El Ateo Paul Doherty
El Ateo Paul Doherty
El Ateo Paul Doherty
por una serie de misteriosos y violentos asesinatos, obra al parecer de un espía persa.
De nuevo Telamón será una pieza clave para esclarecer los acontecimientos, y la
naturaleza misma de Alejandro Magno, su talento como histrión, su sagacidad y sus
inesperados cambios de humor se convierten en el mayor obstáculo para resolver el caso.
Paul Doherty
El ateo
Los misterios de Alejandro Magno - II
ePub r1.1
pepitogrillo 02.02.16
Título original: Godless Man
Paul Doherty, 2002
Traducción: Petunia Díaz
La Casa de Macedonia
FILIPO: Rey de Macedonia hasta su asesinato en el
año 336 a. C. Padre de Alejandro.
OLIMPIA DE Esposa de Filipo, madre de Alejandro.
MOLOSSUS Corregente de Macedonia durante la
(Nacida en conquista de Persia por Alejandro.
Mirtale):
EURÍDICE: Esposa de Filipo después de que él se
divorciara de Olimpia. Era sobrina del
general favorito del rey, Attalo. Eurídice, su
bebé y Attalo fueron ejecutados después de la
muerte de Filipo.
ARRIDEO: Hijo de Filipo y una de sus concubinas,
envenenado por Olimpia. Sobrevivió, pero
discapacitado psíquico durante el resto de su
vida.
La corte de Macedonia
CLEITO EL Hermano del ama de cría de Alejandro.
NEGRO: Guardaespaldas personal de Alejandro.
HEFESTIÓN: Compañero inseparable de Alejandro.
ARISTANDRO: Nigromante de la corte y consejero de
Alejandro.
ARISTÓTELES: Tutor de Alejandro en los olivares de Mieza;
filósofo griego.
SÓCRATES: Filósofo ateniense. Acusado de «impiedad»,
fue obligado a beber veneno.
PAUSANIAS: Asesino de Filipo de Macedonia.
APELES: Artista efesio, pintor de la corte de
Alejandro.
Los generales de Alejandro
PARMENIO
PTOLOMEO
SELEUCO
AMINTAS
ANTÍPATRO: (nombrado corregente en Macedonia)
NEARCO. (almirante en Nicanor)
La corte de Persia
DARÍO III: Rey de Reyes.
ARSITES: Sátrapa de Frigia. Comandante en jefe del
ejército persa en el río Gránico. Ejecutado
posteriormente por Memnón.
MEMNÓN DE Un mercenario griego al servicio de Persia,
RODAS: uno de los pocos generales que derrotó a las
tropas macedonias.
CIRO Y JERJES: Antiguos grandes emperadores persas.
BAGOAS: Visir ejecutado por Darío III.
Los escritores
ESQUILO, Dramaturgos griegos.
ARISTÓFANES,
EURÍPIDES Y
SÓFOCLES:
HOMERO: Celebérrimo autor de la Ilíada y la Odisea.
DEMÓSTENES: Demagogo griego, ardiente opositor de
Alejandro.
HIPÓCRATES Médico y escritor griego, considerado el
DE COS: padre de la medicina.
La mitología griega
ZEUS: Dios supremo.
HERA: Su esposa.
APOLO: Dios del Sol.
ARTEMISA: Diosa de la Caza.
ATENEA: Diosa de la Guerra.
HÉRCULES: Semidiós. Uno de los famosos antepasados
de Alejandro.
ESCULAPIO: Semidiós. Un gran sanador.
EDIPO: Trágico héroe y rey de Tebas.
DIONISIO: Dios del vino.
ENYALIOS: Antiguo dios de la Guerra macedonio.
CENTAUROS: Mitad hombres, mitad bestias, supuestamente
habitaban en Tesalia y Tracia en el paso
fronterizo con los estrechos de Asia. Según la
leyenda, fueron aniquilados por el semidiós
Hércules. Neso fue el último de su tribu.
HIDRA: Serpiente venenosa según la leyenda griega.
MEDUSA: Temible diosa de la leyenda griega.
Dioses de Persia
AHURA MAZDA: Dios supremo, Señor del Fuego, de la Llama
Escondida.
AHRIMÁN: Señor de la Oscuridad.
Prefacio
E
n el año 336 a. C., Filipo de Macedonia murió súbitamente en su momento de mayor gloria,
asesinado por un antiguo amante cuando iba a ser aclamado por los Estados clientes. Grecia
y Persia se complacieron con ello; había que frenar la creciente supremacía de Macedonia.
El dedo de la sospecha por el asesinato de Filipo señaló directamente a su artera esposa —Olimpia,
la «Reina Bruja»— y a su único hijo, el joven Alejandro, a quien Demóstenes de Atenas despreció
por «mocoso». Los enemigos de Macedonia se ilusionaban con la perspectiva de una guerra civil que
destruiría al joven heredero y a su madre y acabaría con cualquier amenaza a los Estados griegos y
con la expansión del imperio persa de Darío III. Alejandro no tardaría en desengañarlos a todos.
Actor consumado, político astuto, despiadado guerrero y brillante general, en el plazo de dos años
Alejandro aplastó toda oposición en su reino, venció a las tribus salvajes del norte y se
autoproclamó capitán general de Grecia. Se convertiría en el líder de una nueva cruzada contra
Persia, justo castigo por los ataques a Grecia de Ciro el Grande y sus sucesores un siglo antes.
Con la total destrucción de Tebas, el hogar de Edipo, Alejandro demostró que no toleraría
ninguna oposición.
Luego se volvió hacia el este. Asumió la misión de vengar las afrentas sufridas por los griegos.
En secreto, Alejandro deseaba satisfacer sus ansias de conquista, de marchar hasta el fin del mundo,
de demostrar que era más hombre que Filipo, de ganar el favor divino y, también, de confirmar la
convicción transmitida por su madre: que su concepción se debía a la intervención divina.
Alejandro reunió a su ejército en Sestos mientras, al otro lado del Helesponto, Darío III, su
siniestro jefe de espías Mitra y sus generales planeaban la destrucción total de este advenedizo
macedonio. Alejandro, sin embargo, estaba dispuesto a una guerra definitiva.
Se adentró en Asia y destruyó al ejército persa en la batalla del Gránico. Marchó hacia el sur,
capturando ciudades estratégicas pero siempre buscando un puerto para su flota. Entonces Alejandro
tomó el «Efeso Dorado». Como muchas ciudades griegas, situadas en el continente y también en el
Imperio Persa, Efeso estaba gobernada por una política partisana: la de los ricos conservadores
oligarcas que apoyaban el mandato persa y se oponían a los demócratas. Alejandro se metió en aquel
estremecedor torbellino de violencia, intriga y traición. Darío y Mitra se limitaron a observar: tal vez
Alejandro acabaría por enredarse en la sangrienta política de Efeso y olvidaría sus sueños de guerra
entre los lujos de aquella opulenta ciudad. En secreto, los persas y los griegos conspiraban los unos
contra los otros. Darío esperaba atrapar y destruir a Alejandro de una vez por todas, mientras el
capitán general de Grecia buscaba el modo de escapar de aquella trampa tendida a su alrededor…
Prólogo
«Alejandro llegó a Efeso en tres días… El pueblo, liberado del miedo a sus políticos, ardía
en deseos de matar a los hombres instaurados por Memnón».
E
n el magnífico Efeso, ciudad de Artemisa de los griegos y de la diosa persa Anahita,
habitaban ahora la muerte y la violencia. Descrita en una ocasión como «joya de plata
resplandeciente bajo el sol dorado», Efeso se había convertido en el campamento de Ares,
dios de la Guerra. Columnas de humo negro se elevaban hacia el cielo azul, extendiéndose como un
paño mortuorio sobre la grandiosa ciudad de Darío, Rey de Reyes. Había llegado el momento de
ajustar cuentas, de poner fin a rencores y agravios, a muertes horribles y carnicerías sin sentido. Los
cadáveres cubrían las anchas avenidas a cuyos lados se alzaban olivos y plataneros. El brillo verde y
grisáceo de los cipreses se veía empañado por las vacilantes llamas y la acritud del humo. Ningún
lugar estaba a salvo. Los vivos seguían cometiendo ofensas incluso con los muertos; en los grandes
cementerios al oeste de la ciudad, las magníficas tumbas, ornamentadas con toros de bronce o
jarrones de mármol de cuello largo, habían sido objeto de saqueos y pillajes. Desenterraban los
cadáveres para luego quemarlos o colgarlos en los árboles de los alrededores. El odio corría como
un río por toda la ciudad. Los poderosos, los oligarcas, construían barricadas en sus puertas y
fortificaban los muros de sus mansiones. Otros, depositando su confianza en los dioses, se habían
refugiado en lugares sagrados. Después de subir corriendo las escaleras, habían atravesado los
pórticos de las entradas de los templos y finalmente se habían echado a los pies de las estatuas de los
dioses, que contemplaban con su mirada pétrea a aquellos refugiados que huían de la maldad de sus
propios ciudadanos. El árido olor del mercado a fruta y carne, a especias y hierbas, se mezclaba con
el del hierro manchado de sangre y con el de la carne en descomposición. Las casas estaban vacías:
las puertas que daban a los patios estaban abiertas de par en par. Los saqueadores se bañaban en las
fuentes o descansaban bajo las columnas cubiertas de parras.
La causa de todo aquel horror fue la súbita huida de las tropas persas. Mensajeros cubiertos de
polvo habían llegado a la ciudad gritando que Alejandro de Macedonia, el bárbaro del otro lado del
mar, había aniquilado al ejército persa en el río Gránico. La victoria se había proclamado en el sur,
extendiéndose por toda la costa jónica de ciudad en ciudad. Sardes, con sus enormes murallas y sus
altísimas puertas de bronce, había caído como un higo maduro: su comandante persa se entregó al
conquistador y le ofreció las llaves de la ciudad y el tesoro imperial.
Las noticias pronto llegaron como una nube tormentosa a la ciudad de Efeso. Alejandro, rey de
Macedonia, capitán general de Grecia, conquistador de los ejércitos persas, estaba en camino para
reclamar lo que era suyo. Las rivalidades y tensiones habían aflorado como la suciedad en el agua
clara. Las dos poderosas facciones políticas se alzaron para luchar como guerreros, deseosas de
ajustar cuentas. Los ricos y poderosos, los oligarcas (que habían colaborado con los mandos persas),
tuvieron que hacer frente a la furia de los demócratas, que creían que por fin les había llegado el
momento de la venganza. Dos años antes, el general macedonio Parmenio había sido enviado por
Filipo, el padre de Alejandro, al otro lado del Helesponto para crear una cabeza de puente. Parmenio
atacó Efeso con la velocidad del rayo, desterró a los oligarcas del poder y colocó en su lugar a los
demócratas. Hizo alzar una estatua de Filipo en el templo inacabado de Artemisa, pero finalmente se
retiró cuando los persas contraatacaron. Los oligarcas volvieron a hacerse con el poder: destruyeron
la estatua de Filipo y se desencadenaron sangrientas represalias contra los demócratas. Ahora el
destino hacía girar de nuevo la rueda. Por fin había llegado la hora del macedonio. Huidas las tropas
persas, el grito de «¡Enyalios!, ¡Enyalios!, ¡Enyalios!», el nombre del antiguo dios macedonio de la
Guerra, se escuchó por todas las calles de Efeso. Se desenterraron las armas, la multitud de los
barrios se hizo con ellas y empezó la represalia.
El ojo del huracán, el lugar escogido para las sangrientas ejecuciones, fue la espaciosa ágora, en
el mercado de la ciudad. En un extremo se alzaba el templo inacabado de Artemisa, que había sido
misteriosamente incendiado la noche que nació Alejandro de Macedonia. A ambos lados de la plaza
se encontraban los edificios municipales y en el otro extremo se hallaba el gran pórtico, la Columnata
Pintada donde, en tiempos más tranquilos, los efesios paseaban y disfrutaban del perfume de las
flores en sus macetas, admiraban los ornamentados estanques resplandeciendo frente a los edificios
de mármol y se deleitaban con la fragancia del loto en flor. Ahora todo aquello había desaparecido.
Los cadáveres, con la sangre saliéndoles a borbotones de las heridas, flotaban, boca abajo, en los
estanques. Cuerpos con los cuellos retorcidos se balanceaban bajo las abrazaderas de hierro que en
su tiempo habían servido para colgar macetas. El mercado y sus paradas se habían desmantelado y en
su lugar se había establecido un tribunal de justicia sumaria. En la Columnata Pintada, los líderes del
partido demócrata, Peleo, Agis y Dión, permanecían sentados en tronos detrás de una mesa ancha de
caballete; más abajo, armado con su estilo de bronce y una tabla encerada, se sentaba Hesíodo, su
secretario y escriba más importante, un platero influyente al que habían convocado para registrar los
juicios de aquella improvisada corte. La plaza bañada por el sol y situada al pie de las escaleras
estaba abarrotada de gente que hacía tanto de jurado como de verdugo. Los tres jueces permanecían
sentados detrás de la mesa mientras aquellos bárbaros traían a los prisioneros. Los juicios eran
cortos y brutales.
—¡Este hombre —gritó una voz acusadora— entregó comida y vino a los persas y a los
oligarcas!
Las pruebas no eran necesarias, ya que el nombre de la víctima había sido inscrito hacía tiempo
en una lista secreta: la muerte era un final inevitable. El juez Agis, que se había nombrado a sí mismo
juez supremo, se puso en pie; era un hombre robusto, con el cuello de un toro y la voz de un orador
nato. Entonces gritó a la multitud: «¿Qué decís? ¿Culpable o inocente?».
La respuesta era siempre la misma: «¡Culpable, culpable, culpable! ¡Muerte, muerte, muerte!».
El desafortunado era retirado a toda prisa y según el capricho de los verdugos lo colgaban de una
de las abrazaderas de hierro, lo decapitaban al pie de las escaleras o le abrían la garganta para luego
echar su cuerpo sobre una pila de cadáveres o en un estanque. Las ejecuciones habían empezado
justo después del alba. En una de las repisas de la Columnata Pintada habían alineado ya varias
cabezas, y el montón de cadáveres decapitados desprendía un fétido olor bajo el sol del mediodía.
La sangre corría por doquier, formando charcos oscuros que chorreaban escaleras abajo, siguiendo
la hilera de piedras pavimentadas del ágora, manchando las sandalias y los pies descalzados de la
multitud.
Las ejecuciones eran contempladas por una unidad de guardas macedonios con sus fajas
plateadas, túnicas rojas, enormes escudos de bronce redondos y grebas del mismo color. Llevaban
cascos frigios de punta cónica con plumas blancas, símbolo de la unión de élite de los Reales. Ni
interferían ni se movían de su posición ventajosa sobre las escaleras cerca del Templo de Artemisa
sino que se limitaban a mantener el orden, con los escudos en alto y las lanzas medio inclinadas hacia
abajo. A ambos lados de los guardas se habían alineado dos unidades de mercenarios de Alejandro,
con sus ornamentados cascos corintios decorados con penachos rojos de crin de caballo, hombres de
rostros con barbas y bigotes bien recortados que sostenían fijamente la mirada.
Los soldados de Alejandro empezaron a impacientarse ante tanto derramamiento de sangre.
Cuando trajeron a una mujer joven para ser juzgada y se la llevaron poco después para estrangularla,
un murmullo de protestas se oyó desde las filas macedonias. Sin embargo, su general Amintas, tenía
órdenes muy estrictas.
—Ya os lo he dicho y os lo repito por centésima vez —murmuró a un oficial del estado mayor
que se quejaba por lo bajo—, las órdenes del rey son bastante claras. Dejemos que continúe esta
carnicería. Sólo intervendremos cuando él lo ordene.
El oficial reprendido dio un paso atrás. Amintas, sosteniendo su casco, contemplaba impertérrito
cómo se sucedían aquellos asesinatos judiciales. Las tropas macedonias habían llegado a Efeso la
noche anterior y Alejandro se encontraba en aquellos momentos acampando fuera de las murallas de
la ciudad. Los líderes demócratas le habían recibido con fruta, vino y guirnaldas, pero exigían
muertes a cambio. Venganza era el plato que tanto habían deseado y venganza era lo que se les
serviría. Amintas sólo esperaba que Alejandro no tardara demasiado, pues de lo contrario la multitud
se descontrolaría. Amintas no quería luchar por recuperar el dominio de la ciudad, no deseaba luchar
mano a mano y entrar en cada casa.
—¡Ocupad el templo! —había ordenado Alejandro con un brillo apasionado en sus ojos de color
indefinido—. ¡El templo de Artemisa es sagrado para mí pero no los traidores! La sangre debe correr
y así será. Sólo intervendréis cuando yo envíe a Telamón.
Amintas se humedeció los labios secos. Sólo deseaba que el médico personal de Alejandro, de
cabellos oscuros y tez morena, no tardara demasiado. Telamón, uno de los confidentes y consejeros
de mayor crédito de Alejandro, había estado presente cuando se emitió la orden. Él, como otros,
habían protestado, pero el Rey insistió: los castigos se llevarían a cabo y sólo bajo sus órdenes
tendrían fin. Amintas sintió el calor abrasador y entornó los ojos bajo el sol del mediodía. La noche
anterior había comido y bebido más de la cuenta y ahora, bajo el coselete y la falda de cuero, sentía
como el cuerpo se le empapaba en sudor haciendo que desapareciera su perfume preferido. Se
encaminó hacia la sombra de una columna, se protegió los ojos del sol y miró al otro lado de la
plaza. En aquel momento una familia entera estaba siendo juzgada.
—¿Cuándo vendrá? —preguntó el oficial del estado mayor que le había seguido.
—Si no os calláis… —gruñó Amintas. El oficial enmudeció de inmediato.
Al otro lado del ágora, otra figura, oculta en las sombras, observaba las horribles ejecuciones.
Vestía como un mendigo, una túnica hecha jirones cubierta por una capa militar y una cogulla que le
cubría el rostro. Para cualquier transeúnte curioso, aquél era un mendigo más de los que
vagabundeaban por las calles, cubiertos de polvo, pidiendo limosna o rateando lo que podían. Sólo
la cadena de plata alrededor del cuello, oculta por aquella gruesa túnica, traicionaba su verdadera
identidad. De la cadena colgaba una avispa de plata, el emblema del Centauro, la mítica criatura
mitad hombre mitad caballo que había sido aniquilada por el semidiós Hércules, a quien estaba
dedicado uno de los templos de aquella ciudad.
El Centauro, como se hacía llamar, observó las ejecuciones sin que su rostro reflejara emoción
alguna. Se quedó impasible cuando los hombres, las mujeres y los niños de la familia oligárquica
fueron juzgados culpables y arrojados a la plaza para ser ejecutados. Sólo tenía ojos para los jueces.
Desde su ventajosa posición pudo estudiar sus rostros. Observó al escriba Hesíodo, gordo y
sudoroso, con los ojos negros ocultos bajo los pliegues de grasa. Luego a Agis, envuelto en su túnica
blanca, con anillos de plata en los dedos y pulseras en las muñecas que centelleaban cuando movía la
mano, haciendo gestos para que trajeran a otro grupo de prisioneros.
Agis, hombre alto con una nariz de pico y carrillos hundidos, llevaba la cabeza afeitada en señal
de duelo por los años perdidos. A su lado, Peleo, con su espesa mata de pelo negro, ojos crueles,
nariz gordiflona y labios carnosos, era un hombre que disfrutaba cometiendo asesinatos (los parientes
de Peleo habían sido masacrados por los oligarcas hacía tan sólo dos años). Y finalmente estaba
Dión, el abogado del grupo, de rostro perspicaz y ojos hundidos. Era un joven muy ambicioso. Él
también había perdido parientes en la masacre persa. Dión se encontraba presente para otorgar un
tono de legalidad a aquellos actos tan espantosos.
El Centauro se rascó el cuello empapado en sudor y se preguntó si su Señor sería uno de esos
jueces sedientos de sangre. Se movió y miró fijamente a los soldados macedonios situados al otro
lado. Estaba a punto de regresar al sitio que había ocupado anteriormente, desde donde tema mejor
vista, cuando un grupo de jinetes apareció por una callejuela. El Centauro entrecerró los ojos. Los
soldados cabalgaban alrededor de un hombre que vestía túnica blanca y capa azul acompañado por
una mujer de cabellos pelirrojos que montaba a su lado. El Centauro había espiado al campamento
macedonio y reconoció a los recién llegados. Alejandro había enviado a su médico Telamón a la
ciudad. Las muertes se terminarían. El Centauro se mordió el labio inferior: Alejandro no sabía lo
que le esperaba. Darío, Rey de Reyes, y Mitra, el administrador persa guardián de los secretos,
todavía no habían terminado con Efeso, ni tampoco el Centauro, ni su Señor.
Al otro lado de la plaza los macedonios empezaron a inquietarse: un soldado subió las escaleras
e hizo señas de que los juicios se habían terminado. La multitud lanzó gritos de protesta, que
enseguida se silenciaron cuando las tropas macedonias, armadas para la batalla, aparecieron por las
calles laterales. El espía entre las sombras ya había visto demasiado: la masacre había terminado.
Ahora los oligarcas ocultos correrían a refugiarse en su lugar sagrado preferido: el Templo de
Hércules. El espía sonrió con malicia:
—¡Aquél no sería el fin! ¡Había tanto trabajo por hacer, tanto por planear pero… —Se
humedeció los labios— le esperaba una magnífica recompensa!
***
La Apanda, la sala de audiencias del Rey de Reyes, permanecía en silencio. Los Inmortales, los
guardaespaldas de confianza de Darío III, parecían ídolos, con la lanza y el escudo en mano, sus
espléndidos trajes salpicados de gemas preciosas romboides. Su misión era defender la presencia
real y controlar las entradas y salidas de la Casa Roja, el Tesoro Imperial. Permanecían con los ojos
fijos en el ávido fuego que ardía sobre una plataforma elevada en el centro de la sala. Aquél era el
Fuego Sagrado, la manifestación de Ahura Mazda, el rey persa de la Llama Oculta. El trono imperial
estaba vacío; ya no eran necesarios ni los cortesanos, chambelanes, criados con abanicos y
matamoscas, ni tampoco el portador del perfume imperial y del hacha real.
La sala tenía un aspecto sombrío pero las pinturas de las paredes procuraban un cierto sosiego al
alma inquieta. Aquellos frescos exquisitos ensalzaban la gloria del Rey de Reyes, la destrucción de
sus enemigos y la adoración de algunos pueblos como los judíos, elamitas, medas o egipcios, e
incluso la de un pueblo extrañamente ataviado de más allá del Hindú Kush. Un joven guarda se
movió nervioso mientras agarraba la larga lanza de hoja de hierro y base con forma de manzana.
Escudriñó a través de los sólidos pilares de madera de cedro en dirección al cuerpo embalsamado
con serrín, que yacía arrodillado sobre un escabel. Habían vuelto éste para que los ojos de la
estremecedora momia miraran para siempre hacia el trono imperial. Se trataba de Bagoas, visir
influyente y poderoso del imperio persa. Bagoas había envenenado el camino de Darío al trono y
cuando éste se volvió contra su protegido, le pagó con la misma moneda: le envenenó. Darío nunca
permitiría que nadie olvidara la traición de Bagoas.
—¡Quería gloria —se había burlado Darío—, y gloria tendrá! ¡Quería ser miembro de mi corte y
miembro será!
Le negaron a Bagoas un entierro sagrado. En lugar de esto, su cuerpo envenenado había sido
limpiado y momificado por un guardián de la muerte egipcio, embalsamado con serrín y colocado en
postura de obediencia ante el trono imperial.
El guarda soltó la respiración. No se atrevía ni a moverse. Era un Inmortal, uno de los soldados
elegidos a dedo del Rey de Reyes, y sin embargo, se sentía intranquilo contemplando aquel cuerpo
con aquella mirada vacía y vidriosa. Podía distinguir todos y cada uno de los rasgos del horripilante
cadáver: los mechones de pelo levantados como si estuviera en vida, el escuálido bigote y la barba,
los ojos oscuros y elevados pómulos. El cuerpo estaba arrodillado, con la cabeza ligeramente
inclinada, las manos juntas como si estuviera rezando una oración eterna. Cuanto más lo contemplaba
el guarda, más dudoso le resultaba que aquel cuerpo no tuviera vida propia. ¿Se había movido la
cabeza? ¿Habían parpadeado los ojos? ¿Murmuraban algo los labios? El guarda desvió la mirada al
escuchar los pasos sigilosos de su oficial, que caminaba arriba y abajo vigilando la galería que
llevaba a la Casa Roja donde Darío, Rey de Reyes, permanecía reunido con Mitra, guardián de los
secretos.
—¿Estáis nervioso?
El oficial se encontraba ahora justo detrás del guarda, que asintió casi imperceptiblemente.
—Pues no lo estéis —le tranquilizó el oficial—. Este es un lugar divino, el más sagrado de
todos. Ningún mal puede entrar aquí. La llama divina lo purifica todo y mantiene alejados a los
demonios.
En el interior de la Casa Roja, Darío habría estado sin duda en desacuerdo. Se hallaba sentado en
la oficina principal de su tesorero, detrás de la mesa cubierta con un tapete verde, donde se llevaban
las cuentas de su imperio, mientras miraba al otro lado a Mitra, con su delgado rostro huesudo
cubierto por una capucha. Darío normalmente se sentía cómodo en aquel lugar, entre la riqueza y el
poder de su imperio, pero hoy no. Las puertas estaban firmemente cerradas y sus cubiertas de bronce
brillaban como lingotes de oro bajo la luz danzante de las lámparas de aceite. Los muros de la Casa
Roja, llamada así por estar revestida con ladrillos esmaltados de un rojo intenso, eran de caliza
tallada. Ningún espía o curioso podía entrar en aquel lugar. Darío había construido él mismo el
Tesoro para proteger no sólo su riqueza sino también sus secretos. Ahora, sin embargo, contemplaba
el lugar como un refugio de los horrores que le habían perseguido. Levantó la vista hacia el techo
tachonado con estrellas y sostenido sobre varias columnas; en los capitales habían esculpido cabezas
de toro y en las bases extrañas criaturas con alas, híbridos de leones, dragones y grifos. Con aquella
sala comunicaban las cámaras que contenían sesenta mil talentos en lingotes de oro, cofres y estuches
llenos de joyas y piedras preciosas, treinta mil daricos de oro, siclos y cualquier tipo de moneda del
imperio. Darío cogió el sello real y lo contempló mientras pensaba en lo que Mitra estaba diciendo.
El sello tenía esmaltado el símbolo del rey dios, un disco solar sostenido por las alas de un águila.
Mitra habló casi en un susurro y describió lo que había pasado en las provincias del oeste. Darío
intentó controlar el miedo. Clavó la mirada en un friso al otro lado de la sala, en el que aparecía su
persona ofreciendo sacrificio ante un altar de fuego y matando a criaturas del infierno. A medida que
Mitra avanzaba en el relato de aquella historia, más crecía el nerviosismo de Darío.
Empezó a sentir calor, ahogo y sin pensárselo dos veces, se quitó la fina tiara que ceñía sus
negros y rizados cabellos, engrasados con aceite. Le molestaba su hermoso traje oriental bordado de
satén dorado y púrpura. Darío deseaba encontrarse fuera de caza, montando un caballo veloz a través
de sus frescos y verdes parques de caza. Sin embargo, la reunión era de una importancia vital: Mitra
estaba diciendo cosas que ni siquiera un cortesano persa se atrevería nunca a pensar. Darío se enjugó
el sudor de la frente. Mitra, por fin, terminó de hablar.
—¿Tan mal están las cosas? —murmuró Darío depositando el sello en su lugar—. ¿Es que Ahura
Mazda nos ha abandonado a nuestra suerte?
—Nos han engañado —replicó Mitra—. Esperábamos que el Macedonio vagara por esas tierras
como un niño perdido en medio de un huerto. Sin embargo, nos ha golpeado rápida e
implacablemente, como una pantera furiosa. Sardes ha caído y otras ciudades están abriendo ya sus
puertas. Efeso ahora le pertenece.
Darío volvió a coger el sello real y lo apretó entre sus manos.
—Los frutos de Gránico —añadió Mitra.
Darío asintió en señal de acuerdo. «Gránico», aquel nombre le perseguía desde que se
despertaba y había convertido sus sueños en pesadillas. No había seguido el consejo del mercenario
griego Memnón y había enviado un ejército para que luchara contra Alejandro: sus hombres fueron
aniquilados y los mercenarios de Memnón masacrados o apresados como esclavos para trabajar en
las minas de plata de Macedonia.
Darío murmuró una oración. Debería haber confiado en el buen juicio de Memnón y no permitir
que su ejército se enfrentara en una batalla con Alejandro. No le tranquilizaba demasiado saber que
fuera, en el lugar de ejecución, la cabeza decapitada del comandante persa, bañada en cera, colgaba
de un poste.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Darío—. Si nos enfrentamos en una batalla con Alejandro,
¿sucederá lo mismo que en la de Gránico? No obstante, no podemos permitir que esa pantera se
pasee a su antojo.
Mitra miró con detenimiento a su señor. Se sentía seguro y tranquilo. Darío confiaba plenamente
en él. ¿Acaso no había sido él quien había descubierto la traición de Bagoas y había aconsejado a
este orgulloso y arrogante Rey de Reyes que no combatiera con el Macedonio? Darío quería saber la
verdad para poder afrontarla.
—Alejandro se siente eufórico —apuntó Mitra mientras se reclinaba sobre la mesa sin apartar
los ojos de su señor—. Ha tomado Sardes y su tesoro real. Memnón se ha retirado al puerto de
Mileto y los griegos no tienen flota, —soltó una risotada—, bueno, ninguna de la que vanagloriarse.
Nuestros barcos pueden apoyar a Memnón el tiempo que desee.
—¿Pero y qué pasa con Efeso? —protestó Darío—, ha caído y se encuentra a tan sólo unos
kilómetros de Mileto.
—Mi señor —replicó Mitra—, Efeso se considera griega y cree que los macedonios son unos
bárbaros. Los demócratas se harán con el poder, pero lo quieren para ellos. No desean reemplazar un
gobernador por otro.
Un poeta griego, mi señor, describía sus ciudades como colmenas: cada hombre tiene un aguijón
que clava a su vecino.
—No me interesa la poesía griega —replicó Darío.
—Ni a mí tampoco, mi señor, pero cuando se trata de hacer rodar cabezas o causar confusión, de
provocar disturbios y desacuerdos…
Darío se inclinó hacia delante.
—¿Qué podemos hacer?
Mitra señaló a su alrededor.
—Tenéis oro y plata. Alejandro puede controlar la ciudad, pero nosotros tenemos a nuestros
espías.
—¿En Efeso?
—El Centauro, mi señor —Mitra sonrió vagamente—. Bueno, así le llamamos.
—¿Conocéis al espía?
—No, es uno de los pocos que realmente se esconde en las sombras —Mitra decidió contarle a
su señor sólo lo necesario: la identidad del Centauro era un secreto. Y no lo compartiría con nadie.
—¿Por qué ese hombre se hace llamar así?
—¿Hombre, mi señor? Podría ser una mujer.
—¡El Centauro! —espetó Darío.
—Es una raza mítica —respondió Mitra—, ya sabéis, medio-hombre, medio-caballo. Se supone
que vivían en Tesalia pero cruzaron el Helesponto y Hércules, el dios griego, acabó con ellos.
—Hay un Templo de Hércules en Efeso, ¿verdad?
—Sí, mi señor. Contiene una reliquia sagrada. Hércules se enamoró de una bella mujer y cuando
se la llevaba de camino a casa, tuvo que cruzar un río. Entonces Neso, el último Centauro, ayudó a
cruzar a la mujer pero la intentó violar, por lo que Hércules lo mató con una de sus flechas
envenenadas. Acto seguido la mujer recogió un poco de sangre del Centauro que contenía veneno de
Hidra, una serpiente venenosa.
—¿Y por qué hizo eso? —preguntó Darío.
—Porque sospechaba que Hércules iba a traicionarla. Cuando lo hizo, ella le regaló una túnica
empapada en la sangre de Hidra. Hércules se la puso y el fuego consumió su cuerpo. Después de su
muerte, lo llevaron al Olimpo.
—¿Y qué tiene que ver esta leyenda griega con Alejandro?
—Mucho —afirmó Mitra—. Hércules era un semidiós y Alejandro cree que él también lo es.
Ahora bien, en el centro del templo de Efeso hay una vasija de plata que guarda otra de barro en su
interior. Según la leyenda, la vasija contiene el veneno de Hidra y fue entregada al templo como
ofrenda. Se encuentra sobre un plinto de piedra rodeado, naturalmente, por un círculo de brasas
encendidas.
—¿Y? —preguntó Darío con sequedad.
—Paso a paso, de momento estamos en Efeso —añadió Mitra con calma—. Hace muchos años,
nuestro gobernador libró una cruel batalla contra un grupo de asesinos que se hacían llamar los
Centauros. En fin, un atajo de bandidos, ladrones y asesinos. Robaban a los caminantes y viajeros
pero su principal tarea era cometer asesinatos, que llevaban a cabo con una frialdad y habilidad
extraordinarias. Siempre avisaban a la víctima de sus intenciones enviándole un medallón de plata
con la imagen de una avispa grabada en él: la avispa era el emblema de los Centauros.
—¿Y acabaron con ellos?
—Según parece sí, mi señor. Sin embargo, cuando empezaron los problemas con el Macedonio
hace tres años, busqué algunos espías en la ciudad —se encogió de hombros—. Lo normal,
comerciantes, oficiales… Intenté comprar espías en ambos bandos: entre los oligarcas (esas
pudientes familias que creen que deberían gobernar Efeso), y también entre los demócratas.
—¿Y entre el pueblo?
—No, mi señor, sólo entre los poderosos y ricos que querían controlar la ciudad. Es normal en
Grecia, por eso mencioné antes al poeta. Encontré un espía, uno muy bueno, que se hacía llamar el
Centauro —Mitra hizo una pausa: no le contaría toda la verdad, no le diría que el espía había
trabajado para él incluso antes de que Darío Codomanus hubiera usurpado el trono.
—¿Y qué hará ese Centauro?
—Todavía no lo sé, mi señor, pero volvamos a Alejandro. Está consiguiendo una gran victoria,
el poderoso capitán general, el liberador; sin embargo, está al mando de un ejército de no más de
cuarenta y cinco mil hombres. Memnón todavía controla la ciudad de Mileto y nuestra flota vigila el
mar. Alejandro ha tomado otras ciudades —Mitra midió sus palabras—, y en cada ciudad, mi señor,
deja un ejército de varios hombres.
—¿Entonces su número de hombres va menguando?
—Exacto. El otro lado de la moneda es que estas ciudades pueden convertirse en nidos de intriga
y conspiración. Tal vez no les guste nuestro mandato, pero tampoco quieren que un macedonio les
gobierne con sus aires de príncipe, por lo que fomentaremos una revolución para distraer y debilitar
al gran conquistador. Allá donde va le reciben con vino y guirnaldas, comida y preciosas ofrendas.
Sin embargo, cuando los ciudadanos vean las tropas macedonias deambulando por sus calles pronto
se cansarán y querrán ser liberados —Mitra se humedeció los labios—. Volverán a sus costumbres, a
luchar entre ellos.
—Como abejas en una colmena.
—En efecto, mi señor. Cada uno con su aguijón.
—¿Conseguirá Memnón tener éxito? —preguntó Darío—. Dicen que el libro preferido de
Alejandro es la Ilíada y que se ve a sí mismo como el descendiente de Aquiles. Y en ese poema ¿no
mató Aquiles a un guerrero llamado Memnón?
—En efecto, mi señor, pero al final Aquiles fue asesinado por una flecha que le atravesó el talón,
la única parte de su cuerpo que podía ser herida. Efeso podría ser el talón de Aquiles de nuestro
enemigo. Alejandro adora la ciudad. La noche que nació, un chiflado quemó el gran Templo de
Artemisa hasta sus cimientos. Olimpia, la Reina Bruja, madre de Alejandro, afirmó que aquello fue
una señal divina: el templo fue incendiado porque Artemisa estaba muy ocupada en Macedonia con
el nacimiento de Alejandro.
—¡Qué tontería! —resopló Darío.
—Alejandro lo cree.
—¿Y decís que ese Centauro creará confusión?
Mitra bajó la mirada hacia el suelo.
—¿Qué pasa? —preguntó el rey enojado.
Mitra levantó la cabeza, se echó la capucha hacia atrás y se frotó su calva afeitada con la mano.
Darío nunca pudo adivinar la edad de aquel hombre: tenía un rostro joven y, a pesar de su mirada
ávida y profunda, los ojos le brillaban llenos de vida.
—No estoy seguro, mi señor, si el Centauro es una persona o son dos —Mitra intentaba confundir
y distraer a su señor.
Darío se sentó en su silla de trono.
—¿Qué os hace pensar que son dos?
—Los asesinos de Efeso eligieron ese nombre porque siempre iban de dos en dos: una parodia
del personaje mítico del Centauro, mitad hombre, mitad caballo. El Centauro envía mensajes a
nuestro gobernador en Efeso escritos en clave. El escriba Rabinos me los entrega a mí. El Centauro
nos informa de las maquinaciones tanto del bando demócrata como del oligarca.
—Entonces —afirmó con desprecio Darío—, ese Centauro podría pertenecer a los dos grupos.
—Es posible —replicó Mitra evasivamente—. Sin embargo, el Centauro es también un asesino
que libra una guerra contra oligarcas y demócratas, pues hombres de ambas facciones han sido
brutalmente asesinados.
—¿Por qué?
—Para que se maten entre ellos —afirmó Mitra encogiéndose de hombros—. Aunque pueden
existir razones más profundas y personales. En fin, el Centauro, y no ningún ejército, una armada o
una flota, es nuestra esperanza de contener los avances de Alejandro por el este.
Darío apoyó los brazos sobre la mesa y se quedó mirando las resplandecientes puertas de bronce
detrás de Mitra. En aquel lugar se encontraba su Tesoro, estaba rodeado de la riqueza de su imperio.
Fuera de la estancia se hallaban los cuerpos de élite de sus tropas: los Inmortales. Los guardias
patrullaban por doquier. De las cruces, en el lado más alejado de palacio, colgaban los cuerpos de
sus víctimas, aquellos que se habían atrevido a contradecirle, culpables de haberle traicionado con
palabras, hechos, e incluso en ocasiones, con la mirada. Sin embargo, Darío se sentía vulnerable.
Efeso y Sardes se encontraban a varios días de viaje, pero la pantera macedonia ya había tomado
ciudades en su tiempo consideradas joyas de la corona de Darío. ¿Le habría abandonado Ahura
Mazda? ¿Acaso el fuego sagrado de afuera no servía para nada? ¿Se habría marchado la presencia
divina? Darío cerró los ojos. A veces, por la noche, después de que las damas del harén se hubieran
retirado y las sábanas y la cama todavía conservaran su intenso perfume, Darío permanecía
despierto, dando vueltas y más vueltas, contemplando la oscuridad. Entonces veía a los fantasmas de
aquellos a los que había asesinado al usurpar el Trono del Pavo Real. ¿Acaso era aquél su castigo?
¿Abriría algún día Alejandro aquellas puertas de bronce y entraría majestuosamente para llevarse su
tesoro?
—¿Qué haréis? —preguntó Darío despacio.
Mitra había permanecido sentado con los ojos cerrados, moviendo los labios como si rezara.
—¿Cómo debemos actuar? —volvió a preguntar.
—«Habéis cometido ya errores muy graves, y os advierto una vez más» —afirmó Mitra—. Otra
cita, mi señor, de otro escritor griego, Eurípides. «Habéis cometido ya errores muy graves —repitió
—, y os advierto una vez más». Esto es lo que haremos con Alejandro, volver a advertirle.
Libraremos una guerra en secreto con todos los medios de que disponemos para crear confusión en
Efeso y conseguir desprestigiarlo.
—¿Y por qué no matarlo? —preguntó Darío—. Sí, de una vez por todas, con un cuchillo que
atraviese su corazón o con veneno que le retuerza el estómago.
—Es posible que lleguemos a eso, mi señor —agregó Mitra—, pero la cuestión es cómo. Lo
debería hacer alguien a quien conozcamos bien, alguien en quien confiemos.
—¿Lo podría hacer ese Centauro?
—Quizá, pero nuestro espía no debe ser descubierto. La colmena —sonrió Mitra—, ya sabéis,
todo hombre tiene un aguijón. Dejemos que se lo clave alguien cercano a él.
—Pero Alejandro vela por su seguridad. Su propio padre fue asesinado y los que le rodean le
quieren profundamente. Y luego están sus médicos, uno en particular —continuó Darío—, un hombre
que una vez trabajó en nuestro imperio, un nativo de Macedonia…
Mitra cogió un pergamino y lo desenrolló.
—Telamón, mi señor. Su padre luchó una vez con Filipo, pero dejó la espada por la azada.
—¿Podría ser sobornado? —preguntó Darío inclinándose sobre la mesa.
—Oh, no —negó Mitra con la cabeza—, si Alejandro se adentra en la oscuridad, Telamón irá
tras él.
Darío suspiró.
—Y entonces mataremos a la pantera.
Mitra asintió.
—Si esa es la voluntad de los dioses, mi señor.
Darío cogió el sello y contempló la insignia. Rezó por lo bajo su propia oración para que
Alejandro cayera en las garras de Ahrimán, el Malvado.
***
Calístenes, capitán de la unidad de los escuderos conocida como «los Águilas», patrullaba arriba y
abajo fuera de las enormes puertas selladas del Templo de Hércules en Efeso. Una vez más se volvió
y se sintió aliviado al ver el cielo iluminado por un vago resplandor rosa que indicaba la salida del
sol. Se sacó su casco frigio y se frotó los ojos.
—Odio las guardias nocturnas —murmuró por lo bajo.
Calístenes se alegraba de terminar la guardia en una hora. Sus hombres, ataviados con diferentes
trajes, yacían apoyados en la pared, algunos medio dormidos y otros llevándose al estómago raciones
de comida seca. Calístenes escuchó el tintineo de una campana. Se acercó a la mesa que había en el
pórtico, cogió una campanita y la hizo sonar en señal de respuesta de que todo iba bien. Se desató la
capa escarlata de alrededor del cuello, color de su unidad, y la utilizó para enjugarse el sudor de
debajo de la túnica. Una vez más bajó los escalones y contempló el tímpano coronando el pórtico,
que representaba a Hércules en una de sus numerosas batallas contra las tribus salvajes de Tracia.
—Un lugar tranquilo, ¿verdad? —le comentó un soldado de su unidad que le había seguido
escaleras abajo y ahora permanecía a su lado—, ¿cuántos años creéis que tiene?
Calístenes entrecerró los ojos. El templo estaba esculpido en piedra caliza y cubierto con una
capa de yeso blanco resplandeciente. El tímpano, exquisitamente esculpido, los sólidos pilares, el
oscuro pórtico, las puertas de madera de cedro y los anchos y magníficos escalones que llevaban
arriba, todos juntos, otorgaban al templo una majestuosidad sombría. Al principio Calístenes se
sintió impresionado, pero ahora, en realidad, estaba cansado de aquel lugar y de sus gentes. De
hecho, a Calístenes no le gustaba Efeso, con sus pórticos, teatros, templos y anchas avenidas llenas
de polvo. Era un macedonio que soñaba con valles repletos de hermosos árboles, cruzados por ríos y
pantanos cubiertos de flores. Efeso era tan diferente: la constante luz del sol con sus sombras
cambiantes, los mercados abarrotados de gente, las fétidas callejuelas, los magníficos templos y los
fértiles jardines; una mezcla de majestuosidad y maldad.
—¿Cuántos años tiene el templo, señor? —le preguntó el guarda sacándole de sus cavilaciones.
—¡Y yo que sé! —replicó Calístenes—. Siempre han construido templos en Efeso. Lo que está
claro es que es más viejo que tú y que yo, tal vez tenga cien o ciento cincuenta años. Bien —añadió
balanceando su casco—, sólo quiero asegurarme de que todo está en orden. Vamos, podéis
ayudarme.
El guarda soltó por lo bajo una maldición: ahora lamentaba haberse movido de su cómodo sitio,
pero Calístenes siempre insistía en la disciplina. Como buen oficial, Calístenes había dejado que sus
hombres comieran y durmieran un rato mientras él se paseaba como un perro guardián. Bajaron por la
callejuela que descendía junto al templo y Calístenes golpeó algunas de las paredes externas como si
buscara alguna puerta o entrada oculta.
—¿De qué os preocupáis, señor? —le preguntó el guarda—. Están seguros ahí dentro —señaló
las cornisas—. Ni siquiera un mono podría entrar por esas ventanas, son demasiado altas y estrechas.
Calístenes, sosteniendo su casco con el brazo, dio un paso atrás y escudriñó con la mirada.
—Tenéis razón, soldado —afirmó—. Seis ventanas por este lado, dos por atrás y seis por el otro
lado. Sin embargo, hemos de asegurarnos.
Dieron la vuelta a una esquina y se detuvieron en la puerta trasera, que se encontraba detrás del
templo. Aquélla estaba cerrada por dentro y sellada con gotas de cera púrpura, la insignia real. Las
dos ventanas en lo alto de la pared eran pequeñas y redondas. Calístenes estudió el suelo tal y como
había hecho la noche anterior, no había marcas, ni huellas: nadie había estado allí. Continuaron la
guardia por aquel lado y luego regresaron al patio del templo.
—¿Por qué es todo esto necesario, señor?
—Por dos razones —replicó Calístenes—. Tráeme un vaso de agua y te las diré.
El soldado se apresuró a obedecer y trajo consigo un vaso de arcilla. Calístenes se humedeció
los labios y se arrojó el resto del agua sobre la cara. Le hubiera encantado hacerlo bajo el coselete,
sacarse la pesada falda de cuero, por no hablar de las recias sandalias y de las grebas que hacían que
las piernas y los pies le dolieran terriblemente.
—Verás, muchacho, este es el Templo de Hércules, y nuestro rey, que bendigan los dioses sus
dorados cabellos, cree ser descendiente de Hércules, de modo, que éste es, en cierto sentido, su
propio templo.
El guarda dejó escapar un bostezo. Había conseguido hacerse con algunas joyas y algunos
daricos de oro después de la gran victoria en el Gránico. En Efeso había conocido a una joven en el
Barrio del Perfume, de ojos negros, con un aliento fétido pero muy juguetona en la cama.
Al guarda no le importaba que Alejandro se hiciera llamar Zeus, mientras continuaran los buenos
tiempos.
—¿Y va a hacer de este templo su hogar, señor?
—No, no —se rió Calístenes—. En primer lugar, en el interior del templo se encuentra una
reliquia. Ya la viste ayer por la noche.
—Ah, ¿esa vasija de plata rodeada de brasas? ¿Por qué es tan sagrada?
—¡No tengo ni idea! —replicó Calístenes—, pero Alejandro no quiere que la roben. Y si
permitimos que eso ocurra, acabaremos los dos colgados de una cruz antes de que puedas decir «por
los huevos de Darío».
—¿Y qué pasa con esos hombres —preguntó el guarda—, esos que se han refugiado en el
templo?
—Son los líderes del partido oligarca —explicó Calístenes—. Antes de que nuestro noble rey
llegara a Efeso gobernaban como reyes, pero ahora se han vuelto las tornas y han terminado
corriendo detrás del carro de prisioneros —recordó la mancha de sangre que había visto en las
escaleras la noche anterior.
—Realmente se odian, ¿verdad? —preguntó el guarda—. Todavía están encontrando cuerpos.
—Bueno, pero ya se ha terminado —afirmó Calístenes mientras buscaba la mancha de sangre—.
Nuestro rey ha asegurado que a partir de ahora habrá paz y reconciliación, pero esos desgraciados no
le creen, por eso se han refugiado en el templo. Alejandro les ha jurado por lo más sagrado que
estarán a salvo. Así lo quiere. Estos hombres tienen dinero y poder. Piensa, muchacho, en dos perros
que no dejan de pelearse; pues eso es lo que Alejandro desea: dos perros al mando de Efeso y que
ninguno de los dos sea más fuerte que el otro. Así que les ha dicho a los oligarcas que salgan, que
estarán a salvo y que nadie les hará ningún daño.
Calístenes contempló las puertas de madera de cedro. Había acampado con Filipo y su hijo en
los bosques salvajes de Tesalia. También había estado presente en el Gránico cuando aplastaron a
los poderosos de Persia. Calístenes se enorgullecía de presentir el peligro y, aunque todo parecía
estar en calma, él no estaba nada tranquilo. El guarda se dio cuenta de ello.
—Estarán a salvo, señor. Todos están ahí encerrados como una comunión de vírgenes, y
Procanus está con ellos.
—Ya.
Calístenes se preguntó entonces cómo estaría Procanus. Los refugiados en el templo habían
pedido que un macedonio se quedara con ellos, y Procanus era el mejor hombre de la unidad. Le
importaban un bledo los sepulcros, las reliquias y los dioses. A Procanus sólo le importaban tres
cosas: su pellejo, el vino y las mujeres bellas. Sin embargo, el templo había estado tan tranquilo, tan
silencioso. ¿Qué habían dicho sus oficiales? ¿Que la vasija de plata contenía algo sagrado pero muy
peligroso? Alejandro había prometido a aquellos que se habían refugiado en el interior del santuario
que podrían salir ilesos, que no les tocarían ni un pelo de la cabeza. El comandante de Calístenes le
había dejado muy claro lo que pasaría si algo salía mal y Calístenes le creyó a pies juntillas. Paseó
la mirada por el patio del templo. Las entradas a las calles estaban todas selladas. Había más
unidades patrullando en aquel lugar, mientras un escuadrón de caballería había acampado en la plaza
de al lado. Tal vez fuera el silencio. Ahora fijó la mirada en una pequeña arboleda de cipreses, no se
oía ni el canto de un pájaro, ¡nada! De pronto pensó Calístenes que durante las recientes masacres,
aquel lugar había presenciado la vaga sombra de los horribles asesinatos, ¿vagarían por aquel lugar
sus fantasmas?
—Empiezo a odiar este lugar —murmuró—, lo que necesito es una cama de sábanas bien suaves
y con algo dentro todavía más suave.
En algún lugar del centro de la ciudad sonó el toque de un cuerno. El sol empezaba a salir y la
ciudad a despertarse. Calístenes despidió al soldado y subió las escaleras. Una vez más comprobó
las pesadas puertas de madera de cedro, pero permanecían bien cerradas. Calístenes oyó una voz y el
sonido de unos pasos. Se puso precipitadamente el casco y gritó a sus hombres que estuvieran alerta.
Un grupo de hombres de la guardia real apareció por una de las calles laterales y cruzó la plaza.
El sol naciente resplandeció en sus brillantes escudos, mientras las plumas blancas de sus cascos
serpenteaban con la brisa de la mañana. Iban conducidos por un oficial y escoltados por dos hombres
vestidos con túnicas y capas. Calístenes se puso en guardia cuando los hombres se detuvieron al pie
de las escaleras y dos hombres se le acercaron. Tuvo que reprimir un escalofrío. El que parecía el
jefe tenía el cuello escuálido y el rostro de un pájaro enfadado, con los ojos hundidos, pómulos
deshuesados, escasos cabellos rubios y la vaga sombra de un bigote y una barba. Llevaba la cara
pintada como una mujer, las uñas teñidas de alheña; incluso desde donde se encontraba Calístenes,
podía oler el intenso perfume a almizcle. El hombre caminaba con aires afeminados, con anillos y
pulseras bailándole en los dedos y las muñecas. Se detuvo en el escalón de arriba y miró a
Calístenes de pies a cabeza.
—Tenéis buen aspecto, Calístenes, ¿habéis dormido?
—Claro que no, señor.
Calístenes intentó parecer relajado pero aquel hombre le asustaba más que un persa inmortal.
Aristandro, nigromante, mago, brujo, señor de los secretos reales, confidente de Olimpia, madre de
Alejandro, ahora el vidente personal del rey: un hombre que albergaba un poder considerable y a
quien le encantaba ejercerlo. Cortesano y político, Aristandro controlaba a los espías del rey; olía a
los traidores como un perro los huesos enterrados.
—No habéis dormido, ¿verdad? —le preguntó Aristandro acercándole la cara, con los labios
entreabiertos y mostrándole su dentadura amarillenta.
—¡Claro que no! —le reprendió su compañero. Era alto, de cabellos oscuros, con bigote y barba
limpiamente recortados, de ojos negros y melancólicos, encuadrados en un rostro de piel morena.
Vestía una simple túnica blanca con una capa azul claro; como única joya llevaba un anillo labrado
de considerable peso con el símbolo de Esculapio el Sanador.
—Soy Telamón —el hombre le tendió la mano y Calístenes se la estrechó—, el médico del rey.
—Está aquí para examinar la salud de nuestros invitados —Aristandro señaló con sarcasmo
hacia las puertas del templo—, y para velar por la tranquilidad del rey. ¿Algún problema, capitán?
¿No ha pasado nada durante la noche?
—Todo está en orden, señor.
Aristandro hizo un mohín, como si le costara creerlo.
—Bueno, hemos de esperar a los demás.
—¿A los demás? —preguntó Calístenes.
—A los líderes demócratas: Agis, Peleo, Dión y Hesíodo, y no nos olvidemos de Meleager, uno
de los pocos líderes oligarcas que quedan vivos Calístenes contempló a aquellos hombres, ahora
vestidos con armadura: permanecían con el escudo y la lanza en guardia, como si lo hubieran hecho
durante toda la noche.
—Deben de estar aquí —explicó Telamón.
Calístenes advirtió que el médico era de un carácter más sereno y reservado, y que su mirada, sin
lugar a dudas, era más amistosa que la de Aristandro. «Un amigo del rey», así era como habían
descrito los oficiales al médico, «un compañero de la infancia en el que Alejandro confiaba. Es
portador del sello real, aseguraos de hacer todo lo que os pida».
Calístenes se preguntó fútilmente dónde estaría la ayudante de cabellos pelirrojos del médico.
¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Casandra. Los rumores sobre aquella mujer estaban en boca de todos: era
una antigua ciudadana de Tebas que Telamón había liberado de la esclavitud. Algunos decían que era
su amante, su compañera de cama. Otros que habían averiguado un poco más, afirmaban que había
sido curandera de templo y ahora era la ayudante de aquel misterioso médico.
El ruido de voces de un soldado ordenando el alto sacó a Calístenes de su ensimismamiento. Éste
caminó a través de las columnas levantadas en lo alto de las escaleras. Cinco hombres se acercaban,
cuatro en un grupo (Calístenes sonrió por lo bajo, aquellos debían de ser los demócratas) y un quinto
que avanzaba sólo por su cuenta: era alto, calvo, con un rostro de piel bronceada y delicada, una
nariz de garfio, ojos grandes y boca firme.
—Aquél debe de ser Meleager —concluyó Calístenes.
A decir verdad, había poca diferencia entre aquellos hombres. A Calístenes, todos los políticos
le parecían iguales: ricos, poderosos y extremadamente peligrosos.
Los cinco hombres subieron las escaleras. Meleager se mantuvo a distancia, y los otros cuatro
apenas le dedicaron una mirada. A Aristandro parecía que aquella violenta situación le divertía. Los
observó desde la sombra del pórtico, haciéndoles señas para que se acercaran. Telamón permanecía
de pie tras él.
—No perderé el tiempo con presentaciones —afirmó Aristandro con una sonrisa de satisfacción
—. Me parece, señores, que ya os conocéis muy bien.
Meleager dejó escapar una vaga sonrisa. Miró a Aristandro de pies a cabeza, luego posó su
mirada en Telamón. Los cuatro demócratas permanecían con una expresión seria en el rostro.
—Los oligarcas deberían dar gracias a los dioses —afirmó Agis señalando en dirección a las
puertas del templo—, todavía se les permite caminar por las calles de Efeso.
—Con asesinos como los demócratas —se mofó Meleager dándoles la espalda—, es difícil que
alguien se pasee por las calles de Efeso.
—Bueno, bueno —les susurró Aristandro. Cogió a Meleager por el codo y le volvió para que
viera las caras de los otros—. Las instrucciones del rey son muy claras. Que la paz y la
reconciliación reinen en Efeso. Tenemos suficientes soldados para garantizarlas —añadió con
aspereza—, ¿no es cierto, Telamón?
El médico le devolvió la mirada como si estuviera cansado de los procedimientos.
—Ahora lo que vamos a hacer es abrir las puertas del templo —añadió Aristandro—. Dentro se
encuentran seis oligarcas con su criado y uno de los soldados del rey. Los siete efesios se han
refugiado ahí. Alejandro ha jurado que sus vidas y bienes están a salvo. Y vos —dijo tocando con un
dedo el rostro de Agis— estáis aquí para garantizar esa promesa. Convenced a esos señores de que
salgan. Ahora bien, sin formar un alboroto.
Aristandro se sacó de debajo de su capa una bolsa de piel. Desató la cuerda y extrajo una llave
de latón muy pesada; la sostuvo en alto como si proporcionara la entrada al Hades.
—Ayer por la noche, Telamón y yo visitamos el santuario para asegurarnos de que estaban bien.
Tenían vino y comida. Nada, pues, debe ir mal.
Aristandro caminó con andares exagerados hacia la puerta del templo, introdujo la llave y la giró
con dificultad, luego la sacó y pidió a Calístenes y a los soldados que abrieran las pesadas puertas
de madera de cedro. Éstas crujieron al abrirse. Dentro había un pequeño vestíbulo con un asiento de
piedra a ambos lados, donde los porteros solían sentarse. Un receso conducía a otro grupo de
puertas, más pequeñas, hechas de roble y unidas por unas bisagras de hierro. Probaron con otra llave
y las puertas cedieron. El propio Calístenes las empujó. Apenas había dado dos pasos dentro del
templo cuando se dio cuenta de que algo marchaba mal.
No había apenas luz. Los rayos del sol empezaban a penetrar por las ventanas abiertas en lo alto
de las paredes. Los fogariles se habían apagado. Todo lo que alcanzaba a ver era un montón de
brasas encendidas chisporroteando y brillando en la oscuridad alrededor del plinto en el que había
desaparecido la vasija de plata.
Calístenes permaneció de pie, boquiabierto. Se olvidó de sus compañeros, tan petrificado como
estaba por aquel silencio sepulcral y aquel olor a sangre, aquel hedor incluso peor al de un campo de
batalla y que sólo produce la carne humana carbonizada. Calístenes había participado en el saqueo
de muchas ciudades y reconoció de inmediato aquel olor.
—¿Qué es esto?, ¿qué es esto? —preguntó Aristandro acercándose a él—. ¿Por qué está tan
oscuro, capitán? ¿Qué pasa?
Telamón se adentró en la estancia, cada vez más acostumbrados sus ojos a la oscuridad.
—¡Por todos los Dioses! —exclamó el médico—. ¡Mirad!
Escudriñó a través de la penumbra y entrevió, en el suelo del templo, los cadáveres
desparramados sobre charcos de sangre coagulada. Oyó cómo una rata escapaba corriendo y el
zumbido de una mosca. Telamón salió de su ensimismamiento.
—¡Antorchas! —gritó—, ¡traed antorchas!
Durante unos instantes reinó la confusión. Meleager intentó acercarse pero Calístenes le detuvo.
—Muy bien, capitán —declaró Telamón—, que nadie se acerque o se mueva por aquí.
Encendieron las antorchas. Calístenes agarró una y se adentró en el templo. Un vestíbulo estrecho
y sombrío, con pilares y oscuros pasillos a ambos lados, conducía a una gigantesca estatua de
Hércules al fondo. La luz de la antorcha reveló una auténtica cámara de horrores.
Telamón se acercó al primer cadáver y le dio la vuelta. El hombre vestía tan sólo una túnica, no
llevaba sandalias, y tenía el lado derecho de la cara y la cabeza ensangrentado y con los sesos fuera.
Alguien había cogido una porra con la que le había golpeado fuertemente el cráneo.
Los efesios empezaron a pelearse. Meleager, soltando toda clase de maldiciones, acusó a sus
oponentes de traición y éstos se defendieron gritando que eran inocentes. Telamón pidió silencio y al
ver que los políticos hacían caso omiso de sus palabras, le hizo señas a Calístenes para que
desenvainara la espada. El sonido metálico del acero de la espada de Calístenes y de las de su
unidad obedeciendo sus órdenes, finalmente consiguió que se hiciera el silencio.
Telamón condujo a los soldados hacia la estatua de Hércules, y a medida que se fueron
acercando, las escenas de aquella carnicería cobraron vida. Había cadáveres esparcidos por todas
partes, y justo debajo de la estatua se hallaban los restos ennegrecidos de un cuerpo consumido por
el fuego.
Aristandro permanecía de pie, con la mirada saltando de un cuerpo a otro, y sin poder dar crédito
a sus ojos.
—¡Le hemos encontrado! —gritó un soldado.
Calístenes corrió apresurado en su dirección, pisando sobre el resto de cadáveres. Al lado de un
pilar yacía Procanus. El soldado todavía llevaba puesto el coselete y el cinturón de guerra; sin
embargo, sus pies y piernas yacían desnudos, y el casco había rodado hasta ir a parar a una esquina.
Él, como los demás, tenía la cara y la cabeza salvajemente aplastada, con los rasgos desfigurados,
cubiertos de sangre y sesos.
—¿Qué pasa, capitán?
Calístenes buscó el talabarte del soldado y vio cómo colgaba de un pequeño gancho en la pared
de la nave.
—Uno de mis hombres —explicó Calístenes maldiciendo por lo bajo—. Le ordené que se
quedara con el resto.
La gente empezó a arremolinarse. El médico se acercó y agarró a Calístenes por el brazo.
—Capitán, voy a retirarme. Me llevaré afuera a todos los que entraron en el templo esta mañana.
Vos y vuestros hombres quedaos.
—No es de confianza —espetó Aristandro, pero sus palabras murieron en sus labios cuando
Calístenes levantó la cabeza y le clavó la mirada.
—¡Claro que sí! —replicó Telamón—. Calístenes estaba en guardia. Yo sé, y vos también, que
vela fielmente por la seguridad de los demás. El rey confía en él.
Calístenes sonrió al médico.
—Lo que sugiero —continuó Telamón—, es que nos marchemos todos. Que no retiren los
cadáveres, que no toquen nada. Capitán, quedaos aquí con vuestros hombres, que os ayuden con las
antorchas. Quiero que inspeccionéis el templo y todo cuanto haya en su interior. Os esperaremos
fuera.
Aristandro estaba a punto de oponerse cuando Telamón se le adelantó:
—Y esta decisión no admite discusión —declaró firmemente Telamón—. No quiero añadir más
leña al fuego. Esto es un asesinato, una traición y encontraremos a los culpables.
—¿Pero a qué culpables, señor? —murmuró Calístenes—. Todo el mundo está muerto. Os lo juro
por mi vida que después de que cerraran las puertas ayer por la noche, nadie se ha acercado a este
lugar, y por supuesto, nadie ha salido tampoco. Mirad las ventanas, son demasiado altas para ser
escaladas, y demasiado estrechas incluso para el hombre más pequeño del mundo. Y tampoco oímos
gritos.
Telamón señaló los restos ennegrecidos al fondo del templo.
—Y sin embargo —añadió señalando el plinto—, la vasija ha desaparecido y ocho hombres han
sido brutalmente asesinados. Capitán, esperaremos fuera.
Aristandro gritó a los efesios que le siguieran. Salieron del templo, Telamón incluso cerró con
llave el segundo grupo de puertas. Durante un rato Calístenes permaneció de pie, con las manos en
las caderas y la mirada fija en el suelo.
—¡Algún bastardo ha debido de hacer esto! —gritó—, ¡pero no nos van a echar la culpa por ello!
—¡Procanus era un buen soldado! —añadió a gritos otro de sus hombres—. Habría luchado por
defender su vida pero ni siquiera tocó su talabarte.
Calístenes respiró hondo. Caminó hacia el centro del templo. El círculo de brasas rodeando el
plinto era por lo menos de dos metros de ancho. Desenvainó su espada y la clavó dentro; el foso
tendría una profundidad de por lo menos veinte centímetros. Las brasas todavía ardían ávidamente.
Calístenes se estremeció al sentir el calor mientras miraba hacia el plinto.
—¿Cómo demonios pudo alguien cruzar el fuego y llevarse la vasija?
Caminó alrededor del foso. No encontró nada extraño y en las losas del suelo no había ni rastro
de cenizas o brasas apagadas. Volvió a respirar hondo por la nariz para olfatear mejor. Había visto
templos como aquel en otras ocasiones. Normalmente rociaban con incienso el carbón para que se
esparciera su fragancia, pero ésta ya había desaparecido. Lo único que Calístenes podía oler era el
hedor a carne humana. Les ordenó a sus hombres que permanecieran de pie alumbrando con las
antorchas y llamó a uno de ellos para que le ayudara a examinar los restos ennegrecidos, esparcidos
debajo de la estatua. Calístenes se arrodilló. Los rasgos de la cara y del cuerpo no eran más que
carne carbonizada: los ojos y los labios se habían convertido en agua y en la boca sólo quedaban los
dientes, pues el fuego había devorado las encías y la lengua.
En cuanto al resto del cuerpo, era irreconocible. Los órganos vitales habían quedado totalmente
arrugados y la carne estaba carbonizada. Calístenes tocó los restos con la mano: estaban fríos, fue
espantoso, como coger un trozo de carne en aceite hirviendo. El cuerpo estaba retorcido y Calístenes
concluyó que era a causa del fuego.
—¿Qué creéis que pasó, señor? —preguntó el soldado sosteniendo la antorcha.
Calístenes señaló la enorme mancha negra que había alrededor del cuerpo.
—A esta pobre víctima la rociaron con aceite y luego la quemaron, pero primero debieron de
matarla.
—¿Por qué pensáis eso? —preguntó el soldado.
—Bueno —contestó Calístenes—, ¿recordáis cuando tomamos Olinto y aquellos malditos
echaron aceite y luego lanzaron las antorchas? Los hombres empezaron a correr y a gritar mientras
ardían en llamas. Este hombre no corrió, ya estaba muerto, y luego fue consumido por el fuego;
probablemente cogieron una bota de vino llena de aceite y se la echaron por encima. Sólo tuvieron
que encender la antorcha y…
Calístenes se encogió de hombros y se puso en pie. Contempló la estatua de Hércules vestida de
cazador, con una porra en una mano y una espada en la otra, con el cabello largo cayéndole por los
hombros y una corona en la frente. Los ojos ciegos del Dios miraban hacia la oscuridad.
—Ésta es una de esas ocasiones en la que me gustaría que una estatua pudiera hablar, ¿verdad
soldado?
El capitán recordó las órdenes de Telamón. Estudió de nuevo la estatua con detenimiento, esta
vez por la parte de atrás. También examinó la puerta trasera del templo, que estaba firmemente
atrancada. A juzgar por las bisagras y el polvo en el suelo, aquella puerta no se había abierto durante
mucho tiempo, aunque los cerrojos de la parte superior e inferior habían sido engrasados
recientemente. También yacía en aquel lugar otro cadáver, casi oculto por las sombras, con una jarra
a su costado. Calístenes lo pasó por alto, estaba más preocupado en encontrar una entrada secreta
que pudiera explicar aquellas horribles muertes. Comprobó el pequeño sótano trasero y las naves
ocultas en la oscuridad, sin embargo estaban tal como los había hallado por fuera, la piedra parecía
muy dura e irrompible. Examinó la base de la estatua y de las losas de alrededor.
—¿Qué buscáis, señor?
—Una entrada secreta —afirmó malhumorado Calístenes—. ¡Ni siquiera una maldita rata podría
entrar en este lugar!
—¡Ahí hay algo que brilla, señor!
Calístenes se acercó a la esquina sumida en las sombras cerca del primer grupo de puertas y
atisbo, apoyada en un pequeño hueco, la vasija de plata que había visto sobre el plinto. La cogió y la
estudió con detalle. Era de plata pesada, y por fuera tenía un friso que representaba a Hércules
cazando un cervato. La parte superior estaba salpicada de piedras preciosas y no se habían llevado
ni una sola. Calístenes introdujo la mano: estaba vacía.
Se agachó y escudriñó su cavidad. No había más que jarras de arcilla que se utilizaban en el
templo en tiempos de sacrificio. Estaban todas selladas y bien cerradas con sus tapas. Calístenes las
abrió todas pero sólo encontró aceite.
—Bueno, por lo menos hemos encontrado la vasija sagrada —afirmó sombríamente.
—¿Qué había dentro, señor?
—Se suponía que contenía el veneno de Hidra, el que mató a Hércules.
—¿Y no es posible que con el transcurso de los años ya no quede nada, señor?
—Sí, es lo más probable —sonrió Calístenes—, pero ya sabéis cómo son los sacerdotes. Si
dicen que la vasija contiene los testículos de Zeus, la mayoría de la gente les creería. Vamos a echar
un vistazo a los cuerpos.
Calístenes fue de un cuerpo a otro. La situación se repetía: rasgos irreconocibles, caras y frentes
machacadas. Advirtió que las muertes seguían un mismo patrón. Las víctimas tenían heridas
similares, una en la sien, otra en la cara y otra en la frente. Y todas ellas tenían la misma forma.
Calístenes no acababa de creerse lo que veían sus ojos y llamó a su teniente.
—Estudiad el cuerpo —le ordenó rápidamente.
El soldado obedeció.
—No puedo creerlo —murmuró poniéndose en pie—. ¿Sabéis una cosa, señor? Cuando entramos
me pareció oler a establo, como si un caballo hubiera estado aquí.
Calístenes asintió.
—Yo olí lo mismo, señor —corroboró otro soldado.
Calístenes se acercó al último cadáver, cerca de la puerta trasera. Aquel hombre estaba echado
de lado, dándoles la espalda, como si se hubiera quedado dormido. Calístenes lo volvió boca arriba,
apartó a un lado la pesada jarra de arcilla y levantó una mano.
—¡Éste es diferente!, ¡mirad!
Sumió el cuerpo bajo la luz de la antorcha. La cara y la cabeza no mostraban herida alguna,
excepto unos salvajes arañazos en las mejillas y en la parte inferior de su brazo izquierdo, como si le
hubiera atacado un gato salvaje. La cara del cadáver estaba hinchada, ligeramente amoratada y una
espuma blanca le resbalaba por la comisura de los labios. Sus músculos habían quedado rígidos, la
mandíbula prieta, y los ojos, abiertos y ahora sin vista, ligeramente saltones.
—¿Por qué murió éste de forma diferente? —se preguntó Calístenes.
Retiró la túnica del hombre y vio un cuerpo musculoso y bronceado. Tenía el estómago
ligeramente hinchado. Examinó los dedos del hombre: estaban limpios, con las uñas cortadas, y los
músculos, al igual que el resto del cuerpo, ligeramente endurecidos.
—¿Y bien, soldado? —preguntó Calístenes levantando la vista hacia su teniente—, ¿qué pensáis
de esto?
—Bueno, señor, parece ser que había ocho hombres en este templo. Uno de ellos era un soldado,
otro un criado. —Y señalando el cuerpo con el rostro arañado, concluyó—: Yo diría que ése era el
criado: su traje es el de peor calidad.
—¡Bien! —exclamó Calístenes—. ¿Y los otros?
—Hum…, uno fue quemado pero no sabemos cómo murió.
—¿Y el resto?
—Yo… —El soldado se sacó el casco y se atusó el cabello empapado en sudor—. Bueno, no sé
cómo decirlo.
—Estoy esperando.
—Bueno, los otros parece… —El soldado miró avergonzado a su oficial—, parece que les hayan
pisoteado.
—¿Pisoteado? —Se sorprendió Calístenes—. ¿Qué queréis decir?
—Lo sabéis muy bien, señor. Cada cuerpo tiene dos golpes: uno en la sien y otro en la frente. No
pudieron hacerlo con un hacha o una espada, ya que tendrían cortes profundos. Y con una porra —
afirmó encogiéndose de hombros—, bueno, tendrían la cara totalmente destrozada.
—¿Y? —insistió Calístenes.
—Se puede seguir un mismo patrón en todas las muertes. Todos los golpes tienen la misma
forma: la de la pezuña de un caballo. Sin embargo, no puedo creer lo que estoy diciendo.
—¿Por qué no, soldado?
—Señor, estos eran hombres de guerra. Uno o dos fueran, tal vez, un poco mayores, pero todavía
eran capaces de defenderse.
—Continuad —le pidió amablemente Calístenes.
—Parece como si un caballo hubiera entrado en este lugar y les hubiera pisoteado con sus
pezuñas mientras dormían, propinándoles un buen golpe en la cabeza y otro en la cara.
—Y este caballo —añadió Calístenes tanteando una teoría— quemó luego otro cuerpo, arañó a
este hombre hasta matarlo, cruzó el lecho de carbón, cogió la vasija de plata, robó lo que contenía y
desapareció como por arte de magia.
—Pues sí, señor.
—¿Y quién le va explicar esto a Aristandro? —chilló Calístenes acercando su rostro al del
soldado.
—Vos, capitán, estáis al cargo.
Calístenes gruñó y retrocedió.
—Y todavía hay más, señor. ¿Por qué no se resistieron estos hombres? ¿Por qué no lucharon o
gritaron pidiendo ayuda? Procanus no era un recluta novato y ni siquiera sacó su espada.
—¿Tal vez estuviesen drogados? —intervino otro soldado—. Señor, hay una mesa ahí con vino y
comida.
Calístenes la había visto antes pero la pasó por alto. Se acercó y retiró el lino blanco que cubría
varias copas y dos jarras grandes. Las olió: una contenía agua y la otra, vino. También había algo de
pan, ahora duro, queso y restos de fruta seca como higos o dátiles y, finalmente, unas pocas cerezas.
Calístenes lo examinó con cuidado.
—Esto lo trajeron ayer por la noche —afirmó.
Cogió la comida. El queso se había vuelto rancio y se habían bebido casi todo el agua y vino; las
copas estaban sucias todavía. Calístenes cogió una jarra y se llenó una copa.
—En su lugar yo no lo haría, señor.
Calístenes compuso un mohín y alzó la copa.
—Es un buen vino —y se lo bebió de un trago. Llenó otra copa de agua e hizo otro tanto.
—¿Qué estáis haciendo, capitán?
Calístenes permanecía agachado en la base del pilar, con la vista fija en su casco, al otro lado
del templo.
—Estoy buscando una salida —afirmó—. Si me quedara dormido o tuviera convulsiones —le
sonrió a su teniente—, entonces tendréis que informar. Por todos los dioses, ¡no sé qué decir!
Calístenes se sentó, pero aparte de un pequeño malestar en el estómago por haber bebido tan
rápido, no sintió efecto alguno. Entonces se quedó absorto observando una pintura descolorida en la
pared del fondo que representaba a dos centauros, armados con porras y encabritados. Calístenes
sintió un escalofrío. ¿Sería aquello lo que había sucedido en aquel lugar? ¿Habría entrado la noche
anterior un Centauro, uno de los enemigos de Hércules, y perpetrado aquellos crímenes atroces?
***
La muerte se había apoderado de Efeso. Sin embargo, el portero de la Casa de Medusa, una antigua
mansión en la calle de los Suspiros cerca del barrio de la Alfarería, todavía no se había dado cuenta
de ello. Permanecía sentado en su pequeña caseta cerca de la puerta principal contemplando la salida
del sol, entrecerrando los ojos y con la boca abierta dejando entrever sus encías desdentadas y
enjugándose la saliva con el dorso de la mano. El portero no había dormido demasiado, tal y como
les decía a sus amigos en las cervecerías o paradas de vino:
—El sueño está cerca de la muerte, y ambos pueden confundirse.
