejó de comer—. No tienes
por qué hacer ninguna tarea más.
—¿Qué?
—Que no tienes que hacer nada más en la granja. Tienes mi permiso
para no hacer ningún trabajo más.
—Se lo agradezco, pero voy a cumplir con las tareas que me asignen. —
Intenté parecer lo más educada posible ante su sorpresa—. Ya es bastante
duro para las demás tener que hacer las tareas sin las Becker como para que
yo les cargue también con las mías.
—¿Las Becker?
—Sí. Desde que Hank eligió a Milat, ni la señora Becker ni Ami hacen
ninguna de sus tareas —dije pensativa—. Hay montañas de ropa por lavar,
por lo que Temel y yo apenas damos abasto. Si la dejo sola, no podrá con
todo. —Eso me hizo recordar algo—. ¿Puedo hacerle una pregunta? —
susurré con timidez mientras removía la comida dentro del plato con la
cuchara. Bergen asintió—. Escuché a los demás soldados recriminarle a
Hank que hubiese elegido a Milat como su compañía. —Evité decir la
palabra “puta”—. Como si él no tuviese derecho a hacerlo. ¿Por qué?
—Esa pregunta es bastante fácil. Hitler no quiere que los soldados se
acuesten con mujeres que no sean alemanas. Y no solo por las mezclas. Si
llega un ejército y empiezan a pasarse uno tras otro a las mismas chicas,
acaban con todo tipo de enfermedades entre ellos. La sífilis es uno de los
mayores problemas de Alemania ahora mismo. Hitler lo ha intentado todo,
pero en vista de que nada le funciona, para proteger a los altos cargos, les
concede que puedan elegir a una mujer en exclusiva y que ningún otro
hombre la toque sin permiso. Es un derecho de rango para evitar
enfermedades entre los superiores.
¡Qué derecho! Ser propietario de una persona.
—¿Y usted lo tiene?
—En la Luftwaffe, tal vez. Aquí, como creen que soy un espía de Hitler
puedo hacer lo que se me ocurra.
—Pero Hank, no —No había sido una pregunta, pero sonó como tal.
—No. Hank, no —dijo mientras me metía una cuchara de comida en la
boca—. La ha tomado solo para hacerse notar frente a todos. Pero no te
preocupes, no tardará en cambiarla por una cabra.
Al escuchar eso me dio tal ataque de tos que escupí el trozo de carne que
tenía en la boca en su plato.
—Lo siento muchísimo —dije mientras metía la mano tan deprisa para
sacar el trozo escupido que nos salpiqué a los dos con el caldo sin agarrar la
carne—. Le cambió ya mismo el plato.
Estaba muy avergonzada, dispuesta a enmendar la situación, cuando él
tomó el trozo de carne masticado por mí y se lo metió en la boca sin
problemas. Me senté sin saber muy bien qué decir. Siempre conseguía
hacerme sentir una mezcla de confusión y adulación muy extraña.
—Deberías comer rápido —dijo— porque estoy a punto de mandar la
mesa a la mierda y echarme sobre ti.
Se me cerró el estómago y dejé de tener hambre. Sentí un
estremecimiento cuando lo escuché decir “sobre ti”. ¿Quería tener a Bergen
sobre mí? Los ojos verdes estaban clavados en los míos. Hablaba muy en
serio.
Me tuve que poner de pie al notar cómo empezaba a arder mi interior.
¿Acaso no quiero eso? ¿No quiero que me vea bonita y se me acerque?
¿Qué él también me desee? ¿Por qué tengo tanto miedo?
Debí de parecer asustada porque Bergen dejó la cuchara, se quedó
pensativo y bebió agua.
—¿Sabes que tienen una caja llena de cosas cristianas en uno de los
cajones del vestidor? —dijo mientras volvía a comer—. Hay una biblia con
un montón de imágenes. ¿Vivieron aquí cristianos?
Las cosas de la señorita Orli.
—No.
—¿Y de quién son?
—De la señorita Orli —vacilé por un momento.
—¿De tu madrastra?
—Sí, pero, por favor, no diga que se lo he dicho —dije—. A ella no le
gusta hablar de eso. En la granja solo lo sabe la señora Becker porque iban
juntas al colegio, pero creo que tampoco le agrada comentarlo.
De hecho, la señorita Orli y yo llevábamos años sin decir una palabra al
respecto.
—Pero entonces ¿tu madrastra es cristiana?
—No exactamente. Ella se convirtió al judaísmo cuando conoció a mi
madre.
No me parecía nada importante, pero a Bergen le llamó la atención.
—¿Quieres decir que era una cristiana que vivía en Cracovia y estudiaba
enfermería hasta que conoció a tu madre? ¿Que, luego, se convirtió al
judaísmo y lo dejó todo para venirse aquí contigo y tu madre?
Asentí. No entendía bien adónde quería llegar Bergen con esa pregunta.
—¿Alguna vez has visto que la señorita Orli tuviese pareja? —Se echó
hacia atrás en la cama. Había terminado de comer.
—No. Ella nunca ha estado casada.
—No hablo de casada. Me refiero a que si alguna vez la has visto con un
hombre.
—Por supuesto que no. La señorita Orli jamás se comportaría de una
forma que no fuese correcta.
—No hablo de eso, sino de un beso. Una foto con un chico en su
juventud. Un polvo de verano. ¿Cómo se dice en tu idioma darse un
revolcón?
¿Qué es un revolcón?
No sabía a qué se refería, pero estaba segura de que la señorita Orli sería
incapaz de tener nada de eso. Ella se mostraba siempre como un ejemplo de
conducta intachable. Seguía de pie como una tonta sin saber muy bien qué
hacer ni cómo ponerme. Bergen me indicó que me sentara sobre la cama,
frente a él.
—Quizá deba sentarme en el suelo.
—¿Por qué? Siéntate en la cama conmigo; soy completamente
inofensivo.
Se me escapó una carcajada. Bergen era todo lo contrario. Jamás había
conocido a un chico menos inofensivo que él. Me senté en el borde del
colchón, en el extremo opuesto.
—¿Y por qué no quiere que la gente sepa que es cristiana? —Se apoyó
en el cabecero.
—No es que no quiera, es que… —Intenté encontrar las palabras
adecuadas—. Algunos miembros de nuestra comunidad son un poco
especiales. A ella la señalaban por ser una judía moderna, que se había
adaptado a la vida en la gran ciudad. No quería que eso fuera negativo para
mí.
—¿Para ti?
—Por supuesto. Ella es como mi madre. La educación y los valores son
esenciales en nuestro mundo.
Los miembros más respetados de nuestra pequeña comunidad judía
habrían puesto el grito en el cielo si hubiesen sabido cuánto habían influido
en mí las creencias cristianas de la señorita Orli.
—Hablas como si fuera tu dueña.
No sabía adónde quería llegar con tantas preguntas, pero me empezaban
a molestar esas palabras. Él no tenía ni idea de lo que significaba ella para
mí.
—Puede que para alguien que haya tenido la suerte de tener a sus padres
sea difícil de entender lo que significa que una persona te ayude cuando no
los tienes.
—Yo me crie en un orfanato.
No esperaba semejante respuesta. Apoyé las manos en el colchón y me
incliné hacia adelante. Había supuesto que Bergen era un niño rico alemán
que se había criado en una mansión rodeado de todo.
—Apuesto a que creías que había sido un niño mimado, que lo había
tenido todo y que, por eso, de adulto, soy un hijo de puta egoísta —rio
mientras tomaba un paquete de cigarrillos de la mesa.
—Sí. —No se me ocurrió otra cosa que decir más que la verdad.
—Creía que su padre sería alguien importante. —Miré cómo se encendía
el cigarro—. Lo siento.
—Mi padre sí es alguien importante dentro del partido nazi. Pero yo no
soy su hijo, soy su bastardo. Alguien molesto con quien él nunca ha sabido
que hacer.
Entonces ambos éramos bastardos. Me parecía increíble que tuviésemos
algo así en común. Los dos habíamos sido un estorbo para nuestros padres.
—¿Y su madre? —Quizá no estaba bien preguntar, pero me pudo la
curiosidad.
—Mi madre era una niña de la que mi padre se aprovechó. Cuando se
enteró de que estaba embarazada, yo ya estaba a punto de nacer. Nos
separó; luego a ella la acosó y le destrozó la vida hasta que no pudo más. Se
suicidó cuando yo era un niño. No puedo decirte gran cosa de su persona.
No la conocí.
Bergen me contaba todo sin ninguna emoción. Como algo que formaba
parte de su vida, como ser alto o tener los ojos de un determinado color.
Pero yo sentí un dolor en el pecho muy difícil de explicar. Me dolió mucho
lo que le había ocurrido.
—La historia de mis padres es más enrevesada y escabrosa de lo que
puedas imaginar —dijo con cierta resignación—. Adelante, pregunta. ¿Qué
quieres saber?
Todo, quería saberlo todo. Quería saber sobre esos padres, cómo había
sido su infancia, la adolescencia. Los momentos más importantes de su
vida. Pero no de esa manera. No quería preguntar solo por el morbo de
saber que me diría la verdad. Se suponía que él debía contarme porque
deseaba hacerlo, aunque no parecía muy entusiasmado. Seguramente, le
dolía hablar de aquello.
Los recuerdos con mi madre eran los más bonitos y felices que tenía. No
podía ni imaginar lo que habría sido no haberla conocido. No haber tenido
su amor ni su cariño, aunque no fuera más que por un corto período de
tiempo. En ese momento recordé algo horrible que le había dicho una vez.
Me acerqué a él por el borde del colchón hasta tenerlo lo suficientemente
cerca como para, si me hubiese atrevido, tomarlo de la mano.
—Siento mucho lo que le dije sobre su madre —susurré conmocionada
—. Siento haber dicho que no debía de haber querido ni a su madre. Lo
siento muchísimo. —No sabía si él recordaba las palabras después de lo de
Fritz, pero se me habían clavado como un puñal en el corazón. Me sentía
muy mal—. No debí decir aquello por muy enfadada que estuviese.
Bergen asintió pensativo. Se acercó más a mí. Nuestras rodillas casi se
rozaban.
—Lo entiendo. —Suspiró profundamente—. Y yo siento mucho haber
matado a Fritz.
Era la primera vez que se disculpaba por lo que le había hecho a mi
prometido. Lo miré directamente a los ojos. Algo me había sonado raro en
su voz.
—¿Lo dice en serio?
—No. —Negó con la cabeza mientras se le escapaba la risa, lo que
provocó que yo lo mirase horrorizada.
—¿Se ríe?
—¿Qué quieres que te diga? No siento haberlo matado. Me alegro de
que este muerto.
Me aparté de él en el acto, escandalizada, pero él se seguía riendo.
¿Cómo podía causarle gracia algo así? ¿Cómo se atrevía siquiera a
decírmelo?
—Esto es increíble.
Me dirigí hacia la alfombra, le di la espalda y me senté en un rincón
mientras él se reía desde la cama.
—No hace falta que te acuestes en el suelo. Vuelve.
—¡Váyase al infierno! —gruñí furiosa con su risa de fondo.
¿Quién se cree ese idiota para reírse de mí? ¿Y de la muerte de mi
prometido, que, aunque yo no lo quisiese, era una persona maravillosa?
Bastante más maravillosa que él. ¿Cómo puede ser tan insensible y cruel?
Habla de la muerte de un ser humano.
Me acurruqué enfurruñada en mi rincón con la determinación de no
moverme de allí en toda la noche. No pensaba volver a dirigirle la palabra
en toda mi vida. Me pareció que me observaba, pero evité mirarlo. Fijé mis
ojos en la alfombra gris hasta que apagó las velas y la habitación quedó a
oscuras, iluminada por la chimenea. Estuvimos así durante varios minutos,
en silencio, mientras observábamos los trozos de madera que se consumían
por el fuego.
—Íbamos en formación —dijo de pronto con un tono de voz neutro,
pausado—. Yo iba en el grupo de la izquierda. Dominik le disparó sin
querer al burro que había en la entrada y algunos quisimos ver si se podía
hacer algo por él. Cuando llegué al piso de arriba, ya habían matado al
matrimonio mayor.
Alcé la cabeza para mirarlo en la penumbra. Bergen me miraba
directamente. Hablaba de los Holz. Y esa vez estaba serio.
—Me asomé a uno de los balcones. Vi cómo Fritz intentaba huir. Había
salido por la puerta de atrás y corría en dirección al bosque para alejarse de
la casa. Alcé el fusil y le apunté a la cabeza. Pensé que no le daría porque
estaba muy lejos, pero disparé y se desplomó en el suelo. —Me estremecí
tanto que me abracé las piernas. Era muy duro lo que decía—. Egbert se
acercó a comprobar que estaba muerto entre quejas de que no quería tocarlo
porque apestaba a meado. No siento haberlo matado —dijo con
contundencia—. De hecho, para ser honestos, si llegaba a saber lo que
sentías por él, no le hubiese pegado un simple tiro. Me hubiese ensañado
hasta verlo muerto. —Hizo una pausa y volvió a mirarme—. Pero lamento
haber hecho algo que te provoque dolor, de verdad. Siento mucho haber
hecho algo que te hizo daño.
Supe al instante, en sus ojos, que era sincero.
¿Quién es esta persona que tengo ante mí? ¿Es una buena o una mala
persona? ¿Qué significa lo que me acaba de decir? ¿Por qué despierta estos
sentimientos en mí? ¿Por qué, incluso, al decirme las cosas más horribles,
me cautiva?
Me sentía como una polilla alrededor de una luz brillante que me atraía
sin remedio hacia mi perdición. La intensidad de esa mirada me aturdía la
cabeza. La bajé y la metí entre las rodillas. Ya no quise volver a levantarla.
C APÍTULO 18

L a mañana siguiente, volví a ponerme el vestido negro y las medias


oscuras de lana. Bergen había desaparecido, así que pude hacer la cama con
tranquilidad y recoger un poco el cuarto antes de salir. Se me había hecho
tarde. Debían de ser las diez o las once cuando entré en la cocina y vi cómo
la señorita Orli y la señora Rivka despellejaban los últimos conejos que
quedaban.
Me preparé un café con agua. Esperé paciente a que la señora Rivka
saliese de la cocina para hablar con la señorita Orli a solas.
—¿Habló usted con Temel anoche?
—Sí, hable con ella —dijo con una sonrisa. Parecía complacida.
—¿Y la ha convencido? —dije con una sonrisa yo también hasta que
negó con la cabeza—. ¿Entonces?
—Tranquila. Temel sabe que necesita que alguien la ayude con ese plan
absurdo, pero como ni tú ni yo lo haremos, y no tiene a nadie más a quien
pedírselo, de momento está todo controlado.
—¿Todo controlado? Tiene un fusil escondido entre las latas de jabón.
—También me he ocupado de eso. Anoche escondí el fusil en un sitio
mejor. Lo he sacado de la casa. Me pareció más seguro meterlo entre los
arbustos que hay junto al pozo. Así lo tendremos a mano.
Es decir que, en lugar de hablar con Temel y hacerla entrar en razón, se
había adueñado del fusil y creado su propio plan absurdo. Estupendo. Para
empeorar mis nervios, parecía muy orgullosa del sitio elegido.
—Tú no te preocupes. Está todo bajo control.
—¿Bajo control de quién? —Me sacaba de mis casillas—. ¿Sabe qué?
Déjelo. No quiero saberlo. Voy a seguir con la ropa como si nada —dije con
resignación. No valía la pena discutir con ella. Agarré mi delantal y me lo
amarré a la cintura.
—La señora Becker y Ami están con la ropa. Haz los baños.
—¿Cómo dice?
—Bergen bajó esta mañana a primera hora. Les ha prohibido a la señora
Becker y a Ami que se muevan de allí hasta que no estén las ocho bolsas de
ropa sucia limpias y tendidas.
Dichoso diablo entrometido. Solo me falta tener a las Becker odiándome
más de lo que ya lo hacían.
—Ha sido bastante divertido —reconoció con una sonrisa—. Tenías que
haberles visto las caras. ¿Se lo pediste tú?
—No.
O al menos no había sido esa mi intención. Lo último que quería era que
Bergen y, por ende, Hank, se metiesen en la particular guerra que
manteníamos con las Becker.
¡Maldita lengua, la mía!
—¿Milat se ha enterado?
—Sí. —La señorita Orli volvió a reírse—. Pero ¿qué podía hacer?
Absolutamente nada. Por mucho que se acostase con Hank, su madre y
su hermana no podían desobedecer a un soldado alemán. Ni ella misma
podía hacerlo.
—Por cierto —intervino de nuevo al ver que me iba de la cocina—.
Milat todavía tiene el anillo
.

