La Tia Tula-Unamuno Miguel
La Tia Tula-Unamuno Miguel
La Tia Tula-Unamuno Miguel
LA TÍA TULA
Miguel de Unamuno
PRÓLOGO
(QUE PUEDE SALTAR EL LECTOR DE NOVELAS)
«Tenía uno [hermano] casi de mi edad, que era el que yo más quería,
aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí; juntábamos entrambos a
leer vidas de santos... Espantábamos mucho el decir en lo que leíamos
que pena y gloria eran para siempre. Acaecíamos estar muchos ratos
tratando desto, y gustábamos de decir muchas veces ¡para siempre,
siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido,
me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad. De que
vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser
ermitaños, y en una huerta que había en casa procurábamos, como
podíamos, hacer ermitas poniendo unas piedrecillas, que luego se nos
caían, y ansí no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que
ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo
perdí por mi culpa.
»Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce
años, poco menos; como yo comencé a entender lo que había perdido,
afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi
madre con muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con
simpleza, que me ha valido, pues conocidamente he hallado a esta
Virgen Soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha
tornado a sí.»
(Del capítulo I de la Vida de la santa Madre Teresa de Jesús, que
escribió ella misma por mandado de su confesor.)
«Sea [Dios] alabado por siempre, que tanta merced ha hecho a vuestra
merced, pues le ha dado mujer, con quien pueda tener mucho
descanso. Sea mucho de enhorabuena, que harto consuelo es para mí
pensar que le tiene. A la señora doña María beso siempre las manos
muchas veces; aquí tiene una capellana y muchas. Harto quisiéramos
poderla gozar; mas si había de ser con los trabajos que por acá hay,
más quiero que tenga allá sosiego, que verla acá padecer.»
(De una carta que desde Ávila, a 15 de diciembre de 1581, dirigió la
santa Madre, y Tía, Teresa de Jesús, a su sobrino don Lorenzo de
Cepeda, que estaba en Indias, en el Perú, donde se casó con doña
María de Hinojosa, que es la señora doña María de que se habla en
ella.)
En el capítulo II de la misma susomentada Vida, se dice de la santa
Madre Teresa de Jesús que era moza «aficionada a leer libros de
caballerías» –los suyos lo son, a lo divino– y en uno de los sonetos, de
nuestro Rosario de ellos, la hemos llamado:
Quijotesa
a lo divino, que dejó asentada
nuestra España inmortal, cuya es la empresa:
«sólo existe lo eterno; ¡Dios o nada!»
II
III
IV
En el parto de Rosa, que fue durísimo, nadie estuvo más serena y
valerosa que Gertrudis. Creeríase que era una veterana en asistir a
trances tales. Llegó a haber peligro de muerte para la madre o la cría
que hubiera de salir, y el médico llegó a hablar de sacársela viva o
muerta.
–¿Muerta? –exclamó Gertrudis–; ¡eso sí que no!
–¿Pero no ve usted –exclamó el médico– que aunque se muera el crío
queda la madre para hacer otros, mientras que si se muere ella no es lo
mismo?
Pasó rápidamente por el magín de Gertrudis replicarle que quedaban
otras madres, pero se contuvo a insistió:.
–Muerta, ¡no!, ¡nunca! Y hay, además, que salvar un alma.
La pobre parturienta ni se enteraba de cosa alguna. Hasta que,
rendida al combate, dio a luz un niño.
Recogiólo Gertrudis con avidez, y como si nunca hubiera hecho otra
cosa, lo lavó y envolvió en sus pañales.
–Es usted comadrona de nacimiento –le dijo el médico.
Tomó la criaturita y se la llevó a su padre, que en un rincón, aterrado
y como contrito de una falta, aguardaba la noticia de la muerte de su
mujer.
–¡Aquí tienes tu primer hijo, Ramiro; mírale qué hermoso!
Pero al levantar la vista el padre, libre del peso de su angustia, no vio
sino los ojazos de su cuñada, que irradiaban una luz nueva, más
negra, pero más brillante que la de antes. Y al ir a besar a aquel rollo
de carne que le presentaban como su hijo, rozó su mejilla, encendida,
con la de Gertrudis.
–Ahora –le dijo tranquilamente esta– ve a dar las gracias a tu mujer, a
pedirle perdón y a animarla.
–¿A pedirle perdón?
–Sí, a pedirle perdón.
–¿Y por qué?
–Yo me entiendo y ella te entenderá. Y en cuanto a este –y al decirlo
apretábalo contra su seno palpitante– corre ya de mi cuenta, y a poco
he de poder o haré de él un hombre.
La casa le daba vueltas en derredor a Ramiro. Y del fondo de su alma
salíale una voz diciendo: «¿Cuál es la madre?»
Poco después ponía Gertrudis cuidadosamente el niño al lado de la
madre, que parecía dormir extenuada y con la cara blanca como la
nieve. Pero Rosa entreabrió los ojos y se encontró con los de su
hermana. Al ver a esta, una corriente de ánimo recorrió el cuerpo todo
victorioso de la nueva madre.
–¡Tula! –gimió.
–Aquí estoy, Rosa, aquí estaré. Ahora descansa. Cuando sea, le das de
mamar a este crío para que se calle. De todo lo demás no te preocupes.
–Creí morirme, Tula, aun ahora me parece que sueño muerta. Y me
daba tanta pena de Ramiro...
–Cállate. El médico ha dicho que no hables mucho. El pobre Ramiro
estaba más muerto que tú. ¡Ahora, ánimo, y a otra!
La enferma sonrió tristemente.
–Este se llamará Ramiro, como su padre –decretó luego Gertrudis en
pequeño consejo de familia–, y la otra, porque la siguiente será niña,
Gertrudis como yo.
–¿Pero ya estás pensando en otra ––exclamó don Primitivo– y tu
pobre hermana de por poco se queda en el trance?
–¿Y qué hacer? –replicó ella–; ¿para qué se han casado si no? ¿No es
así, Ramiro? –y le clavó los ojos.
–Ahora lo que importa es que se reponga –dijo el marido
sobrecogiéndose bajo aquella mirada.
–¡Bah!, de estas dolencias se repone una mujer pronto.
–Bien dice el médico, sobrina, que parece como si hubieras nacido
comadrona.
–Toda mujer nace madre, tío.
Y lo dijo con tan íntima solemnidad casera, que Ramiro se sintió presa
de un indefinible desasosiego y de un extraño remordimiento.
