Murakami Primera Persona Del Singular

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SELLO TUSQUETS

COLECCIÓN ANDANZAS

Primera persona del singular 1000 Haruki Murakami HARUKI MURAKAMI FORMATO 14,8X22,5 CM
RUSITCA CON SOLAPAS

PRIMERA PERSONA
SERVICIO

«Ocho historias en primera persona sobre las obsesio-


nes del autor: la música pop estadounidense y el realis- CORRECCIÓN: PRIMERAS

mo mágico, el béisbol y el sexo, pero que abren nuevos


caminos literarios. ... El maestro japonés se interna en la DEL SINGULAR DISEÑO CARLOS

Haruki Murakami / PRIMERA PERSONA DEL SINGULAR


rareza de lo cotidiano, exponiendo los conflictos que
REALIZACIÓN
hierven a fuego lento dentro de todos nosotros.» Oprah
Magazine EDICIÓN

© Ivan Giménez / Tusquets Editores


«Un testimonio del talento y la perdurable creatividad
CORRECCIÓN: QUINTAS
de Murakami.» Publishers Weekly
DISEÑO
«Lo que une todas estas historias es el amor del narra-
dor hacia algo o alguien: una mujer, una canción, un REALIZACIÓN
equipo de béisbol, una escena del pasado; un amor vivi-
ficante a la vez que profundamente melancólico. Unos Ilustración de cubierta:
© David de las Heras CARACTERÍSTICAS
relatos magistrales.» Booklist

Amores de adolescencia evocados con serena nostal- Haruki Murakami (Kioto, 1949) ha recibido numerosos IMPRESIÓN CMYK (+COLCHÓN CIAN)
«Este inolvidable volumen es una soberbia introduc-
gia, jóvenes apenas vislumbradas, reseñas de jazz so- premios internacionales, entre ellos el Noma, el Taniza-
ción al mundo de Murakami para aquellos que todavía
bre discos imposibles, un poeta amante del béisbol, ki, el Yomiuri, el Franz Kafka, el Jerusalem Prize o el
no han caído bajo su hechizo; y su legión de devotos
un simio parlante que trabaja como masajista y un an- Hans Christian Andersen, y su nombre suena reiterada-
fans lo devorará y pedirá más.» The Boston Globe PAPEL FOLDING 240 g
ciano que habla de un círculo con varios centros... mente como candidato al Premio Nobel de Literatura.
Los personajes y las escenas de este esperadísimo vo- En España ha merecido el Premio Arcebispo Juan de
PLASTIFÍCADO BRILLO
lumen de relatos hacen saltar por los aires los límites San Clemente, la Orden de las Artes y las Letras, conce-
dida por el Gobierno español, y el Premi Internacional
entre la imaginación y el mundo real. Y nos devuel- UVI
Catalunya 2011. Tusquets Editores ha publicado todas
ven, intactos, los amores perdidos, las relaciones trun-
sus novelas, entre ellas las aclamadas Tokio blues, Kafka RELIEVE
cadas y la soledad, la adolescencia, los reencuentros y,
en la orilla, 1Q84 y La muerte del comendador, y también
sobre todo, la memoria del amor, porque «nadie podrá
obras personalísimas como las tituladas Underground, De BAJORRELIEVE
arrebatarnos el recuerdo de haber amado o de haber
qué hablo cuando hablo de correr, De qué hablo cuando hablo
estado enamorados alguna vez en la vida», asegura el de escribir o Música, sólo música, un apasionante diálogo STAMPING
narrador. Un narrador en primera persona que, a ve- de Haruki Murakami con el director de orquesta Seiji
ces, podría ser el propio Murakami. ¿Se trata entonces Ozawa, además de dos relatos bellamente ilustrados: La FORRO TAPA
de un libro de memorias, de unos relatos con tintes chica del cumpleaños (por Kat Menschik) y Tony Takitani
autobiográficos o de un volumen exclusivamente de (por Ignasi Font).
www.tusquetseditores.com ficción? El lector tendrá que decidir.
PVP 18,90 € 10283840
GUARDAS

9 788411 070140 INSTRUCCIONES ESPECIALES

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Áspera piedra, fría almohada

