Tren Bala

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SELLO Ediciones Destino

COLECCIÓN Áncora y Delfín


FORMATO 13,3 x 23
TD c/ sobrecubuerta

Otros títulos de la colección

KOTARO I SAK A
SERVICIO xx
Áncora y Delfín
Un thriller satírico y deliciosamente oscuro del K O TA R O I S A K A
Tierra de furtivos exitoso autor japonés Kotaro Isaka, que sigue el
CORRECCIÓN: PRIMERAS
Óscar Beltrán de Otálora peligroso viaje de cinco asesinos muy motivados
en un tren de alta velocidad.
DISEÑO XX/XX DISEÑADOR
Una bestia en el paraíso
Nanao, conocido como el asesino más
Cécile Coulon REALIZACIÓN
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La noche más oscura una maleta y bajarse en la siguiente estación.
EDICIÓN
(Serie Inspector Barbarotti 1)
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Cuando los cinco asesinos descubren que viajan

TREN BALA
Los crímenes de la carretera Tren bala es su debut internacional,
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misiones están más conectadas de lo que pensaban. ha sido traducido a más de quince
¿Quién saldrá vivo del tren y qué les espera en idiomas y pronto verá su adaptación
La casa del padre a la gran pantalla, protagonizada por
la última parada? PAPEL –
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«Diferente a todo lo que hayas leído hasta ahora.» PLASTIFÍCADO Brillo
El último juego Financial Times
J. D. Barker UVI -
«Entretenida y llena de giros inesperados, un cruce
delicioso entre Tarantino y los hermanos Coen.» RELIEVE -
The Times
BAJORRELIEVE SÍ
CINCO ASESINOS. UNA RECOMPENSA.
¿QUIÉN LLEGARÁ AL FINAL DEL TRAYECTO CON VIDA? STAMPING -

FORRO TAPA -

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forro y guardas de geltez azul, segun colecciÓn.
ESPATIMNG GRIS EN EL LOMO
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TD 39 mm
Tren bala
Kotaro Isaka

Traducción de Aleix Montoto

Ediciones Destino
Colección Áncora y Delfín
Volumen 1568

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Título original: Bullet Train

Publicación original en japonés bajo el título Maria Beetle


© 2010 Kotaro Isaka / CTB Inc.
Todos los derechos reservados
Derechos de traducción al español gestionados a través de CTB Inc.

© por la traducción del inglés, Aleix Montoto, 2022


© Editorial Planeta, S. A., 2022
Ediciones Destino es un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.edestino.es
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Primera edición: mayo de 2022


ISBN: 978-84-233-6124-3
Depósito legal: B. 5.683-2022
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: Rotoprint
Printed in Spain - Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático,


ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por
fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de
los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y
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El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como papel
ecológico y procede de bosques gestionados de manera sostenible.

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Tokio

Ueno

Omiya

Sendai

Ichinoseki

Mizusawa-Esashi

Shin-Hanamaki

Morioka

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Kimura

La estación de Tokio está abarrotada. Ha pasado ya algún


tiempo desde la última vez que Yuichi Kimura estuvo
aquí, y no puede estar seguro de si siempre está así de
llena. Si alguien le dijese que está celebrándose en la es-
tación algún acontecimiento especial, le creería. La mu-
chedumbre que viene y va le resulta agobiante. Le recuer-
da al programa de televisión ese que Wataru y él habían
visto juntos, el de los pingüinos, y la forma en que estos
se apiñaban todos bien juntos. «Al menos los pingüinos
tienen una excusa —piensa Kimura—. En el lugar en el
que viven hace mucho frío.»
Espera que haya un hueco en el flujo de gente y, apre-
tando el paso, ataja entre las tiendas de souvenirs y los
kioscos. Luego sube un pequeño tramo de escaleras en
dirección al torniquete del Shinkansen, el tren bala de
alta velocidad. Al cruzar la puerta de embarque automá-
tica se pone tenso, teme que puedan detectar de algún
modo la pistola que lleva en el bolsillo de la chaqueta, que
el acceso se cierre de golpe y que le rodee el personal de
seguridad. Pero no sucede nada. Afloja el paso y levanta
la mirada hacia el monitor para consultar el andén de su
Shinkansen, el Hayate. Hay un agente de policía unifor-
mado haciendo guardia, pero no parece prestarle la me-
nor atención.
Un niño con una mochila pasa a su lado, rozándole.

