Adam Smith Limites

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Adam Smith y los límites a la

naturaleza

Hernán Gabriel Borisonik Revista Cultura Económica


Universidad Nacional de San Martín Año XXXIX  N°101
[email protected] Junio 2021: 11-31
https://doi.org/10.46553/cecon.39.101.2021.p11-31

Resumen: El presente artículo comienza dando una muestra general de la tendencia


moderna a ver leyes regulares en los comportamientos económicos y a desplazar lo social
en función de lo individual. Frente a eso, busca en el pensamiento de Adam Smith
algunas pistas para recuperar una idea de naturaleza que no sea absoluta y una apelación
intermitente a la necesidad de tomar medidas políticas cuando sean necesarias, incluso si
se oponen a los designios naturales. Para eso se describirán tres de sus categorías
centrales, se tomarán algunos dichos de John Locke sobre la propiedad y se analizará el
gran incendio que azotó a Londres en 1666, así como la génesis de las brigadas de
bomberos. Con todo lo anterior, se buscará echar luz sobre algunos aspectos menos
atendidos del cruce entre Estado, mercado y vida nacional en la obra smithiana.

Palabras clave: Adam Smith; Naturaleza; Ley civil

Adam Smith and the Limits to Nature

Abstract: This article begins by giving a general snapshot of the modern tendency to
see regular laws in economic behavior and to displace the social in favor of the
individual. In view of that, it searches Adam Smith's thought for some clues to recover
an idea of nature that is not absolute and an intermittent appeal to the need to take
political measures when necessary, even if they oppose natural designs. For this, three
of Smith’s central categories are described, together with some sayings of John Locke
about the property and a description of the Great Fire that struck London in 1666 (as
well as the genesis of the fire brigades). With all of the above in mind, it will seek to shed
light on some less-attended aspects of the intersection between State, market and
national life in Smithian work.

Keywords: Adam Smith; Nature; Civil law


Recibido: 05/04/2021 – Aprobado: 24/05/2021
I. Introducción

“Natural” y “naturaleza” son, parafraseando a Spencer Pack (1995), palabras


cargadas de complejidad, ambigüedad y contradicción. Vincular de forma
explícita ley civil o cultura a intervención estatal y naturaleza a
autorregulación y mercado puede correr el riesgo de simplificar en exceso
los matices y perspectivas con los que estos términos fueron tratados. Esto
se aplica especialmente a Adam Smith, quien no utilizó tales conceptos de
modo inmutable y por lo tanto habilitó lecturas complementarias (cuando
no contrapuestas), que no deberían ser descartadas sin miramientos. Es
común dentro de la obra de Smith encontrar comparaciones entre lo que
puede considerarse justo y lo que hacen los hombres de acuerdo a las
inclinaciones que poseen “naturalmente” y no en todos los casos, ni
obligatoriamente, hay una directa predilección por la segunda de esas
opciones. De hecho, un sostén central para la presente reflexión es una cita
del propio Smith, sobre la que se volverá más tarde, acerca de las normas
contra formas de emisión privada de dinero:

Estas reglamentaciones pueden considerarse indiscutiblemente


como contrarias a la libertad natural. Pero el ejercicio de esta
libertad por un contado número de personas, que puede amenazar
la seguridad de la sociedad entera, puede y debe restringirse por la
ley de cualquier Gobierno (Smith, 1997: 293).

Por eso, concordamos con la afirmación de Pack que sostiene que “un
estudio, análisis y/o interpretación del trabajo de Smith que dependa de
esta suposición (a veces no declarada) –que Smith necesariamente aprobaba
la ‘naturaleza’ o lo ‘natural’– debe leerse con gran cuidado; quizás incluso
con incredulidad” (Pack, 1995: 1).

La dicotomía entre naturaleza y cultura representa uno de los clivajes


que ha tensado a la Modernidad con mayor insistencia y permanencia. Por
eso, uno de los nudos centrales del período se encuentra en el Estado,
instancia en la que las sociedades han debido resolver las tensiones entre
ambos polos de la existencia humana. Pero en todos los casos, las normas y
regulaciones que fueron surgiendo respondieron a un punto nuclear en el
que lo dado y lo producido se presentan como indistinguibles: la llamada
naturaleza humana, una esencia o tendencia a la que se apeló desde cada
tradición de pensamiento para justificar los modos de organización
colectiva. Sin embargo, la racionalidad, la sensibilidad y las inclinaciones,

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que cada discurso intuyó de manera particular, fueron siempre elementos
cardinales de toda caracterización de lo humano.

Si bien el proceso moderno comenzó con una luz de sospecha hacia


los hombres —tanto Hobbes (1987; 1996) como Maquiavelo (1984),
conocidos como los padres del pensamiento filosófico-político moderno,
desconfiaban de los sujetos individuales sin control estatal—, tal impresión
fue modulándose hacia concepciones más amables, en concordancia con el
establecimiento del parlamentarismo representativo en Europa y los
Estados Unidos. Esto coincidió con una paulatina superación de los
privilegios medievales y la dominación extraeconómica feudal a favor de una
lenta pero permanente despersonalización de los vínculos sociales y la
construcción de relaciones basadas en los contratos y la obtención de
ganancias.