«¿Querré yo a mi mujer como se merece?», se decía.
–Y ahora, Ramiro –le dijo su cuñada––, ya puedes decir que tienes
mujer.
Y a partir de entonces, no faltó Gertrudis un solo día de casa de su
hermana. Ella era quien desnudaba y vestía y cuidaba al niño hasta
que su madre pudiera hacerlo.
La cual se repuso muy pronto y su hermosura se redondeó más. A la
vez extremó sus ternuras para con su marido y aun llegó a culparle de
que se le mostraba esquivo.
–Temí por tu vida –le dijo su marido– y estaba aterrado. Aterrado y
desesperado y lleno de remordimiento.
–Remordimiento, ¿por qué?
–¡Si llegas a morirte me pego un tiro!
–¡Quia!, ¿a qué? «Cosas de hombres», que diría Tula. Pero eso ya pasó
y ya sé lo que es.
–¿Y no has quedado escarmentada, Rosa?
–¿Escarmentada? –y cogiendo a su marido, echándole los brazos al
cuello, apechugándole fuertemente a sí, le dijo al oído con un aliento
que se lo quemaba: ¡A otra, Ramiro, a otra! ¡Ahora sí que te quiero! ¡Y
aunque me mates!
Gertrudis en tanto arrullaba al niño, celosa de que no se percatase –
¡inocente!– de los ardores de sus padres.
Era como una preocupación en la tía de ir sustrayendo al niño, ya
desde su más tierna edad de inconsciencia, de conocer, ni en las más
leves y remotas señales, el amor de que había brotado. Colgóle al
cuello, desde luego, una medalla de la Santísima Virgen, de la Virgen
Madre, con su Niño en brazos.
Con frecuencia, cuando veía que su hermana, la madre, se
impacientaba en acallar al niño o al envolverlo en sus pañales, le
decía:
–Dámelo, Rosa, dámelo, y vete a entretener a tu marido.
–Pero, Tula...
–Sí, tú tienes que atender a los dos y yo sólo a este.
–Tienes, Tula, una manera de decir las cosas...
–No seas niña, ¡ea!, que eres ya toda una señora mamá. Y da gracias a
Dios que podamos así repartirnos el trabajo.
–Tula... Tula...
–Ramiro... Ramiro... Rosa.
La madre se amoscaba, pero iba a su marido.
Y así pasaba el tiempo y llegó otra cría, una niña.
VI
Venía ya el tercer hijo al matrimonio. Rosa empezaba a quejarse de su
fecundidad. «Vamos a cargamos de hijos», decía. A lo que su
hermana: « ¿Pues para qué os habéis casado?»
El embarazo fue molestísimo para la madre y tenía que descuidar más
que antes a sus otros hijos, que así quedaban al cuidado de su tía,
encantada de que se los dejasen. Y hasta consiguió llevárselos más de
un día a su casa, a su solitario hogar de soltera, donde vivía con la
vieja criada que fue de don Primitivo, y donde los retenía. Y los
pequeñuelos se apegaban con ciego cariño a aquella mujer severa y
grave.
Ramiro, malhumorado antes en los últimos meses de los embarazos
de su mujer, malhumor que desasosegaba a Gertrudis, ahora lo estaba
más.
–¡Qué pesado y molesto es esto! –decía.
–¿Para ti? –le preguntaba su cuñada sin levantar los ojos del sobrino o
sobrina que de seguro tenía en el regazo.
–Para mí, sí. Vivo en perpetuo sobresalto, temiéndolo todo.
–¡Bah! No será al fin nada. La Naturaleza es sabia.
–Pero tantas veces va el cántaro a la fuente...
–¡Ay, hijo, todo tiene sus riesgos y todo estado sus contrariedades!
Ramiro se sobrecogía al oírse llamar hijo por su cuñada, que rehuía
darle su nombre, mientras él, en cambio, se complacía en llamarla por
el familiar Tula.
–¡Qué bien has hecho en no casarte, Tula!
–¿De veras? –y levantando los ojos se los clavó en los suyos.
–De veras, sí. Todo son trabajos y aun peligros...
–¿Y sabes tú acaso si no me he de casar todavía?
–Claro. ¡Lo que es por la edad!
–¿Pues por qué ha de quedar?
–Como no te veo con afición a ello...
–¿Afición a casarse? ¿Qué es eso?
–Bueno; es que...
–Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso?
–No, no es eso.
–Sí, eso es.
–Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrían faltado...
–Pero yo no puedo buscarlos. No soy hombre, y la mujer tiene que
esperar y ser elegida. Y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser
elegida.
–¿Qué es eso de que estáis hablando? –dijo Rosa acercándose y
dejándose caer abatida en un sillón.
–Nada; discreteos de tu marido sobre las ventajas e inconvenientes del
matrimonio.
–¡No hables de eso, Ramiro! Vosotros los hombres apenas sabéis de
eso. Somos nosotras las que nos casamos, no vosotros.
–¡Pero, mujer!
–Anda, ven, sosténme, que apenas puedo tenerme en pie. Voy a
echarme. Adiós, Tula. Ahí te los dejo.
Acercóse a ella su marido; le tomó del brazo con sus dos manos y se
incorporó y levantó trabajosamente; luego, tendiéndole un brazo por
el hombro, doblando su cabeza hasta casi darle en este con ella y
cogiéndole con la otra mano, con la diestra de su diestra, se fue
lentamente así apoyada en él y gimoteando. Gertrudis, teniendo a
cada uno de sus sobrinos en sus rodillas, se quedó mirando la marcha
trabajosa de su hermana, colgada de su marido como una enredadera
de su rodrigón. Llenáronsele los grandes ojazos, aquellos ojos de luto,
serenamente graves, gravemente serenos, de lágrimas, y apretando a
su seno a los dos pequeños, apretó sus mejillas a cada una de las de
ellos. Y el pequeñito, Ramirín, al ver llorar a su tía, la tita Tula, se echó
a llorar también.
–Vamos, no llores; vamos a jugar.
De este tercer parto quedó quebrantadísima Rosa.
–Tengo malos presentimientos, Tula.
–No hagas caso de agüeros.
–No es agüero; es que siento que se me va la vida; he quedado sin
sangre.
–Ella volverá.
–Por de pronto, ya no puedo criar este niño. Y eso de las amas, Tula,
¡eso me aterra!
