Como Casarse Con Un Granuja
Como Casarse Con Un Granuja
Como Casarse Con Un Granuja
Falcon Club 03
KATHARINE ASHE
www.edicionesb.com
DL B. 5.793-2014
¡Menudo escándalo!
Me paso las noches en vela con el corazón desbocado, sin aliento, y llorando
por el saqueo al que es sometida Gran Bretaña. Mi alma llora y mi frágil
constitución femenina se estremece al saber que la Élite de la Sociedad, admirada
por todos, está robando a nuestro reino para financiar sus tejemanejes.
Hasta entonces, si está leyendo esta misiva, señor Peregrino, secretario del
Club Falcon, sepa que estoy deseando que algún día nos encontremos cara a cara
para poder decirle exactamente la opinión que usted me merece.
Lady Justice
Mi querida señora:
Me deja usted casi sin aliento (como supongo que le sucede a las tres cuartas
partes de la población masculina londinense) al imaginarla acostada en su lecho,
rebosante de emoción y con los labios trémulos. Su devoción me conmueve. Y, cual
mástil que se alza orgulloso con las velas desplegadas, me siento henchido por la
emoción de saber que ansía conocerme.
Aunque tal vez no haya descubierto a un simple miembro del club. Tal vez
haya descubierto usted mi propia identidad. Tal vez no me vea obligado a esperar
mucho tiempo para conocerla. Tal vez mis fantasías nocturnas se conviertan pronto
en realidad. O eso espero.
Peregrino
Secretario del Club Falcon
Peregrino:
El Director
Señor:
Peregrino
2
Wyn abrió los ojos. La sala comenzó a dar vueltas. Pero él seguía de pie. En
un rincón, contra la pared. Fuera como fuese, seguía de pie. En una situación
muchísimo mejor que la de su anfitrión, que estaba inconsciente en el vano de la
puerta, con una botella en una mano y el tobillo desnudo de una mujer en la otra. El
resto del cuerpo de la mujer se encontraba ya en el pasillo, y padecía la misma
indisposición.
Wyn recorrió la estancia con la mirada, que estaba llena de copas y de humo.
Una corbata arrugada adornaba una estantería, y unas medias de mujer,
abandonadas, reposaban sobre los brazos de un sillón en una pose muy sugerente e
intencionada. Un taco de billar roto sobresalía de la pantalla de una lámpara, y las
colillas de numerosos cigarros habían agujereado la alfombra.
Con tiento, con muchísimo tiento, desvió la mirada hacia la voz. Jamás se
apresuraba. Apresurarse conducía a cometer errores. Wyn Yale, agente del Club
Falcon y consumado caballero desde la punta de sus relucientes botas hasta su bien
anudada corbata, jamás cometía errores. Nunca se caía. Nunca tropezaba. Nunca
revelaba algo, ni siquiera cuando era incapaz de articular los sonidos necesarios
para pronunciar su nombre. En ese caso, se mantenía en silencio.
—¿Qué carreras?
«Regla número tres: Las damas esperan que un caballero siempre mantenga
la compostura. Incluso las cortesanas.»
—No hay carrera. —Con pasos bien medidos, Wyn se acercó al aparador y
sirvió una copa de vino. Parpadeó con fuerza para centrarse, dio media vuelta y se
acercó al tipo con la copa, tras lo cual lo obligó a cerrar la mano alrededor del cristal.
Calidez. Carne y piel humanas. Qué raro que se percatara de ese hecho. Claro que
había pasado una eternidad desde la última vez que sintió la piel humana, desde la
última vez que tocó a otra persona—. Solo voy a ocuparme de mi caballo.
El tipo le dio un buen sorbo y el vino le cayó por la comisura de los labios.
—Últimamente no, amigo mío. —Claro que había comprado a Galahad hacía
cinco años, antes de quedarse seco.
El hombre le dio otro sorbo a la copa y se durmió entre ronquidos. Wyn pasó
por encima de los cuerpos tendidos en el vano de la puerta y salió al pasillo. En el
armario del mayordomo, buscó su gabán. ¿Había llevado gabán? ¿Qué mes era?
Septiembre.
Pese a todos sus pecados, no era un imbécil. Ni siquiera era un poco tonto.
Salió de la casa y se alejó de los hombres y de las mujeres encerrados dentro,
sumidos en una orgía que todos disfrutaban porque no conocían otra cosa más
satisfactoria, y atravesó el embarrado camino. El interior del establo estaba lleno de
paja húmeda y del cálido olor de los caballos. Galahad se encontraba en su propia
cuadra porque se lo merecía, no porque no aceptara tener compañía: el purasangre
estaba castrado, al igual que su amo en esa reunión... aunque temporalmente. Nada
de mujeres mientras trabajaba. Nada de beber tampoco. Sin embargo, esa misión lo
había requerido. De ahí que el caballo tuviera cuatro ojos en ese momento. Y cuatro
orificios nasales y cuatro orejas.
Wyn extendió las manos hacia los dos hocicos de Galahad, cada uno de satén
negro marcado con una llama. Se aferró a ambos lados de la cara del animal y las
dos cabezas se convirtieron en una. Como era una criatura muy tranquila, Galahad
no protestó.
Galahad lo miró con sus ojos de color marrón y le dio un golpecito en el pecho
con el hocico.
—Harás lo que se te pida. Menuda pareja hacemos. —Cerró los ojos—. Pero
pronto haré algo que no me han pedido que haga. Después, te alejarán de mí. Se lo
llevarán todo, pero... —Hizo una pausa y cuando continuó la voz le salió en un
susurro—: Pero tú serás lo único que lamente perder. —Se quedó quieto un
momento, mientras el suelo cubierto de paja se movía bajo sus pies. A continuación,
se dispuso a ensillar y a embridar su caballo.
Sin embargo, ese trabajo era distinto. No había accedido a realizar una tarea
tan humillante para complacer al desconocido director del Club Falcon ni al rey. Ni
siquiera por la bolsa llena de monedas que le pagarían. Había aceptado esa misión
para vengar una muerte.
Echó a andar por el camino, entre la niebla, con una rienda en cada mano y
seguido dócilmente por cientos de guineas en la piel de unos caballos. El plomizo
día todavía era joven, y el camino que lo separaba del pueblo, donde podría
encontrar una botella y el carruaje del servicio de correos de Su Majestad o un coche
de postas, solo era de unos cuantos kilómetros. Cuando por fin llegara al castillo de
Yarmouth dentro de dos días, volvería a estar seco y su atuendo volvería a ser
exquisito. Allí, en mitad de la nada, con la única compañía de dos animales, por una
vez no tenía que imitar siquiera la perfección. Al fin y al cabo, un hombre que se
disponía a asesinar a un duque debería tener la libertad de disfrutar el viaje como
buenamente quisiera.
En teoría, su plan había funcionado de maravilla.
En teoría.
Por supuesto, Diantha no había contado con el apuesto granjero. De ahí que
no hubiera previsto la deserción de Annie. Como tampoco había previsto la lluvia
que empapaba el bajo de su vestido de viaje ni el hombre con los dedos como
salchichas que se sentaba en el rincón contrario del carruaje del servicio de correos
de Su Majestad. El bebé llorón que se agitaba entre los brazos de su madre tampoco
era un regalo. Pero al menos la pequeñina no le había provocado graves problemas,
salvo una jaqueca del tamaño de Devonshire, algo que comenzó en la casa de postas
cuando Annie se despidió sin más con un «¡Buena suerte, señorita Lucas!» por
encima del hombro. De modo que tampoco podía echarle la culpa al bebé.
Diantha se frotó las sienes. La jaqueca empeoraba, pero los bebés lloraban, y a
ella le gustaban mucho los niños en circunstancias normales. Siempre había soñado
con tener hijos propios, y al señor Hache le gustaban. Pero no tenía tiempo para
pensar en eso. En ese instante, tenía que encontrar a su madre y sacarla del antro de
perdición en el que estaba viviendo.
Por debajo del ala de su bonete, se atrevió a mirar de reojo a don Dedos
Salchichones. El hombre miraba al bebé con el ceño fruncido mientras el fuerte
vaivén del carruaje le agitaba la papada.
—Es que no para, señorita. —La mujer gimió por lo bajo mientras acunaba al
bebé contra unos pechos demasiado pequeños como para servir de almohada.
—Pobrecilla. Mi madre solía frotarnos las encías con brandy. A veces con
whisky, si mi padre ya se había bebido todo el brandy. Tiene un efecto muy
calmante.
—¿Ah, sí?
En ese momento, Diantha tuvo claro que la deserción de Annie solo era uno
de sus problemas. Los hombres como ese abundarían en el camino hasta llegar a
Bristol, y seguramente también los habría en el barco que la llevara a Calais. El
mundo estaba lleno de hombres, y algunos eran malvados.
Tampoco sabía mucho del tema, salvo que cuando era muy pequeña le
habían presentado a un hombre muy desagradable llamado señor Baker, con quien
su madre quiso casar a su guapísima hermana, Charity. O algo parecido. Nadie le
contaba nada en aquella época porque era demasiado pequeña «y susceptible», o
eso decían, lo que significaba que se metía en líos cada vez que podía. En ese
momento, ya no quedaba nadie en casa, de modo que no podían explicarle las cosas
aunque ya tenía diecinueve años. Había una única excepción: Teresa, cuyas
historias eran escandalosas y emocionantes, y que había planeado su misión, una
misión que debía llevar a cabo pasara lo que pasase, aun cuando se tratara de la
deserción de su doncella que había preferido fugarse con un granjero de brazos
musculosos. A Annie le habían gustado mucho dichos músculos. Los había
mencionado justo antes de abandonarla, al parecer a modo de justificación.
Diantha no tenía opinión alguna acerca de los brazos o de los músculos de los
hombres, pero en ese momento veía un fallo garrafal en su plan. Necesitaba a un
hombre. Pero no a uno cualquiera. Necesitaba a un hombre valeroso y honrado,
uno que la ayudara sin cuestionarla.
Necesitaba a un héroe.
Al pensarlo fríamente, parecía lógico. Por supuesto que el plan que Teresa
había trazado no requería que se buscase la ayuda de un hombre. Teresa nunca
había conocido a un héroe de verdad. Su padre apenas si miraba a sus mujeres, y
desde luego que sus hermanos no tenían ni un pelo de heroicos. Dos semanas antes,
los tres le habían echado un vistazo a Diantha y en sus ojos había aparecido un
brillo feroz. Dado que ninguno de ellos había reparado antes en sus visitas a
Brennon Manor, no podían considerarse heroicos.
La madre del bebé llorón movió una cadera esquelética, obligando a Diantha
a pegarse al corpulento caballero que tenía a la izquierda. Sumido en su diario, el
caballero no pareció darse cuenta. Le echó una miradita y soltó un suspiro
decepcionado.
No era un hombre. Tendría trece años como mucho y, a juzgar por las uñas
ennegrecidas y su piel cenicienta, trabajaba en las minas.
—Señorita.
Parpadeó.
Se encogió de hombros, agachó la cabeza un poco y miró por debajo del ala
del sombrero del hombre.
Se irguió de nuevo en el asiento. Bajo el peso del bebé que lloraba, el corazón
le latía desaforado. Tomó una honda bocanada de aire para calmarse. Y otra. Le
echó otra miradita al hombre, con más detenimiento en esa ocasión.
—Muchas gracias, señorita —consiguió decir, sin arrastrar las palabras, por
supuesto. No mencionaría que él tampoco la había reconocido, porque sin duda
alguna ella se percataría del motivo.
La señorita Lucas no era una cortesana como las mujeres a las que había
abandonado de buen grado el día anterior. Era una dama de alcurnia, la
hermanastra de una aristócrata que le caía muy bien, quien además estaba casada
con el hombre que lo ayudó en la peor noche de su vida.
Era evidente que la señorita Lucas se había escapado de casa. Por suerte para
ella, él era un especialista en devolver a muchachas que se escapaban. El
especialista a sueldo de la Corona, el miembro del Club Falcon (una organización
secreta muy reducida, dedicada a devolver a aristócratas perdidos a sus hogares),
con un don para guiar a muchachas como ella. Malcriadas, voluntariosas, ingenuas
y seguras de sus encantos. Jóvenes capaces de manejar a todo el mundo sin más
herramienta que la hipnótica fuerza de sus sonrisas.
La vio concentrarse de nuevo en el bebé que tenía en brazos. Wyn cerró los
ojos y regresó al letargo proporcionado por la ginebra, pero el descontento lo tenía
atrapado. La potrilla era algo secundario al lado de la muchacha. El duque de
Yarmouth tendría que esperar.
Claro que no había prisa. Nadie sospecharía que había algo raro si se
retrasaba. Esa misión era a todas luces un preludio de su retiro obligatorio, un
mensaje silencioso de que la Corona ya no requería sus servicios. Una reprimenda
final. El jefe del Club Falcon, el vizconde Colin Gray, se lo había advertido: su
director estaba preocupado. Gray creía que se debía al brandy. Pero Wyn sabía la
verdad: el director llevaba cinco años sin confiar en él, y no tenía nada que ver con
el brandy.
—Sospecho que usted habría hecho lo mismo por mí. —Sonrió y se dirigió a
la puerta, si bien le temblaban las rodillas.
Otro hormigueo.
—Señorita —le dijo él en voz baja mientras ella se cubría la cabeza con la
capucha de la capa—, espero que me disculpe, pero debo pedirle que me acompañe
brevemente al establo ya que debo ocuparme de mis caballos. —Señaló con la mano
libre los dos caballos atados a la parte posterior del carruaje—. Dada la ausencia de
Annie, creo que entenderá que no es apropiado para usted entrar en la casa de
postas sin una compañía apropiada. —Su mirada se desvió un instante hacia la
puerta del establecimiento, donde aguardaba don Dedos Salchichones.
Dichos ojos parecían plata bruñida. Con ese pelo tan negro y su mentón
cuadrado, poseía una apostura casi imposible, pese a estar muy demacrado. Sin
embargo, fueron sus ojos lo que la atrajeron la primera vez que lo vio, en una boda
celebrada en Savege Park. Porque miraban a una jovencita como si estuviera
pendiente de cada una de sus palabras y como si sus deseos fueran su prioridad. De
hecho, parecían tratar de leerle la mente, como si quisiera descubrir sus deseos en
vez de exigirle que hiciera el esfuerzo de expresarlos con palabras.
Eso fue lo que hizo el señor Yale la noche de la boda. Le leyó el pensamiento
y la rescató. Se convirtió en su héroe.
—Pobrecillo, está en los huesos y, además, cojea de una pata delantera. Creo
que está herido. —Diantha intentó echarle otro vistazo, pero un mozo de cuadra
cerró la puerta.
—Gracias por ser tan paciente, señorita Lucas. ¿Cómo se encuentra? —Hizo
una reverencia tan refinada como si estuvieran en un elegante salón.
—En ese caso, lo primero que debemos hacer es ordenar que bajen ambas
cosas del carruaje.
—Oh, no creo que sea necesario. Reanudaremos la marcha en breve. Solo nos
detendremos para cenar y para que cambien el tiro de caballos, creo.
—Supongo que querrá usted cenar, ¿verdad? —El señor Yale se adelantó y la
invitó a pasar al interior de la casa de postas.
—Pues sí, ¡estoy muerta de hambre! Jamás había imaginado que viajar en
transporte público abre el apetito.
—¿Ah, no?
—Pues no. No se me había ocurrido que pudiera pasar hambre, así que antes
de partir de Brennon Manor no le ordené a Annie que preparara comida fría para el
viaje. —Lo precedió al interior y nada más hacerlo percibió el calor del
establecimiento y el olor a carne asada y cerveza.
—La dama tomará lo que le apetezca, y yo quiero una pinta de cerveza, una
copa vacía y una botella de Hennessy.
—¿Señorita?
—Gracias, señorita Lucas. —No se sentó—. Ahora mismo vuelvo. —La miró
a los ojos sin flaquear—. Sería conveniente que se quedara usted en esta mesa
durante mi ausencia.
Cuando el señor Yale regresó, ya había llegado la comida y las bebidas que él
había pedido.
—¿No va a comer?
—Entiendo. Teresa...
La noche que la rescató en Savege Park también se hizo con la situación sin
necesidad de que ella se lo explicara.
Los ojos del señor Yale adquirieron un brillo suave que le provocó un extraño
nudo en la garganta.
El señor Yale no replicó. Se limitó a mirarla con esos ojos plateados. A mirarla
de forma penetrante. Diantha se sintió demasiado observada, pero no de un modo
irrespetuoso. Sentía que alguien la miraba con interés. Que la miraba de verdad. Y
no por sus espinillas y su aspecto rollizo, que desaparecieron tras cumplir los
dieciocho años, y tampoco por sus ojos, que su madre insistía en calificar como su
mejor rasgo. El señor Yale parecía mirar algo más. Parecía mirar su interior.
A la postre, dijo:
—En absoluto. Me alegrará acabar casada con el señor Hache tanto como me
alegraría acabar con cualquier otro. Bueno, tal vez no con cualquier otro. Pero usted
ya me entiende.
El señor Yale se levantó, y cuando la miró lo hizo con una expresión tan
íntima que ella sintió que las suelas de las botas de viaje se le quedaban pegadas al
suelo. Acto seguido, dijo en voz baja:
—Lo que quiere decir que ve a don Dedos Salchichones como una amenaza.
—Lo que quiere decir que si es lista, no se subirá a otro carruaje hasta que
amanezca y, en cambio, disfrutará de una cómoda noche de descanso en esta
posada respetable.
—Supongo que estoy cansada y que me vendrá bien descansar. —El ceño
fruncido desapareció y esos ojos azules lo miraron—. ¿Vamos a alquilar
habitaciones para pasar la noche? Jamás lo he hecho por mí misma.
—¡Oh, mi equipaje!
—Ya le he dicho que no estoy huyendo de nadie. Más bien trato de encontrar
a alguien.
—¿A quién?
—Solo que no reside en la casa de su padre y que no se deja ver entre la alta
sociedad.
—Se marchó hace cuatro años, unos cuantos días antes de que yo cumpliera
los quince. —Bebió un sorbo de té—. Tuvo algo que ver con mis hermanas mayores
y mi hermano, Tracy, pero no estoy al tanto del asunto. Al parecer, todos se
alegraron con su marcha. No era una buena persona, se lo aseguro.
—El caso es que mi padrastro jamás habla de ella, como tampoco lo hacen los
demás. Es como si se hubiera desvanecido por arte de magia.
Tal vez lo sería si su propia historia no confirmara que tal cosa era posible.
Desde que su madre murió, hacía ya catorce años, Wyn no había visto a su padre ni
a sus hermanos, ni tampoco había mantenido correspondencia con ellos.
—Pero sé que no es así —siguió la señorita Lucas al tiempo que atacaba con
ímpetu la carne asada—. Cuando se marchó, pregunté por ella. Mi padre, me
refiero a mi padrastro, me dijo que se había marchado al norte, para vivir con unos
parientes. —Lo miró, alzando los párpados, ya que tenía la cabeza gacha—. No lo
ha hecho. O, al menos, si lo hizo entonces, ya no está allí. Verá, hace unos meses
registré el escritorio de mi padre.
—Y nunca robé las cartas. Solo las leí. —Enarcó sus delicadas cejas al tiempo
que aparecía un brillo travieso en sus iris azules—. Así que no he cometido pecado
alguno. De verdad.
La repentina imagen de verla pecar hizo que Wyn cogiera de nuevo su copa.
Sí. Wyn sabía que le convenía meterla en un coche de postas con destino al
norte y librarse de ella lo antes posible. El posadero se acercó a la mesa, ofreciéndole
la oportunidad de apartar por la fuerza la vista de su precioso cuello.
—Señor, mis dos mejores habitaciones están listas para usted y para su
hermana. Pueden subir cuando gusten. ¿Cenará más tarde?
—Esta es para la dama, señor, y esta es para usted. Le diré a la doncella que
suba para asistir a la dama y, después, haré que le preparen la cena sin demora.
—Gracias.
—Supongo que es una buena idea que le haya dicho que soy su hermana.
Pero es evidente que no nos parecemos en absoluto. —Lo miró a los ojos. Su
expresión era inocente y sincera.
Era cierto. No se parecían en absoluto. No se parecían en lo esencial, en algo
que trascendía el color de ojos o de pelo. La señorita Lucas afirmaba haber hecho
cosas depravadas, pero su rostro irradiaba sinceridad y bondad. Su
comportamiento lo demostraba. Había tomado en brazos al bebé y lo había llevado
en su regazo durante toda la tarde. Había felicitado al posadero por una comida tan
simple. Wyn no alcanzaba a entender cómo una madre podía abandonar a una hija
así, justo cuando llegaba a la pubertad.
—En Calais.
—¿Una escuela?
—No. Lo he dicho para ver cómo reaccionaba usted. La verdad, estoy muy
impresionada. Por supuesto que yo no debería estar al tanto de estos temas, pero
Teresa Finch-Freeworth me ha ayudado mucho. —Sonrió con dulzura—. Aunque
sé que jamás revelará usted la sorpresa que le ha provocado mi indiscreción. Es un
caballero de los pies a la cabeza, señor Yale.
—¿Cómo?
—Que no puedo...
—Supongo que habrá averiguado a qué hora sale el coche de postas que me
llevará de vuelta a la casa de mi amiga, ¿verdad?
—En ese caso, habrá tiempo de sobra para desayunar. No me gusta viajar con
el estómago vacío. —Su voz parecía apagada.
A esas alturas, sabía en qué se había equivocado de nuevo. Esa vez no era su
plan lo que había fallado, sino la idea que tenía de los hombres.
Un verdadero caballero no tenía por qué ser un héroe. Porque por encima de
cualquier otra cosa, un verdadero caballero se esforzaría por salvaguardar el decoro,
las buenas formas y, lo más importante y desolador, el buen nombre de una dama.
Debería volver a la taberna y buscarse otro héroe. Seguro que había alguno
entre todos esos campesinos y vecinos del pueblo. O tal vez debería emprender a
solas el siguiente tramo de su viaje, con la esperanza de encontrar un héroe en el
camino.
Cerró los ojos e intentó no pensar en ese caballero tan apuesto al que iba a
dejar atrás y que, aunque maravilloso, solo era un hombre al fin y al cabo.
4
La noche era muy oscura y había un solo farol para iluminar la entrada del
establo. Atravesó el camino empedrado, chapoteando con las botas, y abrió la
puerta. Entró y cerró tras él, bloqueando así la algarabía procedente de la posada y
también la luz del camino.
Tenía unas curvas perfectas allí donde la tocaron sus manos, que se cerraron
alrededor de su cintura, y estaba temblando. Respiraba entrecortadamente contra
su mentón.
Wyn hizo lo que no habría hecho de no haberse bebido casi una botella entera
de brandy en menos de tres horas o de haber utilizado todos sus sentidos en ese
momento, no solo su anhelante sentido del tacto... Como por ejemplo, su sentido
del olfato, que le habría indicado que no tenía a una de las mozas de la taberna
entre las manos. La pegó contra su cuerpo. ¿Qué otra cosa pretendía una muchacha
cuando se arrojaba a los brazos de un hombre borracho casi a medianoche?
—Ayúdeme.
De no ser por el estrépito que le llegó desde el fondo del establo y por la
palabrota tan soez procedente de la misma dirección, Wyn habría reaccionado de
forma muy distinta en ese momento, aunque estuviera borracho.
—¿Dónde estás, palomita? —preguntó una voz ronca que arrastraba las
palabras—. Sal como una buena chica o me enfadaré mucho cuando te encuentre.
—¿Qué pasa aquí? —Una pausa—. Ah, perdone, buen hombre. Estaba
buscando a mi mujercita, ¿sabe?
Ella siseó una vez y se revolvió entre sus brazos para empujarlo. Pero todavía
no había terminado con ella. La sujetó con firmeza, y sintió un zumbido en los oídos,
como cuando el viento soplaba con fuerza, al cubrir con las palmas ese trasero tan
perfecto y femenino.
—Señor Yale —susurró ella tras jadear—, debe detenerse ahora mismo.
Dado que ni siquiera una botella de brandy podía eliminar lo que habían
conseguido años de entrenamiento, la soltó y retrocedió un paso. No había más luz
en el establo, pero sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y podía verla. Podía
olerla y escucharla, podía escuchar sus rápidas inspiraciones superficiales,
mezcladas con los resoplidos de los animales.
—Va a tener que perdonar mi mala educación, pero ahora mismo estoy un
poco...
—Borracho.
—... indispuesto.
—Puede que esté borracho, pero no soy tonto. Sé por qué no está allí.
—¿Sabe que salí en busca de otro caballero para que me ayudara porque
usted se negó?
—Es posible que la conozca mejor de lo que usted misma se conoce. —Nueve
muchachas. En diez años, había encontrado y rescatado a nueve muchachas que se
habían fugado. También había encontrado a dos bebés, a un amnésico, a un par de
niños cuyo retorcido tutor legal había vendido a las minas, a un antiguo soldado
que se había vuelto loco y no se había dado cuenta de que había abandonado a su
familia, y a un rebelde escocés que resultó no ser un rebelde. Pero nueve muchachas.
Siempre se las asignaban. Incluso se reían y decían que se llevaba muy bien con
ellas, como si compartieran un chiste increíble—. Váyase. —Abrió la puerta.
Por la mañana, se disculparía como era debido por sus rápidas manos. Sin
embargo, en ese momento era incapaz. No podía mentir de forma convincente bajo
los efectos del brandy, y Diantha Lucas no era una muchacha a la que mentir.
Incluso borracho se daba cuenta.
Un rayito de sol se le clavó a Wyn en los ojos. Alguien llamaba a su puerta,
arrancándolo de un profundo sueño.
El estómago le dio un vuelco por el dolor perpetuo. Las ocho era una hora
demasiado temprana para sentir esa inestabilidad tan desquiciante en las
extremidades, sobre todo teniendo en cuenta que había terminado la botella de
brandy apenas nueve horas antes.
—Sí, señor. —El mozo de cuadra asintió con la cabeza varias veces, deprisa,
agitando la visera de su gorra—. Ha estado preguntando por esa yegua suya.
—Como el Señor me ha dado una lengua para decir lo que crea conveniente,
me pareció que podría usarla.
—¿Y qué esperas recibir a cambio por este uso en particular? Porque
supongo que el alguacil no se encuentra al pie de la escalera principal y ahora
estarás encantado de señalarme la escalera de servicio por un precio, ¿verdad?
—Un momento, señor. No pensaba poner la mano. Solo pensé que si se iba
detrás de la dama a toda prisa para poder alcanzarla, le convenía no tener
problemas con un alguacil viejo y metomentodo de la otra punta del país. Bueno, es
que después de verla rescatar a ese spaniel que casi perdió una pata en el herrero y
que cojea tanto, y de verla discutir con el cochero para subirlo en el carruaje,
repitiendo una y otra vez que iba a cuidarlo hasta que se pusiera bien... Bueno, he
pensado que es la clase de dama que necesita que alguien la cuide. —Se sonrojó y se
caló la gorra todavía más—. Yo tengo a una muchacha así, le gusta cuidar de todo el
mundo y no tiene a nadie que la cuide. Salvo yo, señor, ya me entiende.
—Te entiendo. —«Por Dios, no», pensó. Qué ciego había estado al subestimar
tontamente la tenacidad de la señorita Lucas. Estaba perdiendo facultades, sí —.
Deprisa, dime en qué coche de postas se ha ido la dama y dónde se encuentra el
alguacil ahora.
Una vez en los establos, le puso una guinea en la mano al mozo de cuadra.
El perro fue el primero en aparecer. Cojeando por el centro del camino hacia
ellos, meneaba la cola en una muestra de bienvenida algo insegura. Después ladró
una vez, un sonido de alegría, y dio un brinco sobre las tres patas sanas. El único
color discernible era el de sus ojos negros. Tras dar media vuelta regresó por donde
había aparecido.
—No espere que me alegre de que haya aparecido usted de entre todas las
posibilidades —dijo ella antes incluso de que detuviera el caballo, con el perro
dando vueltas entre ellos mientras gruñía de placer.
—Señorita Lucas, ¿por qué está a un lado del camino con su equipaje?
—Porque me conviene.
—Es usted muy listo, señor Yale. Antes creía que eso me gustaba de usted.
Pero creo que debo cambiar de opinión.
—Verá, no podía dejar al perro atrás —explicó con voz temblorosa, aunque
era una tontería, porque lo más normal era que el mentón de un hombre irritara al
tacto a esas horas de la noche, puesto que habían pasado muchas horas desde que
se afeitó. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse si su piel sería más irritante en
ese preciso momento. Y quería tocarla—. Pero varios pasajeros del interior se
quejaron por el olor a establo...
¿Quién iba a decir que la boca de un caballero podría resultar tan... intrigante?
O que mirarla le haría sentirse hambrienta, aunque apenas había transcurrido una
hora desde que se comiera el aperitivo que le había preparado la mujer del
posadero de madrugada, mientras intentaba convencerla de que no se fuera sin él.
Diantha nunca había reparado antes en la boca de un caballero. Reparar en la del
señor Yale en ese momento parecía una estupidez.
—Lo he dicho para ganar tiempo —masculló—. Aún estoy decidiendo qué
hacer. He visto una granja a unos dos kilómetros de aquí. Estoy pensando en
caminar hasta allí y pedir ayuda, pero todavía no tengo bien trazado el plan.
—Ah. —Parecía muy serio bajo la llovizna, que era de un color muy parecido
al de sus ojos—. En ese caso, no quiero alterar su meditación. Buenos días, señorita.
—Le hizo una reverencia desde la montura y tras saludarla con un gesto elegante
del sombrero, reemprendió la marcha.
Diantha fue incapaz de contener la sonrisa. Para ser un hombre que solía ser
tan elegante, era un bromista incurable.
—No va a dejarme aquí.
Él no se volvió.
—¿Está segura?
—Segurísima.
El perro corría detrás de los caballos. Tras unos cuantos metros, se detuvo y
la miró. Diantha comenzó a jadear al sentir que el pánico le subía por la espalda.
—Señor Yale, déjese de bromas —le gritó—. Sé muy bien lo que pretende.
Ella se aferró los guantes mojados y movió los dedos de los pies dentro de las
botas empapadas.
El caballo negro se detuvo y la yegua lo imitó. El señor Yale los instó a dar
media vuelta y regresó. A varios pasos de distancia, desmontó, dejó los caballos a
un lado del camino y se acercó a ella andando, con el perro pegado a los talones.
Estaba concentrado en ella como si fuera lo único que existía en el mundo, algo
habitual en él, y, por supuesto, algo que le había encantado hasta ese momento.
Se detuvo muy cerca de ella, tan alto y tan ancho de hombros, con el gabán
agitándose en torno a sus musculosas piernas y a sus relucientes botas, la
personificación del hombre al que le tendría miedo si se lo encontrase en un camino
desierto un día de lluvia sin conocerlo de antemano. Claro que, en realidad, no lo
conocía, al menos no lo conocía bien, solo a través de sus hermanastras.
Y la noche anterior, cuando la tocó a pesar de que no debería haberlo hecho,
se le aflojaron las rodillas. De no ser por sus fuertes manos que la sujetaban entre su
torso y la pared, se habría caído al suelo.
—Su plan era una estupidez. —Sus ojos brillaban, aunque no podía ser fruto
de la rabia.
—De acuerdo —admitió ella—. Lo era. En parte. Pero solo porque usted
tardó más de lo que había pensado en aparecer en el carruaje del servicio de correos
de Su Majestad.
—¿Cómo dice?
—He dicho que mi plan solo falló porque usted tardó más de lo que había
pensado en...
—En aparecer. Sí. Usted no tenía la menor idea de que yo estaría en ese
carruaje.
—Bruja. Las muecas no la favorecen. Y sí, estoy muy seguro por la sencilla
razón de que ni siquiera yo sabía que iba a subirme a ese carruaje.
—¿En serio? Qué inconveniente para usted. Yo siempre tengo un plan para
todo.
—Empiezo a darme cuenta.
—Cierto. Yo no sabía que usted iba a subirse a ese carruaje, lo admito. Pero
esperaba encontrar a un héroe que me ayudara. Y después, apareció usted, y tiene
un aire de héroe, señor Yale. Siempre me lo ha parecido.
—Señorita Lucas —dijo con voz alterada—, le ruego que me permita pedirle
perdón por...
—No me cabe la menor duda. Como tampoco me cabe la menor duda de que
usted es una dama muy problemática.
Ella parpadeó despacio, ocultando brevemente sus ojos azules. Acto seguido,
se volvió y se acercó a su baúl de viaje. Sin aspavientos, se sentó en el baúl y
entrelazó las manos sobre su regazo.
—Acaba de sentarse en un charco.
Quería ver de nuevo sus hoyuelos. Ese anhelo lo golpeó con fuerza.
—Pues sí. —Torció el gesto—. Nuestro apeo fue bastante abrupto, la verdad.
—Me lo creo.
—Unas cuantas veces. —Se conocía ese camino y los caminos que llevaban al
este y al sur como la palma de su mano, tal vez mejor.
—En fin, pues debo ponerme en marcha. —Miró de reojo el baúl de viaje,
soltó un suspiro rápido tras tomar una decisión y cogió la sombrerera antes de
echar a andar. Sus botas se hundían en el barro con cada paso, pero ella no parecía
darse cuenta.
—Señorita Lucas, le aconsejo que vuelva junto a su baúl y que se lleve todos
los objetos de valor y cualquier útil imprescindible antes de continuar.
La vio sonrojarse.
—Sonaba como anoche en el establo. Y como sonó la noche del baile tras la
boda de lord y lady Blackwood, cuando me rescató.
—Me pregunto si es eso lo mismo que les dicen los salteadores de caminos a
las damas.
—Lo dudo.
—¿En serio?
—Señorita Lucas.
—Si tuviera una alfombra mágica, ya estaría en Calais. —La señorita Lucas
tenía una expresión atormentada en los ojos.
Sin embargo, ya era más de mediodía y la tensión le corría por las venas,
volvían a temblarle las piernas y su estado de ánimo no se encontraba en mejores
condiciones. De modo que la dejó con sus pensamientos y caminaron en silencio
hasta que la casa de postas apareció ante ellos.
—No es muy grande, ¿verdad? La posada del pueblo donde estuvimos ayer
era muy cómoda.
Una vez dentro de la posada, se fue derecho a la barra y pidió comida para
ella, y whisky. Al otro lado de la tosca taberna, llena de jornaleros, un cliente en
concreto parecía fuera de lugar. Era un hombre delgado, vestido de marrón y con el
sombrero mojado por la lluvia aún en la cabeza, y estaba sentado en el rincón más
alejado, con la espalda contra la pared. Le resultaba familiar. Había visto a ese
hombre mientras iba de camino para recuperar a Lady Priscilla.
—Para eso está usted aquí, por supuesto. Como lo estuvo anoche en el
establo. —Sus ojos relucían con cierta intención muy juvenil. Después, por un
instante, la confusión los ensombreció.
Wyn poco podía hacer para aliviar su incomodidad. Sus manos y sus labios
todavía la recordaban, y no tenía palabras. Sus amigos se quedarían de piedra si lo
vieran en ese momento, mudo por unos ojos azules y por el recuerdo de un dulce
cuerpo femenino contra el suyo.
—Es considerado. O solo se burla de mí. Pero otra vez se queda sin comer.
—Entrecerró los ojos—. ¿Es que solo bebe?
—Pruébelo, es excelente.
—Parece que ha perdido al menos cinco kilos desde la última vez que lo vi.
—Miró la botella de whisky—. Mi padre solía beber muchísimo. Él tampoco comía
apenas.
—Fue hace doce años. Yo tenía unos siete. Creo que mi madre lo condujo a la
bebida. —El azul de sus ojos parecía más intenso—. ¿Me ayudará, señor Yale? Por
favor. ¿Voluntariamente?
—No, señorita Lucas. No la ayudaré voluntariamente. Me gustaría que
volviera a casa y que encontrase un modo de reunirse con su madre que cuente con
la aprobación de su familia.
