Parte II. Acontec. de La Rev. Cap V. A.T.
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PARTE II
EL ACONTECIMIENTO DE LA REVELACIÓN
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F. OCÁRIZ – A. BLANCO, Teología Fundamental, Madrid, Palabra, 2008, 33-46.
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traducido en griego como ho logos tou Theou, así como tó rhema tou Theou).
Así, leemos en Is 55, 10-11: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no
vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para
que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, que sale de
mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi
encargo».
La Palabra de Dios es reveladora, es decir, comunica un conocimiento a los
hombres; es también eficaz, incide en la historia humana, produce hechos
concretos, dirige la historia; más aún, realiza la historia de Israel y lo que esta
tiene de propio y específico, como historia del Pueblo de Dios.
La Revelación divina está de tal modo unida, en el Antiguo Testamento, a la
Palabra de Dios, que las demás manifestaciones divinas (teofanías, sueños, etc.)
son modos de transmitir la Palabra. Por ejemplo, en la teofanía de Mambré (cfr.
Gn 18, 1 ss), la revelación no está exactamente en la figura humana bajo la que
Dios se apareció, sino en las palabras que dijo Dios a Abraham. De todas
maneras, es verdad que la Revelación se realiza también por medio de hechos o
acontecimientos, que son inseparables de la Palabra. […]
En el Antiguo Testamento, la Palabra de Dios adquiere tres formas
principales:
- la palabra creadora, que constituye la revelación natural o cósmica,
- la palabra de la Alianza (Promesa y Ley),
- la palabra profética.
Estas dos últimas formas de la Palabra constituyen la Revelación sobrenatural
o histórica.
No obstante, la Palabra de Dios en la historia veterostestamentaria se puede
estudiar según otras divisiones, si se considera más el contenido que la forma:
por ejemplo, se podría distinguir entre palabra de anuncio, palabra de
enseñanza y palabra cultual.
La Palabra de Dios, en sus diversas formas, es una palabra dirigida al hombre
para provocar una respuesta: esta dimensión dialógica es esencial para toda
palabra verdadera. Por eso, la respuesta del hombre a la Palabra divina sirve
para entender mejor el sentido y la finalidad de dicha Palabra, incluso cuando
la respuesta no es la que Dios quería del hombre (en ese caso, la respuesta se
interpreta a la luz del juicio que, de diversas maneras, Dios hace de la misma).
La respuesta del hombre a la Palabra de Dios, en el Antiguo Testamento, es
una realidad interior fundamental: la fe (o la incredulidad), que después tiende
a expresarse mediante palabras y acciones. Las palabras humanas de respuesta
a la Palabra de Dios toman, sobre todo, dos formas generales: palabras de
alabanza y palabras de queja, que a su vez pueden tener otras variantes
(agradecimiento, adoración, arrepentimiento, etc.).Las acciones humanas en
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No nos detenemos más en este tema, que pertenece a la Teología natural. Sin
embargo, quizá no esté de más recordar que la analogía de nuestro conocimiento
de Dios es de naturaleza dialéctica: está constituida por aquella triple vía -
affirmationis, negationis et eminentiae- que santo Tomás de Aquino profundizó
de manera magistral a partir del pensamiento del Pseudo-Dionisio, mediante la
noción metafísica de participación.
Hoy, como siempre, el mundo creado es palabra de Dios dirigida al hombre,
pero, en muchos ambientes -por diversos motivos bien conocidos-, parece más
difícil que en tiempos pasados reconocer la Palabra de Dios en las cosas creadas.
Por tanto, la necesidad moral de la Revelación histórica resulta aún mayor.
