Anger Kenneth Hollywood Babilonia r1 0 EPL
Anger Kenneth Hollywood Babilonia r1 0 EPL
Anger Kenneth Hollywood Babilonia r1 0 EPL
Kenneth Anger
Hollywood Babilonia
ePub r1.0
minicaja 08.06.13
HOLLYWOOD
Hollywood, Hollywood…
Fabuloso Hollywood…
Babilonia de celuloide,
gloriosa, fascinante…
ciudad delirante,
frívola, seria,
audaz y ambiciosa,
viciosa y glamorosa.
Ciudad llena de dramas,
miserable y trágica…
inútil, genial
y pretenciosa,
tremendo amasijo…
Relumbrona, terrible,
absurda, estupenda;
falsa y barata,
asombrosamente espléndida…
¡¡HOLLYWOOD!!
DON BLANDING
(Recitado en 1935 por Leo Carrillo en el musical de la Metro Goldwyn Mayer Noche de
estrellas en Cocoanut Grove)
Amanecer color púrpura
ELEFANTES BLANCOS —el Dios de Hollywood quería Elefantes blancos, y los tuvo— ocho
gigantescos elefantes de yeso y escayola plantados sobre efímeros pedestales,
dominando la colosal Corte de Belshazzar, una Babilonia de cartón piedra construida
al lado del polvoriento y serpenteante sendero conocido como Sunset Boulevard.
Griffith —director de cine erigido en Dios— reinaba, allá en lo alto, tan arriba
como jamás volvería a estar, sobre la ciudad de la ilusión, encaramado en la torre
de cien metros de altura, donde se hallaba la cámara, y provisto de un gigantesco
megáfono para gritar a los millares de individuos que se encontraban abajo las
órdenes de ¡CÁMARA - AAACCIÓN! y convertir todo aquello en realidad…
Bajo azules cielos egipcios, el Festín de Belshazzar se desplegaba al sol
resplandeciente de la mañana californiana: más de cuatro mil figurantes reclutados
en Los Ángeles y remunerados con la hasta entonces impensable cifra de dos dólares
diarios, más una bolsa de comida y transporte gratis, para dar vida a hombres de
las milicias medas y asirias, danzarines de Babilonia, etíopes, indios del Este,
númidas, eunucos, damas de honor para la Amada Princesa, doncellas de los templos
babilónicos, sumos sacerdotes de Bel, Nergel, Marduk e Ishtar, esclavos, nobles y
ciudadanos en general. ¡Babilonia vista por Griffith!
Una falsa montaña de armazones, andamios, jardines colgantes, rampas por las que se
deslizarían las cuadrigas y elefantes que tocaban el cielo, en una increíble
Mesopotamia surgida en medio de una baraúnda de adormecidos bungalows coloniales,
flanqueados por bosquecillos de naranjos, que presagiaban, en 1919, los futuros
portentos de Hollywood.
Había nacido la Época Púrpura.
Y allí permanecería durante años, encallada como un sueño gargantuano, junto a
Sunset Boulevard. Mucho después del gran salto de Griffith hacia el olvido y del
fracaso de su epopeya, Intolerancia, cuando en la corte de Belshazzar ya habían
germinado toda clase de malas hierbas y los muros del decorado se habían deformado,
después de que el Departamento de Bomberos de Los Ángeles señalara aquel lugar como
propicio para los incendios, la Babilonia de Griffith aún se mantenía allí como un
reproche o un reto a la floreciente ciudad del cine.
La sombra de Babilonia se cernía sobre Hollywood, serpenteando en clave cuneiforme;
el escándalo estaba al acecho, lejos del alcance de la cámara de Billy Bitzer.
Hollywood, colonia del cine, había cobrado vida gracias a un reducido grupo de
comerciantes judíos de la Costa Este, quienes pensaron que había futuro en el
nickelodeon y marcharon al Oeste atraídos por la fábula de una California de
tierras a precios irrisorios y trescientos sesenta y cinco días de sol al año.
El soñoliento lugar de Los Ángeles, rodeado de naranjales, que escogieron para
sentar sus raíces, pronto se vio inundado por unos no muy sólidos estudios al aire
libre, trampas soleadas para películas convencionales y faltas de imaginación. Tras
unos años de fabricar remuneradores productos de dos rollos, filmados con cámaras
piratas —siempre a la espera de ser denunciados por los vengativos creadores de la
fórmula original de Edison—, los antiguos traficantes de chatarra y vendedores de
saldos se encontraron con que una operación, concebida por casualidad, se convertía
en fortuna emanada del celuloide.
Cuando se enteraron de que las masas de todo el país se agolpaban ante los
nickelodeons para ver las películas en las que intervenían sus intérpretes
favoritos, conocidos entonces como "La pequeña Mary", "El chico de la Biograph" o
"La Muchacha de la Vitagraph", los menospreciados actores, hasta entonces sólo
considerados personal de trabajo, súbitamente adquirieron conciencia de que,
gracias a ellos, se vendían las entradas. Entonces esos rostros famosos adoptaron
nombres y sus salarios comenzaron a elevarse: el star system, una problemática
bendición, acababa de nacer. Para bien o para mal. De allí en adelante, Hollywood
tendría que apoyarse en esa quimera fatal: LA ESTRELLA.
De la noche a la mañana, los oscuros y en ocasiones desacreditados intérpretes de
películas se vieron empujados a la adulación, la fama y la fortuna.
Ellos eran la nueva realeza, el círculo dorado. Algunos se las arreglaron para
sobresalir tirando fuerte de las riendas; otros no lo consiguieron.
Los años diez fueron para Hollywood un período de paz y tranquilidad. Una nueva
forma de arte se iba pergeñando día a día; la Séptima Musa, a medida que daba sus
primeros pasos, se iba fabricando a sí misma, pasándolo bien, y al mismo tiempo
ganando dinero. Y, si los nuevos ricos del cine se sentían cansados por la tensión
de su oficio, siempre podían recurrir al "polvo de la alegría", como en aquellos
liberales tiempos se llamaba la cocaína, un remedio seguro para levantar los
ánimos. De hecho, fue así cómo surgió ese nuevo estilo de comedietas locas y
efervescentes, cuya flor y nata eran las desenfrenadas cintas de "Triangle-
Keystone"; así El misterio del pez salteador con Douglas Fairbanks en el papel del
chiflado detective Coke Ennyday.[1] En 1916, la droga podía ser la base argumental
de un film. El año de El misterio del pez salteador, un especialista británico en
narcóticos, Aleister Crowley, pasó por Hollywood calificando a sus habitantes de
"cocainómanos y maniáticos sexuales".
Ya existía el chismorreo, como en cualquier otra comunidad de gente del
espectáculo, pero sin traspasar los umbrales del periodismo: Louella O. Parsons no
había montado aún su tenderete. Hasta en la intimidad, la diminuta colonia fílmica
se guardaba muy bien de especular sobre el Dios de Hollywood, Griffith, y su
obsesión por las adolescentes dentro y fuera de la pantalla. ¿Eran realmente tan
virginales esas esforzadas mujeres-niñas descubiertas por Griffith? ¿Sería posible?
Y, pensando lo impensable, ¿era Lillian Gish la amante de Dorothy?
Pero no había mala intención cuando, al hablar de Richard Barthelmess, se afirmaba
que había posado para "postales a la francesa" como un medio para ascender, o se
mentaba, con más fundamento, el sofá que jugaba una baza importante para llegar a
formar parte de las "Bellezas Acuáticas" de Mack Sennett —tan sólo el modelo
primitivo de una larga serie. Si algunos pensaban que la "Escuela de Sirenas" era
el sucedáneo de un harén a la carta, ornado de pimpollos como Gloria Swanson y
Carole Lombard, eso, al Gran Mack, le tenía sin cuidado. Para hacer un buen chiste
siempre podía echarse mano de Theda Bara. Los iniciados sabían que la primera
vampiresa, arrojada a los consumidores como un demonio franco-arábigo de
Perversidad nacido a los pies de la Esfinge, sólo era, en realidad, Theodosia
Goodman, hija de un sastre judío de Chillicothe, Ohio, y una pazguata criaturita
sin malicia.
No pasarían muchos años sin que los predicadores de toda Norteamérica maldijeran a
la colonia fílmica y sus derivados: Hollywood, California, se convertiría en
sinónimo de Pecado. Los bienhechores de profesión marcarían con fuego la nueva
Babilonia, cuya maléfica influencia rivalizaría con la legendaria depravación de la
antigua; titulares acusadores y pontificadores editoriales condenarían por igual el
Sexo, las Drogas y las Estrellas de Cine. Sin embargo, mientras los fanáticos
organizadores exigían sangre y boicot, las masas, imperturbables, se agolpaban ante
las taquillas en número día a día creciente.
Los años veinte se consideran en general "La Época Dorada del Cine", y dorada era
en verdad la exuberante creatividad fílmica que redundaba en fabulosos ingresos. Se
describe a la gente de cine de dicho período como individuos a los que sólo les
importaba, fuera de la pantalla, regocijarse en placeres sin fin. No obstante, la
leyenda pasaba por alto un hecho: el miedo. Ese temor siempre presente de que la
base de sus dorados sueños se derrumbase en cualquier momento.
En la década del "maravilloso sin sentido", los escándalos explotaban como bombas
de relojería, mientras, una tras otra, eran destruidas carreras cinematográficas.
Cada estrella se preguntaba a cuál le llegaría el turno de convertirse en el nuevo
chivo expiatorio. Porque, en Hollywood, la fabulosa "Era Dorada" significaba algo
más que un deslumbrante picnic al borde de un precipicio móvil; el camino hacia la
gloria se hallaba sembrado de astutos cepos.
Y, sin embargo, para su amplia audiencia, HO-LLY-WOOD se componía de tres mágicas
sílabas que evocaban el Irreal Universo de la Ilusión. Para los creyentes, era algo
más que una fábrica de sueños donde uno entre un millón podía llegar a obtener una
oportunidad. Era el País del Nunca Jamás, Algo Diferente, el Hogar de los Cuerpos
Celestiales, la Galaxia del Glamour, ¡Hollywood!
Los "fans" adoraban, pero también podían tornarse volubles y, si sus deidades
demostraban tener pies de arcilla, las destruían sin compasión. Fuera de la
pantalla siempre había una nueva estrella dispuesta a efectuar su entrada.
"Gordo al agua"
Roscoe "Fatty" Arbuckle era un rollizo ayudante de fontanero, descubierto por Mack
Sennett en 1913, cuando se personó en casa del productor de comedias para
desatascar un desagüe. Sennett midió de arriba abajo las 226 libras del afable
Roscoe e inmediatamente le ofreció trabajo. La similitud de Arbuckle con una bola
de mantequilla y su increíble agilidad eran cualidades perfectas para el tipo de
cine de Sennett: barro y parvas, resbalones y pasteles de nata.
En ruta ascendente desde los Keystone Cops, Fatty llegó a formar pareja con Mabel
Normand en Fatty's Flirtations, con Charlie Chaplin en The Rounders y con Buster
Keaton en The Butcher Boy y otras populares comedias en dos rollos. El talento
natural de Fatty, sujeto jovial y un tanto impertinente, aseguró su éxito como
bufón de la pantalla y le procuró fortuna.
La capacidad de Fatty para desatar risas convirtió los tres dólares diarios que
percibía en 1913 en cinco mil a la semana en 1917, cuando firmó en exclusiva con la
Paramount. Una chistosa pancarta en la famosa puerta proclamaba: "Paramount da la
Bienvenida al Príncipe de las Ballenas".[2]
El festejo con abundantes bebidas, que, en conmemoración de la firma del contrato,
duró toda la noche del día 6 de marzo en Mishawn Manor, Boston, dio pie a un
escándalo público. Tuvo lugar en una posada, la Brownie Kennedy, donde el grueso
del espectáculo celebrado en honor de Fatty consistía en doce chicas de alterne a
quienes se les gratificaba con 1.050 dólares por su aporte al brillo de la velada.
Un estirado metomentodo asomó la nariz a través de una ventana abierta en el
momento en que Fatty y las chicas se despojaban alegremente de sus ropas encima de
la mesa, y decidió que la "decencia" estaba siendo ultrajada y llamó a los
guardias.
Invitados a este party se encontraban los magnates del cine Adolph Zukor, Jesse
Lasky y Joseph Schenck. Acabaron pagando cien mil dólares furtivos al fiscal del
Distrito de Boston, mayor James Curly, a fin de echar tierra sobre el incidente.
Fue cuatro años más tarde, durante otra de las jaranas de Fatty, cuando una oscura
starlet adquirió instantánea notoriedad. Desgraciadamente la damita no tuvo tiempo
para sacar tajada.
Virginia Rappe, una linda morena, modelo en Chicago, había conseguido cierta fama
al aparecer su sonriente rostro, debajo de una pamela, en la portada de la
partitura de la canción "Let me call you sweetheart". Mack Sennett le hizo una
oferta y comenzó a trabajar en su equipo interpretando papelitos. Su tiempo libre
lo ocupaba mariposeando de lecho en lecho y obsequiando con ladillas a la mitad de
la compañía. Esta epidemia dejó a Sennett tan apabullado como para cerrar el
estudio y fumigarlo concienzudamente. A pesar de ello, Virginia fue perdonada y
pronto se la vio constantemente en compañía de Henry "Pathé" Lehrman, un veterano
realizador de Sennett, quien le ofreció un minúsculo personaje en Fantasía y más
adelante se la presentó a Arbuckle, al cual dirigía en Joe pierde una novia. La
belleza de Virginia, con sus cabellos color ala de cuervo, no pasó desapercibida
para William Fox cuando aquélla obtuvo el título de "La muchacha mejor vestida del
cine", por lo que la tomó bajo contrato. Se habló de lanzarla, ya en plan
"estrella", en una producción de la Fox, Twilight Baby. Virginia Rappe parecía bien
encaminada.
Arbuckle ya le había echado el ojo y la había solicitado como partenaire femenina
en una de sus comedietas. También había insistido a su amiga, Bambina Maude
Delmont, para que la llevara a una fiesta conmemorativa de su nuevo contrato con la
Paramount, por valor de tres millones de dólares, para los próximos tres años.
Fatty adoraba por igual la bebida y las mujeres. Mientra más de ambas cosas, mejor.
En un antojo, Fatty eligió San Francisco como escenario ideal para el banquete.
Ello le daría oportunidad para rodar su nuevo coche Pierce-Arrow, hecho a medida y
por el que había pagado veinticinco mil dólares.
Durante el fin de semana, que se iniciaba con el Día del Trabajo, dos coches
cargados con gentes de cine en vacaciones y buena disposición, transitaron, llenos
de alegría, las cuatrocientas cincuenta millas que separaban la Carretera de la
Costa de la ciudad de las colinas. Fatty y sus compadres, Lowell Sherman y Freddy
Fishback, se apretujaron en el resplandeciente Pierce-Arrow, y Virginia Rappe,
Bambina Maude Delmont y unas coristas escogidas hicieron lo propio en otro
vehículo.
Al llegar a la ciudad de la bahía, entrada ya la noche del sábado, Arbuckle se
registró en el lujoso Hotel St. Francis, enviando a las chicas al Palace. Fatty
alquiló tres suites comunicantes en el piso 12 —suficiente espacio para cualquier
"acontecimiento"—, llamó a su contrabandista proveedor de licores (Tom-Tom, el
botones) y seleccionó música de jazz en la radio… El party había dado comienzo…
El 5 de septiembre de 1921, en la sobremesa del Día del Trabajo, la fiesta se
hallaba en su apogeo. Aquello era "territorio libre" de Fatty, con gentes entrando
y saliendo, el grupo excediendo ya el número de cincuenta invitados y el anfitrión
ebrio y risueño. Virginia y el resto de sus compañeras tomaban orange blossoms
aderezados con ginebra, algunas de ellas despojándose de las prendas superiores
para poder bailar mejor el shimmy; los invitados se intercambiaban los pantalones
de pijama, y las botellas —vacías— se iban amontonando. Alrededor de las tres y
cuarto, Arbuckle, bullendo de aquí para allá, en pijama y salto de cama, agarró a
Virginia y condujo a la ya trompa modelo hasta el dormitorio de la suite número
1221. Antes guiñó un ojo a la concurrencia y, tras decir: "He aquí la oportunidad
que he estado esperando durante tanto tiempo", dio un portazo.
Bambina Maude Delmont testificaría más tarde que la fiesta se hallaba en su clímax
cuando, desde el dormitorio adjunto se escucharon gritos de angustia. Después de
varios golpes en la puerta, un risueño Arbuckle apareció con el pijama
desarreglado, llevando en la cabeza el sombrero de Virginia. Les dijo a las chicas:
"Entrad, vestidla y llevárosla al Palace. Hace demasiado ruido". Como Virginia
continuaba gritando, añadió descompuesto: "Cállate de una vez o te tiro por la
ventana".
Bambina y una amiga, Alice Blake, encontraron a Virginia en la cama desordenada,
casi desnuda, retorciéndose de dolor y gimiendo: "Me muero, me muero… Me ha hecho
daño". Alice declararía después: "Tratamos de vestirla, pero sus ropas estaban
destrozadas y tan retorcidas, que era imposible reconocer las prendas".
Virginia sólo tuvo fuerzas, antes de caer en coma, para musitar al oído de la
enfermera del muy exclusivo hospital de Pine Street adonde fue conducida: "Fatty
Arbuckle me ha hecho esto. Por favor, ocúpense ustedes de que se haga justicia".
El día 10 de septiembre, justo al año de la muerte de Olive Thomas, Virginia Rappe
fallecía, a los veinticinco, perdiendo definitivamente la oportunidad de
convertirse en la estrella de Twilight Baby.
La causa de su muerte estuvo a punto de no ser desvelada. El comisario general de
San Francisco, Michael Brown, tomó no obstante cartas en el asunto —tras una
llamada anónima desde el mismo hospital en la que se hacía referencia a una
autopsia— prometiendo encargarse personalmente de averiguar lo sucedido. Lo que se
gestaba era un frenético intento de encubrir el caso. Brown llegó a tiempo para ver
surgir de un ascensor aun empleado que llevaba hacia el incinerador una jarra de
cristal con los maltratados genitales de Virginia. Se los reclamó al reacio doctor
para verificar su propio examen. Así quedó al descubierto que la vagina de Virginia
había sido forzada de forma tan violenta como para causarle muerte por peritonitis.
Brown dio cuenta de los hechos a su superior, el coroner T. B. Leland y se acordó
abrir una investigación.
Los detectives Tom Reagan y Griffith Kennedy fueron designados para interrogar a la
plantilla del hospital (en no muy buena disposición) y averiguar quién o quiénes
trataban de echar tierra al asunto; y lo encontraron. También lo hicieron los
periódicos. Cuando Fatty Arbuckle fue acusado de violar y asesinar a Virginia
Rappe, todo el mundo murmuraba ya su nombre. El Estado de California achacó las
causas de su muerte a "presiones externas" causadas por Arbuckle durante un
escarceo sexual. Una efímera notoriedad para Virginia. Y un rudo golpe para Fatty:
asesinato en primer grado.
La marea de espanto llegada aquel septiembre desde San Francisco hizo estremecer a
Hollywood hasta sus recién plantados cimientos. Todo resultaba demasiado increíble:
Fatty, el favorito de los niños, el gordinflón manantial de risas, el campeón de la
sana carcajada, de repente convertido en un orgiástico asesino de una luminaria
estelar.
LA ORGIA DE ARBUCKLE
EL VIOLADOR DANZA MIENTRAS MUERE SU VICTIMA
Al compás de los titulares, se extendían las hipótesis sobre una espantosa y
antinatural violación: Arbuckle, lleno de rabia ante su impotencia alcohólica,
había destrozado a Virginia con una botella de Coca-Cola o de champagne, después
había repetido el acto con un pedazo de hielo… o, ¿es que no era del dominio
público que Arbuckle era un hombre excepcionalmente bien dotado?…o, ¿era una simple
cuestión de exceso de peso, las 266 libras de Fatty aterrizando sobre Virginia y
aplastándola?
Lo único indudable fue el aumento en los tirajes; los medios de comunicación
imprimieron todo tipo de especulaciones acerca de la "botella party" de Arbuckle.
El "San Francisco Examiner" dijo en un editorial: "Hollywood debe dejar de utilizar
a San Francisco como cubo de basuras". El "coroner" pidió "medidas para prevenir la
posible repetición de acontecimientos que hacen de San Francisco un lugar de cita
para el desenfreno y el gangsterismo". Las Iglesias de la ciudad solicitaban penas
para los "maníacos sexuales hollywoodenses que se acogen a las benevolentes leyes
de San Francisco para la práctica de sus aberraciones".
En Hartford, Connecticut, damas agraviadas rasgaron la pantalla de un local que
exhibía una comedia de Arbuckle, mientras que en Thermopolis, Wyoming, varios
vaqueros dispararon contra el lienzo de una sala donde se proyectaba un corto suyo.
En otros sitios se utilizaron como proyectiles huevos y cascos de botellas vacías.
Mientras la consigna "Hay que linchar a Fatty" se extendía por el país, grupos
controlados exigían una limpieza de toda la colonia fílmica de Hollywood;
resultado: las películas de Fatty fueron retiradas de circulación.
Mientras Arbuckle sudaba en una cárcel de San Francisco, permaneciendo bajo
custodia en el lúgubre Palacio de Justicia de Kearny Street, sus abogados luchaban
para trocar la acusación de asesinato en primer grado por la de homicidio casual.
Adolph Zukor, que había invertido millones en Arbuckle, se comunicó con el fiscal
del distrito, Matt Brady, en un intento de anular el caso. Lo único que consiguió
fue ofuscar a Brady, quien, posteriormente, denunció haber sido objeto de soborno.
Otras prominentes figuras de la industria cinematográfica llamaron a Brady,
sugiriendo que no debía crucificarse a Arbuckle por el simple hecho de que Virginia
Rappe hubiese bebido más de la cuenta antes de morir. El fiscal del distrito se
enfureció aún más.
El juicio se inició a mediados de noviembre en el Tribunal Superior de San
Francisco, con Arbuckle en el estrado dispuesto a rechazar cualquier cargo de
culpabilidad. Su actitud parecía ser de una completa indiferencia hacia Virginia
Rappe; en ningún momento llegó a demostrar remordimiento o tan siquiera pena ante
su muerte. Sus abogados eran más realistas: hubo un deliberado intento de ensuciar
el comportamiento de Virginia, sugiriendo que era una chica más que ligera de
cascos que, no sólo hablase prostituido en Hollywood, sino también en Nueva York,
París y Sudamérica. Tras conflictivos y numerosos testimonios, el jurado acordó
absolver a Arbuckle por 10 votos a favor y 2 en contra, tras 43 horas de
deliberaciones. Se declaró nulo el juicio.
Un segundo juicio tuvo lugar, pero fue descalificado por 10-2. Fatty, que se
encontraba libre bajo fianza, se vio obligado a vender su vivienda de estilo
anglosajón en Adams Street, Los Ángeles, así como su flota de coches de fantasía
para poder sufragar las minutas de los abogados.
Pese a las protestas del indignado Brady, que deseaba machacar a Fatty costara lo
que costase, Arbuckle fue absuelto en otro juicio, el número tres, que finalizó el
12 de abril de 1922, tras los un tanto confusos testimonios de cuarenta testigos
presenciales (ebrios la mayoría de ellos en el momento del incidente) y ante la
ausencia específica de pruebas (como la de la dichosa y sangrienta botella).
El jurado que absolvió a Fatty hizo este comentario: "La libertad no es suficiente
para Roscoe Arbuckle. Creemos que se ha cometido una grave injusticia en su
persona, y que no hay la menor evidencia para involucrarle en modo alguno con
ningún crimen".
En la escalera del juzgado Arbuckle declaró a la Prensa: "Este es el momento más
trascendental de mi vida. La falsedad de la horrenda acusación esgrimida contra mí
ha sido demostrada… Quiero expresar mi sincero agradecimiento a mis compañeras y
compañeros. Mi existencia ha estado cifrada en la producción de un cine limpio para
felicidad de la gente menuda. Ahora trataré de ampliar este campo para que mi arte
pueda rendir un servicio todavía más amplio".
Sus esperanzas, sin embargo, fueron de muy corta duración. Fatty había sido
liberado, pero no perdonado. Henry Lehrman, un antiguo novio de Virginia, hizo este
amargo comentario: "Si pudiese, ella se levantaría de entre los muertos para
defenderse de esta indignidad. En cuanto a Arbuckle, esto es lo que sucede cuando
se recoge a gentuza procedente de las alcantarillas, se les ofrece sueldos
desmesurados y se los convierte en ídolos. Ciertas personas no saben lo que
significa sacar provecho de la vida sino de una forma bestial. Son los que después
participan en orgías que sobrepasan las de una Roma ya en decadencia".
O, podía haber añadido, Babilonia.
Madame Elinor Glyn, árbitro de la colonia fílmica y creadora de normas, aprovechó
la ocasión para pontificar acerca de las "manzanas podridas" de Hollywood: "Si se
demuestra que son inmorales, colgadles. No enseñéis sus películas, suprimidlos;
pero no hagáis que paguen justos por pecadores. La fiesta de Arbuckle ha sido
vergonzosa y bestial. Cosas como ésta deben de ser desterradas. Pero,
personalmente, yo, en Hollywood, no he visto nada parecido y, si realmente existen
aquí esas orgías con droga, deben de constituir una infinitesimal excepción".