—Sí.
Soltó el puro.
Tenía un brillo feroz en los ojos, aunque parecía un poco exacerbado. No era
una niña. Su voluptuoso cuerpo y las líneas definidas de su rostro lo dejaban bien
claro. Demasiado claro para la lucidez mental que dos copas de whisky acababan
de provocarle. Cuando los hoyuelos aparecieron, tuvieron justo el efecto que ella
deseaba... en el hipotético caso de que ella conociera a los hombres. Algo que
posiblemente no hiciera, al menos no hasta ese punto, por más que le hubiera
contado la señorita Finch-Freeworth. Claro que su madre, que había desaparecido
cuatro años antes, regentaba un burdel, o eso parecía, aunque no tenía muy claro
que la hija de la baronesa comprendiera muy bien qué quería decir eso.
Era inocente, una ingenua inocente con demasiados arrestos, muy poco
sentido común y muchísima terquedad. El impulso que la llevó al establo la noche
anterior lo demostraba. Sin embargo, el brillo de esos ojos azules sugería que su
necesidad era sincera... que ese asunto era, de hecho, algo muy serio para ella.
—Ah, sí.
—¿No puedo convencerla de ninguna manera? ¿Tal vez para volver a casa y
pedirle ayuda a su cuñado, el conde?
—¿Por qué?
—¿Sabe, señor Yale? Creo que intenta distraerme para que pierda el coche de
postas. —Recogió su bonete y se puso en pie—. Así que le deseo que tenga un buen
día y un buen viaje, aunque preferiría que me acompañara para ayudarme en mi
búsqueda y cumpliera los deberes de un héroe. Por desgracia, ese sueño no se
cumplirá. —Le lanzó una sonrisa tristona muy desconcertante antes de echar a
andar hacia la puerta.
Wyn la siguió.
La cogió del codo para detenerla y se inclinó sobre ella, momento en el que su
olor a sol y a naturaleza lo acarició.
—Señorita Lucas, permítame ser franco —dijo en voz baja, con apenas una
nota ronca en su tono—. Me ha pedido que interprete un papel cuando usted no
está dispuesta a hacer lo propio. Debe admitir que, dados su determinación y sus
ademanes, no se parece en nada a una damisela en apuros.
—Señor Yale, no soy tonta. Sé que lo que estoy haciendo es peligroso y que
me acarreará un castigo, tal vez incluso la ruina. Pero... —Su voluptuoso labio
inferior tembló, aunque dio la sensación de que ella quería controlarlo—. Pero
tengo que hacerlo. Cuando tenía quince años, mi madre me abandonó sin
despedirse y sin darme una explicación. Mi padrastro, mi hermano y mis hermanas
se niegan a hablar de ella. Aunque me gustaría fingir que no existe, y lo he
intentado durante años, no lo consigo. Y, verá, me duele tanto que no lo soporto.
—Lo miró a los ojos, con el anhelo sincero pintado en su mirada—. Me ha
encontrado por casualidad. Pero ahora debe permitir que me vaya y que trace mi
camino. Olvídese de que me ha visto. Le doy permiso para hacerlo sin que le
remuerda la conciencia.
—No le permitiré ir sola. —Le soltó el brazo, ya que tocarla, según se acababa
de dar cuenta, era un error garrafal—. La ayudaré.
En ese momento, Wyn sabía que no era ninguna de esas dos cosas. El ansia
de la venganza alimentó la impaciencia por emprender su propia misión, una que
no tenía nada de heroica. Y el calor de su caricia a través del cuero húmedo se le
coló bajo la piel de tal modo que no le hizo falta mucha imaginación para quitarles
el guante a esos delgados dedos e imaginar su tacto. Una vez que los guantes
desaparecieron en su imaginación, los siguieron otras prendas femeninas. Deprisa.
Era demasiado guapa y él llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Llevaba
demasiado tiempo sin tocar la piel de otra persona. Salvo la de Diantha Lucas,
durante un momento demasiado breve.
—¿Ve al hombre que está atendiendo la barra detrás de mí? No cree que sea
usted mi hermana.
¡Por el amor de Dios!, exclamó Wyn para sus adentros. ¿Qué había hecho él
para merecer eso? Aunque, claro, los pecados debían expiarse de alguna manera.
—Lo ha sobornado.
—Podría decirse que sí. —Las amenazas también funcionaban y eran más
baratas.
—Si contara con una doncella o con una dama de compañía, ¿cree usted que
las personas con las que nos encontremos durante el viaje llegarían a ese tipo de
conclusión?
Wyn siguió su mirada hacia un rincón, donde una mujer dormía apoyada en
la pared. Una mujer de mediana edad y vestida de forma casi desastrada, con una
bufanda de lana en torno al cuello. La señorita Lucas la observaba con el ceño
fruncido.
—Por el horario. —Señaló el cartel que colgaba junto a la puerta y rio por lo
bajo. Su risa era musical, alegre y fresca—. Por el amor Dios, ¿y presume usted de
haber viajado?
—¿Ah, sí? Es usted un ángel. Buenos días, señor. —El escrutinio al que lo
sometió acabó borrando la sonrisa de sus labios.
—Dígame, ¿qué planea hacer ahora? —le preguntó la señorita Lucas—.
¿Cogerá el siguiente coche de postas a Stafford? No pasará hasta mañana.
—Ella iba a Stafford para trabajar como dama de compañía de una anciana
—explicó la señorita Lucas—. Pero me parece una falta de consideración esperar
que haga usted el trayecto en tan poco tiempo. ¿Esperará a que pase el coche de
postas que va a Londres?
—¿Señora...?
—Polley, señor. Me casé con el señor Polley en el año 1792 y lo perdí por
culpa de Napoleón en 1813.
—Lo haré siempre y cuando sea un trabajo honesto, señor. —Los miró con
recelo en esa ocasión.
—Mi hermana necesita una carabina para proseguir el viaje, ya que carece de
la compañía adecuada. Nos hemos visto obligados a abandonar nuestra residencia
a toda prisa y no hemos podido planear bien las cosas. Así que, como verá,
necesitamos la ayuda de alguien como usted.
—¡Desde luego que no! Además, estoy comprometida con el señor Hache, un
caballero que aunque es mucho menos apuesto, me admira muchísimo y con el que
compartiré una buena vida. Pero antes debo concluir una tarea. Debo rescatar a mi
madre de un antro de perversión. De ahí que me haya puesto en camino. Mi
encuentro con el señor Yale, un amigo de la familia, ha sido fortuito, y él se ha
ofrecido amablemente a ayudarme.
—No sé yo si el destino tendrá algo que ver, pero me parece que ha sido una
suerte que nos hayamos encontrado. —Miró a Diantha con seriedad—. ¿Dice usted
que este caballero es amigo de su familia?
—Señora, una vez que lleguemos a nuestro destino, no tendrá por qué seguir
al servicio de la señorita Lucas si no desea verse involucrada con dicho
establecimiento.
La señora Polley se puso en pie con la papada bien firme una vez que
enderezaba su cuerpo... que no mediría más de un metro y cuarenta centímetros de
altura.
Ordenaron que fueran en busca del baúl de viaje y una vez que todo el
equipaje estuvo listo, Wyn se encargó de ayudar a las señoras a subir al siguiente
coche de postas que se dirigía al sur. Sin embargo, antes de marcharse, mantuvo
una discreta conversación con un muchacho poco hablador que estaba ocupado
llevando sacos de grano al establo. Un muchacho alto al que la ropa le quedaba
grande y que delató el hambre que lo corroía al mirar el hueso que se estaba
comiendo el perro.
—Lo haré encantado, señor. Mi padre se fue a luchar contra los franchutes y
no volvió. Mi madre y yo intentamos que a mis cinco hermanos no les falten
zapatos ni gachas, aunque no nos va muy bien. Le llevaré esto —dijo, levantando el
puño con el que aferraba la moneda— y partiré hacia Devonshire ahora mismo. El
pequeño Joe ya está casi tan grande como yo. Se encargará de los demás mientras
yo no estoy.
—El contenido de esa bolsa debería bastarte para alquilar un caballo y para
pagar el alojamiento y la comida durante el trayecto, William.
—Buen chico.
Aunque la verdad era que el cambio había empezado mucho antes para Wyn,
más de un año antes, en un callejón de Londres durante un lluvioso día, cuando
miró el rostro sin vida de una joven destrozada y vio su propia muerte. Cuando
empezó a mentirles a las personas que más le importaban en el mundo.
Y, en ese momento, otra joven volvía a confiar en él. Una joven que había
acudido a él por voluntad propia y que le había suplicado ayuda.
Que el Señor ayudara a Diantha Lucas por ver un héroe donde no lo había.
Pero algunas jóvenes, suponía, estaban así de ciegas.
Teresa le había dicho que los hombres besaban a las mujeres antes de tomarse
más libertades, y ella había reflexionado al respecto. Antes de que su hermanastra
Viola se casara, la había visto besarse de forma apasionada con su prometido, el
señor Seton, cuando pensaban que nadie los veía. La imagen la emocionó
muchísimo. Puesto que después de dichos besos Viola sonreía como si estuviera
aturdida y el señor Seton parecía muy satisfecho, Diantha supuso que los besos
debían de ser algo deseable en vez de temible.
La soltó con brusquedad, sin duda porque no le había gustado tocarla de esa
forma. ¿Cómo iba a gustarle? La simple idea le resultaba mortificante. Si fuera como
la mayoría de las muchachas, como las otras chicas que conoció en la Academia
Bailey, delgada y delicada, tal vez al señor Yale le habría gustado tocarla. Tal vez no
se habría detenido. Tal vez la habría besado.
La noche anterior, mientras yacía en la cama sin pegar ojo, Diantha había
imaginado que lo besaba, y eso hizo que se sintiera muy acalorada, como cuando él
la abrazó en la oscuridad. Sospechaba que ese acaloramiento era algo malo, pero al
fin y al cabo ella era la indecente y díscola hija de una mujer indecente y díscola.
Siempre había sido díscola, desde que era pequeña. Su madre se lo había
dicho de forma incesante. Eclipsada por su guapa y dulce hermana mayor, Charity,
su madre jamás le había hecho mucho caso, ya que en comparación ella era feúcha y
desobediente.
—¿Tenemos problemas?
—Las he disgustado.
—Pero, ¿cómo...?
—¿Adónde lleva esta yegua, señor Yale? —le preguntó mientras acariciaba el
cuello del animal.
El señor Yale se volvió hacia ella con esa sonrisa torcida en los labios que
tanto deseaba besar.
—Es obvio que usted no es una yegua. Pero si pertenece a alguien, le ruego
que me informe de la identidad de dicha persona a fin de evitar que me acusen de
latrocinio.
—¿En serio?
Diantha alzó la vista. El señor Yale ya no sonreía, sino que la observaba con
una mirada penetrante y el cambio en su expresión le provocó una deliciosa tensión
en el estómago.
—Aún no lo he decidido. Pero no permitiré que sufra usted daño alguno por
culpa de mis enemigos.
—No todo el mundo, según parece. Usted traba amistad con todas las
personas con las que se encuentra. Me reitero en la idea de que es una joven inusual,
señorita Lucas.
—En ese caso, ¿qué tipo de hombre es un caballero que hace las veces de
mozo de cuadra de un duque y al que persigue un hombre con malas intenciones
mientras él ayuda a una dama fugada a encontrar a su madre? ¿Un hombre normal?
—Nos queda un cuarto de hora hasta que el coche de postas vuelva a ponerse
en marcha.
—Le he pedido a la señora Polley que pida un almuerzo frío. ¿Va a comer
hoy, señor?
—Seguramente no.
—Lo imaginaba.
Wyn la observó alejarse hacia la puerta, junto a la que el perro estaba sentado.
Al verla acercarse, el chucho empezó a mover el rabo. Ella se detuvo y lo miró por
encima del hombro.
Sin embargo, la amenaza que había descubierto ese mismo día le preocupaba
mucho más. Un antiguo conocido, Duncan Eads, había aparecido en el camino
detrás del carruaje a primera hora de la mañana. Aunque había mantenido las
distancias, no era un hombre al que debiera perderse de vista. Hacía ya unos meses
que Wyn había hecho algo en su perjuicio al arrebatarle una chica al jefe de Eads, un
hombre llamado Myles que controlaba una buena parte del hampa londinense.
Puesto que lo hizo con una soberana borrachera, el episodio fue bastante sonado,
Wyn dejó en ridículo a Eads y enfureció a Myles.
Sin duda, Eads iba tras él para vengarse de todo aquello. Había pensado
decirle que se pusiera a la cola.
—Como desee.
Tras conducir a los caballos hasta una zona con hierba, los ató de forma que
pudieran pastar a gusto. La calle principal del pueblo estaba muy concurrida. En
cuestión de minutos, vio pasar carromatos cargados con niños y adultos, una
carreta y un carruaje de cierta calidad, junto con un buen número de personas
caminando. Eads no apareció, pero sospechaba que lo vería de nuevo en el
momento más inoportuno. Tal vez a lo largo del camino. Eads podía haber
continuado el viaje mientras el coche de postas se detenía, a fin de planear una
emboscada.
—Me alegro por el tal sir Henry y por sus invitados —replicó Wyn. Eso
explicaba el trasiego de gente por la calle—. Pero no entiendo muy bien qué tiene
que ver la generosidad de ese caballero con usted.
Wyn miró a la señora Polley, que había apretado los labios. Después,
devolvió la vista a la señorita Lucas, que lo miraba con una expresión emocionada.
—Debemos ocultarnos a plena vista. —Sus ojos tenían un brillo alegre y esos
labios sonrosados esbozaron una sonrisa que Wyn se moría por saborear—. Habrá
cientos de personas en ese lugar y su... amigo no está aquí ahora. —Su mirada se
desvió hacia la calle principal—. No sabrá que ha ido usted en otra dirección.
Después, podemos alquilar un carruaje y tomar otra ruta distinta. ¿No lo ve? ¡Es
perfecto!
—Sí.
—En realidad, usted no espera que aparezca. No espera que venga a este
lugar. Cree que nos ha adelantado para tenderle una emboscada en algún punto del
camino.
Era tan asombrosa que Wyn se echó a reír.
Ella esbozó una sonrisa que se le antojó tan fresca como la brisa primaveral.
Era una mujer clara, directa y sincera, salvo por el hecho de haberse escapado para
ir en busca de su madre. Sin embargo, sus ojos lo miraron con regocijo. La
satisfacción y la emoción del plan que había ideado hacían que sus iris azules
resplandecieran bajo la errátil luz del sol. Fue incapaz de negarse.
Ese fue el momento justo en el que Wyn comenzó a sospechar que, después
de haber rescatado a nueve jovencitas, por fin había encontrado la horma de su
zapato.
6
—Me lo he supuesto.
—En fin, no podía decirles que llevamos muchos años casados. Acabo de
cumplir los diecinueve.
Ella se echó a reír. Unos cuantos rayos de sol jugaban con los mechones de
cabello castaño que se escapaban de su bonete y con sus ojos azules, y por un
instante pareció muy joven. «Casi ingenua», había pensado en su momento.
En el prado que descendía con una suave pendiente hacia los pastos situados
más abajo, los niños jugaban a la pelota y al tenis, mientras que sus padres
(campesinos, habitantes del pueblo y una representación de la nobleza local más
que pobre) disfrutaban de los productos de la cosecha. Todos estaban contentos por
el respiro que les daba la lluvia y por la generosidad anual de sir Henry. Un violín
comenzó a tocar una melodía, y un numeroso grupo de muchachos y de muchachas
empezó a bailar sobre la hierba, en una mezcla de risas y de miradas tímidas: el
incómodo flirteo de los jóvenes y la inocente coquetería de las jovencitas.
Wyn no tenía recuerdos de esa época de su vida. Había pasado de ser un niño
a ser un hombre en cuestión de meses. De semanas. No lo lamentaba. Había visto el
mundo en todo su esplendor. Aun así, le dio la espalda a esa escena y apuró el
contenido de su copa.
—Un caballero que ha accedido a acompañarla por toda Inglaterra sin una
carabina adecuada, sin ser familia y sin contar con una licencia matrimonial,
reciente o de cualquier otra fecha.
—Humm. De todas maneras, es una dama de compañía ideal. Salvo por ese
hábito de quedarse dormida de repente. —Su mirada voló por el prado hacia el
lugar donde se encontraba la señora Polley, recostada en un diván a la sombra de
un sauce llorón. Frunció el ceño—. Espero que no esté enferma.
—Ya lo he visto antes. —En las Indias Orientales, hacía años—. El cuerpo se
apaga como si estuviera dormido, aunque no sea así. No puede controlarlo, pero no
le hace daño.
La señorita Lucas lo miró con expresión curiosa antes de morderse el labio
inferior. En esa ocasión, Wyn no apartó la vista.
—Pues ahora sería un buen momento para hacerlo. Por ejemplo, podría idear
un plan de contingencia sobre qué hacer con su dama de compañía si nos vemos
obligados a marcharnos a toda prisa de esta reunión porque Eads aparece.
La señorita Lucas cerró sus labios sonrosados. Pero parecía mecerse sobre las
puntas de los pies, como si permanecer inmóvil le supusiera demasiado esfuerzo, y
tenía las mejillas, con esos hoyuelos bien a la vista, sonrojadas. Wyn no podía
pensar cuando ella estaba tan cerca. El ponche había detenido el ansia que corría
por sus venas, y en ese momento lo envolvía una cómoda y conocida languidez,
limando los bordes de su ansiedad.
—Señorita Lucas, ¿qué pensaría si le dijera que para continuar con su misión
tendríamos que sustraer un medio de transporte perteneciente a una de las familias
que disfrutan de la hospitalidad de sir Henry?
—¿Sustraer? —Se acercó más a él, una reacción que no había deseado del
todo. No del todo—. ¿Se refiere a robar un carruaje?
Wyn se volvió una vez más hacia el cuenco del ponche, para alejarse de ella y
también para rellenarse la copa.
—¿Cómo dice?
Nada de mentiras con Diantha Lucas, salvo una. Si supiera que tenía la
intención de devolverla a casa, intentaría escaparse de nuevo. Con Eads
siguiéndoles el rastro, y tal vez con el hombre vestido de marrón, no podía
permitirse más retrasos.
—En fin, yo ahora mismo estoy muy nerviosa —confesó ella, que irguió sus
elegantes hombros—, así que tal vez también debería tomar algo.
—Soy una excelente actriz. De verdad, señor Dyer, a estas alturas ya debería
tenerlo claro. —Cogió una copa y se la llevó a los labios.
Wyn la observó oler el líquido y fruncir la na riz, una nariz respingona que
lucía dos diminutas cicatrices redondas, tan pequeñas que no eran visibles a menos
que se observaran muy de cerca, como él se vio obligado a hacer en ese momento.
Había más cicatrices en su frente y en sus mejillas, diminutas imperfecciones que
hacían que la elegancia de sus facciones resultara más palpable.
Los músicos comenzaron a tocar una tonada campestre. Sus ojos, dos pozos
azules a la luz del atardecer, lo miraron por encima del borde de la copa.
Ella dio un sorbo. Parpadeó con rapidez. Y dio otro sorbo. A continuación,
bajó la copa.
—No es espantoso —dijo.
Él meneó la cabeza.
—Está tibio —dijo en esa ocasión, con los ojos como platos—. De hecho, está
caliente. —Se llevó la mano enguantada a la garganta antes de colocarla entre sus
pechos.
Sus pestañas se agitaron y Wyn creyó ver algo en sus ojos que ya había visto
antes, cuando la tomó de la mano para ayudarla a apearse del carruaje: deseo
femenino.
Deseó lo que deseaba cada vez que cogía una botella de brandy, una copa de
whisky o un pichel de cerveza. Deseó olvidar.
Diantha no se sentía los labios. Sin embargo, sí veía al señor Yale pese a la
oscuridad de la noche y a la luz mortecina del farolillo. De hecho, era incapaz de
apartar la mirada de su boca. De su intrigante boca. De una boca que parecía
absolutamente deliciosa.
Pero quería seguirlo. Quería estar allá donde estuviera él. Quería... Ay,
quería...
Abrió los ojos, que se le habían puesto bizcos. Él estaba delante de ella. La luz
del farolillo lo envolvía.
—Parece que lleva una corona. —Entrecerró los ojos—. ¿Es usted un príncipe,
señor Yale?
—Ya me parecía. Creía que tal vez era un príncipe. Pero en ese caso está muy
por encima de mí. Yo solo soy la hermana de un baronet. No soy lo bastante
importante para bailar con usted.
—No habrá baile esta noche, así que no tiene que preocuparse por eso.
—Menudo alivio. Por el amor de Dios, ¡qué tela más maravillosa! —Acarició
la seda de su chaleco con la punta de los dedos.
—¿Noche de bodas? —Le apartó la mano a toda prisa, pero de algún modo la
mano del señor Yale se apoderó de su hombro, y menos mal, porque se tambaleó
ligeramente y cayó sobre la pared de la cochera, en vez de encontrarse con aire.
Recuperó el equilibrio—. ¿Se ha casado hoy?
—Sí, señora Dyer. —La soltó—. Con usted, según todas las personas con las
que ha estado hablando esta noche.
—Oh. —Sintió que sus labios esbozaban una sonrisa. ¡Sentía los labios! Pero
se le había dormido la nariz—. Menudo alivio. Porque yo deseaba expresamente...
—Agitó una mano en el aire hasta que aterrizó en su pecho—. Tocarlo. —Suspiró—.
Si estuviera casado, no lo haría, por supuesto.
—La señora Polley todavía no se ha despertado —dijo el señor Yale con esa
boca, y Diantha tuvo que parpadear para verla bien—. Tenemos que esperar a que
se despierte antes de partir. Si la despertamos con brusquedad, podría asustarse y
alertar a los demás, aunque parece que los criados de sir Henry y el resto de los
invitados o se han acostado o están demasiado borrachos como para darse cuenta
de nada.
—Ah, sí. Podría creer que la están secuestrando y ponerse a gritar. Yo lo haría
—le aseguró ella.
Salvo él. Él había bailado con ella, con espinillas, mejillas regordetas y todo lo
demás.
—Me encuentro en el estado perfecto, señor Yale, para que me ponga las
manos encima. —Cerró los ojos y dejó que el aire nocturno le acariciara los labios y
los párpados y... Estaba acalorada—. Estoy acalorada. —Se dio un tirón del cierre de
la capa. Sin embargo, tenía los ojos cerrados y no podía verlo. O tal vez los guantes
le impedían soltárselo. Intentó quitarse los guantes, pero descubrió que no los
llevaba puestos—. ¿Dónde están mis guantes?
—Con una vez me basta. —La siguió por el maltrecho camino, internándose
en la oscuridad.
Se volvió para mirarlo a la cara y el frío aire nocturno le agitó las faldas y le
rozó el cuello, provocándole una sensación maravillosa.
Miró el edificio.
—Cuatro.
—¿Cuatro?
—Ramsés.
—¿Ramsés?
Señaló a su espalda.
—Como compensación.
—Me dijo que sacara mis objetos de valor del baúl de viaje y eso hice. Está en
la sombrerera. Tenemos que dejarlo en la cochera para pagar a sir Henry por el
carruaje y por los caballos. Es muy valioso.
—¡Insisto! Verá, lo escondí, de modo que cuando mi madre robó las joyas de
mi hermana, no lo encontró. —Agitó un dedo—. Robar no está bien, señor Yale,
aunque se haya acostumbrado a hacerlo en el pasado.
Fue espantoso.
7
—¿Ya está despierta? —le preguntó la señora Polley, que se encontraba cerca
de ella—. Seguro que se siente como el mismísimo Belcebú. Al señor Polley le
sucedía lo mismo siempre que se pasaba de la raya bebiendo cerveza los domingos
en casa del molinero.
—¿Bebía los domingos? ¿En un molino? —La estancia era diminuta y solo
había espacio para una cama estrecha, la silla que ocupaba el pequeño y orondo
cuerpo de la señora Polley y un tocador rústico. La cortina que cubría la ventana era
de rayas y estaba descorrida a fin de que entrara la luz grisácea—. ¿No es un
pecado?
—El señor Polley dejaba los rezos para las mujeres, señorita, eso es lo que
hacen los hombres de bien. —Se colocó a los pies de la cama—. Ese hombre, y no
voy a referirme a él como un hombre de bien, querrá hablar con usted. Pero antes
de permitirle la entrada, tendrá que vestirse.
«¡Por el amor de Dios!», pensó. No estaban en una posada. Colocó los pies en
el suelo al tiempo que enterraba la cara en las manos.
—¿Quiénes son estas personas tan amables, señora Polley? —preguntó, sin
apartar las manos de la cara. Las náuseas eran cada vez más desagradables.
—¿Ah, sí?
—Esta mañana ha llevado a los cuatro más pequeños a la colina para ver las
ovejas y los ha traído de vuelta tan felices y agotados que se han quedado dormidos
al acabar el almuerzo.
—Son casi las cuatro, señorita. —La señora Polley le colocó el vestido y la
instó a ponerse en pie aferrándola por los brazos.
¿Su pudor? ¿Su orgullo? No, por supuesto que no. Había arrojado ambas
cosas por la ventana.
Se aferró al poste de la cama mientras la señora Polley le abrochaba el vestido
para después recogerle el pelo con la misma eficiencia con la que llevaba a cabo ese
tipo de cometidos. Era asombroso que hubieran dejado escapar a una persona tan
eficiente. Aunque claro, la señora Polley había hecho bien poco para salvaguardar
su pudor y su orgullo, ya que se había pasado la tarde durmiendo mientras ella
bebía una copa de ponche tras otra.
—Él no me llevó por ningún sitio, señora Polley. Me bebí el ponche porque
quise.
—No excesivamente bien. —«Me siento fatal», añadió para sus adentros.
Y también olía fatal. Su piel emanaba un olor ácido que le resultaba muy
desagradable. Posiblemente su aspecto sería igual de espantoso. Sin embargo, la
habitación carecía de espejo, algo que era de agradecer. Le parecía mejor
desconocer el aspecto que tenía.
Porque lo que veían sus ojos era la perfección. Sintió un nudo en la garganta a
pesar de que el señor Yale llevaba su atuendo habitual: chaqueta, pantalones de
montar y botas negras; chaleco de exquisito bordado y magnífica seda; y camisa
blanca y corbata almidonada. No obstante, su aspecto era distinto porque le
brillaban las mejillas aun a la grisácea luz del día que se filtraba por la ventana, y
sus ojos la miraban con una expresión inusualmente clara.
—¿Cómo está, señora? —La dueña de la casa la saludó con una genuflexión,
provocando un frufrú procedente del delantal—. Es una lástima que se encuentre
mal. A mí me pasó con mi primogénito, Tom. Y con Betsy, aquí presente. —Asintió
con la cabeza—. Con el tercero se le pasará.
—El Señor nos dice que cuando damos cobijo a un desconocido le damos
cobijo a Él, señora. Y la caballerosidad del señor Dyer tranquilizó cualquier temor
que pudiéramos tener.
—No. —Lo observó servir una taza y después cruzar la estancia para
acercarse a ella—. Pero comeré si usted lo hace.
—Creo que tendremos que... ¡Uf! —Escupió en la taza el sorbo de líquido que
acababa de tomar—. ¿Qué se ha creído dándome esto? ¿Quiere verme vomitar otra
vez?
—En absoluto. —La tomó de la mano y la obligó a llevarse la taza otra vez a
los labios—. Debe confiar en mí.
—Me resulta increíble que usted se pase la vida así. Me refiero a que es...
incómodo. Con razón ha perdido tanto peso desde la última vez que lo vi.
—¿Ah, no?
Él se echó a reír.
—Sin duda pensó que nuestros anfitriones encajarían mejor esa explicación
que la de la borrachera. O una enfermedad. Y creo que lo hizo para obligarse a
cumplir con su responsabilidad en todo este asunto. —Hizo una pausa—. Y para
obligarme a mí.
—¿A usted?
—El ceño fruncido con el que me miraba ayer la señora Polley aumentaba
con cada copa de ponche que usted bebía.
—Bueno, pero yo sé que no es así. —Se sirvió una taza de té y la apuró casi de
golpe. Apenas le temblaban las manos, toda una hazaña porque él la estaba
observando y había un sinfín de cosas que ambos podían decir y que resultarían
terriblemente incómodas. Al menos para ella—. ¿Cómo llegamos hasta aquí y
dónde estamos exactamente?
—¿Al este? Sí. Pensé que era mejor mantenernos alejados del camino
principal en aras del sigilo y de la seguridad.
—Recuerdo que dijo usted algo sobre continuar el viaje hasta alejarnos lo
bastante como para que nadie reconociera el carruaje y los caballos de sir Henry, así
que supongo que esta familia no los ha reconocido. Han sido muy amables al
darnos alojamiento. —Le dio un mordisco a una galleta y, al cabo de un instante,
dijo—: ¡Oh! ¿Dejó usted mi collar?
—La verdad, es una lástima que en esta búsqueda no pueda interpretar usted
misma el papel de héroe.
—Diremos que estamos en paz, ¿le parece? —replicó el señor Yale en voz
baja, aunque no parecía en absoluto abochornado.
—En todo caso, debe interpretar el papel de héroe porque vamos hacia el sur
y resulta que Escocia está en el norte, por supuesto.
—¿Escocia?
—El lugar al que los villanos llevan a las inocentes jovencitas cuando se
fugan de casa.
—Ah, claro. —Se alejó de ella para acercarse al aparador, donde se sirvió una
taza de licor—. Sospecho que su señor Hache tendría algo que decir si acabara usted
en Escocia para casarse con otro.
Ella asintió con la cabeza.
—Me temo que estoy siendo impertinente, pero soy incapaz de refrenar la
curiosidad. ¿Pero...?
—Pero... encaja con él. No quiero decir que sea engreído ni nada de eso. Es
que... —Se volvió para darle la espalda al señor Yale y se acercó a la cocina porque
sospechaba que si volvía a mirarlo, lo haría con el mismo arrobamiento que Betsy—.
Es un buen hombre y estoy segura de que seré muy feliz con él.
—Mi idea era fingir delante de las hermanas Blevins y de sir Henry. No
pretendía incluir a toda la población de Shropshire.
En los ojos del señor Yale atisbó un brillo que no supo interpretar, un brillo
feroz y del todo desconocido.
—Creo que es usted una joven admirable —le dijo cuando se detuvo, muy
cerca—. Pero acertó más en su otra suposición.
—¿Acerté?
—Eso creo.
—En ese caso, le ruego que confíe en que solo me mueve el interés por su
bienestar. Y, señorita Lucas —dijo, sosteniéndole la mirada sin flaquear—, le
aseguro que dicho interés no incluye mi bienestar.
—Por supuesto —consiguió decir con una voz bastante serena—. ¿Dormirá
usted en el suelo, pues?
La voz del señor Yale era como una caricia. Estaba convencida de que él no
era consciente de ese hecho, porque de lo contrario no le hablaría así. Le provocaba
un hormigueo en todo el cuerpo.
Sin embargo, Diantha era una mujer práctica y razonable, no una soñadora
como su hermanastra Serena, ni una dócil corderita como Charity. De modo que le
preguntó a la dueña de la casa si podía ayudarla a preparar la cena, y comenzó a
moverse por la estancia, intentando no reparar en el hecho de que el señor Yale no
le quitaba la vista de encima... a pesar de lo que le había dicho.
8
—¿Te gustan los caballos, Tom? —Wyn sujetó las riendas del caballo de tiro
del carruaje y las pasó por la anilla del tirante.
Los animales de sir Henry no eran ejemplares jóvenes, pero ni mucho menos
eran pencos, y habían recorrido el estrecho camino hacia el sudoeste con buena
disposición a pesar de que no brillaba la luna. Wyn lamentaba el robo. Sin embargo,
el collar compensaría al hombre por la pérdida hasta que él regresara a Londres y
pudiera enviarle dinero. Sus fondos eran escasos, pero bastarían. Después,
recuperaría el collar de la señorita Lucas y se lo devolvería.
De hecho, podría pedirle a Leam o a Jin que lo hicieran. Ninguno de los dos
se negaría, porque para entonces él no estaría en situación de poder recuperarlo en
persona.
Mientras tanto, esperaba que ella no lamentara la pérdida de sus joyas. Sin
embargo, no parecía la clase de persona dada a lamentaciones; de hecho, parecía
decidida a lograr lo que quería sin titubear, tal como había intentado conseguirlo a
él.
—Son los mejores que he visto. —Thomas levantó una palada de heno—.
¿Ese es para una montura de mujer?
El muchacho silbó.
—¿En un castillo?
—En un castillo del que nunca sale y en el que nunca deja entrar a nadie. El
duque es un ermitaño. —Un ermitaño que valoraba su potrilla perdida por encima
de todo, que le había asegurado al director del Club Falcon que no pagaría por su
regreso hasta verla y que había exigido que el hombre que la recuperase se la
llevara directamente. A su fortaleza.
—La dama parece sentirse mejor esta mañana. —Tom esbozó una sonrisa—.
Mi madre y Betsy están encantadas de que una verdadera dama las esté ayudando
con las tareas de la casa.
—Será mejor que vaya a ver a las ovejas, señor. —Volvió a mirar a Galahad
con admiración antes de irse.
Betsy lo siguió tras regalarle a Wyn una tímida sonrisa. Detrás de ellos iba el
perro, que se volvió al llegar a la puerta, correteó sobre las tres patas buenas de
vuelta al carruaje y saltó al pescante. Wyn meneó la cabeza.
El animal lo miró con esos ojos negros enmarcados por el pelaje marrón y gris,
tal como lo hiciera cuando se acostó en el pajar la noche anterior.
—Sospecho que no lo sabes. —Se movió para preparar el otro caballo—. Pero,
verás, Ramsés, ahora no puedo tener un perro. —De la misma manera que no podía
tener a una muchacha de ojos azules, sonrisa preciosa y unas manos insistentes a la
que había tenido el incomparable placer de quitarse de encima.
La señorita Lucas había pasado la tarde anterior en una silla de madera lejos
de la chimenea, bordando un mandil. Con el ceño fruncido y mordiéndose el
voluptuoso labio inferior, cosía con manos temblorosas... ya que aún sufría los
efectos del ponche de la noche anterior, no le cabía la menor duda. Sin embargo, no
se había quejado. En cambio, cuando terminó la labor, se la enseñó a la hija mayor
del granjero con una sonrisa. A continuación, añadió una cinta de encaje al vivo de
la cofia de la señora Bates.
—Le ha quitado el encaje a uno de sus vestidos —le susurró la señora Polley
mientras retiraba el vaso vacío de la mesa. Wyn solo había bebido sidra, de modo
que esa mañana los temblores eran peores debido a la disciplina—. Quiere darles a
estas buenas personas algo de valor, como ella misma. —Sus ojos saltones lo
miraron entrecerrados—. Un ángel que no se cree gran cosa, así es mi señora. Se
merece que la traten bien.
Wyn le daba toda la razón. Había tenido muy presente esa idea la noche de la
fiesta de sir Henry, cuando ella se pegó a su cuerpo y el whisky que corría por sus
venas le dijo que la abrazara aún más.
—Sí, soy consciente de que un hombre que piensa matar a un duque no tiene
derecho a tocar a mujer alguna. —Sujetó el tiro, acercó los caballos a la vara y ciñó
las riendas dobles.
Una sombra cruzó la pálida luz que procedía del patio. Conocía su sombra.
Conocía el contorno de su cuello y los hoyuelos que aparecían en sus mejillas, y
también cómo ponía los ojos en blanco cuando se reía de él. Sería capaz de describir
la forma de cada uno de sus dedos y las tonalidades de su cabello castaño claro, así
como la ubicación exacta de las cicatrices de su nariz respingona. Era la clase de
detalles para los que se había entrenado a una edad muy temprana a fin de
recordarlos, un entrenamiento que le había ido de perlas como agente del Club
Falcon. Tal parecía que no estaba perdiendo facultades. Y conocerla de esa forma le
proporcionaba una especie de satisfacción agónica y sensual.