Por eso permanecía despierto, cavilando sobre el pasado, contemplando el cielo o paseándose
por el frondoso jardín. En primavera observaba cómo florecían los capullos, y a finales de verano y
principios de otoño, coleccionaba la fruta caída de los árboles. Hacía muchos años que trabajaba
como portero de la Casa de Medusa. Conocía todas las leyendas e historias que ponían los pelos de
punta, pero en realidad nadie le creía. La casa pasó de mano en mano, de un propietario a otro.
Todos sus habitantes se quejaban de que el lugar estaba encantado; en él reinaba una atmósfera
sobrecogedora y fantasmal que helaba la sangre e incluso le paralizaba a uno el corazón. El viejo
portero se echaba a reír y decía que si hubiera fantasmas, serían sus amigos. La mansión era vieja: el
yeso se había desconchado, las vigas de madera crujían y cuando soplaba el viento parecía que la
antigua residencia entonara una canción, pero se trataba tan sólo del natural deterioro provocado por
el paso de los años.
El portero inspiró el aire cargado de una dulce fragancia a hierba fresca, olivas e higos.
Disfrutaba con fruición de aquel olor y le encantaba su pequeña caseta, así que siempre se mostraba
muy hospitalario y diligente con los dueños de la casa.
—Indispensable —así es como le había descrito uno de los ocupantes. Cada vez informaba a los
nuevos propietarios de cuál era el mejor mercado para visitar o dónde podían comprar el aceite más
barato. Y sobre todo, el portero mantenía siempre la boca bien cerrada. Todo lo que veía se lo
guardaba para él. Después de todo, no quería asustar a nadie.
Sin embargo, algo le tenía inquieto. Hacía unos días, cuando se produjeron las masacres en la
ciudad, había oído un ruido; entonces, había salido de la casa y vislumbrado a un mendigo por
primera vez desde hacía más de un mes. El pelo desaliñado y la barba casi ocultaban el rostro de
aquel hombre. Llevaba una túnica hecha jirones, que le colgaba como un saco, unas sandalias
desgastadas y una vara en la mano. El mendigo se había paseado a lo largo de la calle, estudiando la
gran verja, y parecía fascinado por la pintura de la Medusa en la entrada, de donde procedía el
nombre de la casa. Al portero le gustaba aquella pintura: una cabeza cortada con ojos de mirada fija,
boca entreabierta y cabellos arremolinados como serpientes retorciéndose. Bueno, era una señal de
buena suerte, ¿verdad?, pues mantenía alejados a los espíritus malignos, o eso es lo que decía
siempre a los nuevos propietarios. Sin embargo, lo que callaba es que la Casa de Medusa necesitaba
toda la suerte del mundo.
El portero se balanceaba hacia delante y hacia atrás, recordando las historias sobre aquella
horrible comunidad de los Centauros que solían reunirse en la casa cuando Mali era el propietario.
El portero nunca se lo contó a nadie, ni siquiera a Leónidas, pero en aquel caso, aquel viejo veterano
probablemente sabría más que él. En fin, ¿en qué estaba pensando?
—¡Ah, sí, en el mendigo! —murmuró adormecido el portero.
El tipo se había quedado ahí de pie, así que salió de la caseta y le preguntó qué quería. El rostro
del mendigo estaba desfigurado: una cicatriz en la parte inferior de la mejilla derecha, un ojo
permanentemente cerrado y el otro brillándole con expectación.
—¿Cómo os llamáis? —le había preguntado el portero.
—Bueno —contestó el tipo con un acento muy fuerte—, me llamo Cíclope, pero eso es asunto
mío.
—¿Y qué hacéis ahí contemplando la casa?
—Bueno, eso es también asunto mío, ¿no?
El portero le habría hecho más preguntas, pero el mendigo tenía un aspecto siniestro. La barbilla
le sobresalía de un modo amenazador, parecía enjuto y fuerte, y movía la varilla como un soldado la
espada. El portero se retiró tras las puertas seguras de la verja, que cerró inmediatamente de golpe
tras de sí. Sin embargo, en los últimos días, había vuelto a ver al Cíclope, al otro lado de la gran
verja o paseándose por los muros, mirando hacia arriba como un gato preparado para saltar. Pero
todavía se acrecentaron más las sospechas del portero.
—Estoy seguro de que lo he visto antes —murmuró.
Bueno, ahora estaba a salvo. La casa se había quedado vacía cuando los macedonios entraron en
la ciudad y los persas huyeron; ahora su viejo amigo Leónidas había regresado. El canoso veterano
se hizo con la casa, como había hecho en otro tiempo cuando los macedonios tomaron Efeso por
primera vez. Leónidas había envejecido pero todavía conservaba su carácter jovial y temperamental.
Había traído una jarra de vino y la compartió con el portero mientras le preguntaba sobre lo que
había pasado en la casa desde que él había estado allí por última vez. El portero se hizo el tonto,
como si no tuviese noticia de las historias de Mali, los Centauros, los rumores de un tesoro
escondido o de cuanto hubiese acontecido en los dos últimos años. ¿Y qué le importaba a él? No
quería alarmar a Leónidas, que había traído consigo a otros dos soldados. El portero apretó los ojos,
no recordaba los nombres de los soldados, sólo que eran hombres jóvenes de mirada cruel, hombres
de hierro y sangre, guerreros. No se habían mostrado muy amables. De hecho, si se hubieran salido
con la suya, Leónidas le habría despedido, pero el portero les era de utilidad. Les contó a los
macedonios todos los rumores sobre Efeso (o por lo menos los que él conocía) y cómo en la Casa de
Medusa las cosas se habían sucedido con bastante normalidad en los últimos dos años.
Leónidas y sus dos compañeros se instalaron en la casa. Trajeron a una criada y, como soldados
vencedores, pronto tuvieron comida y toda clase de comodidades. A Leónidas todavía le gustaba el
vino. Él y uno de sus compañeros habían salido la noche anterior y regresaron bien pasada la
medianoche.
—Borrachos como patos mareados —se rió casi sin poder articular palabra el compañero de
Leónidas mientras ayudaba al viejo soldado a entrar por la verja. El portero permaneció sentado y
observó cómo se encendían las lámparas en la ventana del piso de arriba. Les había escuchado cantar
algo obsceno sobre una joven en brazos de un soldado, pero después de aquello, reinó el silencio.
Probablemente el vino les ha tumbado, pensó el portero. Sin embargo, qué extraño, pues
Leónidas, a pesar de todo, aguantaba bien la bebida. El portero le había visto salir, hacía tan sólo un
momento, por la puerta lateral en dirección al huerto. La brisa fría de la mañana le provocó un
escalofrío. Se bajó de su taburete de madera, salió de la caseta y paseó por el terreno. En realidad,
no había visto que Leónidas regresara. Había salido por la puerta lateral como si buscara algo. El
portero cruzó a paso lento la hierba húmeda de rocío mientras se estremecía por el frío. Sentía
curiosidad.
—¡Leónidas, Señor! —le llamó.
Se adentró en una pequeña arboleda y escudriñó a través de la tenebrosa y escasa luz. No
percibió ninguna antorcha encendida. Avanzó entre los árboles y caminó por el largo y rectangular
estanque de aguas sucias, rodeado de zarzas sin podar. El portero volvió a llamar a su viejo amigo,
pero la única respuesta que obtuvo fue el canto irritado de algún pájaro entre los árboles. Se abrió
paso entre las zarzas. Tal vez Leónidas estuviera sentado cerca del estanque.
Se detuvo en el borde y contempló la escena horrorizado: el soldado se encontraba bocabajo en
el agua, con la capa flotando a su alrededor. El portero agitó nervioso las manos.
—¡Señor! —exclamó arrodillándose.
Leónidas no contestó. Flotaba como un pez muerto, con los cabellos canosos esparcidos, las
nudosas manos cerradas y con la capa ondeando lentamente sobre las aguas.
Capítulo I
«Efeso… se había sumido en el caos y en el derramamiento de sangre, cuando Alejandro
intervino y puso fin a las atrocidades del pueblo».
— O
s lo aseguro —dijo con firmeza Telamón—, el método funciona.
El resto de médicos sacudió la cabeza en señal de desaprobación. Se
encontraban sentados en torno a un mantel en los jardines de la residencia del
gobernador persa a las afueras de Efeso: lugar paradisíaco de verdes prados regados donde
magníficos pavos reales se paseaban, emitiendo graznidos a su antojo. El jardín estaba dotado de
huertos con manzanos, granadas y cerezos, casas de verano y pérgolas cubiertas de parras que
ofrecían su sombra. En el lago, cubierto en su centro de brillantes flores de loto, una carpa lustrosa y
perezosa salió repentinamente a la superficie de aguas plateadas en su ansia por cazar moscas.
La declaración de Telamón fue acogida por un silencio y miradas de incredulidad. Aquel tipo de
debate se había vuelto común entre la comitiva de médicos de Alejandro. Telamón se sintió como si
siempre desafiara a la tradición, aunque sospechaba que sus amigos se divertían llevándole la
contraria. Perdicles, el cínico ateniense, de rostro anguloso bajo unos finos cabellos negros; Nicias
de Corintia, hombre sombrío de ojos hundidos, siempre dispuesta su boca a hacer preguntas; y
finalmente Cleón, de cabellos rubios y facciones suaves, al que todos consideraban más un espía de
Alejandro que su médico. Casandra, la ayudante de Telamón, permanecía sentada a su lado, pelando
cuidadosamente una manzana que había partido previamente en varios gajos.
—Yo también he visto cómo lo hacían —declaró la mujer de ojos verdes, llevándose un gajo a la
boca.
Los tres médicos hicieron caso omiso de su comentario.
—He visto tantas fisuras de cráneo como vosotros —afirmó enfadada, desafiando a cada uno de
ellos con la mirada.
—Entonces, lo que decís —afirmó Cleón con voz cansina— es que afeitáis la cabeza del
paciente y la cubrís con una sustancia espesa que tiñe.
—Exacto —prosiguió Telamón—, pero aseguraos de que no le va a parar a los ojos o a la boca.
Normalmente la sustancia resbala por la superficie aplicada y, al igual que sucede con el agua sobre
el barro endurecido, se cuela por donde encuentra una fisura y se asienta.
—Entonces lo probaré —acordó Perdicles—, aunque mis pacientes probablemente me
demandarán por ello.
—Otro método —intervino Casandra dispuesta a que no la dejaran de lado— consiste en hacer
que el paciente muerda algo duro y observar entonces los huesos del cráneo. Si hay fisura, ésta puede
verse fácilmente. Pero debéis hacerlo con presteza, pues las lesiones en la parte frontal del cráneo
son siempre más peligrosas que las de la parte posterior. Y si el paciente muestra síntomas de fiebre
o mareos, significa que el cerebro ha sido dañado.
—¿Y quién lo dice? —se burló Cleón.
—Hipócrates —le contestó Casandra también en tono jocoso.
A Cleón casi se le atraganta el bocado de ganso asado que deglutía en ese instante.
—Puedo citaros el capítulo y el verso —le retó ella.
Cleón movió la cabeza en señal de desaprobación.
—También —continuó Telamón pronunciando con parsimonia cada palabra—, he probado un
método ingenioso para curar fracturas debajo de la rodilla. Coged unas cuantas ramas de un árbol
corno.
—¿La misma madera de la que están hechas nuestras lanzas? —preguntó Nicias refiriéndose a la
lanza de dieciocho pies que llevaba la falange macedonia.
—La misma —admitió Telamón—. Envolved y proteged la pierna del paciente en dos puntos:
por encima del tobillo y justo por debajo de la rodilla. Coged a continuación cuatro ramas —explicó
abriendo las manos— que sobrepasen ligeramente la distancia entre los dos vendajes y colocadlas
alrededor de la pierna, introduciendo las puntas de las ramas por debajo de ambos vendajes para
sujetarlas bien.
—¿Y luego qué? —preguntó Perdicles.
Telamón escuchó voces por detrás de unos arbustos.
—Las ramas arqueadas tienden a tensarse hasta enderezarse de nuevo, con lo que mantienen
prietos los vendajes hasta el punto que éstos pueden desprenderse.
—¿Y? —preguntó Cleón.
—El peso del cuerpo pasa del tobillo a la rodilla, permitiendo que el hueso roto se coloque en su
sitio y se cure adecuadamente.
Los gritos de desaprobación se acallaron de inmediato cuando apareció Aristandro rodeado de
sus guardaespaldas. Aquellos fornidos mercenarios celtas de rubias melenas y rostros barbados
vestían una variopinta colección de armaduras sobre sus trajes forrados de piel. Resultaba difícil
distinguir unos de otros. Aristandro les llamaba sus «adorables muchachos». En secreto Telamón los
consideraba un atajo de asesinos, aunque ellos siempre le trataban con mucho afecto, pues el médico
curaba sus heridas leves, arañazos y pesados dolores de estómago debido a lo mucho que bebían.
Aristandro se detuvo frente a los médicos y les miró desde arriba. Sobre la túnica azul clara, le
caía una capa de mujer ribeteada con cintas doradas y plateadas (robada probablemente de algún
armario persa); para colmo se había maquillado exageradamente el rostro.
—Les he enseñado nuevos versos —afirmó—. Estamos representando Hipólito de Eurípides
¡Qué obra más maravillosa! —A Aristandro le complacía enseñar a sus guardaespaldas obras de los
grandes dramaturgos. Siempre insistía en que prestasen todos atención a sus palabras, y alababa la
erudición de sus «adorables muchachos».
—Los regalos de los enemigos —murmuró Telamón por lo bajo—, no son regalos y no pueden
augurar nada bueno.
—¿Qué decís? —preguntó con sorpresa Aristandro.
—Nada —sonrió Telamón—, sólo citaba un verso de Ajax de Sófocles.
—¿Habéis olvidado a Aristóteles? —dijo el nigromante en tono de mofa—, ¿segundo capítulo de
los Poéticos?
—Ya sé lo que vais a decir —replicó Telamón—. Según Aristóteles, Sófocles defendía que los
hombres podían ser lo que quisieran ser, pero Eurípides se limitaba a aceptarlos tal y como eran.
Aristandro lo miró con desdén y dio media vuelta.
—Bien, caballeros, formad un coro.
Telamón suspiró. Fuese cual fuese la voluntad de los médicos, el influyente consejero real se
saldría con la suya. El coro permaneció en fila, sus miembros extendieron las manos y sus rostros
adoptaron una expresión solemne.
—«Mi lengua juró a pesar de que mi mente todavía se negaba a comprometerse…»Y hubieran
continuado con su canto de no ser por la llegada de un paje, que se acercó veloz como una gacela,
cruzando el prado y gritando sus nombres. Telamón se incorporó de inmediato.
—¡El rey! —anunció el paje con la voz entrecortada y deslizándose sobre la hierba hasta
detenerse—. ¡El rey desea veros de inmediato!
Aristandro levantó su garra como si se tratase de un ave depredadora.
—Muchacho, ¿a quién desea ver el rey?
—A vos, señor, y también al médico Telamón.
Al cabo del rato, Aristandro y Telamón, con el coro pisándoles los talones, entraron en las
estancias reales que se encontraban en la parte trasera del palacio del gobernador. Caminaron sobre
un suelo encerado de madera de roble y recorrieron pasillos engalanados con tapices de vivos
colores que recubrían las paredes pintadas de blanco. A medio camino los miembros de la guardia
del rey les hicieron alto; eran soldados de a pie vestidos con la armadura ceremonial: faldas y petos
morados sobre túnicas blancas como la nieve y cascos ornamentados con plumas. Los hombres del
rey habían desenvainado las espadas como si esperaran un ataque repentino de los persas. El oficial
les reconoció pero insistió en cumplir con el protocolo. A pesar de las vivas protestas de Aristandro,
les registró por si acaso llevaban escondida algún arma antes de dejarles continuar.
Alejandro se había alojado en la Cámara del Jacinto, estancia decorada con exquisitez y cuyas
ventanas, abiertas de par en par, daban a los jardines reales. Piezas muy delicadas componían el
mobiliario: reposapiés acolchados con tejidos preciosos, mesas, sillas y taburetes de maderas muy
caras como la acacia, el sicómoro o el terebinto, y con incrustaciones de oro, plata y ónice. Rosas de
un rojo sangrante decoraban el techo y jacintos azules las resplandecientes paredes. El suelo de
madera había sido encerado. En el centro de la estancia reposaban las aguas en un estanque, tras
recorrer un ingenioso entramado de cañerías escondidas. Pétalos de rosa, de empalagosa fragancia,
flotaban en su superficie y sobre ellas revoloteaba bullicioso un grupo de avispas que había plagado
el palacio. El rey ya se había quejado de su presencia y los miembros de la guardia se habían
dedicado a extraer con cuidado los nidos que colgaban bajo los aleros, en las bodegas o en cualquier
escondrijo.
Alejandro había transformado todo aquel lugar en su cuartel general: una de las cámaras
contiguas le servía de cancillería y la otra, de dormitorio. Yacía desparramado sobre una silla con
cierto parecido a un trono y se volvió hacia una de las ventanas para que le diera la brisa. En un
taburete, junto a él estaba sentado Hefestión, amigo íntimo de rasgos oscuros y rostro ansioso.
Sostenía la mano derecha del monarca, mientras le frotaba suavemente los dedos y musitaba algo por
lo bajo. Alejandro parecía ignorar tanto la presencia de Hefestión como la llegada de Aristandro y
Telamón. Permanecía hundido en la silla, toqueteándose la túnica verde claro, dando golpecitos con
los pies en el suelo y sacudiéndose, de vez en cuando, alguna avispa que revoloteaba a su alrededor.
Hefestión se puso en pie para saludarlos. Su rostro ojeroso revelaba la falta de sueño y, al igual
que el rey, iba sin afeitar y con los cabellos alborotados. Trajo dos taburetes para que Aristandro y
Telamón pudieran sentarse frente al monarca, que permanecía con la mirada clavada en la ventana y
con un dedo en la boca. Del labio le resbalaba un hilillo de saliva por la barbilla hasta ir a parar, sin
que se diera cuenta, sobre la túnica.
—¿Estáis bien, señor?
Alejandro pestañeó.
—Señor, ¿estáis bien? —repitió Telamón.
—Será algún espíritu malvado —susurró Aristandro—. El rey está maldito.
—¡Tonterías! —exclamó Telamón inclinándose hacia el soberano y tomándole de la mano. Notó
que tenía el pulso irregular y que de sus cabellos rojizos le caían gotas de sudor.
Algunas veces, Alejandro se mostraba como el semidiós de ojos hermosos y rasgos bien
marcados que pretendía parecer. Con la barba rasurada, el cabello engrasado y una diadema
alrededor de la cabeza, parecía tan fuerte y entusiasta como un atleta en las olimpiadas. Sin embargo
ahora tenía aspecto de borracho, Telamón sabía muy bien que ésta era la verdad, con una fuerte
resaca tras una noche de poco sueño. Esto a su vez le había provocado muy posiblemente un
repentino ataque de pánico, acompañado por un estado de ansiedad agudo, típico de Alejandro
cuando se ponía como loco y discutía por todo. El rostro del rey estaba sonrojado, ligeramente
hinchado y sus ojos parecían hundírsele en la cara.
Alejandro movió ligeramente la cabeza hacia la derecha, uno de sus gestos preferidos y que
ahora incluso imitaban algunos de sus cortesanos.
—¡Soltadme la muñeca, médico!
—Vos lo habéis dicho, señor —respondió Telamón—, soy vuestro médico y vos mi paciente.
Alejandro retiró la mano.
—Anhelo alcanzar la inmortalidad —añadió en tono quejoso.
—¿Y no la anhelamos todos?
La expresión pensativa de Alejandro se mudó en una leve sonrisa. Se reclinó sobre los brazos de
su trono improvisado, clavó la mirada en su médico y entonces, echando la cabeza hacia atrás, soltó
una sonora risotada.
—¡El sobrio y arisco Telamón, tan práctico como siempre! ¿Dónde está vuestra furcia pelirroja?
¿Ya os habéis acostado con ella? Apuesto a que se le da tan bien la cama como a un pájaro volar.
—Mi ayudante Casandra está afuera en el jardín —replicó Telamón.
—«Lo mejor es no haber nacido —añadió Alejandro citando una frase de Eurípides—. Pero
mejor todavía —continuó—, es haber nacido y regresar cuanto antes al lugar de donde procedemos».
Telamón lanzó entonces una rápida mirada de soslayo a Hefestión, que sacudió la cabeza en
señal de desaprobación. Cuando empezaba Alejandro a reflexionar sobre la inmortalidad, sobre todo
después de varias copas de vino, su humor se tornaba peligroso.
—¿Por qué me hacéis sentir mal, Telamón? ¿Por qué no me complacéis?
—Tampoco lo hace Hefestión. No me gusta hablar de sexo —replicó Telamón—. Lo que pasa en
mi dormitorio es asunto mío y no vuestro.
Alejandro volvió a ladear la cabeza.
—¿Habéis leído recientemente la República de Platón, médico?
—Ya sabéis que no.
—Alguien le preguntó a Sófocles el dramaturgo —insistió Alejandro—. «¿Cómo os va en el
amor? ¿Todavía sois capaces de tener sexo con una mujer?». «Callad», contestó el dramaturgo.
«Gustosamente he dejado todo eso tras de mí; he escapado de un amo loco y salvaje».
—Le trajeron a una esclava —explicó Hefestión acompañando sus palabras con un mohín.
—¿Y fuisteis impotente? —exclamó bruscamente Telamón.
Alejandro bajó la cabeza y se rió por lo bajo.
—«Sed siempre distinguido y por encima de los demás» —fue la respuesta del monarca citando
ahora un fragmento de la Ilíada.
Telamón retiró hacia atrás su taburete.
—¡Oh, no os pongáis dramático Alejandro! Todo el mundo sabe que la bebida interfiere en la
capacidad sexual. Vos lo sabéis, yo lo sé, vuestros soldados lo saben. Hasta los mandriles de la casa
real de fieras lo saben.
—Mi señor —intervino Aristandro—. Telamón os atendió esta mañana. Estabais enfermo, ni
siquiera os teníais en pie. Temblabais de frío a pesar del calor.
—¡He recibido una carta de mi madre!
Las palabras resonaron como un trueno por toda la habitación. Telamón cerró los ojos y suspiró.
¡Olimpia, la Reina Bruja! Con una sola frase, podía preocupar a su hijo más que una caballería persa
al galope.
—Dice que el tesoro está vacío, que ya se ha gastado todo lo que le envié después de la batalla
del Gránico. Quiere que vuelva a casa.
—Pero no podéis —intentó calmarle Hefestión—. Tenéis asuntos pendientes, señor, aquí y en
Persépolis.
Alejandro se inclinó, apoyando los codos sobre los brazos del trono.
—He bebido demasiado —añadió mirando avergonzado a Telamón—. Lo siento. Me disculpo
por lo que os he dicho de Casandra. Le enviaré un regalo. No, no —rectificó elevando la mano—,
una flauta de plata, sé que le gustará. También he tenido algunos sueños.
—¿Sobre vuestro padre Filipo?
—¿Quién? —preguntó Alejandro. Su humor volvió a trastocarse bruscamente.
—Vuestro padre Filipo —repitió Telamón.
—¿De veras era mi padre?
—Sabéis que sí.
—Estaba internándose en el anfiteatro de Pella —explicó Alejandro, al tiempo que se humedecía
los labios—, las sombras le envolvían, el asesino se le acercaba sigilosamente. Vi el filo del
cuchillo resplandeciendo en su puño. Filipo cayó de rodillas, sus ojos me suplicaban que le dejara
vivir mientras de su boca la sangre le salía a borbotones.
—Olimpia ha vuelto a mencionar a Filipo, ¿no es cierto? —aventuró Telamón inclinándose hacia
el rey y cogiéndole la mano—. Volvió a insinuar, como siempre, que en realidad no sois hijo de
Filipo sino de un dios. Que Artemisa abandonó su templo en Efeso y que asistió a vuestro
nacimiento. No son más que sueños, señor, vapor en el aire. Si bebéis agua fresca, coméis algo
caliente, paseáis un rato y oléis las flores, os sentiréis mil veces mejor.
El rey se puso repentinamente en pie, se abrió paso entre ellos y se dirigió a su dormitorio.
Telamón miró a Hefestión, que alzaba la vista al cielo y se encogía de hombros.
—Bebió demasiado —susurró el amigo del rey—, tres cuartos de vino y sólo uno de agua. Se
quedó dormido en el sofá. Yo mismo tuve que llevarlo a la cama. Y el resto ya lo sabéis. Lo siento
por la larga espera. ¿Hay algo más?
—Sí, tenemos más noticias —replicó Telamón—, sobre el Templo de Hércules.
Hefestión asintió con la cabeza. Telamón recordó la macabra escena que habían presenciado en
el templo: la oscuridad tenebrosa rasgada por los débiles rayos de luz, aquellos cadáveres, abatidos,
atacados y desparramados por el suelo. Los restos ennegrecidos debajo de la estatua, aquel extraño
olor, la confusión y la consternación de Calístenes que le informó detalladamente de lo que había
encontrado, totalmente sobrecogido sin entender cómo había podido suceder aquella carnicería. Las
noticias pronto se extendieron por toda la ciudad. Y Alejandro, cuando se enteró de lo sucedido,
sufrió un ataque ira que le hizo empinar el codo más de la cuenta la noche anterior.
—También se ha enterado —explicó Hefestión volviéndose sobre sus hombros y bajando la voz
hasta reducirla a un susurro— de la muerte de uno de los compañeros de su padre. ¿Os acordáis de
Leónidas?
—¡Leónidas! —exclamó Telamón—, ¡uno de los viejos compañeros de bebida de Cleito! Cada
vez que abría la boca era para soltar una maldición.
—Un bravo guerrero —subrayó Hefestión, pero se calló al escuchar un ruido de pasos en el
exterior.
—¡Oh, no os preocupéis! —le tranquilizó Aristandro—, es mi coro. No acostumbran a
permanecer esperando y probablemente se han presentado ante la guardia real.
—Y tanto si les gusta como si no —apuntó con una sonrisa Telamón—, estarán recitándoles
todos los versos que han aprendido de Eurípides.
Dos avispas, revoloteando como las Furias, se acercaron para cernerse sobre una mancha de vino
que había en suelo. Hefestión las mató de un pisotón.
—¡Malditas avispas! —exclamó—, tienen nidos por todo el palacio, en las bodegas, en los
desvanes…
—Deberíamos buscar todos sus nidos —sugirió Aristandro apartándose con la mano otra avispa
que rondaba alrededor de su cabeza.
—Vuestro perfume las atrae —apuntó entre risas Telamón—, les gusta…
Alejandro apareció en el umbral de la puerta. Se había cambiado la túnica, lavado la cara y
mojado el pelo. Dio una palmada y se acercó.
—Ya basta de autocompasión —resolvió al sentarse de nuevo en el trono—. Ha sido una de mis
rabietas. Hefestión, ¿está Efeso bajo control?
—Los ciudadanos os adoran, señor.
—¡Ya, como adoran los huevos de Darío! —espetó Alejandro—. Al menos se han terminado las
masacres, ¿no?
—Ya no hay más matanzas, señor. Se ha proclamado vuestra orden. Castigaremos con la pena de
muerte cualquier disturbio, siguiendo la ley marcial. Se han abierto los mercados, las calles están
limpias y en orden, todo el mundo ha recuperado su actividad.
—¿Y mis muchachos? —se interesó Alejandro frotándose la cara—. ¿Y mis chicos de oro, mis
soldados?
—Acampan en la ciudad, donde los oficiales tienen sus cuarteles; el resto se encuentra al otro
lado de las murallas. Viven a cuerpo de rey, llenándose el estómago de leche, miel, carne y cerveza.
—Y vino —añadió Alejandro con acritud guiñándole un ojo a Telamón—. Bien.
Se acomodó en la silla, balanceándose suavemente. Telamón le observó con curiosidad. El
humor de Alejandro podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos, pasar de la autocompasión a la
arrogancia, volviendo a ser el sabio general y astuto político de siempre. A veces resultaba
mezquino, petulante y malhablado. Sin embargo, si estaba de buen humor, era capaz de dejar aquel
palacio en manos de una pobre viuda. Telamón sólo esperaba que el rey no sufriera uno de sus
repentinos cambios de humor.
—Descansaremos aquí —concluyó mientras entrecerraba sus ojos de diferentes colores—.
Descansaremos aquí —repitió—, y luego atacaremos el sureste en dirección a Mileto. ¿A qué tipo de
dificultades deberemos hacer frente, Hefestión?
Alejandro había decidido aleccionarles con su estrategia.
—Es un puerto —replicó su amigo—, es un buen puerto.
—¿Y?
—Está fortificado por uno de nuestros viejos enemigos, Memnón de Rodas. Podrían recibir
ayuda por el mar de las flotas persas —concluyó Hefestión.
—¿Y cómo nos haremos con el puerto?
Hefestión le devolvió la mirada sin saber qué decir.
—Bueno —suspiró Alejandro—, antes de proseguir la marcha, Efeso debe estar en orden. Ahora
Telamón, contadme lo del Templo de Hércules. Ya sabéis que era mi antepasado. Mi madre…
—Ya sé lo qué vuestra madre dice —replicó Telamón—, pero lo más importante, señor, es lo
que vos pensáis. Jurasteis por lo más sagrado que los hombres que se refugiaran en él no sufrirían
daño alguno, que no les tocarían ni un pelo de la cabeza.
Los ojos de Alejandro se le encendieron llenos de rabia.
—Ya sé lo que dije —replicó con rotundidad—. Ahora los efesios dudarán de mi palabra.
Quiero saber qué es lo que pasó exactamente.
—Dicen que un centauro entró en el templo —intervino Aristandro—. Ya sabéis, esa criatura
mitad hombre, mitad caballo, el viejo enemigo de Hércules. Pisoteó a aquellos hombres hasta
matarlos, arañó con su pezuña la mejilla de uno de ellos y quemó al desafortunado con el fuego que
escupía por las fauces.
Alejandro miró solemnemente a su Señor de los Secretos.
—¿Sabíais que Artemisa era mi madre? —preguntó Telamón— ¿y que me dio el pecho?
El rey empezó a reír y a continuación se le unió Hefestión mientras Aristandro permanecía
sentado con aire remilgado.
—¿Qué estáis diciendo, Telamón?
—Os digo que si un centauro entró en el templo y cometió aquellos atroces asesinatos, entonces
Artemisa es mi madre.
—Ya sé quién fue vuestra madre —añadió Aristandro con irritación.
Sin pretenderlo, sus palabras tan sólo lograron avivar todavía más las risas. Alejandro levantó su
mano.
—Médico, contadme vuestra historia. Y vos, Aristandro, por el momento, por favor —dijo
desviando la vista hacia su nigromante—, mantened la boca cerrada.
—Hace dos semanas —empezó Telamón, haciendo caso omiso del gesto desdeñoso de
Aristandro—, varias tropas macedonias entraron en Efeso y entonces empezó el derramamiento de
sangre. Y vos, mi señor, permitisteis que continuara.
—¡No tenía otra opción! —espetó Alejandro.
—Teníais tantas como hubieseis querido, pero elegisteis consentir que los demócratas calmasen
su sed de venganza. Se llevaron a cabo las ejecuciones y las masacres, empezaron los botines y el
pillaje. Bien, hace una semana pusisteis fin a todo esto. Sin embargo, algunos líderes de la oligarquía
recién derrocada, entre los que se encontraba Demades y su criado Sócrates, se refugiaron en el
Templo de Hércules.
—¿Y por qué eligieron precisamente ese lugar? —preguntó Hefestión.
—Porque es un templo que su partido frecuenta. Es una especie de lugar sagrado, una capilla,
bastante común por aquí —explicó Telamón—. Algunos ciudadanos son devotos de Artemisa, otros
de Poseidón o de Apolo.
—No creeréis en los dioses, ¿verdad? —tanteó Alejandro.
—No estoy tan seguro de su existencia, señor. Y aunque creyera, me costaría aceptar que ellos
creen en nosotros. En fin, los templos eran lugar seguro; nadie desea despertar la furia de los dioses.
Sin embargo, el Templo de Hércules era diferente. Su sacerdote fue asesinado a los pies del templo;
sus ayudantes y asistentes recibieron una buena paliza y salieron huyendo —Telamón levantó una
mano para evitar preguntas—. No sabemos por qué, pero sospecho que pensaban que el sacerdote
era miembro de los oligarcas y que había participado en sus consejos y deliberaciones; por eso le
castigaron. Sin embargo, Demades y sus seguidores sabían que una vez en el templo, estarían a salvo.
—¿Cómo escaparon a la masacre? —preguntó Aristandro.
—Lo desconozco. Probablemente se escondieron en sus casas o en el campo. Una vez terminó la
masacre, se reunieron en la mansión de Demades y, escoltados por las tropas macedonias, se
dirigieron al templo para refugiarse en su interior. Llevaron consigo lo imprescindible y nos enviaron
un mensaje en el que decían temer por su vida y por su seguridad. Afirmaron que se refugiarían en el
templo hasta lograr la protección de nuestro rey.
—Entonces —declaró Alejandro—, la ciudad era un lugar seguro. El resto de oligarcas salieron
de sus escondrijos: hombres poderosos, mercaderes, oficiales de la ciudad, algunos sacerdotes…
Necesitaba su ayuda tanto como ellos la mía. Y clamaron respeto para Demades y su partido.
Continuad, Telamón.
—Estuvieron en el templo unos siete días. No portaban armas, de acuerdo con el ritual, y
recibieron únicamente comida, bebida y algunas mudas.
—¿Y como se las apañaban para hacer de cuerpo? —preguntó Hefestión.
—Yo también mencioné eso —sonrió Telamón—. Afirmaban tener buenos intestinos y buenas
vejigas. Durante el día se hacían escoltar hasta el retrete más próximo; y eso era lo último que hacían
antes de que se sellaran las puertas del templo por la noche.
—Y las sellaban bien —confirmó Alejandro—. Hay una puerta exterior y otra interior. La
entrada trasera tiene cerrojos por dentro y no se ha abierto desde hace meses —miró a Telamón.
—Señor, estáis en lo cierto. Las ventanas son altas y estrechas. Yo mismo he registrado el lugar:
no hay entradas secretas ni tampoco pasadizos. El templo es un edificio antiguo de estructura sencilla
e indudable solidez; tal vez por ese motivo lo eligió Demades. El techo está construido con vigas de
mucho peso —Telamón se acompañó con un gesto de manos para describirlo— que se apoyan sobre
robustas columnas. Los pasillos laterales están desnudos. Y al fondo de todo se alza una majestuosa
estatua de Hércules.
—¿Y la reliquia? —inquirió con impaciencia Alejandro.
—Oh, sí, la reliquia. He visitado templos similares por toda Lidia y Grecia que albergaban
objetos sagrados. En este caso se trataba de una vasija de plata que se supone contenía una sencilla
jarra de barro en la que había parte del veneno que mató a Hércules.
—¡La sangre de Hidra! —Los ojos de Alejandro centelleaban como los de un niño—. ¡Siempre
quise verla! Recuerdo a mi madre contándome la historia. Cómo Neso el Centauro se la dio a la
amante de Hércules. Si hubiera…
—No sabemos lo que contenía —interrumpió amablemente Telamón—, pero la vasija de plata
estaba colocada sobre un plinto con una base de hormigón. Un receso en la parte superior del plinto
la protegía. Estaba rodeada por un hoyo circular de dos metros de ancho y relleno de brasas
encendidas que desprendían un calor bastante intenso.
—De modo que nadie podía cruzarlo —murmuró por lo bajo Hefestión.
—No, y así es como la vasija salvaguardaba su secreto. El conocimiento de lo que albergaba en
su interior se iba transmitiendo de sacerdote en sacerdote hasta que el último murió de modo
repentino. En consecuencia, resulta imposible determinar por el momento qué es lo que contenía la
vasija.
—¿Pero cómo podían cruzar el foso los sacerdotes? —preguntó Aristandro.
—Según parece, cuando se nombraba a un nuevo sacerdote —explicó Telamón— dejaban morir
el fuego, que se enfriaran las brasas, y limpiaban el foso —compuso un mohín—. Entonces, el
sacerdote lo cruzaba, cogía la vasija y, en la santidad del templo, se le permitía inspeccionar su
contenido.
—¿Y los asesinatos? —preguntó Alejandro.
—El templo estaba rodeado por los soldados —continuó Telamón eligiendo sus palabras con
cuidado—. Confió en Calístenes. No hay razón para que ningún macedonio quiera inmiscuirse en la
política de la ciudad.
—Estoy de acuerdo, estoy de acuerdo —afirmó Alejandro con la mirada perdida, como si
todavía se preguntara sobre el contenido de la vasija de plata.
—Anteayer por la noche —siguió Telamón propinando unos golpecitos en el brazo de Aristandro
—, los dos fuimos al templo, siguiendo vuestras órdenes. Nos reunimos con Demades y el resto. Les
repetimos una y otra vez con solemnidad que se encontraban a salvo. Les explicamos que
regresaríamos a la mañana siguiente en compañía de líderes demócratas. Meleager, que había
insistido tanto en que Demades abandonara el templo y retomara su posición en la vida pública,
también estaría presente.
—A mí me parecieron todos bien fuertes y sanos —interrumpió Aristandro—. Sólo se quejaban
porque echaban de menos a sus familias y les apetecía darse un baño y cambiarse de ropa.
—¿Y creyeron vuestras palabras de sosiego? —preguntó Alejandro.
—¡Oh, sí! Dijeron que abandonarían el templo por la mañana, siempre y cuando nosotros
regresáramos —explicó Aristandro—. En las noches anteriores el capitán de la guardia había
cerrado con llave el templo y él mismo la guardaba. Demades nos preguntó si queríamos llevarnos la
llave. Yo accedí y les pregunté si deseaban algo más. Me contestaron que su libertad.
—¿Y todos se comportaron del mismo modo? —preguntó Hefestión— ¿ninguno se mostró huraño
o reservado?
—No.
Telamón se humedeció los labios. Tenía la boca y la garganta secas; recordó los refrescantes
zumos de fruta que él y Casandra habían tomado en el jardín. Sin embargo, como era habitual cuando
el rey estaba absorbido por alguna preocupación, se olvidaba de todo lo demás, incluso de la comida
y la bebida.
—Todos deseaban salir, sobre todo Sócrates, el criado de Demades. Decía que el templo estaba
encantado, invadido por sombras cambiantes.
—¿Y dijo por qué?
Telamón negó con la cabeza.
—Demades le regañó, dijo que era demasiado supersticioso. Además —añadió Telamón
levantando una mano—, uno de los guardias de Calístenes, armado hasta los dientes, también se
encontraba en el templo, como las dos noches anteriores. Demades apreció aquel gesto. Decía que
confiaba en la palabra de un macedonio pero no en la de Agis y el resto de demócratas.
—Las puertas del templo eran seguras —explicó Aristandro—. Yo mismo las cerré con llave,
tanto la de fuera como la de dentro. Quedaron completamente cerradas.
—¿Y a la mañana siguiente? —preguntó Alejandro.
—Había ocho hombres en aquel templo —afirmó Telamón—. Estaba protegido y bien defendido.
Aparte del soldado, nadie más llevaba armas. Además les trajeron pan y queso para comer y algo de
vino para beber.
—¿Es posible que camuflaran algo entre los víveres? —preguntó Alejandro reclinándose sobre
las rodillas y arrugando el entrecejo en un gesto de concentración.
—Es posible —admitió Telamón—, pero debió de ser algo insignificante e inofensivo, pues los
guardias habrían detectado cualquier otra cosa que se saliera de lo normal y la habrían retirado.
—¿Armas? —preguntó Alejandro.
—Tal vez una pequeña daga pero, según Calístenes, no vieron nada, ni él ni tampoco sus
hombres.
—¿Y recibían visitas?
—Algunos miembros de las familias oligarcas les habían visitado, pero eran registrados antes de
entrar. Y no encontraron nada sospechoso. Calístenes probó los restos de vino y comida, pero
tampoco estaban envenenados. De hecho, dijo que el vino era muy bueno, y compartió lo que había
quedado con sus hombres. No encontraron armas excepto las del soldado. No había señales de
forcejeo y sin embargo ocho hombres fueron asesinados —Telamón hizo una pausa—. Calístenes
registró el templo en primer lugar, como testigo objetivo. Cuando terminó, Aristandro y yo hicimos
otro tanto. Estudiamos a cada una de las ocho víctimas. Algunas fueron golpeadas hasta la muerte —
Telamón se sirvió de las manos para explicarse—. La mayoría había recibido un certero golpe en la
sien y otro en la frente, y quedaron con el cráneo partido y el rostro desfigurado.
—¿Se trató de un golpe muy fuerte? —preguntó Alejandro.
—Sí, muy fuerte. Seis hombres murieron de esa manera. Yacían en charcos de sangre, fría y
congelada, de modo que las muertes debieron tener lugar algunas horas antes, yo diría que poco
después de medianoche. A la séptima víctima la quemaron hasta dejarla irreconocible. No sé cómo
murió. He examinado el cráneo, tal vez también le golpearon en la sien. El porqué y el cómo la
quemaron siguen siendo un misterio.
—¿Y las marcas de los golpes eran las mismas en cada una de las víctimas?
—En mi opinión, sí. Les golpearon con una porra muy pesada.
—Yo no estoy de acuerdo en ese punto —intervino Aristandro—. Nunca he visto una porra con
la forma del casco de un caballo.
—¿Es eso cierto? —preguntó Alejandro— ¿mostraban indicios esas víctimas de haber sido
asesinadas por el casco de un caballo de guerra?
Telamón fijó la mirada más allá del rey, en uno de los cuadros de la pared: representaba a una
hermosa muchacha ataviada con finos ropajes, la sandalia saliéndosele del pie mientras bailaba, y
con un jacinto en cada mano; tenía el rostro alargado, ojos como endrinas y unos labios rojos y
carnosos. A Telamón, el corazón le dio un vuelco, en algunas cosas le recordaba a Anuala, la chica
del templo, la mujer a la que había amado tan apasionadamente y perdió de forma terrible en la
Tebas de Egipto. ¿Qué pensaría ella de todo esto?
—Médico, os he hecho una pregunta —Alejandro chasqueó, irritado, la lengua.
—Según las pruebas, sí —admitió Telamón—, parece como si el casco de un caballo les hubiera
aplastado parte de la cabeza y de la cara.
—Pero no hay caballos en el templo —se mofó Aristandro.
—La octava víctima —Telamón prefirió pasar por alto aquella interrupción— resulta un caso
mucho más curioso. Descubrimos arañazos en su mejilla y brazo izquierdo. Las marcas eran muy
parecidas a las zarpas de un gato.
—Pero tampoco hay gatos en el templo —volvió a interrumpir Aristandro con tono jocoso.
—No creo que estos arañazos le mataran —continuó Telamón como si tal cosa—. Fue
envenenado.
—¿Qué? —preguntó Alejandro dando un respingo sobre su asiento y ladeando ligeramente la
cabeza—, pero dijisteis que el pan y el vino estaban intactos.
—Si fue envenenado, el veneno debía de encontrarse seguramente en la zarpa —declaró Telamón
—. No hay duda de que fue envenenado; el cómo, no lo sé. Sin embargo, la rigidez de sus músculos,
en especial de la cara, la opresión de la mandíbula, el color de la lengua, el estómago duro e
hinchado, la saliva blanca como la leche manando de sus labios… Todo esto indica que fue
envenenado, ya sea por una serpiente, un pez de mar o el extracto de alguna planta o mineral.
—¡Hablaremos de este tema más tarde!
Todas las señales de resaca y de pánico habían desaparecido del rostro de Alejandro. A
Telamón le recordó al joven muchacho con el que había ido a la escuela en la academia de
Aristóteles en la Arboleda de Mieza. Cualquier problema intrigaba a Alejandro, le gustaba estudiarlo
pacientemente, como un gato lo haría con un ratón.
—¿Pudo este hombre ser el asesino? —preguntó el rey—. ¿Pudo haber matado al resto y luego
envenenarse?
—Es posible —admitió Telamón—, pero esta solución crea tantos problemas como los que
resuelve. Primero, ¿por qué?, segundo, ¿cómo un criado pudo matar a ocho hombres fuertes?, tercero,
¿qué arma utilizó?, cuarto ¿qué le arañó?, y quinto, ¿por qué se tomaría el veneno?
El rey permaneció en silencio.
—Hay otras cuestiones. El criado de Demades se llamaba Sócrates, ¿verdad?
Aristandro asintió.
—¿Cómo quemó Sócrates a una de las víctimas? ¿Cómo mató al resto? ¿Dónde estaba su arma?
¿Cómo cruzó las brasas y se llevó la vasija de plata? ¿Qué se llevó? No encontramos nada en el
templo. Y finalmente —suspiró Telamón—, si Sócrates hubiera sido el asesino, ¿cómo lo explicaría
si entraban los guardias?
Sus preguntas fueron acogidas con miradas de sorpresa y encogimientos de hombros.
—Seguimos con el mismo problema si lo aplicamos a cualquier otra de las víctimas —continuó
Telamón lentamente—. No creo que el hombre que murió carbonizado matara a todo el mundo y
luego se prendiera fuego a sí mismo.
—Cada vez resulta todo esto más ridículo —declaró Alejandro poniéndose en pie, estirando sus
músculos hasta hacerlos crujir—. ¿Y si trabajamos con la hipótesis de que alguien entró en el
templo?
—Una hazaña imposible —replicó Aristandro—. Nadie se ocultaba allí. Rebuscamos hasta el
último rincón del templo.
—Entonces, ¿quién los mató? —preguntó el monarca—, ¿cómo y por qué? ¿Dónde están las
armas? ¿Dónde está el veneno? ¿Cómo cruzó el asesino las brasas de carbón encendido? —Se sentó
y dedicó una mirada cortante a Telamón—. Estoy repitiendo vuestras preguntas. Veamos, ¿no había
señales de disturbios? ¿Ninguna señal de forcejeo? ¿Nada anormal? ¿Estáis seguro de que el vino y
la comida estaban intactos?
—Seguro.
—¡Preguntas, preguntas! —exclamó el rey chasqueando los labios—. ¿Seguro que no
observasteis nada extraño? —Se llevó la mano a la cara y a través de sus dedos escudriñó a
Telamón.
—Uno de los guardias dijo que, durante la noche, mientras estaba patrullando, olió a quemado,
pero pudo muy bien ser una ilusión. Incluso aunque fuera verdad, han habido incendios por todo
Efeso, cuerpos carbonizados por todas partes.
—¿Algo más?
—Otro de los guardias dijo que olió a caballos, como en un establo.
—Volvemos entonces al asunto de los centauros —intervino Aristandro pavoneándose—. Y ya
conocéis la leyenda, señor, mitad hombres, mitad caballos. El Centauro tiene cascos y garras en las
pezuñas. Podría haber provocado un fuego mágico y, además, el veneno corre por su sangre. Estaba
rodeado de avispas venenosas.
—¿Y puede también atravesar la piedra y la mampostería? —preguntó Telamón en tono de burla.
—Tal vez —contestó el nigromante jugando con el anillo de uno de sus huesudos dedos—. Pero
todo apunta hacia los Centauros. Podéis no estar de acuerdo, Telamón, pero esos asesinatos pudieron
ser obra de un mago, de un brujo.
—¿Como vos?
—Basta ya —cortó el rey—. Ocho hombres han muerto —susurró—, se ha cruzado un lecho de
carbón encendido, se han llevado la vasija, la reliquia. Y lo más importante, mis mensajes de paz se
han convertido en nada, en paja que se lleva el viento. ¿Examinasteis el techo?
—Calístenes envió a los ingenieros —replicó Telamón—. No han encontrado ninguna abertura,
ningún hueco; es tan sólido y robusto como el resto del edificio.
Alejandro agarró la muñeca de Telamón mientras le miraba con frialdad y dureza.
—Esto es Efeso, Telamón, la ciudad de la luz y de la oscuridad, de la vida y de la muerte, de la
sangre y del brillo del sol. Alberga el sepulcro de Artemisa. Se han reído de mí, y cosas mucho
peores, pero ya hablaremos de ello más tarde. Creo que voy a odiar el nombre del Centauro. Nadie
pone en ridículo a Alejandro de Macedonia. Pronto partiré hacia Mileto, pero antes deseo que la paz
reine en Efeso. No quiero que el agua de la olla hierva demasiado y estropee el resto. Os
enorgullecéis de ser médico, un hombre que estudia los síntomas y las señales, descubrid entonces
qué es lo que pasa aquí, quién me está haciendo quedar en ridículo, quién se atreve a burlar mi
palabra. ¡Encontradlo, a él, a ellos, a ella, a quién sea! —Luego soltó la muñeca de Telamón.
El médico se tocó el brazo dolorido. Alejandro hizo un mohín.
—Lo siento, pero en este caso, médico, curaos vos mismo.
—No sabemos quién, cómo ni porqué se cometieron esos asesinatos —replicó Telamón—. Los
demócratas podrían haber querido ajustar definitivamente las cuentas con los oligarcas, ¿pero hasta
qué punto? Ya han tenido su revancha y ahora están en el poder. Tal vez podría ser obra de un
aquelarre de asesinos y espías persas. Pero ¿por qué rebelarse contra sus colaboradores más
directos? Quizá se trata de alguna ofensa o rencor personal —Telamón se encogió de hombros—. Sé
muy poco, excepto que esos asesinatos son obra de un hombre y no de una bestia mitológica.
—En ese caso —se ofendió Aristandro—, el Centauro no es un personaje mitológico.
—¡Oh, no empecéis otra vez! —gruñó Telamón.
—He visto hombres asesinados por obra de magia —Aristandro no pudo evitar su tono de burla
—, pero los centauros son más que bestias mitológicas por lo que a Efeso se refiere. Eran un grupo
de asesinos profesionales.
—Sí, eso he oído —admitió Telamón.
—Sin embargo —afirmo Aristandro ahora divirtiéndose—, sabemos que los persas tenían aquí
un espía —cruzó las piernas y se alisó la túnica como si fuera una mujer—, un espía muy valioso que
le contó a Mitra todo cuanto sucedía en esta ciudad.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Telamón—, ¿por qué no me lo habíais dicho antes?
—No nos conocíamos hasta ayer por la tarde —se jactó Aristandro—. El gobernador persa y sus
tropas huyeron; mientras entrábamos por una puerta ellos salieron por la otra. Sin embargo, su
escriba más importante, Rabinos, no supo reaccionar a tiempo. Decidió ocultarse en la casa de una
cortesana. Desgraciadamente para él, uno de nuestros oficiales visitó su nido de amor. Rabinos fue
descubierto. Intentó huir pero fue traicionado, capturado y ahora se encuentra en las mazmorras de
palacio.
—Rabinos está muy asustado —añadió Alejandro—. Lo siento por él. Está metido en un grave
problema. No quiere morir, ni siquiera quiere que le pregunten. Lo único que quiere es que le
prometan que estará libre, a salvo, y que nadie le hará daño.
—Vamos a interrogarle —replicó Aristandro—, yo y vos, Telamón, los ojos y los oídos del rey.
Sin embargo, Rabinos ya ha hablado y ha mencionado al Centauro.
—¿Sabe algo de los asesinatos en el Templo de Hércules?
Aristandro sacudió la cabeza.
—No, no sabe nada y yo, por una vez, le creo —el nigromante se puso en pie y se acercó a un
reloj de agua que había al fondo de la sala—. Agis y compañía vendrán pronto para contestar a
varias preguntas —dio un paso atrás haciendo aspavientos, se sentó y miró al rey.
—Y hay algo más, ¿no es así, señor? —Adivinó Telamón.
Alejandro se volvió y chasqueó los dedos. Hefestión trajo su capa. El rey se la pasó por encima
de los hombros y se abrochó la hebilla.
—Sí, hay algo más Telamón. Quiero enseñaros un cadáver.
Capítulo II
«Darío es un loco, ya que desconoce el poder del Dios Todopoderoso».
C
omo era costumbre al mediodía, Arela la cortesana se preparaba para tomar un baño. Arela
estaba considerada una de las prostitutas más bellas de Efeso, y también una de las más
caras. ¿Acaso no la habían elegido los grandes pintores como modelo en sus obras para
encarnar a las diosas Artemisa y Afrodita? Una mujer de no más de veinte veranos, Arela sólo
vendía su cuerpo a los hombres ricos y poderosos de la ciudad. Se había levantado tarde aquella
mañana; su doncella le había traído su habitual desayuno de frutas y un poco de la cerveza de cebada
que tanto le gustaba. En aquel momento la muchacha se acercó a su señora, mientras revoleaba
ajetreada en el dormitorio, esperando que Arela saliera al jardín y se zambullera en el natatorium.
Más tarde Arela comería algo, antes de dormir un rato, y a continuación atendería sus negocios;
entonces ya sólo le quedaría esperar a que llegara la noche.
Arela se tomaba muy en serio lo de ponerse guapa: se untaba los cabellos dorados con aceite;
rociaba su nívea piel con los perfumes más caros; se pintaba las uñas de pies y manos; se lavaba los
dientes y endulzaba su boca; elegía selectamente la ropa, las sandalias, y podía pasarse una hora
sobre su joyero decidiendo qué es lo que se iba a poner. Los clientes de Arela siempre llegaban
entrada la tarde. No más de dos a la vez, aunque por supuesto, como les confiaba riéndose tras sus
dedos, uno tendría que esperar su turno mientras el otro se divertía. Arela era de lo más selectiva.
Sólo aquellos con los que podía entablar una conversación inteligente y se mostraban sensibles ante
sus cambios de humor eran invitados a entrar en su pequeña pero lujosamente decorada casa, situada
en la Avenida de los Plataneros y que llevaba hacia el templo de Afrodita. Y hoy no era un día
distinto.
Arela anduvo bajo la sombra del pórtico desde donde dominaba el jardín de frondosa hierba
verde, regalo de un poderoso mercader que había importado suelo negro, muy fértil, de Canaán para
luego plantar arbustos y jardines de flores y construir la alargada y ornamentada piscina donde Arela
siempre nadaba. Ataviada con un vestido blanco transparente, se sentó en una silla de mimbre en el
pórtico y escuchó a los pájaros revolotear sobre la hierba. ¡Reinaba el silencio! Arela sonrió. Los
conquistadores podían ir y venir. Un partido podía hacerse con el poder, el otro podía fracasar, pero
nada cambiaba para las cortesanas de Efeso. Una avispa zumbó ruidosamente delante de su cara y se
la apartó de un manotazo.
—¡Tráeme el matamoscas! —chilló a su doncella.
La muchacha se hizo con él y cruzó corriendo el jardín. Arela se lo arrebató de las manos y le
azotó con él en el culo.
—¡No te vayas muy lejos! —le ordenó.
La muchacha sonrió con aire bobalicón y se retiró. Arela depositó sobre su falda el matamoscas y
se llevó los dedos a los labios. ¡Demasiadas emociones! Rabinos había cometido una locura al venir
allí a buscar su protección. Arela se rió. A las cortesanas no les interesaba la política, sólo el poder.
¿De qué le servía a ella un escriba persa de alta posición cuando Darío ya no mandaba en Efeso?
Recordó cómo Rabinos fue arrestado y las felicitaciones y los agradecimientos del atractivo oficial
macedonio. Arela echó hacia atrás la cabeza y contempló el cielo despejado. «¡Era tan guapo! Tenía
el rostro de un halcón, delgada la cintura, las piernas fuertes y los brazos musculosos». Arela
suspiró, «¿pero sería rico y poderoso? Ahí estaba la pega». Una gota de sudor le resbaló por el
cuello. Arela se la secó. Por mucho que lo intentaba no podía borrar de su memoria el rostro
asustado de Rabinos. El persa empezó a dar chillidos como un cachorrito pidiéndole ayuda pero
Arela dio media vuelta y se marchó. «Sin embargo», pensó entrecerrando los ojos, «los macedonios
ya se habían hecho con Efeso en el pasado y luego hubieron de retirarse. ¿Qué pasaría si volviera a
ocurrir? ¿Estaría en peligro? ¿Y qué había de los secretos que Rabinos le había confiado mientras
yacían entre sábanas empapadas de perfume?». Como todos los hombres, el escriba persa le había
abierto su corazón para impresionarla con el poder que ejercía. Había cantado como una urraca
sobre una rama. «¿Pero qué pasaría si volvieran los persas? Bueno, ya veríamos». Arela se puso en
pie. «¿Quién era su huésped aquella noche? ¡Ah, sí!, un orfebre. Seguro que le traería un regalo. ¿Tal
vez una estatua de oro de Afrodita? ¿Algún perfume en un jarro de alabastro puro? El tipo no era muy
refinado, quizá le trajese tan sólo unos daricos de oro en una bolsita de piel».
—Ahora me voy a bañar.
Arela se calzó las sandalias, caminó sobre la hierba seca a través de una hilera de arbustos y se
detuvo ante el natatorium. Se había construido con piedra de caliza pulida, lo que otorgaba al agua
una frescura relajante. Baldosas verdes recubrían el borde de la piscina y, debajo del agua, un
resplandeciente mosaico atrapaba la luz del sol. Las aguas se mecían a medida que el agua salía a
borbotones de una fuente escondida, regalo de otro cliente, ingeniero del ejército persa. Arela se
deshizo de sus ropas y las dejó cuidadosamente en una mesa de al lado sobre la que había una
bandeja de plata llena de cosméticos, esponjas y perfumes.
Arela se descalzó y se sumergió como elegancia en el agua. Hija de un comerciante de ostras,
había aprendido a nadar de niña, pero pronto decidió que la vida era algo más que una existencia
precaria, un matrimonio pobre y dar a luz todos los años. La cortesana se sonrió: ahora se creía sus
propias fábulas. Su padre, Malí, había sido comerciante de ostras, pero algo le había sucedido
cuando ella era tan sólo una niña. Una noche lúgubre y aterradora unos soldados llegaron a la casa
vieja con la imagen de Medusa pintada en la entrada: Mali agarró a su hija, la envolvió en unas
mantas y se apresuró a través de las calles a entregársela a Basilea, la supuesta reina de los Moabitas
y por aquel entonces la prostituta más importante de Efeso. En fin, aquello formaba ya parte del
pasado.
Arela nadó con elegancia cruzando el estanque hacia los escalones del otro lado. Cuando llegó,
salió del agua y se volvió; su doncella estaba de pie al lado de la piscina contemplándola. Arela le
devolvió la sonrisa. Conocía aquella mirada de fascinación en sus ojos, la boca entreabierta, el
modo en el que la joven se desvivía por ayudarle a untarse crema por todo el cuerpo y colocarse las
más finas ropas. Arela levantó una mano: tal vez un día sería lo suficientemente rica. Arela decidió
hacer rabiar a su doncella. Volvió a bajar los escalones y lentamente recorrió a nado la piscina.
Aquello le tranquilizaba y limpiaba su cuerpo. Escuchó un ruido pero siguió nadando hasta alcanzar
la otra orilla. Entonces se giró.
Dirigió la mirada hacia la mesa y quedó horrorizada. La muchacha yacía ahora al borde de la
piscina con la sangre saliéndole a borbotones de la garganta abierta, derramándose por las baldosas
hasta teñir el agua de un rojo oscuro.
Arela sintió cómo un escalofrío le recorría los hombros. Quedó paralizada, medio convencida de
que si se soltaba del borde, de que si los dedos se le resbalaban, algo terrible sucedería. La doncella
había sido víctima de un ataque, a pesar de que el portero vigilaba la entrada.
Una sombra cruzó la piscina. Arela se volvió, pero fue demasiado tarde, el atacante se
encontraba ya detrás de ella, la agarró por los cabellos empapados y aunque se debatió
desesperadamente y chilló, supo que la habían cogido, que la habían atrapado como pez en el agua.
***
Telamón bajó la vista hacia el cuerpo extendido sobre la mesa sucia en una de las bodegas reales.
Habían desnudado al hombre y lo habían cubierto con una sábana blanca de lino, tintada ahora de
abundantes manchas oscuras tras haber entrado en contacto con el cuerpo empapado de agua.
Alejandro retiró la sábana. El médico reconoció aquel rostro inmediatamente: los ojos medio
abiertos, entrecerrándose en otros tiempos al sonreír, la nariz carnosa con señales todavía evidentes
de resaca y los cabellos grises, la barba y el bigote enredados y llenos de suciedad.
Telamón cogió la sábana y dejó el cadáver totalmente al descubierto. El cuerpo musculoso del
soldado exhibía las cicatrices de por lo menos una docena de batallas. A pesar de la ligera hinchazón
de su estómago, los muslos y piernas eran firmes y fuertes; los hombros, brazos y muñecas, fibrados
después de tantos años en el campo de instrucción y de batalla.
—Debe de haber pasado algo más de una década desde que lo conocí —murmuró Telamón—.
Apenas ha cambiado —acarició con suavidad la mejilla llena de cicatrices del tipo—. ¡Pobre
Leónidas!
Telamón le olió la boca. Bajo el hedor del agua donde el cuerpo había sido encontrado, Telamón
todavía pudo detectar el fuerte aliento a vino.
—¿Por qué me enseñáis esto? —le preguntó.
Alejandro permanecía de pie, con los brazos cruzados y lágrimas en los ojos.
—Era mi amigo, Telamón, y también el amigo de mi padre. Me ayudó en la batalla de Caeronea,
algo que nunca más volvió a mencionar.
—¿Un accidente? —preguntó Telamón—, ¿es así como murió?
—Averiguadlo vos mismo.
Aristandro se había apartado y permanecía sentado sobre un taburete en un rincón sombrío: aquel
asunto parecía no ser de su incumbencia. Telamón examinó el cuerpo, le dio la vuelta, estudió el
cráneo masajeando los cabellos canosos con los dedos.
—No encuentro ninguna contusión —afirmó—, ni tampoco ninguna herida reciente. Sin duda,
Leónidas se ahogó. ¿Dijisteis que se cayó en un estanque?
—Os he dicho lo que dice todo el mundo.
Telamón examinó de nuevo el cuerpo. Encontró callos, moratones, viejas heridas, pero nada
sospechoso. Cubrió el cuerpo y caminó alrededor de la mesa.
—Alejandro, ¿por qué no aceptáis que fue un accidente? Todo el mundo sabía lo mucho que
bebía Leónidas. Estaría como una cuba, salió a pasear por algún jardín que no conocía y se cayó en
medio del estanque. Estaba tan bebido que fue incapaz de salir a la superficie, así que se ahogó:
suele ser éste un accidente bastante corriente.
—Leónidas podía beberse una cuba entera —replicó Alejandro—, pero seguía manteniendo el
equilibrio al andar, machacaba a las tropas hasta que caían desplomadas y era capaz de marchar tres
kilómetros y luego volver a beber. Era un viejo zorro, listo como un lince. Creo que fue asesinado.
Era además un guerrero, un luchador: Leónidas habría defendido su vida.
Aristandro suspiró ruidosamente desde su rincón, como para llamar la atención, pero Alejandro
pasó por alto su presencia y se fue a sentar en los escalones que llevaban a la bodega.
—Dejadme que os cuente una historia, Telamón. Hace dos años el general Parmenio marchó
sobre Efeso. Tomó la ciudad y, durante unas semanas, consiguió protegerla del contraataque persa —
señaló al cuerpo—. Leónidas y seis oficiales reales formaron parte del ejército de ocupación y se
encargaron de tomar algunos barrios de la ciudad.
—Como el Barrio de la Cerámica, donde se encuentra la Casa de Medusa —añadió Telamón—.
Sí, ya me lo habíais contado.
—Bien, no sé qué pasó —continuó Alejandro—, pero Leónidas y sus seis compañeros se
encerraron en sí mismos, se aislaron de los demás. Pocas veces aparecían donde estaba el bullicio,
se recluyeron en aquella casa y apenas salían de allí. Y cuando Parmenio se retiró de Efeso,
Leónidas fue el último en salir de la ciudad y el único que se reunió con el resto del ejército. Dijo
que una tropa de caballos persas le había tendido una emboscada y que sólo él pudo escapar —
terminó Alejandro con un suspiro—. Nadie sabe exactamente lo que ocurrió. Después de la batalla
del Gránico, Leónidas se ofreció voluntario para unirse al grupo de expedición que llegó primero a
Efeso. Nuestras tropas habían casi entrado en la ciudad…
—¿Cuando Leónidas tomó la Casa de Medusa?
Alejandro asintió.
—Se dirigió directamente hacia allí. Por lo que me ha dicho Aristandro, la casa tiene mala fama.
Hay quienes dicen que está encantada. En fin, Leónidas se vio acompañado esta vez por dos jóvenes
oficiales, Agatón y Salus. Como es típico de los soldados, se hicieron con comida y vino de los
mercados locales. Informaron de sus deberes, llevaron fielmente a cabo cualquier tarea que se les
asignó, pero de nuevo, Leónidas se recluyó en aquella casa —Alejandro se pellizcó un corte que
tenía en el dorso de la mano—. Según sus dos compañeros, éste insistía en salir y beber hasta que no
podía tenerse en pie. La noche en cuestión Agatón le acompañó a una taberna de vino y fueron luego
a un burdel; y puesto que Leónidas no estaba en condiciones de caminar, lo trajo de vuelta a casa. El
viejo portero les dejó entrar y Agatón llevó a Leónidas a su habitación, le tumbó en la cama, se
aseguró de que estuviera cómodo y se retiró.
—Eso es todo lo que sabemos —intervino Aristandro— hasta justo antes del amanecer. El viejo
portero dijo que Leónidas bajó al jardín. Al ver que no regresaba, sintió curiosidad y encontró a
Leónidas flotando boca abajo en un estanque cubierto de malas hierbas.
—Bien, ¿y por qué no aceptar esa teoría? —replicó Telamón—. Es bastante lógica. Leónidas
estaría atontado por el vino, se levantó, decidió salir a dar un paseo y sin querer se cayó en el
estanque. Nadie vio que saliera de la casa, ¿verdad?
—Oh, sí, el portero lo vio. Iba solo.
Alejandro cerró los ojos y asintió.
—Quiero que investiguéis este asunto, Telamón.
—¡Oh, no! —protestó el médico—. No hay pruebas de un asesinato. Y ya estamos lo
suficientemente ocupados.
—Tiene alguna conexión con este caso —Aristandro se puso en pie y se acercó al médico
mientras sostenía un trozo de pergamino que había sacado de la cartera de piel, atada a su cintura. Se
lo dio a Telamón, que lo desenrolló y lo acercó a la luz de una pequeña lámpara. Se trataba del
dibujo de un centauro de trazos bastante imprecisos. Telamón pudo distinguir el rostro y la barba, la
cabeza con los cuernos, el torso de un hombre y el resto del cuerpo de un caballo. Alrededor de la
figura revoloteaba una nube protectora de avispas.
—Lo encontramos entre los papeles de Leónidas —afirmó Aristandro—. Encontramos más
dibujos y referencias a los centauros.
—¿Y dónde están? —preguntó Telamón.
—En un cofre, en mi cámara. Todos son muy parecidos: extraños borradores y dibujos de
centauros. La palabra «centauro» aparece en todos ellos, o a veces sólo la letra «C».
—Pero Leónidas era un soldado —objetó Telamón—. Le gustaba el vino, las mujeres y cantar.
¿Qué tendría él que ver con un espía persa y la política de esta ciudad?
—No lo sé —declaró Alejandro poniéndose en pie—. Todos estos misterios —afirmó
gesticulando con la mano— están relacionados, son nudos de una misma cuerda. Quiero que
deshagáis esos nudos, sigáis una pauta y encontréis el sentido de todo esto. Quiero saber qué pasó en
el Templo de Hércules y por qué encontraron a un viejo soldado ahogado en un estanque. En fin —
concluyó frotándose las manos—, Hefestión está ocupado con otros asuntos. Vos y Aristandro
interrogaréis a Rabinos, luego hacia el mediodía, me informaréis en la cámara del consejo.
Disfrutaremos de la compañía de nuestros amigos de Efeso, Agis y su grupo. Van a encontrarse con
Meleager. Quiero saber si están involucrados en algún asesinato o alguna traición. Me gustaría
acabar con ellos de un solo golpe, de modo que cuando nos marchemos de Efeso la paz reine en este
lugar y se convierta en una ciudad leal, en la que se pueda confiar, y no en un hervidero que bulle a
mis espaldas.
Alejandro se encaminó hacia la salida de la bodega, gritando a sus guardaespaldas reunidos al
fondo del pasillo.
—Sois muy directo con el rey.
Telamón bostezó sin disimulo.
—Es peligroso —le advirtió Aristandro.
—No, en absoluto —Telamón cerró la puerta de la bodega y se inclinó sobre ella—. Alejandro
es un déspota.
Aristandro se quedó boquiabierto.
—¡Oh, no os hagáis el inocente! —le reprendió Telamón—. Filipo era un déspota, Olimpia
también lo es. Adora el poder como Leónidas adoraba el vino. Su hijo es igual que ella. Pero yo
siempre estoy a salvo. ¿Sabéis por qué, Aristandro? —le preguntó acercando su cara a la del
nigromante—. No estoy a salvo de la cólera de rey porque sea su amigo de la infancia. Estoy a salvo
porque puedo decir lo que me gusta y lo que no. El peligro surge cuando uno no hace lo que
Alejandro quiere… —Abrió la puerta e hizo un gesto como si mirara al frente—. Y afortunadamente
todavía no he llegado hasta ese punto.
Aristandro no se movió, permaneció de pie con el labio inferior sobresaliéndole.
—¿Y se llegará a ese punto algún día, Telamón?
—¿Es qué acaso tenéis celos de mí, Aristandro? Deseáis que así sea, ¿verdad? Yo sólo me
preocupo de lo que pasa hoy; mañana será otro día. Ahora, nuestro escriba persa nos espera.
Bajaron por el pasillo que serpenteaba a través de palacio y llegaron a la hilera de celdas donde
guardaban a los prisioneros. Rabinos se encontraba alojado en la última de todas. Era una habitación
cómoda con una rejilla en lo alto de la pared por donde se colaba el aire y la luz del sol. Tenía por
único mobiliario una cama, un taburete y una mesa. Olía a algo fuerte, a algún resto de comida
aderezada con gran cantidad de especias; bandejas y platos, sobre los que revoloteaban las moscas,
se amontonaban en la mesa. Rabinos estaba sentado al borde de la cama. Era un hombre de mediana
edad, vestía una túnica salpicada de lamparones, sus oscuros cabellos, untados de aceite en el
pasado y con tirabuzones, le caían ahora lacios sobre los hombros; llevaba la barba y el bigote
desarreglados y manchados de comida. El persa estaba asustado, sus ojos no se apartaron de los
recién llegados mientras entraban y se presentaban. Aristandro se sentó en el taburete y Telamón se
reclinó en la pared.
—¿Queréis morir, Rabinos? —empezó Aristandro—. Nuestro rey os puede crucificar. Bueno, no
os quedéis ahí sentado como un muchacho al que han pillado robando cerezas de un cuenco.
Entendéis el griego perfectamente. Erais un escriba de alto rango en la cancillería del gobernador.
Tenéis muchas cosas que contarnos a mí y a mi amigo.
—Soy súbdito del Gran Rey —afirmó con voz temblorosa el preso de ojos oscuros y acuosos,
pero mirada firme—. He trabajado para mis señores. Deberían dejarme en libertad —añadió
pronunciando aquellas palabras detenida y lentamente.
—Sois un persa capturado en una ciudad griega —replicó Aristandro atestándole unos golpecitos
en el hombro—. No teníais derecho a permanecer en este lugar. Se os encontró oculto en la casa de
una cortesana. Sois un espía y a los espías se les crucifica.
—¡Me traicionó! —exclamó como escupiendo aquellas palabras— ¡Arela no es más que una
furcia!
—No, es una chica muy sensata —sonrió Aristandro—. Debería hacerle una visita. Tal vez me
pueda aconsejar sobre cómo vestirme…
Rabinos le miró perplejo.
—Es una broma —añadió Aristandro—. Pero, vamos, Rabinos, no hablemos de ser crucificado
en la Gran Avenida, con vuestro cuerpo desnudo y tensado sobre una cruz, con el sol secándoos la
carne mientras los buitres revolotean a vuestro alrededor…
El miedo se apoderó de los ojos del persa.
—En vez de eso, hablemos de lo que sabéis, de lo que hicisteis.
—¿Y me soltaréis? —preguntó Rabinos.
—No sólo seréis libre sino que se os entregara ropa, dinero, un caballo y una escolta. Podréis
cabalgar como un héroe de vuelta a Persépolis y contadles a los vuestros la historia que queráis.
Rabinos sonrió con desolación.
—Sé muy poco.
—No, no, no —afirmó Aristandro negando con la cabeza—. Sabéis mucho, nos lo dijisteis.
Hemos rebuscado entre los papeles que dejó vuestro señor.
—Se llevó los más confidenciales… —se excusó Rabinos, cerrando al instante los ojos ante el
error que acababa de cometer.
—¿Lo veis? —exclamó Aristandro con dulzura. Luego le abofeteó paternalmente en la cara—.
¿Cómo sabéis los que se llevó y los que quemó? ¡Porque sois un escriba que ha trabajado en la
cancillería! Estamos muy ocupados, Rabinos. Si no confesáis hay guardias ahí fuera a los que les
encantaría jugar con un jovencito persa tan atractivo —Aristandro se acercó a él—. Nuestros
tesalienses —le susurró con tono amenazador— son como caníbales que primero sodomizan a sus
víctimas. ¿Lo habéis probado alguna vez, Rabinos?
—Pensad en un pasillo —intervino Telamón— y que os encontráis en un extremo.
Rabinos le miró con expectación.
—Sólo tenéis una salida —le explicó Telamón—. Decidnos lo que sabéis. Soy el médico de
confianza del rey. Tenéis mi palabra. Os daremos un caballo, una bolsa con monedas, una muda y una
escolta hasta que abandonéis Efeso.
Rabinos suspiró y dejó caer los hombros.
—Tengo una esposa que me espera en Persépolis —explicó—. Y una casa con jardín donde mis
dos hijos juegan.
—Entonces no deberíais visitar a mujeres como Arela, ¿no creéis? —le reprendió Aristandro.
Telamón se inclinó y clavó sus dedos sobre los hombros huesudos de Aristandro.
—Creo que nuestro amigo quiere contarnos algo —advirtió al nigromante—, ¿no es cierto,
Rabinos? ¿Quién es el Centauro?
Rabinos se quedó en silencio.
—¿Quién es el Centauro? —le volvieron a preguntar—. Lo habéis mencionado antes.
—No lo sé.
Telamón pegó un bote cuando Aristandro abofeteó de nuevo al persa. Los anillos de sus dedos le
cortaron las mejillas, que empezaron a sangrar.
—No sé quién es el Centauro —empezó Rabinos—. Pero sí —añadió lentamente— he oído
hablar de él. Yo me encargaba de los códigos secretos.
—¿Y dónde están ahora?
—El gobernador los quemó todos.
De nuevo recibió una bofetada. Rabinos se tocó la mejilla.
—Necesitamos respuestas —suspiró Aristandro—, así que os daré otra oportunidad.
—Yo era escriba sénior en la Cámara Secreta —volvió a comenzar de nuevo Rabinos
parpadeando—. Trabajé directamente para el gobernador y Mitra. Teníamos espías en Efeso y más
allá de aquí. Cuando nos enteramos de nuestra gran derrota en el Gránico —levantó una mano como
si quisiera evitar otro bofetón—, el gobernador ordenó de inmediato que se quemaran ciertos
archivos e informes. Puedo daros nombres —añadió—, pero la mayoría de ellos han huido.