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Parece tener unos ocho o nueve años. Kimura piensa en
Wataru y siente una opresión en el pecho. Visualiza a su
hermoso hijo, tumbado inmóvil e inconsciente en una
cama de hospital. La madre de Kimura había exclamado
al verle:
—¡Míralo! Parece que esté durmiendo, como si no le
hubiera pasado nada. Es posible incluso que esté escu-
chando todo lo que estamos diciendo. No puedo sopor-
tarlo.
Al recordarlo, Kimura siente como si le vaciaran las
entrañas.
«Ese cabrón pagará.» Si alguien puede empujar a un
niño de seis años del tejado de unos grandes almacenes y
seguir deambulando por ahí como si nada, es que el mun-
do está perdido. Kimura vuelve a sentir una opresión en
el pecho, y esta vez no es a causa de la tristeza, sino de la
rabia. Se dirige hacia las escaleras mecánicas aferrado a
una bolsa de papel. «He dejado de beber. Puedo andar
en línea recta. Las manos no me tiemblan.»
El Hayate ya está en el andén, esperando su turno
para partir. Kimura aprieta el paso en dirección al tren
y sube al vagón número tres. De acuerdo con la infor-
mación que ha obtenido de sus antiguos socios, su ob-
jetivo viaja en un asiento de la hilera cinco del vagón
número siete. Kimura entrará desde el número seis y le
sorprenderá por la espalda. Ha de actuar con mucho
cuidado y permanecer alerta, procurando no precipi-
tarse.
Sube al vestíbulo. A la izquierda ve un cubículo con
un lavamanos y se detiene un segundo frente al espejo.
Cierra la cortina de esa pequeña zona de aseo. Luego
mira su reflejo. Está despeinado y tiene legañas en las
comisuras de los ojos. En su rostro ya asoma una áspera
barba de tres días y los pelos del bigote crecen en todas
direcciones. Le cuesta verse así. Se lava las manos, frotán-
doselas bajo el agua hasta que el chorro automático del

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grifo se detiene. Le tiemblan los dedos. «No es el alcohol,
solo son nervios», se dice a sí mismo.
No ha disparado su pistola desde que Wataru nació.
Solo la tocó una vez, al empaquetar sus cosas para la mu-
danza. Ahora se alegra de no haberla tirado. Las pistolas
resultan útiles cuando hay que amedrentar a algún gam-
berro o mostrarle a algún gilipollas que se ha pasado de
la raya.
El rostro del espejo se contrae. Sus arrugas agrietan
el cristal, cuya superficie se curva y deforma al tiempo
que Kimura tuerce la expresión.
«Ahora ya no hay vuelta atrás —parece decirle esa
cara—. ¿Vas a ser capaz de apretar el gatillo? No eres
más que un borracho, ni siquiera pudiste proteger a tu
hijo.
»He dejado de beber.
»Tu hijo está en el hospital.
»Le daré su merecido a ese cabrón.
»Pero ¿vas a ser capaz de perdonarlo?»
La burbuja de sentimientos que hay en su cabeza ha
dejado de tener sentido, y estalla.
Kimura mete la mano en el bolsillo de la chaqueta de
chándal negra que lleva puesta y coge la pistola. Luego
saca un cilindro estrecho de la bolsa de papel, lo coloca
en el cañón y lo enrosca. No eliminará completamente el
ruido del disparo, pero, tratándose de una pequeña pis-
tola del calibre 22, al menos lo amortiguará y apenas se
oirá un pequeño chasquido, más silencioso que el perdi-
gón de una pistola de juguete.
Se mira en el espejo una vez más, asiente y luego mete
el arma en la bolsa de papel y sale del cubículo.
Una azafata del tren está preparando el carrito de los
aperitivos y casi choca con ella. Kimura está a punto de
exclamar «¡Apártate!», pero sus ojos se posan en las latas
de cerveza y contiene el impulso.
«Recuerda: un trago y se acabó. —Las palabras de su