La Paramount canceló el contrato de Arbuckle, valorado en tres millones de dólares.
Sus películas aún sin estrenar fueron arrinconadas, causando al estudio la
escalofriante pérdida de más de un millón.
Fatty, el bufón, estaba acabado. El "Príncipe de las Ballenas" había sido
certeramente arponeado.
Arbuckle no consiguió actuar de nuevo. Sólo unos escasos amigos, como Buster
Keaton, le permanecieron fieles. Fue Keaton quien le sugirió que cambiara su nombre
por el de "Will B. Good"[3]. Fatty adoptó el de William Goodrich y consiguió empleo
como director de comedias y guionista accidental. Pero Arbuckle añoraba la
interpretación. En el número de marzo de 1931 de "Photoplay" rogaba: "Dejadme
actuar. Quiero volver a la pantalla. Creo que todavía soy capaz de divertir y
alegrar a quienes me vean. Es lo único que deseo. Si consigo regresar va a ser algo
grande. Y, si no, bueno, pues de acuerdo".
Y de acuerdo se pusieron todos. A Fatty no le fue jamás permitido olvidar que había
caído en desgracia. Cuando lo reconocían en la calle, la gente le silbaba "I'm
coming Virginia": un borrón en tinta negra que no llegaría a diluirse nunca. El
único personaje que pudo interpretar fue el de Pagliacci.
En su forzoso retiro, Arbuckle pronto se dio a la bebida. Parecía que las botellas
lo tenían hechizado. En 1931, Fatty fue arrestado en Hollywood por conducir en
estado de embriaguez. Cuando se le acercaron los motoristas, Fatty lanzó una
botella por la ventanilla al tiempo que, entre carcajadas, exclamaba: "¡Ahí va la
evidencia!".
Se acordaba acaso de aquella otra botella que había salido disparada desde una
ventana del piso número doce del hotel San Francis en el Día del Trabajo de 1921?
Arruinado, hecho un guiñapo, falleció en Nueva York, a los cuarenta y seis años, el
28 de junio de 1933. ¡Pobre Fatty! El affaire Arbuckle hizo madurar en diez años al
floreciente Hollywood, ahora algo más que el "País de los Sueños". A partir de ese
instante, en las mentes de millones de seres, Hollywood no dejó de estar asociado
al concepto de escándalo.
Pánico en la Paramount
Mientras Arbuckle sudaba tinta en medio de su segundo proceso y Hollywood bullía a
los ojos de la inflamada opinión pública, un nuevo escándalo estalló, justo en el
cogollo de la colonia fílmica.
En la noche del primero de febrero de 1922, alguien asesinaba a William Desmond
Taylor en el estudio de su bungalow de Alvarado Street, una calle del tranquilo
distrito de Westlake, en Los Ángeles. Taylor era el jefe supremo de la Famous
Players-Lasky, una compañía subsidiaria de la Paramount que, por si aún no había
tenido bastante con el caso Arbuckle, ahora podía agradecer a su mal sino este
nuevo escándalo. El cadáver fue descubierto a la mañana siguiente por Henry Peavey,
el criado negro de Taylor.
El muerto yacía de espaldas en el suelo del estudio como si se hallase en trance,
con los brazos extendidos y una silla caída sobre las piernas. La intención no
había sido robarle; todavía relucía en uno de sus dedos el enorme diamante de la
suerte que le había acompañado siempre a partir del estreno de su primer éxito, El
diamante caído del cielo.
Peavey salió disparado, gritando con voz de soprano: "¡Han matado al amo! ¡Han
matado al amo!" (tal y como fue descrito por el "Examiner" de Los Ángeles). Con
ello despertó a los otros residentes del distrito, incluida Edna Purviance, quien
inmediatamente telefoneó a Mabel Normand. Mabel, a su vez, llamó a Charles Eyton,
director general de la Famous Players-Lasky, el cual se puso en contacto con el
capo de la Paramount, Adolph Zukor. Edna efectuó otra llamada a la estrella de la
Paramount Mary Miles Minter. Sin embargo, no pudo localizarla. El mensaje fue
recibido por su madre, Charlotte Shelby. Ninguno de ellos encontró un hueco en su
tiempo para ponerse en contacto con la Policía. Al parecer, todos tenían cosas más
urgentes de qué ocuparse.
Mabel se precipitó a la casa de Taylor para recuperar a toda prisa un montón de
cartas suyas. Charles Eyton se apresuró igualmente a deshacerse de todas las
existencias de alcohol ilegal que había allí. Vivo o muerto, era inconcebible que
un director de la Paramount hubiese podido violar la Enmienda Décimo Octava. Adolph
Zukor, como alma que lleva el diablo, se apresuró a borrar cualquier evidencia de
frivolidades sexuales. Y Charlotte Shelby partió rauda en busca de su hija Mary, a
quien la noticia hizo proferir un torrente de histéricos aullidos. Henry Peavey —el
criado-soprano—, anduvo a trompicones arriba y abajo de la hasta entonces plácida
calle Alvarado gritando incesantemente como un poseso "¡Han asesinado al amo! ¡Han
asesinado al amo!" hasta que, más tarde, uno de los vecinos telefoneó a la Policía
para ver "si vienen a recoger a este pobre loco". Por fin llegaron los
representantes de la Ley.
Cuando por la mañana la policía hizo su aparición en el bungalow de Taylor, una
agitada escena tenía lugar ante sus ojos. Alegres llamaradas se desprendían de la
chimenea, atiborrada de documentos comprometedores para las jerarquías de la
Paramount, mientras Edna Purviance contemplaba el fuego. Mabel Normand, la heroína
de Sennett, registraba con laboriosidad todos los rincones y escondrijos en busca
de una desordenada correspondencia. El ojo del huracán era el cadáver de Taylor,
tendido en el suelo de su estudio con dos balas del calibre 38 en el corazón.
Hubiese cabido una mínima posibilidad de resolver el enigma, si los jeques de la
Paramount no se hubiesen precipitado a acudir a la casa del fiambre para
"cosmetizar" la escena. Era harto significativo que datos claves habían sido
incinerados por Zukor y Eyton en la chimenea de Taylor.
Sin embargo Zukor, Eyton y compañía no dispusieron del suficiente tiempo para
completar su limpieza general. Cuando la brigada de homicidios compareció en el
bungalow, salió a la luz todo tipo de material. Los guardias descubrieron un lugar
semisecreto, un cajón en cuyo fondo, mezclado con algunos guiones, había un
muestrario de fotos de carácter claramente pornográfico. Eran poses un tanto
extravagantes y ridículas del muerto en compañía de estrellas fácilmente
identificables que, ciertamente, confirmaban tanto su fama de Lotario como su
discreción. Estas curiosidades fotográficas no contribuyeron a solucionar el caso;
Mary Pickford manifestó que ella "iba a rezar".
Cuando se interrogó a Mabel Normand acerca de su precoz curiosidad, admitió, toda
candor, que había ido para hacerse cargo de las cartas que ella había escrito a
Taylor y asegurarse personalmente de que no cayesen en manos ajenas. Y añadió: "Mi
único motivo ha sido el de asegurarme de que unas muestras de simple y pura amistad
no llegasen a ser malinterpretadas" (Las misivas fueron halladas bien escondidas en
una de las botas de montar de Taylor.)
Pistas posteriores en el estudio del difunto revelaron el contenido de otra carta,
camuflada entre las páginas de Manchas blancas, un librito erótico de Aleister
Crowley. Cuando la perfumada hoja revoloteó hasta el suelo, quedó descartado que
hubiese sido redactada por Mabel Normand. El papel color rosa pálido estaba
monografiado M.M.M., a la vista de lo cual se alzaron muchas cejas. Mary Miles
Minter era la respuesta de la Paramount a Mary Pickford, tirabuzones incluidos: la
más genuina representación de la inocencia a secas. Sin embargo, de su puño y
letra, en la nota cariñosa se decía bien claro:
El encantador Wally
Cuando le mostraron a Adolph Zukor el Libro de los Malditos, el mandamás de la
Paramount tuvo motivos más que sobrados para alarmarse.
Encabezando la lista negra se encontraba el nombre de Wallace Reid, su astro más
taquillero. Zukor, cuyo estudio había tenido que apechugar con una sustanciosa
pérdida cuando a petición del respetable público, obligó a retirar de circulación
todas las cintas de Arbuckle y Mary Miles Minter, protestó amargamente al
insinuársele la conveniencia de que su actor más popular fuera prohibido: "Deberían
ustedes saber que lo que me piden es imposible. La medida nos reportaría una
pérdida de dos millones de dólares como mínimo; sería, simplemente un suicidio."
Otros jefes de estudio a quienes de momento no afectaba la lista negra sabían que
había muchas maneras de forzar la voluntad de alguien como Zukor, por muy poderoso
que fuese, y dejaron caer la píldora acerca de Reid en las eternamente ávidas
rotativas. El "Graphic" encabezó la campaña con este titular:
LOS ENGANCHADOS DE HOLLYWOOD
Se insinuaba que entre los adictos a la droga más prominentes de la colonia fílmica
figuraba un popularísimo astro de la Paramount. Estos rumores se confirmaron de
forma alarmante cuando Wally Reid, "el rey de la Paramount" fue trasladado sin
contemplaciones a un remoto sanatorio en marzo de 1922.
Los documentos para su internamiento habían sido rellenados y firmados por
Florence, la desgraciada esposa de Reid, a la sazón actriz secundaria de la
Universal, bajo el nombre artístico de Dorothy Davenport. Su superior, Carl "Papá"
Laemmle, entre otros, había aconsejado a Florence que la "cura" de Wally era
cuestión de máxima urgencia. Ella accedió de todo corazón y hasta Zukor, aun a su
pesar, concedió que era mejor mantener a Wally fuera de alcance. La Paramount puso
en circulación unos cuantos eufemismos sobre el "exceso de trabajo" de su actor,
pero la señora de Wallace Reid no tardó mucho en comunicar personalmente a la
prensa que su marido se hallaba sometido a una cura por adicción a la morfina.
La sensacional noticia de que Wally Reid era drogadicto dejó sin aliento al público
norteamericano. Reid no sólo era una popular estrella, sino el vivo exponente del
"Joven Ideal". De ojos azules y cabellos castaños, Wally era un jovial gigante de
1,90 de estatura, en posesión de un encanto que corría paralelo a su habilidad como
comediante, a su juventud y espléndida presencia. Ahora, su apodo, "el encantador
Wally" cobraba otro significado.
Bajo su nuevo papel de cirujano restaurador de imagen, Will Hays trató de parar el
golpe anunciando que "no se debía censurar, ni mucho menos evitar, al infortunado
señor Reid, sino tratarle como a una persona enferma".
Ciertamente como tal fue Wally Reid manipulado y puesto a buen recaudo. El resto
del año 1922 lo pasó dentro de una celda aislada en aquel sanatorio privado. La
súbita privación de su diaria dosis de morfina y el choque inesperado del
internamiento sólo lograron desquiciarlo. Wally se vio obsesionado por la idea de
haber sido arrollado por un tren. No se equivocaba.
La Paramount lo había especializado en una serie de películas sobre el mundo del
motor: The Roaring Road, What's your hurry?, Double Speed —que poco tenían de
recomendables, salvo la personalidad del astro situado tras el volante. Las había
rodado una tras otra sin interrupción, y pronto el cansancio dejó sentir su huella.
En 1920, cuando interpretaba Forever, a propuesta de un suave y caballeresco
compañero del equipo de Sennett, Wally probó su primera dosis de morfina para
combatir el cansancio y renovar las energías. Cuando la película se hallaba
enlatada, Wally ya se había enviciado. En su crepúsculo, cuando filmaba Clarence,
tuvieron que sostenerlo ante las cámaras para poder terminar el rodaje.
Wally falleció en su solitaria celda el 18 de enero de 1923. Tenía treinta años.
Entre la colonia circuló el rumor de que lo habían puesto "a dormir".
Tras la muerte, su esposa Florence se apresuró a convocar una rueda de prensa.
Anunció que tenía la intención de vengar la pérdida de su marido. Ella había
denunciado a la policía a los amigos de Wally, quienes —éstas fueron sus palabras—
"lo condujeron a una vida en la que se mezclaban la bebida, la droga y la
corrupción". Se denominaban a sí mismos "los golfos de Hollywood", pero Florence
prefería referirse a ellos como "bohemios". Wally se reunía con sus amigos bohemios
para beber, y pronto el hogar acabó convirtiéndose en una fonda. Llegaban en
manadas a cualquier hora, por intempestiva que fuese. Se quedaban y tomaban copas.
Era una fiesta detrás de otra, y de mal en peor. A esas alturas, Wally ya estaba
minado. Y, para colmo, lo que faltaba: morfina.
Florence aprovechó la conferencia de prensa para dar la primicia de que su próximo
film sería Naufragio humano, con un contenido argumental denunciatorio del tráfico
de drogas. Interpretaría esa película para "poner en guardia a la juventud de la
nación", y al mismo tiempo la dedicaría a la memoria de Wally. No mencionó para
nada que para tan pulcro producto había contado con el apoyo de Will Hays. Finalizó
su rueda con un comentario sobre su querido esposo: "Wally ya estaba curado de su
adicción, pero se había debilitado terriblemente. Sólo un retorno a la droga, bajo
control médico, naturalmente, habría podido salvarlo. Pero él se opuso".
En la subsiguiente campaña nacional de publicidad para alertar al público sobre los
peligros de la drogadicción y promocionar de paso Naufragio humano, Florence figuró
en los créditos del reparto como "Sra. de Wallace Reid".
Mary Pickford fue quien proporcionó a Wally su epitafio profesional: "Su muerte es
una gran tragedia. Porque yo sé que, de haber vivido, hubiera hecho lo imposible
por reparar todas sus faltas".
Baños de champagne
En 1923 Will Hays lanzó un comunicado augurando días más claros para Hollywood:
"Estamos allanando el camino para mejorar las cosas en el mundo del cine… pronto
existirá un Hollywood modelo… Abrigo la fe de que los desafortunados incidentes
recientes pronto serán sólo un recuerdo…".
Estos piadosos pronunciamientos no disminuyeron el tono de las campañas
publicitarias de los exhibidores: películas como De mujer a mujer, Hombres y La
ventana de la alcoba, alardeaban de ofrecer un vistazo a "bellas jazz babies, baños
de champagne, banquetes de medianoche, fiestas hasta altas horas de la madrugada",
así como "escotes reveladores… besos castos… besos pasionales… vírgenes en busca
del placer, madres ávidas de sensaciones… La
Verdad audaz, desnuda, excitante". Cuarenta millones de norteamericanos rendían
semanalmente tributo en las taquillas a lemas como "Toda la aventura, todo el
romance, todas las sensaciones de las que Vd. carece en su rutinaria existencia,
las encontrará en las películas. Ellas le transportarán a un nuevo mundo
maravilloso, lejos de la cotidiana jaula en la que Vd. se encuentra. Aunque sólo
sea por una tarde o una velada ¡evádase!". Las muchedumbres de los años veinte
estaban totalmente de acuerdo, pese a que, al final de cada film, Hays plantara su
mensaje moralizador.
Los Mandamientos del Zar fueron recibidos con desánimo por quienes creían de buena
fe en el cine como arte. Para éstos, el advenimiento del hombre de las grandes
tijeras y el cinturón bíblico era una verdadera catástrofe para el Séptimo Arte.
"Argumentos que se limitan a mostrar honestamente la realidad de la vida están
siendo barridos de las pantallas", señalaron con amargura, "mientras la escoria es
bendecida a cambio de que el final tenga una moraleja y el llamado sex-appeal sufra
una hipócrita reprimenda". (Se referían, claro, al chaquetero de Cecil B. De
Mille.)
La preocupación de Hays por la mente del niño, esa "pizarra en blanco", se traducía
en que el contenido de lo visible en pantalla se adaptara al nivel de una criatura
de diez años. Un anónimo descontento de Hollywood confeccionó un chistoso foto-
montaje en que se mostraba a Hays retozando como un bebé feliz con su castillo de
arena; circuló muchísimo en las fiestas, a las que él no asistía.
Aunque el comportamiento en público se suavizó en cierto modo, los parties en la
colonia cinematográfica continuaban siendo tan alborotadores como siempre. Las
suites en los hoteles se habían desechado de mutuo acuerdo, por considerárselos
poco adecuados para las fuerzas de altos vuelos. La "Gente Dorada" poseía fastuosas
villas hispanomoriscas para sus expansiones privadas y se cuidaba bien de correr
sus brocadas cortinas y plantar guardas en las puertas de hierro forjado para
eludir a los reporteros o a posibles espías de sus Estudios. Tras estas medidas de
seguridad, los "dioses" ya podían soltarse el pelo.
Rumores de la vida disoluta de Hollywood, a espaldas de Hays, se filtraban en la
prensa a través de doncellas y mayordomos sobornados. El "New York Journal"
comentó: "Cuando las personas pasan en pocas semanas de la pobreza a la riqueza, su
equilibrio mental no siempre está a la altura de las tensiones. De repente se
encuentran en posesión de dinero, un juguete al que no están acostumbradas, y lo
gastan de forma extravagante. Puede que se embarquen en fiestas más o menos
salvajes o que recurran a otros medios de relajo y estímulo. La mayoría gasta
alegremente todo lo que gana… Desde que llegó la Prohibición, aquellos que no
habían podido acaparar bebidas volvieron los ojos hacia otras fuentes de
excitación. Los traficantes de drogas ilegales encontraron en nuestros tiempos en
Hollywood un mercado propicio".
Aunque el diagnóstico del "Journal" fuese correcto en cuanto al tráfico de drogas,
se equivocaba al asumir que las gentes de cine encontraban dificultades para
conseguir alcohol. Cada estrella tenía su propio proveedor, y escalar las colinas
de Hollywood con contrabando de este tipo resultaba un pingüe negocio.
La colonia cinematográfica sació su sed durante la Prohibición, pero la mayoría del
alcohol ilícito que se consumía era de una calidad más que cuestionable. Art
Accord, la estrella caballista, llegó al extremo de suicidarse por las porquerías
que ingirió, y otra figura del western, Leo Maloney, fue prácticamente asesinado
por el mismo agente.
Heroínas heroinómanas
Tras el fallecimiento de Wally Reid, los consumidores de Hollywood no rompieron con
sus hábitos, pero aprendieron a usar la discreción.
Uno de los traficantes "clave" era un reposado y caballeresco actor a quien el
grupo Sennett apodaba "el conde". El había sido quien se ofreciera a Wally Reid
para poner remedio a su resaca durante el rodaje de Forever y, asimismo, había
iniciado en la droga a Mabel Normand, Juanita Hansen, Barbara La Marr y Alma
Rubens.
"La muchacha demasiado hermosa", Barbara La Marr, era la más rutilante e
incontinente adicta de Hollywood. Revoloteó picoteando en todas y cada una de las
distintas variedades de los narcóticos, hasta ingerir la sobredosis final, a los
veintiséis años, en 1926. Barbara guardaba la cocaína en una cajita dorada situada
encima de su piano de cola; su opio, con aromas de Benares, era el de mayor
calidad. Barbara, la Bella del Sur, descubierta para la pantalla por Douglas
Fairbanks en Los tres mosqueteros, parecía haber adivinado que no permanecería
mucho en este mundo. Decidida a sacar a su vida el mayor partido posible, presumía
de no malgastar más de dos horas diarias en dormir: tenía "cosas más importantes
que hacer". Sus amantes se contaban por docenas —"como si fueran rosas", decía ella
—, y durante su breve reinado como estrella tuvo seis maridos.
Los títulos de películas que sentaban a la "Demasiado Bella" Barbara como anillo al
dedo, rezaban cual letanía como sigue: Almas en venta, Extraños de la noche, La
mariposa blanca. Su última personificación de mujer fatal, la hizo en El corazón de
una sirena. El suyo propio dejó de latir tras una dosis suicida. El Estudio achacó
su muerte a una dieta "demasiado rigurosa".
Tras Barbara La Marr, la sensible y dramática Alma Rubens perdió su "afianzada
posición en el escalafón de la fama" al zambullirse en el nocturno universo de los
narcóticos. La estrella de cabellos color ala de cuervo de La mestiza, El precio
que ella pagó y Teatro flotante se convirtió en una verdadera heroína de la
heroína, dedicando la mayor parte de su energía y fortuna a la obtención de drogas.
La dependencia de Alma no se hizo pública hasta un extraño incidente acaecido en la
tarde del 26 de enero de 1929 en Hollywood Boulevard. Aquel día la vieron correr
por la calle perseguida por dos hombres: "¡Me quieren secuestrar! ¡Me quieren
secuestrar!", gritaba, despojándose del sombrero y los guantes en su huida, y
tirándolos a la alcantarilla junto con su bolso.
Corrió hasta una gasolinera para refugiarse entre los surtidores. Allí fue
acorralada por los dos hombres. Alma les agredió con un cuchillo que llevaba
escondido entre la ropa, apuñalando al más joven en la espalda. El encargado de la
estación se las compuso para arrebatarle el arma, mientras el hombre de más edad le
ataba los brazos tras la espalda. Sollozando, Alma fue conducida hasta una
ambulancia aparcada frente a su casa de Wilton Place.
Cuando el suceso apareció en la prensa, quedó de manifiesto que Alma Rubens había
apuñalado al conductor de la ambulancia y que el hombre mayor no era otro que su
médico de cabecera, el doctor E.W. Meyer. Alma había sido presa del pánico al
verles llegar a su casa para internarla en un sanatorio privado.
Tras unos meses de tratamiento en la clínica Alhambra, fue autorizada a regresar a
su hogar, bajo el cuidado de una enfermera. En abril de 1929 amenazó a su guardiana
con una navaja, siendo reducida tras un forcejeo. Alma fue trasladada al
departamento de psiquiatría del Hospital General de Los Ángeles y de allí pasó al
del Estado de California para enfermos mentales, en Patton, para una cura de seis
meses. Al abandonarlo, declaró: "Me siento de nuevo maravillosamente bien después
de este descanso. Voy a Nueva York y trataré de recomponer mi carrera empezando por
el teatro. Más adelante confío en regresar a Hollywood".
Las ilusiones de Alma de preparar su retorno en Broadway no dieron el resultado
apetecido y durante su permanencia en Nueva York inició los trámites de divorcio de
su tercer marido, el galán Ricardo Cortez. Alma mantuvo su promesa y regresó a
Hollywood en 1931, pero nada más llegar sintió deseos de visitar Aguas Calientes al
otro lado de la frontera mexicana. Y allí se dirigió, conduciendo su coche en
compañía de Ruth Palmer, una joven actriz que había traído consigo desde Nueva
York.
De vuelta a Hollywood hicieron un alto en el Gran Hotel de San Diego, donde fue
arrestada el 6 de enero de 1931, acusada de hallarse en posesión de cuarenta
ampollas de morfina. El chivatazo provenía de Ruth Palmer, alarmada ante las
explosiones de violencia de Alma. La policía encontró las ampollas cosidas en el
dobladillo de uno de sus trajes. Cuando llegaron los gendarmes, Alma puso el grito
en el cielo: "¡Me han robado nueve mil dólares en joyas y esto es una emboscada!
Vine a California para volver a la pantalla… ¡y ahora tenía que sucederme esto!".
Tras el proceso, se diagnosticó que Alma estaba seriamente enferma y se la autorizó
a volver a su hogar, al lado de su madre y bajo permanente vigilancia médica.
Comprendiendo que iba a morir, Alma telefoneó al "Examiner" de Los Ángeles para
ofrecer una postrera entrevista: "Me he sentido tan desdichada durante tanto
tiempo… Sólo me dirigía a profesionales buscando aliviar a mis penas. Me decían:
'Toma esto contra el dolor y te sentirás con fuerza para continuar'. Cuando me
ofrecían ese terrible veneno, yo ignoraba de que se trataba. Fui de uno a otro. Uno
de ellos hasta se rió de mí cuando le confesé que me acobardaba la droga. Me dijo:
'No tengas miedo, una vez que te hayas recuperado no la volverás a necesitar'.
»Pero continuaron dándome más, y más. Mientras tuve dinero, podía pagarlas y
adquirirlas. Tenía miedo de contárselo a mi madre, a los amigos. Mi único deseo era
conseguir drogas y consumirlas en secreto. Ojalá hubiese podido arrodillarme ante
la policía o ante un juez y rogarles que endureciesen las leyes, para que sus
propios esbirros renunciasen a los asquerosos dólares que los traficantes les dan
como precio de la impunidad." El 22 de enero de 1931 Alma murió a los 33 años.
Otra heroína de la heroína fue una delicada rubia, Juanita Hansen, "la chica Mack
Sennett" por antonomasia arrastrada a las drogas junto con el elenco Keystone. El
Conde la había abordado en la mañana tempranera de un lunes cuando ella se hallaba
aún bajo los efectos de un fin de semana etílico. Usó su habitual carta de
presentación: "Encanto, ¿te sientes mal? Yo puedo quitarte la resaquilla". La
primera dosis, faltaría más, era gratuita. La caída era de cajón.
