4 Cuentos de Terror - Scare Street
4 Cuentos de Terror - Scare Street
4 Cuentos de Terror - Scare Street
volumen 4
Escrito por Ron Ripley, Rowan Rook, y Sara Clancy
Traducido por Matias Presta
Editado por J. Andrés Parra y Paula Rain
Copyright © 2020 por ScareStreet.com
Todos los derechos reservados. Este libro o cualquier parte del mismo no
se puede reproducir ni utilizar de ninguna manera sin el permiso por
escrito del editor, excepto para el uso de citas breves en una reseña del
libro.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con personas reales, vivas
o muertas, o eventos reales es pura coincidencia.
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***
***
Carnaval de ti
Por Rowan Rook
“Te odio”, siseó Cassie. El odio le salía de los ojos. Miró a su padre
desde la entrada de su habitación como un animal que vigilaba la boca de
su guarida, apretando con los nudillos blancos el pomo de la puerta. Actuó
como si él hubiera amenazado con echarla a la calle cuando todo lo que
había hecho era explicarle que reduciría su mesada —algo a lo que ella ni
siquiera tenía derecho a su edad—si no mejoraba sus calificaciones. “¡Ya
tengo dieciocho años! ¡No tienes derecho a controlarme de esta manera!”.
“¡Y tú ya no tienes derecho a mi dinero!”. No, pensó Steve, exhalando
un suspiro. Será mejor que no me altere. Intentó calmar su voz: “Este es tu
último año de secundaria: tu última oportunidad de subir tus
calificaciones. Si no lo haces, desearás haberlo hecho cuando comiences a
buscar una universidad”.
Su hija dejó escapar un suspiro y sus fosas nasales se dilataron. “¿Y si
no quiero ir a la universidad? ¿Entonces qué?”.
Perra perezosa, Steve se contuvo de gritar. ¿Sabes lo duro que he
trabajado, lo que he aguantado, solo para que tú tengas una oportunidad?
No dejaré que lo eches a perder. Luchó contra su ira antes de hablar: “Solo
estoy pensando en tu futuro”.
“Oh”, la voz de ella rezumaba sarcasmo. “¿Por qué no puedo pensar en
mi futuro por mí misma?”.
El padre se obligó a encontrarse con su mirada enrojecida. Los círculos
oscuros bajo sus ojos... La mandíbula apretada... El ceño fruncido... A
veces, ella le recordaba demasiado a sí mismo. “Simplemente, no quiero
que termines como yo”.
“Ah”, replicó ella de nuevo. “Supongo que serías el experto en no ser
tú”.
Los dedos de él formaron puños. Se acercó a la puerta, pero se detuvo,
balanceándose con el movimiento. El mundo se puso borroso a través de la
bruma del vodka. “Reconozco los errores que he cometido. Por favor...”.
Hizo una pausa, dejando que su ira lo atravesara como agua corriente. La
desesperación se escondió debajo y, por una vez, tuvo la esperanza de que
se notara. “Me mataría ver que tú los cometas también”.
Las mejillas de la chica ardían, su mueca mostraba los dientes. Sus
manos se curvaban en torpes puños. “Si comprendes tus errores, entonces
estás admitiendo que sabes cómo corregirlos; ¡que eres un borracho
asqueroso por elección propia! No te preocupes, ¡nunca seré como tú!”.
La puerta del dormitorio se cerró de golpe en su cara.
El estruendo que se extendió por la casa pareció vibrar en los huesos de
él. Perra, cantaba en su mente. Perra. ¡Enséñale una lección a esta
mocosa ingrata! Sus dedos se flexionaron, apretándose y aflojándose,
haciendo que le saliera sangre de las palmas de las manos.
Soltó otro largo suspiro que silbó a través de sus dientes apretados.
No. Él había cambiado; había cambiado tanto como era capaz de
hacerlo. Podía mantener su temperamento bajo control. Pero la botella...
Incluso si la botella lo había convertido en lo que era, lo que había sido...
También había atenuado sus recuerdos, embotado los latidos en su
corazón, contenido las pesadillas. Si dejaba de beber, las imágenes de su
esposa muerta se reproducirían en su mente como grabaciones infinitas.
Los ojos de su esposa se hinchaban de ira, su rostro estaba enrojecido,
su dedo acusador estaba extendido hacia él. Lo había arrinconado en la
parte superior de las escaleras, furiosa por cómo había perdido tantos
días de trabajo. El hedor caliente de su aliento furioso le golpeaba el
rostro. Sus gritos se entrelazaban, convirtiéndose en un ruido ininteligible
en sus oídos como los aullidos de un gato.
Su piel se partió contra su puño cuando...
No. Ahora era mejor. Incluso si no podía ser un buen padre, al menos
sería un padre en lugar de un monstruo. No era de extrañar que Cassie lo
odiara. No podía culparla.
Relajó los puños bajo las escaleras dando pisotones...No, camina, se
recordó a sí mismo.
***
Papá, en el raro caso de que te des cuenta, me fui. Fui a ver el carnaval
que estaba al otro lado de la calle. No te asustes y llenes el informe de una
persona desaparecida, ¿de acuerdo? Regresaré a tiempo para ir a la
escuela.
Tal vez no era una perra. Tal vez era simplemente idiota. ¿Qué clase de
chica de dieciocho años saldría a explorar a las 3 de la mañana? ¿De qué
carnaval estaba hablando? ¿Quería que la secuestren o algo peor?
Steve tiró la nota al suelo y caminó con dificultad hacia la ventana,
levantando las persianas para mirar hacia afuera.
Se quedó petrificado.
Las bombillas rojas y anaranjadas parpadeaban en la oscuridad,
envolviendo las siluetas de torres y terrazas. Incluso, una noria colgaba
como si fuera una red de estrellas. Las banderas ondeaban en el aire de la
noche de otoño, las cálidas luces artificiales y el frío resplandor de luna
quedaban atrapados en sus ondulantes lustres de plástico. Los contornos
humanos, poco definidos por la oscuridad y la distancia, se aglomeraban
como polillas atraídas hacia la luz.
¿Qué demonios? Tal vez no debería haber tomado ese último trago de
vodka, después de todo. Se frotó los ojos aturdidos y los abrió. El carnaval
seguía allí. Se mordió la lengua, y la punzada de dolor lo convenció de que
no estaba soñando. Abrió la ventana. Una débil música folclórica entró en
la habitación.
¿Cómo? Les habría llevado al menos un par de días preparar esa maraña
de metal. ¿Cómo no había notado un proyecto tan extraño al otro lado de
la calle? ¿Por qué alguien organizaría un carnaval allí, además? El espacio
solo era un terreno descuidado y sobrevaluado en medio de su aburrido
vecindario suburbano.