No tenía nada que decir sobre eso por lo que me fui hacia el armario de
los productos de limpieza. También me acerqué hasta el pozo y llené dos
recipientes grandes de agua limpia mientras miraba de reojo los arbustos
donde probablemente estaba escondido el fusil. La señorita Orli no sabía lo
que me pedía. ¿Cómo iba a recuperar el anillo? Se suponía que Milat lo
había encontrado y que Hank le había permitido quedárselo. ¿Qué razones
le iba a dar a Bergen para que me lo diese? ¿Qué había sido mío? A los
alemanes no les importaba la propiedad judía en absoluto. Además, me
avergonzaba pedirle algo material a Bergen. Me hacía sentir mal, como si le
cobrara por el momento que habíamos tenido juntos. Eso sin entrar a
valorar otros factores porque, ¿qué me hacía suponer que lo haría? Como si
no tuviésemos ya bastantes problemas con Hank como para buscarnos otro
por un motivo tan tonto. La señorita Orli tendría que conformarse sin el
anillo. No quería disgustarla por nada del mundo, pero, en esa oportunidad,
no me iba a ser posible cumplir con lo que me pedía.
Terminé de limpiar el baño de abajo y el de arriba. Tarde casi dos horas
en sacar toda la mugre acumulada en el suelo, los lavabos y las paredes. No
me extrañaba que Bergen me dijera que los soldados se contagiaban
enfermedades. Me lavé las manos en el baño de arriba a conciencia y salí al
pasillo con los productos de limpieza en la mano, cuando vi a Milat
apoyada en la puerta de su cuarto. Me miraba fijamente con una bata blanca
y unas zapatillas a juego mientras se acariciaba suavemente un mechón de
pelo con la mano. Supe lo que se me venía encima. Su madre y su hermana
estaban lavando ropa por mi culpa, cosa que Milat no iba a dejar pasar.
Gracias, diablo.
—¿Estás de limpieza? —dijo con malicia al mirar los productos que
tenía en la mano—. Ven a limpiarme el cuarto. Está hecho un desastre.
Me detuve en seco en mitad del pasillo. ¿De verdad íbamos a hacernos
eso?
—¿Qué pasa? ¿Estás sorda? —me dijo con absoluta prepotencia—.
Mueve tu culo asqueroso ahora mismo hasta aquí y limpia mi habitación.
¿O quieres que le diga a Hank que te lo diga él?
Por supuesto que él estaría encantado de entrar en el juego, que Milat le
dijese que me lo pidiese, y que yo le dijese a Bergen que me salvara de ello.
Y así hasta conseguir un enfrentamiento entre ambos. No estaba segura de
qué querría el diablo que hiciese en esa situación, pero no me parecía una
buena idea pelearnos por algo así. Por no hablar de lo que les parecería a los
demás soldados. “Las malditas judías arman revuelo por estupideces
cuando tenían problemas mucho más serios”, dirían de seguro. ¿Qué más
daba? ¿Qué importancia tenía limpiarle la habitación a Milat si así ella se
quedaba tranquila y me dejaba en paz?
Asentí con resignación y fui con ella hacia el cuarto. Entré y vi el
cúmulo de ropa y trastos esparcidos por el suelo. Habían convertido la
habitación en un basurero. Apenas podía avanzar para llegar hasta la cama y
empezar a deshacerla. Milat cerró la puerta satisfecha, como una araña que
observa a una mosca atrapada en la telaraña antes de comérsela. Traté de
darme prisa y estar el mínimo tiempo posible con ella.
—Tengo la espalda completamente destrozada —dijo mientras yo
cambiaba las sábanas—. Y las rodillas. Hank no para de pedirme que me
arrodille ante él una y otra vez durante todo el día.
Hice como que no la escuchaba y agarré una bolsa para echar dentro las
sábanas sucias. Agradecí no comprender bien las guarradas que decía.
—¿Qué pasa? Quita esa cara de susto —continuó con una risita malévola
—. Además, seguro que podemos hablar de muchas cosas tú y yo. Estamos
en la misma situación. Somos iguales.
Yo no me parezco en nada a ti.
Terminé de hacer la cama y fui hacia la mesa para limpiar. Tropecé con
una vieja caja de música que había en el suelo, hecha pedazos.
—¿Qué tal es Bergen en la cama? —No parecía que fuese a callarse,
aunque la ignorara—. La verdad es que Hank es bastante brusco. Violento.
Aunque tuve un novio que le pasaba algo parecido, así que sé llevarlo
bastante bien.
¿Novio? ¿Milat había tenido novio? Terminé de limpiar con rapidez.
Abrí otra bolsa y eché los trastos esparcidos por el suelo. Ya solo me
quedaba barrer y fregar.
—Colócame también la ropa en el armario. —Señaló varios vestidos que
había apilados en un rincón—. Imagino que habrás notado un cambio
importante de Fritz a Bergen, ¿no? Porque, ¿llegaste a acostarte con Fritz?
Recogí los vestidos, comprobé que casi todos eran suyos o míos, y los
puse en las perchas con cuidado. No creí que a Milat le sirviesen mis
vestidos. ¿Por qué los tenía allí?
—Siempre me había parecido que debías de ser una sosa en la cama.
Estoy segura de que Bergen debe de aburrirse mucho contigo.
Busqué la escoba. Ya casi había terminado. Solo tenía que aguantar un
poco más.
—Apuesto a que te echas boca arriba como una muñeca de trapo y ni te
mueves hasta que termina. ¿Te dieron esa charla ridícula, no? Esa de que el
hombre lo hará todo y que tú no tienes ni que moverte. —Se empezó a reír
—. La mayor utilidad que le debes dar a un hombre será limpiarse en ti
cuando termine.
Apreté las manos contra el palo de la escoba. Que no supiese bien de qué
hablaba, no significaba que no entendiese la ofensa y el insulto en el tono.
—Aunque dudo mucho de que lo consiga si mira la cara que tienes. —Su
risa era cada vez más escandalosa y aguda. Las palabras, cada vez más
hirientes—. ¿Te tapa la cara? No creo que le parezcas guapa.
—¿Entonces por qué te rechazó a ti y me escogió a mí? —No pude más,
no pude soportar un segundo más los insultos y las humillaciones, los
estúpidos comentarios de que Bergen se aburría conmigo. ¿Qué sabría esa
imbécil lo que nosotros hacíamos?
Se le puso la cara roja como un tomate de la rabia. Enseguida se dio
cuenta de que me refería a su bochornoso ofrecimiento en el granero. A
cómo se había desnudado, y él la había rechazado. A que yo lo sabía. Sonreí
al ver que se le desencajaba la cara al pensar que probablemente Bergen me
lo había contado. Quizás, incluso, nos habíamos reído de ella. No tenía idea
de que me lo había dicho Temel.
—Lárgate. —Le costó bastante articular palabra alguna mientras yo la
miraba con la escoba en la mano—. ¡Que te vayas! ¡Fuera! ¡Fuera, hija de
puta!
Milat me pegó un empujón hacia la puerta y arrojó los productos de
limpieza al pasillo. Con otro, me sacó del cuarto y me tiró al suelo contra el
contenedor de agua y el resto de trapos que ya había arrojado al pasillo.
—¿En serio quieres competir conmigo? Bien, te vas a acordar de esto —
dijo mientras daba un portazo en mi cara, lo que hizo que yo mirase
alrededor por si algún soldado acudía.
Me puse de pie y me sacudí el vestido que se me había mojado. Sabía
que no estaba bien lo que acababa de hacer y que no debía justificarme a mí
misma al pensar que ella había empezado o que se lo merecía. Había caído
muy bajo al enfrentarme a ella, pero que me dijese que Bergen se aburría
conmigo, que yo no servía para satisfacerlo, me había alterado tanto que no
había podido contenerme. No sabía lo que significaba ser una sosa en la
cama, pero yo no era eso. No quería serlo.
Tampoco quería pensar en el hecho de que, probablemente, al igual que a
los otros chicos, a Bergen no debía de parecerle bonita. Nunca me había
importado no ser guapa. Obviamente, de haber podido elegir, habría elegido
serlo, pero hasta ese momento, no me había preocupado lo que los chicos
pensasen de mi aspecto; ni siquiera Fritz. Supongo que, porque, a pesar de
mis esfuerzos, no sentía nada por él. Él no me gustaba, no me atraía en
ningún sentido, así que me daba lo mismo que él tuviese esos sentimientos
hacia mí. Pero, por alguna razón, me empezaba a obsesionar lo que Bergen
pensara de mí. Si me miraba con superioridad desde ese rostro perfecto, si
pensaba que yo no estaba a su altura, que no era lo bastante bonita como
para gustarle.
Es un soldado nazi y tú eres una judía, Eva. Hay cosas más importantes
que deben preocuparte.
Recogí todo y guardé los productos en su sitio, en silencio. Me asomé de
refilón al cuarto de lavado. La señora Becker y a Ami estaban de rodillas,
cada una frente a un barreño sin descanso. Apenas habían avanzado y
todavía quedaban por limpiar casi todas las bolsas. No terminarían para la
hora de almorzar. De hecho, con ese ritmo, dudaba mucho de que
terminaran para la hora de cenar. Por muy ridículo que fuese, no me gustaba
ver sufrir así a nadie. Ni aunque se lo mereciese. No me gustaba la idea de
que fuesen a quedarse sin comer por no haber terminado.
—Se supone que eres mi amiga —dijo Temel mientras se acercaba y me
daba un empujón en la cadera—. ¿Cómo has podido contarle a la señorita
Orli mi plan?
—Temel. —Le hice un gesto rápidamente para que bajara la voz—. Solo
intento ayudarte. No sabes lo ridículo y peligroso que es eso a lo que tú
llamas plan. Que ni siquiera es tal cosa.
—¿Ah, no?
—¿Sabes utilizar un arma? ¿Tienes alguna escapatoria en el caso
hipotético de que lo consigas, para cuando el resto de soldados acuda ante
el sonido de un disparo? —No hacía falta una respuesta para saber que era
negativa—. Pues eso es un suicidio y no voy a dejar que lo hagas.
—No necesito tu permiso, Eva —replicó furiosa—. No tenías derecho de
contarlo y menos de decirle que me escondiese el arma.
—Temel, recapacita, por favor.
—Voy a hacerlo con tu ayuda o sin ella. Así que dile a la señorita Orli
que me devuelva el fusil porque yo fui la que lo encontró. Y no vuelvas a
meterte en mis asuntos.
Intenté tomarla del brazo, pero se apartó de mí con un manotazo y se fue
enfadada. ¿Cómo iba a hacer entrar en razón a esa persona tan testaruda?
¿Por qué no podía darse cuenta de que ese plan era una locura y de que solo
iba a conseguir que la matasen? La señorita Orli y yo teníamos que
sentarnos a hablar con ella. Aunque tampoco confiaba mucho en la señorita
Orli.
Me aparté del cuarto de lavado y fui a la cocina. La señorita Orli y la
señora Rivka discutían el reparto de comida en los platos, ya que no iba a
haber suficiente comida para todos. Parecía que había problemas en todas
las habitaciones de la granja.
—No, Marie. Así como te digo está bien —dijo la señora Rivka mientras
ponía varios platos en fila—. He deshuesado muy bien la carne. Todos los
trozos son buenos. Será suficiente.
—¿Tan mal vamos de comida?
—La cena está controlada —intervino la señorita Orli al mirar unas
croquetas que habían hecho con la carne de conejo y a unos paquetes de
arroz que estaban apartados—, pero los alemanes no quieren más estofado.
Hemos tenido que hacer filetes con la carne de conejo, lo cual la ha
menguado bastante, y no tenemos más patatas para la guarnición.
La última vez que había bajado a la despensa había comprobado que no
quedaba leche ni mantequilla, pero no me había fijado en los demás
faltantes. Había visto bastante aceite, harina, té, café y azúcar, por lo que los
desayunos y meriendas eran completos. La señorita Orli hacia galletas y
bizcochos con frecuencia. También quedaba mermelada de manzana. Pero
no ocurría lo mismo con el almuerzo y la cena. Mientras a nosotros nos
daban sopa aguada con fideos, los alemanes comían toda clase de platos
elaborados. Pastel de verduras, arroces, pastel de carne, paté, casi todas
nuestras latas de conservas, filetes y estofados de todos los animales que
habían matado en el granero. Durante esas semanas, los alemanes no se
habían privado de nada. Incluso los había visto repetir ración y tirar
considerables sobras a la basura. Habían arrasado con todo.
—No pasa nada. Vamos a repartir los filetes como podamos y mañana
será otro día.
—Sí, será otro día. Pero ¿qué vamos a comer mañana?
—Los soldados van a salir a cazar más conejos mañana al alba. Nos han
dicho que preparemos el café en el comedor después del almuerzo porque
van a tener otra reunión. Imagino que para planificarlo.
No dejaba de ser irónico que las plagas de conejos que habían destrozado
los cultivos, fuesen nuestra salvación.
—Después de servir la comida a los alemanes tengo que subir la de los
hombres a la buhardilla —dijo la señorita Orli con pesar—. Eva, después de
comer, ¿puedes ayudar con el café a la señora Rivka?
—Sí, no se preocupe.
—Bien. Ahora empecemos a servir los platos y a llevar las bandejas al
comedor. Ya es la hora de comer —dijo la señora Rivka. Empezó a
organizar el expendio.
Ayudé como pude a repartir y a que todas las bandejas estuviesen listas
en el comedor mientras los soldados bajaban y empezaban a ocupar los
asientos. Me crucé con Bergen que avanzaba por el pasillo hablando con
Helmut. Bajé la cabeza y pasé a su lado sin mirarlo. Me dirigí hacia la
cocina sin detenerme, pero me pareció que él giraba para mirarme aunque
Helmut le hablase. No resultaba habitual verlo relacionarse con los demás
soldados, a excepción de la hora de la comida o si organizaban alguna
reunión. Siempre odiaba ver a Bergen entre ellos.
No sabía si aún estaba enfadada por cómo se había reído la noche
anterior, pero sus últimas palabras antes de que nos quedásemos en silencio
me hicieron sentir confundida. ¿Qué sentimiento debía tener hacia alguien
que no se arrepentía de algo horrible, pero que, a la vez, lamentaba haber
hecho algo que me produjese dolor? Nunca creí que se apenara solo por
herir mis sentimientos. ¿Acaso se trataba de una atención hacia mí? ¿Debía
considerarlo así? ¿Cómo podía ser dulce o tierno cuando estaba hablando
del asesinato de mi prometido? Aunque no lo amara, seguía siendo mi
prometido en el momento en que Bergen lo mató.
Agarré mi cuenco de comida y me senté en un rincón mientras veía a
Temel aparecer por la puerta para tomar el suyo y marcharse sin dirigirme
la palabra. Estaba pensando que la señorita Orli y yo teníamos que hablar
seriamente con ella, cuando Milat entró por la puerta de la cocina muy
arreglada.
Todas nos quedamos con la boca abierta al ver cómo se había adornado
el pelo corto con un lazo, cómo se había maquillado los labios de un rojo
intenso y cómo se había enfundado en un vestido azul más que ceñido cuyo
escote dejaba intuir sus enormes pechos. Un atuendo que, dada la situación
en que nos encontrábamos, estaba absolutamente fuera de lugar. Se veía
lista para una fiesta.
—Parece que, como mi madre y mi hermana están ocupadas con la
limpieza, se olvidaron de las prioridades a la hora de servir la comida —le
dijo a la señorita Orli.
Pude ver el esfuerzo que tuvo que hacer para dejar de mirarla con
desaprobación y darle la bandeja preparada.
—Lo siento, Milat. Como ellas no pueden venir a comer hasta que no
terminen, no sabíamos si tú bajarías.
—¿Y por qué no iba a bajar? —dijo mientras se sentaba frente a mí con
la bandeja de comida delante de mi miserable cuenco aguado. Me pareció
una analogía perfectamente válida a nuestros respectivos aspectos físicos.
Milat estaba realmente atractiva. Siempre había sido la chica más guapa
de la granja, la que mejor sabía arreglarse. Después de la conversación que
habíamos tenido por la mañana, me pareció bastante claro que se había
vestido así para fastidiarme.
¿Y sabes cómo lo va a hacer? Con esas inmensas tetas delante de
Bergen.
Me costó volver la cabeza hacia otro lado y dejar de mirárselas. Era
como si fuesen a salirse del vestido en cualquier momento.
Si me cuesta a mí apartar la vista, me imagino a Bergen cuando ella se le
pasee por delante así vestida.
Una intensa amargura me bajó por la garganta y me impidió tragar la
sopa. La idea de que a Bergen le pareciese hermosa y deseara acercarse a
ella me enfermó.
—¿Te das cuenta de que esos soldados han matado a tu padre y a tu
hermano? —dijo la señora Rivka tras acercarse a Milat, lo que hizo que
todas la mirásemos.
—A mi padre y a mi hermano no los mataron los alemanes. Los mataron
los soldados esos que nos atacaron —puntualizó Milat sin dejar de comer.
—¿Y a mis hijos? ¿Quién mató a mis hijos? ¿Quién mató a mi marido?
Solté la cuchara sobre el plato. La señora Rivka, que apenas se había
atrevido a dar una opinión desde que había llegado a la granja, miraba con
un desprecio absoluto la ropa de Milat. Supuse que ser testigo de cómo
muchachas que conocía se dedicaban a coquetear tan descaradamente con
asesinos debía de ser imposible de tolerar en silencio. Me avergoncé al
pensar en cómo yo deseaba parecerle agraciada a Bergen y en lo que
pensaría de mí si lo supiese. Si hubiese podido escuchar mis pensamientos.
Quise meterme debajo de la mesa para que no me viese.
—¿Te parece correcto lo que haces?
—¿Y por qué no? Puede que tú seas ya una vieja, pero yo no. Yo soy
joven y quiero sobrevivir. Es mi turno de empezar a disfrutar mi juventud.
No es culpa mía que me haya tocado que sea así.
—¿Así es cómo vas a sobrevivir? ¿Siendo una puta?
Milat estrelló la cuchara contra la pared del fondo. Se puso de pie para
enfrentarse con la señora Rivka. La señorita Orli intercedió rápidamente.
—Creo que lo mejor será que descanses un poco —susurró mientras se
llevaba a la señora Rivka hacia la puerta y le hacía un gesto de calma a
Milat con la mano—. Encárgate del café, Eva —me dijo la señorita Orli
antes de salir.
—No te preocupes —dijo Milat—. Estaré encantada de ayudarte a servir
el café a los alemanes. Hank está con el soldado enfermo, por lo que podré
centrar toda mi atención en atender a los demás.
Estaba claro que se refería a Bergen. Fui incapaz de ingerir nada más.
Me levanté y comencé a preparar el café y las bandejas. Cuando Milat
terminó de comer, el café estaba listo.
Los alemanes avisaron que habían terminado el almuerzo. Esperaban el
café para empezar la reunión. Milat se adelantó, por lo que entramos con un
segundo de diferencia. Dejamos las bandejas y nos dispusimos a retirar los
platos. Fue aún peor de lo que me esperaba. En cuanto los soldados se
fijaron en Milat, la mayoría empezó a soltar vítores y silbidos. Algunos
incluso se pusieron de pie.
Miré a Bergen para ver su reacción ante semejante espectáculo. Estaba
sentado, en silencio, pero también la miraba.
—Madre mía, por fin una mujer de verdad —dijo Egbert cuando le
retiraba la bandeja—. Vaya par de ojos bonitos que tienes.
—No era lo que yo estaba mirando —dijo Carsten que se inclinaba en la
silla para mirarle las piernas mientras ella recogía la bandeja de Helmut.
Hice lo mismo con las de los soldados que tenía frente a mí, aunque no
se diesen cuenta de mi presencia. Miré a Bergen por el rabillo del ojo
cuando Milat se acercó a él.
—¿Usted ha terminado de comer? —dijo ella después de poner una
mano en el hombro del diablo con una descarada sonrisa—. ¿Puedo tomar
el plato?
—A mí también puedes tomarme —gritó Alger desde el otro lado de la
mesa. Los ojos se le salían de la cara.
Bergen entregó el plato y se volvió hacia la mesa, pero vi cómo se le
iban por un momento los ojos a las tetas de Milat mientras lo hacía. Apilé la
bandeja de Carsten junto a las demás con la mirada puesta en el diablo,
furiosa. ¿A él también le gustaba aquel circo lamentable y asqueroso?
¿También le gustaban las tetas de Milat como para no dejar de mirarlas?
—Eh, ¡un momento! —gritó Carsten. Me arrebató la bandeja de las
manos—. Yo también quiero que me la retire la que está buena.
—Sí, que nos alegre un poco la vista antes de la reunión.
Alger me quitó también la bandeja y se la puso sobre el regazo, lo que
hizo que los soldados que tenía más cerca se riesen.
—Tú vete a la cocina o a la cueva de donde te hayas escapado —me dijo
Carsten con un gesto con la mano como si apartara a un perro—. Queremos
que nos sirva la chica guapa.
—Sí, eso —secundó Alger.
Miré hacia Bergen que no le quitaba los ojos de encima a Milat mientras
ella le sonreía con atrevimiento. Ni siquiera me dedicaba una mirada
después de lo que me habían dicho los otros. Tomé las bandejas y me fui
furiosa hacia la cocina. Si a ese idiota le gustaba más Milat, podía irse al
infierno con ella.
—Entiendo por las voces y las risas que Milat ha conseguido la atención
que pretendía —dijo la señorita Orli—. Hay que tener poca vergüenza y
decencia.
Y lo peor es que le sale bien. Bergen no puede apartar los ojos de ella.
—¿Cómo está la señora Rivka? —pregunté para concentrarme en
alguien que lo merecía.
—Está sentada en una butaca en el salón. Necesita descansar. Subo esta
última bandeja y me voy con ella un rato. Encárgate tú de fregar todo.
Asentí con resignación y puse los platos de la bandeja frente a la pila.
—Tenemos que hablar también con Temel.
—Sí, ya la he visto entrar como un demonio por su cuenco y marcharse
sin decir nada.
—Sigue empeñada en ese plan absurdo. Quiere que le devuelva usted el
fusil. ¿Está segura de que no podrá encontrarlo?
—Sí, no te preocupes. Luego veremos cómo la hacemos entrar en razón
—dijo y me dejó sola frente a la pila de platos sucios.
Agarré el trapo y el jabón para empezar fregar mientras escuchaba las
risas que llegaban del comedor e intentaba mantener la cabeza aún más fría
que el agua. Seguramente, todos estaban encantados con Milat por lo que
hacían comentarios asquerosos y denigrantes. Embobados como borregos.
Quizá Bergen ni siquiera se había percatado de que me había ido.
—Quiero azúcar.
Solté un grito y giré para ver al diablo en mitad de la cocina, de pie
frente a mí con una taza de café en la mano. No tenía ni idea de cómo
conseguía entrar en una habitación así, de forma tan silenciosa, pero odiaba
que lo hiciese. Siempre que lo hacía me daba un susto mortal. Intenté
recuperar la compostura y me pasé la mano mojada por la frente. Habría
jurado que había puesto azúcar en las bandejas.
—¿Qué hace usted aquí?
—Quiero azúcar.
Me sequé la frente con uno de los trapos y pasé por delante de él hacia la
estantería para tomar la azucarera.
—¿Y por qué no se lo pide a Milat? —dije sin ocultar la rabia—. Seguro
que ella estaría encantada de dárselo.
—Tu amiga está pisando un terreno muy peligroso —dijo mientras
echaba azúcar en el café.
—No es mi amiga.
—Mejor, no quiero que estés cerca cuando la violen entre todos.
No disimule mi cara de horror.
—Me parece que se le ha olvidado dónde y con quién está. ¿Qué crees
que va a pasar? Puede que no sean buenos soldados, pero se les da bien
propasarse con mujeres. ¿Crees que Hank la va a defender de todos los
demás? Si quiere acostarse con a alguno en especial, debería hacérselo
saber de forma más disimulada. —Bergen se dio vuelta y tomó un trago al
café.
¿Más disimulada? ¿Quiere decir que, si Milat desea acostarse con él,
debe decírselo de otra manera para que él la acepte? Si tan claro lo tiene,
¿por qué la ha rechazado cuando ella se desnudó frente a él en el granero?
Ya no pude pensar de la rabia. Me cegaba.
—¿Se le ofrece algo más? —dije dispuesta a meter las manos en la pila
de agua para lavar los platos, lo que hizo que Bergen me mirase.
—¿Me estás echando? —dijo con una sonrisa de sorpresa—. ¿Todavía te
dura el cabreo por lo del idiota de Fritz?
—¿No tenían una reunión para planificar la caza de conejos de mañana
por la mañana? —Traté de sonar lo más indiferente que pude.
—La caza no es mañana por la mañana, sino mañana por la noche.
—No —susurré—. La señorita Orli dijo que sería mañana al alba.
—Entendió mal. Saldremos a cazar cuando anochezca —dijo mientras se
cruzaba de brazos—. ¿Por qué pones esa cara?
—Esta mañana ha sido difícil repartir la comida. La cocina cuenta con
que mañana por la mañana habrán cazado conejos.
—¿No queda comida?
—Si mañana no llega nada hasta la noche, no sé si habrá suficiente para
todos —susurré angustiada.
Ya ni siquiera pensaba en nosotros. Lo que más me preocupaba era que
faltara comida para los alemanes y que lo pagaran la señorita Orli y la
señora Rivka.
—¿Qué has comido hoy?
¿Qué importaba eso en aquel momento? ¿Es acaso no había escuchado
que al día siguiente no habría comida para todos?
Quizá me faltan tetas para conseguir que me preste atención.
—Te dije que podías comer lo que quisieses. —Desvió la vista hacia la
pila de platos—. Y que no tenías que hacer ningún trabajo más.
—Sí, y yo le dije que cumpliría con mis tareas porque quería ayudar a
las demás. Aún así, ha mandado a Ami y a la señora Becker a limpiar la
ropa. ¿Por qué lo ha hecho?
—Me parece que la palabra que buscas es “gracias” —gruñó Bergen
vuelto hacia mí.
—¿Gracias? —Lo encaré—. ¿Sabe usted los problemas que voy a tener
con las Becker por eso? Le dije que haría mis tareas; no tenía por qué
meterse.
—Esto es increíble, ¿se puede saber qué pluma es la que tienes rota en
ese cerebro de pájaro? Te he hecho un favor. Deberías agradecerlo.
—Ah, sí, claro, seguro. Supongo que debería dar las gracias y revolotear
desesperada alrededor suyo mientras le sirvo café.
—No, por favor. No se te ocurra dejar ese encanto natural que tienes
para llamarme monstruo y discutir cualquier cosa que haga.
Al decir eso, Bergen y yo estábamos frente a frente, mirándonos, por lo
que no me percaté de que la señorita Orli había entrado en la cocina hasta
que fingió toser. Quise apartarme, estábamos demasiado cerca, incluso para
discutir, pero él me agarró del brazo y me lo impidió.
—No hemos terminado de hablar. Dile a tu madrastra que se vaya o se lo
diré yo —me dijo completamente en serio. Estaba muy enfadado.
—Bergen —dijo Milat al entrar en la cocina—, disculpe que lo moleste,
pero los demás soldados me mandan a avisarle que lo esperan para la
reunión. Si desea algo de la cocina, yo estaré encantada de servirlo. —El
tono que utilizaba para hablar con él estaba fuera de lugar. Parecía decirle
algo íntimo.
Intenté disimular la sonrisa de sarcasmo y de rabia que se me vino a los
labios mientras escuchaba el descaro de Milat. Volví a mirar a Bergen, que
seguía frente a mí sin quitarme los ojos de encima. Tenía ganas de echarme
a llorar solo de escuchar cómo ella era capaz de coquetear con él. Seguro
que sabía besar de verdad, hacer todo lo que él quisiese. A él le encantaría
cualquier cosa que Milat hiciese.
—Todo el mundo fuera de la cocina ahora mismo —gruñó Bergen
mientras mantenía la presión en mi brazo para que no me moviese de mi
sitio.
—No —repliqué. Tanto como Milat y la señorita Orli miraron
confundidas a Bergen—. Lo esperan en el comedor. Vaya usted.
Me solté y le di la espalda antes de que pudiese decir nada. Quizá Milat
no se hubiese dado cuenta de la escena que acababa de ocurrir en mitad de
la cocina, pero la señorita Orli, sí. En cuanto estuve frente a ella, me tomó
las manos, asustada, al tiempo que miraba por encima de mi hombro cómo
Bergen se marchaba de la cocina seguido de Milat con tal portazo que
agrietó uno de los marcos de madera de la puerta. A ese paso, su ira iba a
destrozar las puertas de toda la granja.
—Eva, ¿te has vuelto loca? —preguntó angustiada mientras yo cerraba
los ojos e intentaba contener las lágrimas—. ¿Cómo se te ocurre hablarle
así?
—Ay, señorita Orli.
—No, no llores —dijo con dulzura al apoyarse mi cabeza en el hombro
—. No te preocupes. Ahora tienen muchas cosas de las que hablar en la
reunión. No va a hacerte daño. No tengas miedo.
Ni siquiera iba contestar ese comentario. Por supuesto que Bergen no iba
a hacerme daño físico, lo tenía muy claro, pero eso le había dado un gran
poder sobre mí. Me destrozaba el corazón, mi estúpido e inexperto corazón.
Había deseado besar a Bergen con todas mis fuerzas y había puesto toda
mi alma en ese beso. Había sentido cosas nuevas y anhelado que él también
las sintiese. ¿Y ahora a él se le iban los ojos detrás de los pechos de Milat?
No podía soportarlo. Era un idiota, el mayor que había existido nunca.
Estuve unos minutos abrazada a la señorita Orli para ahogar mis lágrimas
hasta que me sentí con fuerzas para soltarme.
Había problemas mucho más importantes que ese imbécil. Cuando le
conté a la señorita Orli que los soldados iban a salir de caza al anochecer
del día siguiente, tuvo un ataque al pensar que no podría darle de comer a
todos.
Pasamos gran parte de la tarde haciendo cuentas para repartir de forma
ecuánime lo poco que quedaba de arroz. Sin embargo, no había cantidades
suficientes para todos, no cantidades aceptables para saciarlos. La única
solución que se nos ocurrió fue echar el arroz a nuestra sopa aguada e
intentar hacer una sopa más consistente para ellos. Algo que los contentara
hasta que consiguiesen la carne de conejo con la que la señora Rivka ya era
una experta en hacer filetes, croquetas, pastel de carne y estofado.
Tendrían sopa para el almuerzo y para la cena, así que la señorita Orli
hizo unos panecillos como acompañamiento y un pastel de manzana de
postre, para engañar un poco al estómago en el caso de que alguno se
quedase con hambre. Cuando terminamos de organizar el menú del día
siguiente, la señora Rivka estaba de vuelta en la cocina, dispuesta a preparar
la cena.
Golder entró y pidió agua caliente para darse un baño, así que fui hasta
el pozo. No me gustaba ir por la noche. Cuando estaba muy oscuro y ya casi
no se veía nada, me imaginaba a la pobre señora Schreiber en el fondo.
¿Cómo podía esperar que Temel no quisiese matar a Alger? Lo extraño era
que no quisiese matar también a Hank.
Y a Bergen, que le mató al padre.
Intenté quitarme ese pensamiento de encima y me apresuré a recoger los
recipientes, a calentarlos y subirlos a la bañera. Me asomé por un momento
al cuarto de lavado al ver que no había luz. La señora Becker y Ami habían
terminado de limpiar toda la ropa, según les había ordenado el diablo y se
habían, por fin, podido levantar. Al menos, esa noche cenarían tranquilas.
—¿Temel? —dije al ver una pequeña silueta que se movía en la
oscuridad.
—Déjame en paz, Eva —contestó de mala manera.
—¿Qué haces sola en la oscuridad? ¿Por qué no estás en la cocina con
las demás?
—¿Las demás? ¿Con quiénes? —replicó enfadada mientras yo me
acercaba más, hasta sentarme en el suelo junto a ella, acurrucada entre los
barreños—. ¿Con Milat y las Becker? ¿O con la señorita Orli y contigo, que
son un par de traidoras?
—No digas eso, por favor. No hacemos esto porque seamos unas
traidoras. Al contrario, sino porque te queremos mucho y tenemos miedo de
que te pase algo.
—¿De qué me pase algo? ¿Algo como ver que matan a mi padre de un
tiro y torturan a mi madre hasta la muerte?
—Algo como que te pase lo mismo que a ellos —susurré apenada.
Temel, con catorce años, había visto el lado más horrible de la guerra
sobre sus seres queridos, en primera fila.
—Tú estás viva.
—Exacto —dijo angustiada—. Yo aún estoy aquí. Y no sé cuánto tiempo
lo estaré, pero hoy estoy aquí, así que debo hacer algo. No sabía qué tenía
que hacer ni por qué había sobrevivido a mis padres, pero, cuando vi el
arma, supe que la razón por la que sigo viva es para que pueda vengar a mi
madre.
—De nada sirve vengarte de alguien si consigues que te maten. Tu
madre no querría eso.
—¿Ah, no? ¿Estás segura? Porque si hubieses visto lo que yo vi a lo
mejor creerías que mi madre también habría deseado que la vengase.
¿Sabes por qué quiero matar a Alger por encima de todos los demás? —
Temel se hizo un ovillo—. Porque él disfrutaba con su dolor. Le hacía
cortes por todas partes. Una vez le agarró la lengua con unas pinzas y
empezó a tirar de ella porque decía que quería que mi madre tuviese la
lengua más larga.
Le puse la mano en el hombro para que se callara, para que no dijese
nada más.
—Los mataría a todos. Si pudiese, les dispararía uno por uno. Pero
tampoco soy idiota. Sé que eso no podré hacerlo. Por eso, elijo a Alger. Y
no me importa lo que digas ni lo que hagas. Esa arma es mi única
oportunidad, así que por favor, devuélvemela.
Se volvió hacia mí, tomó mis manos suplicante.
—Te lo suplico, de hermana a hermana. Devuélvemela.
Entendía perfectamente el odio de Temel, que quisiese ver muerto al
asesino de su madre. Siempre nos decían que debíamos sentir amor, que
amásemos a nuestros semejantes y perdonásemos el daño. Que fuésemos
mejores que ellos porque la vida se encargaría de castigar o premiar los
actos de cada uno. Pero en ese caso estaba de acuerdo con Temel. Esas
personas no debían salirse con la suya, Alger no debía seguir vivo. Tuve
que hacer un esfuerzo por mantener la cabeza fría.
—Lo siento. Sé que se lo merece y que tienes razón. Pero te prefiero
viva que a él muerto. Te quiero demasiado —le dije.
Tuve la intención de acercarme, de abrazarla y acurrucarla entre mis
brazos, en una inútil y triste muestra de consuelo, pero se apartó un poco
más. No dijo nada, solo bajó la cabeza con resignación. Se puso de pie y se
marchó por la puerta que daba al patio trasero.
Te quiero demasiado, pequeña Temel. Por favor, no hagas que te maten.
Me puse de pie, me sequé las lágrimas y fui a la cocina. La señora Rivka
y la señorita Orli les habían preparado las bandejas a los soldados. También
habían servido los cuencos de Ami y la señora Becker que estaban sentadas
a la mesa. Supuse que, después de estar todo el día sin comer, debían de
estar famélicas.
—Por fin apareces.
—Lo siento, señorita Orli, estaba con Temel—susurré con mi mano en el
estómago, abatida—. No creo que venga por la comida.
—Luego intentaré hablar con ella yo también. Toma tú ese cuenco
entonces y cómetelo.
No iba a comer el cuenco de Temel cuando era la que más comía de
todas. No tenía lógica. Debían repartírselo entre ellas.
—No, coman ustedes. Voy a subir la bandeja a Bergen con la cena, se me
ha hecho tarde.
—No te preocupes —dijo la señorita Orli mientras yo buscaba la bandeja
—. Ya se la han subido.
—¿Cómo?
—Como tú tardabas… —Miró de reojo a Ami y a la señora Becker—. Y
como el soldado y tú han tenido un pequeño percance esta tarde, me pareció
que estaban un poco tensos. —Carraspeó—. He pensado que era buena idea
dejar que Milat, que se ha ofrecido, lo hiciese esta noche por ti.
—¿Le ha dado la bandeja a Milat para que le suba la cena a Bergen? —
La rabia que me subió hasta la boca apenas me dejó hablar.
—No grites —me regañó enfadada mientras me tomaba del brazo y me
llevaba fuera de la cocina.
Al fondo del pasillo se escuchaban las voces y las risas de los soldados
en el comedor, por lo que la señorita Orli me llevó hasta la entrada del
cuarto de lavado.
—¿Crees que voy a dejar que subas como si nada después de lo que pasó
esta tarde en la cocina? —me dijo con especial hincapié en “como si
nada”—. Es un soldado alemán, Eva. No sé qué te pasa con él, pero si le
discutes algo, te vuela la cabeza de un tiro.
Mis ojos escupieron fuego. La señorita Orli no tenía ningún derecho de
meterse en nuestra relación. Ella no lo entendía; ni siquiera la entendía yo.
—Creo que es una buena idea que Milat lo relaje un poquito esta noche.
Hizo un gesto con las cejas para acompañar su frase y dejar en claro a
qué se refería. Empezaba a no poder disimular la desesperación que me
producía.
—No puede decirlo en serio.
—Por supuesto que sí. Por nada del mundo vas a subir a esa habitación.
Deja que Milat se encargue. Es evidente que sabe manejar a los soldados y
darles lo que quieren.
Me llevé una mano a la frente. Temblaba. No sabía si era mi mano o mi
cabeza la que lo hacía, pero no podía dejar de moverme de forma
involuntaria. ¿Y si pasaban la noche juntos? ¿Y si a Bergen le gustaba más
Milat que yo? ¿Y si la prefería a ella? ¿Y si no volvía a mirarme ni a
hablarme nunca más?
Después de todo, ella era más guapa, más divertida y más lista. Más
experimentada. No había un solo aspecto en el que no me ganase. Cerré los
ojos, me costaba respirar. ¿Cómo la señorita Orli había podido hacerme
algo así?
—Si después de esta noche se encapricha con ella y te deja en paz, mejor
que mejor.
No iba a callarse. Sabía que me estaba destrozando con lo que acababa
de hacer y, aún así, no iba a cerrar la boca. La señorita Orli tenía que
imponer su voluntad sobre todos los demás. Se suponía que yo tenía que ver
cómo Milat ocupaba mi lugar sin replicar, algo que no podía permitir que
pasara por nada del mundo.
—Sé que estás así porque te ha dado protección y comida —dijo—. Pero
no te olvides que lo hace a cambio de aprovecharse de ti. No digo que no
nos haya venido bien hasta ahora, pero tenemos que ser conscientes de que
los caprichos se pasan.
Escuchaba a la señorita Orli de fondo, como en un segundo plano, ya
que mi cabeza estaba en el piso de arriba, donde Milat se encontraba en ese
momento.
—Vamos a cenar. Ya verás cómo, con el estómago lleno, lo ves todo con
más perspectiva.
Di un tirón con el brazo y solté mi mano.
—No tenía ningún derecho a hacer lo que ha hecho. Por favor le pido;
no, le exijo, que no vuelva a meterse en esto —dije enfadada y le di la
espalda.
Ignoré que me llamaba una y otra vez mientras me marchaba escaleras
arriba. Me detuve en mitad del pasillo para mirar la puerta de la habitación
de Bergen. No tenía la menor idea qué hacer. ¿Entraba en la habitación
como si nada y le pedía a Milat que se fuera? ¿Cuánto hacía que Milat había
subido? ¿Estarían ya juntos? ¿Estarían ya besándose?
Pensar en Bergen, en sus ojos fijos en Milat, se me hacía insoportable.
Me producía un dolor en el pecho como nunca había podido imaginar. No
quería pensar en que las manos de él le recorriesen el cuerpo. Milat sabía
cómo responderle, por lo que él estaría loco por ella, por sus labios carnosos
y sus curvas perfectas. Me dejé caer en el suelo, en mitad de pasillo, sentada
de cara a la puerta de la habitación. Se me acaba de partir el corazón.
Se escucharon varios golpes procedentes del cuarto del diablo. Como si
algunas cosas de cristal se hubiesen caído al suelo. Acto seguido se abrió la
puerta. Milat salió pasillo arriba. Tenía los ojos llorosos. Disminuyó el paso
al cruzarse conmigo, para dedicarme todo su odio.
—Corre con tu estúpido amo que te llama —gruñó mientras continuaba
el camino hacia la habitación de Hank.
Giré la cabeza de nuevo hacia el cuarto, atónita por la escena, cuando
Bergen salió de allí hecho una furia, llamándome a gritos. En cuanto me vio
en el suelo del pasillo, dio dos zancadas, se puso frente a mí, me agarró del
brazo y me obligó a levantarme.
—¿Esperabas aquí a ver cómo salía esta ridícula sustitución que has
armado con tu amiguita? ¿Has venido a ver si te librabas de mí? —Pegó el
rostro al mío. Parecía fuera de sí—. Entra en la habitación ahora mismo o te
juro que te arrastro hasta adentro.
No tenía intención de desobedecerlo, pero no me soltó el brazo al
caminar por lo que volvió a la habitación prácticamente empujándome
hacia ella, mientras algunos soldados se asomaban al pasillo para
contemplar la escena. Bergen me metió en el cuarto, me soltó el brazo y
cerró la puerta de un golpe.
La chimenea encendida daba más calidez de la necesaria y la bandeja
con la cena estaba intacta. Junto a la puerta había varias botellas de cristal
rotas, esparcidas por el suelo. Parecía que Bergen las había estampado
contra la pared. Seguramente, esos habían los ruidos que se habían
escuchado.
Había pasado delante de mis ojos, y, aún así, me costaba trabajo creerlo.
Bergen había echado a Milat, había vuelto a rechazarla. El vestido que le
resaltaba el busto que ella se había puesto le había servido de poco. Habría
estallado de júbilo de no haber tenido al diablo frente a mí con los ojos
enloquecidos de rabia. No parecía el mejor momento para demostrar mi
alegría.
—¿Te parece gracioso? —Se acercó—. ¿Te parezco un payaso del que te
puedes reír?
Estaba rabioso. Supuse que llamarlo “monstruo” a todas horas y decirle
hasta el hartazgo que lo odiaba había hecho que Bergen tuviese una visión
un tanto distorsionada de mis sentimientos. Pero ni yo misma me sentía
capaz de definir qué había ocurrido. Qué había cambiado en mí para que
todo fuese diferente ahora. Tenía que decir algo, pero no tenía la menor idea
qué.
—No, no; en absoluto. —Traté de recomponerme y pensar con claridad.
—¿Me has mandado a tu amiguita a la habitación para librarte de mí?
Si le hubiese dicho que no, seguramente Bergen me habría obligado a
decirle quién lo había hecho y habría descargado la ira con el responsable.
—Usted parecía tan interesado en ella antes, durante el café, que habría
jurado que le agradaría el cambio.
No quería mentirle, por lo que me limité a decir algo que creía una
verdad y que, al no ser cierta, me alegraba de una forma indescriptible.
—¿Ahora eres una madama? —me dijo con ese tono ofensivo que sabía
usar—. Escúchame bien, estúpida, porque, antes de que llegaras a pisotear
mi ego, las mujeres hacían cola en mi puerta. No necesito que nadie me
consiga una mujer.
No sabría definir qué me dolió más de esas palabras. Por supuesto que ya
me había hecho a la idea de que las mujeres se tiraban a sus pies solo por su
aspecto físico o la posición que ocupaba en el mundo. Pero no iba a permitir
que me insultara y menos con algo que no era cierto.
—No, por supuesto que no —dije con un tono de voz que me costó
reconocer como mío. ¿En qué momento había adquirido la confianza
suficiente como para hablarle así, sin miedo por mi vida?—. Usted tiene un
método infalible para que las mujeres caigamos rendidas a sus pies.
En ese instante sus ojos cambiaron de expresión de manera sutil, aunque
la pose seguía siendo de enfado.
—¿Vas a volver a sangrar por la herida? Porque podemos ir directamente
al final de todas nuestras putas discusiones. Maté al príncipe azul y nunca
me lo perdonarás. Por eso voy a ser un monstruo eternamente para ti.
Alcé las manos al cielo en un intento por mostrar mi exasperación.
—¡Por supuesto que sí! —grité—. Usted no solo mató a un ser humano
indefenso, sino que además se ha regodeado de haberlo hecho incluso
delante de sus seres queridos. Delante de su prometida; que soy yo. ¡Y lo
peor es que le parece de lo más normal! —dije sin poder controlarme—.
Pero no hablo de eso ahora. No es un monstruo solo por eso. —Estaba tan
desesperada que se me escapaban sonrisas sarcásticas al pronunciar esas
palabras mientras él me miraba como si fuese un unicornio que empezaba a
hablar. ¿Cómo podía no entenderlo?—. La primera vez que se refirió a mí
me llamo “perro”. —Apreté los dientes en un inútil intento de contenerme
—. No solo me ha tratado de forma inhumana desde que lo conozco, sino
que, escudado en un estúpido pensamiento de que yo coqueteaba con usted,
empezó conmigo un juego cruel en el que casi me mata.
Nunca pensé que me atrevería a decir todo eso. Se lo había dicho en mi
mente mil veces, pero no pensé que llegaría el momento de decirlo en voz
alta. No solo porque antes temía que esas palabras me costaran la vida, sino
porque me había parecido inútil decirle algo que a él no le importaba.
Quizás aquello era lo que no me dejaba entender cómo se había producido
un cambio tan grande en mí, cómo el diablo aparecía diferente ahora ante
mis ojos. Seguí con mi retahíla:
—¿Acaso me parece un monstruo por matar a Fritz? Claro que sí, ¡pero
no solo por eso! —grité fuera de mí, había perdido la capacidad de pensar
con frialdad lo que decía—. El trato, o lo que fuese eso que se inventó
conmigo: ¿tiene la menor idea de lo que me hizo? ¿Tiene la menor idea de
lo que he sufrido por su culpa? Me hizo pasar un infierno. Interiormente me
refiero a usted como “el diablo”. —Me tapé la cara con las manos, no podía
contener las lágrimas—. Pasé hambre, frío, miedo. El terror más grande que
he sentido nunca. Mientras usted estaba convencido de que solo me hacía la
interesante para sacarle más cosas y que en el fondo usted me gustaba…
¡Que me gustaba! ¡El único sentimiento que me despertaba usted era el de
odiarlo con toda mi alma!
Bergen me miró de una forma inescrutable sin una mínima expresión que
me diese una pista de lo que pensaba. No fui capaz de mantener la mirada y
bajé la cabeza. Resultaba intenso decirle a alguien a la cara que lo odiabas,
más cuando ya no era así. Le había dicho todo lo que estaba guardado en mi
interior sobre la relación que habíamos mantenido hasta ese momento, los
sentimientos que había tenido hasta hacía poco. Quizá necesitaba liberarme
de ellos antes de ser capaz de decir los que tenía ahora. Mis nuevos y
extraños sentimientos hacia él. Intenté ordenarlos. ¿Por qué no me salía la
voz? Me sequé las lágrimas. ¿Dónde estaba el valor que acababa de
demostrar al decirle todas aquellas cosas horribles? Necesitaba que volviese
para decir lo demás.
—Creo que ha quedado bastante claro todo entonces —dijo él con
absoluta seriedad, y antes de que pudiese volver a levantar la cabeza, se
había marchado de la habitación con otro portazo a la puerta.
Volví a llorar, desesperada, sola en la habitación y sin haber dicho nada
de lo que quería decir. ¿Por qué no había sido capaz de decirle nada?
—No, espere. Ahora no es así —susurré ya solo para mí. Cerré los ojos
dolorosamente—. Pero necesito que usted me ayude a asimilar que todo es
diferente. Porque es tan diferente para mí que me aterra. Incluso más que
morir. Lo que siento por usted, me aterra más que morir.
Me dejé caer sobre la alfombra, frente al calor del fuego, en un mar de
llanto. Bergen no volvió en toda la noche, y yo me quedé allí sola,
desesperada sin saber qué hacer.
C APÍTULO 19

B ajar la escalera al día siguiente se me hizo más pesado que nunca. No


me había cambiado de ropa. Seguía con el vestido negro que me daba un
característico y siniestro aspecto de muñeca diabólica, como comprobé al
mirarme en el espejo de la entrada. Mi aspecto exterior estaba tan
demacrado como el interior. Sentía una profunda tristeza en todo el cuerpo,
que parecía aferrarse a mis huesos y hacía que se me dificultara caminar.
Entré a la cocina. Escuché la voz de Milat que hablaba con Ami del
anillo mientras la señora Rivka y la señorita Orli cocinaban. Tuve ganas de
subir a la habitación para no salir en todo el día.
—Ah, buenos días, Eva —dijo la señorita Orli con cierto tono de
resentimiento que solo yo aprecié—. Ya que has bajado, recoge por favor el
desayuno de los soldados. Ya deben de haber terminado. Nosotras estamos
enfrascadas en la comida.
—Sí, señorita Orli —dije por inercia y me volví hacia la olla al recordar
que no debía de haber comida para todos—. ¿Qué están cocinando?
—Pastel de patatas —dijo ante mi absoluta sorpresa.
—¿Han aparecido patatas, dónde estaban?
—Las han traído los soldados esta mañana —dijo la señorita Orli
mientras señalaba varias bolsas y un montón con latas de comida.
Las reconocí al instante. Eran las provisiones que los rusos nos habían
robado.
—¿Quién las ha traído?
—Me preocupa bastante más de dónde las han sacado. —Se limpió las
manos en el delantal—. No sé si dicen la verdad o han saqueado alguna otra
granja.
Yo sí sabía de dónde las habían sacado. De la casa de los Holz, donde los
soldados rusos que Bergen había matado para rescatarme las guardaban.
¿Cómo las trajo hasta aquí sin decir a los demás soldados de dónde las
ha sacado?
—¿De dónde dicen que las han obtenido?
—Las han traído Helmut y Egbert —intervino Milat sin levantar la vista
de sus uñas—. Se las han encontrado en un carro mientras hacían un
pequeño reconocimiento para la caza de esta noche. Creen que los hombres
que nos atacaron debieron de abandonarlo durante la huida.
No era cierto. Yo estuve en ese carro. La última vez que lo había visto
estaba en la puerta de la casa de los Holz. Los soldados rusos no lo habían
abandonado en ninguna huida. Se lo llevaron. Solo Bergen y yo sabíamos
de su existencia. Entonces, ¿Bergen lo había llevado hasta las puertas de
nuestra granja? ¿Sería eso lo que había hecho toda la noche después de que
discutimos?
—Me lo ha dicho Hank —confirmó mientras movía los dedos con el
anillo de compromiso en uno de ellos—. Pensé que Bergen hablaba contigo
de esas cosas también. —Milat me sonrió con falsedad.
—De todas formas, no hay mucha carne, así que parece que la caza de
conejos de esta noche sigue en pie —intervino la señora Rivka—. Lo mejor
será disfrutar de la novedad de hoy porque mañana volveremos al estofado
de siempre.
—¿Vamos a comer pastel de patatas nosotras también? —preguntó Ami
con una amplia sonrisa.
—No, querida. Nosotras comeremos caldo aguado de patatas.
Pude ver cómo Ami se hundía en la silla mientras me ataba el delantal a
la cintura y salía hacia el comedor.
¿Por qué Bergen ha traído el carro de los rusos hasta la granja con todas
las provisiones? Para que tengamos comida, eso es obvio. Ayer le dije que
no había comida ni para ellos. Quiere comer, al igual que todos los demás.
El comedor estaba hecho un desastre. Los soldados habían dejado un
reguero de bandejas, platos y tazas sucias por toda la mesa. También en
parte del suelo. Me alegré de que ninguno de ellos estuviese ya allí.
¿Dónde estará Bergen? ¿En la habitación para descansar? ¿Habrá
dormido en otra parte? Después de lo que le dije, no me habría sorprendido
que me sacara a rastras de la habitación. ¿Cómo he sido capaz de decirle
todo eso? ¿Cómo he podido dejar que se fuese sin terminar de decirle lo que
quería?
Sentía una opresión terrible en el pecho. Bergen debía de creer que lo
odiaba. Él mismo debía de odiarme después de todas las cosas espantosas
que le había dicho. No podía dejar las cosas como estaban.
Me quité el delantal y subí la escalera a toda prisa. Entré en el cuarto sin
llamar, pero él no estaba allí. Escuché por la ventana el ruido de los
soldados afuera. Bajé y salí por el cuarto de lavado hacia el patio de atrás.
Egbert y Carsten conversaban animadamente mientras fumaban. Tenía
entendido que quedaban pocos cigarros. De seguro, también había tabaco
entre las provisiones de los rusos. Por eso estaban tan contentos. Crucé con
disimulo por detrás de la casa, recorrí la fachada con naturalidad para no
llamar la atención mientras buscaba con la mirada a Bergen. Golder y Jens
estaban de guardia en la parte delantera. También fumaban y señalaban el
horizonte. Me dio la sensación de que hablaban del carro que había
aparecido.
¿Por qué Bergen lo había hecho? Tenía que haber sido él, ya que nadie
más conocía su existencia, pero ¿por qué? Bergen no era estúpido. Debía de
saber muy bien la curiosidad que despertaría ese carro con comida en las
inmediaciones de la granja. ¿Decir que se lo habían dejado olvidado los
rusos? ¿Entonces por qué nadie lo había visto antes? Desde el ataque, los
alemanes no se habían movido de la granja ni se habían atrevido a salir; eso
podía explicar que no lo hubiesen visto. Pero me parecía demasiado
rebuscado para que todos lo creyesen.
Volví hacia el comedor con resignación. Me crucé con Temel, que me
ignoró. Me puse de nuevo el mandil y recogí el desayuno de los soldados.
Quizá fuera mejor no haber encontrado a Bergen. Ni siquiera tenía claro
qué iba a decirle. ¿Iba a disculparme? No había mentido en nada. Sería
mejor que pensara con claridad mis palabras antes de buscarlo para hablar,
para no empeorar aún más las cosas. Eso si aún quería hablar conmigo.
Terminé de recoger el desayuno y fui hasta el cuarto de lavado para
empezar con la ropa en el más estricto silencio, mientras mi cabeza me
torturaba. Estuve lavando pantalones, camisas y chalecos durante horas para
después tenderlo todo en las cuerdas del patio trasero, donde Egbert y
Carsten seguían fumando un cigarro tras otro.
Cuando regresé a la cocina, la señorita Orli y la señora Rivka ya tenían
preparada toda la comida, incluido el caldo de patatas que íbamos a comer
nosotras. Ayudé a llevar las bandejas al comedor mientras los primeros
soldados aparecían para comer. Helmut, Egbert, Alger, Hank. Intenté servir
lo más despacio que pude. Esperaba ver aparecer a Bergen. Cuando le di la
bandeja de comida a Helmut me pareció que estaba más serio que lo
habitual. Los demás soldados comenzaban a comer y conversaban como de
costumbre, pero Helmut, no. Tenía los codos apoyados sobre la mesa, las
manos juntas y la barbilla contra las manos. Miraba en silencio a cada uno
de una forma extraña.
Le entregué la última bandeja a Hank, que me miró con su usual
desprecio, y salí lentamente del comedor sin que Bergen apareciese.
Tomé de mala gana mi cuenco y me senté en la cocina para beberlo
mientras miraba cómo las demás también lo hacían. Ya era mediodía y no
había sido capaz de arreglar las cosas con Bergen. Ni siquiera sabía cómo
iba a hacerlo. Terminé de comer, me levanté para llevar mi cuenco hasta la
pila de lavado y miré de reojo las bolsas de patatas.
—¿Qué van a hacer de cenar? —Se me había ocurrido una idea.
—¿Para nosotras? Lo mismo que hemos almorzado —dijo la señora
Rivka con una triste sonrisa.
—No, me refiero para los soldados. ¿Qué van a hacer de cenar?
—Ah. —Pareció desconcertada por mi pregunta—. No sé. Supongo que
haremos algo con las patatas, para aprovecharlas antes de que se estropeen
más.
—¿Saben hacer Kartoffelsuppe?
La señorita Orli y la señora Rivka se miraron antes de volver a mirarme.
—No.
—Yo sí. No lo he hecho nunca, pero sí lo he probado —dijo la señora
Rivka—. Es un guiso de patatas alemán. Podría ser buena solución para
darles algo diferente para cenar.
La idea de subir al cuarto de Bergen con una bandeja en mi mano del
plato que me había dicho que le gustaría volver a comer me pareció una
forma estupenda de aliviar la tensión entre nosotros y crear el clima
perfecto para hablar de mis sentimientos.
—¿Tenemos todos los ingredientes?
—Sé que hay muchas variantes con respecto a las verduras, pero
intentaremos hacer algo —dijo la señora Rivka—. Creo que hay zanahorias
y cebollas entre las cosas que han traído.
—Aprovecharemos todas las verduras que tengamos —dijo la señorita
Orli.
—Se espesa con mendrugos de pan, por lo que tampoco tendremos
problemas con eso.
Sonreí a la señora Rivka, me até el mandil mientras me preparaba para
aprender a cocinar Kartoffelsuppe.
***

