Avalle Arce - Nuevos Deslindes Cervantinos
Avalle Arce - Nuevos Deslindes Cervantinos
Avalle Arce - Nuevos Deslindes Cervantinos
Índice
o Dedicatoria
o Prólogo a la primera edición
I. Textos
II. Adaptaciones episódicas
III. Resumen
o VI. Tres comienzos de novela
o VII. La Numancia
o VIII. La captura
(Cervantes y la autobiografía)
(A manera de coda)
Dedicatoria
De los presentes ensayos dos son inéditos: «Tres vidas del Persiles (Cervantes y la verdad
absoluta)» y «El curioso y El capitán (Cervantes y la verdad artística)». Los demás han
aparecido en la forma siguiente: «Conocimiento y vida en Cervantes» en Buenos Aires, como
homenaje a la memoria de mi maestro Amado Alonso (Filología, V); «Grisóstomo y Marcela
(Cervantes y la verdad problemática)», en la Nueva Revista de Filología Hispánica, de México
(volumen XI), con el título «La Canción desesperada de Grisóstomo»; en la misma revista y
volumen apareció también «El cuento de los dos amigos (Cervantes y la tradición literaria)»,
con el título «Una tradición literaria: el cuento de los dos amigos». Los tres han sufrido
diversos cambios por adición, con el fin de ampliar o reforzar las interpretaciones allí
expresadas.
El título del libro expresa la intención, paladina o latente, de estos ensayos: establecer
dentro de la obra cervantina una zona de linderos entre la proteica variedad de actitudes que el
autor adopta ante el problema en marcha del arte. Y arte y vida son las dos caras de la
medalla. La labor de síntesis implícita en estos deslindes analíticos es el trabajo en que quedo
empeñado.
La «renovación» a que aludo hace referencia al hecho de que todo el antiguo volumen ha
sido retocado para ponerlo al día. Pero mi puesta al día no ha sido tanto con la inevitable
bibliografía que se acumula cada año que pasa (aunque algo de ello encontrará el lector),
sino, más bien, poner mi viejo libro a la altura de mis actuales circunstancia intelectuales.
Aclaro, y no por vanidosa tozudez sino por estricta necesidad de verdad, que mis ideas no han
cambiado de cauce, sino que el rodar de ellas mismas y las nuevas lecturas acumuladas les
han labrado un cauce más profundo. Eadem sed aliter. Y si no indico mis nuevas apostillas a
mis viejos textos, es porque no padezco de la vanidad de creer que la gestación de mis ideas
pueda interesar al prójimo.
Por último, quiero aclarar la coyuntura que me ha decidido a lanzar a la plaza pública
estos nuevos deslindes. Decía yo que otros intereses me han impedido, hasta hoy, llevar a cabo
la labor de síntesis a la que he vivido abocado por tantos años. Pero esa síntesis que no he
podido realizar yo, la ha realizado un distinguido equipo de cervantistas en el volumen
intitulado Suma cervantina, que ha salido en Londres en 1973. Esa especie de enciclopedia
cervantina fue ideada, dirigida y realizada por mi fraternal E. C. Riley y por mí. Para no caer
en el feo vicio del autobombo, espero que el curioso lector tenga estas consideraciones en
cuenta, y así, si siente la necesidad de compulsar y ampliar el texto que tiene entre manos, en
particular en lo bibliográfico, que acuda a los capítulos correspondientes a la Suma
cervantina. Son la natural caja de resonancia de muchas de estas páginas.
Asimismo, y para la misma época en que comience a circular este volumen saldrá otro en
Madrid, titulado Don Quijote como forma de vida. Se trata de una obra que me comisionó la
Fundación Juan March, honroso encargo que no puede por menos que tener algunos puntos de
concomitancia con estos Nuevos deslindes cervantinos, aunque, por lo general, he tirado por
otros rumbos. Pero queda alertado el lector acerca de esta suerte de minisistema planetario
que forma mi obra cervantina.
Claro está que no he tratado de recoger en este nuevo volumen toda mi producción
cervantina, ni falta que hace. Gran parte de esa producción está constituida por reseñas de
libros, que son demasiado breves para codearse con algunos de los trabajos aquí incluidos, y,
además, las reseñas sólo suelen tener la vigencia de los libros reseñados. En cuanto éstos
empiezan a alejarse de nuestra órbita, se llevan en la suya a las reseñas. Tampoco he recogido
lo escrito y publicado en inglés por mí sobre Cervantes. Mis trabajos cervantinos ingleses
están pensados para un público distinto, y, en consecuencia, en otras circunstancias, con otro
marco de referencias. Si los resultados de algunos de esos trabajos me han parecido válidos,
hace tiempo que quedaron incorporados a mi labor crítica en nuestra hermosa lengua
española.
Y por hoy no tengo más que decir. Hasta pronto, si Dios quiere.
Cualquier lectura de las obras de Cervantes, por apresurada que sea, evidencia el interés
absorbente que tenía para el novelista el tema de la verdad, y las formas del conocimiento para
alcanzarla.1 A pesar de su tono un poco chusco, hay unos versos delViaje del Parnaso en que se
podría cifrar la suma de los esfuerzos cognoscitivos cervantinos: «Diera un dedo / por saber la
verdad segura, y presto» (cap. VI). En el adverbio se condensa la urgencia inmediata de esta
rigurosa necesidad intelectual; el adjetivo «segura» nos denota la duda que acucia al pensador a
la caza de esa evasiva silueta que es la verdad.
II
La vida de don Quijote, o una vida cualquiera, lleva en sí las formas embrionarias de todas
las vidas. Lo que ésta será quedará determinado por el empeño con que afirmemos nuestra
voluntad de seguir siendo algo o de dejar de ser ese algo.3
La tragedia íntima de don Quijote radica en el hecho de que su guía es una suerte de verdad
revelada que permanece enteramente inaccesible para los racionalistas circunstantes. Es claro
que esa guía no es de índole religiosa, sino literaria, puesto que son los libros de caballerías las
autoridades que respaldan sus juicios y acciones, como se nos dice en este ejemplo: «A nuestro
aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo
que había leído» (I, cap. II). O de este otro: «Todas las cosas que veía con mucha facilidad las
acomodaba a sus desvariadas caballerías» (I, cap. XXI). Esta fe ciega en la autoridad admitida
lleva a don Quijote al extremo de negar la experiencia sensorial, como en el caso de su nocturna
entrevista con Maritornes:4
Se produce así un grave conflicto, pues los diferentes nortes que propugnan don Quijote
por un lado, y los demás por el otro, hacen que estas vidas estén en violento entrechoque
continuo. Este conflicto, a su vez, es el eje alrededor del cual giran en patética sucesión las
miserias y grandezas de don Quijote. La aventura de los mercaderes toledanos es, en resumidas
cuentas, el choque, anticipado ya por el lector, entre dos orientaciones vitales distintas. Nuestro
hidalgo confiadamente espera que los mercaderes acepten sus mismos principios rectores. Sin
haber visto a Dulcinea, por fe sólo, ellos deberán «creer, confesar, afirmar, jurar y defender»
que no hay doncella más hermosa en el mundo. El escepticismo de los toledanos se resuelve en
una lluvia de palos, no sin antes haber dejado bastante malparado el principio cognoscitivo de la
autoridad.5
Hay, sin embargo, otra ruta que lleva al conocimiento que sí es viable por todos, y ésta es
la experiencia. Su validez como forma cognoscitiva la podemos colegir a través de las
siguientes palabras de Ricardo en El amante liberal: «No tiene otra cosa buena el mundo, sino
hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino por su propia
ignorancia» (p. 121b). Esto se asemeja a la teoría, tan vieja y tan nueva, del «eterno retorno»
que enlaza a través de los siglos a los atomistas griegos y a Nietzsche, y es esta supuesta
periodicidad de los acaeceres humanos la que confiere a la experiencia una cierta aureola de
infalibilidad y universalidad. Así y todo, Cervantes no deja de ponerle cortapisas, como
evidencian las palabras de Sigismunda: «Los varones prudentes por los casos pasados y por los
presentes juzgan los que están por venir» (Persiles, libro II, cap. VIII). O sea, que la
experiencia es válida como elemento de juicio a posteriori en la esfera de los acontecimientos
humanos, que luego se podrá proyectar en el futuro con ciertos visos de probabilidad, eso sí, 8
pero no es válida como forma cognoscitiva independiente, según veremos. 9 Y aun aceptando la
delimitación de Sigismunda del campo del conocimiento empírico, la experiencia no es
infalible. Un poco antes, en el Persiles, el viejo Mauricio, astrólogo él mismo, había dicho:
El empírico, aquel que basa su conocer en lo experimentado, no sale muy bien parado en la
obra cervantina. Comenzando por el propio don Quijote y su desdichado experimento con la
recién manufacturada celada. Cuando la rehace, el buen hidalgo evita cuidadosamente hacer
nueva experiencia y se acoge, en cambio, a su fe interna: «Quedó satisfecho de su fortaleza y,
sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje» (I, cap.
I).
Caso mucho más serio por las consecuencias es el de Anselmo en El curioso impertinente.
Él está obcecado con la prueba experimental de la honestidad de su mujer y arguye con su
amigo Lotario: «No puedo enterarme desta verdad si no es probándola de manera que la prueba
manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro». A lo que contesta
Lotario:
Dime, Anselmo, si el cielo o la suerte buena te hubiera hecho
señor y legítimo posesor de un finísimo diamante, de cuya bondad
y quilates estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen, y
que todos a una voz y de común parecer dijesen que llegaba en
quilates, bondad y fineza a cuanto se podía extender la naturaleza
de tal piedra, y tú mesmo lo creyeses así, sin saber otra cosa en
contrario, ¿sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel
diamante y ponerle entre un ayunque y un martillo, y allí, a pura
fuerza de golpes y brazos, probar si es tan duro y tan fino como
dicen? Y más, si lo pusieses por obra, que, puesto caso que la
piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le
añadiría más valor ni más fama; y si se rompiese, cosa que podría
ser, ¿no se perdía todo? Sí, por cierto, dejando a su dueño en
estimación de que todos le tengan por simple.
Con estas palabras Lotario demuestra lo fútil, más aún, lo erróneo de entrometer la
experiencia en materias vitales.
Otro ejemplo de la misma actitud cervantina ante la inseguridad y falacia del conocimiento
empírico nos lo ofrecen las siguientes palabras de Rosamunda en el Persiles: «La experiencia
en todas las cosas es la mejor maestra de las artes» (I, cap. XIV).11 Esta afirmación categórica se
halla desmentida en su totalidad por la vida de la propia Rosamunda. Con la experiencia como
maestra lo único que ha obtenido es sumirse en los últimos hontanares del vicio.12
Es en la Galatea -obra primeriza que, por lo general, se mece con las corrientes
predominantes- donde más a menudo se aparean experiencia y razón como guías de nuestro
vivir. El discreto Damón dice allí: «Si los nuevos amadores nos guiásemos por lo que la
experiencia y la razón nos enseñan, veríamos que todos los principios en cualquier cosa son
dificultosos» (libro III, p. 45a). El tono condicional de esta afirmación («Si...») debería poner al
lector en guardia en seguida. La poca simpatía de Cervantes por los principios abstractos se
manifiesta aquí una vez más. 17 Por esta razón Lenio, el pastor desamorado, hace hincapié, en su
diatriba contra el amor, en la ciencia en general («ciencia averiguada» la llama) y en la
experiencia y razón (Galatea, libro I, p. 17b). Sin embargo, esta desapegada actitud, lógica y
objetiva, se derrumba ante los embates de la pasión, y Lenio termina, como los otros pastores
enamorados, llorando sus cuitas de amor.18
La razón como la suprema guía estructural del quehacer humano recibe un rudo golpe que
la descabalga en el Quijote. El protagonista de la novela, para cumplir su misión, necesita
crearse un mundo adecuado a las empresas que está por acometer, ya que ellas son totalmente
extrañas a la España del siglo XVII. Pero razón y mundo son dos concomitantes de la firme
voluntad de ser de don Quijote, quien empieza su creación ab initio, por querer dejar de ser
Alonso Quijano y querer ser don Quijote. En el ad-mundo del héroe las cosas están organizadas
sistemática y lógicamente, si aceptamos como premisa inicial el fin moral a que apuntan sus
acciones. Aceptado el afán utópico de recrear el mundo ideal de la caballeresca todas las cosas
tienen perfecta congruencia, Alonso Quijano tendrá que ser don Quijote, Aldonza Lorenzo,
Dulcinea, los molinos, gigantes, etc., etc. La validez de la misión del protagonista impone el
imperativo de esta transmutación de la realidad, que se efectúa por un sencillo y heroico acto de
voluntad. Este mundo se sostiene, pues, por la razón lógica del querer ser de don Quijote. Si
nos adentramos en su mundo vemos cómo éste se estructura de acuerdo con la misma e
ineluctable razón lógica, pero, desde nuestro punto de vista, ésta es la razón de la sinrazón, ya
que, a todas luces, la premisa inicial de la que parten todos estos supuestos es una total
«sinrazón».
De esta afirmación inicial el problema se abre como enorme abanico que cubre grandes y
diversas zonas de la producción cervantina. En La señora Cornelia se establece en forma aún
más clara este tema general: «Entre el sí y el no de la duda cada uno puede inclinarse a la parte
que más quisiere y cada uno tendrá sus valedores» (p. 216a); la conciencia queda así librada al
subjetivismo individual. En el entremés de El vizcaíno fingido la reiterada verdad que menciona
de continuo Solórzano no hace más que dorar las apariencias que encubren el inminente fraude
real. Es hacia este aspecto negativo, en que las apariencias ofuscan el conocimiento certero, que
Cervantes se inclina más a menudo. A veces es una nota nítida pero aislada, como en El celoso
extremeño: «Se convirtió [Loaysa] en un pobre tullido, tal que el más verdadero estropeado no
se le igualaba» (p. 174b). Las apariencias de Loaysa sobrepasan a la más verídica realidad. En
otras ocasiones el tema se desarrolla en una verdadera sinfonía, como en La ilustre fregona
-«Ésta es, señor, la verdadera historia de la Ilustre Fregona que no friega» (p. 196a)-, donde se
orquesta magistralmente el conflicto entre el ser y parecer de los principales personajes.21
Esta oscilación entre el sí y el no de la duda es la que resuelve la aventura de la cueva de
Montesinos, o mejor dicho, la deja sin solución general pero con todas las posibles soluciones
particulares que dictaren las inclinaciones personales: «El mono de maese Pedro le había dicho
[a don Quijote] que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira; él se atenía más a las
verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho, que todas las tenía por la propia
mentira» (II, cap. XXIX). El problema no se resuelve de una manera tajante, absoluta y
racional, sino que se le abre al individuo el amplio campo de las soluciones posibles que
enmarca la visión subjetiva.
En este caso el problema de la realidad se desmonta pieza a pieza con lógica cuidadosa y
se nos muestra por el haz y el envés. Pero en el episodio del baciyelmo, mucho más conocido y
estudiado, se preserva intacto su problematismo. Nuevamente nos hallamos ante dos planos
distintos de la realidad, aunque aquí se agudiza el contraste situándolos en los polos opuestos de
la escala valorativa. Dichos planos se hallan sostenidos por las voluntades en pugna del Barbero
y de don Quijote. El Barbero, guiado por su experiencia, atraerá el objeto a su propio nivel
ínfimo de la realidad e insistirá que es una bacía. Don Quijote, autorizado por sus libros de
caballerías, lo exaltará al nivel máximo de la realidad que le permite su ángulo de visión, y lo
llamará el yelmo de Mambrino.
Don Quijote planta los pies firmemente en tierra al verse confrontado con la bacía del
Barbero y, en un supremo acto de voluntad, respalda la validez de su interpretación con toda la
fuerza de su creencia en sí mismo. 29 Pero es muy otro el caso con la albarda de la mula del
Barbero, que también había entrado en la lista de despojos. La concurrencia se esfuerza
repetidamente en disolver esta albarda en sus aspectos problemáticos llamándola jaez, a
semejanza de la bacía-yelmo, pero don Quijote rehúsa dictaminar sobre el pleito y deja la
solución a cargo de sus azuzadores.30 La albarda-jaez está fuera del círculo de sus intereses
vitales y no demanda el dramático y angustioso acto de voluntad. Para el caso, bien podría
haber sido materia amorfa, ya que no se puede establecer ningún lazo de simpatía.
Los contenidos de nuestra conciencia tienen, pues, una cierta trascendencia, aunque muy
distinta en sus fines a la trascendencia de la filosofía-teología medieval. Aquí es cuestión de
proyectar nuestro pensamiento sobre un objeto dado, y es, precisamente, esta proyección la que
determina el valor circunstancial de dicho objeto. Esto, desde luego, no ocurre en una manera
abstracta, metafísica si se quiere, sino que va acompañada del empuje desalado y total del
individuo en su afán por defender la validez absoluta de su perspectiva. De esta ligazón íntima
entre la conciencia y el valor de un objeto surge el concepto de la verdad como el punto de vista
individual. Así dirá uno de los personajes de La española inglesa: «Llegándome a esta opinión,
que yo tengo por verdad averiguada» (p. 152b).
Resulta evidente que tal perspectivismo proporciona una guía muy falible para recorrer el
camino que nos lleve a las verdades de validez extra-personal. El conocimiento se puede definir
como la trayectoria que liga nuestra conciencia con una zona determinada de la realidad. Pero
esta realidad es multiforme, ya que no se la puede definir como «esto» o «aquello» o «tal», sino
que abraza todos estos términos en íntima trabazón. El verdadero conocimiento empezará, pues,
por orientar nuestra conciencia en la debida dirección. De otro modo, nuestros esfuerzos
cognoscitivos serían tan fútiles como si uno tomase cuidadosa puntería con un arco y en el
momento antes de disparar la flecha diese varios rápidos pasos de costado. Así, pues, las flechas
de nuestro pensamiento inquisitivo deben partir de una posición firme y segura. Y la única
forma de emplazar nuestra conciencia de tal manera es centrándola en el autoconocimiento.
Este tipo de conocimiento merece todo el respeto de don Quijote, aun cuando él no lo
posee, y en su escala valorativa sólo cede la primacía al temor de Dios. Así se lo explica a
Sancho cuando éste va a partir para la ínsula Barataria. 31 El alcance de la significación del
autoconocimiento se aclara aún más en el Persiles: «Las verdades que uno conoce de sí mismo
no nos pueden engañar» (II, capítulo XII). Se establece así el primer eslabón de una cadena
epistemológica que Cervantes, con asistematismo característico, deja sin rematar.
En el viejísimo tema folklórico que anima El retablo de las maravillas Cervantes entreteje
el tema del autoconocimiento. Todo un pueblo se halla en estado de alucinación colectiva,
afirmando ver lo que no existe, debido a un prurito de honra. El no ver la representación del
retablo los calificaría, ipso facto, de judíos y bastardos. El gobernador, sin embargo, llevado por
la seguridad que tiene de conocerse a sí mismo y estar libre de tales tachas, se niega en un
aparte a aceptar la fantástica visión del retablo.33 A pesar de esto, la fe en su conocimiento se
doblega ante el canon social y sus dudas no se hacen públicas. El darles publicidad provocaría
la sanción colectiva y él quedaría deshonrado. Correr riesgo semejante es impensable en ese
momento histórico.34 Sólo después de la revolución romántica se puede dar el caso de un
individuo que luzca su deshonra como un galardón.
Este tema del nosce te ipsum, de rancia prosapia en la filosofía occidental, se vuelve a
difundir por los cuatro costados de Europa merced al humanismo renacentista. En la obra
cervantina, fuera de los aspectos parciales ya estudiados, el autoconocimiento reviste en
ocasiones importancia fundamental, ya que puede llegar a convertirse en el resorte dramático de
toda una obra, como es el caso en La señora Cornelia. En esta novelita los posibles desenlaces
giran alrededor de la voluntad del duque de Ferrara, quien ha gozado en secreto a la señora
Cornelia Bentivoglio. Su autoconocimiento, respaldado por un acto de voluntad, lleva la obra a
un desenlace satisfactorio para los participantes. El momento climático en que la acción se
vuelca hacia ese rumbo se cifra en las palabras del duque, cargadas de voluntarismo y
conciencia de sí mismo: «Aunque me precio de caballero, más me precio de cristiano; y más,
que Cornelia es tal que merece ser señora de un reino; pareciese ella, y viva o muera mi madre,
que el mundo sabrá que si supe ser amante, supe la fe que di en secreto guardarla en público»
(p. 218b).
En escala mucho más amplia la autognosis centra y resuelve los conflictos de las
principales vidas no quijotescas que pueblan la primera parte de esta novela. El demostrar este
punto me impone una digresión. El lector recordará que durante el escrutinio de la librería de
don Quijote la Diana de Jorge de Montemayor -primera y más feliz de las novelas pastoriles
españolas- se salva de las llamas condicionalmente. El Cura no la condenará al brazo secular
del ama siempre y cuando «se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua
encantada» (I, cap. VI).
Se refiere aquí el Cura al episodio central de la Diana, verdadero eje de toda la acción. Los
tres primeros libros de la novela pastoril están dedicados a la presentación de diversos casos de
amor, encarnados en parejas de enamorados con diferentes problemas eróticos. La solución la
hallan en el libro IV, en el palacio de la sabia Felicia, donde concurren todas las parejas. Felicia
les hace beber de su agua encantada y todos los problemas se resuelven. Los enamorados se
emparejan nuevamente y reina la felicidad. La solución ofrecida por Montemayor no es tal en
opinión de Cervantes. Como explicó hace años don Américo Castro en su Pensamiento de
Cervantes (pp. 150-151), el amor, fuerza vital, no puede ser desviado por medios
sobrenaturales. No se debe hacer tabla rasa con las angustiadas vidas pastoriles y someterlas sin
discriminación a un artificial elixir anti-vital. Para Cervantes este problema, como todos los
otros, debe resolverse dentro del ámbito de las existencias en juego, no en arbitrario alejamiento
de las mismas. Cualquier otra solución es volverse de espaldas a la vida y entretenerse en
teorías.
Desde este punto de mira veo yo el episodio central del primer Quijote, el de la venta de
Juan Palomeque el Zurdo. Pero, para evitar malentendidos, me apresuro a aclarar que no
considero que esto sea resultado exclusivo de la acción de una fría causalidad extra-artística. El
amplio ademán con que Juan Palomeque acoge en su venta a tan diversos personajes tiene su
explicación y valoración artísticas en sí mismo. Pero aunándolo a la crítica de la Diana del
capítulo VI, el episodio de la venta brilla con nuevos destellos.
En el Quijote hay una transmutación total de los oropeles de la Diana, suficientemente
indicada en la metamorfosis del palacio de la sabia Felicia, ahora venta del avieso zurdo Juan
Palomeque. Aquí concurren también diversos casos de amor, aunque ya no se encarnan más en
los transparentes Sirenos, Silvanos y Selvagias, sino en personajes muy concretos y
tridimensionales: don Fernando y Dorotea, Cardenio y Luscinda, el cautivo y Zoraida, doña
Clara y don Luis. Pero la solución no depende ahora de medios sobrenaturales como en la
Diana. Ya se ha dicho que éste es, justamente, el blanco a que apunta la crítica cervantina. 35 La
misma crisis central se resolverá ahora de acuerdo con el contexto de las vidas de los
personajes. No se atiende aquí a un artificioso remedio general, sino a una solución vital y
particular. Ésta será el resultado del buceo de cada uno de estos individuos en su propia
conciencia hasta que la ilumine el autoconocimiento. La verdad interna a que se llegue será la
que guiará las acciones. Los desencontrados amantes se ven reunidos en cada uno de los casos
por este conocimiento de sí mismos. Luscinda, por ejemplo, increpa a su engañador del
siguiente modo: «Antes por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas me veo ahora en tanta
desventura; y desto vos mesmo quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace a vos
ser falso y mentiroso» (I, cap. XXXVI). O Dorotea hará que don Fernando vuelva a la buena
senda, diciéndole: «Cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces
callando en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus
mejores gustos y contentos» (ibid.). A todo lo cual «el valeroso pecho de don Fernando [...] se
ablandó y se dejó vencer de la verdad, que él no pudiera negar aunque quisiera» (ibid.).
Pero el autoconocimiento no es algo estático que reviste una forma única y permanente. Es,
al contrario, algo cambiante, proteico, que requiere una revisión y ajuste continuos de nuestro
ser total, puesto que vivir es la cadena ilógica de nuestros devenires. Sancho lo explica así en
uno de sus momentos más reflexivos y filosóficos: «Como ya pasó, no es, y sólo es lo que
vemos presente» (II, cap. V). El peligro que corre el ser humano es de seguir con la vista
clavada en lo que ya pasó, haciendo caso omiso de la renovación ininterrumpida que labra el
presente. En el instante mismo en que el individuo deja de clavar su vista en la realidad actual,
lo que observa no es más la vida sino una abstracción, no se entiende ya con la circunstancia
vital, sino con su concepto.
Este peligro, que en Cervantes adquiere las proporciones casi de un pecado, se ve ilustrado
profusamente en su obra. El ejemplo más obvio lo constituye el caso del Curioso impertinente.
El gran crimen de Anselmo es el haber hecho una abstracción de la vida; la ha ignorado, o
mejor dicho, la ha desnudado de todos sus aspectos problemáticos, y encara la cuestión vital de
la honra de su mujer, Camila, como si fuese un acertijo de índole matemática. Anselmo se niega
a aceptar la existencia de incógnitas en la vida, incógnitas que se resolverán, en la vida, de
acuerdo con las circunstancias que las rodeen. Actúa, en cambio, llevado de un apriorismo de
aplicación perfectamente legítima en la ciencia, pero de una inadecuación dramática en lo
concerniente a la vida.
(Pp. 173b-174a).
El mismo conflicto central que anima El celoso extremeño se nos presenta en más apretado
conjunto en el entremés de El viejo celoso. Las relaciones entre ambas son íntimas, al extremo
que el protagonista se llama aquí Cañizares, con claro eco del Carrizales anterior. El ambiente
en que se desarrollará la acción también recrea casi punto por punto el de la casa de
Carrizales.38 El pecado de Cañizares es el mismo de su alter ego novelístico: en ambos casos se
trata de arrancarle a la vida todas aquellas características en desacuerdo con estas mentalidades
celosas. Pero en el entremés las notas están dadas en tono menor, de abierta farsa, al punto que
se evita ahora el desenlace trágico. Los personajes han descendido unas gradas de su original
nivel novelístico y actúan en un mundo de motivaciones sencillas -simplificaciones que en parte
se pueden atribuir al diverso género literario que las presenta-. Los complejos volitivos que
provocan nuestras acciones se desnudan aquí y aparecen con la simplicidad de objetivo propia
de la caricatura. Porque Cañizares es eso, el contorno lineal, un poco deformado, de Carrizales.
El problema vital, sin embargo, se mantiene intacto y es el mismo que da forma sustancial al
Celoso extremeño y al Curioso impertinente.39 Hay en el entremés unas palabras de doña
Lorenza, esposa de Cañizares, que evidencian la íntima relación ideológica que existe entre
todas estas obras. Ella se ve sometida a un sistemático asedio dialéctico por parte de su sobrina,
que la quiere convencer que pruebe el adulterio. La situación es la misma, aunque de signo
opuesto, a la de Camila en el Curioso, donde se trata de la honra en la mujer y no de la
deshonra. En esta ocasión dice doña Lorenza: «Estas cosas, o yo sé poco, o sé que todo el daño
está en probarlas» (IV, p. 154). Justamente lo que la inteligencia ofuscada del curioso
impertinente se rehúsa a aceptar, atrayendo sobre sí la destrucción final. Con estas palabras de
doña Lorenza queda cerrado el perfecto círculo ideológico que se trazó en diez años de
continuo y tenaz avalorar, repensar y recrear el mismo problema, los diez años que van de la
publicación del Curioso impertinente en el Quijote de 1605, a la del Viejo celoso en las Ocho
comedias y ocho entremesesde 1615.
Un mundo irreal con algunas características semejantes ocurre en el segundo Quijote (cap.
LVIII). Aquí un grupo de gente acomodada se ha reunido en un bosque con el fin exclusivo de
deleitarse reviviendo momentáneamente la vida arcádica. Ellos tienen plena conciencia de la
artificialidad de este mundo facticio, que esto es representación y no vida. 40 Pero en el medio
del tablado irrumpe don Quijote, quien ignora las diferencias que van de literatura a vida, al
punto que para él son términos intercambiables. El mundo pastoril queda aceptado por el
hidalgo en sus propios términos, sin tasas ni modificaciones, ya que no se detiene a considerar
que esto es una abstracción irreal y artificial, cerrada herméticamente a la vida. 41 La crisis,
inevitable en tales circunstancias en la obra cervantina, se origina cuando don Quijote pretende
sustentar la validez real de este mundo teórico, de existencia sólo literaria. Firme en su empeño,
el hidalgo manchego se ve brutalmente pisoteado por un rebaño de toros, que encarnan una de
las manifestaciones más ciegas y primigenias del vivir.
Otro aspecto del conflicto entre vida y abstracción intelectual aparece en El licenciado
Vidriera. El problema no es aquí producto de las lucubraciones de un gentilhombre florentino,
como Anselmo, o de un decrépito indiano, como Carrizales, sino que centra y moldea la vida de
todo un intelectual. La crisis se desarrolla en tres etapas sucesivas, que en el transcurso de la
novela se simbolizan por los tres nombres adoptados por el protagonista: Tomás Rodaja, el
licenciado Vidriera y Tomás Rueda.
Esta revolución onomástica halla su paralelo en el Quijote, aunque en éste las proporciones
son aún mayores.42 Al héroe del Quijote se lo identifica por la siguiente sucesión de nombres,
dejando de lado las conjeturas del comienzo del libro: Alonso Quejana, Quijana, don Quijote de
la Mancha, el Caballero de la Triste Figura, el Caballero de los Leones y, finalmente, Alonso
Quijano el Bueno. Los diversos avatares de su vivir quedan claramente rotulados por esta
polionomasia. Cada nuevo nombre reproduce en cierta medida, el sacramento del bautismo. A
la consecución de una nueva personalidad, o de nuevos atributos de la vieja, corresponde el
nuevo nombre que se confiere el héroe en auto-bautismo. El Caballero de los Leones es el
antípoda de Alonso Quijano el Bueno, y entre ambos nombres media el abismo que representa
la reconciliación final con la vida tal cual es, como preparación para la muerte. Asimismo, el
doble nombre Saulo de Tarso-San Pablo implica un total y dramático cambio de frente vital que
corresponde, salvadas las diferencias, a las diversas personalidades simbolizadas en la triada
Tomás Rodaja-el licenciado Vidriera-Tomás Rueda.
Ese período de la vida del protagonista de la novela ejemplar caracterizado por el nombre
Tomás Rodaja, se centra alrededor de la adquisición de saber intelectual. Este proceso
educativo se nos presenta como el fruto de dos diversas actividades: por un lado, el empirismo
de sus viajes por Italia y Flandes,43 por el otro, el intelectualismo de los cursos seguidos en la
Universidad de Salamanca. Terminada su educación, Tomás Rodaja está pronto a afrontar el
mundo, pero le ocurre una catástrofe torcedora de sus intenciones. Una mujer se enamora de él
y, ante la falta de correspondencia, le da a comer una fruta emponzoñada que le hace perder el
juicio. En su locura se cree hecho de vidrio, de ahí el segundo de sus nombres: el licenciado
Vidriera.44 De su antiguo ser lo único que permanece es su saber acumulado. Es este,
precisamente, el instrumento que utiliza en la segunda etapa de su vivir para desnudar al mundo
circunstancial de sus apariencias, presentándolo en toda su sórdida realidad. Ante su incisiva
mirada las más diversas clases sociales se ven despojadas de las caretas asumidas para adquirir
visos de responsabilidad. Pero, y aquí la sangrienta ironía, su propia realidad sufriente es un
misterio que el licenciado Vidriera no puede descifrar, puesto que se halla carente de
autoconocimiento.
La caritativa intervención de «un religioso de la Orden de San Jerónimo» hace que el pobre
loco recupere el juicio. Cambio de personalidad, cambio de nombre: ahora se llamará Tomás
Rueda. El agonizante momento de revelación, cuando por fin identifica su yo consciente, se
cifra en las solemnes palabras que le dirige al grupo de burlones: «Señores, yo soy el licenciado
Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda. Sucesos y desgracias que
acontecen en el mundo por permisión del cielo me quitaron el juicio, y las misericordias de
Dios me lo han devuelto» (p. 165b). Trata de vivir con su saber a cuestas y hace públicas sus
credenciales de intelectual: «Yo soy graduado en Leyes por Salamanca» (p. 165b), le anuncia a
los circunstantes. Pero este saber, sobre el que había fundamentado firmemente su vida mientras
permanecía ignorante de su verdadero ser, se ha convertido ahora en algo hueco y vacío, todo
vanidad, y le obstaculiza el camino hacia la realización de su propia esencia. «Perdía mucho y
no ganaba cosa, y viéndose morir de hambre, determinó de dejar la corte y volverse a Flandes,
donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio»
(p. 166b).
Está visto, pues, que los tres nombres son tres divisorias que representan tres etapas en las
fortunas del protagonista, y simbólicamente el hombre del Renacimiento las hubiese cifrado en
tres vueltas de la rueda de la diosa Fortuna, o sea en tres vueltas de la Rueda que lleva como
nombre el protagonista. Además, estos tres nombres corresponden a tres períodos vitales
radicalmente distintos: el formativo, el crítico y el activo. El período formativo se centra en los
años de universidad en Salamanca y en los viajes; es bien propio que en este período Rodaja sea
un estudiante. En su período crítico el protagonista se convierte en un espectador de la vida, en
sentido orteguiano, lo que casa bien con su condición de crítico, o sea, el hombre que considera
la vida como espectáculo. En el período activo el protagonista es, como debe ser, un soldado o
un agonista, para decirlo con Unamuno. Pero el delicado y equilibrado juego de
correspondencias no para aquí: el período formativo-estudiantil lleva el sello del nombre Tomás
Rodaja, o sea del diminutivo de Rueda, ya que el estudiante es la forma diminutiva del hombre
que será. En el período de crítico-espectador el protagonista se llama el Licenciado Vidriera. El
grado universitario con que se denomina sirve para reforzar la autoridad de su crítica, mientras
que el nombre Vidriera subraya la cualidad sustancial de toda buena crítica: nos deja ver a
través de las apariencias de las cosas para poder llegar a lo esencial. Además, ese nombre, el
Licenciado Vidriera, es un apodo, un alias (o sea, etimológicamente, un otro), algo que no es de
él mismo, pero recuérdese que en ese período de su vida el protagonista vive en-ajenado, no es
él mismo, en una palabra, está loco. Y por último, el período activo-agonista, cuando el
protagonista ha recuperado el juicio y ha llegado a la identificación plena de sí mismo y de su
destino, ese es el momento cuando el personaje asume el nombre Tomás Rueda, o sea la forma
llena y positiva de aquel Rodaja, diminutivo de su niñez. Con la plenitud del hombre y del
nombre se acaba la historia del Licenciado Vidriera.46
III
Pero hay otra verdad, aquella trascendental y absoluta de la fe religiosa, que por siete
largos siglos había dirigido y aunado los esfuerzos del pueblo español. En la época de
Cervantes este vivir fideicéntrico había sido solemnemente reafirmado y apuntalado por la
Reforma Católica, y los edictos del Concilio de Trento se habían convertido en leyes del reino
en España. A este aspecto de la verdad, como fruto de la fe y del dogma, Cervantes dedicó su
último libro, el más olvidado y menos entendido de todos: Los trabajos de Persiles y
Sigismunda. Historia septentrional.48
Cervantes, que en repetidas ocasiones demostró su idoneidad como crítico literario, tenía
en la más alta estima a este hijo póstumo. Ya en el prólogo a las Novelas ejemplares decía que
el Persiles «se atreve a competir con Heliodoro». Con Heliodoro, nada menos, el modelo
indiscutido de este género de las novelas, aureolado por la respetabilidad inmarcesible de la
antigüedad clásica. Poco más tarde, en la dedicatoria del segundo Quijote, Cervantes reitera su
juicio valorativo, dándole mayor amplitud y afirmándolo con toda la arrogancia de la fe en sí
mismo, la fe del escritor supremamente seguro de sus objetivos, materiales y técnica:
Esta valoración hiperbólica, vale la pena repetirlo, se halla en los preliminares de lo que
nosotros consideramos su obra maestra.
Pero al leer el Persiles teniendo ante nuestros ojos el juicio anterior, nos sorprende hallar
que estructuralmente -y también temáticamente si nuestra lectura es superficial- el libro es un
rifacimiento de las novelas bizantinas, género que en 1617 estaba en franca decadencia. 49 Vistas
todas estas circunstancias, ¿qué tiene el Persiles que le confiere preeminencia artística sobre el
Quijote en la escala de valores de su autor? La mayoría de los críticos ha preferido no abordar
el problema, y si se han visto obligados a hacerlo salen del paso con algunas generalidades poco
convincentes. La de mayor acogida es la que ve en el Persiles un verdadero tour de force, por el
arte con que se reelaboran y representan situaciones y complicaciones de larguísima tradición
literaria. A esto se agregan, en la mayoría de los casos, los primores estilísticos. No es este el
lugar para hacer un estudio del Persilesdesde estos puntos de vista. Mas el cifrar la explicación
de la novela en estos aspectos me parece altamente inadecuado, en especial dadas las cualidades
de su autor. Lo que intento a continuación es interpretar la incógnita de la obra desde el punto
de mira ideológico.
Después de esto las referencias a la fe católica corren ininterrumpidas, hasta rematar en ese
otro solemne acorde final que es la lista de las enseñanzas religiosas de Sigismunda (IV, cap.
V). La novela queda perfectamente enmarcada entre estas dos profesiones de fe religiosa.
La muerte es el fin inevitable de todo lo que sea vida, y no presta atención alguna a las
diferencias de nacionalidad o idioma. Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas
regumque turres. Y con no menos seguro pie la fe católica viajará por las cuatro partidas del
mundo, penetrando en los últimos rincones del universo humano, ya sean conocidos o
desconocidos, ya sea Tule o Roma. Y el Verbo derribará todas las barreras lingüísticas, así sean
bárbaras o romances. Porque hay una sola Verdad, absoluta y eterna. O en las palabras de uno
de los personajes más peregrinos del Persiles, el polaco Ortel Banedre: «La verdad ha de tener
siempre su asiento, aunque sea en sí misma» (III, cap. VI), palabras que adquieren toda su
luminosa trascendencia al ser compulsadas con la siguiente afirmación dogmática de don
Quijote: «Donde está la verdad, está Dios, en cuanto a verdad» (II, cap. III).
Pero universalizar implica, al mismo tiempo, abstraer, o sea, purificar un objeto de todas
sus gangas, al punto que se lo pueda elevar y consagrar como el símbolo permanente y válido
de todos sus semejantes. La universalización y la abstracción son dos aspectos del mismo
quehacer intelectual. Conviene aclarar, sin embargo, que este tipo de abstracción es totalmente
distinto al del Celoso extremeño, por ejemplo. Las abstracciones del Persiles están construidas
con toda firmeza sobre los inconmovibles cimientos del dogma católico, mientras que las de
Carrizales se bambolean y derrumban en los tremedales del relativismo de nuestras vidas. A
esta intención universalizadora del autor, que implica, por lo tanto, una abstracción, obedece el
acartonamiento de los personajes. En contraposición con los del Quijote, casi todos son aquí
unidimensionales. No son cuerpos opacos de carne y hueso, sino transparentes símbolos de
validez universal: Persiles y Sigismunda son los amantes perfectos, Rosamunda es la lascivia,
Clodio, la maledicencia, etc. (infra).
Dentro de este marco universal-absoluto del Persiles creo que hay que buscar el sentido de
los abundantes milagros de la novela. Con frecuencia se habla en la obra de hechos
extraordinarios que se denominan milagros, e inmediatamente después el autor se fatiga en
enseñarnos los resortes perfectamente racionales que produjeron tal hecho.54 El verdadero
milagro es aquel que no es susceptible de aprehensión a través del conocimiento lógico, que
mora en las mismas regiones que la Verdad Absoluta, o, como dice el propio Cervantes en el
Persiles: «Los milagros suceden fuera del orden de naturaleza, y los misterios son aquellos que
parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras veces» (II, cap. XII). En sentido
estricto, pues, y como se encarga de aclararnos el autor, lo que tiene lugar en la novela son
misterios, que sí están al alcance de nuestros raciocinios. La denominación milagros, impropia
como se ve, hace, sin embargo, que nuestros espíritus se tensen en preparación al vuelo
trascendente que requiere el reconocimiento de un verdadero milagro. Pero el desmonte lógico
de lo seudomilagroso nos trae nuevamente al mundo racional, a tierra, como flecha disparada al
cielo. Este movimiento de sístole y diástole de nuestro espíritu produce una delimitación
cuidadosa entre la verdad absoluta del milagro y la verdad racional del misterio, pero este
deslinde sirve también para demostrar la proximidad de ambas esferas. Nuestro espíritu,
debidamente preparado, podrá recorrer el trayecto que las separa, así como lo hacen Persiles y
Sigismunda. La profusión de supuestos milagros, con la consecuente distensión y contracción
de nuestro espíritu, es como la ascesis previa necesaria para la intelección de la Verdad
Absoluta.55
En sustancia, pues, lo que ha hecho Cervantes en la versión impresa del Celoso extremeño
es darnos dos momentos de la vida de un mismo personaje que se desdobla e identifica por dos
nombres distintos: el senil y declinante llamado Carrizales, y el juvenil y donjuanesco rubricado
Loaysa. Loaysa es el germen de Carrizales, así como éste encarna el agosto de aquél.
Comparemos, al respecto, el principio y el final de la novela: « [Carrizales] vino a parar a la
gran ciudad de Sevilla, donde halló ocasión muy bastante para acabar de consumir lo poco que
le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al
remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las
Indias, refugio y amparo de los desesperados de España». Y el final de la novela dice así: «Él
[Loaysa], despechado y casi corrido se pasó a las Indias». La forma abierta de la novela impresa
ha desembocado en una construcción cíclica, que Cervantes seguramente aprendió en el
Lazarillo, según se podrá ver más adelante (cap. VI: «Tres comienzos de novela [Cervantes y la
tradición literaria. Segunda perspectiva]»). Aunque me apresuro a agregar que hay dos
diferencias esenciales entre ambas obras: una es la ausencia de determinismo en El celoso
extremeño, y la otra es la presencia en la novela ejemplar, evidenciada en el párrafo final, de un
autor que se coloca al margen del movimiento cíclico de sus personajes para mejor dar
testimonio de él.58 Y esta construcción cíclica sirve en El celoso extremeño para subrayar la
estupenda ironía de que seductor y marido cornudo son los mismos en su proyección temporal:
víctima y victimario se enlazan así en la misma voluta del tiempo, y demuestran, con claridad
inalcanzada hasta entonces, cómo las posibilidades artísticas pueden pujar con las posibilidades
vitales.
Para terminar este esbozo del tema quiero mostrar cómo la universalización trascendente
explica la imitación de un determinado género literario. El Persiles es, externa y
superficialmente, una imitación de la novela bizantina. La textura novelística estará
determinada, como en su modelo, por la peripecia. Pero la peripecia no es otra cosa que la
abstracción de la experiencia humana. En ella el hombre deja de actuar con la totalidad de su
ser, pues se ve privado del imprescindible apoyo de su volición. En otras palabras, el que actúa
es el hombre hecha abstracción de su voluntad. Esto le impide dominar sus circunstancias, y
son, precisamente, las circunstancias las que lo dirigen y llevan a la deriva. O sustituyendo
términos: el hombre se encuentra desnudo ante la Providencia. Pero, al mismo tiempo, la
peripecia, en siendo abstracción del actuar humano, está libre de las rémoras de lo temporal y
particular, y, por lo tanto, es susceptible de ser elevada al rango de paradigma universal de un
tipo de vivir abstracto. Por ello, Cervantes, el inventor único, imita conscientemente un género
que ya había pasado su cenit. Pero en esta forma, y en el Persiles, Cervantes trasciende la
verdad relativa y eleva la materia novelística al plano de lo absoluto. He aquí la razón por qué,
para su autor, el Persiles es el mejor libro de entretenimiento escrito en lengua castellana.