El estómago se le revolvía al ritmo de la melodía. Cuando esta llegó a
un crescendo, y los violines gritaban como lobos aullándole a la luna llena,
se le puso la piel de gallina en los brazos.
Cerró la ventana de golpe y sacó su teléfono del bolsillo.
Al final, tendría que decirle a su jefe que no podría ir a trabajar:
problemas familiares.
***
“¡Cassie!”.
Incluso desvanecida en las canciones folclóricas y el zumbido eléctrico
de los juegos mecánicos y las máquinas, su voz parecía demasiado fuerte.
Le llevó un tiempo darse cuenta de por qué. Aunque el festival estaba
lleno de gente, nadie más hablaba. No había risas ni conversaciones, ni
gritos de borracho.
Se detuvo en medio de la vía principal.
Cuerpos pasaban de largo. Uno se estrelló contra él y provocó que
tropezara, con las piernas tambaleantes. Pero por más que lo intentó, no
pudo ver el rostro que había más allá de la sombra de la capucha. Giró; su
mirada volaba de persona a persona. Todos llevaban capuchas, cada uno de
ellos. Incluso los que trabajaban en el carnaval vestían el mismo uniforme
negro, sus caras estaban ocultas mientras permanecían tan quietas y
silenciosas como centinelas.
Sintió que la gravedad tiraba de su estómago.
“¡Cassie!”.
No hubo respuesta.
Desafió los músculos que le gritaban que se fuera de ahí y se adentró
más profundamente en el carnaval, esquivando las inexpresivas
multitudes. Extraños olores flotaban por su nariz mientras su respiración
se volvía más profunda. En lugar de la variedad que conocía de las ferias
del país —mantequilla de palomitas de maíz, conos de nieve, funnel cake,
heno, sudor—el aire apestaba a azufre, óxido y alcohol. El humo coloreaba
las luces parpadeantes de manera tal que hasta sus auras naranjas y rojas
podrían haber sido consideradas llamas. Olía extraño, intenso. No podía
darse cuenta de qué era lo que se estaba quemando. También había algo
más en la brisa. Algo ácido y caliente... ¿Sangre?
Se congeló, sus ojos giraron hacia la fuente del hedor.
Un cuerpo humano colgaba del techo de un puesto de comida.
El grito de Steve quedó atrapado en sus pulmones.
No es real.
Los riachuelos rojos corrían desde el alambre que envolvía el cuello del
cuerpo, siguiendo las venas abultadas sobre su piel desnuda y goteando
sobre el suelo manchado de grasa.
No es real.
Le faltaba uno de los brazos. El hueso salía a través del corte limpio de
la herida cauterizada. Pasaron unos segundos antes de que la visión de
Steven descubriera que el brazo se estaba rostizando en un asador. Daba
vueltas y vueltas. Cuando la palma del brazo dio de cara a él, un tatuaje de
águila todavía brillaba en la piel arrugada. “Y kilómetros por recorrer
antes de dormir”, afirmaba la tinta.
Ya había visto ese tatuaje antes. La bilis ardía en su garganta mientras
se obligaba a mirar hacia arriba.
El costado del cráneo del hombre estaba hundido, roto, negro y azul.
Llevaba una gorra de los Patriot sobre el cabello rubio manchado de
sangre.
Era el hombre al que había golpeado furioso afuera de un bar después de
su vigésimo segundo cumpleaños.
No es real.
Pero el dolor fue real cuando Steve tropezó hacia atrás con otro puesto,
lastimándose el tobillo.
Corrió, apartando a los extraños encapuchados con los hombros.
Si esto no era una pesadilla, entonces tal vez se había vuelto loco.
¿Estaba Cassie aquí siquiera? No podía irse a menos que lo supiera con
seguridad. Tenía que ser un padre decente. Fuera lo que esto fuese, era
enfermizo. ¿Y si ella fue colgada como...?
Oh diablos…
“¡Cassie!”.
Puestos y juegos mecánicos pasaban de forma borrosa. Buscó el cabello
rubio de Cassie, su chaqueta roja favorita. No se permitió detenerse, no se
permitió digerir las escenas del carnaval. El niño que había intimidado en
la escuela ofrecía animales hechos con globos con las manos temblorosas.
Las criaturas falsas gemían, sus extremidades se doblaban en ángulos
extraños. La chica de la que estaba enamorado en la escuela secundaria
estaba en el escenario, con maquillaje de payaso en su bonita cara. En
lugar de hacer reír a los demás, ella se reía de él. Sus carcajadas cortaban
la música, parecía que perseguía sus pasos; la única voz humana, aparte de
la de él. El viejo perro que había huido de casa después de que él la había
golpeado aullaba desde lo alto de la noria.
A lo lejos, una canción había terminado. Las amargas notas pendían en
el aire, haciendo que el cabello de su nuca se erizara. La siguiente melodía
comenzó con tambores que sonaban al ritmo de su corazón.
“¡Cassie!”.
“Ahora está a salvo”.
Él se tragó otro grito, estremeciéndose. Esa voz era extrañamente
familiar.
No.
Se dio vuelta.
Efectivamente, su primera novia, Susie, estaba de pie detrás de él,
ocupándose de una Cabina de Besos con las puertas cerradas con llave.
Una furia ardiente se acumuló en las mejillas de Steve y apretó los
puños. “¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija?
“Está a salvo”, insistió Susie. “Ella no te quiere. Pero si quieres tratar de
hacerla cambiar de opinión, de la forma en que intentaste que yo cambiara
la mía”, puso una mano contra un moretón oscuro en su mandíbula,
“entonces la encontrarás en la montaña rusa”.
Steve siguió el gesto de Susie con la mirada. Estaba señalando una
montaña rusa que tenía una abertura en forma de la tapa de una lata de
cerveza.
Se tambaleó hacia ella sin darse tiempo para detenerse y pensar. Si lo
hubiera hecho, podría haberse desmoronado. Sus piernas ya temblaban del
terror.
“¡Cassie!”.
Cuando llegó a la plataforma, vio un coche abierto, esperando. Se metió
dentro, dando un golpe sordo. A pesar de que apenas había bebido un trago
de su vodka antes de irse, la cabeza le daba vueltas como si hubiera bebido
toda la botella. Instintivamente, sus manos temblorosas buscaron un
cinturón de seguridad, pero no había ninguno.
El corazón se le estrujó, suplicándole que se fuera de allí.
No... soy... soy su padre. Sigo siendo su padre, pase lo que pase. Tengo
que protegerla de lo que sea que sea esto.
