Toda La Belleza Del Mundo - Jaroslav Seifert

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Jaroslav

Seifert, uno de los poetas más grandes de nuestro tiempo, obtuvo el


Premio Nobel de literatura en 1984. Subtitulada «Historias y recuerdos»,
Toda la belleza del mundo es su principal obra en prosa. En este extenso y
variadísimo libro de memorias, de constante inventiva y amenidad, sostenido
por un sentido del humor, unas dotes de observación y un aliento poético
sencillo y sensual admirables, Seifert reconstruye, sin sujeción alguna a la
cronología rigurosa ni a las habituales convenciones del género, la propia
vida, la de una ciudad —Praga—, y la de un país entero.
Estas páginas reflejan la apasionante historia de una zona particularmente
fecunda de la intelectualidad y la creación artística centroeuropea, que,
atenta a las raíces autóctonas y sin perder de vista los vientos de renovación
del París de las vanguardias, recorrió, desde los días crepusculares del
imperio austrohúngaro hasta la actualidad, un azaroso y vasto itinerario que
constituye una de las experiencias culturales y humanas más significativas
del siglo XX.
Galería de tipos y modos, archivo de imágenes y anécdotas, creación
conmovedora y conmovida de un artista verbal único, Toda la belleza del
mundo es una obra esencial de la literatura contemporánea.

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Jaroslav Seifert

Toda la belleza del mundo


ePub r1.0
Titivillus 25.10.15

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Título original: Všecky krásy světa
Jaroslav Seifert, 1981
Traducción: Monika Zgustová (caps. 1-42) y Elena Panteleeva (caps. 43-90)

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRIMERA PARTE

TODO LO QUE HA QUEDADO CUBIERTO DE NIEVE

No tenemos tiempo de ser nosotros mismos, sólo tenemos tiempo de ser felices.
ALBERT CAMUS

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1. INTRODUCCIÓN
En la calma de la memoria, y sobre todo cuando cierro fuertemente los ojos, en el
momento que quiero, veo los rostros de muchas bellas personas que he conocido en la
vida y de algunas de las cuales fui amigo; entonces me vienen los recuerdos, uno tras
otro, cada vez más hermosos. Y me parece que fue ayer cuando hablé con toda
aquella gente. Aún siento el calor de las manos que estreché.
Aún oigo la risa feliz de Šalda, la voz irónica de Toman y la silenciosa manera de
contar de Hora; y en esos momentos tengo la sensación de que sería una lástima que
no anotase por lo menos algunos de aquellos instantes, aunque sólo se trate de una
frase fugaz o de un cuento corto, no más largo de lo que suele ser una anécdota. Eran
personas bellas e interesantes, y posiblemente yo soy uno de los últimos que tuvo
encuentros amistosos con ellas y que les conoció bien en la vida literaria. ¿Y quién
podrá escribir sobre lo que quedará olvidado para siempre cuando yo también entre
en sus filas mudas e invisibles en la oscuridad?
Todos están muertos; pero no me pondré a llorar, aunque las lágrimas, según dice
Juvenal, representan la parte más hermosa de nuestros sentidos. Lacrimae nostri pars
optima sensus, si no recuerdo mal lo aprendido en la escuela. No serán unas
memorias lo que escribiré. En mi casa no hay ni un solo trocito de papel con apuntes
o datos. Además, me falta paciencia para esa clase de escritura. No tengo más que
recuerdos. ¡Y una sonrisa!
A finales del mes de enero del año veintisiete, Hora me trajo al café Tůmovka la
nueva edición de su Árbol florido. He encontrado esa fecha debajo de la dedicatoria
del libro. Naturalmente, ya no recuerdo de qué estuvimos hablando entonces.
Seguramente de alguien que ahora ya está muerto. Posiblemente de Wolker, porque
en aquella época discutimos bastante sobre su poesía. De repente, Hora me pidió que
le dejara su libro un momento y me escribió en la penúltima página los siguientes
versos:

La sombra se extiende sobre una tumba,


tamborcito del vacío.
Los muertos también tienen celos:
el enhiesto sauce llorón
difunde su voz a través del silencio.
Allá abajo nos están criticando.

Estos versos que Hora improvisó entonces, me han traído súbitamente a la


memoria la época, hace casi medio siglo, en que me hallaba internado en el hospital
de Vinohrady, construido delante de la tapia del cementerio de aquel barrio. Desde la
ventana de mi habitación veía muchos sepulcros y cruces, y la triste y extraña

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arquitectura de un pequeño columbario.
Una noche nevó un poco y la nieve cayó sobre los sepulcros y la tapia. Era como
cuando un fotógrafo echa harina sobre un viejo relieve de piedra, delante de su
objetivo, para dar realce a los contornos que se están esfumando en las tinieblas.
Más tarde, por la noche, cuando el edificio del hospital ya se estaba sumiendo en
el silencio nocturno, oí llegar de algún sitio, por debajo de mí, dos voces que se
entrelazaban sin armonía. Probablemente uno de los médicos escuchaba un transistor
y algún paciente se habría olvidado de apagar otra de las radios que había en todas las
habitaciones. En la liviana construcción moderna, las voces sonaban profundas, pero
bastante claras; y yo miré sin querer el cementerio a través de la ancha ventana sin
cortinas. Parecía como si las voces surgieran de la tierra, de debajo de la superficie
del cercano cementerio.
Disipé en seguida aquella alucinación. Los muertos están mudos, obstinadamente
mudos.
Así que más bien seré yo quien criticará a los de abajo. Pero lo haré
cariñosamente, con amor.
También me criticaré a mí mismo.

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2. EL MERCADO DE LA PLAZA STAROMĚSTSKÉ
Durante varios años, siempre a principios de diciembre, me escribí con el poeta
Géza Včelička, gravemente enfermo; eran unas cartas llenas de recuerdos nostálgicos
y alegres.
Hace tiempo, por esas fechas, en la plaza Staroměstské se instalaba un mercado,
primero el de San Nicolás y casi en seguida el de Navidad. Y los dos, unos niños que,
naturalmente, no se conocían, estuvimos allí perdidos entre la muchedumbre, con los
bolsillos vacíos, pero con el corazón lleno de anhelo, mirando los puestecillos y los
tenderetes. Sin descanso y casi a diario. La plaza estaba llena de puestos y de tiendas.
El monumento a Jan Hus todavía no estaba allí y la pobre Virgen María, cuyos
escalones también servían para poner tiendas, miraba aquel hormigueo desde su alta
columna, entre cuatro ángeles.
Hoy ya es difícil evocar con la mente la atmósfera única de aquel mercado. El
aire olía a naranjas y el ambiente estaba impregnado con la fragancia de las lámparas
de carbón encendidas y de los fogones. ¡Cuántos perfumes había allí! Era
embriagador, y yo nunca me pude saciar de aquel formidable espectáculo. Erraba por
aquellos lugares hasta avanzadas horas de la noche.
La feria de San Mateo, a finales de febrero o a principios de marzo, solía ser
alegre, llena de regocijo, porque la primavera se acercaba. El mercado de Navidad era
más solemne y tranquilo. Había incluso una cierta santidad en aquel hormigueo, en el
que muchas cuerdas vocales hacían un esfuerzo para que el dinero se mudara de un
bolsillo a otro.
El mercado de San Nicolás solía estar bajo el signo de miles de ramas doradas
con lazos de papel y rosas rojas. A veces la nieve volaba por el aire y los copos se
quedaban pegados al cabello y a las pieles, junto a pequeñas partículas de polvo
dorado que caían de las ramas de San Nicolás; las madres, con oro en el pelo,
sonreían felizmente.
Después de San Nicolás, por la noche, desaparecían del mercado las ramas, los
muñecos de papel de San Nicolás y de los demonios. Y en las paradas surgía un
sinnúmero de figuritas de gentecilla caminante hacia lo que en el futuro sería el belén.
Las solía mirar durante mucho tiempo lleno de emoción. En las partes más altas de
los escaparates había castillos con torres y murallas, con almenas y casitas
minúsculas. Aquello tenía que ser el orgulloso Jerusalén. Lo fabricaban los pobres de
las montañas Orlické y de Příbram. Todo era barato, valía pocas coronas; pero aun así
inaccesible para un niño que apretaba en la mano unas moneditas y a veces ni eso.
Pero no tenéis que compadecerle. Era feliz.
Con indiferencia, pasaba de largo ante las tiendas llenas de juguetes de madera y
de hojalata y volvía una y otra vez a las figurillas de belén que olían a cola y pintura
barata. Totalmente hechizado, contemplaba sus posturas fijas, preparadas para ver el
ángel o la estrella. Iba corriendo al mercado varias veces cada semana, durante casi

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un mes, hasta las fiestas, siempre que tenía un rato libre. Cuando más me gustaba era
a última hora de la tarde; entonces solía haber más compradores y los vendedores no
tenían tiempo para apartar a aquel que solamente miraba, que no parecía querer
comprar nada y que no hacía más que molestar delante de las paradas.
Siempre emocionado y siempre esperando nuevos milagros, erraba por el
mercado, hasta que me paraba delante del teatro de títeres de Hubička. De él estaban
hablando no sólo Géza Včelička, sino también la señora Maryna Alšová. Y allá, al
final, gastaba mis moneditas, sin pensarlo y sin preocupación. Cuando se acababa el
espectáculo, que por desgracia no era demasiado largo, me quedaba todavía un ratito
detrás del teatro y escuchaba a través de la fina tela los ruidosos diálogos y el
castañeteo de los brazos y las piernas del conjunto teatral de Hubička.
El pintor Mikuláš Aleš, que también venía al teatro con sus niños, dejaba caer,
con magnanimidad y generosidad, una gran moneda de plata sobre la fuente de
hojalata que vigilaba atentamente a la entrada la señora Hubičková.
Imaginaos una ocasional tempestad de nieve y viento que sopla con fuerza, como
si se quisiera llevar a la gente y las telas de las tiendecitas. Cuando las lonas de los
techos cedían bajo el peso de la nieve, los vendedores la echaban sobre las cabezas de
los transeúntes. Pero no parecía molestarles. ¡Y qué! Caminábamos en la nieve, la
gente sonreía, las fiestas más bonitas del año empezaban dentro de pocos días.
¿Habéis visto alguna vez un montón de naranjas cubiertas de nieve?
Debajo de las torres de la catedral de Týn, más o menos en el lugar sobre el que
se enseña uno de los guerreros husitas del monumento, se hallaban siempre las
paradas con mercancía de papel. Allá podríais encontrar rollos de papel de seda y de
crespón de todos los colores, pantallas para lámparas, reproducciones de santos para
enmarcar, postales y papel de cartas.
Yo no buscaba ninguna de estas cosas; a mí me interesaban las hojas recortables
con figuritas de belén en color. Estaban mal impresas, los colores a veces se salían
fuera de las formas, pero yo no veía nada de esto. La fea palabra Krippen en la
cabecera indicaba de dónde provenían. Pero eran baratísimas, valían muy poco.
También tenían hojas más pequeñas, con figuritas impresas sobre cartulina con ricos
colores y su superficie brillante permitía no solamente un resplandor deslumbrante de
los hábitos de los reyes, sino hasta que la pobreza y la sencillez de los trajes de los
pastores pareciese más espectacular. A estas figuras no había que pegarles nada
detrás. Bastaba con separarlas, encolar abajo un trocito fino de madera y pincharlas
dentro del musgo blando. Aquellas hojas que me podía permitir comprar por poco
dinero, se tenían que pegar primero sobre un papel duro, y sólo entonces, se podían
recortar con mucho cuidado. Era demasiado trabajo, pero se hacía a gusto.
Montar un bonito belén era el deseo de muchos niños, aunque, según recuerdo, no
les inspiraba un sentimiento religioso; aquellos belenes eran más bien testigos de un
idilio y un anhelo románticos. Era el tiempo de los juegos, y de las fiestas que se
acercaban. Yo me olvidaba del tema central de la leyenda navideña, del establo con

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Jesucristo acabado de nacer, y prestaba mucha más atención al castillo pagano, y al
palacio del rey Herodes y a los palacios de Jerusalén. ¡Qué bonita y qué misteriosa
era aquella ciudad medieval, o quizás posterior, que se veía sobre el establo del belén!
Ningún color fue nunca tan jubiloso, ninguna almena tan dentada ni ningún palacio
tan dorado y vistoso. Muchas ventanas se podían recortar, pegar en ellas papel
transparente rojo y detrás de él encender una vela. Yo, con paciencia, recortaba una
ovejita tras otra y, con ellas, los dos pastores que dormían en el suelo entre el rebaño.
Porque un gran rebaño de ovejas es una parte importante dentro de la belleza de un
belén. Lo más difícil era recortar el largo palo del pastor que se alzaba por encima de
su amplio sombrero. ¡Cuántos había estropeado! A veces se me iba la mano con las
tijeras, otras veces el palo se encorvaba tanto que ya no parecía un palo. Hasta que
alguien me aconsejó que pusiera a los pastores en la mano un trocito de madera largo
y fino. Esto me salió bien y, al final, la caja estaba llena de figuras pobres y
primitivas, pero sagradas y hechizadas.
Todavía hoy veo el grandioso elefante con un baldaquín rojo y con flecos y borlas
dorados, el camello con un tapiz de colores entre las jorobas y, también, el esbelto
caballo blanco, con la cabeza levantada y un precioso gorro rojo. Las tres majestades
se pararon cerca del establo del belén. El elefante era conducido por un negrito con
turbante blanco, el camello por un árabe con una lanza y el caballo por un muchacho
con un fez turco y un sable encorvado en la cintura, mientras que sus reales amos
estaban humildemente arrodillados en el musgo, delante del pesebre. Sólo el rey
negro estaba un poco perplejo, algo más atrás, para que no se cumpliesen las palabras
de una antigua canción navideña.
El placer más grande consistía en agrupar el rico rebaño de ovejas, con el perro
que corría alrededor, sobre una roca de papel. Algunos pastores estaban durmiendo,
otros daban de beber a las ovejas. En el fondo del belén había un cielo azul con
estrellas doradas; éstas también se podían comprar bajo las torres del Týn, en la plaza
Staroměstské, en pequeñas hojas de papel, y separarlas fácilmente una de otra. Por
último, hubo que poner la estrella de Navidad sobre un alambre para que temblara
cuando la tocaran y pareciera viva. El belén estaba listo. Sólo faltaba una cosa:
espolvorearlo todo con nieve artificial, sin tener en cuenta que los pastores iban
descalzos y que de las palmeras colgaban unos enormes racimos de dátiles y que
había otras llenas de flores de rojo vivo.
Karel Čapek decía que la gente quiere los belenes porque les hacen ver el mundo
más humano e idílico. Pero yo los adoraba porque estaban inseparablemente unidos a
la época de fiestas hermosas, cuando todo estaba perfumado y la gente era distinta.
Mi padre, mi madre y todos los demás. Parecían más felices, sonreían y eran más
amables. Toda la casa respiraba bienestar. Yo deseaba que aquel tiempo tan feliz
transcurriera muy despacito. No quiero jactarme de ello, pero nosotros éramos pobres
de verdad. Sin embargo, lo que pudo hacer mi madre con lo poco que poseíamos
parecía un milagro. Nos sentíamos sumergidos sin interrupción en un permanente

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bienestar festivo.
Y cada rincón de la calle, incluso el más vulgar, parecía vestido de fiesta en
aquella época navideña. Todo era distinto, más gracioso, más hermoso.
Eso pasa cuando se tiene el espíritu festivo en el corazón y no solamente escrito
con letras rojas en el calendario.

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3. EL RAMO DE VIOLETAS ARTIFICIALES
Ahora ya soy un hombre mayor y las piernas no me responden. Pero hasta hace
muy poco subía al monte de Petřín. Incluso en el invierno. Pasaba por todo el jardín y
no me olvidaba ni de los tranquilos y poco frecuentados caminos que hay sobre el
gimnasio de la Malá Strana. En la curva de uno de ellos conocía un sitio que, en la
primavera, estaba azul de tantas violetas. Pero se había de saltar sobre unas grandes
piedras que rodean el camino y protegen la tierra en la pendiente. Desde el camino
mismo no se veían las violetas, pero los transeúntes podían oler su suave aroma.
Hace tiempo me reprochaba un crítico el que recurriera muchas veces en mis
versos a los abanicos. El reproche estaba fundado. Pero se olvidaba de las violetas; en
mis poemas, también las hay de sobra. Que me perdonen. Los abanicos y las violetas
fueron muy importantes para mí desde pequeño y los amaba.
Cuando yo era un niño, el perfume de las violetas estaba de moda. Hasta mi
madre, que no era una coqueta, guardaba en el fondo del armario un frasquito barato
con este perfume. Sus dos ricas y elegantes hermanas parecían flotar sobre este
aroma. Entonces, la moda no era tan voluble como lo es hoy en día, no cambiaba con
tanta frecuencia y tanta rapidez. De las pocas clases de perfumes que había casi todas
eran de flores y la fragancia de las violetas era la más popular. Era el olor del estilo
modernista que reinaba entonces. Desde la profundidad de los años, todavía me llega
hoy aquel perfume.
Delante de las ventanas del jardín Rajská estaba la pista del Club Deportivo
Čechie. Así lo anunciaba un gran letrero sobre el cercado. Hace mucho tiempo que
aquel lugar está ocupado por casas de vivienda, rodeadas por mi tristeza. Ignoro lo
que pasaba en aquella pista en verano. Probablemente se jugaba al tenis. Pero en el
invierno había allí una vasta y despejada pista de hielo. Estaba en la frontera misma
de los barrios Žižkov y Vinohrady. A veces, yo saltaba sobre la valla y miraba con
placer cómo la muchedumbre gritaba de alegría, siempre cambiante pero al mismo
tiempo sin dejar de ser la misma; sin sentido, pero con gozo, circulaba por la pista,
entrelazaba sus caminos y, durante unos momentos, escribía en la superficie helada su
alegría y su despreocupación. El panorama me gustaba, pero nunca sentí ganas de
mezclarme con aquel ruidoso pelotón de gente.
Aquello me sucedió de pronto. En la entrada de la pista de hielo advertí a la chica
de la casa vecina, que yo miraba desde hacía tiempo y seguía por la calle. La chica
vivía un piso más abajo y yo pasaba bastantes ratos esperando que apareciera su lazo
rojo en el balcón. Cuando la veía, sonreía; nada más.
Desapareció en el tumulto cubierto de nieve detrás de la puerta de la pista. Yo la
busqué desde la cerca y al fin vi cómo dibujaba elegantes curvas sobre el hielo con
sus patines. Me decidí rápidamente. Se lo pedí a mi madre; y ella, con complacencia,
fue a comprarme unos patines en la ferretería más cercana. Eran baratos y corrientes.
A ella le parecía que para aprender bastaban. Incluso estaban un poco oxidados, pero

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yo los pulí con papel de lija y los engrasé con petróleo. Hasta mucho más tarde no
pude permitirme el lujo de unos nuevos, niquelados, con una elegante curva en la
punta. Los llamábamos patines «con narices». Pero los de entonces también eran
ajustables. Los puse en la correa que saqué de la cartera de los libros escolares, me
los colgué del hombro y me dirigí directamente a la pista de hielo. Pero no a Čechie,
claro está, porque allá iban todos los amigos de la escuela. No es que me diera
vergüenza patinar delante de ellos, pero temía encontrarme con la chica de la casa
vecina. Nunca había patinado. ¡Qué lamentable le parecería!
A las cuestas heladas sí que me atrevía a ir desde hacía tiempo; incluso iba a
menudo, aunque siempre buscaba las cortas y no demasiado pendientes. En el terreno
montañoso de Žižkov había algunas que realmente daban vértigo. Las calles estaban
situadas sobre unas duras cuestas y a veces ocurría que los chicos, al llegar, estaban a
punto de ser atropellados por un tranvía, cuyas vías cruzaban la pendiente helada. Los
guardias municipales llamaban a veces a los porteros y les obligaban a esparcir
cenizas sobre las cuestas heladas. Pero los chicos no tardaban en limpiarlas con las
gorras o preparaban en seguida otro sitio para deslizarse por él. En el jardín de lo que
hoy es Savarin había un restaurante al aire libre. Alrededor del agradable espacio, en
medio de las casas, crecían unos castaños. En el invierno aquello se convertía en una
pista de hielo, aunque no tan frecuentada como la otra. Era bastante más pequeña.
Seguramente no estaría allí ninguno de mis amigos; por eso la elegí.
Mi entrada en el hielo no fue precisamente gloriosa. En cuanto me ponía sobre los
patines, me caía. Lo intentaba de cualquier manera. Incluso cuando me apoyaba en la
cerca, se me deslizaban los pies y acababa otra vez en el suelo. Después de un par de
horas de hacer miserables intentos, aprendí a dar unos cuantos pasitos que,
naturalmente, acababan en una aparatosa caída. Si no hubiera tenido delante de mis
ojos un rostro de chica enmarcado de cabello castaño y con un lazo rojo, me habría
echado los malditos patines al hombro y hubiera vuelto a casa, muy desilusionado.
Pero los ojos de la chica no dejaron de animar mi voluble y débil voluntad.
Desde el margen de la pista de hielo, una señora agradable y guapa observaba mis
ineficaces esfuerzos. Evidentemente, era una madre; su hijo, más o menos de mi
edad, corría sobre el hielo. Tampoco era un experto todavía, pero se sostenía bien
sobre los patines y, vacilando un poco, circulaba por la pista. Cuando se acercó a su
madre, la hermosa señora buscó en su profundo manguito, decorado con un gran
ramo de violetas artificiales, y le puso al chico un bombón en la boca. Seguramente
estaba muy satisfecha de lo bien que patinaba.
Yo, tímidamente, me tambaleaba al pasar por su lado con regularidad. Cada vez
que llegaba hasta ella, medía el hielo, y llegaba tumbado hasta sus pies. Realmente la
cosa ya resultaba bastante vergonzosa. Cuando aquello ocurrió tal vez por quinta vez,
probablemente le di pena. Me ayudó a ponerme en pie. Luego entró en la pista, me
sujetó con mano firme por debajo de la axila y me condujo por el hielo. Me daba un
poco de vergüenza, pero era tan amable y hablaba conmigo de una manera tan

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agradable, que me dejé guiar con mucho gusto por su afable brazo. Algunas veces,
mis pies resbalaron de nuevo, pero me tenía asido con fuerza, así que, cuando caía,
me desplomaba con la cara sobre el enorme ramo de violetas de su manguito. Esta
pieza imprescindible de la vestimenta femenina de invierno se llamaba por aquella
época «estufilla». Al cabo de una media hora me dejó que probara yo solo. Me
miraba de cerca. Me caía ya mucho menos y, al final, logré dar toda la vuelta a la
pista. Me pareció un milagro. Es verdad que iba con unas precauciones exageradas y
muy despacio, pero, sea como fuera, conseguí hacer todo el círculo y, de una manera
u otra, logré estar de pie sobre el hielo. Cuando llegué hasta el manguito con violetas,
dos sedosos dedos femeninos me pusieron un bombón en la boca. Y luego recibí unos
cuantos más. Con el último bombón me puso suavemente sobre la boca su cálida,
dulce palma de la mano. Aquello era el adiós. Se iba con su hijo y yo, apenado, los
miraba.
Al día siguiente volví a aquella pista de hielo. Ya no encontré el manguito con
violetas, es verdad, pero aprendí a patinar un poco más y, el día después, me atreví a
ir a Čechie. Pero a causa de la palma de la mano y del ramo de violetas empecé a
olvidar el lazo rojo en el pelo; hasta que lo olvidé del todo.

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4. LO QUE DIJO EL ARPONERO NED LAND
Aquel edificio nuevo, recién inaugurado, del instituto de Žižkov, en la calle
Libušin, estaba casi en la frontera de Žižkov y Vinohrady. Hoy en día estos barrios se
han unido, pero hubo épocas en que la frontera era bien clara. La calle hace mucho ya
que se llama calle de Kubelík y aquel instituto de estudios clásicos está clausurado. Y
he de decir que realmente es una lástima.
Yo no era un buen estudiante, pero recuerdo con lágrimas en los ojos los años
pasados en aquel instituto. Le estoy agradecido por muchas cosas.
El edificio del instituto, uno de estos grises bloques de pisos, no muy notable por
fuera, era de un nuevo resplandeciente. Las ventanas, para aquella época
enormemente grandes, llenaban las aulas y los pasillos de luz y de un agradable
ambiente. Lo que más me llamó la atención fue el bonito linóleo, seguramente de
buena calidad. Era rojo, de un rojo un poco más oscuro que la rosa centifolia, y
llenaba el ambiente de un olor extraño, pero agradable. ¡Qué lástima!, pensé. Tendrá
que soportar la invasión de las botas escolares, casi siempre claveteadas con pequeñas
herraduras.
Pero el linóleo aguantó, y yo no. No acabé mis estudios en aquellas hermosas
aulas llenas de sol y de hexámetros latinos. En los primeros años fui uno de los
mejores alumnos, pero después ya no. Lo que más me gustaba era el latín y tenía
notas excelentes en religión.
En el segundo curso, durante la clase de religión, el cura me miró, y como nos
hablaba de usted, me dijo:
—Venga a verme mañana a la sala de profesores.
Me hizo monaguillo. Un pequeño y buen monaguillo. La capilla del instituto se
hallaba en el gimnasio. Aquello, al principio, se me hacía insoportable, pero luego me
acostumbré. El domingo, durante la misa, olía a la piel fresca de los instrumentos del
gimnasio y el lunes, durante la clase de gimnasia, la sala estaba perfumada de
incienso. Sobre todo cerca del techo, cuando nos ejercitábamos en las barras
verticales.
¡Qué suave es el aroma del incienso!
Fui un monaguillo entusiasta, a pesar de que sólo podía ayudar a misa los días
laborables, y estábamos solos, el cura y yo, en el gimnasio vacío. Los domingos se
cuidaban de ello los alumnos mayores, que parecían más dignos y que, ya durante los
estudios, proclamaban que después continuarían en el seminario. Luego no fue allí ni
uno solo de ellos.
El órgano, que estaba en el fondo del gimnasio, solía tocarlo el bajito, un poco
gordo pero simpático profesor Otakar Zich. ¿Quién no le conocía? Para mi sorpresa,
en nuestro instituto daba clases de matemáticas.
Por la mañana, temprano, como una hora antes de las clases, llamábamos al
portero del instituto para preparar en la sacristía la casulla, cuyos colores nos indicaba

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el portero para toda la semana, y encendíamos unas pequeñas velas en el altar que,
durante los días ordinarios, estaba cercado con una persiana metálica.
Las oraciones del principio las recitábamos dos, pero, tan pronto como el cura
llegaba al altar, uno de los chicos se apartaba de los escalones del altar y corría a toda
prisa a casa del profesor de religión en busca del desayuno. Nos turnábamos. Vivía
cerca, al lado del misterioso cementerio judío donde terminaba el barrio de Žižkov.
Al volver, la misa se había acabado, el profesor ya estaba cambiado y esperaba su
café. En el invierno, llevábamos la cafetera envuelta en un chal de lana para que el
café no se enfriara.
En la primavera y en el verano, aquellos viajes eran agradables. Corríamos
alrededor del cementerio y pasábamos por el campo de deportes del instituto, donde
solíamos jugar al fútbol. ¡El fútbol! ¡Qué juego! Teníamos una sola pelota para todas
las clases y nos peleábamos por ella. El cementerio estaba cerrado durante casi todo
el año, y las raras veces que su puerta se abría, el sepulturero nos echaba fuera. Y no
sólo porque teníamos otra religión. Este cementerio se convirtió en un lugar donde
dormían los gatos y en el que sonaba, sobre las ramas de los árboles, un canto
polifónico. Más de una vez vi, allí, en el otoño, un pico manchado. Y por primera y
última vez en mi vida, pude observar en aquel sitio un búho en pleno vuelo; agitando
el aire, voló sin ruido junto a mi cabeza.
El compañero que se sentaba conmigo en el mismo pupitre vivía en un antiguo
bloque de viviendas al otro lado del cementerio. Una vez se vanaglorió de que sabía
llegar al otro lado del muro del cementerio y me prometió que me lo enseñaría. Por el
otro lado, según él, se podía bajar tan fácilmente como por una escalera. Al parecer,
se podía pisar en un ladrillo que sobresalía del muro y apoyarse en el poste de la
electricidad.
Una tarde, cuando oscurecía, cumplió su promesa. Y ocurrió algo sorprendente.
Subimos fácilmente al muro, pero casi nos caímos del susto. Al menos yo. Detrás del
muro, apoyada sobre un sepulcro por el cual queríamos bajar, se estaba besando con
pasión una pareja de enamorados que seguramente habrían entrado allí de la misma
manera que nosotros. Me sentí como si chocara con la frente en el cristal de un
escaparate que no había visto. Los enamorados también estaban asustados; la chica
nos miraba con los ojos desmesuradamente abiertos de asombro. Saltamos al suelo
rápidamente y el corazón me latía tanto que apenas podía respirar.
Nunca olvidaré aquel instante. Por primera vez había visto un abrazo amoroso y
por primera vez miré al amor directamente a los ojos. Aunque antes ya me
importunaban diversas visiones, esta inesperada escena amorosa me dejó atónito por
su realismo. Llevaba conmigo a la vida una imagen fija de la pasión humana que,
aunque tierna y púdica, era aplastante por su veracidad. Esperé con impaciencia la
confesión colectiva escolar que debía tener lugar durante las próximas fiestas de
Semana Santa, para deshacerme de toda clase de pensamientos pecaminosos que
empezaban a perseguirme. Cuando me arrodillé al fin en la iglesia, arrojé mi pecado,