Tal metamorfosis tuvo como efecto que se pasara de pensar en la


conveniencia de la soberanía absoluta, como límite eficaz a las ansias
individuales, a la búsqueda de instancias que pudieran demarcar (o
eventualmente frenar) a los órganos y miembros del poder político, con el
fin de que no se volvieran obstáculos para las acciones de los gobernados ni
usaran el gobierno como instrumento para su beneficio personal. Del mismo
modo, la preocupación central se fue moviendo desde las ideas de control y
afianzamiento institucional a principios como progreso, iniciativa o
equilibrio; y de concebir a la naturaleza como algo a refrenar se pasó a verla
como un elemento al que en principio había que dejar fluir. Adam Smith
puede ser contado como uno de los eslabones en esa cadena tendiente a un
cierto optimismo en relación con las inclinaciones naturales de los
individuos. Para este nativo de Kirkcaldy, los humanos están afectados por
tendencias armoniosas, que los encaminan a un desarrollo cada vez mayor.

Entre los siglos XVII y XIX, se consolidó asimismo una percepción


generalizada de un mundo previsible. Gracias a la invención del cálculo de
Leibniz y Newton, la predicción de la naturaleza a largo plazo se vuelve
factible. Un ejemplo claro fue la deducción de Halley (en 1705) sobre el
regreso del cometa que llevaría luego su nombre. Empezó a mentarse un
mundo en el que existían leyes naturales pasibles de ser descubiertas
racionalmente, cuya positivación daría ventajas a las sociedades. En ese
período, se observa una creencia en la presencia de regularidades que
encontró en la economía política una posibilidad de reconocer formas
invariables del comportamiento social. Algunos de los casos más célebres
son la ley de la oferta y la demanda proclamada por James Steuart (1767), la

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ley de la población hallada por Malthus (1798), la ley de los mercados
divulgada por Say (1803), o la ley de la renta investigada por David Ricardo
(1817).

Tal era el contexto en el que se conformó el pensamiento de Adam


Smith. A pesar de que en su temprana recepción, exégetas como Wilhelm
Paszkowsky (1890) o Albion Woodbury Small (1907) han señalado la
importancia de la obra de Smith para la teoría política, la filosofía y la
sociología, con el paso del tiempo esta fue cada vez menos tomada desde su
arista reflexiva y más interpretada desde un prisma casi técnico que
empobrece su legado. Pues, más allá de los indudables aportes que Smith ha
realizado en el campo de la economía política, una recepción puramente
economicista soslaya significativamente otros fructíferos y relevantes
aspectos de una obra que fue concebida desde el prisma de la filosofía moral
integral. Recordemos que, lejos de las contiendas en las que hoy (dos siglos
y medio más tarde) se ve utilizado The Wealth of Nations, su escritura
estaba atravesada por disputas contra el Ancien Régime, el mercantilismo y
otras perspectivas, que fueron perdiendo peso y protagonismo.

Precisamente por eso, revisitar el papel de algunas categorías


centrales de su pensamiento, como la mano invisible, la simpatía o el
espectador imparcial nos podría ayudar en la construcción de lecturas
especialmente atentas a la compleja relación que Smith establece entre
naturaleza, ley y razón. Citando a Cremachi (1989: 104), Pack afirma que
Smith usó los términos “naturaleza” y “natural”

como un vínculo metafísico entre la “realidad” o la “verdad” (que,


siguiendo a Hume, Smith sintió que era incapaz de conocer o
apropiarse o hacer “progresar”) y el historicismo. Por lo tanto,
hablar de la naturaleza y lo natural proporcionó a Smith un
amortiguador o puente entre “la mente individual y el orden
último de la realidad” (Pack, 1995: 18).

Del mismo modo, es central la pregunta acerca de las condiciones


bajo las cuales la acción política se torna posible en su relación con la
economía, ya que a partir de allí se abre un virtual diálogo entre Smith y los
dilemas políticos de la sociedad global contemporánea, mostrando su
vigencia y actualidad e incluso su potencia para pensar otras articulaciones
posibles. Y si bien lo anterior excede de lejos las posibilidades de este
artículo, al menos marca la perspectiva con la que fue escrito.

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Cabe resaltar que, aunque las circunstancias históricas hayan mutado
enormemente desde el capitalismo comercial a nuestros días, las
condiciones de vida actuales son de algún modo tributarias de aquel proceso
que estableció al mercado como agente privilegiado (y naturalizado) para la
distribución de bienes. La ciencia y la técnica modernas (desde la imprenta
hasta Newton) marcaron, sin duda, los trazos más gruesos del camino. Sin
embargo, existieron otros acontecimientos que también fueron modulando
las ideas socialmente aceptadas, tales como las guerras o las catástrofes
naturales, que incluso permearon de diversos modos los discursos
filosóficos con la consciencia del real peligro de perder la vida, la sociedad o
la civilización. Un caso ejemplar, en ese sentido, fue el importante terremoto
de Lisboa en 1755, que puso en relevancia la inestabilidad de la vida frente a
los cataclismos, despertando las reflexiones de intelectuales de la altura de
Hume, Kant o Voltaire. Y otro, aún anterior, fue el Gran Incendio de
Londres ocurrido en 1666.

De hecho, a través de un comentario de Smith sobre el fuego, es


posible matizar algunas interpretaciones que proponen un desarrollo lineal
y unívoco sobre su pensamiento acerca de la autorregulación y las
intervenciones sobre la economía. Si bien hoy se conocen algunas de las
inflexiones que la recepción de la obra de Smith ha sufrido en manos de sus
intérpretes y la simplificación que se ha vulgarizado (Piqué, 2019), este
trabajo busca recuperar en algún sentido aristas menos visitadas de ese
legado.

