Capítulo 5

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Capítulo Quinto

El poder sometido

SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. EL ESTADO LEGAL DE DERE-


CHO. II.I. La primacía de la ley y la supremacía política de la cons-
titución. II.2. El principio de legalidad. II.3. La certeza del Derecho y
la seguridad jurídica. III. EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERE-
CHO. III.1. La supralegalidad de la constitución y el control de cons-
titucionalidad. III.1.a) La formación del concepto racional-normativo
de constitución en Estados Unidos. III.1.b) Las primeras formulaciones
del control de constitucionalidad. III.2. La recepción del concepto ra-
cional-normativo de constitucionalidad en Europa y control de consti-
tucionalidad concentrado. IV. LAS EXIGENCIAS CONTEMPORÁNEAS
DEL ESTADO DE DERECHO. IV.1 La centralidad de la ley. IV.2. La
responsabilidad de los poderes públicos y las formas de control. IV.3.
La certeza del Derecho y la seguridad jurídica en sistemas plurales de
economía de mercado.

I. INTRODUCCIÓN
No resulta sencillo resumir, en pocas páginas, lo que significa el
Estado de Derecho. La primera dificultad estriba en que, como afirma
F. Rubio, la idea de que el poder está sometido a Derecho está en las
raíces de nuestra civilización y, probablemente, de todas las civiliza-
ciones. A lo largo del tiempo ha recibido, pues, diferente interpreta-
ciones que responden, además, a sistemas jurídicos distintos. En su
forma actual confluyen, por ejemplo, la noción del rule of law que
empieza a surgir con las revoluciones inglesas para afirmar la supre-
macía del parlamento sobre el rey, con la idea alemana del Rechtstaat,
construida durante el siglo XIX para explicar la relación entre la Ad-
ministración y el poder legislativo durante la época de la monarquía
constitucional [Rubio Llorente: 2012, 1103].
Hay otro factor que complica la aproximación al tema. Como
toda construcción doctrinal, el Estado de Derecho está sujeto a múlti-
ples interpretaciones. Por esta razón, no hay unanimidad a la hora de
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enumerar las exigencias que impone. Es frecuente, por ejemplo, que


se incluyan en la noción la necesidad de garantizar todos los derechos
fundamentales o, al menos, la tutela judicial efectiva y la igualdad,
asuntos que en estas páginas se han tratado con sustantividad propia.
Esto es lo que sucede, por ejemplo, en el Informe elaborado
por la Comisión de Venecia sobre la materia. Apoyándose en las
regulaciones internacionales y nacionales concluye que, entre los
elementos inherentes al Estado de Derecho como pueden ser el
principio de legalidad, la prohibición de arbitrariedad o la certeza
jurídica, han de incorporarse otros como son el acceso a la justi-
cia ante tribunales independientes e imparciales, el respeto a los
derechos humanos, la no discriminación y la igualdad ante la ley
[Venice Commission: 2011, 10].
Aunque, por las razones antes expuestas, la tarea de definir el Esta-
do de Derecho resulta compleja, es imprescindible abordarla, no sólo
por ser necesaria para completar la concepción de Estado Constitu-
cional, sino también porque pocas veces en su historia el Estado de
Derecho ha estado sujeto a tantos desafíos.
La noción surge como un instrumento para limitar al poder y, a
lo largo de los siglos, siempre ha cumplido la misma función. No
es de extrañar, pues, que sea un concepto que suscita los recelos de
quienes ostentan la autoridad, sobre todo cuando las decisiones que
se someten a control son adoptadas por órganos elegidos por los ciu-
dadanos. En estas ocasiones, se produce una tensión entre el principio
democrático y las exigencias que impone el Estado de Derecho, ya que
este último somete al ordenamiento jurídico y, por lo tanto, impone
restricciones, a las decisiones adoptadas por la mayoría.
Las dificultades de articular ambos extremos son todavía más
acusadas cuando el Estado de Derecho impone límites, ya no a los
representantes del pueblo, sino al propio pueblo cuando este actúa
directamente, por ejemplo, a través del referéndum. La crisis de la re-
presentación ha provocado que cada vez sean más quienes denuncien
la lejanía de los elegidos y proponen que sean los propios ciudada-
nos quienes decidan sobre la cosa pública. A la hora de valorar este
tipo de planteamientos no conviene olvidar que, en cualquier Estado
Constitucional, la democracia directa también está sometida a formas
y procedimientos. La mejor manera de evitar la tiranía de la mayoría
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es recordar que, también en estos casos, la comunidad ha de actuar


sometida a las previsiones recogidas en la Constitución y el resto del
ordenamiento jurídico, y no al margen de ellas.
A la hora de abordar el análisis del Estado de Derecho, he con-
siderado conveniente seguir el rumbo que, en su momento, diseñó
Manuel García Pelayo. El autor considera que, desde sus orígenes, en
la etapa final de la ilustración y hasta la época actual, el Estado de
Derecho ha pasado por dos etapas. En la primera de ellas asume la
forma de Estado Legal de Derecho y se caracteriza por la afirmación
de la primacía de la ley del parlamento sobre los restantes actos y nor-
mas dictados por otros órganos del Estado, supremacía salvaguarda-
da por tribunales destinados a garantizar la legalidad de la acción de
la administración estatal. En la segunda etapa, se consolida el Estado
Constitucional de Derecho, que afirma la primacía de la Constitución
sobre la ley y atribuye a órganos de naturaleza jurisdiccional no sólo
el control de la legalidad, sino también de la constitucionalidad de los
actos y disposiciones del resto de los poderes del Estado, incluido el
propio parlamento [García Pelayo: 2009, 3029].

II.  EL ESTADO LEGAL DE DERECHO


El Estado de Derecho que aparece con las revoluciones liberales
está íntimamente conectado con la afirmación de la soberanía na-
cional y con la necesidad de limitar el poder del monarca. Desde sus
orígenes, pues, afirma la superioridad de la ley aprobada por el par-
lamento frente a la arbitrariedad que había caracterizado al antiguo
régimen, así como la necesidad de establecer controles para verificar
que los agentes de la corona cumplan los mandatos legales. Es así
como el Estado de Derecho entraña dos ideas esenciales. La prime-
ra de ellas es la primacía de la ley, norma a la que se atribuye una
posición de máxima jerarquía con respecto al resto de actos y dis-
posiciones de otros poderes del Estado. Esto conlleva que, frente a
lo que ocurre en la actualidad y sucede en Estados Unidos desde la
Constitución de 1787, los países europeos negaran, hasta el periodo
de entreguerras, que la Constitución tuviera naturaleza jurídica, por
lo que no resultaba de aplicación por jueces y tribunales. La segunda
idea que articula el Estado de Derecho es el principio de legalidad,
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esto es, la sumisión de todos los poderes del Estado a las leyes apro-
badas por el parlamento, subordinación que, lejos de constituir una
mera declaración de principios, se garantiza atribuyendo a los jueces
el control de la administración. La lucha contra la arbitrariedad del
poder conlleva, además, la exigencia de certeza jurídica que, desde el
punto de vista de los ciudadanos, se traduce en la idea de seguridad
jurídica.

