Canavaggio, Jean. Retornos A Cervantes

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JEAN CANAVAGGIO

RETORNOS A CERVANTES
INSTITUTO DE ESTUDIOS AURISECULARES (IDEA)
COLECCIÓN «BATIHOJA»

CONSEJO EDITOR:
DIRECTOR:VICTORIANO RONCERO (STATE UNIVERSITY OF NEW YORK-SUNY AT
STONY BROOK, ESTADOS UNIDOS)
SUBDIRECTOR: ABRAHAM MADROÑAL (CSIC-CENTRO DE CIENCIAS HUMANAS Y
SOCIALES, ESPAÑA)
SECRETARIO: CARLOS MATA INDURÁIN (GRISO-UNIVERSIDAD DE NAVARRA, ESPAÑA)

CONSEJO ASESOR:

WOLFRAM AICHINGER (UNIVERSITÄT WIEN, AUSTRIA)


TAPSIR BA (UNIVERSITÉ CHEIKH ANTA DIOP, SENEGAL)
SHOJI BANDO (KYOTO UNIVERSITY OF FOREIGN STUDIES, JAPÓN)
ENRICA CANCELLIERE (UNIVERSITÀ DEGLI STUDI DI PALERMO, ITALIA)
PIERRE CIVIL (UNIVERSITÉ DE LE SORBONNE NOUVELLE-PARÍS III, FRANCIA)
RUTH FINE (THE HEBREW UNIVERSITY-JERUSALEM, ISRAEL)
LUCE LÓPEZ-BARALT (UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO, PUERTO RICO)
ANTÓNIO APOLINÁRIO LOURENÇO (UNIVERSIDADE DE COIMBRA, PORTUGAL)
VIBHA MAURYA (UNIVERSITY OF DELHI, INDIA)
ROSA PERELMUTER (UNIVERSITY OF NORTH CAROLINA AT CHAPEL HILL, ESTADOS UNIDOS)
GONZALO PONTÓN (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA, ESPAÑA)
FRANCISCO RICO (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA, ESPAÑA / REAL ACADEMIA
ESPAÑOLA, ESPAÑA)
GUILLERMO SERÉS (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA, ESPAÑA)
CHRISTOPH STROSETZKI (UNIVERSITÄT MÜNSTER, ALEMANIA)
HÉLÈNE TROPÉ (UNIVERSITÉ DE LE SORBONNE NOUVELLE-PARÍS III, FRANCIA)
GERMÁN VEGA GARCÍA-LUENGOS (UNIVERSIDAD DE VALLADOLID, ESPAÑA)
EDWIN WILLIAMSON (UNIVERSITY OF OXFORD, REINO UNIDO)

Impresión: Ulzama digital


© Del autor

ISBN: 978-1-938795-98-5
New York, IDEA/IGAS, 2014
JEAN CANAVAGGIO

Retornos A CERVANTES
Índice

PRÓLOGO..................................................................................... 9

CERVANTES EN SU VIVIR
Los claroscuros de una vida....................................................15
Las prisiones de Cervantes........................................................47
«Aquel segundo que sólo pudo darse a sí tercero»:
Cervantes y Felipe II............................................................63
«De lengua en lengua y de una en otra gente»:
las experiencias lingüísticas de Cervantes.........................73

EL TEATRO
Numance de Jean-Louis Barrault: el París de 1937 ante un
Cervantes insólito...............................................................85
El prólogo a las Ocho Comedias desde el mirador de la
práctica autorial lopesca....................................................95
La teatralización del judío en Los baños de Argel.............. 107
Cervantès dramaturge, veinticinco años después.................. 121

LAS NOVELAS EJEMPLARES


De Leocadia a Leonora: dos mujeres cervantinas a la
hora de la verdad.............................................................. 139
Del Celoso extremeño al Viejo celoso: aproximación
a una reescritura............................................................... 147
EL QUIJOTE
Don Quijote entre burlas y veras: la aventura de
los galeotes........................................................................163
El destino del licenciado Juan Pérez de Viedma, o cómo
una vida se hace literatura .............................................. 181
El deseo frustrado de Sancho Panza..................................... 191
Don Quijote, vencedor del Caballero de los Espejos:
el epílogo de un triunfo por escarnio .............................199
Tradición culta y experiencia viva: don Quijote
y los agoreros....................................................................205

EL PERSILES
El maldiciente Clodio, primer lector del Persiles .............. 219
Fantasía novelesca y experiencia viva: los desposorios
de Constanza y del Conde................................................229
La España del Persiles .......................................................... 235

A MODO DE EPÍLOGO
El humanismo de Cervantes................................................... 255

BIBLIOGRAFÍA..........................................................................279
PRÓLOGO

Por segunda vez, al cabo de casi quince años, me atrevo a reunir


varios artículos dispersos, procedentes de mi labor de cervantista, para
ofrecerlos en un volumen al benévolo lector. Mi primera recopilación
—Cervantes entre vida y creación— reunía diez y nueve estudios publi-
cados entre 1966 y 1997. Salió a luz en el año 2000, gracias a la amistad
de Carlos Alvar y a la acogida del Centro de Estudios Cervantinos1.
En el prólogo de ese libro, me apliqué a reconstruir las etapas de una
trayectoria iniciada en 1959 con mi memoria académica sobre la posible
huella, en el Quijote, de la Philosophia antigua poética, del doctor Alonso
López Pinciano2. Lo que pretendo mostrar ahora, si bien de modo se-
lectivo, es la continuación de esta trayectoria durante el último dece-
nio, desde el comienzo del nuevo siglo hasta la víspera de las sucesivas
conmemoraciones que concluirán en 2017, con el cuarto centenario
de la publicación del Persiles. Diecinueve trabajos, también, son los que
se reúnen aquí, bajo el título de Retornos a Cervantes. Publicados casi
todos desde 2000 y repartidos en cinco apartados —Cervantes en su
vivir, El teatro, Las Novelas ejemplares, El Quijote, El Persiles— se cierran
con una última contribución sobre el humanismo de Cervantes, que se
presenta a modo de epílogo. No me ha parecido oportuno actualizar
estas contribuciones publicadas en diferentes fechas, ni tampoco elimi-
nar alguna que otra repetición en mis sucesivas aproximaciones a ciertos
aspectos de la vida y obra del escritor.

1
Cervantes entre vida y creación, Biblioteca de Estudios Cervantinos,Alcalá de Henares,
Centro de Estudios Cervantinos, 2000.
2
«Alonso López Pinciano y la estética literaria de Cervantes en el Quijote», Anales
cervantinos, 7, 1958.
10 JEAN CANAVAGGIO

A la hora de concluir esta breve presentación, quiero manifestar ante


todo mis más expresivas gracias a Ignacio Arellano, de cuya hospitalidad
me beneficié hace catorce años, cuando aceptó publicar una recopila-
ción de mis trabajos sobre el teatro áureo3. Al abrirme ahora las puertas
del Instituto de Estudios Auriseculares, me da un nuevo testimonio de
su generosidad. Quiero también dedicar un emocionado recuerdo a
tres entrañables amigos, hoy desaparecidos —Edward C. Riley, Anthony
Close y Francisco Márquez Villanueva— quienes estimularon mi labor
en momentos decisivos. Finalmente, me complace recordar la valiosa
ayuda de François Delpech, César García de Lucas, Benoît Pellistrandi,
Frédéric Prot, Florencio Sevilla, Germán Vega García-Luengos y Marc
Vitse, sin olvidar por supuesto, last but not least, la que me prestó, repeti-
das veces, mi querido amigo Francisco Florit.
A continuación doy la procedencia de los trabajos aquí reunidos:
«Los claroscuros de una vida», en Retrato de Miguel de Cervantes Saavedra,
ed. Francisco Sevilla Arroyo, Guanajuato, Museo Iconográfico del
Quijote, 2011, pp. 15-40. «Las prisiones de Cervantes», Tintas. Quaderni
de letteratura iberiche e iberoamericane, 1, 2011, pp. 10-24. «“Aquel segundo
que sólo pudo darse a sí tercero”: Cervantes y Felipe II», en «Una de las
dos Españas...». Representaciones de un conflicto identitario en la historia y en
las literaturas hispánicas, Estudios reunidos en homenaje a Manfred Tietz, eds.
Gero Arnscheidt y Pere Joan Tous, Madrid, Iberoamericana/Vervuert,
2007, pp. 783-791. «Las experiencias lingüísticas de Cervantes», en En
buena compañía. Estudios en honor de Luciano García Lorenzo, eds. Joaquín
Álvarez Barrientos, Óscar Cornago Bernal, Abraham Madroñal Durán
y Carmen Menéndez-Onrubia, Madrid, CSIC, 2009, pp. 139-146.
«Numance de Jean-Louis Barrault: el París de 1937 ante un Cervantes in-
sólito», en Proyección y significados del Teatro clásico español, eds. José María
Díez Borque y José Alcalá Zamora, Madrid, SEACEX, 2004, pp. 173-
183. «El prólogo a las Ocho comedias de Cervantes desde el mirador de
la práctica autorial lopesca», en Las comedias en sus partes. ¿Coherencia
o coincidencia?, ed. Florence d’Artois, Criticón, 108, 2010, pp. 133-142.
«La teatralización del judío en Los baños de Argel», en «¡Bon compaño,
jura Di!» El encuentro de moros, judíos y cristianos en la obra de Miguel de
Cervantes Saavedra, eds. Caroline Schmauser y Monika Walter, Berlín,
Universidad Técnica de Berlín, 1992, pp. 9-20. «Cervantès dramaturge,

3
Un mundo abreviado: aproximaciones al teatro áureo, Madrid/Frankfurt am Main,
Iberoamericana/Vervuert, 2000 (Biblioteca Aurea Hispánica, 9).
RETORNOS a Cervantes 11

veinticinco años después», en El teatro de Miguel de Cervantes ante el


IV Centenario, Theatralia, eds. Jesús G. Maestro y Maria Grazia Profeti,
Mirabel Editorial, 2003, pp. 453-463. «De Leocadia a Leonora: dos mu-
jeres cervantinas a la hora de la verdad», Anuario de estudios cervantinos,
3, 2007, pp. 111-117. «Del Celoso extremeño al Viejo celoso: aproximación
a una reescritura», Bulletin of Hispanic Studies, 82, 2005, pp. 587-598.
«Don Quijote entre burlas y veras: la aventura de los galeotes», Anales
Cervantinos, 18, 1979-1980, pp. 25-34. «El destino del licenciado Juan
Pérez de Viedma, o cómo una vida se hace literatura (Don Quijote, I,
39 a 47)», en El sabio y el ocio. Festschrift für Christoph Strosetzki zum
60. Geburstag, eds. Martin Baxmeyer, Michaela Peters y Ursel Schaubs,
Tübingen, Gunter Narr Verlag, 2009, pp. 436-448. «El deseo frustrado
de Sancho Panza», en Figures du désir dans la littérature de langue espag-
nole. Hommage à Amadeo López, eds. Lina Iglesias, Béatrice Ménard y
Françoise Moulin-Civil, Publication du CRIIA, Centre de Recherches
Ibériques et Ibéro-américaines, Université Paris X-Nanterre, 2007, pp.
69-76. «Don Quijote, vencedor del Caballero de los Espejos: el epílogo
de un triunfo por escarnio (II, 16)», Bulletin of Spanish Studies, 81, 2004,
pp. 495-499. «Tradición culta y experiencia viva: don Quijote y los
agoreros (II, 58)», Edad de Oro, 26, 2006, pp. 129-139. «El maldiciente
Clodio, primer lector del Persiles», en «Calamo Currente», Homenaje a
Juan Bautista Avalle-Arce, Rilce, 23.1, 2007, pp. 89-96. «Fantasía novelesca
y experiencia viva: los desposorios de Constanza y del Conde (Persiles,
III, 9)», Boletín de la Real Academia Española, 85, 2005, pp. 127-132. «La
España del Persiles», Les Langues Néo-latines, 237, 2003, pp. 21-38. «El
humanismo de Cervantes», Teoría del Humanismo, ed. Pedro Aullón de
Haro, Madrid, Editorial Verbum, 2010, vol.VI, pp. 9-35.
CERVANTES EN SU VIVIR
LOS CLAROSCUROS DE UNA VIDA

El 22 de abril de 1916, don Emilio Cotarelo y Mori dio en el


Ateneo de Madrid una conferencia titulada Los puntos oscuros en la vida
de Cervantes, publicándola poco tiempo después, con motivo del tercer
centenario de la muerte del escritor. A cada uno de estos puntos dedicó
unas sensatas observaciones que fueron aprovechadas ulteriormente por
los biógrafos del manco de Lepanto. No obstante, quienes se han aplica-
do, desde aquella fecha, a reconstruir el hilo de una existencia que sigue
siendo problemática en más de un aspecto, no han conseguido disipar
del todo sus oscuridades. En vista de lo cual, la biografía de Cervantes
ofrece todavía muchos claroscuros, siendo, según Américo Castro, «tan
escasa de noticias como llena de sinuosidades»1. Por ello, al cabo de casi
un siglo, y en un momento en que se está a punto de conmemorar un
nuevo centenario cervantino, me propongo reemprender el camino se-
guido por Cotarelo, centrándome en los debates que algunos de estos
puntos han suscitado. Además, en vez de atenerme de modo exclusivo a
la cronología de los acontecimientos que marcaron la vida del escritor,
voy a articular este estado de la cuestión del modo siguiente: examinan-
do, primero, desde una perspectiva meramente factual, la realidad efec-
tiva de los hechos controvertidos; pasando, luego, a los aspectos de una
personalidad a todas luces compleja y que han originado interpretacio-
nes a veces azarosas; por fin, concluyendo con los problemas relativos
a su labor de escritor y, más especialmente, a las dos partes del Quijote.

***

1
Castro, 1967, p. 169.
16 JEAN CANAVAGGIO

Dentro de la trama de la vida de Cervantes, los eventos que conviene


someter a nuevo examen se reparten entre tres etapas sucesivas. Entre
1547 y 1580, la primera abarca sus mocedades, su partida para Italia, sus
campañas militares y su cautiverio en Argel. La segunda, iniciada con su
regreso a España en 1580, corresponde a sus primeros pasos de escritor
en Madrid, prosigue con su matrimonio en Esquivias y termina con
sus comisiones andaluzas y su encarcelamiento en Sevilla, ocurrido en
1597. Finalmente, la tercera, que empieza en 1604, con el traslado de
su familia a Valladolid, queda marcada por la publicación del primer
Quijote, el asunto Ezpeleta, el regreso definitivo a Madrid y la dedica-
ción exclusiva a las letras, hasta el 22 abril de 1616, fecha en que fallece
el escritor.
Por lo que se refiere a la etapa inicial, la primera incógnita con que
topamos no es el lugar de su nacimiento, ni tampoco el año en que
ocurrió, ya que las hipótesis emitidas para destronar Alcalá y proponer
otra fecha no resultan convincentes. Se trata del día exacto en que vino
al mundo, puesto que lo único que se sabe a ciencia cierta es que fue
bautizado el 9 de octubre de 1547, en Santa María la Mayor. Resulta,
pues, plausible que naciera el 29 de septiembre, día de su santo, vistas
las costumbres de una época en que la mortalidad infantil imponía no
diferir el bautismo de los recién nacidos. De 1547 tenemos que dar un
salto a 1564, año en el cual queda atestiguada la presencia del padre
de Miguel en Sevilla. Vive el cirujano en la parroquia de San Miguel,
mientras ejerce sus actividades en la de San Salvador regentando unas
casas de alquiler. Apoyándose en este testimonio, varios admiradores de
su hijo lo han matriculado en el colegio de los jesuitas situado en el
barrio de Pedro Ponce, haciéndolo condiscípulo de Mateo Vázquez, el
futuro secretario de Felipe II, al que volverá a encontrar en su camino, y
dándole por maestro al padre Acevedo, cuyas piezas teatrales, represen-
tadas por sus alumnos, integran alegorías similares a las «figuras mora-
les» reivindicadas, más tarde, por el autor de la Numancia entre sus pro-
pias innovaciones2. Hasta se ha pretendido reconocerlo en el «Miguel»
mencionado entre los actores de la tragedia Lucifer furens, un nombre
que, al parecer, era de poco uso en Sevilla. Por fin, el que Rodrigo de
Cervantes tuviera por vecino a Lope de Rueda, asentado en la misma
parroquia, ha dado pie a la idea de que allí fue donde su hijo vio actuar

2
Cervantes, Obras completas, p. 878a.
RETORNOS a Cervantes 17

a aquel «varón insigne en la representación y en el entendimiento»3,


celebrado por él en el prólogo a las Ocho comedias y entremeses. A decir
verdad, todo este edificio se apoya en una base que no puede ser más
frágil: la página de El coloquio de los perros en que Berganza, al servicio
de un mercader sevillano, evoca la enseñanza dispensada a sus hijos por
los padres de la Compañía. El elogio de su pedagogía, puesto en boca
del perro e interpretado por algunos como la imagen inversa de una
feroz diatriba en contra de los compromisos mundanos de la Orden, no
basta para que imaginemos a un modesto cirujano enviando a uno de
sus seis hijos a unas aulas frecuentadas por la flor y nata de la juventud
local. En cualquier caso, Andrea, la primogénita, es la única de quien
podemos afirmar sin lugar a dudas que acompañó a su padre: fue en
aquel momento, en efecto, cuando consiguió, mediante escritura nota-
rial, la reparación financiera que reclamó de Nicolás de Ovando, sobri-
no del vicario general de Sevilla, por una promesa de matrimonio no
cumplida, como era habitual entre un seductor de buena familia y una
muchacha que sacaba del galanteo un complemento a sus recursos. Pero,
¿qué fue, mientras tanto, de Leonor de Cortinas, su madre, y qué de los
demás hijos? No hay por qué excluir que permanecieran en Alcalá hasta
el momento en que Rodrigo, a raíz de la muerte de su suegra, volvió a
reunirse con ellos. Pocos meses después, iba a elegir una nueva morada
más acogedora en aquel Madrid donde Felipe II acababa de trasladarse
con su corte y en el cual la familia Cervantes estará establecida en su
totalidad en el otoño de 1566.
Tres años después, en septiembre de 1569, se sitúa un episodio que ha
hecho correr mucha tinta desde el hallazgo, hecho en 1869 en Simancas,
por don Jerónimo Morán, de una provisión real por la cual se ordenaba
al alguacil Juan de Medina la prisión de un «Miguel de Zerbantes, es-
tudiante». Se le acusaba, en este documento, de haber herido en duelo
a un maestre de obras llamado Antonio de Sigura y, por haber huido
a Sevilla, era condenado en rebeldía a que le cortaran públicamente la
mano derecha y a ser desterrado por diez años del reino. Por cierto, el
que Cervantes se encontrara, tres meses después, en Roma puede in-
terpretarse como consecuencia de esta huida. Ahora bien, ¿cómo pudo
llegar a ser, entonces, camarero del cardenal Acquaviva? ¿Cómo pudie-
ron recomendarlo luego, al final de sus campañas militares, el duque de
Sessa y don Juan de Austria? ¿Cómo, al regresar del cautiverio, pudo ser
3
Cervantes, Obras completas, p. 877b.
18 JEAN CANAVAGGIO

comisionado a Orán por orden del rey Felipe II? A estas objeciones,
que no carecen de peso, se puede contestar que no sólo la distancia y el
tiempo, sino unas protecciones debidas a su conducta en Lepanto y en
Argel hubieron de allanar muchos obstáculos; así pudo el condenado re-
cobrar el honor perdido, una vez transcurridos los diez años de un des-
tierro de hecho pasado en parte al servicio de su majestad y concluido,
en los baños argelinos, por cuatro intentos frustrados de evasión. En el
estado actual de nuestros conocimientos, el caso Sigura constituye, pues,
la explicación más plausible de la repentina partida de Miguel a Italia,
y eso aun cuando sorprenda que en diciembre de 1569, a tres meses de
una busca con fuerte penalización, Rodrigo de Cervantes solicitara para
su hijo una detallada información ante el teniente corregidor de la Villa
de Madrid. Este asunto ilumina también una particularidad de dicha
información, la cual no habla para nada, contrariamente a la norma, de
la situación de Miguel con respecto a la justicia. Por fin, arroja cierta luz
sobre otro hecho: en su hoja de servicios, Cervantes, en dos ocasiones,
declara haberse alistado como soldado en 1568, afirmación que, pron-
to veremos, contraviene a la verdad. Así y todo, otra cosa es fantasear,
a partir de este documento, sobre el itinerario elegido por el fugitivo,
apelando a narraciones de casos similares que aparecen en El gallardo
español y el Persiles y adjudicándoles un valor autobiográfico. Seguir por
este camino no tiene el menor sentido. Caso de que los dos Cervantes
no sean más que uno, tan sólo cabe observar que al futuro autor del
Quijote más le valió perder el uso de la mano izquierda combatiendo
contra los turcos en la galera Marquesa, que padecer un castigo que le
hubiera apartado sin remisión del campo de las letras.
Las circunstancias de su alistamiento en el ejército de la Santa Liga
constituyen otro capítulo directamente relacionado con los hechos que
acabamos de recordar. En las dos informaciones establecidas posterior-
mente a petición de Cervantes, una en 1578, durante su cautiverio en
Argel, otra en 1580, a su salida, se da a entender que fue soldado a partir
de 1568. Ahora bien, cuanto sabemos de sus ocupaciones en Madrid,
primero, como alumno de López de Hoyos, y luego en Roma, al servi-
cio del cardenal Acquaviva, contradice esta afirmación. Se supone, pues,
que Miguel y su padre quisieron redondear la duración de sus años de
milicia, sea para escamotear el asunto Sigura, sea para dar más peso a
su petición: la práctica era corriente en la época. De hecho, el nombre
del escritor no aparece antes de 1572 en los registros de soldada de los
RETORNOS a Cervantes 19

ejércitos de Felipe II. Pero ¿cuándo tenemos que situar exactamente el


inicio de sus servicios? Uno de los testigos de la información de 1578,
Mateo de Santisteban, declara que, en el momento de Lepanto, o sea el 5
de octubre de 1571, Cervantes llevaba un año bajo el mando del capitán
Diego de Urbina4. El problema es que, en otoño de 1570, la compañía
de Urbina se hallaba en Granada, comprometida en la guerra contra los
moriscos de las Alpujarras, y no llegará a Italia sino un año más tarde. Se
ha supuesto, por tanto, que Cervantes se había unido antes en Nápoles a
otra compañía, a las órdenes de don Álvaro de Sande; pero don Álvaro
mandaba en aquel entonces uno de los famosos tercios que hacían tan
temible a la infantería española, y cuesta creer que hubiera recibido a un
bisoño que, por no saber manejar la noble pica de los veteranos, debía
contentarse con el vulgar arcabuz. Por consiguiente, parece dudoso que
la coyuntura del verano de 1570, durante el cual Chipre, posesión vene-
ciana, cayó en manos de los turcos, pudiera suscitar la vocación militar
de Miguel y que le llevara, como se ha pretendido, a tomar parte en
la desafortunada campaña emprendida por la Serenísima para recobrar
la isla. De la libérrima evocación que nos ofrece El amante liberal de la
toma de Nicosia por los turcos, no se puede inferir que se encontrara en
el teatro de las operaciones. En cambio, la formación de la Santa Liga,
impulsada por el papa Pío V e integrada por España,Venecia y la Santa
Sede, desencadenó un auténtico entusiasmo en Italia, donde cada pue-
blo tuvo que enviar un contingente. Provocó, al mismo tiempo, el alista-
miento de muchos españoles, entre los cuales figuraron no sólo amigos
de Cervantes, como Pedro Laínez y López Maldonado, sino su propio
hermano, Rodrigo. Pues bien: en julio de 1571, este último desembarca
en Nápoles con la compañía de Diego de Urbina. Bien pudo Miguel
seguir entonces su ejemplo y reunirse con él, lo cual explicaría por qué
los dos hermanos estuvieron en Lepanto a las órdenes de este capitán.
En cuanto a su experiencia argelina, uno de los interrogantes que
plantea se debe a que sus cuatro intentos frustrados de evasión no le
valieron el castigo habitualmente reservado a los fugitivos capturados.
Sorprende que Hazán Bajá, a quien todos los testimonios describen
como un hombre cruel y al que el cuento del Cautivo, insertado en el
Quijote, muestra distribuyendo golpes, torturas y suplicios, se conforma-
ra con que Cervantes no recibiera, después de su última tentativa, los
dos mil palos que le había mandado dar. Si hemos de dar fe al autor de
4
Sliwa, 1999, pp. 50-51.
20 JEAN CANAVAGGIO

la Topographía e historia general de Argel, sea Diego de Haedo, sea el Dr.


Sosa o cualquier otro de los que han sido propuestos, «si no le dieron,
fue porque hubo buenos terceros»5. Pero, ¿de qué apoyos pudo disponer
Cervantes? Se ha sugerido una gestión ante Hazán de Dalí Mamí, en
aquel entonces Capitán del Mar y poco deseoso de ver sacrificado un
esclavo de valor que llevaba consigo, cuando fue capturado, cartas de
recomendación del duque de Sessa y de don Juan de Austria. Pero se
puede pensar en otra intervención, relacionada con envites diplomá-
ticos, la de Agi Morato, padre de Zoraida en el cuento del Cautivo y,
en la realidad, personaje importante en la ciudad magrebí. Renegado
procedente de Ragusa, debía su prestigio no sólo a su riqueza y a su
cargo de alcaide de La Pata (Al-Batha), sino al hecho de que había pere-
grinado a La Meca y a su crédito ante el Gran Turco, de quien era uno
de los enviados o chauces. Su hija había sido casada con Abd-el-Malek,
sultán de Marruecos, muerto en 1578 en la batalla de Alcázarquivir,
donde murió también el rey Sebastián de Portugal, y volvería a casarse
en 1580, con Hazán Bajá en persona. Del testimonio de un viajero
francés, Philippe du Fresne Canaye, futuro embajador de Enrique IV, se
infiere que, entre 1565 y 1571, Agi Morato había ido en tres ocasiones
a Francia, tomando parte en los contactos diplomáticos que se entabla-
ron entre la regente Catalina de Médicis y el sultán Selim III, sucesor
de Solimán el Magnífico6. Fernand Braudel comenta estos encuentros,
aunque sin llegar a concretar el nombre del chauz7. Más adelante, en
marzo de 1573 y agosto de 1577, éste hizo unas aperturas en direc-
ción de España, que fueron el primer paso hacia las negociaciones de
Constantinopla cuyo resultado serán las grandes treguas hispano-turcas
de 1579-81. Durante estos últimos contactos intervinieron, en nombre
de Felipe II, diversos intermediarios: varios comerciantes y un religioso
conocidos de Miguel, así como el virrey de Valencia y el gobernador de
Orán, implicados en sus anteriores intentos de evasión. No cabe des-
cartar, pues, que el propio Cervantes fuera introducido en la intimidad
del chauz como informador oficioso y así se comprendería que fuese
perdonado dos veces por el bajá8.

5
Torres Lanzas, 1981, p. 66.
6
Du Fresne-Canaye, Voyage du Levant, p. 182.
7
Braudel, 1966, vol. II, pp. 325-329.
8
Canavaggio, 2000a.
RETORNOS a Cervantes 21

En el momento en que Cervantes recobra la libertad, se produce


otro acontecimiento que requiere nuestra atención. Nos referimos a la
ya citada Información de Argel, documento muy utilizado por los biógrafos
para iluminar sus cuatro intentos de fuga, pero que conviene examinar
también en relación con las finalidades perseguidas por el interesado: no
sólo recibir en España las mercedes que merecía su expediente militar,
sino responder de su conducta religiosa y moral durante su cautiverio.
Esta preocupación se explica por las acusaciones del delator de su últi-
ma tentativa de evasión, el doctor Juan Blanco de Paz. Este dominico,
«hombre murmurador, maldiciente, soberbio y de malas inclinaciones»,
según uno de los declarantes9, había acusado a Cervantes de «cosas vi-
ciosas y feas»10, lo cual podía incluir el pecado de sodomía, castigado
con la hoguera por el Santo Oficio. La amenaza era de peso, porque el
acusador se decía nada menos que comisario de la Inquisición. Por cier-
to, había ejercido este cargo anteriormente en Extremadura por cuenta
del tribunal de León, pero carecía de ningún título jurisdiccional en
Argel y se reveló incapaz de acreditar sus actividades. Se comprende
que Cervantes quisiera cortar en seco los rumores malévolos y, con toda
probabilidad, pudiera de este modo curarse en salud del grave peligro
que corría. Por consiguiente, si bien la Información de Argel ofrece excep-
cional interés desde muchas perspectivas, importa tener en cuenta las
circunstancias en que fue realizada, así como el compromiso personal
de quien redactó las veinticinco preguntas y convocó a los doce testigos,
unánimes en darle su respaldo11.
¿Consiguió Cervantes la recompensa de sus servicios? La misión que
se le confía, a los pocos meses de recobrar la libertad, suscita nuestras
dudas al respecto. Se supone que Felipe II se la concedió en Thomar,
donde había convocado las Cortes portuguesas para prestar juramento
ante ellas como rey, en sustitución del cadernal don Henrique, muerto
en enero del año anterior. Esta misión, que lo llevó a Orán, es atestigua-
da por dos órdenes de pago, firmadas la una en mayo de 1581, momento
de su partida, la otra en junio, a su regreso. Pero su finalidad concreta
no ha sido aclarada. No se sabe si se trataba de asegurarse la adhesión de
los presidios portugueses del Norte de África o informarse de los mo-
vimientos de la armada turca, de la que se temía un desembarco en el

9
Sliwa, 1999, p. 77.
10
Sliwa, 1999, p. 106.
11
Márquez Villanueva, 2010, pp. 75-92.
22 JEAN CANAVAGGIO

Mediterráneo occidental. En su memorial de 1590, Cervantes, al men-


cionar esta misión, se referirá a sus contactos con el alcalde de Mostagán,
pero sin concretar el tenor de estos contactos. Lo cierto es que no debió
de corresponder a sus expectativas.
Si pasamos ahora a la segunda etapa arriba mencionada, nos encon-
tramos muy pronto ante un hecho que ha despertado la curiosidad de
los biógrafos: el nacimiento, en 1584, de Isabel, su hija natural. El autor
del Quijote no parece haber tenido más hijos que esa muchacha que, más
tarde, llegaría a llamarse Isabel de Saavedra. Su madre, Ana de Villafranca,
era también llamada Ana Franca de Rojas. Hija de un comerciante en
lanas, estaba casada desde 1580 con un tabernero cuyo garito, situado
en la madrileña calle de Tudescos, era frecuentado por comediantes. Ya
era madre de una niña cuando nació Isabel, al parecer a mediados de
noviembre de 1584, pocas semanas antes del matrimonio de Miguel
con Catalina de Salazar en Esquivias. Los documentos que se conservan
no mencionan a Isabel hasta el 11 de agosto de 1599, día en que entra al
servicio de Magdalena, hermana menor de Cervantes, poco más de un
año después de la muerte de su madre.Tenía entonces 15 años, si hemos
de dar fe a su deposición de Valladolid ante el juez Villarroel, consigna-
da a finales de junio de 1605, con motivo de la muerte de Gaspar de
Ezpeleta —asunto al que nos hemos de referir más adelante— y donde
declara tener 20 años. Escasos son los datos que nos proporcionan esas
escrituras y, en vista de su laconismo, se comprende por qué, hace más
de medio siglo, Miguel Herrero García quiso ver en esta paternidad
una argucia. Según él, la verdadera madre de Isabel sería Magdalena, y
su padre, un tal Juan de Urbina que volverá a aparecer en la vida del
escritor después de su regreso definitivo a Madrid. Ana Franca no habría
sido más que una cómplice, aprovechada por Magdalena para ocultar
su desliz. Tras la muerte de la tabernera, el autor del Quijote vendría a
sustituir a su hermana, reconociendo por hija suya a la que en realidad,
era su sobrina. En cuanto a Magdalena, habría pagado su deuda al to-
mar a la joven a su servicio sin confesar su calidad de madre12. Aunque
esta hipótesis concuerda con cuanto sabemos de la vida amorosa de las
«Cervantas», estampando con el sello de una misma bastardía el naci-
miento de Constanza, la hija de Andrea, y el de Isabel, no hay ningún
documento que aporte la prueba explícita que la confirme. Nada de-
muestra, en particular, que Magdalena fuera amante de Juan de Urbina,
12
Herrero García, 1951.
RETORNOS a Cervantes 23

futuro protector de Isabel, el cual no se menciona antes de 1606. Así


pues, no tenemos más remedio que atenernos a la letra de las escritu-
ras notariales y considerar a Isabel de Saavedra como hija auténtica de
quien la reconoció como tal.
Durante este mismo segundo período, nuevos acontecimientos sus-
citan nuestros interrogantes. En primer lugar, las mismas circunstancias
de la partida de Cervantes a Sevilla a menos de tres años de contraer
matrimonio. Significa en efecto un adiós del escritor no sólo a Catalina,
su esposa, y a Esquivias, sino también a la Villa y Corte donde había
hecho representar sus comedias y publicado, dos años antes, la primera
parte de la Galatea. ¿Cómo explicar esta decisión? Cabe observar que su
difunto suegro había dado muestras de una inconsecuencia notoria en
la administración de sus bienes. En el crepúsculo de su vida, sus dificul-
tades se habían vuelto tales que ya no estaba en condiciones de pagar
el sueldo a sus criados. Es muy probable que a su yerno, enfrentado a
cien acreedores, no se le ocurriese otra salida que meter bajo llave los
libros de cuentas con que lo había regalado. Por otra parte, Catalina de
Salazar, prisionera de un medio familiar que debía de pesar a su marido,
frustrada además en su deseo de maternidad, se sentiría muy pronto ex-
traña a las aspiraciones del hombre con el que compartía su vida. Debió
medir todo lo que a su esposo le faltaba para mantener su rango en un
pueblo del que más tarde, en el prólogo del Persiles, celebrará con sorna
los «ilustrísimos vinos» y los «ilustres linajes». El compromiso imaginado
por él —repartir su tiempo entre Madrid y Esquivias— no podía seguir
indefinidamente. Finalmente, por lo que se refiere a su labor literaria,
Miguel parece haber atravesado una crisis. Su producción comprobada
durante esos años se resume en tres sonetos publicados en 1587. Uno de
ellos está dedicado a Alonso de Barros, uno de los allegados de Mateo
Vázquez. Cinco años antes, en febrero de 1582, había solicitado sin
éxito un cargo ultramarino, mediante el apoyo de Antonio de Eraso,
miembro del Consejo de Indias y amigo del todopoderoso secretario
del monarca. En aquel momento, ambos integraban el llamado partido
«castellanista», defensor intransigente de los intereses españoles frente
a la Santa Sede, de las prerrogativas de la Inquisición y de los estatutos
de limpieza de sangre. Frente a él, Marco Antonio Colonna, Antonio
Pérez y Gaspar de Quiroga abogaban por un estrecho entendimiento
entre Felipe II y el Sumo Pontífice. Ahora bien, desde aquellas fechas,
la facción capitaneada por Vázquez se estaba disolviendo, de modo que
24 JEAN CANAVAGGIO

Cervantes no tenía más remedio que tomar otro rumbo. Cuando, en


septiembre de este año, consigue un empleo de comisario, encargado
del suministro de trigo y aceite a la expedición naval que se está pre-
parando contra Inglaterra, hace ya cinco meses que se encuentra en
Sevilla. Es entonces cuando inicia una vida andariega por los caminos
de Andalucía, vida que durará al menos diez años.
Tres años después, Cervantes ve sus esperanzas frustradas otra vez. El
22 de junio de 1590, dirige al Consejo de Indias un memorial en el cual
solicita un oficio ultramarino «de los tres o cuatro que al presente están
vacos». Este documento se abre con una detallada hoja de servicios en
la cual señala al rey Felipe II su participación en «las jornadas de mar y
tierra que se han ofrescido de veinte y dos años a esta parte, particular-
mente en la Batalla Naval, donde le dieron muchas heridas». Menciona
también las cartas de recomendación que traía cuando cayó preso de los
turcos en la galera Sol, los cinco años de su cautiverio en Argel, así como
el viaje que hizo a Orán «por orden de vuestra majestad». Finalmente,
declara estar «sirviendo en Sevilla en negocios de la Armada, por orden
de Antonio de Guevara»13. Como se sabe, esta petición le fue denegada:
probablemente en vista de su edad, su invalidez, sus orígenes un tanto
sospechosos y su actuación a las órdenes del comisario general Guevara,
acusado de fraude y detenido poco después, antes de morir en Madrid
en diciembre de 1591, en tanto que varios de sus ayudantes iban a
ser colgados por malversaciones en El Puerto de Santa María. En sep-
tiembre del mismo año, el propio Miguel sufre en Castro del Río una
orden de arresto por una supuesta venta ilegal de trigo, orden emitida
por Francisco Moscoso, corregidor de Écija donde había hecho etapa.
Moscoso no tenía autoridad para proceder de esta forma, pero la co-
yuntura le era favorable, ya que los superiores de Cervantes lo estaban
pasando muy mal. Así se explica el efecto inmediato de la orden emitida.
Encarcelado en el acto, Cervantes sería liberado bajo fianza al cabo de
pocos días, tras una intervención de Pedro de Isunza, el nuevo comisario
general nombrado en sustitución de Guevara.
Conviene destacar un detalle del Memorial dirigido al Consejo de
Indias: por primera vez, el que lo firma declara llamarse Miguel de
Cervantes Saavedra. Ya que no lo llevó ninguno de sus antepasados di-
rectos, es muy posible que lo tomara de uno de sus parientes lejanos,
Gonzalo de Cervantes Saavedra. Lo curioso es que el dicho Gonzalo
13
Sliwa, 1999, p. 225.
RETORNOS a Cervantes 25

tuviera que huir de Córdoba en 1568, tras un asunto de sangre, embar-


cándose a los pocos meses en las galeras de don Juan y llegando, tal vez,
a combatir en Lepanto. Este segundo nombre, además, se da a tres de
los personajes que pueblan las ficciones cervantinas: el primero aparece
entre los cautivos de El trato de Argel, el segundo es un compañero de
baño de Ruy Pérez de Viedma, el Capitán cautivo, el tercero, el prota-
gonista de El gallardo español. Ha sido interpretado como una conducta
de compensación: a falta de poder deshacerse, por razones desconocidas,
del patronímico paterno, Miguel lo habría doblado, en el plano social
y simbólico14. Sea lo que fuere, la posteridad ha consagrado, definitiva-
mente, el doble apellido de Cervantes Saavedra, en un desquite de todos
los fracasos experimentados por el que lo forjó.
En agosto de 1594, concluida su comisión de abastecedor, se dispo-
ne a recorrer el reino de Granada con el fin de recaudar para el Erario
público dos millones de maravedís de atrasos de tasas. Cumple su come-
tido, pero, poco después de volver a Sevilla, descubre que Simón Freire,
el negociante en cuya casa había depositado el saldo del dinero cobrado,
ha desaparecido a consecuencia de una bancarrota, llevándose sesenta
mil ducados. A precio de un contencioso de varios meses, consigue re-
solver el asunto15. Pero parece que se le olvidó, entonces, irse a Madrid
a presentar a los agentes del Tesoro el balance detallado de su comisión.
Al cabo de varios meses, temiendo su defección, su fiador, un tal Suárez
Gasco, solicita una orden que haga su comparecencia ejecutiva en un
plazo de veinte días. El 6 de septiembre de 1597, el juez Vallejo, uno
de los magistrados de la Audiencia de Sevilla, recibe el encargo de no-
tificar a Miguel esta orden. Pero, en vez de imputarle el saldo efectivo
que reclamaba el Tesoro —ochenta mil maravedís— le reclama los dos
millones y medio cuya recolecta había sido confiada al comisario y
que éste había entregado en su mayor parte al Estado.Viendo que nin-
gún valedor podía garantizar tal cantidad,Vallejo, en vez de mandarlo a
Madrid, lo hace encarcelar en la Cárcel Real de Sevilla16. Sobre esta de-
tención, cuya duración exacta desconocemos, pero que se prolongó du-
rante varios meses, el autor del Quijote no prodiga confidencias, a pesar
de trazar, en algunas de sus Novelas ejemplares, el cuadro más variado del
hampa sevillana. El Entremés de la cárcel de Sevilla, que en otro tiempo se

14
Combet, 1980, pp. 553-558.
15
Sliwa, 1999, pp. 277-279 y 298-300.
16
Sliwa, 1999, p. 301.
26 JEAN CANAVAGGIO

le atribuyó, pertenece de modo irrefutable a otra pluma, de modo que


lo que fue su estancia sólo se puede deducir del testimonio de uno de
sus contemporáneos, el procurador Cristóbal de Chaves. De su Relación
de la cárcel de Sevilla se infiere, entre otras cosas, que los encarcelados por
deudas formaban un mundo aparte. Sin embargo, aunque su condición
no fuera de las más rigurosas, su vida cotidiana no era muy envidiable,
salvo en caso de que sus recursos económicos les permitieran ganarse la
benevolencia de los jueces y el favor de los carceleros. No parece que
fuera el caso de Cervantes. A diferencia de lo que le pasó en los baños
argelinos, no pretendía ser rescatado para recobrar su libertad, sino con-
seguir que se le hiciera justicia. Nada más encarcelado, escribe al rey
Felipe II para denunciar el procedimiento arbitrario de que había sido
víctima. Aunque hemos perdido el texto de su demanda, conservamos la
respuesta del monarca, fechada el 1 de diciembre, por la que se conmina
a Vallejo a soltar al prisionero, a fin de que se presente en Madrid en un
plazo de treinta días17. En caso de incomparecencia ante el Tesoro, pre-
cisaba el documento, no por ello dejaría de estar en libertad, a poco que
sus fiadores pagasen su deuda efectiva, pues ningún motivo justificaba
que estuviera detenido por más tiempo. Como se ve, entre su encarce-
lamiento y la provisión real habían transcurrido ya varios meses. ¿En
qué momento Vallejo se decidió a obedecer? Si es que lo hizo sin tardar
demasiado, podemos pensar que Miguel fue liberado en enero, a no ser
que la fianza que se le impuso le obligara a permanecer encarcelado más
tiempo. De todos modos, estamos seguros de que nunca fue a Madrid
a dar las aclaraciones esperadas, como se deduce de dos nuevos intentos
hechos por los agentes del Tesoso en 1598 y 1603, con poca convicción
y sin éxito alguno18.
La tercera y última etapa se inicia al cabo de varios meses pasados
primero en Sevilla y luego en Esquivias, durante los cuales no sabemos
prácticamente nada de Miguel. A consecuencia del traslado de la Corte
a Valladolid en 1601, decidido por el duque de Lerma tras el adveni-
miento de Felipe III, las hermanas del escritor habían compartido el
éxodo de cuantos vivían en Madrid a la sombra de Palacio. Pero no fue
una decisión precipitada. La partida de Andrea, la mayor, cuyas labores
de punto gozaban del favor de la buena sociedad, se produjo proba-
blemente en 1604, al volver la primavera. Se marchó en compañía de

17
Sliwa, 1999, pp. 302 y 309.
18
Sliwa, 1999, p. 301.
RETORNOS a Cervantes 27

Magdalena, su hermana, de Constanza, su hija, y de Isabel, la hija nacida


de Ana Franca de Rojas. En cuanto a Miguel, no parece haberse reuni-
do con sus hermanas hasta comienzos del verano19. En esa misma fecha
había encontrado para el Quijote un editor en la persona de Francisco de
Robles, el hijo y sucesor de Blas de Robles que, veinte años antes, había
publicado La Galatea. El éxito inmediato que conoció el libro cuya pri-
mera edición fue publicada al final del mismo año, se trasluce en varios
indicios: la segunda edición madrileña, iniciada en marzo de 1605 y que
verá la luz antes del verano, así como el nuevo privilegio, conseguido en
febrero por el autor, y que ampliaba a Portugal y Aragón el que se había
concedido únicamente para Castilla.
Pocas semanas después, Cervantes padece las consecuencias indirec-
tas de un suceso nada claro: la muerte violenta de Gaspar de Ezpeleta,
ocurrida el 27 de mayo de 1605. Aquel mismo día, a las once de la
noche, este caballero santiaguista era herido de muerte en duelo junto
al Rastro de los carneros, delante de la casa donde vivía Cervantes con
los suyos. Nacido en 1567 en Pamplona, llevaba en la corte una vida
disipada. Las dos heridas profundas que recibió fueron dadas, con toda
probabilidad, por un tal Melchor Galván, un escribano real que vivía
muy cerca y cuya esposa, Inés Hernández, era amante, con notoriedad
pública, del dicho don Gaspar. Recogido por el escritor, pero llevado
luego al apartamento que ocupaba Juana de Gaytán, vecina y amiga de
Cervantes, donde fue curado por Magdalena, su hermana, murió a los
dos días sin haber aclarado las circunstancias del duelo. En cuanto al
alcalde Villarroel, que se hizo cargo del caso, orientó sus investigaciones
hacia los moradores de la casa para mantener a salvo al escribano con el
cual mantenía relaciones y al que Francisco de Camporredondo, criado
de Galván, había acusado en su deposición. Al parecer, este procedi-
miento se benefició de las insinuaciones de una beata, Isabel de Ayala,
que moraba en el desván de la misma casa. Implicado a pesar suyo en
este asunto, Miguel, en compañía de otras diez personas, dio con sus
huesos en la cárcel de corte. Pero la injusticia cometida era demasiado
flagrante para que los presuntos sospechosos permanecieran encarcela-
dos, y las nuevas declaraciones recogidas por el alcalde, empezando por
la de la dueña del mesón donde se alojaba Ezpeleta, bastaron para que
se les pusiera en libertad provisional el 5 de julio, al cabo de 48 horas.

19
Salazar Rincón, 2006, p. 159.
28 JEAN CANAVAGGIO

Solicitaron que se pusiese témino a esta residencia vigilada y, el 18 del


mismo mes, su demanda fue admitida, dándose carpetazo al caso.
Lo que se infiere del testimonio de los declarantes, es que cuatro fa-
milias, de 5 a 7 personas cada una, llegaron a alojarse en los dos pisos de
la casa donde vivía Cervantes, sin contar a Isabel de Ayala, la beata de la
buhardilla. Algunas de las moradoras no llevaban una vida ejemplar: una
de ellas, por ejemplo, llamada Mariana Ramírez, estaba públicamente
amancebada con un tal Diego de Miranda, homónimo del Caballero del
Verde Gabán. Así se comprende el énfasis puesto por varias declarantes
en el recato que tenían que guardar: no sólo cuando iban a misa, sino en
cualquier ocasión. Su insistencia en recalcar su recogimiento se explica,
con toda probabilidad, como respuesta a las insinuaciones de la beata
acerca de las «libertades», supuestas o efectivas, de algunas inquilinas,
inferidas de las visitas masculinas que las «Cervantas» solían recibir de
varios conocidos del escritor. Mención especial se merece, en el proceso,
Simón Méndez, sobrino del mercader portugués Antonio Brandao y te-
sorero general y recaudador mayor de los diezmos de la mar de Castilla
y de Galicia. Había regalado a Isabel de Saavedra un faldellín que le
había costado más de doscientos ducados. Pero, más que el estilo de vida
de Isabel y de su prima Constanza, hija natural de Andrea, interesan las
informaciones que nos da el documento sobre los contactos del escritor
con varios hombres de negocios: no sólo el ya mencionado Méndez,
sino el genovés Agustín Raggio. Éste formaba parte de una red europea
de asentistas pertenecientes a la misma familia, llegando a ser corres-
pondiente de Simón Ruiz, y se dedicaba a compra y venta de juros y
censos, a contrataciones con mercaderes y banqueros, y hasta a cambios
y préstamos a príncipes y magnates. Uno y otro tuvieron, en diferentes
momentos, dificultades con la justicia por deudas de diferentes tratos
mercantiles. Raggio fue condenado en Madrid, en agosto de 1600, a
consecuencia de una demanda presentada por un vecino de Granada,
aunque la sentencia fue revocada unos meses después por la Chancillería
de Valladolid. En cuanto a Méndez, sufrió prisión en Madrid después
del regreso de la corte. Así y todo, más que a dos pícaros de alta alcur-
nia, hemos de ver en ellos a dos hombres importantes, especialmente
Raggio que, en el año 1603, tuvo por abogado a don Antonio de la
Cueva y Silva, acaso el más ilustre de los que por entonces ejercían en la
Audiencia vallisoletana. La dificultad está en saber qué asuntos pudo tra-
tar con ellos un ex-recaudador de impuestos, cuyas complicaciones con
RETORNOS a Cervantes 29

el Erario público, además de valerle varios meses de encarcelamiento en


Sevilla, no habían terminado por aquellas fechas. Otro personaje que se
menciona en el proceso es don Fernando de Toledo, señor de Higares,
que, tras permanecer varios meses en Flandes, al servicio del archiduque
Alberto, había desempeñado diferentes cargos militares y diplomáticos.
Gentilhombre de cámara de Felipe II y Felipe III, figuraría más tarde
entre los adictos del conde-duque de Olivares, siguiendo su fortuna
después de 1618. Lo que se desprende de varias deposiciones es que era
amigo de Cervantes desde Sevilla, que le había hecho varias visitas en su
casa del Rastro y que se le vio en ella al día siguiente del duelo, hablan-
do con una señora de la casa, a la ventana que cae a la calle. Pero difícil
se nos hace establecer una relación entre estas visitas y el trato de Miguel
con los dos asentistas, aun cuando se tenga en cuenta el arbitrismo del
señor de Higares.
A los tres años de volver Cervantes a Madrid, se produce, al parecer,
otro acontecimiento que ha sido debatido: el posible viaje que, en 1610,
el escritor hizo tal vez a Barcelona, en vísperas de la partida a Italia de
su protector, el conde de Lemos, en calidad de virrey de Nápoles. La
estancia de Cervantes, aunque no documentada, se ha inferido de los
cálidos elogios que se merece la ciudad condal, tanto en la novelita de
Las dos doncellas, como en la segunda parte del Quijote: unos elogios que
parecen brotar de una experiencia personal. El problema está en con-
cretar las circunstancias en que se verificó. Como ya vimos, lo poco que
se sabe del duelo con Antonio de Sigura no basta para probar que el que
le hirió, huyendo a Sevilla, tomara el camino de Barcelona para pasar
a Italia. Más plausible resulta colocar esta estancia en una circunstan-
cia más tardía: aquella que propuso Martín de Riquer hace veinticinco
años, situando en su debido contexto el conocido episodio de la llegada
de don Quijote y Sancho a la ciudad. En este episodio, que abarca los
capítulos 61 a 65 de la Segunda parte de la novela, se nos cuenta cómo
el caballero de la Triste Figura, tras convivir durante tres días y noches
con Roque Guinart, el famoso bandolero catalán, es conducido por
él hasta la playa de Barcelona, antes de ser acogido por don Antonio
Moreno, un caballero protector del bando de los nyerros, al que pertene-
cía Roque. Durante su estancia, un bergantín de Argel, señalado desde
Monjuich, es perseguido y alcanzado por las cuatro galeras que, a man-
do de un cuatralbo, vigilaban las costas de la Generalitat para impedir
cualquier desem­barco de moros. Pues bien: como ha señalado Riquer,
30 JEAN CANAVAGGIO

llama la atención el que estas galeras fueran cuatro, ya que no están


documentadas históricamente antes de 1609. Autorizadas en las cortes
celebradas en Barcelona en 1599, bajo Felipe III, fueron botadas entre
junio de 1607 y julio de 1608. Siendo posterior a esta última fecha, el
viaje de Cervantes a Barcelona bien pudo tener lugar en un período
en el cual el silencio de los archivos hace plausible que se ausentara de
Madrid, donde residía desde el otoño de 1607; un período que, más pre-
cisamente, hubo de transcurrir entre abril y septiembre de 1610. Ocurre
en efecto que el conde de Lemos hizo etapa en la ciudad condal durante
aquel mismo verano, en vísperas de su partida para Nápoles. Llegado por
mar el 5 de junio, procedente de Vinaroz, permaneció allí cinco breves
días, hasta el 10 del mismo mes, fecha en que se embarcó para Italia20.
El manco de Lepanto abrigaba una esperanza: incorporarse a la corte
literaria que el nuevo virrey deseaba hacerse, pidiendo a su secretario, el
poeta Lupercio Leonardo de Argensola, que designara a los que le iban a
acompañar. Góngora quería ser de la partida, Cervantes lo mismo. Tenía
probablemente el deseo de volver a una ciudad donde había estado va-
rias veces durante sus años de milicia. Pero puede ser, también, que aspi-
rara a alejarse de las desavenencias familiares suscitadas por su hija Isabel
y dejar de vivir, de una vez por todas, de recursos extremos. Argensola
era amigo suyo. Le había otorgado, en otros tiempos, los más vivos elo-
gios en La Galatea, repitiéndolos, en años más cercanos, por boca del
cura del Quijote. Pero, por razones que ignoramos, éste no quiso llevarse
a dos escritores que, a buen seguro, le hubieran hecho sombra. Góngora,
por su parte, fue rechazado al mismo tiempo por dos de sus mecenas: el
duque de Frías, que había sido enviado a París, con motivo de la muerte
de Enrique IV, para ser portador de las condolencias del rey de España,
y el conde de Lemos, que tampoco le hizo caso. Cervantes debió ir hasta
Barcelona, antes de que el conde se fuera a Nápoles; pero, una vez en
la ciudad, cabe pensar que ni siquiera pudo acercarse a él. No obstante,
no guardó rencor a un gran señor que, desde Italia, le iba a conservar su
apoyo, ya que, tres años después, le dedicaría las Novelas ejemplares y, en
1616, en el umbral de la muerte, le ofrecería la admirable dedicatoria
que abre el Persiles.

***

20
Riquer, 1989.
RETORNOS a Cervantes 31

En vista de las lagunas de nuestra información en el terreno mera-


mente factual, tenemos que mostrarnos aún más cautos al acercarnos a
la personalidad del hombre que vivió estos acontecimientos. Fuera del
admirable autorretrato que nos ha dejado en el prólogo a las Novelas
ejemplares, ninguno de los cuadros que lo representan es digno de fe,
empezando por el que lleva la firma de Juan de Jáuregui, hecho, a prin-
cipios del siglo pasado, por un falsificador llamado José Albiol21. Tan
circunspecto conviene ser a la hora de volver sobre su controvertido
origen converso. Entre los defensores de la tesis de una ascendencia ju-
deoconversa del escritor, quien ha llevado más lejos la investigación en
este resbaladizo terreno, analizando con sumo esmero, en un documen-
tado estudio, los indicios que tenemos de dicha ascendencia, no pasa de
considerarla como una mera «probabilidad bien fundada», llegando a la
siguiente conclusión: «Para entendernos con pocas palabras, […] en vis-
ta de dicho cuadro y sin prejucio a favor ni en contra, sería mucho más
difícil que Cervantes fuera cristiano viejo que lo contrario»22. De hecho,
las presunciones que se tiene de dicho origen —empezando por lo que
se sabe de la estirpe de los Torreblanca, familia de médicos cordobeses
de donde procedía su abuela materna, casada, dicho sea de paso, con
un familiar de la Inquisición— estas presunciones, pues, no equivalen a
una auténtica prueba, y esto aunque la limpieza de sangre del autor del
Quijote sólo venga acreditada por testimonios de dudosa fe, como la ya
citada información de 1569. Otro tanto puede decirse de otros hechos
tradicionalmente aducidos: el que su padre fuera cirujano, o que Miguel
no recibiera, al volver de Argel, el premio que esperaba de sus servicios,
o que se le comisionara para recaudar impuestos, en vez de concederle
alguno de los cargos ultramarinos que solicitó en su Memorial de 1590,
dirigido al Consejo de Indias. En cuanto a los textos cervantinos en que
se hace burla de las actitudes de quienes se vanaglorian de pertenecer a
la casta mayoritaria, requieren una lectura más matizada de la que se ha
dado en varias ocasiones. En El retablo de las maravillas, a menudo citado
como botón de muestra, la obsesión de la «mancha» se encarna en unos
labradores ricos que se precian de tener «cuatro dedos de enjundia de
cristiano viejo rancioso» sobre los cuatro costados de su linaje23; pero
semejante reivindicación, tal como viene formulada, basta para conven-

21
Lafuente Ferrari, 1948.
22
Márquez Villanueva, 2004.
23
Cervantes, Obras completas, p. 1148b.
32 JEAN CANAVAGGIO

cernos de que no la hiciera suya el público de los corrales madrileños,


aunque no quedara exento de tales prejuicios. En realidad, lo que aquí
se somete a crítica, no es tanto la limpieza de sangre en sí, sino su in-
teriorización por un determinado grupo social en su deseo grotesco
de medrar; un grupo perteneciente a la España mayoritaria, por cierto,
pero marginado por su condición y, a consecuencia de su enajenación,
incapaz de tomar en sus manos su propio destino. En cualquier caso, aun
cuando viniera a aparecer algún día la prueba decisiva de la «raza» de
Cervantes, este descubrimiento dejaría intacto todo lo que media entre
su visión del mundo y la de un Mateo Alemán, contemporáneo suyo y
del que se sabe a ciencia cierta que era cristiano nuevo. Para decirlo con
palabras de Antonio Domínguez Ortiz, uno de los mejores conocedores
del tema, «el autor del Quijote pudo tener algún antepasado converso,
pero eso ni está demostrado ni influyó en su obra. Las raíces del sereno
criticismo que campea en la novela inmortal hay que buscarlas en otras
fuentes»24. De todas formas, el que el más ilustre escritor del Siglo de
Oro, el mismo símbolo del genio universal de España fuera un converso
obligado a callar sus orígenes, quizás ilumine tal o cual aspecto de su
universo mental —y otro tanto se puede decir de la homosexualidad
que se le ha atribuido a partir de las alegaciones de Juan Blanco de
Paz—, pero ni lo uno ni lo otro nos entregará la clave de su creación.
Los contactos del escritor con poetas y escritores italianos, en los
momentos de descanso que pudo conocer entre dos campañas militares,
constituyen otro campo mal conocido. Las citas dispersas del toscano
que encontramos en sus escritos, y cuyas sutilezas comenta el ingenio-
so hidalgo en algún momento, la huella de Petrarca, de Boccaccio, de
Ariosto o de Sannazaro que puede rastrearse en La Galatea, las Novelas,
el Quijote o el Persiles, la impronta de un Castelvetro o de un Robortello
en su pensamiento estético suponen un trato que no se limitó a meras
lecturas, sino que hacen pensar en encuentros, conversaciones y hasta
debates académicos. Así y todo, lo poco que sabemos de sus estancias
en Roma y Nápoles no nos permite ir muy lejos en el terreno de las
conjeturas. Por cierto, en la dedicatoria de La Galatea al ilustrísimo se-
ñor Ascanio Colonna, abad de Santa Sofía, Cervantes, a quince años
de distancia, alude a «las cosas que […] oí muchas veces decir de V. S.
Ilustrísima al cardenal de Aquaviva, siendo yo su camarero en Roma»25.

24
Domínguez Ortiz, 1991, p. 231.
25
Cervantes, Obras completas, p. 12b.
RETORNOS a Cervantes 33

Pero no cabe asimilar la condición de un camarero a la de un secretario


o de un confidente; hubo de ser, más bien, la de un ayudante de cámara,
como lo especifican los manuales de la época, empleado muchas veces
en tareas serviles. En cuanto a su posible intimidad con literatos napo-
litanos, difícil se nos hace salir del campo de las hipótesis, tratándose
además de una ciudad que afirmaba una peculiar identidad y donde las
dos comunidades no solían mezclarse. Una pista de interés ha sido seña-
lada, hace algunos años, por Francisco Márquez Villanueva, al examinar
la figura del venerable Telesio que interviene en el libro V de La Galatea:
este noble sacerdote lleva en efecto el nombre del filósofo Bernardino
Telesio, antiescolástico formado en el aristotelismo paduano y avecinda-
do en Nápoles en el momento en que Cervantes estuvo allí26. Pero no
estamos en condiciones, de momento, de determinar si contribuyó a su
formación intelectual.
Otro de los caminos resbaladizos por los cuales algunos se han aven-
turado es el del cristianismo de Cervantes. Entre un Casalduero que lo
consideró como perfecto representante del catolicismo tridentino, y un
Américo Castro, que vio en él, si no un heterodoxo, al menos un eras-
mista más o menos disimulado, ¿dónde encontrar la verdad? No cabe
duda de que, en más de una ocasión, afloran en los textos cervantinos
unas pullas irónicas, unas alusiones impertinentes a costumbres eclesiás-
ticas de dudosa moralidad. Fino conocedor del Evangelio, el autor del
Quijote maneja a menudo el arte de las medias palabras, bien para bur-
larse de los clérigos con irreverencia, bien para criticar ciertas prácticas
supersticiosas entre sus contemporáneos: la observancia formal de los
ritos, la devoción interesada en las almas del Purgatorio, los padrenues-
tros de los tartufos de toda laya. Hablar de anticlericalismo de fabliau
sería equivocarse con esta veta frondosa que lleva la marca de su tiempo.
Pero no es cierto que todo proceda de la lectura de Erasmo. En materia
de religión, este desacuerdo con el tono medio de su época puede dejar
traslucir a veces el influjo de tal o cual corriente de pensamiento deter-
minado, pero, ante todo, expresa la elección de un espíritu abierto, ene-
migo de prejuicios, aunque respetuoso con el dogma y el culto; un hu-
manista, en el sentido amplio de la palabra, formado muy lejos del polvo
de las bibliotecas, en la escuela de la vida y de la adversidad. En tales
condiciones, conviene apreciar como se debe el fervor que Cervantes
manifestó en sus últimos años. El peso de la vejez, el fardo creciente de
26
Márquez Villanueva, 1995.
34 JEAN CANAVAGGIO

las dolencias, los achaques del mal que se lo llevará son otros tantos sig-
nos de un ocaso cuyo fin no se le oculta. Como escribe en el prólogo a
las Novelas ejemplares, publicadas tres años antes de su muerte, «mi edad
no está ya para burlarse con la otra vida»27. En abril de 1609, ya se había
afiliado a la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento,
devota cofradía recién fundada que reclutaba a sus miembros entre las
gentes de letras, sin que podamos asegurar que todos pudieran obligarse
a las estrictas reglas que imponía: ayuno y abstinencia los días prescritos,
continencia absoluta, asistencia diaria a los oficios, ejercicios espirituales,
visita de hospitales. Lo que en cambio es cierto, es que la entrada masi-
va en esta Congregación de la aristocracia madrileña, tras los pasos del
duque de Lerma, la convirtió en pocos años en un círculo mundano del
que Cervantes no tardó en alejarse. Prefirió entonces, a ejemplo de sus
hermanas y de su esposa, elegir la Orden Tercera de San Francisco, de la
que era novicio desde 1613 y en la cual, el 2 abril de 1616, pocos días
antes de morir, pronunció sus votos definitivos. Será inhumado según
la regla de la Orden, con el rostro descubierto y vestido con el sayal de
los franciscanos. ¿Cómo interpretar, entonces, un fervor tan vivamente
pregonado? ¿Como una precaución necesaria frente a los guardianes
de la ortodoxia? ¿Como una concesión dispensada a tres mujeres que
se demoraban cada vez más al pie de los altares? ¿O como la decisión
meditada de un ser que, en el crepúsculo de su vida, trata de unir con
lazos más estrechos la fe y las obras? No podemos desentrañar las razo-
nes que motivaron a un hombre cuya intimidad espiritual se nos escapa.
Concedámosle, al menos, que no fueron ni mediocres ni mezquinas,
puesto que el «raro inventor» que se preció de ser nunca renegó de su
vocación de escritor.
La misma prudencia resulta imprescindible a la hora de apreciar su
ideología. Despreciador sutil de los valores establecidos, Cervantes desa-
craliza todos los conformismos. Pero ¿dónde encontrar la fuente de sus
desacuerdos, expresados más de una vez por entes de ficción con los
cuales no hay que confundirlo? ¿En sus decepciones de ex combatiente
mal recompensado de sus servicios? ¿En su comercio con las ideas de
Erasmo? ¿En su dudosa pertenencia a la casta de los conversos? Por lo
que se refiere a la opinión que se formó de Felipe II, un balance ma-
tizado es el que se desprende de sus escritos. Cervantes compartió, al
menos en un primer momento, la admiración de sus compatriotas por
27
Cervantes, Obras completas, p. 514a.
RETORNOS a Cervantes 35

un monarca que tuvo acceso, como pocos, a una perspectiva global de


los problemas con los que se enfrentó, llegando a desempeñar, hasta el
límite de sus fuerzas, el papel que le correspondía asumir. Pero también
supo ver cómo, en la última década del reinado, estos problemas, si bien
no tuvieron mayor envergadura que los que habían surgido en los años
de Lepanto o de la incorporación de Portugal, al menos llegaron a ser
de otra índole. Al mismo tiempo, no dejó de intuir, con innegable pers-
picacia, lo que pudo ser el peso de la edad y de las enfermedades, así
como el de la muerte de tantos seres próximos sobre un hombre que,
con el correr de los años, se reveló prisionero de un destino en el que
poco podía hacer. Para decirlo otra vez con palabras de Domínguez
Ortiz, Cervantes vivió «lo suficiente para contemplar el tránsito de un
siglo a otro y de un reinado a otro, con todos los cambios que com-
portaba ese tránsito»28. No hay mejor confirmación de su lucidez que
la manera en que sus ficciones nos permiten acercarnos a la expulsión
de los moriscos, decretada por Felipe III en 1609, y de la cual se hacen
eco, desde distintos enfoques, El coloquio de los perros, la segunda parte
del Quijote y el Libro III del Persiles. Colocado por la crítica ora en el
bando de los adversarios, ora en el de los partidarios de esta expulsión,
no fue un ideólogo, sino un creador que supo convertir una cuestión
candente en un tema rebosante de vida. La opinión española, en su
inmensa mayoría, aprobó la medida en nombre de la defensa de la fe
católica. En neto desfase con este parecer, la diatriba antimorisca de
Berganza expresa, sobre una minoría activa y prolífica, una visión harto
más compleja que el discurso oficial, basado en criterios exclusivamente
religiosos. En cuanto al tendero Ricote, con quien Sancho topa al aban-
donar el gobierno de Barataria, nos hace tocar con el dedo el drama de
millares de inocentes, divididos entre dos culturas y leales súbditos del
rey. Su grito de desesperación, al abandonar su «patria natural»29, dice
más que las quejas más argumentadas sobre un destino que golpeó, sin
discriminación alguna, una masa de hombres, mujeres y niños que fue-
ron declarados colectivamente responsables de los delitos imputados a
algunos de ellos. Con palabras encubiertas, Cervantes marcó a las claras
cómo la expulsión, además de ser un error político mayor, constituyó
un auténtico pecado30.

28
Domínguez Ortiz, 2005, vol. I, p. xcv.
29
Cervantes, Obras completas, p. 458a.
30
Ver Márquez Villanueva, 2010, pp. 16-120.
36 JEAN CANAVAGGIO

Nos queda por abordar las cuestiones relativas a la creación cervan-


tina, sin la cual las que plantean la vida y la personalidad del escritor
no tendrían la misma trascendencia. En primer lugar, no hay por qué
conceder excesiva importancia a los debates suscitados por las obras que,
en diferentes momentos, le han sido atribuidas. Muchas son anónimas
y no se ha llegado a probar que brotaran efectivamente de su pluma,
como el auto de La soberana virgen de Guadalupe, o varios entremeses
que se siguen representando hoy en día, como Los habladores, Los podri-
dos o La cárcel de Sevilla. Entre las poesías que se consideran atribuibles,
varias debieron salir de su minerva, pero las condiciones en que fueron
escritas y difundidas nos impiden resolver definitivamente el problema
de su autenticidad. La Epístola a Mateo Vázquez, ardiente alegato en favor
de una expedición de castigo contra Argel, fue descubierta a mediados
del siglo xix en el archivo del conde de Altamira; pero, a consecuencia
de la desaparición del documento original —una copia manuscrita de
letra del siglo xvi— pronto se consideró como un apócrifo hecho de
retazos, entre los cuales se incluye una tirada que Saavedra, en El trato de
Argel, destina al rey de España. Sin embargo, a consecuencia del reciente
hallazgo de dicho documento por José Luis Gómez Sánchez-Molero
en la Biblioteca Francisco Zabálburu de Madrid, ya no cabe descartar
su autenticidad31. Muy discutida y, creo yo, discutible es la tesis recogida
y defendida por Daniel Eisenberg, según la cual el Diálogo de Selanio
y Silenio, conservado en los fondos de la Biblioteca Colombina, sería
en realidad un fragmento de Las semanas del jardín, obra prometida por
Cervantes poco antes de su muerte, lo mismo que la comedia de El
engaño a los ojos y El famoso Bernardo, poema inspirado sin duda en las
hazañas de Bernardo del Carpio32. Otro caso controvertido es el de La
tía fingida, incluida en el códice de Porras de la Cámara, junto con la
primera versión de Rinconete y Cortadillo y de El celoso extremeño. La «tía»
en cuestión, celestina titulada, gratifica a su «sobrina» de tres doncelleces
sucesivas, a fin de hacer subir la subasta y asegurar la prosperidad de su
comercio. Este detalle picante no pertenece al estilo de nuestro escritor.
Cervantes no detesta las alusiones pícaras ni las desvergüenzas; tampoco
retrocede ante una situación escabrosa cuando está justificada artística-
mente. Pero, al contrario de Quevedo, no se complace en la obscenidad.
Francisco Márquez Villanueva, a quien debemos un estudio detallado

31
Gómez Sánchez-Molero, 2010.
32
Eisenberg, 1988.
RETORNOS a Cervantes 37

de esta obra, encuentra en ella unos valores y unas características que


posibilitarían su atribución; con todo, reconoce que el cuadro que nos
ofrece de la vida salmantina no se puede comparar con la rica y com-
pleja evocación del mundo sevillano que se desprende de Rinconete y
Cortadillo33. Por fin, no podemos hacer nuestra la hipótesis defendida
por E. T. Aylward, según la cual Rinconete y El celoso fueron escritos en
realidad por un anónimo, de modo que Cervantes, tras haber efectuado
las correcciones que revela el cotejo de las dos versiones de estas novelas,
se las habría atribuido. Tras comprobar, mediante la alusión a Rinconete
que encontramos en la primera parte del Quijote, que nadie le disputaba
esta obrita, habría consumado la superchería, incluyendo los dos textos
en la colección dada a luz en 161334. De ahí, según Aylward, el tono
perentorio con que, en su prólogo, reivindica como suyas estas obras
«no imitadas ni hurtadas»35. Por ingeniosa que sea esta hipótesis, equivale
a prestar una singular hipocresía a un hombre que, un año más tarde,
sería víctima en su propia carne de la impostura de Avellaneda y sentiría
dolorosamente la publicación del Quijote apócrifo. A fin de cuentas, las
diferencias observadas entre ambas versiones no bastan para demostrar
que una segunda pluma, la de un plagiario, vino a sustituirse a la prime-
ra, y esto además de que no disponemos ni del original de Porras ni del
manuscrito definitivo.
En cuanto a las demás obras mencionadas por el mismo Cervantes
y que se consideran hoy perdidas, son casi todas comedias de la prime-
ra época de su teatro. Si nos atenemos al prólogo a las Ocho comedias y
entremeses, volumen publicado en 1615, hizo representar en los corrales
madrileños «hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron
sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza»36.
Más plausibles, por cierto, resultan, en la Adjunta al Parnaso, los diez
títulos enumerados un año antes en contestación a una pregunta de
Pancracio de Roncesvalles: El trato de Argel, Numancia, La gran turquesca,
La batalla naval, La Jerusalén, La Amaranta o La del Mayo, El bosque amo-
roso, La Única, La bizarra Arsinda y La Confusa, montada en otro tiempo
por el autor Gaspar de Porres. Es de notar, al respecto, que se conserva
el contrato que Cervantes firmó en 1585 con este autor, en el cual se

33
Márquez Villanueva, 1995, pp. 157-190.
34
Aylward, 1982.
35
Cervantes, Obras completas, p. 514a.
36
Cervantes, Obras completas, p. 878a.
38 JEAN CANAVAGGIO

citan dos títulos, El trato de Constantinopla y La Confusa. Otro contra-


to se conoce, referente a las seis comedias que, el 5 de septiembre de
1592, se comprometió a componer «en los tiempos que pudiere» para
otro autor, Rodrigo Osorio37. Pero no estamos en condiciones de de-
terminar si fue o no efectivo. Lo más significativo, a fin de cuentas, es
que en el citado prólogo de 1615 se mencionan tres de las diez piezas
mencionadas en la Adjunta, de las cuales dos han llegado hasta nosotros
en copias manuscritas del siglo xviii: El trato de Argel y la Numancia. Por
lo que se refiere a las innovaciones que Cervantes reivindica a renglón
seguido, como haber reducido «las comedias a tres jornadas, de cinco
que tenían», representando en las tablas «las imaginaciones y los pen-
samientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con
general aplauso de los oyentes»38, sólo se pueden admitir si las colocamos
en su debida perspectiva, la de un éxito de limitado alcance, ocurrido
en la Villa y Corte en un momento en que la escena española no había
conseguido todavía una existencia nacional. En opinión de Cotarelo
Valledor, La gran turquesca, El bosque amoroso y La confusa fueron refun-
didas para ser incluidas entre las piezas del tomo de 1615, rebautizadas,
respectivamente, La gran sultana, La casa de los celos y El laberinto de amor39.
Pero tal hipótesis, procedente de la mera comparación de los títulos,
no está suficientemente asentada para disipar cualquier duda. Queda el
caso de La Jerusalén: tal vez se encuentre en los fondos de la Biblioteca
del Palacio Real de Madrid, con el título de La conquista de Jerusalén por
Godofredo de Bullón. El descubridor de este manuscrito, el malogrado
Stefano Arata, lo publicó hace ya años, aduciendo argumentos de peso
a favor de una paternidad cervantina, pero confesando también que ésta
no se puede, de momento, establecer de modo irrebatible40.
Más que mero documento sobre la vida teatral de su tiempo, el
prólogo a las Ocho comedias viene a ser un testimonio de sumo interés,
en especial sobre el concepto que Cervantes se formó del nacimiento
y auge de la Comedia nueva. Desde esta perspectiva, el homenaje que
tributa a Lope de Vega, aquel «monstruo de Naturaleza» que se alzó
«con la monarquía cómica»41 es mucho más ambiguo de lo que parece

37
Sliwa, 1999, pp. 255-256.
38
Cervantes, Obras completas, p. 878a.
39
Cotarelo Valledor, 1947-1948, pp. 61-77.
40
Arata, 1992.
41
Cervantes, Obras completas, p. 878a.
RETORNOS a Cervantes 39

a primera vista. Por cierto, hasta el retorno de Miguel a las letras, las
relaciones entre los dos hombres fueron cordiales. Basta recordar cómo
Cervantes, en el soneto colocado al frente de las Rimas, publicadas en
1602 en volumen, junto con La hermosura de Angélica, celebra la «apacible
y siempre verde Vega / a quien Apolo su favor no niega»42. En cambio,
en la primera parte del Quijote, tres años posterior, asoman por primera
vez, puestas en boca del cura, unas frases agridulces sobre «un felicísimo
ingenio destos reinos» cuyas comedias, «por querer acomodarse al gusto
de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al
punto de perfección que requieren»43. En tales condiciones, aunque el
prólogo de 1615 parezca romper con semejantes indirectas, puesto que
esta vez Cervantes califica de «felices y bien razonadas» las comedias
del Fénix, lo que más destaca aquí es cómo su afortunado rival llegó a
avasallar y poner «debajo de su juridición a todos los farsantes», y con
qué facilidad «llenó el mundo» de tantas comedias, «que pasan de diez
mil pliegos los que tienen escritos»44. En otras palabras, la monarquía
ejercida por Lope se nos aparece aquí como la de un sujeto que se ha
adueñado de un negocio, poniendo a su servicio un complejo sistema
de producción y difusión, en perfecta adecuación con el gusto reinante.
Mejor aún: Cervantes cuida de marcar en sus debidos límites el alcance
de tal poderío, señalando la contribución de cuantos «han ayudado a
llevar esta máquina al gran Lope»45, desde el doctor Ramón, Miguel
Sánchez, el cánonigo Tárrega, Aguilar y Guillén de Castro, hasta Mira
de Amescua y Vélez de Guevara. Así pues, más allá del rencor de un
poeta cargado de años y amargado por el éxito de su rival, vemos cómo
el éxito de la comedia nueva no se presenta allí como el triunfo de
una fórmula original, sino, más bien, como el punto conclusivo de una
progresiva transformación de las condiciones de producción, represen-
tación y difusión de un repertorio cada vez más amplio y diversificado.
En este proceso, el papel desempeñado por Lope no lo consagra como
el inventor de un teatro nuevo, sino como el más destacado artífice de
una empresa colectiva en la que ocupó el lugar que le tenía que corres-
ponder.