En ese sentido, este texto busca poner el foco en el vínculo entre


política y economía (como reflejo de las tensiones entre Estado y mercado, y
entre sociedad y naturaleza) en el pensamiento de Smith, a partir del
estudio de algunos hechos que giran en torno al gran fuego de 1666. Para
eso, es fundamental recuperar el contexto del incendio, pero también
comentar el surgimiento de las brigadas de bomberos y repasar algo de la
perspectiva de John Locke frente a la distinción entre ley natural y ley civil.

II. Tres categorías centrales en Smith

No es raro hallar, en la obra smithiana, comparaciones entre lo que puede


ser justo y lo que los hombres están “naturalmente” inclinados a hacer, y no
en todos los casos, ni necesariamente, hay una directa predilección por la
segunda de esas opciones. Acompañando, no sin tensiones, el proceso que
centraría en el individuo el pensamiento moderno, Adam Smith realizó
profundas meditaciones acerca de los modos en los que algunas categorías

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se traccionan y complementan. Tal vez por eso, lejos de definiciones
estancas, presentó formulaciones complejas (menos dicotómicas que
polares) entre ley natural y ley civil, individuo y sociedad, mercado y Estado.
Dentro de esa constelación, nos parece importante exponer muy brevemente
tres de sus más célebres conceptos, con el objeto de no asumirlos como
datos a priori y aclarar una perspectiva de lectura para el resto del presente
artículo.

Primero, la célebre mano invisible. Siguiendo a toda la tradición


clásica, Smith encuentra dos ideas de riqueza: una individual, mensurable
en dinero, y otra nacional, correspondiente al trabajo de todos los
habitantes de un Estado (Ottonello, 2019). A la segunda apela el título La
riqueza de las naciones y a ella apuntan las acciones de la mano invisible.
Dicho de otro modo, si bien es claro que existen y pesan los intereses
individuales, el centro de la preocupación de Smith es el desarrollo
colectivo.

Observemos por un momento las dos alusiones más sustanciales a


este concepto. Primero, en la Teoría de los sentimientos morales, la mano
invisible hace que los más pudientes sirvan de ayuda a los menos
favorecidos económicamente y (a través de la publicidad de su imagen
victoriosa y admirada) los estimulan a trabajar y esforzarse más. Aquí se ve
la íntima relación entre mano invisible y simpatía. Más precisamente, la
mano invisible opera de mecanismo de paso de lo individual a lo colectivo.

Los ricos sólo seleccionan del conjunto lo que es más precioso y


agradable. Ellos consumen apenas más que los pobres, y a pesar
de su natural egoísmo y avaricia, aunque sólo buscan su propia
conveniencia, aunque el único fin que se proponen es la
satisfacción de sus propios vanos e insaciables deseos, dividen con
los pobres el fruto de todas sus propiedades. Una mano invisible
los conduce a realizar casi la misma distribución de las cosas
necesarias para la vida que habría tenido lugar si la tierra hubiese
sido dividida en porciones iguales entre todos sus habitantes, y así
sin pretenderlo, sin saberlo, promueven el interés de la sociedad y
aportan medios para la multiplicación de la especie. […] Cuando
un patriota se esfuerza para mejorar cualquier sección de la
política pública, su conducta no surge invariablemente de la pura
simpatía con la felicidad de quienes recogerán los beneficios de la
misma. Cuando un hombre de vocación política aboga por la
reparación de las carreteras no lo hace comúnmente porque se

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sienta solidario con transportistas y carromateros (Smith, 1997:
332-333).

Algo análogo ocurre en la infinitamente reproducida cita sobre el


carnicero, el cervecero y el panadero de La riqueza de las naciones (Smith,
1996: 46). El hecho de que haya dos ideas de riqueza solapadas es lo que
habilita que cada individuo busque su propia productividad, pero también
beneficie a la sociedad y hace que los intereses particulares y los generales
puedan armonizar. Sin embargo, la “riqueza real” es, para Smith, la
nacional, siempre mediada por el trabajo. Por eso, no es tan grave que los
sujetos compitan por obtener dinero, siempre que lo hagan a través del
crecimiento del trabajo nacional. Pero, por eso mismo y en nombre de la
nación, también se pueden poner frenos a algunas acciones privadas.

En segundo lugar, la simpatía es una capacidad natural basada en la


posibilidad de imaginar un cambio de posición con la persona a la que se
está juzgando. Implica un juego especular entre los miembros de una
sociedad que allana el camino para una convivencia más armónica y a la vez
marca una mediación social para cualquier acto individual (ya que, una vez
comprendido el mecanismo, los sujetos piensan cómo serán juzgados y
modulan sus acciones en consecuencia). Al principio de la Teoría de los
sentimientos morales, hay un primer acercamiento a la idea de simpatía:
“nuestra compañía en el sentimiento ante cualquier pasión ajena” (Smith,
1997: 52). Posee un componente natural, pero no es independiente del
contexto: “la simpatía no emerge tanto de la observación de la pasión como
de la circunstancia que la promueve” (Smith, 1997: 54). No es una reacción
mecánica o abstracta, sino mediada por la comprensión de la situación
específica. Y en esa mediación participan la razón y la imaginación. Por eso,
la simpatía no es contagio, compasión o justificación de lo hecho, sino el
resultado de un proceso mental a raíz de una acción específica. Entonces,
como “nada nos agrada más que comprobar que otras personas sienten las
mismas emociones que laten en nuestro corazón y nada nos disgusta más
que observar lo contrario” (Smith, 1997: 57), la simpatía hacia los demás es
también responsable de nuestras acciones en público.