Y así era, en verdad. En pocos días cambiaron tres. El padre estaba
furioso y hablaba de tratarlas a latigazos. Y la madre decaía.
–¡Esto se va! –pronunció un día el médico.
Ramiro vagaba por la casa como atontado, presa de extraños
remordimientos y de furias súbitas. Una tarde llegó a decir a su
cuñada:
–Pero es que esta Rosa no hace nada por vivir; se le ha metido en la
cabeza que tiene que morirse y ¡es claro!, se morirá. ¿Por qué no le
animas y le convences a que viva?
–Eso tú, hijo; tú, su marido. Si tú no le infundes apetito de vivir,
¿quién va a infundírselo? Porque sí, no es lo peor lo débil y exangüe
que está; lo peor es que no piensa sino en morirse. Ya ves, hasta los
chicos la cansan pronto. Y apenas si pregunta por las cosas del alma.
Y era que la pobre Rosa vivía como en sueños, en un constante mareo,
viéndolo todo como a través de una niebla.
Una tarde llamó a solas a su hermana y en frases entrecortadas, con
un hilito de voz febril, le dijo cogiéndole la mano:
–Mira, Tula, yo me muero y me muero sin remedio. Ahí te dejo mis
hijos, los pedazos de mi corazón, y ahí te dejo a Ramiro, que es como
otro hijo. Créeme que es otro niño, un niño grande y antojadizo, pero
bueno, más bueno que el pan. No me ha dado ni un solo disgusto. Ahí
te los dejo, Tula.
–Descuida, Rosa; conozco mis deberes.
–Deberes.... deberes...
–Sí, sé mis amores. A tus hijos no les faltará madre mientras yo viva.
–Gracias, Tula, gracias. Eso quería de ti.
–Pues no lo dudes.
–¡Es decir que mis hijos, los míos, los pedazos de mi corazón, no
tendrán madrastra! .
–¿Qué quieres decir con eso, Rosa?
–Que como Ramiro volverá a pensar en casarse..., es lo natural..., tan
joven... y yo sé que no podrá vivir sin mujer, lo sé .... pues que...
–¿Qué quieres decir?
–Que serás tú su mujer, Tula.
–Yo no te he dicho eso, Rosa, y ahora, en este momento, no puedo, ni
por piedad, mentir. Yo no te he dicho que me casaré con tu marido si
tú le faltas; yo te he dicho que a tus hijos no les faltará madre...
–No, tú me has dicho que no tendrán madrastra.
–¡Pues bien, sí, no tendrán madrastra!
–Y eso no puede ser sino casándote tú con mi Ramiro, y mira, no
tengo celos, no. ¡Si ha de ser de otra, que sea tuyo! Que sea tuyo.
Acaso...
–¿Y por qué ha de volver a casarse?
–¡Ay, Tula, tú no conoces a los hombres! Tú no conoces a mi marido...
–No, no le conozco.,
–¡Pues yo sí!
–Quién sabe...
–La pobre enferma se desvaneció.
Poco después llamaba a su marido. Y al salir este del cuarto iba
desencajado y pálido como un cadáver.
La Muerte afilaba su guadaña en la piedra angular del hogar de Rosa
y Ramiro, y mientras la vida de la joven madre se iba en rosario de
gotas, destilando, había que andar a la busca de una nueva ama de
cría para el pequeñito, que iba rindiéndose también de hambre. Y
Gertrudis, dejando que su hermana se adormeciese en la cuna de una
agonía lenta, no hacía sino agitarse en busca de un seno próvido para
su sobrinito. Procuraba irle engañando el hambre, sosteniéndole a
biberón.
–¿Y esa ama?
–¡Hasta mañana no podrá venir, señorita!
–Mira, Tula –empezó Ramiro.
–¡Déjame! ¡Déjame! ¡Vete al lado de tu mujer, que se muere de un
momento a otro; vete que allí es tu puesto, y déjame con el niño!
–Pero, Tula...
–Déjame, te he dicho. Vete a verla morir; a que entre en la otra vida en
tus brazos; ¡vete! ¡Déjame!
Ramiro se fue. Gertrudis tomó a su sobrinillo, que no hacía sino gemir;
encerróse con él en un cuarto y sacando uno de sus pechos secos, uno
de sus pechos de doncella, que arrebolado todo él le retemblaba como
con fiebre. Le retemblaba por los latidos del corazón –era el derecho–,
puso el botón de ese pecho en la flor sonrosada pálida de la boca del
pequeñuelo. Y este gemía más estrujando entre sus pálidos labios el
conmovido pezón seco.
–Un milagro, Virgen Santísima –gemía Gertrudis con los ojos velados
por las lágrimas–; un milagro, y nadie lo sabrá, nadie.
Y apretaba como una loca al niño a su seno.
Oyó pasos y luego que intentaban abrir la puerta. Metióse el pecho, lo
cubrió, se enjugó los ojos y salió a abrir. Era Ramiro, que le dijo:
–¡Ya acabó!
–Dios la tenga en su gloria. Y ahora, Ramiro, a cuidar de estos.
–¿A cuidar? Tú..., tú..., porque sin ti...
–Bueno; ahora a criarlos, te digo.
VII
Ahora, ahora que se había quedado viudo, era cuando Ramiro sentía
todo lo que sin él siquiera sospecharlo había querido a Rosa, su mujer.
Uno de sus consuelos, el mayor, era recogerse en aquella alcoba en
que tanto habían vivido amándose y repasar su vida de matrimonio.
Primero el noviazgo, aquel noviazgo, aunque no muy prolongado, de
lento reposo, en que Rosa parecía como que le hurtaba el fondo del
alma siempre, y como si por acaso no la tuviese o haciéndole pensar
que no la conocería hasta que fuese suya del todo y por entero; aquel
noviazgo de recato y de reserva, bajo la mirada de Gertrudis, que era
todo alma. Repasaba en su mente Ramiro, lo recordaba bien, cómo la
presencia de Gertrudis, la tía Tula de sus hijos, le contenía y
desasosegaba, cómo ante ella no se atrevía a soltar ninguna de esas
obligadas bromas entre novios, sino a medir sus palabras.