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Pese a ser la protagonista de la historia que me dispon-
go a narrar a continuación, no hay mucho que pueda
contarles de aquella mujer de quien incluso he olvi-
dado su rostro y su nombre, y de la que, no obstante,
confío en que haya hecho lo propio conmigo.
Cuando la conocí, yo todavía me encontraba cur-
sando segundo en la universidad y no había cumplido
aún veinte años, mientras que ella debía de tener vein-
titantos. El azar nos llevó a coincidir mientras traba-
jábamos en el mismo turno de uno de esos empleos
a tiempo parcial, y a que nos conociéramos allí, y las
insondables chanzas del destino quisieron que pasára-
mos una noche juntos y que no volviéramos a vernos.
A mis diecinueve años, no sabía nada de los asun-
tos del corazón, ni del mío ni, por supuesto, del de
los demás, y aunque de vez en cuando me veía sor-
prendido y zarandeado por los bandazos de la tristeza
y la alegría, todavía era incapaz de entender que, entre

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ambos extremos, podía desplegarse todo un abanico
de estados intermedios, lo cual me desconcertaba a
menudo y me desanimaba bastante.
Pero hablaré de ella.
Los únicos detalles biográficos que conozco son
que escribía tankas, es decir, poemas de métrica clásica
japonesa, y que había publicado un poemario. Nada
más. Y lo de publicado es un decir, porque lo cierto es
que todo, desde la encuadernación realizada con hilo
burdo de cometa hasta la impresión de sus páginas y
su precaria cubierta, parecía haber corrido por cuenta
propia. Lo llamativo del asunto es que un buen núme-
ro de aquellas tankas se me quedaron profundamente
grabadas en la mente, e incluso diría que en mi cora-
zón, y nunca he llegado a olvidarlas pese al paso de
los años; tankas de amor y de muerte en las que se
rechazaba la separación nominal de ambos conceptos.

Un largo trecho / se interpone entre ambos, / mar


[infinito.
¿Fue acaso sensato / volar hasta Júpiter?

Áspera piedra, / en ti mi sien apoyo, / fría almohada,


y el flujo palpitante / de mi sangre escucho.

Yacíamos ambos desnudos en la cama cuando ella


me preguntó:
—¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chi-
co en el momento de correrme?

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—No —repliqué.
Mi sencilla respuesta no venía avalada por ninguna
experiencia anterior en semejante tipo de excentrici-
dades, pero, mientras no se tratara más que de eso,
pensé que podría tolerarlo. Al fin y al cabo, sería tan
solo un nombre, una palabra. Y una palabra no tenía
por qué cambiar nada de lo que, en principio, iba a
suceder entre ella y yo.
—Puede que —aclaró con cierta reticencia— no
me limite solo a decirlo, sino que lo grite.
—¿Estás de broma? —exclamé de inmediato, con
disgusto. Mi apartamento se hallaba en un vetusto
edificio de madera de paredes tan finas y endebles
como papel de pergamino, de manera que todo lo que
superara un irrisorio grado de volumen sonoro se oiría
con perfecta y nítida claridad en el piso de al lado.
—Bien, pues morderé una toalla cuando llegue
el fatídico momento, ¿qué te parece? —propuso re-
suelta.
Seleccioné la toalla más presentable y en mejor
estado del cuarto de baño y la dejé junto a la almo-
hada.
—¿Servirá? —pregunté.
Ella tomó la toalla y la mordió varias veces con
concienzuda fruición, cual yegua que cierra sus quija-
das sobre el bocado. Asintió con la cabeza en claro
gesto de aprobación.
Un fortuito encadenamiento de hechos nos había
llevado a aquella pintoresca situación, en la que ambos