II.1. La primacía de la ley y la supremacía política de la cons-


titución
La noción de ley que se implanta con la construcción del Estado
Liberal conserva algunos de los caracteres que había tenido durante
el antiguo régimen. Así, la nueva concepción sigue manteniendo la
conexión entre ley y soberanía que ya estableció J. Bodino en Los seis
libros de la Republica, asunto que pudimos examinar en el apartado
II. 1. A) del capítulo segundo. Los cambios que afectan a la noción de
ley son consecuencia, sobre todo, de las trasformaciones que experi-
menta la titularidad de la soberanía. Así, mientras que en el antiguo
régimen, la ley se identificaba con la voluntad del monarca, en el Es-
tado Liberal la ley es la expresión del nuevo titular de la soberanía,
esto es, de la nación. Dado que esta no tiene posibilidad de elaborarla
de manera directa sino que actúa a través de representantes, la ley se
concibe como la manifestación de la voluntad del parlamento, órgano
que actúa por cuenta y en nombre de la comunidad.
La conexión entre ley y comunidad está presente en las dos revo-
luciones inglesas, que, recordemos, culminan con la definitiva victoria
del parlamento sobre la corona. Pero caracteriza también a la revo-
lución francesa e inspira claramente la Declaración de Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789 , cuyo art. 6 declara, en términos
claramente inspirados por la obra de Rousseau, que la ley es la expre-
sión de la voluntad general.
Según los planteamientos de la época, la nación, a través del parla-
mento y mediante la ley, se gobierna a sí misma. Dado que los miem-
bros de la cámara son tan ciudadanos como el resto de la comunidad,
no se concibe que puedan hacer daño a la sociedad entera, por lo que
el parlamento es el único legitimado para regular la relación entre los
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individuos y los poderes públicos. Por eso, cualquier medida que pue-
da afectar a la libertad y a la igualdad de las personas sólo puede ser
adoptada por la ley que, además, no puede prohibir cualquier acción,
sino sólo aquellas que sean perjudiciales para la sociedad.
Esta concepción justifica el principio de reserva de ley que ya
examinamos como garantía de los derechos fundamentales en el
capítulo tercero. Para ilustrarla, merece la pena volver a la De-
claración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. El art. 4 de
dicho texto afirma que “la libertad consiste en poder hacer todo
lo que no perjudique a los demás. Por ello, el ejercicio de los dere-
chos naturales de cada hombre tan sólo tiene como límites los que
garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de estos
mismos derechos. Tales límites tan sólo pueden ser determinados
por la ley”. A su vez, el art. 5 declara que “La ley sólo tiene dere-
cho a prohibir los actos perjudiciales para la sociedad. Nada que
no esté prohibido por la Ley puede ser impedido, y nadie puede ser
obligado a hacer algo que ésta no ordene”.
La concepción de la ley como expresión de la voluntad de la co-
munidad, elaborada por un órgano de naturaleza representativa, im-
pone que el parlamento, a la hora de producirla, siga determinados
procedimientos. A principios del siglo XIX, en los primeros manuales
de Derecho Parlamentario y en los reglamentos que rigen el funciona-
miento de la vida de las cámaras, se exige que la ley sea la expresión
de la voluntad de la mayoría, se elabore respetando los derechos de la
minoría y en condiciones de publicidad [Biglino: 1991, 73]
En 1815 se publicó por primera vez “La Tactique des Assem-
blées législatives”, elaborado por S. Dumont sobre las notas de J.
Bentham. El libro, que constituye uno de los primeros tratados
de derecho parlamentario, tuvo una notable influencia sobre las
reglas de procedimiento de numerosas asambleas legislativas que
comenzaron a funcionar en Europa en la primera mitad del si-
glo XIX y recoge con propiedad lo que se siguen considerando
elementos esenciales del procedimiento legislativo [Dumont, Ben-
tham, 1888].
La regla de la mayoría se justifica, en aquella época, más por ra-
zones relacionadas con la idea de justicia que por motivaciones prag-
máticas, como sucede sin embargo ahora. En el siglo XIX, se pensaba
que durante el debate parlamentario y a través de las opiniones mani-
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festadas en la cámara, se podría alcanzar un acuerdo sobre la decisión


más próxima a la razón que, por su cercanía a la verdad, convencería
a la mayor parte de los miembros de la asamblea.
La regla de la mayoría se erige así en condición necesaria de la de-
mocracia, en cuanto que su aceptación constituye el consenso básico
acerca de las reglas que deben servir para resolver los conflictos. Pero,
a pesar de ello, democracia y mayoría nunca llegaron a identificarse.
Ya se reconocía, como todavía sucede ahora, que entre ambas existe
sólo una parte de extensión en común, pudiéndose dar, de un lado,
sistemas políticos no democráticos que conocen la regla de la mayoría
y, de otra, sistemas democráticos en los que determinadas decisiones
no sean adoptadas en base a dicha regla [Bobbio:1981, 38]
El respeto a los derechos de la minoría constituye, pues, otro de
los requisitos imprescindibles para que los miembros de la cámara
que mantienen una opinión distinta de la dominante puedan expresar
su opinión en el debate, con la intención de influir en la decisión que
se adopte finalmente. El derecho a asistir a las reuniones, presentar
iniciativas, participar en las deliberaciones y en las votaciones se re-
conoce a todos los representantes, pero favorece sobre todo a quienes
están en la oposición, ya que, en último término, les permite mandar
mensajes al electorado acerca de su propio ideario, con vistas a con-
vertirse en mayoría en las siguientes elecciones.
El último requisito del procedimiento legislativo es la publicidad.
Esta exigencia es inherente a la idea de representación porque permi-
te, precisamente, acortar las distancias entre representantes y repre-
sentados. Hace, en efecto, posible, que los votantes conozcan la actua-
ción de quienes actúan en su nombre y puedan medir la adecuación
de su gestión a las promesas hechas durante la campaña electoral. La
publicidad facilita, pues, la exigencia de responsabilidad que es inhe-
rente a la democracia. En las asambleas liberales, este principio se ga-
rantizaba de maneras diversas: el público podía asistir a las sesiones,
los debates y acuerdos se transcribían y, sobre todo, el texto de la ley
se publicaba, como ahora, en los periódicos oficiales para que, como
veremos más adelante, los ciudadanos pudieran conocer de antemano
el contenido de la ley que les vinculaba y que podía reconocerles de-
rechos, pero también obligaciones.
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La legitimidad de la ley, anclada en la soberanía nacional, y las


garantías establecidas para su elaboración, justificaban la posición de
esta norma dentro del sistema jurídico. El hecho de ser una “autodis-
posición de la comunidad sobre sí misma”, le atribuye una fuerza que
ha sido definida como “irresistible” [García de Enterría, Fernández
Rodríguez: 1991, 137]. Por este motivo, la ley se sitúa en una posi-
ción de absoluta supremacía con respecto al resto del sistema jurídico.
Cualquier norma o acto de los poderes públicos que sea contraria a
ella debe considerase inválida y, por lo tanto, susceptible de ser expul-
sada del ordenamiento jurídico.
No es posible analizar, desde estas páginas y con detalle, el princi-
pio de jerarquía normativa porque este estudio está más relacionado
con el análisis del sistema normativo. Conviene sólo subrayar que, en
el Estado Legal de Derecho, la constitución no desempeña el papel
que tiene en la actualidad.
En términos generales, puede afirmase que las constituciones eu-
ropeas del XIX y parte del XX estaban dotadas de supremacía, pero
no estaban dotadas de supralegalidad [Aragón Reyes: 1987, 15]. No
eran, pues, meras declaraciones retóricas, sino que contenían órdenes
vinculantes para los poderes del Estado, que podían ser utilizadas por
el parlamento a la hora de ejercer su función de control político. Ade-
más, servían a la opinión pública como canon de valoración para me-
dir la actuación de los gobernantes, a través del ejercicio de derechos
como la libertad de expresión y reunión, esto es, mediante formas de
control social. Las constituciones del periodo, pues, tanto cuando son
expresión de la soberanía compartida entre el rey y el parlamento
o, en su versión más radical, cuando obedecen exclusivamente a la
soberanía de la nación, eran mandatos de indudable eficacia política.
No cabe excluir, además, que estuvieran dotadas de cierta eficacia
jurídica, ya que, al menos, simplificaron, ordenaron y jerarquizaron el
confuso sistema jurídico que caracterizó al antiguo régimen [Solozá-
bal Echavarría: 2011].
Una buena demostración de que, en Europa, la constitución
es algo más que política son dos textos tan distintos como la
Constitución suiza de 1847, que proclamaba la soberanía po-
pular, y la Constitución del Imperio alemán de 1871, que seguía
partiendo del principio monárquico. A pesar de su diferencia,
ambas compartían un elemento común: preveían la prevalencia
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de las leyes de la Federación sobre las de los Estados miembros.