42
Cervantes, Obras completas, p. 1180b.
43
Cervantes, Obras completas, p. 307a.
44
Cervantes, Obras completas, p. 878a.
45
Cervantes, Obras completas, p. 878a.
40 JEAN CANAVAGGIO

Dentro de los límites que nos impone esta exposición, no se pue-


den examinar, uno tras otro, los interrogantes que plantea la cronología
de las obras de Cervantes. No se ha llegado a conclusiones definitivas
acerca del período en que redactó las comedias de la segunda época46.
Tampoco podemos establecer con certidumbre si los entremeses autén-
ticos fueron o no compuestos en breve espacio, hacia 1610-1612, como
opina Eugenio Asensio47. Algo parecido ocurre con las novelas, ya que
carecen casi todas de criterios precisos de datación. El amante liberal y La
española inglesa han sido tenidas durante mucho tiempo por las más an-
tiguas, debido a su sello idealizante; hoy se prefiere considerarlas como
obras tardías, aunque no se deba excluir, tanto en éstas como en otras,
unos retoques consecutivos a una última revisión, posterior a la redac-
ción propiamente dicha48. Otro debate es el que ha suscitado el Persiles:
tal vez fue emprendido a orillas del Guadalquivir, en el crepúsculo del
siglo xvi, si es que el programa trazado por el Canónigo, en la primera
parte del Quijote, corresponde efectivamente a un primer bosquejo de
esta «historia septentrional». No obstante, fue concluido, sin lugar a du-
das, en los últimos meses de la vida de su autor49.
Así y todo, como era de esperar, el interés de los cervantistas se ha
centrado preferentemente en la génesis del Quijote y en las etapas de
su redacción, y cabe confesar que, en este terreno, tampoco hemos lle-
gado a la salida del laberinto. La primera duda que nos asalta brota del
prólogo a la primera parte, donde se presenta al lector un libro que «se
engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y
donde todo triste ruido hace su habitación»50. ¿Cárcel real y verdadera,
o metáfora de una reclusión espiritual o moral? Entre los dos términos
de la alternativa la elección no es fácil. Además, caso de que fuera cárcel,
¿en qué lugar pudo hallarse? Argamasilla de Alba, adonde Hartzenbusch,
hace un siglo y medio, transportó todo un material de imprenta para
la edición a la que unió su nombre, ya no es de recibo. Castro del Río,
donde Cervantes estuvo preso en 1592, durante sus comisiones anda-
luzas, se beneficia del hecho de que todos los libros que componen la
biblioteca de don Quijote son anteriores a esta fecha. Con todo, la de-

46
Canavaggio, 1977, pp. 18-25.
47
Asensio, 1965, pp. 102 y ss.
48
García López, 2001, pp. lii-lxi.
49
Romero, 2003, pp. 15-29.
50
Cervantes, Obras completas, p. 148a.
RETORNOS a Cervantes 41

tención del escritor fue demasiado breve para que allí pusiese su obra en
el telar. En cuanto a la Cárcel Real de Sevilla, donde permaneció varios
meses, a partir de septiembre de 1597, sin que sepamos cuándo salió,
bien pudo ver surgir en ella la idea primera del Quijote. Pero tan sólo la
idea primera, o sea el proyecto disparatado del ingenioso hidalgo que,
del poco dormir y del mucho leer sus libros predilectos, decide resucitar
la andante caballería y sale en busca de aventuras. Dicho de otra forma,
nada prueba que, durante su detención, su autor haya puesto sobre el
papel una historia que, más tarde, tomará las dimensiones que conoce-
mos. Con toda probabilidad, hubo una primera redacción que pasó por
tanteos, arrepentimientos de pluma, división en capítulos y en partes,
así como por revisiones deducibles de ciertos indicios: la incorporación
posterior del robo del rucio de Sancho, olvidado en la princeps, o el
probable traslado de varios episodios de un lugar a otro, como los que
relatan el escrutinio de la librería o los amores de Grisóstomo y Marcela.
Pero, hasta ahora, son meras tentativas las que se han hecho para concre-
tar la exacta fisonomía de una novela corta, sin que podamos determinar
si abarcaría tan sólo los cinco capítulos de la primera salida, o si llegaría
hasta el escrutinio o hasta el combate contra el vizcaíno51. En realidad,
desde estos capítulos iniciales ya vemos surgir los temas mayores en
torno a los cuales se ordena la estructura de conjunto de la novela: la
locura del protagonista, sus preparativos, su armamento en la venta, su
regreso a la aldea en busca de un escudero, su partida con él hacia nuevas
aventuras. Así se inicia una progresión que no sale de un patrón prees-
tablecido, sino que corresponde a un universo en expansión, modelado
poco a poco por la polifonía de los diferentes narradores. Mientras amo
y escudero prosiguen en sus andanzas, este diseño se enriquece con epi-
sodios adventicios, entre los cuales algunas historias, como el cuento del
Cautivo, fueron escritas a buen seguro en años anteriores.
En cuanto a la segunda parte, publicada diez años después de la
primera, ella también nos enfrenta con el proceso de su elaboración.
Ello se debe, entre otras cosas, a que, si bien se observa un impacto
indiscutible del Quijote apócrifo en este proceso, ni conocemos la per-
sonalidad del falsario, ni podemos medir exactamente este impacto. La
verdadera identidad del licenciado Alonso Fernández de Avellaneda
es un tema que ha alimentado un sinfín de lucubraciones. Pero, hasta
ahora, todos los esfuerzos desplegados para resolver la incógnita han
51
Ver Rico, 2005b.
42 JEAN CANAVAGGIO

resultado vanos. Disimulado bajo ese seudónimo, se ha creído encon-


trar sucesivamente una decena de personajes de toda condición: lite-
ratos, como Mateo Alemán, Bartolomé de Argensola y, por supuesto,
Lope de Vega, quien, de hecho, bien pudo haber escrito el prólogo; un
gran señor, el duque de Sessa, hijo del protector de Cervantes en sus
años de milicia y, por su parte, amigo y protector del Fénix; un domi-
nico, Juan Blanco de Paz, cuyas calumnias tuvo que soportar Miguel
en Argel; otro dominico, fray Luis de Aliaga, que fue confesor del rey
Felipe III. En última instancia, se ha llegado a preguntar si el autor
de la continuación espuria no se llamaba, simplemente, Avellaneda.
Tras recoger la observación hecha por Cervantes de que el lenguaje
del falsario era aragonés, como para poner en la picota las incorrec-
ciones y torpezas de su estilo, Martín de Riquer ha abierto un nuevo
camino, haciendo hincapié en otros tics de escritura: las citas en latín
eclesiástico, el marcado elogio de la vida conventual, las alusiones re-
petidas a la devoción del rosario denunciarían, según él, a Jerónimo
de Pasamonte, el soldado escritor a quien debemos una historia de su
vida, y que parece haber inspirado a Cervantes la figura del galeote
Ginés de Pasamonte. Sintiéndose ofendido por semejante parecido,
Jerónimo se habría vengado escribiendo bajo seudónimo la continua-
ción de 1614, antes de reaparecer en la segunda parte auténtica, me-
tamorfoseado en maese Pedro52. La hipótesis es interesante, y ha sido
recogida con gran acopio de argumentos por Alfonso Martín Jiménez.
En opinión de este estudioso, Jerónimo de Pasamonte fue herido en
su amor propio por unas indirectas que no se limitan a la aventura de
los galeotes, sino que se traslucen en otros lugares de la primera parte,
y muy especialmente en la historia del Cautivo. En estas condiciones,
no sólo respondió a la ofensa cervantina componiendo y publicando,
bajo el seudónimo de Avellaneda, el Segundo tomo del ingenioso hidalgo
don Quijote, sino que concibió la mayor parte de los episodios de la
continuación apócrifa como respuesta a los muchos pasajes en que se
le denigraba. En cuanto a la segunda parte auténtica, Cervantes, según
Martín Jiménez, no la empezó antes de conocer la obra de Avellaneda,
publicada en septiembre de 1614, sino que la escribió entera tras leer
el manuscrito de dicha obra, la cual sin duda tuvo delante en todo
momento. De esta manera, el Quijote de 1615 vendría a ser funda-
mentalmente, a través de unas estrategias de respuesta que se descu-
52
Riquer, 1988.
RETORNOS a Cervantes 43

bren en cada una de las nuevas aventuras de la pareja, una imitación


paródica o meliorativa del apócrifo y, en ocasiones, de la autobiografía
de Pasamonte53.
Proceder a un examen sistemático de esta hipótesis nos llevaría, sin
la menor duda, mucho más allá de los límites de nuestra exposición.
No obstante, no se puede dejar de hacer, al respecto, tres observa-
ciones. En primer lugar, y como apuntaron ya otros cervantistas, no
hay prueba documental de que Cervantes y Pasamonte, a pesar de
coincidir en el tercio de Miguel de Moncada, mantuviesen contactos
personales en el momento de Lepanto54, ni tampoco queda probado
que el primero leyera el manuscrito del segundo. Los episodios de
la Segunda parte en los que se observa una huella indiscutible del
apócrifo se limitan a tres. En el capítulo 59, se produce el encuentro
del caballero con dos lectores de la continuación espuria, originando
un cambio de rumbo de la pareja hacia Barcelona. Más adelante, en
el capítulo 61, se menciona el apócrifo durante la visita a la imprenta
barcelonesa. Por último, en el capítulo 72, aparece don Álvaro Tarfe,
un personaje sacado de la historia de Avellaneda y al cual don Quijote
y Sancho convencen de que ha sido víctima de un impostor. Otras
huellas del apócrifo han sido buscadas en episodios anteriores, como
la aventura del retablo de maese Pedro, debido al parecido que ofre-
ce con una representación similar imaginada por Avellaneda. Pero los
indicios de que disponemos resultan más problemáticos, por consistir,
en la mayoría de los casos, en meras coincidencias que no se pueden
interpretar como otras tantas respuestas de Cervantes a su imitador.
Por otra parte, importa recordar lo que escribió sobre el particular el
llorado Edward C. Riley. En el estudio que dedicó al problema, pocos
años antes de su desaparición, consideró inconcebible que Pasamonte
pudiera escribir el Quijote apócrifo mientras estaba en las mismas con-
diciones mentales que cuando firmó las dedicatorias de su autobiogra-
fía. Paranoico y obsesionado, tenía por aquellas fechas una imperiosa
necesidad de recuperación y parece poco plausible que la religiosidad
atormentada que impregna la Vida y trabajos se ocultara luego bajo la
máscara burlesca de un individuo conocedor del cotilleo literario de
la época y determinado a tomar venganza de un rival que lo ofendió
previamente. Además, la cultura que demuestra Avellaneda, aunque de

53
Martín Jiménez, 2001.
54
Martín Jiménez, 2001, pp. 25-27.
44 JEAN CANAVAGGIO

menor peso que la de Cervantes, es mucho más sustancial que la que


trasciende de la Vida. Para prepararse para escribir un libro a la manera
de Cervantes, hubiera necesitado todo un curso de lecturas adecua-
das, cosa que resulta inverosímil en un momento en que tenía la vista
tan mala que le costaba trabajo leer y escribir55. Por fin, las relaciones
de intertextualidad entre las dos continuaciones del primer Quijote
no nos autorizan a reducir el designio principal de Cervantes, como
autor de la Segunda parte auténtica, al hecho de haber querido dar ré-
plica al Quijote apócrifo y a la Vida y trabajos de Gerónimo de Pasamonte.
No se trata de desestimar la finalidad que pudo perseguir el manco
de Lepanto, sino de reivindicar, en beneficio de una creación tan rica
y compleja como viene a ser el Quijote de 1615, un propósito más
amplio y más noble que un mero arreglo de cuentas con un oscuro
compañero de milicia. En tales condiciones, y hasta una información
más amplia, Avellaneda sigue siendo para nosotros un enigma; y en
cuanto a la trascendencia propiamente literaria de su enemistad con
Cervantes, no estamos en condiciones de apreciarla: no soy el único
en afirmarlo, sino que el propio Riquer, en la nueva edición de su ya
citado estudio, es el primero en negarse a proseguir por semejante
camino56.
Las cuestiones planteadas por la impresión de las dos Partes y por las
sucesivas ediciones que salieron a la luz en vida del autor no pueden
entrar en el ámbito de esta exposición: entre varios motivos, porque la
intervención de Cervantes hubo de adaptarse a la labor de la imprenta
de Juan de la Cuesta cuyo taller, además de la colaboración de uno o
varios correctores, se nutría entonces de una veintena de operadores. En
otros términos, nunca sabremos con exactitud en qué medida afectaron
al texto cervantino el modo de producción y las circunstancias que
lo condicionaron57. Así y todo, podemos afirmar con él, sin riesgo de
error, que «Cervantes no releyó la novela línea por línea, corrigiéndola
metódicamente, porque de haberlo hecho, no se hubiera equivocado
como se equivocó al situar la primera interpolación sobre el asno en un
capítulo en que nada arreglaba»58. No hay en todo caso que pensar en la
escrupulosa lectura de pruebas de un Galdós o de un Cela, sino en una

55
Riley, 1998.
56
Riquer, 2003, pp. 490-492.
57
Rico, 2005a, p. ccxxv. También Rico, 2005b.
58
Rico, 2005a, p. ccxxvii.
RETORNOS a Cervantes 45

rápida travesía del texto, mediante la cual una veintena de correcciones


de la princeps, a lo sumo, pudieron reunir las condiciones necesarias para
considerarlas cervantinas. Damos así por concluido este repaso de los
claroscuros de una existencia de la que no tenemos más que una visión
indirecta: la de un hombre hoy desaparecido que, de proyecto que fue
mientras estuvo en vida, se ha convertido en un destino que aspiramos
a volver inteligible, en un esfuerzo incansable del que brota ese perfil
perdido que no dejará nunca de ejercer su fascinación.
LAS PRISIONES DE CERVANTES

Cualquier intento para reconstruir la vida de Cervantes en sus mo-


mentos sucesivos nos enfrenta con un escollo: el que se debe a las lagunas
y oscuridades de su biografía1. Por lo que se refiere a los datos que se
suelen entresacar de sus obras, nos importa usarlos con mucha precaución.
En efecto, el autor del Quijote se complace, más de una vez, en delegar
sus poderes no sólo en sus personajes, sino en narradores ficticios al estilo
de Cide Hamete Benengeli; y en cuanto a los prólogos y dedicatorias en
que asume su identidad, el valor meramente informativo de estos textos
se supedita al modo como el que los escribe se saca a escena. En tales
condiciones ¿sobre qué bases establecer la realidad de las prisiones del au-
tor del Quijote? Sin desestimar el valor de los testimonios literarios, como
veremos en adelante, nos conviene acudir en prioridad a los documentos
conservados en los archivos, ya que nos proporcionan, en más de una
ocasión, informaciones de primera mano sobre las circunstancias en que
Cervantes o bien tuvo que defender su libertad cuando fue amenazada, o
bien se empeñó en recobrarla cada vez que la perdió. Estas circunstancias
abarcan un amplio período de su vida: treinta y seis años, en total, desde su
repentina partida a Italia, en septiembre de 1569, hasta su breve encarce-
lamiento en Valladolid, en junio de 1605. Entre estas dos fechas, tenemos,
además, los cinco años del cautiverio argelino, entre septiembre de 1575 y
septiembre de 1580, y las dos detenciones ocurridas en Andalucía, la una
en Castro del Río, en septiembre de 1592, la otra en Sevilla, en septiem-
bre de 1597.Vamos, pues, a examinarlas una tras otra, para tratar de aclarar
su sentido y alcance.

1
«Tan escasa de noticias como llena de sinuosidades» (Castro, 1967, p. 169).
48 JEAN CANAVAGGIO

El primero de estos acontecimientos ha hecho correr mucha tinta,


desde que Jerónimo Morán hallara en Simancas, a mediados del si-
glo xix, una provisión real del 15 de septiembre de 1569, por la cual
se ordenaba al alguacil Juan de Medina la prisión de un «Miguel de
Zerbantes, estudiante». Se acusaba al dicho, en este documento, de haber
herido en duelo en Madrid a un maestre de obras llamado Antonio de
Sigura y, por haber huido a Sevilla, era condenado en rebeldía a que le
cortaran públicamente la mano derecha y a ser desterrado por diez años
del reino2. Para explicar la severidad de la sentencia, se ha supuesto que
el encuentro tuvo lugar en las inmediaciones del Palacio Real. Así pues,
el que Cervantes, «caro y amado discípulo» del maestro López de Hoyos,
se encontrara tres meses después en Roma puede interpretarse como
consecuencia de esta huida. Ahora bien, a pocas semanas de su llegada
a la Ciudad Eterna, ¿cómo consiguió el puesto de camarero del car-
denal Acquaviva? ¿Cómo no dudaron en recomendarlo, al final de sus
campañas militares, el duque de Sessa y don Juan de Austria? ¿Cómo, al
regresar del cautiverio, llegó a ser comisionado a Orán por orden del rey
Felipe II? A estas objeciones que no carecen de peso, se puede contestar
que no sólo la distancia y el tiempo, sino unas protecciones debidas a su
conducta en Lepanto y en Argel hubieron de allanar muchos obstáculos:
así pudo el condenado recobrar el honor perdido, una vez transcurridos
los diez años de un destierro pasado en parte al servicio de su majestad y
concluido, en los baños argelinos, con cuatro intentos frustrados de eva-
sión. De hecho, en el estado actual de nuestros conocimientos, el caso
Sigura constituye la explicación más plausible de la repentina partida
de Miguel a Italia. Por cierto, no deja de sorprender que en diciembre
de 1569, a tres meses de una busca con fuerte penalización, Rodrigo
de Cervantes solicitara para su hijo una detallada información ante el
teniente corregidor de la Villa de Madrid3. Pero la posible huida del
interesado bien podría iluminar una particularidad del documento, el
cual no habla para nada, contrariamente a la norma, de su situación con
respecto a la justicia. Además, este documento arroja cierta luz sobre
otro hecho: en su hoja de servicios, incluida en la Información dirigida
por él al Consejo de Indias, el 6 de junio de 1590, Cervantes declara
haberse alistado como soldado desde 1568, afirmación que, sin lugar a

2
Sliwa, 1999, p. 38.
3
Sliwa, 1999, pp. 40-42. Punto recalcado por Bailón Blancas, 2001, pp. 35-41.
RETORNOS a Cervantes 49

dudas, contraviene a la verdad4. Así y todo, otra cosa es fantasear sobre


el itinerario seguido por él, apelando a narraciones de casos similares
que aparecen en El gallardo español y el Persiles y adjudicándoles un
valor autobiográfico. Tras haber intentado embarcarse para las Indias, el
fugitivo habría abandonado Sevilla para dirigirse a Valencia y subir hasta
Barcelona, llegando a Génova por mar antes de bajar hacia Roma. A fal-
ta de testimonios concretos, semejante hipótesis no puede confirmarse
y no cabe excluir que eligiera otro camino, embarcándose en Cartagena
para ponerse a salvo.
El segundo acontecimiento, de mucho mayor trascendencia, desde
luego, es la captura de Cervantes por los corsarios argelinos. Ocurrida
en el momento en que estaba a punto de volver a España, tuvo lugar
el 26 de septiembre de 1575 en las costas catalanas, cerca de Cadaqués.
La galera Sol, en la que había embarcado en Nápoles el 6 o 7 del mis-
mo mes, había sido dispersada por la tempestad a la altura de Port-de-
Bouc, no lejos de Marsella, tras haber costeado las riberas de Italia y
de Provenza. Sorprendidos por el corsario Arnaut Mami, marineros y
pasajeros resistieron durante varias horas, pereciendo el capitán entre
los defensores5. Lo que pudo experimentar Cervantes al llegar a la vista
de Argel, tres días más tarde, es algo que podemos imaginar a través del
relato de Saavedra, uno de los personajes de la comedia de El trato de
Argel, compuesta poco después de su regreso a la patria (jornada 1ª, vv.
396-401):
Cuando llegué cautivo y vi esta tierra
tan nombrada en el mundo, que en su seno
tantos piratas cubre, acoge y cierra,
no pude al llanto detener el freno
que, a pesar mío, sin saber lo que era,
me vi el marchito rostro de agua llena.

Este primer entronque entre vida y literatura, mediante la aparición


en el escenario de un alter ego del autor, se vuelve muchísimo más lla-
mativo en uno de los cuentos intercalados del Quijote: la historia de Ruy
Pérez de Viedma, inserta en la primera parte de la novela. Nutrido de la
rememoración del cautiverio, este relato evidencia un autobiografismo
compacto; pero no por eso deja de mantener una relación ambigua con

4
Sliwa, 1999, p. 225.
5
Avalle-Arce, 1975a.
50 JEAN CANAVAGGIO

las experiencias del autor6. Los sucesos que nos refiere el capitán hasta su
captura ofrecen, eso sí, un notable parecido con las aventuras del propio
Cervantes; pero no menos significativos son los constantes desajustes,
reveladores de una minuciosa reelaboración del material aprovechado.
Las mocedades de Ruy Pérez de Viedma son tan azarosas como las de su
modelo; pero quien nos las cuenta no es hijo de un cirujano alcalaíno,
sino primogénito de un hidalgo leonés. Su partida a Italia corre pareja
con la de Miguel, salvo que no es huida y le lleva, en una serie de rodeos,
a alistarse en los tercios de Flandes. Luego, tras embarcarse en las galeras
de la Santa Liga, a las órdenes del mismo Diego de Urbina, el narrador
llega a combatir en Lepanto con tanta valentía como el famoso manco;
pero no lo hace como soldado raso, sino en calidad de capitán de infan-
tería y, en vez de quedar herido, es capturado por los turcos, víctima de
su temeridad. Una vez en Argel en tanto que cautivo de rescate, ve su
destino coincidir de nuevo con el de su creador. Igual que él, aunque
en distintas circunstancias, queda en poder del rey Hazán; y la visión
que nos ofrece de los baños se nos aparece henchida de los recuerdos
del escritor.

[Yo estaba] encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baño,
donde encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de al-
gunos particulares […] Yo, pues, era uno de los de rescate; que como se supo
que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no
aprovechó nada para que no me pusiesen en el número de los caballeros y
gente de rescate. Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por
guardarme con ella, y así pasaba la vida en aquel baño, con otros muchos
caballeros y gente principal, señalados y tenidos por rescate. Y aunque el
hambre y desnudez pudieran fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna
cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas
crueldades que mi amo usaba con los cristianos7.

Cervantes, como queda dicho, no era capitán; pero llevaba cartas de


recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sessa, las cuales
hicieron que los turcos lo considerasen como «persona principal»; de
ahí los 500 escudos de oro que, a pesar de su «falta de hacienda», su amo
reclamó como precio de su rescate. Con todo, como para desmentir esta
identificación, el narrador, en una manera de desdoblamiento, concluye

6
Oliver Asín, 1947-1948, pp. 245-339, así como Márquez Villanueva, 1975a.
7
Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, 40, vol. I, pp. 506-507.
RETORNOS a Cervantes 51

su evocación de las crueldades del rey incorporando la figura emblemá-


tica de un compañero:

Sólo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual,
con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes
por muchos años, y todas para alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo
mandó dar, ni le dijo mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo,
temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez;
y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que
este soldado hizo, que fuera parte para entretenernos y admirarnos harto
mejor que con el cuento de mi historia8.

En este deslinde entre historia y poesía, surge, pues, por segunda


vez, aquel soldado llamado Saavedra. Este nombre, como se sabe, es
el segundo apellido que Cervantes, al iniciar sus comisiones andaluzas,
añade a su patronímico: lo usa por primera vez en el memorial de 1590,
dirigido al Consejo de Indias. Pero no lo llevó ninguno de sus antepasa-
dos directos, sino que lo tomó, probablemente, de uno de sus parientes
lejanos, Gonzalo de Cervantes Saavedra9. Este segundo nombre, que se
da a tres de los personajes que pueblan las ficciones cervantinas, ha sido
interpretado como una conducta de compensación: si hemos de creer
a Louis Combet, a falta de poder deshacerse, por razones desconocidas,
del patronímico paterno, Miguel lo habría doblado, en el plano social
y simbólico10. Sea lo que fuere, la posteridad ha consagrado, definitiva-
mente, el doble apellido de Cervantes Saavedra, en un desquite de todos
los fracasos experimentados por el que lo forjó.
Lo que sí la odisea del capitán viene a compensar, es la frustración
nacida de las cuatro evasiones fallidas del escritor. En enero de 1576,
Cervantes trata en vano de huir por tierra al presidio español de Orán.
En septiembre del año siguiente, espera un barco mallorquín que no
acude a la cita prevista. Seis meses después, en marzo de 1578, manda
unas cartas al gobernador de Orán, por medio de un moro cómplice
al que sorprenden a la entrada de dicha ciudad y empalan por orden

8
Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, 40, vol. I, p. 507.
9
Gonzalo de Cervantes Saavedra tuvo que huir de Córdoba en 1568, tras un asun-
to de sangre, y se embarcó en las galeras de don Juan, llegando, tal vez, a combatir en
Lepanto.
10
Combet, 1980, pp. 553-558. El segundo Saavedra es el que aparece entre los cau-
tivos de El trato de Argel; el tercero es el protagonista de El gallardo español.
52 JEAN CANAVAGGIO

del rey. Por fin, en octubre de 1579, proyecta armar una fragata de doce
bancos y ganar España con sesenta pasajeros, pero es denunciado por
un renegado florentino, manipulado por otro cautivo, el doctor Juan
Blanco de Paz. El mismo anhelo de libertad anima, en el Quijote, a Ruy
Pérez de Viedma:

Pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba,


porque jamás me desamparó la esperanza de tener libertad; y cuando en
lo que fabricaba, pensaba y ponía por obra no correspondía el suceso a la
intención, luego sin abandonarme fingía y buscaba otra esperanza que me
sustentase, aunque fuese débil y flaca11.

Pero, al contrario de Cervantes, su primera tentativa va a ser un


éxito: quien le permite salir del baño, facilitándole los medios de su res-
cate y compartiendo su destino, es la hermosa Zoraida, hija de un rico
renegado esclavón. A partir de este momento, la odisea del capitán se
separa definitivamente de la de su modelo. Como ha mostrado Maxime
Chevalier, se ciñe a una leyenda que desarrolla un motivo tradicional a
través de múltiples versiones, entre las cuales destaca el cuento de La hija
del diablo12. Dentro de la remodelación cervantina resalta, sin la menor
duda, el papel concedido al padre de Zoraida, cuando, tras haber sido
informado por su hija de su conversión, ve alejarse al barco que lleva
a la pareja desde la playa desértica en que ha sido abandonado por sus
raptores. Pero, al dar a esta figura patética el nombre de Agi Morato,
Cervantes la ha dotado de una identidad sacada de su propia experien-
cia, sin dejar, por supuesto, de acomodar a su relato la cronología de
los hechos históricos. Agi Morato se llamaba, en efecto, aquel suegro
del rey de Fez del que nos habla la Topographía e historia general de Argel.
Alcaide de La Pata, era tenido «por hombre de buen juicio y de muy
buena manera»13. Parece que Cervantes llegó a conocerle, lo cual debe
tenerse en cuenta frente a los interrogantes que plantean sus cuatro
intentos frustrados de evasión. Sorprende, en efecto, que Hazán Bajá, a
quien todos los testimonios describen como un hombre cruel y al que
el Cautivo muestra distribuyendo golpes, torturas y suplicios, se confor-
mara con que Cervantes no recibiera, después de su última tentativa, los

11
Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, 40, vol. I, p. 506.
12
Chevalier, 1983.
13
«Respuestas de Juan Pezón, mercader de Valencia, a lo preguntado por el Duque
de Gandía» (abril-mayo de 1573), Simancas E. 487, en Canavaggio, 2000a.
RETORNOS a Cervantes 53

dos mil palos que le había mandado dar. Si hemos de dar fe al testimo-
nio de uno de sus compañeros de cautiverio, «si no le dieron, fue porque
hubo buenos terceros»14. Pero, ¿de qué apoyos pudo disponer? Se puede
pensar, entonces, en la intervención de Agi Morato. Renegado proce-
dente de Ragusa, debía su prestigio no sólo a su riqueza y a su cargo,
sino al hecho de que había peregrinado a La Meca y a su crédito ante
el Gran Turco, de quien era uno de los enviados o chauces. Su hija había
sido casada con Abd-el-Malek, sultán de Marruecos, muerto en 1578
en la batalla de Alcázarquivir, donde murió también el rey Sebastián
de Portugal, y volvería a casarse, dos años más tarde, con Hazán Bajá
en persona. Resulta que en dos ocasiones, en marzo de 1573 y agosto
de 1577, Agi Morato hizo unas aperturas en dirección de España, las
cuales fueron el primer paso hacia las negociaciones de Constantinopla
cuyo resultado serán las grandes treguas hispano-turcas de 1579-1581.
Durante estos primeros contactos intervinieron, en nombre de Felipe
II, diversos intermediarios: varios comerciantes y un religioso conoci-
dos de Miguel, así como el virrey de Valencia y el gobernador de Orán,
implicados en sus anteriores intentos de evasión. No cabe descartar,
pues, que el propio Cervantes haya sido introducido en la intimidad del
chauz como informador oficioso, y así se comprendería que haya sido
perdonado por el bajá15.
Tenemos que dar un nuevo salto, esta vez hasta 1592, para llegar a la
tercera circunstancia en la que Cervantes se vio privado de libertad. A de-
cir verdad, no pasó de ser un breve episodio. Había sido comisionado para
requisar el trigo y el aceite destinados a la nueva armada proyectada por
Felipe II después del desastre de la Invencible. Con este cometido, el 19
de septiembre, se encuentra en Castro del Río. Ahí le llega una orden de
arresto por una supuesta venta ilegal de trigo, orden emitida por Francisco
Moscoso, corregidor de Écija donde Miguel había hecho etapa. Moscoso
no tenía autoridad para proceder de esta forma; pero la coyuntura le era
favorable, ya que los superiores de Cervantes lo estaban pasando muy
mal: el comisario general encargado de la operación, Antonio de Guevara,
había sido acusado de fraude y detenido en Madrid, donde morirá el 27
de diciembre; y en cuanto a Benito de Meno, su ayudante, estaba su-
friendo juicio y no tardará en ser colgado en el Puerto de Santa María.

14
Testimonio de Alonso Aragonés, en Sliwa, 1999, p. 75.
15
Sobre el cautiverio de Cervantes en Argel, importa tener en cuenta las nuevas
perspectivas abiertas por Márquez Villanueva, 2010, pp. 16-120.
54 JEAN CANAVAGGIO

Así se explica el efecto inmediato de la orden dictada por el corregidor.


Encarcelado en el acto, Cervantes será liberado bajo fianza al cabo de
pocos días, tras una intervención de Pedro de Isunza, el nuevo comisario
general nombrado en sustitución de Guevara16.
Dos años más tarde, en agosto de 1594, Miguel recibe otra comisión:
se trata para él de recorrer el reino de Granada con el fin de recaudar
dos millones de maravedís de atrasos de tasas. Cumple su cometido,
pero, poco después de volver a Sevilla, descubre que Simón Freire, el
negociante en cuya casa había depositado el saldo del dinero cobrado,
ha desaparecido a consecuencia de una bancarrota, llevándose sesenta
mil ducados. A precio de un contencioso de varios meses, consigue re-
solver el asunto17. Pero parece que se le olvidó, entonces, irse a Madrid
a presentar a los agentes del Tesoro el balance detallado de su comisión.
Al cabo de varios meses, temiendo su defección, su fiador, un tal Suárez
Gasco, solicita una orden que haga su comparencia ejecutiva en un pla-
zo de veinte días. El 6 de septiembre de 1597, el juez Vallejo, uno de los
magistrados de la Audiencia de Sevilla, recibe el encargo de notificar a
Miguel esta orden. Pero, en vez de imputarle el saldo efectivo que recla-
maba el Tesoro —ochenta mil maravedís— le reclama los dos millones y
medio cuya recolecta había sido confiada al comisario y que éste había
entregado en su mayor parte al Estado.Viendo que ningún valedor po-
día garantizar tal cantidad,Vallejo, en vez de mandarlo a Madrid, lo hace
encarcelar en la Cárcel Real de Sevilla18.
Al franquear el umbral de esta prisión, situada a la boca de la calle de
la Sierpe, por la parte de la plaza de san Francisco, Cervantes penetraba
en uno de los edificios más notables de la capital andaluza, según la re-
lación del procurador Cristóbal de Chaves, uno de sus contemporáneos:

Campea más que otra casa y se deja bien conocer aun de los más extran-
jeros, así por el concurso de gente innumerable que sin cesar entra y sale
por su principal puerta a todas las horas del día y que la noche da lugar,
como también por los letreros que tiene en su gran portada, con las armas
reales y de Sevilla19.

16
Sliwa, 1999, p. 257.
17
Sliwa, 1999, pp. 277-279 y 298-300.
18
Sliwa, 1999, p. 301.
19
Chaves, Relación de la cárcel de Sevilla.
RETORNOS a Cervantes 55

Casi dos mil detenidos residían allí de forma permanente, lo que


supone una capacidad de acogida superior a la que ofrecía el conjunto
de los demás establecimientos penales de la Península, Madrid incluido.
Sobre esta detención, cuya duración exacta desconocemos, pero que se
prolongó durante varios meses, el autor del Quijote no prodiga confi-
dencias, a pesar de trazar, en algunas de sus Novelas ejemplares, el cuadro
más variado del hampa sevillana. El Entremés de la cárcel de Sevilla, que
en otro tiempo se le atribuyó, pertenece de modo irrefutable a otra
pluma, de modo que lo que fue su estancia sólo se puede deducir del
testimonio de Chaves. De su Relación de la cárcel de Sevilla se infiere, entre
otras cosas, que los encarcelados por deudas formaban un mundo apar-
te. Sin embargo, aunque su condición no fuera de las más rigurosas, su
vida cotidiana no era muy envidiable, salvo en caso de que sus recursos
económicos les permitieran ganarse la benevolencia de los jueces y el
favor de los carceleros. No parece que fuera el caso de Cervantes. Así y
todo, a diferencia de lo que le pasó en los baños argelinos, no pretendía
ser rescatado para recobrar su libertad, sino conseguir que se le hiciera
justicia. Nada más ser encarcelado, escribe al rey Felipe II para denunciar
el procedimiento arbitrario de que había sido víctima. Aunque hemos
perdido el texto de su demanda, conservamos la respuesta del monarca,
fechada el 1 de diciembre, por la que se conmina a Vallejo a soltar al pri-
sionero, a fin de que se presente en Madrid en un plazo de treinta días20.
En caso de incomparecencia ante el Tesoro, precisaba el documento, no
por ello dejaría de estar en libertad, a poco que sus fiadores pagasen su
deuda efectiva, pues ningún motivo justificaba que estuviera detenido
por más tiempo. Como se ve, entre su encarcelamiento y la provisión
real habían transcurrido ya varios meses. ¿En qué momento Vallejo se
decidió a obedecer? Si es que lo hizo sin tardar demasiado, podemos
pensar que Miguel fue liberado en enero, a no ser que la fianza que se
le impuso le obligara a permanecer encarcelado más tiempo. De todos
modos, estamos seguros de que nunca fue a Madrid a dar las aclaracio-
nes esperadas, como se deduce de dos nuevos intentos hechos por los
agentes del Tesoro, con poca convicción y sin éxito alguno21.
Al cabo de varios meses pasados en Sevilla y, luego, en Esquivias,
durante los cuales no sabemos prácticamente nada de él, Cervantes se
encuentra en Valladolid. A consecuencia del traslado de la Corte a esta

20
En 1598 y 1603.Ver Sliwa, 1999, pp. 302 y 309.
21
Sliwa, 1999, p. 301.
56 JEAN CANAVAGGIO

ciudad en 1601, decidido por el duque de Lerma tras el advenimiento


de Felipe III, las hermanas del escritor habían compartido el éxodo de
cuantos vivían en Madrid a la sombra de Palacio. Pero no fue una deci-
sión precipitada. La partida de Andrea, la mayor, cuyas labores de punto
gozaban del favor de la buena sociedad, se produjo probablemente en
1604, al volver la primavera. Se marchó en compañía de Magdalena, su
hermana, de Constanza, su hija, y de Isabel, la hija natural de Miguel.
En cuanto a éste, no parece haberse reunido con sus hermanas hasta
comienzos del verano22. En esa misma fecha había encontrado para el
Quijote un editor en la persona de Francisco de Robles, el hijo y sucesor
de Blas de Robles que, veinte años antes, había publicado La Galatea.
El éxito inmediato que conoció el libro, cuya primera edición fue pu-
blicada al final del mismo año, se trasluce en varios indicios: la segunda
edición madrileña, iniciada en marzo de 1605 y que verá la luz antes
del verano, así como el nuevo privilegio, conseguido en febrero por el
autor, y que ampliaba a Portugal y Aragón el que se había concedido
únicamente para Castilla. También las cabalgatas, los bailes, las mascara-
das que dieron a conocer a los que no sabían leer las figuras del caballero
y de su escudero. Precisamente, el 10 de julio del mismo año, se les vio
desfilar en Valladolid durante las fiestas celebradas el día del Corpus. El
motivo de estas fiestas era el bautismo del futuro Felipe IV, y gozaron
de la presencia de Lord Howard, el embajador inglés venido para rati-
ficar las paces firmadas un año antes con el rey Jacobo I23. El cronista
Pinheiro da Veiga, por las mismas fechas, nos cuenta que un intermedio
burlesco fue ofrecido en sainete a los espectadores de la corrida de toros
celebrada en la Plaza Mayor. Apareció en él «un don Quijote que iba
en primer término como aventurero […] y Sancho Panza, su escudero,
delante. Llevaba unos anteojos para mayor autoridad y bien puestos, y
la barba levantada»24.
Dicha corrida fue marcada por un hecho que dio que reír: uno de
los caballeros que se habían lanzado en la plaza fue derribado por un
toro bravo. Esta caída, que no valió más que contusiones a su víctima,
inspiró a un poeta que se ha identificado a veces con Góngora, unas
décimas que no carecen de gracia y cuyo comienzo es como sigue:

22
Salazar Rincón, 2006, p. 159.
23
Pinheiro da Veiga, Fastiginia, en Rodríguez Marín, 1947, p. 110.
24
Rodríguez Marín, 1947, p. 110. Esta intervención correspondió a la entrada del
10 de junio.
RETORNOS a Cervantes 57

Cantemos a la gineta
y lloremos a la brida
la vergonzosa caída
de don Gazpar de Ezpeleta25.

Pocos días después, el 27 del mismo mes, Gaspar de Ezpeleta era


herido de muerte en duelo junto al Rastro de los carneros, delante de la
casa donde vivía Cervantes con los suyos. Nacido en 1567 en Pamplona,
este caballero santiaguista llevaba en la corte una vida disipada. Las dos
heridas profundas que recibió fueron dadas, con toda probabilidad, por
un tal Melchor Galván, un escribano real que vivía muy cerca y cuya
esposa, Inés Hernández, era amante, con notoriedad pública, del tal don
Gaspar. Recogido por el escritor, pero llevado luego al apartamento
que ocupaba Juana de Gaytán, vecina y amiga de Cervantes, donde fue
curado por Magdalena, su hermana, murió a los dos días sin haber acla-
rado las circunstancias del duelo. El alcalde Villarroel, que se hizo cargo
del caso, orientó en seguida sus investigaciones hacia los moradores de
la casa, como para mantener a salvo al escribano con el cual mantenía
relaciones y al que Francisco de Camporredondo, criado de Galván,
había acusado en su deposición. Al parecer, este procedimiento se be-
nefició de las insinuaciones de una beata, Isabel de Ayala, que moraba
en el desván de la misma casa. Implicado a pesar suyo en este asunto,
Miguel, en compañía de otras diez personas, dio con sus huesos en la
cárcel de corte. Pero la injusticia cometida era demasiado flagrante para
que los presuntos sospechosos permanecieran encarcelados, y las nuevas
declaraciones recogidas por el alcalde, empezando por la de la dueña
del mesón donde se alojaba Ezpeleta, bastaron para que se les pusiera
en libertad provisional el 5 de julio, al cabo de 48 horas. Solicitaron que
se pusiese témino a esta residencia vigilada y, el 18 del mismo mes, su
demanda fue admitida, dándose carpetazo al caso26.
Ofrecen singular interés las cinco series de declaraciones sucesiva-
mente consignadas en el sumario del proceso. Además de la luz que

25
Góngora y Argote, Obras completas, p. 418.
26
Ver Pérez Pastor, Documentos cervantinos, pp. 455-537. Los reproduce Sliwa, 1999,
pp. 315-333. El primer documento reproducido (p. 315) comporta un error en el título.
En vez de «Declaración del alcalde Gaspar de Ezpeleta», hay que leer: «Declaración al
alcalde [Villarroel] de Gaspar de Ezpeleta». En fecha más reciente, el texto ha vuelto a
ser editado por Carlos Martín Aires (Burgos, Instituto Castellano y Leonés de la Lengua,
2005).
58 JEAN CANAVAGGIO

arrojan tanto sobre el lugar del encuentro, próximo al Rastro nuevo, al


sur de la ciudad, como sobre la casa donde vivía Cervantes, nos mues-
tran el énfasis con que las mujeres declarantes destacan el recato que
solían guardar. Semejante insistencia no sólo se explica por la hora noc-
turna del duelo, sino, con toda probabilidad, como respuesta a las decla-
raciones de la beata acerca de las «libertades», supuestas o efectivas, de las
moradoras de la casa, inferidas de las visitas masculinas que recibían las
«Cervantas» de varios conocidos del escritor. Mención especial se mere-
ce, entre estos visitantes, Simón Méndez, tesorero general y recaudador
mayor de los diezmos de la mar de Castilla y de Galicia. Había regalado
a Isabel de Saavedra, hija natural de Miguel, un faldellín que «le había
costado más de ducientos ducados»27. Pero, más que el estilo de vida de
Isabel y de su prima Constanza, interesan las informaciones que nos da
el documento sobre los contactos del escritor con varios hombres de
negocios: no sólo el ya mencionado Méndez, sino el genovés Agustín
Raggio. La dificultad está en saber qué asuntos pudo tratar con ellos un
ex-recaudador de impuestos cuyas complicaciones con el Erario pú-
blico, además de valerle varios meses de encarcelamiento en Sevilla, no
habían terminado por aquellas fechas28.
¿Qué balance podemos sacar, a fin de cuentas, de estos episodios?
Descontando la prisión de Castro del Río, que no parece haber tenido
mucha trascendencia, todos nos proyectan más allá de la mera trama
del vivir cervantino para conectar, de un modo u otro, con el que-
hacer del escritor y su labor creadora. ¿Se puede incluir entre ellos la
orden de arresto fulminada en 1569 contra el estudiante que hirió en
duelo a Antonio de Sigura? Claro que sí. Caso de que aquel «Miguel
de Zervantes» fuera el futuro autor del Quijote, esta provisión real hizo
que tuviera que irse a otras tierras durante varios años, ampliando así el
marco de sus observaciones. Además, si bien perdió el uso de la mano
izquierda, combatiendo contra los turcos en Lepanto, más le valió reci-
bir esta herida que padecer el castigo previsto: de ser privado de la mano
derecha, hubiera sido apartado sin remisión del campo de las letras. Por
lo que se refiere al cautiverio argelino, las fuentes documentales que nos
informan sobre el particular deben cruzarse, no sólo con su teatraliza-
ción en El trato de Argel y Los baños de Argel, sino, como ya vimos, con
la reelaboración que nos ofrece la historia del Cautivo. No conviene,

27
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 506.
28
Ver Alonso Cortés, 1947-1948.
RETORNOS a Cervantes 59

desde luego, tomar al pie de la letra el relato de Ruy Pérez de Viedma.


Pero otro error sería negarle, en un exceso de hipercriticismo, cualquier
valor testimonial. Los documentos que suelen aprovechar los biógrafos
de Cervantes reordenan, deforman u ocultan, a veces, los hechos ocu-
rridos, y conviene manejarlos con precaución. Así, por ejemplo, en la
Topographía e historia de Argel, firmada por Diego de Haedo, pero obra
probable del Doctor Antonio de Sosa, la relación de los intentos de fuga
de Miguel no puede separarse de la requisitoria del autor contra la ciu-
dad y sus piratas, lanzada con el fin de sacar la opinión española de su
indiferencia y estimular la obra de las órdenes redentoras29. Las escrituras
notariales referentes al caso se centran en las gestiones emprendidas por
la familia del escritor para conseguir su rescate; y en cuanto a las de-
posiciones de amigos y compañeros, fueron reunidas a petición del ex-
cautivo en las dos informaciones de 1578 y 1580, como respuesta a los
alegatos infamantes de sus enemigos. A diferencia de estos testimonios,
el cuento del Cautivo nos restituye de modo insustituible, envuelta en el
ropaje de una «fábula mentirosa», la forma en que Cervantes interiorizó
una experiencia excepcional30. Finalmente, más allá de las obras que
llevan la huella del cautiverio, ¿cómo no recordar que, a los pocos años
de volver a España, iba a hacer representar en los corrales madrileños El
cerco de Numancia? Si esta tragedia pervive todavía entre nuestros con-
temporáneos, es, entre otras razones, porque el sacrificio de los defenso-
res de la ciudad celtibérica se les aparece como un himno a la libertad.
Otro tanto puede decirse del encarcelamiento de 1597. Si hemos
de dar fe a lo que nos dice el narrador en el prólogo a la «Primera par-
te» del Quijote, «el estéril y mal cultivado ingenio» suyo engendró «la
historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo […], bien como quien
se engendró en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento

29
Ver Camamis, 1977, pp. 124-150. En la Topographía se nos dice que «del cautive-
rio y hazañas de Miguel de Cervantes pudiera hacerse particular historia» (fol.185 de
la ed. original y p. 165 del tomo III de la reed. de la Sociedad de Bibliófilos Españoles,
Madrid, 1929). Anteriormente a esta atribución, se había sugerido que, entre las fuentes
utilizadas en la elaboración de esta obra tal vez figurasen informes debidos a Cervantes,
cuyo segundo intento de evasión se relata aquí con todo detalle. De ahí el que otro es-
pecialista llegara a defender —sin ganar nuestra convicción— la paternidad cervantina
de la Topographía.Ver Eisenberg, 1996.
30
Ver Garcés, 2002 y, desde un enfoque más amplio, Márquez Villanueva, 2010, pp.
16-120.
60 JEAN CANAVAGGIO

y donde todo triste ruido hace su habitación»31. Puede ser que dicha
cárcel sea la de Sevilla; pero no es que Cervantes, forzado a la inacción,
tomara la pluma durante su estancia para dar a luz esta historia, sino que
vio surgir en él la idea del libro que saldría, seis años más tarde, de la
imprenta de Juan de la Cuesta. Sólo que a falta de indicaciones sobre lo
que hizo al recobrar su libertad, no estamos en condiciones de decir si
aquel engendro se concibió como mera novela corta o, más bien. como
primer esbozo de una obra de mayores proporciones. Queda finalmente
la breve detención en Valladolid, consecutiva a la muerte violenta de
Gaspar de Ezpeleta. Entre los datos recogidos en la información del
juez Villarroel, figura una frase consignada en la declaración de Andrea
de Cervantes. A la pregunta que se le hace, contesta describiendo a su
hermano como «hombre que escribe e trata negocios, y que por su bue-
na habilidad tiene amigos»32. Por mucha habilidad que tuviera Miguel
en estos negocios, vemos que a su hermana se le apareció, antes que
nada, como «un hombre que escribe», siendo este verbo un intransitivo,
en el sentido que registra el Diccionario de Autoridades, de «componer
libros […] y otras obras y dejarlas escritas e impresas». ¿Qué obras? Por
supuesto, la que se llamaría más tarde Primera parte del Quijote, recién
publicada y reeditada, pero también, con toda probabilidad, algunas de
las novelas todavía en el telar, entre las cuales tres, al menos, sitúan parte
de la acción a orillas del Pisuerga: El licenciado Vidriera, El casamiento en-
gañoso y El coloquio de los perros33.
A los pocos meses de liberado, Cervantes va a abandonar defini-
tivamente Valladolid para volver a Madrid, otra vez sede de la Corte.
Durante los diez años que le quedan de vida, ya no tendrá que defen-
derse contra jueces y carceleros. De ahí el cambio que se observa en su
manera de presentarse. En 1590, en el memorial dirigido al Consejo de
Indias, empezaba recordando sus «jornadas de mar y tierra» y su cauti-
verio argelino34. En 1613, en el conocido autorretrato del prólogo a las
Novelas ejemplares, se nos aparece primero como «autor de La Galatea y
de Don Quijote de la Mancha», y sólo después como quien fue «soldado

31
Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, «Prólogo», vol. I, p. 9.
32
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 518; Sliwa, 1999, p. 327.
33
Ver Salazar Rincón, 2006, pp. 192-202, el cual se centra únicamente en los nego-
cios que hubo de tratar el hermano de Andrea de Cervantes.
34
Sliwa, 1999, p. 225.
RETORNOS a Cervantes 61

muchos años y cinco y medio cautivo»35. Así pues, al reivindicar ante


los lectores su nombre y su fama, Cervantes invierte, por decirlo así, el
paso de las armas a las letras. Es que, ahora, sus libros prevalecen sobre sus
hojas de servicios, en esta reivindicación marcada no sólo por el legíti-
mo orgullo de un escritor reconocido, sino por el gozo de una libertad
definitivamente recobrada.

35
Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 16-17.
«AQUEL SEGUNDO QUE SÓLO PUDO DARSE
A SÍ TERCERO»: CERVANTES Y FELIPE II

Felipe II y Miguel de Cervantes se han convertido en figuras se-


ñeras que, con el correr de los siglos, han venido a plasmar, si bien
desde distintos enfoques y de diferente manera, una representación
emblemática de la España aurisecular. El primero, en virtud de la lla-
mada leyenda negra, ha sido considerado, hasta una época relativamente
reciente, como el símbolo de una nación retrógrada, crispada en la afir-
mación y defensa de sus propios valores, reacia a los cambios originados
por el advenimiento de los tiempos modernos1. El segundo, tras haber
sido exaltado por el cervantismo decimonónico como la máxima en-
carnación del casticismo hispano, ha suscitado, a impulso de Américo
Castro, una amplia remodelación, llegando a perfilarse como el despre-
ciador sutil de todos los conformismos de su tiempo2.
Esta doble visión ha sido puesta en tela de juicio, no sin razón, por
la labor historiográfica de los últimos decenios. En tanto que la perso-
nalidad y el legado de Felipe II se merecen ahora una valoración más
equilibrada3, las aproximaciones actuales al mundo de Cervantes suelen
centrarse, preferentemente, en todo lo que nos aparta de una interpreta-
ción unívoca de su obra4. Sin embargo, para quienes siguen apegados a
1
Una sugestiva aproximación a la leyenda negra antifilipina se encuentra en Pérez,
1999, pp. 11-21. Para una visión de conjunto, García Cárcel, 1992.
2
Esta remodelación, forjada por Castro (1925) se mantiene, aunque desde nuevos
supuestos, en los libros que escribió posteriormente al cambio de rumbo iniciado con
Castro (1948), y especialmente en Castro (1966).
3
Emprendida en Braudel, 1949, esta valoración se comprueba en Braudel, 1999.
Otras muestras, además del citado libro de Pérez, son Parker, 1984 y Kamen, 1997.
4
Algo que se infiere del estado actual de los estudios cervantinos, en vista de muchas
de las contribuciones publicadas en los últimos diez años.
64 JEAN CANAVAGGIO

una visión mítica del devenir de la monarquía hispana, el rey prudente y


el manco de Lepanto, a pesar de pertenecer a dos generaciones distintas,
han llegado a formar una especie de Janus bifrons, encarnando de manera
contrastiva la tensión de dos Españas de signo opuesto: una cerrada, otra
abierta, una ortodoxa, otra heterodoxa, una mayoritaria, otra minorita-
ria, una que fue, otra que no pudo ser.
No se trata de desacreditar la reunión de estas dos figuras, sino que
merece contemplarse desde otra perspectiva que creemos más exacta: en
vez de pretender confrontar a dos arquetipos desligados de su respectiva
circunstancia, conviene asociarlos como personas, situándolas en el terre-
no de las relaciones concretas que llegaron a establecer. Dos trayectorias
paralelas vertebran, durante treinta años, estas relaciones. La primera, la de
los contactos episódicos que pudieron existir —por vía escrita y, desde
luego, indirecta— entre el soldado de Lepanto y el rey prudente, nos lleva
de un encarcelamiento frustrado del primero, decretado en 1569 por Real
providencia, a su excarcelamiento efectivo, como consecuencia de una
Provisión real de 1597. La segunda, la de los sucesivos perfiles del monarca
que nos ofrecen los escritos cervantinos, se inicia en 1568, con la primera
poesía que se conserva de Cervantes, dedicada a la reina Isabel de Valois,
para concluir en 1598, con las quintillas que compone en loor del rey
difunto. Entre estas dos fechas median cuatro etapas de una vida más bien
oscura, durante la cual el futuro autor del Quijote no hace más que breves
incursiones en el mundo de las letras: una coincide con el período en que
asoma al escenario de la «gran historia» (1569-1580); otra se inicia con
el regreso a España, después del cautiverio argelino (1581-1587); por fin,
las dos últimas abarcan el llamado episodio andaluz (1587-1592 y 1592-
1598). Tan sólo después de la muerte de Felipe II, en los primeros meses
de 1605, Cervantes se impone como el primer prosista de su tiempo; pero
la obra que sella su triunfo lleva, sin la menor duda, la huella de un reinado
ya concluso durante el cual forjó su ser y existir.
La partida de Cervantes a Italia, probablemente consecutiva a la Real
providencia del 15 de septiembre de 1569, suspende lo que podía ha-
berse convertido en una relación de escritor a mecenas, por culpa de
un duelo en que quedó herido —se supone que por él— un maestro
de obras llamado Antonio de Sigura5. El soneto dedicado por quien no

5
Simancas, Registro General del Sello 9, leg. de setiembre, año 1569, en Sliwa 1999,
pp. 38-39. El que el protagonista de este duelo fuese un homónimo del escritor es opi-
nión defendida por José Manuel Bailón Blancas (ver Bailón Blancas, 2001).
RETORNOS a Cervantes 65

pasaba de ser un poeta novato a Isabel de Valois, esposa del «ínclito rey
del ancho del suelo hispano»6, había sido preludio a su contribución a las
exequias ofrecidas el año siguiente por su maestro, Juan López de Hoyos,
a la memoria de la joven reina, muerta a los 20 años7. Pero el volumen
preparado por el rector del Estudio de la Villa sale de las prensas en
1569, en un momento en que Cervantes se encuentra ya en Roma tras
haber escapado, al parecer, de la justicia. Queda así frustrada su tímida
entrada en la república de las letras, así como su ingreso en las aulas uni-
versitarias, en tanto que, de Roma a Argel, pasando por Lepanto, Modón
y Túnez, la vida que lleva en adelante es, primero, la de un camarero del
joven cardenal Acquaviva, luego, la de un soldado de los tercios españo-
les y, por fin, la de un cautivo de rescate que no consigue evadirse a pesar
de cuatro intentos fallidos.
Ni su valiente conducta en la batalla de Lepanto8 ni las cartas de
recomendación que le dieron en Italia don Juan de Austria y el duque
de Sessa, ni el trato que pudo mantener en Argel con el rico renegado
esclavón Agi Morato, en un momento en que éste resultaba implicado
en unas aperturas previas a las grandes treguas hispano-turcas de 1579-
1581, parecen haber preparado un contacto directo del humilde Miguel
de Cervantes con Felipe II9.
Hay que acudir por lo tanto a las ficciones cervantinas para encon-
trar, en la comedia de El Trato de Argel, compuesta pocos meses después
de terminado el cautiverio, una súplica a Felipe II. La dirige el cautivo
Saavedra «al gran Filipo», a la hora en que el rey reúne en Badajoz a
las tropas que le van a acompañar a Portugal, animándole a cambiar de
rumbo para tomar Argel, donde treinta mil esclavos cristianos anhelan

6
«Soneto de Miguel de Cervantes a la reina Doña Isabel Segunda», en Cervantes,
Obras completas, p. 1167.
7
Historia y Relación, 1569, pp. 145-146, 148-149 y 157-162. Las «Cuatro redondillas
castellanas a la muerte de Su Majestad» y «La elegía que, en nombre de todo el estudio,
el sobredicho [Miguel de Cervantes] compuso» se encuentran en Cervantes, Obras com-
pletas, pp. 1167b-1169b.
8
Según el testimonio de dos de sus compañeros, Mateo de Santisteban y Gabriel de
Castañeda, Cervantes, a pesar de estar malo y con calentura el día de la batalla, declaró
«que mas queria morir peleando por dios e por su Rei, que no meterse so cubierta»
(Sevilla, Archivo General de Indias, en Sliwa, 1999, pp. 51-52).
9
Acerca de las relaciones que pudo mantener Cervantes con Agi Morato, ver
Canavaggio, 2000a.
66 JEAN CANAVAGGIO

en vano su liberación10. Por cierto, no tenía el monarca por qué em-


prender semejante conquista, a todas luces fuera de temporada en un
momento en que el Mediterráneo estaba saliendo de la «gran historia»;
sin embargo, el interés de esta arenga radica en el compromiso perso-
nal del escritor. Confiere a su portavoz un acento conmovedor que se
comunicará a su vez a la famosa Epístola a Mateo Vázquez, considerada
hasta hace poco como una falsificación del siglo xix, cuyo desconocido
autor aprovecharía, para fabricarla, el parlamento de Saavedra11.
Al volver Cervantes a España en 1580, se abre un nuevo capítulo en
la historia de sus relaciones con el rey. Esta vez, cabe pensar que bien
pudo llegar a comparecer ante él en Tomar, donde Felipe II había ido a
reunir a las Cortes portuguesas, a no ser que se limitara a entrevistarse
con uno de sus colaboradores directos, Mateo Vázquez o Francisco de
Toledo, para ser pronto comisionado a Orán: un episodio documen-
tado por varias cédulas de pago fechadas en mayo de 158112, y al que
recordará más tarde en el memorial de 159013. Aunque su objeto exacto
siga sin aclarar, hubo de relacionarse con la alarma que desencadenó la
llegada a Argel, en julio de 1581, del temido Euchalí, alarma que pronto
se esfumó con el regreso a Estambul del almirante turco, en septiembre
del mismo año. En esta circunstancia, el alcaide de Mostagán —posible
converso o renegado citado a veces como don Felipe Hernández de
Córdoba— bien pudo facilitar al enviado del rey informaciones recogi-
das y traídas por él a la corte, como solían hacer tantos otros correos de
avisos urgentes coordinados por los servicios secretos españoles14.
Una vez cumplida esta misión, tan sólo testimoniada en sus aspectos
materiales, Cervantes parece haber penetrado, aunque fugazmente, en
el mundo de las intrigas que se tramaban en la corte entre partidarios y
adversarios de una política de colaboración con la Santa Sede: Antonio
Pérez y Gaspar de Quiroga, por un lado, y por otro, Mateo Vázquez y

10
El trato de Argel, jornada primera, vv. 393-462, en Cervantes, Obras completas, pp.
830b-831a.
11
Puesta en duda por Antonio Rodríguez-Moñino, la paternidad cervantina de
la Epístola a Mateo Vázquez ha sido defendida hace poco con nuevos argumentos. Ver
Gómez Sánchez-Molero, 2008.
12
Legajo núm. 2653 de la Contaduría Mayor de Cuentas (Sliwa, 1999, pp. 120-121).
13
«Miguel de Cervantes Saavedra, sobre que se le haga merced» (6 de junio de
1590), Sevilla, Archivo General de Indias (Sliwa, 1999, pp. 224-225).
14
«y el miguel de çerbantes fue el que traxo las cartas y auisos del Alcayde de
Mostagan…» (Sliwa, 1999, p. 225).Ver al respecto Sola y De la Peña, 1995, pp. 156-182.
RETORNOS a Cervantes 67

Antonio de Eraso. No estamos en condiciones de concretar el papel que


pudo desempeñar en este complicado asunto, marcado, en 1578, por el
asesinato de Juan de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria15.
Pero lo cierto es que entre aquellos con quienes el escritor llegó a tener
un trato directo, cabe señalar, además de Mateo Vázquez, a Antonio de
Eraso, miembro del Consejo de Indias y firmante del privilegio de La
Galatea, publicada en 158516. A Eraso va destinada una carta autógrafa
de Cervantes, escrita en 1582 y hallada en 1954 en Simancas, donde
declara que se entretiene en «criar Galatea», mientras espera sin mucha
ilusión alguna noticia de las plazas vacantes en las Indias17.
En este contexto se sitúa, por un lado, la exaltación, en El cerco de
Numancia, de la incorporación de Portugal a la corona: feliz aconteci-
miento del que se vale el río Duero, en una profecía post eventum, para
ensalzar esta vez la conquista —«intento sano» del «segundo Filipo sin
segundo»18— y celebrar el apogeo temporal y espiritual de España. Esta
visión providencial del porvenir de la monarquía hispana coloca en su
debida perspectiva, relativizándola, la destrucción de la ciudad cercada
por los ejércitos de Escipión y concluida por el suicidio de los numan-
tinos. Dentro del mismo entorno debe colocarse La Galatea, ya que
se presta a una lectura en clave que, si bien no agota su significado, no
deja de iluminar varios aspectos de la novela: especialmente la presencia,
bajo el ropaje pastoril, de personajes de la corte filipina, aquí llamados
Larsileo y Astraliano19. Al mismo tiempo contribuye a conferir nueva
trascendencia a la repentina partida de Cervantes a Andalucía, en un año
—1587— en que se estaba disolviendo en la corte el partido castellanis-
ta tras la muerte de varios de sus miembros.
Un tercer capítulo, que se inicia con esta partida, nos muestra a
Cervantes ya comisario, desempeñando, durante cinco años, activida-
des de recaudador de trigo y aceite. Estas tareas ingratas, a la par que
lo hacen participar, modestamente, en los preparativos de la Armada
Invencible, lo apartan casi por completo de su labor de escritor. Pero

15
Kamen, 1997, pp. 170-176.
16
La Galatea, en Obras completas, pp. 11-12.
17
Simancas, Guerra Antigua, leg. 123, núm. 1 (Sliwa, 1999, pp. 124-125).
18
Tragedia de Numancia, jornada primera, vv. 509-512, en Cervantes, Obras completas,
p. 856a.
19
Ver la Introducción de López Estrada y López García-Berdoy a su edición de
Cervantes, La Galatea, pp. 69-76.
68 JEAN CANAVAGGIO

no le permiten conseguir oficio en el ultramar, entre los cuatro que se


atreve a solicitar: su memorial del 21 de mayo de 1590, en el cual pide
que se le haga merced de sus servicios, le vale una negativa del secretario
del Consejo de Indias20. Tan sólo le queda, a título de compensación,
el reconocimiento que hace de su valor su superior directo, Pedro de
Isunza, en una carta al rey, escrita en enero de 1592, llamándole «hom-
bre honrado y de confianza»21: reconocimiento merecido, si recordamos
con qué valentía, en una petición de diciembre del mismo año, elevada
a su majestad, Cervantes asumió la responsabilidad exclusiva de las sacas
de trigo y cebada efectuadas en Málaga y Antequera y por las cuales
había sido acusado Isunza22.
El único testimonio que se conserva entonces de su actividad lite-
raria es precisamente el que nos ofrecen las dos Canciones a la Armada
contra Inglaterra, de discutida autenticidad. La primera se dice nacida de
las «varias nuevas» que se dieron de la expedición, antes de conocer la
suerte contraria que tuvo23. La segunda, compuesta después de la derrota,
es un llamamiento dirigido al monarca, «segundo en nombre y hombre
sin segundo, / coluna de la fee segura y fuerte»24, para que emprenda,
sin tardar más, una nueva expedición, esta vez vencedora, con la ayuda
de sus súbditos: un detalle que cobra un sabor un tanto irónico, si recor-
damos las pocas ganas con que clérigos y campesinos solían colaborar
con Cervantes en sus comisiones, así como el encarcelamiento que éste
padeció, en septiembre de 1592, en Castro del Río, por haber embargado
varias cantidades de trigo pertenecientes a los canónigos del lugar25.
El último capítulo es el que abren las nuevas comisiones desempeña-
das por Cervantes en el reino de Granada, esta vez como recaudador de
impuestos y alcabalas. Estos años ven surgir otra serie de dificultades con
el Erario público, las cuales se traslucen en una carta al rey de noviembre
de 159426 y en una real provisión por la que le contesta el monarca27.
Más aun, aparecen marcados por nuevos sinsabores, ocurridos a raíz de
la quiebra del banquero Simón Freire, en cuya casa Cervantes había

20
Sliwa, 1999, pp. 225-226.
21
Simancas, Secretaría de Guerra, Mar y Tierra, leg. 363 (Sliwa, 1999, p. 240).
22
Simancas, Expedientes de Hacienda, leg. 516, fol. 96 (Sliwa, 1999, pp. 259-260).
23
Cervantes, Obras completas, pp. 1174a-1176b.
24
Cervantes, Obras completas, pp. 1176b-1178a.
25
Sliwa, 1999, p. 257.
26
Simancas, Contaduría y Juntas de Hacienda, leg. 324 (Sliwa, 1999, p. 288).
27
Simancas, Contadurías Generales, leg. 1745, copia 2 (Sliwa, 1999, pp. 288-289).
RETORNOS a Cervantes 69

depositado el saldo del dinero cobrado. Estos sinsabores culminan con


su encarcelamiento en Sevilla, por culpa de un abuso de poder del juez
Vallejo. El escritor no tarda a elevar una demanda al rey, a la cual éste
contesta, el 12 de enero de 1597, con una provisión por la cual conmina
a Vallejo a soltar al prisionero bajo fianza28.
Al año siguiente muere Felipe II: acontecimiento del que brotó el
famoso soneto Al túmulo del rey en Sevilla, reivindicado por Cervantes
como «honra principal de [sus] escritos»29. En él dos bravucones se ad-
miran ante una maravilla que se revela ser el catafalco levantado el 24
de noviembre de 1598, en la catedral hispalense, para honrar al monarca
difunto. A la exclamación del primero de los dos valentones: «¡Voto a
Dios que me espanta esta grandeza / y que diera un doblón por descri-
billa!» hace eco la respuesta desengañada del compañero, rematada por
el comentario irónico del poeta, al tanto de la querella de vana prece-
dencia, entre la Audiencia territorial y la Inquisición, que entorpeció los
preparativos del acto:
Esto oyó un valentón y dijo: «Es cierto
lo que dice voacé, seor soldado,
y quien dijere lo contrario, miente.»

Y luego, encontinente,
Caló el chapeo, requirió la espada,
Miró al soslayo, fuese y no hubo nada30.

Aquella muerte regia marca luego de su sello las quintillas que se


dicen compuestas por Cervantes en memoria del monarca, en las cuales
vemos a las claras cómo sus reveses militares corren pareja con el desas-
tre financiero de los últimos años del reinado:
¿Por dónde comenzaré
a exagerar tus blasones,
después que te llamaré
padre de las religiones
y defensor de la fe?
[…………………]

Quedar las arcas vacías


donde se encerraba el oro

28
Simancas, Contadurías Generales, leg. 1745 (Sliwa, 1999, pp. 300-302).
29
Viaje del Parnaso, cap. IV, v. 38; Cervantes, Obras completas, p. 1199a.
30
Cervantes, Obras completas, pp. 1179b-1180a.
70 JEAN CANAVAGGIO

que dicen que recogías,


nos muestras que tu tesoro
en el cielo lo escondías31.

Esta irónica despedida nos permite apreciar el camino recorrido


desde los años en que el río Duero exaltaba, en El cerco de Numancia,
la misión providencial de Felipe II. ¿Será que Cervantes se dejó llevar
por sus desilusiones personales hacia una revisión drástica del reinado?
No hay por qué afirmarlo. En La gran sultana, publicada en 1615, un
año antes de la muerte del escritor, se hace un nuevo y cálido elogio de
«aquel segundo que sólo pudo darse a sí tercero»32. Si es que hay indi-
recta en este elogio, sería más bien en contra de Felipe III, cuya figura,
aunque también resulte aquí ensalzada, mal podía equipararse con la de
su padre. Cervantes compartió, pues, la admiración de sus compatriotas
por un monarca que tuvo acceso, como pocos, a una perspectiva global
de los problemas con los que tuvo que enfrentarse, llegando a desem-
peñar, hasta el límite de sus fuerzas, el papel que le correspondía asumir.
Pero también supo ver cómo, en la última década del reinado, estos
problemas, si bien no tuvieron mayor envergadura que los que habían
surgido en los años de Lepanto o de la incorporación de Portugal, al
menos llegaron a ser de otra índole. Al mismo tiempo, no dejó de intuir,
con innegable perspicacia, lo que pudo ser el peso de la edad y de las
enfermedades, así como el de la muerte de tantos seres próximos, sobre
un hombre que, con el correr de los años, se reveló prisionero de un
destino en el que poco podía hacer.
Sobre este trasfondo se recorta el Quijote, cuya primera parte sale de
la imprenta de Juan de la Cuesta a finales de diciembre de 1604, siete
años después de la muerte de Felipe II, en un momento en que la sede
de la corte, por voluntad de su hijo y del duque de Lerma, se encuentra
en Valladolid. Por cierto, pocas son las alusiones directas que pueden ras-
trearse en la novela a la persona y al reinado del Rey prudente: tan sólo
Ruy Pérez de Viedma, el protagonista del cuento interpolado del Cautivo,
compuesto a todas luces en la última década del siglo xvi, se refiere a
«nuestro buen rey don Felipe» al relatar su propio alistamiento en la Santa
Liga, confiada al mando de don Juan de Austria, hermano natural del

31
Cervantes, Obras completas, p. 1180a.
32
La gran sultana, jornada primera, vv. 1044-1045, en Cervantes, Obras completas, p.
1012a.
RETORNOS a Cervantes 71

monarca33; y, más adelante, al recordar las circunstancias en que se perdió,


dos años después de Lepanto, el fuerte de La Goleta, coincide de modo
implícito con el sentir del rey: aprueba el abandono de una plaza sin ver-
dadero interés estratégico y la renuncia, por dolorosa que fuera, al reino de
Túnez, conquistado, un año antes por don Juan, en contra del parecer de
su hermanastro34. Ahora bien, más allá de estas referencias esporádicas, la
aventura de don Quijote se arraiga en un espacio ficticio que no es calco
de la realidad que conoció el escritor, sino síntesis artística de datos disper-
sos, procedentes de la experiencia viva que este autor tuvo de la España
en que vivió. Una síntesis orientada por una doble finalidad artística: por
un lado, anclar en lo cotidiano el designio de un hidalgo que pretende
resucitar la andante caballería; por otro, manifestar la resistencia de seres
y cosas ante este proyecto disparatado. De ahí, en esta representación pe-
culiar de lo «particular histórico», la función clave desempeñada por la
parodia de los libros de caballerías: una parodia que no agota el significado
de esta representación, sino que coloca en su debida perspectiva el mundo
imaginario elaborado por el caballero manchego.
Dicho mundo, como todos sabemos, brota de una contradicción se-
gún la cual el ingenioso hidalgo pretende enderezar los entuertos del
presente sirviéndose de las armas del pasado. Pero no basta con concluir
de esta paradoja que don Quijote, en la confluencia de lo antiguo y de
lo nuevo, vendría a encarnar los fantasmas de una España petrificada en
el ocaso de un reinado ya concluso. A decir verdad, su aventura tiene
otro sentido y alcance: es la mediación que, por la magia de una escritu-
ra, nos permite dar el salto ecuestre que, como observó Pierre Vilar, nos
lleva de los fundamentos históricos del irrealismo español, característico
de aquel ocaso, a la autocrítica cervantina, tierna y amarga a la vez, de
este mismo irrealismo35. Quien fue capaz de hacer posible este salto
tenía que pertenecer a la España de Felipe II; pero, para decirlo con
palabras de Antonio Domínguez Ortiz, este hombre vivió «lo suficiente
para contemplar el tránsito de un siglo a otro y de un reinado a otro, con
todos los cambios que comportaba ese tránsito»36.

33
Don Quijote de la Mancha, I, 39, Cervantes, Obras completas, p. 275b.
34
Don Quijote de la Mancha, I, 39, Cervantes, Obras completas, pp. 276a-277a.
35
Vilar, 1967. Este artículo desarrolla, desde otra perspectiva, los planteamientos
básicos de otro trabajo clásico del mismo autor en Vilar, 1989.
36
Cervantes, Don Quijote de la Mancha (ed. Rico), vol I, p xcv.
«DE LENGUA EN LENGUA Y DE UNA EN OTRA GENTE»:
LAS EXPERIENCIAS LINGÜÍSTICAS DE CERVANTES

Cualquier intento para dar cuenta de lo que pudo ser la formación


lingüística de Cervantes nos enfrenta con una dificultad previa: la que
plantean las lagunas y oscuridades de su biografía1. Así y todo, al repasar
las etapas de su vida azarosa para examinar la huella que ésta dejó en
sus obras, nos llaman la atención las múltiples referencias a las diversas
lenguas del mundo. Estas referencias, por supuesto, no están ordenadas
en un cuerpo de doctrina, sino que reflejan las experiencias de los ha-
blantes que intervienen en las ficciones cervantinas, manifestando el do-
minio que cada uno llega a tener de su propio idioma, así como su capa-
cidad para compartir con otros una misma lengua, y esto sin descartar las
apuestas, las dificultades y hasta los peligros que supone cualquier forma
de intercomunicación entre seres procedentes de diferentes naciones.
Nos gustaría conocer las circunstancias exactas en que Cervantes
inició el aprendizaje de su lengua materna. Difícil se nos hace deter-
minar cuándo y cómo aprendió a leer y a escribir, en qué condiciones
inició el estudio de las primeras letras y, más adelante, qué grado de
conocimiento alcanzó de las dos lenguas clásicas. Cabe pensar, con José
Manuel Blecua, que se formaría en aquel «complejo sistema educativo
de origen grecolatino» en el que se combinaban «el aprendizaje conjun-
to de hablar y escribir con la lectura de autores» que luego servirían «de
modelo o, simplemente, de autoridad»2. Es poco probable que llegara
a saber mucho griego; pero podemos inferir cierta familiaridad con el
latín de las referencias a la Vulgata que pone en boca de Tomás Rodaja,

1
«Tan escasa de noticias como llena de sinuosidades», Castro, 1967, p. 169.
2
Blecua, 2004, p. 1119.
74 JEAN CANAVAGGIO

o de los versos de Virgilio, Horacio u Ovidio que cita de vez en cuan-


do, si bien alguna vez de manera inexacta. Por ello no se le puede lla-
mar «ingenio lego», calificativo que le aplicó Tamayo de Vargas, aunque
engastándolo en un elogio —«ingenio, aunque lego, el más festivo de
España»— que parece consagrar a Cervantes como autor de aquel libro
de burlas y entretenimiento que fue el Quijote para sus primeros lec-
tores. De hecho, no cabe dudar del respeto que se merecen, en su obra,
aquellos que aprenden griego y latín en Salamanca, como Diego de
Avendaño, en La ilustre fregona, o el hijo de don Diego de Miranda, en
la segunda parte del Quijote: acceden de esta forma al «primer escalón
de las ciencias», si bien el desprecio del joven poeta hacia los «modernos
romancistas», al suscitar la defensa por don Quijote de los que escriben
en su propio idioma, es el primer momento de una dialéctica en la cual
la literatura se va haciendo vida. Pero otra cosa es el uso indiscreto del
latín denunciado en sus dos extremos por Cipión y Berganza en El co-
loquio de los perros. Por un lado, el de los que se pretenden «romancistas»;
y, en el otro extremo, el de los que verdaderamente saben latín, pero «de
los cuales hay algunos tan imprudentes que, hablando con un zapatero
o con un sastre, arrojan latines como agua». Dos ejemplos de una misma
falta de tino, por lo cual, como observa Berganza, «tanto peca el que dice
latines delante quien los ignora como el que los dice ignorándolos»3. En
última instancia, los «latines» que asoman de vez en cuando en la prosa
cervantina no se nos aparecen como las muestras de un vano saber, sino
que cumplen cada vez una determinada función: o bien, como en el
prólogo al primer Quijote, expresan, entre otros recursos, la voluntad
de un escritor que quiere dejar su historia sin los alardes de erudición
de que se visten los otros libros; o bien sirven para ridiculizar la pedan-
tería de Sansón Carrasco, del doctor Pedro Recio, en la isla Barataria, o
del propio don Quijote, en el baile que se da en casa de don Antonio
Moreno, al rechazar las insinuaciones de algunas damas burlonas con
un «¡Fugite partes adversae!», tomado de los exorcismos eclesiásticos; o
bien, como en El licenciado Vidriera, llegan a formar parte de una red de
sentencias y aforismos cuya concatenación, orientada hacia la crítica
sistemática de la maldad del hombre in omni tempore, participa además
de una desorientación nacida de la locura del licenciado, impidiéndole
cualquier forma de acción.