Bien pronto, Juanita pagaba setenta y cinco pavos por una onza de lo que fuese.
Años más tarde recordaba en Los Ángeles el encuentro con su camello: "Un
mercachifle, el mismo tipejo de aquel infausto día, en el mismo lugar, y el que me
había vendido el primer 'ramillete' de heroína. A partir de entonces fui una de sus
mejores dientas. El era un actor bastante conocido, aunque no una estrella. Tomé
una dosis allí mismo. Los médicos, el hospital y los peligros a los que me exponía
me traían sin cuidado. Lo único que contaba era la heroína. Compré un buen
repuesto". Así pudo el Conde añadir una nueva luminaria al "Callejón de los
Sabores".
Mientras Barbara La Marr y Alma Rubens habían conseguido de alguna forma evadir la
lista negra del Libro de los Malditos, que precedió a la muerte de Wallace Reid,
Juanita Hansen no fue tan afortunada. Su nombre fue encontrado en una carta de
cierto médico de Oakland, a quien ella había dirigido sus súplicas en busca de
tratamiento. Acto seguido, tras la muerte de Reid, Juanita fue arrestada retenida
en prisión durante un período de setenta y dos horas, a fin de determinar si era o
no adicta. No lo era entonces, pero los titulares en primera plana acabaron con su
carrera. Juanita, la intrépida Reina de los Seriales y estrella de La ciudad
perdida, emprendió el camino hacia el olvido. Su "retorno" no fue en el lienzo de
plata, sino dentro de la muy digna y responsable Fundación Juanita Hansen, cuya
principal labor era azuzar a los médicos para que declararan la guerra a la
adicción "de la misma forma que la cruzada contra la sífilis".
"¡Ay, las juergas que nos corríamos!", recordaría, más adelante la Swanson. "En
aquellos tiempos, el público deseaba que viviésemos como reyes y reinas. Y así lo
hacíamos. ¿Por qué no? Estábamos enamorados de la Vida. Ganábamos más dinero del
que jamás hubiésemos soñado, y no había el menor motivo para pensar que aquello
pudiese tener fin."
Mientras sus adversarios la denostaban, la pandilla "in" de Hollywood se agitaba en
una atmósfera de lujo vertiginoso: oníricos castillos hispano-moriscos, Valentino,
edificado en lo alto de una colina, con sus suelos de mármol negro y el dormitorio
de igual color; la casa de Marion Davies en la playa de Santa Mónica, con cien
habitaciones, salón dorado, dos bares, pinturas de viejos maestros, su salita de
proyección y la amplia piscina a la que se accedía por un puente de mármol; el baño
romano en el living de Pola Negri, y la enorme tina empotrada de Barbara La Marr,
con sus grifos de oro, en el cuarto de aseo, todo él en ónix; Greenacres, de Harold
Lloyd, una fortaleza de cuarenta y una habitaciones, con fuentes que podían
rivalizar con las de Tivoli; el baño de oro macizo de Gloria Swanson en un marco de
mármol negro; el comedor de Tom Mix con su fuente reflejando los colores del arco
iris; "La Tentadora", goleta de John Gilbert, "El Vampiro", su motora, "La Harpía",
su bote de vela, "La Bruja", su chalupa, los sirvientes polacos y una orquesta
particular de balalaikas; el rincón chino de Clara Bow y los pomos de oro puro en
las puertas de Charles Ray.
Si el McFarlan de color azul de Wally Reid jamás volvió a cruzar el Sunset, había
suficientes cacharros capaces de reemplazarlo: el rojo convertible Kissel de Clara
Bow, con su pareja de perritos chow haciendo juego; el Voisin de Valentino, hecho a
medida, con el tapón del radiador en forma de cobra, el Pierce-Arrow amarillo
canario de Mae Murray, o su más formal Rolls Royce con chófer uniformado; el sedán
púrpura de Olga Petrova; el Lancia enteramente tapizado en leopardo de Gloria
Swanson.
En esa época, los boudoirs de Joseph Urban estaban empapados en Shalimar, los
modelos parisinos de más de tres mil dólares duraban lo que una noche de fiesta, el
dinero entraba por arrobas y se iba a puñados, el licor era clandestino pero
abundante, y cualquier estrella podía comprar la llave que abría las puertas de un
paraíso artificial.
Los astros trabajaban duramente toda la semana; a las diez de la noche solían irse
a la cama, prevenidos para la temprana llamada mañanera. Los fines de semana, sin
embargo, eran desenfrenados. Como si cambiarse a cada momento de traje durante toda
la semana bajo la potente luz de los focos no fuese suficiente, el pasatiempo
favorito lo constituían las fiestas de disfraces.
Fue célebre el baile de máscaras organizado por Marion Davies en 1926 en el gran
salón del Ambassador, transformado para la ocasión en un suntuoso escenario
hawaiano. Mary Pickford llegó como Lillian Gish en La Bohème; Douglas Fairbanks era
Don Q., el hijo del Zorro; Charles Chaplin, Napoleón; John Gilbert se presentó como
Red Grange, con atavío de futbolista y peluca rojiza; Lillian Gish era una heroína
de Jane Austen; Bebe Daniels, una Juana de Arco en lamé de plata; Elinor Glyn,
Catalina de Rusia; Marshall Neilan y Allan Dwan eran los barbudos Hermanos Smith,
inventores de las pastillas contra la tos, mientras que la propia Davies
representaba a una beldad del siglo XIX. (John Barrymore se presentó como un
vagabundo tan realista que le negaron la entrada.)
Las estrellas llevaban la moda hasta el último extremo para cualquier aparición en
público: la Swanson encabezaba el desfile en la Alameda de las Plumas. Las facturas
anuales de Gloria podían desglosarse así: abrigos de pieles, 25.000 dólares; otros
tapados, 10.000: vestidos, 50.000; medias, 9.000; zapatos, 5.000; ropa interior,
10.000; bolsos, 5.000; blusas, 5.000, y otros 6.000 para nubes de perfume.
En aquel tiempo la Swanson ganaba 900.000 dólares al año bajo contrato con la
Paramount.
Lo: Lita
Y llegamos al modelo original, la más legendaria de las ninfas: Lolita.
¿Quién era Lolita? Había nacido en Hollywood, de madre mexicana y padre
norteamericano con ascendencia irlandesa, el 15 de abril de 1908. Su nombre de pila
era Lillita McMurray. Se había criado en el sector pobre del Sunset, no muy lejos
del Estudio de Chaplin, en un cuchitril de alquiler muy bajo. Descarada, aunque no
inteligente, con un óvalo ancho y frente estrecha, no fue ninguna lumbrera en la
escuela.
Cuando Chaplin puso sus ojos por primera vez en Lolita, ella tenía siete abriles.
El año era 1915; el lugar, un conocido salón de té frecuentado por la gente de
cine, la posada Kitty's Come-On, donde la señora McMurray (Nana) trabajaba como
camarera. La pequeña Lolita atrajo la atención de Charlie (ella sabía perfectamente
quién era él), allí, de pie; mirándole. Lo que Charlie vio fue una pequeña, vestida
un tanto frívolamente, en posesión de un par de ojos descarados. El, improvisando
una pequeña y divertida pantomima, le hizo señas para que se acercara, le preguntó
su nombre, y pronto ambos se encontraron compartiendo pasteles y té servidos por
una vigilante camarera: Nana.
No había transcurrido mucho tiempo, cuando Lolita ya actuaba como extra infantil y
aparecía como el angelito flirteador en la secuencia "celestial" de El Chico, y más
tarde como la virgen de La clase ociosa. Chaplin la ayudó mucho concediéndole
papelitos sin frase. Con la llegada de los cheques endosados a nombre de su
pequeña, la señora McMurray pudo renunciar a la tarea de servir mesas, dedicando
todo su tiempo a la "educación" de su hija. Nana, semestre a semestre, sólo se
preocupó de enseñar a su retoño una asignatura: cómo casarse con un millonario.
Lolita, a los doce, trece, catorce, quince añitos, y Chaplin, el gallo del corral,
el halcón de presa, nunca demasiado lejos, observando a distancia cómo florecía el
capullo. Y bien, Lolita se había desarrollado lo suficiente como para convertirse
en una primera dama.
Chaplin se encontraba en los preparativos de La quimera del oro. ¿No era Lolita
ideal para el personaje de la muchacha del salón de baile? Así lo creyó Chaplin;
alborozadamente la señora McMurray coincidió. En marzo de 1924, Lolita firmaba el
contrato brincando arriba y abajo y musitando alegremente: "¡Qué bien! ¡Qué bien!",
mientras una complacida Nana la contemplaba. Ella comprendía que su hijita era
menor de edad, pero no demasiado para no retozar por ahí con quien estaba
instruyéndola en el arte interpretativo. (Lolita había sido ya sobradamente
aleccionada por Nana sobre el personaje que debería interpretar para Chaplin.)
Con tan devota mamá a sus espaldas, Lolita, a los dieciséis años, se convirtió de
la noche a la mañana en estrella de los Estudios Charlie Chaplin; su nombre fue
colocado en la puerta del camerino que antes perteneciera a Edna Purviance,
redecorado ahora al gusto de Nana.
Siguiendo una respetada tradición fílmica, su nombre había sido alterado y, a
partir de ahora, Lolita pasaba a ser Lita, y el McMurray se convirtió en Grey (Gris
era el color y el nombre del gatito de angora que Chaplin había regalado a su
jovencísima estrella-querida, pues en amantes se habían convertido hacía escaso
tiempo). El gatito acompañaba a Lita al Estudio Chaplin, como lo hacía la ambiciosa
mamá, que jamás perdía comba.
La prensa ensalzaba hasta las nubes la aparición de la nueva luminaria, por su
belleza, talento y "aristocráticas raíces hispánicas", y, cuando llegó el turno de
que La quimera del oro comenzase su singladura ante las cámaras, previamente
Chaplin había rodado ya millares de metros de Lita en la sala de baile. Fue un
trabajo muy arduo. Porque, a pesar de la obstinación de Charlie, ella no sólo no se
dejaba manejar, sino que además era muy difícil de fotografiar. Lo que Charlie
creía ver en ella, un cierto encanto infantil, parecía evaporarse bajo los
cegadores focos, y los trucos del director no servían de nada para devolvérselo.
Chaplin comenzó a pensar que la aleteante presencia de la madre de la artista,
Nana, hacía imposible que su capullo floreciera.
Entonces, cierto monótono día, en el decorado de la atiborrada sala de baile, bajo
los reflectores, mientras Lita trataba por enésima vez de sacar adelante su tango,
se llevó las manos al estómago y soltó un grito. De esta forma, los equipos técnico
y artístico de La quimera del oro, incluyendo a su realizador, fueron informados de
que se hallaba encinta.
En lo que se refiere a la señora McMurray, siempre a prudente distancia, el feliz
acontecimiento se había anticipado. De modo que aquello le dio pie para montar su
número, invocar a todos los santos españoles e incluso fingir un desmayo.
Las cosas marchaban de acuerdo con su plan: había llegado el momento de que el tío
Edwin McMurray (por casualidad abogado de profesión) se entrevistase con Chaplin y
le recordara que el sexo prematrimonial con una menor de edad era, según los
estatutos, equivalente a la violación.
El subsiguiente matrimonio forzoso, consumado el 24 de noviembre de 1924, alimentó
a los titulares bajo la definición de "escándalo anual de Hollywood". Aquél fue el
bautismo de fuego de Chaplin. El trató de evitar el tumulto, pero cincuenta
reporteros salieron en estampida tras la pareja cuando atravesaban la frontera de
México en pos de una anónima y rápida ceremonia. En lugar de ello, se vieron
obligados a practicar el juego del escondite en medio de una polvorienta ola de
calor y con la amenaza de una fastidiosa horda de periodistas.
No había un solo lugar donde esconderse en la andrajosa ciudad de Empalme (Estado
de Sonora) cuando en el recinto del Juez de Paz efectuaron su entrada Charlie
Chaplin, de treinta y cinco años, y su embarazadísima novia de dieciséis, con todo
el mundo pendiente de ellos. La madre y el tío de Lita también estaban presentes…
para asegurarse de que el novio no pusiera pies en polvorosa. Lo que se dice toda
una historia.
Los reporteros dieron fe de que, mientras los recién desposados trataban de abrirse
paso a través de la nube de reporteros, Chaplin estaba lívido. Desviando las
preguntas impertinentes con su mejor sonrisa, alcanzó su limusina e inició la huida
dejando a los perros de presa mordiendo el polvo. Mientras el novio y su ninfa
atravesaban la frontera, un escritor de la plantilla de Hearst, telefoneaba su
exclusiva sobre la cacería de la boda a través de las llanuras.
A su regreso a Los Ángeles, se pudo escuchar a Chaplin, que se había sumado a un
grupo de amigos presentes en el tren donde pasaba su luna de miel, hacer este
comentario: "Bien, muchachos, esto es mejor que estar en la cárcel, pero no
durará".
Cuando los titulares en primera página sobre Charlie y su niña-novia se esparcieron
por toda la nación, Lita Grey, que llevaba alas en su corta intervención en El
Chico y había rodado miles de metros inservibles a La quimera del oro, era ya tan
conocida como cualquier estrella de Hollywood. Pero, a partir de su encinto
matrimonio, hubo de "retirarse de la pantalla".
El alejamiento iba a brindarles, a Lita y al resto del clan de los McMurray,
ciertas compensaciones. Nana trabajaba en la sombra para asegurarse de que la
carrera cinematográfica a la que su pequeña había renunciado fuera reemplazada por
algo más sólido. Ella y tío Ed calculaban que Chaplin poseía bienes por valor de
dieciséis millones de dólares.
A su regreso a la mansión de cuarenta habitaciones en Beverly Hills, los recién
casados fueron escoltados hasta el porche por Nana. Y como si encarnara una
pesadilla, la suegra, señora McMurray, invitándose a sí misma, se instaló
cómodamente en la casa… durante dos atormentadores años (la mamá política esgrimió
como pretexto que Lita era una "criatura" incapaz de lidiar con todas las facetas
de un hogar).
Los periódicos dieron cuenta del nacimiento de un niño, Charles Spencer Chaplin
hijo, el 28 de junio de 1925, siete meses después del casamiento. Un segundo
vástago, Sydney Earle Chaplin, vio la luz por primera vez el 30 de marzo de 1926,
justo nueve meses y dos días más tarde. Para entonces, Chaplin ya no era dueño de
su hogar. El clan McMurray, de Beverly Hills, había tomado posesión de la casa y el
denominador común eran unas enormes y alborotadoras fiestas (con bebidas). En la
noche del 1 de diciembre de 1926, Charlie que regresaba al hogar tras un difícil
día de rodaje de El circo, se encontró con que otra carpa, pero de borrachos, se
había adueñado de su refugio. Tuvo lugar la inevitable explosión y, tras un
intercambio de palabras airadas, Lita empacó a sus nenes y se marchó seguida por el
clan McMurray y su escolta de invitados ebrios.
Para cuando Lita hizo la petición de divorcio el 10 de enero de 1927, el diabólico
plan urdido por la madre y la hija para sacar tajada de Chaplin y de su dinero se
había debilitado y era demasiado tarde. El dúo dinámico renunció a los derechos
sobre su presa por un precio: un millón limpio.
Durante los dos años de matrimonio infernal, la pequeña Lolita se había
metarfoseado en una feroz Jantipa, siempre bajo la dirección de Nana. Cada
movimiento de Chaplin en la casa, cada salida y entrada que oliese a pecadillo,
cada observación liberal o sugerencia íntima, compartidas con su esposa en el
tálamo, eran transmitidas de hija a madre y anotadas por ésta en su Gran Libro
Mayor. Entonces Nana llevaba la evidencia a tío Ed, el abogado de la familia.
Cuando Chaplin se evadió, interrumpiendo su trabajo en El circo para refugiarse en
el hogar de Nathan Burkan, su asesor en Nueva York, todas sus propiedades fueron
embargadas por el equipo legal que encabezaba el tío Ed. Chaplin sufrió una
depresión nerviosa y fue tratado en casa de Burkan por el doctor Gustav Tiek, un
eminente especialista en tales desequilibrios. Vuelto a su estado normal, Chaplin
creyó desfallecer al enterarse de que todo el país estaba virtualmente inundado de
maliciosos artículos inspirados en sus dos años de matrimonio infernal.
Cuarenta y dos páginas impresas en forma de panfletos bajo el título de Las quejas
de Lita Grey, fiel transcripción de las causas por las que Lita solicitaba el
divorcio, mantuvieron en vilo a todos los pazguatos del país y, de paso, se
vendieron miles de copias a razón de un cuarto de dólar semanales.
Según las Quejas, desde el primer momento de intimidad, "el Demandado jamás había
sostenido relaciones matrimoniales con la Demandante en la forma acostumbrada entre
marido y mujer". (Lo cual lleva a preguntarse cómo se las había arreglado ella para
concebir.)
Casualmente había entre los textos un término latino, fellatio, que indujo a un
buen número de jovencitas a indagar en los diccionarios. Al parecer, a la señora de
Chaplin no le gustaba perpetrar este acto "anormal, contranatura, perverso,
degenerado e indecente" (tal como fue descrito por los abogados de Lita), pese a
que Chaplin la animaba con un "relájate querida, todos los casados lo hacen".
Durante los trámites del divorcio, los dos nenes fueron zarandeados ante el juez y
los fotógrafos en una conmovedora demostración de amor maternal. Los agravantes en
contra de Chaplin enumerados en las Quejas podían resumirse en cinco apartados
básicos:
1. La Demandante había sido seducida por el Demandado.
2. El Demandado no consintió en casarse con la Demandada hasta ser apremiado y
forzado a hacerlo y, siempre, reservándose la opción de divorciarse.
3. El Demandado había solicitado de la Demandante que se sometiese a un aborto nada
más confirmarse su condición de embarazada.
4. Para precipitar el divorcio, el Demandante sometió a la Demandada a un
calculador plan de cruel e inhumano tratamiento.
5. Las pruebas de estas acusaciones están suficientemente comprobadas por la
inmoralidad de la conversación cotidiana de Charles Chaplin, así como por sus
teorías relativas a las cuestiones más sagradas, a las que él no concedía el menor
respeto.
Para ilustrar la acusación número 5, Lita citó numerosas conversaciones en las
cuales Chaplin se expresaba frívolamente sobre la institución matrimonial y la
legislatura sobre el sexo en el Estado de California. En sus persistentes esfuerzos
por "rebajar y corromper sus impulsos morales, por aniquilar su código de
decencia", Chaplin incluso leía a Lita trozos de un libro tan "depravado" como El
amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence.
Otra tentativa de educar a la esposa, resultó igualmente denigrante:
"Por ejemplo, cuatro meses antes de la separación entre el Demandado y la
Demandante, el Demandado sugirió que una jovencita con una reputación basada en la
práctica de actos de perversión sexual, pasara la noche en el hogar. El Demandado
le dijo a la Demandante que entre los tres podrían pasar juntos un rato estupendo."
Lita dijo que, al rechazar ella tal proposición, Chaplin, exasperado le había
gritado: "¡Uno de estos días vas a colmar mi paciencia y soy capaz de matarte!".
Por su parte, Chaplin hizo las siguientes declaraciones a la prensa: "Me casé con
Lita Grey porque la amaba, y como peor se portaba conmigo, al igual que tantos
otros tontos, más la quería. Me temo que todavía la amo. Me aturdió y estuve al
borde del suicidio el día en que me dijo que ya no me quería, pero que deberíamos
casarnos. La madre de Lita sugería constantemente que nos desposáramos; yo le
contestaba que estaba dispuesto, a condición de que pudiésemos tener hijos, pues me
consideraba estéril. Era su madre quien, continua y deliberadamente, ponía a Lita
en mi sendero, alentando nuestras relaciones".
La reacción de la prensa no fue enteramente contraria a Chaplin. H. L. Mencken
comentó en el "Baltimore Sun": "Los chaqueteros que hace seis semanas se deshacían
con Chaplin ahora se disponen a bailar alrededor de la pira mientras él se quema;
el artista está aprendiendo algo sobre la psicología de las masas… De un juicio
público, que contiene acusaciones de tipo sexual, se ha hecho un Carnaval que
alcanza a todos los Estados Unidos de América…".
La pandilla de Lita se apercibió de un giro en la tormenta a favor de Chaplin, de
modo que decidieron jugar la última baza. Amenazaron con desnudar en el Tribunal a
"cinco primerísimas figuras cinematográficas" con quienes Charles, durante su
matrimonio, había mantenido relaciones íntimas.
Aquello precipitó el desenlace. Para evitar que los nombres de esas actrices fueran
involucrados en el caso (particularmente el de Marion Davies, que había ofrecido
refugio a Chaplin en su casa de la playa durante numerosas noches, cuando las cosas
se ponían feas en el hogar), Chaplin capituló. Se llegó a un acuerdo en dinero
contante y sonante, y Lita cambió sus sensacionales "quejas" por una simple
acusación de crueldad mental.
El 22 de agosto de 1927, tras una actuación de veinte minutos en el estrado, Lita
era recompensada con seiscientos veintiocho mil dólares, y un vacilante Chaplin
regresaba a Hollywood para reanudar su labor en El circo, interrumpida durante un
año a causa del litigio. Estaba nuevamente soltero, pero había llegado a
convertirse en un amargado payaso que confesaría a Rollie Totheroh, su operador:
"Todo lo que he tenido que pasar me ha envejecido diez años".
Para retomar su personaje, Chaplin se vio obligado a teñir de oscuro sus cabellos;
como el superviviente del Maelstrom, su encuentro con Lilith-Lita le había hecho
encanecer.
Por lo demás, sólo fue una consecuencia lógica que Lita se repartiese el botín con
la directora del espectáculo: Nana.
Rudy ataca
El siguiente diluvio de rumores que inundó a Hollywood poseía similar tono
mortuorio. El tema era la defunción del sumo Amante de la pantalla, Rodolfo
Valentino, que había dejado de existir el 23 de agosto de 1926, en el Policlínico
de Nueva York, tres minutos después del mediodía.
La causa oficial del deceso fue una peritonitis producida tras una operación de
apéndice inflamado. Pero lenguas viperinas atribuyeron su muerte a la "venganza por
arsénico" de una conocida dama de la alta sociedad neoyorquina a quien Valentino
dejara plantada después de mantener con ella un efímero idilio durante su estancia
en la ciudad para promocionar su film El hijo del jeque. Otros chismes apuntaban
hacia un marido iracundo que le había disparado un tiro, o a la sífilis, que le
había atacado finalmente el cerebro.
Durante los últimos años, el amante ideal de millones de mujeres había sido blanco
de un buen número de insultantes ataques por parte de la prensa, basados en sus
anuncios recomendando Valvoline, una crema para el cutis, y en comentarios que
sembraban dudas acerca de su virilidad.
El ataque más despiadado provenía de un escritor del "Chicago Tribune" que había
escogido una aparición personal de Rudy en esa ciudad para lanzar una descarga. El
18 de julio de 1926, el editorial de "El mayor periódico del mundo" desnudaba a
Valentino en términos nada ambiguos: BORLAS DE POLVOS ROSADOS.
"Acaba de inaugurarse un nuevo salón de baile en el distrito Norte, un lugar
realmente bello, dirigido de forma irreprochable. Esta agradable primera impresión
dura hasta que uno entra en los lavabos para caballeros y se topa en la pared con
un dispositivo de tubos de cristal con palancas, además de una ranura para la
inserción de monedas. Los tubos contienen un liquido rosado y debajo puede leerse
esta pasmosa frase: 'Introduzca una moneda. Sostenga su polvera personal debajo del
tubo. Empuje la palanca'.
»¡Una máquina que expulsa polvos en un cuarto de aseo para hombres! ¡Ah, homo
americanus! ¿Cómo no se le ocurrió a nadie hace años ahogar silenciosamente a
Rudolph Gugliemo, alias Valentino?
»Acaso esta máquina que vende polvos rosados ha sido retirada de su emplazamiento?
Pues no. Se usa. Hemos comprobado cómo dos 'hombres' —pertenecientes a una raza que
las damas contribuyentes a la 'Voz del Pueblo' no osarían describir— metían su
moneda, sostenían sus pañuelos debajo del aparato, apretaban la palanca y, a
continuación, retiraban el encantador y rosado potingue para frotarlo en sus
mejillas frente al espejo.
»Otro miembro de este departamento, individuo tolerante donde los haya, irrumpió
furioso el otro día en nuestra oficina porque había visto aun 'hombre' en el
ascensor alisándose los cabellos con pomada.
»Pero somos testigos de que nuestra historia de los polvos color de rosa excede con
mucho a la suya.
»Si el Macho de las especies permite que ocurran estas cosas es que ha llegado el
momento para un matriarcado. Mejor será estar regidos por mujeres masculinizadas
que por hombres afeminados. Hemos llegado a creer que el hombre empezó a
'desmaculinizarse' el día en que cambió la navaja por la maquinilla de afeitar. Y
no vamos a sorprendernos cuando escuchemos que la maquinilla cede ante los
depilatorios.