Ella se acercó.
La vio colocar una mano en el cuello de uno de los caballos y acariciarlo, con
sus delgados dedos desnudos sobre la piel del animal, como si no le molestara.
Llevaba un sencillo vestido azul con una cinta bajo el pecho. La noche
anterior, mientras yacía a solas sobre la paja, había pasado un buen rato
imaginando dicho pecho desnudo. Se había imaginado tocándola. Se había dicho
que así se distraía de la atracción que le provocaba la botella que Bates le había
ofrecido, una botella que había rechazado. Se acabó el whisky mientras siguiera en
compañía de Diantha Lucas. No se fiaba de sí mismo.
En ese momento, tenía sus pechos delante, aunque cubiertos. Aun así, la
realidad era mucho mejor que la imaginación.
—En ese caso, me alegro por usted. —Se volvió para comprobar la sujeción
de las riendas.
—En breve.
—Los Bates son unas personas maravillosas, muy amables. Es increíble que
tuviéramos la buena fortuna de encontrarlos. —Se quedó junto a él, apoyando el
peso en los dedos de los pies—. Betsy es la mayor, por si no lo sabe. Un año mayor
que Tom. Este año ha participado en el concurso de horneado de la feria de la
cosecha con un único plato y ha ganado. Está muy orgullosa de ese logro.
—Como debe ser. —Se dirigió a la parte trasera del carruaje y cogió una
cuerda para sujetar el baúl de viaje.
Ella volvió a colocarse a su lado y Wyn sintió cómo agitaba el aire. ¡Lo sintió!
Era como una brisa primaveral que con una suave agresión amenazaba con poner
su mundo patas arriba.
Wyn no podía fingir ignorancia sobre el tema del que estaba hablando.
Aunque fuera una ingenua en lo que a los instintos más bajos de un hombre se
refería, Diantha Lucas era muchísimo más lista de lo que aparentaba ser.
—¿Cómo haría...?
Los dos se apartaron de un salto. Ella se llevó una mano a la cara. Un intenso
rubor cubría sus preciosas facciones. En su caso, la tensión se había agolpado
precisamente en el lugar donde menos le convenía.
Con los labios cubiertos por los dedos, la señorita Lucas retrocedió un paso.
Él se agachó y enganchó la cuerda en el eje trasero, tras lo cual exhaló un largo
suspiro.
—Lo he hecho. —Otra vez ese dichoso mohín en los labios—. Me gustaría
muchísimo besarlo.
Wyn apoyó el brazo en una rodilla y se volvió hacia ella.
—Ay, ¿por qué no? Los Bates creen que estamos casados y la señora Polley
acaba de quedarse dormida, así que no se enterará. No le estoy proponiendo
matrimonio. Solo sería un beso, nadie se enteraría.
—Yo sí.
—No. —Jamás. Por Dios, era guapísima. Observó su cara, que en ese
momento lucía una expresión a caballo entre la indignación y la esperanza. Nunca
podría saciarse de mirarla—. ¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
Se echó a reír, porque la alternativa era pegar ese maravilloso cuerpo al suyo
y besarla hasta que ambos perdieran el sentido.
—Ya sabe que de vez en cuando tengo pequeños lapsus de recato. Pero ¿por
qué usted tiene que ser un caballero a todas horas? Menos en aquel establo, claro.
—Un hombre solo será un caballero si jamás actúa como lo contrario. —Imitó
su tono de voz sereno—. Salvo, tal vez, en un establo —admitió.
—Así es.
«Al cuerno con las reglas», pensó. Aunque fuera por un momento.
Le tomó la cara entre las manos, deleitándose con la calidez de su piel. Piel
suave. Pelo suave. Mujer suave. Casi gimió por el placer que experimentó. Tenía los
ojos abiertos de par en par. Se inclinó sobre ella.
Sus labios eran muchísimo más dulces de lo que había imaginado, carnosos y
sumisos. Por un brevísimo instante, se permitió oler su aroma, capturar ese olor
estival a aire fresco en mitad de la neblina otoñal y sentir la caricia de su boca contra
la suya.
Ella lo embriagaba.
Se apartó. La vio inspirar hondo al tiempo que abría los ojos. A continuación,
la vio sonreír y esos pozos azules relucieron.
—¿Segundo?
Se tocó el mentón con un dedo, allí donde ella lo había intentado por primera
vez. Esos labios sonrosados esbozaron una sonrisa deliciosa.
—¿Tiene la costumbre de numerar los besos que comparte con los caballeros,
señorita Lucas? —Palabrería. La palabrería sin sentido ayudaría.
—¿Numerar?
—Los cuenta con los dedos, por así decirlo, como los puntos de una partida
de cartas.
—No. ¿Por qué piensa eso?
—Pues ese «primer» quiere decir que es usted el primer hombre al que he
besado.
¿Su primer beso? Imposible. Sin embargo, era un canalla por pensar siquiera
otra cosa.
—¿Se acuerda de ese momento? —La señorita Lucas bajó la cabeza, con la
incredulidad pintada en sus preciosos ojos—. ¿Recuerda el episodio en Savege Park
hace dos años cuando le dije que no debería beber tanto? ¿Se acuerda?
—¿Se acu...? —Su mirada bajó de sus labios hasta clavarse en su pecho—. ¿Se
acuerda de lo que esos muchachos me estaban diciendo?
—¿Cómo se respira?
—Mientras se besa.
—Tal vez por la nariz —añadió, porque su única salvación era seguir
hablando o marcharse.
Por el bien de la señorita Lucas era una lástima que no hubiera un caballero
en ese establo.
Le deslizó los dedos por la manga de la chaqueta para sentir más. Sus
músculos se contrajeron bajo la caricia y la calidez que sentía ella se acrecentó.
—Respira —repitió el señor Yale, con la voz un poco ronca, y ella hizo otro
intento, más un jadeo que otra cosa, antes de que él volviera a cubrirle la boca.
«Sí», pensó. Le gustaban las manos de un hombre tan cerca de sus pechos. La
hacían sentirse acalorada, en absoluto incómoda. Un poco desenfrenada, cierto, ya
que sentía una deliciosa tirantez en los pezones. Se aferró a sus brazos cuando él la
instó a separar los labios todavía más.
Cuando la acarició con la lengua, jadeó.
Eso, esa caricia perfecta, no podía ser un beso normal y corriente. Diantha
separó los labios, invitándolo a acariciarla de nuevo de esa forma. Él lo hizo, y lo
repitió otra vez, haciendo que sus lenguas se entrelazaran en un baile ardiente y
lento que la volvió un poco más desenfrenada. Aceptó su invasión y lo recibió
gustosa en su interior. Era una sensación maravillosa, indescriptible, como si
estuviera tocándole el alma. Aunque la debilitaba, ansiaba más. Más de él. Su piel.
Y deseaba estar más cerca de él.
Le rodeó los hombros con las manos y se pegó a él. Sintió que sus manos la
sujetaban con más fuerza, manteniéndola separada.
—El segundo —dijo ella con una voz muy chillona. Era guapísimo y sentía
sus manos allí donde nadie más las había puesto, y hacía que la cabeza le diera
vueltas—. O, mejor dicho, el tercero.
—Para todo.
El señor Yale se volvió para mirarla, pero en esa ocasión sus ojos plateados
tenían una expresión feroz y apretaba los dientes.
—Pero yo...
—Sacaría sus cosas primero, por supuesto. —Se acercó al caballo castaño y lo
instó a andar—. Cuando la otra noche me dijo que sabía conducir, ¿estaba
alardeando o era verdad?
—Nunca alardeo. Es verdad. Aprendí cuando era muy joven. —A una edad
muy temprana logró convencer al cochero de Glenhaven Hall de que le enseñara.
Su padrastro siempre se quejaba de lo bien que se le daba convencer a los criados de
que accedieran a ayudarla en sus alocados planes.
—No tiene que darme las gracias. Galahad prefiere que lo monten a que lo ate
a un carruaje para seguirlo.
Se llevó los dedos a los labios para comprobar si los notaba diferentes al tacto.
No era así. Pero ella sí se sentía diferente. El señor Yale acababa de enseñarle a
respirar y todo en su interior se le antojaba distinto.
Estimados compatriotas:
Lady Justice
Queridísima señora:
¡Le ruego... clemencia! Debe cesar esta prosa tan excitante. Cuando leo las
palabras «emoción», «corazón» y «deseo» en el mismo párrafo, apenas soy capaz de
mantenerme sentado en la silla. Estaría dispuesto a levantar una tienda de campaña
delante de las oficinas de la editorial con la esperanza de verla entrar en el edificio
por la mañana. De hecho, ¡lo he intentado! Pero, ¡ay!, el sereno me lo impidió. De
modo, milady, que me veo obligado a suplicarle que se compadezca de mi febril
imaginación y la deje descansar.
Señor:
Peregrino
10
Por el amor de Dios, era capaz de volver loco a un hombre con sus inquietas
manos, sus sonrosados labios y su hambrienta boca. Si volvía a ofrecérsele, ni
siquiera se molestaría en resistirse. Nueve muchachas en diez años y ni una sola vez
se había sentido tentado. Sin embargo, en ese momento la botella lo llamaba con
más insistencia que nunca. Sin duda alguna, estaba perdiendo facultades. Sus
deseos no se encontraban del todo bajo su control.
El hombre vestido de marrón también los seguía, aunque con menos sutileza,
ya que llevaba bien a la vista durante toda la mañana. Era un milagro que Eads no
hubiera despachado a la competencia a esas alturas.
—Los pájaros trinan de todas las formas imaginables en este lugar. —La
señorita Lucas le dejó las riendas en las manos y saltó del pescante—. En casa solo
escucho el continuo romper de las olas y los graznidos de las gaviotas. —Abrió la
portezuela del carruaje y, como si fuera una criada, tomó del brazo a la señora
Polley para ayudarla a apearse—. En Savege Park es todavía peor, porque como
está encima del acantilado... Señora Polley, tiene que venir a Savege Park un día de
estos. Es demasiado grandioso para mi gusto, pero mi hermanastra es una condesa.
¡En serio! Sabía que no se lo iba a creer, por eso no se lo había dicho antes.
La señorita Lucas no creía que el cumplido fuera sincero. Mucho mejor así.
Menos mal que su tía abuela murió cuando lo hizo, antes de que averiguara
la verdad. Jamás la habría creído. O lo habría hecho y se le habría partido el
corazón.
Claro que su madre era una pecadora, de modo que ella lo llevaba en la
sangre.
Sacó la comida y le sirvió a la señora Polley una rebanada de pan con una
loncha de queso mientras miraba con el rabillo del ojo cómo el señor Yale rechazaba
la comida en favor de la bebida. No lo culpaba. Ella también había perdido el
apetito, aunque sin duda se debía a otro motivo distinto del suyo.
Se quedó helada.
—Como se le ocurra hablar siquiera —dijo el hombre con voz grave y baja—,
le pego un tiro.
Diantha cerró los labios con fuerza. Aunque le temblaban. Todo su cuerpo
temblaba. Si el señor Yale la mirase en ese momento, la vería presa de una
inmovilidad inusual, como si fuera una estatua, y acudiría en su rescate. Sin
embargo, se había dormido por la ingesta de alcohol. Y si aparecía corriendo, el
hombre le dispararía, porque sin duda se trataba del escocés de las Highlands, el
que era más fuerte que un toro.
—No —susurró.
Esos ojos oscuros la miraron con repentino interés. Tenía la piel bronceada
por el sol, y el pelo que se ocultaba bajo el sombrero era largo y negro. Iba afeitado y
bien vestido, y salvo por su acento, parecía un inglés educado. Debía de ser algún
tipo de caballero.
—No. Sus intenciones hacia él son malas y no permitiré que las lleve a cabo.
—En fin, ¿quién no se ha buscado una racha de mala suerte alguna vez en
esta vida?
—Eads, baja la pistola y desamartíllala. Con cuidado. —El señor Yale había
bajado la voz.
—Le has dicho mi nombre. —El señor Eads la miraba con sus ojos oscuros—.
Me da en la nariz que no permitirás que sufra daño alguno.
—¿El Cuervo?
—Señorita Lucas, si se aleja del hombre que la apunta con una pistola, la
situación será muchísimo más sencilla. —El señor Yale habló con una voz tan
serena que Diantha supo que no podía estar borracho. La brisa agitaba el bajo de su
chaqueta y el mechón de pelo negro que le caía por la frente, pero la mano que
empuñaba la pistola con la que apuntaba al escocés no temblaba.
—Me refiero a un nombre de pila —se explicó—. Para que pueda hablarle
como si fuera un amigo, más o menos.
—No se puede decir que sea un truco. Ella es así. Se hace amiga de la gente.
—Parecía muy tranquilo—. Es uno de sus muchos encantos.
—No es así.
—Pero me gustaría conocer el nombre de pila del hombre que me va a matar.
Porque, verá, señor Eads, no voy a permitir que lo mate.
—Claro que no. ¿Qué valdría mi vida si permitiera que otra persona muriese
para que yo pudiera vivir? Además, ahora mismo lo necesito. Verá, hace cuatro
años mi madre huyó de casa, abandonándome con mi hermana menor para irse a
vivir a un burdel. —Un burdel del que, se dio cuenta de repente, no quería
sacarla—. Estoy... estoy decidida a... a encontrarla. —Se le había desbocado el
corazón. Eso era lo que quería, al fin y al cabo, ver a su madre y hablar con ella. Pero
no quería, ni mucho menos, retomar la miserable vida que había llevado con ella.
De alguna manera, al enfrentarse a la posibilidad de morir en ese momento,
sumergida en el reluciente halo de una aventura tan peligrosa como deliciosa, lo
tuvo muy claro—. Pese a las objeciones de mi padrastro, me he puesto en camino
para encontrarla —continuó, con algo menos de convicción—. Pero, al no estar
familiarizada con esta ruta, necesito ayuda, y el señor Yale se ha comprometido a
prestármela. Así que, como ve... —Se percató de que su voz cobraba fuerza a
medida que hablaba—. Como ve, si lo mata, me veré abandonada, por no
mencionar que me encontraré en una situación desesperada, ya que solo tengo dos
semanas para encontrar a mi madre antes de que mi familia descubra mi
desaparición y me obligue a volver a casa, tal vez para encerrarme durante el resto
de mi vida por haber cometido un acto tan escandaloso. De cualquier modo, tengo
que continuar. De ahí que el señor Yale y usted tengan que solucionar sus
diferencias de otro modo. Vamos, que no pueden matarse. —Miró a su compañero
de viaje antes de volver a concentrarse en el gigante—. ¿Me han entendido los dos?
—Muy listo. —El señor Yale echó a andar sin dejar de apuntar al pecho del
escocés.
El señor Eads tenía los dientes muy apretados cuando lo miró de reojo.
—¡Por Dios!
—Ni se te ocurra hacerlo de nuevo. —El señor Yale cogió el arma del suelo—.
¿Tienes más armas?
El señor Yale no quería darle las gracias. Se percató de ese hecho por la
mirada de sus ojos plateados, que parecían colarse en su interior y llegar hasta el
lugar donde temblaba por una emoción que era terrible y maravillosa a la vez. Su
mirada consiguió acentuar el temblor.
—¿Y?
Por un instante, Diantha tuvo la sensación de que él quería sonreír, pero sus
ojos estaban velados.
—Mire usted, señor —le dijo la señora Polley al señor Yale—, si este era el
hombre que nos seguía y que tanto le preocupaba, no es más que un cobarde.
—Tal vez carezca de un valor tan arrojado como el suyo, señora. —El señor
Yale se arrodilló junto al hombro del desconocido—. Parece que su persecución lo
ha llevado a un mal lugar hoy, señor.
—¿Quién es esta arpía? —El desconocido apretó los dientes. Tenía la pierna
izquierda doblada por debajo de la otra en un ángulo que a Diantha le revolvió el
estómago.
—Ella... —El hombre apretó los dientes—. Ella me dijo que era usted muy
listo, hijo de p...
—Hay damas presentes, amigo mío. —El señor Yale chasqueó la lengua—.
Cuide sus modales. Ahora, dígame, ¿a quién se refiere con ese «ella»?
—¿Qué va a hacer con él? —quiso saber Diantha—. Es evidente que le duele
mucho.
—Por el chichón y por la pierna rota, no me cabe duda. —El señor Yale miró
a la señora Polley—. Se ha superado, señora.
—Por supuesto que no. ¿A qué clase de persona cree que está siguiendo?
—Le presento al señor Argall —le dijo el señor Yale al hombre de marrón al
tiempo que hacía un gesto hacia el molinero, que tenía una expresión seria en la
cara—. Sus hijos y él le enderezarán la pierna y luego lo llevarán a su casa, donde la
señora Argall lo cuidará hasta que pueda subir a un carromato que lo lleve a la casa
de postas más cercana. No tiene que preocuparse por compensar a sus anfitriones,
ya me he encargado de eso. No... —Levantó una mano, aunque el hombre ni
siquiera había movido los labios—. No tiene que darme las gracias. Solo tiene que
ser un huésped considerado, le conviene. Los galeses son muy generosos con su
hospitalidad, pero no aceptan de buen grado la ingratitud. —Hizo una pausa y bajó
la voz antes de continuar—: De la misma manera que yo no acepto de buen grado
que me sigan. Le ruego, señor, que lo tenga muy en cuenta cuando vuelva a tenerse
en pie. —Tras esas palabras, se enderezó, habló de nuevo con el señor Argall,
después le dio la mano al molinero y se acercó a Diantha—. Señorita Lucas —dijo en
voz baja al tiempo que la cogía del codo y la alejaba de la escena de vajilla y huesos
rotos, instándola a caminar hacia Galahad—, ¿tendría la amabilidad de distraer a la
señora Polley preparando nuestra marcha mientras yo charlo con nuestro amigo
escocés en privado? Se ha alejado por el camino para evitar que lo vean, algo que
sin duda es mejor para todos.
—Lo haré, siempre y cuando usted no le dispare y él no le dispare a usted.
—Los galeses son gente extraña, señorita Lucas. No se debe tener en cuenta
sus peculiaridades.
Era galés. Desconocía por qué ese hecho le resultaba tan sorprendente, pero
nunca se lo había imaginado viviendo en un lugar que no fuera Londres. El señor
Yale siempre estaba elegante, y era caballeroso y refinado, tanto en sus modales
como en su habla. Sin embargo, ya lo había visto sin afeitar y con los ojos brillantes
por la furia. Y cuando la besó, no tuvo la sensación de ser una dama besada por un
caballero. Tuvo la sensación de ser una mujer deseada por un hombre.
Tenía que averiguar más cosas sobre él. Era una necesidad que surgía de un
lugar muy profundo de su ser y que no entendía.
—Podría matarte ahora. —Eads parecía relajado, pero sus ojos estaban
alerta—. No soy tan rápido como tú, pero el alcohol seguro que ha afectado tus
reflejos.
—No sabes con qué frecuencia lo hago. —Wyn clavó la mirada en el cuello de
Galahad, allí donde una joven de increíbles ojos azules había colocado su mano
hacía apenas unos minutos mientras buscaba respuestas que él no podía darle. Se le
nubló la vista.
Eads se puso en pie. Apenas era unos centímetros más alto que Wyn, pero su
corpulencia lo hacía parecer mucho más alto.
—¡Ah, pero has dado tu palabra! —Wyn apoyó la frente en el cuello del
caballo. La ginebra le había entumecido el cuerpo—. Y mis reflejos están...
—Amartilló la pistola que tenía bajo el brazo, cuyo cañón apuntaba directamente al
pecho del escocés—. Están bien.
—Es posible. —Cerró los ojos. El paisaje y el hombre que tenía delante
comenzaban a fundirse, al igual que había sucedido junto al molino, cuando se
acercó al asesino que amenazaba a una dama que poseía el corazón de un héroe. En
ese momento, el miedo se había apoderado de él por completo, corriéndole por las
venas—. Dime por qué o te disparo ahora mismo. Te dispararé en una rodilla para
que pases un mes en el establo del señor Argall, donde pasarás el tiempo con ese
tipo de la mollera débil. —Se apoyó en su caballo. La estabilidad del animal era lo
único sólido que había en su vida—. Pobre tipo.
—¿Quién es?
Wyn abrió los ojos, si bien le pesaban los párpados. Tenía la boca y la lengua
secas. Necesitaba agua, pero quería brandy.
—Me halagas. Por eso mismo me resulta increíblemente curioso que le hayas
prometido a la dama no hacerme daño. Hazme el favor de satisfacer mi curiosidad
y dime por qué me has concedido semejante bendición.
—Por mi hermana.
—Una amenaza para mí mientras ella siga a mi lado. Y una amenaza para
ella.
—Por desgracia, mis juegos no me han llevado tan lejos como imaginas,
Duncan. Pero le has dado tu palabra y espero tu cooperación.
—No entiendo por qué sigues trabajando para Myles cuando tienes una
propiedad en Escocia que puedes reclamar, ¡por Dios, si tienes incluso un título!
—Se subió a la silla, y fue consciente de la hipocresía de sus palabras pese a la
embriaguez—. Pero si de verdad no puedes esperar tanto para matarme, solo te
pediré una cosa.
Diantha los había salvado a los dos. En vez de acobardarse y suplicarle que la
llevara de vuelta a casa, se había enfrentado al peligro haciendo alarde de una
apasionada sinceridad. Al desnudar su corazón ante el hombre que la amenazaba
con una pistola, había demostrado una valentía que Wyn jamás había poseído. Le
había suplicado a Eads que no lo matara para poder salvar a otra persona. Con la
certeza de que iba a ayudarla en su misión.
En el pasado, hubo otra joven que confió en él. Chloe Martin, la aterrada
pupila del duque de Yarmouth; le contó su historia y él prometió ayudarla. Al igual
que acababa de suceder un rato antes, aquel día confió en sus extraordinarias
habilidades. En su inteligencia y en sus reflejos. Y por un trágico accidente, en vez
de salvar a Chloe, acabó matándola.
Tras recorrer dieciséis kilómetros por el camino que continuaba hacia el sur,
atravesando unos montes que los ingleses habían denominado «Shropshire»
durante siglos y que los galeses consideraban como suyos, llegaron al modesto
pueblo de Knighton y enfilaron su empinada calle principal. Wyn encontró
alojamiento para las damas en una posada muy limpia, ordenó que les sirvieran la
cena en un comedor privado y se encargó de que los caballos descansaran en
cuadras cuya paja estuviera seca. Una vez que las damas le desearon las buenas
noches, la más joven con el ceño fruncido y la mayor con recelo, y subieron a su
habitación, Wyn se marchó a la taberna.
Diantha sabía que no debería estar donde estaba ni tampoco debería pensar
en lo que estaba pensando.
—Me preguntaba cuánto tiempo más iba a pasar ahí delante hasta que
encontrara el valor de llamar a la puerta. O el buen tino de regresar a su dormitorio
sin llamar. —Su voz le resultó desconocida, muy lenta. Carente de emoción. Como
sus ojos lo habían estado junto al molino—. No tanto como me había imaginado.
—La señora Polley nos acompañará durante el desayuno. Creía que quería
usted mantenerla en la ignorancia sobre su encuentro con el señor Eads. ¿Lo
entendí mal?
Diantha retrocedió un paso sin apenas ser consciente de lo que hacía. Sus
talones chocaron contra la puerta.
—Yo... —Diantha tomó una pequeña bocanada de aire, pero el gesto hizo que
sus pechos se elevaran... Mientras él seguía mirándolos. Él. El señor Yale. Su héroe
caballeroso. El héroe que le había introducido la lengua en la boca esa misma
mañana—. Yo... —Su propia lengua parecía haber olvidado el propósito de su
existencia, distraída por el recuerdo de su roce.
El señor Yale se acercó más a ella, inclinó la cabeza y el olor del whisky,
sumado a su alta e intimidante presencia, la abrumó.
—Debería irse a su habitación ahora mismo —le dijo él con voz ronca.
—Quiero que me bese otra vez. —Estuvo a punto de atragantarse con las
palabras mientras las pronunciaba de forma atropellada—. O mejor dicho, quiero
que me bese más. —No había querido decir eso. No lo había planeado. Pero era
cierto. Lo había deseado desde que lo vio salir esa mañana del establo de los Bates,
pero él le había dicho que jamás debía pedírselo de nuevo. Sin embargo, en ese
momento se estaba aprovechando de su ingesta de alcohol. De su gran ingesta de
alcohol, si no iba desencaminada.
El señor Yale volvió a mirarla a la cara, pero en realidad sus ojos no la veían e
insistían en detenerse en cualquier otro sitio pese a estar a escasos centímetros de
distancia.
Antes siquiera de ver su movimiento, el señor Yale la aferró por una muñeca.
Diantha jadeó. Sintió que le clavaba los dedos con fuerza.
—Señor Yale —susurró ella en voz baja, jadeando en la corta distancia que
los separaba—, me está haciendo daño.
Diantha deseó en parte poder huir, pero por otra parte deseaba ponerse de
puntillas y besar esos labios que tenía tan cerca.
Los ojos del señor Yale recorrieron su cara y, por un instante, Diantha atisbó
cierto brillo en ellos.
Era como morirse y resucitar al mismo tiempo. Algo perfecto y sublime. Una
deliciosa sensación que parecía envolverla. Porque la sentía en los labios, en los
pechos, en el vientre y entre los muslos. Se le escapó un gemido sin ser consciente
de ello, un suspiro que voló de sus labios a los del señor Yale.
—¡Oh, sí!
—No —lo oyó murmurar—. Dios, no. —Se dio media vuelta y regresó a
trompicones a la escalera.
Diantha se tocó los labios, que estaban húmedos y muy calientes. El corazón
le latía desbocado.
El señor Yale se volvió para mirarla, apoyando una mano en la pared. ¿Para
mantener el equilibrio?, se preguntó ella. La invadió una nueva oleada de miedo
que se mezcló con el placer.
La mano que aún seguía en su cintura la aferró con fuerza mientras que la
otra se apartó de su cara para descender por su cuello y continuar hacia el hombro.
Sin interrumpir el beso, Diantha jadeó al sentir que extendía los dedos sobre su
clavícula.
—Esto es lo que hace —le susurró él contra los labios. Colocó la mano sobre
un pecho—. La toca como no debería tocarla.
—¡Oooh! —exclamó.
Nada podía igualarse a ese momento. Nada la había preparado para lo que se
sentía al acariciar a un hombre. Para lo que se sentía cuando un hombre la
acariciaba. Nada podía ser mejor que eso, ni tan maravilloso.
Siempre había odiado sus pechos, eran demasiado grandes y un poco caídos.
Además, tenía barriga. Sin embargo, y aunque la barriga había desaparecido, sus
pechos seguían siendo grandes y tenían unas estrías horribles en ambos lados.
Siempre se había consolado pensando que jamás los vería nadie.
Estaba muy ocupado tocándolos. Los tocó sin permitirle que se apartara de la
puerta, mientras seguía besándola en el cuello. Los acarició e hizo algo maravilloso
con sus pezones, tan maravilloso que ella creyó morir de placer. Se escuchó gemir
de vez en cuando, pero fue incapaz de detenerse. Sus manos lo aferraban por la
nuca, instándolo a que siguiera besándole el cuello porque lo que se sentía era
delicioso. Pero también quería que la besara de nuevo en los labios.
El señor Yale le atrapó las manos, se las quitó de encima y, sin soltárselas, se
inclinó hacia su pecho y lo lamió.
—Esto es lo que le hace un hombre a una muchacha que le suplica que la bese,
señorita Lucas. —Le colocó las manos a ambos lados del cuerpo, inmovilizándolas
sin esfuerzo aparente—. Estos son los besos que recibe. —La lamió de nuevo,
pasando sobre un enhiesto pezón al que después rodeó, y volvió a rodear sin rozar
siquiera la punta. Lo hizo de nuevo, evitando rozarlo.
El señor Yale le aferraba las manos con fuerza. Diantha sintió el roce de sus
dientes sobre el pezón.
—¡Oh, por favor! —exclamó, sin saber si le estaba pidiendo que la soltara o si
le estaba pidiendo algo más.
—Por favor, no. —Se bajó las faldas, aunque la mano del señor Yale forcejeó
con ella—. Señor Yale, no debe... ¡Oh!
Y entonces la tocó. En ese lugar tan privado y que estaba mojado en ese
instante. Diantha dejó de forcejear. Dejó de respirar. Dejó de existir salvo para sentir
sus caricias en ese sitio.
—Pero sí que debo —replicó él con una voz que se le antojó muy ronca.
Sus dedos la acariciaron con destreza, allí donde ella más lo deseaba. Aunque
la tocaba por fuera, Diantha lo sentía en lo más hondo. El deseo le había provocado
un hormigueo en los pechos y sus muslos ansiaban presionar esa mano que la
torturaba.
Diantha jadeó, sin apartarse de sus labios. Lo sentía por completo y el placer
era tan intenso que ardía en deseos de ponerse a gritar.
A esas alturas, no trataba de impedir que la acariciara. Lo que quería era más.
Se pegó a él. Sentirlo en su interior le había provocado un ansia salvaje. Le rodeó los
hombros con los brazos y separó los labios para recibir su lengua en la boca. En ese
instante, supo que iba a tomarla como los hombres tomaban a las mujeres. El beso
se tornó voraz y sus caricias dejaron de ser delicadas, avivando el deseo que la
embargaba hasta convertirlo en algo doloroso. Sintió la desesperación que lo
empujaba y ansió sentir esa misma desesperación. Él le mordió los labios al tiempo
que gemía y Diantha percibió la vibración de ese gemido en los pechos. Sus dedos
aún seguían torturándola.
Sacó la mano de debajo de sus faldas, le aferró la cabeza con ambas manos y
la besó con frenesí, aplastándola contra la puerta de forma casi brutal. A esas
alturas no podía respirar. Le dolía todo el cuerpo, que parecía estar envuelto en
llamas. Tenía un chillido atascado en la garganta. Le empujó los hombros, repitió el
gesto con más fuerza y después comenzó a forcejear.
Diantha se quedó donde estaba, no supo cuánto tiempo estuvo allí, helada de
frío, y temblando en la oscuridad. El señor Yale no regresó.
Dos niños tiraban contra una pared una pelota que Ramsés perseguía,
mientras un gallo rodeado de su harén rebuscaba entre la tierra en busca de
semillas y maíz, y pese a la llovizna, el pueblo parecía un lugar muy bullicioso. Al
otro lado de la calle, una panadería estaba llena de clientes madrugadores, la
carreta de un granjero llena con sacos de grano se dirigía al molino, y los
trabajadores y los habitantes del pueblo entraban y salían de la taberna de la posada
en busca de su primera cerveza del día. Wyn ató a Galahad al poste reservado para
tal fin y le lanzó una moneda a un chiquillo sentado bajo un arco.
—¿Está segura?
—Sí. Mi futuro se encuentra junto al señor Hache. Hace mucho que lo tengo
preparado. Y, por supuesto, él no me propuso matrimonio porque lo estuvieran
amenazando a punta de pistola.
Wyn era incapaz de hablar. Ella le provocaba ese efecto, le robaba el habla, y
en ese momento se alegró.
—¿Sabe? —le preguntó ella—. A veces creo que sería mejor ser francesa. Los
franceses parecen librarse de los incidentes incómodos sin sentir el menor
remordimiento de conciencia.
—No necesito...
—Perdone que discrepe, pero tiene una idea bastante curiosa sobre cómo
debe ser el comportamiento apropiado de un caballero.
—En fin, cargue con la culpa si así lo desea, pero permítame compartir una
parte. No debería haberlo incitado. Pero he aprendido la lección y no volveré a
hacerlo.
Esos ojos azules parecieron adoptar otra vez una expresión distante.
—¿No lo hará?
El elegante arco del cuello de la señorita Lucas se movió cuando tragó saliva
con fuerza.
—Me dijo que si volvía a pedirle que me besara, me llevaría a casa. ¿Piensa
llevarme a casa ahora?
—¿No se acuerda?
Wyn negó con la cabeza. De hecho, solo recordaba una cosa con una claridad
meridiana, y era el motivo por el que la había soltado al final. Y desde luego que no
fueron sus débiles protestas.
—Ya hemos mantenido esta discusión. Creo que debemos llegar al acuerdo
de que no estamos de acuerdo. De cualquier modo, no tiene sentido discutirlo. —En
sus ojos apareció un brillo curioso—. De momento. —Su espíritu era incontenible.
—Señorita Lucas.
—¿Sí?
—Perdóneme.
—Lluvia y más lluvia. Vamos a acabar calados hasta los huesos. —Siguió
andando, aferrando la bolsa de viaje con sus orondos dedos.
—No, nada de eso. —La señorita Lucas la miró con una sonrisa alentadora—.
El carruaje tiene... —Desvió la mirada y se le iluminó la cara—. Menuda
coincidencia. Conocemos a ese muchacho. —Se acercó al chiquillo que sujetaba la
rienda de Galahad—. Hola. ¿Te acuerdas de mí? Íbamos en el mismo carruaje hace
un par de días, el carruaje del servicio de correos de Su Majestad con destino a
Manchester. Este caballero iba sentado a tu lado aquella tarde. ¿Venías hacia aquí?
—Buenos días, señorita. No, no venía para acá. —Hablaba con soltura, pero
tenía un fortísimo acento que indicaba que estaba acostumbrado a la modulación
gaélica. Sus dedos, teñidos de negro, proclamaban que trabajaba en las minas.
—El panadero me tiró un trozo de pan duro esta mañana. —Sus dientes
relucieron cuando sonrió, si bien la mueca puso de manifiesto que era todo piel y
huesos. Como sucedía con la mayoría de los niños que trabajaban en las minas,
tenía poca carne en el cuerpo. Con el ceño fruncido y las cejas enarcadas, la señorita
Lucas se volvió hacia Wyn.
—En fin, seguro que podemos encontrar algo de lo que pueda encargarse,
¿no es verdad?
Los ojos oscuros del muchacho brillaban por una esperanza un tanto
recelosa.
—No podía volver, señor. —Bajo el pelo negro su frente era estrecha pero de
expresión firme—. Vendí mi asiento en el coche del correo por un trozo de cecina.
—Owen, señorita.
Sin embargo, Owen podría resultarle muy útil. Aunque miraba a la señorita
Lucas con la devoción inmediata que ella provocaba en todo aquel con el que se
cruzaba, el muchacho no incumpliría las órdenes de un compatriota. Los galeses
eran muy leales. Estaba seguro de que la generosidad que le demostraba la señorita
Lucas le sería muy útil.
—Eso parece.
—Si está aquí, las hermanas Blevins no deben de andar muy lejos.
—Sí.
—¿Y después?
—Owen, ¿has visto a un hombre grande ensillar un ruano hace un rato, tal
vez una hora?
—Sí, señor.
Eads tenía que andar cerca. Su caballo estaba ensillado en su cuadra cuando
entró en el establo para preparar a Galahad y a la yegua. El escocés no iba a alejarse
en ese momento, ya que estaría preparado para seguirlos en cuanto se pusieran en
marcha. Sin embargo, su momentánea ausencia era un golpe de buena suerte.
—Parece que vamos a ampliar nuestro grupo con dos integrantes nuevos —le
dijo al perro en voz baja.
—Estás pensando lo mismo que yo, por supuesto. Cuanta más gente haya
para protegerla de mí, mejor.
Había creído que intentaba darle una lección. Y tal vez, en aquel momento,
fuera cierto. Tal vez intentaba evitar deshonrarla.
No podía asustarla para que volviera a casa por voluntad propia; su espíritu
aventurero y su confianza eran demasiado fuertes. Sin embargo, a partir de ese
momento utilizaría la oportuna aparición de las hermanas Blevins para llevarla al
lugar donde le había dicho a su padrastro que podría recogerla, un lugar en el que
los lugareños no revelarían su presencia a las autoridades que pudieran cruzarse en
su camino. Una vez en marcha, la lluvia también sería su aliada, de la misma
manera que lo sería la preocupación de la señorita Lucas por sus acompañantes.