Vino luego la boda y la embriaguez de los primeros meses, de las
lunas de miel; Rosa iba abriéndole el espíritu, pero era este tan
sencillo, tan transparente, que cayó en la cuenta Ramiro de que no le
había velado ni recatado nada. Porque su mujer vivía con el corazón
en la mano y extendía esta en aesto de oferta. v con las entrañas
espirituales al aire del mundo, entregada por entero al cuidado del
momento, como viven las rosas del campo y las alondras del cielo. Y
era a la vez el espíritu de Rosa como un reflejo del de su hermana,
como el agua corriente al sol de que aquel era el manantial cerrado.
Llegó, por fin, una mañana en que se le desprendieron a Ramiro las
escamas de la vista y, purificada esta, vio claro con el corazón. Rosa no
era una hermosura cual él se había creído y antojado, sino una figura
vulgar, pero con todo el más dulce encanto de la vulgaridad recogida
y mansa; era como el pan de cada día, como el pan casero y cotidiano,
y no un raro manjar de turbadores jugos. Su mirada, que sembraba
paz, su sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo
sedante, sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta
en la silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar
luz con los
ojos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de planta en
aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de continuo,
momento tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida
común ordinaria y en la dulce naturalidad con que abría sus
perfumadas corolas.
¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y
la perseguía él por la casa toda fingiendo un triunfo para cobrar como
botín besos largos y apretados, boca a boca; aquel cogerle la cara con
ambas manos y estarse en silencio mirándole el alma por los ojos y,
sobre todo, cuando apoyaba el oído sobre el pecho de ella, ciñéndole
con los brazos el talle, y escuchándole la marcha tranquila del corazón
le decía: «¡Calla, déjale que hable!»
Y las visitas de Gertrudis, que con su cara grave y sus grandes ojazos
de luto a que se asomaba un espíritu embozado, parecía decirles: «Sois
unos chiquillos que cuando no os veo estáis jugando a marido y
mujer; no es esa la manera de prepararse a criar hijos, pues el
matrimonio se instituyó para casar, dar gracia a los casados y que
críen hijos para el cielo.»
¡Los hijos! Ellos fueron sus primeras grandes meditaciones. Porque
pasó un mes y otro y algunos más, y al no notar señal ni indicio de
que hubiese fructificado aquel amor, «¿tendría razón –decíase
entonces– Gertrudis? ¿Sería verdad que no estaban sino jugando a
marido y mujer y sin querer, con la fuerza toda de la fe en el deber, el
fruto de la bendición del amor justo?». Pero lo que más le molestaba
entonces, recordábalo bien ahora, era lo que pensarían los demás,
pues acaso hubiese quien le creyera a él, por eso de no haber podido
hacer hijos, menos hombre que otros. ¿Por qué no había de hacer él, y
mejor, lo que cualquier mentecato, enclenque y apocado hace? Heríale
en su amor propio; habría querido que su mujer hubiese dado a luz a
los nueve meses justos y cabales de haberse ellos casado. Además, eso
de tener hijos o no tenerlos debía de depender –decíase entonces– de
la mayor o menor fuerza de cariño que los casados se tengan, aunque
los hay enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros,
ayuntados por conveniencias de fortuna y ventura, que se cargan de
críos. Pero –y esto sí que lo recordaba bien ahora– para explicárselo
había fraguado su teoría, y era que hay un amor aparente y
consciente, de cabeza, que puede mostrarse muy grande y ser, sin
embargo, infecundo, y otro sustancial y oculto, recatado aun al propio
conocimiento de los mismos que lo alimentan, un amor del alma y el
cuerpo enteros y justos, amor fecundo siempre. ¿No querría él lo
bastante a Rosa o no le querría lo bastante Rosa a él? Y recordaba
ahora cómo había tratado de descifrar el misterio mientras la envolvía
en besos, a solas, en el silencio y oscuro de la noche y susurrándola
una y otra vez al oído, en letanía, un rosario de: «¿Me quieres, me
quieres, Rosa?» , mientras a ella se la escapaban síes desfallecidos.
Aquello fue una locura, una necia locura, de la que se avergonzaba
apenas veía entrar a Gertrudis derramando serena seriedad en torno,
y de aquello le curó la sazón del amor cuando le fue anunciado el hijo.
Fue un transporte loco... ¡había vencido! Y entonces fue cuando vino,
con su primer fruto, el verdadero amor.
El amor, sí. ¿Amor? ¿Amor dicen? ¿Qué saben de él todos esos escritos
amatorios, que no amorosos, que de él hablan y quieren excitarlo en
quien los lee? ¿Qué saben de él los galeotos de las letras? ¿Amor? No
amor, sino mejor cariño. Eso de amor –decíase Ramiro ahora– sabe a
libro; sólo en el teatro y en las novelas se oye el yo te amo; en la vida
de
carne y sangre y hueso el entrañable ¡te quiero! y el más entrañable
aún callárselo. ¿Amor? No, ni cariño siquiera, sino algo sin nombre y
que no se dice por confundirse ello con la vida misma. Los más de los
cantores amatorios saben de amor lo que de oración los
mascullajaculatorias, traganovenas y engullerosarios. No, la oración
no es tanto algo que haya de cumplirse a tales o cuales horas, en sitio
apartado y recogido y en postura compuesta, cuanto es un modo de
hacerlo todo votivamente, con toda el alma y viviendo en Dios.
Oración ha de ser el comer, y el beber, y el pasearse, y el jugar, y el
leer, y el escribir, y el conversar, y hasta el dormir, y rezo todo, y
nuestra vida un continuo y mudo «¡hágase tu voluntad!», y un
incesante «¡venga a nos el tu reino!» , no ya pronunciados, mas ni aun
pensados siquiera, sino vividos. Así oyó la oración una vez Ramiro a
un santo varón religioso que pasaba por maestro de ella, y así lo aplicó
él al amor luego. Pues el que profesara a su mujer y a ella le apegaba
veía bien ahora en que ella se le fue, que se le llegó a fundir con el
rutinero andar de la vida diaria, que lo había respirado en las mil
naderías y frioleras del vivir doméstico, que le fue como el hire que se
respira y al que no se le siente sino en momentos de angustioso ahogo,
cuando nos falta. Y ahora ahogábase Ramiro, y la congoja de su
viudez reciente le revelaba todo el poderío del amor pasado y vivido.
Al principio de su matrimonio fue, sí, el imperio del deseo; no podía
juntar carne con carne sin que la suya se le encendiese y alborotase y
empezara a martillarle el corazón, pero era porque la otra no era aún
de veras y por entero suya también; pero luego, cuando ponía su
mano sobre la carne desnuda de ella, era como si en la propia la
hubiese puesto, tan tranquilo se quedaba; mas también si se la
hubiesen cortado habríale dolido como si se la cortaran a él. ¿No sintió
acaso en sus entrañas los dolores de los partos de su Rosa?