En relación con ello, la simpatía smithiana es una práctica social, que


cada individuo realiza a lo largo de su vida (lo cual hace que mejore en su
ejercicio) y que tiene como efecto el sostén (o incluso la producción) de una
ética no previa ni universal, sino histórica:

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la presente investigación no aborda una cuestión de derecho, por
así decirlo, sino una cuestión de hecho. No examinamos aquí las
circunstancias bajo las cuales un ser perfecto aprobaría el castigo
de las acciones malas, sino bajo qué principios una criatura tan
débil e imperfecta como el ser humano lo aprueba de hecho y en la
práctica (Smith, 1997: 168).

La simpatía siempre se da en un contexto en el que se halla algún


vínculo (por ejemplo, cultural o familiar) entre el agente y el público. Y, del
mismo modo, es una instancia que toda construcción político institucional
debería presuponer.

Como sea, considerar su carácter perfectible es fundamental, ya que


Smith encuentra en la naturaleza también cosas abominables, como

un amor por la dominación y la autoridad sobre los demás, que me


temo que es natural para la humanidad, un cierto deseo de tener a
otros por debajo de uno, y el placer que da a uno tener a alguien a
quien pueda ordenar que haga su trabajo en lugar de verse
obligado a persuadir a otros para que negocien con él (Smith,
1982b: 130).

Lo natural en los humanos es, según Smith, algo a mejorar, a través


de las costumbres, la educación e incluso a veces a limitar a través de las
leyes civiles.

Por eso, en tercer lugar, el espectador imparcial viene a completar la


arquitectura social de la simpatía, pues despliega un espacio neutral, por
fuera de los intereses de quien está juzgando. Tan histórico y situado como
la primera, este constituye una instancia más compleja y elaborada, por lo
que es presentado como algo a lo que debería tenderse a concebir. Smith lo
llama de varios modos, siempre en tono de loa, como semidiós o “el tribunal
de sus propias conciencias, […] el del hombre dentro del pecho, el alto juez y
árbitro de su conducta” (Smith, 1997: 251). El espectador imparcial
representa el punto más elaborado y logrado de la tendencia a la simpatía.
Es un norte moral que cada individuo tiene que lograr componer. Y, como se
decía más arriba, es una construcción que conduce a una mejor sociedad, no
como autorregulación automatizada, sino como proceso dinámico que nutre
a (tanto como se alimenta de) las leyes y regulaciones formales.

En las tres categorías aquí esquemáticamente presentadas, se


encuentran espacios oscuros en los que lo natural y lo civil son difícilmente

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separables, pues se encadenan y delimitan mutuamente de modo que no
siempre hay una respuesta clara a los problemas históricos que enfrentan
las naciones. Recordemos que en La riqueza de las naciones Smith señala
que es necesario tener ciertas reservas frente al libre comercio, sobre todo
éticas. Pues, si bien aseguró que existe una natural e innata propensión del
ser humano a “trocar, permutar y cambiar una cosa por otra” (Smith, 1996:
14) en los humanos, también “dedicó una atención escrupulosa a las
contradicciones subyacentes de la economía de mercado” (Nolan, 2003:
122). Así, mientras veía en el libre mercado un impulso inigualable para la
economía, “demostró que este motor contenía profundas contradicciones
internas, considerando que los hombres son simultáneamente productores y
consumidores” (Nolan, 2003: 122). Smith era consciente de que para que la
competencia funcione correctamente, el sistema social debe minimizar la
capacidad de los más poderosos para usar su autoridad sobre los demás.

III. Los sucesos del gran incendio

El Great Fire of London fue la primera catástrofe moderna de Inglaterra,


aunque también fue un catalizador para ese período. Su llegada fue parte de
un ciclo de situaciones aciagas (como la peste bubónica y las guerras con
Francia y Holanda) que aceleraron las rupturas con las costumbres
medievales, a lo que se sumó la cifra 1666 (de fuertes implicancias
religiosas). Durante la primera semana de septiembre de ese año, el centro
de Londres (desde la Pudding Lane, a pocos metros del río Támesis, hasta la
Pye Corner, en una línea de alrededor de 1,5km) ardió con fuerza, arrasando
con varias construcciones icónicas como la catedral de Saint Paul y los
muros de la ciudad y dejando una humareda que siguió emergiendo de las
ruinas durante más de seis meses (Davis, 1923). El evento fue de tal
magnitud que se han erigido recordatorios, aún visibles, en los puntos de su
inicio y desenlace. Por un lado, la gran columna dórica llamada The
Monument y, por el otro, el pequeño Golden Boy of Pye Corner (Walker,
2011).

En la época, existieron diversas explicaciones acerca del incendio.


Sobre su origen, parte de los exégetas lo atribuían a causas políticas, tanto
externas (las contiendas con otros países) como intestinas (Maitland, 2010:
435). Otra versión se centraba en causas teológicas, como castigos divinos
(Stillingfleet, 1666: 14; Gilpin, 2013) o denuncias de protestantes contra los
católicos, como en el caso de Hume, quien en su Historia de Inglaterra
inculpó sin dudarlo a la orden jesuita (Hume, 1983: 337). Sin embargo, hoy
se sabe que la procedencia del incendio fue mucho más profana y

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contingente; provino del horno de la panadería de Faryner que él mismo o
alguno de sus ayudantes olvidaron apagar, tal y como lo declaró el
Committee to Enquire into the Burning of London (1667). Su rápida y brutal
expansión se debió a las condiciones climáticas (especialmente eólicas) del
momento. La violencia de las llamas destruyó un porcentaje tan grande de la
Londres del siglo XVII (Clout, 2000: 60-68), que incluso hizo pensar a sus
habitantes que había llegado el fin de esa urbe (Dolan, 2001). Como sea,
sobre el modo de acabar con el fuego, lo que se sabe es que solo se logró
gracias a la creación de cortafuegos ejecutados con el derribamiento de
algunas edificaciones que estaban en el camino del fuego. Un alto
funcionario, Samuel Pepys, había propuesto esa idea (Thrower, 2003), pero
dado que implicaba demoler propiedad privada, Thomas Bloodworth
(alcalde de Londres en ese momento) se entregó al beneficio de la duda
hasta que el rey Carlos II señaló que era un paso necesario (Tinniswood,
2004: 51-52).