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padre resuenan en su cabeza—. El alcoholismo nunca
llega a desaparecer del todo. Un trago y vuelves al punto
de partida.»
Entra en el vagón número cuatro y comienza a reco-
rrer el pasillo. Sin querer, le da un pequeño golpe a un
hombre que va sentado a la izquierda cuando pasa a su
lado. La pistola se encuentra en la bolsa, pero es más lar-
ga de lo normal a causa del silenciador, y choca con la
pierna de ese tipo.
Rápidamente, Kimura se abraza a la bolsa con fuerza
y, presa del nerviosismo y dejándose llevar por un impul-
so violento, se vuelve hacia el hombre —de rostro apaci-
ble y con gafas de montura negra—, que inclina con do-
cilidad la cabeza y le pide perdón. Kimura chasquea la
lengua y se aleja, dispuesto a seguir adelante, pero el tipo
le dice a su espalda:
—¡Eh! ¡La bolsa que lleva está rota!
Kimura se detiene un momento y mira. Es cierto.
Hay un agujero en la bolsa, pero por él no asoma nada
que pueda identificarse como una pistola.
—Métase en sus asuntos —contesta con un gruñido
mientras sigue adelante.
Deja atrás el vagón número cuatro y recorre deprisa
el cinco y el seis.
—¿Cómo es que en el Shinkansen el vagón número
uno está al final? —le preguntó una vez Wataru. «Pobre
Wataru.»
—El número uno es siempre el vagón que está más
cerca de Tokio —respondió la madre de Kimura.
—¿Por qué, papá?
—El más cercano a Tokio es el número uno, el si-
guiente, el dos, etcétera. Así, cuando cogemos el tren para
ir a la localidad en la que papá creció, el número uno está
en la parte posterior, pero cuando regresamos a Tokio,
está en la frontal.
—Cuando el Shinkansen se dirige a Tokio, se dice

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que sube y, cuando parte de Tokio, que baja —añadió el
padre de Kimura—. Todo gira alrededor de Tokio.
—¡Entonces vosotros siempre subís a vernos!
—Bueno, queremos verte, de modo que hacemos el
esfuerzo de subir hasta aquí.
—¡Pero no sois vosotros quienes lo hacéis, sino el
Shinkansen!
El padre de Kimura se volvió hacia él.
—Wataru es adorable. Cuesta creer que sea hijo tuyo.
—Sí, no dejan de preguntarme quién es el padre.
Los padres de Kimura ignoraron el comentario mal-
humorado y siguieron diciendo con alegría:
—¡Lo bueno debe de haberse saltado una generación!
Kimura entra en el vagón siete. A la izquierda del
pasillo están las hileras de dos asientos y, a la derecha, las
de tres, todas mirando hacia delante y con el respaldo de
cara a él. Mete la mano en la bolsa, empuña la pistola y
comienza a recorrer el pasillo contando las hileras.
Hay más asientos vacíos de lo que esperaba y apenas
ve unos pocos pasajeros aquí y allá. En la hilera cinco,
junto a la ventanilla, distingue la parte trasera de la ca-
beza de un adolescente. El chico está acomodándose y el
cuello de una camisa blanca le asoma por debajo del
blazer. Tiene el aspecto pulcro de un alumno ejemplar.
Se vuelve para mirar por la ventanilla y contemplar dis-
traídamente cómo otros trenes parten de la estación.
Kimura se acerca a él. Cuando está a una hilera, sien-
te una repentina vacilación: «¿De veras voy a hacerle
daño a este chico? Parece tan inocente». Es de hombros
estrechos y constitución delicada: no parece más que un
simple escolar excitado por viajar solo en el Shinkansen.
El nudo de agresión y determinación que Kimura siente
en su interior se afloja un poco.
Y, de pronto, unas chispas saltan ante sus ojos.
Al principio piensa que se deben a un fallo del sistema
eléctrico del tren, pero en realidad se trata de su propio

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sistema nervioso, que por un momento enloquece. El ado-
lescente que está sentado junto a la ventanilla se ha dado
la vuelta y le ha colocado algo junto al muslo, una especie
de mando a distancia. Para cuando Kimura se da cuenta
de que es el mismo tipo de pistola eléctrica casera que
había visto usar a esos escolares, está paralizado y se le han
erizado todos y cada uno de los pelos del cuerpo.
Cuando recobra la conciencia se encuentra sentado
junto a la ventanilla con las muñecas y los tobillos atados
con robustas tiras de tela y cinta de embalar. Puede doblar
los brazos y las piernas, pero no desplazar el cuerpo.
—Es usted realmente estúpido, señor Kimura. No
puedo creerme que sea tan predecible. Es como un robot
que se limita a ejecutar su programación. Sabía que ven-
dría a por mí, y sé muy bien lo que ha venido a hacer.
—El chico está sentado a su lado y habla con animación.
Algo en el pliegue de sus párpados y las proporciones de
su nariz resulta casi femenino.
Este chico es quien empujó al hijo de Kimura desde
el tejado de unos grandes almacenes, riendo mientras lo
hacía. Puede que no sea más que un adolescente, pero
habla con la seguridad en sí mismo de alguien que ha
vivido varias vidas.
—Todavía me sorprende que haya salido todo tan
bien. Desde luego, la vida es muy sencilla. Aunque la-
mento decir que no para usted. ¡Tantos esfuerzos renun-
ciando a su querido alcohol y haciendo acopio del valor
necesario... para luego terminar así!