—¿La mayoría?
—Los que se quedaron —aclaró— fueron oficiales menores, que se encargaban de recoger
información de poca relevancia. Todos los oficiales superiores, excepto dos, habían abandonado la
ciudad; uno de ellos era el sacerdote del Templo de Hércules.
Aristandro suspiró.
—¿Os habéis enterado de lo que allí ha acontecido?
Rabinos asintió.
—Cuando me oculté en casa de Arela, me contó las noticias.
—¿Arela? ¿Ella otra vez?
—Ella era la segunda espía —añadió con rencor Rabinos—. Oh, ¿no lo sabíais? —preguntó
divirtiéndose ante la mirada de consternación de Aristandro—. Solía acostarse con los más ricos y
poderosos, con los más pudientes, charlaba con ellos y luego me lo contaba a mí.
—Entonces debemos hacerle una visita sin falta —declaró Aristandro.
—Creo que sí —afirmó Rabinos—. ¿Sabíais también que mientras Demades y el resto estaban
refugiados en el Templo de Hércules, Arela les visitó?
—¿Era amiga de Demades?
—Tal vez compañera de cama, pero os prevengo de una cosa, a Arela no le interesaba
demasiado la política de sus clientes: vendía su cuerpo tanto a los oligarcas como a los demócratas.
—Bueno, bueno —Aristandro se frotó las manos—, tengo muchas ganas de hacerle algunas
preguntas.
—No debería haberme traicionado —maldijo de nuevo Rabinos, limpiándose la sangre de sus
mejillas—. Ella pensó que mantendría la boca cerrada. Pero todo ha terminado, ¿verdad? Los persas
se han marchado de Efeso…
—¿Os dice algo el nombre de Leónidas? —le preguntó Telamón.
Rabinos levantó la mirada rápidamente.
—Así es, ¿verdad? —insistió Telamón.
Rabinos asintió.
—Es amigo del rey, ¿verdad? Un viejo soldado. Junto a las fuerzas de Parmenio ocuparon Efeso
hace dos años, Leónidas fue el último en marcharse. Él también visitó a Arela.
—¿Por qué?
Rabinos se encogió de hombros.
—¿Por qué visitan los hombres a las cortesanas? Arela es una compañera de cama muy enérgica
y habilidosa.
—No —negó Telamón poniéndose de cuclillas ante Rabinos—. Leónidas habría podido dormir
con una burra o una cabra. Un viejo soldado típico como Leónidas, se hubiera ido con una moza de
taberna —Telamón le tiró de la barbilla—. Vamos —le instigó—, como habéis dicho, persa, todo ha
terminado. Alejandro es el nuevo señor de Efeso. Debéis tomar una decisión: la vida o la muerte.
Ayer por la noche encontraron a Leónidas en la Casa de Medusa flotando bocabajo en un estanque.
—Bien —murmuró Rabinos—. Entonces es verdad lo que dicen. Que el Señor espera a que
llegue el momento. Todo está relacionado —afirmó tosiendo, luego se aclaró la garganta—. Arela
me habló de su familia. Su padre, Mali, era un comerciante de ostras que pertenecía a una sociedad
secreta llamada los Centauros. Estaban en muchas ciudades, no sólo aquí, eran asesinos
profesionales. Adoraban al dios Ahrimán…
—¿El dios persa de la oscuridad? —preguntó Telamón.
—Eran asesinos —explicó Rabinos—. Mataban por orden de esta o aquella persona. Hace unos
ocho o diez años, cuando Meleager el Oligarca era magistrado jefe, las autoridades decidieron
atacar. Se les tendió una trampa, y dos Centauros fueron arrestados y torturados; sus gritos se oyeron
durante días. Al final confesaron algunos nombres y uno a uno todos los miembros de la sociedad
fueron atrapados y encarcelados. Algunos murieron de fiebre, otros por las torturas y unos cuantos
fueron crucificados a lo largo de la Avenida del Rey. Es nuestra costumbre acuchillar a la familia
entera por tales crímenes. Poco antes de ser arrestado, el padre de Arela mató él mismo a su propia
mujer, entregó a Arela una pequeña fortuna y la puso en manos de una de las cortesanas de mayor
reputación de Efeso para que le enseñara todo sobre las casas de placer.
—¿Y qué tiene esto que ver con Leónidas?
—La Casa de Medusa fue en el pasado propiedad de Mali, el padre de Arela, que la destrozó
completamente. Leónidas, como un perro sabueso, husmeó entre las ruinas y fue a visitarla para
hacerle algunas preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Arela nunca me lo dijo. Me confesó que no tendría más de diez años cuando se marchó de la
casa y nunca quiso reclamarla. Decidió correr un tupido velo sobre su pasado y dijo que aquellas
cosas quedarían en secreto.
—¿Era Arela una asesina? —preguntó Telamón poniéndose en pie.
—No —negó Rabinos sacudiendo la cabeza—. Amaba el poder y la riqueza. Al poco de
enterarse de la batalla del Gránico me contó que un extraño la había visitado: un hombre que deseaba
comprar sus favores en nombre de otra persona.
—¿Y era muy cara? —preguntó Telamón.
—Mucho. Yo era uno de sus clientes. Arela conocía trucos y juegos con los que otros hombres
sólo soñarían —Rabinos sonrió, su mirada se perdió a lo lejos—. Era muy fácil encapricharse con
ella. Arela era muy exigente con sus clientes. Podías ofrecerle un cofre lleno de perlas, pero si no le
gustabas, ya podías aullarle a la luna —Rabinos abrió las manos—. Y eso es todo lo que sé. Arela
todavía sueña con convertirse en la cortesana más importante de Efeso —Rabinos soltó una sonora
carcajada—. ¡La reina de las furcias!
—Ya comprobaremos todo esto —dijo receloso Aristandro.
—Si fuera vos —los ojos del escriba adoptaron una mirada dura—, la arrestaría lo antes posible.
Arela sabe muchos secretos. Le pedí que huyera. Pero tiene una debilidad, su arrogancia. Cree que
los hombres somos unos locos a los que nos puede persuadir fácilmente. Para ella no existe ninguna
diferencia entre un macedonio y un persa.
Telamón escuchaba, fascinado. Durante sus viajes por Egipto, el sur de Italia, incluso en el
imperio persa, había conocido a mujeres como Arela, mujeres que ejercían un considerable poder
pero no por su posición o situación social, sino por sus habilidades como cortesanas.
—Volvamos al tema del Centauro —intervino Aristandro acercando su taburete.
En alguna parte del pasillo se escuchó un grito de dolor desgarrador.
—Otro prisionero —sonrió Aristandro—. Algún canalla que se pensaba que podría sacar tajada
del caos de Efeso. Nuestro rey ha emitido un decreto: está prohibido guardar más comida, los
mercados deben abrirse y el comercio reanudarse. ¿No querréis acabar también chillando ahí fuera
preso del horror, verdad Rabinos?
—¿Me dejaréis en libertad? —preguntó el persa tocándose ansioso el corte en su mejilla.
—¿Y el Centauro? Dijisteis que habían terminado con aquella sociedad de asesinos.
—Y así fue, así fue —se apresuró a confirmar Rabinos—. Hace unos años el gobernador empezó
a recibir mensajes secretos que no me permitieron ver. Iban sellados y se entregaban inmediatamente
en pequeños cilindros de plata al Rey de Reyes en Persépolis.
—¿Queréis decir a Mitra, el Guardián de los Secretos de Darío? —preguntó Telamón.
—¿Habéis oído hablar de él? —preguntó sorprendido Rabinos.
—Claro que hemos oído hablar de él —se mofó Aristandro—. Ya hemos cruzado en alguna
ocasión nuestras espadas y lo volveremos a hacer. ¿Quién es el Centauro?
—No lo sé —aseguró Rabinos en tono de súplica—. Quienquiera que sea ha decidido tomar ese
nombre: sus mensajes llegaban aquí y el gobernador los enviaba enseguida a Persépolis.
—¿Y las respuestas? —preguntó Aristandro—, porque debían responder, ¿no es así?
Rabinos bajó la cabeza, movió nervioso los pies.
—El Templo de Hércules —susurró.
—¿Qué decís? —preguntó Aristandro levantándole la cabeza al persa.
—Vi uno de los mensajes —Rabinos, según parecía, estaba dispuesto a confesarlo todo—, antes
de que lo metieran en un cilindro de plata y lo sellaran en la cámara secreta. Estaba escrito en un
código que no pude entender. No —suplicó encogido de miedo mientras Aristandro levantaba la
mano—. Juro por el dios de la Llama Oculta que os digo la verdad. El gobernador me ordenaba
llevar esos mensajes al Templo de Hércules, normalmente al mediodía, bajo un calor aplastante.
Entonces entraba en el templo y me arrodillaba junto a la puerta interior con el cilindro de plata en la
mano.
—¿Y?
—El Centauro, quienquiera que sea, se acercaba por detrás y me quitaba el mensaje de entre las
manos. A veces me entregaba él también un mensaje dirigido a mi señor.
—¿Y nunca visteis a esa persona?
—Le vi unas sandalias, y una capa hecha jirones, pero eso es todo.
De nuevo el grito de terror se escuchó como un eco por todo el pasillo. Telamón tuvo que hacer
un esfuerzo por mantener el aplomo.
—¿Algo más? —le preguntó amablemente Aristandro.
—¿Y mi libertad?
Aristandro le dio unas palmaditas en el hombro y se puso en pie, apartando de una patada el
taburete.
—Ya veremos, ya veremos.
Aristandro y Telamón salieron de la celda y se fueron por el pasillo.
—¿A quién están torturando? —preguntó Telamón.
Aristandro se detuvo ante la puerta de una celda y la abrió de golpe. Dentro se encontraba un
soldado sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.
—¿Lo he hecho bien, señor?
Aristandro sacó una moneda y la lanzó al aire.
—Muy bien, soldado.
Luego siguió su camino agarrando a Telamón por el hombro.
—En estas circunstancias siempre ayuda un grito desgarrador. Eso persuade a gente como
Rabinos de que no estamos para perder el tiempo.
Telamón se deshizo del brazo de Aristandro.
—Lo recordaré, por si alguna vez nos encontramos en circunstancias diferentes.
Aristandro soltó una risotada que más bien pareció un relincho. Luego con sarcasmo le indicó a
Telamón que subiera las escaleras y que prosiguiera por el pórtico que conducía a palacio.
—Hablasteis de unos papeles que habíais encontrado en la cámara de Leónidas —comentó
Telamón.
—Oh, ya los veréis más tarde.
—¿Qué haréis con Rabinos?
Aristandro se detuvo a medio camino bajo el pórtico y contempló un buen rato una estatua de
afuera: un atleta preparado para lanzar un disco, el mármol blanco resplandecía bajo la luz cálida del
sol. Respiró ruidosamente.
—Oled, Telamón, oled el aroma de los jazmines. Siempre me recuerda al jardín de mi madre —
miró al médico por el rabillo del ojo—. Porque tuve una madre, Telamón. Vivíamos en un pequeño
pueblo a unos dieciséis kilómetros al norte de Pella. La gente pensaba que era una bruja. Una noche
echaron la puerta abajo, mataron a mi madre y a mi hermano mayor. Yo escapé por una ventana
trasera. Tenía una tía a la que también acusaban de bruja; era amiga de la joven Olimpia. Ella me
acogió y me enseñó todo sobre las artes ocultas y también sobre la lealtad.
—Pero habéis preferido olvidar vuestro pasado, ¿me equivoco?
Aristandro le dedicó una sonrisa forzada.
—Contestando a vuestra pregunta, la verdad es que no me importa lo que le ocurra a Rabinos. Ha
traicionado a su señor y nos ha traicionado a nosotros. Le haré esperar durante un día. Luego le
ofreceré un caballo, una muda, algo de comida y una bolsa con monedas de plata. Cabalgará hacia
Persépolis fingiendo ser un héroe. Enviaré un mensaje anónimo al gobernador de la ciudad persa más
próxima. Le contaré que Rabinos se fue de la lengua, como un niño al que le ofrecen un caramelo.
—Sois perverso —replicó Telamón—. Así que cuando llegue a Persépolis, será arrestado y
Mitra le preguntará cuánto nos contó. Se preocupará por su espía el Centauro, quizá le entre el pánico
y haga algo.
Aristandro apuntó con su dedo huesudo el rostro de Telamón.
—Seríais un buen Señor de los Secretos, médico; no hay duda de por qué el rey quiere que le
ayudéis en estos asuntos. Vamos, sentaos.
Condujo a Telamón a un banco de piedra reclinado en la pared, luego dio media vuelta y se
dirigió de nuevo a las escaleras que llevaban hacia las celdas. Telamón tomó el sol. A través de los
ojos medio abiertos observó como una mariposa se movía sobre una flor, dejándose llevar de un
sitio a otro por la suave brisa. «En pocas semanas —pensó—, esta brisa desaparecerá. El sol del
verano será más fuerte». Se preguntó en vano cuánto tiempo estarían allí, qué estaría haciendo
Casandra y cómo iba a resolver aquel misterio al que se enfrentaba. Oyó pasos y miró hacia su
derecha. Aristandro se acercaba trayendo consigo una bandeja con una jarra y tres copas; a sus
espaldas, Rabinos venía custodiado por dos guardias.
—¡En el nombre de Apolo! —murmuró por lo bajo—. ¿En qué andará enredada ahora esta
serpiente?
Rabinos, despeinado y bastante tembloroso, obedeció de inmediato y se sentó al lado de
Telamón. Los guardias, siguiendo las órdenes, se marcharon. Aristandro sirvió el vino. Llenó cada
copa hasta el borde y las repartió entre sus convidados. Levantó la suya en señal de brindis.
—Por los secretos, ¿eh? Chian del más fino, bien fresco —tomó un buen sorbo—. Vamos,
Rabinos, bebed. No está envenenado.
El persa obedeció. Telamón también tomó un sorbo.
—¿Sabéis qué? —preguntó Aristandro relamiéndose los labios—, he decidido soltaros.
El persa se levantó de golpe, y a punto estaba de dar brincos de alegría, pero Aristandro lo sentó
de nuevo.
—Sin embargo, habéis olvidado contarnos algo, Rabinos.
Telamón se volvió hacia el persa.
—¿Qué pensáis de la luz del sol? —continuó Aristandro con tranquilidad—. Oled las flores.
¿Oís el murmullo del agua de la fuente? ¿Cómo se siente uno con el sol en la cara y degustando un
buen vino?
—Es bueno —susurró el persa.
—Volvamos a los últimos días. El gobernador entró en la Cámara Secreta con su escriba de
confianza Rabinos. Los macedonios marchan sobre Efeso. Los demócratas alborotan a la multitud.
Las fuerzas persas están a punto de retirarse y su gobernador con ellos. ¿Y qué hace él?
—Quema todos sus documentos secretos —replicó Rabinos.
—Os falta muy poco para ser libre —le advirtió Aristandro—. No, creo que el gobernador
también os habló del Centauro, ¿no es así?
Rabinos se puso nervioso, empezó a mover los pies y se pasó la copa de una mano a otra.
—Y el gobernador os encomendó un último trabajo.
—¿Cómo lo sabéis?
Aristandro pellizcó la mejilla de Rabinos.
—Porque yo también tengo espías en Efeso. ¿Cogisteis un cinturón con dinero, me equivoco?
Llevaba cosidas varias bolsas, pero ¿llenas de qué? De medio talento de daricos de oro, tal vez sólo
medio.
—No sé lo que estáis…
Aristandro aplastó su copa contra el rostro del persa: la sangre empezó a salirle por la nariz.
—Os dieron una escolta: cuatro mercaderes sirios vestidos con ropas oscuras que os
acompañaron a través de la ciudad cuando empezó el caos. Acudisteis al Templo de Hércules y
subisteis los escalones. Por el momento no teníais nada que temer. La multitud todavía no había
llegado a las calles. La matanza no había comenzado. Os arrodillasteis una vez dentro. El Centauro
se os acercó por detrás, ¿cuál era la contraseña?
Rabinos empezó a toser al atragantarse con la sangre, y se limpió la cara con el dorso de la mano.
—¿Cuál era la contraseña? —repitió Aristandro.
—Mitra.
—¡Bien! —se tranquilizó el nigromante—. Ésa es la palabra que utilizabais todos los días,
¿verdad? ¿Por qué no nos lo dijisteis antes? Pero sigamos, no os volvisteis, desatasteis vuestro
cinturón y el Centauro lo cogió.
—¿Cómo lo sabéis?
Aristandro extendió los dedos.
—Eran cuatro mercenarios. Dos fueron asesinados, uno huyó con el gobernador, pero al cuarto no
le pagaron. Se ocultó y cuando terminó la masacre, se dirigió al campamento de Alejandro; nos
ofreció su espada además de toda la información que poseía. Nunca vio al hombre con el que os
encontrasteis en el templo, os esperaba fuera, en los escalones, de espaldas a la puerta. Sin embargo,
cuando salisteis, el cinturón que llevabais había desaparecido. Y bien, Rabinos, ¿verdad que soy un
chico listo? Así que decidme, ¿por qué debieron huir los persas de Efeso, probablemente en un viaje
sin retorno, y entregar un cinturón cargado de oro a su espía más importante?
Gotas de sudor empezaron a perlar la frente de Rabinos; la nariz se le había quedado ligeramente
torcida por el golpe y todavía le resbalaba un hilillo de sangre hasta la boca.
—Sois un hombre inteligente, Rabinos. Debisteis de preguntar por qué. Los gobernadores persas
no son conocidos por su generosidad.
Rabinos meció la copa y los hombros empezaron a temblarle.
—Fue como decís —afirmó sorbiendo por la nariz—, aquella fue mi última misión. Cogí el
cinturón, pesaba mucho con aquel oro, y un cilindro de plata. El Centauro me esperaba.
—No, no —le interrumpió Aristandro—, ¿qué pasó antes de que salierais de palacio?
—Le pregunté al gobernador por qué. Contestó que se trataba de una buena inversión. El
Centauro tal vez nos proporcionaría una valiosa información.
—¿Y? —preguntó Aristandro.
—Nos libraría de nuestros problemas de una vez por todas.
Telamón sintió de pronto un escalofrío, como si un viento frío estuviera soplando desde el
pórtico. Agarró al persa por el hombro.
—¿Qué creéis que quería decir con eso? Se lo preguntasteis, ¿verdad?
Rabinos asintió.
—El Centauro llevaría a cabo una sentencia de muerte —masculló entre los dientes manchados
de sangre—. La última orden que Mitra dio al gobernador —levantó la vista temeroso— fue que
mataran a vuestro rey.
Telamón miró los ojos oscuros del persa. No detectó astucia alguna, ningún doble juego, aquel
hombre estaba totalmente aterrorizado.
—¿Lo veis? —añadió Aristandro con un tono de voz más amable—. Puede que se quemaran los
papeles, que el tesoro fuera saqueado, pero no hay nada como un buen par de ojos, ¿verdad,
Rabinos? ¡Guardias! —gritó hacia el pórtico—, ¡llevaos a este hombre a la celda, pero tratadlo bien!
Dadle comida, vino y ropa.
Puso a Rabinos en pie y lo empujó hacia los soldados.
—Haced lo que os digo: que sea escoltado hasta las puertas de la ciudad; dadle un caballo, una
bolsa con plata y una carta que le garantice un pasaje seguro.
Telamón esperó hasta que Rabinos desapareciera tras la puerta.
—¿Pagaron al Centauro para que matara a Alejandro?
—Sí —replicó Aristandro—. Ya lo sospechaba. Después del Gránico, Alejandro estaba a salvo
rodeado de sus soldados, pero aquí, en esta ciudad llena de traidores… —Echó otro trago de vino y
luego se volvió a llenar la copa con lo que Rabinos se había dejado en la suya.
—Están dando caza a nuestro rey —aseveró Telamón—, por tanto nosotros debemos cazarles
también a ellos.
Capítulo III
«Por parte paterna, Alejandro era descendiente de Hércules».
E
l asesino de Arela, el Centauro, observaba el cuerpo de la cortesana, con los brazos
extendidos, flotando sobre la superficie de la piscina rodeado de un círculo escarlata cada
vez mayor.
—Era tan bella —murmuró.
Aunque la acababa de matar, admiró sus pechos firmes y voluptuosos, su hermoso cuerpo
sinuoso. Se la imaginó en la cama, retorciéndose, la piel untada con los aceites perfumados más
caros.
—¡En fin! —suspiró—. Tengo que terminar mi trabajo.
Miró con tristeza el arbusto de jazmín que crecía en la base de la estatua de Afrodita. Tras ella se
elevaba un cenador cubierto de flores, una glorieta umbrosa para protegerse del sol del verano.
Recordó entonces un verso de la obra de Aristófanes, La Paz: «Nunca daréis un paso de cangrejo en
línea recta». Se había convertido en un asesino comprometido a matar, ahora ya no podía echar
marcha atrás. Matar o dejarse matar. Atacar antes de ser atacado, así es como había empezado todo y
así es como terminaría. Daba igual que se tratara de Alejandro de Macedonia. A pesar de las muertes
y de las prisas por huir, el Centauro no se había movido de sitio esperando el momento. Había
entrado en la Ciudad de los Malditos y, citando un verso de Las Bacantes, no tuvo otra opción que
«caminar entre las ruinas que él mismo había creado».
Más allá de los muros del jardín pasaba un carro con las ruedas crujiendo sobre el sendero
trillado, lo que hizo que el Centauro saliera de su ensimismamiento. Se ajustó la máscara sobre el
rostro y, arrodillándose, sacó el cuerpo de la piscina. Lo arrastró hasta el vestíbulo de la casa,
regresó al jardín y cargó también con los cuerpos de la doncella y del portero. Se aseguró de que la
puerta de entrada estuviera cerrada con picaporte, luego levantó un poco de polvo con el pie sobre la
piscina teñida ahora de sangre y donde se mecían, en una estampa macabra, los sesos de su primera
víctima. Cruzó el jardín, perfumado de la dulce fragancia que desprendían las flores, y entró en la
suntuosa y fría mansión de Arela. Examinó la cocina de piedra, el comedor con cojines apilados
contra las paredes, los frisos de exquisitos colores representando las hazañas de Afrodita. Subió las
escaleras de madera de sicómoro enceradas y registró todas las habitaciones. El suelo del piso de
abajo era de piedra endurecida, pero el de arriba, de sicómoro y olmo. El Centauro sintió un gran
alivio: sería fácil encontrar rincones ocultos.
Saqueó el dormitorio con colgaduras de terciopelo de Arela, un lugar hermoso y fragante. Los
frescos que decoraban sus paredes representaban escenas de amor, de banquetes y a una joven
entreteniendo sobre un sofá a un hombre de avanzada edad. En cada una de las pequeñas pinturas la
joven adoptaba diferentes posturas. El Centauro sonrió bajo la máscara: ¡no cabía duda de lo mucho
que los hombres habían deseado el cuerpo de aquella joven! Mientras registraba la casa se dio
cuenta de lo valiosa que Arela había llegado a ser: cofres y bolsas repletas de joyas, piedras
preciosas, perlas, láminas de plata y pequeños lingotes de oro. Cofres y arcas con falsos fondos que
escondían monedas de todos los rincones del Imperio y del continente de Grecia. Examinó los
revestimientos de la base de las paredes y descubrió un compartimento secreto. La mayoría de las
cartas provenían de admiradores, y éstas le revelaron más detalles sobre las flaquezas y debilidades
de algunos de los líderes de Efeso. Deshizo la cama tan hermosamente arreglada, depositó el colchón
de plumas en el suelo y lo rajó con su daga. Examinó asimismo los postes de la cama en busca de
más compartimentos secretos o escondrijos. Satisfecho, bajó al piso inferior y continuó fríamente con
su correría. Conocía la rutina de Arela. Por la tarde dormía, descansaba y la casa estaba en silencio.
No encontró nada interesante, así que salió al jardín. Inspeccionó cuidadosamente las estatuas, las
piedras pavimentadas, las fuentes y el pequeño cenador cubierto de flores. Regresó a la casa, sus
botas de suela dura crujieron sobre la gravilla. Hacía una tarde hermosa: las mariposas revoloteaban
de flor en flor, las abejas zumbaban buscando miel.
—Ya he hecho todo lo que tenía que hacer.
El Centauro cogió una bota llena de vino y sacó el pitorro. La vertió sobre los tres cuerpos, por
la escalera, la galería y las habitaciones de arriba. Seguidamente, se encaminó al piso de abajo y
estaba a punto de entrar en la cocina en busca de una lámpara de aceite cuando se detuvo al oír un
crujido de pasos en el camino de gravilla.
El Centauro se ocultó tras la puerta entreabierta y escudriñó a través de la rendija. Se dio cuenta
de que respiraba muy fuerte y el cuerpo se le había empapado de sudor. Al principio no vio nada,
luego Hesíodo, el escriba de la ciudad, apareció ante él, vestido con una túnica blanca y una capa
oscura en el brazo. El escriba parecía sorprendido y levantó la vista hacia la casa, secándose las
gotas de sudor en el cuello con un pañuelo. Dio a continuación un paso al frente: sus ojos negros, casi
ocultos bajo los pliegues de grasa de su rolliza cara, reflejaban curiosidad pero no alarma.
El Centauro desenfundó su daga. Echó una rápida ojeada hacia donde se encontraban los cuerpos.
Hesíodo se habría acercado por curiosidad y acabaría por marcharse. ¿Qué estaría haciendo allí
aquel gordo chiflado? Hesíodo, otro asesino, un hombre que disfrutaba con la muerte ajena, había
integrado la lista de sus víctimas. Esta oportunidad era tan buena como cualquier otra.
Hesíodo depositó su capa sobre el pequeño banco de mármol a la izquierda del porche y se subió
su brazalete de oro que llevaba en la muñeca izquierda.
—¡Arela! —gritó con su voz de pito—. ¡Arela, el portero no está!, ¿estáis en casa?
El Centauro lo observó como una araña a punto de cernerse sobre una mosca revoloteando cerca
de su red.
—¿Puedo entrar?
Hesíodo estaba a punto de volverse. El asesino empuñó con fuerza su daga. Si era necesario la
utilizaría antes de que Hesíodo se marchara. Entonces, el escriba cambió de idea: recogió su capa y
cruzó la puerta principal.
El Centauro la cerró de golpe. El escriba giró sobre sus talones. Se quedó boquiabierto,
moviendo los dedos nervioso ante la figura con la que se acababa de topar: un hombre con capa,
capucha y una máscara de piel de caballo sobre el rostro, amenazándole con aquella alargada y
puntiaguda hoja cuyo filo rozaba ya su rolliza barbilla.
—¿Qué es esto? —balbuceó el escriba retrocediendo un paso.
Resbaló con el aceite y cayó sobre sus rechonchas nalgas, causando gran estruendo. Permaneció
sentado, con la capa y la túnica empapadas de aceite. Rodó por el suelo e intentó ponerse en pie, y
entonces entrevió los cuerpos hacinados junto a la pared bajo las sombras de las escaleras. Se puso a
cuatro patas, chillando como un cerdo. Sólo podía tratarse de una pesadilla. Una bota le golpeó en la
espalda.
—¡Levantaos, cerdo!
Hesíodo se puso en pie. Aquella terrorífica imagen seguía ahí y también aquella hoja amenazante
que esta vez le rozó la ardiente mejilla. El Centauro le obligó a recular hasta ponerlo de espaldas a
la pared.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Por qué estáis aquí? —inquirió la voz tras la mascara.
—Tengo… una cita… en el palacio del gobernador.
—¿Con el asesino macedonio?
—Con… —La voz de Hesíodo se quebró. Pestañeó. No podía dejar de temblar. Las piernas
parecían de mantequilla y sin darse cuenta empezó a orinarse. El Centauro lo vio y se rió por lo bajo.
—Bueno, bueno, bueno. ¡Nuestro escriba de la ciudad! Ahora no sois el héroe conquistador, ¿eh?
El valiente y severo juez que contemplaba cómo arrastraban a la muerte a hombres, mujeres y niños.
Hesíodo cayó de rodillas al suelo y cerró las manos. Intentó agarrarse a los pliegues de la sucia y
pesada capa de aquel desconocido, pero el Centauro le golpeó con la mano enfundada en un
guantelete, dándole de pleno en la cara y reventándole los gruesos labios. Hesíodo empezó a
lloriquear.
El Centauro se agachó a su lado.
—¿A cuántos creéis que habéis matado, escriba? ¿A cinco o seis? ¿O eran treinta y seis?
—No tenía elección —gimió Hesíodo—. Agis era el que más se divertía. Él, Peleo y Dión.
—¡Todos la misma mierda! —gruñó el Centauro—. Pero decidme, Hesíodo —continuó
suavizando el tono de voz—. ¿Por qué estáis aquí? ¿Sois cliente de Arela?
La afilada punta de la daga le pinchó su garganta carnosa.
—Yo… he venido… he venido a llevarla al palacio del gobernador.
—¿Por qué?
—Puede tener información.
—¿Sobre qué? ¡Vamos, Hesíodo! No sois ni filósofo ni un sofista en uno de sus diálogos de
pregunta y respuesta. ¡Decídmelo u os abro la garganta!
—Arela era amiga de los persas —balbuceó Hesíodo—. Sabía mucho. También tenía contacto
con esos oligarcas, ella trai…
—¿Con esos oligarcas? Estoy perdiendo la paciencia.
—Con Demades y el resto, los que se refugiaron en el Templo de Hércules.
—¿Es verdad eso? ¿Cómo lo sabéis?
—Vi como fue allí al menos en dos ocasiones. Una vez entró en el templo. Creo que llevaba vino
y comida. La segunda vez se quedó de pie frente a la puerta del templo: debió de acudir allí para ver
a alguien.
—¿A quién?
—No lo sé —las manos de Hesíodo empezaron a temblar—. Puede que sepa algo sobre el
misterio. Desde luego sabe mucho sobre los persas.
—Ya veo —dijo el Centauro poniéndose en pie—. ¿Algo más, Hesíodo?
—¡Me conocéis! ¿De qué me conocéis?
—Todo el mundo os conoce, Hesíodo. El valiente y noble juez, el salvaje perseguidor de los
oligarcas y sus familias. Vamos, levantaos.
La terrible figura le ofreció la mano envuelta en el guantelete. El escriba la agarró y, mientras se
incorporaba, el Centauro le clavó la daga en el corazón, en una certera puñalada. Vio como la vida
se apagaba en los ojos cada vez más abiertos del escriba, extrajo de un tirón la daga del pecho y dejó
que éste se desplomara sobre el suelo.
El Centauro vertió el aceite sobre el cuerpo inerte de Hesíodo, luego se dirigió a la cocina, cogió
una pequeña lámpara de noche, que todavía no se había apagado, y se encaminó hacia la puerta.
Lanzó la lámpara de alabastro por encima de sus hombros, abrió la puerta y se marchó.
Durante un rato, permaneció bajo la sombra de una solitaria palmera, mirando por una de las
ventanas del piso de abajo. Al principio no percibió ninguna novedad, luego entrevió hilachos de
humo, y un poco después, las llamas al encenderse el aceite. Y en pocos minutos la lujosa mansión de
Arela se convirtió en un horno ardiendo.
El Centauro se dirigió entonces hacia el huerto cerca del muro. A sus espaldas las llamas se
hicieron cada vez más grandes, pero no se apresuró. Aquel barrio estaba prácticamente desierto, la
mayoría de sus habitantes estarían descansando del calor del mediodía. Ahora, ya nadie podía hacer
nada por Arela y su mansión.
El pequeño huerto de granadas desprendía un aroma fresco y dulce. Una modesta arboleda
rodeaba una fuente en la que se alzaba una estatua de Poseidón con dos ninfas del mar. El Centauro
se detuvo, se sacó los guanteletes y la máscara y se refrescó con agua la cara, lamiéndose las
pequeñas gotas de las palmas de las manos. Se fijó que tenía algunas manchas de sangre en los
dedos, maldijo por lo bajo y empezó a frotarse las manos con algunas hierbas que arrancó. Con un
poco de agua, se humedeció la nuca, dejando que las frías gotas se colaran por debajo de su pesada
vestimenta. Se puso de nuevo los guanteletes y la máscara. El humo de la casa se dirigía en su
dirección y lo olisqueó con satisfacción.
Estaba a punto de continuar la marcha a través de los árboles hacia los muros, cuando se detuvo y
clavó el tacón en el suelo lleno de furia. Había ido muy rápido; debería haber interrogado a aquel
gordo escriba con más detenimiento. Hesíodo no sólo había venido a llevar a Arela frente al
gobernador, puesto que en tal caso podía haber enviado una carta, o a un criado para que los guardias
de la ciudad o de la policía del mercado vinieran a arrestarla. ¿Por qué otro motivo habría llegado
hasta allí aquel cerdo? ¿Para ofrecerle protección? ¿Para amenazarla o hacerle chantaje? ¿Sabría
más de lo que confesó? ¿Sospecharía de algo?
El Centauro notó cómo se le secaba la garganta. Se dirigió hacia el muro y permaneció de pie,
con una mano apoyada sobre un contrafuerte. Hesíodo estaba soltero, era un hombre al que le
gustaban los placeres de la carne. Vivía solo, pero tendría criados en casa. Le gustaba que le
mimaran, que le llevaran por la ciudad en una litera o con sus gordas piernas sobre un burro. ¿Habría
venido solo? ¿O habría alguien más con él? En aquella ciudad había políticos por todas partes, como
un nido de víboras retorciéndose y escupiendo veneno. No, ya había hecho suficiente por hoy.
Esperaría y observaría.
El Centauro estaba a punto de trepar el muro cuando escuchó un ruido, se volvió y entrevió una
figura de pie justo al lado de la puerta de entrada.
***
Telamón se encontraba ocupado en su cámara, una pequeña habitación en el centro de palacio desde
donde podía contemplar el patio bañado por la luz del sol. Permanecía junto a la ventana,
contemplando el estanque. La fuente había sido destrozada cuando las tropas de Alejandro
irrumpieron en el palacio y ahora el agua brotaba de unas tuberías a la vista. Los ingenieros del rey
habían prometido que la arreglarían, pero Telamón sabía que estaban demasiado ocupados para eso.
—Una pena —murmuró.
—¿Qué? —preguntó Casandra sentada en la mesa y sosteniendo una mano de mortero. Estaba
entretenida machando hierbas en un cuenco de arcilla.
—La fuente.
Telamón dio un respingo cuando dos avispas, como dos pequeños demonios, se colaron por la
ventana.
—¡Son un estorbo!
—Tienen nidos por todo el palacio.
Telamón se acercó al pequeño escritorio que habían traído de otra cámara, con un pequeño sillón
acolchado que parecía un trono.
—No han destruido demasiadas cosas —afirmó Casandra recogiéndose sus cabellos pelirrojos
con una pequeña cinta. Se tiró de la blusa oscura que llevaba—. Hace tanto calor.
—¿No habréis tomado vino tinto? —preguntó Telamón—. Ya habéis leído a Hipócrates. Nunca
al mediodía, sobre todo cuando hace mucho calor; provoca que corra la sangre y uno sude.
Casandra soltó algún improperio contra Hipócrates.
—¿Qué habéis dicho? —preguntó Telamón.
—No tenía razón en todo —afirmó Casandra fijando sus ojos verdes en los del médico—. Dijo
que había noventa y un huesos en el cuerpo humano.
—Y bien, ¿no es así?
—Si sumamos las uñas serían ciento once —replicó.
—Las uñas no son huesos —protestó Telamón.
—Yo creo que sí. Cuando trabajé como curandera en el templo de Tebas, los médicos las
consideraban y trataban como tales.
—Puede que tengáis razón —cedió Telamón recogiendo unos fragmentos de pergamino sobre el
escritorio.
—¿Qué hacéis? —preguntó Casandra—. Nos lo estábamos pasando bien en el jardín cuando el
rey os llamó, estuvisteis fuera durante horas y luego volvéis con el feo de Aristandro y su
endemoniado olor.
—No permitiré que oiga lo que decís de él. Aristandro compra los perfumes más caros.
—Podéis disimular la porquería con agua de rosas, ¡pero sigue siendo porquería! —replicó
Casandra—, y bien, ¿qué está planeando nuestro mayor asesino?
Telamón se puso en pie. Comprobó que la puerta estuviera cerrada y se arrodilló junto a
Casandra. Ella se volvió y le guiñó un ojo. Sosteniendo la mano de mortero como una porra, estudió
el rostro moreno y solemne de aquel médico que la había rescatado de las penurias de la esclavitud.
—Siempre os pone nervioso, ¿verdad? —le susurró. Casandra se acercó. Telamón pudo oler a
menta y a tomillo machacado—. Alejandro es un asesino —prosiguió con un tono de voz más bajo—.
Limpió Tebas, después Gránico y no tuvo compasión de los mercenarios griegos que lucharon a
favor de Persia —zarandeó la mano de mortero frente al rostro de Telamón—. Y si es necesario,
vos, Telamón, o cualquiera que no haga lo que él ordene, acabará colgando de una cruz o en un patio
de ejecución. Nuestro rey tiene un carácter indomable y cuando está borracho es muy peligroso.
—Sufre cambios de humor —le explicó Telamón poniéndose de pie a su lado—. O se deprime o
salta de alegría, pero esto le ocurre de vez en cuando. Normalmente es muy generoso y siempre está
dispuesto a tender una mano.
—Puede que no sea hijo de Filipo —replicó Casandra—, pero Olimpia es su madre. ¿Adónde
iremos ahora? ¿Cuál es la próxima ciudad que va a sufrir la brutalidad del pillaje y del saqueo?
Telamón le dio unos golpecitos en la punta de la nariz y regresó a su escritorio.
—Ese asunto del Templo de Hércules —continuó Casandra—, está en boca de toda la ciudad.
Las tropas dicen que un centauro entró en el templo y asesinó a esos hombres.
—No lo creo —replicó Telamón—. Quienes se refugiaron en el Templo de Hércules fueron
víctimas de un astuto asesino. Dudo si alguna vez sabremos toda la verdad.
—Pero Alejandro quiere que descubráis la verdad, ¿no es así? —preguntó Casandra tanteando el
tema—. Dicen que está furioso, que dio su palabra y no la ha podido mantener. Ha sido objeto de
humillaciones y burlas, el gran conquistador que ni siquiera es capaz de controlar una ciudad griega.
Telamón no quiso contestarle. Regresó a la cámara donde Casandra y él habían comido pan,
queso y uvas junto a una copa de vino aguado. Uno de los escribas de Aristandro había traído los
documentos de la cámara de Leónidas y una nota que le recordaba que debía visitar al rey más tarde,
cuando se reuniera con algunos de los líderes de la ciudad.
—¿Qué son esos fragmentos de pergamino? —insistió Casandra—. ¿Por qué son tan interesantes?
—¿Por qué no salís a dar una vuelta por ahí? —suspiró Telamón—. ¿Por qué no vais a incordiar
a algún soldado o flirteáis con algún paje?
—No flirteo con pajes.
Casandra empezó de nuevo a machacar las hierbas con la mano de mortero. Telamón cerró los
ojos y apretó los dientes. «Pronto empezará a cantar», pensó, «eso o a silbar». Y como si hubiera
leído su mente, Casandra empezó a entonar una canción de cuna, y cuanto más cantaba, más fuerte la
entonaba.
—¡Leónidas! —exclamó Telamón.
—Ah, bien, así que me lo vais a contar —Casandra dejó la mano de mortero y se cruzó de
brazos, con los ojos abiertos y una sonrisa falsa en los labios.
Telamón respiró hondo y le contó todo sobre Leónidas y la Casa de Medusa: cómo era el
soldado, su amor al vino y el modo en el que aparentemente se ahogó.
—Bien —murmuró Casandra, frotándose las manos—. ¡Un asesino macedonio menos! —
exclamó, pasando por alto la mirada de advertencia de Telamón—. Y decidme, amo, ¿qué son esos
pergaminos que os envió esa araña venenosa?
—Aristandro no es una araña.
—Pues tiene patas de araña, por eso envidia las mías. ¿Creéis que alguna vez me invitará a una
de sus cenas en las que se viste de mujer y ese atajo de degolladores que le acompañan a todas partes
empiezan a cantarle canciones de amor?
—Estos pergaminos… —continuó Telamón pasando por alto la furia de Casandra.
—¿Sí, amo?
—Por favor, no me llaméis así —Telamón se puso en pie y le acercó los pergaminos—. ¿Veis?
—dijo agarrando la mano de mortero y el cuenco y dejándolos sobre la mesa—. Algunos contienen la
letra «C» que, imagino, significa Centauro. En algunos hay tres rectángulos conectados entre sí, otros
sólo tienen dos —cogió otro pergamino—, pero en éste aparecen cuatro.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Casandra.
—No lo sé.
Telamón depositó los pergaminos de nuevo sobre la mesa. Una brisa que se coló por la ventana
los levantó ligeramente. Asió entonces una estatua de madera, obra de algún artesano persa, y la puso
encima de los documentos. Representaba un ave de los pantanos.
—Es exquisita, ¿verdad? —comentó señalando la estatua—. El trabajo de un artesano persa en
una ciudad griega en el pasado gobernada por los persas y ahora por los macedonios. Ahí está el
meollo de toda esta cuestión. Casandra, ¡vaya cambio más drástico! Efeso es como el lodo fértil del
fondo de un estanque: lo han removido y ahora toda clase de suciedad ha subido a la superficie.
—¿Habláis a menudo en tono metafórico? —espetó ella.
Telamón se encogió de hombros con aire apenado.
—Leónidas era un viejo canalla. Me topé con él en la Arboleda de Mieza. Nuestro jefe militar
era Cleito el Negro, ¿lo conocéis?
—¿Ese hombre tuerto con cara de membrillo retorcido?
Telamón soltó una risotada.
—Cleito solía pasearse con aires de grandeza. De vez en cuando traía lo que él llamaba un
soldado de verdad.
—¿A vuestro padre?
—En algunas ocasiones, pero eso fue antes de que mi padre tuviera su visión, se marchara del
ejército y me sacara de la Arboleda de Mieza para enseñarme a ser médico. A menudo traían a
Leónidas. Se quedaba de pie al lado del campo de instrucción y soltaba toda clase de obscenidades:
¡Levantad esa espada así! ¡Sostened el escudo asá!
Telamón se calló al oír la señal del cuerno, que resonaba como un eco por todo el palacio,
anunciando el cambio de guardia.
—A Leónidas le gustaba la guerra pero también la riqueza —continuó—. Soñaba con encontrar
un tesoro perdido. Solía sentarse alrededor del fuego del campamento, por la noche, para contarnos
relatos macabros sobre fabulosas riquezas ocultas bajo antiguos monumentos y tumbas —Telamón
cogió el pato de madera y lo meció en las manos—. Solía pensar en Leónidas cuando estuve en
Egipto y visité la Necrópolis en la orilla oeste del Nilo, donde se hallan cientos, tal vez miles de
tumbas llenas de tesoros, por no mencionar el encantado Valle de los Reyes con sus sepulcros reales
escondidos. Los rumores dicen que allí se esconde un gran tesoro con oro, plata y joyas preciosas.
—¿Y creéis que Leónidas encontró algo parecido aquí?
—Sí, así es. Se apropió de la Casa de Medusa, un nombre que ya suena algo malévolo por sí
sólo. Miembros de su unidad y él mismo lucharon junto a Parmenio, pero cuando los persas
regresaron, Leónidas y sus compañeros tuvieron que huir a toda prisa.
—¿Creéis que hay un tesoro en esa casa?
—La casa fue en una ocasión propiedad de un Centauro, un miembro de esa comunidad secreta de
esta ciudad, de Efeso —Telamón barajó los pergaminos—. Leónidas probablemente regresó en
busca de ese tesoro escondido.
—Pero eso no significa que fuera asesinado.
—No. Probablemente se levantó de la cama, borracho como una cuba y decidió bajar al jardín,
tropezó y se ahogó.
Telamón hizo una pausa al oír cómo alguien llamaba a la puerta.
Aristandro se coló en la habitación. Casandra se levantó de inmediato.
—A solas con vuestra pelirroja, ¿eh? —bromeó Aristandro sin pelos en la lengua, con sus ojos
lascivos y rapaces como los de un ave.
Casandra no le hizo caso y se dirigió a la pequeña alcoba donde se encontraba su carriola, oculta
tras unos pálidos velos que colgaban de una barra de madera. Casandra los retiró y desapareció tras
ellos.
—No le gusto —ronroneó por lo bajo mientras entraba y se sentaba en un taburete, cerca del
escritorio de Telamón.
—Gustáis a muy poca gente, Aristandro. ¿Cómo está el rey?
—Iba a ir de caza pero han llegado mensajeros de otras ciudades trayendo consigo muestras de
sumisión. Así que no está de mal humor —Aristandro señaló los pergaminos—. ¿Habéis encontrado
algo interesante?
—Nada de nada —afirmó Telamón recogiendo los documentos para devolvérselos—. Creo que
Leónidas buscaba un tesoro escondido.
—Yo también —admitió Aristandro. Lo dijo tan despreocupadamente que despertó las sospechas
de Telamón.
—¿Hay un tesoro, Aristandro? La avaricia brilla en vuestros ojos.
—Bueno, bueno, debe de haberlo, ¿verdad? —replicó el Señor de los Secretos—. Por ese
motivo debió regresar Leónidas a la Casa de Medusa.
—¿Y habéis registrado el lugar?
Aristandro negó con la cabeza.
—Sois un mentiroso —le reprendió Telamón.
Aristandro se llevó las manos a la boca y soltó una risita entre los dedos.
—Bueno, he estado allí y he dado un vistazo, pero no encontré nada sospechoso. Y cualquier
tesoro escondido que se encuentre pertenece al rey. En fin, el día continúa.
Recogiendo los pergaminos, Aristandro se puso en pie y se encaminó hacia la puerta.
—¡Adiós Casandra! —exclamó—. Seguro que nos volveremos a ver —y se marchó sigiloso,
como un gato en la noche.
Telamón suspiró y se dirigió a un pequeño sofá, cuyos brazos labrados tenían la forma de leones
agazapados. Estaba forrado de un tejido muy caro y decorado con rombos plateados y soles dorados.
Se tumbó y se desperezó.
—¡No puedo soportar a esa detestable criatura! —Se escuchó la voz de Casandra como un eco al
otro lado de la cortina—. Siempre está tocándome el pelo y dándome pellizcos.
—Cree que seríais una buena novia para el líder de su Coro. Todos sus encantadores muchachos
os adoran, Casandra.
Una sarta de improperios acogió sus palabras. Telamón levantó la vista al techo. El yeso blanco
estaba agrietado y manchado. Se preguntó en vano quién habría ocupado antes aquella estancia, ¿tal
vez Rabinos? Contempló la cornisa. Un artesano le había dado la forma de una ibis, lo que le recordó
su viaje por Egipto. El Nilo como una culebra verde serpenteando entre las arenas ardientes del
desierto, la ciudad de mármol blanco de Tebas, los refrescantes oasis, las altísimas palmeras
protegiendo las charcas de agua fresca y la frondosa vegetación. Estuvo allí con Anuala, el amor de
su vida, la muchacha del templo que servía a la diosa Isis. La recordó arrodillada a su lado, con una
gargantilla cornalina alrededor del cuello y en las orejas, pendientes con unas resplandecientes
piedras preciosas. Una peluca espesa y untada en aceite, rodeada por una diadema dorada, le
enmarcaba su encantador rostro ovalado, aquellos ojos maravillosos, de un verde intenso, sus labios
inclinados para besarle.
—¡Cómo te gustaba hacerme rabiar! —murmuró Telamón.
Las lágrimas asomaron en sus ojos. Recordó aquel día con total claridad, uno de los de la
festividad de Isis. Lo habían pasado entre risas y charlas mientras comían y bebían, pero aquella
misma víspera, cuando crecieron las sombras, Anuala había sido violada y asesinada por un oficial
persa, borracho y lascivo, jugando a ser el dios todopoderoso. Telamón se encontró con él en una
parada de vino. Lo mató de un solo golpe, clavándole profundamente el cuchillo en el corazón.
Telamón se preguntó si aquél había sido el final de Anuala. Siempre decía que Ka, o su alma,
viajaría hacia el oeste cruzando el Lejano Horizonte pero que si algo sucediera regresaría a él.
Telamón se rió bruscamente. Aquí no vendría, no a este palacio lleno de intriga y asesinatos. Tal vez
Anuala sólo permaneciese viva en su alma. Recordó su rostro mientras se quedaba adormecido.
Las memorias de Anuala dieron paso a otras imágenes de guerra más recientes y violentas:
Alejandro y su general, con los ojos brillándoles a través de las ranuras de sus cascos, los penachos
de crines de caballos pura sangre serpeaban al viento; relinchos de bestias empapadas en sudor;
falanges en marcha, con fajines de regimiento de diferentes colores y levantando enormes picas
contra el cielo teñido de un rojo sangriento; el toque estridente de las trompetas en medio de nubes
de polvo…
De repente Aristandro le despertó bruscamente, cuando abrió los ojos se lo encontró inclinado
sobre él, acompañado de su coro entorno al sofá. Telamón se recompuso y se frotó los ojos. La luz
de sol que se filtraba a través de las ventanas empezaba a desfallecer.
—Os necesitan —espetó Aristandro chasqueando los dedos.
—Tengo que ir primero al baño —respondió Telamón.
—Os esperaremos fuera.
Al cabo del rato Telamón se reunió con él en el pasillo. Aristandro dejó de comportarse como un
currutaco y permaneció rodeado de sus guardaespaldas. Vestían como si marchasen a la guerra,
incluso llevaban escudos y habían desenvainado las espadas. Se apiñaron alrededor de su señor,
apestando a perros y establo.
Aristandro tiró del brazo de Telamón. Les ordenó a sus «adorables muchachos» que esperaran y
se llevó al médico hacia el alféizar de una ventana que daba a los jardines. Telamón agradeció la
dulce y fresca fragancia. Al fondo del pasillo permanecían miembros de los soldados de a pie,
ataviados con la armadura de gala. También parecían tensos y no quitaban ojo a los celtas bien
armados y de miradas despiadadas que en ese momento se encontraban tan cerca de las dependencias
reales.
—¿Qué pasa? —preguntó Telamón—. ¿Por qué no me lo explicasteis en mi cámara?
—Vuestra pelirroja tiene muy buen oído.
—La pelirroja tiene un nombre, se llama Casandra.
—Bueno, eso es lo que ella dice —replicó Aristandro—, pero es una mujer de Tebas y seguro
que se ha puesto otro nombre. ¡A saber quién es realmente!
—¡Por el amor de Apolo, Aristandro! Receláis hasta de vuestra propia sombra.
—Sí, y tengo buenos motivos. Han traído unos cadáveres.
—¿Más asesinatos?
—Sí. ¿Recordáis que el persa Rabinos mencionó a la cortesana Arela?
—Ah, sí, esa mujer con un pie en cada campo —sonrió Telamón—. Me temo que no lo podría
haber dicho de mejor modo.
—Bien, pues ahora no tiene el pie en ningún sitio. A primera hora del mediodía alguien le hizo
una visita. Mataron al portero, a su doncella y finalmente a ella. Debía de estar nadando. La piscina
estaba llena de sangre. El asesino arrastró los tres cuerpos hacia el interior de la casa, luego les
prendió fuego y también a la propiedad de la cortesana —terminó Aristandro con el rostro pálido y
enfurecido.
—Ahora os arrepentís de no haberla arrestado de inmediato, ¿verdad?
—Sí, lo habría hecho, pero ese gordo escriba de Hesíodo me dijo que quería verme para
hablarme de ella. Me dijo que tenía que contarme algo interesante, de hecho, muy interesante.
—No me lo dijisteis.
—No era asunto vuestro.
—Pero lo es ahora…
—No, escuchad —Aristandro trató de hablar con tacto—. Según parece, Hesíodo interrumpió al
asesino. A él también lo asesinó. Da igual, es mejor que vengáis y lo veáis con vuestros propios
ojos.
Aristandro prosiguió la marcha y le indicó a Telamón que le siguiera. El médico no tenía
elección. El coro volvió a rodear a su señor y todos juntos marcharon por el pasillo resplandeciente
de madera encerada. Los guardias al fondo se hicieron a un lado. Bajaron las escaleras y se
dirigieron a los jardines. Los hombres de Alejandro se encontraban también allí: Ptolomeo, de
mirada astuta, rasgos morenos, con su cara de mono y su sonrisa descarada; Seleuco, de cabellos
rubios, rostro redondo y ojos azules como ágatas, pero de mirada dura; el canoso Parmenio, tuerto y
el favorito de Filipo, padre de Alejandro; y finalmente Amintas y Hefestión. Todos permanecían de
pie, con una copa en la mano, charlando entre sí sobre los recientes acontecimientos. Ptolomeo les
llamó pero Aristandro hizo un gesto cortante con la mano. Ptolomeo gritó algo sobre el tipo de
compañía que elegía Telamón, pero Aristandro ya estaba bajando las escaleras. Le condujo por un
camino de guijarros hacia la zona de los establos, edificios alargados con tejas de un rojo oscuro.
Era lugar tranquilo y se habían llevado a la mayoría de los caballos a los campos para que hicieran
ejercicio.
Aristandro les guió hasta un cobertizo. El coro se amontonó en la puerta, bloqueando la entrada
de luz, pero Aristandro les gritó que se echaran a un lado. Lámparas de aceite iluminaban una escena
espeluznante. Telamón empezó a sentir náuseas cuando vio a los cuatro cadáveres carbonizados y
retorcidos. Habían ardido hasta tal punto que resultaba imposible reconocerlos.
—¿Cómo sabéis que se trata de Arela y del resto?
—Bueno, no podía haber nadie más en aquella casa —replicó Aristandro—, nadie más llevaba
sus joyas. Y Hesíodo llevaba un anillo con la insignia del jefe de los escribas de la ciudad.
Aristandro le entregó a Telamón una poma llena de agua de rosas. El médico ordenó que
acercaran las lámparas.
—Decidme lo que veis —le ordenó con sequedad.
Telamón intentó no pensar ni imaginar, sólo observar e informar. Examinó los cuatro cuerpos.
—Dos hombres y dos mujeres —empezó—, todos carbonizados. Seguramente les arrojaron
aceite por encima mientras yacían sobre el suelo —volvió uno de los cadáveres en el que se
entreveían trozos de piel quemada—. El suelo protegió sus espaldas. Tres de ellos fueron golpeados
hasta morir. Por lo menos eso es lo que pienso, dado que tienen el cráneo aplastado. Los cabellos,
los ojos, los labios y las narices han desaparecido, las orejas se han arrugado y las lenguas se han
deshecho, pero los dientes han quedado relativamente intactos. Queda un poco de piel en uno de los
cadáveres. ¡Qué asco! —gruñó Telamón y se encaminó hacia la puerta. Se reclinó sobre el dintel
para respirar el aire fresco de la tarde antes de volver a examinar aquellos restos horripilantes—.
Tres de las víctimas tienen los cráneos machacados. Uno o dos golpes en la sien.
—¿Como en el Templo de Hércules? —preguntó Aristandro con la voz amortiguada por la poma.
—Como en el Templo de Hércules —afirmó Telamón—, pero de nuevo os digo que he visto
heridas muy parecidas en muchos campos de batalla. Esta cuarta víctima —añadió señalando a una
con la cabeza retorcida y la boca abierta por el espasmo de la muerte—, tiene el cráneo completo. La
apuñalaron en la garganta o en el pecho. No hay nada más. Una vez muertos, los rociaron con aceite y
fueron consumidos por la avidez de las llamas. Podrían ser las personas que habéis descrito: Arela,
su doncella, el portero y Hesíodo el escriba.
—Volved a echar un último vistazo —ordenó Aristandro.
Telamón estaba a punto de objetar, pero suspiró, sostuvo la poma contra su nariz y examinó los
cuerpos otra vez. Los restos que pertenecían a Hesíodo eran escalofriantes: la carne había hervido y
se había encogido hasta dejarlo irreconocible. Las costillas le sobresalían a través de trozos de carne
carbonizada. Telamón no detectó ninguna fractura. El cuerpo de Arela, cosa extraña, todavía
conservaba unos cuantos tirabuzones dorados en la nuca a los que no había llegado el fuego. La parte
frontal y lateral de su cráneo estaba completamente resquebrajada y el daño que le había provocado
aquel golpe parecía más terrible, si cabe, debido al fuego. La doncella había recibido un golpe
limpio en la sien: le faltaba un trozo entero de cráneo y una profunda fisura se lo partía de arriba
abajo.
—Fue un golpe muy violento —declaró Telamón—, otro más de este misterioso asesino. Se
debió esconder tras ella, la joven se volvió ligeramente pero fue demasiado tarde: le quebró el
cráneo, haciendo que le saltaran los sesos y la sangre, incluso antes de que cayera al suelo.
Ahora examinó el cadáver del portero: éste también había quedado totalmente carbonizado y
arrugado. Las partes frontal y lateral del cráneo no revelaban ninguna contusión ni fracturas; el golpe
mortal esta vez había sido en la nuca, que Telamón estudió cuidadosamente.
—También —añadió con la voz apagada por la poma—, le golpearon con mucha violencia,
debió de ser una persona fuerte que se sirvió de una porra de guerra —de pronto el interés de
Telamón se despertó—. ¿Sabéis algo acerca de las costumbres de Arela?
—¿Porqué?
Telamón dejó caer la poma y salió al patio de guijarros. Aristandro le siguió. El coro les rodeó
como si se tratara de un grupo de colegiales. Habían visto aquellos horribles cadáveres y sabían el
suficiente griego para seguir las explicaciones de Telamón. Sentían una profunda fascinación y
admiración por aquel médico. Podía explicar muchas cosas sobre un cadáver y contestaba a las
preguntas de su eminente señor. Además, era amable y considerado cuando curaba sus heridas y
moratones, y a veces les hacía beber algunas pociones de hierbas después de haber tomado
demasiada cerveza. Telamón contempló sus rostros.
—Aristandro —afirmó—, ¿por qué parecen todos iguales? ¿Son primos o hermanos? ¡Todos
tienen ojos azules, sus rostros hasta tienen la misma forma!
—Proceden de la misma tribu —explicó Aristandro zarandeando una mano—. Telamón, no me
hagáis esperar más.
—Arela era una cortesana —empezó Telamón, luego sonrió—. Si lo he entendido bien, estas
damas duermen hasta tarde, se levantan y se pasan el resto del día preparándose para la noche. Un
poco como vos, ¿eh? —bromeó guiñándole un ojo a Aristandro.
—Ese es mi secreto.
—¡No es cierto, todo el mundo lo sabe!
—Estoy esperando, Telamón.
—Bien, las cortesanas tienden a ser mujeres solitarias, guardadoras de secretos, como vos.
Satisfacen las fantasías de los hombres, les miman y les hacen sentir como príncipes poderosos. Así
que acostumbran a tener unos cuantos sirvientes que suelen escuchar a escondidas o fisgar en sus
asuntos. Arela tenía una doncella y un portero. Ahora bien —Telamón señaló hacia donde se
encontraban los cuerpos—, quienquiera que entrara en aquella casa debería conocer la rutina de
Arela.
—¿Pudo colarse en el jardín escalando el muro?
—Sí —afirmó Telamón—, pero entonces se arriesgaba a llegar en un mal momento. Arela podría
haber estado entreteniendo a vuestro coro o a la mitad del ejército de Alejandro.
—Eso es bastante improbable.
—Da igual, pero tenía que asegurarse, ¿verdad? Uno no puede irrumpir así como así en una casa,
asesinar a la propietaria y a su doncella. Uno debe asegurarse de que no hay nadie más.
—Entonces, debió llamar a la puerta.
—Sí, llamó a la puerta. El portero la abrió y le deja entrar, lo que significa que su asesino fue
reconocido como uno de sus antiguos clientes, o al menos como alguien con el poder y la autoridad
suficientes como para impresionar al portero. El asesino muy probablemente preguntó «¿Está vuestra
señora en casa?», a lo que el portero contestó «Sí», «¿Está sola?», se interesó, y el portero volvió a
responder, «Sí».
—Pero Hesíodo estaba allí.
—No, llegó más tarde —Telamón se limpió los labios—. El portero, según parece, dejó entrar a
aquel hombre sin oponer resistencia ni dar la voz de alarma.
—¿Cómo sabéis eso?
—Bueno, eso es lo que hacen los porteros, ¿no? Estoy seguro de que el portero de Arela era un
joven fuerte, capaz de defenderse o de dar la voz de alarma. Ahora, Aristandro, callad y dejadme
continuar. Me apuesto a que los muros de alrededor de la casa son altos y la puerta estaba siempre
bien cerrada. La primera conversación debió tener lugar a través de la verja. El portero abrió la
puerta y dejó entrar al asesino. ¿Y qué hizo después, Aristandro?
Los ojos del nigromante se arrugaron mientras sonreía.
—El portero volvió a cerrar la puerta.
—Ya os podéis imaginar la escena. «Esperad, aquí, señor, ahora os acompañaré a la casa».
Entonces se dio media vuelta y corrió los cerrojos de arriba y de abajo. Se agachó y mientras lo
hacía el asesino le golpeó. Un buen golpe con una porra en la nuca.
—¿Y por qué no utilizó un cuchillo?
—Para eso es necesario acercarse un poco más y se arriesgaba a que se le cayera de las manos o
a cometer un error. No, una porra es la mejor arma. El portero es abatido y ahora el asesino tiene vía
libre para actuar a su antojo. Sabe que en la casa sólo están las dos jóvenes y que apenas le opondrán
resistencia. Camina a través del jardín. Arela está en la piscina y su doncella, no muy lejos. Se
acerca a la segunda por detrás. La joven se vuelve y en ese momento le golpea en la sien. Arela
estaría ocupada, tal vez nadando o secándose, o con los ojos llenos de agua. El asesino la agarra en
el borde de la piscina y la mata. Luego se lleva los tres cuerpos al interior de la casa y después
registra la vivienda, desde el ático hasta la bodega.
—No tenemos pruebas de eso —intervino Aristandro—. No ha quedado nada del lugar, salvo
cenizas y vigas carbonizadas. Únicamente ha sobrevivido la base de piedra.
—¿Ah, sí? —replicó Telamón—. Dudo mucho que el asesino sólo viniera a matarlas y luego se
marchara. Buscaría algo: manuscritos, cartas, una donación, una escritura de venta… —Telamón
abrió las manos—. Es posible que encontrara lo que buscara o tal vez no, pero quería asegurarse.
Luego roció la casa con aceite y estaba preparado para marcharse cuando llegó Hesíodo.
—¿Pero no cerró el asesino la puerta? —preguntó Aristandro.
—No, no lo creo. Debió de cerrarla pero no corrió los cerrojos. Si alguien venía a visitar a
Arela, le convenía más al asesino que entrara a que se quedara afuera y diera la voz de alarma; eso
es lo que le pasó a Hesíodo. El escriba apareció en la casa, no vino sólo a tratar algunos temas con
Arela, sino por algo más —Telamón suspiró—. No tengo pruebas de esto. Sin embargo —continuó
—, Hesíodo se encaminó hacia su propia muerte. El asesino le esperaba dentro de la casa, al revés
que a los otros. Hesíodo no murió a causa del golpe de una porra; probablemente le clavaron un
cuchillo en la garganta o en el corazón. Demasiadas muertes —se lamentó Telamón—. Sólo el
asesino sabrá los verdaderos motivos.
Capítulo IV
«En Efeso, Alejandro a menudo recreaba su mente tras las fatigas de su mandato visitando el
estudio de Apeles».
L
as siguientes preguntas de Aristandro se vieron silenciadas por un alboroto que se formó en
la entrada al patio del establo. Un grupo de soldados de a pie, con las espadas
desenvainadas, llegó con Alejandro a sus espaldas. Éste se acercó con el brazo sobre el
hombro de uno de sus hombres. Telamón no reconoció al extraño: era alto, esbelto, de cabellos
oscuros y rizados y con una diadema de varios colores a la altura de la frente. Llevaba una larga
túnica de color marrón oscuro, que parecía más bien el vestido de una mujer, y una capa colgándole
del brazo. El rey y él conversaban como dos muchachos.
Alejandro se detuvo, retiró su brazo del hombro de aquel tipo, le cogió de la mano y miró al otro
lado del patio.
—¡Aristandro, Telamón, venid aquí!
El rey estaba emocionado, con el rostro encendido y un brillo en los ojos. Vestía media
armadura, como si llegara del campo de entrenamiento. Telamón recordó que había planeado ir de
caza.
—¡Vamos!, ¡vamos! —exclamó Alejandro dando un paso al frente, casi arrastrando al hombre
que tenía a su lado—. Aristandro, mi, eh… consejero. Telamón, mi médico, o eso dice él —presentó
Alejandro y luego añadió pícaramente—. Este es Apeles.
Telamón le tendió la mano.
—He oído hablar de vos, señor, y admiro vuestra pintura.
El rostro alargado, casi como el de un caballo, esbozó una sonrisa que transformó su fealdad. Se
ruborizó ligeramente al estrechar la mano de Telamón.
—Es todo un honor para mi conocer a un extranjero que ha visto y admirado mi obra —añadió
Apeles con un tono de voz bajo y refinado—. Yo también he oído hablar mucho de vos. Trabajasteis
en el Templo de Esculapio en Corinto extrayendo veneno de un pulmón, ¿me equivoco?
—¿No es halagador? —intervino Aristandro tendiéndole también la mano—. Todos hemos oído
hablar de todos. ¡Qué listos somos!
La sonrisa de Apeles se desvaneció cuando estrechó la mano de Aristandro.
—También he oído hablar de vos, Aristandro —afirmó el artista guardando silencio por un
momento mientras estudiaba el rostro del Señor de los Secretos—. Me gustaría pintar vuestros ojos,
esa expresión, pero puede que no esté a la altura.
Aristandro, molesto, retrocedió. Sin embargo, Alejandro estaba muy emocionado con aquel
encuentro. Abrazó a Apeles como si fuera un hermano al que había perdido tiempo atrás.
—Apeles es un gran artista —afirmó el rey con los ojos rebosantes de vida—. Le he convencido
para que me retrate sobre Bucéfalo. No estoy seguro sobre lo que debo sostener, si la lanza de
Artemisa o el rayo de Zeus.
—Podríais llevar los dos —sugirió Telamón—, y tal vez algo más en la cabeza para que
equilibre la cosa.
Alejandro pestañeó.
—No entiendo.
Apeles soltó una carcajada desde el fondo de su pecho mientras sacudía los hombros al mismo
tiempo. Telamón le estudió con curiosidad. Aquel hombre era considerado un genio, no sólo por el
uso del color sino porque a veces era capaz de captar una expresión, un movimiento. Cualquiera que
contemplara sus obras durante el tiempo suficiente, acababa por formar parte de ellas. ¿Qué tipo de
hombre podría realizar aquella magia? El rostro de Apeles no era ni joven ni viejo; sus astutos ojos
brillaban burlones; las cejas se encontraban sobre el puente de aquella nariz larga y puntiaguda; tenía
una boca generosa, una amplia barbilla y bastantes arrugas en la cara, testimonio de que en la vida no
sólo se había dedicado al arte sino también a años de sufrimiento.
—Apeles no quería venir a Efeso. La última vez que estuvo aquí los persas no le trataron bien —
explicó Alejandro en un susurro apresurado—. Sin embargo, es mi invitado —el rey alzó sus manos
—. Apeles me pintará en el Templo de Artemisa: un amplio mural que corte la respiración, que
emocione a la vista y alegre el corazón.
—Para eso deberéis pedir permiso —le advirtió Apeles—. Son las normas de Efeso —se
mordió el labio—. Lo siento, mi señor: ahora vos sois el gobernador de Efeso.
—No, no —Alejandro se adelantó y dio unos golpecitos al coselete de uno de sus hombres de a
pie—. No os lo habéis puesto bien —afirmó con tono enfadado—. Mirad, el espacio entre la parte
delantera y posterior es demasiado amplio. En el campo de batalla eso os costaría la vida —luego
volvió a la conversación—. No, Apeles, tenéis razón en todo.
De nuevo el rey tomó la mano de Apeles, como si fuera un padre con su hijo predilecto. Telamón
advirtió lo largos y sensibles que eran los dedos del artista; todavía le quedaban restos de pintura
roja en la muñeca y el pulgar.
—¡Capitán! —Alejandro llamó a su oficial de guardia—. Llevaos a Apeles a su cámara,
procurad que no le falte de nada —el rey cogió la cara del pintor entre sus manos y le besó de pleno
en los labios—. Sois amigo de Alejandro —declaró dando un paso atrás—. Sois mi huésped.
Apeles le dio las gracias, se despidió de Telamón y Aristandro con un asentimiento de cabeza y
se marchó escoltado por el guardia. Alejandro observó cómo se alejaban, frunciendo el entrecejo.
—Un gran artista —añadió—, me va a retratar. Mi padre puede que tuviera su estatua en el
Templo de Artemisa, pero yo tendré mi mural.
Se volvió sobre sus talones y con la cabeza ligeramente ladeada parecía que examinara a
Telamón y a Aristandro por primera vez. Chasqueó la lengua ruidosamente, una manía que había
copiado de su madre Olimpia.
—He oído que tenéis noticias —señaló hacia donde se encontraba el coro, algo apartado—. No
me gusta colocarme a favor del viento. Además, su griego es mucho mejor de lo que parece.
Se encaminó hacia un abrevadero para caballos, se sentó en el borde y dio unos golpecitos a
ambos lados.
—Mejor será que os sentéis. Vamos a encontrarnos con los hombres más poderosos de Efeso
dentro de un momento. Así que contadme todo.
Aristandro obedeció. Alejandro permaneció sentado con las piernas abiertas, las manos sobre los
muslos y con la cabeza ligeramente inclinada. Nunca interrumpía, aunque de vez en cuando dejaba
escapar algún suspiro. Cuando Aristandro terminó, levantó la vista hacia un cielo azul oscuro que
ahora la puesta de sol había teñido de rayos dorados y rojizos.
—Vamos a tener un hermoso atardecer —murmuró—. Tengo a los cocineros de palacio listos
para preparar el banquete. Estáis todos invitados.
Telamón soltó un gruñido. Conocía las fiestas de Alejandro donde se bebía abundantemente; sólo
esperaba que no ocurriera ningún infortunio.
—Tenemos venado, carne de cerdo y un postre dulce con mucha miel: eso me ayudará a digerir
lo que me habéis contado —afirmó mientras jugueteaba con su muñequera de piel.
Un mozo se acercó a caballo, los cascos resonando sobre los guijarros.
—¡No sostengáis el cabestro tan alto! —le gritó Alejandro—. Ya veis que ha sudado mucho, así
que debéis secarlo bien. ¡No tonto, no lo traigáis a beber agua! ¡Primero dejad que se enfríe!
—¿Estáis bien, señor? —preguntó Telamón. La irritabilidad de Alejandro era evidente; tenía la
cara ligeramente sonrojada y sus ojos de un color extraño parecía que lanzaran dardos por doquier.
—No, no estoy bien, médico. Acabo de llegar a Efeso. Ahora todo está tranquilo, pero se ha roto
mi palabra, se han cometido asesinatos y, por lo que parece, no van a ser los últimos.
Se volvió y le propinó un manotazo a Aristandro en la rodilla.
—Deberíais haber arrestado a Arela al instante, ella era el vínculo de todo esto. ¿Y ahora qué
tenemos? —les preguntó Alejandro extendiendo una mano—. El partido oligarca está prácticamente
destruido, los demócratas en el poder. Tenemos esos horribles asesinatos en el Templo de Hércules.
Una prostituta, que nos podría haber contado mucho sobre lo que sucedió, también asesinada. El
escriba Hesíodo sospechó que Arela era una valiosa fuente de información y fue a visitarla, pero
también ha muerto. Quiero que todo esto termine —añadió Alejandro con tono amenazador—. No
habrá más luchas entre partidos en mi Efeso. Y ahora hablemos del Centauro. Sin duda es un asesino
y un espía. Recibe órdenes directas de Persépolis y posiblemente le han sobornado para que me
mate. Pero él —añadió haciendo una pausa—, «¿debe morir en su propia casa de una enfermedad
dolorosa?» —citó mientras miraba a Telamón—. Libro XI de la Ilíada.
—No, es el trece —replicó Telamón.
—Sólo os estaba poniendo a prueba —sonrió el rey—, para saber si voy a morir —añadió
mirándose las manos—. Pues que sea en el campo de batalla, como Aquiles.
—Aquiles tenía su punto débil en el talón —replicó Telamón.
—Ya —afirmó Alejandro poniéndose en pie—, y yo tengo consejeros que me fallan.
—¡Eso no es justo! —estalló Telamón.
—No, no lo es —admitió Alejandro—, pero así son las cosas. Ojalá fueran diferentes.
Podía haber continuado, pero llegó un chambelán a toda prisa por el patio, remangándose su
hermoso traje bordado y pisando, con expresión de desdén, sobre los orines y excrementos de
caballo.
—Señor —anunció balbuceante—, sus invitados han llegado. Os esperan en la cámara del
consejo.
—¿Sois persa? —le preguntó Alejandro.
El hombre hizo una reverencia.
—Sólo a medias, señor, mi madre era griega.
—Ahora vamos —replicó Alejandro—, y por piedad, tened cuidado con la vuelta. Los
excrementos de caballo son muy resbaladizos.
Escoltado por Telamón y Aristandro, el rey regresó a palacio. Primero se detuvo a lavarse las
manos y la cara y envió a buscar a Hefestión. Esperaron al amigo del rey en el vestíbulo. Llegó
corriendo, con una copa de vino en la mano y una figurita en la otra.
—He encontrado esto en una cámara —Hefestión tenía la cara sonrojada por el vino—. Es el
dios Apolo, mi mecenas. ¿Puedo quedármelo?
Alejandro se lo sacó de las manos y lo estudió.
—Es de puro alabastro —afirmó y luego lo dejó caer al suelo. La estatua se rompió en mil
pedazos.
—¿Por qué habéis hecho eso? —preguntó Hefestión perplejo.
Alejandro apartó los fragmentos con la sandalia. Cogió a Hefestión por el brazo y le empujó a
proseguir la marcha pasillo abajo.
—Sois mi amigo, Hefestión, mi compañero de espada. Nunca preguntéis nada, sólo aceptadlo.
Aristandro miró a Telamón y arqueó las cejas.
—¡Vamos! —El rey dio una palmada.
Guardias aparecieron de entre las sombras, formando un círculo alrededor del grupo real a
medida que avanzaban por el palacio. Cruzaron vestíbulos de mármol desiertos, bajaron por pasillos
amueblados con un gusto exquisito, atravesaron puertas de madera de cedro forradas de piel hasta
que finalmente llegaron a la cámara del consejo. Ésta era una estancia ovalada en la planta baja. Se
habían cerrado las enormes ventanas que daban a los jardines y encendido lámparas de aceite cuya
luz danzaba sobre las paredes de mármol como una miríada de luciérnagas. Telamón sonrió al
escuchar el zumbido de las avispas, que habían llegado hasta allí.
Los hombres que les esperaban, agrupados detrás de un círculo de sillas de altos respaldos, se
acercaron inmediatamente. Como era costumbre entre los griegos, guardaron una distancia de varios
centímetros con la comitiva real y, acto seguido, hicieron una reverencia. A continuación, se acercó
Alejandro para estrechar sus manos e intercambiar besos de paz, dándoles la bienvenida como
amigos y aliados, y ofreciéndoles vino y refrescos. El líder, Agis, rehusó con la cabeza.
—Ya hemos comido en abundancia —afirmó con sequedad— y esperado lo suficiente.