En el dilatado campo novelesco del Persiles todavía predominan las sombras sobre las
luces. La diversidad de planos de la ficción, aún más extremados que en el Quijote, dificulta el
ceñido ajuste de la lente crítica. He presentado ya mi interpretación del sentido ideológico
último de esta novela, pero sin mayores particulares. Mi intención ahora es, justamente, analizar
más de cerca ciertos episodios relacionados de la obra y observar su ajuste dentro del marco
total, ampliando al mismo tiempo el enfoque para abarcar consideraciones de orden estético.
A tal efecto, el punto de partida será la historia del español Antonio, que se narra muy al
principio de la novela (libro I, caps. V-VI). Persiles y Sigismunda están presos en la Isla
Bárbara y ella está a punto de ser sacrificada, cuando, a raíz de una disputa entre los bárbaros,
se origina un incendio que rápidamente amenaza asolar la isla. De manera fortuita los dos
protagonistas se ven salvados de una muerte inminente merced a la buena ayuda del español
Antonio y su familia. Aquí se produce un largo narrativo cuya culminación es la cristiana
muerte de Cloelia. Este espacio de calma entre los botes novelísticos se dedica al recuento, en
primera persona, de la vida del español Antonio. Luego de haber servido con distinción en los
ejércitos del emperador Carlos V, Antonio nos dice:61
Con estas acciones principian las andanzas de Antonio, ya que se ve obligado a abandonar
su hogar, y luego de diversas peripecias viene a dar a la Isla Bárbara.
Esta anécdota seminal de la biografía de Antonio está tomada del leidísimo Examen de
ingenios del doctor Juan Huarte (Baeza, 1575), hecho que, muy de pasada, fue notado ya por
otros estudiosos.62 Quiero insistir ahora en ello por dos motivos. Primero, ver de cerca cómo
imita Cervantes. Segundo, buscar el sentido de la anécdota dentro del vivir novelístico de
Antonio, con lo que quedamos lanzados dentro de la corriente del Persiles. A continuación, el
texto del doctor Huarte:63
Antes de continuar, conviene advertir que el propio Huarte seguramente tomó sus
materiales, en este caso, de la cantera popular. Poco antes, Melchor de Santa Cruz de Dueñas,
en su Floresta española (Toledo, 1574), había recogido el siguiente cuentecillo: 65 «Vn
estudiante, preciándose de muy priuado de vna señora, fuela a visitar con otro, y ella llamáuale
vos, y él la llamó señoría. La señora, muy enojada, le preguntó por qué la llamaba señoría.
Respondió el estudiante: Suba V. m. vn punto y abaxaré yo otro, y andará la música
concertada». La difusión del cuentecillo queda atestiguada por el hecho que lo recoge Santa
Cruz, cuya obra es un archivo de frases, dichos y chistes populares a mediados del siglo XVI.
Me parece evidente, además, que el cuentecillo debía zumbarle en la memoria a Huarte, quien
lo pormenoriza para encuadrarlo dentro de unas circunstancias apropiadas a su fin didáctico.
Pero retomemos el hilo de la exposición. Hemos visto a Huarte de San Juan admitir y
conformar la anécdota en apoyo de su fin doctrinal. En el Persiles todo esto es muy distinto,
puesto que Cervantes es, antes que nada, creador de vidas y no exégeta de doctrinas. El cuento
adquiere la trascendencia que le confiere su repercusión en todo un ámbito vital, ya que centra
el vivir entero de un personaje. Bien es cierto que la biografía de Antonio se puede entender, y
así lo hace él mismo, como una ilustración del tópico de casus Fortunae, pero no es cuestión
aquí de un arbitrario ejemplificar, sino de la vivencia inicial en una cadena que da realidad
sustancial al personaje. Puestas las cosas en este plano, la anécdota se torna infragmentable y
gravita, además, inevitablemente, hacia afuera de su marco original. Las penalidades, miserias y
glorias del español Antonio tienen aquí su punto de origen. Y la «simpatía» del lector se ve
requerida de continuo por la inmediatez del relato en primera persona. Al contrario del Examen
no caben aquí posibilidades de alejamiento; cercanía e intimidad es lo que Cervantes requiere
del lector, como también de sus personajes. 66 El aprobar o desaprobar las cosas que se viven de
cerca es secundario; lo importante es el grado de proximidad a esas mismas cosas. De ahí el
cambio simple y contundente de la forma narrativa de la tercera a la primera persona.
Algo semejante ocurre con las circunstancias dentro del episodio. En el Examen de Huarte,
éstas se ven enmarcadas rigurosamente por su calidad de anécdota ejemplificadora y se
establece por ello una bien encajonada corriente en ambas direcciones entre el punto de doctrina
y el ejemplo, entre la formulación genérica y su encarnación particular. La simplificación de
nuestros complejos volitivos es característica esencial de la literatura ejemplar, ya que de este
modo se facilita la inserción de lo particular humano en lo universal doctrinal. En el Persiles,
desde luego, no hay formulación genérica como tal, solo la maraña de los acaeceres del vivir
del español Antonio. Pero si escudriñamos un poco más el problema veremos que sí hay un
punto de doctrina, sólo que éste no se nos presenta como teoría prefabricada y abstracta, sino
que está revestido y apuntalado por la vida palpitante del español Antonio. Porque su vivir está
orientado por el concepto del honor, de allí sus duelos y desgracias. Pero si lo que podríamos
llamar el «punto de doctrina» se identifica con la vida de Antonio, no es por frío apriorismo,
sino que es el resultado final del curso voluntarioso y determinado que éste le imprime a sus
acciones. Sólo como consecuencia de esto podemos decir que la historia del español Antonio se
identifica con el concepto del honor. Siguiendo la sinuosa senda del hacer y no-hacer humanos
hemos llegado a las mismas conclusiones que en el Examen con su recta avenida doctrinal de
ambos sentidos. Pero entre los dos resultados, tan semejantes, se interpone la fina alquitara de la
reelaboración artística cervantina que destila novelísticamente todo un vivir humano.67
Antonio se nos revela, pues, como un español que vive abrazado al concepto del honor, y
éste lo impele en determinadas direcciones, que se subrayan en la obra por el voluntarismo que
acompaña sus acciones. Mas no es ésta la única vida que se nos revela en el primer libro del
Persiles. Allí se relatan también, y por los propios interesados asimismo, las aventuras y
desventuras del italiano Rutilio (caps. VIII-IX) y del portugués Manuel de Sousa Coutiño (cap.
IX).
Rutilio es un maestro de baile, natural de Siena, que se enreda en amoríos con una de sus
discípulas: «Entré a enseñarla los movimientos del cuerpo, pero movila los del alma, pues,
como no discreta, como he dicho, rindió la suya a la mía, y la suerte, que de corriente larga traía
encaminada mis desgracias, hizo que, para que los dos nos gozásemos, yo la sacase de en casa
de su padre y la llevase a Roma» (cap. VIII). El primer eslabón en la cadena de las desgracias
de Rutilio se forja así en la fragua de los deseos sensuales. La lascivia le hace dar el primer
traspié y sigue azotando su vivir hasta dar con él en la Isla Bárbara.68
La narración que sigue de inmediato a la del italiano Rutilio es de carácter y sentido muy
distintos. La vida toda del portugués Manuel de Sousa Coutiño se halla polarizada por el amor
que siente por Leonora. Una larga y forzosa ausencia de Manuel hace que Leonora se vea
abocada a la elección entre el amor humano y el amor divino: esperar el regreso de Manuel y
casarse, o tomar el velo en un convento. Dos tipos de bodas enmarcan el futuro de Leonora, las
humanas o las místicas. Ella se decide por las últimas, elección que Manuel acepta
resignadamente con las palabras del Evangelio: Maria optimam partem elegit. Carente ahora
del norte de su vivir, el amor humano, la vida del portugués se derrumba; sin sustancia
animadora el vivir se acaba, lo que en el caso de Manuel ocurre en forma literal.69
En el primer libro del Persiles tenemos, pues, un tríptico de vidas, conceptos rectores de
las mismas y de sus respectivas nacionalidades, que se puede expresar en las siguientes
fórmulas: Antonio-español-honor; Rutilio-italiano-lascivia; Manuel-portugués-amor.
Ideológicamente, Cervantes nos presenta en estos tres vivires el concepto quintaesenciado que
un español del siglo XVI tenía de tales nacionalidades. Una virtud, una pasión o un vicio
simbolizan y cifran el vivir nacional encarnado en cada uno de estos personajes. Las tres
historias constituyen la perfecta demostración de tres enunciados distintos.70
Sobre estos trípticos comienza Cervantes a estructurar lo que en el ensayo anterior llamé la
materia universal del Persiles. En progresión amplificadora se pasa del hombre a la
nacionalidad, al sentimiento. Y sobre todo esto, que todavía se aprecia por el lector como
concretamente humano, dos entelequias: Persiles y Sigismunda. La progresión de la novela es
ésta, ya lo he dicho: de lo imperfecto a lo perfecto, de lo particular a lo universal. Se trata de un
verdadero «camino de perfección» -lección íntima del Persiles- que tiene que desembocar
forzosamente en Roma, dada la orientación del autor. Y los hitos camineros son estos trípticos
en los que Cervantes va dando unidad a la variedad, antes de someter el todo a la unidad final y
definitiva de la Verdad Absoluta.
Mas no conviene adelantar demasiado camino. Las tres historias ocurren en el primer
momento del desarrollo de la novela, cuando la acción transcurre en los míticos mares y tierras
del Septentrión europeo. Pero estas tres vidas novelescas brotan de gérmenes reales y
circunstanciales, y el mundo físico que los rodea, como lo son Quintanar de la Orden, Siena o
Lisboa (patrias respectivas de Antonio, Rutilio y Manuel), que identifican a los personajes en
sus andanzas por los mares septentrionales. La escisión aparente entre el mundo mítico de la
Isla Bárbara y el histórico de España, Italia o Portugal, se funde en una tercera realidad, que es
el mundo mítico-real en que transcurren estas vidas y que tiene la validez artística que le
confiere la autonomía del mundo novelístico todo del Persiles. Reflejos de la realidad vivida
por Antonio, Manuel y Rutilio alcanzan a la Isla Bárbara y ésta se nos aproxima en su calidad
de telón de fondo de las historias. Al mismo tiempo, estos personajes «reales» se mitifican en
cierta medida debido a las circunstancias en que se hallan al narrar sus vidas. El mundo del
Persiles crea así un doble e indisoluble nudo entre Mito e Historia, y cada uno de estos términos
se recrea en el otro y cada uno de ellos adquiere validez merced al firme apoyo en su opuesto.
Las vidas de los tres personajes están incrustadas en el mundo del Mito y en el de la
Historia y obvian en la práctica artística la antítesis teórica entre ambos términos. La narración
de sus aventuras hace que el sol del Mediodía llegue a la Isla Bárbara y el Septentrión mítico se
ilumina con los rayos de la Historia. Al mismo tiempo, cuando la acción de la novela nos
transporta y enfrenta con la realidad física de Portugal, España o Italia, la sola mención de los
nombres de estos personajes basta para que en lo real cotidiano se entrometa lo fabuloso de la
Isla Bárbara, lo que se subraya en la acción de la novela con el cuadro que los peregrinos hacen
pintar apenas llegan a Lisboa y llevan en adelante consigo, en el cual se reproducen sus
aventuras anteriores en los mares septentrionales (libro III, cap. I). La llegada a la Europa
meridional marca el momento de máxima actualidad histórica, pero los personajes -y, por ende,
la novela toda- se miran alternativamente, mejor aún, simultáneamente, en la realidad de sus
patrias y en la reproducción del mito septentrional. En esta forma ambos términos adquieren la
congruencia previa necesaria a la armonización. Este supra-mundo artísticamente creado por
Cervantes, en que se funden y armonizan lo mítico y lo circunstancial, se sostiene, en parte, por
el apoyo que le ofrece el tríptico vital de Antonio, Rutilio y Manuel, y estas tres historias tienen,
a su vez, total justificación artística dentro de la especial intención creadora del autor.
Cuando esta intención llega a cristalizar en la obra literaria lo hace a la vez en el plano
ideológico y en el plano verbal. Este proceso representa la lenta búsqueda de expresión artística
de un cierto contenido ideológico. Mas en la mayoría de los casos, y así ocurre en el Persiles,
materia y forma son indisolubles, y la una moldea la otra, en acto simultáneo y recíproco. Al
seguir el contorno de uno de estos elementos el crítico está trazando la silueta del otro.
El cómo y el por qué de la inserción de estas tres vidas afectará, por consiguiente, los
aspectos más íntimos del Persiles. En el ensayo anterior interpreté la intención de Cervantes en
esta obra como un esfuerzo determinado y consciente de retratar la Verdad Absoluta. Esto
implica la universalización de la materia novelística, ya que la Verdad Absoluta tiene vigencia y
halla expresión por todo el ámbito de lo creado. Y aquí entra también la presentación
armonizada, para y por la intención artística, de Mito e Historia, dado que, desde su altura, el
Universal-Absoluto los ilumina por igual. En esta perspectiva suprema los elementos antitéticos
se resuelven en una síntesis orgánica. Si la intención del Persiles apunta hacia la Verdad
Absoluta, su expresión artística armonizará por necesidad todas las antítesis. Así, pues, la
multiplicidad anecdótica de estas tres vidas se resuelve en la generalización etopéyica, pero es
esta misma multiplicidad la que franquea el paso entre Mito e Historia, términos que a su vez
confluyen, junto con todo el material de acarreo, en la Roma literal y simbólica del final
novelístico. Allí remata la creación de este supra-mundo, que si bien obedece y refleja un
concepto ideológico rector, es indisociable de su expresión artística, ya que esta fecundísima
simbiosis arraiga en el humus que le proporcionan, entre otras, las vidas de Antonio, Rutilio y
Manuel.
Don Américo Castro, de quien deben partir todas las indagaciones cervantinas -y muchas
más-, fue, según creo, el primero en interpretar la muerte del pastor-estudiante Grisóstomo
como un caso de suicidio, aunque algunos comentaristas (Clemencín, Rodríguez Marín), ya
habían registrado fielmente tal posibilidad. Hasta la fecha en que Castro puso la cuestión sobre
el tapete parece ser que los lectores del Quijote, I, cap. XIV, habían creído que Grisóstomo
murió de amores, de un corazón destrozado.71 La interpretación del egregio maestro, basada en
una lectura ceñida al texto de la Canción desesperada del desastrado Grisóstomo, me invita a
volver sobre el tema, pues creo que este episodio nos deja vislumbrar aspectos poco explorados
de la mente cervantina, tan problemática siempre.
Cuando me aboqué al estudio de este episodio por primera vez hace unos años, me pareció
que se obtenía la suficiente claridad exegética al ceñirse uno a la muerte de Grisóstomo en sí.
Veo ahora que con esta restricción de enfoque me negué a mí mismo los aspectos de mayor
enjundia de todo el episodio, dentro del cual la doble posibilidad antitética del fin de
Grisóstomo (suicidio-muerte natural) adquiere cabal coherencia. Ahora, además, lo considero
remate de una serie de eslabones fuertemente articulados entre sí más que materia aislable. Para
captar la complejidad del episodio entero hay que empezar ab ovo Ledae, vale decir, con la
irrupción de don Quijote en el mundo pastoril de los cabreros, quienes lo inician en la trágica
historia de los amores de Grisóstomo y Marcela, que ocupa los capítulos XI a XIV.
Pero debo hacer una pausa más antes de entrar en materia, ya que entre mis páginas de
entonces y mis páginas de ahora se interpone una exégesis ajena muy digna de tenerse en
cuenta. Me refiero a la elocuente defensa de la interpretación tradicional de la muerte de
Grisóstomo (murió de amores), que hizo Luis Rosales en su tan interesante libro Cervantes y la
libertad.72 En buen método creo necesario exponer las ideas de Rosales al respecto antes que las
mías, porque sus ideas, también surgidas al reactivo de la interpretación de Américo Castro
(suicidio), expresan, y sustentan su polo opuesto (muerte natural). Así como ya he citado a
Castro en defensa del suicidio de Grisóstomo, ahora haré la crítica de la defensa de Rosales de
la tesis opuesta. Después pasaré a fundamentar mi firme y renovada creencia que la doble
posibilidad antitética del fin de Grisóstomo (suicidio-muerte natural) es de perfecta coherencia
artística dentro de la recta interpretación de todo el episodio (caps. XI-XIV).73
Puesto ya a demostrar su tesis, Rosales parte de un supuesto previo: «El ejemplar suicidio
de Grisóstomo era sólo una imagen poética» (II, p. 491). Aquí, como a lo largo de toda su
demostración, Rosales parece olvidar (o parece querer hacernos olvidar) que Grisóstomo se
murió de veras, y que su misteriosa muerte había sido precedida por un poema suyo, la Canción
desesperada, en el que anunciaba su inminente suicidio. O sea que la muerte metafórica de
Grisóstomo sólo lo es para el crítico, pues al pastor-estudiante lo llevan a enterrar cuando se lee
su debatido poema.
Dado que Américo Castro halló las alusiones al suicidio en los versos de la Canción, y
dado que Rosales ve en tal suicidio una imagen poética, no es de sorprender que este último
crítico enfoque todo su análisis en las estrofas del poema. Y nos brinda unas bellas y lúcidas
páginas, entre ellas las que estudian la técnica poética de la metáfora continuada. Pero al llegar
a esta coyuntura se me viene a los puntos de la pluma una expresión que le gusta prodigar a
Rosales: una ficha, o una cita, no constituye un texto. O sea que todo desglose o cita corre
riesgo propincuo de traicionar el pensamiento o la intención del autor citado al aislar esa ficha
de su contexto verbal, situacional, ideológico, artístico e intencional. Verdad irrebatible para los
que sudamos en estas lides. Ahora bien: la técnica analítica de Rosales cojea, precisamente, de
ese pie, ya que la Canción desesperada, a pesar de su extensión, constituye una ficha o una cita
en relación con todo el episodio de Grisóstomo y Marcela. Para la recta interpretación de la
Canción desesperada, tal cual aparece en el Quijote, esa ficha debe ser reintegrada a su con-
texto, para ser leída (coleída) dentro del marco de imprescindibles referencias que nos brinda
todo el episodio, o sea la perspectiva de los capítulos XI a XIV.
Esto me lleva a oponer un nuevo y último reparo a la tesis de Rosales, o, por mejor decir, a
su método crítico, ya que, según se verá, la tesis de la muerte natural y la tesis del suicidio se
ensamblan, en mi interpretación, para darnos una de las más genuinas creaciones poéticas de
Cervantes. De lo que se trata ahora es de que hay discrepancias notorias entre lo que dicen los
versos de la Canción desesperada y lo que dice la prosa de los demás personajes del episodio,
al punto que el propio Cervantes creyó oportuno y prudente salir al paso de tales desajustes y
trató de explicarlos por boca de Ambrosio. 75 Por su parte, Rosales también da su explicación de
tal anomalía: «Las discrepancias entre el texto del Quijote y la canción tienen [...] causa
legítima, conocidísima y viable» (II, página 495). Se trata de que el texto de la Canción
desesperada es anterior al Quijote, y su versión original es la que se guarda en los plúteos de la
Biblioteca Colombina, según queda dicho. En consecuencia, si la canción es ajena al Quijote, lo
que en ella se diga no puede constituir prueba de cargo en el pleito de la muerte de Grisóstomo.
Pero Rosales procede en forma atropellada al llegar a este punto, pues sus afirmaciones
tienden a crear la ilusión (de la cual, al parecer, él ha sido la primera víctima) de que la versión
del poema de la Biblioteca Colombina es la misma que se inserta en el Quijote.76 Pero ya he
dicho que Adolfo de Castro (y Rodríguez Marín, y cualquier lector interesado) halló
«notabilísimas variantes» entre las dos versiones. Es obvio, pues, que Cervantes retocó
considerablemente el poema al insertarlo en el Quijote, y esto no es una suposición más o
menos bien fundada sino una prueba de la más concreta evidencia visual.
Puestas las cosas así en su sitio, ¿cómo se explica que hayan, sin embargo, tantas faltas de
concordancia entre los versos de la Canción y la prosa del Quijote, si aquélla fue corregida en
detalle previa inserción en ésta? ¿Es que las numerosísimas variantes representan correcciones
hechas al tuntún y a ojo de buen cubero? Pero el propio Rosales, que es fino poeta, además de
buen crítico, se ha encargado de decirnos que las variantes son perfectivas. ¿Es que Cervantes
no tiene conciencia de la circunstancia novelística en que va a incrustar el renovado poema?
Pero bastante he dicho ya en el capítulo I sobre los supuestos olvidos y descuidos cervantinos.77
La solución insoslayable que se impone es que Cervantes, aquí como en innúmeros casos,
sabía muy bien lo que hacía -¡increíble resulta tener que decir estas cosas todavía, pero ellas se
imponen por sí solas!-, y si sabía pulir a fondo y perfeccionar su poema, también tenía ciencia
cierta del lugar y forma de encaje de la canción en su novela. Por todo ello resultan altamente
significativas variantes como éstas:
1.
Lo que hacen estas variantes es reforzar la idea de la muerte en general y del suicidio en
particular (ejemplo l), ya que al escribir «sin lauro o palma de futuros bienes» se expresa
cabalmente la conciencia post-tridentina de la condenación del suicida. O sea que los versos de
la Canción desesperada, como paso previo a su inserción en el episodio de Grisóstomo y
Marcela, se corrigen para reforzar la idea de la muerte por suicidio. Y esto en un momento en
que los nuevos versos van a encajar en una circunstancia novelística en la que sobrenada la idea
de muerte por amores. Por todo ello, me parece inescapable la conclusión de que prosa y verso
han sido manipulados aposta para presentarlos en sus aspectos de oposición conceptual más
aguda, con fines de realzar y ahondar el misterio de la muerte de Grisóstomo. Y como siempre
en el Quijote, el diálogo en contrapunto que entablan la prosa y el verso en este episodio se
resolverá en una armonía superior, como tantos otros diálogos de amo y escudero. Y todo ello
condice muy bien con las características de todo el episodio, según se verá.
La aparición del alabado zagal parece como si fuera a reproducir el mundo armonioso de
ese mismo mito: «Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el
son del rabel» (cap. XI). Pero con el nuevo cabrero en la escena las cosas vuelven a su
perspectiva verista: él cantará, sí, pero no idílicos amores, sino un romance que le compuso su
tío, el beneficiado, y que relata los amoríos y rencillas entre el cantor, Olalla y Teresa del
Berrocal.81 Termina el romance y Sancho remacha el clavo de la disparidad de mundos al
recordarle a su amo: «El trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que
pasen las noches cantando» (cap. XI). El oficio vital es antagónico del poético.
(Cap. XII).
Grisóstomo vive una verdad poética y la encauza por conocidos tópicos literarios: por
amores se vuelve pastor (tópico que viene desde la pastourelle francesa), y su última voluntad
es que lo entierren en el lugar donde por primera vez vio a su amada, tema frecuentadísimo en
el tradicional testamento de amores. 83 Él se encierra y aferra voluntariosamente a un «entonces»
inactualizable, lo que provoca la violenta reacción de los abades del lugar, que viven el «agora»
histórico.
Mas no es Grisóstomo el único que se ha vuelto pastor por amores. La hermosa Marcela ha
trascordado a muchos más, y allí en la sierra se forma un mundillo pastoril de nítidas
características poéticas: «Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas
canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al
pie de alguna encina o peñasco, y allí sin plegar los llorosos ojos, embebido y transportado en
sus pensamientos, le halló el sol a la mañana, y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus
suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente
arena, envía sus quejas al piadoso cielo» (capítulo XII). Pero el mundo pastoril de la literatura
es una realidad previa, dada e inconcusa, mientras que aquí nos hallamos ante algo facticio y de
motivación racional, que se sostiene por el voluntarismo de Marcela, de querer ser ella misma
en su condición pastoril. Y es esto, a su vez, lo que desencadena la metamorfosis colectiva. Hay
aquí, pues, dos nuevos tipos de contraposiciones: una entre la Arcadia ideal y la Arcadia
facticia, y otra, más inmediata, entre esta última y la sierra no-arcádica (la localización del
episodio).
Así y todo, esta segunda condena es, para Cervantes, la de menos importancia, puesto que
la quebranta en aras de la intención artística, e inicia la Galatea con la cruenta muerte de
Carino, quien cae apuñalado ante los atónitos ojos de Elicio y Erastro. La otra condena, la ético-
religiosa, sí es intocable -o poco menos, como parecería demostrarlo el caso de Grisóstomo-. En
realidad, son contados los suicidios que conozco en la literatura post-tridentina, pero vale la
pena repasarlos para ver en qué circunstancias surge el tema. Recojo aquí algunos de los más
significativos. En ocasiones está dictado el suicidio (y excusado) por la materia histórica de la
obra, como ocurre con el suicidio colectivo de la Numancia del propio Cervantes, o en Los
áspides de Cleopatra de Rojas Zorrilla. En el Desengaño de celos (1586), novela pastoril de
Bartolomé López de Enciso, el suicidio es producto del estoicismo a machamartillo del autor,
quien, por lo demás, vivía a descompás con el tiempo. 87 Por último, en las Novelas amorosas y
ejemplares (1637), de doña María de Zayas y Sotomayor, se cuenta el suicidio de una
hechicera, pero obsérvese que esta mujer ya había perdido su alma por el oficio a que se había
dedicado. En este caso la forma de su muerte no hace más que confirmar su condenación.
Cervantes conocía ambas acepciones. He aquí varios ejemplos en que alude evidentemente
al suicidio: «Sólo imaginaba que, según le vio triste y melancólico después de la batalla, que no
podría creer sino que a desesperarse hubiese ido» (Galatea, libro III, Biblioteca de Autores
Españoles, I, 37b). «Con justo título pueda desesperarse y ahorcarse» (Quijote, I, capítulo
XXV). En el Persiles (libro II, cap. XIV, ed. cit., p. 610b), un marinero intenta suicidarse, y
Persiles comenta: «Con la vida se enmiendan y mejoran las malas suertes, y con la muerte
desesperada no sólo no se acaban y mejoran, pero se empeoran y comienzan de nuevo. Digo
esto, compañeros míos, porque no os asombre el suceso que habéis visto deste nuestro
desesperado». En el Quijote (II, cap. XXI), el cura amonesta al falso suicida Basilio diciéndole
«que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras
a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada intención... porque su alma no se perdiese
partiendo desesperado de esta vida». De la acepción «perder la esperanza» o «impacientarse»,
basten los siguientes ejemplos:89 «No se desesperó de hallar el fin desta apacible historia»
(Quijote, I, cap. VIII, ed. Riquer, p. 89); «El ventero se desesperaba de ver la flema del
escudero [...] el ventero [...] estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros» (I, cap.
XXXV, pp. 368 y 369).
Ahora podemos examinar los textos que se refieren a la muerte de Grisóstomo. Algunos de
ellos robustecen la idea de que se suicidó, y la hacen incontrovertible; otros llegan a invalidarla
casi por completo.
Ante todo, si tenemos en cuenta la primera acepción del verbo desesperarse, el título de la
canción de Grisóstomo puede significar «canción del suicida» o «del suicidio», interpretación a
que casi nos obligan varios de sus versos:
Ahora los textos en contra. Ante todo, el título del poema puede interpretarse simplemente
como «canción desesperanzada», canción de un amante que ya no espera conseguir sus deseos.
A esta interpretación nos llevan varios pasajes de nuestro episodio. El zagal que trae la nueva
declara: «Murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se
murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela» (cap. XII),
afirmación que corrobora el cabrero Pedro cuando, al terminar de contar la historia de Marcela,
dice: «Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que también lo
es la que nuestro zagal dijo que se decía de la muerte de Grisóstomo» (ibid.). Marcela, por su
parte, declara: «Antes le mató su porfía que mi crueldad» (capítulo XIV). Y su amigo Ambrosio
compone este epitafio (ibid.):
Pero hay más. El zagal que cuenta el fin de Grisóstomo termina con estas palabras, que
vuelvo a copiar en parte por su importancia probatoria: «Mandó en su testamento que le
enterrasen en el campo como si fuera moro, y que fuera al pie de la peña donde está la fuente
del alcornoque, porque según es fama (y él dicen que lo dijo), aquel lugar es adonde él la vio la
vez primera. Y también mandó otras cosas tales, que los abades del pueblo dicen que no se han
de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles». Ya se ha visto que esto no
indica más, por parte de Grisóstomo, que la estricta observancia de los tópicos poéticos. Su
propio rigor mimético promueve un grave escándalo. Mas, desde el punto de vista que nos
concierne ahora, ¿en qué forma contribuye este texto a desentrañar el problema del fin terreno
del estudiante-pastor? Pues bien, de haber sido suicida Grisóstomo, el único lugar donde lo
podrían haber enterrado hubiera sido, precisamente, en el campo, «como si fuera moro»
-recuérdese lo que dice Covarrubias: «No se les da a los tales sepultura», en sagrado, se
entiende, actitud que sigue manteniendo la Iglesia católica-. Por otra parte, los abades del
pueblo, se hubieran desentendido de las últimas voluntades de un precito que, para el caso, bien
podría ser «gentil», puesto que moría voluntariamente fuera del seno de la Iglesia.
Lo más cómodo para el crítico sería desechar este aspecto del episodio como un caso de
hipocresía cervantina, ya que el suicidio estaba condenado por la Iglesia, y tratar el tema podría
dar pie a diversos inconvenientes. Hipocresía todo lo «heroica» que quiera Ortega y Gasset,
pero hipocresía al fin. El fácil rótulo «Cervantes ingenio lego» ha cedido el lugar a este otro, no
menos fácil: «Cervantes ingenio hipócrita».
Hay un texto cervantino que nos pone sobre la pista de la explicación de esta necesidad
dualística -la abundancia de ejemplos no me permite llamarla de otro modo-. Se lee en La
señora Cornelia: «Las infamias mejor es que se presuman y sospechen, que no que se sepan de
cierto y distintamente, que entre el sí y el no de la duda cada uno podrá inclinarse a la parte
que más quisiere, y cada uno tendrá sus valedores» (BAE, p. 216a). Lo esencial de esta cita es
la negación implícita de un árbitro extrapersonal que zanje las cuestiones vitales. Éstas, al
contrario, quedan entregadas al subjetivismo de la conciencia individual, que elegirá «entre el sí
y el no de la duda». Cervantes no nos da halladas, hechas y resueltas las verdades vitales, así
como él tampoco las encontró en tales condiciones. Lo que hace es presentarnos
imparcialmente los elementos para que fundamentemos nuestros juicios, en ejemplo máximo de
colaboración artístico-ideológica entre autor y lector.
Inciso parenético. Durante años ciertos sectores de la crítica han insistido en atribuir a
Cervantes respuestas discursivas a problemas de proposición ajena. Es evidente que esto y
mucho más hay en la obra cervantina, así como el teclado de una máquina de escribir contiene
toda la literatura occidental. Pero no es cuestión de atribuirle una respuesta a todo trance y a
humo de pajas. A menudo en Cervantes hay una evidente renuencia a la declaración explícita (la
cueva de Montesinos es otro ejemplo egregio que agregar a los aquí colectados) y, cuando ha
terminado la deposición de partes, su gesto es el de un tolle et lege laico, en el que la
responsabilidad judicial se traspasa al lector. La creación artística, para que ésta sea valedera,
no puede ser unipersonal -hastío que nos provoca la novela naturalista, por ejemplo, con una
causalidad predeterminada que no nos acepta en su ámbito-, y así lo entendió Cervantes, quien
en momentos culminantes de su obra narrativa deja las posibilidades abiertas y al arbitrio del
avisado lector. La misión del crítico, por lo tanto, la concibo yo como una puntualización de las
posibilidades, a la que bien puede seguir una opción interesada, pero sólo después del análisis
de la disyuntiva.
Por otra parte -y esto está íntimamente ligado a lo precedente-, existe en el novelista una
cierta postura negativa ante el racionalismo (vid. supra «Conocimiento y vida en Cervantes»).
Ciertos misterios de la vida no deben verse expuestos sin discriminación al impertinente
escrutinio de nuestros raciocinios: «No todas las verdades han de salir en público, ni a los ojos
de todos», nos dice en el Persiles (I, cap. XIV). Ciertas esencias del vivir deben permanecer en
una penumbra que nos permita vislumbrarlas, pero no desentrañarlas, con el consecuente
rebajamiento en la escala de nuestras aspiraciones vitales. En ello hace hincapié don Quijote
cuando dice a la duquesa: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica, o no
es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo» (II,
cap. XXXII).
Y aún debemos agregar esa suerte de repugnancia cervantina a presentar todas las cosas en
sus esquemas comprensibles, pero desprovistas, por lo mismo, de la poesía ínsita en las zonas
de penumbra. La muerte de Grisóstomo, doblemente poética por sus circunstancias y por la
tradición literaria en que entronca, no es para Cervantes «de las cosas cuya averiguación se ha
de llevar hasta el cabo».96
Al escribir la segunda parte del Quijote, Cervantes recogió algunas críticas dirigidas a
diversos aspectos de la primera. Que estas censuras sean propias -¿severa autocrítica?, ¿ademán
irónico?- o ajenas no viene ahora al caso. Basta el solo hecho de su acogida para darles una
validez que no podemos desatender. En dos ocasiones estas censuras van enderezadas a
comentar en forma desfavorable la inserción en la primera parte de dos cuentos ajenos al
argumento central. Me refiero, claro está a la novella de El curioso impertinente (I, caps.
XXXIII-XXXV) y al relato de El capitán cautivo (I, capítulos XXXIX-XLI). Los textos de la
segunda parte que hacen al caso son los siguientes: el primero está puesto en boca de Sansón
Catrasco, en el delicioso coloquio que tuvo con don Quijote y Sancho:
El segundo pasaje encierra en cifra todo un aspecto capital de la teoría cervantina del arte
narrativo, y debe, por lo tanto, copiarse íntegro. Dice así:
En resumidas cuentas: desde muy temprano la crítica -ocurrencia real o ficción irónica-
repudió la inserción de las dos novelitas por ser extrañas en contenido al eje argumental, en
breve, por ser impertinentes. En ciertos sentidos ésta es una cuestión bizantina, ya que su
pertinencia, es un hecho físico: ambas novelitas pertenecen al cuerpo de la primera parte del
Quijote. No es mi intención valerme de perogrulladas al decir que la inserción de las novelas
zanja el problema de su pertinencia: allí están y allí deben estudiarse. Cualquier otra postura es
críticamente falsa, ya que evade la realidad literaria. La premisa de que parto es, pues, la
evidente pertinencia de ambas. Lo que me incumbe como crítico no es, por lo tanto, el discurrir
sobre si estas novelitas deberían estar allí o no (bizantinismo puro), sino cómo y por qué están
allí. En otras palabras, atender al fino montaje que las hace pertinentes y pertenecientes, en
términos no ya de la realidad física, sino -y en forma capital- de la realidad artística.
Hasta años recientes, sin embargo, la crítica había preferido emplazar ambos relatos y
juzgarlos en términos de sus valores extraliterarios (tradicionalidad del cuento intercalado,
congruencia de la moral allí expuesta, etc.). Américo Castro resumió en unas páginas de El
pensamiento de Cervantes (pp. 121-123) el estado de la cuestión en aquella época y emitió a su
vez su fallo, basado, sin embargo, en razones de índole no-artística. Desde entonces dos
estudios han colocado la cuestión en su recta perspectiva: el cuento en relación al arte narrativo
que configura el primer Quijote. Me refiero a un breve ensayo de Julián Marías, 97 y a un estudio
de Bruce W. Wardropper,98 que, por azar, fueron publicados con el mismo título, a las claras
indicativo de la postura adoptada por ambos críticos. Es de lamentar, sin embargo, y ello
también se hace evidente en el título, que ambos se circunscriban al Curioso, haciendo caso
omiso de su complemento y contrapartida -términos cuya propiedad resultará clara más
adelante-, la historia del Capitán cautivo.99
Por su parte, Wardropper nos hace recordar la oposición renacentista entre Arte y
Naturaleza, que se refleja en el campo literario en la pareja de opuestos: tratamiento artístico-
tratamiento natural. El Quijote se configura, en gran medida, por el propio hecho de sus
oscilaciones entre ambos términos. La verdad natural, empírica, es la que viven los personajes
del Quijote; la verdad artística, artificial, es la que viven los personajes del Curioso. En
términos de la estética de Cervantes: el artificio es a la verdadera historia lo que El curioso
impertinente es al Quijote.
La crítica psicológica había dejado al Anselmo del Curioso impertinente más o menos ileso
hasta la fecha, pero también a él le ha llegado su turno. A base de las definiciones de Alfred
Adler sabemos ahora que Anselmo era un neurótico, y al comparar su empresa con ciertas
expresiones de Pascal, ella adquiere la envergadura de toda una «revuelta metafísica». Éstas son
las conclusiones del estudio de la hispanista francesa Lucette Roux. 101 Los indudables aciertos
de la Srta. Roux no tienen nada que ver con la posibilidad de que Anselmo haya sido un
neurótico o no. Creo urgente volver a insistir en lo dudosos que me parecen los resultados de la
«crítica psicológica», cuando ésta se aplica a creaciones artísticas como Anselmo, o a figuras
históricas como el Padre Las Casas, que actuaban dentro de sistemas expresivos y represivos
tan distintos a los de nuestra sociedad.102
El otro estudio extenso que cabe reseñar sobre El curioso impertinente se acota un campo
mucho más familiar y trajinado, aunque no explorado del todo. Me refiero al estudio de la
influencia italiana en la novella cervantina, tema que analiza C. P. Otero con particular
referencia a Boccaccio.103 En realidad, Otero estudia de consuno la influencia italiana en El
curioso y en El celoso extremeño, pues, según él, ambas «son de lo más italiano de la obra de
Cervantes» (Letras I, p. 94). Extraña un tanto esta afirmación en referencia a El celoso
extremeño, pues es sabido que su esquema general se relaciona estrechamente con un cuento
popular marroquí.104 Pero esto no desmedra los méritos efectivos que tiene el trabajo de Otero
en otros aspectos; sin embargo, no me ha ayudado ni mucho ni poco en el terreno en que
planteo yo el estudio de las dos novelas intercaladas en el Quijote de 1605.105
Hasta aquí los logros de la crítica moderna, algunos de los cuales irán implícitos en las
páginas que siguen. Por mi parte, me parece que la comprensión y análisis del puesto del
Curioso quedarán siempre incompletos mientras no se agrande el enfoque para abarcar también
la historia del capitán Ruy Pérez de Viedma. A esto nos fuerza la contigüidad de ambos relatos,
la cualidad que comparten de ser ambos materia extraña al argumento medular y, sobre todo, la
actitud del propio Cervantes, que los hace equiparables en el pasaje copiado del capítulo XLIV
de la segunda parte. A los efectos de demostrar estos asertos, y otros más, me atendré al orden
del relato en el Quijote.
La escena en que se hallan los personajes del Quijote es la venta de Juan Palomeque el
Zurdo, venta que nos da el envés «esperpéntico» del palacio de Venus, de larga tradición en la
literatura pastoril, donde se reúnen diversas y desencontradas parejas de enamorados (vid.
supra, «Conocimiento y vida en Cervantes»). Allí concurren, en el capítulo XXXII, don
Quijote, Sancho, Dorotea, Cardenio, el cura, el barbero, Juan Palomeque, su mujer e hija y
Maritornes. Don Quijote pronto se retira a dormir sus fatigas, pero quedan los demás, trabados
en viva discusión de sobremesa. Ésta versa, precisamente, sobre la literatura, sobre los libros de
caballerías y los de historia. En cierta medida nos hallamos ante un segundo escrutinio, 106
aunque el aprovechamiento estético de la teoría expresada en esta ocasión sobrepasa en riqueza
y variedad al de la primera.
Ocurre que Juan Palomeque es acérrimo partidario de los libros de caballerías, de los que
posee dos (el Cirongilio de Tracia y el Felixmarte de Hircania), y tibio admirador de los de
historia, cuyo representante único en su reducida «librería» es la Historia del Gran Capitán
Gonzalo de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Como siempre en Cervantes, la
literatura no se da como una abstracción volcada sobre sí misma, sino en íntima comunión con
la vida, término que, dentro del cuadrante ideológico cervantino, es el polo opuesto del otro.
Estos términos opuestos, sin embargo, son tan interdependientes a los efectos de su definición y
validez como lo son los polos físicos entre sí. En consecuencia, aun esta parva representación
de la literatura queda definida en términos no abstractos, por sus diversos ángulos de incidencia
en las vidas allí concurrentes. Para el ventero los libros de caballerías satisfacen los reprimidos
deseos de actividad del hombre sedentario; la ventera -lo confiesa sin ambages- los halla útiles,
pues le quitan de encima al marido por un rato; Maritornes halla en ellos una manera de
desfogar su lascivia, y la hija del ventero, por último, ve en estos libros la proyección de sus
juveniles ensueños románticos (ed. Riquer, p. 324). Según estos diversos sentires, pues, la
creación literaria adquiere su validez en términos que son estrictamente extraliterarios, de
filiación vital. Hasta el desaforado mito caballeresco puede concretizarse merced a una
endopatía cordial, y revestir formas diversas de las que le imprime el voluntarioso esfuerzo de
don Quijote.
El cura replica a todo esto con raciocinios objetivos, en los que se niega la entrada al
concomitante emocional de la literatura: los libros de caballerías son fábulas vanas y
mentirosas, condenables como tales, mientras que historias como las del Gran Capitán y Diego
García de Paredes son dignas de todo encomio por su veracidad. 107 Pero la opinión del cura, a
su vez, tampoco obedece a razones puramente estéticas, ya que la discriminación está basada en
un principio de moral. Apreciación de los libros de caballerías diametralmente opuesta a la
anterior, pero afincada en motivos de índole tan extraliteraria como la otra. Panegírico y
condena no tienen en cuenta la existencia de la caballeresca como creación de arte, al punto que
esta forma literaria queda fijada, en la ocasión, en lo que tiene de congénitamente extrínseco.
La respuesta del cura no hace más que enardecer al ventero. Para él no hay términos
medios ni gradaciones: la literatura es toda por igual veraz, sin distingos de historicidades o
ficciones poéticas. De esta igualación casi quijotesca se desprende, por consiguiente, que es
más ejemplar y admirable héroe don Felixmarte de Hircania, que despatarraba ejércitos de un
millón seiscientos mil soldados por sí solo, que Diego García de Paredes, cuyas hazañas apenas
si pasaban de detener una rueda de molino con el dedo. Es evidente lo absoluto del criterio de
Juan Palomeque: todo es verdad -¿o todo es mentira?, pregunta no del todo impertinente, según
se verá-. Menos evidente es lo absoluto del criterio del cura, lo que no lo hace menos tajante: la
ficción es falsa, la historia es verdadera.108
Las cosas han llegado a este punto cuando aparecen los papeles que narran la novela del
Curioso impertinente. Conviene ahora recapitular desde la perspectiva que nos permite la
aparición de la novelita. En el curso del capítulo XXXII la literatura ha sido enjuiciada desde
diversos puntos de vista, lo que no excluye la comunidad radical de ellos: todos consideran,
elogian o denigran la literatura desde fuera de sí misma. Se juzga la obra de arte por sus
cualidades extrínsecas, lo que lleva a un inevitable desacuerdo: el cura querrá quemar los libros
de caballerías, el ventero preferirá que se quemen los de historia. Este extremo discorde de
crítica extraliteraria hace realzar la extraña actitud de los circunstantes ante El curioso
impertinente. En palabras del cura, la novelita será leída «por curiosidad siquiera» (p. 329). Por
primera vez en este capítulo nos hallamos ante un motivo desinteresado que, dadas las
circunstancias, bien se puede entender como de orden estético. Desde su aparición El curioso se
coloca por encima, o al margen, de todo utilitarismo: será leído por sí, vale decir que, a pesar de
las opiniones ya reseñadas, el valor literario se convierte de golpe en algo inmanente. Este valor
no halla su justiprecio en algo foráneo a él, sino en sí mismo. Ya no más horacianismo (utile et
dulce, delectare ut prodesse, etc.): lo dulce se convierte aquí en categoría independiente, de una
efectividad ajena por completo a lo que no sea su intención artística.