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Fruta

—¿Cómo tienes la herida? —le pregunta Mandarina,


que va en el asiento del pasillo, a Limón, que está sentado
junto a la ventanilla.
Se encuentran en el vagón número tres, hilera diez,
en el lado con tres asientos. Sin dejar de mirar por la
ventanilla, Limón murmura:
—¿Por qué tuvieron que deshacerse de los serie 500?
Esos vagones azules me encantaban. —Y, como si por fin
oyera la pregunta, frunce el ceño y pregunta—: ¿Qué
herida? —Su larga pelambrera recuerda a la melena de
un león, aunque resulta difícil decir si se la peina así o
simplemente la lleva desgreñada. La absoluta falta de
interés que siente por el trabajo (o, de hecho, por cual-
quier cosa) es perceptible tanto en su mirada como en la
sempiterna mueca de su labio superior. Mandarina se
pregunta vagamente si la apariencia de su compañero
está dictada por su personalidad o si sucede más bien al
revés.
—Me refiero al corte que te hicieron ayer —señala—.
En la mejilla.
—¿Cuándo me hicieron un corte?
—Salvando a este niño rico.
Ahora Mandarina señala al tipo que va en el asiento
del medio, un joven de unos veintipocos años y con el
pelo largo que se encuentra entre ambos. Su mirada va

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alternativamente de un hombre al otro. Tiene mucho
mejor aspecto que cuando lo rescataron la noche ante-
rior. Lo encontraron atado, acababan de darle una pa-
liza y no podía dejar de temblar. Sin embargo, no ha
pasado siquiera un día entero y ya parece recuperado
por completo. «Seguro que está vacío por dentro», pien-
sa Mandarina. Suele ser el caso de la gente que no lee
libros. Se trata de personas vacías y monocromas que
pueden cambiar el chip como si nada. Se tragan algo y,
en cuanto desciende por su garganta, se olvidan de ello.
Físicamente incapaces de empatía. Son quienes más ne-
cesitan la lectura, pero en la mayoría de los casos ya es
demasiado tarde.
Mandarina consulta su reloj. Son las nueve de la ma-
ñana, así que han pasado ya nueve horas desde el rescate
del niño rico. Se trata del hijo único de Yoshio Minegishi.
Estaba retenido en un edificio de la zona de Fujisawa
Kongocho, en una habitación situada en una tercera
planta subterránea, y Mandarina y Limón lo han sacado
de allí.
—No digas gilipolleces. Yo nunca haría algo tan es-
túpido como dejar que me hicieran un corte. —Limón
y Mandarina miden lo mismo, alrededor de uno ochen-
ta, y ambos tienen la misma constitución larguirucha. La
gente suele pensar que son hermanos, a veces incluso
gemelos. Gemelos asesinos a sueldo. Siempre que al-
guien se refiere a ellos como hermanos, Mandarina sien-
te una profunda frustración. Le resulta increíble que
puedan equipararlo con alguien tan descuidado y simple.
Seguramente a Limón no le molesta, pero Mandarina no
soporta lo chapucero que es. Uno de sus socios dijo una
vez que Mandarina era de trato fácil, mientras que Li-
món resultaba insufrible. Era como la fruta: nadie quie-
re comerse un limón. Mandarina se mostró del todo de
acuerdo.
—Entonces ¿qué es este corte que tienes en la meji-

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lla? La línea roja que va de aquí a aquí. Oí cómo te lo
hacían. Uno de esos matones te atacó con una navaja y
soltaste un grito.
—Yo nunca gritaría por algo así. Si lo hice se debió
a que el tipo cayó derrotado demasiado rápido y me
sentí decepcionado. Dije algo en plan: «¡Será nenaza!».
En cualquier caso, esto que tengo en la cara no es nin-
gún corte. Solo se trata de un sarpullido. Tengo una
alergia.
—Nunca he visto un sarpullido que parezca un corte.
—¿Acaso eres el creador de los sarpullidos?
—¿Si soy qué? —Mandarina se muestra confuso.
—¿Has creado los sarpullidos y las reacciones alérgi-
cas de este mundo? ¿No? Entonces quizá seas un médi-
co especialista y estás poniendo en cuestión los veintiocho
años que llevo lidiando con alergias. ¿Qué sabes exacta-
mente sobre sarpullidos?
Siempre igual. Limón se pica y empieza a despotricar
y a meterse con él. Si Mandarina no terminase aceptando
las culpas o, simplemente, dejase de escucharlo, Limón
podría seguir increpándole de forma indefinida. De re-
pente, sin embargo, el chico que está sentado entre los dos,
el Pequeño Minegishi, emite un pequeño ruido. Está mas-
cullando algo.
—Ejem... Yo...
—¿Qué? —pregunta Mandarina.
—¿Qué? —pregunta Limón.
—Esto... Eeeh... ¿Cómo habéis dicho que os llama-
bais?
Cuando lo encontraron la noche anterior, estaba ata-
do a una silla y le habían dado un buen repaso. Manda-
rina y Limón lo despertaron y, mientras cargaban con él,
no dejaba de repetir: «Lo siento, lo siento». Era incapaz
de decir nada más. Mandarina se da cuenta de que es muy
probable que el chico no tenga ni idea de lo que está pa-
sando.