Las pérdidas materiales fueron descomunales; el gran fuego dio lugar


a un fuerte endeudamiento, lo cual exigió una importante reacuñación del
total de la moneda en 1669. Pero al mismo tiempo, de las cenizas surgieron
nuevas posibilidades para la ciudad y la nación. Las ruinas de Londres
fueron reemplazadas por un proceso de renovación que trajo una
planificación moderna e inédita. Alrededor de una de cada tres edificaciones
que había sido tocada o afectada por el fuego fue eliminada definitivamente
del nuevo trazado urbano. Gracias a la aparición de más espacio disponible,
se crearon zonas funcionales (con mercados distribuidos en varios puntos,
pero creando también una gran zona comercial en toda el área del centro) y
se optó por construir vías más amplias y utilizar materiales menos
propensos a ser dañados, lo cual redundó en la (re)configuración de una
metrópolis más organizada, que también implicó una primitiva forma de
gentrificación, ya que la flamante disposición espacial obligó a las masas a
moverse a los márgenes, mientras los sectores más ricos fueron eligiendo
retirarse del centro a espacios menos transitados (Spate, 1936).

Como se observa, en definitiva, el incendio modificó radicalmente la


vida y las ideas acerca de la convivencia entre sociedad y naturaleza en el
contexto británico. Podría incluso afirmarse que fue uno de los primeros
impulsos hacia el imperialismo inglés que se expresaría de manera más
acabada en el siglo XIX (Spate, 1936). Pero ese no fue el único efecto de las
llamas…

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IV. ¿Cortafuegos o bomberos?

Las resistencias al uso de cortafuegos riñen en algún sentido con un


postulado de John Locke, un pensador con claras influencias en la obra de
Smith y en la historia del liberalismo, que fue contemporáneo del gran
incendio y aparentemente alcanzó a ver la humareda desde Oxford. En su
segunda formulación acerca de la ley natural, Locke sostiene que, si bien la
naturaleza se encontraba al servicio de la humanidad para ser apropiada y
aprovechada en pos de un desarrollo creciente de los hombres trabajadores,
también es deber de cada individuo preservar al resto de sus congéneres. Su
lectura de la naturaleza no solo se opone a la competencia destructiva, sino
que también insta a hacer un aporte a la mutua protección:

Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en


común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una
propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad
nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo de su cuerpo y la
labor producida por sus manos podemos decir que son suyos.
Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la
produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que
es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al
sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto,
agrega a ella algo con su trabajo […] [y] da como resultado el que
ningún hombre, excepto él, tenga derecho a lo que ha sido añadido
a la cosa en cuestión, al menos cuando queden todavía suficientes
bienes comunes para los demás (Locke, 2006: 34).

Para Locke, la tendencia a la apropiación y usufructo privados de la


propiedad son cruciales para la decisión colectiva de establecer un sistema
de gobierno y salir del estado natural. El papel principal del gobierno es el
de asegurar al individuo y a la especie su derecho natural a la
autoconservación y al crecimiento. El Estado no inventa la propiedad
privada ni permite su existencia, sino que la defiende, por ser un derecho
natural no consensual de los individuos. De hecho, los Estados, para Locke,
funcionan si logran regular la propiedad privada y garantizar cierta justicia
frente a los abusos. Pero de ningún modo concibe a la propiedad como una
noción legal, lo cual justificaría la modificación colectiva de sus reglas, sino
como un derecho (e incluso como una obligación) natural que las
instituciones deben facilitar y conservar.

Al mismo tiempo, existe en este autor una estructura que limita la


posibilidad de acumular propiedad indefinidamente. En el estado de

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abundancia natural, cada cual tiene derecho de adquirir tanto como pueda
trabajar y usar, siempre y cuando esto garantice que haya disponibilidad (en
cantidad y calidad) de tierras y bienes para el resto (Locke, 2006: 34). Y en
la era de la escasez de tierras (dentro de la sociedad política establecida,
después de la introducción del dinero y la apropiación de todo el terreno
disponible), los propietarios están obligados a emplear a los sin tierra, para
que estos últimos puedan vivir de su trabajo (Locke, 2006: 48). Del mismo
modo, Locke sostiene que en una situación de guerra o ante la obligación de
resarcir justamente a alguien, es central garantizar la subsistencia del resto.

Como la ley fundamental de naturaleza dice que ha de procurarse


la conservación de todos hasta donde sea posible, a ello se sigue
que si no hay bienes suficientes para satisfacer a la vez los
derechos del vencedor y los de los hijos, quien tenga ya bienes de
sobra para mantenerse habrá de ceder algo de su completa
indemnización, y dárselo a quienes tienen mayor y más urgente
derecho, debido a que estarían en peligro de perecer si careciesen
de esos bienes (Locke, 2006: 181).