1.3. La Revelación histórica o sobrenatural
Dios, además de la manifestación que de sí mismo ofrece al hombre en las
cosas creadas, desde el mismo principio de la historia quiso establecer con el
hombre una relación de amistad por encima del orden natural o simplemente
creatural. La historia humana se caracteriza desde sus comienzos por la
revelación sobrenatural. El Concilio Vaticano II traza una síntesis eficaz de los
largos períodos de tiempo de esta historia anterior a la llegada de Cristo:
«Dios, al crear y conservar todo por el Verbo (cfr. Jn 1, 3), ofrece a los
hombres una perpetua expresión de Sí mismo en las cosas creadas (cfr. Rm
1, 19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se
manifestó, además, ya desde el principio, a nuestros primeros padres. Después
de su caída, al prometerles la redención, alentó en ellos la esperanza de la
salvación (cfr. Gn 3, 15) y tuvo un constante cuidado por el género humano,
para darles la vida eterna a todos aquellos que buscan la salvación con la
perseverancia en las obras buenas (cfr. Rm 2, 6-7). A su debido tiempo, llamó
a Abraham para hacer de él un gran pueblo (cfr. Gn 12, 2-3), al que, después de
los Patriarcas, adoctrinó por medio de Moisés y de los Profetas para que lo
reconocieran a Él como único Dios vivo y verdadero, Padre providente y Juez
justo, y para que esperaran al Salvador prometido; y de esta manera preparó el
camino al Evangelio a lo largo de los siglos».
a) La Revelación primitiva
La historia del origen del mundo y del hombre ha quedado escrita, por
inspiración divina, en los primeros capítulos del libro del Génesis. Con su
peculiar estilo literario, esas narraciones nos dan a conocer el profundo sentido
de los acontecimientos primordiales de la historia de la salvación. En primer
lugar, hay que destacar cómo, en las dos narraciones sobre la creación del
hombre (cfr. Gn 1,26-29;2,7-24), se da especial realce a la dignidad del hombre,
creado a imagen y semejanza de Dios, así como a la particular familiaridad que
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tenía el hombre con su Creador desde un principio. Ese estado primitivo del
hombre se expresa de manera más clara por el contraste con el estado de los
progenitores tras el pecado. Así, al rebelarse el hombre contra Dios, se alejó de
la intimidad divina y quedó sujeto al sufrimiento y a la muerte (cfr. Gn 3, 1-24).
No nos detendremos en esos importantes puntos, porque pertenecen a otros
tratados teológicos. Nos limitamos aquí a señalar la existencia, desde los
comienzos de la humanidad, de una Revelación divina distinta y más allá del
testimonio que Dios ofrece de Sí mismo a través de las criaturas; una
Revelación, por tanto, sobrenatural, dirigida a establecer entre Dios y el hombre
una relación de amistad e intimidad por encima de la relación criatura-Creador.
El hombre, efectivamente, fue creado en un estado de santidad y justicia, que
perdió como consecuencia del pecado (pecado original). El estado de pecado
es una situación de privación de la amistad e intimidad con Dios; de privación
de la gracia sobrenatural que deifica al hombre haciéndole partícipe de la vida
íntima de la Trinidad divina. Ese estado de privación de la gracia, acompañado
también de sufrimientos, del debilitamiento de las capacidades naturales de
conocer la verdad y de hacer el bien, y del sometimiento a la muerte, se
transmite a todos los hombres con la naturaleza humana.
Tras el pecado, con la promesa de la redención, Dios aseguró a los
progenitores con la esperanza de la salvación. Esta promesa de redención está
narrada en Gn 3, 15 (por eso, ese versículo se llama Protoevangelio), como
anuncio de la futura victoria de la descendencia de la mujer sobre el Maligno
(la serpiente), que fue el tentador.
En la Revelación primitiva, Dios manifestó al hombre no solo su potencia
creadora, sino, sobre todo, su amor al hombre mismo, al que ofreció una
participación en la intimidad divina: la comunión beatífica con Él. Por su parte,
el hombre tenía que respetar los preceptos divinos (resumidos, en el relato del
Génesis, en la prohibición de comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y
del mal): el hombre tenía que fiarse de Dios y, en consecuencia, obedecerle.