Por eso, los máximos tribunales de ambos países podían servirse
de la constitución como canon para medir la validez de las leyes
de los Estados miembros que vulneraran la norma fundamental
[Biglino: 2011, 192-194].
Ahora bien, durante todo ese periodo, las constituciones no conte-
nían normas que, en la jerarquía normativa, estuvieran en una posición
superior a la ley. Las causas que explican esta carencia de supralega-
lidad son de carácter distinto. Incide, desde luego, la concepción de
la soberanía compartida, característica de la monarquía constitucio-
nal. Esta forma de configurar el origen del poder atenuaba la necesaria
distinción entre poderes constituyentes y poderes constituidos porque
la corona, de acuerdo con la asamblea legislativa, podría modificar la
constitución mediante el ejercicio del poder legislativo. La ausencia de
normatividad de la constitución puede también explicarse porque, en
nuestro continente, no se logra implantar un control de constitucionali-
dad capaz de hacer valer la constitución, manifestación de la soberanía,
frente a lo decidido por un poder constituido, como es el legislador.
Como consecuencia de estos factores, la normatividad de la cons-
titución estaba dotada de peculiaridades que afectaban a su fuerza de
obligar en términos jurídicos. En Europa, durante el Estado Legal de
Derecho, la constitución podía ser un mandato dotado de indudable
eficacia política y, como se acaba de señalar, de cierta eficacia jurídica,
al menos “ad intra” del aparato del Estado. Pero no constituía una
norma jurídica que gozara de aplicación inmediata [Biglino: 2011,
181-183]. Los derechos que atribuían a los ciudadanos debían ser
desarrollados por el legislador para que pudieran ser invocados ante
los jueces ordinarios. En nuestro continente y a diferencia de lo que
ocurrió en Estados Unidos desde la Convención de Filadelfia de 1787,
la constitución carecía de este tipo de juridicidad, por lo que no podía
ser entendida como un derecho “más alto” que debiera ser aplicado
con preferencia a las leyes que la contradijeran.

II.2.  El principio de legalidad


El principio de legalidad constituye otra de las grandes aportacio-
nes del Estado Legal de Derecho al Estado Constitucional. Sus prime-
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ras formulaciones se remontan también a las revoluciones liberales y


están destinadas a hacer efectiva la supremacía de la ley, esto es, del
parlamento con respecto a la corona y a sus agentes. Constituye, pues,
un instrumento para luchar contra la arbitrariedad característica de
la monarquía absoluta, cuando la soberanía del rey provocaba que el
monarca fuera legibus solutus, por lo que no estaba sujeto a ningún
tipo de ley, ni siquiera a las dictadas por él mismo. La corona podía,
así, dar órdenes singulares que excepcionaban el régimen común, de-
cisiones destinadas a beneficiar a ciudadanos fieles o a perseguir a
quienes eran contrarios a los designios del monarca. En muchas oca-
siones, esta actuación del rey no estaba sujeta a ningún tipo de control
y los perjudicados no podían buscar la protección de los tribunales de
justicia o de otras autoridades. No hay que olvidar, además, que algu-
nas órdenes reales podían tener carácter secreto, lo que impedía que
fueran conocidas con anterioridad por los ciudadanos, que no podían
adaptar sus comportamientos a las nuevas exigencias para evitar el
castigo derivado de su incumplimiento.
Las primeras formulaciones del principio de legalidad pueden
remontarse al Acta de Derechos inglesa de 1689, que declara que
“el pretendido poder de dispensar de las leyes o de su aplicación
en virtud de la autoridad real, en la forma en que ha sido usurpado
y ejercido en el pasado, es ilegal”. El Acta de establecimiento de
1701 afirma, con más precisión, que “las leyes de Inglaterra son
un derecho adquirido por su pueblo y que todos los reyes y reinas
de Inglaterra que ocupen el trono deben gobernar con arreglo a lo
dispuesto en las mismas, igual que sus ministros o funcionarios”.
La revolución francesa supone un nuevo paso adelante en la afir-
mación del principio de legalidad al considerar que el aparato admi-
nistrativo, lejos de ser un instrumento personal del monarca, pasa
a ser una organización llamada a la ejecución de la ley, la cual de-
termina previamente su competencia, los objetivos de su actuación
y los límites concretos de todo su poder. Por ello, la Declaración de
Derechos de 1789 declara, rotundamente, que “la sociedad tiene el
derecho de pedir cuentas a todo agente público de su Administración”
e instaura las primeras formas para exigir responsabilidad atribuidas,
ya en época napoleónica, al Consejo de Estado, germen de lo que
será, después, la jurisdicción contencioso-administrativa [García de
Enterría: 2009, 75].
162 Paloma Biglino Campos

Como consecuencia de estas tradiciones, el principio de legalidad


actúa con respecto al poder ejecutivo y, sobre todo, en relación a la
administración, ya que obliga a que esta opere dentro de las atribu-
ciones y de los límites fijados en la ley. Aunque este principio recibió
diferentes interpretaciones a lo largo del siglo XIX, se predica sobre
todo de la relación entre la ley y las normas que elabora la adminis-
tración, esto es, el reglamento, imponiendo, sobre todo, una relación
jerárquica entre dichas disposiciones, de manera que las de origen
administrativo no puedan contradecir lo dispuesto por el parlamento.
Esta relación recibió, sin embargo, diferentes interpretaciones.
En efecto, la doctrina alemana mantuvo una postura dualista,
acorde con la estructura de la monarquía constitucional. Al ser el
rey poder constituyente, le corresponde, como cabeza del ejecu-
tivo, un ámbito de competencias propio y no derivado de la ley.
El otro titular de la soberanía, esto es, el parlamento, actúa como
límite a la acción de la corona, en representación de los ciudada-
nos y en defensa de sus derechos. Por esa razón, se considera que
únicamente podía intervenir en las relaciones de las personas con
el poder, mientras que el ámbito interno de la administración que-
daba reservado al reglamento. En este campo, cabían reglamentos
sin habilitación legal, esto es, independientes. La vinculación del
reglamento a la ley era, pues, únicamente negativa, dado que el
reglamento podía hacer todo lo que la ley no prohibiera.
En Francia, durante el siglo XIX, predomina una visión mo-
nista, que subraya la subordinación del ejecutivo al parlamento.
Por este motivo la administración sólo puede dictar reglamentos
de carácter organizativo en su ámbito interno. En todo lo demás,
necesita una previa habilitación legal. Esta exigencia hace que el
reglamento se encuentre en una situación de vinculación positiva
con respecto a la ley, ya que el primero sólo puede hacer lo que la
segunda le permite.
A. Garrorena denomina a la primera de esas tendencias dua-
lismo germánico, y a la segunda, de tradición jacobina, monismo
legitimador del parlamento [Garrorena Morales: 1980, 17-35].
Los ámbitos donde el principio de legalidad actúa con mayor in-
tensidad son de diferente tipo. Así, en materia tributaria, exige que
sólo la ley pueda establecer impuestos ya que los fondos de los que
va a disponer el Estado tienen su origen en los caudales que aportan
los ciudadanos. En realidad, la implantación del principio según el
El poder sometido 163