El vehículo se sacudió, y luego crujió por los rieles. Se le retorcieron las
entrañas cuando atravesó una puerta corrediza de vidrio y entró en un
edificio oscuro. “¡Cassie!”.
“¿Papá?”.
Su pulso se aceleró. “¡Cassie! ¿Dónde estás?”.
A medida que el coche avanzaba, las tenues luces del techo dejaban al
descubierto un pasillo. Un nuevo estremecimiento le recorrió el cuerpo. Se
parecía a su primera casa, la primera casa que había comprado junto con
su esposa. Había entrado por el balcón, ya estaba en el segundo piso. La
única diferencia era que no había piso. Debajo de la delgada pista solo
había un espacio negro, vacío. El coche giró hacia donde habían estado las
escaleras.
No.
Oh diablos, no.
Un foco de luz se encendió, punzándole los ojos.
Los cerró con fuerza.
Sabía lo que vería antes de abrirlos.
Su esposa estaba en el aire al borde de las escaleras, usando el vestido
con el que había sido enterrada. La cabeza, en la parte donde había
golpeado el suelo, estaba destrozada, dejando al descubierto el interior
latente de su cerebro. Colgaban trozos de piel rota, sueltos. La sangre
chorreaba por los escalones y se acumulaba en la parte inferior, en el lugar
donde había muerto después de que él la golpeara.
Las lágrimas le ardían en sus grandes ojos. “Fue un accidente”.
“Aun así, tomabas la decisión cada vez que abrías otra botella”. Su
esposa enroscó un brazo, doblado de forma extraña, alrededor de una niña
medio envuelta en sombras. “Ahora, ella ha tomado la suya”.
“¡Cassie!”. Steven se puso de pie en el coche, el cual se meció bajo su
peso. Ansiaba saltar, correr hacia ella, abrazarla con fuerza. No podía, no
podía saltar el abismo. Se estabilizó con la barandilla mientras las vías
crujían. “¡Dejaré de beber, maldita sea! ¡Seré una mejor persona! ¡Vamos
a casa!”. Extendió la mano, pero sus dedos solo tocaron el espacio vacío.
Cassie le devolvió la mirada y sus dedos se aferraron al vestido de su
madre muerta. Sus pies colgaban en el aire. Las lágrimas corrían por sus
mejillas.
Su esposa la sujetó más fuerte. “Tú y yo una vez prometimos hacer todo
juntos, mi amor”, se burló, revelando los dientes que se habían roto al caer
de cabeza por las escaleras. “Ahora, es tu turno de caer”. Se alejó de la vía.
“De ahora en adelante, yo mantendré a nuestra hija a salvo”.
El coche se impulsó hacia adelante. Steve cayó de su asiento cuando el
coche se inclinó y lo arrojó hacia las escaleras. La montaña rusa se dio
vuelta, girando varias veces. La escalera se extendía debajo de él hacia el
infinito.
“¡Papá!”, la voz de Cassie resonó tras él.
No tuvo tiempo de gritar antes de que su cráneo se partiera contra las
escaleras.
***
Dulces sueños
Por Sara Clancy
El golpe estruendoso en la puerta de entrada sacó a Rachel del estupor
del sueño. Por un breve momento, la cálida luz del mundo de los sueños
parpadeó, haciéndola ir y venir hacia adentro y afuera de la deprimente
realidad. Vislumbró la escalera del sótano. Yacía ante ella como la boca de
una bestia gigantesca, esperando para tragarla por completo. He estado
caminando sonámbula de nuevo. No hubo tiempo para que el miedo
siguiera a ese pensamiento. La luz brilló a su alrededor y ella regresó.
Regresó a un mundo de sueños de mañanas perezosas, piel desnuda y
Gregory. Su cálida sonrisa casi la quebraba de pena.
“Casi te pierdo”, dijo él.
Yo te perdí a ti. Atrapada en algún lugar entre el sueño y la vigilia, no
podía esconderse de la realidad. Estás muerto.
El mundo volvió a chisporrotear a su alrededor, amenazando con
desmoronarse a medida que continuaban los golpes.
“No te vayas”, dijo Gregory rozando los labios contra su oreja mientras
susurraba.
Justo como solía hacerlo.
“No quiero ir a ningún lado”, le dijo ella.
“Entonces no lo hagas”.
Los golpes se convirtieron en una tormenta furiosa. Imparable.
Innegable.
“Alguien está golpeando la puerta”, susurró Rachel.
“¿Y?”. La mano de Gregory se deslizó por la de ella, entrelazando sus
dedos mientras él los besaba, persistente. “Todos los que importan están
aquí mismo”.
Cada caricia que recibía en su piel la derretía un poco más. La dejaba
hundirse más lejos del mundo real y toda la crueldad que este prometía. La
realidad crujía a su alrededor como rayos, dejando atrás cicatrices
irregulares que reducían el mundo de los sueños a pequeños fragmentos.
Tomó la mano de Gregory en un intento desesperado por anclarse al sueño.
La piel del muchacho rezumaba y se agrietaba bajo su tacto. Rompiendo el
beso, observó sus manos unidas. Atrás quedaron los ágiles, pero fuertes
dedos que había adorado durante años. Reemplazados por garras negras y
piel espinosa. El dolor se disparó en su brazo cuando las garras penetraron
en su carne, cortando tendones y rompiendo huesos.
Su grito se convirtió en un jadeo lamentable cuando el mundo,
destrozado, se derrumbó a su alrededor. El sueño se llevó todo lo bueno
consigo, dejándola temblorosa y fría, tambaleándose en lo alto de las
escaleras del sótano. Sus pies, con las medias puestas, se resbalaron
mientras retrocedía. Por reflejo, extendió la mano y agarró el marco de la
puerta, y sus uñas se partieron contra la madera. El agudo dolor hizo poco
por aclarar sus pensamientos.
Poco a poco, Rachel fue capaz de sentir molestia en la rítmica sensación
de la pequeña puerta de seguridad hundiéndose contra sus muslos. El
sueño permanecía allí como una niebla turbia que se apoderaba de su
cerebro, aletargando sus pensamientos. Parpadeó y continuó mirando hacia
las profundidades del sótano. El piso de concreto era apenas visible debajo
del creciente montón de ropa sucia, pero ella sabía que estaba allí.
Siempre estaría ahí. Burlándose de ella con las manchas de sangre y la
imagen persistente del cuerpo de Gregory.