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con un cierto alivio, a la reja del confesionario; un pecado del que no era responsable:
había visto cosas inmorales.
Eso pasa cuando uno se mira vanidosamente en el espejo de la Confesión.
En principio, estaba convencido de que había purgado toda la culpa caída sobre
mí cuando subí al maldito muro. Pero la imagen de un excitado rostro de muchacha y
el detalle de la piel femenina se me aparecían en la mente a todas horas. Sobre todo
por la mañana, cuando corría con la cafetera del señor cura al lado de la puerta del
cementerio. En vano me defendía y apartaba los ojos de los sepulcros llenos de signos
extraños. No podía dejar de ver delante de mí los excitados ojos de la chica. La
confesión no hizo su efecto.
Con este acontecimiento me empezó a deprimir el estereotipo de mi vida, sobre
todo de mis servicios a Dios y al señor cura. Entonces la palabra estereotipo no tenía
aún su significado amplio, y más básico, que le fue adjudicado más tarde. Pero me
sirve para describir la sensación que se apoderó de mí.
La astucia y la maña demostradas por el cura cada día a través del misterio del
servicio divino, a pesar de que en las clases de religión teníamos que hablar de él con
palabras grandilocuentes y majestuosas, no me gustaban. Yo conocía ya con exactitud
cada gesto y cada paso suyo, hasta el último detalle. El ofertorio me espantaba. Todo
era frío, poco convincente y profesional: arrodillado delante del altar, me di cuenta de
que aquel a quien estaba contestando no creía en lo que decía. Me golpeaba
obedientemente el pecho, pero mi alma de monaguillo se rebelaba contra la
hipocresía que advertía a mi lado. Así pues, mi fervor fue desapareciendo, poco a
poco y casi sin darme cuenta. No había nadie que pudiera evitarlo.
En momentos así, que más bien eran tristes, me gustaba recordar lo bueno que era
cuando, por diciembre, a primera hora de la mañana, caminaba con mi madre por las
calles heladas del barrio hacia la iglesia de San Procopio. Llevaba a mi madre sujeta
por la axila y me arrimaba a ella. Delante de la gente me habría dado vergüenza esa
manifestación de cariño y amor infantil, pero las calles estaban vacías. ¡Cuánta
belleza hubo en aquellos momentos fugaces! Los árboles de Navidad en las esquinas,
atados con alambres, olían bien y delante de nosotros brillaban vagamente las
vidrieras de la iglesia. Mi madre solía arrodillarse en el banco y yo encendía una vela;
la desenvolvía de su papel amarillo o rojo y cantaba al mismo tiempo a pleno
pulmón. Me fascinaba cantar los salmos de entrada de la misa, llenos de santidad y de
maléfica belleza. Los primeros versos se cantaban tres veces, cada vez en un tono
más alto. Esto me encantaba, era conmovedor, aunque no entendía cómo desde el
cielo pudo llover el justo y cómo el Salvador brotó de la tierra. Todo aquello era muy
sincero y ameno, incluido el beso que solía dar a mi madre cuando me iba a la
escuela.
Tampoco puedo olvidar la Semana Santa, que yo acostumbraba a pasar con los
padres de mi madre en la ciudad de Kralupy. Estaba allí cuando, el jueves santo, el
cura encendía los oleos; el viernes santo cantaba en el coro de la iglesia local; me

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arrodillaba ante el sepulcro de Jesús y, luego, acompañado del estruendo de las
campanas y del acariciador y suave repique de las campanillas de la misa, salía con la
procesión a la misa de la resurrección. Las campanas invadían literalmente las calles
y el párroco, el señor Zamba, vestido de oro y color crema, caminaba despacio, con
gravedad, a través de la mísera plaza de Kralupy. Sin embargo, el cielo ya era azul y
la ciudad, llena de humo, estaba cercada por las alondras y las amas de casa habían
pulido las ventanas, que brillaban como soles. Qué triste me ponía al acabar aquella
belleza cuando la procesión doblaba la esquina, al lado del taller del hojalatero, y por
el estrecho camino volvía a la iglesia, cantando siempre.
En fin. Otra vez en el instituto de Praga. Cuando ante el altar recito el confíteor,
declamándolo devotamente, sólo que un poco más despacio, el cura que está al lado
se vuelve hacia mí:
—¡A ver si se va a dormir aquí!
No, aquí había algo que no funcionaba. De mi corazón, que temblaba debajo de la
camisa medio abierta, en la que faltaba un botón porque a mi madre no le daba
tiempo a cosérmelos todos, empezó a marcharse lentamente la ingenua devoción
infantil. Y junto con ella, la fe de un niño. Lo que se ofreció a cambio fueron la duda
y el asombro. Estaba desilusionado. Hasta que me sucedió lo siguiente: Una hermosa
mañana de primavera, en la casa donde vivía el cura, me quedé mirando por la
ventana abierta que daba al patio. Contemplaba un gato que torturaba refinadamente a
un gorrión. Era un espectáculo desagradable, pero yo tenía curiosidad y me sentía
impotente. El patio estaba cerrado. Algo excitado, observé el astuto y cruel juego del
gato. Llegué con el café un poco más tarde. Cuando puse la cafetera sobre el armario
oblongo donde poníamos las casullas, el café estaba tibio.
—Mañana ya se puede quedar en casa —dijo el cura silbando.
Me asusté. Tenía miedo del profesor de religión, que nunca se mostraba
demasiado amable con los estudiantes y que, al mismo tiempo, era el consejero
íntimo del director de la escuela. También me sentí ofendido. ¿Cómo me hace esto,
después de mis fieles y sinceros servicios de muchos meses? Eso sí que era
ingratitud. Pero más tarde se apoderó de mí una sensación, casi alegre, de alivio. Ya
no tendría que llevar la cafetera, no estaría obligado a levantarme tan temprano cada
mañana. Y en el mismo momento, volvió a mis ojos la escena amorosa que había
visto al lado de la pared del cementerio no hacía mucho. Me resultó agradable
recordar a la joven abrazada por el muchacho. ¡Qué cosas! Pero ya no rechazaba el
recuerdo; al contrario. Mandé a paseo el espejo confesonario. ¡Por qué iba a tener
miedo del cura!
En cambio, me entregué por completo a nuestro nuevo profesor de lengua. Se
llamaba Kašík, y era un hombre joven, simpático, elegante y, según nos enteramos,
no creyente; y odiaba al profesor de religión. Varias veces oímos sus conversaciones
indignadas con el cura detrás de la puerta de la sala de profesores. Por la mañana, en
su primera clase de lengua, cuando todos estaban obligados a rezar el Ave María en

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alta voz, él se ponía junto a la ventana.
Y decía como de paso: ¡Empezad!, y miraba la fachada de la casa de enfrente. Es
verdad que una vez me puso en ridículo, pero eso no hizo disminuir mi cariño por él.
Estábamos escribiendo una redacción en la que aparecía el nombre de Jesucristo.
Cometí en él un error de ortografía. Se quedó parado delante de mí y comentó en voz
alta, con una mueca:
—¡Qué vergüenza, no sabe ni cómo se llama su Dios!
Cayó durante las primeras semanas de la Primera Guerra Mundial.
Por aquella época, yo ya estaba familiarizado con la tripulación del célebre
Nautilus. Una vez fui testigo de una violenta conversación entre el capitán Nemo y el
arponero Ned Land. El valiente arponero reprochaba al capitán que, injustamente, no
les dejara salir de a bordo. El capitán le replicaba que en el barco estaban libres y que
participaban en un viaje único para ver las maravillas submarinas. Ned Land le
contestaba con estas famosas palabras:
—Donde hay obligación no hay alegría, señor capitán.
Sí; cerré el libro de texto de catecismo y, por dos coronas, me compré una
minuciosa edición del Mayo de Mácha, que había editado Lorenz de Třebíč.
Desde aquella historia, me había parado muchas veces al lado de la verja de
hierro del cementerio judío, en la frontera entre dos barrios, Žižkov y Vinohrady. Y
meditando y recordando, miraba la oscura piedra arenisca de los sepulcros. Tal vez
los que pasaban de largo pensaban que estaba observando las incomprensibles
inscripciones de los sepulcros. Pero yo pensaba en lo mío, que me resultaba
perfectamente comprensible.
¡Hay olores más dulces en el mundo que el olor del incienso achicharrado!

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5. «THANK YOU, SO BLUE»
Solía pasar por la noche, cuando en el río Moldava se resquebrajaban los hielos.
Durante varios días, aparecían charcos en el río helado. Entonces ya estaba prohibida
la entrada al hielo. Luego llegaban unas aguas turbias y, bajo su presión, el hielo
empezaba a romperse. Al día siguiente, ya flotaban los témpanos que llegaban de
aguas arriba del Moldava, del Sázava y del Berounka y chocaban con estruendo en
los pilares de los puentes y se trituraban en el hierro del espolón de los rompehielos,
delante del puente de Carlos. Desde que se acabaron las construcciones conductoras
del río, el Moldava ya no se congela en Praga. La gente de hoy ya no conocerá
seguramente el placer de poder despreciar los puentes y atravesar de una orilla a la
otra sobre el hielo, o de correr a lo largo del río y sólo a veces hacerse a un lado para
no chocar con los abrigados pescadores que miraban en silencio, y generalmente en
vano, sus cañas, al lado de los agujeros tajados en el hielo.
Cierta primavera, una repentina e inesperada riada soltó los hielos del río
Berounka antes que los de otros ríos, y cerca del pueblo de Modřany se creó una
enorme barrera de hielo que amenazaba con una inundación. Tuvieron que acudir los
soldados y partir a tiros los témpanos de hielo amontonados. Las detonaciones se
sentían hasta en Praga y los puentes estaban repletos de gente.
Yo también miraba desde un puente, lleno de curiosidad, la desierta pista de hielo
donde precisamente aquel invierno iba a patinar casi a diario. A veces incluso con una
encantadora muchacha, que llevaba un gracioso peinado pero ya un poco pasado de
moda. Dos moñitos de color avellana sobre las orejitas. Se entregó a mí y a mi
dudoso arte de patinar y cogidos de la mano circulábamos por la espaciosa pista.
Estaba limitada por la nieve barrida, y en las esquinas había unos frescos árboles de
Navidad, adornados con cintas de papel coloreado.
Sobre el largo banco en que nos atábamos los patines o nos calzábamos los
zapatos con patines había también un viejo tocadiscos, con una enorme trompeta azul
celeste. Al lado estaba una barraca, en la que cobraban una entrada mínima y
preparaban el té.
Todo esto lo habían quitado hacía unos días y sólo cuatro abetos abandonados
surgían de la blanda nieve.
Al cabo de un momento, después de las detonaciones, llegaron las primeras olas
y, con un tremendo estampido, se rompió la placa de hielo sobre la superficie. Fue un
espectáculo fascinante. Los abetos cayeron a la corriente y los témpanos de hielo, que
jugaban flotando, a veces los sujetaban y los ponían de pie con sus cantos,
llevándoselos luego a toda prisa. Pero también se llevaban todo lo demás. Incluso la
alegría de los momentos fugaces en que sentía muy adentro la proximidad de una
chica bonita y el placer de circular por el hielo con ella, cruzando los pies por delante
con elegancia; al menos, eso me parecía a mí. El patinaje artístico estaba entonces
comenzando a conocerse. La turbia corriente que nadie había llamado se llevaba

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consigo también la encantadora melodía y el texto de un hermoso tango inglés: Thank
you, so blue. Todo esto se me escapaba a lo irremisible. Y como todo había sido tan
hermoso, yo lo acompañaba con una mirada nostálgica. Con el hielo flotante se me
escapaba también la jovencita, y en el preciso momento en que ya estaba a punto de
enamorarme de ella. Después de una larga vacilación, me reveló su nombre. Confesó
que vivía en el barrio de Hradčany, pero no me dijo dónde. Manifestó de paso que
estudiaba en un instituto, pero no me dijo en cuál. Me permitió acompañarla hasta el
barrio de Klárov. Allí subió a un tranvía, me sonrió dulcemente y no la vi hasta al
cabo de unos días, cuando la descubrí, feliz, entre la muchedumbre de gente que
patinaba en el hielo. Tenía miedo de su estricta madre, que la cuidaba como oro en
paño y que seguramente le habría prohibido patinar, y le asustó mi idea irreflexiva de
esperarla delante de su casa. Yo estaba seguro de que lo conseguiría. Creía que no
necesitaba más que un poco de paciencia; y la tenía. Seguramente habría logrado
deshacer aquellos moñitos pasados de moda sobre sus orejitas y corregir un poco las
consecuencias de la educación de la madre. Pero el hielo no resistió tanto tiempo y la
primavera ya estaba al alcance de la mano. Es verdad que lo de patinar no era mi
fuerte, pero en cambio sabía hablar bien. Y por eso no dudaba que lograría convencer
a la chica. Como ya he revelado, la primavera se me anticipó.
La muchacha se marchó flotando con las aguas primaverales. ¡Lástima! Así que
sólo me quedaron los recuerdos de cómo me arrodillaba a sus pies y le abrochaba
torpemente las botas altas, lamentando que las botas de patinar no fueran más altas
todavía.
Tuve la suerte de, puesto de rodillas, entrever bajo su falda plisada, allí donde
acababa la media, un pequeño círculo de su desnudez que involuntariamente dejaba
descubierta la orla de la media, un poco arrugada. Aquél era el único premio por mis
servicios y por las bellas palabras que susurraba entre aquellos dos moñitos.
Cuando al atardecer ya había llevado la chica al banco, se me aparecía en la
oscuridad el círculo luminoso que en el cielo del cuerpo de la muchacha me hacía
pensar en la luna creciente.
¡Creciente de la luna!
No hacía mucho que había leído una novela de Verne sobre un viaje a la Luna.
¿Pero qué podía saber entonces sobre un audaz viaje por los espacios cósmicos hacia
el cráter lunar?
Aquello no era más que un tímido anhelo estudiantil. La mujer era para mí un
misterio aún más grande que la luna en el cielo. Acompañaba con la mirada el hielo
flotante en las olas sucias, y en aquel preciso instante empezaba la primavera en las
calles de Praga.
Thank you, so blue!

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6. EL NACIMIENTO DEL POETA
Tengo una nieta pequeña y la quiero mucho, como es natural. Le gusta pintar. En
principio, le bastaba con un bolígrafo común. Pero cuando su madre descubrió esta
afición suya, no tardó en comprarle tizas y lápices de color. ¡Muchos! Estos
utensilios, afilados de cualquier manera, los lleva en una caja de zapatos y yo, a
veces, bastante inútilmente, trato de afilárselos. No es posible: hay demasiados.
—Abuelito, dibújame una princesa.
De mala gana busco un lápiz amarillo y pinto antes que nada una corona de oro.
Una especie de dientes dentro de una elipse que hace pensar en la boca de un tiburón.
Pero mi nieta me quita el lápiz en seguida:
—¡Así no! Primero tienes que pintar la cabeza y luego la corona.
Mueve los dedos menudos sobre el papel y al cabo de un momento nos mira una
princesa un poco atónita, con un vestido de color rosa lleno de puntillas multicolores.
—Píntame ahora un elefante.
Pinto torpemente una masa de carne monstruosa sobre cuatro columnas, adornada
por delante con una especie de manguera de bomberos y, por detrás, con una colita de
cerdo graciosamente ondulada. Pero esta vez la niña tampoco queda contenta y, al
cabo de un momento, tenemos sobre el papel un elefante inimitable, lleno de una
graciosa ingenuidad. Le alabo el dibujo y, en el fondo, me siento avergonzado. Tantos
años de ir diligentemente a las clases de dibujo y al parecer no había aprendido nada.
Alguien de la familia ha expresado su preocupación: ¡por Dios, que no se le
ocurra ser pintora! Eso sí que sería una desgracia. Pero no creo que esto ocurra. Su
afición de hoy probablemente se cambiará pronto por otra diferente. Yo, de niño,
también llené muchas hojas de papel con mis dibujos. Y cuando una vez mis padres
me regalaron una pequeña paleta metálica con un pincel, experimenté una alegría tan
grande que todavía guardo un vivo recuerdo de ella. Y la noche en que dormí con la
paleta debajo de la almohada fue la noche más hermosa de mi infancia. No recuerdo
un regalo mejor. ¡A veces, uno no necesita mucho para ser feliz! Y, al mismo tiempo,
no son muchos los momentos felices de la vida.
Durante largas horas me quedaba sentado ante una hoja de papel, dibujando y
pintando. Luego me olvidé de esta pasión. Por mucho tiempo.
Íbamos entonces a la primera clase del instituto en el edificio nuevo en la calle de
Libuše en Žižkov. Cuando yo entré por primera vez en la sala de dibujo, se me cortó
la respiración. Olía a nuevo. Era una luz fabulosa. Estaba provista de modernas mesas
de dibujo, con tableros móviles y plegables. Me hizo pensar en un estudio de un
pintor que ya conocía entonces. Estaba hechizado y en seguida me volvió el deseo de
pintar. Así que decidí ser pintor otra vez.
Mi primer profesor de dibujo fue un pariente del pintor Kremlička; y luego tuve a
R. Marek. Era ágil, de estatura más bien baja, por la cual, y también por su cara, me
recordaba al escritor francés André Maurois. Era una persona excelente, no sin

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encanto personal; un dibujante de primera, tan familiarizado con nuestra pintura
como con la universal. Solía contarnos cosas muy interesantes. Escribía reseñas sobre
las artes plásticas en las Hojas nacionales y dibujaba a la señora Kamila
Neumannová en las portadas de sus libros.
Así que me metí otra vez, inútilmente, en el arte plástico e intenté dibujar. El
profesor Marek tenía un lema para animarnos. Solía decir que cualquier tonto puede
aprender a dibujar. Entonces yo me consolaba a mí mismo pensando que lo lograría
también, porque, sobre todo, no me consideraba tonto. ¡Eso sí que no! Sólo cuando
hubiese aprendido a dibujar tendría ganada la batalla. Con los colores sería más fácil.
Sí, pintaría.
De todas maneras, no llegué a ser pintor. Porque ocurrió lo siguiente: en la cuarta
o en la quinta clase, más o menos, nos sugirió el profesor Marek que trajéramos de
casa los modelos con los que montaríamos en la clase el bodegón propio. Mis
compañeros de clase traían manzanas, naranjas, limones, floreros con rosas, diversas
cajitas y candeleros.
Yo también traje conmigo objetos para hacer una naturaleza muerta muy
proletaria, que armonizara con el barrio obrero de Žižkov: una botella de cerveza, un
vaso, una rebanada de pan y una salchicha envuelta en un papel grasiento. Monté el
bodegón sobre la mesa de dibujo y esperé, con los demás, a que el profesor diera su
visto bueno.
Cuando se me acercó, me miró y soltó con violencia:
—Por Dios, Seifert, quite esa salchicha. ¡No permitiré por nada del mundo que la
pinte!
No tardé más que un par de segundos en comprender su preocupación. Y me
quedé estupefacto.
Y en aquel momento memorable decidí que sería mejor escribir versos.

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7. MIRANDO POR LA VENTANA DEL CAFÉ
SLÁVIE
Ya ni me acuerdo de qué razón nos hacía a veces abandonar el afable y acogedor
Café Nacional y cambiar su atmósfera llena de humo por el humo igual y el mal olor
del antiguo Slávie de los actores, situado en la esquina, frente al Teatro Nacional. Nos
sentábamos al lado de la ventana que daba al muelle y sorbíamos el ajenjo. Era una
pequeña coquetería con París; nada más.
Un día vino a vernos allí la señora Wolkrová,[1] y en homenaje a su Jiří nos invitó
a aquel veneno verde. No quisimos estropearle su triste alegría. Pero la verdad es que
Wolker no venía con nosotros a Slávie ni bebía ajenjo.
Junto al río, bajo los árboles, a lo largo de la barandilla de hierro, había un paseo.
Era muy frecuentado al anochecer, pero sobre todo el domingo antes del mediodía.
En cierta época paseaban por allí los actores del Teatro Nacional. Nosotros ya sólo
vimos allí al anciano señor Krössing con su recto y terriblemente alto sombrero de
copa. Nadie, en todo Praga, llevaba un sombrero tan extraño.
Aunque durante el invierno el paseo se despejaba notablemente, los hermanos
Čapek paseaban por allí incluso cuando nevaba. Los dos llevaban el mismo sombrero
duro, la misma bufanda de colores llamativos, guantes amarillos y un bastón de caña.
Llamaban la atención, pero seguramente era su propósito. Paseaban sin decir una
palabra. Algunas veces les acompañaba un hombrecito inquieto, con gafitas de
alambre y viva gesticulación. Se detenía a cada momento y parecía atacar a los dos
hermanos. Éste era el estilo de su apasionada conversación. Se trataba del pintor
Václav Špála. Los hermanos también tenían que detener sus pasos mudos. A veces se
unía a ellos el pintor Jan Zrzavý, y otras veces el serio y regordete arquitecto
Hofman, con las manos en la espalda. Aparte del alto y elegante Rudolf Kremlička,
teníamos allí a todo el grupo de los Obstinados. A veces veíamos incluso a Marvánek,
pero para nosotros él estaba en la periferia del mundo de los pintores.
Sólo Teige conocía personalmente a los Obstinados. Desde hacía unos años
escribía reseñas sobre artes plásticas en Tiempo y Tribuna y conocía a los pintores
gracias a las inauguraciones de las exposiciones. Los demás éramos demasiado
jóvenes y poco conocidos todavía, y no nos permitíamos ni pensar en presentarnos a
aquellos personajes.
Por su arte y por el mundo que reflejaba en sus pinturas, nos parecía más próximo
Jan Zrzavý. De los dos hermanos Čapek, preferíamos a Josef. Estábamos
convencidos de que si Karel era más grande como prosista, Josef era más importante
como artista y poeta. Y, naturalmente, como pintor.
Más tarde nos hicimos buenos amigos de todos, aunque en principio hacíamos
valer en alta voz el derecho a una actitud crítica de la nueva generación entrante con
respecto a la generación más antigua. Pero los acontecimientos políticos y el peligro

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del fascismo nos acercaron y, en los años anteriores a la segunda guerra, entre las
peticiones y los llamamientos, nuestros nombres estaban amistosamente unidos.
Luego vinieron los malos tiempos. A Karel Čapek se le derrumbó su mundo.
Karel era más frágil y sutil que Josef. Le sugerían en vano que viajase a Inglaterra.
Seguramente tenían razón cuando le aseguraban que ayudaría más a la causa
checoslovaca en Londres que en Praga. Rechazó la emigración y tal vez abandonó la
lucha por su vida. Murió poco antes de la ocupación. Luego, la Gestapo se llevó a su
hermano.
Un año después de la liberación, en el mes de mayo, entre las flores que pintaba
con tanta alegría, se fue Václav Špála. Me hice muy amigo de Kremlička y, cuando se
rompió su matrimonio, pasamos juntos muchas horas paseando por el monte de
Letná. Murió joven, a los treinta y dos años.
Después de la guerra me encontré con Jan Zrzavý en la exposición póstuma de
Špála. Caminamos de un cuadro a otro y Zrzavý no ocultó su emoción.
—Mira, amigo —se dirigió a mí de repente—, la verdad es que Špála es el mejor
de nosotros. ¡Y tan checo!
También yo soy ahora un hombre de edad y no me gusta el invierno. Ni me
agrada la nieve. Cuando cae muy espesa, cuando la ventana se oscurece con las
familiares tinieblas blancas, prefiero imaginarme en medio de la nieve los claros
colores de los ramos de flores de Špála. ¡Qué hermosura! Y en seguida me siento
mejor. Y espero con más ilusión a la primavera.
Špála no era ni un artista indescifrable ni una persona complicada. Era tan
comprensible como lo son sus cuadros. Con su amena simplicidad, que no era
fingida, más de una vez causó sorpresas.
Durante los años del Protectorado[2], le hice una visita y encontré al artista en su
estudio, entre cinco lienzos recién pintados, todavía frescos. Eran cinco ramos de
flores casi iguales. Y el modelo estaba todavía en un florero, sobre una caja, medio
marchito. Sin ningún oculto pensamiento, el pintor me explicó:
—El ramo me costó treinta coronas en el Uhelný trh. Así que le tenía que sacar
provecho.
Al escritor Josef Kopta le gustaba muy en especial un poema de Dyk y solía
recitar una estrofa sobre la genciana:

Florece genciana azul: a lo largo de la cuesta desnuda


te murmurará la fuente una dulce mentira.
Cualquiera que sea tu dolor,
seguramente sonreirás.

Estoy convencido de que los dos últimos versos nos los podemos decir ante los
ramos de flores felices y optimistas de Špála.