cual no cabe imposición sin representación tiene su origen en la edad


media y, desde luego, constituye la chispa que hizo estallar los grandes
movimientos revolucionarios liberales, desde las revoluciones ingle-
sas hasta la revolución norteamericana, pasando por la revolución
francesa. En materia penal, el principio de legalidad impide que nadie
pueda ser arrestado o condenado si no es por las causas y en las for-
mas previstas por la ley.
También en este caso, el art. 7 de la Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano constituye un magnífico precedente
de las posteriores constituciones al asentar un principio que ha
llegado hasta nuestros días. Según este precepto, “ningún hombre
puede ser acusado, arrestado o detenido, salvo en los casos deter-
minados por la Ley y en la forma determinada por ella. Quienes
soliciten, cursen, ejecuten o hagan ejecutar órdenes arbitrarias de-
ben ser castigados…”
El principio de legalidad no actúa sólo con respecto a la adminis-
tración sino que vincula a otro poder del Estado, esto es, al poder
judicial y de dos maneras distintas. En primer lugar porque, al menos
en su versión continental, somete a los jueces al imperio de la ley. A
diferencia de lo que ocurría en los países del common law, la doctrina
que predomina es la asentada por Montesquieu. Como tuvimos oca-
sión de analizar en el apartado II.1 del capítulo cuarto y como con-
secuencia de una visión estricta de la división de poderes, los jueces
deben de abstenerse de crear derecho porque su única y fundamental
misión consiste en aplicar la ley.
Ahora bien, en segundo lugar, los tribunales son los guardianes
del principio de legalidad. Paulatinamente se asienta la idea de que
los ciudadanos pueden acudir a la jurisdicción ordinaria para exigir
que el gobierno y la administración cumplan con lo establecido en el
ordenamiento jurídico y exigir reparaciones en caso de que lo haya
vulnerado.
Esta dimensión del principio de legalidad tardó, sin embargo,
en implantarse definitivamente en los países del continente euro-
peo. En efecto, durante mucho tiempo, predomina una visión rígi-
da de la división de poderes, en virtud de la cual el poder judicial
no puede interferir en la actuación del resto de los poderes del Es-
tado. Un buen ejemplo de esta concepción es el art. 3 del cap. V de
la Constitución francesa de 1791. En su tercer apartado se declara
164 Paloma Biglino Campos

que los tribunales no pueden inmiscuirse en el ejercicio del poder


legislativo, ni suspender la ejecución de las leyes, ni encargarse de
funciones administrativas, ni citar ante ellos a los administradores
por razón de sus funciones. Las consecuencias de esta concepción
son de diferente tipo. De un lado, los actos del poder legislativo se
consideran “interna corporis”, por lo que sólo pueden ser fiscali-
zados por la propia cámara. Pero, además, los actos de la admi-
nistración sólo pueden ser revisados por la propia administración.
Estamos, pues, ante una jurisdicción retenida, que se formaliza a
partir de la época napoleónica con la aparición del Consejo de
Estado en Francia, una de cuyas misiones consiste, precisamente,
en el control de la administración.
Para que los jueces y tribunales puedan llevar a cabo correctamen-
te las tareas que les atribuye el ordenamiento jurídico, deben de estar
dotados de independencia con respecto al poder político y ser impar-
ciales, lo que significa carecer de prejuicios con respecto al resultado
del proceso.

II.3.  La certeza del Derecho y la seguridad jurídica


La certeza es un principio objetivo que afecta a todo el ordena-
miento jurídico. Impone que el contenido de las normas sea previsi-
ble, de manera que sea posible anticipar sus efectos. Exige, además,
que se redacten con la suficiente claridad para tener certidumbre de
las expectativas, sabiendo de antemano que cabe esperar de su aplica-
ción. La seguridad jurídica es la vertiente subjetiva de la certeza, dado
que permite al ciudadano conocer las consecuencias jurídicas, favora-
bles o desfavorables, que cabe esperar de sus propios actos.
Ambos valores son imprescindibles en todo Estado Constitucio-
nal, no sólo porque son garantía de la libertad, sino también porque
aseguran otros derechos como son la libertad de empresa o la propie-
dad privada. Constituyen, pues, requisitos que hacen posible el libre
desarrollo de la personalidad, pero también la confianza de los agen-
tes económicos, lo que facilita la estabilidad y el desarrollo.
La primera forma de asegurar la certeza y la seguridad jurídica es
la publicación de las leyes. Desde el advenimiento del Estado Legal de
Derecho, la reproducción por escrito de las normas aseguró, en pri-
El poder sometido 165

mer lugar, la homogeneidad en la aplicación del ordenamiento dado


que, frente al antiguo sistema de notificaciones, permitía a los agentes
administrativos y a los jueces conocer el contenido de la norma. La
publicación constituyó, precisamente, uno de los requisitos para que
el principio “iura novit curia” pudiera operar. Era, por tanto, un me-
dio destinado a fijar, de forma auténtica y permanente, el contenido
de la ley.
Pero además, la publicación cumplía otra finalidad de carácter
garantista con respecto al ciudadano. Desde sus orígenes, la idea
básica que subyace a la publicación era que nadie pudiese estar vin-
culado por normas jurídicas que no hubiese tenido ocasión de cono-
cer. El conocimiento del Derecho vino a suponer uno de los intereses
fundamentales del Estado y la propia obligatoriedad de la norma se
subordinó a su consecución. De esta manera, se excluía la posibili-
dad de que los ciudadanos estuvieran vinculados por leyes secretas,
tal y como podía suceder en el antiguo régimen ya que, desde las
revoluciones liberales, una ley que no fuese pública carecía de fuerza
de obligar.
Desde el advenimiento del Estado Legal de Derecho y el desarrollo
de los diferentes procesos codificadores, se presupone el conocimiento
del Derecho, con el objetivo de evitar que se alegue ignorancia como
excusa de incumplimiento. Esta presunción exige garantizar, si no el
conocimiento real del mismo, al menos que sea accesible a todo el
que quiera conocerlo. La publicación de la ley deriva de la regla por
la cual nadie debe soportar las consecuencias de un acto si no ha sido
puesto en condición de conocer previamente su regulación jurídica.
La publicación de la ley no consiste en su reproducción por cual-
quier medio de difusión. Para que realmente cumpla su función, debe
generar efectos jurídicos, determinando con precisión el momento en
que la norma entrará en vigor y adquirirá fuerza de obligar. La publi-
cación en los periódicos oficiales devino, pues, la única necesaria para
garantizar la seguridad jurídica, dado que determina la fecha en que
la norma resulta de obligado cumplimiento. Desde el principio no se
descarta que existan otras formas de divulgar la disposición que sean
beneficiosas para facilitar el conocimiento de su contenido por los
ciudadanos. Pero estas publicaciones tienen un carácter meramente
informativo y carecen de relevancia jurídica [Biglino: 1993, 19-27].
166 Paloma Biglino Campos

La seguridad jurídica aconseja que, entre el periodo de publicación


y la entrada en vigor de la norma transcurra un plazo para que los
ciudadanos y los órganos encargados de aplicarla tengan posibilida-
des de conocerla, término que se identifica con la expresión “vacatio
legis”. Es posible que la propia ley disminuya este periodo por razo-
nes de interés general, sobre todo cuando la disposición no afecta de
manera negativa a los ciudadanos. En sentido contrario, y siempre
que la norma lo disponga, la entrada en vigor puede demorarse para
darle mayor a difusión.
En cualquier caso, la certeza y la seguridad jurídica aconsejan que
la ley disponga hacia el futuro, dado que sólo de esta manera es po-
sible que sus consecuencias jurídicas sean previsibles. El Estado Legal
de Derecho asumió, desde el principio, el aforismo latino tempus regit
actum, según el cual las acciones humanas deben ser reguladas por
las leyes que estén en vigor en el momento en el cual dichos com-
portamientos se llevan a cabo. Este principio restringe la posibilidad
de aplicar las leyes hacia el pasado, esto es, de atribuir a la nueva
ley efectos retroactivos. Se considera que esta práctica puede perju-
dicar gravemente los intereses de los ciudadanos, dado que imputa
consecuencias jurídicas nuevas a hechos o actos llevados a cabo con
anterioridad, momento en el cual era imposible conocer cuál sería la
futura regulación.
En España, las primeras normas que configuran la publicación
como requisito para la entrada en vigor de las normas se remontan
a la primera mitad del siglo XIX, esto es, la R.O de 22 de septiem-
bre de 1836 y el R.D. de 9 de marzo de 1851. El régimen actual de
la publicación sigue siendo el contenido en el Código Civil, cuya
redacción se remonta a 1889. El art. 6.1 afirma, con rotundidad,
que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento. Para
hacer posible esta ficción, el art. 2.1 declara que “las leyes entrarán
en vigor a los veinte días de su completa publicación en el Boletín
Oficial del Estado, si en ellas no se dispone otra cosa”. Además, el
art. 2.3 dispone que las leyes no tengan efecto retroactivo, salvo
que dispongan lo contrario.
Por estas razones, la retroactividad se prohíbe cuando perjudica a
los ciudadanos, esto es, en caso de que tengan carácter sancionador
o restrictivo de derechos individuales. En cambio, se impone la re-
troactividad que puede beneficiar a las personas, como sucede con las
El poder sometido 167

leyes penales que favorezcan al reo, aunque este esté ya cumpliendo


condena.
En España, el primer Código Penal dictado en 1822 disponía
en su art. 3 que “a ningún delito ni culpa se impondrá nunca otra
pena que la que le señale alguna ley promulgada antes de su per-
petración”. Estas garantías continúan apareciendo en los ordena-
mientos jurídicos contemporáneos. Así, el art. 9.3 CE prohíbe la
retroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o
restrictivas de derechos individuales, mientras que el art. 1 del ac-
tual Código Penal establece que no será castigada ninguna acción
ni omisión que no esté prevista como delito por ley anterior a su
perpetración.