Gregory. Vagamente, notó el líquido refrigerante en la punta de sus
dedos. Su mano se sentía entumecida mientras la levantaba para
inspeccionarla. Una sombra se agrandaba por el rabillo de sus ojos. El
corazón le dio un vuelco mientras se daba vuelta. La pequeña puerta de
seguridad le golpeó la parte posterior de la pierna al deslizarse de sus
postes y aterrizó con fuerza contra el primer escalón. No había nada ahí.
Aun así, la sensación de ser observada permaneció. Junto con el aroma
ligeramente a madera de la loción para después de afeitar de Gregory.
Otra ronda de golpes insistentes la sacudió. Entre un parpadeo y el
siguiente, volvió en sí. La luz del día presionaba contra las cortinas
florales de la cocina poco usada, volviéndose marchita y quebradiza al
atravesar el material amarillento. Estaba despierta. Y sola. Con solo el
asalto a la puerta principal para interrumpir la quietud de la casa. Rachel
miró en esa dirección por un largo rato antes de volver a poner la pequeña
puerta de seguridad distraídamente. La entrada del sótano no tenía una
puerta propia, y el pasillo era demasiado delgado para bloquear la entrada
con cualquier mueble. La puerta oscilante parecía más una burla que una
medida de seguridad adecuada. Debería taparla con una pared. La idea se
borró de su mente tan rápidamente que Rachel se quedó desconcertada,
intentando sin éxito recordar lo que había estado pensando. No se movió
hasta que los golpes volvieron a llamar su atención.
El duro frío invernal se abría paso entre las grietas de las tablas del
suelo, agitando el polvo que sus pasos habían dejado sobre ellas. Al pasar,
el reloj de pie sonó. Había algo extraño en el sonido; algo que ella no pudo
identificar. Pero no había tiempo para pensar en eso mientras abría la
puerta principal.
Una luz cegadora invadió la casa. Fuerte y dolorosa a la vista. Rachel
entrecerró los ojos ante la luz del día y se le estrujaron los pulmones. Un
abismo sin fondo se abría en medio del resplandor. Imponente y desolado,
su figura se abultaba contra los confines de su cuerpo y cada costilla
presionaba con fuerza contra su carne demacrada. Se estiraba hacia ella;
sus largas garras se solidificaron cuando entraron en las sombras de la
casa.
“¿Rachel?”.
Ella tembló ante la voz, levantando una mano para protegerse los ojos.
La sombra se evaporó, dejando solo una figura tímida y familiar en su
lugar.
“Vera”. La pequeña sonrisa de Rachel le rajó los labios secos.
Sintiendo unas gotas de sangre, de repente se dio cuenta de lo
increíblemente sedienta que estaba. Esto la distrajo lo suficiente como
para no darse cuenta de que Vera se había metido en la casa, hasta que esta
puso una mano delgada contra la frente de Rachel. La piel de Vera era
maravillosamente cálida. Era completamente diferente de los pequeños
montones de nieve que se deslizaban de la chaqueta de Vera y goteaban
sobre los pies de Rachel.
“Tienes un aspecto terrible. ¿Has comido algo siquiera?”, dijo Vera.
Tiene los ojos de Gregory. Desde el momento en que Rachel lo había
conocido, había adorado los ojos de Gregory. Eran tan amables y gentiles
como lo era él. Un color rico e indulgente que era completamente
incomparable. Solo son marrones. Su voz risueña atravesó la mente de
Rachel. Un remanente de su sueño y mil otras conversaciones compartidas
en privado. Por un glorioso momento, se le había permitido regresar a su
sueño. A él. Sus palabras habituales estaban listas en sus labios. No son
solo marrones. Son gloriosos.
“Estás sangrando”.
Rachel se sobresaltó. “¿Qué?”.
Vera le levantó la mano, apresurada pero suavemente, atrayendo la
atención de Rachel hacia las manchas de líquido rojo que brillaban en su
piel.
“Estoy bien. Es solo una uña rota”.
Ambas mujeres jadearon cuando vieron las fisuras que cortaban cada
una de las uñas hasta la cutícula.
“Rachel”, jadeó Vera.
“No sé cómo me hice eso”. Entumecida por el frío, pudo prestar
atención al daño sin sentir el dolor del todo.
“Vamos”, ofreció Vera, su voz era dulce y alentadora. “Vamos a darte
algo de comer”.
“Me alimentaste a la fuerza la última vez que estuviste aquí”, respondió
ella con tanta alegría como pudo reunir.
La expresión de Vera se oscureció mientras cruzaban la sala de estar.
“Eso fue hace tres días”.
Mientras su confuso cerebro intentaba dar sentido a las palabras, Rachel
solo podía mirar fijamente al frente. Tres días. Trató de recordar, aunque
fuera un momento de ese tiempo que había pasado. De las horas que sin
duda habían transcurrido lentamente, arrastrándola también a ella. Tenía el
vago recuerdo de regresar a casa del trabajo. Este surgió de la niebla con el
conocimiento de que había sido despedida. No paraba de faltar a mis
turnos, recordó. Sus ojos miraban por encima del hombro, hacia la puerta
principal. Sus zapatos del trabajo estaban allí, justo donde recordaba
habérselos quitado. Su chaqueta, tirada en el suelo junto a su bolso. Ambos
artículos quedaron donde habían caído. Siempre me quedaba dormida. Con
esfuerzo, buscó en los rincones de su mente en busca de cualquier cosa que
hubiera pasado desde ese momento hasta el presente. No había nada. Tres
días.
Vera recogió el botiquín de primeros auxilios que había debajo del
fregadero de la cocina mientras Rachel se lavaba las manos. La mujer más
pequeña comenzó a quitarse el abrigo, revelando el hábito de la monja que
tenía debajo. Cuando se conocieron, Rachel estaba un poco preocupada por
tener una monja como cuñada. Gregory había encontrado sus nervios
hilarantes. Ella es doblemente tu hermana. El recuerdo se interrumpió
cuando Vera siseó y rápidamente volvió a ponerse el abrigo.
“Hace mucho frío aquí. ¿Te acordaste de pagar la factura de la luz?”.
Rachel parpadeó lentamente, sintiendo la piel de gallina en su carne por
primera vez.
“La factura de la luz”, insistió Vera mientras secaba cuidadosamente la
mano de Rachel con una toalla de cocina.
El esbozo de un recuerdo presionaba contra la mente de Rachel. Gregory
era el que manejaba las finanzas. Una vez que se fue, siempre parecía
haber alguien a quien ella se olvidaba de pagar.
“Dijiste que ibas a hacerlo justo después de que me fuera. Tenías el
teléfono en la mano. ¿Lo recuerdas?”.
“Sí. Por supuesto”.
“¿La pagaste?”.
“Me debe haber dado sueño”, murmuró Rachel.