Estaba bastante más rica de lo que me esperaba. La sopa de patatas y


verduras que fuimos capaces de sacar con los condimentos que poseíamos
tenía una textura y un sabor muy agradables. Deseé con todas mis fuerzas
que se pareciese en algo a la Kartoffelsuppe que Bergen conocía, de modo
que se diese cuenta de que lo había hecho solo porque él había dicho que le
gustaría tomar una.
Coloqué dos platos llenos sobre la bandeja de la cena y dejé el mandil en
su sitio mientras la señora Rivka y la señorita Orli llevaban las bandejas
hacia el comedor. Agarré la bandeja y salí al pasillo, donde, al cruzar por la
entrada, vi de nuevo mi reflejo en el maldito espejo que adornaba el
recibidor. Volví sobre mis pasos y me metí en la cuarto de lavado. Agarré
un vestido limpio verde con flores amarillas y me lo puse. Tenía mangas y
la cintura mucho más marcada, que se me ceñía al cuerpo. No era mío, sino
de Temel, por lo que no me quedaba muy grande. Me resultaba curioso que
me quedase mejor la ropa de una niña de catorce años, que la de las adultas.
Como único detalle podía decir que la falda, que a Temel le quedaba larga,
a mí me llegaba por encima de la rodilla. Bastante por encima de la rodilla.
Algo escandaloso. Incluso con las medias que me cubrían las piernas, me
parecía estar haciendo algo prohibido. Lo ignoré por completo. Necesitaba
sentirme así, necesitaba que el diablo notase que había algo diferente en mí,
que me ayudara a decirle lo que tanto deseaba decir y no me atrevía. Si iba
a subir a la habitación a declararme, necesitaba sentirme más mujer adulta
que nunca.
Milat se había puesto la noche anterior un vestido espectacular que la
hacía parecer una estrella de cine. Tenía una confianza en su cuerpo y su
aspecto que me hacía morir de envidia. No me iba a pasar nada porque la
falda de mi vestido fuese unos dedos más corta de lo que estaba bien visto.
Me metí las manos en el pelo para peinar aquel corte horrible que me hacía
parecer un chico mientras me temblaban los dedos. Deseaba y a la vez no
deseaba hacerlo.
¿Qué dirá Bergen si le digo lo que siento por él? ¿Qué siento por él?
¿Qué le voy a decir? ¿Me gustas? ¿Voy a decirle que me gusta como
hombre? ¿Qué pasa si estoy equivocada y él no siente lo mismo por mí? Me
ha salvado la vida un millón de veces, ha dicho que le arrancaría los brazos
a quien tratase de hacerme daño… Debo confiar en él. Debo confiar en mí
misma.
Mi corazón no podía dejar de pensar en él. De sentir cosas que jamás
hubiese imaginado que sentiría. Pero mi mente era otra historia, necesitaba
separar al monstruo del hombre en mi cabeza. Necesitaba dejar de verlo
como al diablo de mis pesadillas. Me resultaban sentimientos tan complejos
que ni yo era capaz de comprenderlos.
Tomé la bandeja y subí sin vacilar hacia su cuarto. Temblaba como un
flan. Tenía la respiración completamente alterada cuando llame a la puerta y
entré en la habitación. La chimenea encendida era la única luz. No había
rastro de Bergen. Entré y dejé la bandeja sobre el escritorio. Pasé al
vestidor, pero no había nadie.
Quizás aún sea pronto para la cena.
Me senté en un rincón, nerviosa, mientras miraba la chimenea. Tomé uno
de los libros de la señorita Orli para distraerme y pensar en otra cosa,
cuando vi un dibujo de una boca y recordé que la señorita Orli tenía
guardadas algunas pinturas en el vestidor.
¿Es demasiado osado pintarme los labios? ¿Le agradará verme con los
labios rosados? ¿O le pareceré una payasa de circo?
Me levanté y fui a buscarlas al vestidor. No recordaba dónde estaban,
pero sabía que la señorita Orli tenía una bolsita de flores con un par de
pintalabios y sombras. Supuse que los alemanes no se lo habían llevado en
el saqueo. Después de todo, ¿para qué iban a querer algo así? Abrí varios
cajones. Me subí a lo alto de uno de los muebles para mirar en los estantes
de encima. Incluso miré en el zapatero, entre los zapatos de Bergen a ver si
se había caído por alguna parte, pero no aparecía. Quizá la habrían tirado a
la basura.
Los zapatos de Bergen. Suspiré al pasar la mano por encima de unos
marrones, que debían de haber sido de alguno de los judíos que habían
vivido con nosotros antes de que ellos llegasen. ¿De Otto; de Jefté? No
recordaba quién tenía el pie tan grande como el diablo. Abrí el segundo
cajón de zapatos, pero no había nada. Solo un machete. Tal y como me
había dicho Bergen, había un machete enorme dentro, listo para usarlo en el
caso de que yo quisiese. Cerré el cajón rápidamente.
Alcé la vista y me detuve en las camisas. La mayoría eran blancas. Lo
favorecían. Aquel color le daba luminosidad a la cara y le resaltaba aún más
los ojos, aunque dudaba mucho de que lo hiciese por eso. Bergen se
comportaba como un engreído extraño. Sabía a la perfección lo guapo que
era, por eso no le preocupaba lo más mínimo serlo. Escuché la puerta del
cuarto y salí a la habitación. Me crucé con él que pasó hacia el vestidor sin
mirarme. Giré hacia donde estaba, nerviosa, junté mis manos sin saber qué
hacer ni decir.
Tenía el uniforme alemán, a excepción de la chaqueta, las botas y la
gorra, que al parecer había vuelto a buscar.
—¿Va a salir a cazar conejos?
Fue una pregunta obvia, pero la hice con la esperanza de que me mirase.
No tenía idea de cómo ponerme para que se destacara el vestido que dejaría
ver mis rodillas si no hubiese sido por las medias. Apoyé la mano
torpemente sobre el marco de la puerta del vestidor, a punto de caerme. Él
asintió de forma tajante sin alzar la cabeza mientras se ponía las botas. No
sabía qué decir.
—Todos hablan del carro con comida —susurré con cautela. Quería
empezar la conversación de la forma más natural posible—. ¿Por qué lo ha
puesto ahí?
—No es asunto tuyo —dijo al terminar de atarse las botas para tomar la
chaqueta y salir a la habitación, sin mirarme.
Volví a girar sobre mí misma para estar de cara a él. No funcionaba.
Tenía que ser mucho más directa si quería captar su atención.
—¿Tiene hambre? Porque he traído…
Se marchó con un portazo sin darme la oportunidad de terminar la frase.
Me dejó con el brazo estirado que señalaba la cena. Me sentí una completa
idiota.
Tampoco volvió aquella noche a la habitación. Lo esperé sentada sobre
la alfombra con la vista fija en la puerta. Estuve atenta al ruido de la planta
inferior cuando se escucharon los soldados volver con los conejos. Pero
cuando el ruido terminó, con los pasos de los alemanes hacia las
habitaciones, Bergen no apareció.
¿Qué espero de él? ¿Qué pensé que iba a hacer? Ni siquiera me ha
mirado. Y puede que nunca vuelva a pasar.
***

Pasaron dos días enteros sin que Bergen apareciese por la habitación. Al
menos, cuando yo estaba allí. Lo vi de pasada el primer día, en el comedor,
con otra ropa, por lo que supuse que se había cambiado mientras yo no
estaba. No me dirigió la mirada ni una sola vez. Ni siquiera cuando entré a
agarrar uno de los cubiertos para cruzarme cara a cara con él.
Por las noches, subía la bandeja con dos platos de comida con la
esperanza de que apareciese, aunque solo fuese para retarme y decirme que
no podía volver a comer, pero ninguna de las dos cosas sucedió. Me lo
merecía. Sabía cierta y dolorosamente que me lo merecía.
Él me había tratado mal en un principio, pero su actitud había cambiado
con el avance de nuestra relación. Yo no. Yo no había dejado de decirle que
lo odiaba. No había sido capaz de dejar el resentimiento atrás. Por eso, mis
nuevos sentimientos no podían aflorar. Seguí anclada en verlo como a un
monstruo hasta que se cansó de mí. Si no hubiese sentido nada por él, eso
habría sido lo ideal: que me dejase en paz y que se olvidase de mí. Pero yo
sí sentía algo por él. Algo tan extraño y tan fuerte a la vez que su
indiferencia me apuñalaba el corazón.
¿A quién quería engañar? Él no iba a fijarse en mí. No de verdad. No
como a una mujer de la que pudiese enamorarse. Nunca creí que lo que
decían Temel y la señorita Orli sobre los sentimientos de Bergen fuera
cierto. Sí tenía que admitir que había algo, pero siempre tuve miedo de que
fuera un capricho, de que no fuera verdadera atracción, sino un antojo, algo
divertido para pasar el rato. Dado que se había desvanecido tan pronto, mis
miedos no debían de estar equivocados. Quizá solo había querido ver a la
judía que lo odiaba caer rendida a sus pies, aunque ahora, que creía que no
lo lograría, no necesitaba volver a prestarme atención.
***