—Entonces no esperemos más —respondió Alejandro invitándoles con la mano a que tomaran
asiento—. Hefestión —dijo dando la espalda a los efesios y volviéndose hacia los suyos—.
Hefestión, quedaos cerca de la puerta. Telamón, sentaos a mi lado y Aristandro tratad de no ofender
con vuestras palabras, así que cuidado con vuestra lengua pero afinad bien el oído.
Todos se sentaron. Alejandro insistió en que cambiaran su silla para poder disfrutar de la
compañía de sus consejeros a ambos flancos, una sutil maniobra para enfatizar su poder y autoridad
entre aquellos hombres que le miraban como a un brillante general, y nada más que eso. Telamón se
puso cómodo mientras se hicieron las presentaciones formales. Todos los hombres llevaban trajes
blancos con ribetes rojos o azules, rebosantes de poder e importancia. Se acababan de engrasar el
pelo, en sus dedos lucían anillos de gran valor y habían dejado tendidas en el suelo capas de tejidos
muy caros. Taconeaban impacientes en el suelo, ansiosos como estaban por zanjar aquel asunto y
marcharse. Aunque el grupo era pequeño, estaba dividido en dos. Agis, líder de los demócratas,
Peleo y Dión el abogado. Los otros dos eran Meleager, líder de los oligarcas, y su hijo, un joven de
cabellos revueltos y rostro sonrosado y rollizo. Parecía nervioso y se mantenía cerca de su padre,
que mantenía la cabeza vuelta al otro lado, clavada la mirada en el grupo de los que eran sus
inveterados enemigos.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Agis, rechazando la segunda invitación de vino de
Alejandro.
—Si os empeñáis en comportaros de ese modo —empezó Alejandro—, entonces, proseguiremos.
Estáis aquí, Agis, porque yo os lo he pedido. Mis tropas controlan Efeso. Mi ejército acampa detrás
de esos muros. Soy el Conquistador, el victorioso capitán general que ha destrozado al ejército persa
en la batalla de Gránico.
—Darío tiene más ejércitos.
—Ya, y un árbol también tiene muchas hojas, pero se caen cuando sopla el viento.
Agis se permitió una ligera sonrisa.
—¿Vais a gobernar Efeso? —preguntó Dión con voz cansina y las manos dobladas sobre la falda
—. ¿Actuaréis como un tirano en una ciudad griega?
—No, no soy tan estúpido, pero en cambio vos sois demasiado arrogante para aceptarme —
declaró Alejandro—. Tendréis un gobernador.
Agis suspiró y sacudió la cabeza en señal de incredulidad.
—Las libertades se restablecerán por completo en esta ciudad —añadió Telamón divirtiéndose
con la cara de sorpresa de Agis.
—Efeso se autogobernará —continuó Alejandro—. Pagará un tributo, ¿o debería decir una
ofrenda a mi tesoro?
—¿Por qué? —inquirió Peleo.
—Porque soy el capitán general de Grecia. Se restaurará al gobernador de la ciudad en su cargo:
él os contestará.
—¿Pero los oficiales mayores estarán a la orden de los macedonios? —Quiso averiguar Dión.
—Yo no he dicho eso. Agis será el magistrado jefe.
Las palabras de Alejandro provocaron un estremecimiento.
—Meleager será vuestro subordinado. Dión será el tesorero y vos, Peleo, os encargaréis de los
asuntos de secretariado de la ciudad.
Peleo sonrió de oreja a oreja y se frotó las manos.
—¿Estáis contento? —le preguntó con malicia Alejandro—. ¿Creéis que he venido para
comportarme como un sátrapa o un tirano? Efeso será libre, una ciudad que se gobernará a sí misma.
He venido a liberar a todos los ciudadanos, sean griegos o persas.
—Pero ¿cómo funcionará? —intervino Meleager.
—Funcionará porque haréis que funcione —Alejandro se volvió para mirarle de frente—. No
habrá más luchas de partidos entre oligarcas y demócratas. No más feudos sangrientos, ni más
saqueos, incendios o ejecuciones —su voz tronó por toda la habitación—. Por eso habéis venido, ¿no
es cierto?, para obtener vuestras libertades. ¡Bien, pues tenedlas!
—¿Y las tropas macedonias patrullarán las calles? —preguntó Agis imitando el tono del rey.
—Se retirarán y quedará un pequeño ejército, nada más. Pero ahora —Alejandro se inclinó hacia
delante—, hablemos de otro asunto: de los asesinatos que tuvieron lugar en el Templo de Hércules.
—¡No fue obra nuestra! —exclamó Agis.
—¡No os quedéis ahí sentado con ese aire de inocente! —protestó Meleager acusando con el
dedo al líder demócrata—. ¡Habéis asesinado y masacrado en otras ocasiones!
—¡No más que vos! —se defendió Agis—. Llevo la cabeza afeitada porque nuestros familiares
murieron apuñalados en el mercado, o acuchillados en los escalones de los templos por los
oligarcas. Durante años, Meleager, vuestro partido y vos habéis gobernado esta ciudad. Ahora se han
restablecido sus libertades y se hará justicia.
—Ya se ha hecho justicia —interrumpió Alejandro—. Se ha terminado. Pero habladme de esos
asesinatos que se cometieron antes de que yo llegara a restaurar el orden —les apremió Alejandro
haciendo énfasis en sus palabras.
Agis y Meleager, por turnos, le enumeraron toda la retahíla de asesinatos cometidos con veneno,
cuchillo o garrote. Asesinatos que sucedieron a la luz del día y persecuciones más allá de los muros
que terminaban con la muerte en mitad de la noche. Amenazas y advertencias, ataques, asaltos,
violaciones y robos. Cuanto más escuchaba Telamón, más repulsión sentía. Aquellos eran hombres
que realmente se odiaban y se preguntó si el carisma de Alejandro podría poner fin a una venganza
tan sangrienta.
Por fin ambos líderes terminaron de gritarse y acusarse. Alejandro no les interrumpió, por el
contrario les escuchó con toda su atención.
—Es un milagro —intervino el rey por fin, enderezándose en su silla—. Sí, es un milagro que
alguien haya sobrevivido en Efeso. ¿Durante cuánto tiempo han tenido lugar esas muertes?
—Durante tres o cuatro años —respondió Agis.
—¿Y a cuánto asciende el total de muertes entre los demócratas, Agis? —preguntó Alejandro—.
Ocho miembros líderes de vuestro partido. ¿Y entre los oligarcas, Meleager?
—Incluyendo los que fueron asesinados en el Templo de Hércules —el oligarca meneó con la
cabeza—, dieciséis o diecisiete muertes en total. Y no incluyo a los que murieron en la reciente
masacre.
—¿Y nadie fue puesto en manos de la justicia? —intervino Telamón.
Agis le devolvió la mirada con un rostro impasible.
—¡Eran asesinos! —exclamó Telamón—. ¡A pesar del motivo que tuvieran, siguen siendo
asesinos! Tenéis sacerdotes, magistrados, informadores, espías y sin embargo ¿no se llevó a nadie a
juicio?
El silencio acogió sus palabras.
—Todo ocurrió tal como os hemos contado —intervino Meleager apretando la mano de su hijo
—. ¡Ojo por ojo y diente por diente! Todos hemos perdido a familiares. Y en la última masacre
incluso murieron niños y mujeres.
—¿Alguno de vosotros ordenó esas muertes? —preguntó Telamón. Tan sólo recibió miradas
oscuras y maldiciones por lo bajo—. Alguien debió ser el primero en hacer correr la sangre —
insistió—. Hay dos partidos en Efeso. Los demócratas, creo, desean tener oficiales por elección, por
voto, con un consejo y magistrados. Por otro lado, los oligarcas piensan que todo el poder debe
recaer en manos de ciertas familias y contar con el apoyo del gobernador persa y sus tropas. La
situación no es muy distinta de otras muchas ciudades griegas, ya sea aquí o en el continente, excepto
por esas terribles muertes.
—Responded a la pregunta —ordenó Alejandro—. ¿Hay algún hombre en esta sala culpable de
condenar a muerte a otra persona?
—No puedo responder por mis colegas —afirmó Agis con la voz llena de sarcasmo—, pero
estarán de acuerdo en una cosa. En algunas ocasiones Demades y yo nos reunimos para acordar una
tregua, para poner fin a esas muertes. ¿No es verdad?
Peleo y Dión asintieron.
—Yo puedo hablar en nombre de Demades —continuó Meleager. Señaló a Agis—. ¿Os
encontrasteis en su casa o en la vuestra? ¿Acaso no bebisteis del mismo copón y comisteis del mismo
pan mientras jurabais solemnemente frente a los sacerdotes que ninguno de vosotros tenía nada que
ver en esas muertes?
Agis, un poco cariacontecido, asintió.
—¿Fuisteis sincero? —preguntó Telamón.
—Sí y no —replicó el demócrata—. Cada vez que nos encontrábamos me comprometía a
mantener la paz. Entonces sucedía otro asesinato y el pacto se rompía.
—Y Demades, el líder de los oligarcas, ¿también fue sincero? —intervino Telamón—, ¿también
dijo la verdad?
—Lo fue —asintió Meleager—, deseaba con todas sus fuerzas que esas muertes terminaran.
—¿Le creísteis, Agis?
El demócrata levantó la vista al techo.
—¿Le creísteis?
—Sí, supongo que sí. Yo también quería lo mismo, pero los asesinatos continuaron.
Alejandro dio una patadita con el pie a Telamón para que prosiguiera con su interrogatorio.
—¿Y qué pasa con las muertes en el Templo de Hércules?
—La gente piensa que son obra de un centauro, una venganza de los dioses.
—¿Contra quién? —preguntó Alejandro con un tono de voz aterradoramente grave.
Meleager permaneció imperturbable.
—Mi señor, vos jurasteis que estarían sanos y salvos. Los miembros de mi partido todavía se
sienten nerviosos: han levantado sus propias barricadas en sus mansiones, sus criados van
armados…
—Y yo les he ofrecido guardias —interrumpió Alejandro—. Soldados de mis cuerpos de élite.
Estáis a salvo. Ninguna bestia mitológica es responsable de esos asesinatos, pero quién los cometió,
por qué y cómo, sigue siendo un misterio, al menos por ahora.
—¿Alguno de vosotros se acercó al templo los días antes de que tuviera lugar la masacre? —
preguntó Telamón.
—Yo —reconoció el hijo de Meleager. Estaba todavía nervioso, no dejaba de moverse y de
toquetear la capa que tenía sobre la falda.
—¿Por qué?
—Yo le envié —se apresuró a explicar Meleager—, para que entregase un mensaje secreto a
Demades —se volvió con el rostro lleno de orgullo y rodeó a su hijo por los hombros—. Albiades es
un jovencito muy valiente. Se ofreció voluntario. Envié algunos mensajes para calmar y tranquilizar a
nuestro líder. Incluso le exhorté a que confiara en vos, mi señor, y a que abandonase cuanto antes el
templo, por su propio bien.
Telamón pudo sentir cómo la furia de Alejandro iba en aumento.
—Vos os acercasteis al templo —afirmó señalando a Albiades—. ¿Ibais disfrazado?
—Iba como un plebeyo —respondió el joven—. Con una túnica sucia y sudada, sin sandalias.
Fingí ser un merodeador curioso. Los soldados guardaban la puerta, pero dejaban que los familiares
se acercaran a la entrada.
Alejandro asintió. Él mismo lo había permitido.
—Subí los escalones. Vi que Sócrates estaba de pie en la puerta…
—Sí, es cierto —asintió Alejandro—. Calístenes, el capitán de la Guardia, a menudo comentaba
que Sócrates parecía ser el más valiente de todos. Se acercaba al pórtico y permanecía junto a la
puerta interior, con la mirada puesta en la plaza.
—¿Y le entregasteis vuestro mensaje? —quiso saber Telamón.
La sala del consejo se quedó en silencio.
—Hablé con Sócrates, pero parecía distraído, como si le importunase con mi presencia. No
dejaba de asentir, tamborileando los dedos contra el marco de la puerta, evitando mi mirada como si
estuviera interesado en algo que sucedía a mis espaldas. Me volví para mirar —el joven sacudió la
cabeza—. No pude ver nada, nada, sólo una multitud arremolinándose. Me preocupé tanto —continuó
Albiades— que regresé dos días más tarde. Esta vez solicité ver a Demades. Salió a mi encuentro y
le pregunté si Sócrates le había entregado el mensaje. Demades negó con la cabeza y pareció
preocupado. Estaba muy nervioso, sin afeitar y sus ropas apestaban a orines. No volví más.
—¿Por qué asesinaron al sacerdote del templo? —preguntó Alejandro.
Agis abrió las manos.
—Intentamos controlar a la multitud, pero fue imposible: el sacerdote era miembro del partido
oligarca.
—Era tan estúpido —interrumpió Peleo como si escupiera las palabras— que reveló su
afiliación política. Era un presuntuoso. Esperaba que, ofreciendo sus favores a los ricos y poderosos
de Efeso, éstos le llenarían el templo de donaciones.
—La mayoría de los sacerdotes de templos —arguyó Meleager— hacen lo mismo. Como sabéis,
mi señor, se ha reconstruido recientemente el Templo de Artemisa y en ello hemos invertido gran
parte de las riquezas de esta ciudad.
—Ah, sí —recordó Alejandro frotándose las manos—, tengo ganas de hablar del tema.
—Una cosa —interrumpió Aristandro. Su voz resonó como un latigazo—. Dijisteis que Sócrates
aguardaba al lado de la puerta del templo. Todos conocéis a la furcia o cortesana que se hacía llamar
Arela, ¿no? Bien, estuvo presente en el patio del templo. La vieron al menos en dos o tres ocasiones.
¿Visteis que alguna vez se acercara al templo?
—¿Qué pretendéis? —espetó Agis—. ¿Tendernos una trampa? No estuvimos allí. No podemos
saberlo. Vos teníais guardias. ¿Por qué no les preguntáis a ellos?
—Ya lo he hecho —respondió Aristandro agresivo como un gato a la caza y con un tono de voz
amenazador—. Calístenes recuerda a una mujer joven envuelta en una capa rojo oscuro que se acercó
al templo. ¿La envió alguno de vosotros?
El silencio acogió sus palabras.
—¿Alguno de vosotros era su cliente?
De nuevo el silencio.
—¿Lo fuisteis? —insistió Aristandro.
—Eso es un asunto personal.
—Ahora no —declaró Telamón—. Ya conocéis las últimas noticias. Arela ha sido asesinada; el
fuego acabó con ella, su sirvienta, el portero y su casa.
Dión se encogió de hombros.
—Así que otra furcia ha muerto.
—¿No falta alguien? —preguntó Aristandro.
Agis miró a su alrededor.
—Nuestro escriba Hesíodo, pero puede que se haya retrasado.
—¿Ante una cita con el rey? —se burló Aristandro—. A todos os hemos entregado pases para
entrar a palacio, una señal de gran confianza y distinción. ¿Dónde está ahora Hesíodo? ¿O es qué no
habéis oído las noticias? —añadió malévolamente—. El cuerpo de Hesíodo también se encontró en
la casa de Arela.
Sus palabras crearon consternación. Agis se balanceó sobre su silla. Peleo y Dión empezaron a
musitar entre ellos; Meleager sonrió.
—¿Es eso cierto? —inquirió con expresión incrédula Peleo.
—Han traído su cuerpo a palacio —explicó Aristandro, dibujando en su rostro una mueca de
repugnancia—. Sólo lo hemos podido reconocer por el anillo que llevaba en uno de sus dedos. Sin
duda, era cliente de Arela. Por el momento debemos conformarnos con meras especulaciones sobre
por qué se presentó hoy tan pronto en aquella casa. Lo que quiero saber es dónde estabais el resto.
¿Alguno de vosotros hizo alguna visita a la cortesana?
—Habláis de confianza —explotó Peleo— y ahora nos pedís cuentas de todos nuestros
movimientos.
—Antes de que os marchéis esta noche —ordenó Alejandro—, necesitaré una respuesta a todas
estas preguntas. Según parece, la cortesana no pertenecía a ningún partido.
—¿Asaltaron su casa para robarle? —preguntó Meleager.
—No, no —negó Telamón—. La gente que roba entra en una casa por la noche. El asesino mató a
cuatro personas y quemó la casa de Arela para esconder cualquier prueba incriminatoria.
—¡Vamos, saquemos algo en claro! —El rey empezó a impacientarse—. Efeso se ha liberado del
dominio persa. Os he nombrado sus principales oficiales. Ya sé que todavía tenemos espías persas
en la ciudad, comerciantes, viajeros, pero son sólo paja que se lleva el viento. Ahora bien, me
interesa el que se hace llamar el Centauro.
El grupo entero permaneció a la espera, observando.
—¡Ya sabéis a quien me refiero! —exclamó el rey dando una patada en el suelo con enojo—. Es
un espía muy importante de la corte persa; ni siquiera el gobernador conocía su verdadera identidad.
¿Y vosotros?
—Hemos oído rumores —confesó Agis muy despacio—. Siempre hemos sabido que tanto el
gobernador como la corte de Persépolis estaban muy bien informados de todo —miró tímidamente a
Meleager al otro lado.
—Quienquiera que sea el Centauro —añadió el oligarca—, conocía los secretos de las dos
facciones.
—¿Qué? —preguntó Aristandro—, ¿me estáis diciendo que este Centauro tenía un pie en cada
campo?
Meleager asintió.
—A menudo me reunía con Demades y sacó el tema de un espía en nuestro propio bando. Y me
temo que Agis tenía la misma preocupación.
—Así que tenemos a un hombre que os espiaba a ambos y luego informaba a la corte de Persia —
resumió Telamón—. ¿Cómo lo supisteis?
—A menudo me llamaban a palacio —empezó Agis—. El gobernador me decía que había
escuchado esto o lo otro. Demades también estaba presente. Nos sorprendía que el gobernador
conociera todos nuestros secretos. Cuando le preguntamos cómo lo sabía, sonrió y dijo que el Rey de
Reyes podía oír hasta el canto de un pájaro en nuestros jardines y la risa de nuestros hijos.
—Pero ¿y el nombre del Centauro? —preguntó Telamón.
—Presionamos al gobernador —continuó Meleager—. Se echó a reír y nos contestó que las
avispas se lo habían contado, que este palacio estaba plagado de ellas. Todos conocemos la leyenda
sobre el Centauro, de ahí su nombre.
—¿Podría ese Centauro, el espía, ser también el asesino? —preguntó Telamón mirando
rápidamente a Aristandro: ellos conocían la verdad, pero ¿y esos poderosos ciudadanos?, ¿la
sabrían?
—No lo sé —replicó Meleager; Agis asintió en señal de acuerdo.
—Ahora sospechamos que lo es; pero sólo el Rey de Reyes conoce la verdad.
—Pero el Rey de Reyes ya no está aquí —afirmó lentamente Alejandro—, y su Centauro también
desaparecerá. No habrá más partidos, ni más muertes. Y los misterios se resolverán.
Se puso en pie, en señal de que la audiencia había concluido. Los demás le siguieron, bastante a
su pesar. Alejandro señaló las copas y la jarra en la mesa.
—Seréis nuestros huéspedes en el banquete de esta noche. Os pido que os quedéis y disfrutéis de
nuestros jardines. Mi médico Telamón será vuestro anfitrión. ¡Caballeros! Esta noche celebraremos
un banquete por la hermandad, por la unidad. Ya conocéis mis deseos al respecto. Por favor,
tenedlos en cuenta.
Alejandro giró sobre sus talones y, con Hefestión y Aristandro a sus espaldas, salió de la cámara
del consejo.
Durante un rato reinó un silencio algo extraño en la sala. Agis y sus dos compañeros se acercaron
a una de las ventanas como si admiraran el jardín, pero se enzarzaron en una conversación en voz
baja. Albiades se despidió de su padre y casi salió corriendo de la sala. Telamón acercó una silla y
se sentó al lado de Meleager. Por algún motivo confiaba en aquel hombre con aire de serena
confianza. Meleager miró hacia la puerta hasta que su hijo se hubo marchado.
—¿Tenéis muchos hijos? —preguntó Telamón.
Meleager sonrió.
—Cuatro, tres chicos y una chica.
—¿Y toda vuestra familia ha sobrevivido a la masacre?
—Gracias a los dioses, sí. Recibí un mensaje anónimo de advertencia, un pequeño pergamino un
día antes de que empezara el derramamiento de sangre. Inmediatamente envié a mi familia fuera de
Efeso. Intenté avisar a mis amigos pero era peligroso incluso vagar por las calles. Así que me
escondí —Meleager se volvió, decidido a que sus oponentes en la ventana no escucharan lo que
decía, luego miró a Telamón—. Vais a investigar todo esto, ¿verdad? Vos vais a descubrir quién es
ese Centauro, quién es el responsable de la masacre en el templo. ¿Pero por qué vos, un médico?
—Soy amigo de la infancia del rey. Estuve con él cuando éramos jóvenes. El gran Aristóteles me
enseñó a observar los síntomas, a buscar las señales.
—¿Y vais a pasaros toda vuestra vida haciendo eso?
Telamón se calló al escuchar pasos en el pasillo. Aguardó hasta que se alejaron.
—Mi padre se cansó de tantas muertes —explicó Telamón riéndose por lo bajo—. Y yo no era el
mejor de los reclutas. Me envió a Atenas, a Corintio y a otras ciudades para que me formara. Viajé a
Italia, a las islas, a Sicilia, a Libia y, por último, a Egipto. Di muerte allí a un oficial persa y tuve que
volver a casa. Mi padre murió pero mi madre todavía vive en Pella —Telamón suspiró—. Así que
me uní al rey; Alejandro me quiere a su lado. Como médico busco las señales y los síntomas, pero de
traición.
—¿Y no cuidáis de su salud?
—Sobre eso le aconsejo —replicó Telamón—, pero Alejandro me utiliza más para las
infecciones de las traiciones, de las conspiraciones y de los asesinatos.
—¿Resolveréis estos misterios?
—Tal vez sí o tal vez no. Decidme —Telamón acercó su silla—. ¿Podría el Centauro ser
responsable de los asesinatos de las muertes en ambos partidos?
—Como he dicho antes, es posible. Agis sospecha lo mismo —Meleager abrió las manos—. A
los persas les gusta eso, tenernos continuamente enfrentados para así dividir a los poderosos griegos
de Efeso —Meleager enfatizó sus palabras con un movimiento de dedos acusador—. Como quiera
que Agis y el resto se hagan llamar, demócratas o líderes de masas, siguen siendo poderosos
comerciantes y hombres de negocios. Agis importa madera, Dión ropa y Peleo piel.
—¿Y vos?
—Los mejores vinos del imperio, de Quíos o Samos, y de los viñedos de Lidia y Frigia.
—¿Y quemaron vuestros almacenes?
Meleager se puso en guardia.
—No, no los quemaron. Lo sé —confesó—, suena sospechoso, pero no tocaron ni mi casa ni mis
almacenes. Pensé que sería obra de Agis.
—¿Por qué?
—¡Ah!, ¿no lo sabéis? —Meleager succionó los labios—. Somos hermanastros. Tuvimos el
mismo padre pero madres distintas. Crecimos en la misma casa para odiarnos mutuamente. Cuando
nos hicimos hombres, cada uno tomó su camino. A veces creo que nuestra sangre está corrompida.
Deberíamos ser como uña y carne, pero por lo que recuerdo siempre nos hemos odiado y ha habido
una lucha constante entre nosotros. No, no culpo a Agis. Yo soy tan culpable como él. Cuando se es
joven, Telamón, tenemos la sangre muy caliente y a veces nos ponemos violentos. Se alimentan las
ofensas, los rencores se asientan y antes de que uno se dé cuenta ha levantado una pared de hierro y
la defiende con escarpias y hojas cortantes.
—¿Creéis que Agis os protegería?
—Me gustaría creer, Telamón. Sin embargo, lo que él no sabe, pero yo sí, es que esa carta de
advertencia decía que los demócratas me habían señalado a mí y a toda mi familia como una de sus
futuras víctimas. Lo que sospecho es que Agis querría muy posiblemente que cortara con el resto de
mi partido. Pero la gente ya empieza a hacerse preguntas. ¿Cómo escapé? ¿Cómo pudo mi familia
salir ilesa? ¿Por qué mis almacenes no fueron asaltados ni quemados? Oh, sospecho que Agis me
persiguió, pero cuando no me pudo encontrar, ordenó un cambio de táctica —suspiró—. Por un lado,
me siento agradecido, pero durante años seré tratado como un paria. Algunos sospechan incluso que
tuve algo que ver con esos asesinatos en el Templo de Hércules.
—¿Conocíais a la cortesana Arela?
—Por su nombre y reputación, únicamente. Soy un hombre felizmente casado, Telamón. Las
prostitutas me traen sin cuidado.
—¿Era miembro de vuestro partido?
Meleager soltó una carcajada, los ojos se le arrugaron de la risa. El grupo de la ventana se
volvió, distraídos por un momento de la conversación que mantenían en secreto.
—Arela, mi buen médico, era miembro de todos los partidos. Cuando se trataba de revolcarse en
la cama, todos los partidos eran buenos para Arela, demócratas, oligarcas e incluso oficiales persas.
—¿Sabéis que tenemos a Rabinos, el principal escriba del gobernador, en las mazmorras de
abajo?
—Sí, ya lo he oído —replicó Meleager.
Telamón contempló un cuadro al fondo de la pared que representaba a los medos, vestidos con
sus maravillosos trajes y ofreciendo presentes al Rey de Reyes. Sobre sus cabezas se encontraba su
dios, el ojo que todo lo ve, alzado por unas alas de águila.
—Estábamos hablando de los asesinatos —continuó Telamón— y de que podrían ser obra del
Centauro.
—Ah, sí. El Centauro probablemente espiaba a ambos partidos pero sin revelar la información a
ninguno de los dos, sino a los persas. Sin embargo, ¿cómo podía un hombre conocer los secretos de
ambas facciones? Y en segundo lugar, los asesinatos tenían lugar a cualquier hora del día, en una
casa, en un jardín o en el mercado. He pensado sobre esto: el asesino siempre sabía dónde se
encontraba la víctima.
—¿Como si conociera todos los paraderos de vuestro partido y supiera dónde os encontrabais en
todo momento cada uno de vosotros?
Meleager asintió y se rascó la cabeza.
—¿Y qué me decís de los caballeros en la ventana?
—No soy vuestro espía, Telamón.
—No he dicho que lo fuerais. ¿Cuántos de ellos eran clientes de Arela?
Meleager desvió la mirada.
—Agis, no. Sólo se quiere a sí mismo y a su pequeña. Su mujer murió; tiene una hija, es la niña
de sus ojos.
—¿Y los otros dos?
Meleager chasqueó la lengua.
—A Peleo le gustan los jovencitos, es un bruto. Dión, tal vez; es un abogado listo que ha reunido
una considerable fortuna. Es un demagogo nato, un líder de masas. Y le gustan las mujeres, sí a Dión
sí. Apostaría que era él y no Hesíodo el que visitaba a Arela. Pero ahora callad —Meleager agarró a
Telamón por el brazo—. Os diré una cosa que mi hijo no mencionó. Se encontró con Demades en una
ocasión cuando se encontraba refugiado en el Templo de Hércules. Demades estaba muy nervioso,
según me contó mi hijo, y no dejaba de repetirlo una y otra vez. «Algo va mal, muy mal».
—¿Sabéis a qué se refería?
—No, no lo sé. Mi hijo dijo que Demades actuó como un hombre que realmente temía por su vida
y no confiaba en nadie.
—¿Confiaba en vos Demades antes de que tuviera lugar la masacre?
Meleager asintió.
—¿Y los persas?
Meleager retiró la silla hacia atrás.
—Los persas controlaban Efeso. Mi partido y yo colaboramos con ellos para mantener la paz e
hicimos negocios. No creo que derramaran ni una lágrima por nuestras muertes partisanas.
—¿Vuestro partido estaba en el poder cuando los Centauros, esa cofradía de asesinos, fue
aplastada?
—Eso lo sabe todo el mundo —replicó Meleager—. Obtuvimos algunos nombres que otros
prisioneros nos proporcionaron. Se llevaron a cabo los arrestos, las confesiones y las ejecuciones
—se encogió de hombros—. Nuestro espía persa no tiene nada que ver con esos degolladores,
excepto que se hace llamar del mismo modo.
—¿Habéis oído hablar de la Casa de Medusa?
Meleager soltó una carcajada.
—Sí, una vez fue propiedad de un Centauro que se llamaba Mali. Dicen que está encantada.
—¿Y el tesoro?
—No son más que fábulas y leyendas —se burló Meleager—, registraron la casa una vez pero no
encontraron nada.
—¿Sabíais que Arela era la hija de Mali?
Meleager abrió los ojos sorprendido.
—No. Así que eso fue lo que le pasó a su hija. Nadie se preocupó por buscarla.
—¿De qué estáis hablando? —Agis y los otros dos abandonaron la ventana y se acercaron. Peleo
trajo unas sillas y se sentaron frente a Telamón.
—Deberíais tener cuidado, médico —espetó Dión—. De otro modo pensaremos que nuestro
noble rey apoya más a un partido que a otro.
—¡Vuestro noble rey no apoya a ningún partido!
Telamón se volvió. Alejandro permanecía en la puerta con una copa de vino en una mano y en la
otra una estatuilla de Artemisa.
—¡Oh, no, no os levantéis! —les rogó el rey. Dejó la copa sobre una mesita, luego cruzó la sala
con calma y tomó asiento. Sostuvo en alto la estatua de Artemisa, vestida de caza.
—Vuestro templo todavía está sin acabar. Me gustaría pagaros para que lo terminaseis.
—Eso no es posible —replicó Dión—. El Templo de Artemisa es propiedad de esta ciudad.
Forma parte de nuestra sagrada constitución —las palabras prorrumpieron de sus labios como si las
escupiera—. Ningún extranjero será responsable del templo.
—Ya pensé que me diríais eso —contestó Alejandro intentando disimular su furia con una
sonrisa falsa, aunque la tensión en su voz le delató—. Pero yo tengo una relación con ese templo:
construyeron en él una estatua de mi padre.
—Los persas nos ordenaron que la echáramos abajo.
—¿Se restaurará?
—El tiempo lo dirá —Dión ardía en deseos de enfrentarse al rey.
—Me van a retratar —continuó Alejandro—, lo hará el gran artista Apeles. ¿Conocéis ya la
historia? Como Artemisa abandonó su templo en Efeso para asistir a mi nacimiento, entonces éste, al
quedar desprotegido, fue incendiado.
Telamón cerró los ojos. Sólo esperaba que nadie se echara a reír ante tal leyenda. Pero aquellos
hombres eran políticos; incluso Dión sabía que había ido demasiado lejos.
—Me gustaría dar muestras de mi devoción por la diosa Artemisa. Quiero que cuelguen mi
cuadro allí. Agis, ¿habéis traído lo que os pedí?
El demócrata abrió su cartera y sacó un papiro delgado y amarillento.
—Majestad —intervino Agis abriendo las manos—, todos hemos oído la leyenda sobre vuestro
nacimiento; sin embargo el Templo de Artemisa fue incendiado la noche en la que nacisteis por un
loco que luego fue crucificado contra las murallas de la ciudad. Cuando le pregunté por qué provocó
el fuego, escribió esta confesión. Está escrita en un griego arcaico.
Alejandro estudió el pergamino y se lo entregó a Telamón.
—Leedlo, médico. ¿Qué dice?
Telamón lo tradujo.
—Yo quemo y soy a la vez el Principio y el Fin de todas las cosas, el Hijo de los Inmortales y el
Hijo de Dios —Telamón levantó la mirada—. ¿Qué quiso decir?
—No lo sabemos —se mofó Dión—. Eso es lo que escribió ese loco. Y no veo ninguna
referencia en ese mensaje a Alejandro de Macedonia —añadió con malicia.
—Me lo quedaré por un tiempo —declaró el rey enrollando el pergamino y entregándoselo a
Telamón—. Ya veremos cuánta verdad contiene.
Capítulo V
«A su llegada a Efeso, Alejandro se acordó de todos los que habían sido expulsados por
haberle apoyado: quitó el poder a la pequeña camarilla regente y restauró las instituciones
democráticas».
E
stoy aterrado —confesó Rabinos por lo bajo mientras rezaba una oración—. Estoy solo en
este mundo rodeado de enemigos. Nadie puede ayudarme.
Las lágrimas asomaron en los ojos del persa. Se levantó del catre, se dirigió hacia la
puerta y miró por la rejilla. Nada, excepto paredes blancas. Abajo, en el corredor, escuchó las risas
y la charla de los centinelas macedonios, el borboteo del agua y del vino al mezclarse en una copa.
Olió el ganso bien rustido que sirvieron a los soldados. Rabinos se relamió los labios: tenía más
hambre en la prisión que cuando había sido un escriba muy ocupado. Se volvió y se reclinó en la
puerta, levantó la vista hacia una pequeña apertura en la pared del fondo que permitía que entrara un
poco de aire y de luz. Estaba anocheciendo, la claridad se desvanecía. El cuerpo de Rabinos se
estremeció preso del miedo. Aunque lo intentaba no podía controlar el temblor de sus manos, las
piernas le flaqueaban. Una vez más, maldijo a Arela.
—¡Esa furcia traicionera! —exclamó.
Si alguna vez tenía la oportunidad, empuñaría su daga y le sacaría esos hermosos ojos perfilados
de negro. Le clavaría las uñas en las mejillas sonrosadas. Rabinos se paseó arriba y abajo por la
celda. Exasperado, golpeó los puños contra la pared y soltó un grito. Los macedonios sólo se
burlaron de él, se acercaron y miraron a través de la rejilla. Sin embargo, no era tanto por la prisión:
Rabinos estaba atrapado dondequiera que estuviera. Si le liberaban, ¿cómo podría sobrevivir en una
ciudad griega donde había sido miembro del poder ocupante? ¿Y si regresaba a Persépolis? Rabinos
se sentó en la cama. No confiaba en Alejandro, ese demonio de ojos maliciosos con la astucia de una
mangosta y toda la compasión de una cobra a punto de atacar. Si regresaba a Persépolis, Mitra le
estaría esperando junto a los Encapuchados. Le empezarían a interrogar. ¿Por qué no había huido con
el gobernador? ¿Por qué se había dejado capturar? ¿Por qué le habían liberado los macedonios?
¿Y qué les respondería? Rabinos gruñó por lo bajo y se tumbó en la cama. Se enfrentaría al
terror, al fuego e incluso a la tortura. Los sirvientes de Mitra le desnudarían y le azotarían el cuerpo
con varas. Le llevarían a la Torre del Silencio donde los cadáveres cuelgan de jaulas de alambre, a
cielo abierto y a disposición de las garras y picotazos de los buitres. Le atarían en una jaula de esas y
luego se marcharían y se olvidarían de él. Rabinos recordó los tiernos ojos de su mujer, su hermoso
rostro, oculto por un velo, sus lustrosos cabellos negros como la noche, su cuerpo rollizo; su casa y
jardines, el pequeño huerto detrás de la fuente, sus dos hijos corriendo hacia él. ¿Por qué no había
huido? Las palabras de Arela le habían resultado tan convincentes, estaba tan seguro de que no
correría peligro: Alejandro abandonaría Efeso tras el contraataque del gran ejército del Rey de
Reyes y obligaría a los macedonios a regresar al mar.
—Arrogancia —susurró Rabinos—. Mi señor Ahura Mazda, fui arrogante y he tropezado con mi
propio orgullo.
Rabinos había estado muy acostumbrado a deslizarse entre las calles para llevar a cabo los
asuntos de su señor. Recordó el último viaje al Templo de Hércules, el cinturón cargado de dinero
atado a su cintura, el sacerdote asustado de pie en las escaleras, el receso frío y oscuro, y la sombra
del Centauro a sus espaldas.
El escriba se incorporó sobre la cama. ¡Sabía quién era el Centauro! Pero no había revelado
aquella preciosa información. Tenía dos opciones, si lograba escapar, podía intentar encontrar al
Centauro, o bien podía tratar de jugar con astucia esa última carta que, al fin y al cabo, era ya su
única oportunidad de negociación con Alejandro. Tal vez los macedonios le ofrecerían que trabajara
para ellos. Rabinos había oído que Alejandro estaba favoreciendo a antiguos siervos del Gran Rey.
La única razón por la que él estaba en prisión era por su antiguo trabajo, sus vínculos con el Centauro
y porque no se rindió inmediatamente como pedía el decreto de Alejandro. Rabinos se tranquilizó:
¡usaría esa información! Recordó la rolliza cara del gobernador rodeada de tirabuzones engrasados y
de resplandecientes gemas preciosas.
—Rabinos —le había confiado en la intimidad de sus aposentos privados—. Sois mi escriba de
confianza, mi confidente.
Los halagos salieron de su boca como miel de una jarra. Rabinos le había escuchado
obedientemente. El gobernador le indicó que se acercara moviendo sus rollizos dedos y el escriba,
oh, bueno, intentó no echarse a reír. El gobernador deseaba encontrarse con Arela, la famosa
cortesana. Había oído hablar mucho de ella por boca de Basilea, reina de los Moabitas, en su tiempo
también la cortesana de mayor reputación. ¿Podría Rabinos organizarle un encuentro? ¿Accedería
Arela a venir a palacio? Los ojos de mirada furtiva del gobernador le sonrieron. Rabinos supo que
no podía negarse: se mantuvo callado y escuchó cómo le regalaban los oídos. El gobernador tenía
una esposa, pero se encontraba fuera, en Susa, visitando a unos familiares. El asunto tenía que ser
confidencial, entre camaradas, colegas e incluso entre amigos, añadió el gobernador guiñándole un
ojo. ¿Acaso el gobernador no le había revelado importantes secretos acerca del Gran Rey y Mitra?
El gobernador se inclinó sobre la mesa.
—Hablaréis con el Centauro —le murmuró—. ¿Sabéis que tengo su nombre?
Rabinos le devolvió la mirada con los ojos abiertos como platos.
—Si pudierais conseguir que Arela viniera aquí…
Rabinos salió de la cámara del gobernador con la cabeza alta y los hombros hacia atrás. Fue
inmediatamente a ver a la cortesana; ahora le tocaba a él deshacerse en halagos. Le contó lo
importante que era el gobernador, que era familia del gran Darío. Arela, aquella pequeña furcia, se
había limitado a sonreír tontamente y a emitir toda clase de gorgoritos, pestañeando y haciéndose la
remolona. Sin embargo, dos noches después, se coló por una de las muchas entradas secretas de
palacio. El propio Rabinos condujo a la cortesana, oculta bajo una capa y una capucha que no
consiguieron disimular la fragancia del exquisito perfume con el que la prostituta se había rociado el
cuerpo, hasta los aposentos privados del gobernador. Allí degustaron vinos, de los más selectos,
frutas exóticas y carnes magníficamente cocinadas, además de otros platos. Arela se quedó toda la
noche. Luego confesó entre sollozos que el gobernador había resultado un trabajo muy duro; el hecho
de que éste no abandonara sus aposentos al día siguiente fue un poderoso testimonio de las
habilidades de Arela en la cama. El gobernador quedó satisfecho. Pero estaba en deuda con Rabinos.
Un día le escribió en un trozo de pergamino el nombre del Centauro y se lo dejó sobre su escritorio.
Los recuerdos del escriba se vieron interrumpidos por la fuerte carcajada de uno de los guardias.
Rabinos se inclinó, apartándose una avispa que revoloteaba. Se llenó un cuenco de arcilla con un
poco de vino aguado y dio un sorbo. Tal vez se encontraría de nuevo con Aristandro. Sin embargo,
una vez les confesara el nombre, una vez traicionara a sus señores en Persépolis, no podría regresar
a casa: adiós a su esposa e hijos, se acabaron los paseos a la sombra por su jardín.
—¡Rabinos!
El escriba se sobresaltó. Saltó de la cama, se acercó a la puerta y miró a través de la rendija de
hierro: el pasillo estaba vacío.
—¡Rabinos!
El escriba se volvió, alguien llamaba su nombre a través de la pequeña apertura que había en la
pared. Rabinos levantó la mirada. El patio de atrás continuaba vacío, como de costumbre, no había
nada más que suciedad, una zona cubierta de guijarros donde se amontonaba madera y carros.
—¿Rabinos estáis ahí?
El escriba se mordió el labio. Quienquiera que estuviera ahí afuera habría encontrado su celda
con bastante facilidad, sólo tenía que ir husmeando de una apertura a otra, pues simplemente el olor
delataba si había alguien dentro o no. Eso era lo que los carceleros del gobernador hacían para
despertar y asustar a los prisioneros en medio de la noche.
—¡Rabinos, sé que estáis ahí! No os pongáis nervioso. ¡Acercaos!
Rabinos se aproximó y levantó la vista.
—¿Quién sois? —susurró; sabía lo que la voz le iba a contestar.
—Soy vuestro amigo, Rabinos.
—¿Sois el Centauro?
—Soy vuestro amigo —repitió la voz—, no habéis traicionado a vuestro señor, ¿verdad? Pensad
en vuestra mujer e hijos en Persépolis, en los guardias del rey llegando a vuestra casa…
—No os he traicionado —espetó Rabinos.
El Centauro emitió un lento chasquido como respuesta.
—¿Aristandro os va a liberar?
—Soy un prisionero —gimió el escriba.
—¡Ahora callad! ¡Soy el Centauro!
El sudor empezó a brotar en la espalda de Rabinos.
—Rabinos, conozco este lugar como la palma de mi mano, todas sus entradas secretas y sus
oscuros pasadizos. No tengáis miedo, Rabinos. No traicionéis a vuestros amigos. He venido a
liberaros pero —añadió con un tono de voz más firme—, debéis manteneros fiel.
—¿Cómo podéis liberarme? —preguntó el prisionero en un susurro.
—¿Y cómo creéis que todos esos necios murieron en el Templo de Hércules? —le insinuó
sarcásticamente.
—¿Qué seguridad tengo? ¿Qué garantías?
Se hizo un silencio y Rabinos pensó que el Centauro se había marchado.
—¿Seguridad? —se burló la voz con indolencia. ¿Garantías? La mujer que os traicionó, Arela la
prostituta, ha muerto, su hermoso cuerpo se ha convertido en cenizas, su alma se retuerce ahora entre
las llamas corrosivas del Hades. ¿Veis lo que pasa, Rabinos, con los traidores? Ahora debo regresar.
Durante un rato Rabinos permaneció boquiabierto contemplando la luz mortecina del ocaso que
se colaba a través de la rendija. Luego, agarró la jarra de vino, rápidamente se llenó el cuenco hasta
el borde y bebió con avidez.
***
La sala de banquetes del gobernador rebosaba de luz: lámparas de aceite, ordenadas sobre repisas a
lo largo de la pared, brillaban en jarrones de alabastro, otras de bronce colgaban de las vigas de
cedro. Braseros de los que emanaban dulces fragancias de hierbas aromáticas ardían en las esquinas,
desprendiendo calor. Los invitados yacían recostados en sofás, con una mesita delante de cada uno
de ellos. Reinaba una atmósfera templada, embriagadora por los aceites perfumados y las guirnaldas
de flores que había repartido una joven con frutas antes de que el banquete empezara.
Alejandro yacía tumbado sobre un sofá dorado y púrpura que ocupaba un lugar preferente sobre
un pequeño estrado. Vestía una túnica blanca de lino con ribetes escarlata y sobre la cabeza llevaba
una corona plateada. Todos los acompañantes del rey, sus generales más importantes, estaban
presentes. Alejandro se encontraba entablando una profunda conversación con Apeles, su huésped de
honor, mientras dibujaba con vino derramado un diagrama sobre la mesa de enfrente. A su izquierda
se hallaba Hefestión, que había bebido demasiado y permanecía adormecido. Los invitados,
repartidos en sofás distribuidos con la forma de una herradura, habían bebido y comido
copiosamente. Se habían servido hogazas de trigo y cebada, seguidas de sabores muy apetitosos de
fruta fresca, marisco, aves rustidas, esturión salteado, caballa cocida al horno, carnes en salsas
aromáticas y, finalmente, cordero asado. A continuación, se limpiaron las mesas y se sirvieron
pasteles de miel y frutos secos con más vino.
Alejandro se unió a sus acompañantes, que se divertían lanzándose los unos a los otros huesos y
trozos de fruta. Acróbatas y danzarines, tragafuegos y saltimbanquis, músicos con flautas y gaitas,
bailarinas y bufones; todos habían sido invitados para festejar la victoria pero ninguno gozó de una
buena acogida. Siguiendo el ejemplo de Ptolomeo, los generales de Alejandro se comportaban como
un grupo de escolares maleducados: acribillaron a los artistas lanzándoles trozos de fruta hasta que
finalmente se retiraron disgustados y dejaron que el séquito real se entregara al serio negocio de la
bebida.
Telamón había comido abundantemente pero bebido poco. Ahora se encontraba reclinado contra
el cabezal del triclinio. Aristandro, a su izquierda, también iba con cuidado con lo que bebía,
especialmente cuando Ptolomeo andaba cerca. El Señor de los Secretos del Rey se había engalanado
para la ocasión con un vestido vaporoso de varios colores que habría encontrado en el armario del
gobernador persa. Se había calzado sandalias del mismo color y pintado las uñas de pies y manos
con alheña de un tono oscuro. También se había maquillado sus escuálidas mejillas y unas ojeras
bastante pronunciadas hacían que su rostro pareciera todavía más tenebroso. Llevaba untados con
aceite sus finos cabellos que había peinado hacia arriba y que parecían las púas de un puerco espín,
tal y como bromeó Ptolomeo. Para colmo, cada vez que Aristandro hacía un movimiento, las pesadas
joyas que llevaba encima tintineaban al chocar entre sí.
Ahora frunció los labios componiendo un malicioso mohín y miró a los ciudadanos líderes de
Efeso, la mayoría de los cuales disfrutaba a más no poder del banquete.
—¡Miradlos! —se mofó Aristandro—. Cómo se divierten sintiéndose importantes con sus nuevos
cargos. ¡No me fiaría de ellos ni un pelo!
—Tampoco se fía Alejandro —replicó Telamón.
El médico estiró las piernas para aliviar una rampa y miró a su alrededor. A pesar de las
guirnaldas, el vino en abundancia, el aire embriagador y la sabrosa comida, Alejandro no había
dejado ningún cabo suelto. Los guardias reales, vestidos con su armadura de guerra y sosteniendo los
escudos y las espadas desenvainadas, permanecían en las sombras, preparados para intervenir.
Estaban allí no sólo para proteger al rey sino para controlar a sus acompañantes. Cuando el vino
empezase a correr, éstos podrían arremeter los unos contra los otros por alguna ofensa o agravio
olvidado sólo a medias. Dos hombres del coro de Aristandro se encontraban detrás de su señor,
observando cada uno de sus movimientos. Telamón nunca pudo comprender aquella adoración
inquebrantable por aquel hombre tan siniestro: Aristandro ni siquiera podía ver el acero
desenvainado e incluso se desmayaba con una sola gota de sangre.
—Pero miradlos —repitió Aristandro mientras movía los dedos imitando los gestos de una dama
de la corte y adoptando un tono de voz más agudo.
Telamón los observó. Meleager se encontraba solo, bebiendo malhumorado. A su lado, Dión
buscaba a una de las bailarinas a la que había echado el ojo. Agis, de rostro oscuro, mantenía un
seria conversación con Peleo. De vez en cuando los demócratas volvían la cabeza y miraban a
Telamón.
—Mis espías han estado muy ocupados —susurró Aristandro—. Arela era una querida muy
popular. Ojalá la hubiera conocido, algo podría haberme enseñado —se lamentó golpeando con
fuerza el brazo del sofá—. Fue culpa mía. Debería haber arrestado a ese encanto inmediatamente.
—Dijisteis que vuestros espías han estado muy ocupados.
—Bueno, bueno, Telamón no seáis malicioso con vuestro amigo. He intentado averiguar dónde se
encontraban todos cuando murió Arela —continuó Aristandro—. El incendio de la casa se descubrió
después del mediodía.
—¿Y?
—Bueno, sabemos que Peleo estaba muy ocupado en el mercado regateando con algún jovencito.
Meleager se encontraba en casa. Y según nuestro espía, el oligarca no salió, pero —se interrumpió el
propio Aristandro— podría estar equivocado.
—¿Y Agis?
—Ah, aquí es donde la cosa se pone interesante. Agis, según parece, visitó a Dión pero Dión no
estaba en casa. No hemos podido descubrir dónde se encontraba el abogado. ¿No es extraño?
Aristandro hizo una pausa al ver cómo un chambelán entraba en la sala del banquete andando con
la arrogancia de un pavo real. El tipo esquivó limpiamente una pera que le lanzó Ptolomeo, se
arrodilló delante del estrado del rey y le susurró algo por lo bajo. Alejandro, que estaba muy
entretenido acariciando el hombro de Apeles, permaneció sentado con aire de preocupación.
—¿Qué pasa? —preguntó Telamón.
—La viuda de Demades, el líder oligarca asesinado en el Templo de Hércules, desea expresar su
afecto a nuestro rey y darle las gracias.
—¡Pero si fue asesinado!
—La mujer desea decirle a Alejandro que no lo cree responsable. Creo que Meleager tiene algo
que ver con todo esto.
El chambelán se retiró. Alejandro aplaudió con fuerza y se puso en pie.
—¡Caballeros! —gritó—. Una noble mujer de esta ciudad, una viuda honorable, desea mostrarme
sus respetos. Que sea tratada con toda la amabilidad que se merece. Ptolomeo, por el amor de Apolo,
despierta a Seleuco, y aseguraos de que el muy borracho no vomite.
El banquete se quedó en silencio. Al otro lado de las puertas dobles se escuchó un gong.
Precedida por fornidos guardias, la viuda del oligarca asesinado, vestida de luto, con los cabellos
grises ocultos bajo un velo púrpura oscuro, hizo su entrada lentamente en el salón. Detrás de ella,
iban dos niños y otros miembros de su familia. La joven que caminaba a su lado sostenía abierto un
cofre de madera de cedro. Sobre el cojín escarlata yacía una preciosa copa que brillaba con la luz,
atrayendo las miradas de envidia de los acompañantes de Alejandro.
La viuda era alta, elegante y llevaba el rostro apenado casi oculto bajo una capucha. Caminó
despacio al lado de los sofás. Alejandro chasqueó los dedos. Un oficial de la guardia se apresuró a
acercar las pequeñas mesas al estrado. La viuda se iba a arrodillar, pero Alejandro sacudió la
cabeza y dio un paso al frente para recibirla. Telamón contuvo la respiración.
La viuda cogió el cofre de las manos de su sirvienta; por el modo en el que frunció los labios y
miró a la muchacha, su rostro no parecía apenado en aquel instante sino enfadado más bien, o tal vez
resentido. Telamón balanceó las piernas fuera del sofá. La mujer le entregaba ahora el presente al
rey.
—Mi señor —declaró con una voz poderosa y fuerte—, Alejandro rey de Macedonia, capitán
general de Grecia, os entrego esta ofrenda, esta valiosa copa como muestra de mi aprecio.
Volvió a poner el cofre en manos de su sirvienta, cogió la copa del cojín y se la entregó al rey.
Alejandro la aceptó. Amante de las cosas hermosas, la sostuvo en alto para que atrapara la luz.
—¡Es de oro puro! —susurró Aristandro—. Estoy seguro de que por dentro es de plata y tiene
incrustaciones de gemas.
Telamón observó los rápidos movimientos de la viuda: con una mano retiró el cojín escarlata y
rebuscó en el fondo del cofre. Alejandro, que nunca bebía tanto como decía, se adelantó a su
repentino movimiento y dio un paso atrás cuando la mujer ya había extraído del cofre un cuchillo
escondido y con un destellante movimiento en forma de arco lo quiso clavar en el cuello
desprotegido del rey.
Alejandro, un espadachín nato, acostumbrado a embestir y esquivar golpes en las batallas, fue
más ágil. Utilizó la copa para defenderse de la puñalada traicionera y la mujer perdió el equilibrio,
entonces la agarró por la mano que le quedaba libre. Hefestión se abalanzó sobre la mesa, arrollando
a la viuda y enviándola al suelo, mientras le arrancaba la daga del puño. El resto de los invitados se
puso en pie. La escolta personal del rey irrumpió en escena. Se volcaron mesas, los platos rodaron
en un terrible estruendo y empezaron los gritos de pánico. Los niños alrededor de la viuda
gimoteaban. Meleager también empezó a chillar. Intentó acercarse pero un fornido capitán de la
guardia le obligó a recular. Alejandro permanecía sobre el estrado examinando fríamente la copa:
sus guardias vestidos de negro levantaron a la mujer del suelo y le obligaron a arrodillarse ante el
rey.
Alejandro, pálido, la observó distraído.
—Mi señora, os he dicho que no os arrodillarais.
Los guardias la pusieron de pie.
—Ni tampoco les he dicho a mis guardias que os sujetaran tan fuertemente.
La viuda permaneció sola, cabizbaja y temblorosa.
—Os doy las gracias por este regalo —profirió con firmeza el rey—. Entiendo vuestra rabia. Di
mi palabra pero no se cumplió. Ahora sólo pienso en la paz y os deseo lo mejor. Acepto vuestra
ofrenda.
Alejandro bajó del estrado. Le arrebató la daga a Hefestión y la lanzó por encima de sus
hombros; poco después ésta caía estrepitosamente sobre el suelo de mármol. Alejandro cogió
bruscamente a la mujer por los hombros y le dio un beso de paz en cada mejilla, luego dirigiéndose a
una de las mesas que no se había volcado, cogió un plato de pasteles de miel y se arrodilló frente a
los niños, que seguían lloriqueando.
—Coged un poco de pastel —invitó a uno de los niños acariciándole el pelo—, y quedaos
también con el plato. Capitán de la Guardia —llamó Alejandro poniéndose en pie—, escoltad a esta
mujer de regreso a su casa. Y haced saber a todo el mundo que Alejandro de Macedonia no hace la
guerra con viudas ni huérfanos.
—Tan magnánimo como siempre —susurró Aristandro—. Nunca sé por dónde va a salir.
Telamón estaba a punto de contestar cuando se escuchó el toque de un cuerno dando la alarma.
Aquel sonido parecido al de un lamento hizo que la sala quedara inmediatamente en silencio. Los
dignatarios efesios se arremolinaron en torno a su rey. Dos de los hombres de Alejandro seguían
todavía adormecidos, pero los más rápidos se agruparon a su alrededor. Más guardias aparecieron
de las sombras. Los «encantadores muchachos» de Aristandro rodearon el sofá, apartando una mesa
de un golpe. Alejandro se volvió y los miró. Un chambelán se precipitó en la sala, resbalando y
deslizándose por el suelo; finalmente se paró ante las mesas del banquete, retorciéndose las manos.
—¡Mi señor, han dado la alarma!
—¡De eso ya me doy cuenta!
Alejandro se acercó, indicándoles a Aristandro y Telamón que le siguieran. Abandonaran la
estancia. El chambelán, batiendo los brazos como si de una mariposa de vivos colores se tratara,
balbuceó:
—¡Por aquí, por aquí!
Les condujo por una puerta abierta donde los soldados se encontraban reunidos bajo las
antorchas. El patio estaba rodeado en tres de sus lados por pórticos sombríos. Un oficial se acercó.
—Majestad, han matado a uno de nuestros hombres.
Les acompañó a través de la galería de columnas. Unas vallas de madera, que se utilizaban en
días de tormenta para cerrar el pórtico, se habían amontonado al fondo. Tras ellas yacía oculto el
cuerpo del soldado muerto; un charco de sangre se esparcía sobre el pavimento.
—¡Sacadlo! —ordenó Alejandro.
Aristandro gritó que trajeran más antorchas. Extrajeron el cuerpo. El soldado muerto vestía un
coselete y una falda; de la nariz y de la boca le brotaba la sangre que le cubría el rostro, joven y
pálido.
Telamón se inclinó, volvió el cuerpo y examinó el golpe mortal.
—Muy parecido al del Templo de Hércules —observó—. Un golpe salvaje. Mirad, señor, el
hombre no llevaba cinturón, ni escudo, ni lanza.
Telamón escudriñó por detrás de las vallas de madera.
—Tampoco hay rastro de su casco —afirmó. Tiró de la faja negra que rodeaba la cintura del
cadáver—. Es miembro del Escuadrón del Cuervo, este es su color, ¿no es cierto? ¿Por qué querría
alguien matarlo? —Le palpó el rostro y rozó ligeramente la sangre coagulada con la punta de los
dedos—. Hace tiempo que ha muerto —continuó Telamón—. La sangre está casi seca, la carne fría y
dura como una piedra, los miembros se han endurecido —miró por encima de su hombro al oficial—.
¿Le conocéis?
—No es de mi regimiento, señor. Este es un lugar muy solitario —continuó el oficial—. Estaría
por ahí vagabundeando, alguien lo vio y le desafió.
—¿Pero por qué no lleva puesto el talabarte? —preguntó intrigado Alejandro—. Las unidades
del Cuervo están acostumbradas a defender las puertas.
Telamón se enderezó y vagó con aire pensativo por el pórtico. Se detuvo al llegar al asiento de
mármol construido contra la pared.
—¡Traed las antorchas! —gritó.
El médico se agachó y rascó una mancha que acababa de descubrir en uno de los bordes del
banco. Luego lo registró por debajo y encontró una jarra de arcilla; olía a vino barato. Telamón la
lanzó a las manos del oficial y, sentándose, levantó la vista hacia el cielo estrellado.
—¿Por qué estáis tan misterioso, Telamón? —le preguntó el rey impaciente.
Telamón se desplazó por el banco.
—Pensad en cuando anochece y se pone el sol —empezó—. Este pórtico queda oculto por las
sombras y se convierte en un lugar agradable y fresco para descansar —señaló frente a él—. Aquel
banco casi está oculto por los pilares. Lo que tenemos aquí es a un soldado que ha terminado su
guardia. Se va a las barracas donde deja su casco y su espada —Telamón señaló con la mano—. Hay
otro patio más abajo, ¿verdad? Y ese lleva a las cocinas, ¿me equivoco?
El capitán de la guardia siguió la dirección de su gesto y asintió.
—¿Qué es lo que hace cualquier soldado que ha terminado de hacer su guardia a pleno sol del
día? —preguntó Telamón—. Se va a las cocinas, se llena una jarra de vino barato, que no desea
compartir con nadie y viene a un lugar como éste, lejos de la mirada vigilante de un oficial, y se
oculta en las sombras detrás de un pilar —Telamón recuperó la jarra y la sopesó en la mano—. Tres
o cuatro tragos de esto…
—Y se quedaría completamente dormido —terminó Alejandro. El rey gritó a los soldados, que
se agolpaban alrededor, que se mantuvieran alejados.
—Luego ataca el asesino —explicó Telamón—. El soldado medio borracho no opone
resistencia. Lo mata de un solo golpe y seguidamente lo oculta detrás de esas vallas.
Telamón se puso en pie y se encaminó despacio hacia ellas. Se volvió y abrió las manos.
—Lo haría en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Pero por qué? —preguntó Aristandro.
—Y lo más importante, ¿quién? —añadió Alejandro.
—El Centauro, tuvo que ser él —el médico señaló el cadáver—. Podría examinarlo con más
detalle, pero vista la fractura parece que le dieron un fuerte golpe en la sien, como una coz.
—¿Y por qué?
—¡Por el terror, Aristandro! —explicó Telamón—. El Centauro está mostrándonos su poder. Que
puede pasearse por palacio y hacer lo que le venga en gana. Ya habéis visto qué tipo de pasiones
arden en Efeso, como la tentativa de la viuda de Demades de atentar contra el rey.
—¡Furcia desagradecida! —exclamó Alejandro—. Estuve a punto de cortarle la cabeza.
—Al Centauro le hubiera encantado —afirmó Telamón cogiendo al rey por el brazo y tirando de
él; le llegó su aliento a vino—. No actuéis como un déspota —le advirtió—. En este asunto no debéis
tomar represalias.
—De todos modos debemos investigar este intento de asesinato —replicó Aristandro.
—No hay necesidad —contestó Telamón con una sonrisa apagada—. La viuda trajo consigo un
cofre en el interior del cual se hallaba una copa de gran valor sobre un cojín púrpura. El capitán de
la guardia lo examinó. La viuda cogió la copa y levantó el cojín. El capitán examinó su interior pero
no vio nada, sólo un cofre de madera de cedro vacío.
—Pero ¿y la daga? —preguntó Alejandro.
—Se encontraba bajo el cojín —aseguró Telamón—. Es un truco muy ingenioso. Luego volvió a
colocar el cojín en el cofre y puso la copa encima. Después de entregar el presente al rey, levantó el
cojín y agarró la daga.
—Sin duda Artemisa estuvo a mi lado esta noche —se dijo Alejandro para sus adentros—, pero
¿cómo entró el Centauro? —exclamó clavándole la mirada a Aristandro.
—Majestad, no me hagáis sentir responsable por ello. Muchos mercaderes vienen y van trayendo
vino y comida. En palacio tenéis a los ciudadanos más importantes de Efeso y a sus criados. Mirad a
la viuda de Demades. Los muros se pueden escalar, y hay algo más…
Aristandro se llevó un dedo sobre sus labios pintados.
—¿Sí? —Alejandro dio un violento taconazo contra el suelo, en señal de impaciencia.
—Este palacio está atravesado por infinidad de pasadizos secretos. Conocemos algunos de ellos,
pero otros no.
—Como el palacio de madre en Pella —sonrió Alejandro—. Y, por supuesto, le resultaría fácil
obtener un pase real. Los he enviado a la mayoría de los ciudadanos y oficiales más importantes de
Efeso. ¡Recoged ese cuerpo!
Estaba a punto de regresar a sus aposentos cuando unos gritos desgarradores inundaron el aire de
la noche.
—¡En nombre de Apolo! —murmuró Telamón.
Inmediatamente el rey fue rodeado por sus guardias. Aristandro, resultando bastante cómico,
empezó a dar palmadas mientras llamaba a gritos a su coro, que se acercó corriendo desde la
oscuridad para protegerle. El Señor de los Secretos del Rey, dando traspiés como una mujer,
sosteniendo en alto con una mano su capa de tafetán mientras se agarraba con la otra al brazo de uno
de sus guardaespaldas, se apresuró a abandonar el patio. Telamón les siguió. Caminaron por el
lateral de un edificio que daba a los jardines de palacio y se dirigieron hacia el siguiente patio que
conducía a las enormes cocinas.
Telamón observó la escena sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos. Cocineros y ayudantes,
mozos de los asadores y doncellas, incluso los soldados que guardaban la entrada, salían
despavoridos emitiendo toda clase de chillidos: algunos de los soldados habían dejado caer los
escudos y las espadas, zarandeando las manos y despeinándose.
—¡Pero qué…!
Telamón oyó el zumbido. Sintió cómo un insecto le rozaba la mejilla y lo ahuyentó de un
manotazo. Bajo la luz que se colaba a través de la puerta de la cocina, se apiñaban todavía más
insectos, como una horda de mosquitos sobre un pantano. Un mozo se acercó corriendo, con los ojos
hinchados. Telamón le agarró por los hombros.
—¿Qué pasa, chico?
El chico se resistía, gimiendo y llevándose las manos a la cara. Telamón lo apartó amablemente
de más avispas que se acercaban zumbando.
—Estábamos en las cocinas —balbuceó el muchacho— y aparecieron las avispas, había cientos.
Otros corrían a través del patio, pidiendo agua a gritos. Alejandro y el Señor de los Secretos,
conscientes del peligro, se dirigieron con presteza hacia el prado. Algunos guardias de la escolta real
se habían hecho con algunas antorchas para protegerse. Un par de ellos, que sufrió picaduras, maldijo
a los insectos. El aire de la noche se llenó de zumbidos inquietantes, como si ocultaran la presencia
de un demonio que lanzaba miles de dardos.
Regresaron al primer patio real, Alejandro entró en palacio como un huracán. Telamón convocó a
los soldados y oficiales: aquellos que habían recibido picaduras fueron reunidos en los pórticos.
Casandra llegó, con una maleta repleta de medicinas en una mano y con una pequeña arca con
pomadas y pociones en la otra. Se les unieron otros médicos, así como curanderos y boticarios
encargados de la salud de los soldados. La mayoría de las víctimas había sufrido diversas picaduras
y sus rostros y cuerpos mostraban rojos y rabiosos verdugones. Telamón dio instrucciones.
—¡Utilizad pinzas! —ordenó—. Intentad sacar el aguijón. No toquéis los de los ojos, dejadlos.
El ojo puede curarse por sí solo.
Perdicles estaba a punto de objetar pero Telamón le hizo callar. Algunos habían resultado
gravemente malheridos por el ataque de las avispas, con por lo menos una docena de picaduras. La
fiebre se apoderó de uno de los cocineros. Telamón no pudo determinar si era por la angustia o por
los aguijones. Utilizando pinzas y pequeñas agujas, trabajando bajo la luz de las antorchas y
lámparas de aceite, la fila de heridos fue poco a poco disminuyendo. La mayor parte regresó a
palacio. Telamón iba de arriba a abajo ayudando en lo que podía, estudiando de cerca a las víctimas.
Los aguijones de abejas o avispas no eran normalmente dolorosos ni graves. Sin embargo, Telamón
sabía que determinadas personas, debido a su tipo de humores, no lograban recuperarse, y éste era el
caso. Una joven muchacha, de entrada ya algo lánguida, empezó a quejarse de una fuerte somnolencia
y luego sufrió varias convulsiones. Los ayudantes intentaron tumbarla. Telamón intervino y le forzó a
mantener la boca abierta, preguntándose si se habría tragado algo; la chica se estaba atragantando y
le clavó los dientes en los dedos. A pesar de todo su esfuerzo y el de Perdicles, siguió
atragantándose. La joven finalmente sufrió un colapso y se desplomó sobre el suelo, empezó a
sacudir brazos y piernas y a darse golpes con la nuca contra el suelo pavimentado. Telamón no pudo
hacer nada más que quedarse a ver cómo moría. Se apresuró a visitar al resto de supervivientes en
busca de síntomas parecidos antes de regresar al patio de la cocina. Ahora se encontraba desértico.
Todavía se podía oír el zumbido de las avispas en el aire, la luz de la puerta de la cocina dejaba
entrever a dos cuerpos que yacían tumbados en el interior.
—Será mejor que no entréis, señor —le advirtió un soldado que se le acercó por detrás.
—¿Cómo pasó? —le preguntó Telamón conduciéndole hacia el prado.
—No lo sé, señor, pero tengo a uno de los cocineros que se encontraba limpiando la ceniza
detrás de un asador cuando empezó todo.
El soldado gritó un nombre y un hombre de mediana edad se acercó con paso aletargado, todavía
frotándose una de sus mejillas, inflamada por los picotazos, y con el ojo derecho casi cerrado.
—Parece el más tranquilo de todos, señor, y habla griego.
Telamón abrió la bolsita que llevaba en su cinturón, sacó una moneda de plata y la mantuvo en
alto.
—Por vuestros dolores —y la lanzó a la mano sudorosa del tipo—. Ahora contadme lo que pasó.
El cocinero atrapó la moneda pero siguió gimiendo por lo bajo: rollizo, de cabellos finos, vestía
una túnica hecha jirones con un improvisado delantal.
—Haced lo que os dice el caballero —le susurró el soldado con tono amenazador. El cocinero se
sacó las sandalias—. Me han picado en los pies —añadió mirando al soldado con su ojo bueno—.
Le contaré al caballero lo que pasó. Hablo griego pero ¡es porque soy griego! Soy cocinero del
ejército. Hago por el capitán general lo que hice por su padre. Mis pasteles son muy famosos. Ya
veríais lo que soy capaz de hacer con un pollo, por no hablar de la espalda de un cerdo y mis
pasteles dulces de vino, o mis anguilas en salsa de mora…
—Sí, sí —le interrumpió Telamón—. Ya he oído hablar al rey en varias ocasiones de vuestros
platos.
El hombre olvidó su dolor, sonrió ante su halago y miró detenidamente a Telamón.
—Vos sois el médico, ¿verdad? Ah, bien. Lo que pasó fue lo siguiente. Estábamos todos en las
cocinas limpiando. Ya sabéis, limpiando las mesas, apagando los fuegos y luego nos pusimos a
comer las sobras.
—¿Y las avispas?
—Las lámparas estaban bajas. Las avispas nos habían estado molestando toda la noche.
El cocinero se volvió y señaló los aleros de palacio.
—Esas bestias tienen construidos los nidos allí y por todas partes. En la cocina, donde el suelo
se encuentra con la pared, hay un hueco. Muy inteligente, probablemente obra de un ingeniero griego.
Permite que todo lo que vertemos corra hacia los conductos de madera de olmo y se desagüe. Sólo
los dioses saben a dónde conducen. He visto a las víctimas, una se ha atragantado.
—Así que las bodegas están detrás de las cocinas.
—Sí, claro, ahí es donde se construyen, ¿no?
—¿Y las avispas también tienen nidos ahí?
—No lo sé —replicó el cocinero—. Es posible. Sé tanto de avispas como de ser soldado.
Telamón intentó recordar las enseñanzas de Aristóteles. El filósofo lo había llevado de excursión
para enseñarle un nido de avispas en un cementerio no muy lejos de la academia. Los insectos habían
construido los nidos a la sombra de una gran tumba. Aristóteles se había explayado explicándole
cómo las avispas eran ciudadanas de su propia ciudad. Incluso juntos habían levantado un nido con
cuidado, protegiéndose las manos y los brazos con unos recios guanteletes militares y con un velo de
gasa, la cabeza y la cara.
—¿En qué estáis pensando, señor? —le preguntó el cocinero.
Telamón se encogió de hombros.
—Que lo más fácil del mundo es hacer que una avispa se enfade. ¿Cuántas diríais que había?
—¡Oh, vamos, señor! —Se echó a reír el cocinero—. ¡No me quedé para contarlas!
Telamón sintió como el aire frío de la noche helaba el sudor en su espalda.
—No, pero más o menos, ¿cuántas diríais?
—Oh, miles de esos bichos. Yo pude escapar porque estaba cerca del fuego. Agarré uno de esos
trapos que utilizamos para levantar sartenes ardiendo. Me embocé en él, cubriéndome la cabeza y el
rostro, envolví mi brazo con otro y salí disparado como una flecha por la puerta.
Telamón intentó imaginarse la escena en la cocina. Cocineros, mozos y sirvientes, cansados, con
los ojos pesados, y esos huecos entre el suelo y la pared. El Centauro en la bodega, planeando
maliciosamente su ataque, levantando un nido, lanzándolo por uno de los huecos y luego
zarandeándolo con una daga. Aunque sólo hubiera sacudido los nidos sin llegar a destrozarlos, habría
conseguido levantar toda una horda de avispas furiosas.
—No fue un accidente, ¿verdad, señor?
—No, no lo creo —Telamón le dio unas palmaditas en el hombro—. ¿Oísteis o visteis algo
sospechoso?
El cocinero sacudió la cabeza.
—Pronto sabremos lo que ha pasado —le tranquilizó Telamón—. El rey enviará más soldados;
he visto cuerpos tendidos en el interior. Tendremos que averiguar si están vivos o muertos.
—¿Pero por qué? —preguntó insistente el cocinero—. ¿Por qué enviarnos esas avispas? ¿Es un
castigo de los dioses?
—No —replicó Telamón—, sólo se trata de la maldad de un hombre.
Le dio las gracias al cocinero y al soldado y se encaminó hacia donde se encontraba Casandra
guardando ampollas y estuches en la pequeña arca. Según le contó, estaba durmiendo cuando empezó
todo el alboroto, así que se puso una pequeña túnica y se echó por encima un viejo abrigo militar. En
aquel momento se le resbaló, dejando entrever unos hombros musculosos y unos pechos voluminosos.
Casandra se lo ajustó y sonrió tímidamente a Telamón.
—Bueno, gracias a los dioses que no te picaron —suspiró ella, luego hizo señas a dos mozos de
los asaderos que todavía permanecían junto a un pilar—. Ya os podéis marchar, muchachos.
Los chicos se alejaron. El patio quedó en silencio, excepto por los soldados de la entrada de
palacio que se mantenían alerta ante el temor de un nuevo ataque por parte de alguno de los insectos
agraviados.
—¿Están en peligro? —preguntó Telamón—. ¿Podrían las avispas atacar de nuevo en masa?
—No —replicó Casandra—. Seguramente con sólo echar un vistazo a Alejandro y a su Señor de
los Secretos decidieron retirarse. No —añadió atando fuertemente la bolsa de medicamentos—, el
aire de la noche pronto enfriará su rabia. Una vez en Tebas, vi cómo un nido caía de uno de los
aleros del templo. Fue por culpa de un loco que se encaramó a uno de los plintos para suicidarse y lo
descolocó. En resumen, las avispas causaron algunos daños, pero afortunadamente todo sucedió al
aire libre. Pronto se juntaron de nuevo en un enjambre y buscaron un lugar fresco para descansar. No
deberíamos entrar en las cocinas de palacio hasta mañana al mediodía.
—Podrían quedar supervivientes.
—Si están vivos saldrán arrastrándose, amo.
—Telamón —le corrigió el médico—. Me llamo Telamón. Estoy un poco borracho, bastante
cansado y no estoy de humor para sarcasmos.
—Ha sido obra de algún malintencionado —añadió Casandra pasando por alto sus palabras—.
He oído hablar de panales de avispas lanzados en aulas de colegios o incluso por las ventanas de
alguna casa. ¿Quién lo hizo, los griegos o los persas?
Telamón negó con la cabeza.
—Ojalá lo supiera. Esos políticos, pudo ser uno, dos, tres o de hecho, todos. ¿Habéis oído lo que
pasó en el banquete?
—Oh, sí —respondió Casandra—. Todos los mozos y cocineros hablaban de lo mismo. Nuestro
noble conquistador casi a punto de morir de un modo tan innoble.
—¡Bajad la voz!
—¿Qué queréis decir con lo de pudo ser uno, dos o tres o todos? —insistió Casandra.
—Creemos que el Centauro es un espía —le explicó Telamón—. Un asesino. Sin embargo,
podría tratarse de un grupo.
—¿Creéis que fue obra de él?
—Es probable, la avispa es el símbolo de los centauros —suspiró Telamón—. Efeso está lleno
de rencores contra Alejandro: persas todavía ocultos, familias que han perdido a sus seres queridos
en la reciente masacre, incluso miembros del ejército de Alejandro que una vez han probado los
placeres de Efeso no quieren marcharse.
—¿Y qué pasa con lo que sucedió en el Templo de Hércules?
—No he avanzado mucho —se sentó al lado de Casandra y se apoyó en la pared—. Pero hay que
detener a ese asesino. Quienquiera que sea él, ella o ellos, seguirá causando desgracias hasta que no
acabemos con él.
—¡Y qué mejor lugar para sus malvados planes! —replicó Casandra—. Me he paseado por este
palacio, Telamón. Es un laberinto de bodegas, pasadizos y puertas ocultas. ¡Oh, sí —añadió—, sin
duda es un lugar perfecto para cometer asesinatos!
Capítulo VI
«La noche en que Olimpia dio a luz a Alejandro, el Templo de Artemisa en Efeso… fue
destruido por el fuego: aquella conflagración fue obra de un incendiario libertino».
R
abinos el escriba despertó de un ligero sueño, sobresaltado por unos gritos y el estrépito de
pasos corriendo atropelladamente. Al principio se preocupó, pero cuanto más escuchaba,
más se reavivaban sus esperanzas desvanecidas. ¿Iban a liberarlo? ¿Habría el Centauro
armado algún alboroto? Aporreó la puerta. Tal vez los guardias habrían abandonado sus puestos.