“¿Entonces te fuiste a la cama sin pagar? Se acerca una tormenta de
nieve, Rachel”.
“Alimenté el fuego”.
El frío que presionaba contra ellas dejó en claro que esas brasas habían
muerto hacía mucho tiempo.
“Lo volveré a encender”, ofreció Rachel.
Vera negó con la cabeza mientras colocaba vendas cuidadosamente
alrededor de las yemas de los dedos de Rachel. “Yo me encargo. Ve y
ponte un suéter. Estás más fría que la propia muerte”.
“Hacía calor en la cama”. En mi sueño. Siempre hacía calor en sus
sueños.
Rachel guardó lo último que tenía para decir para sí misma y subió las
escaleras obedientemente, caminando con dificultad por la cavernosa casa.
Las habitaciones vacías eran como cámaras de resonancia. No solo
repitiendo sus pasos, sino reproduciendo otros tiempos. Pequeños
fragmentos de la vida que le había sido arrancada. Tantos fragmentos que
estaba segura de que su casa estaba embrujada. Todos esos recuerdos ahora
se sentían como un lamentable premio consuelo.
Al entrar en su habitación, espió la cama y fue atrapada
instantáneamente por el deseo de volver a meterse debajo de las sábanas.
El aroma de Gregory se había ido hacía mucho tiempo, pero su voz aún
permanecía. Los recuerdos sonaban como melodías que había memorizado
hacía mucho tiempo y sobre las cuales ya no tenía que pensar demasiado.
El silencio real en la habitación la abatía.
“Rachel”, dijo Vera. “¿Estás bien?”.
Agarró su bata de baño y se la puso apresuradamente, ignorando el dolor
que le producía en la espalda, y se apresuró a reunirse con su cuñada en la
sala de estar. La cálida sonrisa de Vera le dio la bienvenida, y la monja la
hizo pasar rápidamente por el pasillo hacia la cocina. La chimenea estaba
ardiendo, derramando pequeños rastros de calor a través del persistente
frío. Vera le preparó un lugar en la mesa de la cocina con un vaso de agua.
“¿Se te antoja algo en particular?”, preguntó Vera mientras abría la
nevera.
El hedor a comida podrida las golpeó a ambas como una fuerte
bofetada.
“No limpiaste el refrigerador cuando se cortó la luz”, dijo Vera
suavemente.
“Iba a hacerlo hoy”.
“Te ayudaré”.
“Oh, no, no hace falta”, balbuceó Rachel, con la vergüenza haciendo
efervescencia en la boca de su estómago.
“Tonterías. Pondremos rock de los 80 y cantaremos un poco. Siempre
soñé con hacer un montaje de película”.
Rachel asintió, sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa mientras
trataba de encontrar algo que le permitiera salvar lo que le quedaba de
dignidad.
“Me acordé de pagar la factura del gas”, dijo Rachel.
Vera cerró la puerta del refrigerador y probó la hornalla. Pequeñas
llamas cobraron vida.
“Efectivamente. Bueno, creo que habrá tragos para todos”. Su ceño se
frunció mientras raspaba una uña contra la hornalla, quitando una mancha
negra. “¿Esto es sangre?”.
No. Tuvo la intención de decir la palabra en voz alta, pero se le quedó
atascada en la garganta.
“Esto es demasiado viejo como para provenir de tus dedos. Rachel, ¿De
qué otra manera te has hecho daño?”.
“Debe ser de un bistec que hice hace unos días”, dijo a toda prisa. “Me
olvidé de limpiarlo. ¿Cuándo me volví tan sucia?”.
La monja no le devolvió a Rachel la risita tensa.
“No me estoy haciendo daño a propósito”, insistió Rachel.
Vera apagó el quemador. “Gregory tampoco”.
“Se topaba con cosas mientras caminaba sonámbulo. ¿Y eso qué?”.
Rachel se sobresaltó cuando las palabras salieron de su boca. No había
tenido la intención de ser tan arrogante. No tenía la intención de decir las
palabras en absoluto. Mientras los hombros de Vera se ponían tensos, su
voz permaneció desprovista de ira.
“¿Tienes antecedentes de sonambulismo?”.
Rachel no respondió.
“Tal vez deberíamos hablar con un médico”.
“¡Estoy bien! ¡Simplemente estoy cansada!”. Se le cayó la mandíbula al
darse cuenta de que el estallido había venido de ella. “Lo siento mucho.
No quise...”.
Vera forzó una sonrisa y cambió de tema. “¿Cuándo fue la última vez
que te bañaste?”.
“No me acuerdo”.
“Estás usando el mismo pijama con el que te vi la última vez. Y la vez
anterior”.
Rachel se encogió de hombros. “La gente vuelve a usar su ropa”.
“Después de lavarla”, dijo Vera.
Los ojos de Rachel se cerraron al escuchar a su cuñada sonar tan similar
a su hermano. Gregory tenía ese tono. No enojado. Nunca enojado. No
importaba los errores que cometiera, él siempre había estado de su lado,
instándola a intentarlo de nuevo. ¿Y qué hice yo por él? Ni siquiera había
pensado en instalar una pequeña puerta de seguridad hasta que cayó hacia
su muerte.
Vera le dio un poco de queso y galletas, y Rachel los devoró ansiosa,
dándose cuenta de lo hambrienta que estaba. Su cabeza se calmó lo
suficiente como para poder soltar:
“No puedo entrar al sótano. Cada vez que paso por ahí, lo veo. Tirado en
el suelo”.
“Entiendo”. Antes de que Rachel pudiera decir algo de lo que podría
arrepentirse, Vera agregó, haciendo un gesto de su hábito religioso, “Tanto
como me es posible. Claramente, nunca entenderé toda la dinámica de
tener un esposo. O el dolor de perder uno”.
Rachel sonrió levemente, el gesto creció un poco más cuando Vera
volvió a llenar su vaso. “¿No se supone que estás casada con Dios?”.
“Técnicamente”, Vera se encogió de hombros.
“Ese es un matrimonio extraño”.
“Él siempre está ahí para mí”, dijo Vera. “Pero no ha sacado la basura ni
una sola vez”.
Rachel sonrió, pero no se sentía con ganas de reír.
“Pensé que estabas usando un servicio de lavandería”, dijo Vera.
“Me olvidé de pagarles”.
“Noté la pequeña puerta de seguridad que bloquea la entrada del
sótano”, dijo Vera suavemente. “¿También has tomado precauciones con la
parte superior de la otra escalera?”.
Rachel asintió con la cabeza, pero no hizo la aclaración de que eso no
parecía servir de mucho. Cada vez que se despertaba, estaba en la puerta
del sótano. Mirando hacia donde Gregory había caído. El aire se había
vuelto espeso con los aromas de la sangre y la loción para después de
afeitarse de Gregory.