Esta prohibición era, ciertamente, una prueba para el hombre, pero no lo era en
el sentido de que Dios quisiera probar al hombre o exigirle una contrapartida
por sus dones. El sentido profundo de la prueba es, por un lado, revelar el
respeto de Dios a la libertad del hombre; por otro, manifestar el mismo amor
divino que es el único origen de sus dones: un amor que quiere no solo entregar,
sino también hacer posible que el hombre merezca, con su libertad y con su
amor a Dios, dichos dones. Este «es el punto delicado y profundísimo de la
relación que Dios quiere establecer con el hombre, respetando la libertad, pero
exigiendo fidelidad y sumisión enraizadas en el amor».
Incluso después de la infidelidad del hombre, se manifiesta -a través de la
promesa de redención- que el amor de Dios al hombre es un amor fiel: esta
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c) La Palabra profética
La revelación del Sinaí -la Palabra de la Alianza: Promesa y Ley- es el núcleo
esencial de la religión de Israel. Pero la conservación y la transmisión de esta
palabra en los siglos posteriores se realizó, en gran medida, por medio de la
Palabra profética: no una simple transmisión humana, la simple presentación
de la palabra expresada por Dios en la Alianza, sino nuevas Palabras de Dios,
que elige a los profetas y pone en ellos su Palabra. Por tanto, la Palabra profética
posee fuerza y eficacia propias, porque, en sí misma, es Palabra de Dios y no
simple palabra humana que recuerda la Palabra de la Alianza.
Profeta, en hebreo nabi', parece que originariamente significaba «el
llamado»; pero en el uso concreto del Antiguo Testamento significa «aquel que
habla en nombre de otro»; así, por ejemplo, a Aarón, Dios le llama «nabí' de
Moisés» (cfr. Ex 7, 1). Pero pronto se reservó el término nabí' (en griego:
prophéthés, intérprete de un oráculo) a aquellos elegidos por Dios para hablar
en su nombre al pueblo.
La Palabra profética se realizó en Israel desde el principio con una
grandísima variedad y riqueza. Incluso Abraham y Moisés, por ejemplo,
pueden ser considerados como verdaderos profetas; de hecho, se dice en el
Deuteronomio: «No surgió en Israel otro profeta como Moisés» (Dt 34, 10).
Aunque los profetas escritores comenzaron con Amós, hacia el año 750, antes
hubo grandes profetas, como Samuel, Natán, Elías y Eliseo.
La Palabra profética está íntimamente unida a la historia: a veces, es
interpretación o recuerdo del pasado; en otras ocasiones, es palabra que realiza
el presente (por ejemplo, la vocación de Saúl y David por medio de Samuel: cfr.
1 S 9, 27; 10, 1; 16, 12-13); otras veces, la palabra profética es anuncio del
futuro (tanto histórico como apocalíptico).
Por lo que respecta al futuro, se pueden distinguir profecías de castigo,
generalmente, tras un reproche de Dios por los pecados del pueblo (cfr. Is 5, 2-
30), y profecías de salvación (cfr. Jr 31, 31-34). En todo caso, lo esencial de la
Palabra profética es el anuncio de la futura salvación: para eso se recuerda la
intervención de Dios en el pasado a favor de su pueblo. Es decir, la espera a la
que dispone la Palabra profética tiene como fundamento la fidelidad de Dios a
sus promesas, que Israel ya ha experimentado en el pasado31.
Por otro lado, las profecías de castigo, frente a los pecados de Israel, y los
mismos castigos divinos, tenían siempre como objetivo la salvación. Hay que
recordar, por ejemplo, la profecía de castigo hecha por Jonás a Nínive: «Dentro
de cuarenta días, Nínive será arrasada» (Jon 3,4); pero luego, tras el
arrepentimiento y la penitencia de los ninivitas, «vio Dios sus obras y que se
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