III.  EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO


III.1. 
La supralegalidad de la constitución y el control de
constitucionalidad
Durante el periodo de entreguerras, el Estado Legal de Derecho
experimentó una fuerte crisis. En realidad, estos cambios tienen un
origen más remoto, porque el predominio del liberalismo más conser-
vador había puesto ya en cuestión el propio fundamento de la supre-
macía de la ley. Durante la monarquía constitucional, el hecho de que
la soberanía estuviera compartida entre el rey y el parlamento limi-
taba la legitimidad de dicha norma, ya que en su elaboración no sólo
intervenían los representantes de la nación sino, también, la corona y
una segunda cámara de carácter no electivo. Pero es, sobre todo, des-
pués de la segunda guerra mundial cuando “se quebranta la fe en el
legislador” [Rubio Llorente: 2009, 225] Los acontecimientos vividos
durante el fascismo italiano y alemán, entre otros hechos, demostra-
ron que no bastaba con la primacía de la ley, porque el propio par-
lamento podía vulnerar los otros pilares del Estado Constitucional,
como la división de poderes y, sobre todo, los derechos fundamen-
tales. En estas circunstancias, esto es, cuando el legislador no estaba
sometido a ningún tipo de límite, el principio de legalidad quedaba
reducido a una mera formalidad. Era así posible que los tribunales si-
guieran fiscalizando la sumisión de los otros poderes del Estado a De-
168 Paloma Biglino Campos

recho, pero esto no era una garantía suficiente. No existían, en efecto,


los instrumentos necesarios para asegurar que la ley aprobada por la
mayoría, y que el juez debía aplicar, respetara la posición jurídica de
las personas. Era posible, pues, que el poder estuviera sometido a la
ley, pero a una ley vulneradora de los derechos.
Esta constatación condujo a muchos ordenamientos del continen-
te europeo a seguir un modelo distinto al que hasta entonces había
predominado. La idea que se impuso consistió en limitar la libertad
del legislador y subordinar la ley a la constitución, entendida como
norma jurídica fundamental. Esta supeditación ya no era una infe-
rioridad de naturaleza eminentemente política, como había sido en
el siglo XIX, sino que se construye en términos jurídicos. En conse-
cuencia, la ley contraria a la constitución ha de considerarse inválida,
por lo que debe ser expulsada del ordenamiento. La declaración de
inconstitucionalidad se configura, pues, como una actividad técnica
que se atribuye a órganos de naturaleza jurisdiccional, como son los
tribunales constitucionales.
Como se afirmaba al inicio de este capítulo, el Estado Constitu-
cional de Derecho y el control de constitucionalidad no eran, sin em-
bargo, una novedad. Ambas ideas habían surgido mucho antes en
Estados Unidos después de la guerra de la independencia y se habían
consolidado a lo largo del S. XIX, cuando la Corte Suprema nortea-
mericana afirmó su competencia para declarar la inconstitucionali-
dad, no sólo de las leyes de los estados miembros, sino también de la
Federación. Antes de analizar cómo la idea de constitución normativa
y la justicia constitucional se consolidan en Europa, es preciso, pues,
examinar el modelo original estadounidense.

III.1.a) La formación del concepto racional-normativo de consti-


tución en Estados Unidos
Las primeras constituciones escritas que presentan los caracteres
propios del concepto racional-normativo descrito en el capítulo pri-
mero aparecen en las excolonias británicas que, desde la guerra de
independencia, se transforman en Estados soberanos. El movimiento
culmina cuando los delegados de estos trece territorios se reúnen en
Filadelfia para elaborar la que es la constitución escrita más antigua
El poder sometido 169

del mundo que todavía permanece en vigor, esto es, la Constitución


federal de 1787.
La guerra de independencia con la metrópoli atribuyó a la revolu-
ción norteamericana unas peculiaridades que no tuvieron la inglesa o
la francesa. En estos dos últimos casos fue necesario, a la larga, llegar
a un compromiso con la corona y con las clases sociales que, como
la nobleza, provenían del antiguo régimen. Los nuevos territorios que
surgen en la costa este de los Estados Unidos, al desgajarse del Reino
Unido, también rompieron radicalmente con el pasado, por lo que
tuvieron la oportunidad de formular, por escrito y en un único acto,
una nueva estructura de poder político y de articular de nueva planta
las relaciones entre este y los ciudadanos.
Las excolonias inglesas tenían cierta experiencia de autogobierno
porque, a pesar de depender de la corona inglesa, habían sido creadas
mediante cartas reales de concesión, textos en los que se diseñaba
una estructura de poder similar a la de la metrópoli. Así, junto al
virrey, existían jueces que ejercían su poder con cierta independencia.
Contaban, además, con asambleas representativas que disponían de
competencias para legislar sobre asuntos relacionados con su buen
gobierno. A partir de la Declaración de Independencia de 1776, la
mayoría de estas colonias comenzaron a elaborar sus propias consti-
tuciones dotadas de algunas de las características que, posteriormen-
te, identificarán el concepto racional-normativo de constitución. Des-
de el punto de vista material, siete de ellas contenían declaraciones de
derechos como era el caso de Virginia. Además, organizan el poder
conforme al principio de división entre el poder legislativo y ejecutivo,
atribuyendo independencia (aunque en grados variables) al poder ju-
dicial. Desde un punto de vista formal, estas constituciones no fueron
redactadas por asambleas ordinarias, sino por convenciones revolu-
cionarias o asambleas expresamente autorizadas para ello. Estos pro-
cedimientos dejan entrever que empezaba a estar clara la diferencia
entre el poder constituyente y el constituido, dado que la modificación
de la constitución no podía realizarse por el poder legislativo creado
por la constitución mediante las formas ordinarias, sino que debían
seguirse formas especiales, similares a las que se habían seguido para
su aprobación [Mateucci: 1998, 165].
170 Paloma Biglino Campos

Ahora bien, no cabe desconocer que todavía faltan algunos ele-


mentos imprescindibles para el concepto racional-normativo de cons-
titución. En efecto, estas constituciones no afirmaban su naturaleza
como norma aplicable a los casos concretos, ni autorizaron a los jue-
ces a utilizarlas frente a lo decidido por el legislador, por lo que su
posición de supremacía recuerda, en cierta medida, a la superioridad
política que se predicó de las constituciones europeas, tema que he-
mos tratado al inicio de estas páginas [Wood: 1998, 291-292]. Es
cierto que, antes de la entrada en vigor de la Constitución federal, se
dieron algunos casos de declaración de inconstitucionalidad de leyes,
pero estas decisiones deben interpretarse más como afirmaciones de
independencia judicial que como modernas formas de judicial review.
Por eso, algunos autores conectan estas sentencias más con el
pensamiento medieval que con el control de constitucionalidad
que luego se implantaría. Buen ejemplo de ello es la sentencia
sobre el caso Trevett v. Weeden, decidida en 1786 por la Corte
Suprema de Rhode Island. En la misma, dicho órgano declaró in-
constitucional una ley de la Asamblea de dicho Estado en la que se
obligaba a los ciudadanos a aceptar papel moneda con la amenaza
de una pena que se imponía sin jurados. Para valorar esta Senten-
cia hay que tener presente, sin embargo, que el Estado de Rhode
Island carecía de Constitución, ya que seguía rigiendo la antigua
Carta Colonial. Por eso, J. Varnum, defensor de esta tesis, tuvo
que apoyar su alegación más en el derecho natural y en la razón
que en la supremacía de la Constitución y en la soberanía popular.
[Hamburger, 426. Bilder, 193].
La idea de constitución como derecho aplicable a los casos concre-
tos fraguará, definitivamente, con la aprobación de la Constitución
federal de 1787 y aparece íntimamente ligada a las necesidades del
pluralismo territorial. Durante los debates de la Convención de Fi-
ladelfia, una de las mayores preocupaciones radicaba en establecer
mecanismos eficaces para evitar que los Estados miembros actuaran
movidos por sus propios intereses sin tener en cuenta las necesidades
comunes. Con esta finalidad se barajaron diferentes soluciones, la ma-
yor parte de ellas de naturaleza política, como era atribuir al Congre-
so de la nueva Unión o al gobernador de cada estado, designado por
la Federación, el derecho de veto sobre las leyes de los Estados que
fueran contrarias a la nueva Constitución. Sin embargo, estas garan-
El poder sometido 171