“¿Por qué no la junto y bajo a la lavandería?”. La oferta de Vera tomó a
Rachel por sorpresa.
“Oh, no puedo pedirte que hagas eso”.
“Yo me estoy ofreciendo”, interrumpió Vera. Su tono sonaba suave pero
no dejaba lugar para discusiones.
A Rachel le revolvió el estómago pensar en la hermana de Gregory
caminando sobre el suelo sobre el que él se había desangrado. Ella no lo
veía así, pensó para sí misma. La primera vez que Vera había visto a
Gregory después de la caída había sido en el hospital. El aire apestaba a
antiséptico y la iluminación estéril brillaba en las paredes. Lo habían
limpiado bien para entonces. Lo habían recostado sobre una tabla con una
sábana prístina para guardarlo. Casi parecía tranquilo. Nada parecido a la
escena con la que Rachel se había topado. Solo podía suponer que eso lo
había vuelto más fácil de atravesar.
“Te ayudaré a organizarte”. Vera le apretó la mano, la presión gentil
convenció a Rachel para que la mirara a los ojos. “No estoy tratando de
forzarte a avanzar. Pero, ya sea que te quedes o vendas la casa, necesitas
terminar las renovaciones. Está bien, te ayudaré. Comenzaremos con algo
pequeño. ¿Qué fue lo último en lo que estuvo trabajando?”.
Rachel tomó otro trago de agua, tratando de sofocar las lágrimas que
siempre intentaban asfixiarla.
“El sótano. Tenía que arreglar las paredes”. Ante la mirada inquisitiva
de Vera, ella dio más detalles. “Los propietarios anteriores deben haberlo
usado como una habitación para niños. Todas las paredes están
garabateadas. Incluso arañaron la mampostería”.
“Yeso y pintura. Yo puedo hacer eso”.
Rachel se mordió las vendas de los dedos. “Sueño con él. Todas las
noches. Cuando estoy dormida, es como si nada de esto hubiera pasado.
No es nada grandioso ni emocionante. Solo que... cuando sueño, siempre
se siente como un apacible sábado por la mañana”.
“Eso suena muy pacífico”, dijo Vera.
“Es tan real. Cuando me despierto, es como si lo hubiera perdido de
nuevo”.
La preocupación comenzó a filtrarse en los ojos de Vera mientras la
observaba cuidadosamente. Su pulgar frotaba círculos suaves contra el
dorso de la mano de Rachel, dándole la fuerza que necesitaba para
continuar.
“Estar despierta se siente como una pesadilla”. Acercándose, susurró su
confesión. “Ya no estoy segura de qué es real”.
Vera se acercó, dándole a su cuñada en un fuerte abrazo. Rachel no se
había dado cuenta de que estaba sollozando hasta que sintió que el abrigo
de Vera se humedecía contra su mejilla.
“El dolor es una de las cosas más difíciles que tendremos que soportar”,
susurró Vera. “Pero lo superaremos juntas. Lo prometo”.
Rachel luchó para recuperar el control. “Lo siento. Era tu hermano...”.
“Shh. Todos hacemos el duelo de manera diferente”. Una vez más, ella
apretó la mano de Rachel, permitiendo que el calor se filtrara en sus
huesos. “Yo, por ejemplo, me temo que tiendo a ser una mamá gallina”.
“Eso probablemente me haría bien en este momento”, admitió Rachel.
Dolía incluso decir eso. Sentada en la mesa de la cocina, con el frío
cubriéndola como olas heladas y la luz del día luchando por penetrar en la
penumbra, Rachel no podía comprender la vida que tenía antes. Se sentía a
un millón de kilómetros de distancia de quien había sido una vez. Pero no
cuando sueño.
Vera la vigilaba atentamente mientras terminaba la pequeña cantidad de
comida y otro vaso de agua. El viento se convirtió en un aullido
escalofriante mientras Vera preparaba una gran taza de té.
“El agua caliente todavía funciona”, dijo la monja mientras colocaba el
té y una buena taza de porcelana china frente a Rachel. “Voy a prepararte
un baño mientras bebes esto. Luego voy a llevar la ropa a la lavandería”.
“No tienes que hacerlo”. La protesta de Rachel murió en seguida frente
al ceño fruncido de Vera. “Vas a aterrorizar a un montón de estudiantes”.
“¿Una broma? No una muy buena que digamos. Pero la acepto”.
Sonriendo suavemente, puso su mano sobre la cabeza de Rachel. “Ve y
caliéntate un poco. Y lava tu cabello. Traeré un poco de comida para llevar
cuando vuelva. Será agradable volver a cenar juntas”.
“Gracias”, dijo Rachel.
Las dos mujeres se sonrieron la una a la otra antes de ir a realizar sus
respectivas tareas. El baño estaba listo justo cuando Rachel estaba
tomándose su última taza. Se sintió agradecida de que Vera le hubiera
ofrecido tanta agua en lugar de una gran comida. Si se hubiera hinchado de
comida primero, estaba segura de que se sentiría enferma. Con el calor
inundándole las venas, Rachel se sintió un poco más humana. Le ofreció a
Vera una sonrisa dolorida cuando la monja comenzó a bajar las escaleras
hacia el sótano. Una imagen de concreto manchado destelló en su mente, y
corrió escaleras arriba. Lo que quedaba de su té salpicaba contra las
paredes de la delicada taza.
***
La luz del sol convertía el vapor del aire en una niebla dorada. Su piel se
erizó por el repentino calor y sus pulmones se estrujaron ante el cambio
abrupto. Una pequeña mesita plegable se ubicaba al lado de la bañera. Las
gotas se juntaban contra ella. Rachel no sabía por qué las había hecho a un
lado antes de apoyar su té sobre ella.
Al quitarse el pijama, sintió que se estaba quitando una capa de piel. Sus
sueños la perseguían, prometiéndole un mundo mucho mejor. Un mundo al
que podría unirse de nuevo en el momento en que cerrara los ojos. Una
repentina oleada de odio la dejó petrificada. La quemaba como hielo seco,
frío y paralizante, trayendo consigo mil imágenes y pensamientos que
nunca se hubiera creído capaz de tener. Podría estar con él en este
momento, una voz gruñó dentro de su cabeza. Si no fuera por Vera. Si ella
no me hubiera despertado.
La breve oscuridad de sus parpadeos se había llenado de imágenes tan
claras y nítidas como la realidad. Sangre y piedra. El cuerpo de Gregory
reemplazado por el de Vera. Un empujón seco era todo lo que haría falta.