—¿Qué pasa? —gritó—. ¿Qué pasa?
—¡Callad! —rugió una voz como respuesta.
Rabinos se tragó su decepción. Eran guardias veteranos, sólo abandonarían sus puestos si se lo
ordenaban. Dio un paso atrás y se puso a jugar distraídamente con un trozo de carbón que había
encontrado en una esquina.
Al otro lado del palacio los gritos y lamentos iban en aumento. Se oían voces fuera. Rabinos se
aproximó a la puerta. Un oficial había llegado para visitar a los guardias. Rabinos escuchó con
atención. Se enteró de lo que había pasado y se quedó un poco confundido, hasta que recordó los
numerosos nidos de avispas construidos bajos los aleros de palacio. Tal vez se trataba de un
accidente. Volvió a sentarse en el borde de la cama.
—¡Rabinos, Rabinos! ¿Estáis ahí?
El escriba se puso en pie de un bote. La rendija estaba a oscuras; se había hecho de noche.
Reconoció la voz. Permaneció junto a la cama y levantó la vista intentado vislumbrar la figura.
—Estoy aquí —susurró Rabinos con voz ronca—. ¿Habéis venido a liberarme?
—Rabinos, he cumplido con mi promesa. He venido a liberaros.
—¿Qué pasa? —quiso saber Rabinos—. ¿Un ataque de avispas?
Un chasqueo ronco acogió sus palabras.
—Los macedonios están sufriendo algunas molestias. El supuesto conquistador alejado de su
palacio por una multitud de avispas. ¿Me habéis traicionado, Rabinos? —continuó la voz— ¿o me
habéis sido fiel?
—Yo no os traicionaría —Rabinos aguzó el oído. No escuchó ruido alguno en el pasillo de
afuera—. ¿Cómo murió Arela?
—Murió a manos de la espada y el fuego.
—¿Y qué va a pasar conmigo?
—Ahora escuchadme bien —siseó la voz—. Soy el Centauro. Conozco este palacio muy bien, sus
galerías secretas y sus puertas ocultas. Haréis exactamente lo que yo os diga. Acercaos a la puerta y
permaneced de cara a la rejilla.
—¿Por qué? —preguntó Rabinos.
—¡Haced lo que os digo! —repitió la voz—. Puedo ver desde aquí si me obedecéis o no. Tenéis
que poneros ahí, de lo contrario no os podré liberar. ¡Si no os acercáis, yo me voy!
Rabinos se quedó pensativo, frotando el trozo de carbón entre sus dedos.
—¿Queréis que me vaya? —susurró la voz.
Rabinos caminó hacia la puerta y miró a través de la rejilla, con el cuerpo tenso y aguzando el
oído. Miró a su alrededor: la celda estaba todavía oscura como la boca del lobo. Tenía una lámpara,
pero había estado ahorrando su valioso aceite. Cerró los ojos y escuchó atentamente. El tiempo pasó
despacio. Esperaba escuchar algún ruido, tal vez alguna señal de alarma que hiciera que los guardias
se levantaran, pero nada.
Rabinos, impaciente, se volvió. Algo estaba goteando, como agua vertiéndose de una jarra. Se
acercó a la pared de la celda. ¿Qué era aquello? ¿Y aquel olor? ¿Procedía de las cocinas?
Subiéndose a la cama, Rabinos palpó la pared y sintió una humedad pegajosa. El escriba retiró la
mano, la husmeó y se quedó horrorizado sin poder reaccionar cuando un paño encendido fue lanzado
a través de la rejilla. Soltó un grito y se bajó de la cama de un salto.
Otros trozos flameantes fueron arrojados en el interior a través del respiradero. La pared
empapada en aceite se encendió y el fuego se extendió con gran celeridad por la cama, alcanzando
las ropas viejas y la paja. Rabinos gritó y pataleó: el dobladillo de su túnica hecha jirones se había
prendido. Se precipitó hacia la puerta, pero con sus prisas lo único que consiguió fue avivar la
llama; la túnica ardía ahora completamente.
Rabinos intentó sacársela pero la ropa se había pegado a su piel, el dolor abrasador en su pierna
sólo hizo que incrementara su pánico. Los soldados al fondo del pasillo no hicieron caso de los
chillidos y gritos histéricos del prisionero.
La esquina de su celda se había convertido en un infierno. El escriba intentó de nuevo
desprenderse de su túnica y apagar la llama. Maldijo al Centauro que había venido a liberarlo, pero
no del encierro sino de su propia vida. Aferrándose al trozo de carbón que aún conservaba en su
puño, Rabinos se arrojó desesperadamente contra la pared cercana a la puerta y logró escribir, antes
de que se le consumiera la vida por completo, la letra inicial del nombre de su asesino.
***
A primera hora de la mañana, Alejandro, Hefestión, Aristandro y Telamón se reunieron con los
líderes de Efeso en la cámara del consejo. El rey estaba empapado en sudor. Se negó a sentarse y
empezó a pasearse de un lado a otro como una pantera enjaulada. Agis y el resto se habían agrupado,
Meleager junto a su consumado rival, había olvidado por un momento su antigua enemistad, frente a
tal alboroto. Aristandro permanecía oculto en las sombras cerca de la puerta. Todavía un poco
borracho, Hefestión dormitaba, arrellanado en una silla. Telamón se encontraba a su lado,
observando al rey, en especial la espada que había traído consigo.
Alejandro se detuvo y se apoyó en el respaldo de una silla, levantando y bajando la espada como
si de un trozo de leña se tratara y con los labios salpicados de una saliva blanquecina. La espada
resbaló; el rey la lanzó al suelo, se sacó los anillos y se los arrojó a Aristandro. A continuación
recogió la espada.
—¡Majestad!
Con los ojos inyectados de sangre, Alejandro sostuvo la espada sobre su cabeza, clavando la
mirada en la silla como si en realidad tuviera ante sí al propio rey Darío en persona.
—¡Majestad!
Alejandro levantó la cabeza con la espada en alto, se volvió y miró a Telamón.
—Majestad, eso no arreglará las cosas.
—¡Claro que sí! —exclamó Alejandro—. Soy un hazmerreír, un estúpido en mi propio palacio.
El banquete fue interrumpido, casi me matan y mis soldados y sirvientes han sido víctimas del ataque
de una multitud de avispas. Al anochecer las noticias se habrán extendido por todo Efeso, mañana lo
sabrán en Susa y al día siguiente en Persépolis: ¡Alejandro de Macedonia, el gran conquistador, el
vencedor del Gránico, no puede mantener el orden en su propio palacio!
—Esa es una posible versión —replicó Telamón con calma.
Alejandro bajó la espada, pero se detuvo a medio camino. Le dirigió una mirada encolerizada a
Telamón.
—¡Una versión, médico! ¡Una versión! —se mofó imitándole—. ¿Quién sois? ¿La diosa Pythian?
¿O tal vez Aristófanes escribiendo una de sus obras? ¡Una versión! —repitió elevando su tono de
voz.
—¡Alejandro, Alejandro! —exclamó Telamón poniéndose en pie y agarrando el brazo del rey;
tenía los músculos rígidos, duros como una cuerda tensada.
—¡Dejadme, médico! No empleéis ninguno de vuestros trucos conmigo. Me estalla la cabeza, la
sangre me hierve, tengo el estómago revuelto y mi espada busca acabar con mi vida.
—Recordad quién sois —susurró Telamón—, y quién os mira —se volvió hacia los ciudadanos
—. ¡Atrás! El rey sufre un ataque de furia. Artemisa le ha visitado.
La mirada cínica en el rostro de Peleo demostró claramente lo convincente que sonaba el ardid
de Telamón.
—¡Atrás! —repitió éste. A los ciudadanos no les quedó otro remedio que retirarse—. ¡Os
aconsejo que os mantengáis alejados! —prosiguió, ahora ya voceando—. ¿Sabíais que nuestro rey es
descendiente de Aquiles? ¡A veces sufre un ataque de locura divina, la rabia de Hércules, la fiera
sabiduría de Artemisa!
—¿Qué tontería es ésta? —le susurró Alejandro.
—¿Hay alguna estatua por aquí? —preguntó Telamón por lo bajo—, ¿una estatua de Artemisa?
—En la esquina del fondo, detrás de nosotros.
—Volveos y dirigíos hacia allí.
Alejandro obedeció de mala gana. Sin dilación, Telamón se hizo con una lámpara de aceite. La
estatua de Artemisa se alzaba sobre un pedestal. Colocó la lámpara en la hornacina sobre el podium.
La antigua estatua se iluminó llena de vida: Artemisa, Diosa de la Luna, la Cazadora vestida con
ropas holgadas y un casco hoplita.
—Arrodillaos.
El rey obedeció.
—¿Qué es esto? —preguntó Hefestión medio encogiéndose de hombros y a punto de levantarse;
Aristandro logró detenerlo a tiempo, dándose cuenta de lo que estaba pasando, y le obligó a
permanecer sentado. Telamón se arrodilló junto al rey.
—Siempre habéis sabido contar historias —bisbiseó Alejandro contemplando la estatua—. ¿Os
acordáis en Mieza, Telamón? Una vez convencisteis a Seleuco de que la estatua de Apolo se había
movido —se rió el rey por lo bajo.
—Eso es lo que diréis —murmuró Telamón—. Ahora pensad, Alejandro. Estáis haciendo
justamente lo que vuestro enemigo quiere que hagáis. Vuestra rabia, vuestro pánico, serán sólo la
brisa que reavive las llamas.
—No siento pánico —declaró Alejandro.
—Muy bien, entonces sólo se trata de vuestro temperamento violento —musitó Telamón—. ¡Por
el amor de la diosa, callad y escuchad!
—¡Podría cortaros la cabeza!
—En ese caso yo me quedaría sin cabeza, el rey sin médico y Alejandro sin un amigo.
—Empezáis a pareceros a mi madre. ¡Gracias a los dioses que no está aquí!
—Ahora pensad.
Arrodillados ambos a los pies de la diosa en actitud de contemplación, diríase que estuvieran
absortos en su oración. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro, asegurándose de que nadie más le
oiría.
—Una viuda casi os mata, confundida por el dolor, puede ser, pero tal vez animada por alguien
más —Telamón agarró súbitamente la muñeca de Alejandro—. ¡No os mováis! Pero vos, el gran rey,
fuisteis advertido, ¿verdad?, y aceptasteis recibir a la mujer. Entonces Artemisa intervino y
misteriosamente hizo que la daga se le cayera de la mano.
—Esos políticos no lo creerán.
Alejandro parecía tan desconcertado que una vaga sospecha se cruzó por la mente del médico.
«¿Quién», se preguntó, «quién habría advertido al rey?».
—¿Y qué importan ellos? —replicó—. El pueblo sí lo creerá.
Alejandro sonrió por lo bajo.
—Muy bien. ¿Y las avispas?
—Sabemos cómo se provocó —declaró Telamón—. ¡Utilizad el juicio! El Centauro conoce este
palacio y lo aprovechó para descolgar un nido de avispas y molestaros. Pero la verdad es que eran
mensajeros sagrados enviados por los dioses.
—¿Y qué venían a decirme? —inquirió Alejandro con un tono de voz tenso y estridente.
—Sólo los dioses lo saben.
Alejandro se giró, entrecerró los ojos.
—Estoy intentando pensar —susurró Telamón—. ¿Ante qué problemas os enfrentáis?
—Las muertes en el Templo de Hércules y la muerte de Leónidas.
—¡Olvidaos de eso! ¿Qué más?
—El manuscrito —replicó Alejando—. Ese maldito loco que quemó el templo de Artemisa…
Estoy casi convencido de que contenía algún mensaje secreto para mí de parte de la diosa.
—Ahora me estáis siguiendo.
—Y hay algo más —continuó Alejandro—. Debemos partir hacia Mileto: su gobernador persa ha
prometido abrirme las puertas.
—¿Y?
—¡Es un mentiroso! Mileto es un poderoso fuerte, rodeado por tres murallas y con salida al mar.
La flota persa no se encuentra muy lejos. Mis generales dicen que no podremos hacernos con él.
—¿Y podéis?
—¡No! —se lamentó Alejandro—. Mi flota no es lo suficientemente grande.
—Pero lo lograréis —insistió Telamón.
—¿Por qué? —preguntó Alejandro.
—Por que la diosa os protege. Recordad —persistió Telamón—, según cómo os comportéis hoy,
así hablarán de vos mañana.
Alejandro bajó la cabeza, sacudiendo los hombros mientras se tronchaba de risa. Se llevó las
manos a la cara, hizo tres veces una reverencia a la estatua y extendió una mano como si estuviera
suplicando. Sin esperar a Telamón, suspiró, se puso en pie y se volvió. Recogió la espada, la colocó
sobre la mesa y se acercó al círculo de sillas.
—¡Caballeros, sentaos, sentaos!
Los efesios obedecieron. Todos habían comido y bebido abundantemente, pero los sucesos de la
noche y el viento frío les habían despejado por completo. Agis y Meleager ocultaron sus
sentimientos. A Dión y Peleo, sin embargo, les resultó más difícil disimularlos, a juzgar por el
cinismo que se apreciaba en sus miradas y sonrisas. «Pronto haré que bailéis a mi son», pensó
Telamón.
—¿Qué sucede, majestad? —preguntó Dión fingiendo ser de lo más solícito e inclinándose hacia
delante. Su expresión, postura y el sarcasmo de su voz fueron claros indicadores de la arrogancia, no
sólo de aquellos hombres, sino de su ciudad y muchas otras de aquel imperio. «Sois despreciables»,
se dijo Telamón para sus adentros, «no sois ni persas ni griegos, sólo efesios al fin y al cabo. No os
importa si Alejandro derrota a Darío o si son los persas quienes resultan vencedores».
—¿Nos creéis insolentes? —Las palabras salieron de la boca de Telamón antes de que el médico
pudiera pensar lo que decía.
Dión levantó las cejas, perplejo ante tal reacción.
—¿Nos creéis insolentes?
Aristandro se sentó al lado del médico. Ahora la rabia del rey se había desvanecido y el
nigromante estaba dispuesto a interpretar cualquier personaje que se le asignara.
—¿Creéis que nos marcharemos mañana? —preguntó con insolencia Aristandro, haciendo eco de
las palabras de Telamón.
—¿De qué estáis hablando? —se alarmó Meleager.
—¿Creías que nos quedaríamos aquí durante un mes y un día —añadió Aristandro con desprecio
— y que luego cruzaríamos de nuevo el Helesponto? Nuestro rey marchará hasta el fin del mundo.
—Pero antes de que lo haga —interrumpió Telamón secamente—, queremos haceros unas cuantas
preguntas. Cuando el banquete terminó, ¿salisteis en alguna ocasión de la sala?
—Naturalmente —afirmó el oligarca—. Salimos antes y después de que apareciera la viuda de
Demades. No somos cubas de vino, médico, la naturaleza nos llama después de comer y de beber.
Telamón sonrió.
—¿Nos estáis acusando, a uno de nosotros, o tal vez a todos, de ser responsables del ataque de
esas avispas? —continuó indignado Meleager—. Había otras personas en palacio, griegos o persas,
que también podrían ser responsables de tal desgracia.
Telamón ya se esperaba una respuesta como aquella. Meleager tenía razón. La gente había salido
de la sala para ir a los servicios. Al traidor le habría resultado fácil (dado su conocimiento del
palacio) colarse en las bodegas, apoderarse de aquellos nidos y lanzarlos por la cocina. Enfurecidas,
las avispas habían iniciado su ataque sin más dilación. Todos aquellos hombres habían tenido el
tiempo suficiente, tanto durante el banquete como después, para preparar aquella diablura.
—Entonces, todos abandonasteis la sala —concluyó Telamón intentando no ofender a nadie—,
incluso después de que llamaran al rey.
—Por supuesto —espetó Agis—. Nos preguntábamos qué pasaría.
—Sabíamos que el rey estaba alarmado —añadió Peleo con desdén—. Algunos de nosotros
aguardamos en la sala, pero luego también salimos a ver qué pasaba.
—¿Conocéis este palacio? —interrogó el médico.
—Intentamos mantenernos alejados de él —añadió Dión con voz cansina.
Telamón pasó por alto la ofensa; más preguntas sólo lograrían que se volviera más irascible y
susceptible. Alejandro permanecía hierático como una estatua, reflexionando sobre los últimos
acontecimientos, como bien sospechaba su fiel amigo. Ahora había superado aquel acceso de cólera
y su mente estaría retorciéndose como una mangosta a la caza.
—¿Y la viuda de Demades? —siguió indagando Telamón.
—Eso es culpa mía —interrumpió Meleager extendiendo las manos—. Me pidió una audiencia
con el rey. Me contó lo que quería decirle y la creí. ¿Será interrogada?
—Tal vez —sonrió Telamón, aunque era consciente de que no serviría de nada. La viuda había
tenido suerte de escapar con tanta benevolencia. Y seguro que ella justificaría sus actos como una
locura pasajera en vez de una conspiración bien organizada. ¿Y qué pruebas había de que ella
hubiera tenido parte en ello?
—¿Y Hesíodo? —Telamón no estaba dispuesto a cejar en sus pesquisas—. ¿Alguien de vosotros
ha visitado su casa?
—Espero que no —masculló Aristandro, su voz apenas era un susurro—. Mis agentes ya han
estado allí. Han confiscado todos sus documentos y libros.
—¿Descubristeis algo? —intervino Dión.
—Nada —reconoció abiertamente Aristandro. Luego se rió a carcajada limpia—. Sólo lo mucho
que os odiaba, Meleager, a vos y a vuestro partido. Encontramos una lista llena de nombres de casas,
hombres y mujeres a los que planeaba matar.
—Oh, Hesíodo disfrutaba con ello —estalló Meleager—. Siempre juraba venganza y se había
manchado las manos de sangre en numerosas ocasiones. Ahora en el Infierno pagará por todo lo que
hizo. Dejemos que las Furias le devoren.
—Que los griegos maten a los persas, bueno —añadió Telamón, pasando por alto la mirada de
odio en los ojos de Agis—. ¿Pero que maten a sus propios paisanos?
—Muchos murieron en la batalla de Gránico —se burló Peleo.
—Rabinos el escriba ha muerto —informó Telamón estirando las piernas mientras estudiaba a
aquellos hombres.
—¿Rabinos? —preguntó Agis con los ojos muy abiertos—. Le conocemos, nos vimos en una
ocasión. Era el escriba más importante del gobernador y lo encontraron revolcándose en la cama con
Arela.
—Ha sido consumido por el fuego en su propia celda —les informó Telamón—. Alguien
descubrió dónde se encontraba. Vertieron aceite por una grieta que da al patio y luego prendieron
fuego. Rabinos fue quemado vivo. Los guardias oyeron sus gritos pero al principio no le prestaron
demasiada atención. El fuego y el humo despertaron la alarma.
—¿Y no pudo ser un accidente?
—No, señor —negó Telamón sonriendo con falsedad a Peleo—. El muro había sido rociado con
aceite. Y también encontramos varios paños empapados en aceite fuera de la celda. El patio estaba
desierto, cualquiera lo podría haber hecho.
—Nosotros no conocemos este lugar —se defendió Meleager.
—Pero os dejamos a todos campar a vuestro aire —replicó Aristandro—. Y si fuerais
interrogados, ¿qué es lo que oiríamos, eh? ¿Qué uno se fue por aquí y otro por allá?
—Responderíamos los unos por los otros —afirmó Agis con tranquilidad—. Excepto por
Meleager, él se encontraba solo.
El oligarca pestañeó y sonrió.
—Por supuesto podríamos examinar vuestras manos y vuestras ropas —continuó Telamón—,
¿pero de qué serviría? Un par de guanteletes de caza, una vieja túnica cogida de algún lugar oculto.
Afortunadamente, la celda está construida de piedra, a excepción de las puertas, así que el fuego no
se extendió: los guardias lo apagaron pero no pudieron salvar a Rabinos.
—Entendemos la rabia del rey —afirmó Dión con tono burlón.
—No os confundáis —quiso aclarar Alejandro levantándose; luego se cruzó de brazos y se
acercó a aquellos ciudadanos tan poderosos—. Sufrí un ataque de locura divina.
—Alejandro el actor —susurró Aristandro. Telamón le propinó una patadita con el pie.
—Artemisa estuvo presente en mi nacimiento —anunció Alejandro, su voz resonando por toda la
sala—. Ella salvó mi vida de la daga de esa asesina esta noche y las avispas eran sus mensajeras.
Decidles a los ciudadanos de Efeso cómo escapé de la muerte. Decidles lo que los mensajeros me
han contado, que el loco que quemó su templo escribió una confesión, la cual me habéis entregado y
que contiene un secreto que en su momento proclamaré por toda la ciudad.
Los efesios parecían confundidos. Alejandro estaba tramando algo, pero no lo podían entender.
—He sido víctima de la locura divina —reiteró—. He rezado ante la estatua de la diosa
Artemisa. Mañana emitiré una proclamación describiendo cómo fui salvado. Y pronto publicaré el
mensaje que me han transmitido. ¡Como muestra de que todo esto es cierto, la diosa me ha revelado
que la poderosa ciudad persa del puerto de Mileto caerá en mis manos! ¡Y es más —continuó
elevando la voz—, el asesino responsable del sacrilegio y de los asesinatos cometidos en el Templo
de Hércules será apresado y su vida será mi ofrenda a la diosa!
El rey giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Telamón le siguió. Una vez fuera, y
cerrada la puerta, Alejandro agarró al médico por el hombro.
—¡En el nombre de Apolo, Telamón, vos me habéis metido en esto! ¡Aseguraos ahora de que
también me sacaréis!
***
— S
iento haberos despertado de vuestro sueño.
Telamón permanecía sentado en la sala principal de la Casa de Medusa. En el
pasado debió de ser una residencia opulenta, incluso elegante, con sus columnas de
madera y sus altos techos, pero ahora el yeso y el maderamen se habían agrietado, de las esquinas
colgaban telarañas y el polvo se había apoderado de cada repisa. Se respiraba una atmósfera húmeda
y enrarecida. Construida al estilo egipcio, con un estrado elevado en uno de sus extremos y un fuego
sobre una chimenea, en el centro, ahora sin duda se había convertido en una sala desalmada y
sórdida. Los dos oficiales sentados frente a Telamón hacían juego con aquel ambiente. Los dos
llevaban las túnicas sucias e iban sin afeitar. El más alto, Agatón, con los ojos entrecerrados y las
mejillas cacarañadas, se limitaba a sonreír maliciosamente, pasando por alto el sarcasmo de
Telamón mientras tamborileaba con sus dedos sobre la mesa.
—Las órdenes del ejército ya han sido colgadas —afirmó Agatón rascándose sus pelirrojos
cabellos—. Luchamos en la batalla de Gránico y luego marchamos hacia Efeso. Ahora tenemos un
mes para disfrutar de los frutos de nuestra victoria. No es así, ¿Salus?
Su compañero era un tipo rechoncho, de rostro rubicundo bajo una mata de pelo negro que
parecía que no se había lavado desde que salió de Macedonia.
—Así es —contestó Salus mientras mordía con fuerza una manzana y la masticaba ruidosamente,
lanzando una mirada lasciva a Casandra. Ella le devolvió una mirada iracunda. Salus se echó a reír
dejando entrever los trozos de manzana en la boca medio masticados, y a continuación volvió a dar
otro mordisco.
—La verdad es que no mantenéis muy ordenado este lugar.
—Somos soldados, miembros del Escuadrón del Cuervo, no es nuestro trabajo limpiar la casa de
otros.
—¿Pensaba lo mismo Leónidas? —preguntó Telamón.
—No, pobre viejo borracho. La mayor parte del tiempo estaba como una cuba. Ni siquiera podía
caminar en línea recta, por no hablar de cuando tenía que descabalgar.
—Era un buen jinete —declaró Telamón—. Le conocí cuando era niño.
El que mordía la manzana se detuvo con expresión calculadora en su mirada.
—¿Quién decís que sois?
—Telamón, el médico de confianza de Alejandro, miembro del círculo real. Estoy aquí para
investigar la muerte de Leónidas.
Salus hizo una mueca de desprecio. Agatón se puso en pie, se desperezó, tomó una manzana de
uno de los cuencos y se acercó. La frotó en su túnica, guiñó un ojo a Casandra y luego mordió la fruta
con fuerza.
—¿Y por qué estáis aquí? —preguntó Agatón con un acento todavía más cerrado por los pedazos
de manzana que masticaba—. ¿Para investigar la muerte de Leónidas? ¿Y qué? Estaba borracho,
salió de la cama, bajó las escaleras, se fue al jardín y allí se ahogó en ese estanque lleno de
porquería.
—¿Por qué se levantó?
—No lo sé. Ni tampoco Salus. Tal vez era sonámbulo o tuvo una pesadilla. O quizá pensó que
encontraría por ahí una bota de vino.
—¿Era vuestro comandante?
—Sí, y muy bueno. Cuando el ejército llegó a Efeso se hizo con la casa y obtuvo la aprobación
del intendente para quedarse. Ahora nos han liberado de nuestros deberes y no debemos informar
hasta la próxima luna llena. Comemos, bebemos y damos alguna que otra vuelta por la ciudad.
—¿Dónde están vuestros caballos?
—Oh, no seáis necio —se mofó Agatón—. Ya conocéis las órdenes. Están con el ejército, son
demasiado preciados como para dejarlos aquí sin darles ninguna utilidad. De todos modos no
tenemos suficiente forraje para una estancia tan larga.
Telamón se puso en pie. Abrió una ventana de par en par para que entrara la luz del sol. Se
volvió rápidamente: Salus le había sacado la lengua a Casandra con un gesto obsceno.
—¡Podría arrestaros por eso!
Agatón casi se atraganta. Salus lanzó el corazón de la manzana al suelo.
—Os juro que os arrestaré si me amenazáis a mí o a mi acompañante —les advirtió Telamón
volviéndose a sentar.
—Soy macedonio —se defendió Agatón—. Soy libre de nacimiento y tengo mi propia granja.
Luché al lado de Filipo, ahora lucharé al lado de su hijo. Tres veces he recibido un lingote de oro
por mi valentía en el campo de batalla. Salus es de Samos, pero su madre era macedonia. Él también
conoce sus derechos. Estábamos con el rey cuando cruzó el Gránico. ¡Defendimos su espalda y ahora
venís aquí con aires de grandeza diciendo que nos arrestaréis!
—Puede que seáis soldados de caballería excelentes —afirmó Telamón pasando por alto las
risitas de autosatisfacción—, pero también sois unos charlatanes mentirosos, así que no me hagáis
perder el tiempo. Leónidas acudió a este lugar la última vez que el ejército macedonio ocupó Efeso.
Esta casa perteneció en una ocasión a un asesino.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Agatón.
—De un modo u otro, Leónidas se enteró de que aquí había un tesoro escondido. No sé lo que
ocurrió la última vez, pero cuando los macedonios se retiraron, vuestro comandante huyó con ellos.
Sólo los dioses saben cuál fue el destino de sus compañeros. Después del Gránico, Leónidas
probablemente fuera el primero en llegar a Efeso. Así que regresó a este lugar fantasmal, la Casa de
Medusa, arrastrando con él sus malvados recuerdos y sus perversos fantasmas. Él quería venir solo,
pero dos de sus jóvenes oficiales, es decir vosotros, sentíais curiosidad por saber lo que sucedió en
aquella ocasión, antes de la retirada macedonia, ¡sobre todo Salus! ¿No se encontraba uno de
vuestros parientes entre los oficiales desaparecidos? En todo caso, solicitasteis autorización para
acompañar a Leónidas.
Los dos oficiales le dedicaron una dura mirada.
—Bien —continuó Telamón—, parece que ahora tengo vuestra atención. Lo que quiero saber son
dos cosas. Primera, ¿habéis encontrado ese tesoro? Según las órdenes del ejército, por lo menos la
mitad pertenecería al rey. Segunda, ¿tropezó Leónidas? ¿Fue un accidente o un asesinato? ¿Tal vez
irrumpieron ladrones en la casa? ¡Sentaos! —Casandra dio un respingo por el modo en el que
Telamón gritó a Salus—. Sentaos y escuchad lo que estoy diciendo. Y ahora podéis contestar a mis
preguntas o, de lo contrario, me encargaré personalmente de que se os juzgue en un consejo de
guerra. Pensad en vuestras respuestas. Mientras tanto me gustaría hablar con vuestra doncella.
Telamón atravesó el umbral de la puerta del fondo. La cocina estaba tan sucia como el resto de la
casa. Las paredes, en el pasado enyesadas y pintadas de blanco, estaban ahora grises, cubiertas de
mugre y hollín. Justo en la entrada había un cubo con agua estancada, junto a un lado de la pared, una
pequeña chimenea llena de cenizas y pegado al otro lado, un hornillo. Harna estaba agachada en el
suelo, cortando unas verduras sobre un trozo de madera. Se echó atrás su morena melena y levantó la
vista hacia Telamón: tenía ojos oscuros y un rostro delgado y bronceado. Telamón le acarició el
morado de su mejilla izquierda.
—¿Cuántos años tenéis? ¿Habláis griego?
—Tan bien como cualquiera —la voz de Harna era dura. Paseó sus dedos alrededor del cuello
de la túnica, antes blanca y ahora sucia y llena de manchas de sudor. Telamón se agachó. La chica le
estudió y luego miró a Casandra.
—¿Es celta? Tenemos algunas mujeres celtas en el campamento. La mayoría de ellas putas.
Grandes son y tienen los brazos tan gruesos como los soldados. ¿Es vuestra mujer?
—¿Quién os pegó? —preguntó Telamón.
—¿Y quién no lo hace? —replicó Harna.
—¿Leónidas?
—No, él tan sólo era un viejo borracho. Soy de Agatón, o por lo menos él piensa que lo soy.
Cocino, limpio y caliento su cama.
—¿Y os gusta?
La chica escupió sobre el mugriento suelo de piedra.
—Estoy terriblemente enamorada de él.
Telamón abrió su cartera y sacó una moneda de plata. La chica se la quiso arrebatar pero
Telamón le retiró la mano.
—¿Dónde dormís?
—Debajo de las escaleras. Se está más calentito. Además, si hay un incendio, estoy cerca de la
puerta de postigo por donde podría escapar sana y salva.
—¿Qué queréis decir?
—Los soldados beben, se vuelven algo torpes y a veces golpean sin querer las lámparas de
aceite.
—¿Como la noche en la que murió Leónidas?
—Agatón lo trajo de la ciudad. Estaban los dos igual de borrachos. Apenas pudieron entrar por
la puerta —señaló las escaleras más allá de la cocina—. Entraron soltando toda clase de
barbaridades. Agatón se llevó a Leónidas arriba y eso fue todo.
—¿Os llamó Agatón? ¿No os necesitaba? ¿No quería vuestra compañía?
—No cuando está borracho. No puede y yo desconfío de su arma.
—¿Y Leónidas volvió a bajar?
—Oh, sí. Llevaba el abrigo puesto, el de la piel con medallones de plata.
—¡Enseñádmelo!
La chica balanceó el cuchillo en las manos.
—Enseñádmelo —repitió Telamón— enseñadme cómo bajó Leónidas las escaleras.
La muchacha les condujo fuera de la cocina y subió por las escaleras de madera construidas
contra el muro de la casa. Telamón se quedó abajo y levantó la vista. Los escalones parecían sólidos
y seguros, por un lado protegidos por la pared de yeso y por el otro, por una larga cuerda fijada en un
poste arriba y atada al pilar de la base de las escaleras.
—Yo me encontraba debajo de las escaleras.
Los escalones estaban hechos con tablillas de madera de unos pocos centímetros cada uno.
—¡Vamos! —ordenó Telamón.
Harna se agarró a la cuerda y empezó a subir, contoneando las caderas y con el dobladillo del
vestido golpeándole las piernas largas y morenas. Llegó hasta arriba y se volvió.
—¿Qué pasa aquí?
Telamón se giró sobre sus hombros. El hueco de la escalera se encontraba entre la cocina y la
entrada principal de la casa. Agatón le observaba, reclinado contra la jamba de la puerta. Al médico
no le gustó la expresión de sus ojos.
—Si os necesito ya os llamaré —le sonrió—. ¡Ahora marchaos!
Sostuvo en alto la moneda de plata para que Harna la pudiera ver.
—Ahora bajad como lo hizo Leónidas.
La joven, con una sonrisa descarada en el rostro, obedeció. Bajó despacio, con los pies desnudos
resonando contra la madera. Una vez abajo y, respirando con fuerza por la nariz, se dirigió hacia la
puerta.
—¿Estáis segura? —le preguntó Telamón.
—Así es cómo lo hizo, bajó las escaleras, abrió la puerta y se marchó.
Harna le tendió la mano y, con la moneda ya en su poder, desapareció por la cocina.
Telamón y Casandra subieron la escalera. Apoyada sobre unos pilares, el enmaderado de la
galería estaba rasguñado, astillado y la pintura de la pared desconchada. Había cinco habitaciones en
total, todas iguales: húmedas, llenas de moho y con el yeso cayéndose a pedazos. En el suelo se
echaban de menos tablas de madera por doquier. Las camas eran estrechos catres cubiertos con
abrigos muy gruesos, y podían verse algunas vasijas y trozos de mobiliario esparcidos por el piso.
—Esto es una pocilga —masculló Casandra—. ¡Uff, qué peste!
Al fondo del pasillo se elevaban otras escaleras, estrechas e improvisadas, que llevaban a un
desván; les faltaban algunos escalones. Telamón le pidió a su ayudante que trajera una lámpara de
aceite. Ella no tardó en regresar, iluminada por una llama débil parpadeando.
—¡Tened cuidado!
Telamón asió el candil y remontó los escalones. La pieza carecía de trampilla, así que asomó la
cabeza por el hueco, sosteniendo en alto el foco de luz: todo lo que pudo ver fue una cámara alargada
y oscura, el contorno de las vigas, montones de porquería y un charco brillando bajo una grieta del
techo. Sólo se oía el ruido de ratas correteando o emitiendo chillidos. Con la mano que le quedaba
libre, calibró la resistencia del suelo del desván: estaba construido con placas de madera, no muy
sólidas y seguramente demasiado endebles como para soportar el peso de un hombre. Telamón
descendió al segundo piso, donde le aguardaba Casandra, y le devolvió la lámpara.
—¿No deberíamos registrar sus habitaciones? —le susurró ésta.
—¿Y de qué serviría? —replicó él—. Los agentes de Aristandro han barrido la casa y esos
encantadores soldados de ahí abajo sabían que veníamos. No encontraremos nada sospechoso.
—Es un lugar horrible —se quejó Casandra y con la yema de los dedos extinguió la llama del
candil, que dejó con cuidado sobre el suelo—. Afuera hace calor pero aquí, frío. ¡Nunca había
estado en un lugar tan apestoso! Parece uno de esos antiguos templos en Tesalia con sus altares
encendidos sobre los que sacrificaban a los niños.
Telamón le dio un suave golpecito en la sien.
—No dejéis que vuestra imaginación os asuste. En esta casa se han cometido asesinatos y tanto si
descubro la verdad como si no, le pediré al rey que la derrumbe hasta sus cimientos.
Bajaron nuevamente a la cocina. Harna había retomado sus quehaceres y se la encontraron
cortando verduras; al verles entrar, les señaló con el cuchillo.
—Agatón me preguntó qué queríais. Yo le dije que no sabía nada.
Telamón advirtió un nuevo morado en su brazo derecho.
—Cruzaré algunas palabras con él antes de marcharme. ¿Está en la bodega?
La doncella señaló hacia una puerta de trampilla que había en el suelo.
—Levantadla, unas escaleras os conducirán al sótano. Necesitaréis una lámpara de aceite.
¡Esperad!
Se levantó y les proporcionó una; luego, sirviéndose de una yesca, encendió la mecha. Casandra
sostuvo la lámpara mientras Telamón levantaba la trampilla, luego los dos se adentraron con suma
cautela en la oscuridad. La bodega estaba negra como boca de lobo. Sorprendido por un hedor
agridulce, el médico se apretó instintivamente la nariz; apenas se podía respirar. Casandra se hurgó
en los bolsillos y encendió una antorcha que estaba fija en un alféizar de la pared. Él agradeció la luz
y el calor. El techo era bajo, casi lo rozaban con sus cabezas, las paredes, de piedra dura y el suelo,
de tierra batida. Telamón alargó el brazo con la lumbre y dejó escapar una exclamación de sorpresa.
Esperaba encontrarse con una estancia grande y cavernosa, pero no hasta tal punto. Bajo la luz de la
antorcha, las bodegas se extendían bajo toda la superficie de la casa. Telamón avanzó con cuidado.
—Hay cuatro cámaras en total —murmuró, recordando los esbozos de Leónidas. Todas estaban
vacías. Había algunos escombros y trozos de madera podrida desparramados. Cuanto más se
adentraban en su interior, más intranquilo se sentía. Ya se había esperado que aquel lugar oliera a
rayos pero el hedor era cada vez más insoportable, recordándole al de una capilla ardiente o al de un
campo de batalla con los cadáveres desenterrados. Casandra murmuraba por lo bajo alguna oración
celta. Telamón se volvió.
—Tenía entendido que no creíais en los dioses.
—¡En ocasiones como éstas sí, desde luego! —replicó ella—. ¡Qué peste! —exclamó con
expresión de repugnancia—. ¿Sabéis lo que pienso?
—Lo puedo adivinar —Telamón entró en la última sala y miró a su alrededor—. ¡Ya he visto
demasiado!
Regresaron a las escaleras y a continuación subieron a la cocina. Harna seguía sentada en el
suelo.
—¿Bajáis alguna vez ahí?
Negó con la cabeza.
—¿Y bajaron los oficiales de palacio cuando Leónidas murió?
—No me preguntaron, así que yo no les enseñé nada.
—¿Y no os molesta ese olor?
—¡Vivo en un pozo de mierda y me preguntáis si ese olor me molesta! —respondió sonriente.
Telamón se dirigió hacia la sala principal. Agatón y Salus todavía seguían recostados en un
banco, con los rostros tensos y alerta.
—¿Habéis bajado a la bodega? —preguntó Telamón.
Salus hizo una mueca y Agatón sacudió la cabeza.
—No tenemos necesidad.
Telamón jugueteó con el anillo en el dedo, moviéndolo hacia delante y hacia atrás.
—Bueno —prosiguió—, ¿me lo vais a contar?
—¿Y qué podemos deciros? —preguntó Agatón con tono lastimero—. Vivimos y dormimos aquí.
Leónidas murió en este lugar. Era un borracho, debería haber andado con más cuidado.
—Muy bien.
Telamón abrió su cartera, sacó el sello real y lo lanzó a la cara de Agatón. El soldado reaccionó
al instante, poniéndose en pie. Cogió el cartucho, lo besó y luego lo devolvió. Salus hizo otro tanto.
—Ahora tengo vuestra atención —sonrió Telamón—. Sabed que, desde este momento, habéis
vuelto al trabajo. Quiero que salgáis a las calles más allá de los muros de esta casa. Si sois lo
suficientemente rápidos, lo suficientemente listos y no queréis pasaros el resto de vuestras vidas
cavando letrinas, cogeréis a ese mendigo…
—¡Oh, él! —se rió Agatón—. Ha estado merodeando por aquí, el portero le llama el Cíclope.
—Bien, ambos sois soldados valientes —continuó Telamón—. Tenéis buenos pies y buena vista
como miembros del Escuadrón del Cuervo que sois. Quiero que cojáis a ese mendigo y lo traigáis de
vuelta aquí sin hacerle daño.
—¿Por qué?
—Porque llevo el sello del rey y os he emitido una orden en su nombre. Y no quiero que volváis
sin ese mendigo.
Agatón miró a Salus, que se encogió de hombros y abrió las manos.
—Y hacedlo con mi tiempo y no con el vuestro —les advirtió Telamón.
Los dos hombres se apresuraron entonces a salir por la puerta.
—¡Oh, Agatón!
El oficial se volvió con una mirada de odio en los ojos.
—¿Qué pasa ahora?
—Golpead a esa joven otra vez y pasaréis el resto de vuestros días no sólo cavando letrinas sino
también limpiándolas.
Los oficiales se marcharon; abrieron la puerta principal de la casa y la cerraron de golpe.
—¡Bueno, bueno! —añadió Casandra de pie frotándose el brazo derecho—. Deberíais haber sido
soldado, Telamón.
—No me gustan ni los mentirosos ni los asesinos. Os diré lo que creo que pasó, Casandra —el
médico se sentó sobre un banco bajo la ventana—. Leónidas llegó a este horrible lugar acompañado
de seis soldados. Sospecho que encontraron el tesoro. Nuestro codicioso comandante los mató y
enterró sus cuerpos en la bodega, eso explicaría ese terrible hedor. Él pretendía huir con su preciado
botín, pero regresaron los persas antes de lo que él se pensaba. Entonces, enterró apresuradamente el
tesoro y se marchó. Y ese par de encantos… no —se interrumpió el propio Telamón—. Leónidas
puede que no los matara a todos. El Cíclope sabe lo que ocurrió.
—¿Entonces fueron esos dos primores los culpables de la muerte de Leónidas?
—¿Qué os choca de este lugar? —preguntó Telamón.
—Que huele fatal.
—¿Y sobre nuestros encantadores soldados?
—Que seguro que hasta los cerdos son más limpios que ellos. Incluso desde donde estoy sentada
puedo olerlos.
—Y eso me da que pensar —replicó Telamón—. Estén donde estén siguen siendo miembros de
la caballería, por lo que deberían esmerarse un poco más en cuidar su aspecto físico. Sin embargo,
éstos llevan las túnicas sucias, llenas de lamparones, y sus habitaciones son auténticas pocilgas.
—¿Queréis decir que lo hacen a propósito?
—Sí, para dar la impresión de que viven en medio de la mugre. No quieren levantar sospechas;
sin embargo, fuera, en la parte de atrás, tienen ropa, túnicas y abrigos limpios secándose al sol.
¡Harna!
La chica llegó tropezándose por la puerta.
—Las ropas de afuera, ¿las lavasteis vos?
La joven sacudió la cabeza.
—Lo hizo el señor —contestó—, llenó un barreño de agua.
—¿Agatón?
—Sí, con la ayuda de Salus.
Telamón le dio las gracias y la despidió.
—Y bien, ¿no es extraño? Leónidas murió anteayer por la noche y ¿qué es lo que hace ese par de
encantos? Mantienen la casa sucia como siempre pero lavan sus ropas.
—Tal vez estaban sucias tras una de sus refriegas nocturnas.
—No, no —replicó sin dilación Telamón, mostrándose en desacuerdo—. Están encubriendo un
asesinato.
—Entonces, ¿no os cabe duda de que Leónidas fue asesinado?
—No, y Agatón y Salus tienen las manos manchadas con su sangre, pero probarlo va a resultar
difícil. En esta casa se halla un tesoro escondido. Ambos obligaron a Leónidas a compartirlo pero
luego le mataron. La cuestión está en dónde lo han guardado. Registramos la bodega, no creo que esté
ahí. El desván está que se cae. Si hubieran cavado en el jardín, eso resultaría sospechoso —Telamón
se rascó la sien—. Y sabemos que Leónidas le dijo al portero que se fuera a dar una vuelta. ¡Vamos,
venid conmigo!
—¡Son peligrosos! —gritó Casandra.
Telamón se volvió.
—Salus y Agatón son peligrosos —le recordó su ayudante—, son soldados veteranos, pero
nosotros no, ni siquiera llevamos armas.
Telamón asintió en señal de acuerdo. Se adentró en el sombrío vestíbulo y abrió de par en par la
puerta principal. El calor del mediodía le cortó la respiración: ya no corría la suave brisa y el jardín
que olía a humedad permanecía en silencio bajo el sol. Telamón bajó los escalones y anduvo por el
camino de piedras pavimentadas. Casandra, corriendo a sus espaldas, se tropezó con una de ellas.
Llegaron a la caseta del portero: en el interior, el viejo guardia permanecía sentado en su taburete. A
Telamón le recordó a un viejo sátiro cansado, con sus dedos alargados como garras y la espalda
encorvada.
—¿Qué pasa? —gruñó el hombre mientras se ponía en pie—, los otros dos han salido
escopeteados como si fueran embestidos por las mismísimas Furias.
—Podría ser —Telamón permaneció en la entrada de la caseta y volvió la vista hacia la casa
sombría en ruinas—. Me pregunto si…
Telamón estudió la fachada principal del edificio, subió de nuevo por el camino, pero nada, no
vio nada extraño alrededor de las escaleras ni tampoco en el pórtico. Los pilares de madera se
habían fijado con arcilla cocida. Telamón recordó la advertencia de Casandra sobre aquellos dos
hombres. Abrió su cartera, volvió a la caseta y agarró al portero por el hombro.
—Tomad esta moneda, corred hacia el Templo de Hércules y buscad a un soldado llamado
Calístenes.
El anciano quiso resistirse pero luego contempló la moneda de plata resplandeciendo sobre la
palma de la mano de Telamón.
—¡Vamos, id hacia allí! —le ordenó éste—. Os daré otra moneda a la vuelta. También me
aseguraré de que esta caseta y el jardín sean para vos. Debéis decirle al oficial que traiga soldados
sin más dilación.
Telamón empujó al hombre hacia la puerta. Casandra descorrió los cerrojos y la abrió.
—¿Quién debo decir que me envía? —preguntó el hombre volviéndose, mirando con pena a su
caseta como si le estuvieran quitando la vida.
—Telamón, el médico real.
Luego le hizo repetir al portero el mensaje y a continuación cerró la puerta de golpe tras él.
Telamón permaneció con la espalda contra la pared y levantó la vista hacia la casa. Casandra tenía
razón, parecía un lugar fantasmagórico, malévolo. Sin embargo, ¿dónde estaría escondido el tesoro?
Probablemente se trataría de algunas monedas, piedras preciosas, brazaletes, gargantillas o anillos,
pero no pesaría demasiado. Telamón observó con detenimiento los pisos de arriba, las ventanas de
abajo, la puerta hecha trizas, el pórtico con sus cuatro columnas de imitación, los escalones que
llevaban a él. Ahora desvió la mirada hacia el camino de piedras pavimentadas: en el pasado parecía
haber sido más ancho y liso, con todas las piedras en su sitio, pero ahora, en el último trecho de
camino, sólo quedaban cuatro, colocadas como los cuatro rectángulos en el dibujo de Leónidas.
Telamón corrió hacia ellas y las estudió. Pudo comprobar que las piedras se habían cambiado de
lugar, ya que los bordes no tenían ni moho ni barro.
—Creéis que es aquí, ¿verdad? —le preguntó Casandra, que le había seguido—. Por eso me he
tropezado antes, esas piedras han sido levantadas. Se parecen a los dibujos de Leónidas.
—Sí —afirmó Telamón—, sí se parecen. Cuatro en total. Leónidas no estaba dibujando un mapa,
sólo garabatos. Encontró efectivamente el tesoro, pero no lo iba a dejar en la bodega. Y ya sabemos
por qué: tarde o temprano alguien habría empezado a cavar y habría descubierto esos horribles
cuerpos. Las paredes están que se caen, así que ¿por qué no aquí? Levantó las piedras, enterró su
tesoro conseguido de modo tan ruin y huyó. Pasaron los años y el camino se volvió a llenar de malas
hierbas de nuevo hasta que Leónidas regresó.
Telamón hizo una pausa al escuchar ruidos, gritos y maldiciones. Subió a toda prisa por el
camino hasta llegar al pórtico. La puerta se abrió de par en par. Agatón y Salus, sujetando al mendigo
entre los dos, se acercaban apresurados por el jardín.
Telamón se dirigió a ellos y se sentó en el escalón de abajo. Los dos soldados obligaron al
mendigo a arrodillarse. A primera vista parecía un anciano, con su mata de pelo canoso y enredado,
pero aquel rostro bronceado, a pesar de las arrugas y las ojeras, rezumaba de vitalidad juvenil; sólo
tenía un ojo sano que le brillaba lleno de vida pero el otro lo llevaba oculto tras un parche que le
colgaba de una cuerdecita atada alrededor de la cabeza. Vestía una túnica marrón hecha jirones, con
una cuerda como cinturón; las sandalias, a pesar de estar desgastadas y harapientas, eran como las
que llevaban los soldados griegos de infantería.
—No temáis, no corréis peligro.
El único ojo del Cíclope estudió a Telamón.
—No corréis peligro —repitió el médico.
El hombre negó con un movimiento de cabeza como si no entendiera.
—No hemos entendido nada de lo que ha dicho —replicó Agatón—. Lo hemos cogido en la
avenida. Puede que sea un mendigo pero sabe luchar.
Salus se palpó con un dedo un corte que se había hecho en el labio y el mendigo tenía algunos
moratones recientes en el antebrazo derecho. El tipo también se toqueteaba la muñeca dolorida.
Telamón se la cogió con cuidado y comprobó los huesos, moviendo la mano hacia delante y hacia
atrás.
—Una pequeña torcedura —le diagnosticó—. Una compresa fría pronto os aliviará. Os voy a
llevar adentro.
El hombre miró temeroso hacia la casa. Telamón estaba resuelto a no hacerle preguntas delante
de aquel par de asesinos.
—¿Y qué hacemos nosotros? —se quejó Agatón—. Y por cierto, ¿dónde está el portero?
—Se excusó diciendo que eran demasiadas emociones para un hombre de su edad —improvisó
Casandra—. Creo que se ha marchado.
Telamón señaló con un dedo por encima de sus hombros hacia la casa.
—Os podéis quedar ahí. Ahora quiero hacerle unas preguntas al Cíclope.
Maldiciendo por lo bajo, los dos hombres subieron los escalones y cerraron la puerta de un
portazo tras ellos. Agatón llamó a gritos a Harna.
—No intentéis escapar —le advirtió Telamón inclinándose—. Queréis haceros pasar por un
idiota, un loco o incluso un persa que no entiende griego, pero no lo sois, ¿verdad? Sois griego,
probablemente macedonio. No sois infante de caballería, vuestras piernas os delatan. Por el modo en
el que andáis creo que sois un hoplita, un soldado de a pie.
El Cíclope chasqueó los labios mientras intentaba esconder una sonrisa.
—No corréis peligro —continuó el médico—. Me llamo Telamón, soy consejero y confidente del
rey Alejandro. Si no queréis hablar conmigo, seré yo quien hable. Fuisteis soldado de a pie del
ejército macedonio. De un modo u otro, hace dos años, cuando Parmenio se hizo con Efeso, os
relacionasteis con el viejo canalla de Leónidas. Él, vos y otros cinco os alojasteis en esta casa. Sólo
los dioses saben cómo llegasteis a involucraros en este asunto. Al principio sólo se trataba de un
común alojamiento para soldados, en bastante mal estado, un poco misterioso y encantado. Pero
Leónidas descubrió algo de sumo interés: que en el pasado, esta residencia había pertenecido a un
asesino miembro de una sociedad secreta llamada los Centauros; y él siempre soñó con encontrar un
tesoro. Registró la vivienda de arriba a abajo, desde el ático hasta las bodegas, y lo encontró. Sin
embargo, Leónidas era muy avaricioso —el médico hizo una pausa. La mirada del Cíclope se
mantuvo firme—. Oh, sí, ya lo creo, el viejo comandante se volvió muy avaricioso: mató a los otros
cinco pero vos escapasteis.
El hombre sostuvo una mano en alto y se inclinó hacia delante.
—Llamadme el Cíclope. En este momento mi verdadero nombre es lo que menos importa. Soy
macedonio de nacimiento, un soldado de a pie, oficial júnior del regimiento de los Portadores de
Escudo —se humedeció los labios—. Aquí no hablaré.
Telamón y Casandra le siguieron hacia la caseta del portero. El mendigo se ocultó en la parte
posterior de modo que no pudieran ser vistos desde la casa. Se sentó, se reclinó en la pared y levantó
la vista hacia Telamón.
—Qué bien poder hablar griego con total fluidez —dijo con una sonrisa y rascándose la punta de
la barbilla—. Todavía me afeito cuando tengo una moneda y puedo ir al barbero. Incluso pensé en
acudir al campamento y lanzarme a los pies del general Ptolomeo.
—¿Qué pasó? —preguntó Telamón.
—Oh, no es un gran misterio. Fue como habéis dicho —añadió el Cíclope secándose el sudor del
cuello—. ¿Tenéis algo de vino para ofrecerme?
Casandra se adentró en la caseta y trajo consigo una jarra de vino junto con una copa agrietada.
La llenó hasta arriba y se la colocó entre las manos. El tipo casi la apuró de un solo trago; luego
chasqueó los labios.
—¡Ah! —suspiró—. El buen vino sabe como el néctar. Me encanta con un poco de queso, a
poder ser de cabra, espeso y cremoso, con pan recién hecho.
—Tendréis todo eso —le prometió Telamón agachándose frente a él—. Soy médico real, tengo
influencias…
—¡Aunque os acostarais con la mismísima reina Olimpia me traería sin cuidado! —replicó el
Cíclope—. Me gusta vuestra cara —añadió haciendo un gesto a Casandra—. ¡Haría lo que fuera por
pasar una noche con vos!
—¡Os comería vivo! —espetó Casandra—. ¡He lanzado cosas más grandes por una palangana!
El Cíclope soltó una carcajada.
—¿Por qué no corristeis? —preguntó Telamón—. Antes lo hicisteis.
El Cíclope señaló hacia la casa.
—Esos dos que enviasteis a por mí son unos brutos, pero mientras me traían hacia aquí pensé,
bueno, no puedo seguir escondiéndome en las sombras durante el resto de mi vida —se terminó el
vino y cambió la copa de mano—. Es cierto, estaba aquí cuando Parmenio tomó Efeso hace dos años.
Todo era un caos, ya sabéis cómo es eso. Una vez se entra por las puertas se nos prohíbe el pillaje,
pero siempre nos quedan las mujeres y las tabernas de vino —hizo una pausa—. Solía beber con
Leónidas. Sabía que tenía a cinco hombres con él y cuando llamé a su puerta, me acogieron como a
un hermano al que habían perdido años atrás —sacudió la cabeza—. No me gusta esta maldita casa.
Nunca me gustó. Deberíais quedaros una noche y entenderíais lo que os digo. El viejo portero dice
que no, pero yo os digo que en ella habita una presencia, una tristeza: algo horrible pasó en este
lugar. No nos gustaban los dibujos en las paredes de esos centauros infligiendo terribles torturas.
Había un altar en la sala principal, Leónidas lo echó abajo. Parecía que estuviera manchado de
sangre, como si se hubieran realizado sacrificios en él. Y las habitaciones de arriba no eran mejores.
He luchado en muchas batallas pero la Casa de Medusa es como entrar en un valle estrecho y
polvoriento lleno de demonios donde no crece nada verde ni fresco y los buitres revolotean
alrededor. Yo aquí solía tener pesadillas. Al principio Leónidas se reía. Ya sabéis como era, ¿no?
Cuando no estaba montando a caballo estaba bebiendo o tocándole las tetas a alguna mujer. La casa
le cambió. Se interesó por su historia, empezó a hacer preguntas. Encontró algunos documentos en un
hueco de la pared y visitó a una cortesana, a una prostituta —el Cíclope se humedeció los labios.
—¿Arela?
—Sí, algo así —el Cíclope se rascó la mejilla—. Estaba relacionada con un antiguo propietario
de esta casa pero no quería saber nada de este lugar, decía que estaba lleno de vampiros y demonios.
Leónidas me contó que este sitio le había embrujado, se había apoderado de él, y también que en él
se encontraba un tesoro escondido y que se haría con él.
—¿Y le creísteis? —le preguntó Casandra sentada sobre un canto de piedra cubierto de musgo.
—Sí, pelirroja, le creímos. Registramos toda la casa, hasta el último agujero. Leónidas cambió,
se volvió huraño y reservado. Borró los dibujos de la pared y el yeso empezó a caerse a pedazos.
Nos retuvo aquí, no quería que habláramos con nadie —el Cíclope abrió las manos—. Y finalmente
lo encontramos, se hallaba en una pared al fondo de la bodega. Era un cofre grande de un metro de
largo —dejó caer las manos—. Tenía unos veinte centímetros de alto, estaba envuelto y cerrado con
llave. Nunca había visto un cofre como aquel. Rompimos la tapa y nos volvimos locos de alegría:
bolsas con monedas, daricos de oro, dracmas de Grecia y Persia, pequeños sacos de piel llenos de
perlas blancas como la nieve, lingotes, piedras preciosas, amatistas, rubís y esmeraldas. Estábamos a
punto de celebrar nuestro hallazgo cuando uno de los mariscales se presentó corriendo colina abajo.
El ejército persa estaba entrando en Efeso, Parmenio no podía sostener la situación durante más
tiempo, teníamos que dejarlo todo y retirarnos, marcharnos de la ciudad al amanecer.
—¿Y entonces tuvieron lugar esas muertes?
—Sí, en efecto —confesó el Cíclope—. Leónidas bajó botas de vino a la bodega. Oh, estaba tan
feliz y contento, colgó antorchas en las paredes para volver la estancia tan luminosa como el día.
Pero sólo luego —continuó con amargura—, descubrí por qué. Nos sentamos en el suelo y brindamos
con el tesoro en el centro. Lo adoramos como si fuera un dios. Nos emborrachamos. Leónidas se
marchó, supuestamente en busca de más vino. Discutimos sobre cómo dividírnoslo. Nosotros seis,
sentados a la luz de las antorchas, nos convertimos en blancos perfectos para Leónidas. Los dos
primeros murieron antes de que me diera cuenta.
—¡Un hombre contra tantos! —exclamó Telamón.
—Leónidas no trajo el vino, sino un arco con flechas. Ya habéis visto la bodega, sólo tiene una
entrada. Nos tenía atrapados contra la pared, no podíamos escapar. ¡Dos flechas directas al corazón
y cayeron muertos! —añadió el Cíclope chasqueando los dedos—. Otro de los nuestros se puso en
pie pero Leónidas cogió otra flecha que también disparó al corazón. Se movió muy rápido, se
arrodilló y continuó disparando a sus objetivos, uno tras otro —el Cíclope hizo una pausa—.
Telamón se imaginó aquella bodega oscura y fría con las antorchas resplandeciendo, el cofre abierto,
las flechas cortando el aire hasta alcanzar a sus víctimas, el ruido sordo de sus impactos, los cuerpos
esparcidos…
—Una flecha me alcanzó en un ojo —continuó el Cíclope—. Caí de espaldas, rodando preso del
dolor y de aquel sobresalto. Cuando recuperé la conciencia miré a mi alrededor. Leónidas se había
ocupado de todos. Les abrió la garganta a los que estaban heridos y ahora se alejaba, arrastrando el
tesoro por el pasillo. También había empezado a beber de nuevo. El dolor en mi ojo y en la sien
derecha de mi cabeza era espantoso, me ardía toda la cara —se tocó el parche—. Sois médico,
sabéis que la flecha debería haberme matado.
—He oído hablar de casos como éste —afirmó Telamón tocándose la parte superior de su propio
ojo—. Una flecha aquí puede atravesar el ojo y clavarse con profundidad en el hueso. Si la herida se
trata adecuadamente, es posible la recuperación. En fin, ¿cómo lograsteis escapar?
—Leónidas estaba empujando el tesoro fuera de la bodega y se encontraba de espaldas a mí,
maldiciendo por lo bajo y resoplando. Me puse en pie, nunca me oyó. Sólo tenía una cosa en mente,
pasar rápidamente por su lado, y así lo hice. Entonces, empezó a maldecirme, pero ni siquiera sé
cómo, sólo los dioses lo saben, yo ya me encontraba en lo alto de los escalones, y me colé por la
trampilla. Coloqué una mesa encima y salí corriendo de allí, la cara empapada en sangre, el cuerpo
lleno de espinas. En la ciudad todo era confusión. El ejército griego se estaba retirando y yo no sabía
qué hacer. Leónidas era muy conocido, habría sido su versión contra la mía, eso si me permitía vivir
lo suficiente para contarla. Conseguí arrancarme la flecha pero todavía tenía incrustada la punta —
explicó tocándose la ceja—. Bien, como cualquier soldado, sentía devoción por Hércules.
—¿Así que fuisteis al templo?
El Cíclope asintió.
—Solicité refugio.
—¿Y el sacerdote no os entregó a los persas?
—Pensé que lo haría, pero me dijo que ante todo era griego. Le pedí ayuda a Hércules. El
sacerdote era un buen hombre —las lágrimas asomaron por el único ojo bueno del mendigo—. Me
protegió, no era médico pero sí curandero. Me sacó la punta de la flecha y me curó lo que me quedó
del ojo. Me trató y me limpió la herida con un vino muy fuerte. Permanecí tumbado durante días, con
vendas sobre mi ojo. La herida se infectó. Tuve fiebre pero el sacerdote limpió el pus, yo era un
hombre fuerte y me recuperé.
—¿Y por qué no os quedasteis en el templo?
El Cíclope negó con la cabeza.
—Era lo que el sacerdote quería, pero si me cogían, los persas me habrían sacrificado, así que
decidí abandonar aquel lugar. Me dio comida y algunas monedas. Le dije que era suficiente. Le
pregunté por qué me había ayudado —el Cíclope les guiñó su único ojo—. Me dijo que un día los
macedonios regresarían. Me marché y me convertí en un mendigo. Me mantuve alejado de la Casa de
Medusa y no le conté a nadie lo que allí había acontecido, ni siquiera al sacerdote. Tan sólo esperé.
La fortuna me sonrió y los macedonios volvieron a Efeso: sabía que si todavía estaba vivo, Leónidas
regresaría a esta casa.
Telamón arrancó una hierba del suelo y se la enrolló entre los dedos. Escuchó un grito
procedente de la casa pero no hizo caso.
—¿Sabéis lo de los asesinatos en el Templo de Hércules?
El mendigo asintió.
—Un suceso extraño.
—¿Hay entradas secretas en el templo? —le preguntó Telamón—. ¿Podría alguien haberse
colado por alguna de ellas?
El Cíclope negó con la cabeza.
—Ayudé al viejo sacerdote. Tenía otros ayudantes pero no eran muy buenos. En fin, le gustaba
tener el templo para él solo, estaba construido con piedra muy sólida. Una vez que comenzó el pillaje
—el mendigo hizo una mueca—, regresé, pero fue demasiado tarde. El cuerpo del sacerdote yacía
sobre las escaleras, le habían machacado con una porra, apenas le reconocí el rostro. Intenté
llevarme el cadáver para ofrecerle un entierro honorable pero la multitud pensó que quería robarle
así que lo dejé tal y como estaba y me escabullí —negó de nuevo con la cabeza—. Desconozco qué
es lo que allí ocurrió; pero puedo aseguraros que el viejo sacerdote ocupaba un alto puesto en los
consejos de los oligarcas. Y tenía muy clara una cosa —dijo levantando la cabeza y con una sonrisa
maliciosa que le transfiguró el rostro—. Yo estaba dispuesto a utilizar lo que había descubierto si me
rendía ante los mariscales del campamento. La reliquia no era más que una vasija de plata protegida
por un círculo de brasas. En una ocasión le pregunté al sacerdote qué contenía y él me contestó:
«nada».
—¿Qué? —exclamó Telamón.
—No lo creí, pero el sacerdote solía servirse de una escalera muy rara, construida con madera y
alambre. Colocaba un extremo al pie del círculo donde ardían las brasas y el otro extremo lo
apoyaba en el plinto —Telamón recordó las dos repisas a medio camino que sobresalían por encima
del plinto—. Solía cruzar la escalera para sacarle brillo a la vasija. Siempre lo hacía cuando el
templo estaba cerrado. Una vez yo me encontraba con él y me dijo que me acercara. Eché un vistazo
en el interior: no había nada.
—¿Entonces no contenía ningún veneno ni ninguna sustancia sagrada? ¿Ninguna reliquia del
semidiós Hércules?
—Nada más que polvo.
Telamón se alejó pensativo, pero no tardó en regresar.
—Así que durante dos años fingisteis ser un mendigo de Efeso.
—Sí, uno entre muchos.
—¿Y no sabéis nada sobre la lucha sangrienta entre demócratas y oligarcas?
—Me enteré de los asesinatos, pero de nada más. Una vez me recuperé, me mantuve alejado del
Templo de Hércules.
—¿Sabéis algo acerca del Centauro?
El Cíclope compuso una mueca.
—También me mantengo alejado de otros mendigos. Los persas habrían pagado una buena
cantidad de daricos por mi cabeza. Pero os diré una cosa —añadió el Cíclope levantando un dedo—.
En una de las pocas ocasiones que regresé al Templo de Hércules, los oligarcas se habían reunido
allí. ¿Habéis visto alguna de las pinturas de los centauros? —preguntó señalando hacia la Casa de
Medusa—, las que Leónidas no borró.
—No, ¿por qué?
—Según la leyenda, los centauros siempre estaban rodeados de avispas —el Cíclope sonrió—.
Sí, ya he oído lo que pasó en el palacio del gobernador ayer por la noche. En fin, un día me
encontraba pidiendo en una calle cerca del templo. Uno de los oligarcas llegó a toda prisa, vestido
con una túnica y encapuchado. Se detuvo en mitad de la avenida y le seguí, fingiendo pedir limosna.
Después de haberse echado la capucha hacia atrás, se sacó una cadena de alrededor del cuello y se
colgó en su lugar un cordón de cuero.
—¿Y? —preguntó Telamón.
—Le estuve observando. Cuando aquel hombre se dio media vuelta, pude ver, estoy seguro, cómo
una avispa de plata le pendía del cordón. Si contempláis las pinturas de los centauros, veréis que
esas bestias mitológicas llevaban el mismo emblema. Extraño, ¿verdad?
—¿Reconoceríais al hombre?
—No, la calle estaba medio oculta en las sombras. Agarró una buena piedra y me la lanzó, así
que salí corriendo.
—¡Médico!
Telamón salió de detrás de la caseta. Agatón estaba en los escalones de la casa con las manos en
las caderas.
—¿Queréis algo más de nosotros? —gritó.
—Oh, sí —contestó—. Tenemos algunos asuntos de los que hablar —regresó a donde se
encontraba el mendigo y se agazapó frente a él—. Y vos —continuó—, vais a ayudarme.
—¿A qué?
—Bueno, a atrapar a dos asesinos y a desenterrar el tesoro de Leónidas.
Telamón hizo una pausa y permaneció por un momento con la mirada puesta en el mendigo.
—Me pregunto por qué el sacerdote no os traicionó: era amigo de los persas.
—Oh, yo no era nadie —añadió el Cíclope con tono de burla—, tal vez le habría resultado difícil
explicarle al gobernador por qué acudí a él.
—¿Le contasteis algo de la casa?
El Cíclope negó con la cabeza.
Telamón estudió al mendigo y recordó las pinturas del centauro en el Templo de Hércules.
¿Acaso los centauros no se caracterizaban por tener un único ojo? ¿Habría considerado aquel viejo
sacerdote, llevado por la superstición más que por la compasión, a aquel macedonio herido y tuerto
como un misterioso emisario de los dioses?
Telamón se puso en pie.
—¡Es la hora! —declaró.
Capítulo VIII
«Después de someter a la mayor parte de Europa, las Amazonas que poseían varias ciudades
en Asia fundaron la de Efeso».
L
a pintura del Centauro en la esquina más alejada de la pared, junto a la ventana, estaba
descolorida, aunque los rayos tornadizos del sol le habían devuelto la vida. El Centauro se
asemejaba más a un demonio que a un animal mitológico con sus cuernos curvados, un ojo
sanguinolento y una enorme boca abierta. Sus garras eran como los talones de un águila. Agazapado y
con su repugnante cabeza vuelta hacia atrás, el Centauro parecía aullarle al cielo mientras atrapa
entre sus pezuñas el cuerpo de una joven doncella. Una nube de avispas revoloteaba sobre la cabeza
del monstruo y en el medallón que llevaba alrededor del cuello también lucía un emblema con el
mismo insecto. Una criatura espantosa.
Telamón desvió la mirada. Agatón y Salus se encontraban sentados sobre un banco justo debajo
de la ventana: yacían recostados como si no tuvieran nada de qué preocuparse. Salus era el más débil
de carácter: se limitaba a pestañear, chasqueando los labios y dando pataditas sobre el polvoriento
suelo con su sandalia. Casandra permanecía de pie detrás de Telamón, con el Cíclope al lado de la
puerta. Casandra había buscado a Harna pero no había ni rastro de ella.
—¿Qué vais a hacer, médico? —preguntó con tono de burla Agatón.
—¿Hacer un discurso, cantar o bailar para nosotros? El día está llegando a su fin y tenemos
todavía otros muchos asuntos que atender.
—¿Como vuestra ropa? —preguntó Telamón—, me refiero a la que se seca en los arbustos de
atrás.
—Entre otras cosas —replicó Agatón.
—¿Por qué la habéis lavado?
Telamón se volvió sobre el taburete. Le habría gustado haberse esperado un poco más, pero no
había señales del portero. Telamón temía que aquellos dos pájaros de la noche volaran.
—Bueno, siempre lavamos nuestra ropa.
—No, no es cierto —Telamón cogió su mochila de piel y la colocó sobre su falda—. Lavasteis
esa ropa porque intentáis encubrir un asesinato.
—¡Qué!
Salus se habría puesto en pie de un brinco, pero Agatón le retuvo en su sitio. Telamón miró hacia
donde se hallaban sus capas, amontonadas en el suelo. ¿Se estarían preparando para huir en vez de
presentarse en el campamento?
—No parecéis de los que lavan su propia ropa —prosiguió Telamón—, así que os diré lo qué
pasó en esta casa. Leónidas fue un asesino y un ladrón. Hace dos años encontró el tesoro de los
Centauros escondido en la bodega de esta casa. Quería quedárselo sólo para él. Sin embargo, los
persas regresaron repentinamente. Leónidas acabó con la vida de casi todos sus compañeros,
escondió el tesoro y huyó.
Agatón y Salus prestaban ahora toda su atención.
—Vosotros dos, soldados valientes, sois miembros de su escuadrón. Salus era familiar de una de
las víctimas de Leónidas. Desde el principio debisteis tener sospechas acerca de cuál fue realmente
el destino de vuestros camaradas. Llegasteis a la conclusión, como cualquiera que tuviera un mínimo
de inteligencia, de que algo horrible había sucedido en la Casa de Medusa. No os creísteis que sus
compañeros fueran atrapados y asesinados por los persas.
—Nos pareció sospechoso —protestó Agatón—, pero bueno, Leónidas y sus camaradas se
habían separado de los demás.
—Y nadie dudaría de Leónidas —añadió Salus—. Era conocido por su valentía como guerrero.
—Entonces, ¿por qué vinisteis aquí con él? —preguntó Casandra.
—¡No tenemos por qué contestar a vuestras preguntas, zorra pelirroja! —se burló Agatón—.
¿Qué sois? ¿Una jodida esclava? ¿Una furcia?
—Ella os ha hecho una pregunta —afirmó Telamón pasando por alto los insultos—, que yo ahora
os repito.
Agatón se encogió de hombros.
—¡Circunstancias de la vida! Leónidas nos invitó y…
—¿Y la noche en que murió? Vos, Agatón, fuisteis a la ciudad con él, ¿no es cierto?
—Sí, nos llenamos la panza de vino. Leónidas estaba borracho perdido. Le traje de vuelta.
—¿Y no le desvestisteis?
Agatón sonrió con malicia.
—Mirad —Salus intentó apaciguar las aguas—. Leónidas estaba como una cuba. Probablemente
era sonámbulo. Ya habéis visto el jardín. Se cayó en el estanque y se ahogó. Nosotros mismos le
sacamos.
—¡Oh, no! —negó Telamón sacudiendo la cabeza—. Esto es lo que realmente sucedió. Vos,
Agatón, trajisteis de vuelta a Leónidas y entrasteis por la puerta principal, le llevasteis por el lateral
de la casa, a través del jardín y lo empujasteis al estanque.
—¡Qué!
—Leónidas estaba borracho —continuó Telamón cogiendo la correa de su mochila de piel—.
Probablemente alguna poción somnífera que le echasteis contribuyó a potenciar su estado de
embriaguez. Ambos lo lanzasteis al estanque, le hundisteis la cabeza en el agua y lo ahogasteis.
—Pero Harna vio como yo regresaba con Leónidas —protestó Agatón.
—No, ella os vio trayendo a Salus, que había salido de la casa por una de las ventanas traseras
del piso de arriba para esperaros en la oscuridad. Salus se hizo con el abrigo de Leónidas, antes de
que los dos le ahogarais, luego se lo puso fingiendo ser él y finalmente con vuestra ayuda subió al
cuarto de arriba. Pasó la noche y al amanecer, vos, Agatón, bajasteis al jardín envuelto con el abrigo
de Leónidas, os dirigisteis al estanque y se lo pusisteis al cadáver. Después, os colasteis por la parte
de atrás de la casa y trepasteis hasta su dormitorio.
—¡Qué tontería! —se rió Salus—. ¡No se puede escalar una pared escarpada!
—En una casa como ésta sí es posible, gracias a los ladrillos que se han desprendido. He subido
por escaleras peores. Y al final, el portero encontró el cuerpo. Hubierais preferido que sucediera
entrada la mañana. En fin, a continuación enviasteis un mensaje a palacio y regresasteis al estanque
para aseguraros de que no habíais dejado huellas de vuestra presencia en aquel lugar —Telamón
abrió las manos—. Incluso si las hubiera habido, habríais dicho que se debía a que tuvisteis que
sacar el cuerpo de Leónidas del agua.
—Claro —asintió fríamente Agatón—, y es por eso que hemos lavado nuestra ropa, ¿no es
cierto?
—No, no lo creo —sonrió Telamón—. Cuando ahogasteis a Leónidas probablemente llevabais
alguna túnica, una capa o un abrigo encima que, por supuesto, no os pusisteis por la mañana siguiente
cuando recuperasteis el cuerpo. Tal vez, alguien podría sospechar del barro y el lodo del estanque;
os tuvisteis que enfangar toda la ropa. Pero estoy de acuerdo —afirmó Telamón dejando la mochila
de piel en el suelo—. Lavárosla ha sido un error, no era necesario. Si hubierais sido más listos,
habríais dejado que lo hiciera Harna. Pero, claro, como no confiáis en ella, os teníais que asegurar.
A veces la perfección puede llevarnos a cometer un error fatal.
—¿Es esa la única prueba que tenéis? —se burló Salus.
—Bueno, la cuestión es que tenemos a un viejo soldado, tan borracho que casi no podía tenerse
en pie, por lo que tuvisteis que ayudarle a subir las escaleras y meterlo en la cama. Debería haberse
quedado ahí hasta última hora de la mañana, pero por alguna razón desconocida Leónidas se levantó
de la cama, bajó al jardín, se cayó forzosamente en el estanque y se ahogó.
Agatón le devolvió la mirada.
—Le pregunté a Harna —añadió Telamón inclinándose hacia delante—. Me describió el modo
en que Leónidas bajó esas escaleras. Oh, sus pasos eran muy pesados y respiraba ruidosamente, pero
nunca se tropezó ni dio un traspié. Llegó al rellano, abrió la puerta y se marchó —Telamón hizo una
pausa—. Y es aquí donde la historia se pone muy interesante. Leónidas se las arregló para cruzar el
jardín que, por cierto, está muy descuidado, lleno de escaramujos, arbustos con ramas retorcidas,
hierba sin cortar, terreno desnivelado, suciedad y escombros. Sin embargo, el viejo soldado que iba
tan bebido, en medio de la noche, se las apañó para atravesar todos estos obstáculos del camino e ir
a parar de cabeza al estanque. De verdad, puedo entender que se cayera al agua, pero no hay pruebas
de que intentara salir, ni siquiera se oyeron gritos, ningún jaleo que diera la alarma.