»Lo que me tiene intrigado es a quién debemos culpar. ¿Es esta degeneración una
reacción consanguínea con el pacifismo, en contra de las realidades y virilidades
de la guerra?¿Están relacionados de alguna forma el color rosado de los polvos y el
de los lavabos?
»¿Cómo se pueden conciliar los cosméticos masculinos, pantalones a lo árabe y
esclavinas, con un total desprecio por las leyes, estableciendo un paralelismo
entre una metrópolis del siglo veinte y otra de hace medio siglo?
»¿Es que a las mujeres les puede gustar este tipo de 'hombre' que en un lavabo
público aplica polvos rosados a su rostro ose arregla el cabello en un ascensor, en
medio de todo el mundo? En el fondo de su corazón ¿se consideran estas mujeres
parte de la era wilsoniana de 'Yo no crié a mi hijo para soldado'? ¿Qué ha sucedido
con la añeja tradición del hombre de las cavernas?
»Extraño fenómeno sociológico éste que va tomando cuerpo no sólo aquí, en
Norteamérica, sino asimismo en Europa. Puede que Chicago tenga sus borlas de
polvos, pero Londres tiene sus bailarines y París sus gigolós. Abajo el Decatur,
arriba Elynor Glyn. Hollywood se constituye en Escuela Nacional de la Masculinidad.
Rudy, el bello hijito de un jardinero, es el prototipo del macho norteamericano.
»Campanas del infierno. Dulzura inefable."
A Rudy no le hizo la menor gracia cargar con las culpas a causa de los
amaneramientos de un ramillete de mariquitas de Clark Street y, lleno de ira,
desafió al verdugo del "Tribune" retándolo a duelo o, si lo prefería, a un combate
de boxeo. Este y otros ataques por el estilo tenían su origen en la bien conocida
inclinación de Valentino por la extravagancia sartorial, su famoso brazalete de
esclavo sin el cual jamás se mostraba públicamente, sus joyas de oro, su
preferencia por los perfumes fuertes, los abrigos ribeteados con chinchilla y su
pronunciada coquetería italiana.
Más adelante, su virilidad sería puesta en tela de juicio al saberse que sus
mujeres eran ambas lesbianas.
Cuando Natacha Rambova, la segunda esposa de Valentino (cuya pulsera de esclava
llevaba Rudy), se separó de él en 1926, salió a la luz que el matrimonio jamás se
había consumado.
Un cargo similar había formulado en 1922 su primera esposa, Jean Acker, quien le
había acusado de negligencia y rechazo en el aspecto sexual.
Rudy había contraído nupcias con su segunda lesbiana antes de que su decreto de
divorcio de la primera se hiciese definitivo. Esta equivocación dio pie a su
arresto por bigamia.
Ambas mujeres, Jean Acker y Natacha Rambova, eran "protegidas" de la exótica e
igualmente lesbiana actriz Alla Nazimova —la más notable importación femenina de
Hollywood en aquella época—cuyas bohemias asambleas en el Jardín de Alá, famosa
residencia del Sunset Boulevard, dieron motivo a comentarios de todo tipo. Natacha
había diseñado los modelos tipo Beardsley para la personal versión de la Salomé
interpretada por Alla, para la cual empleó exclusivamente a actores homosexuales en
homenaje a Oscar Wilde y en la que Alla perdió hasta la camisa. Fue la celestinesca
Nazimova quien presentó a Rudy sus dos mujeres y —así se murmuraba en Hollywood—
escenificó ambos matrimonios erráticamente a juzgar por los resultados.
Puede que Rudy haya sido inducido por Alla a perpetuar sus casamientos, pero de lo
que no cabe la menor duda era de que el galán buscaba a mujeres más fuertes que él;
además le atraían las damas equívocas. Valentino se refería a Natacha como "El
jefe" y ella se hacía acreedora a ese calificativo, inmiscuyéndose de tal forma en
la carrera de su esposo en la Paramount que Zukor tuvo que introducir una cláusula
en el contrato prohibiéndole la entrada en el plató. Ella se vengó obligando a Rudy
a abandonar la Paramount. A continuación escribió un guión original para Valentino,
The Hooded Falcon que resultó "improducible" tras una considerable pérdida de
tiempo y dinero. Sí vio la luz, en cambio, una colaboración entre Natacha y Rudy:
un delgado volumen de versos titulado Daydreams cuyas estrofas finales rezaban así:
Por desgracia,
a veces,
encuentro
una exquisita
amargura
en
tu beso.
Cualesquiera que hubiesen sido los acuerdos privados entre él y sus varoniles
esposas, los públicos enigmas sobre su virilidad le causaron tanta amargura que,
incluso cuando se hallaba expirando, luchando estoicamente en medio de terribles
dolores, preguntaba a los médicos: "Pero ¿de veras tengo pinta de marica?"
Cuando se propagó la noticia de la muerte de Valentino, dos mujeres intentaron
suicidarse frente al Policlínico; en Londres, una chica ingirió veneno asida al
autógrafo de Rudy; un ascensorista del Ritz en París fue hallado muerto en su cama,
cubierto de fotos de Valentino.
Mientras el ídolo yacía inerte en la funeraria, las calles de Nueva York se
convirtieron en el escenario de un macabro carnaval: una muchedumbre de más de cien
mil personas luchaba para poder echar una última mirada al "supremo amante". El
cadáver se hallaba custodiado por una falsa guardia de Camisas Negras fascistas,
quienes flanqueaban una corona de flores en cuya banda podía leerse "De Benito"
[Mussolini]. Aquello no era sino un truco publicitario imaginado por un experto de
Campbell's, la casa funeraria, cuyos maquilladores consiguieron que el cadáver se
asemejara realmente a una borla de polvos rosadísimos.
Entre aquellos que consiguieron abrirse paso hasta el féretro rodeado de cirios, se
encontraba su ex-esposa Jean Acker, cuyos alardes de desconsuelo hubiesen sido
bastante menos expresivos de haber sabido que, en su testamento, Rudy sólo la había
dejado un solitario dólar. Pola Negri consiguió robar el show a todos, llegando en
volandas, desde Hollywood, disfrazada con sus más elegantes tocas de viuda. A
continuación, deshaciéndose en lágrimas, se desmayó ante el ataúd… y los
fotógrafos. Entre sollozos, Pola tuvo el suficiente tiempo para declarar que había
concedido su mano a Rudy. Otra reclamación que tuvo inmediato eco en los periódicos
fue la de Marion Kay Brenda, una corista de Ziegfeld, que aseguraba que Valentino
se le había declarado, la noche anterior a sentirse enfermo, en el night club
propiedad de Texas Guinan.
Cuando el cadáver de Rudy fue embarcado rumbo al Oeste para ser depositado en la
Corte de los Apóstoles del cementerio Memorial Park de Hollywood, pudo escucharse,
a través de todas las emisoras de radio de la nación, una canción dedicada a su
memoria y entonada por Rudy Vallee: "Desde esta noche luce en el firmamento una
nueva estrella: R-u-d-y V-a-l-e-n-t-i-n-o".
La pérdida de Valentino, a los treinta y un años de edad, dejó un rastro de
inconsolables amantes de ambos sexos, a juzgar por los torrentes de lágrimas
derramadas. Además de la famosa "Dama Enlutada" que anualmente le llevaba flores en
la fecha de su óbito, el recuerdo de Rudy era reverenciado por Ramon Novarro, quien
conservaba en una urna de su dormitorio un consolador de grafito, del más
representativo art decó, enaltecido por la firma autógrafa de Valentino. Un regalo
de Rudy.
El cochino teutón
Otro perenne manantial de fantásticos rumores, en el transcurso de los años veinte,
giraba en torno a la pregunta, sin respuesta aparente, sobre lo que realmente
ocurría durante la filmación de las notables escenas orgiásticas de las películas
de ese turbador individualista llamado Erich Von Stroheim.
Existía un ancho campo para la especulación en las lujosas escenas de burdel
dirigidas por Stroheim para El tío vivo, La viuda alegre, La marcha nupcial y la
inacabada Reina Kelly, que eran celosamente filmadas en platós a los que ni
siquiera los jefes de los Estudios tenían acceso.
No es de extrañar que estas sesiones bajo los ardientes focos fuesen consideradas
no ya dignas de "verlas para creerlas", sino de verdadera Lupercalia.
A veces el rodaje se prolongaba durante veinticuatro horas, sin pausa, en los
recintos cerrados. Stroheim "trataba" a los participantes a base de canapés y
caviar, sirviéndoles champagne auténtico a pesar de la Prohibición. Sus extras,
elegidos personalmente —exóticas mujeres y tipos aristocráticos, muchos de los
cuales eran genuinos emigrados—, emergían vacilantes, con los ojos turbios y el
aspecto de haber pasado un fin de semana en Sodoma. Algunas de las chicas, al borde
del histerismo, mostraban evidencias de mordiscos o marcas de látigo.
Stroheim se cuidaba bien de que estos figurantes fueran generosamente compensados
por las horas extras; ellos, en cuanto salían del cerrado plató, respetaban la ley
del silencio hacia su director.
A menudo Stroheim empleaba semanas de trabajo, considerables sumas del capital de
la Universal, la Paramount y la Metro Goldwyn Mayer, y hasta parte de la fortuna
personal de Gloria Swanson y Joseph Kennedy, filmando atrevidas secuencias de la
Viena decadente que ningún censor de entonces se hubiese atrevido a dejar pasar y
muchísimo menos Will Hays, con su rígido "Código de Pureza" hecho de sanciones y
admoniciones.
Dado que el material completo de sus trabajos orgiásticos era visionado únicamente
por los compinches de Von Stroheim, y que los horrorizados jefes del Estudio
cortaban las escenas hasta reducirlas a trizas para acomodarlas a los cánones de
Hays (tras lo cual llegaban los censores, que añadían cortes adicionales, de modo
que a la postre sólo quedaban de las orgías apenas unos flashes destinados a la
copia del estreno), la imaginación acerca de lo que realmente había en el contenido
primitivo se desataba.
Era de general creencia que, por ejemplo, el show incluido en La marcha nupcial,
que en la pantalla era seguido con avidez a través de agujeros voyerísticos, valía
verdaderamente la pena de ser contemplado.
Se supo que, sólo para una breve escena de ese film, Stroheim había importado desde
Viena a una dama profesional en sadismo y especializada en la aplicación de la
"araña".
En el abracadabrante burdel de La marcha nupcial figuraban prostitutas de todas las
razas, cada una de ellas con una especialidad erótica; las hadas de blanca peluca y
el níveo cuerpo maquillado, presentadas como instrumentos de cuerda, fueron
enmascaradas para preservar la identidad de las personas de buen tono presentes.
Los cinturones de castidad de las esclavas negras estaban sellados con candados en
forma de corazón; una pareja de pintorescos gemelos siameses ponían una nota de
refinamiento, debido más a la imaginación de Stroheim que a la depravación austro-
húngara.
Se sospechaba que Stroheim derrochaba el dinero de la Metro Goldwyn Mayer con
intencionada malicia en esas inmostrables secuencias como revancha por la
destrucción de los miles de metros del negativo de Avaricia practicada por sus
enemigos mortales: Irwing Thalberg, jefe de producción de la Metro Goldwyn Mayer, y
su nuevo Mogul, Louie Mayer.
Thalberg se había granjeado la enemistad de Stroheim en 1923 cuando era ejecutivo
en la Universal y le había arrebatado a Stroheim la dirección de El tiovivo, tras
haberse éste permitido una serie de extravagancias tales como ordenar calzoncillos
de seda con el distintivo de la Guardia Imperial, destinados a los militares que
figuraban en el film.
Pese a que su film para la Metro, La viuda alegre, constituyó un mayúsculo triunfo
comercial, los escrúpulos fanáticos de Stroheim no eran los más adecuados para
gentes como
Mayer y Thalberg. Ambos se las arreglaron para deshacerse de él, corriendo por toda
la ciudad la voz de que Stroheim, además de anticomercial y maníaco sexual, no era
de fiar. La leyenda sobre su extravagancia, que se había iniciado como un truco
inventado por la Universal durante la filmación de Foolish Wives, cuando su nombre
era anunciado como "$troheim", se le volvía en contra como un boomerang y, ahora,
tenía dificultades para financiar sus producciones. Los altos ejecutivos fueron de
estudio en estudio haciéndose eco de que "trabajar con Stroheim es como arrojar
dólares dentro de un pozo".
La saga de Stroheim en Hollywood —batalla de un gigante contra pigmeos—estaba
condenada a terminar mal. Las mentes mezquinas de los ejecutivos disecaron lo que
de mejor había dentro de este feroz visionario.
A raíz de su desencantado retorno a Europa, Erich Von Stroheim declaró: "Hollywood
me ha asesinado". Y en verdad fue esto lo que Hollywood hizo con el genio
desconcertante que se atrevió a desafiar sus dogmas de cartón.
Titulares de Hollywood
Si el poder de la prensa parecía que radicara en el Gran Padre Hearst y su "Mirror"
(un periódico de tintes amarillistas cuya fragancia era lo más parecido a la de las
manzanas podridas), su igualmente fétido competidor, Bernard Macfadden, a través de
su calumniador "GraphiC" o algún calenturiento editor de provincias, en general
todos los sabihondos chupatintas sabían que los TITULARES SOBRE HOLLYWOOD VENDÍAN
EJEMPLARES a condición de que fuesen picantes, atrevidos o decididamente
escandalosos.
Por mucho que Hays, desde el fondo de sus calzoncillos Hoosier intentase apelar a
la moderación en los comentarios sobre la colonia fílmica, la prensa dedicaba un
espacio mucho mayor a los catorce divorcios y tres separaciones cuyos protagonistas
eran nombres de campanillas, que a los veintitrés casamientos estelares ocurridos
en 1926.
Canon Chase, uno de los más activos entre los mojigatos de profesión de los años
veinte, no cabía en sí de contento cuando, en 1926, se filtró la noticia de que
Will Hays había aceptado dinero bajo cuerda de Harry Sinclair, siendo miembro del
gabinete de Harding. Chase se despachó en la prensa contra Hollywood y Hays,
proclamando que la Ciudad del Celuloide seguía siendo tan indecente como siempre y
deslizando, de paso, que, en el departamento de limpieza, él podía hacer un buen
trabajo de poda.
Hays se mantuvo en un digno silencio ante el ataque frontal de su competidor.
Estaba demasiado ocupado procurando que todas las Iglesias de la nación fuesen
debidamente informadas de las sacrosantas intenciones del superpiadoso Rey de
Reyes, de Cecil B. de Mille, inminente sermón cinematográfico, y sobre todo de que
H. B. Warner, la "loquita", que hacía de Cristo, no fumase, bebiera o soltara
palabrotas. Y de que la actriz que interpretaba a la Virgen María olvidase de
momento sus planes para divorciarse.
Pero, a pesar de estas maniobras untuosas, la prensa continuó sus cargas contra
Hollywood a medida que los años veinte caminaban hacia su extinción. Los cimientos
ya se habían plantado con los escándalos Arbuckle-Taylor-Reid y se veían coronados
por los lascivos comentarios emanados de la cacareada separación de Chaplin y Lita
Grey.
Si los rotativos necesitaban algo con "gancho" para el suplemento dominical,
siempre podía encontrarse alguna exclusiva en un nuevo vicio o amenaza para la
doncellez norteamericana surgidos de Hollywood, Ciudad del Pecado. Siempre existía
por ahí alguna desilusionada "Reina de la Belleza" que no había conseguido
triunfar, deseando contar a quien la escuchase que los listillos de Hollywood
habían sido la causa de su "caída" a cambio, naturalmente, de un precio estipulado
y de su retrato en primera página.
Esta imagen fue reforzada por Mae Murray que vendió sus sensacionales Memorias,
para ser publicadas en fascículos, al surrealista dominical de Hearst, "The
American Weekly". En una de las suculentas entregas titulada El teutón más cochino
de Hollywood contaba con todo detalle sus zipizapes con Stroheim durante la
filmación de La viuda alegre para la Metro Goldwyn Mayer.
El norteamericano medio fue sacudido un domingo al saber que "El hombre que Vd. ama
hasta el odio" era, en verdad, un monstruo en su vida cotidiana. Tan sádico era que
la Princesa Mae (la de los labios en forma de corazón) se vio forzada a gritar en
medio de mil extras emperifollados: "¡No eres más que un cochino teutón!"
abandonando a continuación con paso señorial el decorado de Chez Maxim. Cuando la
periodista-estrella Murray tuvo una charla con el jefe del estudio, Louis Bollocks
Mayer, éste se cebó en Stroheim; mientras el Niño Prodigio Irving Thalberg dejaba
fuera de combate, en el asalto número diez, al desgraciado Stroheim sobre la
alfombra de Louie en Culver City, los lectores dedujeron que todo aquello tendría
algo que ver con la proverbial "galantería" de L. B. M. La verdad era que Stroheim
había dejado caer en los oídos del maternalista Mayer su opinión de que "¡Todas las
mujeres son unas putas!". (Cara de Acelga Louie descargó su guadaña de segador
sobre Cabeza de Bala, al tiempo que vociferaba a su falange de secretarias: "¡Nadie
en mi presencia se atrevió jamás a hablar así de las mujeres y salirse con la
suya!".)
A todo lo largo de los agitados años veinte, las publicaciones marcharon
acompasadamente al paso que marcaba el Desfile de Inmundicias del viejo y en el
fondo buen Hollywood, vertiendo océanos de tinta en torno a cosas como: LOCOS
PARTIES EN EL PAÍS DEL CINE, ORGIÁSTICOS FINES DE SEMANA DE LAS ESTRELLAS DEL
LIENZO DE PLATA, UNA STARLET DA EL AVISO DE QUE LOS TORTUOSOS CAMINOS DEL CELULOIDE
SOLO CONDUCEN A LA RUINA, LOS CAZADORES DEL PAÍS DEL CINE TIENDEN SU CEPOS. Los
hambrientos de sensaciones y reprimidos sexuales devoraban lo que se les pusiera
por delante y se apresuraban a soltar la pasta pidiendo más y más.
Esa demanda incesante era satisfecha, día a día, a golpes de pecho, por la mutante
y tecleante Enviada Especial desde Hollywood.
La enana antecesora de todas las Ronas [El autor se refiere a Rona Barrett, una
columnista bastante popular en la actualidad, con numerosas publicaciones que
llevan su nombre y apariciones bastante frecuentes en programas en directo de la
Televisión norteamericana, muy especialmente en el espacio matinal "Good Morning
America". Es un sucedáneo bastante aproximado de lo que en su época representaron
Louella O. Parsons y Hedda Hopper. (N del T.)] actuales era, por supuesto, la
original y pimpante Paganini de la superficialidad, Louella "Oneida" (He-Visto-Lo-
Que-Has-Hecho) Parsons, impuesta por W. R. como Suprema Corresponsal de Hearst en
Hollywood.
¡La rechoncha Louella! Su diaria columna matutina de chismes contaba a la nación, a
la hora del desayuno, exclusiva a exclusiva, todo lo que sucedía en Hollywood, el
Quién-Jodía-Con-Quién en la Costa Oeste, donde las fortunas se multiplican. Lolly
llamaba a eso "salir con alguien", pero sus seguidores sabían muy bien por dónde
iban los tiros. La gran masa de público podía estarle también agradecida por
informarle quien en Hollywood estaba considerado como IN y quién como OUT —ese
temible estado de Ostracismo que ella sabía resaltar muy bien con la simple
exclusión de una persona de su columna, o bien con una avalancha de comentarios
poco piadosos y Lollyparsonescos— en caso de que dicha persona, según su cruel
criterio o el deseo de Papá William (Randolph Hearst) fuese condenada a sufrir en
carne propia el látigo vengador.
Mientras la inexorable L. O. P. y su legión de imitadores baratos abastecían a toda
la nación de noticias impresas, los restantes representantes de la Prensa echaban
más carne al asador: porque, por ejemplo, para el "GraphiC" y Compañía no existía
un lugar más malvado que Hollywood-Babilonia renacida, con Santa Mónica-Sodoma y
Glendale-Gomorra como suburbios. Los charlatanes definían lúbricamente a las
Estrellas como sirenas desprovistas de alma que deambulaban por lascivas orgías del
brazo de caballeros de etiqueta y belleza turbadora, en un mundo perfumado y
materialista, flanqueado por los Espectros de la Bebida, la Droga y el Desenfreno,
la Locura, el Suicidio y el Crimen. Mientras tanto, se insinuaba que en esos
suburbios de Sodoma y Gomorra, en ese Pantano de Espliego, las formas de pecar eran
bastante peculiares que la fornicación o el adulterio. Los consumidores obtenían
más alimento a cambio de sus tres centavos.
Era cierto que, desde el momento en que Hollywood se erigió como la Meca de la
Cinematografía, sobre ella había caído toda clase de elementos sospechosos, como
una plaga de polillas en busca de luz. Gangsters de poca monta, contrabandistas,
apostadores, tramposos, chantajistas, vagabundos, pequeños y grandes
extorsionistas, todo tipo de pervertidos sexuales, especuladores, cultistas
"tocados", astrólogos del dólar, falsos mediums y evangelizadores, curanderos de
pacotilla, echadores de cartas y parásitos psicoanalistas, todos los cuales
revoloteaban alrededor del círculo de los elegidos.
Millares de estúpidos jóvenes embobados con el cine eran atraídos a Hollywood por
las vanas promesas de falsas escuelas promocionales— la Quimera del Oro para los
incautos, de la que no se obtenía metal alguno, sino amargas impurezas. Multitud de
caras bonitas, despojados de Sus sueños y con los bolsillos vacíos, se vieron
arrastrados a la prostitución.
Estos flamantes reclutas, que hacían la carrera en Hollywood, se hacían llamar
"extras cinematográficas" para eludir las leyes californianas sobre vagos y
maleantes. Si eran cazados por la Brigada Antivicio o arrestados en hoteles de poca
monta, todos los diarios de la nación reseñaban el incidente: BELLÍSIMA ESTRELLA DE
CINE SORPRENDIDA EN UN LUGAR DE DUDOSA FAMA. Los avispados reporteros describían a
continuación a una morena de buen ver, a una llamativa rubia o a una apabullante
pelirroja. Sus nombres eran suprimidos para dejar paso a la imaginación del lector,
quien no podía sustraerse a pensar en una cetrina Dolores del Río, una oxigenada
Alice White o en la más incandescente pelirroja de Hollywood: Clara Bow.
Saturno en Sunset
La gran ilusión dorada quedó hecha trizas el 29 de octubre de 1929. "Variety" lo
describió de esta forma: WALL STREET PONE UN HUEVO.
Desde una perspectiva de veinte años, Mae Murray definió así a la Gente Dorada de
Hollywood: "Éramos como libélulas. Parecía que estábamos suspendidos en el aire sin
esfuerzo, pero en realidad nuestras alas se movían muy, muy aprisa…
Para muchos de los privilegiados, de por sí atemorizados por la llegada del sonoro,
aquello parecía el Apocalipsis, el instante fatídico mentado por Solón: "Tenemos
que saber cuándo llega el fin; a menudo Dios concede al hombre un relámpago de
felicidad para sumergirlo a continuación en la ruina".
La caída de John Gilbert fue un caso extremo. Había sido el astro mejor pagado de
1928, percibiendo de la Metro Goldwyn Mayer diez mil dólares semanales desde que
llegara al pináculo con El gran desfile. Cuando su idilio con Garbo se fue a pique,
Gilbert, de rebote, contrajo nupcias con Ina Claire, una actriz de Broadway. Se
encontraba de regreso de una luna de miel un tanto borrascosa en medio del
Atlántico, cuando de pronto estalló la bomba.
Gilbert desembarcó en Nueva York y descubrió que se había arruinado. Como les
ocurría a tantos otros hollywoodenses, su agente de bolsa le había invertido todo
el capital en acciones, convirtiéndolo así en una víctima más de los avispados
sujetos que se dedicaban a las inversiones y de los que Hollywood se hallaba
infestado. (Más le habría valido dormir sobre su dinero —como lo hiciera Emil
Jannings, quien durante su efímera carrera llegó a guardar doscientos mil dólares
en metálico dentro de su almohada.)
John Gilbert todavía tenía con la Metro un contrato "irrompible" para cubrirse las
espaldas, pero esto sólo fue un momentáneo alivio tras la aparición de su primer
film sonoro —una fruslería titulada Su noche gloriosa— que alguien calificó de
"abominable".
Cuando la película se estrenó en el Capitol de Nueva York, sus "hinchas" se
removieron desconcertados en los asientos: una caricatura de su voz surgió a través
de los altavoces como un hiriente quejido metálico. En realidad la atiplada voz de
tenor de John no era tan mala. Prueba de ello la tenemos en una brillante comedia,
Downstairs, interpretada y escrita por él en 1932, donde su dirección es perfecta.
Pero el daño ya estaba hecho, y los periodistas y las revistas especializadas
corrieron la voz de que Gilbert estaba acabado. Su estupenda actuación en
Downstairs induce a dar crédito al rumor de que los ingenieros de sonido de la
Metro Goldwyn Mayer, bajo las órdenes de L. B. Mayer (quien deseaba machacar la
carrera de Gilbert y deshacerse de él), contribuyeron a su ruina, multiplicando por
tres el volumen del sonido y castrando deliberadamente la voz de Gilbert.