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8. LA LLAVE EN UN MONTÓN DE NIEVE
Nunca se me había ocurrido que podría tratar literariamente aquella historia
extraña y casi increíble. Pero estoy obligado a hacerlo. Mi mujer me aconsejaba que
sería preferible que me la callara hasta con mis mejores amigos. Sólo se la he
confiado a unos pocos íntimos. Y éstos, seguramente sin mala fe, la iban contando
por ahí y, al cabo de algún tiempo, la historia volvía a mí tan cambiada y deformada,
a veces en forma de chisme o de anécdota, que he decidido escribir lo que sucedió en
realidad.
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial vivimos durante poco tiempo en el
Castillo de Praga. No os asustéis, no se trataba de nada oficial ni majestuoso.
Estuvimos en la parte este del área del Castillo, entre la Torre Negra y la Callejuela
Dorada. Vivíamos en una casita pequeña de un solo piso, paredaña con el palacio del
burgrave. Ambas casas, con dos casitas más, pertenecían a la Junta Directiva del país,
en la que trabajaba mi mujer. El edificio estaba detrás del pórtico, y los empleados
que vivían en el territorio del Castillo no estaban demasiado orgullosos de ello.
Cuatro pasos más atrás de nuestra casita estaba la Daliborka, conocida torre, con una
cárcel histórica, que formaba parte de las murallas del Castillo. Desde las ventanas
veíamos la lúgubre Torre Negra, al pie de la cual había otra casita, un poco más
vistosa y con una terraza. Todavía está allí. Y luego, en la entrada del patio había una
tercera casita, también de un solo piso; ahora hay en su lugar una espaciosa entrada a
la Casa de los Niños. De esta forma cambió el nombre de la casa de los antiguos
burgraves, y allí donde en su época fue juzgada tanta gente checa tienen hoy lugar los
juegos de los niños. No creo que este cambio sea de lo más feliz. Pero aquí no vamos
a tratar de esto.
Nuestra casita de una planta era bastante espaciosa. Se entraba a ella por unos
pocos escalones situados debajo de un peral. Entre las pequeñas ventanas, sobre una
pared como de pueblo, había tres blasones de los señores burgraves, entre ellos los de
Jaroslav Bořita de Martinice y Vilém Slavata, aquellos señores que afortunadamente
cayeron sobre el estiércol en el foso del Castillo.[3] Después de aquel acontecimiento,
como es sabido, empezó una larga guerra.[4] Los grandes y ricos blasones daban
importancia a nuestra casita y los turistas y visitantes de la Daliborka miraban a
través de nuestras ventanas. En el extenso terreno de la casita había unas enormes
tinajas de agua, instaladas en prevención de los incendios. Aquel terreno estaba a
nivel un poco más alto que la Callejuela Dorada, así que los peatones nos podían
pegar patadas en el techo. Pero no tenían por qué hacerlo.
Hoy, en el antiguo emplazamiento de nuestra casita, hay un espacio empedrado,
unos bancos y unas enormes macetas decorativas. La casita fue derribada cuando
restauraban la parte este del Castillo y los blasones fueron trasladados a los muros del
edificio de los burgraves. A veces voy allí a llorar silenciosamente. Es verdad que la

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casita no era muy indicada para vivir en ella, pero era hermosa.
Yo no era el único escritor que había vivido en aquel lugar. Un poco más arriba,
en la Callejuela Dorada, había residido Franz Kafka durante algún tiempo. Luego
descubrió su habitación olvidada Štorch-Marien. Y nuestro vecino más próximo de
arriba era Jiří Mařánek, que habitaba dos piezas minúsculas. Ahora, atravesando esta
casa de varios pisos, hay una entrada directa a Daliborka.
También tuvo aquí su vivienda durante cierto tiempo el mismo emperador romano
y rey checo Carlos IV, también escritor.
Cuando volvió de Francia al trono de su padre, encontró el Castillo en un estado
tan lamentable que decidió arreglarlo y restaurarlo; y mientras tanto hizo su
residencia en la casa de los burgraves. Y fue precisamente en esa casa donde el
emperador pasó aquella noche singular y donde ocurrió la historia que cuenta en su
autobiografía. La historia es bien conocida, pero me parece oportuno recordarla en
esta ocasión.
No se trata de un cuento inventado. Como es sabido, el emperador era una
persona profundamente creyente. Por eso no era capaz de mentir. Además hay un
testigo, y es un testigo muy digno de fe; el señor Bušek de Velhartice.
En una fea noche de invierno estos dos señores regresaron a Praga desde
Křivoklát y, cansados del viaje, se dispusieron a reposar en la sala —o sea, al lado
mismo de nuestra casa—, en sus lechos de pieles. Helaba, y en la sala chisporroteaba
el fuego y creaba un ambiente acogedor. También es bien sabido que tanto el
emperador Carlos como el señor Bušek bebían vino de buen grado. Lo sabemos
incluso por el famoso romance[5] de Jan Neruda. Tan cansados estaban los señores,
que se durmieron rápidamente.
Pero su descanso no duró mucho. De repente los despertó el ruido de unos pasos
en la sala. El emperador pidió al señor Bušek, que descansaba al lado, que fuera a ver
quién andaba paseando por la sala. Sin embargo, Bušek no vio a nadie. Entonces,
encendió unas cuantas velas y las colocó sobre la mesa; bebió un sorbo de vino de un
cáliz y puso unos trozos de madera en la chimenea. Luego, se disponían a dormir de
nuevo cuando, a la luz de las velas y del fuego, vieron cómo caía uno de los cálices
sobre la mesa sin ser tocado por nadie. Y en el mismo instante advirtieron cómo el
cáliz, lanzado con gran fuerza, volaba por encima del lecho del señor Bušek hacia el
otro rincón de la sala y desde allí iba rodando otra vez a la parte delantera de la
estancia. Y no había nadie extraño en ninguna parte. Solamente se oyeron los pasos
de un desconocido e invisible visitante, que se alejaban con estruendo. Como esta vez
tampoco vieron a nadie, se persignaron y se durmieron de nuevo. Y descansaron sin
interrupción hasta la mañana siguiente. Pero, cuando se despertaron, encontraron en
medio de la sala el cáliz caído.
Hoy, cuando hasta mi querido amigo Jiří Mařánek ha fallecido, puedo revelar que
incluso en su piso en la Callejuela Dorada, donde a veces paseábamos, ocurrían
escenas similares. Pero todas eran fácilmente explicables: no se caía ningún cáliz ni

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volaba a un rincón sin que la mano que lo envió fuese bien notable. De todas
maneras, a Mařánek, aunque muy amigo de diversiones, no le gustaban escenas de
este estilo. Tenía unos hermosos muebles antiguos, herencia de su madre. No, en su
casa no había nada de misterioso ni de enigmático. Al contrario. Su ama de llaves le
cuidaba mejor que el señor Bušek.
Desde la ventana de nuestra tercera habitación se divisaba un panorama
espléndido. Muy cerca se adivinaba el techo redondo y el oscuro muro de la
Daliborka, que en su mayor parte estaba cubierta por la espesa selva de árboles y
matorrales salvajes del Foso de los Ciervos. Encima de las cimas de estos árboles
verdecía el techo del Palacete de la Reina Ana. Era una vista amorosa, plácida y
tranquila. Y en mayo, cuando abríamos la única ventana de aquella salita, ésta se
llenaba de rosas salvajes que crecían en libertad y florecían directamente delante de la
ventana. Aquello era inolvidable.
Sin embargo, vivir en aquella casa no fue demasiado agradable. En el invierno, no
lográbamos que la estufa se encendiese bien. Las entradas de aire por las chimeneas
no son muy convenientes para las estufas modernas. La casa era un barómetro
desagradable. Antes de empezar a llover, o de una tormenta, las paredes —más de
dos metros de grosor— estaban ya humedecidas. Las sábanas también se ponían
húmedas y, cuando helaba, se llenaban de escarcha. En el suelo nos crecieron
hongos… Pero en verano, se vivía allí muy a gusto. Como si estuviera hecho
expresamente para mi inclinación romántica.
Por las demás ventanas sólo se veía la pared de un pequeño patio y los techos del
palacio Lobkowicz; pero delante de ellas teníamos un viejo y frondoso castaño y, en
la acera empedrada, se advertía el lugar en donde había estado el tajo de ejecución,
del cual había caído rodando la cabeza del caballero Dalibor.
¿Podría haber algo más hermoso? Ante aquel tajo se habían arrodillado muchos
pobres y muchos canallas a lo largo de los siglos.
La casita que estaba al lado mismo del portal del patio parecía un poco más
pequeña y oscura que la nuestra, pero era seca y tenía, delante de las ventanas, un
jardincillo donde apenas resistían unas rositas; pero, en cambio, florecían allí,
generosamente, unas margaritas de tallos muy largos. En la casa vivían tres mujeres
solitarias. Una abuelita ya bastante anciana con su hija viuda, la señora T., a quien la
Junta Directiva Territorial le encargó las visitas de la Daliborka; y la nieta, una
muchacha joven y elegante, empleada en la Junta como mi mujer. La madre y la
señora mayor se turnaban en acompañar a los visitantes de la Daliborka a la torre y el
calabozo, en cuyas negras paredes, seguramente mil veces malditas, sólo se veían
unos dibujos hechos con la sangre de los prisioneros. Iban allí muchos visitantes,
sobre todo los domingos, y nos pisoteaban el jardín que estaba bajo las ventanas.
Aparte de la hierba y de unos tristes narcisos, teníamos allí un rosal único, de color
amarillo. En verano solía trepar por alrededor del blasón, hasta el lugar en que
encontraba el sol y donde creaba una flor bellísima.

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Yo tenía muchos problemas con la llave de la enorme puerta de madera de la calle
Jiřská. Una llave gigantesca. Pesaba casi un kilo. Era tan voluminosa que la llevaba
en la cartera, pero a disgusto. Algunas veces, cuando me detenía demasiado tiempo
en la ciudad, me daba cuenta de que no tenía la llave. Es verdad que al lado del portal
había una campana que servía de timbre, pero ninguna de las tres mujeres durmientes
tenía la obligación de venirme a abrir, especialmente cuando era muy tarde. Y además
el timbre era muy anticuado. Se tiraba de una manga con alambre y delante de la
ventana donde dormía la abuela se oía el fuerte tintineo de una campana de hojalata.
Siempre temía este momento. Y siempre era la abuela quien me venía a abrir.
Tenía el sueño más frágil que las otras dos. Aunque de día nos entendíamos bastante
bien, no puedo decir que de noche me recibiera con una cortesía social. Me
reprochaba el hecho de no llevar la llave, me decía que tomaba copas hasta muy tarde
y cosas por el estilo. No digo que no tuviera razón. Era ya muy viejecita y tenía
derecho a un poco de mal humor, sobre todo en el invierno, cuando había que
caminar con los pies metidos en la nieve. Eso sí: al día siguiente, yo la saludaba
respetuosamente; pero la abuela fruncía el ceño.
Como esto volvió a pasar varias veces, a mi mujer se le ocurrió una buena idea.
Las mujeres suelen tener ideas bastante a menudo, pero los hombres no somos lo
suficientemente agradecidos. Si por la noche no llegaba antes de cerrar el portal y la
llave monstruosa estaba colgada a la entrada de nuestra casa, mi mujer iba a poner la
llave debajo de la ancha puerta, allí donde el margen no llegaba hasta el suelo. Desde
la calle la llave no se veía, pero sólo bastaba con pasar la mano para cogerla. ¡Ya
estaba tranquilo!
Los resultados fueron excelentes hasta cierta noche de invierno. Al atardecer
comenzaron a volar por el cielo unos ligeros copitos de nieve que no me preocuparon
en absoluto. Pero antes de medianoche estalló una fuerte tormenta de nieve. Y como
la calle Jiřská desciende hacia la puerta de la Torre Negra y por la noche esa puerta
está cerrada y sólo permanece abierta una puertecilla lateral donde en otro tiempo
había estado la guardia, el viento barría la nieve de la calle y de los tejados hacia
nuestra pared y nuestra puerta. Cuando volví a casa a medianoche encontré un
montón de nieve de un metro de altura; y detrás de él, debajo de la puerta, estaba la
maldita llave.
En principio intenté remover la nieve con las manos, pero fue imposible. La nieve
estaba seca y se volvía a caer en el lugar de donde la sacaba. Tampoco logré apartar
la nieve con la cartera. Era demasiado blanda. Y la torre de la catedral dio la
medianoche. El címbalo del reloj sonó en el silencio colmado de nieve como cuando
en España, durante la fiesta de Pascua, caminan los monjes cubiertos de capas negras.
Con rigidez y mal agüero. Y cuando pasaron varios minutos, pisé dentro del montón
y, aguantando la respiración, tiré del cordón de la campana. La campana sonó de una
manera monstruosa. Siguieron unos momentos de perplejidad. Yo no respiraba. Al
cabo de dos o tres minutos, toqué la campana de nuevo. Esta vez, al cabo de un

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instante más bien largo, la puerta dio un crujido y en el cerrojo helado se oyó el
estruendo de la llave.
—Qué vergüenza, señor redactor —me acogió la abuela—. Estaba profundamente
dormida y me ha costado despertarme.
Y en seguida volaron detrás de mí unas cuantas frases desagradables, pero yo me
apresuré sobre la superficie cubierta de nieve hacia nuestro portal para no oír sus
palabras. La anciana señora no se tranquilizó ni en su casa, donde desapareció en
seguida. Esta vez le pedí perdón en vano. Estuvo inflexible. No le importaban mis
palabras. Ni me escuchaba.
Mi mujer dormía. En el sueño, no oyó la campana. Para disipar sus reproches y
disculpar de alguna manera mi tardanza, empecé a quejarme con vehemencia de lo
mucho que se enfadó conmigo la abuela, que había estado tan colérica como
descortés.
Mi mujer me escuchó unos instantes con los ojos desorbitados. Luego acercó una
silla para poder sentarse y rompió en sollozos desconsolados:
—¡Por Dios, qué estás diciendo! ¡Si la abuela está muerta desde ayer, tendida
sobre una tabla, en la antesala! Mira, hay velas encendidas allí.
Así era. A través de la ventanilla de encima de la puerta se entreveía una luz
amarilla intermitente. Y reinaba un silencio sepulcral.
¿Qué podía hacer? Me desnudé y me fui a dormir. Con el sueño entrante, pensé:
por algo me extrañó que en un día de entre semana llevara una chaqueta de fiesta, con
lentejuelas negras en las mangas y el cuello. Sólo se la ponía los domingos, cuando
corría a misa a la catedral de San Vito. ¡Y por eso tenía los ojos tan hundidos! ¡Y en
vez de una linterna llevaba una vela encendida!

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9. «LA BATALLA DE LIPANY» DE MAROLD POR
FIN DESTRUIDA
Una noche de febrero de 1929 hubo en Praga una fuerte nevisca. En la ciudad
cayó mucha nieve pesada y húmeda. Las ramas de los árboles se rompían y, bajo el
peso, se derrumbó también el tejado del pabellón artístico de los ingenieros y
arquitectos del área de exposiciones de entonces, donde durante años había estado
instalada la pintura panorámica de la batalla de Lipany. La obra monumental en
forma de círculo fue gravemente dañada por el tejado derrumbado y por la nieve.
¡Pero tengo que empezar por otra parte!
Karel Teige, mi principal y gran amigo, fue una persona abnegada y buena. Como
compañero fue amable, pero como artista no dejó de ser estricto y ortodoxo y supo
aplicar su voluntad de una manera autoritaria. En el grupo Devětsil decidíamos las
cosas democráticamente, pero lo que establecíamos solía ser lo que quería Teige.
Seguía su idea con obstinación y perseverancia, no perdonaba nada a nadie. El
difunto pintor y poeta Karel Vaněk dijo una vez, de paso, viendo en una revista un
dibujo de Marold, de París, que este artista no sólo sabía dibujar sino que también
sentía los colores.
El resultado fue pésimo. Teige se rió de él cruelmente. Aquello pasó en un círculo
de gente y Vaněk se puso rojo de vergüenza, pero no replicó nada.
También me acuerdo de Jiří Voskovec. Aquel hombre, guapo y joven, representó
el papel de Ríša —seguramente sólo por el sueldo— en la película sentimental El
cuento de mayo, y por esto tuvo que dejar Devětsil. Así de estricto era el grupo. Pero
yo no tuve la impresión de que Voskovec se sintiera demasiado infeliz por aquel
hecho.
Cuando el pintor soviético Malevich pintó por fin su legendario círculo negro en
un cuadrado y proclamó que aquel cuadro representaba el fin de la pintura y de todo
el arte, expresó exactamente lo que afirmaba Teige y lo que nuestro amigo de
entonces, Ilya Ehrenburg, resumió en una sola y explícita frase: «El arte nuevo dejará
de ser arte.»
Adorábamos la sonrisa de Chaplin, su bigote, su bastón y sus enormes zapatos,
pero considerábamos un empeño inútil todo el esfuerzo de los pintores, por famosos
que fuesen. Al menos fue así en cierta época, antes de que Nezval y Teige aceptaran
el surrealismo de Breton, que se aclimató rápidamente en Praga.
Cuando Teige y yo estuvimos en París, pasábamos diariamente de largo, con un
gesto de desdén, por la puerta del Louvre. ¡Sería perder el tiempo! Logré entrar allí a
escondidas una vez que Teige estaba invitado en casa del arquitecto Perret.
No obstante, cuando Marinetti sugirió al gobierno italiano que vendiera todos los
cuadros famosos de sus galerías a los americanos ricos y que, con el dinero, comprara
pinturas futuristas, Teige no se unió a su llamamiento. Entendía el arte demasiado

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bien para aceptar esta demagogia. Durante varios años escribió reseñas sobre arte en
un diario de Praga. Y lo hacía muy bien. Sin embargo, su interés estaba absorbido
completamente por el arte más moderno, que, según afirmaba, nacía en las pistas de
los circos, en las pantallas del cine, y no en los estudios de los pintores. Nacía
también en todos aquellos lugares donde aparecía algo nuevo. ¡A lo mejor por la
calle, en la luz de los anuncios de neón! Porque ¿hay algo más hermoso que una
avenida llena del fulgor de las palabras ardientes y las imágenes eléctricas bajo los
tejados? Naturalmente, bajo los tejados parisinos. Praga era entonces demasiado
pobre para estas sensaciones ópticas. Así que estuvimos buscando el nuevo arte
moderno en los bares nocturnos, con pistas de baile y los primeros sonidos de los
conjuntos de jazz, en los cafés y en los teatros de revista. En el Folies Bergères abría
los ojos desorbitadamente cuando, desde la oscuridad, surgían varias decenas de
hermosos cuerpos femeninos desnudos que comenzaban a bailar.
Es decir, que yo también estaba totalmente cautivado por el nuevo arte moderno,
que dejó de ser arte.
Y en medio de todo esto me llegó la noticia de que La batalla de Lipany de
Marold en el parque de Stromovka había sido destruida. Supe esta acción de la nieve
que causó la aniquilación de una pintura por un periódico de entonces, que la
comentaba con una charlatanería llena de entusiasmo. Prefiero no nombrar el diario.
El artículo estaba escrito con torpeza, más bien con un palo que con una pluma. Y
más bien era eso una piedra lanzada sobre un escaparate burgués que un artículo serio
sobre arte.
En primer lugar, eché las cuentas con el señor Marold. Ya no le dolía, hacía
tiempo que había muerto. Su nombre estaba ya medio olvidado. Poca gente conocía
entonces a un pintor de París que, con sus dibujos en color y su sabor mundano, había
captado al público parisino. Sus cuadros dejaron de interesar cuando cambió la moda
y ésta, como es sabido, se muda con frecuencia. En sus dibujos expresó el encanto de
las damas de su época, sus puntillas, sus sombreros y sus abanicos, y supo captar
sugestivamente el ambiente erótico de los tocadores. Sabía dibujar con maestría,
aunque en la época cubista expresábamos nuestro desprecio por esa clase de arte.
A este pintor que casi se convirtió en parisino le fue encargada la composición de
La batalla de Lipany y la parte mayor de la pintura monumental. En el artículo que
escribí después de la calamidad de la nieve, me preguntaba yo cómo había tenido
valor (él, pintor de las damas parisinas y del bajo mundo) para decidirse a pintar una
enorme tela sobre aquella trágica batalla nacional.
Después de esta introducción, criticaba también, con osadía, a los demás pintores
y coautores. El pintor Vacátko, hoy ya casi olvidado —el tema de todas sus pinturas
eran caballos—, pintaba los caballos debajo de los guerreros. Jansa era el autor de un
paisaje no demasiado expresivo de Lipany. Ya he olvidado lo que hizo en la tela
Hilser, «el colorista del estilo decorativo». Rasek ayudó a pintar y, finalmente,
Štopfer construyó un terreno real delante de la pintura que tenía que causar la

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impresión de fundirse con la superficie vertical de la obra. Así que en una tierra real,
deshecha por las ruedas, estaban esparcidas armas de verdad.
En el artículo todos recibieron su ración de mi menosprecio. Pero yo tenía ya
veintiocho años y podía haber tenido un poco más de sentido común.
El destrozo de la famosa pintura no fue lo único que hizo alborotarse a mi pluma
periodística, joven y poco experimentada. La catástrofe alarmó especialmente a la
prensa burguesa y patriótica. El diario del partido agrario no dijo ni una palabra
cuando se tuvo que derribar la base de la Galería Nacional porque ocupaba el espacio
indicado para el restaurante del parlamento. Pero después de la catástrofe de la nieve
se dirigió al pueblo con lamentos terribles. Esta fue otra de las razones de mi
indignación.
¡La obra más importante del arte checo está en peligro!, clamaban sus títulos por
todo el espacio de la primera página, alentando a una colecta nacional para la
restauración de la pintura dañada. Las elegías eran interminables y la curiosa gente de
Praga caminaba a miles por encima de los montones de nieve mojada del parque para
ver la obra. Y una tal señorita L. Mašková fue la primera que, de su escaso sueldo de
oficinista, entregó el primer billete de diez coronas. Los periodistas recogían las
contribuciones de las profundidades de la demagogia patriótica, aprovechándolo todo
astutamente para sus partidos políticos.
En fin: entonces, la pintura se salvó. Y no hace mucho tiempo que fui a ver con
mi nieta el panorama de La batalla de Lipany. Cuando subimos por los escalones de
madera a la plataforma y vimos la superficie artificialmente iluminada, recordé mi
joven y necia indignación. De ello hacía ya más de medio siglo. Recordándolo, me
eché a reír en silencio.
—¿De qué te ríes? —me preguntó la niña, un poco sorprendida.
Le acaricié la mejilla y contesté suavemente:
—De nada.
Como si esto fuera una respuesta.

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10. «BASTA DE WOLKER»
Nos sentamos a la larga mesa de la casa de los Wolker, en la plaza de Prostějov.
Delante de mí sentaron a una muchacha jovencita a quien la señora Wolkrová, la
madre de Jiří Wolker, había vestido de riguroso luto; estaba toda envuelta en crespón
negro y puntillas negras. Antes, mientras caminaba detrás del féretro, al lado del
hermano de Jiří, su cara estaba cubierta con un espeso velo; hasta que nos sentamos a
la mesa no pudimos ver los ojos llorosos del último amor de Wolker.
Sólo habían pasado unos instantes desde el entierro de Wolker. Cuando dejaron de
oírse las alocuciones fúnebres, Marie Majerová echó una ramita fresca de laurel sobre
el féretro que estaban bajando a la fosa. Helados y mudos, nos pusimos en camino de
vuelta. Se acercaba rápidamente la noche de invierno. Los campos y las llanuras
moravas estaban cubiertos de nieve.
Habíamos vuelto de la tumba y delante de nosotros se abría toda una larga vida.
En la puerta del cementerio quisimos despedirnos y tomar en seguida el tren
nocturno. Pero la señora Wolkrová no nos dejó, invitándonos a su casa, de donde
hacía una hora había salido la comitiva.
Wolker no fue el primer hombre de la literatura checa cuyo destino había sido
trágico. Cien años atrás moría el joven poeta Mácha y, después de él, Bohdan Jelínek.
Casi cada generación tiene un muerto que ha dejado su obra apenas comenzada.
Luego fue Karel Hlaváček y, después Jiří Wolker, a quien acabábamos de dejar en el
cementerio de Prostějov. Jiří Orten no tenía entonces más de cinco años. La
naturaleza que les había ofrecido tan poco tiempo de vida les dio, en cambio, una
doble fuerza creadora. En el corto plazo de su existencia dijeron más de lo que otros
dicen en muchos años. Tal vez sólo me lo parece a mí, no lo sé, pero deseémoselo.
Casi todos ellos fueron mucho más amados después de su muerte. Pero a Wolker, sus
lectores le amaban ya cuando aún vivía.
Ya no recuerdo con exactitud cuántos éramos en casa de los Wolker. Quizás doce
o quince.
Al lado de la muchacha cubierta de lágrimas estaba sentado el poeta Konstantin
Biebl, un joven de ojos dulces, amable y bello como un efebo; junto con Píša, era el
amigo más íntimo de Wolker y se dirigía galantemente a la joven novia vestida de
negro.
No era ningún secreto que muchas de las mujeres jóvenes que, durante aquellos
años, estuvieron cerca de nosotros, miraban con arrobo el rostro juvenil de Biebl. Ni
tampoco era un secreto que Biebl acogía de buen grado aquellas miradas y las
devolvía.
Es probable que Jiří Wolker hubiese encontrado a aquella muchachita en las
clases de baile de Prostějov, pero al parecer no se conocieron íntimamente hasta el
gran baile de la facultad, en enero de 1923; es decir, un año antes de su muerte. Aquel
amor queda testimoniado en el poema A la chica feliz, que compuso dos meses

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después.
Antes de cenar, el señor Wolker nos hizo pasar, a Hora y a mí, a su despacho y
trajo el libro de contabilidad, uno de aquellos libros que se veían sobre las mesas y
mostradores de los bancos y las cajas de ahorro. Era alargado y estaba encuadernado
en tela verdosa con rayas oscuras. En la cubierta habían escrito, con letra muy
cuidada: «La enfermedad de Jiří.» El señor Wolker era director de la caja de ahorros
de Prostějov. Abrió el libro, lo puso ante nosotros y nos fue explicando las sumas
anotadas que había tenido que emplear en la enfermedad de su hijo, en los médicos,
en el sanatorio de Tatranská Polianka y, luego, en las pompas fúnebres de Prostějov.
Nos alegramos mucho cuando la señora Wolkrová nos llamó para cenar y pudimos
huir del reino de las tristes cifras.
También se sentaron a la mesa unos invitados de Brno: Lev Blatný y Dalibor
Chalupa. El pobre Blatný sufría de la misma enfermedad que Wolker y murió unos
años más tarde. Estaban allí asimismo los profesores de Wolker, Kamenář y
Dokoupil, y unos cuantos compañeros de clase del instituto de Prostějov.
El nombre del profesor Dokoupil suele aparecer en el contexto por el hecho de
que Wolker fuera miembro del partido comunista y suele recalcarse su influencia
sobre el joven poeta. Pero no fue exactamente así. En este sentido, Wolker estuvo
mucho más influido por su amistad con Zdeněk Kalista, con quien compartía la
misma habitación en el barrio pragués de Smíchov, en la calle Na Celné, durante los
años de sus estudios de derecho. La señora Wolkrová negaba esta influencia, pero no
tenía razón. Fue Kalista quien llevó a aquel estudiante temperamental, pero serio,
miembro de la joven generación del partido nacional demócrata, al que también
pertenecía su padre, a la izquierda política y le introdujo en el ambiente de los
estudiantes agrupados alrededor del profesor Zdeněk Nejedlý, en la casa Kaulich de
la plaza de Carlos. De la misma manera influyó Kalista sobre la atmósfera juvenil del
primer libro de poemas de Wolker. Faltaban varios años para que Wolker conociera al
poeta Hora y a todos aquellos que se reunían con Hora, y para que comenzase a sonar
en la poesía la nota revolucionaria que luego se convirtió en la suya propia.
Yo estuve presente varias veces cuando Hora aconsejaba a Wolker que dejara de
emplear sus amaneradas conversaciones con Dios. Aquello iba dirigido también a mí,
porque yo tampoco me había podido deshacer de la terminología bíblica y religiosa y
trataba de unir el puño obrero y Lenin con las alas de los ángeles.
En medio de la cena, la señora Wolkrová, pidiendo un poco de atención, se
levantó de la mesa y se puso a hablar de una manera conmovedora de su hijo; sobre
su afecto, y que venía desde la infancia de Wolker y que no había ternura en los años
en que Jiří se hizo adulto. Él se lo confesaba todo. Le leía sus primeros intentos
literarios, y más tarde le ponía al corriente de sus primeras inclinaciones amorosas y
de los éxitos que obtenía con las muchachas de Prostějov. Todo lo que tenía algo que
ver con Jiří lo acompañaba con un afectuoso interés. Pero luego se quejó de que Jiří
llevaba en Praga una vida bohemia y tempestuosa que originó la enfermedad que lo

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mató. Y en aquel instante me miró a mí.
Y aquí no puedo dejar de hacer una observación, aunque después de tantos años
es bastante inútil: si hay algo que odio con todo mi corazón, es eso que llaman ser
bohemio. Nunca he intentado hacer una cosa así. Y ya que la señora Wolkrová,
pronunciando estas palabras, fijó los ojos en mí, me gustaría, tal vez también
inútilmente, añadir lo siguiente:
Wolker y yo fuimos una sola vez a un bar pobre y triste, el bar estaba en las
afueras del barrio de Smíchov. Se llamaba «Finale» y Wolker escribió sobre él uno de
sus poemas más flojos. Si no nos encontrábamos en casa de los Teige, donde vivió un
poco más tarde, nos veíamos casi siempre en los cafés, pero estos encuentros
tampoco eran demasiado frecuentes. De todas maneras, después de la muerte de
Wolker, no tardamos en quedar libres de toda sospecha. El hermano de Wolker murió
de la misma enfermedad y alguien me reveló que también habían muerto así el
«viejecito» y la «viejecita» (como se llamaba cariñosamente a los bisabuelos en
Moravia), que vivían en aquellos lugares y a los que Wolker visitaba a menudo.
Es decir, que más bien había sido una enfermedad hereditaria, que Wolker
contrajo antes por su vida llena de privaciones. Tenía poco dinero y se lo gastaba en
libros. Su padre era muy estricto.
Finalmente, la señora Wolkrová se dirigió también a la muchacha. Fijó los ojos en
su carita y, con una voz algo más alta, le pidió que, en memoria de Jiří y de su amor,
renunciara a todo lo mundano y entrara de monja en un monasterio.
En aquel momento noté que en la cara de Biebl aparecía una corta y furtiva
sonrisa. De lo que pensaba la novia de negro no tengo ni idea. Dicen que hoy tiene
hijos ya mayores y que ha sido feliz en su vida.
Por el camino de la estación, Kosťa Biebl me reveló que, en el momento en que la
señora Wolkrová mandaba a la chica al monasterio, su atrevida mano intentaba, bajo
el largo mantel, estrechar la rodilla de la joven.
El mismo año en que falleció Jiří Wolker, murió en París Anatole France.
No sólo París, sino toda Francia estaba llena de él. Y Francia, cuyo nombre eligió
como apellido, celebró por su gran escritor un funeral tal como él se lo merecía según
los puestos oficiales: se hicieron unas honras fúnebres estatales con toda la pompa.
Hubo una comitiva de brillantes sombreros de copa y uniformes militares. ¡Francia
sabe hacer muy bien las cosas! Sin embargo, los surrealistas franceses imprimieron
para esta ocasión unas octavillas volantes con el lema:
Il faut tuer le cadavre.
Y, enormemente serios, entregaban las octavillas a los sombreros de copa.
De esta manera se vengaron de France, por su postura contraria a su movimiento
y, también —y esto era lo más importante—, por principios: se negaban a quitarse el
sombrero y a hacer reverencias delante de la grandeza y la gloria poética oficialmente
petrificadas.
Pero ¿por qué estoy contando esto?