El tercer día lo puedo describir como uno de los días claves de mi vida.
Es extraño, porque empezó como cualquier otro con la salida del sol en
hora y con cada cosa en el lugar de siempre.
Bajé la escalera deslizando los dedos por el pasamano, pensativa. Desde
lo ocurrido con Bergen sentía una profunda tristeza a lo largo de todo el día.
En la cocina, la señorita Orli y la señora Rivka estaban en problemas para
repartir la carne entre los soldados.
—Creía que entre lo que había en el carro y la caza de conejos
estábamos mejor. —Miré el armario donde guardábamos las conservas.
—¿Qué conejos? Apenas trajeron algo esos necios —replicó la señorita
Orli, furiosa—. Se creen que los conejos van a salir de la madriguera a la
hora que ellos digan y que se van a acercar a la granja para que ellos no
tengan que alejarse.
—Pero ¿no van a salir esta noche también, Marie? —preguntó la señora
Rivka.
—Eso creo. Me han pedido que les indique dónde puede haber más
madrigueras. Les he ampliado el cerco que señalé alrededor de la granja.
—Entonces ya está. Confiemos en que esta noche tendrán más suerte y
traerán carne. Mientras tanto vamos a tirar con las conservas.
—Si no las usamos de guarnición con algo más, en menos de una
semana volveremos a estar en lo mismo que ahora.
—En una semana quién sabe dónde estaremos —replicó la señora Rivka
—. Trae las conservas.
Me aparté y miré la situación desde un segundo plano, cruzada de
brazos. Las dos tenían parte de razón. Los soldados no entendían bien la
palabra “racionamiento”. Los platos siempre iban demasiado llenos.
Además, un día dejaban comida y, al siguiente, exigían que se les sirviese
más.
Supongo que cuando robas todo lo que tienen los otros, no estás
acostumbrado a administrarte o a siquiera pensar que te pueda faltar algo a
ti.
Ayudé a la señorita Orli con una leve sonrisa, a pesar de las tensiones
entre nosotras. Me sentía completamente aislada del resto de los seres
humanos. La señorita Orli y Temel, que habían sido mis dos grandes apoyos
en la granja, de pronto se habían convertido en dos extrañas. En ese
momento, ninguna de las dos podía sostenerme la mirada. Ninguna de las
dos quería verme o hablar. Me daba la sensación de que llevaba días sin
dirigirle la palabra a nadie para decir algo que valiese la pena.
Tomé mi cuenco de comida en cuanto pude y me fui al cuarto de lavado
para terminármelo lo antes posible, dejarlo a un lado, y empezar a lavar la
ropa.
Lavé varias bolsas casi vacías. Me dediqué a la más grande, que contenía
las sábanas y ropas del soldado herido. Normalmente, tenían que cambiar
las sábanas varias veces al día. Desprendían un hedor bastante desagradable
que hacía difícil lavarlas a mano. Procuraba frotarme bien con jabón al
terminar para asegurarme de no contraer ninguna infección.
Acabé de enjuagar dos juegos de sábanas y salí a tenderlos, cuando, al
pasar por la puerta, me choqué con Milat, que estaba de paseo con Ami. Fue
culpa mía. Estaba distraída y no la vi. Estaba tan absorta que el barreño con
la ropa se balanceó y le cayeron unas gotas de agua en los pies. El agua
estaba limpia y la cantidad fue mínima, pero a Milat no le importó.
—Eres una completa idiota —me gritó—. ¿Estás ciega?
No valía la pena discutir con ella ni rebajarme a su nivel. Me limité a
hacer un gesto de indiferencia.
—No te he visto.
Tenía toda la intención de girar para seguir con mi tarea, pero ella se
puso delante de mí con ojos encendidos al ver mi reacción. Le encantaban
las situaciones en las que podía humillar a alguien, más cuando tenía algún
miembro de su familia de público. Vi de reojo que Temel se asomaba por
uno de los caminos del patio y se detenía para observar la escena.
—¿No me has visto? —dijo con un histriónico tono de voz—. Por
supuesto que me has visto, lo hiciste adrede.
Tenía cosas mucho más importantes que hacer antes que pelearme con
esa imbécil y no estaba de humor. Si Milat me hubiese conocido mejor, se
habría dado cuenta de que mi estado era el de saltar al cuello de quien me
molestase. Dio una zancada hacia mí, metió la mano dentro del barreño,
tomó las sábanas limpias y las estampó contra el barro que había junto al
empedrado. De un solo movimiento arruinó el trabajo de horas.
—Así aprenderás a mirar por dónde vas, estúpida.
Me dio la espalda muy pagada de sí misma henchida de orgullo como un
pavo real que muestra sus plumas delante de su hermana. Entonces tomé el
barreño con las dos manos y le lancé el agua que había por encima de la
cabeza.
Milat me miró con incredulidad, empapada de arriba abajo, con un
bufido mientras Ami daba un paso atrás, asustada. E hizo bien en hacerlo,
porque en menos de dos segundos, Milat y yo estábamos de los pelos.
Todo el sufrimiento y la tristeza de los días anteriores salió de mi cuerpo
en forma de agresividad cegadora que solo quería arrancarle la cabeza a
Milat Becker. Cerré los puños sobre sus cabellos y tiré con fuerza. La
arrastré de izquierda a derecha mientras ella intentaba hacer lo mismo
conmigo. Parecíamos dos leonas dándonos zarpazos en la cara,
empujándonos y maldiciéndonos. No fui consciente de nuestros gritos hasta
que vi a dos soldados que se acercaban desde la parte delantera a ver qué
ocurría. Entonces nos apartamos rápidamente.
A pesar del odio que nos teníamos, los soldados representaban un peligro
real mucho más allá del daño que nosotras podíamos hacernos. Egbert y
Carsten se aproximaron mientras se reían al vernos. Les había parecido
divertido.
Decidí no armar más barullo y seguir con mis tareas. Recogí la ropa del
suelo y la eché en el barreño para regresar al cuarto de lavado. Tenía que
empezar de nuevo. Milat se agarró del brazo de Ami y continuó el paseo.
Pero antes de que desapareciese, nos dedicamos una última mirada de odio.
Cuando me senté en el suelo a solas, agradecí la aparición de los
soldados. No tenía la intención de pelearme con Milat. Ni en ese momento
ni nunca; mucho menos llegar a una agresión física. Debía de tener más
paciencia con ella y dejarla salirse con la suya en las pequeñas tonterías que
parecían importarle tanto. La guerra interna que habíamos creado no iba a
favorecernos a ninguna de las dos, menos en la circunstancia en la que
estábamos. Sería mejor que no volviese a encontrarme con Milat por unos
días hasta que nuestros temperamentos se enfriasen.
Al llegar la noche, la tercera desde la última vez que Bergen y yo
hablamos, tomé la bandeja con la comida y subí a la habitación. Dejé los
platos sobre el escritorio y me senté sobre la alfombra mientras miraba la
chimenea apagada en la oscuridad y escuchaba el ruido de las botas de los
soldados que salían de la granja para irse de caza: el ruido de la vida fuera
de aquella habitación.
Me sentía vacía y sola. Llevaba tres días como un fantasma por la casa,
como un pajarito perdido incapaz de encontrar un lugar seguro donde hacer
su nido. ¿Me sentía tan sola antes de Bergen? ¿Sentía esa amargura en el
pecho antes de conocerlo? No podía recordarlo. No podía recordar mi vida
antes de él.
Sin embargo, me acordaba claramente de cada momento compartido con
él. Nuestras conversaciones. Nuestras miradas. Nuestro beso. Aquel
maravilloso momento en el granero que nunca pensé que podía vivir.
¿Qué tengo que hacer? ¿Olvidarlo todo? ¿Hacer como si no hubiese
pasado? No puedo hacer eso. Entonces ¿solo me queda sufrir? Si eso es lo
que se significa tener sentimientos por otra persona, el amor es una basura.
Al menos, en mi experiencia, fuese amor o lo que fuese, resultaba
desproporcionado el dolor en el pecho en comparación a cualquier otro que
hubiese experimentado antes. No quería estar sola. No quería
compadecerme.
Arrastré los pies escaleras abajo y pasé por delante del comedor para
comprobar que estaba a oscuras y con las puertas cerradas. Los soldados ya
se habían ido de caza y habían metido a la mayoría de las mujeres a dormir
allí.
—¿Qué haces aquí? —dijo la señorita Orli que bajaban con una vela por
la escalera.
—No podía dormir. ¿Y usted?
—Terminar de recoger la cena de los muchachos antes de que nos
encierren en el comedor bajo llave. Ya nos ha llamado Alger.
—¿Alger? —La seguí a la cocina.
—Sí, parece que le ha tocado la guardia.
Me senté sobre la mesa pensativa mientras la señorita Orli lavaba los
últimos platos sucios.
—He oído que pasó algo con Milat esta tarde. No sé qué te ocurre. No
soy capaz de reconocerte cuando te miro.
Esa frase dolía, sobre todo porque tampoco yo era capaz de
reconocerme.
—Basta de tonterías, Eva. Estamos en una situación en la que nos
jugamos la vida cada segundo que pasa, y no creo que te comportes de
acuerdo a las circunstancias.
No sabía muy bien qué contestarle cuando Alger entró en la cocina.
—A ver, tú. —Se dirigió a la señorita Orli—. Al comedor ya a dormir.
Hoy me toca a mí hacer de puta niñera.
Ella soltó el plato que tenía en la mano y salió de la cocina, mientras me
miraba con preocupación. Lo mejor sería que volviese a la habitación de
Bergen.
—Tú, no, tranquila —me dijo Alger con una sonrisa—. Ya sé que la
princesita tiene permiso para hacer lo que quiera. Por cierto, si ves a la
mocosa que siempre te sigue, dile que pienso pegarle un tiro en cuanto me
la cruce. Es la única que siempre falta a dormir, y ya me está cansando.
Se refería a Temel. En el último tiempo, la actitud de mi amiga frente a
las normas impuestas se había vuelto bastante despreocupada. No acudía a
dormir con las demás ni a los recuentos. Los soldados habían hecho la vista
gorda porque creo que a ninguno le importaba en absoluto, pero solo sería
cuestión de tiempo para que alguno con mal humor le hiciese daño. Vi con
alivio que Alger se iba detrás de la señorita Orli para encerrarla en el
comedor. Iba a salir yo también para ir al cuarto cuando Milat apareció
hecha una furia.
—¿Cómo te has atrevido a quitármelo? Eres una ladrona envidiosa.
—¿De qué estás hablando?
—El anillo —dijo Milat al mostrarme la mano. No lo tenía puesto—. Me
has robado el anillo que Hank me había regalado.
—¿El anillo de Fritz? ¿Mi anillo de compromiso?
—¡No es tuyo! Hank me lo había dado. Ahora me pertenece, así que
devuélvemelo inmediatamente.
—Milat, no sé de qué hablas. Yo no agarré nada —dije—. Tú sabrás
dónde lo has puesto.
—¿Qué putas voces son esas? —dijo Alger al entrar en la cocina. Las
dos bajamos la cabeza.
—Perdón, señor —dijo Milat con un hilo de voz, mientas ponía su mejor
cara de borrego a medio morir—. No pretendía molestar a nadie. Sucede
que Eva me ha robado algo de mi propiedad y le pedía que me lo
devolviese. El hurto me parece que no es algo que se deba consentir.
No solté un grito porque Alger me habría pegado un tiro por hacer ruido.
¿Cómo podía Milat acusarme delante de un soldado alemán? No tenía que
meterlos a ellos. Eran peligrosos, no se comportaban como personas con las
que razonar.
—Conque tenemos una puta ladrona por aquí —me dijo Alger. Intentó
poner cara de enfado, pero se notó que estaba encantado con la situación.
—No, el anillo me lo dio mi prometido, pero yo no lo he tomado de
nuevo —dije confundida ante la mirada acusadora de los dos—. Ella debe
de haberlo perdido o puesto en algún sitio del que no se acuerda.
—¿Cómo un anillo? ¿Qué anillo?
—Temel acaba de decirme que te ha visto con él esta tarde —dijo Milat
—. ¿Lo tomaste después de agredirme en el patio?
—Eso no es verdad.
Temel sería incapaz de decir nada que pudiese perjudicarme, menos
semejante mentira.
—Ella no te ha dicho eso.
—Por supuesto que sí. Acaba de estar en mi habitación y me ha dicho
que lo escondiste en tu delantal.
—Entonces que venga Temel y me lo repita en la cara —dije con
absoluta seguridad.
Alger permanecía de brazos cruzados. Desviaba la mirada de una a otra
con una inusitada paciencia.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que la traiga de una oreja? Acaba de
decírmelo y se ha ido quién sabe adónde —dijo Milat molesta—. Lo
importante es que me lo ha dicho.
Sonreí con sarcasmo. Por supuesto que Temel no iba a aparecer para
refrendar las acusaciones de Milat porque, sencillamente, no eran ciertas, no
le había dicho semejante mentira.
—¿Todavía te ríes? —dijo Milat con superioridad—. Entonces, si miro
en tu mandil, ¿no va estar ahí?
—¿Qué dices a eso? —intervino Alger—. ¿Está en tu mandil?
Antes de que ella se acercara y me metiera la mano en el bolsillo, yo
sabía que el anillo iba a estar ahí. Milat me había tendido una trampa. Alger
le quitó la joya de las manos en cuanto la sacó.
—¿Hank te ha dado esto? —Lo examinó unos segundos y se volvió
hacia mí—. ¿Y qué tienes que decir? ¿Por qué estaba ahí?
—No he sido yo —dije asustada. Todo se trataba de farsa contra mí—.
Yo no lo he tomado, no sé qué hace en mi mandil.
—¿Qué mierda pasa aquí? —dijo Helmut al entrar con las manos
ligeramente manchadas de sangre. De seguro, había estado curando al
soldado herido.
—Acabo de encontrar a esta judía robando —dijo Alger mientras me
señalaba.
No era cierto. Nadie me había visto robar nada. Milat lo estaba
inventando.
—Yo no he robado nada —casi grité, aunque ninguno pareció
escucharme.
—Córtale una mano y dejen de hacer ruido —dijo Helmut al que parecía
no importarle mucho.
—Es la zorra de Bergen.
Ante eso se detuvo. Helmut se pasó el brazo por la frente.
—¿Estás seguro?
—Sí. Incluso la acusan las propias judías.
Quise volver a intervenir, pero no me atreví. Estaba segura de que solo
empeoraría las cosas. ¿Qué podía decir para que me creyeran?
—Entonces Bergen tendrá que buscarse otra —dijo y me miró enfadado.
Para aquel soldado yo no era más que un dolor de cabeza—. A ver si, de
paso, consigue una más guapa.
—No quiero problemas con Bergen —dijo Alger, que alzaba las manos
como en señal de paz—. Si le hago algo a esta zorra es bajo tu
responsabilidad.
—¿Qué mierda quieres hacer? Ya tengo bastantes problemas como para
sumar uno tan estúpido. Solo es una judía. —Pensó unos segundos—. Ha
robado, ¿no? Córtale solo un par de dedos. Yo hablaré con Bergen cuando
vuelva.
—Tú mandas.
—Ah, no se te ocurra hacerlo por aquí. Estoy harto de ver sangre por
todas partes —dijo Helmut al salir.
Escuchaba lo que decían como si se tratase de una película de terror ante
mis ojos, cuando oí que Milat intervenía.
—En el granero quedan algunas herramientas.
—Bien. Tú vete para arriba a la habitación y no salgas de ahí.
¿Entendido? —dijo Alger ante la sonrisa de Milat, que se marchó de la
cocina satisfecha con lo que acababa de hacer.
El soldado se volvió hacia mí. Entré en absoluto pánico. No sabía qué
hacer ni qué decir. Y Bergen no estaba. No estaba. Alger tomó el candil que
iluminaba la cocina con una mano y me agarró del brazo con la otra. Me
empujaba fuera de la casa ante mis inútiles intentos de soltarme mientras yo
decía una y otra vez que no era una ladrona.
—Por favor, no hice nada, no tomé nada. Se lo juro.
—¿Quieres que también te corte la lengua para que te calles? —dijo
camino al granero.
Miré hacia un lado y al otro en un intento desesperado de ver a alguien
que pudiese ayudarme, pero todo estaba muy oscuro. Apenas podía ver el
camino.
Hice un intento por soltarme cuando abrió la puerta del granero, pero me
agarró del pelo y me arrastró adentro. Parecía una pesadilla horrible en la
que Alger me iba a amputar varios dedos. Me eché a llorar mientras él
dejaba el candil sobre el heno y me pegaba un empujón hasta tirarme al
suelo.
—Tú y yo tenemos una cuenta pendiente. —Se acercó a la pared donde
había varias herramientas colgadas y agarró una hoz.
Me puse de pie mientras me tocaba el pelo, dolorida. Me había tirado
con fuerza, hasta arrancarme varios cabellos. Miré hacia las dos salidas del
granero. Estaban demasiado lejos.
—Hace unos días, dijiste que querías darte un baño. —Dio un paso hacia
mí con la hoz en la mano—. Yo fui al baño a esperarte. Pero no apareciste,
¿recuerdas?
Me crucé de brazos en un vano intento por sentirme protegida. Habría
sido inútil intentar salir corriendo, no podría dar un solo paso sin que me
alcanzase. No tenía ni idea de qué hacer.
—Yo no he robado nada. Se lo juro —sollocé—. Pregúntele a Temel. Le
puedo asegurar que no es cierto lo que ha dicho Milat. La misma Temel se
lo dirá.
—Te esperé como un idiota. —Ni siquiera me escuchaba—. ¿Por qué no
fuiste a bañarte?
Porque lo estaba engañando para que saliese. Para robar morfina del
cuarto del herido. Para dársela a Bergen que la necesitaba. Pero eso no lo
sabes, no te has dado cuenta.
—Hagamos una cosa. —Puso la hoz por delante, tan cerca que me rozó
la pierna—. Depende de cómo te portes ahora, puedo cortarte un par de
dedos o toda la mano. —Di un paso atrás para apartarme de la hoz—. ¿Qué
me dices? —Me choqué contra una pila de heno a mis espaldas—. Yo no
me alejaría, ¿o quieres que te corte el brazo entero?
—Le han ordenado que me corte dos dedos. —No sé de dónde saqué el
valor para decir aquello, pero lo dije.
Estaba harta. Harta de los abusos y de las agresiones. Harta de ser el
blanco de ese soldado. Dado que aquel malnacido iba a cortarme los dedos
sin importar lo que hiciese, no pensaba permitir ningún acercamiento sin
defenderme.
—Ya, pero ¿sabes una cosa? Las órdenes luego pueden variar al llevarse
a la práctica. Yo iba a cortarte dos dedos, pero tú moviste el brazo y te corté
sin querer la mano. Son cosas que pasan. —Se encogió de hombros con una
sonrisa y pasó la hoz de una mano a otra—. No sé, niña. Perder una mano
así porque sí, cuando podemos llegar a un acuerdo.
Prefiero perder la mano a que me toques.
Aquella frase era terrible y dolorosamente difícil de pensar; más aún de
asumir. Resultaba muy fácil decirla a la ligera en cualquier momento de la
vida, cuando no se tenía que poner la mano en ese mismo instante. En la
realidad que vivía, a pesar de todo, prefería perder la mano antes que ceder.
Necesité unos segundos para asimilarlo.
—Déjeme en paz —susurré asqueada.
Alger hizo un amague para asustarme por lo que me volví dispuesta a
salir corriendo. Él me agarró del cuello y aplastó mi cara mientras me
mostraba la hoz, amenazante.
—Elegimos la mano entonces —dijo sin perder la sonrisa. Lo hacía con
tanta potencia que me costaba respirar.
Me preguntaba horrorizada qué mano me cortaría y cómo sería perderla.
—¿Qué se supone que hacen?
¡Bergen! Bergen estaba entrando en el granero, vestido con el uniforme
alemán de la cabeza a los pies, gorra incluida. Llevaba el fusil con el cañón
hacia el suelo. Di las gracias por que fuese el hombre más oportuno del
mundo.
—¿Qué haces aquí? —dijo Alger con cierto nerviosismo en la voz sin
aflojar la presión en mi cuello—. Se supone que están cazando conejos.
Intenté alzar un poco más la cabeza para ver mejor a Bergen mientras él
se metía entre el heno para acercarse, cuando me pareció ver que algo se
movía en la puerta del fondo por la que había entrado el diablo. ¿Había
alguien más?
—¿Qué hacen? —repitió. Todavía no me había mirado ni una sola vez.
¿Había llegado a tanto su indiferencia hacia mí que ni siquiera le importaba
que me hiciesen daño?
—Ah, sí, lo siento. Hemos agarrado a esta zorra robando, por lo que
Helmut me ha dicho que le corte un par de dedos —dijo Alger que buscaba
la complicidad de Bergen—. De hecho, pensamos cortarle una mano, pero
no sabíamos si no te cabrearías mucho.
Alger soltó una risita en un intento por relajar el ambiente, pero Bergen
permaneció con el mismo semblante, indescifrablemente tranquilo.
—¿Y qué ha robado? Le he dado permiso para tomar la comida que
quiera.
—No, no ha sido comida. Le ha robado un anillo a otra de las mujeres —
dijo como si fuese un fastidio—. Al parecer era un anillo que le había dado
su prometido o no sé qué mierda. Sin embargo, Hank se lo había dado a la
otra, a la que está buena, y a esta no se le ha ocurrido otra cosa que
robárselo.
Ahora sí Bergen me miró. Alzó las cejas por un momento para trazar con
la boca una sonrisa llena de sarcasmo y frialdad. Quise decir algo, pero, al
sentir que me movía, Alger me dio un apretón con un movimiento brusco y
me hizo daño en el cuello. Además, nada pude decir cuando miré al diablo a
los ojos. Le había creído. Había creído lo que el otro le acababa de decir.
Después de todo lo que había pasado entre nosotros, ¿de verdad creía que
era una ladrona sin molestarse en preguntar?
—Entonces está dicho todo. Más si lo ha ordenado Helmut. Dame la hoz
para que le corte la mano —dijo Bergen.
Dame la hoz para que le corte la mano.
Una vez, cuando era niña, jugaba a las escondidas con otros niños en una
fiesta. Estábamos en un patio enorme que daba al bosque. Recuerdo que
corrí a esconderme por detrás de la cerca y me agaché junto a unos arbustos
para que no me viesen cuando escuché el maullido de un gatito. Me
incorporé un poco en mi sitio para inclinarme hacia las ramas y meter la
cabeza con la esperanza de ver al adorable dueño de aquel sonido cuando vi
que la tierra estaba manchada de sangre. Me incliné un poco más, asustada,
para ver un claro donde había una camada de gatitos con su mamá gata.
Pero no se trataba de una imagen adorable. La madre se estaba comiendo a
las crías. Algunas de ellas, a medio devorar, maullaban adoloridas. Pegué
un grito y di un salto para alejarme de esa imagen absolutamente aterradora
y cruel. ¿Por qué la mamá hacía eso? Por muchas explicaciones que me dio
la señorita Orli, no lo entendí. Lloré durante semanas al imaginar el
sufrimiento ante una muerte tan horrible, sobre todo porque ese dolor venía
del ser en el que más confiaban. Es lo mismo que sentí cuando escuché
decir a Bergen que él me cortaría la mano. Me destrozó el alma.
Dejé de hacer fuerza. Todas mis energías se repartieron entre mi llanto y
mi dolor. Bergen había dado un paso hacia Alger, para acortar la distancia.
Extendía la mano izquierda para que le diese la hoz mientras con la derecha
sostenía el fusil. Vi de refilón cómo Alger levantaba la guadaña y estiraba el
brazo hacia Bergen, cuando de un momento a otro, pegó un salto atrás, me
soltó el cuello para agarrarme del pelo y me puso por delante, entre ellos,
justo cuando el diablo alzaba el fusil y le apuntaba a la cabeza.
—No ibas a cortarle la mano —dijo Alger casi en shock—. ¡No ibas a
cortarle la mano a esta zorra! Me mentías. —Mientras hablaba empezó a
temblar sin dejar de sujetarme. Yo miraba atónita a Bergen apuntarle.
—Suéltala ahora mismo o te vuelo la cabeza —dijo el diablo furioso.
Me quedé tan en shock como el propio Alger. Bergen tenía que dejar de
hacer esas cosas o me daría un infarto. No me acostumbraba a que estuviese
siempre de mi parte.
—¿Qué mierda ibas a hacer con la hoz? —gritó Alger tan fuera de sí que
escupió en mi cuello por el énfasis con el que hablaba—. ¿Ahora me
amenazas con un arma? ¿A mí? ¿A un miembro de la Gestapo? ¿Me
amenazas por una judía? ¿Qué te pasa?
—Dije que la sueltes o te reviento la cabeza.
Alger lanzó un grito de cólera, y sentí cómo negaba tras de mí.
—¿Crees que soy idiota? Me amenazas por una judía. ¡Por una judía! No
puedes explicarle esto a nadie. No puedes dejar que esto lo sepa nadie. En
cuanto la suelte tienes que matarme para que no se lo diga a los demás. —
Había enloquecido—. Para que no le diga a nadie que eres capaz de
amenazar a uno de los tuyos por esta judía.
Bergen soltó una carcajada que descolocó al otro soldado. A mí también.
La hoz temblaba delante de mi cuello.
—Deberías hablar más con los demás porque no eres tan idiota como
dicen —dijo el diablo, que parecía hasta gratamente sorprendido—. Hank
habla de ti como si fueses una mascota.
—No pienso soltarla —recalcó Alger, nervioso, más tenso que antes—.
Si te importa tanto como para jugarte tu puesto, piensa bien. Puede que yo
no sea un espía, pero te aseguro que puedo rajarle la garganta antes de que
me vueles la cabeza.
Bergen me miró mientras Alger decía esas palabras en lo que me pareció
que era otro de sus cálculos de probabilidad. Apretó los dientes, enfadado,
para volver a mirar al soldado.
Todo parecía una locura. Bergen estaba a menos de un metro de mí. Si
alzaba la mano podía rozar con mis dedos el cañón del fusil. Sin embargo,
la hoz que había en medio de los dos parecía situarnos más lejos de lo que
jamás hubiésemos estado.
—¿Qué propones que hagamos?
—¿Hacer? Yo no tengo que hacer nada —gruñó Alger—. No pienso
moverme. Helmut sabe que estoy aquí. Los demás no van a estar fuera
eternamente. Alguien aparecerá y verá que me apuntas a la cabeza por una
judía.
—Eso si no me la juego antes —dijo Bergen al acercar el dedo al gatillo.
—¿Sí? ¡Juégatela! ¡Dispara!
Alger no iba a soltarme, no estaba en sus planes. Si iba a hacer lo que
decía, en cuanto los demás apareciesen y nos viesen, Bergen y yo
estaríamos muertos. Yo por judía; él por traidor.
Llegados a ese punto, no podía pensar en otra solución. Bergen tenía que
disparar. No había marcha atrás. Aunque Alger me soltara, el diablo había
traspasado el límite de cualquier soldado nazi al alzar el arma contra un
compañero. No solo no iba a perdonárselo, sino que Alger iba a contárselo a
todo el mundo. Les diría a los demás que Bergen había intentado matarlo
por una simple judía. Nadie se lo perdonaría. Ni el hecho de que fuera un
supuesto espía lo salvaría.
—Mírala —dijo Alger al soltar mi pelo y poner la mano en mi cara
mientras me sujetaba con brusquedad sin que Bergen dejara de apuntarlo—.
Mírala bien y dile que lo último que va a ver será su sangre salpicándote la
cara. Atrévete a decírselo y dispara.
Cerré los ojos, asustada. No sabía lo que ocurriría ni la probabilidad, que
Bergen había calculado, de que Alger me cortase el cuello. La hoz estaba
demasiado cerca.
Dispara, Bergen. Dispara.
Pasó casi un minuto que se me hizo eterno, pero el diablo no disparó.
Esa vez fue Alger el que se rio sin ganas.
—¿Y entonces? ¿En serio? ¿Por esta judía? —Me metió algunos dedos
con violencia en la boca antes de agarrarme del cuello y pegarse a mí—.
¿No vas a dispararme por miedo a que le pase algo a esta puta?
—Escúchame bien, idiota —replicó Bergen, enfadado—. Me parece que
no eres consciente de que tienes un problema. Cuando los demás vengan y
me importe todo una mierda, no te voy a pegar un simple tiro. Voy a
arrancarte el cuello. ¿Quieres esperar? De acuerdo, esperemos a que los
demás se unan a la fiesta.
Miré a Bergen con lágrimas en los ojos, deseaba sin éxito que me mirase.
Habría alzado los brazos para llamarle la atención y que me viese negar con
la cabeza de haber podido.
No seas estúpido, dispárale.
—¿Y qué propones que hagamos?
—Que arreglemos esto entre nosotros —dijo Bergen—. Échala fuera del
granero. —Me señaló con la cabeza—. Tú sueltas la hoz. Yo suelto el fusil.
Y lo solucionamos cara a cara.
—Yo no pienso soltar la hoz —le contestó con recelo—. Pero ¿me
hablas en serio? ¿Te vas a enfrentar a mí por esta judía?
Alger, el más grande los soldados alemanes, con una musculatura
desproporcionada, le sacaba casi una cabeza, a pesar de la considerable
altura del diablo. ¿Acaso se había vuelto loco o qué? ¿Lo decía en serio?
—No soltaré la hoz. ¡Ni voy a soltar a esta puta! ¿Qué mierda te pasa,
Bergen?
Se hizo un silencio largo. El soldado agarró con más fuerza el mango de
la guadaña y me hizo retroceder un poco para pegarme a él. Estaba tan
nervioso que no paraba de moverse. No iba a ceder, no iba a soltar el arma.
Incluso yo, que no entendía nada sobre el comportamiento humano en una
pelea, me daba cuenta. La situación se hacía desesperante. Bergen tenía que
disparar.
—Mierda, Eva, ¿te has planteado alguna vez meterte en algún lío del que
sacarte no suponga potencialmente mi muerte? —dijo Bergen sin poder
evitar reírse mientras bajaba con lentitud el fusil ante la sorpresa de Alger y
mía. Dejó de sonreír—. Bien, no sueltes la hoz, pero sácala a ella del
granero.
—No lo dices en serio.
—Tienes mi palabra. —El diablo asintió con sinceridad—. Si sacas a la
chica del granero y dejas que se vaya, tiro el fusil. Lo desmontaré en dos.
A Alger le costaba procesar aquella información casi tanto como a mí.
Bergen se había vuelto loco, se entregaba en bandeja a que Alger lo matara
solo por salvarme. ¿Estaba pasando de verdad?
—Primero tiras el fusil y luego la saco del granero —dijo Alger, a lo que
Bergen negó con la cabeza—. Tienes mi palabra de alemán que, por lo
visto, te aseguro que vale bastante más que la tuya.
El diablo se rio con sarcasmo, asintió con la cabeza y miró el suelo por
un momento, para después alzar la vista hacia mí. Esos ojos verdes.
—Bien. Tengo que hablar delante de este idiota, así que seré breve —
dijo con resignación—. Como no siempre dispongo de toda tu atención,
espero que seas consciente de que él quedará armado y de que yo me he
bebido media botella de vodka. —Me dieron ganas de patalear como una
niña pequeña. ¿Encima estaba borracho?—. Así que quiero que corras
como nunca en tu vida. —Su mirada se volvió más profunda—. Con tu ropa
interior de gato, ¿de acuerdo?
Miré a Bergen desconcertada, escuché con atención cómo decía eso. Que
corriese lo más rápido que pudiese con mi ropa interior de gato. ¿La que me
había tirado cuando creí que había encontrado la granja de las Herzog?
Alcé las cejas. Era un juego de palabras para que Alger no comprendiese
que me decía: “¿Corre hacia la granja de las Herzog?” Bergen sonrió al
darse cuenta de que lo había entendido. “Corre hasta la granja de las Herzog
y escóndete allí”, ¿por qué me decía eso? ¿Por qué tenía que irme de la
granja? ¿Por qué él no iba a estar allí para protegerme?
A Bergen no podía pasarle nada. Él siempre ganaba. Me daba igual que
Alger fuese más grande, más fuerte o más listo como para no haberse
bebido media botella de vodka antes de pelear. A Bergen no podía ocurrirle
nada.
—No iba a volver a hablarte nunca —continuó y me sorprendió—. No
habría vuelto a dirigirte nunca la palabra. Sé que tienes razón en todo lo que
dijiste y que la culpa es mía, pero… —Se encogió de hombros a modo de
disculpa—. Pero sucede que realmente tengo el carácter del diablo.
No pudo ser más irónico. El diablo se disculpaba por ser el diablo. Ahora
sí que temblé con verdadero miedo. Bergen se despedía de mí. El segundo
en el que me di cuenta de que iba a cambiar su vida por la mía fue uno de
los más importantes en todo el tiempo que había vivido. Negué con la
cabeza, temblorosa, sin importarme Alger, la hoz, ni la mismísima muerte.
No. Mil veces no, no iba a permitir eso.
—Pero ¿de qué mierda hablan? —Alger parecía desconcertado—. ¿Qué
mierda es esto? ¿En serio? —Hizo un gesto hacia nosotros—. Bergen,
siempre supe que estabas mal de la cabeza, aunque me sorprende tu mal
gusto. —Se giró hacia mí—. Pero ¿y tú? ¡Es un nazi! ¿Tienes idea de a
cuántos de los tuyos ha matado él? Porque si te ha dicho que es un angelito
caído del cielo te ha mentido. —Pegó la boca a mi oreja—. No te imaginas
las barbaridades que le he visto hacer contra los judíos.
—Déjala ya en paz —gruñó Bergen mientras levantaba de nuevo el fusil
hacia Alger.
—¿Que la deje en paz? ¿Ahora te molesta lo que le hagamos a los
judíos? —continuó atónito—. Va a ser cierto eso de que son brujos. Dime la
verdad, ¿le pusiste un corazón a Bergen debajo del uniforme de soldado?
—Sabe perfectamente que soy un monstruo igual que tú —dijo el diablo
con resignación, sin mirarme—. Así que déjala, sácala de aquí. Arreglemos
esto entre tú y yo de una puta vez.
Fue doloroso escuchar cómo Bergen creía que para mí los demás nazis y
él eran igual de inhumanos. Me hizo más daño que cualquier herida que
Alger hubiese podido hacerme. ¿De verdad eso era único que el diablo
pensaba acerca de mis sentimientos hacia él? ¿Solo eso le había
transmitido?
Lo siguiente pasó tan deprisa que no pude reaccionar.
Alger le exigió a Bergen que tirara el fusil y volvió a acercar la hoz a mi
cuello con fuerza. Entonces el diablo rompió o dividió de alguna forma el
fusil en dos partes, y lo dejó caer al suelo. Un instante después, Alger me
agarró del pelo y me arrastró con él hasta la puerta trasera del granero, me
pegó un empujón hacia afuera y cerró en mis narices. Ni siquiera pude
hacer ni decir nada. Los dos estaban adentro. Bergen, desarmado y
borracho, había quedado frente al otro, que tenía una hoz en la mano.
¿Suponía que yo iba a correr para ponerme a salvo mientras lo dejaba
morir? ¿En qué pensaba ese idiota? ¿Cómo había sido capaz de hacer eso?
¿Cómo había podido hacer algo tan estúpido solo por salvarme? Solo por
salvar a alguien que él creía que lo consideraba un monstruo.
Bergen no podía morir. No podía permitir que le pasara nada. No sabía
cómo había ocurrido, pero él se había convertido en la persona que más me
importaba en el mundo. Más que nadie. Y no iba a dejar que le ocurriese
nada, prefería morir con él.
Aquel diablo estúpido no iba a dejarme sola nunca más. Menos si creía
que me importaba tan poco como para correr y dejarlo morir.
¿Qué hago? ¿Vuelvo a entrar? ¿Una vez adentro, qué?
Di una vuelta en el lugar, desesperada, buscaba en el suelo un palo o
algo que me sirviese de arma cuando la vi. Temel estaba agazapada entre
los arbustos pegados a la pared del granero, escondida en la oscuridad.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
Recordé la sombra fuera del granero cuando había llegado Bergen.
—Has sido tú —susurré boquiabierta al mirarle la sonrisa en el rostro.
Milat no había mentido. Había dicho la verdad, o lo que para ella era
verdad. Temel sabía que Alger estaba de guardia, tomó el anillo y lo
escondió en mi mandil. Luego le dijo a Milat que yo se lo había robado.
Sabía que los alemanes se meterían en la pelea. Y si Alger estaba de
guardia…
—Te dije que lo mataría —me susurró desde la oscuridad—. Con tu
ayuda o sin ella.
—¿Te has vuelto loca? ¿Has traído a Bergen hasta el granero para que
mate a Alger? —La respuesta a ambas preguntas era evidente—. ¿Cómo
sabías que estaríamos aquí?
—Porque Milat es más simple que una piedra. Yo le insinué que a las
ladronas como tú había que cortarles una oreja con uno de los machetes del
granero. Sugirió ella el granero, ¿verdad?
Sí, y Temel se había acercado bastante. Iban a ser dos dedos con una
hoz. Me parecía increíble que se hubiese atrevido a hacer algo así. Me llevé
las manos al pelo y me tiré de él con rabia para contenerme. Maldita niña
estúpida y el día que encontró ese maldito fusil. Me solté el pelo. ¡El fusil!
Teníamos un fusil.
Eché a correr lo más rápido que pude, atravesé el camino hasta el pozo y
me tiré encima de los arbustos. Estaba allí, tal como la señorita Orli me
había dicho. Lo agarré y corrí con todas mi fuerzas hasta el granero, al
punto de caerme varias veces. Pesaba mucho más de lo que recordaba.
Entré por la puerta principal ante la estupefacta mirada de Temel y me
deslicé por la pared en silencio mientras Bergen y Alger peleaban al fondo.
Estaban tan concentrados que ni siquiera me vieron. Mi intención era estar
lo bastante cerca como para darle el arma a Bergen en cuanto pudiese. Pero,
justo cuando llegaba a su altura, me vio y me observó como si hubiese visto
un fantasma, en una mezcla de asombro y enfado, ocasión que Alger
aprovechó para tirarlo al suelo y echarse sobre él con la hoz cerca de su
cuello. Solté un grito y levanté el fusil con torpeza hacia Alger, hasta
meterlo dentro de mi campo de tiro, o al menos eso creí. La única vez que
había disparado había sido a un lobo. Y lo había hecho sin mirar.
Nunca pensé que sería capaz de algo así cuando cerré un ojo, apunté con
el otro y llevé la mano al gatillo para apretar, pero estaba duro como una
piedra. No disparaba. Lo volví a intentar sin éxito. Estaba tan duro que no
se movía.
Alger seguía sobre Bergen, intentaba llegarle al cuello con la hoz
mientras los dos luchaban. Sacudí el arma, furiosa, le di varios golpes como
si fuese una radio que no captaba la emisora, sin ser consciente de que
habría podido dispararme en un pie. Nada. El gatillo permanecía inmóvil
como un bloque de hielo.
Así que lo giré, lo agarré por el cañón y me fui derecho hacia Alger para
sacudirlo con el arma de un golpe seco a la cabeza con todas mis fuerzas.
Surtió efecto. El soldado perdió el equilibrio y se cayó hacia un lado. Trató
de incorporarse hacia mí, miró el fusil en mis manos. Entonces Bergen
agarró una de las bolsas de heno de la cuerda que lo empaquetaba y le dio
tal golpe en el brazo que la hoz se cayó.
Tuve que dar varios pasos atrás con el arma en mis manos, para que no
me llevaran por delante. Bergen esquivó a Alger y le asestó un golpe en la
cara. Luego otro en el pecho, y otro en el hombro. De pronto, Alger lo
embistió con un empujón para quitárselo de encima y frenar los golpes.
Luego, amagó con la izquierda para darle con la derecha tal puñetazo a
Bergen que grité. El diablo tuvo que apoyar la rodilla en el suelo para que
Alger fuese tras de él. Tomé de nuevo el cañón del fusil. Fui hacia Alger
dispuesta a asestarle otro estacazo con todas mis fuerzas, cuando Bergen se
movió y esquivó al otro, giró sobre él y le acertó un puñetazo en el cuello.
Lo malo fue que en el apuro, le di el culatazo a Bergen. Ambos nos
miramos sin poder creerlo.
En ese momento, el diablo me pegó un empujón para apartarme de la
trayectoria del puño de Alger. Me caí al suelo y el fusil se me escapó de las
manos. No pude tomarlo porque tuve que rodar hacia el lado opuesto para
que no me pisaran. Pasaron por encima del fusil, agarrados por el cuello
mientras se daban golpes.
Alger le quiso pegar al diablo, que volvió a esquivarlo. Le agarró la cara
con las dos manos y le soltó un cabezazo que le hizo perder el equilibrio.
Aprovechó para darle un puñetazo en plena cabeza. Cayó al suelo, pero
alcanzó a darle una patada a Bergen en la rodilla, lo que le permitió
levantarse con rapidez. Empujó al diablo con fuerza para quitárselo de
encima y fue hasta la pared para agarrar uno de los machetes.
Miré a Bergen hecha un manojo de nervios. Él, en cambio, me miraba
con la mano estirada hacia mí. Dirigió la vista hacia el suelo para que me
percatase que tenía la hoz entre mis pies. Se la lancé por el suelo y me
arrastré hacia atrás para alejarme. En cuanto la agarró, la cara le cambió.
Tuve muy claro lo que iba a ocurrir.
El diablo, con la hoz en la mano, fue hacia Alger, que tenía el machete
en la suya. Esquivó el intento de Alger de cortarlo y, de un solo
movimiento, le cortó la mano por completo. Aparté la vista. Alger
comenzaba a chillar de dolor. De la muñeca le salía sangre como si fuese
una fuente. Cayó de rodillas frente a Bergen, que movió hábilmente la hoz
en la mano, para hacer otro movimiento rápido en la otra dirección.
Alger dejó de chillar.
Me incorporé hasta ver cómo el diablo daba unos cuantos pasos atrás,
tiraba la hoz a un lado y se echaba al suelo, exhausto, mientras el otro
soldado permanecía de rodillas con la mirada perdida, y la sangre que le
empezaba a salir de un lado del cuello. Di un par de pasos hasta estar
situada junto a Bergen, que respiraba pesadamente, cuando vi los ojos de
Alger que me miraban. No estaba muerto.
—Acabo de cortarle una de las venas yugulares, concretamente una que
lleva una cantidad de sangre importante al cerebro. Morirá en unos treinta
segundos desangrado si no le da un infarto antes —dijo Bergen mientras
cerraba los ojos con cierta despreocupación y respiraba profundamente.
Miré de nuevo a Alger, al que, de rodillas, le seguía brotando sangre y
me devolvía la mirada con los ojos llenos de odio. Emitía una especie de
gruñido en lo que supuse debía de ser un último intento de decir algo.
—Es una muerte horrible.
—Sí —dijo el diablo con una sonrisa—. Dile a la niña que entre. Seguro
que la disfruta.
Hablaba de Temel. Debía de conocerle las intenciones al llevarlo al
granero. Alger puso los ojos en blanco y cayó hacia atrás sobre un charco
de sangre, muerto.
¿Cuántas cosas terribles había hecho? ¿Cuántas veces me había atacado?
Había intentado hacerme daño en tantas ocasiones que había perdido la
cuenta. Le había deseado la muerte. Desde el ataque a la madre de Temel le
había deseado la muerte infinidad de veces. Sin embargo, no lo había
disfrutado tanto como pensé. Era una imagen horrible.
—¿Qué haces aquí? —dijo Bergen al levantarse—. ¿Por qué no has ido a
la granja de las Herzog?
Parecía enfadado y me miraba de arriba abajo. Le faltaba la gorra. Tenía
el uniforme completamente sucio y destrozado. Los brazos se le veían
llenos de cortes. Alcé mi cabeza para mirarlo. Un surco de sudor y sangre le
recorría la cara desde la ceja izquierda, donde parecía que Alger le había
asestado uno de los golpes más fuertes. Aún así, era Bergen. Aunque
estuviese destrozado, era Bergen. El chico más guapo y extraño que había
conocido nunca.
—¿Te interpones otra vez entre la ardilla y la bala? —dijo con amargo
sarcasmo—. ¿Por qué mierda no te has ido?
Le miré las manos que tanto acababan de hacer por mí, que me dolía
tener lejos, y di un paso hacia él.
¿Qué tengo miedo de decirle? ¿Por qué tanto miedo de demostrar lo que
siento a alguien que está dispuesto a dar la vida por mí?
No me atreví a mirarlo a la cara cuando me aproximé. Empecé a llorar
por la timidez que me costaba tanto superar, pero reuní todo mi valor y
contesté a la pregunta.
—Porque quiero estar junto a usted. —Mi voz sonó aguda y chillona.
Nada que ver con cómo había pensado que sería, pero al fin lo dije. Por fin
pude decir uno de mis sentimientos por él—. No soporto la idea de estar
lejos de usted —susurré mientras me pasaba una mano por el borde de los
ojos y me secaba las lágrimas—. De que no me hable, de que no vuelva a la
habitación cada noche. De que me eche del granero, aunque sea para
salvarme. Yo no me muevo de aquí sin usted. Lo que sea que ocurra, nos
pasará a los dos.
Bergen dio el paso definitivo hacia mí para que estuviésemos pegados.
Bajó la cabeza para juntar su frente a la mía y cerró los ojos mientras sus
brazos me rodeaban. Pasé los míos por debajo de sus hombros, me aferré
con fuerza a su espalda y apoyé mi cabeza sobre su pecho para oír los
latidos de su corazón.
Unos instantes antes íbamos a morir los dos en un granero sin habernos
abrazado nunca. Solo unos minutos antes, Alger tenía una hoz entre ambos.
¿Cómo había pasado Bergen de ser un desconocido a ser el peor
enemigo que había tenido nunca para después convertirse en lo que era en
ese momento? Ahora él lo era todo para mí.
Se escuchó un ruido en la oscuridad, fuera del granero, por lo que
Bergen me apartó, hasta situarme a su espalda. Dio un paso al frente y miró
la puerta.
—Será mejor que volvamos a la casa. —Agarró el fusil de Dominik—.
Aún no puedo creer que hayas usado el arma como un palo —afirmó entre
risas. Me tomó de la mano, entrelazó nuestros dedos con una naturalidad
pasmosa.
—Lo que no puedo creer es que le haya pegado a usted —dije
avergonzada mientras él tiraba de mí hacia la puerta trasera del granero.
Todavía era noche cerrada. Salimos en dirección hacia la casa, en
silencio. No se escuchaba nada que no fuese parte del bosque. Los sonidos
de la naturaleza formaban su música alrededor de nosotros.
Los soldados aún no habían vuelto de cazar, y las personas que estaban
allí continuaban dormidas. La oscuridad era casi total en cada una de las
estancias. Bergen me condujo de la mano hacia el cuarto de lavado,
cruzamos la entradita y la escalera, recorrimos el pasillo superior hasta la
habitación, donde cerró la puerta apenas entramos.
C APÍTULO 20