3
Cervantes, Obras completas, p. 670b.
RETORNOS a Cervantes 75

Otra experiencia que conviene destacar, tanto por las circunstancias


en que se produjo como por su impronta en la creación cervantina, es
la que el escritor tuvo del italiano. Sobradamente conocido es el presti-
gio de que gozaba entre aquellos ingenios españoles que, desde el siglo
xv, cruzaron el Mediterráneo para beber en las fuentes del humanismo
europeo. Pero Cervantes se separa en más de un aspecto de quienes
lo precedieron en este camino: en su estancia romana, recordada en la
dedicatoria de La Galatea a Ascanio Colonna; también, en sus andanzas
por la península, al volver de Lepanto y al azar de sus sucesivos acanto-
namientos. Una primera huella de esta experiencia puede observarse en
las palabras y expresiones que salpican el habla de algunos de sus perso-
najes. Suelen citarse las del capitán que se lleva consigo a Tomás Rodaja,
tras pintarle los encantos de una vida holgada4. Pero, entre quienes se
precian de saber esta lengua, está también el propio don Quijote. En el
momento en que llega maese Pedro a la venta, «hombre galante, como
dicen en Italia y bon compaño», si hemos de creer al ventero, el caballero,
mientras le ofrece dos reales para oír hablar a su mono adivino, suelta
una frase proverbial sacada del italiano: «Dígame vuestra merced, señor
adivino: ¿qué peje pillamo?»5. Más adelante, al visitar una imprenta en
Barcelona, afirma saber algún tanto del toscano y se precia de conocer
algunas estancias del Ariosto, sometiendo al traductor de un libro titu-
lado Le bagatelle a un verdadero interrogatorio sobre sus conocimientos.
Como ha apuntado Michel Moner, don Quijote ridiculiza aquí a
su interlocutor, «ofreciéndole una apuesta que no es, al fin y al cabo,
sino una parodia de la traducción de verbo ad verbum, según la fórmula
de quienes se ufanaban de ser fieles al original»6. Pero no se detiene en
estas observaciones un tanto irónicas, sino que las aprovecha para diser-
tar sobre el arte de traducir de una lengua en otra, deslindando entre
aquellos que se aplican a traducir «de las reinas de las lenguas, griega y
latina», y los que parten de «lenguas fáciles», cosa que «ni arguye inge-
nio ni elocuencia, como no le arguye el que traslada ni el que copia un
papel de otro papel»7. Consideraciones citadas más de una vez, puesto
que nuestro caballero, para referirse al resultado de la traducción, recurre
a la imagen del tapiz flamenco, utilizada antes por Zapata de Chaves.

4
Cervantes, Obras completas, p. 585b.
5
Cervantes, Obras completas, p. 388b.
6
Moner, 1990.
7
Cervantes, Obras completas, p. 481b.
76 JEAN CANAVAGGIO

Pero su interés nos lleva más allá de este símil un tanto trillado, merced
al elogio que hace de dos famosos traductores, Suárez de Figueroa, en
su versión del Pastor Fido de Guarini, y Juan de Jáuregui, en la que nos
ha dejado de la Aminta de Torquato Tasso: muy superiores, el uno y el
otro, al capitán Jerónimo de Urrea, cuya traducción del Orlando furioso
recibió un varapalo del cura durante el escrutinio de la biblioteca del
ingenioso hidalgo.
Así y todo, fuera de los medios cultos, la difusión del italiano por
todo el Mediterráneo no se hizo a través de su literatura, sino que llegó
a constituir el fondo de la llamada «lingua franca» de la que se valen
Ruy Pérez de Viedma y Agi Morato para entenderse. Aunque combi-
naba vocablos de todos los idiomas ribereños, las muestras que se nos
da de aquel sabir en las comedias cervantinas evidencian una notable
proporción de términos italianos, lo mismo que en el habla que usan
los peregrinos alemanes con quienes camina Ricote, compartiendo con
Sancho una alegre comida. Además de remitir, sin la menor duda, a la
experiencia personal del escritor, tales injertos comunican a la escena
un sabor de vida al que concurre, en secuencias similares, el empleo de
voces árabes. Especial relevancia tienen, al respecto, las que se ponen en
boca de moros y turcos en las llamadas comedias de cautivos, pero no de
forma meramente decorativa, sino siempre con una función que varía
según la situación: así es como, en El Trato de Argel, sirven para realzar la
ira del rey, cuando manda al suplicio a un esclavo que intentó en vano
fugarse: «Cito, cifuti breguedi ¡Atalde / abrilde, desollalde y aun matalde!»8.
A veces, el narrador se muestra ducho en dialectología árabe, como
en el relato del Cautivo, dando palabras que, o bien no explica, como
«la zalá cristianesca» que es la oración de los cristianos o, al contrario,
haciéndola seguir de su equivalente castellano: «jumá, que es el viernes»9.
Otras veces acumula variedades geográficas que designan una misma
realidad: «Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los
moros de Granada, mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares
elches»10. El propio don Quijote llega a hacer lexicografía, al definir para
Sancho la voz albogues y otros arabismos del español, a pesar de afirmar,
equivocadamente, que todas las palabras que comienzan por al- son de
origen árabe, marcando así el tema de su sello personal. Ahora bien, hay

8
Cervantes, Obras completas, p. 848b.
9
Cervantes, Obras completas, p. 281a.
10
Cervantes, Obras completas, p. 281b.
RETORNOS a Cervantes 77

situaciones que no participan de semejante prurito. En el ya citado rela-


to del Cautivo, resultan especialmente llamativas las palabras que dirige
Zoraida a Ruy Pérez de Viedma, cuando se encuentran a solas en el
jardín de su padre: «¿tamxixi, cristiano, tamxixi? —que quiere decir ¿vaste
cristiano?», primero, y luego, «¡amexi, cristiano, amexi!» («¡vete, cristiano,
vete!»)11.Traducen la compleja mezcla de sentimientos que experimenta
la joven mora en aquel trance.
Por lo que se refiere a los estudiantes que, en un conocido episodio
del Persiles, se hacen pasar por cautivos rescatados, el derroche de voces
árabes sirve al más atrevido de los dos para dar cuenta de la crueldad
del arráez de la galera en la cual pretende haber remado y acreditar de
este modo su patraña. Palabras que, en un primer momento, parecen
convencer al alcalde que las escucha, pero que se revelan engañosas en
cuanto se pone a examinar al muchacho, dando vueltas y más vueltas de
la mancuerda. A la inversa, cuando no necesita emplear estos términos,
Cervantes no se deja llevar por un alarde de pintoresquismo superfluo.
El renegado que sirve de trujamán al Cautivo le traduce el billete de
Zoraida en romance, «sin faltar letra», avisándole de que «adonde dice
Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen María»12, y es su ver-
sión la que se ofrece directamente al lector. De la misma manera, en el
capítulo 9 de la misma parte del Quijote, el morisco aljamiado que se
encarga de verter al castellano el manuscrito encontrado en el Alcaná de
Toledo, habla un puro castellano, igual que Ricote, ya que éste cuenta su
historia a su vecino Sancho «sin tropezar nada en su lengua morisca»13.
Este bilingüismo perfecto lo comparte su hija Ana Félix, en tanto que
don Gaspar Gregorio, el amante de la muchacha, sabe hablar en lengua
morisca a pesar de ser cristiano viejo. También hablan castellano, en el
Persiles, los moriscos que intervienen en diferentes momentos de la ac-
ción, como Cenotia y Rafala, aunque sus respectivas actitudes frente a
los cristianos sean diametralmente opuestas.
En cuanto a los demás idiomas extranjeros, las referencias que po-
demos rastrear en los textos resultan mucho más alusivas. No se repro-
ducen voces más o menos exóticas, si no es el «¡guelte, guelte!» mediante
el cual los peregrinos alemanes se dan a conocer a Sancho. El malaven-
turado bretón que aparece fugazmente en El coloquio de los perros cha-

11
Cervantes, Obras completas, pp. 282b-283a.
12
Cervantes, Obras completas, p. 279b.
13
Cervantes, Obras completas, p. 459a.
78 JEAN CANAVAGGIO

purrea un mal italiano para quejarse del robo de sus cincuenta escuti d’oro
en oro. En la historia del Cautivo, se nos dice, sin más detalles, que los
corsarios de La Rochela que desvalijan a Zoraida y a sus compañeros,
hablan francés con el renegado, y por lo que se refiere a la reina Isabel,
en La española inglesa, no sólo no suelta ni una palabra en la lengua de
Shakespeare, sino que declara entender el castellano y gustar de que se
le hable en este idioma. En el mundo cosmopolita del Persiles se hablan
todos los idiomas, pero muchos de ellos pertenecen al ámbito de la
ficción, como el de los bárbaros del episodio inicial, o el que se usa en
la isla de Golandia o en la de Policarpo. En la isla bárbara, el príncipe
de Tule sólo se comunica por señas con sus moradores, como ya hizo,
en otros tiempos, la bárbara Ricla con el español Antonio, hasta el mo-
mento en que Transila sirve de intérprete al capitán Arnaldo, valiéndose
para ello de la lengua polaca. No obstante, aunque en las tierras del
Septentrión el polaco parece ocupar un lugar parecido al del toscano
entre las naciones del Mediterráneo, acaba siendo completamente ex-
cluido de los diálogos. En un segundo momento, aparecen nuevos per-
sonajes que, al hablar en su lengua materna, consiguen hacerse entender
de Periandro y Auristela: el español Antonio, el italiano Rutilio y el por-
tugués Manuel de Sosa. Sin embargo, no se citan expresiones sacadas de
las lenguas de estos dos últimos, ni tampoco se nos ofrecen muestras de
la de Noruega en que se expresan Serafido y Rutilio, al final de la nove-
la: este detalle sirve más bien para justificar el atento oído que les presta
Periandro, sorprendido por tan insólita conversación en las afueras de
Roma. Finalmente, el pluringüismo explícito que pareció asomar en
contados casos es sustituido por un poliglotismo implícito, solución ele-
gida por Cervantes a imitación de Heliodoro y que permite a Periandro
pasar con igual soltura del castellano al portugués y del italiano al latín,
revelándose hasta capaz de citar versos de Garcilaso de la Vega. ¿Solución
inverosímil? Más bien convención, como observa Jean-Marc Pelorson,
según la cual «cada vez que se indica o se supone que los que toman la
palabra hablan en otro idioma», lo que se nos ofrece «es, literalmente, la
traducción al castellano de tales discursos»14.
Para concluir con este panorama, no cabe olvidar alguno que otro
afloramiento de las demás lenguas habladas en España. Dejando aparte
el caso, ya referido, del portugués, es de notar la ausencia casi completa

14
Pelorson, 2003, p. 47.
RETORNOS a Cervantes 79

de voces catalanas, incluso en las obras cuya acción transcurre parcial-


mente en el Principado, como Las dos doncellas, el segundo Quijote y
el Persiles. Por cierto, los bandoleros que de improviso rodearon a don
Quijote y Sancho les dijeron «en lengua catalana que estuviesen quedos
y se detuviesen hasta que llegase su capitán»15, pero no se les permite
hablar en estilo directo. Luego, durante los tres días y noches que ca-
ballero y escudero pasan con Roque Guinart, tan sólo se nos da, al final
del episodio, los nombres que llevaban las dos banderías armadas, nyerros
y cadells, que se enfrentaban en aquel entonces en Cataluña. Si bien los
compañeros de Roque, al darle las gracias por los escudos que reparte
entre ellos, le desean muchos años de vida, «a pesar de los lladres que
su perdición procuran», más adelante, el que se aventura a manifestar
su disconformidad, «en su lengua gascona y catalana», declara que su
capitán «más es para frade que para bandolero»16: usa entonces la forma
portuguesa de «fraile», y no la catalana (frare) o la gascona (frayre), en
una aproximación sin verdadera realidad lingüística. Dentro del área del
castellano, don Quijote, después de hojear la continuación apócrifa de
Avellaneda, condena, entre otros defectos, sus aragonesismos, «porque tal
vez escribe sin artículos»17. Se ha hecho observar que no es típico de los
aragoneses escribir sin artículos, aunque este término sirviera también
para denominar las preposiciones y no sólo los determinantes; pero, de
todas formas, estas particularidades no bastan por sí solas para abrir la
pista que nos permitiría identificar a ciencia cierta al falsario, sino que
traducen, más bien, las reticencias de Cervantes frente a su estilo.
A la inversa, el habla de los vizcaínos se merece una particular aten-
ción. Más exactamente, la forma en que éstos solían trastrocar la sintaxis
del castellano. Así el escudero con el cual don Quijote emprende una
singular batalla, después de la aventura de los molinos de viento, y, desde
otra perspectiva, Quiñones, el amigo de Solórzano, que se hace pasar
por vizcaíno, engañando a dos sevillanas del rumbo, en el Entremés del
vizcaíno fingido: dos ejemplos del lenguaje convencional que se les atri-
buía y que Quevedo llegará a caricaturizar en el Libro de todas las cosas.
Algo parecido se puede decir, en El celoso extremeño, de la forma de ha-
blar de Guiomar, la esclava de Leonora. Primero, al negarse a dejar que
Loaysa entre en la casa, exclamando: «por mí, más que nunca jura, entre

15
Cervantes, Obras completas, p. 473b.
16
Cervantes, Obras completas, p. 476a-b.
17
Cervantes, Obras completas, p. 471b.
80 JEAN CANAVAGGIO

con todo diablo, que aunque más jura, si acá estás, todo olvida»18. Más
adelante, al conformarse con la orden que le da Leonora de quedarse
por guarda: «¡Yo, negra, quedo, blancas van! ¡Dios perdone a todas!»19.
Finalmente, al volver toda turbada, y diciendo «con voz entre ronca y
baja»: «¡Despierto señor, señora; y señora, despierto señor, y levanta y
viene!»20. Otras tantas muestras, bastante libres, de la lengua de los escla-
vos africanos, ya aprovechada para fines cómicos por el teatro del siglo
xvi desde Lope de Rueda.
Capítulo aparte habría de requerir la fascinación que debieron de
ejercer, sobre el autor del Quijote, los experimentos lingüísticos que,
por su finalidad jocosa, rayan a veces en lo absurdo: remodelación, en
El rufián viudo, del habla de los jaques y coimas; vocablos trastrocados de
Monipodio y de sus compañeros, que provocan la risa de los dos amigos;
bernardinas de Tácito y Andronio, los dos capigorrones de El Laberinto
de amor; malabarismos de los galeotes que contestan con malicia a las
preguntas que les hace don Quijote. Otro caso significativo es el que
protagoniza el bufón Madrigal, en La gran sultana. Condenado a muerte
por adulterio, pretende entender el habla de las aves y hasta se ofrece,
para salvar su vida, a hacer hablar en diez años a un elefante.
Con todo, Cervantes no hace un uso indiscreto de estas situa-
ciones-límites en las que la intercomunicación resulta alterada o frus-
trada, sino que lo compagina con un constante reconocimiento de las
excelencias del castellano. Recuérdese lo que declara en tono de chanza
en la dedicatoria al conde de Lemos que encabeza la segunda parte del
Quijote. Al señalar la prisa que le han dado para que la publique, nos dice
que uno de los que más desean leerla

ha sido el gran emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un


mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome o, por mejor
decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde
se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyere fuese el de
la historia de don Quijote21.

No cabe duda de que Cervantes está hablando aquí entre bromas y


veras, y quizás con más veras que bromas. Además, más allá de hacer una

18
Cervantes, Obras completas, p. 608b.
19
Cervantes, Obras completas, p. 609a.
20
Cervantes, Obras completas, p. 610a.
21
Cervantes, Obras completas, p. 326a.
RETORNOS a Cervantes 81

profecía que, finalmente, se ha cumplido, sugiere así, como ha señalado


José Luis Girón, «la valoración lingüística de la propia obra: leer español
en China es una forma de afirmar la excelencia de la lengua vernácula,
de “nuestro vulgar castellano”, como lo llama otras veces»22, una exce-
lencia que excluye cualquier dislocación arbitraria, cualquier tipo de
chocarrería gratuita.
El ingenioso hidalgo, a pesar de emplear de vez en cuando términos
y modismos sacados de sus lecturas predilectas, no sistematiza esta ma-
nera arcaica de expresarse. Fuera de algunas ocurrencias, los arcaísmos
del ingenioso hidalgo no determinan lo que sería su idiolecto, sino que
se integran dentro de todo un conjunto de recursos expresivos que evi-
dencian un amplio dominio del habla puro y claro de los discretos. Para
decirlo con palabras de José Antonio Pascual, «don Quijote habla con
la naturalidad con que se esperaría que lo hiciese un hidalgo de pueblo
que uniera a un discreto juicio una gran afición a la lectura»23. El que el
caballero no deje de censurar las prevaricaciones idiomáticas de su es-
cudero, convirtiéndose, igual que Sansón Carrasco, en «reprochador de
voquibles», no contradice en absoluto esta naturalidad: enemigo de toda
afectación, hace hincapié en los deslices de su servidor para profundizar
un trato que, conforme se van acumulando las aventuras, adquiere cada
vez nuevas formas y matices. La amplia gama de los recursos empleados
nos ofrece, como observa José Manuel Blecua, una «representación de
la lengua coloquial en un proceso de estilización que es representativo
de la lengua literaria»24. Al mismo tiempo, confirma la diversidad de las
experiencias lingüísticas de un escritor que, al volver del cautiverio y al
hilo de sus andanzas, se dispersó entre diferentes ambientes y trató con
todo tipo de interlocutores. Pero, más que nada, ilustra la explotación
estílistica de una lengua que, aunque desde el punto de vista morfológi-
co y sintáctico corresponde sustancialmente a la de la época en que vi-
vió, cobra su plena trascendencia en el Quijote en cuanto se amolda a la
caracterización de cada personaje y, particularmente, de la pareja central.
Si bien Cervantes aprovecha como fuente de comicidad, aunque
en contados casos, el habla arcaizante del caballero, para fines análogos,
aunque desde distinta perspectiva, están las prevaricaciones idiomáticas
de Sancho. Las deformaciones que comete el escudero no agotan ni

22
Girón Alconchel, 1990, p. 24.
23
Pascual, 2004, p. 1132.
24
Blecua, 2004, p. 1117.
82 JEAN CANAVAGGIO

mucho menos su manera de expresarse, sino que son uno de los muchos
rasgos de un habla cuya característica esencial es la naturalidad. Su em-
pleo de los refranes, exceso aparte, constituye un recurso caracterizador
importante del lenguaje de quien ha de defenderse dejando en suspenso
la información. Además, refranes, comparaciones, expresiones figuradas,
modismos, exclamaciones, votos, juramentos, fórmulas imprecatorias,
con sus variantes eufemísticas, evidencian aquella dignificación de lo
popular que emprendió el siglo xvi, concurriendo a definir una manera
de hablar ante el cual don Quijote no reacciona de manera negativa.
Como se ha hecho observar, cuando el escudero maltrata vocablos, su
amo no se limita a reprenderlo, sino que lo educa, explicándole pacien-
temente las voces que ignora. De ahí una flexibilidad que el propio
Sancho contribuye a acrecentar, a medida de que va adquiriendo la
conciencia de su propia habla.
Al final del prólogo a la primera parte del Quijote, el alter ego elegido
por el autor como confidente de sus dudas y temores, le saca de apuros
dándole los siguientes consejos. Procurad, le dice,

que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga


vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando con todo lo que al-
canzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros
conceptos si intrincarlos y oscurecerlos25.

Gran empresa, por cierto, y que, como sabemos, Cervantes se reveló


capaz de llevar a cabo. Pero ¿sobre qué bases? Precisamente la de las
múltiples experiencias lingüísticas que vivió a lo largo de su existencia:
unas experiencias que no se limitó a acumular, sino que supo poner al
servicio de una determinada voluntad de estilo.

25
Cervantes, Obras completas, p. 150a.
El TEATRO
NUMANCE DE JEAN-LOUIS BARRAULT:
EL PARÍS DE 1937 ANTE UN CERVANTES INSÓLITO

Por cierto, no soy el primero en llamar la atención sobre la esceno-


grafía que Jean-Louis Barrault realizó para las quince representaciones
de Numance que dio en París en el Théâtre Antoine, del 23 de abril al 6
de mayo de 1937. Fuera de que el mismo Barrault, al volver más tarde
sobre sus experiencias, resaltó en repetidas ocasiones el valor especial
que tuvo para él la que fue su primera tentativa escenográfica1, Robert
Marrast y Francisco Torres Monreal se han interesado por ella: el pri-
mero en un libro de conjunto sobre el teatro de Cervantes, el segun-
do, al estudiar la recepción de este teatro en la Francia del siglo xx2.
No obstante, no resulta ociosa una nueva aproximación exclusivamente
centrada en esta tragedia, con el fin de concretar, sucesivamente, las
circunstancias en que Barrault llegó a elegir una obra procedente de un
repertorio ajeno a sus habituales preocupaciones literarias y estéticas, la
labor que desempeñó para realizar su proyecto, la acogida que recibió
de la crítica y del público y, por fin, las nuevas perspectivas que le abrió
esta aventura, en un momento en que estaba dando sus primeros pasos
en tanto que director escénico.

1
Barrault, 1972, pp. 119-121; Barrault, 1996, pp. 77-86. Ver también los testimo-
nios reunidos en Cahiers Renaud-Barrault, 1954, pp. 59-68 y 1965, pp. 38-45, así como
Mignon, 1999, pp. 58-69 y Bonal, 2001, pp. 130-134. Barrault, dos años antes, había
hecho para la escena un montaje de Tandis que j’agonise. Pero, como el mismo explica
(Barrault, 1996, p. 78), «la transposition du roman en mimodrame m’avait fait sauter
par-dessus le problème de la mise en scène. Cela avait été une sorte de travail d’auteur,
un travail d’un genre spécial».
2
Marrast, 1957; Torres Monreal, 1994.
86 JEAN CANAVAGGIO

Si hemos de creer al propio Barrault, Numance fue, en todos los as-


pectos, una auténtica apuesta: apuesta profesional, ya que, por primera
vez, dejaba de ser un actor sin más para montar una obra, en el pleno
sentido de la palabra, con vistas a un público que no estaba preparado
para acogerla; apuesta económica, además, por los gastos considerables
que suponía el hecho de alquilar durante quince días una gran sala pari-
siense y reunir todos los adherentes requeridos para convertir un texto
en espectáculo; por último, apuesta sentimental, si se tiene en cuenta
que Barrault se había enamorado algunos meses antes de Madeleine
Renaud y quería ofrecerle una manera de hazaña que pudiera valerle el
afecto de una gran actriz profesional.
Las sumas que tuvo que gastar en esta circunstancia se conocen por
sus memorias: 120.000 francos en total, que sólo se compensaron par-
cialmente, con 40.000 francos sacados del producto de las representa-
ciones y 15.000 que dio la Embajada de España en París, impulsada al
parecer por Max Aub quien, en aquel momento, desempeñaba en ella
el cargo de consejero cultural3. Los 65.000 restantes procedieron de los
ahorros personales de Barrault. Pero ¿cómo llegó a poner sus miras en
un texto que, más de un siglo antes, había merecido los más cálidos elo-
gios de los románticos alemanes, pero sin ser llevado a las tablas a pesar
de este entusiasmo?4. Al parecer, su interés por el teatro de Cervantes
nació de su participación en el grupo Octobre, una compañía que había
desarrollado una actividad de agit-prop entre 1933 y 1936, con el apoyo
de la Federación del Teatro Obrero de Francia, y en cuyo repertorio el
poeta Jacques Prévert había incluido Le tableau des merveilles, una libre
adaptación del Retablo de las maravillas5. Barrault, que, en esta farsa, tenía
el papel de Chanfalla, quiso proseguir en esta vía, alzándose hasta el
teatro mayor cervantino: aconsejado por el pintor André Masson6, se
volvió hacia El cerco de Numancia. Una de sus amigas, la famosa librera
Adrienne Monnier, le facilitó una antigua traducción francesa de esta
obra, cuya referencia exacta no ha llegado hasta nosotros, pero que hubo
de ser, con toda probabilidad, la que había publicado Alphonse Royer a

3
Bonal, 2001, p. 123.
4
Ver Bertrand, 1914.
5
Torres Monreal, 1994, pp. 610-611 y 625-630.
6
Masson, 1954, p. 59.
RETORNOS a Cervantes 87

mediados del siglo xix7. Pero esta versión, que leyó «con voracidad»8, no
fue más que un punto de partida para su labor, según se infiere de cómo
se planteó el problema de la adaptación:

Avec Numance —escribe Barrault en sus Réflexions sur le théâtre— j’avais à


orchestrer un véritable sujet de théâtre et, qui plus est, un sujet de tragédie.
Il me fallait apporter dans ce travail les connaissances que j’avais et mettre
celles-ci, sinon au service d’un grand texte, du moins au service d’un thème
exclusivement théâtral9.

Al deslindar de este modo entre «gran texto» y «tema teatral»,


Barrault marcaba claramente los límites en que situaba la contribución
de Cervantes, en conformidad con su propuesta personal, elaborada
en la línea de unos experimentos que pronto tendremos ocasión de
concretar. Digamos de momento que en la realización de esta misma
propuesta colaboraron los miembros del equipo que había formado: en
especial André Masson, que se encargó del decorado y del diseño de los
trajes, así como Alejo Carpentier y Christian Wolff, para las ilustraciones
musicales y los efectos sonoros. Entre los actores figuraba Roger Blin
que, algunos años más tarde, en 1951, triunfaría como director escénico
e intérprete de En attendant Godot, de Samuel Beckett10.
En el capítulo de sus memorias dedicado a esta aventura, Barrault pone
especial énfasis en «los buenos recuerdos de Numance», cuyo estreno tuvo

7
Barrault, 1972, p. 113; Barrault, 1996, p. 75; Mignon, 1999, p. 59. Se conocían
dos traducciones francesas, la de J. d’Esménard, de difícil consulta (Cervantès, Numance,
1823) y otra, más asequible, la de Alphonse Royer, que incluía, además de Numancia,
El rufián dichoso, Pedro de Urdemalas, El gallardo español y los Ochos entremeses (Cervantes,
Théâtre). «Puisque tu aimes Cervantès, tu devrais relire Numance», dijo Masson a Barrault
(Barrault, 1972, p. 113). En realidad, esta obra fue un descubrimiento para él. Pensó
primero montar El rufián dichoso, lo cual parece confirmar que tuvo entre manos la tra-
ducción de Royer, así como el hecho de que, en este volumen, El retablo de las maravillas
aparece con el título de Le tableau des merveilles, el mismo que Jacques Prévert dio a su
adaptación del entremés. Por su parte, Georges Pillement cuenta que había traducido
esta última obra con Jean Cassou para Charles Dullin, y que Barrault, mientras colabora-
ba con Dullin en la compañía del Théâtre de l’Atelier, comunicó esta versión a Jean-Paul
Sartre, dándole así la primera idea de Le Diable et le bon Dieu. Se publicaría más tarde, en
1947, la traducción de Cassou y Pillement (ver Pillement, 1954, p. 63).
8
Barrault, 1996, p. 75.
9
Barrault, 1996, p. 78.
10
Barrault, 1996, p. 79.
88 JEAN CANAVAGGIO

lugar después de cinco semanas de ensayos11. Resalta, primero, a partir de


los apuntes de Masson, el dispositivo escénico imaginado por su amigo,
unas murallas movibles que se cerraban y abrían para dejar paso a la ac-
ción en uno y otro campo, en un ambiente nocturno y sobre un fondo de
grises y ocres terrosos que recordaba las sierras de Soria, donde el pintor
había estado anteriormente, sin dejar de incluir algún detalle delibera-
damente anacrónico, como el dolmen que dominaba la ciudad. Valora,
además, lo que Masson llamará «une volonté de couleur psychique»12,
muy notable en los trajes, con diseño y colores esencialmente dramáticos.
Los numantinos vestían de colores grises, al estilo de los campesinos de
Aragón, exceptuando a Teógenes, vestido de blanco y con un corazón
adornado de llamas metálicas. Los soldados romanos ostentaban colores
metálicos, hierro y acero, salvo Escipión, vestido de blanco, rojo y amarillo.
Recuerda también Barrault las respectivas insignias de Escipión —un as-
tro negro y una serpiente—, de la Guerra —un enorme escorpión sobre
el pecho—, de la Muerte —cubierta por un malla espesa y una gran mari-
posa sobre el sexo— y del Duero, adornado con serpentinas y lentejuelas
brillantes. Señala cómo las máscaras estaban en perfecta correspondencia
con los símbolos, lo mismo que el hacha y el haz de varas de los lictores
en el campo romano y, entre los numantinos, el bucráneo resplandeciente,
prefiguración del destino fatal de los asediados, que se convertiría más
tarde en el emblema de la compañía Renaud-Barrault. Por fin, como buen
discípulo del mimo Etienne Decroux —quien, algunos años antes, le había
revelado las posibilidades que le ofrecía el cuerpo como nuevo modo de
expresión13— destaca los movimientos que imitaban la danza, como un
«ballet de gestes» en concordancia con el «ballet de mots», especialmente
los de los soldados romanos —seis atletas procedentes de un gimnasio de
Aubervilliers— cuya gesticulación global, nos dice, producía la impresión
de un ejército en marcha14.
¿Cuál fue la reacción de la crítica —«la ordinaria crítica», como
escribe Masson15— ante un espectáculo que, sin el menor asomo de

11
Barrault, 1996, pp. 84-86.
12
Masson, 1954, p. 61.
13
Barrault fue alumno de Decroux entre 1930 y 1933.Ver Barrault, 1996, pp. 71-73,
así como Bonal, 2001, pp. 85-86.
14
Además de las citadas páginas de Réflexions sur le théâtre, ver Torres Monreal, 1994,
pp. 617-619.
15
Masson, 1965, p. 62.
RETORNOS a Cervantes 89

dudas, no correspondía a sus hábitos? Salvo contadas excepciones, no


manifestó un excesivo entusiasmo16. El texto de Cervantes, traducido al
francés en pleno siglo xix y adaptado por Barrault a sus fines, se mere-
ció de Gérard Bauer, futuro académico Goncourt, un juicio reservado, a
pesar de que el mismo crítico considerara con simpatía el noble intento
del joven director para devolver la vida a una obra insólita17. Los demás
periodistas se centraron ante todo en la escenografía, marcada del sello
del joven director. Aunque alguno de ellos la considerara ardiente e
ingeniosa, el tono general fue más bien displicente. Los más benévolos
hablaron de una coreografía de Barrault sobre un libreto de Cervantes,
o de «un ballet-pantomime de grande classe, avec sous-titres» del futuro
autor del Quijote. Otros, más numerosos, consideraron que esa angus-
tiosa tragedia había sido convertida en un espectáculo de music-hall que
adolecía de un alegorismo simplificador. Hasta se llegó a decir que los
soldados de Escipión se parecían a unos enceradores de suelos que se re-
vuelven en su sitio para sacar brillo al entarimado. En opinión de André
Antoine, fundador, en otros tiempos, del teatro que seguía llevando su
nombre y destacado crítico al final de su vida, se ofreció al público una
serie de «tableaux vivants» que, una vez pasado el primer momento
de sorpresa, generaron un aburrimiento mortal. Algunos trataron de
conectar, con desigual acierto, esta escenografía con los experimentos
emprendidos en Europa por varios innovadores: Gaston Baty, inspirador
del dispositivo escénico, André Obey, por lo que se refiere a la alegoriza-
ción, Charles Dullin, con quien Barrault había trabajado, Stanislavski, en
la plasticidad de la escenografía, Diaghilev, en cuanto a los trajes. Por fin,
no faltaron quienes buscaran referencias más específicamente hispánicas,
aunque no todas de índole teatral, como la de Goya, cuyos Caprichos, al
decir de Gérard Bauër, parecían plasmarse en esa obra soñada en forma
de pesadilla18. Pero a ninguno se le ocurrió relacionar esta realización
con las reflexiones desarrolladas pocos años antes, en Le théâtre et son

16
Una recopilación de los artículos de prensa a que dio lugar el espectáculo ha sido
realizada en una memoria inédita (ver Zilber, 1962, pp. 37-45). Agradezco a Robert
Marrast haberme permitido consultar este trabajo.
17
«Il faudrait connaître le texte original pour en approcher la poésie. L’adaptation
demeure froide, la traduction recourt au style soutenu et l’événement lui-même, qui
est celui d’un siège, engendre la monotonie. M. Jean-Louis Barrault a sans doute aperçu
cette froideur et, pour tout dire, cette indigence du texte traduit. Il s’y trouve constam-
ment des beautés, mais elle ne sont pas liées et s’échappent» (Bauer, 1954, pp. 65-68).
18
Bauer, 1954, p. 67.
90 JEAN CANAVAGGIO

double, por Antonin Artaud, del que Barrault fue siempre gran admira-
dor y con el cual había colaborado dos años antes, aunque brevemente,
en el montaje de Les Cenci19. El propio Artaud, por su parte, manifestó
en varias ocasiones tener en mucho a Barrault, con motivo del estreno
de Autour d’une mère, dos años anterior a Numance, así como de las farsas
montadas por el grupo Octobre20.
Algunas observaciones de Léon Treich, Pierre Audiat y Émile Mas,
tres de los periodistas que dieron cuenta del estreno, podían haber-
los encaminado en esa dirección, al hablar el primero de una «trage-
dia irrepresentable, montada por ser irrepresentable», el segundo de la
«espléndida crueldad del genio español», y el tercero de una «palabra
aniquilada por el espectáculo»21. Pero tenían que haber dado un paso
más. Sin desestimar ciertos precedentes aducidos por la prensa, tanto
históricos, como el sitio de Zaragoza en la guerra de Independencia,
cuanto literarios, como Los persas de Esquilo, el gran ejemplo meditado
por Barrault fue el de Artaud quien, en su teoría y en su práctica, había
propugnado la idea de «un teatro inquietante que recuperase sus formas
primigenias»22. Un teatro, para decirlo con palabras de Torres Monreal,
en el que «todos los lenguajes se aunasen restando espacio a la tiranía
impuesta por la palabra en la escena occidental; en el que el actor vivie-
se y crease todas y cada una de sus reacciones desde lo profundo de su
ser íntimo»; en que se llegase a plasmar en la escena, convertida en «un
impresionante cuadro plástico sonoro en movimiento», «la crueldad y la
peste artaudianas, dobles del teatro por lo que tienen de contagio y de
revulsivo, para exponer al hombre en toda la desnudez de sus pulsiones,
las más nobles y las más repulsivas»23.
No se trata de aminorar, en la decisión que tomó Barrault, el impac-
to de la guerra de España y, más especialmente, de la resistencia que, des-
de varios meses, Madrid oponía al ejército rebelde con la ayuda de las

19
Ver el testimonio del propio director en Barrault, 1996, pp. 61-75, así como Torres
Monreal, 1994, pp. 617-622. Barrault consideraba Le théâtre et son double como «ce qui a
été écrit de plus important sur le théâtre au xxe siècle» (Barrault, 1996, p. 63).
20
Torres Monreal, 1994, pp. 610-611.
21
Zilber, 1962. Artaud, por su parte, no llegó a defender una postura tan radical: «il
ne s’agit pas de supprimer la parole au théâtre, mais de lui faire changer sa destination
et, surtout, de lui réduire sa place, de la considérer comme autre chose qu’un moyen de
conduire des caractères humains» (Artaud, 1964, p. 87).
22
Artaud, 1964, pp. 82-87.
23
Torres Monreal, 1994, p. 609.
RETORNOS a Cervantes 91

Brigadas Internacionales; una resistencia tan fuerte que, pocas semanas


antes del estreno, en marzo de 1937, Franco renunció a la idea de tomar
la ciudad, orientando sus esfuerzos hacia el Norte cantábrico24. Por cier-
to, tal circunstancia no fue ajena a la elección que hizo Barrault de esta
obra: «Sur le plan de la société —nos dice en Souvenirs pour demain—
j’apportais ma contribution aux républicains espagnols, l’individu était
respecté, la liberté glorifiée»25.
Además, no sólo le facilitó el apoyo económico y moral de las au-
toridades españolas26, sino que suscitó, desde el principio, el interés de
un amplio sector de la intelectualidad parisiense, favorable a la causa
republicana y a una intervención de Francia en el conflicto. Este com-
promiso, que compartía Barrault con el conjunto de su equipo, no dejó
de ser recordado por varios críticos, alternando los cálidos elogios de los
periódicos de izquierda con los comentarios irónicos de la prensa con-
servadora. Por un lado, Sylvain Itkine, al valorar «l’action contenue et la
frénésie en attente» ofrecidas al espectador, se mostró impresionado por
aquel «combat sacré dont quelques idoles sortirent démasquées»27. Por
otro lado, Lucien Dubech no escatimó sus reservas ante «un morceau de
décadence» en el cual descubría «un Zuloaga revu par Moscou»28, mien-
tras que, para Robert de Beauplan, Cervantes había sido incorporado en
las filas del Frente Popular29.
Sin embargo, Barrault vio ante todo en Numancia un texto ideal para
poner en obra este concepto artaudiano de un teatro que fuese magia y
violencia, y no cabe duda de que los recursos imaginados por él —entre
los cuales aquéllos que le proporcionaron las lecciones de Decroux—
le permitieron plasmarlo en las tablas. En este sentido, el desafío que

24
En este mismo contexto, en diciembre del mismo año, Rafael Alberti haría repre-
sentar, en pleno sitio de Madrid, su versión actualizada de Numancia.
25
Barrault, 1972, p. 113.
26
En el citado núm. 51 de los Cahiers Renaud-Barrault, se reproducen (pp. 40 y 41)
dos cartas de felicitación, enviadas respectivamente por José Onrubia, en nombre del
Frente de la Juventud Española (23 de abril de 1937) y por Tristan Tzara, en nombre del
Comité pour la défense de la Culture espagnole (29 de abril de 1937).
27
Zilber, 1962. Amigo y colaborador de Barrault en otras circunstancias, Itkine
murió en Lyon durante la Segunda Guerra Mundial, torturado por los alemanes.
28
Zilber, 1962.
29
Opinión compartida por Pitollet, quien se hace eco de un comentario desprecia-
tivo del antiguo corresponsal en París del ABC, Daranas, publicado en el ABC de Sevilla
del 23 de abril de 1937 (Pitollet, 1937).
92 JEAN CANAVAGGIO

representaba montar a Cervantes trascendía el valor de actualidad que


confería al sacrificio de los numantinos, como se deduce de sus propias
palabras:

Sur le plan métaphysique du théâtre, je pénétrais dans le fantastique, la


mort, le sang, la famine, la fureur, la rage. Chant, mime, danse, réalité, surréa-
lité. Le fleuve, le feu, la magie. Le théâtre total. Je m’y jetais à corps perdu.
Numance: la vérification qui devait me permettre d’aller plus loin30.

Así se explica por qué la acogida reservada por el público no tuvo


una dimensión primordialmente política. Cuando Barrault, en sus me-
morias, nos habla del enorme éxito que tuvo Numance, no se refiere
a las numerosas reseñas —más de veinte— a las que dio lugar en los
periódicos de todas tendencias; la prueba decisiva, según él, fueron las
representaciones que se dieron con el teatro lleno, durante los quince
días que le fueron concedidos, permitiéndole disponer de una sala con
capacidad suficiente para mil espectadores. La noche de la última repre-
sentación, tal fue el empuje de la muchedumbre que se amontonaba en
el hall, que, pese a los esfuerzos de la policía, se llevó el mostrador del
control hasta la calle31.
Otro indicio del impacto que tuvo la Numance fue el aplauso que
le tributaron los mejores representantes del movimiento literario y ar-
tístico de aquellos años: hombres de teatro, por supuesto, como Roger
Vitrac y Charles Dullin, que se había enfadado pocos años antes con su
antiguo alumno y se reconcilió entonces con él; músicos, como Darius
Milhaud, escritores y poetas, como André Malraux, André Breton32,
Robert Desnos33 y, sobre todo, Paul Claudel, el cual se entusiasmó por
el espectáculo hasta volver varias veces a presenciarlo, trayendo cada
vez consigo a nuevos amigos. Así se inició, entre el embajador que aca-
baba de jubilarse en plena gloria, y el joven director simpatizante de

30
Barrault, 1972, p. 113. Artaud, en aquel momento, había abandonado París para
irse a México.
31
Barrault, 1972, p. 120; también Mignon, 1999, p. 69.
32
«À la sortie —escribe A. Masson— ils me firent part du grand intérêt qu’ils
avaient pris à la soirée. Bien entendu, chacun d’eux, se plaçant sous l’angle de l’action
ou du rêve, y répondait différemment» (Masson, 1954, p. 62).
33
Sobre el dinero que le prestó Desnos para que le entregaran a tiempo los trajes,
ver Barrault, 1996, pp. 83-84. El mismo Desnos escribió el texto de presentación de
Numance.
RETORNOS a Cervantes 93

izquierdas, una amistad indestructible. Ésta fundamentará, durante dos


decenios, una colaboración fecunda que seguirá dando frutos hasta muy
después de la muerte de Claudel34.
Entre estos admiradores, un nombre merece especial atención: el
de Michel Leiris. Escritor profundamente original, vinculado, durante
algún tiempo, con el grupo superrealista, siguió una formación sicoana-
lítica que marcó de su sello la vertiente autobiográfica de su obra, antes
de orientarse hacia la etnología y realizar varias misiones en África. Su
pasión española no se desmintió en toda su vida, llevándole a dedicar
importantes páginas a la corrida y a los toros. Leiris, en su Diario, no
nos habla de la representación a la que asistió. Sin embargo, incluye en
él, a modo de hors texte, el cartel de Numance, con los nombres de los
actores, así como de quienes, en diferentes aspectos, colaboraron en el
espectáculo35. Además, envió a Barrault, dos días después de la noche
del estreno, una carta que se reproduce en el número 51 de los Cahiers
Renaud-Barrault, publicado en noviembre de 1965, con motivo del nue-
vo montaje que hizo Barrault de la obra de Cervantes. Por su valor de
testimonio y a modo de epílogo, merece reproducirse íntegra en versión
castellana:

Querido Barrault,
No me fue posible, la noche del pasado jueves (ya que no quería moles-
tarle después del inmenso esfuerzo que Ud había realizado), decirle en más
de dos palabras lo admirable que me pareció su espectáculo.
Lo que más me impresionó (dejando aparte la belleza de los grupos en
movimiento, la eficacia del ritmo en el desarrollo del conjunto, el cual nos
engrana como si estuviéramos escuchando a Bach), es la desconcertante
facilidad con la cual lo sobrenatural ha tomado pie en el escenario —hasta
parecer «natural»— mientras que, habitualmente, lo maravilloso teatral no
es más que malabarismos y milagros de escayola.
Es un auténtico prodigio —espero que ya se lo habrán dicho— el que
Ud pudiera, por ejemplo, dar vida a un río hasta tal punto que parezca
demasiado sencillo oírle hablar. Menciono esto, cuando podría citar tantas
cosas más: por ejemplo, la fantástica escena de nigromancia, o el impulso
conmovedor de los dos amigos que lloran y ríen, para elegir dos extremos

34
Barrault, 1972, p. 121; Barrault, 1996, p. 86, así como Mignon, 1999, p. 68 y Bonal,
2001, pp. 134-135.
35
Leiris, 1992, pp. 310-311.
94 JEAN CANAVAGGIO

—porque me parece que allí es donde se plasma con mayor evidencia su


aportación. Gracias a Ud, la palabra «actor» ha recobrado su pleno sentido:
ya no se trata de un títere más o menos pintoresco o de un imitador más o
menos hábil, sino de alguien que, en el sentido propio de la palabra, «actúa»,
es decir, anima las cosas, da cuerpo a la mitología. Creo que tenemos aquí
un caso difícilmente explicable de presencia, que es el secreto de toda poesía.
Si quisiera expresar todo lo que sentí, necesitaría mucho más espacio que
estas breves líneas. Pero tan sólo quiero reiterarle que considero lo que Ud
ha hecho, junto con Masson, como una obra muy excepcional y verdade-
ramente inmensa, así como manifestarle mi más cordial y sincera simpatía.
Michel Leiris36

El enfoque elegido por Leiris es aleccionador en más de un con-


cepto. Es de notar que no se refiere en ningún momento al sabor de
actualidad que pudo revestir la tragedia de Cervantes para los especta-
dores de 1937 —sabor que fue reprochado a Barrault y sobre el cual
volverá más tarde, al caracterizar su espectáculo como un acto cívico
que le llevó a «servirse de Numance», en vez de «servir a Numance», como
pretendió hacerlo treinta años después, en el nuevo montaje que realizó
en 1965 en el Théâtre de l’Odéon37. Lo que merece su admiración es
la dramaturgia que Barrault supo imaginar y a la que se reveló capaz
de dar cuerpo. El énfasis puesto por él en la interpretación del propio
Barrault, quien hacía sucesivamente los papeles del Duero, de Marquino
y de Marandro38, en la plasticidad y el ritmo de los movimientos colec-
tivos, en la auténtica presencia de lo sobrenatural en el escenario, en el
arte con que director y actores no sólo dieron vida a las alegorías, sino
que animaron las cosas, en el pleno sentido del término, entronca, por
cierto, estas observaciones con la reflexión desarrollada por Artaud por
las mismas fechas. Pero expresa al mismo tiempo la aguda percepción
que de la labor realizada tuvo un hombre que fue, a la vez, un eminente
antropólogo y un notable poeta: la teatralización de una acción épica
proyectada hacia el mito.

36
Leiris, 1965, pp. 42-43.
37
Ver Torres Monreal, 1992, pp. 613-622.
38
Ver Pillement, 1954, p. 64.
EL PRÓLOGO A LAS OCHO COMEDIAS
DE CERVANTES DESDE EL MIRADOR
DE LA PRÁCTICA AUTORIAL LOPESCA

El teatro de Cervantes —«gran teatro frustrado», como lo llamó


Francisco Nieva hace treinta años1— ha dejado de enfocarse como la
obra de un vago precursor de Lope, o el parto de un discípulo rezagado
del Fénix. Hoy se nos presenta situado a las claras en la periferia de la
normalidad de su tiempo, en unos años decisivos para la formación de
la Comedia nueva. De ahí la relación dialéctica, por no decir crítica, que
mantiene, tanto con los experimentos de los prelopistas como con los
usos y hábitos del teatro aurisecular.
Entre los diferentes acercamientos a esta peculiaridad, especial inte-
rés tiene el que permite el conjunto de las Ochos comedias y ocho entreme-
ses nuevos, reunido en volumen durante la primavera de 1615, seis meses
antes de su publicación y un año antes de la muerte del escritor. En el
momento en que este tomo sale a la luz, ya se han publicado las cuatro
primeras partes de Lope, sucesivamente en 1604, 1609, 1612 y 1614.
Aunque la intervención del Fénix en dichos textos no parece alcanzar
un grado comparable al que se observará en años posteriores, esta reite-
rada práctica apunta ya, al menos a partir de esta última fecha, hacia un
canon editorial que se va a mantener hasta 1647, fecha en que ve la luz
la Parte veinticinco perfecta y verdadera y última de las comedias de Lope
de Vega2. El volumen cervantino, un año posterior a la publicación de
la Cuarta parte, ¿obedece o no al mismo canon? No se puede contestar

1
Con motivo de la adaptación escénica de Los baños de Argel realizada por él en
Madrid en 1979.Ver Monleón, 1981, p. 61.
2
Para una presentación sintética de las Partes de comedias de Lope, ver Grupo
ProLope, 2004.
96 JEAN CANAVAGGIO

a esta pregunta de buenas a primeras. En efecto, las condiciones en que


Cervantes se resolvió a dar sus comedias a la imprenta no se parecen
en absoluto a las circunstancias en que se publicaron las partes de Lope,
unas veces con su permiso, otras sin su visto bueno. Antes de concretar
estas condiciones, tal como las aclara el propio autor del Quijote, cabe
observar, con todos los editores modernos de su teatro, que, desde el
punto de vista meramente tipográfico, poco tiene de recomendable el
volumen puesto en venta por Juan de Villarroel. Para decirlo con pala-
bras de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla:

La impresión es mala, y sin duda fue poco costosa: los tipos, rotos y usa-
dos; el papel, detestable, y poco grato el aspecto de las páginas. Los distintos
ejemplares que hemos tenido ocasión de examinar en las bibliotecas de
Europa y América, adolecen de los mismos defectos, aunque se observan
algunas variantes entre ellos, como si el impresor hubiese querido enmen-
dar ciertos yerros a medida que los pliegos iban tirándose […] El ajuste es
también deplorable a veces, y las letras resultan demasiado separadas unas
de otras3.

Y concluyen Schevill y Bonilla:

Si el librero a quien Cervantes vendió sus comedias, quiso ostentar su


menosprecio por los versos del autor (según éste declara en el Prólogo),
logró su propósito, poniendo de su parte cuanto pedía para desacreditar el
libro4.

No se puede calificar de forma más severa la labor realizada en la im-


prenta de la viuda de Alonso Martín, mayormente si se tiene en cuenta
que esta edición no se hizo sin el permiso del autor, sino todo lo contra-
rio. Pese a lo cual, la recopilación cervantina, en ese punto concreto, está
en consonancia con las partes lopianas, en particular con las que salen
del mismo taller —el de la Viuda— en 1615 (la Sexta parte) y en años
sucesivos5. Más allá de la relación tipográfica que se da entre el volumen
cervantino y los tomos de Lope, se nota una analogía entre los criterios
que se imponen a partir de la Cuarta parte de Lope (1614) y los que se

3
Cervantes, Comedias y entremeses, p. [63].
4
Cervantes, Comedias y entremeses, p. [63].
5
Agradezco a Germán Vega García-Luengos haberme llamado la atención sobre
este punto.
RETORNOS a Cervantes 97

observan en la recopilación del alcalaíno. En efecto, aunque se separe


de algunos de estos criterios al reunir ocho comedias en vez de doce6,
así como al incluir otros tantos entremeses, se trata de un volumen no
desglosable, con el mismo cuerpo para todo el texto dialogado. Y si la
lista de figuras sólo aparece al principio de cada obra, y no de cada acto,
se mantiene la composición en dos columnas para los octosílabos y de
una columna cerrada para los endecasílabos. En cuanto a las cursivas,
se reservan para el elenco de las dramatis personae y para las acotaciones.
No es posible determinar a ciencia cierta si esta disposición se es-
tableció previa consulta al escritor. Tampoco resulta posible aclarar las
circunstancias exactas en que se reunieron las obras que componen el
volumen. Llama en seguida la atención el hecho de que las comedias
aquí recogidas sean ocho, y no seis o doce, como solía ocurrir por aque-
llas fechas; asimismo, el que los entremeses sean ocho también, mientras
que en las cinco partes lopianas que contienen obras menores (Primera,
Tercera, Quinta, Sexta y Octava) no se observa la misma simetría, sino un
número variable de entremeses. Por encima de todo, donde se nota sin
la menor duda la marca de Cervantes es en el paratexto. A diferencia de
las partes aludidas, encabezada cada una de ellas por una simple dedica-
toria, no siempre firmada por Lope, la recopilación cervantina aparece
precedida por dos textos liminares: el prólogo propiamente dicho, se-
guido de la dedicatoria al conde de Lemos7. De especial relevancia es
el primero, ya que nos permite medir, desde la perspectiva de quien lo
firma, su propia aportación al teatro de su tiempo: valoración que no
hizo el Fénix en su Arte nuevo de hacer comedias, al pasar por alto las obras
que el manco de Lepanto hizo representar al volver de su cautiverio
argelino.
Cabe destacar, ante todo, la circunstancia en que el prologuista deci-
de dirigirse a su «lector carísimo»: una «conversación de amigos, donde
se trató de las comedias y de las cosas a ellas concernientes» (877a).
Puede que se trate de un artificio literario, al estilo de la intervención
del «amigo gracioso y bien entendido» que asoma en el prólogo a la

6
A vista de lo que declara en la Adjunta al Parnaso (en Cervantes, Obras completas,
1999, p. 1218b), pudiera ser que Cervantes pensara inicialmente publicar seis comedias
con seis entremeses, conservando así un modelo que prevaleció en el siglo xvi, antes de
duplicarse para llegar a doce (ver Campana, Giuliani y Pontón, 1997, p. 15, n. 2).
7
Nuestras referencias a los textos de Cervantes remiten a sus Obras Completas, ed. de
1999. Al final de cada cita, damos entre paréntesis la indicación de página.
98 JEAN CANAVAGGIO

primera parte del Quijote (148a), o del diálogo que el narrador mantiene
con aquel Pancracio de Roncesvalles que le sale al paso en la Adjunta
al Parnaso (1217a). Con todo, en esta conversación algo se trasluce de
los corrillos en los que Cervantes hubo de tomar parte al final de su
vida, en la calle de las Huertas, a pocos pasos del famoso mentidero de
comediantes. Interrogándose los presentes sobre «quién fue el primero
que en España las sacó de mantillas y las puso en toldo y vistió de gala
y apariencia», Cervantes, «como el más viejo que allí estaba», declara
que fue el «gran Lope de Rueda, varón insigne en la representación y
en el entendimiento» (877b). Lope de Vega lo menciona también en el
Arte nuevo, si bien en términos que denotan una estimación más bien
limitada8. Cervantes, además de decirnos que lo vio representar en su
mocedad, valora su contribución concediéndole un papel que no care-
ce de fundamento: en efecto, el batihoja fue quien sacó la farándula al
aire libre, aprovechando el espacio improvisado que le proporcionaban
ventas y mesones, con el incipiente apoyo económico de las cofradías y
la colaboración de actores de oficio.
La siguiente etapa, en esta libre rememoración del «arte viejo de ha-
cer comedias», aparece protagonizada por un tal Navarro, profesional de
las tablas que simboliza las innovaciones escenográficas realizadas en el
último tercio del siglo xvi. Etapa de transición, más bien, que prepara el
advenimiento de quien se atreve ahora a «salir […] de los límites de su
llaneza» (877b): aquel Cervantes que, al volver en 1580 de los baños ar-
gelinos, hace representar, en los corrales madrileños, «hasta veinte come-
dias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda
de pepinos ni de otra cosa arrojadiza» (878a). Más plausibles, por cierto,
resultan, en la Adjunta al Parnaso, los diez títulos enumerados en contes-
tación a una pregunta de Pancracio de Roncesvalles (1218b); y aún más
llamativo el que sólo se mencionen en nuestro prólogo tres de estas diez
piezas, de las cuales dos han llegado hasta nosotros en copias manuscri-
tas del siglo xviii: El trato de Argel y la Numancia. Pasemos por alto las
innovaciones que Cervantes reivindica a renglón seguido, como haber
reducido «las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían», represen-
tando en las tablas «las imaginaciones y los pensamientos escondidos del
alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de
los oyentes» (878a). Colocadas en su debida perspectiva, no se le pueden

8
Ver los vv. 64 y ss. del Arte nuevo, así como el comentario que les dedica Juana de
José Prades en su edición (Lope de Vega, El Arte nuevo de hacer comedias, pp. 70-77).
RETORNOS a Cervantes 99

regatear9. Tampoco cabe reprocharle no haber mencionado a ningu-


no de los poetas de la llamada generación de 1580 —la de Argensola,
Virués, Artieda y Cueva— cuyos anhelos compartió hasta cierto punto.
Sólo le conviene recordar su propio éxito en la Villa y Corte: éxito de
limitado alcance, como él mismo confiesa, en un momento en que la
escena española no había conseguido todavía una existencia nacional.
El cambio de rumbo que se inicia en aquel entonces es el que va a
desembocar en el triunfo de la Comedia nueva. Si hemos de creer al
prologuista, este cambio coincidió con una circunstancia personal a la
que se refiere a continuación: «tuve otras cosas en qué ocuparme; dejé
la pluma y las comedias» (878a). Frase sumamente alusiva que remite a
todo un trasfondo de quehaceres extraliterarios y de dificultades profe-
sionales y familiares, tanto durante sus comisiones andaluzas, como des-
pués de su traslado a Valladolid, mientras que se pasa por alto el contrato
firmado en 1592 con Rodrigo Osorio, por el cual Cervantes se com-
prometía a entregar seis comedias a este autor. Sin lugar a dudas, una de
las claves de este cambio fue la aparición del «monstruo de naturaleza,
el gran Lope de Vega», el cual «alzóse con la monarquía cómica» (878a).
Semejante elogio, a primera vista, rompe con las indirectas que, en otras
ocasiones, mereció de parte de Cervantes su afortunado rival. Así y todo,
aunque no deje de calificar sus comedias de «felices y bien razonadas»,
nada nos dice del «arte nuevo» que el propio Lope había formulado,
unos años antes, en su Epístola a la Academia de Madrid. Lo que más des-
taca aquí es cómo llegó a avasallar y poner «debajo de su jurisdicción a
todos los farsantes», consiguiendo que se representasen sus obras, y con
qué facilidad «llenó el mundo» de tantas comedias, «que pasan de diez
mil pliegos los que tienen escritos» (878a). En otras palabras, la monar-
quía ejercida por Lope se nos aparece, bajo la pluma de Cervantes, como
la de un sujeto que ha conseguido adueñarse de un negocio, poniendo
a su servicio un complejo sistema de producción y difusión, en perfecta
adecuación con el gusto reinante. Mejor aún: Cervantes cuida de marcar
en sus debidos límites el alcance de tal poderío, señalando la contri-
bución de cuantos «han ayudado a llevar esta máquina al gran Lope»
(878a), desde el doctor Ramón, Miguel Sánchez, el cánonigo Tárrega,
Aguilar y Guillén de Castro, hasta Mira de Amescua y Vélez de Guevara.

9
Sobre la reducción de las comedias de cinco a tres jornadas, reivindicada a la vez
por Cueva, Virués y Cervantes, ver Canavaggio, 1977, pp. 244-246. Sobre las «figuras
morales», ver Riley, 1972.
100 JEAN CANAVAGGIO

En esta contextualización, un tanto restrictiva, del homenaje tributa-


do al Fénix, no se incluyen los varapalos que reciben, en la dedicatoria,
aquellos farsantes a los que ha hecho vasallos: «de puro discretos —nos
dice— no se ocupan sino en obras grandes y de graves autores, puesto
que tal vez se engañan» (878b). Más allá del rencor de un poeta cargado
de años y amargado por el éxito de su rival, vemos cómo el enfoque
que adopta aquí Cervantes se diferencia del que prevaleció en el Arte
nuevo de hacer comedias: fuera de que los antecedentes de la comedia
áurea se configuran, en ambos textos, de muy distinta manera, el naci-
miento de la misma no se le presenta a Cervantes como el triunfo de
una fórmula original, sino, más bien, como el punto conclusivo de una
progresiva transformación de las condiciones de producción, represen-
tación y difusión de un repertorio cada vez más amplio y diversificado.
En este proceso, el papel desempeñado por Lope no lo consagra como
el inventor de un teatro nuevo, sino como el más destacado colabora-
dor de una empresa colectiva en la que ocupó el lugar que le tenía que
corresponder10.
Finalmente, Cervantes retorna a la rememoración de su trayectoria
personal, una vez concluido el paréntesis que lo mantuvo más de veinte
años apartado de los escenarios:

Algunos años ha que volví yo de mi antigua ociosidad, y pensando que


aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algu-
nas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que
no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenían; y así las
arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio (878a).

Por cierto, no nos dice en qué año preciso volvió a componerlas, si


lo hizo en Valladolid, en los albores del nuevo siglo, o si tuvo que esperar
el regreso de la Corte a Madrid. Tampoco nos concreta el tiempo que
hubo de transcurrir entre la negativa recibida de los farsantes —uno
de los cuales le dijo que de su prosa se podía esperar mucho, pero del
verso nada (878a)— y el momento en que tornó a poner los ojos en
sus comedias y en algunos entremeses, viendo «no ser tan malas ni tan
malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor
a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos» (878a).

10
Punto recalcado ya por Johnson,1981, así como por Canavaggio, 1995 y 2000d,
pp. 87-100.
RETORNOS a Cervantes 101

Puede ser que esto ocurriera en años más tardíos. Pero más importante
que la fecha exacta de este episodio resulta ser la nueva resolución del
escritor: vende sus comedias a un librero que se había hecho eco del
desprecio de los comediantes. Este librero, el ya mencionado Juan de
Villarroel, las puso en la estampa para darlas a luz en septiembre de
1615: «El me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad,
sin tener cuenta con dimes ni diretes de representantes» (878a). Así se
descubre la solución imaginada por Cervantes: buscar directamente a un
público potencial de adictos —aquellos «discretos lectores» del Quijote
y de las Novelas ejemplares—, con el fin de darles a conocer sus comedias
fuera de los corrales y, mediante un anhelado éxito editorial, hacer que
los comediantes abandonaran sus prejuicios.
Observaciones parecidas suscita cualquier aproximación a la posible
diferencia entre el «texto-evento» (manuscrito representado) y el «tex-
to-monumento» (impreso), por tratarse de comedias «nunca representa-
das», como reza el título del volumen publicado por Juan de Villarroel.
Cervantes, eso sí, comparte la preocupación naciente, entre sus coetá-
neos, por la autoría de sus obras. Pero no pretende reivindicar, como
Lope, comedias escritas por él y atribuidas a otra pluma en el momento
de su estreno, sino que aspira a ver su vocación dramática reconocida.
Pero ¿por quiénes? No tanto por los profesionales de la escena, que le
han arrojado a la cara reiteradas negativas, sino por un público de lec-
tores: ese público, que acaba de consagrar el éxito del Quijote y de las
Novelas, no recuerda, en cambio, las veinte o treinta comedias que se
representaron «sin silbos ni pepinos» en otros tiempos, los de la llamada
primera época de su teatro. Por consiguiente, no son aquí de recibo los
planteamientos propios de la historia literaria, en tanto que repiten para
el libro aquellos que formulan la filología y la crítica textual para el
texto. El verdadero autor del volumen no puede ser otro que el propio
Cervantes; y en cuanto al origen material de las comedias aquí recopi-
ladas, no se trata, por supuesto, del repertorio de una compañía, sino de
unas obras examinadas por unos farsantes que no las quisieron comprar,
arrinconadas después en un cofre por el que las compuso y converti-
das por Villarroel en «mercadería vendible», para decirlo con las mismas
palabras del cura amigo de don Quijote (306b). Así pues, Cervantes
pretendió trastocar los procedimientos habituales de difusión, pero sin
que llegara a ganar tan arriesgada apuesta.
102 JEAN CANAVAGGIO

A partir de tales supuestos, ¿cómo se plantea, en el caso del teatro


cervantino, la relación entre texto manuscrito y materialización impre-
sa? A decir verdad, en términos que no tienen comparación con los que
caracterizan la comedia aurisecular. En primer lugar, y como queda di-
cho, no se conservan versiones manuscritas de las Ocho comedias, sino tan
sólo las de El trato de Argel y Numancia. Estas obras, anteriores al adveni-
miento de Lope de Vega, corresponden a otra época de la vida y carrera
de su autor y no figuran en la recopilación de 1615. En segundo lugar, la
publicación de esta colección, un año antes de la muerte de Cervantes,
ni es posterior, ni tampoco anterior a cualquier escenificación de los
textos que la componen —ocho, y no doce como en las partes lopes-
cas— puesto que no se representaron en vida del escritor. Por cierto, se
ha afirmado alguna vez que tres de estas comedias —La casa de los celos
y selvas de Ardenia, La gran sultana y El laberinto de amor— fueran posibles
refundiciones de obras representadas en los años consecutivos al regreso
de Argel e incluidas en la lista de la Adjunta al Parnaso: El bosque amoroso,
La gran turquesca y La confusa. Pero no hay más pruebas para asentar esta
hipótesis, emitida en el siglo pasado por Armando Cotarelo Valledor,
que cierto parecido entre sus respectivos títulos11. Por ello, no se puede
contemplar el valor de estas obras publicadas en 1615 como testimonio
impreso, o sea desde la perspectiva de una crítica textual preocupada
o bien por rastrear posibles pérdidas y transformaciones que alejarían
el texto impreso de su hipotexto manuscrito, o bien, a la inversa, por
destacar una mayor estabilidad del texto impreso con respecto a unas
hipotéticas reiteraciones alógrafas.
En cuanto a la perspectiva semiológica, atenta a la peculiaridad de
un texto que requiere que el lector recree de por sí, in absentia, las
condiciones de representación de la obra, constituye para nosotros otro
camino sin salida. Y es que, si bien el texto dramático impreso es a la
vez un texto para la escena y un texto para la lectura, en el caso de las
Ocho comedias, el fracaso que conoció Cervantes por razones que el
mismo expone con todo detalle, significó la frustración de su deseo de
convertir el texto escrito y, como tal, leído, en texto representado en los
escenarios; y en cuanto a las adaptaciones que se harían, en el siglo xx,
de Los baños de Argel, La gran sultana o Pedro de Urdemalas, son versiones
a veces libérrimas y que, de todas formas, no se basan en las acotaciones

11
Cotarelo Valledor, 1947-1948. Examinamos esta hipótesis en Canavaggio, 1977, p.
17.
RETORNOS a Cervantes 103

escénicas que comporta el texto impreso de 1615: remiten en efecto a


unas escenografías posteriores y, como tales, ajenas a los requisitos pro-
pios del espacio del corral.
Finalmente, nos queda por examinar otra hipótesis planteada en el
marco de este coloquio, la de una coherencia interna entre las comedias
aquí reunidas, recalcando cierta homogeneidad, o bien genérica, o bien
temática, o bien estilística. En algunos casos, más bien posteriores al
momento en que nos encontramos, Lope parece haber estado atento a
la composición de las partes que supervisó, estructurándolas de manera
tal vez menos azarosa de lo que se suele pensar12. Por lo que se refiere
a las comedias de Cervantes, se ha intentado encontrar la clave de su
reunión y disposición. Joaquín Casalduero es quien se ha hecho cargo
de este afán. Según él,

Sus cuatro primeras comedias —El gallardo español, La casa de los celos, Los
baños de Argel, El rufián dichoso— nos elevan al plano heroico, apoyándose
en la imaginación poética en las dos primeras y en el espíritu religioso en
las dos últimas, siempre dentro de una gran alegría —la alegría del valor,
del amor y de la Resurrección. En las cuatro últimas —La gran sultana, El
laberinto [de amor], La entretenida, Pedro de Urdemalas— nos mantiene en la
sociedad y en el mundo, sosteniéndose en ese nivel por medio de la fan-
tasía y del ingenio, dándoles a todas un gran aire cómico y burlesco. Las
dos comedias centrales de este segundo grupo parecen relacionarse en el
desenlace: matrimonios, no matrimonios; y estar encuadradas por la figura
del actor de La gran sultana y de Pedro de Urdemalas13.

¿Hasta qué punto podemos interpretar estas agrupaciones como


nacidas de un propósito consciente? Entrar en tales consideraciones su-
pone pisar un terreno sumamente resbaladizo. Ignoramos, en efecto, las
fechas exactas en que se compusieron estas comedias; tan sólo sabemos,
por el testimonio de la Adjunta al Parnaso, que, en 1614, o sea un año an-
tes, no llegaba a ocho, sino a seis, el número de las que quedaban arrin-
conadas, tras haber sido desdeñadas por los autores madrileños (1218b).

12
Como ha observado Florence d’Artois, dos de las partes que fueron preparadas
por Lope, la xvi y la xx, presentan una concentración inhabitual y seguramente nada
fortuita de doce de las piezas que Lope designó explícitamente como «tragedias» y
«tragicomedias», creando una homogeneidad estilística en torno a un conjunto de obras
serias con una inventio y elocutio elevadas.
13
Casalduero, 1966, p. 22.
104 JEAN CANAVAGGIO

Otro tanto se puede decir de los entremeses, que pasaron igualmente


de seis a ocho. En una época que concedía amplia libertad al impre-
sor, ¿cuál fue su grado de intervención en la preparación del volumen?
¿Siguieron o no sus colaboradores las directivas de Cervantes? Puede
ser, como sugirió Luigi Giulani durante este coloquio, que el manco de
Lepanto, a falta de poder vender doce comedias a su editor, se resolviera
a añadir ocho entremeses a las ocho que tenía escritas para dar al volu-
men que se iba a imprimir una extensión no demasiado inferior a la de
una parte lopiana14. Pero otra cosa es encontrar, en una y otra serie de
obras, la clave de su respectiva coherencia15.
Dicho de otra forma, a falta de conocer las circunstancias que presi-
dieron la composición de las Ocho comedias y la configuración específica
del conjunto formado por ellas, no estamos en condiciones de enfocar
este tomo como un ejemplo particular, entre otros, de un género lec-
torial. Por cierto, los estudios recientes sobre la lectura de los textos
dramáticos suelen estar más atentos a los textos como entidades indivi-
duales que a su soporte enunciativo colectivo. Así y todo, no podemos
asegurar que la inserción en un volumen plural del texto de tal o cual
comedia modificara y orientara sus protocolos de lectura, una vez leídas
estas obras por quienes no las quisieron representar. Tampoco podemos
establecer si la selección así operada respondería a los gustos y a las mo-
das teatrales de la época. La negativa recibida del mundo de la farándula,
así como la ausencia de cualquier reimpresión posterior a 1615, nos
dan más bien a entender que, al tomar esta resolución, Cervantes supo
de modo certero que iba a contracorriente de dichos gustos y modas.
Prueba de ello es el pretexto aducido por él un año antes, en la Adjunta
al Parnaso, para que los comediantes abandonaran sus prejuicios: «pero
yo pienso darlas a la estampa para que se vea de espacio lo que pasa
apriesa y se disimula y no se entiende cuando las representan» (1218b).

14
El volumen consta de 257 hojas, o sea, un número inferior al de cualquiera de las
primeras partes de Lope, las cuales cuentan entre 300 y 379 hojas, según me comunica
amablemente Germán Vega García-Luengos.
15
No se debe descartar, ni mucho menos, la hipótesis emitida en este coloquio por
Marc Vitse, según la cual la ordenación de los ocho entremeses nos llevaría del modelo
sencillo del desfile de figuras (El juez de los divorcios y El rufián viudo) a la construcción
mucho más compleja de El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso.
Ahora bien, no se puede partir de los mismos criterios para interpretar el orden en que
se distribuyen las ocho comedias, desde El gallardo español y Los baños de Argel hasta La
entretenida y Pedro de Urdemalas.
RETORNOS a Cervantes 105

Resolución que, a fin de cuentas, echaba las bases de otra relación entre
la obra teatral y sus destinatarios, convirtiendo las Ocho comedias en otras
tantas muestras de un «teatro en un sillón»16.
¿Dónde se juega, pues, la unidad del volumen de 1615? ¿En la
unidad material del libro o en el hipertexto conformado por la serie de
textos copresentes en él? ¿Debe postularse una unidad intrínseca, lo cual
supondría otra intentio auctoris que la que expresa el prólogo, y, en este
caso, poco perceptible por el lector actual? Al quedar sin respuestas las
acertadas preguntas planteadas por los organizadores de este coloquio, se
confirma que no hay manera aquí de delimitar los contextos en los que
la coherencia de la recopilación podría ser una hipótesis pertinente. Por
lo tanto, no podemos determinar ni analizar los mecanismos que pudie-
ron construir esta coherencia. En cuanto al carácter específico de esta
recopilación, sería de interés compararla con otra colección cervantina,
la edición de las Novelas ejemplares publicada dos años antes por Juan de
la Cuesta. A lo largo del siglo xx se han multiplicado los intentos de
clasificación, tanto temática como estilística, de los textos que la com-
ponen: las sucesivas propuestas de Joaquín Casalduero, Ruth El Saffar,
Edward C. Riley, Luis Andrés Murillo, Georges Güntert17 revelan una
constante preocupación por parte de la crítica, que contrasta con la par-
quedad de las hipótesis emitidas acerca de las Ocho comedias. Ahora bien,
examinar en sus peculiaridades la construcción respectiva de estas dos
colecciones supone un estudio comparativo que, evidentemente, queda
fuera del ámbito de esta comunicación.

16
Para retomar la idea del «spectacle dans un fauteuil» que iba a defender, dos siglos
más tarde, Alfred de Musset, cuyas piezas fueron rechazadas por los directores de teatro
hasta 1847.
17
Para una caracterización de estos sucesivos intentos, ver Cervantes, Novelas ejem-
plares, pp. lxix-lxxix.
LA TEATRALIZACIÓN DEL JUDÍO EN
LOS BAÑOS DE ARGEL

En comparación con la presencia multiforme y recurrente del Islam,


tanto turco como moro y morisco, el mundo judío ocupa en la obra de
Cervantes un espacio mucho más modesto. En primer lugar, los judíos
cervantinos, en el sentido estricto de la palabra —o sea, a exclusión de
los conversos— se nos aparecen ubicados en un ambiente extrapenin-
sular y exótico, el de Argel y Constantinopla. Además, no sólo asoman
en textos periféricos, con respecto a las Novelas ejemplares y el Quijote,
sino que, en las dos comedias que los acogen —Los baños de Argel y La
gran sultana— quedan encasillados en secuencias de carácter episódico.
No obstante, el valor y significado de estas secuencias ha dado lugar a
opiniones controvertidas y hasta a interpretaciones contradictorias; más
especialmente, aquéllas que pertenecen a la primera de estas dos piezas,
tanto por su mayor amplitud como por la visión ambigua que nos ofre-
cen del judío argelino. Para apreciar más exactamente esta ambigüedad
y tratar de medir su alcance, nos centraremos, pues, en el caso más sig-
nificativo de Los baños de Argel.
Observación previa, que importa hacer de entrada: en las cuatro se-
cuencias de Los baños en las que interviene un judío, no es éste el que
anima la acción, sino su antagonista, la «figura de risa» de la comedia,
el sacristán Tristán. Este, que resulta ser uno de los cautivos del baño, se
burla en dos ocasiones, en la jornada segunda, de su víctima. Primero,
después de reírse de su aspecto, trata de obligarle a llevar a casa de su
amo el barril con el cual venía cargado. La negativa del judío, que no
quiere contravenir a la ley del sábado, desencadena la ira y las amenazas
del sacristán, hasta el momento en que, a petición de un anciano, cautivo
también, que ha presenciado el incidente, consiente renunciar a su in-
108 JEAN CANAVAGGIO

tento (vv. 1258-1309). Más adelante, y en la misma jornada, reaparecen,


aunque esta vez sin testigo, burlador y burlado. Ocurre ahora que el
sacristán ha robado una cazuela al judío y no se la quiere devolver hasta
que el otro la rescate, y esto a pesar de ser día prohibido para contratar
(vv. 1672-1724). Por fin, en la tercera jornada, ambos comparecen ante
el rey de Argel, a consecuencia de otro robo de mayor alcance, el de un
niño de pecho, raptado en la judería por el mismo Tristán (vv. 2514-
2528). Este no tiene más remedio que obedecer al rey, librando su presa;
pero los judíos de Argel, espantados, deciden rescatar a su verdugo para
recobrar la tranquilidad perdida (vv. 2824-2855).
Como se echa de ver, la presencia del judío en esta comedia parece
más bien accidental. Pero esta impresión se disipa en cuanto nos per-
catamos de que es elemento de una construcción dramática compleja,
ajena a los criterios de la praxis lopesca, tal como la define, por las mis-
mas fechas, El Arte Nuevo de hacer comedias. En vez de establecer, desde
el principio, una conexión orgánica de las intrigas, Cervantes hace que
cada una de las que van alternando a lo largo de la acción, siga su de-
sarrollo propio. Una primera se ordena en torno a los amores de don
Fernando y Costanza, requeridos al mismo tiempo por sus respectivos
amos, en una manera de rifacimento de la acción central de El trato de
Argel. Otra intriga, a cargo de una segunda pareja, formada por don
Lope y Zahara, reelabora la historia del Cautivo, interpolada en la pri-
mera parte del Quijote. Por fin, dos intrigas episódicas se combinan con
ellas: la primera, protagonizada por el anciano cautivo y sus dos hijos,
Juanico y Francisquito, conoce un final trágico, con la muerte violenta
del menor; la segunda es la que anima, precisamente, el sacristán a través
de varias ocurrencias, entre las cuales los tres encuentros con el judío
ocupan especial relevancia. A primera vista, no hay más trabazón apa-
rente que la que nace de la coincidencia de los personajes en las tablas:
así cuando concluye el primer incidente entre Tristán y el judío con
la intervención del anciano a favor del segundo. Pero, de hecho, esta
coincidencia no hace sino plasmar en el escenario, en una visión casi
prismática, el perspectivismo de las múltiples trayectorias que se entre-
cruzan ante los ojos del espectador. Referidas a una común problemá-
tica, las conductas individuales no son, como en Lope, los hilos de una
misma maraña, sino que se corresponden como las figuras de un retablo,
colocadas dentro de un orden del mundo que las trasciende y del que
depende, en última instancia, su significado.
RETORNOS a Cervantes 109

No cabe la menor duda de que, en las interpretaciones que se han


dado de las secuencias que nos cumple examinar, no se ha tenido en
cuenta, hasta una fecha reciente, la peculiaridad de dicha construcción.
Al contrario, estas secuencias han sido generalmente desconectadas del
resto de la comedia, como si fueran meros episodios desglosables, al es-
tilo de los pasos de Lope de Rueda. Así se entiende mejor la lectura que,
en 1925, Américo Castro hizo de dichos episodios en El pensamiento de
Cervantes. Lo que llamó entonces la atención de don América, es que las
burlas crueles de que son víctimas los judíos de Los baños de Argel —así
como los de La gran sultana— estas burlas, pues, no están suficientemen-
te condenadas ni contrapesadas por el autor, el cual dos veces atribuye
tales desdichas a la pertinacia hebraica.Y concluye Castro:

No veo, pues, base sino para afirmar que por unas y otras razones —anti-
judaísmo de español, opinión formada en Argel, donde el judío era un po-
bre ser, blanco de la saña de moros y cristianos, concesión a la opinión co-
rriente— Cervantes aparece como lo que hoy llamaríamos un antisemita1.