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Después de su muerte, la popularidad de Jiří Wolker fue creciendo. No sólo entre
los jóvenes comunistas que recibieron el patrimonio revolucionario de sus manos de
poeta; había mucha gente que se identificaba también con él. Incluso en los círculos
políticamente contrarios o enemigos. Sus versos sonaban hasta en los sitios donde
menos lo esperábamos. Esta popularidad se debía, no sólo a la propia poesía de
Wolker, muy contemporánea por sus ideas y próxima por su feliz carácter
comunicativo, sino también al final trágico y prematuro de una vida joven y
prometedora. Hasta los muertos nos aseguraban en sus anuncios funerarios que con
sus fallecimientos no cambiaría nada en el mundo: sólo temblarían unos pocos
corazones.
El editor volvía una y otra vez a publicar nuevas ediciones de los libros de Wolker
y preparaba su obra completa. Se publicaba todo. Hasta los primeros intentos
poéticos estudiantiles, los primeros poemas infantiles, el diario, todo lo que se pudo
encontrar.
En la serie de impresiones bibliófilas, como los Poemas en prosa, Klytia y Niños,
de la época estudiantil, Petr editó también los Apuntes de la enfermedad y Cartas a la
señorita K. que Wolker escribió a su último amor. El editor hizo una copia caligráfica
de las cartas, el célebre Cyril Bouda dibujó el retrato del poeta, y su madre, la señora
Wolkrová, escribió el prólogo. Del libro se publicó un solo ejemplar. Al cabo de
algún tiempo, la señora Wolkrová pidió al editor que le prestara este ejemplar
singular y retiró su prólogo de la publicación. Es verdad que antes se había enfadado
mucho con el editor, pero parece ser que ésta no fue la única razón de tan importante
medida.
En fin, toda la vida pública estaba sumergida en el culto de la poesía de Wolker y
su coyuntura seguía durando.
Seguro que habríamos deseado esta gloria a nuestro infeliz amigo si en este culto
no hubiera algo de retardatorio que nos irritaba por sí solo y que para nosotros
significaba un obstáculo en una época en la que llegábamos al principio de nuestra
propia obra, que, según deseábamos, lógicamente, no debía quedarse a la sombra de
la poesía de Wolker.
Nos identificábamos con la corriente europea de la poesía, personificada en el
nombre de Apollinaire. Pero muchos de nuestros críticos demostraban que Wolker se
había alejado de Apollinaire para conectar con la tradición checa de Erben.
La poesía inveterada de Erben nos decía muy poco por aquella época; en cambio
adorábamos a Apollinaire. Y con Nezval, pero sobre todo con Teige, inventábamos el
poetismo, poesía de la tranquilidad vital y de los momentos felices.
Pero no fuimos sólo nosotros, los más jóvenes, sino también Hora, aquel magnus
parens de la poesía de la posguerra, quien se alejó de la poesía proletaria y
revolucionaria hacia las áreas del alma para llegar a ser el poeta de sus dos o tres
libros más hermosos.
Así que, después de unas discusiones apasionadas, nos pusimos de acuerdo en

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una acción contrawolkerina e inventamos el expresivo lema de batalla «¡Basta de
Wolker!». No puedo dejar de advertir que Nezval no estaba demasiado entusiasmado
con la acción, pero al final ya no protestaba. Y como en aquel tiempo no teníamos
ninguna revista, informamos a Černík, el redactor de la revista Pásmo, del grupo
Devětsil de Brno. En el siguiente número apareció un comentario, no muy largo ni
demasiado afortunado, bajo este lema; y empezó el escándalo. Más tarde apareció,
creo que en la revista Hojas del arte y la crítica, un llamamiento de varios autores
para salir del Devětsil. Entre ellos estaba Vilém Závada. Según me acuerdo, el
contraataque que vino después, promovido por los partidarios de Wolker, se
concentró sobre Závada, incluso adjudicándole a él la autoría de aquellas dos duras
palabras. Injustamente. Las inventé yo. ¡Ya hace mucho tiempo de eso!
El culto de Wolker, naturalmente, continuó. Pero ya no nos importaba, porque,
por lo menos en nuestra imaginación, teníamos despejado el camino. Y la generación
de vanguardia, sobre la cual habla alguna gente joven de hoy como de una leyenda,
no tardó en lograr el éxito en todos los campos: en la poesía, en el arte, en la música,
en la arquitectura. Especialmente en esta última. Y también en la poesía.
Y si hace falta indicar algún nombre de generación para la historia del arte,
creedme: fue la generación de Teige.
Si en este momento habéis oído un silencioso suspiro, no hagáis caso. Soy yo
quien ha suspirado por la belleza de aquellos tiempos pasados, cuando éramos felices
y no lo sabíamos.
Ahora ya lo sabemos.

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11. EL RAMO DE FLORES DE MÁCHA[6]
Desde la calle U Ladronky donde vivo en Břevnov hasta el Jardín Rosado, en el
monte Petřín, hay un camino de campo. Antes caminaba por allí con el poeta Toman,
que vivía cerca, cuando su corazón enfermo se lo permitía. El camino estaba
irregularmente bordeado por matas de rosas silvestres. A Toman le gustaban mucho.
A finales de mayo, cuando estaban en flor, ofrecían una vista muy hermosa. También
le gustaba a Toman contemplar el paisaje por encima del humo del barrio de
Smíchov, hacia Zbraslav y Ládví, donde acababa el horizonte.
Una noche de invierno, antes de las fiestas navideñas, Praga fue invadida por una
tormenta de nieve. Al cabo de un instante, la tempestad pasó, pero durante unas horas
siguió cayendo una espesa nieve. La gente, que dormía, no se enteró de nada. Cuando
por la mañana abrieron el portal de sus casas, encontraron delante un metro de nieve.
Al lado de nuestra puerta hay como una especie de olivo. Florece a finales de la
primavera y el olor de sus florecitas amarillas es uno de los perfumes más hermosos
de la estación. Una vez visité al profesor Henner. En su despacho tenía un florero
grande con ramas floridas de ese árbol. La fragancia era tan espesa y embriagadora
que, por un momento, tuvo que abrir todas las ventanas.
El árbol suelta sus hojas secas en el invierno, así que las ramas llenas de hojas
tienen que aguantar a menudo una gran cantidad de nieve. Después de aquella
tormenta, una de las ramas más grandes se quebró bajo el peso de la nieve húmeda.
La mitad del árbol quedó destruida y el espectáculo era deplorable.
Los coches que aquella noche estaban aparcados en la calle quedaron enterrados
hasta las ventanillas y los trozos de hielo y de nieve caían de los tejados y arrastraban
los canalones que luego colgaban de los tejados como trapos.
Aquella mañana, al apartar la mayor parte de nieve para poder pasar por la acera,
y cuando en el triste cielo de diciembre apareció un sol frío y turbio, no pude resistir
más y salí a dar un paseo invernal. El monte Petřín no está lejos. Me puse las pesadas
botas de invierno que, por otra parte, despiertan ganas de caminar con su forro sedoso
y abrigado, y salí a la nieve. ¿Cómo iba a perderme un espectáculo así? Caminé en
silencio por el camino de Ladronka a Petřín. Las únicas huellas que vi eran las de un
camión que, sin embargo, se desvió hacia Smíchov. Entonces llegué hasta la blancura
virgen de la sábana de nieve que había detrás del estadio. No quería estropear aquella
belleza con mis huellas, pero el anhelo de encontrar la ciudad, aún sorprendida por la
sábana blanca, me empujó a pisar su blancor inmaculado.
Tenía ganas de hacer el amor con Praga; sólo con los ojos, de la misma manera
que cuando miramos a una mujer, enamorados, desde el cabello hasta los pies. En
aquel caso, desde el Castillo hasta el campanario de San Procopio de Žižkov,
difuminado en la niebla blanca. Y un poco bárbaramente, comencé a pisar la nieve.
Algunas veces no pude resistir la tentación y me volví. No había nadie: sólo las

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dos profundas rayas de mis bastones enmarcaban las huellas de mis pies. Estaba
completamente solo en el jardín. Era un día laborable.
Hace mucho tiempo que no he visto Praga tan cubierta de nieve. La nieve cubría
todos los tejados, y el color verde de las cúpulas resaltaba vivamente sobre el blanco,
y los colores suaves de las paredes sobresalían con más plasticidad entre el brillo de
la nieve.
Fue un momento festivo de verdad. Alguna vez, y quizás precisamente en estos
sitios, había escuchado por la noche todas las campanas. Parecía que su estruendo,
con el repique de las campanillas pequeñas, intentaba levantar el peso de la ciudad de
su hoyo de siempre.
Esta vez el momento fue extremadamente festivo. Quizás las campanas repicaban
también. Pero los badajos que tocaban en ellas estaban hechos de tiernos copos de
algodón. Fue sublime, embriagador y excitante.
Llegué cojeando a través de la nieve hasta el monumento a Mácha. Estaba
cubierto de nieve. Con sorpresa fijé los ojos en el ramo de flores que, como sabéis,
contempla el poeta. Aquel día el ramo estaba hecho de rosas blancas y la estatua
estaba cubierta con un velo blanco.
Un ramo irreal para una boda que no se llevó a cabo. Sí, seguramente uno
parecido tenía que haber llevado Mácha a su novia Lori a la iglesia de San Esteban.
Pero, con el día de la boda ya fijado, se llevaban al poeta a su tumba en el cementerio
de Litoměřice.
Muchas veces han negado y rechazado esta imagen del poeta, tal como la creó el
escultor Myslbek para este monumento.
Max Brod afirmó en cierta ocasión que el río Moldava fluye en si mayor —
porque Smetana lo quiso así—. Entonces, ¿por qué no tendríamos que aceptar el
hermoso rostro del poeta en su monumento de Petřín? Myslbek lo quería así.
Un hombre joven y hermoso, en la entrada de este singular parque de Praga, da la
bienvenida a todos aquellos que llegan con amor en el corazón. Petřín pertenece a
Mácha y a los enamorados. ¡Para siempre!
Cuando en abril y en mayo la primavera barre las flores polícromas de los
jardines y cuando el viento extiende el perfume de jazmín hasta lo que fue antaño el
convento de las ursulinas de la avenida Národní, los enamorados están esperando que
la noche cubra el cielo con sus viejas cortinas de oscuridad y estrellas, y comienzan a
buscar un banco para sentarse, acurrucados muy cerca el uno del otro. ¿Y quién no
les desearía aquel feliz momento de soledad?
No todos los bancos son igualmente cómodos. Algunos están situados en la
pendiente y sentarse en ellos resulta bastante molesto. Y casi todos están a merced de
los ojos curiosos de los que pasan de largo. En cambio, dicen que aquí canta el
ruiseñor para acompañar los besos. Lo escribió Neruda. Pero yo no lo he oído nunca.
¡Los bancos de Petřín! Me gustaría acariciarlos con mimo. Estuve sentado en
ellos muchas veces. Y tenía la sensación de estar escondido entre las rosas y de que

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nadie veía mi felicidad. En ellos susurré mis primeros versos.
Hoy todo ha cambiado. El amor ya no es tan tímido ni tan temeroso. Ahora se
resiste menos, no se tiene paciencia. Nos tenemos que conformar con eso. No quiero
que alguien piense que entono odas a los tiempos pasados, pero he de decir de todas
maneras que, en mi tiempo, lo que hay de bello en el amor era todavía un poco más
hermoso.
Pero no lo puedo asegurar y no pondría la mano sobre el fuego.
Hoy todo está silencioso y vacío. No se oye ni un pájaro. Ni tampoco hay parejas
de enamorados. ¡Ahora! De repente ha caído ante mis pies un poco de nieve y en
seguida se ha oído un piar leve y tímido. También he encontrado a una pareja.
Caminaban muy juntos, sin decirse nada, arropados en el velo de su respiración. Al
cabo de un momento desaparecieron en el vasto silencio blanco.
En la atmósfera vaporosa del café en la plaza Malostranské, donde el humo de los
cigarrillos y el olor de los abrigos húmedos se mezcla con el perfume de café, los vi
otra vez. Seguramente eran los mismos de Petřín. Los reconocí muy bien. Llegaron
muertos de frío y se calentaban las manos con el aliento. El frío se les metía debajo
de las uñas.
¿Acaso es posible abrazarse con guantes?

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12. ESCALOPAS A LA VIENESA
En el comienzo de los años veinte, cuando ya me había despedido para siempre
de la idea de que, como estudiante externo, llegaría a acabar el bachillerato —por
cierto que todavía me acosa la pesadilla de que aún me espera el horrible examen—,
S. K. Neumann me preguntó, con un tono amistoso en el que no dejé de notar un
poco de severidad, cómo imaginaba mi futura existencia. Esta pregunta me
sorprendió un poco, viniendo de Neumann, pero no tanto como para desconcertarme.
Escribiré poesía.
Neumann sonrió, me echó un brazo sobre los hombros y nos fuimos a tomar una
cerveza. Al cabo de una semana, me encontró un empleo en una editorial comunista
de Praga. Era un puesto de redactor; lo estaban buscando. No había mucho trabajo, ni
tampoco era difícil. Tenía que preparar los manuscritos para la imprenta y conseguir
o corregir yo mismo las pruebas de galeradas de los libros y otras publicaciones en
preparación. El sueldo no era demasiado alto, pero esto pasaba en todas las empresas
comunistas de la época. Sin embargo, no sabía qué hacer con mi primera paga. Nunca
había tenido tanto dinero en las manos. Los de casa se pusieron muy contentos.
La editorial y librería comunista estaba situada en la calle Na Perštýně, en un
antiguo almacén. En aquel edificio, cuyo patio daba a la calle Ulhelný, estaba el
popular cine América, especializado en películas de aventuras. František Tichý
pintaba unos grandes carteles de color para ellos; los colocaban al lado de la entrada.
La editorial consistía en una única sala larga, con ventanas grandes que daban a un
patio bastante feo. Estaba dividida en tres secciones por unas paredes de madera. En
la primera, estaba la expedición; en la segunda, una oficina con unas seis mesas, y en
la tercera, un almacén de libros, donde se hallaba también la mesa del jefe. No era
precisamente muy lujoso. Cuando venían a verme a mi escritorio varias personas,
cosa que ocurría con frecuencia, los demás no podían trabajar. Me visitaban los
amigos del grupo Devětsil para tratar de ponernos de acuerdo sobre nuestros asuntos.
Cuando aparecía Nezval, con su temperamento, divertía a toda la sala. A veces venía
Hora y, con regularidad y a menudo, llegaba Neumann.
Al lado de la editorial había una habitación oscura con una ventana que daba a un
patio de luces poco iluminado; ahí teníamos el almacén, con montones de cajas llenas
de polvo y repletas de postales imposibles de vender. Los compañeros de trabajo que
estaban empleados allí desde el principio afirmaban que había alrededor de un millón
de ellas.
El antiguo inquilino había puesto como condición para marcharse que la editorial
comprase también su almacén de postales. No quedó otro remedio. En aquellos
tiempos, había una terrible falta de locales en los lugares del centro de Praga.
Empecé a trabajar precisamente en aquellos días, cuando el jefe se rompía la
cabeza para decidir qué iba a hacer con aquellas postales. Eran malísimas y se tenían
que haber tirado. Pero ya que el jefe pensaba en cada corona dos o tres veces antes de

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gastarla, no quería deshacerse tan fácilmente de ellas. Por aquel entonces, no había
mucho dinero y las coronas de los obreros tenían que ser respetadas. Así que el jefe
dio orden de que intentásemos vender al menos una parte de ellas. Según él, no eran
peores que las que se vendían en las tiendas y en los mercados de los pueblos.
No, no creo que hubiese un millón de ellas, pero sí unos cuantos cientos de miles.
Las cajas estaban amontonadas unas sobre otras y eran innumerables.
Ya que trabajo editorial había en realidad muy poco, me encargaron a mí de la
tarea propagandística: mandar diariamente a la redacción del diario comunista Rudé
právo un anuncio publicitario conveniente y unas cuantas noticias. Y al mismo
tiempo me tuve que encargar también de las malditas postales.
La verdad es que lo hice sin gran entusiasmo. Sobre todo en la prensa provincial.
En Rudé právo no podían permitirme volar muy alto.
No tenía ni el más mínimo espíritu comercial; pero, en cambio, no me faltaba
imaginación, y empecé a inventar nuevas fórmulas para convencer a los lectores de la
belleza de las postales.
En principio, examinamos parcialmente las postales y apartamos todas aquellas
con temas de borrachos que vuelven tarde a casa. Eran repugnantes. Igual que las
imágenes de las esposas esperando a estos hombres con un rodillo en la mano. Había
unas cuantas cajas de cosas de este estilo.
No obstante, hacía pocos años que las postales como éstas estaban muy de moda.
En la calle Hybernská había una tienda de ellas, y todo el escaparate estaba lleno de
productos así. De niño me pasé largos ratos leyendo versitos tontos en esa clase de
imágenes.
Luego nos detuvimos en los retratos de mujeres desnudas. Los colores eran
provocadores y de muy mal gusto. Los salvó el jefe, que afirmó que hasta los
camaradas mirarían con placer la belleza femenina. Y esto fue un argumento. Pero
cuando escribí un anuncio con el título «La vista de las bellezas desnudas complace a
los ojos y al corazón», la redacción del periódico se negó a publicarlo.
Lo que más abundaba era toda clase de paisajes. Con icebergs y sin ellos, con
ciervos, con pastores y ovejas en lugares indefinidos. El arte ya era de por sí malo,
pero lo más triste era la manera repelente de ser reproducido, en que los colores no
correspondían a las formas. En la oficina las utilizábamos para escribir listas de
suscriptores.
Pero la gran mayoría de las postales estaban bajo el signo del amor. Chicas tristes
y abandonadas esperando en vano al amante, y parejas de enamorados en un dulce
abrazo. Algunas llevaban versos de las Canciones nocturnas de Jan Neruda. Una gran
parte de ellas eran amantes con túnicas romanas, sentadas o apoyadas sobre columnas
jónicas. Estas dos clases resultaron ser los bienes más vendidos.
En algunas cajas había un abecedario amoroso: grandes letras adornadas con
puñados de flores y de cupidos que utilizaban las letras como instrumentos de
gimnasio. Estas postales se las mandaban los jóvenes hasta que completaban sus

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nombres de pila.
A veces las adquirían también los comerciantes de las ferias, que compraban
mucho, eso sí, pero escogiendo con mucho cuidado. Compraban casi gratis. Sin
embargo, los montones de postales no bajaban, aunque yo veía que mi promoción tan
poco especializada daba sus resultados.
Una vez vino a la editorial una muchacha bastante bonita y preguntó si le
podíamos vender una postal con la letra B. Probablemente se llamaba Boženka y le
faltaba esa letra para tener el nombre entero. Me la enviaron maliciosamente a mí.
Como durante toda mi vida he intentado no negar nada a las mujeres, estuve
buscando durante una hora en las cajas llenas de polvo hasta que encontré la letra.
Cuando me preguntó el precio, le dije que quería un beso a cambio. No me lo dio y
yo le di la postal gratis. Cuando se hubo marchado, fui a acabar la reseña sobre un
libro de Karel Gorovský: El amor libre y el comunismo.
Al final conseguimos tirar el contenido de las cajas. Siento mucho no haberme
quedado unas cuantas como recuerdo. Hoy serían una rareza. Mandé varias al escritor
Jaromír John. Entre ellas había paisajes impresos y sembrados con trocitos de cristal
coloreado. Tenían un aspecto impresionante. John se puso contentísimo.
Coleccionaba curiosidades, objetos de mal gusto y cosas kitsch.
Después de este éxito, más bien relativo, empecé a dedicar mi tiempo a un trabajo
más digno, con libros cuyo número iba aumentando. Publicamos entonces bastantes
nombres sonoros: France, Nexø, Hugo, Ehrenburg, London y otros. Las novelas
salían en una especie de cuadernos semanales y se vendían bastante bien.
Conseguí recomendar también una buena selección de poemas de Heinrich Heine,
traducidos por Zdeněk Kalista, y los primeros cuentos de Karoslav Hůlka, cuyo
destino fue parecido al de Wolker. Sólo que después de su muerte ya no fue tan
brillante. Y también publicamos una colección de poemas de A. M. Píša: Pozdravy.
Cuando vimos la necesidad de una antología de poesía revolucionaria, preparé una,
con S. K. Neumann, titulada Tardes comunistas. Neumann me trajo un poema de
Richepin que me gustó y cuyo ritmo dado por el poeta Vrchlický todavía resuena en
mi cerebro:

Filisteos,
tenderos,
mientras acariciáis a vuestras mujeres
pensando
en los hijos
que vuestros groseros apetitos
engendran,
imagináis
que serán

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notarios,
de gran papada
y rotundo vientre.
Pero para castigaros bien,
veréis llegar un día
a este mundo
unos hijos no deseados
que se convertirán en melenudos
poetas.

Aquella selección de poemas tuvo éxito. Cuando la vi hace poco en una librería
de viejo, me extrañó su pobreza exterior.
Neumann venía a menudo a la editorial. A veces le pedía al jefe que me diera
permiso para salir y nos íbamos a tomar unas copitas de vino. Bebiendo, hacíamos
proyectos o dirigíamos la revista Reflektor: Neumann llevaba en la cartera toda la
redacción. En una de estas reuniones, me preguntó cuántos poemas había escrito
hasta entonces. Que lo mirara en casa. Aquella misma noche ordené todos mis
manuscritos y al día siguiente se los llevé.
Neumann me ordenó los manuscritos de una manera diferente, expresó que estaba
de acuerdo con el titulo y me recomendó que me los hiciera pasar a máquina y que
diera una copia a la editorial y otra a Teige; él seguramente me dibujaría la portada y
el frontispicio. Teige lo grabó en unos pocos días y el escritor Vančura me escribió un
prólogo corto pero expresivo: «Un poema no es una aparición, sino una obra difícil
como el trabajo de un obrero. La revolución se está infiltrando en el mundo,
comienzan nuevas reglas de creación nueva…», etc. Hasta hoy se suele citar este
prólogo en relación con Vančura, cuyo nombre hoy en día no se pronuncia
frecuentemente. Al cabo de un mes encontré sobre mi escritorio las pruebas de
imprenta: escribí en ellas una dedicatoria a Neumann y un mes después el libro estaba
hecho.
Trajeron los ejemplares en una gran caja y, cuando el empleado se puso a abrir la
tapa, estaba excitadísimo.
El primer ejemplar se lo dediqué a mi futura mujer, el segundo a Neumann y el
tercero me lo metí en el bolsillo. Vi a Neumann al día siguiente. Hojeó rápidamente el
libro y cuando leyó la dedicatoria, para mi sorpresa, me miró con un gesto de
reproche. Guardó el libro en la cartera y me dijo:
—Recuerde que un poema no es ningún acontecimiento y el primer libro, como la
primera golondrina, todavía no hace un poeta.
Y me invitó a comer.
Fuimos a Choděra, en la avenida Národní. ¡Qué aroma más tentador se percibía!
Neumann pidió escalopas a la vienesa y una botella de vino blanco Ludmila. Cuando

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trajeron las escalopas, doradas, resplandecientes, en una bandeja de plata, comentó:
—¡Así debe ser! Cuando las traen a la mesa deben estar todavía cubiertas de
mantequilla hirviendo.

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13. LA CESTA DE REGALO
Bohumil Novák ya estaba preparando una antología de obras manuscritas para
cuando Palivec cumpliera noventa años —de esta manera queríamos estrechar la
mano al más viejo poeta checo— cuando nos sorprendió la súbita noticia de su
muerte trágica.
El jueves 30 de enero de 1975, un poco después de mediodía, Josef Palivec salía
del restaurante Savarin en la avenida Na Příkopech y cruzaba la calle hacia Dětský
dům. No oía muy bien y, además, seguramente iba ensimismado; no se dio cuenta del
estruendo del tranvía que se acercaba, y cruzó la vía. El tranvía le derribó al suelo. La
ambulancia que por casualidad pasaba por allí en aquel momento se llevó en seguida
al herido, pero éste ya no salió del estado inconsciente y murió por la tarde, al cabo
de unas tres horas.
Al llegar a este punto debo citar unas cuantas palabras de la corta, pero hermosa,
necrología que Josef Heyduk, amigo del difunto, escribió en el diario Lidová
demokracie:
Este hijo de un cochero señorial poseía algo de un aristócrata, si entendemos por
esta palabra dignidad unida con amor a los más humildes, comprensión para
cualquier persona que se le presentase en una hora de tristeza, compasión con todo lo
que vive, sufre y muere.
Sí, así fue el poeta Josef Palivec tal como lo conocimos durante cuarenta años.

Cierta vez, hace ya muchos años, un poco antes de las fiestas navideñas, dos hombres
aparecieron en la puerta del piso del barrio de Bubeneč para entregarnos una gran
cesta de regalo. Era realmente de un tamaño enorme y su variedad no le iba a la zaga.
Se necesitaban dos para llevarla. La colocaron en el recibidor, nos hicieron firmar el
recibo y, al preguntarles quién la enviaba, afirmaron que no tenían la menor idea.
Estábamos convencidos de que se trataba de una equivocación. No encontramos en la
cesta ninguna tarjeta de visita. ¿Quién nos podría mandar una cesta así? Y no nos
atrevimos ni a tocarla. Con respeto y vacilación empezamos a examinar su inagotable
contenido. Por encima reinaba el color dorado de un jamón sólo parcialmente oculto
en una brillante cresta de papel de plata, con una ramita de abeto clavada en el centro.
Hacia el jamón se elevaban los largos cuellos de unas botellas de vino francés y del
Rhin, y entre ellas dos de champán. Una lata de caviar servía de pedestal a una gran
bola de mortadela que se apoyaba por un lado en una confitura plateada de picantones
franceses en su salsa. En nuestro país no se fabricaba nada así. En los lados de la
cesta estaban bien ordenados diversos quesos y, sobre ellos, envueltos en un papel de
plástico, nos contemplaban alegremente los ojos grasientos de un gran corte de
emmental. Hacía tiempo que alguien me había ofrecido un trocito de drops inglés; no
pude olvidar su sabor durante mucho tiempo. Y aquí había un bote de un kilo de
drops inglés. Los chocolates suizos estaban desplegados en abanico como cartas en la

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mano y todos los huecos vacíos estaban ocupados con latas de sardinas, naranjas y
manzanas tirolesas. Y todo este rico montón de formas, olores y gustos estaba
cruzado como con una espada por una larga y delgada longaniza húngara, adornada
de puntillas de moho y una pequeña chapa metálica. Pero seguramente he olvidado
muchas cosas aún. Hace ya muchos años de esto. Para un hogar modesto era un
regalo casi regio.
Le confesé esto a Halas y él me tranquilizó. No se trataba de una equivocación.
—Seguramente ha sido Josef Palivec, que acaba de volver de París y tiene una
costumbre extraña y poco corriente: le gusta hacer regalos. Probablemente se lo
pueda permitir y le satisface. Está traduciendo poesía checa al francés. Hay también
unos poemas tuyos y te ha mandado eso como recompensa.
Después de esta explicación, deshicimos la cesta. Entre las botellas de vino
encontré un Château-Mont-Bazillac. Al probarlo pensé que era el mejor vino de todos
los buenos vinos. Sin embargo, no tenía derecho a proclamar una cosa así. Debería
haber dicho que era el mejor vino que había probado.
¡Pero creedme, era un vino delicioso!