Otro criterio a contrastar con la lectura del Curioso es el de la valorativa absoluta del
ventero y del cura. Si aceptamos el sentir del ventero (toda la literatura es verdad), se establece
ipso facto la siguiente ecuación: Felixmarte de Hircania = Diego García de Paredes =Curioso
impertinente, lo que da en forma imprevista una apremiante densidad espacio-temporal a los
concurrentes a la lectura de la novelita. Si ésta es verdad, más verdad, de ser posible, serán los
que la leen: el cura, usted o yo.109 Por otra parte, si atendemos ahora al criterio absoluto del cura
(la ficción es falsa, la historia es verdadera), nos hallamos ante otro hecho inesperado y de
capital importancia para explicar la función del Curioso. Al final de su lectura el propio
dogmatizador, el cura, sucumbe a la fuerza de la ficción y comenta: «No me puedo persuadir
que esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que haya
marido tan necio, que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo» (capítulo XXXV, p.
374). Este comentario no atiende, desde luego, al hecho que todo esto ha sido invención pura, y
lo enjuicia, en cambio, como si fueran acontecimientos históricos. Su imaginativa ha
desconcertado al cura, y por un momento la ficción se le transparenta en historia. ¡A qué
distancia estamos de su dogmática afirmación inicial: «No ha de haber alguno tan ignorante que
tenga por historia verdadera ninguna destos libros» [los de ficción]! (capítulo XXXII, p. 327).110
Todos estos planteos de una expresión teórica (la verdad literaria) no son, en rigor,
igualmente teóricos, ya que están montados sobre sendas voluntades en tensión. Ya he dicho
(vid. supra, «Conocimiento y vida en Cervantes») que Cervantes no fue nunca amigo de las
teorías como tales. La literatura es para cada uno de los interlocutores del capítulo XXXII, y en
la medida de sus respectivos caletres, experiencia vital. La lectura del Curioso impertinente
introduce el término antónimo: unas vidas que se dan sólo como experiencia literaria. En este
juego de opósitos estriba, precisamente, como ya dijo Marías, parte de la «humanidad» que se
infunde en los oyentes de la novella. Lo que sigue es algo exquisitamente literario, fingido y
artificial, pero, como realidad sui generis que es, tendrá también sus propias leyes que
gobernarán su mecánica. Las reacciones entre los principios rectores de estos dos niveles de
literatura (novella y novela) son los que dan opacidad a los cuerpos transparentes de los
personajes que habitan tanto la venta de Juan Palomeque como el ámbito ideal de la novelita.
Pero esta opacidad es de diversa coloración, y si en el caso de los huéspedes del zurdo
Palomeque contribuye a que éstos se nos acerquen, en el caso de Anselmo, Lotario y Camila les
hace confundirse con el inalcanzable horizonte de una ficción dentro de otra. El compás de la
imaginativa se tiene que abrir al máximo para abarcar ambos extremos (Palomeque y Anselmo,
verbigracia), mas conviene advertir desde ya que es el terreno comprendido entre ambos puntos
el que termina de perfilar la especial intención artística implícita en la mera coexistencia de
dichos extremos.
Como se puede apreciar, Cervantes prepara con cuidado la presentación del hermético y
concienzudamente ficticio orbe del Curioso impertinente. Se tratan de cortar todas las amarras
que lo puedan asir a la realidad del momento, y esto se consigue con un toque magistral. Al
introducir a los dos protagonistas, Anselmo y Lotario, se nos avisa que eran «tan amigos que,
por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían, los dos amigos eran llamados»
(cap. XXXIII, p. 329). Estas últimas palabras nos colocan en lo más inalcanzable y utópico de
la literatura: un cuento tradicional. Porque la historia de Anselmo y Lotario se nos aparece en
un principio, según se puede ver en el quinto estudio de este volumen, como recreación de una
antiquísima tradición literaria: el cuento de los dos amigos. Vagaroso bien mostrenco, que se
pasa de generación a generación, la tradición literaria, aun en forma de alusión, como ocurre
aquí, nos coloca en el país del mito, ya que su propia existencia se debe al abandono previo de
toda suerte de coordenadas circunstanciales. De esta manera Anselmo y Lotario representarán
su drama en el escenario más alejado de la venta de Juan Palomeque. La ficción del Curioso se
aparta, pues, todo lo posible de la no menos ficción de Palomeque y sus huéspedes, y su orbe se
representa autónomo.
Lo que ocurre en este mundo está en la memoria de todos los que han leído el Quijote, pero
conviene repasar algunos incidentes que contribuyen a demostrar su mecánica. Lo primero que
hay que observar es que la empresa que obsesiona a Anselmo está totalmente «fuera del uso
común» (p. 332), o, para ser más precisos, es exactamente lo opuesto de lo que sanciona el uso
común. Desde la primera conversación entre los dos amigos nos hallamos en un mundo patas
arriba, como ha observado Wardropper; un mundo en el que se busca, no la honra, sino la
deshonra; en el que, como dice Anselmo, «voy huyendo del bien y corriendo tras el mal» (p.
341). Claro está que la lógica que rige estas acciones tiene por fuerza que ser la ilógica,
oposición de ideología que en el plano artístico se capta en la abundancia de expresiones
antitéticas.111
Todo ello implica un movimiento pendular (típico, por lo demás, del novelar cervantino),
que en El curioso impertinente adquiere un ritmo frenético a impulsos de la inversión de
valores morales predicada en la actitud que adopta Anselmo. A partir de este compás inicial el
cuento rápidamente se estructura sobre un fantástico juego de rebote entre verdad y mentira. En
él presto se esfuma para sus personajes (y aun para el lector) todo concepto divisorio entre la
una y la otra basado en un principio de objetividad. Y era sobre este principio de objetividad,
precisamente, que descansaba casi toda la literatura hasta ese momento lograda. Así, por
ejemplo, después de la caída de Camila, Lotario recita un soneto amoroso, y ante las razones en
él expresadas, ella pregunta: «Luego, ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad?
-En cuanto poetas no la dicen -respondió Lotario-; mas en cuanto enamorados, siempre quedan
tan cortos como verdaderos» (cap. XXXIV, p. 352). O sea, que algo puede ser simultáneamente
verdad y mentira: el soneto, en cuanto es literatura es falso, pero en la medida que es vida es
cierto. A todo lo cual concluye Anselmo: «No hay duda deso».112 Y aquí conviene que el lector
cavile sobre el lugar que ocupa este episodio en la narración. El soneto de marras, real en
cuanto todos nosotros lo hemos leído, es fruto de la minerva de Lotario, quien existe sólo como
personaje de un cuento, que a su vez se da como lectura de otro personaje, el cura, quien, por
último, tiene únicamente la validez que le inculque nuestra experiencia de lectores. ¿Hasta qué
punto la igualdad implícita en este último eslabón (lectura = experiencia vital) es transmisible a
lo largo de esta cadena de entidades similares? Y todo esto para que se nos diga en el remate de
ellas, el diálogo entre los protagonistas del cuento, que la expresión literaria es falsa en cuanto
literatura. ¿«No hay duda deso»?
La lección que se puede extraer de este vertiginoso barajar de verdad y mentira es que nos
hallamos ante una ocasión en que las acciones y los valores son ciertos en cuanto literatura (el
entremés representado), pero falsos en cuanto vida (el adulterio allí encubierto). Y la zona de
deslindes entre esa verdad y esa mentira radica en un punto de vista, el de Anselmo, o Lotario, o
Camila. En el plano abstracto en que ha querido colocarse Anselmo hay una perfecta divisoria
entre verdad y mentira (supuesto ínsito en toda actitud empírica), pero en el plano oblicuo e
ineludiblemente concreto a que lo fuerza el propio curso de su vivir, verdad y mentira se dan
amazacotadas en forma casi inextricable.114 Y al llegar a este punto conviene repetir la
sempiterna pregunta que nos plantea el tema de este ensayo: ¿hasta qué punto es falsa la
literatura y cierta la vida? En diversos planos, el ventero, su mujer, su hija, Maritornes, el cura,
Anselmo, Lotario y Camila han dado cada cual su respuesta, que está validada en cada ocasión
por la experiencia personal involucrada en ella. Y sobre todos estos seres se yergue, gigante,
don Quijote, quien vive la literatura.
Dicho queda que a todo esto don Quijote dormía. En sueños todavía, se levanta ahora para
acuchillar unos cueros de vino que él identifica en su alucinación con el gigante Pandafilando
de la Fosca Vista, el enemigo de la princesa Micomicona (Dorotea). Al igual que Anselmo, don
Quijote desempeña un papel que le ha sido preasignado por un mendaz director de escena
(Camila en un caso, Dorotea en el otro). Se trata, asimismo, de un engaño: Anselmo vive el
engaño de la ficción representada ante sus ojos, lo que ocurre dentro del marco artificial de la
novella. Don Quijote vive la ficción de su sueño, que funciona dentro del marco fingido del
engaño de Dorotea (y también él está «sabrosamente engañado»). Y todo esto dentro de la
inmensa bóveda ficticia que es el Quijote. Nuestro racionalismo nos ha acostumbrado a
considerar la distancia que media entre vida y literatura, entre realidad y ficción. Nuestra tarea
de siempre, como lectores y como críticos, ha sido sopesar cuánto se puede separar la ficción de
la realidad (como en los casos de la novela caballeresca, sentimental o pastoril), o bien indicar
como aquélla se puede modelar sobre ésta (la novela picaresca, y en general todo lo que
conocemos bajo la imprecisa rúbrica de realismo). Aquí, en este pasaje del Quijote, se trata, por
primera vez, de explorar la distancia que puede separar la ficción de la ficción, y al mismo
tiempo, de cómo una puede ser modelo de la otra. El buscado paralelismo de las acciones de
Anselmo y don Quijote, y la forma en que éstas inciden sobre aquéllas, marcan las diferencias y
enlazan, todo a la vez, ambos mundos de ficción, mundos que adquieren plena validez e
identidad sólo dentro del universo ficticio que es el Quijote. Y toda esta mecánica celeste se
hace presente con el mutuo cruce de órbitas que representan el Curioso frente a las aventuras de
don Quijote, y el sueño de éste frente a la lectura del Curioso.115
«Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela porque vio que faltaba poco» (cap.
XXXV, p. 370). Bien poco falta. Ha llegado el momento de la liquidación de este mundo
ficticio, que comienza por desintegrarse en su aspecto físico: «Para acabar de concluir con todo,
volviéndose a su casa [Anselmo] no halló en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía,
sino la casa desierta y sola» (p. 372). En cuanto a las vidas que pueblan este mundo, ya han
quedado desintegradas en su aspecto moral en el engaño consumado; les falta sólo la
obliteración física, que no se hace esperar. Pronto mueren los tres protagonistas: Anselmo, en
bancarrota moral y espiritual (muere fuera de la religión); Lotario, en batalla con los soldados
del Gran Capitán;116 Camila, en un convento. Con un ademán de su creador este mundo ha
vuelto a la nada de donde surgió. Pero esta breve trayectoria ha iluminado para siempre y con
nitidez toda una serie de problemas artísticos e ideológicos más o menos latentes. Y como
último ejemplo, considérese el caso de la muerte de Anselmo, al margen de la religión. Con
voluntarioso ademán él se ha creado un mundo que, si se derrumba, no es por flaqueza suya,
sino por una suerte de gravitación vital. Don Quijote, otro voluntarioso creador de mundos,
destruye el suyo con un último acto de voluntad. Es éste el que abdica a la abstracción, el que
muere con ejemplaridad humana.
Pero hay que volver al curso de la narración. Hemos llegado al capítulo XXXVI, cuya
materia se introduce con el siguiente epígrafe: «Que trata de la brava y descomunal batalla que
don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta le
sucedieron». Este enunciado ha causado general extrañeza, puesto que el acuchillamiento de los
cueros de vino tuvo lugar en el capítulo anterior.117 La única explicación que se había dado de
esta anomalía era considerarla evidente descuido por parte del autor al dividir, a posteriori, su
obra en capítulos. Ahora bien, un excelente estudio moderno ha echado por tierra estas
consejas: la extraña conformación de los capítulos del Quijote -aquel famoso comienzo: «La del
alba sería»- obedece a una consecuente intención artística, que en términos generales se define
como la captación de la vida como fluir.118 Después de dicho estudio no se debe hablar más de
descuido, a menos de haber agotado las explicaciones de orden estético-ideológico. Como en el
caso del epígrafe en cuestión no ha ocurrido nada por el estilo, aventuraré una hipótesis
exegética, que al menos atiende a la evidente unidad que es la obra de arte.
El texto del mismo capítulo relata la llegada de nuevos personajes (Luscinda y don
Fernando) y la crisis que se provoca al enfrentarlos con Cardenio y Dorotea. Pero hay una
solución efectiva a todos estos problemas y es el uso del autoconocimiento, como ya dije en el
primero de estos ensayos. En el plano ideológico ahora se contraponen dos niveles distintos: en
El curioso impertinente Anselmo ha aplicado un falso principio cognoscitivo (la experiencia) al
problema que es la vida, lo que provoca su destrucción. En el texto que sigue, otros personajes,
confrontados con el mismo problema, adoptan una actitud opuesta: no se salen de sí mismos
para buscar la verdad, sino que se sumen voluntariosamente en el hontanar de sus conciencias.
Y triunfan. El plano abstracto de Anselmo se corresponde, con signo opuesto, con el plano
concreto de estos otros personajes, y ambos planos están ligados por una delicada taracea
artístico-ideológica.
(P. 388).
Todo esto nos lleva a un relativismo absoluto, aunque sólo aparentemente. En este agitado
mar de dudas acerca de lo que pueda ser verdad y mentira se distingue en el horizonte la tierra
firme del autoconocimiento. Es partiendo de la autognosis que se establecen las verdades de
validez vital en el mundo cervantino. Ésta es la lección que ha aprendido Dorotea en el capítulo
anterior, y en lo que concierne a su propia vida no se llama a engaño. Éste afectará a aquellos
que traten de llegar a la verdad por caminos que parten desde fuera de sí mismos, como
Anselmo (la experiencia) o don Quijote (la autoridad).
En este punto llegan a la venta el capitán cautivo, Ruy Pérez de Viedma, y Zoraida. La
presencia del capitán hace que don Quijote prorrumpa en su otro gran discurso de la primera
parte: el de las armas y las letras. Con la dinámica peculiar del arte cervantino, este discurso
provoca un movimiento en dos direcciones opuestas. Hacia atrás, nos retrotrae al no menos
elocuente discurso de Lotario a Anselmo, donde se preludia el tema de ahora en las siguientes
palabras: «Las cosas dificultosas se intentan por Dios, o por el mundo, o por entramos a dos...
Las que se intentan por Dios y por el mundo juntamente son aquellas de los valerosos soldados»
(cap. XXXIII, p. 336), y síguese una breve descripción de la vida del soldado. Sobre estas notas
aisladas de Lotario se estructura la gran sinfonía de don Quijote. Hacia adelante, como ya notó
Casalduero, la contraposición entre armas y letras del discurso introduce la historia del cautivo
y la de su hermano el oidor, y este último es responsable del feliz desenlace de las aventuras del
capitán. Y al llegar a este punto observe el lector la riqueza y variedad de los remaches con que
Cervantes eslabona su cadena narrativa.
El cautivo prologa su historia con un breve comentario de orden crítico, que conviene
recordar: «Estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero a quien podría ser
que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado artificio suelen componerse» (cap.
XXXVIII, p. 399). Hay aquí una no muy velada alusión al Curioso impertinente que invita a la
comparación. El nexo de unión entre la novella y el Quijote sería, en estos términos, un
artificio, pero creo haber demostrado que este artificio está cargado de sentido vital, que se
evidencia con toda nitidez en la interrupción de los cueros de vino. La historia del capitán, por
su parte, parece arraigarse en el texto más sólidamente, ya que se une a él por vidas: es la vida
del capitán la materia de la historia, y es el mismo capitán, ahora huésped en la venta, quien la
cuenta. Si bien esto es esencialmente otro artificio, apunta a diverso blanco que el Curioso: éste
es estilizado gesto literario, creado, vivido y válido como literatura (aquí la razón de la censura
final del cura, que se ha dejado llevar por su vivencia, y lo enjuicia como acaecimiento
verídico). La historia del cautivo es estilizado gesto «histórico», creada -aunque se la supone
inconcusa realidad dada-, vivida y válida como historia. Y al llegar a este punto nos espera otra
sorpresa. En deliberado paralelismo con el Curioso, el relato del cautivo también se ve
enjuiciado a su final por los oyentes. El crítico esta vez es don Fernando, quien dictamina:
«Todo es peregrino, y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye»
(cap. XLII, página 437). Nuevamente, entre realidad (literaria o histórica) y conciencia se
interpone la vivencia personal, y este relato, tan verídico como lo puede hacer Cervantes, se ve
juzgado como si fuera una creación poética. Pues los efectos en el oyente que describe don
Fernando, son, precisamente, los términos en que la crítica aristotélica describe los efectos
deseados de la creación poética. La ficción del Curioso se transparenta en historia, y la historia
del capitán en ficción.
Y con esto comienza el capitán el relato de sus aventuras (cap. XXXIX). Al pisar el umbral
de ellas se produce un instante de desconcierto: «En un lugar de las montañas de León...» son
las palabras que inician el relato. Su evidente correspondencia verbal y de situación con las que
abren el Quijote parece querer apuntar nuestra imaginativa hacia lo apodícticamente ficticio -la
novela que tenemos entre manos-, intención contraria en absoluto a la naturaleza de todo este
episodio. Mas esto es congruente con la realidad esencial del arte cervantino, que es la ironía, lo
que equivale a decir la presentación de opuestos. El Quijote es la ars magna oppositorum, por
antonomasia, lo que se evidencia hasta la saciedad a lo largo de toda la obra, desde la obvia
oposición argumental entre amo y escudero, hasta la más sutil y estilística implicada en el
preámbulo del capitán y la materia de su relato.
En este último sentido, y a riesgo de apartarme brevemente del tema de estas páginas,
conviene hacer ciertas aclaraciones que contribuyen a deslindar la totalidad de sentido del arte
cervantino. La vida del Renacimiento, que justiprecia la riquísima variedad de las
circunstancias cósmicas, trata de justificar su puesto en el universo en términos de una
armonización de las variedades contradictorias. Para ejemplificar baste mencionar la filosofía
sincretista de un Pico della Mirandola, la vida proteica de un Leonardo da Vinci, el espíritu
conciliador de Erasmo y secuaces, o bien el muy concreto concepto del cortesano. Por un lado,
hallamos una actitud de admiración y regocijo ante la realidad múltiple (el arte de un Rabelais);
por el otro, un innegable afán de codificación taxativa (la estética neoaristotélica). Ambas
actitudes se rigen, sin embargo, por el mismo entrañable deseo de armonización, que
formalmente permitiría la variedad en la unidad. A los efectos de esta concordancia universal
los hombres del Renacimiento se debaten entre dos principios rectores de antagonismo
hipostático: la naturaleza y la razón. Naturismo y racionalismo traspasan todo el pensamiento y
arte renacentistas, pero, en realidad, no hacen más que agravar la eterna y vibrante discordancia.
El siglo XVII recibe esto último como inevitable herencia, y lo erige en norma vital. Nada
de intrínsecamente nuevo hay en ello, ya que esta periodicidad está ínsita en el propio latir de la
civilización occidental: antigüedad clásica-cristianismo, Edad Media-Renacimiento, siglo XVI-
siglo XVII, etc. Por diversos motivos que ahora no vienen al caso la apreciación del vivir
humano se polariza nuevamente, y éste queda esencializado en su antinomia de materia y
espíritu. De ella se desprende toda una serie progresiva de opuestos que repercuten y llenan
todo el ámbito seiscentista. La dualidad es el canon vital: la cuna y la sepultura, la vida es
sueño, y tantos otros aspectos conocidísimos del arte y el pensamiento de la época. La unidad
está más allá del poder o querer humano, lo que no es óbice para que cobije y guíe al hombre en
la forma de la Verdad revelada y absoluta de la religión, que trasciende a la naturaleza y a la
razón.
Para no alargar más este estudio observaré un solo detalle. Al igual que la novella de
Anselmo, el relato de Ruy Pérez de Viedma también se ve interrumpido. Al contar la pérdida de
La Goleta recuerda cómo un tal don Pedro de Aguilar había escrito dos sonetos al efecto. Uno
de los circunstantes no se puede contener y revela que este don Pedro es su hermano, y recita,
de inmediato, los dos sonetos. Se cierra la interrupción y continúa su cuento el capitán. Mas
obsérvese que este paréntesis está destinado a poner en altorrelieve la circunstancialidad
apodíctica del relato. Por decirlo así, pasamos de lo «histórico» a lo «más histórico». En El
curioso, por su parte, la interrupción sirvió para hacernos pasar de un tipo de ficción a otro.
Pero lo histórico termina siendo enjuiciado como ficticio, y la ficción como historia. Y con
estas fluctuaciones y dobles paréntesis narrativos (en la narración del Quijote, por un lado, y en
la de las novelitas, por el otro) se forja una infragmentable unidad, tanto más admirable cuanto
mayor es la diversidad allí encerrada.
Pedro Alfonso, en su Disciplina clericalis, fue el que introdujo nuestro cuento en España.
En alas de la popularidad de esta obra se difundió por toda Europa y motivó numerosísimas
versiones. Hago caso omiso de la mayoría, pues mi propósito ha sido ceñirme estrictamente a
los ejemplos peninsulares, sin más incursiones en las demás literaturas que las necesarias para
aclarar relaciones y dependencias en el campo hispánico.122
Nuestra historia hace su primera aparición precedida por el cuento del medio amigo, 123 y
más tarde se le agrega también el de los tres amigos, tomado del Barlaán y Josafat.124 Estos dos
cuentos tuvieron cierta fortuna literaria, pero no influyeron en nada en la evolución de nuestro
tema.125 Con los primeros ejemplos renacentistas éste cobra individualidad propia y se
desarrolla por sí solo; debido a tales razones lo estudio en forma aislada y especial.
Unas palabras sobre el método expositivo. Divido mi trabajo en tres secciones: la primera
estudia los textos en que se halla el cuento de los dos amigos; trato de seguir, en la medida de lo
posible, el orden cronológico. Doy resumen de la versión en el caso de que ésta ofrezca
variantes de importancia, y después agrego las notas y observaciones que creo necesarias. En la
segunda sección agrupo las alusiones o reelaboraciones episódicas. Por último, en la tercera
parte trato de recoger todos los cabos sueltos y estudiar el progreso de la tradición, señalando
las diversas etapas de su desarrollo.
I. Textos
1. Pedro Alfonso, Disciplina clericalis (comienzos del siglo XII).126 El segundo cuento de
esta recopilación es el de los dos amigos. Dos mercaderes, uno de Baldach (Bagdad) y el otro
de Egipto, se conocen sólo de oídas. El de Baldach va a Egipto, donde es recibido y tratado
fastuosamente por el otro mercader, quien lo aloja en su casa. A los pocos días cae enfermo y se
descubre que esto se debe al amor de una joven con quien el egipcio estaba por casarse y que
vivía en su misma casa. Llevado por la amistad, el egipcio cede la mujer a su amigo, se
celebran las bodas y el de Bagdad vuelve con su esposa a su tierra. Poco después el egipcio
pierde toda su fortuna y, reducido a la pobreza, se dirige a Baldach en busca de su amigo. Llega
de noche y decide pasarla en un templo. En las cercanías ocurre un asesinato, y al ruido acude
gente, que lo interroga sobre el crimen. Para escapar a su pobreza el egipcio se confiesa como el
autor, es llevado ante los jueces y condenado a muerte. Cuando ya se va a hacer justicia, lo
reconoce el mercader de Baldach y, sin vacilar, se declara culpable del crimen. El verdadero
asesino se enternece ante estos extremos y admite la culpa. Los jueces, maravillados, los llevan
ante el rey, quien perdona a los tres, una vez averiguada la verdad. El de Baldach reparte su
fortuna con su amigo, y éste se vuelve a Egipto.
La Disciplina clericalis es, ante todo, un manual de ética, y el propio autor la consideraba
como tal.129 Pero el moralista, en el caso de Pedro Alfonso, va de la mano con el hombre de
letras consciente de su oficio, y los dos buscan, con propósito deliberado, cautivar al gran
público.130 Ambas personalidades se complementan y contrarrestan, pero, como sucede en los
demás ejemplarios medievales, no se integran en el cuerpo de la obra, sino que proceden por
separado: primero expone el moralista, después narra el literato. El principio jerarquizador, tan
caro a la mentalidad medieval, supedita el relato a la exposición moral; la fábula queda relegada
a segundo plano y su desarrollo artístico sufre en consecuencia. De intento se despoja el relato
de toda superfluidad, y la narración así aligerada se nos ofrece descarnada, reducida a sus líneas
esenciales. Los personajes tienen sólo valor simbólico, y en este plano actúan. Por consiguiente,
sus acciones interesan nada más que en la medida en que ayudan a la revelación y acentuación
de ese valor. Quedan así casi anulados los excursos narrativos amplificatorios; si se detiene o
desvía la acción es sólo para dar las explicaciones mínimas necesarias que adelanten el progreso
de la fábula. Las posibilidades novelísticas se sacrifican al propósito didáctico. Desde el punto
de vista literario, éste se podría llamar el estado embrionario, y en él permanece el apólogo
durante toda la Edad Media española.
2. El libro del caballero Cifar (hacia 1300).131 Dos jóvenes se crían juntos y con gran
amistad en una ciudad, en «tierras del Corán». Uno de ellos (A) abandona la ciudad para buscar
fortuna, y la hace en otra tierra. B permanece en su casa, pero a la muerte de sus padres pierde
todos sus bienes, y sale a buscar a A. Lo encuentra y es tratado a cuerpo de rey. Se enamora de
la prometida de A y sus deseos reprimidos lo ponen a punto de muerte. Se confiesa con un
capellán, quien le cuenta a A lo ocurrido. Éste se presenta de inmediato ante su amigo y le
convence de que debe tomar a la joven por mujer; cosa nada difícil, pues ella, a su vez, está
enamorada de B. Celebrada la boda, los novios parten, y A soporta la furia de los parientes de la
joven, que se consideran deshonrados. Las luchas con ellos terminan por arruinarle, y abandona
su casa, buscando la protección de B. En el camino le sucede un tropiezo, pero llega, sin
embargo, a la ciudad de su amigo. Como es de noche, las puertas están cerradas, y A se recoge
en una ermita. Esa noche riñen en la ciudad dos hombres, y uno mata al otro. La justicia halla al
muerto, e inmediatamente va a comprobar si las puertas de la ciudad están cerradas. La que da a
la ermita está abierta, y por ella salen los guardias y apresan a A. Sin vacilar él confiesa el
crimen, y es condenado a muerte. Llega B y, al reconocer a su amigo, se acusa del asesinato. El
verdadero culpable siente remordimiento y declara lo sucedido. Se presenta el caso al
emperador, quien perdona a todos. A, B y el asesino se hacen amigos y viven felices y ricos.
Como se puede apreciar, las divergencias con Pedro Alfonso son numerosas. 132 El conjunto
de ellas, y en especial algunas, me inclinan a suponer que el anónimo autor conoció una versión
distinta. Existe, desde luego, la posibilidad de la transmisión oral, pero escrita u oral, me parece
que la fuente del Cifar no se remonta directamente a Pedro Alfonso, sino más bien a una
versión parecida a la de los Gesta Romanorum.133 Los amigos no son ya mercaderes, en lo que
coinciden el Cifar y los Gesta, si bien éstos los hacen caballeros. El caso de los tres reos, en
ambas obras, no es juzgado por un rey, como en la Disciplina, sino por un emperador. Por
último, tanto los Gesta como el Cifar omiten la partición final de la fortuna con el amigo
empobrecido.
El carácter del autor anónimo de la novela está trazado con fuertes rasgos a lo largo de toda
su obra. Como dice María Rosa Lida de Malkiel: «Evidentemente era quien lo escribió un
clérigo muy devoto, muy predicador y, a la vez, muy amigo de golpes y batallas y muy lector de
toda suerte de narraciones, pero con clara preferencia por sus normas eclesiásticas ». 134 El autor,
imbuido de un irrefrenable didacticismo, no se abandona del todo a su ficción caballeresca, y el
conflicto creado por esta tensión hace que la obra se debata entre ambos extremos sin llegar a
integrarlos. A esta vena didáctica se une un desmedido afán amplificatorio (típico, hasta cierto
punto, de la prédica religiosa) que a veces diluye demasiado la materia artística. Ambas
características quedan bien ejemplificadas en nuestro cuento.
Algunas de las amplificaciones del Cifar obedecen al simple deseo de dar mayor extensión
al marco narrativo. Así, la primera prueba de la amistad en esta obra (salida de A,
empobrecimiento de B, viaje de éste y dádivas de A) no es más que repetición, con los
personajes trocados y menor detalle, de la segunda prueba. El autor agrega, además, un previo
matrimonio de A, del que éste ha quedado viudo. En otras ocasiones la materia artística se
amplía para dar cabida a la observación del detalle simple y concreto, con esa tendencia
típicamente española a enlazar el mundo artísticamente creado con el cotidiano. La descripción
del asesinato que provoca la final prueba de amistad ilustra bien este punto:
E en essa noche, alboroçando dos omes de esa cibdat, ouieron
sus palabras e denostáronse e metiéronse otros en medio e
despartiéronlos. E el vno dellos pensó esa noche de yr matar el
otro en la mañana, ca sabía que cada mañana yua a matines, e
fuelo a esperar tras la su puerta, e en saliendo el otro de su casa
metió mano a la su espada e diole un golpe en la cabeça e matolo,
e fuese para su posada, ca non lo vio ninguno quando le mató.135
El autor del Cifar vislumbró las posibilidades novelísticas del cuento y trató de darle
mayor amplitud, pero su entusiasmo didáctico le impidió desarrollarlas plenamente. La
narración no sólo no se libera de su marco ejemplarizador, sino que éste adquiere mayor relieve.
Así y todo, se hacen tanteos en el aprovechamiento artístico de la fábula, pero este intento no
tiene imitadores hasta mucho más tarde.
4. La vida del Ysopet con sus fábulas hystoriadas (Zaragoza, 1489).142 Esta narración
también sigue muy de cerca el relato de Pedro Alfonso. En una sola ocasión se aparta un tanto
de su modelo: el mercader egipcio se refugia en el templo, «donde reboluiendo e pensando
muchas cosas entre sí, se enojó de estar allí e salió dende por causa de quitar sus pensamientos
andando fuera; e saliendo del templo él encontró con dos ombres en la calle, el vno de los
quales mató al otro e fuyó ascondiéndose por esa cibdad» (fol. CXII v.º). A esto se reduce la
originalidad del anónimo traductor.
La vida del Ysopet agrega hacia el final algunas fábulas que no son esópicas (como las de
Aviano) y algunos cuentos -que no fábulas, como se puede apreciar- tomados de Pedro Alfonso,
Poggio y otros. Pero esta curiosa recopilación no es obra del traductor anónimo, pues se basa
casi íntegramente en el texto latino que estableció el alemán Heinrich Steinhöwel y que se
publicó en Ulm hacia 1474.143 Las únicas divergencias con Steinhöwel ocurren justamente en la
última parte, «Fábulas colletas», que es donde figura nuestro cuento. El número es de veintidós
en la edición de Zaragoza, 1489, pero se aumentó a veintiséis en la de Burgos, 1496 (Libro del
Ysopo, famoso fabulador historiado en romance). Comenzando con la fábula 15 de esta parte,
el orden respecto a Steinhöwel está levemente cambiado, y tres de ellas (17, 21 y 22) van
añadidas por el traductor español.144 Poco puso este de su cosecha, y el cuento de los dos
amigos, como ya he indicado, no es ninguna excepción. El relato figura en Steinhöwel, pero sin
las frases copiadas más arriba.145
Nada nuevo agrega el Ysopet a la tradición pero el hecho de incluirse aquí nuestro cuento
es de capital importancia. En primer lugar, las fábulas de Esopo eran bienes mostrencos de
amplísima circulación entre letrados y analfabetos; así, el cuento de los dos amigos ganó en
popularidad; las continuas reimpresiones del Esopo de 1489 mantuvieron viva la parábola. Ésta
se reimprimió con el resto de las fábulas por lo menos hasta principios del siglo XIX, cuando
criterios filológicos más ceñidos redujeron su número a las estrictamente esópicas.146
5. Martín de Reina, Dechado de la vida humana moralmente sacado del juego del axedrez
(Valladolid, 1549).147 La narración es aún más apretada que en la Disciplina clericalis. Sólo al
final discrepa: la causa es fallada por un juez, y el mercader egipcio recibe no sólo la mitad de
los bienes de su amigo, sino también a la hermana de éste como esposa.148
La obra de Reina introduce en España un final modificado de nuestro cuento que resulta
más satisfactorio porque completa el paralelismo de las acciones de los dos amigos. Pero su
extrema concisión nos demuestra que el filón novelístico latente en él permanece ignorado por
el autor.156
La historia del Decamerón es la siguiente: El padre de Tito Quinzio, Fulvo, noble romano,
lo envía a Atenas a estudiar y lo pone a cargo de su viejo amigo Cremete. Allí se hace íntimo
amigo de Gisippo, hijo de Cremete. A la muerte de su padre, Gisippo, escuchando el consejo de
amigos y parientes, decide casarse con Sofronia, pero antes de hacerlo se la presenta a Tito.
Éste se enamora perdidamente y de resultas cae enfermo. Asediado por su amigo confiesa al
cabo la verdad, y Gisippo lo consuela diciéndole que le cederá su novia: siempre podrá
encontrar otra mujer, pero nunca otro amigo como Tito. Convienen en que la ceremonia
proceda conforme a lo establecido, pero que en la noche Tito sustituya a su amigo en el lecho
nupcial. Así se hace y el engaño continúa por cierto tiempo hasta que Tito recibe una carta en
que se le pide que regrese a Roma porque su padre ha muerto. Esta circunstancia fuerza el
descubrimiento de la verdad, pero Tito convence a los parientes de Sofronia de que ésta ha
salido mejorada del engaño. El romano parte con su mujer; al poco tiempo Gisippo es
desterrado de Atenas por motivos políticos y abandona su patria en la más dura pobreza. Se
encamina hacia Roma y a su llegada se detiene ante la casa de su amigo. Tito no lo reconoce y
Gisippo, desesperado, se refugia en una cueva donde se queda dormido. Dos ladrones entran a
dividir su botín, y después de un altercado uno de ellos mata al otro. Gisippo es apresado y se
acusa del crimen. Por casualidad Tito aparece en la corte, reconoce a su amigo e
inmediatamente decide confesarse asesino. El pretor Varrón queda estupefacto, y más aún
cuando el verdadero matador reconoce su fechoría. El caso llega a oídos del emperador
Octaviano, quien da la libertad a los tres. Tito divide su fortuna con Gisippo y le da su hermana
como esposa.
El problema que apasiona a los especialistas es el de las fuentes de esta historia. Tres son
las soluciones propuestas: 1) Boccaccio utilizó la Disciplina clericalis; 2) su fuente es el poema
francés del siglo XIII, Athis et Prophilias, atribuido a Alexandre de Bernay, ramificación del
cuento de los dos amigos; 3) Boccaccio se inspiró en una novela bizantina perdida que también
fue usada por el autor de Athis et Prophilias. Pero esta cuestión cae fuera de los límites que me
he trazado.
De acuerdo con estas características, el cuento de los dos amigos también cambia de
sentido. La lección ejemplarizadora es lo que menos interesa al autor; se acentúa en cambio la
peripecia y, en general, la materia novelística pasa a primer plano. Al mismo tiempo esta
materia no es demostración de un postulado doctrinal; se basta a sí misma, sin sostenerse en
moralidades anejas; la moral didáctica se reemplaza por un exaltado himno a la amistad. Todos
estos puntos eran, justamente, los que daban cierta unidad a los testimonios medievales
aducidos hasta aquí. Mientras el fin didáctico fue lo primordial no se veía la necesidad de
reelaborar la materia; pero ahora se persigue el fin artístico, y para llegar a él cada autor
moldeará el cuento de acuerdo con sus intenciones. En esta forma se inicia en España la
segunda etapa del recorrido literario de la historia de los dos amigos.
Nuestro cuento resulta casi irreconocible en esta versión y, a la verdad, muy poco de él
utiliza Pérez. El médico salmantino estaba muy ufano de sus conocimientos humanísticos, y en
ellos, según él, estriban los méritos de su obra.158 Imita dentro de la medida de sus fuerzas la
égloga clásica y la moderna, pero, al mismo tiempo, siendo su obra continuación de la Diana de
Montemayor, la influencia de la novela pastoril española se une a la de la literatura grecolatina.
A todo esto hay que sumar la evidente afición de Pérez a los libros de caballerías. El total de
estas partes merece, con toda justicia, la hoguera a que fue condenado por el cura cervantino, si
bien su carácter experimental le confiere gran interés dentro de la evolución de la novela
española. El salmantino carecía de todo poder de síntesis, y estas dispares influencias no llegan
a armonizarse nunca, sino que chocan entre sí continuamente. La recreación del mundo pastoril
es incompleta y se deslizan así elementos sorprendentes por su incongruencia con el vivir
paradisíaco de los pastores.159 Esta Diana queda como una abortada tentativa de amplificación
de la materia bucólica.
Pero todos estos materiales de procedencia clásica nada tienen que ver con nuestro cuento.
Las aficiones humanistas del autor agobian la historia de los amigos bajo el peso de los temas
grecolatinos. De ella sólo se salvan el hecho de que ambos estén enamorados de la misma
persona y las mutuas pruebas de abnegación al tratar cada uno de ellos de acallar su pasión.
Estos detalles no son suficientes para decidir si Pérez se inspiró en la versión tradicional del
cuento o en la de Boccaccio, o en ambas a la vez, lo que no tendría nada de extraño vistas la
popularidad y difusión de las dos.162
(Pp. 232-233).
(Pp. 156-157).
Estas muestras ponen en claro las relaciones entre Timoneda y Trancoso, no bien
puntualizadas hasta ahora. Pero no toda la historia es imitación tan servil. En la segunda parte el
portugués se aparta algo de su modelo, o mejor dicho, amplifica lo ya expresado por Timoneda
e inventa discursos que éste apenas insinúa. Tal es el caso de la larga acusación del verdadero
criminal, seguida de su propia historia, ésta última creación de Trancoso.168
La historia de Timbrio y Silerio se identifica con nuestro cuento por dos rasgos esenciales:
un amigo se sacrifica para liberar al otro de una muerte segura, y los dos amigos se enamoran
de la misma mujer, con las consiguientes pruebas de amistad; lo demás es contribución
cervantina al tema. Por otra parte, los dos episodios identificables están invertidos en su orden
respecto a las versiones anteriores.
Todos los críticos citados en nota están contestes en ver en esta historia una imitación de
Boccaccio. Desde la perspectiva que nos permiten las páginas precedentes, creo que las cosas
cambian un poco de aspecto, y que Cervantes no acudió necesariamente al Decamerón. De las
versiones estudiadas conocía, casi con seguridad, las del Ysopet, Alonso Pérez y Timoneda;
además, no creo que sea arriesgado suponer que circulasen versiones orales, como las hubo más
tarde. Pero, dejando de lado lo hipotético, hay dos puntos en que la historia de Timbrio y Silerio
repite circunstancias que se hallan en los ejemplos hispánicos y no en Boccaccio. Silerio,
acongojado por la presunta muerte de Nísida y la desaparición de su amigo, busca refugio en
una ermita y es allí donde lo encuentran los pastores. En el Caballero Cifar también es una
ermita el puerto de refugio del amigo desesperado. Además, Timbrio enferma de amores, pero
poco después nos enteramos de que su pasión por Nísida es correspondida. Nuevamente este
detalle aparece en el Cifar. Aunque no es nada seguro, parece probable, dada la curiosidad de
Cervantes por el género caballeresco, que hubiera leído esta novela (recordemos los curiosos
paralelos entre el Ribaldo y Sancho), pero no quisiera caer en el error de quienes necesitan
buscar una fuente libresca para cada página cervantina. Lo evidente e irrecusable es que
Cervantes utilizó estos dos detalles en que se aparta de Boccaccio y se acerca a la tradición
hispánica.
El desarrollo de la historia de Timbrio y Silerio, tan distinto del de casi todos los ejemplos
recogidos, se asemeja en varios pormenores, sin embargo, a la versión de Alonso Pérez. El
parecido más general y evidente es que, en ambos casos, se trata de un cuento interpolado en
una novela pastoril.171 En ambas ocasiones es uno de los amigos quien empieza a contar la
historia, pero su relato es terminado por otros narradores (Timbrio en la Galatea, Crimene y
Stela en la Diana segunda). Por lo tanto, la historia no se cuenta de un tirón, sino que se parcela
debido a que el mundo que rodea al narrador irrumpe continuamente en el de su relato, cortando
el hilo. Por último, en el momento en que se narra la historia ambos amigos están separados y
sólo mucho después se reúnen.172
Estas observaciones sirven de demostración adicional de un hecho evidente: durante su
noviciado literario, Cervantes se confía a los géneros ya consagrados y, formalmente, se
mantiene muy cerca de ellos, como acabamos de ver en el párrafo anterior. La novedad de la
Galatea, que no es poca, no hay que buscarla por este camino, sino más bien en la cantidad de
materia extrapastoril que se infiltra tenazmente en el vivir edénico de sus personajes.
Antes de pasar a otro tipo de comparaciones quiero estudiar de cerca dos episodios de la
historia de Silerio. Cuando éste decide disfrazarse de truhán para acercarse a Nísida se detiene a
ponderar su ardid con las siguientes palabras: «Usé de un artificio el más estraño que hasta hoy
se habrá oído ni leído» (Biblioteca de Autores Españoles, I, p. 28b). La afirmación hiperbólica
seguida por el contraste brusco con la categoría real del hecho es una de las formas favoritas de
la ironía cervantina -recordemos, para no ir más lejos, algún epígrafe del Quijote, como el de la
aventura de los batanes: «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue
acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la
Mancha» (parte I, cap. XX)-. En nuestro caso, Cervantes hereda la fórmula de la literatura
caballeresca, pero en vez de mantener el término introductor y el introducido en el mismo nivel
elevado (como ocurre en la caballeresca), se complace en marcar una profunda diferencia en el
tono de ambos, al punto de que se vacía de sentido lo dicho en la introducción. Entre definidor
y definido hay como un escamoteo de la materia artística. Aquí, como en tantos otros casos, la
fórmula aceptada no es más que un trampolín para pasar a otras esferas artísticas. Pero
volvamos a Silerio: las razones de su hipérbole, una vez expuestas, le roban a ésta todo
fundamento, como sucede continuamente en la obra cervantina. Una afirmación como la de
Silerio es siempre un toque de atención del autor: lo que sigue negará el antecedente. Y así
sucede aquí: la estratagema «inaudita» consistirá en disfrazarse de truhán, artificio que se
encuentra en la literatura, por lo menos desde las Folies Tristan (ambos poemas de la segunda
mitad del siglo XII) y ha circulado incesantemente en el folklore europeo. 173 El otro punto que
quiero señalar es también un viejo motivo literario: Silerio se olvida de atarse la blanca toca al
brazo, señal de la victoria de Timbrio, y esto casi provoca una tragedia. Pero el mismo olvido
(no izar las velas blancas, indicadoras de la llegada de Iseo) acarrea la muerte de Tristán, y
mucho antes ya había tenido funestas consecuencias en la leyenda de Teseo.174
Una de las características de Cervantes es su continua vuelta a los mismos temas para ir
encarándolos desde diversos puntos de vista. Al correr de estas páginas espero haber
demostrado cómo esta característica implica una simultánea reconsideración de lo estético y lo
ideológico. Considerada de esta forma, la Galatea cobra nueva importancia. El interés por lo
pastoril nunca decayó en Cervantes, y en sus últimas palabras escritas todavía promete la
segunda parte de su Galatea.175 En este sentido es interesante la comparación entre la historia de
Timbrio y Silerio y El curioso impertinente. El autor establece en ambos casos el mismo
ambiente temático. En la Galatea el relato se inicia con la siguiente declaración: «Casi
olvidándose a los que nos conocían el nombre de Timbrio y el de Silerio -que es el mío-,
solamente los dos amigos nos llamaban» (ed. cit., I, p. 26a). En el Quijote la situación es
idéntica, pero se presta mayor atención a la exactitud verbal: «En la provincia que llaman
Toscana vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por
excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían los dos amigos eran llamados» (parte I,
capítulo XXXIII).176 El eco verbal refuerza la intención del autor: crear la ilusión de que el
lector se halla ante otra elaboración del cuento de los dos amigos, si bien la intención artística
en el Curioso atiende a un efecto «mitificador», como se explica en el ensayo anterior. Pero así
y todo, aquí entra en juego el torcedor de la verdad; la afirmación se tergiversa y anula
finalmente, en forma semejante a la ya explicada, con otros fines, más arriba. El resultado es la
tremenda ironía de aplicar a Anselmo y Lotario el calificativo de «los dos amigos por
antonomasia». La ilusión inicial se desvanece rápidamente, pues Cervantes quiere ahora
explorar otra posibilidad del tema. 177 Los dos amigos, paradigmas de lealtad y fidelidad, ya han
sido tratados exhaustivamente en la Galatea, pero la historia puede dar más de sí si se alteran
los valores. Aceptado el cambio de enfoque, una de las preguntas que surgen es ésta: ¿qué
pasaría si uno de los amigos no fuera ni fiel ni leal? En el plano de la creación artística, la
respuesta se formula en la novella del Quijote. Así, El curioso impertinente es lógico desarrollo,
y superación, del cuento de Timbrio y Silerio. Más aún: las acciones de Lotario, paralelas en
sentido inverso a las de Silerio, se justifican con su triunfo, y esta victoria inmoral provoca el
derrumbamiento del mito. Considerado en esa forma, El curioso impertinente es etapa última en
el desenvolvimiento de la historia de los dos amigos, y al mismo tiempo su destrucción. Es el
tope de finalidad absoluta, después del cual no cabe plantearse el cuento de los dos amigos
como problema.178
11. Lope de Vega, La boda entre dos maridos (1595-1601).179 Las líneas generales repiten
la historia del Decamerón, pero hay ciertas divergencias y amplificaciones de importancia. El
cambio de maridos, sobre todo, se ajusta a la moral vigente: Lauro, que está por casarse con
Fabia, se retira al campo y deja como representante para la boda a su amigo Febo. Pero el poder
está hecho en tal forma, que resulta ser Febo y no Lauro quien realmente se casa con Fabia.