Con respecto a esta conclusión, el nuevo examen de estas burlas,


iniciado por el mismo Castro en 1966, revela un cambio radical de
perspectiva: un cambio que, como era de esperar, se sitúa en la línea de
su nueva visión del pasado de los españoles, forjada, a raíz del exilio, en
el taller de La realidad histórica de España. En vez de imponer, como antes,
una lectura anacrónica y entorpecedora, puesto que orientada por un
«antisemitismo retrospectivo», prefiere hacer resaltar, esta vez, la manera
como se nos ofrece aquí la expresión multidimensional de una difícil
convivencia, contemplada por el espectador desde distintos puntos de
vista. Frente al antijudaísmo vulgar, encarnado por Tristán, el judío de
Los baños, observa Castro, no se limita a manifestar su dolor por la vio-
lencia que se le hace. Su fidelidad a sus ritos le lleva a resistir, hasta no
poder más, a su verdugo. Más aún: la constancia con que reivindica su
fe, al no querer romper la ley del sábado, contrasta con la anchura de
conciencia de la que ha hecho gala, momentos antes, el sacristán: efec-
tivamente, Tristán acaba de confesar al anciano cautivo que, si bien en
la fe es de bronce, no deja escapar la menor oportunidad de amenizar

1
Castro, 1972, p. 291. Hay reedición moderna de esta obra (Bauer y Landauer,
1927). El que haya sido atribuida a otros autores, como el Dr. Sosa, compañero de cau-
tiverio de Cervantes, no merma, ni mucho menos, el valor de este testimonio.
110 JEAN CANAVAGGIO

su esclavitud. Además, subraya Castro, cuando la tensión entre burlador


y burlado llega a ser difícilmente tolerable, la oportuna intervención
del anciano, movido a compasión, hace que el sacristán desista de su
empresa. Así pues, en tanto que la descalificación del sacristán impide
al espectador identificarse con él, la petición de un cristiano ejemplar,
como viene a serlo el padre de Juanico y Francisquito, sella el triunfo
de la tolerancia. Esta tolerancia, claro está, debe situarse dentro de los
inevitables límites impuestos por el acatamiento al dogma: origina, en
efecto, una solución baciyélmica según la cual el mismo cautivo que
hace, a su modo, de «amigable componedor», no deja de explicar que
«todo ello se debe al “gran pecado” cometido por el pueblo de Israel»2.
Se comprueba, pues, de esta forma, la prudencia de un Cervantes que,
al decir de Castro, sabía muy bien para quiénes y dónde escribía y, por
consiguiente, no quería incurrir en ingenuidades quijotescas.
Del cotejo de estas dos interpretaciones se infiere, pues, la drástica
revisión operada por Castro: no sólo al sustituir una lectura un tanto
somera por otra más matizada y sutil, más atenta también al perspectivis-
mo cervantino, sino al tener en cuenta las connotaciones de un diálogo
que plasma en las tablas el enfrentamiento de dos razas y dos culturas.
Ahora bien, esta misma plasmación o, para mejor decirlo, esta teatra-
lización, en el pleno sentido de la palabra, es algo que don Américo
parece soslayar en uno y otro caso: precisamente al desconectar estas
secuencias del contexto de la obra, para enfocar el encuentro del judío
y del cristiano desde un supuesto predominantemente ideológico: sea
el «pensamiento» de Cervantes, tal como lo entendía Castro en 1925;
sea la «vivencia» personal del escritor, en una España conflictiva naci-
da del triunfo de la casta mayoritaria. Pues bien, en reacción con esta
aproximación, inevitablemente reductora, la configuración de estas tres
secuencias necesita, por un lado, examinarse dentro de su genuino con-
texto. Por otro lado, su concatenación no puede entenderse si no la
referimos a un código estético teatral específico, ajeno, como ya vimos,
a los criterios de la fórmula lopesca.
Dentro del complejo sistema de correspondencias elaborado por la
dramática cervantina, especial interés ofrece la trayectoria completa de
Tristán: su cobardía, al abrirse la acción de la comedia con la secuencia
liminar del saqueo, por los piratas argelinos, de un pueblo costero cuyos
vecinos pierden su libertad (vv. 1-102); luego, sus desplantes al compare-
2
Castro, 1966, p. 87.
RETORNOS a Cervantes 111

cer por primera vez, en el puerto, ante el rey de Argel, tras desembarcar
de la galera de Morato Arráez (vv. 722-761); sus deslices, confesados al
padre de Juanico y Francisquito (vv. 1157-1216); sus improperios con-
tra los morillos, cuando éstos se burlan de él, recordándole con sorna la
muerte recién ocurrida del que hubiera podido ser su libertador, don
Juan de Austria, el hermanastro de Felipe II (vv. 1217-1257). Así pues,
Tristán se aplica a encarnar en el escenario un concepto acomodaticio
del cautiverio, que es precisamente el que denuncia y condena su ve-
nerable compañero. Por consiguiente, la doble humillación que padece
nuestro sacristán, tanto por parte de los morillos como de este cautivo
ejemplar, condiciona, por decirlo así, el posible desquite que le propor-
ciona el judío con su repentina aparición. La violencia que el sacristán
ejerce contra él hace juego con la cobardía que manifestó hasta enton-
ces; pero, luego, la intervención del anciano a favor de su víctima limita
el alcance de la burla y hace que, en la segunda secuencia, la persecución
que padece el judío cobre nuevo cariz: ya no pretende Tristán cargarlo
con el barril que tenía que llevar a casa de su amo, sino comerse la cazue-
la mojí preparada por él, evidenciando así su proverbial glotonería. Por
fin, el rapto de un niño de pecho, aunque frustrado por la justicia del
rey de Argel, es el recurso que facilita el rescate del sacristán, permitién-
dole reunirse con los enamorados, a la hora de la evasión. Así es como
el «dulce fin» del cuento de amor acaba por coincidir con el desenlace
feliz de la comedia.
¿Cómo referir, entonces, esta estilización de la pareja formada por
judío y sacristán al propio sentir de Cervantes? ¿Cómo conectarla con
un concepto previo del judío que vendría a determinarla, dentro de una
genuina visión del mundo? En este particular estriba, sin duda alguna, la
mayor dificultad. El Castro de 1925, como ya vimos, llamaba antisemita
al autor del Quijote. Cuarenta años después, no duda en retractarse, a raíz
de su deseo de promover, no sólo una nueva lectura de los episodios,
sino una nueva hipótesis biográfica, la del origen converso de Cervantes.
Así y todo, donde permanece Castro fiel a su método interpretativo, es
en su voluntad de deducir de los textos la intención del autor: en pri-
mer lugar, al afirmar que Cervantes no fue antisemita, tras haber dicho
lo contrario en otra época; pero, más aún, al deducir sus móviles del
contraste de actitudes que vienen a encarnar, en estas secuencias,Tristán
y su víctima. Cervantes, afirma Castro, pone al desvelo la intimidad de
sus personajes, haciendo «resaltar en modo bien claro el tesón en man-
112 JEAN CANAVAGGIO

tener cada uno su propia fe»3. Por lo tanto, aun cuando resulte imposible
apreciar hasta qué punto juzgaba merecidas las diatribas contra los
hebreos, no deja de ser muy claro, según don Américo, que el autor del
Quijote personificó en el sacristán «modos de sentir ingratos» para él4. A
la inversa, no quiso despojar de sus derechos al judío de Los baños, sino
que cuidó de mostrar su capacidad de resistencia. Y Castro concluye
con esta frase característica de su modo de acercarse al tema: «Cervantes
practica en su obra el cristianismo; […] quién sabe si en el interior de
su alma no pensaría que sería muy justo y muy cristiano dejar a cada
uno su fe»5.
Es precisamente este salto el que no podemos dar. No es que la
pregunta que plantea aquí Castro no pueda recibir, en sí, una respuesta
afirmativa, sino que es imposible inferirla de dichos episodios y, más
concretamente, de las burlas del sacristán. En otras palabras, la supuesta
tolerancia de Cervantes, su presunta preferencia por una pacífica con-
vivencia de las distintas razas en la España de su tiempo no puede, en
nuestra opinión, convertirse en clave interpretativa de estas secuencias:Y
esto por varias razones. En primer lugar, nada nos permite calar, como
pretende hacerlo Castro, en la intimidad del escritor. Además, estas pe-
ripecias no trascurren en España, sino en Argel, y esto a pesar de que
la comedia se destinara a los corrales madrileños. Por lo tanto, y aun
cuando apunten a varios niveles de lectura, las burlas que padece el
judío no hacen sino estilizar, en un registro deliberadamente cómico, la
condición habitual de los hebreos en la ciudad, tal como la describe, en
un texto a menudo citado, el P. Diego de Haedo, presunto autor de la
Topographia e historia general de Argel:

Son tan abejados de todos los turcos, moros y christianos, que es cosa
increyble, porque […], si acaso un christiano encuentra a un judío por la
calle, le dará mil pescozones, y si el judío va a dar al christiano, y le ve algún
moro o turco, luego favorece al christiano, aunque sea un vil esclavo, y le
dan vozes que mate al perro judío6.

Esta observación de Haedo será corroborada algunos años más tarde


por otro testigo como el Padre Dan, citado por Ottmar Hegyi en un

3
Castro, 1966, p. 89.
4
Castro, 1966, p. 86.
5
Castro, 1966, p. 91.
6
Haedo, Topographia e historia general de Argel, 1612, fol. 23r.
RETORNOS a Cervantes 113

interesante estudio7. Evidencia un hecho cuya trascendencia ha sido re-


calcada por Fernand Braudel: el que la situación, no siempre envidiable,
del judío en la sociedad musulmana se complicaba con las tensiones
nacidas de su convivencia con los cautivos. En aquel mundo abigarrado,
sus actividades mercantiles y financieras engendraban todo tipo de envi-
dia: la de los turcos y moros, que les asignaban, por esta misma razón, un
puesto inferior en la comunidad argelina; también la de los esclavos cris-
tianos, debido a su participación en transacciones derivadas del corso8.
De ahí los incidentes referidos por Haedo o Dan; de ahí, también, el que
los episodios protagonizados por Tristán y su víctima se hiciesen eco de
tales antagonismos, sin que podamos deducir de su presencia en la obra,
como hacía Castro en 1925, un supuesto antisemitismo del autor.
Ahora bien, de la visión que nos ofrecen Los baños de esta condición
poco grata, tampoco cabe inferir, como pretendió Castro cuarenta años
después, una franca postura de Cervantes. Si bien no podemos llamarle
antisemita, tampoco resulta lícito hablar de un claro alegato a favor de
una convivencia de las dos razas. Es verdad que judío y sacristán, cada
uno a su modo, campean por sus fueros. También es cierto que Tristán
no consigue sus fines, puesto que se lo impide su compañero de cau-
tiverio. Pero el comentario que acompaña esta piadosa intervención,
colocado al final de la primera secuencia, como para redondearla, resulta
demasiado categórico para autorizar la lectura un tanto capciosa que
nos propone el autor de La realidad histórica de España. Escuchemos al
venerable anciano: «¡Oh gente afeminada, / infame y para poco! / Por
esta vez te ruego que le dejes» (vv. 1291-1293). «Por ti le dejo», contesta
entonces el sacristán, añadiendo «vaya / el circunciso infame», en tanto
que su interlocutor remata el episodio concluyendo:
La pena es ésta de aquel gran pecado
bien se cumple a la letra
la maldición eterna
que os echó el ya venido,
que vuestro error tan vanamente espera.
(vv. 1301-1305)

¿«Solución baciyélmica», como afirmó Castro? Difícil se nos hace


compartir semejante parecer, si es que concedemos al anciano el

7
Hegyi, 1992, p. 151.
8
Braudel, 1966, vol. II, pp. 145-150.
114 JEAN CANAVAGGIO

auténtico papel que desempeña aquí: testigo compasivo del dolor del
judío, éste es, aún más, remodelación individualizada de una manera
de coro. Como tal no pretende, como los demás cautivos, mantener
con tesón su propia fe, sino que saca, en el momento más adecuado, la
debida lección del episodio. Por otra parte, tampoco podemos seguir a
Castro, cuando afirma que, en la tercera y última secuencia, los insultos
del Cadí en contra de la «canalla bárbara española» se dirigen al sacristán.
En efecto, no es Tristán el que comparece primero, sino aquellos cau-
tivos que trataron en vano de evadirse, mereciéndose entonces este ca-
lificativo insultante del rey, recogido luego por su acólito: otra prueba
de cómo la visión que don Américo intenta defender procede a veces,
sino de una franca manipulación, al menos de un uso selectivo de los
textos aducidos.
Otro punto álgido es el de la comicidad de estos episodios. Aquellos
mismos que admiten que las burlas de Tristán tienden a provocar la hi-
laridad del espectador, expresan, al mismo tiempo, cierto malestar ante la
risa así desencadenada. A mediados del siglo pasado, Joaquín Casalduero,
como para eximir a Cervantes de cualquier sospecha de antisemitismo,
destacaba la gracia de estas secuencias; sin embargo, añadía, Tristán nos
hace reír «un poco burdamente»9. Pocos años después, Robert Marrast
manifestará un parecer del todo displicente: «Il fallait que les esprits
fussent singulièrement imprégnés d’intolérance pour trouver là matière
à plaisanterie»10. Este criterio adverso equivale, a fin de cuentas, a una ra-
dicalización anacrónica de la tesis del primer Castro, la del antijudaísmo
de Cervantes. Por esta misma razón, la comicidad así denunciada nos
parece requerir un nuevo examen, más afín al sentir de un momento
histórico distinto del nuestro, más atento también a los recursos de que
se vale Cervantes para suscitar la risa.
En la primera secuencia, el judío queda identificado acto seguido
por el aspecto que ofrece. A la pregunta del anciano: «¿No es aquéste
judío?», contesta así Tristán:
Su copete lo muestra,
sus infames chinelas,
su rostro de mesquino y de pobrete.
Trae el turco en la corona
una guedeja sola

9
Casalduero, 1966, p. 90.
10
Marrast, 1957, p. 69.
RETORNOS a Cervantes 115

de peinados cabellos,
y el judío los trae sobre la frente;
el francés, tras la oreja;
y el español, acémila,
que es rendajo de todos,
le trae, ¡válame Dios!, en todo el cuerpo.
(vv. 1259-1269)

Es de notar cómo estas pinceladas, lejos de resolverse en una bur-


da caricatura, se van explayando en un divertido cotejo de los usos
respectivos de las naciones que componen el maremágnum argelino,
comparado, más adelante, con una «arca de Noé abreviada» (v. 2065). La
tensión consecutiva a las amenazas del sacristán queda así marcada por
el sello de esta visión, cuyo pintoresquismo trasciende su mero valor
documental.
En el segundo encuentro de la misma jornada segunda, la violencia
del burlador, antes conjurada, como ya vimos, por la intervención de
su compañero, se resuelve en la gracia de un juego entremesil. En un
primer momento, la secuencia se abre con las reiteradas demandas del
judío que trata en vano de recobrar su cazuela:
Cristiano honrado, así el Dío
te vuelva a tu libre estado,
que me vuelvas lo que es mío.
(vv. 1672-1674)

Esta petición suscita una irónica respuesta del burlador, con un mar-
cado ritmo de estribillo:
No quiero, judío honrado;
no quiero, honrado judío.
(vv. 1675-1676)

En una segunda fase, el tesón con el cual el burlado, por ser sábado,
se niega a determinar el valor del robo que necesita rescatar, origina un
divertido diálogo del sacristán con la misma cazuela, en el que, como
era de esperar, preguntas y respuestas corren a cargo del mismo locutor:
Di, cazuela, ¿cuánto vales?
«Paréceme a mí que valgo
cinco reales, y no más».
Mentís, ¡a fe de hidalgo!
(vv. 1701-1704)
116 JEAN CANAVAGGIO

Por fin, el episodio de la tercera jornada en el cual Tristán aparece


con un niño judío en mantillas podría rayar en lo odioso; pero, si se
tiene en cuenta la ideología del público al que iba destinada la obra, el
propósito expresado por el raptor tiende a aflojar la tensión: a fin de
cuentas, tan sólo pretende criar al niño, enseñándole el Padre Nuestro.
Se nos dirá que esta presentación festiva hubiera podido alcanzar sus
fines en la España de Felipe III, caso de haber conseguido Cervantes
el beneplácito de los autores de comedias, pero que semejante diver-
timiento no encaja, en cambio, con una sensibilidad moderna, en una
época como la nuestra, aún marcada por el horror de la llamada «solu-
ción final». De ahí el que Francisco Nieva, en su versión escénica de Los
baños de Argel, montada con gran éxito en 1979, prescindiera de estas
secuencias, aunque reconociendo como «debatible y discutible» el corte
operado por él. Según él, estos episodios hubieran requerido, para ser
conservados, «una clarificación demasiado sutil y hasta espinosa», por
conectar con «un conflicto demasiado íntimo del propio Cervantes».Y
prosigue Nieva:

Conecta con su supuesta no limpieza de sangre y la probada realidad de


«cristianismo nuevo» en la familia de su mujer. Merecería un estudio aparte
y un tanto fundado en la teoría de Américo Castro que, por cierto, también
no han dejado de afilar como si se tratara de un tema ya demasiado tópico
y obsesivo11.

Como se echa de ver, los escrúpulos del adaptador nacieron de un


examen muy concienzudo del tan debatido tema de la supuesta «raza»
del manco de Lepanto; por lo cual no se le puede reprochar una ciega
adhesión a la tesis defendida por Castro en su última etapa.
Así y todo, por muy respetables que fueran estos escrúpulos, cabe
observar que surgieron en la preparación del espectáculo, o sea, en una
etapa previa al estreno de la obra ante el público madrileño, cuya reac-
ción adversa, de esta forma, no pasó de ser mera hipótesis. En cambio,
en la versión de La gran sultana montada en 1993 con sonado éxito por
Adolfo Marsillach en el Teatro Príncipe, ha sido conservado el episodio
en el que Madrigal, en términos parecidos a los de Tristán, se burla de
los judíos de Constantinopla (vv. 427-475). La reacción de los especta-

11
Nieva, en Monleón, 1980, p. 66.
RETORNOS a Cervantes 117

dores parece haber sido siempre de franca adhesión, sin que se notara la
menor discrepancia en su seno.
Lo que se puede inferir, entonces, de esta diferencia de enfoque, es
que la actitud del público depende, en última instancia, de cómo se han
de representar estas secuencias. ¿Qué grado de expresividad requieren
las amenazas del sacristán y la defensa que le opone su víctima? ¿Con
qué gestualidad conviene acompañar y resaltar el diálogo? Según la óp-
tica adoptada —o bien poner énfasis en su enfrentamiento, o bien, a la
inversa, desrealizarlo en beneficio de una interpretación lúdica de las
burlas y del comentario que se merecen, por parte del anciano cauti-
vo— el efecto producido puede ser de muy distinto tenor. No es que
las burlas del sacristán hayan de resolverse en un puro juego, sino que,
en vez de dar pie a interpretaciones subjetivas o arbitrarias, permiten
valorar, a través de las diversas actitudes plasmadas en las tablas, un frag-
mentarismo que pone en tela de juicio un tópico triunfalista: el de la
unanimidad cristiana y de una solidaridad supuestamente compartida
por todos, ante la común desdicha. Al contrario, en el Argel que conoció
Cervantes, la difícil convivencia de las tres razas, con sus tensiones y sus
inevitables composturas, se nos aparece como el mejor antídoto a una
visión idealizada del cautiverio, vertebrada por un maniqueo contraste
entre buenos y malos.
Es entonces cuando conviene acrisolar debidamente el papel que, en
estos episodios, desempeña el burlador frente a su víctima. En la línea
de unas acertadas observaciones de Nicholas Kanellos, hemos recalcado
ya el fundamental antiheroísmo de Tristán12. Cabe ampliar ahora estas
observaciones, colocándolas, además, en su debida perspectiva. Ocurre,
en efecto, que tanto las burlas como las gracias del sacristán correspon-
den aquí a una modalidad específica de la figura del donaire, tal como la
concibió Cervantes: una figura no sólo irreductible al bobo renacentista,
encasillado en secuencias desglosables y comportamientos predefinidos,
sino del todo distinta del gracioso lopesco, confidente y consejero de
un galán con el cual el bufón cervantino no se resolvió nunca a unir su
destino. Su humilde condición social, su proverbial cobardía, su afición
a la gula y a la labia, su fascinación ante el verbo y sus potencialidades
festivas hacen que, a lo largo de la acción, se le compare con el loco de
corte, sin que los que le califican de esta forma consigan aclarar si su
locura resulta natural o simulada. «O este pobre pierde el tino / o él es
12
Kanellos, 1975.
118 JEAN CANAVAGGIO

hombre de placer», se pregunta el renegado Hazén, al comparecer por


primera vez Tristán ante el rey (vv. 735-736), mientras éste acaba decla-
rando: «bufón es este cristiano» (v. 754). Más adelante, al principio de la
jornada tercera, producen análogo efecto las intempestivas ocurrencias
del sacristán en la representación del coloquio montado en el baño por
los cautivos: vuelve a surgir entonces la misma pregunta en boca de
los espectadores (vv. 2097-2242), de modo que las impertinencias de
Tristán parecen oscilar entre la teatralería del histrión y la sinrazón del
insensato.
Sería del todo anacrónico asignar a estos donaires y gracias una fi-
nalidad exclusivamente moral, ajena al contexto artístico de la comedia.
Por ello no cabe ver en ellos, como quiere Stanislav Zimic, las mues-
tras de una actitud estúpida y cruel que Cervantes vendría a censurar,
manifestando así un «genuino espíritu cristiano»13. En estas burlas, en
efecto, radica la función más significativa desempeñada por el bufón
cervantino: la de un hazmerreír cuyos desplantes, marcados del sello de
la irresponsabilidad, vienen a cobrar especial trascendencia, al trasladarse
del mundo palaciego, en el que suele campear el tradicional bufón de
corte, al ambiente inaudito y apremiante del baño. En este nuevo marco,
Tristán asume sin vacilar las múltiples funciones que suelen adscribirse
al «hombre de placer»: o bien desarrollando el contrapunto burlesco
de las acciones patéticas que se representan ante nuestros ojos; o bien
haciendo resaltar las contradicciones en que incurren, repetidas veces,
los demás personajes; o bien desenmascarando a aquéllos que pretenden
aparentar gravedad, en un juego del ser y del parecer en el que se disuel-
ven los estatutos preestablecidos14.
Es cierto que, en varias ocasiones, las ocurrencias del sacristán des-
embocan en situaciones que nos resultan algo burdas, cada vez que el
perjuicio padecido por sus víctimas hace que la burla ligera esté a pun-
to de convertirse en burla pesada, como solían decir entonces los que
dictaminaban sobre la licitud de estos juegos. Fino conocedor de esta
casuística15, Cervantes, en Los baños de Argel, cuidó de no pasar la raya: al

13
Zimic, 1992, pp. 140-143.
14
Canavaggio, 1985-1986, pp. 538-547.
15
Joly, 1982. Prueba de ello es el diálogo liminar de Solórzano y Quiñones, en la
secuencia expositiva de El vizcaíno fingido, así como las advertencias de don Quijote a
Sancho, después de su llegada al palacio de los Duques, a consecuencia del incidente
ocurrido entre doña Rodríguez y el escudero (II, p. 31).
RETORNOS a Cervantes 119

fin y al cabo la suerte reservada por Tristán a los judíos resulta más bien
benigna, en comparación con el destino de aquéllos que, al estilo del
niño Francisquito, acaban martirizados por sus verdugos. Pero, más allá
de estas inevitables precauciones, las burlas imaginadas por el sacristán
revisten especial interés si se cotejan con las gracias del loco de corte,
figura institucional ligada a un mundo homogéneo por el ritualismo
de sus ocurrencias. Son, en efecto, las salidas, a veces arriesgadas, de un
bufón in partibus infidelium que pone así en tela de juicio, no tanto el
mundo al que pertenece, sino un mundo del que se evade a su modo,
por la magia del verbo y el poder de la risa. En este sentido, nunca se
confunde con el chocarrero de oficio, sino que, detrás de la máscara del
clérigo de ínfima ralea, llega a encarnar una ejemplaridad ajena a cual-
quier dogmatismo, dentro del fraccionamiento de los destinos que se
entrecruzan en el escenario. Manera, entre muchas, de remozar el mito
bufonesco: no con miras a una de las posturas que don Américo intentó
asignar a Cervantes, sino como muestra cabal de un arte ajeno a la nor-
malidad lopesca. Así es como, en aquel entronque de razas y destinos, el
Argel cervantino, a cuatro siglos de distancia, se nos aparece como el es-
pejo cóncavo en el cual podía haberse contemplado la España del tercer
Felipe; sólo que no se lo permitió, como sabemos, el poderoso gremio
de los paniaguados autores de la Villa y Corte.
CERVANTÈS DRAMATURGE,
VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS

Participar en un Congreso Internacional dedicado a «Cervantes y


el teatro», con el privilegio de abrir la segunda sesión plenaria, viene a
concretar para mí un sueño que nunca se me ocurrió abrigar en el mo-
mento en que decidí emprender mi tesis doctoral sobre lo que era, hace
veinticinco años, la zona más oscura de la obra del manco de Lepanto.
El reconocimiento que le tributan, estos días, algunos de los mejores
representantes del hispanismo internacional me induce a pensar que no
me lancé en vano a esta aventura. Por ello me ha parecido oportuno,
con motivo de este simposio, aclarar las circunstancias en que me decidí
a tomar este partido, caracterizar el método que me apliqué a forjar y
a poner en obra, por fin, apreciar los resultados conseguidos y las pers-
pectivas abiertas por un libro al que considero, si no la mayor honra de
mis escritos, al menos el sésamo que me permitió ser admitido en dos
gremios mayores: el de los comediantes y el de los cervantistas1.
A decir verdad, no pensé, al dar mis primeros pasos de investigador,
que ésta sería la meta que iba a guiar mi carrera. La primera etapa que
cumplí, siendo aun estudiante, concluyó en 1959, más pronto de que
hubiera deseado, con mi memoria académica sobre la posible huella en
el Quijote de la Philosophía antigua poética, del Dr. Alonso López Pinciano.
Robert Ricard, dos años antes, me había propuesto el tema, a sugeren-
cia, creo, de Marcel Bataillon, y la generosidad de Alberto Sánchez hizo
que este trabajo, con sus inevitables fallos y dentro de sus limitaciones,
se publicara en los Anales cervantinos, en un momento en que estaba

1
Canavaggio, 1977.
122 JEAN CANAVAGGIO

preparando la agrégation, o sea mis oposiciones a cátedra de instituto2.


Al trasladarme a la Casa de Velázquez en 1963, al cabo de dos años de
docencia y después de mi servicio militar, quise iniciar como becario
de una institución a la que iba a dirigir más tarde, la hoy desaparecida
tesis de Estado, aplicando mis investigaciones al conjunto de las ideas
estéticas y literarias de Cervantes. Fue entonces cuando descubrí en su
versión original la Teoría de la novela en Cervantes, el gran libro recién pu-
blicado por Ted Riley, quien pronto iba a convertirse en un entrañable
amigo3. Desistiendo de mi propósito, me volví entonces hacia el teatro,
al que había dedicado un capítulo de mi memoria de licenciatura4. Mis
maestros de la Sorbona —en especial Charles V. Aubrun— quisieron
impedir este cambio de rumbo: trataron de disuadirme de dedicar diez
o doce años de mi vida a estudiar un teatro sin interés para ellos, ya que
carente de «transhistoricidad», pero que, a pesar de las respectivas contri-
buciones de Armando Cotarelo Valledor y Joaquín Casalduero5, seguía
siendo, en más de un aspecto, un campo sin explorar.
A pesar de sus objeciones, mantuve mi decisión. No sólo por el
atractivo que ejercían sobre mí, en sus mútiples facetas, la personalidad
y la obra del autor del Quijote, sino porque consideré que su caudal dra-
mático requería otras aproximaciones que las que se habían intentado
hasta la fecha. Lejos de ser el parto de un vago precursor de la Comedia
nueva o, al contrario, de un discípulo rezagado del Fénix, el teatro de
Cervantes, irreductible, para mí, a las categorías explicativas del barroco
tridentino, se me aparecía situado en la periferia de la normalidad de su
tiempo. Como tal, requería ser examinado desde una doble perspectiva
o, si se prefiere, en su doble relación dialéctica, tanto con los experimen-
tos de los prelopistas (y muy especialmente de la llamada generación de
1580), como con los usos y hábitos de la comedia lopesca. Otro factor
de interés, para mí, era el hecho de que se consideraba como un teatro
fracasado, por no haber sido llevado a las tablas, salvo contadas excepcio-
nes, en vida de su autor. ¿Cómo apreciar, entonces, la negativa de quie-
nes no se dignaron montar sus obras en los corrales? ¿Como un fallo

2
Canavaggio 1958.
3
Riley, 1962. La versión española, editada por Taurus, se publicó en 1966.
4
Canavaggio 1958, pp. 49-68.
5
Cotarelo Valledor, 1915; Casalduero 1966. Merecen mencionarse, además, dos tra-
bajos publicados por las mismas fechas: el de Marrast, 1957 y el de Ynduráin, ed. de las
Obras dramáticas de Cervantes (1962).
RETORNOS a Cervantes 123

definitivo, confirmado luego por la posteridad, o, más bien, como una


reacción característica de un momento histórico concluso? Pensaba, en
efecto, que, a raíz de las revoluciones estéticas del siglo xx, el banco de
prueba de una nueva escenografía bien podría relativizar este rechazo,
poniéndolo en tela de juicio.
Así es como se me impuso la necesidad de compaginar dos impera-
tivos en mi acercamiento, señalados con acierto en una de las reseñas a
las que dio lugar mi libro una vez publicado, la de la llorada Monique
Joly: por un lado, «el dominio de los problemas históricos y textuales
planteados por la obra dramática cervantina en cuanto corpus y materia
de reflexión crítica», y, por otro, «un método de aproximación concebi-
do como una ponderada fusión de las técnicas de la filología diacrónica
tradicional con las del análisis fenomelógico y estructural»6. Me propo-
nía, mediante este criterio, tratar de conseguir, hasta donde se puede,
una máxima adecuación entre método analítico y objeto observado.
Tengo que decir que recibí un notable estímulo, en estos comienzos,
de Antonio Rodríguez-Moñino, ya que puso a mi disposición, con su
proverbial generosidad, el códice Sancho Rayón, cuyo paradero se igno-
raba desde principios del siglo, y que él había encontrado al catalogar los
fondos de la Hispanic Society of America. Así pude cotejar la edición de
las comedias sueltas publicada por Antonio de Sancha a finales del siglo
xviii, con el manuscrito que le sirvió de base7. Así pude también editar,
como tema de mi tesis complementaria de doctorado, la Comedia de los
amores y locuras del conde loco, de Morales, mencionada por Agustín de
Rojas, en su Loa de la comedia, entre las escasas muestras del teatro ante-
rior al nacimiento de la Comedia nueva, y cuyo texto se creía perdido8.
A partir de tales premisas, consideré que convenía considerar el tea-
tro de Cervantes en tanto que conjunto, y no examinar una tras otra
cada obra que lo integra, al estilo de lo que se había hecho hasta la
fecha. Desde esta perspectiva, mantenida a lo largo de los trece años
que dediqué a mis investigaciones, quise incluir los entremeses en esta
aproximación, en vez de relegarlos a lo que solía constituir un capítulo
aparte, teniéndolos constantemente en cuenta en el asedio polifacético
que aspiraba a llevar a cabo. Por esta razón, en unas páginas de cimenta-
ción de carácter introductivo, me abstuve de volver sobre la tan dudo-

6
Joly, 1979, p. 419.
7
Canavaggio, 1966.
8
Morales, 1969.
124 JEAN CANAVAGGIO

sa como controvertida paternidad de las obras que han sido atribuidas


sin fundamento a Cervantes, como La soberana virgen de Guadalupe, El
hospital de los podridos o Los habladores, en tanto que decidí abordar de
entrada el intrincado problema de la cronología en otro terreno que el
de la polémica. Confrontando las teorías existentes en este particular,
concluí valorando sus puntos de convergencia con el fin de establecer
una trayectoria articulada en tres etapas: un período de creación, entre
1581 y 1587, del que nos quedan Los tratos de Argel y la Numancia, pero
cuya fecundidad no podemos apreciar cabalmente, en vista de las mu-
chas obras de las que tan sólo conservamos el título, como, por ejemplo,
La batalla naval; unos veinte años de ensayos esporádicos, desde la partida
a Andalucía hasta la publicación de la primera parte del Quijote; por fin,
en los últimos años de la vida del escritor, de 1606 a 1615, una actividad
que se intensifica, tanto en el terreno de la producción teatral como en
los demás campos, desembocando en la publicación de las Ocho comedias
y ocho entremeses nunca representados.
La perspectiva elegida en la primera parte de mi tesis consistió en
enfocar comedias y entremeses a partir de la distinción establecida por
Torres Naharro entre comedias a noticia y comedias a fantasía, sin dejar, en
este caso, de cuestionar su validez. De ahí que se examinen primero
en este libro los tres grupos binarios formados, en primer lugar, por la
Numancia y El rufián dichoso, cuyos argumentos se derivan de fuentes
escritas, entre las cuales tuve la suerte de encontrar algunas que no se
sospechaban hasta entonces; luego, por El gallardo español y La gran sul-
tana, de carácter aparentemente más novelesco; por fin, por Los tratos de
Argel y Los baños de Argel, donde el aprovechamiento de la experiencia
autobiográfica del cautiverio permite situar en una realidad histórica
concreta, aunque estilizada, unos episodios inventados, trascendiendo
de este modo el deslinde entre noticia y fantasía. De la misma manera, el
examen de las comedias de invención me permitió evidenciar la remo-
delación de unos temas derivados de mútiples tradiciones: o bien, como
en La casa de los celos, mediante la confrontación de motivos procedentes
del Orlando innamorato y del Orlando furioso con situaciones protagoni-
zadas por pastores bobos y pastores finos; o bien en una pluralidad tal de
referencias y reminiscencias, que éstas se disuelven, como en El laberinto
de amor, perdiendo toda autonomía; o bien en una trascendencia y su-
peración de los modelos, que llegan a culminar en La entretenida y Pedro
de Urdemalas. Un tratamiento similar, mutatis mutandis, se me impuso en
RETORNOS a Cervantes 125

la manera como los entremeses se aplican a dramatizar todo un material


mostrenco, difundido por el folclore, pero mediatizado a la vez por una
serie de obras, entre las cuales las de los novellieri italianos marcan una
etapa previa en un complejo proceso de literarización.
En la segunda parte del libro, centrada en el proceso experimental,
en continua evolución, que supone la invención de una dramaturgia,
me apliqué a mostrar cómo la praxis cervantina confirma aquello que
señalé al empezar y que fue mi hipótesis de trabajo: el hecho de que
dicha praxis, lejos de constituirse en fórmula, no se resuelve nunca en
un compromiso bastardo entre las soluciones imaginadas por los pre-
lopistas y las innovaciones introducidas por el Fénix y sus seguidores.
La dificultad con que me enfrenté era que, en aquel entonces, lo poco
que se sabía de los primeros se limitaba a unas investigaciones esporá-
dicas, realizadas por el hispanismo norteamericano y que, en muchos
casos, permanecían inéditas, como la tesis de Edwin S. Morby sobre
Juan de la Cueva, leída en Berkeley en 1936. y que tuve que consultar
en microfilm9. En cuanto a la Comedia nueva, no se había emprendido
un estudio sistemático de su técnica, fuera de algunas contribuciones
de limitado alcance: las de Diego Marín sobre la intriga secundaria en
el teatro de Lope y sobre el uso y función de la versificación en sus
comedias, así como la de Juana de José Prades sobre el sistema de per-
sonajes10. Con todo, valiéndome de los resultados conseguidos, pude
comprobar, primero, la originalidad de Cervantes en la elaboración de
un espacio, entendiéndose éste no como el lugar escénico concreto en
que se desarrolla la acción, sino como el espacio imaginario que llega a
plasmar las relaciones establecidas mediante el diálogo o las acciones por
él engendradas. Aquello se observa en la complejidad que ostentan los
personajes, cuya funcionalidad varía según la especificidad argumental
de cada comedia, separándose, desde la primera época del teatro cervan-
tino, de figuras determinadas de antemano por su condición social o por
un patrón preestablecido, como aquél en que estriba la omnipresencia
del gracioso en el teatro de Lope: prueba de ello, en otros ejemplos, la
marginalidad de El rufián dichoso con respecto a las comedias de santos,
o el diseño paródico de los protagonistas de La entretenida, en concer-
tado desfase con las dramatis personae de las comedias de capa y espada.
Otro tanto puede decirse de las figuras entremesiles que, al complicarse

9
Morby, 1936.
10
Marín, 1958 y 1962; y José Prades, 1963.
126 JEAN CANAVAGGIO

el juego de relaciones en que intervienen, se independizan de los tipos


anteriormente consagrados por el paso primitivo.
A esta libertad con que están trazados los entes dramáticos, me di
cuenta de que correspondía la variedad y sutileza de los esquemas en
torno a los cuales se estructuran las acciones.Tampoco se reducen las so-
luciones experimentadas a un zurcido mal logrado de la fragmentación
propia de los prelopistas con la trabazón orgánica conseguida mediante
el juego de intrigas que se da en la Comedia nueva. Lo que destaqué
más bien, en fuerte contraste con la construcción prismática de Los tra-
tos de Argel, de Los baños de Argel o de La casa de los celos, es la presencia
recurrente de formas simples, ilustradas por la Numancia, El rufián dichoso
y Pedro de Urdemalas, en función de las relaciones que se van tejiendo en
torno a un protagonista privilegiado, individual o colectivo. De modo
semejante, mostré cómo se descubre, en los entremeses, una tendencia a
fundir la linearidad del desfile de figuras, tal como se observa en El juez
de los divorcios, con la nuclearidad argumental de esquemas centrados en
un conflicto matrimonial, como en El viejo celoso, o en el desarrollo de
una burla, como en El retablo de las maravillas. Este espacio bimensional
cobra además profundidad en cuanto se toma en cuenta la imbricación
de los diferentes episodios, o bien en una pluralidad de planos, como
en Los tratos de Argel, o bien en su convergencia, como ocurre en la
Numancia: dos polos extremos entre los que había de oscilar la práctica
cervantina en los Ocho comedias, desde la fuerte convergencia que se
comprueba en El rufián dichoso, hasta la pluralidad observada en La casa
de los celos, Los baños de Argel y La entretenida. Simultáneamente, en el caso
de Pedro de Urdemalas, están paradójicamente concertadas la autonomía
y la complementaridad de los microuniversos creados en torno a Pedro
y a Belica, en tanto que a esta obra prismática corresponde, en el ámbito
del entremés, aquel compendio de juegos con el espacio que viene a ser
El retablo de las maravillas.
Ahora bien, esta primera aproximación a la construcción de un uni-
verso dramático no podía bastarse a sí misma, ya que convenía también
tomar en cuenta las cuestiones relativas a su dimensión temporal. Por
ello examiné, dentro de esta parte central de mi tesis, el conocido dilema
planteado por la estructura externa de las comedias y por las hipótesis
emitidas acerca de la división de algunas de ellas en tres, cuatro o cinco
jornadas: no tanto para zanjar entre las opiniones emitidas al respecto,
sino para valorar el hecho, ya sugerido por Casalduero, de que las pausas
RETORNOS a Cervantes 127

que apuntan con frecuencia a una división de la acción no coinciden


con la división en actos: prueba del deseo que mantuvo Cervantes, a
lo largo de su trayectoria, de convertir todos los modelos elaborados,
ya por los prelopistas, ya por el propio Lope, en el punto de partida de
una experimentación constantemente renovada. De ahí el que las agru-
paciones reconocibles en la estructuración interna de la acción se me
aparecieran carentes de toda rigidez, admitiendo al contrario un cierto
número de variantes, en una tensión entre el pausado didactismo de
los dramaturgos anteriores y una progresión orgánica, más a tono con
las innovaciones lopescas, que vuelve a observarse en los entremeses.
De ahí, también, dentro de esta doble confrontación con las prácticas
generacionales, la atención que dediqué, dentro del tratamiento cervan-
tino del tiempo, a la ya observada inconformidad de La entretenida y de
Pedro de Urdemalas con cualquier patrón o modelo. Otro indicio más de
este carácter experimental —ajeno a las normas estrechas del teatro a
la italiana— es el que me pareció necesario poner de relieve, al estudiar
los lenguajes de que Cervantes hace uso en su teatro: lenguaje dramá-
tico, por cierto, vertebrado por el verso, pero complementado por los
recursos escenográficos, musicales y coreográficos, por la semiología del
vestido, por los efectos espectaculares y sonoros, así como por el juego
de los actores, tal como nos lo podemos imaginar con ayuda del texto y
de las acotaciones: unos lenguajes elaborados con arreglo a una funcio-
nalidad que los distingue tanto de las soluciones cuajadas con arreglo a
la herencia clásica de los tres estilos, como de las exigencias del decoro
lopesco.
La tercera y última parte de este trabajo fue concebida como una
indagación sobre el sentido y alcance que ha venido a cobrar este tea-
tro. Partiendo de lo que señalé anteriomente —mi disconformidad con
una visión reductora, asentada en los supuestos del llamado barroco
tridentino— preferí hacer hincapié en todos los recursos que utiliza
Cervantes para despertar la admiración: no en un despliegue de virtuo-
sismo gratuito, sino para darnos la imagen de un mundo en desorden,
marcado por la inestabilidad de los seres y de las cosas. De este modo se
entiende mejor, tanto en las comedias como en los entremeses, la recu-
rrencia del contraste entre engaño y desengaño, y así se explica cómo
este contraste viene a culminar en el juego de perspectivas nacido de
la inserción del teatro dentro del teatro, tal como se da en las respec-
tivas variaciones que nos ofrecen de esta técnica Los baños de Argel, La
128 JEAN CANAVAGGIO

entretenida, Pedro de Urdemalas y El retablo de las maravillas. Por cierto, una


cabal intelección de estos recursos supone su contextualización en un
momento histórico del que el manco de Lepanto fue, según las épocas
de su vida, actor ocasional o testigo distanciado. Pero la relación entre
esta circunstancia y un teatro que no fue casi nunca representado en su
tiempo, no podía resolverse en los espejismos de un hipotético Zeitgest:
obedece a una dialéctica que implica a la vez, en sus sucesivas etapas, el
vivir y el crear cervantinos. Significativo al respecto me pareció el hecho
de que el proyecto imperialista defendido en Los tratos de Argel estuviera
en completo desfase con la línea de abandono de toda expansión en el
Mediterráneo, adoptada por Felipe II por las mismas fechas en que la
obra se representaba en los corrales madrileños. Este desfase, en efec-
to, nos da la clave, tanto de la evocación mítica del futuro glorioso de
España en su expansión oceánica que aparece en la Numancia, como de
la visión desengañada que nos brinda el desenlace de Los baños de Argel,
donde lo que en Los tratos era una esperanza colectiva se convierte en el
destino de unos cuanto individuos privilegiados.
El examen de las demás comedias —por no decir nada de los entre-
meses— confirmó esta configuración de un mundo que se dispara hacia
unos ensueños, sin más contrapeso que una posible vía de salvación a
través de unos valores, sagrados o profanos, cuya interiorización por el
protagonista supone una adhesión estrictamente personal. Desde este
punto de vista, un Cristóbal de Lugo o un Pedro de Urdemalas, lejos
de identificarse con el «yo soy quien soy» que tan a menudo ostentan
los galanes de la Comedia nueva, se realizan en la búsqueda angustiada
de una identidad ajena a cualquier esencia predeterminada. Al reela-
borar así, incansablemente, la relación del ser y del mundo, el teatro de
Cervantes, arraigado en una época que expresa, pero de la que se separa
a la vez, se me apareció capaz de proponernos una interrogación que
pudiéramos hacer nuestra: un gran teatro frustrado, por cierto, como
escribió Francisco Nieva, pero, al mismo tiempo, un teatro por nacer.
Lo que puede decirse de la acogida reservada a este libro se ordena
grosso modo en tres etapas sucesivas. Como era de esperar, la primera
reacción, a finales de noviembre de 1975, fue la de los miembros de mi
tribunal de tesis. Lo integraban cuatro hispanistas: Marcel Bataillon, que
lo presidió, Robert Ricard y Pierre Geneste al amparo de quienes había
llevado a cabo mis investigaciones, y Maxime Chevalier, con el cual
había entablado, al emprender mi trabajo durante mis años madrileños,
RETORNOS a Cervantes 129

una relación de plena confianza que iba a estrecharse aun más con el co-
rrer de los años. La quinta persona que completaba el equipo era Anne
Ubersfeld, ajena del todo al campo de los estudios hispánicos, pero que
se había dado a conocer por una novedosa aproximación al fenómeno
teatral11. Mi primer contacto con ella, un par de semanas antes del día en
que iba a leer mi tesis en la Sorbona, fue francamente violento, ya que
me reprochó haberme acercado al teatro de Cervantes sin haber forjado
mis herramientas, cuando, en realidad, mi culpa había sido no utilizar las
suyas. Ante estas impugnaciones, proferidas en una conversación telefó-
nica, me defendí con tal vehemencia que, tras haber colgado en seco, la
volví a llamarla para excusarme. El incidente terminó con un encuentro
donde el debate de ideas se benefició del condimento de un almuerzo
de lo más cordial. La intervención de esta señora, el día de la defensa,
fue mucho más serena; entre otros motivos, porque ignoraba todo del
teatro de Cervantes y, al participar por primera vez en su carrera en un
tribunal de tesis, se sentía un tanto cohibida por la presencia, a su lado,
de Bataillon. Ahora bien, algo de lo que me dijo aquel día merecía te-
nerse en cuenta: una formulación excesivamente abstracta de mis ideas,
acrecentada por una terminología a veces inadecuada. No me negué
a admitir este defecto, y me apliqué a corregirlo hasta donde pude,
después de defendida mi tesis, cuando se acercó para mí el momento
de darla a la imprenta. En cuanto al pontifex maximus del hispanismo
francés —habló el último, como quería el reglamento— recuerdo que
me preguntó si había experimentado un auténtico goce al redactar la
segunda parte de mi trabajo, o si no se había tratado, más bien, de una
manera de experiencia ascética. También manifestó especial sensibilidad
hacia los aspectos líricos y musicales de la dramaturgia cervantina, y esto
a pesar de reivindicar, a la hora de concluir un ejercicio académico de
más de cuatro horas, una visión a lo Musset de «un teatro en un sillón».
La segunda etapa fue la de las reseñas que se hicieron de este tra-
bajo, una vez revisado por mí y publicado a los dos años de leído ante
el tribunal. Entre ellas cinco se destacaron por su extensión: la Alberto
Sánchez, en Anales cervantinos, donde había publicado, veinte años antes,
mi primer trabajo12; la de Javier Huerta Calvo, en la Revista de Literatura,
el cual alabó una «obra definitiva», apelativo tan halagador como inexac-

11
Ubesfeld, 1982.
12
Sánchez, 1977.
130 JEAN CANAVAGGIO

to, ya que ni lo era, ni lo tenía que ser, ni lo podía ser13; la ya citada de


Monique Joly, en la Nueva Revista de Filología Hispánica, que me per-
mitió apreciar a la vez el profundo conocimiento que nuestra llorada
amiga tenía del teatro de Cervantes y la extraordinaria agudeza con que
dio cuenta, en todos sus aspectos y matices, de mi proyecto y de su rea-
lización14; la de Francisco Márquez Villanueva, en el Bulletin Hispanique,
más concisa, pero no menos satisfactoria para mí, tanto por compartir
en lo esencial mis planteamientos, como en sus objeciones a lo que yo
consideraba como la ejemplaridad de este teatro15; por fin, la de Franco
Meregalli, en el Boletín de la Real Academia Española, tan prolija en sus
reservas como en sus elogios de lo que el llamó mi «catedral erudita»16.
Creo que fueron estas reseñas las que dieron a conocer mi tesis, a pesar
de no haber conseguido publicarla en castellano, en contra de lo que
había pronosticado, el día de mi defensa, Maxime Chevalier. El único
paso que di, en este sentido, consistió en preparar una versión abreviada
«para opositores», que me pidió Francisco Rico. Cuando le entregué
este compendio, Rico me explicó que me correspondía traducirlo al
español antes de darlo al editor: algo que me negué a hacer, de tal forma
que la cosa no pasó adelante. A pesar de este intento fallido, el libro llegó
poco a poco, en una tercera etapa, a cubrir el área completa del hispanis-
mo: prueba de ello no sólo el número de ejemplares que se vendieron,
sino el eco que encontró entre cervantistas y comediantes, el lugar que
vino a ocupar en las bibliografías especializadas y, last but not least, su
presencia en la antología de textos recopilados por Francisco Rico en
el tomo segundo de su Historia y Crítica de la Literatura Española17. Otra
consecuencia, indirecta, pero nada despreciable, fue el estímulo que dio
este libro a las investigaciones paralelas que se estaban realizando, tanto
sobre los dramaturgos de la generación de 1580, como sobre el teatro
valenciano y los comienzos de la carrera dramática de Lope.
Entre las objeciones que me hicieron, dos me parecen ocupar un
lugar relevante. La primera se refiere a mi modo de acercarme a un
caudal que, hasta la fecha, había sido examinado como una colección de

13
Huerta Calvo, 1979.
14
Joly, 1979. La presente exposición está en deuda, en más de un aspecto, con esta
nutrida reseña.
15
Márquez Villanueva, 1980.
16
Meregalli, 1980. Cabe añadir a estas reseñas Avalle-Arce, 1979 y Friedman, 1979.
17
Rico, 1980.
RETORNOS a Cervantes 131

piezas analizadas una tras otra. El partido que elegí consistió, como que-
da dicho, en valorar, en un intento de síntesis, la interacción de las más
variadas tradiciones literarias, la configuración de las técnicas empleadas
por Cervantes y la visión del mundo que se desprende de este teatro. En
este sentido, lo que Franco Meregalli calificó como la sistematicidad de
un elefante, animal inteligente, pero machacón18 —mi repetido incidir
sobre las mismas obras, enfocadas desde múltiples perspectivas, en una
metodología de pozos paralelos, al decir de Márquez Villanueva19— este
modo de proceder, pues, hacía inevitables ciertas repeticiones. Desde el
principio, tuve clara conciencia de este peligro, aplicándome a limitar
sus efectos mediante la inclusión de detallados índices. Por cierto, se
puede echar de menos el que el método adoptado haya sacrificado la
unidad de cada obra, en su concreta autonomía de texto, a la unidad
hipotética de la dramaturgia de Cervantes20. Pero la alternativa pro-
puesta por Meregalli me parece plantear dificultades más que resolver
problemas. Según él, una nueva manera de enfrentarse con este teatro
sería considerar la dramaturgia cervantina como un círculo que incluya
cada una de las piezas, primero estudiada en su especificidad global; un
círculo que a su vez esté incluido en un círculo mayor, que es la obra
total de Cervantes, este mismo incluido en otro círculo aún mayor, es
decir la persona de Cervantes, como la conocemos en los textos, pero
también como la conocemos en las circunstancias extratextuales21. Pues
bien: en vista de nuestra ignorancia de las condiciones exactas en que se
concibieron y compusieron dichas obras, y al no poder dilucidar, a falta
de testimonios precisos, el compromiso personal que cada una signifi-
có para su autor, no hubiera tenido más remedio que contemplar este
teatro, una vez más, como un archipiélago de islas dispersas. Mi propó-
sito consistió en aproximarme a la manera cervantina de hacer teatro.
Pretender sacar en claro las reacciones que reflejan, conscientemente o
inconscientemente, en los escritos, aquellas vivencias tejidas de muchos
desengaños y modestas satisfacciones, entendidas como algo existencial
en que se realiza el hombre22, me hubiera arrastrado por otro camino:

18
Meregalli, 1980, p. 436.
19
Márquez Villanueva, 1980, p. 503.
20
Meregalli, 1980, p. 436.
21
Meregalli, 1980, pp. 441-442.
22
Meregalli, 1980, p. 435.
132 JEAN CANAVAGGIO

el de una crítica de carácter vitalista, muy grata, sin duda, a Meregalli23,


pero que, por llevarme a buscar en estas piezas el doble de un ser inasible
que, en otro tiempo, se proyectó en un acto de escritura, me hubiera
metido en un callejón sin salida.
La otra discrepancia, expresada esta vez por Márquez Villanueva, se
centró en las páginas dedicadas a los aspectos de orden ejemplar o ideo-
lógico, y también en este particular quisiera contestar a las objeciones
que me hicieron. Al poner énfasis en la polivalencia de un teatro cuyo
significado, en mi opinión, abarca una multiplicidad de sentidos, nunca
quise dar la impresión de que expresara una ideología casi neutra, pro-
pia de un esteta o de un mero formalista. En primer lugar, me apliqué
a mostrar todo lo que media entre las figuras de la comedia lopesca,
arrastrados e impulsados por voluntades contrapuestas, hasta carecer a
veces de una auténtica autonomía, y los personajes del teatro cervantino,
movidos, en más de un caso, por una duda metódica sobre las condicio-
nes y sentido de su ser y exisitir. Al mismo tiempo, quise separarme de
aquellos que pretendían deducir este significado de un «pensamiento»,
articulado a posteriori por sus intérpretes, al estilo de lo que hizo el pri-
mer Américo Castro en un libro que sigue siendo fundamental, a pesar
de discutible. Este partido que tomé sigue siendo el mío, entre otros
motivos porque se ha visto corroborado a raíz de las oportunidades que,
en los útimos quince años, ha tenido este teatro de dejar de ser pasto
de eruditos: gracias a la labor de un Francisco Nieva, de un José Luis
Gómez o de un Adolfo Marsillach, ha empezado a cobrar vida en las
tablas24. Para limitarnos a un solo ejemplo, el montaje de La gran sultana
que, hace diez años, Adolfo Marsillach realizó con sonado éxito, no sólo
mostró que el público de hoy estaba dispuesto a aplaudir esta obra, con
tal que se beneficiara de una escenografía y de una dirección de actores

23
Meregalli, 1980, pp. 435 y 437. Por ello, consideré que no podía proponer un
replanteamiento de un problema evocado por Meregalli y que sigue sin resolver: el de
las supuestas refundiciones de obras perdidas, como La casa de los celos o El laberinto de
amor, consideradas como otros tantos rifacimenti de El bosque amoroso y de La confusa.
Desde otro enfoque, el hispanista italiano me reprochó no haber examinado la relación
entre temática y metro en este teatro (Meregalli, 1980, p. 436). Con todo, no dejé de
acercarme a la métrica del teatro cervantino en las pp. 290-301 de mi libro.
24
Me refiero aquí a la libre adaptación que hizo Francisco Nieva, en 1983, de
Los baños de Argel, al montaje de La gran sultana realizado en Madrid, en 1992-1993,
por Adolfo Marsillach, y a la escenografía de los entremeses cervantinos por José Luis
Gómez, en 1997.
RETORNOS a Cervantes 133

acordadas con nuestro tiempo; también manifestó cómo su teatralidad


rebasaba con mucho el valor de actualidad que pudo concederle su
autor en el momento en que Felipe III decretaba la expulsión de los
moriscos.
Puede ser que, en aquel contexto de principios del siglo xvii, una
acción festiva, como la de La gran sultana, revistiera un valor un tan-
to subversivo: una acción concluida sin martirios, con un matrimonio
mixto entre una ex-cautiva asturiana y un sultán, primer paso hacia el
advenimiento de un príncipe hispanoturco en el solio otomano25. Pero
esta comedia no fue representada en los corrales.Y, por lo que se refiere
a su estreno en el Madrid de 1993, nada trascendió de este planteamien-
to, sugerido por Márquez Villanueva, en el montaje de Marsillach, como
si no encajara en el horizonte de expectativas del público de finales del
siglo xx. Es de notar al respecto que, en las dos comedias cervantinas
que se montaron a diez años de distancia, las secuencias que nos ofrecen
una visión cómica del judío no recibieron el mismo tratamiento por
parte de Francisco Nieva y de Adolfo Marsillach. Francisco Nieva, en
su versión escénica de Los baños de Argel, prescindió de estas secuencias,
animadas por el sacristán Tristán, aunque reconociendo como «deba-
tible y discutible» el corte operado por él. Según él, estos episodios
hubieran requerido, para ser conservados, «una clarificación demasiado
sutil y hasta espinosa», por conectar con «un conflicto demasiado íntimo
del propio Cervantes»26. En cambio, en su adaptación de La gran sultana,
Adolfo Marsillach conservó el episodio en el que Madrigal, en térmi-
nos parecidos a los de Tristán, se burla de los judíos de Constantinopla.
La reacción de los espectadores parece haber sido de franca adhesión,
sin que se notara la menor discrepancia en su seno. Ocurre, en efecto,
que las gracias de Madrigal corresponden a una modalidad específica
de la figura del donaire, tal como la concibió Cervantes: la del «loco de
corte», no sólo irreductible al bobo renacentista, sino del todo distinto
del gracioso lopesco, confidente y consejero de un galán con el cual el
bufón cervantino no se resolvió nunca a unir su destino. En estas bur-
las, pues, radica su funcion más significativa, la de un hazmerreír cuyos
desplantes, marcados del sello de la irresponsabilidad, vienen a cobrar
especial trascendencia, al trasladarse del mundo palaciego, en el que sue-
le campear habitualmente el «hombre de placer», al ambiente inaudito y

25
Márquez Villanueva, 1980, p. 503.
26
Nieva, en Monléon, 1980, p. 66.
134 JEAN CANAVAGGIO

apremiante del serrallo. En este nuevo marco, Madrigal, bufón in partibus


infidelium, asume sin vacilar las mútiples funciones que suelen adscribirse
al «hombre de placer»: o bien desarrollando el contrapunto burlesco
de las acciones patéticas que se representan ante nuestros ojos; o bien
haciendo resaltar las contradicciones en que incurren, repetidas veces,
los demás personajes; o bien desenmascarando a aquéllos que pretenden
aparentar gravedad, en un juego del ser y del parecer en el que se disuel-
ven los estatutos preestablecidos27.
Se confirma de este modo que, si el teatro de Cervantes se ha mos-
trado capaz de suscitar un nuevo interés en nuestros días, es por resultar
irreductible a cualquier univocidad de intentos. De este interés da fe, en
el terreno historiográfico, el lugar que Joan Oleza concede, hoy en día, a
la propuesta dramática cervantina, en el amplio y documentado artículo
que acaba de dedicar a la metamorfosis de la historia del teatro clási-
co español. Al examinar la trascendencia de esta propuesta, Oleza, con
un cuarto de siglo de distancia, destaca las mútiples apuestas teórico-
metodológicas reunidas, según él, en Cervantès dramaturge, las cuales, si
hemos de creerle, vinieron a configurar, en la década de los setenta, una
nueva perspectiva integradora28. Otra muestra, en el campo editorial, es
el facsímil de la primera edición de las Ocho comedias y ocho entremeses
nuevos, dado a luz por la Real Academia Española en 198429. También el
Teatro completo de Miguel de Cervantes, editado en 1987 por Florencio
Sevilla y Antonio Rey Hazas, heraldos de sus más felices creaciones cuya
magnitud y profundidad escaparon, según ellos, a los contemporáneos

27
Canavaggio, 2000c.
28
Joan Oleza, 2002. Las apuestas a las que se refiere el autor (pp. 135-136) son las
siguientes: 1) la tesis de que la historia no es, sino que se construye, lo cual exige una
atención cuidadosa a las circunstancias e intereses con que se forja el objeto históri-
co que responde a la etiqueta de «teatro de Cervantes»; 2) la exigencia de restituir la
dramaturgia de Cervantes a un proceso histórico que, si por un lado se articula sobre
la relación dialéctica que esta dramaturgia mantiene con la Comedia nueva, por el otro
remite a la experiencia biográfica del autor y a las circunstancias histórico-literarias de
las que se apropia; 3) la diversificación de este teatro, no sólo en etapas diferentes, sino
en direcciones diferentes, entre los polos contrarios de la ficción y la experiencia; 4) la
aproximación a la obra de Cervantes como teatro, en una contemplación simultánea de
la comedia y su contrapunto, el entremés, y a través del estudio del espacio dramático,
de la acción y sus articulaciones, de los elementos del decorado y de las posibilidades
de la puesta en escena.
29
Cervantes, Ocho comedias.
RETORNOS a Cervantes 135

del manco de Lepanto30. Desde el punto de vista académico, el libro de


Stanislav Zimic, aparecido en 1992, sintetización de estudios dispersos
que, desde otra perspectiva, reanuda con la presentación segmentada
del caudal dramático cervantino a la que nos habían acostumbrado los
estudios de Cotarelo Valledor y Casalduero31. Asimismo la publicación
en 1997, por el malogrado Stefano Arata, de La conquista de Jerusalén,
un texto encontrado por él en los fondos de la Biblioteca de Palacio,
cuyo título nos trae a la memoria el de una comedia desaparecida de
la primera época, mencionada en el prólogo a las Ocho comedias, y cuya
paternidad cervantina, en vista de los argumentos prudentemente adu-
cidos por el editor, no debe excluirse32. Por último, al menos hasta la
fecha de hoy, el ambicioso replanteamiento, por Jesús Maestro, de la
dialéctica entre teoría y praxis experimental que vertebra la trayectoria
de la dramática cervantina33. Tampoco pueden pasarse por alto muchos
de los 600 artículos repertoriados durante los veinte últimos años en la
bibliografía del Bulletin of the Comediantes. Entre los que constituyen una
auténtica aportación, algunos han desarrollado las perspectivas abiertas
por mí, otros discuten tal o cual de sus aspectos, aprovechando cualquier
posibilidad de bifurcación crítica. Tanto vale decir que, por múltiples
caminos, este théâtre à naître, teatro en ciernes durante tantos años, está, a
fin de cuentas, en trance de nacer: las ponencias y comunicaciones que
se van a leer durante estos tres días son, sin la menor duda, una prueba
más de su su vitalidad.

30
Sevilla y Rey Hazas, 1987, p. lv.
31
Zimic, 1992.
32
Arata, 1992.Ver también Arata 1997, así como Montero Reguera, 1995-1997.
33
Maestro, 2000.
LAS NOVELAS EJEMPLARES
DE LEOCADIA A LEONORA:
DOS MUJERES CERVANTINAS A LA HORA DE LA VERDAD

Pocos episodios, en la obra de Cervantes, han hecho correr tanta tin-


ta como la secuencia de El celoso extremeño en la cual Loaysa y Leonora
se encuentran a solas, después de que el virote consiguió penetrar en
la casa donde Carrizales tenía encerrada a su esposa. Semejante interés
se debe principalmente a la diferencia entre el primer estado en que se
conserva de la novela, el del códice Porras de la Cámara, en el cual se
consuma el adulterio entre Isabela y Loaysa, y la versión incluida en la
edición de 1615, donde el seductor, ante la resistencia que se le opone,
acaba por cansarse, quedando dormido entre los brazos de Leonora,
mientras ésta se duerme también1. Entre los que han intervenido en la
controversia suscitada por este cambio, destacan Américo Castro y Leo
Spitzer: frente a la condena, por el primero, de un rifacimento dictado,
según el, por la moral tridentina en detrimento de la verosimilitud, está
la postura del segundo, para quien resulta más coherente y, por ende, más
satisfactoria, la negativa opuesta a Loaysa por una muchacha inocente,
víctima de un marido atormentado por los celos2. En realidad, como
sugiere Jean-Marc Pelorson, este rifacimento permite una interiorización
de la moral gracias a la magnanimidad final de Carrizales, el cual, por
considerarse a sí mismo como el artífice de su propio castigo, prefiere el
perdón cristiano a la venganza o a la represión, provocando así la reac-

1
Nos limitamos aquí a recordar la diferencia entre estas dos versiones, sin entrar en
la cuestión del valor que ha de concederse a la de Porras, cuya prioridad y autenticidad
han sido puestas en tela de juicio.Ver Stagg, 1984.
2
Ver la nota bibliográfica de Jorge García López a su edición de Cervantes, Novelas
ejemplares, 2001, pp. 898-901. A esta edición remiten nuestras citas de las dos novelas.
140 JEAN CANAVAGGIO

ción de dignidad de Leonora y, en un segundo momento, el despecho


de Loaysa3.
Así interpretado, este episodio cobra su pleno sentido si se le com-
para con otro que pertenece a La fuerza de la sangre, novela que, en la
colección, antecede inmediatamente a El celoso extremeño. La protago-
nista, Leocadia, se encuentra también a solas con su seductor, Rodolfo,
después de haber sido raptada por el mancebo durante una noche de
verano, al volver del Tajo a Toledo con los suyos, y llevada por él hasta
su aposento. Si nos limitamos de momento a comparar sus respecti-
vas conductas, observamos una coincidencia entre ellas. En la segunda
versión de El celoso extremeño, el narrador pone de realce la resistencia
de Leonora, tan fuerte que el seductor acaba por desanimarse: «Pero,
con todo esto, el valor de Leonora fue tal, que en el tiempo que más le
convenía, le mostró contra las fuerzas villanas de su astuto engañador,
pues no fueron bastantes a vencerla, y él se cansó en balde y ella quedó
vencedora y entrambos dormidos» (362)4.
En La fuerza de la sangre, Leocadia resiste de igual modo a las acome-
tidas de Rodolfo: «Finalmente, tan gallarda y porfiadamente se resistió
Leocadia, que las fuerzas y los deseos de Rodolfo se enflaquecieron…»
(308).
En ambos casos, el narrador subraya la valentía y gallardía de la pro-
tagonista, tan determinada en su negativa que acaba por triunfar. En
cambio, entre Loaysa y Rodolfo, hay una distancia debida a que aquél
es un burlador que se muestra astuto, primero, y luego violento, antes
de renunciar a su intento, mientras que éste aparece arrastrado por la
fuerza del deseo.
Tal distancia, a la par que revela una diferencia de temple entre los
dos personajes, se explica por la función respectiva que uno y otro des-
empeñan en la obra. Si Loaysa merece ser llamado burlador, ello se debe
a los trabajos de zapa emprendidos por él desde su primera aparición en
el relato. El aspecto que toma para hacerse pasar por un pobre tullido
que pide limosna disfrazando su voz, los cantares y los cuentos que le
permiten conseguir ayuda del portero negro de la casa, el «alopiado

3
Pelorson, Le Jaloux d’Estrémadure, notice, en Cervantes, Novelas ejemplares, p. 947.
4
En el primer estado de la novela, se nos refiere, en cambio, la rendición de Isabela,
embaucada por la dueña Marialonso y, finalmente, complacida: «No estaba ya tan llorosa
Isabel en los brazos de Loaysa, a lo que creerse puede» (Cervantes, Novelas ejemplares,
p. 708).
RETORNOS a Cervantes 141

ungüento» que trae para hacer dormir a Carrizales con pesado sueño,
el juramento solemne que presta para disipar las inquietudes de «la ban-
da de palomas [que] acudió al reclamo de su guitarra» (347) son otros
tantos hitos en el desarrollo de una empresa capciosa, realizada con la
complicidad de Marialonso. No es éste el caso de Rodolfo. Por cierto,
en el momento en que iba bajando con sus amigos hacia el Tajo, cuidó
de cubrir su rostro para mejor contemplar a Leocadia, antes de volver
atrás, coger a la muchacha en brazos y llevarla hasta su aposento. Pero,
una vez en su casa, comete una auténtica violación, movido por «los
ímpetus no castos de la mocedad» (306), sin que su víctima, desmayada,
esté en condiciones de resistirle. El valor y la gallardía de Leocadia sólo
se descubren en el momento en que recobra el sentido, suplicando a
su raptor que le devuelva su libertad. Entonces es cuando Rodolfo, en
vez de contestarle, vuelve a lanzarse sobre ella: «La respuesta que dio
Rodolfo a las discretas razones de la lastimada Leocadia no fue otra que
abrazarla, dando muestras que quería volver a confirmar en él su gusto
y en ella su deshonra» (308).
Lo mismo que Loaysa, Rodolfo no consigue esta vez acabar con la
resistencia de su víctima. Ahora bien, mientras que el primero, después
de tantas noches pasadas sin dormir para penetrar en la fortaleza, se en-
trega finalmente a un sueño compartido por Leonora, el cansancio del
segundo obedece a razones más hondas y sutiles, nacidas de las mismas
condiciones en que cometió su desmán:

…como la insolencia que con Leocadia había usado no tuvo otro prin-
cipio que de un ímpetu lascivo, del cual nunca nace el verdadero amor,
que permanece, en lugar del ímpetu, que se pasa, queda, si no el arrepenti-
miento, a lo menos una tibia voluntad de segundalle. Frío, pues, y cansado,
Rodolfo, sin hablar palabra alguna, dejó a Leocadia en su cama, y en su casa,
y, cerrando el aposento, se fue a buscar a sus camaradas para aconsejarse con
ellos de lo que hacer debía (308).

Más allá de las aclaraciones que nos da el narrador, la diferencia entre


los dos protagonistas no sólo afecta a su conducta, sino a las circuns-
tancias en que se encuentran. La que Loaysa intenta llevar a cabo, sin
conseguirlo verdaderamente, es una empresa de mucho trabajo, cuyo
desenlace pretende preparar Marialonso, cuando se aplica a persuadir a
su ama a que se rinda a su seductor. En cambio, la que inicia Rodolfo
procede acto seguido de su «deshonesta desenvoltura» (304), pronto
142 JEAN CANAVAGGIO

acrecentada por el deseo brutal que despierta en él la incomparable


hermosura del rostro que acaba de descubrir: «un deseo de gozarla a pe-
sar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen» (305).Ya vimos
que si consigue satisfacerlo, se debe al desmayo de quien es incapaz de
cualquier reacción. Ahora bien, cuando Leocadia vuelve en sí, su des-
esperación, así como la súplica que dirige al hombre que acaba de des-
honrarla no hacen más que traducir un momentáneo desconcierto. Lo
que, en adelante, prevalece en ella, es la voluntad de que el agravio que
acaba de hacerle aquel «atrevido mancebo» (307) permanezca envuelto
en un perpetuo silencio. Caso de cumplirse semejante requisito, se dice
dispuesta a perdonarle.
Éste es el primer paso que da en un camino cuyos hitos se pueden
señalar uno tras otro a continuación: la resistencia que opone al segundo
asalto de Rodolfo, «con más fuerzas de las que su tierna edad prome-
tían», defendiéndose «con los pies, con las manos, con los dientes y con
la lengua» (308), y determinada a darse la muerte antes que dejarse
vencer; su abandono por su raptor, con los ojos vendados, en la plaza
del ayuntamiento; su regreso a casa de sus padres, a los que confiesa
su desgracia; su necesario encerramiento al descubrirse embarazada; el
nacimiento clandestino de Luisico que, tras haber sido criado durante
cuatro años en una aldea, es recogido por sus abuelos que lo hacen pasar
por su sobrino; la caída del muchacho, atropellado por un caballo fogo-
so y recogido por el padre de Rodolfo, sin que este anciano caballero
descubra que acaba de salvar a su propio nieto; finalmente, el golpe que
experimenta su madre al reconocer, en el aposento en el que yace el
niño herido, el escenario de su desventura.
En relación con este recorrido nos conviene apreciar el feliz desen-
lace de la historia de Leocadia, después de su reencuentro con su seduc-
tor. La trayectoria providencial que la lleva desde su secreta deshonra
hasta la restitución pública de su honor por Rodolfo, único capaz de
restaurarlo, concluye con una exaltación de los lazos del matrimonio
cuyo carácter sacramental es oportunamente recordado. Pero el secreto
en el que vivió envuelta durante años no se puede separar de su decisión
de asumir el inmerecido castigo que le envió el destino: una resolución
que consigue mantener hasta el final, gracias al amor de unos padres que
se niegan a cumplir las leyes sanguinarias de un código de casta.
En cuanto a la metamorfosis de Rodolfo, que regresa de Italia a
petición de su madre, decidida a preparar hábilmente el reencuentro de
RETORNOS a Cervantes 143

Leocadia con su hijo, no se resuelve, en contra de lo que se ha dicho, en


los tópicos de una intriga novelesca. A no ser que se quiera interpretar
en clave irónica, como han hecho algunos, el happy end final, como si
fuera una denuncia solapada de los matrimonios de conveniencia5, el
cambio de actitud del raptor no se puede medir por los criterios de una
supuesta verosimilitud sicológica, sino que procede más bien de una su-
til conjunción de fuerzas: si bien es cierto que Rodolfo cae en la trampa
preparada por doña Estefanía, cuando le presenta, a modo de prueba, el
retrato de otra mujer que la que le destina, el mancebo opone a los de-
signios que presta a su madre la defensa elocuente de un «nudo que no
le desata sino la muerte» (318). Lejos de sustraerse a las exigencias de un
mundo al que no ha dejado nunca de pertenecer, a pesar de sus desafueros,
declara querer contraer un matrimonio cuyos valores —virtud, nobleza,
prudencia— van a plasmarse en aquella a la que no pensaba hallar bajo
su propio techo; y, por el milagro de la fuerza de la sangre, aquella fuerza
que hizo que el abuelo cogiera en brazos a su nieto herido, llevándole
hasta su casa, el deseo que se apoderó, en otros tiempos, del seductor
queda regenerado en el seno de una unión en adelante compartida y
consagrada. En este sentido, el desmayo de Leocadia, en el momento
en que reconoce a Rodolfo, hace pareja al que le valió ser violada por
él, lo mismo que el silencio en que la casa se halla sumida hace eco al
silencio en que se encontraba envuelto el aposento que fue teatro de su
deshonra6.
Bien distinta es la trayectoria de Leonora, desde el instante en que
Carrizales se enamora de ella hasta la muerte del celoso y la determi-
nación que toma su viuda de retirarse a «uno de los más recogidos mo-
nasterios» de Sevilla. Dicha decisión, como sabemos, coge desprevenido
a Loaysa cuando pensaba que iba a casarse con ella, cumpliendo de este
modo las voluntades testamentarias del difunto. Pero, como ya vimos,
las maniobras que permitieron al virote penetrar en la fortaleza no se
pueden comparar con el repentino deseo que se apoderó de Rodolfo,
incitándole a llevarse a Leocadia. De cualquier modo, no pueden funda-
mentar el vínculo sacramental que sellaría su matrimonio con aquella a
la que quiso seducir, sin conseguir consumar el acto por el cual Leocadia

5
Ver Zimic, 1996, pp. 212-221.
6
Correspondencias señaladas, entre otros, por Calcraft, 1981, así como por Forcione,
1982, pp. 356 y ss. Éste último pone también de realce las connotaciones religiosas del
nombre de Leocadia, llevado por la santa patrona de Toledo.
144 JEAN CANAVAGGIO

queda embarazada de Rodolfo. De la misma manera, la libre elección


del convento por Leonora se nos aparece, dentro de la economía general
de la novela, como la que mejor se aviene con su destino. Claro que fue
dos veces engañada por su marido: encerrada en la cárcel dorada que
edificó para ella, fue condenada a una castidad nacida de la impotencia
del anciano. Pero, cuando le dice, en su lecho de agonía, no haberle
«ofendido sino con el pensamiento» (368), recuerda al lector la culpa
que ella misma cometió. ¿Qué culpa? Primero, dejarse encandilar por
un galán que, mientras le estaba contemplando, callada, en su primera
aparición, «le iba pareciendo de mejor talle que su velado» (357); y, des-
pués, prestar atento oído a las solicitaciones de la dueña, antes de dejarse
encerrar con él. En este sentido podemos afirmar, con el narrador, que
«Tanto dijo la dueña, tanto persuadió la dueña, que Leonora se rindió,
Leonora se engañó y Leonora se perdió…» (361)7.
Mediante esta confesión, Leonora evidencia la vanidad del matri-
monio recomendado por Carrizales en el umbral de la muerte: un
matrimonio cuyo proyecto, si bien atestigua la generosidad del celoso,
lo muestra también indiferente a la libertad del otro; un matrimonio
que, de haberse cumplido, hubiera enriquecido a Loaysa con la dote
de Leonora, doblada por su difunto marido. En el primer estado de la
novela, el virote moría en la guerra de un arcabuzazo. En la versión de
1613, se marcha, desengañado, a las Indias, siguiendo el ejemplo del que
fue burlado por él. Este despecho hace así pareja con la desesperación
de una desconsolada viuda, de la cual el narrador se despide como des-
lizándose:

Sólo no sé qué fue la causa que Leonora no puso más ahínco en discul-
parse y dar a entender a su celoso marido cuán limpia y sin ofensa había
quedado en aquel suceso; pero la turbación le ató la lengua, y la priesa que
se dio a morir su marido no dio lugar a su disculpa (369)8.