Al cabo de poco tiempo conocí a Palivec personalmente en casa de los Halas. ¡Pobre
Buňka Halasová! Tenía mucho trabajo y preocupaciones con los invitados, pero era
amable y atractiva. Su marido le solía decir: ¡Sé agradable y calla! Y ella no se
quejaba nunca de los invitados.
Palivec era un hombre relativamente alto y muy guapo. Le debía de favorecer
mucho el sombrero de copa diplomático. Siempre iba bien vestido y «totalmente
iluminado por la cultura francesa». Tenía casi veinte años más que nosotros. En su
juventud fue durante algún tiempo secretario de Jaroslav Vrchlický. Entendía de
poesía como pocas personas.
Tenía dos grandes amores: la lengua materna y la poesía. Nos veíamos en los años
en que estaba traduciendo a Valéry. El crítico Šalda proclamó que aquella traducción
era perfecta y que estaba, desde todos los puntos de vista, al nivel del original. Nezval
dijo algo muy acertado sobre Palivec: Escribía tan buena poesía en checo cuando
traducía a Valéry como en francés cuando traducía a los poetas checos.
En la época en que nos conocimos no hablaba nunca de su poesía. Estaba tan
introducido en el secreto de ésta, la conocía tan bien y la entendía tanto que al final
no tuvo otro camino que ponerse a escribir él mismo. No sé si ya había hecho algunos
poemas antes de insistir nosotros en que tenía que escribir o si se dio por vencido
bajo nuestra insistencia, pero el hecho es que un día nos trajo varios manuscritos
suyos que más tarde incluyó en el Anillo de sellar. Estaba entre ellos, si no recuerdo
mal, el ciclo cósmico Estrellas. Lo leímos fascinados. En su poesía había algo que la
aproximaba incluso a Halas. Amasaba las palabras y creaba otras nuevas, a primera
vista sorprendentes y divertidamente monstruosas. Era muy interesante hablar con él
del lenguaje poético.

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A finales de los años sesenta publicó Miada Fronta una antología de su obra y me
pidieron que escribiera unas palabras como prólogo.
Estuve reflexionando sobre la poesía de Palivec y, cuando tomé la pluma, me
vinieron inesperadamente a la memoria dos versos del poema con que Jaroslav
Hilbert dedicaba uno de sus libros a Vrchlický:

Nosotros los poetas nos entendemos bien


y yo no escribo esto para nadie más.

Sin el gesto altivo del último verso y en un aspecto diferente, esto se podía aplicar
a toda la poesía de Palivec. En toda mi vida he estado siempre muy lejos de la
exclusividad poética. Seguramente hasta Hilbert se ponía contento cuando el teatro se
llenaba para ver una obra suya. Pero Palivec era algo especial. No pondré énfasis en
el hecho evidente de que cada poeta busca a sus lectores. En su interés, confortante o
inamistoso, su poesía resuena y vive. La poesía de Palivec no necesita tiradas de diez
mil ejemplares. Es excepcional, si puedo usar esta palabra, en cuanto a su nobleza y a
su calidad.
Los poetas —al menos en la mayoría de los casos— suelen tener una capacidad
más intensa para reconocer y apreciar esta clase de poesía. El juego de Palivec es
magistral y los ojos apenas lo pueden seguir. ¡Pero sí! Reconocen su profunda
experiencia poética, que tiene muy poco en común con la habilidad y el virtuosismo
del oficio.
Releí sus versos una y otra vez y, para mi sorpresa, me di cuenta de que su
complicada y refinada belleza estaba inyectada hasta en las sencillas rosas silvestres;
es decir, que había crecido de esta tierra. ¡Y yo que me preguntaba por qué era tan
sincera, tan fresca y tan checa!
La poesía de Palivec tenía su origen en lo que domina la misteriosa vida, y en el
movimiento de las palabras humanas, en su magnetismo asociativo, en su melodía y
en su brillo.
Recuerdo que hace poco llegó Palivec y en sus ojos le chispeaba la alegría.
¡Estaba contento! A la antología de traducciones de Valéry había añadido un poema
más y durante mucho tiempo había estado luchando con un verso, hasta que
consiguió encontrar dos palabras, exactas, pero al mismo tiempo melódicas y
sedosas, que no sólo se unen en cuanto al sentido, sino también sonoramente. Valéry
habla de una mujer desnuda y el poeta traduce:
vábivost záhybů (el encanto de las curvas).
Es perfecto. ¡Qué hermosa es la lengua checa! ¡Y qué amorosa!
Palivec negó que hubiera estado buscando las palabras y que inventara la sintaxis.
Las palabras son vivas, traídas por su propia belleza, su propio ritmo. No hay ninguna
duda, de que, para todos nosotros, fue muy útil hablar con él de poesía y del lenguaje
poético. Sabía mucho, más de lo que cabía en sus propios versos.

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Dentro de un año habría cumplido noventa años. ¿Cuál de nuestros poetas lo ha
logrado? ¿Y quién lo logrará? Pensando en una edad tan avanzada se impone el
recuerdo de otro poeta que influyó profundamente en el desarrollo de nuestra poesía y
que, por desgracia, murió muy joven. Pero los números dicen muy poco, si es que
dicen algo. Hay otras relaciones más íntimas que conducen desde la poesía de Palivec
hasta la de Mácha, el autor del poema Mayo. Está claro que estas relaciones son
imperceptibles a simple vista. Es como si bajo la tierra crecieran unos finos hilos de
raíces de flores que unieran el Mayo con los versos de Palivec. No obstante, estas
raíces son fuertes y de evolución natural.
El primero lanzó el lenguaje poético a unas decenas de años más adelante,
mientras que el otro alargó la mano, cien años atrás, para buscar la antigua belleza de
este lenguaje.
En la segunda mitad de su vida, Palivec se encariñó con varios poetas mucho más
jóvenes que él. Quería a Hora, admiraba a Holan, pero humanamente y poéticamente
se sentía más cerca de František Halas, que además vivía bastante cerca; los dos
poetas se veían muy a menudo.
Cuando fue detenido por la Gestapo y durante el interrogatorio le enseñaron unos
poemas contra Hitler escritos por Halas para que confirmase lo que se había
averiguado de la autoría de Halas, Palivec negó que los hubiera escrito Halas. Y a la
pregunta de quién era entonces su autor, respondió que él mismo. De esta forma salvó
a Halas de ser detenido. Por cierto, aquellos poemas no eran precisamente de los
mejores suyos. Sonriendo, Palivec comentó luego que esto era lo único que le
apenaba. De esta manera, con su valentía y su amistad fiel, intervino en la vida de un
amigo ya enfermo.
Cuando Halas publicó su célebre Mujeres ancianas, sobre la cual escribió Šalda
que era «una pieza de virtuosismo de Paganini tocada en una sola cuerda…, si no
tuvieran aquel sentido de la humanidad y su tragedia», al margen de este poema contó
frívolamente sus aventuras en Ginebra con mujeres jóvenes.
Después de la independencia en 1918, Palivec fue nombrado director de la
agencia de prensa checoslovaca en la ONU de Ginebra. La joven república heredó del
viejo Imperio austro-húngaro un inmenso edificio en el cual instalaron las oficinas y
la gran vivienda de Palivec.
Era durante los animados tiempos de la primera coyuntura de la posguerra y,
después de cuatro años pesados de la Primera Guerra Mundial, el mundo vivía el
ambiente de paz con alegría y despreocupación.
Parecía una invasión amistosa: un día a Palivec le visitó un diplomático
occidental y sin andar con rodeos le pidió que le dejara su piso por una tarde. Era un
buen amigo y no hablaba sólo por sí mismo. Era imposible negarle aquel favor.
Al cabo de unos días, Palivec vio cómo se acercaban al edificio una serie de
coches y cómo, ante su sorpresa, bajaban de ellos unas guapas muchachas; el
diplomático las había seleccionado cuidadosamente en las salas de fiestas y los bares

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nocturnos de la bella ciudad del lago azul, tan bien conocida por las envolturas de los
chocolates. Las sonrientes señoritas se acomodaron en las habitaciones de Palivec.
No fue difícil convencerlas luego de que se vistiesen con los pijamas de Palivec.
Había exactamente una docena de pijamas. El espectáculo de las chicas con pijamas
de caballero que les quedaban demasiado grandes era bastante grotesco. Por fortuna,
aquel espectáculo no duró mucho tiempo. Al cabo de un momento empezaron a llegar
los señores de otras embajadas que asistían a las reuniones de las Naciones Unidas. Y
todo quedó absolutamente claro cuando saltó el corcho de la primera botella de
champán.
¡Se trataba de un concurso de belleza! Decidieron elegir la reina y las princesas
sin prisas, detallada y estrictamente. Consideraban no sólo la belleza del rostro, sino
también la del pecho, los brazos, las piernas y los muslos. Observaban «el todo de las
mujeres jóvenes», según dice el poeta sobre las diferentes partes de los cuerpos
femeninos.
Palivec no estaba demasiado contento con esa empresa. Su propio jefe, el
ministro del exterior, a pesar de todos los miramientos políticos, probablemente no
habría estado de acuerdo con un hecho de esta clase. Ginebra, la ciudad de Calvino,
es puritana a la manera de los protestantes. Y por eso los invitados de Palivec no
habían querido arriesgarse por su cuenta. Por otra parte, una pequeña república nueva
de la Europa central saltaba menos a la vista. Por suerte, todo acabó bien. El hombre
que lo organizó todo, recogió en un sombrero de copa una cantidad increíble de
billetes para las señoritas. Estas, muy satisfechas con el éxito y con la recompensa, se
despidieron y no hablaron más de ello.
Halas escuchó atentamente la narración y al cabo de un instante se sentó y
rápidamente escribió una versión contraria de las Mujeres ancianas. Sus Mujeres
jóvenes no fueron seleccionadas para una antología de poesía de Halas después de su
muerte, pero se publicaron. Y varias veces. En Praga y en Frenštát pod Radhoštěm,
donde Halas solía veranear:

Oh días espumantes oh noches espumantes


cuando el aire está colmado de menudas
chicas desnudas
bailando entre las columnas
de nuestros deseos.

Luego copió los versos con cuidado y František Bidlo los ilustró con unos dibujos
en color que se caracterizaban por una línea poco realista, pero graciosa… El poema
se lo dedicaron a Palivec, infatigable y entusiasta coleccionista de libros,
manuscritos, dibujos, encuadernaciones de diversos textos y de correspondencia.
Aceptó con agrado el manuscrito como regalo por sus cincuenta años.

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Antes de la Segunda Guerra Mundial se estaba muy bien en nuestro país, sólo con
nosotros y entre nosotros. Es porque éramos jóvenes. Es agradable recordarlo.
Lástima que en estos recuerdos de hoy suene con espanto la sirena de una ambulancia
que se lleva al poeta gravemente herido que había vivido tantos momentos junto a
nosotros para acabar tan súbita y trágicamente su larga, interesante y rica vida.

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14. EL LIBRO DE MEMORIAS
En la calle Křemencova, en el barrio pragués de Nové Město, a unos pasos del
instituto en el que se han de buscar los orígenes del grupo Devětsil, junto al edificio
histórico de la cervecería U Fleků en cuya entrada está colgado un gran reloj
luminoso, hay una puerta pequeña, apenas perceptible. A esta puerta sólo le falta una
campanilla como aquellas de los comercios de antes. Porque detrás de la puerta hubo,
en efecto, un mostrador. Sin embargo, a través de la tienda sólo se pasaba a otra sala,
parecida a una oficina; ahí, junto a un antiguo escritorio, se hallaba una mesa para los
invitados, con sillas a su alrededor.
Cualquiera que lo deseaba, encontraba siempre en aquella sala a Jan
Goldhammer, a quien todo el mundo llamaba Goldi.
Ese nombre pertenecía a un joven, hoy casi legendario propietario de unas cavas
de vino en aquella casa.
¡Devětsil! Y para poder susurrar otra vez esta palabra agradable y encantada de
nuestra juventud de hace tiempo, diré todavía que el edificio en que estaban aquellas
salas, lo heredó Vladimír Šulc, uno de los primeros miembros de Devětsil.
A Goldi le visitaba gente todo el día. Conversaban, hacían su negocio, se tomaban
una copita de vino y se iban. Pero casi cada noche se reunía allí una pequeña
compañía de personas que se conocían íntimamente y que tenían cosas que decirse las
unas a las otras. En su tiempo, iba allí el escritor Eduard Bass con su acompañante
Ladislav Khás. Miraba el mundo por debajo de sus gafitas, que parecían ser
demasiado pequeñas para su cara llena. No obstante, su mirada inteligente y sonriente
expresaba bienestar y amistad. A menudo acudía también allí V. V. Štech.
Si menciono a éstos, no puedo dejar de nombrar a los demás. Antes que a nadie al
invitado fiel, el profesor Josef Cibulka y también a Václav Talich. Eran cuatro
nombres notables en la vida cultural checa y los demás venían con mucho gusto para
estar con ellos. Ladislav Khás conoció ahí a su futura mujer, la competidora en
carreras de automóviles Eliška Junková. Algunas veces aparecían los poetas Nezval y
Holan; de los prosistas, Jan Drda solía ser un invitado frecuente. De los pintores solía
venir el agradablemente pulido Muzika, el charlatán Bauch y el travieso František
Tichý. Y de los escultores, el narrador inolvidable Karel Dvořák y, a veces, también
un amigo ameno: Josef Wagner, el escultor-poeta. De cuando en cuando, también se
unía a nosotros la seductora actriz Eliška Poznerová, elegida por entonces reina de la
belleza.
Goldi era un hombre de buen corazón y mano generosa. Quería a sus invitados y
pensaba siempre en qué sorpresa agradable podía prepararles. Cuando se reunía una
compañía especialmente buena, se sentía feliz si a los invitados les gustaba el vino. Y
no hacía economías, aunque en aquellos primeros años de después de la guerra no
siempre había suficiente vino.
Después del golpe de Estado del año cuarenta y cinco invitaba también a algunos

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oficiales del Ejército rojo. Había venido E. Registan, el autor del himno soviético. No
sé cómo ni de dónde, pero Goldi, como un mago, siempre supo sacar algunas
preciosas joyas líquidas del Rhin o del Mosela o viejos vinos alegremente espumosos
de la región de Champaña.
Ambos profesores, Štech y Cibulka, eran unos conocidos gourmets. Štech
entendía perfectamente todo lo que llegaba a la mesa de las cocinas de Europa entera.
Cibulka era especialista, no sólo en comida, sino también en todo aquello que traían
de las cavas.
Era un verdadero placer escuchar a Štech cuando hablaba de Italia. Lo conocía
todo: cualquier iglesia o capilla, y de los santos romanos estaba tal vez mejor
informado que un canónigo del Vaticano. Conocía su aspecto, lo mismo si estaban
pintados en color sobre el lienzo que grabados en la piedra o en un mosaico. Y eso,
desde Venecia hasta Nápoles, y de ahí a Palermo, y de vuelta por otros caminos muy
diferentes. Además, nunca olvidaba dónde preparaban una buena pizza. Y lo mismo
que conocía un mosaico colocado sobre el pórtico de una catedral, sabía también el
restaurante en que preparaban un delicioso agnello rostito (cordero asado). El mejor
helado se consigue en Milán, a unos cuantos pasos de la catedral. Esta información la
tengo de Štech y me gustaría mucho visitar un verano ese lugar. La memoria del
profesor Štech era vertiginosa. Hasta sus últimos años se acordaba de todo.
El profesor Cibulka era un especialista en todos los vinos que se producen en
nuestro continente. En su cava en la calle Valentinská tenía una pequeña colección y,
para los invitados especialmente apreciados, sacó de allí botellas durante toda la
guerra. Y nunca se olvidaba de la cocina. Cuando viajaba por Francia en coche,
paraba en un pequeño pueblo provenzal e iba a una fonda; la especialidad de aquel
lugar era la morcilla blanca y el vino de la propia viña, que no era peor que el mejor
chablis.
Sobre estas raras cualidades del señor profesor hallaron ocasión de convencerse
todos aquellos que tuvieron la suerte de ser invitados a comer en su casa.
Los acontecimientos de mayo sorprendieron, al final de la guerra, a algunos de los
invitados de Cibulka en su generoso comedor. Es cierto que la comida estaba bastante
afectada por la economía de guerra, pero el vino seguía siendo delicioso. Sin
embargo, los invitados no sufrían hambre, aunque estuvieran obligados a quedarse
varios días. El escritor Jan Drda encontró en la casa un viejo casco checoslovaco, se
lo puso y se puso a la disposición de la guardia militar checoslovaca. Le destinaron
como guardia nocturno delante de la Biblioteca Municipal y, para las horas nocturnas,
se metió en el bolsillo una botella de pomard, regalo del señor profesor. Pero el
comandante no tuvo comprensión para la sed de Drda, le quitó la botella y derramó
su exquisito contenido aromático en una cloaca. A Drda se le partió el corazón y lo
estuvo recordando durante mucho tiempo.
Todavía hoy siento el olor y el gusto de todas aquellas comidas en que pude
participar. ¡Qué lástima! Hace mucho que el fuego está extinguido en la cocina del

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profesor; la señorita Marie, la cocinera y mujer de su casa, dejó la fría cocina
llorando. Estuvo con él durante treinta años, aunque al tercer día de su servicio ya se
había dado cuenta de que había cometido un error. El profesor era muy exigente. Pero
la señorita sabía cocinar milagrosamente. Preparaba poemas aromáticos.
Hay una afirmación de un invitado de mucho renombre que proclamó la casa del
señor profesor territorio francés, porque, en los buenos tiempos, allí se cocinaba y se
comía igual que en Francia.
Josef Cibulka, profesor de arqueología cristiana y de historia del arte eclesiástico
en la Universidad de Carlos, ex cantante de la Capilla Sixtina, canónigo en la iglesia
de Todos los Santos del Castillo de Praga, científico, autor de muchos importantes
trabajos de investigación, historiador que hizo retroceder la historia checa cien años
más atrás, no era un hombre aburrido. ¡Al contrario! Sabía reír de todo corazón y le
gustaba cualquier clase de bromas y anécdotas.
Su amigo Karel Kopřiva, también un invitado frecuente de Goldi, fue víctima de
muchas ideas divertidas del señor profesor. Kopřiva era representante de una empresa
inglesa exportadora de whisky, pero su verdadera profesión fue el amor a la música.
Tenía una discoteca de nivel europeo y nosotros le visitábamos por las tardes para
escuchar exquisitos conciertos mientras tomábamos una taza de té aromatizado con
flores de azahar.
Cuando su amigo Rafael Kubelík dirigía en la Sala Smetana un concierto basado
en la ópera de Janáček De la casa del muerto, Kopřiva iba a los ensayos, en esa
ópera, Janáček utilizó hasta el estruendo de las cadenas para llenar la música con
efectos simbólicos; pero, durante los ensayos, estos efectos le salían mal. Kopřiva
escribió entonces a Kubelík que era virtuoso en tocar cadenas y que se ponía a su
disposición.
Kopřiva no debía haber comentado esta carta en las cenas de Goldi. El profesor
organizó en seguida una amplia colección de toda clase de cadenas, que sus amigos
mandaban o llevaban después a casa de Kopřiva. Entre ellas había cadenas fuertes y
pesadas para encadenar personas y llevar animales al matadero, pero también
cadenitas de relojes de bolsillo y esas que los niños se ponen como colgantes.
También había cadenas de las esposas policíacas y esas cadenas de papel que se
cuelgan en el árbol de Navidad. El profesor no cejó en su empeño hasta que explotó
todas las posibilidades; y sólo se lamentaba de que en nuestra lengua se dijera «una
corona de morcillas» en vez de «una cadena de morcillas», giro que, además de ser
más expresivo, serviría para que una cadena de morcillas rematara la colección de
una manera triunfal.
No tengo ni idea de lo que Kopřiva hizo con sus cadenas. Pero, por lo que yo
sabía, nunca estropeó ninguna broma. ¿Dónde están aquellos días despreocupados y
llenos de risas, en los que había tiempo y humor para bromas como ésta? ¡Cómo le
favorecía la risa a Cibulka!
A Ustí nad Orlicí, donde el profesor Cibulka nació y donde solía pasar mucho

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tiempo, le fue a visitar su apreciado amigo el arquitecto S. Era un viernes y ambos
eran católicos. Como es sabido, la Iglesia católica es estricta en cuanto a la
observancia de la abstinencia, pero permite algunas excepciones. Por ejemplo los
peregrinos, los enfermos o los obreros de trabajo pesado no tienen que observar la
abstinencia. Cibulka cogió a su invitado del brazo, le llevó a la estación y se sentaron
en el primer tren. No fueron demasiado lejos: bajaron en la ciudad de Česká Třebová
y Cibulka condujo a su invitado al restaurante de la estación. Pidió costillas a la brasa
y cuando trajeron los platos, pronunció: Peregrini sumus.
No me gustaría que juzgarais con severidad al señor profesor, inventor de ésta y
otras bromas inocentes. Fue encantador en todos los sentidos de la palabra. El
domingo, todos sus amigos, creyentes o no, se apresuraban a la misa matinal de la
iglesia praguesa U křižovníků, donde su hermosa voz se entrelazaba con las
nubecillas de incienso, mientras aquel que cantaba el coro gregoriano con la perfecta
y fina gracia de los eclesiásticos del Vaticano, oficiaba su ceremonia sagrada.
Luego, a veces, durante toda una semana, trabajaba en sus libros sobre la basílica
de San Jorge de Praga, sobre las joyas de la coronación del Reino de Bohemia y sobre
los santos Cirilo y Metodio y su largo camino hacia nuestras tierras.
Después de una de mis largas visitas a la calle Valentinská, cuando ya me hallaba
en la antesala del profesor, noté que mi cartera estaba bastante más pesada. Se me
ocurrió que se trataba de una pequeña broma y no quise estropearle la diversión al
señor profesor.
Le salió una broma buena de verdad. Me había puesto en secreto, dentro de la
cartera, una botella del maravilloso vino Clos de Vougeot, que habíamos bebido
durante la comida y que yo no dejaba de alabar. Y si no tengo otro remedio que
revelar lo que comimos para acompañar aquel vino, os lo diré: espalda de corzo; y, de
postre, cestitos rellenos de arándanos rojos. Aquel vino de Borgoña era uno de los
predilectos del profesor y mi amigo Goldi le hacía los más grandes honores. Sobre
todo al de la viña Côte d’or, loada hasta por el poeta Joris-Karl Huysmans. Pero este
señor ya no nos interesa tanto hoy en día.
Guardé la botella en casa. Me daba pena abrirla. Al cabo de poco tiempo empeoró
la salud del señor profesor y se vio obligado a guardar cama. Se acabaron las
deliciosas comidas y cenas en la generosa mesa. Poco después, el infatigable y
querido anfitrión desapareció. Ni después de su muerte me sedujo la botella. Cuando
la veía, la acariciaba con cariño; me recordaba a una gran persona y esperaba con
paciencia una ocasión más apropiada y festiva para degustarla.
Esa ocasión se presentó al cabo de cierto tiempo. Me visitó el historiador del arte
Jan Tomeš, alumno y joven amigo de Cibulka. Sabía mucho de su maestro y contaba
historias de él con verdadera gracia.
A los profesores V. V. Štech y Josef Cibulka les gustaba acompañar a sus alumnos
en los viajes de estudios. El primero, por Italia; el otro, por Francia y Europa
occidental. Jan Tomeš estuvo con Cibulka en aquel antiguo château vinícola de Clos

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de Vougeot, y le acompañó incluso en el momento en que fue armado caballero. La
ceremonia tuvo lugar en una antigua bodega del castillo del siglo doce. Le fue
otorgado el título de chevalier du taste-vin. La ceremonia no se llevó a cabo con la
espada tradicional, sino con una vieja raíz vinícola y el caballero se llevaba como
símbolo una copita para catar vino. En aquella ocasión pronunció un brillante
discurso sobre la historia de nuestro país y su relación con Francia.
Otra exquisita historia es la que narra Tomeš sobre una excursión a Znojmo.
En la iglesia de San Nicolás de aquella ciudad tienen sobre el altar de la nave
lateral derecha una estatuilla de la Virgen. El profesor Cibulka sabía de la existencia
de tal estatuilla, pero nunca la había tocado con sus propias manos. Cuando llegaron
al altar, el profesor apartó las cortinas, para poder llegar hasta la mesa del altar. No
dejó que nadie le acompañase en esa ceremonia. Abrió el tabernáculo de cristal en
que se encuentra la estatuilla, Sacó ésta y la llevó hasta donde estaban sus alumnos.
Igual que el Niño Jesús de Praga, la Virgen estaba adornada de ricos vestidos. Pero el
señor profesor metió la mano por debajo de las faldas de la Virgen y afirmó
triunfalmente con una sonrisa:
—¡Es gótica!
Cuando le quitaron la ropa, se demostró que tenía razón.
Serví el rojo vino de Borgoña de la bodega del profesor y brindamos por su
memoria.
Aunque V. V. Štech rechazaba el arte moderno, que no le gustaba —no reconocía
ni a la generación de Josef Čapek y Jan Zrzavý—, no se puede decir de ningún modo
que desconociese el arte antiguo. Su escepticismo empezaba con los impresionistas;
proclamaba que habían destruido las reglas del arte. Sin embargo, su amplia
monografía sobre Rembrandt es excelente. Se publicó antes de su muerte. Los artistas
modernos no le apreciaban: cuando el pintor Otto Gutfreund exhibió el retrato de
Štech, Pacovský, el redactor de Veraicon comentó delante de la pintura:
—¡Parece vivo! ¡Sólo falta que diga una estupidez!
Pero las conversaciones con él, aun no estando de acuerdo, siempre eran
interesantes. Amaba a Praga auténtica y profundamente. Eso fue lo que nos acercó.
Podía hablar de la ciudad con cariño durante horas.
En aquellas veladas bebíamos mucho vino. Me parecía que, cuanto más
bebíamos, con más entusiasmo traía Goldi nuevas botellas y más satisfecho se sentía.
Treinta años después incluso me dijo que no supo invertir el dinero de mejor manera:
aún amaba el recuerdo de aquellas personas.
Yo quería mucho a Cibulka; y le respetaba. Pero a Talich le adoraba. Cuando
hablaba de música, era encantador. Fascinante. Cuando, como director de la ópera del
Teatro Nacional, estudiaba Pelléas y Mélisande, yo le acompañaba a los ensayos.
Lástima que aquella bella ópera no llegara al escenario. Talich se fue de repente del
Teatro Nacional. En aquel tiempo empezó a tener sus primeros éxitos la Orquesta de
cámara checa de Talich, compuesta en su mayoría por gente joven. Y una vez (fue

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precisamente en casa de Goldi) Talich me apartó un poco y, lleno de convencimiento,
me propuso que escribiera para esta joven orquesta unos poemas que se podrían
recitar acompañando la Serenata para instrumentos de viento en re mayor. Esta
serenata es muy difícil para los músicos de ahora. En la época de Mozart se tocaba en
los banquetes, con pausas, según exigían los diversos platos que servían a la mesa.
Hoy se tiene que tocar seguida, cosa muy penosa para los músicos de los
instrumentos de viento. Les falta la respiración. De este modo, los poemas podrían
llenar las necesarias pausas. Se lo prometí de buen grado. Escribí un ciclo de trece
rondós llamado Mozart en Praga. Talich leyó los versos y se alegró mucho. Era
exactamente lo que necesitaba. Luego me miró y me comentó:
—Oye, me parece que los asuntos de este muchacho, Mozart, no eran tan idílicos
como los pintas tú en estos versos. Aquel hombre tenía que tener unas pasiones que
hoy desconocemos y que, junto con la exaltación creadora, aceleraron su muerte.
A Talich le gustaba explicar una anécdota sobre el compositor Suk. Suk está
sentado en una tasca y habla de Mozart: «Si ahora se abriera la puerta y entrara
Beethoven, le saludaría educadamente y le invitaría a mi mesa y charlaríamos sobre
música. Pero si viniera Mozart, me caería debajo de la mesa.»
Talich tampoco llegó a dirigir la Serenata de Mozart. Ni ninguna otra persona. Se
puso enfermo y la joven orquesta se desintegró al faltarle su director. Al cabo de poco
tiempo Talich se refugió en su torre sobre el río Berounka y le vimos muy poco por
Praga. Su asiento en casa de Goldi se quedó vacío y, de vez en cuando, nos llegaban
noticias alarmantes. Algunas veces le visitamos con los amigos de Beroun. Pero ya
era otra persona. Una vez nos contó con énfasis que en su jardín había encontrado a
un oso. Talich se apresuraba hacia su oscuro final. La música había muerto para él.
Era una cosa insospechadamente triste.
Recordé entonces las palabras de Talich sobre la muerte de Mozart cuando, en el
otoño del 1976, se publicó en la revista Horizontes musicales un amplio artículo
sobre el final de dicho músico. No habían sido ni las mujeres ni el alcohol los que
habían quemado su frágil cuerpo. Aquel joven genial fue un jugador incorregible.
Jugaba al billar y a las cartas. Y ambas cosas las hacía mal. En un artículo lleno de
datos convincentes, su autor, Uwe Kraemer, insinuaba esta secreta pasión de Mozart.
El músico dejó unas deudas enormes. El autor las estimaba en ochenta mil marcos.
¡No, no eran las mujeres! Vladislav Vančura solía decir:
—¡En el mundo hay pasiones más fuertes que las mujeres!