Cuando la vio gozar, sufriendo al darle su primer hijo, es cuando
comprendió cómo es el amor más fuerte que la vida y que la muerte, y
domina la discordia de estas; cómo el amor hace morirse a la vida y
vivir la muerte; cómo él vivía ahora la muerte de su Rosa y se moría
en su propia vida. Luego, al ver al niño dormido y sereno, con los
labios en flor entreabiertos, vio al amor hecho carne que vive. Y allí,
sobre la cuna, contemplando a su fruto, traía a sí a la madre, y
mientras el niño sonreía en sueños palpitando sus labios, besaba él a
Rosa en la corola de sus labios frescos y en la fuente de paz de sus
ojos. Y le decía mostrándole dos dedos de la mano: «¡Otra vez, dos,
dos...!» Y ella: «¡No, no, ya no más, uno y no más!» Y se reía. Y él:
«¡Dos, dos, me ha entrado el capricho de que tengamos dos mellizos,
una parejita, niño y niña!» Y cuando ella volvió a quedarse encinta, a
cada paso y tropezón, él: «¡Qué cargado viene eso! ¡Qué granazón!
¡Me voy a salir con la mía; por lo menos dos!» « ¡Uno, el último, y
basta!», replicaba ella riendo. Y vino el segundo, la niña, Tulita, y
luego que salió con vida, cuando descansaba la madre, la besó larga y
apretadamente en la boca, como en premio, diciéndose: «¡Bien has
trabajado, pobrecilla!»; mientras Rosa, vencedora de la muerte y de la
vida, sonreía con los domésticos ojos apacibles.
¡Y murió!; aunque pareciese mentira, se murió. Vino la tarde terrible
del combate último. Allí estuvo Gertrudis, mientras el cuidado de la
pobrecita niña que desfallecía de hambre se lo permitió, sirviendo
medicinas inútiles, componiendo la cama, animando a la enferma,
encorazonando a todos. Tendida en el lecho que había sido campo de
donde brotaron tres vidas, llegó a faltarle el habla y las fuerzas, y
cogida de la mano a la mano de su hombre,
del padre de sus hijos, mirábale como el navegante, al ir a perderse en
el mar sin orillas, mira al lejano promontorio, lengua de la tierra
nativa, que se va desvaneciendo en la lontananza y junto al cielo; en
los trances del ahogo miraban sus ojos, desde el borde la eternidad, a
los ojos de su Ramiro. Y parecía aquella mirada una pregunta
desesperada y suprema, como si a punto de partirse para nunca más
volver a tierra, preguntase por el oculto sentido de la vida. Aquellas
miradas de congoja reposada, de acongojado reposo, decían: «Tú, tú
que eres mi vida, tú que conmigo has traído al mundo nuevos
mortales, tú que me has sacado tres vidas, tú, mi hombre, dime, ¿esto
qué es?» Fue una tarde abismática. En momentos de tregua, teniendo
Rosa entre sus manos, húmedas y febriles, las manos temblorosas de
Ramiro, clavados en los ojos de este sus ojos henchidos de cansancio
de vida, sonreía tristemente, volviéndolos luego al niño, que dormía
allí cerca, en su cunita, y decía con los ojos, y alguna vez con un hilito
de voz: « ¡No despertarle, no! ¡Que duerma, pobrecillo! ¡Que
duerma..., que duerma hasta hartarse, que duerma!» Llególe por
último el supremo trance, el del tránsito, y fue como si en el brocal de
las eternas tinieblas, suspendida sobre el abismo, se aferrara a él, a su
hombre, que vacilaba sintiéndose arrastrado. Quería abrirse con las
uñas la garganta la pobre, mirábale despavorida, pidiéndole con los
ojos aire; luego, con ellos le sondó el fondo del alma, y soltando su
mano cayó en la cama donde había concebido y parido sus tres hijos.
Descansaron los dos; Ramiro, aturdido, con el corazón acorchado,
sumergido como en un sueño sin fondo y sin despertar, muerta el
alma, mientras dormía el niño. Gertrudis fue quien, viniendo con la
pequeñita al pecho, cerró luego los ojos a su hermana, la compuso un
poco y fuese después a cubrir y arropar mejor al niño dormido, y
trasladarle en un beso la tibieza que con otro recogió de la vida que
aún tendía sus últimos jirones sobre la frente de la rendida madre.
Pero, ¿murió acaso Rosa? ¿Se murió de veras? ¿Podía haberse muerto
viviendo él, Ramiro? No; en sus noches, ahora solitarias, mientras se
dormía solo en aquella cama de la muerte y de la vida y del amor,
sentía a su lado el ritmo de su respiración, su calor tibio, aunque con
una congojosa sensación de vacío. Y tendía la mano, recorriendo con
ella la otra mitad de la cama, apretándola algunas veces. Y era lo peor
que, cuando recogiéndose se ponía a meditar en ella, no se le
ocurrieran sino cosas de libro, cosas de amor de libro y no de cariño
de vida, y le escocía que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y
aire de su espíritu, no se le cuajara más que en abstractas
lucubraciones. El dolor se le espiritualizaba, vale decir que se
intelectualizaba, y sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando
entraba Gertrudis. Y de todo esto sacábale una de aquellas vocecitas
frescas que piaba: «¡Papá!» Ya estaba, pues, allí, ella, la muerta
inmortal. Y luego, la misma vocecita: «¡Mamá!» Y la de Gertrudis,
gravemente dulce, respondía: « ¡Hijo!»
No, Rosa, su Rosa, no se había muerto, no era posible que se le
hubiese muerto; la mujer estaba allí, tan viva como antes, y
derramando vida en torno; la mujer no podía morir.
VIII
X
Y era lo cierto que en el alma cerrada de Gertrudis se estaba
desencadenando una brava galerna. Su cabeza reñía con su corazón, y
ambos, corazón y cabeza, reñían en ella con algo más ahincado, más
entrañado, más íntimo, con algo que era como el tuétano de los huesos
de su espíritu.