Al decirse incapaz de explicar este silencio, Cervantes nos deja libre


de sacar la lección del caso; al mismo tiempo, aunque asigna a la prota-

7
Como apunta el editor (Cervantes, Novelas ejemplares, p. 361, n. 248), en El curioso
impertinente, la rendición de Camila a las solicitaciones de Lotario es referida en térmi-
nos bastante parecidos.
8
En la versión de Porras, el narrador, de modo impersonal, concluye afirmando la
historicidad del caso referido: «El cual caso, aunque parece fingido y fabuloso, fue ver-
dadero» (Cervantes, Novelas ejemplares, p. 713).
RETORNOS a Cervantes 145

gonista la resolución más acorde con su decoro, mantiene hasta el final


el carácter ambiguo que marca de cabo a rabo su conducta. El interés
despertado por la suerte impuesta a Leonora por un viejo celoso queda
así reactivado por una decisión al parecer insólita; pero el que nos ins-
piró desde el principio la desgracia de Leocadia tampoco se desmiente
cuando, a la inversa, un extraño cúmulo de circunstancias le permite re-
cobrar el honor. Los destinos respectivos de las dos protagonistas se ilu-
minan así recíprocamente: manera para el lector de conformarse con el
programa sugerido por el autor en el prólogo a sus novelas, aun cuando
lamentara no poder, por falta de tiempo, cumplir del todo su promesa,
mostrándole «el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas
juntas, como de cada una de por sí»9.

9
«…y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto
fruto que se podría sacar, así de todas juntas, como de cada una de por sí» (Cervantes,
Novelas ejemplares, p. 18).
DEL CELOSO EXTREMEÑO AL VIEJO CELOSO:
APROXIMACIÓN A UNA REESCRITURA

Calificado por Eugenio Asensio de «día de fiesta para los buscadores


de fuentes»1, el entremés cervantino de El viejo celoso es un buen ejemplo
del aprovechamiento de una rica tradición en la que intervienen a la vez
elementos folklóricos y novelescos. Tratar de determinar la deuda que
pudo contraer Cervantes con esta tradición parece ser una empresa a
todas luces ociosa, en vista de la multiplicidad de precedentes aducidos
por la crítica. Por ello se comprende por qué Asensio prefirió hablar de
meras concomitancias, para valorar la manera como Cervantes renovó
este material mostrenco, plegándolo primero, en las dos versiones suce-
sivas de El celoso extremeño, a las exigencias de la novela, antes de some-
terlo a las del entremés2.
Así pues, lo que precisamente se infiere de este proceso, no es tanto
la mera acumulación de las coincidencias que se pueden observar entre
la acción entremesil y sus posibles alimentos literarios, sino más bien la
selección operada por Cervantes de los datos que le permitieron reali-
zar, mediante una amplia reelaboración, una teatralización de la desgra-
cia del vejete, burlado por una esposa infiel. En esta perspectiva se en-
cuentra, hasta cierto punto, el estudio de Eduardo Urbina incluido en el
número monográfico dedicado a Cervantes que coordinó, hace más de
diez años, la malograda Monique Joly para la Nueva Revista de Filología
Hispánica. Situado en el terreno del género entremesil, este trabajo parte
de algunos bien conocidos textos, anteriores a El viejo celoso, en que está
también aprovechado el tópico de los amores de un viejo con una niña,

1
Cervantes, Entremeses, p. 25.
2
Cervantes, Entremeses, p. 27.
148 JEAN CANAVAGGIO

para marcar el fondo de seriedad que caracteriza, según este crítico, el


tratamiento del tema en el entremés cervantino3. Por nuestra parte, nos
proponemos, en una primera etapa, señalar cómo el entremés recoge
los elementos más significativos de esta compleja herencia, para luego
profundizar, en la línea de lo sugerido por Asensio, en el examen del
trasplante de la novela de Cervantes.
La incidencia del folklore sobre El viejo celoso se evidencia en el he-
cho de que la acción del entremés desarrolla un patrón básico, conocido
ya en la antigüedad clásica y tal vez de origen oriental. Este patrón ha
perdurado en la tradición oral en el cuento popular de Xuan y Maruxa,
recogido por Aurelio M. Espinosa y Maxime Chevalier4, tras haber sido
aprovechado, en la Edad Media, por Pero Alfonso en su Disciplina clerica-
lis, por Sánchez de Vercial en la Suma de exemplos, y en las llamadas Gesta
Romanorum5. Más allá de algunas diferencias, señaladas por Georges
Cirot en un trabajo fundamental6, estas múltiples versiones nos ofrecen,
más o menos dispersos, los rasgos esenciales del mismo esquema: apari-
ción inicial de la mujer, que se encuentra sin su marido en casa, entrada
del amante, regreso del marido, engañado por su esposa con la ayuda de
alguna cómplice, mediante un ardid que le impide reparar en la salida
subrepticia del galán. Conviene destacar, entre ellas, la que figura en
La vida del Ysopet con sus fábulas, o Libro de Ysopete historiado [Zaragoza,
Juan Hurus, 1489], puesto que esta recopilación, publicada por primera
vez en Zaragoza, en 1489, conoció una amplia difusión durante todo
el Renacimiento y hasta más allá del siglo xvi: de las cinco reediciones
que conoció, la última salió a luz en 1607, en el mismo momento en
que culminaba la labor creadora de Cervantes7. Es de notar al respecto
que, en el entremés, el ardid imaginado por la vecina Hortigosa para
burlar al celoso —el cual consiste en enseñar a Cañizares un guadamecí
en cuyas esquinas vienen pintadas unas figuras ariostescas— este ardid,
lo mismo que en la fábula del Poggio, permite la entrada del galán, a
diferencia de las variantes medievales, donde la mujer y su cómplice se

3
Urbina, 1990, pp. 733-742.
4
Espinosa, 1947, vol. I, p. 92 y vol. II, pp. 247-248. Este cuento corresponde al núm.
1419c del Motif Index de Anti Aarne y Stith Thompson, 1961. Otras variantes han sido
recogidas por Chevalier, 1999, pp. 49 y 102.
5
Cirot, 1929, pp. 1-74.
6
Cirot, 1929, pp. 3-6.
7
Hay reediciones de 1496, 1520, 1546, 1553 y 1607.Ver Sánchez, 1908, p. 42.
RETORNOS a Cervantes 149

valen de un paño o de una sábana para facilitar su salida, sin despertar la


vigilancia del marido8.
Al desarrollar este esquema sencillo, las reelaboraciones que nos pro-
porciona la novelística italiana del Cinquecento tan sólo presentan meros
puntos de contacto con el tratamiento cervantino del tema. Sin em-
bargo, especial atención ha merecido, entre ellas, la novela quinta de la
parte primera de Bandello, examinada por Stanislav Zimic9, en la cual
una mujer burla los celos de su marido10. Esta mujer, llamada Bindoccia,
se queja, lo mismo que doña Lorenza, la protagonista del entremés, de
que está malgastando su juventud, ya que el matrimonio fue contraído
por voluntad de sus padres. De la misma manera, dice tener en poco
los regalos y atenciones de su esposo, y, para remediar su pena, acude
a los consejos de una prima que, igual que Hortigosa, hace de tercera.
Una vez encerrada con el galán que, en Bandello, resulta ser un pa-
riente, Bindoccia engaña a su marido con la verdad: en efecto, como
apunta Zimic, «separada del marido por una puerta, emprende con él
una conversación en que ella se refiere ambiguamente a lo que está
ocurriendo»11. Sólo que el recurso del que se vale —persuadir al esposo,
mediante una serie de ruidos producidos por la boca, que está haciendo
sus necesidades naturales— confiere a la secuencia un sello escatológico
que, afortunadamente, no vuelve a encontrarse en el entremés; además,
supone que Bindoccia disfraza de este modo la realidad del acto que
comete, a diferencia de doña Lorenza, la protagonista de Cervantes, la
cual pondera inequívocamente los encantos del galán que le ha depara-
do la buena suerte. Después de la salida del amante, una vez consumado
el adulterio, Bindoccia reprocha su conducta al marido, el cual le pide
perdón, concluyendo la novela, lo mismo que el entremés cervantino,
con la aparente reconciliación de los esposos y el triunfo del engaño.

8
En la primera variante recogida por Chevalier, la madre de la mujer se sirve de
una olla, y no de una sábana, para ocultar la salida del amante. En la segunda variante, el
amante es el cura del lugar, y la madre, para burlar al marido que vuelve a casa mojado,
por ser día de lluvia, imagina calentar un camisón en la lumbre para ponérselo en el
momento en que sale el cura.
9
Zimic, 1967, pp. 29-44.
10
«Quanto scaltritamente Bindoccia beffa il suo marito che era fatto geloso»
(Bandello, Novelle, I, p. 5).
11
Zimic, 1967, pp. 29-41. Se recoge la materia de este artículo en el capítulo dedi-
cado por el mismo autor al entremés cervantino, ver Zimic, 1992, pp. 389-399.
150 JEAN CANAVAGGIO

Otra remodelación, aunque más libre, de varios elementos de este


esquema tópico es la que nos ofrece un rebrote de la comedia erudita
que lleva también la impronta de la celestinesca, El celoso, de Alfonso
Velázquez deVelasco. El interés de esta obra, más conocida como La Lena,
y de la que se conocen tres ediciones publicadas en vida de Cervantes,
fue señalado, hace un siglo, por Marcelino Menéndez Pelayo12.Valorado
por Emilio Martínez López, en un nuevo acercamiento al erotismo del
entremés cervantino13, El celoso ha sido objeto de una excelente edición
crítica de Jesús Sepúlveda14. Por cierto, tanto el extenso reparto de figu-
ras y el amplio desarrollo de la acción, como el ritmo lento del diálogo
y los recursos estilísticos empleados no nos permiten asentar una autén-
tica filiación que nos lleve de esta obra atípica a El viejo celoso. Con todo,
Velázquez de Velasco aprovecha en clave propia algunos de los motivos
consagrados por el folklore, entre ellos un dato esencial al cual Bandello
no concede la importancia que le da Cervantes, como se infiere del
mismo título de su entremés: la diferencia de edad entre los esposos15.
Eduardo Urbina, en su intento de contextualización de El viejo celoso,
ha señalado entre sus antecedentes literarios el Diálogo entre el amor y un
viejo, de Rodrigo de Cota, así como la farsa de O velho da horta, de Gil
Vicente, sin llegar a considerarlas como otras tantas fuentes del entre-
més16. Más significativo viene a ser el lugar relevante que ocupa este
desfase entre marido y mujer en otro afloramiento de la tradición oral
que conviene aprovechar con suma prudencia, como recordó hace unos
treinta años Maxime Chevalier17: los refranes recogidos en el conocido
Vocabulario de Correas, que glosan la incompatibilidad entre los cónyu-
ges. Puesto que «no conforma con el viexo la moza», ésta no tiene más
remedio que vivir, mal que le pese, encerrada en su casa: «kon el viejo
te kasaste: a la puerta no saldrás, akí rregañarás». En cuanto al marido,
no tiene por qué sorprenderse de la desgracia que le espera: «viexo que

12
Se conocen dos ediciones de Milán, 1602, una de ellas con el título de La Lena.
Otra edición, posterior, salió en Barcelona en 1613. Ver Menéndez Pelayo, 1910, vol.
III, pp. 389-435.
13
Martín López, 1995.
14
Sepúlveda, 2000.
15
El marido de Bindoccia, Angravalle, es un cuarentón y no un setentón como
Cañizares.
16
Urbina, 1990, pp. 734-737.
17
Chevalier, 1982, pp. ix-x.
RETORNOS a Cervantes 151

kon moza kasó, o muere kabrito o bive kabrón»18. La burla que padece
deja así de ser una mera peripecia cómica, carente de justificación pre-
via, para convertirse en consecuencia lógica de esta incompatibilidad,
cuya razón de ser está ya presente en el tercer precedente aducido por
Urbina, el Entremés de un viejo ques casado con una mujer moza, donde el
engañar con la verdad del acto sexual se hace a vista de todos. En el
entremés cervantino, este motivo cobra su plena trascendencia, ya que
la impotencia del vejete genera a la vez los celos que experimenta, el
encerramiento de su joven esposa, las indirectas de la tercera, la entrada
subrepticia del galán, la cólera fingida de la mujer cómplice y, por su-
puesto, el adulterio.
Este mismo dato concurre a conformar la trama del Celoso, cuyo
protagonista, el viejo Cervino, «está tocado de tan rabiosos celos que se
le comen vivo»19. Su esposa, recluida en su casa por su marido (238), ha
jurado a su padre «estar tan virgen como el día en que nasció, porque
Cervino no es hombre, escusándose con que una amiga que ha tenido
de viudo le ha ligado» (338). De ahí el que Cervino, igual que Cañizares,
diga arrepentirse de haber tomado mujer: «¡Maldito sea el punto en que
me vino pensamiento de meterme otra vez en este laberynto!» (243).
Además,Velázquez de Velasco recurre a una amplia gama de expresiones,
imágenes y metáforas que volvemos a encontrar en el entremés: para ca-
racterizar los celos del marido, comparado en ambas obras con «un vigi-
lantísimo Argos» (242); para calificar el acto carnal como un «desenojar»
el hombre a la mujer, siendo quienes usan este verbo, de claras conno-
taciones eróticas, incapaces de cumplir su cometido20; para celebrar los
atractivos del amante, cuya barba ha de lavarse «con mil aguas de olores»
en La Lena, y «con agua de ángeles» en El viejo celoso21 y para exaltar, a la
hora del desenlace, la paz en que quedan marido y mujer, aparentemen-
te reconciliados, después de una riña que fue como «la de San Juan, que
quita el vino y no da pan»22. Coincidencias son éstas que abogan por
un conocimiento directo del Celoso por parte de Cervantes, tanto más
cuanto que ambas obras comparten la misma moraleja, ofreciendo una
y otra, para decirlo con frase de Martínez López, «la píldora subversiva

18
Ver Combet, 1971, pp. 415-416.
19
Velázquez de Velasco, El celoso, p. 242. Comp. Cervantes, Entremeses, p. 204.
20
Velázquez de Velasco, El celoso, p. 285; Cervantes, Entremeses, p. 216.
21
Velázquez de Velasco, El celoso, p. 275; Cervantes, Entremeses, p. 216.
22
Velázquez de Velasco, El celoso, p. 290; Cervantes, Entremeses, pp. 218-219.
152 JEAN CANAVAGGIO

de la mujer destartaladora de unos muros de contención levantados por


el hombre sólo para ella»23.
Este juego de referencias contribuye a iluminar la trasmutación cer-
vantina del folklore: no tanto por determinar como tal la génesis del
entremés, sino porque nos permite apreciar, en la amplia gama de sus
muestras dispersas, la literarización de un material mostrenco, previa a
la labor emprendida por Cervantes. A la inversa, las correspondencias
que se pueden observar entre El celoso extremeño y El viejo celoso deno-
tan, sin lugar a dudas, una forma de reescritura que nos conviene ahora
examinar. La pregunta que se nos plantea de entrada es la de saber en
qué sentido se operó este proceso de reelaboración: ¿de la novela hacia
el entremés, o del entremés hacia la novela? Lo poco que se sabe de la
fecha de composición de una y otra obra no nos permite zanjar la cues-
tión terminantemente. Sin embargo, los indicios de que disponemos nos
inclinan a suponer una anterioridad de El celoso extremeño. La primera
versión que se conserva de este texto, tal como se encontró en el códice
de Porras de la Cámara, junto con la de Rinconete y Cortadillo, es a todas
luces anterior a 1606, en tanto que la segunda, incluida por el autor en
sus Novelas ejemplares, no pudo ser posterior a julio de 1612, fecha en
que el volumen estaba ya preparado para la imprenta24. En cuanto al en-
tremés, último en la lista de las piezas de que constan las Ocho comedias,
publicadas con sus entremeses en 1615, pertenece a un grupo de obras
que, por las alusiones que encierran, se suponen compuestas hacia 1611,
como El rufián viudo, El vizcaíno fingido y El retablo de las maravillas. Muy
plausible, por consiguiente, parece la conclusión a la que llega Asensio, al
aceptar provisionalmente la opinión de que estas obritas han de fecharse
hacia 1610-1612, «aunque no vemos razón —añade— para no prorro-
gar la composición o la refundición hasta 1614»25.
Otro argumento tiende a confirmar esta hipótesis: aquel mismo
que aduce Asensio al considerar que la anterioridad de la novela tiene
fuertes garantías en la relación inicial entre el modo jocoso y el modo
trágico: «Regla práctica es que el tratamiento serio de un asunto ante-
ceda al cómico, que el poema épico vaya delante del burlesco»26. A ello
podemos añadir que la teatralización de un relato novelesco suele ser

23
Martínez López, 1995, p. 379, n. 131.
24
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), pp. liii-liv y xcv-xcvi.
25
Cervantes, Entremeses, p. 16.
26
Cervantes, Entremeses, p. 25.
RETORNOS a Cervantes 153

otra regla práctica, y no el proceso contrario. A partir de tales supuestos,


debemos a Asensio unas observaciones breves, pero certeras, sobre la
transformación operada por Cervantes:

El trasplante al plano entremesil ha sido a costa de renunciar al combate


de la astucia y el instinto con el sentimiento moral. Cambiando la perspec-
tiva, transformando el proceso dilatorio de la novela en mero combate entre
la vana precaución del vejete y los urgentes apremios de la sexualidad de la
esposa, convierte los personajes en títeres de retablo27.

A partir de este primer acercamiento, vuelve a examinar, unas pági-


nas adelante, un proceso que analiza más detalladamente:

El viejo celoso ilumina la radical divergencia, en sus términos extremos, del


lenguaje escénico y el narrativo, al llevar a las tablas la anécdota sustancial
de El celoso extremeño. La transformación fue completa: eliminó, además del
coro de esclavos, al pintoresco galán Loaysa con su guitarra, cantares y ter-
tulia de barrio, sustituyéndolo por un mimo silencioso; rebajó no ya la carga
trágica, sino la misma seriedad psicológica de Cañizares el viejo; varió el
enfoque de la acción concentrándose, más que en las torturas del vejete, en
la curiosidad sexual de la mujer. Por una parte, salvó la comicidad alegran-
do el tempo del pecado y acelerando la gesticulación; por otra, sacrificó el
proceso psicológico y la intensidad moral. La ligereza mecaniza el acto de
pasión, ya que el encuentro con el galán que, en escena, durará cosa de tres
minutos, no da plausibilidad al desenfrenado despertar de la sensualidad en
Doña Lorenza, mermando así la trascendencia de la falta28.

Como se echa de ver, al agudo comentario del autor del Itinerario del
entremés no pone en tela de juicio la existencia previa del material fol­klórico,
reelaborado y literarizado por los novellieri y la comedia erudita. Al con-
trario, nos permite apreciar el alcance exacto de estas mediaciones en
las sucesivas etapas de la labor cervantina. Lo que importa recordar, al
respecto, es que las correspondencias establecidas por Asensio no afec-
tan dos textos, sino tres: las dos versiones de la novela y el entremés. Así
enfocado, el cotejo que hemos emprendido nos descubre, no sólo las
semejanzas de fondo ya observadas por la crítica, sino una amplia serie
de analogías formales que nos permiten confirmar y concretar, en el
plano de la escritura, el proceso aquí señalado.

27
Asensio, 1965, p. 99.
28
Asensio, 1965, p. 108.
154 JEAN CANAVAGGIO

En primer lugar, el canon estético del entremés imponía de entrada


una concentración de los elementos entresacados de la novela. Esta con-
centración no sólo afecta el número de personajes, sino la presentación
de los datos previos a la acción. En las dos versiones de El celoso extre-
meño, corresponde al narrador detallar las medidas que toma Carrizales
para arreglar la casa donde encierra a su mujer: «Aun no consintió que
dentro de su casa hubiese algún animal que fuese varón. A los ratones
della jamás los persiguió gato, ni en ella se oyó ladrido de perro; todos
eran del género femenino»29. En El viejo celoso, el protagonista, como se
sabe, se llama Cañizares, un cambio de onomástica sobre el cual Maurice
Molho ha llamado nuestra atención30. Cañizares, pues, comparte la mis-
ma obsesión que su alter ego; pero quien ahora nos pone al tanto de sus
disparatadas precauciones es la propia esposa del vejete, al quejarse ante
Hortigosa y Cristina de su triste condición: «No […] desterrara della
los gatos y los perros, solamente porque tienen nombre de varón»31. De
este modo, queda abolida la distancia marcada en la novela por la técnica
narrativa, en beneficio del lamento de una mujer que se revela frustrada
desde el principio y no, como la inocente Leonora, enajenada por la
vida regalada que comparte con sus esclavas en su cárcel dorada.
Paralelamente, la estilización burlesca operada por Cervantes reela-
bora el texto primitivo, desarrollando sus potencialidades cómicas. Así
de la condición del marido, a partir del momento en que se dedica a
su nueva vida. De Carrizales se nos dijo que «de día pensaba, de noche
no dormía, él era la ronda y centinela de su casa»32. Cañizares no hace
otra cosa, pero es su esposa quien evoca su ronda perpetua: toda la no-
che —declara doña Lorenza a su sobrina Cristina— «anda como trasgo
por toda la casa»33 . En otros términos, el nuevo perfil que nos ofrece el
vejete, tal como lo traza su mujer, no comporta referencia alguna a las
ideas negras que, según el narrador, iba revolviendo Carrizales al com-
pás de sus celos; viene ahora cifrado en la gesticulación de un trasgo,
cuyo aspecto saltarín y, como tal, grotesco, ya que se trata de un setentón,
oblitera las inquietudes que podría experimentar doña Lorenza ante la
presencia en su casa de un ente sobrenatural.

29
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 335.
30
Molho, 1990, p. 744.
31
Cervantes, Entremeses, p. 205.
32
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 335.
33
Cervantes, Entremeses, p. 206.
RETORNOS a Cervantes 155

En la novela, nos enteramos una vez más por el narrador de cómo el


celoso se las arregló para que ningún sastre viniera a tomar a Leonora
las medidas de los muchos vestidos que pensaba hacerle, «que fueron
tantos y tan ricos, que los padres de la desposada se tuvieron por más
que dichosos en haber acertado con tan buen yerno»34. ¿Qué contento
recibió Leonora de tantas joyas y regalos? Este detalle se pasa por alto.
En cambio, en el entremés, es doña Lorenza la que nos informa del caso
en su conversación con la vecina, manifestando su disconformidad en
términos expresivos:

Que no quiero riquezas, señora Ortigosa; que me sobran las joyas, y me


ponen en confusión las diferencias de colores de mis muchos vestidos; hasta
eso no tengo que desear, que Dios le dé salud a Cañizares; más vestida me
tiene que un palmito, y con más joyas que la vedriera de un platero rico35.

Mientras Cañizares, en vez de delegar sus poderes al narrador, como


hacía Carrizales, expresa de viva voz sus inquietudes y su angustia, doña
Lorenza, a diferencia de Leonora, evidencia una frustración previamente
interiorizada por ella. De la misma manera, el que sea el propio vejete,
y no el narrador omnisciente, quien afirma a su compadre que «es más
simple Lorencica que una paloma»36, nos invita a poner en tela de juicio
una virtud que no tardará en ceder ante las insinuaciones de Hortigosa
y los atractivos del galán.
Incumbe también al narrador dar cuenta, en la novela, de cómo
Carrizales no llegó a unirse carnalmente con la niña a la que eligió
como esposa: «Comenzó a gozar como pudo los frutos del matrimonio,
los cuales a Leonora, como no tenía experiencia de otros, ni eran gus-
tosos, ni desabridos»37. En el entremés, ya no es el narrador el que nos
sugiere a medias palabras la realidad de este trato, dando libre campo a
la imaginación del lector, sino el propio Cañizares, al confesar el temor
que le nace de que «no pasará mucho tiempo en que no caya Lorencica
en lo que le falta»38. Al compadre que le dice que «con razón se puede
tener este temor, porque las mujeres querrían gozar enteros los frutos

34
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 331.
35
Cervantes, Entremeses, p. 205.
36
Cervantes, Entremeses, p. 210.
37
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 333.
38
Cervantes, Entremeses, p. 209.
156 JEAN CANAVAGGIO

del matrimonio», contesta el vejete acudiendo a una imagen que no


necesita comentario: «La mía los goza doblados»39.
En cuanto a la llave que Carrizales solía poner debajo de la almo-
hada40, Cañizares, al decir de Cristina, se la pone entre las faldas de la
camisa, dando lugar a una respuesta equivocadamente procaz de doña
Lorenza a la muchacha: «No lo creas, sobrina; que yo duermo con él, y
jamás le he visto ni sentido que tenga llave alguna»41. Del mismo modo,
en tanto que el narrador, en la novela, nos refiere la momentánea nega-
tiva de Leonora, a la hora de meter a Loaysa en casa, «porque le pesaría
en el alma»42, en el entremés, es la propia esposa quien expresa de viva
voz sus reticencias: «Como soy primeriza, estoy temerosa, y no querría,
a trueco del gusto, poner a riesgo la honra»43.
Esta transformación hubiera podido generar una esquematización
caricaturesca de la anécdota sustancial. Pero el movimiento de la intriga
y el ritmo del diálogo confieren a la acción una naturalidad que tras-
ciende los requisitos de la mera verosimilitud material. En tanto que la
lenta y morbosa narración del asedio por Loaysa de la casa de Carrizales
va cediendo el paso ante una expresiva teatralización de los preparativos
de la burla padecida por Cañizares, el rifacimento operado por Cervantes
desarrolla las potencialidades del diálogo de los personajes. La susti-
tución de las doncellas de Leonora por la sobrina de doña Lorenza,
aquella Cristinica vivaracha y desvergonzada, encuentra en este diálogo
su justificación. En la primera versión de El celoso extremeño, una mu-
chacha sin nombre surge por primera vez del coro de las criadas en el
momento en que Loaysa se ofrece a traer «unos polvos que le echasen
[al celoso] en el vino, que le harían dormir más que de ordinario y con
pesado sueño»: «¡Jesús y válame —dijo una de las doncellas— Y si eso
fuera verdad, ¡qué buen día había entrado por nuestras puertas!»44. En la
versión definitiva, la misma empieza por expresar su deseo en términos
parecidos, pero pronto adquiere mayor volumen y presencia al dejarse
llevar por su anhelo, exclamando a voz en grito:

39
Cervantes, Entremeses, p. 210.
40
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 351.
41
Cervantes, Entremeses, p. 206. Sobre el significado sexual de llave, ver las ocurren-
cias registradas en Alzieu, 1975, p. 342.
42
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 349.
43
Cervantes, Entremeses, p. 205.
44
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 696.
RETORNOS a Cervantes 157

¡Ay señor mío de mi alma, traiga esos polvos, así Dios le dé todo el bien
que desea! Vaya, y no tarde; tráigalos, señor mío, que yo me ofrezco a mez-
clarlos en el vino y a ser la escanciadora; y pluguiese a Dios que durmiese
el viejo tres días con sus noches, que otros tantos tendríamos nosotras de
gloria45.

Queda por saber si el texto de Porras corresponde efectivamente a


una primera redacción hecha por Cervantes y corregida luego por él
en vísperas de la publicación de las Novelas ejemplares. En contra de este
planteamiento, Geoffrey Stagg ha argumentado que varias diferencias
entre las dos versiones se deben en realidad a unos errores de lectura
cometidos por el copista del códice, a partir de un texto que supone
idéntico al de 1613. Por lo cual concluye que la versión que suele califi-
carse como primitiva —la de Porras— es en realidad una transcripción
deturpada de un texto anterior, compuesto por Cervantes y recogido
por él algunos años más tarde en su edición46. Ahora bien, sin desestimar
esta argumentación, cabe observar que el perfil que nos ofrece la don-
cella en el texto de Porras, si éste se considera posterior y no anterior
al texto publicado, implica una amplia reelaboración que no se puede
explicar por meros errores de transcripción. Deberíamos suponer, en
efecto, que el licenciado no se limitó a copiar una redacción manuscrita
de Cervantes, sino que la modificó en más de un lugar, llegando a sus-
tituir la resistencia de la muchacha a las solicitaciones de Loaysa, por su
derrota en brazos del galán. En otros términos, en vez de hacer suya la
remodelación boccachesca del licenciado, Cervantes, a la hora de pu-
blicar su novela, hubiera restablecido una peripecia que la crítica tradi-
cional siempre consideró como una concesión a la moral postridentina.
Más plausible, por consiguiente, nos parece considerar la interven-
ción de la doncella, tal como se observa en la versión de 1613, como
una reescritura de la que se encuentra en Porras. Otro tanto puede de-
cirse del episodio en que la misma criada, tras haber oído el juramento
de Loaysa de que no hará más de lo que se le ordenare, vuelve a tomar la
palabra, dando una gran voz, para conformarse con la promesa del viro-
te47. En ambas versiones, expresa su conformidad en términos similares.
Pero, en el texto de 1613, el narrador puntualiza que «con atención le

45
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 347.
46
Stagg, 1984
47
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 702.
158 JEAN CANAVAGGIO

había estado escuchando»; y, para valorar su convicción, la doncella no


se limita a exclamar, como antes: «¡Mal haya yo si más quiero que jures!»,
sino que reincide en su aprobación con la siguiente imagen: «¡Pues, con
sólo lo jurado podías entrar en la misma sima de Cabra!»48. Así, pues, la
creciente individualización de esta muchacha anónima prepara, en cier-
to modo, su relevo en el entremés por Cristina.
Por cierto, la trágica suerte que conoce Carrizales al final de la novela
no puede compararse con la peripecia jocosa mediante la cual Cañizares
queda burlado y escarmentado. Como ha observado Maurice Molho, la
crudeza de esta peripecia no se debe a diferencias del proyecto temáti-
co, que es el mismo, sino a la especificidad genérica de cada obra, que
nos da la clave de la reescritura operada por Cervantes49. Sin embargo,
si bien El celoso extremeño introduce caracteres, es decir personajes para-
digmáticos que, por sus actos y discursos, definen un comportamiento
moral, no es del todo seguro que El viejo celoso se limite a sacar muñecos
cómicos como son los de la farsa. Cabe recordar, al respecto, cómo se va
desarrollando la secuencia de la burla. Doña Lorenza, como ya vimos,
reprocha al vejete haber echado a Hortigosa sin miramientos, teniendo
así «condición de bárbaro y de salvaje»50. Con este pretexto va a ence-
rrarse en su cuarto, siguiendo el consejo de Cristina de la que se despide
con una clara amenaza destinada a su marido: «y aun quizá no me verá
la cara en estas dos horas; y a fe que yo se la dé a beber, por más que
la rehúse»51. Entiéndase, siguiendo la aclaración que nos da Correas: «a
fe que yo le daré a sentir alguna pesadumbre, en venganza del disgusto
que me dio»52. Doña Lorenza que, hasta ahora, se limitó a consentir que
Hortigosa introdujera en su casa al galán, es la que, en adelante, pro-
tagoniza la secuencia como burladora, en tanto que Cañizares resulta
burlado, ya no por la vecina, sino por su propia esposa. Pero la burla no
consiste únicamente en un adulterio fulminante cometido entre basti-
dores, sino en cómo la mujer llega a representarlo ante el celoso, a pesar
de la puerta que los separa: celebrando las gracias de un galán «mozo,
bien dispuesto, pelinegro, y que le huele la boca a mil azahares»53; co-

48
Cervantes, Novelas ejemplares (ed. García López), p. 355.
49
Molho, 1992, p. 745.
50
Cervantes, Entremeses, p. 214.
51
Cervantes, Entremeses, p. 215.
52
Correas, Vocabulario de refranes, citado por Cervantes, Entremeses, p. 215, n. 12.
53
Cervantes, Entremeses, p. 215.
RETORNOS a Cervantes 159

mentando sus aptitudes amorosas que, a diferencia de las de su marido,


no son burlas, «sino veras, y tan veras, que en este género no pueden ser
mayores»54; por fin, proclamando su descubrimiento del placer físico, un
placer que, por culpa de la impotencia del vejete, le era hasta entonces
desconocido: tras confesar que le tiemblan las carnes «por amor de la
vecina», exclama: «ahora echo de ver quién eres, viejo maldito, que hasta
aquí he vivido engañada contigo»55.
Con estas palabras, doña Lorenza confirma lo que hemos podido
comprobar desde el principio: es ella la que fue burlada primero por
quienes la casaron por interés con un hombre impotente y celoso; pero
su inocencia de primeriza no le permitió darse cuenta del engaño que
se le hizo y que acaba de medir a raíz del goce que le ha revelado el
galán. Como esta peripecia amorosa no tiene un solo testigo, sino dos,
puesto que Cristina comparte con Cañizares la secuencia que les ofrece
su tía, el interés de sus comentarios radica en que la perspectiva que in-
troduce confiere mayor expansión a la burla. Cristina, en efecto, empie-
za por pedir al vejete que riña a su esposa, «porque no se atreva, ni aun
burlando, a decir deshonestidades»56. Para la sobrina, pues, doña Lorenza
no ha llegado todavía a burlar a su marido, cometiendo el adulterio: se
burla de él, haciéndole creer que lo comete, por lo cual «se desvergüen-
za mucho», aunque limitándose a decir «deshonestidades» que tan sólo
merecen llamarse «locuras» y «niñerías»57. En este contexto, más bien
anodino, debe entenderse la primera reacción de Cañizares —«Pues a
fe que no estoy yo de gracia para sufrir estas burlas»58—, así como lo
que le dice a su mujer al entrar en su cuarto: «aunque sé que te burlas, sí
entraré para desenojarte»59. Es entonces cuando doña Lorenza le da con
la bacía de agua en los ojos, obligándole a que vaya a limpiarse, mientras
sale el galán sin ser notado. Prosigue, pues, el mismo desdoblamiento
de perspectivas: en un primer nivel, doña Lorenza se burla del vejete, con
una burla de palabras que pasa a ser una burla de obras que arremete a
los ojos; en un segundo nivel, la misma protagonista burla a su marido,

54
Cervantes, Entremeses, p. 215.
55
Cervantes, Entremeses, p. 215.
56
Cervantes, Entremeses, p. 215.
57
Cervantes, Entremeses, p. 215.Ver al respecto las finas observaciones de Wardropper,
1981.
58
Cervantes, Entremeses, p. 216.
59
Cervantes Entremeses, p. 216.
160 JEAN CANAVAGGIO

facilitando la salida del galán tras haber cometido el adulterio, y arreme-


tiendo, no a los ojos, sino a la honra de su marido.
Introduce entonces una tercera dimensión el llanto de doña Lorenza
por la mala suerte que quiso que se casara con un impotente, hacien-
do éste «de las mentiras verdades y de las burlas veras». Al prorrumpir
en gritos hasta que acudan los vecinos, provoca el susto de Cañizares:
«¡Vive Dios, que creí que te burlabas, Lorenza! Calla»60. Por un lado,
en una clara sucesión temporal, parece que el vejete entiende que su
esposa ha pasado de las burlas a las veras: creyó que se burlaba, pero fue
un error, puesto que ésta acaba de cambiar de tono, echándole en cara
improperios y maldiciones. Por otro lado, en un proceso no sucesivo,
sino coincidente, «creí que te burlabas» puede sobreentender «ahora veo
que no sólo te burlaste de mí, sino que me burlaste, consumando pública-
mente un adulterio que parecía imposible que se cometiera en una casa
como la nuestra». ¿Debe concluirse, entonces, que, al pasar de la novela
al entremés, los personajes quedaron convertidos en títeres de retablo?
La secuencia que acabamos de examinar no aboga, ni mucho menos, en
este sentido: el rico semantismo, aprovechado aquí por Cervantes, del
vocabulario de la burla, así como las múltiples lecturas originadas por
el uso de este vocabulario, determinan, al contrario, un perspectivismo
irreductible a cualquier esquematización. Además, cabe tener en cuenta,
más allá de un desenlace aparentemente jocoso, el trasfondo sobre el
cual se recorta la burla. Este trasfondo no consiste en una unión libre
entre iguales, sino en un matrimonio llevado a cabo por imposición fa-
miliar entre un setentón incapaz de cumplir sus deberes y una jovencita
convertida en objeto de lujo, acorde con las normas de una sociedad
sometida a los imperativos del dinero. En este sentido, el desahogo de
doña Lorenza trasciende no sólo la tradición de la que procede inicial-
mente el entremés, sino el alcance inicial del embuste imaginado por
Hortigosa: al expresar la rebelión de la muchacha contra la sujeción que
le fue impuesta, sella una cabal reivindicación de identidad61.

60
Cervantes, Entremeses, p. 217.
61
Punto recalcado por Chevalier, 1999, p. 103.
EL QUIJOTE
DON QUIJOTE ENTRE BURLAS Y VERAS:
LA AVENTURA DE LOS GALEOTES

Quien pretende reconstruir la trayectoria seguida por don Quijote


durante cuatro siglos, desde su nacimiento como personaje hasta la vi-
sión que nos formamos actualmente de él, ha de emprender una autén-
tica aventura. Los escollos que tiene que sortear proceden, en primer
lugar, del sinnúmero de continuaciones e imitaciones de desigual valor
que han venido a enriquecer la crónica de sus hazañas1. Se explican
también por las múltiples adaptaciones teatrales, musicales, cinemato-
gráficas que, al llevarlo más allá del ámbito de la literatura, han concu-
rrido, junto con sus interpretaciones gráficas, a fomentar la conversión
del personaje en mito y su difusión por el mundo entero2. Finalmente,
se deben al hecho de que esta proyección mítica se ha compaginado
con un doble proceso, más difuso y sutil a la vez, según el cual cuanto
más el personaje novelesco se obstina en enfrentarse con el mundo, más
se esconde o se resiste este mundo, ahondando así el abismo, trágico o
cómico, existente entre la realidad y su representación3.
El problema que se nos plantea, por consiguiente, consiste en averi-
guar si este doble movimiento o, si se prefiere, esta dialéctica de contra-
rios se observa ya en los dichos y hechos del ingenioso hidalgo, tal como
lo concibió su creador. A primera vista, diríamos que sí, a juzgar por la
actitud de cuantos se ponen a conversar con él. El caballero del Verde
Gabán, en el momento en que lo alcanza por el camino, se sorprende
de la extraña apostura del caballero y, al oír sus razones, pronto «tomó

1
Para una primera aproximación bibliográfica al tema, puede consultarse Close,
2005c.
2
Ver al respecto las sugestivas observaciones de Riley, 2001
3
Levin, 1975 y Welsh, 1981.
164 JEAN CANAVAGGIO

barruntos» de que «debía de ser algún mentecato», aguardando «que


con otras lo confirmase»4. No obstante, tras haberle convidado a su casa,
comparte el parecer del estudiante poeta, su hijo, al oír «las entremetidas
razones» de su huésped, «ya discretas y ya disparatadas»5.Y aun antes de
este encuentro, Sancho se hace eco de este constante oscilar, cuando, en
vísperas de su segunda salida con su amo, le da cuenta, en lo que toca a
su valentía, cortesía y hazañas, de la opinión en que lo tiene la gente del
lugar6. Sin embargo, si hemos de creer al escudero, la primera impresión
que don Quijote produce en el vulgo no suscita tantas dudas y vacila-
ciones: en efecto, todos se convencen de que se trata de un «grandísimo
loco»7.
Este común sentir fue compartido por los primeros lectores del
Quijote. El éxito inmediato que conoció, apenas salido de la imprenta
de Juan de la Cuesta, fue el de un libro de burlas y de entretenimiento,
en plena conformidad con el programa trazado por el amigo del es-
critor en el prólogo de la Primera parte: hacer que «el melancólico se
mueva a risa [y] el risueño la acreciente»8; por su parte, todos aquellos
que, siguiéndole, o bien introdujeron en sus fábulas al ingenioso hidal-
go, o bien aludieron a su fama, lo concibieron como una figura de risa:
así Guillén de Castro, en la comedia titulada Don Quijote de la Mancha9;
así, Quevedo, en su Testamento de don Quijote, donde nos muestra al
malogrado caballero, a la hora de morir, bien lejos de recobrar el juicio:
«Tendido sobre un pavés / cubierto con su rodela, / sacando como tor-
tuga / de entre conchas la cabeza…»10.
Asimismo, en la España de Felipe III, todos los espectáculos —bai-
les, mascaradas, desfiles— en que, según múltiples testigos, aparece el
Caballero de la Triste Figura, subrayan sus disparates a porfía, en perfecto
acuerdo con las gracias de su escudero11. Por lo que se refiere a Francia,
en 1626 el poeta Saint-Amant, en La chambre du débauché, evoca «ses

4
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), p. 822. Para un recuento de las opiniones emi-
tidas por los diferentes personajes acerca de esta reversibilidad entre locura y discreción,
ver Iffland, 1999, pp. 385 y ss.
5
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), II, 18, p. 852.
6
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), II, 2, p. 700.
7
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), II, 2, p. 701.
8
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), I, «Prólogo», p. 19.
9
Guillén de Castro, Obras dramáticas, vol. II, pp. 331-372.
10
Quevedo, Obras dramáticas, p. 915.
11
Ver los testimonios recogidos por Russell, 1978, p. 421.
RETORNOS a Cervantes 165

plus grotesques aventures» y, al referirse al episodio de los molinos, lo


muestra «en fort piteux train»: «dans un grand fossé plein de boue, /
aussi moulu comme le grain»12.
En Inglaterra, entre 1663 y 1678, época de la Restauración, Samuel
Butler imaginará a Sir Hudibras, campeón rídiculo de la causa presbite-
riana, bajo los rasgos de un caballero panzudo, flanqueado de su escude-
ro Rapho, igual de risible13.
Los lectores del Siglo de las Luces fueron los primeros en acercarse
desde otro enfoque a un personaje que dio tanto que reír a sus antepa-
sados. Por un lado, creyeron descubrir, detrás de la parodia cervantina,
un propósito satírico subversivo. Este hidalgo de aldea que se obstina
en defender con unas armas anacrónicas el ideal de una edad caducada,
chocando irremediablemente con la incomprensión de todos aquellos
con que se cruza, iba a prefigurar, para los ilustrados, si no la decadencia,
al menos el desfase de toda una nación con respecto al resto de Europa14.
Por otro lado, muchos entre ellos no dudaron en reconocerse en él, a
poco que hubiesen conocido ilusiones análogas y sufrido los mismos
sinsabores: «Cuando nos compadecemos de él, escribe el Dr. Johnson,
pensamos en nuestras propias deslilusiones, y cuando nos reímos, nues-
tro corazón nos advierte de que él no es más ridículo que nosotros, salvo
en un hecho, que dice lo que nosotros solo hemos pensado»15. Sin em-
bargo, serán los Románticos alemanes —Friedrich y August Wilhelm
Schlegel, Schelling, Tieck, Jean Paul Richter— quienes, en los albores
del siglo xix, vengan a dar el salto decisivo. Para Friedrich von Schelling,
a quien debemos la exposición más detallada de este nuevo concepto,
el tema central del Quijote es la lucha entre lo real y el ideal. En la
Primera parte, el ideal choca con el mundo de todos los días y sus va-
riaciones; en la Segunda, el héroe es víctima de una mistificación, hasta
el punto de que el mundo con el que en adelante entra en conflicto es

12
«En lamentable estado / en una gran zanja llena de barro / tan molido como el grano»,
Saint-Amant, La Chambre du débauché, pp. 87-90.
13
Ver Hazard, 1931, pp. 299-301.
14
Nos referimos aquí al concepto que el siglo xviii se formó del personaje, y no
al valor de ejemplo que el arte narrativo de Cervantes tuvo para los novelistas ingleses
del período, como Fielding o Sterne: grandes admiradores del Quijote, no se limitaron,
ni mucho menos, a convertir a sus respectivos protagonistas —Joseph Adams,Tom Jones
o Tristram Shandy— en meros émulos del ingenioso hidalgo. Ver al respecto Paulson,
1998.
15
Paulson, 1998, p. 5.
166 JEAN CANAVAGGIO

presuntamente ideal. Mistificación dolorosa y brutal, tal como la que le


preparan los duques, de modo que el ideal que encarna el héroe en su
locura se debilita y sucumbe. No obstante, en el conjunto de la obra, el
ideal triunfa claramente, incluso en la Segunda parte, y esto debido a
la vulgaridad y a la infamia de los adversarios del caballero. Así, a pesar
de sus imperfecciones y de su locura, don Quijote es un ser noble que,
siempre que no se trate de libros de caballería, manifiesta un espíritu tan
superior que ninguno de los ultrajes de que es objeto logra humillarlo16.
Expresión por excelencia de la dualidad humana, síntesis del drama y
de la epopeya, símbolo del encuentro del Ser y del No-Ser, la empresa
quijotesca no se limita a plasmar el Volksgeist ibérico; trasciende esta
dimensión meramente nacional, convirtiéndose en una odisea mítica
cuyo protagonista, mártir de un Absoluto encarnado en la figura de
Dulcinea, será el héroe de los Tiempos Modernos17.
Esta transfiguración, en la que los valores cómicos del libro quedan
reinterpretados en tanto que marca de una ironía desengañada, caracte-
rística de una autobiografía espiritual novelada, no tarda en imponerse
por toda Europa. Entre los artistas que contribuyen a difundirla, Honoré
Daumier y, más aun, Gustave Doré nos permiten medir la distancia que
separa sus intepretaciones gráficas de la obra de Cervantes de la visión
esencialmente cómica, por no decir burlesca, de los primeros ilustra-
dores18. Este nuevo acercamiento iniciado por los románticos ha sido
compartido, en lo esencial, por sus herederos: sea que, al estilo de un
Turgueniev19, éstos consideren que don Quijote encarna la fe en una
verdad eterna, superior al individuo, sea que les aparezca movido, en la
línea de Unamuno, por una auténtica sed de inmortalidad20.
¿Cómo nos situamos, hoy en día, frente a este complejo proceso?
O, para decirlo de otro modo, ¿cómo aquellos que saben quién es don
Quijote, pero ignoran todo, o casi todo, de sus aventuras, conforman su
visión del Caballero de la Triste Figura? Se ha observado que la única
representación que de la novela de Cervantes tienen muchos de nues-
tros contemporáneos es una simple imagen: la de un alto y delgado
cincuentón que, sobre su escuálida montura, se precipita, lanza en ristre,

16
Bertrand, 1914, pp. 189-201.
17
Además del citado libro de Bertrand, ver Brûggemann, 1958 y Close, 2005c.
18
Givanel y Mas, 1946.
19
Turgueniev, 1879 (retrato de I. Repin).
20
Unamuno, 1988.
RETORNOS a Cervantes 167

sobre los molinos de viento. Una imagen que se debe más a la icono-
grafía que a la escritura, siendo ésta una de las razones que han hecho
pasar a don Quijote del libro al mito, es decir en tanto que signo que se
ha desligado del texto que fue inicialmente su soporte21. Pues bien, esta
imagen admite las dos facetas del personaje: la generosidad del defensor
de los oprimidos, por un lado y, por otro, la ausencia del sentido de la
realidad, generadora de sus llamadas «quijotadas».
Esta visión ambivalente aúna, aunque sin llegar a sintetizarlas, las in-
terpretaciones sucesivas que se han dado de nuestro caballero, y se podría
pensar que constituye una manera de punto conclusivo en la gravitación
que hemos intentado trazar a grandes rasgos. No obstante, toda una
corriente del cervantismo actual pretende acabar con ella. Haciendo
hincapié en la supuesta deriva de una hermeneútica que habría perdi-
do el rumbo, ha llegado a considerar que ya es hora de volver al recto
significado del libro. Este significado, según esta corriente, iniciada en
Inglaterra por Peter Russell y encarnada con especial brillantez por el
llorado Anthony Close22, ha de deducirse del propósito de Cervantes,
tal como lo expresó en el «Prólogo» de 1605, y tal como lo entendieron
sus contemporáneos; en otros términos, partiendo del valor estructural
que reviste una parodia asentada en la monomanía del protagonista,
generadora de sus afanes, sus desplantes y sus caídas, y no de los móviles
que le prestarán, dos siglos más tarde, sus admiradores. ¿Cómo explicar,
entonces, que se perdiera este concepto? Si hemos de creer a Russell y a
sus seguidores, por múltiples factores. En primer lugar, ya no se concede
a lo cómico y, muy especialmente, a la risa carnavalesca, el valor tera-
peútico y estético que en otro tiempo se le reconocía: los niños y sólo
los niños pueden reír ahora con las aventuras de don Quijote, como si
nosotros tuviéramos que renegar del niño que todos llevamos dentro.
Además, al no disponer de las claves necesarias, no podemos captar ple-
namente una comicidad fundada en la parodia, puesto que los libros de
caballerías que son su referencia, a menudo implícita o alusiva, se nos
han vuelto extraños. Por consiguiente, ya no somos capaces de deslindar
entre las dos formas de lo burlesco que nos ofrecen las hazañas del pro-
tagonista: por un lado, un burlesco noble encarnado por un hidalgo de
aldea que toma una venta por un castillo y, por otro lado, un burlesco
bajo, nacido de los golpes y palizas a que le exponen sus peores de-

21
Combet, 1991, pp. 11-15 y Riley, 2001.
22
Russell, 1978 y Close, 2001.
168 JEAN CANAVAGGIO

venturas. Finalmente, la locura, como ha mostrado Michel Foucault, es


para nosotros una fuente de inquietud: es incongruo, indecente incluso,
burlarse del loco como gustaba hacerlo el siglo xvii, y sentimos como
trágica, en una época como la nuestra que sigue exaltando al individuo,
considerándolo como referencia suprema, la soledad de un héroe que su
creador nos muestra incomprendido por todos23.
¿Qué pensar, en tales condiciones, del radical cambio de rumbo ini-
ciado por la crítica inglesa? Volver a la intención declarada al final del
prólogo de 1605 y reiterada por Cervantes diez años más tarde, al des-
pedirse de su público, era, por cierto, imprescindible para desempolvar
al ingenioso hidalgo de las glosas acumuladas durante dos siglos, aunque
los escasos testimonios que se conservan de la acogida que le fue reser-
vada en la época de Felipe III no nos permitan reconstruir con todo
detalle el horizonte mental de sus primeros lectores. Pero otra cosa es
deducir de esta arqueología de conjeturas lo que sería «la» verdad del
Quijote. Cuando Sancho se despide de los duques para tomar posesión
de su gobierno, el narrador nos declara que «los sucesos de don Quijote
o se han de celebrar con admiración o con risa»24. Para Peter Russell, y
en contra de lo que se suele pensar, no se trata aquí de una alternativa,
sino que esta frase ha de entenderse en sentido puramente copulativo,
compaginando dos términos indisolublemente unidos25. Sin embargo, el
lector de hoy tiende de manera espontánea a separarlos, oscilando entre
admiración y risa ante los hechos del ingenioso hidalgo, valiente, pero
desgraciado, como decía Sancho, en un movimiento pendular propio
del perspectivismo cervantino. Por cierto, en opinión de Close, no hay
tal perspectivismo, sino en la mente de quienes inventaron y usaron este
concepto: Américo Castro, primero, en El pensamiento de Cervantes, para
caracterizar la visión del mundo del escritor, y, luego, Leo Spitzer, quien
lo retomó desde nuevos supuestos, para ejemplificar las aplicaciones de
la lingüística a los textos cervantinos26. Pero ¿hasta qué punto resulta
posible mantener semejante refutación si, en vez de deducir de nuestra
lectura de un determinado episodio el significado inmanente que se
supone que reviste, nos aplicamos a enfocarlo en su cabal contextuali-

23
Foucault, 1961.
24
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), II, 44, p. 1072.
25
Russell, 1978, p. 434.
26
Castro, 1972, pp. 23-122 y Spitzer, 1955. Anthony Close rebate este concepto,
para matizar luego, aunque sin llegar a retractarse, esta refutación (Close, 1995).
RETORNOS a Cervantes 169

zación, es decir dentro de la dialéctica de las recepciones sucesivas que,


en el transcurso de cuatro siglos, han venido a enriquecerlo? Es lo que,
precisamente, nos proponemos hacer ahora, eligiendo como botón de
muestra aquella que Unamuno consideraba como una de «las más gran-
des aventuras» de don Quijote, «si es que no la mayor de todas ellas»27:
su encuentro con los galeotes, en el capítulo XXII de la Primera parte,
y la libertad que dio a aquellos «desdichados que, mal de su grado, los
llevaban donde no quisieran ir»28.
Como apunta Martín de Riquer en su Aproximación al «Quijote»,

amo y escudero se topan con una comitiva formada por doce hombres
encadenados que caminan custodiados por los guardianes que los condu-
cen, como delincuentes que son, a cumplir la condena remando en las
galeras del Rey. Don Quijote los detiene y se informa detalladamente de
sus fechorías, que con desparpajo y sorna le cuentan los propios maleantes,
entre los que se destaca Ginés de Pasamonte29.

No sólo por ser el más cargado de delitos y cadenas, sino por su ma-
nera de contestar a las preguntas que se le hacen y por haber empezado
a escribir el libro de su vida. Don Quijote, interpretando literalmente
uno de los fines de la caballería andante —dar libertad al forzado— li-
berta a los galeotes, contando con su colaboración. Ahora bien, ellos se
niegan a hacer lo que les pide su libertador en señal de agradecimiento:
ir a presentarse ante Dulcinea, cargados de sus cadenas. El furor que su
negativa provoca en don Quijote ocasiona su desgracia, puesto que él
y Sancho acaban apedreados «por los mismos a quien tanto bien había
hecho»30.
Hasta una época reciente, la mayor parte de quienes han comentado
esta aventura han coincidido en interpretarla como una hazaña cuyo
desenlace deja sin duda malparado al caballero, pero cuya trascendencia
rebasa ampliamente este fracaso. La raíz de esta interpretación ha de
buscarse en el trastrueque de perspectivas que hace de don Quijote la
víctima de aquellos mismos que, en el comienzo del capítulo, se le apa-
recieron como unos oprimidos. Este trastrueque, aunque sea variante
del proceso de reversibilidad que, a lo largo de la novela, va asociando

27
Unamuno, 1988, p. 250.Ver Close, 1978, pp. 136-158.
28
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), I, 22, p. 257.
29
Riquer, 1967, p. 116.
30
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), I, 22, p. 271.
170 JEAN CANAVAGGIO

engaño y desengaño, no deja de presentar aquí un carácter específico.


En efecto, don Quijote se enfrenta con una situación harto más com-
pleja que las que reelaboró hasta entonces según su fantasía. Además,
este enfrentamiento, al ahondarse a través del diálogo que entabla con
seis de los galeotes, viene a confirmarlo en una empresa que, si bien
parece concordar de modo ejemplar con la misión que se ha asignado
a sí mismo, coincide al mismo tiempo con el anhelo de los forzados,
afirmándose por consiguiente como un acto subversivo. Sólo que, al
aferrarse obstinadamente a su propia lógica, el autor de este acto no sale
escarmentado, sino apedreado por los que le deben su libertad.
Desde semejante planteamiento, la tensión que nace del conflicto
entre los galeotes y su libertador no se puede medir por las motiva-
ciones invocadas por los personajes, sino que estriba en una oposición
drástica entre dos conceptos de la justicia. Del primero, recordado por
Sancho a su amo en el momento en que ven surgir en el camino a la
cadena de forzados, se vale el Estado para mandar, en nombre del rey, a
los delincuentes a galeras, manteniendo así el orden establecido y repri-
miendo cualquier intento dirigido contra él. El otro concepto lo aduce
don Quijote para poner en libertad a unos condenados cuya culpabi-
lidad le resulta de poca monta, ya que las penas que los castigan no se
pueden comparar con los delitos que cometieron, siendo además dicta-
das por unos jueces cuya venalidad y parcialidad quedan fuera de duda.
Una vez admitida esta oposición esencial por todos aquellos que
se situán en esta línea, las divergencias que los separan se nos apare-
cen accesorias. Para los unos —Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno,
Américo Castro— don Quijote, campeón de aquella justicia en sí que
reivindicó Montaigne en sus tiempos, denuncia, de palabra y de obra, la
inevitable imperfección de cualquier justicia humana31. Para los otros,
en cambio —Azorín, Ludovik Osterc, Francisco Olmos García— es la
justicia de los Austrias y de sus esbirros la que viene condenada de este
modo, y esto en términos que no dejan lugar a dudas32. De esta manera,
la primera vertiente de esta lectura, «idealista» o «ética» si se quiere, llega
a ver, en la derrota de don Quijote, no tanto el fracaso de cualquier
justicia natural y espontánea, sino las contradicciones infranqueables

31
Ganivet, 1906, pp. 61-62; Unamuno, 1988, pp. 250-258; Castro, 1972, pp. 194-
195. El primero en defender la visión de un don Quijote heraldo de la justicia natural
parece haber sido Díaz de Benjumea (ed.), Don Quijote de la Mancha, pp. 544-549.
32
Azorín, 1948; Osterc, 1963, pp. 227-233; Olmos García, 1978.
RETORNOS a Cervantes 171

que genera, al pasar del plano de los valores ideales al de las realidades
terrestres. Por su parte, su vertiente «materialista» o, si se prefiere, «po-
lítica», juzga este fracaso como propio de una empresa utópica cuyo
destino final evidencia, de modo simbólico, que la vía revolucionaria
es la única respuesta posible a los problemas que se plantea una socie-
dad real y concreta33.
Este género de extrapolación es precisamente el que no admite
aquella corriente interpretativa a la que nos hemos referido más arriba,
surgida en reacción contra la visión romántica de un don Quijote pala-
dín del ideal caballeresco y, en este caso, justiciero malogrado. No es que
pretenda, como hicieron los eruditos españoles del siglo pasado, rebatir
esta visión defendiendo en términos legalistas la suerte reservada a unos
forajidos34, sino que reprocha a los unos y a los otros el haber situado el
debate en un terreno inadecuado —el de la supuesta concepción cer-
vantina de la justicia— en vez de tener en cuenta el carácter propiamen-
te literario de una aventura de ficción. Compartido por las diferentes
tendencias del cervantismo tradicional, este error de perspectiva denota,
según los que lo condenan, una verdadera obcecación ante un texto
cuya irónica ambigüedad ha sido pasada por alto. Así es como no se con-
cedió suficiente atención a las respuestas capciosas que los galeotes dan a
las preguntas del caballero, cuando éste pretende enterarse de los delitos
que cometieron. Así pudo tomarse al pie de la letra el discurso sofístico
que éste dedica al ejercicio de la auténtica justicia, sin relacionarlo con
el contexto en que se sitúa. Así se llegó a atribuir este discurso, no a un
ente de ficción nacido de la pluma de Cervantes, sino al propio escritor,
catalogado, en esta circunstancia, como humanista utópico, y del que se
supone, en una petición de principio, que estuvo en abierta disconfor-
midad con el común sentir de su época. Importa, pues, en opinión de
sus impugnadores, romper con una interpretación a todas luces inadmi-
sible: no sólo por prestar a Cervantes unas intenciones subversivas que

33
José Antonio Maravall, por su parte, enfoca el debate desde otra perspectiva.
Según él, en tanto que caballero que quiere hacer justicia por su mano, don Quijote
pugna con la formalización jurídica a que aspiran los que ocupan los cargos de la nueva
Administración, como instrumentos de un Estado que pretende que no haya más ley ni
más justicia que las suyas (ver Maravall, 1976, p. 83).
34
Entre otros Rodríguez Marín, 1947b; González de Amezúa, 1956, p. 68 y Riquer,
1967, p. 117.
172 JEAN CANAVAGGIO

nada permite asegurar35, sino, más aún, por desestimar completamente


la dimension cómica del episodio y supeditar su valor estético a una
trascendencia ideológica que bien podría ser puro anacronismo.
En reacción contra este planteamiento, juzgado del todo arbitra-
rio, ha ido elaborándose, durante los últimos treinta años, una auténtica
contralectura de la aventura de los galeotes: prefigurada ya por Erich
Auerbach hace más de medio siglo, en un aparte del famoso capítulo de
Mimesis que le inspiró el encantamiento de Dulcinea36, ha sido ampliada
y sistematizada por Anthony Close en los estudios que ha dedicado a
la recepción del Quijote y a sus interpretaciones sucesivas37. Para Close,
el significado del episodio no puede deducirse de un concepto teórico
de la justicia, difícil de entresacar, dicho sea de paso, de un texto de fic-
ción. Estriba más bien en la monomanía del ingenioso hidalgo, el cual,
si bien invoca el Derecho natural en el momento de pedir libertad para
los forzados, sólo se refiere a él para fundamentar un comportamiento
puramente mimético, moldeado sobre el precedente de Amadís y de
sus seguidores. Es el ejemplo de Amadís el que le lleva a interesarse por
aquellos «hombres a pie ensartados como cuentas en una gran cadena
de hierro por los cuellos». Movido por su afán mimético, el ingenioso
hidalgo admite sin reservas las razones artificiosas con que los galeotes
contestan, uno tras otro, a sus preguntas, alterando deliberadamente el
recto sentido de las voces. Una vez terminada su encuesta, don Quijote
dirige a los forzados, así como a los guardas o guardianes que los acom-
pañan, una arenga totalmente sofística38. Más adelante, tras haberlos
puesto en libertad, se le ocurre pedir a Ginés y a sus compañeros que
vayan a presentarse con sus cadenas ante Dulcinea, contestando luego
a su negativa con un arrebato de cólera que origina su desastre. Por fin,
cuando los cuadrilleros de la Santa Hermandad, valiéndose del manda-
miento que traen, pretenden detenerlo en la venta de Juan Palomeque,
les contesta recordándoles «que son esentos de todo judicial fuero los

35
Con la única excepción de Unamuno, el cual condena con fuerza la postura que
consiste en convertir a don Quijote en mero portavoz de Cervantes (ver Unamuno,
1988, pp. 252 y 256).
36
Auerbach, 1950, pp. 324-325.
37
Además de Close, 1978, ver Close, 1973 y 1974. Entre aquellos que ya pusieron
en tela de juicio la interpretación romántica del episodio, merece citarse Browne, 1958
y 1959.
38
Según Close, 1973, esta arenga recoge los diferentes casos de «espurio entimema»
repertoriados por Aristóteles en su Retórica.
RETORNOS a Cervantes 173

caballeros andantes y que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus
premáticas su voluntad»39. De esta manera, don Quijote impone desde
el principio a sus interlocutores unos papeles predeterminados por su
obsesión monomaníaca, así como complementarios del que se ha otor-
gado a sí mismo una vez por todas. En cuanto los supuestos oprimidos
dejan de conformarse con la máscara que les dio y que ya no les sirve
para nada, su libertador se convierte en víctima de la farsa que montó
y animó, aunque manteniéndose tan firme en su convicción que, en el
episodio de la venta, el cura acaba persuadiendo a los cuadrilleros que
lo dejen por loco40. En resumidas cuentas, la aventura de los galeotes, si
hemos de seguir a Close, presentaría una trayectoria enteramente confi-
gurada por la parodia, siendo, a fin de cuentas, una manera de comedia
del engaño y desengaño de don Quijote41.
Ahora bien, si es verdad que la hazaña del caballero libertador de
los galeotes remite a un modelo literario a partir del cual se estructura
como parodia, la «comedia» que origina tan sólo se cumple como tal en
cuanto que el diálogo de los personajes se constituye como el sistema
concluso descrito por Close, ordenándose según los protocolos de una
retórica capciosa y desembocando, a fin de cuentas, en un juego regido
por leyes propias. ¿Fue esta perspectiva la de los lectores de 1605? Se
suele afirmar que sí. Sólo que no pudo ser entonces, como ocurre ahora,
fruto de una reducción deliberada, dictada a partir de unos supuestos
metodológicos; se impuso más bien de manera espontánea, dado el co-
nocimiento directo que tenían aquellos lectores de los libros de caba-
llerías, el cual les permitía apreciar, sin pesquisas eruditas, los diferentes
matices de la parodia cervantina. Además, es de suponer que esta parodia
tuviera, al menos entre los discretos, una trascendencia mayor que la
que se fundamenta en la referencia a los Amadises. Para limitarnos a un
ejemplo significativo, las declaraciones de Ginés de Pasamonte sobre el
libro de su vida: libro de «verdades» y no de «mentiras», y que no puede
darse por concluso mientras el autor no acabe el curso de su existencia
—estas declaraciones, como ha mostrado Claudio Guillén, encierran

39
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), I, 45, p. 579.
40
Cervantes, Don Quijote (ed. Rico), I, 46, p. 580.
41
Sobre tales premisas descansa el importante estudio dedicado por Close a los
valores cómicos del Quijote, en relación con su contexto de época (ver Close, 2001).
174 JEAN CANAVAGGIO

una fina crítica de la forma seudoautobiográfica elegida por la picaresca,


una forma a la que la narrativa cervantina siempre permaneció ajena42.
Por otra parte, cualquiera que fuera, en aquel entonces, el alcance
efectivo de la burla, la preferencia que, en su acercamiento al episodio,
le otorgaron los contemporáneos de Cervantes nos da a entender que
hicieron caso omiso del trasfondo propiamente penal al que éste re-
mite para nosotros, o, al menos, lo supeditaron a la supuesta farsa de la
liberación de los forzados. Si lo consiguieron sin excesiva dificultad, es
porque, a diferencia de la suerte patética de los cautivos cristianos em-
barcados en las naves berberiscas, la dura condición de los remeros en
las galeras de España les resultaba mucho menos conmovedora: aquellos
delincuentes, aunque sometidos a jueces arbitrarios, padecían un castigo
menos cruel, en última instancia, que la mutilación o la horca que se
solía edictar, para casos semejantes, hasta los tiempos del Emperador
Carlos Quinto43. Además, la existencia que se les reservaba, si bien pe-
nosa, se legitimaba en cierto modo por la defensa de las costas andaluzas
y levantinas contra los corsarios argelinos y, en opinión de un testigo
tan fehaciente como Cristóbal Pérez de Herrera, protomédico de las
galeras de España y amigo de Mateo Alemán, era más envidiable que la
promiscuidad en cárceles inhóspitas e insalubres44. Desconectados, pues,
de una realidad amarga más conjurada que sugerida por sus irónicas
confidencias, los «desdichados» interpelados por don Quijote se perfila-
rían como las figuras de un entremés45, siendo el ingenioso hidalgo, en
esta representación, tracista y payaso a la vez.
¿Por qué aquella lectura no se mantuvo más allá del siglo xviii?
Quien pretendió, en sus tiempos, contestar a esta pregunta fue Azorín, al
afirmar que, en el momento en que se publicó su libro, «Cervantes fue
considerado como un escritor burlesco y chocarrero», sin que se viera
entonces, «ni mucho después, la verdadera trascendencia de [su] obra»46.
Expresada de esta forma, semejante opinión resulta difícil de compartir
tal cual. Por cierto, «sólo a lo largo de las generaciones [el Quijote] ha

42
Guillén, 1988.
43
Novísima Recopilación, libro XII, tit. XL, ley Iª. Acerca de la actitud de las Cortes de
Castilla, favorables a una pronta ejecución de las penas edictadas, ver Actas de las Cortes
de Castilla, vol. III, pp. 390-391 y vol. IV, pp. 437-438.
44
Pérez de Herrera, Amparo de pobres, ed. M. Cavillac, pp. 79 y 171.
45
Close, 1973, p. 105.
46
Azorín, 1947-1959, t. II, p. 816.
RETORNOS a Cervantes 175

ido adquiriendo su verdadero y profundo valor»47. Sin embargo, al des-


calificar el concepto que tuvieron de él sus primeros lectores, Azorín
no hace sino trastocar, por decirlo así, la postura mantenida por Close,
puesto que, lo mismo que él, no concede su debida importancia al de-
venir histórico del libro dentro del proceso dialéctico de sus recep-
ciones sucesivas. No basta afirmar, como hace, que «no han escrito las
obras clásicas sus autores: las va escribiendo la posteridad»48, sino que el
cambio de perspectiva observado a partir del siglo xix se debe a que las
condiciones de posibilidad de una lectura exclusivamente cómica de las
aventuras del ingenioso hidalgo dejaron de cumplirse en el nuevo hori-
zonte de expectativas configurado por el Romanticismo. Como observa
el mismo Close, para el público decimonónico, los libros de caballerías
se volvieron muy pronto referencia abstracta y, por consiguiente, poco
podía captar un lector mediano de los efectos derivados de la parodia
cervantina49. A la inversa, la relación más bien conflictiva que el prota-
gonista mantiene con su circunstancia hubo de orientar el interés de
este público hacia todo lo que establece el Quijote como precursor de la
novela moderna: en particular aquel desfase entre realidad y fantasía en
el que se traslucen las contradicciones de una España en crisis, aquella
España en la que Martín de Cellorigo, ya en vida de Cervantes, creía
ver «una república de hombres encantados, que viven fuera del orden
natural»50.
Así llegó a proyectarse en primer plano aquel trasfondo sobre el cual
se recorta la aventura, y cuyos tintes negros vinieron a conferir nueva
trascendencia a las palabras de los forzados y a las obras de su libertador:
entre otros aspectos, una práctica penal codificada por la España de los
Felipes, pero que ya no podía tolerar un siglo formado en la lectura de
Beccaria y, como subraya Michel Foucault, preocupado por una nueva
definición del poder represivo, una nueva economía del jus castigandi51;
también una política marítima que, al necesitar unas escuadras medite-

47
Azorín, 1947-1959, t. II, p. 817.
48
Azorín, 1947-1959, t. II, p. 534.
49
Close, 1978, p. 245.
50
Gonzalez de Cellorigo, Memorial de la política necesaria y útil restauración de la repú-
blica de España,Valladolid, 1600, f. 29r.
51
Sobre los fundamentos jurídicos de esta práctica, ver Novísima Recopilación, tit. XL,
leyes II a V, así como Tomás y Valiente, 1969. Sobre sus efectos concretos en el campo
aquí examinado, Rodríguez Marín, 1947b; Sevilla y Solanas, 1917; Latassa Navarro,
1965 y Olmos García. Acerca de la reforma del derecho penal a partir del siglo xviii,
176 JEAN CANAVAGGIO

rráneas importantes, encontró en la aplicación sistemática de la pena de


galeras el recurso capaz de proporcionarle el motor humano que le fue
imprescindible hasta el relevo, a mediados del siglo xviii, de la galera por
el navío de alto bordo52; por fin, una política económica que, al apartar
al país de las actividades productivas, hizo que se abandonara el cam-
po en beneficio de unas urbes parasitarias, favoreciendo indirectamente
vagabundeo y delincuencia53. Se comprende tanto mejor que, ya en el
Siglo de las Luces, Jacques Casanova, el famoso aventurero, haya podido
matizar la expresión de su hilaridad en estos términos: «En mi vida me
he reído tanto como al ver a don Quijote en tal aprieto para defenderse
de los galeotes a los que su generosidad acababa de poner en libertad»54.
Si se burla de la derrota del caballero, no por ello deja Casanova de
considerar que ha sido incitado no por el deseo de imitar a sus modelos,
sino por una generosidad —más exactamente «une grandeur d’âme»—
que, pese a la connotacion irónica que aquí toma, confiere a su hazaña
una dimensión completamente distinta. Así y todo, fueron los herederos
del Romanticismo los que dieron el paso decisivo: indignados por unos
errores y abusos cuya responsabilidad, según ellos, recayó fundamental-
mente sobre los tres últimos Austrias, acabaron por reinterpretar a la luz
de su propia disconformidad la hazaña de don Quijote, confiriéndole
una trascendencia nueva. Esta reinterpretación, si se la radicaliza, resulta
difícilmente compatible con las incoherencias que comete el caballero,
así como con el desastre que conoce una vez cumplida su hazaña. Con
todo, la finalidad a la que corresponde no contradice en absoluto la letra
del texto, puesto que el narrador se abstiene de cualquier intervención
en el relato. Mientras que las denominaciones negativas que se dan a los
galeotes se deben exclusivamente a los guardas que los conducen, Cide
Hamete, por su parte, se limita a llamarlos «desdichados» en el título que
encabeza el capítulo: calificativo sumamente ambiguo que recogerá más
adelante don Quijote, después de manifestar ante Sancho su sorpresa
por la fuerza que se les hizo al condenarlos.

encaminada hacia lo que el autor llama una nueva economía del poder de castigar, ver
Foucault, 1979, pp. 75-134.
52
Braudel, 1966, vol. II, pp. 168-169 y 416-419.
53
Aspecto recalcado en relación con el Quijote por Vilar, 1967.
54
Mémoires de Jacques Casanova de Seingalt écrites par lui-même, citado por Bardon,
1931, p. 588.
RETORNOS a Cervantes 177

Tanto vale decir que lo que se reivindica como un retorno al sig-


nificado «primitivo» de la aventura procede también de unos supuestos
no siempre declarados, pero que no por eso dejan de relacionarse con
nuestra propia circunstancia, concurriendo, como tales, a definir el ho-
rizonte de expectativas en el que se sitúa ahora el episodio. En primer
lugar, semejante reacción traduce, sin la menor duda, el recelo suscitado,
hoy en día, por ciertas tendencias del pensamiento decimonónico; en
especial la de reconstruir texto y contexto a partir de criterios pura-
mente subjetivos. De ahí la legítima condena de unos anacronismos
que ya no están de recibo entre quienes aspiran a un conocimiento
científico del pasado. También revela una notable indiferencia hacia el
valor testimonial del Quijote, tal como lo concibió el positivismo; una
indiferencia que no sorprende en un momento en que las novelas han
dejado de considerarse como otros tantos espejos de la época que las vio
nacer. Se explica, al mismo tiempo, por la fascinación que ejerce sobre
nosotros el doble discurso capcioso en el que van alternando galeotes
y caballero, en detrimento de los aspectos propiamente referenciales
del episodio: en otros términos, aquella «aventura de la palabra» que, al
marcar el desajuste entre dichos y hechos, nos recuerda a su modo que
no nos ha de engañar la aparente transparencia del lenguaje55. Por fin,
al poner entre paréntesis la relación que don Quijote mantiene con su
circunstancia y al encerrarlo en una mónada regida por los protocolos
de lo burlesco, lleva el sello inconfundible de nuestra crisis de los valo-
res. En un momento en que se van desmoronando las certidumbres en
que el humanismo liberal arraigaba su fe en el progreso, en que justicia
e injusticia llegan a veces a intercambiar sus referencias en el campo
de las ideologías, el acatamiento al significado original, por no decir
intencional, parece ser el último reducto frente a las aproximaciones,
más o menos transitorias, que tienden a multiplicarse ante nuestros ojos.
Resulta tentador, entonces, convertir este significado en un absoluto y,
como antídoto a un puro hedonismo del texto, promover, a exclusión
de cualquier otro enfoque, una arqueología del Quijote en la que vendría
a asentarse, como si fuera una semblanza inalterable y definitiva, el perfil
literario del ingenioso hidalgo.
Pues bien: esta retirada, aunque corresponda tanto con una preo-
cupación por el alcance histórico de la obra, como con un momento

55
Punto señalado por Casalduero, 1949, p. 112 y desarrollado luego por García-
Posada, 1981.
178 JEAN CANAVAGGIO

esencial de su devenir, no puede por sí sola fundamentar una nueva


hermeneútica del Quijote. Nacido del genio de Cervantes, el Caballero
de la Triste Figura ha forjado su ser y existir a través de sus recepciones
sucesivas. Poner en tela de juicio lo que pudo representar en distintas
épocas constituye, desde luego, una empresa necesaria. Pero no se puede
hacer caso omiso de los diferentes contextos en los que ha venido a in-
sertarse, a no ser que se pretenda encerrarlo en el sepulcro de una signi-
ficación irremediablemente conclusa. Tan poco reductible a cualquiera
de las proyecciones que llegó a suscitar, como fragmentable entre las
etapas de su trayectoria novelesca, don Quijote, en tanto que personaje
literario, se ha convertido en aquella figura cuyo gesto, legítimo aun-
que subversivo, profundo aunque absurdo, necesario aunque ridículo,
condensa para nuestro tiempo, cargado de todo lo que nos separa del
Siglo de Oro, los espejismos de la realidad, las paradojas de la razón, las
contradicciones de la historia. Claro que los condensa a costa suya, al
compás de una risa que siempre conserva la primera y la última palabra.
Pero una cosa es determinar lo que llegó a connotar esta risa para los
primeros lectores del Quijote, en función del acuerdo o del desacuerdo
que pudo suscitar entre ellos56, otra es aquilatar el valor que ha llegado
a cobrar para nosotros, en un cruce de interpretaciones que trascienden
el proceso dialéctico que las engendró.
Bien puede ser que Cervantes no intuyera este valor. Sin embargo,
como observa atinadamente Alan S. Trueblood, hay ocasiones en que los
sucesos del caballero suscitan, entre quienes los contemplan, una forma de
risa que revela simpatía y calor humano57. Mejor aún: hasta en un episo-
dio claramente burlesco, como el armamento en la venta, no se concede
al escarnio la última palabra. Al final de la ceremonia, las dos mozas del
partido que el hidalgo creyó ser doncellas observan un silencio y contes-
tan con una humildad que marcan una actitud del todo opuesta a lo que
pudo tomarse primero por incredulidad: una actitud que nos da a enten-
der que algo en los testigos les ha conmovido de veras, algo que es como
«un pronóstico de la comprensiva y respetuosa con que don Quijote será

56
Iffland, 1999, observa una diferencia de perspectiva al respecto entre el Quijote
de 1605 y la continuación espuria de Avellaneda; una diferencia que, a su modo de ver,
confiere su pleno alcance al Quijote de 1615, en tanto que respuesta de Cervantes al
apócrifo.
57
Trueblood, 1988.
RETORNOS a Cervantes 179

acogido mucho más tarde»58. Por otra parte, el nuevo significado que estas
hazañas han venido a cobrar entre nosotros no ha de quedar necesaria-
mente descalificado al no remitir a lo que pudo ser el propósito del autor;
o, para recoger una acertada matización hecha por Edwin Williamson, al
proceder de la invención, más que de la intención de Cervantes59. Algo que
corrobora a su modo el que fue maestro de Close, Edward C. Riley, otro
llorado amigo, al declarar que, por muy sugestivas que sean las observacio-
nes de su discípulo, «es difícil apreciar, no obstante, la razón por la que esto
debería anular nuestra percepción —o la de Cervantes— de los ideales
válidos que translucen nítidamente en la loca conducta de don Quijote»60.
En otros términos, aunque, en el día de hoy, el lector del Quijote no deje
de reírse en más de una circunstancia, la fábula cervantina, marcada de su
sello, ha llegado a organizarse, entre burlas y veras, como una polifonía de
figuraciones significativas, desligadas de cualquier finalidad especulativa o
docente: dicho de otro modo, como una auténtica mitología, en el cabal
sentido de la palabra, independiente de cualquier reducción ideológica de
cortas miras, siempre dispuesta, como metáfora de nuestra condición, a in-
cluirse dentro de nuevos horizontes de expectativas. Quizás haya llegado
la hora de restituir su pleno alcance a las burlas. Pero sería improcedente,
por no decir absurdo, volver por sus fueros sin tener en cuenta las perspec-
tivas abiertas por las hazañas de don Quijote en el transcurso de los siglos,
ni reservar las que podrán abrise en lo porvenir61. ..

