La Biblia Como Palabra de Dios
La Biblia Como Palabra de Dios
La Biblia Como Palabra de Dios
Índice
Introducción
1 Revelación
2 Inspiración
3 Inerrancia y Veracidad
4 Lenguas bíblicas
5 Formación del Canon
6 Versiones Antiguas
6.1 La versión aramaica
6.2 La versión griega
6.3 Las versiones latinas
6.4 Otras versiones antiguas
7 Versiones Modernas
8 Biblia y Ciencias
9 Referencias Bibliográficas
Introducción
El presente artículo aborda el recorrido y la dinámica de los temas que, por
un lado, caracterizan el ser y el actuar de Dios que se manifiesta y viene al
encuentro del ser humano, y, por otro lado, denota la percepción acogida y la
reflexión del ser humano, como respuesta a esa iniciativa divina, relación básica
para hablar de teología y ética.
En este recorrido y dinámica, los temas de la Revelación y
la Inspiración conducen directamente a los temas de la Inerrancia y
la Veracidad de los textos bíblicos, que fueron escritos
en hebreo, arameo y griego. Estas son las lenguas bíblicas, que fueron
cristalizándose durante un largo proceso histórico, denominado Formación del
Canon del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento.
Sin embargo, este conjunto de libros varía en su extensión y número, según
la aceptación de las Versiones Antiguas existentes que dieron origen a las
innumerables Versiones Modernas de la Biblia. Con el surgimiento y difusión de la
crítica literaria se dio inicio a una serie de Objeciones a la Biblia que, en el fondo,
permitieron el desarrollo de interpelaciones y debates entre Biblia y Ciencias, las
que en lugar de desacreditar la autoridad de la Palabra de Dios, acabaron por
incentivar nuevas investigaciones y el descubrimiento de nuevas formas de
abordaje y metodologías.
1 Revelación
Por revelación se entiende el acto por medio del cual el propio Dios, en su
bondad infinita, se dignó a hacerse presente y actuante en la historia, escenario de
los acontecimientos, para darse a conocer al ser humano, eligiéndolo como su
interlocutor, a través de actos y palabras conectados entre sí. Dios, adoptando y
haciendo uso de esa metodología, permitió que el ser humano pudiese encontrarlo
y experimentar su presencia y acción de forma perceptible, a través de los
sentidos, y de forma inteligible, a través de la razón. Si, por un lado, la experiencia
de los hechos fundamenta las palabras, por el otro lado, las palabras preservan y
explican los hechos.
Esta dinámica demuestra que la Revelación posee, en sí, un doble nivel: a)
un nivel que se refiere al contenido revelado (ex parte Dei); b) un nivel que se
refiere a la inteligencia del hombre en relación a ese contenido revelado (ex parte
hominis). Los dos niveles no solamente involucran ambas partes, sino que
comprometen sus respectivos papeles en la historia de la revelación.
La Dei Verbum n. 2, sobre eso, afirma: “En esta revelación, Dios invisible (cf.
Col 1,15; 1Tm 1,17), movido por el amor, habla a los hombres como amigos (cf.
Ex 33,11; Jn 15,14-15), los trata (cf. Ba 3,38) para invitarlos y recibirlos en su
compañía.”
Dios, al revelarse, asumió la condición, tanto de “sujeto de la revelación”,
como de “objeto de la revelación”. En el primer caso, fue Dios quien tomó la
iniciativa de revelarse y manifestarse de forma accesible y al alcance de las
capacidades con las que dotó al ser humano. En el segundo caso, Dios se tornó el
contenido a ser experimentado, buscado y comprendido por el ser humano, capaz
de percibir y de entrar en su misterio, para reconocerlo como su Creador. Sin
embargo, la revelación no agota el misterio de Dios. Lo que Dios reveló al ser
humano es lo necesario para que éste realice su voluntad y descubra el sentido de
su vida, de su existencia y de su fin último: participar de su íntima comunión de
amor (cf. 2Pe 1,4).
Si la esencia de la revelación es el propio Dios, que se da a conocer al ser
humano, entonces la naturaleza de la revelación consiste en el modo por el cual
Dios se hace conocido y se deja encontrar. La revelación histórica de Dios es el
fundamento de la Historia de la Salvación. Dándose a conocer al ser humano,
Dios inauguró, al mismo tiempo, la vía de acceso por la cual aquel puede
encontrar respuestas para sus preguntas y deseos más profundos. Al “descubrir”
quién es Dios, el ser humano tiene la posibilidad de auto-descubrirse y conocer no
solamente su identidad, sino también su misión y su fin último (Teleología).
Si la revelación, por un lado, es auto-comunicación de Dios; por otro lado,
debe ser comprendida como evento salvífico. Este evento comenzó con la
Creación, se desarrolló en la historia religiosa del antiguo Israel y alcanzó su
plenitud en el misterio de la encarnación, vida, ministerio público, muerte y
resurrección de Jesucristo, para culminar con el envío del Espíritu Santo. Por
medio de esta trayectoria histórica, Dios se dio a conocer como comunión: Dios es
Uno y Trino.
Por lo tanto, la revelación es, por un lado, un apelo de Dios en forma de
encuentro y diálogo familiar con el ser humano que cree en la experiencia que
realiza y, por otro lado, una moción, como abertura a la verdad, que reflexiona
sobre su existencia a la luz de la fe.