A solas, cuando Ramiro estaba ausente del hogar, cogía al hijo de este
y de Rosa, a Ramirín, al que llamaba su hijo, y se lo apretaba al seno
virgen, palpitante de congoja y henchido de zozobra. Y otras veces se
quedaba contemplando el retrato de la que fue, de la que era todavía
su hermana y como interrogándole si había querido, de veras, que
ella, que Gertrudis, le sucediese en Ramiro. «Sí, me dijo que yo habría
de llegar a ser la mujer de su hombre, su otra mujer –se decía–, pero
no pudo querer eso, no, no pudo quererlo...; yo, en su caso, al menos,
no lo habría querido, no podría haberlo querido... ¿De otra? ¡No, de
otra no! Ni después de mi muerte... Ni de mi hermana... ¡De otra, no!
No se puede ser más que de una... No, no pudo querer eso; no pudo
querer que entre él, entre su hombre, entre el padre de sus hijos y yo
se interpusiese su sombra... No pudo querer eso. Porque cuando él
estuviese a mi lado, arrimado a mí, carne a carne, ¿quién me dice que
no estuviese pensando en ella? Yo no sería sino el recuerdo... ¡algo
peor que el recuerdo de la otra! No, lo que me pidió es que impida
que sus hijos tengan madrastra. ¡Y lo impediré! Y casándome con
Ramiro, entregándole mi cuerpo, y no sólo mi alma, no lo impediría...
Porque entonces sí que sería madrastra. Y más si llegaba a darme hijos
de mi carne y de mi sangre...» Y esto de los hijos de la carne hacía
palpitar de sagrado terror el tuétano de los huesos del alma de
Gertrudis, que era toda maternidad, pero maternidad de espíritu.
Y encerrábase en su cuarto, en su recatada alcoba, a llorar al pie de
una imagen de la Santísima Virgen Madre, a llorar mientras
susurraba: «el fruto de tu vientre...».
Una vez que tenía apretado a su seno a Ramirín, este le dijo:
–¿Por qué lloras, mamita? –pues habíale enseñado a llamarla así.
–Si no lloro...
–Sí, lloras...
–¿Pero es que me ves llorar...?
–No, pero te siento que lloras... Estás llorando...
–Es que me acuerdo de tu madre...
–¿Pues no dices que lo eres tú...?
–Sí, pero de la otra, de mamá Rosa.
–¡Ah, sí!; la que se murió..., la de papá...
–¡Sí la de papá!
–¿Y por qué papá nos dice que no te llamemos mamá, sino tía, tiíta
Tula, y tú nos dices que te llamemos mamá y no tía, tiíta Tula...?
–Pero ¿es que papá os dice eso?
–Sí, nos ha dicho que todavía no eras nuestra mamá, que todavía no
eres más que nuestra tía...
–¿Todavía?
–Sí, nos ha dicho que todavía no eres nuestra mamá, pero que lo
serás... Sí, que vas a ser nuestra mamá cuando pasen unos meses...
«Entonces sería vuestra madrastra», pensó Gertrudis, pero no se
atrevió a desnudar este pensamiento pecaminoso ante el niño.
–Bueno, mira, no hagas caso de esas cosas, hijo mío...
Y cuando luego llegó Ramiro, el padre, le llamó aparte y severamente
le dijo:
–No andes diciéndole al niño esas cosas. No le digas que yo no soy
todavía más que su tía, la tía Tula, y que seré su mamá. Eso es
corromperle, eso es abrirle los ojos sobre cosas que no debe ver. Y si lo
haces por influir con él sobre mí, si lo haces por moverme...
–Me dijiste que te tomabas un plazo...
–Bueno, si lo haces por eso piensa en el papel que haces hacer a tu
hijo, un papel de...
–¡Bueno, calla!
–Las palabras no me asustan, pero lo callaré. Y tú piensa en Rosa,
recuerda a Rosa, ¡tu primer... amor!
–¡Tula!
–Basta. Y no busques madrastra para tus hijos, que tienen madre.
XI
XII
XIV
Una profunda tristeza henchía aquel hogar después del matrimonio
de Ramiro con la hospiciana. Y esta parecía aún más que antes la
criada, la sirvienta, y más que nunca Gertrudis el ama de la casa. Y
esforzábase esta más que nunca por mantener al nuevo matrimonio
apartado de los niños, y que estos se percataran lo menos posible de
aquella convivencia íntima. Mas hubo que tomar otra criada y explicar
a los pequeños el caso.
Pero, ¿cómo explicarles el que la antigua criada se sentara a la mesa a
comer a los de casa? Porque esto exigió Gertrudis.
–Por Dios, señora –suplicaba la Manuela–, no me avergüence así...,
mire que me avergüenza... Hacerme que me siente a la mesa con los
señores, y sobre todo con los niños..., y que hable de tú al señorito...,
¡eso nunca!
–Háblale como quieras, pero es menester que los niños, a los que tanto
temes, sepan que eres de la familia. Y ahora, una vez arreglado esto,
no podrán ya sorprender intimidades a hurtadillas. Ahora os
recataréis mejor. Porque antes el querer ocultaros de ellos os delataba.
La preñez de Manuela fue, en tanto, molestísima. Su fragilísima
fábrica de cuerpo la soportaba muy mal. Y Gertrudis, por su parte, le
recomendaba que ocultase a los niños lo anormal de su estado.
Ramiro vivía sumido en una resignada desesperación y más
entregado que nunca al albedrío de Gertrudis.
–Sí, sí, bien lo comprendo ahora –decía–, no ha habido más remedio,
pero...
–¿Te pesa? –le preguntaba Gertrudis.
–De haberme casado, ¡no! De haber tenido que volverme a casar, ¡sí!
–Ahora no es ya tiempo de pensar en eso; ¡pecho a la vida!
–¡Ah, si tú hubieras querido, Tula!
–Te di un año de plazo; ¿has sabido guardarlo?
–¿Y si lo hubiese guardado como tú querías, al fin de él qué, dime?
Porque no me prometiste nada.
–Aunque te hubiese prometido algo habría sido igual. No, habría sido
peor aún. En nuestras circunstancias, el haberte hecho una promesa, el
haberte sólo pedido una dilación para nuestro enlace, habría sido
peor.
–Pero si hubiese guardado la tregua, como tú querías que la guardase,
dime: ¿qué habrías hecho?
–No lo sé.
–Que no lo sabes..., Tula..., que no lo sabes...
–No, no lo sé; te digo que no lo sé.
–Pero tus sentimientos...