58
Trueblood, 1988, p. 82.
59
Williamson, 1988.
60
Riley, 1990, p. 166, n. 1.
61
Este trabajo se deriva, mediante una amplia reelaboración, de un estudio anterior
(Canavaggio, 1979-1980). Sobre los supuestos en que descansa, remitimos a Canavaggio,
2006, así como a Close, 2010.
EL DESTINO DEL LICENCIADO JUAN PÉREZ DE VIEDMA
O CÓMO LA VIDA DE UN OIDOR SE HACE LITERATURA

Entre las múltiples trayectorias que se cruzan con la de don Quijote


a lo largo de sus tres salidas, la del licenciado Juan Pérez de Viedma no
parece haber llamado mucho la atención de la crítica1. Ello se debe, sin
duda, a que la vida apacible que conoce este personaje episódico, una
vez abandonado el hogar paterno y hasta su llegada a la venta de Juan
Palomeque, queda fuera del ámbito de la ficción. Se separa en esto,
por supuesto, de la de su hermano mayor, el capitán Ruy Pérez de
Viedma, soldado en Lepanto, cautivo en Argel y, como tal, protagonista
y narrador de una de las más logradas historias intercaladas del Quijote.
Al hermano menor ni siquiera se le concede la oportunidad de darse
a conocer al lector mediante un autorretrato, como hará, más adelante,
don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán. Así y todo, su
presencia, directa o indirecta, se observa en siete capítulos de la primera
parte, por lo cual no deja de plantear un problema artístico: el de su in-
corporación a la trama de la novela. Dicho de otro modo, ¿cómo la vida
prosaica de un oidor de justicia llega a hacerse poesía, y en qué medida
lo consigue? Es ésta la cuestión que nos proponemos examinar aquí.
La primera mención de Juan Pérez de Viedma se reduce a lo que nos
dice de él su hermano al iniciar el relato de sus aventuras, en el capítulo
39 de la primera parte: de los tres hijos entre los cuales su padre reparte
su hacienda antes de despedirlos, resulta ser «el más discreto», puesto
que «quería seguir la Iglesia o irse a acabar sus comenzados estudios a
Salamanca» (I, 39, 495)2. A diferencia de los dos mayores, quienes eligen,

1
Exceptuando a Zimic, 1998, pp. 175-185.
2
Nuestras citas remiten a Cervantes, Don Quijote dela Mancha, ed. Rico. Damos cada
vez entre paréntesis la referencia a las páginas de esta edición.
182 JEAN CANAVAGGIO

el uno el ejercicio de las armas, el otro la partida a las Indias, «llevando


empleado la hacienda que le cupiese» (I, 39, 495), el menor no parece,
de momento, haber escogido entre las letras divinas y las humanas y no
se nos dice cuál fue su elección. Tampoco nos enteramos de cómo se
llama. Tenemos que esperar el capítulo 42, una vez terminado el relato
del capitán, para contemplar su llegada a la venta al cerrar de la noche.
Sin embargo, no se nos dice entonces quién es. El efectismo de su apa-
rición radica en las circunstancias en que se produce esta llegada un
tanto aparatosa —la de un coche precedido de unos hombres a caba-
llo— efectismo acrecentado por la pregunta que uno de estos hombres
dirige a la ventera. A la huéspeda que le contesta que no hay posada para
su amo, replica que cama no ha de faltar para el señor oidor; y como la
ventera se turba al nombre de oidor y le ofrece entonces aposento, nos
percatamos de que esta llegada no va a pasar desapercibida. De hecho,
el oidor no tarda en salir del coche, mostrando el oficio y cargo que
tiene por traer «ropa luenga con las mangas arrocadas» (I, 42, 541)3. Esta
indumentaria, a la vez que revela su condición, le confiere en seguida
una notable peculiaridad, puesto que el que la lleva no viste de camino
como solían hacer los que iban de viaje. Es que, por orden real de 1579,
los oficiales superiores de justicia tenían que vestir obligatoriamente y
constantemente una toga larga y abierta, con las mangas arrocadas, o sea
muy abultadas en la parte superior del brazo y ajustadas desde encima
de los codos hasta la muñeca. La atención del lector se centra de esta
manera en este personaje. Pero lo que le confiere mayor relieve es, sin
la menor duda, la presencia a su lado de una doncella a la que trae de la
mano, «al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra,
tan hermosa y tan gallarda, que a todos puso en admiración su vista» (I,
42, 541). Reacción compartida por don Quijote, quien integra en su
mundo al oidor y a la que se supone ser su hija, dándoles la bienvenida
a su estilo andantesco y celebrando, en nombre de las armas, la llegada
a la venta de las letras, trayendo «por guía y adalid a la fermosura» (I, 42,
541).
Tan enfática acogida se recorta, pues, sobre el trasfondo del famoso
discurso de las armas y las letras que, unos capítulos antes, el caballero

3
Era el oidor un juez o magistrado de las Audiencias, nombrado por el rey, en
cuyo nombre oía las partes y dictaba sentencias; como visitador velaba por la disciplina
y reprimía la corrupción. Dependía del Consejo Real, que funcionaba como Tribunal
Supremo (Cervantes, Don Quijote dela Mancha, ed. Rico, I, p. 541, n. 4).
RETORNOS a Cervantes 183

ofreció de sobremesa a sus compañeros. Constituye, por decirlo así, una


manera de epílogo que trasciende el debate sobre la preferencia que
conviene dar a unas o a otras: si hemos de creer al ingenioso hidalgo, lo
mismo que las armas (o sea el propio don Quijote —trajeron por guía
y adalid a tres hermosas doncellas: Luscinda, Dorotea y Zoraida) las le-
tras, en la persona del oidor, no les van a la zaga con la presencia de la
gallarda y hermosa doña Clara. Se nos da a entender, de este modo que,
entre «los inauditos sucesos de la venta», esta doncella pronto habrá de
desempeñar un papel relevante. Ahora bien, no por ello el oidor pierde
su protagonismo. En efecto, al intuir el capitán, con saltos en el corazón,
que el recién llegado bien podría ser su hermano menor, recibe de uno
de los criados una relación que, a la vez que confirma sus sospechas, nos
da las señas de identidad del personaje: se trata del licenciado Juan Pérez
de Viedma, procedente de un lugar de las montañas de León y proveído
por oidor a las Indias en la Audiencia de Méjico, por lo cual se dirige a
Sevilla donde se va a embarcar, en compañía de una hija de cuyo parto
había muerto su madre. Último detalle que tiene su importancia: es un
hombre que se ha quedado «muy rico, con el dote que con la hija se le
quedó en casa» (I, 42, 543)4.
El perfil que se nos da de este letrado de familia hidalga leonesa5,
viudo, rico, padre de una hija menor y proveído de un cargo y oficio
en las Indias, no basta por sí solo para incorporarlo de pleno derecho a
la ficción. Son las expectativas del capitán, al coincidir con su hermano
al cabo de veintidós años de separación, las que van a renovar el interés
del lector. No cabe duda de que la generosidad del oidor queda aquí
resaltada con notable énfasis. Pero se acrecienta de esta forma el desfase
entre su riqueza y la pobreza de su hermano mayor. De ahí los recelos
de quien, hasta entonces, no era más, para nosotros, que un capitán
cautivo y que ahora nos dice llamarse Ruy Pérez de Viedma. Es que el
temor que experimenta nace de que no sabe si después de descubierto,
su hermano, por verlo pobre, va a afrentarse o, al contrario, recibirle
«con buenas entrañas» (I, 42, 543). Corresponde entonces al cura terciar
en el asunto, haciéndose pasar por un cautivo que trabó amistad con el
capitán en Constantinopla, y contando después su fuga de Argel con

4
Sobre los recursos económicos de los letrados, marcados del sello de una notable
heterogeneidad, Pelorson, 2008, pp. 261-336.
5
Sobre el origen geográfico de los letrados, procedentes en su mayoría del norte de
la península (Castilla la Vieja, Asturias y León, Navarra), ver Pelorson, 2008, pp. 119-122.
184 JEAN CANAVAGGIO

Zoraida, aunque fingiendo ignorar su paradero y desencadenando así las


lágrimas del licenciado. Peripecia un tanto convencional, pero que nos
permite apreciar, en las «buenas entrañas» del oidor6, un aspecto de su
personalidad confirmado acto seguido por el reencuentro conmovedor
de los dos hermanos: para decirlo con palabras del cura, «el valor y pru-
dencia que en su buen parecer» se descubría (I, 42, 543), cualidades que
resultan de suma importancia para el desarrollo ulterior del episodio.
De haber concluido los sucesos de la venta con este mutuo recono-
cimiento, el licenciado Juan Pérez de Viedma hubiera desaparecido del
escenario. Es, por lo menos, lo que parece inferirse de su determinación,
concertada, claro está, con su hermano: irse con él a Sevilla y avisar

a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como pudiese, viniese a


hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no serle posible dejar el
camino que llevaba, a causa de traer nuevas que de allí a un mes partía flota
de Sevilla a la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad perder el
viaje. (I, 42, 547)

El feliz desenlace de la aventura del Cautivo necesita, pues, compa-


ginarse con las obligaciones que el oidor tiene que cumplir terminante-
mente (puesto que la flota con destino a Veracruz partía una vez al año,
en otoño), una vez celebrados dos actos trascendentales de los que se
limitará a ser mero testigo.
Pero sería hacer caso omiso de la suerte reservada a su hija, doña
Clara, cuya aparición en la venta, pocas horas antes, despertó la admira-
ción de los circunstantes. Doña Clara, en efecto, se convierte en prota-
gonista de unos amores compartidos y contrariados a la vez, materia del
penúltimo de los seis cuentos episódicos de la primera parte de la nove-
la7. Reducida a su núcleo esencial, la historia de estos amores se articula
entre dos secuencias sucesivas, repartidas entre los capítulos 43 y 44. La
primera empieza al final del capítulo 42, poco después del momento en

6
Especialmente cuando comunica al cura que el menor de sus dos hermanos «está
en el Pirú, tan rico, que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha satisfecho bien
la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi padre con que poder hartar su
liberalidad natural».Y añade: «y yo ansimesmo he podido con más decencia y autoridad
tratarme en mis estudios y llegar al puesto en que me veo» (I, 42, 545).
7
Sobre esta novela intercalada, cabe señalar, además del citado estudio de Zimic,
Casalduero, 1949, pp. 171-181;Williamson, 1982; Moner, 1986, pp. 41-42 y Canavaggio,
2005.
RETORNOS a Cervantes 185

que los huéspedes de la venta se recogen para descansar durante lo que


les queda de noche. Rompe entonces el silencio una voz «tan entonada
y tan buena, que obligó a que todas le prestasen atento oído» (I, 42, 547).
En el aposento donde están juntas Dorotea y Clara, aquélla despierta a
ésta, «moviéndola a una y otra parte» (I, 43, 549). Soñolienta, Clara no
entiende al principio lo que Dorotea le quiere decir; «pero apenas hubo
oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó
un temblor tan estraño como si de algún grave accidente de cuartana
estuviera enferma» (I, 43, 549). Reacción insólita, por cierto, que se
debe a que «ese desdichado músico» es en realidad un «señor de lugares»
y, añade Clara, «el que le tiene en mi alma, con tanta seguridad, que si él
no quiere dejalle, no le será quitado eternamente» (I, 43, 549). Dorotea
le pide que se declare más, explicando «lo que es lo que decís de alma
y lugares y de este músico cuya voz tan inquieta os tiene». No obstante,
pronto le impone silencio para poder escuchar otro cantar que torna
con «nuevos versos y nuevo tono» (I, 43, 550).
Concluida la canción, los nuevos sollozos de Clara suspenden otra
vez la curiosidad del lector. Así se crean las condiciones óptimas para
que ésta nos cuente sus amores con el hijo único de un caballero natu-
ral de Aragón, señor de vasallos, que vivía hasta hace poco en la Corte,
frontero de la casa del padre de la narradora. Así y todo, seguimos sin
saber cómo se llaman este hijo y su padre. Tampoco se nos dice en qué
ocasión vino a enamorarse de Clara, puesto que, si hemos de creerla, no
sabe si en la iglesia o en otra parte. Si Clara no lo sabe, es, sencillamente,
por su recato y su honestidad. En cambio, sí reparó en las señas y lágri-
mas que le prodigaba su vecino desde su casa. Otras tantas muestras de
un amor pronto correspondido, como lo confiesa llanamente la mucha-
cha: «que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería»
(I, 43, 551). Estas dudas pronto se disiparon en cuanto el mozo, entre
las señas que le hacía, se puso a juntar su mano con la otra, dándole a
entender que se casaría con ella. Pero Clara no sabía cómo contestar a
semejantes señas, si no es alzar un poco el lienzo o la celosía, en ausencia
de su padre, y dejarse ver toda, «de lo que él hacía tanta fiesta, que daba
señales de volverse loco» (I, 43, 551). Ahora bien, por haber quedado
huérfana al nacer, no pudo confiarse a su madre, como solían hacer las
muchachas enamoradas de las jarchas. En cuanto a comunicarse por
cartas o valerse de los servicios de una criada, como hicieron Dorotea o
Camila, su honestidad siempre se lo prohibió.
186 JEAN CANAVAGGIO

Desafortunadamente, este intercambio mudo terminó con la partida


de Clara en compañía de su padre. Pero, una vez emprendido el camino
hacia Sevilla, esta peripecia, que parecía desembocar en un final trunco,
va a recibir nuevo impulso con la súbita reaparición, a los dos días, del
hijo del señor de lugares en hábito de mozo de mulas. Disfraz del todo
novelesco, sin duda, pero con el riesgo de que quien lo viste tan «al na-
tural» despierte las sospechas del oidor. Dorotea, hasta entonces callada,
se ofrece a encaminar los negocios de la muchacha hacia un fin feliz,
aunque sin indicar los medios de que dispone para conseguirlo. De ahí
el grito de Clara, enfrentada a una realidad ineludible, a saber la desi-
gualdad entre los dos vecinos: un hidalgo leonés, letrado por Salamanca,
por un lado y, por otro, un señor de Aragón, tan principal y tan rico
que su hijo ni siquiera podría tener a su amante por criada, lo cual nos
permite comprender por qué no pudo haber trato entre las dos fami-
lias, a pesar de su vecindad. Cabe recordar, en efecto, que los señores
de lugares o de vasallos formaban una categoría más alta que la de la
hidalguía, y que normalmente iban acompañados de buena posición
económica, gracias a la cual a menudo esta categoría se había adquirido.
Se suspende la historia de doña Clara, a consecuencia de la burla
que padece don Quijote por parte de Maritornes y la hija del ventero,
quedando de pie sobre Rocinante y atado de la muñeca al cerrojo de la
puerta del pajar. Así pues, hay que esperar el capítulo siguiente para que
se inicie su segunda secuencia, la del hallazgo de don Luis en el pajar de
la venta por los criados de su padre. La negativa del supuesto mozo de
mulas, que no quiere volver con ellos a su hogar madrileño, determina
un momento de tensión que se suspende con la llegada de los huéspe-
des. En torno al muchacho se van agrupando, uno tras otro, todos los
hombres y, entre ellos, el oidor cuya intervención va a dar nuevo sesgo
a la acción. Como vecino del padre de don Luis, no sólo es reconoci-
do por uno de los criados que le informa de lo sucedido, sino que se
vuelve hacia el mozo, lo mira más atentamente y, abrazándole, le dirige
la palabra: «¿Qué niñerías son estas, señor don Luis —le dice— o qué
causas tan poderosas, que os hayan movido a venir desta manera, y en
este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra?» (I, 44, 564). Aunque
sea una persona mayor a la que sorprenden estas «niñerías», no deja
por ello de hablar con el debido respeto al hijo de un señor de lugares.
Además, se muestra a la vez cariñoso y comprensivo ante las «poderosas
causas» que pudieron originarlas. No hace falta más para que la porfía de
RETORNOS a Cervantes 187

don Luis se resuelva en un silencio cargado de lágrimas mal reprimidas,


como preámbulo a una entrevista que no se relata acto seguido, debido
a un nuevo incidente que padece esta vez el ventero por culpa de unos
huéspedes que quisieron irse sin pagar.
Para reanudar el cuento, el narrador convida a su lector a que ambos
se vuelvan atrás «cincuenta pasos» (I, 44, 566). Esta vez, los dos inter-
locutores se quedan a solas, centrándose la atención en la actitud del
muchacho ante el oidor, «asiéndole fuertemente de las manos […] y
derramando lágrimas en grande abundancia» (I, 44. 566). Ahora bien,
la relación que le ofrece de sus amores no se limita a confirmar lo que
declaró la doncella momentos antes. En primer lugar, es de notar de qué
modo aclara las «poderosas causas que le movieron». Para decirlo con sus
propias palabras,

desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese
a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel instante la
hice dueño de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no
lo impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa (I, 44. 566).

Así pues, además de supeditar a un designio providencial las circuns-


tancias que le llevaron a contemplar a su vecina y enamorarse de ella,
invierte literalmente los términos de su relación con Clara y su padre.
Como ya vimos, la niña ni siquiera se creía digna de ser criada del
hijo de un señor de lugares. En cambio, él dice arrodillarse ante la que
considera como su señora, en tanto que ase de las manos a un hombre
al que llama «verdadero señor y padre mío». La riqueza y nobleza de sus
padres y el ser él su único heredero vienen a ser las razones que aduce
para tratar de conseguir el visto bueno del oidor. Mientras doña Clara
no hacía más que contar sus amores a Dorotea, sin encontrar salida al
callejón en que se veía metida, don Luis pone su salvación en manos de
su interlocutor. No se le escapa el obstáculo que se le pone delante: el
que su padre, llevado de otros designios suyos, no gustase de este bien
que él supo buscarse. No obstante, no quiere darse por vencido: «más
fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que las humanas
voluntades» (I, 44, 567). El porvenir al que se refiere aquí don Luis no
puede ser más borroso. Pero su efecto inmediato es poner al oidor en
confusión. Dicho de otro modo, el «negocio» invocado por don Luis
para no volver a casa con los criados de su padre pasa a ser el «negocio»
del padre de doña Clara, un negocio que éste no sabe cómo concluir
188 JEAN CANAVAGGIO

ante la perspectiva de un matrimonio que, aunque no corresponda a la


condición de su hija, no dejaría de estarle muy bien. De esta manera, el
caso de amor protagonizado por los dos jóvenes se convierte en un caso
de honor, el que plantea un casamiento desigual entre dos seres que no
pertenecen al mismo mundo, a pesar de ser vecinos en la Villa y Corte.
Las perspectivas que abre a nuestro oídor el deseo expresado por don
Luis, ilustran el proceso de aristocratización que caracteriza el mundo
de los letrados a partir del reinado de Felipe III8. Pero, de momento,
este deseo no pasa de ser una apuesta, y ésta requiere, para ser ganada, el
acuerdo del señor de lugares, sin que le sea posible al licenciado saber,
de momento, si va a contar con este acuerdo.
Mientras tanto, Sancho vuelve a asomar al escenario, con motivo del
gracioso debate que se entabla sobre la bacía que don Quijote, en el
capítulo 21, dijo ser yelmo de Mambrino y que el barbero que la per-
dió reconoce como suya. Este debate, cabe notarlo, es alimentado por
casi todos los huéspedes de la venta: aprovechan esta oportunidad que
se les ofrece de divertirse, sin excluir a don Fernando, a Cardenio y al
cura, a despecho de su respectiva condición. En cuanto al oidor, hubiera
ayudado a la burla por su parte, «si no estuviera tan pensativo con el ne-
gocio de don Luis» (I, 45, 571). Así, pues, su peculiar actitud no obedece
a un decoro meramente externo, sino que se conforma con la lógica
interna que la rige desde el comienzo: «Pero las veras de lo que pensaba
le tenían tan suspenso, que poco o nada atendía a aquellos donaires»
(I, 45, 571). Permanece, pues, al margen de la pendencia nacida de la
intervención de los cuadrilleros de la Santa Hermandad, limitándose
a ser mero testigo de los gritos, mojicones y palos que desencadena9.
Si acaba recobrando cierto protagonismo, se lo debe a don Quijote,
cuando éste consigue poner fin a «este caos, máquina y laberinto de
cosas» (I, 45, 575).Viendo en esta pendencia un traslado de la discordia
del campo de Agramante, el caballero, en efecto, pide al cura que sirva
de rey Agramante y al oidor de rey Sobrino para restablecer las paces; y
así es como, a persuasión de los dos, todos quedan puestos en sosiego y
hechos amigos.

8
Punto destacado por Pelorson, 2008, pp. 471-518.
9
Los cuales implican a la casi totalidad de los huéspedes de la venta, menos don
Quijote, el cura y el oidor, sin excluir al propio don Luis, «a quien un criado suyo se
atrevió a asirle del brazo porque no se fuese», y que «le dio una puñada que le bañó los
dientes en sangre» (I, 45, p. 575).
RETORNOS a Cervantes 189

Puesto que de la decisión del señor de lugares depende el destino


de los dos muchachos ¿de qué argumentos puede valerse el oidor para
conseguir un matrimonio que le estaría bien a su hija, no sólo desde un
punto de vista sentimental, sino para subir de mediano a más alto esta-
do? Además de ser hidalgo, requisito imprescindible, su origen leonés,
su calidad de letrado, proveído de un cargo honroso, y la riqueza que
heredó de su esposa. Se confirma de este modo, en el ámbito de una
ficción novelesca, un hecho que, en la época de Felipe III, se observa
más de una vez en el mundo de los letrados : el papel del matrimonio
como forma de inversión económica y de ascenso social10. Pero estas as-
piraciones no se compaginan con los deseos del padre de don Luis, «del
cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo» (I, 44, 567). Obtener
para el muchacho un título nobiliario, haciéndolo pasar de caballero a
titulado y acceder de este modo a la alta aristocracia, éste es el designio
al que aludió don Luis, añadiendo, como ya vimos, que más fuerza tenía
el tiempo para deshacer las cosas que las humanas voluntades. Pero al
oidor le resulta imposible volver a la Villa y Corte en compañía de los
dos amantes, con el fin de hablar con el padre del muchacho. Para po-
ner su negocio a prueba del tiempo, no le queda más salida, entonces,
que acudir a los consejos de Cardenio y del cura y a la intervención
del marqués, hermano de don Fernando: «En fin fue acordado que don
Fernando dijese a los criados de don Luis quién él era y como era su
gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su hermano el
marqués sería estimado como el valor de don Luis merecía» (I, 45, 576).
La determinación de don Fernando no se parece al impulso que le
llevó a engañar a Dorotea después de gozarla. Quien se ofrece ahora
como tercero no es únicamente, como lo fue siempre, hijo de un duque
y hermano de un marqués: es un seductor arrepentido que, después
de pedir perdón a su amada, se ha comprometido definitivamente a
guardarle la fe que le prometió. No extraña, por consiguiente, que los
criados de don Luis se conformen con lo que les proponen el oidor y
don Fernando:

Como ya la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a romper


lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes de la venta y de los
valientes della, quiso llevarlo a cabo y dar a todo felice suceso, porque los
criados se contentaron de cuanto don Luis quería: de que recibió tanto

10
Punto examinado por Pelorson, 2008, pp. 307-310.
190 JEAN CANAVAGGIO

contento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que
no conociere el regocijo de su alma (I, 46, 581).

En el caso de los dos jóvenes amantes, el «feliz suceso» no se consti-


tuye como un final orgánico, a pesar del contento que recibe de este
acuerdo doña Clara, y no tenemos más remedio que esperar a que don
Fernando cumpla la promesa que hace al cura al despedirse de él : escri-
birle para avisarle de «todo aquello que él viese que podría darle gusto,
así de su casamiento como del bautismo de Zoraida, y suceso de don
Luis, y vuelta de Luscinda a su casa» (I, 47, 593). Del visto bueno del
señor de lugares, depende, a fin de cuentas, hacer coincidir amor e in-
terés para que el cura —y el lector— puedan gustar del «suceso» de don
Luis. Nunca se nos dirá si dio o no su acuerdo; pero, en el momento en
que se separan los protagonistas, todo parece excluir una negativa que
vendría a provocar un cambio infausto. Mientras tanto, el licenciado
Juan Pérez de Viedma se despide definitivamente de nosotros, saliendo
de «lo universal poético» para reintegrar «lo particular histórico». Si su
vida llegó a hacerse poesía en el espacio de unos cuantos capítulos, ya
vimos cómo su hermano, primero, y su hija, después, fueron los artífices
de esta transformación. Pero no por ello cabe desdeñar las modalidades
de su propia intervención en la fábula: no sólo por contribuir al feliz
desenlace de las aventuras del cautivo, sino por hacer que la historia de
los amores de doña Clara se suspenda en un clima de felicidad compar-
tida, convencernos de la posibilidad de un final esperanzador y, sobre
todo, convertir esta esperanza en una solución artísticamente válida.
EL DESEO FRUSTRADO DE SANCHO PANZA

Desde el momento en que psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras


han orientado sus investigaciones hacia los textos cervantinos, some-
tiéndolos a unas lecturas en clave, el personaje de don Quijote se ha
convertido en banco de prueba de este tipo de lectura. Iniciado por
Helen Deutsch, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, tal género
de aproximación se ha diversificado a partir de las hipótesis desarro-
lladas, entre otros, por René Girard, Marthe Robert, Louis Combet,
Caroll Johnson, Ruth El Saffar y Diana de Armas Wilson1. En cambio
no parece que Sancho Panza haya despertado, desde esta perspectiva,
tanto interés como su amo. Puede ser que ello se deba, al menos en par-
te, a que Sancho, contemplado desde un enfoque propiamente freudia-
no, se nos aparece, según Helen Deutsch, como «la partie clivée de don
Quichotte»2. En tanto que caso de alienación provocada, ya que sueña
con gobernar la ínsula que le ha sido prometida, cree en la misión que
se ha impartido el ingenioso hidalgo. Echa de esta manera un puente
entre locura y realidad, y esto aun cuando piense sacar un provecho
concreto del gobierno que le espera. En este sentido, es a la vez antítesis
y complemento del caballero.
A decir verdad, esta relativa marginación de Sancho hace caso omiso
de uno de los rasgos diferenciadores que contribuyen a distinguir la
Segunda parte del Quijote de la Primera: la creciente autonomía que
va cobrando el escudero con respecto a su amo3. Durante los episodios

1
Ver Girard, 1961; Robert, 1963 y 1972; Combet, 1980; Johnson, 1988; El Saffar y
De Armas Wilson, 1993. A Mariarosa Scaramuzza Vidoni debemos una exposición de
conjunto de estas aproximaciones (Scaramuzza Vidoni, 2002).
2
Deutsch, 1970.
3
Aspecto recalcado en Urbina, 1991.
192 JEAN CANAVAGGIO

que corresponden a la primera salida de la pareja, después del regreso


del ingenioso hidalgo de la venta donde fue armado caballero, Sancho
se impone ya como figura de pleno derecho, en tanto que «uno de los
principales presonajes» de la historia, como se lo dirá a su amo, al traerle
la noticia de que ésta ha sido publicada4. No obstante, no se separa nun-
ca de don Quijote, salvo en el momento en que éste, antes de iniciar
su penitencia en Sierra Morena, lo despacha al Toboso con una carta
de amores destinada a Dulcinea. Como se sabe, Sancho no cumple su
embajada y, al volver al lugar donde le estaba esperando su amo, la ma-
nera como trata de contestar a sus preguntas, ocultando su desliz, nos
da la plena medida de su confusión. En cambio, durante los sucesos que
corresponden a la Segunda parte, se ve cómo el escudero va tomando
cada vez mayor iniciativa: no sólo en momentos claves como el supuesto
encantamiento de Dulcinea, la estancia en casa de los Duques o el go-
bierno de Barataria, sino desde los mismos preliminares de estas nuevas
aventuras.
Un primer botón de muestra lo constituyen las reacciones respecti-
vas de amo y servidor ante la noticia que les trae Sansón, de que corre
por el mundo aquella historia escrita por Cide Hamete Benengeli. Pero
no menos significativa es la entrevista que mantienen poco después,
nacida de un deseo que Sancho, no sin vacilaciones, se resuelve a co-
municar a don Quijote: en vez de servirle a mercedes, como fue el caso
hasta entonces, quiere que le dé en adelante un salario fijo. Como era
de esperar, don Quijote no le concede lo que le pide, sin que por ello
Sancho deje de compartir otra vez sus andanzas. De haber contestado a
las expectativas de Sancho, don Quijote no sólo hubiera establecido una
nueva relación con él, sino que, a buen seguro, sus empresas se hubieran
recortado sobre otro trasfondo, el de los valores de una Edad de Hierro
que el ingenioso hidalgo hubiera tenido que incorporar a su propio
mundo, a despecho de los ideales de aquella caballería andante a la que
aspiraba a resucitar. ¿Cómo se las arregla, entonces, para contravenir al
deseo de su servidor sin renunciar por ello a su compañía? Es precisa-
mente lo que se deduce de esta entrevista, que ocupa la mayor parte del
capítulo 7 de la Segunda parte, titulado «De lo que pasó don Quijote
con su escudero, con otros sucesos famosísimos». Una entrevista en la
cual, a pesar de encontrarse en una circunstancia totalmente insólita,

4
Cervantes, Don Quijote de la Mancha (ed. Rico), II, 3, vol. I, p. 708 (en adelante
Don Quijote).
RETORNOS a Cervantes 193

tanto don Quijote como Sancho se revelan fieles a sí mismos, en per-


fecta conformidad con su respectivo decoro.
Cabe recordar, ante todo, que Sancho no introduce llanamente su
petición, ya que tiene que comunicar a su amo el acuerdo a que ha lle-
gado con su mujer, en una conversación previa, para que ésta le permita
salir por segunda vez. Impulsado por Teresa, pero receloso ante la reac-
ción de su amo, prefiere proceder por rodeos. Haciendo hincapié en esta
conversación, aunque sin llegar a precisar cuál fue el tema que comentó
con su esposa, pronto se desliza por la pendiente de los refranes que ésta
acaba de soltar, como para postergar lo más posible la hora de la verdad:

Teresa dice —dijo Sancho— que ate bien mi dedo con vuestra merced, y
que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más
vale un toma que dos te daré.Y yo digo que el consejo de la mujer es poco,
y que el que no le toma es loco5.

A pesar del miedo que tiene y que le hace hablar por rodeos, Sancho
da a entender aquí algo de lo que le lleva a dirigirse a don Quijote. No
sólo quiere asegurarse en el trato que hace con su amo, atando bien
su dedo con él, sino que, según dice, más respeto merecen los escritos
(o «cartas») que las palabras (aun cuando las digan «barbas») —o sea
que más importa un contrato que una promesa. De ahí el que termine
declarando que un toma vale más que dos te daré. Además, el que lo
diga movido por Teresa se infiere de que «quien destaja no baraja»: en
otros términos, uno solo no debe decidirlo todo y, puesto que la mujer
da consejos pocas veces o en pocos asuntos —así se ha de entender el
primer segmento del último refrán— el que no lo toma es loco. A don
Quijote, que no se satisface de este modo de expresarse, animándole a
que diga las cosas a las claras, en vez de limitarse a «hablar de perlas»,
Sancho contesta cambiando de registro: dejando de traer los refranes de
su mujer, se pone a ensartar unas sentencias trilladas, según las cuales
es el caso que «todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y
mañana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que
nadie puede prometerse en este mundo más horas de vida que las que
Dios quisiere darle»6. De esta manera, el deseo que le mueve, al mismo
tiempo que se oculta detrás de esta sabiduría heredada, deja de remitir

5
Don Quijote, II, 7, p. 741.
6
Don Quijote, II, 7, p. 742.
194 JEAN CANAVAGGIO

a una situación individual, la de un labrador que quiere establecer una


nueva forma de contrato con su amo: cobra una trascendencia universal,
aun antes de que don Quijote consiga percatarse del todo de lo que le
pide Sancho, ya que le confiesa no saber adónde va a parar.
En cuanto se decide a declarar lo que desea, Sancho acude a un con-
cepto nuevo, con respecto a los criterios que estableció don Quijote al
llevarlo por primera vez consigo:

Voy a parar —le dice— en que vuesa merced me señale salario conocido
de lo que me ha de dar cada mes en tiempo que le sirviere, y que el tal sala-
rio se me pague de su hacienda; que no quiero estar a mercedes, que llegan
tarde, o mal, o nunca; con lo mío me ayude Dios. En fin, yo quiero saber lo
que gano, poco o mucho que sea7.

No es la primera vez que se mete por esta senda. Ya en la Primera


parte, al final de la aventura de los batanes, dijo a su amo que, «por si
acaso no llegase el tiempo de las mercedes y fuese necesario acudir al de
los salarios», quería saber «cuánto ganaba un escudero de un caballero
andante en aquellos tiempos, y si se concertaban por meses, o por días,
como peones de albañir»8. Pero, en aquel momento, don Quijote, tras
decirle que pensaba que jamás los tales escuderos estuvieron a salario,
sino a merced, sorteó el escollo. Le declaró primero que lo había seña-
lado en el testamento cerrado que dejó en su casa y, más adelante, una
vez en Sierra Morena, le dio, además de los cien escudos hallados en
la maletilla abandonada por Cardenio, tres de los cinco pollinos de su
casa, mediante una libranza que le entregó junto con la carta destinada
a Dulcinea9. Ahora bien, en esta nueva entrevista donde reincide en
su petición, no por ello Sancho deja de ser Sancho. En primer lugar,
aunque pide a su amo que le señale salario conocido y quiere saber lo
que va a ganar, no se atreve a fijarle cantidad. Además, no se le olvida
la ínsula que le prometió, en el capítulo 7 de la Primera Parte, al tomar
por primera vez el camino de las aventuras. Así que, aun cuando declare
que no cree ni espera que la consiga, no quiere que el salario que podría
cobrar en adelante, caso de sucederle semejante ventura, anule el pro-

7
Don Quijote, II, 7, p. 742.
8
Don Quijote, I, 20, p. 242. En el Guzmán de Alfarache (I, III, 7) se nos da una impre-
sionante relación de las miserias del servicio a mercedes, aunque en una circunstancia
del todo distinta: la estancia de Guzmán en Roma, al servicio del cardenal.
9
Don Quijote, I, 23, p. 275, y I, 25, p. 314.
RETORNOS a Cervantes 195

vecho que piensa sacar del gobierno con que sigue soñando. Así, pues,
como quiere salir ganando por ambos lados, le pide que la renta de la tal
ínsula se descuente de su salario «gata por cantidad». Comete entonces
una de sus conocidas prevaricaciones idiomáticas, sustituyendo rata por
gata, en una expresión que significa «a prorrata» o «a proporción». Pero,
además, invierte el orden normal de las cosas, al colocar su salario, en la
escala de sus ingresos, muy por encima de la renta que llegaría a cobrar
en tanto que gobernador10.
La respuesta que recibe de don Quijote no es la de un enajenado o
de un loco furioso. Está en plena conformidad con la manera con que
el caballero ha escuchado, callado, las razones de su escudero. No sólo la
atención que le ha prestado, sino, también, su propia familiaridad con el
refranero hace que se muestre capaz de penetrar lo último de sus pensa-
mientos. No obstante, lo mismo que Sancho sigue siendo Sancho, don
Quijote sigue siendo don Quijote más que nunca. En efecto, después de
dar entender a su escudero que hubo de decir gata por rata11, le contesta
de acuerdo con su propio sistema de referencias, el que le proporcionan
sus lecturas predilectas. Pues bien: en ninguno de los libros de caballe-
rías, ya que dice haberlos leído todos o los más, ha encontrado ejemplo
que le mostrase qué es lo que los escuderos solían ganar cada mes o cada
año, y no se le acuerda haber leído que ningún caballero andante haya
señalado conocido salario a su escudero:

Sólo sé que todos servían a merced, y que cuando menos se lo pensaban,


si a sus señores les había corrido bien la suerte, se hallaban premiados con
una ínsula, o con otra cosa equivalente, y, por lo menos, quedaban con título
o señoría12.

Aunque no aduce ninguna cita para acreditar sus dichos, el recuer-


do que conserva de estos libros, a pesar de haber sido quemados o,
como cree, llevados por algún maligno encantador, este recuerdo, pues,
le permite oponer su propio criterio al concepto de Sancho: el de un
servicio a mercedes. Criterio disparatado, aunque ortodoxo: no sólo por

10
Don Quijote, II, 7, p. 742.
11
Al decirle que a las veces tan buena suele ser una gata como una rata, don Quijote,
con cierta socarronería, aprovecha la idea de latrocinio que lleva implícitamente «gata»,
recordando a Sancho el botín obtenido en Sierra Morena, muy superior, por cierto, al
salario que el escudero podría haber cobrado.
12
Don Quijote, II, 7, p. 743.
196 JEAN CANAVAGGIO

ser totalmente anacrónico, sino porque no cabe imaginar que Sancho


pueda recibir ínsula, título o señorío cuando menos lo pensara13. Así y
todo, este desfase no impide que Sancho, además de compartir con su
amo la convicción de que ha de llegar el día en que reciba tal ínsula,
comprenda perfectamente la triste suerte que vendría a conocer, caso
de persistir en su demanda: quedarse en su aldea.Y si lo comprende sin
lugar a dudas, es porque precisamente don Quijote, al mismo tiempo
que vuelve a tratarle de vos, recordándole de esta forma que es su cria-
do, se vale a su vez de refranes, arrojándolos como llovidos para mejor
asentar sus argumentos:

Así que, Sancho mío, volveos a vuestra casa, y declarad a vuestra Teresa mi
intención, y si ella guste y vos gustáredes de estar a merced conmigo, bene
quidem; y si no, tan amigos como de antes; que si al palomar no le falta cebo,
no le faltarán palomas. Y advertid, hijo, que más vale buena esperanza que
ruin posesión, y buena queja que mala paga14.

Quedarse en su casa, con su mujer y sus hijos, implicaría, para Sancho,


no salir nunca de su humilde condición, dejar de compartir las aventuras
del caballero y abandonar para siempre el sueño del famoso gobierno.
Perspectiva inminente, ya que Sancho ve como muy posible lo que
don Qujiote añade a renglón seguido, caso de persistir en su demanda:
que no le faltarán escuderos más obedientes, más solícitos, no tan em-
pachados ni habladores, al estilo de Gandalín, el escudero de Amadís de
Gaula, de quien el suyo no es sino la contrafigura; unos escuderos cuya
figura ejemplar parece a punto de encarnarse en la persona de Sansón
Carrasco, al que el ama llamó momentos antes, con el fin de convencer a
don Quijote de no volver a salir en busca de aventuras. En efecto, el ba-
chiller socarrón aparece entonces y, en contra de lo que le pidió el ama,
se declara dispuesto a sustituir a Sancho con creces. No sorprende, por
lo tanto, que Sancho se resigne a seguir sirviendo a mercedes a su amo.
Así y todo, vendrá más adelante un momento en que el escudero
reincida con el tema: después de la representación del retablo de maese
Pedro. Cuando don Quijote tiene mal suceso con la aventura del rebuz-
no, retirándose ante la amenaza de ballestas y arcabuces, Sancho, al que
dejó maltrecho por los palos, piensa abandonarlo y volverse a su casa.

13
Ver Alonso Olea, 1993.
14
Don Quijote, II, 7, p. 743.
RETORNOS a Cervantes 197

El ingenioso hidalgo acepta entonces su propuesta y ambos se ponen a


hacer cuentas, tratando sobre precios, costes y salarios15. Sólo que, como
contestación a una pregunta de su amo, Sancho pretende haber servido
veinte años desde que salieron por primera vez en busca de aventuras,
afirmación que desencadena la ira del caballero y hace que su servidor
se retracte y le pida perdón. Habrá que esperar el encuentro con los
Duques para que se dé nuevo sesgo a la historia: no sólo por suspen-
der la partida de Sancho e incorporar episodios en los que se afirme
su capacidad de iniciativa, sino por marcar un paso decisivo hacia una
nueva percepción, por parte suya, de la relación que lo une con su amo.
Durante su entrevista con la Duquesa, ésta pretende convencerle de que
bien podría perder el gobierno que acaba de darle su marido, por ir
atenido, desde su primera salida, a las vanas promesas de un loco: «sien-
do esto así, como lo es —declara en tono de burla, como dirigiéndose
a sí misma— mal contado te será, señora duquesa, si al tal Sancho le
das ínsula que gobierne; porque el que no sabe gobernarse a sí mismo,
¿cómo sabrá gobernar a otros?»16. Pero Sancho no se desanima, sino que
le contesta de una forma admirable:

Par Dios, señora […] que ese escrúpulo viene con parto derecho; pero
dígale vuesa merced que hable claro, o como quisiere, que yo conozco que
dice verdad, que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a
mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y ésta es mi malandanza: no puedo más,
seguirle tengo; somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien,
es agradecido, diome sus pollinos y, sobre todo, yo soy fiel, y así es imposible
que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón.Y si vuestra al-
tanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo
Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi conciencia,
que, maguera tonto, se me entiende aquel refrán de «por su mal le nacieron
las alas a la hormiga»; y aun podría ser que se fuese más aína Sancho escu-
dero al cielo, que no Sancho gobernador17.

Con estas palabras, Sancho saca en el momento más oportuno una


lección verdaderamente ejemplar de la negativa que recibió de don
Quijote al principio de la Segunda parte, separándose, una vez más, de
su alter ego de la continuación de Avellaneda, a quien su amo, al contra-

15
Don Quijote, II, 28, pp. 944-947.
16
Don Quijote, II, 33, p. 989.
17
Don Quijote, II, 33, p. 989.
198 JEAN CANAVAGGIO

rio, asigna el salario que le pide, pagándole cada mes su trabajo18. Aun
cuando siga siendo el escudero gracioso que luce sus donaires, habladu-
rías y simplezas en la corte de sus huéspedes, estas gracias se unen, sin
la menor discordancia, con una buena fe, una fidelidad, una lucidez y
una modestia que trascienden la frustración que pudo valerle, en otro
momento, un deseo no cumplido.
Finalmente, quien tenga la última palabra en este asunto será don
Quijote en el momento de dictar su testamento:

Iten, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en


mi locura hice mi escudero, tiene, porque ha habido entre él y yo ciertas
cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos ni se le
pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado
de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho
le haga; y si, como estando loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula,
pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la
sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece19.

Como se echa de ver, ya no se habla de salario en esta manda, ni


tampoco de mercedes, sino que el escudero pasa a ser ahora uno de los
herederos de su amo. Sólo que a consecuencia de este alarde de genero-
sidad, Sancho, sin desisitir de su lealtad y buena fe, manifiesta un rego-
cijo que no deja de desentonar con el alboroto nacido de la agonía de
don Quijote, «que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la
memoria de la pena que es razón que deje el muerto»20. Prueba de que,
si bien el deseo de Sancho se ha visto cumplido, ha sido a última hora y
a costa de una renuncia definitiva a los valores de la andante caballería.

18
Fernández de Avellaneda, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ed. de L.
Gómez Canseco, p. 241.
19
Don Quijote, II, 74, p. 1332.
20
Don Quijote, II, 33, p. 1334.
DON QUIJOTE,VENCEDOR DEL CABALLERO
DE LOS ESPEJOS: EL EPÍLOGO DE UN TRIUNFO
POR ESCARNIO

El combate de don Quijote contra el Caballero del Bosque —o de los


Espejos— abarca, como es sabido, los capítulos XII a XV de la Segunda
parte de la novela. Este episodio ha suscitado hasta la fecha observaciones
de interés, aunque generalmente dispersas: además de las páginas que le
han consagrado, entre otros, Américo Castro, Joaquín Casalduero, Martín
de Riquer, Juan Bautista Avalle-Arce, Randolph D. Pope, Jill Syverson-
Stork, Michel Moner y James Iffland1, se ha merecido especial atención
por parte de Helena Percas de Ponseti, Luis A. Murillo, Eduardo Urbina y
Salvador J. Fajardo2. Ahora bien, aunque unos y otros han destacado, desde
varios enfoques, la compleja relación que se establece entre ambos prota-
gonistas, a consecuencia de la burla ideada por Sansón y de su inespera-
do desenlace, con todo, el epílogo que la concluye, situado al comienzo
del capítulo XVI, ha quedado casi siempre fuera de estos comentarios.
Sólo Edward C. Riley, en su Introducción al «Quijote», ha recalcado, con su
acostumbrada perspicacia, la trascendencia del diálogo que entablan don
Quijote y Sancho acerca de lo ocurrido, aunque, naturalmente, dentro de
las inevitables limitaciones de un libro de carácter general3. Es la razón por

1
Ver Castro, 1972, pp. 139-141; Casalduero, 1949, pp. 248-250; Riquer, 1967, pp.
138-140; Avalle-Arce, 1976, pp. 134-136; Pope, 1982; Syverson-Stork, 1986, pp. 66-71;
Moner, 1989, pp. 194-198 y 228-231; Iffland, 2001, pp. 414-422.
2
Percas de Ponseti, 1975, vol. II, pp. 306-323; Murillo, 1988, pp. 46-150; Urbina,
1990, pp. 152-155; Fajardo, 2002. Nuestras citas del Quijote remiten a Cervantes, Don
Quijote de la Mancha (ed. Rico), vol. I.
3
Riley, 1990, p. 141. Avalle-Arce y Urbina se refieren también a este epílogo, pero
sin puntualizar lo que señala Riley.
200 JEAN CANAVAGGIO

la cual me ha parecido oportuno volver sobre este epílogo, señalando, en


su debido momento, la fina aproximación esbozada, hace más de veinte
años, por nuestro malogrado amigo.
Este capítulo XVI se abre con un soliloquio de don Quijote, no en
voz alta, como el que nos dio al iniciar su primera salida, en el capítulo
II de la Primera parte, sino en estilo indirecto, referido por el narrador:
un soliloquio no oído por Sancho, desde luego, pero que revela al lector
«la alegría, contento y ufanidad» del vencedor después de su victoria
(I, 817). Ahora bien, éste no sólo nos da fe de su satisfacción, sino que,
al mismo tiempo que anticipa el feliz desenlace de «cuantas aventuras
pudiesen sucederle de allí adelante» (I, 817), nos ofrece una reescritura
selectiva de sus pasados hechos. Sólo que, si bien don Quijote pasa por
alto encantos, palizas y pedradas, el narrador, al señalar este olvido, cuida
de recordar al lector estas desgracias, enumerándolas según un orden
que, en opinión de Juan Bautista Avalle-Arce, bien podría ser el de la
primera redacción del Quijote de 1605. Al ingenioso hidalgo, pues, y no
a Cide Hamete, corresponde estilizar aquí, condensándola, la historia
de sus hechos tal como la soñó en el capítulo III de la Segunda parte,
«grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera» (I, 704): un ideal que
el bachiller derrumbó socarronamente, cuando le reveló que el cronista
de sus hazañas, como escrupuloso historiador, todo lo dijo y apuntó, sin
olvidarse de «los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al
señor don Quijote» (I, 708).
El escollo que don Quijote no va a poder sortear, una vez acabada
esta rememoración, es el que no ha querido, por supuesto, incluir en sus
imaginaciones: el parecido del Caballero de los Espejos con el bachiller
Sansón Carrasco, comprobado por él a raíz de su victoria, y cuya men-
ción va a ser preparada por Sancho al romper el silencio en que estaba
sumido su amo. A decir verdad, Sancho no alude directamente a este
parecido que aguó la fiesta a nuestro hidalgo, haciendo que tuviera que
acudir una vez más, para explicarlo, al recurso de los encantadores (I,
811). Se limita aquí a traer a cuenta otro detalle significativo, el de «las
desaforadas narices y mayores de marca» de su compadre Tomé Cecial (I,
817). Tal detalle, que afecta el mundo escuderil, es introducido aquí por
tratarse de un descubrimiento hecho por Sancho, cuando se le apare-
ció Tomé desnarigado después de la derrota del bachiller, revelando
así, movido por su deseo de salvarle la vida, su verdadera identidad (I,
812): un descubrimiento que Sancho presenta ahora como algo patente
RETORNOS a Cervantes 201

y comprobado, y no como obra de algún encantador. Dicho de otro


modo, las narices de Tomé Cecial, que espantaron a Sancho, no ofrecen
aquí ningún aspecto sobrenatural, sino que están como marcadas de
un sello carnavalesco. Don Quijote, en tales condiciones, saca el hilo
por el ovillo, volviendo a su preocupación anterior. Así se infiere de la
pregunta que dirige a su escudero: «¿Y crees tú, Sancho, por ventura,
que el Caballero de los Espejos era el bachiller Sansón Carrasco, y su
escudero Tomé Cecial tu compadre?» (I, 817). Esta pregunta, sin lugar a
dudas, denota cierta reticencia de su parte, pero también cierta inquie-
tud frente a Sancho, de quien depende disipar o, a la inversa, confirmar
las dudas de su amo.
La respuesta de Sancho, a pesar de la precaución oratoria que la
encabeza —«No sé qué me diga a eso» (I, 817)— nos muestra que lo
que fue mera creencia para don Quijote pasa a ser firme convicción
del escudero, asentada en tres pruebas irrebatibles: «las señas que me
dio [Tomé] de mi casa, mujer e hijos»; «la cara, quitadas las narices, […]
como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio
de mi misma casa»; «el tono de la habla [que] era todo uno» (I, 817). De
este modo, las narices de Cecial, al perder su calificativo, no son más que
un mero adherente, un atributo movible o, si se prefiere, el elemento
de un disfraz. Ahora bien, Sancho no se arriesga a salir de su campo: el
único parecido al que se refiere aquí es el de Tomé con el escudero del
caballero de los Espejos.
Don Quijote, por supuesto, no se satisface de semejante contestación:
tiene que explicarse el parecido que le importa de verdad, el del amo
con Sansón Carrasco, comprobado por él después de su triunfo, aunque,
al ver el rostro del vencido, afirmara que no era el bachiller, «sino otro
que le parece y que en su figura aquí me le han puesto mis enemigos»
(I, 813). Por esto pide a su servidor que estén los dos «a razón» (I, 818),
o sea que se pongan a hablar de este asunto. Su «razonar», a primera
vista, no carece del todo de lógica, puesto que, según él, no se puede
concebir la transformación del bachiller en caballero andante. Pero lo
cierto es que se apoya en el conocimiento que tiene el ingenioso hidal-
go de las leyes de caballería: lo que resulta imposible, a fin de cuentas,
no sólo es que «el bachiller Sansón Carrasco viniese como caballero
andante, sino que tuviera ocasión para tener ojeriza» a don Quijote y
pelear con él: «¿Soy yo su rival —concluye— o hace él profesión de las
armas, para tener invidia a la fama que yo por ellas he ganado?» (I, 818).
202 JEAN CANAVAGGIO

En otros términos, don Quijote no contrapone el mundo real con el


mundo elaborado por él, sino que, dentro de su propio mundo, admite
o rechaza a quienes pretenden seguir las leyes que lo rigen. Por consi-
guiente, Sansón, por no pertenecer a su mundo, no pudo incorporarse
físicamente a él.
Sancho vuelve entonces al punto clave que su amo acaba de recordar:
en vista del doble parecido que ambos observaron al final del combate y,
caso de tratarse de un encantamento, «como vuestra merced ha dicho»,
no se explica por qué no pudo haber en el mundo otros dos a quienes el
de los Espejos y su escudero se parecieran (I, 818). Don Quijote no tiene
por qué contestar a esta pregunta, que no corresponde a lo que esperaba
de su escudero. Por ello, no tiene más remedio que aferrarse por segunda
vez al recurso que le vino a la mente después de su victoria: el «artificio y
traza» de «los malignos» encantandores (I, 818). Este recurso le sirve para
dar cuenta no sólo del doble parecido, sino del desenlace del combate.
Si nuestro caballero no pudo valerse de los filos de su espada y ejercer el
rigor de su brazo, es porque el vencido le enseñó el rostro del bachiller su
vecino: dicho de otra forma, los encantadores se ampararon en la amistad
de don Quijote con Sansón para engañar al hidalgo con embelecos y
falsías y templar la justa ira de su corazón.
A partir de lo cual, don Quijote amplía las perspectivas, asentando
sus dichos en una experiencia que se supone compartida por Sancho: la
malicia de los magos no sólo explica su triunfo frustrado, sino, también,
el encantamento de la sin par Dulcinea, presente en el recuerdo del
lector. Su adorador la trae a colación, señalando el tiempo transcurrido
desde los capítulos IX y X de la Segunda parte y contrastando «la her-
mosura y gallardía» que vio su escudero, «no ha dos días», con la fealdad
y bajeza que el mismo contempló con sus mismos ojos: la de «una zafia
labradora, con cataratas en los ojos y con mal olor en la boca» (I, 818).
Así es como llega a ensartar los dos episodios dentro de un común
esquema, atribuyendo una y otra desventura al mismo anómino encan-
tador, antes de destacar, con su habitual optimismo, el único hecho que
no puede ser controvertido: «pero, con todo esto, me consuelo, porque,
en fin, en cualquiera figura que haya sido, he quedado vencedor de mi
enemigo» (I, 818). Como observa acertadamente Edwin Williamson, «a
pesar de las confusas apariencias, lo que cuenta es el valor intrínseco de
su victoria»4.
4
Williamson, 1991, p. 227.
RETORNOS a Cervantes 203

Así pues, permanece intacta la dinámica de la empresa quijotesca.


Al ingenioso hidalgo ya no le sirve la acción de los encantadores para
explicarse, como antes, las frustraciones nacidas de las circunstancias:
molinos convertidos en gigantes, penitentes en fantasmas o bacía de
barbero en yelmo de Mambrino. Ahora, recogiendo este recurso en
la línea de lo que fue invención de su sobrina, en el capítulo VII de la
Primera parte, para dar cuenta de la desaparición de su biblioteca, la
invoca para interpretar las burlas imaginadas por aquellos que se aplican
a engañarle, conservando cada vez intacto, de esta forma, el impulso que
le hizo salir de su aldea en busca de aventuras. Si no llega a percatarse
de que ha sido víctima de sus embustes, ello se debe a que la alterna-
tiva, para don Quijote, a admitir que la moza campesina era Dulcinea,
y el Caballero de los Espejos, un doble hechizado de Sansón Carrasco,
hubiera sido afirmar que Sancho era un mentiroso y el bachiller un
impostor. Como observó acertadamente Ted Riley, «estas acusaciones
no carecen de fundamento, pero la negativa del Caballero a admitirlo
lo honra»5. Al mismo tiempo, el comentario final de Sancho —«Dios
sabe la verdad de todo» (I, 819)— nos da la medida de la traza y mentira
con que acreditó la transformación de Dulcinea: el escudero ha dejado
de ser la sombra de su amo, empezando, movido por las circunstancias,
a actuar de modo autónomo. En estas condiciones, lo que se nos ofrece
aquí, en este nuevo diálogo de don Quijote y Sancho, no es tanto, como
en otras ocasiones, el contraste de dos discursos o de dos modos de
enfocar la realidad, sino, más bien, la simultaneidad de dos maneras de
proceder, a partir de la cual se van iniciando dos trayectorias aparente-
mente coincidentes y, sin embargo, ya disímiles: la que informa la «traza
y embeleco» del escudero, y la que se nutre de «las quimeras de su amo»
(I, 819). Mediante lo cual, el diálogo se suspende, «por no decir [Sancho]
alguna palabra que descubriese su embuste» (I, 819), resolviéndose en
un doble silencio dictado por la necesidad: un silencio al que, sin em-
bargo, don Quijote no tardará en poner fin, al alcanzarlos un hombre
que venía detrás de ellos por el mismo camino y que resultará ser el
Caballero del Verde Gabán, dando así nuevo sesgo a la gravitación del
ingenioso hidalgo.

5
Riley, 1990, p. 141.
TRADICIÓN CULTA Y EXPERIENCIA VIVA:
DON QUIJOTE Y LOS AGOREROS

Los cinco años que Cervantes pasó en Italia, entre 1569 y 1575, de-
jaron en él una profunda huella. No fue un caso aislado: en un tiempo
en que la mayor parte de la península se encontraba en manos españolas,
hidalgos y soldados, letrados y marinos, clérigos y pícaros acudían de
Barcelona, de Valencia, de Cartagena, fascinados por una civilización
brillante, atraídos por un arte de vivir desconocido en Castilla, sedu-
cidos por la vida holgada ofrecida al ocupante. Ahora bien, donde el
autor del Quijote se separa de muchos de sus compatriotas es en la diver-
sidad de sus experiencias, así como en el partido artístico que supo sacar
de ellas. Esta diversidad deriva, en parte, de las vicisitudes que conoció
desde su llegada a Italia, a los ventidós años, y más aún de los vaivenes
que le impusieron, a raíz de su alistamiento en las galeras de don Juan
de Austria, sus campañas militares y sucesivos acantonamientos. De una
estancia tan fraccionada como fue la suya, muy poco nos dice su hoja
de servicios y se comprende que más de una vez se haya apelado al
testimonio indirecto de sus ficciones para colmar, al precio que sea, las
lagunas de nuestra información. Pero cuanto más minuciosa se hace esta
investigación, más tiende a ocultar su objeto. Lo que el autor nos cuenta
de sus propias vivencias no es fácil de explotar: cuando delega sus po-
deres en seudonarradores, no vacila en desautorizarlos cada vez que se
le antoja; y cuando habla en su propio nombre, como en sus prólogos o
en el Viaje del Parnaso, el interés documental siempre resulta menor que
la forma en que se saca a escena, ofreciéndonos los fragmentos dispersos
de un retrato de artista cuya verdad no exige verificación. Además, estas
ficciones componen un universo específico, regido por leyes propias, el
206 JEAN CANAVAGGIO

cual, si bien expresa los deseos y sueños de quien los engendró, desborda
inevitablemente su gravitación personal.
Así es como las observaciones inconexas que se pueden entresacar
de La Galatea, de las Novelas ejemplares, del Quijote o del Persiles exigen
ser analizadas con suma cautela. Entre las peregrinaciones del soldado
de Lepanto y la trasposición que de ellas nos da un escritor envejecido,
no hay solamente una distancia que alcanza en ocasiones cuarenta años;
está también el peso de las influencias y de las convenciones literarias,
la parte de la fabulación novelesca, el punto de vista de los personajes
con la alteración que implica1. Así de las descripciones de las ciudades
donde transcurren las peripecias: no plasman en estado bruto las prefe-
rencias del viajero curioso; son, la mayoría de las veces, trozos efectistas,
conformes a los cánones retóricos de la época2. Evocaciones hábilmente
dispuestas, pero cuya carga simbólica se trasluce en todo momento y
que, a fin de cuentas, más que plantar una sucesión de marcos, propo-
nen al lector una serie de emblemas. Sin embargo, sería injuriar a esta
Italia estilizada reducir las pinceladas que la componen a una colección
de tópicos. Si surge tan a menudo como tela de fondo de las novelas, es
ante todo por ser el lugar de la aventura por excelencia, una aventura
que Miguel vivió de modo intenso, antes de que sus personajes acudie-
ran a su llamada.
En la trayectoria italiana de Cervantes, especial relevancia viene a
cobrar el encuentro con Roma, consecutivo, al parecer, a una misteriosa
partida, y del que se hace eco, según vamos a ver, El licenciado Vidriera, antes
de ambientar, con mayor amplitud y variedad, los capítulos conclusivos
de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Acerca de los antecedentes de este
episodio, tan sólo disponemos de la controvertida provisión real, con fecha
del 15 de septiembre de 1569, por la cual se ordenaba al alguacil Juan de
Medina el prendimiento de un tal Miguel de Cervantes, estudiante, acu-
sado de haber herido en duelo a un maestro de obras llamado Antonio
de Sigura. En cuanto a la estancia romana del que había sido alumno
de López de Hoyos, su realidad se asienta en dos testimonios de distinta

1
Aspecto recalcado por Scaramuzza Vidoni, 1998.
2
Valgan, entre otros ejemplos, el caso de Génova, cuya «admirable belleza» sorpren-
de a Tomás Rodaja, con sus casas que le parecen «engastadas» en aquellas peñas «como
diamantes en oro»; también el de Florencia, que le encanta «así por su agradable asiento
como por su limpieza, suntuosos edificios, fresco río y apacibles calles» (Cervantes, El
licenciado Vidriera, en Novelas ejemplares, p. 272).
RETORNOS a Cervantes 207

índole que muy poco nos dicen de lo que pudo ser: la información de
la limpieza de sangre de Miguel de Cervantes, pedida en Madrid el 22
de diciembre, tres meses después de su partida, por su padre, Rodrigo, y
la dedicatoria de La Galatea al Ilustrísimo Señor Ascanio Colonna, abad
de Santa Sofía, en la cual el autor, a quince años de distancia, alude sin
más detalles a «las cosas que oí muchas vezes dezir de V. S. Ilustríssima al
cardenal de Acquaviva, siendo yo su camarero en Roma…»3. Así es como
se nos impone el salto que tenemos que dar de la vivencia personal del
escritor a su proyección literaria en El licenciado Vidriera. Por muy distin-
tas que sean las circunstancias que llevan a Tomás Rodaja a detenerse en
Roma, «reina de las ciudades y señora del mundo»4, haciendo etapa en un
viaje que le permite conocer las más famosas ciudades de Italia, no cabe
la menor duda de que su narración condensa una suma de impresiones
nacidas en el transcurso de otra estancia, ésta de varios meses, la del propio
Cervantes. Lo que se desprende primero de la relación del licenciado, es la
admiración que le produce el espectáculo de la Roma antigua. Toda una
panorámica de elementos emblemáticos —mármoles y estatuas, arcos y
termas, pórticos y anfiteatros, puentes y calles— desemboca en la men-
ción de tres de las vías que solía tomar el viajero para entrar en la ciudad,
así como en la enumeración, si bien incompleta y un tanto inexacta, de
las siete colinas encerradas en su recinto5. Ahora bien, la fugaz referencia
a los mártires enterrados en las márgenes del Tíber nos hace pasar, sin
transición, de la ciudad de los césares a la de los papas, sugerida ya, en la
precedente evocación, por la alusión a la vía Giulia, la cual fue encargada
por el pontífice Julio II al arquitecto Bramante6:

Notó también la autoridad del Colegio de Cardenales, la majestad del


Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones.Todo lo miró,

3
Cervantes, La Galatea, p. 152. Entre los interrogantes que plantea tan lacónica
confidencia, está la índole exacta de este cargo. No parece, a decir verdad, que se deba
asimilar a la de secretario o confidente de su amo: hubo de ser, más bien, la de un ayuda
de cámara, como lo sugiere la etiqueta y especifican los manuales de la época, empleado
la mayoría de las veces en tareas serviles, y que tan sólo ocasionalmente sería admitido en
la intimidad del cardenal, asistiendo a sus conversaciones con Ascanio Colonna.
4
Cervantes, El licenciado Vidriera, p. 272.
5
Cervantes, El licenciado Vidriera, p. 272. Sobre el atractivo ejercido por las ruinas
de la Roma antigua sobre los viajeros en el siglo xvi, ver Delumeau, 1975, pp. 39-42.
6
Con sus ocho metros de anchura, era, en el siglo xvi, la calle más ancha de Roma.
Ver Delumeau, 1975, p. 75.
208 JEAN CANAVAGGIO

notó y puso en su punto.Y habiendo andado la estación de las siete iglesias


y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de
agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles…7

En tanto que la topografía de la Roma cristiana se reduce aquí,


de modo implícito, a los siete templos que los peregrinos necesitaban
visitar en un mismo día para obtener la indulgencia plenaria del Año
Santo8, recalca esta vez Rodaja la magnificencia de una Iglesia en ma-
jestad, cifrada en sus ceremonias y plasmada en su catolicidad por la pre-
sencia de fieles procedentes del orbe entero. Entre estos fieles sobresale
por supuesto nuestro licenciado, sin que se nos diga lo que representan
efectivamente para él estas prácticas, al descubrirse a nosotros no sólo
confesado, sino lleno de agnusdeis y cuentas. Ahora bien, ¿qué pensar
de semejante actitud? Se ha querido detectar, en este episodio, cierta
reserva irónica por parte de nuestro escritor y, a decir verdad, en más de
una ocasión afloran en los textos cervantinos unas pullas irónicas, unas
alusiones impertinentes a costumbres eclesiásticas de dudosa moralidad.
Fino conocedor del Evangelio, el autor del Quijote maneja a menudo el
arte de las medias palabras, bien para burlarse de los clérigos con irreve-
rencia, bien para criticar la observancia formal de los ritos, la devoción
interesada en las almas del Purgatorio, los padrenuestros de los tartufos
de toda laya. Hablar de anticlericalismo de fabliau sería equivocarse con
esta veta frondosa que lleva la marca de su tiempo. Pero no es cierto que
proceda exclusivamente de la lectura de Erasmo. En materia de religión,
este desacuerdo con el tono medio de su época puede dejar traslucir
a veces el influjo de tal o cual corriente de pensamiento, pero, ante
todo, expresa la elección de un espíritu abierto, enemigo de prejuicios,
aunque respetuoso con el dogma y el culto; un humanista, en el sentido
amplio de la palabra, formado muy lejos del polvo de las bibliotecas, en
la escuela de la vida y de la adversidad. La misma prudencia se impone
al tratar de apreciar como se debe el fervor que manifestó en sus últimos
años. ¿Cómo interpretar sus muestras? ¿Como una precaución necesaria
frente a los guardianes de la ortodoxia, o como la decisión meditada

7
Cervantes, El licenciado Vidriera, p. 273. Sobre los miles de peregrinos que solían
acudir cada año a Roma y, muy especialmente, el notable incremento de su número a
partir de 1575, ver Delumeau, 1975, pp. 43-47.
8
San Pedro, San Juan de Letrán, San Pablo Extramuros, Santa María la Mayor, San
Lorenzo, Santa Cruz en Jerusalén y San Sebastián.
RETORNOS a Cervantes 209

de un ser que, en el crepúsculo de su vida, trata de unir con lazos más


estrechos la fe y las obras? No podemos desentrañar las razones que
motivaron a un hombre cuya intimidad espiritual se nos escapa irre-
mediablemente. Concedámosle, al menos, que no fueron ni mediocres
ni mezquinas, puesto que el «raro inventor» que se preció de ser nunca
renegó de su vocación de escritor.
A partir de semejante cuestionamiento conviene enfocar, por consi-
guiente, la mirada cervantina sobre las supersticiones, una mirada que ha
llamado, en diferentes momentos del siglo pasado, la atención de desta-
cados cervantistas. Francisco Rodríguez Marín, en particular, ha señala-
do el valor de testimonio que presenta, sobre las creencias de la España
áurea, todo un fondo de anécdotas tradicionales de las que se hace eco el
Quijote9. Américo Castro, por su parte, ha estimado que Cervantes ma-
nifestaba cierta distancia crítica con respecto a estas creencias, y más es-
pecialmente las que se refieren a pronósticos y presagios10. En fecha más
reciente, más que caracterizar la postura personal de un escritor que se
nos desliza detrás de sus portavoces, Edward.C. Riley ha hecho hincapié
en las actitudes contradictorias de sus personajes, según la situación en
la cual se encuentran11. Observando una diferencia significativa entre la
Primera y la Segunda parte de la novela, ha notado que don Quijote,
en la Primera, no alude nunca a los presagios, mientras se refiere a ellos
en la Segunda en siete u ocho ocasiones. Acertadamente, relaciona este
cambio con su nueva manera de colocarse frente al mundo que lo rodea:

This is quite logical, for from the start of the Part II the knight has shown
himself more sensitive to external reality, more cautious, even suspicious
on occasion. He no longer displays the crazily splendid self-assurance he
once did. The ups and downs of his reactions to these auguries are a good
indicator of his state of mind on each occasion12.

9
Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 1947, vol. IX, apéndice
XIII, pp. 198-218.
10
Castro, 1972, p. 53.
11
Riley, 1979.Ver también las observaciones de Giulia Poggi, 2004.
12
«Aquello es perfectamente lógico, ya que, desde el comienzo de la Segunda Parte,
el caballero se ha mostrado más atento a la realidad externa, más curioso, y hasta cir-
cunspecto en algunas ocasiones.Ya no ostenta la loca y espléndida seguridad que mostró
hasta entonces. Los altibajos de sus reacciones frente a estos agüeros son un buen indicio
de su estado mental en cada ocasión», Riley, 1979, p. 163.
210 JEAN CANAVAGGIO

Partiendo de estas premisas, Riley nos ofrece un fino comentario del


episodio apertural del capítulo 73 de la Segunda parte. Cabe recordar
que, en la secuencia liminar de este capítulo, don Quijote y Sancho, al
volver a su aldea, sorprenden a dos muchachos que están peleando por
la posesión de un grillo enjaulado. Poco después, una liebre se agazapa
a sus pies para tratar de escapar de los perros que la persiguen. Para
descifrar estos dos incidentes consecutivos, nuestro caballero pretende
valerse de la clave que le proporciona, según él, el encantamiento de
Dulcinea, considerándolos uno y otro como malos agüeros. Sancho, en
cambio, les da un significado del todo contrario: al comprar la jaula a los
muchachos, da entender, de esta manera, que es capaz de desencantar a
la dama de su amo, aunque en un plano puramente simbólico, ya que no
se ha decidido a darse los tres mil y tantos azotes prescritos por Merlín.
Ahora bien, el partido que toma don Quijote, en esta circunstancia, no
define un punto de vista permanente, una manera de ser que le sería
consustancial13. En un capítulo anterior, el 58 de la misma parte, el ca-
ballero, durante una de sus conversaciones con su escudero, camino de
Barcelona, pocos momentos antes de la aventura de la fingida Arcadia,
se niega, al contrario, a dar fe a los presagios:

Has de advertir que no todos los tiempos son unos, ni corren de una mis-
ma suerte, y esto que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se
fundan sobre natural razón alguna, del que es discreto han de ser tenidos y
juzgar por buenos acontecimientos14.