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—Yo soy Dolce y este es Gabbana —dice con des-
preocupación.
—No —replica Limón—. Yo soy Donald y él es Dou-
glas —añade, señalando a Mandarina con un movimien-
to de cabeza.
—¿Qué? —Pero nada más preguntarlo ya sabe que
se trata de personajes de Thomas y sus amigos. Da igual
cuál sea el tema, Limón siempre se las arregla para sa-
car a colación Thomas. Se trata de una serie infantil de
animación protagonizada por trenes. A Limón le en-
canta. Siempre que necesita una alegoría, lo más pro-
bable es que recurra a alguno de sus episodios. Todo lo
que sabe sobre la vida y la felicidad lo ha sacado de ese
programa.
—Sé que ya te lo he explicado antes, Mandarina. Do-
nald y Douglas son unas locomotoras gemelas de color
negro. Ambas hablan con gran corrección. En plan:
«¡Cielos! ¡Pero si se trata de nuestro querido amigo Hen-
ry!». Hablar de este modo causa una buena impresión.
Seguro de que estarás de acuerdo.
—No puedo decir que no.
Limón mete una mano en el bolsillo de su cazadora,
rebusca algo y, tras sacar una lámina reluciente del tama-
ño de una agenda de direcciones, señala un dibujo:
—Mira, este es Donald. —En la lámina se ven un
puñado de trenes. Son pegatinas de Thomas y sus amigos.
Una de las locomotoras es negra—. Por más que te lo
explique, siempre te olvidas de los nombres. Parece que
te dé igual.
—Es que me da igual.
—Eres un rollo. Mira, te daré esto para que puedas
recordar sus nombres. Comenzando por aquí, este es
Thomas, y aquí está Oliver. En esta lámina los tienes a
todos. Incluso a Diesel. —Limón comienza a recitar sus
nombres uno a uno. Mandarina le devuelve la lámina de
pegatinas.

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—Bueno... Entonces ¿cómo os llamáis? —pregunta
el Pequeño Minegishi.
—Hemingway y Faulkner —dice Mandarina.
—Bill y Ben también son gemelos. Y Harry y Burt
—añade Limón.
—Nosotros no somos gemelos.
—Bueno, Donald y Douglas ya me parece bien —opi-
na el Pequeño Minegishi con seriedad—. ¿Os ha contra-
tado mi padre para que me rescatarais?
Limón comienza a rascarse la oreja con indiferen-
cia.
—Bueno, supongo que podría decirse que sí. Aun-
que, siendo honestos, en cierto modo no tuvimos más
remedio que aceptar el encargo. Decirle que no a tu pa-
dre es demasiado peligroso.
Mandarina se muestra de acuerdo.
—Tu padre es de verdad intimidante.
—¿Tú también piensas que da miedo o contigo es
más suave porque eres hijo suyo? —Limón le clava un
dedo al niño rico. Lo hace ligeramente, pero el joven se
sobresalta de todos modos.
—Yo... Eeeh... No, no creo que sea tan intimidante.
Mandarina sonríe sarcástico. Ese olor tan particular
de los asientos del tren hace que comience a sentirse có-
modo.
—¿Estás al corriente de las cosas que tu padre hacía
cuando estaba en Tokio? Corren historias muy locas.
Como la de la chica que se retrasó cinco minutos en el
pago de un préstamo. Dicen que le cortó un brazo. ¿Esa
la has oído? No un dedo, ¿eh? ¡Todo el brazo! Y no es-
tamos hablando de cinco horas. Solo se retrasó cinco mi-
nutos, y él la dejó manca... —Se detiene aquí, consciente
de que el mundo bien iluminado del Shinkansen no es
lugar para detalles escabrosos.
—Sí, he oído esa historia —murmura el niño rico, en
apariencia interesado—. Y luego mi padre metió el bra-