–Piensa ahora en tu mujer, que no sé si podrá soportar el trance en que
la pusiste. ¡Es tan endeble la pobrecilla! Y está tan llena de miedo...
Sigue asustada de ser tu mujer y ama de su casa.
Y cuando llegó el peligroso parto repitió Gertrudis las abnegaciones
que en los partos de su hermana tuviera, y recogió al niño, una
criatura menguada y debilísima, y fue quien lo enmantilló y quien se
lo presentó a su padre.
–Aquí le tienes, hombre, aquí le tienes.
–¡Pobre criatura! –exclamó Ramiro, sintiendo que se le derretían de
lástima las entrañas a la vista de aquel mezquino rollo de carne
viviente y sufriente.
–Pues es tu hijo, un hijo más... Es un hijo más que nos llega.
–¿Nos llega? ¿También a ti?
–Sí, también a mí; no he de ser madrastra para él, yo que hago que no
la tengan los otros.
Y así fue que no hizo distinción entre uno y otros.
–Eres una santa, Gertrudis –le decía Ramiro–, pero una santa que ha
hecho pecadores.
–No digas eso; soy una pecadora que me esfuerzo por hacer santos,
santos a tus hijos y a ti y a tu mujer.
–¡Mi mujer!...
–Tu mujer, sí; la madre de tu hijo. ¿Por qué le tratas con ese cariñoso
despego y como a una carga?
–¿Y qué quieres que haga, que me enamore de ella?
–Pero ¿no lo estabas cuando la sedujiste?
–¿De quién? ¿De ella?
–Ya lo sé, ya sé que no; pero lo merece la pobre...
–¡Pero si es la menor cantidad de mujer posible, si no es nada!
–No, hombre, no; es más, es mucho más de lo que tú te crees. Aún no
las has con ido.
–Si es una esclava...
–Puede ser, pero debes libertarla. La pobre está asustada..., nació
asustada... Te aprovechaste de su susto...
–No sé, no sé cómo fue aquello...
–Así sois los hombres; no sabéis lo que hacéis ni pensáis en ello.
Hacéis las cosas sin pensarlas...
–Peor es muchas veces pensarlas y no hacerlas...
–¿Por qué lo dices?
–No, nada; por nada...
–¿Tú crees sin duda que yo no hago más que pensar?
–No, no he dicho que crea eso...
–Sí, tú crees que yo no soy más que pensamiento...
XV
XVI
XVIII
XIX
XX
XXI
¿Qué le pasaba a la pobre Gertrudis que se sentía derretir por dentro?
Sin duda había cumplido su misión en el mundo. Dejaba a su sobrino
mayor, a su Ramiro, a su otro Ramiro, a cubierto de la peor tormenta,
embarcado en su barca de por vida, y a los otros hijos al amparo de él;
dejaba un hogar encendido y quien cuidase de su fuego. Y se sentía
deshacer. Sufría frecuentes embaimientos, desmayos, y durante días
enteros lo veía todo como en niebla, como si fuese bruma y humo
todo. Y soñaba; soñaba como nunca había soñado. Soñaba lo que
habría sido si Ramiro hubiese dejado por ella a Rosa. Y acababa
diciéndose que no habrían sido de otro modo las cosas. Pero ella había
pasado por el mundo fuera del mundo. El padre Alvarez creía que la
pobre Gertrudis chocheaba antes de tiempo, que su robusta
inteligencia flaqueaba y que flaqueaba el peso mismo de su robustez.
Y tenía que defenderla de aquellas sus viejas tentaciones.
Cuando un día se le acercó Caridad y, al oído, le dijo: «¡Madre...!», al
notarle el rubor que le encendía el rostro, exclamó: «¿Qué? ¿Ya?» «¡Sí,
ya!», susurró la muchacha. «¿Estás
segura?» « ¡Segura; si no, no te lo habría dicho! »Y Gertrudis, en
medio de su goce, sintió como si una espada de hielo le atravesase por
medio el corazón. Ya no tenía que hacer en el mundo más que esperar
al nieto, al nieto de los suyos, de su Ramiro y su Rosa, a su nieto, a ir
luego a darles la buena nueva. Ya apenas se cuidaba más que de
Caridad, que era quien para ella llenaba la casa. Hasta de Manolita, de
su obra, se iba descuidando, y la pobre niña lo sentía; sentía que el
esperado iba relegándole en la sombra.
–Ven acá –le decía Gertrudis a Caridad, cuando alguna vez se
encontraban a solas, ocasión que acechaba–, ven acá, siéntate aquí, a
mi lado... ¿Qué, le sientes, hija mía, le sientes?
–Algunas veces...
–¿No llama? ¿No tiene prisa por salir a la luz, a la luz del sol? Porque
ahí dentro, a oscuras..., aunque esté ello tan tibio, tan sosegado... ¿No
da empujoncitos? Si tarda no me va a ver..., no le voy a ven.. Es decir:
¡si tarda, no!, si me apresuro yo...
–Pero, madre, no diga esas cosas...
–¡No digas, hija! Pero me siento derretir..., ya no soy para nada... Veo
todo como empañado .... como en sueños... Si no lo supiera no podría
ahora decir si tu pelo es rubio o moreno...
Y le acariciaba lentamente la espléndida cabellera rubia. Y como si
viese con los dedos, añadía: «Rubia, rubia como el sol ...»
–Si es chico, ya lo sabes, Ramiro, y si es chica .... Rosa...
–No, madre, sino Gertrudis... Tula, mamá Tula.
–¡Tula..., bueno ...! Y mejor si fuese una pareja, mellizos, pero chico y
chica...
–¿Qué? ¿Crees que no podrías con eso? ¿Te parece demasiado trabajo?
–Yo... no sé.... no sé nada de eso, madre; pero...
–Sí, eso es lo perfecto, una parejita de gemelos .... un chico y una chica
que han estado abrazaditos cuando no sabían nada del mundo,
cuando no sabían ni que existían; que han estado abrazaditos al
calorcito del vientre materno... Algo así debe de ser el cielo...
–¡Qué cosas se te ocurren, mamá Tula!
–No ves que me he pasado la vida soñando... –¡Por Dios, madre!
