Fábulas

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EL LOBO Y LA GRULLA.

Un día como cualquier otro, un joven y fornido lobo sintió cómo su garganta se
atoraba con el pequeño hueso de una de sus presas. Viéndose en la más precaria
situación, comenzó a aullar con lo poco que le quedaba de aliento:
—¡Socorro, auxilio! Ayúdame y serás recompensado.
Los animales del bosque ignoraron las palabras del lobo ya que todos sabían que
él no era de fiar. Sin embargo, una grulla incauta que caminaba por ahí escuchó
sus lamentos y decidió ayudarlo. Con su largo y delgado pico, entró en la garganta
del lobo y luego de haber extraído el hueso, exigió el pago prometido. Sin
embargo, el lobo sonriendo y rechinando sus dientes, exclamó:
—¿Qué es lo que me pides? Te aseguro que ya tienes la recompensa que te
mereces al haber metido tu cabeza en la boca de un lobo y haber seguido con
vida.
Moraleja: Cuando sirves a los malos de corazón, no esperes recompensa.
Agradece si escapas las consecuencias de tus acciones.

EL PERRO Y SU REFLEJO.

Un perro muy hambriento caminaba de aquí para allá buscando algo para comer,
hasta que un carnicero le tiró un hueso. Llevando el hueso en el hocico, tuvo que
cruzar un río. Al mirar su reflejo en el agua creyó ver a otro perro con un hueso
más grande que el suyo, así que intentó arrebatárselo de un solo mordisco. Pero
cuando abrió el hocico, el hueso que llevaba cayó al río y se lo llevó la corriente.
Muy triste quedó aquel perro al darse cuenta de que había soltado algo que era
real por perseguir lo que solo era un reflejo.
Moraleja: Valora lo que tienes y no lo pierdas por envidiar a los demás.
EL LEÓN Y EL MOSQUITO.

Estaba un día el grande y fiero león, considerado por todos el rey de los animales,
dormitando sobre la hierba seca de la sabana. Todo estaba tranquilo y sólo se oía de
vez en cuando el canto de algunos pájaros o el gritito agudo de algún mono.
De repente, esa paz se rompió. Un mosquito se acercó al soñoliento  león y comenzó a
darle la tabarra.
– ¡Eh, tú! Todo el mundo dice que eres el rey de todo esto, pero yo no acabo de
creérmelo  – dijo el mosquito provocando al gran felino.
 
– ¿Y para decirme eso te atreves a despertarme? – rugió el león – Si todos me
consideran el rey,  por algo será  ¡Y ahora, vete de aquí!
– ¡No! – repitió el mosquito con chulería – ¡Yo soy mucho más fuerte que tú!
– ¡Te he dicho que no me molestes! – repitió el león empezando a enfadarse
seriamente –  ¡No digas tonterías!
– ¿Tonterías? ¡Pues ahora verás que soy capaz de vencerte! – chilló el insecto con
insolencia.
El león, estupefacto, vio cómo  el mosquito comenzaba a zumbar sobre él y a
propinarle un picotazo tras otro. El pobre felino se vio sin escapatoria. Intentaba
zafarse como podía y se revolvía sobre sí mismo para evitar los pinchazos, pero el
mosquito era tan rápido que no le daba opción alguna. Al indefenso león le picaba
tanto el cuerpo que se arañó con sus propias garras la cara y el pecho. Finalmente, se
rindió.
– ¿Ves? ¡Soy más fuerte que tú! – se jactó el repelente mosquito.
Loco de alegría,  empezó a bailar delante del león y a hablarle de manera burlona.
– ¡Ja ja ja! ¡Te he ganado! ¿Qué pensarán los demás cuando sepan que un animalito
tan pequeño como yo ha conseguido derrotarte? ¡Ja ja ja!
En uno de sus absurdos giros, tropezó con una tela de araña y, de repente,  se hizo el
silencio. Cayó en la cuenta de que estaba atrapado sin posibilidad de salvarse y en
décimas de segundo  se le bajaron los humos. Suspiró y dijo con amargura:
– Vaya, vaya, vaya… He vencido a un animal poderoso, pero al final, otro mucho más
insignificante me ha vencido a mí.
Moraleja: no te creas nunca el mejor en todo. Es bueno tener éxitos en la vida y hay
que alegrarse por ellos, pero no seas arrogante y pienses que los demás son menos
que tú.
Era una preciosa mañana de verano en el estanque. Todos los animales que allí vivían
se sentían felices bajo el cálido sol, en especial una pata que de un momento a otro,
esperaba que sus patitos vinieran al mundo.
– ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la pata mientras reposaba sobre los huevos
para darles calor – Sería ideal que hoy nacieran mis hijitos. Estoy deseando verlos
porque seguro que serán los más bonitos del mundo.
Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a media tarde, cuando todo el campo
estaba en silencio,  se oyeron unos crujidos que despertaron a la futura madre.
 
¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron a romperse y muy despacio,
fueron asomando una a una las cabecitas de los pollitos.
– ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la orgullosa madre – Así de lindos os
había imaginado.
Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan hábil y le costaba romper el
cascarón con su pequeño pico. Al final también él consiguió estirar el cuello y asomar
su enorme cabeza fuera del cascarón.
– ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz chillona.
¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete
como los demás, sino un pato grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus
hermanos.
– ¿Mami?… ¡Tú no puedes ser mi hijo! ¿De dónde habrá salido una cosa tan fea? – le
increpó – ¡Vete de aquí, impostor!
Y el pobre patito, con la cabeza gacha, se alejó del estanque mientras de fondo oía las
risas de sus hermanos, burlándose de él.
Durante días, el patito feo deambuló de un lado para otro sin saber a dónde ir. Todos
los animales con los que se iba encontrando le rechazaban y nadie quería ser su
amigo.
Un día llegó a una granja y se encontró con una mujer que estaba barriendo el establo.
El patito pensó que allí podría encontrar cobijo, aunque fuera durante una temporada.
– Señora – dijo con voz trémula- ¿Sería posible quedarme aquí unos días? Necesito
comida y un techo bajo el que vivir.
La mujer le miró de reojo y aceptó, así que durante un tiempo, al pequeño pato no le
faltó de nada. A decir verdad, siempre tenía mucha comida a su disposición. Todo
parecía ir sobre ruedas hasta que un día, escuchó a la mujer decirle a su marido:
– ¿Has visto cómo ha engordado ese pato? Ya está bastante grande y lustroso ¡Creo
que ha llegado la hora de que nos lo comamos!
El patito se llevó tal susto que salió corriendo, atravesó el cercado de madera y se
alejó de la granja. Durante quince días y quince noches vagó por el campo y comió lo
poco que  pudo encontrar. Ya no sabía qué hacer ni a donde dirigirse. Nadie le quería
y se sentía muy desdichado.
¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a una laguna de aguas cristalinas
y allí, deslizándose sobre la superficie, vio una familia de preciosos cisnes. Unos eran
blancos, otros negros, pero todos esbeltos y majestuosos. Nunca había visto animales
tan bellos. Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo:
– ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra laguna? Llevo días caminando y
necesito refrescarme un poco.
 -¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los nuestros! – dijo uno que parecía
ser el más anciano.
– ¿Uno de los vuestros? No entiendo…
– Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio aspecto? Agáchate y mírate en
el agua. Hoy está tan limpia que parece un espejo.
Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No se lo podía creer! Lo que vio le
dejó boquiabierto. Ya no era un pato gordo y chato, sino que en los últimos días se
había transformado en un hermoso cisne negro de largo cuello y bello plumaje.
¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un momento tan mágico.
Comprendió que nunca había sido un patito feo,  sino que había nacido cisne y ahora
lucía en todo su esplendor.
– Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos – A partir de ahora, te cuidaremos
y serás uno más de nuestro clan.
Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la laguna y compartió el paseo con
aquellos que le querían de verdad.

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