Hace ya tiempo que quitaron y trasladaron los grandes barriles de la bodega de


Goldhammer y convirtieron la sala en un almacén. Probablemente siguieron oliendo a
vino durante mucho tiempo. Es como si convirtieran una antigua iglesia en un
almacén: sus paredes estarían profundamente penetradas del incienso y de las
oraciones.
Hace poco me vino a ver Goldi y me trajo el libro de memorias de la calle

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Křemencova. Naturalmente, estaba manchado de vino en muchas páginas. Al lado de
los versos eróticos de Vítězslav Nezval había poemas polémicos de Jan Drda y, unas
páginas más adelante, encontré una exclamación de Vladimír Holan:

¡Que el diablo se lleve los libros de memorias!


¡Pero no se los llevará!

Y así, nombre tras nombre, una tumba y un recuerdo con cada uno, y una copa
que resuena suavemente con cada nombre. Bass, Talich, Cibulka, Nezval, Štech,
Muzika, Konrád y muchos más. Los amigos que iban desapareciendo con el
precipitado paso del tiempo, que se apresuraba inconteniblemente. Menos mal que los
nombres quedan y no callan.
Hace poco que volvía del café Mánes y no pude resistir la tentación de ir a mirar
la vacía calle Křemencova. Fue de noche. El gran reloj de la cervecería U Fleků
brillaba quebradamente entre los copos de nieve que caían y recordaban una luna que
había tenido una avería en aquella calle memorable.

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15. TIEMPO LLENO DE CANCIONES
Creo o, dicho más sinceramente, tengo la impresión, de que lo que corrientemente
llamamos poesía es un gran secreto del que cada poeta revela un poquito o algo más.
Luego aparta la pluma o cierra la máquina de escribir, se queda pensativo y, a última
hora de la tarde, muere. Como por ejemplo Nezval.
Tenía yo once años cuando mi madre volvió un día del funeral de Jaroslav
Vrchlický. Estaba muy excitada y tenía el vestido medio roto. Consiguió llegar al
cementerio a través de la puertecita que se abría al lado de la entrada de la iglesia de
Vyšehrad. Quería llegar hasta la escalera del cementerio Slavín para ver el féretro y
oír al que pronunciaba el discurso. La gente que acudió al entierro después de ella
llenó rápidamente los caminos y senderos abiertos entre las tumbas y derribó a mi
madre al suelo. Cayó con la cara sobre la tumba vecina a la del poeta Václav Bolemír
Nebeský.
¡Qué horror! ¡Ésta iba a ser en el futuro la tumba de Vítězslav Nezval!
Para mí, que esperaba a mi madre en casa, aquel acontecimiento también fue
terrible y extraordinario. No podía apartar de mi mente el nombre de Jaroslav
Vrchlický. En la excitación y en su historia hubo algo oscuramente hermoso.
¡Vrchlický! Era algo muy distinto de las canciones que cantaban las vecinas
mientras lavaban la ropa en los patios interiores.
En aquella época alguien me preguntó qué quería ser cuando fuese mayor.
Contesté que poeta. Mi madre, que lo oyó, susurró preocupada: ¡Dios mío!
Los conocidos trataron de persuadirme:
—Chico, con eso no llegarás lejos. Hoy en día ya no se lee poesía. Piensa en
alguna cosa práctica.
Pero yo no quería pensar en nada práctico.
¿Qué me quedó para mi vida posterior de aquellos años de mi infancia y primera
juventud que pasé en la terraza interior y luego en los rincones de la calle, allí donde
no llegaba el chorro de plata del camión que regaba?
Tal vez la melancolía y el deseo de soledad, pero también la alegría de estar entre
la gente, la curiosidad, la arbitrariedad y también una cierta dosis de despreocupación
que le ayuda a uno mucho cuando se encuentra mal. Y además una vieja flautita
medio rota, herencia del padre de mi padre, al que vi una sola vez. La parte rota la
pegué con un trozo de miga. Sí, claro: entonces las flautas eran de madera.
—Sí, cógela —sonrió mi madre—, ¡podría ser mágica!
No lo era. Nunca aprendí a tocarla; ni tampoco lo intenté.
En nuestra casa nunca se hablaba demasiado sobre este abuelo paterno.
—Tu abuelo era una persona buena y alegre. A veces demasiado —decía mi
madre.
Cuando empecé a ir al colegio, me preguntaban qué quería ser cuando fuera
mayor.

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—Quisiera ser poeta —contestaba con firmeza, y algunos se echaban a reír a
carcajadas. En el instituto leímos a Cayo Julio César y, más tarde, al divino Virgilio,
pero el tiempo de las canciones estaba lejos aún.
Sin embargo, he de confesar que mis años en la torre del observatorio astrológico
volaron bastante de prisa.
Hasta que un día tuve la impresión de que el tiempo se detenía. De repente, todo a
mi alrededor estaba lleno de música, de canciones, de alegría. Fue embriagador y
bello. Me gusta recordarlo.
Si František Halas apretaba, estrechaba las palabras de sus poemas como si les
quisiera retorcer el cuello para que le dieran más de lo que había dentro de ellas a
simple vista, yo hacía todo lo contrario. Las palabras que tal vez me trajo el viento
por la ventana abierta, las guardaba cuidadosamente entre las dos palmas de las
manos para que no se escapara el polen virgen de la primavera.
¡Creedme, fue un tiempo bellísimo!
Como os sentiréis curiosos por saber quién de nosotros era entonces el mejor
poeta, os lo revelaré directamente: fue Vladimír Holan, el ángel negro.
Y algo más: si Vladimír Holan hubiera sido un blanco oficial de la marina en la
cubierta de un barco que se dirigiera a Split, las mujeres bonitas le hubieran esperado
paseando por el muelle, mirándolo desde lejos con sus prismáticos.
Apenas había acabado Halas algunos de los preciosos poemas de los que se pudo
decir que hicieron temblar la tierra, estalló la guerra más grande del mundo. Los
poetas no pudieron quedarse callados.
El tiempo no nos trató nada bien. Los años pasaban despacio. Cuando se vive
mal, el tiempo no se apresura para darnos tiempo a saborear todos sus horrores.
Despacio nos deja olvidar, aún más despacio cura las heridas, pero las cicatrices no
las borra nunca.
En la segunda mitad de la guerra publiqué un pequeño libro de poemas y lo titulé
El puente de piedra.
Halas, tras haberlo leído, me dijo malhumorado:
—Está muy bien, me gusta, pero creo que hoy en día los versos no tendrían que
sonar de esta manera tan dulce y hechizada. En nuestros tiempos la poesía tendría que
gemir como una tormenta de viento de otoño, ladrar como los perros sueltos y chillar
como las aves salvajes.
Supongo que tenía razón.
¡Pero yo no sabía hacerlo!
Me gusta Mozart y quiero creer que una canción tocada por una flauta puede abrir
las puertas de la sabiduría.
¡Qué habrá sido de mi flautita de niño!
Los templos de la sabiduría en nuestro país no estaban solamente cerrados.
Estaban en ruinas, mirases a donde mirases. Entonces ¿qué hacer con la cantinela, la
reina de la noche?

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No obstante, otra vez llegó un tiempo en que, con nuestra despreocupación, los
años se contaban por sí solos porque nosotros ya no contábamos tanto los días y
éramos felices.
Poco tiempo después de la guerra, el enfermo Halas murió. Cuando aún estaba en
el hospital, se oyeron voces extrañas que decían que no se defendía de la muerte, que
tenía ganas de morir. Yo sé que no era verdad. No quería morir. Se aferraba a la vida
como una abeja a una flor rota con la que ha caído al agua. Tenía sus dolores, pero
eran de esa clase que suelen rechazar la muerte y que, cuando uno se vuelve viejo,
movilizan todas las fuerzas humanas, levantan el cuerpo del cansancio y el alma del
desvanecimiento. Pero Halas no era viejo. Estaba cansado. Antes de su muerte
mencionó que quería hacerse un traje nuevo y pidió a su mujer que le limpiase su
abrigo de invierno. No, Halas no pensaba en la muerte. Estuvimos todos muy tristes.
¡Adiós!
Unos años después de Halas se fue también su elegante y efébica mujer. ¡No lo
podíamos creer! Hoy están tendidos uno junto a otro, cogidos de la mano.
Cuando en la primavera colgaba del tejado la bandera de la república, me cayó en
las manos una caja de sombreros. ¡Estaba llena! No pude resistir la tentación y la
abrí. ¡Ay, cuántas cosas había dentro! Cintas doradas, flores artificiales, un antifaz
rosa con puntillas. Sin embargo, con aquellas baratijas anticuadas mi memoria palpitó
unas cuantas horas en una loca felicidad que me estremeció el corazón. También
había invitaciones a diversos bailes, una pluma de avestruz rota, un fajo de cartas y de
fotografías atada con una cinta dorada, unas ampollitas de perfumería de todas las
formas que todavía hoy no han expulsado todos sus aromas.
Del fondo de la caja saqué también mi vieja flautita, que se quedó muda. Estaba
ya tan vieja y seca que no pesaba más que unas plumas de pájaro. ¡Doce plumas y
pico!
En el fondo de la caja rodaban, como si estuvieran espantadas unas cuentas rojas
cuyo hilo se había roto. Y entre ellas se hallaba una fotografía amarillenta.
Rápidamente, la cogí. En ella estaba František Halas cuando tenía seis años y
empezaba a ir al colegio.

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16. EL LÁPIZ MILAGROSO
Una vez aparecimos en el estudio del pintor Ludvík Kuba. Éramos, Vítězslav
Nezval y yo. Por entonces se ponía en marcha la preparación de la monografía
monumental del pintor. Nezval estaba encargado de escribir uno de los prólogos y yo
prometí escribir unos poemas. Ludvík Kuba era un señor bastante mayor, pero
admirablemente animado y activo. Y no nos olvidemos de añadir que también era
muy gracioso. Hablar con él constituía un verdadero placer. Era muy guasón y
alegremente optimista. Muchas eran las sorpresas que nos esperaban en su estudio.
Antes que nada estaban, naturalmente, sus nuevos cuadros, llenos de colores
brillantes y de una animación creadora incontenible. ¡Cuanto más viejo, mejor
pintaba! Nada de «ropa sucia», según se llamaba en aquella época a los cuadros
aburridos, sin ningún interés, pintados por artistas aburridos y sin ningún interés. Los
cuadros de Kuba atacaban a todo el mundo con fuerza y pasión. Es verdad que su
modo de pintar no era exactamente moderno en aquella época. Pero gracias a su
creador, el arte de Kuba sobrevivió a su época. Influía y excitaba con su frescura de
colores igual que las mejores obras de los impresionistas, y con la calidad del trabajo
del pintor. Además, Kuba fue un sabio coleccionista. En el estudio había colecciones
de objetos de arte muy valiosos, especialmente de China, y varias copias de las
estatuas clásicas. En un rincón al lado de la ventana había un busto de Venus mayor
que el natural. Cuando Nezval se aproximó a él, el pintor Kuba le susurró
fuertemente al oído:
—No hace falta vociferarlo; pero como se ve, soy el primer terrestre que ha
conseguido arrinconar a Venus.
Luego nos sentamos a la mesa que el artista acercó a una pared donde estaba
colgado un nuevo autorretrato de Ludvík Kuba. Estuvimos mirando, Nezval y yo,
envueltos en el espíritu del cuadro, hasta que el pintor cortó nuestra contemplación
con su sonrisa.
—Están mirando mi nuevo retrato, y les tengo que contar una pequeña anécdota
al respecto. Nos visitó una señorita, amiga de mi mujer. Bastante bonita, por cierto.
Se quedó mirando este cuadro y luego me preguntó con inocencia y desvelada
curiosidad por qué me pinto tantas veces. Seguramente quería decir: ¿a ver qué hay
de interesante y de gracioso en ti? Le revelé el secreto: me pinto de malicia conmigo
mismo. En seguida me di cuenta de que no entendía la broma y seguí asegurándole
que le diría la verdad.
»Verá lo que pasa: a veces no llega el modelo encargado y yo no tengo tiempo ni
ganas de buscar otro. Paso por un espejo, miro en él y me digo, oye, aquí está el
modelo y, por casualidad, es eso exactamente lo que tú querías. Lo siento delante de
la escalera, abro la caja con los colores y le aconsejo que sonría. Me obedece en
seguida y sigue haciendo todo lo que me parece necesario. Algunas veces le pongo de
otra forma, hasta que encuentro la postura adecuada. Es paciente y obediente. Le digo

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por ejemplo: a ver si sacas la pipa de la boca por un momento… En seguida pone la
pipa sobre la mesa y está listo para las indicaciones siguientes. Luego le aconsejo que
no ponga esa cara de tonto. No se enfada; en seguida, pone cara de sabio, como aquel
Buda de allí. Le halago y empiezo a trabajar de buena gana. Se queda de pie mucho
tiempo hasta que le digo que ya está bien, que yo también estoy cansado.
Después, el pintor buscó algo en el bolsillo y sacó de él un lápiz corriente, de esos
que no sirven para los pintores, y en un momento nos dibujó su retrato sobre una
servilleta de papel. Con pocas líneas, pero que bastaban para que fuera no sólo
gracioso, sino también fiel. Sí, era una semejanza exacta con su rostro, con el gorro
en su cabeza, con la pipa que llevaba entre los dientes y con la sonrisa de sus labios.
Lástima que el pintor tomó en seguida la servilleta, hizo con ella una pelota y la
arrojó a la papelera.
—Bien —continuó—, que no me olvide de acabar de contar mi conversación con
la señorita. Al final le confié que el trabajo sobre el propio autorretrato es barato. El
modelo no pide dinero. Lo tengo gratis. Y eso es importante en una época en que las
pinturas se venden tan mal. Pero tiene un inconveniente: el rostro no es fácil de
pintar. ¡Pero para eso están los pintores! Me remango la camisa y pongo manos a la
obra. A esta ingeniosa explicación añadí para la señorita una pequeña historieta, que,
de hecho, ayuda a acabar el dibujo de mi propio retrato. Un día llamó a nuestra puerta
una vecina que vino a pedir un poco de azafrán para el caldo de su carne. Por
casualidad la puerta de mi estudio estaba entreabierta y la señora vio allí, sobre la
escalera, mi bodegón con una fuente llena de tortas. Con sorpresa se dirigió a mi
mujer:
—¡Señora Kubová, qué bien os funciona el horno!
—Qué va —dice mi mujer—, ¡es mi marido que pinta muy bien!
No había pasado ni la mitad de los días aquellos que la primavera vierte cada
primavera en la belleza de mayo, cuando en mi oficina de la redacción sonó el
teléfono lleno de polvo. El sol iluminaba mi escritorio y el polvo temblaba en sus
rayos. Me llamaban de la radio. Desde el departamento literario me anunciaban que
incluían en el programa media hora de mis poemas de la primavera. Los tenían que
recitar Eduard Kohout y Vlasta Fabiánová. Y me pedían que, para esta media hora,
escribiera algo sobre mí mismo. Algo así como un autorretrato dibujado con unas
pocas líneas. Que leído no durara más de cinco minutos. O incluso un minuto menos.
Eduard Kohout era amigo mío y Vlasta Fabiánová una aparición de una belleza
seductora. Ambos parecían muy agradables, y dije que sí sin pensarlo dos veces.
Es evidente que no tenía que haberlo hecho; tenía que haber reflexionado antes.
Siempre me fue sumamente desagradable hablar de mí mismo. Cada frase, incluso
cada palabra que se me ocurría, o era banal o era falsa. O infundada, o aparatosa.
¿Qué les importaba a los oyentes lo que yo pensara de mí mismo? Para esto hay
críticos. Y los mismos lectores. Para que se formen su propia opinión de un autor.
Intenté explicárselo a los de la radio. Pero ya era tarde: el programa estaba en marcha.

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Entonces recordé al pintor Kuba y su lápiz milagroso. Su don de ver y su arte de
dibujar. Le bastaron unas cuantas líneas y todo el mundo le podía reconocer. Nunca
he pensado de esta forma sobre mí mismo. Caminaba por el despacho, fumaba un
cigarrillo tras otro, pero no se me ocurría nada inteligente. De vez en cuando miraba
de reojo en el espejo y fruncía el ceño cada vez. Tan pronto como cogía la pluma,
parecía que la mano se cansaba con su peso. No se me ocurrió nada. Absolutamente
nada.
Al final, sí que intervine en la emisión. Pero en mi charla intenté evitar cualquier
cosa que se pudiera parecer a un autorretrato. Creía que lo hacía por modestia. Pero
fue más bien por la ausencia en mi cabeza de aquel lápiz milagroso que el pintor
Kuba llevaba en el bolsillo de su chaleco.
Al cabo de medio año, una triste madrugada volvía a casa bajo la nieve que caía.
Había trasnochado con mis amigos hablando de poesía y de poetas, y me sentía
bastante cansado. En la escalera de mi casa resbalé con la nieve helada que llevaba en
la suela de los zapatos y me caí con la cara sobre la barandilla. Me herí la mejilla
sobre una rosita de hierro dorada. Vino a abrir mi mujer, con el niño en los brazos. Yo
estaba en un estado lamentable, en el umbral de mi propia casa y con el sombrero
debajo de la barbilla para que gotease en él la sangre de mi cara. No hace falta repetir
lo que tuve que oír en aquella ocasión. Evidentemente, mi mujer tenía razón. Pero
aquel día, por casualidad, también estaba con nosotros mi madre, que me había
estado esperando toda la noche. Se oyó el corazón maternal:
—Mařenka, ¡no le permites ninguna alegría!
No lo escribo por esta voz maternal, que es bonita, pero incomprensible. Cuando
me acosté, vino mi madre y se sentó en mi cama. Tuve que contárselo todo e incluso
revelar quiénes eran mis amigos. A Halas ya le conocía. Y entonces me dijo mi madre
con su acento pragués puro, como cantando:
—El vino y los poemas, eso sí. La gente puede hacer contigo lo que le da la gana.
¡Qué se le va a hacer, tú eres así!
Yo era todo oídos.
¡Ah! ¡Mira por dónde!

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17. UNA BREVE ORACIÓN EN UNA SALA DEL
LOUVRE
Desde la antigua Altamira y las célebres cuevas de Francia, la gente ha estado
intentando adornar las vacías paredes de sus viviendas con pinturas bonitas. No se
hubieran sentido alegres entre unas paredes desnudas. Desde aquellas rocas salvajes
hasta las casas y torres elegantes de los ricos y nobles romanos, y las residencias de
los magnates medievales y los castillos del Loira, sus habitaciones colgaban en sus
paredes cuadros según el gusto y el estilo que en cada época reinaba en Europa. Hasta
nuestras cabañas provincianas estaban llenas de pinturitas sobre cristal y los salones
burgueses eran inimaginables sin toda clase de cuadros de mal gusto, pero también de
obras maestras.
Luego vino Karel Teige. En principio, rechazó categóricamente los cuadros en
general, luego redujo un poco su purismo admitiendo que los cuadros podían estar en
las galerías, pero que en casa bastaban reproducciones impresas. Él mismo, en su
casa, no tenía ni cortinas en las ventanas; las rechazaba también, y las paredes
desnudas de su piso se adornaban únicamente con un tubo de la ventilación cuya
necesaria naturalidad enfatizó con un color distinto. ¡El rojo! Tengo que admitir que
en un piso arreglado de esta forma ya no se sentía uno tan a gusto como cuando tenía
en la pared un precioso carbón de Zrzavý y el autorretrato del pintor Šíma.
Pero me parece que tendría que empezar por otra parte.
Era ya el tercer año de la Primera Guerra Mundial y fue una época terrible. El pan
dejó de ser pan y la gente había perdido la esperanza. Cuando en casa abrimos una
pequeña barra, se desintegró sobre la mesa en unos cuantos puñados de trocitos de
maíz. ¿Y para qué la esperanza? Dicen que es de Dios. ¡Pues devuélvansela si
quieren!
No sé qué pasó con ella. Seguramente se convirtió en desesperación. A los
heridos se les helaban las mal cuidadas heridas en los transportes interminables, y a
los mendigos, las palmas de las manos extendidas en vano. Todos éramos mendigos
en las largas colas delante de las tiendas despiadadamente cerradas. Nos tocaba
nuestro turno a cada uno para hacer la cola del pan, de la harina, de la carne y de los
cigarrillos. En marzo aún helaba y delante de las pequeñas tiendecitas de carbón la
gente esperaba, acurrucada, el carbón prometido. Era inútil. Después de una larga
espera se daban cuenta de que las tiendas permanecerían cerradas durante mucho
tiempo. Si se pudieran vaciar esos espacios de arriba abajo, de dentro no habría salido
nada más que una negra oscuridad. Estaban vacíos hasta del último trocito de carbón.
Y en aquella oscuridad saltaría y bailaría una alegre urraca. En casa muchas veces no
podíamos ni calentarnos la sopa del día anterior, sobre la cual había hielo.
Entonces, mi padre se decidió de pronto. Cogió un hacha y mi madre y yo
empezamos a bajar cuadros desde el desván. Eran los restos del negocio de mi padre,

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que le salió muy mal. Hacía tiempo había tenido en la calle Karlová de Žižkov una
tienda de cuadros. Las arañas escapaban rápidamente de las caras de las vírgenes
llenas de polvo, cuyos vestidos habían agujereado ya hacía tiempo las menudas
ratitas. Cuando sacábamos el polvo de los cuadros, nos sonreían nostálgicamente las
bonitas caras de las vírgenes y en los silenciosos bodegones descansaban manzanas y
sandías rojas. Los cisnes con alas medio levantadas nadaban por el lago, quién sabe
hacia dónde, y el cazador, después de su tiro magistral, estaba sentado sobre un
tronco; el ciervo caído estaba tendido al lado y los perros con la lengua fuera olían su
herida fresca. Pero, para nosotros, todo esto representaba un pasado no muy feliz.
Cayó el hacha despiadada y se desintegraron los marcos. Después trajimos, con
mi madre, un ángel de la guarda con un marco pesado, pero descantillado. Un
hermoso ángel esbelto con alas enormes conducía a una niña con un cestito lleno de
fresas a través de una estrecha pasarela, sobre un precipicio. ¡Crac, crac!, hizo el
precipicio y al ángel se le cayeron sus magníficas alas blancas de la espalda. Con un
solo gesto apartó mi padre al príncipe Oldřich mientras miraba con enamoramiento a
la atractiva y redondeada Božena, de pie sobre un arroyo. Se acabó el flirteo. Al cabo
de pocos instantes ambos se estaban quemando en la estufa. Cuando mi padre quemó
a la joven Virgen en pie sobre la luna, rodeada por toda una nube de pequeños
ángeles, no dejó de observar, como un especialista, que era la famosa obra de
Murillo. Así que quemamos su amorosa Inmaculada y junto con ella la aún más
célebre Madonna de Rafael. Ambas estaban ya bastante deterioradas por el polvo y el
agua que se filtraban a través del tejado.
El hacha volaba ligeramente en la mano de mi padre, pero caía impíamente sobre
los marcos, que estaban secos y se rompían. No era sólo la desesperada falta de
combustible lo que conducía a aquella mano a dar buenos golpes, sino seguramente
también la rabia. En aquellos cuadros se quemó también un montón de dinero
austríaco.
Jamás ha habido tanta miseria y hambre en nuestro país como en aquellos últimos
años de la guerra. Además, mi padre se quedó en paro y las pocas coronas que
habíamos ahorrada desaparecían a toda prisa.
Durante la semana, pensábamos con ilusión en el trocito de carne del domingo.
Un lejano pariente nuestro era carnicero y trabajaba en el matadero de Holešovice.
Algunas veces nos traía un poco de carne de cerdo o de ternera. La pasaba por la
puerta oculta en los calzones fuertemente atados encima de los tobillos. Nos
enteramos de esto. Compraba demasiado barato y vendía bastante caro. Corría un
riesgo. Y yo que me preguntaba por qué mi madre lavaba la carne siempre,
desesperadamente, en varias aguas.
Cuando se encendía fuego en nuestra pequeña estufa de la cocina, cuando la
madera se rompía y las telas pintadas silbaban, nos sentábamos alrededor del ansiado
calor. La estufa se encendía rápidamente, pero se enfriaba con la misma rapidez. En
aquellos momentos, que invitaban a la palabra íntima, queríamos que el padre nos

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contara algo sobre él mismo. Por ejemplo, de cuando era pequeño. Pero nunca quiso
contar nada. Mi madre, en cambio, lo hacía de buen grado, pero su vida había sido
sencilla, sin sorpresas. Mi padre se quedaba mudo. Su vida había sido una cadena de
desilusiones, de lo más variadas y desesperadas. Así que lo que sé, lo sé por otras
fuentes.
Aprendió a ser cerrajero en una fábrica de muebles metálicos. Pero no era la
profesión lo que alimentaba su esperanza para la vida futura. Anhelaba llegar a ser
negociante. Sin embargo, como se vio más tarde, no tenía ninguna habilidad para
ello. O sólo poca. Durante un breve tiempo había trabajado como empleado en una
Caja de Ahorros en la calle Dlouhá. Hoy todavía está en aquella animada calle el
edificio antiguo, con columnas jónicas en el portal, donde estaban las oficinas.
Después de la bancarrota de la importante Caja de Ahorros de San Wenceslao, a
principios de siglo, se derrumbaron también las cajas menores, entre ellas aquella
donde trabajaba mi padre. Naturalmente, perdió el pequeño caudal que tenía allí y
cayó en una enorme deuda que estuvo pagando durante mucho tiempo y que nos dejó
arruinados.
¡Mamá, por favor, no llores!
En aquel instante desesperado mi padre decidió abrir una tienda de cuadros en
Žižkov. La idea era fantástica, si no absolutamente quijotesca. Pidió más dinero
prestado y alquilamos un piso espacioso en un edificio nuevo, al lado de Sklenářka,
en la avenida Karlová. Dos salas en el entresuelo estaban dedicadas a los cuadros. No
obstante, mi padre no quería hacer negocios con cromolitografías que se vendían por
poco dinero en las ferias o en la tienda de Löbl en la calle de Hus. Conoció a un
pintor que pintaba con gracia y rapidez lo que fuera. Ésta también era —al menos en
su opinión— la propaganda más eficaz de mi padre. Ofrecía cuadros sobre tela
pintados a mano. El pintor se llamaba Barnáš y vivía lejos, en Hostivař.
Entonces yo repetía su nombre: Barnáš-Barnáš; me sonaba como los palillos en
un tambor y me hacía pensar en Barrabás, el malo de la Pasión. Pero era una persona
buena y honrada que se alimentaba honradamente con un arte deshonrado.
Venían vacilando los primeros y escasos clientes de Žižkov. En su mayoría eran
novios tímidos o unos recién casados ya un poco menos tímidos. Venían a elegir
algún cuadro de la modesta reserva de Barrabás. Mi padre les enseñaba también un
álbum de fotografías. Al cabo de algún tiempo empezó a aumentar el número de los
cuadros en la tienda y ya hubo de qué elegir. Lo que más se vendía eran las vírgenes.
Virgen corriente y trivial, modernista, cuyo autor he olvidado; o vírgenes de autores
superconocidos, como la famosa de Rafael o la de Murillo, que volaban en su danza
con pequeños angelitos.
En aquella época estaba de moda tener la cama con dosel. Más o menos
simbólico. Del antiguo y pesado dosel quedaron sólo dos tiras ricamente plisadas de
tela blanca, unidas por debajo del techo por una corona metálica. Y entre ellas había
sobre la pared una de las vírgenes. Probablemente para velar por el amor