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zo en el microondas, ¿verdad? —Lo dice como si estu-
viera hablando de la vez que su padre probó una nueva
receta.
—¿Y qué hay de esta otra? —Limón se inclina ha-
cia delante y vuelve a clavarle un dedo al joven—. Un
tipo no quería pagarle y tu padre mandó secuestrar a su
hijo, los puso a ambos cara a cara, les dio un cúter a cada
uno y...
—Esa también la he oído.
—¿La has oído? —insiste Mandarina, desconcertado.
—Lo cierto es que tu padre es un tipo listo. No se
complica la vida. Si alguien le causa problemas, ordena
que se libren de él, y si algo es demasiado complicado,
opta por dejarlo estar. —Limón observa por la ventanilla
que otro tren parte de la estación—. Hace algún tiempo
había un tipo en Tokio llamado Terahara. Ganó mucho
dinero y levantó muchas ampollas haciéndolo.
—Sí, su organización se llamaba Doncella. Sé quién
es. He oído hablar de él.
El joven está comenzando también a sentirse cómo-
do y a dar muestras de cierta altivez. A Mandarina no
le gusta. Puede aceptar a los niños mimados en los li-
bros, pero en la vida real no le interesan. Le resultan
irritantes.
—Doncella desapareció hace seis o siete años —pro-
sigue Limón—. Terahara y su hijo murieron, y la orga-
nización se disgregó. Tu padre debió de olerse que las
cosas iban a ponerse feas, así que cogió los bártulos y se
marchó de la ciudad en dirección al norte, a Morioka. Un
tipo listo, como he dicho.
—Gracias.
—¿Por qué me das las gracias? No estoy alabando a
tu padre. —Limón mantiene los ojos puestos en los va-
gones blancos del tren que se aleja de la estación, aparen-
temente triste por verlo marchar.
—No, por haberme salvado. Creí que ya no lo conta-

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ba. Debían de ser unos treinta o así. Me ataron y me metie-
ron en una habitación subterránea. Y tuve la sensación
de que me matarían aunque mi padre pagara el rescate.
Parecían odiarlo de veras. Estaba convencido de que ha-
bía llegado mi fin.
El niño rico parece mostrarse cada vez más hablador
y Mandarina hace una mueca.
—Eres muy listo. En primer lugar, todo el mundo
odia a tu padre. No solo tus amiguitos de anoche. Diría
que es más fácil encontrar a, no sé, una persona inmortal que
a alguien que no odie a tu padre. En segundo lugar, como
has dicho, te habrían matado en cuanto hubieran con-
seguido el dinero. Sin duda. En efecto, de ahí no ibas a
salir con vida.
Minegishi se había puesto en contacto con Mandarina
y Limón desde Morioka y les había encargado que lleva-
ran el dinero del rescate a los secuestradores y liberaran
a su hijo. Parecía un trabajo fácil, pero nada lo es nunca.
—Tu padre fue muy específico —explica Limón en
tono gruñón, al tiempo que comienza a contar con los
dedos—: «Salvad a mi hijo. Traed de vuelta el dinero del
rescate. Matad a todos los implicados». Habla como si
estuviera convencido de que obtendrá todo aquello que
desea.
Minegishi les había dejado claras sus prioridades. Lo
más importante era rescatar a su hijo, luego conservar el
dinero y por último matar a los secuestradores.
—Pero, Donald, habéis cumplido con todo. Lo habéis
hecho a la perfección —dice el niño rico con los ojos re-
lucientes.
—¡Un momento! ¿Dónde está la maleta, Limón?
—pregunta Mandarina repentinamente preocupado. Se
suponía que Limón tenía que llevar consigo la maleta con
el dinero del rescate. No se trataba de un bulto lo bastante
grande para un viaje largo, pero era un modelo de un ta-
maño decente y con un mango robusto. Mandarina acaba