A cabábamos de entrar a la habitación. Iba a soltarle la mano para


tomar una vela cuando él me lo impidió. Tiró de mi brazo, volvió a pegarme
a él y atrapó mi cintura con sus manos.
Tomé aire al ser consciente de que Bergen y yo estábamos solos a
oscuras y de cómo apretó con tanta ansia nuestros cuerpos, que llegó a
levantarme unos centímetros del suelo apoyada en él. Pasión, la pasión que
tanto había soñado, la tenía él. El corazón me latía con tanta fuerza que
podía oírse en mitad de la penumbra.
Las manos de Bergen me sujetaban con firmeza, me acariciaba con las
yemas de los dedos, que me arrugaban el vestido con un desbordante deseo
de llegar a mi piel mientras sus intensos ojos me miraban a través de las
sombras. No sabía si podría ver lo nerviosa que estaba, aunque debía de
sentir cómo todo mi ser temblaba en sus manos. Tenía la respiración
alterada. Mi pecho subía y bajaba de una forma frenética. Había perdido la
mayor parte de la tela de las medias, por lo que mis muslos semidesnudos
se rozaban bajo mi falda y se contraían de forma casi involuntaria ante las
punzadas que vibraban dentro de mí. Era sobrecogedor: el placer y el miedo
a lo desconocido. La necesidad de más.
Bergen bajó las manos hasta mis nalgas, las apretó y me hizo gemir para
regresar a mi cintura. La piel que había bajo mi vestido se erizaba con cada
centímetro que él recorría. Acercó su boca a la mía. ¿A qué sabía? ¿A qué
sabía Bergen? A vida. Sabía a sentirme viva.
Noté sus labios sobre los míos: estaban fríos. Al principio me rozaron de
forma suave. Muy despacio, contenidos. Acarició con dulzura mis labios
con los suyos, lentamente. Pero, luego, esas manos se aferraron a mi
espalda, hambrientas, y la boca se abrió hasta apoderarse de mi lengua con
una seguridad que no supe cómo responder. Nuestras bocas atrapadas de
forma deliciosa y apasionada, mientras su lengua, exigente, hacía gemir mi
interior. Intenté torpemente mover mi lengua, pero no debí de hacerlo muy
bien porque le chupe el labio superior.
Un ruido proveniente del pasillo nos devolvió a los dos a la realidad.
—Es Helmut en la escalera —susurró Bergen sin soltarme.
Me costó recuperar el aliento.
—¿Nos habrá oído?
Había olvidado el gran problema en el que estábamos.
—Tranquila. Le pego un tiro y seguimos —dijo Bergen mientras alzaba
el fusil que había dejado en el suelo. Yo negaba con la cabeza—. Ya, es
broma.
Me pasé una mano por la cara. La situación no me parecía graciosa. Que
Alger no pudiese contar lo sucedido no cambiaba el hecho de que Bergen lo
había matado. ¿Cómo iba a explicarlo?
—¿Qué va a decirle a Helmut? Él me mandó con Alger al granero. Sabe
que me iba a cortar los dedos. Ahora está muerto…
—Yo me encargo de Helmut. No salgas de la habitación hasta que
vuelva. —Me puso el fusil en las manos—. Quédate con el fusil de Alger
por si tienes que pegarle a alguien.
Bergen quería ser irónico, divertido, pero yo no pude sonreír. Había
llegado el momento de confesar algo. Tenía mucho miedo de hacerlo y que
Bergen no pudiese perdonármelo. O, peor aún, que me juzgara de forma
equivocada.
—El fusil no es de Alger —susurré.
Se hizo un silencio que no supe cómo interpretar, porque no me atreví a
mirarlo a la cara. Los ojos se me clavaron en los zapatos en mitad de la
negrura.
—Dominik —dijo Bergen pensativo—. Es el fusil de Dominik, ¿verdad?
Nunca entendería aquel don que tenía para adivinar el comportamiento
humano durante la guerra. Asentí, aunque no sé si lo percibió, porque me
agarró de la barbilla y me obligó a levantar la cabeza.
—¿Cómo es que lo tienes tú?
No podía mentirle, no quería hacerlo. No iba a hacerlo nunca más. Así
que mi mente intentó pensar en la mejor forma de decirle la verdad.
—Contesta —dijo enfadado. Tenía tan poca paciencia.
—Intento hacerlo.
—Hazlo.
—No es fácil hacerlo cuando me mira con esa cara como si le fuese a
prender fuego a la casa con todo el mundo dentro —repliqué angustiada.
Me toqué la frente para apartarme de él—. Intento confiar en usted, de
verdad que sí. Pero me aterra que le haga daño a alguien por mi culpa. No
se ofenda, pero no es muy comprensivo que digamos.
—¿No soy comprensivo? —Esa pregunta era un chiste en sí misma—.
¿Qué cara se supone que debería poner?
—La de que confía en mí —susurré dolida—. Incluso aunque le digan
que he robado un anillo.
—Entiendo que lo hayas hecho, era tuyo —dijo tras un largo resoplido.
—No debería entenderlo porque no lo robé —dije ofendida mientras
suavizaba mi expresión para continuar—. Aunque si hablamos del anillo,
también tengo que contarle algo con respecto a eso.
Si iba a ser sincera tenía que serlo con todo. Me aparté un poco más de
Bergen. Me costaba mucho hablar si estaba cerca de mí. Y tenía que hablar.
Tenía que decirle toda la verdad. Ahora o nunca.
—El fusil lo encontró Temel. La señorita Orli y yo se lo quitamos, y lo
escondimos porque, ¿cómo explicárselo? Temíamos que ella…
—¿Qué Alger la matase mientras ella intentaba dispararle? —dijo
Bergen con indiferencia—. Sé perfectamente por qué esa niña me ha
llevado hasta el granero. No ha sido un acto altruista solo para salvarte.
Era un buen resumen de lo que me había ocurrido con Temel desde que
encontró el fusil.
—¿Y lo del anillo?
—Hace ya bastantes días, bajé a la despensa del sótano para tomar unas
cosas, cuando me encontré escondidas varias joyas. No sé quién las tomó ni
cuáles eran las intenciones. Se las mostré a la señorita Orli y ella… —Me
detuve un momento al darme cuenta de lo que decía—. Y nosotras —me
corregí— decidimos esconderlas arriba, en uno de los cuadros del recibidor
que hay antes de entrar a la buhardilla. Puede ir a tomarlas, están ahí todas,
menos el anillo, que debió de caerse.
—Ya; ¿entonces, cuándo te fugabas? —preguntó Bergen de tal manera
que levanté la cabeza para mirarlo sorprendida.
No esperaba esa pregunta.
—Yo no iba a fugarme.
—¿Joyas y un arma escondidas? No me trates de estúpido. —Se le
acababa la paciencia del todo—. ¿Algún muerto? ¿No tienes escondido
también algún muerto?
—Yo no iba a fugarme —repetí con determinación.
—No me mientas.
—¡Yo no le miento! —repliqué irritada—. Es muy difícil la posición en
la que estoy. ¿Se ha puesto alguna vez por un segundo en mis zapatos?
Quiero confiar en usted. Quiero decirle siempre la verdad, pero tengo miedo
de hacerlo a costa de todas las personas que significan algo para mí.
—O sea que tu madrastra quería que se fugaran.
¿Por qué siempre tiene que leerme con esa facilidad?
—Sí. Pero yo no iba a irme.
—Ya, ¿por eso robaste el anillo de Fritz?
—Yo no lo robé. Después de perderlo, Milat lo encontró. Entonces Hank
dejó que se lo quedase. Es cierto que, desde ese momento, ella empezó a
restregármelo por la cara para hacerme daño —dije molesta—. Alardeaba
porque se había quedado con mi anillo de compromiso. Pero yo no se lo
quité: fue otra persona.
—¿Por qué Milat se comporta así contigo con lo mártir que eres? ¿Acaso
no le lavas la ropa interior y le das tu cuenco de comida a ella también?
No sabía dónde meterme. De pronto, la conversación se había vuelto
mucho más vergonzosa que el hecho de acusarme de robar un anillo.
—Milat y yo no nos llevamos bien. Hemos tenido algunos
enfrentamientos.
—¿Enfrentamientos? ¿Por qué?
No sabía cómo la conversación había derivado a ese punto y no quería
contestarle.
—¿Por qué te has enfrentado con ella? —exigió Bergen.
—Por usted. —Bajé la cabeza de nuevo, temblaba—. Nos hemos
peleado por usted. —Me dio tanta vergüenza que volví a llorar—. No me
pida que entre en más detalles porque sabe de sobra lo que Milat quiere. Se
lo ha dicho ella misma. —Lo miré para que supiese a qué me refería.
—Sí. Se quitó la ropa delante de mí y le dije que se la volviese a poner.
Nunca le he puesto una mano encima.
Las manos no, pero los ojos sí.
—Si te molestan tanto las intenciones de Milat, ¿por qué la mandas a
llamar a mi puerta por las noches? ¿Para que no se enfade contigo?
—Yo no la he mandado. Eso fue más bien obra suya. ¿O no dice que las
mujeres simplemente llaman a su puerta? Dígame una cosa, ¿a cuántas
pobres tontas le ha propuesto el mismo trato que a mí para que lo hagan?
Los celos, completos desconocidos hasta ese momento, causaban
estragos en mí. Bergen puso su peor cara de diablo con los relucientes ojos
verdes de fondo.
—No, claro que no la mandaste tú. Seguramente es otra de las
genialidades de tu madrastra a las que no sabes o no te quieres oponer —
dijo Bergen enfadado—. Mejor dime algo tú: ¿a cuántas puertas has
llamado para seguir esas órdenes?
No se me ocurría nada más ofensivo que Bergen hubiese podido
decirme.
—¿Le parece poco haber tenido que llamar a la del más imbécil de los
nazis? —repliqué furiosa.
—¿Y no te parece poco a ti que yo se lo haya propuesto a la más
estúpida de las judías?
Se hizo de nuevo el silencio. No tenía ni idea en qué momento el clima
había cambiado de aquella manera. No era eso lo que quería. Solo pretendía
que Bergen me entendiese, que se pusiese por un momento en mi lugar y
supiese lo difícil que era eso para mí. Supuse que debía de parecer ridículo.
Un nazi y una judía que intentaban comprenderse.
—No creo que nos entendamos nunca. Es como si un pájaro y un pez
intentaran explicarse el uno al otro lo que es para ellos respirar —susurré.
—No puedo ponerme en tus zapatos, Eva. Igual que no puedes ponerte
en los míos —dijo Bergen—. Pero estoy dispuesto a destrozar mis
branquias para intentar respirar tu aire.
La mirada de esos penetrantes ojos verdes otorgó mayor significado a
sus palabras. Bergen estaba dispuesto a tratar de entenderme, a confiar en
mí, no importaba lo que le costase. Escuchar eso fue una oleada de calidez
en mi interior.
La voz de Helmut se escuchó detrás de la puerta. Ahora sí debía de
habernos oído y seguramente quería una explicación de por qué Bergen
había vuelto tan pronto de la caza.
—Cúrate la herida de la pierna.
Al decir esto, Bergen me señaló el muslo derecho donde la hoz me había
rozado y salió de la habitación.
¿Qué va a hacer? ¿Qué va a decirle a Helmut y a los demás soldados?
La última vez que Helmut había visto a Alger, había sido cuando me iba
a llevar al granero para hacerme daño. No iba a creer que Bergen había
aparecido por arte de magia, mucho menos que no tenía nada que ver con su
muerte.
No, el diablo no había aparecido por arte de magia. Lo había llevado una
pequeña rata traidora que había sido capaz de ponerme en peligro con tal de
salirse con la suya. Temel me había demostrado ser una persona muy
cuestionable al haberme expuesto así. El plan le había salido bien, pero
había estado muy cerca de terminar mal. No le había importado ni siquiera
que me hubiesen cortado la mano. Había sido un milagro que Bergen
llegara a tiempo.
Me acerqué al escritorio y saqué de uno de los cajones un par de velas y
cerillas y las encendí. La habitación se iluminó.
¿Cuánto ha pasado desde que Bergen se fue? ¿Diez minutos?
Había dicho que estaba dispuesto a entenderme. Solo con pronunciar su
nombre alcanzaba para hacerme sonreír. Me sentí avergonzada al pensar en
ello. Me miré las manos y el desastre de ropa que llevaba. Tenía el vestido
sucio y roto por todos lados, con sangre reseca entre las hilachas de mis
medias y una cicatriz en el muslo, la herida que él me había dicho que me
curase.
Tomé varias botellas de agua y me fui hacia el vestidor para asearme. Me
quité las medias, el vestido y la ropa interior. Me puse ropa limpia. Un
vestido verde oscuro de media manga con un poco de vuelo en la falda. Me
acerqué al espejo para acomodarme un poco el pelo. No valía la pena
hacerme nada en la cara, que estaba hinchada por culpa de Alger. Ni en mi
cuello, donde la hoz había dejado una herida superficial.
Abrí otro de los cajones y saqué varias cosas que Bergen había usado
para cambiarse el vendaje. Me limpié con cuidado las heridas. Me vendé la
pierna por precaución porque me molestaba mucho la tela de la falda
cuando me rozaba. Salí de nuevo al cuarto. Tiré el agua sucia. Preparé todo
al lado de la cama. Cuando Bergen volviese querría limpiarse las heridas.
¿Cuánto tiempo lleva ya afuera? ¿Casi una hora? ¿Y si Helmut no se
conforma con la explicación? ¿Y si decide que es un traidor?
La idea de que volviese con la cabeza de Helmut debajo del brazo
empezó a tomar forma en mi mente, cuando de pronto Bergen apareció por
la puerta, por suerte sin nada en las manos.
—¿Qué ha pasado? —pregunté al tiempo que me acercaba descalza
sobre la alfombra.
—Nada importante —dijo al quitarse el cinturón y la chaqueta—. Ya lo
tenía más o menos preparado, así que no ha sido difícil.
—¿Preparado?
—El carro con comida que apareció delante de la granja —dijo Bergen
mientras hacía un gesto de dolor al tocarse el brazo—. Sabes que lo puse
yo, ¿no?
—Sí. Pero no entiendo el motivo. A todo el mundo le extrañó mucho.
—Además de la comida, metí en el carro la morfina que sobró de cuando
me drogaron la “enfermera muerte” y tú.
—¿La que robé de la habitación? ¿La morfina que sobró? ¿Por qué?
—Quería que pareciese que el cargamento salía de aquí, que alguien
escondía cosas y las enviaba fuera de la granja.
Bergen se sentó en la cama y se quitó las botas.
—¿A quién?
—A la resistencia polaca.
—No lo entiendo.
—Verás. Como te dije, si nosotros llegamos a un edificio y descubrimos
que hay judíos escondidos que tienen una serie de objetos de valor, nuestra
obligación es trasladar a los judíos a uno de los guetos asignados o pegarles
un tiro. Esa parte es bastante flexible. Lo importante es que todo el dinero y
lo que tenga valor sea reportado y entregado en sede central para el
gobierno nazi.
—Entiendo que se queden el dinero, pero ¿para qué quieren los objetos?
—Las guerras son caras, Eva. Todo cuenta.
—¿Por eso guardaron en bolsas los candelabros de plata y esas cosas?
—Sí. Ahora mismo, Hitler necesita dinero para financiar la guerra contra
el Ejército ruso, entonces convierte a grupos de la Gestapo en poco más que
recaudadores. Lo que ocurre es que, desde hace tiempo, de lo que está
registrado como requisado a los judíos, no todo llega a las manos de los
nazis. Algo se queda en el camino, por lo que creemos que hay traidores
infiltrados en la Gestapo que apartan ese dinero o esos objetos para que la
resistencia polaca se haga con ellos y pueda financiarse. Esa gente vive
escondida en mitad de los bosques. Sin una ayuda desde adentro, es
imposible que la resistencia pueda subsistir.
Dudé. Lo que Bergen me decía parecía tener coherencia. Empezaba a
conocer sus extraños tonos de voz.
—De acuerdo, ¿y qué tiene que ver eso con nosotros?
—Que acabo de atrapar a Alger en una traición. No solo preparó el carro
que encontramos, sino que, además, pretendía llevarse las joyas que
habíamos incautado delante de nuestras narices. —Bergen rio mientras se
me desencajaba la mandíbula—. Menos mal que soy un espía de Hitler y
estaba aquí para arrancarle la cabeza a ese hijo de puta.
—¿Se ha inventado todo lo que acaba de decirme? Eso no es verdad. El
carro lo preparó usted. Y ni usted es un espía ni Alger iba a ayudar de
ninguna manera a la resistencia polaca.
¿A qué resistencia polaca? A excepción de la que los alemanes habían
mencionado, cuando se escondieron con nosotros, nunca había oído ni visto
a nadie de la resistencia por allí. ¿A los que Bergen decía que rodeaban el
bosque y les impedían salir sin ser vistos?
—Baja y explícaselo a Helmut porque me ha creído de principio a fin —
dijo Bergen mientras se desabrochaba la camisa con una sonrisa.
Claro que le había creído. Helmut estaba completamente convencido de
que el diablo era un espía. Le habría creído, aunque le hubiese dicho que
había visto volar a Alger. Entonces, supuestamente, ¿él era un traidor que se
dedicaba a robar a los nazis para colaborar con la resistencia polaca?
—Pero espere un segundo. El carro apareció hace días. ¿Cómo sabía que
iba a pasar todo esto?
—No lo sabía. Preparaba ese regalito para otra persona. He tenido que
cambiar el nombre del traidor.
Entonces ¿había dejado el carro con comida para que todos creyeran que
había un traidor entre ellos? ¿Quién? ¿A quién quería acusar?
—¿A quién? —pregunté ante la significativa mirada de Bergen—. ¿A
Hank? ¿Quería que todos pensaran que Hank era un traidor?
—Con que lo pensase Helmut y lo matara me bastaba. Hank ya me ha
provocado más de la cuenta, así que pensé que había llegado el momento de
quitarlo de en medio. Cada vez tengo más claro que alguien lo contrató para
causarme problemas y quería enviarle un mensaje sutil a su jefe cuando
Helmut le pegara un tiro en la frente.
Entonces ¿Bergen le preparaba una trampa a Hank y, por mi culpa, había
tenido que cambiarlo por Alger?
—Siento haber estropeado los planes.
—Tranquila. Los dos estaban en carrera en eso de ser idiotas. Hank solo
llevaba una ligera ventaja. Alger está muy bien bajo tierra.
Lamentaba tener que estar de acuerdo con una observación tan cruel.
Pero Hank es peligroso para ti.
—Tengo que bajar en una hora, cuando vuelvan los demás de cazar.
Helmut quiere convocar una reunión y contar lo de Alger.
Bergen se pasó la mano por el cuello. Parecía muy cansado. Me parecía
increíble que unas horas antes se hubiese jugado la vida sin mostrar temor.
Ni a los lobos, ni a los rusos, ni a los nazis. Bergen no había demostrado
miedo ante ninguno de ellos. ¿A que le tenía entonces miedo mi
extraordinario soldado?
Me miró la pierna vendada.
—Es superficial —me apresuré a decir al levantar un poco la falda para
que viese bien al ver que se ponía de pie y se acercaba para comprobarlo.
Bergen se inclinó, me puso la mano sobre la rodilla y me miró las
piernas.
—¿Te duele?
—No, no tengo nada —repetí mientras inspeccionaba la venda—. Solo
me lo he puesto porque el vestido me roza y me molesta.
—Si te molesta el vestido, puedes quitártelo. —Sonrió con una picardía
arrebatadora. No esperaba que dijera algo así y no supe cómo reaccionar.
Se incorporó delante de mí, subió la mano por mi pierna, lentamente, y
la metió por debajo de la falda. Me acarició el contorno del culo hasta el
borde de la ropa interior, en el fin de mi espalda.
La mano de Bergen debajo de mi falda hizo que un calor abrasador se
apoderara del centro de mis muslos, como si la sangre me ardiese por
dentro. Me dio un ataque de pánico al no saber qué hacer con esos ojos
verdes frente a los míos. Tenía una mirada sagaz y perversa, sabía lo
irresistible que era. Puso la otra mano sobre mi mejilla, en donde Alger me
había dejado una marca. Hizo una mueca de rabia.
—Tendría que haberle reventado más la cabeza a ese hijo de puta.
—¿Lo dice en serio? —pregunté mientras subía mi mano hacia la herida
de su ceja—. Todavía no sé cómo es capaz de hacer todo lo que hace. Doy
gracias de que lo hayan hecho de piedra.
Los dedos de Bergen se deslizaron por mi cintura, por la parte delantera.
Me hizo dar un salto hacia atrás y me habría caído sobre la alfombra si él no
me hubiese sujetado. Estaba húmeda de nuevo. ¿Qué era aquello?
—¿Estás bien?
—Sí, deje… Por favor, deje que le cure la herida. —Me aparté para
tomar una gasa. Bergen me miró algo extrañado, pero se sentó sobre la
cama en silencio. Me observaba con detenimiento.
—¿Dónde ha aprendido a pelear así? —Le puse la gasa sobre la herida
con suavidad—. ¿Se lo enseñaron en la academia de aviación?
Había oído decir a todos que Bergen tenía mucha más formación militar
que ellos.
—En el orfanato —me respondió mientras yo intentaba apretar las
piernas con disimulo. La humedad ni se caía, ni se iba: estaba dentro de mí
—. Se organizaba una especie de campeonato para conseguir cosas.
—¿Cosas?
—Comida, ropa —respondió al tiempo que miraba cómo contraía las
piernas—. ¿Estás segura de que estás bien?
Asentí.
—Eso suena un poco cruel. Tener que luchar con los demás solo para
conseguir cosas básicas.
—Supongo. Aunque la verdad es que lo habría hecho gratis. Tenía
mucha ira dentro por aquel entonces.
—¿Por qué?
—La educación del orfanato no era la ideal. Los profesores nos daban
palizas constantemente. Así que liberábamos esa violencia entre nosotros
mismos.
Cuando Bergen me había dicho que había crecido en un orfanato supe
que su vida no había sido fácil, pero nunca me imaginé que hubiese sido tan
difícil.
—¿Ahora vas a compadecerte de mí? —Sonrió al ver mi rostro—. ¿De
verdad? ¿La granjera que no sabe montar en bicicleta, ni nadar, ni disparar
un arma?
—Sé hacer otras muchas cosas —repliqué con una mueca mientras me
hacía la ofendida—. Además, sé que la culpa es mía por haber tenido miedo
a todas esas cosas, pero tampoco nadie estuvo dispuesto a enseñarme.
¿Cómo iba a aprenderlo?
Terminé de curarle la herida de la ceja; se la limpié bien para que no se
le infectase.
—Déjeme ver los brazos —pedí con angustia al ver las heridas.
Cualquier otro ser humano lloraría como un niño por los cortes que
tenía. No sabía si era heroico o alarmante que no se quejase. ¿Qué tenía que
pasarle a una persona para que su límite de tolerancia al dolor subiese de
aquella forma? Bergen estiró el brazo hacia mí. Me senté en la cama para
empezar a curarlo con delicadeza.
—Sí que sabes hacer otras muchas cosas —dijo Bergen—. He visto lo
que estabas haciendo en el campo con las patatas. ¿Sabes llevar la granja?
—Sí —afirmé con orgullo—. La señorita Orli siempre quiso que
aprendiese todo lo referente a la granja. Trató de quitar las cosas que la
comunidad judía le hizo considerar que eran menos apropiadas, como las
armas, pero siempre intentó que me valiese por mí misma. Quería que
sacara esta granja adelante yo sola en el caso de que no pudiese encontrar…
—Me detuve al darme cuenta de lo que iba a decir. Había empezado a
hablar por inercia. Sonreí con un rubor involuntario en mis mejillas,
nerviosa.
—¿Encontrar qué? —dijo el diablo que miraba cómo le vendaba el brazo
con lentitud. Quería ganar unos segundos. Me insistió—. ¿Qué buscabas?
—Marido —dije con la mayor entereza que pude—. Quería que me
valiese por mí misma en el caso de que no pudiese encontrar un marido.
—¿Querías un marido? —me preguntó alzando una ceja con una
expresión cargada de diversión.
Siempre que creía que no podía sentirme más avergonzada delante de él,
algo me demostraba que estaba equivocada. Parpadeé varias veces para
controlar mi incomodidad. Él apartó el brazo derecho y apoyó el izquierdo
para que lo curase.
—Usted sabe cómo es mi mundo —dije nerviosa ante la sonrisa burlona.
—¿Y por qué no ibas a encontrar un marido?
—¿Por dónde quiere que empiece? —pregunté. Ahora era a mí a la que
le daba risa—. Por ejemplo, mi educación a manos de una forastera, una
judía moderna, que “vaya a saber las cosas que le enseña a esa pobre niña”.
No tiene idea de las veces que el rabino ha venido a controlar que todo
estuviese correcto.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Ya le he dicho que la familia y la educación lo son todo para nosotros.
Es importante conservar nuestra cultura y vivir según nuestras tradiciones.
Provenir de una familia tan desestructurada no me favorecía en absoluto.
Tampoco me ayudaba la parte económica. Mi neduniá es una vergüenza.
—¿Neduniá?
—La dote —dije al terminar el vendaje en el brazo izquierdo—. El
dinero que se paga como regalo a la familia para casarse con alguien. Se
trata de una costumbre muy importante.
—¿Cuánto pagó? —preguntó Bergen con cierto desagrado—. ¿Cuánto
dinero dio Fritz para tener derecho a casarse contigo?
—Yo… —Me ruboricé sin saber muy bien cómo decirlo—. No, Bergen,
la dote, la neduniá, es al revés. Es la novia la que le paga el dinero al novio.
Por supuesto que el esposo contraía luego una serie de obligaciones,
también económicas, pero la dote era la contribución que hacía la mujer al
matrimonio.
Dejé las gasas usadas sobre la mesa de noche y aparté todo de nosotros
mientras trataba de disimular lo mucho que me había gustado que Bergen
creyese que la dote debía ponerla él. No tenía idea de la gran suerte que yo
había tenido de que una familia tan respetada como los Holz aceptase que
su hijo se casara conmigo. De hecho, estaba segura de que las
circunstancias especiales de la guerra fueron el motivo por el que los Holz
se sentaron con nosotras a la misma mesa.
—¿Ustedes no tienen dote en el matrimonio?
—No lo sé —dijo Bergen pensativo—. Nunca me he comprometido con
nadie.
Obviamente lo daba por hecho, pero me tranquilizó escucharlo.
—¿Nunca ha tenido una novia? —Sonó algo más descarado de lo que
pretendía.
—¿Me preguntas si tengo novia? —dijo Bergen sorprendido por la
pregunta—. ¿De verdad quieres hablar de eso?
—¿Tiene novia? —Casi gruñí al insistir.
—¿Me exiges algo? —volvió a preguntar con una sonrisa de oreja a
oreja—. Perdona, pero ¿no estabas prometida?
Apreté los puños con rabia. Me levanté de la cama, furiosa, dispuesta a
irme a mi rincón en la alfombra, pero él se levantó también y me cortó el
paso.
—Para, toro, para —dijo en pleno ataque de risa. Parecía disfrutar de
verdad mi reacción—. No, no tengo novia. —Puso las manos por delante de
mí, como signo de paz mientras intentaba calmarme. Yo lo miraba cargada
de ira—. No tengo novia. Te lo juro.
Relajé la expresión al ver que decía la verdad.
—¿Y por qué no? —pregunté al darme cuenta de que eso me resultaba
sorprendente: un soldado joven, guapo y con un glorioso futuro militar. ¿No
se trataba de un buen partido en su comunidad?
—Nadie ha querido pagar una dote por mí. —Se encogió de hombros.
Realmente se divertía con mis celos.
Me crucé de brazos e intenté esquivarlo para ir a mi sitio, pero volvió a
cortarme el paso.
—Eres la chica con la que más tiempo he pasado y con la que más he
hablado en mi vida —susurró de tal manera que mis brazos se descruzaron
—. He estado muchas noches con muchas chicas, pero nunca he repetido
con ninguna. Nunca he pasado mucho tiempo en el mismo lugar. Sé que vas
a pensar que soy un idiota, pero a ellas tampoco les interesaba más de mí.
—¿Por qué?
La educación que había recibido me hacia una auténtica inculta acerca
de ese tipo de situaciones.
—Porque solo querían divertirse. En un bar o en donde fuese. —Dio un
paso atrás para sentarse en la cama—. Me temo que no soy tan caballero
como para darte una lista si eso es lo que quieres. Apenas recuerdo el
nombre de alguna. Creo que a muchas ni llegué a decirles el mío.
—¿Por qué?
—Porque no me lo preguntaron. —Rio de nuevo ante mi cara de espanto
—. No creo que ninguna me anotase en un papel junto a un corazón con un
número asignado a una lista como intuyo que habrías hecho tú. Apuesto a
que sabes todos los nombres, apellidos y direcciones de los de tu lista,
grupo sanguíneo y color favorito.
Bergen se inclinó hacia adelante, apoyó los codos sobre las rodillas,
expectante a que le diese ¿mi lista? ¿Qué lista? ¿Mi lista de novios? ¿De
coqueteos? Yo no tenía ninguna lista.
—Yo no… Sabe que mi mundo no es como el suyo.
—Sí, pero esa es la teoría. En la práctica eres un ser humano como los
demás. —Bergen parecía muy seguro de lo que decía—. Tienes dieciocho
años. Habrás salido con amigas, habrás conocido chicos…
Bajé la cabeza. No. La señorita Orli me tenía terminantemente prohibido
salir. No le gustaba que me relacionara con gente. Mucho menos que los
chicos se acercaran a mí. Y a mí tampoco me había interesado nadie hasta
que conocí a Bergen.
—Mierda, ¿solo has estado con Fritz? —No le gustó—. ¿Cómo alguien
que está muerto puede molestarme tanto? —Respiró profundamente y se
echó hacia atrás—. Bien, no me lo digas. Solo has estado con él y crees que
fue algo especial. Incluso perder la virginidad, que dicen que no siempre es
agradable, por haber sido con él, lo envolviste en estupidez romántica y lo
recuerdas como algo perfecto. ¿Acierto? —¿Qué responder a eso? Bajé la
cabeza de nuevo. Iba a terminar debajo de la alfombra—. ¿Por eso a veces
pones esa cara, como si te fueses a morir cuando me acerco? ¿Porque solo
has estado con Fritz? ¿Te sientes mal por querer estar con alguien más?
La tierra me ha tragado. Espero que sea eso: espero ya no estar aquí.
Sin embargo, el diablo había dicho algo que me había resultado
intrigante.
—Entonces, según usted, ¿tendría que haber estado con chicos de los
que no recordase ni el nombre? —pregunté con cierta malicia.
Los varones no querían eso. No en una chica con la que iban a mantener
una relación de verdad, a la que fuesen a respetar.
—Tenías que haber hecho lo que te diese la gana —dijo Bergen con
naturalidad—. Ni más ni menos. ¿Tú Fritz era virgen?
—No lo sé. —Nunca lo había pensado.
—¿No lo sabes? —Se cruzó de brazos—. ¿Él sabía que tú eras virgen
antes de conocerlo?
—Sí.
—¿Te lo preguntó para casarse contigo?
—Sí —admití. La madre me lo preguntó directamente antes de
formalizar el compromiso. O, mejor dicho, para formalizarlo. La señorita
Orli me había explicado con extrema delicadeza que ser virgen quería decir
no haber mantenido relaciones íntimas con nadie. Dijo que, cuando se
acercase la fecha de mi boda, me explicaría con más detalle en qué
consistían.
—¿Por qué alguien tiene el derecho de exigirte algo que no te ofrece?
No tenía ni idea qué decir. Era lo habitual en nuestro mundo; se daba por
hecho. Como si me preguntara por qué el cielo era azul.
—Entonces ¿a usted no le importa que una chica haya estado con otro
chico antes de conocerlo a la hora de casarse con ella?
—Tendría que desembalar a una chica de una caja para que con cierta
edad no haya tenido vida antes de conocerla. —Bergen se inclinó hacia mí
muy serio—. Lo importante es lo que ocurre a partir de conocernos. El
compromiso empieza ahí, no antes.
A los chicos de mi comunidad les gustaban las chicas a las que lograban
convencer de que no pasaba nada por tener acercamientos antes del
compromiso, pero luego no querían comprometerse con ellas precisamente
por haberlas convencido de eso. Las consideraban “chicas fáciles”. En mi
entorno, los hombres y las mujeres éramos diferentes. Me parecía curioso
que el nazi fuera quien nos considerase iguales. Tragué saliva. Bergen
buscaba alguna botella de vodka. Yo aún tenía algo más que confesar.
Quería decírselo. Necesitaba que lo supiese para que entendiese de dónde
venían mis dudas. Confiar en él.
Confío en él.
—No tuve relaciones con Fritz.
—¿Qué?
Tuve que alzar un poco más la voz.
—Que no estuve con Fritz —susurré completamente abochornada.
Se hizo tal silencio en la habitación que se escucharon los grillos que
había al otro lado del granero. Él se había quedado en pausa.
—¿Eres virgen? —El diablo casi se atragantó al decirlo. Me miraba con
los ojos mucho más que abiertos—. ¿Te ríes de mí? Estabas prometida.
—Por supuesto que no me río. Lo que pasa es que a nosotros nos dicen
que las relaciones físicas deben esperar hasta estar casados.
—Esto sí que no lo creo. ¿Dos chicos jóvenes enamorados y
comprometidos no van a buscar la forma de estar juntos solo porque se lo
dicen? ¿Cómo controlan eso? ¿Con tu prometido tampoco? ¿Es que te
ponen un candado entre las piernas?
—¡Bergen!
No podía creer que hubiese dicho algo semejante. Menos cuando le dio
un toquecito a la falda de mi vestido para que se alzara como si quisiese
comprobarlo. Yo pegué un salto atrás mientras la sostenía. Tuve que hacer
un esfuerzo para no reírme. No debía reírme, era una conversación
absolutamente indecorosa.
El problema era que Bergen tenía una idea equivocada sobre mi
compromiso con Fritz. Él daba por sentado que, por haber estado
comprometidos, estábamos enamorados. Nuestra relación fue un simple
contrato desprovisto de cualquier sentimiento. Ni siquiera estuvimos solos
en la misma habitación una vez que nos comprometimos.
—Es que… No los controlaba, nunca había tenido estos sentimientos
hasta ahora —susurré y contuve la respiración. Iba a morir de vergüenza,
pero iba a ser sincera.
Hasta que conocí a Bergen, nunca había deseado a ningún hombre.
Había conocido chicos guapos, por supuesto, pero ninguno había
despertado en mí nada más allá de una simple sonrisa de elogio. No había
querido ni deseado a nadie como a él.
Bergen respiró hondamente, se pasó la mano por la nuca. Se puso de pie
mientras sus chispeantes ojos verdes atrapaban los míos.
—Lo que ha dicho Alger es cierto, ¿verdad? —susurró—. Eres una
bruja.
Sus pies descalzos llegaron hasta los míos. Estaba desnudo de la cintura
para arriba. Tan solo con los pantalones del uniforme puestos.
—Una bruja que ha metido un corazón en mi pecho para volverme loco.
Entonces ¿qué eres tú? ¿Qué haces, sino volverme completamente loca?
La palma de su mano y la mía se acariciaron, se entrelazaron nuestros
dedos como si hubiésemos querido comprobar que el otro era real, que de
verdad estábamos hechos de carne y huesos, que éramos iguales.
Bergen me puso las manos en la cintura, se inclinó hacia mí tanto que no
podía dejar de mirarlo. Tomó los bordes de la falda de mi vestido para tirar
de él hacia arriba, con suavidad, por encima de mi cabeza, y quitármelo. Sin
darme cuenta, me puse las manos sobre el busto, como si la camiseta
interior fuese transparente o fuese a desaparecer. Bergen esbozó una dulce
sonrisa al mirar mis manos a modo de escudo entre los dos.
—Estás temblando. ¿Tienes miedo? —preguntó mientras yo asentía—.
¿De qué?
—No lo sé —dije estremecida—. Estoy nerviosa. Me da vergüenza.
—¿Qué te da vergüenza?
Las manos de Bergen se paseaban por mi cuerpo y despertaban cada uno
de mis sentidos a su paso.
¿Qué me daba vergüenza? Todo. Todo lo que pudiese pasar entre
nosotros me daba tanta vergüenza que, si no lo desease con todas mis
fuerzas, me moriría. Aquello no se parecía a lo poco que había oído sobre
ese momento. Al “no te muevas”, al “recuéstate y deja que él haga el resto”.
Me hacía inmensamente feliz que no fuera así.
—No lo sé. Tocarlo. Solo tocarlo me pone muy nerviosa.
—No tengas miedo, Eva. No tengas miedo de mí —me pidió Bergen—.
No tengas miedo de nosotros. Tócame todo lo que quieras porque yo voy a
tocarte. No te haces una idea de cómo deseo tocarte.
Miré a Bergen. Estaba expectante. Alcé la mano y se la apoyé sobre la
frente. Lo acaricié, bajé mi dedo por el contorno de su nariz hasta los labios.
Quería reconocer ese rostro. Quería grabarlo a fuego en mi cabeza. Bergen
levantó la mano e hizo lo mismo. Deslizó el dedo por mi nariz con una
dulzura tan maravillosa que me hizo sonreír. Aparté las manos de mi pecho
y se las puse sobre los hombros mientras me reía.
Era simplemente Bergen. Único en su especie, único para mí. Podía dar
la vuelta al mundo que no encontraría a nadie que me hiciese sentir así.
Él puso las manos sobre mi camiseta interior. Deslizó los dedos por
dentro y subió lentamente por mi piel hasta llegar a mis pechos. Se me
escapó un gemido cuando noté cómo me los agarraba, cómo los recorría
centímetro a centímetro.
—Me encantan tus tetas, Eva —susurró Bergen en mi oído—. Son
perfectas para tenerlas en mis manos.
Las apretó con un poco más de fuerza mientras con el dedo pulgar me
rozaba los pezones. Volví a gemir y me mordí el labio inferior. Bergen me
quitó la camiseta con rapidez y acercó la lengua a mis pezones, que se me
habían puesto increíblemente duros. En cuanto lo sentí deslizarse sobre mi
piel, noté cómo algo ardía dentro de mí. Se trataba de un hormigueo por
todo el cuerpo. Mi gemido se convirtió en un jadeo. Acercó sus labios a los
míos, me besó y me metió la lengua en la boca mientras las manos
regresaban a mi cintura, a mi ropa interior. Volví a notar cómo mi
entrepierna se humedecía; me iba a morir de vergüenza. Puse las manos
sobre el pecho de Bergen, bajé la cabeza y le apoyé la frente contra el
pecho.
—Me pasa algo —lo dije a punto de echarme a llorar.
—¿Qué te pasa?
Bergen me agarró de la barbilla y me levantó la cara para mirarme a los
ojos, preocupado.
—No sé lo que es, pero tengo una especie de… —Sentía que me moría
—. Una especie de líquido entre las piernas.
Él relajó la expresión preocupada y sonrió mientras me apretaba las
mejillas.
—Eva, eso significa que te gusto. —Parecía muy contento—. Significa
que te gusto mucho y que tu cuerpo se prepara para que esté dentro de ti.
Lo miré extrañada mientras volvía a agarrarme de la cintura. Apretó su
cuerpo contra el mío; noté que tenía “el bulto” completamente duro. Duro y
mucho más grande que antes.
—Y eso es que tú me gustas mucho a mí —dijo con la respiración
contenida.
Comenzó a bajarme la ropa interior, se arrodilló frente a mí mientras yo
intentaba no perder la concentración de lo que hacíamos. Era como si
nublara mi juicio y no pudiese pensar en nada más que en lo él que acababa
de decir.
Bergen dentro de mí.
Me besó el ombligo, bajó suavemente los labios por mi estómago
mientras las manos subían desde mis rodillas hacia mis muslos y se
encontraban a mitad del camino. Me agarró con una mano las nalgas y me
deslizó la otra entre las piernas. Acarició mi entrepierna hasta introducir un
dedo dentro de mí. Solté un chillido, mezcla de dolor, placer y sorpresa. Se
incorporó rápidamente y me tapó la boca con un beso mientras el dedo se
movía despacio en mi interior, humedeciéndolo más.
—¿Te duele? ¿Quieres que lo saque?
Negué con la cabeza. Sí que me dolía, pero no quería que lo sacara por
nada del mundo. Él me miraba con los ojos encendidos. No paraba de
mover el dedo.
—Eres igual de suave por dentro que por fuera —dijo con fascinación.
Le puse las manos alrededor de la espalda y me agarré a él mientras la
mano se agitaba con más fuerza. Me estaba volviendo loca.
—¿Aguantarías dos dedos?
—¿Dos dedos? —Me parecía imposible pensar si no dejaba de tocarme
así.
—Estás muy cerrada —susurró Bergen con una maliciosa sonrisa—.
Tendremos que ir poco a poco para prepararte para mí.
—¿Cómo es usted?
—Como si fuese el puño entero.
Lo miré suplicante, no sabía muy bien si para pedir que se detuviese o
para que continuase. Que continuase, que continuase.
—No me mires así porque voy a explotar —me dijo con la voz ahogada.
Se escuchó un ruido en el piso de abajo. Los soldados estaban de regreso
y se hacían oír por toda la planta. Bergen se detuvo y cerró los ojos. Volvió
a poner cara de querer quemar la casa con todos dentro. Me hizo un gesto
para que no hiciese ruido mientras apartaba su mano de entre mis piernas.
Respiré profundamente y recuperé el aliento. Él se quedó pensativo; apretó
los dientes. Parecía como si no le gustaran esos pensamientos.
—Si no bajo, Helmut vendrá a buscarme —dijo con resignación. Se
apartó de mí con los ojos ardiendo de deseo.
Traté de mantener la compostura. No quería que se fuera, pero tampoco
quería que tuviésemos más problemas. Bergen tenía que bajar y contar
personalmente lo sucedido para que nadie dudase.
—Será mejor que descanses. No creo que sea una reunión rápida —dijo
visiblemente enfadado. Se fue al vestidor para tomar unos zapatos y una
camisa de manga larga. Se los puso y salió de la habitación.
Suspiré intensamente al verlo marchar. Se suponía que no debía
preocuparme. Si Helmut le había creído a Bergen, los demás también lo
harían. Pero Hank me despertaba una gran desconfianza. Di un par de pasos
atrás, me puse mi vestido y me senté en mi rincón en la alfombra, cuando,
de pronto, Bergen entró en la habitación. Se fue derecho hacia mí, me tomó
en brazos y me llevó hasta la cama; me dejó caer sobre ella y se marchó de
la habitación mientras se reía. Me tapé la cara con las manos sin poder
evitar reírme yo también. ¿Cómo sabía que me iba a echar en la alfombra?
Coloqué la cabeza en la almohada y me tapé con la colcha las piernas
desnudas sin poder borrar la sonrisa de mis labios. Mi corazón estaba
rebosante de felicidad.
C APÍTULO 21