Con eso en mente, y con la salvedad de que los cataclismos no


entraron realmente al discurso filosófico moderno por lo menos hasta la
última parte del siglo XVIII, se pueden tomar en consideración algunas
palabras de Robert Nozick, quien halló en Locke una fuente para sus propios
razonamientos. Nozick enunció el problema que una catástrofe natural
plantea frente a la propiedad privada, ya que la sociedad queda en una
situación en la cual resulta necesario reorganizar la propiedad de modo que
haya suficiente para todos (Nozick, 1974: 180).

Según este autor, en Locke hay dos condiciones para la propiedad


privada, una más fuerte (alguien puede apropiarse de algo solo si hay
suficiente para que otros hagan lo mismo) y una más débil (alguien puede
poseer algo si eso hace que todos los que participan del sistema estén en
mejores condiciones de lo que estarían si no existiera tal sistema). Nozick
analiza casos de desastres naturales y sugiere que una catástrofe “pone en
funcionamiento la salvedad [débil] de Locke y limita los derechos de
propiedad” (Nozick, 1974: 179). Dicho en términos simples, se puede hallar
en Locke un espacio para la redistribución de bienes por fuera de las reglas
“normales” de los derechos naturales. A partir de eso, es dable pensar que,
en la doctrina moderna proto-liberal, si bien está centrada en la idea de
individuos con derechos, existe una concepción de la sociedad (o incluso la
especie humana) por la que es posible, en algunos casos, limitar la

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propiedad privada en pos de un bien mayor. Sin embargo, esta idea fue, en
los hechos, opacada por acciones que consiguieron sortear ese ideal.

En vistas de lo anterior, un ejemplo por demás sugerente tiene que


ver con el arribo de brigadas de bomberos de la ciudad de Londres.
Analizarlo puede servir para recordar que existió una respuesta derivada de
la catástrofe ígnea de 1666, a la que tal vez se le ha dado menor envergadura
de la que se merece. Las cuadrillas no aparecieron por iniciativa de las
autoridades municipales o nacionales, sino que fueron iniciativas privadas
con fines de lucro. Su génesis estuvo vinculada con una serie de omisiones y
dichos del rey Carlos II, que revelaban que no sería capaz de proveer a la
capital británica los bienes y servicios necesarios para poder evitar o
contrarrestar incendios como el que había ocurrido 1.

La evolución de la lucha contra las llamas de la Londres moderna


estuvo vinculada con la expansión de una creciente actividad (que, de hecho,
acompañó de cerca todo el proceso modernizador en Europa): los seguros.
La forma que tomaron estas empresas era similar a la de las aventuras
comerciales marítimas (con los consecuentes seguros para el transporte)
que habían crecido desde el siglo XIII y que hallaron un desarrollo
exponencial con la explotación del continente americano. Las compañías
aseguradoras ocuparon un lugar vacante y necesario y utilizaron, además,
métodos que no pondrían en riesgo la propiedad privada.

La aparición de las brigadas semipúblicas tuvo importantes efectos


sobre la sociedad toda. A partir de una serie de cálculos, las empresas
comprendieron que crear un cuerpo de bomberos bien entrenados era muy
conveniente para ahorrar a la hora de tener que reconstruir las viviendas de
sus clientes. Pero además, esto trajo aparejado el triunfo de una apelación a
la conciencia individual y no a la idea de bien común, por lo que no
contratar seguros podía ser interpretado como falta de cuidado o desdén y,
por lo tanto, culpabilizado (Ewald, 1991).

De igual forma, existió un período (que podría llamarse


“publicitario”) en el que las brigadas ayudaron a apagar fuegos en sitios
públicos o no asegurados. Pero al tiempo fueron colocando un símbolo (un
sol) en las puertas de quienes poseían pólizas, para que las guardillas
priorizaran esas construcciones sobre las otras, o, directamente, para que
solo se dedicaran a ellas. Evidentemente, eso movilizó a la opinión pública,
ya que, poco tiempo después, una de cada tres viviendas había adquirido
algún seguro contra las llamas. Se ve así que el trauma por el fuerte impacto

Revista Cultura Económica 23


material y simbólico al que habían quedado expuestos los sobrevivientes del
incendio fue utilizado a favor de una nueva organización urbana y una
privatización de la ayuda contra el fuego y sus efectos.

V. Smith y el Estado frente a la catástrofe

En las páginas anteriores se ha delineado un derrotero establecido con el fin


de encuadrar ciertos cruces entre ley natural y ley civil en el pensamiento de
Smith, especialmente en la instancia límite de una catástrofe que exige
forzar una toma de partido para arribar a una solución.

La cita más señalada cuando se comenta esta cuestión es la referencia


a un supuesto terremoto en China. Tal vez inspirado por el ya mencionado
temblor de Lisboa de 1755 (la Teoría de los sentimientos morales fue escrita
en los años exactamente posteriores a ese evento), Smith pensó en China
por ser un lugar casi inimaginable de visitar para un británico medio del
siglo XVIII (el viaje, en barco, duraba alrededor de un año). En ese célebre
ejercicio de imaginación, Smith se pregunta cómo reaccionaría un europeo a
la potencial muerte de millones de personas que no conoce:

Supongamos que el enorme imperio de la China, con sus miríadas


de habitantes, súbitamente es devorado por un terremoto, y
analicemos cómo sería afectado por la noticia de esta terrible
catástrofe un hombre humanitario de Europa, sin vínculo alguno
con esa parte del mundo. Creo que ante todo expresaría una honda
pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas
reflexiones melancólicas sobre la precariedad de la vida humana y
la vanidad de todas las labores del hombre, cuando puede ser así
aniquilado en un instante. Si fuera una persona analítica, quizá
también entraría en muchas disquisiciones acerca de los efectos
que el desastre podría provocar en el comercio europeo y en la
actividad económica del mundo en general. Una vez concluida esta
hermosa filosofía, una vez manifestados honestamente esos
filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo,
su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad
como si ningún accidente hubiese ocurrido. El contratiempo más
frívolo que pudiese sobrevenirle daría lugar a una perturbación
mucho más auténtica. Si fuese a perder su dedo meñique mañana,
no podría dormir esta noche (Smith, 1997: 259-260).