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desnudos en la cama comprobábamos la validez de
determinada toalla cuya función era ahogar un grito
orgásmico. Por mi parte, no había nada premeditado,
como tampoco creo que lo hubiera por parte de ella.
Llevábamos medio mes trabajando juntos aquel invier-
no en un restaurante italiano de poca monta en Yot-
suya, pero en puestos algo separados —yo fregando
platos o como ayudante de cocina, según fuera menes-
ter, y ella como camarera— y apenas habíamos teni-
do la oportunidad de charlar con cierto sosiego. Ella
era la única allí que no compaginaba el empleo a tiem-
po parcial con los estudios universitarios, y tal vez por
esa razón era, entre todos los empleados, quien se to-
maba las cosas con más tranquilidad e indolencia.
Había decidido dejar el trabajo a mediados de di-
ciembre y, cierto día próximo a la fecha señalada, nos
juntamos unos cuantos jóvenes empleados para ir a
tomar algo a un bar cercano. Nada particularmente
ceremonioso, tan solo una agradable reunión entre
conocidos regada con cerveza de barril y aderezada
con algo para picar, a modo de despedida. Entre los
numerosos temas de conversación informal que sur-
gieron durante la hora que se alargó aquello, me en-
teré de que, con anterioridad, había trabajado en una
pequeña inmobiliaria y como dependienta en una li-
brería. Por lo visto, en ninguno de los dos empleos
había hecho buenas migas con el jefe ni con el encar-
gado. En el restaurante, sin embargo, no había tenido
ningún problema de ese tipo, pero el sueldo era tan

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bajo que apenas le daba para vivir y, pese a sentirse
relativamente cómoda allí, no le quedaba más remedio
que buscar otro empleo.
Alguno de mis compañeros le preguntó qué nuevo
trabajo aspiraba a encontrar.
—El tipo de empleo es lo de menos —replicó ella
mientras se frotaba con la yema de los dedos las aletas
de la nariz. Tenía a un lado de la nariz, como si fuera
una pequeña constelación, dos lunares coquetos—.
No espero nada de ninguno.
Yo vivía por aquel entonces en el barrio de Asaga-
ya y ella en la ciudad periférica de Koganei, de modo
que el trayecto más lógico para ambos consistía en
coger el metro en la estación de Yotsuya y tomar la
línea Chuo. Eran más de las once de una desapacible
noche, fría y ventosa, cuando por fin nos subimos al
metro y no sentamos juntos. El invierno se había re-
crudecido rauda y sigilosamente, pillando a todo el
mundo desprevenido, sin guantes ni bufanda, o com-
plementos similares, que de pronto resultaban impres-
cindibles. Cerca de Asagawa me puse en pie. Ella alzó
la cabeza y, mirándome, dijo con un hilo de voz:
—¿Te importaría que me quedase esta noche en
tu casa?
—Supongo que no. Pero ¿por qué?
—Koganei queda todavía bastante lejos —se excu-
só ella.
—Hay muy poco espacio y no veas el desorden
que reina por todos lados —avisé.

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—No importa —aseguró, y se agarró a mi brazo.
Y así fue como acabó en mi pequeño y destarta-
lado apartamento. Una vez allí, le ofrecí una lata de
cerveza y cogí otra para mí. Bebimos despacio, de-
leitándonos en el lento discurrir del tiempo. Tras
apurar su lata, ella se incorporó y, como un fogona-
zo ante mi incrédula mirada, se desvistió con abso-
luta naturalidad y se metió en la cama. Ni corto ni
perezoso, decidí desnudarme yo también y, tras apa-
gar la luz, me metí en la cama, entre cuyas sábanas
nos abrazamos torpemente tratando de entrar en ca-
lor. La noche era gélida pese a los esfuerzos de la es-
tufa de gas, cuya pequeña llama apenas iluminaba la
habitación. Permanecimos un buen rato en silencio.
Aquel repentino e inesperado desarrollo de los acon-
tecimientos no nos lo puso fácil para encontrar un
tema de conversación que no sonara forzado o posti-
zo. Fuimos entrando en calor y nuestros cuerpos per-
dieron la rigidez inicial y se fueron relajando, abrien-
do la vía a un nuevo flujo de sensaciones en la piel.
Jamás había imaginado un grado tan intenso de in-
timidad como el que estaba experimentando. Fue
entonces cuando me hizo la pregunta a que me he
referido más arriba:
—¿Te molestaría que dijera el nombre de otro chi-
co en el momento de correrme?
—Supongo que se trata de alguien que te gusta,
¿no? —comenté, una vez preparada la toalla.
—Sí, claro que me gusta —admitió con desparpa-