Esto salvaguarda la moral, y ahora sí puede Febo sustituir a su amigo en el lecho nupcial (acto
II). Cuando se conoce la verdad, los parientes de Fabia se enfurecen; tratan de matar a Lauro y
por último lo arruinan. Éste huye con su criado a París, patria de su amigo. En el camino son
saqueados por unos bandoleros, pero Lauro consigue llegar a París. Ve a Febo hablando con su
tío el preboste y le pide una limosna; Febo no lo reconoce y se la niega. Mientras tanto, otro de
los personajes ha tenido un duelo y ha matado a su contrincante, cuyo cadáver esconde en una
cueva. A ésta llega el apesadumbrado Lauro, y cuando aparece la guardia, que anda
persiguiendo a los bandoleros, se acusa del crimen. Es llevado ante el preboste y esta vez Febo
sí lo reconoce. Se sigue la competencia de generosidad y la comedia termina con el matrimonio
entre Lauro y una hermana de Fabia.
La fuente parece ser Boccaccio, pero hay pasajes que no se hallan en la historia de Tito y
Gisippo, y sí en algunos de los ejemplos españoles. La violenta reacción de la familia engañada
nos recuerda la versión del Caballero Cifar, aunque bien podría explicarse por la convención
literaria del código del honor. Cuando Febo parte a su patria, lo hace no sólo con su esposa, sino
también con Celia, hermana de ésta. En la misma forma Timbrio, en la Galatea, llega a España
acompañado de Nísida y su hermana Blanca.181 El viaje de Lauro, interrumpido por su captura,
recuerda la detención de Timbrio en Cataluña, también por unos bandoleros, episodio que se
halla igualmente en Timoneda. El mismo Lauro durante toda la comedia no tiene ojos más que
para Fabia, pero al final, sin preparación alguna, termina casándose con Celia, de quien nunca
se nos dijo que estuviese enamorado; recuérdese que, en Boccaccio, Gisippo se casa con la
hermana de su amigo. El casamiento final es convención de la comedia, pero sucede que
también Silerio suspira solo por Nísida y se casa inesperadamente con su hermana Blanca. Por
último, cuando Lauro llega a París pide personalmente limosna a Febo, quien no lo reconoce.
En el Decamerón Gisippo se detiene frente a la casa de Tito, hasta que éste pasa sin dar señales
de reconocerlo. Pero el episodio de la limosna se halla ya en Timoneda.182
12. Matías de los Reyes, El curial del Parnaso (Madrid, 1624).183 Esta versión no se inspira
en Timoneda, como ha venido afirmándose,184 sino que imita el cuento de Fernandes Trancoso,
y tan de cerca que llega a la traducción casi literal. Baste la comparación del siguiente trozo,
tomado del discurso del verdadero asesino, y que no se halla más que en estas dos versiones
(Trancoso, ed. cit., p. 170; Reyes, pp. 40-41):
Sigue paso a paso la adaptación de Trancoso, 185 y en algunos lugares la suplementa con
detalles tomados de la comedia de Lope.186 Es, por lo tanto, producto netamente peninsular.187
Lo que llama poderosamente la atención del lector es la obsesión de Reyes por las
referencias temporales.190 Tal insistencia no es casual y tiene su explicación histórica. El
hombre del siglo XVII corre desalado en pos del presente, que continuamente se le escapa de
entre las manos, dejándole nada más que «el polvo, la sombra y la nada» de algo que ya pasó.
La conciencia de esta temporalidad -la discontinuidad del tiempo que se fragmenta en
presentes-pasados- se hace carne en el individuo y produce una angustia más íntima aún que en
otras épocas de sentir semejante. El fijar el tiempo crea la ilusión de una continuidad
poseíble.191
13. Cristóbal Lozano, David perseguido y alivio de lastimados, primera parte (Madrid,
1652).192 Un mancebo cristiano dedicado al comercio enviaba sus barcos a distintos puertos. En
uno de esos viajes un barco suyo llegó a cierta ciudad de Oriente, donde un mercader gentil
agasajó extremosamente a la tripulación, dándole, además, grandes regalos para el mancebo. El
cristiano los recibió con alegría y retribuyó el presente con otros más ricos aún; el gentil
devolvió los dones doblados. Con esto se pica la curiosidad del mancebo, quien parte para
conocer a tan generoso amigo. El gentil lo recibe con grandes honores. Pasado un tiempo el
cristiano quiere volver a su tierra, pero su amigo se niega a dejarlo partir sin que se lleve parte
de sus riquezas. No acepta el mancebo y el mercader gentil insiste, le muestra su harén y lo
insta a que elija una mujer como esposa. Vencido, el cristiano escoge una, que resulta ser la más
amada por el gentil. Parte el mancebo con su mujer y, después de bautizada, se casa con ella.
Mientras tanto el gentil cae en una negra tristeza y, a la larga, pierde toda su fortuna. Sale en
busca de su amigo y llega, por fin, a la ciudad donde éste vive. Se presenta en su casa, pero el
portero no lo admite y le da con la puerta en las narices. Se recoge el gentil al portal de una
iglesia y allí se duerme. Esa misma noche un ladrón mata a su víctima y la echa al mismo
portal. Con la mañana se descubre el crimen y es acusado el mercader de Oriente. Reconoce
éste su supuesta culpa y es llevado a ajusticiar en la plaza. Aquí lo ve el mancebo, quien se
reconoce culpable a gritos. La conciencia del verdadero asesino lo obliga a confesarse como tal;
se averigua la verdad y los tres son perdonados. El gentil se bautiza y el cristiano le da una
prima suya como esposa, junto con la mitad de sus bienes.
Como en la mayoría de los casos, Lozano declara su fuente, y esta es el Bonum universale
(ejemplo 2, cap. 19) del monje belga Tomas Cantipratanus (de Cantimpré). Su versión sigue el
original tan de cerca que no hay variante de importancia.
La enorme popularidad de que gozaron las obras de Lozano dio, en muchos casos, forma
casi definitiva a las leyendas por él recogidas. El cuento de los dos amigos no es excepción.
Lozano, hombre de indudable erudición, se remonta a una primitiva versión de la historia, que
se halla muy cerca de la Disciplina clericalis, omitidas las circunstancias de que uno de los
mercaderes es cristiano y la boda final. Esta forma, que ignora los diversos tratamientos de los
siglos XVI y XVII, es la que se consagra en los siglos posteriores.
14. El cristiano y el gentil (Valencia, 1814).193 Hilka encontró este romance vulgar plebeyo
-que no popular, como él supuso- en la Staatsbibliothek de Berlín: es un pliego suelto impreso
en Valencia en 1814. En los dos últimos versos el coplero declara su nombre («Y Juan Méndez
pide a todos / el perdón de sus defectos»). Al comienzo hace lo mismo respecto a sus fuentes:
«Podrá mi inconstante pluma / escribir sin embarazo / la historia que nos refiere / Tomás, y yo
mencionado / lo hallo en David perseguido, / en su primero tratado». Por Tomás se entiende el
de Cantimpré, pero con toda seguridad Juan Méndez no conoció esta obra ni por las tapas y
tomó la referencia de la declaración de fuentes de Lozano, su verdadero modelo.194
En tres puntos solamente se aparta de la versión del David perseguido:195 algunos de los
personajes quedan identificados (don Félix es el cristiano, Flora la mujer que le cede el oriental,
y éste al convertirse recibe el nombre de Pablo); don Félix es originario de Mesina, «puerto de
las costas de Levante» (que en Lozano se menciona como uno de los destinos de sus navíos);
Pablo se casa con una hermana de don Félix (en el David es una prima).
Esta versión pertenece al desdichado romancero del siglo XVIII, si es que las coplas de
ciego merecen tal nombre. El Romancero Viejo y el Nuevo quedan reemplazados por la jácara,
por las composiciones inspiradas en la novelística universal o de pura imaginación. El público
también cambia: estos romances escritos por zafios copleros están dirigidos a sus pares. Pero
entre ellos gozaban de envidiable popularidad, al punto de que el Gobierno trató de prohibir su
publicación.196
El dudoso servicio que el poetilla Juan Méndez hace al cuento desde el punto de vista
artístico se convierte, por otra parte, en no despreciable favor, si lo consideramos desde el punto
de vista de la popularidad. A través del pliego suelto los dos amigos se difunden por todos los
rincones de las clases bajas.
15. José Zorrilla, Dos hombres generosos (Madrid, 1842).197 El argumento es casi idéntico
al de Lozano y Méndez, en especial al de este último. El cristiano se llama aquí don Luis
Tenorio y vive en Cádiz; su esposa no se llama Flora, sino Eliodora (como mora se llamaba
Zulima), y el musulmán convertido se casa con una hermana de don Luis.
Méndez, texto que cambia un poco la cuestión. El propio poeta declara en Dos hombres
generosos que éste «es un cuento asaz entretenido / con puntas de moral, sana y sencilla / en
Castilla aprendido, / a manera contado de Castilla». Los críticos, acostumbrados a aceptar con
escepticismo las declaraciones de fuentes de Zorrilla, han hecho caso omiso de esta explícita
admisión, y en ello han errado. Indudablemente, el cuento de los dos amigos existía en la
tradición oral, al menos en la forma de romance plebeyo, y Zorrilla lo puede haber conocido en
esta versión o en otra parecida. Si añadimos el hecho de que aquí el gentil también se casa con
una hermana del cristiano (como en Méndez; «prima» en Lozano), se hace casi seguro que el
poeta no imitó el David perseguido, sino su versión populachera.
Este breve episodio se parece mucho a las causas de la prisión del segundo amigo. En
ambos casos el protagonista duerme, se comete un crimen en sus cercanías y es falsamente
acusado de éste. De aquí en adelante Lope echa por rumbos muy distintos.
En el último acto don Sancho, tratando de salvar el honor de don Bernardo, mata al
hermano de éste sin conocerlo. Don Sancho huye y la justicia apresa a don Bernardo, quien,
para asegurar la libertad de su amigo, se acusa del crimen. Es llevado a la cárcel, donde aparece
don Sancho confesándose culpable. Síguense las consabidas pruebas de abnegación hasta que el
caso llega a oídos del rey Felipe II, quien envía su sentencia de exculpación por medio del
duque de Medinasidonia. Al mismo tiempo le encarga a éste que ruegue a los amigos que lo
incluyan en su amistad.
3. Tirso de Molina, Cómo han de ser los amigos (1612).205 El parecido es de orden muy
general para que sea indudable la filiación. Don Manrique de Lara traba íntima amistad con don
Gastón, conde de Fox. Este último está enamorado de Armesinda y don Manrique le ayuda a
conquistarla, pero en el ínterin queda también hechizado por la dama. Sacrifica su amor y deja
el campo libre al amigo, sin aludir a su pasión. Esto acarrea su locura y un desenlace que no
tiene nada que ver con nuestro cuento. Queda, sin embargo, el conflicto entre amor y amistad,
de importancia básica en la versión tradicional.
Montalbán fue un parásito literario que medró gracias a la protección de Lope, reflejos de
cuya gloria llegaron a tocarle. Su obra, de regulares dimensiones, es toda de segundo orden. Sin
embargo, la novelita «La desgraciada amistad» gozó el honor póstumo de ser imitada por un
escritor de mucho más talento. En Le diable boiteux, de Lesage, aparece la misma historia con
el título «La force de l'amitié»; los pocos cambios introducidos ocurren casi todos hacia el
final.210
III. Resumen
Este cuento, seguramente de origen oriental, se esparce por España y Europa merced a la
enorme popularidad de la Disciplina clericalis obra en la que halla su primera forma. Debido a
las especiales preocupaciones del vivir medieval, el cuento se mantiene, hasta bien entrado el
siglo XVI, muy cercano a su primero y esquemático modelo. La validez de la moral es lo
esencial, las filigranas artísticas, lo de menos; de aquí la repetición de la materia sin variar casi
la forma. Cuando el desarrollo artístico recibe mayor consideración (Caballero Cifar), lo hace
de la mano de una ampliación del fin didáctico. Las propias circunstancias de nuestro cuento lo
convierten en instrumento ideal de las ejemplificaciones éticas; de aquí que reaparezca
continuamente en los numerosos Libri exemplorum.
La continuidad del tema en España, sin embargo, no es producto de la mera copia del
antecedente cronológico: en literatura no se conoce la línea recta. A la Disciplina clericalis
sigue el Cifar, que con sus adiciones detallistas parece indicar un modelo extranjero. El cuento
se origina, para nuestro propósito, en España y rápidamente se populariza por el resto del
continente y de allí vuelve a su patria. Entre la Disciplina y el Cifar hay todo un proceso de
emigración, adaptación en el extranjero y regreso, que encontramos repetidamente en la historia
posterior del cuento. El Libro de exemplos de Sánchez de Vercial ignora el desarrollo
intermedio y va a inspirarse directamente en la obra de Pedro Alfonso. La evolución temática
representada por el Cifar queda marginalizada y se vuelve a la forma primitiva. Este ignorar las
formas más desarrolladas para volver a las más enjutas es otra característica de nuestro tema -y
de nuestro pensar hispánico- que reaparece más tarde. El Ysopet ignora de nuevo la tradición
peninsular y usa un modelo de fuera (Steinhöwel). Una adaptación del cuento de Pedro Alfonso,
hecha durante sus andanzas por el extranjero, regresa a su país de origen como una novedad. Es
lo mismo que sucede con la obra de Martín de Reina, desconocedor de todos los ejemplos
españoles anteriores, al punto de hacer de Pedro Alfonso «un filósofo de Arabia». Al traducir el
Libellus de ludo scacchorum vierte al castellano una versión extranjera de algo que se había
iniciado en la misma España.
Hasta aquí, las versiones del cuento sacrifican las posibilidades novelísticas a la moral.
Esta escala de valores les impide diferenciarse, pues, para sus autores, el verdadero interés no
está en el contenido narrativo, sino en el contenido simbólico, que por definición es el mismo.
Pero en el Renacimiento todo sufre un desplazamiento; lo que Lovejoy llama «the great chain
of being» recibe un duro golpe y varios de sus eslabones saltan, para no ser reemplazados más.
Se deja de mirar al cielo; el mundo se vuelve inmanente, y el hombre, libre de opresiones
jerárquicas, se contempla a sí mismo, asombrado del hallazgo.
Todo esto se refleja en los nuevos tratamientos de nuestro cuento, liberado ahora de su
dependencia de la moral. A ello contribuye la popularidad que por entonces alcanza el
Decamerón. En una de las obras de un autor admirado por todos se halla el viejo cuento de
Pedro Alfonso, desarrollado ahora con nueva eficacia narrativa que busca ante todo el realce de
la peripecia y el primor artístico. Siguiendo las nuevas pautas se adentran los autores en las
posibilidades del tema, y en menos de cien años (de Alonso Pérez, 1564, a Cristóbal Lozano,
1652) hallamos doble número de ejemplos que en los cuatro siglos largos que median entre
Pedro Alfonso y el Ysopet. Paralela a la liberación espiritual, y como resultado de ésta, tenemos
la liberación de temas y formas.
Con Lope de Vega (La boda entre dos maridos) nos hallamos nuevamente más cerca de la
forma tradicional. Sigue el cuento de Boccaccio, probablemente a través de la versión de
Timoneda, y lo adereza con recuerdos de la Galatea. La lectura de esta última obra se
manifiesta más claramente en la concepción de otra comedia suya, Amistad y obligación. Para
esta época el cuento de los dos amigos era popularísimo y, como en todos los órdenes literarios,
la popularidad acarrea la fragmentación. En vez de utilizar la totalidad de la historia, ahora se
pueden usar episodios aislados. Florece el proceso alusivo; el autor sabe que será entendido de
todos, dada la popularidad del original. Así ocurre en los ejemplos de Tirso, Alarcón, Montalbán
y el mismo Lope.
Con Cristóbal Lozano, gran lector de toda suerte de historias, el cuento vuelve casi a su
forma primigenia. Desconocedor de la Disciplina clericalis, utiliza, en cambio, la derivación de
Tomás de Cantimpré. Hace retroceder a la tradición, por lo tanto, unos cuatro siglos. Este
brusco giro, que arrastra tras sí la última etapa del desarrollo del cuento, tiene valor sintomático.
La retirada que emprende España en el siglo XVII no es sólo espacial (en los Países Bajos, por
ejemplo), sino también temporal. Se añora y busca la vía de reintegro en el seno del pasado,
tesoro de glorias irrepetibles. Este deseo de retroceso deja su clara impronta hasta en nuestro
cuento.
La leidísima obra de Lozano impone, pues, esta vieja forma del tema, y de ella dependen
los dos últimos ejemplos. El romance plebeyo es mero calco de la historia de Lozano, y la
leyenda de Zorilla se inspira, a su vez, en el romance. Con esto la tradición ha descrito un
círculo casi perfecto. A partir del Caballero Cifar nos alejamos poco a poco de la versión
original. El proceso se acelera en los siglos XVI y XVII, hasta llegar a casos tan alejados como
el de Cervantes. Con Lozano, bruscamente, la tradición vuelve sobre sus pasos, hasta terminar
casi en el mismo punto de partida. Pero, señal de que el correr del tiempo nunca es vano, el
anónimo mercader de Bagdad es ahora el gaditano don Luis Tenorio.
Al seguir el cuento de los dos amigos a lo largo de unos siete siglos, comprobamos que la
tradición no avanza ni en forma rectilínea ni se aumenta en progresión aritmética. Es decir, el
avance en el tiempo no indica adelanto en el desarrollo, sino, en nuestro caso, todo lo contrario.
La línea de desenvolvimiento es un verdadero zigzag de progresos y retrocesos sucesivos o casi
contemporáneos. Además, una nueva versión no significa necesariamente la incorporación de
los materiales ya existentes en la anterior, sino que puede representar un empobrecimiento de la
tradición (compárese la opulencia del Caballero Cifar con la esencialidad del Dechado de la
vida humana, a dos siglos de distancia). Por último, el tema no es un eslabonamiento de
diversas reelaboraciones, sino, más bien, una malla tejida con materiales de diversas
procedencias. Así vemos que de los siete primeros ejemplos aquí estudiados, sólo uno (el Libro
de exemplos) se relaciona directamente con Pedro Alfonso. Todos los demás son en gran parte
independientes y, por lo general, hallan su razón de ser fuera de la Península. Es justamente esta
continua migración la que mantiene vivo el tema.
En el título de estas páginas he hablado de una tradición literaria. Sin embargo, el lector
observará que muchos de los autores aquí incluidos no tienen conciencia de adaptar un tema
tradicional; al contrario, creen innovar, inventar. (Cervantes, como siempre, es el que nos da
con mayor claridad el doble módulo: por un lado, comunión con lo tradicional, mas por el otro,
pronta y radical innovación de la materia aceptada, que se irisa en cambiantes soluciones.) Pero
la perspectiva impuesta por el tiempo nos permite enfilar a estos diversos y dispares escritores y
ponerles el común denominador de la tradición. La unidad vital interna que proporciona ésta
permite abarcar, en modesta escala por cierto, casi todas las épocas de la literatura española. Al
poner el ojo a esta mínima rendija desfilan ante nuestra vista más de siete siglos de hacer
literario.
Se trata más bien de sortilegios, recitados por el novelista en ciernes con el fin de
arrancarle una partícula a la nada.211 De ello nacerá, o no, esa irreal realidad que llamamos
ficción. El novelista, taumaturgo, pronuncia su abracadabra, y, quizás, el conejo se quede,
aburrido, en la copa del sombrero, o, quizás, salte, vivito y coleando, y engarce en sus zapatetas
a toda una legión de escopeteros-lectores, que nunca podrán llenar sus morrales con tan próvido
trofeo.
Intento analizar tres conjuros fecundos, disecar tres conejos (que para mí serán, por lo
tanto, conejillos de Indias), que con su frondosa progenie han hecho historia, la historia de la
novela española: el Amadís, el Lazarillo, el Quijote. Son tres directrices de la novelística
peninsular, y en su tiempo lo fueron, también, de la novelística mundial. ¿Qué sortilegios
usaron estos autores para apropiarse la nada, y hacer con ella mundos imprevistos?
Pero la crítica también tiene sus conjuros, y el buen crítico posee el poder taumatúrgico de
resucitar el pasado. Es de esperar que la fórmula mágica sea, en esta ocasión, la acertada, para
que no me ocurran las del aprendiz de brujo de Goethe. Con estas providencias, y
esperanzadamente, empiezo mi conjuro.
Amadís de Gaula, novela que fue, entre otras muchas cosas, modelo artístico para
Cervantes, y modelo de vida para su protagonista. Así comienza:
Como es bien sabido, Helisena se enamora poco después del famosísimo rey Perión de
Gaula, y fruto de estos amores es el inmarcesible Amadís de Gaula. Nos hallamos, como es
evidente, en un mundo paradigmático, voluntariosamente cerrado sobre sí mismo, pues las
perfecciones de que se hace materia no son relativas, sino absolutas, y funcionan, en
consecuencia, desasidas de la normalidad.
Al hacer su materia de ese sino heroico, el desconocido autor de Amadís de Gaula recurre
a la ingenua ficción de que lo que él narra es historia. Su materia es el ciclo completo de una
vida, cerrado por las circunstancias naturales de nacimiento y muerte, desenlace ausente en la
versión que conocemos, pero que fue el del primitivo autor, como teorizó María Rosa Lida de
Malkiel y demostró palmariamente el feliz hallazgo de Antonio Rodríguez-Moñino.
La ficción narrativa, al simular que su materia es histórica, nos quiere hacer suponer que el
primitivo autor del Amadís ve ese ciclo desde fuera, acabado y perfecto, finiquitado por el
término natural de una vida. Con esa perspectiva, lo que se finge que en cierto momento fue
vida, adquiere homogeneidad y lógica. Sabiendo, como se sabe, cuál fue el fin último de las
acciones cotidianas, es fácil desentrañarles un sentido que las haga apuntar a una comunidad
ideal de conducta. El sino heroico se convierte así en el denominador común de ese especial
tipo de hacer cotidiano a que está entregado el caballero. En este sentido, la concepción de la
novela caballeresca presupone (más que cualquier otro tipo de novela, con la excepción de la
moderna novela policial), una organización genética al revés, no de principio al fin, sino de fin
a principio. En esa teórica marcha a redropelo, la peripecia, su materia y resultado, todo se
uniformiza y adquiere sentido único, polarizado por la fuerza magnética de un ideal de
conducta que fundamenta al sino heroico. La ficción histórica presupone, en nuestro caso, una
uniforme lógica en las acciones, y éstas atienden todas a racionalizar lo heroico, vale decir, a
desmontarlo con cuidado en mil peripecias ejemplares. ¡No en balde el Amadís de Gaula se
convirtió en manual de cortesanía para las generaciones europeas subsiguientes, y en ejemplario
de esfuerzo heroico para las españolas!
Todo esto nos acerca al meollo de la cuestión. Según se demuestra desde el propio
comienzo del Amadís, la prehistoria del héroe (padres y abuelos), su historia, y su posthistoria
(su hijo Esplandián), tienen unidad de sentido y apuntan, unánimes, a un mismo blanco: el
ejemplar progreso, personificado en Amadís, de lo bueno a lo óptimo. Porque, la verdad sea
dicha, el caballero andante no cabalga, sino que marcha sobre rieles en esa dirección única. Y el
comienzo de la novela se abulta con todo género de indicadores que señalan esa dirección única
de la trayectoria ejemplar. Ésta, a su vez, determina el ambiente en que se desempeña Amadís,
pues para seguir el progreso de su trayectoria vital bueno-óptimo, sus propias aventuras tienen
que desarrollarse en un ambiente de parecido cambio de signo: normal-descomunal.
Lo que posibilita todo lo anterior es que el autor se plantea la materia de su novela como
historia y no como vida, como lo hecho y no lo por hacer. Él está fuera de la órbita de su
novela: él está en el aquí y ahora, mientras que sus personajes están en el allá y entonces. El
autor puede, en consecuencia, contemplar las vidas que pueblan su novela en la totalidad de sus
perspectivas y trayectorias, y se encuentra así en absoluta libertad para infundir a las acciones la
lógica a posteriori, por así decirlo, que su intención artística conocía a priori. Tal tarea hubiera
sido imposible de haberse planteado el autor su materia novelística como vida, donde lo ilógico
se conjuga con lo imprevisto. Historia era lo que necesitaba la intención ejemplar del Amadís, o
sea, tiempo pasado y acontecer finiquitado, para impedir que se colase el presente con su teoría
de posibilidades.
Otro tipo de problemas nos plantea el comienzo del Lazarillo de Tormes, obra cuya
influencia sobre el arte narrativo de Cervantes ha demostrado elocuentemente Américo Castro
en más de una oportunidad.
Pero esa armonía entre términos se da, en las dos novelas, en dos escalas distintas. En la
novela de caballerías el recién nacido Amadís es echado al río en un bote, y por ser salvado más
tarde en alta mar recibirá el noble apodo de Doncel del Mar. En la otra novela, el protagonista,
en parecidas circunstancias, se tendrá que conformar con un plebeyizante Lazarillo de Tormes,
o sea un tragicómico Doncel del Tormes, como dijo en uno de sus últimos escritos nuestra
inolvidable María Rosa Lida de Malkiel. Hay, pues, un primer ademán definitorio en ambas
novelas, que corresponderá estrechamente al mundo artístico que se va a crear.
Aquí, sin embargo, cumple recordar la diferencia más obvia entre ambas obras: el
Lazarillo, en oposición al Amadís, es una autobiografía. O sea que el personaje literario es el
propio autor, que busca redefinirse en el tiempo al quedarse a solas con su conciencia. El vivir,
por lo tanto, está en íntima relación con el contemplarse vivir, de ahí la unicidad de perspectiva:
el mundo está visto desde su punto de vista (el del autor-personaje), y éste es el único que le
permite su ínfima condición social. La exclusión de otros puntos de vista constituye el
fenómeno que llamamos dogmatismo. Hay, pues, un dogmatismo en el Lazarillo, mas también
lo hay en el Amadís, ya que la perspectiva histórica, tal como se la concibe en esta novela,
también es excluyente. Sólo que si en el Amadís el dogma es el de la perfectibilidad humana, en
el Lazarillo lo es el de la imperfectibilidad del hombre. Para hablar con mayor propiedad: el
determinante del Amadís es la gloria (lo heroico), mientras que el determinante del Lazarillo es
el éxito (lo humano). De lo perfecto a lo imperfecto hay la misma distancia que de la gloria al
éxito.
Porque Lázaro, al escribir su vida, se repiensa desde su momento de éxito: «Pues en ese
tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna» (tratado VII, al final).
En forma parecida a la del Amadís, pero por distintos motivos, se escribirá a posteriori, pero
con una concepción ordenadora de la vida a priori. Porque a lo que va Lázaro es a explicar su
éxito dentro del contexto de su vida, como hace explícito en el prólogo al hablar de los que
«con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto». El éxito tendrá para Lázaro las mismas
características jerarquizadoras que la gloria para Amadís, o llamémosla fama, para ponernos a
tono con el contexto lingüístico de aquellas épocas.
Desde lo más alto de la rueda de la Fortuna, Lázaro hurgará su vida para desentrañar
aquellos elementos coadyuvantes a su éxito. Quizá por esto es que se hace tan viva su
conciencia del determinismo, tal como éste queda expresado en su prehistoria, que el autor-
personaje narra con morosos detalles, ya que allí está la semilla del árbol de su vida. A partir de
su prehistoria, Lázaro escogerá de su vida, con desatención al cabal transcurso temporal,
aquellos incidentes que él considera, desde su trono, como de efectividad actuante en la
consecución del éxito. Visto desde este punto de mira, Lázaro tiene que haber sido como fue
para llegar a encaramarse a lo alto de la rueda de la
Fortuna. O mejor dicho, el autor-personaje considera que él tiene que haber sido de tal
manera, y no otra, para haber obtenido los resultados evidentes en el momento de poner la
pluma al papel. En consecuencia, hay en todo momento, por parte del personaje-autor,
conciencia plena del determinismo. Y con esto nos apartamos del rígido esquematismo del
Amadís, impuesto desde fuera, para adentrarnos en otro tipo de esquematismo, pero impuesto
por la conciencia de ser algo.
Todo lo anterior sólo cabe, desde luego, en un mundo en que los valores están al revés, ya
que el éxito de Lázaro es la consagración de la malicia y el pecado. «Arrímate a los buenos», es
el consejo que da la madre al niño Lázaro, al entrar en concubinato con el negro esclavo;
«arrímate a los buenos», repite el escudero toledano al demostrar sus aptitudes de sicofanta. Y
Lázaro se arrima a los buenos: su mujer es la manceba del arcipreste, quien les protege y da de
comer. En su momento de éxito, Lázaro demuestra cuán bien ha aprendido la lección: el
amancebamiento de su mujer es el corolario de una vida dedicada a arrimarse a los buenos. Así
como la vida de Amadís ejemplificaba la limpia trayectoria de lo bueno a lo óptimo, la de
Lázaro demostrará la no menos desembarazada trayectoria de lo malo a lo pésimo. Y el
personaje-autor pone especial ahínco en realzar la nitidez de esa trayectoria al dejar en
paréntesis largos pasajes de su vida, que, al quedar en el tintero, constituyen verdaderos hiatos
narrativos entre algunos tratados.
Y ahora podremos agregar un corolario nuestro a esta vida ajena: el apropiarse el engaño es
determinante del éxito.
El acabado paralelismo con que se abre y se cierra la obra (los dos amancebamientos,
«arrimarse a los buenos»), creo que hace lícito el desenfrenar un poco la imaginación, ya que la
decidida semejanza entre principio y fin parece, casi, un conato de permuta ordinal.
Supongamos que a partir del momento en que escribe su vida, la mujer de Lázaro, barragana del
arcipreste, tuviese un hijo. Ese niño se encontraría, respecto a sus padres, en las mismas
circunstancias que Lázaro respecto al concubinato de su madre y el negro esclavo, y la moral
inmoral de esa situación de desahogo material sería otra vez el ritornello de «arrimarse a los
buenos», ya que el arrimo al arcipreste decide el éxito. La armazón determinista estaría de
nuevo en pie, y el ciclo vital de Lázaro se repetiría, en nueva encarnación pero bajo el mismo
signo. Así, pues, tendríamos la prehistoria de la autobiografía (padres de Lázaro), la historia de
Lázaro, y su posthistoria (posible hijo de Lázaro), todas ordenadas férreamente en un sentido
único, y apuntadas al mismo inmoral blanco. Y todo está en explícito embrión en el comienzo
de la novela. Lázaro se arrastra por parecidos rieles a los que Amadís recorre gallardo, pero con
dirección y destino opuestos. Una vía expeditiva homónima lleva a Lázaro a personificar la
infamia, así como Amadís hace lo propio con la fama.
En el análisis del comienzo del Lazarillo nos queda por dilucidar la necesidad artística de
la forma autobiográfica. Lo primero que se puede decir es que Lázaro, como Luzbel, se ha
encumbrado para caer. Ningún lector del siglo XVI se podría llamar a engaño respecto al final
del Lazarillo: el «estar en la cumbre de toda buena fortuna» implicaba, indefectiblemente, la
caída, dadas las consabidas y voltarias cualidades de la diosa Fortuna. Pero esa inminente caída
queda en suspenso, aunque fuertemente insinuada por el tiempo verbal escogido: «En este
tiempo estaba en mi prosperidad [...]». En la novela-historia tradicional un final así es
impensable, porque en ese tipo de narración todas las acciones son explícitas y acabadas, como
cumple, dadas las características «históricas» que se atribuyen al relato. Un proceso parecido de
alusión y elusión sólo es dable cuando el artista empieza a desatender las acciones de sus
personajes para atender a sus conciencias. Y la forma más directa y económica de llegar a esto
último era a través de la ficción autobiográfica, que se llegara a canonizar en la novela
picaresca posterior. Pero acuciantes razones ideológicas promovidas por la Reforma Católica
hacen inadmisible ya un análogo proceso de alusión-elusión. Todo debe quedar bien explícito,
para no dejar margen ninguno al error. Guzmán de Alfarache, en consecuencia, escribe después
de su conversión, con lo que no puede caber duda alguna acerca de su destino final.
El hecho de que la caída de Lázaro quede sólo insinuada y pendiente, le da a ese final más
ahincada ejemplaridad que la que podría tener un castigo explícito, porque de tal manera los
posibles finales, todos malos, se agigantan en la linterna mágica de la imaginación de
generaciones de lectores. Para lograr esta pequeña maravilla artística de reticencia, el autor
tenía que ser su propio personaje, para dar así verosimilitud a la ficción de escribir desde el
precario equilibrio de un momento no finito.
De tal manera, la ficción autobiográfica era imperativa, pero también lo era por otros
motivos. Para que relumbrase la conciencia del determinismo en el personaje existía la
necesidad perentoria de que la decisión, la acción y el juicio fuesen unánimes y unívocos. La
decisión de hacer algo y el juicio consiguientes tenían que partir de la misma idea del mundo, y
esa idea no se podía centrar más que en una conciencia única, en que se fundiesen personaje y
autor. Esa conciencia única descubrirá, al repensarse, que el éxito alcanzado es resultado directo
de la apropiación del engaño, y esta verificación será la que dispondrá, ordenará y seleccionará,
desde un principio, los episodios ejemplificativos. La ficción autobiográfica se impone. Y esto
sin entrar en consideraciones psicológicas acerca de la extraña fascinación, morbosa casi, que
produce el ver a un hombre (real o fingido) que, al autobiografiarse, se nos presenta
voluntariamente en diversos estados de desnudez. Y hemos llegado a nuestro texto final, el
comienzo del Quijote, para cuya intelección servirán de directrices las calas anteriores.
El material crítico acumulado sobre este comienzo de novela hace recomendable el uso, al
menos de momento, del método histórico. Conviene delimitar los diversos niveles alcanzados
en la interpretación de este pasaje para poder avanzar con más seguro pie en la siempre
problemática exégesis cervantina.
En el siglo XIX, a partir del Romanticismo, tuvo gran auge la crítica biográfica, o sea la
interpretación de la obra literaria como una biografía esencial, en la que el autor engarza sus
experiencias en forma más o menos disfrazada. Con la llegada del positivismo, esto se rigoriza
en método: un inteligente, o al menos minucioso, estudio de la vida del autor y su carácter
revelará los secretos de la obra literaria, que en muchas ocasiones se ve así reducida a una mera
trasposición de lo acontecido. Tan lamentable miopía metodológica afectó también al Quijote, y
se procedió, en consecuencia, a interrogar la vida de Cervantes, mal conocida entonces y no
bien del todo ahora, para desentrañar el misterio de ese innominado lugar de la Mancha. Con
algunas buenas y muchas malas razones se llegó a identificar ese lugar con Argamasilla de Alba
(algunos versos del Quijote bueno señalaron el camino, seguido ya en aquella época por Alonso
Fernández de Avellaneda), y se supuso que allí estuvo preso Cervantes, quien con este motivo,
y en desquite, silenció el nombre de la localidad. Uno de los resultados más inesperados y
chuscos de todo esto, fue que a Argamasilla de Alba trasladó Manuel Rivadeneyra su gran
imprenta en el año 1863, para imprimir allí la lujosa edición del Quijote que dirigió Juan
Eugenio Hartzenbusch.
Poco más tarde empezaron a entrar dudas acerca de tan inverosímil venganza por parte de
Cervantes, en especial cuando se descubrió que «En un lugar de la Mancha» era nada menos
que uno de los versos iniciales de una ensaladilla burlesca que rodaba impresa desde la Octava
parte de las Flores del Parnaso (Toledo, 1596), de donde pasó al Romancero general (Madrid,
1600). Dice así:
Un lencero portugués
recién venido a Castilla,
más valiente que Roldán
y más galán que Macías,
en un lugar de la Mancha,
que no le saldrá en su vida,
se enamoró muy despacio
de una bella casadilla.
Con este hallazgo los críticos volvieron a hacer hincapié en el tono de farsa regocijada de
tantas páginas del Quijote, y discernieron una intención paródica en el autor, que se comenzaría
a expresar desde el propio pórtico de su nueva obra.
Todo esto se hace muy verosímil no bien empezamos a ahondar en este filón, pues de
inmediato topamos con las palabras del amigo de Cervantes, en el prólogo al Quijote de 1605,
en que se declara la intención paladina de la obra en los siguientes términos: «Llevad la mira
puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y
alabados de muchos más, que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco». Aunque el
deliberado arcaísmo verbal se burla conscientemente de la propia intención declarada (aspecto
normal en la técnica ironizadora de Cervantes, por lo demás), no es menos cierto ni menos
evidente el papel fundamental que juega la caballeresca en la génesis del Quijote.
Seguir por este camino sería entrar en terreno fértil en perogrulladas. Detengámonos aquí,
entonces, en este punto de mira. Si la parodia resulta ser resorte estilístico y narrativo, bien se
pueden considerar esas primeras frases de la novela como desrealización burlesca del mundo
caballeresco. Hemos visto la plenitud de datos deterministas que se acumulan sobre Amadís de
Gaula, y que lo disponen, a nativitate, para su heroico sino. Que el lector del siglo XVI
entendía ese tipo de datos en un sentido efectivamente determinista se hace obvio al repasar el
comienzo del Lazarillo, donde se repiten las mismas circunstancias de nacimiento, pero con el
signo cambiado. Dado el supuesto determinista que anima a ambas obras por igual, el héroe se
metamorfosea en el anti-héroe, el noble se plebeyiza, el Doncel del Mar queda reducido al nivel
de un Lázaro de Tormes.
También Cervantes opta por cortarle las alas al ideal desaforado de la caballeresca, pero en
forma más sutil y menos cruel, ya que el primer plano de su obra no lo ocupará la sátira social.
En consecuencia, se recortan con cuidado todos aquellos datos que singularizan desde un
comienzo al caballero andante: su patria, sus padres, su nacimiento y hasta su nombre, como se
dice en un pasaje que conviene recordar ahora: «Quieren decir que tenía el sobrenombre de
Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;
aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quejana. Pero esto importa
poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad».
Cervantes ha adanizado, efectivamente, a Amadís, y como consecuencia el héroe caballeresco
se ha quedado en cueros, porque a eso equivale el tener un hidalgo sin linaje. Nos hallamos,
evidentemente, ante una forma muy especial de la anti-caballeresca; el protagonista no se nos
anuncia ni glorificado ni encenagado, sólo mediocrizado. El heroico paladín se ha
metamorfoseado en la encarnación de la burguesa medianía, que cifra su bienestar en comer
palominos los domingos. Desde luego que la lección de la obra en conjunto es muy distinta,
pues nos demuestra cómo hasta la propia medianía se puede alzar a pulso por el asiduo cultivo
de un limpio ideal de conducta, pero eso ya es otro asunto.
Desde este punto de mira, la intención paródica del comienzo del Quijote lleva a
esencializar al héroe en su contorno más humano, y anti-heroico en consecuencia. No se nos da
su realidad genealógica, sino su realidad sociológica, no el por qué es sino el cómo es. Y
siguiendo ésta, al parecer, ligera vena de la parodia desembocamos en el serio asunto de que
nuestro nuevo protagonista se nos da sin prehistoria, vale decir, sin factores determinantes.
Tiempo habrá de volver a esto.
Otro tipo de tradición en que se puede engarzar la fórmula «no quiero acordarme» es la
curialesca. En el lenguaje notarial de la época de Cervantes abundan los ejemplos del tipo de
los siguientes: «Dibersas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda [...]».
«Muchas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda [...]». Era, al parecer,
fórmula propia de las probanzas. De todas maneras, el resultado de la parodia estilística sería
homólogo al del caso anterior, y ejemplificaría una misma voluntad de deformación de lo
canónico caballeresco. Sólo que aquí el instrumento deformador sería todavía más deleznable,
pues se trataría de una fórmula que se le venía a los puntos de la pluma a cualquier cagatintas
de aquellos siglos. La historia del nuevo héroe caballeresco se encuadraría así en los términos
del lenguaje más sobradamente curialesco. En consecuencia, la historia del caballero se
desploma del nivel artístico al nivel notorial.
En nuestro caso concreto de la interpretación de las primeras frases del Quijote, Cervantes
alude repetidamente al mundo caballeresco en el «Prólogo» y en los versos preliminares,
mientras que elude con cuidado su caracterización. Por eso es que cuando el primer capítulo nos
abre las puertas a su nuevo mundo de caballerías, casi nos caemos de bruces, porque hay que
alzar mucho la vista para mirar las alturas paradigmáticas del Amadís de Gaula, mientras que
aquí hemos tropezado con la bajeza de un lugar de la Mancha que ni siquiera merece ser
nombrado. Este proceso de alusión-elusión, por el que se nos propone algo, y se nos entrega
otra cosa muy distinta, se convierte rápidamente en uno de los recursos estilísticos y narrativos
más socorridos en la obra, como ocurre, para no citar más que un ejemplo, con aquel capítulo
propuesto por el siguiente rimbombante epígrafe: «De la jamás vista ni oída aventura que con
más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso
don Quijote de la Mancha», capítulo que en su texto nos entrega la regocijada y maloliente
aventura de los batanes.
Este proceso lo podemos designar, en términos generales, como ironía, ya que ironía es, en
su aspecto esencial, la forma verbal de darnos gato por liebre. «Disimulo» entendían los griegos
cuando pronunciaban eironeia, o sea presentar lo que es bajo el disfraz de lo que no es. En este
sentido, pues, y frente al Amadís de Gaula, por ejemplo, el comienzo del Quijote introduce la
ironización de una situación literaria dada. Por un lado tenemos la realidad literaria consagrada
del mundo de la caballeresca, con sus Gaulas y Amadises, todo explícito y perfecto, ab initio,
como suele ocurrir en el mundo de los mitos. Por el otro lado, el comienzo del Quijote nos
revela la intención firme y voluntariosa («no quiero acordarme») de crear una nueva realidad
artística, cuya identidad no estará dada por los términos del ideal caballeresco, ni tampoco por
los términos de la realidad empírica de una Argamasilla de Alba, por así llamarla, aunque
ambos términos están allí presentes por el ya referido sistema de alusión-elusión. Y este sistema
es, precisamente, el que posibilita que el mundo del Quijote sea de una manera y se nos
presente de otra, lo que viene a consagrar el libre desempeño de la ironía.