2 Inspiración
La concepción y comprensión que se tiene de la inspiración bíblica están en
el orden de la fenomenología religiosa. Por medio de ésta se cree que una acción
especial de Dios puede suceder en determinadas personas que, investidas por el
Espíritu de Dios, recibieron un carisma , es decir, una gracia particular para poder
hablar, actuar y escribir las palabras que el propio Dios quiso comunicar a los
seres humanos para revelar sus designios salvíficos.
En el ámbito religioso, esa concepción es universal y, por lo tanto, no es una
característica específica y exclusiva de la fe judío-cristiana. Los pueblos antiguos
(egipcios, asirios, babilonios, persas, griegos, romanos), porque eran religiosos,
compartieron este mismo parecer. La razón de eso es que la “comunicación
inspirada” por la divinidad es un elemento factual y potencialmente vivo en la
religiosidad de los pueblos anteriores y contemporáneos al pueblo de Dios de la
revelación.
En la raíz de esta religiosidad está la aceptación de que las divinidades
existían y podían ser invocadas por mediadores, a los cuales les manifestaban,
sea un individuo o una comunidad, su voluntad. Por medio de esta comunicación
se quiere saber cuáles son los designios divinos, principalmente para obtener éxito
en los proyectos y neutralizar las posibles desgracias.
Sin embargo, la nota específica que distingue la concepción judío-cristiana de
los demás pueblos reside, exactamente, en el hecho de que ésta considera como
inspirados algunos textos que se tornaron normativos para la vida de cada
individuo y de la comunidad entera. Esta recepción es la que determina a esta
comunidad religiosa como pueblo de la revelación.
Por inspiración divina de la Sagrada Escritura se entiende, entonces, el influjo
particular y especial de Dios, ejercido en la vida y en las capacidades de todos los
que, de forma directa o indirecta, estuvieron involucrados en el proceso de
elaboración de los libros sagrados. Junto a esto, se admite que la inspiración es lo
que define a Dios y a los seres humanos involucrados en ese proceso como
verdaderos “autores” de los textos bíblicos.
Así, la Sagrada Escritura, como palabra de Dios revelada e inspirada, fue
escrita bajo la acción del Espíritu Santo, como afirma la Dei Verbum n.11:
“La revelación de lo que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido
puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia,
fiel a la fe de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que,
escritos por inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; 2Tm 3,16; 2Pe 1,19-21;
3,15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia.”
Esta afirmación, a pesar de ser un acto de fe solemne del Magisterio de la
Iglesia, no resolvió los numerosos problemas que surgieron en los últimos
tiempos, y que han exigido la atención de biblistas y teólogos, a partir de los
resultados obtenidos por los métodos exegéticos, una reflexión cada vez mayor, a
fin de proporcionar una mejor comprensión sobre el tema de la inspiración de la
Sagrada Escritura.
El término inspiración no existe en el Antiguo Testamento, pero su
comprensión puede ser deducida a partir de las fórmulas de introducción de los
oráculos proféticos: “Así dice el Señor” u “Oráculo del Señor”, los cuales muestran
que la concepción del origen divino de la palabra transmitida a través de los
Profetas. Jr 36,2.32 son un ejemplo de la puesta por escrito de la palabra
profética. Junto a eso está la firme convicción de que la Torah (ley – instrucción)
contiene la palabra de Dios normativa para el antiguo Israel, la cual fue colocada
por escrito por orden del propio Dios (Ex 34,27-28).
Ya en 2Tm 3,16 se encuentra la palabra theópneustos, que puede ser
traducida como un valor de predicativo (“Toda Escritura es inspirada por Dios”) o
como un valor atributivo (“Toda Escritura inspirada por Dios”). Jerónimo la tradujo
como divinitus inspirata. Además de esa cita explícita, 2Pd 1,19-21 afirma que
ninguna profecía fue fruto de mera moción humana, sino resultado de la acción del
Espíritu Santo, por el cual algunos hombres hablaron en nombre de Dios. Esta
certeza con relación a las palabras contenidas en los escritos proféticos, fue
extendida a los escritos de Pablo, dando a entender que hubo dificultad en la
interpretación de la Escritura (2Pd 3,15-16).
De esa base bíblica resulta la afirmación de que Dios, al transmitir su
palabra, no dispensó a los seres humanos involucrados, sino que quiso revelarse
y expresar su voluntad a través de la cooperación humana, valiéndose de su
cultura, de su lengua y de sus formas literarias, sin que nada del contenido
quedase comprometido. Si Dios no hubiese hablado de forma humana, la
comunicación no se habría establecido y su ser y su actuar no podrían haber sido
percibidos y comprendidos por el ser humano. Es lo que está expresado en la Dei
Verbum n.11, asumiendo la posición ya contenida en la Providentissimus Deus y
en la Divino afflante Spiritu.
“En la composición de los Libros sagrados, Dios se valió de hombres
elegidos, que usaban todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios
en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo
que Dios quería.”
Por lo tanto, la posición del Magisterio, en cuanto a la doctrina de
la Revelación y de la Inspiración, posee su base en la centralidad que Jesucristo,
el Verbo Encarnado, tiene en la Sagrada Escritura, pues él es su clave de
interpretación. De ese modo, el profetismo, como signo de la inspiración divina en
el Antiguo Testamento y la realización de las promesas, de la ley y de las profecía
en el Nuevo Testamento, fundamentan la interpretación cristológica que hace de
toda Sagrada Escritura.