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matrimonial.
Naturalmente, acudían también aquellos clientes que buscaban un bodegón para
el comedor. Un gallo silvestre con perdices y con un fusil de caza, una sandía cortada
por el medio y uvas con manzanas en una fuente de plata, etc. Las variaciones eran
innumerables, según los gustos de los clientes. El pintor Barnáš siempre atendía de
buen grado. Para sus salas de estar, los clientes escogían copias de las famosas
pinturas históricas de Doubrava y de Zeníšek. El pintor sabía producirlas con gracia.
Así que entregábamos a los hogares de Žižkov las históricas parejas de Ctirad y
Šárka, y el príncipe Oldřich con Božena. Hasta hubo patriotas que decidieron
comprar el cuadro que representaba a Jan Hus ante el concilio de Kostnice, en
Brožík. Naturalmente, esta pintura era más cara. Era más trabajo para Barnáš, porque
en él había más figuras. Pero según me acuerdo, hasta estos cuadros le salían bastante
bien.
Y el pintor Barnáš, a pesar de todos sus problemas en casa, trabajaba
infatigablemente. Y guardaba la palabra. Llegaba siempre puntual, con su ancho
sombrero de pintor y con un largo lazo negro debajo del cuello, marcado por el aceite
y los colores. Mi padre pedía luego, rápidamente, unos dorados marcos de yeso.
Cuando el cuadro se secaba un poco, claro. Porque el pintor los traía frescos; no
podía esperar, necesitaba dinero.
Barnáš vivía en Hostivař, adonde no se podía llegar entonces de otra forma que a
pie; y desde la última parada del tranvía quedaba un buen trozo de camino campo a
través. El pintor era de estatura más bien baja, pero muy activo. Llevaba una perilla,
igual a la que había llevado su maestro, František Zenísek, el hombre elegante de las
calles praguesas. Era viudo, su mujer le dejó siete hijos. Los cuidaba para que se
alimentaran; para otras cosas ya no le quedaba dinero. En Hostivař tenía una pequeña
cocinita negra y una sala un poco más espaciosa y clara. Ésta le servía de todo: de
estudio, de dormitorio y de comedor. Mientras trabajaba, los siete hijos se
arracimaban a sus pies. Por suerte, eso no le molestaba en el trabajo. Los hijos
jugaban con los colores y los pinceles, y con la pobre caja de pintura hicieron un
carrito que conducían por la sala. Nada le molestaba. Cuando necesitaba un color que
se le había acabado en la paleta, lo buscaba en todos los rincones de la habitación
hasta que lo encontraba en el puñito de uno de los niños más pequeños. De la misma
manera buscaba los pinceles. Pero se quedaba extraordinariamente tranquilo.
Seguramente su actitud frente al arte era muy seria cuando era joven, pero la vida le
amasó con esta imagen grotesca. Probablemente sabía pintar bien, pero tenía que
pintar de aquella forma para poder alimentar a sus hijos.
Después de la muerte de mi padre, encontré en el armario un retrato suyo
enrollado y caído. El pintor se lo había dedicado por su generosidad. Mi padre no
regateaba nunca. Creo que el retrato estaba bastante bien pintado, el parecido era
sorprendentemente exacto. Arte realista. Sí, indudablemente sabía pintar, pero no era
un arte elevado. Además, tenía una excelente memoria de pintor. El conocido original

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de Liška, Cristo en el huerto de los olivos, lo pintó de memoria. Éste también era uno
de los cuadros preferidos de los que teníamos. Vendimos al menos veinte de ellos.
Los cuadros eran fieles en cuanto al colorido y al dibujo. Cuando mi padre le pidió
algunos de sus propios paisajes, no hizo más que apuntarse en el bloque de notas unas
pocas líneas ligeras. Estos dibujos en su bloque de notas me imponían. Sin embargo,
a veces copiaba desvergonzadamente a Corot, cuyos paisajes conocía gracias a un
gran catálogo alemán. A las vírgenes también las solía pintar de memoria. Mi padre
decía que parecían vivas. ¡Hasta se les podía rezar! Pero mi padre no era creyente y lo
decía para enfadar a mi madre.
El pintor Barnáš arreglaba los precios según el contenido de cada pintura. La
Inmaculada con angelitos de Murillo era un poco más barata que el príncipe Oldřich
con Božena y con un montón de cazadores y perros. Desde luego, lo que más caro
salía era Jan Hus ante el concilio de Kostnice. Requería mucho trabajo. También el
conocido cuadro patriótico de la batalla en el monte de Vítkov pertenecía a los más
caros, por la muchedumbre de ambos ejércitos.
Me casé en el ayuntamiento de Žižkov en una sala donde estaba colgado el
original de Liebscher. Me hizo gracia y no pude reprimir una sonrisa.
Ya sé que estáis a punto de lamentaros ante este arte, pero no lo hagáis. Con el
tiempo me di cuenta de que este modesto arte tiene su significación. Si no por otra
cosa, porque a la gente le gusta y hay que mirarlo con silenciosa comprensión.
Vosotros diréis que es mejor una buena reproducción que esta pintura al óleo falsa.
Pues sí, claro. Pero a ver, entonces ¿quién daría de comer a aquellos siete niños
hambrientos? La vista del estudio de Barnáš era triste y grotesca, pero al mismo
tiempo era él testimonio de una vida que no se podía aplastar.
Yo acompañaba a mi padre cuando iba a Hostivař a pedir nuevos cuadros. Barnáš
siempre quería un anticipo más bien grande. Al oír aquellas conversaciones,
observaba a veces lo listo que era el pintor y, también, que mi padre no sabía
negociar. Algunas veces hasta tuve la impresión de que mi padre le daba lástima al
pintor. ¿Pero qué podía hacer? Los niños no dejaban de tener hambre y Barnáš se
solía quejar de que no le quedaba dinero para los colores y las telas.
Hasta la guerra, no nos pudimos quejar en mi casa. Vivíamos modestamente y mi
padre ganaba lo bastante para una subsistencia humilde. El pintor pintaba y los
cuadros no tenían tiempo de secarse. No obstante, la mayoría de las ventas de mi
padre las hacía a plazos mensuales. Algunos clientes pagaban, pero a otros se les
quitaban las ganas. Cuando las reclamaciones no daban resultado, mi padre los tenía
que ir a ver personalmente. No eran visitas agradables. Mi padre vacilaba y los
clientes lo notaban en seguida y se lo quitaban de encima con una promesa. Mucho
dinero se le quedó en manos de la gente. Algunas veces que acompañé a mi padre
tuve oportunidad de ver hogares proletarios, donde, después de las ilusiones del
casamiento, reinaban la miseria y la penuria. A veces era un espectáculo terrible. En
vez de un dosel blanco, encima de la cama no había más que una pared sucia y su

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rectángulo algo más claro. El cuadro estaba desde hacía tiempo en el Monte de
Piedad de Praga. En las sábanas sucias jugaban unos niños mugrientos y enfermos.
Al empezar la guerra, el final fue súbito e ineludible. Los hombres se marchaban
a las trincheras y las mujeres se quedaban con los niños, cada vez más hambrientos.
La ayuda estatal era pequeña e insuficiente. ¿Quién iba a comprar entonces
bodegones con generosas mesas, cuando lo único que se tenía entre las manos eran
cupones de suministro de pan, harina y carne? Eran raras las veces que venía alguna
viuda, con lágrimas en los ojos, y pedía un retrato de su marido. No tenía nada más
que una vieja fotografía de boda. Hasta eso lo sabía hacer Barnáš. Pintaba a un
hombre diez años mayor, y de forma que la viuda estaba contenta.
El último golpe se lo asestó a mi padre un viejo ricachón del mercado que vino a
pedir un cuadro grande. Quería que midiera tres por dos metros. Había tenido un vivo
y rico sueño: soñó con la Santísima Trinidad, el emperador y la emperatriz Elisabet, y
su difunta mujer. Se encontraba con todos ellos en su pueblo natal, cerca de la ciudad
de Čáslav. Lo quería tener todo en el cuadro, hasta su pueblo con la iglesia en la
colina. Entregó un pequeño anticipo, pero mi padre no tenía muchas ganas de cerrar
aquel negocio.
El pintor Barnáš, que, por otra parte, estaba dispuesto hasta a pintar una aureola a
Mona Lisa y a ponerle el niño Jesús en los brazos, en principio rechazaba también
aquel pedido. Dijo resueltamente que era una tontería increíble y que no lo pintaría.
¡Fue una lástima que se dejara convencer! Un gran anticipo ayudó a acabar con su
disgusto. Encontró todo lo necesario y puso manos a la obra. Al cabo de tres semanas
trajo el cuadro. Mientras tanto mi padre pidió hacer un pesado marco dorado que le
costó bastante caro. Y aún tuvo que subirle el anticipo al pintor.
En el primer plano del cuadro estaba el cliente y propietario del sueño: a su lado,
el retrato de su mujer. Sobre ellos, el emperador y la emperatriz, a la que vistió con
un traje de puntillas blancas; y detrás de la pareja de emperadores, el Dios Padre, con
cetro y esfera; a su lado, el Hijo, con una pesada cruz en la mano. Entre ellos volaba
el Espíritu Santo, como una paloma blanca con las uñas hacia dentro.
Mi padre enmarcó el cuadro e hizo venir al viejo. Ése miró el cuadro y afirmó que
no lo quería porque estaba en él de espaldas al emperador. Mi padre no consiguió
convencerle. Se puso el sombrero y se fue enfadado. No se le pudo detener. Mi padre
estaba derrotado. Tal vez se podía haber presentado una demanda judicial, pero era
durante la guerra, en el cuadro estaba el emperador, y una demanda judicial requiere
mucho tiempo y es cara. Así que mi padre le pagó al pintor, puso el cuadro cara a la
pared y olvidó aquel dudoso negocio. Al cabo de un tiempo encontré en el cuadro un
gran agujero. Probablemente mi padre le habría dado una patada. Se fue a trabajar
otra vez a la fábrica. Pero la fábrica quebró y mi padre, ya un poco mayor, buscó en
vano otro trabajo. Quería entrar como voluntario en un grupo paramilitar que buscaba
las minas sin estallar fuera del campo de batalla. Pero, en el último momento,
encontró trabajo en un taller ortopédico donde fabricaban prótesis para los soldados

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mutilados. Y allí se quedó, trabajando hasta su muerte. Una vida fallida, llena de
amargura y de decepción. Mi madre lloró en silencio.
Las pinturas del maestro Barnáš llenaron no sólo nuestras dos habitaciones, una
de ellas bastante espaciosa, sino también mi cabeza. El olor a pintura fresca y el
perfume del barniz que mi padre ponía en los cuadros más viejos para que brillaran
como nuevos me despertaban en mis sueños de niño. Pintaba hasta cuando dormía.
La cajita de aluminio, con una docena de colores de acuarela, la ponía debajo de la
almohada antes de dormir. Pero como no estaba contento con mis primeros intentos
de pintor, probé a escribir versos; y de esta manera, dudaba entre las dos artes. Pero la
poesía me parecía más fácil. Porque no conseguía pintar una buena figura. No
obstante, no era sólo el interés por el arte lo que atraía en nuestros cuadros de las
habitaciones. En las escenas históricas que nos mandaba Barnáš eran pocas las
mujeres, pero solían dominar el cuadro entero. La siniestra Šárka era una guapa
muchacha y, según la moda de entonces, suavemente redondeada, pero no llevaba
corsé. Al contrario. La lanza que se dirigía al pecho de Ctirad no me interesaba. Le
deseaba ese destino. En cambio, contemplé a Šárka largos ratos. También Božena,
sobre la ropa que lavaba, ocupaba constantemente mi interés. Ella tampoco intentaba
ocultar sus encantos ante el príncipe. El caballo se encabritaba, pero el príncipe lo
sujetaba por la crin hasta que Božena se sentaba en su silla. Yo tenía una sincera
envidia al príncipe Oldřich. En la casa adonde nos mudamos después, conocí a una
mujer joven que se parecía mucho a la princesa Božena. También solía ir vestida muy
ligeramente mientras lavaba ropa en la terraza interior. Y cantaba. Yo observaba
atentamente los mecánicos movimientos de sus brazos sobre la tabla de lavar. La
saludaba respetuosamente y ella me sonreía con alegría e inocencia.
La hermosa mujer que Murillo retrató como la Virgen Inmaculada era mi amor
platónico. Era pura, rodeada de una nube llena de angelitos. Admiraba su rostro
increíblemente dulce durante largos ratos, y me sentía feliz.
Me permitía aquellos bellos instantes frente a las pinturas cuando mi padre se iba
a alguna parte. Mi madre no sospechaba nada. Estaba convencida de que era un chico
bueno, inocente, sin malicia.
Cuando, muchos años más tarde, caminaba cierto día por las alfombras del
Louvre, súbitamente me dejó clavado en el suelo un gran cuadro. Era la Inmaculada
de Murillo. No pensaba encontrarla allí. Creía que estaba en el Prado. En principio
me pareció que era la amiga de mis años adolescentes. Pero no lo era. Hay que
admitir que Murillo sabía pintar mejor que nuestro amigo de Hostivař. Por un
momento, perdí la respiración y durante mucho tiempo fui incapaz de ordenar mis
pensamientos. Fue un gran momento de mi vida. Tuve que sentarme en un banco
colocado delante del cuadro y, durante mucho tiempo, estuve contemplando fijamente
a la Virgen para llenarme de su belleza.
¡No obstante, era ella!
¡Qué blasfemo y qué pillo era aquel Barnáš! Sistemáticamente nos robaba

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angelitos barrocos. En el original hay por lo menos veinticinco de ellos, mientras que
Barnáš pintaba siete como máximo. Solamente los que vuelan por debajo de los pies
de la Virgen; a los demás, los dejó plantados.
En el pequeño banco recé rápidamente una corta, pero sincera oración:
«Virgen María: tú eres de Sevilla mientras que yo he venido de la lejana
Bohemia: ambos estamos un poco perdidos en esta fascinante ciudad, la más
interesante del mundo, en la cual, según dicen, se vive más felizmente que en
cualquiera otra parte.
»Al volver a verte después de muchos años, por una fracción de segundo, tal vez
con la velocidad de la luz, me encontré otra vez contigo en casa, al lado de una estufa
con cuatro patas cubierta de herrumbre, cerca de la desvencijada cama metálica sobre
la que colgaba una cruz y donde solía dormir mi padre. En aquella pobre estufa
quemaba mi padre los cuadros viejos. ¡El tuyo también! Pero tú resplandeces aquí, en
tu eterna belleza española.
»Tal vez te acuerdes de cuánto te adoraba; te amaba con devoción. Miraba largos
instantes esos ojos que levantas hacia el cielo. Aparentemente, en el paraíso, allá
arriba, hay más alegría y felicidad que en este mundo. Con esa larga mirada temblaba
mi corazón de niño. Entonces todavía no sabía muy bien por qué. Hoy veo tu rostro y
ya lo sé.
»Por eso te ruego, si hay una pequeña posibilidad, que intercedas en mi favor para
que encuentre en la vida a una muchacha parecida a ti. Que tenga también unos ojos
cariñosos y dulces como tú, que sea hermosa y buena. Amén.»
Y la Virgen Inmaculada de Bartolomé Esteban Murillo atendió a mi ruego.
Sin embargo, apenas salido del Louvre y huido del hechizo de la pintura de
Murillo, me sumergí otra vez con entusiasmo en el universo de Picasso.
Nombres como Braque, Juan Gris, Kandinski, Matisse, Chagall, Vlaminck y
otros, los pronunciábamos Teige y yo como una letanía a todos los santos. Y París
ofrecía más y más aventuras. Intercalábamos los gritos de sorpresa con tazas de café
que tomábamos varias veces al día bajo los toldos de los cafés en los bulevares,
mirando a las bonitas vendedoras que no olvidaban de añadir a un ramito de flores su
amable y tal vez inolvidable sonrisa.
La buena y complaciente señora que nos ayudaba a ordenar nuestro hogar cuando
mi mujer y yo nos acabábamos de casar, en cuanto vio por primera vez las dos
desnudas camas al lado de la pared, confió a mi mujer su decepción:
—¿Por qué no habéis puesto encima de la cama un dosel blanco?
Sí, un dosel blanco, generosamente plisado, unido con una corona dorada bajo el
techo, y entre tela y tela, una Virgen. Una de aquellas bellas vírgenes que tanto
adoraba en mi juventud.

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18. LA CORONA PUTREFACTA
Un amigo de la juventud y antiguo compañero de clase, que como yo, después de
seguir caminos tortuosos a través de la vida, se encontró al final en el barrio de
Břevnov, y además bastante cerca de nosotros, llamó a la puerta del jardín una
mañana de invierno:
—Ven a ver mañana cómo tiran a tierra nuestra vieja casa de la calle Lupáčova,
allí donde a veces me ibas a ver y donde fabricábamos pólvora.
Al principio vacilé. Las detonaciones de perunito no me parecían exactamente la
canción de cuna más adecuada para mi viejo corazón. Pero al final dije que sí. Hacía
tiempo que no había estado en Žižkov y a veces lo añoraba.
Al día siguiente por la mañana, salimos. Era un agradable día de invierno.
La calle, en la que toda una hilera de casas estaba destinada a la demolición,
estaba cerrada y sólo la pudimos ver de lejos. Las casas tenían los ojos sacados y la
vida se le había sido extirpada por la fuerza como las agallas rosadas de las carpas
navideñas. Las paredes estaban desnudas y preparadas para sus últimos momentos.
Las casas callaban enfadadas.
Aparcamos cerca del mercado y subimos por la escalera a la parte sur de la colina
de Žižkov, sobre el negro túnel del ferrocarril. No éramos los primeros. Hasta los
empleados de la televisión estaban ya preparados. Tuvimos delante de los ojos todo el
Žižkov antiguo, cuya mayor parte tenía que hacer espacio a los nuevos edificios
blancos y a las modernas y aireadas avenidas.
El campanario de la iglesia de San Procopio seguía encaramado encima de los
tejados sucios de humo, y su reloj, con los números recién dorados, brillaba sobre el
barrio. Las calles se unen allí, después de haber corrido pendiente abajo, en la
pequeña plaza triangular de San Procopio, donde antes había un mercado. Me habría
gustado correr entre los puestos. Cuando empezaba la primavera, en una de las
esquinas de la plaza vendían ramos de flores medio marchitas. Olían bien. A finales
de la primavera, de costumbre antes de la fiesta del Corpus, aparecían peonías rojas y
varitas de lirios. Mi madre traía lirios del mercado. Le gustaban. Perfumaban todo el
apartamento y la hacían pensar en la iglesia. En el invierno, antes de las fiestas de
Navidad, se podía comprar allí musgo para los belenes. En el mercado me
sorprendían los grandes mostradores inclinados, con agujeros redondos en donde
ponían las mitades de los huevos con los ojos dorados de las yemas. Las claras las
guardaban los vendedores en altas regaderas. Las esperaban los pasteleros para hacer
con ellas frágiles dulces de espuma.
Como nos quedaba un poco de tiempo, fuimos a ver nuestro edificio por detrás;
estaba cerca. ¡Cómo no reconocer nuestra casa entre otras casas casi iguales! Estaba
unida por tres terrazas, y no faltaba ni la artesa, tal como yo lo conocí cuando era
niño. Las viejas acacias negras y torcidas escaseaban. Hasta el viejo semáforo estaba
allí y todavía saludaba obedientemente. No ha cambiado nada; sólo yo he cambiado.

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Y si tuviera que volver allí, ya nadie me reconocería.
Hace casi medio siglo que Žižkov no es mi hogar; pero, a pesar de ello, cada vez
que vuelvo allí me siento en sus calles como en casa. Miro la red de callejuelas, la
arrugada superficie de los tejados, y por todas partes me llegan insistentes recuerdos
y se me ponen ante los ojos. Hay muchos de ellos que me gustaría acariciar, pero son
tantos, y llegan más y más, y el tiempo se apresura. Queda poco tiempo para el
lúgubre acontecimiento. Sólo un cuarto de hora; sólo doce, diez, nueve minutos.
Mis días presentes vuelan tan de prisa como copos de nieve con el viento y ni
siquiera me da tiempo a sentirme desgraciado. Y miro conmovido dentro de los
recuerdos, en los espacios solares de su tiempo, cuando un año parecía casi un siglo y
un día no llegaba nunca a su fin.
Apenas me hice un poco mayor y empecé a observar mi pequeño universo
limitado, lo quería poseer todo con todos los sentidos. Descubría las primeras
bellezas del mundo y no tenía tiempo para digerirlas. Mi corazón se alegraba
continuamente. Deseaba poseerlo todo a la vez, precipitadamente y sin pensarlo.
Cada día vivía nuevas aventuras que no me dejaban dormir. Hoy, esto me hace pensar
en una pequeña historia de mi primera infancia.
Me encontraba de vacaciones en Smržovka, cerca de la frontera. Los alemanes la
llamaban entonces Morchenstern. Detrás de la pared de las fábricas de vidrio descubrí
un almacén donde ponían las piezas rotas o mal hechas y, sobre todo, trozos cortados
de bastones de color. Parecían carámbanos rotos. Los pedazos estaban llenos de hilos
y cintas de colores que formaban pequeños ornamentos. Los más bonitos eran los
trozos de cristal mate, rojo por dentro y con pequeñas estrellitas doradas por fuera. En
aquel momento me sentía como la mujer del poema de Erben, ante la cual se abrió
una roca repleta de tesoros. Me llenaba de cristal todos los bolsillos y el sombrero y
tenía miedo de que mi pasión no se acabase antes de tiempo y viniera algún guardia
con su bastón. Todavía conservo algunos de aquellos trozos, como recuerdo de la
felicidad vertiginosa que experimenté sobre el montoncito de basura de vidrio.
Sí, más o menos de esta forma vivía también los momentos de cuando me fui a
las calles de Žižkov por primera vez. Ya no se trata de lo que había podido encontrar
allí, sino de la alegría y la sorpresa que, con el paso de los años, eran cada vez más
raras.
El poeta Robinson Jeffers dice que todas las cosas del mundo son bellas y que
depende del poeta el saber elegir lo que puede durar. Yo lo formularía de otra forma.
Todas las cosas del mundo no son bellas, pero las que el poeta elige, duran. Por lo
menos mientras viva el poema que escribe.
¡Viva la poesía!
El núcleo histórico de nuestra capital está, en su aglomeración, rodeado de barrios
periféricos, cuyos edificios, en su mayoría del siglo pasado, se caracterizan por ser
viejos y ruinosos. Se construyeron sin pensar en sus habitantes. Y eso precisamente
es Žižkov, cuya mayor parte es así. Los arquitectos y urbanistas llaman «corona

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putrefacta» a este círculo de construcciones y están comenzando a liquidarlo.
¡Corona putrefacta! Durante años he vagado entre las tumbas del cementerio
Olšanský y sé lo que es una corona putrefacta. El término es terrible, pero exacto. Y
también sé lo que pasa después de la muerte: unas cuantas coronas en la tumba.
En el barrio periférico me acostumbré a la triste melodía de la putrefacción y al
olor de la pobreza. Porque la pobreza y la miseria huelen mal. ¡Y cómo se esfuerza la
gente que vive en ellas para mantener su pequeña felicidad! Me enamoré de aquellas
callejuelas feas, llenas de polvo, de mugre y de hierba sucia entre los adoquines de
piedra del pavimento. Por los momentos de alegría que experimentábamos sin saber
lo que es la felicidad. Y por los días en que vivíamos intensamente sin saber lo que es
la vida.
Ahora desde la colina de Žižkov estoy mirando y sonriendo a mi propia vida, con
sus primeros recuerdos, y estoy esperando que salga el humo y que, después, en
seguida, se oiga una detonación estruendosa, y una casa tras otra se derrumben por
dentro.
No hace mucho que, en la pantalla de la televisión, había oído la declaración de
un joven deportista. A la pregunta de si se iba a casar empezó una charla: antes que
nada quiere destacar en su deporte y llegar a la cima. Luego acabará los estudios
universitarios y sólo después empezará a buscar una pareja indicada. Qué bien se le
ha delineado. ¡Cuánto éxito tendrá este hombre!
Por suerte, no me parezco a él. En nada.
Mentiría si afirmase que a Venus se le fue la mano y que me proporcionó más que
a los demás cuando medía la pasión más noble y más dulce de la vida. De todos
modos, que me dio bastante y, lo mismo que Anatole France, tengo que darle las
gracias y hacerle una reverencia con cortesía y sinceridad. ¡Vive eternamente, bella
Anadiomene! ¡Te acataré hasta la muerte! El vivificante deseo no me deja ni en los
años tardíos. No desaparecerá hasta que muera yo.
Y si en aquellos momentos en la colina donde había pasado mi juventud
recordaba tantas cosas variadas, ¿cómo no iba a recordar, cómo iba a olvidar el mayor
encanto y gracia del pasado que me acompañó en la vida?
Desde la infancia, me atrajo el perfume del pelo femenino. Todavía no sabía leer
y ya tenía ganas de acariciar el cabello de mis pequeñas compañeras. Sólo la
vergüenza, ay, la maldita vergüenza que no he sabido superar durante mucho tiempo,
me lo impedía en el último momento.
En la primera clase, me enamoré de manera un poco confusa, pero intensa, de la
señorita maestra. Ella misma fue un poco culpable. Estaba sentado en la primera fila
y ella me distinguía de tal forma que me dejaba recoger los cuadernos de la clase. A
veces se sentaba en el borde de mi pupitre y yo sentía la fragancia del jabón de sus
manos. Y cuando conseguía leer algo del libro de texto sin parar, me acariciaba la
cabeza. En aquel momento me temblaba el corazón y la sangre me subía a las
mejillas. Cuando salía de la escuela, la seguía secretamente y vagaba alrededor de su

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casa mirando las ventanas. ¡Todas! No sabía cuál era la suya. Luego, por la noche,
con la boca en la almohada, conversaba con ella susurrando, tuteándola
valerosamente en un diálogo ficticio. Caminaba como sonámbulo; hasta mis padres
se fijaron en ello y estaban preocupados temiendo que estuviera enfermo. No, estaba
sano, completamente sano; únicamente me sentía triste, porque todos los grandes
amores acaban infelizmente. La señorita maestra se llamaba Marie Gebauerová y me
parece que era de la antigua y culta familia del profesor Gebauer, cuyo nombre
teníamos en el instituto como autor del libro de texto de lengua checa. Cuando la
señorita se fue de nuestra escuela, lloré sinceramente.
Si aún está viva, cosa que le desearía de todo corazón, en la primavera le mandaré
una carta. Al menos, por una golondrina que el año pasado hizo su nido debajo de
nuestro tejado.
Como es natural, me recuperé muy pronto de aquel amor infantil. En un edificio
donde hubo un montón de pisos y en estos pisos un montón de habitantes, no solía ser
difícil.
Un piso más abajo vivía una muchacha salvaje, sólo un poco mayor que yo. Tenía
unos cabellos negros, mi madre decía que gitanos, y en ellos un gran lazo rojo. La
encontraba casi a diario y siempre me sonreía. Una vez, cuando pasé por su puerta,
me atrajo adentro y se puso a abrazarme y besarme con furia. Pero antes de poder
darme cuenta de mi súbita felicidad, me sacó otra vez fuera. Como un trozo de trapo
arrugado. Había oído a su madre que volvía del sótano con el carbón.
Al cabo de poco tiempo se mudó a un piso vecino una pareja de recién casados.
En aquella ocasión fue la joven desposada la que sacudió mi corazón. Algunas veces
me invitaba a la cocina para ofrecerme una tarta o un dulce todavía caliente. Me
enamoré de ella en seguida, después de nuestro primer encuentro, y en vano
reflexionaba cómo acercarme más estrechamente a ella. Por el carnaval, me llamó
cariñosamente por mi nombre de pila y me ofreció una tarta con mermelada de
grosella. Cuando me la acabé, cogí su mano y la besé con todo el corazón. Me dio
otra tarta y medio en serio medio en broma me echó una bronca: por una tarta no hace
falta besar la mano. No comprendió, por desgracia, que no era una expresión de
agradecimiento, sino una declaración de amor y un torpe deseo de acercarme a su
atractivo cuerpo.
No sólo por las ricas y espaciosas avenidas del centro de la ciudad, sino también
sobre el polvo y el barro de la periferia, caminaban zapatitos de mujeres, chicas
guapas y apasionadas, con muchas flores, cintas y sonrisas en todas partes. Así que
me veía muy a menudo atado por las miradas de aquellos bonitos ojos.
Acostumbraba a sentarme con un amigo en una valla metálica que rodeaba el
pequeño parque de la plaza Kostnické. En la primavera, sólo crecieron allí unas pocas
ramas de lila que los chicos cogieron antes de que tuvieran tiempo de florecer; y un
mirlo. Pero por encima de nuestras cabezas flotaban unas nubes blancas y nos bastaba
con poder respirar el aire perfumado de la primavera.