Se esboza aquí ya el fertilísimo conflicto que conscientemente crea Cervantes entre el
mundo caballeresco, ideal y tradicional, y este mundo sui generis, que él está sacando de la
nada. La tensión creada por este conflicto va mucho más allá de los datos puramente objetivos,
como habla ocurrido en las relaciones entre Amadís y Lazarillo: Amadís, heroico hijo del noble
rey Perión de Gaula, Lázaro antiheroico hijo de un molinero ladrón. Porque a esta proposión
inicial en el Lazarillo, le sigue una tal cerrazón temática, impuesta por el determinismo, que
toda posible efectividad actuante de Amadís como modelo de vida queda marginalizada. En el
Quijote, al contrario, ambos sistemas coexisten y se complementan, y el autor invita así a
nuestra imaginativa a que abra un compás que abarque, desde un principio, el polo literario de
la idealización positiva, como lo es el mundo de las caballerías, y el polo literario de la
idealización negativa, como lo es el antiheroico y aburguesado hidalgo de aldea, que se describe
en los términos más alejados de la caballería andante.
Ahora bien, ya se ha visto cómo la forma que Cervantes adopta para ocultar esa
información determinista es variante de una fórmula folklórica (o notarial, tanto monta, para
mis fines). Pero es variante con una innovación capital. La fórmula tradicional del cuento
Cervantes la conoce y la usa, en el Persiles y Sigismunda, donde se dice que « llegó a un lugar
no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo» (III, cap. X). La variante,
consiste, pues, en esas nada innocuas palabras «no quiero acordarme». En esta expresión de
voluntarismo creo yo que radica una de las claves para la interpretación recta, no sólo del pasaje
que estamos estudiando, sino de la nueva concepción de novela que informa al Quijote.212 Y que
esas palabras son expresión de libérrima voluntad y no otra cosa, como entendió Rodríguez
Marín, lo refrendó el propio Cervantes, diez años después de estampadas, al escribir, al tiempo
de la muerte del héroe: «Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso
poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha
contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo».
En primer lugar, se cifra en esas breves palabras del comienzo todo un programa de acción
literaria, pues se afirma en ellas, con toda claridad y firmeza, la libre voluntad del escritor. Pero
esto es algo nuevo e insólito en la época de Cervantes, ya que la creación artística estaba
entonces supeditada (para su bien y para su mal) a la fuerza gravitatoria de la tradición, que al
atraer magnéticamente a la imaginación creadora la limitaba en su libre desempeño. Por eso,
cuando un escritor de la época se libera de los dictámenes de esa tradición para crear una
realidad literaria de novedad radical, como ocurre con el caso del Lazarillo, ese autor se ve
obligado a refugiarse en el anonimato. Frente a esa actitud normativa, propia de las teorías
literarias de la época, Cervantes proclama, desde el pórtico de su nueva obra, la libertad del
artista, al colocar el querer del autor por encima del deber de los cánones. Resultado directo de
esa liberación serán las palabras que escribirá más adelante, y cuya sorna no está enteramente
disociada del nuevo sentimiento de autonomía: el autor «pide no se desprecie su trabajo, y se le
den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir» (II, cap. XLIV). Si
el artista está en plena libertad creativa es natural que lo que no escribe tenga tanto valor
indicial como lo escrito, lo que se corresponde al tema de la nueva filosofía de que la vida del
hombre adquiere su plenitud de sentido en el filo del hacer y el no hacer. La libertad de
elección es la medida concreta de la liberación del hombre, o del artista.
Volviendo a lo nuestro: desde el momento inicial el relato se nos manifiesta como apoyado
sólidamente sobre una voluntad, que, a su vez, respalda a una cierta intención. En nuestro caso
particular de exégesis, la intención expresa el anhelo de liberación. «No quiero acordarme» es
la cabal forma de expresar la toma de conciencia del autor y su mundo artístico por crear, que se
realizará dentro del concluyente marco de un querer personalizado y absoluto. De la misma
manera, el autobautismo del héroe en ciernes constituye la toma de conciencia del protagonista
y su mundo individual, cuando el novel caballero se libera de su salpicón y pantuflos cotidianos
para expresar su absoluta voluntad de destino. Con todo esto se vienen abajo los términos de la
estética imperante, que delimitaban el campo de la creación artística entre el deber y el no
deber, o sea, lo que llamamos la teoría renacentista de la imitación de los modelos. En el
Quijote, y desde un comienzo, estos términos quedan suplantados por el querer y el no querer,
con lo que la realidad mental del artista se convierte en una suerte de imperativo categórico. Y
cuando surge, explícitamente, el tema de la imitación de los modelos, como ocurre en el
episodio de la penitencia de Sierra Morena, dicha imitación no viene impuesta por ningún tipo
de consideraciones extrínsecas, sino por la libérrima voluntad del protagonista, como lo
manifiesta éste claramente en el largo razonamiento con su escudero: «[...] El toque está en
desatinar sin ocasión, y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en
mojado? [...]». Se glorifica así, para siempre, la libertad del artista, pero Cervantes va aún más
allá de esto, pues ya queda apuntado que la liberación del personaje es la otra cara de la medalla
de la libertad del artista. En la literatura de ficción hasta entonces escrita, el personaje estaba
inmovilizado en una situación de vida: el caballero como caballero, el pastor como pastor y el
pícaro como pícaro. El personaje era lo que era porque un doble determinismo, estético y vital,
le impedía ser de otra forma, así, por ejemplo, la novela picaresca se termina cuando el pícaro
se arrepiente y se torna, en consecuencia, en otro distinto al que era. Estos personajes, en cuanto
materia de la narración, estaban efectivamente fosilizados en una situación de vida. De allí la
homogeneidad del relato, y de allí su posible parcelación en cantidades análogas, como
prehistoria, posthistoria.213
Observemos que esta última opción queda posibilitada sólo después de que el protagonista
ha enloquecido. Es su desvarío el que lo inclina a hacerse novelista y a ensartar imaginadas
aventuras. Pero ésta es, precisamente, la tarea a que está abocado Cervantes, en perfecta
sincronía con las posibilidades vitales abiertas a su protagonista. Cervantes está imaginando
ensartar aventuras al unísono con los desvaríos literarios de su ya enloquecido protagonista. Es
lícito suponer, entonces, que tan loco está el autor como el personaje. Y esto no va de chirigota.
Al contrario, va muy en serio. Debemos entender que esta deliciosa ironía es la más entrañable
forma de crear esa casi divina proporción de semejanza entre creador y criatura: «Para mí sola
nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno»,
dirá Cervantes al dejar la pluma. Y esa proporción de semejanza es la que libera, enaltece y
dignifica a la criatura, con máxima carga de efectividad actuante. Y la adquisición de dignidad
presupone, consecuentemente, la adquisición de voluntad, de querer ser él y no otro, o sea la
opción vital segura y firme (infra).
Por eso que al abrirse la novela el protagonista aparece desdibujado en la nebulosa de una
significativa polionomasia: Quijada, Quesada, Quejana. Estos nombres encierran en cifra la
diversidad de posibilidades vitales de ese ser en estado embrionario, de ese héroe en ciernes.
Pero el autobautismo aclara y define: él será don Quijote de la Mancha, y no otro. Sabido es que
en la tradición hebreo-cristiana el cambio de nombre de la persona refleja un cambio de
horizonte: Jacob-Israel, Saulo de Tarso-San Pablo. Los diversos nombres del protagonista, por
lo tanto, desarrollan, como en película, sus diversos horizontes vitales, pero allí está la limpia y
libérrima opción, representada por el autobautismo, que le orienta seguramente hacia una forma
de ser y un destino (infra).
Sin embargo, lo más curioso y distintivo del Quijote es que la inmensa mayoría de sus
personajes aparecen como lo que no son, así el hidalgo manchego aparece como caballero
andante, el zafio rústico como escudero, Dorotea como la princesa Micomicona, y los demás
por el estilo. Si recapacitamos sobre el hecho que, según la definición anterior, ironía es ese
frágil puente con que nuestra mente une el ser y el no ser, parecería como si Cervantes hubiese
entendido que más que una gala del ingenio y un artificio estilístico, la ironía es una forma de
vida. Más aún: la ironía sería, desde este prisma, la única forma de vida compatible con lo que
Américo Castro ha llamado la «realidad oscilante». En el mundo de los baciyelmos la ironía es
una necesidad vital. O quizá sea al revés.
Si la contemplación de este mundo acabado nos produce una impresión de maravilla, esto
se debe, en buena parte, al extraordinario hecho de que nosotros mismos hemos participado en
la forja de este último gran mito occidental. Y a esa participación nos invitó indeclinablemente
el autor al escribir, con un guiño de ojos, seguramente, «no quiero acordarme».
VII. La Numancia
La misión del crítico es luciferina: llevar luz al pasado. Pero cada antorcha recrea, al
destacar, los objetos de su ámbito a su manera, según la disposición del nicho que la sustenta. Y
no menos cambiante es la realidad histórica que recrea la luz de las antorchas críticas,
sustentadas en espacios y tiempos mentales intransferibles. Por ello, el número finito de valores
historiables parece agigantarse en infinitud, ante la ilusión óptica de las transfiguraciones
sucesivas provocadas por estos juegos de luces.
En las literaturas hispánicas, tan pobres en valores iluminados con luz meridiana, los focos
conjuntivos son necesidad imperiosa. Quizá así resplandezcan algún día ciertas obras con
destellos tales, que hagan menos inseguro nuestro paso en la oscuridad del pasado.
II
JORNADA I. Es, en realidad, una suerte de introito a la obra. Cervantes comulga todavía
con la teoría (y práctica) expresada por Torres Naharro en el «Prohemio» de su Propaladia:
simplificar las cuatro partes del drama clásico a dos, introito y argumento. Esta acción
preliminar, que sienta los módulos dramáticos, comienza en el campamento de Escipión ante
los muros de Numancia, y termina con la profecía del Duero. La estructura reposa así sobre dos
dimensiones distintas de tiempo y espacio. El campamento de Escipión nos coloca en un
espacio y tiempo circunstanciales, históricos e indeclinables: las afueras de Numancia en el año
134 a. de C. La profecía del Duero, en cambio, se desborda por todos los tiempos y espacios.
En su calidad de profecía, crea un tiempo apocalíptico, que es la destilación de todos los
tiempos. Y en cuanto al espacio, siendo el tema del vaticinio, como lo es, la trayectoria imperial
de España, se condensan aquí todos los espacios, como bien cumple con la idea de Imperium.
O sea que la renovatio, Jano ideológico, mira en dos direcciones, aunque, para el vivir
teleológico del hombre medieval, éstas no son más que dos aspectos de la unidad conceptual.
Por un lado, renovatio expresa el más íntimo y acuciante quehacer del hombre, un trance
supremo, mientras que por el otro es expresión del ideal político-escatológico de la renovación
del Imperio.
Y en forma paralela, esta renovatio bifronte sirve de puente de unión entre las dimensiones
espacio-temporales con que se abre y se cierra esta primera jornada. El sentido humano e
individual de renovatio anima la arenga de Escipión a sus soldados, frente a los muros
numantinos: «Bien se os ha de hacer dificultoso / dar a vuestras costumbres nuevo asiento; /
mas, si no las mudáis, estará firme / la guerra que esta afrenta más confirme» (vs. 149-152).
Pero si la hueste se ha de renovar para vencer, hay que partir del supuesto homólogo de que esto
será en guerra justa: «La fuerza del ejército se acorta / cuando va sin arrimo de justicia» (vs. 61-
62). La solidaridad de la idea imperial hace que Cervantes atribuya, en este momento, a los
romanos motivaciones propias de la España quinientista, ya que guerra justa es el concepto que
agobia el pensamiento de militares, políticos y moralistas de la época. 217 Y en forma recíproca y
tácita, la guerra justa de los españoles imperiales presupone la renovatio individual y nacional.
De este plano individual (y nacional, por alusión-elusión), Cervantes nos lleva, al final de
la jornada, al concepto de renovatio en su marco más amplio: España, en la profecía del Duero,
renueva la idea de Imperio, y sojuzga, al hacerlo, a la propia Roma. La exaltación apocalíptica
de las palabras del Duero al describir la trayectoria imperial, le hacen considerar el saco de
Roma de 1527 como un loor español, ya que este acto de justicia retributiva da la medida
precisa del encumbramiento de España, con lo que la renovatio se convierte en realidad
apodíctica: «Y portillos abriendo en Vaticano / sus bravos hijos y otros extranjeros, / harán que
para huir vuelva la planta / el gran piloto de la nave santa» (vs. 485-488). El regere imperio
populos virgiliano late en estas afirmaciones, que dan al traste con las apologías, excusas y
coartadas históricas que enardecieron en su momento la opinión pública.218
Este auge de las fortunas imperiales de España, que se consagra con el saco de Roma, está
captado en limpia trayectoria, que si bien se inicia con la opresión
romana, se convierte, por intervención de los godos, 219 en fatídica (Vs. 241-248).
marea que alza a España al pináculo de la gloria, al «imperio tan dichoso» (v. 513). Conviene
mencionar el hecho de que, para hacer más nítida esta trayectoria, se evita mencionar la
conquista de España por los moros, omisión que si bien puede parecer obvia en la retórica
patriótica de un laus Hispaniae, creo que no deja de tener su interés al enfilarla desde otra
perspectiva.
Pero en esta marcha hacia el cenit imperial queda un escollo ideológico que sortear. Pues
¿cómo justificar la sublevación de los numantinos contra el Imperio? En cualquiera
circunstancia éste es el crimen laesae maiestatis por definición, y el incurrir los numantinos en
él equivaldría a estigmatizar la trayectoria imperial con el pecado original del mundo político.
La excusa que desbroza este camino está puesta en labios del embajador numantino:
(Vs. 241-248).
O sea que el Imperio ha degenerado en tiranía -nueva razón para que Escipión predique la
renovatio-, con lo que no sólo es justo, sino hasta obligatorio, moralmente, el alzamiento del
súbdito. Lo más granado del pensamiento político europeo, desde Juan de Salisbury
(Policraticus) hasta Juan de Mariana (De rege et regis institutione), cohonesta la acción de los
numantinos, y la convierte en nuevo timbre de gloria.223
El escollo se ha salvado, ad maiorem Hispaniae gloriam, y la obra queda en marcha.
III
JORNADA II. La profecía del Duero ha abierto todos los ámbitos y los ha llenado con la
encendida retórica de las glorias imperiales. Pero ya no es posible -ni dramáticamente factible-
el postergar más el angustioso hic et nunc que les toca vivir a los numantinos. Esta jornada
empieza, pues, con las deliberaciones de los sitiados acerca de su acción futura.
En buscado contraste con la solemne amplitud de perspectivas con que remata la jornada
anterior, ésta, en su comienzo, se desempeña dentro del ámbito mínimo -en comparación- que
demarcan las murallas de la ciudad. Encerrados allí dentro, los numantinos se han quedado a
solas con su destino. Y es por obra de éste por lo que se trasciende nuevamente el limitado
espacio y el tiempo específico. El planteamiento ahora es dentro del marco máximo que permite
el vivir humano -así como en la jornada previa el perfil del destino henchía las medidas de una
apocalipsis histórico-nacional-, y los deslindes de ese vivir se hacen presencia conminatoria
ante el martilleo de la autorrima:
(Vs. 585-592).
Para los numantinos, la imagen de la muerte provoca la inmediata mención de la honra; así
tiene que ser, ya que la muerte sin honra no es más que indiferente muerte vegetal. «¿Con qué
más honra pueden apartarse / de nuestros cuerpos estas almas nuestras / que en las romanas
haces arrojarse / y en su daño mover las fuerzas diestras?» (vs. 593-596). Se aseguran así un
puesto en el trasmundo, lo que implica que los presuntos deslindes localizadores de la acción
vuelven a caer ante el empuje de una vida que se trasciende en más allá, a través de la muerte
honrosa. Amplísimos marcos son los que se fraguan las ideas poéticas de la obra, y así nuestras
conciencias de lectores se van llenando con los atisbos de una continuidad máxima en el
tiempo.
A este tema supremo van a confluir otros que dan densidad y sentido inmediato a estas
vidas. Ya hemos visto cómo uno de los numantinos introduce el tema de la honra, cuyas raíces
están en la oposición vida-muerte del discurso del otro numantino, y que se retoma en son de
coda al final de estos parlamentos (vs. 661-668). Tenazmente asido a estos temas, va el de la
religión (vs. 561, 633-640), que fluye soterraño en las escenas siguientes, para reaparecer en
solemne ampliación en la escena del sacrificio (vs. 789 ss.), que a su vez desemboca en la
escena de la resurrección del muerto efectuada por Marquino (vs. 939 siguientes).
La voz patria tiene hasta fines de la Edad Media dos sentidos específicos: 1) La gloria
eterna, la morada de los justos, por lo que se dice en Isaías, LX, 21 («Populus autem tuus
omnes iusti, in perpetuum hereditabunt terram»); 2) La tierra de los padres, o sea, en sentido
restrictivo, el lugar de nacimiento. Pero el siglo XV, en los albores de las nacionalidades
modernas, expresa el sentimiento esperanzado de esta nueva realidad con un neologismo
semántico, que se difundirá en el siglo siguiente: patria en el sentido suprarregional del lugar
natal.227 Este complejo semántico, apuntalado en cambiantes proyecciones valorativas de la vida
sobre el ámbito regional, gravita sobre las afirmaciones de Leonicio. Sus palabras expresan un
sentido local de patria, lo que se confirma con la aseveración previa de que algunos pueblos
españoles -anacronismo inevitable en su momento, pero delator de la nueva conciencia- luchan
junto a los romanos contra los numantinos (vs. 547-548). Mas ese mismo anacronismo, y la
igualdad ideal que postula Cervantes entre numantinos y españoles (en lo que no hace más que
seguir a la historiografía oficial), nos confrontan con el sentido genérico de la voz patria, que le
da el moderno sentimiento de nacionalidad. Y así, lo más específicamente humano e individual
(el amor de Marandro por Lira) apunta nuevamente hacia los solemnes temas centrales.
Pero estos supra-conceptos no habitan en el mundo de las ideas, sino que tienen densidad
vital y afectiva, en la que ahonda Cervantes al recubrirlos con dos sentimientos omnipresentes.
Uno es anímico, y es la tristeza, introducido en la jornada I (v. 445), y captado en ésta en sus
reflejos individuales (cf. vs. 765-768, 828, 939, 1054, 1085 y 1110-1112). El otro sentimiento es
físico: el hambre que sufren los numantinos. Su presentación se hace en tres octavas de hábil
gradación: 1) muerte-vida; 2) honra; 3) hambre (vs. 585-608).
Al retomarse el tema del hambre (vs. 945-947, 956), y aludir al de la tristeza (v. 939), se
nos introduce, en acto simultáneo, a la dramatización espectacular de la pareja vida-muerte. El
hechicero Marquino volverá un muerto a la vida para que revele el futuro de Numancia. Esta
profecía, homóloga a la del Duero en la jornada anterior, es la de efectividad dramática,
mientras que la otra lo es de efectividad ideológica. 228 La vuelta del muerto a la vida prefigura
en forma poética -esto es, no lógica-discursiva-, la victoria de Numancia sobre la muerte,
victoria que se torna más severa al considerar que será efecto de heroísmo unánime, y no de
dudosos medios sobrenaturales.
La jornada llega a su fin unos pocos versos más tarde, con éstos, puestos en boca de
Marandro:
Otra vez, la machacante autorrima aísla ante nosotros la palabra clave: el paso, ambivalente de
sentido. El paso (circunstancia) mortal en que se hallan los numantinos, en el que se anticipa ya
el aequus pes de la Muerte horaciana. Y además, se evidencia así la voluntad heroica de avanzar
pari passu al encuentro del destino. Y sobre estos sentidos revolotea el del «paso de la muerte»,
el último e indeclinable paso a que hay que hacer frente.231
IV
JORNADA III. Habla Escipión, y sus primeras palabras («En forma estoy contento», v.
1113) ilustran el contraste dramático entre los dos campos. Si consideramos, además, las notas
finales de la jornada (desdicha, lamento, dolor), se evidencian en cifra las circunstancias en
pugna que ensalzan el sentido trágico de la obra. Esta aparición inicial de los romanos, que no
vuelven a aparecer en el resto de la jornada, nos provee el punto de comparación necesario para
apreciar en toda su intensidad la tristísima situación de los numantinos.
Escipión expresa lo que podríamos llamar la teoría humanitaria de la guerra: «¿Qué gloria
puede haber más levantada, / en las cosas de guerra que aquí digo, / que, sin quitar de su lugar
la espada, / vencer y sujetar al enemigo?» (vs. 1129-1132). Mas en tal idea no tiene cabida la
acción heroica. Son los numantinos, por boca de Caravino, los que vienen a ofrecer la solución
heroica al dilema vida-muerte: el duelo personal (vs. 1161-1168). Escipión, por expeditiva
razón de estado, rechaza el desafío (vs. 1179-1200): analiza fríamente, en forma maquiavélica
casi, la adecuación que debe existir entre medios y fines, sin dejar entrada al concomitante
sentimental de la vida, ni a las convenciones mundanas. En este cruce de palabras entre
Escipión y Caravino se perfila con nitidez, más allá del conflicto inmediato de la acción
dramática, el antagonismo esencial de España y sus circunstancias. Porque es evidente que el
español ha entendido siempre la vida como dimensión de la voluntad, y esto provoca la
consecuente crisis -y polémica-, en cuanto el mundo periférico se estructura sobre un concepto
de la vida como dimensión de la razón.232 El conflicto de Caravino se nos presenta así con la
recurrencia propia del latido cordial de una nación.
La escena queda vacía, pausa necesaria para recapacitar y apreciar en toda su intensidad el
dilema vital que confrontan los numantinos. Al poco, la escena se empieza a llenar; primero
salen Teógenes, Caravino, Marandro y otros varones numantinos, que comparten su soledad con
el destino. La acción dramática ha llegado a aislar el núcleo trágico, y esto se subraya con el
cambio métrico de octavas a tercetos. Con la entrada de las mujeres y los niños, la tragedia
colectiva se hace de evidencia visual, y se realza la decisión de heroísmo unánime.
Quedan en escena Marandro y Lira: el dúo de amor reintroduce el metro ágil de las
redondillas. Se retoma el tema del amor, la fidelidad y la devoción, aquí entre novios. La
abundancia de antítesis que distingue esta escena es el concomitante estilístico del des-engaño
ambiental, individualizado en el caso de estos dos novios: el futuro para ellos encierra, en vez
de felicidad, tristeza; en vez de bodas, muerte. 233 Vida, muerte y hambre gravitan pesadamente
sobre toda la escena y ensombrecen la expresión lírica del amor.
Estos versos entrañan un muy hábil y artístico doble contraste, que hace que la poesía se
pliegue sobre sí misma y nos llene los ojos de la conciencia con su sistema de alusiones. Ya se
ha visto que estos doloridos versos están en directo contraste con el comienzo exultante de la
jornada, el contento de Escipión. Pero, además, la autorrima (ese repetido paso) llama más
sutilmente nuestra atención hacia la anterior ocasión en que lo mismo ocurre, al final de la
jornada segunda. Más allí todavía le pueden caber dudas a Marandro acerca de la necesidad de
caminar hacia el destino (de ahí el tono interrogativo que usa), ya que aún existe una posible
solución al conflicto vital. Pero Escipión ha recusado esta solución con su negativa al duelo
personal. Al final de la jornada III ya no pueden caber más dudas: la decisión heroica se ha
tomado, y se expresa ahora el movimiento unánime, doliente y voluntarioso de todo un pueblo
que camina al encuentro de su destino, la acción ha llegado al nudo trágico: un pueblo ha
identificado su destino y se ha reconciliado heroicamente con él. Sólo falta presenciar la marcha
histórica de ese sino trágico.
JORNADA IV. Se inicia con la presencia audible de la guerra: «Tocan al arma con gran
prisa». El desenlace trágico se ha precipitado ya, y es ineludible. El estruendo de clarines al
principio, y la alegoría de la Fama al final, que confirma el destino de grandeza imperial de los
herederos de Numancia, enmarcan esta última jornada, y le dan la trascendencia requerida.
El tema imperial es introducido en la última de las octavas con que se abre la acción, donde
se alude al famosísimo verso virgiliano, parcere subiectis et debellare superbos: «Se tiene de
poner la industria nuestra, / que de domar soberbios es maestra» (vs. 1794-1795; cf. también v.
2246: «de haber domado esta nación soberbia»). El tono profético de los versos de Virgilio
prefigura, además, las palabras de la Fama con que se cierra la obra, y donde se profetiza una
grandeza milenaria.
Los romanos dejan la escena vacía -recurso dramático que adquiere gran importancia en
esta última jornada-, y sale Marandro, moribundo, con una cesta de pan. Este hombre, que trae
su muerte a cuestas, trae, asimismo, el símbolo de la vida. La dualidad de opuestos se unifica
aquí en el plano simbólico, así como en el plano intelectual la unificación se da en la propia
marcha del destino histórico de Numancia, al abrirse paso a la vida a través de la muerte.
Cuando Lira se ve sola entre los muertos, a los que muy pronto se unirá, comienza sus
quejas con una increpación a la Fortuna (vs. 1908-1911). La mecánica alusivo-elusiva que
informa La Numancia actúa aquí nuevamente, ya que en uno de los principales planos de la
significación poética, esta jornada es la dramatización de la caída de Fortuna (casus Fortunae),
aunque con novedad total de sentido.234
En sus eternas vueltas, la Fortuna hace caer a los soberbios (la hubris de los griegos), y
soberbia es, precisamente, el pecado de que Escipión acusa a los numantinos en la jornada I (v.
352), y nuevamente al comienzo de ésta, con apropiada paráfrasis de la profecía de Anquises a
Eneas (el debellare superbos del v. 1795). Este casus Fortunae se especifica aquí, en forma
dramática, con la muerte de Bariato, que se acompaña con una buscada alusión al tópico: «Y si
ha sido el amor perfecto y puro / que yo tuve a mi patria tan querida, / asegúrelo luego esta
caída» (vs. 2398-2400).
O sea, que tenemos un tópico de concepción y aplicación ética (el casus Fortunae), y una
caída literal, la de Bariato, que especifica e ilustra la caída de Calisto en la Celestina. Pero lo
que en el campo ético es forzosa dirección única (la caída del soberbio representa su ruina
total), en el arte se puede convertir en doble dirección, lo que se cohonesta con el apoyo en la
tradicional igualdad de Numancia y España, y con apoyo en la casuística: «son los romanos tan
soberbia gente» (v. 617), es la acusación que lanzan los numantinos. Dispuestas de esta manera
las cosas, la caída se convierte, al proyectarse en el devenir histórico, en el levantamiento.
(Vs. 2264-2269)
Y todo ello está dispuesto con vistas a la dimensión máxima que adquiere el final con su
ruina-apoteosis, complejidad de sentido que se resume en el verso final:
VI
Pero el trasponer la realidad no puede ser solución de efectividad actuante. Hay que volver
a ella con ánimo crítico, discernidor, y los testimonios de esta empresa constituyen lo más
cernido de la obra cervantina: el Quijote, las Novelas ejemplares. Mas esto no es superación del
conflicto, sino, más bien, apreciación juiciosa de toda su intensidad y manifestaciones. La
salvación efectiva se da en el Persiles, con su sublimación de la circunstancia a los términos de
la Verdad Absoluta.
El sentido del quehacer colectivo no puede menospreciar el hic et nunc donde arraiga su
realidad histórica, pero este mismo aquí y ahora está cundido de males y sospechas. Allí ejerce
su hegemonía la bestia fiera con que por necesidad dialoga Ruiz de Alarcón (prólogo a la
primera parte de sus comedias), toda esa tristísima realidad que informa a la novela picaresca,
que sirve de trasfondo al impulso ascético, y de la que se escapa desaladamente en la poesía de
un Góngora o la pintura de un Greco.238
En todos estos aspectos, y tantos más, se agita ese imperativo de plenitud con que el
hombre hispánico necesita oxigenar su atmósfera para hacerla respirable. Y sobre esa misma
plenitud conceptual edifica Cervantes su Numancia, construcción artística que en el plano vital
soslaya y encubre la realidad preterible, esa realidad que podemos sorprender por la mirilla que
nos abren las quintillas a la muerte de Felipe II.
Nuestra historia hace su primera aparición precedida por el cuento del medio amigo, 123 y
más tarde se le agrega también el de los tres amigos, tomado del Barlaán y Josafat.124 Estos dos
cuentos tuvieron cierta fortuna literaria, pero no influyeron en nada en la evolución de nuestro
tema.125 Con los primeros ejemplos renacentistas éste cobra individualidad propia y se
desarrolla por sí solo; debido a tales razones lo estudio en forma aislada y especial.
Unas palabras sobre el método expositivo. Divido mi trabajo en tres secciones: la primera
estudia los textos en que se halla el cuento de los dos amigos; trato de seguir, en la medida de lo
posible, el orden cronológico. Doy resumen de la versión en el caso de que ésta ofrezca
variantes de importancia, y después agrego las notas y observaciones que creo necesarias. En la
segunda sección agrupo las alusiones o reelaboraciones episódicas. Por último, en la tercera
parte trato de recoger todos los cabos sueltos y estudiar el progreso de la tradición, señalando
las diversas etapas de su desarrollo.
I. Textos
1. Pedro Alfonso, Disciplina clericalis (comienzos del siglo XII).126 El segundo cuento de
esta recopilación es el de los dos amigos. Dos mercaderes, uno de Baldach (Bagdad) y el otro
de Egipto, se conocen sólo de oídas. El de Baldach va a Egipto, donde es recibido y tratado
fastuosamente por el otro mercader, quien lo aloja en su casa. A los pocos días cae enfermo y se
descubre que esto se debe al amor de una joven con quien el egipcio estaba por casarse y que
vivía en su misma casa. Llevado por la amistad, el egipcio cede la mujer a su amigo, se
celebran las bodas y el de Bagdad vuelve con su esposa a su tierra. Poco después el egipcio
pierde toda su fortuna y, reducido a la pobreza, se dirige a Baldach en busca de su amigo. Llega
de noche y decide pasarla en un templo. En las cercanías ocurre un asesinato, y al ruido acude
gente, que lo interroga sobre el crimen. Para escapar a su pobreza el egipcio se confiesa como el
autor, es llevado ante los jueces y condenado a muerte. Cuando ya se va a hacer justicia, lo
reconoce el mercader de Baldach y, sin vacilar, se declara culpable del crimen. El verdadero
asesino se enternece ante estos extremos y admite la culpa. Los jueces, maravillados, los llevan
ante el rey, quien perdona a los tres, una vez averiguada la verdad. El de Baldach reparte su
fortuna con su amigo, y éste se vuelve a Egipto.
La Disciplina clericalis es, ante todo, un manual de ética, y el propio autor la consideraba
como tal.129 Pero el moralista, en el caso de Pedro Alfonso, va de la mano con el hombre de
letras consciente de su oficio, y los dos buscan, con propósito deliberado, cautivar al gran
público.130 Ambas personalidades se complementan y contrarrestan, pero, como sucede en los
demás ejemplarios medievales, no se integran en el cuerpo de la obra, sino que proceden por
separado: primero expone el moralista, después narra el literato. El principio jerarquizador, tan
caro a la mentalidad medieval, supedita el relato a la exposición moral; la fábula queda relegada
a segundo plano y su desarrollo artístico sufre en consecuencia. De intento se despoja el relato
de toda superfluidad, y la narración así aligerada se nos ofrece descarnada, reducida a sus líneas
esenciales. Los personajes tienen sólo valor simbólico, y en este plano actúan. Por consiguiente,
sus acciones interesan nada más que en la medida en que ayudan a la revelación y acentuación
de ese valor. Quedan así casi anulados los excursos narrativos amplificatorios; si se detiene o
desvía la acción es sólo para dar las explicaciones mínimas necesarias que adelanten el progreso
de la fábula. Las posibilidades novelísticas se sacrifican al propósito didáctico. Desde el punto
de vista literario, éste se podría llamar el estado embrionario, y en él permanece el apólogo
durante toda la Edad Media española.
2. El libro del caballero Cifar (hacia 1300).131 Dos jóvenes se crían juntos y con gran
amistad en una ciudad, en «tierras del Corán». Uno de ellos (A) abandona la ciudad para buscar
fortuna, y la hace en otra tierra. B permanece en su casa, pero a la muerte de sus padres pierde
todos sus bienes, y sale a buscar a A. Lo encuentra y es tratado a cuerpo de rey. Se enamora de
la prometida de A y sus deseos reprimidos lo ponen a punto de muerte. Se confiesa con un
capellán, quien le cuenta a A lo ocurrido. Éste se presenta de inmediato ante su amigo y le
convence de que debe tomar a la joven por mujer; cosa nada difícil, pues ella, a su vez, está
enamorada de B. Celebrada la boda, los novios parten, y A soporta la furia de los parientes de la
joven, que se consideran deshonrados. Las luchas con ellos terminan por arruinarle, y abandona
su casa, buscando la protección de B. En el camino le sucede un tropiezo, pero llega, sin
embargo, a la ciudad de su amigo. Como es de noche, las puertas están cerradas, y A se recoge
en una ermita. Esa noche riñen en la ciudad dos hombres, y uno mata al otro. La justicia halla al
muerto, e inmediatamente va a comprobar si las puertas de la ciudad están cerradas. La que da a
la ermita está abierta, y por ella salen los guardias y apresan a A. Sin vacilar él confiesa el
crimen, y es condenado a muerte. Llega B y, al reconocer a su amigo, se acusa del asesinato. El
verdadero culpable siente remordimiento y declara lo sucedido. Se presenta el caso al
emperador, quien perdona a todos. A, B y el asesino se hacen amigos y viven felices y ricos.
Como se puede apreciar, las divergencias con Pedro Alfonso son numerosas. 132 El conjunto
de ellas, y en especial algunas, me inclinan a suponer que el anónimo autor conoció una versión
distinta. Existe, desde luego, la posibilidad de la transmisión oral, pero escrita u oral, me parece
que la fuente del Cifar no se remonta directamente a Pedro Alfonso, sino más bien a una
versión parecida a la de los Gesta Romanorum.133 Los amigos no son ya mercaderes, en lo que
coinciden el Cifar y los Gesta, si bien éstos los hacen caballeros. El caso de los tres reos, en
ambas obras, no es juzgado por un rey, como en la Disciplina, sino por un emperador. Por
último, tanto los Gesta como el Cifar omiten la partición final de la fortuna con el amigo
empobrecido.
El carácter del autor anónimo de la novela está trazado con fuertes rasgos a lo largo de toda
su obra. Como dice María Rosa Lida de Malkiel: «Evidentemente era quien lo escribió un
clérigo muy devoto, muy predicador y, a la vez, muy amigo de golpes y batallas y muy lector de
toda suerte de narraciones, pero con clara preferencia por sus normas eclesiásticas ». 134 El autor,
imbuido de un irrefrenable didacticismo, no se abandona del todo a su ficción caballeresca, y el
conflicto creado por esta tensión hace que la obra se debata entre ambos extremos sin llegar a
integrarlos. A esta vena didáctica se une un desmedido afán amplificatorio (típico, hasta cierto
punto, de la prédica religiosa) que a veces diluye demasiado la materia artística. Ambas
características quedan bien ejemplificadas en nuestro cuento.
Algunas de las amplificaciones del Cifar obedecen al simple deseo de dar mayor extensión
al marco narrativo. Así, la primera prueba de la amistad en esta obra (salida de A,
empobrecimiento de B, viaje de éste y dádivas de A) no es más que repetición, con los
personajes trocados y menor detalle, de la segunda prueba. El autor agrega, además, un previo
matrimonio de A, del que éste ha quedado viudo. En otras ocasiones la materia artística se
amplía para dar cabida a la observación del detalle simple y concreto, con esa tendencia
típicamente española a enlazar el mundo artísticamente creado con el cotidiano. La descripción
del asesinato que provoca la final prueba de amistad ilustra bien este punto:
El autor del Cifar vislumbró las posibilidades novelísticas del cuento y trató de darle
mayor amplitud, pero su entusiasmo didáctico le impidió desarrollarlas plenamente. La
narración no sólo no se libera de su marco ejemplarizador, sino que éste adquiere mayor relieve.
Así y todo, se hacen tanteos en el aprovechamiento artístico de la fábula, pero este intento no
tiene imitadores hasta mucho más tarde.
4. La vida del Ysopet con sus fábulas hystoriadas (Zaragoza, 1489).142 Esta narración
también sigue muy de cerca el relato de Pedro Alfonso. En una sola ocasión se aparta un tanto
de su modelo: el mercader egipcio se refugia en el templo, «donde reboluiendo e pensando
muchas cosas entre sí, se enojó de estar allí e salió dende por causa de quitar sus pensamientos
andando fuera; e saliendo del templo él encontró con dos ombres en la calle, el vno de los
quales mató al otro e fuyó ascondiéndose por esa cibdad» (fol. CXII v.º). A esto se reduce la
originalidad del anónimo traductor.
La vida del Ysopet agrega hacia el final algunas fábulas que no son esópicas (como las de
Aviano) y algunos cuentos -que no fábulas, como se puede apreciar- tomados de Pedro Alfonso,
Poggio y otros. Pero esta curiosa recopilación no es obra del traductor anónimo, pues se basa
casi íntegramente en el texto latino que estableció el alemán Heinrich Steinhöwel y que se
publicó en Ulm hacia 1474.143 Las únicas divergencias con Steinhöwel ocurren justamente en la
última parte, «Fábulas colletas», que es donde figura nuestro cuento. El número es de veintidós
en la edición de Zaragoza, 1489, pero se aumentó a veintiséis en la de Burgos, 1496 (Libro del
Ysopo, famoso fabulador historiado en romance). Comenzando con la fábula 15 de esta parte,
el orden respecto a Steinhöwel está levemente cambiado, y tres de ellas (17, 21 y 22) van
añadidas por el traductor español.144 Poco puso este de su cosecha, y el cuento de los dos
amigos, como ya he indicado, no es ninguna excepción. El relato figura en Steinhöwel, pero sin
las frases copiadas más arriba.145
Nada nuevo agrega el Ysopet a la tradición pero el hecho de incluirse aquí nuestro cuento
es de capital importancia. En primer lugar, las fábulas de Esopo eran bienes mostrencos de
amplísima circulación entre letrados y analfabetos; así, el cuento de los dos amigos ganó en
popularidad; las continuas reimpresiones del Esopo de 1489 mantuvieron viva la parábola. Ésta
se reimprimió con el resto de las fábulas por lo menos hasta principios del siglo XIX, cuando
criterios filológicos más ceñidos redujeron su número a las estrictamente esópicas.146
5. Martín de Reina, Dechado de la vida humana moralmente sacado del juego del axedrez
(Valladolid, 1549).147 La narración es aún más apretada que en la Disciplina clericalis. Sólo al
final discrepa: la causa es fallada por un juez, y el mercader egipcio recibe no sólo la mitad de
los bienes de su amigo, sino también a la hermana de éste como esposa.148
La obra de Reina introduce en España un final modificado de nuestro cuento que resulta
más satisfactorio porque completa el paralelismo de las acciones de los dos amigos. Pero su
extrema concisión nos demuestra que el filón novelístico latente en él permanece ignorado por
el autor.156
La historia del Decamerón es la siguiente: El padre de Tito Quinzio, Fulvo, noble romano,
lo envía a Atenas a estudiar y lo pone a cargo de su viejo amigo Cremete. Allí se hace íntimo
amigo de Gisippo, hijo de Cremete. A la muerte de su padre, Gisippo, escuchando el consejo de
amigos y parientes, decide casarse con Sofronia, pero antes de hacerlo se la presenta a Tito.
Éste se enamora perdidamente y de resultas cae enfermo. Asediado por su amigo confiesa al
cabo la verdad, y Gisippo lo consuela diciéndole que le cederá su novia: siempre podrá
encontrar otra mujer, pero nunca otro amigo como Tito. Convienen en que la ceremonia
proceda conforme a lo establecido, pero que en la noche Tito sustituya a su amigo en el lecho
nupcial. Así se hace y el engaño continúa por cierto tiempo hasta que Tito recibe una carta en
que se le pide que regrese a Roma porque su padre ha muerto. Esta circunstancia fuerza el
descubrimiento de la verdad, pero Tito convence a los parientes de Sofronia de que ésta ha
salido mejorada del engaño. El romano parte con su mujer; al poco tiempo Gisippo es
desterrado de Atenas por motivos políticos y abandona su patria en la más dura pobreza. Se
encamina hacia Roma y a su llegada se detiene ante la casa de su amigo. Tito no lo reconoce y
Gisippo, desesperado, se refugia en una cueva donde se queda dormido. Dos ladrones entran a
dividir su botín, y después de un altercado uno de ellos mata al otro. Gisippo es apresado y se
acusa del crimen. Por casualidad Tito aparece en la corte, reconoce a su amigo e
inmediatamente decide confesarse asesino. El pretor Varrón queda estupefacto, y más aún
cuando el verdadero matador reconoce su fechoría. El caso llega a oídos del emperador
Octaviano, quien da la libertad a los tres. Tito divide su fortuna con Gisippo y le da su hermana
como esposa.
El problema que apasiona a los especialistas es el de las fuentes de esta historia. Tres son
las soluciones propuestas: 1) Boccaccio utilizó la Disciplina clericalis; 2) su fuente es el poema
francés del siglo XIII, Athis et Prophilias, atribuido a Alexandre de Bernay, ramificación del
cuento de los dos amigos; 3) Boccaccio se inspiró en una novela bizantina perdida que también
fue usada por el autor de Athis et Prophilias. Pero esta cuestión cae fuera de los límites que me
he trazado.
De acuerdo con estas características, el cuento de los dos amigos también cambia de
sentido. La lección ejemplarizadora es lo que menos interesa al autor; se acentúa en cambio la
peripecia y, en general, la materia novelística pasa a primer plano. Al mismo tiempo esta
(Vs. 241-248).
materia no es demostración de un postulado doctrinal; se basta a sí misma, sin sostenerse en
moralidades anejas; la moral didáctica se reemplaza por un exaltado himno a la amistad. Todos
estos puntos eran, justamente, los que daban cierta unidad a los testimonios medievales
aducidos hasta aquí. Mientras el fin didáctico fue lo primordial no se veía la necesidad de
reelaborar la materia; pero ahora se persigue el fin artístico, y para llegar a él cada autor
moldeará el cuento de acuerdo con sus intenciones. En esta forma se inicia en España la
segunda etapa del recorrido literario de la historia de los dos amigos.
Pero todos estos materiales de procedencia clásica nada tienen que ver con nuestro cuento.
Las aficiones humanistas del autor agobian la historia de los amigos bajo el peso de los temas
grecolatinos. De ella sólo se salvan el hecho de que ambos estén enamorados de la misma
persona y las mutuas pruebas de abnegación al tratar cada uno de ellos de acallar su pasión.
Estos detalles no son suficientes para decidir si Pérez se inspiró en la versión tradicional del
cuento o en la de Boccaccio, o en ambas a la vez, lo que no tendría nada de extraño vistas la
popularidad y difusión de las dos.162
(Pp. 232-233).
(Pp. 156-157).
Estas muestras ponen en claro las relaciones entre Timoneda y Trancoso, no bien
puntualizadas hasta ahora. Pero no toda la historia es imitación tan servil. En la segunda parte el
portugués se aparta algo de su modelo, o mejor dicho, amplifica lo ya expresado por Timoneda
e inventa discursos que éste apenas insinúa. Tal es el caso de la larga acusación del verdadero
criminal, seguida de su propia historia, ésta última creación de Trancoso.168
La historia de Timbrio y Silerio se identifica con nuestro cuento por dos rasgos esenciales:
un amigo se sacrifica para liberar al otro de una muerte segura, y los dos amigos se enamoran
de la misma mujer, con las consiguientes pruebas de amistad; lo demás es contribución
cervantina al tema. Por otra parte, los dos episodios identificables están invertidos en su orden
respecto a las versiones anteriores.