3 Inerrancia y Veracidad
De los temas de la Revelación y la Inspiración derivan los temas de
la Inerrancia y la Veracidad de la Sagrada Escritura. Por Inerrancia se entiende la
certeza de que el contenido de los libros de la Sagrada Escritura no tienen errores
en lo que respecta a la fe en la existencia de Dios, como fuente de conocimiento
capaz de orientar el comportamiento humano.
La perspectiva sobre la inerrancia, que se encuentra en la Dei Verbum n. 11,
revela que hubo la intención de optar por una comprensión de tipo “positivo”, en el
sentido de que el texto, claramente, abandona el modelo “apologético”. Aunque se
afirma que la Biblia no contiene errores, se percibe que el énfasis recayó mucho
más sobre el hecho de que “los Libros sagrados enseñan sólidamente… la verdad
para nuestra salvación”. Así, la inerrancia de la Biblia deja de ser el punto central
de la cuestión sobre la veracidad de la Sagrada Escritura, para que la verdad
salvífica aparezca como corolario.
La inerrancia, entonces, implica admitir que la Sagrada Escritura enseña la
verdad, no obstante pueden ser encontrados varios tipos de errores que ocurrieron
en la transmisión escrita de los textos. De esto se ocupa la crítica textual, como
paso metodológico fundamental para reconstruir un texto dañado o para
determinar qué texto sería el más cercano de aquel que salió de las manos
del hagiógrafo. Se observa, una vez más, que la naturaleza de la posibilidad del
“error” no contradice la doctrina afirmada, porque admitir un error de transmisión
escrita no significa negar la posición de la Iglesia en lo que se refiere a la
inerrancia bíblica, vinculada a la comunicación de la verdad que se hace mención,
exclusivamente, a la salvación del género humano y no a verdades de cuño
histórico o científico en el sentido moderno de esos términos.
Así, la constatación de los errores de grafía, a lo largo de la transmisión
escrita del texto, no compromete el sentido literal de la Sagrada Escritura que se
logra cuando se toma cada texto con su identidad literaria y estructura contextual.
El principio fundamental que rige y orienta la fe en la aceptación y comprensión de
la inerrancia bíblica es la fe en que los textos enseñan, con certeza, la verdad
salvífica. Esta verdad se obtiene a partir de la comprensión del conjunto del
mensaje contenido en los textos.
Una vez que la finalidad de la Sagrada Escritura es comunicar quién es Dios
y cuál es su voluntad para el ser humano, es imprescindible recordar que los
autores sagrados fueron personas totalmente integradas en el contexto vital de su
tiempo, inmersos en su propia cultura, con todo lo que de limitado e inexacto ésta
implicaba en cada época o período del proceso de formación de los libros bíblicos.
La “ciencia” de los hagiógrafos era empírica y pertenecía al momento histórico,
geográfico y cultural de cada uno. Eso no fue un obstáculo, sino una condición y el
medio eficaz para que Dios se revelase, manifestase su voluntad y ésta fuese
transmitida con fidelidad.
El conflicto, generado por corrientes racionalistas e iluministas, fue el de
querer leer e interpretar la Sagrada Escritura con la atención dirigida solamente
para dos puntos: la búsqueda de la veracidad histórica de las narrativas bíblicas y
la visión de su contenido teológico reducido a una mera producción humana, sin
que hubiese fundamentos científicos para las verdades afirmadas. El resultado fue
la creación de un abismo entre la verdad salvífica, transmitida en la Sagrada
Escritura, y la verdad académica, comprobada por la ciencia. Eso será tratado
más adelante en el tema Biblia y Ciencias.
4 Lenguas bíblicas
Los libros del Antiguo Testamento fueron escritos en hebreo, arameo y, en
algunos casos, en griego. Ya el Nuevo Testamento fue escrito en griego popular,
denominado koiné. Algunos libros del Antiguo Testamento, presentes en el canon
católico, fueron conservados solamente en griego por la Septuaginta o,
simplemente, LXX, como es conocida. Son los libros de: Tobías, Judith, 1-2
Macabeos, Eclesiástico, Sabiduría e Baruc.
El hebreo es una forma dialectal que estaba en circulación en Palestina,
juntamente con el arameo, el cananeo meridional (cartas de Amarna), el fenicio-
púnico, el moabita y el ugarítico. Éste, en particular, ayuda a comprender la pre-
historia del hebreo, desde su forma más antigua, denominada paleohebreo, hasta
asumir la forma cuadrada con el uso del alfabeto arameo. En el Antiguo
Testamento, para indicar el paleohebreo se usaba “lengua de Caná” (cf. Is 19,18)
o “lengua judía”, para distinguirlo del arameo hablado por los neo-babilonios (cf.
2Rs 18.26.28; Ne 13,24).
Así, el hebreo bíblico es una denominación tardía que aparece citada en el
prólogo del libro del Eclesiástico, como siendo la lengua en la que fueron escritos
los libros contenidos en la Torá, en los Profetas y en los otros Escritos (TaNaK). El
desarrollo del hebreo bíblico, de cierta forma, se confunde con el proceso de
formación de los libros del Antiguo Testamento y su uso fue siendo identificado,
cada vez más, con la forma lingüística usada en el judaísmo jerosolimitano.