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jo—. Muchísimo. Mucho, mucho. No me lo quito
de la cabeza. Pero él pasa completamente de mí. ¿Qué
digo? No solo no le intereso, sino que está metido
hasta la médula en una relación seria con otra persona.
Ya ves tú.
—Pero intuyo que os veis de vez en cuando...
—Me llama por teléfono cuando le apetece acos-
tarse conmigo —replicó ella—. Como quien pide
comida a domicilio, ¿sabes?
Ante semejante declaración no se me ocurrió qué
decir y guardé silencio. Ella deslizó entonces su dedo
índice por mi espalda como si trazara las líneas de una
figura geométrica o escribiera una palabra.
—Dice que soy fea, pero que mi cuerpo es de ma-
trícula de honor —informó.
No estuve de acuerdo en que fuera fea. Si bien
nadie afirmaría que su rostro era de una belleza canó-
nica, el caso es que tampoco se me antojaba especial-
mente feo. No consigo recordar, sin embargo, detalle
alguno de sus rasgos, y me veo, por tanto, incapaz de
ofrecer una descripción fidedigna que pudiera ayudar
al lector a formarse una imagen de ella.
—¿Y acudes a sus llamadas? —pregunté.
—¿Qué remedio me queda? Ya te he dicho que
me gusta mucho —replicó con tono de obviedad—.
Además, de vez en cuando me gusta que el calor de
un cuerpo masculino me conforte.
Me quedé pensando en sus palabras. No acertaba
a entender con exactitud ese tipo de anhelo en una

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mujer. ¿Cómo era ese sentimiento en concreto al que
se refería? Creo que es algo que nunca he llegado a
entender, ni siquiera hoy día.
—Enamorarse de alguien es como contraer una
enfermedad mental no cubierta por el seguro médico
—declaró en un tono plano y monótono, como si
leyera un letrero.
—Supongo que tienes razón —convine con ho-
nesta admiración.
—Así que, ya sabes, tienes vía libre para pensar
en otra mientras lo hacemos —sugirió—. No irás a
decirme que no tienes una musa de tus pensamien-
tos, ¿no?
—La tengo.
—Entonces, grita su nombre en el momento del
orgasmo —propuso animosa—. Evidentemente, no
seré yo quien te reproche que lo hagas.
Consideré la posibilidad, pero no la llevé a cabo.
Hicimos el amor y eyaculé en silencio. La relación que
había mantenido con la chica de mis pensamientos
se había deteriorado por determinada circunstancia y
no había vuelto a recuperarla del todo, de modo que
gritar apasionadamente su nombre en el momento del
clímax se me antojó pueril. Por el contrario, mi com-
pañera de cama se lanzó sin reparo, en caída libre, a
un frenético grito que apenas logré sofocar colocán-
dole la toalla entre los dientes justo cuando se dispo-
nía a chillar. Por cierto, qué dentadura tan fuerte y
compacta la suya. Sería la admiración de los dentistas.

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¿Qué nombre salió de su garganta y quedó amortigua-
do a duras penas por la toalla? Vuelvo a preguntárme-
lo ahora, y aunque no lo recuerdo con exactitud, sí sé
que era de lo más vulgar y corriente; sé que me llamó
la atención el hecho de que un nombre tan insulso
pudiera albergar para ella una carga de sentido tan
potente como para desear gritarlo con todas sus fuer-
zas. Sin duda, en las condiciones adecuadas, un simple
nombre o una palabra bastan para conmover el cora-
zón humano.

Al día siguiente, tenía una clase a primera hora de la


mañana y debía entregar un ensayo para la evaluación
del primer cuatrimestre. Evidentemente, no hice ninguna
de las dos cosas y ello me causó considerables quebrade-
ros de cabeza, pero esa es otra historia que no viene del
todo al caso contar en esta ocasión. Nos despertamos
casi al mediodía e inmediatamente me levanté para pre-
parar un café instantáneo y unas tostadas. Cogí unos
huevos que quedaban en la nevera y, mientras los cocía,
una embriagadora sensación de entumecimiento recorrió
mi cuerpo bajo la deslumbrante luminosidad del sol,
que brillaba desde su cenit con inusitado esplendor,
dominando el azul raso e inmaculado del cielo.
Mientras mordía una tostada untada de mantequi-
lla, ella me preguntó:
—¿Qué estudias en la universidad?