Agatón bajó la cabeza.
—He estudiado el cuerpo —continuó Telamón—. ¡Y no he hallado ni una sola marca en él! Sólo
viejas heridas de guerra, pero nada que delate lo que debió haber sido un tropiezo tras otro mientras
avanzaba hacia el estanque. No se hizo ni un solo arañazo mientras cruzaba ese jardín lleno de
maleza.
—¿Y?
Telamón sonrió.
—Hasta el momento nadie me ha ofrecido una explicación convincente de por qué el viejo
soldado se encontraba allí; esto en primer lugar. Esperabais que la gente lamentara la muerte de
Leónidas, pero que no le diera demasiada importancia. Total, un final ebrio para una vida ebria.
Agatón se puso en pie de un bote, haciéndole señas a Salus de que le siguiera.
—¡Arrestadnos! ¡Llevadnos a juicio! ¡Responderemos ante cualquier tribunal de la ley marcial!
¡Vuestras pruebas no valen nada!
—Tal vez —reconoció Telamón poniéndose también en pie—, pero después de todo os
quedaréis sin el tesoro.
Agatón hizo caso omiso de sus palabras y se acercó a coger su capa.
—No tenemos ningún tesoro —replicó por encima del hombro.
—¡Oh claro que sí! —chilló Casandra—. ¡Está escondido ahí fuera bajo esas piedras, ante la
puerta principal!
Agatón se movió con rapidez. Cogió la capa y se la lanzó a Telamón. Él y Salus desenvainaron
las dagas que portaban en sus talabartes. Telamón retrocedió. Miró rápidamente al Cíclope, que
permanecía de pie en su sitio, inmóvil como una estatua. Agatón estaba rojo de ira.
—¡Tenéis razón! —exclamó, cortando el aire con su daga mientras Salus, dispuesto a atacar a
Casandra, se echaba a un lado rodeando a Telamón—. Matamos a Leónidas igual que él mató a
nuestros camaradas. Cuando regresó a Efeso, juramos que si conseguíamos alojarnos con él, nos
guardaríamos de revelar a nadie nuestras sospechas.
—Por supuesto —añadió Telamón—, le hicisteis chantaje. Debisteis descubrir que esos cuerpos
estaban todavía enterrados en la Casa de Medusa.
—Íbamos a compartir el tesoro cuando lo desenterráramos —continuó Agatón cambiándose la
daga de mano—, pero no confiábamos en Leónidas. Da igual, está muerto. ¡Vos y vuestra furcia
podéis hacerle compañía en el Infierno!
Se abalanzó sobre él. El médico utilizó la mochila de cuero para esquivar el golpe y logró
detener a tiempo la mortal puñalada, agarrando la muñeca de su atacante. Agatón intentó liberarse.
Telamón dejó caer la mochila, le propinó un recio empujón e intentó sujetar su otra muñeca sin
perder de vista la daga que en estos momentos le amenazaba el rostro. Se percató entonces del
alboroto y de los gritos a su alrededor. Salus había arremetido contra Casandra y ella lidiaba
también su propia batalla en un forcejeo a vida o muerte, aunque a su agresor, más inseguro, se le
había caído el cuchillo. Telamón miró desesperadamente hacia la puerta, pero el Cíclope había
desaparecido.
El médico llegó a percibir el hedor que desprendía el cuerpo de Agatón, cómo las venas estaban
a punto de reventársele en el cuello y el sudor de su pecho. Se empujaron y forcejearon como
guerreros, hacia delante y hacia atrás. La pierna de Telamón se enredó en una de las capas y, en un
fatídico intento por liberarla, tropezó cayendo de bruces al suelo. Agatón, sobre él, con los ojos
brillándole de furia, levantó la daga en dirección al cuello de su presa.
Mientras los labios de Agatón esbozaban una sonrisa, Telamón entrevió una sombra. De pronto el
rostro de su rival se tensó, empezó a toser y a agitarse espasmódicamente, perdió la mirada en sus
ojos y las primeras gotas de sangre le brotaron por la nariz y la comisura de la boca.
Telamón sintió como el cuerpo se quedaba rígido y lo apartó de su lado. Agatón cayó rodando,
con la mano hacia arriba intentando agarrar la daga que Harna le acababa de clavar profundamente
justo debajo del cuello.
La doncella dio un paso atrás, cruzó los brazos y se quedó impasible. Lanzó una rápida mirada a
Telamón, pero parecía más interesada en la agonía de la muerte de su antiguo amo. El médico se dio
la vuelta. Casandra y Salus estaban enredados como dos amantes. El soldado oprimía sus vigorosas
manos alrededor del cuello de ella y ésta intentaba pasar las suyas entre las muñecas de él para
liberarse. Lo consiguió y de un golpe seco apartó a Salus. Éste, desconcertado, buscó a su
compañero con la mirada y al verlo tendido en el suelo, corrió en dirección a la ventana del fondo.
La puerta se abrió. Una flecha silbando por el aire alcanzó de pleno la espalda de Salus; con los
brazos en alto, el soldado se estrelló contra la pared, pero luego, como una pelota, rebotó y se
desplomó. El Cíclope estaba de pie en la puerta, con un arco de cuerno en una mano y con una aljaba
de flechas a sus pies.
—¡Gracias! —balbuceó Telamón. A tropezones se dirigió hacia Casandra que permanecía en el
suelo aturdida—. ¿Estáis bien?
La piel de su rostro, pálida como la nieve, contrastaba con unos ojos enrojecidos y llenos de
lágrimas. Casandra se llevó las manos a la garganta, intentando respirar.
—¡Gracias a los dioses! —suspiró.
Telamón escuchó un ruido y alzó la vista. El Cíclope había lanzado otra flecha y, antes de que el
médico pudiera darse cuenta, se había clavado en el cuello de Harna. La joven avanzó a trompicones,
con los músculos de la cara paralizados en una expresión de sorpresa; después cayó de rodillas
sobre el cuerpo de Agatón, que yacía retorcido sobre un charco de sangre cada vez mayor. El
Cíclope se inclinó para coger otra flecha.
Telamón empujó a su ayudante a un lado y corrió hacia él. El mendigo tuerto ya había sacado la
flecha de la aljaba y la mantenía en alto, un astil largo y oscuro adornado con plumas de buitre. La
inesperada avalancha de Telamón entorpeció la maniobra de su agresor y le permitió ganar algo de
tiempo. Mientras el Cíclope levantaba el arco, colocaba la flecha y tensaba la cuerda, Telamón se le
echó encima, golpeándolo en el hombro y haciendo que el arco y la flecha se le escaparan de las
manos.
El mendigo retrocedió. Extrajo de alguno de los pliegues de su túnica una daga, afilada y a
primera vista muy peligrosa, con un hueso feísimo como mango. Como cualquier bravucón callejero,
el Cíclope se agachó, se cambió la daga de mano y clavó su único ojo sano en Telamón.
—No seáis loco —susurró Telamón—. Habéis hecho un buen trabajo.
—Es mi tesoro —replicó el Cíclope—. Me hirieron, he vagado como un mendigo durante años
por las calles de Efeso. ¿Y ahora qué? ¿Que me arresten como a un desertor?
—Puedo interferir por vos —se ofreció Telamón, retrocediendo un poco, con la mirada atenta a
todo cuanto allí sucedía.
—¿De verdad lo haríais? —preguntó el Cíclope suplicante. Bajó la daga pero a continuación, de
repente, se abalanzó sobre el médico. Éste se enfrentó a él. El Cíclope no era hombre de cuchillos,
intentó golpearle de lleno en el pecho pero el médico le agarró por la muñeca y le propinó un
puñetazo con la otra mano sobre el ojo del parche. Enzarzados en aquella lucha, atrapado uno en los
brazos del otro, Telamón y el mendigo iban de un lado para otro como dos amantes borrachos.
—¡Casandra! —gritó Telamón, pero su ayudante yacía tumbada en el suelo con los cabellos
pelirrojos cubriéndole el rostro. Telamón colocó la mano debajo la barbilla de su atacante. El
mendigo intentaba liberarse mientras levantaba el cuchillo.
Se escuchó un ruido afuera seguido de unos gritos y entonces la puerta se abrió de par en par. El
Cíclope se volvió. Unas fornidas manos le agarraron por el pelo y lo apartaron. Telamón cayó de
rodillas, vio a los soldados vestidos con armadura, sus espadas y escudos, y oyó el sonido metálico
de sus pasos. Enfrente de él se erguía un oficial con un penacho de plumas lilas en el casco.
—¡Vamos, señor! —le dijo amablemente una voz—. Vos sois médico no deberíais estar en el
suelo.
Le ayudaron a incorporarse. El médico dirigió la mirada al Cíclope y se quedó horrorizado. El
mendigo estaba arrodillado en el suelo, con las manos atadas hacia atrás. Había un soldado a sus
espaldas y, aunque Telamón gritó, la espada atravesó su cuello, cortándole la cabeza de un solo tajo.
La sangre empezó a salir a borbotones del tronco decapitado mientras rodaba por el suelo hasta ir a
parar a una esquina. Un soldado maldijo el desastre que allí se había organizado, mientras el verdugo
tumbaba de una patada el cadáver que todavía se encontraba erguido.
Telamón se giró y se llevó las manos a la boca, intentando no vomitar. Calístenes le cogió
amablemente por el hombro, lo sentó en un taburete y se agachó a su lado, con el casco en una mano y
un paño húmedo en la otra que utilizó para enjugar el sudor de la cara de Telamón.
—¿Estáis bien, señor?
Telamón miró hacia atrás sin comprender nada.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Calístenes mirando alrededor de la sala—. ¿Cuántos
cadáveres tenemos? —añadió chasqueando la lengua como lo haría una madre con sus hijos
traviesos.
—¿Está bien la chica? —preguntó Telamón.
Echó una ojeada y vio a Casandra sentada en un taburete, con la espalda apoyada en uno de los
pilares.
—¡Cuidad de ella, muchachos! —les gritó Calístenes—. ¡Traedle una bota de vino, pero cuidado
con donde ponéis las manos; dejadle las tetas y el culo quietos! ¡Es la ayudante del buen médico!
Telamón señaló hacia el cuerpo decapitado, con la sangre derramándose por todo el suelo
polvoriento, como el agua de un arroyo intentando encontrar su curso.
—¿Por qué lo habéis hecho? —increpó desalentado.
—Órdenes, señor —replicó con sequedad Calístenes—. La Ley Marcial todavía tiene vigencia.
Un griego que ataque a un persa se merece la muerte inmediata, y viceversa, un persa que ataque a un
griego, también. Y cualquiera que levante un cuchillo contra las autoridades legítimas…
—Muerte inmediata —afirmó Telamón terminando la frase por él.
—Eso es, señor, habéis captado la idea —continuó Calístenes poniéndose en pie—. Nos
encontrábamos con nuestros cuatro notables.
Meleager, Agis, Peleo y Dión permanecían petrificados en la puerta, mirando a su alrededor con
aire de descrédito. Calístenes tendió una mano al médico, éste la aceptó y el capitán le puso en pie.
—Esto es peor que una carnicería, señor, salgamos de aquí.
El capitán guió a Telamón hacia la puerta lateral. El médico se excusó un momento y se acercó a
Casandra. Parecía encontrarse mejor, el color había vuelto a sus mejillas y mantenía la mirada firme
a pesar de que temblaba mientras agarraba la copa de vino entre las manos. Dos guardias de
Calístenes se habían arrodillado a ambos flancos de la joven como si la estuvieran adorando en un
templo: uno de ellos alargó la mano para tocarle sus pelirrojos cabellos.
—¡Yo no lo haría, soldado! —le advirtió Telamón—. Los dedos son su manjar más exquisito.
Limitaos a cuidar de ella y estará bien.
Dio a Casandra unas palmaditas en el hombro y siguió a Calístenes en dirección al jardín. El
capitán se había hecho con algo de vino.
—Es un regalo de parte del portero —dijo colocando una copa en la mano de Telamón—. Ahora,
señor, ¿podéis decirme qué pasó? Estoy seguro de que tenéis una buena explicación.
Telamón le contó lo ocurrido. Calístenes se agachó y sentó en el suelo con las piernas cruzadas
como un escolar delante de su profesor. Cuando Telamón hubo terminado, Calístenes sacudió la
cabeza, silbando por lo bajo.
—Pensé que el Cíclope era uno de los nuestros —se quejó Telamón—, pero no podéis culpar al
pobre bastardo, su avaricia le venció.
Calístenes se encontraba contemplando la casa.
—Sacaremos los cadáveres. Las órdenes del rey fueron bastante explícitas: se expondrán en el
mercado, les colgarán de las horcas como advertencia al resto.
—A la chica, no —interrumpió Telamón—, ella era inocente —abrió su bolsa de monedas y le
lanzó una al capitán, que atrapó hábilmente—, ¡que tenga un entierro decente!
Calístenes estuvo de acuerdo, se puso en pie y se sacudió la suciedad de manos y piernas.
—¡Prenderé fuego a este lugar empapado de sangre, pero antes…!
***
Al cabo del rato, Telamón y Casandra junto a los cuatro dignatarios efesios y el portero, subido a un
taburete mirando por encima de las cabezas, observaban cómo los hombres de Calístenes se
disponían a levantar las piedras pavimentadas enfrente de la casa. Bajo las dos primeras no
encontraron nada, sólo grava y suciedad, pero al alzar la tercera y la cuarta, descubrieron claras
evidencias de que aquel suelo había sido cavado recientemente. Mientras extraían dos enormes sacos
llenos de barro, se oyó un tintineo. Sin más dilación, cortaron las cuerdas y finalmente vaciaron el
contenido en el suelo.
Los efesios soltaron exclamaciones de sorpresa. El sol se reflejó en el oro y la plata, en las joyas
preciosas, en los brazaletes y en los collares: todo un tesoro, amontonado ahora ante sus pies, rielaba
a la luz del día.
Calístenes presintió el peligro y ordenó inmediatamente que volvieran a llenar los sacos.
—¡Apartad vuestros ojos de él, muchachos! —señaló en dirección a los cuerpos ordenados en
fila ante la puerta principal—. ¡Es un tesoro maldito!
Los hombres contemplaron los cadáveres y movieron los pies inquietos. Harna ofrecía una
imagen grotesca con la flecha todavía clavada en el cuerpo. Los cadáveres de Agatón y de Salus
estaban empapados de sangre. Y en cuanto a los restos del mendigo, lo habían sacado a rastras por
los talones, dejando un río de sangre a su paso. Como si de una broma macabra se tratara, alguien le
había acomodado la cabeza decapitada sobre el pecho.
—¡Llevaos el tesoro a palacio! —ordenó Telamón—. ¡Pero el botín es para los vencedores! —
Cogió una bolsa de monedas y la pesó en las manos—. Ésta es para el portero —dijo lanzándosela a
Calístenes.
—¡Estábamos buscándoos!
El médico se volvió. Agis y sus compañeros se acercaban.
—Nos hallábamos en el templo cuando llegó el mensaje —explicó Agis, con el rostro pálido y
empapado de sudor por las terribles escenas que había presenciado—. ¿Expondrá el rey los cuerpos
ante el pueblo? —preguntó con voz apagada.
—Antes del anochecer —anunció Telamón contemplando el cielo—, se instalará una horca en la
plaza principal. Los cuerpos se exhibirán públicamente para que sirva de advertencia. Y ahora
decidme, ¿por qué me buscabais?
—El Templo de Hércules tiene que ser purificado —intervino Dión—. Hay que apagar las brasas
y reemplazar la vasija de plata. El Rey quiere que lo inspeccionéis de nuevo.
—Alejandro es capaz de leerle la mente a uno —sonrió Telamón.
—No puedo quedarme por más tiempo —añadió Peleo con altivez—. Tengo otros asuntos que
atender.
Y se marchó con paso jactancioso. Un hombre joven agachado cerca de la puerta se puso en pie
para saludarlo. Peleo le rodeó los hombros con el brazo y los dos se alejaron con andares
remilgados.
—Cómo le gustan a Peleo los jovencitos —suspiró Agis—, ¡vamos!
Salieron del jardín, descendieron por la calle y se dirigieron hacia la vía principal, llamada la
Avenida de la Diosa, que se perdía ciudad abajo. La ancha vía pavimentada estaba bordeada por
sicómoros y palmeras, y de vez en cuando se alzaba una estatua blanca y altísima de la diosa
Artemisa en diferentes poses. Delante de cada estatua los ciudadanos depositaban como ofrenda
cestas de flores y de fruta, que ahora habían caído en manos de los mendigos. Agis intentó sonsacarle
información al médico sobre lo que había sucedido en la Casa de Medusa, pero éste no se encontraba
en condiciones de contestar a ninguna de sus preguntas. Débil y con el estómago revuelto, estaba más
preocupado por Casandra, que seguía pálida y sin soltar palabra.
Mientras caminaban, Telamón advirtió la presencia de los macedonios: los soldados paseaban
por las calles o descansaban en los pequeños parques. Un escuadrón de caballería se les cruzó al
trote, los cascos con penachos resplandeciendo bajo el sol del mediodía. Los compañeros de
Telamón atrajeron miradas de sorpresa: el espectáculo de aquellos enemigos inveterados caminando
juntos y además acompañados de un macedonio, era todo un acontecimiento.
La ciudad parecía estar en calma. Los comerciantes y los campesinos habían regresado. Los
carros y las carretillas de mano llenaban la avenida. Gentes de diversas nacionalidades andaban
atareadas en sus negocios. Nubios, con sus capas de llamativos colores, se cruzaban con escitas
ataviados con pieles de animales salvajes. Egipcios y libios, canaanitas, griegos y fenicios, incluso
un grupo de comerciantes de Cartago. Todos se paseaban con ropas de lo más variopintas luciendo
sus joyas resplandecientes e impregnando el aire de extraños perfumes y olores.
Salieron de la avenida y se adentraron en el centro de Efeso propiamente dicho, en dirección a
una de las enormes casas de los guardas de la ciudad ahora bajo las órdenes de arqueros y escuderos
macedonios. El bullicio golpeó a Telamón como una ola de calor. Se sintió mareado, con náuseas.
Las casas estaban apiñadas las unas a las otras, cortadas por estrechos callejones o anchas avenidas
de basalto negro. Los mendigos gimoteaban pidiendo limosna. Un grupo de bailarines libios se
retorcía y daba vueltas al son de una música extraña mientras un niño pequeño pedía una moneda a
los espectadores. Tragafuegos y saltimbanquis, curanderos, acróbatas y cuentistas, todos intentaban
captar clientes. Los estafadores, los hombres Escorpión y los brujos vendían piedras preciosas del
Monte de Sinaí o amuletos de la suerte de allende la Tercera Catarata del Nilo. Bordearon pequeños
templos dedicados a unos dioses con nombres muy raros, alrededor de los cuales se habían agolpado
diferentes procesiones: hombres y mujeres con trajes color azafrán, las mejillas de un rojo muy
intenso, tocando panderetas y sistros, bailando como sonámbulos en trance, con los ojos entornados y
las bocas entreabiertas. Telamón intentó hacer algunas preguntas, pero el estruendo era
ensordecedor. Tuvieron que echarse a un lado ya que otra procesión salía del mercado, en el medio
iba una joven sentada en un palanquín porteado por cuatro nubios sudorosos. Iba envuelta en un velo
casi transparente de gasa blanca y en la cabeza llevaba puesta una máscara de toro, con los cuernos
apuntando al cielo. Otras chicas más jóvenes corrían delante de ella con cuencos de incienso
humeante mientras otras esparcían pétalos de rosas. El hedor a carne en descomposición que
desprendía el palanquín era tan fuerte que Telamón se detuvo y se llevó una mano a la boca.
—Amo, necesitamos encontrar una sombra —susurró Casandra—. Estoy cansada.
—Venid por aquí.
Agis agarró a Telamón por el brazo y los condujo hacia arriba por una calle lateral. Se toparon
con un cuentista que relataba a voz en cuello cómo había viajado más allá de la frontera occidental
del mundo. En sus numerosas aventuras había sido perseguido por hombres que podían adoptar la
forma de hienas, grifos con cabezas humanas y panteras negras con alas. Proclamaba también a los
cuatro vientos que había visto templos de oro y plata. El tipo intentó echarle la zarpa a Casandra
pero Telamón lo apartó de un golpe.
Agis giró de repente hacia la derecha y les llevó a comer a una posada. Telamón, aliviado al
sentirse lejos de aquel alboroto, miró alrededor del patio. Era una plaza amplia, con paseos
cubiertos de pórticos a ambos lados y un estanque resplandeciente en el centro. En la parte más
alejada se alzaban árboles de diversas especies: sicómoros, acacias, terebintos, dátiles y palmeras,
que proporcionaban sombra y cobijo a los clientes cansados.
—Conozco un sitio incluso más tranquilo.
Agis les condujo a la cocina, una sala invadida por toda clase de olores, donde los gansos, pollos
y patos recién sacrificados colgaban de unos ganchos, bajo los cuales se habían dispuesto platos para
recoger su sangre. Justo a la salida de la cocina se desplegaba una zanja cubierta de enredaderas y,
tocando a ésta, toda una fila de hornos de loza alimentados con abundante leña y carbón. Sobre sus
parrillas se asaban tan ricamente trozos de codorniz, antílope, ternera, pato, perdiz y pollo. Dos niñas
pequeñas, completamente desnudas, corrían arriba y abajo, con un cubo en una mano y en la otra un
cucharón para untar la carne en gran variedad de salsas de hierbas. Nubes de humo trajeron consigo
exquisitos olores. Entonces Telamón se dio cuenta de lo hambriento que estaba.
Aquella parte de la posada se solía reservar para invitados especiales. Detrás de la zona para
comer se hallaba un pequeño jardín, regado por un canal para mantener la hierba, las flores y los
arbustos frescos y fragantes.
El dueño reconoció enseguida a Agis y les condujo a un lugar sombrío bajo unas palmeras,
amueblado sobriamente con unas mesas de caballete, unos bancos y unos taburetes. Les sirvieron
agua y vino. Telamón le dijo a Agis lo que le apetecería comer y se volvió hacia Casandra.
—¿Estáis bien? —le susurró.
—Me siento un poco desfallecida —pestañeó y se llevó los dedos a la comisura de la boca—,
¡cuánta sangre! ¡La muerte nos asaltó por sorpresa! —añadió con un chasquido de dedos—. ¿Por qué
el Cíclope se volvió contra nosotros?
—Fue decisión de un momento —replicó Telamón—, de un deseo inminente —tendió la mano y
tomó la copa de vino de Casandra, la cató y luego se la devolvió con un gesto admirativo—, Chian
del mejor —le dijo—. Limpia la boca, llena de alegría el corazón y tranquiliza el estómago: no os
producirá resaca.
Casandra pegó un sorbo mientras Telamón cogía su propia copa y paseaba la mirada a su
alrededor. Se sintió algo cohibido ante la mirada fría y dura de aquellos dignatarios efesios.
—¿Os resulta difícil estar juntos? —les preguntó.
Meleager arqueó las cejas.
—Quiero decir, hace unos días os queríais matar unos a otros.
—Como se ha demostrado en la Casa de Medusa —replicó Meleager—, es una condición
humana muy común en Efeso.
—¿Qué pasó allí? —preguntó Agis—. Después de todo, Meleager y yo somos ahora los
principales magistrados de la ciudad.
Telamón suspiró, tomó un sorbo de vino y les relató brevemente lo que había sucedido. Agis y
Meleager le dejaron terminar de hablar. Telamón sólo les contó lo que quiso, no más.
—Es una antigua historia —afirmó Meleager—. Los Centauros eran una secta religiosa que
adoraba a una diosa espantosa, la Destructora —sacudió la cabeza maravillado—. Nunca pensé que
la Casa de Medusa fuera tan importante.
—Pero Leónidas sí —replicó Casandra.
—Es porque andaba detrás del tesoro —comentó Agis.
Se callaron mientras servían la comida: besugo con queso y aceite, presentado en fuentes de
madera, trozos de queso con ajo y pedazos de liebre asada sobre hojas frescas y cubiertas con
pimienta negra y aceite de oliva. Mientras comían entablaron sin ganas una conversación. Casandra
se sintió más animada y a mitad de la comida se levantó un momento para, en sus propias palabras,
«ponerse un poco más presentable». El estómago de Telamón por fin se tranquilizó y sintió cómo
ganaba fuerzas. También se percató de la tensión que existía entre Meleager y Agis, con Dión
avivando las llamas. Permanecieron prácticamente en silencio aunque de vez en cuando soltaron
algún comentario, alguna respuesta que hacía referencia al pasado y que sólo ellos podían entender.
—Arela —empezó Telamón apartando sus restos de comida y cogiendo la copa de vino—, era
una mujer joven con mucha influencia, ¿verdad?
—Era muy buena en la cama —declaró Dión— y se rodeaba de un halo de misterio que
aumentaba todavía más sus encantos.
—¿Confiaba en alguien?
—Tal vez en su doncella.
—Había una persona —intervino Dión—, la mujer que le enseñó todo lo que sabe, cierta
cortesana retirada que se hace llamar Basilea, Reina de los Moabitas. Todavía conserva una casa
cerca del Barrio del Perfume. Por lo que sé, Arela la visitaba a menudo.
—Quiero hablar con ella —dijo el médico.
—Ella no recibe a extraños.
—No recibirá a un extraño —replicó Telamón—, sino al enviado personal del rey. Vayamos al
Templo de Hércules —anunció, y señalando a los mozos alrededor de los hornos, añadió—: pagadle
a uno de ellos una moneda para que lleve este mensaje a la Reina de los Moabitas: «El representante
del rey de Macedonia desea encontrarse con Basilea en el Templo de Hércules. Si no se presenta,
será arrestada».
Agis quiso objetar.
—Sois el magistrado más importante de la ciudad —le recordó el médico—. Se han cometido
varios asesinatos, incluso el propio rey fue amenazado. Arela es un eslabón más de la cadena.
—Queréis decir era —le corrigió Agis—. Ahora no es más que un pez muerto flotando en su
piscina.
El líder de los demócratas, tras hacer esta puntualizaron, miró a éste como si estuviera a punto de
emitir una orden. Meleager le devolvió una mirada fría y siguió recogiendo algunas migajas de su
plato. Agis suspiró y se levantó de su asiento. Se fue a hablar con el propietario y a continuación dos
de los mozos se calzaban las sandalias y partían. Agis se acercó a paso lento cruzando el jardín.
—La Reina de los Moabitas —afirmó tomando asiento— no podrá resolver el misterio del
Centauro o de los asesinatos en el templo.
—Cuando era un muchacho —replicó Telamón—, Aristóteles me puso a prueba. Me desafío a
coger los dos extremos de una cuerda con ambas manos y sin soltarlos debía hacer un nudo en el
medio.
—¿Y lograsteis hacerlo?
Telamón asintió.
—¿Cómo? —preguntó Meleager.
—Eso lo deberéis descubrir vos mismo —le retó Telamón—. ¡Yo lo hice! Lo mismo ocurre con
este asunto tan misterioso. Hay un modo de resolverlo. Todos los asesinos cometen un error y estoy
seguro de que el Centauro también lo ha cometido. Me gustaría que me aclaraseis una serie de
preguntas, y preferiría hacerlo aquí, sin testigos. ¿Alguno de vosotros se acercó al templo mientras
Demades y sus compañeros se encontraban allí refugiados?
Su pregunta fue acogida con una negativa rotunda.
—¿Y Arela?
—Yo la visitaba —confesó Dión, el abogado de los demócratas—. No mentiré, aunque preferiría
que mi mujer no se enterara.
—¿Y Arela os contó algo?
—Tenía una regla de oro: nunca hablaba de religión o de política.
—¿Era Hesíodo uno de sus clientes?
—No —replicó con sequedad el abogado—. Hesíodo era como Peleo —dijo dándole unos
golpecitos a su copa de vino—, tenía sus propios gustos.
—¿Y el sacerdote del templo? —les preguntó sin desvelarles lo que había descubierto por boca
del Cíclope.
—El sacerdote fue asesinado por la multitud —remarcó Agis—. Es imposible seguir la pista de
su asesino.
—En ese caso, caballeros —anunció Telamón poniéndose en pie—, el Templo de Hércules nos
espera.
Para cuando llegaron a la pequeña plaza que estaba frente al templo, Calístenes y sus guardias ya
habían regresado. Las grandes puertas de madera de cedro libanesa se abrieron y también las de
detrás de la caseta del portero. Una vez más, Telamón se adentró en la oscuridad, en aquel santuario
saturado de humedad. Se quedó durante un rato contemplando la gigantesca estatua de Hércules y los
lúgubres pasillos debajo de los pilares. El suelo del templo seguía manchado de sangre. El médico
advirtió que el fuego se estaba extinguiendo entre las cenizas blanquecinas.
—¡Calístenes! —le llamó.
El capitán de la guardia entró diligente.
—El tesoro de la Casa de Medusa ya se ha transportado a Palacio —les informó Calístenes
escuetamente—. El propio Aristandro lo ha recibido. Parecía bastante enojado por no haberlo
descubierto él mismo.
Ya, pensó Telamón, y seguro que para apaciguar su rabia se quedará con algún capricho.
—Le he entregado al portero las monedas —continuó Calístenes—. El rey ha ordenado que se
derribe la Casa de Medusa hasta sus cimientos en cuanto anochezca y que el terreno se cubra con sal.
Telamón señaló hacia el foso.
—Quiero que recojan esas cenizas, que las envuelvan en cuero y las lleven a palacio.
—¿Por qué? —preguntó Agis.
—Las quiero examinar cuidadosamente. Yo mismo lo haré. De momento —dijo haciéndole señas
a Casandra—, vamos a dar otra vuelta por este templo.
Mientras los efesios permanecían junto a la puerta hablando entre si, Telamón y Casandra
caminaron alrededor de las brasas.
—Estoy cansada de lugares como éste —se quejó la joven pelirroja—. Primero, la Casa de
Medusa, ahora este templo frío y sombrío que huele a matadero.
Telamón se detuvo y le tiró de la barbilla.
—¿Estáis bien?
Sus ojos resplandecían en un rostro que ya había recuperado la serenidad.
—¿Queréis examinarme, médico? —le preguntó con malicia—. Oh, por cierto, ¿cómo
resolvisteis la prueba de la cuerda que os puso Aristóteles?
—Ah —sonrió Telamón—. Crucé los brazos y cogí cada uno de los extremos. Cuando desplegué
los brazos se formó un nudo. Pero no se lo digáis a nadie.
—¿Cuánto tiempo os llevó? —quiso saber.
—La modestia me prohíbe daros una respuesta —y recobrando la gravedad en su voz, añadió—:
esto va a resultar más difícil. Mirad a vuestro alrededor, Casandra —señaló hacia una mancha
oscura y aceitosa—. Aquí encontré el cuerpo totalmente carbonizado. Sólo los dioses saben cómo
murió. Y en torno a este lugar —continuó apuntando con su índice hacia los pilares—, Demades y el
resto, junto con el guardia macedonio, fueron aporreados. Dos golpes: uno en la sien y otro en la
frente.
Casandra se estremeció y se frotó los brazos.
—La única excepción fue Sócrates, el criado de Denudes. Se le encontró cerca de la puerta
detrás de la estatua, en la parte trasera del templo. Tenía el rostro y los brazos llenos de arañazos
como si le hubiera atacado un gato enorme.
—¿O un centauro con sus pezuñas?
—Sí, o un centauro con sus pezuñas —admitió Telamón—. Quedaron restos de vino y comida
pero éstos estaban intactos. No se encontraron armas —continuó—. Nada sospechoso. Según tengo
entendido Demades parecía muy nervioso, algo se temía y se mostraba receloso. Su criado
permaneció durante mucho tiempo cerca de las puertas del templo, mirando al exterior como si
esperara ver a alguien. Tal vez siguiera órdenes de su amo, aunque por lo poco que sé, el propio
Sócrates estaba también algo inquieto —Telamón sin moverse de donde estaba, levantó la vista hacia
el enorme rostro de piedra de Hércules—. Las ventanas son demasiado altas y estrechas para que
llegara a colarse un intruso.
—¿Y esta puerta trasera? —preguntó Casandra señalando detrás de la estatua.
—Tenía los cerrojos echados y el sello real: no se había abierto desde hacía tiempo, aunque
habían engrasado los cerrojos recientemente. Las puertas principales también estaban cerradas con
llave. La tiene Aristandro. Y sin embargo, todos estos hombres murieron en silencio. Nadie dio la
voz de alarma ni tampoco se escucharon gritos.
—¿Dónde se encontró el cuerpo de Sócrates?
Telamón la condujo alrededor de la estatua y señaló el suelo pavimentado cerca de la puerta
trasera.
—Justo aquí.
El médico retrocedió y se quedó observando la vasija de plata, de nuevo sobre el plinto.
Telamón pensó que debería de tener unos cien años de antigüedad y que los sucesivos sacerdotes la
habrían ido barnizando.
—Y eso —murmuró por lo bajo—, me recuerda algo.
Salió al pórtico y llamó a Calístenes.
—¿Y la casa del sacerdote?
—Está completamente entablada, fue saqueada —contestó el capitán—. Venid, os la enseñaré.
Les condujo escaleras abajo en dirección a un estrecho callejón. La vivienda del sacerdote se
encontraba ubicada al fondo, protegida por una pared alta de ladrillos. La puerta delantera colgaba
medio torcida. En el interior, el patio de guijarros estaba sembrado de trozos de madera y cerámica
rota. También habían destrozado las fuentes, de donde el agua seguía brotando pero obturada por la
suciedad. En la fachada de la casa, en el pasado un lugar agradable, se podían apreciar las manchas
negruzcas dejadas por el fuego. Las plantas que crecían por los muros habían sido arrancadas o
quemadas. Se había reparado la puerta principal de la casa pero estaba tapiada con tablas de madera
apuntaladas al través. Calístenes desenvainó la espada y con ella hizo palanca hasta que las tablas
cedieron. Telamón y Casandra entraron. De nuevo se encontraron ante una escena de destrucción: el
suelo de baldosas, levantado y las paredes, chamuscadas.
—Arramblaron con todo —afirmó Calístenes—. Los saqueadores cogieron cuanto quisieron.
Telamón entró en la cocina. Los botes y las jarras que no robaron se habían hecho pedazos, el
pequeño horno desplazable había quedado patas arriba. Y en la habitación principal la situación era
muy parecida. Telamón se fijó en un dibujo en la pared del fondo y se acercó: aunque estaba
estropeado por el fuego, todavía se conservaban los dibujos.
—Es un mapa del interior del templo —remarcó—. Mirad, estos son los pilares, este el plinto de
piedra, el círculo de brasas y la vasija de plata.
—¿Y qué es esto? —preguntó Casandra señalando hacia una escena que representaba los aleros
bajo las sombras del templo. Telamón la estudió de cerca y finalmente pudo distinguir la forma
oscura entre dos pilares de una criatura mitad hombre mitad caballo.
—¡Un centauro! —exclamó—. Me pregunto qué significa, qué representará.
Estaba a punto de proseguir cuando el quejido de un cuerno de concha rompió el silencio.
Capítulo IX
«Apeles realizó un retrato ecuestre de Alejandro, pero el rey no quedó satisfecho con cómo
pintó al caballo».
L
a escena que presenció al salir de la casa le cortó la respiración. Telamón ya no sabía si
quedarse pasmado o estallar en una carcajada.
Una mujer subía calle arriba con andares de pato, toda ella un montón de carne
enjabonada y perfumada. A Telamón le recordó a un sapo hinchado. El perfume que desprendía su
vestido de volantes, y el tintineo de sus joyas alrededor del cuello, muñecas y tobillos, la
proclamaban como Basilea, Reina de los Moabitas. El vestido era de un maravilloso lino de multitud
de colores. Un chal azul oscuro almidonado le cubría los hombros y una brillante gargantilla
cornalina, su rollizo cuello. Sobre el pecho le rebotaban numerosas barbillas y sus ojos estaban
prácticamente ocultos bajo los pliegues de grasa. Apretaba la boca como si se hubiera llenado los
rechonchos carrillos de vinagre y estuviera a punto de escupir. Caminaba torpemente sobre zapatos
de tacón alto, con un matamoscas en una mano y un pequeño parasol en la otra. Su escolta era igual
de extravagante: bañados en pintura plateada de pies a cabeza (que por cierto llevaban afeitada),
incluso los taparrabos y las sandalias; sólo llevaban sin pintar los ojos y los labios. Dos hombres
iban armados con porras y espadas, otros sostenían plumas de avestruz de color rosa con las que
abanicaban a su señora, esparciendo en todas direcciones ráfagas de aire perfumado. Un enano
caminaba al frente haciendo sonar una campanita. Vestía una armadura que imitaba a la de un hoplita
griego, a pesar de que su coselete y su falda eran rosas, así como la cresta de crines del casco que
llevaba bajo el brazo.
—¡Abrid paso a Basilea, Reina de los Moabitas! —gritaba.
Calístenes intentó contenerse, pero no pudo y entró de nuevo en la casa desternillándose de risa.
Casandra fingió haberse olvidado algo y también se metió dentro. Telamón se mordió la comisura de
los labios. Aquella extraña procesión se detuvo frente a él. El enano le pinchó en la rodilla.
—¿Sois vos el que envió a buscar a mi señora?
Telamón se agachó y lo aupó: el enano perdió el casco y empezó a dar chillidos y propinar
pataditas.
—Sí, soy yo —contestó Telamón depositándolo de nuevo en el suelo y haciendo una reverencia a
Basilea: sus ojos perspicaces, como dos botones negros, se entrecerraron al sonreír; sus labios, ya no
tan apretados, se abrieron y dejaron entrever dientes con empastes de oro.
—Soy Basilea —anunció con un tono de voz suave—. Vos debéis de ser Telamón, enviado de
Alejandro de Macedonia. Yo no estoy acostumbrada a…
—Señora, ya sé a lo que no estáis acostumbrada —le interrumpió el médico quedándose a un
lado y señalando hacia la casa—, pero necesito hablar con vos sobre una conocida que tenemos en
común.
Los cuatro guardaespaldas clavaron su mirada en él, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia
delante, como si estuvieran dispuestos a saltar en defensa de su señora. Basilea se volvió y empezó a
hablar en una lengua que Telamón no pudo entender. Uno de los guardaespaldas se marchó corriendo
colina abajo y regresó con una enorme silla acolchada. Miró con el ceño fruncido a aquel
representante macedonio mientras pasaba por su lado y luego se dirigió hacia la casa. Entonces
Basilea también se dispuso a entrar con toda la dignidad de una princesa.
El sirviente colocó la silla en la sala principal. Calístenes ya había conseguido recuperar la
compostura y permanecía de pie cerca de Casandra. Basilea se limitó a dedicarles una mirada de
desprecio. Telamón encontró un taburete bastante destartalado, lo acercó y se sentó frente a ella.
—Me alegro mucho de que hayáis venido, señora —empezó—. Según tengo entendido, sois una
mujer muy importante y por consiguiente tendréis innumerables asuntos que atender, supongo.
—Estoy acostumbrada a los halagos, médico. Acabo de pasar mi cincuentavo verano.
Basilea sacudió la cabeza provocando el tintineo de sus joyas y el balanceo de sus pendientes de
amatistas en sus lóbulos rollizos. Cada vez que se movía, Telamón podía oler su fragancia, una
mezcla de casia, mirra e incienso combinados con el dulce aroma de los pétalos de rosas y azucenas
machacados.
—En mi época, macedonio —prosiguió, haciendo señas a su enano enojado y a su
guardaespaldas para que se mantuvieran alejados (mientras movía aquellos rechonchos dedos
Telamón se preguntó si alguna vez se quitaría los anillos)—, en mi época, esta mano fue besada por
príncipes y generales. Los hombres solían matarse entre sí cuando yo les retiraba mis favores.
—La auténtica belleza siempre perdura —añadió Telamón con discreción.
Basilea alargó la mano y le tocó la mejilla.
—Parecéis triste, macedonio, pero, claro, en un lugar como éste quién no lo parecería. Lo
saquearon en los recientes altercados ¿verdad? Ésta debió de ser la casa del sacerdote. ¡Ah, sí! —
exclamó levantando un dedo—. He oído que fue asesinado. Me encontré con él en una ocasión.
—¿Y erais intocable? —Telamón comenzó con su interrogatorio.
—Tengo una escolta de dieciséis mercenarios —ceceó Basilea—. Degolladores escitas. Ningún
saqueador se atrevería a acercarse a las puertas de mi casa.
—¿Y a Arela? —preguntó Telamón—. ¿La conocíais?
Basilea se columpió sobre sus anchas posaderas y ladeó ligeramente la cabeza.
—No sé qué deciros —contestó con voz temblorosa.
—Sí lo sabéis, señora. Deseo ser vuestro amigo, trataros con la mayor dignidad y quiero también
que seáis amiga del rey.
Basilea movió la cabeza y relajó los hombros.
—Arela está muerta —continuó Telamón—, otros también han muerto.
—Por todo Efeso hay multitud de cadáveres.
—Esto es diferente —insistió Telamón—. Es el deseo del rey.
Basilea bajó la cabeza.
—¡Dejadnos solos! —gritó—, ¡dejadnos solos!
Telamón se volvió sobre sus hombros y asintió mirando a Calístenes y Casandra que, llevándose
de nuevo las manos a la boca, se apresuraron a desalojar la sala junto con los sirvientes de Basilea.
—Nací en Moab, reino de Canaán —empezó la gruesa dama—. Cuando tenía catorce años me
vendieron a los esauítas que me trajeron a Efeso. Me educaron para ser flautista y bailarina. Los
hombres me miraban con lascivia, manoseaban mis pechos y me pellizcaban el culo. Tuve suerte. Me
acogió una cortesana profesional como su doncella. Fui educada en todas las artes —añadió
sonriendo a Telamón—. Todo lo que un hombre desea, se lo puedo dar. Incluso aquellos que ya han
pasado la flor de la vida, de repente sienten cómo se regenera su potencial sexual. Asumí el título de
Reina de los Moabitas. En aquella época Efeso era una ciudad sin ley. Los ciudadanos luchaban entre
sí y las bandas callejeras sembraban el terror en la vida pública…
—¿Os referís a los Centauros? —preguntó Telamón.
—Existían varias bandas de asesinos que competían unas contra otras, pero los Centauros eran
más rápidos, más listos y más implacables. No tenían piedad ni compasión. Os seré honesta: les
utilicé. El templo era uno de sus lugares sagrados preferidos y servía como punto de encuentro.
—¿Os referís al Templo de Hércules?
—En efecto, macedonio. El sacerdote asesinado había sido un centauro en el pasado. Luego no
fue más que un acólito, un sacerdote de capilla para esos criminales.
—¡Es por eso! —exclamó Telamón.
—¿El qué?
Telamón le contó lo que había sucedido en la Casa de Medusa.
—El Cíclope tuvo mucha suerte —añadió Basilea con un chasquido que provocó el temblor de
sus numerosas barbillas—. Pudo haber venido a parar aquí por accidente, pero de haberlo sabido, el
sacerdote habría estado muy interesado en aquel tesoro.
—¿Sabíais algo del tesoro? —inquirió Telamón.
—Oh, sí, ese viejo rufián de Leónidas vino a visitarme. Había encontrado algunos documentos en
la Casa de Medusa que me relacionaban con los Centauros. Por supuesto le dije que no podía
ayudarle pero, claro, estamos en lo mismo, era un oficial macedonio. No me gustó cómo acariciaba
sin parar la empuñadura de su espada, así que lo envíe a Arela —Basilea se pasó un dedo sobre el
labio de carmín—. Cuando los Centauros fueron aplastados, el padre de Arela, Mali, me entregó a su
hija para que la cuidara. Yo eduqué a aquella niña —añadió con orgullo— para que se convirtiera en
la prostituta más fina de todo Efeso —los ojos se le llenaron de lágrimas—. Y ahora está muerta —
añadió con voz temblorosa—. ¡Toda la belleza se ha marchado!
—¿Ayudó Arela a Leónidas? —preguntó Telamón.
—¡Claro que sí! Le conté a Leónidas el pasado de su familia: que los asesinos solían encontrarse
en la Casa de Medusa.
—¿Y no estabais ninguna de las dos interesadas en el tesoro?
—¿En el tesoro? —preguntó Basilea con tono de burla—. No es el tesoro lo que ansiamos,
macedonio, sino el poder sobre los hombres.
—¿Y tenía Arela ese poder?
—Era cortesana de los grandes y de los buenos, de los de alto rango y de los poderosos —los
ojos de Basilea observaban sigilosos en derredor—. No pertenecía a ningún partido. Decía que
cuando se envuelve a un hombre con las piernas, es tan sólo un hombre, ya sea persa, griego,
aristócrata o plebeyo.
—¿Por qué fue asesinada? ¡Vamos, contestad! —le ordenó secamente Telamón—. Y en segundo
lugar, durante el tiempo que Demades y sus compañeros estuvieron refugiados en el templo, ¿por qué
fue vista Arela en los alrededores?
—Puede que sintiera curiosidad.
—Yo sí que siento curiosidad, señora, y también me estoy enfadando. Erais la confidente de
Arela. Podéis responderme aquí o en presencia de Aristandro, Guardián de los Secretos del rey.
—Estaba preocupada —balbuceó Basilea—. Las cortesanas, como los macedonios, adoramos el
poder. Un extraño había visitado a Arela. Llegó en mitad de la noche y se metió en su dormitorio.
Llevaba puesta una horrible máscara, se sentó en la cama y la amenazó. Arela estaba aterrorizada.
Pero las amenazas se convirtieron en promesas de poder y de riquezas más allá de lo imaginable, con
una condición: Arela debía prestar sus favores a una persona que él escogiera.
—¿A quién?
Basilea levantó las manos como si rezara.
—De verdad que no lo sé, macedonio. Os juro que ésta es la verdad. Arela nunca me reveló su
nombre.
—¿Por qué aceptó?
—El intruso dijo que se llamaba el Centauro, que me entregaría a mí medio talento de oro como
garantía, como prueba de que cumpliría su palabra.
—¿Y os llegó ese oro?
—Sí, llegó a mi casa de forma misteriosa. El hombre que lo trajo simplemente entregó el paquete
a mis guardias y se marchó. No tengo ninguna descripción de él.
—¿Cuándo sucedió todo esto?
Basilea se llevó los dedos a los labios; sus ojos negros desaparecieron tras sus carnosos
párpados.
—Al poco de la victoria de Alejandro en el Gránico —continuó—, cundió rápidamente el
pánico.
—¿Y os contó Arela algo más?
—Estaba preocupada, había un hombre que no la dejaba en paz, pero —añadió Basilea
levantando un hombro con elegancia—, es parte de nuestra vida, siempre hay hombres que no nos
gustan y nos fastidian —zarandeó tus gruesos dedos enfrente de su boca—. ¡Oh vaya! —murmuró—,
no había hablado tanto desde hacía días. Tendré que aclararme la garganta con miel. ¿Qué me
recomendáis, médico?
—Miel —contestó Telamón y le hubiera gustado añadir «y ayuno durante cuarenta días», pero se
mordió la lengua.
—Ah, es lo que ella decía —afirmó Basilea levantando las manos—. Le pregunté a Arela sobre
el hombre al que se suponía debía ofrecer sus favores y me contestó que antes de tomar una copa con
él preferiría beberse una copa de cicuta.
—¿Qué quiso decir?
Basilea compuso un mohín.
—Nada, sólo que a ella no le gustó el hombre que aquel extraño había elegido.
—¿Era alguien del grupo de Demades? ¿Tal vez él mismo?
Basilea bajó la cabeza. Telamón le cogió la mano, se la llevó a la boca y se la besó.
—Me podéis contar más, ¿verdad?
Basilea le miró con coquetería bajo sus cejas espesamente pintadas.
—A Arela no le gustaba Demades. No la dejaba en paz. ¡Oh! Hacía ya muchos meses que quería
que le ofreciera sus favores, pero ella siempre lo rechazó. Demades la perseguía como un perro, le
hacía regalos, la visitaba, pero Arela no quería saber nada de él.
—¿Y con el gordo escriba de Hesíodo?
—Sí, me pregunto que estaba haciendo él con mi chica preferida —Basilea chasqueó los labios
—. Hesíodo no era un hombre para andar con señoras, pero tal vez…
—¿Pudo ser él quien visitó a Arela por la noche?
—Pudo ser —afirmó la Reina de los Moabitas, quien con su propio estilo cogió el matamoscas y
lo zarandeó delante de su cara—. Yo soy tan sólo una cortesana retirada —añadió con una sonrisa
bobalicona en los labios—, antes que los macedonios entrarais valientemente a Efeso, pensé que los
viejos días habían vuelto, con esas súbitas muertes…
—¿Y el Centauro? —preguntó Telamón.
—¡Ah, sí, el Centauro! Arela me lo contó. Desconocía su nombre pero uno de sus clientes, el
persa Rabinos, al que quemaron vivo en su celda, solía insinuarle que sí lo sabía.
—Cuando llegasteis aquí —siguió indagando Telamón— conocisteis a Agis, Meleager y al resto,
¿sabéis si había alguna relación entre ellos y Arela?
Basilea se humedeció los labios.
—Habéis sido tan amable —prosiguió Telamón con dulzura—, que espero poder presentaros al
rey.
—El abogado Dión —las palabras le brotaron rápidamente de los labios, Basilea parecía
nerviosa—. Veréis, el día que Arela murió, envié un mensajero a la casa de Dión, pero no sé
encontraba allí.
—¿Por qué enviasteis un mensajero?
—Dión está casado, pero le gustan mucho las mujeres. Tengo algunas bellezas bajo mi ala a las
que protejo como si fueran las niñas de mis ojos y que sólo ofrezco a clientes muy selectos. Dión no
se encontraba en casa. Agis acababa de marcharse de la vivienda del abogado. Mi mensajero, un
hombre de confianza, se acercó hasta la casa de Arela pero cuando llegó —los ojos se le volvieron a
llenar de lágrimas—, la residencia de mi pequeña ya ardía en llamas. En fin, mi criado vio a un
hombre corriendo a través del pequeño jardín: está seguro de que era Dión.
Telamón levantó la cabeza ante los ruidos que se escucharon afuera: enseguida reconoció los
gritos agudos de Aristandro. El Guardián de los Secretos del rey se coló en la casa.
Basilea sabía quién era e inmediatamente empezó a temblar: una gota de sudor le resbaló por la
cara pintada y sus uñas empezaron a revolotear. Le dedicó una sonrisa halagadora a Aristandro
mientras éste permanecía de pie a su lado, estudiándola de arriba a abajo como si se tratara de una
monstruosidad de algún grupo ambulante.
—Ah, Basilea, Reina de los Moabitas —Aristandro le tomó su rolliza mano y la sostuvo en alto
—. Este esmalte de uñas es rojo como la sangre.
—Es una mezcla mía —sonrió.
Aristandro le dejó caer la mano, le cogió el chal tan finamente bordado y dio un golpecito a uno
de sus pendientes. Basilea no protestó.
—Debéis visitarme —añadió la Reina de los Moabitas haciendo gorgoritos—. Os podría
enseñar mi armario repleto de vestidos, sandalias y collares.
Aristandro posó su mano sobre la peluca empapada en aceite de Basilea.
—¡Por favor! —le suplicó ella.
—¡Ya está bien! —gritó Telamón poniéndose en pie. Agarró a Aristandro por la muñeca mientras
aquellos ojos crueles y fríos le devolvían la mirada—. ¡No la humilléis!
—Es con vos con quien quiero hablar —contestó Aristandro olisqueando el aire—. Aquí huele a
podrido. Acerquémonos a la ventana.
Condujo a Telamón hasta el sitio.
—Me he enterado de lo sucedido en la Casa de Medusa —empezó Aristandro sacando y
metiendo la lengua como un lagarto tomando el sol—. ¡Cuánta sangre y cuántos cuerpos! Los he
dispuesto para que los trasladen al cadalso afuera con un letrero colgado. Alejandro está muy
contento con el tesoro: supone una paga mensual para todo el ejército. Ha advertido a esos ladrones
del secretariado de que no quiere echar en falta ni una sola moneda —Aristandro miró por encima de
sus hombros hacia donde se encontraba la Reina de los Moabitas sentada en su silla mirándolos
nerviosa—. ¿Qué asunto os traéis entre manos con ese montón de grasa? Enseñarme su armario, dijo
¡Y qué más! Si ni siquiera tengo su talla, aunque me gustaría echarle mano a ese collar coralino.
—¿Habéis venido con vuestros encantadores muchachos?
—Sí, están fuera molestando a los soldados y echando una ojeada a los cuerpos. Bien, tengo algo
interesante que contaros. Primero, esta mañana he visitado la celda donde murió Rabinos. Sí, los
dioses saben que no quedó nada de aquel pobre hombre. Sólo un trozo de carne, todo chamuscado y
arrugado. Sin embargo escribió algo en la pared antes de morir. Algo así —Aristandro se humedeció
el dedo y dibujó un triángulo en la pared.
—¿Qué significa?
—No lo sé —replicó Aristandro—. Vos sois el que estudiasteis con Aristóteles. ¿No significa el
triángulo un símbolo de la Divinidad?, uno de esos signos tan misteriosos. Bueno, parecía un
triángulo o… —añadió con malicia—, podría tratarse de la letra D en mayúscula.
—¿Dión?
—Sí, Dión. Ahora bien, en segundo lugar —continuó Aristandro—, Dión visitó a Arela el día
que murió y también he visitado a la viuda de Demades para preguntarle sobre el asalto de ayer por
la noche al rey. Estaba muy arrepentida, hecha un mar de lágrimas. Pensó que había venido a
llevarme su cabeza. Bien, admitió que Meleager lo había arreglado todo para que pudiera entrar en
palacio. Sin embargo, anteayer por la noche entró un intruso misteriosamente en su dormitorio y le
informó de que el propio Alejandro había ordenado la muerte de Demades y el resto.
—¡Eso es mentira!
—Sí, ya lo sé, pero nuestro visitante nocturno sembró la semilla de la venganza en su mente y le
contó cómo llevarla a cabo.
—¿Y en tercer lugar? —preguntó Telamón—, ¿hay algo más que queráis contarme?
—El rey ha emitido una proclamación sobre los últimos sucesos, sobre la muerte del guarda y el
ataque de esas avispas. Me he paseado arriba y abajo por todo el palacio. Alejandro tiene razón;
Olimpia habría podido vivir aquí con todas esas entradas secretas, galerías, bodegas y esos pórticos
sumidos en las sombras. Cualquiera pudo entrar. Durante la confusión, nuestros amigos debieron de
llevar a cabo ahí fuera el malévolo plan.
—¡Habéis estado muy ocupado!
—¡Oh, sí! —replicó Aristandro—. Por cierto, el rey desea veros. Quiere saber cómo puede
tomar Mileto según la profecía de la diosa Artemisa. También quiere descubrir si ese mensaje
escrito por el loco que quemó el Templo de Artemisa contiene alguna información que nos pueda ser
de utilidad.
—¿Puedo ir yo? —preguntó Basilea alzando la voz.
—Quedaos donde estáis, furcia vaca, hasta que mi amigo y yo hayamos terminado —replicó
Aristandro.
—¿Arrestaréis a Dión? —le preguntó Telamón.
Aristandro negó con la cabeza.
—Todavía no tenemos suficientes pruebas por el momento pero con el tiempo… ¿quién sabe?
Ah, y para postre Alejandro ha sufrido uno de sus ataques de ansiedad esta mañana.
—Le he dicho que no bebiera tanto vino.
—Tiene miedo de que lo asesinen —musitó Aristandro—. Soñó con su padre ayer por la noche,
vio cómo se dirigía al anfiteatro y el asesino avanzaba. Ahora se pregunta qué va a hacer a
continuación…
Telamón cerró los ojos. Alejandro se estaba aburriendo en Efeso: al permanecer encerrado
prefería holgazanear antes que lanzarse a realizar una actividad frenética.
—También quiere que el Centauro sea capturado y crucificado —continuó Aristandro
alegremente y dándole unas palmaditas a Telamón en el hombro—. ¡Y gracias a los dioses, para eso
os considera a vos responsable y no a mí!
Aristandro meneó los dedos en señal de despedida y cruzó la habitación para retirarse con aires
de grandeza. Al pasar junto a la Reina de los Moabitas le dio una palmadita en su rollizo hombro,
luego salió por la puerta y llamó a sus hombres.
—Cuánto temo a ese hombre —afirmó Basilea acariciándose el hombro dolorido.
—No tenéis nada que temer.
Telamón se acercó a la puerta destartalada y la cerró. Un dibujo en la pared de pronto llamó su
atención.
—Tengo que contaros algo —susurró Basilea—, en agradecimiento a lo que habéis hecho por mí.
Telamón se sentó en el taburete. Basilea miró temerosa por encima de su hombro.
—Los políticos de esta ciudad son como un estanque profundo y lleno de porquería —prosiguió
—, y toda clase de detestables criaturas nadan bajo su superficie. Agis y Meleager son hermanastros
que se odian entre sí. Dión no es mejor, es un hombre con un corazón salvaje y un alma oscura. Peleo
—añadió haciendo un mohín con la boca— es un hombre vicioso y malvado. Les encanta la lucha de
poderes. Dión era cliente de Arela.
—¿Y Agis?
—Tiene un corazón tan frío como el hielo. Os diré algo —se inclinó hacia delante acompañada
por el tintineo de sus joyas y la embriaguez de su perfume—. ¿Sabíais que Agis es el espía de
vuestro rey?
—¡Qué! —exclamó Telamón.
—Claro —sonrió Basilea—, ¡un perro vigilando a otro! ¿Cómo pensáis que Parmenio entró en
Efeso hace dos años? ¿Quién hizo correr la noticia de la victoria de Alejandro en el Gránico? ¿Quién
creó diferencias entre los persas? Agis es el que tiene la sartén por el mango. ¿Sabíais que los persas
desconfiaban de él? Cuando Alejandro llegó al Helesponto y marchó sobre Troya, las noticias
llegaron hasta aquí, a Efeso. Agis se escondió. Mitra… —añadió mientras se reía por lo bajo ante la
sorpresa de Telamón—. Sé un poco más de lo que pensáis. Mitra envió a los Encapuchados, unos
asesinos profesionales del Rey de Reyes, a Efeso, para darle caza. Agis confió su hija a sus
familiares y se perdió en tierras baldías. Sólo apareció después de la victoria de Alejandro en el
Gránico.
Telamón silbó por lo bajo y se quedó mirando el dibujo en la pared.
—No debéis revelar vuestra fuente, pero podría seros de utilidad hacer especulaciones.
Basilea acarició con los dedos la muñeca de Telamón: el médico estaba tan sorprendido ante las
noticias que no la había retirado.
—Debo irme.
Telamón ensimismado se puso en pie y besó la mano de la Reina de los Moabitas. Ella se marchó
incluso antes de que él se diera cuenta, ocupado como estaba en desmenuzar la información que le
acababan de revelar.
—¿Estáis enamorado?
Telamón levantó la mirada. Casandra se reclinó contra la jamba de la puerta.
—He visto a esa montaña andante. Ya se aleja con toda su extravagante corte.
—¡Entrad!, ¡entrad! —Telamón la condujo a través de la habitación hacia la esquina del fondo
por si alguno de los hombres de Aristandro estaba escuchando a escondidas cerca de la puerta—. Me
contó algo muy interesante. Alejandro tiene un espía en Efeso.
—Eso no me sorprende demasiado.
—No, es Agis. Me gustaría hablar con él en privado. Decidle que entre.
Al cabo de poco rato Casandra le pidió al efesiano que entrara.
—Nos habéis tenido esperando durante mucho rato —protestó Agis olisqueando la habitación—.
Es fácil adivinar dónde ha estado esa gorda furcia, debe bañarse toda entera en perfume. Lo necesita,
por eso, suda como un camello.
—Quiero haceros una pregunta —comenzó Telamón—. ¿Tenéis el mismo padre que Meleager?
—Pensé que ya os lo había dicho él —el efesiano se acercó y dio una patada a un tiesto de
cerámica.
—Sin embargo estáis en partidos opuestos.
—El destino, la suerte —replicó Agis.
—Pero a vos os pagaba un macedonio.
Agis sonrió tontamente y se frotó la sien.
—A Meleager le pagaban los persas. Yo recibí subvenciones de Grecia, me daba igual que
fueran atenienses o macedonias.
—Pero los persas os odiaban.
—¡Bueno, claro! Lideraba a un partido opuesto a su mandato, pero me toleraron. Siempre y
cuando no pudieran culparme de traición, estaba a salvo.
—Pero les hubiera gustado quedarse con vuestra cabeza, ¿no es cierto?
—Sí y colgarla de un poste junto a la de Hesíodo, Dión, Peleo y el resto de miembros de mi
partido. Los persas eran unos gobernantes muy extraños, eran déspotas benevolentes, por llamarlos
de algún modo. Siempre y cuando no le pillaran a uno haciendo algo malo, no había nada que temer.
El truco estaba en no ser cogido con las manos en la masa.
—Pero pudisteis haber sufrido un accidente.
Agis señaló al techo.
—¿Un accidente decís, médico? ¡Oh sí, por supuesto!, fui víctima de numerosos accidentes. Una
vez decidí inspeccionar las obras de construcción en el Templo de Artemisa: un tejado se vino abajo,
o más bien una viga recubierta de yeso. Me libré por los pelos. En otra ocasión uno de mis
almacenes se incendió misteriosamente mientras yo me encontraba en su interior. De nuevo logré
escapar.
—¿Y los asesinatos?
—Oh, nosotros los demócratas matamos oligarcas y los oligarcas matan demócratas. Preguntad a
Dión. He sobrevivido a tres intentos de asesinato. El primero fue una botella con vino envenenado —
Agis empezó a contar los casos con los dedos, más bien como si estuviera contando dinero que
explicando lo cerca que había estado de una muerte violenta—. Luego me asaltaron en el mercado,
fue un asesino encapuchado y enmascarado, pero se equivocó de persona. Y el tercero y último fue
un mendigo que llevaba el platillo en una mano pero una daga en la otra.
—¿Y qué pasó?
—Yo regresaba de una cacería, cerca de las Puertas Lilas. Desenvainé mi espada y le maté.
—¿Y no vinieron los persas a daros caza?
—Sí, fue entonces cuando decidí abandonar Efeso por un tiempo. Los macedonios estaban a
punto de llegar. Alejandro marchaba hacia el Gránico. Los persas se dieron cuenta de que yo podía
armar tanto alboroto como quisiera —el rostro oscuro de Agis esbozó una sonrisa—. Y no les
decepcioné.
—Y ahora viviréis pacíficamente con Meleager y su partido.
—El partido de Meleager no existe —se burló Agis—. Y Meleager, bueno, es sólo una sombra
de lo que era. El verdadero poder en Efeso está en manos de los macedonios.
—Y cuando abandonen la ciudad, ¿será de Agis? Agis se limitó a sonreír y a encogerse de
hombros.
***
El paraíso fértil y verde, la joya del jardín del palacio del Gobernador, estaba a rebosar de gente.
Los compañeros de Alejandro, Ptolomeo, Seleuco, Hefestión y Amintas, yacían recostados bajo las
espaciosas ramas de un sicómoro. Los hermosos prados de hierba, regados por fuentes, se
encontraban rodeados de miembros de la Guardia Real. Los soldados sudaban profusamente bajo sus
coseletes lilas y grises, las faldas de guerra del mismo color, las grebas, botas de marchar blancas, y
los cascos corintios de plumas sobre las cabezas. Los chambelanes y cortesanos se paseaban arriba y
abajo. Los cocineros traían comida, jarras y copas de vino. Alejandro permanecía sentado con toda
su armadura sobre su caballo negro Bucéfalo, empuñando la espada y sosteniendo con su otra mano
un escudo de oro que representaba supuestamente el rayo de Zeus. Se había bañado, lavado y
afeitado y llevaba sus cabellos pelirrojos recogidos cuidadosamente. El rey contemplaba el alboroto
que había levantado con una mirada perdida a lo lejos. Parecía totalmente ajeno al ruido, al graznido
de los pavos reales, al ladrido de los perros de caza de un establo de los alrededores. Incluso cuando
Telamón se acercó, echando a un lado a un chambelán que intentaba bloquear su camino, Alejandro
ni siquiera se inmutó.
—¡Yo no le interrumpiría! —le gritó Ptolomeo.
El médico alargó la mano y la arrimó al hocico de Bucéfalo. Apeles el pintor había erguido una
enorme lámina de madera, con la superficie especialmente preparada, sobre la que dibujaba un
esbozo a carboncillo de Alejandro. Estaba cubierto de pintura de los pies a la cabeza. A su
alrededor, yacían diseminados trozos de pergamino rotos, pinceles y botes vacíos, y sobre la enorme
mesa de caballete instalada junto a él, esperaban su turno las innumerables herramientas del artista:
paletas, cuchillos, cepillos, carboncillos, plumas y botes de tinta. Apeles no dejaba de pasearse de
un lado para otro, examinando detenidamente al monarca.
—¡Lleva así horas! —rugió Ptolomeo.
Apeles parecía preocupado y se alegró de la llegada del médico. El pintor le hizo señas de que
se acercara y Telamón se dirigió a su encuentro.
—No puedo decidirme —le susurró el pintor—, no sé si debería pintar al rey montado a caballo,
sentado en un trono o de pie como un general. Y por si fuera poco, no puedo captar la mirada en su
rostro, cambia continuamente.
—Siempre ha sido así —replicó Telamón—. Sufre cambios de humor en un abrir y cerrar de
ojos.
—¡Lo he oído!
Alejandro dejó caer el escudo y la espada y desmontó de Bucéfalo: el caballo de guerra negro se
giró inmediatamente olisqueando a su amo. Alejandro cogió las riendas y le habló con dulzura,
acariciándole la mancha blanca en la frente; luego le quitó la manta de montar de leopardo y le secó
el sudor con la palma de las manos mientras seguía susurrándole palabras de cariño.
—Es un buen caballo —murmuró Apeles—, el problema es Alejandro.
El rey llamó a los mozos y observó cómo se llevaban a su caballo preferido. Luego se deshizo de
su armadura lila y de su capa escarlata y las lanzó al suelo; se desató la falda y las grebas alrededor
de las piernas.
—¿Por qué no intentáis captarme en medio del fragor de la batalla? —preguntó Alejandro
levantando una mano—. En lugar de inmortalizarme en un gran retrato, tal vez podríais representarme
luchando contra los persas en el Gránico, justo después de cruzar el río. Me encontraba yo solo
frente a ellos.
Telamón tosió y Alejandro le sonrió tímidamente.
—Bueno, no exactamente solo, unos pocos me acompañaban. Apeles quiero que vuestro cuadro
tenga ese efecto de congelación. Quiero que capturéis la vida, el poder que está dentro de mí, pero no
como si fuera una estatua cualquiera o un jarrón. La persona que lo vea debe sentir que si alarga la
mano puede coger la espada de mi empuñadura, aunque por supuesto —añadió con acritud—, no
podría, como tampoco lo conseguiría en la vida real.
—Es vuestra expresión, majestad —declaró Apeles—. No dejáis de mover la cabeza y cuando
volvéis a mirar vuestra expresión ha cambiado.
—Bueno, ese es vuestro problema —replicó Alejandro—. Apeles sois el mejor. Quiero que
vuestro cuadro adorne el Templo de Artemisa. Quiero que aquellos que todavía ni siquiera han
nacido lo contemplen con admiración. Sé que no me decepcionaréis. ¡Bien!
Alejandro se despojó de la túnica empapada en sudor y, vestido tan sólo con una banda de tela
que le cubría el bajo vientre y unas sandalias, empezó a pasearse arriba y abajo.
—¡Limpiad este desastre! Tomad algo de vino, Apeles, os acompañaré a vuestra casa. Por el
camino discutiremos sobre cuáles son las pinturas más apropiadas. Tengo algunas ideas. Tal vez no
utilicemos a Bucéfalo ¿qué os parece? —y dirigiendo su mirada hacia los botes de pintura, añadió—:
algunos de esos colores son demasiado vivos. He pensado en apagarlos ligeramente y hacer de este
modo que parezcan más reales —señaló al ancho lienzo—. No estoy demasiado seguro de si debéis
pintar dentro o al aire libre. La luz puede distorsionar las pinturas.
Telamón contempló a Apeles, que le devolvió una sonrisa. El médico se alegraba de que
Casandra no estuviera presente. Se habría tronchado de risa al ver a Alejandro, como siempre, dando
órdenes al pintor más prestigioso de toda Grecia.
—Ahora no os enfadéis.
Apeles le miró confundido.
—No os enfadéis —repitió Alejandro— y no os marchéis sin mí. Telamón, quiero hablar con vos
un momento.
Agarró al médico por el brazo y le condujo por el césped en dirección al resplandeciente
estanque de aguas limpias. A aquella hora las flores de loto estaban abiertas, desprendiendo su
fragancia mientras capturaban el calor. Alejandro se sacó el taparrabos y las sandalias y se zambulló
en el agua. Nadó dos largos y salió temblando como un perrillo. Los pajes se acercaron corriendo
con una túnica. Alejandro se vistió y metió los pies en sandalias nuevas.
—Bebamos algo de vino.
Entraron en palacio y Alejandro gritó a sus compañeros que no molestaran a Apeles. Los
guardias les siguieron a una distancia prudencial. El monarca condujo a Telamón hasta los aposentos
reales y cerró la puerta de golpe tras él. Luego señaló el gran mapa, desplegado sobre el suelo.
—Encontré esto en los archivos del Gobernador.
Alejandro se acercó a la mesa y llenó dos copas y aguardó a que su convidado diera el primer
sorbo.
—¿Es que soy ahora el catador real?
Alejandro sonrió y señaló el trapo que cubría la jarra y las copas.
—La puerta de mis cámaras siempre está vigilada: a veces incluso ni siquiera puede uno
percatarse de la presencia de mis guardas. Pero lo más importante es que yo mismo llené esa jarra de
vino y dejé el trapo con el trozo de hilo rojo mirando hacia arriba. No lo han tocado.
—¿Teméis que os asesinen?
—Los reyes siempre vivimos con ese temor. ¡Esa maldita mujer y su daga! Un poco más y le hace
el trabajo a Darío.
—¿Os avisaron?
Alejandro ladeó ligeramente la cabeza, uno de sus gestos preferidos cuando cavilaba.
—Os avisaron, ¿verdad? ¿Vuestros espías? Estabais muy tranquilo y os comportasteis de un
modo demasiado razonable.
—¿Qué espías? —le preguntó el rey en tono retador.
—¿Agis, Dión o Peleo?
—Oh, sí, todos son espías —añadió Alejandro bebiéndose de un trago el vino—. Mi padre les
pagó para que sembraran la intranquilidad en esta ciudad y yo hice otro tanto. Agis me advirtió de
que tuviera cuidado con la viuda de Demades.
—¿Confiáis en todos?
—Yo no confío en nadie —replicó Alejandro—. Excepto en vos, en Hefestión y en mi madre —
añadió suspirando ruidosamente—. Y acabo de recibir una carta de ella. No le gusta el general
Antípatro que dejé en Macedonia para que la vigilara. Se queja de él y él de ella.
—Pero por supuesto, vuestra madre siempre se sale con la suya ¿no es cierto?
—Siempre —sonrió el rey—. Una lágrima de Olimpia vale más que mil cartas del general
Antípatro.
Con la copa entre los dedos, Alejandro caminó hacia el mapa, haciendo señas a Telamón para
que le siguiera. Era un rectángulo de lienzo de unos tres metros de largo y dos de ancho, un retrato
fiel del imperio de Darío. Estaban marcados los ríos fronterizos, así como las ciudades más
importantes y las carreteras reales que conectaban Efeso con Persépolis en el este y los puertos
costeros en el oeste. Alejandro se arrodilló.
—Me gustaría que el cartógrafo que hizo este mapa trabajara para mí. Mirad, Telamón, ahí está
el río Gránico, la carretera real, Troya, Abidos —señaló hacia abajo la costa occidental del imperio
persa—. Y aquí está Mileto, un puerto principal. Ahora bien, el gobernador acordó entregármelo,
pero ese hombre es un mentiroso nato. ¡Como todos los milesios, hablan mucho pero no tienen
huevos! Me cerrará las puertas. Mileto está bien fortificado, mirad cómo lo representa el cartógrafo,
rodeado de tres murallas. Detrás se encuentra la ciudad y el Puerto del León, cuya entrada está
protegida por esta isleta —explicó Alejandro dando un golpecito sobre el mapa— y sobre la que se
ha construido una fortaleza inexpugnable. Necesito Mileto por si quiero traer nuevas tropas o por si
tengo que salir a toda prisa. Además, si controlo este puerto, domino la mayor parte de la costa —
tomó otro sorbo de vino y le dio unas palmaditas a Telamón en el hombro—. Oh, por cierto, he oído
vuestra hazaña en la Casa de Medusa. Deberíais andar con más ojo, os podrían haber matado y
entonces, ¿qué pasaría conmigo, eh? Bien, por lo menos le he arrebatado algo a ese Centauro. He
enviado algunas de las perlas a mi madre. También encontré un broche muy bonito y un anillo: los he
enviado a vuestra mujer pelirroja.
—No es mi mujer, pero os estoy agradecido.
—Ya lo creo que debéis estarlo —añadió propinándole un amistoso codazo en el pecho—. Sólo
os ruego que vayáis con cuidado, eso es todo —y le miró de cerca, con aquellos ojos extraños que
bailaban tramando alguna diablura—. No moriréis antes que yo, Telamón. También he emitido esa
proclamación. Pero ¿seré capaz de capturar a la persona responsable de la masacre en el Templo de
Hércules? ¿Cómo puedo probar que Artemisa desea mi pintura en su templo? Y lo más importante,
¿cómo voy a hacerme con Mileto? ¿Tenéis algunas ideas, médico?
Telamón bajó la vista y contempló el mapa. Había estado en Mileto en dos ocasiones. Había
visto sus defensas: las altas y poderosas murallas, las formidables puertas defendidas por los
guardas de las torres.
—Tengo maquinaria para cercar la ciudad —explicó Alejandro— pero ¿sabéis cual es el
verdadero problema, Telamón? Sólo tengo ciento sesenta trirremes, gobernados por atenienses en los
que no confío en absoluto. Además se encuentran mar adentro. Los persas, sin embargo, poseen una
flota de quinientos barcos de guerra de primera clase.
—¿Quién está al mando de la guarnición en Mileto?
—Nuestro viejo amigo Memnón, el mercenario rodio. Por eso sé que el gobernador no nos dejará
entrar.
Telamón cerró los ojos y resopló. Memnón odiaba a Alejandro con una pasión consumada. Ahora
que era el consejero militar de Darío, Memnón se afanaba en disuadir al rey persa de sus
pretensiones por alcanzar una tregua con Alejandro en la batalla, al tiempo que le instaba a sitiarlo
mediante la estrategia de quemar la tierra. Y ahora parecía que el mercenario iba a salirse con la
suya.
—No saldrá a luchar, ¿verdad? —preguntó Telamón—. Memnón cerrará las puertas y pondrá
hombres en las murallas. Si os hacéis con una muralla, recurrirá a la segunda, y luego a la tercera. Si
entráis en la ciudad, tendréis que tomar cada calle, cada casa, cada habitación. Memnón, si lo desea,
puede huir por mar con la flota persa.