A partir del siglo VI a.C., el hebreo fue siendo suplantado por el uso del
arameo como lengua hablada y también escrita. Algunos textos del Antiguo
Testamento fueron escritos en arameo imperial o diplomático: Esd 4,8-6,18; 7,12-
26; Dn 2,4b-7,28 (estos textos no aparecen en las ediciones protestantes de la
Biblia); Jr 10,11 y dos palabras en Gn 31,47. Después de las conquistas de
Alejandro Magno y la difusión del helenismo, el griego fue impuesto como lengua
hablada, pero el arameo fue conservado en diferentes formas dialectales.
A partir del siglo IV a.C., el griego koiné se tornó el principal vehículo
lingüístico, hablado y escrito, para propagar el helenismo en un vasto imperio,
como cultura dominante, pero principalmente como forma de gobierno. Este
camino abierto sirvió para que diferentes creencias religiosas se difundiesen
rápidamente en todo el mundo, favoreciendo el intercambio religioso,
principalmente las llamadas religiones de misterio. Fue por causa de esto que la
palabra sincretismo ganó también una fuerte connotación religiosa.
La Septuaginta y los primeros documentos producidos por el cristianismo,
que dieron origen a los textos del Nuevo Testamento, fueron escritos en griego
koiné hablado y no en su forma culta y literaria, el griego clásico. Los cristianos, al
asumir la LXX como texto oficial de las escrituras de los judíos, porque contenían
las antiguas promesas mesiánicas, aprovecharon ese elemento lingüístico, como
fuerza comunicativa, y consiguieron llevar, para el mundo greco-romano, la fe y las
enseñanzas de Jesucristo, que cumplió todas las Sagradas Escrituras.
5 Formación del Canon
El vocablo griego “kanôn” deriva de una palabra semita que en acadio es qin;
en ugarítico es qn; en asirio es qanû; y en hebreo es qâneh. Esa terminología
pasó a las lenguas neolatinas a través del latín canna, que en español significa
“caña o bastón”. En el Antiguo Cercano Oriente, el canon era una vara recta o
barra, similar a lo que se llama de regla y que servía de criterio, es decir,
representaba una unidad de medida utilizada por albañiles o carpinteros (cf. Ez
40,5.6.7.8). El término, en sentido metafórico-figurado, denotaba también
una regla, una norma, un grado de excelencia o un criterio-parámetro con el cual
una persona podía juzgar si una doctrina, un raciocinio o un juicio estaba correcto,
es decir, de acuerdo con la realidad. El término canon será utilizado también, con
ese sentido de serie o elenco, para ser aplicado a la lista de libros sagrados de los
judíos y los cristianos.
Desde el punto de vista bíblico, entonces, el canon indica un conjunto de
escritos que judíos y cristianos consideran como normativos para la vida de fe
individual y comunitaria. Al determinar el canon de sus escrituras sagradas, tanto
el judaísmo como el cristianismo estaban definiendo su propia identidad de fe. El
criterio fundamental para que un libro sea considerado canónico es el
reconocimiento de que fue inspirado por Dios y, por lo tanto, contiene la revelación
de la verdad que Dios quiso transmitir.
El proceso de formación del canon del Antiguo Testamento no fue igual que
el del Nuevo Testamento. Los libros que componen el Pentateuco, los Libros
Históricos, los Libros Proféticos y los Libros Sapienciales pasaron por un largo
proceso de redacción hasta llegar a su forma final. Este proceso duró,
aproximadamente, 1000 años para el Antiguo Testamento. Ya para el Nuevo
Testamento, el proceso fue más breve y llevó cerca de 150 años.
La elaboración y aceptación de nuevos libros por parte de los cristianos fue lo
que llevó a los judíos a establecer los cuatro criterios básicos para que un libro
fuese aceptado como canónico, al final del siglo I d.C., probablemente durante el
sínodo de los antiguos rabinos realizado en Jamnia, que definió el canon judío de
los 39 libros que forman la Biblia hebrea. El primer criterio se refería a la lengua,
tenía que haber sido escrito en hebreo, considerada como lengua sagrada. El
segundo criterio se refería al lugar, tenía que haber sido escrito en la región de
Palestina. El tercer criterio se refería a la época, tenía que haber sido escrito antes
de las reformas emprendidas por Esdras y Nehemías, que dieron origen al
judaísmo. El cuarto criterio se refería a la conformidad con la Torá de Moisés. Este
era el principal criterio, pues con relación al cristianismo naciente, servía de base
para refutar muchas de las afirmaciones contenidas en los escritos que formarían
el Nuevo Testamento.
El canon de libros del Antiguo Testamento es diferente en la Biblia Hebrea,
en la Biblia Griega y en la Biblia Cristiana. La primera está subdividida en tres
bloques: Torá, Nebi’îm y Ketubîm. La segunda es comúnmente subdividida en
Legislación, Historia, Poéticos y Proféticos. La tercera es dividida en libros
Históricos, Poéticos y Proféticos, pero es necesario hacer una distinción. La Biblia
Protestante sigue el mismo canon de la Biblia Hebrea y, por eso, posee 39 libros,
ya que no forman parte del canon los siguientes libros: Tobías, Judith, 1-2
Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico y Baruc. Además de estos libros, también
algunos suplementos propios de la versión griega, presentes en los libros de Ester
y Daniel, fueron reconocidos como canónicos por la Iglesia Católica y, a partir de
1566, pasaron a ser denominados deuterocanónicos.