Smith afirma que las catástrofes solo son percibidas en toda su


magnitud por quienes son directamente afectados por ellas. Sin embargo (o,
por eso mismo) comprende que esta dimensión subjetiva y pasional debe ser

24 Año XXXIX  N° 101  Junio 2021


superada racionalmente para lograr mantener viva a la sociedad y a sus
miembros:

No es el apagado poder del humanitarismo, no es el tenue destello


de la benevolencia que la naturaleza ha encendido en el corazón
humano lo que es así capaz de contrarrestar los impulsos más
poderosos del amor propio. Lo que se ejercita en tales ocasiones es
un poder más fuerte, una motivación más enérgica. Es la razón, el
principio, la conciencia, el habitante del pecho, el hombre interior,
el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta. Él es quien, cuando
estamos a punto de obrar de tal modo que afecte la felicidad de
otros, nos advierte con una voz capaz de helar la más presuntuosa
de nuestras pasiones que no somos más que uno en la
muchedumbre y en nada mejor que ningún otro de sus
integrantes, y que cuando nos preferimos a nosotros mismos antes
que a otros, tan vergonzosa y ciegamente, nos transformamos en
objetivos adecuados del resentimiento, el aborrecimiento y la
execración (Smith, 1997: 260).

Como se mencionaba antes, el espectador imparcial (cima de la


simpatía y la racionalidad) es una instancia que opera hacia el bien común,
incluso si eso afecta su legítima búsqueda de bienestar personal. Es el espejo
moral al que todos deberían, según Smith, apuntar. Es importante tener esto
en cuenta al leer su referencia al fuego:

Acaso habrá quien sostenga que impedir que un particular reciba


en pago los billetes de un Banco, por una suma grande o pequeña,
cuando no tiene inconveniente en aceptarlos, o prohibir a un
banquero que los emita cuando los demás no tienen inconveniente
en recibirlos, es un atentado contra la libertad natural, que la ley
viene obligada a proteger y no a violar. Estas reglamentaciones
pueden considerarse indiscutiblemente como contrarias a la
libertad natural. Pero el ejercicio de esta libertad por un contado
número de personas, que puede amenazar la seguridad de la
sociedad entera, puede y debe restringirse por la ley de cualquier
Gobierno, desde el más libre hasta el más despótico. La obligación
de construir muros para impedir la propagación de los incendios
es una violación de la libertad natural, exactamente de la misma
naturaleza que las regulaciones en el comercio bancario de que
acabamos de hacer mención (Smith, 1997: 293)2.

Smith expresa claramente que la concentración de libertad (incluso


de “libertad natural”) en manos de unos pocos –normalmente en su obra,
los más ricos– amenaza a la sociedad en su conjunto. Por lo tanto, es

Revista Cultura Económica 25


obligación de los Estados limitarla, incluso con medidas “antinaturales” y
anteponer la búsqueda de la riqueza nacional a la particular. Con esto, se
puede percibir que para Smith no existe una economía “pura” (en
contraposición a una economía política), sino un entramado entre
naturaleza y su regulación para provecho de las naciones.

De hecho, constan pasajes de La riqueza de las naciones en los que


Smith opta por la regulación del comercio exterior (Smith, 1996: 256)3, libro
en el que tampoco se descarta la posibilidad de que puedan existir
administradores honestos de lo público. Y sin embargo, nuevamente, la
naturaleza presenta para Smith también aspectos negativos. Incluso los
malos gobiernos parecerían pertenecer a ella: “la violencia e injusticia de los
gobernantes de la humanidad es un mal muy antiguo, y mucho me temo que
apenas tenga remedio en la naturaleza de los asuntos humanos” (Smith,
1996: 564)4.

Desde la perspectiva de Smith, la sociedad está compuesta por actores


concretos, determinados, con diferentes posibilidades, deseos y necesidades.
Por eso, en su obra convive la idea de que ninguna ley civil puede modificar
demasiado la tasa de interés que conforma el mercado (Smith, 1996: 140-
149), con una crítica a los abusos de poder económico que insta a
balancearlos cuando llegan a poner en peligro la vida en común. Hay que
tener presente que las interferencias de todo tipo en la competencia, así
como las alianzas entre las autoridades políticas y el poder económico en la
época de Smith estaban a la orden del día (Viner, 2012). De modo que sus
críticas parecen posarse sobre cualquier concentración excesiva (así sea de
libertad).