Accedería a detenerse un tiempo si de eso dependía su comodidad, lo suficiente
para que Carlyle llegara. Si no aparecía el barón, lo haría Kitty Blackwood. Kitty y
Leam tenían que estar en Londres por entonces, y la misiva que había enviado una
hora antes a través del servicio de correos llegaría a la ciudad enseguida; y Kitty
aparecería.
A veces, tras el brillo plateado, Diantha veía los intensos y depredadores ojos
de un ave de presa. O tal vez solo tuvieran mucha, pero que mucha hambre. Tal vez
no fueran los ojos de un depredador, sino de una criatura que deseaba comer pero
que no se permitía matar. Tras el brillo plateado se escondían los ojos famélicos de
un carroñero.
Sin embargo, los ojos del señor Yale solo tenían esa expresión por la mañana,
antes de que comenzara a beber alcohol. Nunca bebía por la mañana, aunque
parecía que por las tardes se daba libertad absoluta.
Ese día no. Tal vez no se fiara de sí mismo. Tal vez no se fiara de ella. Y desde
luego que no debería hacerlo. Le había demostrado que no era de fiar.
Sin embargo, cuando la mañana dio paso a la tarde y la lluvia comenzó a caer
con fuerza, sus ojos adquirieron otra vez esa expresión hambrienta. Aun así, sus
botas caminaban por el camino embarrado con paso firme. Durante horas, caminó
así, sin compartir su montura ni una sola vez. Diantha estaba dolorida por la
incómoda postura que debía adoptar a fin de montar en una silla de hombre, pero
él debía de estar exhausto. No obstante, su paso no flaqueó y su mano seguía
guiando con firmeza al enorme caballo que había robado del establo de la posada,
donde dejaron el carruaje de sir Henry.
—Según ella, no es necesario que viajemos hacia el oeste a fin de que las
hermanas Blevins no reparen en nuestra presencia —lo intentó de nuevo.
No obtuvo respuesta.
—¡Menuda barbaridad!
—Por supuesto que no. —Hizo una pausa—. A menos que fuera muy
problemática. —Por primera vez desde que hablaron en el establo de los Bates, su
voz parecía alegre.
—Pues menos mal que no vamos a casarnos, porque seguro que me vendería
en la torre a los pocos días.
—Seguro.
Diantha tragó saliva para aliviar el nudo que se le había formado de repente
en la garganta.
—¿Posiblemente perdidos?
—Sí.
En ese momento, el señor Yale levantó la vista, y ella se dio cuenta de que
había echado de menos sus ojos cuando no la miraba. Recorrió con la mirada el
perfil de su mentón y el contorno de sus labios. La lluvia se deslizaba por el ala de
su sombrero y caía sobre su gabán.
—La señora Polley está calada hasta los huesos —continuó ella, porque
hablar era mucho más fácil que observar esa boca y desear cosas que no podía
tener— y creo que Owen está andando dormido.
—Donde refugiarnos.
—Eso fue antes de que usted saliera del pueblo montada en su caballo.
Diantha les dio un tirón a las riendas y el enorme ruano resopló.
—Creo que ha acertado. ¿No teme que nos entregue a las autoridades?
Diantha volvió a mirar por encima del hombro. El camino que tenía a su
espalda estaba teñido de gris.
—Tal vez tenga razón. Se me está acabando el tiempo y hemos tenido que dar
más vueltas de las que quería. Sería una tontería avanzar todavía más. ¿A cuánto
está Bristol de aquí?
Al ver que sus labios esbozaban de nuevo la sonrisa torcida, Diantha se sintió
incapaz de apartar la mirada de ellos y volvió a experimentar el hormigueo en el
estómago.
—¿Por qué sonríe ahora? Lleva todo el día sin sonreírme, cosa que no me
extraña, por supuesto. Pero el hecho de que me sonría ahora no me parece que sea
una buena señal.
Él detuvo el caballo.
—La lluvia está arreciando. Mandaré a Owen por delante para que busque
un lugar donde pasar la noche.
—Pues una granja. —No iba a preguntarle si volverían a fingir que estaban
casados.
—¿Qué diantres quiere decir con eso? Solo he pensado en mí misma desde
que salí de Brennon Manor. —Sobre todo en su trato con él, porque le había
suplicado que la besara cuando él le dijo que no lo hiciera.
En ese momento, el señor Yale miró a Ramsés, que caminaba por delante por
el estrecho camino, con el pelaje enredado, antes de volver la vista hacia Owen y la
señora Polley.
—Por favor —le suplicó en voz más baja, y casi quedó ahogada por la lluvia.
—Sus manos son fuertes y grandes. Está acostumbrado a hacer con ellas lo
que se le antoja. Con muy poco esfuerzo, me figuro, tiene efecto en los demás. —Era
incapaz de seguir mirándolo a los ojos. Colocó una mano encima de la suya, palma
contra palma, dedos contra dedos—. Mis manos son bastante pequeñas, como
puede ver. Puedo causar poco efecto. Pero siempre intento hacer lo poco que puedo
hacer. —Se armó de valor, si bien en ese instante se sentía muy desvalida, y alzó la
mirada. Él inspiró hondo.
—Ejem. —Galahad apareció junto a ellos mientras la señora Polley les lanzaba
una mirada elocuente desde la silla.
La señora Polley los observó marcharse con el ceño fruncido. Por supuesto, lo
frunciría todavía más si sospechara que la mano que él acababa de permitirle que
sujetara se había colado debajo de sus faldas la noche anterior.
Suspiró.
—Me gustaría que dejara de mirarlo como si fuera un malhechor que solo
quiere mi perdición. No tiene esas intenciones. —Ojalá las tuviera.
Teresa le había contado que había muchos deberes que los caballeros
esperaban de sus mujeres, de las mujeres de otros hombres, de las cantantes de
ópera y de alguna que otra criada francesa. Diantha creía haber descubierto uno de
dichos deberes la noche anterior, pegada a la puerta del dormitorio del señor Yale.
Quería descubrir mucho más, pero, por desgracia, eso no entraba en los planes del
caballero en cuestión.
—No voy a decir cuáles son o cuáles dejan de ser sus intenciones —replicó su
dama de compañía al tiempo que meneaba la cabeza y su bonete salpicaba agua en
todas direcciones—. Pero debo advertirle, señorita, de que los caballeros con
expresión sombría como la que tiene este hombre solo hacen las cosas que les
convienen.
—No hay un lugar seco en varios kilómetros, señor. Nos ha traído al diluvio
universal.
Tres cuartos de hora más tarde, tras varias colinas verdes y un buen tramo de
camino embarrado, Owen reapareció.
—He encontrado una casa por delante, alejada del camino —anunció,
mirándola con una sonrisa tímida—. Es un sitio elegante, señorita. Parece una
iglesia. Pero no hay nadie. He llamado a todas las puertas y también en la caseta del
guarda de la entrada.
Hablaba en inglés por ella, de modo que le devolvió la sonrisa. Los rosetones
de sus mejillas le otorgaban color a su pálida piel. Hasta él estaba cansado. Todos
estaban hartos de esa lluvia. A Diantha le castañeteaban los dientes y la señora
Polley tenía muy mala cara.
—Solo hay que seguir un poco más por el camino, señor. —Se lo indicó con
una mano.
Un largo edificio de planta baja se extendía junto al camino hasta unirse con
una estructura que parecía un cobertizo: el establo y la cochera, seguramente. Unos
enormes rosales abrazaban los pilares del edificio. Más allá, cerca del muro bajo que
recorría unos cincuenta metros hasta llegar a un pastizal vallado, una soga se
balanceaba, colgada de la rama de un solitario roble.
—Es un lugar maravilloso —susurró Diantha, aunque, por supuesto, era una
tontería, ya que los cascos de los caballos hacían tanto ruido que cualquier mozo de
cuadra los escucharía, en caso de haber alguno. Miró al señor Yale, que observaba la
casa con expresión seria.
—Ya hemos llegado, señor. ¿Qué quiere que hagamos ahora? —Se estiró de
forma exagerada, formando una especie de tetera con su oronda figura, con el
bonete y el sombrero chorreando de agua—. Espero que esté vacía, porque de lo
contrario, la pobre gente que viva aquí se llevará la impresión de su vida al vernos
más mojados que un cordero estofado.
En cuanto sus pies tocaron el suelo, la soltó, pero no se apartó, y ella se vio en
la obligación de fingir que las caricias de sus manos no le parecían el paraíso. Tenía
las rodillas y el trasero doloridos, pero sentía un hormigueo allí donde él la había
tocado tan íntimamente la noche anterior.
Diantha lo siguió.
El señor Yale subió los dos escalones que conducían a la puerta, que era de
madera maciza sin adornos, y ella lo siguió. De cerca, la piedra parecía tener una
tonalidad rosada.
—En ese caso, esperemos que sean unos anfitriones generosos. Además,
Owen vigilará desde la caseta del guarda. Owen, ¿qué te parece dedicar tu talento a
montar guardia?
—¿Lo ve? Todo arreglado. —Sin embargo, en sus ojos había un extraño brillo.
Diantha lo siguió mientras subía hasta el portal. Intentó abrir la puerta.
—¿Qué es eso?
Ojalá usara guantes, pensó Diantha. Ojalá no pudiera ver sus habilidosas
manos, esas manos que hacían que se sintiera tan débil.
—Eso sería ridículo por mi parte dadas las circunstancias, ¿no cree?
—¿Qué hace cuando no cuenta con una tercera mano para hacer esto?
—En esas ocasiones, no allano casas, por supuesto. —La puerta permaneció
cerrada—. Tiene un pestillo por dentro. —Soltó el pomo.
—Intentarlo con la puerta trasera. Quédese aquí, por favor. —Bajó los
escalones y rodeó los rosales, seguido de cerca por Ramsés.
—Tengo que encargarme de los caballos. Pero este lugar está vacío. No se
preocupe. Ustedes pónganse cómodas y después, si quieren, investiguen qué hay
en la cocina. El muchacho no aguantará mucho más sin cenar.
El señor Yale volvió a regalarle esa sonrisa torcida, tras lo cual le hizo una
reverencia y salió por la puerta principal.
13
Wyn la vio moverse por la casa con evidente admiración. Contemplaba sus
descubrimientos y la seguía como si no hubiera caminado por esas estancias miles
de veces en el pasado. Cada puerta que abrían le arrancaba a Diantha una nueva
sonrisa, otro nuevo murmullo de placer.
—Todo es precioso, aunque hay mucho polvo. —Pasó un dedo por el alféizar
de una de las ventanas del Salón Oriental—. A lo mejor los dueños llevan bastante
tiempo fuera.
—A lo mejor.
—Hay carbón más que de sobra. —Owen dejó un cubo lleno de carbón junto
a la chimenea. Su olor impregnó la estancia.
La chimenea estaba limpia, por suerte. Nadie había habitado esa casa desde
hacía cinco años, pero no estaba del todo desatendida.
La vio levantar una sábana de hilo para ver qué había debajo.
Acto seguido, Diantha apartó la sábana que cubría una silla y la dobló,
levantando una nube de polvo. Arrugó la nariz y se pasó el dorso de una mano p or
ella sin ser consciente del gesto. Carecía de los modales de una dama de la ciudad.
Era una genuina muchacha de campo. Sin embargo, era perspicaz a la hora de
juzgar a los demás. Salvo a él.
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? —le preguntó ella, que se había
acercado a su lado—. ¿Esta noche?
—Tal vez uno o dos días. —Hasta que el joven William apareciera con el
barón o Kitty llegara de Londres—. Debemos asegurarnos de que Eads se encuentra
bien lejos del camino antes de poner rumbo al este.
—La señora Polley estaba refunfuñando otra vez por el desvío que hemos
tomado. Pero se ha acomodado en la cocina. Incluso ha encontrado una botella de
aceite en buen estado y un tarro con harina. Parece que le encanta hornear. —Sonrió
y los hoyuelos aparecieron en sus mejillas de alabastro.
—¿Sí, Owen?
—No vamos a estar semanas aquí, Owen. Solo serán unos días. Y el señor
Guyther hará lo que yo le diga. Como lo harás tú, espero. —Se detuvo y le colocó al
muchacho una mano en un hombro—. No debes decírselo a ella. Si lo supiera, se
marcharía y se pondría en peligro.
—A mí tampoco.
La señora Polley se las apañó para preparar una cena sencilla utilizando las
viandas de una despensa muy bien surtida con cecinas y encurtidos. También
preparó unas tortas de avena muy sencillas, en la lumbre de la cocina. La señorita
Lucas se lo comió todo con apetito. El muchacho la contemplaba con expresión
culpable, mientras la señora Polley parloteaba sobre la casa. Wyn apenas le prestó
atención. A medida que avanzaba la noche, los nervios que parecían aguijonearle la
piel se convirtieron en puñaladas difíciles de pasar por alto. Sin embargo, todos sus
esfuerzos parecían inútiles. Solo era capaz de pensar en el brandy y en la joven
sentada en el otro extremo de la estancia. Un par de anhelos imposibles.
Se marchó al establo para atender a los caballos, a los que les echó avena y
heno procedente del montón que Owen había llevado de la casa de Aled Guyther,
el administrador de la Abadía. Caminó por el perímetro de la propiedad, por los
jardines abandonados y las cercas, y después paseó junto a la acequia de irri gación
que llevaba hasta el río. Más tarde regresó a la casa del guarda. Tras ensillar de
nuevo a Galahad, cabalgó hacia las colinas, donde ya no pastaba el ganado tal como
le había ordenado a Guyther a través de Owen: en la propiedad no debía quedar ni
ganado ni personas. Se disponía a hablar con Guyther personalmente, pero cambió
de opinión y evitó el camino que llevaba al pueblo y a la diminuta taberna, así como
a la sencilla capilla con su cementerio y la tumba que ya tenía cinco años y que
todavía no había visitado una sola vez.
La lluvia oscurecía las colinas, de modo que regresó a la casa. El salón con sus
polvorientas botellas guardadas en la licorera suponía una gran tentación. El
contenido de dichas botellas no le importaba. El ansia por beber lo que fuera le
quemaba hasta la médula de los huesos.
Diantha lo recibió en la puerta del salón, enmarcada por la luz del fuego y los
ronquidos de la señora Polley.
—Lo he oído entrar. Debe de estar agotado. No tiene muy buen aspecto.
—Sus ojos parecían cansados, pero su expresión era tierna.
—¿Adónde va?
—¿Dónde?
—Suele ser el lugar donde la gente duerme. —Y donde se hacían otras cosas
que deseaba hacer con ella en ese momento.
—Pero...
Wyn sonrió.
—No me cabe duda de que usted lo cree así. Yo, al contrario, sigo muerta de
hambre. —Se colocó una mano bajo el pecho, sobre el estómago—. ¿De verdad tiene
la intención de que nos quedemos aquí más de una noche?
Todos habían sido encargos, medios para conseguir un fin. No como la mujer
que tenía delante y que había estado a punto de postrarlo de rodillas en el camino
embarrado cuando le cogió la mano esa mañana. En ese momento, lo miraba con
expresión apasionada. La pasión era algo conocido para él. La había visto muchas
veces. Pero lo que sentía por ella era distinto. No acababa de comprenderlo y
tampoco quería analizarlo a fondo.
Una vez en la estancia, cuyos muebles cubiertos por las sábanas de hilo
parecían fantasmas, se acercó a la licorera. El cristal de las botellas tenía un brillo
apagado en la oscuridad. Le temblaba la mano cuando la extendió para coger la
más cercana.
Cuando el sol por fin iluminó el horizonte y se puso en pie para despejarse,
descubrió que tenía las extremidades débiles, que estaba un poco mareado y que le
temblaban las manos de forma incontrolable. Su cuerpo le pedía brandy a gritos. En
ese momento, comprendió cuál era el camino que debía tomar. Le pareció bastante
adecuado. Supo sin el menor asomo de duda que viviría un infierno durante unos
cuantos días hasta que Kitty Blackwood llegara desde Londres. Sin embargo, si de
esa forma conseguía mantener a Diantha Lucas en un sitio concreto, lo haría. Había
dejado que sus demonios lo controlaran durante demasiado tiempo.
La señora Polley metió la mano bajo otra gallina y sacó un segundo tesoro.
—Es evidente que ninguno de los dos sabe lo más mínimo sobre gallinas.
—No es de extrañar.
Diantha se quedó sin aliento. Sin importar lo que su mente le repitiera para
contentarse (que había estado muy entretenida leyendo, hablando con Owen y
ayudando a la señora Polley en la cocina), el simple hecho de verlo después de
tantas horas le provocó un placer inimaginable.
Se acercó a él.
Lo vio enarcar una ceja negra al tiempo que miraba al muchacho con gran
seriedad.
—¿Ah, sí?
—Aunque no creo que ese hombre pruebe un solo bocado. —La señora
Polley se acercó a otra gallina y metió la mano debajo en busca de otro huevo —.
Todavía no ha probado ni un bocado de la comida que he preparado.
—En serio, señor Yale —dijo Diantha, que se echó a reír—, es usted
demasiado refinado y elegante. Debería bajar algún día de esas alturas. —Se acercó
hacia él y se contuvo para no aspirar su olor a lluvia y a hombre—. Debería cenar
con nosotros. Creo que la señora Polley se siente muy ofendida.
—Por ahí.
—¿Dónde?
El señor Yale la siguió con la mirada mientras ella se alejaba hacia la casa.
—¿Lo ha dicho?
—Por supuesto. —Se apartó del cobertizo y enfiló el camino que llevaba
hasta la casa.
Aunque había dejado de llover, el cielo aún lucía un gris plomizo. El señor
Yale tenía la cara sudorosa.
—¡Ay, no! Seguro que ha pillado un resfriado por el viaje de ayer. ¿Es ese el
motivo por el que hoy se ha mantenido alejado? ¿No quiere que nos contagiemos?
—No lo entiendo.
El señor Yale se detuvo, se volvió para mirarla. Lucía una expresión tensa.
—Se supone que esa es una indirecta para que abandone el tema, pero en
cambio voy a fingir que soy del todo obtusa. Me he preocupado mucho al no verlo
en todo el día.
—Esos sitios no son dignos ni para los animales —protestó la señora Polley—.
Menos mal que te encontraste con mi señora y ahora estás con nosotros.
Diantha cortó las verduras al tuntún y cascó los huevos en un cuenco. Tuvo
suerte de no acabar rebanándose un dedo con el cuchillo y de no derramar la
comida en el suelo. Solo tenía ojos para el caballero. Él también la observaba. Tenía
unas ojeras evidentes y mantenía las manos en los bolsillos. Sin embargo, parecía
inquieto, algo inusual en él.
Diantha apuró a toda prisa lo que le quedaba en el plato y fue tras él. Lo
encontró en el salón, contemplando el brillo del fuego de la chimenea, con las
manos en los bolsillos y los ojos cerrados. Los abrió al percatarse de su entrada y la
miró.
—No me encuentro muy bien, es cierto —reconoció el señor Yale, que parecía
estar apretando los dientes.
—A lo mejor ha pillado un resfriado, como la señora Polley.
—Bueno, es posible, porque aunque antes me tenía por una persona valiente,
tal vez no lo sea después de todo. Verá, es que no puedo permitir que sufra usted
una enfermedad terrible y complicada, porque no me apetece quedarme aquí
sentada presa de la impotencia en mitad de Gales para verlo morir.
—En ocasiones, es muy frustrante hablar con usted. Dígame qué le pasa.
—En absoluto. Lo que pasa es que cuando uno pasa la noche fuera bajo la
lluvia sin dormir, es todo un lujo encontrarse bajo techo y en una estancia caldeada
por el fuego. —En ese momento sonrió, aunque apenas fue un atisbo de sonrisa, y
en sus ojos apareció una expresión peculiar. La mirada del depredador, otra vez.
—Acaba de oscurecer.
—Ha dejado las bebidas alcohólicas, ¿no es cierto? Las ha dejado por
completo.
—Usted... —El señor Yale guardó silencio y pareció reconsiderar lo que iba a
decir. Al final, solo dijo—: Pues sí.
—Sí.
El silencio se prolongó, pero Diantha fue incapaz de decir todas las cosas que
se le ocurrieron de repente. Su virtud y el honor del señor Yale estaban enredados
de forma lamentable.
Los deliciosos labios del señor Yale esbozaron una amplia sonrisa.
—Porque todos la mantienen en secreto. Creo que fue uno de los motivos por
los que mi madre se marchó. —A esas alturas, no era capaz de mirarlo a la cara—.
Se llevó una decepción tremenda cuando no se cumplieron las expectativas que
había depositado en Charity.
—¡Ah!
—Mi padre siempre decía que dejaría la bebida —comentó—. Lo hizo en una
ocasión, pero solo resistió quince días. Yo era muy pequeña, pero lo recuerdo
porque después de varios días sin probarlo, me pidió que le llevara la botella de
whisky.
Diantha se quedó sin aliento. Al parecer, el señor Yale iba a confiar en ella.
Ese hombre que poseía secretos que ella ni siquiera soñaba con desvelar.
—No. Cállese.
—¿Que me calle?
—En...
—¿En...?
—No puedo dejar de pensar en... —La mirada del señor Yale volvió a sus
ojos—. No puedo dejar de pensar en el sótano.
—¿En el sótano?
—No.
—¡No!
Sus miradas se entrelazaron durante un largo instante.
—No.
—Creo que debería llevar la cuenta de las veces que me dice «no».
—Comenzando con el momento en el que dejó de besarla en la posada de Knighton,
si bien después continuó haciéndolo de todas formas. Un momento que los había
llevado hasta el punto en el que se encontraban.
14
Tal como sucedieron las cosas, al final el señor Yale fue de muy poca ayuda,
salvo por el hecho de que le hizo compañía y de que al menos así ella podía
vigilarlo y comprobar que no caía fulminado. La bodega era pequeña y estaba a
oscuras, aunque bastante alejada de la cocina, donde la señora Polley se había
quedado dormida.
—En ese caso deberíamos vaciar esas botellas en último lugar. —Miró la
botella de brandy que tenía más cerca y luego desvió la mirada hacia los estantes
llenos de botellas tumbadas—. Descorchar cada una es una tarea pesada. No sé
cómo lo hacen los mayordomos todos los días. Ya empiezo a tener ampollas en los
dedos.
—¿Fuera?
—Fuera.
—Está lloviendo.
—Está seco.
—¿Cómo lo sabe?
—Yo la ayudaré.
El señor Yale se sentó en la cerca que rodeaba el patio, bajo la lluvia, y la vio
romper cada botella contra la piedra antes de tirar su contenido al pozo.
—No.
—¿Apostamos?
—Mejor que no. —Diantha vació otra botella y la tiró al pozo—. Vamos a
tener que compensar a los pobres dueños por el saqueo de su bodega.
—Ciertamente.
La lluvia caía suavemente sobre la reluciente piedra gris del pozo y sobre la
hierba que se extendía entre ellos, mientras el atardecer daba paso a la noche.
Suspiró al escucharlo.
—Si puede oler el vino desde tanta distancia —repuso a fin de desentenderse
de los alocados latidos de su corazón—, ¿qué más puede oler?
—A usted.
—A aire fresco.
Si hubiera dicho algo tonto, como que olía a rosas, habría sabido que su
coqueteo no era real. En cambio, experimentó cierta calidez en unos puntos clave,
una sensación que no debería gustarle. Hacía que se sintiera acalorada y perdida, y
puesto que no podía hacer nada para aliviar dicha sensación, deseaba que no se la
provocara.
Sus palabras la complacieron más de lo que deberían. Tal vez la señora Polley
tuviera razón y era un demonio al que habían enviado para frustrarla.
Lo que quedaba del vino se perdió por el pozo. Diantha sacudió las manos
entumecidas y lo siguió de vuelta a la casa.
—Estoy exhausta.
—Yo también lo estoy, y eso que solo he mirado. —El señor Yale echó el
pestillo de la puerta principal, que encajó en su lugar.
—¿Cómo se siente?
—No me lo pregunte.
Él la miró, y Diantha tuvo la sensación de que sus ojos parecían en paz por un
momento, con un tierno brillo plateado a la luz de la vela.
—Me gusta cuando me llama «bruja». Que sepa que nadie lo ha hecho antes.
—Lo estoy, bastante. —Le hizo una reverencia—. Buenas noches, bruja. —Se
dio la vuelta y subió la escalinata.
Cogió un trozo de pan de la cocina y regresó al vestíbulo con paso vivo. Allí
lo vio al pie de la escalinata, con las mejillas hundidas y los ojos vidriosos.
—¿Un recado? —Se sentía incapaz de formular frases largas. El señor Yale no
se había recuperado de la noche a la mañana. Sintió una fuerte opresión en el pecho.
—Owen me ha dicho que hay un pueblo cerca, uno que cuenta con una
tienda en la que podría comprar varias de las cosas que necesito. Me temo que no
me encuentro en mi mejor momento esta mañana. Agradecería que me prestara su
ayuda.
Lo vio señalar la puerta mientras que con la otra mano se aferraba al poste de
la barandilla con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
—Después de usted.
La calesa era muy modesta, sí. Tuvieron que sentarse muy pegados, de modo
que sus hombros y sus caderas se rozaban. Diantha fue incapaz de contribuir a la
conversación, ya que el placer de ese contacto era demasiado potente.
—Dado que es usted la que lleva faldas, creo que debemos apañarnos así.
Le dio un apretón en los dedos.
Dos hombres salieron del edificio adyacente y los miraron con mucho
descaro. El señor Yale se colocó su mano en el brazo y los saludó con un gesto de la
cabeza.
—Buenos días, señor —dijo uno con los ojos entrecerrados, si bien los saludó
con una reverencia. Era un hombre mayor, de cara tosca y con barba, ataviado como
cualquier habitante de Glen Village en Devon.
—Vaya, vaya, señor. ¡Muy buenos días! —Hizo una genuflexión—. Y buenos
días para usted también, señorita. —Sin embargo, la mujer no apartó la mirada del
señor Yale, algo de lo que Diantha no podía culparla—. ¿Qué trae a un caballero y a
una dama a mi tienda en semejante día? —En ese momento, la mujer la miró de
arriba abajo, observándola con detenimiento. Pero no con desdén, sino con abierta
curiosidad.
—Buenos días, señora. —El señor Yale se sacó una hojita de papel del bolsillo
de su chaleco—. ¿Tendría la amabilidad de proporcionarme estas cosas si dispone
de ellas?
—¿Un pimiento? —Miró de reojo al señor Yale, pero este parecía concentrado
en los paquetitos de papel que la mujer estaba preparando en el mostrador—. ¿Para
qué se usa?
—Un joven caballero que vivió por estos lares hasta no hace mucho me
instruyó sobre las propiedades de estas plantas. —La mujer miró al señor Yale—.
Pero no me malinterprete, señorita. Molly Cerwydn aprendió el arte de las hierbas
de su madre y no ha habido nadie mejor por aquí en cien años. Pero este caballero,
en fin, había estado viajando por todo el mundo, donde había trucos curativos que
yo desconocía, como comprenderá. Así que, ansiosa por mejorar en mi trabajo, lo
obligué a contarme lo que había aprendido. Los habitantes del pueblo, los granjeros
e incluso los animales se han alegrado mucho desde entonces.
—Se fue solo Dios sabe adónde. Aunque será bien recibido cuando quiera
volver. Todos nos alegraremos de verlo de nuevo.
El señor Yale carraspeó con suavidad.
La señora Cerwydn envolvió los paquetitos en papel y los ató con una
cuerda.
Diantha la miró con los ojos muy abiertos. Ya había visto una botella así antes,
cuando su padre enfermó. Antes de que muriera.
—¿De qué estaba hablando con ese hombre? —Don Barbas seguía
mirándolos, y Diantha atisbó a la herbolaria observándolos desde el escaparate, y
también vio otra cara asomada a la ventana del edificio adyacente —. Todo el
mundo se muere de curiosidad por nosotros.
—Gente de pueblo. Son así. —El señor Yale cogió las riendas.
—Me da lo mismo lo que ese hombre vea. —Sujetaba con demasiada fuerza
las riendas.
Ella apartó la vista del camino para clavarla en su apuesto rostro, que estaba
demudado por la tensión.
De vuelta en la Abadía, una vez que Galahad estuvo desbridado, el señor Yale
cogió el frasquito y el paquete de la herbolaria, le dio las gracias y entró en la casa
sin esperarla. Ella hizo lo propio, pero se dirigió a la cocina, donde encontró a la
señora Polley tosiendo delante de una tetera y de una tabla con masa de galletas.
—Creo que tendrá tiempo de sobra para recuperarse del todo del resfriado,
señora Polley. Vamos a estar aquí más tiempo del que habíamos previsto. Y si los
habitantes del pueblo empiezan a sospechar adónde van a parar sus gallinas y su
azúcar, o si alguien viene a por la vaca y reconoce la calesa en la que hemos ido al
pueblo esta mañana, seguramente acabemos arrestados.
—Tal vez. Y lo que me merezco yo. Pero no usted. —Diantha cogió las
regordetas manos de su dama de compañía, esparciendo harina por todos lados—.
No quiero que le pase nada malo por mi culpa. Pero no puedo marcharme sin el
señor Yale. Sin embargo, me temo que no estará en condiciones de viajar hasta
dentro de unos días. Se encuentra bastante mal y estoy muy preocupada por él.
—Me temo que la situación puede acabar siendo más incómoda que una
simple ridiculez.
15
—Eso parece. —Diantha se encontraba junto a Owen que, como ella, tenía los
codos apoyados en la portezuela de la cuadra. Los tristes mugidos de la vaca
resonaban por el establo. Las ubres de la pobre criatura parecían muy pesadas. Sin
embargo, ella no tenía la menor idea de lo que hacer con una vaca. La situación tal
vez no fuera tan extrema—. Supongo que no sabes ordeñar vacas, ¿verdad?
—Supongo que será mucho esperar que la señora Polley sepa ordeñar una
vaca —murmuró.
—Aunque ayer hizo unas galletas que estaban deliciosas con tan pocos
ingredientes, así que no deberíamos quejarnos.
—Se pondrá enferma. Aunque tal vez sea lo más ridículo que he hecho en la
vida, voy a preguntarle al señor Yale. —Así podría verlo. Necesitaba una excusa.
Ramsés asomó el hocico y olisqueó a través del hueco. Diantha abrió la puerta
del todo.
La luz grisácea del exterior entraba por las ventanas, convirtiendo las
sábanas de hilo que cubrían los muebles y los cuadros en formas fantasmagóricas.
Todo salvo la silueta del hombre que se encontraba de espaldas a ella, mirando por
una ventana de cristales polvorientos.
—Debo decirle a Owen que limpie esos cristales —comentó ella—. O hacerlo
yo misma, supongo. Es lo menos que puedo hacer por estas personas a las que ni
siquiera...
Ella asintió con la cabeza de forma breve. El señor Yale introdujo la mano en
un bolsillo de la chaqueta. Acto seguido, la instó a colocar la otra mano con la palma
hacia arriba, en la cual dejó caer unas cuantas balas.
—Y esto. Pero no las guarde juntas. —La soltó—. Y recuerde en qué sitio lo
esconde todo, señorita Lucas. Lo necesitaré dentro de un tiempo.
—No lo haré.
—Diantha, te lo suplico.
Al parecer, el día duraba muchas más horas que las que tardaba el sol en
ponerse, y lo obligaba a registrar los armarios de la biblioteca del salón en busca de
una baraja de cartas, o un tablero de ajedrez, o cualquier cosa con la que pudiera
entretenerse. Cada respiración era un martirio y le recordaba, aun sumido en un
delirante aturdimiento, que solo manteniendo la mente ocupada podría salir del
abismo. De la misma forma que superó años antes el dolor infligido por otros, su
mente también superaría ese trance.
Sin embargo, la oscuridad no llegaba sola. Tras ella y oculto hasta el punto de
que solo lo atisbaba en ciertos momentos, llegaba el alivio.
—Voy a subir. —Tras limpiarse las manos en el paño que llevaba a la cintura,
le dio un tirón para librarse de él.
La señora Polley, que estaba restregando una cacerola, la miró con el ceño
fruncido.
—Le dijo que no lo hiciera. Teniendo en cuenta que es lo más honorable que
ha hecho hasta ahora, creo que debería hacerle caso.
—Eso no es cierto, señora Polley. —Diantha colocó una taza con su platillo y
una tetera en una bandeja, junto con un plato de galletas. Extendió el brazo para
coger el cazo con el agua hirviendo—. Owen dice que hoy no ha comido.
—Como también lo necesita usted. Una señorita tan fina limpiando el polvo
y barriendo, ¡habrase visto!
—Necesito actividad. —O, más bien, necesitaba una distracción. Pero era
ridículo que intentara siquiera no pensar en él—. Voy a llevarle esto y, después, me
iré también a la cama. Buenas noches, señora Polley.
Subió la escalinata alumbrada por la luz del cabo de vela que llevaba en la
bandeja. A medida que subía, iba levantando una nube de polvo. La casa era tan
grande que tardaría semanas en limpiarla por completo. Pero no tenía tanto tiempo.
Los quince días se agotaban y aún no estaba cerca de Calais, sino perdida en mitad
de Gales. Llamó a la puerta del dormitorio del señor Yale. No obtuvo respuesta.
Llamó de nuevo, con más fuerza.
—Todavía no.
—Los Fuegos del Purgatorio y demás, mientras que tú, mi Beatriz, me tientas
desde el Paraíso.
El corazón de Diantha latía con tanta fuerza que escuchaba sus latidos en el
silencio.
Él abrió los ojos, en los que se reflejó la luz dorada del fuego.
—Vete.
—No.
Lo vio levantar las manos, tras lo cual la aferró por los hombros con fuerza y
tiró de ella para acercarla. Sus facciones le parecieron muy serias cuando la miró,
inclinando la cabeza para hacerlo. Tenía un brillo febril en los ojos, que lucían la
expresión voraz del depredador.
—Por favor —le suplicó, hablando tan bajo que Diantha apenas escuchó sus
palabras.
—Eres... —respondió él con voz ronca—. Eres... —Era evidente que le costaba
trabajo hablar—. Una niña muy difícil.
—No soy una niña y solo trato de ayudar. Pero debe permitirme que lo
ayude.
—Tenga cuidado. Todavía debe de estar muy cal... —Dejó la frase en el aire al
ver que apuraba el té de golpe y que después se servía otra taza que también
procedió a beberse con la misma rapidez—. Las galletas también —le recordó.
—No.
Él inclinó la cabeza.
—Insensibiliza.
—Lo mismo da que da lo mismo... —Se apoyó en el tocador con tanta fuerza
que se le pusieron los dedos blancos.
Diantha comprendió que estaba tratando de guardar el equilibrio. Sintió el
abrumador impulso de acercarse a él para abrazarlo y permitirle que la usara de
muleta.
—Tú eres el tonto —logró decir con la cara enterrada en su hombro, sintiendo
el roce húmedo de la camisa que cubría sus duros músculos. Sintió sus temblores.
Estaba ardiendo de fiebre—. Tonto de remate.
Una de sus temblorosas manos rodeó la suya, que en ese momento estaba
colocada sobre su torso. Lo besó en el hombro mientras sentía que su mano le
aplastaba los dedos. Se inclinó más sobre él y lo besó de nuevo. Sus labios rozaron
el fino lino e hizo suyo el sufrimiento que lo embargaba.
—Me acordaré de este momento, Diantha. —Aunque habló en voz muy baja,
ella sintió sus palabras por la vibración de su torso, una vibración que se trasladó a
su cuerpo—. Me acuerdo de todo.
Diantha cerró los ojos con fuerza.
—Hay una vaca que necesita que alguien la ordeñe con urgencia. Y no sé qué
hacer al respecto. Así que debes recuperarte rápidamente y solucionar ese pequeño
problema para que no se ponga enferma y muera. ¿Lo ves? Ahora eres responsable
de dos vidas.
—Vamos. Llegaremos hasta ese sillón. Está más cerca que la cama.