El término deuterocanónico, aplicado a esos siete libros y suplementos, no es
muy adecuado, pues, estrictamente, no significa que ellos fueron introducidos en
el canon de la Iglesia Católica en un segundo momento. Designa, sin embrago,
aquellos libros sobre los cuales el carácter inspirado y canónico había sido puesto
en duda por algunos autores cristianos de la antigüedad, entre los cuales estuvo
San Jerónimo, traductor de la Biblia para el latín, denominada Vulgata.
La primera carta de Pablo a los Tesalonicenses fue un escrito ocasional que
inauguró el conjunto de los escritos que formarían el Nuevo Testamento. El
evangelio según Marcos fue, probablemente, el primero del género, seguido
después por Lucas, Mateo y, al final del siglo I. d.C., por Juan. Estas atribuciones,
sin embrago, son posteriores a los propios escritos y se remontan a los Padres de
la Iglesia que fueron, ciertamente, los responsables por determinar qué libros
formarían parte del canon cristiano.
La canonicidad de un escrito del Nuevo Testamento puede ser admitida, en
líneas generales, cuando su contenido puede ser identificado con la fe de la
Iglesia primitiva. Junto con eso, el testimonio, como expresión del tiempo que se
vincula al evento Jesucristo, fue igualmente determinante. En general, criterios
externos e internos fueron formulados para definir qué libros formarían parte del
Nuevo Testamento.
En cuanto a los criterios externos, en primer lugar, se evoca la “autoridad de
los autores”, mucho más relacionada a la Tradición que a evidencias históricas. En
segundo lugar, “el tiempo privilegiado de los orígenes”, es decir, el período
apostólico. En tercer lugar, la “ortodoxia de la doctrina contenida en los escritos”,
derivada ya sea de las enseñanzas de Jesucristo, ya sea de la autoridad
transmitida a los apóstoles. En cuarto lugar, “el uso litúrgico”, por el cual los
escritos eran proclamados públicamente en una reunión oficial de la Iglesia.
En cuanto a los criterios internos, se evoca el reconocimiento de la
experiencia y acción del Espíritu Santo en la vivencia de la comunidad que acoge
y elabora, dando una forma al contenido oral o escrito que recibe. Lo más
importante es reconocer a la Iglesia dentro de un proceso vivo y abierto, llamado
Tradición, que acoge y se apropia de lo que fue transmitido a través de los autores
reconocidamente inspirados.
El canon de las Escrituras es, para la Iglesia de todos los tiempos, la
verdadera y propia norma non normata, acontecida y revelada, implícitamente, en
el período apostólico y elaborada, explícitamente, en las decisiones que la Iglesia
tomó a lo largo de los siglos, principalmente a través de las disposiciones y
afirmaciones fruto de los Concilios Ecuménicos.
6 Versiones antiguas
Con el término “versiones” se designan las diversas formas en que la
Sagrada Escritura fue divulgada a lo largo de los siglos, tanto en lenguas
originales como en las diversas traducciones que fueron hechas para otras
lenguas. Es posible, entonces, que varias versiones tengan origen en una misma
traducción y que diversas traducciones hayan sido realizadas a partir de una
versión. De ahí resultan las familias textuales de la Sagrada Escritura.
6.1 La versión aramea
Los libros sagrados fueron escritos en hebreo y así eran leídos en las
asambleas litúrgicas, pero el pueblo, después del exilio en Babilonia, adoptó el
arameo como lengua hablada y escrita, por ser la lengua internacional usada por
los dominadores persas. De este hecho, fue necesario que los “traductores”
interpretaran para el arameo lo que era leído en hebreo. Cuando se trataba de un
texto de la Torá, la traducción era hecha a cada versículo. Cuando se trataba de
un texto profético, la traducción era hecha cada tres versículos. Se puede decir
que este procedimiento sinagogal fue un verdadero trabajo de traducción
simultánea ya en la antigüedad.
Al inicio, esa traducción fue solamente oral, pero a partir del siglo I a.C.,
comenzó a hacerse también por escrito, originando la versión targúmica de la
Sagrada Escritura. Existen libros en arameo de casi toda la TaNaK, excepto de los
libros de Esdras, Nehemías y Daniel. Cuando los tárgums son comparados con el
Texto Masorético, reproducido en el Códice de Leningrado, se notan algunas
diferencias. Estas son explicadas, la mayoría de las veces, llevando en
consideración que, en la base de los tárgums estaría un texto hebreo
consonántico anterior al que se tornó normativo a partir de Jamnia, y porque la
traducción en arameo era libre y de carácter explicativo.
6.2 La versión griega
A partir del siglo III a.C., los judíos de la diáspora, que fueron a vivir a
Alejandría, en Egipto, preocupados con la transmisión de la fe y las costumbres
judías a los hijos que nacían en tierras dominadas por el helenismo, e incentivados
por el rey Ptolomeo II, comenzaron un trabajo de traducción de la Torá al griego, a
partir de un texto hebreo consonántico denominado por los estudiosos de Proto
Masorético. Una antigua leyenda cuenta que setenta ancianos judíos de Alejandría
fueron escogidos y designados para realizar esa traducción. De ahí resultará la
denominación de Septuaginta para la versión griega de la Biblia Hebrea. Después
de la traducción de la Torá, el trabajo continuó y, al final del siglo I a.C., todos los
libros estaban traducidos, y también surgieron otros en lengua griega que, más
tarde, no fueron aceptados por los judíos de Jamnia, pero algunos fueron
adoptados por los cristianos. Entre esos están los deuterocanónicos.