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de percatarse de que no está en la bandeja portaequipajes,
ni debajo del asiento, ni en ningún otro lugar a la vista.
—¡Te has dado cuenta, Mandarina! —Con una am-
plia sonrisa en el rostro, Limón se recuesta en el asiento
y levanta las piernas hasta colocarlas en el asiento que
tiene delante. Luego se mete una mano en un bolsillo—.
Mira esto.
—La maleta no cabe en tu bolsillo.
Limón se ríe, aunque nadie más lo hace.
—Ya, hombre. Lo que llevo en el bolsillo es este pe-
queño trozo de papel. —Saca del bolsillo algo del tamaño
de una tarjeta de visita y lo agita en el aire.
—¿Qué es eso? —El niño rico se inclina hacia delan-
te para verlo mejor.
—Es un cupón para un sorteo que celebran en el su-
permercado en el que nos hemos detenido de camino a
la estación. Lo hacen cada mes. ¡Mira, el primer premio
es un viaje! ¡Y parece que han metido la pata, porque no
figura ninguna fecha de caducidad, así que si uno gana
puede hacerlo cuando quiera!
—¿Me lo dejas ver?
—Ni hablar. No pienso dártelo. ¿Para qué quieres tú
un viaje gratis? Tu padre puede pagarte los que quieras.
Pídeselo a él.
—Déjate de sorteos, Limón, y dime dónde diantre
has metido la maleta —le corta Mandarina, irritado. No
puede evitar sentir una horrible premonición.
Limón se vuelve hacia él con expresión serena.
—Veo que no sabes mucho sobre trenes, así que te lo
explicaré. En los modelos actuales de Shinkansen, el
compartimento para el equipaje voluminoso como ma-
letas grandes, equipos de esquí o cosas así se encuentra
en el vestíbulo del vagón.
Mandarina se queda de forma momentánea sin pala-
bras. Para aliviar la presión de la sangre que ha comen-
zado a hervir en su cabeza, le da un codazo al niño rico

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en el brazo. Este suelta un grito y luego protesta, pero
Mandarina lo ignora.
—Limón, ¿es que tus padres no te enseñaron que uno
no debe perder nunca de vista sus pertenencias? —Man-
darina hace todo lo posible para no alzar la voz.
Limón se siente claramente ofendido.
—¿Se puede saber qué significa eso? —protesta—.
¿Acaso ves por aquí algún sitio donde hubiera podido
dejar la maleta? Ocupamos los tres asientos, ¿dónde
diantre querías que la metiera? —Unas pocas gotas de
saliva salpican al niño rico—. ¡Tenía que dejarla en al-
gún sitio!
—Podrías haber usado la bandeja portaequipajes que
hay sobre nuestras cabezas.
—¡Tú no la has llevado, así que no lo sabes, pero es
una maleta muy pesada!
—La he llevado un rato y no es tan pesada.
—¿Y no crees que si alguien hubiera visto a un par
de tipos de aspecto sospechoso como nosotros cargando
con una maleta habría supuesto que hay algo valioso den-
tro? Nos habríamos quedado con el culo al aire. ¡Solo
estoy procurando ser cuidadoso!
—No nos habríamos quedado con el culo al aire.
—Por supuesto que sí. Y, en cualquier caso, Manda-
rina, ya sabes que mis padres murieron en un accidente
cuando yo todavía iba a la guardería. No tuvieron tiempo
de enseñarme muchas cosas. Y está claro que una de ellas
no fue que no perdiera de vista mis pertenencias.
—Eres un cantamañanas.
De repente, el móvil que Mandarina lleva en el bol-
sillo vibra, provocándole un cosquilleo en la piel. Al con-
sultar en la pantalla quién le llama, tuerce el gesto.
—Es tu padre —le dice al niño rico. Y justo cuando
se levanta y se dirige hacia el vestíbulo del vagón para res-
ponder la llamada, el Shinkansen comienza a moverse.
La puerta automática se abre y, nada más salir del

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vagón, Mandarina acepta la llamada y se lleva el móvil a
la oreja.
—¿Y bien? —pregunta Minegishi en un tono de voz
tranquilo pero penetrante.
Mandarina se acerca a la ventanilla y contempla el
cambiante paisaje urbano.
—El tren acaba de partir.
—¿Está a salvo mi hijo?
—Si no lo estuviera, no habríamos embarcado.
Luego Minegishi le pregunta si tienen el dinero y qué
les ha pasado a los secuestradores. El ruido del tren en
marcha va en aumento y la comunicación es cada vez más
difícil. Mandarina hace su informe.
—En cuanto me hayan traído a mi hijo, su encargo
habrá concluido.
«Pero si estás ahí relajándote en tu villa, ¿de veras te
importa tu hijo?»
Mandarina se muerde la lengua.
La línea se corta. Mandarina se da la vuelta para re-
gresar a su asiento, pero se detiene de golpe: Limón se
encuentra delante de él. Es una sensación extraña estar
frente a alguien que mide exactamente lo mismo que
uno. Es como mirarse en un espejo. La persona que Man-
darina ve, sin embargo, es más descuidada y se comporta
peor que él, causándole la peculiar sensación de que sus
propios rasgos negativos se han encarnado en una perso-
na y están devolviéndole la mirada.
—Estamos en apuros, Mandarina —dice Limón dan-
do muestras de su nerviosismo innato.
—¿Apuros? No me culpes de tus problemas.
—También es problema tuyo.
—¿Qué sucede?
—Has dicho que debería haber dejado la maleta
con el dinero en la bandeja portaequipajes del vagón,
¿verdad?
—Así es.