A brí los ojos lentamente, como si me despertase de un sueño muy


profundo. Sentía la luz que había a mi alrededor. Ya era de día. Estaba en la
cama, con la cabeza sobre la almohada y la mano sobre el pecho de Bergen,
que dormía a mi lado. Aparté la mano con suavidad mientras me
incorporaba un poco y lo miraba con timidez. La noche anterior había
esperado casi tres horas que volviese hasta que el sueño me venció. Los
nazis debieron de debatir sobre lo que había pasado con Alger toda la
noche.
Me levanté un poco más, me senté en la cama para observar a Bergen.
No se le movía ni un músculo cuando dormía. Miré la forma de los labios,
la respiración tranquila, la curva de la nariz, las pestañas. ¿Se podía ser más
perfecto? Para todos se trataba de una persona con un físico llamativo.
Incluso la señorita Orli, a la que nunca había oído referirse a nadie del sexo
masculino con ningún calificativo bueno o malo, había llegado a decir que
era el chico más guapo que había visto jamás.
—¿Vas a mirarme mucho rato mientras duermo? —dijo y me asustó, lo
que me hizo dar un salto en la cama. Sonrió—. ¿Por qué me miras tanto?
Se pasó las manos por la cara, estiró los hombros, como si se
desperezase. La gente hermosa no apreciaba o no era consciente de lo que
tenía.
—No pretendía despertarlo —dije al tiempo que cruzaba las piernas y
ponía los pies bajo mi trasero—. ¿Cómo fue la reunión anoche? ¿Hubo
algún problema?
—No. Todos se dieron golpes en el pecho, maldijeron a Alger, juraron
fidelidad a Hitler, cantaron el himno y un sinfín más de estupideces que
hicieron que, cuando volví, estuvieses roncando —dijo Bergen mientras se
incorporaba también.
—¿Qué? Yo no ronco.
—Claro que sí —afirmó con una sonrisa—. Llevas toda la noche en mi
oreja. He estado a punto de volver a tirarte a la alfombra.
Me salió una risa coqueta y avergonzada mientras negaba con la cabeza.
Él apartó la sábana con el pie y terminó de destaparnos. Llevaba tan solo un
pantalón. Al verlo así, recordé las imágenes de la noche anterior con él en
mí. Su dedo dentro de mi cuerpo. Aparté la vista sin saber qué decir,
nerviosa.
—Hank parecía más tenso de lo normal —me contó, pensativo—. Creo
que él tiene claro que no soy un espía y todo esto lo tomó desprevenido. No
sé quién le habrá dicho que soy la persona que lo contrató.
—¿Le preocupa que vaya a hacer algo?
Movió la cabeza para negar, pero me pareció que no estaba del todo
convencido.
—¿Tiene hambre? —Me levanté por un rincón para no pasar por encima
de él, que volvió a echarse en la cama. Parecía pensar en Hank—. ¿Bergen?
¿Tiene hambre? —repetí con una sonrisa cuando me miró.
—Sí me comería algo —dijo y me dedicó una mirada que me hizo bajar
la vista al suelo, completamente ruborizada.
¿Insinúa que quiere comerme? Nada lo avergüenza.
Se escucharon pasos en el pasillo.
—Qué maravilla que estén todos aquí otra vez —dijo con sarcasmo,
enfadadísimo.
Disimulé una tímida sonrisa. Yo también quería estar a solas con él.
Ahora que todos habían vuelto, la casa parecía una orquesta de ruidos.
Especialmente de día.
—Le traeré el desayuno.
—No, no te preocupes —dijo y se incorporó de mala gana—. Vuelvo a
tener reunión. Son las once. Llego tarde. Si no bajo, subirán a llamarme.
—¿Reunión? ¿Otra vez?
—Sí. Lo de Alger también sirvió para asustar más a los demás. Ahora
somos uno menos y seguimos aquí atrapados sin teléfono ni forma de
comunicarnos. Además de estar supuestamente cercados por la resistencia
polaca con la que Alger colaboraba y que puede atacarnos en cualquier
momento. Te hago el resumen. Costará diez reuniones más, pero al final se
votará que, si Dieter no se muere, se lo abandonará —dijo Bergen mientras
tomaba algunas prendas de ropa y las dejaba sobre la cama—. Helmut se
negará y costará otras dos reuniones más decidir que salgan otros dos de los
nuestros a pedir ayuda.
—¿Por qué Helmut se niega a dejar a Dieter?
—Porque son hermanos. Creí que lo sabías. Fue Helmut quien decidió
que prefería que Dieter se muriese antes de recibir otra donación de sangre
de una judía.
Me miré el brazo donde todavía tenía una pequeña cicatriz por la forma
brutal en la que Egbert me había clavado la aguja. Entonces por eso no me
volvieron a pedir una transfusión. No querían que mi sangre judía se
mezclase con la aria. El propio hermano prefería que muriese.
—Doy gracias por nuestra estupidez alemana —dijo Bergen mientras
tomaba mi brazo para darme un beso en la cicatriz—. Me voy a dar un
baño.
Se marchó de la habitación, cerró la puerta y me quedé sola. Mientras lo
esperaba la noche anterior, me había lavado y cambiado de arriba abajo. Me
había puesto un vestido azul oscuro, por lo que no tuve más que ponerme
unas medias y unos zapatos para estar lista para salir.
La noche anterior había estado desnuda delante de un hombre, delante de
Bergen. Y lo que me parecía más escandaloso todavía era que lo había
disfrutado. Nunca habría imaginado que así sería la intimidad entre un
hombre y una mujer, que fuese tan maravillosa y placentera, que te hiciese
perder la razón y desear la locura de aquella forma. Y solo habíamos hecho
una parte, todavía quedaba más. Miré hacia el tramo inferior de mi cuerpo
con cierta preocupación. ¿Cómo sería lo demás? Ya me había quedado claro
por dónde sería, aunque no lo que quería decir con “como el puño entero”.
Hice un esfuerzo para dejar de pensar en eso, para así poder empezar con
mis tareas. Recogí un poco la habitación. Hice la cama. Puse la ropa de
Bergen sobre ella. El uniforme nazi había quedado prácticamente
destrozado, por lo que él había agarrado ropa de los judíos de la casa para
vestirse. Desde que había llegado, había estado usando la ropa de los hijos
de los Rivka, que se veía más moderna. Casi con certeza la de Otto, que
tenía la complexión más parecida a la suya. Aunque las camisas le
quedaban demasiado ceñidas porque tenía una mayor musculatura, y los
pantalones, algo cortos.
Me fui al vestidor y me miré en el espejo. ¿Cómo sería yo para él? ¿Me
servirían los vestidos bonitos con adornos que llevaban las alemanas? Las
mujeres alemanas me parecían muy elegantes y femeninas. Siempre
maquilladas y perfumadas de una forma tan perfecta.
Quizá deba asesinar alemanas y robarles la ropa yo también.
El pensamiento me dio un golpe tan tremendo que tambaleó todo mi
cuerpo y sentí vergüenza. Me aparté del espejo. Salí de la habitación. Bajé
la escalera con cierto nerviosismo. Suponía que los soldados estaban
agolpados en el comedor y que se gritaban los unos a los otros, por lo que
crucé hacia la cocina, donde la señorita Orli y la señora Rivka organizaban
la comida, otra vez con la mesa llena de conejos muertos. Parecía que la
caza se les había dado mejor la noche anterior.
—Buenos días, Eva —susurró la señora Rivka—. Nos tenías
preocupadas. ¿Cómo es que te has levantado tan tarde?
—Mm, lo siento. No he dormido bien.
—No me extraña —replicó la señorita Orli—. Los alemanes llevan
arriba y abajo toda la noche por la casa. No sabemos qué ocurrirá ahora,
pero parece que han discutido entre ellos. ¿Tú sabes algo?
—No —dije y tomé un panecillo, lo que hizo que la señorita Orli alzase
una ceja y me mirase.
No le había pasado desapercibido que llevaba días sin tomar nada que no
fuese estrictamente mi ración, a excepción de la bandeja de la cena. En
concreto, los días en los que Bergen y yo habíamos estado peleados. Me
metí el pan en la boca y le di un pequeño mordisco ante esa inquisidora
mirada. Yo ya pensaba lo peor de mí misma, ¿por qué no iba a pensarlo
ella?
—Nos han traído del comedor a la cocina a empujones —continuó la
señora Rivka—. A las Becker las han encerrado en el salón. Milat no ha
bajado. Es todo muy extraño.
—¿Y Temel? ¿Qué me dices de ella? Ni siquiera ha venido a dormir —
dijo la señorita Orli visiblemente enfadada—. Esa niña va a conseguir que
la maten. ¿Tú sabes dónde puede estar?
Me encogí de hombros. No pensaba decir nada de lo que había pasado la
noche anterior; mucho menos iba a hablar de Temel.
—Si ha pasado algo, ya nos lo dirán.
Di otro bocado y salí de la cocina en dirección al cuarto de lavado ante la
severa mirada de la señorita Orli. No podía contar la verdad de lo ocurrido
así que prefería no decir nada. La verdad era la que había dicho Bergen a
los demás. Para la hora de la comida ya toda la casa la sabría. Entré al
cuarto de lavado, aparté un par de barreños de mi camino y salí por la
puerta trasera del patio en dirección al tendedero. Me quedé paralizada ante
lo que había frente a mis ojos.
El cadáver de Alger colgaba de una de las ramas del árbol más próximo
a la cerca. Tenía un corte bastante profundo en el estómago, que hizo que se
le hubiesen salido algunos órganos por fuera, por lo que se formó un charco
de sangre bajo él. Le habían escrito una frase en la frente con algún tipo de
objeto punzante, sobre la piel: “Amigo de los judíos”.
¿Quién había hecho eso? ¿Los propios nazis? ¿Sus compañeros?
¿“Amigo de los judíos”? ¿Por ayudar supuestamente a la resistencia polaca?
Di gracias por la estupidez alemana yo también. No le veía mucho
sentido a la frase. Cualquier judío habría podido verificar que eso no era así,
aunque ninguno fuese a hacerlo.
—¿No te parece irónico? —dijo Temel sentada en el suelo junto a la
cerca con la vista en el cuerpo sin vida de Alger—. Creo que el mensaje
dista mucho de la realidad, ¿no crees?
Hice un esfuerzo por intentar no mirar la escena y me acerqué hacia ella.
—Los alemanes lo colgaron anoche y le sacaron las tripas como si fuese
un pez —continuó con una sonrisa—. No estuvo mal, pero habría sido más
divertido si todavía hubiese estado vivo.
—¿Disfrutas de tu obra?
—Se lo merecía, Eva. Sabes tan bien como yo que se lo merecía.
—Sí, sí que se lo merecía —confirmé—. Pero no a costa de la vida de
los demás.
—Te dije que tenía que hacer esto. Te pedí que no me quitaras el arma.
—Te salvé la vida. ¿Es que no te das cuenta? Si hubieses intentado
seguir ese plan absurdo, ahora serías tú la que estaría colgada.
Ni siquiera bajó la cabeza. Me mantuvo la mirada.
—Siento mucho el mal rato que pasaste. Te prometo que te lo
compensaré si tengo ocasión, cuando me lo pidas. Sea lo que sea. Puedes
pedirme lo que quieras.
—¿El mal rato que pasé? —tartamudeé ante esas palabras—. No te haces
una idea de la suerte que tuve. Alger podía haberme cortado una mano, un
brazo o el cuello directamente.
—Sabía que Bergen te salvaría.
—¿Lo sabías? ¿Qué habría pasado si Alger mataba a Bergen?
—Que habría lamentado perder la oportunidad de ver muerto a Alger,
habría llorado por ti porque te quiero como a una hermana y ahora
disfrutaría de la muerte de Bergen. No te olvides que él mató a mi padre.
Ya conocía esa mirada en Temel. Mostré los colmillos como los tigres.
—Si te atreves a ponerle una trampa a Bergen…
—Tranquila, no voy a hacer nada. Te prometo que no haré nada contra
él. —Sonrió con amargura—. En ese sentido, no tengo de qué preocuparme.
Eso lo harás tú solita.
Temel se levantó del suelo, se sacudió el vestido y se marchó hacia la
casa después de echar un último vistazo al cadáver de Alger con una
sonrisa.
Mi abuelo solía decir que, si alguien quería conocer realmente a una
persona, solo tenía que ir a la guerra junto a ella. No como enemigos, sino
en el mismo bando. Que las personas no eran las mismas ni defendían los
mismos valores cuando todo iba bien, que cuando tenían hambre o frío. O
cuando las inundaba el odio. Mi madre me lo había contado. Siempre había
pensado que era algo más poético que real. Ahora me daba cuenta de lo real
que era.
Intenté recoger la ropa del tendedero sin levantar la vista. Lo hice lo más
rápido que pude para volver a entrar al cuarto de lavado. Me choqué con
Bergen.
—¿Qué hace usted aquí?
—Ya ha terminado la reunión. —Se metió las manos en los bolsillos para
mirar cómo yo dejaba el barreño y me sentaba en el suelo junto a él—. Me
ha tocado dar una vuelta para comprobar el perímetro. ¿Quieres venir
conmigo?
—Debe de ser una broma —dije mientras agarraba una de las bolsas de
ropa sucia y la arrastraba hacia donde estaba sentada. El diablo se burlaba
de mí.
—En absoluto.
—Ya. ¿A los demás soldados no les importa que yo vaya con usted?
—Todos se han ido a dormir después de la noche de caza. Salvo Carsten,
al que le ha tocado la guardia, pero, como le acabo de regalar la última
botella de vino que quedaba, en veinte minutos, no sabrá ni donde está.
—No es broma —dije atónita mientras echaba una chaqueta en el
barreño con agua limpia—. ¿No le parece peligroso?
—Si lo dices por los rusos, no ha aparecido ningún otro por la casa de
los Holz. Creo que realmente los maté a todos. Si lo dices por la resistencia
polaca que colaboraba con Alger, es ficticia. Si lo dices por mí… —Sonrió
con picardía y el rubor me subió por todo el cuerpo.
Era un descarado. Nunca imaginé que me gustase tanto el descaro. Lo
cierto era que me refería a él, pero en otro sentido. ¿No había visto a Alger
colgado del árbol?
—Está bien. Si no me ayudas con mis tareas; entonces yo te ayudaré con
las tuyas.
Bergen se subió las mangas de la camisa, se agachó frente a mí y arrastró
un barreño hasta su sitio.
—¿Qué hace?
Apenas podía creer lo que veía mientras él metía una chaqueta en el agua
y tomaba un jabón del suelo. Me puse de pie en el acto. Fui hacia la puerta,
asustada. ¿Qué explicación iba a dar si aparecía alguien?
—Deje eso —dije al tiempo que lo agarraba del brazo para que se
pusiese de pie—. ¿Se ha vuelto loco?
—¿Crees que no sé lavar ropa?
—Por supuesto que no —dije de manera algo atolondrada—. Los
hombres no lavan ropa.
Lo dije sin pensar, tal como me lo decía la señorita Orli cuando me
hablaba del matrimonio, de mis obligaciones como esposa.
—Es decir, ¿todo lo que teníamos que haber hecho en el ejército alemán
era llevarnos a las mujeres judías, para que los hombres hubiesen muerto
sucios de una infección? —dijo Bergen sin poder contener la risa—. ¿De
qué hombres hablas?
De los que vivían en la granja, ningún hombre judío lavaba la ropa. Ni
hacía ninguna de las otras tareas. Pero Bergen no era judío. Parecía muy
seguro de sí mismo mientras me observaba pensativa, como si supiera lo
que pasaba por mi cabeza.
Me sentí como una idiota. Otra vez los límites de mi educación salían
por mi boca sin pararme a pensarlos. ¿Por que me resultaba escandaloso
que un hombre me ayudase? ¿Los alemanes sabían lavar la ropa? Desde que
habían llegado, los nazis no se habían molestado en hacer absolutamente
nada.
Bergen dio un paso hacia mí, me tomó del brazo para acercar nuestras
bocas de forma embaucadora.
—¿De verdad te da miedo salir de la casa con lo que tienes aquí dentro?
—Me dio la sensación de que no solo se refería a los alemanes. Se refería a
todo, a nuestros dos mundos. Juntos y por separado—. No iremos lejos y
volveremos enseguida. Te lo prometo. Volverás sana, salva y virgen. Bueno,
quizá lo último…
Me dieron ganas de darle un golpe con uno de los barreños a esa
desvergonzada sonrisa. ¿Por qué me hacía tan feliz? Bergen extendió la
mano hacia mí.
Salimos por la puerta de atrás, ignoramos el cadáver de Alger y
cruzamos hacia el granero sin que nadie nos viese, donde él tomó una bolsa
con la otra mano.
¿Cómo sabía que iba a convencerme tan fácilmente como para tener una
bolsa preparada? ¿Una bolsa de qué?
Bergen se metió por el bosque conmigo aún del brazo, avanzó en
dirección a la casa de los Holz, pasó por delante del lago y dejó atrás mi
granja.
El sol brillaba con fuerza en el cielo, sobre nosotros, lo que
proporcionaba una temperatura muy agradable. Por fin empezaba a notarse
que estábamos en los meses más calurosos. La lluvia de ese año había sido
especialmente intensa. Cruzamos buena parte de uno de los senderos que
llevaban hacia Tarnów hasta que Bergen se metió a través de los árboles y
abandonamos el camino. Tardamos unos diez minutos hasta llegar a un
pequeño lago.
—No es Masuren, pero no está mal, ¿verdad? —dijo mientras soltaba la
bolsa a un lado con una sonrisa y se quitaba la camisa.
Se refería a Masuria. Lo había dicho en alemán, pero lo había entendido:
hablaba de la tierra de los lagos, un sitio increíble, ocupado por alemanes
desde antes de la guerra y que los polacos creíamos propio.
—No está mal, ¿para qué?
Bergen se quitó los zapatos y los pantalones.
—Para tu primera clase de natación —dijo al tiempo que se volvía hacia
mí en calzoncillos con una sonrisa.
—¿Qué? ¡No! —grité mientras caminaba hacia atrás, pero él me tomó
una pierna tras otra y me quitó los zapatos.
—Has dicho que no sabías nadar porque nadie te había enseñado. —
Metió la mano por debajo de mi falda para agarrarme las medias—. Yo te
enseñaré.
El diablo me las bajó. Parecía divertirse mucho, pero a mí no me hacía
gracia la situación. Me sacó el vestido azul por encima de la cabeza. Quedé
en ropa interior y camiseta blanca. De nuevo semidesnuda frente a él.
Palidecí.
Siempre había querido aprender a nadar. Era una de las cosas que me
quedaban por hacer en todas mis listas. Sin embargo, el agua me daba
pánico. No podía pensar en la idea de estar rodeada de agua, de no ser capaz
de tocar el suelo.
—¿Qué sucede si no soy capaz de hacerlo? —pregunté con nerviosismo
mientras desviaba la vista hacia el agua. El lago parecía profundo—. Si no
toco el suelo, me bloquearé y no podré…
—Serás capaz —dijo—. Confía en mí, Eva Goldiak. Eres capaz de esto
y de mucho más.
Bergen giró, se zambulló en el agua para después comenzar a nadar con
bastante pericia hasta llegar a la mitad del lago. Estaba muy guapo con el
pelo mojado. Me habría gustado no estar tan asustada para poder apreciarlo
de verdad. Di varios pasos hacia el lago y metí los pies. El agua estaba algo
fría, pero la temperatura del día la hacía más apetecible. La profundidad era
bastante escalonada, por lo que tuve que avanzar un poco antes de que me
llegase a la cintura. Bergen nadó hasta mí y se situó detrás, se pegó a mi
cuerpo.
—El movimiento de brazos más sencillo es el de pecho. Solo tienes que
estirar los brazos hacia adelante y abrirlos hacia atrás hasta quedar en línea
con los codos. Así es como se produce el impulso que permite el avance —
me dijo mientras hacía el movimiento con mis brazos, despacio—. Es como
si fueses un pájaro que calienta las alas para empezar a volar. Las piernas
extendidas hacia atrás y patadas suaves. ¿De acuerdo? ¿Lista?
—No —respondí asustada al ver que intentaba que me pusiese horizontal
sobre el agua—. Espere un momento.
—Lo que necesites —me contestó mientras me agarraba de la cintura y
me ponía una zancadilla por debajo del agua para derribarme sin que me
diese cuenta—. ¿Mejor?
Me quedé extendida como una tabla; miraba el agua frente a mi cara
mientras Bergen tenía las manos en mi pecho y en mi vientre. Me sostenía.
Era el profesor con menos paciencia del mundo. Empezó a caminar hacia lo
profundo conmigo en sus manos.
—Mueve los brazos y las piernas como te he dicho.
—Ahora mismo no recuerdo nada de lo que me dijo.
Quitó la mano de mi pecho para tomarme del brazo, pero, al sentir que
ya no me agarraba, me eché rápidamente sobre su cuello, como un gato
asustado.
—¡No me suelte! ¡No me suelte! —dije mientras me trepaba a él.
—Todavía hacemos pie —afirmó, aunque el agua le llegaba al cuello.
—Hace pie usted que es un gigante, pero yo no. —Me agarré con las
piernas a su cintura—. Ni siquiera se ve nada.
Bergen se echó a reír. Miraba nuestros cuerpos completamente juntos.
—Gira hacia mi espalda —dijo y me rotó para que me subiese a su
espalda agarrada al cuello—. Estira las piernas y agárrate fuerte.
Se dio impulso con los pies. Hice lo que me pedía y comenzó a nadar
conmigo en la espalda.
—Ahora voy a ponerte boca arriba. Si te quedas rígida, vas a flotar.
—Eso es imposible.
—Esperemos que no, porque, si no, nos hundiremos los dos. —Se rio
mientras girábamos.
Puse los brazos en cruz, tal y como me había dicho, mantuve brazos y
piernas rectos. Noté que mi cuerpo flotaba. Bergen me había soltado. No
me tocaba. Nada me sostenía sobre el agua. Solo yo, completamente recta
mientras miraba el cielo.
—¡Estoy nadando! —dije sin querer moverme para no estropearlo—.
¿Bergen, me ve?
—Te veo.
Él estaba de pie junto a mi cabeza, por lo que lo estaba viendo al revés.
Me había soltado en una parte poco profunda.
—¿Se ha dado cuenta? —dije ya de pie. Me sentía emocionada—. ¡Me
mantuve sola! ¿Lo ha visto? ¡Yo sola! ¡He nadado!
Me agarré del brazo de Bergen y le supliqué que lo hiciésemos otra vez.
—También tienes que nadar boca abajo —dijo al tiempo que me
ayudaba a recostarme de nuevo para que me sostuviese una vez más.
—Esto es mucho mejor. ¿Para qué quiero mirar el agua cuando puedo
nadar con la vista en el cielo?
—¿Cómo vas a desplazarte boca arriba?
No se me ocurrió nada que responder, así que él me giró con la cara
hacia el agua mientras me sostenía.
—Mueve los brazos.
Intenté hacer el movimiento como él me había dicho, pero me parecía
muy complicado. El cuerpo se me iba para abajo en cuanto notaba que sus
manos no me sostenían.
—Mueve los brazos y las piernas más deprisa.
Obedecí. Traté de impulsarme con los codos. Fue mucho más divertido
de lo que creía. Después de unos cuantos intentos, fui capaz de mantenerme
a flote, de desplazarme de un lado a otro. Bergen me había enseñado a
nadar. Me pasé la mano por el pelo y miré al cielo. No tenía idea de la hora,
pero la temperatura empezaba a bajar. El cielo se había cubierto de nubes.
Me incorporé mientras él nadaba hasta mí desde lo profundo del lago. El
agua me llegaba a las costillas, por lo que la parte de mi pecho quedaba un
poco expuesto. Por suerte la camiseta interior de algodón no se
transparentaba mucho, pero, cuando Bergen se me situó delante, me puse
los brazos sobre el busto.
El pelo rubio mojado parecía algo más oscuro. Las gotas de agua
recorrían ese cuerpo que parecía sacado de un anuncio. Fritz, el chico al que
más había tratado socialmente, aunque fuese solo delante de su madre, no
se mostraba así. Intimidante. Bergen era intimidante. Atrayente.
—Gracias por enseñarme a nadar —le dije con vergüenza ante su
mirada.
Me miraba de una forma abrumadora. ¿Por qué siempre me miraba así?
Me aturdía.
—Creo que lo necesitabas —asintió—. Por si otro diablo te tira a un lago
en mitad de la noche.
No sé ni cómo me reí ante aquel comentario. Supongo que porque me
dio la sensación de que se disculpaba.
—Lo odié más que a ningún otro, ¿sabe? —le confesé mientras bajaba la
vista hacia el agua—. Más que a Hank, que a Alger. A usted lo odié más
que nadie en toda mi vida.
Bergen me miró con una expresión inescrutable, con esa cara de piedra.
—Los demás eran bestias que querían hacerme daño físico, pero usted
no. Quería demostrar que yo era como a usted se le había metido en la
cabeza que debía ser. Usted quería doblegar mi voluntad.
—Creo que es bastante evidente que no podía admitir que no eras como
las demás.
Se me escapó una risita que hizo que él me mirase con el ceño fruncido.
—Soy judía.
No se me ocurría nada que impulsase más a que fuese igual que las
demás. Los vestidos de colores apagados. La ausencia de adornos.
Cubrirnos el cabello e incluso cortárnoslo. Todo estaba enfocado para
desechar la vanidad y hacer que nadie se destacase.
—¿Sabe lo que eso significa?
Bergen asintió y se acercó más. Pasó la mano por el borde de mi mentón,
hacia mi cuello y me sujetó la nuca con suavidad. Se me erizó hasta el
último vello de la piel.
—Que tu Dios tiene un extraño sentido del humor.
Intentaba que no se notaran mis nervios. Si mi Dios, como él había
dicho, nos miraba en aquel momento, no creía que le gustara lo que
hacíamos.
Bergen pegó su cuerpo contra el mío, tiró de mi cuello con delicadeza
para atraer mi boca a la suya y meterme la lengua en un apasionado beso.
Los pezones, que se me habían puesto completamente duros por el frío del
agua, se apretaron contra su pecho por el abrazo. Al sentirlo, me aferró aún
más contra él. Tomé una bocanada de aire con desesperación mientras esa
lengua volvía a acariciarme la boca. Bergen me inclinó la cabeza
lentamente para que el beso fuese más profundo.
—Dame tu lengua.
Saqué la lengua como una tonta. Me sentía completamente ridícula, pero
esa vez él no se rio de mí.
—Deja que la guíe con la mía.
Me ayudó a meter la lengua en su boca y me quedé paralizada. No sabía
qué hacer con ella. Empecé a moverla con timidez; muy despacio. Me bajó
las manos por la espalda, por mi cuerpo, hasta llegar a mi ropa interior.
Cuando me apartó un poco el tejido de la piel y el agua helada me tocó el
culo desnudo, fui muy consciente de dónde estaba. Puse las manos por
delante de su pecho y bajé la cabeza, avergonzada.
Teníamos que detenernos.
Me sentía dividida en dos personas. Una buena y una mala. Una con una
moral férrea y estricta que no paraba de mirarme por encima del hombro
mientras intentaba recordar todo lo que me habían enseñado desde niña. La
otra me miraba como si fuese completamente estúpida y me preguntaba si
no me iba a permitir vivir algo que deseaba con todas mis fuerzas. Dos
personalidades distintas, pero las dos querían estar con Bergen. Yo quería
estar con Bergen. Solo que pensar en todo lo demás me aterraba.
La judía enamorada del nazi. ¿Puede haber algo más estúpido?
Escuché cómo él respiraba intensamente bajo mis manos, como si
intentase desacelerar.
—Empieza a hacer frío —dijo—. Hay toallas en la bolsa.
Asentí, colorada como un tomate.
—¿Y usted? —Temí que se hubiese enojado.
—Me va a venir bien que el agua esté congelada —dijo cuando empezó
a nadar hacia el lago.
No estaba enfadado. Era lo único para lo que parecía tener paciencia.
Salí del agua y caminé hasta la bolsa que contenía dos toallas y varias
prendas de ropa. También había un arma, una pistola pequeña con
empuñadura marrón. La ignoré y tomé una de las toallas para empezar a
secarme.
Miré cómo Bergen hacía varios largos de una punta a la otra del lago y
aproveché para secarme del todo. Me tapé con la toalla, me cambié la ropa
interior. Él no había llevado camiseta para la parte de arriba, por lo que me
puse directamente el vestido azul. Cuando terminé, él salía del agua y se
quitaba los calzoncillos. Giré en el momento exacto para no verlo desnudo.
Me sentí como una auténtica tonta al darme cuenta de que quería mirar, de
que quería verlo.
No puedes quedarte pasmada mirándolo así después de pedirle que pare.
No seas infantil. Ya no eres una niña.
—¿Cuántos años tiene? —le pregunté cuando me giré hacia él en el
momento en que se abrochaba los pantalones.
Me sorprendí al darme cuenta de que no sabía ni la edad, ni la fecha del
cumpleaños. Ni siquiera el nombre de pila. Era increíble la cantidad de
cosas que no sabía sobre él. ¿Se podía tener sentimientos tan profundos por
alguien a quien apenas se conocía?
—Veintidós.
—¿Veintidós? ¡Veintidós años! —dije sin ocultar mi sorpresa—. ¿De
verdad?
Era más joven de lo que creía. Siempre me había parecido un poco
mayor. Lo miré de nuevo para detenerme en su rostro.
—¿Qué? ¿No los aparento? —Se secó el pelo.
—No; es que creí que era mayor —dije sin saber muy bien cómo
explicarlo.
—Me doy una mala vida. —Hizo el gesto de la bebida.
—No. No es eso. —Lo miré una vez más con atención—. Son los ojos.
La mirada parecía haber estado en este mundo durante varios siglos.
Varias vidas. Lo sentí la primera vez que lo tuve frente a mí: que él ya lo
había vivido todo.
—He visto muchas cosas —admitió.
Bergen se sentó sobre una roca y se puso los zapatos. Saqué la camisa de
la bolsa y se la ofrecí.
—¿Siempre lleva un arma con usted? —pregunté.
—En guerra, sí.
Bergen se puso la camisa blanca y tomó la bolsa. Lo seguí de mala gana.
No tenía deseos de volver a la granja. Quería estar con él, hablar con él,
saber cosas de su vida.
—¿Ha estado muchos años en el orfanato? —pregunté ya en el sendero.
—¿De verdad quieres hablar de esto?
¿Por qué nunca quería hablar de eso? Estaba segura de que me decía la
verdad. ¿No quería contarlo? ¿No quería que yo lo supiese? ¿O era otro el
motivo?
—A ver, ya sabe todo lo que hay que saber de mi triste vida —dije
mientras intentaba poner mi mirada más persuasiva—. Cuénteme, ¿hasta
qué edad estuvo en el orfanato? ¿Cómo se enteró de que tenía un padre
importante? ¿Lo metió él en la Luftwaffe?
Bergen se pasó las manos por el pelo con resignación.
—Estuve en el orfanato hasta los siete años.
—¿Por qué hasta los siete? —Salté una piedra para situarme a su lado.
—De acuerdo. Desde que tengo memoria, todos los años, en mi
cumpleaños, aparecía un hombre en el orfanato con una caja, como si fuese
un regalo. Me la daba y me hacía una foto. Cuando cumplí siete, otro
hombre me sacó del orfanato y me llevó a una academia militar donde me
inscribieron en las juventudes hitlerianas y me adiestraron.
—¿Un regalo de cumpleaños? ¿De quién? ¿Qué había dentro?
—No lo sé. Después de la foto, el hombre me quitaba la caja y se iba —
dijo Bergen pensativo—. Nunca pude abrir ninguna, pero una vez alcancé a
ver que había una tarjeta en el envoltorio que decía: “Feliz cumpleaños”.
Así fue como supe el día de mi cumpleaños.
—¿Cuándo es su cumpleaños?
—El primero de junio.
O sea que además acaba de cumplirlos. Ha sido su cumpleaños mientras
estábamos juntos en la granja. ¿Por qué no me ha dicho nada?
—Pero no lo entiendo —dije confundida—. ¿Por qué alguien iba a
presentarse en un orfanato, darle una caja a un niño y hacerle una foto?
—Al principio yo tampoco entendía. Incluso llegué a suponer que ese
hombre debía de ser mi padre. Pero luego me di cuenta de que esa foto era
para alguien que quería verme bien. El hombre solo sería apenas un
intermediario. Si tenía algún golpe o alguna marca, el hombre intentaba que
en la foto no se viese. Quería que sonriese. Que pareciese feliz.
—¿Nunca lo visitó nadie? ¿Nunca le hablaron los administradores del
orfanato de ningún familiar? ¿Nunca le dieron ningún papel o algún tipo de
información?
Bergen sonrió.
—No. El proceso se repitió en la academia en cada cumpleaños, pero la
persona que venía cambió una vez más. En total, llegaron a venir tres
hombres diferentes a lo largo de los años a traer la caja y hacerme la foto.
Ninguno habló nunca conmigo. —Aceleró el paso—. Entonces, cuando
tenía once años, las cajas y las fotos se acabaron. No volvió a venir nadie
más.
—¿Por qué?
—Lo supe después. Creo que en un principio no sabían muy bien qué
hacer conmigo, porque roté por varias academias de ramas militares
dispares hasta terminar en la academia aérea de Berlín. Luego me alistaron
en la Luftwaffe como cadete. Estuve en varios centros y conseguí la
licencia de piloto. He estado sobre un avión desde que tenía dieciocho años.
Luchaba contra la maldita Unión Soviética cuando me relegaron. Lo demás
más o menos lo sabes y no es interesante.
—¿Por qué decidió hacerse piloto?
¿Por qué diablos no podía haber sido carpintero o arquitecto?
—No lo has entendido —dijo con una sonrisa—. Jamás he rellenado
ningún papel para ser nada. Ni me inscribí a las juventudes hitlerianas, ni a
la academia militar, ni a la escuela aérea. Simplemente me llevaron de un
sitio a otro conforme pasaban los años.
—¿Quién?
—Cuando ingresé en la Luftwaffe, una noche, vino alguien a visitarme.
Al principio, creí que se trataba de una broma porque llevaba bufanda y
anteojos oscuros como si quisiese taparse la cara.
—¿Su padre?
Bergen negó con la cabeza.
—No. Ahora sé quién era y por qué no quería que lo viese. Me dijo que
mi padre era un importante miembro del partido nazi. —La expresión de
Bergen se tensó por un momento—. Que no podía permitir que alguien se
enterase de mi existencia porque los enemigos lo utilizarían para derrocarlo.
Que yo, la prueba de su mayor vergüenza, solo seguía vivo porque no podía
romper la promesa que había hecho de no matarme.
En cuanto mencionó al padre, el rostro de Bergen cambió sutilmente. De
alguna forma extraña se hizo más indiferente. Supe que no le agradaba
hablar de él, por lo que preferí ser prudente y no preguntar a pesar de mi
curiosidad.
No sabía mucho de las figuras relevantes del partido nazi. Hitler, por
supuesto, y poco más. Aunque me dijera el nombre, no habría podido
ubicarlo en la cadena de mando, pero me habría gustado saber el verdadero
apellido.
—El extraño insistió con que eso no me consolase —continuó—. Que el
hecho de que no fuese a venir a pegarme un tiro en la frente no quería decir
que no fuese a matarme indirectamente. Que me preparase bien en la
academia porque estaría en primera fila en el campo de batalla quisiese o
no. Que le iba a dar a mi madre un héroe de guerra caído.
¿A su madre?
—Entonces yo ya no era un niño. Agarré al hombre del cuello. —Dibujó
una sonrisa—. Le dije que, si mi madre quería un héroe de guerra, entonces
tenía que demostrar el coraje de venir a verme. —Puse las manos sobre mi
pecho, angustiada—. El hombre se quedó un poco sorprendido. Pensó que
sabía que mi madre estaba muerta, que llevaba muerta años. Que ella y mi
padre estaban emparentados, que mi padre se aprovechó de ella cuando era
una niña, que la dejó embarazada, pero que todos lo taparon. Hasta mi
abuela hizo como si no hubiese pasado nada. Ni siquiera la apartaron de mi
padre. Pensó que sabía que él había ejercido tanta presión sobre ella que se
suicidó. —Miré a Bergen. No me salían las palabras. No podía ser más
horrible—. Me dijo literalmente: “Tienes que saber, maldito, que, si tu
madre, antes de pegarse un tiro, no le saca la promesa a tu padre de que no
te mataría, ya estarías muerto”. —Él apretó los dientes—. Y añadió: “Le
dije a Geli desde el principio que se olvidase de ti y que dejase de mandarte
esas cajas de mierda, pero no me hizo caso. Ahora está muerta”.
Que la primera noticia que una persona tuviese de su madre fuese eso,
dicho de esa forma, me pareció inhumano. ¿“Geli” era el nombre de la
madre?
—En resumen, vino a decirme que quería que me mantuviese vivo para
joder a mi padre porque nadie más se atrevía, y que me preparase para estar
en primera línea hasta de una partida de cartas —dijo Bergen—. Estaba en
lo cierto, porque me dieron un avión y me pusieron en primera fila apenas
se presentó la ocasión.
—Pero a usted le fue bien —susurré con resignación—. Y ganó
medallas.
—Sí, gané una y otra vez. No importaba la estupidez que hiciese ni
cuánto me acercase al enemigo. Los demás me aplaudían. Me metí de
cabeza entre los pilotos con mayor número de derribos de aviones
enemigos. Empecé a hacer demasiado ruido.
—¿Por eso lo enviaron al ejército terrestre?
—Premio —sonrió Bergen ante mi acierto—. Mi padre personalmente
me envió una carta para explicarme la razón del cambio. Es lo más cerca
que lo he tenido nunca. No lo conozco en persona. Resulta que ahora está
orgulloso de mí. Se cree que soy un buen soldado gracias a la genética. Es
un gran defensor de la supremacía aria. Incluso evitó que me fusilaran
cuando maté a mi superior y me mandó aquí hasta que las cosas se
calmaran. Me sorprendió, la verdad. Él siempre se ha tomado muy en serio
la jerarquía. Creí que dejaría que me mataran. —Bergen soltó una risa
irónica y negó con la cabeza—. Si alguna vez me parezco en algo a él, sé
buena y pégame un tiro con una pistola —dijo mientras me ofrecía la bolsa.
La miré y me eché instintivamente hacia atrás.
—Siento mucho lo de su madre —respondí sin saber muy bien qué decir
—. Siento de corazón que pasase por algo así.
—¿Sientes lástima por mí? —Se rio ante mi absoluta confusión.
—Bueno, no, lástima no —suspiré—. Empatía, creo. Pero no me lo pone
nada fácil, la verdad. Vivir algo así tiene que ser muy duro.
—La autocompasión no es una de mis cualidades —dijo Bergen—. Por
supuesto que habría preferido tener una madre, un padre y una familia que
me quisiesen, pero no es lo que me tocó. No me quejo, he visto cosas
mucho peores.
Entendía lo que decía. Por supuesto que siempre había personas en
peores situaciones, solo había que echar un vistazo al mundo, incluso antes
de la guerra. Pero creo que debía de ser una característica propia del ser
humano: querer más.
La granja apareció delante de nuestros ojos, y me detuve por un instante.
—¿Ha hecho muchas cosas malas? —Me encogí al hacer esa pregunta,
pero él me miró sin vacilar.
—He hecho muchas cosas. No me siento orgulloso de todas.
—¿Ha matado a mucha gente?
—Sabes que sí.
—¿Por qué? —pregunté en un vano intento de entenderlo—. ¿Por qué
siguió ese camino de ser soldado?
—¿Por qué eres granjera? —dijo Bergen con total naturalidad—. Eres
granjera porque así te lo enseñaron. Si te hubiesen puesto un fusil en la
mano y te hubiesen enseñado a ser un soldado, serías un soldado.
—No creo que pudiesen enseñarme a ser cruel con otro ser humano.
—Claro que sí —lo dijo muy seguro—. Inmunizar de todo a una persona
es más fácil de lo que crees si la adoctrinas bien. Si lo educas desde niño y
le enseñas la normalidad que tú quieras que tenga. Para los nazis, los que no
son iguales a ellos no son humanos. Los judíos no son personas, entonces,
no tienen la conciencia de estar matando a otro ser humano.
—¿Y usted?
—Por suerte soy inmune a casi todo.
—No —dije al pasarme la mano por mis labios para quitar una gota de
agua caída de mi pelo—. Me refiero a que si también cree que no somos
como ustedes.
Los intensos ojos verdes de Bergen se acercaron a mí. Me hacía sentir
tan pequeña.
—Nunca fui tan idiota como para buscar cuernos o colmillos como
hacían algunos de mis compañeros de las juventudes hitlerianas. Siempre
creí que la diferencia entre nosotros sería más sutil. Más interior, menos
visible.
Por un segundo, no supe si ofenderme o echarme a llorar.
—Entonces ¿yo no soy igual que usted?
—Categóricamente, no —dijo sin apartar los ojos de los míos—. Tú eres
mucho más humana que yo.
Me ruboricé de la cabeza a los pies, sobre todo cuando se inclinó hacia
mí antes de volver a hablar.
—Quizá seas tú la que debería buscar colmillos en mí.
—¡Bergen!
Alzamos la vista hacia la granja. Egbert se acercaba a toda prisa con el
fusil en la mano mientras hablaba entrecortadamente. Parecía bastante
alterado. Maldecía con los brazos alzados al cielo.
Bergen me hizo un gesto para que me fuese a la granja. No podía
replicarle nada delante de Egbert, así que bajé cabeza de mala gana y me
metí entre los arbustos que daban al sendero que había entre el granero y la
casa.
¿Qué habría pasado? Los alemanes me parecían tan impredecibles que
podía ser tanto algo preocupante como ridículo. Entré por el camino de
detrás, ignoré a Alger, que seguía allí colgado, y pasé al cuarto de lavado
donde, para mi sorpresa, las Becker estaban con la ropa.
—Buenas tardes —dije mientras las miraba de reojo.
Me ignoraron sentadas en el suelo, cada una con un barreño delante.
Seguí hasta la cocina para encontrarme con la señorita Orli.
—¿Dónde estabas? —dijo molesta—. Te salteaste la hora de almorzar.
Te aparté un cuenco de sopa.
Se lo agradecí, lo tomé y me senté a la mesa dispuesta a comer.
—¿Llueve? —preguntó de golpe la señorita Orli en alusión a mi pelo
húmedo.
—Me he mojado al lavar la ropa.
—¿Y dónde la has lavado? Porque Helmut ha venido a quejarse de que
no todos los uniformes estaban limpios. Ha puesto a las Becker a lavar. Tú
no estabas ahí.
La señorita Orli alzó una ceja mientras yo me metía una cucharada de
sopa en la boca, pensativa. Había descubierto mi mentira. Noté cómo
sacudía la cabeza con desaprobación y se llevaba una mano al estómago.
¿El soldado Helmut quería los uniformes limpios?
—No sé a qué juegas con ese soldado, Eva —dijo angustiada—. Pero te
pido, por favor, que pares.
Me metí otra cucharada en la boca sin contestarle ni mirarla.
—Imagino que has visto a Alger colgado ahí fuera —me dijo—.
¿“Amigo de los judíos”? Cualquier judío sabe que eso no es cierto. ¿Por
qué lo han hecho?
—No lo sé.
—¿No lo sabes o no quieres contármelo?
La señorita Orli me agarró de la barbilla y giró mi cabeza con suavidad
para que la mirase.
—Eva, por favor. —Se le llenaron los ojos de lágrimas, y a mí también
al verla—. Te quiero como si fueses mi propia hija. Sé que llevamos unos
días distanciadas, y no sabes cómo me duele. Mucho más en la situación en
la que estamos. Siento que te alejas cada vez más y no sé cómo
solucionarlo.
Evidentemente, mi relación con la señorita Orli no pasaba por un buen
momento. Primero, por su imposición de que me acercase a Bergen; luego,
porque debía alejarme de él. Sabía que solo quería lo mejor para mí, y le
estaba agradecida, pero no podía permitir que decidiese por mí. Algo a lo
que ella no estaba acostumbrada.
—Sabe que la quiero mucho, señorita Orli —dije mientras le agarraba la
mano—. Es como una madre para mí y siempre voy a estar en deuda con
usted por todo lo que ha hecho.
—¿Entonces por qué me apartas? Sé que sabes algo más de lo que pasa
entre los alemanes y no me lo cuentas.
—No puedo.
—¿No puedes? ¿Por qué no puedes? ¿Por ese asesino? ¿Por ese maldito
soldado? ¡Yo soy tu familia! ¡Yo me preocupo por ti! ¡Él, no! ¿Es que no lo
ves? —Se alteró tanto que tuve que suplicarle que bajase la voz—. ¿Qué es
lo que te pasa, Eva?
—Me temo que va a tener que confiar en mí, como yo he confiado en
usted siempre, desde que era niña. Ahora le pido que confíe en mí.
Me abracé a la señorita Orli con fuerza y me devolvió el abrazo.
—Has confiado en mí porque me he ganado tu confianza a lo largo de
los años, en los que te he demostrado que te quiero —susurró—. No se te
olvide ni que tu madre te dejó a mi cargo ni que siempre he cuidado de ti
cuando lo has necesitado. —Me soltó lentamente—. Piensa en ella cuando
te acerques otra vez a ese soldado. Piensa en qué diría tu madre.
Si mi madre estuviese viva y viese la relación que tenía con un soldado
nazi, puede que habría deseado volver a estar muerta.
***