tías se descartaron, ya que la discrecionalidad que atribuían a quienes


la ejercían levantaron una fuerte reacción entre los miembros de la
Convención más favorables a la posición de los Estados miembros.
Al final, y por unanimidad, se optó por un control de naturaleza
jurídica y no política. Siguiendo la idea de que las leyes de los Estados
contrarias a la nueva Constitución no podían considerarse ni validas
ni eficaces, se introdujo la cláusula de supremacía contenida en el
art. VI.2, donde se afirma que “esta Constitución, y las leyes de los
Estados Unidos que se expidan con arreglo a ella, y todos los tratados
celebrados o que se celebren bajo la autoridad de los Estados Uni-
dos, serán la suprema ley del país y los jueces de cada Estado estarán
obligados a observarlos, a pesar de cualquier cosa en contrario que
se encuentre en la Constitución o en las leyes de cualquier Estado”.
No deja de ser curioso que el texto aprobado por el pleno de
la Convención no contenga todavía una referencia expresa a la
nueva Constitución como parte del “supreme law of the land”.
Dicha norma se introdujo algo más tarde por el Comitee of Detail
que debía repasar la redacción final de la norma, por unanimidad
y sin debate.
Como ya se ha resaltado en el apartado III.1. a) del capítulo cuar-
to, históricamente, al menos, el art. VI. 2 de la Constitución de los
Estados Unidos aparece como una garantía del sistema federal, pero
de naturaleza fundamentalmente normativa. La Constitución fue
considerada Derecho porque los conflictos entre el orden federal, en-
cabezado por la Constitución, y el sistema jurídico de los Estados
miembros se enfocaron como problemas jurídicos, en los que los jue-
ces se encuentran con dos disposiciones aplicables al mismo caso y
con contenido contradictorio. Dota también a la Constitución de una
posición de supremacía porque el art. VI ordena a los jueces de los
Estados que, cuando surja el problema que se acaba de señalar, resuel-
va el asunto aplicando la Constitución y, no olvidemos, el resto del
Derecho federal [Biglino: 2011, 183-189].
Ahora bien, la noción racional normativa de constitución supera
con creces estos orígenes. La afirmación de su naturaleza jurídica y su
capacidad para actuar como regla aplicable al caso concreto constitu-
yeron los presupuestos para que las decisiones contenidas en la norma
fundamental, desde la división de poderes hasta los derechos funda-
172 Paloma Biglino Campos

mentales proclamados, adquirieran plena efectividad como garantía


de las personas y límite al poder.
Resumiendo lo que se acaba de exponer, y retomando las ideas
sistematizadas por E. García de Enterría en “La Constitución como
norma jurídica”, aportación decisiva a la construcción de nuestro
Derecho Constitucional, puede afirmarse que la noción de consti-
tución que implantan los estadounidenses gira entorno a dos ideas
básicas. En primer lugar, la configura como una norma jurídica y no
una declaración de naturaleza política, como ocurrirá posteriormente
en Europa hasta bien entrado el siglo XX. Como tal, vincula a los
ciudadanos y a los poderes públicos, pudiendo ser alegada ante los
tribunales que deben aplicarla para resolver los conflictos que se les
susciten. Pero además, es norma jurídica fundamental, lex superior,
ya que constituye la suprema decisión del pueblo acerca de su sistema
político. Los poderes públicos son creados por la constitución y deri-
van de ella su autoridad, por lo que no pueden contradecirla [García
de Enterría: 1982, 49-50].
Esta vinculación afecta al poder ejecutivo, pero también al legis-
lativo, con lo que la idea normativa de constitución significa una su-
peración (aunque no una sustitución, como veremos más adelante)
del principio de primacía de la ley, norma que seguirá conservando
un papel destacado en el sistema normativo, aunque subordinado a
la Constitución. A partir de la concepción instaurada por la Cons-
titución de 1789, dicha norma se coloca en la cima de la jerarquía
normativa. En caso de que la ley contradiga sus prescripciones, debe
considerarse null and void. La Constitución vincula, por último, al
poder judicial. En caso de que un juez se encuentre en un supuesto en
el que tanto la constitución como la ley sean aplicables a los mismos
hechos y dispongan de manera contradictoria, el juez tiene que aplicar
la norma de superior rango, esto es, aplicar la constitución e inaplicar
la ley que la contradiga.

III.1.b) Las primeras formulaciones del control de constituciona-


lidad
La solución a la que llegan los redactores de la Constitución de
Filadelfia fue políticamente aceptable para todas las tendencias pre-
El poder sometido 173

sentes en la Convención y, sobre todo, pragmática, aunque quizá no


fuera excesivamente novedosa. Desde sus orígenes, las colonias nor-
teamericanas habían estado acostumbradas a convivir con un Dere-
cho “más alto”, esto es, el de la metrópoli, que no podían contradecir
y que debía ser aplicado por los jueces de los territorios de ultramar
con preferencia al nativo.
Acerca de este asunto, conviene mencionar que, durante el pe-
riodo colonial, el Parlamento de Westminster retuvo la autoridad
para dictar leyes que pudieran afectar a los territorios de ultramar
sin ningún tipo de restricciones temporales o materiales. Es cier-
to que las colonias gozaban de una amplia autonomía, dado que
podían dictar leyes para garantizar “la paz, el orden y el buen go-
bierno” de sus territorios. Pero las cartas coloniales dejaban claro
que las normas que se elaborasen en dichos territorios no podían
disponer de manera contraria a lo establecido por el reino de In-
glaterra. En la medida en que el poder legislativo originario radica-
ba en el Parlamento inglés, mientras que las asambleas legislativas
de las colonias lo tenían sólo por delegación, cualquier norma que
dictaran y fuera contraria al derecho británico debería considerar-
se void and of none effect [Blackstone, vol. I, 105]
También la confianza en los jueces a la hora de controlar la confor-
midad de la ley con ese “derecho superior” tenía sus raíces en la tradi-
ción del common law que los colonos habían llevado a los territorios
norteamericanos como parte de su cultura jurídica. En efecto, en el
Reino Unido, no sólo era Derecho lo decidido por el parlamento me-
diante la ley, sino también lo que deriva de los precedentes judiciales
acumulados a lo largo del tiempo, por lo que siempre se había atribui-
do a los jueces un papel mucho más activo en la creación jurídica del
que se les reconocerá en el continente a partir de la revolución liberal.
Es cierto que la atribución a los jueces del control de constitucio-
nalidad rompía con el dogma de la soberanía del parlamento. Pero
resaltar su papel a la hora de elegir la norma aplicable al caso no
repugnaba a la mentalidad de la época, sino que, en gran medida, for-
maba parte de la tradición jurídica heredada de los británicos.
Un ejemplo clásico de este patrimonio jurídico es la Sentencia
Bonham (1608), dictada por el Juez Coke. En la misma, el magis-
trado niega la aplicación de una ley del Parlamento inglés en que
se reconoce al colegio de médicos la potestad de multar y encar-
174 Paloma Biglino Campos