Todos los críticos citados en nota están contestes en ver en esta historia una imitación de
Boccaccio. Desde la perspectiva que nos permiten las páginas precedentes, creo que las cosas
cambian un poco de aspecto, y que Cervantes no acudió necesariamente al Decamerón. De las
versiones estudiadas conocía, casi con seguridad, las del Ysopet, Alonso Pérez y Timoneda;
además, no creo que sea arriesgado suponer que circulasen versiones orales, como las hubo más
tarde. Pero, dejando de lado lo hipotético, hay dos puntos en que la historia de Timbrio y Silerio
repite circunstancias que se hallan en los ejemplos hispánicos y no en Boccaccio. Silerio,
acongojado por la presunta muerte de Nísida y la desaparición de su amigo, busca refugio en
una ermita y es allí donde lo encuentran los pastores. En el Caballero Cifar también es una
ermita el puerto de refugio del amigo desesperado. Además, Timbrio enferma de amores, pero
poco después nos enteramos de que su pasión por Nísida es correspondida. Nuevamente este
detalle aparece en el Cifar. Aunque no es nada seguro, parece probable, dada la curiosidad de
Cervantes por el género caballeresco, que hubiera leído esta novela (recordemos los curiosos
paralelos entre el Ribaldo y Sancho), pero no quisiera caer en el error de quienes necesitan
buscar una fuente libresca para cada página cervantina. Lo evidente e irrecusable es que
Cervantes utilizó estos dos detalles en que se aparta de Boccaccio y se acerca a la tradición
hispánica.
El desarrollo de la historia de Timbrio y Silerio, tan distinto del de casi todos los ejemplos
recogidos, se asemeja en varios pormenores, sin embargo, a la versión de Alonso Pérez. El
parecido más general y evidente es que, en ambos casos, se trata de un cuento interpolado en
una novela pastoril.171 En ambas ocasiones es uno de los amigos quien empieza a contar la
historia, pero su relato es terminado por otros narradores (Timbrio en la Galatea, Crimene y
Stela en la Diana segunda). Por lo tanto, la historia no se cuenta de un tirón, sino que se parcela
debido a que el mundo que rodea al narrador irrumpe continuamente en el de su relato, cortando
el hilo. Por último, en el momento en que se narra la historia ambos amigos están separados y
sólo mucho después se reúnen.172
Antes de pasar a otro tipo de comparaciones quiero estudiar de cerca dos episodios de la
historia de Silerio. Cuando éste decide disfrazarse de truhán para acercarse a Nísida se detiene a
ponderar su ardid con las siguientes palabras: «Usé de un artificio el más estraño que hasta hoy
se habrá oído ni leído» (Biblioteca de Autores Españoles, I, p. 28b). La afirmación hiperbólica
seguida por el contraste brusco con la categoría real del hecho es una de las formas favoritas de
la ironía cervantina -recordemos, para no ir más lejos, algún epígrafe del Quijote, como el de la
aventura de los batanes: «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue
acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la
Mancha» (parte I, cap. XX)-. En nuestro caso, Cervantes hereda la fórmula de la literatura
caballeresca, pero en vez de mantener el término introductor y el introducido en el mismo nivel
elevado (como ocurre en la caballeresca), se complace en marcar una profunda diferencia en el
tono de ambos, al punto de que se vacía de sentido lo dicho en la introducción. Entre definidor
y definido hay como un escamoteo de la materia artística. Aquí, como en tantos otros casos, la
fórmula aceptada no es más que un trampolín para pasar a otras esferas artísticas. Pero
volvamos a Silerio: las razones de su hipérbole, una vez expuestas, le roban a ésta todo
fundamento, como sucede continuamente en la obra cervantina. Una afirmación como la de
Silerio es siempre un toque de atención del autor: lo que sigue negará el antecedente. Y así
sucede aquí: la estratagema «inaudita» consistirá en disfrazarse de truhán, artificio que se
encuentra en la literatura, por lo menos desde las Folies Tristan (ambos poemas de la segunda
mitad del siglo XII) y ha circulado incesantemente en el folklore europeo. 173 El otro punto que
quiero señalar es también un viejo motivo literario: Silerio se olvida de atarse la blanca toca al
brazo, señal de la victoria de Timbrio, y esto casi provoca una tragedia. Pero el mismo olvido
(no izar las velas blancas, indicadoras de la llegada de Iseo) acarrea la muerte de Tristán, y
mucho antes ya había tenido funestas consecuencias en la leyenda de Teseo.174
Una de las características de Cervantes es su continua vuelta a los mismos temas para ir
encarándolos desde diversos puntos de vista. Al correr de estas páginas espero haber
demostrado cómo esta característica implica una simultánea reconsideración de lo estético y lo
ideológico. Considerada de esta forma, la Galatea cobra nueva importancia. El interés por lo
pastoril nunca decayó en Cervantes, y en sus últimas palabras escritas todavía promete la
segunda parte de su Galatea.175 En este sentido es interesante la comparación entre la historia de
Timbrio y Silerio y El curioso impertinente. El autor establece en ambos casos el mismo
ambiente temático. En la Galatea el relato se inicia con la siguiente declaración: «Casi
olvidándose a los que nos conocían el nombre de Timbrio y el de Silerio -que es el mío-,
solamente los dos amigos nos llamaban» (ed. cit., I, p. 26a). En el Quijote la situación es
idéntica, pero se presta mayor atención a la exactitud verbal: «En la provincia que llaman
Toscana vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por
excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían los dos amigos eran llamados» (parte I,
capítulo XXXIII).176 El eco verbal refuerza la intención del autor: crear la ilusión de que el
lector se halla ante otra elaboración del cuento de los dos amigos, si bien la intención artística
en el Curioso atiende a un efecto «mitificador», como se explica en el ensayo anterior. Pero así
y todo, aquí entra en juego el torcedor de la verdad; la afirmación se tergiversa y anula
finalmente, en forma semejante a la ya explicada, con otros fines, más arriba. El resultado es la
tremenda ironía de aplicar a Anselmo y Lotario el calificativo de «los dos amigos por
antonomasia». La ilusión inicial se desvanece rápidamente, pues Cervantes quiere ahora
explorar otra posibilidad del tema. 177 Los dos amigos, paradigmas de lealtad y fidelidad, ya han
sido tratados exhaustivamente en la Galatea, pero la historia puede dar más de sí si se alteran
los valores. Aceptado el cambio de enfoque, una de las preguntas que surgen es ésta: ¿qué
pasaría si uno de los amigos no fuera ni fiel ni leal? En el plano de la creación artística, la
respuesta se formula en la novella del Quijote. Así, El curioso impertinente es lógico desarrollo,
y superación, del cuento de Timbrio y Silerio. Más aún: las acciones de Lotario, paralelas en
sentido inverso a las de Silerio, se justifican con su triunfo, y esta victoria inmoral provoca el
derrumbamiento del mito. Considerado en esa forma, El curioso impertinente es etapa última en
el desenvolvimiento de la historia de los dos amigos, y al mismo tiempo su destrucción. Es el
tope de finalidad absoluta, después del cual no cabe plantearse el cuento de los dos amigos
como problema.178
11. Lope de Vega, La boda entre dos maridos (1595-1601).179 Las líneas generales repiten
la historia del Decamerón, pero hay ciertas divergencias y amplificaciones de importancia. El
cambio de maridos, sobre todo, se ajusta a la moral vigente: Lauro, que está por casarse con
Fabia, se retira al campo y deja como representante para la boda a su amigo Febo. Pero el poder
está hecho en tal forma, que resulta ser Febo y no Lauro quien realmente se casa con Fabia.
Esto salvaguarda la moral, y ahora sí puede Febo sustituir a su amigo en el lecho nupcial (acto
II). Cuando se conoce la verdad, los parientes de Fabia se enfurecen; tratan de matar a Lauro y
por último lo arruinan. Éste huye con su criado a París, patria de su amigo. En el camino son
saqueados por unos bandoleros, pero Lauro consigue llegar a París. Ve a Febo hablando con su
tío el preboste y le pide una limosna; Febo no lo reconoce y se la niega. Mientras tanto, otro de
los personajes ha tenido un duelo y ha matado a su contrincante, cuyo cadáver esconde en una
cueva. A ésta llega el apesadumbrado Lauro, y cuando aparece la guardia, que anda
persiguiendo a los bandoleros, se acusa del crimen. Es llevado ante el preboste y esta vez Febo
sí lo reconoce. Se sigue la competencia de generosidad y la comedia termina con el matrimonio
entre Lauro y una hermana de Fabia.
La fuente parece ser Boccaccio, pero hay pasajes que no se hallan en la historia de Tito y
Gisippo, y sí en algunos de los ejemplos españoles. La violenta reacción de la familia engañada
nos recuerda la versión del Caballero Cifar, aunque bien podría explicarse por la convención
literaria del código del honor. Cuando Febo parte a su patria, lo hace no sólo con su esposa, sino
también con Celia, hermana de ésta. En la misma forma Timbrio, en la Galatea, llega a España
acompañado de Nísida y su hermana Blanca.181 El viaje de Lauro, interrumpido por su captura,
recuerda la detención de Timbrio en Cataluña, también por unos bandoleros, episodio que se
halla igualmente en Timoneda. El mismo Lauro durante toda la comedia no tiene ojos más que
para Fabia, pero al final, sin preparación alguna, termina casándose con Celia, de quien nunca
se nos dijo que estuviese enamorado; recuérdese que, en Boccaccio, Gisippo se casa con la
hermana de su amigo. El casamiento final es convención de la comedia, pero sucede que
también Silerio suspira solo por Nísida y se casa inesperadamente con su hermana Blanca. Por
último, cuando Lauro llega a París pide personalmente limosna a Febo, quien no lo reconoce.
En el Decamerón Gisippo se detiene frente a la casa de Tito, hasta que éste pasa sin dar señales
de reconocerlo. Pero el episodio de la limosna se halla ya en Timoneda.182
12. Matías de los Reyes, El curial del Parnaso (Madrid, 1624).183 Esta versión no se inspira
en Timoneda, como ha venido afirmándose,184 sino que imita el cuento de Fernandes Trancoso,
y tan de cerca que llega a la traducción casi literal. Baste la comparación del siguiente trozo,
tomado del discurso del verdadero asesino, y que no se halla más que en estas dos versiones
(Trancoso, ed. cit., p. 170; Reyes, pp. 40-41):
Sigue paso a paso la adaptación de Trancoso, 185 y en algunos lugares la suplementa con
detalles tomados de la comedia de Lope.186 Es, por lo tanto, producto netamente peninsular.187
Lo que llama poderosamente la atención del lector es la obsesión de Reyes por las
referencias temporales.190 Tal insistencia no es casual y tiene su explicación histórica. El
hombre del siglo XVII corre desalado en pos del presente, que continuamente se le escapa de
entre las manos, dejándole nada más que «el polvo, la sombra y la nada» de algo que ya pasó.
La conciencia de esta temporalidad -la discontinuidad del tiempo que se fragmenta en
presentes-pasados- se hace carne en el individuo y produce una angustia más íntima aún que en
otras épocas de sentir semejante. El fijar el tiempo crea la ilusión de una continuidad
poseíble.191
13. Cristóbal Lozano, David perseguido y alivio de lastimados, primera parte (Madrid,
1652).192 Un mancebo cristiano dedicado al comercio enviaba sus barcos a distintos puertos. En
uno de esos viajes un barco suyo llegó a cierta ciudad de Oriente, donde un mercader gentil
agasajó extremosamente a la tripulación, dándole, además, grandes regalos para el mancebo.
El cristiano los recibió con alegría y retribuyó el presente con otros más ricos aún; el gentil
devolvió los dones doblados. Con esto se pica la curiosidad del mancebo, quien parte para
conocer a tan generoso amigo. El gentil lo recibe con grandes honores. Pasado un tiempo el
cristiano quiere volver a su tierra, pero su amigo se niega a dejarlo partir sin que se lleve parte
de sus riquezas. No acepta el mancebo y el mercader gentil insiste, le muestra su harén y lo
insta a que elija una mujer como esposa. Vencido, el cristiano escoge una, que resulta ser la más
amada por el gentil. Parte el mancebo con su mujer y, después de bautizada, se casa con ella.
Mientras tanto el gentil cae en una negra tristeza y, a la larga, pierde toda su fortuna. Sale en
busca de su amigo y llega, por fin, a la ciudad donde éste vive. Se presenta en su casa, pero el
portero no lo admite y le da con la puerta en las narices. Se recoge el gentil al portal de una
iglesia y allí se duerme. Esa misma noche un ladrón mata a su víctima y la echa al mismo
portal. Con la mañana se descubre el crimen y es acusado el mercader de Oriente. Reconoce
éste su supuesta culpa y es llevado a ajusticiar en la plaza. Aquí lo ve el mancebo, quien se
reconoce culpable a gritos. La conciencia del verdadero asesino lo obliga a confesarse como tal;
se averigua la verdad y los tres son perdonados. El gentil se bautiza y el cristiano le da una
prima suya como esposa, junto con la mitad de sus bienes.
Como en la mayoría de los casos, Lozano declara su fuente, y esta es el Bonum universale
(ejemplo 2, cap. 19) del monje belga Tomas Cantipratanus (de Cantimpré). Su versión sigue el
original tan de cerca que no hay variante de importancia.
La enorme popularidad de que gozaron las obras de Lozano dio, en muchos casos, forma
casi definitiva a las leyendas por él recogidas. El cuento de los dos amigos no es excepción.
Lozano, hombre de indudable erudición, se remonta a una primitiva versión de la historia, que
se halla muy cerca de la Disciplina clericalis, omitidas las circunstancias de que uno de los
mercaderes es cristiano y la boda final. Esta forma, que ignora los diversos tratamientos de los
siglos XVI y XVII, es la que se consagra en los siglos posteriores.
14. El cristiano y el gentil (Valencia, 1814).193 Hilka encontró este romance vulgar plebeyo
-que no popular, como él supuso- en la Staatsbibliothek de Berlín: es un pliego suelto impreso
en Valencia en 1814. En los dos últimos versos el coplero declara su nombre («Y Juan Méndez
pide a todos / el perdón de sus defectos»). Al comienzo hace lo mismo respecto a sus fuentes:
«Podrá mi inconstante pluma / escribir sin embarazo / la historia que nos refiere / Tomás, y yo
mencionado / lo hallo en David perseguido, / en su primero tratado». Por Tomás se entiende el
de Cantimpré, pero con toda seguridad Juan Méndez no conoció esta obra ni por las tapas y
tomó la referencia de la declaración de fuentes de Lozano, su verdadero modelo.194
En tres puntos solamente se aparta de la versión del David perseguido:195 algunos de los
personajes quedan identificados (don Félix es el cristiano, Flora la mujer que le cede el oriental,
y éste al convertirse recibe el nombre de Pablo); don Félix es originario de Mesina, «puerto de
las costas de Levante» (que en Lozano se menciona como uno de los destinos de sus navíos);
Pablo se casa con una hermana de don Félix (en el David es una prima).
Esta versión pertenece al desdichado romancero del siglo XVIII, si es que las coplas de
ciego merecen tal nombre. El Romancero Viejo y el Nuevo quedan reemplazados por la jácara,
por las composiciones inspiradas en la novelística universal o de pura imaginación. El público
también cambia: estos romances escritos por zafios copleros están dirigidos a sus pares. Pero
entre ellos gozaban de envidiable popularidad, al punto de que el Gobierno trató de prohibir su
publicación.196
El dudoso servicio que el poetilla Juan Méndez hace al cuento desde el punto de vista
artístico se convierte, por otra parte, en no despreciable favor, si lo consideramos desde el punto
de vista de la popularidad. A través del pliego suelto los dos amigos se difunden por todos los
rincones de las clases bajas.
15. José Zorrilla, Dos hombres generosos (Madrid, 1842).197 El argumento es casi idéntico
al de Lozano y Méndez, en especial al de este último. El cristiano se llama aquí don Luis
Tenorio y vive en Cádiz; su esposa no se llama Flora, sino Eliodora (como mora se llamaba
Zulima), y el musulmán convertido se casa con una hermana de don Luis.
Méndez, texto que cambia un poco la cuestión. El propio poeta declara en Dos hombres
generosos que éste «es un cuento asaz entretenido / con puntas de moral, sana y sencilla / en
Castilla aprendido, / a manera contado de Castilla». Los críticos, acostumbrados a aceptar con
escepticismo las declaraciones de fuentes de Zorrilla, han hecho caso omiso de esta explícita
admisión, y en ello han errado. Indudablemente, el cuento de los dos amigos existía en la
tradición oral, al menos en la forma de romance plebeyo, y Zorrilla lo puede haber conocido en
esta versión o en otra parecida. Si añadimos el hecho de que aquí el gentil también se casa con
una hermana del cristiano (como en Méndez; «prima» en Lozano), se hace casi seguro que el
poeta no imitó el David perseguido, sino su versión populachera.
Este breve episodio se parece mucho a las causas de la prisión del segundo amigo. En
ambos casos el protagonista duerme, se comete un crimen en sus cercanías y es falsamente
acusado de éste. De aquí en adelante Lope echa por rumbos muy distintos.
En el último acto don Sancho, tratando de salvar el honor de don Bernardo, mata al
hermano de éste sin conocerlo. Don Sancho huye y la justicia apresa a don Bernardo, quien,
para asegurar la libertad de su amigo, se acusa del crimen. Es llevado a la cárcel, donde aparece
don Sancho confesándose culpable. Síguense las consabidas pruebas de abnegación hasta que el
caso llega a oídos del rey Felipe II, quien envía su sentencia de exculpación por medio del
duque de Medinasidonia. Al mismo tiempo le encarga a éste que ruegue a los amigos que lo
incluyan en su amistad.
3. Tirso de Molina, Cómo han de ser los amigos (1612).205 El parecido es de orden muy
general para que sea indudable la filiación. Don Manrique de Lara traba íntima amistad con don
Gastón, conde de Fox. Este último está enamorado de Armesinda y don Manrique le ayuda a
conquistarla, pero en el ínterin queda también hechizado por la dama. Sacrifica su amor y deja
el campo libre al amigo, sin aludir a su pasión. Esto acarrea su locura y un desenlace que no
tiene nada que ver con nuestro cuento. Queda, sin embargo, el conflicto entre amor y amistad,
de importancia básica en la versión tradicional.
Montalbán fue un parásito literario que medró gracias a la protección de Lope, reflejos de
cuya gloria llegaron a tocarle. Su obra, de regulares dimensiones, es toda de segundo orden. Sin
embargo, la novelita «La desgraciada amistad» gozó el honor póstumo de ser imitada por un
escritor de mucho más talento. En Le diable boiteux, de Lesage, aparece la misma historia con
el título «La force de l'amitié»; los pocos cambios introducidos ocurren casi todos hacia el
final.210
III. Resumen
Este cuento, seguramente de origen oriental, se esparce por España y Europa merced a la
enorme popularidad de la Disciplina clericalis obra en la que halla su primera forma. Debido a
las especiales preocupaciones del vivir medieval, el cuento se mantiene, hasta bien entrado el
siglo XVI, muy cercano a su primero y esquemático modelo. La validez de la moral es lo
esencial, las filigranas artísticas, lo de menos; de aquí la repetición de la materia sin variar casi
la forma. Cuando el desarrollo artístico recibe mayor consideración (Caballero Cifar), lo hace
de la mano de una ampliación del fin didáctico. Las propias circunstancias de nuestro cuento lo
convierten en instrumento ideal de las ejemplificaciones éticas; de aquí que reaparezca
continuamente en los numerosos Libri exemplorum.
La continuidad del tema en España, sin embargo, no es producto de la mera copia del
antecedente cronológico: en literatura no se conoce la línea recta. A la Disciplina clericalis
sigue el Cifar, que con sus adiciones detallistas parece indicar un modelo extranjero. El cuento
se origina, para nuestro propósito, en España y rápidamente se populariza por el resto del
continente y de allí vuelve a su patria. Entre la Disciplina y el Cifar hay todo un proceso de
emigración, adaptación en el extranjero y regreso, que encontramos repetidamente en la historia
posterior del cuento. El Libro de exemplos de Sánchez de Vercial ignora el desarrollo
intermedio y va a inspirarse directamente en la obra de Pedro Alfonso. La evolución temática
representada por el Cifar queda marginalizada y se vuelve a la forma primitiva. Este ignorar las
formas más desarrolladas para volver a las más enjutas es otra característica de nuestro tema -y
de nuestro pensar hispánico- que reaparece más tarde. El Ysopet ignora de nuevo la tradición
peninsular y usa un modelo de fuera (Steinhöwel). Una adaptación del cuento de Pedro Alfonso,
hecha durante sus andanzas por el extranjero, regresa a su país de origen como una novedad. Es
lo mismo que sucede con la obra de Martín de Reina, desconocedor de todos los ejemplos
españoles anteriores, al punto de hacer de Pedro Alfonso «un filósofo de Arabia». Al traducir el
Libellus de ludo scacchorum vierte al castellano una versión extranjera de algo que se había
iniciado en la misma España.
Hasta aquí, las versiones del cuento sacrifican las posibilidades novelísticas a la moral.
Esta escala de valores les impide diferenciarse, pues, para sus autores, el verdadero interés no
está en el contenido narrativo, sino en el contenido simbólico, que por definición es el mismo.
Pero en el Renacimiento todo sufre un desplazamiento; lo que Lovejoy llama «the great chain
of being» recibe un duro golpe y varios de sus eslabones saltan, para no ser reemplazados más.
Se deja de mirar al cielo; el mundo se vuelve inmanente, y el hombre, libre de opresiones
jerárquicas, se contempla a sí mismo, asombrado del hallazgo.
Todo esto se refleja en los nuevos tratamientos de nuestro cuento, liberado ahora de su
dependencia de la moral. A ello contribuye la popularidad que por entonces alcanza el
Decamerón. En una de las obras de un autor admirado por todos se halla el viejo cuento de
Pedro Alfonso, desarrollado ahora con nueva eficacia narrativa que busca ante todo el realce de
la peripecia y el primor artístico. Siguiendo las nuevas pautas se adentran los autores en las
posibilidades del tema, y en menos de cien años (de Alonso Pérez, 1564, a Cristóbal Lozano,
1652) hallamos doble número de ejemplos que en los cuatro siglos largos que median entre
Pedro Alfonso y el Ysopet. Paralela a la liberación espiritual, y como resultado de ésta, tenemos
la liberación de temas y formas.
El primer explotador de los nuevos horizontes es Alonso Pérez, quien, en forma
característica, injerta en el viejo tronco frondosos brotes de la tradición grecolatina. Del cuento,
tal como lo conoció Pedro Alfonso, queda sólo un atisbo; lo demás es producto de las lecturas
clásicas del autor. En cambio, Timoneda, hombre de escasa formación humanística, prefiere
seguir un modelo determinado, y para el efecto elige a Boccaccio, lo que no deja de ser
significativo. No copia servilmente, sin embargo, e introduce innovaciones que son continuadas
y adicionadas por Gonçalo Fernandes Trancoso; éste no sigue a Boccaccio, sino al librero
valenciano. La obra del cuentista portugués inspira a Matías de los Reyes, quien a su vez
corrige y aumenta a su modelo. Tenemos así el curioso caso de un cuento originariamente
español (Pedro Alfonso) que directa o indirectamente pasó al italiano (Boccaccio), de aquí al
castellano (Timoneda) y de éste al portugués (Trancoso), para volver, por fin, al castellano
(Reyes).
Con Lope de Vega (La boda entre dos maridos) nos hallamos nuevamente más cerca de la
forma tradicional. Sigue el cuento de Boccaccio, probablemente a través de la versión de
Timoneda, y lo adereza con recuerdos de la Galatea. La lectura de esta última obra se
manifiesta más claramente en la concepción de otra comedia suya, Amistad y obligación. Para
esta época el cuento de los dos amigos era popularísimo y, como en todos los órdenes literarios,
la popularidad acarrea la fragmentación. En vez de utilizar la totalidad de la historia, ahora se
pueden usar episodios aislados. Florece el proceso alusivo; el autor sabe que será entendido de
todos, dada la popularidad del original. Así ocurre en los ejemplos de Tirso, Alarcón, Montalbán
y el mismo Lope.
Con Cristóbal Lozano, gran lector de toda suerte de historias, el cuento vuelve casi a su
forma primigenia. Desconocedor de la Disciplina clericalis, utiliza, en cambio, la derivación de
Tomás de Cantimpré. Hace retroceder a la tradición, por lo tanto, unos cuatro siglos. Este
brusco giro, que arrastra tras sí la última etapa del desarrollo del cuento, tiene valor sintomático.
La retirada que emprende España en el siglo XVII no es sólo espacial (en los Países Bajos, por
ejemplo), sino también temporal. Se añora y busca la vía de reintegro en el seno del pasado,
tesoro de glorias irrepetibles. Este deseo de retroceso deja su clara impronta hasta en nuestro
cuento.
La leidísima obra de Lozano impone, pues, esta vieja forma del tema, y de ella dependen
los dos últimos ejemplos. El romance plebeyo es mero calco de la historia de Lozano, y la
leyenda de Zorilla se inspira, a su vez, en el romance. Con esto la tradición ha descrito un
círculo casi perfecto. A partir del Caballero Cifar nos alejamos poco a poco de la versión
original. El proceso se acelera en los siglos XVI y XVII, hasta llegar a casos tan alejados como
el de Cervantes. Con Lozano, bruscamente, la tradición vuelve sobre sus pasos, hasta terminar
casi en el mismo punto de partida. Pero, señal de que el correr del tiempo nunca es vano, el
anónimo mercader de Bagdad es ahora el gaditano don Luis Tenorio.
Al seguir el cuento de los dos amigos a lo largo de unos siete siglos, comprobamos que la
tradición no avanza ni en forma rectilínea ni se aumenta en progresión aritmética. Es decir, el
avance en el tiempo no indica adelanto en el desarrollo, sino, en nuestro caso, todo lo contrario.
La línea de desenvolvimiento es un verdadero zigzag de progresos y retrocesos sucesivos o casi
contemporáneos. Además, una nueva versión no significa necesariamente la incorporación de
los materiales ya existentes en la anterior, sino que puede representar un empobrecimiento de la
tradición (compárese la opulencia del Caballero Cifar con la esencialidad del Dechado de la
vida humana, a dos siglos de distancia). Por último, el tema no es un eslabonamiento de
diversas reelaboraciones, sino, más bien, una malla tejida con materiales de diversas
procedencias. Así vemos que de los siete primeros ejemplos aquí estudiados, sólo uno (el Libro
de exemplos) se relaciona directamente con Pedro Alfonso. Todos los demás son en gran parte
independientes y, por lo general, hallan su razón de ser fuera de la Península. Es justamente esta
continua migración la que mantiene vivo el tema.
En el título de estas páginas he hablado de una tradición literaria. Sin embargo, el lector
observará que muchos de los autores aquí incluidos no tienen conciencia de adaptar un tema
tradicional; al contrario, creen innovar, inventar. (Cervantes, como siempre, es el que nos da
con mayor claridad el doble módulo: por un lado, comunión con lo tradicional, mas por el otro,
pronta y radical innovación de la materia aceptada, que se irisa en cambiantes soluciones.) Pero
la perspectiva impuesta por el tiempo nos permite enfilar a estos diversos y dispares escritores y
ponerles el común denominador de la tradición. La unidad vital interna que proporciona ésta
permite abarcar, en modesta escala por cierto, casi todas las épocas de la literatura española. Al
poner el ojo a esta mínima rendija desfilan ante nuestra vista más de siete siglos de hacer
literario.
Se trata más bien de sortilegios, recitados por el novelista en ciernes con el fin de
arrancarle una partícula a la nada.211 De ello nacerá, o no, esa irreal realidad que llamamos
ficción. El novelista, taumaturgo, pronuncia su abracadabra, y, quizás, el conejo se quede,
aburrido, en la copa del sombrero, o, quizás, salte, vivito y coleando, y engarce en sus zapatetas
a toda una legión de escopeteros-lectores, que nunca podrán llenar sus morrales con tan próvido
trofeo.
Intento analizar tres conjuros fecundos, disecar tres conejos (que para mí serán, por lo
tanto, conejillos de Indias), que con su frondosa progenie han hecho historia, la historia de la
novela española: el Amadís, el Lazarillo, el Quijote. Son tres directrices de la novelística
peninsular, y en su tiempo lo fueron, también, de la novelística mundial. ¿Qué sortilegios
usaron estos autores para apropiarse la nada, y hacer con ella mundos imprevistos?
Pero la crítica también tiene sus conjuros, y el buen crítico posee el poder taumatúrgico de
resucitar el pasado. Es de esperar que la fórmula mágica sea, en esta ocasión, la acertada, para
que no me ocurran las del aprendiz de brujo de Goethe. Con estas providencias, y
esperanzadamente, empiezo mi conjuro.
Amadís de Gaula, novela que fue, entre otras muchas cosas, modelo artístico para
Cervantes, y modelo de vida para su protagonista. Así comienza:
Como es bien sabido, Helisena se enamora poco después del famosísimo rey Perión de
Gaula, y fruto de estos amores es el inmarcesible Amadís de Gaula. Nos hallamos, como es
evidente, en un mundo paradigmático, voluntariosamente cerrado sobre sí mismo, pues las
perfecciones de que se hace materia no son relativas, sino absolutas, y funcionan, en
consecuencia, desasidas de la normalidad.
Al hacer su materia de ese sino heroico, el desconocido autor de Amadís de Gaula recurre
a la ingenua ficción de que lo que él narra es historia. Su materia es el ciclo completo de una
vida, cerrado por las circunstancias naturales de nacimiento y muerte, desenlace ausente en la
versión que conocemos, pero que fue el del primitivo autor, como teorizó María Rosa Lida de
Malkiel y demostró palmariamente el feliz hallazgo de Antonio Rodríguez-Moñino.
La ficción narrativa, al simular que su materia es histórica, nos quiere hacer suponer que el
primitivo autor del Amadís ve ese ciclo desde fuera, acabado y perfecto, finiquitado por el
término natural de una vida. Con esa perspectiva, lo que se finge que en cierto momento fue
vida, adquiere homogeneidad y lógica. Sabiendo, como se sabe, cuál fue el fin último de las
acciones cotidianas, es fácil desentrañarles un sentido que las haga apuntar a una comunidad
ideal de conducta. El sino heroico se convierte así en el denominador común de ese especial
tipo de hacer cotidiano a que está entregado el caballero. En este sentido, la concepción de la
novela caballeresca presupone (más que cualquier otro tipo de novela, con la excepción de la
moderna novela policial), una organización genética al revés, no de principio al fin, sino de fin
a principio. En esa teórica marcha a redropelo, la peripecia, su materia y resultado, todo se
uniformiza y adquiere sentido único, polarizado por la fuerza magnética de un ideal de
conducta que fundamenta al sino heroico. La ficción histórica presupone, en nuestro caso, una
uniforme lógica en las acciones, y éstas atienden todas a racionalizar lo heroico, vale decir, a
desmontarlo con cuidado en mil peripecias ejemplares. ¡No en balde el Amadís de Gaula se
convirtió en manual de cortesanía para las generaciones europeas subsiguientes, y en ejemplario
de esfuerzo heroico para las españolas!
Todo esto nos acerca al meollo de la cuestión. Según se demuestra desde el propio
comienzo del Amadís, la prehistoria del héroe (padres y abuelos), su historia, y su posthistoria
(su hijo Esplandián), tienen unidad de sentido y apuntan, unánimes, a un mismo blanco: el
ejemplar progreso, personificado en Amadís, de lo bueno a lo óptimo. Porque, la verdad sea
dicha, el caballero andante no cabalga, sino que marcha sobre rieles en esa dirección única. Y el
comienzo de la novela se abulta con todo género de indicadores que señalan esa dirección única
de la trayectoria ejemplar. Ésta, a su vez, determina el ambiente en que se desempeña Amadís,
pues para seguir el progreso de su trayectoria vital bueno-óptimo, sus propias aventuras tienen
que desarrollarse en un ambiente de parecido cambio de signo: normal-descomunal.
Lo que posibilita todo lo anterior es que el autor se plantea la materia de su novela como
historia y no como vida, como lo hecho y no lo por hacer. Él está fuera de la órbita de su
novela: él está en el aquí y ahora, mientras que sus personajes están en el allá y entonces. El
autor puede, en consecuencia, contemplar las vidas que pueblan su novela en la totalidad de sus
perspectivas y trayectorias, y se encuentra así en absoluta libertad para infundir a las acciones la
lógica a posteriori, por así decirlo, que su intención artística conocía a priori. Tal tarea hubiera
sido imposible de haberse planteado el autor su materia novelística como vida, donde lo ilógico
se conjuga con lo imprevisto. Historia era lo que necesitaba la intención ejemplar del Amadís, o
sea, tiempo pasado y acontecer finiquitado, para impedir que se colase el presente con su teoría
de posibilidades.
Otro tipo de problemas nos plantea el comienzo del Lazarillo de Tormes, obra cuya
influencia sobre el arte narrativo de Cervantes ha demostrado elocuentemente Américo Castro
en más de una oportunidad.
Pero esa armonía entre términos se da, en las dos novelas, en dos escalas distintas. En la
novela de caballerías el recién nacido Amadís es echado al río en un bote, y por ser salvado más
tarde en alta mar recibirá el noble apodo de Doncel del Mar. En la otra novela, el protagonista,
en parecidas circunstancias, se tendrá que conformar con un plebeyizante Lazarillo de Tormes,
o sea un tragicómico Doncel del Tormes, como dijo en uno de sus últimos escritos nuestra
inolvidable María Rosa Lida de Malkiel. Hay, pues, un primer ademán definitorio en ambas
novelas, que corresponderá estrechamente al mundo artístico que se va a crear.
Aquí, sin embargo, cumple recordar la diferencia más obvia entre ambas obras: el
Lazarillo, en oposición al Amadís, es una autobiografía. O sea que el personaje literario es el
propio autor, que busca redefinirse en el tiempo al quedarse a solas con su conciencia. El vivir,
por lo tanto, está en íntima relación con el contemplarse vivir, de ahí la unicidad de perspectiva:
el mundo está visto desde su punto de vista (el del autor-personaje), y éste es el único que le
permite su ínfima condición social. La exclusión de otros puntos de vista constituye el
fenómeno que llamamos dogmatismo. Hay, pues, un dogmatismo en el Lazarillo, mas también
lo hay en el Amadís, ya que la perspectiva histórica, tal como se la concibe en esta novela,
también es excluyente. Sólo que si en el Amadís el dogma es el de la perfectibilidad humana, en
el Lazarillo lo es el de la imperfectibilidad del hombre. Para hablar con mayor propiedad: el
determinante del Amadís es la gloria (lo heroico), mientras que el determinante del Lazarillo es
el éxito (lo humano). De lo perfecto a lo imperfecto hay la misma distancia que de la gloria al
éxito.
Porque Lázaro, al escribir su vida, se repiensa desde su momento de éxito: «Pues en ese
tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna» (tratado VII, al final).
En forma parecida a la del Amadís, pero por distintos motivos, se escribirá a posteriori, pero
con una concepción ordenadora de la vida a priori. Porque a lo que va Lázaro es a explicar su
éxito dentro del contexto de su vida, como hace explícito en el prólogo al hablar de los que
«con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto». El éxito tendrá para Lázaro las mismas
características jerarquizadoras que la gloria para Amadís, o llamémosla fama, para ponernos a
tono con el contexto lingüístico de aquellas épocas.
Desde lo más alto de la rueda de la Fortuna, Lázaro hurgará su vida para desentrañar
aquellos elementos coadyuvantes a su éxito. Quizá por esto es que se hace tan viva su
conciencia del determinismo, tal como éste queda expresado en su prehistoria, que el autor-
personaje narra con morosos detalles, ya que allí está la semilla del árbol de su vida. A partir de
su prehistoria, Lázaro escogerá de su vida, con desatención al cabal transcurso temporal,
aquellos incidentes que él considera, desde su trono, como de efectividad actuante en la
consecución del éxito. Visto desde este punto de mira, Lázaro tiene que haber sido como fue
para llegar a encaramarse a lo alto de la rueda de la
Fortuna. O mejor dicho, el autor-personaje considera que él tiene que haber sido de tal
manera, y no otra, para haber obtenido los resultados evidentes en el momento de poner la
pluma al papel. En consecuencia, hay en todo momento, por parte del personaje-autor,
conciencia plena del determinismo. Y con esto nos apartamos del rígido esquematismo del
Amadís, impuesto desde fuera, para adentrarnos en otro tipo de esquematismo, pero impuesto
por la conciencia de ser algo.
Todo lo anterior sólo cabe, desde luego, en un mundo en que los valores están al revés, ya
que el éxito de Lázaro es la consagración de la malicia y el pecado. «Arrímate a los buenos», es
el consejo que da la madre al niño Lázaro, al entrar en concubinato con el negro esclavo;
«arrímate a los buenos», repite el escudero toledano al demostrar sus aptitudes de sicofanta. Y
Lázaro se arrima a los buenos: su mujer es la manceba del arcipreste, quien les protege y da de
comer. En su momento de éxito, Lázaro demuestra cuán bien ha aprendido la lección: el
amancebamiento de su mujer es el corolario de una vida dedicada a arrimarse a los buenos. Así
como la vida de Amadís ejemplificaba la limpia trayectoria de lo bueno a lo óptimo, la de
Lázaro demostrará la no menos desembarazada trayectoria de lo malo a lo pésimo. Y el
personaje-autor pone especial ahínco en realzar la nitidez de esa trayectoria al dejar en
paréntesis largos pasajes de su vida, que, al quedar en el tintero, constituyen verdaderos hiatos
narrativos entre algunos tratados.
Y ahora podremos agregar un corolario nuestro a esta vida ajena: el apropiarse el engaño es
determinante del éxito.
El acabado paralelismo con que se abre y se cierra la obra (los dos amancebamientos,
«arrimarse a los buenos»), creo que hace lícito el desenfrenar un poco la imaginación, ya que la
decidida semejanza entre principio y fin parece, casi, un conato de permuta ordinal.
Supongamos que a partir del momento en que escribe su vida, la mujer de Lázaro, barragana del
arcipreste, tuviese un hijo. Ese niño se encontraría, respecto a sus padres, en las mismas
circunstancias que Lázaro respecto al concubinato de su madre y el negro esclavo, y la moral
inmoral de esa situación de desahogo material sería otra vez el ritornello de «arrimarse a los
buenos», ya que el arrimo al arcipreste decide el éxito. La armazón determinista estaría de
nuevo en pie, y el ciclo vital de Lázaro se repetiría, en nueva encarnación pero bajo el mismo
signo. Así, pues, tendríamos la prehistoria de la autobiografía (padres de Lázaro), la historia de
Lázaro, y su posthistoria (posible hijo de Lázaro), todas ordenadas férreamente en un sentido
único, y apuntadas al mismo inmoral blanco. Y todo está en explícito embrión en el comienzo
de la novela. Lázaro se arrastra por parecidos rieles a los que Amadís recorre gallardo, pero con
dirección y destino opuestos. Una vía expeditiva homónima lleva a Lázaro a personificar la
infamia, así como Amadís hace lo propio con la fama.
En el análisis del comienzo del Lazarillo nos queda por dilucidar la necesidad artística de
la forma autobiográfica. Lo primero que se puede decir es que Lázaro, como Luzbel, se ha
encumbrado para caer. Ningún lector del siglo XVI se podría llamar a engaño respecto al final
del Lazarillo: el «estar en la cumbre de toda buena fortuna» implicaba, indefectiblemente, la
caída, dadas las consabidas y voltarias cualidades de la diosa Fortuna. Pero esa inminente caída
queda en suspenso, aunque fuertemente insinuada por el tiempo verbal escogido: «En este
tiempo estaba en mi prosperidad [...]». En la novela-historia tradicional un final así es
impensable, porque en ese tipo de narración todas las acciones son explícitas y acabadas, como
cumple, dadas las características «históricas» que se atribuyen al relato. Un proceso parecido de
alusión y elusión sólo es dable cuando el artista empieza a desatender las acciones de sus
personajes para atender a sus conciencias. Y la forma más directa y económica de llegar a esto
último era a través de la ficción autobiográfica, que se llegara a canonizar en la novela
picaresca posterior. Pero acuciantes razones ideológicas promovidas por la Reforma Católica
hacen inadmisible ya un análogo proceso de alusión-elusión. Todo debe quedar bien explícito,
para no dejar margen ninguno al error. Guzmán de Alfarache, en consecuencia, escribe después
de su conversión, con lo que no puede caber duda alguna acerca de su destino final.
El hecho de que la caída de Lázaro quede sólo insinuada y pendiente, le da a ese final más
ahincada ejemplaridad que la que podría tener un castigo explícito, porque de tal manera los
posibles finales, todos malos, se agigantan en la linterna mágica de la imaginación de
generaciones de lectores. Para lograr esta pequeña maravilla artística de reticencia, el autor
tenía que ser su propio personaje, para dar así verosimilitud a la ficción de escribir desde el
precario equilibrio de un momento no finito.
De tal manera, la ficción autobiográfica era imperativa, pero también lo era por otros
motivos. Para que relumbrase la conciencia del determinismo en el personaje existía la
necesidad perentoria de que la decisión, la acción y el juicio fuesen unánimes y unívocos. La
decisión de hacer algo y el juicio consiguientes tenían que partir de la misma idea del mundo, y
esa idea no se podía centrar más que en una conciencia única, en que se fundiesen personaje y
autor. Esa conciencia única descubrirá, al repensarse, que el éxito alcanzado es resultado directo
de la apropiación del engaño, y esta verificación será la que dispondrá, ordenará y seleccionará,
desde un principio, los episodios ejemplificativos. La ficción autobiográfica se impone. Y esto
sin entrar en consideraciones psicológicas acerca de la extraña fascinación, morbosa casi, que
produce el ver a un hombre (real o fingido) que, al autobiografiarse, se nos presenta
voluntariamente en diversos estados de desnudez. Y hemos llegado a nuestro texto final, el
comienzo del Quijote, para cuya intelección servirán de directrices las calas anteriores.
El material crítico acumulado sobre este comienzo de novela hace recomendable el uso, al
menos de momento, del método histórico. Conviene delimitar los diversos niveles alcanzados
en la interpretación de este pasaje para poder avanzar con más seguro pie en la siempre
problemática exégesis cervantina.
En el siglo XIX, a partir del Romanticismo, tuvo gran auge la crítica biográfica, o sea la
interpretación de la obra literaria como una biografía esencial, en la que el autor engarza sus
experiencias en forma más o menos disfrazada. Con la llegada del positivismo, esto se rigoriza
en método: un inteligente, o al menos minucioso, estudio de la vida del autor y su carácter
revelará los secretos de la obra literaria, que en muchas ocasiones se ve así reducida a una mera
trasposición de lo acontecido. Tan lamentable miopía metodológica afectó también al Quijote, y
se procedió, en consecuencia, a interrogar la vida de Cervantes, mal conocida entonces y no
bien del todo ahora, para desentrañar el misterio de ese innominado lugar de la Mancha. Con
algunas buenas y muchas malas razones se llegó a identificar ese lugar con Argamasilla de Alba
(algunos versos del Quijote bueno señalaron el camino, seguido ya en aquella época por Alonso
Fernández de Avellaneda), y se supuso que allí estuvo preso Cervantes, quien con este motivo,
y en desquite, silenció el nombre de la localidad. Uno de los resultados más inesperados y
chuscos de todo esto, fue que a Argamasilla de Alba trasladó Manuel Rivadeneyra su gran
imprenta en el año 1863, para imprimir allí la lujosa edición del Quijote que dirigió Juan
Eugenio Hartzenbusch.
Poco más tarde empezaron a entrar dudas acerca de tan inverosímil venganza por parte de
Cervantes, en especial cuando se descubrió que «En un lugar de la Mancha» era nada menos
que uno de los versos iniciales de una ensaladilla burlesca que rodaba impresa desde la Octava
parte de las Flores del Parnaso (Toledo, 1596), de donde pasó al Romancero general (Madrid,
1600). Dice así:
Un lencero portugués
recién venido a Castilla,
más valiente que Roldán
y más galán que Macías,
en un lugar de la Mancha,
que no le saldrá en su vida,
se enamoró muy despacio
de una bella casadilla.
Con este hallazgo los críticos volvieron a hacer hincapié en el tono de farsa regocijada de
tantas páginas del Quijote, y discernieron una intención paródica en el autor, que se comenzaría
a expresar desde el propio pórtico de su nueva obra.