El interés de esta declaración se debe a que viene acompañada con


dos casos de superstición, aducidos por el hidalgo como ejemplos de
disparate:

Levántase uno de estos agoreros por la mañana, sale de su casa, encuéntrase


con un fraile de la orden del bienaventurado San Francisco, y como si hubiera
encontrado con un grifo, vuelve las espaldas y vuélvese a su casa. Derrámasele
al otro mendoza la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía por
el corazón, como si estuviese obligada la naturaleza a dar señales de las veni-

13
Sobre la presencia de las supersticiones en las obras de Cervantes, ver Garrote
Pérez, 1981. Para un intento de sistematización de las actitudes de don Quijote frente a
los agüeros, ver García Chichester, 1983.
14
Cervantes, Don Quijote de la Mancha (ed. Rico), t. I, p. 1199.
RETORNOS a Cervantes 211

deras desgracias con cosa de tan poco momento como las referidas. El discre-
to y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo15.

Así pues, don Quijote bosqueja aquí dos escenas divertidas, con una
capacidad de observación que parece llevar el sello de la experiencia
viva. Algo que, precisamente, tiende a confirmar la nota de Rodríguez
Marín sobre el particular, en uno de los apéndices a su última edición
del Quijote. De los testimonios reunidos por él se deduce que, en tiem-
pos de Cervantes, era de mal agüero topar con un monje por la calle al
salir de casa, una creencia que seguía viva al principio del siglo xx16. En
cuanto al segundo ejemplo, el de la sal derramada sobre la mesa, difiere
del anterior por encarnarse en un personaje cuyo nombre se descu-
bre, aunque no su identidad exacta: un tal Mendoza, representación
emblemática, lo mismo que en Lope de Vega y Quevedo, de la fama
que tenían, de muy antiguo, todos los miembros de esta noble familia
con la cual la de Miguel mantuvo estrechas relaciones17. Mendocino, a lo
que parece, había llegado a ser sinónimo de supersticioso. Se infiere de
estos datos un probable vínculo directo entre la curiosidad que pudie-
ron despertar en Cervantes las supersticiones de sus contemporáneos
y las muestras que nos ofrece de ellas con su talento de narrador. Sin
embargo, estas actitudes significativas, que pudo contemplar en más de
una ocasión, se señalan también en obras que no son documentos, ni
textos de ficción, sino tratados, como el que nos ha dejado un escritor
de finales del siglo xv, Polidoro Virgilio. Humanista italiano, nacido en
Urbino, se conoce sobre todo por su De inventoribus rerum, compilación
de anécdotas sobre los orígenes de las cosas en los campos más variados,
desde la técnica hasta la religión18. Este tratado, cuya amplia difusión
ha sido comprobada por Víctor Infantes, llamó la atención de Marcel
Bataillon: no sólo porque el autor se aplica a explicar los cultos popu-
lares como vestigios del antiguo paganismo, anticipando así a Erasmo en

15
Cervantes, Don Quijote de la Mancha (ed. Rico), t. I, p. 1199.
16
Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (ed. Rodríguez Marín),
vol. IX, apéndice XIII, pp. 198-218.
17
Su abuelo, el licenciado Juan de Cervantes, fue en efecto miembro del consejo
del duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza, en tanto que el hijo bastardo del
duque, Martín de Mendoza, gitano por parte de madre y archidiácono por añadidura, se
convirtió en amante de María de Cervantes, hija del licenciado y tía de nuestro escritor
(ver Canavaggio, 2003, pp. 51-52).
18
Ver Hay, 1952.
212 JEAN CANAVAGGIO

su reivindicación de un cristianismo purificado de cualquier vana su-


perstición, sino porque el erasmista Francisco Thámara dio de este libro,
en 1550, una traducción española que la Inquisición condenó ocho
años después a la hoguera, junto con el original latín19. Pues bien: mien-
tras don Quijote y Sancho se encaminan hacia la cueva de Montesinos,
el estudiante que les sirve de guía se dice orgulloso de haber escrito un
Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, descri-
biendo la futilidad de su contenido en términos que provocan la risa
del lector20.
Desde la perspectiva que nos interesa, nos conviene orientarnos
hacia otro tratado del mismo Polidoro, el De Prodigiis21. Publicado en
1531, este diálogo inicia su verdadera carrera a mediados del siglo xvi,
en el mismo momento en que, como demuestra Jean Céard en un im-
portante estudio, la creencia en los prodigios llega a movilizar, en su
totalidad, «los recursos de la erudición, las enseñanzas de la historia y los
medios del pensamiento»22. Prueba del éxito que conoce esta obra son
las dos traducciones italianas publicadas en 1550 y 1554, a las que sigue
una traducción francesa de 1555. Por boca de uno de los interlocu-
tores introducidos por el autor en este tratado, su amigo Robert Ridley,
Polidoro expone una refutación sistemática de los prodigios. Como ob-
serva Jean Céard, explica cómo los hechos que suelen llevar semejante
calificativo no corresponden en realidad a este concepto: carecen en
efecto de un carácter específico, una marca singular para ser reconocidos
en tanto que signos de un acontecimiento futuro23.
Ahora bien, el mayor interés de la demostración de Ridley reside,
para nosotros, en el hecho de que pone en tela de juicio algunos de
estos prodigios llamados augurios por los antiguos, entre los cuales dos
cobran una relevancia particular en relación con la declaración de don
Quijote. El primero no es sino el mismo que el ingenioso hidalgo citó
en segundo lugar:

De’l sale, è vn’ altra ragione: per che egl’ è sacro, e (come Platon dice) hà
suo corpo amico à Dio, e per che é nimico d’ogni corruzione, en senza il

19
Bataillon, 1966, pp. 638-639 y 717-718. Sobre la difusión en España de este tra-
tado, reeditado por Weiss y Pérez, 1980, ver Infantes, 1988, pp. 254-255.
20
Don Quijote, II, 22. Episodio analizado por Aubrun, 1979.
21
Ver Hay, 1952, pp. 34-45.
22
Céard, 1996, p. 161.
23
Céard, 1996, pp. 167-168.
RETORNOS a Cervantes 213

quale nessun sacrificio già si faceva. Per tanto, chi vsa sale, à cosa non ne-
cessaria, ò per sorte, ò poca auuertenza lo ‘spande: par che facci male, e sia
degno di pena, e di qui è nata tal’ oppenione24.

Como se echa de ver, Ridley no se limita a recordar una superstición


probada, sino que se propone explicarla racionalmente: si derramar la sal
es mala señal, es porque la sal, que preserva la carne de la corrupción, se
solía considerar como sagrada. Idéntica actitud es la que adopta ante el
otro supuesto prodigio, señalado y comentado por el caballero:

Quello c’hauete detto de’l rincontro de Monaci, ò Frati, ch’ei sia di


cattiua vria: questo non saperrei dare ad altro: ch’à la diuersità de’l vestire:
per che buon parte di loro veston, ò di nero, o daltri colori poco allegri:
e gl’altri di diuersi colori, con arte compartiti, e foggie strauaganti, e fas-
tidiose, e mal piacenti à gl’occhi nostri. Per le quali cose, così come loro,
forse uoglion esser tenuti humini vili, ò solitarij, ne così sempre ci son tra
gli’occhi: così paiono, e (in ció sono) molto dissimili à gl’altri: e in tal modo
muouono le menti i molti leggieri25.

24
«En lo referente a la sal, hay otra razón por la que se considera sagrada, sea porque
(como dice Platón) su sustancia es grata a Dios, sea porque es enemiga de toda corrup-
ción, sin la cual no se celebraba ningún sacrificio. Por lo tanto quien utiliza la sal para
cosas no necesarias, o por casualidad o bien por falta de prudencia la esparce, parece que
esto hace daño y que merece un castigo; de ahí se ha formado esta opinión» (Polidoro
Vergilio, De Prodigiis, libr. III, per Damiano Marassi fatti toscani, p. 221). Damos a título de
comparación el texto latino según la edición de 1671: At salis alia ratio: is enim sacer est,
et amicum Deo, uti Plato vocat, corpus, quod corruptionis sit praecipuus expulsor, sine quo nullum
olim fiebat sacrificium. Proinde qui sale ad rem non necessariam utitur, vel forte aliqua eum pro-
jicit, peccare iudicatur, ipsumque poena quaedam manere videtur : unde hominis opinio orta fertur
(Polydore Vergile, De Prodigiis, libri III, p. 79).
25
Polidoro Vergilio, De Prodigiis, pp. 221-222: «Lo que habéis dicho sobre el en-
cuentro con monjes o frailes, que esto sea de mal agüero, no sabría decir otra cosa sino
que esto puede achacarse a su distinta manera de vestir; pues una gran parte de ellos
visten o de negro o de otros colores poco alegres; y los otros visten de colores diversos,
arreglados con arte y formas extravagantes y fastidiosas y poco agradables a nuestros
ojos. Por todo esto, así como ellos tal vez desean que se les considere hombres humildes,
o solitarios, no siempre se muestran así a nuestros ojos: de modo que parecen (y en esto
lo son) muy distintos respecto a los demás: y de tal manera mueven las mentes de los
mortales, las que son más livianas». Comp. De Prodigiis, p. 79: Quod monachorum occursus
est ominosus, id vestitu varietati assigneverim bona enim illorum pars nigro amiciuntur vestitu,
reliqui vero discoloribus miro quodam artificio confectis utuntur vestibus. Ex qua re ut illi per
paucorum hominum forsitan censeri homines volunt, sic multo dissimillimi videntur, et suo ocursu
214 JEAN CANAVAGGIO

Esta vez, Ridley repara en los colores que suele llevar el hábito
monjil, negro u oscuro, los cuales, si hemos de creerle, suelen ser car-
gados por el vulgo de un simbolismo ingenuo, de modo que cualquier
encuentro con uno de estos frailes cobra un valor nefasto.
¿Qué concluir de este doble parecido? A lo menos, una indiscutible
coincidencia entre Ridley y don Quijote, no sólo por negarse los dos
a creer en las supersticiones, sino por aducir los mismos ejemplos en
apoyo de su refutación. Aunque no se haya rastreado ninguna remi-
niscencia explícita del De Prodigiis en el Quijote, lo que se nos dice de
Polidoro Virgilio, en el capítulo 22 de la Segunda parte, prueba que
Cervantes hubo de tener un conocimiento directo de algunas de sus
obras, probablemente adquirido durante su estancia napolitana26. De la
capital de la Italia española Rodaja nos dice que es «a su parecer, y al
de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aun de todo el
mundo»27. Desgraciadamente, no podemos determinar a ciencia cier-
ta en qué fechas exactas estuvo allí el escritor; si hemos de creer unas
confidencias suyas, se escalonaron en el transcurso de «más de un año»28.
Nos gustaría entrever algo de sus ocupaciones durante estos meses in-
vernales transcurridos entre dos campañas. Tal vez se dedicó a romper
la rutina de la vida de guarnición, con otros entretenimientos que la
frecuentación de las tabernas y el trato de las cortesanas29. Nos compla-
cemos en imaginarlo saciando su sed de lecturas, aunque, dado el laco-

aliorum movent mortalium mentes, quae minus firmae sint. Agradezco a Aldo Ruffinatto su
ayuda a la hora de traducir estas citas.
26
En opinión de Carlos Romero, la lectura de Polidoro Virgilio debió de influir
también en la elaboración del Persiles, en tanto que «escritor de cosas amenas y curiosas».
Ver su introducción a Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, p. 51.
27
El licenciado Vidriera, p. 273. La población de Nápoles era dos veces la de Venecia,
tres la de Roma, cuatro la de Florencia. Toda la Italia meridional desembocaba en ella.
Ver Braudel, 1966, vol. I, pp. 316-318.
28
Cervantes, Viaje del Parnaso,VIII, v. 255, p. 170. Iniciadas en agosto de 1571, cuan-
do don Juan de Austria tomó el mando de la flota de la Santa Liga, se concluyeron en
septiembre de 1575, al embarcarse Cervantes con destino a España en una galera que
iba a caer en manos de corsarios argelinos. Es obvio que no permaneció allí durante
más de doce meses seguidos, en vista de lo que sabemos de sus sucesivas y fragmentadas
estancias; tampoco debe entenderse que dichas estancias, consideradas en conjunto, lle-
garan a sumar más de un año.
29
Vida apicarada es la que solían llevar allí los soldados españoles, a juzgar por la
relación de un Alonso de Contreras, contemporáneo de Cervantes, de la que Braudel se
hace eco (1966, vol. I, p. 311; vol. II, pp. 90, 194, 202 y 507).
RETORNOS a Cervantes 215

nismo de los archivos, difícil se nos hace, al respecto, salir del campo de
las hipótesis30. En cualquier caso, el parecido que acabamos de observar
nos permite entrever, en las palabras de don Quijote, el resultado de
un proceso de elaboración que no deja de recordar aquél que estudió
Francisco Ayala en su comentario al capítulo 32 de la misma Segunda
parte. La mala jugada que padece el ingenioso hidalgo, por culpa de las
doncellas del duque, con el pretexto de lavarle las barbas, quedando con
la cara enjabonada, parece ser, a primera vista, el trasunto de una escena
contemplada por Cervantes. Ahora bien, como ha mostrado Ayala, esta
burla se asemeja a otra que refiere Luis Zapata en su Miscelánea, de la
cual fue víctima, por parte del conde de Benavente, un embajador por-
tugués al que había invitado31. ¿Leyó o no Cervantes la recopilación de
Zapata, publicada mucho después de muerto su autor? Para Francisco
Ayala, la burla imaginada por el conde hubo de alimentar todo un acer-
vo de anécdotas. Difundidas oralmente, debieron de convertirse en un
material mostrenco aprovechado por Zapata y reelaborado más tarde
por Cervantes. En cambio, Francisco Márquez Villanueva, en vista del
estrecho paralelismo que presentan los dos relatos, excluye una mera
coincidencia y considera que el autor del Quijote hubo de conocer la
Miscelánea32. En cualquier caso, queda fuera de duda de que experiencia
y tradición confluyeron en la génesis del episodio.
De la misma manera, en el caso que nos ocupa, el proceso creador no
pudo ser tan sencillo, tan mecánico como pretendió la crítica positivista,
tributaria, aunque sin querer confesarlo, de la estética de la tajada de
vida. Entre observación y creación debió de insertarse el recuerdo, más
o menos preciso, de un texto anterior que bien pudo ser el que hemos
sacado a colación. Pero, al mismo tiempo, la reescritura cervantina se se-
para radicalmente de la presentación de los mismos casos que debemos

30
Una pista de interés ha sido señalada por Francisco Márquez Villanueva, al exami-
nar la figura del venerable Telesio, que interviene en el libro V de La Galatea: este noble
sacerdote, en efecto, lleva el nombre del filósofo Bernardino Telesio (1509-1588), anties-
colástico formado en el aristotelismo paduano y avecindado en Nápoles en el momento
en que Cervantes estuvo en dicha ciudad.Tal vez habrá contribuido a la formación inte-
lectual de un escritor que conservó, hasta sus últimos años, la huella de esta experiencia,
aunque no estamos, de momento, en condiciones de asegurarlo.Ver Márquez Villanueva,
1995. Acerca de la formación intelectual de Cervantes y de sus lecturas, ver las atinadas
observaciones de Anthony Close, 2005b, pp. lxvii-lxxiv.
31
Ayala, 1974.
32
Márquez Villanueva, 1973.
216 JEAN CANAVAGGIO

a Polidoro. Como buen humanista, éste se nos aparece preocupado por


encontrar la clave de unas actitudes extrañas, sin duda, pero ampliamente
difundidas en todas las capas de la sociedad de su tiempo. Cervantes, en
cambio, por boca del ingenioso hidalgo, pone de relieve, con un arte
consumado del escorzo, la gracia de unas situaciones concretas cuyo
carácter insólito resulta aún más llamativo. No nos pinta a un vulgar ne-
cio, sino a «uno de estos agoreros»; y en cuanto al fraile con que topa al
salir de casa, no se trata de un monje cualquiera, sino de un franciscano,
en cuya Orden Tercera Cervantes ingresó por las misma fechas33; mejor
dicho, de un fraile de San Francisco del cual el supersticioso huye como
si se tratara de un grifo. En cuanto a su congénere, sale del anonimato
para venir a llamarse «el otro Mendoza», denominación tan imprecisa
como familiar, que es como un guiño destinado al lector cómplice; y
ya no es la sal derramada en la mesa la que determina la comicidad de
esta escena, sino el parecido entre su fluir y el de una melancolía cuya
presencia recurrente corre por todo el imaginario cervantino34.
Esta amena conversación entre amo y servidor sobre la creencia en
los agüeros no tiene por qué sorprendernos, si nos acordamos de las
circunstancias en que tiene lugar. En el momento en que aborda el tema
de las supersticiones, don Quijote no ha sido derrotado todavía por el
caballero de la Blanca Luna, sino que, al contrario, ha salido airoso de
las últimas aventuras que le han sucedido: además de haber vencido a
Tosilos, acaba de deslumbrar a su escudero recordándole los valerosos
hechos de los santos de la milicia divina. Este mismo impulso es el que
le lleva a considerar los prejuicios que padece su tiempo con una mente
lúcida y serena. De ahí la inmediata aprobación que recibe de Sancho,
el cual comparte con su señor el mismo sentir. Más adelante, en cambio,
don Quijote, al recordar la desenvoltura de Altisisora, introduce una
fractura inesperada, poniendo en peligro esta connivencia y armonía. Se
confirma, de este modo, que el diálogo entre caballero y escudero forma
parte de un trato permanente, donde acuerdo y desacuerdo van alter-
nando sin cesar, confiriendo a dos entes de papel no sólo la apariencia,
sino la presencia y el relieve de la vida.

33
Novicio de la orden desde 1613, pronunciará sus votos definitivos el 2 de abril
1616, pocos días antes de morir, siendo enterrado el 23 del mismo mes, vestido del sayal
de franciscano (ver Canavaggio, 2003, pp. 416-419).
34
Ver García Gisbert, 1997.
EL PERSILES
EL «MALDICIENTE CLODIO»,
PRIMER LECTOR DEL PERSILES

La fecunda dedicación de Juan Bautista Avalle-Arce a los estudios


cervantinos ha llegado a abarcar un amplísimo campo, desde La Galatea
hasta el teatro, desde el Quijote y las Novelas ejemplares hasta Los trabajos
de Persiles y Sigismunda. De especial importancia resulta su labor sobre
esta última obra, como investigador, desde luego, pero también como
editor de lo que se considera el canto de cisne del manco de Lepanto1.
Entre las ideas claves defendidas por él en sus diferentes aproximaciones,
resalta el supuesto metafísico de la cadena del ser, «metáfora tradicional
para expresar la plenitud, el orden y la unidad de la creación divina»2,
sin el cual «el Persiles no podría ser como es»3. Según Avalle-Arce, en
efecto, este supuesto ilumina a la vez el orden general en que aparecen
los diversos tipos humanos que animan la novela, la posibilidad de pro-
gresión de los personajes, de la que son paradigma los propios Persiles y
Sigismunda, y la geografía en que se sitúa su gravitación, la cual nos lleva
desde la mítica isla Bárbara hasta Roma, «cielo de la tierra»4. Dentro de
estas coordenadas, o de este «cuadrante», la peregrinación de la pareja
central cobra notable relevancia: el omnes sumus peregrini super terram bí-
blico repercute en cada página casi del Persiles5, cristianizando de esta
manera el patrón heredado de la mal llamada «novela bizantina», puesto

1
Además de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (ed. Avalle-Arce), cabe
recordar Avalle-Arce, 1973, 1975b, 1988 y 1990.
2
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, p. 20. A esta edición remiten las citas
de esta obra que se incluyen en nuestro texto.
3
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, p. 21
4
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, pp. 22-23.
5
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, p. 25.
220 JEAN CANAVAGGIO

que el calificativo exacto que se merece este género es el de «novela


griega»6.
Aun cuando nuestro llorado amigo Edward C. Riley observara que,
más que cualquier otra obra de Cervantes, el Persiles «parece pedir una
lectura metafórica por encima de una lectura literal»7, las interpretacio-
nes elaboradas durante estos últimos años tienden a poner en tela de
juicio, si no los aspectos doctrinales de cuño postridentino que ofrece, al
menos su sistematización en tanto que armazón de la novela. En la línea
de semejante revisión, se ha insistido en el valor de pretexto que parece
tener esta peregrinación, al menos en una primera fase, según se infiere
de las aclaraciones retrospectivas que Serafido proporcionará a Rutilio
—y al lector— al final de las aventuras.También se ha señalado el hecho
de que Sigismunda/Auristela, para postergar lo más posible la respuesta
que le pide Arnaldo, no se refiere a este santo propósito, sino que aduce
otras razones para no tener que oponerle, de buenas a primeras, una
arriesgada negativa. Por cierto, nos encontramos, en ambos casos, en la
fase inicial de sus «trabajos», la que transcurre en tierras del Septentrión
durante los dos primeros libros. Así y todo, a partir del momento en
que Persiles y Sigismunda, una vez en Lisboa, deciden vestir el traje de
peregrinos, el viaje que emprenden por España, Francia e Italia dista de
corresponder a lo que podría inferirse de esta decisión. Con excepción
de Guadalupe, donde Feliciana de la Voz, en el mismo momento en que
invoca a la Virgen María, está a punto de padecer una muerte nada cris-
tiana, sus etapas no coinciden con lugares de peregrinación. Al contra-
rio, su recorrido se nos aparece constantemente marcado por incidentes
profanos, hasta tal punto que no se nos dice nunca cómo y cuándo los
peregrinos cumplen las formas ordinarias de devoción. Por otra parte,
y de manera general, los seudónimos que llevan Persiles y Sigismunda,
los pretextos de los que se valen, en diferentes ocasiones, para ocultar
su verdadera relación y acreditar la especie de que serían hermanos,
la casuística a la que recurren para desanimar a Arnaldo y engañar a
Policarpo y Sinforosa no se avienen del todo con los requisitos de una
auténtica peregrinación cristiana.
Se nos dirá que estas actitudes ambiguas, frente a unas circunstancias
insólitas, entran en un conjunto de experiencias humanas que consti-
tuyen, precisamente, los «trabajos» por donde tienen que pasar los pro-

6
Acerca de esta necesaria rectificación, ver Pelorson, 2003, pp. 24-25.
7
Ver Riley, 1997, p. 60.
RETORNOS a Cervantes 221

tagonistas hasta llegar a su meta final. Sin embargo, no hay ni un mo-


mento en que se deje de ensalzar las partes de Persiles y Sigismunda,
auténticos dechados de perfección, y esto en detrimento de su verdad
humana. Para decirlo con palabras del mismo Avalle-Arce:

La intención universalizadora del autor tiene, como consecuencia y con-


trapartida, la abstracción. Y por ello, los principales personajes del Persiles
son todos undimensionales y acartonados. No son cuerpos de carne y hue-
so, sino transparentes símbolos de validez universal8.

Por cierto, todo un sector de la crítica actual se ha aplicado a ma-


tizar esta impresión, destacando el hecho de que Auristela, en varias
ocasiones, se deja llevar por unos celos infundados, o recordando cómo
Periandro, al narrar sus aventuras, cuenta el modo que tuvo para domar
el caballo de Cratilo, mediante un salto que deja perplejos a varios de los
que escuchan su relación. No obstante, a la hipervaloración sistemática
de la hermosura, honestidad y discreción de Auristela, así como de la
gallardía, cortesía y valor de Periandro, concurren no sólo el narrador
omnisciente, sino todos aquellos que les salen al encuentro, desde los
bárbaros de la isla septentrional hasta los vecinos de Roma. Incluso los
que llegan a poner su vida en peligro, como Hipólita la Ferrraresa, lo
hacen movidos por el despecho, al no poder satisfacer los deseos lascivos
que su belleza les inspira. Sin embargo, en este concierto unánime de
alabanzas, se oye, en un determinado momento, une voz disonante, la
del «maldiciente» Clodio. Aunque sus intervenciones, que comienzan
en el capítulo IV del libro primero, pronto concluyen con su muer-
te fortuita, en el capítulo VIII del libro II, este personaje llama nues-
tra atención cada vez que sale al escenario: al ser echado del navío de
Mauricio, encadenado con Rosamunda; al dar las razones de su condena
en su tierra por el rey de Inglaterra; al pedir a Arnaldo que se le quite la
cadena, consiguiéndolo acto seguido; al remitir a Auristela una carta de
la que volveremos a hablar; y, finalmente, al morir, contra toda espera,
del golpe de una flecha que Antonio el hijo destinaba a Cenotia. Ahora
bien, semejante interés no se debe únicamente a esta concatenación
de peripecias, sino, también, a las repetidas ocasiones en que demuestra
tener «un cierto espíritu satírico y maldiciente, una pluma veloz y una

8
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, p. 27.
222 JEAN CANAVAGGIO

lengua libre», ya que tanto le deleitan «las maliciosas agudezas» (p. 118)
que, por decir una, perdería no sólo un amigo, sino cien mil vidas9.
Claro que, si hemos de creerle, el castigo le ha puesto una mordaza
en la boca o, por mejor decir, en la lengua10. Sin embargo, la perspicacia
que demuestra en cualquier momento le induce a seguir otra vez su pe-
ligrosa inclinación. Cuando Auristela cae enferma por primera vez, por
culpa de los celos que le inspira Sinforosa, los médicos que le toman el
pulso declaran que «no era del cuerpo su dolencia, sino del alma». Pero,
añade el narrador, «antes que ellos conoció su enfermedad Periandro, y
Arnaldo la entendió en parte, y Clodio mejor que todos» (p. 169). Así,
pues, en dos ocasiones en que se halla a solas con Arnaldo, su libertador,
le declara haber notado que ama a Auristela y pretende, en señal de
agradecimiento, abrirle los ojos sobre las consecuencias de su pasión. Lo
que le quiere representar, en su primera conversación, no es sólo la en-
tereza y el rigor de la que fue su esclava y se niega a «rendir su voluntad
por los medios honestos del matrimonio», sino los interrogantes que
suscita tanto su negativa como el hecho de no haber revelado quién es:

Has de considerar que algún gran misterio encierra desechar una mujer
un reino y un príncipe que merece ser amado. Misterio también encierra
ver una doncella vagamunda, llena de recato de encubrir su linaje, acompa-
ñada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su hermano, de
tierra en tierra, de isla en isla, sujeta a las inclemencias del cielo y a las bo-
rrascas de la tierra, que suelen ser peores que las del mar alborotado (p. 168).

Clodio, de este modo, comparte las dudas de un lector que, hasta


ahora, no sabe más de Auristela que lo que se le ha dicho desde el
comienzo in medias res de la narración de sus aventuras. En efecto, es
preciso llegar al antepenúltimo capítulo de la novela para descubrir que
esta peregrinación fue imaginada por la reina Eustaquia, con el fin de
que la pareja se ausentase de su tierra antes del regreso de Magsimino.

9
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, p. 118. A las páginas de esta edición
remiten las referencias entre paréntesis de las citas. Queda fuera del ámbito de este estu-
dio el posible trasfondo histórico sobre el cual se recortaría, quizás, la figura de Clodio
y más especialmente, las correspondencias que se han detectado entre Clodio y Antonio
Pérez. Ver al respecto el Apéndice VI de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda
(ed. Romero), pp. 722-723.
10
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, I, 18, p. 135.
RETORNOS a Cervantes 223

Interrumpido por la aparición de Periandro, el maldiciente aprove-


cha su segundo momento de intimidad para proseguir en su discurso. El
propósito que le anima es recordar a Arnaldo, el cual tiene «ocupada el
alma de amorosos deseos» (p. 174), las obligaciones que debe cumplir un
príncipe a la hora de buscar esposa. Pero este noble cuidado se recorta
sobre aquel trasfondo que bosquejó en su precedente conversación: la
descalificación de los supuestos hermanos, tal como se desprende de sus
primeras palabras:

El otro día te dije, señor, la poca seguridad que se puede tener de la vo-
luble condición de las mujeres, y que Auristela, en efeto, es mujer, aunque
parece un ángel, y que Periandro es hombre, aunque sea su hermano; y no
por esto quiero decir que engendres en tu pecho alguna mala sospecha, sino
que críes algún discreto recato (p. 174).

Este desfase que Clodio cree observar, con ojos linces, entre el ser y
el parecer de la pareja abre una brecha por donde pretende llegar hasta
los más escondidos pensamientos de Arnaldo y ejercer su dominio sobre
él. Pero su interlocutor, a pesar de agradecerle «el buen consejo» que le
ha dado, no le hace caso: «Auristela es buena, Periandro es su hermano,
y yo no quiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es, que, para
mí, cualquiera cosa que dijere ha de ser verdad» (p. 175).
Entre las sospechas del primero y la fe ciega del segundo se establece
una tensión que pronto se resuelve en detrimento de Clodio, frustrado
en su deseo de servir de consejero por faltarle las tres «calidades» re-
queridas para serlo: autoridad, prudencia y ser llamado11. No obstante,
no se da por vencido, sino que aprovecha otra circunstancia propicia
para reincidir en el tema. Pero, a falta de haber podido convencer a
Arnaldo, elige como confidente a Rutilio. Este cambio de interlocutor
no deja de extrañar al lector: ¿qué interés puede tener el bailarín italiano
en prestarle oído atento? En realidad, la negativa recibida del príncipe
ha reactivado en Clodio aquellos «ímpetus maliciosos» que, como dijo
momentos antes a Rosamunda, le «hacen bailar la lengua en la boca», y
malogrársele «entre los dientes más de cuatro verdades que andan por
salir a la plaza del mundo» (pp. 135-136). Como él mismo confiesa a
Rutilio, «me salen a la lengua y a la boca ciertos pensamientos, que ra-

11
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, II, 4, p. 176.
224 JEAN CANAVAGGIO

bian porque los ponga en voz y los arroje en las plazas antes que se me
pudran en el pecho o reviente con ellos» (p. 181).
Esta vez, nadie va a salir a salvo del cuadro que se aplica a trazar y en
el cual figuran, además de Arnaldo, Periandro y Auristela, aquellos que
componen las respectivas familias de Antonio y Mauricio. No extraña
el trato que el príncipe de Dinamarca se merece de quien pretendió ser
su consejero y no lo logró. Al decir del maldiciente, Arnaldo, tras haber
dejado su reino a la discreción de su padre, sigue el cuerpo (¿ya que no
el alma?) de Auristela, como si fuera «su misma sombra». «Perdiéndose
aquí, anegándose allí», nos ofrece un compendio de sus adversidades
que Clodio nos presenta desde el lado empequeñecedor del anteojo. El
contrapunto sentimental de estos trabajos —«llorando acá, suspirando
acullá» (p. 182)— se contempla desde el mismo enfoque burlesco que
fue el de Berganza, en su evocación irónica de las penas de amor de los
«pastores finos»12. En cuanto a su modo de hacer frente al destino, tan
sólo consiste en lamentarse de unas desventuras que no le fueron envia-
das por el Cielo o la Fortuna, ya que él mismo las fabricó en un alarde
de total irresponsabilidad.
Con todo, es la pareja de los supuestos hermanos la que recibe de
Clodio los dardos más agudos, sin los miramientos con que tuvo que
andar en sus dos conversaciones con Arnaldo:

¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano, mozos vagamundos,


encubridores de su linaje, quizá por poner en duda si son o no principales?
Que el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede
darse los padres que quisiere y, con la discreción y artificio, parecer en sus
costumbres que son hijos del sol y de la luna. […] ¿Quién puede ser este lu-
chador, este esgrimidor, este corredor y saltador, este Ganimedes, este lindo,
este aquí vendido, acullá comprado, este Argos de esta ternera de Auristela,
que apenas nos la deja mirar por brújula, que ni sabemos ni hemos podido
saber deste par tan sin par en hermosura, de dónde vienen ni a do van?
Pero lo que más me fatiga de ellos es que, por los once cielos que dicen que
hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que sean hermanos, y que
puesto que lo sean, no puedo juzgar bien de que ande tan junta esta her-

12
El coloquio de los perros, en Cervantes, Novelas ejemplares (ed. Avalle-Arce), vol.
III, pp. 251-253. Otro tanto ocurre con don Quijote, después de su derrota ante el
Caballero de la Blanca Luna (II, 67), en el momento en que sueña con hacerse pastor
(Cervantes, Don Quijote de la Mancha [ed. Rico], vol. I, pp. 1282-1287).
RETORNOS a Cervantes 225

mandad por mares, por tierras, por desiertos, por campañas, por hospedajes
y mesones (p. 182).

Como se echa de ver, Clodio sintetiza aquí, más que la trama, la


materia de los dos primeros libro del Persiles, aunque sometiéndola a un
proceso reductor. Además de introducir a los dos protagonistas mediante
un «este» sumamente despectivo, convierte su peregrinación en mero
vagabundeo, en tanto que su recato y su discreción son el velo con el
cual un caballero y una princesa de milagro encubren el misterio de
un nacimiento inconfesable. Las aventuras de Periandro se condensan y
rebajan en dos series sucesivas: sus triunfos deportivos en las fiestas de
Policarpo, referidas anteriormente por el capitán del barco pirata y en
que su fama queda aquí cifrada, y sus vicisitudes por mar y por tierra,
sin más trascendencia que la de unos géneros de mercancía aquí vendi-
dos y allí comprados. Finalmente, el gallardo mancebo que se vistió de
mujer para volver a la isla bárbara en busca de su amada, no es más que
un afeminado, un «lindo», un «Ganímedes»: calificativos infamantes que
contaminan el cuidado con que este segundo Argos vela sobre la hones-
tidad de Auristela, nueva Io convertida como ella en ternera, aunque no
se nos dice si fue o no por los celos de Hera.
Después de extender sus dudas al hecho, un tanto sospechoso, de que
Auristela y Periandro siempre hallan reyes que los hospeden, Clodio
sigue pasando revista a los que comparten en ese momento sus andan-
zas. No perdona al trío formado por la familia de Mauricio, criticando
la astrología del padre, la «fantasía» de su hija, entre loca y presumida, y
dando a entender que el esposo de Transila, Ladislao, estaría dispuesto a
conformarse con las costumbres matrimoniales de su tierra para poder
volver a ella y estar en reposo en su casa13. Tampoco se aviene con la
arrogancia del español Antonio, al que imagina de vuelta a su patria,
haciendo «corrillos de gente» y «mostrando a su mujer y sus hijos en-
vueltos en sus pellejos» (p. 183). Así, pues, Clodio llega a imaginar unos
acontecimientos ulteriores que se verificarán parcialmente14; pero su
vehemencia le lleva a atribuir a sus compañeros de viaje unas actitudes
que no siempre han sido suyas. Si bien Antonio confesó haber pagado
la culpa de su arrogancia con muchos años de destierro, Mauricio, en

13
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, II, 5, p. 183.
14
En especial, el hecho de pintar la isla bárbara en un lienzo, señalando con una vara
el lugar donde estuvo encerrado once años.
226 JEAN CANAVAGGIO

cambio, nos dio repetidas pruebas de que no se preciaba de ser «el mayor
judiciario del mundo» (p. 183). Por lo cual no podemos coincidir con
Clodio, cuando afirmó, ante Rosamunda, que jamás le había acusado la
conciencia de haber dicho alguna mentira15.
Lo que se desprende de su largo parlamento son los recelos que
le inspira una gravitación marcada del sello del misterio: un misterio
en que se envuelven unos protagonistas que se nos deslizan en cuanto
pretendemos conocer su procedencia y su condición y sacar en claro
lo que nos dicen de su parentesco, así como la meta que afirman per-
seguir a costa de unos peligros que, como da entender a Rutilio, no
pueden ser «creedores»16. En este sentido, este personaje prometido por
Cervantes a una temprana muerte se nos aparece como dentro y fuera
de la fábula a la vez. Las dudas que expresa son, hasta cierto punto, las
del «portador de la racionalidad»17 que descubre en él Carlos Romero.
Esta racionalidad, la porta también el lector en un momento en que no
conoce el desenlace de la novela, un lector al cual Clodio prefigura, en
cierto modo, al ejercer su mirada crítica. Ahora bien, nuestra perplejidad
no nos induce, a diferencia del maldiciente, a pasar de las dudas a las
sospechas difamatorias, condenando sin remisión a los peregrinos. Si
nos separamos de Clodio en este particular, es porque no compartimos
el doble compromiso que es el suyo en tanto que ente de ficción. Por
un lado, el que se empeñe en desacreditar a Arnaldo procede, como ya
vimos, del despecho de un aspirante a consejero que no llegó a ser ad-
mitido. Por otro lado, la descalificación de Periandro y Auristela oculta
otro propósito, que no tardamos en conocer. A la pregunta que le hace
Rutilio —«¿Adónde vas a parar, oh Clodio?»— éste contesta dándonos
la clave de su murmuración: querer «procurar que, aunque fuese a costa
de su desdicha [la de Arnaldo], nosotros enmendásemos nuestra ventu-
ra» (pp. 183-184). El medio elegido por Clodio —preparar una carta
para Auristela y entregársela— será el que ponga en obra en los siguien-
tes capítulos del mismo libro. Después de recapacitar en este papel los
trabajos que pasó su destinataria, unos trabajos esta vez «creedores», la
animará a escoger un modo de vida que le asegure la que el cielo qui-

15
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, I, 18, p. 119.
16
A diferencia de los de Antonio que, por tratarse de un desterrado, «por grandes
que sean, pueden ser creedores» (Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, II, 5, p.
185).
17
En Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (ed. Romero), p. 291, n. 14.
RETORNOS a Cervantes 227

siere darle, ofreciéndose a ser su esposo y aceptándola desde luego por


su esposa18. La reacción inmediata de Auristela, la confusión de Clodio
y su muerte inesperada serán entonces los últimos hitos de su propia
trayectoria. Pero, mediante este recurso, incompatible con la dignidad y
el decoro de una princesa, aquel poner en tela de juicio unos «imposi-
bles», es decir la plausibilidad de la historia que nos cuenta Cervantes,
no fue sino el primer paso del maldiciente hacia un intento fallido: re-
ordenar en torno a su propia persona una fábula cuya verosimilitud, en
un primer momento, dijo no poder ni querer admitir.

18
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, II, 7.1, pp. 190-191.
FANTASÍA NOVELESCA Y EXPERIENCIA VIVA:
LOS DESPOSORIOS DE CONSTANZA Y DEL CONDE

En la sucesión de historias episódicas que vienen a insertarse en


la trama del Persiles, la del capítulo IX del Libro Tercero1, que termi-
na con los desposorios de Constanza de Villaseñor y la muerte del
Conde, su esposo, es una de los que más se destacan por su desenlace
efectista. Se inicia en un momento clave de la acción: el reencuentro,
en Quintanar de la Orden, de Antonio de Villaseñor con sus padres, al
cabo de una ausencia de diez y seis años debida a una altercado que
tuvo con un caballero del lugar que le obligó a huir para ponerse a
salvo. Al volver a Quintanar en compañía de Ricla, su mujer, de sus dos
hijos y de Periandro y Auristela, Antonio no se da a conocer en segui-
da, advirtiendo que «tal vez mata una súbita alegría, como suele matar
un improviso pesar» (p. 514). Prefiere, en un primer momento, decirles
haber conocido «un tal Villaseñor bien lejos desta tierra» (p. 515), por lo
cual, y por venir vestidos todos de peregrinos, recibe con los suyos una
grata acogida de los dos ancianos que le hacen los honores de su casa.
Pero es precisamente cuando ven entrar con ellos «un confuso montón
de gente que traían en hombros, sobre una silla sentado, un hombre
como muerto, que luego supieron ser el conde que había heredado al
enemigo que solía ser de su hermano» (p. 517). Heredero del enemigo,
sí, pero también amigo de Diego de Villaseñor, tras la reconciliación de
las dos familias, este caballero se había puesto en camino con intención
de ir en peregrinación a Roma, con motivo del Año Santo, pero no
pudo seguir más allá de Quintanar.

1 Se cita por Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (ed.Avalle-Arce).


230 JEAN CANAVAGGIO

En tan infausta circunstancia, Antonio acaba por «descubrise a sus


padres, haciéndoles presente de sus nietos y de su nuera»; pero «esta
llegada de sus hijos, tan no esperada, se la aguó, turbó y casi deshizo
la desgracia del conde, que por momentos iba empeorando» (p. 519).
«Herido de una bala por las espaldas, en una revuelta que dos compañías
de soldados que estaban en el pueblo alojadas habían tenido con los del
lugar» (p. 517), es atendido por «Auristela y Constanza que, con la com-
pasión cristiana y solicitud posible, eran sus enfermeras, puesto que iban
en contra del parecer de los cirujanos que ordenaban le dejasen solo o, a
lo menos, no acompañado de mujeres». «Pero —prosigue el narrador—
la disposición del cielo […] ordenó y quiso que el conde llegase al últi-
mo de su vida» (p. 519). Al ver acercarse la hora de su muerte, llama a su
amigo Diego y, quedándose a solas con él, le dice que quiere agradecer
el bien que se le ha hecho en su casa. Tras avisarle de que lleva recogida
en dos baúles hasta la cantidad de veinte mil ducados en oro y en joyas,
le pide que la tome Constanza, su nieta, en arras y para su dote. Pero no
se queda en esto:

Y más, que le pienso dar esposo de mi mano, tal, que aunque presto
quede viuda, quede viuda honradísima, juntamente con quedar doncella
honrada. Llamadla aquí y traed quien me despose con ella, que su valor,
su cristiandad, su hermosura merecían hacerla señora del universo (p. 521).

A quienes le podrían oponer la diferencia de condición entre los


desposados, el conde contesta con una advertencia incontrastable: «no
será novedad disparatada casarse un título con una doncella hijadalgo,
en quien concurren todas las virtuosas partes que pueden hacer a una
mujer famosa» (p. 521).
La reacción de Diego de Villaseñor, asombrado, lo muestra no sólo
persuadido de que su amigo ha perdido el juicio, sino también preocu-
pado de que el vulgo diga que le trastornó el sentido, haciéndole tomar
tal decisión : «por vías de la solicitud codiciosa» (p. 522). No obstante, el
conde confirma su determinación: «que si el vulgo siempre se engaña,
también quedará engañado en lo que de vos pensare». Basta esta respuesta
para que Diego cambie del todo de opinión: «Alto pues», le dice, «no
quiero ser tan ignorante que no quiera abrir a la buena suerte, que está
llamando a las puertas de mi casa» (p. 522).
Puede sorprender el que el honrado amigo de un caballero heri-
do por traición tenga a suerte su muerte inminente. Con todo, tanto
RETORNOS a Cervantes 231

Auristela y Periandro como sus familiares, a quienes Diego comunica


en seguida la determinación del conde, consideran que es una «ocasión»
que hay que asir «por los cabellos». De ahí que en menos de dos horas,
«ya estaba Constanza desposada con el conde y los dineros y joyas en su
posesión, con todas las circunstancias y revalidaciones que fueron po-
sible hacerse» (p. 522). Precisión importante, ya que nos da a entender
que estos desposorios no pueden ser objeto de una acción en nulidad.
El primer impulso de Constanza, después de ver al conde perdonar a
sus matadores y luego morir en sus brazos, es hacer voto de ser monja.
Pero no tarda en rendirse al parecer de Auristela, para quien «las obras de
servir a Dios no han de ser precipitadas, ni que parezcan que las mueven
acidentes» (p. 523). Mejor aun: la princesa concluye con un pronóstico
que resultará acertado: «confiad en Dios, que quien os hizo condesa
tan sin pensarlo os sabrá y querrá dar otro título que os honre y os
engrandezca con más duración que el presente» (p. 523). De hecho, ese
nuevo título será el que acaba de heredar el hermano menor del conde,
estudiante en Salamanca. Éste no sólo se conforma con la voluntad del
difunto, sino que parte a la corte para pedir justicia contra los matadores,
los cuales son condenados y ejecutados, a despecho del perdón otorgado
por su víctima. Más adelante, a la hora del desenlace, se nos dice que
Sigismunda acompañó Constanza «hasta dejarla casada con el conde su
cuñado» (p. 713).
Referida a los fines perseguidos por la «historia septentrional», esta
aventura, o, para decirlo con palabras del narrador, este «estraño caso», es,
sin la menor duda, de los que aspiran a suscitar la admiración del lector.
Participa de lo que Jean-Marc Pelorson llama acertadamente «un parti-
pris continuel d’intensité émotive»2. El mismo conde, para manifestar su
agradecimiento, se vale, según sus propias palabras, del «más alto estremo
que pueda imaginarse» (p. 520). «Estremo», por cierto, es la decisión que
toma; pero ¿en qué sentido merece ser «el más alto […] que pueda ima-
ginarse»? A esta pregunta Joaquín Casalduero intentó dar una respuesta
derivada de su interpretación providencialista del Persiles. Según él, «la
llegada del Conde tiene su justificación en que no hay gozo humano que
no vaya acompañado de dolor. Pero su venida tiene otra función»:

El enemigo de Antonio, antes de morir, se había reconciliado con la fa-


milia de éste; los sufrimientos de Antonio son únicamente la penitencia por

2
Pelorson, 2001, p. 991.
232 JEAN CANAVAGGIO

su pecado. Sin embargo, una reconciliación, para ser verdadera, tiene que
tener raíces en el sacrificio […] El hombre mismo no es capaz por sí solo de
ese generoso sacrificio que crea la reconciliación. Es necesario la mediación
de un tercero, de un ser inocente, para que pueda terminar la discordia. El
Conde es el elegido para que con su muerte cese la enemistad entre las dos
casas, y es el Conde que, dotando y casándose con Constanza, lleva la alegría
al dolor de Antonio3.

Casalduero, de esta manera, pretende descubrir a su lector el recto


significado de este caso, un lector desorientado por lo que, a primera
vista, parece ser «un desenfreno de la fantasía», cuando, en realidad, hay
que ver en ella una historia que completa la de Antonio, al expresar «la
concepción cristiana del mundo y la imitación de la vida de Cristo»4.
Sin desestimar semejante interpretación, conviene, no obstante, enfocar
esta aventura desde otra perspectiva. No es indiferente, en efecto, rela-
cionarla, río arriba, con un episodio de la vida de Cervantes que, aunque
no nos proporciona una «fuente» o una clave exclusiva de lectura, sí bos-
queja una manera de trasfondo sobre el cual se recortan los desposorios
del Conde y de Constanza. Nos referimos a la muerte de don Gaspar
de Ezpeleta, mortalmente herido en Valladolid, el 27 de julio de 1605, a
la puerta de la casa del Rastro de los Carneros donde moraba en aquel
momento el escritor con su familia. Este episodio se conoce por el pro-
ceso conservado en el Archivo de la Real Academia Española y trans-
crito por Pérez Pastor5; un proceso incoado por el juez Villarroel con
motivo de esta muerte, consecutiva a un encuentro con un agresor cuya
víctima, durante su agonía, se negó a revelar la identidad. Este agresor
era, en efecto, un escribano amigo del juez, llamado Galván, cuya mujer
trataba amores con don Gaspar. No se puede comparar, por supuesto,
esta circunstancia con aquella en la que el conde perdió la vida, excepto,
quizás, en el hecho de que, en ambos casos, la muerte no fue inmediata,
pero sí violenta y alevosa. El conde del Persiles —cuyo nombre no se
precisa nunca— se nos aparece más bien, en tanto que figura ejem-
plar, como una inversión de aquel calavera que fue en su vida Ezpeleta.
Ahora bien, uno y otro son recogidos en una casa próxima al lugar
donde fueron heridos, recibiendo la asistencia de unos cirujanos que

3
Casalduero, 1975, pp. 168-169.
4
Casalduero, 1975, p. 169.
5
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, pp. 435-537.
RETORNOS a Cervantes 233

no tardan en darse cuenta de que la herida es mortal. Uno y otro, sobre


todo, son atendidos por unas mujeres que, como escribe Cervantes, «no
se quitaban de su cabecera, obligadas de su natural condición» (p. 519).
En el caso del conde, estas enfermeras, como ya vimos, son Constanza
y Auristela; en el de don Gaspar, se trata, entre otras, de Magdalena de
Sotomayor, la propia hermana del escritor6. Magdalena, que había reco-
gido en su casa a Isabel de Saavedra, la hija natural del escritor, tan sólo
declara, en su deposición, ser beata. En cambio, no dice nada de su vida
anterior, callando, como era de esperar, el trato que mantuvo, en dife-
rentes épocas, con tres seductores sucesivos: Pedro de Portocarrero, hijo
menor del desventurado gobernador de la Goleta, Fernando de Lodeña,
cuyo hijo firmará uno de los sonetos liminares de las Novelas ejemplares,
y un tal Juan Pérez de Alcega, escribano de la reina Ana de Austria7.
Dicho esto, ¿qué merced recibió Magdalena de don Gaspar por sus
atenciones? Si hemos de creer a la beata, le hizo en su testamento «una
manda […] de que le den un vestido de seda de la que ella quisiere
por el amor que la tiene»8. Donación indiscutible, pero que dio pábu-
lo a las insinuaciones de una vecina, Isabel de Ayala, según las cuales
varios caballeros solían entrar a visitas en esta casa, de día y de noche,
siendo motivo de mucho escándalo. Magdalena, por su parte, afirma en
su deposición no haber visto a don Gaspar hasta que le vio herido. En
cambio, sí «estuvo a su cabecera regalándole hasta el punto que murió»9.
Volviendo sobre el obsequio del vestido, declara no saber por qué razón
se lo dio, «más de que si por haber acudido con caridad a regalarlo en la
cama, le hizo alguna manda»10. Esta manera de agradecer a la hermana
del escritor no se puede comparar con el «estremo» imaginado por el
conde en beneficio de la nieta de su amigo. La diferencia entre una y
otra situación refleja, por cierto, todo lo que media entre, por un lado,
el regalo hecho por un vividor a una beata entrada en años, después de
una vida de galanteo, y, por otro lado, la decisión inaudita de un caba-
llero ejemplar a favor de una doncella honrada. Se comprueba, además,
en los últimos momentos de una y otra víctima. Como ya queda dicho,
al día siguiente del desposorio, «recebidos todos los sacramentos, murió

6
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 498.
7
Canavaggio, 2003, pp. 96, 121, 138-139, 151 y 157.
8
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 498.
9
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 498.
10
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 498.
234 JEAN CANAVAGGIO

el conde en los brazos de su esposa, la condesa Constanza» (p. 523). En


cuanto a don Gaspar, si bien se confesó poco después de ser recogido en
la calle, la deposición de Magdalena de Sotomayor, que estuvo presente
en su agonía, el 29 de junio, nos produce una muy distinta impresión.
Mientras le estaba ayudando a bien morir, en compañía de otros testi-
gos, él no quiso hacerles caso: «estando en el articulo mortis […] le pre-
guntaron cerca de su herida y quien le había herido y que descargase su
conciencia; el qual dixo que ni lo sabía ni quería saber, y que le dexasen
y con esto murió»11.
En vista de este desfase, la suerte reservada por Villarroel a Cervantes
y a los suyos arroja nueva luz sobre el desenlace del episodio del Persiles.
El autor del Quijote que, al decir de su otra hermana, Andrea, tenía fama
de ser «hombre que escribe e trata negocios»12, se vio convertido, en
dicha circunstancia, en blanco de las murmuraciones de unas vecinas
malintencionadas, llegando a ser encarcelado con los suyos por un juez
preocupado por desviar la atención desde su amigo, el escribano Galván,
hacia Cervantes y las mujeres que compartían su hogar. Sólo al cabo de
varios días, el 1 de julio, serán excarcelados por los cuatro alcaldes de
Valladolid bajo fianza. En comparación con la triste suerte reservada a
un escritor que acababa de volver, con sonado éxito, a la república de
las letras, la ventura que conoce Costanza de Villaseñor, al asir la ocasión
por los cabellos, se nos aparece como una manera de desquite: el de la
ficción sobre la realidad o, si se prefiere, de la literatura sobre la vida.

11
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 481.
12
Pérez Pastor, Documentos cervantinos, p. 518.
LA ESPAÑA DEL PERSILES

No deja de ser paradójico, al menos a primera vista, elegir como


tema de reflexión la representación que nos ofrece de España una
«historia setentrional» que, antes de terminar en Roma, nos conduce
primero hasta los límites boreales del mundo conocido por los hombres
del siglo xvii. Más aún: Heliodoro, con quien el autor de dicha historia
pretendió competir, había llevado a Teágenes y Cariclea hasta Etiopía,
en una localización por cierto abstracta, pero que abría la curiosidad del
lector hacia una tierra extraña y alejada de sus referencias habituales1.
Pues bien: al principio del Libro tercero de su obra, Cervantes pone a
Periandro y Auristela en la boca del Tajo, a la entrada de Lisboa; más
adelante, los lleva desde Badajoz hasta las cercanías de Valencia, pasando
por Guadalupe y los caminos de la Mancha, antes de conducirlos por
Barcelona hasta Perpiñán, última etapa de su recorrido por la península.
¿No será que contradice de este modo, no sólo las recomendaciones de
Torquato Tasso2, sino su propio propósito inicial? Basta recordar que,
durante este viaje, nuestros peregrinos hacen etapa en Quintanar de la
Orden, patria de Antonio de Villaseñor, pero también de Juan Haldudo
el rico, por lo cual se encuentran en el mismo escenario de la primera
hazaña de don Quijote3.

1
Ver al respecto las observaciones de Bakhtine, 1978, pp. 250-253.
2
«Fra popoli lontani e ne’ paesi incogniti possiamo finger molte cose di leggieri
senza togliere autorità alla favola. Però di Gottia e di Norvegia e di Svevia e di Islanda, o
dell’Indie Orientali o di paesi di nuovo ritrovati nel vastissimo oceano oltre le colonne
d’Ercole, si dee prender la materia de’ sì fatti poemi» (citado por Riley, 1966, p. 301).
3
Juan Haldudo el rico, vecino de Quintanar, es el primero en ser desafiado por
don Quijote recién armado caballero, en el capítulo 4 de la primera parte del Quijote.
Es entonces cuando libera a su criado Andrés, aunque sin medir las consecuencias de su
236 JEAN CANAVAGGIO

Descartemos sin más tardar esta objeción. Si bien, a diferencia de


la isla Bárbata o del reino de Bituania, la España del Persiles no podía
desorientar a los contemporáneos de Felipe III, en cambio, el príncipe
de Tule y la princesa de Frislandia van a encontrar en ella un marco
y un espacio idóneos para crear admiración. Lo que nos proponemos
examinar, por consiguiente, al hilo de una lectura que se ceñirá al movi-
miento del relato, son las fuentes de esta sorpresa, acorde con el proyecto
artístico del que nació la novela4; y además, hasta donde resulte posible
concretarlas, las condiciones que permitieron que dicha sorpresa pudie-
ra ser compartida por sus primeros lectores.
Lo mismo que Heliodoro, Cervantes asigna una meta a sus pro-
tagonistas. Esta meta, como ya se sabe, es Roma, ciudad santa, pero
también un tanto misteriosa para aquellos cristianos del Septentrión
que, a ejemplo de Auristela, soñaban con perfeccionar su conocimiento
de las verdades de la fe5. ¿Cómo llegar hasta ella? En vez de ir primero
a Inglaterra, como se lo propuso Arnaldo, para alcanzar después Italia
pasando por Francia6, la razón aconsejaba a la pareja central y a sus com-
pañeros llegar por el Atlántico al puesto avanzado de la Europa católica.
Al final de una última travesía, extraordinariamente tranquila, a dife-
rencia de las que habían aguantado hasta entonces, descubren Lisboa,
descrita por Antonio de Villaseñor a su esposa como el lugar de la más
alta devoción7 y cuyos templos se dedican a visitar durante diez días.

intervención. El viaje de Periandro y Auristela por la Mancha abarca los capítulos 9 y


10 del Libro III del Persiles.
4
Hasta en el título de los dos últimos libros, el Persiles sigue siendo de modo ex-
plícito una «historia setentrional»: a diferencia de los dos primeros, ambos ostentan esta
indicación liminar.
5
Ver Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda (ed. Romero), IV, 5, p. 656.
6
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, I, 16, p. 233. Más adelante (I, 17, p.
237), el mismo Arnaldo parece dudar entre Inglaterra, España y Francia como primera
etapa de este recorrido. En ningún momento nuestros peregrinos contemplan la posi-
bilidad de llegar a Italia pasando por el Sacro Imperio, víctima de la herejía luterana y
donde el Emperador Carlos Quinto, aunque vencedor en Mühlberg de los príncipes
protestantes alemanes, no había conseguido acabar con su resistencia. Tener en cuenta
esta situación implicaría, dicho sea de paso, que los acontecimientos referidos en la ac-
ción principal se situaran en 1559, o sea doce años más o menos después de la batalla
de Mühlberg, ganada por el Emperador en el mismo año del nacimiento de Cervantes.
Lo cual supone que se haga caso omiso de la doble cronología sobre la cual volveremos
más adelante.
7
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 432.
RETORNOS a Cervantes 237

En tal coyuntura, Auristela se dirige al monasterio de Belén para adorar


en él «el verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las torcidas
ceremonias de su tierra»8; así pretende, lo mismo que sus compañeros,
«encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación»9. Por cierto,
la hermosura de la joven princesa, la insólita elegancia de Periandro, el
atuendo de Antonio y de los suyos, cubiertos con pieles de lobos, sus-
citan un asombro general. Pero en cuanto deciden ponerse en camino
para ir al santuario de Guadalupe, cambian radicalmente de aspecto: ves-
tidos como peregrinos10, provistos con «patentes verdaderas y firmes»11,
acomodándose de bordones para guiar sus pasos y los de su bagaje12 y
defenderse si fuere necesario, borran así todo lo que los diferenciaba en
su apariencia exterior, y su viaje que, hasta entonces, consistía en una
odisea marítima, se convierte —al menos en estos primeros momen-
tos— en una peregrinación13.
Este recorrido por tierra corresponde plenamente a las expectati-
vas de los que lo emprenden. Colma especialmente las aspiraciones de
Auristela «que había prometido de ir a pie hasta Roma desde la parte
do llegase en tierra firme»14. Cansada de enfrentarse con piratas, tor-
mentas y naufragios15, rechazará, una vez en Barcelona, la propuesta del
hermano de Ambrosia Agustina que quería poner sus galeras a su dispo-
sición16; y, en vez de llegar por mar a las costas de Italia, preferirá pasar
por Lenguadoc, Provenza y Milanés para alcanzar el término de su viaje.
También responde al deseo de Antonio: ya sabemos, desde el Libro pri-
mero, que, tras haber matado en duelo a un caballero que le había agra-
viado, se despidió de su patria diez y seis años antes, por lo cual anhela
reunirse con sus padres antes de que mueran y presentarles su familia17.
En tales condiciones nuestros peregrinos se encaminan primero hacia

8
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 434.
9
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 439.
10
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 436.
11
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 439.
12
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 439 y III, 2, p. 440.
13
De acuerdo con el primer significado de peregrinar (Aut: «andar por tierras lejos
de la propria patria»), el cual, lo mismo que sus derivados, supone un viaje por tierra.
14
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 2, p. 440.
15
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 433.
16
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 12, p. 564.
17
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 509. El relato de Antonio
corresponde a los capítulos 5 y 6 del Libro I.
238 JEAN CANAVAGGIO

Guadalupe, pasando por Extremadura, para llegar en un segundo mo-


mento a la Mancha y detenerse en Quintanar, tras haber contemplado
Toledo desde fuera. Más adelante, su itinerario se desvía hacia las orillas
del Levante para seguir la costa hasta Barcelona antes de alcanzar la fron-
tera de Francia al norte de Perpiñán. Los caminos que eligen son, sin la
menor duda, aquellos que describe el Repertorio de todos los caminos de
España, de Juan Villuga18. Ahora bien, ¿cuántos días necesitan para cubrir
la distancia que media entre Lisboa y el Rosellón? En este particular
Cervantes cuida de no entrar en detalles inoportunos: aunque señala
más de una vez la duración de una etapa, la suma de las referencias que
aduce —«un día», «dos días», «otro día»— permanece deliberadamente
imprecisa. El viaje por Extremadura parece situarse en el equinoccio de
marzo19, antes de la visita de los jardines de Aranjuez, engalanados con
los encantos de la primavera20; pero el que los padres de Antonio tomen
el fresco a la puerta de su casa, en una tarde de verano, nos da a entender
que tres meses, al menos, transcurrieron entre la estancia en Guadalupe
y la llegada de los peregrinos a Quintanar21. Tanto vale decir que sus
andanzas no se sitúan dentro de una temporalidad factual: «le pointillé
irrégulier et capricieux»22 que traza obedece a una cronología subjetiva,
procedente de la percepción que los diferentes narradores se aplican a
darnos de las aventuras que nos cuentan23.
Lo que resalta también de este itinerario que abarca los capítulos 2
a 11 del Libro tercero, es el poco espacio dedicado a las ciudades. Por
cierto, en el capítulo 2, Badajoz constituye un caso aparte, ya que nues-
tros peregrinos son los huéspedes del corregidor del lugar, presenciando
en su casa la representación de una comedia. En cambio, ni Trujillo ni
tampoco Cáceres figuraban en su programa, y si se detienen en ellas, lo
hacen a consecuencia de unos acontecimientos imprevistos. Pasan por
Aranjuez y Quintanar que no merecen llamarse ciudades, pero, por falta
de tiempo, no entran en Toledo ni tampoco en Valencia, aunque están
al tanto de sus encantos y de su fama24. Cuidan de no pasar por Madrid,

18
Ver Lozano Renieblas, 1997, p. 115.
19
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 2, p. 447.
20
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 511.
21
Lozano Renieblas, 1997, pp. 53-54.
22
Pelorson, 2003, p. 20.
23
Ver Lozano Renieblas, 1997, pp. 19-80.
24
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 509 y III, 12, p. 555.
RETORNOS a Cervantes 239

por temor a los peligros que corren quienes se atreven a pisar sus calles25
y, en cuanto a Barcelona, se reduce para ellos a la playa en que desembar-
ca Ambrosia Agustina y a la casa donde les cuenta su historia. Así pues, la
España que descubren es la del campo, una España que, si bien ignora el
bullicio del mundo urbano, no deja de ser propicia a los encuentros que
suelen tener los que recorren sus caminos. ¿Serán entonces los hitos de
este recorrido los santuarios que cualquier peregrino tiene el deber de
visitar? Contra toda espera, no es el caso. Una vez salidos de Guadalupe,
cuya función en la historia resulta ambigua, nuestros viajeros, animados
por el deseo de ir a lo más urgente, se apartan de lo que parecía ser su
preocupación inicial. Prestan un oído atento a una vieja peregrina que,
en el capítulo 6, encomia todos los lugares de devoción que se propo-
ne visitar26, pero se niegan a acompañarla cuando se ofrece a llevarlos
a ellos27 y, al llegar a la vista de Barcelona, renuncian a desviarse hasta
las «santísimas montañas de Montserrate», limitándose a adorarlas desde
lejos, «sin querer subir a ellas, por no detenerse»28.
Lo que nos llama ante todo la atención son «los nuevos y estraños
casos»29 que se les ofrecen a raíz de los encuentros y de las etapas, y par-
ticularmente aquellos que protagonizan los cuatro personajes que, entre
Badajoz y Valencia, les salen inesperadamente al encuentro: Feliciana
de la Voz, el polaco Ortel Banedre, el conde herido mortalmente en
Quintanar, en el momento en que Antonio se reúne con sus padres y,
finalmente, Ambrosia Agustina. Cada uno encarna un destino particular
que proporciona la materia de una historia de la que viene a ser a la vez
narrador y protagonista, y este relato segundo viene a incorporarse a la
historia principal mediante una técnica de inserción ya usada en los dos
primeros libros del Persiles30.
La primera de estas historias, que abarca los capítulos 3 a 5, nos in-
teresa ante todo por su inserción consecutiva a una aparición en campo

25
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 510.
26
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 6, pp. 484-488.
27
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 6, pp. 484-488.
28
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 12, p. 556.
29
El capítulo 2 del Libro III lleva el título siguiente: «Peregrinos. Su viaje por España.
Sucédenles nuevos y estraños casos» (Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 2, p. 440).
30
En la estela de la novela griega, examinada desde este enfoque por Bakhtine,
cobran especial relieve los numerosos encuentros ocurridos durante el viaje: el tema
del encuentro mantiene vínculos estrechos con el cronotopo del camino (ver Bakhtine,
1978, p. 249).
240 JEAN CANAVAGGIO

raso, la de Rosanio, de quien descubriremos más adelante que es el pa-


dre del recién nacido confiado por él a los peregrinos. Feliciana entra a
su vez en el escenario: desesperada, pide auxilio a nuestros caminantes
que la llevan hasta una cabaña de pastores, los cuales, compadecidos,
la acogen. Cabe esperar el alba para que la doncella, incapaz de reco-
nocer a su hijo en la criatura que le presentan, refiera sus desventu-
ras31. A raíz de lo cual su viaje se confunde por un tiempo con el de
Periandro y Auristela: espectadora, en el capítulo 4, de la muerte de
Diego de Parraces, viene a ser poco después testigo del error padecido
por sus compañeros, acusados por la Santa Hermandad de haber matado
al joven caballero, antes de comparecer ante el corregidor de Cáceres.
Una vez absueltos, aunque in extremis, los peregrinos la llevan consigo
a Guadalupe; allí consigue escapar de la venganza de su hermano que
pretendió apuñalarla en plena iglesia para lavar su honor, hasta que una
serie de llegadas providenciales permita a la historia de sus amores co-
nocer un desenlace feliz.
La segunda intervención, la de Ortel Banedre, nace de un encuentro
en el camino: por culpa de su caballo que tropieza en un hoyo, el polaco
cae al suelo, y esta caída se le aparece como una señal del destino que le
convida a contar su historia. Sin embargo, en vez de la «mise en abyme»
que insertó la tragedia de Diego de Parraces en el drama de Feliciana,
son ahora dos desventuras sucesivas las que el narrador concatena sin
recobrar casi el aliento, al hilo de los capítulos 7 y 8. La primera, ocu-
rrida en Lisboa, reúne, lo mismo que la anterior, los habituales tópicos
de la novela cortesana, ordenados en torno al arranque de generosidad
de una madre que, para cumplir su palabra, renuncia a vengarse del
hombre que acaba de matar a su hijo. La segunda, sucedida al cabo de
los quince años de vida del narrador en las Indias Orientales, convierte
una humilde venta en el teatro de un flechazo. Este flechazo origina un
cambio de perspectiva, ya que el episodio sentimental desemboca en
un desastre de corte picaresco por culpa de una fregona sin escrúpulos,
perfecta contrafigura de la que da su título a una de las más logradas no-

31
Feliciana no cuenta su historia de un tirón, sino que suspende su narración a
consecuencia de una falsa alarma que corresponde a la técnica de la doble suspensión:
ésta afecta de modo simultáneo los acontecimientos pasados referidos por la narradora
(su parto clandestino) y los acontecimientos presentes, es decir el grado de posibilidad
que tiene de ir hasta el final de su relato sin exponerse al peligro de ser descubierta por
sus perseguidores.Ver Moner, 1989, pp. 279-281.
RETORNOS a Cervantes 241

velas cervantinas. Otra diferencia entre esta narración y la de Feliciana


viene a ser un desenlace en cascada. En un primer momento, Ortel
Banedre se declara determinado a ir a Madrid, para vengarse de aquella
traidora que acaba de ser detenida con su cómplice. A consecuencia de
esta resolución, Periandro que, hasta entonces, lo había escuchado sin
interrumpirlo —o casi— se empeña en disuadirlo y lo consigue gracias
a su elocuencia. Ahora bien, será sólo mucho más tarde cuando nuestros
peregrinos, una vez llegados al final de su viaje, se enteren de la muerte
infausta del polaco, apuñalado por la muchacha a la que había encontra-
do inesperadamente en una calle de Roma.
La tercera historia, en el capítulo 9, se separa a su vez de las dos ante-
riores en tanto que confiere un sesgo inesperado al regreso a Quintanar
de Antonio de Villaseñor. La sorpresa del lector nace en efecto de la
repentina llegada al pueblo de un caballero que había emprendido su
propia peregrinación a Roma y que es herido mortalmente por haber
querido interponerse en una revuelta entre campesinos y soldados. Al
hacer de Constanza la única heredera de su nombre y su hacienda, no
sólo da una tonalidad imprevista al reencuentro de Antonio con sus
padres, sino que concluye de manera original la trayectoria del bárbaro
español y de su familia; en efecto, Quintanar es el lugar donde termina
el viaje de Ricla y de su esposo, en tanto que Antonio el hijo y su her-
mana prosiguen su camino en compañía de Auristela y Periandro.
En el último de estos cuatro «estraños casos», el elemento novelesco
ocupa sin la menor duda el mayor espacio. Lo comprobamos primero
en sus preliminares, cuando los peregrinos, en el capítulo 11, topan con
un joven soldado condenado a consecuencia de la revuelta que costó la
vida al conde. La conserva de regalo que pide para socorrerle uno de los
guardas que lo llevan a las galeras, el aspecto que ofrece su cara untada
por el sebo del timón del carro, como para no ser reconocido, los agra-
decimientos que dirige a los que le han prestado ayuda son otros tantos
indicios que sugieren que el caso no terminará así. Lo comprobamos más
adelante en el capítulo siguiente, al contemplar a una joven y hermosa
mujer, ricamente ataviada, que desembarca de una galera en la playa de
Barcelona. Sin embargo, hay tanto contraste entre estas dos apariciones
que no basta con que Ambrosia Agustina, al reconocer a nuestros viajeros,
les manifieste públicamente su gratitud; es preciso también que los lleve
hasta su casa donde les cuenta su historia. Sus amores clandestinos, su ma-
trimonio frustrado por culpa de la súbita partida de su esposo a la guerra;
242 JEAN CANAVAGGIO

su desesperación y su determinación en reunirse con él, valiéndose de un


disfraz que le permite alistarse y aprender el oficio de atambor, su deten-
ción y su condena a las galeras; su salida para Cartagena; su embarque que
la pone en las manos de un barbero que se sorprende al contemplar a este
bisoño lampiño: su desmayo y su despertar ante los ojos de su marido,
salido de los baños berberiscos, así como de su hermano que se descubre
emparentado con aquel ex-cautivo al que acaba de recoger: otros tantos
hitos en una trayectoria que la complicidad del lector permite referir a los
criterios de lo imposible verosímil.
La aparente variedad de estos casos ofrecidos a nuestra curiosidad no
deja por ello de situarse dentro de un ámbito social homogéneo: descon-
tando a Ortel Banedre, venido de su lejana Polonia, todos los protagonis-
tas pertenecen al mismo mundo; tan sólo se diferencian por su grado de
nobleza: a medio camino entre el conde, gran señor que muere en brazos
de Costanza, y un mero hidalgo como Antonio de Villaseñor, la mayor
parte —Rosanio, los dos gentilhombres de Trujillo que recogen a su hijo,
el padre y el hermano de Feliciana, el hermano y el marido de Ambrosia
Agustina— son caballeros. Semejante espectro, del que heredará la novela
cortesana, limitaría el interés de esta insólita peregrinación por España al
no ampliarse periódicamente a un campesinado que, en diferentes mo-
mentos, afloja las tensiones nacidas de las convenciones novelescas. Su
primera intervención, a cura de los pastores que, en el capítulo 2, acogen
a Feliciana, lleva todavía el sello de la inocencia bucólica, como si, a ejem-
plo de don Quijote, Auristela y sus compañeros descubrieran en ellos los
herederos de una edad de oro ya desaparecida. No obstante, esta sencillez
conlleva una notable rudeza: al contestar a los que preguntan si Feliciana
tendrá bastante fuerzas para acompañar a los peregrinos, el más viejo de
los pastores, valiéndose de un saber adquirido al contacto con sus rebaños,
acaba sin tardar con sus dudas. En efecto, según nos dice,

no había más diferencia del parto de una mujer que del de una res y […]
así como la res, sin otro regalo alguno, después de su parto, se quedaba a las
inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regalo alguno, acudir a
sus ejercicios32.

La llegada de nuestros viajeros a la Sagra de Toledo, en el capítulo


8, nos proporciona un nuevo episodio rústico. Los cantares y las danzas

32
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 4, p. 462.
RETORNOS a Cervantes 243

que escuchan y contemplan han sido comparados con los que descu-
bren don Quijote y Sancho al llegar a las bodas de Camacho33; con todo,
es otra función la que desempeñan: son en efecto un preludio a una
manera de entremés donde el disfraz femenino del joven Tozuelo, en
vez de acabar en una secuencia burlesca, alimenta el debate que suscita
en los dos alcaldes el trato sentimental de sus hijos. El niño nacido de
los amores clandestinos de Rosanio y Feliciana deja lugar aquí al fruto
esperado de unos «casorios hechos a hurtadillas»34 cuya cabal medida
nos da Mari Cobeña al recordar que «ni yo he sido la primera ni seré
la postrera que haya tropezado y caído por estos barrancos»35. Una de
sus compañeras se aplica entonces a reducir el asunto a sus exactas pro-
porciones, aconsejando que mozo y moza se casen sin tardar, solución
adoptada acto seguido por las dos partes.
Una tercera secuencia, con tonalidad parecida a la de la anterior,
aunque con proporciones más amplias y significado más complejo,
corresponde, en el capítulo 10, a la desgracia de los dos cautivos fal-
sos, confundidos, al cabo de un interrogatorio riguroso, por uno de
los dos alcaldes de un pueblo manchego de cuyo nombre el narrador
declara no conservar memoria36. En comparación con el episodio de
Cobeña y Tozuelo, éste ofrece una teatralización aún más marcada a la
cual colaboran tanto el narrador, mediante sus acotaciones escénicas,
como los cuatro protagonistas, a lo largo de un diálogo que llena la
mayor parte del capítulo. No cabe duda de que esta historia, al menos
en sus referencias, procede de un folclore decantado por la experiencia
personal de Cervantes; con todo, lo que más llama la atención del lector,
es el desenlace insólito que conoce, nacido de la agudeza de los dos es-
tudiantes: valiéndose de su facundia, consiguen no sólo mover a lástima
al alcalde que se decía a punto de mandarlos a galeras, sino hacer que les
dé «una lición de las cosas de Argel, tal, que de aquí adelante ninguno
les coja en mal latín en cuanto a su fingida historia»37.