Aproveché que las Becker estaban lavando ropa y pasé el resto de la


tarde ocupada con la limpieza de los baños de la granja y la provisión de
agua limpia. Después empecé a reabastecer el agua de la cocina. Tenía que
rellenar uno a uno todos los recipientes para beber, lavar y cocinar, por lo
que hice una y otra vez el trayecto del pozo a la cocina y de la cocina al
pozo.
Vi de pasada cómo los soldados iban y venían de arriba a abajo. Salían y
entraban del comedor. Parecía que pasaba algo raro. Pensé en la expresión
de Bergen al ver a Egbert que maldecía.
También le di varias vueltas a todo lo que Bergen me había contado.
Crecer en un orfanato a base de golpes siendo un niño sin el más mínimo
cariño ni afecto debía de ser algo muy doloroso. La historia de las cajas que
nunca le dejaron abrir. Enterarse de que a la madre la había violado un
pariente cuando niña. ¿Cuántos años tendría cuando él nació? ¿Y el padre?
¿Quién sería?
Me parecía terrible. Me dolía que hubiese tenido que pasar por todo
aquello. Sobre todo porque lo normal, después de que alguien contase una
experiencia tan dolorosa, tenía que ser recibir cariño. Me habría gustado
abrazarlo, consolarlo. Pero era una persona difícil hasta para eso. Bergen
estaba hecho de piedra. Quizá fuese precisamente la infancia que había
tenido la que lo había hecho ser tan duro. Nunca hablaba de sus
sentimientos, nunca lo había visto llorar o apenarse por algo. Lo había visto
muy enfadado. También apasionado y dulce. Se le daban mejor los hechos
que las palabras. Por supuesto, prefería lo primero a lo segundo. Pero todo
era necesario; y él no me había dicho con verdaderas palabras lo que sentía
por mí.
Llené el último recipiente de agua en el pozo y lo llevé a la casa,
exhausta, cuando al llegar escuché cómo algunas voces cantaban. Provenían
del comedor y eran masculinas, pero no se trataba de los alemanes. Sentí un
escalofrío al distinguir la voz de Otto Rivka entre las demás. Se trataba de
los hombres judíos. Los soldados los habían bajado al comedor.
Dejé el agua en el baño de abajo y fui hacia la cocina, donde la señorita
Orli intentaba ayudar a respirar a la señora Rivka.
—¿Qué ocurre? —Temía lo peor.
—Los alemanes han bajado a Otto, Rafael y Gamal al comedor para
divertirse —susurró la señorita Orli—. Ahora los están haciendo cantar.
Otto, Rafael y Gamal, los tres hermanos Rivka. Los únicos hijos vivos
que le quedaban a la señora Rivka, que sujetaba la mano de la señorita Orli
con fuerza. Me había temido lo peor, y lo era. ¿Qué podíamos hacer?
—Egbert ha venido ya a pedir la cena. —La señorita Orli señaló las
bandejas preparadas que había sobre la mesa, incluida la que yo debía subir.
—¿Dónde están las demás? —dije preocupada mientras la señora Rivka
lloraba con la mirada perdida.
—Las Becker no quieren saber nada porque no es su problema. Han
terminado de limpiar la ropa y se han ido. Temel está desaparecida como
siempre —dijo la señorita Orli molesta—. Tengo que servir las bandejas de
la cena. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la mano que la señora Rivka le
sujetaba con fuerza—. Sé que tienes que subir la cena al soldado, pero
necesito que me ayudes. Quédate con ella un momento —susurró para que
la señora Rivka no la oyese—. Quédate con ella mientras yo sirvo las
bandejas.
La señora Rivka se deslizó hacia el suelo al escuchar que sus hijos
terminaban de cantar una canción y comenzaban otra. No podía mantenerse
en pie. Me pareció milagroso que fuese capaz de tener los ojos abiertos.
Agarré mi mandil y me lo puse alrededor de la cintura.
—Yo serviré la cena. Usted quédese con la señora Rivka.
—No, Eva. No sé cómo estará la cosa en el comedor, pero es mejor que
no vayas.
Ignoré las suplicas de la señorita Orli, tomé una bandeja en cada mano y
me dirigí hacia el comedor. Me temblaron un poco las piernas al entrar a la
sala y contemplar la escena. Otto, Rafael y Gamal de pie en una esquina
con visibles golpes en la cara y en las manos, entonaban una canción sin
ningún tipo de deseo de hacerlo. Sus ropas estaban sucias y rotas por todas
partes. Tenían una mano sobre otra con el cuerpo encogido por el miedo.
Sentados a la mesa estaban Egbert, Carsten, Jens, Erich, Golder y el que
parecía ser el cabecilla de esa fiesta espantosa, Hank, que tenía sentada
sobre sus piernas a Milat. No sabía por qué, pero suponía que había sido
idea de él. Era un enfermo capaz de lo peor.
Estaba sentado en una silla, frente a los Rivka. Movía los brazos como si
fuese el director de una orquesta mientras se reía sádicamente de las
desentonaciones y les tiraba objetos cuando alguno desafinaba.
Milat, en su regazo, sonreía y aplaudía al ritmo de la canción de los
Rivka. El afán de supervivencia creaba monstruos de todos los colores y
géneros. Puse las dos primeras bandejas por delante de Egbert y Carsten.
Me dirigí hacia la cocina de nuevo para buscar otras dos y regresar.
Al volver al comedor, Otto me miró con desesperación mientras se
esforzaba por cantar una canción que me pareció que no sabía. Sus ojos
suplicantes se paseaban de un lado al otro sin encontrar respuesta. Repartí
las dos bandejas. En el camino hacia la puerta, me encontré de frente con
Bergen que me pareció que provenía de la cocina. ¿Habría ido a buscarme?
No había más que mirarle la cara para darse cuenta de que estaba enfadado.
Fue evidente que no le gustó verme allí.
Enseguida, Carsten lo llamó con una risa asquerosa que me pareció que
hacía alusión al concierto del que disfrutaban. Lo esquivé y seguí hacia la
cocina, tomé otras dos bandejas con rabia. Cuando regresé, estaba sentado
junto a Carsten, que le señalaba a los Rivka y se reía, a pesar de la absoluta
seriedad de Bergen. Él me miraba a mí.
Puse una de las bandejas frente a Jens y giré para poner la otra frente a
Bergen, pero la empujó para apartarla.
—Súbela a mi cuarto —gruñó.
Era una orden.
No pensaba obedecer.
Aún quedaba una en la cocina, la de Bergen, por lo que, ya que esa
estaba allí, decidí dársela al único que faltaba. Agarré la bandeja con
nerviosismo, y se la puse por delante a Hank, a la vez que los Rivka
terminaban la canción.
—Bravo, bravo —dijo Hank—. Entre los tres han hecho una canción
espantosa. —Todos rieron, a excepción de Bergen—. Pero vamos a hacer
algo un poco más divertido: ¡un concurso!
El diablo me hizo un gesto con la cabeza para ordenarme que me fuese,
pero Jens, que no se dio cuenta, movió el vaso vacío delante de mí para
indicarme que acercase la jarra de agua, por lo que me dirigí hacia el
aparador que estaba solo a un metro de Gamal.
Pude escuchar cómo Bergen apretaba los dientes, pero no quería irme.
No todavía, no sin saber qué tenía planeado aquel desalmado de Hank.
—Hagamos un concurso de canto. Los tres cantarán cada uno una
canción y entre los tres votarán quién es el que peor —dijo Hank mientras
yo volvía con la jarra a la mesa. Bergen se puso de pie—. El que mejor lo
haga recibirá un premio. Los otros dos serán eliminados del concurso.
Al decir eso, Hank sacó una pistola, al mismo tiempo que el diablo
llegaba a mi altura y me agarraba del brazo con fuerza para obligarme a
darle la espalda a la escena.
—¿La gorda de la cocina es vuestra madre, verdad? —dijo Hank en el
momento en el que Bergen me sacaba del comedor—. Si alguno no vota,
voy y le vuelo la cabeza a ella.
Ojalá no hubiese escuchado. Me tembló todo el cuerpo mientras Bergen
me arrastraba escaleras arriba hacia la habitación. Tiraba de mí, que me
había quedado sin fuerzas al escuchar la monstruosidad que los alemanes
hacían con los tres hermanos. Cuando me soltó encima de la alfombra y
cerró la puerta, se escuchó un disparo. Me tapé la cara con las manos,
desesperada. La pobre señora Rivka debía de estar rozando la locura.
—Eres la peor sobreviviente de la puta historia —gruñó Bergen
enfadado—. Si te indico que salgas de una habitación, ¿qué entiendes?
Estaba deshecha en llanto mientras escuchaba los gritos de la primera
planta. Lo último que necesitaba era que, además, aquel nazi me regañase a
mí. Se fue hacia el vestidor, tomó una pequeña bolsa azul y la echó sobre la
alfombra.
—Mete todo lo que creas necesario —dijo al señalar la bolsa—. Ropa,
zapatos… Nada de valor. Eso lo llevaré yo.
Miré la bolsa atónita, escuchaba sus palabras de fondo sin ser capaz de
moverme. No entendía. No podía pensar con las voces de los Rivka que
quedaban vivos cantando en el piso de abajo.
—Todavía te queda por escuchar un disparo más, así que respira
profundo y haz lo que te digo —dijo Bergen con una indiferencia terrible.
Parecía que vivíamos una situación completamente diferente. A mí me
costaba respirar.
—¿Por qué? —susurré—. ¿Por qué Hank hace eso ahora?
—Helmut le ha dado permiso para que elimine a dos judíos.
—¿Elimine? —No éramos animales. ¿Eliminar? Aquello era un
asesinato.
—Si los captores disminuyen en número, los prisioneros también —dijo
Bergen como si no tuviese la menor importancia mientras agarraba un
montón de vestidos que había sobre la silla del escritorio y los ponía sobre
la cama—. Es pura lógica militar.
¿De dónde habían salido los vestidos? No podía creer lo que me decía
con tan absoluta naturalidad. Hablaba de asesinar a dos personas. ¿Lógica
militar? ¿Así de fácil?
—¿Cómo puede hablar así de la muerte de dos seres humanos?
—Pero ¿qué crees que es una guerra? —dijo mientras sacaba los zapatos.
¿De dónde salía toda esa ropa?—. Gente muerta, de un bando y de otro. La
única diferencia entre los dos es el número de muertos en función del
ganador. ¿Cuánto calzas?
Bergen me agarró una pierna para mirarme el pie, pero me incorporé y
me aparté de él. ¿Qué se suponía que hacía?
—¿Así define lo que pasa en el comedor? —Señalé hacia abajo—.
Torturar a tres hermanos, obligarlos a elegir entre ellos cuál debe morir
primero mientras la madre escucha todo. ¿Eso es normal solo porque
estamos en guerra? —le grité. No solo me sentía furiosa por lo que ocurría
en el comedor, sino también por él—. Claro que debe de serlo. Porque usted
también es así, ¿verdad? Lo hizo con el padre de Temel, con Jefté y quién
sabe con cuántas personas más.
—Yo soy un soldado —dijo Bergen enfadado—. Mato con una finalidad.
La de ganar una guerra. Lo que tienes en el comedor es un sádico.
—¿Y si saben que es un sádico por qué le permiten hacer eso? ¿Por qué
le permite torturar así a las personas? ¿Por qué no hace algo? —gruñí.
—Porque tendría que matar a media población humana para que esas
cosas no pasaran. —Se rio sin ganas.
Se escuchó un segundo disparo y solté un grito ahogado de
desesperación hacia el cielo.
—Es más normal de lo que crees. El ochenta por ciento de los miembros
del ejército es como Hank. No solo hablo del ejército nazi. Te aconsejo que,
si alguna vez ves venir al ejército ruso, te escondas lo mejor que puedas.
Tragué saliva para borrar de mi mente la imagen de la pobre señora
Rivka al escuchar los disparos.
—Usted dice eso porque no ha tenido que votar quién debía morir. ¿Se
ha puesto por un segundo en su situación?
—Me hubiese votado a mí —dijo Bergen mientras me agarraba del brazo
para llevarme frente a la cama—. Si hubiese sido uno de los judíos, me
hubiese votado a mí mismo. Pero si hubiese sido el nazi encargado de
matarlos, me habría dejado de juegos de mierda y les habría rajado el cuello
con un cuchillo ¿Eso quieres oír?
—¿Por qué rajarles el cuello? ¿Se sufre menos así que con una bala?
—Para ahorrar munición —dijo Bergen mientras me daba la bolsa—.
Ahora, llora porque el mundo no está lleno de mariposas y flores como
creías, pero arma la puta bolsa.
Cuando se marchó hacia el vestidor para cambiarse reparé por primera
vez en lo que me decía.
—Pero ¿para qué es esto?
—Dieter ha muerto.
Se me cayó la bolsa al suelo. ¿El soldado herido había muerto?
Era curioso cómo algo que dabas por sentado que ocurriría en breve, y
que de hecho esperabas que ocurriese, de pronto te tomaba por sorpresa.
—¿Qué va a pasar ahora? —dije al ver la expresión extraña de Bergen.
Parecía pensar a toda velocidad—. ¿Qué significa que haya muerto?
—Significa que nos vamos.
—¿Nos vamos? ¿Cuándo? ¿Adónde? —Miré cómo se cambiaba de
camisa—. ¿Qué van a hacer con nosotros?
Me vi superada ante la idea de que había llegado el momento de
abandonar la granja. El miedo se apoderó de mí de una forma aterradora.
Había llegado el principio del fin.
—Mañana por la noche volveremos a la sede de la Gestapo en Cracovia
y llevaremos a los judíos al gueto.
Me costaba entender cada palabra que decía. ¿Iban a llevarnos a un
gueto? ¿A qué gueto?
—Pero si nos vamos mañana por la noche, ¿por qué hago yo la maleta
ahora mismo?
—Tú no vas al gueto.
—¿Adónde se supone que voy?
—A la granja de las Herzog. Voy a acercarme primero a ver cómo está la
situación allí. A asegurarme que ni los rusos ni nadie más la hayan
encontrado. Llevaré cosas de valor, comida y medicinas. Todo cuanto
puedas necesitar. —Bergen me mostró que tenía el bote de morfina que aún
quedaba en un bolsillo—. Si está todo bien, vendré por ti y te irás con ellas
esta misma noche. —Hablaba muy despacio y escudriñaba mi rostro con
cada palabra que decía.
—Después de que la unidad haga acto de presencia en Cracovia, volveré
por ti y te sacaré de Polonia.
Volveré por ti.
—¿Sacarme de Polonia? ¿Adónde va a llevarme? —Yo no había salido
nunca de mi granja. De mi hogar.
—Eso déjamelo a mí.
—¿Y los demás? —Intenté no decir “la señorita Orli” expresamente.
—Todos los demás serán llevados al gueto.
Sentía que no me corría el oxígeno por el cuerpo. ¿Bergen me decía que
iba a separarme de todos, de la señorita Orli, de la señora Rivka, de
Temel…? ¿Me decía que iba a llevarme a mí sola a un lugar seguro
mientras a los demás se los trasladaba a un gueto? ¿Entendía la dimensión
de lo que implicaba decirme que iba a abandonar a la mujer que era casi una
madre para mí?
—¿Cree que voy a esconderme como si nada mientras se llevan a los
demás a un gueto en Cracovia? —Negué con la cabeza—. No pienso hacer
eso.
—No hagas como si nada pasase y llora todo lo que tengas que llorar,
pero en la granja de las Herzog.
No conocía a ninguna persona en el mundo que me irritase tanto.
—Si todos los judíos van al gueto, yo iré con ellos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer? Porque a los que tengan la suerte de
sobrevivir al gueto los llevarán poco a poco a los campos de trabajo. El
gueto solo es el inicio.
—Entonces también iré con ellos —dije con orgullo.
—No sabes lo que dices.
—No pienso hacer caso. —Tiré la bolsa sobre la cama con
determinación—. ¿Está loco? ¿Cree que voy a abandonar la señorita Orli, a
Temel? Correré la misma suerte que los demás.
—Claro, porque eso es lo que ellos harían por ti, tal y como te han
demostrado —me dijo con ironía.
—Siempre dice que no soy como los demás.
—No. Eres bastante más estúpida.
—Usted no es más que un monstruo igual que los otros. Siempre lo ha
sido.
—Nunca te lo he negado.
Bergen alzó la voz por lo que yo también la alcé. Lo tenía
completamente decidido. No sería la rata judía que se escondía gracias al
nazi que se había encaprichado con ella. No viviría con eso en mi
conciencia: que me había salvado el verdugo de los demás.
—Si los otros van a un campo de trabajo, yo también iré.
—¡Tú no vas a ver un campo de exterminio ni en fotos! —rugió Bergen,
tan furioso que me hizo dar un salto. ¿Lo había llamado “de exterminio”?
—. Nunca vas a pisar un sitio de esos, aunque se te plante en ese maldito
cerebro de pájaro que tienes.
—¿Por qué no? ¿Por qué los demás sí y yo no? —Me costó hablar—.
¿Por qué soy su puta?
—¡Sí! —Me agarró de los brazos y me puso frente a él—. ¿Es eso lo que
quieres oír? ¿Es eso lo que necesitas que te diga para flagelarte ante la culpa
de que los demás vayan y tú no? ¡Pues sí, porque eres mi puta! ¿Contenta?
Intenté soltarme con un empujón, pero no pude. Él tenía demasiada
fuerza.
—¿Piensas que los nazis que hay aquí son crueles? No tienes ni idea de
lo que hay ahí afuera. De lo que sucede.
—¿Usted cree que voy a dejar que me separe de la única familia que
tengo? ¿Cree que me voy a esconder como si nada mientras los demás
sufren de esa manera? Tendrá que llevarme a la fuerza.
Bergen me soltó a la par que emitía una sonora carcajada que evidenció
la tontería que acaba de decir. No le importaba tener que llevarme a la
fuerza.
—Si hace eso, no volveré a dirigirle la palabra jamás.
—Para las estupideces que escucho mejor que estés callada.
—¡Se lo digo en serio! —grité furiosa mientras me daba la espalda—. Si
me aparta a la fuerza mientras condenan a todos los demás a una muerte
segura, no volveré a mirarlo a los ojos.
—Me conformaré con que sigas con ojos para decidir no mirarme con
ellos —dijo con indiferencia mientras terminaba de ponerse las botas y la
chaqueta—. ¿Quieres volver a odiarme? Vuelve a odiarme; quizá sea lo
mejor, lo natural. Pero vas a hacer exactamente lo que yo te diga. Así me
maldigas por el resto de tu vida, lo harás.
No sabía qué más hacer o decir. No parecía haber forma de que cambiase
de opinión. Bergen estaba dispuesto a imponer su decisión sin importarle
mis deseos. Se fue hacia el vestidor, tomó el fusil de Dominik de uno de los
estantes y salió hacia la habitación.
—Ten todo listo porque volveré enseguida.
Estaba tan enfadada que no podía ver más allá de mi ira. Así que me
salieron solas las palabras que no debería haber dicho jamás.
—¡Ojalá no vuelva nunca! —grité llena de rabia.
Bergen se detuvo en seco en su camino hacia la puerta, se volvió para
mirarme con detenimiento.
—Se enamora de ella —susurró al fin.
Mi expresión se relajó.
—¿Qué? —murmuré sin comprender.
—Me preguntaste cómo terminaba la historia. Qué ocurría con
Scheherezade al acabar de contarle el cuento durante mil y una noches al
sultán. El sultán se enamora de ella.
Sentí que el corazón se me paraba. No sabía cómo lo hacía, pero Bergen
era la única persona que tenía esa cualidad. Que podía hacerme sentir así.
Sus ojos verdes me miraron con una intensidad cegadora. ¿Qué significaba
eso? ¿Qué me quería decir? Se marchó de la habitación sin dejarme
responder, aunque no supiese qué contestar.
Le había preguntado cómo terminaba la historia de Scheherezade la
noche que Bergen había estado a punto de morir mientras suplicaba una y
otra vez que no se muriese, que no se fuese de mi lado. Él estaba
inconsciente, pensé que no había podido oírme. ¿El sultán se enamoraba de
Scheherezade? ¿Así terminaba la historia? ¿Se enamoraba de ella y le
perdonaba la vida? ¿La salvaba?
Me acerqué a la ventana. Ya era de noche y el mal tiempo que nos había
amenazado en el lago había terminado de hacer acto de presencia.
Empezaba a llover. Bergen pasó por delante de mi vista, en la parte de atrás,
y se metió en la oscuridad del bosque con rapidez, en dirección a la granja
de las Herzog.
Jamás me habría imaginado que todo terminaría así.
¿Qué espero que pase entonces? ¿Que Bergen y yo vivamos felices en
mi granja para siempre como si la guerra hubiese sido solo un mal sueño
del que despertar abrazada a él?
Solo de pensar en lo imposible que era eso dolía. Miré otra vez hacia el
bosque cuando distinguí en la oscuridad otra figura.
Era Hank, estaba segura. Hank había salido de la casa, bajo la lluvia, y se
adentraba también en el bosque por el mismo camino por el que se había
ido Bergen.
¿Adónde iría Hank? ¿Quizá le había tocado vigilar aquella noche? Giré
la cabeza hacia la cama, miré la ropa y los zapatos alrededor de la bolsa, y
me aparté de la ventana enfurruñada.
***

Estaba sentada en la alfombra con la espalda apoyada en el borde de la


cama cuando las voces del piso de abajo me hicieron abrir los ojos. Debía
de haberme dormido. Me puse de pie y lancé la bolsa azul sobre la cama. La
había hecho como Bergen me había pedido ante el temor de que decidiese
sacarme de la habitación a rastras sin ningún tipo de pertenencias. Pero aún
no había dicho mi última palabra. Tendría que escucharme. No pensaba
abandonar a la señorita Orli por nada del mundo.
Bajé la cabeza, intentaba oír los gritos de la planta baja. ¿Qué sucedía
para que los alemanes estuviesen tan alterados a esa hora?
Miré el reloj que había en uno de los cajones. Eran las tres de la mañana.
¿A qué hora se había marchado Bergen? ¿A las nueve? La granja de las
Herzog estaba relativamente lejos para ir a pie, pero no tanto como para
tardar tantas horas. Quizás él estuviese abajo también.
Fui hasta la puerta y salí al pasillo. Estaba a oscuras, no había nadie. Me
acerqué hasta la escalera y pude ver varias luces abajo. La más fuerte
provenía del comedor, de donde salían las voces de los alemanes. Debían de
estar de nuevo en otra reunión. Me sorprendió ver que también había luz en
la cocina. Bajé la escalera y me acerqué.
El pasillo de entrada estaba cubierto de barro y agua. De seguro, serían
las botas de los soldados después de haber caminado bajo la lluvia. Entré
con sigilo a la cocina y encontré a la señorita Orli que preparaba varias
bandejas a toda prisa.
—¿Qué ocurre?
Estaba pálida otra vez. Se detuvo al verme. Llevaba varias tazas de café
en las manos.
—¿Qué haces aquí?
—He escuchado las voces, ¿y usted?
—Los alemanes nos han sacado del comedor. Están reunidos. Han
encerrado a las demás en el salón. A mí me han ordenado preparar café.
¿Café? ¿A las tres de la mañana? La reunión debía de ser importante
.

—Deje que la ayude.


