Fábulas de Mateo
Fábulas de Mateo
Fábulas de Mateo
Érase una vez un granjero que vivía tranquilo porque tenía la suerte de
que sus animales le proporcionaban todo lo que necesitaba para salir
adelante y ser feliz.
– Los perros de nuestros vecinos son incapaces de cazar nada, son unos
inútiles. En cambio yo, cada semana, obsequio a mi amo con alguna
paloma o algún ratón al que pillo despistado ¡Nadie es mejor que yo en
el arte de la caza!
– ¡Qué mañana más aburrida! Creo que me iré a casa a descansar sobre
la alfombra porque hoy no se ven ni mariposas.
De repente, una paloma pasó rozando su cabeza. El perro, que tenía una
vista envidiable y era ágil como ninguno, dio un salto y, sin darle
tiempo a que reaccionara, la atrapó en el aire. Agarrándola bien fuerte
entre los colmillos y sintiéndose un auténtico campeón, tomó el camino
de regreso a la granja vadeando el río.
Siempre le había tenido miedo al agua, así que era la primera vez que
se aproximaba tanto al borde del río. Cuando se asomó, vio su propio
reflejo aumentado y creyó que en realidad se trataba de otro perro que
llevaba una presa mayor que la suya.
¿Cómo era posible? ¡Si él era el mejor cazador de que había en toda la
zona! Se sintió tan herido en su orgullo que, sin darse cuenta, soltó la
paloma que llevaba en las fauces y se lanzó al agua para arrebatar el
botín a su supuesto competidor.
– ¡Dame esa pieza! ¡Dámela, bribón!
Como era de esperar, lo único que consiguió fue darse un baño de agua
helada, pues no había perro ni presa, sino tan sólo su imagen
reflejada. Cuando cayó en la cuenta, se sintió muy ridículo. A duras
penas consiguió salir del río tiritando de frío y encima, vio con
estupor cómo la paloma que había soltado, sacudía sus plumas,
remontaba el vuelo y se perdía entre las copas de los árboles.
El águila y el escarabajo
Había una vez una liebre que corría libre y feliz por el campo. Cuando
menos se lo esperaba, un águila comenzó a perseguirla sin piedad. El
pobre animal echó a correr pero sobre su cabeza sentía la amenazante
sombra del enorme pájaro, que planeaba cada vez más cerca de ella.
– ¡Por favor, por favor, ayúdame! – le gritó ya casi sin aliento – ¡El
águila quiere atraparme!
El negro escarabajo era pequeño pero muy valiente. Esperó a que el
águila estuviera cerca del suelo y se enfrentó al ave sin miramientos.
Llegó el día en que por fin tuvo la ocasión de hacer pagar al águila por
su crueldad. Esperó a que se ausentara, fue al nido que tenía en lo alto
de un alcornoque e hizo rodar sus huevos para que se rompieran contra
el suelo. Y así una y otra vez: en cuanto el águila ponía sus huevos, el
escarabajo repetía la misma operación sin que el ave pudiera hacer nada
por evitarlo.
El águila hizo lo que el dios le propuso. Colocó uno a uno los cinco
huevos sobre los brazos de Zeus y respiró con tranquilidad, confiando
en que esta vez, todo saldría bien. Pero el escarabajo, que también la
había seguido hasta ese lugar, rápido encontró la forma de hacerlos
caer de nuevo.
El anciano y el niño
– ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo es posible que ese viejo y ese chaval sean tan
idiotas? Vienen de muy lejos caminando y tirando del burro en vez de
subirse en él.
– ¡Niño! ¿No te da pena el abuelo? ¡Deja que se monte en el burro, que
ya es muy mayor y no está para muchos esfuerzos!
– ¡No me lo puedo creer! ¡Eh, fijaos en esos dos! ¡Con lo que pesan,
van a matar al burro! ¿No os parece injusto tratar así a un animal?
¡Los pobres ya no sabían qué hacer! Hartos de tanta burla, pararon unos
minutos a deliberar y finalmente, optaron por cargar al burro a sus
espaldas. Imaginaos la escena: un viejecito y un niño, sujetando como
podían a un pollino que les triplicaba en tamaño y pesaba más de cien
kilos. Con mucho esfuerzo y envueltos en sudor, consiguieron llegar a
la siguiente población que encontraron a su paso. Sólo pensaban en
comer y beber algo, tan agotados que estaban.
Pero una vez más, al pasar por delante de la taberna, oyeron risotadas y
una voz que resonaba por encima de las demás.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Desde luego, hay que ser tontos! ¡Esos dos tienen un burro
y en vez de subirse en él, son ellos quienes van cargados como si fueran
animales de carga! ¡Desde luego ese asno ha nacido con suerte!
Érase una vez un león que vivía en la sabana. Allí transcurrían sus días,
tranquilos y aburridos. El Sol calentaba tan intensamente, que casi todas
las tardes, después de comer, al león le entraba un sopor tremendo y se
echaba una siesta de al menos dos horas.
– ¿Tu? ¿Un insignificante ratón? No veo qué puedes hacer por mí.
Pocos días después, paseaba el león por sus dominios cuando cayó
preso de una trampa que habían escondido entre la maleza unos
cazadores. El pobre se quedó enredado en una maraña de cuerdas de la
que no podía escapar. Atemorizado, empezó a pedir ayuda. Sus rugidos
se oyeron a kilómetros a la redonda y llegaron a oídos del ratoncillo,
que reconoció la voz del león. Sin dudarlo salió corriendo en su auxilio.
Cuando llegó se encontró al león exhausto de tanto gritar.
– Ya te dije que alguien como tú, pequeño y débil, jamás podrá hacer
algo por mí – respondió el león aprisionado y ya casi sin fuerzas.
– Vaya, pues quisiera ayudarle para que viva usted un poco mejor.
Tenga, aquí tiene una bolsa con cien monedas de oro. Espero que
con esto sea suficiente.
Moraleja: no por ser más rico serás más feliz, ya que la dicha y
el sentirse bien con uno mismo se encuentran en muchas pequeñas
cosas de la vida.
El asno y su sombra
El problema fue que sólo había sitio para uno de los dos debajo de la
panza del asno, que sin moverse, permanecía obediente erguido sobre
sus cuatro patas. Agotados, sedientos y bañados en sudor, comenzaron
a discutir violentamente.
– ¡Si alguien tiene que protegerse del sol debajo del burro, ese soy yo!
– manifestó el viajero.
El asno, asustado por los golpes y los gritos, echó a correr sin que los
hombres se percataran. Cuando la pelea acabó, los dos estaban llenos
de magulladuras y moratones. Acabaron con el cuerpo dolorido sin que
hubiera un claro vencedor. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que
el burro había huido dejándoles a los dos tirados en medio de la nada,
sin sombra, y tan sólo con sus pies para poder irse de allí. Sin decir ni
una palabra, se miraron y reanudaron el camino bajo el ardiente sol,
avergonzados por su mal comportamiento.
Moraleja: recuerda que es muy feo ser egoísta y pensar sólo en ti
mismo. Hay que saber compartir porque, si no, corres el riesgo de
quedarte sin nada.