Un elemento que puede aportar a este argumento es la admiración


expresada por Smith a Rousseau, de quien fue contemporáneo, en The
Edinburgh Review de 1756 (Lomonaco, 2002: 659). Allí, en una carta de
lector, el británico recomienda la lectura del ginebrino y ensalza su figura 5.
Un año antes, Rousseau había escrito frases como estas:

Siempre existirá una diferencia extrema entre el gobierno


doméstico, en el cual el padre puede verlo todo por sí mismo, y el
gobierno civil, en el cual el jefe lo ve casi todo mediante ojos
ajenos. […] Los deberes del padre le son dictados por sentimientos
naturales y de forma tal que raramente le es permitido
desobedecer. […] Nada de todo lo anterior existe en la sociedad
política, la cual, lejos de tener un interés natural en la felicidad de

26 Año XXXIX  N° 101  Junio 2021


los particulares, busca con frecuencia el suyo propio en la miseria
de estos (Rousseau, 2001: 4-6).

Algunos años más tarde, en su Contrato social, Rousseau


desarrollaría ideas ya presentes en sus reflexiones sobre economía política y
postularía que el ingreso a la vida civil, nacional y estatal estaba
íntimamente vinculado con las posibilidades de lidiar con la naturaleza:

Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que


impiden su conservación en el estado natural superan las fuerzas
que cada individuo puede emplear para mantenerse en él.
Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género
humano perecería si no cambiara su manera de ser. Ahora bien,
como los hombres no pueden engendrar fuerzas nuevas, sino
solamente unir y dirigir las que existen, no han tenido para
conservarse otro medio que formar por agregación una suma de
fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en juego
mediante un solo móvil y hacerlas obrar a coro (Rousseau, 1996:
21-22).

En esas palabras existen coincidencias con Smith, en tanto que se


apela a un esfuerzo común como medio de preservar la vida de cada
individuo.

VI. Nota final

Adam Smith es un eslabón fundamental del liberalismo e incluso hay


quienes lo colocan entre los agentes necesarios del capitalismo. Una
asunción de tal naturaleza solo es posible bajo dos condiciones: en primer
lugar, matizando las “responsabilidades”, atendiendo a su mirada general y
a sus opiniones acerca de los vínculos entre Estado y mercado. Y en segundo
lugar, contemplando de cerca el derrotero interpretativo que siguieron sus
obras.

En los escritos de Smith no es posible hallar un propósito sintético


(aunque sí sistemático), ni la intención de describir una realidad abstracta y
permanente. Opuestamente, el estilo de sus análisis responde a un examen
de la realidad factual, cuyas regularidades (relativas en el tiempo y el
espacio) no son necesariamente leyes invariables. Por eso, su mirada acerca
del aspecto monetario (sobre el que se ocupa bastante), que muestra que es
malo para la sociedad (en términos de producción, competencia, etcétera)
que se desregule totalmente la emisión privada, se complementa con una

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reflexión menos técnica y más moral, con las mismas conclusiones. La
naturaleza autorreguladora del mercado ocupa un gran lugar en el
pensamiento de Smith, pero no hay que descuidar los límites que él mismo
supuso necesario imponer a esa naturaleza. No debemos olvidar que, como
se ha visto, “lo natural” en Smith es un concepto polimorfo.

Finalmente, en un mundo, como el actual, en el que la concentración


económica, la inequidad y los abusos de poder se encuentran en niveles
realmente preocupantes, volver sobre los textos de Smith puede ayudarnos a
profundizar la reflexión y las posibles vías de acción para defender a las
sociedades por encima de los intereses particulares.

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65(2), 121-143.
1 Estos y, en general, todos los datos históricos utilizados para este apartado (excepto cuando se
aclare otra fuente) surgen de Cockerell y Green (1994).
2 “Restrain private people, it may be said, from receiving in payment the promissory notes of a

banker, for any sum whether great or small, when they themselves are willing to receive them;
or, to restrain a banker from issuing such notes, when all his neighbours are willing to accept of
them, is a manifest violation of that natural liberty which it is the proper business of law, not to
infringe, but to support. Such regulations may, no doubt, be considered as in some respect a
violation of natural liberty. But those exertions of the natural liberty of a few individuals, which
might endanger the security of the whole society, are, and ought to be, restrained by the laws of
all governments; of the most free, as well as of the most despotical. The obligation of building
party walls, in order to prevent the communication of fire, is a violation of natural liberty,
exactly of the same kind with the regulations of the banking trade which are here proposed”
(Smith, 1982a: 324).
3 Para profundizar sobre esta cuestión, ver el artículo de Anderson, Shughart y Tollison (1985:

754-756).
4 Acerca de la simplificación de la naturaleza realizada por Smith (incluso a sabiendas de sus

aristas más complejas, dinámicas y contradictorias), ver Jonsson (2010).


5 “Los ingleses de la época actual, desesperados quizás por superar los inventos o igualar el

renombre de sus antepasados, han desdeñado ocupar el segundo lugar en una ciencia en la que
no pudieron llegar al primero, y parecen haber abandonado el estudio de ella por completo. […]
El Sr. Hobbes, el Sr. Locke y el Dr. Mandeville, Lord Shaftesbury, el Dr. Butler, el Dr. Clarke y el
Sr. Hutcheson, todos ellos, de acuerdo con sus diferentes e inconsistentes sistemas, se han
esforzado al menos por ser, en alguna medida, originales y añadir algo a ese acervo de
observaciones que el mundo había recibido antes que ellos. Esta rama de la filosofía inglesa,
que ahora parece estar completamente descuidada por los propios ingleses, ha sido
últimamente transportada a Francia. Observo algunos rastros de ella, no solo en la
Enciclopedia, sino en la Teoría de los sentimientos agradables del Sr. De Pouilly, una obra que
en muchos aspectos es original; y, sobre todo, en el reciente Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres del Sr. Rousseau de Ginebra” (Smith, 1982c:
246; 250).

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