—No sería la primera vez que duermo en el suelo. Lo he hecho muchas veces.
—¿Ah, sí?
A través de las cortinas del dosel, no vio manta alguna sobre el colchón.
—Eres tonto —murmuró, tras lo cual fue al dormitorio que compartía con la
señora Polley en busca de varias mantas y regresó.
—En busca de esto. —Lo tapó con una de las mantas, que por un lado acabó
arrastrando por el suelo. Sin embargo, ya no estaba tan asustada como al principio y,
aunque tarde, no se atrevía a tocarlo ni siquiera para arroparlo mejor—. Ahora
debes comer.
—Eres libre para marcharte cuando quieras —añadió Wyn con su habitual
tono de voz, el que le había escuchado miles de veces, si bien le pareció que las
palabras sonaban un tanto trémulas, como si le costara un gran esfuerzo
pronunciarlas.
—Es usted la mar de gracioso, señor Yale —replicó ella, que prefirió retomar
el tratamiento formal—. Pero no me disuadirá tan fácilmente. —Le sirvió otra taza
de té, cogió varias galletas y se las colocó en las manos. La operación la dejó sin
aliento, de modo que se alejó hacia el escritorio y se sentó en la silla de madera—. Y
ahora, coma. Y beba. Entre tanto, yo me leeré este libro y vigilaré para que no le dé
las galletas a Ramsés. —Cogió el libro que descansaba en el escritorio—. Blaise Pascal
y los axiomas sin verificar de la geometría de Euclides. Bueno, señor Yale, ha logrado
usted sorprenderme de nuevo. A menos que el libro lo haya elegido Ramsés.
Diantha sintió que se le disparaba el pulso. Wyn tenía los ojos cerrados y
sostenía en una mano la taza de té vacía, apoyada sobre la rodilla.
Esos ojos grises la miraron con intensidad y al mismo tiempo con una gran
vulnerabilidad, algo que jamás habría imaginado de un hombre como él. A la
postre la miraron con confianza. ¡Confiaba en ella!
Sus dos semanas acabarían dentro de tres días. Su padre enviaría el carruaje a
Brennon Manor para recogerla, pero no la encontraría. Estaba tan lejos de Calais y
de Bristol como lo estaba quince días antes.
El problema que quería resolver era importante para ella. Las dos extrañas
semanas viajando con un hombre que no acababa de comprender, viviendo una
aventura que jamás habría imaginado, no habían mermado el deseo de ver a su
madre. A esas alturas, ansiaba reunirse con ella con más vehemencia que antes.
Necesitaba verla. Necesitaba hacerle preguntas. Necesitaba respuestas.
Quitó la sábana de hilo que cubría una mesa auxiliar y después hizo lo
propio con otra que protegía un cuadro colgado en la pared. Descubrió a una dama
morena montada en un caballo gris. Sus ojos, que hacían juego con el pelaje de su
montura, eran sombríos. Demasiado sombríos para su gusto, de modo que volvió a
cubrir el retrato. A la postre, se armó de valor, se acercó a la cama y descorrió por
completo las cortinas. A los pies del colchón descansaba un juego de sábanas de
lino. Hizo la cama con el corazón desbocado.
—Te suplico que me lo permitas, Señor —susurró, con los ojos aún llenos de
lágrimas por culpa de la cayena—. Te suplico que me permitas usar mi vida para
hacer algo importante.
16
Compatriotas británicos:
Lady Justice
Mi querida dama:
Muy impaciente,
Peregrino
Secretario del Club Falcon
17
—Las tartaletas que podía hacer con una docena de manzanas si las tuviera a
mano... —rezongó la señora Polley como si le hubiera leído el pensamiento.
—¡Está mejor!
—Hasta cierto punto —replicó él.
—¡No! Ha estado muy enfermo. No debe ponerse en pie solo porque yo haya
entrado.
—De hecho, debo hacerlo. —La saludó con una leve reverencia—. Porque ya
me marchaba.
—¿Adónde?
—Al salón.
Era incómodo. Antes jamás había sentido esa incomodidad con él, ni siquiera
durante la conversación que mantuvieron fuera de la posada de Knighton. En aquel
entonces, Wyn se empeñó en hacer lo mejor para ella. En ese momento, parecía
demasiado cauteloso.
—Bueno, pues muy bien. —Se acercó a la mesa y lo rodeó como si pasar tan
cerca de él no convirtiera todos sus huesos en gelatina—. Me alegro mucho de que
haya mejorado hasta el punto de poder moverse por la casa. Nos tenía muy
preocupados. —Lo miró de reojo—. Y, por supuesto, estábamos ansiosos por
ponernos de nuevo en camino.
—No tan pronto —replicó ella—. No hasta que se encuentre bien del todo.
—El corazón le latía demasiado deprisa.
Londres sería distinto y lo sabía muy bien. Había museos, lugares históricos
que visitar y tiendas a montones. También vería grandes damas como las que a
veces visitaban Savege Park, pero en un número mucho mayor. Damas de alcurnia,
elegantes y sofisticadas. Delgadas y con cutis blanquísimos. Hermosas, como su
amiga lady Constance Read.
¿Qué pensaría Wyn de ella con su vestido arrugado y sus zapatos mojados,
con el pelo enredado y hecho un desastre, y con sus espantosos modales al tratarlo
con tan escandalosa familiaridad? Era lógico que quisiera mantener las distancias
con ella.
Soltó un hondo suspiro y al alzar la vista descubrió que la huerta estaba muy
cerca. En el suelo había montones de manzanas y algunas colgaban todavía de los
árboles, rojas y verdes, abandonadas y en el punto justo de madurez para que las
recogieran. Cogió una de una rama baja.
Tal como pensó aquel día en el molino, el señor Eads era un hombre enorme.
Aunque estaba demasiado lejos como para distinguir sus rasgos, lo reconoció por
su corpulencia.
«¡La pistola!», exclamó para sus adentros. Debía llegar hasta Wyn. Debía
decírselo. Debía advertirle. Arrojó el cubo con las manzanas al suelo y echó a correr.
Sin embargo, la cerca estaba muy lejos. Perdió un zapato y sintió que el pie se le
hundía en la húmeda tierra. Apenas podía respirar. Las faldas húmedas se le
enredaban en las pantorrillas. Cuando miró hacia atrás vio que él también corría y
había reducido a la mitad la distancia que la separaba de ella.
Presa del terror, siguió corriendo sin que sus pies hicieran ruido sobre la
hierba. Al llegar a la cerca, se lanzó sobre los peldaños en busca de un asidero. Se
aferró y buscó el siguiente. Subió otro peldaño y se asió al de más arriba. Otro más...
—¡Me quedaré quietecita cuando me suelte! —Le asestó una patada en una
espinilla y él gimió.
—Supongo que sí, pero no me cabe duda de que también ha venido a por el
señor Yale. Sin embargo y tal como ya le dije, no voy a permitirle que le haga daño.
Tendrá que atarme, amordazarme, encerrarme en el cobertizo con las gallinas y,
después, cerrar la puerta con llave. —En ese momento y aunque era demasiado
tarde, se mordió la lengua. Era ridículo darle ideas. No obstante, tenía la cabeza
abotargada. No le gustaba que la estrechara contra su pecho de esa manera y
comenzaba a pensar que acabaría vomitando. Suponía que lo bueno de la
información era el descubrimiento de que no todos los abrazos le resultaban igual
de emocionantes—. Y, ahora, haga el favor de soltarme.
—¿Qué está haciendo? ¿Adónde va? —Corrió tras él, que caminaba con
grandes zancadas—. ¡Me lo ha prometido!
—Es cierto. Pero, por favor, se lo ruego. ¡Se lo suplico! —Lo agarró de un
brazo y tiró de él con todas sus fuerzas—. ¡Por favor! ¡No debe hacerle daño!
—¿Lo que le pasa? —«¡Ay, Dios mío!», pensó. Se había ido de la lengua—.
No lo comprendo. Al señor Yale no le pasa nada. Es que no quiero que usted lo
sorprenda de repente.
—Tengo entendido que nada lo sorprende. —Cruzó sus inmensos brazos por
delante del pecho—. Muchacha, no soy tonto. Vas a decirme la verdad ahora mismo
o aparte de mi caballo me llevaré algo más. —La miró de arriba abajo. Su amenaza
era muy clara—. Algo que dejaré delante del duque si es preciso.
—¿Vas a hacerlo?
La luz del sol entraba por las ventanas de la biblioteca y caía sobre el tablero
de ajedrez, iluminando la cara de Owen, que veía a través del humo del puro.
Wyn estudió la disposición de las piezas. El olor del tabaco aliviaba la sed
que todavía lo embargaba, aunque hacía bien poco por aliviar el deseo. Cada vez
que Diantha entraba en alguna estancia, como había sucedido esa mañana en la
cocina, era incapaz de apartar los ojos de ella. Se movía con una elegancia innata,
con la espalda recta y una postura muy tentadora, ajena al parecer al hecho de que
lo dejaba embobado. ¡Embobado! La deseaba con ferocidad.
—Te has olvidado del otro caballo, amigo mío. —Le echó un vistazo al puro
que descansaba sobre el cenicero. Era el último y debía dilatar su final todo lo
posible, como había hecho en más de una ocasión con una copa de brandy. Sin
embargo, había perdido dicha habilidad. A esas alturas, lo veía claramente —. Te
invito a que lo reconsideres.
—Humm. Lo he oído antes. —Se lo habían repetido tantas veces cuando era
pequeño, que había perdido la cuenta—. Tu tío se equivoca.
—¿Señor?
Wyn carraspeó.
—¿Mi caballo?
—Hola, Owen. Hola, Ramsés. —Se inclinó para acariciar la cabeza del perro
con suavidad, enterrando los dedos en su pelo enredado—. Owen, puesto que por
fin brilla el sol, ¿podrías bañar al pobre Ramsés?
—No es habitual que un caballero ordeñe una vaca. La señora Polley acaba
de decirme que has sido tú, no Owen. Me resulta increíble. Pero aquí estás,
asegurándome que es cierto. —Ni el bochorno podía vencer a su sonrisa.
—Es cierto. Mi círculo social ha sido muy limitado. —Pasó un dedo por el
cristal de la puerta de una vitrina—. La señora Polley ha limpiado el polvo. —Abrió
la puerta y sacó un libro—. Sería un ama de llaves estupenda. Bess, el ama de llaves
de Glenhaven Hall, no se queda dormida de buenas a primeras, por supuesto, pero
no sabría defenderse en la cocina. Claro que también podría abrir una pastelería.
—Lo miró de reojo con una sonrisa en los labios—. Y Owen podría abrir una
escuela para educar a ruborosos holgazanes.
—Es un ladrón.
Wyn se puso de pie con mucho cuidado; porque aunque ese día se
encontraba considerablemente mejor, el corazón le latía con inusitada rapidez. Se
acercó a ella.
—Me pregunto sobre qué habéis hablado —replicó con voz ronca.
—No deberías hacer esfuerzos. Llevas unos días pachucho, aunque decirlo
de esa forma es quedarse muy corto.
—Más bien diría que es muy fácil distraerme. ¿Por qué se ha marchado Eads
sin hablar antes conmigo?
—Ha dicho que sería demasiado fácil aprovecharse de ti en tu estado actual.
Dado que se enorgullece de ser un hombre de palabra, ha pensado que era mejor
marcharse y volver cuando te encuentres mejor.
—¿Eso ha dicho?
Por supuesto. Duncan Eads era un hombre honorable que había escogido un
mal camino. Tan malo como la misión que él mismo había aceptado y que había
acabado acercándolo a una joven inocente con labios sonrosados que sabían a miel
y a pecado.
—¿De verdad?
—No.
—Bebían todas las noches —explicó él sin más, como si fuera algo sencillo—.
Si yo no lo hacía, se mostraban... poco interesados en mi conversación.
Wyn enarcó una ceja y la observó hacer un mohín con esos deliciosos labios.
—¡Oh!
—Bueno, este es maravilloso. —Sacó una página suelta del libro, la desdobló
y leyó en voz alta—: «Reglas que todo hombre debería seguir para convertirse en
un verdadero caballero».
Wyn cerró la tapa del estuche al tiempo que contenía el aliento. Diantha se
acercó a una silla y se sentó sin apartar los ojos de la página.
—«Un caballero jamás debe blasfemar delante de una dama». ¡Ah, muy bien!
Las damas se ofenden con mucha facilidad. —Sus hoyuelos hicieron nuevamente
acto de presencia—. «Regla número seis: Las damas gustan de que se reconozcan
sus logros, pero una dama virtuosa es inmune a los halagos huecos. Los halagos
deben ser justificados, jamás pronunciados con el fin de adular.» Esta es tremenda,
¿no te parece?
—No solo a las damas. A todas las mujeres. La regla número dos lo deja bien
claro. «Un caballero debe tratar a una dama con todo respeto, consideración y
reverencia, ya sea de orígenes sencillos o de alcurnia, fea o guapa, pobre como una
campesina o acaudalada como una princesa.» —Bajó las manos al regazo y esbozó
una sonrisa desvergonzada—. Ya sabes que no debes adular a la señora Polley con
halagos huecos.
—Por supuesto que lo harás. Y ella te lo echará en cara. A ver, creo que la
regla número uno es mi preferida. «Si una dama es amable, generosa y virtuosa, un
caballero debe cumplir todos sus ruegos. No debe negarse a complacerla.»
—Diantha encorvó los hombros—. Deberías cumplir esta regla incluso con las
damas que no posean todas esas virtudes, porque así te convertirás en un caballero
infinitamente mejor. La verdad, alguien debió de escribir estas reglas pensando en
ti. —Su voz era más suave, menos alegre—. De la primera a la última.
—No. Esa no está en la lista. —Esos ojos azules se alzaron, iluminados por un
brillo esperanzado—. Pero podríamos añadirla.
Allí, en las estancias secretas del Congreso de Viena, fue examinado por los
hombres que regían Inglaterra. Quedaron tan impresionados que todos lo
aclamaron. Sus habilidades eran demasiado valiosas como para malgastarlas en
jóvenes fugadas, afirmaron. La seguridad de Gran Bretaña dependía de sus
intereses en el extranjero. El director lo liberaría de su deber y comenzaría a trabajar
para ellos de inmediato. Le auguraron un futuro dorado. El muchacho al que
habían vapuleado una y otra vez por su brillante intelecto era recompensado por él
al llegar a la edad adulta.
Durante los tres meses que pasó en Viena, se dejó embriagar. Por los halagos
de esos hombres poderosos, por el mejor tabaco, por el licor más exquisito, por las
mujeres de sangre aristócrata que desnudas eran iguales que las demás, pero que le
parecían más tentadoras porque estaban prohibidas. Mientras ellas le ofrecían sus
cuerpos, sus maridos hablaban con orgullo de ideales, de victorias y de las pe rsonas
de todo el mundo que servirían a Gran Bretaña. Durante todo ese tiempo, no
obstante, la sangre galesa que corría por sus venas, la misma sangre que había
luchado durante cientos de años para librarse del yugo de los reyes ingleses, le
decía que las promesas de esos hombres poderosos brillaban como los diamantes,
pero apestaban como las cloacas.
Huyó con el pretexto de que su tía abuela había enfermado después del Año
Nuevo y descubrió que era cierto.
Se quedó con ella hasta que recobró la salud, y mientras tanto lo alentó a no
temer el orgullo del que su padre y sus hermanos siempre lo habían acusado. Tenía
motivos para sentirse orgulloso. Había logrado todo aquello que se había propuesto
lograr con el sudor de su frente y con su inteligencia. Su tía le dijo que tomara la
decisión que le dictara el corazón.
Sin embargo, al final resultó que no era una traidora. Se trataba de una
chiquilla, que le suplicó que creyera en ella. Que le suplicó su ayuda.
Abrió el frasco de perfume y el olor le llegó a la nariz. Cerró los ojos y vio de
nuevo los ojos serios de su tía abuela, tan parecidos a los de su madre. Grises,
inteligentes y tiernos. Pero no siempre eran serios. Su tía abuela le enseñó a reírse.
Le enseñó muchas cosas, pero casi había olvidado la risa. Había olvidado cómo
reírse hasta que se encontró con cierta jovencita leal, fiel y fuerte, a la que le
encantaba reírse, que adoraba la diversión, que buscaba la felicidad en cada
recoveco y en cada curva de la vida que le había tocado vivir. Ella le había enseñado
una clase de valentía que también se le había olvidado.
Esos ojos azules relucían en la penumbra con un brillo sagaz. No era una
joven inocente, como él tampoco era el niño al que su padre castigaba por rencor.
Diantha era una mujer decidida y con un propósito en mente, y con esas palabras,
cuidadosamente elegidas para eludir lo que existía entre ellos, le estaba diciendo
que no permitiría que le impidiera alcanzar dicho objetivo.
La vio pestañear varias veces, el único gesto que traicionó su sorpresa. En ese
momento, volvió un poco la cara y lo miró de reojo.
—¿Ah, sí?
—Es por culpa de toda esta lluvia. —La señora Polley cogió el otro vestido de
Diantha—. Y este está fatal sin un planchado.
—Tal vez podamos lavarlo para que desaparezca el moho. —Diantha frotó la
manchita que había en el bajo del vestido de muselina de rayas. El vestido verde
estaba verdaderamente mal, con el dobladillo roto y muy arrugado tras haber
tratado de escapar del señor Eads en la huerta.
Suspiró. Esa noche quería parecer toda una dama. Tal vez incluso tener un
aspecto tan elegante como la dama a la que pertenecía la casa donde se habían
refugiado.
—Una pena que rompiera esa quesera. —La señora Polley meneó la cabeza—.
De haber tenido un atizador, lo habría usado.
Diantha contuvo una risilla y enfiló el pasillo para dirigirse a la pue rta que
daba al ático. Wyn había salido a dar un paseo con Galahad y Owen estaba
recogiendo huevos. Tenía los pies fríos, pero podía deambular en camisola y
enaguas sin tener que preocuparse por el decoro. Wyn ya le había visto los pechos
desnudos, por supuesto, pero no lo recordaba, así que era como si no lo hubiera
hecho.
Subió la escalera que conducía al ático, una estancia cuyo techo presentaba
un ángulo muy pronunciado. Al igual que el ático de Glenhaven Hall, había baúles
de viaje y muebles viejos por todas partes. Encontró un baúl que no estaba cerrado
con llave y al abrirlo el penetrante olor de las bolas de alcanfor lo inundó todo. Al
ver el contenido, suspiró encantada. Fue sacando un vestido tras otro, mientras
acariciaba la muselina, la seda y la lana, y volvió a suspirar, ya que echaba de
menos su propia ropa.
Se detuvo de repente.
Wyn estaba plantado en el pasillo, con su gabán, sus pantalones y sus botas,
con un aspecto estupendo, mirándola fijamente como si estuviera paralizado con un
pie en alto. Esos ojos grises no tardaron en clavarse en sus pechos.
En ese momento, Diantha descubrió otro detalle muy útil: estar delante de un
caballero con las enaguas y la camisola a plena luz del día no era lo mismo que ser
despojada de dichas prendas por el caballero en cuestión en la oscuridad. Era
excitante, algo que les estaba prohibido a las damas a menos que fueran unas
descocadas, y no solo tuvo la impresión de que llevaba menos ropa de la debida,
sino que se sintió desnuda bajo su atento escrutinio. Todo su cuerpo ardió de
pasión.
Wyn apartó la mirada y ella se cubrió los pechos con las prendas que llevaba
en las manos.
—Buenos días, Diantha —le dijo él a un punto cercano a sus pies descalzos—.
Parece que has visitado el ático.
—Sí. —Su lengua era como papel de lija que se le había quedado pegado al
paladar—. En busca de ropa limpia. La mía está un poco estropeada.
—Ah. —Su lenta mirada subió por sus pies, sus piernas, más allá de sus
caderas y de la ropa que llevaba en los brazos, hasta su cara. Pero no añadió nada
más.
—Estas prendas huelen mucho a alcanfor —susurró ella—. Pero supongo que
puedo enmascarar el olor con perfume. —Los nervios hicieron que se encogiera de
hombros. Él desvió la mirada hacia un hombro y, después, hacia un brazo desnudo.
—Es posible. —Su voz sonaba un poco ronca—. Hará falta mucho perfume,
sin lugar a dudas.
—Supongo.
—Cantidades ingentes.
—Oh. Sí.
Solo a un hombre.
—Fue su vida hasta hace poco. —Wyn caminaba a su lado, con las manos
entrelazadas a la espalda, el gabán negro y la nívea corbata tan elegantes como
siempre; las botas, tan relucientes. El sol volvía a brillar, dorado como un melocotón
maduro, y la brisa que acariciaba las mejillas de Diantha era fresca, si bien dichas
mejillas parecían siempre acaloradas cada vez que él estaba cerca.
—Ella siempre participa en las historias que cuenta. Tal vez la eche de menos.
—Tal vez.
—Un hombre que amenaza con hacernos daño me parece suficiente motivo,
en mi opinión.
—Dado que ayer eliminaste ese particular problema sin ayuda, no tiene
sentido hablar más del tema.
—Sé que no debo preguntar por tu salud, pero... ¿habrías podido ayudarme?
Owen encontró el cubo y echó a andar hacia los manzanos, pero estaba más
interesado en comer manzanas que en recogerlas, y pronto se cansó de la actividad.
Atravesó la acequia, por la que corría agua en abundancia después de las últimas
lluvias, y se dejó caer en la hierba de la cuesta que había al otro lado. Ramsés lo
siguió y se tumbó junto a él, con la lengua fuera.
—Parece que no te has puesto perfume después de todo. —Esa voz ronca le
provocó un hormigueo por todo el cuerpo.
—Pues no. —Se volvió hacia él. A la luz que se filtraba entre las ramas de los
árboles, sus ojos parecían relucir—. Supongo que debo tener un espantoso olor a
alcanfor.
Él la miró por encima del hombro, con una ceja enarcada y una sonrisa
torcida.
—Si quieres...
—No creo que seas una polvorilla. —No la miró mientras hablaba, tenía la
vista clavada en el puro.
—Ya has dicho en dos ocasiones lo que no crees que soy, pero no lo que crees.
Lo que Wyn creía era que podía tumbar a esa muchacha en la hierba y
hacerle el amor durante una semana. Sus ojos brillaban con el azul más puro bajo el
cielo otoñal y sus mejillas relucían por el paseo. Y se moría por tocarla. Comenzaría
allí donde sus delgados tobillos asomaban por debajo del bajo del vestido,
demasiado corto, y después continuaría quitándole las medias a fin de deslizar las
manos por sus pantorrillas y más arriba.
—¿En serio?
Por Dios, se moría por saborearla de nuevo. Se moría por sentir su lengua
contra la suya y escuchar sus gemidos.
Ella cerró la boca, pero sus labios no perdían atractivo alguno de esa manera.
Se imaginó lo que sería necesario para instarla a abrirla de nuevo. Si la besaba en ese
momento, ¿qué haría ella...?
Se obligó a hablar.
Por el amor de Dios, había perdido todo atisbo de disciplina por culpa de esa
mujer.
—¿Cómo te he sonreído?
Era una tortura. Seguramente peor que las noches febriles que acababa de
pasar. Al menos, durante esas noches tenía el consuelo de imaginarse que moría.
—No voy a vomitar —dijo ella tras jadear—, si acaso es eso lo que te
preocupa.
—No me preocupa. Al menos no a mí.
—Oh. —Ella pareció aceptar la excusa sin problemas, tal como aceptaba
todos los aspectos de esa aventura, con muchas preguntas pero sin quejas. Salvo
por un único instante, un instante en su dormitorio que le paraba el corazón cada
vez que lo recordaba.
—Eres tenaz.
—Creo que eso ya lo sabíamos los dos —añadió él antes de entregarle el puro
una vez más. Ella lo intentó de nuevo. A la postre, lo consiguió, de la misma manera
que conseguía todo lo que se proponía, incluido él.
—Sin embargo y pese a todo lo que saben de ese tipo de damiselas, algunos
caballeros se quedan un poco sorprendidos cuando estas deciden de repente trepar
a un árbol —repuso él.
—Bueno, un caballero normal y corriente tal vez. Pero un héroe nunca se deja
sorprender por acontecimientos imprevistos. —Diantha se apoyó en una gruesa
rama y trepó hasta la siguiente, ofreciéndole una maravillosa vista de las
pantorrillas que deseaba acariciar—. Sobre todo cuando dicha damisela solo busca
un tesoro en ese árbol. —Señaló el nido de un pájaro situado en la horquilla de una
rama y se estiró para verlo bien—. ¿Lo ves?
—Supongo que no te haría gracia que muriese de forma tan poco dramática
después de todo lo que te he hecho pasar.
—¿Por qué? ¿Quieres robar los huevos y llevárselos a la señora Polley a fin de
que los cocine para la cena?
—No te atreverías.
Se acercó al tronco.
Ella bajó a toda prisa. Cuando llegó a la última rama, le ofreció una mano y
después la otra. Cualquier dama capaz de trepar a un árbol con semejante presteza
era capaz de bajar sin problemas. Pero quería abrazarla. La sujetó por la cintura y
ella permitió que la dejara en el suelo.
Sabía por qué lo había hecho. Dos semanas antes, ella habría aprovechado la
oportunidad para invitarlo a que la tocara más. Sin embargo, en ese momento, solo
pestañeó mientras sus pechos subían y bajaban más deprisa, al ritmo de su
acelerada respiración, y esbozó una sonrisilla antes de apartarse. La soltó. Ella ya
sabía de lo que era capaz y no volvería a cometer el error de ponerse en sus manos.
Su rápida huida del pasillo esa misma mañana lo demostraba.
—¿Eso quiere decir que has sido un ladrón desde tu juventud, como Owen?
—No.
Sonrió.
—No eres de Londres. —Ella tenía el cubo vacío sobre una rodilla, encima del
vestido de muselina de rayas. La muselina manchada era más adecuada para las
tareas de la granja que el vestido azul del ático, además de que no olía a alcanfor—.
Pero has pasado mucho tiempo en la ciudad, ¿no es verdad?
—¿Dónde es allá?
—Creo que esta es una de esas ocasiones en las que insistes en seguir
preguntando y yo tengo que ser esquivo de nuevo. —Se sentó en el taburete, puso
el cubo bajo la hinchada ubre de la vaca y Diantha fue incapaz de apartar la mirada.
—¿Crees en el destino?
—¿Por qué?
—Oh. —Le costaba articular palabra. Si Dios había inventado una imagen
que la hiciera temblar por entero, era la de Wyn Yale quitándose la ropa. Se aferró a
la puerta de la cuadra para no caerse—. Pero tengo la sensación de que el destino
suele trastocar los planes hechos por los hombres —murmuró—, de modo que es
complicado.
Se acercó más a él. La atraía de esa manera, desde el primer día. Tal vez fuera
por la forma en la que la camisa se le ceñía a los hombros, o por la fuerza de sus
brazos que dejaba al descubierto la camisa remangada. Le costaba respirar con
normalidad. Claro que no era de extrañar. Wyn acababa de poner las manos en las
ubres de la vaca, y dichas manos también eran fuertes y habilidosas, y aunque era
una tontería y también un detalle un poco raro, la imagen la llevó a pensar en esas
manos en sus propios pechos. Y después, por enésima vez, pensó en sus labios en
sus pechos, en cómo la había tocado y en todo lo que él le había dicho.
—Es posible que tengas razón. Ayer me encontré un libro que versaba sobre
las religiones de las Indias Orientales.
Él sonrió. Una sonrisa que la acaloró, sobre todo en cierta zona de su cuerpo.
Quería que volviera a tocarla. En ese lugar.
—He practicado mucho durante los últimos días. ¿Te acercas o tengo que
llevarte la vaca? —Wyn se levantó del taburete para acuclillarse en la paja, a su
lado.
—Diría que tiene más o menos la misma dificultad. Es como ponerse los
zapatos o barrer un portal. Creo que podrás hacerlo.
—En otra época, hice de todo. ¿De verdad quieres ordeñar la vaca? Porque...
—¡De verdad! —Cogió una ubre. La sentía cálida y suave. Dio un tirón—. No
sale nada.
—No es como tirar de una campanilla, bruja. No puedes llamar a una criada
con la ubre.
—¿Crees que sería muy inocente que una persona creyera en el destino y en
la reencarnación a la vez? —preguntó.
Wyn acortó la distancia que los separaba. Sus labios apenas se rozaron, fue la
caricia más inocente del mundo.
La cogió de la nuca con una mano, unió sus labios, y la besó como llevaba
varias noches soñando que la besaría, como si no hubiera nada más que quisiera
hacer salvo besarla, acariciando todo su cuerpo de la misma manera que ella lo
acariciaba. La saboreó, empleó la lengua para separarle los labios, y ella sucumbió.
Le permitió entrar en su boca, tocarla como ya la había tocado antes, pero no era lo
mismo. En ese momento, la caricia de su boca despertó el recuerdo del roce de esas
manos sobre su cuerpo, del roce de su cuerpo mientras ella lo abrazaba consumido
por la fiebre, de modo que supo que era distinto. Quería más que besos. Lo quería a
él. Le dolía todo el cuerpo por el deseo.
Wyn le acarició la mejilla con el pulgar mientras enterraba los otros dedos en
su pelo; y fue sublime, fue la caricia más tierna que le habían regalado. Reverente y
deliciosa como esa parte de su interior que lo necesitaba. Levantó una mano y le
pasó los dedos por el antebrazo. La caricia la dejó muerta de deseo. Delirante de
placer. Escuchó algo que brotaba del pecho de Wyn antes de que él la besara con
más pasión, succionando su lengua y provocándole el desesperado anhelo de sentir
ese cuerpo contra el suyo, esas manos por todas partes. Se inclinó todavía más hacia
delante.
La vaca mugió.
Diantha inspiró hondo y abrió los ojos. La mirada de Wyn parecía perdida.
Acto seguido, algo relució en sus ojos plateados, algo enervante que hizo que se le
cayera el alma a los pies.
Lo vio agachar la cabeza y pasarse una mano por la nuca. Las emociones la
abrumaron con una belleza agónica. No lo soportaba. Lo deseaba demasiado. No en
sus partes femeninas, cuya reacción a su apostura y elegancia comenzaba a
resultarle familiar. El anhelo se extendía por su pecho y por sus extremidades. Se
sentía profundamente emocionada, y sabía que era lo correcto, que estaba
destinada a que solo él la besara.
Retrocedió un paso.
Sin embargo, en ese preciso momento no quería estar en Calais. Quería estar
entre sus brazos.
19
—Bueno, señorita, no podía permitir que una dama tan joven recorrie ra
tontamente esos mundos de Dios con un hombre de aviesas intenciones.
«De aviesas intenciones», repitió para sus adentros. Si eso significaba que
Wyn pretendía que ella desarrollara una enorme inclinación por sus besos y sus
caricias, en ese caso sí que sus intenciones habían sido aviesas.
—Pensaba que el puro con el que me has enseñado a fumar hoy era el último
que te quedaba —comentó, porque ¿qué otra cosa podía decir sino?
—Lo es.
—Pero vuelves a tener esa mirada enfebrecida. Quieres una copa de brandy,
¿a que sí?
—Por supuesto que quiero una copa de brandy. —Se pasó una mano por el
pelo y se la colocó en la nuca—. Pero te deseo más a ti.
—No puedo.
—Sabía que había algo... que ocultabas algo —dijo en voz baja—. El señor
Eads te llamó «Cuervo» y no soy tan tonta como para no saber que ese tipo de
nombre especial tiene cierta relevancia. Pero no sé por qué eso significa que mi
familia confiaría en ti si saliera a la luz que he estado contigo durante estas últimas
semanas. En cualquier caso, son conscientes de mi tendencia a demostrar un
comportamiento inapropiado. Mi padrastro me lo señala todos los días.
—Es lo único que puedo revelarte. —Se volvió—. Y ahora, si eres tan amable
de salir de esta estancia y de no regresar hasta mañana por la mañana, te lo
agradeceré de corazón.
—¡Por el amor de Dios! —Se golpeó las faldas con las palmas de las manos—.
Estoy harta de intentar convencerte de que me beses y me... en fin, todo lo demás.
—Diantha... —dijo Wyn en voz baja—, sabes que para mí eres preciosa.
—Has dicho que soy guapa, pero con el debido respeto, los caballeros suelen
infringir la regla número seis con mucha frecuencia. —Dolía. De forma horrible. En
realidad, no debería resultarle tan doloroso—. Y, la verdad, sería mutuo. Eso de... lo
de buscar simplemente placer y satisfacción. Así que creo que sería lo adecuado.
—Logró superar el nudo que sentía en la boca del estómago.
Wyn salió al punto al pasillo y se arrodilló a su lado con una rapidez que
Diantha habría apreciado muchísimo de no estar tan abochornada.
—¿Te has hecho daño? —La examinó de arriba abajo con la mirada.
Diantha pensó que podría pasarse la vida sentada en ese charco de leche si él
seguía mirándola con tanta intensidad.
—Hasta ahora pensaba que este pobre vestido solo tendría que soportar
indignidades como la lluvia, el barro y el moho. —Se rio, aunque fue una carcajada
trémula ya que él no se apartó—. Es evidente que estaba equivocada.
Wyn se separó de ella mientras examinaba su cara. Esos ojos grises parecían
relucir en la oscuridad. Se inclinó despacio y la besó en los labios.
—No me lo pidas —le susurró con voz ronca—, porque, que Dios me ayude,
no quiero llevarte a casa.
—Pero yo...
Sus labios la besaron con escasa delicadeza, con un inequívoco afán posesivo.
La besó con pasión, con determinación. La besó hasta que se le aflojaron las rodillas.
Sin embargo, no la tocó en ninguna otra parte del cuerpo.
Diantha tuvo la impresión de que estaba rezando, de que era una súplica
surgida del fondo de su alma. La besó en el cuello y la caricia le provocó una
descarga que le recorrió todo el cuerpo.
—Sí que eres un buen hombre, lo sé. —Lo aferró por el chaleco, lo pegó a su
cuerpo y lo besó en los labios.
Wyn era todo músculo. Le pasó las manos por los brazos y esa simple
exploración despertó el ansia de sentir sus manos en el cuerpo, sobre todo entre los
muslos. Colocó las manos en su torso y gimió por su dureza, por el contraste con su
cuerpo, porque era duro, masculino y justo lo que deseaba en ese momento.
Forcejeó con los dedos hasta que logró desabrocharle el primer botón del chaleco.
Buscó el siguiente y el delicioso dolor que palpitaba entre sus muslos se agudizó,
arrancándole un gemido.
—Se acabaron las negativas. —Liberó una mano y le desabrochó otro botón.
—Gracias a Dios. —Le mordió el labio inferior tal como él le había hecho en
la posada y le introdujo la lengua entre los dientes para acariciar la suya. Lo
escuchó gemir al tiempo que la abrazaba y le plantaba las manos en el trasero.
—¿Dónde has aprendido eso? —le preguntó Wyn, que apenas podía
respirar—. No me digas que te lo ha enseñado otro.
Wyn bajó una mano por su muslo y al tiempo que se inclinaba para besarla
en la boca, la instó a separar los muslos. Acto seguido, se pegó a ella y Diantha por
fin disfrutó de ese delicioso y duro cuerpo.
—¡Oooh! —lo aceptó entre los labios y entre los muslos con avidez, deseosa
por descubrir qué sucedería a continuación.
—Te llevaría en brazos —le dijo de forma atropellada—, pero me temo que
no tengo... ¡Maldita sea! —La alzó en brazos y siguió escaleras arriba.
—Ya has estado aquí antes. —Le mordisqueó el lóbulo de una oreja, se lo
lamió y Diantha estuvo a punto de desmayarse de placer.
—Para entregarme tu cuerpo. —Le aferró la cintura con sus fuertes manos y
pegó la frente a la suya. Le costaba trabajo respirar—. Diantha, dilo para que no
haya confusión alguna.
—No puedo casarme contigo, ni con... ni con el señor Hache hasta que
encuentre a mi madre.