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—Literatura —respondí.
—¿Aspiras a convertirte en novelista?
—No especialmente —repliqué con sinceridad—.
Al menos, no estudio literatura con ese objetivo con-
creto.
En realidad, no solo no tenía particular intención de
escribir novelas, sino que ni siquiera se me había pasa-
do por la cabeza la idea de llegar a hacerlo (pese a que
en mi clase había un abrumador número de estudiantes
que habían expresado públicamente su ambición de
convertirse en literatos). Ante semejante confesión por
mi parte, ella pareció perder al instante el interés que
pudiera tener en mí, si es que había tenido alguno.
Bajo la luminosa claridad del día, la nítida marca
dejada por sus dientes en la toalla, tras hundirse en
ella y apretarla con fuerza, adquiría una dimensión
extraña. Observar su cuerpo a la luz del sol me pro-
dujo también cierta sensación que podía describir
como de irrealidad. Algo en él no terminaba de enca-
jar ni corresponderse con la persona con quien había
pasado la noche. Era un cuerpo menudo y huesudo,
lívido hasta parecer enfermizo, diferente del que yo
guardaba en mi recuerdo de la noche anterior, cuando
se acurrucaba entre mis brazos, con su voz mimosa y
coqueta, y su piel de marfil bañada por el resplandor
de la luna que se filtraba por la ventana.
—Yo escribo poesía tradicional, escribo tankas
—dijo abruptamente.
—¿Tankas? —pregunté.

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—Sabes a qué me refiero, ¿no?
—Sí, claro.
A aquella edad relativamente temprana de mi vida,
era un ingenuo y un completo ignorante de cómo
funciona el mundo, pero al menos conocía la métrica
de las tankas.
—Es que me ha sorprendido un poco, porque nun-
ca me había cruzado con nadie que se dedicara a esa
forma poética.
Ella sonrió divertida.
—Pues, mira, hay gente así. Aquí tienes a una.
—¿Debo suponer que perteneces a una agrupa-
ción poética o algo así? —pregunté de forma tan necia
como candorosa.
—No, claro que no —contestó y se encogió leve-
mente de hombros—. La poesía es cosa de uno, nace
del individuo, de su intimidad, ¿no te parece? ¿O aca-
so crees que es como jugar al baloncesto?
—Ya... Bueno, me parece curioso.
—¿Sí? ¿Te apetecería escuchar alguna?
Asentí con la cabeza.
—¿De verdad? —dudó ella—. ¿No lo dices por
complacerme?
—Lo digo completamente en serio —aseguré.
Y no mentía. Cierta parte de mí ansiaba conocer lo
que escribía una chica a la que había tenido entre mis
brazos unas horas antes y a quien había tenido que po-
ner una toalla entre los dientes para evitar que gritara a
los cuatro vientos el nombre de un chico que no era yo.

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Lo meditó durante unos instantes y, finalmente, dijo:
—Me da reparo recitar mi poesía aquí y ahora.
Supongo que a estas horas de la mañana no encaja.
Mira, vamos a hacer una cosa. Si tu deseo es sincero,
te enviaré un volumen recopilatorio que he publicado,
¿de acuerdo? Dame tu nombre y tu dirección.
Apunté ambos en la hoja de una libreta, la arranqué
y se la entregué. La tomó y, durante unos instantes,
contempló lo que había escrito, luego dobló el papel
por la mitad, lo dobló una vez más y lo guardó en el
bolsillo de su gastado abrigo verde pálido, en cuyo
cuello redondo llevaba un broche plateado con moti-
vos florales de lirios de los valles. Aunque sigo igno-
rando como entonces todo sobre las flores y sus nom-
bres, todavía recuerdo la chispeante sinfonía de brillos
y destellos que emitían los lirios a la luz que entraba
por la ventana (era un tipo de flor que hacía tiempo
que me gustaba mucho).
—Muchas gracias por permitirme pasar la noche
aquí. Lo último que deseaba era continuar el trayecto
sola hasta Koganei —dijo como parte de su breve
discurso de despedida—. A veces, las mujeres simple-
mente necesitamos sentirnos acompañadas.
Entonces lo comprendí. Supe que no volvería a
verla. Simplemente, no deseaba continuar el trayecto
sola hasta Koganei.

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