Las escaleras podían hacer el resto, Rachel estaba segura de eso. Un
empujón y podría volver a dormir. No habría necesidad de molestarse con
el cuerpo. El frío invernal se lo llevaría. Se arrastraría sobre ella como mil
enredaderas estranguladoras, aplastándole lo que le quedara de esa vida
que infectaba su hogar.
Las rodillas de Rachel se doblaron. Se agarró del borde del lavabo para
mantenerse erguida. Estaba alterada y sin aliento. Mirando fijamente sus
nudillos blancos por el agarre, trató frenéticamente de separar la realidad
de la fantasía. Solo había pasado un segundo. Pero había visto la expresión
de sorpresa y miedo llenando los ojos de Vera, sintió la suave piel ceder
bajo el áspero abrigo contra las palmas de sus manos. Rachel observaba
cómo se caía, y su cabeza se abría, con la sangre derramándose libremente.
Cada uno de sus sentidos gritaba que había sucedido. Esa no soy yo, se
dijo. Nunca haría eso. Con manos temblorosas, limpió el espejo
empañado. El aliento se le había quedado atascado en la garganta. Esa no
soy yo.
Todo el color había desaparecido de su rostro, dejando que sus pálidas y
demacradas mejillas recibieran la luz como si fueran moretones.
Innumerables horas de sueño no habían reducido las bolsas que había
debajo de sus ojos, y su cabello, antes fuerte, ahora colgaba en mechones
enmarañados. Mirando hacia abajo, Rachel se horrorizó al ver que los
cambios habían reclamado algo más que su rostro. Sus costillas ahora
presionaban contra su piel. Los huesos de su cadera eran picos de
montañas, y su estómago se había hundido como si no hubiera nada dentro
de ella para sostenerla.
Esto no puede estar bien. Se arañó el cóncavo estómago, buscando una
pizca de suavidad que sabía que tenía que estar allí. ¡Es demasiado!
¡Demasiado pronto! Hace tres días ella había salido, caminado, hablado y
había estado rodeada de personas. Seguramente, se habría dado cuenta si
hubiera llegado a esto. Pero tampoco podría haberse deteriorado tanto en
tan poco tiempo. Leves temblores fluyeron a través de sus dedos mientras
retiraba las manos. Tenía que ser otro truco de su mente, decidió. Como las
imágenes de antes. Ella solo se estaba engañando a sí misma. Toma un
baño. Cálmate. Todo estará bien.
Se metió en el agua caliente. El dolor chisporroteó a lo largo de su
espalda apenas el agua tocó su columna vertebral. Se puso de rodillas y
extendió la mano hacia atrás para presionar las zonas doloridas. Algo le
corría por la punta de los dedos. Tuvo que observar el líquido por un largo
rato antes de darse cuenta. Sangre.
El agua salpicó los azulejos cuando salió de la bañera y regresó al
espejo. Cada vez que limpiaba la superficie vidriosa, el vapor volvía a
reclamarla, convirtiendo su reflejo en una opaca distorsión de colores.
Después de unos intentos fallidos, logró verse bien la espalda. Tenía
ronchas rojas por toda la piel, cada una cubierta de sangre seca, cada una
con una forma magullada particular. Horrorizada, se retorció para poder
tocar una. Esforzarse hasta casi romperse solo le permitió tocar los bordes
de algunas de ellas.
“¿Vera?”, susurró ella. Tragando saliva, trató de nuevo hablando más
alto. “¿Vera?”.
La única respuesta que la recibió fue el chasquido constante del reloj de
pie. Mientras miraba, el espejo se empañó de nuevo, distorsionando aún
más su visión. Hacía que fuera más fácil fingir que había sido otro truco
de su mente. Entumecida, se dirigió al baño y se hundió en el agua,
rodeándose las rodillas con los brazos.
“Debo habérmelas hecho mientras caminaba sonámbula”, dijo en voz
alta, solo para romper el silencio. Los pensamientos opuestos surgieron
con la misma rapidez. “No puedo alcanzarlas. No podría habérmelas hecho
a propósito”.
Mirando al agua, su cabeza se llenó una vez más con diferentes
imágenes. Una variedad de opciones que se redujo a solo una. Alguien me
cortó. Podía verse a sí misma, inconsciente a causa de las pastillas para
dormir, acurrucada e indefensa en su cama. Un blanco fácil. En su mente,
veía la sombra imponente acechando en la habitación. Se cernía sobre ella.
Encorvada para evitar que su cabeza tocara el techo. Sus pasos retumbaban
alrededor de la casa vacía. Haciendo eco, pero apenas sacándola de su
sueño inducido por narcóticos. La piel de Rachel se puso pálida al
imaginar la sombra cayendo sobre ella como una sábana sofocante. La
sangre burbujeaba alrededor de las uñas de la criatura como rubíes
líquidos. Las puntas cortaban su piel con facilidad. Y mientras, dormía —
soñando con Gregory—, encerrada en un mundo que nunca podría volver a
ser realidad. No cerré la puerta con llave.
Rachel cerró los ojos con fuerza. Solo vete a dormir, susurró una voz en
un recóndito lugar dentro de su cabeza. Cada centímetro de su cuerpo le
rogaba que se durmiera. Necesito hablar con Gregory. Era un hecho
incuestionable que había echado raíces dentro de su cerebro. El agua
caliente le lamía la barbilla mientras se hundía aún más en la bañera. Le
cubrió la nariz, haciendo que se ahogara, pero no intentó levantarse. El
sueño la estaba llamando. Gregory la estaba llamando. Todo estará bien si
puedo hablar con Gregory.
Un golpe seco en la puerta la hizo ponerse de pie.
“¡Rachel! Rachel, necesito hablar contigo”, dijo Vera sin aliento.
Sus ojos, finalmente, se abrieron de golpe. No estaba sola en la bañera.
Una criatura color obsidiana había aparecido ante ella. Una mancha de un
negro ébano, solo roto por su amplia y blanca sonrisa. Sus garras parecían
tan tangibles como una sombra, pero la sangre que goteaba de ellas era
innegablemente real. Las gotas caían sobre los azulejos con un golpeteo
rítmico. El sonido solo era roto por la risa de la criatura y el cada vez más
frenético golpe de Vera contra la puerta.
“¡Rachel!”.
Respiró hondo. La criatura desenroscó sus afiladas garras para poner un
dedo contra sus labios, haciendo un gesto para que se callara. Un grito
salió de su pecho con un estallido agudo. Se arrojó fuera de la bañera,
dejándose caer contra los azulejos, resbalando cada vez que intentaba
ponerse de pie. La puerta del baño se abrió y Vera entró. Fue entonces
cuando el demonio se movió. Estaba al acecho desde afuera de la bañera.