—Un hombre tiene otras formas de descubrir que una mujer ha perdido la
virginidad, además de la palabra de esta. —Hablaba con voz ronca y con la mirada
clavada en sus pechos, cubiertos tan solo por el fino lino de la camisola. Sus pezones,
endurecidos y enhiestos, eran claramente visibles bajo la tela.
—En ese caso, descubriré la manera de que parezca lo que no es. Las mujeres
son más listas que la mayoría de los hombres.
—Pareces... —Wyn tragó saliva al tiempo que le miraba de nuevo los pechos
y el movimiento de su garganta hizo que a Diantha se le secara la boca—. Perfecta.
—No tenemos por qué hacer esto. —Sus manos comenzaron a subirle la
camisola por detrás—. Podemos parar ahora, si es lo que quieres. En cualquier
momento.
—Si piensas que después de llevar quince días abalanzándome sobre ti voy a
parar ahora, tendré que reconsiderar la opinión que me merece tu inteligencia. Y...
—Se quedó sin aliento—. ¿Cómo puedes pensar que quiero que te detengas justo
cuando estás haciendo eso?
Wyn acababa de cubrirle las nalgas con las manos para acariciárselas,
convirtiéndole las rodillas en gelatina.
—Regla número cinco: Un caballero respeta siempre los deseos de una dama.
Era una fresca. Pero no le importaba. No cuando estaba entre sus brazos.
—Quienquiera que esté cerca en ese momento. —Sus ojos relucían mientras
se sacaba los faldones de la camisa del pantalón.
Wyn le tomó la cara entre las manos y le enterró los dedos en el pelo, tras lo
cual la acercó para besarla.
—Y ahora, bruja —murmuró contra sus labios—, como buen caballero que
soy, debo decirle a la dama que me preceda.
La embargó una pasión abrasadora y sintió que le ardían desde las mejillas
hasta los dedos de los pies, pero sobre todo en ese lugar situado entre los muslos.
Jamás se había imaginado tocando su cuerpo desnudo. Evidentemente, era
demasiado inocente.
—¿Que te acaricie?
El resplandor dorado del fuego iluminaba sus ojos grises. Sus deliciosos
labios esbozaron una sonrisa.
Bañado por la luz del fuego, Wyn era grande, muy guapo y muy viril, con
todos esos músculos y esa complexión atlética, y sus anchos hombros y su delicioso
torso, que se iba afinando hasta llegar a la cintura. La línea de vello oscuro que
descendía desde su ombligo y se perdía bajo sus pantalones le provocó una nueva
oleada de deseo. Diantha levantó una mano y colocó dos dedos en el hueco de su
garganta. El contacto le hizo la boca agua. Wyn inspiró despacio y ella reparó en el
movimiento de su pecho. Extendió los cinco dedos y descendió por su piel.
El placer la instó a cerrar los ojos y sintió que tenía el lugar situado entre los
muslos tan mojado como la boca. La piel de Wyn era caliente, firme y sentía los
latidos de su corazón en las puntas de los dedos mientras los desplazaba hacia un
pezón. Lo vio cerrar los ojos mientras contenía el aliento y la abrazaba con más
fuerza.
—¿A sobrevalorar?
—Diantha, sigue tocándome —la instó, sin abrir los ojos—. Tus manos...
—Hablaba con una voz muy ronca—. Te lo suplico.
La súplica tenía algo especial que Diantha reconoció, aunque estaba distraída
con su peligrosa exploración. Reconoció el deseo que también escuchó en su voz la
noche que lo abrazó. Lo obedeció. Colocó las palmas de las manos con los dedos
extendidos en su pecho y se limitó a sentir. La suavidad y el calor de s u piel. El
contorno de sus músculos que la dejaban lánguida por el deseo. Los fuertes latidos
de su corazón. Sus manos comenzaron a moverse como si supieran qué hacer por sí
solas. Le aferraron los hombros, recorrieron sus clavículas, disfrutaron de la
aspereza de su mentón y se detuvieron en su pelo. Wyn olía de maravilla. A humo
del fuego y a hombre. Diantha se puso de puntillas y siguió el rastro de sus manos
con los labios. Él le colocó las manos en la espalda, extendió los dedos y el gesto
hizo que se sintiera protegida, deseada y querida. Sabía que Wyn podía protegerla.
Lo había sabido desde el principio.
El silencio se prolongó.
—Si alguien le pidiera a Dios que creara a la mujer perfecta, tendría que
negarle dicha petición. Porque ya te ha creado a ti.
—Es que me distraigo con mucha facilidad. —La besó en los labios al tiempo
que le rodeaba la cintura con las manos y la pegaba a él.
Por fin estaban piel contra piel. Diantha sintió que sus pechos se aplastaban
contra su torso y se percató de su erección, rozándole justo allí donde más deseaba
que la tocara.
—¡A la cama!
—Esta es la realidad.
Tras desabrocharse los pantalones, Wyn se los quitó y entonces le tocó a ella
el turno de contemplarlo. En realidad, no pudo contenerse. Estaba asustada y
asombrada, y el deseo que se había apoderado de su entrepierna era casi doloroso.
En ese instante, supo sin la menor duda lo que sucedería a continuación. Su cuerpo
se lo dijo.
Wyn se acercó a ella y bajo su apasionada mirada se sintió verdaderamente
hermosa.
—Me muero por besarte —lo oyó murmurar—. En todos lados. —Le acarició
un pezón con un pulgar, frotándoselo una y otra vez de una forma maravillosa.
Después, se inclinó y lo tomó entre los labios.
—¡Sí! —exclamó ella con un suspiro—. Estaba deseando que hicieras eso
desde la noche de Knighton.
—Esa noche te traté muy mal. —Su lengua lamió el sensible pezón varias
veces—. Te toqué sin que me invitaras a hacerlo y...
Diantha parpadeó.
—Creo que sí. —Diantha miró hacia abajo—. No... está siempre así, ¿verdad?
—Si tú estás cerca, sí. —La sonrisa desapareció—. Salvo aquella noche. —La
aferró con fuerza por la cintura—. Espero que no te sientas ofendida ahora que...
ahora que sabes que no tomé tu virginidad aquella noche movido por el honor, sino
por la impotencia.
—No te creo.
—Diantha...
Wyn jadeó cuando cerró los dedos en torno a su miembro. Era tan duro como
parecía, tan suave y tan caliente como lo que ella sentía entre los muslos.
—Lo sé —replicó ella con un hilo de voz—. ¿Me lo harás algún día?
—Nunca más.
—Pero...
—Pero todavía hay más. —Diantha echó la cabeza hacia atrás, aceptando sus
besos en la garganta al tiempo que deslizaba los pies por el cobertor y lo sentía tan
dentro, tan duro y tan unido a ella—. ¿Verdad?
—Mucho más. —Sus ojos grises relucían como los diamantes—. Déjame
enseñártelo.
—Sí.
Wyn se mostró muy paciente. Pero era un gran instructor. Y ella era una
alumna aventajada. Mientras la tocaba y despertaba en su cuerpo un deseo que a su
vez avivaba el suyo, Diantha aprendió que los placeres de la carne podían
convertirse en una tortura que llevaba al borde de la desesperación. Sin embargo,
las emociones que sentía también procedían del corazón. Porque entre los besos y
las caricias, solo perdió el control cuando lo escuchó murmurar su nombre.
—¡Ay, no! —Le clavó los dedos en la cintura, pegándolo aún más a ella y
desando que siguiera y siguiera—. Bésame para que deje de gritar.
Wyn la besó. Después, le aferró una rodilla y la instó a colocar dicha pierna
en torno a su cadera. Eso le encantó, el hecho de que la intimidad pudiera ser aún
mayor a medida que sus cuerpos se acariciaban y se rozaban. El calor se hizo
abrasador mientras él aumentaba el ritmo de sus embestidas, tan tenso que sus
músculos le parecieron piedras. En un momento dado, se hundió hasta el fondo en
ella, y la llevó de nuevo al éxtasis.
—¡Ooooh!
Wyn cerró los ojos, la abrazó con fuerza y se quedó quieto, salvo por la parte
de su cuerpo que estaba enterrada en ella.
Cogió una manta y la cubrió con ella, permitiéndose acariciar de nuevo esa
piel sedosa. Hacía mucho tiempo que no se permitía tocar a una mujer de esa forma.
Hacía mucho tiempo que no se creía merecedor de un placer tan sencillo y sincero.
—Ya te lo he dicho, bruja. —Le acarició la mejilla, suave como el rocío, con el
dorso de los dedos—. Tengo una memoria infalible.
Ella lo miró.
—¿Eres un espía?
—No.
Ella sonrió, mostrándole los hoyuelos, y enarcó las cejas con gesto travieso.
—Ah. ¿Había hermanos con los que pasaste parte del tiempo en Brennon
Manor? —Los hoyuelos consiguieron que sus ojos no bajaran de su cuello, pero
también que su anhelo se multiplicara. Le encantaría acariciarlos con la lengua
antes de recorrer otras zonas. Todas las zonas de su cuerpo. La conocería por
completo—. ¿Tengo motivos para sentirme celoso?
—Sí. —Se merecía mucho más que un escándalo y un velo de viuda. Durante
cinco años, solo había tenido un objetivo: acabar con un duque. En ese momento,
era incapaz de recordar el motivo.
—¿En serio? —Los labios de Wyn, que estaban contra su cuello, esbozaron
una sonrisa.
—Es un animal muy valioso. —Owen tenía un talento natural con los
caballos. Él no tardaría mucho en volver y Guyther supervisaría la situación—.
¿Estás seguro de que quieres asumir la responsabilidad?
—¡Sí, señor!
Escuchó que Diantha se acercaba antes siquiera de verla, sus pasos eran
ligeros.
—He visto que volvías con Galahad. No... ¡No te levantes! —Se dejó caer de
rodillas junto a él, mientras la luz del sol se derramaba sobre su pelo—. Me ha
sorprendido que salieras a cabalgar cuando vamos a ponernos en marcha hoy.
—Supuse que estarías durmiendo. —Le cogió una mano y se la llevó a los
labios. Ella le colocó la otra sobre el pecho y lo instó a tumbarse de nuevo en el
heno.
—No podía dormir. —Tenía una expresión muy decidida en esos ojos azules
y los hoyuelos bien a la vista. Se le subió encima—. Estaba soñando con lo que
hicimos anoche y al final acabé por despertarme.
Diantha se sentó a horcajadas sobre sus caderas, con las faldas alrededor de
los muslos.
—No quiero comer.
—Haces que esto sea maravilloso —susurró ella, casi con timidez, con los
párpados entornados.
Wyn le colocó una mano en la nuca y la instó a inclinarse más. Sus labios eran
tan dulces esa mañana como lo fueron la noche anterior. De hecho, lo eran aún más.
—La idea es que sea así, bruja —murmuró al tiempo que le enterraba los
dedos en el pelo.
—No eres un hombre muy orgulloso, aunque supongo que tú crees que sí. Y
si el sexo es tan placentero de forma natural, ¿por qué tantas mujeres casadas van
por la vida insatisfechas y con la cara avinagrada?
—Ay, por favor, quítatelos —le pidió con un hondo suspiro al tiempo que se
pegaba a él—. Quiero tocarte.
—Solo porque te obligué. —Lo tocó y la emoción del contacto la recorrió por
entero. Tocarlo no era un sueño. Trascendía lo sublime.
—Nadie me obliga a hacer algo que no desee. —Se cogió los faldones de la
camisa.
—¡No me toques! —Wyn se volvió a toda prisa y le aferró la muñeca con una
fuerza brutal.
—No.
—Ciertamente.
—¿Con un atizador?
—Porque leía libros que ellos no leían. —Soltó una carcajada amarga—.
Porque leía libros, sin más.
Wyn apoyó los labios en su frente y se quedó quieto mientras ella lo rodeaba
con los brazos y metía las manos por debajo de la camisa.
—Uno. Dos. Tres. —Sus dedos exploraron la piel dañada sobre la columna,
donde el dolor debió de ser agónico—. Cuatro. Cinco. Seis.
—Siete. —Le acarició la mejilla con la suya—. La primera vez, estaba leyendo
un libro sobre las siete maravillas del mundo antiguo. Después de eso, les hacía
gracia intentar reducir sus esfuerzos al camino ya conocido. Verás, tenían que
demostrar su puntería pese al whisky consumido.
Diantha lo besó en el hombro, apartando la tela para poder rozarle la piel con
los labios.
—Me gusta el heno mohoso. —Le mordisqueó la barbilla sin afeitar. Tocarlo
y verlo de esa manera, cuando no estaba acicalado a la perfección, le provocaba
unos vuelcos en el corazón deliciosos, aunque un poco raros—. Claro que supongo
que debería rendirme a la vasta experiencia del elegante caballero londinense.
Ella se estremeció y echó la cabeza hacia atrás. El sol brillaba con fuerza a
través de la portezuela del establo. En algún lugar no muy lejano, los ladridos de un
perro se mezclaban con los trinos de los pájaros.
—¿Tiene experiencia haciendo el amor en montones de heno, señor Yale?
—¿Se llevará una gran decepción si le contesto que no, señorita Lucas?
—Una vieja costumbre. —Su pulgar se coló por debajo del corpiño—. Tendré
que remediarla. —La acarició.
—Diantha...
—¿Tenemos que irnos esta mañana? —Le acarició el torso con las manos—.
Tengo la intención de llegar a Calais lo antes posible, pero me gusta este lugar. Será
difícil marcharnos, sobre todo ahora que brilla el sol. —Sonrió contra su mentón—.
Me alegro de habernos perdido en este sitio.
—¿Qué?
—Alguien... ¿Aquí?
La cogió de la mano y ella se puso en pie. Wyn la ayudó a quitarse las briznas
de heno de las faldas antes de recoger su chaleco y su chaqueta. En ese momento,
ella escuchó los cascos de los caballos y el traqueteo de las ruedas del carruaje sobre
el camino empedrado.
—Ay, no. ¿Crees que los dueños han vuelto? Si nos hubiéramos ido hace una
hora...
Él la observó.
—Vuelve a la casa por el sendero que rodea el cobertizo. Que la señora Polley
te ayude a vestirte como es debido.
Wyn no se había movido y tenía una expresión muy seria, de modo que la
inquietud se apoderó de Diantha. Miró el carruaje una vez más.
—Y... tiene ruedas azules. Qué raro, pero creo... creo que reconozco el
carruaje.
—Sospecho que ya lo has visto en Savege Park. —Por fin se puso a su lado—.
Pertenece a los condes de Blackwood.
—Milady —dijo Wyn al tiempo que aceptaba la mano que le había tendido la
condesa—, está usted preciosa pese a las incomodidades del viaje.
—En ese caso, hemos llegado justo a tiempo. —La sonrisa de Kitty lo
desarmó por completo—. Wyn, tienes buen aspecto. Y tu casa es preciosa aquí
escondida en este valle como si fuera un monasterio. ¿Qué significa Abbaty Fran
Ddu?
El conde carraspeó.
Kitty estaba al tanto de la existencia del Club Falcon, pero no lo sabía todo,
como por ejemplo los nombres en clave que el director les había asignado hacía
años a sus cinco agentes. En aquel entonces, Wyn solo compartió la información con
su tía abuela, y ambos se echaron unas buenas risas por la coincidencia. Les pareció
adecuado. Como si fuese obra del destino.
—No somos espías —la contradijo su marido—. Yale, ¿en qué lío te has
metido?
—Leam, ¿de verdad es necesario esto? —Kitty tomó a su marido del brazo—.
Wyn, en serio, la curiosidad me está matando. A Leam también, porque de lo
contrario no estaría aquí. Tu nota, que por cierto recibimos justo cuando llegamos a
la casa de Londres, era demasiado concisa. Llegamos a la ciudad el miércoles.
—Gracias por venir tan pronto, milady —dijo Wyn, que miró a Leam—.
Milord...
—Eso parece. Pero llevo cuchillos y pistolas escondidos. ¿Qué llevas tú?
—Eso es lo que más preocupa, lo que lleve encima —terció Kitty con un brillo
socarrón en los ojos—. Por supuesto que hemos venido lo antes posible, por el bien
de Diantha, tal como deseabas que hiciéramos. Y ahora acompáñanos al interior de
esta preciosa mansión. ¡Las rosas están en plena floración! Es un jardín divino. ¿Por
qué no nos has invitado antes a este lugar?
La señora Polley puso los ojos como platos, pero se marchó a toda prisa
después de saludar con una genuflexión.
—Si tú supieras...
—¿Qué es lo que hay que saber, Wyn? —Kitty se acercó a la ventana para
echar un vistazo al exterior.
—Se negó. Dijo que no podía dejar a una mujer casada y a una virgen en
manos de un espía galés mientras viajaban por los páramos camino de Londres.
—Wyn, ¿sigue siendo virgen? ¿Es ese el embrollo del que la has rescatado?
¿Ese tipo de embrollo en el que las jóvenes impetuosas acaban metidas de vez en
cuando?
Leam comenzó a tamborilear con los dedos sobre el brazo del sillón mientras
contemplaba a su mujer con expresión pensativa.
—Siento mucho que hayas tenido que hacer un viaje tan largo por mi culpa.
—Diantha se colocó de forma que le daba la espalda a Wyn. Estaba muy pálida—.
He traído poco equipaje y estaré lista para partir en cuanto lo decidáis, aunque
supongo que antes querrás descansar del viaje.
—De hecho, anoche nos detuvimos en una posada que está apenas a cinco
kilómetros de aquí y he dormido estupendamente. —Kitty miró a Wyn, tras lo cual
miró de nuevo a Diantha—. ¿Qué tal si primero tomamos un poco de té?
—Como quieras, Kitty —respondió Diantha con voz apagada, si bien miró a
Wyn de reojo con mucho disimulo antes de bajar la mirada.
—Me asombra que un hombre que se pasó años fingiendo ser un viudo
apesadumbrado, cuando no lo era en absoluto, para granjearse la confianza de las
mujeres me critique al respecto.
Leam frunció el ceño. La luz que se filtraba por las ventanas resaltaba el
mechón de pelo blanco.
—Wyn...
—Leam, como vuelvas a llamarme por mi nombre de pila otra vez, vas a
tragarte sin masticar las tortas de avena y leche de la señora Polley.
El conde sonrió pero siguió observándolo con atención. Los años de amistad
y compañerismo fueron evidentes en su mirada.
—Es que veo delante de mí a un desconocido sin afeitar y sin corbata que
habla de sentido común y que no tiene ni gota de alcohol en la casa. —Enarcó las
cejas—. ¿Qué has hecho?
—¿Por qué estás tan seguro de que con nosotros no tendrá escapatoria?
—Sospecho que has inventado una historia para explicarle a lord Carlyle el
hecho de que su hijastra llegue a Londres con vosotros.
—Antes de partir de Londres, Kitty le envió una nota a lady Savege. Serena le
dirá a Carlyle que nos ha pedido el favor de que nos desviemos hasta Brennon
Manor de camino a Londres para recoger a la señorita Lucas, así les ahorramos el
viaje a los criados de lord Carlyle.
—Ah.
—Es poco posible que el barón repare en ese tipo de detalles —respondió
Blackwood—. Es un padre negligente.
—Os seguiré hasta Londres en cuanto zanje ciertos asuntos que tengo
pendientes aquí.
Wyn salió al jardín y vio que las damas paseaban entre los setos tomadas del
brazo.
—Como desee.
—Kitty dice que les enviaste una nota hace más de quince días. —Diantha
hablaba con voz tensa. Su postura también era rígida. Se encontraban a la sombra
del gran roble que se inclinaba sobre el patio.
—Sé que el señor Eads nos estaba siguiendo de verdad. Pero no fue fortuito
que acabáramos en este lugar, ¿verdad?
—Hace cinco años, heredé esta propiedad tras la muerte de mi tía abuela. La
Abadía me pertenece.
—¿Es tuya? —Abrió los ojos de par en par—. Cuando llegaron Kitty y lord
Blackwood, me dio la impresión de que conocías demasiado bien la propiedad,
pero... —Tomó una honda bocanada de aire y le dio la espalda con brusquedad—.
La gente del pueblo debe de conocerte.
—Podría decirse que algunos me han visto crecer. Desde que cumplí siete
años, esta casa se convertía en mi hogar durante los meses de verano.
—Mi tía abuela me las dictó y yo las escribí cuando era pequeño, para
tenerlas presentes cuando me convirtiera en un hombre. Como comprobarás, mi tía
no tuvo tanto éxito como esperaba. Porque me atengo a dichas reglas cuando me
conviene.
—¿Sabes lo que creo? —Lo miró echando chispas por los ojos—. Creo que te
gusta fingir que las reglas son muy importantes para ti a fin de justificar tu
existencia deshonesta y clandestina. Sin embargo, es un engaño. Esas reglas
establecen principios decentes y honestos, pero tú no deseas reglas que rijan tu vida,
de la misma forma que yo tampoco quiero reglas en mi vida, y por eso tiras por la
borda todo lo que significan y después te sientes con el derecho a decir que no eres
un buen hombre. —Meneó la cabeza—. Mi madre solía hacerles eso a mis hermanos,
y también me lo hacía a mí. Usaba las cosas buenas y las retorcía hasta que parecían
malas.
Wyn no había visto ese brillo jamás cuando hablaba con él, solo cuando se
dirigía a los demás. Un brillo deshonesto. Su mente comenzó a trabajar a marchas
forzadas. Diantha le estaba ocultando algo. El hecho de que no se hubiera dado
cuenta antes ponía de manifiesto lo mucho que ella lo trastornaba. La había visto
inventar historias para lograr que los demás hicieran su voluntad y, sin embargo, su
arrogancia y el deseo que sentía por ella le habían impedido ver que también podía
hacer lo mismo con él. Desde el primer día.
—Diantha...
—Te has reído de mí. —Se alejó de él—. Te has reído de mí desde el
principio.
—No, no lo he hecho.
«A Calais», pensó.
—¿Cuándo?
Debería habérselo dicho, sí. Desconocía por qué no lo había hecho. Tal vez
porque temía perderla cuando no se encontraba lo bastante bien como para ir tras
ella. Pero a esas alturas nada podía hacer para cambiar las cosas. Diantha se sentía
traicionada, y con razón.
—Las reglas tienen poco que ver con esto. Por mi parte y por la tuya.
Tal es la admiración que siento por usted que no puedo ocultar las noticias:
he perdido a otro miembro del Club Falcon. Dado que usted se ha convertido en
una experta en rastrear a mis compañeros de club, me pregunto si podría
convencerla de que buscara a esta y la trajera de vuelta al rebaño. Es difícil no verla:
camina encorvada, lleva bastón y es miope. No tengo la menor idea de dónde se ha
metido. Tal vez sus habilidades detectivescas nos ayuden a resolver la situación.
Peregrino
Secretario del Club Falcon
A Peregrino, a secas:
Lady Justice
Mi queridísima dama:
Corromperme con usted sería como vivir el cielo en la Tierra. Ponga la fecha,
la hora y el lugar. Yo llevaré una rosa roja y mi ardor.
A sus pies,
Peregrino
Querido Peregrino:
Gorrión
—Mi padre no tiene por qué saber la verdad —dijo lady Savege en voz baja—.
Le diremos que Diantha y Wyn retomaron su amistad aquí en la ciudad nada más
llegar y que él le declaró su amor de inmediato.
—Nadie más necesita estar al tanto de tu viaje. Solo nosotras tres, Alex y
Leam. Wyn me ha asegurado que la señora Polley también guardará silencio.
—Miró a Diantha con interés. Aunque no habían hablado de Wyn durante el viaje
hasta Londres, Kitty debía de sentir curiosidad sobre los detalles del tiempo que
habían pasado en la Abadía.
—Diantha, es una de las personas que más aprecio en este mundo. Kitty y
Viola opinan lo mismo. —Su hermana hablaba con una serenidad que Diantha
siempre había admirado—. No alcanzo a entender por qué te escapaste de casa de
Teresa cuando sois tan amigas, ni tampoco por qué te muestras tan reticente con el
cortejo del señor Yale. De todas formas, ya no hay marcha atrás.
Al día siguiente, Tracy llegó del campo y apareció en la casa mientras Serena
dormía una siesta con el bebé. Diantha se puso un vestido de paseo con un delicado
volante y una elegante pelliza de terciopelo, y su hermano la llevó de compras en su
faetón. Londres le pareció estar conformado por un sinfín de calles y de edificios, de
caballos, carretas, carruajes, vendedores y pilluelos que corrían de un lado para otro.
Tal vez habría disfrutado más de la experiencia si no se hubiera pasado todo el rato
preguntándose si cierto galés habría caminado por esa acera alguna vez y si habría
mirado los escaparates de las tiendas que ella visitaba.
—Estás muy guapa, Di —le dijo Tracy con una sonrisa mientras caminaba
tomada de su brazo—. Mucho más guapa que antes con todos los granos. No tanto
como Chare, por supuesto...
—Quiero hablar con ella, Tracy. —Allí estaba. El dolor que le provocaba la
deshonestidad.
Mientras viajaba con Wyn le había parecido fácil ocultarle la verdad que
descubrió en el molino. En ese momento y a tenor de todo lo que él le había
confiado sobre sus padres y sus hermanos, se preguntó si él habría simpatizado con
ella de haberle confesado por qué necesitaba hablar con su madre.
—Te va a resultar difícil. Más bien será imposible, teniendo en cuenta que no
sabemos dónde está. —Le dio unas palmaditas en una mano y, después, saludó con
una inclinación de cabeza a unos caballeros que caminaban en dirección contraria a
la suya.
—Tracy, ¿está bien visto que los caballeros de la ciudad les sonrían a las
damas con las que se cruzan por la calle?
—No a todas. Acabo de decirte que estás muy guapa. Te acostumbrarás con
el tiempo. Todas las jóvenes lo hacen —le aseguró con una sonrisa.
—A ver, que conste que quiero a Chare tanto como te quiero a ti, pero ella
también tiene sus propios problemas, te lo aseguro.
—¿Eso hacía?
—Es que ya has sufrido bastante con eso de que mamá se marchara como se
marchó. —La voz de Tracy era muy seria—. Mereces ser feliz. Hemos acordado una
magnífica dote que atraerá a los cazafortunas habituales, pero que me parta un rayo
si no te entrego a un hombre que sea adecuado para ti.
Una hora más tarde, Tracy se encontraba en el salón, con el rostro lívido
mientras miraba a Diantha.
—Hace años que no lo veía tan molesto —dijo Serena—. ¿Qué narices le pasa
con Wyn?
—No. —Diantha se retorció las manos, que tenía en el regazo. Tracy acababa
de darle a Wyn una salida para eludir la responsabilidad que lo ataba a ella.
—¿Por qué tarda tanto Wyn en venir a la ciudad? —le preguntó Alex a
Diantha, que decidió responder con la verdad.
—Pues sí. Pero supongo que después de haber pasado quince días viajando
con él, conozco mejor sus deseos al respecto que vosotras. —Se puso en pie y
descubrió que le temblaban las piernas—. Hizo todo lo posible para convencerme
de que regresara a Brennon Manor. La verdad, solo le faltó atarme y llevarme de
vuelta a casa por la fuerza. Me ayudó porque se sintió obligado y me pidió
matrimonio porque era lo más honorable, pero no quiere este matrimonio y yo no
quiero forzarlo. La decisión de Tracy puede parecer incoherente, pero obligarlo a
que cambie de opinión tal vez sea un error. —Inspiró hondo—. Espero que ambos
lo entendáis. Estoy segura de que el señor Yale se alegrará cuando lo sepa. —Salió
del salón y se marchó a su dormitorio. Una vez allí, se acercó a la ventana y, con la
vista clavada en la calle, se preguntó por qué Wyn tardaba tanto en llegar a
Londres.
Diantha observó a lady Emily. Su perfil clásico, su piel clara, sus tirabuzones
de color rubio platino sujetos por sencillas horquillas en un recogido sin
pretensiones. Se proclamaba una intelectual y una solterona, aunque no tenía más
de veintitrés años. Se vestía con sencillez, pese a la fastuosidad de sus padres, y
exigía que la llamaran Cleopatra. Además, su dama de compañía era la mujer más
elegante que Diantha había visto en la vida.
—Pues sí. Casi todos son niños que habitan el cuerpo de un adulto, proclives
a enzarzarse en juegos tontos, a la indulgencia excesiva y a la crueldad ocasional
hacia sus amigos o hacia los desconocidos por igual.
—Sí. —Tenía la costumbre de mirar a las personas con una expresión que
parecía pensativa, siempre con el ceño fruncido por encima de sus anteojos de
montura dorada.
—Qué curioso.
—La terraza estaba vacía, así que empecé a bailar yo sola. Después, salió un
grupo de jóvenes caballeros. Los conocía a casi todos desde hacía años. Eran
muchachos que vivían cerca de casa, así que les pregunté si querían bailar. Sé que
una dama no debe hacer algo tan atrevido, pero estaba tan emocionada por la
música y por la boda que me salté... las reglas.
—Me dijeron que jamás bailarían conmigo, aunque fuera la única mujer en
varios kilómetros a la redonda. Me dijeron que con mi vestido blanco, mis granos y
mis curvas parecía una oveja, e hicieron algunos gestos groseros. La verdad es que
no debería haberle dado importancia. —Sin embargo, poco antes de que su madre
se fuera de casa, esta le había dicho que estaba tan oronda como una oveja—. Pero
me puse a llorar delante de ellos, mientras se reían de mí.
—¿Todos ellos?
—Un poco.
—Él también había bebido. Pero me ayudó. —Lo había escuchado todo desde
la sombra de un árbol que se alzaba junto a la terraza, desde donde había pasado
desapercibido para los demás hasta que se acercó—. Les dijo que se fueran y ellos lo
obedecieron. Después, hizo gala de una gran caballerosidad. —La invitó a bailar y
se convirtió, irremediablemente, en su héroe.
Lady Emily pareció reflexionar al respecto.
—Tal vez un hombre deba poseer un corazón cruel para demostrar crueldad
cuando ha bebido.
—No. ¿Y usted?
—Señorita Lucas, no me cabe la menor duda. Verá, hace unos años también
me ayudó a superar una situación difícil. Tenía problemas para convencer a mis
padres de que no deseaba casarme con el hombre que ellos habían elegido. El señor
Yale fingió cortejarme para que así mis padres olvidaran a su candidato.
—¿Qué?
—Lo que quiero decir es que debió de sentirse muy satisfecha con el cortejo
de un hombre como el señor Yale, aunque fuera fingido.
Wyn viajó hasta Yarmouth, avanzando hacia el noreste tan rápido como
podía la potrilla. Era una locura. Porque se encontraba realmente mal. Las
medicinas de Molly Cerwydn lo aliviaban en parte, pero sin la cura del cuerpo de
Diantha, el ansia lo embargaba de nuevo. Si Duncan aparecía en algún punto del
camino, era hombre muerto.
Sin embargo, sabía que Duncan no aparecería. Pese a las palabras de Diantha
sobre la honorabilidad del escocés, si Duncan hubiera querido acercarse a él, lo
habría hecho en la Abadía, aprovechando su debilidad. Los hombres de acción no
se guiaban por la conveniencia de las jovencitas.
Londres
Estimado señor Yale:
He recibido su carta y la he leído con gran interés, junto con las otras dos que
también me han llegado a lo largo de estas dos semanas solicitando la mano de mi
hijastra. Por desgracia, no puedo prometerle nada. En tres ocasiones previas, he
intentado orquestar el futuro matrimonial de mis hijas, y mis esfuerzos siempre han
sido infructuosos. Las tres están casadas con hombres que yo no elegí. Por suerte,
los aprecio a todos. De modo que dejaré que sea Diantha la que decida con quién
compartir su felicidad conyugal. A la postre, siempre prevalecerá la Opinión
Femenina.
Le deseo toda la suerte del mundo. Tenga en cuenta que sir Tracy Lucas es su
tutor legal y que es a él a quien debe solicitar la mano de la señorita Lucas, no a mí.
Atentamente,
Charles Carlyle,
Barón
—¡Wyn! ¡Has vuelto! —Le tendió la mano y él se inclinó sobre ella. La sonrisa
que había convertido a hombres inteligentes en idiotas redomados apareció en su
cara.
—De saber que serías la primera dama que iba a ver al volver a la ciudad,
habría vuelto antes. —La primera visita lo había decepcionado. El mayordomo de
los Savege le había informado de que Diantha no regresaría en varias horas. De
modo que había acudido al Despacho Secreto para averiguar todo lo que pudiese.
—¿Y...? —Ella se volvió de nuevo hacia el archivador. Dado que era la hija de
un duque, Constance era recibida en todas las casas. Utilizaba su popularidad para
su trabajo en el Club Falcon—. ¿Dónde...?
—He ido a ver a un hombre para llevarle un caballo. Pero supongo que ya lo
sabes.
—Todavía estoy celosa porque Colin te asignara esa misión. ¿Lady Priscilla es
tan bonita como dicen?
—Todavía más. Nuestro augusto secretario te habría enviado, seguro, de
haber creído que te gustaba jugar a las cartas, beber brandy y revolcarte con
jovencitas ligeras de ropa.
—Déjame decirte que te pones muy guapa cuando estás enfadada. Creo que
voy a tener que enfadarte más a menudo.
—¿Cómo crees que me he enterado de ese rodeo tan inusitado que has dado?
Ella lo miró a los ojos un buen rato. A continuación, se sentó en la única silla
del despacho y se llevó una mano a la frente con gesto contrariado.
—Es un vestido demasiado bonito como para sufrir de ese modo, cierto.
—Wyn, estaba preocupada por ti. Sigo preocupada. Llevabas mucho tiempo
sin ponerte en contacto con nosotros, aunque estabas en la ciudad. Ni siquiera con
Leam. ¿Te vas a quedar en Londres una temporada?
Sus amigos creían que estaba empecinado en destruirse, y tal vez fuera
verdad la última vez que lo vieron. Pero ya no.
—No envió a nadie a buscarme porque quiere saber si lady Justice conoce mi
identidad o no.
—Si quieres saber lo que opina tu primo sobre este asunto, te recomiendo que
se lo preguntes a él, querida. Ahora, aunque estoy encantado de volver a disfrutar
de tu compañía, tengo que llevar a cabo una tarea esta tarde y solo dispongo de
unas cuantas horas para ello.
—Nunca lo has sido —replicó ella con voz dulce—. Y creo que ya nunca lo
serás.
—¿Qué se supone que me quieres decir con eso? —preguntó con voz ronca
mientras que ese corazón del que se suponía que carecía latía a un ritmo frenético.
—Solo que Colin te ha dejado una carta para que la leas. Pero mejor que te lo
explique él. —Se dirigió a la puerta—. Si vuelves a irte de Londres sin decírmelo, te
juro que enviaré a alguien a buscarte. O tal vez vaya yo en persona. Colin me ha
confinado a trabajos en la ciudad, pero si vuelves a enfurecerme de esta forma, me
convertiré en una cazadora vagabunda como tú, y como lo fueron mi primo y Jin.
Te lo juro.
Teresa estaba sentada a su lado, en otra silla de brocado dorado, con sus
lustrosos rizos cortos recogidos por una redecilla blanca de perlas del mismo color
que su níveo vestido. Su amiga asintió con la cabeza y gesto serio.
Teresa tenía los ojos abiertos de par en par y parecían dos preciosos
nenúfares.
—Creo que voy a llorar del alivio. Di, me alegro muchísimo de que estés
bien.
—No fui a Calais. Fui a... Ay, es una historia muy larga. Mejor te lo cuento
después. —O nunca. ¿Cómo contarle a Teresa lo que había pasado?—. Háblame de
cómo te va en la ciudad. ¿Ha sido maravilloso?
Diantha sintió que le ardían las mejillas. Una reacción que no le sucedía antes,
cuando Teresa le contaba sus historias. Pero ya sabía lo que era compartir esa
intimidad con un hombre. Todo había cambiado.
—Me dijo que eso era lo que más le gustaba de mí y que quería tocarlos.