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—Bueno, tus palabras me han dejado inquieto, así
que he ido a buscarla al compartimento portaequipajes
del vestíbulo que hay al otro extremo del nuestro.
—Bien hecho. ¿Y?
—No está.
Los dos aprietan a correr y cruzan a toda velocidad el
vagón número tres hasta el otro extremo; el sitio para
dejar el equipaje está justo al lado del baño. En el com-
partimento hay dos estantes y una maleta grande descan-
sa en el superior, pero no es la de Minegishi con el dinero.
A un lado hay una pequeña repisa vacía sobre la que
antaño debió de haber un teléfono público.
—¿Estaba aquí?
—Sí.
—¿Y adónde ha ido?
—¿Al cuarto de baño?
—¿La maleta?
Limón se vuelve hacia el cuarto de baño y abre la
puerta de golpe. No está claro si actúa en broma o en
serio, pero su voz suena agitada cuando, después, ex-
clama:
—¿Dónde estás? ¿Adónde cojones has ido? ¡Vuelve!
«Puede que alguien la haya cogido por equivoca-
ción», piensa Mandarina, pero sabe que no es así. Se le
acelera el pulso. El hecho de sentirse intranquilo lo pone
aún más nervioso.
—¡Eh, Mandarina! ¿Qué tres palabras describen
nuestra situación actual?
Justo entonces, el carrito de los aperitivos entra en el
vestíbulo. La joven azafata se detiene un momento para
preguntarles si quieren algo, pero como no quieren que
oiga su conversación, le hacen un gesto con la mano para
que siga adelante.
Mandarina espera a que el carrito haya desaparecido
por detrás de la puerta.
—¿Tres palabras? ¿Estamos en apuros?

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—Estamos bien jodidos.
Mandarina le propone a su compañero regresar a sus
asientos: así se calmarán y seguro que se les ocurre algo.
Se vuelve para salir del vestíbulo y Limón va detrás de él.
—¡Y no he terminado! ¡Todavía hay más combina-
ciones de tres palabras! —Puede que se deba a que está
confundido, o simplemente es idiota, pero en el tono de
voz de Limón no se percibe la menor seriedad.
Mandarina hace ver que no le oye y, tras entrar en el
vagón número tres, enfila el pasillo. A pesar de ser un día
laborable por la mañana, el vagón no va lleno: poco me-
nos de la mitad de los asientos están ocupados. Mandari-
na no sabe cuánta gente suele ir en el Shinkansen, pero
le parece poca.
Como se dirigen hacia la parte trasera del tren, tienen
a los pasajeros de cara. Unos están sentados de brazos
cruzados, otros tienen los ojos cerrados, hay gente leyen-
do el periódico, gente de negocios... Mientras avanza,
Mandarina va examinando las bandejas portaequipajes
y los reposapiés en busca de una maleta negra de tamaño
mediano.
El Pequeño Minegishi sigue sentado en su asiento,
situado en la parte media del vagón. Ha reclinado el
asiento y tiene los ojos cerrados, la boca abierta y el cuer-
po apoyado en la pared y la ventanilla. Debe de estar
cansado. Al fin y al cabo, hace dos días fue secuestrado y
torturado, anoche lo rescataron y esta mañana lo han me-
tido en un tren sin que haya tenido tiempo de pegar ojo.
Pero no es eso lo que a Mandarina se le pasa por la
cabeza. En su lugar, el corazón comienza a latirle con
fuerza. «No puede ser.» Por un momento se queda pe-
trificado, pero se recompone con rapidez y, tras sentarse
junto al joven, comprueba su pulso en el cuello.
Limón se acerca a ellos.
—¿Durmiendo en tiempos de crisis, señorito?
—Nuestra crisis acaba de empeorar, Limón.

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—¿Cómo?
—El señorito está muerto.
—No puede ser. —Y, unos pocos segundos después,
añade—: Estamos jodidos de veras. —Luego cuenta
con los dedos y masculla—: Ahora las palabras son cua-
tro.

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