Todo esto se hace muy verosímil no bien empezamos a ahondar en este filón, pues de
inmediato topamos con las palabras del amigo de Cervantes, en el prólogo al Quijote de 1605,
en que se declara la intención paladina de la obra en los siguientes términos: «Llevad la mira
puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y
alabados de muchos más, que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco». Aunque el
deliberado arcaísmo verbal se burla conscientemente de la propia intención declarada (aspecto
normal en la técnica ironizadora de Cervantes, por lo demás), no es menos cierto ni menos
evidente el papel fundamental que juega la caballeresca en la génesis del Quijote.
Seguir por este camino sería entrar en terreno fértil en perogrulladas. Detengámonos aquí,
entonces, en este punto de mira. Si la parodia resulta ser resorte estilístico y narrativo, bien se
pueden considerar esas primeras frases de la novela como desrealización burlesca del mundo
caballeresco. Hemos visto la plenitud de datos deterministas que se acumulan sobre Amadís de
Gaula, y que lo disponen, a nativitate, para su heroico sino. Que el lector del siglo XVI
entendía ese tipo de datos en un sentido efectivamente determinista se hace obvio al repasar el
comienzo del Lazarillo, donde se repiten las mismas circunstancias de nacimiento, pero con el
signo cambiado. Dado el supuesto determinista que anima a ambas obras por igual, el héroe se
metamorfosea en el anti-héroe, el noble se plebeyiza, el Doncel del Mar queda reducido al nivel
de un Lázaro de Tormes.
También Cervantes opta por cortarle las alas al ideal desaforado de la caballeresca, pero en
forma más sutil y menos cruel, ya que el primer plano de su obra no lo ocupará la sátira social.
En consecuencia, se recortan con cuidado todos aquellos datos que singularizan desde un
comienzo al caballero andante: su patria, sus padres, su nacimiento y hasta su nombre, como se
dice en un pasaje que conviene recordar ahora: «Quieren decir que tenía el sobrenombre de
Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;
aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quejana. Pero esto importa
poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad».
Cervantes ha adanizado, efectivamente, a Amadís, y como consecuencia el héroe caballeresco
se ha quedado en cueros, porque a eso equivale el tener un hidalgo sin linaje. Nos hallamos,
evidentemente, ante una forma muy especial de la anti-caballeresca; el protagonista no se nos
anuncia ni glorificado ni encenagado, sólo mediocrizado. El heroico paladín se ha
metamorfoseado en la encarnación de la burguesa medianía, que cifra su bienestar en comer
palominos los domingos. Desde luego que la lección de la obra en conjunto es muy distinta,
pues nos demuestra cómo hasta la propia medianía se puede alzar a pulso por el asiduo cultivo
de un limpio ideal de conducta, pero eso ya es otro asunto.
Desde este punto de mira, la intención paródica del comienzo del Quijote lleva a
esencializar al héroe en su contorno más humano, y anti-heroico en consecuencia. No se nos da
su realidad genealógica, sino su realidad sociológica, no el por qué es sino el cómo es. Y
siguiendo ésta, al parecer, ligera vena de la parodia desembocamos en el serio asunto de que
nuestro nuevo protagonista se nos da sin prehistoria, vale decir, sin factores determinantes.
Tiempo habrá de volver a esto.
Otro tipo de tradición en que se puede engarzar la fórmula «no quiero acordarme» es la
curialesca. En el lenguaje notarial de la época de Cervantes abundan los ejemplos del tipo de
los siguientes: «Dibersas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda [...]».
«Muchas personas biejas e antiguas de cuyos nombres no se acuerda [...]». Era, al parecer,
fórmula propia de las probanzas. De todas maneras, el resultado de la parodia estilística sería
homólogo al del caso anterior, y ejemplificaría una misma voluntad de deformación de lo
canónico caballeresco. Sólo que aquí el instrumento deformador sería todavía más deleznable,
pues se trataría de una fórmula que se le venía a los puntos de la pluma a cualquier cagatintas
de aquellos siglos. La historia del nuevo héroe caballeresco se encuadraría así en los términos
del lenguaje más sobradamente curialesco. En consecuencia, la historia del caballero se
desploma del nivel artístico al nivel notorial.
En lo que quiero hacer hincapié ahora es en el hecho extraordinario de que en el Quijote un
sistema de términos no desplaza y anula enteramente al otro. Lo anti-heroico como tal no tiene
ni existencia ni sentido propios; como todo término relativo necesita imperiosamente la
presencia real o aludida del punto de comparación apropiado. Así como en los termómetros la
temperatura de ebullición es relativa a la de congelación, así lo anti-heroico es algo que se
entiende sólo en la medida en que existe el modelo de acción heroica. Si podemos hablar de
Lazarillo como un anti-Amadís, es porque la comunidad explícita que ambos tienen en sus
circunstancias de nacimiento despierta la imaginativa al paralelismo deseado por el autor. Por
eso Cervantes tiene siempre buen cuidado de dejar la puerta abierta al trasmundo heroico, ya
que si no el protagonista se debatiría en un mundo empobrecido en la mitad de su sentido.
Porque ese trasmundo heroico es el lugar adonde se puede escapar el hombre, al menos
mentalmente, para hallar por un momento su plenitud soñada. Esto se lleva a cabo por un muy
rico y complejo sistema de alusión y elusión, en el que si bien las cosas apuntan siempre más
allá de sí mismas, se nos escamotea el término preciso de comparación, al menos en su forma
más explícita. Como dirá mucho más adelante el propio don Quijote, haciendo buen uso de este
proceso de alusión-elusión: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no
es fantástica, y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo» (II,
cap. XXXII).
En nuestro caso concreto de la interpretación de las primeras frases del Quijote, Cervantes
alude repetidamente al mundo caballeresco en el «Prólogo» y en los versos preliminares,
mientras que elude con cuidado su caracterización. Por eso es que cuando el primer capítulo nos
abre las puertas a su nuevo mundo de caballerías, casi nos caemos de bruces, porque hay que
alzar mucho la vista para mirar las alturas paradigmáticas del Amadís de Gaula, mientras que
aquí hemos tropezado con la bajeza de un lugar de la Mancha que ni siquiera merece ser
nombrado. Este proceso de alusión-elusión, por el que se nos propone algo, y se nos entrega
otra cosa muy distinta, se convierte rápidamente en uno de los recursos estilísticos y narrativos
más socorridos en la obra, como ocurre, para no citar más que un ejemplo, con aquel capítulo
propuesto por el siguiente rimbombante epígrafe: «De la jamás vista ni oída aventura que con
más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso
don Quijote de la Mancha», capítulo que en su texto nos entrega la regocijada y maloliente
aventura de los batanes.
Este proceso lo podemos designar, en términos generales, como ironía, ya que ironía es, en
su aspecto esencial, la forma verbal de darnos gato por liebre. «Disimulo» entendían los griegos
cuando pronunciaban eironeia, o sea presentar lo que es bajo el disfraz de lo que no es. En este
sentido, pues, y frente al Amadís de Gaula, por ejemplo, el comienzo del Quijote introduce la
ironización de una situación literaria dada. Por un lado tenemos la realidad literaria consagrada
del mundo de la caballeresca, con sus Gaulas y Amadises, todo explícito y perfecto, ab initio,
como suele ocurrir en el mundo de los mitos. Por el otro lado, el comienzo del Quijote nos
revela la intención firme y voluntariosa («no quiero acordarme») de crear una nueva realidad
artística, cuya identidad no estará dada por los términos del ideal caballeresco, ni tampoco por
los términos de la realidad empírica de una Argamasilla de Alba, por así llamarla, aunque
ambos términos están allí presentes por el ya referido sistema de alusión-elusión. Y este sistema
es, precisamente, el que posibilita que el mundo del Quijote sea de una manera y se nos
presente de otra, lo que viene a consagrar el libre desempeño de la ironía.
Ahora bien, ya se ha visto cómo la forma que Cervantes adopta para ocultar esa
información determinista es variante de una fórmula folklórica (o notarial, tanto monta, para
mis fines). Pero es variante con una innovación capital. La fórmula tradicional del cuento
Cervantes la conoce y la usa, en el Persiles y Sigismunda, donde se dice que « llegó a un lugar
no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo» (III, cap. X). La variante,
consiste, pues, en esas nada innocuas palabras «no quiero acordarme». En esta expresión de
voluntarismo creo yo que radica una de las claves para la interpretación recta, no sólo del pasaje
que estamos estudiando, sino de la nueva concepción de novela que informa al Quijote.212 Y que
esas palabras son expresión de libérrima voluntad y no otra cosa, como entendió Rodríguez
Marín, lo refrendó el propio Cervantes, diez años después de estampadas, al escribir, al tiempo
de la muerte del héroe: «Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso
poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha
contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo».
En primer lugar, se cifra en esas breves palabras del comienzo todo un programa de acción
literaria, pues se afirma en ellas, con toda claridad y firmeza, la libre voluntad del escritor. Pero
esto es algo nuevo e insólito en la época de Cervantes, ya que la creación artística estaba
entonces supeditada (para su bien y para su mal) a la fuerza gravitatoria de la tradición, que al
atraer magnéticamente a la imaginación creadora la limitaba en su libre desempeño. Por eso,
cuando un escritor de la época se libera de los dictámenes de esa tradición para crear una
realidad literaria de novedad radical, como ocurre con el caso del Lazarillo, ese autor se ve
obligado a refugiarse en el anonimato. Frente a esa actitud normativa, propia de las teorías
literarias de la época, Cervantes proclama, desde el pórtico de su nueva obra, la libertad del
artista, al colocar el querer del autor por encima del deber de los cánones. Resultado directo de
esa liberación serán las palabras que escribirá más adelante, y cuya sorna no está enteramente
disociada del nuevo sentimiento de autonomía: el autor «pide no se desprecie su trabajo, y se le
den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir» (II, cap. XLIV). Si
el artista está en plena libertad creativa es natural que lo que no escribe tenga tanto valor
indicial como lo escrito, lo que se corresponde al tema de la nueva filosofía de que la vida del
hombre adquiere su plenitud de sentido en el filo del hacer y el no hacer. La libertad de
elección es la medida concreta de la liberación del hombre, o del artista.
Volviendo a lo nuestro: desde el momento inicial el relato se nos manifiesta como apoyado
sólidamente sobre una voluntad, que, a su vez, respalda a una cierta intención. En nuestro caso
particular de exégesis, la intención expresa el anhelo de liberación. «No quiero acordarme» es
la cabal forma de expresar la toma de conciencia del autor y su mundo artístico por crear, que se
realizará dentro del concluyente marco de un querer personalizado y absoluto. De la misma
manera, el autobautismo del héroe en ciernes constituye la toma de conciencia del protagonista
y su mundo individual, cuando el novel caballero se libera de su salpicón y pantuflos cotidianos
para expresar su absoluta voluntad de destino. Con todo esto se vienen abajo los términos de la
estética imperante, que delimitaban el campo de la creación artística entre el deber y el no
deber, o sea, lo que llamamos la teoría renacentista de la imitación de los modelos. En el
Quijote, y desde un comienzo, estos términos quedan suplantados por el querer y el no querer,
con lo que la realidad mental del artista se convierte en una suerte de imperativo categórico. Y
cuando surge, explícitamente, el tema de la imitación de los modelos, como ocurre en el
episodio de la penitencia de Sierra Morena, dicha imitación no viene impuesta por ningún tipo
de consideraciones extrínsecas, sino por la libérrima voluntad del protagonista, como lo
manifiesta éste claramente en el largo razonamiento con su escudero: «[...] El toque está en
desatinar sin ocasión, y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto, ¿qué hiciera en
mojado? [...]». Se glorifica así, para siempre, la libertad del artista, pero Cervantes va aún más
allá de esto, pues ya queda apuntado que la liberación del personaje es la otra cara de la medalla
de la libertad del artista. En la literatura de ficción hasta entonces escrita, el personaje estaba
inmovilizado en una situación de vida: el caballero como caballero, el pastor como pastor y el
pícaro como pícaro. El personaje era lo que era porque un doble determinismo, estético y vital,
le impedía ser de otra forma, así, por ejemplo, la novela picaresca se termina cuando el pícaro
se arrepiente y se torna, en consecuencia, en otro distinto al que era. Estos personajes, en cuanto
materia de la narración, estaban efectivamente fosilizados en una situación de vida. De allí la
homogeneidad del relato, y de allí su posible parcelación en cantidades análogas, como
prehistoria, posthistoria.213
Observemos que esta última opción queda posibilitada sólo después de que el protagonista
ha enloquecido. Es su desvarío el que lo inclina a hacerse novelista y a ensartar imaginadas
aventuras. Pero ésta es, precisamente, la tarea a que está abocado Cervantes, en perfecta
sincronía con las posibilidades vitales abiertas a su protagonista. Cervantes está imaginando
ensartar aventuras al unísono con los desvaríos literarios de su ya enloquecido protagonista. Es
lícito suponer, entonces, que tan loco está el autor como el personaje. Y esto no va de chirigota.
Al contrario, va muy en serio. Debemos entender que esta deliciosa ironía es la más entrañable
forma de crear esa casi divina proporción de semejanza entre creador y criatura: «Para mí sola
nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno»,
dirá Cervantes al dejar la pluma. Y esa proporción de semejanza es la que libera, enaltece y
dignifica a la criatura, con máxima carga de efectividad actuante. Y la adquisición de dignidad
presupone, consecuentemente, la adquisición de voluntad, de querer ser él y no otro, o sea la
opción vital segura y firme (infra).
Por eso que al abrirse la novela el protagonista aparece desdibujado en la nebulosa de una
significativa polionomasia: Quijada, Quesada, Quejana. Estos nombres encierran en cifra la
diversidad de posibilidades vitales de ese ser en estado embrionario, de ese héroe en ciernes.
Pero el autobautismo aclara y define: él será don Quijote de la Mancha, y no otro. Sabido es que
en la tradición hebreo-cristiana el cambio de nombre de la persona refleja un cambio de
horizonte: Jacob-Israel, Saulo de Tarso-San Pablo. Los diversos nombres del protagonista, por
lo tanto, desarrollan, como en película, sus diversos horizontes vitales, pero allí está la limpia y
libérrima opción, representada por el autobautismo, que le orienta seguramente hacia una forma
de ser y un destino (infra).
Sin embargo, lo más curioso y distintivo del Quijote es que la inmensa mayoría de sus
personajes aparecen como lo que no son, así el hidalgo manchego aparece como caballero
andante, el zafio rústico como escudero, Dorotea como la princesa Micomicona, y los demás
por el estilo. Si recapacitamos sobre el hecho que, según la definición anterior, ironía es ese
frágil puente con que nuestra mente une el ser y el no ser, parecería como si Cervantes hubiese
entendido que más que una gala del ingenio y un artificio estilístico, la ironía es una forma de
vida. Más aún: la ironía sería, desde este prisma, la única forma de vida compatible con lo que
Américo Castro ha llamado la «realidad oscilante». En el mundo de los baciyelmos la ironía es
una necesidad vital. O quizá sea al revés.
Si la contemplación de este mundo acabado nos produce una impresión de maravilla, esto
se debe, en buena parte, al extraordinario hecho de que nosotros mismos hemos participado en
la forja de este último gran mito occidental. Y a esa participación nos invitó indeclinablemente
el autor al escribir, con un guiño de ojos, seguramente, «no quiero acordarme».
VII. La Numancia
La misión del crítico es luciferina: llevar luz al pasado. Pero cada antorcha recrea, al
destacar, los objetos de su ámbito a su manera, según la disposición del nicho que la sustenta. Y
no menos cambiante es la realidad histórica que recrea la luz de las antorchas críticas,
sustentadas en espacios y tiempos mentales intransferibles. Por ello, el número finito de valores
historiables parece agigantarse en infinitud, ante la ilusión óptica de las transfiguraciones
sucesivas provocadas por estos juegos de luces.
En las literaturas hispánicas, tan pobres en valores iluminados con luz meridiana, los focos
conjuntivos son necesidad imperiosa. Quizá así resplandezcan algún día ciertas obras con
destellos tales, que hagan menos inseguro nuestro paso en la oscuridad del pasado.
JORNADA I. Es, en realidad, una suerte de introito a la obra. Cervantes comulga todavía
con la teoría (y práctica) expresada por Torres Naharro en el «Prohemio» de su Propaladia:
simplificar las cuatro partes del drama clásico a dos, introito y argumento. Esta acción
preliminar, que sienta los módulos dramáticos, comienza en el campamento de Escipión ante
los muros de Numancia, y termina con la profecía del Duero. La estructura reposa así sobre dos
dimensiones distintas de tiempo y espacio. El campamento de Escipión nos coloca en un
espacio y tiempo circunstanciales, históricos e indeclinables: las afueras de Numancia en el año
134 a. de C. La profecía del Duero, en cambio, se desborda por todos los tiempos y espacios.
En su calidad de profecía, crea un tiempo apocalíptico, que es la destilación de todos los
tiempos. Y en cuanto al espacio, siendo el tema del vaticinio, como lo es, la trayectoria imperial
de España, se condensan aquí todos los espacios, como bien cumple con la idea de Imperium.
O sea que la renovatio, Jano ideológico, mira en dos direcciones, aunque, para el vivir
teleológico del hombre medieval, éstas no son más que dos aspectos de la unidad conceptual.
Por un lado, renovatio expresa el más íntimo y acuciante quehacer del hombre, un trance
supremo, mientras que por el otro es expresión del ideal político-escatológico de la renovación
del Imperio.
Y en forma paralela, esta renovatio bifronte sirve de puente de unión entre las dimensiones
espacio-temporales con que se abre y se cierra esta primera jornada. El sentido humano e
individual de renovatio anima la arenga de Escipión a sus soldados, frente a los muros
numantinos: «Bien se os ha de hacer dificultoso / dar a vuestras costumbres nuevo asiento; /
mas, si no las mudáis, estará firme / la guerra que esta afrenta más confirme» (vs. 149-152).
Pero si la hueste se ha de renovar para vencer, hay que partir del supuesto homólogo de que esto
será en guerra justa: «La fuerza del ejército se acorta / cuando va sin arrimo de justicia» (vs. 61-
62). La solidaridad de la idea imperial hace que Cervantes atribuya, en este momento, a los
romanos motivaciones propias de la España quinientista, ya que guerra justa es el concepto que
agobia el pensamiento de militares, políticos y moralistas de la época. 217 Y en forma recíproca y
tácita, la guerra justa de los españoles imperiales presupone la renovatio individual y nacional.
De este plano individual (y nacional, por alusión-elusión), Cervantes nos lleva, al final de
la jornada, al concepto de renovatio en su marco más amplio: España, en la profecía del Duero,
renueva la idea de Imperio, y sojuzga, al hacerlo, a la propia Roma. La exaltación apocalíptica
de las palabras del Duero al describir la trayectoria imperial, le hacen considerar el saco de
Roma de 1527 como un loor español, ya que este acto de justicia retributiva da la medida
precisa del encumbramiento de España, con lo que la renovatio se convierte en realidad
apodíctica: «Y portillos abriendo en Vaticano / sus bravos hijos y otros extranjeros, / harán que
para huir vuelva la planta / el gran piloto de la nave santa» (vs. 485-488). El regere imperio
populos virgiliano late en estas afirmaciones, que dan al traste con las apologías, excusas y
coartadas históricas que enardecieron en su momento la opinión pública.218
Este auge de las fortunas imperiales de España, que se consagra con el saco de Roma, está
captado en limpia trayectoria, que si bien se inicia con la opresión romana, se convierte, por
intervención de los godos,219 en fatídica marea que alza a España al pináculo de la gloria, al
«imperio tan dichoso» (v. 513). Conviene mencionar el hecho de que, para hacer más nítida esta
trayectoria, se evita mencionar la conquista de España por los moros, omisión que si bien puede
parecer obvia en la retórica patriótica de un laus Hispaniae, creo que no deja de tener su interés
al enfilarla desde otra perspectiva.
Pero en esta marcha hacia el cenit imperial queda un escollo ideológico que sortear. Pues
¿cómo justificar la sublevación de los numantinos contra el Imperio? En cualquiera
circunstancia éste es el crimen laesae maiestatis por definición, y el incurrir los numantinos en
él equivaldría a estigmatizar la trayectoria imperial con el pecado original del mundo político.
La excusa que desbroza este camino está puesta en labios del embajador numantino:
(Vs. 241-248).
O sea que el Imperio ha degenerado en tiranía -nueva razón para que Escipión predique la
renovatio-, con lo que no sólo es justo, sino hasta obligatorio, moralmente, el alzamiento del
súbdito. Lo más granado del pensamiento político europeo, desde Juan de Salisbury
(Policraticus) hasta Juan de Mariana (De rege et regis institutione), cohonesta la acción de los
numantinos, y la convierte en nuevo timbre de gloria.223
JORNADA II. La profecía del Duero ha abierto todos los ámbitos y los ha llenado con la
encendida retórica de las glorias imperiales. Pero ya no es posible -ni dramáticamente factible-
el postergar más el angustioso hic et nunc que les toca vivir a los numantinos. Esta jornada
empieza, pues, con las deliberaciones de los sitiados acerca de su acción futura.
En buscado contraste con la solemne amplitud de perspectivas con que remata la jornada
anterior, ésta, en su comienzo, se desempeña dentro del ámbito mínimo -en comparación- que
demarcan las murallas de la ciudad. Encerrados allí dentro, los numantinos se han quedado a
solas con su destino. Y es por obra de éste por lo que se trasciende nuevamente el limitado
espacio y el tiempo específico. El planteamiento ahora es dentro del marco máximo que permite
el vivir humano -así como en la jornada previa el perfil del destino henchía las medidas de una
apocalipsis histórico-nacional-, y los deslindes de ese vivir se hacen presencia conminatoria
ante el martilleo de la autorrima:
(Vs. 585-592).
Para los numantinos, la imagen de la muerte provoca la inmediata mención de la honra; así
tiene que ser, ya que la muerte sin honra no es más que indiferente muerte vegetal. «¿Con qué
más honra pueden apartarse / de nuestros cuerpos estas almas nuestras / que en las romanas
haces arrojarse / y en su daño mover las fuerzas diestras?» (vs. 593-596). Se aseguran así un
puesto en el trasmundo, lo que implica que los presuntos deslindes localizadores de la acción
vuelven a caer ante el empuje de una vida que se trasciende en más allá, a través de la muerte
honrosa. Amplísimos marcos son los que se fraguan las ideas poéticas de la obra, y así nuestras
conciencias de lectores se van llenando con los atisbos de una continuidad máxima en el
tiempo.
A este tema supremo van a confluir otros que dan densidad y sentido inmediato a estas
vidas. Ya hemos visto cómo uno de los numantinos introduce el tema de la honra, cuyas raíces
están en la oposición vida-muerte del discurso del otro numantino, y que se retoma en son de
coda al final de estos parlamentos (vs. 661-668). Tenazmente asido a estos temas, va el de la
religión (vs. 561, 633-640), que fluye soterraño en las escenas siguientes, para reaparecer en
solemne ampliación en la escena del sacrificio (vs. 789 ss.), que a su vez desemboca en la
escena de la resurrección del muerto efectuada por Marquino (vs. 939 siguientes).
La voz patria tiene hasta fines de la Edad Media dos sentidos específicos: 1) La gloria
eterna, la morada de los justos, por lo que se dice en Isaías, LX, 21 («Populus autem tuus
omnes iusti, in perpetuum hereditabunt terram»); 2) La tierra de los padres, o sea, en sentido
restrictivo, el lugar de nacimiento. Pero el siglo XV, en los albores de las nacionalidades
modernas, expresa el sentimiento esperanzado de esta nueva realidad con un neologismo
semántico, que se difundirá en el siglo siguiente: patria en el sentido suprarregional del lugar
natal.227 Este complejo semántico, apuntalado en cambiantes proyecciones valorativas de la vida
sobre el ámbito regional, gravita sobre las afirmaciones de Leonicio. Sus palabras expresan un
sentido local de patria, lo que se confirma con la aseveración previa de que algunos pueblos
españoles -anacronismo inevitable en su momento, pero delator de la nueva conciencia- luchan
junto a los romanos contra los numantinos (vs. 547-548). Mas ese mismo anacronismo, y la
igualdad ideal que postula Cervantes entre numantinos y españoles (en lo que no hace más que
seguir a la historiografía oficial), nos confrontan con el sentido genérico de la voz patria, que le
da el moderno sentimiento de nacionalidad. Y así, lo más específicamente humano e individual
(el amor de Marandro por Lira) apunta nuevamente hacia los solemnes temas centrales.
Pero estos supra-conceptos no habitan en el mundo de las ideas, sino que tienen densidad
vital y afectiva, en la que ahonda Cervantes al recubrirlos con dos sentimientos omnipresentes.
Uno es anímico, y es la tristeza, introducido en la jornada I (v. 445), y captado en ésta en sus
reflejos individuales (cf. vs. 765-768, 828, 939, 1054, 1085 y 1110-1112). El otro sentimiento es
físico: el hambre que sufren los numantinos. Su presentación se hace en tres octavas de hábil
gradación: 1) muerte-vida; 2) honra; 3) hambre (vs. 585-608).
Al retomarse el tema del hambre (vs. 945-947, 956), y aludir al de la tristeza (v. 939), se
nos introduce, en acto simultáneo, a la dramatización espectacular de la pareja vida-muerte. El
hechicero Marquino volverá un muerto a la vida para que revele el futuro de Numancia. Esta
profecía, homóloga a la del Duero en la jornada anterior, es la de efectividad dramática,
mientras que la otra lo es de efectividad ideológica. 228 La vuelta del muerto a la vida prefigura
en forma poética -esto es, no lógica-discursiva-, la victoria de Numancia sobre la muerte,
victoria que se torna más severa al considerar que será efecto de heroísmo unánime, y no de
dudosos medios sobrenaturales.
La jornada llega a su fin unos pocos versos más tarde, con éstos, puestos en boca de
Marandro:
Otra vez, la machacante autorrima aísla ante nosotros la palabra clave: el paso, ambivalente de
sentido. El paso (circunstancia) mortal en que se hallan los numantinos, en el que se anticipa ya
el aequus pes de la Muerte horaciana. Y además, se evidencia así la voluntad heroica de avanzar
pari passu al encuentro del destino. Y sobre estos sentidos revolotea el del «paso de la muerte»,
el último e indeclinable paso a que hay que hacer frente.231
IV
JORNADA III. Habla Escipión, y sus primeras palabras («En forma estoy contento», v.
1113) ilustran el contraste dramático entre los dos campos. Si consideramos, además, las notas
finales de la jornada (desdicha, lamento, dolor), se evidencian en cifra las circunstancias en
pugna que ensalzan el sentido trágico de la obra. Esta aparición inicial de los romanos, que no
vuelven a aparecer en el resto de la jornada, nos provee el punto de comparación necesario para
apreciar en toda su intensidad la tristísima situación de los numantinos.
Escipión expresa lo que podríamos llamar la teoría humanitaria de la guerra: «¿Qué gloria
puede haber más levantada, / en las cosas de guerra que aquí digo, / que, sin quitar de su lugar
la espada, / vencer y sujetar al enemigo?» (vs. 1129-1132). Mas en tal idea no tiene cabida la
acción heroica. Son los numantinos, por boca de Caravino, los que vienen a ofrecer la solución
heroica al dilema vida-muerte: el duelo personal (vs. 1161-1168). Escipión, por expeditiva
razón de estado, rechaza el desafío (vs. 1179-1200): analiza fríamente, en forma maquiavélica
casi, la adecuación que debe existir entre medios y fines, sin dejar entrada al concomitante
sentimental de la vida, ni a las convenciones mundanas. En este cruce de palabras entre
Escipión y Caravino se perfila con nitidez, más allá del conflicto inmediato de la acción
dramática, el antagonismo esencial de España y sus circunstancias. Porque es evidente que el
español ha entendido siempre la vida como dimensión de la voluntad, y esto provoca la
consecuente crisis -y polémica-, en cuanto el mundo periférico se estructura sobre un concepto
de la vida como dimensión de la razón.232 El conflicto de Caravino se nos presenta así con la
recurrencia propia del latido cordial de una nación.
La escena queda vacía, pausa necesaria para recapacitar y apreciar en toda su intensidad el
dilema vital que confrontan los numantinos. Al poco, la escena se empieza a llenar; primero
salen Teógenes, Caravino, Marandro y otros varones numantinos, que comparten su soledad con
el destino. La acción dramática ha llegado a aislar el núcleo trágico, y esto se subraya con el
cambio métrico de octavas a tercetos. Con la entrada de las mujeres y los niños, la tragedia
colectiva se hace de evidencia visual, y se realza la decisión de heroísmo unánime.
Quedan en escena Marandro y Lira: el dúo de amor reintroduce el metro ágil de las
redondillas. Se retoma el tema del amor, la fidelidad y la devoción, aquí entre novios. La
abundancia de antítesis que distingue esta escena es el concomitante estilístico del des-engaño
ambiental, individualizado en el caso de estos dos novios: el futuro para ellos encierra, en vez
de felicidad, tristeza; en vez de bodas, muerte. 233 Vida, muerte y hambre gravitan pesadamente
sobre toda la escena y ensombrecen la expresión lírica del amor.
Estos versos entrañan un muy hábil y artístico doble contraste, que hace que la poesía se
pliegue sobre sí misma y nos llene los ojos de la conciencia con su sistema de alusiones. Ya se
ha visto que estos doloridos versos están en directo contraste con el comienzo exultante de la
jornada, el contento de Escipión. Pero, además, la autorrima (ese repetido paso) llama más
sutilmente nuestra atención hacia la anterior ocasión en que lo mismo ocurre, al final de la
jornada segunda. Más allí todavía le pueden caber dudas a Marandro acerca de la necesidad de
caminar hacia el destino (de ahí el tono interrogativo que usa), ya que aún existe una posible
solución al conflicto vital. Pero Escipión ha recusado esta solución con su negativa al duelo
personal. Al final de la jornada III ya no pueden caber más dudas: la decisión heroica se ha
tomado, y se expresa ahora el movimiento unánime, doliente y voluntarioso de todo un pueblo
que camina al encuentro de su destino, la acción ha llegado al nudo trágico: un pueblo ha
identificado su destino y se ha reconciliado heroicamente con él. Sólo falta presenciar la marcha
histórica de ese sino trágico.
JORNADA IV. Se inicia con la presencia audible de la guerra: «Tocan al arma con gran
prisa». El desenlace trágico se ha precipitado ya, y es ineludible. El estruendo de clarines al
principio, y la alegoría de la Fama al final, que confirma el destino de grandeza imperial de los
herederos de Numancia, enmarcan esta última jornada, y le dan la trascendencia requerida.
El tema imperial es introducido en la última de las octavas con que se abre la acción, donde
se alude al famosísimo verso virgiliano, parcere subiectis et debellare superbos: «Se tiene de
poner la industria nuestra, / que de domar soberbios es maestra» (vs. 1794-1795; cf. también v.
2246: «de haber domado esta nación soberbia»). El tono profético de los versos de Virgilio
prefigura, además, las palabras de la Fama con que se cierra la obra, y donde se profetiza una
grandeza milenaria.
Los romanos dejan la escena vacía -recurso dramático que adquiere gran importancia en
esta última jornada-, y sale Marandro, moribundo, con una cesta de pan. Este hombre, que trae
su muerte a cuestas, trae, asimismo, el símbolo de la vida. La dualidad de opuestos se unifica
aquí en el plano simbólico, así como en el plano intelectual la unificación se da en la propia
marcha del destino histórico de Numancia, al abrirse paso a la vida a través de la muerte.
Cuando Lira se ve sola entre los muertos, a los que muy pronto se unirá, comienza sus
quejas con una increpación a la Fortuna (vs. 1908-1911). La mecánica alusivo-elusiva que
informa La Numancia actúa aquí nuevamente, ya que en uno de los principales planos de la
significación poética, esta jornada es la dramatización de la caída de Fortuna (casus Fortunae),
aunque con novedad total de sentido.234
En sus eternas vueltas, la Fortuna hace caer a los soberbios (la hubris de los griegos), y
soberbia es, precisamente, el pecado de que Escipión acusa a los numantinos en la jornada I (v.
352), y nuevamente al comienzo de ésta, con apropiada paráfrasis de la profecía de Anquises a
Eneas (el debellare superbos del v. 1795). Este casus Fortunae se especifica aquí, en forma
dramática, con la muerte de Bariato, que se acompaña con una buscada alusión al tópico: «Y si
ha sido el amor perfecto y puro / que yo tuve a mi patria tan querida, / asegúrelo luego esta
caída» (vs. 2398-2400).
O sea, que tenemos un tópico de concepción y aplicación ética (el casus Fortunae), y una
caída literal, la de Bariato, que especifica e ilustra la caída de Calisto en la Celestina. Pero lo
que en el campo ético es forzosa dirección única (la caída del soberbio representa su ruina
total), en el arte se puede convertir en doble dirección, lo que se cohonesta con el apoyo en la
tradicional igualdad de Numancia y España, y con apoyo en la casuística: «son los romanos tan
soberbia gente» (v. 617), es la acusación que lanzan los numantinos. Dispuestas de esta manera
las cosas, la caída se convierte, al proyectarse en el devenir histórico, en el levantamiento.
(Vs. 2264-2269)
Y todo ello está dispuesto con vistas a la dimensión máxima que adquiere el final con su
ruina-apoteosis, complejidad de sentido que se resume en el verso final:
VI
Pero el trasponer la realidad no puede ser solución de efectividad actuante. Hay que volver
a ella con ánimo crítico, discernidor, y los testimonios de esta empresa constituyen lo más
cernido de la obra cervantina: el Quijote, las Novelas ejemplares. Mas esto no es superación del
conflicto, sino, más bien, apreciación juiciosa de toda su intensidad y manifestaciones. La
salvación efectiva se da en el Persiles, con su sublimación de la circunstancia a los términos de
la Verdad Absoluta.
El sentido del quehacer colectivo no puede menospreciar el hic et nunc donde arraiga su
realidad histórica, pero este mismo aquí y ahora está cundido de males y sospechas. Allí ejerce
su hegemonía la bestia fiera con que por necesidad dialoga Ruiz de Alarcón (prólogo a la
primera parte de sus comedias), toda esa tristísima realidad que informa a la novela picaresca,
que sirve de trasfondo al impulso ascético, y de la que se escapa desaladamente en la poesía de
un Góngora o la pintura de un Greco.238
En todos estos aspectos, y tantos más, se agita ese imperativo de plenitud con que el
hombre hispánico necesita oxigenar su atmósfera para hacerla respirable. Y sobre esa misma
plenitud conceptual edifica Cervantes su Numancia, construcción artística que en el plano vital
soslaya y encubre la realidad preterible, esa realidad que podemos sorprender por la mirilla que
nos abren las quintillas a la muerte de Felipe II.
Notas
1
Para la época de Cervantes ésta se estaba derrumbando rápidamente ante los embates de
pensadores de tan diversas inclinaciones filosóficas como Nicolás de Cusa, Pomponazzi,
Montaigne, Francisco Sánchez y tantos otros. En España, sin embargo, la actitud innovadora de
un Francisco Sánchez no implica en absoluto la invalidación de lo tradicional. Por ejemplo, uno
de los más leídos representantes del humanismo español, Pero Mexía, se da la mano a través de
los siglos con los experimentatores del siglo XIII, en lo que a epistemología se refiere; cf. «Los
errores comunes: Pero Mexía y el P. Feijóo», Nueva Revista de Filología Hispánica, X (1956),
pp. 400-403.
Con fuerte matiz literario se halla esta multiplicidad de las posibilidades vitales de una
misma persona en el Persiles. Aquí Cervantes se refiere al teatro, pero esto, a su vez, es
representación de la vida: «Contentole el talle, diole gusto el brío, y en un instante la vistió en
su imaginación en hábito corto de varón; desnudola luego y vistiola de ninfa, y casi al mismo
punto la envistió de la majestad de reina, sin dejar traje de risa o de gravedad de que no la
vistiese, y en todas se le representó grave, alegre, discreta, aguda y sobremanera honesta,
extremos que se acomodan mal en una farsante hermosa» (III, cap. II).
Burla implícita del mismo principio se halla en el cuento de la pastora Torralba: «No lo
conocí yo, respondió Sancho, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan cierto y
verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo»
(Quijote, I, cap. XX). Aquí el problematismo es casi total: ¿qué es la autoridad, la verdad o un
juramento?
Contrapongamos a este pasaje otro un poco anterior, en el que don Quijote todavía
mantiene incólume su fe. Se discute, asimismo, la existencia real de los caballeros andantes:
«Ése es otro error, respondió don Quijote, en que han caído muchos que no creen que haya
habido tales caballeros en el mundo, y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he
procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño, pero algunas veces no he salido
con mi intención y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad» (II, cap. I).
La experiencia es válida como espejo retrovisor que verifica los acontecimientos pasados,
no como una rama de la epistemología que nos puede llevar a constatar verdades aún no
comprobadas. Así se debe entender el siguiente pasaje del Laberinto de amor: «Son seguras
verdades / las que la experiencia apura» (II, p. 319), y otros semejantes.
10
Otra forma de delimitar el campo experimental se halla en la Numancia: «En las cosas de
guerra, la experiencia / muestra que lo que digo es cierta ciencia» (V, p. 113).
11
«Muestra de las artes», dice el texto en Biblioteca de Autores Españoles, pero tiene que ser
«maestra», como se lee en el pasaje correspondiente de la edición de Schevill-Bonilla. En
sentido abstracto tiene razón Rosamunda, y así lo afirmaba el propio doctor Huarte en su
Examen de ingenios: «Naturaleza es la que hace al hombre hábil para aprender, y el arte con sus
preceptos y reglas le facilita, y el uso y experiencia que tiene de las cosas particulares le hacen
poderoso para obrar» (Biblioteca de Autores Españoles, LXV, p. 417b). El error, como se hace
evidente aquí y en otros lugares cervantinos, consiste en regir la vida por la abstracción.
12
13
La otra mención que recuerdo de la frase latina está puesta en boca del archiembaucador
maese Pedro (Quijote, II, cap. XXV).
14
Algunos otros ejemplos de esta actitud repetidísima: «Palpable vi, mas no sé si lo escriba»
(Viaje del Parnaso, cap. VI); «Pero no, no creo nada; / que es cosa desvariada / dar crédito a lo
que veo» (El gallardo español, I, p. 110); «Aunque le tocamos con las manos, no le habemos de
dar crédito» (Coloquio de los perros, p. 241a); «Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no
lo has de creer» (Quijote, II, cap. XIV). Por último, agregar el pasaje ya citado, en el que don
Quijote corrobora la realidad de lo sucedido en la cueva de Montesinos con la vista y el tacto, lo
que no impide que todo se disuelva en un creciente mar de dudas.
15
Quiero aclarar que me refiero aquí a la razón como forma cognoscitiva, no como guía
éticomoral. En este último aspecto Cervantes se ciñe, por lo general, al racionalismo estoico. De
los muchos ejemplos que se podrían citar, baste el siguiente, del Persiles, II, cap. II: «Los
gustos de los discretos hanse de medir con la razón, y no con los mismos gustos».
16
17
Otro rasgo que podemos considerar como típicamente filosenequista (para usar la
terminología que ensayo en el texto) en la obra cervantina es el antirracionalismo
epistemológico de Cervantes que se manifiesta también por una cierta repugnancia a presentar
desnudas todas las verdades de la vida, a escudriñarlas minuciosamente bajo la lente del
raciocinio, en especial aquellas lindantes con las zonas de la penumbra poética. Sirvan estas
citas como ejemplo de lo antecedente y como contraprueba de lo afirmado en el texto: «Dios
sabe si hay Dulcinea o no, en el mundo, o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de
las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo» (Quijote, II, cap. XXXII); «No todas
las verdades han de salir en público, ni a los ojos de todos» (Persiles, I, cap. XIV). Véase
también, más adelante, el ensayo «Grisóstomo y Marcela (La verdad problemática)».
18
19
Así como la metamorfosis de Alonso Quijano a don Quijote de la Mancha -el fiat lux del
mundo quijotesco- es un puro acto de voluntad, la transmutación inversa y final (don Quijote a
Alonso Quijano el Bueno) puede ocurrir sólo cuando el héroe abdica a su voluntad, en
expresión máxima de su voluntarismo.
20
Poco importa, para el caso, que don Quijote parta de una premisa falsa e inaceptable; lo
que sí es de notar es el hecho que aquí, como en otras ocasiones, el principio abstracto y el vivir
humano no van de la mano en todo momento y en todas las circunstancias. Las guías vitales no
deben tener una uniforme inflexibilidad, sino que deben ser lo suficientemente maleables para
permitir la realización de ciertos contenidos vitales reacios al encasillamiento.
21
Para el lector, espectador al margen de los conflictos vitales de los personajes novelísticos,
la realidad física no presenta, en la mayoría de los casos, gran problemática, pues el autor se
encarga de encaminarlo hacia la solución adecuada con frases recurrentes, como «así era la
verdad». Hay, sin embargo, algunas excepciones de capital importancia; vid. supra, nota 17.
Pero lo esencial aquí es la problemática que confrontan los personajes. Cervantes es creador de
vidas, y en la esencia de estas vidas se halla, a menudo, el conflicto entre ser y parecer.
22
«Se dieron a entender que estaba en éxtasis y arrobada de puro buena; otros hubo que
dijeron: Esta puta vieja sin duda debe de ser bruja, y debe de estar untada, que nunca los santos
hacen tan deshonestos arrobos» (Coloquio de los perros, p. 240b).
23
«Con el paso brioso que llevaba, algunos hubo que le compararon a Marte, dios de las
batallas, y otros, llevados de la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a Venus, que
para hacer alguna burla a Marte de aquel modo se había disfrazado» (La española inglesa, p.
150a). En este ejemplo aparece en primer plano la reelaboración artística de un viejo tema
literario, pero en el trasfondo se vislumbra la verdad cambiante y subjetiva de las opiniones
personales.
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Benedetto Croce, en uno de sus ensayos de Poesía antica e moderna, ya había utilizado
este término asociado con el Quijote. Mas para él la simpatía es el lazo externo que une al
lector con la obra, no el interno que enlaza al agonista con sus circunstancias.
29
Exclama don Quijote: «¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en
que está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el
cual se le quité yo en buena guerra, y me hice señor dél con ligítima y lícita posesión!» (I, cap.
XLIV).
30
«En lo del albarda no me entremeto» (I, cap. XLIV); «En lo de declarar si esa es albarda o
jaez, no me atrevo a dar sentencia definitiva: sólo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes»
(I, cap. XLV).
31
«Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y
siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres,
procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse» (II,
cap. XLII). El texto bíblico («Timor Dei est initium sapientiae», Job, XXVIII, 28) subraya el
lugar de privilegio del autoconocimiento.
32
Ante una pregunta de Ricote, Sancho reafirma su recién adquirido autoconocimiento: «He
ganado [en el gobierno de la ínsula] [...] el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si
no es un hato de ganado» (II, cap. LIV). La autognosis de don Quijote también es resultado del
ensimismamiento a que lo fuerza su derrota por el Caballero de la Blanca Luna.
33
«Así veo yo a Sansón ahora, como el Gran Turco; pues es verdad que me tengo por
legítimo y cristiano viejo» (IV, p. 115).
34
Otro ejemplo de este acatar las convenciones sociales, a despecho de las convicciones
individuales, lo que ahora llamaríamos conformismo, se halla en el Persiles, III, cap. XI: «La
verdad que sea, yo no creo nada de esto; pero dícenlo tantos hombres de bien, que aunque hago
fuerza al entendimiento, lo creo».
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36
Muy otro hubiera sido el destino de Anselmo de haber oído estas palabras de don Quijote:
«Opinión fue de no sé qué sabio que no había en todo el mundo sino una sola mujer buena, y
daba por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella sola buena era la suya, y así
viviría contento» (II, cap. XXII).
37
38
«No me clavara él las ventanas, cerrara las puertas, visitara a todas horas la casa, desterrara
della los gatos y los perros, solamente porque tienen nombre de varón; que a trueco de que no
hiciera esto y otras cosas no vistas en materia de recato, yo le perdonara sus dádivas y mercedes
[...] Digo que le vendían el otro día una tapicería a bonísimo precio, y por ser de figuras no la
quiso [...] Siete puertas hay antes que se llegue a mi aposento, fuera de la puerta de calle, y
todas se cierran con llave, y las llaves no me ha sido posible averiguar dónde las esconde de
noche» (El viejo celoso, IV, pp. 148-149).Cf. en El celoso extremeño los textos ya citados, y
estos otros: «Hizo asimismo llave maestra para toda la casa [...] Sólo se desvelaba en traer
regalos a su esposa, y en acordarle le pidiese todos cuantos le viniesen al pensamiento, que de
todos sería servida [...] Las figuras de los paños que sus salas y cuadros adornaban todas eran
hembras, flores y boscajes» (páginas 174a-b).