—Su almirante ha sofocado una revuelta en Egipto —explicó Alejandro—. Según nuestros
espías, está aprovechándose del buen tiempo para navegar y sus barcos de guerra estarán pronto
fuera de Mileto.
—Entonces la flota persa podrá atracar allí.
—No, no, el puerto es demasiado pequeño —le interrumpió Alejandro con impaciencia—, pero
podrán suministrar a Memnón armas, comida, lo que necesite, así como refuerzos. Lo que quiero
saber es ¿cómo nos vamos a enfrentar a la flota persa?
Alejandro se sentó con las piernas cruzadas sobre el mapa contemplando Mileto.
—¿Cómo se debilita a una flota, Telamón?
—Enviad vuestros barcos de guerra.
—No confío en ellos y tampoco tenemos suficientes.
—Siempre podéis rezar para que haya tormenta.
—¿Qué es lo que dijo Eurípides? —Intentó recordar Alejandro, frunciendo los labios—. ¡Ah, sí!
«Antes hablasteis como quien no está en sus cabales, pero ahora habláis como un auténtico loco de
atar». ¿Cómo puedo hacerme con Mileto? —repitió Alejandro—. ¡Pensad, Telamón! Rezaría para
que hubiera tormenta pero los dioses puede que no contesten. Tengo una flota que no es ni lo
suficientemente numerosa ni tampoco de confianza.
—Tal vez no podáis haceros con Mileto, tal vez debáis conformaros con sitiarla, dejar que se
mustie como las uvas con el vino.
—Eso no sería digno de mí —declaró Alejandro—. «Soy el nuevo Aquiles» —añadió recitando
un fragmento de la Ilíada— «para ser siempre el mejor en la batalla y destacar por encima de
todos». He dicho que me haré con Mileto y me haré con ella. Mi padre tomó Efeso pero la perdió.
Yo debo mantenerla, así como cada una de las ciudades de Darío.
—«Para que algún día —continuó Telamón, trayendo él también a colación una cita de la
Ilíada— digan de él que es mucho mejor que su padre».
Alejandro levantó la cabeza.
—Pensáis que esa es la clave de todo, ¿verdad? Demostrar que soy mejor hombre que mi padre.
Si Filipo tenía una estatua en el Templo de Artemisa, entonces, ¿por qué no puede tener Alejandro un
retrato? Pero no soy Filipo —continuó el rey como si hablara solo—. No soy Parmenio. Soy el hijo
de Zeus. Soy hijo de un dios. Mantendré Efeso y me haré con Mileto, ¿pero cómo?
Le pellizcó en las costillas maliciosamente a Telamón. El médico se volvió y apartó el brazo del
rey.
—Soy vuestro hombre de confianza en la paz y en la guerra —y le advirtió a continuación—:
pero no soy vuestro esclavo.
—No, no lo sois —respondió Alejandro dándole unas palmaditas en el hombro y poniéndose en
pie—. Pero os voy a confiar, Telamón, algunas piezas de un rompecabezas, y estoy seguro de que las
haréis encajar. Ahora esperad ahí. Me voy a vestir y luego acompañaremos a Apeles a su casa.
Capítulo X
«Alejandro, sin embargo, consciente de que el pueblo efesiano, ante la menor oportunidad de
dar caza a los culpables… lleno de odio, daría también muerte a inocentes… detuvo la
situación».
T
elamón esperó en la sala principal mientras Alejandro se dirigía pasillo abajo hacia sus
aposentos privados. Afuera podía oír el ruido de los pasos en marcha, el golpear de los
címbalos y las notas líquidas de las flautas, mientras los músicos y bailarines ensayaban
para el banquete de la noche. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Hefestión se encontraba de
pie detrás de una higuera contemplando los aposentos reales; cuando se dio cuenta de que Telamón le
había visto, se ocultó todavía más entre las sombras.
—Siempre vigilando —murmuró Telamón.
Hefestión, el amigo larguirucho de Alejandro, como lo fuera Patroclo de Aquiles, vigilaba a su
señor del modo en que lo haría una madre con su hijo, especialmente después de que cobraran fuerza
los rumores sobre asesinos. Telamón caminó por la estancia y casi se tropieza con un arco hecho de
cuerno y una aljaba de flechas que se habían caído de un hueco de la pared. Los recogió, los puso en
su sitio y volvió al mapa. Allí arrodillado, se quedó mirando el puerto de Mileto, el río Maeander
que desembocaba en el golfo de Micale y la isleta de Lade. Estudió el mapa, lo resiguió con los
dedos. Desde el dormitorio se escuchó el canto de Alejandro, un himno de batalla macedonio al dios
de la guerra Enyalios. Telamón se hizo con un trozo de pergamino y una pluma. Realizó el esbozo de
un mapa de Mileto y de los alrededores. Dio un respingo cuando Alejandro, sigiloso como un gato, le
tocó en el hombro.
—Tiene un gran parecido —afirmó el rey—. ¿Qué sugerís, general?
—Médico —rectificó Telamón sin apartar la vista del mapa—. La flota persa está de camino.
Cuentan con cientos de trirremes, barcos de guerra y una horda de soldados —Telamón recordó sus
viajes por mar alrededor de islas en medio de violentas tormentas, mareos y enfermedades—. Y
nosotros contamos con ciento sesenta barcos de guerra, ¿no es cierto?
—Eso es. He ordenado a mi almirante que tome posiciones en la isla de Lade, que no se enfrente
a los persas sino que selle la entrada en el Puerto. Pronto estará en posición —anunció Alejandro
con voz cortante. Telamón sospechó que el rey no le estaba contando todo.
—¿Y no intentarán los persas abrirse paso por la fuerza? —preguntó el médico.
—No, no, es demasiado peligroso.
—¿Y el golfo de Micale?, es una cadena de montañas que rodea la costa.
—Es muy montañoso, excepto el estuario de Maeander —Alejandro dio unas palmaditas con su
dedo achaparrado sobre el mapa que Telamón acababa de improvisar.
—¿No resulta curioso? —murmuró éste—. En Cartago conocí a un médico, un fenicio. Defendía
esa extraña teoría médica según la cual el corazón bombea sangre mientras el cerebro envía mensajes
a diferentes partes del cuerpo: no lo podía demostrar pero era un gran orador. Solíamos bajar a los
acantilados desde los que se divisaba el mar y nos sentábamos allí; contemplábamos el cielo y el
agua de Cartago, sobre todo la salida y la puesta de sol, de un tono violeta muy intenso, inolvidable.
—Sí, he oído hablar de ello —comentó Alejandro.
—Bien —continuó Telamón—, en una ocasión, vimos cómo dos barcos de guerra fenicios traían
a remolque un barco de mercaderes que encontraron hundiéndose en el mar. La tripulación había
muerto de sed y de hambre. Debieron de perderse o sufrir las consecuencias del tiempo. En fin,
majestad, lo que os quería decir —prosiguió— es que podéis sitiar una ciudad, pero ¿qué me decís
de cien barcos?
Alejandro echó a un lado a su médico y contempló el mapa. Se arrodilló, con los puños
apretados, como un apostador esperando la última tirada de dados que le podría conceder la victoria.
—¡Telamón! ¡Vos y vuestras historias! ¡Vos y vuestras historias!
Con la cara sonrojada por la emoción, Alejandro se puso en pie. Se escuchó acto seguido cómo
alguien llamaba a la puerta y Aristandro se coló en la sala como una sombra.
—Justo cuando estoy contento —exclamó Alejandro—. ¿No habréis traído más cartas de mi
madre?
Aristandro miró malintencionadamente a Telamón; siempre le había molestado la confianza que
el rey depositaba en el médico.
—He estado muy ocupado con vuestros asuntos, majestad, haciéndoos un hombre rico. Hay
determinadas propiedades que ahora serán vuestras.
—¿De qué estáis hablando? —le preguntó Alejandro enojado, recogiéndose el manto.
—De la propiedad confiscada a Hesíodo, Arela y al resto —explicó Aristandro—. Y lo más
sorprendente de todo es que el criado de Demades, Sócrates, murió siendo un hombre muy muy rico.
He seguido la pista de sus depósitos de oro y plata hasta los mercantes cerca de la Puerta del Pavo
Real. En los últimos años reunió una pequeña fortuna.
—Su amo, Demades, era también un hombre muy rico —replicó el monarca—. Su criado debió
de compartir con él su prosperidad. Me alegro por la riqueza más que por la noticia. ¿Eso es todo?
Aristandro, cariacontecido, dio un paso atrás.
—¡Bien! —dijo Alejandro—. No es momento de enfados, Aristandro, nos acompañaréis, vamos
a pasar.
El rey casi salió a embestidas por la puerta. Afuera, miembros del regimiento de los Guardas
estaban mezclados con los del coro. Alejandro se abrió camino dando palmadas. Aristandro levantó
la vista al cielo y tendió una mano a Telamón como lo haría una mujer con su marido.
—¿Caminamos juntos, Telamón?
El médico no le hizo caso incluso cuando Alejandro, al darse cuenta de que no le habían seguido,
regresó echó una furia.
—¡Vamos, vamos!
Ambos se apresuraron a obedecer. Afuera, los compañeros reales, Hefestión, Ptolomeo y
Amintas, conversaban con Agis y Apeles. El pintor se había cambiado e intentaba limpiarse la
pintura de las manos y de la cara. Alejandro les interrumpió. Pasó sus brazos entre los de Apeles y
Agis como si fueran grandes amigos.
—Imita a su padre —susurró Aristandro—, Filipo siempre tenía el detalle de escoltar a casa a
sus honorables huéspedes.
—¡Lo he oído! —gritó Alejandro—. ¡Ahora, vamos!
Ptolomeo, caminando tras Telamón, imitó al rey al tomar a Seleuco y a Amintas también por el
brazo. Pasaron por el jardín del gobernador.
—Quiero enseñaros algo —anunció Alejandro.
Cruzaron el prado hacia un pabellón situado en el jardín, una estancia pequeña de columnas
decorada con manojos de uvas negras, hojas verdes y tallos rojos. Alrededor del techo habían
pintado con acuarela una guirnalda de pétalos azules y blancos. Las alargadas columnas eran
alternativamente de color rojo y azul, el marco de la puerta, blanco, pero resaltado en azul, y el suelo
era de madera encerada.
—Me gusta —exclamó Alejandro contemplando el edificio—. Apeles, haced un dibujo y
enviádselo a mi madre —y sin esperar respuesta avanzó por el camino que llevaba a la puerta
principal.
»No tenéis muy buen aspecto, Apeles —afirmó Alejandro en voz alta para que todos lo oyeran—.
Esos arañazos en la cara y en las manos… Sois demasiado torpe con el cuchillo. Telamón os
aconsejará que siempre os limpiéis las heridas con una mezcla de mirra. ¿Por qué os aguantáis el
estómago? ¿Tenéis problemas con la vejiga?
El pobre Apeles tartamudeó algo como respuesta. Telamón escuchó la risa reprimida de
Ptolomeo.
—Y me he dado cuenta de que vuestra muñeca está más rígida de lo normal. ¿Qué recomendáis,
Telamón? —gritó por encima del hombro.
—Árnica —respondió el médico.
—Me alegra que hayáis venido —prosiguió Alejandro volviéndose a Agis—. Deberíais haber
traído a vuestra pequeña, ¿cómo se llama?
—Rhoda, majestad —Agis parecía claramente incómodo al encontrarse tan cerca del rey.
—¡Ah, sí, Rhoda, un nombre precioso! Ahora mirad, Agis, cuando me marche de Efeso os
convertiréis en magistrado jefe. No quiero más luchas. La democracia debe reinar en esta ciudad y en
todas las que libere del yugo persa. Quiero oficiales elegidos por votación, tribunales de justicia
honestos y no más derramamiento de sangre. Podéis comunicar a los efesios que les he dispensado de
los impuestos que solían pagar a los persas, pero advertidles también de que impondré uno para el
Templo de Artemisa y una contribución para mi arca de guerra.
En aquel momento, atravesaban las puertas de la ciudad. Más guardias se les unieron, escoltando
al grupo del rey por ambos flancos.
—Ptolomeo, sé que os estáis riendo de mí —gritó Alejandro—. Siempre os ha gustado burlaros.
¿Tenéis alguna idea de cómo enfrentaros a la flota persa en Mileto?
Al no escuchar respuesta alguna por parte de Ptolomeo, Alejandro se volvió hacia Apeles para
insistirle en que utilizara el marrón claro a la hora de pintar la forma del cuerpo humano. Telamón
levantó la vista al cielo; el azul empezaba a mezclarse con tonos rosáceos mientras el sol se ponía.
Las sombras de los cipreses y de los plataneros a ambos lados se alargaban cada vez más, la brisa se
tornó más fría y refrescante. Alejandro todavía estaba hablando cuando la primera flecha zumbó por
encima de su cabeza.
La segunda le dio de pleno en el pecho y le envió tambaleándose a los brazos de Telamón. Agis
intentó sostenerlo mientras se desplomaba. Telamón tendió al rey en el suelo y, como el resto, se lo
quedó mirando horrorizado en silencio.
El rey tenía los ojos cerrados, pero luego los abrió. Estaba un poco pálido y se había mordido la
comisura del labio. Telamón lo contemplaba sin poder dar crédito a sus ojos mientras los guardias
habían recuperado el juicio y corrían hacia los árboles.
—Os ha alcanzado una flecha —afirmó Telamón.
Distinguió la marca de ésta en la túnica verde oscuro del rey y a su lado la flecha, que yacía
sobre el camino con la fea y mordaz punta caída a un lado.
Los compañeros de Alejandro salieron de su ensimismamiento y empezaron a emitir órdenes: los
guardias rodearon al grupo protegiéndolos con sus escudos redondos. Un cuerno tocaba ya la señal
de alarma. Telamón palpó el pecho de Alejandro, pero éste le apartó la mano. El médico recogió
entonces la flecha: era larga y oscura, hecha con madera finísima de corno y con plumas de buitre
para volar mejor. La punta rota tenía una barba muy afilada, como un arpón, para hacer que resultara
imposible arrancarla de la carne humana. Telamón se la entregó a Alejandro que la tomó entre el
índice y el pulgar; mientras le daba la vuelta, el metal limado resplandeció bajo la luz del sol.
Los guardias que habían estado buscando al asesino oculto regresaron sacudiendo las cabezas. Se
sacaron los cascos con plumas y casi sin aliento anunciaron que no habían encontrado a nadie, que el
asesino había desaparecido. La presión alrededor de Alejandro creció, hubieron empujones y gritos.
Agis se había apartado del grupo y permanecía sentado a la sombra de un árbol recomponiéndose.
Aristandro, gritando a sus hombres para que mantuvieran sus escudos en alto, ordenó una retirada
general hacia palacio. Otro soldado se acercó corriendo trayendo consigo la flecha que había
sobrevolado sus cabezas y que era del mismo tipo que la que había alcanzado al rey. Telamón las
examinó y distinguió la letra «C», la señal del Centauro, labrada en ambos laterales. Alejandro las
cogió y ordenó a todos que se echaran hacia atrás. Luego, levantando las manos en dirección al sol
que se ponía, exclamó:
—¡Zeus Todopoderoso! ¡Creador del Mundo! ¡Escuchad a vuestro hijo! ¡Os doy las gracias y os
muestro mis respetos por haberme enviado a vuestra hija Artemisa con su sagrado escudo para que
me protegiera de la maldad de mi enemigos!
Alejandro se volvió hacia la multitud agrupada. El color le había vuelto a las mejillas y los ojos
le resplandecían.
—Iba caminando —declaró arrastrando las palabras— cuando… ¡que los dioses sean mi
testigo!, vislumbré una flecha que venía en mi dirección. Entonces olí la fragancia de un perfume y
entreví, bajo la apariencia de una lluvia de oro, a la divina Artemisa que se interpuso entre mi cuerpo
y esa flecha mortal. La vi alzar su escudo y fui testigo de cómo la maldad de mis enemigos quedaba
truncada. Que la noticia corra por todo Efeso: ¡Artemisa ha salvado a Alejandro! Artemisa, que
estuvo presente en mi nacimiento, ha mostrado una señal de favor al rey. ¡Que todos aclamen a
Artemisa, Diosa de los Efesios!
Sus palabras fueron acogidas por un clamor de aprobación. Los soldados martillearon sus
espadas contra los escudos. Telamón, sin acertar a pronunciar palabra, sólo podía mirar al rey, que
sostenía las flechas como si fueran los rayos de Zeus. Ptolomeo contemplaba la escena boquiabierto.
El gordo de Seleuco, de cabellos rubios, se limitaba a rascarse la cabeza y a mirar hacia el cielo.
Aristandro, muy nervioso, gritaba que el rey debería regresar a palacio. Sin embargo, Alejandro,
pasando su brazo por el de Apeles y llamando a gritos a Agis, declaró con orgullo que con Artemisa
a su lado, ¿a quién podía temer?
***
***
***
Telamón y Casandra, acompañados por Aristandro, llegaron a la casa de Dión poco después del
amanecer y comprobaron que el duelo ya se había iniciado. Al pie de la puerta se habían depositado
platos de comida para el mensajero del Hades. Paños oscuros colgaban de las ventanas, abiertas de
par en par, al igual que las puertas, para permitir el paso libre del alma del muerto hacia el otro
mundo. Los criados permanecían sentados en el patio, vestidos con ropa que habían alquilado pero
con la cara y el cabello cubiertos de polvo y cenizas. El llanto agudo y sobrecogedor de una mujer se
escuchaba por todo el patio. El agua ya no brotaba de las fuentes, se habían retirado las macetas de
flores y colocado botes con agua en las puertas para que los visitantes se pudieran purificar al entrar
y salir.
—¿Suicidio o asesinato? —preguntó sin tacto alguno Aristandro mientras eran conducidos al
interior de la casa por el vestíbulo. Era un lugar lujoso, de columnas pintadas con vivos colores,
escenas de caza representadas en las paredes, mobiliario muy caro dispuesto con gusto alrededor de
las pequeñas mesas barnizadas para los banquetes.
—¡Por respeto al muerto! —musitó Telamón—, bajad la voz y guardaos para vos vuestras
especulaciones.
Fueron recibidos por un chambelán, que les explicó que la señora Nectara se había retirado a su
dormitorio, sobrecogida por el horror de la situación. Telamón le expresó sus condolencias y pidió
ver el cuerpo.
—¿Se han llevado el cuerpo abajo? —le espetó Aristandro con brusquedad.
El chambelán, un libio de rostro oscuro, desvió la mirada ante tal ruptura de protocolo.
—Creo que es mejor que nos presentemos como es debido —intervino Telamón.
Le informó de que habían sido enviados por orden expresa del rey. El chambelán se tranquilizó,
sobre todo cuando Telamón le entregó una generosa donación para que los criados pudieran celebrar
un majestuoso funeral para su señor y que se esperaba acompañara un grupo de plañideras.
—¿Se han llevado el cuerpo? —preguntó de nuevo el médico.
El chambelán negó con la cabeza.
—La señora Nectara se desmayó. Iba a descolgar el cuerpo del señor pero luego pensé, pensé…
—explicó rompiéndosele la voz.
—Os acordasteis de lo que dice la ley, ¿verdad? —Le ayudó Telamón—, que una víctima de
muerte inesperada debe dejarse en el lugar donde se encontró.
—Sí, sí, eso es —aseveró el chambelán rehusando encontrarse con la mirada de Telamón.
—Recibimos vuestro mensaje —continuó el médico— de que vuestro señor se había colgado.
¿Pensáis que se suicidó?
—No creo que mi señor… veréis, yo era su administrador —empezó con tono vacilante.
—¿Queréis decir que vuestro señor no era un hombre capaz de quitarse la vida? —preguntó
Telamón.
—Era tan sólo un hombre en muchos sentidos —confesó el chambelán—. Era muy duro en
ocasiones, pero ¿por qué iba a quitarse la vida? Era rico y poderoso.
—¿Hubo visitas ayer por la noche?
—No que yo sepa.
—¿Ocurrió algo fuera de lo normal?
—Mi señor se mostró reservado. Él y su esposa cenaron solos, una cena ligera y después regresó
a su oficina. Bebió más vino, se fue a la cama, pero…
—¿Bajó otra vez? —inquirió el médico.
—Sí, sí, debió de hacerlo.
Explicando lo que había pasado, el chambelán les condujo hasta la oficina. Telamón paseó la
vista por el interior de la estancia. Era grande, había sido enyesada recientemente y no contenía
ningún cuadro; sólo unos cuantos paños de colores a modo de colgaduras decoraban las paredes. Se
trataba de una habitación austera: un escritorio cubierto de manuscritos, tinteros y plumas, detrás de
éste una silla empujada ligeramente hacia atrás. Bajo la ventana podían verse también un banco,
taburetes, cofres y arcas. Telamón intentó concentrarse en su trabajo habitual. Entrevió el cuerpo de
Dión por el rabillo del ojo, colgando tristemente del extremo de una larga soga: aquello tendría que
esperar.
—¿Apreciasteis alguna señal de violencia?, ¿algo que indique que alguien pudo irrumpir en la
sala? ¿Se han tocado sus documentos y cofres?
—Ya los he registrado —replicó el chambelán—, ¡nada!
Telamón permanecía en la puerta. Tenía el escritorio frente a él, con la silla detrás. Miró hacia
las ventanas, una situada al fondo de la pared y la otra en la pared a su derecha. Ambas estaban
abiertas y guardadas en el exterior por criados, como dijo el chambelán, para mantener alejados a los
curiosos.
—¿Quién ha quitado las contraventanas? —preguntó Aristandro.
—Tuvimos que hacerlo, ya veis lo que pesa la puerta.
—Este lugar apesta a muerte —murmuró Casandra.
Telamón no dijo nada y se limitó a observar el rostro grotesco y retorcido del cadáver, el rictus
de la muerte que había transformado los rasgos saturninos de Dión.
—He visto muchos cadáveres —susurró—, pero no por ello es menor el horror de la muerte.
Estudió la soga, estaba atada con fuerza y el nudo, justo debajo de la oreja derecha de Dión,
provocó que éste ladeara la cabeza. La cuerda soportaba una fuerte tensión a la altura del gancho.
Telamón volvió a observar la boca entreabierta, la lengua hacia afuera y los labios sobresaliéndole,
la mandíbula entera hacia delante, los ojos medio abiertos ahora sin vista mirando hacia abajo. El
médico tocó la mano del hombre: fría como el hielo, con los dedos enroscados.
—Hace rato que está muerto. La carne ha perdido la temperatura y los músculos se han
endurecido.
Se agachó sin importarle la orina que había manchado los tobillos desnudos del ahorcado y parte
del suelo. Se le había resbalado una de las sandalias, que ahora le colgaba del pie, volviendo la
escena todavía más macabra.
—¿Por qué esa orina? —preguntó Aristandro.
—Había bebido mucho vino —explicó Telamón señalando la mesa—, tendría la vejiga llena y
ésta se vació debido a la muerte violenta.
Pidió al chambelán que trajera agua fresca y toallas; el hombre obedeció de inmediato. Telamón
recogió el taburete de patas largas. Casandra lo aguantó mientras él se subía encima.
—Tengo más o menos la misma altura que Dión —afirmó Telamón alargando las manos hacia la
viga del techo—. Sí, y puedo hacer un nudo en el gancho, pasarme la soga alrededor del cuello,
apretarla y apartar el taburete de una patada —observó los dedos—. Aristandro, ¿podéis traerme un
cuchillo?
El Guardián de los Secretos trajo un cuchillo de hoja muy fina que entregó a Telamón, mientras
éste agarraba la cuerda.
—¡Bien!, voy a cortarla. Casandra, Aristandro —ordenó—, aguantad el cuerpo y depositadlo a
continuación en el suelo.
Aristandro se mostró reticente, Casandra lo apartó de un codazo y agarró el cuerpo justo por
debajo de las rodillas. Telamón cortó la cuerda y Casandra bajó el cadáver hasta el suelo. El nudo
alrededor del cuello estaba muy prieto, era un nudo doble justo debajo de la oreja derecha. Telamón
arrugó la nariz ante aquel hedor a muerte, a corrupción. Aflojó el nudo y el cuerpo soltó una
bocanada de aire a través de la boca medio abierta. Aristandro dio un salto atrás.
—No es más que aire atrapado —le tranquilizó Telamón.
El médico examinó el rostro de Dión, el color amoratado de las mejillas, los ojos saliéndosele
de las órbitas, la mandíbula prieta, la lengua inflamada aprisionada con fuerza entre los dientes.
Telamón se fijó en la mancha de saliva seca de su barbilla.
—Vomitó algo, seguramente a causa de la sacudida.
—¿Se suicidó? —preguntó Casandra.
Telamón arremangó la túnica de Dión, examinó sus muslos y piernas antes de prestar atención a
sus muñecas y dedos.
—No veo señal de que fuera atado o inmovilizado.
Telamón dio la vuelta al cuerpo, indiferente ante el hedor provocado por los gases que
abandonaron repentinamente el estómago del muerto. Examinó la espalda pero, excepción hecha de
pequeños rasguños y cortes, granos y espinillas, no encontró nada extraño. Telamón sintió cómo los
músculos se endurecían ante el rigor propio de la muerte. Ladeó el cuerpo de nuevo, le bajó la túnica
y estudió las sandalias: una le colgaba suelta a causa de la rotura de una de las correas. Telamón no
pudo determinar si esto era debido a algo que había sucedido antes de la muerte o simplemente a un
accidente. De nuevo examinó la cabellera y la masajeó.
—No hay señales de golpes ni contusiones —anunció—. Casandra, examinad el vino con
cuidado.
Se acercó al escritorio; Aristandro ya se encontraba husmeando entre los papeles acumulados
allí. Telamón se subió de nuevo al taburete para hacer un simulacro del suicidio de aquel ingenioso
abogado.
—Le habrá resultado fácil —afirmó—. Este gancho es de hierro, está profundamente clavado en
la viga y es lo suficientemente seguro para sostener su peso —fingió pasarse una soga alrededor del
cuello y luego hizo como si se la apretara, se quedó sobre el taburete durante un rato y finalmente
saltó al suelo.
El chambelán regresó con una jarra de agua, una palangana y una toalla. Telamón examinó de
nuevo el cuerpo, prestando especial atención a las uñas. Se fijó en los callos y en las manchas de
tinta en la mano derecha del hombre.
—¿Vuestro amo estaba muy ocupado escribiendo ayer por la noche?
—Oh, sí señor. Estaba echando un vistazo a las cuentas. Las había dejado de lado debido a los
recientes alborotos.
—Aquí no veo nada —declaró Aristandro un tanto enojado y sin hacer caso del silbido de
desaprobación del chambelán mientras él reunía en un montón los manuscritos sobre el escritorio.
Casandra estaba junto a la ventana olisqueando la copa y la jarra.
—Es un vino muy suave —anunció—. No veo nada extraño —sonrió tímidamente a Aristandro
—. Tal vez lo podríais probar por nosotros.
—Yo lo haré señor —se ofreció el chambelán—. Yo mismo traje esa copa y ese vino.
Cruzó la estancia, llenó la copa y la levantó en dirección al cuerpo como si quisiera hacer un
brindis.
—No tenéis por qué hacerlo —le advirtió Telamón—. Deberían examinarla.
—Todos estamos bajo sospecha —replicó el chambelán, su cara llena de polvo y empapada en
lágrimas sonrió lánguidamente—. Cuando un señor muere, sus criados son siempre sospechosos,
sean cuales sean las circunstancias.
Y antes de que Telamón pudiera objetar, levantó la copa y la vació de un trago. El chambelán
tosió, escupió y luego sonrió.
—Siempre pruebo el vino que mi señor bebe. No he detectado nada extraño.
—En caso de que no os encontréis bien, decídmelo —le rogó Telamón.
—¿Es necesario que haga eso? —preguntó el chambelán señalando a Aristandro que ahora había
abierto un cofre y estaba examinando los documentos.
—Es portador del sello real.
—¡Y también tengo a mi guardaespaldas fuera! —espetó Aristandro sin levantar la cabeza—.
Haré lo que quiera e iré donde quiera en esta casa. Oh, por cierto, médico —dijo el Guardián de los
Secretos señalando al cuerpo—, ¿fue un asesinato o un suicidio?
—Debió de ser un suicidio —declaró el chambelán.
Telamón dio unas pataditas con su sandalia sobre el suelo de piedra.
—¿Hay alguna entrada secreta?
—No —respondió el chambelán—, sólo la puerta y las ventanas.
Telamón se acercó y abrió la puerta, examinó el dintel y las gruesas bisagras, cuatro en total, que
aguantaban la pesada puerta de cedro en su lugar. A continuación estudió la intrincada cerradura y
los cerrojos del interior, tanto los de arriba como los de abajo.
—Todo en orden —dijo—. Quisiera ver el exterior.
El chambelán le condujo hacia afuera.
—Todavía no siento ningún efecto —le confesó—, ¿es que sospecháis algo, señor?
Telamón se detuvo a medio camino en el pasillo.
—¿Estáis seguro de que las puertas y las contraventanas estaban firmemente cerradas?
—Se había echado la llave y corrido los cerrojos —le confirmó el chambelán.
—Venid, os lo enseñaré.
Cuando entraron en el patio Agis y Peleo se encontraban allí, manteniendo una profunda
conversación con algunos de los criados pero la interrumpieron cuando vieron salir a Telamón.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Agis.
Peleo se quedó rezagado, dedicando una mirada oscura al médico como si lo juzgara responsable
de la súbita muerte de su colega.
—Conocíais a la víctima mejor que yo —replicó Telamón—, ¿es posible que Dión decidiera
quitarse la vida?
—¡Cualquier otro sí, pero Dión no! —protestó Agis—. Dión amaba el poder, el latido y el pulso
de la ciudad, la intriga, las conspiraciones. Él se sentía feliz cuando conspiraba.
—¿Os dijo algo que os hiciera pensar que había sido amenazado o que fuera víctima de un
chantaje?
—Era un poco reservado —intervino Peleo—, algo taciturno, bastante cortante con sus maneras y
su actitud. Pensé que estaba afligido por Hesíodo —añadió bajando la voz—, o incluso por Arela.
—El rey nos hizo llegar la noticia —confió Agis.
—¿Cuándo visteis a Dión por última vez? —preguntó Telamón.
Agis soltó el aire de sus carrillos.
—Ayer por la mañana, después del banquete.
—¿Y por la tarde? —preguntó el médico.
—Estaba en casa con mi hija Rhoda. Mis criados atestiguarán que trabajé hasta tarde, y antes de
que preguntéis a Peleo —sonrió Agis—, él se encontraba en compañía de sus guapos muchachotes —
explicó volviéndose ligeramente hacia él—, ¿no es cierto, Peleo?
—Mis cosas son asunto mío —replicó su compañero—. Dión era de nuestro partido, le
consideraba un amigo. Ahora me gustaría presentar mis condolencias.
Telamón les dejó marchar. Atravesó el patio y examinó las contraventanas que yacían en el suelo.
Cada una estaba formada por dos tablas de madera con un cierre en la parte interior que mantenía una
barra atravesada; y ambas barras se encontraban todavía en su sitio. Telamón examinó luego las
bisagras, colocadas en su lugar por unos cierres de bronce.
—¿Creéis que son seguras?
—Oh, sí, señor —afirmó el chambelán—. Cogimos las dos contraventanas y las desencajamos,
las dejamos ahí y entramos en la habitación de mi señor.
Telamón examinó las bisagras y contraventanas así como los dinteles de ambas ventanas. Los
marcos eran recios, a pesar de que la madera había saltado en el lugar en el que se habían arrancado
los cierres de bronce.
—¿Qué sospecháis? —le preguntó Casandra.
—Nada.
Telamón se dirigió al jardín de hierbas, se agachó y olió las fragantes plantas.
—Nadie pudo atravesar esa puerta —declaró Casandra—. Los criados dicen que las
contraventanas eran seguras, que estaban cerradas y con la barra echada.
—¿Por qué bajó la señora Nectara? —le preguntó Telamón a voces al chambelán.
—No lo sabe, señor. Creyó haber oído un ruido, pudo ser una puerta al cerrarse o un zorro que
vagabundeaba por ahí —el chambelán se encogió de hombros—. Señor, ¿podemos llevarnos ya el
cuerpo? Parece que hoy va a hacer calor, deberíamos vestirlo.
Telamón estuvo de acuerdo, se puso en pie y regresó al patio. Agis y Peleo habían desaparecido.
Aristandro se encontraba allí aferrándose a un manojo de manuscritos. Se acercó apresurado, con los
ojos brillándole de emoción.
—¡He descubierto algo! —susurró—, ¡algo realmente interesante!
Capítulo XI
«Mientras estuvo en Efeso, Alejandro ofreció sacrificio a Artemisa y celebró un desfile
ceremonial de sus tropas totalmente equipadas y en formación de batalla».
L
os jardines paradisíacos del Rey de Reyes en Persépolis eran un lugar fresco y de belleza
frondosa. Abarcaban parques, huertos y reservas de caza así como cenadores cubiertos de
parras donde Darío y sus cortesanos podían refugiarse del calor del sol. Se habían
construido grutas especiales y plantado arboledas a las que habían dado diferentes nombres: el
Jardín del Renacimiento con sus mandrágoras, amapolas y acianos que crecían alrededor de los
bordes de los estanques transparentes; el Jardín de los Sueños donde los nenúfares y las flores de las
granadas habían florecido; el Jardín de los Remedios, lugar en el que crecían sobre un suelo
especialmente importado plantas y arbustos muy apreciados por los médicos reales; el Jardín del
Deleite, que producía toda clase de verduras para la cocina de palacio: pepinos, lechugas,
calabacines, cebollas, melones, lentejas y ajo. En primavera, cuando el sol no era muy fuerte, el
pasatiempo preferido de Darío consistía en reunir a sus halcones e ir a cazar por la ribera de los
pantanos que se extendían más allá de aquellos jardines paradisíacos.
Aquel día en particular Darío se hallaba acompañado por Mitra. El rey vestía un traje de caza
bajo una túnica resplandeciente y llevaba sus suaves manos protegidas por unos guanteletes
enjoyados. En su muñeca se posaba su halcón preferido, un ave de exquisita belleza de plumaje
oscuro como el vino, pico cruel y garras poderosas. Darío se encontraba junto a una pequeña mesa
para pájaros sobre la que había carne desmenuzada. Su mirada se había perdido más allá del agua
del pantano y tenía la cabeza ligeramente ladeada, como si escuchara algún ruido. El peregrino,
amaestrado para obedecer a su amo, seguía posado sobre su muñeca, balanceándose delicadamente,
sacudiendo sus pihuelas con guarniciones de llamativos colores y provocando el peculiar tintineo de
sus diminutas campanitas. Mitra vestía una túnica blanca ribeteada, con un chal bordado sobre el
hombro. Con la cabeza afeitada le recordaba a Darío a un sacerdote egipcio.
El Rey de Reyes susurró unas palabras de cariño a su halcón peregrino mientras estudiaba al
Guardián de los Secretos Reales. En muchos sentidos Mitra también le recordaba a un halcón con
aquellos ojos hundidos, pómulos sobresalientes, nariz puntiaguda y, sobre todo, aquella mirada
oscura, como si su cuerpo estuviera en un lugar pero su alma en otro. Detrás del rey y su consejero de
confianza, a la sombra de las palmeras, aguardaban, siempre alertas, los Encapuchados, ataviados
con sus oscuras vestimentas, armados con escudos, cimitarras y garrotes. Eran los guardaespaldas de
Mitra. El rey confiaba en aquellos hombres más que en los Inmortales, su propio regimiento de élite.
Desde los espesos juncos en la ribera del pantano se escuchó como un eco el graznido de un ave; el
peregrino se movió inquieto.
—No, tranquilo, precioso —le susurró Darío, cogió un jugoso pedacito de carne y lo sostuvo en
la palma de la mano. El peregrino hizo un rápido movimiento con el pico y la carne desapareció.
—¿Algún mensaje de Efeso?
—He recibido algunos, mi señor —admitió Mitra.
—¿Tan pronto? ¿Tan rápido?
Mitra soltó una risita.
—El pez puede que se haya marchado, pero mi anzuelo sigue ahí donde estaba. Nuestro espía el
Centauro deja mensajes en la taberna de vino al otro lado de la Puerta Púrpura.
Darío asintió. Una vez el mensaje era entregado y recogido en secreto, finalmente llegaba a
manos del servicio de correos persa. Los jinetes mejor entrenados, con los mejores caballos del
imperio, atravesaban al galope la gran carretera trayendo consigo noticias sobre el bárbaro
macedonio en su ciudad de Efeso.
Darío apretó los dientes con rabia. ¡Su ciudad de Efeso!, que le había sido arrebatada tan
rápidamente como había engullido el peregrino aquel trozo de carne.
—No os angustiéis, mi señor. Efeso es una red, sedosa y pegajosa pero todavía se sostiene con
fuerza —aseguró Mitra y a continuación dio un paso al frente y aplastó una plantita con la punta de la
sandalia—. Alejandro y sus bárbaros no están acostumbrados a tanta opulencia, a la carne fresca, a
las frutas sabrosas y al vino tinto y fuerte de Quíos. Pasan el tiempo celebrando fiestas, abandonados
a sus juergas, mientras Mileto recibe refuerzos y nuestra flota apunta como una flecha hacia el Puerto
del León.
—¿Qué pasará? —quiso saber Darío—. Nuestro espía es lacónico. Mencionó que el macedonio
ha sufrido dos asaltos, pero que ambos fallaron.
—Ahrimán realmente protege al macedonio —suspiró Darío.
—Lo que se gana hoy —replicó Mitra— se puede perder mañana. Alejandro está demasiado
ocupado con su pintor Apeles. Intenta convencer a los ciudadanos de que realmente es hijo de un
dios. Ha emitido proclamaciones de que su protectora, la diosa Artemisa, le ha salvado de una
muerte repentina. Ha ordenado recepciones civiles, banquetes, marchas y desfiles. Seguirá
entreteniéndose durante bastante tiempo mientras Mileto se refuerza y nuestra flota toma posiciones.
—¿Y qué más? —preguntó Darío.
—El macedonio ha hecho el ridículo. Ofreció protección a aquellos que se refugiaron en el
Templo de Hércules y su palabra resultó no servir de nada. Fue atacado en su propio palacio, tuvo
que salir huyendo para salvar su vida, sus criados han sido asesinados, de modo que parece que no
es tan invencible como se dice.
—Sin embargo cogió a Rabinos.
—Y Rabinos está muerto, mi señor, como su mujer y sus hijos.
Darío asintió. Las muertes de los inocentes no eran asunto suyo. Rabinos era un escriba de alto
rango. Podía haber huido o, si no le fue posible, haberse quitado la vida. El castigo por tal traición
era rápido y terrible. El hombre había muerto y también su familia, una advertencia para cualquier
otro que se atreviera a contemplar la sola idea de fallar al Rey de Reyes.
—¿Y qué pasará ahora?
—Si no me equivoco —Mitra se acercó y estudió al peregrino—, Alejandro seguirá
divirtiéndose en Efeso. El Centauro le acosará. Mileto se hará más fuerte día a día y nuestra flota
atracará en su puerto. Alejandro se dará cuenta de su error pero será demasiado tarde. Marchará
hacia Mileto y cercará la ciudad pero ésta, con provisiones que le llegarán desde el mar, podrá
resistir. La flota de Alejandro, con no más de ciento sesenta barcos de guerra, será dispersada. El
bárbaro perderá un puerto importante y aquellas ciudades por las que ha pasado, Efeso incluida, se
rebelarán…
Un ave salió disparada de entre los juncos y como un rayó se elevó hacia el cielo. Darío soltó al
peregrino; el depredador remontó el vuelo por encima de su presa y el Rey de Reyes observó cómo
se precipitaba sobre ésta para darle muerte. En su imaginación se vio a sí mismo como un rayo
cayendo desde el cielo sobre el invasor macedonio.
***
***
El sol se estaba poniendo, sus últimos rayos resplandecieron sobre los obeliscos de plata, las
estatuas y las cornisas doradas de los templos y las mansiones. Telamón, de pie tras Alejandro,
contempló la gran plaza, densamente abarrotada de gente; la muchedumbre, agolpada a lo largo de la
Avenida de Artemisa, aguardaba con impaciencia el anunciado desfile militar. Según lo previsto, el
ejército macedonio marcharía a través de la Puerta Púrpura. Alejandro estaba acompañado de todo
su séquito, las principales sacerdotisas de Artemisa y dignatarios cívicos como Agis, Meleager y
Peleo. Ptolomeo, Seleuco, Hefestión, Amintas, Antípatro y Parmenio, es decir todos los generales
líderes del ejército de Alejandro, se encontraban en los escalones, ataviados con sus armaduras
moradas y grises, pañuelos dorados en el cuello y fajines lilas alrededor de la cintura; capas
ribeteadas con hilos de plata colgaban elegantemente sobre sus hombros, las piernas protegidas por
flamantes grebas y calzados sus pies con botas marciales de piel de becerro. Se tenían como héroes
griegos, los cascos de plumas bajo el brazo y sosteniendo en la mano derecha un bastón de mando
con incrustaciones de plata, señal inconfundible de su rango preeminente.
Alejandro parecía lo que pretendía parecer: el semidiós dorado, el glorioso capitán general que
había cruzado el Helesponto para liberar a las ciudades griegas del yugo persa. Una cinta plateada
ceñía sus rubicundos cabellos; sobre el coselete labrado en oro que cubría su pecho, podía
distinguirse el rostro de medusa encerrado en su medallón central; la falda nívea, de dorados ribetes,
contrastaba con los destellos plateados de aquellas lujosas grebas talladas; finalmente, unas botas
moradas completaban su galano uniforme. El rey se tenía sobre el escalón más bajo, frente a la
expectante concurrencia. Telamón sintió curiosidad por uno de sus acompañantes, un hombre vestido
con un traje muy sencillo y una túnica. Enseguida reconoció la calva, el rostro carirredondo y los
ojos taimados de Lúmenes, jefe de la secretaría del ejército. A la izquierda de Alejandro se
encontraba Aristandro inclinado sobre un bastón con mango de plata, el líder de su coro sostenía una
sombrilla para proteger la calva de su amo del sol.
Alejandro alzó su brazo con el puño cerrado: la multitud, que incluía a un gran número de agentes
de Aristandro, acogió con gritos aquel gesto y seguidamente se soltaron algunas palomas que
revoloteando se elevaron hacia el cielo. La distancia era demasiado grande y había demasiada gente
para emitir un discurso.
Alejandro posaba como un actor en una representación teatral, utilizando más los gestos que las
palabras. En la esquina al fondo de la plaza, un grupo de trompetistas, junto a portadores de
estandartes y mensajeros, esperaban la señal, preparados ya para comenzar a tocar.
—¡Por el amor de Artemisa! —protestó Casandra—. Amo, ¿hasta cuándo durará esto?
—Hasta que Alejandro esté satisfecho.
—¿Y qué planea? —insistió Casandra—. ¿Qué sentido tiene un desfile seguido de uno de sus
estúpidos banquetes? Y mañana más desfiles —añadió con desaliento—, más fiestas. ¿No estará
organizando todos esos juegos y habrá contratado a esos grupos de actores para honrar la memoria de
su padre?
Telamón se limitó a asentir con la cabeza en señal de acuerdo.
Alejandro levantó el brazo y empezó el desfile. Sonaron las trompetas y el ejército macedonio
arrancó la marcha en formación de batalla. Para saludarles, su rey montó a Bucéfalo; el mozo le
entregó un magnífico casco de batalla. Alejandro se lo ajustó y acto seguido desenvainó su reluciente
espada, gesto que fue acogido por nuevos gritos de aprobación.
El ejército desfiló ante la multitud. Primero las compañías de a pie, regimientos de infantería
resplandecientes bajo sus capas moradas, con fajines de un color parecido alrededor de la cintura.
Sus cabezas iban cubiertas por cascos beocios de bronce, con el ribete sobresaliéndoles justo por
encima de los ojos y con una larga lengüeta en la parte trasera para protegerles la nuca. A los
oficiales se les distinguía por los penachos de plumas blancas o crines de caballo.
Los regimientos ofrecían un magnífico espectáculo con sus coseletes de diferentes colores: cada
soldado iba armado con un escudo, una lanza y un talabarte alrededor de la cintura. A continuación
desfilaron los escuadrones de caballería de las compañías, con los caballos especialmente
acicalados. De nuevo, cada escuadrón se distinguía por un color diferente (morado y amarillo, rojo y
dorado), mientras que las sillas de montar de los oficiales iban cubiertas por pieles de oso, jaguar o
pantera. Acto seguido llegaron nuevas tropas de caballería, cuyos jinetes portaban simplemente la
armadura y unos cascos con una forma extraña, como si fueran pieles de animal. Éstos no fueron
acogidos con tanto clamor, ya que los efesios reconocieron a los mercenarios tracianos y tesalianos
que tenían fama de ser muy salvajes. A estos les siguieron más mercenarios: arqueros cretenses con
ligeros atuendos, soldados de a pie de Agrinión. Después desfilaron los cuerpos de élite del ejército
macedonio: los regimientos de guardias, los portadores de escudos, con sus cascos frigios, escudos
redondos y lanzas cortas. Finalmente les tocó el turno a las falanges de piqueros, las fuerzas de
ataque de Alejandro, que iban escasamente armadas y ataviadas tan sólo con una túnica, unas botas y
un sombrero macedonio de ala ancha o causía; la sarisa, una jabalina de dieciocho pies de largo, era
su única arma. El público los recibió con entusiasmo. Alejandro levantó de nuevo la espada en señal
de saludo. Incluso Telamón, aunque ya lo había presenciado en más de una ocasión, se maravilló ante
la precisión militar con la que desfilaban aquellas tropas de primera y que ahora deleitaban al
público formando cuñas, falanges y pequeños pelotones con la forma de la cabeza de una flecha o la
de un diamante. Su actuación fue recibida con una lluvia de flores y pétalos de rosa. Una vez hubo
terminado, la falange de élite, elegida deliberadamente para aquella demostración, se marchó. A
continuación la retaguardia de las columnas fue conducida por el escuadrón de caballería preferido
de Alejandro. Como la del rey, sus sillas de montar estaban cubiertas de pieles de leopardo, el arnés
y la brida eran de una piel negra brillante con tachones de plata y unas plumas rojas se movían entre
las orejas de los caballos. Estos también realizaron algunas maniobras que despertaron la admiración
del público y finalmente también se retiraron. Telamón observaba divertido aquel despliegue
espectacular. Echó de menos a los caballos más ligeros, por no mencionar a los ingenieros con su
maquinaria de asalto. Iba a preguntar a Alejandro dónde se encontraban cuando unos heraldos
aparecieron por la avenida anunciando un nuevo desfile para la tarde del día siguiente en el que
Alejandro exhibiría más de su poder militar.
Una vez anunciado, sonaron las trompetas y la multitud a lo largo de la avenida y a través de la
plaza empezó a dispersarse, regresando a la ciudad para continuar con la fiesta en las plazas de los
mercados, las tabernas de vino y cerveza, por no mencionar, como apuntó maliciosamente Casandra,
«los muchos burdeles, llenos de clientes como de granos el cuello de un mendigo».
Telamón, distraído, escuchó ruidos a sus espaldas. Los anchos y barridos escalones del Templo
de Artemisa estaban siendo rodeados por una hilera de guardias, con los cascos puestos, los escudos
en alto y las espadas desenvainadas. Rodearon a los invitados. A las sacerdotisas y a otros
dignatarios cívicos se les permitió educadamente cruzar aquel círculo de acero; al resto, incluyendo
los compañeros del rey, Meleager, Agis y Peleo, se les ordenó permanecer allí. Peleo quiso objetar y
empezó a soltar chillidos estridentes, que se acallaron de repente cuando un oficial levantó la
espada.
Alejandro desmontó, se abrió paso entre los guardias y dio unas palmadas en señal de silencio.
Señaló a aquellos que debían acompañarle y que se encontraban al pie de las escaleras. Eumenes,
con una sonrisa maliciosa en su grasiento y rollizo rostro, se acercó trayendo consigo un pequeño
saco de piel. Alejandro, impasible, metió la mano en su interior y entregó a cada persona, incluyendo
a Telamón, un pequeño pergamino.
—Lo podéis leer más tarde —declaró—. ¡No quiero objeciones! No habrá fiesta esta noche. El
ejército se encuentra ahora a las afueras de la puerta suroeste de Efeso. Mis exploradores están
llevando órdenes selladas a mis comandantes. ¡No se enviarán más hombres a los cuarteles, no habrá
ni más fiestas ni más banquetes!
—¿Por qué? —preguntó Ptolomeo.
—Nos dirigimos a toda prisa hacia Mileto, una marcha forzada a través de la oscuridad. No hay
discusión alguna, no quiero oír ni una sola pregunta. ¡Todos los que estáis aquí os pondréis en
marcha inmediatamente!
Capítulo XII
«Alejandro, cayendo inesperadamente sobre el enemigo con su ejército embravecido, se hizo
con él inmediatamente… en las afueras de la ciudad».
— L
a risa incesante y centellante de las olas del mar.
—¿Poesía? —preguntó Ptolomeo acercando su caballo al de Alejandro—. ¿Lo
habéis compuesto vos, majestad?
—No, Ptolomeo, ojalá fuese así. Telamón, ¿reconocéis la estrofa?
—Las palabras son como medicina para una mente destemplada —contestó el médico.
Alejandro echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, tranquilizando a su caballo ante el
fuerte viento que barría el acantilado.
—Decidle a Ptolomeo cuál es la obra que estamos citando.
—El límite de Prometeo, de Esquilo —explicó Telamón.
—No he oído hablar de ella —replicó Ptolomeo, tapándose la vista por el sol—. A quien me
gustaría ver en una situación límite es a la flota persa.
Telamón contempló las siniestras siluetas oscuras recortadas en el horizonte; abajo en el mar, con
las velas aferradas, el conjunto de la flota del imperio persa ahora se mantenía alejado del golfo de
Micale. A espaldas del grupo real agolpado en el acantilado se encontraba la ciudad de Mileto.
Sobre sus templos y edificios cívicos de mármol blanco, relumbrantes a la luz del mediodía, flotaban
penachos de humo en dirección al mar. Telamón movió su caballo para poder entrever el
campamento macedonio.
Alejandro se sentía rebosante de alegría. Tiró de su caballo y gritando a Telamón que le
acompañara se dirigió a medio galope acantilado abajo, olvidándose de que el borde de éste se
derrumbaba con facilidad.
—¡Puedo ver mejor desde aquí! —exclamó—. Les cogí desprevenidos, ¿verdad, Telamón?
—Siempre cogéis a todo el mundo desprevenido, mi señor.
Telamón, consciente de la vertiginosa bajada, desmontó, alejó a su caballo del precipicio y lo
maneó. Se sentó y contempló la rica vegetación meciéndose al viento, un manto multicolor de lirios y
amapolas en movimiento. En realidad Alejandro había cogido a todos por sorpresa. Las procesiones,
los banquetes, las recepciones, las representaciones de teatro y los juegos previstos habían sido una
máscara para esconder sus verdaderas intenciones. Rápido como una cobra, Alejandro había atacado
Mileto. Sus ciento sesenta trirremes, bajo el mando del almirante Nicanor, habían ocupado la isla de
Lade y obstaculizado la entrada del gran Puerto de Mileto. A bordo se encontraban miles de
mercenarios tracianos y tesalianos. Las órdenes de Nicanor habían sido muy explícitas: ocupar Lade
y bloquear el puerto. El almirante lo había conseguido. Lade había sido fortificada y los barcos de
Nicanor, unos al lado de los otros, con las proas de cara al mar, formaban un escudo efectivo contra
la flota persa, que había llegado demasiado tarde.
Una sombra cubrió la hierba. Telamón levantó la cabeza: Alejandro, montando su caballo, le
sonreía desde arriba. El médico se volvió sobre su hombro y contempló al resto de comandantes,
todavía agolpados en la punta del acantilado y señalando al mar.
***
—Todavía piensan que la flota persa es peligrosa —sonrió Alejandro y a continuación se agachó y
cogió un lirio, que examinó con curiosidad—. No sabía que leíais la obra de Esquilo.
—Asistí a una representación en Siracusa.
—¿Preferís presenciar obras de teatro o marchar? —le desafió el rey.
Telamón se frotó los ojos.
—No ha sido una marcha —protestó—, sino una carga.
Alejandro, con los ojos llenos de malicia, agazapado como un colegial, retorció el lirio entre los
dedos.
—¡Y vaya carga!, ¿eh, Telamón?
El médico desvió la mirada. Nunca la olvidaría. La caballería en los flancos, la infantería
avanzando a paso doblado a través del valle del río Maeander, el cielo estrellado, luna llena, el
canto lejano de los ruiseñores procedente de los bosques. Alejandro recorriendo a galope las
columnas, arriba y abajo, arengando a sus soldados, ordenando a todo el mundo que avanzara más
rápido.
—¡Cuanto más rápido marchemos, muchachos! —gritaba—, ¡antes llegaremos! ¡Cogeremos a los
milesios por sorpresa!
—¿Y qué hay de las mujeres? —gritó alguien.
—¡Eso os lo dejo a vosotros! —replicó Alejandro.
Durante la noche, columna tras columna, falange tras falange, escuadrones de caballos y carros
cargados con provisiones y armadura, todo el mundo se encaminó hacia Mileto a un ritmo frenético.
Detrás del ejército, un tropel de exploradores y mariscales de campamento se encargaba de los
posibles desertores, los débiles, los cansados y los vagos. Telamón había cabalgado con el grupo
real. Afortunadamente, permitieron que Casandra fuera sentada en uno de los carros. Alejandro se
comportó como un hombre poseído. Se negó a hacer un alto para comer o beber y ordenó que las
botas llenas de agua se pasaran entre las columnas de hombres en marcha cubiertos de polvo.
Ptolomeo y el resto, por supuesto, habían intentado contradecirle. Meleager, Agis y Peleo se habían
quejado amargamente, pero Alejandro se mantuvo inflexible. Sus planes estaban bien claros: los
escuadrones de caballos, informó, ya se encontraban a una distancia de ataque de Mileto, y sus
ingenieros y su equipo de asalto se hallaban tan sólo a unos pasos, escondidos entre los bosques con
la ciudad al alcance de la vista.
Por la mañana, el ejército se movió con rapidez y emprendió la ofensiva, cogiendo por sorpresa
a la ciudad de Mileto. Entonces se llevó a cabo el primer asalto de las murallas, cuyos defensores se
retiraron de inmediato en dirección hacia el segundo bloque de murallas y torres de la ciudad, es
decir hacia la segunda línea de defensa. Los macedonios entusiasmados ante la estrategia de
Alejandro se dieron al pillaje y se hicieron con comida y vino. El rey les permitió refrescarse pero
inmediatamente envió a su armamento de asalto para que aporreara por ambos lados la puerta
principal de la segunda muralla.
—¿Qué estáis pensando, Telamón?
El médico se encogió de hombros. Alejandro le pasó una bota de vino.
—No puedo pensar. Tengo el trasero entumecido, me duelen los muslos y la espalda como si me
la hubieran azotado.
—Era el único modo —replicó Alejandro—. Debía fingir que estaba haciendo el vago como un
lagarto bajo el sol. No me quedó más remedio que dar esa impresión —volvió a coger la bota, se
aclaró la garganta y escupió el vino—. Quería pillar a los espías desprevenidos, a Darío, a Memnón,
pero sobre todo a la flota persa. Si hubiera sido un poco más rápido tal vez me habría hecho con la
tercera línea de defensa. Mis comandantes que iban en el frente me han dicho que los milesios los
confundieron con mercenarios griegos que venían a reunirse con Memnón. En fin —suspiró
Alejandro poniéndose en pie—, lo que está claro es que les estropeé el desayuno, ¿verdad? Vamos,
Telamón, os enseñaré las vistas.
Descabalgaron y bajaron por el acantilado.
—Gracias a Apolo que Aristandro no está aquí —murmuró Alejandro—. No soporta las alturas.
Por cierto ¿se encuentran bien alojados nuestros amigos efesios?
—Comparten juntos una casa.
—Bien.
Alejandro se limpió los pies desnudos sobre la hierba. Llevaba puesta una túnica marrón sencilla
y el talabarte colgado alrededor de la cintura. Parecía fresco como el rocío de la mañana, afeitado y
con el cabello lavado y engrasado. El actor consumado, pensó Telamón: Alejandro jugaba ahora a
ser el astuto general, un papel que le había visto desempeñar tan bien a Filipo.
—¡Vamos! —dijo el rey cogiendo la mano de Telamón—. No os caeréis.
Regresaron a la punta del acantilado y contemplaron la ciudad de Mileto desde arriba.
—¿Veis? —señaló Alejandro—. Las murallas tienen la forma de una herradura, hay tres en total,
fortificadas para proteger a sus arqueros. Las torres sobresalen ligeramente para que puedan disparar
hacia abajo si nuestros hombres se acercan demasiado. Las puertas están reforzadas y probablemente
detrás han construido otra muralla. El suelo es demasiado duro para excavarlo así que tendré que
agujerear una de las murallas. Recuerdo lo que me dijo Filipo: concentraos en un solo sitio, dos
como máximo.
Telamón siguió con la mirada hacia donde el rey señalaba.
—Ojalá dispusiera de una máquina de asalto que pudiera disparar desde aquí —murmuró el rey
—. Es un lugar bonito, ¿verdad? —añadió con tristeza—. No quiero quemarlo. Pero andad con
cuidado Telamón, es una ciudad maldita. ¿Habéis leído a Heródoto? Cuando los griegos llegaron
aquí por primera vez no traían mujeres consigo y se casaron con las de la localidad cuyos hombres
habían sido asesinados. Los milesios todavía conservan una ley que prohíbe a las mujeres sentarse en
la mesa con sus maridos o llamarles por el nombre de pila.
El rey contempló los barcos de guerra persas que tenían una forma desafiante y amenazadora.
—La última vez ganaron los persas. ¿Conocéis la historia?
Telamón asintió.
—La flota griega salió al mar para luchar contra la persa pero ésta la derrotó, se hizo con la
ciudad, la quemó hasta sus cimientos y apresó a sus habitantes. Las noticias conmocionaron a Atenas.
Un escritor de teatro escribió un drama, La Captura de Mileto, y la audiencia se convirtió en un mar
de lágrimas. Al autor le pusieron una buena multa y los atenienses prohibieron que la obra se
volviera a representar.
—Mileto parece haberse recuperado —replicó Telamón—. Nuevos edificios…
—¿Podéis ver el de las columnas tan altas? Ese es el gran teatro. A su lado, con el obelisco de
oro arriba del todo, ¿lo veis?
Telamón no lo veía pero afirmó que sí.
—Ése es el Templo de Atenea —Alejandro, muy emocionado, atrajo a Telamón hacia sí—. ¿Y
veis ese gran templo cerca del puerto? Es su Delfinium, dedicado a Apolo, el Dios Delfín.
—¿Se rendirán los milesios? —preguntó Telamón.
—No lo creo. Tendremos que luchar para abrirnos paso. Oh, mirad el mar, Telamón. Bajo la luz
del sol tiene el color del vino, no hay nada de niebla.
—Sólo humo negro —añadió Telamón.
Alejandro captó su tono de voz.
—Es la guerra. Algunos disparan para defenderse y empieza el fuego.
Telamón desvió la mirada hacia los alrededores de la ciudad, ahora ocupados por el ejército
macedonio que había formado un campamento enorme y en crecimiento. Pudo distinguir algunas
personas, pabellones y la gran extensión de tierra devastada que separaba la punta del campamento
de la segunda muralla de la ciudad.
El resto de hombres, conducidos por Ptolomeo, se reunió con ellos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ptolomeo todavía irritado al haber sido cogido por sorpresa
—. ¡Los persas están ahí fuera!
—Ya —replicó Alejandro—, ¡y nosotros estamos aquí!
Se escuchó el canto agudo de un pájaro. Telamón levantó la cabeza hacia el cielo completamente
despejado. Se alegraba de encontrarse allí, hacia más fresco y se hallaba lo suficientemente alejado
del calor, la suciedad y el humo del campamento.
—¿Es eso un halcón? —preguntó Alejandro, siguiendo la mirada de Telamón—, ¿o un águila?
—He oído que dicen que se ha visto a un águila descansando en una de las proas de nuestros
barcos —intervino Parmenio, el comandante veterano de cabellos canosos del tiempo de Filipo,
mientras se abría paso empujando a Telamón a un lado—. Yo creo que es una señal de que Zeus está
con nosotros. Nuestra flota debería zarpar y enfrentarse a los persas. Deberíamos derrotarlos en mar.
—No estoy de acuerdo —contestó Alejandro todavía observando al pájaro planeando alto en el
cielo—. Si el águila descansaba en uno de nuestros barcos, Zeus nos está diciendo que deberíamos
quedarnos en tierra y derribar a la flota persa desde la orilla.
—¿Y cómo podemos hacer eso? —preguntó Ptolomeo.
—No —afirmó Alejandro sacudiendo la cabeza, con los ojos entrecerrados por el sol—. No creo
que sea un águila, debe de ser un halcón o un buitre.
—¡Como si fuera el maldito Ícaro, me da igual! —gruñó Ptolomeo—. ¡Majestad, cientos de
barcos de guerra persas ocupan el mar! Van cargados de soldados, si desembarcan…
—Cierto —admitió Alejandro—. Van repletos de soldados y los barcos están gobernados por los
mejores marineros que hay desde Fenicia a Chipre. Y hay demasiados —continuó el rey—. Nuestra
flota es demasiado pequeña y la gobiernan los atenienses, en los cuales no confío en absoluto —hizo
una pausa—. Sólo si nos quedamos en tierra podremos derrotar a la flota persa.
—¿Cómo? —preguntaron Parmenio y Ptolomeo al unísono.
Alejandro alargó la mano y pellizcó la punta de la nariz de Ptolomeo. A continuación paseó la
vista entre sus comandantes.
—Miraos —les reprendió—. Todos listos para luchar. ¿Queréis otra batalla como la de
Gránico? Pues no será así, no esta vez.
—¿Por qué no nos decís lo que vais a hacer? —le preguntó Ptolomeo—. Sois como una mujer…
—Y el insulto recién pronunciado murió en sus labios.
La sonrisa de Alejandro desapareció.
—Quiero decir…
—Ya sé lo que queréis decir —Alejandro señaló sus caballos, que mordisqueaban algo de hierba
—. Todo ser bajo el sol necesita comer y beber. Imaginad, Ptolomeo, que sois comandante de un
barco de guerra persa. Tenéis a cientos de hombres a bordo, marineros, infantes de marina, soldados.
¿Dónde creéis que harán sus necesidades?
—Pues allí mismo.
—De modo que los barcos no estarán muy limpios, ¿verdad? —replicó Alejandro—. Si
permanecen ahí mucho más tiempo, y el viento cambia, hasta podremos olerlos. ¿Y qué comerán? —
continuó—. No pueden encender una hoguera. ¿Y qué les queda? ¿Algo duro para comer como
galletas, pan seco o carne curada?
—A los persas les encantará —se rió Seleuco.
—¿Y qué beberán? —prosiguió Alejandro—, ¿vino acuoso?
—Bueno, agua.
—Claro —respiró hondo Alejandro—. Imaginad que sois un soldado persa que vivís en unas
condiciones incómodas y repugnantes. Coméis raciones que parecen hierro, tenéis la boca y los
labios llenos de salmuera, hace mucho calor y queréis beber. ¿Dónde iríais?
Ptolomeo se ruborizó avergonzado.
—Vamos, vamos, Ptolomeo —le retó Alejandro—, ¿dónde iríais?
—A la orilla —declaró Parmenio—, en busca de agua fresca.
—¿Y dónde iríais a buscar agua para tantos hombres? Vamos, todos lo sabemos: a la boca de un
río o un estuario: el único que hay es el Maeander, y está firmemente tomado por nuestras tropas.
Los comandantes de Alejandro le miraron cariacontecidos. El rey aplaudió, dando saltitos de un
pie a otro como un muchacho que ha hecho un truco a sus amigos.
—¿Lo veis? Los persas no pueden llegar a Mileto porque les hemos bloqueado la entrada al
puerto. Pueden navegar cuanto quieran arriba y abajo mientras se asan bajo el sol. Una cosa os digo
—aseguró Alejandro señalándoles con el dedo—: le doy dos días como máximo a la flota persa,
luego se marcharán para lavarse, coger provisiones y llenar de nuevo sus jarras de agua —señaló
hacia la ciudad—. ¡Los milesios están solos! Bueno —sonrió—, hasta que nos unamos a ellos.
Una hora más tarde, Alejandro y sus compañeros, protegidos por un grupo de exploradores,
galoparon en dirección al campamento macedonio. El paisaje que ahora contemplaban era
radicalmente opuesto al de aquel acantilado cubierto de flores y hierba. Las afueras de Mileto habían
sido tomadas y cada casa ocupada por los soldados de Alejandro. Las calles estaban sembradas de
suciedad y restos de la fiera batalla cuerpo a cuerpo que había tenido lugar. A pesar de la dura
marcha, los soldados destilaban buen humor: se habían hecho con algún que otro botín y con comida
del día. Alejandro les había asegurado que dentro de poco podrían pasearse por el puerto del León y
tomarse un vino a la sombra de las palmeras.
Alejandro se había instalado en una mansión enorme y fastuosa, construida justamente en la
entrada de la primera muralla de la ciudad y rodeada de apacibles huertos. Habían acondicionado
una pequeña cámara en la parte trasera para el médico y su ayudante. Cuando Telamón llegó,
Casandra yacía tumbada en el catre; habían hecho todo lo posible por limpiar la habitación y la
pequeña antecámara donde Telamón debía atender a sus pacientes.
—Hay algo de comida en el arca cubierta con un paño —murmuró Casandra sin volverse—. Se
la robé al intendente real. Sólo tiene ojos para mi escote así que mis manos pudieron hacer lo que
quisieron.
Telamón se sacó la túnica sucia. Cogió un paño húmedo y se limpió el polvo y el sudor del
cuerpo.
—¿Habéis tenido pacientes? —preguntó.
—¿Qué si he tenido paciencia? —se burló Casandra.
—Ya sabéis lo que quiero decir.
Casandra se volvió sobre la cama y se sentó en la punta del catre.
—Tan sólo pequeños cortes y moratones. Si el gran conquistador se sale con la suya, pronto
tendremos mucho trabajo, ¿eh? ¿Qué es toda esta locura? —preguntó enfadada.
—La locura de Alejandro —replicó Telamón abriendo la pequeña arca y tomando una túnica
limpia—. Una inteligencia formidable y una velocidad implacable, trucos que aprendió de sus
padres. Mientras estábamos en Efeso, Alejandro envió en secreto tropas hacia la costa. Los barcos
de Nicanor les recogieron y navegaron hacia Lade. Simultáneamente, escuadrones de caballería,
ingenieros con todo su equipo de asalto, tomaban posiciones cerca de Mileto y allí permanecieron
ocultos.
—¿Y ahora? —preguntó Casandra frotándose los ojos—. ¿Qué pasará ahora?
—Los ingenieros de Alejandro están ya preparados para sitiar la segunda muralla. ¡Tendrá lugar
el gran asalto en un abrir y cerrar de ojos! —exclamó Telamón chasqueando los dedos—. Podría ser
hoy o mañana.
Casandra le miró con curiosidad; sus ojos, verdes como los de un gato, estaban enrojecidos y
ojerosos por la falta de sueño.
—Sé cómo sois, Telamón.
—Entonces ya sabéis más que yo.
—Llevamos aquí, ¿cuánto?, ¿dos días?, y os habéis rodeado de un halo de misterio —señaló
hacia la ventana—. Os habéis quedado ahí una hora esta mañana, simplemente mirando. Sabéis quién
es el Centauro, ¿verdad?
—Lo sospecho —Telamón se sentó en el borde de la cama—, pero todavía debo sortear uno o
dos obstáculos. Como si se tratara de una cuenta de números, los voy sumando pero el resultado es
erróneo.
—¿Pudo Sócrates haber hecho todo eso por el amor de una mujer?
—París sacrificó Troya por los tirabuzones de oro de Helena. Una vez me enamoré —continuó
Telamón—. Me pregunto qué habría hecho. Cualquier cosa, supongo.
—¿Me podríais amar?
Telamón se puso en pie y se dirigió a la ventana.
—¿Podríais amar a la Pelirroja? —insistió Casandra.
Telamón se volvió y la miró.
—Os estáis convirtiendo en parte de mí, Casandra, poco a poco, día a día. No os quejáis y sabéis
mantener a raya a Alejandro —sonrió—. Sois tan buen médico como yo, pero estamos en guerra.
Alejandro va abrir una brecha en la muralla.
La sonrisa desapareció del rostro de Casandra.
—¡Oh, no! —exclamó incorporándose sólo a medias. Telamón le indicó que se tumbara—. ¿Os
llevará con él?
Telamón asintió.
—Soy su médico personal. Alejandro confía su atención médica a muy pocas personas. Fue
herido en el Gránico, y podría volver a suceder. No os preocupéis. Me mantendré cerca de Cleito El
Negro, con los ojos cerrados y el escudo en alto. Casandra, ¿qué pasa?
La joven saltó de la cama y negó con la cabeza.
—Tengo cosas que hacer. El intendente dijo que podía darme un poco de pollo.
Y salió fuera de la habitación antes de que Telamón pudiera detenerla. Permaneció un rato
cavilando, suspirando y revisando las anotaciones que había hecho la noche anterior. Afuera un
soldado cantaba dulcemente sobre el amor de su vida en algún bosque oscuro a muchos kilómetros de
distancia. Telamón se sentó en un taburete y estudió el manuscrito; estaba confundido. Había
estudiado la confesión de aquel loco que había quemado el Templo de Artemisa. Recordó el otro
templo, frío y oscuro, con aquellos cadáveres desparramados, Sócrates moviéndose como un
demonio y, fuera, la figura enmascarada de su amo, el verdadero asesino. Telamón cerró los ojos.
Otra imagen, Alejandro saliendo por las puertas de palacio y la flecha alcanzándole de pleno en el
pecho.
Telamón dio vueltas mentalmente a todas aquellas imágenes. Las sombras empezaron a
extenderse y el sol se hundió en el horizonte. Casandra regresó con un poco más de comida. La casa
se quedó en silencio; a lo lejos se escuchaban los ruidos del campamento. Telamón sintió curiosidad.
Los golpes aporreando las murallas, el silbido permanente de las catapultas y del resto de máquinas,
parecían haber cesado; ahora sólo se escuchaba algún que otro toque de trompeta y los gritos y
relinchos de las filas de caballos.
Telamón se retiró pronto aquella noche, todavía pensando en lo que había visto y descubierto.
Podía visualizar perfectamente la cara del Centauro, pero ¿cómo iba a probar que era culpable? De
pronto se apercibió del frío de la noche.
Casandra trajinaba por la habitación, encendió un brasero, se acercó y le echó una manta por
encima mientras se inclinaba con los labios a tan sólo unos centímetros de su cara.
—El Gran Conquistador está planeando algo —le susurró—. Todo está muy tranquilo.
Telamón sonrió adormecido.
—Es lo que sospecho. Casandra, cerrad la puerta con cerrojo y descansad. Vamos a necesitarlo.
Y a continuación cayó en un profundo sueño. De vez en cuando se desvelaba por los ruidos de la
casa y una o dos veces se despertó por el estruendo metálico de los carros y caballos. De pronto
aporrearon la puerta y Telamón saltó de la cama, contemplando la luz gris del alba que se colaba por
las contraventanas.
—¡Abrid! —gritó Alejandro.
Casandra se movió sobre la cama. Telamón descorrió los cerrojos.
—¿Estáis fresco y preparado, Telamón?
—¿Para qué? —espetó el médico.
—¡La batalla!
El rey iba vestido como un soldado de a pie, con un coselete resplandeciente sobre el pecho, una
falda roja y negra y grebas de bronce mate. Llevaba puesto el talabarte; la capa, atada alrededor del
cuello y echada sobre los hombros. Se había cubierto la cabeza con un casco frigio, dos plumas
blancas lo adornaban a ambos lados. Telamón distinguió a otras dos personas detrás.
—¡Venid! —pidió Alejandro, su voz desprovista de todo humor—. ¡Es la hora una vez más!
Telamón reconoció la siniestra maniobra y el momento de su ejecución. Alejandro planeaba un
ataque al amanecer. Intentaba abrir una brecha en las murallas de Mileto. El médico se apresuró a
vestirse y agarró su variopinta colección de armadura. Casandra se había despertado. Ayudó a
Telamón a armarse para la batalla, murmurando y maldiciendo por lo bajo mientras tiraba de las
correas y las ataba a la falda. Palmoteo las grebas y se levantó para comprobar su obra.
—Me gustaría deciros que parecéis el verdadero Héctor —declaró ella con voz grave y el rostro
oculto en las sombras—, pero claro, a él le mataron, ¿verdad? —Cogió el casco frigio y lo lanzó a
las manos de Telamón—. Lleváis las botas de marchar bien atadas. No lo olvidéis, la espada a
vuestra izquierda y mantened el escudo en alto —le besó rápidamente en la mejilla—, ¡que los
dioses os protejan, médico Telamón! Ahora será mejor que os marchéis.
Telamón cogió el escudo redondo y se adentró en la silenciosa calle. Alejandro y sus
comandantes le estaban esperando al fondo bajo la luz de las antorchas. Telamón se unió a ellos,
como lo hicieron más tarde otros. Algunos todavía estaban adormecidos y otros seguían haciendo
preguntas que Alejandro se negaba a contestar. Les condujo a través de las calles, una patrulla de
guardias marchaba al frente. Pasaron delante de distintas unidades mientras subían el camino en
cuesta. Finalmente se detuvieron en la falda de una empinada colina.
Telamón contuvo la respiración. La guerra había cambiado aquella parte de Mileto. Todas las
casas, tiendas y viviendas que se extendían hasta la segunda muralla habían sido arrasadas. El área
frente a ellas se había convertido en tierra baldía, ahora dominada por toda una hilera de artillería de
asalto: catapultas, balistas, arietes, ballestas y unas altísimas torres que contenían más maquinaría de
guerra. Bajo el cielo de la amanecida aquellas máquinas crueles portadoras de la muerte parecían
horribles criaturas del infierno. Se agazaparon a lo largo de aquel terreno inhóspito, preparados para
derrumbar las murallas de Mileto.
Los ingenieros ya estaban manos a la obra. Se cargaron las catapultas, se engrasaron las ruedas
de las torres de asalto. Arqueros especialmente formados se encargaban de las ballestas, que
funcionaban gracias a unas cuerdas de crines retorcidas y sujetas a un marco de madera y al refuerzo
de unas planchas de metal; estas máquinas eran capaces de lanzar saetas muy afiladas, lanzas, bolas
de fuego o enormes piedras. Telamón vigiló las murallas: distinguió un pequeño destello de luz, pero
los milesios parecían no ser conscientes de lo que se avecinaba.
—No se esperan un ataque al amanecer —comentó Alejandro, como un chiquillo saltando de un
pie a otro—. Y la flota persa se ha retirado, seguramente se han dirigido a Samos en busca de agua
fresca.
Telamón miró hacia abajo en dirección a la línea de batalla: cuarenta o cincuenta máquinas de
asalto, por lo menos, estaban estratégicamente dispuestas y detrás de éstas, formando un rango tras
otro, soldados de a pie. La brigada de la Guardia Real tenía el puesto más honorable al frente. Colina
abajo se oyeron los relinchos de los caballos, el sonido metálico de sus cascos y los gritos de los
oficiales de caballería. Telamón identificó el plan de Alejandro. Se abriría una brecha en la muralla,
los soldados de a pie se colarían a través de ésta y agrandarían el agujero todavía más o se harían
con otra puerta, de modo que la caballería pudiera avanzar hacia el interior de la ciudad.