celar a los médicos sin licencia. Considera que esta prerrogativa


transforma a dicha corporación en juez y parte, por lo que debe
considerarse nula. En la Sentencia reivindica que cuando un acto
del Parlamento es contrario a la razón o imposible de llevar a la
práctica, sea controlado por el common law. Hay que reconocer,
sin embargo, que la influencia de este precedente en la construc-
ción del control de constitucionalidad norteamericano sigue sien-
do objeto de polémicas.
Al margen del grado de originalidad de la medida, lo cierto es que
el art. VI.2 de la Constitución estadounidense aporta la visión de la
Constitución como un texto de naturaleza jurídica y no política, apli-
cable por los jueces a todo tipo de procesos y superior a la ley en caso
de contradicción con este tipo de normas.
En otros lugares he tenido ocasión de referirme, con detalle, a la
importancia del hecho federal para la aparición no sólo de la idea
racional-normativa de constitución, sino también del control de cons-
titucionalidad [Biglino: 2011]. En esta ocasión es conveniente resaltar
sólo que el art. VI.2 de la Constitución estadounidense dejaba dos
extremos muy importantes sin resolver. En primer lugar, su redacción
literal no preveía expresamente que la jurisdicción federal pudiera
ejercer el control de constitucionalidad, que se atribuía sólo de ma-
nera expresa a los jueces de los Estados. En segundo lugar, que dicho
precepto tampoco sometía a control las leyes de la Federación, sino
exclusivamente el Derecho de los Estados.
La afirmación del control de constitucionalidad exigía solucionar
estos dos problemas, que fueron resolviéndose paulatinamente, no sin
graves dificultades. El papel más destacado para hacer frente a estas
lagunas correspondió al poder judicial federal creado en el art. III de
la Constitución y que culminaba en la Corte Suprema.
Los jueces federales de circuito habían ya empezado a decla-
rar la inconstitucionalidad de las leyes de los Estados miembros a
partir de la Judiciary Act de 1789, recayendo resoluciones de esta
suerte en 1791, 1792 y 1793. La primera sentencia de la Corte
Suprema norteamericana en este sentido tuvo que esperar, sin em-
bargo, hasta la S. Fletcher v. Peck de 1810.
Sin embargo, para entender con propiedad las primeras formu-
laciones del control de constitucionalidad norteamericano conviene
El poder sometido 175

dejar de lado estos asuntos ligados al federalismo y centrarse en ana-


lizar la primera sentencia de la Corte Suprema en la que se declara la
inconstitucionalidad de una ley de la Federación, esto es, la Marbury
v. Madison, de 1803, ya que esta decisión ha tenido un peso decisivo
en el Derecho Constitucional.
El fondo jurídico del asunto es la conformidad de la sección 13
Judiciary Act de 1789 con respecto a los poderes que la Constitu-
ción atribuye al poder judicial. Por debajo, sin embargo, latía un
profundo conflicto político entre las dos corrientes ideológicas que
dominan el momento.
El Presidente J. Adams y el propio J. Marshall, entonces Se-
cretario de Estado, eran federalistas, esto es, partidarios de ro-
bustecer la Unión frente a los intereses de los Estados miembros.
Tras perder las elecciones de 1800 y justo la noche antes de cesar
en el cargo, expidieron 40 nombramientos judiciales a favor de
personas que compartían su ideología. El nuevo presidente T. Je-
fferson era de tendencias mucho más jacobinas, porque se inclina
por la supremacía del legislativo y, sobre todo, de los intereses
de los Estados. El nuevo secretario de Estado, J. Madison, sin-
tió una profunda desconfianza ante los midnigt judges, ya que
consideraba que su designación era una maniobra para que los
federalistas se refugiaran en el poder judicial, por lo que bloqueó
los nombramientos, que no llegan a sus destinatarios. Uno de los
afectados, W. Marbury, apeló a la Corte Suprema, solicitando
que esta ordenara a Madison expedir su nombramiento y poder,
así, incorporarse al cargo.
Mientras tanto, J. Marshall había sido designado presidente de
dicho Tribunal. El asunto que tenía delante era complejo y de alta
densidad política. En caso de estimar el recurso y obligar a Ma-
dison a expedir las designaciones, la nueva administración podía
alegar que la decisión era de naturaleza política y negarse a eje-
cutarla, lo que habría dañado definitivamente la autoridad de la
Corte Suprema. De otro lado, Marshall tampoco podía declarar
que los nombramientos que él mismo había contribuido a realizar
eran ilegales.
La decisión final consistió en desestimar la petición de W. Mar-
bury no por razones de ilegalidad, sino de inconstitucionalidad. La
Corte Suprema decidió que no podía expedir el mandamiento que
se le solicitaba porque, al atribuirle ese poder, la sección 13 de la
Judiciary Act de 1789 era contraria a la Constitución.
176 Paloma Biglino Campos

El Juez Marshall, que fue ponente en la Sentencia, hace algunas


afirmaciones que siguen siendo claves para el concepto de constitu-
ción que seguimos utilizando. El Magistrado es rotundo a la hora de
resolver el conflicto entre ley y la propia Constitución. Para él, este
asunto es de interés en Estados Unidos, pero no de gran complejidad.
En ejercicio de su derecho originario a establecer los principios que
conducen a su felicidad, el pueblo se ha dotado de una Constitución
que organiza el gobierno y distribuye el poder entre los distintos de-
partamentos. Todos ellos, incluido el poder legislativo, está limitados.
¿Qué sentido tendría, se pregunta, limitar los poderes y que todo ello
se haya hecho por escrito, si dicha restricción pudiera ser ignorada en
cualquier momento?
Los aspectos más destacables de la Sentencia consisten en que la
Constitución es tratada como Derecho y el conflicto entre Constitu-
ción y ley no se enfoca como un problema político sino como una
contradicción técnica que debe ser resuelta por el juez al ejercer su
función. Para el Juez Marshall, cuando una ley y la Constitución se
aplican a un caso concreto y la ley se opone a la Constitución, el juez
debe pronunciarse sobre cuál de ellas ha de aplicar. Para Marshall,
no cabe duda de que, en ese caso, la ley no vincula a los tribunales y
carece de eficacia, por lo que el juez debe considerarla null and void.
A lo largo del tiempo, el control de constitucionalidad de las leyes
en Estados Unidos ha conservado muchos de sus caracteres origina-
rios, que suelen contrastarse con los que luego identificarán al sistema
continental europeo. Como su presupuesto es la naturaleza jurídica
de la Constitución, no se confía a órganos especializados, como ocu-
rre en nuestros sistemas, sino que ha de ser ejercido por cualquier juez
o tribunal que se encuentra ante un conflicto entre ley y constitución.
Esta característica suele denominarse control difuso de constitucio-
nalidad. Además, el problema de la inconstitucionalidad no surge, en
general, de forma abstracta sino como una cuestión instrumental en
un proceso cuyo objeto procesal es distinto. Así sucedía, como hemos
visto, en la Sentencia Marbury vs Madison, donde lo que se discutía
era la competencia de la Corte Suprema para obligar al ejecutivo a
expedir un nombramiento y el derecho del recurrente a recibirlo. Es,
pues, un control de carácter incidental. Esta característica se refleja en
el fallo del juez, que puede decidir sobre el fondo del asunto aplicando
la Constitución y dejando de lado lo dispuesto por la ley. Pero, en este
El poder sometido 177

tipo de casos, la ley puede no ser anulada con carácter general para
todos los agentes jurídicos, sino que únicamente no se toma en cuenta
para resolver el asunto en concreto. Nada impide, pues, que otro juez
pueda seguir aplicando la misma ley en otros tipos de procesos, hasta
que la Corte Suprema no decida sobre el asunto. La decisión de este
último Tribunal tiene carácter vinculante para el resto de los órganos
judiciales, por lo que sólo cuando este haya tomado una decisión so-
bre el asunto la ley pierde su aplicabilidad.