La LXX fue fundamental para la expansión del cristianismo fuera de
Palestina, ya que el hebreo y el arameo circunscribían las Sagradas Escrituras
solamente a los judíos. Gracias al griego, adoptado como lengua cultural en el
vasto Imperio Romano, la campaña misionera cristiana, muy favorecida por el
apóstol Pablo, pudo, en primer lugar, tornar conocida las Sagradas Escrituras de
los judíos y, en segundo lugar, favoreció el surgimiento de los escritos que
compondrían el futuro canon del Nuevo Testamento.
6.3 Las versiones latinas
No obstante, el griego fuese una lengua muy apreciada. El latín también tenía
una fuerza muy grande, principalmente debido a su valoración por poetas y
escritores como Virgilio, Cícero, Horacio y Ovidio. Con la simpatía del emperador
Constantino por el cristianismo, pues su conversión real, como todo parece
indicar, sucedió poco antes de su muerte, y la proclamación de la religión cristiana
como oficial para todo el Imperio Romano por el emperador Teodosio, hubo una
intensa popularización del cristianismo, que ocasionó la traducción de la Biblia al
latín. Varias versiones surgieron, pero la más importante fue la Vetus Latina que
estuvo muy en boga en el norte de África, ya que el latín era la lengua más
popular. La Vetus Latina fue, probablemente, la Biblia de San Agustín.
En el siglo IV d.C., San Jerónimo recibió y acogió el pedido del Papa Dámaso
I para que revise la traducción de la Biblia al latín, pues había una gran circulación
de versiones discordantes. La obra emprendida por San Jerónimo quedó conocida
como Vulgata, cuja sigla es Vg. Esta traducción, inicialmente, no tuvo el mismo
impacto que la Vetus Latina y solamente fue adoptada como versión oficial de la
Iglesia Católica Occidental (Romana) durante el Concilio de Trento (1545-1563).
Su impresión fue patrocinada por los Papas Sixto V y Clemente VI, razón por la
cual pasó a ser conocida como Vulgata sixto-clementina. Dos revisiones fueron
hechas después del Concilio Vaticano II (1963-1965), una promovida por el Papa
Pablo VI y otra por San Juan Pablo II, ambas encomendadas a los monjes de la
Abadía de San Jerónimo en Roma, y la nueva publicación, considerando las
investigaciones bíblicas recientes y una mayor aproximación al hebreo, arameo y
griego, se llamó Nueva Vulgata.
6.4 Otras versiones antiguas
Además de las traducciones griegas y latinas, otras versiones, totales o
parciales, surgieron en los primeros siglos del cristianismo en lengua siria
(Peshita), egipcia (copta), armenia, etc. que todavía son usadas en la liturgia de
esas ramas del cristianismo ortodoxo.
7 Versiones modernas
Las versiones parciales o totales de la Biblia se multiplicaron, en los últimos
siglos, en un incontable número de nuevas “vulgatas” en lenguas germánica y
anglo-sajona: alemán e inglés; y en lenguas neolatinas: italiano, francés, español,
portugués, etc. Las versiones elaboradas por los protestantes salieron al frente y
recién con el Papa Benedicto XIV (1757) es que las versiones católicas, teniendo
la Vulgata como texto oficial, comenzaron a aparecer con más frecuencia y
siempre bajo la aprobación de la Santa Sede o, fuera de la Urbe, bajo la constante
vigilancia de los Obispos. Tanto el antiguo Código de Derecho Canónico de 1917
(can. 1391), como el nuevo Código de 1983 (can. 825) regularon las traducciones
que, sin duda alguna, ganaron grandes estímulos en el Concilio Vaticano II, en
la Dei Verbum n. 22.
En este punto, serán citadas, solamente, las de mayor relevancia y que
tuvieron mayor impacto.
En alemán, la más famosa es la versión de Lutero, que fue la primera
traducida a partir de las lenguas originales. En verdad, esa versión acabó por
tornarse el parámetro de unificación para la futura lengua alemana oficial, ya que
eran muchos los dialectos. Lutero no descuidó su traducción, buscando siempre la
palabra más adecuada, y tuvo presente tanto la Vulgata como los comentarios
patrísticos de su época. Él usó para el Antiguo Testamento la versión latina del
texto hebreo hecho por Sante Pagnini, que lo dividió en versículos, se sirvió
inclusive de la ayuda de judíos y de la edición de Erasmo de la Septuaginta para el
Nuevo Testamento.
Del lado católico, entre las varias traducciones, dos fueron muy apreciadas:
la editada por Weitenauer (Augsburgo, 1783-1789) y la de Loch – Reischl (1851-
1866), a partir de la Vulgata, aunque provista de un aparato crítico, considerando
las variantes del hebreo y del griego. En 1972, para el Nuevo Testamento, y en
1974, para el Antiguo Testamento, surgió una edición conjunta de la Biblia,
involucrando a los obispos de Alemania, Austria, Suiza, Luxemburgo y Lüttich. En
1980, esa edición sufrió una revisión.