John era un muchacho sencillo que había crecido acostumbrado al agasajo de sus
admiradores. El súbito corte en esta relación fue muy duro para él. Su mujer le dio
la puntilla. A medida que su incipiente estrellato se agrandaba en el Firmamento
Sonoro gracias a una impecable dirección de Beacon Hill, el de Gilbert se
derrumbaba. Ina no dudó en aplicar sal a sus heridas recordándole constantemente su
situación. Y John se tomó entre pecho y espalda el vengarse de la Prohibición, como
hiciera otra estrella del mudo que también tuvo problemas con su voz, Marie
Prevost. Su romántica apariencia no casaba bien con su dialecto de Brooklyn, y la
rubia Marie trató de ahogar en bourbon su desdicha. John y Marie protagonizaron una
carrera etílica hacia la muerte que John ganó en 1936. Marie aguantó hasta 1937,
cuando lo que quedaba de su cuerpo fue hallado en su andrajoso apartamento de
Cahuenga Boulevard. Su perro salchicha logró sobrevivir comiéndose a su ama a
trocitos.
A Hollywood siempre le había gustado canibalizarse a sí mismo. La historia de la
caída de Gilbert quedó plasmada en la pantalla en 1937 con Ha nacido una estrella
pese a que el suicidio en ese film estaba inspirado en otro de características
similares, el del desdichado John Bowers.
Paralelamente se producían ajustes de cuentas entre algunos ejecutivos; Wall Street
no era el único que se propasaba. En 1930, William Fox fue acusado de "malversación
en los libros de cuentas de su propia oficina, de manipulaciones y apropiación
indebida de fondos", siendo finalmente despedido del espléndido estudio que él
mismo había edificado. El retozón Adolph Zukor, que consiguiera extraer de la
montaña de la Paramount una pequeña fortuna valorada en unos cuarenta millones de
dólares, se encontró haciendo frente a la bancarrota. Incluso el mismo Hearst
navegaba en un mar de aguas turbias y, en esta ocasión, fue Marion Davies quien le
ayudó a salir a flote.
Como el resto de la nación, Hollywood tuvo que bailar al son de la misma música:
"el mayor festín de la Historia" había llegado a su fin. En 1929 la mayoría de los
cientos de millones de espectadores habituales habían pasado de formar colas ante
las taquillas a engrosar las que esperaban el reparto del pan. En 1930, la
asistencia a los cines era de un cuarenta por ciento menos. Algunos locales hacían
esfuerzos desesperados: dos entradas por el precio de una en programas dobles, y
cupones gratis para una permanente "Marcel" para las espectadoras femeninas. Pero
en el transcurso del amargo crepúsculo de la Depresión, tales trucos resultaban
insuficientes para atraer a los aficionados. Eran demasiadas las puertas que se
habían cerrado definitivamente.
Campañas patrocinadas por el Club Permanente de California del Sur aparecían en
todas las publicaciones: "Si desea pasar unas gloriosas vacaciones, California le
espera". Si lo que desea usted es encontrar un trabajo, no venga, a menos que
quiera llevarse una decepción; pero si Vd. lo hace en plan turístico; las
atracciones no tienen límite".
Pese a haber sido sacudido por el crack y la llegada del Sonoro, Hollywood sacó
fuerzas de flaqueza y se lanzó hacia adelante. En la reconversión, los mitos del
País del Celuloide se llevaron un buen porrazo. Sobrevivió el star system (la Metro
Goldwyn Mayer disparó su slogan: "Más estrellas que en el cielo") pese a que las
luminarias en cuestión no hacían más que preguntarse por cuánto tiempo se
mantendrían en sus órbitas.
Veintinueve flamantes stars sonoras habían irrumpido en 1931; sólo tres de ellas
pertenecían a la carnada de 1921.
No era la carrera de John Gilbert la única en declive. Compañeros de infortunio
eran Conrad Bagel, Charles Farrell, Buddy Rogers y William Haines. El siempre
melodramático Ramón Novarro se largó a "meditar" a un monasterio.
El desfile fue igualmente fuerte para las diosas silentes. Billie Dove, Colleen
Moore, Corinne Griffith y Norma Talmadge se esfumaron, sencillamente. Algunas, como
Talmadge, pretendían ser ya demasiado ricas como para dar importancia a la cosa.
Para ciertas bellezas, el eclipse fue brutal. Louise Brooks, una de las visiones
más radiantes que engalanase jamás una pantalla, pasó vertiginosamente del
estrellato a despachar en un mostrador de Macy's. Una maldición aún más denigrante
que la de convertirse en una simple dependienta cayó sobre otras. Mae Murray,
supermillonaire, fue repudiada por su esposo noble, aunque dudoso, al perder su
fortuna. Tras un viacrucis de humillaciones, fue arrestada por vagabundeo cuando la
encontraron, ¡Señor!, durmiendo en un banco de Central Park. Grandes figuras de los
veinte, como Mae Murray, se hallaban realmente convencidas de que su "estrellato"
era un don caído de los cielos. No fue Mae la única que intentó elevarse por encima
de los mortales casándose con un noble. Gloria Swanson se convirtió en marquesa de
la Falaise de Coudray; Pola Negri (nacida Apolonia Chalupec) trocó su título de
condesa Dombska por el de princesa, casándose con el último Mdivani disponible, el
Príncipe Serge. Años después también ella acabaría en la fosa, arrojada por las
tres P: Paramount, Príncipe y Popularidad.
Dudas drásticas
William Blake lo dijo bien claro: "Si una estrella dudara, de inmediato dejaría de
brillar". Con la llegada de la Gran Depresión, esto es lo que ocurrió en Hollywood.
A paladas.
La tensión fue excesivamente fuerte para muchos de los antiguos grandes. En lugar
de tratar de sobrevivir entre corroídos oropeles, prefirieron escenificar su Gran
Final. Algunos, en dramáticos cuadros guiñolescos, se suicidaron como dioses
autodegollados al pie de sus altares. Fue durante este período cuando por primera
vez salió a relucir el concepto de has been (Has been (ha sido): Se dice de las
grandes estrellas que han caído en el descrédito pero aún son reconocidas
fácilmente por sus antiguos admiradores. (N. de T.)] Una etiqueta difícil de
sacudirse por muy injustamente adjudicada que estuviese.
Algunos afortunados se las arreglaron para emerger indemnes del doble holocausto
crack/Cine Hablado, montando todo un show al proponerse hacer caso omiso de la
amarga realidad. Una de estas afortunadas luminarias fue una hija del jazz con
agallas: Joan Crawford.
En 1932, en medio de las turbulencias de la Gran Depresión, Crawford se sintió
llamada a fortificar la moral de la nación a través de un manifiesto público en las
páginas de "Photoplay", valientemente titulado "¡Hay que gastar!", toda una
declaración de principios sobre los Derechos de una Estrella.
Como respuesta a gruñidos no precisamente insensatos, mientras se alegaba que las
figuras estaban superpagadas, Joan replicó que el deber de una star residía en
mantenerse en el estilo de vida que el público asociaba con su elevado puesto. Y
con férrea determinación se rodeó a sí misma con lo máximo en lujos, pieles de
última moda, deslumbrantes joyas y un renovado guardarropa de fabulosos modelos.
Sería ésta la única manera, y no otra, de hacer que sus fans se sintieran
satisfechos y los dólares continuaran circulando.
Heroicamente, Joan exhortaba a sus admiradores a emularla: "Yo, Joan Crawford, creo
en el Dólar. Todo lo que gano lo gasto".
Para Joan, al menos, era ésta la fe religiosa en el estilo Hollywood; mansiones
espléndidas, coches, una catarata de lujos y, fuera del ámbito de los Estudios, un
torbellino de cocktail-parties, románticos rendez-vous y bien publicitadas salidas
nocturnas.
Ella supo llevar todo esto al extremo. Como el resto, se había asomado al
precipicio y el Olvido la había devuelto a su sitio —Joan sabía muy bien de dónde
procedía y no tenía la menor intención de regresar allí.
El crack había hecho mella en la seguridad desvergonzada de Hollywood. En el
silencio nocturno de sus almas doradas, las estrellas supervivientes —Crawford
entre ellas— sabían que algo ajeno se había infiltrado en su privilegiado entorno:
una rata llamada miedo.
El escándalo hizo estruendosa entrada en 1930, a raíz de la batalla campal
protagonizada en los tribunales por Clara Bow y Daisy DeVoe. Pero el show se
representó en un local semivacío.
Aunque los idilios de Clara fueran desmenuzados en la prensa, la nación se hallaba
demasiado aturdida para tomarlos en cuenta. El caso Bow sólo suscitó miradas hacia
atrás, sobre un festín que a todos les había producido resaca.
En 1931, mientras Clara era víctima de su primera depresión nerviosa, la mayoría de
sus antiguos admiradores se encontraban buscando trabajo por las calles. Y,
mientras ella trataba de recuperarse en un manicomio, una multitud se enfrentaba
con una música bastante más estridente que la del jazz. Pese a que su regreso al
cine sonoro al año siguiente fue brillante, Salvaje no la libró del desastre. Clara
ya era una reliquia del pasado, y el dolor que esto le produjo desembocó en la
locura. Una vez más, pues, el sanatorio, envuelta en sábanas heladas.
Muy pronto, y en el mismo hospital, se le uniría Buster Keaton, fuera de quicio por
los combinados traumas emanados de la llegada del sonido, la pérdida del control
artístico sobre sus películas, los problemas maritales y la bebida.
Mi muy querida,
Desgraciadamente, ésta es la única salida para reparar el daño que te he causado y
borrar mi humillación. Te amo, Paul.
Espero que entiendas que lo de anoche sólo fue una comedia.
Parecía ser que Bern tenía un "problema" y había tratado de efectuar el coito por
medios artificiales: un contundente pene falso. Mayer se metió la carta en el
bolsillo y, dado que la policía hizo su aparición dos horas y media más tarde, sólo
se decidió a mostrarla cuando Howard Strickling, jefe de publicidad del Estudio le
aconsejó que lo hiciese.
Al día siguiente, Dorothy Millette, una rubia aspirante a starlet que fuera la
primera esposa de Paul Bern, se suicidó arrojándose a las aguas del río Sacramento.
Dos actores, también en el olvido y convertidos en alcohólicos, eligieron idéntico
camino. John Bowers, caminó desnudo hacia su final entre las olas de la playa de
Malibú; James Murray saltó vestido a las aguas del East River. George Hill,
realizador de The Big House, se voló el cráneo, en 1934, con una escopeta de caza.
En 1935, el suicidio de Lou Tellegen no fue el único: su espantoso hara-kiri con un
par de doradas tijeras tenía su antecedente, diez años atrás, en el de Max Linder.
Esas tijeras de oro macizo con las iniciales de Tellegen grabadas, habían sido muy
usadas durante años en los recortes de prensa que cubrían tanto su carrera
cinematográfica como partenaire favorito de Geraldine Farrar como el posterior
romance y matrimonio de ambos. Totalmente olvidado en 1935, Lou se rodeó de sus
voluminosos álbumes de recortes ya amarillentos, con sus fotos más favorecedoras y
con los posters un tanto andrajosos de sus triunfos, The Long Trail y The Redeeming
Sin. Y, desnudo en el centro del ridículo círculo, se acurrucó al estilo japonés
para destrozar el olvidado ser en que se había convertido con feroces tijeretazos
en el pecho y el estómago. Se le encontró destripado, con el corazón abierto y los
patéticos souvenirs empapados en sangre.
Los recortes de prensa también desempeñaron un papel en el suicidio de la exquisita
Gwili Andre, modelo y fracasada actriz de segunda fila que había conquistado mucho
espacio en las linotipias, pero muy escasos metros de celuloide, A Gwili Andre la
encontraron carbonizada en medio de una pira funeraria prendida con su inútil
publicidad.
Una novedad fue la impuesta por Peg Entwistle, quien escaló las húmedas laderas del
Monte Lee hasta el letrero de Hollywood (constancia de un mal negocio de Mack
Sennett, quien había adquirido los terrenos en los años 30 denominándolos HOLLYWOOD
LAND). Peg trepó hasta el final de la letra número trece (poco antes había
conseguido un papelito en un film titulado Trece mujeres que no le reportó gran
cosa). No fue capaz de seguir poniendo buena cara a la Ciudad del Oropel, y se
zambulló hacia la muerte. Otras estrellitas desilusionadas siguieron a su pionera,
y el signo de Hollywood se convirtió en un notorio mojón de despedida.
Las píldoras de Seconal, se hicieron también populares al llevarse por delante al
encantador Ross Alexander, del elenco de la Warner Bros, en 1937, y también al
realizador Tom Forman en 1938.
Cotillas babilónicos
Dejando aparte esos escándalos que eran pasto fresco para la prensa, Hollywood
nunca careció de otros muy particulares que, entre plano y plano, contribuían a
aliviar el tedio, pero que jamás llegaban a ver la luz en las columnas de
chismorreo.
La inseguridad que trajo consigo la Depresión sacó a relucir lo que de peor había
en los Dioses Malévolos: estrellas que se golpeaban unas a otras, realizadores que
levantaban calumnias sobre sus compañeros, ejecutivos que despreciaban a todo el
que se pusiera a su alcance.
El molino de las insidias trabajaba horas extras en sitios nocturnos como
Trocadero, Cocoanut Grove, Casanova, Cotton Club, Hawaian Paradise, Club Marti,
Bali, Club Esquire, Century Club y Famous Door. Las lenguas de triple filo hacían
su agosto en bares tan concurridos como The Beachcomber, Seven Seas, Tropics,
Bamboo Room, Swing Club y Cine-bar. La chismorrería homosexual femenina giraba en
torno a Mary's, el bar para lesbianas en el Strip, y su polo opuesto en otro,
arriba en la montaña, el Café Gala, lindante con los hogares de Cole Porter y Cecil
Beaton. Reputaciones enteras eran deglutidas junto con la cena en Brown Derby, Cock
and Bull, Avdeef's, La Golondrina, Víctor Hugo, Dave Chasen's, Cinegrill, Biltmore,
Gotham, Musso-Frank's y La Maze, todo Hollywood tenía cabida en esos banquetes
caníbales.
Entre bocado y bocado se aireaban alegre y locamente las públicas imágenes y vidas
privadas de gentes como la famosa pareja romántica formada por Charles Farrell y
Janet Gaynor, en la cual ella era bastante más masculina que él. Matrimonios como
los de Farrell con Virginia Valli o Gaynor con Adrian, el modisto, eran
clasificados como "Tándems crepusculares", bicicletas de dos para encubrir la
homosexualidad.
Las uñas y lenguas se afilaban para encarnizarse en toda faceta íntima que se
saliera de lo corriente, como la vena sádica en Stroheim, Selznick, Victor McLaglen
o Wallace Beery, o las necesidades masoquistas de Jannings, Laughton y la
desquiciada y esplendorosa Mary Nolan, más conocida como "la bella masoquista".
(Mary era la notable ex-Imogene Wilson, una chica de Ziegfeld, cuyos psicodramas
sadomasoquistas con el cómico Frank Tinney habían conseguido escandalizar a Nueva
York. Ahí, como en Hollywood, Mary se las componía para poner de relieve lo que
cada hombre lleva de sádico en sí, con frecuencia hasta poder alcanzar la Venganza
de la Masoquista, como cuando demandó a un productor en quinientos mil dólares por
tratarla a lo bestia con exagerada crudeza.)
Los chismes sobre genitales se cotizaban muy bien; Chaplin y Bogart figuraban en
cabeza de los bien dotados. Un tiempo similar se dedicaba a aquellos cuyas medidas
no correspondían a lo normal. Al aire salían a relucir los nombres de todas
aquellas "Diosas del Amor" cuya devoción a Príapo exigía que sus vaginas fuesen
restauradas quirúrgicamente de vez en cuando. El malicioso sarcasmo de una Carole
Lombard o una Tallulah Bankhead transformaba esos comentarios en deliciosos
chascarrillos.
La homosexualidad supuesta o real era un tópico favorito. Muy pocos en el entorno
de la Fox desconocían que, a la hora de preparar un reparto, F. W. Murnau favorecía
a los gays. Su muerte en 1931 inspiró una marea de especulaciones.
Murnau había contratado como criado a un bello muchacho filipino de catorce años
llamado García Stevenson. Cuando ocurrió el fatal accidente, el chico se hallaba al
volante del Packard de su amo. Las viperinas lenguas de Hollywood no tardaron en
afirmar que, cuando el vehículo se salió de la carretera, Murnau estaba practicando
una delicada fellatio sobre García. Sólo once almas caritativas asistieron al
funeral (Garbo entre ellas). Farrell y Gaynor, a quienes Murnau había dirigido en
tres ocasiones, no se dignaron presentarse para rendirle tributo. Garbo encargó una
máscara de escayola del rostro del muerto y conservó ese memento del genio germano
durante todos sus años de permanencia en Hollywood.
La genuina reserva de Greta Garbo, mantuvo a los chismosos a distancia durante
mucho tiempo. Se hacían, no obstante, ocasionales especulaciones sobre el grado
íntimo de su amistad con la escritora Salka Viertel.
Más adelante, la llegada de Marlene Dietrich proporcionó abundante pasto. Alegre
bisexual sin el menor género de dudas, con apetito suficiente como para muchos y
variados amores, Marlene sirvió para alimentar durante los años treinta los alegres
gorgojeos de las comunidad "diferente". Su enjambre de amiguitas se granjeó el
sambenito de "las costureras de Marlene". No eran lesbianas propiamente dichas,
como las de la "banda de Nazimova", aunque sí alegres vividoras que como Marlene,
se divertían en jugar a dos bandas. A Dietrich se le atribuyó un apasionado affair
con su compañera de la Paramount, Claudette Colbert, y otro con Lili Da mita,
esposa de Errol Flynn en la vida real. La visión de una Marlene en traje de
etiqueta masculino resultaba irresistible para cierto miembros del jet-set
internacional; pronto, la autora Mercedes D'Acosta y la archimillonaria Jo
Carstairs se encontraron dentro de atavíos masculinos como peces en el agua. Las
dos efectuaban periódicas peregrinaciones a Hollywood para rendir pleitesía al
"ángel azul". Fue en el transcurso de 1932 cuando Marlene Dietrich decidió emplear
su uniforme, reservado hasta entonces a la pantalla, fuera de ella: así fue
implantada una moda que se extendió por todo el país: la de la mujer que llevaba
pantalones.
El atractivo bisexual de Marlene vestida de hombre fue magnificado por su
particular Svengali, Josef Von Sternberg, quien se las arreglaba para incluir en
cada una de las películas que realizaron juntos una escena, por lo menos, en la que
la actriz aparecía disfrazada de varón. Que el suyo era un romance mental,
artificio y arte, era algo sobre lo que no cabía la menor duda. El "fetiche"
Marlene de Von Sternberg no obtuvo la esperada aprobación universal.
"Vanity Fair" comentó tras el estreno de Capricho imperial: "Sternberg ha
traicionado su estilo simplista en pro de una fantasía desbordante y centrada
primordialmente en las piernas enfundadas en medias de seda y el trasero con
encajes de Dietrich, de quien ha conseguido hacer una monumental zorra. Por
voluntad propia, Sternberg es un hombre que combina el pensamiento con la acción:
pero, en lugar de abstraerse contemplando el ombligo de Buda, su perseverancia
umbilical le ha llevado a fascinarse exclusivamente con el de Venus". La señora de
Von Sternberg, Risa Royce, no debió de sentirse tampoco muy satisfecha cuando
presentó una demanda de divorcio, nombrando a Marlene como la responsable de
"desviar el cariño de mi esposo".
Marlene continuó su camino hasta convertirse en una leyenda viviente rodeada de
amantes femeninos o masculinos y de otros directores y operadores. Años más tarde,
cuando alguno de éstos se mostraba incapaz de iluminarla apropiadamente, podía
escucharse a la eterna glamour girl susurrar por lo bajo y entre dientes: "Ay Joe,
¿dónde estás, ahora?".
La monstruosa Mae
Mae West irrumpió en Hollywood con una reputación de "perversa chica de Broadway".
Obras como Sex la habían precipitado en aguas turbulentas y le habían costado ocho
días en la cárcel. A su llegada se descolgó con esta frase: "No soy ninguna tonta
de pueblo que busca prosperar en la gran ciudad. Soy una mujer de una gran ciudad
que va a descollar en un pueblecito".
La apuesta de la Paramount por Mae resultó ganadora. En Noche tras noche, la actriz
se robó limpiamente la película con un papel secundario; a partir de ahí trató de
imponerse a los jefazos del estudio para que la dejasen libre de movimientos. Su
primer vehículo estelar, Nacida para pecar, que adaptó personalmente de su propia
obra Diamond Lil, batió records de taquilla en 1933. Recaudó dos hermosos millones
de dólares en sólo tres meses y salvó al estudio de la bancarrota.
"Variety" resumió así el film: "La señorita West, con sombreros gigantescos,
embutida en modelos tipo camisa de fuerza y con tantas joyas encima que parece una
planta Knickerbocker, canta "Easy Rider", "A guy who takes his time" y "Frankie and
Johnny" todas con las letras claramente pasteurizadas. Pero da igual: Mae no podría
cantar una nana sin convertirla en sexo puro. Repleta de risas, como un espía de
coartadas, la personalidad de esta luminaria se impone por encima de cualquier
vulgaridad. West acentúa sus diálogos de una forma tan especial que no tardará
mucho en ser imitada… Su dominio sobre amantes, pasados, presentes y futuros,
resume todo el contenido de su film".
Mae no cayó bien al "todo" Hollywood. Una notable resistente fue Mary Pickford,
quien, desde su retiro en Pickfair, comentó: "Pasé por delante de la puerta de mi
encantadora sobrinita, educada con esmero, y ¡Dios mío!, estaba cantando estrofas
de esa canción de Diamond Lil y digo esa canción, porque me sonrojaría el mencionar
su título incluso aquí".
Los frívolos puntos de vista de Mae con respecto al sexo fueron objeto de una
fortísima diatriba del cardenal Mundelein de Chicago, quien ordenó a uno de sus
pedantes feligreses, el reverendo Daniel A. Lord, redactar un panfleto titulado
"Las películas traicionan a Norteamérica"; en él, las juventudes católicas eran
conminadas a boicotear las "ofensivas cintas" de Mae West. En adelante esos films
integrarían la lista negra de la revista del Padre Lord, "The Queen's Work".
La Hermandad católica se sintió tan satisfecha ante la acogida que decidió extender
su boicot anti-sexo a nivel nacional. Bernard J. Sheil, obispo auxiliar de Chicago,
se dio buena maña para organizar un grupo; surgió así la Liga de la Decencia,
constituida en octubre de 1933, seis meses después de la presentación de Nacida
para pecar. Los inspiradores de la Liga adujeron la amenaza que Mae West
representaba como una razón de peso para la "necesidad" de su Organización.
A continuación de Nacida para pecar, Mae interpretó su película más popular, No soy
ningún ángel. Su desintegración se inició con su tercera película, No es pecado.
Cuando en Brodway se erigieron enormes vallas anunciando No es pecado, un pelotón
se formó para pasear arriba y abajo de las vallas con pancartas que llevaban este
escueto mensaje: "Sí que lo es". Los púdicos Legionarios obtuvieron una victoria
menor; el título de No es pecado tuvo que cambiarse por el de La bella del
Novecientos. El jefe de publicidad de la Paramount, a quien se le había ocurrido
una divertida campaña de promoción, se encontró de repente en posesión de cincuenta
papagayos sin trabajo a los que había contratado para que repitiesen una y otra vez
"No es pecado", "No es pecado".
Por esas fechas el Padre Lord había desplazado su inquieto cuerpo a Hollywood,
dispuesto a adoctrinar a Hays acerca de un par de cosas relacionadas con la
Censura. Lord desempolvó la vieja lista de los "Noes…" y, con la ayuda de un
católico seglar, Martin Quigley, redactó una nueva ristra de absurdas restricciones
bajo el título de "Código regulatorio para la creación de películas". Esta
monstruosidad que incluía cien maneras diferentes de asexuar le fue entregada a
Hays por Lord y Quigley; Joseph L. Breen hizo su aparición para reforzar la Liga
con una nueva arma: el Sello de la Pureza. Ninguna producción podía ser exhibida
sin pasar antes por él.
La guerra de Mae contra los super-censores comenzó en serio en el verano de 1934,
cuando los nuevos guardianes de la virtud norteamericana afilaron sus garras ante
esta frase pronunciada por la estrella ante un gangster: "¿Qué te pasa en el
bolsillo del pantalón? ¿Llevas una pistola o simplemente te alegras de verme?".
Mientras No es pecado anduvo en fase de producción, la Oficina Hays plantó a un
guardián en el plató para que le informase sobre los diálogos y los desplazamientos
de Mae. A ella, para espantar al entrometido, se le ocurrió una pequeña travesura.
Inventó una amenaza de bomba y se rodeó de una cuadrilla de atléticos
guardaespaldas que, entre toma y toma, la escoltaban hasta su lujoso camerino.