III.2. La recepción del concepto racional-normativo de consti-


tucionalidad en Europa y control de constitucionalidad
concentrado
La afirmación del Estado Constitucional de Derecho en Europa
es más tardía porque, en nuestro continente, faltaba uno de los ele-
mentos esenciales para su construcción, esto es, la diferencia entre el
poder constituyente y los poderes creados por la constitución. Tam-
bién en este asunto tendrá importancia el hecho federal porque serán
tres países que se dotan una organización territorial compleja (como
es Austria y Checoslovaquia, en 1920, y España, en 1931) donde
aparece por primera vez un tribunal encargado de velar porque el
centro y los territorios dotados de autonomía respeten el ámbito de
competencia territorial que le atribuye la constitución. Ahora bien,
sin duda, el factor que más contribuye a la implantación del Estado
Constitucional de Derecho es la definitiva consolidación del principio
democrático y la configuración de la constitución como expresión de
la voluntad popular. Es entonces cuando se somete al legislador a los
límites recogidos en dicha norma en asuntos tales como los derechos
fundamentales.
Las constituciones europeas posteriores a la segunda guerra mun-
dial se inspiran, aunque no reproducen de forma mimética, en el mo-
delo norteamericano que se acaba de describir. Es verdad que, a partir
de ese momento, ya no son una mera declaración política sino que se
conciben como normas dotadas de superioridad jerárquica. Pero la
textura de la constitución sigue siendo algo distinta de la que carac-
teriza a otro tipo de normas, que no llega a ser, como era en Estados
178 Paloma Biglino Campos

Unidos, “derecho ordinario” y “derecho superior” que deba ser apli-


cado por los jueces, aun a costa de inaplicar la ley.
La razón de esta peculiaridad está en la pervivencia en nuestros
ordenamientos de algunos rasgos que caracterizaron al Estado Legal
de Derecho.
En los países de nuestro continente, el principio de primacía de la
ley cambia, porque, como en Estados Unidos, la ley deja de ser la pri-
mera norma del ordenamiento. Aun así, y como veremos a continua-
ción, sigue conservando un papel nuclear en el Estado democrático,
ya que continúa siendo la forma ordinaria en que los representantes
del pueblo expresan la soberanía. En virtud de esta conexión, la ley
se presume constitucional, mientras no se demuestre lo contrario.
Además, el principio de legalidad continúa inspirando el papel que
corresponde a los jueces y tribunales. Es cierto que el poder judicial
ha de inaplicar normas e invalidar actos contrarios a la constitución e
inferiores a la ley. Pero, por respeto al parlamento, no puede hacer lo
mismo con las leyes, a las que sigue estando sometido.
El control de constitucionalidad no se atribuye a la jurisdicción or-
dinaria por diferentes razones. Desde un punto de visto teórico opera,
desde luego, la manera en que Montesquieu y la revolución francesa
habían concebido la función jurisdiccional dentro del juego de la di-
visión de poderes. Según esta visión, que se analiza en el apartado II.2
de este capítulo, el juez debía sólo limitarse a aplicar las leyes, ya que
hacerlas o deshacerlas era una tarea que correspondía exclusivamente
al parlamento. No cabe descartar, además, que también influyeran
razones políticas porque, en ciertos momentos, predomina una pro-
funda desconfianza ante quienes se consideran funcionarios de men-
talidad seguramente conservadora.
Los debates que condujeron a la redacción de la Constitución
italiana de 1947 ponen de manifiesto el recelo que el control de
constitucionalidad despertaba entre los sectores de la izquierda,
especialmente el Partido Comunista Italiano. Existía el temor a
que, en épocas de trasformación social, cumpliera las funciones
“moderadoras” que el rey o el senado habían desempeñado en el
pasado [Zagrebelski: 1977, 321-327].
Por estas razones se establece un tipo de control de constituciona-
lidad peculiar, que intenta conciliar, de un lado, la legitimidad demo-
El poder sometido 179

crática de la ley y la sumisión del juez a dicha norma, con la necesidad


de salvaguardar la primacía normativa de la constitución, de otro.
En el periodo que transcurre entre las dos guerras mundiales, al-
gunos países como Austria y España optaron por la creación de nue-
vas instituciones, esto es, los tribunales constitucionales cuya misión
principal (aunque no exclusiva) es velar por la supremacía de la nor-
ma fundamental. Según este modelo, para asegurar que exista corres-
pondencia entre la mentalidad de los magistrados y las sensibilidades
que predominan en la opinión pública, se decidió que sus miembros
fueran elegidos por otras instituciones del Estado, como son los par-
lamentos o los titulares del poder ejecutivo. Además, su mandato es
temporalmente limitado ya que se consideraba que el carácter vita-
licio del cargo, si bien es garantía de independencia, puede suponer
cierta pérdida de receptividad a la hora de captar nuevos problemas
sociales.
En las primeras formas de control constitucional que aparecen en
Europa, los tribunales constitucionales tienen el monopolio del con-
trol de constitucionalidad de la ley y ejercen dicha función, además,
de manera distinta a la estadounidense. En principio, sólo ciertas ins-
tituciones (como la minoría parlamentaria o el jefe del ejecutivo) es-
tán legitimadas para impugnar ante el tribunal constitucional una ley
aprobada por la mayoría del parlamento, con lo que el control, en vez
de ser incidental, es directo. El tribunal constitucional, además, tiene
que decidir sobre la validez de la ley en abstracto y sin tener en cuenta
los efectos que produce la aplicación de dicha norma. La sentencia de
dicho órgano tiene unos efectos contundentes. En caso de que aprecie
la contradicción entre la ley y la constitución, el tribunal expulsará la
ley del ordenamiento jurídico con carácter general y frente a todos, lo
que supone que no podrá volver a ser aplicada. En definitiva, el con-
trol de constitucionalidad que surge en Europa se caracteriza, frente
al norteamericano, por estar concentrado, ser abstracto y culminar
con la declaración de nulidad.
No es este el momento de tratar con más detalle el control de cons-
titucionalidad que, por lo demás, asume formas bastantes diferentes
en Europa. Antes de terminar con el asunto, merece la pena subrayar
que sus rasgos iniciales han ido modificándose a lo largo del tiempo,
180 Paloma Biglino Campos

de manera que sus diferencias con el sistema estadounidense han ido


difuminándose.
Los tribunales constitucionales actuales siguen especializados en el
control de las leyes, pero esta no es su única tarea. Algunos de ellos,
como el español o el alemán, asumen, además, la resolución de conflictos
entre entidades territoriales y la defensa de los derechos fundamentales.
Junto a ello, han aparecido formas más estrechas de colaboración entre
la jurisdicción ordinaria y la constitucional. Es verdad que la primera
continúa sometida al imperio de la ley, por lo que no puede declarar la
invalidez de la ley. Aun así, se han establecido otros mecanismos para
evitar que los jueces ordinarios tengan que aplicar leyes contrarias a
la constitución, como es la cuestión de inconstitucionalidad. Mediante
este procedimiento, se intenta resolver el conflicto en que se puede en-
contrar el juez ordinario cuando, en el seno de un proceso, se halle ante
una ley aplicable al caso y de cuya constitucionalidad duda. En caso
de que se den estas circunstancias, puede suspender las actuaciones y
plantear sus argumentos ante el tribunal constitucional. La decisión de
este último acerca de la constitucionalidad de la ley vinculará al juez a
la hora de dictar sentencia. A través de esta vía, se atribuye al control
europeo algo de la incidentalidad característica del modelo norteameri-
cano ya que el problema de constitucionalidad no aparece en abstracto
sino ante el juez ordinario, como cuestión instrumental que es preciso
resolver para decidir sobre el proceso principal.
Un buen ejemplo de la cuestión de inconstitucionalidad es el que
aparece recogido en el art. 163 CE. Según este precepto, “cuando
un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con
rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pue-
da ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tri-
bunal Constitucional en los supuestos, en la forma y con los efectos
que establezca la ley, que en ningún caso serán suspensivos”.

IV.  LAS EXIGENCIAS CONTEMPORÁNEAS


DEL ESTADO DE DERECHO
Acabamos de ver como la consolidación del Estado Constitucional
de Derecho ha supuesto un perfeccionamiento del Estado de Derecho
porque, en la actualidad, el legislador está limitado por las decisiones

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