El aire se llenó en aquel momento del crujido de las máquinas, del cabestrante de las cuerdas, de
los gruñidos y jadeos de los hombres al cargar aquellas horribles máquinas de lanzamiento tan
precisas. Los milesios debieron escuchar aquellos ruidos, pues se encendieron más luces en las
murallas. La brisa de la mañana les hizo llegar el toque de un cuerno, pero Alejandro ya se había
puesto en movimiento y el capitán de los ingenieros estaba deseoso de recibir órdenes.
—¡En el primer lanzamiento —gritó Alejandro—, utilizad las saetas para despejar los parapetos!
¡Luego —señaló hacia un lugar a la derecha de la puerta principal—, abrid una brecha allí! ¡A mi
señal, liberad a las Furias!
Los exploradores recorrían las líneas arriba y abajo transportando antorchas. La maquinaria de
asalto se preparó para lanzar las armas. Se cargaron las catapultas, los arietes al pie de las torres de
asalto se movieron hacia delante y hacia atrás. Los arqueros ya se encontraban disparando hacia las
plataformas superiores. Alejandro se volvió hacia su trompetero, con la cabeza y los hombros
cubiertos con piel de pantera negra. El Rey levantó la mano, sus labios se movieron en silencio como
si rezara una oración.
—¡Ahora! —gritó.
Se escuchó el toque largo y quejumbroso de una trompeta y a continuación los gritos en todas las
filas de los capitanes de cada unidad.
—¡Apuntad! ¡Disparad! ¡Volved a cargar!
El silencio se rompió por un crujido estremecedor de las catapultas y las balistas al disparar. Un
tremendo silbido cortó el aire mientras una lluvia de piedras, saetas y bolas de fuego se disparaban
hacia las murallas de Mileto. Algunas fueron a golpear contra la piedra dura de la muralla, otras se
quedaron por el camino pero, en general, los ingenieros habían calculado con mucha precisión. El
daño ya estaba hecho. Hombres gritando, envueltos en ropas encendidas caían desde lo alto de la
muralla. Espirales de humo se levantaron mientras las bolas de fuego aterrizaban sobre pasarelas o
escaleras de madera.
Se escuchó procedente de la ciudad el eco de los toques de trompeta, seguidos del de los
cuernos. Nuevos hombres aparecieron en los parapetos para exponerse a morir bajo la lluvia infernal
que Alejandro había desatado. El objetivo abarcaba una línea de no más de veinte metros, que
incluía la caseta del guarda y un tramo de la muralla a ambos lados.
Los milesios, incapaces de enfrentarse contra aquella lluvia constante de destrucción, no
repararon en las otras tácticas de Alejandro. Hombres de a pie procedentes de Agrinión corrían
hacia delante cargados con fajos de madera y leña; el enorme foso se llenó apresuradamente y se
lanzó sobre él una cabeza de puente. Se acercaron las torres con sus arietes, flanqueadas a ambos
lados por cientos de arqueros cretenses, que lanzaron una lluvia constante de fuego contra aquellos
que habían escapado de la avalancha de misiles mortales. Los arietes, protegidos bajo sus cubiertas
de piel, alcanzaron la muralla. Los hombres, desde el interior de las torres, movieron los extremos de
la pesada viga, reforzados con una pieza de metal, contra las murallas. El enemigo intentó responder
lanzando aceite ardiendo y teas encendidas, pero la parte superior de aquella muralla ya había sido
prácticamente destruida y despejada. Los arqueros cretenses, elegidos sobre todo por su gran
puntería, seguían disparando sus flechas mortales. En ese momento las máquinas de Alejandro
desviaron su punto de ataque hacia la base de las murallas, en la que concentraron sus lanzamientos
de fuego.
El sol salió enseguida. La brisa de la mañana se vio impregnada de las graves vibraciones de las
cuerdas y del silbido estremecedor de las saetas mortales cortando el aire. Gritos procedentes de la
ciudad ahogaron el rumor de las flechas y los constantes golpes de las torres contra las murallas. Los
macedonios sufrieron algunas bajas: arqueros cretenses, alcanzados por saetas, hondas, disparos o
flechas y que de repente saltaban hacia atrás o se tambaleaban apretándose las heridas de las que les
salía la sangre a borbotones. Se abrió una puerta lateral por donde los milesios intentaron escapar,
pero una falange de guardias corrió a su encuentro para combatirles, de modo que rápidamente se
retiraron. Nubes de polvo flotaban hacia detrás y hacia delante. El aire se había impregnado de la
pestilencia a azufre hirviendo y del hedor agrio y nauseabundo de la carne en llamas.
Los soldados macedonios de a pie avanzaron. El propio rey, haciendo caso omiso de toda
advertencia, permanecía en la línea delantera. Parecía haberse olvidado del resto del campo de
batalla y centraba su atención en los golpes de las torres contra las murallas. Bajo el casco Alejandro
tenía la cara cubierta de una fina capa de polvo. Mantenía el escudo en alto, la espada desenvainada,
junto a su altísimo guardaespaldas personal Cleito El Negro, al que se distinguía por la piel de oso
que llevaba colgada sobre su hombro. Detrás de él, sus hombres, Ptolomeo, Seleuco y Amintas:
todos deseosos de seguir a su rey y de ser los primeros en entrar en la ciudad. Sin embargo, el lugar
más honorable se le había concedido a Hefestión. Cleito el Negro protegía la izquierda de Alejandro,
pero Hefestión defendía su derecha. Telamón se encontraba con el grupo detrás del rey.
De pronto las torres de asalto quedaron ocultas bajo una neblina blanca de polvo.
—¡Ahora! —susurró Alejandro sobre su hombro—, eso si las matemáticas no me fallan y he
calculado bien el grosor de la muralla y la fuerza de la máquina. Lo que no quiero —afirmó
señalando hacia las almenas sobre las polvorientas nubes— es que los milesios las refuercen. ¡Oh,
que los dioses nos ayuden a conseguirlo!
Y como en señal de respuesta, se escuchó un terrible estruendo procedente de la línea de batalla.
Nubes de polvo gris se arremolinaron ante ellos. Un arquero cretense empezó a correr en dirección
de Alejandro pero una honda le alcanzó en la cabeza y lo lanzó al suelo, provocándole un vómito de
sangre. Otro hombre que tuvo más suerte consiguió llegar a donde se encontraba el rey y con los ojos
llenos de júbilo en un rostro cubierto de polvo le anunció:
—¡Los arietes de las torres lo han conseguido! ¡Ahora las están retirando!
—¡Enyalios!, ¡Enyalios!
Alejandro levantó la espada y empezó a entonar el antiguo himno de guerra al dios macedonio; a
continuación muchos de sus hombres se unieron a él. El rey saltó hacia delante como un ciervo.
Telamón también avanzó en medio de tal precipitación, con la espada resbalándole de la mano
sudorosa. Sabía que el suelo se movería a sus pies, y los ojos y la boca se le llenaron de polvo. Un
arquero cretense que había sido alcanzado por una flecha en la mejilla intentó aferrarse a la pierna de
Alejandro pero le empujaron a un lado y acabó pisoteado por toda la tropa real. Más cuerpos yacían
retorcidos en posturas grotescas al lado de miembros cortados y empapados en sangre. Finalmente
llegaron a los arietes bajo sus enormes manguitos. El aire apestaba a aceite hirviendo. Los ingenieros
con rostros alegres y ennegrecidos les saludaron. Algunos se curaban las heridas, otros yacían sobre
tablas de madera y puentes improvisados. Alejandro y su grupo se coló por la brecha para hacer
frente a la hilera de hoplitas armados que les estaba esperando.
El rey dirigió el ataque. El enemigo, una mezcla de mercenarios y ciudadanos, opuso poca
resistencia ante la velocidad y la ferocidad de los macedonios, que lucharon escudo contra escudo,
mientras brazos con espadas se levantaban y caían como segadores cortando el trigo. La línea
macedonia se mantuvo. Miles de ojos miraban a Telamón a través de los cascos con plumas, los
hombres caían, sufrían patadas, eran apuñalados o empujados a un lado. Al encontrarse en la segunda
línea, Telamón sólo pudo rezar para que nadie intentara abrirse paso. Un hombre lo consiguió, pero
inmediatamente lo empujaron fuera contra el suelo. La falange macedonia, ahora fortalecida, avanzó
formando un arco y luego una cuña con el rey en el vértice. A sus espaldas los ingenieros estaban
muy ocupados echando abajo otras partes de la muralla. Un grupo de guardias se precipitó en
dirección a una puerta de postigo. Los milesios la defendieron en medio del estallido del acero,
gritos de guerra y de dolor.
La línea de cascos que Telamón había entrevisto cuando llegó por primera vez a la muralla se
estaba retirando. Ahora se dirigían hacia la segunda parte de la ciudad, una plaza de mercado
rodeada de templos y edificios civiles. Se escucharon las trompetas de los macedonios; ésta era la
señal acordada para que se detuvieran y se consolidaran.
Telamón se volvió sobre su hombro. Las murallas se encontraban por lo menos a diez metros; la
brecha se había hecho más ancha. La caballería macedonia se abalanzaba a través de la puerta de
postigo, que había sido sitiada y entraba al galope en la plaza, llenando las calles que de allí nacían.
El ataque había cogido a la ciudad por sorpresa. Telamón reconoció la táctica de Alejandro: si su
caballería se movía lo suficientemente rápido, derribarían la tercera línea de defensa, forzarían las
puertas, llegarían al corazón de la ciudad y se harían con el Puerto del León.
Durante un rato las líneas de batalla macedonias se movieron hacia atrás y hacia delante en
medio de empujones. Se emitió la orden de romper rangos. Alejandro regresó corriendo, el rostro
salpicado de sangre, con el casco y el coselete abollado. Tenía asimismo manchas de sangre en las
manos y en el brazo de la espada, pero a parte de eso él y sus hombres mostraban tan sólo algunos
moratones y pequeños golpes. Los regimientos de los guardias que en un principio habían forzado la
entrada se dividieron rápidamente en dos, retirándose a ambos lados de la plaza. Nuevos
regimientos, precedidos por exploradores, hombres de a pie de Agrinión, arqueros y peltastas con
armas ligeras, se colaron por las calles laterales de la plaza donde los milesios y los mercenarios de
Memnón se encontraban muy ocupados construyendo barricadas.
Telamón se dirigió a un abrevadero para caballos, se sacó el casco y se lavó la cara. Miró a su
alrededor: por todas partes habían empezado los incendios, nubes de humo oscuro salían de las casas
mientras ardían. Los gritos de las calles y de la avenida principal eran estremecedores. Alejandro se
encontraba en la plaza del mercado, rodeado de sus oficiales y consejeros. Se ordenó un avance
general. Más tropas macedonias se colaron a través de las puertas, que habían sido despejadas y
abiertas, y los mensajeros se dispusieron a regresar al campamento apresuradamente. Telamón se
acercó. Alejandro, agachado sobre los escalones que llevaban al templo, se estaba limpiando la cara
con un paño húmedo a la vez que emitía órdenes a las distintas unidades.
—Telamón, ya no os necesito. ¿Estáis bien?
El rey se puso en pie mientras Hefestión se abría paso con una bota de vino. Alejandro la levantó
y echó un buen trago.
—¡Hemos tomado las puertas de la ciudad! —gritó un oficial—. ¡El puerto es nuestro!
—¡Alejandro, mirad!
Hefestión agarró al rey por el brazo y lo volvió. De una de las calles laterales venía un hombre
de barba blanca; en una mano llevaba una guirnalda y en la otra, unas hojas de palmera. Iba escoltado
a ambos lados por otros dos dignatarios. El oficial de guardia que les conducía les obligó a
arrodillarse ante los pies de Alejandro.
—Estos ancianos —comentó el oficial—, ahora que estamos dentro, quieren entregarnos la
ciudad.
Alejandro lanzó la bota de vino a Hefestión, arrancó la rama de palmera y la guirnalda de flores
de las manos del anciano, las lanzó al suelo y las pisoteó. El rostro del enviado se llenó de pánico y
una espuma blanca empezó a brotarle por la comisura de los labios. Extendió las manos.
—Majestad, rogamos piedad. Los mercenarios griegos se han retirado. Toda la resistencia que
podáis encontrar es la de civiles, hombres, mujeres y niños.
—¡Memnón! —rugió Alejandro—. ¿Dónde está Memnón?
—Se marchó con la flota persa. Dijo que la ciudad tenía pocas posibilidades, que vuestros
barcos bloqueaban el puerto y que los persas se habían quedado sin agua ni comida.
—Lo sé —afirmó Alejandro pensativo. Se calló al oír un grito aterrador de una de las casas
cercanas.
—¡Piedad, por favor! —repitió el enviado—. ¿Acaso Alejandro de Macedonia va a hacer lo
mismo que hicieron en su tiempo los persas? ¿Vais a arrasarlo todo?
De nuevo se oyó el mismo grito.
—¡Hefestión! —El rey señaló hacia la casa del mercado donde los soldados estaban irrumpiendo
—. ¡Decidles a esos muchachos que se retiren! Ptolomeo, Amintas, coged a los trompeteros y a los
mariscales del campamento y recorred a caballo las calles. ¡Emitid una proclamación de paz! Mileto
ahora es nuestro. Sus habitantes son mis súbditos. Que se imponga la ley marcial. ¡No más saqueos,
ni pillajes, ni violaciones ni muertes o lo pagarán con la muerte!
Sus comandantes se apresuraron a obedecer. Alejandro agarró la bota de vino que Hefestión
había dejado en el suelo. Ayudó a ponerse en pie al dignatario, que se deshacía en halagos y
oraciones, dándole las gracias tras aquella muestra de magnanimidad.
—Deberíais haber abierto vuestras puertas de inmediato —declaró el rey—. Ahora volved a
casa, nadie os hará daño.
En aquel momento los ruidos de la batalla empezaron a desvanecerse. El toque de las trompetas
cortó el aire y luego se oyeron los gritos de los oficiales y mariscales que comunicaban las
condiciones del rey. Un mensajero se acercó apresuradamente; era un arquero cretense, con la cara
negra, los brazos manchados de sangre hasta los codos y con la túnica rasgada. Se había apoderado
de un escudo muy valioso en el que aparecía representado el Toro de Minos sobre un medallón de
plata en el centro.
—Es un mensaje del general Parmenio, señor —el cretense miró de reojo al rey—. La ciudad
ahora es nuestra. No hay ni rastro de la flota persa —una sonrisa de dientes negros cruzó el rostro del
cretense—. Los mercenarios han huido despavoridos de la ciudad. La mayoría cogió sus escudos y
con ellos flotando se ha dirigido a las isletas rocosas del puerto. Parmenio ha ordenado al almirante
Nicanor enviar barcos de guerra en su búsqueda, con escaleras en las proas.
El rey cogió el escudo del cretense.
—¿Dónde habéis encontrado esto soldado?
—Estaba en el suelo, señor.
—¡Sois un mentiroso! —le reprendió el rey—, pero podéis quedároslo. Llevadle este mensaje al
general Parmenio. Decidle que ofrezca amnistía a los mercenarios siempre y cuando me juren lealtad
y entren a mi servicio.
—Pero después del Gránico… —protestó el cretense.
—Eso fue un error —replicó Alejandro—. No habrá más griegos matándose entre sí. Llevad este
mensaje al general Parmenio y decidle también que se tome una copa de vino.
El arquero se volvió dispuesto a cumplir la orden.
—¡Oh y por cierto! —le gritó el rey—, ¡decidle a Parmenio que tenía razón sobre lo del águila!
Él sabrá lo que quiero decir.
Capítulo XIII
«Alejandro también tuvo algunos encuentros con los tenientes de Darío, a quienes había
vencido no tanto con el poder de las armas sino con el terror que inspiraba su nombre».
— L
as posibilidades improbables son siempre preferibles a las imposibilidades
probables —Alejandro se calló y se volvió con una copa en la mano—. ¿Lo
recordáis, Telamón? Fue una de las clases de Aristóteles en Mieza.
—La recuerdo —contestó el médico—. Entonces no entendí lo que quería decir y todavía sigo
sin entenderlo. Ni tampoco comprendo por qué la citáis en este momento, a no ser porque os haga
parecer más inteligente.
—Pero no hay nadie aquí a quien impresionar —afirmó Alejandro abarcando con la mirada el
desierto Templo de Apolo—. Sólo la desvaneciente luz del sol colándose por las ventanas —señaló
a sus espaldas—, una estatua de Apolo el Cazador y esos pilares solitarios. Miradlos, Telamón, son
de estilo egipcio con hojas de acanto arriba y abajo. Es un lugar oscuro, ¿verdad? Uno de los templos
más antiguos de la ciudad, o eso dicen —la voz de Alejandro se escuchó como un eco por el
cavernoso santuario.
—Es un lugar lúgubre —admitió Telamón—. Todos los templos lo son —contempló a su
alrededor aquel santuario dedicado a Apolo; se hallaba en la avenida principal que conducía al
Puerto del León—. ¿Por qué habéis citado a Aristóteles?
Alejandro tomó un sorbo de vino y se tambaleó por los efectos del alcohol. Vestía una túnica
dorada con ribetes morados bajo una capa roja que le caía casualmente por los hombros. Todavía
llevaba las grebas y las sandalias de marchar, aunque se había lavado y afeitado y su barbero le
había arreglado el pelo.
—¡Pues porque pensaban que me resultaría imposible hacerme con Mileto y lo hemos
conseguido! La flota persa se ha marchado. Los mercenarios se han rendido. El día termina y llega la
oscuridad. «Ahora por la noche —continuó Alejandro citando unas estrofas de la Ilíada—,
seguiremos velando por nosotros mismos y mañana a primera hora, antes de que despunte el alba,
debemos coger las armas y despertar al malicioso Dios de la Guerra» —caminó en dirección a
Telamón con el paso algo ebrio—. ¡Dijeron que no podía hacerlo, Telamón y lo he hecho! —exclamó
en un susurro—. He ganado a la flota persa sin enviar ni a uno solo de mis barcos al mar. He tomado
una ciudad con tres murallas —acabó Alejandro y volvió a dar otro sorbo.
Telamón contempló las sombras a su alrededor.
—¿Están todos fuera? —preguntó Alejandro con brusquedad.
—Sí, todos —contestó el médico—. Y Alejandro, no estáis tan borracho como pretendéis.
Podéis engañarles a ellos…
—¿Pero no a vos?
—Sólo por un momento.
Alejandro abrió las manos.
—Bueno, vos habéis pedido esta audiencia, ¿por qué?
—Empezaré con vuestra cita de Aristóteles y la diferencia entre posibilidades improbables e
imposibilidades probables —añadió Telamón escogiendo las palabras con cuidado.
—¡Oh, vamos! —exclamó Alejandro sentándose en la base de un pilar—, venid y sentaos en el
suelo conmigo, Telamón, como solíamos hacer cuando éramos niños. ¿En qué estáis pensando?
—Casandra y yo hemos estado ocupados con los heridos.
—¿Hay muchos?
—Perdimos alrededor de doscientos hombres, todos murieron. Tenemos cincuenta heridos que
morirán y un centenar que volverán a caminar.
—¿Y habéis utilizado vuestra magia? —preguntó Alejandro con tono burlón.
—He hecho lo que he podido. Estaba muy interesado en las heridas de flecha.
Alejandro ladeó la cabeza.
—¿Sabéis, señor? —prosiguió Telamón humedeciéndose los labios—. He estado entre los
heridos y no he visto ni siquiera a un solo soldado que tuviera la suerte de haber sido alcanzado por
una flecha cuya barba se hubiera desprendido y hubiera sido golpeado en el pecho por tan sólo el
astil.
—¿De veras?
—De veras —replicó Telamón—. Algunos de los arqueros cretenses sufrieron quemaduras muy
graves. Hablé con su comandante sobre astiles, puntas de flecha y la fuerza de un arco. Le pregunté si
alguna vez había oído hablar de que un hombre hubiera sido alcanzado por una flecha cuya barba se
hubiera soltado en el momento del impacto sin causarle herida.
—¿Y?
—Se rió de mí, señor. Dijo que eso era imposible, hasta que recordó algo, y entonces no se
mostró tan altanero.
Alejandro dio una patada con su bota contra el suelo pavimentado. Telamón detuvo su mirada
ante una de las paredes de la nave: al fondo alguien había pintado a Apolo el Cazador con el arco
tensado y la flecha mellada.
—Eso nos viene que ni pintado —apuntó el médico señalando la obra.
Alejandro le sonrió.
—¿Habéis descifrado ya ese mensaje? Me refiero a la confesión de ese loco que quemó el
Templo de Artemisa.
—Oh, sí —Telamón abrió su cartera y sacó un trozo de pergamino—. Contiene un anagrama. En
griego se leería:
Que puede traducirse por: «Yo soy a la vez el Principio y el Fin de todas las cosas, hijo del
Inmortal e hijo de Dios». Sin embargo, si cambiamos de orden algunas letras, podría leerse:
Lo que se traduciría por: «Soy Alejandro, hijo de Dios, hijo de Filipo y Olimpia». —Telamón se
encogió de hombros—. Claro que podrían decir que es un truco, pero es lo mejor…
—No, no —le interrumpió Alejandro con el rostro resplandeciendo de emoción—. Diré que el
loco incendió el templo pero que, a su modo, gracias a aquello que los sacerdotes llaman la Locura
Divina, se dio cuenta de la verdadera razón para incendiar el templo y era que Artemisa tenía que
estar presente en mi nacimiento. Jugaré un poco con las palabras, pero será suficiente. Sí, sí eso hará
que muchos de los arrogantes efesios cierren el pico. Y lo más importante, sabéis quién es el
Centauro, ¿verdad? —preguntó Alejandro levantando la cabeza—. Por eso queríais verme. Por eso
Peleo, Agis y Meleager están ahí fuera con mis oficiales. ¿Y a qué viene toda esa historia de las
flechas de los arqueros?
—¡Oh, no os hagáis el inocente! —protestó Telamón—. El día que os marchasteis de palacio
para acompañar a Apeles a casa, ¿por qué no estaba Hefestión con vos? Es vuestra sombra.
—Estaba ocupado en otra parte —respondió Alejandro con una mirada descarada en el rostro.
Entrecerró los ojos con señales visibles de cansancio y chasqueó la lengua.
—Está bien —afirmó Telamón—. Intentad imitar a vuestra madre pero no me dais miedo.
Alejandro, os diré lo que pasó. A última hora de aquella tarde, me llevasteis a vuestros aposentos.
Me dejasteis solo con un mapa mientras os fuisteis a cambiar. Me paseé por vuestro dormitorio. Me
di cuenta de que había un arco y una aljaba de flechas. Estaban ahí porque Hefestión y vos habíais
urdido un plan. Queríais impresionar a los efesios, demostrar que gozabais de la protección especial
de Artemisa. Os sentisteis insultado cuando se negaron a aceptar vuestra oferta de reconstruir el
templo. Recordasteis las risitas ahogadas cuando mencionasteis la historia de cómo la diosa acudió a
vuestro nacimiento.
—Su falta de generosidad fue como un puñal que se me clavó en el corazón —añadió Alejandro
lentamente.
—Entonces Hefestión y vos planeasteis una pequeña pantomima para convencerles. Ni siquiera
Cleito os acompañaba aquella tarde para protegeros cuando salisteis de palacio; y sin embargo, un
asesino andaba suelto en Efeso. Estabais determinado a impartir vuestra propia justicia, a enseñarles
a esos efesios arrogantes una o dos cosas. Hefestión, vuestro cómplice, salió de palacio antes que
vos y se ocultó entre los árboles armado con un arco y dos flechas. La primera la lanzó por encima
de vuestra cabeza, eso siempre me confundió. ¿Por qué un asesino diestro como aquél fallaría un
objetivo tan fácil en medio de una luminosa tarde de verano? A continuación lanzó la siguiente
flecha, pero en este caso fue diferente, le había extraído la punta. La guardabais en vuestro puño y
bajo la túnica llevabais un grueso chaleco de piel. Reparé en ello después de que os alcanzara la
flecha, ya que ni siquiera os molestasteis en examinaros la piel.
Alejandro, cabizbajo, contemplaba la copa de vino.
—Hefestión lanzó la saeta y el astil fue a daros en el pecho, pero no os hizo herida alguna. Os
tambaleasteis y, mientras caíais al suelo, colocasteis la lengüeta de la flecha cerca, como si se
hubiera soltado. Artemisa había intervenido entre vos y aquella saeta mortal, protegiéndoos con su
escudo.
Alejandro empezó a sacudir los hombros, luego levantó la mirada, las lágrimas nublaban sus ojos
mientras se partía de risa.
—¡Es una historia maravillosa! —exclamó—. Oh, Telamón, sois demasiado agudo para vuestro
propio bien. ¿Acaso no puedo avivar mi pequeña fábula? ¿Es que no puedo entretenerme con mis
jueguecitos?
—Señor, si queréis ser el rayo de Zeus, que Artemisa sea vuestra madre y Apolo vuestro primo
segundo, y si eso os hace feliz, a mí también. Sólo me preocuparía si realmente lo pensarais —hizo
una pausa—. Que fuerais salvado por Artemisa era una imposibilidad probable pero que todo fuera
obra de un plan, por otro lado, aunque era improbable, seguía siendo posible…
Alejandro, todavía desternillándose de risa, se limpió las lágrimas de las mejillas.
—Fue un astuto plan, ¿verdad?
—Podría haber sido muy estúpido. ¿Y si Hefestión hubiera fallado? ¿Y si el astil se os llega a
clavar en un ojo?
—Es un maestro con el arco —replicó Alejandro incorporándose—. Y no herimos a nadie. Los
efesios me quieren por eso y esta historia la contarán durante tiempos inmemoriales.
—Si me la hubierais confiado —añadió Telamón poniéndose en pie—, habría sido capaz de
desenmascarar antes al Centauro. Sólo esta tarde, mientras caminaba entre los heridos, me di cuenta
del truco que nos jugasteis. Alejandro, si no fuerais soldado o general, os ganaríais los aplausos de
toda Grecia como actor.
—Debo recordar eso —añadió dándole unas palmaditas en la mejilla—. Si perdemos la próxima
batalla, vos, Hefestión y yo, y vuestra pelirroja con esa boca tan grande, deberíamos crear nuestra
propia compañía de actores y recorrer las ciudades de Grecia. Bueno, tengo hambre, me gustaría
celebrar la victoria. Están esperando fuera, ¿verdad? Que entren los actores. El Templo de Apolo es
un buen escenario. Afrontemos la verdad y acabemos con esto. ¡Ah, Telamón!
El médico, ya en la puerta, se volvió.
—Sólo a Hefestión. Decidle que venga armado y dejad a tres guardias vigilando la entrada.
Telamón descorrió los cerrojos y abrió la puerta del templo. Los hombres del rey aguardaban en
el porche. Agis, Peleo y Meleager estaban sentados en el primer escalón, contemplando la plaza
vacía del mercado. Telamón llamó a Hefestión y le susurró las instrucciones recibidas. Al cabo del
rato, el hombre de confianza del rey entró con los otros tres efesios.
Alejandro les dio la bienvenida y aceptó sus felicitaciones. Arrellanado en el suelo, con la
espalda apoyada en un pilar, continuaba meciendo su copa de vino. Les indicó con un gesto que se
sentaran frente a él. Hefestión, vestido con su armadura, escondió su espada y permaneció detrás de
los efesios. Telamón se acomodó a la derecha de Alejandro.
—¿Por qué estamos aquí? —empezó Agis—. Mi señor, habéis logrado una gran victoria, pero
nuestra partida de Efeso fue sumaria y precipitada: nos secuestrasteis, nos raptasteis…
—¡Callad! —le interrumpió Telamón. El rostro moreno de Agis enrojeció de furia.
—Habéis sido traídos a este lugar porque el rey no puede confiar en vosotros —explicó Telamón
—. Tenía un buen motivo para mantener su plan en secreto, lejos de todos, especialmente de vos,
Agis.
El demócrata hizo un brusco ademán de levantarse, pero Hefestión le empujó suavemente en el
hombro para que se sentara.
—¿Qué es esto? —preguntó Peleo, que había perdido su engreída arrogancia. Ahora sus ojos
crueles acechaban cada movimiento, como un gato salvaje acorralado en una esquina.
—¿Qué es esto? —repitió Telamón imitándole—. Bien, señor, os lo diré —y a continuación
señaló a Agis—. ¡Él es el Centauro, el asesino, el espía persa!
—¡Eso es ridículo!
De nuevo Agis se quiso incorporar. Entonces Hefestión, con una mirada de confusión en los ojos,
acarició el rostro del demócrata con la hoja de su espada. Alejandro se terminó la copa ruidosamente
y la lanzó en la oscuridad; se estrelló estrepitosamente contra algo.
—¡Majestad, eso es un disparate! —farfulló Agis. Peleo permanecía sentado atónito pero
Meleager miraba como si ya lo supiera todo. Telamón se preguntó si siempre habría sospechado la
verdad.
—¿Qué prueba tenéis? —preguntó Agis—. ¿Cómo podéis demostrarlo? ¡Si soy culpable entonces
llevadme a juicio!
—Ahora estáis en uno —replicó Telamón—. ¿No conocéis la ley macedonia? El rey escucha el
caso y su palabra es el veredicto.
—Es verdad —corroboró Alejandro estudiando a Agis como lo haría un rival en el campo de
entrenamiento y como si lo viera por primera vez—. Mi padre Filipo juzgó una vez a dos criminales.
Como siempre, estaba borracho. Su veredicto fue que el griego escapara corriendo hacia Macedonia
y que el otro le persiguiera.
Alejandro se echó a reír. Los tres efesios se limitaron a devolverle la mirada.
—Así que Agis, escuchad. Si considero que sois culpable os sacrificaré ante la Puerta del Pavo
Real en Efeso.
—¿Qué pruebas tenéis?
—Aristóteles dijo —empezó Telamón— que toda verdad tiene un principio, una mitad y un final
y que las tres partes deben coexistir en una única verdad. Vuestro padre Agis, era efesiano, un griego
de Jonia, pero vuestra madre era persa. He consultado el libro de familias en los archivos del
Templo de Artemisa. Vuestro padre se divorció de vuestra madre justo después de vuestro
nacimiento y se casó con la de Meleager. Más tarde, vuestra madre se suicidó; se colgó de las vigas
de su propia casa.
Agis permaneció con el rostro impasible.
—Es algo que sucedió hace mucho tiempo —continuó Telamón—, pero eso explica el odio que
sentís hacia vuestro padre, hacia vuestro hermanastro y hacia cualquier cosa griega. Erais seis;
pasasteis gran parte de vuestra infancia fuera de Efeso con familiares maternos. Habláis griego con
fluidez, tal vez con mayor fluidez que los propios persas. Vuestro padre os trajo más tarde a Efeso.
Según los libros de familia, empezasteis a adorar a Artemisa a la edad de ocho o nueve años. Por
aquel entonces habíais aprendido a disimular el profundo odio que os devoraba por dentro. Os
convertisteis en un mercader con éxito, y como vuestro hermanastro, os visteis involucrado en la
política de la ciudad. La corte persa no pasó por alto vuestro ascenso al poder. Mitra siempre busca
hombres que quieran abrazar la causa persa, sobre todo en occidente. La corte de Macedonia se
estaba preparando para la guerra y amenazaba con que un día el rey traería el fuego y la espada a los
territorios persas —Telamón se dirigió a Meleager—. Vos debíais de saber algo de todo esto, ¿no?
—Sí —contestó el oligarca despacio—, pero como bien habéis explicado, Agis llevaba una
máscara. Se marchó de la propiedad de mi padre y no regresó hasta años más tarde. Mi padre se
sentía arrepentido…
—¡Mi padre no sentía nada! —le interrumpió Agis—. ¡Ni se sentía culpable por haber conducido
a su legítima mujer al suicidio ni por rechazar la sangre de su sangre durante tantos años!
—Y vos le odiabais tanto —replicó Meleager—, pero lo mantuvisteis en secreto. Nuestro padre
cayó enfermo. Los médicos dicen que murió de una infección, de una fiebre. ¿Tuvisteis algo que ver?
Agis miró a Telamón.
—Mi padre recibió lo que se merecía, como yo y todos los que estamos aquí, algún día. Vos,
médico, habéis dicho que la verdad tiene un principio, una mitad y un fin.
—Así es. Vuestro padre murió y el rencor que existía entre vos y vuestro hermano se hizo de
dominio público. El pasado se olvidó. La gente consideró la continua guerra entre los consejos de
Efeso una cuestión política. Y vos Agis, sois dos personas a la vez: el hombre de la esfera pública y
el hombre de la esfera privada. Vuestros negocios prosperaron, y, ¿por qué no?, estaban financiados
por el oro y la plata persa y contaban con información privilegiada como la demanda de
determinados artículos o el estado de las cosechas. Y a cambio, vuestro valor en la corte persa
aumentó con los años. Demostrasteis ser más que una simple fuente de información, os convertisteis
en el principal espía de Efeso, erais más importante que el mismísimo Gobernador. Os hicisteis rico
y vuestra posición en los rangos demócratas fue en ascenso hasta que alcanzasteis el liderazgo. Sois
un hombre implacable, Agis. Dominasteis la voluntad de Peleo, Dión y Hesíodo mientras en secreto
llevabais a cabo las instrucciones de vuestros amos en Persépolis.
—Divide y vencerás —interrumpió Meleager.
—Sí —afirmó Telamón— divide y vencerás. Demades y los oligarcas intentaron en varias
ocasiones alcanzar una reconciliación, traer una paz duradera, pero una y otra vez sus intenciones se
veían frustradas.
—Es verdad —intervino Peleo que había recuperado el juicio—. Vos, Agis, siempre estuvisteis
al frente de nuestro partido y dependía de vos el que aceptáramos las peticiones de paz.
—Sin embargo ese día nunca llegó —prosiguió Telamón—. Agis extendió su enemistad mediante
crueles asesinatos secretos, con el fin de mantener la llama encendida y el odio en ebullición. Un
oligarca aparecía muerto y a continuación moría un demócrata. En realidad no se trataba de un
partido librando una guerra contra otro, sino de un solo hombre, Agis, llevando a cabo las
instrucciones de su señor, descargando su odio sobre una ciudad a la que despreciaba.
—¿Pero cómo puede ser? —preguntó Meleager—. Demades creía que había un traidor en
nuestros consejos pero no en los suyos.
—Oh, lo había —replicó Telamón—. Agis estudió la historia de Efeso. Descubrió todo sobre los
Centauros, la sociedad secreta de asesinos que se desarrolló cuando él era tan sólo un muchacho. Se
apoderó de su nombre y se cubrió con su manto sangriento; aun así debía ser cauto. El paradero de un
político demócrata, alguien al que había decidido asesinar, era fácil de averiguar, ¿pero cómo podía
elegir a sus víctimas entre los oligarcas? Y lo más importante, ¿cómo podía averiguar de qué
hablaban los oligarcas de Efeso?
Telamón se detuvo y miró de soslayo a Alejandro, permanecía sentado con los ojos cerrados, la
cabeza ladeada y escuchando sin perder palabra.
—El Centauro es una criatura híbrida —explicó Telamón—, dos en uno: mitad hombre, mitad
caballo. Agis necesitaba un ayudante. Alguien en quien pudiera confiar entre los oligarcas. Como un
lobo acechando a un cordero, buscó un punto débil y lo encontró. ¿Quién mejor que Sócrates, el
criado de Demades, líder de los oligarcas?
—¡Imposible! —se burló Agis.
—No lo creo —interrumpió Meleager—. Sócrates tenía sus propias ideas sobre su rango, era un
hombre al que le gustaba politiquear.
—Por lo poco que conozco de Sócrates —declaró Telamón—, era un hombre con una debilidad:
la carne perfumada. Cuando su amo intentó ganarse los favores de la cortesana Arela, Sócrates se
enamoró locamente de ella.
—¿Nos traicionó por ella? —preguntó Meleager.
—La traición sucedió mucho antes. Sócrates quería el oro y la plata para financiar sus conquistas
amorosas: le entusiasmaba el poder, y convertirse en un traidor le otorgaba poder entre los
ciudadanos más influyentes, entre aquellos oligarcas que le miraban por encima del hombro. En
realidad, el Centauro eran dos personas: Agis el amo y Sócrates el siervo.
—¿Conocía Sócrates la identidad de Agis? —preguntó Peleo.
Telamón negó con la cabeza.
—Os gustan los secretos, Agis. Seguro que os encontrabais con Sócrates en las sombras o
acudíais disfrazado a vuestras citas. Le amenazasteis y le engatusasteis, además de sobornarle y
corromperle. ¿Qué oligarca debería morir? ¿Cuál era su punto débil? ¿Quién llevaría a cabo el
asesinato? ¿De qué hablarían Demades y el resto? —Telamón señaló hacia un alero sumido en la
oscuridad—. Los encuentros tendrían lugar bien lejos de la luz. Sócrates nunca entrevió a su
verdadero señor. Sospecho que cada uno llevaba un medallón, en señal de reconocimiento mutuo. Y
durante esos encuentros urdían su plan maquiavélico.
—Es cierto —afirmó Peleo—. Hesíodo siempre solía maravillarse de lo mucho que Agis sabía
sobre los planes de los oligarcas. Incluso cuando Alejandro marchó sobre Efeso, Agis sabía donde
se ocultaba cada uno de ellos y si tenían armas.
—Estoy seguro de que así fue —afirmó Telamón sosteniendo la mirada de Agis—. Manipulasteis
la sangrienta política de Efeso, deslizándoos como una serpiente, enfrentando a ambos partidos y
permitiendo que los persas tuvieran el control. Sin duda, disfrutasteis con el juego. Desempeñasteis
varios papeles: el del astuto demócrata, el del fuerte rival de los oligarcas y el del griego en lucha
constante por la liberación y la restauración de las libertades. Pero en el fondo erais el persa, fiel a
sus amos, obsesionado por una sola idea: vengar todo el dolor y la humillación de vuestra madre y de
su hijo. El tiempo pasó. Llegó la amenaza de los macedonios. Parmenio vino pero marchó enseguida.
Y vos, os cebasteis todavía más con los asesinatos. El gobernador persa os conocía muy bien. Tenía
órdenes estrictas de Mitra de ayudaros y complaceros en todo. Conocíais todas las entradas secretas
de palacio, las oscuras galerías y los rincones donde os podíais encontrar con el gobernador. En
realidad, ni siquiera él conocía vuestra verdadera identidad. En otras ocasiones, para confundirle,
utilizabais el Templo de Hércules. Sócrates era vuestro mensajero y ambos librabais una guerra
despiadada. Finalmente las noticias de nuestra victoria en el Gránico se difundieron por todo Efeso
—Telamón contempló la estatua de Apolo—. Me pregunto si las llegasteis a conocer antes que nadie
y os planteasteis qué oportunidades teníais de continuar vuestra enemistad y eliminar a vuestros
oponentes. Señalasteis con el dedo de la muerte a familias enteras. Con la ayuda de cómplices,
masacrasteis a vuestros enemigos. Sólo los dioses saben cuántos años deberán pasar hasta que se
curen las heridas.
—Entonces llegué yo —intervino de repente Alejandro—. Y puse fin a aquel derramamiento de
sangre.
—Los macedonios eran un nuevo rival —afirmó Telamón—. Los oligarcas se habían debilitado,
habían sido destruidos como partido político. Sin embargo, vuestros señores de Persépolis tenían
más trabajo para vos.
Telamón se quedó contemplando la puerta que se abrió en aquel instante de par en par.
Aristandro, que parecía ofendido, irrumpió en la sala.
—¡Quedaos fuera! —gritó Alejandro con las mejillas encendidas de furia—. ¡Esto no es asunto
vuestro, mago!
Aristandro agitó las manos y Alejandro hizo el ademán de levantarse, por lo que el nigromante se
apresuró a desaparecer por la puerta.
—Demades y los líderes de los oligarcas —prosiguió Telamón—, se refugiaron en el Templo de
Hércules. Alejandro les prometió que su vida no correría peligro. Y para vos esta fue una
oportunidad única, de las que sólo se presenta una vez en la vida: matar a Demades y al resto de
líderes oligarcas y conseguir al mismo tiempo que se rompiera la promesa macedonia; de este modo
nuestro rey se convertiría en objeto de burla y su palabra no tendría ya ningún valor. Además, llegó
el momento de decir adiós a Sócrates. Si no existía el partido de oligarcas, ¿de qué os servía?
Sócrates era un hombre fácilmente sobornable, lo que resultaba peligroso para vos. Así que
decidisteis acabar con todos de un solo golpe.
—¿Y Arela? —intervino Meleager.
—¿Qué pasa con ella? —replicó Peleo.
—Demades —empezó Meleager—, antes de darse a la fuga estaba muy preocupado por su
criado. Sócrates era astuto como un zorro. Probablemente Demades confió en él hasta su muerte. Sin
embargo, como he dicho, estaba muy preocupado.
—Explicaos —pidió Telamón.
—Demades decía que Sócrates parecía distraído por algo. Desde la masacre en el Templo de
Hércules, he escuchado las habladurías, y ahora vuestras preguntas…
—Tenéis razón —intervino Telamón—. Demades había intentado ganarse los favores de Arela,
pero ésta le rechazó. Había utilizado a su criado como mensajero. Sócrates también se enamoró de
ella, por eso parecía distraído. En el curso normal de los acontecimientos, Arela nunca habría
ofrecido sus favores a un simple sirviente. Sócrates habló del asunto con su verdadero señor y
urdieron el plan. Vos, Agis —Telamón señaló al demócrata, que le devolvió petrificado la mirada—,
persuadisteis, sobornasteis y amenazasteis a Arela.
—¿Cómo? —preguntó con tono insolente.
—Oh, disfrazado, en mitad de la noche. Arela estuvo de acuerdo en otorgar sus favores a
Sócrates. A cambio, Sócrates llevaría a cabo vuestras órdenes para la sangrienta masacre en el
Templo de Hércules.
—¡Eso es ridículo! —espetó Peleo.
—No, no lo es —Alejandro sacudió la cabeza y se frotó las manos—. Escuchad a mi médico. Ha
estudiado todos los síntomas y os revelará cuál es su causa.
—Seré breve —les tranquilizó Telamón—. Arela ambicionaba tener poder, riqueza e influencia.
Y Agis le prometió todo eso.
—Pero Arela desconocía el verdadero precio que Sócrates tenía que pagar por sus favores,
¿verdad? —preguntó Meleager.
—No. Agis se enteró a través de Sócrates del plan de Demades de salir de su escondite y
refugiarse en el templo. Entonces tendió la tela de araña: Sócrates fue sobornado pero quería
pruebas. Agis recurrió a Arela, que fue obligada a aceptar y a visitar en secreto el templo para
tranquilizar a Sócrates. Fue vista por los alrededores.
—¿Y los asesinatos?
Telamón describió con detalle las mismas conclusiones que había explicado al rey y a Casandra:
que Sócrates se había hecho con armas secretas, que había utilizado polvos somníferos, cómo había
matado a las víctimas y cómo creía que habría escapado por la puerta de atrás alegando que unos
intrusos habían irrumpido en el templo, y finalmente cómo su muerte por envenenamiento había
contribuido a acrecentar el misterio.
—¿Tenéis pruebas de todo ello? —preguntó Agis, el cuello empapado en sudor y tragando saliva
con dificultad.
—Encontramos algunos fragmentos como una pieza de bronce y restos carbonizados y de piel
retorcida por las llamas. Sócrates los enterró bien entre las brasas. No tengo pruebas reales, no de
vuestra maniobra en este asunto, pero luego…
Telamón se calló. Al otro lado de la puerta podía oír la voz de Aristandro, todavía protestando.
—No le hagáis caso —le susurró Alejandro—. Su orgullo ha sido herido. Ahora tiene otras
tareas de las que ocuparse —añadió mirando a Telamón—; como, por ejemplo, la de hacerse con la
riqueza que Memnón y su partido han dejado en Mileto.
Telamón se puso cómodo.
—Pero todavía os quedaba trabajo por hacer, Agis. Teníais que cerrarle la boca a Arela.
Debisteis tener miedo de que dejara algunos papeles, algunas pruebas de lo que habíais planeado.
Así que ella tenía que morir y su casa, arder hasta los cimientos. Como cualquier cortesana, Arela
pasó la tarde preparándose para algún cliente afortunado: bañándose en la piscina, durmiendo,
maquillándose o poniéndose perfume. El día que murió, hicisteis notar vuestra presencia. Llamasteis
a la puerta de su casa: el portero miró a través de la rejilla y vio a Agis, que se había convertido en
el ciudadano más importante de Efeso. ¿Cómo iba a negarle la entrada? Abrió la puerta y vos
entrasteis. Cuando el hombre se encontraba de espaldas corriendo los cerrojos, le propinasteis un
fuerte golpe con una porra muy similar a la que Sócrates había utilizado. Luego descorristeis los
cerrojos para que la puerta quedara abierta, en caso de que viniera alguien y diera la voz de alarma
al no recibir respuesta. Una vez dentro, probablemente os disfrazasteis y cruzasteis rápidamente el
jardín. Matasteis a Arela y a su doncella y rociasteis la casa de aceite. Estabais a punto de
incendiarla y marcharos cuando llegó Hesíodo.
—Yo sé por qué —interrumpió Peleo—. Hesíodo sentía curiosidad. Siempre había creído que un
espía entre los oligarcas nos estaba proporcionando información. También había oído que Arela
había sido vista cerca del Templo de Hércules. Su belleza la delató —añadió con desprecio—, y su
avaricia. Hesíodo debió de sentir curiosidad por conocer los motivos que la habían empujado a
acudir a aquel lugar.
—¿Y? —preguntó Telamón.
—Hesíodo era tan furtivo como una rata —explicó Peleo—. Arela ofrecía sus favores a los ricos
y poderosos. Esto incluía, por supuesto, al Gobernador de Persia y a su escriba más importante,
Rabinos, que fue capturado en su propia casa. Hesíodo quería ser popular, y ganarse el favor de los
macedonios. Arela podía ser una buena fuente de información, de habladurías y rumores, susceptible
de ser persuadida y sobornada.
—Cierto —afirmó Telamón—, pero Hesíodo fue asesinado y la casa incendiada. Y luego, Agis,
huisteis.
—Pero yo me encontraba aquel día de visita en la casa de Dión. Preguntadle a su mujer, a sus
criados.
—¿De veras? —le retó Telamón—. Mientras salíais de la casa de Arela visteis cómo se
acercaba corriendo vuestro colega, el abogado. Tenía la misma intención que Hesíodo; quería
hacerle algunas preguntas a Arela. No os vio, así que aprovechasteis la oportunidad.
—¿Qué oportunidad?
—Os presentasteis en la casa de Dión. Deberíais imaginaros que Aristandro preguntaría dónde os
encontrabais todos el mediodía en el que Arela fue asesinada.
Y de este modo parecería que Agis, el líder siempre tan ocupado, estaba visitando a uno de sus
colegas. Nunca nadie os preguntó el motivo de vuestra visita, o donde habíais estado antes.
Utilizasteis a Dión en aquel entonces y luego, más tarde.
—¿E hice todo eso yo solo?
—¿Por qué no? Sois Agis, el magistrado jefe. Disfrutáis del favor del rey. Podéis ir a donde
queráis. Estoy seguro de que hay alguna taberna o casa ahí fuera en la ciudad donde podríais dejar
mensajes para vuestros señores de Persépolis. Después de la muerte de Arela, os concentrasteis en
otro asunto. Durante el mandato persa, visitabais a menudo el palacio del gobernador en Efeso, así
que no sería descabellado pensar que os conocierais todos sus pasillos secretos, incluso cómo
construyen las avispas sus nidos en las bodegas o los aleros. La captura de Rabinos os puso las cosas
un poco difíciles. Debería haber huido, pero se refugió en la casa de Arela y debíais silenciarle.
Llegasteis a palacio como invitado del rey, así que contabais con un pase real. Os debió resultar fácil
esconder una porra, encontrar a aquel guarda durmiendo en el pórtico desierto, matarlo y ocultar su
cuerpo. No albergabais más que malicia en vuestro corazón, y deseabais causar tanta confusión y
caos como os fuera posible. En secreto, persuadisteis a la viuda de Demades para que atacara al rey,
pero advertisteis a Alejandro de lo que podía suceder.
—Ya que para eso os pagaba —interrumpió Alejandro—. Vos, como los demás, recibisteis mi
oro. Erais mi espía aquí, junto a otros demócratas. Erais digno de mi confianza…
—Y vos utilizasteis esa confianza —explicó Telamón— para provocar a la viuda de Demades y,
al mismo tiempo, mostraros como el salvador del rey. Mientras el caos reinaba en el banquete, os
deslizasteis hasta las bodegas situadas bajo las cocinas. Los nidos de las avispas estaban
preparados. Simplemente los empujasteis por la apertura de la pared en el suelo de las cocinas y los
machacasteis con vuestra porra, pero vos llevabais la cara y las manos protegidas; luego os
marchasteis. Esas avispas formaron enjambres que atacaron a los inocentes que allí se encontraban.
En definitiva, murió más gente, lo que se tradujo en mayor descrédito para nuestro rey. Visitasteis a
continuación la celda de Rabinos, deslizándoos en las sombras: no tardaríais mucho en vaciar una
bota llena de aceite a través de la rendija y lanzar luego un paño encendido. Rabinos quedó atrapado.
Murió y su boca se cerró para siempre. Supiera lo que supiera sobre el Centauro, sobre el espía de
Mitra en Efeso, eso se lo llevó con él a la tumba.
—Pero escribió algo en la pared —intervino Alejandro—. Aristandro pensó que era un triángulo,
la letra «D» mayúscula, de Dión.
—Tal vez sí —contestó Telamón—, pero también es posible que escribiera una «A» mayúscula,
de Agis. O conociendo lo bien que mentís, quizá le dijisteis al gobernador que el Centauro se
llamaba Dión, sólo para divertiros. ¿Eso creía Rabinos cuando agonizaba? Hicisteis un buen trabajo
aquella noche, ¿eh, Agis? El rey casi asesinado. Uno de sus soldados ejecutado. El caos en las
cocinas y la boca de Rabinos definitivamente sellada.
—Pudo haber sido Dión —replicó Agis, con un tono de voz templado y una mirada serena—,
Meleager o Peleo.
—Eso es lo que queríais que pensara. Peleo, no —Telamón negó con la cabeza—. Meleager, tal
vez, por eso decidisteis no matarle. Podía parecer un hombre en el que no se puede confiar, con un
deseo ardiente de hacer el mal. Sabéis, y yo también, que Aristandro sospechaba de Dión, así que
volvisteis a atacar. Dión empezó a ponerse nervioso. Es posible que tuviera sus propias sospechas.
La noche que murió le visitasteis. En la conversación que mantuvisteis con él, os esforzasteis por
inspirarle un falso sentimiento de tranquilidad. Llegasteis silenciosamente por la noche para hablarle
de unos asuntos confidenciales. Tal vez Dión se sintió agasajado. Os ofreció vino, pero fuisteis vos
quien lo sirvió, vertiendo en su copa la misma poción que tomaron las víctimas del Templo de
Hércules. La conversación continuó. Os sentíais a salvo; hubieseis podido huir fácilmente, llegado el
caso. Dión se quedó dormido. Le apretasteis la soga alrededor del cuello y atasteis seguidamente un
extremo al gancho de una de las vigas. Dión, drogado, no pudo resistirse. Se fue ahogando hasta
morir. Retirasteis vuestra copa de vino del escenario del crimen, arrojasteis el resto de la de Dión
por la ventana y la colocasteis de nuevo en su lugar después de haberla limpiado cuidadosamente. La
puerta estaba cerrada con llave, y los cerrojos echados. Salisteis por la ventana…
—¡Pero las contraventanas estaban cerradas! —interrumpió Peleo—. ¡No se hablaba de otra cosa
en la casa!
—Oh, eso es fácil de arreglar —replicó Telamón—. Las contraventanas se cierran gracias a unas
cuerdecillas de piel sujetas al dintel por unas clavijas de bronce. Antes de que Agis se marchara,
cerró una contraventana y bajó una de las barras. Luego desencajó la otra contraventana, arrancando
la clavija de uno de los lados, con lo que ésta se quedó colgando y las dos contraventanas
permanecieron juntas gracias a la barra de madera. Agis se coló por la ventana y balanceó la
contraventana suelta hasta ponerla en su sitio, ajustando así la clavija hacia dentro de modo que no se
notara diferencia alguna con la otra. La contraventana quedó finalmente cerrada y atrancada. Para eso
necesitó hacer algo de fuerza, pero el chambelán dijo que la esposa de Dión se despertó al oír un
portazo. Por supuesto, esto ayudó a Agis y seguro que debía saberlo, que la puerta que daba a la
oficina de Dión era robusta y estaba cerrada con llave y con los cerrojos echados. Así que a la
mañana siguiente, los criados hicieron lo que cualquiera habría hecho: sacaron las contraventanas
para poder entrar en la habitación. Cualquier huella de Agis, indicios sospechosos o señales en las
contraventanas desaparecerían. Y además daba la sensación de que Dión había estado involucrado en
la masacre del Templo de Hércules. Tal vez hizo algunos dibujos mientras especulaba sobre el
misterio. O Agis pudo haberlos dejado, o Dión pudo haberlos hecho por petición de Agis. Da igual,
el dedo de la sospecha apuntó a Dión, pero ahora está muerto y según parece se suicidó.
—Sospechaba que uno de vosotros era un espía —anunció Alejandro poniéndose en pie. Se
dirigió hacia la puerta y echó un cerrojo. Luego regresó, controlando sus pasos sobre el suelo
pavimentado—. Por eso os traje conmigo a Mileto, para que nadie pudiera hacer llegar información a
esta ciudad o a vuestro señor persa —concluyó el rey y se sentó.
—Pero majestad —protestó Agis abriendo las manos—, ¿dónde está la prueba de todo esto? Yo
me encontraba con vos el día que el asesino os lanzó dos flechas y la diosa os protegió.
—Ahora sabemos quién lanzó las flechas —replicó Telamón.
Agis bajó las manos.
—Cierto —prosiguió Telamón—, eso me confundió durante un tiempo. Y en cuanto a pruebas, yo
os daré la mía. Primero, sabemos que la masacre en el Templo de Hércules fue obra del Centauro,
pero nadie escapó, todos los hombres que se encontraban allí murieron. Sin embargo, los asesinatos
continuaron, entonces debió tratarse de dos asesinos. Segundo, Meleager permanecía oculto. Podía
resultar sospechoso pero a la vez no disponía ni de la fuerza, ni de los recursos necesarios para
planificar y urdir tal masacre. Tercero, sois persa de nacimiento, poderoso y rico, y tenéis los
medios así como la fuerza para llevar a cabo tales acciones.
—¿Es esto una prueba? —se burló Agis.
—Cuarto —continuó Telamón—, cometisteis un error. Dijisteis que Arela se quedó flotando
como un pez muerto en el borde de la piscina. ¿Cómo sabías que fue asesinada allí? Su cuerpo
carbonizado fue encontrado en la casa. Alegasteis que nunca la habíais visitado, ni antes ni después
de su muerte, y los detalles del crimen no fueron revelados.
—Es cierto —declaró Meleager—. Recuerdo esas palabras.
—Y finalmente, llegamos a Dión. ¡Aquí tenéis, Agis, cogedla!
Telamón sacó un trozo de cuerda de debajo de su abrigo y se lo lanzó. Agis se sorprendió, pero
lo cogió.
—Sois zurdo… De todos vuestros colegas, sois el único.
—¿Y? —preguntó Agis extrañado.
—Devolvedme la cuerda —le pidió, a lo que Agis accedió—. Dión era diestro —Telamón pasó
la cuerda por su cuello—. Si me hiciera un nudo, porque soy diestro, el nudo lo haría del lado de mi
oreja izquierda. Si fuera zurdo, lo haría debajo de la derecha. Dión era diestro, y el nudo, sin
embargo, estaba bajo su oreja derecha.
—¡Tal vez estaba borracho! —Si Hefestión no hubiera llegado a estar detrás de él, Agis se
habría puesto en pie de un bote. Telamón reparó en lo oscuro y frío que se estaba volviendo el
templo.
—Tenemos otra prueba —el médico cogió fuerzas para pronunciar aquella mentira—. La noche
que Dión fue asesinado se os vio cerca de su casa.
—¡Eso es imposible! Era… —Agis cerró los ojos.
—¿Por qué es imposible? —le preguntó Telamón—. ¿Porque ibais disfrazado? ¿O porque era
una noche oscura como boca de lobo? ¿Sabéis también que mi asistenta Casandra os vio
deambulando por palacio, la noche del banquete, solo?
—¿Cómo es posible?
—O que Basilea, la reina de los Moabitas, tiene pruebas de que visitasteis a Arela el día que
murió.
—¡Todo son mentiras! —exclamó Agis—. ¡No tenéis pruebas!
—Tampoco habéis negado las acusaciones.
—Las niego ahora.
—¿Sabéis que todos vosotros habéis sido obligados a abandonar Efeso —continuó Telamón con
tono prosaico—, para que vuestras casas sean registradas y vuestras familias interrogadas?
—¡Rhoda, no! —exclamó Agis como un hombre herido y el rostro pálido y empapado en sudor.
—¡Oh, sí, Rhoda, sí! —interrumpió Alejandro—. Será interrogada. Todo lo que tenéis, Agis,
será registrado y analizado. Cada cámara, cada cofre, cada arca. Y cuando encuentre pruebas
solicitaré la ley de Persia. No sólo vos moriréis en la cruz, sino todos los miembros de vuestra
familia.
Agis bajó la cabeza.
—¿Cuánto tardaréis? —preguntó Alejandro—, ¿días?, ¿semanas?, ¿meses? Pero encontraremos
más pruebas. Os quedaréis aquí, Agis, encadenado. Tal vez os traigamos a vuestra hijita para que os
visite, para que os suplique que digáis la verdad.
Agis levantó la cabeza, con los ojos inundados de lágrimas.
—Yo soy —reconoció despacio—, persa de nacimiento. Odiaba a mi padre, Efeso y cualquier
cosa de esa maldita ciudad. Mi madre se colgó así que decidí vengarme y llevar a cabo un justo
castigo. Es como decís. Sirvo a Mitra. Acepté vuestro oro, macedonio, pero acepté el favor y la
protección de Mitra. A medida que fui creciendo y me hice más poderoso, mis almacenes crecieron y
se llenaron las arcas de mi tesoro hasta arriba. Entonces planeé los asesinatos ¡Oh —exclamó—, me
gustó tanto ver cómo los grandes de Efeso morían envenenados o atravesados por la espada! Las
muertes se volvieron algo de lo más habitual. Por supuesto —se rió de repente—, como todo, cada
vez era más difícil. Entonces resultó que me eligieron líder de los demócratas. Demades envió a
pacificadores y así es como conocí a Sócrates, un hombre con una vida secreta, ardiente de deseo
por la carne impregnada de perfume y con los recursos para comprarla. Fue como una manzana
madura en mis manos. Siempre me citaba con él en algún lugar oscuro, mi rostro oculto tras una
máscara y mi voz distorsionada. Ambos hicimos juramentos por el emblema de los Centauros, una
avispa que llevábamos colgada de una cadena. Le prometí a Sócrates que le llenaría las manos de
oro. Al principio se mostró algo reticente, pero luego fue fácil convencerle y enseguida se vio
atrapado.
—¿Sospechaba quién erais?
Agis se mordió el labio inferior.
—Le confundí sobre mi verdadera identidad: pudo haber sido un caso de demócratas contra
oligarcas, o de demócratas contra demócratas, o de oligarcas contra oligarcas. Después de todo
tampoco es que los propios partidos lamentaran mucho la pérdida de sus miembros. Sócrates me
contó lo que sabía. Me ayudó a elegir a las víctimas, quiénes eran y en qué lugar se encontraban a
determinadas horas.
—¿Cometisteis personalmente los asesinatos?
—Al principio sí, todo fue obra mía, médico. Al final, Sócrates se encargó de ello.
—¿Y Persia?
—Mitra estaba encantado: griegos luchando contra griegos, dejando vía libre a su gobernador
para dirigir y administrar la ciudad. Los persas me financiaron con oro y plata, me aconsejaron sobre
productos en los que invertir, sobre qué asociaciones comerciales serían rentables. Era como un hijo
para Mitra: sólo él conocía mi nombre. Públicamente jugaba a ser el héroe de los demócratas y
ciudadanos de Efeso —Agis se aclaró la garganta—. Protegí mi reputación pública como enemigo de
Persia y de Mitra provocando accidentes e intentos de asesinato fallidos. Sócrates también cometió
asesinatos. Le gustaba. Como criado de los nobles, se regocijaba al verse las manos teñidas de su
sangre. Recordé mi vida pasada y eso me hizo pensar en las historias sobre los Centauros, así que
adopté su nombre…
—¿Y continuasteis con su sangrienta matanza?
—Por supuesto —Agis tenía una mirada extraña y misteriosa en los ojos—. Parmenio vino y se
marchó, luego regresaron los macedonios. Las noticias de vuestra victoria en el Gránico
sorprendieron a todo el mundo: era el momento de un cambio. Sócrates me comunicó que Demades
empezaba a sospechar de la existencia de un traidor en sus rangos. Y el gordo de Hesíodo también se
imaginaba algo. Mitra fue bastante claro: Efeso caería en manos de Alejandro, pero yo me encargaría
de crear la máxima confusión posible. Y eso resultó fácil —añadió con un tono de lamentación—.
Los oligarcas habían sido elegidos para ser destruidos. Envié advertencias secretas a Meleager, no
por nuestros lazos de sangre, sino para levantar sospechas. Demades y su partido huyeron hacia el
Templo de Hércules. Entonces se me presentó una oportunidad para seguir con mi sangrienta
matanza, para continuar con mis muertes incluso bajo el dominio macedonio. Después de todo, podía
demostrar que la palabra de Alejandro no valía nada. Demades tenía que morir, albergaba sospechas,
y además me estaba cansando de Sócrates, que ahora se había convertido en un engorro. Su señor se
había enamorado de Arela y luego él también. Tenéis razón, médico, me aproveché de ello. Si Arela
se lo hubiera pedido, Sócrates le habría bajado la luna del cielo. Era una furcia terca y avariciosa.
Le hice chantaje y la soborné para que me obedeciera —hizo una pausa—. Sabía mucho sobre Arela:
no quería que la gente creyera que simpatizaba con los persas. Después de que Demades y su partido
se refugiaran en el templo, le di algunas órdenes a Sócrates. Le dije que Arela debería hacerle llegar
en secreto algunos objetos.
—¿Y Sócrates estuvo de acuerdo?
—¡Por supuesto! Arela le había prometido sus favores. Le juré que incluso le visitaría en el
templo para que creyera mi palabra. Sócrates se comprometió. Le dije que una tarde yo le haría una
señal que debería identificar para cometer los asesinatos. Tenía también órdenes muy estrictas de
cómo hacerlo. Debía utilizar la zarpa de bronce para autolesionarse una vez hubiera matado a todos.
El plan era abrir la puerta de atrás del templo para dar la impresión de que alguien había entrado y
todos habían sido brutalmente asesinados. Sócrates diría que tuvo suerte de poder escapar con tan
sólo algunos arañazos y daría la voz de alarma. Nadie sospecharía.
—¿Y el veneno? —preguntó Telamón.
—Hizo pronto su efecto —Agis miró hacia la oscuridad—. Tardó menos de una hora. Incluso si
Sócrates hubiera podido escapar por la puerta, habría muerto poco después. El veneno era mortal,
una mezcla de plantas venenosas con almendras machacadas, un brebaje letal. En Efeso es fácil
comprar veneno.
—Entonces, el hecho de que Sócrates no pudiera escapar —interrumpió Alejandro bruscamente
—, sirvió para crear un halo de misterio entorno al templo.
—Sí, todo terminó mejor de lo que había pensado.
—¿Y la vasija de plata? —preguntó Telamón—, ¿por qué le pedisteis que la bajara?
—Quería asegurarme de que no contenía nada. Sócrates, y yo también a veces, visitábamos el
templo disfrazados para recibir mensajes o dinero de parte del gobernador persa. El sacerdote
empezó a sospechar de las visitas de Rabinos. Sócrates me contó que lo sabía por Demades.
—Ah, ya veo —declaró Telamón inquieto—. Y por eso el sacerdote tuvo que morir y la vasija
fue inspeccionada. No sería el primer sacerdote que guardara valiosos manuscritos dentro de alguna
vasija o urna sagrada.
—Le ordené a Sócrates que quemara todo cuanto encontrara dentro, aunque sospecho —añadió
Agis— que estaba vacía. El sacerdote debía morir, se había vuelto muy entrometido.
—Y vos queríais que Demades se escondiera en el templo, ¿no es cierto?
—Así es —contestó.
—Entonces —añadió Alejandro—, empezó la masacre: algunos oligarcas fueron rodeados, pero
utilizasteis a Sócrates para inducir a Demades y al resto a que se refugiaran en el templo. Sócrates, al
ser un simple criado, estaría a salvo en las calles, escondiéndose en cualquier parte y entregando
mensajes a los colegas de Demades. Y una vez llegaron al templo, fueron atrapados, como gallinas
en un gallinero.
Agis miró al rey sin pestañear.
—¿Y qué pasó con Arela la cortesana? —preguntó Telamón.
—Ah, bueno —Agis hizo un mohín—. Sabía demasiado. Rabinos le había contado muchas cosas.
Así que fui a su casa y la maté como habéis descrito. Hesíodo llegó después. Tenía que morir
también, era un fisgón y tenía unos ojos demasiado curiosos; no era de confianza. La curiosidad
puede ser un vicio muy peligroso.
—¿Y lo mismo pasó con Dión?
—Sí, empezó a alarmarse. Creyó que estaba bajo sospecha. Hesíodo le había hablado sobre un
traidor en nuestros rangos. ¿Por qué maté a Dión? Ya no le necesitaba. Éramos del mismo partido,
pero para mí, no era mejor que el resto. Acordé visitarle por la noche para evitar sospechas. Me colé
por la pared de su jardín y me adentré sigilosamente en su oficina. Llevé conmigo algunos dibujos,
algunos borradores del Templo de Hércules. Después de haberlo matado, los mezclé entre sus
papeles. Me fijé en lo robusta que era la puerta, así que la cerré con llave y eché los cerrojos por
dentro.
Agis parecía que estaba dispuesto a confesarlo todo. Telamón pudo adivinar por qué.
—Le maté como dijisteis. Dión no sabía mucho, pero empezaba a hacer preguntas
comprometedoras, sobre todo durante el banquete en el palacio del Gobernador; la noche que le
visité me volvió a preguntar. Por aquel entonces, ya había decidido matarle. Me sirvió vino y sin que
se diera cuenta mezclé una poción somnífera, luego lo ahorqué. Tenía prisa, no pensé en los nudos —
Agis parecía estar hablando consigo mismo—. Cerré y atranqué una ventana y con la otra hice lo que
habéis contado —sonrió—. Es un truco bastante común entre los allanadores de moradas que se
introducen en las casas de Efeso para robar. Después de todo, había sido un magistrado de la ciudad.
—¿Y qué pasó la noche en el palacio durante el banquete del rey? —preguntó Telamón.
—Oh, me limité a sembrar la idea en la mente de la viuda de Demades. La visité al poco de la
muerte de su marido. Como una serpiente moviéndose en la oscuridad, le sugerí que podría vengarse
y le describí cómo.
—Y luego, para protegeros —continuó Telamón—, se lo contasteis a Alejandro; no obstante,
continuasteis con vuestro maquiavélico plan.
—Conocía el palacio como la palma de mi mano —se burló Agis—. Existen entradas secretas
que todavía ni siquiera imagináis. Solía ir allí para verme con el Gobernador a la hora y en el lugar
que yo fijaba. Lo sabía todo acerca de las avispas, conocía los patios desiertos, y naturalmente,
disponía del pase real. Sabía que Rabinos había sido capturado, por lo que también debía morir. Lo
estaba buscando cuando entreví al soldado, escondiéndose de sus compañeros con la jarra de vino.
Me serví de la porra que llevaba escondida, muy parecida a la que utilizó Sócrates en el templo: un
palo de madera aparentemente inofensivo con una cabeza de bronce ajustada en un extremo. Hablé
con el soldado durante un rato; descubrí en qué mazmorra se encontraba Rabinos y luego le maté.
Más tarde, aquella misma noche, cuando se dio la voz de alarma, me marché con Dión y desaparecí.
Me dirigí hacia los nidos de las avispas y los lancé a las cocinas. Si los sostienes con cuidado, de
hecho no son peligrosos, además llevaba la cara y las manos protegidas. También cogí algo de aceite
en una bota de vino, la derramé en la celda de Rabinos y luego lancé un paño encendido —Agis se
encogió de hombros—. Si conocéis el palacio, es muy fácil; pasadizos secretos, oscuros pórticos y
patios sumidos en las sombras. La gente iba de un lado para otro, no tardé más de lo que tardaría en
caminar un kilómetro.
—¿Sabía el Gobernador quién erais realmente? —le interrumpió Telamón.
—Claro que no. Le di el nombre de Dión para confundir las cosas.
—Debisteis sentiros algo alarmados cuando un arquero escondido lanzó flechas contra el rey,
¿no? —le preguntó Telamón.
—No mucho —suspiró Agis—, como descubriréis, hay más espías en Efeso de los que pensáis.
Mitra podía haber alquilado los servicios de otro, pensé.
—¿Entre vuestras misiones se encontraba la de matar al rey?
Agis se puso en pie. La espada de Hefestión le rozó la nuca.
—¿Dónde vais? —le preguntó Alejandro con calma.
Agis se puso de rodillas.
—Os suplico por mi…
—¡Por vuestra vida no! ¡Ahora es mía! —exclamó enfáticamente el rey.
—¡Entonces, por una muerte rápida! —replicó Agis—, y por la vida de mi hija Rhoda. Ella no
tiene la culpa.
El rostro de Alejandro se volvió blanco como el marfil, sus labios se convirtieron en una línea
exangüe.
—¿Por qué debería mostraros piedad?
—Porque he confesado —declaró Agis.
—¿Y? —preguntó Alejandro.
—Puedo daros más información.
—Adelante.
—Me alegra que estéis registrando nuestras casas —Agis se permitió esbozar una amplia sonrisa
—. Os puedo proporcionar una lista de agentes persas de Efeso. En primera posición se encuentra
Peleo.
El otro demócrata se puso en pie como un resorte, agitando las manos. Agis ni siquiera le dedicó
una mirada.
—Peleo está comprometido en cuerpo y alma, lo mismo que Dión; y lo mismo digo de esa gorda
furcia, la reina de los Moabitas. ¡Traedme un estilo y una tabla encerada y os escribiré los nombres
del resto!
—No encontraréis mi nombre en esa lista —le interrumpió Meleager.
Agis asintió en señal de acuerdo.
—Os mentí —confesó—. Nombré a Meleager para levantar sospechas. De todos los efesios, él
es el más honorable. Un oligarca, sí, pero nunca aceptó oro persa. Tampoco siente un gran amor por
los macedonios pero, a su modo, es honorable —Agis alargó la mano hacia su hermanastro—. Si el
rey está de acuerdo, quedaos con Rhoda como si fuera vuestra hija.
Meleager miró al rey, que asintió con un ligero movimiento de cabeza. Meleager estrechó la
mano de Agis. Alejandro se puso en pie y se reclinó en el pilar.
—Hefestión, llevaos a Agis. Dispone de una hora para escribir su lista. Que acompañen a Peleo
a las puertas de la ciudad, que le quiten la capa y las sandalias, que le den un bastón, agua para un
día y algo de comida. Queda exiliado de Efeso para el resto de su vida.
Peleo empezó a objetar, pero Hefestión ya se encontraba caminando hacia la puerta para permitir
la entrada de los guardias. El templo se vació, sólo quedaron Telamón, Alejandro y Meleager.
—¿Cuál va a ser vuestra sentencia? —le preguntó Telamón.
El rey levantó la vista.
—Meleager, sois magistrado jefe de Efeso, el arconte, pero la prisión sigue estando bajo mis
órdenes y las de su comandante. Regresaréis a la ciudad y estamparéis en ella mi autoridad. No debe
derramarse más sangre. El Templo de Hércules será derrocado hasta sus cimientos y luego
reconstruido. La casa de Agis y su hija quedan en vuestras manos, el resto de su riqueza es para mí.
¡Ahora podéis marcharos!
Meleager se encaminó hacia la puerta.
—¡Ah, Meleager!
El oligarca se volvió.
—Que se termine la obra de Apeles y se coloque en el nuevo Templo de Artemisa, en el lugar de
honor —chasqueó los dedos en dirección a Telamón—. La confesión de ese loco, el incendiario que
lo quemó hasta los cimientos. Telamón, contadle a Meleager lo que habéis descubierto.
Telamón explicó cómo la confesión contenía un anagrama, una profecía velada sobre el
nacimiento de Alejandro al que había asistido Artemisa.
—Pero podría ser… —La objeción de Meleager murió en sus labios. Suspiró—. Como deseéis,
majestad, así será. El templo que en su tiempo albergó la estatua de vuestro padre ahora albergará el
retrato tan fielmente pintado de Alejandro el Dios. Pero majestad —añadió Meleager—, ¿qué pasará
con Agis?
El rey le devolvió una mirada fría. Meleager, incómodo, salió de la habitación arrastrando los
pies. Al otro lado de la puerta se escucharon los gritos de protesta de Aristandro.
—¡Que no entre nadie! —gritó Alejandro y alargó la mano a Telamón para que se la cogiera.
Cuando el médico lo hizo, el rey lo atrajo hacia sí y le besó en ambas mejillas.
—No lo olvidaré —Alejandro dio un paso atrás—. Agis confesará. Me revelará cuál es el
próximo plan de ataque persa y dónde tendrá lugar la lucha.
—¿Y cuando os confiese todo lo que sabe? —le preguntó Telamón.
—Se ha derramado demasiada sangre —susurró Alejandro—. Encargaos vos mismo, Telamón.
Después de que se ponga el sol, llevadle una copa de cicuta y que se la beba. ¡Este impío puede irse
a los infiernos, y decidles a aquellos que habitan en la oscuridad que yo le he enviado!
FIN
PAUL C. DOHERTY. (Middlesbrough, Inglaterra, 1946). Durante 3 años estuvo en un seminario
católico en Durham pero finalmente no se ordenó. Estudió Historia en las universidades de Liverpool
y Oxford donde obtuvo el doctorado con una tesis sobre Eduardo II e Isabel I. Trabajó como profesor
de secundaria en varias ciudades de Inglaterra. Durante 25 años, ha sido director de la Trinity
Catholic High School de Essex, una de las más prestigiosas escuelas de Inglaterra, y compagina su
faceta de profesor con la de escritor. Es autor de aproximadamente 60 libros. Actualmente vive con
su mujer Carla, 6 hijos y 2 caballos en un pueblo entre Essex y Londres.
Ha escrito con varios seudónimos (Michael Clynes, Paul Harding, C. L. Grace…), utilizando
últimamente su nombre original.
En 1987 empezó a publicar series de novela histórica de misterio: la Edad Media, el Antiguo Egipto,
Roma y Grecia. En total ha superado las 12 series de novela histórica, 11 novelas y 7 libros de
historia. Sus obras están bien ambientadas y documentadas, con desenlaces imprevistos. Paul
Doherty utiliza un lenguaje sencillo y comprensible que hace de la lectura un ejercicio placentero.