En anglo-sajón, las versiones más conocidas y difundidas son la King James’
Bible (1604), encomendada por el rey anglicano Jaime; la Authorized Version
(1607-1611); la Standard Version (1881, para el NT, y 1884, para el AT); la
American Standard Version (1900-1901); la Revised Standard Version (1946-
1957); la New English Bible (1961-1970), fruto deseado de una reunión de las
principales Iglesias protestantes; y la Good News Bible, que fue publicada en 1976
tanto en Londres como en Nueva York.
En italiano, antes del Concilio de Trento, surgieron la Bibbia di Nicolò Malermi
y la traducción de Antonio Brucioli, hecha a partir de las lenguas originales. La
versión italiana de la Vulgata fue obra de Antonio Martini, en 23 volúmenes. Entre
1923-1958, surgió una traducción en italiano, editada por Alberto Vaccari y
colaboradores del Pontificio Instituto Bíblico, a partir de las lenguas originales, con
notas de crítica textual y comentario. A partir de 1943, año de la publicación de la
Encíclica Divino afflante Spiritu, de Pío XII, surgieron La Sacra Bibbia, obra
organizada por Garofalo y Rinaldi, y un gran número de nuevas versiones con
comentarios científicos, entre las cuales se destaca la Nuovissima versione della
Bibbia en 46 volúmenes, que, en 1983, fue reunida en un único volumen. Muchas
otras podrían ser citadas, sin embargo, un destaque va para la Bibbia di
Gerusalemme (1974; 1993), que trae el texto oficial de la Conferencia Episcopal
Italiana, Bibbia CEI (1974), con las notas de la Bible de Jérusalem.
En francés, la primera versión completa fue la Bible de Sainte Louis IX, del
siglo XIII, traducida del latín. En 1535, un primo de Calvino, Olivetano publicó una
traducción a partir de los originales y que sirvió de base para futuras versiones
protestantes hasta el siglo XIX. Las tres versiones completas más importantes
fueron la Bible de Jérusalém que, inicialmente, surgió en 43 volúmenes (1948-
1952) y, después, en un único volumen (1956); la Bible de La Pléiade, organizada
por Dhorme (1956-1959); y la Sainte Bible, dirigida por Pirot y Clamer (1935-
1959). Finalmente, la Traduction Oecuménique de la Bible (TOB), fruto de la
colaboración entre católicos y protestantes que apareció en 1975 y fue revisada en
1988.
En español, hubo versiones parciales anteriores al Concilio de Trento, pero
por causa de la Inquisición española, las publicaciones católicas y la lectura de la
Biblia fueron prohibidas en lengua vulgar. Esta situación duró hasta 1780. En
contrapartida, entre los judíos y los protestantes la historia fue diferente y
surgieron la Biblia de los hebreos o del Ferrara y la Biblia del Oso, que fue la
primera versión completa en español (1567-1569) y fue traducida directamente de
la versión hebrea de Sainte Pagnini y, lingüísticamente, supera a la Biblia del
Ferrara. En el siglo XX, surgen la edición organizada por Nacar–Colunga en
Madrid (1944 y revisada en 1968); la edición de Bover–Cantera, también en
Madrid (1947 y revisada en 1962); la Sagrada Biblia de Cantera–Iglesias, que es
una versión crítica hecha a partir de las lenguas originales (1975). De gran valor
literario es la Biblia del Peregrino, en 3 volúmenes, dirigida por Alonso Schökel
(1996).
En portugués, hubo, desde antes del Concilio de Trento, varias iniciativas de
traducción de la Biblia, pero que nunca llegaron a una edición completa en
Portugal. João Ferreira de Almeida fue el primero en traducir la Biblia para la
lengua portuguesa, lo hizo a partir de las lenguas originales, comenzando por el
Antiguo Testamento y usando el Textus Receptus. Almeida no consiguió traducir
todo el Antiguo Testamento. En 1691, año de su muerte, había conseguido llegar
hasta Ez 48,12. La traducción fue completada por Jacobus van den Akker en
1694. En tono comparativo, puede decirse: lo que la traducción de Lutero fue para
el alemán, la traducción de João Ferreira representó para el portugués. En los
últimos treinta años, la traducción de Almeida, como es más conocida, recibió
varias revisiones, dando origen a nuevas ediciones: Almeida Corrigida Fiel;
Almeida Revista e Atualizada; Almeida Revista e Corrigida.
Además de la traducción de Almeida, la traducción del padre Antônio Pereira
de Figueiredo también obtuvo una gran aceptación. Entre 1778-1781 publicó, en 6
volúmenes, el Nuevo Testamento. Entre 1782-1790, en 17 volúmenes, publicó el
Antiguo Testamento. En 1819 fue publicada una versión en 7 volúmenes y, en un
único volumen, en 1821.