Su largo cuerpo parecía estirarse eternamente, arrastrándose sobre el
cuerpo de Rachel, cortando la luz. La voz de Vera se convirtió en un
murmullo amortiguado. El frío penetró en los huesos de Rachel, y sintió
que se caía como si la arrastraran hacia el sueño.
De repente, la luz golpeó la cara de Rachel. Unos brazos fuertes la
agarraron y la empujaron hacia adelante mientras las garras intentaban
arrastrarla hacia atrás. Todo ese tiempo, Vera continuó rezando. Las
palabras salían desde ella para rebotar contra las paredes. La criatura siseó
y gruñó. Un gruñido profundo que de alguna manera se había convertido
en palabras.
“Es mía. Ella me quiere aquí”.
Mientras las manos de Vera temblaban, su voz permaneció tan dura
como una piedra. Rachel empujaba hacia adelante, su piel se abrió
mientras pateaba y gritaba. De repente, tuvo libertad y se lanzó hacia
adelante. Vera tomó la bata de baño de la puerta. Todavía rezando,
envolvió la tela suave alrededor de los hombros de Rachel y la arrastró
fuera de la habitación. Bajando las escaleras. Corriendo hacia la puerta
principal. No te vayas. El susurro vino de su cabeza, pero no era suyo.
“¿Gregory?”, preguntó Rachel. Se deslizó hasta detenerse en la puerta
principal. Girando para mirar la cavernosa casa. “¿Greg?”.
“Tenemos que irnos”, dijo Vera desesperadamente, tirando con fuerza de
su brazo.
“No, necesito hablar con Greg. ¿No lo escuchas?”.
“Gregory está muerto”, Vera la agarró por los hombros y tiró de Rachel
para mirarla. “Está muerto”.
“Él no me dejaría”.
“No fueron niños quienes dibujaron las paredes del sótano. Esos son
símbolos satánicos. Quien sea que haya vivido aquí antes que ustedes,
invocó algo, y eso se quedó cuando ellos se fueron”.
“¿Qué? No”.
Las palabras de Vera se arremolinaban en la cabeza de Rachel. “Mató a
Gregory cuando trató de deshacerse de ellos”.
“¡Eso es una locura!”.
“¡Rachel! ¡Esos mismos símbolos están grabados en tu piel!”. Vera la
sostuvo con un brazo mientras abría la puerta con el otro. Hielo y nieve
cayeron sobre los pies descalzos de Rachel.
“No me dejes”, susurró Gregory. “No quiero estar solo”.
“No lo haré”, prometió Rachel, empujando hacia adelante con una
fuerza renovada. “¡Vera, déjame ir! No puedo dejarlo con esa cosa”.
“¡Esa cosa es un demonio!”.
“Me hará daño, Rachel. Ayúdame. Quédate conmigo”.
“No dejaré que te haga daño”.
“Solo te quiere a ti”, las palabras de Vera se interrumpieron cuando el
demonio emergió desde el borde de la escalera. Se enroscó sobre las
escaleras, arrastrándose en cuatro patas. Avanzando hacia ellas con una
amplia sonrisa.
“¡No te atrevas a lastimarlo!”, gritó Rachel.
Ella no podía ver a Gregory, pero podía escucharlo. Llamándola desde la
oscuridad. Haciéndole señas para que se quede. Suplicándole que no se
fuera. Rachel ansiaba ir con él y luchaba con fuerza contra el agarre de
Vera.
“¡Él todavía está aquí! ¿No lo escuchas? ¡Déjame ir!”, rogó Rachel.
“Esa abominación mató a Gregory”, dijo Vera, sus pies resbalaban sobre
las tablas del piso mientras Rachel empujaba. “¡Se ha ido! ¡No va a
volver!”.
“¡Te equivocas!”.
El demonio había llegado al pie de las escaleras. Su largo brazo se estiró
hacia ella como una sombra fluctuante, acercándose a ella, estirándose
hacia la cara de Rachel. Unas lágrimas calientes se abrían camino por la
piel congelada de ella. No podía apartar la mirada. No podía dejar que su
marido se enfrentara a la bestia solo.
Una voz sólida se hizo camino a través de cualquier otro rastro de
realidad. La pureza en ella ponía de manifiesto la flagrante falsificación a
la que se había estado aferrando.
“Corre”.
Gregory solo había pronunciado una palabra, pero Rachel obedeció al
instante.
Sin pensarlo, se dio vuelta, permitiendo que Vera la empujara hacia
afuera. La espesa nieve le cubría los pies. El viento las empujaba, casi
levantándolas del suelo mientras huían hacia el auto de Vera. Mientras se
apiñaban dentro, Rachel miró hacia atrás, solo para ver a Gregory parado
en la puerta. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa pura y blanca.
Vera pisó el acelerador antes de que Rachel cerrara la puerta, obligando a
las ruedas traseras a deslizarse sobre los pequeños parches de hielo
dispersos por el camino.
“Gregory”, susurró Rachel.
Vera encendió la calefacción, jadeando con fuerza mientras luchaba por
mantener la compostura.
“Ese no era Gregory”, dijo Vera.
“Él me visitaba en sueños”.
“No, cariño, no era él. Lo que lo mató lo hacía”. Vera no se atrevió a
decir el resto hasta que vio la mirada acusadora de Rachel. Las palabras
dejaron a Rachel fría y ahogándose con su propia bilis. “He escuchado
historias sobre demonios alimentándose del dolor de la gente. Haciéndoles
hacer cosas. Atrayéndolos. Rachel, tenía su cara y te decía lo que querías
escuchar, pero no era él. Nunca fue él”.
“No puedes saberlo con seguridad”.
“Oh, cariño. Mírate. Te estaba matando lentamente. Lamento no haberlo
visto antes. Simplemente nunca pensé..., bueno, nunca pensé que los
demonios fueran reales”.
Las calles pasaban por la ventana, borrosas. Inhóspitas y devastadas por
el invierno. Rachel se estremeció cuando el aire atacó su piel húmeda. El
manto de niebla comenzó a levantarse de adentro de su cabeza mientras
atravesaban la ciudad. Sin embargo, nunca se fue por completo. Y estaba
tan cansada.
“¿Crees que está atrapado en la casa o se queda allí porque quiere?”,
dijo Rachel, casi gimiendo. “Quiero decir, si duermo en otro lugar,
¿vendrá por mí?”.
Vera no respondió y Rachel se alegró de que así fuera. A veces, el
silencio era el único consuelo.
***
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