Mientras el perro guardián husmeaba, Mae colgó un cartelito en la puerta que decía:
"No molestar excepto en caso de incendio".
Pese al constante mojigaterío, Mae se las compuso para dotar a sus diálogos de un
tratamiento netamente West; por ejemplo: "Un hombre en casa vale por dos en la
calle".
Hearst hizo su acto de presencia en 1936, cuando Mae se atrevió a hacer un chiste
sobre su sacrosanta dama, Marion, provocando su ira. Ciñéndose a Klondike Annie
como blanco, la cadena de periódicos de Hearst tachó a Mae de "monstruo de
lascivia" y "amenaza para la Sagrada Institución de la Familia Norteamericana". Y
añadían: ", Cuándo llegará la hora de que el Congreso se decida a hacer algo con
Mae West?" (Una Marion un tanto trompa pudo ser observada divirtiéndose a lo grande
en el transcurso de la première de Klondike Annie, sin imaginarse siquiera la causa
del revuelo que había conmocionado a sus partidarios.)
A Hearst le había sacado de sus casillas cierto comentario de Mae acerca de las
habilidades de Marion como comediante. Dado que el poderoso caballero tenía que
guardarse muy bien de revelar el porqué de su odio, su hipócrita actitud para
limpiar su honor derivó hacia la "concupiscencia" de los diálogos cinematográficos
de Mae, a fin de condenar lo que en la actualidad resultaría ingenuamente
divertido: "Si tengo que hacerlo, entre dos pecados elijo siempre el que nunca he
probado". También se sintió injuriado ante el tratamiento dado por Mae a un himno
usado en las Convenciones: "Mejor es dar que recibir". Y ordenó la inmediata
prohibición de la publicidad de las películas de West en su extenso circuito de
publicaciones.
Más allá de lo que "la monstruosa Mae" sugería desde la pantalla, su vida privada
era un dechado de discreción. Los tipos que le gustaban solían ser, por lo general,
boxeadores, culturistas o individuos dotados de especiales formas de masculinidad.
Estos sujetos, y no miembros de su propia profesión, eran los admitidos en la
intimidad de su antecámara rosada en forma de concha. Las persianas eran corridas y
descorridas incesantemente. Mae respetaba la vida privada de los demás y le gustaba
que con la suya se hiciera otro tanto. Se mantenía alejada del torbellino social de
las fiestas de Hollywood y sólo era vista en público ocasionalmente en los combates
de boxeo de algunos de sus favoritos, casi siempre en compañía de su antiguo amigo
y representante Jim Timony.
A pesar de ello, Hearst y la Liga de la Decencia aguijonearon sin cesar a la
oficina Hays para acobardarla durante la filmación de Every day's a holiday. Estas
frases fueron censuradas: "No dejaría que me tocase ni con una vara de diez pies" y
"Por ese fulano no me quitaría ni el velo".
Hearst se compinchó con Breen para que el "Motion Picture Herald", que editaba
Quigley, publicase una relación de estrellas consideradas como "veneno para las
taquillas". Esta falsa lista negra fue diseñada para quitarse de encima a
intérpretes "desobedientes" o aquéllos que, víctimas de la censura o del
chismorreo, eran considerados "no gratos". El folio incluía a personalidades
"difíciles" como Katherine Hepburn y Fred Astaire o "malas mujeres" como Marlene
Dietrich y Mae West. La realidad era que las películas de Mae aún se vendían muy
bien, aunque la campaña había dejado su huella. Cuando en 1938 llegó la renovación
del contrato, con Every day's a holiday a punto de estrenar, la Paramount dejó que
los puritanos tuvieran la última palabra. Con su materia prima "pasteurizada", la
calidad de los últimos films de Mae West en otros Estudios declinó sin remedio.
Diario azul
Los años treinta se vieron agraciados por otra luminaria femenina con una
pronunciada inclinación por los hombres, una belleza de cabellos castaño rojizos,
sofisticada y apacible, con una voz gutural y sensual: Mary Astor, una de las
grandes actrices de carácter de la pantalla.
Desde muy jovencita, el mejor amigo y confidente de Mary había sido su diario. En
él lo contaba todo, complaciéndose en reseñar cualquier experiencia sublime
mientras su recuerdo aún persistiera. Así podía revivir el momento y señalar los
puntos cruciales en su paso por la vida. Su diario hollywoodense estaba
encuadernado en azul, con las páginas repletas de magníficos y ultrafemeninos
pasajes que los grafólogos calificaban como admirables y desinhibidos. Su contenido
era tan libre como su propietaria. El volumen que abarcaba el año 1935 cubría sus
citas extramaritales con el agudo comediógrafo George S. Kaufman, en quien ella
había encontrado un exquisito poder de comunicación.
El librito azul estaba guardado en un rincón de la cómoda del dormitorio, al lado
de las braguitas de Mary. Cierto día, su esposo, médico, se hallaba a la caza y
captura de unos gemelos extraviados. Cuando el doctor Franklyn Thorpe abrió
distraídamente el volumen encuadernado en piel, su mirada se posó en determinado
comentario en el que se describía con sorprendida admiración: "Es increíble su
potencia, su capacidad para permanecer en situación durante tanto tiempo. ¡No
comprendo cómo puede hacerlo!". La admiración no la provocaba el doctor Thorpe.
A medida que éste repasaba las páginas pudo saber que el hombre con ese fantástico
poder de resistencia sexual no era otro que el urbano y neoyorquino Kaufman. Mary
lo había conocido en el hotel Algonquin durante unas vacaciones que la actriz se
regalara en 1933 con el pretexto de ir de compras. Lo cual demostraba que el
buenazo del doctor había sido un soberano cornudo durante dieciséis largos meses.
Mary entraba en detalles sobre el primer encuentro con su futuro amante (quien le
había sido presentado por su amiga Miriam Hopkins) en términos radiantes:
"Su primera inicial es la G. —George Kaufman—, y yo me desplomé nada más verle como
una tonelada de ladrillos. Era un viernes… el sábado me recogió en el Ambassador y
fuimos a almorzar al Casino. ¡Lo pasamos de locura!"
Tras asistir en el teatro Music Box a una de las representaciones del musical de
Kaufman Of thee I sing, Mary y George se recorrieron la ciudad de cabo a rabo
durante las siguientes noches —clubs, fiestas, cenas. A medida que iba leyendo, los
desilusionados ojos del médico apenas podían dar crédito a los records que su
esposa había reseñado de su puño y letra en su itinerario sexual:
"Lunes: nos escabullimos de un party soporífero. Hacía mucho calor, de modo que
tomamos un coche y dimos varias vueltas alrededor del parque, y el parque, bueno,
era… el parque. Me apretó con fuerza las manos y me dijo que le gustaría besarme,
aunque no lo hizo…
»En la noche del martes, cenamos en el Veintiuno y, mientras llegábamos al teatro
para ver Run Little Chillun, me besó en el trayecto. No creo que ninguno de los dos
recuerde ahora de qué trataba la obra. Durante los dos primeros actos, jugábamos
con nuestras rodillas, en el tercero mi mano no reposaba precisamente en mi falda…
Hacía un montón de años que yo no manoseaba a un hombre en público, pero es que no
pude contenerme… Después tomamos unas copas en algún lugar y a continuación fuimos
a un pisito de la calle 73 donde podíamos estar a solas y todo fue emocionante y
bellísimo. Cuando George se quita y deja a un lado sus gafas, es un hombre
completamente distinto. Sus poderes de recuperación son asombrosos. Hicimos el amor
durante toda la noche… Todo funcionó a las mil maravillas y comenzaba a amanecer
cuando compartíamos nuestro orgasmo número cuatro…
»Durante el resto del tiempo apenas si vi a nadie. Asistimos a cada show de la
ciudad, nos divertimos mucho juntos y visitamos con frecuencia el apartamento de la
calle 73 donde nos daban las claras del día en un coito tras otro…
»Una madrugada, serían alrededor de las cuatro, tomamos un sandwich en Reuben; ya
empezaba a salir el sol, de modo que recorrimos el parque en un coche abierto, los
pájaros trinaban, y la mañana era fría y húmeda. Fue casi celestial estar
acariciándonos y masturbarnos allí mismo… al aire libre…
»¿Acaso alguna mujer fue más feliz que yo? Tengo más que comprobado que George está
en estado de erección constantemente… Ignoro cómo lo consigue… pero es perfecto."
Fue entonces cuando el Doctor Thorpe descubrió que el temerario idilio neoyorquino
había continuado ante sus propias narices y en su propia casa.
Kaufman y Moss Hart pasaron unos días en Hollywood en febrero de 1934, antes de
establecer su cuartel general de escritores durante el invierno en Palm Springs.
Una mañana Mary le dijo a Thorpe que tenía que presentarse en la Warner para unas
pruebas de vestuario; en lugar de ello salió disparada hacia el Beverly Wilshire,
donde tuvo ocasión de ver por primera vez en varios días a George: "Me recibió en
pijama y caímos uno en brazos del otro. Se excitó en un instante y al momento todo
volvió a ser como en los viejos tiempos… Arrojó a un lado su pijama y, en cuanto a
mí, jamás en toda mi vida, nadie me había quitado la ropa tan rápidamente… Luego
fuimos a almorzar a Vendôme, después a una papelería y vuelta al hotel. Llovía y
era hermoso… Fue maravilloso joder durante toda una tarde encantadora… Me marché a
eso de las seis".
Esto ocurriría durante los subsiguientes fines de semana en Palm Springs:
"Sentados al sol durante todo el día —almuerzo en la piscina con Moss, George y los
Rogers— cena en el 'Dunes' —un brindis a la luz de la luna SIN Moss y Rogers. ¡Ah,
las noches en el desierto, desnudos bajo las estrellas y el cuerpo de George
fundiéndose con el mío!"
Cuando Thorpe se encaró con su mujer para revelarle su descubrimiento, era de
suponer que el libro encuadernado en azul se quedara en blanco durante un tiempo
prudencial. Pero Mary no pudo resistirse a transcribir la reacción de su esposo:
"Durante varios días estuvo destrozado y al final usó su último cartucho: 'Te
necesito', me dijo llorando.
»Para mantener la paz y dar una tregua a todo esta carga emocional, le dije que, de
momento, no tomaría ninguna decisión. Para ser sincera, el único motivo de mi
respuesta era que deseaba seguir viéndome con George durante el resto de su
estancia sin que me molestase nadie— y hecha unos zorros. Deseaba poder gozarlo al
máximo en estos últimos momentos…"
La negativa de Mary a romper el affair motivó el que Thorpe quisiera pagarle con la
misma moneda y pronto pudo vérsele en compañía de tal cantidad de starlets que sus
extravíos se convirtieron en la comidilla de la ciudad.
Cuando Thorpe, en abril de 1935, puso pleito de divorcio a Mary solicitando la
custodia de su hija Marilyn (a quien ella adoraba) se alzaron centenares de cejas.
Mary no se dio por aludida. Thorpe se había apropiado del locuaz diario, antes de
que ella saliera de la mansión de Beverly Hills. Fue una evidencia aplastante. Ella
no podía soportar la idea de que la despojaran de Marilyn. Y presentó a su vez un
recurso el 15 de julio para retener la patria potestad sobre la niña.
En el primer día del juicio, los abogados de Thorpe revelaron la existencia del
diario. El juez "Goody" Knight, echó un vistazo al librito y lo rechazó como
prueba. Pero los abogados de Thorpe mostraron a la prensa extractos que dejaban
pocas dudas acerca de su contenido; entre ellos estaba lo de "¡Ah, las noches en el
desierto…!" que, ipso facto, pasó a ocupar un lugar en el folklore nacional. Los
periódicos airearon el diario a los cuatro vientos, seleccionando entre comillas
extensas porciones del mismo. Y el respetable se lo pasó en grande echándole
imaginación a lo que sólo quedaba insinuado.
Sus más constantes admiradores recordaron otro de los apasionados affaires de coeur
de Mary Astor, hacía ya una década y antes de su matrimonio, cuando, durante el
rodaje de Don Juan, de aspirante a estrellita pasara a convertirse en la
jovencísima querida de John Barrymore.
La Corte fue toda oídos cuando la niñera de la hija de Mary hizo un recuento de
todo lo que había pasado en casa de Thorpe a raíz de la salida de Madame. La nurse
describió, por ejemplo, la batalla campal de celos, desarrollada ante los ojos de
la niña, a cargo de la starlet Norma Taylor y el doctor, con Norma llevando como
único atuendo sus uñas laqueadas al rojo vivo. La niñera declaró también que no
sólo Norma, sino otras rubias del conjunto de Busby Berkeley "habían dormido en el
lecho del doctor" en sucesivas noches. 01 dónde estaba Thorpe? La imperturbable
respuesta fue: "Pues allí, en su cama, naturalmente".
Mary consiguió que le devolvieran la casa y su Marilyn a pesar de todas las
revelaciones que el diario contenía sobre su pasión por Kaufman.
Sin embargo, la Corte no le restituyó a su "más querido amigo". El diario se
consideró "pornográfico" y fue destinado a la estufa del juzgado.
Resulta extraño que estas revelaciones no dañaran la carrera de Mary Astor; nada
más lejos de ello. Diez años antes, un caso similar hubiese significado el fin para
cualquier estrella; pero la Depresión era un factor que, aunque doloroso,
contribuyó a una mayor madurez de los espectadores. Transcurrirían sólo unos años
hasta que Mary Astor se apuntara uno de sus mayores triunfos artísticos como la
malvada seductora en aquel inolvidable El halcón maltés.
Kaufman, que había puesto pies en polvorosa durante la realización del juicio, se
instaló con Hart en Nueva York. Había logrado zafarse de todas las preguntas
concernientes al caso, pero, una vez, acosado por los periodistas en la salida de
artistas del Music Box, dejó caer: "Pueden ustedes confiar en que yo no llevo
ningún diario".
El garaje de la muerte
El año 1935, en que fue incinerado el explosivo diario de Mary Astor, finalizó con
un repugnante estampido: uno de los más desconcertantes asesinatos de Hollywood.
Los crímenes resueltos son, por lo general, archivados y olvidados. Los que no
dejan tras de sí una estela semejante a una enfermedad que se niega a desaparecer.
Esto fue lo que ocurrió en el caso de la Rubia Merengue.
La deliciosa Thelma Todd, había trabajado con Laurel y Hardy, los Hermanos Marx y
su amiga del alma Zasu Pitts, en una serie de alegres farsas para Hal Roach. Sus
admiradores no hubieran reconocido a Thelma en su último papel —que sólo llegó a
interpretar tras ardua lucha—: el de un cadáver desplomado, con la boca, el traje
de noche y el abrigo de visón cubiertos de sangre. Su doncella descubrió al cadáver
a las 10,30 del lunes 16 de diciembre en la puerta de entrada del garaje que Thelma
compartía con su amante, el realizador Roland West. La cochera estaba situada en
Palisades, sobre la autopista del Pacífico, entre Malibú y Santa Mónica. La llave
de encendido de su Packard estaba en el contacto y el motor en punto muerto, en
tanto Thelma yacía de bruces sobre el asiento frontal. En una macabra coincidencia,
la actriz había interpretado no hacía mucho una escena con Groucho Marx, en la que
éste le advertía: "Ahora, sé una buena chica o, de lo contrario, tendré que
encerrarte en el garaje".
El Gran Jurado, tras muchas semanas de debate sobre evidencias contradictorias,
pronunció un extraño veredicto: "Muerte causada por envenenamiento con monóxido de
carbono". Esta conclusión un tanto negligente dejaba muchos cabos sueltos. Si
efectivamente Thelma había muerto asfixiada a su regreso del Trocadero, ¿cómo era
que sus ropas se hallaban en ese estado de desorden? ¿Quién o qué había causado las
salpicaduras de sangre en su rostro?
Si, como la policía aseguraba, la muerte se había producido en la mañana del
domingo, ¿por qué los testigos (uno de los cuales era Jewell Carmen, la esposa de
West) aseguraban haber visto a Thelma ese mismo domingo zumbando al volante de su
Packard descapotable entre Hollywood y Vine, con un apuesto moreno por acompañante?
Thelma había sido durante algún tiempo la querida de West. Ambos eran socios en el
Thelma Todd's Roadside Rest, un popular merendero en la playa situado bajo las
Palisades, en la carretera de la Costa, cercano al lugar del crimen. Tras un
exhaustivo interrogatorio, West admitió de mala gana haber sostenido con Thelma en
la madrugada de aquel domingo una violenta pelea, zanjada al empujarla él hacia
afuera. La comunidad de vecinos declaró haber escuchado a Thelma proferir
obscenidades contra West mientras golpeaba con los nudillos la pesada puerta de la
finca. El examen de la entrada principal reveló marcas frescas de golpes.
En la encuesta salió a relucir que su amiga de confianza y compañera en la
pantalla, Zasu Pitts, había prestado a Thelma miles de dólares que habían sido
engullidos por las complicadas finanzas del Roadside Rest y jamás restituidos a
Zasu. Ida Lupino testificó que, si bien en la fiesta del Trocadero Thelma parecía
tan despreocupada como de costumbre, le confió que estaba poniéndole los cuernos a
West con un hombre de negocios de San Francisco.
El abogado de Thelma solicitó una segunda investigación con el objeto de demostrar
su teoría: que la dama había sido muerta por asesinos a sueldo de Lucky Luciano.
Por aquel entonces Luciano incursionaba en los establecimientos de juego ilegales
de California. Se había aproximado a Thelma con una oferta para quedarse con la
parte superior de su café e instalar un resguardado casino que, era de suponer,
ella se encargaría de llenar de clientes reclutados entre sus famosos amigos. El
abogado estaba convencido de que, al negarse a aceptar el ofrecimiento de Luciano,
Thelma había firmado su sentencia de muerte. Su productor, Hal Roach, palideció
ante la sola mención del nombre de Luciano. Y aconsejó al abogado que abandonase el
asunto.
También se sospechó, aunque no llegara a probarse, que una especie de
representación había tenido lugar bajo la batuta de West, con la ayuda de una
amiguita a la que había hecho pasar por Thelma. Se decía que era la doble quien
había intervenido en toda la pantomima de los gritos y golpes ante la puerta,
mientras West, al otro lado, dejaba a Thelma sin sentido, la depositaba en su
coche, abría la espita del gas y cerraba el portón del garaje.
De acuerdo con esta teoría, West había querido dar un carpetazo definitivo a la ya
deteriorada relación entre ambos y cometer el crimen perfecto, como en su película
Alibi.
De todo esto no existieron pruebas reales, pero West, que había dirigido a Lon
Chaney en El monstruo y a Chester Morris en The Bat Whispers, uno de los más
extraordinarios thrillers jamás filmados, no volvió a realizar otra película.
Contrajo matrimonio con Lola Lane y murió olvidado en el año 1952.
Thelma había sido popularísima, no sólo para sus admiradores, sino entre las gentes
de su profesión. Su funeral en Forest Lawn, convocó a una enorme muchedumbre.
Descansaba en féretro abierto, cubierto de rosas amarillas y, gracias a los
maquilladores de la funeraria, volvía a ser la Rubia Merengue con el corazón de oro
y siempre con un comentario divertido en los labios. Zasu Pitts, esa amiga
generosa, comentó: "Parecía que de un momento a otro Thelma iba a sentarse y
ponerse a charlar". Sin embargo, Thelma ya no volvería a hablar, ni siquiera diría
una frase chistosa para contar quién la había golpeado hasta la muerte.
Su asesinato, como tantos otros, quedará para siempre como uno de los más
turbadores enigmas de Hollywood.
Un suicidio amortajado
El Síndrome de los Suicidios resurgió en los cuarenta con las muertes por
barbitúricos de Julián Eltinge, en 1941, y del payaso triste Joe Jackson, en 1942.
El suicidio por seconal de Lupe Vélez, en 1944, se llevó en los titulares la parte
del león. Lupe había comenzado a formar parte del ambiente de Hollywood a finales
de los años veinte, cuando la entonces decidida quinceañera se trasladó desde la
ciudad de México dispuesta a conquistar un puesto en el cine. Había sido
descubierta por Douglas Fairbanks, quien le ofreció un papel como oponente suya en
El gaucho; esto la puso en órbita. Pronto Lupe se ganó el cariñoso apodo de "la
explosiva mexicana" a causa de su incontenible alegría y fiero temperamento.
Ella no perdió el tiempo en probar al "Macho de Hollywood". Su primer romance lo
tuvo con John Gilbert (necesitado entonces de un antídoto fuerte para olvidar el
rechazo de Garbo). En 1929, puso sus ojos en su compañero en El canto del lobo, el
joven semental Gary Cooper. Fue un idilio tempestuoso, aunque, tras algunos meses
de insaciables asaltos por parte de Lupe, el exhausto Coop pidió que le relevaran.
Cuando un espléndido ejemplar de masculinidad llegó a Hollywood, todavía chorreando
agua tras su reciente triunfo en la piscina olímpica de Los Ángeles, Lupe quedó
noqueada y a partir de ese instante Johnny Weissmüller, "Tarzán", encontró a su
compañera de la vida real en una tormentosa unión que duró hasta su divorcio en
1938. Lupe, con su mentalidad un tanto infantil, no alcanzaba a comprender por qué
Johnny se ponía como loco cuando ella desplegaba sus encantos en fiestas y saraos
hollywoodenses, enroscándose los vestidos por encima de los hombros y casi sin ropa
interior, a la que era un tanto alérgica.
Las broncas en el hogar llegaron a oídos de la siempre vigilante Hedda Hopper, que
vivía justo en la calle de en frente. La batalla más sonada tuvo lugar una noche en
el Ciro's, cuando un exasperado Johnny vertió una mesa atiborrada de comida justo
encima de las partes íntimas de Lupe. El torbellino amor-odio de la intensa pasión
dejaba frecuentemente marcas de Lupe en el torso de dios griego de Weissmüller,
señales de color fresa en el poderoso cuello, mordeduras en los perfectos
pectorales, elocuentes rasguños en la marfileña espalda. El maquillador de la Metro
asignado al equipo de Tarzanes no tenía que esforzarse mucho en su trabajo. Aquello
era un ejemplo de amour fou entre casados.
Tras el inevitable divorcio de Weissmüller, los desesperados asaltos de la
machoadicta Lupe fueron tan numerosos como breves. De las estrellas, sus miradas
pasaron a posarse en una ronda que abarcaba desde cowboys, actores de segunda fila
o especialistas, a esa muchedumbre parásita de profesionales típicos de Hollywood,
especializados en complacer a damas un tanto maduras, chulos cuyo apellido
comenzaba con la 'g' de gigoló. Paralelamente, su carrera descendió de las
películas A a las B, mediocres films destinados a explotar a la "explosiva
mexicana" y farsas al lado de Leon Errol, en las cuales, parodiando su propia y
picante personalidad, ella ofrecía "guindilla con Lupe". La diminuta Lupe no era
una mujer feliz. Disminuida su popularidad, tuvo que comprar sus amores. Y, a pesar
de que todavía su aspecto continuaba siendo el de una traviesa gamine, era
consciente de haber cumplido los treinta y seis.
Un buen día dejó de tener sus períodos y se dio cuenta, horrorizada, de que Harald
Ramond, su último amante, le había propinado el golpe de gracia.
¿Qué hacer? ¿Llamar al Doctor Killcare (mote con el que era conocido el
especialista en abortos de la Ciudad Oropel)? [Doctor Killcare: el autor establece
una similitud entre Kill (asesinar) Care (tener o estar al cuidado de alguien) y
Kildare, apellido del médico protagonista de una famosa serie cinematográfica de la
Metro Goldwyn Mayer en los años cuarenta; más adelante la serie fue convertida en
un programa televisivo de múltiples episodios cuyo protagonista encarnó Richard
Chamberlain. De contenido moral y argumental muy semejante a los ya posteriores
Doctor Cannon y Marcus Welby. (N. de T.)] Olvídalo. Lupe, atracción máxima y
símbolo sexual de todos los festejos, continuaba siendo en lo más hondo de su ser
la inmaculada virgen, blanca como la nieve desde su primera comunión en San Luís de
Potosí y fiel devota de Nuestra Señora de los Grandes Dolores: "¡Arrodíllate,
pecadora!". Igualito que su compadre Ramón Novarro, otro mexicano y ferviente
católico.
Ella no podía despachar así como así al feto del gigoló que anidaba en sus
entrañas. Antes, más valía ser condenada a tormentos eternos quitándose la vida.
(Los castigos que la esperaban al fin y al cabo no iban a ser peores que el vacío
que en la noche sentía al añorar a Johnny, minuto a minuto en su opulenta prisión
de North Rodeo Drive.)
Sus acreedores surgían de todos los ámbitos en estos tiempos tan distintos a los
más refulgentes de su período "Zorro". Ahora, Lupe se hallaba endeudada hasta el
cuello. (Como Wagner, como Oscar Wilde e Isadora Duncan, ella, narcisista al fin,
pensaba: "¡Ahí me las den todas! No soy yo quien debo a mis acreedores, son ellos
quienes tendrían que estar encantados con ser clientes míos".)