En Brasil, la primera traducción completa de la Biblia, erudita en sus
características y bien literal a partir de las lenguas originales, surgió en 1917;
contó no solamente con la participación de teólogos, sino también con la revisión
lingüística y literaria de Ruy Barbosa. Entre 1950 y 1990, la entonces Editorial
Paulinas publicó la versión del padre portugués Mattos Soares que tradujo
directamente de la Vulgata, en la década de 1930. En 1976 surgió, basada en la
versión francesa, la edición de la Bíblia de Jerusalém también por la entonces
Editorial Paulinas, que contó con la participación de muchos especialistas. En
2002, ya por la Paulus, surgió la nueva edición de la Bíblia de Jerusalém, revisada
y ampliada. La Bíblia Sagrada, editada por la Vozes y bajo la coordinación general
de Ludovico Garmus, contó con varios biblistas y fue publicada, a partir de las
lenguas originales, en 1982. En ese mismo año, la Bíblia Mensagem de Deus
publicada por la Loyola. En 1990, bajo la coordinación de Ivo Storniolo, fue
publicada la Bíblia Sagrada Edição Pastoral, pensada más para los laicos y que
fue reeditada (2014) en su nueva edición: Nova Bíblia Pastoral. Finalmente, para
conmemorar el jubileo de oro de la CNBB, en 2001 fue publicada la Bíblia CNBB;
su revisión está en proceso.
8 Biblia y Ciencias
La Biblia recibió, a partir de los resultados de la crítica literaria, un gran
número de objeciones de los medios científicos ligados a la Historia, a la
Arqueología y, también, a las Ciencias Naturales. La juventud, por tener mayor
acceso a los estudios, es la más influenciada y dispuesta a levantar banderas,
cuando se deparan con docentes capaces de presentar criterios y argumentos
que, a primera vista, parecen irrefutables.
No pocas veces, se escuchan cuestionamientos, posicionamientos y
comentarios oriundos tanto de los medios académicos, como también populares,
del tipo: “La Biblia no es una fuente confiable de historia y para la historia”,
innumerables estudios derivados de la Arqueología y de la Historia comparada de
las religiones comprueban eso; o “La Biblia no dice la verdad, porque las Ciencias
Naturales contradicen sus afirmaciones, principalmente sobre el origen y la
evolución del universo y las formas de vida, en particular la humana, sobre el
planeta tierra”. La discusión, entonces, pasa a oscilar entre mito y verdad.
En la raíz de esas afirmaciones están, sin duda, certezas de orden científico,
pero también están prejuicios o falta de información sobre la naturaleza de la
Biblia. Súmase a eso, la dicotomía que permea muchos espacios humanos,
colocando en conflicto fe y razón. Por un lado, se encuentran los defensores
fideístas y fundamentalistas de las verdades bíblicas, que ignoran los postulados
de la Ciencia. Por otro lado, se encuentran los defensores de las posiciones
racionalistas, iluministas y positivistas que ignoran los varios sentidos contenidos
en los textos bíblicos. Para ellos, la única verdad que existe y debe ser aceptada
es la verificada, que deriva de la comprobación científica basada en la repetición
de experiencias. En muchos casos, los dos grupos se “excomulgan”
recíprocamente.
Delante de este impase, entonces, es importante que se haga una distinción
sobre la naturaleza de los textos bíblicos y los objetos de estudio de las ciencias.
Así, es posible conceder, en parte, la razón para ambos lados, desde que haya
mutuo interés en buscar una posición equilibrada y capaz de generar diálogos
provechosos, en los cuales sean respetadas las competencias. Para que eso
suceda de manera oportuna y eficaz, se hace igualmente necesario que las
verdades bíblicas y las verdades científicas no sean colocadas en el mismo nivel y
a la misma altura.
Si el horizonte de la Ciencia es lo desconocido y lo todavía no solucionado,
por ejemplo, sobre la formación de la materia y la comprensión de la anti-materia,
del universo, por cierto, en expansión; el horizonte de la Biblia es el ser humano
orientado para la armonía de su ser y la búsqueda de la felicidad. Cuando los dos
horizontes se alinean y no se ofuscan, como en un eclipse, son superadas las
incertezas e iluminadas las oscuridades de la historia del saber humano, y se
proyecta luz sobre las realidades inaccesibles a la razón.
A fin de facilitar ese diálogo, ya desde el siglo XIX, los estudiosos de la Biblia
vieron la necesidad de aplicar a los textos metodologías y abordajes científicos,
para alcanzar resultados más convincentes con respecto a su teología y el
mensaje en ellos contenidos. El principal fue el Método Histórico-Crítico, de índole
diacrónica, que fue asumido por los círculos filosóficos preocupados con
establecer los textos originales de los filósofos de la antigüedad. Este método
reúne una serie de procedimientos literarios, con la pretensión de alcanzar la
génesis y los procesos históricos existentes detrás de los textos.
En los últimos años, a pesar de los muchos frutos obtenidos, esta
metodología recibió fuertes críticas, porque ella sola no consigue dar cuenta de
toda la problemática y la riqueza encerrados en los textos bíblicos. Junto con esa
constatación, los resultados obtenidos son, en muchos casos, hasta
contradictorios, colocando las verdades encontradas como blanco de relevantes
cuestionamientos. Esto hizo surgir, en el mundo exegético-teológico, nuevos
abordajes y metodologías, no menos rigurosas y de índole más sincrónica, mucho
más preocupadas y enfocadas en la Biblia como literatura, mostrando que sus
autores y sus reflexiones estaban plenamente insertos en el contexto del Antiguo
Cercano Oriente.
Leonardo Agostini, PUC- Rio, Brasil. Texto original en portugués.
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