Teresa suspiró.
—Es el baile más esperado de la temporada social. La tía Hortensia dice que
lady Beaufetheringstone lo ha decorado todo en oro para celebrar la coronación del
nuevo rey y en negro para simbolizar el luto por la muerte del antiguo. Pero se
rumorea que los crespones negros no son en honor al antiguo rey, sino por esa farsa
de juicio que el nuevo rey le ha hecho pasar a la reina por su infidelidad. Por
supuesto, todo el mundo dice que la reina es inocente.
—¡Es él! —Y lo pronunció con un tono de voz que sugería que estaba
reverenciando a un dios.
Sin embargo, el hombre que se encontraba solo junto a las puertas francesas,
con la vista clavada en Teresa, no era un dios. Era un escocés muy corpulento, con
unos ojos azules de expresión recelosa y con tendencia a manosear a las damas
cuando quería que hicieran su voluntad.
Le resultó increíble que el señor Eads pudiera tener tan buena planta cuando
se arreglaba. Llevaba el largo pelo negro recogido en una coleta y lucía un frac
negro sobre el kilt de su clan, calcetines y relucientes zapatos. Sin embargo, seguía
siendo muy grande, seguía siendo un asesino y... si se encontraba en Londres, tal
vez Wyn también estuviera en la ciudad. La idea le provocó alegría y dolor a partes
iguales.
—Te, ven conmigo —susurró, pero la música ahogó sus palabras y Teresa no
le prestaba atención.
Diantha la cogió del brazo y la obligó a mezclarse con los invitados hasta
llegar al centro de la multitud.
—¿Qué diantres has querido decir con eso de que es él? —Detuvo a su amiga
junto a la pista de baile.
—No seas tonta. A todos los hombres les gustan los pechos.
—Un momento. Acabas de decir que esta noche iba a conocer a un apuesto
caballero que admiraría mis pechos. —Volvió la cabeza para mirar hacia las puertas
de la terraza. El señor Eads la seguía mirando fijamente. Soltó un suspiro de placer.
—¿Alejarte de él? Pero si acabas de verlo. Lo has mirado una sola vez.
—¡Espera un momento! ¿Tú te vas a vivir una aventura épica para salvar a tu
madre pero a mí no me puede gustar un caballero que me llama la atención?
—Teresa entrelazó los dedos por delante del cuerpo—. Eres una hipócrita integral,
Diantha Lucas.
—Lo soy.
—¿Lo admites?
—Pues claro que lo admito. Pero, Te, de verdad que no debes tener en cuenta
a ese caballero. Verás, lo conozco. Muy poco. Y no creo que...
—¿Que te presente a quién, querida niña? —La dama que se les acercó iba
cubierta con metros y metros de tul, a juego con el techo y las paredes. En la cabeza
llevaba un turbante con una pluma dorada de avestruz y un enorme alfiler con
piedras preciosas, y en las manos, enfundadas en guantes de los colores de un pavo
real, lucía un abanico oriental pintado con la cara de un caballero—. Vamos, ¿a
quién quieres conocer, querida? Ese palo larguirucho de ahí no se merece tus
suspiros... es un primo tercero y un jugador empedernido. Pero cualquier otro
caballero presente esta noche será merecedor de la adoración de una muchacha con
tan exuberantes atributos.
¿Qué sabía Wyn acerca del señor Eads, de lord Eads en realidad, que no le
había contado? Le dolió. Y no quería que le doliese, no por culpa de un hombre que
al parecer la había abandonado a su suerte.
Se dio la vuelta y echó a andar a ciegas hacia las puertas francesas. Tenía que
hablar con lord Eads. Debía asegurarse de que Wyn estaba a salvo, aunque no la
quisiera. Se había dado cuenta de ese hecho un poco tarde. Cuando ya no tenía
esperanza. Lo perdonaría si aparecía en Londres. Se lo perdonaría todo. Y le
suplicaría que la perdonase a ella.
—Por fin te encuentro, hermanita. Estás muy guapa esta noche. Musgrove y
Halstead llevan toda la noche pidiéndome que te presente.
Saludó a los amigos de Tracy, sonrió al escuchar sus halagos y les prometió
sendos bailes, pero apenas les prestó atención. Aquejada de una debilidad
mezclada con un trágico anhelo, dejó que sus ojos vagaran por el salón de baile y, a
través de un hueco entre los invitados, se encontró con la mirada de lady Emily
Vale. Se obligó a esbozar una sonrisa que no sentía.
Diantha relucía bajo las velas de las arañas, vestida no de blanco virginal
sino de dorado, como la luz que se reflejaba en su pelo. Las capas que conformaban
sus faldas refulgían gracias a la habilidad de alguna modista y se agitaban en torno
a sus pies cuando los bailarines pasaban frente a ella. Parecía ajena al resto de los
invitados, y también parecía ajena al hecho de que lo estaba contemplando con esos
labios sonrosados separados, mientras un suave rubor se extendía por sus mejillas,
por su cuello y por la curva de sus pechos.
—Buenas noches, señorita Lucas. —Le hizo una reverencia sin dejar de
sonreír. Lo deslumbraba aun estando enfadada.
—Por supuesto que te he oído. Estoy justo delante de ti. —Pero no lo bastante
cerca. Su aroma a sol estival lo envolvía mientras contemplaba cómo esas manos,
que lo habían explorado con total confianza, aferraban sus faldas.
—Sé que me has oído. Me estaba limitando a enfatizar que lord Eads está
aquí. Y esta es la tercera vez que lo digo.
—Lo entiendo.
—¿Quiénes son, Diantha? A tu hermano lo conozco, pero a los otros no. ¿El
señor Hache se encuentra entre ellos?
—¿Funciona?
—¿Has oído que he dicho tres veces que lord Eads está aquí?
—¿Y por qué no te preocupa tanto como a mí? —Su tono de voz se había
alterado y su preocupación parecía genuina.
Los celos lo invadieron, unos celos abrasadores, que era justo lo que ella
pretendía, la muy bruja. Carlyle no había mencionado a Highbottom en su carta,
pero tal vez hubiera hablado con Tracy Lucas. Sin embargo, ese coqueteo era algo
nuevo en ella y ansiaba saber por qué lo estaba empleando.
—No lo he visto. Dejé allí a Lady Priscilla y vine a Londres lo más rápido que
pude.
—Ah. —Diantha frunció el ceño, hizo un mohín con sus deliciosos labios y su
fachada se derrumbó—. No creas que puedes aparecer como si tal cosa por aquí, tan
guapo y elegante con tu atuendo londinense, y que yo voy a olvidarlo todo. Creo
que todavía estoy enfadada contigo.
—Diantha...
—Me gustaría que no me llamaras así. Para todos estos caballeros soy la
señorita Lucas y sin duda habría sido mejor que para ti también lo hubiera seguido
siendo.
—Esos caballeros, mucho me temo, no te han visto borracha como una cuba.
Esos ojos azules relucieron. Y ese brillo la convirtió en la mujer que había
visto trepar a un árbol, en la mujer a la que habían besado por primera vez en un
establo, en la mujer que había cambiado su vida aunque él se había resistido en
todo momento.
—Quiero decir que estás muy bien. Que estás... —Esos ojos azules
recorrieron sus hombros y su torso, y volvió a ponerse colorada—, bien.
—¿Una pregunta?
Wyn le aferró los dedos, cubiertos por un guante gracias a Dios, y tras
inclinarse hacia ella susurró:
—Te he dicho la verdad. No creo que represente una amenaza para mí.
—Me temo que no puedo evitarlo. Este asunto me crispa. Al ver que no
venías a Londres de inmediato, me imaginé todo tipo de... todo tipo de... —Volvió
la cara.
Aunque debería seguir su mirada para ver qué le había llamado la atención,
Wyn fue incapaz de apartar los ojos de esos labios sonrosados y entreabiertos. En
ese momento, un suspiro se escapó de dichos labios y él imaginó que le rozaba la
piel. Casi podía saborearla, casi podía sentir ese cuerpo entre sus manos, casi podía
sentir las caricias de esas manos sobre su piel. El recuerdo de esas maravillosas
manos borró todo lo demás salvo el deseo de tenerla bajo su cuerpo.
Wyn apartó los ojos de ella. Dos damas fantasmagóricas ancladas en otro
siglo hicieron su aparición, vestidas con encajes amarillentos y joyas deslustradas.
—Jamás se me habría ocurrido que pudiéramos encontrárnoslas aquí.
—Diantha le colocó la mano en el pecho de forma impulsiva y a Wyn solo se le
ocurrió una solución para atajar sus acuciantes necesidades.
—Señora Dyer, ¿le apetece bailar? —Le agarró una mano, con la otra le aferró
la cintura y la llevó a la pista de baile.
Diantha se habría echado a reír de no ser por la preocupación que sentía. Sin
embargo, la felicidad que comenzaba a extenderse por su interior demostró ser más
fuerte. Wyn había ido a Londres, no se encontraba en peligro y estaba bailando con
ella.
Sus brazos eran fuertes y su propósito, tal como descubrió al cabo de unos
minutos, firme. Con una gran soltura, cruzó la pista de baile sorteando a las demás
parejas a fin de alejarse de las hermanas Blevins. En realidad, no estaban bailando.
Estaban huyendo.
—Lady B es una anfitriona mucho más liberal que dichas damas. —La guio
por la pista de baile y, después, se internaron entre los grupos de invitados que no
bailaban, momento en el que le colocó la mano en su brazo—. A las pruebas me
remito.
Una de las puertas francesas estaba abierta y por ella entraba el aire fresco. La
instó a salir a la terraza, la tomó de la mano y juntos caminaron hasta un jardín. La
luna creciente brillaba en el cielo y el relente le provocó un escalofrío mientras
rodeaban una fuente flanqueada por altos rosales. Era un lugar de recargada
ornamentación, ya que contaba con robustas estatuas, setos altos y recovecos por
todos lados.
Diantha era incapaz de pensar, solo podía sentir el roce de la mano que
rodeaba la suya.
—Dímelo.
—Vamos a ponernos manos a la obra para engendrar esos niños que las
hermanas Blevins nos animaron a tener. —La instó a doblar la esquina de un
cenador y se detuvo de repente. Sin embargo, la soltó.
—Un establo es una cosa. Un baile al que asiste la mitad de la alta sociedad,
otra muy distinta. —Wyn estaba muy cerca de ella y sus ojos brillaban en el juego
de luces y sombras proyectadas por las enredaderas—. Necesitamos un plan.
—Un plan para lidiar con las hermanas Blevins —respondió con una nota
paciente en la voz.
—Diré que tengo una repentina jaqueca y le pediré a Serena que me lleve de
vuelta a casa —logró decir a duras penas.
—Cometí un error al decir eso —confesó él con voz ronca—. Debo ser
responsable. Contigo, siempre.
—Porque voy a dejarte que hagas lo que quieres hacer, sin detenerte.
Diantha pasó la mano por la parte frontal de sus pantalones. El hecho de que
tuviera una erección solo por haberla mirado y haber bailado con ella le provocó
una sensación abrasadora. Cerró los ojos al tiempo que rodeaba su miembro. Wyn
le aferró los brazos y se inclinó hacia delante hasta que sus mejillas se rozaron. A
medida que ella lo acariciaba, su cuerpo respondía e incluso logró arrancarle un
gemido ronco de puro placer. En respuesta, a ella se le escapó otro. Tocarlo era
maravilloso.
La boca de Wyn estaba muy cerca de la suya. Estaba muy tenso. Le agarró la
mano con la que lo acariciaba y la presionó contra su miembro un instante que a
Diantha le pareció eterno. Después, la apartó, soltó el aire con brusquedad y se alejó
de ella. El deseo oscurecía su mirada.
—Wyn...
—Algo así, salvo la parte del abandono. Vete. Ahora mismo. —La tensión se
había apoderado de su mentón y de sus hombros, aunque lucía una expresión
risueña.
—¡Vete!
—Que tenga buenas noches, señor Yale. Esperaré ansiosa su visita. ¿Le
parece bien por la mañana?
—A primera hora.
—Un poco emperifollado para andar escabulléndote entre las sombras, ¿no te
parece, Eads?
—¿Marcado? ¿Seguro que no te confundes con otro tipo al que estás dando
caza, amigo mío?
A la tenue luz de la farola de gas que tenía por encima, apenas pudo ver la
sonrisa del escocés.
—¿Quién?
—La muchacha.
—Duncan, no me digas que vas a matarme en esta esquina ahora mismo. Esta
noche no. —No hasta que le hubiera contado a Diantha lo que había averiguado
durante las investigaciones de esa tarde. No hasta que la hubiera puesto al día de la
situación de su madre y del estado de su propio corazón.
Claro que si iba a morir en breve, tal vez sería mejor no contarle eso último.
—Ah. —Wyn inspiró hondo sin hacer ruido—. Buenas noticias. ¿Qué dice el
mensaje?
—No tendrías que haberle dicho nada sobre ella. No forma parte de esto.
—Era imposible que las cosas hubieran acabado de esa manera.
—Se negó a aflojar el oro que me prometió. Exigió saber el motivo por el que
no te había llevado a rastras a Yarmouth hace un mes.
—Eso quiere decir que ha contratado a alguien para amenazarla. —La cabeza
le daba vueltas—. Has aparecido para avisarme, no porque te haya mandado él. Es
lo menos que podías hacer, maldito seas. ¿Quién?
—Un criado. Un barrendero, tal vez, o el chico de los recados de una de las
tiendas. —Wyn haría lo mismo si quisiera entrar en la casa de un aristócrata—.
Debería ser fácil dar con él si es nuevo entre el personal.
—¿Por qué no me mata sin más? ¿Por qué insistir en verme? —Wyn
consiguió tomar una bocanada de aire, aunque con mucha dificultad. Echó a andar
hacia los establos, donde se encontraba Galahad. Sin embargo, se detuvo al llegar a
la puerta y miró por encima del hombro. Un halo de luz rodeaba el corpachón del
escocés—. Duncan, la próxima vez que nos veamos mejor que sea en el infierno, y
mejor que salgas corriendo cuando me veas.
No vio al vizconde por ninguna parte. Tal vez estuviera entre los
innumerables invitados del baile de lady Beaufetheringstone. Sin embargo, ni
siquiera Gray podía ayudarlo. Ella no debía permanecer en peligro. Ir a Yarmouth y
entregarse al duque solo parecía una solución parcial. No podía confiar en la
palabra del duque de que no le haría daño a Diantha si él se entregaba, ya que el
aristócrata sospechaba que era importante para él. Wyn había contrariado a muchos
hombres en su desempeño como agente de la Corona. Pero solo había amenazado
de muerte a uno.
Se volvió hacia la salida. Tracy Lucas se encontraba allí, seguido por sus
acompañantes del baile.
—Señor Yale.
—Me gustaría hablar en privado con usted, señor. —Lucas le hizo un gesto
para que se distanciara de los demás.
—Por supuesto.
No tenía tiempo para eso. Sin embargo, la desesperación corría por sus venas
y tuvo la desquiciada idea de que si Lucas era un hombre razonable, podría contar
con su ayuda, podría decirle que se llevara a Diantha en mitad de la noche, que se la
llevara al campo. El duque no se esperaría eso. Tal vez le diera más tiempo para
encontrar una solución más efectiva contra el peligro en el que la había puesto, una
solución que no implicara su viaje a Yarmouth para acelerar el fin de su vida.
—En ese caso puede que no lo sepa, pero Carlyle me ha dicho que ha pedido
la mano de mi hermana, y a juzgar por cómo la estaba mirando esta noche, creo que
es mejor que sepa algo: ella no... En fin, mejor no andarse por las ramas: ella no está
buscando a alguien como usted.
Lucas asintió con la cabeza al tiempo que lo miraba con expresión cada vez
más segura.
—Lucas...
—No pienso morderme la lengua, señor, por mucho que Savege le abra las
puertas de su casa. No me fío de usted. No lo he hecho desde aquella noche. Y he
visto la cara de mi hermana mientras hablaban esta noche, como si quisiera echarse
a llorar de nuevo. Después, los he perdido de vista, y más tarde mi hermana ha
entrado corriendo desde el jardín de lady B, más agitada que nunca. Maldita sea su
estampa, Yale, no está bien tratar a una dama de esa manera.
—Es una muchacha impetuosa. Pero es buena, y haría cualquier cosa por
alguien que le caiga bien. Por si no lo sabe, es leal hasta el fin. —Hablaba con voz
ronca y Wyn se dio cuenta de que le tenía muchísimo afecto a su hermana—. Se
merece algo más que un tipo que impuso sus atenciones hace tantos años a una
muchacha tímida y feúcha. Ahora que tiene mejor aspecto, no voy a consentirlo.
—Lucas. —Wyn bajó la voz—, su hermana desea una sola cosa y usted, creo,
es el único hombre capaz de concederle dicho deseo.
—Me parece que sí lo sabe. Tengo motivos para creer que su madre lleva en
Londres poco tiempo y que le envió una nota pidiéndole ayuda económica para un
negocio. —En el Despacho Secreto, esa tarde había leído un sinfín de cartas antes de
llegar a la última que completaba el dosier redactado por el informador, en el que se
identificaba a la baronesa como una de las personas que buscaban inversores para
fundar una red de prostitución de lujo. El informador había reseñado que la
baronesa parecía una ávida fumadora de opio, que se había aliado con su socio, un
financiero, para alimentar su adicción; pero que salvo por eso, vivía de forma
modesta y que no suponía un motivo de preocupación para el gobierno en ese
momento. Se sospechaba que tanto ella como su socio querían trasladar su negocio
de nuevo a Francia—. ¿La ha visto?
—Sí. Una sola vez —admitió Lucas con voz ronca—. Pero ¿cómo sabe usted
de ella a menos que esté relacionado con todo ese asunto?
—Me lo dijo el otro día. Me lo había dicho en unas cuantas ocasiones antes
—añadió a regañadientes—. Pero ella no lo entiende.
—Lo entiende muy bien. Y usted debe permitir el encuentro. Debe concertar
el encuentro entre ellas en un lugar seguro, a fin de que su hermana no corra peligro.
¿Puede hacerlo antes de que su madre se marche al continente?
—Es...
—Es terca e imprudente, pero también tiene muchos recursos y es muy lista.
—Y guapa y generosa, y lo volvía loco de deseo, y con las siguientes palabras que
pronunció, estaba renunciando a ella—: Mañana iré a verla y pediré su mano, y si
me acepta...
—Ust...
—A menos que me prometa que la llevará a ver a lady Carlyle antes de que
esta se marche de Londres.
—¿Y si se lo prometo?
—Me aseguraré de que tras mi visita de mañana, esté tan convencida como
usted de que no soy el hombre adecuado para ella. Convencida del todo. —Sentía
un vacío enorme en el estómago, el corazón le latía desacompasado y sus pulmones
no sabían ni cómo funcionar. Si eso era lo que se sentía al ser un verdadero héroe, el
heroísmo podía irse al cuerno.
—Bonitas palabras, Yale. Pero no soy una virgen inocente a la que engatusar.
Wyn nunca había imaginado que aprender tan bien las lecciones de su tía
abuela lo llevaría a ese punto.
—No. —Lucas negó con la cabeza—. Es terca. ¡Solo tiene que ver cómo es con
mi madre! Si lo quiere a usted, no lo soltará, le guste o no.
Con una retorcida sensación de alivio, vio que Lucas asentía con la cabeza,
con gesto titubeante al principio, pero después con más convencimiento.
—La tiene.
Wyn se alejó de Lucas y de los olores del vino y de la indignación, pero fue
incapaz de desterrar la sensación de profunda pérdida que lo embargaba. Se dirigió
a Dover Street. Era muy posible que muriera al llegar al castillo del duque, de modo
que quería dejar todos sus asuntos en orden.
—¿Hay alguien en casa o soy el único pájaro en el nido esta noche, Grimm?
—Grimm, tengo una misión para ti. ¿Estás libre durante los próximos días?
El esbirro del Club Falcon asintió con un gesto serio de la cabeza. Wyn le dio
la dirección de la casa de Savege, le ordenó que hiciera guardia hasta que él llegara
al día siguiente y que les sonsacara a los tenderos y a los criados todo lo que
pudiera acerca de cualquiera que acabara de entrar al servicio de la casa. Grimm se
colocó su sombrero.
—Puede contar con Joseph Grimm, señor. Nadie le hará daño a la dama esta
noche.
Tras alejarse de la puerta cerrada, Wyn encontró al secretario del Club Falcon
en la entrada de la sala de estar.
Wyn aceptó la mano que le tendía el vizconde Colin Gray. El apretón del
aristócrata era como él: poderoso, firme y seguro. Hacía diez años, Colin lo
encontró en Cambridge, superando a sus maestros en todas las asignaturas y
frustrado e inquieto como un animal enjaulado al que alimentaran con carne de
matadero cuando en realidad ansiaba salir de caza. Colin lo llevó a esa casa, para
que lo ayudara a fundar una agencia y a realizar un trabajo por el que rara vez le
daban las gracias y que nunca festejaban. Ansioso por aprovechar su inteligencia,
por demostrarles a su padre y a sus hermanos que se equivocaban, Wyn aprovechó
la oportunidad sin pensárselo siquiera.
—¿Qué te sirvo?
—Nada, gracias.
Los acerados ojos azules de Gray apenas si acusaron ese hecho tan inusual. Se
sirvió una copa y se sentó en un sillón.
—¿Qué te trae por aquí esta noche, Yale? ¿Solo los servicios de Grimm?
—La cuñada de Alex Savege, Diantha Lucas, está bajo la vigilancia del matón
de un tipo muy peligroso. Necesito que Grimm la mantenga a salvo hasta que
pueda avisaros de que ya ha pasado el peligro.
El vizconde se puso en pie y abrió una cajita que había sobre la repisa de la
chimenea. De su interior sacó una hoja de papel doblada que le entregó a Wyn.
Señor:
Pese a las dificultades a las que tuvo que enfrentarse mi agente mientras
seguía al miembro de su club al que llaman Cuervo, conozco la identidad de dicho
hombre. No voy a descubrirla en esta misiva por si la interceptan algunos ojos
indiscretos.
—En ese caso, no hace falta que nos andemos por las ramas. Es evidente que
ya no tengo cabida aquí, pero sigo necesitando que Grimm la vigile.
—Será su única misión hasta que dispongas lo contrario. —Cogió la copa una
vez más—. Pero no es necesario que dejes el servicio.
—Me van a echar del club. Lo sé tan bien como tú. Déjame libre de una vez,
tal como quieres hacer desde hace meses. —La urgencia que corría por sus venas
necesitaba dar por zanjado ese tema.
—Por supuesto, que quieras abandonar el club por voluntad propia es otra
cuestión —dijo Gray, como si él no hubiera hablado.
Wyn se quedó sin aliento. Debería haberlo imaginado, pero no tenía sentido.
—Uno. —Los ojos oscuros del vizconde relucieron—. Porque este asunto de
lady Justice no puede ser considerado un error. Esa mujer lleva vigilando este
edificio casi tres años. Blackwood y Seton no lo han pisado en todo ese tiempo, y
Constance entra envuelta en una capa, con la capucha puesta, tras llegar en un
carruaje sin blasón. No me cabe la menor duda de que lady Justice también conoce
mi identidad y de que solo está esperando el momento oportuno para revelársela a
todo el imperio. Pero hasta que llegue ese día, seguiré trabajando. Como deberías
hacer tú.
—Colin, te lo agradezco. —Hizo una reverencia y salió del club por última
vez.
Su apartamento estaba igual que lo había dejado salvo por dos detalles: antes
de que su criado se fuera a su casa para pasar la noche, siempre le limpiaba las botas.
Además, en la mesita situada junto a la chimenea, como de costumbre, había una
licorera con brandy y una sola copa.
La esperanza que había visto esa noche en unos ojos azules, pese a la
consternación y a la preocupación, le indicó que no se echaría atrás así como así. Lo
creía un buen hombre, un hombre merecedor de su fiel corazón. De modo que,
aunque fuera la tarea más difícil a la que se había enfrentado jamás, le demostraría
por la mañana que no lo era.
27
El reloj marcaba las diez y media mientras ella descosía otro punto mal dado
en su bastidor, esforzándose por desentenderse de los ronquidos de la doncella
sentada en un rincón, cuando se abrió la puerta y un criado anunció:
Lo vio entrar con el sombrero y la fusta en una mano. Tras echarle un vistazo
a la sala de estar, la saludó con una elegante reverencia.
—Una bruja sensible. —Wyn sonrió, pero el gesto no le iluminó los ojos. La
plata parecía un tanto deslustrada esa mañana. Más bien parecía tener los ojos
velados—. Están tan bien como cabe que estén teniendo en cuenta que se
encuentran aislados en mitad de la nada. —Arrojó el sombrero y la fusta a un sillón
y tomó asiento en el adyacente, cruzándose de piernas y colocando un brazo sobre
las rodillas.
—Tiene muy buen aspecto —comentó ella al ver que no hablaba y que, en
cambio, se limitaba a inspeccionar la estancia con un leve interés, posando la
mirada en la doncella del rincón y después en la puerta que seguía abierta, junto a
la que aguardaba el criado—. Pues la nada parece haberle sentado bien durante
estas últimas semanas.
—¿Wyn?
—En ese caso, le recomiendo que se apresure a sentarse aquí, señorita Lucas.
—¿En ese sillón? ¿En el que está sentado? —Ansiaba besarlo. Ansiaba
rodearlo con piernas y brazos y permitirle que la llevara al paraíso como había
hecho en la Abadía. Sin embargo, en esa ocasión algo no andaba bien. Tenía los ojos
entrecerrados y los había clavado de nuevo en ella.
—Señorita Lucas, solicitó usted mi presencia esta mañana, así que aquí me
tiene. —Sus labios esbozaron una sonrisa lasciva—. Suponía que después de
presenciar lo dispuesta que estaba anoche, hoy me recompensaría por la espera.
Diantha se alejó con un nudo en las entrañas, imaginando que tal vez era un
sueño y se despertaría en cualquier momento. Sin embargo, los sueños que había
tenido esa noche habían sido maravillosos y la situación en la que se encontraba era
espantosa. La doncella del rincón, que a esas alturas se había despertado,
contemplaba la escena con los ojos desorbitados.
Diantha se llevó las manos al abdomen y sintió que le ardía la cara por la
vergüenza.
—Estás borracho.
—Es posible. —Enarcó las cejas y asintió con la cabeza—. De hecho, es más
que probable.
—Yo... pensaba que tenías la intención de... —Le dolía. Le dolía en la boca del
estómago, y era un dolor mucho más intenso que el que le habían provocado sus
anteriores mentiras. Intentó perseverar, comportarse como la dama que sabía que
debía ser. Debería pedirle que se marchara y que volviera cuando estuviera sobrio.
Debería decirle que se marchara y que no volviera jamás. Pero no podía. Lo amaba.
¡Por Dios, lo amaba!—. Ni... ni siquiera es mediodía —logró decir.
—Les dije a los caballeros que estaban anoche en el club que eras una chica
lista. Una dama capaz de llevar el paso del tiempo es digna de admiración.
—Asintió y fingió estar asombrado.
Diantha se presionó los ojos con las puntas de los dedos y descubrió que,
pese a sus esfuerzos, estaba llorando.
Sin embargo, a esas alturas las lágrimas le impedían verlo con claridad.
—Me prometió actuar con honor, eso es lo que me debe. Pero está claro que
ha fallado.
Wyn se puso en pie en ese momento con expresión inescrutable, sin dejar de
mirarla.
—No lo es. ¿Sabe lo que llegué a pensar de usted? Que no podía existir un
hombre más caballeroso y honorable. Pero me equivoqué. —Contuvo un sollozo
con valentía.
—Me debe su persona, pero está claro que no es eso lo que me está
ofreciendo. No deseo casarme con usted. Ya no. Jamás.
—¡Tracy! —exclamó Diantha, abriendo los ojos de par en par—. ¿Qué has
escuchado?
—No me hacía falta escuchar. —Su hermano frunció el ceño—. Tus lágrimas
hablan por sí solas. ¿Entiendes ahora por qué no quería esta unión para ti? ¿Por qué
no quería a este distinguido caballero? Sube a tu habitación. Hablaré contigo
después de haberlo acompañado a la puerta.
—No hace falta que la destierres a la torre del campanario, amigo mío.
—Wyn cogió el sombrero y la fusta, tras lo cual caminó tranquilamente hasta la
puerta—. Ya me iba.
—Las cosas que ha dicho... —Cosas hirientes. Si fuera cualquier otra persona,
habría sospechado que trataba de hacerle daño.
—Ven, siéntate —dijo Tracy al tiempo que la conducía hasta el sofá—. Bebe
un poco de té.
—Como nuestro padre. —Al igual que le sucedía a su padre, Wyn había sido
incapaz de resistir la tentación de la botella. ¿Tendría ella la culpa? ¿Lo habría
invitado a empinar el codo al tocarlo en el jardín, como hiciera aquella noche en la
posada, y al suplicarle que la acariciara cuando él intentaba comportarse como un
caballero?
No. Era imposible. Se había mantenido alejado del alcohol por ella desde que
partieron de Knighton. Lo había hecho por ella. Había dejado de beber para
garantizar su seguridad. Su padre había sido un hombre bueno, pero débil,
desilusionado por las críticas y las objeciones de su mujer. Pero Wyn era un hombre
fuerte.
Ella se puso en pie y corrió hacia la ventana. Delante de la casa había un niño,
un mozo de cuadra, sujetando las riendas de Galahad. El enorme animal estaba muy
atento a su dueño, que se encontraba a pocos pasos, junto a un carruaje cerrado
tirado por cuatro magníficos tordos. La portezuela del carruaje, adornada con un
blasón, estaba abierta, si bien nada se veía del interior, salvo las sombras.
En ese momento, vio que un brazo musculoso surgía del carruaje y agarraba
a Wyn de un hombro. Él se zafó de dicha mano, tras lo cual subió al vehículo, que se
puso en marcha al punto. Diantha lo siguió con la mirada hasta que dobló la
esquina.
—No me digas que esperas que regrese —comentó Tracy, que estaba detrás
de ella—. Porque aunque lo haga, le negaré la entrada.
—¿En Londres? —repitió con un hilo de voz—. Pero pensaba que estaba en
Francia. Quiero decir, que papá dijo algo al respecto.
—¿¡A las autoridades!? ¿Qué quieres decir? ¿Se supone que no debe pisar
Inglaterra?
Diantha se dejó caer en el sillón que Wyn había ocupado pocos minutos
antes.
La baronesa había repetido hasta la saciedad que Diantha era una niña
desobediente, que no era lo bastante decorosa ni lo bastante guapa. No obstante, la
peor crueldad que le había infligido su madre, la crueldad que solo conocían el ama
de llaves y Teresa, la había descubierto hacía tan solo dos años y ni siquiera había
tenido el valor de contársela a Wyn, pese a todo lo que él le había contado sobre sí
mismo. Quería ir a Calais a hablar con ella precisamente para echárselo en cara,
para decirle que estaba al tanto de la mentira y que había logrado superarla. Sin
embargo, no se habría empecinado en hablar con ella de haber sabido que su
familia habría podido salir perjudicada al restablecer el contacto con su madre.
Jamás le había preguntado a nadie el motivo por el que la baronesa se había
marchado. Jamás.
Wyn no era el único que había mentido. Ella se había mentido a sí misma.
Una y otra vez.
—¡Ay, Tracy! —Se cubrió la cara con las manos—. Nada de esto ha salido
como planeaba.
—Muy bien —dijo su hermano con tirantez—. Será mejor que me encargue
de arreglarlo todo. Volveré a por ti antes de la cena. Pero, escúchame bien. No se lo
digas a Serena. Esto quedará entre tú y yo, ¿de acuerdo?
—No se lo diré.
Wyn tampoco sabría que había encontrado a su madre. Nunca quiso llevarla
a Calais. Tal vez hubiera estado al tanto de la cuestión del exilio, como al parecer lo
estaba todo el mundo. Así que era lo mejor. Era mejor que no supiera más de ella, y
que ella no supiera más de él.
—Oh, seguro que está sacándole brillo a la plata o algo así. —Se dirigió a la
puerta a toda prisa—. Iré yo. —Atravesó el pasillo a la carrera. El criado se
encontraba en el vestíbulo. Lo miró con una sonrisa deslumbrante antes de llevarse
un dedo a los labios—. No me alejaré mucho, John —le susurró antes de salir por la
puerta.
El niño alzó la vista. Tenía una reluciente moneda entre los dedos. Se puso en
pie de un salto y se quitó la gorra.
—Buenos días, señorita. —Apenas tendría ocho o nueve años, y estaba tan
bien aseado y vestido como todos los criados de la casa de Serena.
—Verá, señorita, este juego es bueno para lo que llaman «agilidad» —dijo
asintiendo sabiendo de lo que hablaba.
—¿Me enseñas?
—El caballero que vino a la casa de milord esta mañana me lo enseñó antes
de dejarme al cargo de su caballo. —Miró la moneda con expresión inquieta una
vez más.
—No parece que estés muy contento con ella. ¿No es bastante por cuidar de
un caballo?
—Oh, no, señorita, es más que suficiente. Es que cuando el caballero se fue,
dejó aquí a su caballo. Es un buen caballo, señorita, de lo contrario no me
preocuparía.
—No, señorita. Lo llevé a los establos y dejé que el viejo Pomley se encargara
de él. Es un animal demasiado bueno para tenerlo mucho tiempo esperando, sobre
todo porque el caballero dijo que solo tardaría un cuarto de hora.
«Un cuarto de hora.» Tiempo de sobra para proponerle matrimonio, una
proposición que ella rechazó, antes de meterse en un carruaje con blasón y
marcharse. Sin su caballo.
Se llevó las manos a las mejillas. No. Ni siquiera en esas circunstancias. Esa
negligencia no era típica de él. Se negaba a creerlo. Aunque debía hacerlo. No tenía
motivos para no creerlo, salvo la ingenua esperanza que había albergado en su
corazón desde el preciso momento en el que lo vio en el carruaje del servicio de
correos de Su Majestad. Era una imbécil de órdago.
—¿De noche?
—Vaya, vaya —dijo el hombre con una sonrisa—. Pero qué palomita más
guapa.
—Bueno, señor, su madre puede que esté un poco indispuesta para recibir
vistas.
El señor Baker la recorrió con una mirada lenta, desde la coronilla hasta los
pies. El hombre ensanchó la sonrisa. Ella se arrebujó más en la capa y se acercó a la
estrecha ventana que había junto a la puerta. Por la calle, envuelta en la bruma,
pasó una carreta, seguida de un destartalado coche de alquiler, varios jinetes y otros
transeúntes, mientras ella sentía las manos cada vez más frías y húmedas. Cerró los
ojos y tras los párpados vio un carruaje con un blasón y un caballo negro sin jinete.
Abrió los ojos de golpe. Necesitaba un plan, algo que la distrajera para no
pensar en Wyn a todas horas.
—Un momento, señorita —dijo el señor Baker—. ¿Adónde cree que va?
—No tengo tiempo. —El corazón se le desbocó al tiempo que sus manos
resbalaban sobre el pomo.
Lord Eads desapareció tras un grupito de personas que había calle arriba. Se
volvió.
—No, he vivido siempre en la oscuridad. Pero ahora usted debe rectificar esa
situación. —Presa de los temblores, se agarró a su fuerte brazo—. ¿Dónde está? ¿Le
ha hecho daño? Tiene que decírmelo, porque de lo contrario me moriré. Y no estoy
siendo melodramática. No tengo palabras para describir lo que siento en el pecho.
Es la peor sensación que he experimentado en la vida. Llevo todo el día intentando
fingir que no la siento, pero es inútil. ¿Le ha hecho daño? Si no... Ay, Dios, por favor,
que no se lo haya hecho... Pero ¿dónde está?
—¿Los reconoce?
—¿El duque?
—No. —Lo agarró del brazo—. Tiene que llevarme con usted.
—No, muchacha.