Todavía en 1944 el nombre de una estrella era un cebo para los nuevos ricos que
invadían Beverly Hills para alimentar a sus moradores con tiendas de delicatessen y
similares a base de tarjetas de crédito. De modo que hileras de carros avanzaron
hacia la finca de Lupe cargados con vinos espumosos y deliciosos plato mexicanos
capaces de satisfacer al más exigente gourmet: todos los ingredientes para una
suntuosa fiesta del Día de los Difuntos. Llegaron flores frescas en cantidad
suficiente como para adornar el funeral de un gangster: gardenias a granel, manojos
de jacintos despidiendo fragancias como para hacer desmayar a toda la marina.
Y todo a cuenta ("Firme aquí, por favor, señorita Velez"). Por supuesto que ella no
iba a pagar nunca. ¿Qué era aquel pecadillo en el Infierno comparado con la culpa
para la que ya se aprestaba?
Lupe había planificado su Ultima Noche en la Tierra tan meticulosamente como un
antiguo flashback alegórico en los films de Cecil B. de Mille. (Tres noches antes,
mientras bebía su décimo Tequila Sunrise en el Trocadero, había confiado a sus
gorrones acompañantes: "Sé que no valgo nada, no sé cantar bien, ni bailar", hizo
una señal al camarero para que trajese otra ronda, "y esto mi corazón lo sabe mejor
que nadie; si no, no lo diría".
Consumada actriz fuera de la pantalla, daba así pie a que sus amigos imploraran con
ojos en blanco y se deshicieran en horrorizadas negativas, las justas, para
satisfacer su imperiosa necesidad de halagos: "¡No, no, querida, no digas esas
cosas. Si tú eres maravillosa, Lupita, chérie!"
La Mexicana Explosiva no había tenido la suerte de borrar de su mente al
sinvergüenza, al villano sin corazón, su particular Nicky Arnstein [Nicky Arnstein:
impenitente y atractivo jugador casado en la vida real con la estrella de Ziegfeld
Fanny Brice, cuyo nombre se vio frecuentemente implicado en los escándalos de su
esposo. Interpretado en el cine por Tyrone Power, bajo nombre ficticio, en Es mi
hombre, film de Gregory Ratoff en donde la figura de Fanny Brice, también
encubierta, estaba encomendada a Alice Faye. Y ya, bajo su verdadero nombre,
encarnado por Omar Sharif en Funny Girl y su continuación, Funny Lady con Barbara
Streisand en el papel de Miss Brice. (N. de T.)], Harald Ramond, quien al saber la
noticia se limitó a encogerse de hombros con un despreciativo "¿Y a mí qué?" en los
labios. Harald era un moreno muy guapo, alto y bien dotado, pero no era un
caballero (¿y qué es lo que ella podía esperar de una Escuela de Hidalguía forjada
en el Cinebar?).
Ramond telefoneó al diminuto Bo Roos, representante de Lupe, dejando bien sentado
que no tenía inconveniente en prestarse a una falsa ceremonia, a condición de un
documento privado, con firma de Lupe, en el que se especificase que él se casaba
sólo para dar nombre al hijo que venía en camino.
Cuando Roos notificó a Lupe las malas nuevas, ella estalló y telefoneó a Lolly
Parsons, quien había sido la primera en dar la noticia de su compromiso con Harald;
ahora Lolly podía tener otra exclusiva. Todo había acabado.
Louella recordaría: "Lupe me dijo que habían tenido una tremenda pelea y que ella
lo había echado de la casa. Y cuando le pregunté cómo se escribía correctamente el
nombre del tipejo me contestó: lo ignoro, jamás lo supe. Y además ¿a quién le
importa?".
Lupe invitó para compartir la Ultima Cena a sus dos mejores amigas, Estelle Taylor
(ex mujer de Jack Dempsey) y Benita Oakie (la esposa de Jack). Después del festín
mexicano, entre cigarrillos y brandy, Lupe confesó: "Estoy harta de vivir. De
luchar por todo. Me siento tan cansada. Desde que era una niñita, en México, nadie
me ha regalado nada. Ahora se trata de mi bebé. No podría cometer un crimen y
continuar viviendo en paz conmigo misma. Antes preferiría matarme".
A las tres de la madrugada, la "Explosiva" se encontró nuevamente a solas en su
enorme finca de pacotilla en North Rodeo Drive, y por última vez subió por la
escalera de hierro, embutida en un traje de lamé plateado (impagado, como todo lo
demás).
Su dormitorio parecía la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe en el día de su
santo: velas y flores relucientes, por todas partes aguardando a la estrella. Ella
redactó una nota de despedida, en su bloc situado en la mesita de noche, que
depositó junto al teléfono laquedado en oro:
"Para Harald:
»Que Dios te perdone, y también a mí, pero antes que traer a mi hijito al mundo con
deshonor, o asesinarlo, prefiero quitarme la vida y la de nuestro bebé.
»Lupe."
Al dorso de la hoja añadió una postdata:
"¿Cómo pudiste, Harald, fingir tamaño amor por mí y nuestro hijito, cuando jamás
nos quisiste de verdad? No veo otro camino, de modo que adiós y buena suerte. Con
amor,
»Lupe".
Abrió el frasco de seconal que estaba en la mesita de noche, tomó el vaso de agua y
tragó de un golpe los setenta y cinco billetes para el Olvido.
Se tendió en la cama de satén, sobre la que pendía un gran crucifijo, con las manos
cruzadas sobre el pecho en una postrer plegaria; cerró los ojos y trató de imaginar
las fotografías que aparecerían junto a los titulares: "La Bella Durmiente", por
descontado. Y, dentro, la exclusiva de Louella sobre su última gran escena,
festoneada de negro como en las esquelas.
Naturalmente, en el "Examiner" del día siguiente Lolly O. describió el cuerpo sin
vida exhibido en la Casa Felicias de North Rodeo Drive:
"Jamás Lupe había lucido tan bella; reposaba como si estuviese dormida… había una
lánguida sonrisa en sus labios, como si albergara secretos sueños… Parecía una niña
a quien acaban de regalar su primera espuma de azúcar en una fiesta… Pero,
¡escuchad! ¡Han llegado sus perritos! Chops y Chips están arañando la puerta. Y
gimen… Quieren que su Lupita los saque de paseo para jugar, como siempre…".
La prosa de Parsons no iba acompañada de ninguna fotografía tomada en el lecho
mortuorio de Lupe. Lo que había ocurrido allí era bien distinto.
Cuando Juanita, la doncella, abrió la puerta del dormitorio de Lupe, a las nueve de
la mañana siguiente al suicidio, no encontró rastro de Lupe. La cama estaba vacía.
El aroma de los perfumados cirios y la fragancia de los jacintos no conseguían
prevalecer sobre un hedor de cuerpo abandonado por el desodorante y otras estéticas
costumbres de urbanidad.
Juanita siguió una pista, la que llevaba desde el lecho hasta el cuarto de baño
empapelado en tilos y orquídeas, un camino salpicado por el vómito iniciado en la
cama. Allí, con la cabeza dentro del retrete, encontró ahogada a su amita.
La gran dosis de seconal había resultado fatal, pero no en la forma acostumbrada.
Las píldoras habían "colisionado" con la picante cena mexicana. La reacción en el
intestino, los violentos retortijones, habían reanimado a una mareada Lupe.
Violentamente enferma, una última convulsión la había obligado a arrastrarse
tambaleando hasta el sancta sanctorum de su salle de bain donde había resbalado,
cayendo de bruces dentro de su excusado (modelo De Luxe, por supuesto, y, al estilo
egipcio, en onix color Chartreuse).
Allí había estado sentada Louella, y no en otro sitio, redactando su macabra
exclusiva.
Marea roja
Hacia 1947, la campaña anticomunista capitaneada por el congresista J. Parnell
Thomas, había tendido sobre Hollywood un manto tan insidioso como la creciente
contaminación de Los Ángeles. Con el Comité de Actividades Antiamericanas
garantizándoles la temporada de caza, fanáticos derechistas de Cinelandia hicieron
su aparición y, envueltos en la bandera, se lanzaron a un ataque en el que
cualquier golpe bajo estaba permitido. Lela Rogers, su obediente retoño Ginger, y
Howard Hughes figuraban a la cabeza de esta superpatriótica actitud.
John Wayne, por unanimidad resultó elegido Presidente de una cuadrilla de
linchamiento autodeterminado Alianza Cinematográfica para la Preservación de los
Ideales Norteamericanos. Charles Coburn era el vicepresidente primero. El segundo,
Hedda Hopper. En 1947 Hedda ocupó sus vacaciones recorriendo los Estados Unidos en
coche para arengar a los clubs femeninos y conminarlos a boicotear aquellas
películas en las que interviniesen actores "comunistas".) Un realizador, Leo
MacCarey, y un actor, Ward Bond, figuraron como privilegiados miembros de la
alianza. Y Paul Lukas, Robert Taylor, George Murphy y Adolphe Menjou entre los más
impacientes por denunciar a todos los Rojos que suponían escondidos bajo sus camas
en Beverly Hills. Menjou se hallaba convencido de que una invasión comunista en el
país era inminente, y declaró que se trasladaba a Texas… "porque los tejanos, no
dejarán un solo comunista vivo". Gary Cooper agudo observador político, se jactó de
haber rechazado "un montón de guiones con ideales comunistas".
Horrorizados ante estas medidas, celebridades de otra mentalidad fletaron por su
cuenta un avión para ir a Washington a protestar por "esta invasión para privar a
los ciudadanos de los derechos sobre sus ideales o creencias". Eran: Bogart y
Bacall, Gene Kelly, June Havoc, J. Huston y D. Kaye.
El cargamento de este avión estelar no compareció ante una audiencia
condescendiente o admirada de sus dotes. El grupo de los tiradores al blanco,
flechas incluidas, no tardó en declarar no gratos a los Diez de Hollywood no
Gratos. Estos eran: Herbert Biberman, Albert Maltz, Edward Dmytryck, Adrian Scott,
Ring Lardner, Jr., Samuel Ornitz, John Howard Lawson, Lester Cole, Alvah Bessie y
Dalton Trumbo. (Ironía de ironías: tras su condena, Trumbo se topó de bruces con un
compañero en desgracia que, curiosamente, no era otro que el congresista J. Parnell
Thomas, su antiguo acusador, sentenciado también a chirona por "inflar" su sueldo.)
Aliados de estos Diez que prefirieron el autoexilio a la ignominia de aguantar en
casa la situación, fueron entre otros los directores Jules Dassin, Joseph Losey y
John Berry, quienes prosiguieron sus carreras en Europa.
El destino de quienes se quedaron en casa fue mucho más sombrío. La lista negra
arruinó las vidas y las carreras de talentos magníficos como Anne Revere, Gale
Sondergaard, Jean Muir, John Garfield y J. Edward Bromberg. Dashiell Hammett y
Lilian Hellman se enfrentaron a sus inquisidores con honor y dignidad; Lionel
Stander, el actor con voz de rana, interpretó en beneficio del Comité un fantástico
número y les dijo bien claro adónde tenían que irse. Después se radicó en Italia,
donde continuó imperturbable su excéntrica profesión. Sidney Buchman, guionista de
Capra en Caballero sin espada se negó a comparecer. Fue declarado en rebeldía y se
quedó sin empleo en Hollywood.
La conciencia sirve a veces para algo. Pero algunas celebridades delataron y
continuaron alegremente en sus puestos a lo largo de esta época negra: Dmytryck,
Kazan, Robbins… Larry Parks fue un caso especial: admitió, para salvar la piel, su
afiliación al Partido Comunista.
A las masas no les divirtió la cosa. Para ellas, Hollywood y la política no
constituían una buena combinación.
Pecadillos furtivos
Un 14 de julio, el cinéfilo se vio embarcado en el alboroto que acompañó al
suicidio de Carole Landis, consecuencia de una pasión no correspondida por Rex
Harrison. Este encontró el cuerpo de Carole tendido en el suelo del cuarto de baño
de su casa en Pacific Palisades, con la cabeza reposando sobre un cofre de alhajas
y una mano aprisionando un arrugado envoltorio con una píldora contra el insomnio.
En la mesilla de noche había una nota dirigida a su madre:
"Queridísima mamá: »Siento, siento mucho realmente, tener que hacerte pasar por
todo esto. Pero no hay forma de evitarlo. Te quiero, mi amor. Has sido la más
maravillosa de las madres. Y esto se puede aplicar a toda nuestra familia. Los
quiero mucho a todos y cada uno de ellos. Todo te pertenece. Mira en mi archivo y
allí verás un testamento en el que se especifica todo. Adiós, ángel mío. Reza por
mí. Tu nena."
Poco tiempo antes, Carole había confesado a "Photoplay": "Déjeme que les diga una
cosa: en este mundo cada chica sueña con encontrar al hombre ideal, alguien que sea
simpático, comprensivo, fuerte y desee ayudarla, alguien a quien poder amar
apasionadamente. Las estrellas no constituimos una excepción; las chicas atractivas
tampoco lo son, ciertamente. El glamour y las lentejuelas, la fama y el dinero,
poco significan si tu corazón está destrozado".
Otro escándalo rodeó al arresto de Robert Mitchum en la noche del 31 de agosto de
1948 por hallarse en posesión de marihuana, tras un registro practicado en el
chalet de Lila Leeds, una rubia estrellita amiga suya. El revuelo fue tan
considerable como para cancelar la presencia de Robert prevista al día siguiente en
la escalinata del City Hall de Los Ángeles, donde lo requerían para inaugurar una
asamblea de la Semana Nacional de la Juventud. El lacónico Mitchum cumplió su
sentencia de dos meses en la cárcel. Cuando salió, su popularidad no se vio
afectada en absoluto, y Howard Hughes, de la RKO, compró a David O. Selznick su
contrato exclusivo por más de doscientos mil dólares.
En esa misma temporada, Gertrude Michael, que en los años treinta interpretase a la
atractiva Sophie Lang en una serie B sobre una desenvuelta ladrona de joyas (ya en
El crimen del vanidades ella se había robado el show cantando Dulce marihuana), fue
detenida en estado de embriaguez una noche en la playa de Venecia. Cuando fue
descubierta por la patrulla, sola y agarrada a una botella de scotch, Gertie
sollozó y musitó en voz baja: "Déjenme tranquila. No tengo amigos. Estoy sola y
todos me han olvidado. Quiero arrojarme al mar". Conducida a la estación de policía
más próxima, rogó a los fotógrafos que aguardaban: "No soy una víctima de los
hombres como Carole Landis. Háganme el favor de retocar mis fotografías. No quiero
aparecer como Frances Farmer".
Este período fue asimismo animado por una pelea en público, en el transcurso de la
cual el productor Walter Wanger disparó en la ingle a Jennings Lang, el amante de
su esposa Joan Bennett. El notable productor cumplió condena fuera de la celda,
como bibliotecario de la prisión. (Este caso ofrece un paralelismo con otros
célebres disparos, cuando en 1938 Moe "The Gimp" Synder, ex esposo de la cantante
de blues Ruth Etting, disparó en el umbral de su casa a su pianista y amante Myrl
Alderman.)
El 2 de febrero de 1950, Ingrid Bergman, todavía señora de Lindstrom, presentó al
signor Rosellini un hermoso varón, Robertino. Su espíritu de independencia
escandalizó al público norteamericano; ella prefirió alejarse de la tormenta
poniendo rumbo a Europa e instalándose casi definitivamente en el viejo continente.
Confidencialmente…
En 1951, la policía efectuó una redada en una casa de placer de superlujo,
enclavada en las colinas que dominan Sunset Strip, deteniendo a madame Billy
Bennett e interviniendo el Libro de Clientes. Este archivo se haría famoso, pues su
contenido era el no va más en cuanto a celebridades de Hollywood, asiduas todas
ellas del establecimiento; muchos habían dejado sus Oscar en el lugar de honor, en
señal de gratitud por los servicios prestados. (El chivatazo provenía de algunos
honrados dueños de restaurantes a lo largo del Strip, que se sintieron amenazados y
ofendidos a un tiempo al enterarse de que Billy planeaba entrar en el mundo del
espectáculo y abrir ella también un distinguido restaurante que competiría con el
suyo). Astros por decenas, y también productores y guionistas, se dispersaron
súbitamente por los cuatro puntos cardinales, aceptando ofertas para trabajar en
Europa, o dispuestos a disfrutar de unas precipitadas y repentinas vacaciones. Los
Estudios se dieron buena prisa por echar tierra sobre el asunto, y con éxito; a los
pocos meses, los "turistas" regresaban a California.
En 1952, cuando la capital del cine aún no se había repuesto del caso Billy
Bennett, una pequeña revista editada en Nueva York aparecía en todos los quioscos
del país. Esta nueva intrusión de la prensa amarilla no tardó en convertirse en la
comidilla de la ciudad; "Confidential" cobró forma de publicación con un contenido
cochambroso pero que muy pocos se resistían a leer.
Su lema era: "Contamos los Hechos y Citamos los Nombres". Este tipo de prensa de
escándalo no era una novedad. Durante décadas habían existido triunfadores,
chismosos de profesión, entre ellos el corrompido Westbrooke Pegler, el malévolo
Walter Winchell, ese sagrado terror consagrado que era Elsa Maxwell y, por
descontado, Hedda y Louella, máximas exponentes cinemaníacas de insinuantes
calumnias. Pero el pérfido "Confidential" fue mucho más allá que todos los
especialistas juntos; ahondaba en todos y cada uno de los detalles y no dudaba en
garantizar que sus artículos eran fiel recuento de los hechos.
Robert Harrison, el editor de "Confidential", había concebido la línea a seguir de
su revista tras contemplar a diario por televisión la investigación sobre el caso
Kefauver. Cuando comprobó que esas crónicas sobre el crimen, la prostitución y el
vicio, superaban en audiencia al resto de los programas, dedujo que el público se
encontraba ávido de chismes y que una publicación que supiese presentar este tipo
de material de una forma picante, citando nombres, podía tener un brillante
porvenir.
Harrison había dado sus primeros pasos en los años veinte como recadero en el
"Daily GraphiC", un diario sensacionalista, precursor hasta cierto punto de
"Confidential". Después trabajó para Martin Quigley, cuando éste era el beato
editor del "Motion Picture Herald". Ya por cuenta propia, se lanzó a una serie de
publicaciones aptas para fetichistas, ilustradas con mujeres con tacones altos y
látigo en las manos, pero cuya circulación comenzaba a declinar justo en el momento
en que concibió la idea del "Confidential". El primer número obtuvo una acogida
sensacional; llegaron a venderse doscientos cincuenta mil ejemplares. Ya en la
cumbre, "Confidential" vendía en los quioscos cuatro millones de ejemplares —todo
un récord para el "periodismo" americano.
Harrison emprendió la invasión a gran escala de la vida privada de los ciudadanos
más famosos de Norteamérica. Su fórmula era sencilla: un nombre bien conocido, una
fotografía poco favorecedora y una historia no demasiado extensa que presentaba
cualquier episodio un tanto sórdido bajo un prisma humorístico. El sabía lo que sus
clientes deseaban. Y confiaba a sus amigos: "A los norteamericanos les encanta leer
esas cosas que no se atreverían a hacer".
Con el éxito de la revista, sus víctimas se iban incrementando a base de aquellas
luminarias de Hollywood cuyas vidas privadas presentaban un mayor interés morboso
para el público. Harrison estableció en Hollywood una agencia, dirigida por su
sobrina Marjorie Mead, bajo el pretencioso nombre de Hollywood Investigation
Incorporated. Detectives privados de poca monta, aspirantes a starlets, estrellas
en desgracia y periodistas pasados de moda fueron contratados para traer y llevar,
chantajear y parlotear. El auge de "Confidential" permitía a Harrison pagar hasta
mil dólares por cada chisme, asegurándose así una magnífica cuadra de espías.
Algunas veces, eminentes personalidades del mundo del espectáculo le proporcionaron
información sobre sus propios colegas. En cierta ocasión, Mike Todd telefoneó a
Harrison desde California para pasarle una sugestiva anécdota concerniente a Harry
Cohn, el muy odiado presidente de la Columbia.
Muchos de los rastreadores eran chicas de alterne. De hecho, el núcleo de la
organización estaba constituido por el corrillo de pin-up girls que adornaban los
bares de Sunset Strip. En la cama, estas chiquitas, espléndidamente pagadas, eran
receptoras de confidencias de astros famosos, mientras que un magnetófono en
miniatura dentro de sus bolsos, descuidadamente abiertos sobre la mesilla de noche,
se encargaba de grabar durante toda la noche indiscreciones que más tarde serían
devoradas por los ávidos lectores. Hollywood Investigation se hacía cargo de fotos
y películas comprometedoras y empleaba los últimos refinamientos de la técnica:
rayos infrarrojos, película ultra-rápida, teleobjetivos superpotentes. Fue así cómo
se captaron las peleas domésticas entre Anita Ekberg y Anthony Steele. Cuando se
estaba en posesión de un material particularmente comprometedor, un representante
de Hollywood Investigation visitaba a la estrella implicada llevando una copia de
la foto en la mano. A la víctima se le sugería que el original podía ser adquirido
por la revista. Algunos, muertos de miedo, pagaban; otros se negaban. Artículos que
no fueron comprados y agotaron la edición fueron, por ejemplo: "Lizabeth Scott,
entre chicas", "Dan Daily, travestí", "Errol Flynn y sus espejos dobles", "¿El
mejor "bombero"[9] de Hollywood?: ¡M-M-M Marilyn M-M-Monroe!", "Joan Crawford y el
apuesto barman".
Este reinado de terror duró cuatro años. Considerables cargamentos de información
fueron suministrados a Harrison por dos de los más acreditados chismosos de Nueva
York: Walter Winchell y Lee Mortimer. Mortimer, comentarista y crítico del ya
desaparecido "Daily Mirror" se citaba con Harrison en una cabina telefónica, le
contaba una historia picante y si, por casualidad, coincidían después en el mismo
local nocturno, ambos hacían como que entre ellos existía una abierta enemistad y
se negaban el saludo el uno al otro. Harrison solía conceder a Winchell amistosos
espaldarazos en la revista, en artículos en los que otra persona parecía haber
empuñado el hacha (por ejemplo "Winchell llevaba toda la razón en lo de Josephine
Baker", etc.). A cambio, Winchell promocionaba el magazine en televisión.
A medida que, a cada número de "Confidential", se incrementaban las ventas y las
obscenidades, ya no había estrella que se pudiera mantenerse al margen de las
"revelaciones". Algunas eran víctimas de toda una ristra de artículos: Marilyn,
Orson, Lana, Ava, Frankie y Jayne. A buen recaudo en Nueva York, Harrison se
aseguraba de que cada artículo tuviese como base un trozo de película o cinta
grabada, "evidencia" que, antes de su publicación, era considerada por sus abogados
fulleros.
Pero, con el incremento del éxito, y sin que nadie le hiciera frente, se pasó de la
raya tratando de enriquecer los hechos con detalles pintorescos. Y se convirtió en
uno de los hombres más odiados del país. Durante una excursión cinegética en Santo
Domingo, a alguien se le escapó algún que otro disparo en dirección suya; otro día,
el padre de Grace Kelly se dejó caer por su oficina de Nueva York dispuesto a
destrozar el lugar y asestar a Harrison un buen golpe en cuanto apareció una
exclusiva sobre la futura princesa de Mónaco.
No fue sino hasta finales de 1957 cuando una estrella tuvo el valor de decidir que
ya estaba bien. Dorothy Dandridge puso un pleito a la revista, tras un artículo
aparecido sobre sus supuestas actividades forestales en una muy "naturalista"
compañía. Dandridge reclamaba dos millones de dólares.
Con el disparo del primer dardo, estaba declarada la guerra: docenas de estrellas
calumniadas recurrieron al juzgado. Cuando sucedió esto, los Grandes de la
industria del cine comprendieron que ante ellos se cernía un nuevo peligro —las más
importantes personalidades de Hollywood iban a ser interrogadas públicamente sobre
sus vidas privadas. Las Eminencias Grises intentaron una vez más poner en práctica
lo que ya habían realizado satisfactoriamente en anteriores escándalos:
silenciarlos.
Robert Murphy, un relaciones públicas de Hollywood, fue designado para trasladarse
al Palacio del Congreso y mantener allí una charla con el fiscal general. Llegó tan
lejos como para amenazar con la suspensión de la ayuda financiera con que la
industria cinematográfica planeaba asegurar la inminente campaña de los
republicanos. Pero el Estado se mantuvo firme en su decisión de pasar a la acción.
Muchas de las luminarias encontraron muy recomendable tomarse unas buenas
vacaciones. Clark Gable marchó a Tahití para tomar el sol; otros a Europa o
Sudamérica.
Finalmente, el juicio tuvo lugar en Los Ángeles el 2 de agosto de 1957. En la
prensa fue calificado de "El Proceso de las Cien Estrellas". En realidad, salvo una
breve aparición de Dorothy Dandridge, que retiró su demanda tras un buen acuerdo
financiero al margen del Tribunal, el proceso sólo contó con la presencia de otra
estrella, la bellísima pelirroja Maureen O'Hara.