33
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 506, n. 10.
34
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 508.
35
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 509.
36
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 11, p. 527.
37
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 10, p. 538. Además de las finas
observaciones que Michel Moner dedica a este episodio (1989, pp. 262-266 y 290-298),
merece leerse el artículo de Requejo Carrió, 2003, así como las reflexiones de Márquez
Villanueva, 2010, pp. 289-294.
244 JEAN CANAVAGGIO

En el capítulo siguiente, el desembarco de corsarios berberiscos en la


costa del Levante, con la ayuda de los vecinos del pueblo morisco donde
nuestros peregrinos habían hecho etapa, nos aparta del mundo estático
que sirve de trasfondo a los episodios novelescos. Se opera de este modo
el entronque entre actualidad y ficción, mediante una técnica ya usada
por Cervantes en la segunda parte del Quijote, con la historia de Ricote
y la de Roque Guinart. La ambigüedad de este episodio ha sido recal-
cada con razón; aunque tiende a acreditar la idea de una complicidad
activa entre Islam de España e Islam de Argel, uno de los miembros de
la comunidad morisca profiere, en una manera de vaticinatio post eventum,
un llamamiento a la expulsión de sus correligionarios. Así pues, los ar-
gumentos aducidos por el Jarife son precisamente los mismos que solían
invocar los defensores más acérrimos de la expulsión: paradoja que basta
para sugerir una inflexión irónica de este discurso38. Finalmente, en el
capítulo13, un breve episodio, ocurrido en Perpiñán, nos muestra a unos
miserables campesinos obligados a jugarse a los dados los ducados que
les prestan los ministros del rey: si pierden en este juego, no tendrán
más remedio que ir a galeras. Uno de ellos pretende llevar esta siniestra
lógica hasta sus extremos, dejando ese dinero a su mujer y a sus hijos:
prefiere en efecto domeñar el remo para mantener a los suyos, a falta
de poder conseguirlo con el azadón39. La generosidad de Constanza le
permitirá evitar tan triste suerte.
Situados en un contexto más amplio que permite recrear en su di-
versidad las condiciones, actitudes y costumbres características de la
España profunda, estos extraños casos proceden de lo que Jean-Marc
Pelorson llama acertadamente «un parti-pris continuel d’intensité
émotive»40. Contrapunto del caminar de los peregrinos, son otras tantas
oportunidades que tienden a suspender el interés. De acuerdo con las
prescripciones de una fábula que aspira no sólo a entretener, sino a ad-
mirar y conmover al lector, viene a relevar los prodigios que, en los dos
primeros Libros, acompañaron sus viajes septentrionales. Ni se ven, en
el campo extremeño, aquellos peces espantosos llamados «naufragios», ni
tampoco el famoso barnaclás; tampoco salen al encuentro de nuestros

38
Los estudios más profundos dedicados a este episodio y, más generalmente, a la
presencia de los moriscos en la obra de Cervantes se deben a la pluma de Francisco
Márquez Villanueva.Ver Márquez Villanueva, 1975a, pp. 285-295 y 2010, pp. 283-289.
39
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 12, p. 566.
40
Pelorson, 2001, p. 99.
RETORNOS a Cervantes 245

viajeros aquellos hombres lobos siempre dispuestos a asaltarlos. Su sor-


presa nace ahora de una concatenación de apariciones inesperadas, así
como de las peripecias que menudean en los relatos secundarios; más
aún, quizás, de las coincidencias con las cuales se pretende acreditar su
acumulación. Una extraña casualidad es la que explica no sólo el en-
cuentro con Rosanio y Feliciana de la Voz, sino la aparición simultánea,
en Guadalupe, del padre y del hermano de la joven madre, la de los dos
caballeros que recogieron al niño, y finalmente, la llegada de su padre
que surge en el momento oportuno para echarse a los pies de su futuro
suegro. Esta misma casualidad hace que Ortel Banedre venga a escon-
derse en la habitación de la madre del caballero al que acaba de matar
en duelo; es ella la que da por amigo al padre de Antonio de Villaseñor
un conde que resulta ser el hermano del ya difunto enemigo de su hijo;
ella la que hace que este conde sea herido mortalmente en una revuel-
ta ocurrida el mismo día de la llegada de los peregrinos a Quintanar,
revuelta que, además, lleva Ambrosia Agustina, disfrazada de soldado, a
ser detenida y condenada como autora del escándalo. Esta casualidad
es la que, por añadidura, coloca dos veces en su camino a Auristela y
a sus compañeros, testigos asombrados de su transformación y, luego,
de la reunión milagrosa en una misma galera de la protagonista con su
hermano y su marido. A diferencia de lo que ocurre en los primeros
capítulos del Persiles, esta incidencia del azar, profusamente aprovechada
por la novela griega, no rebasa aquí ciertas limitaciones. Si bien origina
parte de las peripecias de las historias episódicas que vienen a unirse con
la trama principal, en cambio, en lo que se refiere a la fábula propiamen-
te dicha, o sea la peregrinación de Periandro y Auristela, no modifica
sustancialmente el curso de los acontecimientos, limitándose general-
mente, a sesgar momentáneamente su desarrollo normal41.
En el entronque entre folclore y literatura, así como en el punto
conclusivo de los experimentos realizados por Cervantes a lo largo de
su vida de escritor, la España del Persiles, lo mismo que la del Quijote,
nos propone, sino una auténtica comedia humana, al menos una manera
de retablo que incorpora y reúne toda una gama de personajes, todo
un abanico de conductas y situaciones. No resulta sorprendente, por
consiguiente, que el recorrido de los peregrinos venga a compaginarse
con la doble cronología reivindicada por Carlos Romero; aunque el

41
Sobre la función estructurante del azar en el Persiles, ver Lozano Renieblas, 1998,
pp. 59-65.
246 JEAN CANAVAGGIO

reinado de Carlos Quinto, al que Antonio de Villaseñor sirvió dieciséis


años antes en Alemania y en Flandes y de cuya muerte nos enteramos
al final del Libro segundo, sigue siendo una referencia clave, con todo,
las alusiones a la época de Felipe III cobran en el Libro tercero un re-
lieve significativo: la presencia en Lisboa de un gobernador o virrey en
ausencia del monarca, la cual sugiere que la acción se sitúa después de
1580, fecha en que Portugal fue unido a la corona española42; el regreso
definitivo de la Corte a Madrid, decidido por Lerma en 160643; la ex-
pulsión de los moriscos, decretada en 1609 por motivos evocados por
el Jarife en su supuesta profecía, medida que ni el Emperador ni Felipe
II contemplaron en su vida, son otras tantas muestras de un notable
desplazamiento de acento44. Muy revelador, también, es el espectáculo
presenciado por los peregrinos en la etapa de Badajoz45. El que la obra
elegida se inspire en la leyenda de Céfalo y Pocris, el que sea compuesta
por el misterioso Juan de Herrera y Gamboa, el que se represente en
casa del corregidor de la ciudad son detalles que, por cierto, no nos
permiten fechar el acontecimiento. En cambio, el concepto que tiene
de la comedia el actor que pide a Auristela que sea su protagonista, lo
mismo que su deseo de introducir en ella, «a despecho del arte cómico»,
«un lacayo consejero y gracioso»46, todo esto revela que la estética a la

42
Después de decir que este gobernador era el arzobispo de Braga (Cervantes, Los
trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, p. 434), Cervantes, más adelante, lo llama visorrey
(p. 435). Romero examina esta aparente contradicción en el Apéndice XI de su edición
(pp. 727-728). Considera que el contexto en que se sitúa la llegada de los peregrinos
a Lisboa puede corresponder o bien a los años 1558-1559, durante la minoría del rey
Sebastián, o bien a los años 1600-1615, cuando Felipe III, rey de Portugal, establece el
sistema de los virreyes, entre los cuales el arzobispo de Braga, Alejo de Meneses, fue el
único en reunir, entre 1614 y 1615, los tres títulos de arzobispo, gobernador y virrey.
Primer ejemplo, concluye el editor, de la doble cronología que rige la acción de la
novela.
43
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 8, p. 510. Durante su relato (III,
6, p. 495), Ortel Banedre declara que al volver de las Indias Orientales, formó el pro-
yecto de ir a Madrid, «donde estaba recién venida la corte del gran Felipe Tercero».Ver
sobre el particular el Apéndice XVI de la ed. de Romero, p. 731.
44
Sobre la fecha de redacción de este episodio, considerado por quienes tomaron al
pie de la letra la supuesta profecía del Jarife como escrito antes de la promulgación del
bando de destierro de los moriscos, ver, además de Cervantes, Los trabajos de Persiles y
Sigimunda, pp. 735-736, Lozano Renieblas, 1998, pp. 31-36.
45
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 2, pp. 441-447.
46
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 2, p. 443.
RETORNOS a Cervantes 247

que Cervantes se refiere aquí de modo irónico es la misma cuyo triunfo


aseguró Lope de Vega después de 1600.
Estas secuencias, desde el punto de vista de su configuración, no de-
jan de recordarnos, mutatis mutandis, algunos episodios del Quijote. Entre
la muerte de Diego de Parraces y la del amante de Claudia Jerónima,
entre el disfraz de Ambrosia Agustina y el de Gaspar Gregorio, entre el
rústico entremés de la Sagra y las bodas de Camacho, entre el parlamen-
to del sacristán morisco y las palabras que Ricote dedica a la expulsión
de sus correligionarios se vislumbra todo un juego de ecos que tienden
a hermanar, en cierta medida, dos obras que su autor terminó con pocos
meses de distancia. Pero estas convergencias no deben ocultar todo lo
que las separa en su respectiva concepción y elaboración. La presencia
de España en las dos partes del Quijote obedecía a una finalidad precisa.
Hacer revivir la caballería andante era, para el ingenioso hidalgo, encar-
narla en un mundo concreto que no fuera el de los libros: las llanuras
manchegas, los caminos donde se topa con nobles, campesinos, arrieros
y negociantes, las ventas donde hace etapa no son únicamente los ele-
mentos de un entorno; son también los alimentos de una ilusión nacida
de la mirada que el protagonista pone sobre seres y cosas; son, asimismo,
las muestras de un presente que, lejos de someterse a sus decretos, deter-
mina inexorablemente su fracaso. De ahí, para conservar su razón de ser,
la perseverancia con que se empeña en reducir este presente a su por-
ción congrua, integrándolo en su sistema de pensamiento e invocando
para asumir sus propios desastres —o sea las negaciones de la realidad—
la malicia de los encantadores determinados a perderle.
Nada parecido en el caso de Periandro y Auristela, cuya inserción
en el entorno nos queda por examinar. Si nos limitamos a los motivos
que, a la hora de salir de Lisboa, los inducen a tomar el hábito de pe-
regrinos, no tenemos más remedio que observar que esta santa justifi-
cación de sus andanzas ibéricas no determina su itinerario. Fuera de la
etapa de Guadalupe, donde, a fin de cuentas, las últimas peripecias de la
historia de Feliciana acaban perturbando el recogimiento de los fieles,
no hay más que un solo santuario —Nuestra Señora de Esperanza—
donde se detienen al llegar a Ocaña, en una visita que sólo se merece
una mera alusión47. En cuanto a las relaciones que su peregrinación
establece con los extraños casos antes referidos, son de lo más tenue.
Meros oyentes de los relatos de Feliciana, Ortel Banedre y Ambrosia
47
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 9, p. 312, n. 1.
248 JEAN CANAVAGGIO

Agustina —sin experimentar la menor dificultad en comprenderlos y


contestarles en buen castellano48— testigos de la muerte de Diego de
Parraces y de las últimas voluntades del conde, espectadores de las fiestas
de la Sagra y de la confusión de los falsos cautivos, tan sólo intervienen,
en la mayoría de los casos, para contestar a las preguntas de los que les
salen al encuentro: se hacen cargo de la criatura que les confía Rosanio,
acompañan a Feliciana hasta la manada de pastores donde se hospeda,
ofrecen a Ambrosia Agustina la conserva que pidió para ella uno de
sus guardas. Cuando dan un paso más adelante, se resuelven a hacer-
lo impulsados por las circunstancias: así es como acuden a socorrer a
Diego de Parraces, exponiéndose al error de los cuadrilleros de la Santa
Hermandad y a las sospechas de un corregidor poco escrupuloso; así se
encierran en la iglesia del pueblo asediado por los corsarios, ayudando
al cura y al sacristán a rechazar su asalto.
En tres ocasiones, al menos, Cervantes se aplicó a reducir la distancia
entre fábula y episodios, como para recordarnos que este Libro III per-
manece bajo la advocación de los trabajos de Persiles y Sigismunda. La
primera vez, en el momento en que Feliciana acaba de concluir el relato
de sus desventuras, Auristela saca la lección de su historia observando
que «los trabajos y los peligros no solamente tienen jurisdicción en el
mar, sino en toda la tierra»49. Al comparar su propio destino con el de

48
Otro punto sobre el cual Cervantes se revela deliberadamente impreciso. Al prin-
cipio de su viaje, en la etapa de Badajoz, Auristela, solicitada por un poeta cómico que
pretende hacer de sus aventuras el tema de una comedia y darle el papel principal, le
contesta «que no había entendido palabra de cuanto le había dicho, porque bien se veía
que ignoraba la lengua castellana» (Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 2, p.
445). De hecho, nuestros peregrinos parecen en un primer momento encargar al joven
Antonio el papel de trujamán cada vez que empiezan a narrar sus aventuras, valiéndose
de la tela que pintaron a este efecto (III, 1, p. 439 y III, 4, p. 467). Dicho esto, no expe-
rimentan la menor dificultad en entender lo que les cuentan, sucesivamente, Feliciana,
Ortel Banedre, la vieja peregrina y Ambrosia Agustina; y en cuanto a Periandro, de
quien se nos dijo, en el momento de su encuentro con Antonio de Villaseñor en la isla
bárbara, que «aunque no muy despiertamente, sabía hablar la lengua castellana» (I, 4,
p.158), se expresa en un perfecto castellano cuando pide al polaco que renuncie a su
venganza. Bien es verdad, apunta Cervantes, que no sólo era versado en lengua latina
y en poesía antigua, sino que había leído las obras de Garcilaso, recién publicadas, hasta
el punto de glosar, al llegar a orillas del Tajo, un verso famoso de la Égloga primera (III,
8, pp. 503-504 y n. 2).Ver al respecto Egido, 1998, así como Pelorson, 2003, pp. 42-48.
49
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 4, p. 457.
RETORNOS a Cervantes 249

la doncella, ruega a Periandro que cuide más que nunca de su honra50.


Huelga decir que no se verá expuesta a semejante desdicha. Un poco
más tarde, corresponde a Periandro intervenir en el curso de una de
las historias adventicias, cuando pide a Ortel Banedre que desista de su
proyecto de venganza51. Sin embargo, aunque convence de momento al
polaco, no podrá, una vez en Roma, salvarle la vida. Finalmente, nues-
tros peregrinos son los que permiten el rescate del miserable campesino
que, para que los suyos no perecieran de hambre, había pagado con su
libertad los pocos ducados que le dieron los ministros del rey. Así y todo,
quien manifiesta su generosidad en esta circunstancia no es Auristela,
sino Constanza.
Más que una conexión orgánica entre relato principal y relatos se-
cundarios, son unos enlaces temáticos los que parecen forjarse a lo largo
de este Libro, según ha mostrado todo un sector de la crítica. Ahora
bien, conviene aclarar el significado que revisten. Nuestro primer mo-
vimiento nos induce a considerar a todos aquellos cuya trayectoria se
cruza con la de la pareja central como protagonistas de otros tantos casos
ejemplares. Desde esta perspectiva, la gama de las situaciones que viven,
lo mismo que el abanico de sus comportamientos ofrecen a los persona-
jes de la historia principal un espejo de las contradicciones y debilidades
humanas. Algunos se destacan por el modo con que se dejan arrastrar
por pulsiones homicidas, al estilo de Sebastián de Soranzo, el matador
de Diego de Parraces, o al del hermano de Feliciana, cuando, en plena
iglesia de Guadalupe, se dispone a apuñalar a su hermana, profanando
así el lugar sagrado donde acaba de encontrarla en plena oración. Otros,
en cambio, se muestran a la altura de las circunstancias: doña Guiomar
de Sosa, la madre del caballero portugués víctima de Ortel Banedre,
lo mismo que el conde que, herido de muerte, da su nombre y su ha-
cienda a la hija de Antonio de Villaseñor, se imponen como unos seres
excepcionales. Otros, como Feliciana o Ambrosia Agustina, requieren
un enfoque más matizado, sin dejar por ello de suscitar indulgencia
o compasión. Otros, como Ortel Banedre, parecen haber nacido bajo
una estrella que les proporcionará hasta el final desengaños y desgracias.
Finalmente, algunos se nos aparecen tan presos por cálculos a corto
plazo y compromisos diarios, que les perdonamos sus inconsecuencias y
sus pecados: la vieja devota encontrada en los caminos de Extremadura,

50
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 4, pp. 457-459.
51
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 7, pp. 500-503.
250 JEAN CANAVAGGIO

los novios de la Sagra de Toledo, los cautivos falsos confundidos por los
alcaldes del pueblo donde hicieron etapa son otros tantos representantes
de una humanidad media que hace resaltar, por contraste, la trayecto-
ria excepcional de quienes se descubrirán más tarde como Persiles y
Sigismunda.
Así y todo, creemos en la posibilidad de otra lectura que se perfila
en filigrana, más allá de la expansión de las trayectorias individuales, otra
lectura que tan sólo podemos esbozar aquí, anclada en el entorno con-
creto donde se sitúa este viaje, por no decir esta peregrinación que no lo
es del todo: el entorno de esta tierra cuya punta avanzada corresponde
a Lisboa, de esta tierra que el grumete de la gavia mayor prefiere llamar
cielo y que inspira a Antonio un auténtico ditirambo52; de esta España de
la que el Jarife nos dice que «ella sola es el rincón del mundo donde está
recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo»53, antes de formular
votos por la expulsión de las serpientes que le roen las entrañas54. Pues
bien: entre todos aquellos con que topamos en el camino, pocos son los
que compaginan fe y obras; aún más escasos los detentores de cualquier
parcela de poder que se aplican a justificar la misión providencial de la
monarquía de los Austrias. No son, cabe observarlo, los cuadrilleros de la
Santa Hermandad, convencidos de haber detenido al matador de Diego
de Parraces, ni el corregidor de Cáceres con sus esbirros, ni los soldados
que vienen a las manos con los vecinos de Quintanar, provocando así la
muerte del conde, ni los jueces que condenan a un muchacho al remo
sin establecer su culpabilidad ni tampoco su identidad, ni los sargentos
que aprovechan la miseria de unos campesinos para acrecentar el nú-
mero de buenas boyas, o sea de remeros supuestamente voluntarios. En
cuanto al rebato en las costas del Levante de los corsarios llamados por
los vecinos de un pueblo de moriscos, atestigua un hecho que los defen-
sores de la expulsión han aducido repetidas veces entre los argumentos
destinados a justificarla. Sin embargo, parece que en el momento en que
Cervantes escribió este capítulo, el peligro de semejante colusión ya no
estaba de actualidad y, a pesar de los prevenciones del ex-cautivo de los
baños de Argel en contra de los moriscos que se negaban a cualquier
forma de asimilación, la arenga del sacristán acumula tantas paradojas
que la ironía de la que rebasa desvela por sí sola la arbitrariedad de la

52
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 1, pp. 431-433.
53
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 11, p. 547.
54
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 11, p. 547.
RETORNOS a Cervantes 251

medida así reclamada. En este sentido, como ha mostrado Jean-Marc


Pelorson, la barbarie del Persiles no es exclusiva del Septentrión: surge
más de una vez en el mismo seno de la cristiandad55, y más particular-
mente en una tierra cuya fama, al decir de la ingenua Auristela, era la
de ser, «más que cualquier otra tierra en el mundo, pacífica y santa»56. Es
esta insólita barbarie la que descubren Periandro y Auristela: comprue-
ban en ella que no hay, entre el mundo de donde vienen y aquel otro
mundo donde acaban de desembarcar, una línea divisoria que se podría
trazar a lo largo de no se sabe cuál meridiano o paralelo; al contemplar
los diferentes rostros que les ofrecen en el corazón de una España en
claroscuro, marcada por el sello de una ambigüedad de la que decli-
nan las múltiples figuras57, se acrisolan sus aparentes certidumbres —y
las nuestras con ellas— en una concatenación de experiencias que son
otros tantos «trabajos».

55
Pelorson, 2001, pp. 1004-1007, así como 2003, pp. 49-58.
56
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigimunda, III, 4, p. 459.
57
Pelorson, 2001, pp. 1003-1004.
A MODO DE epílogo
EL HUMANISMO DE CERVANTES

«El humanismo derramado en los libros de Cervantes se nos hace


inteligible si sabemos que es un humanismo cristiano transmitido por
un maestro erasmizante»1. Además de valorar así la importancia de Juan
López de Hoyos, rector del madrileño Estudio de la Villa, en la forma-
ción de su «caro y amado discípulo», Marcel Bataillon, en un libro me-
morable, caracterizó de esta manera el impacto que el humanismo tuvo,
según él, sobre un autor que el positivismo decimonónico había califi-
cado, si no de genio inconsciente, al menos de escritor sin ideas perso-
nales2. Ahora bien, cualquier aproximación al humanismo de Cervantes
nos enfrenta con dos interrogantes previos. Primero, ¿cómo definir el
humanismo, tratándose de un concepto que ha tomado, con el tiempo,
diferentes acepciones? Luego, ¿en qué medida es lícito asociarlo con la
personalidad y la obra del autor del Quijote? De hecho, poco sabemos de
sus estudios académicos, y en cuanto a su «pensamiento», reivindicado
por Américo Castro en un estudio fundamental3, no se puede enfocar
como un sistema o una doctrina articulada, como si nos hubiera dejado
tratados de erudición. Conviene, en tales condiciones, tener presentes
estas dos preguntas a la hora de emprender el examen que nos propo-
nemos realizar aquí.

1
Bataillon, 1966, p. 795.
2
Todavía en 1905, Marcelino Menéndez Pelayo no pasaba de concederle «esta hu-
mana y aristocrática manera de espíritu que tuvieron todos los grandes hombres del
Renacimiento», la cual «encontró su más perfecta y depurada expresión en Miguel de
Cervantes».Y concluía: «Por esto principalmente fue humanista más que si hubiese sabi-
do de coro toda la antigüedad griega y latina» (Menéndez Pelayo, 1947, p. 81).
3
Castro, 1925.
256 JEAN CANAVAGGIO

Humanidades. Humanistas
Nacido en Alemania en el siglo xix, el término «humanismo» ha
admitido, desde su aparición, varias definiciones, hasta designar, hoy en
día, cualquier doctrina que toma a la persona humana por fin4. Un
primer acercamiento posible es el que nos ofrecen aquellos que, en el
siglo xvi, se llamaron a sí mismos «humanistas», forjando este neolo-
gismo latino para dar cuenta de un saber generalmente adquirido en
las aulas universitarias: el de las letras griegas y latinas, o, para emplear
términos acuñados por ellos, un amplio dominio de las «letras humanas»
o «letras de humanidad» (studia humanitatis), diferenciadas así de las letras
sagradas. Esta primera acepción no parece, en principio, poder apli-
carse a Cervantes. El calificativo de «ingenio lego» que se dio primero
a sí mismo5, reiterado por Tamayo de Vargas algunos años después de
su muerte6, solía designar, con connotaciones a veces despectivas, a los
que no habían pasado por dichas aulas. Este fue, precisamente, el caso
de nuestro escritor, de quien ignoramos, a falta de datos concretos, las
circunstancias exactas en que inició sus estudios. Hace falta esperar el
año 1569, cuando ya tiene 22 años y acaba de abandonar Madrid, tal
vez a consecuencia de un misterioso duelo, para encontrar el único tes-
timonio que se conserva de su carrera académica: la ya citada mención,
por Juan López de Hoyos, de su destacado alumno, en tanto que autor
de cuatro de los poemas incluidos en la Relación de las exequias fúnebres
de la Reyna Isabel de Valoys, prematuramente fallecida pocos meses antes.
Difícil se nos hace, por consiguiente, determinar qué grado de co-
nocimiento Cervantes alcanzó de las dos lenguas clásicas. Cabe pensar,
con José Manuel Blecua, que se formaría en aquel «complejo sistema
educativo de origen grecolatino» en el que se combinaban «el aprendi-
zaje conjunto de hablar y escribir con la lectura de autores» que luego

4
Recuérdese el conocido ensayo de Sartre, L’existentialisme est un humanisme. La
bibliografía sobre el humanismo, desde Garin y Kristeller hasta estudios más recientes,
es abundantísima y no se trata aquí de condensarla. Pueden consultarse, al respecto, las
aproximaciones que debemos a Francisco Rico y sus colaboradores, (Rico, 1980, pp.
1-27 y 1989, pp. 5-25). De útil consulta es el artículo de Joseph Pérez, 1988.
5
Viaje del Parnaso, VI, v. 174, en Cervantes, Obras completas, p. 1208b: «pero, en fin,
tienes el ingenio lego» le dice a Cervantes un desconocido que le habla al oído.
6
Tamayo de Vargas, Junta de libros, la mayor que ha visto España, hasta el año de 1624
(BNM, ms. 9753, t. II). Al parecer, este catálogo manuscrito circuló antes de esta fecha.
RETORNOS a Cervantes 257

servirían «de modelo o, simplemente, de autoridad»7. Es poco probable


que llegara a saber mucho griego; pero en cuanto al latín, que ya solía
figurar en el programa de estudios preuniversitarios, sí podemos inferir
cierta familiaridad con él de las referencias a la Vulgata que pone en
boca de Tomás Rodaja, o de los versos de Virgilio, Horacio u Ovidio
que cita de vez en cuando, aunque alguna vez de manera inexacta8. De
hecho, no cabe dudar del respeto que merecen, en su obra, aquellos
que aprenden griego y latín en Salamanca, como Diego de Avendaño,
en La ilustre fregona, o el hijo de don Diego de Miranda, en la segun-
da parte del Quijote: acceden de esta forma al «primer escalón de las
ciencias»9. Pero otra cosa es el uso indiscreto del latín denunciado por
Cipión y Berganza en El coloquio de los perros. Por un lado, el de «algunos
romancistas que, en las conversaciones, disparan de cuando en cuando
con algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo
entienden que son grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre
ni conjugar un verbo»; y, en el otro extremo, el de los que verdadera-
mente saben latín, pero «de los cuales hay algunos tan imprudentes, que
hablando con un zapatero o con un sastre arrojan latines como agua».
Dos formas de una misma necedad, por lo cual, como observa Berganza,
«tanto peca el que dice latines delante de quien los ignora como el que
los dice ignorándolos». Sólo que los dos perros no se limitan a compartir
esta conclusión, sino que, ante Cipión, que le advierte de que «hay algu-
nos que no les excusa el ser latinos de ser asnos», Berganza, con notable
sentido del humor, coloca esta opinión en su debida perspectiva históri-
ca: observa que, «cuando en tiempo de los romanos hablaban todos latín
como lengua materna suya, algún majadero habría entre ellos, a quien
no excusaría el hablar latín dejar de ser necio»10. En última instancia, los
«latines» que asoman de vez en cuando en la prosa cervantina no se nos
aparecen como las muestras de un vano saber, sino que cumplen cada
vez una determinada función: o bien, como en el prólogo al primer

7
Blecua, 2004, p. 1119.
8
Por no decir nada del conocimiento que hubo de tener de las traducciones de
los textos antiguos que más directamente influyeron sobre su obra, desde la Odisea y
la Eneida hasta el Asno de oro de Apuleyo y las Etiópicas de Heliodoro. Ver al respecto
Beardsley, 1979.
9
Don Quijote de la Mancha, II, 16, en Cervantes, Obras completas, pp. 363a-364b. A
esta edición, salvo excepciones debidamente señaladas, remiten las demás citas de textos
cervantinos.
10
El coloquio de los perros, Obras completas, p. 670b.
258 JEAN CANAVAGGIO

Quijote, expresan, entre otros recursos, la voluntad de estilo de un escri-


tor que quiere «dejar su historia sin el oropel de un pomposo proemio
y de todos los alardes de erudición y doctrina de que se visten los otros
libros»11; o bien sirven para ridiculizar la pedantería de Sansón Carrasco,
del doctor Pedro Recio, en la isla Barataria, o del propio don Quijote,
en el baile que se da en casa de don Antonio Moreno, al rechazar las
insinuaciones de algunas damas burlonas con un «¡Fugite partes adversae!»,
tomado de los exorcismos eclesiásticos12; o bien, como en El licenciado
Vidriera, llegan a formar parte de una red de sentencias y aforismos cuya
concatenación, orientada hacia la crítica sistemática de la maldad del
hombre in omni tempore, participa además de una desorientación nacida
de la locura del licenciado, impidiéndole cualquier forma de acción.
En resumidas cuentas, nunca fue Cervantes un humanista profesio-
nal, en el sentido etimológico de la palabra «humanista»: dicho de otro
modo, no perteneció al gremio de aquellos eruditos —gramáticos y
comentaristas— que, al dedicarse a la lectura e interpretación de los
textos griegos y latinos, echaron las bases de la filología aplicando sus
recursos y sus técnicas. Tampoco se le puede comparar con escritores
como Fernando de Herrera o Francisco de Quevedo, cuya formación
inicial se fraguó en el ámbito humanístico. Su relativa familiaridad con
la literatura latina procedió más bien de una labor empírica, nacida de
su famosa afición «a leer aunque sean los papeles rotos de las calles»,
como confiesa en uno de los primeros capítulos del Quijote13. Pero no
le impidió, sino todo lo contrario, burlarse de quienes pretendían, como
Lope de Vega, hacerse pasar por tales. Prueba de ello el ya citado prólo-
go a la primera parte de la novela, donde el escritor afirma su deseo de
dejar su historia sin acotaciones en los márgenes ni anotaciones al final,
procedentes de fuentes de segunda mano. Otro tanto puede decirse del
perfil que cobra el primo «humanista», término con que se califica a sí
mismo el que guía al ingenioso hidalgo y a su escudero hasta la Cueva
de Montesinos. Para decirlo con frase de Aurora Egido, este editor del
Ovidio español y del Suplemento a Virgilio Polidoro «alimenta el magín de

11
Socrate, «Lecturas del Quijote: Prólogo», en Cervantes, Don Quijote de la Mancha
(ed. Rico), vol. II, p. 13.
12
Don Quijote, II, 62, Cervantes, Obras completas, p. 479b.
13
Don Quijote, I, 9, Cervantes, Obras completas, p. 170b. Para decirlo con palabras de
Anthony Close, «saber cuáles fueron los libros que leyó Cervantes nos importa mucho
menos que saber cómo los leyó y qué partido sacó de sus lecturas» (2005, vol. I, p. lxxx).
RETORNOS a Cervantes 259

don Quijote con el alimento de sus nuevas Metamorfosis burlescas que


proporcionarán las personificaciones fluviales y los saberes inútiles sobre
los que Sancho discutirá con gracia»14. Por cierto, hay momentos en los
que el propio caballero, a pesar de no haber cursado en las aulas alca-
laínas o salmantinas, deja pasmado a sus oyentes, como se observa en el
famoso discurso de las Armas y las Letras. Pero, mientras que la primera
parte del discurso viene dedicada a la finalidad y los trabajos de unas
y otras, la segunda está mucho más centrada sobre las ventajas sociales
(honra y riqueza) de las respectivas profesiones del letrado y del soldado;
por lo cual la diferencia que, de paso, se establece allí entre letras divinas
y humanas no es otra que la que separa la teología del derecho, dejando
aparte no sólo literatura e historia, sino también los estudios humanís-
ticos. Además, allí como en otras ocasiones, queda en pie la cuestión de
saber hasta qué punto Cervantes compartiría estos argumentos, como
prueba la divergencia de pareceres de la crítica sobre el particular15. En
definitiva, uno de los personajes cervantinos más próximos a la figura
canónica del humanista puede haber sido Tomás Rodaja, ya que «su
principal estudio fue de leyes, pero en lo que más se mostraba era en
letras humanas»16. Ahora bien, como todos sabemos, no tarda en apar-
tarse de este modelo, al elegir, primero, la vida de soldado y luego, a su
regreso a España, al padecer los hechizos de una cortesana: queda loco,
entonces, de aquella «estraña enfermedad» que le valió ser llamado el
licenciado Vidriera. Pero su locura, como más adelante veremos, nos
remite a un tema clave del pensamiento humanístico.

Un nuevo humanismo
Entre los temas recurrentes de este pensamiento, en efecto, el de
la locura ocupa un lugar relevante. Su temprano florecimiento en el
norte de Europa, se sitúa entre dos fechas esenciales: 1494, año en que

14
Si hemos de dar fe al Diccionario etimológico de Joan Corominas y José Antonio
Pascual, es ésta una de las dos primeras ocurrencias del término en castellano (la otra
aparece en el Viaje del Parnaso). Sin embargo, según el corpus histórico de la Real
Academia de la Lengua, «humanista» aparece ya en el siglo xvi, al menos en ocho auto-
res distintos, como Francisco López de Gómara, Luis Barahona de Soto, Juan de Pineda
o fray Luis de Granada. Al parecer, solía designar al profesor de lenguas griega y latina,
con connotaciones a veces irónicas o despectivas.
15
Moner, 1986.
16
Cervantes, El licenciado Vidriera, en Obras completas, p. 585a.
260 JEAN CANAVAGGIO

sale a luz la Narrenschiff o Stultifera Navis del alemán Sebastián Brant, y


1511, cuando se publica el Stultitiae Laus, el famoso Elogio de la locura,
de Erasmo17. Antes de apreciar la impronta que este motivo pudo tener
en las obras de Cervantes —el cual pronto se difundió en la España de
Carlos Quinto, debido a las estrechas relaciones de la Península con los
dominios septentrionales del Emperador y a la fascinación que en ella
ejerció Erasmo— nos conviene apuntar que este mismo interés que le
conceden los humanistas atestigua, entre otros indicios, una ampliación
del significado inicial del término «humanismo». Semejante extensión
se debe, fundamentalmente, al hecho de que los humanistas, en vez de
limitarse a comentar las obras profanas, aplican los métodos de la filo-
logía a los textos sagrados; así llegan inevitablemente a poner en tela
de juicio la interpretación tradicional de la Biblia, actitud que los lleva
a otro cuestionamiento de mayor alcance, el de la ortodoxia religiosa
oficial. No se trata de un retorno al paganismo, como afirmaron los
teólogos escolásticos, apegados a la letra de la tradición y al ritualismo, ni
tampoco, como pensaron algunos historiadores del siglo xix, de una crí-
tica racionalista del dogma. Por cierto, en los países del norte de Europa,
donde había cundido con fervor la devotio moderna, ese movimiento de
retorno a las fuentes, inspirado por un nuevo sentido de historicismo fi-
lológico, era acompañado de una agudizada hostilidad ante el frío mate-
rialismo de la devoción cristiana tradicional, así como ante la lectura de
los textos bíblicos que supuestamente lo sustentaba. De ahí la rebelión
de Lutero. Pero el rumbo seguido por Lutero, Melanchthon o Calvino
no es, al menos en lo religioso, el de unos humanistas de pleno derecho.
En cuanto a Erasmo, actúa como medianero entre los dos grupos; si su
philosophia Christi y su mordaz sátira a la hipocresía y materialismo del
culto romano lo acercan a los protestantes, siempre buscó reformar el
culto tradicional, más bien que romper definitivamente con el mismo.
Así pues, dentro del movimiento europeo de recuperación humanística,
caben varias corrientes espirituales. No obstante, todas reconocen, más
allá de sus diferencias, la legitimidad de una labor exegética asentada en
nuevas bases18. Para los humanistas, en efecto, esta labor puede adaptarse

17
Márquez Villanueva, 1985-1986, pp. 509-511.
18
Los colegios jesuitas —como por ejemplo el sevillano de San Hermenegildo,
elogiado por Berganza en El coloquio de los perros—, tienen tanto derecho a ser conside-
rados como auténticos herederos del humanismo como las fundaciones protestantes de
una época coetánea.
RETORNOS a Cervantes 261

a todo tipo de textos porque, según ellos, no hay verdadera ruptura en-
tre el pensamiento grecolatino y la herencia judeocristiana: el mundo de
la cultura es uno, y el desarrollo que ha conocido desde la Antigüedad
traduce, en un nuevo despliegue de posibilidades, el esfuerzo del hom-
bre para acceder a la plena humanitas, o sea conseguir su máxima reali-
zación intelectual, ética, religiosa y estética, emparejando de esta forma
laudes litterarum y dignitas hominis19.
Ahora bien, en el caso de España, aquellos que defienden esta actitud
van a enfrentarse, por parte de diferentes sectores —órdenes mendi-
cantes, escolásticos salmantinos, autoridades inquisitoriales— con una
hostilidad cada vez más fuerte. Con el correr de los años, esta hostilidad
es acrecentada por las sospechas dirigidas contra los cristianos nuevos,
por las acciones represivas llevadas, en Valladolid y Sevilla, contra unas
comunidades consideradas heterodoxas, y por la voluntad de acabar con
los focos de herejía que constituyen los alumbrados. Mientras que en la
época del Emperador salió a luz, al cabo de quince años, la Biblia po-
líglota de Alcalá, emprendida a principios del siglo xvi a iniciativa del
cardenal Cisneros, el Índice inquisitorial de 1559 prohíbe terminante-
mente no sólo la circulación de las Biblias en lengua vulgar, tanto judías
como protestantes, sino la publicación y lectura de traducciones inte-
grales del Antiguo y del Nuevo Testamento. Si bien Felipe II, en 1569,
concede permiso a Arias Montano para realizar otra edición de la Biblia,
la de Amberes, esta magna obra, destinada a círculos eruditos, no incluye
ninguna versión castellana de la Vulgata. No obstante, tanto los tratados
de espiritualidad de los escritores ascéticos —Juan de Ávila y Luis de
Granada, entre otros— como la labor exegética desarrollada por fray
Luis de León en Salamanca contribuyen a difundir traducciones parcia-
les de los textos sagrados, y particularmente de los Salmos, los Proverbios
y el Cantar de los Cantares. Cervantes, de quien sabemos que practicaba
los manuales de devoción, llegó sin la menor duda a familiarizarse de
este modo con las fuentes testamentarias, como se infiere, entre otros
ejemplos, del Quijote, obra en la que la huella de los dos testamentos
se comprueba a través de todo un repertorio de imágenes y metáforas

19
Observa Bataillon que «así como don Quijote no está dispuesto a romper lan-
zas por la gloria de los héroes antiguos, así tampoco es el humanismo de Cervantes lo
bastante fervoroso para que piense en incorporar los sabios antiguos a la cohorte de los
santos. Sin embargo, no ignora que pudieron, por las solas luces de la razón, alcanzar
verdades eternas» (1966, p. 786).
262 JEAN CANAVAGGIO

—«valle de lágrimas», «cielo de bronce», «árbol sin hojas ni frutos»—


sacadas del Deuteronomio, de los Salmos y del libro de Isaías. También se
observa en numerosas citas, latinas y castellanas, que cubren un campo
más amplio que el de los libros más conocidos (Génesis, Job o Proverbios,
por un lado, Evangelios y Epístolas de San Pablo, por otro lado). Pero
lo que más llama nuestro interés es el reempleo insólito de los textos
sagrados, cada vez que se ponen en boca de tal o cual personaje. Sancho
Panza, para acreditar sus conocimientos bíblicos, suele amparase en la
autoridad del cura de su lugar, cuyos sermones reelabora al hilo de sus
prevaricaciones idiomáticas. En cuanto a don Quijote, si bien sorprende
a sus interlocutores al invocar estos textos para dar mayor peso a sus pa-
labras, afirmar su autoridad y convencer a cuantos le salen al encuentro,
no siempre consigue hacer lo que se propone. Entre su deseo de asumir
la voz divina y profética a la hora de emprender una nueva aventura,
mediante una determinada referencia a la Biblia, y el fracaso que luego
conoce, el desfase que se produce cobra un notable alcance irónico.
En vista de esta primera observación, difícil se nos hace determinar
cuál pudo ser la actitud de Cervantes en materia de religión, y más aún
si se trata de relacionarla con el origen converso que algunos le prestan.
Esta cuestión ha suscitado apasionados debates, pero las presunciones
que se tienen de dicho origen —empezando por lo que se sabe de
la estirpe de los Torreblanca, familia de médicos cordobeses de don-
de procedía su abuela materna— no constituyen una auténtica prueba,
y esto aunque la limpieza de sangre del autor del Quijote sólo venga
acreditada por testimonios de muy dudosa fe20. En cualquier caso, aun
cuando viniera a aparecer algún día la prueba decisiva de la «raça» de

20
Otro tanto puede decirse de otros hechos tradicionalmente aducidos: el que
su padre fuera cirujano, o que Miguel no recibiera, al volver de Argel, el premio que
esperaba de sus servicios, o que se le comisionara para recaudar impuestos, en vez de
concederle alguno de los cargos ultramarinos que solicitó en su Memorial de 1590,
dirigido al Consejo de Indias. Castro, 1966, pp. 164 y ss., no documenta realmente
la «raça» del autor del Quijote, a pesar de las aclaraciones biográficas que declara traer.
Entre los defensores de la tesis de una ascendencia judeoconversa del escritor, Márquez
Villanueva es quien ha llevado más lejos la investigación en este campo: al analizar, en un
documentado estudio, los indicios que tenemos de dicha ascendencia, no pasa de consi-
derarla como una mera «probabilidad bien fundada», llegando a la siguiente conclusión:
«Para entendernos con pocas palabras, […] en vista de dicho cuadro y sin prejuicio a
favor ni en contra, sería mucho más difícil que Cervantes fuera cristiano viejo que lo
contrario» (Márquez Villanueva, 2004).
RETORNOS a Cervantes 263

Cervantes, este descubrimiento dejaría intacto todo lo que media entre


su visión del mundo y la de un Mateo Alemán, contemporáneo suyo y
del que se sabe a ciencia cierta que era cristiano nuevo. Para decirlo con
palabras de Antonio Domínguez Ortiz, uno de los mejores conocedores
del tema, «el autor del Quijote pudo tener algún antepasado converso,
pero eso ni está demostrado ni influyó en su obra. Las raíces del sereno
criticismo que campea en la novela inmortal hay que buscarlas en otras
fuentes»21. El que el más ilustre escritor del Siglo de Oro, el mismo sím-
bolo del genio universal de España fuera un converso obligado a callar
sus orígenes, quizás ilumine tal o cual aspecto de su universo mental,
pero nunca nos entregará la clave de su creación.
No sorprende, en tales condiciones, el hecho de que el cristianismo
de Cervantes haya sido tema controvertido. Entre un Hatzfeld o un
Casalduero, que consideraron al escritor alcalaíno como perfecto repre-
sentante del catolicismo tridentino, y un Américo Castro, que vio en
él, sino un heterodoxo, al menos un erasmista más o menos disimulado
con inclinaciones racionalistas, ¿dónde encontrar la verdad? No cabe
duda de que, en más de una ocasión, afloran en su obra unas pullas
irónicas, unas alusiones impertinentes a formas ritualistas de devoción,
así como a costumbres eclesiásticas de dudosa moralidad. Fino conoce-
dor del Evangelio, el autor del Quijote maneja a menudo el arte de las
medias palabras, bien para burlarse de los clérigos con irreverencia, bien
para criticar ciertas prácticas supersticiosas, ciertas devociones puramen-
te mecánicas o manchadas de lucro. Pero nos conviene tener mucha
prudencia cada vez que pretendemos, desde un enfoque retrospectivo,
iluminar la vivencia personal del escritor a partir de sus proyecciones
literarias. Además, la tesis de un Cervantes erasmista que debemos a
Américo Castro y que Marcel Bataillon, después de recogerla con ma-
yor amplitud de miras, enmendó año tras año, mediante sucesivas y finas
matizaciones22, nos parece hoy en día tan discutible, en su formulación

21
Domínguez Ortiz, 1991, p. 231.
22
Sus contribuciones posteriores al tema han sido recogidas parcialmente en
Bataillon, 1979 y, más tarde y de forma más completa, en Bataillon, 1991. Sería impru-
dente afirmar que leyó Cervantes esta u otra obra de Erasmo, dado que, después de los
Índices de 1551 y 1559, sus obras estuvieron proscritas en España. Sin embargo, eso no
impidió por completo su circulación, ni mucho menos su continua influencia, aunque,
como demostró Eugenio Asensio, en un importante artículo (Asensio, 1952), la huella
del erasmismo es inseparable de la de otras corrientes como, por ejemplo, la de la espi-
ritualidad franciscana.
264 JEAN CANAVAGGIO

inicial, como la que, en abierto contraste con ella, pretende acrisolar el


perfil de un campeón de la ortodoxia tridentina.
En primer lugar, conviene precaverse contra el peligro de reducir la
formación intelectual de Cervantes a un virtual monopolio erasmista.
A fin de cuentas, el legado humanista, decantado por Cervantes a través
de unos filtros que no estamos en condiciones de identificar a las claras,
se observa más bien en lo que conserva de la aspiración utópica a casar
el cristianismo con las letras humanas, y la ética de Cristo y los após-
toles con la de Sócrates y Séneca: en otros términos, algo que encaja,
mutatis mutandis, con aquella acepción de «humanismo» que forma parte
del uso actual y vulgar del término: creencia en la innata dignidad del
hombre y aspiración a realizar plenamente ese potencial. Es un ideal
que inspira conocidos tratados, ensayos y coloquios de Erasmo —sobre
la educación de la mujer, la crianza de los niños, la formación de los go-
bernantes, la ética laica, la vanidad de la gloria mundana, la iniquidad de
la guerra— que tuvieron amplia repercusión europea. Además, cabe re-
cordar, con Anthony Close, que «los residuos de pensamiento erasmista
que pueden tal vez hallarse en los escritos de Cervantes y sus coetáneos
cobran un sentido muy distinto al que tenían medio siglo antes, por
estar encuadrados en un contexto ideológico postridentino»23. Así pues,
en última instancia, el desacuerdo de Cervantes con el tono medio de su
época puede dejar traslucir a veces el influjo de tal o cual determinada
corriente de pensamiento, pero no contamina en un ápice su concepto
de la condición humana y, más concretamente, su reconocimiento, pa-
tente en El coloquio de los perros y el Persiles, de los estragos causados por
el pecado original.Tampoco afecta aquello que Anthony Close conside-
ra «un providencialismo intrínseco a su actitud vital», según el cual «los
altibajos de la fortuna […] desembocan a la larga, en el castigo de los

23
Close, 2005, p. lxxvii. Forcione se ha empeñado en detectar este mismo ideal en
las páginas de La gitanilla, El celoso extremeño, El coloquio de los perros y El licenciado Vidriera
(ver Forcione, 1982). A decir verdad, repercute lejanamente en ellas, pero de forma di-
luida, y con interferencias ajenas, debido, entre otras razones, a la dificultad que tendría
Cervantes al intentar hacerse con un ejemplar de la Moria o los Coloquios. Obsérvese,
por otra parte, que la arremetida de Guzmán contra la honra mundana (Guzmán de
Alfarache, I, II, pp. 2-4) contiene trozos que parecen cuadrar perfectamente con el mona-
chatus non est pietas de Erasmo y su convicción de que cualquiera —mercader, soldado,
mujer casada, pícaro— puede salvarse en su estado. Ello no impide que las creencias de
Alemán y su criatura sean manifiestamente postridentinas.
RETORNOS a Cervantes 265

culpables y el triunfo de los virtuosos»24. Expresa, ante todo, la elección


de un espíritu abierto, enemigo de prejuicios, aunque respetuoso con el
dogma y el culto, formado muy lejos del polvo de las bibliotecas, en la
escuela de la vida y de la adversidad.

El mundo al revés de la locura


Estamos ahora en condiciones de acercarnos al tema de la locura
literaria, al que el humanismo erasmiano dio su mayor toma de altura.
Erasmo, en su Stultitiae Laus, celebra primero la existencia de la locura
en tanto que estado primario, inocente, que aligera la carga de la vida
de los hombres moviendo a la hilaridad y fomentando sus ilusiones. En
una segunda etapa, la locura deja de encomiarse: se erige en azote moral
de quienes la padecen por defecto del espíritu y se ofrecen al lector
en un desfile de los estamentos de la sociedad y de los vicios del linaje
humano. En una tercera fase, recobra la libertad de obrar y existir, regre-
sando a la inocencia primitiva, pero enriquecida con un entendimiento
superior, el de la fe, que la impulsa al sacrificio, a la entrega voluntaria,
en una alabanza del loco santo, próximo al bufón por su desprecio de
la mundanidad, pero ya dotado de responsabilidades que el bufón no
tenía25. Como apunta Márquez Villanueva, Erasmo defiende así la tesis
de la locura como universal destino humano, haciendo de la paradoja
«un fin en sí mismo, una forma absoluta de la expresión irónica y una
postura dialéctica infinitamente reversible», declinada en apotegmas,
proverbios, demostraciones y apologías26. Pues bien: una significativa
remodelación de este motivo, por parte de Cervantes, es la que detecta-
mos en la caracterización de Tomás Rodaja. En cuanto es víctima de los
efectos del membrillo, ostenta una manía que divierte y asombra, mos-
trando al mismo tiempo, en sus dichos e impertinencias, una agudeza de
ingenio propia de la licencia bufonesca. Luego, al trasladarse a la corte,
deja de portarse como mero «hombre de placer»: al actuar como medium
para el más absoluto juicio moral, se convierte en verdadera «atalaya de
la vida humana», sin que nadie consiga sustraerse a su visión satírica.
Finalmente, después de recobrar el juicio, vuelve a entregarse al oficio
del guerrero, pero ya no como el aventurero que fue en sus mocedades,

24
Close, 2005b, p. lxxxiv.
25
Ver Ruiz, 1985-1986.
26
Márquez Villanueva, 1985-1986, pp. 510-511.
266 JEAN CANAVAGGIO

sino «como prudente y valentísimo soldado», animado por un verdadero


espíritu de sacrificio: al caer en un campo de batalla de la inútil guerra
de Flandes, da un final honroso a su vida frustrada, eternizando por las
armas «la vida que había comenzado a eternizar por las letras»27.
Un humanista anónimo del siglo xvii, del que nos habla Marcel
Bataillon, se detuvo un buen día a considerar, en un ejemplar de la
Cosmografía de Münster, un retrato de Erasmo desfigurado por la
censura inquisitorial, escribiendo en un lado del rostro: «y su amigo
don Quijote», y del otro: «Sancho Panza»28. «Desde luego —comen-
ta Bataillon— nos es imposible reconstruir las reflexiones que guiaron
su pluma cuando escribió estas enigmáticas palabras»29. No obstante, el
ingenioso hidalgo y su escudero han sido las dos figuras predilectas de
cuantos se han aplicado a buscar, en su construcción y su comporta-
miento, la huella de la locura erasmiana. Razón de más para que obser-
vemos cierta prudencia a la hora de establecer conexiones.
En el caso de Sancho, la reversibilidad entre tontería y listeza es, sin la
menor duda, uno de sus rasgos definitorios; pero, fuera de que combina
elementos procedentes de un folclore de rancio abolengo, no da cuenta
por sí sola de su complejidad, cada vez más perceptible con el tiempo, y
en particular durante su estancia en casa de los duques. De especial inte-
rés es su modo de portarse en tal circunstancia. Al llegar al palacio de sus
huéspedes, se queda al principio a la sombra de su amo. Lo que lo hace
salir al primer plano es el remordimiento que le nace de haber desam-
parado al rucio, y así es como se acerca a «una reverenda dueña», pidién-
dole que atienda a su compañero30. Demanda impertinente, por cierto,
pero que se debe a la confusión que comete entre doña Rodríguez y las
dueñas del romance de Lanzarote, al que se refiere para justificar su pe-
tición; y es precisamente la dueña de la duquesa quien, en su respuesta,
lo rebaja a mero bufón. Corresponde entonces a don Quijote encerrarse
con su escudero, para echarle en cara su conducta, llamándole «truhán
moderno y majadero antiguo»31. Más adelante, al reunirse de nuevo con
sus huéspedes, Sancho reincide en su pecado. Valiéndose de una nueva
oportunidad —las ceremonias que pasan entre el duque y don Quijote,

27
Cervantes, El licenciado Vidriera, Obras completas, p. 593b.
28
Bataillon, 1966, p. 798.
29
Bataillon, 1966, p. 799.
30
Cervantes, Don Quijote, II, 31, en Obras completas, p. 401a.
31
Cervantes, Don Quijote, II, 31, en Obras completas, p. 402a.
RETORNOS a Cervantes 267

a la hora de la comida, sobre quién ha de sentarse a la cabecera de la


mesa— llega a tropezar «en hablador y en gracioso»32, contando un
cuento que pasó en su pueblo «acerca desto de los asientos»33. Con todo,
dista de ceñirse al perfil canónico del bufón, dado el desfase, cada vez
mayor, entre el deseo que tiene de no pasar por un hablador mentiroso,
y los circunloquios y rodeos con que intenta acreditar la verdad del
cuento. Es de notar, a este propósito, que, mientras don Quijote, lleno de
confusión, trata en vano de conseguir de Sancho que acabe cuanto an-
tes, la duquesa, al contrario, le anima a proseguir, como si quisiera pro-
mover al escudero de «majadero antiguo» a bufón de corte. Otro tanto
hace a su vez el duque, aprovechando una vehemente salida de Sancho
en defensa de su amo, increpado por el capellán de Sus Excelencias, para
concederle aquella ínsula que le prometió el caballero. Este gobierno
por escarnio, aunque de clara raigambre carnavalesca, no basta, por cier-
to, para convertirlo en bufón; pero sí resulta ser una burla. Entramos así
en el mundo al revés de la locura palaciega, como lo da a entender el
airado capellán: «Por el hábito que tengo que estoy por decir que es tan
sandio Vuestra Excelencia como estos pecadores. ¡Mirad si han de ser
ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras!»34.
Después de la burla que le hacen las doncellas del duque, al dejarle
con las barbas llenas de jabón, don Quijote vuelve a tomar la palabra,
llegando esta vez a trazar de Sancho un fino y matizado retrato:

Tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o


agudo causa no pequeño contento; tiene malicias que le condenan por be-
llaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda de todo y créelo todo;
cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con unas discreciones que
le levantan al cielo35.

Por cierto, aquellas simplicidades son el distintivo, no del bufón por


oficio, sino del «loco» renacentista; y si, por un lado, las malicias y des-
cuidos del escudero parecen condenarlo por bellaco, por otro, lo con-
firman plenamente como estulto, provisto del don de la irresponsabili-

32
Cervantes, Don Quijote, II, 31, en Obras completas, p. 402a.
33
Cervantes, Don Quijote, II, 31, en Obras completas, p. 402b.
34
Cervantes, Don Quijote, II, 32, en Obras completas, p. 404b.
35
Cervantes, Don Quijote, II, 32, en Obras completas, p. 407a.
268 JEAN CANAVAGGIO

dad36. Pero su locura no es un dato previo sacado de la prehistoria del


personaje; siempre trasciende el concepto que se forman de ella aque-
llos que, como los duques y sus acólitos, pretenden, para divertirse a su
costa, integrarla en su propio horizonte de expectativas. Cabe recordar
al respecto la ambigua intervención de la duquesa: reprende a sus cria-
dos como «malos y mal nacidos», cuando intentan lavar a Sancho con
agua de cocina, contrahaciendo el lavatorio al que fue sometido don
Quijote37; al mismo tiempo, prosigue el juego iniciado por su esposo a
costa de Sancho, confirmándole la ínsula prometida. Pero las palabras de
agradecimiento que éste le dirige no se amoldan a esta farsa. Al contra-
rio, la modestia con que contesta expresa el sentir de Sancho el bueno,
de aquel hombre de bien cuya nobleza innata coloca en su debido lugar
la malicia de los burladores. Recuérdese la admirable declaración con la
que el escudero, a precio de renunciar al premio prometido, defiende su
asociación con el ingenioso hidalgo, evidenciando su lealtad y cariño:

…que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo.


Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo más; seguirle tengo;
somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido,
diome sus pollinos y, sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos
pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón38.

Sancho, de este modo, se sale del camino por donde quería arrastrarle
su interlocutora al pedirle chocarrerías que no son de su costal y ponerle
en cara la máscara del bufón de corte. En este sentido, la trayectoria que
nos ofrece da plena fe de la soltura con que Cervantes supo aprovechar
libremente no sólo deudas intelectuales o literarias, sino también mate-
riales sacados de la tradición oral, del folclore o de la observación directa
para elaborar una creación profundamente original39.

36
Punto desarrollado por Antonio Vilanova, en un estudio pionero cuyas conclu-
siones, sin embargo, resultan a veces discutibles.Ver Vilanova, 1989, pp. 95-121, así como
los atinados comentarios que este estudio inspiró a Bataillon (1979) en «Un problema
de influencia de Erasmo en España. El elogio de la locura».
37
Cervantes, Don Quijote, II, 32, en Obras completas, p. 408a.
38
Cervantes, Don Quijote, II, 32, en Obras completas, p. 409a.
39
El interés de Cervantes por el folclore entronca con una conocida preocupación
de los humanistas españoles, atentos a recopilar refranes y cuentecillos en un amplio
esfuerzo de dignificación de lo popular. Este esfuerzo se cifra, entre otras muestras,
en la labor desarrollada por los paremiólogos de los siglos xvi y xvii, desde Mal-Lara
RETORNOS a Cervantes 269

Por lo que se refiere a don Quijote, conviene ser aún más cauto: como
Edward C. Riley ha observado acertadamente, el concepto erasmiano
del «tonto sabio» se filtra más fácilmente en relación con Sancho que
con su amo40. Antonio Vilanova se ha aplicado, en diferentes estudios, a
defender la tesis según la cual Cervantes encontró en el Elogio de la locura
«un sistema completo de ideas y doctrinas acerca de la enajenación», de-
sarrollándolo en forma novelesca para perfilar, entre otros elementos, los
rasgos de la locura del caballero41. Pero, fuera de que es un problema in-
soluble saber lo que Cervantes leyó de Erasmo y si había leído el Elogio
de la locura42, este desarrollo es el que, precisamente, plantea dificultad en
cuanto pretendemos reconstruirlo a la luz del pensamiento erasmista.
Erasmo, en efecto, destaca en la primera parte de su tratado el hecho
de que, en más de una ocasión, somos incapaces de discernir los límites
entre lo aparente y lo real. Pero lo hace desde una perspectiva doctrinal
que le lleva a descubrir esta incapacidad en todos los hombres, mientras
que la que nos ofrece don Quijote, además de constituir una modalidad
singular, es el punto de arranque de un proceso artístico que no debe
nada al humanista holandés: su construcción en tanto que personaje li-
terario. Basta comparar el error del argivo citado en el Laus Stultitiae, del
que se nos dice que creía ver representar comedias en un teatro vacío,
con el que ilustra el caballero en sus aventuras. En ambos casos, estamos
frente a un loco que no deja de ser «muy cuerdo en todos los demás
menesteres», como dice Erasmo43; pero hay un verdadero abismo entre
la aparición fugaz de una figura traída a modo de ejemplo y la presencia
que el caballero va cobrando al hilo de sus andanzas.
En otras palabras, si bien no cabe excluir, entre otros estímulos, el
impacto de «una inicial inspiración erasmista» en la génesis del Quijote44,
el mismo esquema creado por Cervantes a partir de esta inspiración re-
presenta ya, por sí solo, una distancia con el concepto de «moria». Tanto
vale decir que, tal como se manifiesta en los disparates que comete, la
monomanía del protagonista cervantino, no se puede confundir con la

hasta Covarrubias y Correas. Además de las observaciones de Castro y Bataillon, ver


Chevalier, 1979.
40
Riley, Introducción al «Quijote», 1990, p. 70.
41
Vilanova, 1989, p. 19.
42
Bataillon, 1979, p. 343.
43
Citado por Vilanova, 1989, pp. 38-39.
44
Bataillon, 1979, p. 45.
270 JEAN CANAVAGGIO

estulticia del cristiano piadoso y devoto en el cual Erasmo descubre el


arquetipo del loco espiritual e imaginativo, embargado por la exaltación
de su fervor religioso45. Es que, a despecho de quienes sólo contemplan
en él, como don Diego de Miranda, «un cuerdo loco y un loco que
tiraba a cuerdo»46, el ingenioso hidalgo revela, en repetidas ocasiones,
una notable capacidad de adaptación. También nos suministra muchas
pruebas, no sólo de un saber que denota la verdadera cultura enciclopé-
dica de este «hombre del libro», sino de las cualidades de observación y
reflexión que demuestra en los momentos en que se contempla y juzga
a sí mismo. Recuérdese cómo comenta la sorpresa que su desafío al león
ha suscitado en el Caballero del Verde Gabán:

¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me


tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho
que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa.
Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan
loco ni tan menguado como debo de haberle parecido47.

En esta confrontación de dos hidalgos manchegos, Francisco


Márquez Villanueva ha detectado cierta impronta del pensamiento
erasmista, pero una impronta que resulta insólita48. En su opinión, don
Diego de Miranda, a través del cuadro que nos ofrece de su vida, encar-
na, finalmente, la tendencia neoepicúrea de la moral erasmista, cifrada en
un estilo derrotista y exento de gallardía. A su elogio de la cordura, que
conlleva una condena implícita de aquel loco que pretende resucitar la
caballería andante, don Quijote opone un elogio de aquella locura que
le lleva a enfrentarse con un león, mientras el del Verde Gabán prefiere
alejarse del peligro; una locura que no es una estulticia cualquiera, sino,
a fin de cuentas, el reverso del racionalismo seco y deshumanizado de
su interlocutor, al que nuestro caballero, a la hora del desafío, devuelve a
sus ocupaciones de cazador pacato49. Despedida al parecer sin remisión,

45
Bataillon, 1979, p. 81 (a no ser que se contemple desde el enfoque elegido por
Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho).
46
Cervantes, Don Quijote, II, 17, en Obras completas, p. 367a.
47
Cervantes, Don Quijote, II, 17, en Obras completas, p. 367a.
48
Márquez Villanueva, 1975c.
49
Cervantes, Don Quijote, II, 17, en Obras completas, p. 365a. La agonía de Alonso
Quijano el Bueno, que muere cristianamente en medio de la aflicción de los suyos
tras haber renegado de sus locuras y extravagancias, ha inspirado a varias plumas unas
RETORNOS a Cervantes 271

pero que no impide que los dos hidalgos, después de enjuiciarse así el
uno al otro, acaben comiendo bajo del mimo techo y en la misma mesa.
Sean las que fueren las situaciones a que se ve enfrentado, don
Quijote trasciende, no sólo la suma de los fracasos que padece, sino las
burlas, a veces muy risibles, de que es víctima. Hoy nos parece como
un héroe que persevera en su ser, sin que las desgracias que conoce
consigan descalificarlo: el protagonista de una historia, el soporte de una
verdadera novela. En este sentido, la locura que constituye su leit-motiv
y en que radica esta coherencia lo proyecta más allá del gran teatro del
mundo, de aquel reino de paradoja en el cual Erasmo colocó el moralis-
mo emblemático de su «moria». En esto consiste, finalmente, la distancia
radical entre don Quijote y el trasfondo erasmiano del Laus Stultitiae:
en el carácter poético de su locura; en primer lugar, por la voluntad
que anima al caballero, determinado a hacer o rehacer un mundo que
se resiste a sus decretos y sacando de esta negativa su autonomía y su
extraordinaria presencia; pero, también, por el valor de resorte estructu-
ral que cobra así esta locura, de la que depende, en última instancia, la
dinámica de la aventura.

Los fueros de la ficción


Así pues, hay un verdadero salto cualitativo entre la herencia eras-
miana y la creación cervantina, pero no por ello una solución de con-
tinuidad: cosa que no tiene por qué sorprendernos si recordamos el
constante interés de los humanistas, no sólo por la filosofía moral y la
historia, sino también por la gramática, la retórica y la poesía50. Además
de un saber y unas lecciones del buen decir, lo que buscan en los textos
de los autores de la Antigüedad clásica rescatados por la filología, es una
enseñanza moral. De ahí su preferencia por el diálogo, género consagra-
do por Platón, Cicerón, Lucano y reactivado por Ficino y luego Erasmo,
cuyos Coloquios conocen un sonado éxito por toda Europa: haciendo
suyo el método de la controversia, pero remozándolo por el recurso a

páginas conmovedoras. Lo que nos importa recalcar, con Marcel Bataillon, es que, en
aquella circunstancia, el caballero se separa radicalmente del loco erasmiano, tal como se
perfila en la tercera parte del Laus Stultitiae: «cuando [Cervantes] decide hacer abjurar
a su héroe, en su lecho de muerte, de una locura demasiado humana, no se le ocurre la
idea de hacerle abrazar la divina locura de la cruz» (Bataillon, 1979, p. 81).
50
A diferencia de los escolásticos, preocupados ante todo por la filosofía natural y
la teología.
272 JEAN CANAVAGGIO

un vocabulario y un estilo que se acercan a la lengua hablada, asocian


de este modo preocupaciones éticas y estéticas. A la inversa, censuran las
ficciones mentirosas y fútiles, como los libros de caballerías que, desde
Luis Vives hasta fray Luis de León, se merecen su condena casi unánime:
según ellos, son obras llenas de inverosimilitudes, sin provecho para el
lector y, por encima de todo, licenciosas51. Sólo que, cuando se les ocurre
consentir alguna que otra excepción, como el Amadís de Gaula, por el
cual sienten cierta debilidad, no saben cómo justificarlo.
Esta actitud se mantiene a lo largo del siglo xvi, pero Cervantes
no la comparte, sino que desarrolla toda una reflexión sobre un con-
cepto fundamental, que sólo fue intuido por los humanistas, a saber la
autonomía de la ficción narrativa y, más generalmente, de la literatura
de entretenimiento. Más que una teoría articulada, el autor del Quijote
nos ofrece, en este particular, todo un juego de puntos de vista, una
compleja polifonía nacida del contraste de pareceres entre sus diferentes
portavoces: el cura y el barbero amigos del caballero, que proceden al
escrutinio de su biblioteca, Juan Palomeque y su familia, con motivo
de la estancia de la pareja en la venta, el canónigo con el cual el cura
mantiene una larga discusión al final de la primera parte y, last but not
least, el propio don Quijote, que no duda en intervenir en el debate.
Mientras el ama del ingenioso hidalgo pretende rociar sus libros con
agua bendita, para desterrar a los malos encantadores, el cura se ríe de
su simplicidad, mandando al barbero que «le fuese dando de aquellos
libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos
que no mereciesen castigo de fuego»52. Efectivamente, el examen que
emprende el licenciado, además de revelar el amplio conocimiento que
tiene de las obras que componen la librería, se acompaña de su parte
con comentarios no siempre negativos. Más aún: más que las infraccio-
nes en contra de la ortodoxia o del decoro, son criterios estéticos los
que determinan su censura, la credibilidad de estas fábulas y la calidad
de su estilo. Actitud ponderada, pues, aun cuando tenga que poner coto
a las lecturas que trastornaron la mente de su vecino y amigo.
Un nuevo paso es el que da el canónigo, en el momento en que don
Quijote, enjaulado por unos malignos encantadores, está regresando a

51
Ver, entre otros, Bataillon, 1966, pp. 615-623, así como la lista cronológica de
censuras establecida por Martín de Riquer, en su introducción a Cervantes, El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha (1990, pp. xxxvi-xxxviii).
52
Cervantes, Don Quijote, I, 6, en Obras completas, p. 162b.
RETORNOS a Cervantes 273

su lugar en un carro tirado por bueyes. Buen conocedor de los libros de


caballerías, este nuevo portavoz no se limita a condenarlos en nombre
de los mismos criterios aducidos antes por el cura, sino que formula el
principio esencial al que contravienen la mayor parte de estos libros, el
imprescindible acuerdo entre la intencionalidad del creador y la recep-
tividad del lector:

Tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más


agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas
mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de
suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo
los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan de modo que
anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas
no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien
consiste la perfección de lo que se escribe53.

Así entendido, el contrato de lectura que fundamenta la verdad poé-


tica de una acción imaginaria no se puede encasillar dentro de los lími-
tes de una definición normativa. Algo que corroboran las aclaraciones
que nos facilita el canónigo; primero, al reconocer el placer nacido de
los lances que nos ofrecen algunas de estas fábulas, así como de la cali-
dad de su invención y de su estilo; luego, al contemplar la posibilidad
de un libro de caballerías reformado; finalmente, cuando confiesa ha-
ber escrito más de cien páginas de una obra de ese género. Así y todo,
termina revelando las dudas y vacilaciones que le llevaron a suspender
su empresa, por no tener que someterse al juicio del vulgo y de los dis-
cretos. Este desfase entre teoría y práctica novelesca debilita la postura
mantenida inicialmente por el canónigo y lo coloca en una situación
un tanto incómoda cuando tiene que sufrir el embate de don Quijote a
raíz de su intervención. A diferencia del eclesiástico, que se empeña en
deslindar entre los entes de ficción, como Amadís o Palmerín, y las figu-
ras legendarias, al estilo del Cid o de Bernardo del Carpio, el ingenioso
hidalgo, en tanto que narrador de las aventuras del Caballero del Lago, se
impone como creador de un mundo fantástico que encandila y arrebata
al lector, sin que necesite conformarse con realidades comprobadas. Así
pues, mientras corresponde al canónigo exponer un programa estético
que aspira a conciliar libertad y verosimilitud, incumbe a su interlocutor

53
Cervantes, Don Quijote, I, 47, en Obras completas, p. 305a.
274 JEAN CANAVAGGIO

pasar de las palabras a las obras, recordándonos que una teoría de la no-
vela no se reduce a un cuerpo de doctrina y que no hay novela posible
si no se proyecta más allá de sus propias convenciones.
En este planteamiento dialéctico de lo que han de ser las condicio-
nes de posibilidad de la literatura se ha detectado la marca del último
avatar del humanismo renacentista: el de las preceptivas neoaristotélicas
nacidas del redescubrimiento de la Poética, a mediados del siglo xvi. Un
redescubrimiento operado por los italianos —Castelvetro y Robortelli,
entre otros, cuyas comentarios hubo de leer Cervantes en Roma o en
Nápoles54— antes de fecundar la Philosophía antigua poética, de Alonso
López Pinciano, publicada en 1596, poco antes de que la historia del
ingenioso hidalgo se pusiera en el telar. Producto de una larga reflexión
sobre la literatura, el libro del Pinciano rehabilita las obras de ficción
que acceden a la dignidad de obras de arte, a condición de que respeten
las reglas de la verosimilitud: el objeto de la poesía, declara,

no es la mentira, que sería coincidir con la sofística, ni la verdad, que sería


tomar la materia a la historia; y no siendo historia, porque toca fábulas, ni
mentira, porque toca historia, tiene por objeto lo verosímil, que todo lo
abraza55.

Opinión equilibrada, que el canónigo, como ya vimos, decanta a su


manera, pero que no es la última palabra de Cervantes creador. Prueba
de ello es el nuevo debate que, al principio de la segunda parte de la no-
vela, reúne a don Quijote y Sancho con el bachiller Sansón Carrasco. El
ingenioso hidalgo acaba de recibir del escudero la noticia de que «anda
ya en libros» su historia, con nombre de El Ingenioso Hidalgo don Quijote
de la Mancha; y, añade Sancho, «dice [Sansón] que me mientan a mí en
ella con el mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del
Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cru-
ces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió»56.
Don Quijote, sorprendido y, aún más, conmovido, no tarda, una vez
a solas, en manifestar sus dudas, especialmente sobre el tipo de narración
que ha de representar este libro. En efecto, declara, «cuando fuese ver-
dad que la tal historia hubiese, siendo de caballero andante, por fuerza
54
Ver Riley, 1966, pp. 15-34.
55
López Pinciano, 1953, t. I, p. 220. Señala Riley que el Pinciano es aquí deudor de
Piccolomini (Riley, 1966, p. 283, n. 1).
56
Cervantes, Don Quijote, II, 2, en Obras completas, p. 332a.
RETORNOS a Cervantes 275

había de ser grandílocua, alta, insigne, magnifica y verdadera»57. Dicho


de otra forma, lo que espera ahora del cronista de sus hazañas, es una
epopeya en conformidad con las reglas del género, las cuales excluyen,
por supuesto, las intervenciones intempestivas de un rústico aldeano al
estilo de su servidor.
Desafortunadamente, las aclaraciones que recibe de Sansón Carrasco,
«muy gran socarrón», al decir del narrador58, van en contra de sus expec-
tativas. El libro al que el bachiller se refiere ha sido escrito por un histo-
riador moro, Cide Hamete Benengeli, y traducido del árabe a buen cas-
tellano «para universal entretenimiento de las gentes»59. Cide Hamete,
en su relato, ha tenido cuidado de no suprimir nada de los hechos y ges-
tas de don Quijote y de Sancho: de creer a Sansón, no ha olvidado nada
en el tintero: «todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas
que el buen Sancho hizo en la manta»60. Esta alusión al manteamiento
que padeció en un patio de venta suscita enseguida una puntualización
del interesado: «En la manta no hice yo cabriolas, —corrige él —, en
el aire, sí, y aún más de las que yo quisiera»61. El escudero no deja por
eso de celebrar una historia de la que resulta ser el segundo personaje,
a despecho de las reglas de la épica. Pero don Quijote dista mucho de
compartir su alegría, y más aún al descubrir que esa historia, con sus
altibajos, no omite ni uno solo de los innumerables palos que le dieron
en diversas ocasiones. Deplorable perjuicio, estima nuestro caballero. Y
he aquí que reprocha a Cide Hamete haber despreciado las recomenda-
ciones de Aristóteles, para quien «las acciones que ni mudan ni alteran la
verdad de la historia no hay para qué escribirlas, si han de redundar en
menosprecio del señor de la historia»; y añade, rico de un saber al que
se mezcla el recuerdo del Orlando furioso del Ariosto: «A fe que no fue
tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como
le describe Homero»62. A lo que Sansón le responde, acogiéndose a su
vez a la Poética, que Cide Hamete no es ni Homero ni Virgilio, ya que
ha hecho obra, no de poeta, sino de historiador: «El poeta puede contar
o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historia-

57
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 332b.
58
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 332b.
59
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 332b.
60
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 333a.
61
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 333a.
62
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 333a.
276 JEAN CANAVAGGIO

dor las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir
ni quitar a la verdad cosa alguna»63. Este intercambio de citas no es una
discusión de pedantes: mediante un uso capcioso de las autoridades,
corresponde a un debate de nuevo cuño. Lo que de ahora en adelante
está en juego, en efecto, no son ya las preferencias estéticas o los gustos
literarios de don Quijote, es la imagen que pretende dar al mundo. Si se
niega a admitir el perfil que la historia de sus hechos le ofrece de sí mis-
mo, es porque este perfil no puede coincidir con aquel con que soñaba.
Por ello, por más que impugne el principio y condene la concepción de
la que procede esta historia, nunca se aventurará a recorrer sus páginas.

A modo de conclusión
Razón y Fe, Cordura y Locura, Apariencia y Realidad, Poesía e
Historia, estos son algunos de los temas desarrollados por el humanismo
renacentista y declinados a su vez por Cervantes en sus ficciones. No
como los componentes de un ideario sistemático, sino en el juego de
perspectivas encarnado por sus personajes. ¿Tuvo plena conciencia del
carácter innovador de su empresa? En el famoso prólogo a la primera
parte de la novela, afirma que no quiere «ir con la corriente del uso»64;
y, de hecho, desde las pautas definidas por las preceptivas aristotélicas, el
Quijote, compuesto «con espíritu de compromiso personal»65, constituía
un libro inclasificable, una tentativa fuera de las normas, irreductible a
las categorías de la Poética. El primero en haberlo notado no fue otro
que Avellaneda, quien, en el prólogo a la continuación apócrifa, no se li-
mita a situarse en la estela de su predecesor, sino que trata de caracterizar
su obra. Pero ¿con qué género relacionarla? No podía ser con la épica,
aunque fuera en prosa, puesto que el héroe es un personaje ridículo.
En estas condiciones, nos dice, «es casi comedia»66. Así pues, Avellaneda
toma por referencia el género cómico. Referencia imperfecta, desde
luego, pero a la que acude por dos razones esenciales: la parte conside-
rable de diálogos que contiene el Quijote auténtico, y la risa provocada
por las acciones de sus protagonistas. De esta manera da fe del éxito
inmediato que conoció en el vulgo la historia de sus hazañas, éxito
del que se hace eco Sansón Carrasco en los comienzos de la segunda

63
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 333a.
64
Cervantes, Don Quijote I, Prólogo, en Obras completas, p. 148a.
65
Close, 2005b, p. lxxiv.
66
Fernández de Avellaneda, p. 195.
RETORNOS a Cervantes 277

parte67. Semejante acogida contribuye, sin la menor duda, a iluminar


las reticencias de los discretos, al estilo de Gracián, ante «las disparatadas
fisgas» del ingenioso hidalgo68, así como el que el ya citado Tamayo de
Vargas llamara «ingenio, aunque lego, el más festivo de España» a su
creador, aquel «escritor alegre», celebrado por el estudiante del prólogo
al Persiles. No obstante, al cabo de cuatro siglos, el que quiso pasar a la
posteridad como «regocijo de las Musas»69 merece también ser llamado
humanista. Sólo que a precio de aclarar, como hemos intentado, el cabal
significado de este concepto, antes de aplicarlo al «raro inventor» que se
preció de ser y fue70.

67
Cervantes, Don Quijote, II, 3, en Obras completas, p. 332b.
68
«Las ridículas y disparatadas fisgas de don Quijote de la Mancha», Juan Valladares
de Valdelomar, citado por Herrero García, 1930, pp. 155-156.
69
Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, en Obras completas, p. 689a-b.
70
Anthony Close fue el primer lector de este trabajo, y le estoy en deuda por sus
acertadas observaciones y atinadas sugerencias. A César García de Lucas, mis más expre-
sivas gracias por su atentísima revisión.
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Colección «Batihoja»

Volúmenes publicados

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2. Ignacio Arellano, El ingenio de Lope de Vega. Escolios a las «Rimas humanas y
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Solicitud de ejemplares:
Carlos Mata Induráin (Secretario de la colección «Batihoja»), [email protected]
13. Fray Pedro Malón de Echaide, La conversión de la Madalena, ed. de Ignacio
Arellano, Jordi Aladro y Carlos Mata Induráin, New York, IDEA, 2014.
ISBN: 978-1-938795-97-8.
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938795-92-3 (Colección «Batihoja», 9).
Francisco Santos, Periquillo el de las gallineras, ed. de Miguel Donoso Rodríguez,
New York, IDEA, 2013. ISBN: 978-1-938795-94-7 (Colección «Batihoja»,
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ISBN: 978-1-938795-97-8 (Colección «Batihoja», 13).

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