—Buscaba la verdad. De nuevo. Pero tiene que llevarme con él. Quiero
ayudarlo. Necesito ayudarlo. Si fuera una de sus hermanas, lo entendería, ¿verdad?
Carraspeó.
—Desde anoche.
—Ah. El duque solo debe de confiar en vosotros para las tareas sucias. Qué
humillante para ti.
—¿Qué dices?
Por lo que Wyn dedujo con bastante satisfacción que Rufus, el empleado del
duque que había estado vigilando la casa de Savege desde dentro, había recibido la
paga y había dejado el servicio del duque horas atrás. Rufus se había tragado la
estratagema de Wyn y Yarmouth lo había despachado. Diantha estaba a salvo.
—Ah, has vuelto pronto —dijo Wyn—. Dado que desapareciste tan rápido
tras ese encantador paseo en carruaje, empezaba a echarte de menos.
Ese tipo no era tan grande como el otro guardia, aunque tenía muchas
cicatrices. Había ganado combates brutales. Si Wyn tuviera las manos libres, tal vez
podría derrotarlo a él solo. Incluso a ambos, siempre que contara con su cuchillo.
—Quiere verte.
El monstruo que había delante de Wyn se parecía muy poco al aristócrata del
retrato.
El duque asintió con la cabeza y la mujer apartó todavía más las cortinas. Un
par de pistolas de duelo descansaban a los pies de la cama, muy bien dispuestas
sobre el cobertor de satén, aunque aún estaban en su estuche.
—La se... segunda... —La voz del anciano sonó ronca, por falta de uso, pero
también por la enfermedad.
Tal vez fuera sífilis, a juzgar por las pústulas. De ser así, la criatura sumida en
esa cama llevaba sufriendo bastante tiempo.
—¿La segunda?
Eso sí que no se lo había esperado. En los ojos del duque vio la locura. Locura,
sí, que tal vez ya lo afligiera cuando violó y torturó a su joven pupila, Chloe Martin,
una muchacha que apenas tenía dieciséis años cuando Wyn la encontró mientras
huía de su tutor legal después de escapar de él. Locura causada por la enfermedad o
tal vez solo aumentada por esta.
—¡Máteme!
—Su carta... Ju... juró... —El duque sacudió la cabeza, presa de unos
temblores incontrolables.
—Juré que lo mataría la próxima vez que lo viera —convino Wyn—. Por
haberme tendido una trampa para acabar matándola. Por mentirme. Por... —Ya no
pudo contener la rabia por más tiempo—. Estaba bajo su protección. Era una niña.
Que le fue entregada para que la protegiera después de la muerte de sus padres. En
cambio, le hizo daño. —Tenía apretados los puños y los grilletes se le clavaban en la
piel.
—La vanidad... le jugó una mala pasada. —Esbozó una sonrisa retorcida—.
La mató.
Cómo se había reído el duque. Sus carcajadas resonaban por ese callejón
oscuro del infierno mientras se alejaba sin haber sufrido daño alguno.
Semanas más tarde, tras salir del olvido en el que se había sumido la noche
después de que Jin lo ayudara a darle sepultura al cuerpo, Wyn le mandó una carta
al duque. Después, tras cinco años esperando su oportunidad para acceder a la
fortaleza impenetrable de Su Excelencia, Lady Priscilla le había proporcionado dicha
oportunidad para cumplir la promesa que le había hecho a Chloe Martin mientras
la muchacha yacía moribunda en sus brazos.
—El caballo era otra mentira, ¿verdad? Lady Priscilla era su coartada para
obligarme a hacer su voluntad una vez más. Quiere morir y acabar con su
sufrimiento, pero no tiene el valor de hacerlo solo. Dado que intenté desafiarlo hace
cinco años, voy a tener el honor de apretar el gatillo una vez más, ¿no?
Observó el rostro demacrado de Yarmouth, con una claridad que nacía tanto
de la rabia como de la satisfacción, y reconoció en ese momento sus propios
pecados. No debería haberle hecho daño a Diantha. Decidida como estaba, incluso
ansiosa, a confiar en él esa mañana, tal vez habría accedido a obedecerlo si le
hubiera explicado el peligro que corría. Tal vez hubiera hecho caso por una vez y lo
habría ayudado, manteniéndose a salvo.
—Se rebeló contra mí. —Las palabras fueron pronunciadas en voz baja,
apenas un jadeo procedente de los labios de Yarmouth—. La querida Chloe...
luchaba... cada vez. —La boca adoptó una mueca de placer, y sus ojos relucieron.
Wyn le dio la espalda.
Llegaron al descansillo que había justo encima del sótano justo cuando se
abría la puerta y entraba el escocés que la noche anterior le aseguró que ya no
trabajaba para el duque de Yarmouth.
Con los ojos abiertos de par en par, algunos mechones escapados del bonete
torcido, dos rosetones allí donde deberían estar sus hoyuelos, amordazada con un
trozo de tela y las muñecas atadas con una cuerda, lo miró y su cuerpo se quedó
laxo.
Logró entornar los párpados y gimió, tras lo cual meneó la cabeza a fin de
interpretar el papel que lord Eads le había asignado en el carruaje de alquiler en el
que habían recorrido las calles a toda prisa para llegar a esa casa.
El rufián más corpulento la miró de arriba abajo, como si ella fuera la cena.
—No voy a matarlo —dijo Wyn con voz áspera, justo antes de que el tipo
cayera a la escalera entre el tintineo de los grilletes. Después, se volvió hacia ellos y
sus ojos plateados miraron a lord Eads echando chispas—. Pero voy a matarlo a él.
Wyn asintió con la cabeza y se arrodilló junto al rufián que seguía sangrando.
Los grilletes tintinearon de nuevo. Lord Eads se apresuró a subir la escalera.
Era un lugar oscuro y calentito. El olor de los caballos y del heno flotaba en el
aire. Un olor sencillo, familiar.
Wyn la soltó a fin de cerrar la puerta y Diantha se dejó caer contra la pared,
temblando. Los pasos de Wyn se alejaron a medida que se adentraba en la
oscuridad. Sin embargo, estaba segura de que no la abandonaría por más furioso
que estuviese. Estaba segurísima. En ese momento, mientras tomaba el aire a
bocanadas para llenar sus pulmones y su cuerpo se recobraba del impacto de lo que
había presenciado, la ira y el desconsuelo volvieron a embargarla.
—Te hemos salvado la vida —le recordó ella. Wyn le acarició los labios, pero
ella no opuso resistencia. Sentía el cuerpo más vivo que nunca a causa del deseo. El
roce de esas manos ásperas y decididas era como un sueño—. ¡Te habían puesto
grilletes!
Wyn le acarició una mejilla con una mano y le enterró los dedos en el pelo. El
movimiento la despojó del bonete, ya que la instó a alzar la barbilla. Se percató de
que tenía las muñecas enrojecidas. Jadeó al ver las heridas y él atrapó sus labios de
nuevo. La besó con pasión y ferocidad, sin permitirle que respirara, y ella se aferró a
sus hombros hasta que le flaquearon las piernas. Solo se apartó para tomar aire.
Entre tanto, Wyn dejó un reguero de besos en su mentón mientras le acariciaba el
cuello con una mano y le abría la capa. Diantha intentó apartarlo con un débil
empujón.
—Wyn, yo...
No hubo palabras bonitas con las que le declarara su afecto o el alivio que
sentía. Solo el mismo afán posesivo que demostró aquella noche en la posada.
Apartó la mano de su hombro para cubrirle un pecho, un gesto que les arrancó a
ambos un gemido en la oscuridad. Acto seguido, introdujo un muslo entre los
suyos, y ella se lo permitió. Su cuerpo lo deseaba, pero su corazón estaba desolado.
—No. No puedo hacerlo. No después de que anoche estuvieras con... con una
mujer de mala reputación.
—Mentí. Mentí. —Recalcó las dos palabras con sendos besos que la pegaron
aún más a él—. Mentí para que me rechazaras y lo logré. Pero ahora te deseo. —Le
asestó un tirón a una de las mangas de su vestido. El corpiño cedió, desnudando un
pecho que él acarició con el pulgar tras introducirlo bajo la tela para tocarle el pezón.
Diantha sintió con las palmas de las manos el gemido placentero que recorrió su
torso—. Y voy a hacerte mía. —Con un ágil movimiento, la alzó en brazos—. Ahora
mismo. En un establo, porque tengo la impresión de que lo necesitas. —Dio tres
pasos, la puerta de la cuadra se cerró tras ellos y la apoyó en la pared antes siquiera
de que sus pies tocaran de nuevo el suelo.
—No quiero —protestó. Sin embargo, las caricias de Wyn la hacían gemir de
deseo mientras le apartaba la chaqueta de los hombros. Tenía que tocarlo, aunque
fuera por última vez, decidió mientras la ira se mezclaba con el deseo y la
desesperación—. No quiero. —Extendió los dedos sobre su musculoso torso y se
derritió por completo.
—Me dirás que sí. —La tumbó en el suelo, sobre la paja limpia, y la cubrió
con su cuerpo.
Diantha arqueó la espalda para sentirlo aún más. Sintió que le levantaba las
faldas por las piernas y después por los muslos.
Mientras la acariciaba entre los muslos, Wyn tomó un pezón entre los labios.
Gimió al tiempo que la tocaba. Diantha se entregó por completo. El deseo que la
embargaba era arrollador y desesperado, y llegó al éxtasis casi antes de que fuera
consciente de lo que pasaba. Wyn no fue muy delicado. Al parecer, le gustaba
tocarla así y si eso lo complacía, a ella también. Porque ansiaba complacerlo. Porque
lo amaba tal como era.
Wyn pensó que su belleza era exquisita a medida que el placer aumentaba.
—Te he dicho...
—¿Qué haces?
Esos ojos azules lo miraban abiertos de par en par, velados por la pasión.
Diantha cerró los ojos y gimió, y después Wyn se dispuso a hacer lo que
había deseado hacer desde que pasara la noche en un pajar, fantaseando con ella.
—Pídemelo.
—¡Por favor! —Diantha arqueó las caderas y lo estrechó con los muslos—. Si
quieres, te lo suplico.
—Una dama solo necesita pedir las cosas una vez. —La penetró una y otra y
otra vez y después se detuvo, hundido hasta el fondo en ella.
Se derramó en ella sin control y en contra del sentido común, para que nadie
dudara jamás de que era suya. Ni él ni ella volverían a dudarlo. En ese momento,
masculló un juramento, o tal vez fuera una oración para poder ser merecedor del
corazón de esa mujer.
Mientras tomaba una honda bocanada de aire, inclinó la cabeza para besarle
el cuello, los pechos y el hueco de la garganta. Diantha se pegó a él y fue incapaz de
salir de ella. Estaba agotado, pero se encontraba justo donde deseaba estar.
—No sabía que pudiera hacerse así. Con la boca de un hombre —comentó
entre jadeos.
Diantha fue la primera en apartarse. La vio cerrar los ojos mientras le quitaba
un rizo húmedo de la cara. Sin embargo, esa mujer callada y saciada no era la única
faceta de su carácter. Dado que estaba enfadada, sabía que la tranquilidad duraría
poco, y debía llevarla a un lugar donde estuviera a salvo.
—Gracias.
—¿Gracias?
»Gracias —insistió Wyn, tomándola por los hombros—. Gracias, maldita sea.
¿Eso es lo que querías oír?
Diantha se zafó de sus manos y salió de la cuadra. La siguió, observando sus
movimientos en la oscuridad. Unos movimientos tan elegantes y hermosos que la
ira que lo embargaba se esfumó. La vio inclinarse para recoger la capa del suelo y el
contorno de su cuerpo lo dejó sin aliento. Jamás se cansaría de observarla.
—¿Qué intenciones tenía lord Eads cuando subió a ver al duque? —le
temblaba la voz, pero Wyn reconoció su determinación, su valor.
Ella se volvió y vio que una solitaria lágrima se deslizaba por una de sus
mejillas.
—Lo nuestro es real —la interrumpió Wyn, que se acercó a ella de nuevo.
—¿Esta mañana fingiste que habías estado con una prostituta para que
rechazara tu proposición y ahora insistes en que me case contigo? —Se zafó de sus
manos—. Estás loco.
—Sí, me tienes loco. Anoche estuve a punto de empinar el codo otra vez en
un desesperado intento por alejarte.
—Sí.
—Eres un bruto.
—Lo he hecho para protegerte de Yarmouth, que amenazó con hacerte daño
para vengarse de mí.
¿Lo había hecho todo para protegerla?, se preguntó Diantha. ¿Wyn se habí a
entregado a un villano para que ella estuviera a salvo? ¿Y para colmo le pedía
perdón?
—Pero ¿es que no entiendes por qué no puedo hacerlo? ¿Acaso estás ciego?
—¿Crees que yo no me arrepiento de que las cosas hayan salido así? ¿Crees
que no me arrepiento de haberte pedido ayuda? —Se abrazó la cintura—. Y es peor
de lo que imaginas, porque todo ha sido en vano. Mi madre no está en Calais, sino
en Londres. Tracy me llevó a verla esta noche, pero... me daba igual. —La crueldad
que había cometido su madre ya no le importaba, y lo tenía muy claro—. Ya no
quería verla. No lo necesitaba.
Solo lo necesitaba a él.
Adoraba sus besos, adoraba sus abrazos y lo adoraba a él. Lo quería tanto
que hasta le dolía. Adoraba todo lo relacionado con él salvo el hecho de haberlo
obligado a ser un hombre que no era. Sin embargo, le ofreció los labios y le permitió
que la besara porque esa sería la última vez. El último beso. Le resultó asombroso
que hubiera soñado, aunque fuera por un instante, que su historia pudiera tener
otro final. Wyn era su héroe y siempre lo sería, pero ella no era la heroína que él
necesitaba.
—Perdóname por haberme enfurecido —susurró él con voz ronca contra sus
labios. Sus ojos plateados la observaban. Tenía el ceño fruncido —. No me
arrepiento de nada. De nada.
La puerta del establo se abrió con un crujido. Wyn la instó a ocultarse en las
sombras al tiempo que le indicaba que guardara silencio colocándole un dedo sobre
los labios.
—Gracias por permitirnos usar el establo, buen hombre. —Se llevó la mano al
ala de un imaginario sombrero, agarró a Diantha de la mano y la instó a salir del
establo.
No dijo nada más, pero Wyn la agarró de la mano con fuerza mientras
caminaban. Sumidos en la calma creada por la niebla, salieron a una calle y, guiado
únicamente por los sonidos, identificó un carruaje de alquiler. La metió en su
interior y después se sentó en el pescante junto al cochero. El trayecto fue largo y
lento, y cuando Wyn abrió la portezuela y le tendió una mano para ayudarla a
descender, se apeó con ademanes rígidos delante de la casa de lady Emily.
Un criado los acompañó hasta una sala de estar, en la que apareció la dama.
—Señorita Lucas. —Se acercó a ella con una sonrisa mientras la luz de las
velas le arrancaba reflejos a la montura metálica de sus anteojos y a su cabello rubio
platino, pero salvo por esos detalles, era la personificación de la sobriedad desde el
vestido azul oscuro hasta el sempiterno libro que llevaba en una mano—. Y el señor
Yale. —Lo saludó con un gesto de cabeza, pero sin el menor rastro de placer.
—Cleopatra...
—No, señorita Lucas. No es necesario que usted me explique por qué han
aparecido en mi casa en mitad de la noche con aspecto de que hubieran atravesado
medio Londres a pie. Quiero que el señor Yale tenga ese honor.
—Seguro, sí —repuso él—. Pero no le daré el gusto. —Echó a andar hacia la
puerta. Una vez allí, se volvió, con una sonrisa torcida en los labios —. Con esto
estamos en paz.
—Por fin. —La sonrisa de lady Emily apenas era perceptible—. Aunque me
pregunto por qué espera tan poco de mí después de hacerme esperar casi cuatro
años para poder devolverle el favor.
Sin embargo, sabía que había algo más. Conocía la historia de la madre de
Wyn, y había leído las reglas de su tía abuela.
—De hecho, sir Tracy le mandó un mensaje hace menos de un cuarto de hora.
Estaba escribiéndole una respuesta para enviarla a la casa de lady Savege. —Emily
se cogió del brazo de Diantha—. Vamos. Será mejor que se dé un baño y le
busquemos ropa limpia. Mientras Clarice le cepilla el pelo, podrá leer la carta de su
hermano y contestarle si lo desea.
—Por supuesto.
—Si dice una sola palabra sobre la presencia de ese vanidoso en mi casa, me
veré obligada a forzarla a dormir en la carbonera.
Diantha fue incapaz de reprimir la sonrisa.
—¿Vanidoso? Lleva siempre chaquetas negras y solo lo he visto una vez con
un chaleco de otro color.
Diantha regresó a casa por la mañana sin el menor deseo de escuchar más
recriminaciones de su hermano. La carta que le escribió la noche anterior estaba
llena de recriminaciones y la avisaba de que iría a verla temprano. De modo que
Diantha solicitó la compañía de un criado y se dirigió a pie a casa de Teresa.
—Lo supe en cuanto entraste. Pasa algo. —Se cambió de sitio y se sentó en el
sofá junto a Diantha.
—¿Furioso? —Teresa puso los ojos como platos—. ¿Sin afeitar? —Sus
preciosos labios pusieron una mueca asombrada—. ¡Diantha!
—Me ha comprometido y cree que tiene que casarse conmigo. Pero estoy
arruinando su vida y no puedo aceptarlo porque deseo lo mejor para él. Se supone
que eso es el amor, y yo deseo amar de esa forma.
—Yo... yo... —Teresa tomó las manos de Diantha entre las suyas—. Pues
claro.
—Siempre has dicho que no importaría —comentó Teresa en voz muy baja.
—Te, ¿podrías alegrarte por mí, aunque sea por hacer borrón y cuenta
nueva?
Teresa suspiró.
—Me gusta bastante tu antiguo yo. Esta nueva Diantha tal vez no sea de mi
agrado. —Le dio un apretón en la mano—. Pero seguro que te querré por más
formal y aburrida que te vuelvas. —Le acarició el dorso de la mano—. Que sepas
que el señor Yale a lo mejor se siente muy infeliz por tu negativa a permitirle que
haga lo que dicta el honor. Seguro que irá a verte.
—Ese es el problema. Que lo hará. —Se miró las manos—. No puedo estar en
casa cuando lo haga.
—Puede que vaya una y otra vez hasta que te vea.
—En ese caso, tengo que irme de Londres. —Diantha se puso en pie alentada
por un nuevo objetivo que intentaba desterrar el dolor de su corazón—. Trazaré un
nuevo plan.
—Eres brillante, Te. —Le dio un apretón en las manos a su amiga—. Este
plan me llevará muy lejos de Londres, y si el señor Yale va a casa para intentar
convencerme de que me case con él, no estaré allí para sucumbir.
—¿Me ayudas a hacer el equipaje? Tengo muchas cosas que preparar. John, el
criado, me ayudará a encontrar la parada más cercana del carruaje del servicio de
correos de Su Majestad o dónde subirme a un coche de postas, no me cabe la menor
duda. Es un hombre muy simpático. Y le pediré a la cocinera que prepare un
almuerzo para comer al aire libre. Siempre es muy amable. —Extendió una mano
hacia el pomo—. Tengo que escribir una carta para Serena, a fin de que no se
preocupe por mí. Y tengo que...
Cuervo:
Peregrino
Yale:
D. E.
32
—No pierda el corazón por ella, señor Yale. Aunque ahora esté muy guapa
ataviada con un vestido de gala, mi cuarta hija sigue siendo una muchacha rebelde.
A un caballero bien plantado como usted le irá mejor una esposa que sepa cómo
comportarse como una dama.
—Le agradezco el consejo, señor. —No podía estar más en desacuerdo.
Diantha era para él y siempre lo sería. A su lado, tratar de controlarlo todo era una
quimera, y eso era lo que quería. No quería apagar su fuego, no quería verla
deprimida, tal como la dejó en casa de lady Emily. Quería que se lanzara de cabeza
al peligro, obligándolo a gritar y a rescatarla y a hacerle el amor tan a menudo como
fuera posible. Había sido un tonto al apartarla de su lado y había empeorado las
cosas cuando, furioso y aterrado, no le contó toda la verdad la noche anterior. No
volvería a cometer ese error—. He venido a hablar con usted de otro asunto: su
esposa.
—¿En Londres?
Carlyle se pasó una mano por la cara con gesto distraído antes de acercarse al
aparador.
—¿Son dos?
—Alfred Hinkle y Oswald Highbottom. —Carlyle se acercó a una mesa
atestada de libros y cogió un par de ejemplares muy pesados—. Dos de las mentes
arqueológicas más preclaras de este siglo, aunque supongo que a los jóvenes como
usted no le interesan estas cosas.
—Desde que era una niña. Highbottom estaba entregado a sus estudios.
Nunca formó una familia propia, por supuesto. Pero se encandiló con Diantha
cuando se vino a vivir a Glenhaven Hall. —El asomo de una sonrisa apareció en sus
labios—. Jugaba con ella sobre sus rodillas hasta que el reumatismo pudo con él.
—En ese caso, ¿el profesor Highbottom no tiene prometida la mano de su hija
ni ella tiene interés en casarse con él?
—El criado de lady Savege ha insistido en que le diera esto sin pérdida de
tiempo, milord. —Cruzó la estancia a toda prisa con un sobre en la mano.
—Perdóneme, señor Yale, pero si mi... —Puso los ojos como platos. Luchó un
momento con los anteojos antes de conseguir ponérselos.
—Milord. —Wyn le hizo una reverencia, un poco mareado y con el acuciante
deseo de encontrar a una dama de ojos azules y besarla hasta que admitiera todas
las mentiras que le había contado—. Lo dejaré con sus asuntos.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Carlyle—. ¿Lo ve, señor? —dijo en voz
más alta al tiempo que se quitaba los anteojos y los usaba para golpear la carta—.
Está mejor sin la muchacha. Problemática, tonta... —Se ofuscó, pero tenía los ojos
llenos de lágrimas y dejó que Wyn le quitara la carta de los dedos. Carlyle se llevó
una mano a la frente—. Les dije a Tracy y a Serena que pasaría esto si la traían a la
ciudad. Les dije que la dejaran en Devon, donde todo el mundo la conoce y no
puede meterse en problemas graves. Ahora... —Meneó la cabeza y dejó caer los
hombros—. Niña tonta. Le pasará algo malo en el camino. Y acabará como... como
su madre.
—Sé que usted era su confidente antes de que se embarcara en su último viaje
—comentó él—. Lo sé todo sobre su último viaje, de hecho. Todo.
—Le gusta ocultar la verdad, pero usted no tiene por qué imitar ese vicio tan
pernicioso, señorita Finch-Freeworth. ¿Ha estado con ella hoy antes de que
abandonara Savege House?
—Señor Yale, si la conociera tan bien como afirma conocerla, sabría usted que
Diantha hace amigos allá por donde va. Encontrará quien la ayude durante el viaje.
No me cabe duda de que ya lo ha hecho.
«¿Viaje? ¡Por el amor de Dios!», pensó Wyn, que se inclinó hacia delante y se
aferró las rodillas para evitar de esa manera zarandear a la muchacha a fin de
hacerla entrar en razón.
—La doncella de Diantha llegó hoy procedente del campo. La verdad es que
se trata de una persona peculiar. Sin embargo, se puso a trabajar al instante,
protestando y rezongando porque las cosas habían acabado como habían acabado
porque «ese hombre» llevaba días sin ponerse en contacto con ella. Supongo que se
refería a lord Carlyle. En todo caso, la mujer sabía muy bien lo que le convenía a
Diantha, ya que le preparó el equipaje con la ropa de viaje y todo lo necesario. De
modo que no tiene por qué preocuparse. Creo que la señora Polley cuidará
perfectamente de Diantha.
Por primera vez desde hacía una hora, Wyn fue capaz de respirar con
libertad. Mientras la buena mujer permaneciera despierta, Diantha estaría a salvo.
No obstante, si la señora Polley se dormía...
—Me dijo que se sentía usted responsable de ella, aunque no tenía por qué.
Por eso se marchó. No quiere arruinarle la vida.
«¡No, por Dios!», exclamó para sus adentros. La había pifiado con ella mil
veces, cometiendo error tras error. Pero la encontraría y jamás cometería otro error
mientras viviera, se prometió. Sería perfecto de nuevo, pero solo para ella. Todos
los días. Todos los minutos de cada día.
La joven inspiró hondo varias veces. Era una muchacha guapa, cuya belleza
intensificaba el brillo inteligente de sus ojos. Una inteligencia de la que Wyn
dependía en ese momento.
—¿Sí?
—Un poco.
—Lady Carlyle fue muy cruel con Diantha. Le decía que nunca atraería a un
marido por su carácter extrovertido y su naturaleza díscola. Convenció a mi amiga
de que su carácter era inadecuado y de que, por tanto, jamás se casaría. Hasta tal
punto estaba convencida de eso que cuando la señorita Yarley, que sabía de lo que
estaba hablando, le aseguró en la Academia Bailey para Señoritas que algún día se
casaría con un buen hombre, Diantha se rio de ella en su cara. ¡Se rio en su cara! Y se
inventó al señor Hache.
—Se lo inventó.
—Señor Yale, me mira usted de hito en hito. Pero le aseguro que el señor
Hache es mucho mejor que la mayoría de los hombres reales. Posee unos modales
exquisitos y viste muy bien, aunque no vaya al último grito de la moda. Sus
ingresos son sustanciales, adecuados para mantener a una esposa y a varios hijos.
Su casa es espaciosa y bien amueblada, que no ostentosa. Conduce un carruaje
tirado por dos caballos bien avenidos, caza de vez en cuando y le gusta leer en voz
alta por las noches junto al fuego. Así que es el marido ideal.
—¿Tiene lunares?
—Su madre no solo le dijo que su carácter era inadecuado. —Hizo una
pausa—. Le decía, muy a menudo, que si fuera guapa, podría manipular a un
hombre hasta conseguir que se casara con ella pese a sus terribles modales. Y...
—¿Y?
—Lady Carlyle le aplicaba todos los días una crema, aunque lo hacía a
regañadientes. Decía que tal vez la ayudara a mejorar su apariencia física y así
conseguiría atrapar a un hombre con el que casarse antes de que la conociera a
fondo y saliera corriendo. —Apretó los dientes—. Hace dos años, el tarro de crema
se acabó y Diantha le preguntó al ama de llaves si sabía dónde podía comprar otro.
¿Y sabe qué pasó? Resultó que era la misma lady Carlyle quien elaboraba la crema.
Era manteca de cerdo mezclada con perfume. —Se le llenaron los ojos de
lágrimas—. ¡Era grasa, señor Yale! Su propia madre le hizo algo así porque...
porque...
—No.
—Entiendo.
—Fruto de la convicción de que nunca sería lo bastante buena como para que
un hombre quisiera casarse con ella.
—Señorita Finch-Freeworth, yo no deseo controlarla. —«Jamás intentaré
hacerlo de nuevo», se prometió—. Solo quiero lo mejor para ella. Lo quiero todo
para ella.
—¿Ah, sí?
Peregrino:
Me temo que estoy ocupado con otro Asunto en este preciso momento y, por
desgracia, debo rechazar tu invitación a cenar. Sin embargo, debido a este acuciante
Asunto, me veo obligado a contestar sin dilación el quid de tu mensaje. En
resumidas cuentas, aunque agradezco la magnanimidad de Su Majestad, no lo
quiero. Si el director y él de verdad quieren darme las gracias, les ruego una sola
cosa: clemencia por el único acto de villanía que cometeré en breve.
Cuervo
Cuervo:
Peregrino
P. D.: Intenta que no te maten.
35
Otra lágrima resbaló por su mejilla, y en ese momento supo que se estaba
engañando a sí misma. Sin embargo, no veía otra solución.
La mujer chilló:
—¡No se deje llevar por el pánico! —le aconsejó Diantha con la voz más
calmada de la que fue capaz—. Querrán nuestro dinero y otros objetos de valor. Si
se los damos deprisa, se irán. —Desconocía de dónde procedían sus palabras, pero
los demás pasajeros parecieron calmarse.
Mildred le aferró la mano a su marido y este le dijo:
El hombre sentado junto a la señora Polley asintió con la cabeza. Esta última
también se relajó y dejó de aferrar la bolsa de viaje con tanta fuerza como hasta
entonces.
Diantha llegó a una firme conclusión. Eso era lo que se le daba bien. Consolar
a la gente. Aunque fuera una dama desastrosa, una decepción como hija y una
hermana problemática, era capaz de consolar a la gente que necesitaba consuelo, al
menos era algo. Tal vez lograra llenar el vacío que sentía en el corazón, aunque
fuera en parte.
El problema de dicho plan, por supuesto, era que su corazón no estaba vacío.
Se encontraba demasiado lleno, si bien alejado del dueño de su afecto con quien
compartir dicha plenitud.
—Qué va. —Su voz era tierna—. La he visto abrir un ojo con disimulo.
—Supongo que algunas mujeres sienten debilidad por los villanos. —Alzó la
barbilla—. Yo, por supuesto, prefiero a los héroes caballerosos.
—Muy bien. Voy a preguntártelo: ¿por qué has venido cuando he dejado
bien claro que no quería que lo hicieras?
—Yo te quiero. Además, pienso hacerte mía sin más demora. Esta vez no voy
a permitir que hagas las cosas a tu modo y...
—Cierto —admitió él—. Pero esta vez, bruja, harás lo que yo te diga. Sin
trucos. Ni por mi parte ni por la tuya.
Diantha sonrió y Wyn le miró las mejillas. Primero una y después la otra. Sin
embargo, ella necesitaba dejar las cosas claras.
—En fin, que sepas que no estaba huyendo. Iba a Monmouthshire para
cuidar a los niños que trabajan en las minas.
—Una misión encomiable, pero no será hoy. Hoy pondremos rumbo al norte,
hacia la frontera.
—No lo está. Sí que lo es. Y no, no es una solución perentoria. Aunque eso
debería ser más que evidente después del número de veces que he solicitado tu
mano en matrimonio.
—Voy a casarme contigo, Diantha Lucas, lo aprueben los demás o no. Al otro
lado de la frontera, solo necesito el beneplácito de un herrero y de su yunque. Y, por
supuesto, tu consentimiento. —Le acarició la barbilla mientras recorría su cara con
la mirada—. ¿Me lo darás?
—¡Sí, sí, sí! —Le colocó una mano en el pecho y los rápidos latidos de su
corazón aceleraron el suyo—. Y después, ¿qué?
Diantha era incapaz de hablar, solo atinó a mirar esos preciosos ojos mientras
intentaba convencerse de que todo era real.
Sin embargo, había algo que ciertamente lo era. Miró de reojo a los pasajeros
del coche de postas y al cochero sentado en el pescante, que estaba indignadísimo
por haber tenido que detener el vehículo a punta de pistola. El lacayo que lo
ayudaba estaba contando pagarés.
—Tengo amigos en las altas esferas. En las más altas. Y tengo pensado
contártelo todo sobre ellos en cuanto logremos quedarnos a solas.
—¿Todo?
—Dejé de beber porque no quería pasar otro momento en tu compañía sin ser
plenamente consciente de tu persona al detalle. Quería despertarme de la pesadilla
y encontrarte a mi lado. Te deseaba y quería convertirme en un hombre merecedor
de tu amor.
—Y esa es una de las muchas razones... —Dejó la frase en el aire y sus ojos
adquirieron un brillo especialmente plateado, como el agua de un río bajo el s ol—.
Diantha, estoy enamorado de ti. Lo que siento trasciende la razón. Trasciende mi
experiencia.
—¡Ooooh!
—Y tú me quieres.
Diantha exhaló un suspiro y Wyn deseó escucharla suspirar así, entre sus
brazos, durante el resto de su vida.
—No tendré que hacerlo. —La estrechó con más fuerza entre sus brazos—.
Me negaré a casarme contigo hasta que me complazcas al respecto.
—Por favor, recuerda que ahora mismo interpreto el papel de villano. —Hizo
un gesto hacia el carruaje.
—Ah, sí. —Diantha puso los ojos en blanco y suspiró de nuevo, en esa
ocasión haciendo un alarde de fingida reticencia—. Supongo que yo también te
quiero, después de todo.
—¿Supones?
—¿A veces?
—Y de vez en cuando me embarco en algún plan descabellado e imprudente.
—Increíble.
—Lo único que sé es que los días que pasé allí fueron los más felices de mi
vida.
—Te tenía a ti. Para mí sola. —Introdujo los brazos bajo su gabán y lo abrazó
por la cintura al tiempo que pegaba la cara a su torso—. Fue como un sueño, salvo
la parte del pozo apestoso. —No podía dejar de sonreír—. ¿De verdad vas a
secuestrarme ahora y a llevarme al otro lado de la frontera para casarte conmigo?
—Sí.
La luz del sol pintaba el camino que transcurría en paralelo a la acequia y las
colinas que se alzaban a ambos lados con sus gloriosos tonos dorados y verdes. Las
ovejas pastaban en las laderas y la brisa soplaba con suavidad por el valle. Un perro
corrió hacia ellos, dejó un palo junto al agua, y Diantha se soltó de la mano de Wyn
y se acercó a por él.
—Ramsés, qué tonto eres. Deberías traérmelo a los pies. —Se inclinó para
recoger el palo, y la elegancia de sus movimientos excitó a Wyn como siempre lo
excitaba todo lo relacionado con ella.
En una ocasión, soñó con tomarla en la hierba y hacerle el amor, sin más
compañía para su placer que el cielo despejado y los trinos de los pájaros. Los
criados tenían el día libre y Owen había ido al pueblo para practicar su nuevo oficio
en la herrería.
Sin embargo, antes tenía que encargarse de un asunto. Sacó la carta que
llevaba en el bolsillo y abrió el sello.
Cuervo:
P. D.: Gorrión me pide que te transmita su afecto, pero que quede entre
nosotros: creo que está furiosa por el hecho de no haber podido planificar y
organizar tu boda. Cuidado con la sirena sentimental que cuenta con la inteligencia
de un hombre: nunca es del todo sincera.
—¿De lord Gray? —La leyó mientras sus rizos le rozaban las muñecas y le
ocultaban los ojos.
Con ternura, Wyn se los apartó al tiempo que intentaba coger el papel sin que
se diera cuenta. Ella se apartó para evitar que se lo quitara y siguió leyendo
mientras andaba por el camino. Se detuvo de repente y se volvió hacia él con los
ojos como platos.
—No era seguro hasta hoy. —Cogió el palo y lo tiró, de modo que Ramsés
salió corriendo tras él.
Soltó la carta, que voló guiada por la brisa y acabó en el agua de la acequia,
alejándose con la corriente. La abrazó con más fuerza.
—Tengo un plan —murmuró ella al tiempo que le echaba los brazos al cuello
y lo miraba con los hoyuelos bien a la vista.
Volvió a besarla en los labios y sintió sus pechos contra el torso mientras sus
caderas y sus muslos lo acogían, de modo que calculó con celeridad la distancia que
los separaba del suelo.
—¿En serio?
—Pues sí. —Pegó los labios a la curva de su hombro—. Muchos planes. —La
instó a rodearle la cadera con una pierna mientras la brisa le agitaba las faldas.
—Muéstreme sus planes, señor Yale. —Se pegó a él, y sus ojos eran un
milagro de deseo y de amor—. Y yo le mostraré los míos.
Nota de la autora
Por último, les quiero dar las gracias de todo corazón a mis lectores. Vuestras
cartas, mensajes, comentarios y tuits, así como vuestras visitas a las convenciones
de libros hacen que escribir historias de amor sea muchísimo más divertido.
Agradezco enormemente que vuestros corazones sean tan hermosos y se abran con
tanta alegría al amor. Agradezco que estéis ahí.
Para estar al día de las últimas noticias y los rumores acerca de los apuestos
héroes y las atrevidas heroínas de mi saga del Club Falcon, espero que visitéis mi
página web:
www.katharineashe.com.