"Confidential" había informado a sus lectores de cómo la señorita O'Hara se había
extralimitado en un juego conocido como Chinese Chest, celebrado en las mullidas
butacas del Teatro Chino de Hollywood, teniendo como contrincante a un atractivo
sudamericano. "Confidential" narraba así los hechos: "El acomodador vio a una
pareja que hacía desprender de su palco tanto calor como si estuviésemos en julio.
Maureen, con la blusa desabrochada y sus cabellos en desorden había asumido, para
contemplar la película, la más singular postura jamás contemplada en toda la
Historia del Cine. Estaba tumbada sobre tres asientos, con el afortunado
sudamericano en el de en medio, mientras por la pantalla desfilaba una cinta que
denunciaba la delincuencia juvenil…"
El juez Walker consideró que faltaban datos. Se reconstituyeron los hechos.
El manager del cine no tuvo inconveniente en interpretar el papel del sudamericano;
una joven periodista hizo de doble de la estrella. El manager tomó asiento, la
doble se tendió encima de las butacas e incluso alzó sus piernas al aire. El jurado
quería más información. Sus doce miembros (entre ellos seis viudas) se aproximaron
a la fila 35, donde, tras una minuciosa investigación de los tres asientos,
llegaron a la conclusión de que no se diferenciaban de los del resto del local.
Maureen no hizo acto de presencia hasta el 17 de agosto. Demostró que en la época
de sus supuestos jugueteos en el palco del Grauman, ella se encontraba en España
filmando Málaga. La mejor prueba era su pasaporte. Pidió cinco millones de dólares.
Los testigos se mantuvieron en sus trece de que, a pesar de la coartada del
pasaporte con la fecha de su ausencia, era ella y no otra la actriz que habían
visto en el palco. Su hermana, una monja irlandesa, emergió del convento para
declarar en defensa suya. La Corte importó un detector de mentiras que NO probó que
Maureen dijera la verdad.
El desconcertado jurado llegó al fin a una decisión. Las acusaciones por obscenidad
fueron descartadas; "Confidential" sólo tendría que soplar cinco mil dólares. Hubo
sin embargo multitud de "arreglos" millonarios por fuera de la Audiencia. La
revista pagó a Liberace cuarenta mil dólares y casi otro tanto a una docena de
celebridades.
El mayor drama del caso llegó con el suicidio de Polly Gould, que pertenecía al
equipo de la revista. Se mató en la noche del 16 de agosto; iba a testificar al día
siguiente. Más adelante se descubriría que Polly había estado jugando a dos
barajas, vendiendo secretos de la publicación al fiscal del distrito e informando a
la vez a Harrison de las maniobras de la policía.
Después del proceso, Howard Rushmore, redactor jefe de Harrison en "Confidential"
(ex-comunista paranoico, Rushmore acababa de iniciar una cruzada contra los rojos),
mientras paseaba a caballo con su esposa por la parte alta de Nueva York, sacó una
pistola y mató a su mujer antes de matarse él.
Harrison vendió "Confidential" en 1957. A continuación lanzó una publicación de
pocos vuelos llamada "Inside News". No llegó a alcanzar la fama de su predecesora.
Los días de este tipo de prensa estaban contados. La industria norteamericana del
cine había degenerado; en la televisión se le da al público más chismorreo del que
es capaz de engullir y su capacidad de asombro es menor.
Ya no existen más estrellas en la Metro Goldwyn Mayer que en el firmamento. Si
puede decirse que ese estudio continua en pie, es para referirse a un desértico
planetario. Las escasas celebridades fílmicas que continúan en la brecha se sienten
más que satisfechas si consiguen atraer la atención cuando son invitadas a discutir
sus propias debilidades en programas televisivos en directo. De hecho, tras el caso
"Confidential", estrellas como Errol Flynn, Zsa Zsa Gabor y Diana Barrymore
comenzaron a promocionarse con sus propias y verboreicas autobiografías. ¿Por qué
dejar que otros se forraran a costa de sus vidas privadas cuando ellos podían
llevarse buena tajada? Ninguna revista podía competir con tamaña sinceridad.
Sangre y jabón
El teléfono de Jerry Geisler sonó el 4 de abril de 1958, Viernes Santo. El abogado
más famoso de Hollywood escuchó una voz familiar: "Soy Lana Turner. Ha ocurrido
algo terrible. ¿Puedes venir inmediatamente a mi casa, por favor?".
Cuando Geisler llegó a la mansión estilo colonial que en Beverly Hills poseía la
célebre chica del jersey ajustado. Lana se hallaba desconsolada llorando y su
jovencísima hija Cheryl al borde del histerismo. Enseguida Geisler conoció el
motivo —algo que contrastaba desagradablemente con los tonos rosados del coqueto
boudoir de Lana: el cadáver ensangrentado de Johnny Valentine, más conocido de
todos como Johnny Stompanato, antiguo guardaespaldas del gangster Mickey Cohen,
notorio gigoló y último amante de Lana.
Al poco tiempo de hacer su aparición en Hollywood, al apuesto supermacho Stompanato
se lo disputaban varias damas prominentes de la colonia fílmica; sus aparentes
encantos le habían granjeado el apodo de "Oscar" (aludiendo los 30 cm de la
estatuilla de la Academia). En la primavera de 1957, el atrevido Johnny, que jamás
fuera presentado a Lana, se las arregló para obtener su número telefónico privado y
la llamó. Sabía, como toda Norteamérica, que ella se había separado recientemente
del ex-Tarzán Lex Barker, y sospechaba que debía de encontrarse sola y disponible.
Le sugirió una cita a ciegas, nombrando a personas conocidas por los dos y dejando
escapar algunas insinuaciones acerca de "su Oscar".
En esa época él regentaba una elegante tienda de objetos de regalo en Los Ángeles.
En el transcurso de los siguientes quince esplendorosos meses, ya no volvió a
prestar atención a ese negocio.
Hasta después de su muerte, Lana no supo que Johnny había estado casado tres veces
y era padre de un niño de diez años. Sí estaba informada, en cambio, de sus sólidas
conexiones con elementos criminales, pero eso la tenía sin cuidado. El llevar como
acompañante a un auténtico gangster, con un arma dura debajo del smoking, añadía
emoción y espíritu de aventura a cualquier velada.
En ese momento de su vida, Lana se hallaba en un estado agudo de vulnerabilidad
emocional. Tras una deslumbrante carrera iniciada de modo fulminante en 1937 con un
pequeño papel en They won't forget ("¡Vaya par de tetas!", se escuchaba decir por
toda la nación cuando la colegiala Lana se paseaba por la plaza del pueblo,
dispuesta a ser violada y asesinada, en el primer rollo de aquel film "épico"), en
1946 Lana Turner figuraba entre las diez mujeres mejor pagadas del país. En los
comienzos de los años cincuenta se convirtió en la reina de la Metro Goldwyn Mayer.
Al mismo tiempo, iba de hombre en hombre. Sus romances —Sinatra, Howard Hughes,
Tyrone Power, Fernando Lamas— habían constituido buena materia prima para llenar
columnas de prensa amarilla durante dos décadas. Sus matrimonios, sin embargo no
habían servido para "realizarla" del todo. Power había sido realmente el único al
que había amado pero su afán de posesión había arruinado el idilio. Tras el
director de orquesta Artie Shaw, llegó Steve Crane (en el altar Lana ya llevaba
dentro a Cheryl); después, el millonario playboy Bob Topping. Quiso a toda costa
tener otro hijo con Lex Barker, su más reciente esposo, pero sólo tuvo un aborto.
Tras una racha de películas mediocres, y al cabo de dieciocho años en el mismo
Estudio, la Metro Goldwyn Mayer se desprendió de ella.
Sus casamientos e idilios siempre habían estado presididos por la violencia,
provocada en algunos casos, y tal vez secretamente deseada. Lana había sido
arrojada escaleras abajo por uno de sus maridos, abofeteada en público por otro y
empapada con champagne en Ciro's por un tercero. En otra ocasión hubo de llevar el
bello rostro oculto tras gafas oscuras para disimular un ojo morado.
Entonces se le pudo oír decir en alguna ocasión: "Los hombres son terriblemente
excitantes y cualquier muchacha que opine lo contrario es una solterona anémica,
una prostituta o una santa". Al cumplir los treinta, esa necesidad de "excitación"
se le tornó obsesiva. Durante su separación de Johnny (ella se encontraba a la
sazón en Londres rodando Brumas de inquietud), las cartas que le dirigía mostraban
la añoranza de los "dulces tormentos" que él le infligía deliberadamente. Así que
le envió un billete de avión —otro de sus muchos regalos— y lo instaló en una
espléndida casa londinense situada en la "Calle de Los Millonarios".
Johnny, seguro de su poder, le exigía cada vez más: "Cuando yo diga arriba, tú te
levantarás. Cuando yo diga, salta, tú saltarás". La amenazó también con marcarla.
"Te mutilaré. Te haré tanto daño que te convertirás en un ser repulsivo y tendrás
que esconderte para siempre." Llegó un momento en que, en medio del plató, Johnny
apuntó con una pistola al oponente de Lana, Sean Connery, advirtiéndole que se
mantuviese alejado de ella. Connery lo ignoró. Y el Estudio, con la colaboración de
Scotland Yard, deportó a Stompanato fuera de Inglaterra.
Con todo, Lana continuaba echándole de menos. En sus cartas reclamaba sus caricias:
"Tan salvajes que me hacen daño… es todo tan terrible, pero al mismo tiempo tan
bello… Soy tuya y te necesito, MI HOMBRE". Terminado el rodaje, el idilio
sadomasoquista se reanudó en México, donde los huéspedes que lindaban con sus
habitaciones en el Hotel Vía Vera se quejaban de su ruidosa forma de hacer el amor.
Después regresaron a Hollywood, donde Cheryl les esperaba en el aeropuerto. Como
tantos otros retoños de la fábrica de sueños, la hija de Lana y Steve Crane, era
una adolescente insegura y complicada.
Y cierta noche, en la mansión de Bedford Drive, mientras Johnny abusaba de Lana
(ella se había negado a continuar pagándole sus deudas de juego), maltratándola de
palabra y obra, y jurando vengarse en toda su familia, Cheryl escuchó detrás de la
puerta: "Voy a rajarte y después haré otro tanto con tu madre y tu hija… esto es lo
que voy a hacer ahora mismo".
Cheryl (de acuerdo con sus declaraciones y las de Lana) corrió hasta la cocina,
agarró el primer arma que encontró —un cuchillo de cortar la carne de nueve
pulgadas— y voló en ayuda de su madre.
Después Lana testificaría: "Todo sucedió tan rápido que ni siquiera vi que mi hija
tenía un cuchillo en sus manos. Pensé que le había golpeado en el estómago con los
puños. El señor Stompanato se separó y cayó de espaldas. Se llevó las manos a la
garganta, se ahogaba. Corrí hasta él y le levanté el jersey. Vi la sangre… De su
garganta escapaba un sonido terrible…".
A lo largo de su magistral actuación en el Tribunal, Lana lloró y casi se desmayó.
Prosiguió: "Traté de insuflar aire entre sus labios entreabiertos… mi boca contra
la suya…". Lana estaba a punto de desvanecerse. Geisler la sostenía. Un ayudante
del alguacil le trajo un vaso de agua. Terminó con voz trémula: "Estaba
muriéndose".
En la prensa hubo unanimidad: Lana había representado la escena más dramática de
toda su carrera. El jurado sólo necesitó veinte minutos para deliberar. Su
veredicto: homicidio justificado. Fue un día completo para los periodistas; el
romántico pasado de Lana fue desmenuzado y escudriñado. Sus cartas amorosas,
descubiertas en casa de Johnny por amigos del hampa, sirvieron para cubrir las
primeras planas de los periódicos de todo el país. Lana fue puesta en la picota por
los columnistas, el clero, los sociólogos y los psicoanalistas como una madre
disoluta y antinatural. En cuanto a Cheryl, era defendida por aquí y acusada por
allá. "¡Mi corazón sangra por Cheryl!" escribió Hedda Hopper.
Walter Winchell fue el único periodista de peso que asumió la defensa de Lana:
"Ella está hecha de rayos de sol, empezando por el techo de sus ojos azules, sus
cabellos color miel y siguiendo por sus cimbreantes curvas. Es Lana Turner diosa de
la Pantalla. Pero, repentinamente, la magia desaparece y las sombras ocupan su
lugar. Hace su entrada la acechante crueldad. Lana es azotada por comentarios
malignos, invadida por editoriales denigrantes y amenazada con la privación de su
hija. Por supuesto, es la escandalizada virtud la que grita más fuerte. Me parece
sádico someter a Lana a cualquier otro tormento. Es imposible imaginar un castigo
que pueda herirla más que esta pesadilla. Y está condenada a vivir con él hasta el
final de sus días… Resumiendo, ofreced vuestro corazón a una muchacha que tiene el
suyo destrozado".
Gloria Swanson se puso furiosa ante la defensa de Lana llevada a cabo por Winchell.
Y explotó: "Walter, me parece repugnante que trates de sublimar a Lana. No eres un
norteamericano leal… Estás acabado y todo el mundo lo sabe, excepto tú. En lo que
se refiere a Lana Turner, esa pobre chica, la única verdad que nos has contado es
que para dormir se pone un camisón de punto. No es ni siquiera una actriz… Es sólo
una furcia".
La publicación de las cartas de Lana causó sensación. Habían sido cedidas por
Mickey Cohen a un redactor del "Herald Examiner" de Los Ángeles en venganza contra
Lana. Cohen, jefe y compadre de Johnny, había tenido que cargar con los gastos del
funeral. Las doce misivas (algunas de ellas censuradas) acapararon los titulares de
la nación durante un par de días. Tal y como se publicaron, parecían redactadas, no
por una "mala mujer", sino por una fémina que intentaba desahogarse emocionalmente
como cualquier inmaduro espécimen de su raza necesitada de amor. Con su exceso de
asteriscos, era la primera vez, desde la publicación del diario de Mary Astor, que
la ropa sucia de una estrella se aireaba con tal detalle.
Lana capeó el temporal. En muchas salas, al verla reaparecer en la pantalla con La
caldera del diablo, el público aplaudía y gritaba: "¡Estamos contigo, Lana!". Poco
después intervino en un melodrama de la Universal, Imitación de la vida que,
dirigido por Douglas Sirk, constituyó uno de los mayores éxitos taquilleros de toda
su carrera.
Hollywoodämerung
Cuando llegaron los años sesenta, el Viejo Hollywood había muerto. Las almenas de
los Estudios, esos reinos feudales, fueron derribadas una tras otra por el enemigo.
La RKO fue adquirida por la televisión; nada más deshacerse de ella, Howard Hughes
pronunció este óbito: "Se acabó Hollywood". Los fans se dieron buena prisa en
acudir a la subasta de la Fox (los trajes de baño de Gable, la espada de Tyrone
Power —¿quién te empuñará ahora?—) y a la de la Metro Goldwyn Mayer (los zapatos
abotinados de Judy Garland en Cita en San Luis, el traje de esquiar de Greta Garbo
en La mujer de las dos caras —qué fanático admirador estará embutido en él,
paseando arriba y abajo ante el roto espejo de la memoria?). La calle neoyorquina
de la Fox no es más que un recuerdo. Han maltratado y derrumbado la casa de Andres
Harvey… Y sin embargo…
En 1962, el suicidio de Marilyn Monroe con somníferos evocaba los ya olvidados de
tantas otras: Lupe, Carole Landis, Abigail Adams, Lynne Baggett, Laird Cregar y
muchas más. Marilyn se había pasado de rosca (aunque en realidad acaso durante su
vida había sabido controlarse?). Los malignos jefazos habían perdido cientos de
miles de "verdes" a causa de la tardanza o la no comparecencia de su reina con
cabeza de chorlito. Puede que Garbo prefiriese la soledad, pero siempre era puntual
a la hora de rodar, aunque fuese de madrugada. Barbara Stanwyck, considerada y
responsable, quien, con sólo alzar una de sus cejas, podía expresar más que Monroe
en todo un guión, conseguía que sus tomas fueran dadas por buenas a la primera, y
sin quejas de nadie por accesos de ira.
En 1966 se declaró una avanzada epidemia de "normadesmonditis" [El autor se refiere
a Norma Desmond, el personaje estelar del film de Billy Wilder "El crepúsculo de
los dioses" interpretado por Gloria Swanson. Se trata de un perfecto y acabado
retrato de una antigua reina del cine mudo que desea regresar a la pantalla y acaba
perdiendo la razón. (N. de T.)] galopante. Corinne Griffith, la aclamada actriz que
en 1965 se casara con el cantante y actor Danny Scholl en el día de San Valentías,
solicitó una anulación basándose en que el matrimonio no se había consumado. Al
frágil Danny le dio un patatús en el banquillo de los testigos, pero lo más sonado
fue cuando Corinne Griffith (que sin lugar a dudas era Corinne Griffith) manifestó
ser una doble que había asumido la identidad de Corinne Griffith al morir la
verdadera. En 1966, Corinne Griffith había cumplido setenta y un años y su no
consumada pareja cuarenta y cuatro. La "doble" declaró que ella tenía "cincuenta y
uno, aproximadamente". Lo absurdo de este caso, en el que la inveterada costumbre
de ocultar la edad llegó a la destrucción de la identidad, jamás ha sido superado.
El juez Harvey (Lewis Stone), esa personificación de la bondad, murió de un ataque
al corazón al tratar de capturar a una pandilla de gamberros que lanzaban piedras
contra su chalet de Beverly Hills. La deslumbrante Jayne Mansfield, con su carrera
ya en el alero, se estrelló en una carretera enfangada por la lluvia en junio de
1967. Antiguos niños prodigio tuvieron finales tremendos: Bobby Driscoll con una
sobredosis de metedrina; Carl "Alfalfa" Switzer (de la Pandilla), cosido a tiros en
una reyerta por drogas. Montgomery Clift y Robert Walker terminaron tal y como
habían deseado.
En 1968 la espantosa muerte de Ramón Novarro a causa de una paliza recordó los
extraños crímenes del Hollywood de antaño. Ahí estaba ese hombre, muriendo tan
extravagantemente como había vivido, ahogado en su propia sangre y con el
consolador Art-decó que Valentino le regalara cuarenta y cinco años antes
introducido en la garganta. Un par de estúpidos bestias, hermanos y chulos de
Chicago, eligieron el 31 de octubre, Halloween, para jugar a Ángeles de la Muerte
con el primitivo Ben Hur de sesenta y nueve años. Lo único que los muchachos
querían era apoderarse de una fruslería en metálico, cinco mil dólares que, según
datos facilitados por otros chulos, Novarro tenía a buen recaudo en su hogar
hollywoodense allá en las colinas. Destrozaron la casa haciendo añicos los
recuerdos de una extensa carrera que para esos cretinos no tenía significado
alguno. Souvenirs empapados en sangre: un caso análogo al de Lou Tellegen y su
harakiri.
Pero el suicidio del "doctor Cíclope" en 1968 recordaba más aún al Viejo Hollywood.
Albert Dekker decidió de una vez por todas demostrar que era el Mayor Retorcido de
Todos Los Tiempos, el personaje que había interpretado en la vida real y el único
en el cual creía. Para su última actuación, este actor de carácter, de sesenta y
dos años de edad, eligió su vestuario favorito: ropa interior femenina de seda. Y,
con sumo cuidado y lápiz de labios carmesí, escribió en su abotargada anatomía las
últimas críticas aparecidas sobre él, todas ellas adversas. Después, en una alegre
pirueta, se las arregló para ahorcarse llevando sus gemelos favoritos ceñidos a las
muñecas. En esta ocasión practicó su solitario pasatiempo preferido, en su cuarto
de baño hollywoodense. Ocho años antes, había ya revelado su desencanto al crítico
Ward Morehouse al reflexionar sobre una carrera que abarcaba cuatro décadas: "El
teatro es un lugar terrible para crearse un futuro. Te ponen en una estantería
durante años. Te sacan, te cepillan y después te devuelven a ella". Estos
sentimientos traicionaban la dedicación que se supone ha de profesar un verdadero
actor por su profesión y la servidumbre que ésta implica. Dekker no dejó escrito
ningún mensaje, sólo un cuadro que cortaba la respiración al verlo: otro singular
muñeco para la colección del doctor Noguchi.
El suicidio en Castelldefels, España, de George Sanders, desposeído de todo
romanticismo, fue el de una persona avejentada anímicamente, solitaria y desnuda.
Su nota de despedida poseía el toque del perfecto cínico profesional: era el Adiós
a la Dulce Letrina, la vida en sí, que él había agotado hasta un mortal
aburrimiento.
La masacre en casa de Sharon Tate en 1969 no pertenecía al Viejo Hollywood. Lo que
se derrumbó sobre la rojiza casa de Cielo Drive parecía más bien la devastación
causada por un jet al estrellarse: la nave de Satán pilotada por Charlie Manson —
títere programado, deidad de la basura.
Esto ocurrió en Benedict Canyon allí donde Paul Bern se había pegado un tiro; su
honorable espectro tendría a partir de entonces compañía. Las vidas inútiles no
generan tragedias, sino inutilidades.
La última y voluntaria "snifada" de Judy tuvo lugar en un atrancado baño
londinense. La "Anfetamina Annie" de la Metro Goldwyn Mayer consiguió al fin su
propósito al cabo de innumerables tentativas: píldoras, venas cortadas en su
apartamento de Hollywood, cuello rajado con restos de vasos rotos. La Dorothy de El
Mago de Oz murió sentada en el retrete, nada apto para un viaje "sobre el arco
iris". Totalmente vestida, encorvada, como si estuviese rezando y con el rostro
hecho un revoltillo ensangrentado, parecía una máscara azteca. Tenía cientos de
años; era la más anciana de todas las estrellas, si uno se atenía a sus tormentas y
al precio que por ellas había tenido que pagar: dramas suficientes como para una
docena de vidas. Ella era "Ella, la Diosa del Fuego" de Ridder Haggard, la que se
había sumergido demasiadas veces en las llamas.
Ahora han vuelto a restaurar el cartel de Hollywood, o al menos las nueve primeras
letras. H O L L Y W O O D. Han reforzado las estacas que las sostienen y vuelto a
pintar el metal. A propósito o accidentalmente, las restantes letras originales
(LAND) han sido desechadas. Acaso se hayan podrido. La letra número trece, la D
final, ya no está allí para tentar a una nueva Peg Entwistle.
Las nuevas generaciones que habitan en lo alto de Hollywood ni se dan cuenta de que
ese monopolio enclavado en el Monte Lee llegó, en cierta ocasión, a designar algo
más que una ciudad envuelta por la niebla que se eleva desde abajo y hoy se parece
tantiiiiiiisimo a Miami Beach. PA-RA-SIII-TOS.
En los desiertos platós de la Columbia, allí donde se alzaban erguidos y vigilantes
los oídos de Harry Cohn, ahora se juega al tennis. (Fuera, en Gower Gulch, se
desdibuja el cartel mal clavado que anuncia: SE VENDE). Sin embargo, cuando las
torrenciales lluvias y los vientos barren el cielo dejándolo limpio, aún puede
verse cómo reaparece el azul egipcio sobre la colina de tropicalísimas palmeras que
se ciernen sobre la citérea Isla Catalina. Entonces se descubre, a lo lejos, en la
franja azul del horizonte, los macizos y abandonados platós del sonoro que
recuerdan secretas mastabas, y todavía podemos imaginar qué trajo hasta aquí, hace
ya un siglo, a esos hombres ambiciosos y sin escrúpulos.
FIN DEL ROLLO
HOLLYWOOD
(Secuencia de Moulin Rouge, un musical de la Warner Bros del año 1934, suprimida
por orden de Jack L. Warner, quien la consideró "demasiado deprimente")
Notas
[2] "Príncipe de las ballenas" (en el original, Prince of Whales). El autor efectúa
un paralelismo entre whales (ballenas) y Wales (Gales) (N. del T.)
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[5] Hays fever ("La fiebre de Hays"). El autor toma el título de Hay Fever ("La
fiebre del heno"), una de las comedias más populares del autor británico Noel
Coward. (N. del T.)
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[6] Claras Beaux. El autor hace un juego de palabras entre el nombre artístico,
Bow, y el término francés beaux, de similar pronunciación, que significa "guapos" y
también, por extensión, "amantes". (N. del T.)
[<<]
[7] Gentleman Jim: producción de la Warner Bros (1942) dirigida por Raoul Walsh e
interpretada por Errol Flynn sobre la vida de James J. Corbet, primer boxeador
"científico" y campeón mundial de los pesos pesados según las reglas del Marqués de
Queensberry. Uno de los personajes preferidos de Flynn en el cine, según su
Autobiografía. (N. del T.)
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[8] "El Juez Harvey" (en el original Juez Hardy): personaje basado en una famosa
serie de films de la Metro Goldwyn Mayer, en la que los protagonistas, encabezados
por el Juez Hardy y su hijo Andres, figuraban como prototipo de la familia ideal
norteamericana. Al ser doblados en España, el apellido Hardy fue sustituido por el
de Harvey. Lewis Stone interpretaba al magistrado y Mickey Rooney a su primogénito.
Algunos de los títulos estrenados aquí son: El juez Harvey y sus hijos, Las
vacaciones del Juez Harvey y Andrés Harvey Tenorio. (N. del T.)
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