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40
Véase lo que dice una de las pastoras: «Traemos estudiadas dos églogas, una del famoso
poeta Garcilaso y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua portuguesa, las cuales
hasta agora no hemos representado». Para mayores detalles, véase mi libro La novela pastoril
española, Madrid, 1974 2, cap. VIII.
41
Cuando, más tarde, don Quijote piensa en sus proyectos pastoriles, también efectúa una
abstracción semejante, creando un mundillo inmanente de existencia y validez sólo ideal. Pero
Sancho se encarga de abrirle ventanas a la realidad a este mundo cuando dice: «Yo soy, señor,
tan desgraciado, que temo no ha de llegar el día en que en tal ejercicio me vea. ¡Oh, qué polidas
cuchares tengo de hacer cuando pastor me vea! ¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas
y qué de zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no dejarán de
granjearme la de ingenioso! Sanchica, mi hija, nos llevará la comida al hato. Pero, ¡guarda!, que
es de buen parecer y no querría que fuese por lana y volviese trasquilada» (II, cap. LXVII).
También este episodio se considera con más espacio en mi libro citado.
42
Más adelante trataré del sentido que tiene el cambio de nombres de los protagonistas del
Persiles; vid. infra.
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44
Nomina sunt consequentia rerum es como el lema que resume la teoría y la práctica
lingüística del medioevo. La confección del nombre «Vidriera» cae de lleno dentro de esta
actitud tradicional. Con el triunfo del encasillamiento total de las motivaciones humanas que
presencia el siglo XIX esta teoría florece con renovado vigor, como lo demuestra hasta la
saciedad la onomástica de tantos personajes de Galdós o de Dickens, y aun del mismo
Dostoievski, como nos dicen los entendidos en ruso.
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46
La propia forma de la novela está montada sobre esta división tripartita, pero tales
consideraciones me llevarían muy lejos del tema que quería dejar esbozado aquí. El lector
curioso puede consultar el prólogo que puse a Cervantes, Three Exemplary Novels (Nueva
York, 1964), estudio que decidí no incluir en este volumen por estar escrito en inglés y para otro
público. Allí encontrará también mi interpretación de El casamiento engañoso y El coloquio de
los perros, expresada en términos consecuentes, creo yo, con las ideas que propugno aquí. Y
esto último va por vía aclaratoria y no por tozuda presunción.
47
Con sentido un poco distinto halla la misma idea en El vizcaíno fingido (IV, p. 81): «Esta
burla no ha de pasar de los tejados arriba; quiero decir, que ni ha de ser con ofensa de Dios, ni
con daño de la burlada».
48
Algunos críticos (Mack Singleton, Luis Rosales, entre otros) insisten en que el Persiles es
obra primeriza, contemporánea de la Galatea. Las razones que ofrecen no son atendibles; se
trata, más bien, de intuiciones, y aunque la buena crítica a menudo parte de lo intuitivo, no debe
nunca arribar a lo mismo; ver mi edición del Persiles, Madrid, 1969.
49
La agonía de la novela bizantina se prolonga un poco más, pues, en primer lugar, se imita a
Cervantes -como en el Eustorgio y Clorilene, de Suárez de Mendoza y Figueroa-, y, en
segundo, se la adapta al teatro, por ejemplo, en la comedia de Calderón, Los hijos de la fortuna:
Teágenes y Cariclea.
50
En el libro IV, cap. V, por ejemplo, se dice: «En este tiempo le tuvo Auristela de informarse
de todo aquello que a ella le parecía que le faltaba por saber de la fe católica, a lo menos de
aquello que en su patria escuramente se practicaba». A esto sigue un largo y elocuente resumen
de los fundamentos del Catolicismo.
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Desde este punto de vista, La española inglesa constituye una etapa intermedia entre el
Quijote y el Persiles, pues en ella se esbozan en íntima trabazón los temas del mar, el amor, las
peregrinaciones y la religión, vid. infra, cap. VIII: «La captura (Cervantes y la autobiografía)»,
y mi prólogo al Persiles.
54
Excelente ejemplo lo constituye el caso de los lobos parlantes (I, cap. V), que se explica
más adelante por licantropía (I, cap. XVIII).
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Al terminar dice Berganza: «Mira que acudas a este mismo puesto, que yo fío en el cielo
que nos ha de conservar el habla para decir las muchas verdades que ahora se nos quedan por
falta de tiempo».
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«Le sucedieron cosas que piden más larga escritura, y así se dejan para otra ocasión contar
su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de aquella infame
academia, que todos serán de grande consideración, y que podrán servir de ejemplo y aviso a
los que los leyeren».
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60
En la cita que sigue Cervantes hace recuento hasta de la cruz de diamantes de Sigismunda,
que si bien se menciona al principio de la novela, no desempeña papel alguno en la obra. En el
Quijote, a Cervantes se le olvidan incidentes enteros, como el del robo del rucio. Muy ingeniosa
y plausible explicación de este asunto del rucio, desde un punto de vista de la estructura
novelística, da Geoffrey Stagg, «Revision in Don Quixote, Part I», Hispanic Studies in Honour
of I. González Llubera, Oxford, 1959, pp. 359-362. Sin negar en absoluto la validez de la
perspectiva de Stagg, quiero encarar el mismo problema desde otro punto de vista; se trata en
principio, de una necesidad intelectual. Mi punto de partida es que sería pueril pensar en una
amnesia cervantina, por lo tanto yo creo que bien podemos prestar un poco de atención al hecho
de que la pérdida del rucio en el Quijote es un acontecimiento que incide sólo sobre el vivir de
Sancho y allegados. Dentro de la trabazón de acaeceres que informan la vida de Sancho éste es
uno más, que si reviste alguna importancia es únicamente la intrascendente y unipersonal que le
confiere su relación de poseído a posesor. Hacer literatura es, antes que nada, proceso de
selección, y así lo especifica Cervantes cuando pide que se le agradezca al autor «por lo que ha
dejado de escribir» (Quijote, II, cap. XLIV). El vivir humano en su forma lata no es materia
novelística; lo es sólo después de haberse cernido cuidadosamente aquellas circunstancias
vitales que cumplen el propósito del escritor. El olvido del robo del rucio -aun así haya sido
involuntario, como seguramente lo fue- bien puede considerarse junto con aquellas otras cosas
que el autor prefiere no escribir, pues no añade ni quita un ápice al sentido de la novela. Pero el
Persiles mira el vivir humano desde la altura que le confiere lo Universal Absoluto. Olvidos
como el del rucio son ahora impensables, puesto que equivaldrían a tergiversar el sentido
íntimo de la novela: habría algo que escaparía a la dirección trascendente obligatoria. Por eso es
que en la revista final se le reserva espacio hasta a la cruz de diamantes de Sigismunda.
61
Sobre los tratamientos personales, que motivan ambos lances aquí estudiados, se dice más
adelante en el propio Persiles: «Vuesa señoría, que éste es el merced de Italia» (libro III, cap.
XX). Véase también la extensa nota que dedican a este pasaje Schevill-Bonilla, Persiles,
Madrid, 1914, I, pp. 329-331; también W. L. Fichter, Lope de Vega's «El castigo del discreto»,
Nueva York, 1925, p. 222; F. Rodríguez Marín, «Los tratamientos en el Quijote», apéndice XIX
a su última edición del Quijote, Madrid, 1949, IX, pp. 262-267. Agrego aquí dos interesantes
ejemplos: Francisco Pacheco, Sátira apologética en defensa del divino Dueñas, ed. F.
Rodríguez Marín, en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, XVII (1907), p. 17:
«Mercedes, señorías, se fruncían: / andaba en él, un vos avillanado; / a un majadero ilustre le
decían». Álvaro Cubillo de Aragón, El invisible príncipe del Baúl, Biblioteca de Autores
Españoles, XLVII, p. 181a: «La señoría en Italia / cualquier plebeyo la acecha».
62
Véase Huarte, Examen de ingenios, ed. Rodrigo Sanz, Madrid, 1930, II, p. 334; P.
Mauricio de Iriarte, El Doctor Huarte de San Juan y su «Examen de ingenios», Madrid, 1948,
p. 332.
63
Conviene advertir que no fue Cervantes el único en sentirse atraído por esta vivaz
anécdota. La he hallado también en una anónima recopilación, inédita hasta hace poco, Floreto
de anécdotas y noticias diversas, ed. F. J. Sánchez Cantón, en Memorial Histórico Español,
XLVIII, Madrid, 1948, pp. 359-360. En este último caso se trata de una copia a la letra. El
anónimo copia, además, y de la misma manera, mucho de lo que Huarte dice sobre la nobleza.
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Los vivires abúlicos y alejados de la liza humana de don Diego de Miranda o el confesor
de los duques se nos presentan con un mohín más o menos marcado de disgusto, ya sea de parte
del autor o de los circunstantes.
67
Con satisfacción releo las siguientes opiniones de Azorín en Al margen de los clásicos, en
Obras completas, Madrid, 1947, III, pp. 234-235: «El Persiles es el libro que nos da más honda
sensación de continuidad, de sucesión, de vida que se va desenvolviendo con sus incoherencias
aparentes. Otros libros nos dan la impresión de un plano en que se muestran los
acontecimientos y las figuras en una visión simultánea. En el Persiles todo es sucesivo,
evolutivo; y pocos libros tan vivos y tan modernos como éste. La vida pasa, se sucede, cambia
en estas páginas».
68
«El pecado de Rutilio, el bárbaro italiano, es la lascivia», dice Joaquín Casalduero, Sentido
y forma de «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», Buenos Aires, 1947, p. 53.
69
Casalduero, op. cit., pp. 56-61, estudia este episodio bajo el título de «amor místico»,
rúbrica un tanto engañosa ya que recubre sólo un aspecto de la disyuntiva vital. Por otra parte,
hay que relacionar la historia del portugués enamorado con la de Ricaredo e Isabela en La
española inglesa. Las circunstancias son las mismas: el amante (Ricaredo-Manuel) se ve
forzado a separarse de su amada (Isabela-Leonora), pero se establece un plazo de espera de dos
años antes de que la amada pueda tomar otra decisión. El día que se cumple el plazo, la mujer,
por diversos motivos, está a punto de tomar el velo, cuando reaparece el amante. Isabela se
decide por el amor humano, Leonora, por el divino. Identidad de circunstancias, diversidad de
tratamiento artístico e ideológico, fórmula que recubre una gran zona del arte cervantino, como
hago notar en el primero y en el quinto de estos ensayos.
70
Estos retratos morales o etopeyas no son nada nuevo, al contrario, representan una
constante del pensamiento europeo. Partiendo de las consideraciones sobre las nacionalidades
mediterráneas de Herodoto podemos llegar a las procaces páginas de J. Péladan en La
décadence latine, éthopée, París, 1884, o a las ingeniosas de Salvador de Madariaga, Ingleses,
franceses, españoles, Buenos Aires, 19466. La gran novedad que hallamos en la Edad Moderna
es que la etopeya se convierte en instrumento del racismo político, como ocurre en los tratados
del conde de Gobineau, Houston Chamberlain y discípulos. Para una visión algo distinta de las
nacionalidades europeas en el siglo XVII, véanse las empresas LXXXI y LXXXV de Saavedra
Fajardo en su Idea de un príncipe político-cristiano representada en cien empresas; en el siglo
XVIII el P. Feijóo reduce todo esto a claro esquema en el discurso de su Teatro crítico, «Mapa
intelectual y cotejo de naciones». Por otra parte, y volviendo al Persiles, recuérdese lo dicho
supra, acerca de las «dimensiones» y acartonamiento de sus personajes. En años recientes, y en
España, la validez de las etopeyas ha provocado una verdadera tormenta literaria en los escritos
en pugna de J. A. Maravall, S. de Madariaga y S. de Castro Aguirre, publicados en las páginas
de la Revista de Occidente, n.os 3 (junio 1963), 16 (julio 1964) y 23 (febrero 1965),
respectivamente.
71
A. Castro, «Los prólogos al Quijote», Revista de Filología Hispánica, III (1941), p. 337:
«Del contexto de la prosa del Quijote en que se habla de la muerte de Grisóstomo, nadie saca la
impresión de que el pastor obstinado se suicidó; eso es, sin embargo, lo que hizo y anuncia que
va a hacer en la canción del capítulo XIV, en donde dice que tomará una soga, se ahorcará,
flotará su cuerpo al viento, no lo enterrarán en sagrado, irá al infierno porque muere "sin lauro o
palma de futuros bienes"». Véase ahora Hacia Cervantes, Madrid, 1957, p. 239, hay
reediciones posteriores.
72
73
También es muy interesante, aunque sólo toca de soslayo a mi tema, la tesis de G. Stagg,
en su artículo ya citado «Revision in Don Quixote, Part I», Hispanic Studies in Honour of I.
González Llubera, Oxford, 1959, pp. 347-366, quien aduce buenas razones para demostrar que
en una redacción anterior el episodio de Grisóstomo y Marcela perteneció a la serie de
aventuras de Sierra Morena. Pero en esta oportunidad el foco de nuestra atención debe ser el
episodio tal cual está ahora y en su coyuntura actual. El estudio de E. Köhler, «Wandlungen
Arkadiens: die Marcela-Episode des Don Quijote, I, 11-14, Literaturgeschichte als
geschichtlicher Auftrag: Werner Krauss zum 60 Geburtstag, Berlín, 1961, pp. 41-60, sigue la
hilada del tema arcádico y deja, por lo tanto, en segundo plano el problema de la muerte de
Grisóstomo.
74
La edición más accesible de esta versión «con notabilísimas variantes», según dice el
editor, se halla en Adolfo de Castro, Varias obras inéditas de Cervantes, Madrid, 1874, pp. 177-
185. Conozco otra versión, conservada en la Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 3985, fol. 139:
está incompleta la Canción, pues le faltan las dos últimas estrofas y el envío. Las variantes, que
afean el texto, me parece que se deben a que esta versión se tomó al dictado. En este mismo
manuscrito se conservan varias poesías cervantinas, todas recogidas como anónimas.
75
Aquel largo pasaje (cap. XIV) en que se dice: «Bien les pareció a los que escuchado habían
la canción de Grisóstomo, puesto que el que la leyó [Vivaldo] dijo que no le pareció que
conformaba con la relación que él había oído [...]». Y sigue más abajo: «A lo cual respondió
Ambrosio, como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo: -Para que,
señor, os satisfagáis desa duda [...]».
76
Claro está que Rosales sabe muy bien cuál es la realidad de las cosas: «Las variantes del
texto dado en el Quijote son perfectivas», había dicho en II, p. 493.
77
Para ultimar el asunto el lector curioso debe consultar el hermoso libro de R. S. Willis, Jr.,
The Phantom Chapters of the Quijote (Nueva York, 1953), donde se demuestra hasta la
saciedad que los famosos desajustes en la división de capítulos en la primera parte del Quijote
obedecen a una muy clara y consecuente intención artística.
78
Vale la pena advertir que en este último ejemplo (y se trata de los dos últimos versos de la
canción), la variante no es perfectiva (ya lo notaron Adolfo de Castro y Rodríguez Marín),
puesto que se rompe el rígido esquema de todas las estrofas anteriores en que la rima interna se
efectúa entre el verso anteúltimo y las sílabas 4 y 5 del último verso de cada estrofa. El deseo de
Cervantes de ahondar en el sentimiento de muerte introduciendo la voz sepultura le ha hecho
desechar el esquema métrico que él mismo se había impuesto, y en esta medida desmedrar el
commiato de su poema. No echar esto en saco roto: en el eterno forcejeo entre materia y forma
en poesía, se impone aquí la materia, en lo que pretende ser una variante perfectiva. Por algo
habrá sido.
79
80
Esta polarización del discurso ya fue notada por Joaquín Casalduero, Sentido y forma del
«Quijote», Madrid, 1949, pp. 74-76, pero no menciona cómo el contrapunto corre a lo largo de
todo el episodio de Grisóstomo y Marcela, según se verá.
81
Entre otras cosas dice allí: «No te quiero yo a montón, / ni te pretendo y te sirvo / por lo de
barraganía; / que más bueno es mi designio». Hay que observar que esta declaración amorosa
está más cercana a la definición del amor en la Edad de Oro que acaba de dar don Quijote
(«Entonces se decoraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente del mismo
modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos»), que todos los retóricos y encendidos versos de Grisóstomo. La naturalidad de la
vida es superior a la literarización en que vive Grisóstomo.
82
En el curso de este relato, puesto en boca del cabrero Pedro se da otro tipo de dualidad
antitética. El cabrero incurre en una serie de rusticismos que don Quijote corrige con celo:
concepción utilitaria del lenguaje, concepción artística del mismo.
83
84
Sobre otros aspectos del mismo episodio (relaciones con la Galatea, el libre albedrío en
Marcela en oposición a la obligación de amar, relaciones con el episodio de Leandra, Quijote I,
cap. LI) véase mi Novela pastoril española, cap. VIII.
Escribe al respecto E. F. Rubens: «Es corriente [en la obra cervantina] que pastores reales
aparezcan frente a pastores fingidos. Esto, que es de Cervantes, no estaba en los moldes del
género», Sobre el capítulo VI de la primera parte del Quijote, Bahía Blanca, 1959, p. 16.
Rubens exagera un poco (basta pensar en Felismena en la Diana de Montemayor), pero en lo
sustancial la afirmación es aceptable, si se agrega que lo propiamente cervantino es enfrentar a
pastores reales y fingidos en situación conflictiva.
85
Obras completas de Fígaro, París, 1874, II, p. 124. En este terreno del suicidio en el siglo
XVI hay, además, el choque ideológico entre estoicismo y neoplatonismo. El culto a la
naturaleza, foco del neoplatonismo, hace de ella la única fuerza creadora y aniquiladora, por lo
cual el suicidio resulta ser un acto contra Naturam. El estoico, desde luego, no doblega su
voluntad ante nada.
86
En cambio, en la literatura bucólica italiana el suicidio tiene cierta aceptación, cf. Mia
Gerhardt, La Pastorale, Assen, 1950, primera parte.
87
88
Sobre Judas suicida dice Cervantes en La gran sultana (II, 184): «El matarse es cobardía, /
y es poner tasa a la mano /liberal del soberano / bien que nos sustenta y cría. // Esta gran verdad
se ha visto / donde no puede dudarse: / que más pecó en ahorcarse / Judas, que en vender a
Cristo».
89
Los hallo en Julio Cejador y Frauca, La lengua de Cervantes, II, Madrid, 1906, s. v.;
Cejador no cae en la cuenta del doble significado del verbo, y piensa que Cervantes lo usa
siempre en la acepción de «desesperanzarse» o «impacientarse». La evolución semántica
desesperarse «suicidarse» es paralela a la que tuvo perderse en el siglo XV, cf. María Rosa
Lida, «La hipérbole sagrada en la poesía castellana del siglo XV», Revista de Filología
Hispánica, VIII (1946), pp. 125-126, quien explica cómo este último verbo vino a denotar «la
máxima pérdida, la del alma».
90
Un problema de lectura: ¿en el último verso hay que leer «aun o «aún»? Yo prefiero «aun»,
más consecuente con las afirmaciones precedentes de la canción. Como suicida se le niega
«hasta la mortaja».
91
Esto último explicaría las palabras de Ambrosio a Marcela: «¿Vienes a ver, por ventura,
¡oh fiero basilisco destas montañas! si con tu presencia vierten sangre las heridas deste
miserable a quien tu crueldad quitó la vida?» Aunque todo se podría tomar en sentido
metafórico.
92
El perdido del verso 4 no debe interpretarse en el sentido teológico del siglo XV (véase
nota 89) sino que viene casi forzado por el ganado del verso 3. La antítesis perdido-ganado era
frecuentísima en los siglos XVI y XVII, sobre todo en la poesía pastoril.
93
94
95
96
Con tanta saña como ignorancia Herman Iventosch, profesor de University of Arizona en
los Estados Unidos, atacó esta interpretación del episodio de Marcela y Grisóstomo (PMLA
[Publications of the Modern Language Association of America], 1974). Con datos objetivos
corregí su falsa exégesis y más que abundantes deficiencias bibliográficas (PMLA, 1974).
Carente ya de buenas razones escribió Iventosch (PMLA, 1975): «All this to-do about self-
destruction muat strike the non-Hispanist reader as slightly comical, but he must keep in mind
that we are facing a mixture of a sort of nineteenth century Carlism (archreactionary Catholic:
dogmatism) and contemporary neomedievalism». Que el suicidio no es materia de ludibrio
-mirabile dictu- lo reconocen hasta las propias autoridades oficiales de la patria del profesor
Iventosch, donde en las grandes ciudades existen clínicas telefónicas para asistir al posible
suicida, y eso que en los Estados Unidos no ha habido nunca Carlismo ni, supongo yo,
neomedievalismo. Debo reconocer, sin embargo, y con orgullo, que yo soy Carlista, y lo ha sido
mi familia desde la Guerra de los Siete Años -cuando don Carlos V nos distinguió con el título
de Marqueses de la Lealtad-, y si por neomedievalismo el profesor Iventosch se refiere a mi
ferviente Catolicismo, mea culpa.
97
«La pertinencia del Curioso impertinente», Ensayos de convivencia, ahora recogido en sus
Obras completas, Madrid, 1959, III, pp. 306-311.
98
99
Hay otro estudio que quizá deba mencionarse al tratar de la pertinencia de ambos cuentos,
de Vicente Gaos, «El Quijote y las novelas interpoladas», Temas y problemas de literatura
española, Madrid, 1959, pp. 107-118. Pero más que crítica de la función de estas novelitas, se
trata de una exhortación a considerarlas pertinentes. Nada tengo que objetar a esto último, mas
no me ayuda en mi tarea.
100
Otro tanto se puede decir de la función de casi todos los cuentos intercalados, y ya lo dijo
Jorge Luis Borges, el gran demiurgo de vidas problemáticas. Equivalente función desempeña el
artificio análogo de la comedia dentro de la comedia.
101
«À propos du Curioso impertinente», Revue des Langues Romanes, LXXV (1963), pp.
173-194.
102
Manifesté mi alarma, por primera vez, ante esta inadecuada aplicación de la crítica
psicológica en «Las hipérboles del Padre Las Casas», Revista de la Facultad de Humanidades,
Universidad de San Luis Potosí, II (1960), pp. 33-53.
103
«Cervantes e Italia: Eros, industria, socarronería», Papeles de Son Armadans, n.o 102
(septiembre 1964), pp. 287-325, ahora recogido en Letras I, Londres, 1966, pp. 93-112.
104
105
Hay toda una monografía dedicada al mismo tema que el artículo de Otero, y se trata de
Enrico Mario La Barbera, Las influencias italianas en la novela «El curioso impertinente» de
Cervantes, Roma, 1963: la obra es un total desacierto de trasnochada información. Por lo
demás, la mosquetería ensayística sigue tirando al blanco del Curioso impertinente, y con
variable puntería. Los únicos títulos que vale la pena rescatar de un merecido olvido son dos
trabajos de Joaquín Casalduero, que añaden algún matiz a su libro sobre el Quijote: «El curioso
impertinente en el Quijote de 1605», Cuadernos, n.º 85 (1964), pp. 73-75, y «La lectura de El
curioso impertinente», Homenaje a Rodríguez-Moñino, I, Madrid, 1966, pp. 83-90; y un trabajo
de Rafael Pérez de la Dehesa, «El curioso impertinente: episodio de una crisis cultural»,
Asomante, XX, n.º 2 (1964), pp. 28-33.
106
Posibilidad interpretativa que nos indica el propio Cervantes al hacer decir al cura: «Falta
nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina» (p. 325).
107
El temperamento racionalista de que hace gala continua el cura no quita el que casi haya
llegado a disfrazarse de desvalida doncella (I, cap. XXVII), para arrancar a don Quijote de la
Sierra Morena. Aun en este caso extremo, pues, no deja de tener la literatura su concomitante
emocional, el cual por soterrañas vías prepara esa amalgama de vida y literatura que da
densidad a los más característicos pasajes del arte cervantino.
108
Todas estas afirmaciones, dentro de la peculiar dinámica propia del arte narrativo
cervantino, apuntan mucho más allá del blanco aquí evidente, ya que su trayectoria total las
enlaza con la conversación del canónigo toledano (I, caps. XLVII s.).
109
110
No vale en este caso decir que el cura se sirve del principio de la verosimilitud, ya que éste
no es otra cosa que el principio de la claudicación. Cuando se proclama que lo fingido debe
asemejarse a lo verdadero se renuncia, en forma implícita, a toda zona de fronteras. Hay que
plantear de nuevo el problema de la verosimilitud en el Quijote, atendiendo al escamoteo de
líneas divisorias que caracteriza toda la obra cervantina.
111
Algunos ejemplos bastarán: «descuidarse con cuidado» (página 330); «se transforma en
ángel de luz, siéndolo él de tinieblas» (p. 343); «busco en la muerte la vida» y los versos que
siguen (p. 346); «lo que menos se pensaba y más deseaba» (ibid.); «es menester fuerzas divinas
para vencer las suyas humanas» (p. 439); «los dos malos amigos y nuevos amantes» (ibid); «era
lo que en menos tenía y más estimaba» (ibid.).
112
Este tipo de expresiones son de temer en Cervantes; por ejemplo, cuando se está por iniciar
el ruidosísimo pleito acerca de la bacía o yelmo Sancho pronuncia: «En eso no hay duda» (I,
cap. XLIV, p. 462).
113
114
Nos hallamos aquí ante un caso egregio de ironía cervantina: el curso de este vivir es fruto
de la voluntad expresa de Anselmo.
115
Joaquín Casalduero, Sentido y forma del Quijote (Madrid, 1949, p. 151), recoge una
concordancia más: la sangre que derrama Camila en su fingimiento y la fingida sangre que
derrama don Quijote en su sueño. Por lo demás, respecto al sentido de la interrupción de la
lectura, dice Casalduero sólo lo siguiente: «Me parece demasiada casualidad para que
semejante colocación sea debida al azar; pero, casualidad o no (para mí no es casualidad), lo
único que quiero es advertir esa colocación y hacerla entrar en el ritmo bimembre de la novela»
(ibid.). Para mí tampoco es casualidad, por ello trato de explicarla en el texto.
116
Finísimo toque: la historicidad del Gran Capitán ha sido debatida entre el cura y el ventero.
Al comenzar el cuento del Curioso impertinente se abandona toda pretensión histórica para
recrear una situación mítica (el cuento de los dos amigos). Cuando ésta se ha destruido [vid.
infra, «El cuento de los dos amigos (Cervantes y la tradición literaria)»] y se procede a la
liquidación total del mundo facticio, se nos insinúa, a través de la mención del Gran Capitán,
que la ficción ha estado en todo momento anclada en la historia. Nuevo ejemplo de la
ambivalencia de verdad y mentira, y problematización, no ya de lo que es cierto, sino de lo que
es explícitamente ficticio.
117
118
Véase Raymond S. Willis, Jr., The Phantom Chapters of the Quijote, Nueva York, 1953.
No recuerdo, sin embargo, que Willis se haga cargo de la anomalía de algunos de los epígrafes.
Sí lo hace, brevemente, Vicente Gaos en su estudio ya citado, aunque no menciona el capítulo
en cuestión ahora.
119
Tres casos más de epígrafes criticables ocurren en el Quijote, todos en la primera parte, y
son los correspondientes a los capítulos X, XXIX y XXX. Estos dos últimos dicen así en la
edición príncipe: «Que trata de la discreción, de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho
gusto y pasatiempo» (cap. XXIX); «Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar
a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había puesto» (cap. XXX).
La mayoría de los editores modernos trastruecan el orden por creer que los epígrafes se ajustan
así más a la materia. Esto no es del todo cierto, y los epígrafes bien se pueden mantener en su
orden original, como lo hace Unamuno, por ejemplo, en su Vida de don Quijote y Sancho. En
realidad, aun así el orden de la edición príncipe haya sido descuido del cajista, la esencia de las
cosas no queda afectada en absoluto. Muy otro es el caso del epígrafe al capítulo X («De lo que
más le avino a don Quijote con el vizcaíno y del peligro en que se vio con una turba de
yangüeses»). Como la aventura de los yangüeses no ocurre hasta cinco capítulos más tarde, la
crítica ha creído coger a Cervantes in flagranti descuido. Pero después del mesurado arte que
entra en la distribución de la materia en capítulos, como demostró Willis, se me hace muy duro
de creer que Cervantes escribía los epígrafes a tontas y a locas. Prefiero pensar en algo más
intrínsecamente artístico, en una dinámica epigráfica que procede (como la misma materia
contenida en los capítulos) por sístole y diástole, atrayendo y expeliendo, según la ocasión, la
imaginativa del lector. Así, el epígrafe del capítulo XXXVI retrotrae nuestra atención, mientras
que el X la adelanta, y se establece de esta manera una unidad adicional a la del fluir de la
materia. En estas dos ocasiones, al menos, se coloca la narración en un punto de equilibrio entre
lo hecho y lo por hacer. Para terminar: hay que plantearse el problema de la función de los
epígrafes de capítulos en las dos partes del Quijote. Sin ir más lejos: hay evidentes diferencias
de enunciados entre ambas («Donde se cuenta lo que en él se verá», II, cap. IX, no tiene
equivalente en la primera parte).
120
Esta concepción del arte resurge mucho más tarde en otro momento crítico del quehacer
vital. Sobre ella descansan, precisamente, las extraordinarias Briefe ueber die aesthetische
Erziehung des Menschen de Schiller, y el concepto que las informa de Vernunfstaat.
121
Así tuviera yo idoneidad para hacerlo, me ahorraría el trabajo el excelente estudio de Jaime
Oliver Asín, «La hija de Agí Morato en la obra de Cervantes», Boletín de la Real Academia
Española, XXVII (1947-1948), pp. 245-339. Allí se hallarán todos los datos necesarios acerca
de la historicidad del relato y, además, un minucioso estudio comparado de la historia del
capitán y Los baños de Argel, comedia en la que Cervantes ya había tratado el mismo tema.
Recuérdese este dato, sobre el que no insistiré, pues confirma, una vez más, el retorno
cervantino a sus mismos temas, con nueva visión, como ocurre, precisamente, con El curioso
impertinente, según se verá en «El cuento de los dos amigos (Cervantes y la tradición
literaria)». Otro aspecto de la misma cuestión se podrá ver en el penúltimo capítulo: «La
captura (Cervantes y la autobiografía)».
122
Un hijo se vanagloria ante su padre de la cantidad de amigos que tiene. Para darle una
lección, el padre le hace fingir un crimen y todos los amigos lo abandonan; el único que le
presta ayuda es un medio amigo del padre.
124
Un hombre tiene tres amigos: quiere al primero más que a sí mismo, al segundo tanto
como a sí mismo y al tercero menos. Cae en desgracia y el único que lo ayuda es el tercer
amigo.
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Conozco los siguientes ejemplos españoles del medio amigo: Castigos e documentos del
rey don Sancho, cap. XXXVI, en Biblioteca de Autores Españoles, LI, pp. 156-159 (cf. además
Amador de los Ríos, Historia crítica de la literatura española, Madrid, 1863, IV, pp. 575-578);
don Juan Manuel, Conde Lucanor, ejemplo XLVIII; El caballero Cifar, ed. Ch. P. Wagner, Ann
Arbor, 1929, pp. 17-23; Clemente Sánchez de Vercial, Libro de exemplos, ejemplo XVIII, en
Romania, VII, p. 493; El espéculo de los legos, ed. J. M. Mohedano Hernández, Madrid, 1951,
pp. 34-35; La vida del Ysopet con sus fábulas hystoriadas, Zaragoza, 1489, fol. CXI; Martín de
Reina, Dechado de la vida humana, Valladolid, 1549, fol. XXXV; trae diversos ejemplos
extranjeros Hermann Knust en las notas a su edición del Conde Lucanor, Leipzig, 1900,
páginas 409-412. Véase, además, el artículo de Gédéon Huet, «La parabole des faux amis»,
Romania, XXXIII (1904), pp. 87-91, 403-405, con ejemplos hindúes y malayos; y la
bibliografía que trae Stith Thompson, Motif-Index, H 1558.1; Kenneth R. Scholberg, «A Half-
Friend and a Friend and a Half», Bulletin of Hispanic Studies, XXXV (1958), páginas 187-198.
-Sobre la fortuna del cuento de los tres amigos cf. Jacques de Vitry, Exempla, ed. T. F. Crane,
Londres, 1890, pp. 185-186, y G. Moldenhauer, Die Legende von Barlaan und Josaphat auf
der iberischen Halbinsel, Halle, 1929, pp. 101-120. A los ejemplos citados por estos autores,
agréguense: Cristóbal Lozano, David perseguido, Madrid, 1652, en la recopilación de sus
Historias y leyendas que hizo J. de Entrambasaguas, Clásicos Castellanos, I, Madrid, 1943, pp.
11-14, y una versión portuguesa del siglo XIV que transcribe Theophilo Braga, Contos
tradicionaes do povo portuguez, II, Porto, s. a., pp. 37-38, quien, por otra parte, lo confunde
con el del medio amigo. Además, me parece que hay íntima relación entre este cuento y
comedias del tipo de la de Lope de Vega, La prueba de los amigos, o de Tirso de Molina, El
amor y el amistad (y en parte Cautela contra cautela).
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Escribe en el prólogo: «Cum enim apud me saepius retractando humanae causas creationis
omnimodo scire laborarem, humanum quidem ingenium inveni ex praecepto conditoris ad hoc
esse deputatum, ut quamdiu est in saeculo in sanctae studeat exercitatione philosophiae, qua de
creatore suo meliorem habeat notitiam et moderata vivere studeat continentia et ab
imminentibus sciat sibi precavere adversitatibus eoque tramite gradiatur in saeculo qui eum
ducat ad regna caelorum [...] Propterea ergo libellum compegi [...]».
130
«Modum tamen consideravi ne si plura necessariis scripserim, scripta oneri potius sint
lectori quam subsidia, ut legentibus et audientibus sint desiderium et occasio ediscendi»
(Prólogo).
131
Sobre la fecha de esta novela cf. Ch. P. Wagner, «The Sources of El cavallero Cifar»,
Revue Hispanique, X (1903), p. 10, y su edición del Cifar ya citada, p. XV; E. Buceta,
«Algunas notas históricas al prólogo del Cauallero Cifar», Revista de Filología Española, XVII
(1930), pp. 18-36 y 419-422, y Ezio Levi, «Il giubileo del MCCC nel più antico romanzo
spagnuolo», Archivio della Reale Società di Storia Patria, LVI-LVII (1933-1934), pp. 133-156.
Como estudio de conjunto, aparte de las conocidas páginas que le dedica Menéndez Pelayo en
sus Orígenes de la novela, véase el trabajo de Martín de Riquer al final del segundo volumen de
su edición del Caballero Cifar, Barcelona, 1951. El apólogo ocupa las páginas 23-32 de la ed.
de Wagner.
132
Apresurada es la observación de Wagner, art. cit., p. 82: «The Cifar's story of the "Two
Friends" does not differ from that of Alfonsus, excepting in the richness of detail which is
characteristic of all the stories incorporated in our text».
133
Ed. Oesterley, ya citada, cap. CLXXI, «De dilectione et fidelitate nimia et quod veritas a
morte liberat». Comienza: «Refert Petrus Alphonsus [...]». Difícil es la cuestión de si el autor
del Cifar conoció los Gesta, y con tan pocos fundamentos no me atrevo a decidir. Los Gesta se
recopilaron a fines del siglo XIII (cf. Oesterley, pp. 254-266) y el Cifar se escribió muy a
principios del XIV. Cabe dentro de lo posible que un escritor tan libresco como el autor del
Cifar conociese los Gesta, pero en ese caso extraña que no los utilizara más a fondo. En el
texto, por conveniencia y brevedad, me refiero constantemente a los Gesta como fuentes de la
novela española, aunque esto diste de ser seguro.
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135
En Pedro Alfonso, el asesinato se describe en estos términos: «Sed cum ibi anxius multa
secum diu volveret, occurrerunt sibi duo viri prope templum in civitate, quorum unus ahum
interfecit damque aufugit».
136
En la Disciplina clericalis, todo lo que exclama el matador es: «Me me qui feci; istum
dimittite inoxium». A esta intromisión de lo real concreto en el cuerpo de la fábula poética
obedecen las aparentes contradicciones de que, en tierras del Corán, el enfermo llame a un
capellán para confesarse, o de que el pobre vagabundo busque refugio en una ermita. La
realidad observada pasa así, directamente, a formar parte del mundo artístico sin las
gradaciones, puntualizaciones y adaptaciones que serán menester más adelante.
137
Fecha fijada por A. Morel-Fatio, «El libro de exenplos por A. B. C., de Climente Sánchez,
archidiacre de Valderas», Romania, VII (1878), p. 483. Esta obra fue publicada por Pascual de
Gayangos (Biblioteca de Autores Españoles, LI, pp. 443-543), según el manuscrito incompleto
de la Biblioteca Nacional de Madrid; completó el texto Morel-Fatio al editar el manuscrito de la
Bibliothèque Nationale de París en el artículo citado. En este último, el cuento de los dos
amigos se halla en las pp. 494-496.
138
No hallo que las razones aducidas sean suficientes para dudar de las modestas afirmaciones
de Sánchez de Vercial en su breve prólogo: «Por quanto en el libro que yo conpuse para tu
enformación, que puse nombre Compendium censure, en fin dél te escreví que proponía de
copilar vn libro de exenplos por A. B. C. e después rreduzirle en romance» (Romania, VII, p.
484). La obra es, pues, una recopilación y a eso se redujo la labor original de Vercial; casi todo
lo demás es copia de lecturas; cf. A. H. Krappe, «Les sources du Libro de exemplos», Bulletin
Hispanique, XXXIX (1937), pp. 5-54. Krappe sustenta su opinión (Vercial copia un modelo
anterior) en diversos razonamientos, pero los ejemplos que aduce, aparte de poder explicarse
como errores de lectura o de grafía, no prueban nada en forma concluyente; él mismo reconoce
que el ejemplo 389 (328) es original de Vercial. El artículo de E. Díaz-Jiménez y Molleda,
«Clemente Sánchez de Vercial», Revista de Filología Española, VII (1920), pp. 358-386,
importante como documentación biográfica, es superficial en la crítica y a veces se parece
indiscretamente a las páginas de Menéndez Pelayo sobre el mismo tema (Orígenes de la novela,
I, CII-CIII), al punto de repetir el error de éste de que toda la Disciplina aparece en Vercial.
Para completar las indicaciones bibliográficas quiero anotar otro artículo documental del mismo
Díaz-Jiménez, «Documentos para la biografía de Clemente Sánchez de Vercial», Boletín de la
Biblioteca Menéndez y Pelayo, X (1928), pp. 205-224, y las páginas que le dedicó el conde de
Puymaigre, Les vieux auteurs castillans, París, 18902, II, pp. 107-113, que todavía se pueden
leer con provecho.
139
140
Sobre los exempla en general, véase E. R. Curtius, Europäische Literatur und lateinisches
Mittelalter, Berna, 1948, pp. 65-68, o la trad. española de M. y A. Alatorre, Literatura europea
y Edad Media latina, México, 1955, I, pp. 91-96 (con la bibliografía allí citada). Cf. también M.
R. Lida de Malkiel, «Tres notas sobre don Juan Manuel», Romance Philology, IV (1950-1951),
pp. 155-194, en especial la primera de dichas notas, donde se estudian los exempla referidos
expresamente a la literatura hispánica, con copiosa información bibliográfica. Además, R.
Ricard, «Pour une histoire de l'exemplum dans la littérature religieuse moderne», Les Lettres
Romanes, VIII (1954), pp. 199-223, y W. Pabst, Novellentheorie und Novellendichtung,
Hamburgo, 1953, pp. 99-115.
141
142
Ed. facsímile por la Real Academia Española, Madrid, 1929, con prólogo de E. Cotarelo y
Mori.
143
144
Para todo esto véase A. Morel-Fatio. «L'Isopo castillan», Romania, XXIII (1894), pp. 561-
575, artículo que no menciona Cotarelo en su prólogo, pero que sí traduce: cf. Cotarelo, p.
XXIb, y Morel-Fatio, p. 565. Para la historia y descripción del Ysopet, véase Léopold Hervieux,
Les fabulistes latins depuis le siècle d'Auguste jusqu'à la fin du moyen àge, París, 18932, I, p.
421.
145
El texto del alemán dice (ed. cit., p. 296): «Sed cum ibi anxius animo multa secum
volveret, occurrerunt ei duo viri prope templum in civitate, uniusque alium interfecit et clam
aufugit», reproducción casi literal del texto de Pedro Alfonso (cf. supra, nota 135).
146
De acuerdo con la bibliografía que trae Cotarelo al final de su prólogo, el cuento aparece
todavía en las ediciones de Barcelona, 1796; Madrid, 1802; Segovia, 1813.
147
La licencia es del 9 de octubre de 1547; hay edición facsímile, Valencia, 1952. El cuento
está en el folio XXXI.
148
De su cosecha agrega también Reina que el egipcio prefirió «morir ahorcado que no traer
vida de muerto o vivir muriendo». Esta antítesis conceptuosa, heredada de la lírica galante
cancioneril, poco después florecerá a lo divino, en la obra de Santa Teresa y de San Juan de la
Cruz, cf. D. Alonso, La poesía de san Juan de la Cruz, Madrid, 1942, pp. 113-116.
149
En la dedicatoria a don Fernando Niño, patriarca de las Indias, nos dice: «No me curo
quién fuesse el auctor porque en el libro no lo hallo escripto [...]. Como no se halla este libro
impreso, creo que pocos le tienen; uno, oy dezir que está en la librería de Sant Francisco de
León, y el que yo tengo. No he visto ni oydo que otro alguno tenga otro».
150
Véase don Juan Manuel, El libro de los enxiemplos del conde Lucanor, ed. H. Knust,
Leipzig, 1900, p. 410. Hay también traducción catalana del siglo XV, publicada por M. de
Bofarull, Barcelona, 1902.
151
152
Desde mediados del fol, XLVII r.º («Y esto baste de la manera del andar y biuir de los
hombres nobles en el tiempo de agora; y porque el mal biuir de aquéstos muchas vezes procede
de ignorancia, cobdicia, luxuria y otros vicios, por tanto me paresció escreuir las fábulas y
moralidades siguientes») hasta el final de la obra (fol. LVII v.º) todo parece ser original de
Reina.
153
154
«Líbero padre, por otro nombre Bacho o Lyeo, según Ovidio, hijo de Júpiter, fue el
primero que plantó vides; aunque esto no contiene verdad, porque el primero que las plantó [...]
fue Noé luego que salió del arca, acabado el diluvio. Pero puede ser que en aquella tierra donde
Bacho reynó, que fue la Yndia, debió él primeramente hallar el vso del vino» (fol. XLIX r.º). La
fórmula concesiva («pero puede ser») vuelve a colocar ambas tradiciones en el mismo plano,
después del rotundo mentís («esto no contiene verdad») dado a los clásicos.
155
Otra muestra de su apego a lo viejo es su diatriba contra las mujeres, que termina con estas
palabras: «No quiero meter en ellas más a la pluma, porque no digan de mí que yo soy otro
Torrellas, o otro Arcipreste de Talavera» (fol. XLIX r.º). La sátira misógina tiene raíces
medievales, si bien es cierto que misoginia y profeminismo, llegan, por lo menos, hasta sor
Juana Inés de la Cruz y el P. Feijóo.
156
Antes de terminar con el Dechado quiero recoger un curioso dato sobre Pedro Alfonso. En
una de sus adiciones al original escribe Reina: «Refiere Petrus Alfonsus (que fue un philósopho
d'Arauia)...» (fol XXX v.º). ¿Era ignorancia de Reina, u opinión común de su época sobre la
patria del converso aragonés?
157
Los bibliógrafos conocen dos ediciones del año 1564, una de Valencia (la príncipe) y otra