Y en esto, mientras soñaba así y como para guardar en su pecho este
último ensueño y llevarlo como viático al seno de la madre tierra, la
pobre Manolita cayó gravemente enferma. « ¡Ah, yo tengo la culpa –se
dijo Gertrudis–, yo, que con esto de la parejita de mi ensueño me he
descuidado de esa pobre avecilla... ! Sin duda en un momento en que
necesitaba de mi arrimo ha debido de coger algún frío ...» Y sintió que
le volvían las fuerzas, unas fuerzas como de milagro. Se le despejó la
cabeza y se dispuso a cuidar a la enferma.
–Pero, madre –le decía Caridad–, déjeme que le cuide yo, que le
cuidemos nosotras... Entre yo, Rosita y Elvira le cuidaremos.
–No; tú no puedes cuidarla como es debido, no debes cuidarla... Tú te
debes al que llevas, a lo que llevas, y no es cosa de que por atender a
esta malogres lo otro... Y en cuanto a Rosita y Elvira, sí, son sus
hermanas, la quieren como tales, pero no entienden de eso, y además
la pobre, aunque se aviene a todo, no se halla sin mí... Un simple vaso
de agua que yo le sirva le hace más provecho que todo lo que los
demás le podáis hacer. Yo sola sé arreglarle la almohada de modo que
no le duela en ella la cabeza y que no tenga luego pesadillas...
–Sí, es verdad...
–¡Claro, yo la crié ...! Y yo debo cuidarle.
Resucitó. Volvióle todo el luminoso y fuerte aplomo de sus días más
heroicos. Ya no le temblaba el pulso ni le vacilaban las piernas. Y
cuando teniendo el vaso con la pócima medicinal que a las veces tenía
que darle, la pobre enferma le posaba las manos febriles en sus manos
firmes y finas, pasaba sobre su enlace como el resplandor de un dulce
recuerdo, casi borrado para la encamada. Y luego se sentaba la tía
Tula junto a la cama de la enferma y se estaba allí, y esta no hacía sino
mirarle en silencio.
–¿Me moriré, mamita? –preguntaba la niña.
–¿Morirte? ¡No, pobrecita alondra, no! Tú tienes que vivir...
–Mientras tú vivas...
–Y después..., y después...
–Después... no..., ¿para qué...?
–Pero las muchachas deben vivir...
–¿Para qué...?
–Pues... para vivir..., para casarse..., para criar familia...
–Pues tú no te casaste, mamita...
–No, yo no me casé; pero como si me hubiese casado... Y tú tienes que
vivir para cuidar de tu hermano...
–Es verdad..., de mi hermano..., de mis hermanos...
–Sí, de todos ellos...
–Pero si dicen, mamita, que yo no sirvo para nada...
–¿Y quién dice eso, hija mía?
–No, no lo dicen..., no lo dicen..., pero lo piensan...
–¿Y cómo sabes tú lo que piensan?
–¡Pues... porque lo sé! Y además, porque es verdad..., porque yo no
sirvo para nada, y después de que tú te me mueras yo nada tengo que
hacer aquí... Si tú te murieras me moriría de frío...
–Vamos, vamos, arrópate bien y no digas esas cosas... Y voy a
arreglarte esa medicina...
Y fue a ocultar sus lágrimas y a echarse a los pies de su imagen de la
Virgen de la Soledad y a suplicarla: «¡Mi vida por la suya, Madre, mi
vida por la suya! Siente que yo me voy, que me llaman mis muertos, y
quiere irse conmigo; quiere arrimarse a mí, arropada por la tierra, allí
abajo, donde no llega la luz, y que yo le preste no sé qué calor... ¡Mi
vida por la suya, Madre, mi vida por la suya! Que no caiga tan pronto
esa cortina de tierra de las tinieblas sobre esos ojos en que la luz no se
quiebra, sobre esos ojos que dicen que son los míos, sobre esos ojos sin
mancha que le di yo..., sí, yo... Que no se muera..., que no se muera...
Sálvala, Madre, aunque tenga yo que irme sin ver al que ha de
venir...»
Y se cumplió su ruego.
La pobre niña enferma fue recobrando vida; volvieron los colores de
rosa a sus mejillas; volvió a mirar la luz del sol dando en el verdor de
los árboles del jardincito de la casa, pero la tía Tula cayó con una
bronconeumonía cogida durante la convalecencia de Manolita. Y
entonces fue esta la que sintió que brotaba en sus entrañas un
manadero de salud, pues tenía que cuidar a la que le había dado vida.
Toda la casa vio con asombro la revelación de aquella niña.
–Di a Manolita –decía Gertrudis a Caridad– que no se afane tanto, que
aún estará débil... Tú tampoco, por supuesto; tú te debes a los tuyos,
ya lo sabes... Con Rosita y Elvira basta... Además, como todo ha de ser
inútil... Porque yo ya he cumplido...
–Pero, madre...
–Nada, lo dicho, y que esa palomita de Dios no se malgaste...
–Pero si se ha puesto tan fuerte... Jamás hubiese creído...
–Y ella que se quería morir y creía morirse... Y yo también lo temí...
¡Porque la pobre me parecía tan débil...! Claro, no conoció a su padre,
que estaba ya herido de muerte cuando la engendró..., y en cuanto a
su pobre madre, yo creo que siempre vivió medio muerta... ¡Pero esa
chica ha resucitado!
–¡Sí, al verte en peligro ha resucitado!
–¡Claro, es mi hija!
–¿Más?
–¡Sí, más! Te lo quiero declarar ahora que estoy en el zaguán de la
eternidad; sí, más. ¡Ella y tú!
–¿Ella y yo?
–¡Sí, ella y tú! Y porque no tenéis mi sangre. Ella y tú. Ella tiene la
sangre de Ramiro, no la mía, pero la he hecho yo, ¡es obra mía! Y a ti
yo te casé con mi hijo...
–Lo sé...
–Sí, como le casé a su padre con su madre, con mi hermana, y luego le
volví a casar con la madre de Manolita...
–Lo sé.... lo sé...
–Sé que lo sabes, pero no todo...
–No, todo no...
–Ni yo tampoco... O al menos no quiero saberlo. Quiero irme de este
mundo sin saber muchas cosas... Port que hay cosas que el saberlas
mancha. Eso es el pecado, original, y la Santísima Virgen Madre nació
sin mancha de pecado original...
–Pues yo he oído decir que lo sabía todo...
–No, no lo sabía todo; no conocía la ciencia del mal... que es ciencia...
–Bueno, no hables tanto, madre, que te perjudica ...
–Más me perjudica cavilar, y si me callo cavilo..., cavilo...
XXII
XXIII
XXIV
XXV