—No, Eva, no. —La señorita Orli parecía nerviosa—. Tú vete a dormir.
Algo pasaba. Algo le ocurría.
—No me mires así —me dijo molesta—. Aunque no esté de acuerdo
contigo, me duele decirte algo que te disguste.
—¿Algo que me disguste?
La señorita Orli dejó las tazas sobre las bandejas y se volvió hacia mí.
—Esperaba que no bajaras hasta mañana. Cuando me ordenaron que
prepare los cafés, los alemanes estaban discutiendo entre ellos y escuché lo
que decían.
—¿Sabe qué les pasa? ¿Por qué están así?
—Parece que Hank y Bergen salieron juntos a vigilar o como llamen a
esas rondas. La resistencia polaca los ha atacado.
Eso no era verdad. Ni Bergen se había ido con Hank, ni había ninguna
resistencia cerca.
—La resistencia está por aquí. —Decir eso hizo a la señorita Orli sonreír
—. ¿Te imaginas que aparezcan?
¿De qué hablaba? Los polacos rodeaban el bosque, pero en teoría no
estaban cerca de la granja. Éramos el ojo de la tormenta.
—Tengo que hablar con Bergen.
—Bergen no ha vuelto —dijo la señorita Orli al recuperar la seriedad—.
Solo ha vuelto Hank.
—¿Cómo que no ha vuelto? ¿No está en la reunión?
—No, Eva. Está muerto. Parece que los de la resistencia le han disparado
y lo han matado.
No comprendí una palabra más después de aquella frase: “Bergen está
muerto”.
—¿Qué?
—Sé que es un disgusto muy grande para ti, así que no quiero decir
nada, pero respira y piensa bien en todo.
Me costó escuchar lo que decía. No, Bergen no estaba muerto. Bergen no
podía estar muerto.
—No tiene ninguna gracia. —La señorita Orli retuvo mi intento de salir
de la cocina—. ¿Dónde está? ¿Está en la reunión? Quítese de en medio.
Tengo que hablar con él. ¡Suélteme!
Di un paso atrás, me aparté de ella, intenté librarme entre forcejeos y
empujones mientras la angustia se apoderaba de mí. La corrí hasta el
extremo de la mesa. Me volví hacia la puerta, pero ella no paraba de
sujetarme.
—Quítese, ¡déjeme! Por favor.
Ese maldito imbécil no iba a dejar que lo mataran así, no podía dejar que
lo mataran de ninguna forma. ¿Hank y él se habían ido juntos? Eso no era
verdad. Hank se había ido detrás de él.
Las rodillas me fallaron y caí al suelo. Me fallaba todo el cuerpo. Las
piernas. Los pulmones. El corazón. Un dolor agudo e intenso me oprimía el
pecho con una punzada horrible que me recorría los brazos y el cuello.
Bergen no estaba muerto. No podía estar muerto.
—Respira —susurró la voz de la señorita Orli de fondo.
No fui consciente de que me costaba hacerlo hasta que noté que me
echaba la cabeza hacia atrás, me levantaba la barbilla y me abría la boca
para facilitar la entrada de aire.
—Eva, por favor. Respira.
—No. —Apenas se escuchó el desgarro de voz que fui capaz de sacar de
la garganta—. No está muerto.
Sentí que me rompía en mil pedazos, en millones de trocitos imposibles
de volver a unir. El dolor en mi pecho se sentía tan fuerte y profundo que
era como si me despedazaran por dentro, como si me metiesen la mano en
el pecho y me sacaran el corazón. Me moría yo también. No verlo nunca
más. No volver a oír su voz, a discutir con él. A sentir esas manos, a besarlo
de nuevo. No podía soportarlo. No podía respirar. No podía moverme.
La señorita Orli me apoyó contra la pared y me dio varios toquecitos en
la cara. Creo que me humedeció la frente y la nuca, pero no sentí nada. En
algún momento, le pidieron algo porque creo que me dijo que la esperase, y
me quedé sola, tirada en el suelo. Ya no vi la cocina y vi los ojos verdes de
Bergen que me miraban. Esos ojos no podían dejar de mirarme para
siempre. No había terminado de discutir con él, no habíamos terminado de
hablar. Aún no le había dicho ni la mitad de las cosas que quería decirle.
Me levanté como pude y salí de la cocina. Me arrastré hasta la escalera,
hasta el pasillo, hasta el cuarto. Entré en la habitación y lo busqué con
desesperación. En la cama, en el escritorio, en el vestidor… Estaba todo
vacío.
—¡Bergen, por favor! —chillé—. No me haga esto.
Empecé a llorar de forma descontrolada, me tiraba del pelo como si
quisiese despertar de una pesadilla. De la peor pesadilla que había tenido en
mi vida.
—Haré lo que diga, pero, por favor, vuelva, no se muera. —Las lágrimas
ahogaban mi voz—. Por favor, no se muera. Te quiero.
Había luchado contra mis sentimientos tanto como había podido. Me los
había negado una y otra vez. ¿Por qué me había negado algo tan fuerte?
Había intentado esconderlos con todas mis fuerzas, pero no había podido.
Bergen me había desbordado por completo. Habría dado cualquier cosa por
decírselo.
—Buenas noches, Eva.
Alcancé a darme cuenta de que Hank estaba en la puerta de la
habitación. Me sequé las lágrimas. Di un paso atrás al ver que entraba y
cerraba la puerta. Si antes estaba destrozada, ahora estaba destrozada y
muerta de miedo.
Bergen, por favor. Por favor.
—Me gusta esta habitación. Es bastante más amplia que la mía —dijo
con una sonrisa ridícula—. ¿Por qué mierda ese tipo elegiría primero?
Di otro paso atrás. Él se rio aún más.
—¿No te importa que entre, verdad? —preguntó mientras avanzaba
hacia mí a la par que miraba la habitación—. Tranquila, sé que tú y yo no
nos llevamos muy bien, pero eso no tiene por qué ser así.
Después de todo lo que me había hecho ese soldado, de lo que había
intentado hacerme, esa frase resultaba un insulto.
Puso una mano sobre la cama, la pasó por encima de la colcha con
suavidad, de un extremo a otro del colchón.
—¿Bergen hablaba contigo? —Me miró pensativo—. ¿O solo
compartías la cama con él?
Alcé la vista hacia la puerta. Hank chasqueó los dedos para reclamar mi
atención como si fuese un perro. Quería que lo mirase.
—¿Te contaba cosas? —Se inclinó hacia mí—. Imagino que en todas las
noches que pasaron aquí algo te diría, ¿no? ¿Sabes cómo se llamaba de
verdad?
Negué con la cabeza sin poder evitar llorar de nuevo. Ni siquiera sabía
su nombre de verdad.
¿De que hablaba con Bergen? Era extraño. En general, hablábamos de un
millón de cosas y de ninguna. Más concretamente, de ninguna que le fuese
a decir a Hank.
—Por cierto, me falta un anillo. Uno que le di a Milat y que, al parecer,
Alger intentaba dar a la resistencia polaca. No lo habrás visto, ¿verdad?
Hablaba de mi anillo de compromiso.
—Porque Bergen le dio todas mis joyas a Helmut a excepción de esa. No
sabrás donde lo ha puesto, ¿no?
¿Las joyas que yo había encontrado escondidas? ¿Las había escondido
Hank? ¿Él era el que las había escondido en el sótano?
—Siempre suelo quedarme con una pequeña gratificación por mis
servicios al ejército. —Supuse que le resultaba graciosa mi cara de sorpresa
y por eso me lo contaba—. El que reparte se lleva la mejor parte, ¿no lo
sabías? Las tenía escondidas en el sótano, pero de pronto desaparecieron.
Quien las encontró, perdió el anillo, así que se lo di a la estúpida de Milat
para ver, si la persona que tenía el botín, lo veía y se delataba. Pero de
pronto, nadie sabe cómo, Alger era un traidor que las había robado, y
Bergen lo había descubierto.
Se agachó para mirar debajo de la cama. Se incorporó para ir hacia la
mesita.
—Siento una fuerte curiosidad —susurró mientras abría los cajones—.
Porque yo no creo que fuese lo que creen los demás. ¿Un espía? No me lo
trago. Bergen no era ningún espía.
Arrugó la nariz y negó con la cabeza. Avanzó hacia mí.
—Es como esa idiotez de que Alger era un traidor de la resistencia
polaca. —Ahora empezaba a mostrar enfado. Su verdadera cara—. ¿Creían
que soy imbécil, verdad?
Puse las manos por delante, temblando ante su avance. ¿Qué hacía?
—¿De verdad pensaron por un momento que creería que Alger habría
ayudado alguna vez a un judío? —Me pegó tal empujón que choqué contra
la silla del escritorio—. ¿Por qué lo mató?
—No lo sé —sollocé asustada.
Lo mató porque quería hacerme daño. Lo mató por mí. Bergen se
intercambió por mí.
Pero decirlo no me ayudaría. ¿Qué me ayudaría?
—Contéstame, puta, ¿por qué lo mató? —Estaba enloquecido. Me dio
otro empujón hasta golpearme contra la pared—. ¿Acaso descubrió quién
era Bergen?
Me precipité hacia la puerta, dispuesta a salir, pero él dio un salto y puso
la mano sobre la madera. Tiré del pomo con fuerza, incapaz de abrir.
—¿Quién mierda era? Porque tienes que ser alguien muy gordo para que
el mismísimo Joseph Goebbels quiera tu muerte.
Todo este tiempo, Bergen había tenido razón. No tenía ni idea de quién
era Goebbels ni por qué le había ordenado a Hank que matase a Bergen,
pero él tenía razón. Siempre la tuvo. No había ninguna resistencia polaca
cerca de mi granja. Ni Hank ni Bergen habían salido juntos. Hank había ido
detrás de él y lo había matado. Ese asesino lo había matado.
Bergen.
—¿Sabes? Hoy ha sido un día excelente. —Se volvió hacia mí con una
asquerosa sonrisa pintada en el rostro—. Estaba harto de ustedes. Matar a
Bergen ha sido uno de los mayores placeres de mi vida. —Dio un paso
hacia mí y se relamió los labios—. Y creo que ahora voy a disfrutar de otro.
Le aparté la mano de un golpe. Quise salir hacia el vestidor, pero me
agarró del pelo y me empujó al suelo. Planté las manos para frenar la caída
y se me tiró encima. Traté de clavarle las uñas en la cara, de agarrarlo del
cuello, de apartarlo como fuese, pero Hank alzó el puño y me pegó un
puñetazo en la cara. Y luego otro. Y después otro. Me pegó una y otra vez
hasta que fui incapaz de mantener los ojos abiertos. Entonces, el mundo
cambio de color. Se volvió completamente oscuro.
C APÍTULO 22

L o siguiente que recuerdo es a la señorita Orli que me sacaba de


debajo de la cama. Escuchar cómo lloraba mientras me agarraba de los
brazos, que tirase de mí a través del charco de sangre que me rodeaba.
—Estoy aquí, mi niña; estoy aquí, tranquila.
La señorita Orli parecía realmente horrorizada. No podía distinguir bien
su rostro, pero su voz sonaba muy asustada. Me dolía todo el cuerpo. La
cara. Las manos. Las piernas. Los muslos. Me costaba sentarme y juntar las
piernas. La mayor fuente de sangre del suelo era de mi interior. De entre
mis piernas. La señorita Orli lloraba a mi lado. No sabía si era de noche o,
simplemente, no podía abrir bien los ojos.
Ojalá no hubiese vuelto a abrir los ojos nunca más, ojalá me hubiese
muerto. Noté cómo la señorita Orli me echaba boca arriba y me quitaba lo
que quedaba de mi ropa, absolutamente destrozada por las garras de una
bestia. Unas garras que habían llegado a destrozarme a mí también. Le
habría pedido que no se molestase en curarme, que me dejara morir, pero no
tenía fuerzas para discutir. La gasa de agua tibia empezó a acariciar
suavemente mis heridas. Me quedé echada en la alfombra, inclinada hacia
un lado con la mirada perdida en otro mundo mientras la dejaba que hiciese.
Otro mundo. Otro lugar. Otra vida completamente diferente.
Durante horas, la señorita Orli me pasó las gasas de agua tibia de una
parte del cuerpo a otra. Sentí que alguien me tomaba de la mano y me la
apretaba con fuerza: Temel. Se sentó a mi lado, rompió a llorar como la
niña que era mientras me acariciaba la mejilla. “Mi querida hermana”,
susurraba una y otra vez. Entre las dos me curaron, me asearon y me
vistieron, para después tomarme en brazos y sacarme de la habitación. Me
bajaron y me llevaron a la cocina.
—Es una suerte que no peses nada —dijo la señorita Orli mientras Temel
ponía una manta debajo de la mesa y me recostaban sobre ella—. Ahora
descansa. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?
Giré e ignoré la pregunta para mirar la parte superior de la mesa. No
necesitaba nada. No sentía nada. Me había quedado completamente vacía.
Las horas pasaron. Vi zapatos arriba y abajo por la cocina desde mi sitio.
Voces. Susurros. La vida completamente ajena a mí. Me desmayé varias
veces. Me pareció que la señorita Orli me había dado algo para el dolor.
Tenía el vago recuerdo de haber tomado algo a escondidas. Deseé que fuese
el efecto de eso lo que me tenía de esa forma. Pero las horas pasaron y la
sensación de vacío no se iba. Se había instalado en mi interior para
acompañarme mientras viviese.
***

No quise comer nada del cuenco que la señorita Orli y Temel me


pusieron delante. A pesar de las súplicas de ambas, mi estómago se había
cerrado. No quería comer ni beber. No quería tener los ojos abiertos. No
quería respirar. No quería pensar. No quería vivir. La rabia y la amargura
cada tanto se apoderaban de mí, me hacían llorar de impotencia al no poder
escapar de la realidad.
—Parece que anoche te dieron por fin tu merecido. —La voz de Milat
llegó desde fuera de mi escondite con una risita estúpida de
acompañamiento.
Vi sus pies junto a una de las patas de la mesa y, unos segundos después,
asomó la cabeza con una amplia sonrisa.
—Qué cara te han dejado, querida.
Dirigí la vista hacia el techo. No valía la pena ni mirar a semejante loca.
—No pongas esa expresión. ¿No me digas que aún estas enfadada
conmigo por lo de tus deditos? No seas rencorosa. Tuviste la suerte de tu
vida. ¿Quién hubiese dicho que Alger traicionaba a los nazis y que Bergen
iba a matarlo justo antes de que te cortase los dedos?
Me concentré en ignorarla. En hacer como que no la escuchaba. No
existía. Nada existía a mí alrededor.
—¿Ni siquiera vas a dirigirme la palabra después de que he venido a ver
cómo estabas? —Milat se reía una y otra vez—. ¿Estás triste porque Bergen
ha muerto o por lo que te ha pasado con Hank? Porque si es lo primero, eso
ya no tiene importancia. Una vez que nos saquen de la granja y nos lleven a
los guetos no volveremos a verlos a ninguno de ellos. —Resopló pensativa
—. Pero si es lo segundo, espero que te doliese. —Ahora si la miré. Milat
apretaba los dientes—. Espero que fuese tan inhumano contigo como lo fue
conmigo la primera vez que me atacó. No ha pasado un solo día desde
entonces sin que desease que te pasase también.
Le sostuve la mirada, esa mirada de odio y maldad que me dedicaba.
—Fuiste más lista que yo al ganarte a Bergen, lo reconozco. Pero no
serás más lista que yo dos veces. —Volvió la sonrisa—. Lo veremos en el
gueto.
De nuevo, miré hacia arriba sin responder. Me daba igual cualquier cosa
que esa idiota dijera. Me daba igual lo que hiciese. Todo me daba igual.
Solo quería que se fuera y me dejase tranquila.
—A no ser… Si de verdad estás tan triste, puedes dar un paseo por el
pozo, como la señora Schreiber. —Se refería al suicidio de la madre de
Temel. A que yo también me suicidase—. Piénsalo.
Milat se incorporó del todo y se marchó de la cocina para dejarme, por
fin, sola.
***

Volví a estar un sinfín de horas escondida debajo de la mesa hasta que la


luz del día empezó a apagarse y vi llegar la oscuridad por la ventana.
Aproveché que estaba sola para arrastrarme fuera de la mesa. Con torpeza
me puse de pie. Me dolían las caderas y los muslos. Hice un esfuerzo por
caminar. Un pie y después el otro, hasta que el dolor se hizo medianamente
soportable y pude moverme sin tener que sujetarme.
Fui por el cuarto de lavado, salí hasta la puerta de atrás del patio y llegué
a tiempo al inicio del cambio de luz. El sol se iba. Se había ido ya para
siempre. Caminé un poco más, dejé atrás el camino, la cerca y algunos
árboles. Me detuve frente al lago para mirar el movimiento suave del agua.
Me habría dejado caer para sumergirme hasta el fondo y que acabase todo,
pero sabía cómo salir a la superficie. Sabía nadar.
Bergen estaba a mi espalda, sus brazos entrelazados con los míos, me los
movía hacia arriba y abajo; me obligaba a hacerlo.
Como si te estuvieses preparando para volar.
Todavía podía escuchar su voz. Ojalá me hubiese enseñado a volar muy
lejos de allí.
Me quité los zapatos y di otro paso más hacia el lago, dejé que el agua
rozara los dedos de mis pies. Siempre había creído que un sitio tenía
memoria. Una memoria que le daban las personas que habían vivido allí, las
que los habían llenado de recuerdos, que luego les contaban a sus nietos.
Esa era la memoria de los lugares.
Mi granja tenía la de mis antepasados. De mis bisabuelos y mis abuelos
que habían vivido toda la vida allí. De mi madre. Mi abuelo había
aprendido a caminar en el lavadero mientras mi bisabuela tendía la ropa.
Aprendió los números al contar los huevos de las gallinas. Aprendió a hacer
fuego en la chimenea del comedor. Dio su primer beso en la habitación que
era de la señorita Orli, en la noche de bodas con mi abuela. Cada rincón de
esa casa contenía un recuerdo.
Mis recuerdos en la granja se acababan. Ojalá hubiese podido borrarlos
mucho antes. Bergen nunca debió sacarme del lago. Debí morir ahí, seguir
pensando que él era un monstruo sin haber sido consciente de lo que era el
verdadero sufrimiento de no poder defenderte de un monstruo de verdad.
No quería sentir el dolor que tenía en el pecho. No podía vivir con él.
Demasiado pesado para mí. La vida no podía pedirme más, me lo había
quitado todo. No me quedaba nada. Me había dejado hueca por dentro.
Debía dejarme morir. Me balanceé suavemente para suplicar mi muerte.
Temel salió a la carrera de la casa, me buscaba. Se acercó hasta mí en
cuanto me vio.
—¿Qué haces aquí? La señorita Orli te busca. —Me tomó de la mano
con fuerza—. Los soldados nos quieren en fila en la entrada de la granja. Es
hora de irnos.
Dejé que Temel tirase de mí y me llevase de regreso. Agarré mis zapatos
por el camino. Fui descalza, sentí la hierba y el barro bajo mis pies. Me dio
igual ponerme luego los zapatos encima de la suciedad.
¿Qué más daba? Toda yo estaba sucia de la cabeza a los pies.
***

Para cuando cayó la noche, y la oscuridad inundaba el bosque y los


alrededores, los soldados alemanes ya nos tenían a todos preparados para
salir. Nos habían atado las manos con cuerdas, nos entrelazaron unos con
otros en varios grupos y formaron una especie de correa de la que tirar en
cada uno de ellos.
Otto y Chaim estaban en uno, cargados con bolsas de gran tamaño en las
que los soldados habían guardado provisiones, custodiados por Carsten, y
Jens.
La señora Rivka, la señora Becker, Ami y Milat formaban otro grupo
unidas por las cuerdas. También llevaban bolsas cada una con objetos de
valor, custodiadas por Erich y Golder.
Habían dejado las cosas que no pudiésemos llevar con nosotros cerca de
la entrada. Pensaban volver a buscarlas.
El último grupo lo formábamos la señorita Orli, Temel y yo. Nos habían
dado bolsas con recipientes de agua; íbamos custodiadas por Egbert y
Hank, quien me dedicó una sonrisa repulsiva al verme. Tuve que apoyarme
en la señorita Orli y mirar hacia el suelo para ser capaz de mantenerme en
pie y no desplomarme. “Si no puedes caminar, te pegarán un tiro”, me había
dicho. Ni siquiera me importaba. Prefería que me matasen antes que estar
allí, y soportar el miedo y la vergüenza que sentía. El dolor que me
inundaba.
Helmut se puso a la cabeza. Daba órdenes y dirigía al grupo. Organizaba
la salida de la casa y el avance por el patio. Todos los soldados iban
uniformados, gorra incluida. Nos metieron por el bosque y nos indicaron
que formásemos una fila.
Vi cómo la señorita Orli y los demás echaban la vista hacia atrás para
mirar la granja que había sido su hogar durante tanto tiempo. Yo no lo hice.
Pensaba que no volvería a verla nunca más. Deseaba no verla nunca más.
No en esa vida.
La luz de la luna apenas se apreciaba, por lo que no veíamos por dónde
marchábamos. Varios de los judíos tropezamos con las ramas y las piedras
del camino; casi perdimos el equilibrio, a punto de arrastrar a los demás de
nuestro grupo.
Esa era la gran desventaja de estar atados: si uno se caía, caíamos todos.
La ventaja la pude ver al salir a un claro. Al estar atados, Otto casi llevaba
en brazos a Chaim, que supuse no podía moverse con normalidad. Me
sorprendió que Otto Rivka, después de perder a sus hermanos y a su padre,
tuviese fuerzas para cargar con un muchacho y arriesgar así su vida. Había
personas ciertamente extraordinarias.
Caminamos durante horas en el más absoluto silencio por enlodados
caminos en una fila que solo quebraba Helmut. Él iba de arriba abajo, daba
indicaciones en el oído a sus compañeros.
Dejé de reconocer el entorno. Solo veía árboles y maleza a nuestro
alrededor. ¿Por dónde pensaban llegar a Cracovia si nos dirigíamos hacia el
norte? Seguimos durante tres o cuatro horas hasta que el sol empezó a
asomar sobre nuestras cabezas.
La luz del día tampoco me dio una noción del lugar. Nunca había ido a
Cracovia a través del bosque, pero me parecía que los alemanes habían
elegido el camino más largo. No sabía si por seguridad o si se habían
perdido.
Helmut volvió a recorrer el grupo agachado. Pidió que nos detuviésemos
y también nos agachásemos sin hacer ruido. Parecía preocupado de que nos
viesen. Nos ordenaron que no respirásemos si eso provocaba algún sonido.
Empezó a llover con suavidad. Las gotas se colaban entre las ramas de
los árboles y tocaban nuestras cabezas.
Nos tuvieron así todo el día. Agachados sin mover un solo músculo. A
todos se les hizo doloroso estar en la misma posición sin poder estirarse o
caminar un poco. Yo agradecí poder sentarme y descansar. Los muslos me
dolían muchísimo y, de nuevo, volví a sangrar. Giré para que los demás no
me viesen.
“Mi reino por un caballo”, escribió una vez un poeta muy famoso del
que nos habían hablado en la escuela. Eso sentía en aquel momento.
Mi reino por estar sola. Mi reino por que nadie vea mi vergüenza, porque
no lo sepan, porque no me duela. Mi reino por que no haya ocurrido.
Apreté la cara contra mis rodillas, a pesar del dolor que me produjo la
postura. Solo quería esconderme. Desaparecer.
Conforme pasaron las horas, varios empezaron a hacerse sus necesidades
encima. Entonces comenzaron a apartarnos en grupos para que fuésemos
“al baño”. No porque les importara, sino porque el olor les daba náuseas.
Nos dieron un mendrugo de pan y algo de agua. De seguro no querían
que nos desmayásemos por el camino y, con eso, entorpecer la marcha.
Bebí agua y le di el mendrugo a Temel ante la mirada furiosa de la señorita
Orli. No podía comer. Era como si no fuese a poder hacerlo nunca más.
—Chaim está muerto.
Miré a Temel, que tenía los ojos clavados en su hermano. Estaba
recostado en el suelo, inmóvil, al otro lado del grupo. El barro le recorría la
ropa desde los pantalones hasta la chaqueta. Los brazos estaban junto al
torso que no presentaba ningún signo de respiración.
—Lleva muerto desde que amaneció. —No varió su expresión en lo más
mínimo, lo dijo como cualquier otra frase—. Creo que Otto carga con él por
temor a que decidan pegarle un tiro a él también si se queda sin un grupo al
que estar atado. Supongo que enterarse de que nuestra madre había muerto
fue el golpe definitivo para mi hermano.
Se miró las uñas, pensativa, y se ubicó en su sitio. No supe qué
responder. Quizá ninguno llegaría con vida a Cracovia.
Cuando comenzó a atardecer, los soldados nos ordenaron que nos
pusiésemos de pie y reanudamos la marcha en absoluto silencio. Supuse
que los alemanes esperaban la oscuridad para movernos por el bosque con
mayor sigilo, sin ser percibidos, pero empezaron a tener un comportamiento
extraño. Nos hicieron agacharnos una y otra vez. Caminábamos casi
durante el mismo tiempo que pasábamos escondidos, hasta el punto del
ridículo. Las sombras del atardecer nos ocultaban lo suficiente como para
adelantar camino de una forma más rápida. Sin embargo, nos hacían
agachar como si estuviésemos rodeados de ojos ansiosos por descubrirnos.
También el sendero era raro. El avance parecía mucho más curvo de lo que
indicaba el terreno, como si diésemos un rodeo.
Los soldados estaban nerviosos y enfadados, discutían entre ellos; no se
ponían de acuerdo con la dirección a tomar. Tampoco con las órdenes que
nos daban. Se habían vuelto caóticas. Atravesábamos zonas descubiertas
con mayor lentitud que en las de mayor frondosidad, que nos camuflaban
mejor. De vez en cuando, alguno se adelantaba para volver un rato después
e indicar el camino. Me di cuenta de que les daba miedo aquel tramo del
recorrido.
Alcé la vista y miré a mi alrededor. ¿Qué era lo que Helmut iba a mirar
cada vez que se adentraba en el bosque sin nosotros?
“Tu granja es como el ojo de una tormenta”, las palabras de Bergen
resonaron en mi cabeza. “Parece que no se puede salir sin mojarse.”
—Están rodeando algo —susurró Temel que seguía con la mirada a
Helmut mientras nos mantenían agachadas—. Se han topado con algo y lo
están rodeando.
Miré a Temel con curiosidad.
—Aquí no hay nada, solo el bosque. Puedes verlo en cualquier mapa —
dijo la señorita Orli.
—No hablo de algo que se vea en un mapa —dijo Temel con los ojos en
blanco—. ¿Cuándo los han visto tan callados y asustados? Algo hay cerca.
—Cierren la puta boca. —Egbert nos hizo un gesto con uno de sus
dedos.
Se escuchó algo en la parte delantera del grupo. Helmut llegó a toda
prisa para indicar que nos agachásemos todo lo posible en silencio. Egbert
se acercó aún más a nosotras, agarró del pelo a la señorita Orli y le pegó la
cara al suelo, contra el barro. Querían silencio absoluto.
Estuvimos así durante media hora antes de reanudar la marcha. No
habían pasado ni quince minutos que se empezaron a escuchar ruidos
cercanos. Nos obligaron a escondernos: esa vez junto a un tronco hueco que
estaba echado sobre un gran charco de barro. Recuerdo la sensación de estar
allí, en mitad del bosque, escondidos con los nazis que nos llevaban a una
muerte más que probable mientras los ruidos resonaban a nuestro alrededor
sin saber qué nos acechaba. ¿O yo sí lo sabía? ¿Y si alejarnos de la granja
nos había metido de lleno en la tormenta?
—Es la resistencia polaca —murmuré lo más bajo que pude, lo que hizo
que Temel alzase las cejas.
¿Quién más podía ser? Quizás, incluso, fueran los mismos que los
habían atacado la primera vez, cuando se vieron obligados a buscar refugio
en mi granja. Todos estaban muertos de miedo con los ojos dirigidos hacia
los arbustos mientras esperábamos a que pasase aquel ruido, de modo que
solo yo vi cómo Temel se estiraba, se ponía en cuatro patas para llegar hasta
Egbert y le mordía la mano. Le apretó los dientes de forma tan violenta y
sorpresiva que no pudo contener un grito de dolor que hizo que todos los
demás ruidos desapareciesen al instante. Al apartar la mano con rapidez,
Egbert se desgarró la piel con los colmillos de Temel. Helmut llegó hasta
nosotros con el pánico escrito en los ojos. Maldecía en alemán cuando se
escucharon pasos que nos rodeaban. Los soldados sacaron apresuradamente
sus fusiles.
Egbert le dio una patada a Temel, lo que la hizo rodar por el suelo y nos
arrastró unos centímetros a la señorita Orli y a mí.
Empezaron a sonar ráfagas de disparos, unas tras otras, que los alemanes
devolvieron entre gritos. El bosque se convirtió en un campo de batalla en
el que las balas volaban de un lado a otro. Escuché un estruendo a mi lado.
Egbert cayó sobre mí, muerto. Vi sus ojos abiertos pegados a mi cuello, con
la sangre que le salía de la frente hacia mi rostro, hasta que la señorita Orli
y Temel me quitaron el cadáver de encima de un empujón.
Temel dio un salto y se echó sobre él, le metió la mano en el bolsillo y
sacó una pequeña navaja para cortar las cuerdas que le aprisionaban las
manos. Luego, llegó hasta nosotras y nos soltó a la señorita Orli y a mí, que
estábamos agachadas junto al tronco, escuchando los disparos de ambos
bandos. No sabía cómo reaccionarían los alemanes si se daban cuenta de
que nos habíamos liberado. Alcé la vista y vi que estaban completamente
desbordados mientras intentaban devolver el ataque, demasiado ocupados
como para fijarse en nosotras.
Bajé la cabeza al escuchar un disparo sobre el tronco y vi una pistola
junto al cadáver de Egbert. Se le debía de haber caído en el momento de la
muerte. Me estiré, la tomé y regresé junto al árbol.
—¿Es la resistencia polaca? —dijo la señorita Orli esperanzada—.
Gritemos que somos polacas.
Me incorporé un poco para asomarme hacia el fondo del bosque. Vi a un
grupo de hombres, cerca de treinta, que se acercaban y disparaban a una
velocidad pasmosa mientras le ganaban terreno a los alemanes, que
comenzaban a retroceder.
—Sean quienes sean ahora mismo no les importamos mucho —dijo
Temel al tiempo que señalaba el cadáver de la señora Becker, a la que un
disparo había alcanzado en la cabeza.
La superioridad numérica era demasiada como para que los nazis
pudiesen hacer algo. No resistirían mucho más y se dieron cuenta porque
algunos empezaron a huir. Sonó otro disparo contra la corteza.
—¡Corran! —gritó Temel que se ponía de pie y nos empujaba hacia el
fondo del bosque—. Tenemos que salir del cruce de disparos. ¡Corran!
Fue increíble ver cómo la señorita Orli y Temel echaban a correr con
todas sus fuerzas entre el estruendo de los disparos y los gritos de los
alemanes. Me guardé el arma en el escote del vestido y las seguí. Mis
piernas no me respondían todavía y fui mucho más lenta que ellas.
Carsten nos adelantó por la derecha, fusil en mano, mientras corría a
toda velocidad y se escuchaba de fondo gritar a Helmut. Vi cómo Hank le
disparaba a Otto Rivka en la cabeza al ver que se disponía a correr para
después alzar la vista y mirarme.
En cuanto vi cómo Hank levantaba el fusil, supe que iba intentar
matarme antes de permitir que escapase. Prefería vernos muertos antes que
libres. Dejé de seguir a Temel y a la señorita Orli para meterme a correr
entre los arbustos que había a mi derecha. Escuché un disparo rozar el aire,
cerca de mi oído.
Corrí tan rápido como pude, pero los muslos me dolían mucho. Sentía la
parte inferior completamente empapada en sangre. El movimiento había
empeorado mis heridas. Salté piedras, me metí entre los árboles y crucé un
sendero, pero aún escuchaba los disparos de la batalla a mis espaldas. Corrí
apoyándome de árbol en árbol hasta que salí a un pequeño claro. Giré sobre
mí misma. Los ruidos parecían un poco más lejanos.
Estaba sola. Había perdido a Temel y a la señorita Orli. En ese momento
me encontraba desorientada. No conocía el camino, no sabía qué dirección
tomar. ¿Dónde estaba?
Miré hacia las copas de los árboles que formaban el círculo que me
rodeaba. Me parecían demasiado altos para ver si el bosque se acortaba por
algún sitio. Los disparos se sucedían a mis espaldas. Eso era lo más
importante. No había mucho más que pensar.
Iba a correr hacia adelante cuando Hank salió de entre los arbustos.
Tenía varias heridas en la cara y el uniforme lleno de roturas y cortes. Había
dejado el fusil atrás, pero llevaba la pistola en la mano. Me miró fijamente
con ojos de loco. Ese soldado asqueroso e inhumano me había seguido. No
pensaba dejarme escapar así como así. Di varios pasos atrás, asustada, lo
que provocó que levantara el arma y me apuntase.
—¿Ibas a alguna parte, Eva?
Los disparos a mi espalda resonaron un poco más. La batalla se
acercaba. Aún así, aquel nazi se había detenido para matarme.
—Me parece que no vamos a tener tiempo para un besito de despedida.
—La familiaridad al hablarme me resultaba nauseabunda—. Un placer
haberte conocido, puta judía.
Puso la otra mano por encima de la pistola y echó una parte negra hacia
atrás para después soltarla y que volviese a su sitio. Supuse que preparaba
el arma para disparar, pero algo falló, porque miró la pistola enfadado.
Apretó el gatillo sin resultado. Se había quedado sin balas.
—Qué suerte tienes —dijo mientras tiraba la pistola a un lado y se
acercaba hacia mí—. Al final, sí que te voy a dar ese beso.
Saqué el arma del escote de mi vestido y le apunté. Me miró
sorprendido.
—Tú no sabes usarla.
Estoy segura de que quiso sonar más seguro de lo que sonó.
—No. No sé usarla —dije ante su sonrisa de satisfacción—. Pero usted
acaba de enseñarme.
Alcé la otra mano hacia el arma, tiré de la parte superior hacia atrás y la
solté al notar resistencia, como Hank había hecho unos segundos antes
frente a mí. Se escuchó un chasquido. Supuse que significaba que la bala
estaba preparada. Yo sí tenía balas. Le costó controlar la expresión de
horror. No esperaba mi respuesta, tampoco mi acción. Las personas como él
debían de creer que los demás seríamos víctimas toda la vida. Empezó a
caminar hacia atrás para alejarse.
—¿También sabes apuntar a esta distancia?
Agarré el arma con las dos manos para controlar mis temblores.
—Hay una bala en la recámara, ¿crees que vas a ser capaz de darme con
el primer tiro? —dijo al tiempo que recuperaba esa repugnante sonrisa—.
Porque pareces nerviosa.
Miré la pistola. ¿Había que hacer el mismo movimiento con cada bala?
—Tendrás que darme y matarme, por supuesto. Porque, si no me matas,
te voy a agarrar y te voy a descuartizar viva, hija de puta. ¿Vas a
dispararme? Será mejor que aciertes.
Él estaba a unos dos metros de distancia. Insuficiente como para volver a
hacer el movimiento de cargar otra bala antes de que se me echase encima,
pero suficiente como para que me dificultase apuntar. No había disparado
nunca con un objetivo. No le iba a acertar con esa distancia y con una sola
oportunidad. Con mucha suerte lo iba a herir en un hombro o en una pierna,
lo que de nada serviría ante su fuerza. Si tiraba, debía hacerlo con la
absoluta seguridad de matarlo en el acto o de herirlo de tal modo que no le
permitiese mantenerse en pie.
Se relamió los labios ante mi duda. Sonrió de una forma sádica y cruel
que me destrozaba el alma. La sola idea de que me volviese a poner una
mano encima me resultaba insoportable. Prefería morir mil veces, estar
enterrada bajo tierra. Entonces supe exactamente lo que tenía que hacer.
Alcé el arma junto a mi cabeza y me apunté a la sien. Ahí no fallaría por
mucho que temblase.
El ruido de los disparos y los gritos de los hombres que luchaban se
escuchó con más fuerza a mis espaldas. ¿Para qué quería seguir con vida?
Lo único que había en ese mundo era dolor y amargura. Ya no quedaba
nada de mí. Se lo habían llevado todo. Mi corazón, mis sentimientos, mi
alma, mi cuerpo. De una forma o de otra, la guerra lo había destrozado
todo.
Las lágrimas no me impidieron ver la expresión de Hank. Parecía
realmente aterrado, como si viese un fantasma mientras yo rozaba el gatillo
con la yema del dedo. Cerré los ojos dispuesta a apretarlo con fuerza
cuando tuve que volver a abrirlos, sorprendida, mientras una mano envolvía
la mía, por encima del arma, y me obligaba a estirar el brazo, volviendo a
apuntarle a Hank.
—¡No puede ser! ¡No puede ser!
Hank empezó a chillar y hacer aspavientos con los brazos,
completamente enloquecido, pero apenas lo escuché. Notaba a alguien
detrás de mí. Alguien que apoyaba parte de su peso sobre mi cuerpo y me
pasaba una mano alrededor de la cintura para meterme bajo su abrazo
mientras sosteníamos la pistola juntos, con el cañón enfocado en la cabeza
de Hank. Alcé la vista por encima de mi hombro, volví la cabeza despacio
hacia atrás, para así poder mirarlo.
Ver ese rostro, esos rasgos. Ese pelo rubio completamente pintado de
rojo por la sangre. Su frente, su boca. Los ojos verdes.
Esa vez no era ninguna alucinación. No era ninguna imagen fruto de mis
pensamientos. Estaba ahí. Él estaba ahí de verdad. Conmigo.
Bergen.

Para todas las personas cuyas luces,

de una forma u otra,

se apagaron a causa de la guerra.

Y para ti.

Gracias por hacer realidad

el sueño de poder contarte esta historia.


A aquellas tres cosas que los Antiguos

consideraban imposibles

debería sumársele esta cuarta:

hallar un libro impreso sin erratas.

Alonso de Cartagena (1384-1456)

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