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Siempre me ha gustado el perfume fuerte y espeso, como crema de leche, de las
violetas nocturnas. En la colina de Žižkov había huertos enteros de ellas. Iba allá a
sentarme a su lado y soñaba casi con furia. Y en un cuaderno apuntaba versos. De
tanto olor de violeta, a veces me dolía la cabeza. El querer volver a esos lugares
después de tantos años era inútil. Todo había cambiado. Quise acariciar el respaldo
del banco, lleno de inscripciones escritas y raspadas con cuchillo y mirar si debajo del
banco seguía habiendo horquillas perdidas; pero el banco ya no estaba allí.
Se aproximaba la hora de la detonación. Estaba observando las demás casas. Muy
ajadas, eso sí, pero tengo la impresión de que hoy poseen una especie de amabilidad
humana, como si durante aquellos largos años las hubieran acariciado muchas manos
de hombres y mujeres.
Al cabo de unos segundos se oyó un estruendo y las casas se derrumbaron y se
cubrieron con una espesa nube negra de polvo. Miré el rostro de mi compañero. Tenía
lágrimas en los ojos.
—No te rías de mí —me dijo cuando subíamos al coche y chorros de agua
derribaban al suelo las nubes de polvo—. Es que vi en la nube a mi madre que estaba
untando una rebanada de pan con manteca y chicharrones.
Cuando construían en París la alta torre de hierro, el señor Paul Verlaine, que
pasaba al lado, se tapó los ojos con el sombrero, para no entrever siquiera aquel
monstruo. Y al cabo de poco tiempo, los poetas franceses enviaban a la Torre Eiffel
sus besos entusiasmados en las puntas de los dedos y los acompañaban con los versos
amorosos de sus poemas.
Y hoy en día, los turistas y los parisinos difícilmente podrían imaginar París sin
esa torre.
Si llegase a vivir hasta el día en que nuestra calle de Žižkov esté rodeada de
blancos edificios de panel, no me taparía los ojos, pero caminaría por esa calle como
un extranjero por una ciudad ajena y absolutamente indiferente.

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19. LOS AMORES DEL CAPITÁN STRATTON
Nos mudábamos al piso nuevo del barrio de Břevnov cuando desde las ventanas
abiertas de las casas vecinas se oía el ruido de los altavoces de la radio. Hitler gritaba
y amenazaba. Era en junio del año treinta y ocho.
La alegría del nuevo ambiente, lleno de aire fresco y de sol, fue estropeada por las
amenazas nazis. Una vez más se acercaba un desastre a nuestra nación, a través de
aquellos campos que se veían desde las ventanas. El monte Bíla hora[7] no estaba
lejos.
Al cabo de poco tiempo, y directamente delante de las ventanas, apareció un día
una hilera de esbeltos cañones antiaéreos. Tenían un aspecto amenazador y estaban
dirigidos contra el cielo occidental.
Pero todavía cantaban los pájaros y en los campos se bamboleaban con frecuencia
las bandadas de perdices o saltaban las jóvenes liebres. ¡Aún era la paz! En Břevnov,
entonces, había más color verde que tejados y desde los bosques de Křivoklát soplaba
un aire perfumado.
Aunque no cuento algunas estancias cortas en otros barrios, de hecho cambié la
vivienda de un barrio periférico oriental, que fue el lugar de mi juventud, por la
residencia en la parte occidental donde hoy transcurre mi vejez. Pero mientras las
demoliciones continuas se van comiendo a trozos mi Žižkov natal, Břevnov se está
volviendo un barrio más moderno y que va creciendo. No digo que sea hermoso. Por
la época en que vivimos aquí, la mayor parte de las casas estaban en un lado de la
avenida Bělohorská. En el otro lado había un anchuroso valle, cerrado por los
terrenos de un monasterio. Así fue el Břevnov antiguo. Era un idilio de verdad.
Todavía queda allí una pequeña plazoleta en donde, hasta hace poco, tocaban el
Ángelus. Actualmente, en aquellos sitios donde antes olía a eneldo y a comino, hay
edificios modernos y largas calles bordeadas de hileras de coches de todos los
colores. Y debajo de los coches, manchas de aceite. No siempre es una vista
agradable. De todos modos, todavía se oye allí el canto de las alondras, aunque cada
vez hay menos.
Conozco Břevnov desde mi infancia. Caminábamos por aquí desde Pohořelec
hasta el monasterio y, luego, por el camino de árboles de Zeyer hasta Hvězda. Para
coger violetas y muguetes. Estos últimos ya no crecen allí. Por el camino, nunca
dejábamos de parar delante del hostal Na Marjánce. En el portal de esta famosa sala
de baile había un cuadro primitivamente expresivo de la Batalla de Bíla hora. Los
días de baile en Na Marjánce eran célebres. El énfasis, la fama y la calidad pintoresca
también procedía de los dos cuarteles que estaban cerca de allí, en Pohořelec. En uno
de ellos había infantes, en el otro dragones. El toque de retreta se oía por todo
Břevnov.
Vivimos en la avenida Bělohorská, sobre el llano de Strahov, cerca de ambos

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estadios. En verano oímos los tiros de salida de las pistolas. Cuando acabábamos de
llegar aquí, desde las ventanas se veía el monte Říp.[8] Eso era muy agradable. Y
Milešovka y Kletečná,[9] algunas veces. Al ampliar el hospital militar se acabó la
vista. Ahora vemos el triste edificio del hospital, y del paisaje, nada en absoluto.
Dicen que desde el edificio de la radio de la comisaría en septiembre se pueden ver
las montañas de Krkonoše. Cada año me prometo verlas pero de costumbre me
olvido.
En la imprenta de Lidový dům trabajaba el impresor Václav Chlumecký. Cuando
se enteró de que me había mudado a Břevnov, vino a verme.
—Tengo un hermano en Břevnov. Está enfermo de poesía. Cuando sepa que estás
allí, no tardará en asaltarte. Pero no te preocupes, es una buena persona. ¡Salvo en los
poemas!
Tenía razón. Al cabo de un par de días vino. Y era una buena persona. Nos
hicimos buenos amigos.
Bohuslav Chlumecký nació en el seno de la familia de un conserje de una nueva
escuela de Břevnov, todavía inundada por el verdor de los jardines. Tenía unos años
menos que yo, pero era ya conocedor del barrio.
Más tarde, me hablaba algunas veces del antiguo Břevnov y de su infancia. Antes
había sido un pueblo independiente, sin relación con Praga. En la antigua fonda El
castaño se había fundado el partido socialdemócrata. La gente que vivía allí era, en su
mayoría, pobre: obreros, proletarios. Los habitantes, tal como suele ocurrir en los
pueblos, se conocían de la tienda, de sus clubs y de sus bares. Praga, que estaba tan
cerca, les parecía lejana. En aquella atmósfera de pueblo obrero se había formado
Chlumecký. Por las ventanas de la escuela se olía a comino y a hojas de apio.
Digo que se había formado. Pero se formó mal. Aunque nació con la columna
vertebral recta, desde la infancia se le iba torciendo perniciosamente. Creció pequeño.
Me da vergüenza decirlo, pero me hacía pensar en las estatuas barrocas que hay
delante de la entrada del castillo en la ciudad de Nové Město nad Metují. Era un poco
más alto, eso sí, pero su cara se parecía mucho. Hasta que no le conocí perfectamente,
me sentí cohibido en su presencia. Como había dicho su hermano, adoraba la poesía.
Los poemas representaban para él lo que el aire representa para un árbol verde. Le
hacía vibrar y vivía completamente sumergido en su ondear vivificante y en su
música. Le devolvía lo que no tuvo en la vida. Al menos parcialmente.
No obstante, en aquel cuerpo torcido se albergaba un espíritu elevado y recto.
Hacía tiempo que tocaba el violoncelo, pero más tarde se dedicó enteramente a la
poesía. Cuando le conocí, ya tenía una rica biblioteca, poética de verdad. Sabía
renunciar a casi todo en la vida con el fin de tener dinero para los libros. Se los hacía
encuadernar en las pieles más preciosas. Estoy hablando de los mejores
encuadernadores. Casi todos están muertos y con ellos ha muerto el hermoso libro
checo. A Chlumecký le encantaban los libros bien hechos, pero no era un bibliófilo
esnob.

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Pequeñas joyitas al lado de joyas grandes: el corazón y los ojos temblaban de
emoción. Se compró dos armarios-biblioteca antiguos y los tenía llenos en dos
hileras. Logró conseguir todo (hoy libros de mucho valor) lo del antiguo imperio.
Adoraba a Barbey d’Aurevilly; y a Léon Bloy, aquel insolente genial y espléndido,
dueño de la joyería de todas las injurias del mundo, lo tenía encuadernado en tafilete
fino de color rosa.
Tal vez se podría decir que la profesión vital de Chlumecký fue la poesía. Le
dedicó la mayor parte de su tiempo. El resto de tiempo lo pasaba en una oficina del
ayuntamiento de Praga, donde estaba encargado de los impuestos de los perros
pragueses.
No sólo le gustaba leer los poemas, sino que le encantaba recitarlos. Aunque no le
fue dada una figura elegante, intentó al menos cultivar histriónicamente su voz un
poco ronca. Y lo logró. Tuvo un gran ejemplo en Zdeněk Štěpánek. Y ese modelo lo
eligió bien.
En su segunda visita en mi casa me dejó estupefacto. Aprendió de memoria mi
colección de poemas Vestida de luz y me la recitó. Aunque no era bebedor de vino,
aprendió de buen grado con interés todas mis romanzas del vino y las decía
agradablemente.
El número magistral de su repertorio era un poema del autor inglés John
Masefield: «El amor del capitán Stratton.»
Antes de la guerra se publicó en Zlín una pequeña antología de este poeta. En
nuestro país fue, y me parece que sigue siendo, poco conocido, aunque Masefield era
poeta laureatus. En Inglaterra siempre tienen a un solo poeta premiado de esta forma.
No sé inglés ni conozco el original, pero puedo decir que lo que conozco es malo.
Incluso muy malo, torpe. De todas maneras, el poema sobre el capitán Stratton es una
pieza agradecida para la recitación. La antología fue seguramente un asunto
puramente de Zlín, porque no recuerdo haber visto el libro en el mercado pragués.
Así que no tengo ni idea de cómo lo consiguió Chlumecký. Fue precisamente aquel
poema el que llamó la atención del recitador, aunque también era precisamente aquel
poema el que estaba peor traducido. Aprenderlo era facilísimo. Le prometí traducirlo
mejor. Pero no cumplí la promesa. Hoy esta traducción está marcada por la muerte de
Chlumecký, al menos para mí. ¡Qué le vamos a hacer! Dejaré su versión.

¡Eh! —algunos quieren el vino tinto, otros lo quieren blanco,


o están locos por el baile, cuando la luna brilla blanca,
pero sólo el ron, cuando bebes ron, vives bien el tiempo,
piensa el viejo y valiente capitán Stratton.

Estos versos los recitaba con un patetismo silencioso, pero creíble. Hasta hoy los
oigo en la mente cuando le recuerdo. Ni estaba loco por el baile, ni bebía ron; sólo

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unas gotitas en el té por Navidad.

¡Eh! —algunos quieren el vino francés, otros el de la lejana España,


otros piensan —ay, qué tontos— que cada chica es un ángel,
pero a mí me gusta el ron —el ron de Jamaica, ¿quién se puede quejar de
él?
dice el viejo y valiente capitán Stratton.

Lo dice el poeta. Pero creo que si Chlumecký lo pudiera decidir, en vez de


sentarse a la mesa con botellas de alcohol, preferiría arrodillarse delante de la imagen
de una mujer e inventaría las palabras más hermosas en su honor. Aunque fuese sin
esperanzas, aunque fuese en vano.

¡Eh! —algunos quieren lirios y otros quieren rosas,


pero yo quiero la caña de azúcar, sólo la isla de Jamaica puede
sacar tal flor que apreciará la piel morena de mi nariz,
dice el viejo y valiente capitán Stratton,
¡Eh! —algunos quieren el violín, otros prefieren canto,
otros bonitas palabras para hechizar corazones de muchachas,
pero los labios están hechos para el vaso y sólo el ron limpia la sangre,
opina el viejo y valiente capitán Stratton.

En su juventud Chlumecký había estado aprendiendo a tocar el violoncelo. Sabía


bastante y seguramente habría logrado una cierta perfección. Tenía un buen sentido
para la música. Pero no podía continuar con el violoncelo. Se lo prohibió el corazón.
Escribía versos. Y no estaban mal. Cuando volvió con su amiga de un concierto
donde habían tocado el cuarteto en do mayor de Dvořák, escribió unos interesantes
versos que llamó Cantabile. En este poema se habla de la música de violoncelo, que
con su voz llama a los ángeles. Como entonces no podía tocar ese instrumento él
mismo, tenía que ponerse de acuerdo con los ángeles directamente. Era católico.

Hay algunos obsesionados con las cartas mientras otros miran


allí donde se baila,
otros prefieren rojos labios y el encanto de unos ojos,
pero sólo un litro de Jamaica es lo que me conmueve,
dice el viejo y valiente capitán Stratton.

Algunos, que son buenos, piensan que es pecado


ver las copas y sus dólares en ellas;

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yo quiero la armonía de la copa, ¿por qué vivir como un monje?,
dice el viejo y valiente capitán Stratton.

No, Chlumecký tampoco jugaba a las cartas, y naturalmente aún menos intentaba
bailar. No obstante, tampoco vivía como un monje. Tenía bastante fuerza y creó su
propio mundo. Y éste fue lo suficientemente bello para que pudiera vivir en él cuando
el destino le privó de tanto.

¡Eh! —algunos que visten de seda no son más que gamberros,


otros que parecen honrados son unos ladrones,
yo bebo honestamente y moriré calzado
como el viejo y valiente capitán Stratton.

Al final de esta estrofa, con un acento de cierto orgullo, el recitador daba un vivo
taconazo. Sin embargo, no logró acabar calzado. Le hacía falta algo para un final así.
¡Un detalle! La mar tempestuosa.

Una amiga de Chlumecký, una joven profesora del Colegio femenino de Praga, Marta
Hušáková, se casó con el doctor Hodgkiss y se fue con él a Inglaterra. Apenas se
encontró en tierra inglesa, escribió al poeta John Masefield: en la lejana Bohemia hay
un joven que se ha enamorado de su poesía. Recita sus versos y los da a conocer a los
jóvenes checos. El poema sobre el curioso amor del capitán Stratton figura entre sus
poemas preferidos. El poeta invitó a la señora de Hodgkiss a su casa y se sintió muy
conmovido con su historia sobre Chlumecký. Le escribió una amistosa carta. Desde
entonces, entre las primeras felicitaciones navideñas cada año figura la de este poeta.
Yo tampoco salí de aquella visita con las manos vacías. Recibí un ramito verde del
laurel de su casa. Lo guardé detrás del cristal de mi biblioteca. Con el tiempo se secó
y se volvió marrón. Cada vez que lo miraba no podía reprimir una sonrisa,
acordándome de Svata Kadlec. Durante la guerra, cuando visitábamos a Jiří Mařánek,
Kadlec nunca se olvidó de coger en secreto unas hojas de laurel de las coronas que
colgaban de las paredes. Le gustaba cocinar y necesitaba las hojas para las salsas. En
aquel entonces, no se podía conseguir laurel.
Hablando de la señora de Hodgkiss y Bohuslav Chlumecký, no puedo dejar de
contar la historia del Colegio femenino de Praga y el de Košinka, en el barrio de
Libeň. Bajo su techo hospitalario encontró Chlumecký su escenario y, ante él, un
público femenino joven y curioso.
—Sólo después de ingresar en Košinka empecé a vivir. Antes no hacía más que
sobrevivir miserablemente —comentaba Chlumecký.
En Libeň todavía existe la enorme torre. ¡Pero qué digo, torre! Es todo un
palacete. Había pertenecido al industrial Grabe, quien se mudó a Viena antes de la

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guerra. La torre se llamaba Košinka y las muchachas que encontraron en ella un
pasajero hogar feliz se llamaban a sí mismas Košinkářky. La torre fue alquilada por la
directora del Colegio femenino de Praga, montado aquí según el modelo del colegio
parisino del Sacré-Coeur. La torre fue rodeada de jardines franceses y de pistas de
tenis.
No he preguntado cómo fue que Chlumecký cayó entre estas chicas; pero, en
realidad, no se trata de eso. Los que le vieron allí hablan de él con entusiasmo.
«Chlumecký se convirtió en el alma de los programas culturales y esa acción fue
muy amplia e importante. Estaba en su salsa, buscaba, organizaba, preparaba,
negociaba con entusiasmo inapagable los proyectos culturales.»
Esto cuenta de él su amigo J. V. Viktorin. Un ambiente único de amistad lo creaba
en Košinka la frecuente presencia de artistas jóvenes. El contacto con los
universitarios y alumnos del conservatorio se hizo una regla. Los jóvenes estaban
entre ellos. Los artistas, actores y músicos que empezaban necesitaban probarse a sí
mismos en una actuación delante del público. Allí iba E. F. Burian con M. Burešová y
con su conjunto teatral. Chlumecký llevó a muchos invitados célebres a aquel
ambiente agradable y animado de muchachas inteligentes. Las escritoras M.
Majerová y J. Glazarová estuvieron allí. Majerová me había hablado de la escuela
con sincero interés. Los poetas Nezval y Halas también. B. Mathesius solía ser un
invitado frecuente, al igual que Jan Drda y Albert Vyskočil. Hasta el interesante Max
Brod visitó el Colegio. Pero es difícil recordarlos a todos.
En Un verano caprichoso[10] el señor Dura, propietario de una piscina, observa:
«Hay pocas chicas guapas en el mundo, pero algunas sí hay.» Si tuviera razón,
aunque yo no lo creo, en Košinka habrían estado todas las muchachas bonitas de
Praga.
Chlumecký recitaba versos a las jóvenes bellezas y las chicas escuchaban con
interés. Creó una buena atmósfera y gracias a él la poesía estaba allí en su casa. Y él
era feliz.
Varias veces en su vida Chlumecký intentó acercarse a las mujeres, pero siempre
fue rechazado y cruelmente burlado. Se dio cuenta de que tendría que conformarse
con su soledad. Ninguna mujer quiso unir sus pasos a los de él. Tal vez no haya que
extrañarse. La puerta en el deseado jardín del amor le fue cerrada con cadena y estaba
guardada por un perro rabioso.
En Košinka se vio de repente totalmente rodeado de mujeres jóvenes, que le
sorprendieron y alegraron con su interés y su amistad. Se podría decir que era
directamente mimado por su atención.
¡Ay, pero aquel perfume embriagador de la belleza y la juventud femeninas! Ya
no me acuerdo qué poeta dijo que la mujer es más hermosa que el cielo azul.
Parece, sin embargo, que las mujeres de hoy desprecian el mito que habían creado
ellas mismas, con una pequeña intervención de los hombres. Éstos les responden
ahora con su rudeza y su grosería machista, y a veces hasta con cinismo. Es una

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lástima. ¡El mundo había sido antes, quizás, un poco más bonito!
Pero volvamos a Chlumecký, que respetaba a las mujeres profundamente.
Seguramente mucho más que cualquier hombre normal. Y así encontró un sendero
por el que se pudo acercar al corazón femenino. Sólo tenía que saber dónde estaba el
límite que no podía ni tenía que traspasar. Las chicas se acostumbraron a su
desafortunado exterior e intentaron no ver su lamentable aspecto. Eran muy buenas y
lo lograron. No quiero afirmar que fuera feliz del todo. Le era bastante difícil y
amargo moverse en un ambiente de tanto encanto femenino como un descalzo sobre
el cristal roto. Una sala llena de mujeres jóvenes y alegres no es una silenciosa capilla
para arrodillarse sobre losas frías.
Pero para Chlumecký lo era.
Creo que gasto demasiadas palabras para describir una cosa tan sencilla y
evidente. Chlumecký se enamoró de las chicas. En principio de todas a la vez. A
primera vista, esto fue más o menos platónico, y por lo tanto inocente y sin dolor.
Querer a toda una clase de bellas jóvenes no es un gran arte. Pero fue peor cuando se
enamoró de una tras otra.
Una cosa era segura para él. Si no quería estropear todo lo que había logrado, no
debía demostrar sus sentimientos; ni con una mirada, ni con una palabra, ni con el
más mínimo movimiento de los ojos. Pero el amor siempre ha sido muy ingenioso. Si
existe la transmisión de los pensamientos en alguna parte, seguramente es en este
ámbito, en el universo de las relaciones amorosas. Naturalmente, cada una de ellas
reconoció su sentimiento en seguida, y tal como suele pasar, no lo guardó para sí
misma.
Naturalmente esta clase de amor secreto no es cómodo ni, menos aún, feliz. Ni el
mismo Dante supo callar. Pero Chlumecký tuvo que hacerlo. Y de esta manera las
llamas de sus amores disminuían y palidecían cada vez más, aunque nunca se
apagaban del todo y siempre estaban preparadas para brotar otra vez. Pero la razón
suprimía constantemente el corazón y lo apretaba cuando el corazón no quería resistir
de ninguna manera. Pero lo que la razón no pudo controlar fue el dolor del corazón.
Sin embargo, las chicas también eran un poco culpables, si es posible llamar
culpa a la despreocupación juvenil y al encanto de la juventud. La verdad es que no
se hubieran podido tapar las caras ni vestir las bonitas piernas con un saco.
¡Pobre Chlumecký! El corazón se le rompía. Me confesó que a veces le latía con
tanta intensidad que lo sentía en la garganta. Pero las chicas se comportaban con él de
una manera amable y gentil. ¡Tal vez eso era lo peor!
Con aquel constante fuego de sus ojos algunas veces llegó a tambalearse. No
obstante, puso en su voz ronca tanto amor y cariño, tanto fervor sincero, que se ganó
el corazón de todas las alumnas.
Vino a verme y me confesó que las chicas le habían pedido varias veces que les
dijera qué es de hecho la poesía. Le di una definición de la poesía de la que yo sabía
que no expresaba nada: «La poesía es belleza vestida de palabras y palabras vestidas

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de belleza.»
Él se dio cuenta de que esta frase no quería decir nada y se mostró descontento.
En Břevnov, allí abajo, en Na Petynce, vivía su amigo Albert Vyskočil. Él le dijo
algo mucho más expresivo y le reveló su secreto:
Que nunca podemos llegar a descubrir lo que es la poesía, que nunca logramos
apoderarnos de ella. Que nunca la podemos aprender. Que la poesía es algo que se
nos aparece. Que sencillamente es una Aparición. Y que todo lo que tenemos que
hacer nosotros es sorprendernos.
Estas palabras respondían mucho mejor al respeto que él sentía por la poesía y
por el camino que conduce a ella, aunque este camino no se acabe nunca.
Tal vez la explicación era bastante incomprensible para aquellos espíritus tan
jóvenes; pero no importa: se hicieron a la idea y siguieron escuchando y amando la
poesía. Los poetas tenían en Chlumecký un fiel mensajero para el pensamiento y el
interior de los jóvenes.
Cuando Chlumecký volvía por la noche a casa —eso me lo estoy inventando—
abría las bibliotecas antiguas y buscaba en ellas los libros que más estimaba. Los
acariciaba —con ellos sí le estaba permitido— y se ponía a leer. Luego cerraba el
libro y los ojos. Svatopluk Čech escribió una vez un bello verso sobre su soledad:

Las sirenas de la vida me cantaban bellas canciones.

¿Qué clase de canciones habrá oído el valiente y pobre Chlumecký en su soledad?


¡Horror!

Durante la guerra, los alemanes cerraron Košinka en 1942 y echaron a los profesores
y a las alumnas. Algunas chicas empezaron a añorar la vida alegre del colegio.
Košinka se convirtió en una leyenda y las muchachas decidieron reunirse allí
regularmente. Chlumecký, claro está, también acudió allí. Y desde entonces siguen
reuniéndose.
Los años corrían de prisa. Ya tenían hijas mayores y éstas acompañaban a sus
madres a las reuniones. Y de hecho, las hijas mismas tienen ya hijas y ocurre lo de la
Canción del marinero de Paul Fort: «Eh, hija, prepárame a tu hija.»
Hasta hace poco Chlumecký les escribía invitaciones en verso. He leído un
puñado de ellas. Son graciosas y agradables.
Delante del escaparate de la editorial Melantrich, en la plaza Václavské, encontré
una vez al profesor V. V. Štech. Miraba con interés, detenidamente, la cabeza de una
virgen gótica.
—Es una copia en yeso de la virgen de madera que está en el pueblo de Tismice.
Se llama de los Claveles. Tiene claveles pintados sobre el vestido.
Le di las gracias por la información, entré en la tienda y compré la cabeza. Me
gustó y no era cara. El día siguiente era el cumpleaños de mi mujer y así tenía un

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regalo. La puso sobre la biblioteca y allí está desde entonces.
Primero busqué en el mapa: Tismice, en Bohemia del sur, hogar de las vírgenes
góticas más bellas, pero, para mi sorpresa, me enteré de que Tismice está muy cerca
de Praga, a unos pasos de Česky Brod. Me lo dijo Chlumecký, que conocía la virgen.
Un día de otoño me fui a Tismice. La pequeña basílica románica está situada sobre
una suave colina, en medio de unas cabañas rústicas. La estatua es verdaderamente
preciosa. Esbelta, a la manera gótica, con un atractivo rostro de muchacha y unos
menudos labios cerrados. Está sobre el altar mayor. El anciano párroco, para mezclar
sus encantos y su santidad, había extendido encima de ella un baldaquino de tela
celeste que además hizo bordar con rositas de papel. A decir verdad, no era de muy
buen gusto, sino todo lo contrario. Pero ahora recuerdo un conocido cuento de
Anatole France en que el malabarista homenajea a la Virgen en el altar enseñándole
unos cuantos juegos de manos y trucos malabares. Pues, ¡por qué no!
Poco después de mi visita a Tismice me vino a ver un joven redactor del
periódico Kulturní tvorba, para hacerme una entrevista. Cuando nos quitamos de
encima la conversación, el joven miró la casa y decidió añadir a la entrevista la
descripción del ambiente.
¿Cómo miró por la ventana? Se ve que se orientó mal y lo confundió todo. Luego,
insultó a nuestra escalera. Dijo que rechinaba. Que yo sepa, una escalera de hormigón
no puede rechinar. Luego miró la máscara del difunto F. X. Šalda que tengo encima
de la mesa y se la atribuyó a Josef Hora. Eso se lo perdonaría, porque no podía
conocer ni a uno de ellos. Hubo algún otro error en el artículo, pero ya no me acuerdo
bien. Lo peor fue cuando miró la cabeza de la virgen de Tismice y me preguntó qué
hacía allí. Sin sospechar nada malo le describí sin ninguna mala intención mi viaje a
Tismice. Hablaba con él como un viejo periodista lo hace con otro y me imaginaba
que luego arreglaría todas las informaciones para presentarlas a la prensa. Le describí
Tismice como un pequeño pueblo lleno de barro. ¡Si estaban en plena recolección de
la remolacha! Incluso delante mismo de la basílica había un charco negro tan grande
que costaba mucho atravesar. También le describí, con plasticidad, el gusto del señor
párroco que decoró a la virgen con azul celeste, así que aquello parecía una casa de
citas. Sí, desgraciadamente hice esta observación. ¡Y ahora ha empezado todo!
Porque aquel hombre lo escribió todo, tal como yo se lo había dicho.
Primero recibí una carta enfadada de la cooperativa agrícola de Tismice. Decían
que son una cooperativa ejemplar, cuya administración funciona muy bien y que se
cuida incluso del buen aspecto del pueblo. Estaban ofendidos.
El señor párroco mandó una carta de queja. Me reprochaba que en la iglesia me
había enseñado y explicado todo y que yo ahora se lo pagaba con desagradecimiento
y mala educación. Y demostraba lo bien que cuidaba la iglesia.
También me escribió una carta de protesta un historiador del arte de la cercana
ciudad de Česky Brod. La virgen no se llama de los Claveles y consideraba mi
afirmación un error grave. Yo dejé este error en los hombros de V. V. Štech. Lo habrá

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llevado con toda tranquilidad.
Recibí unas cuantas cartas llenas de sentido común de los habitantes de las
cercanías. Opinaban, y creo que justificadamente, que no hace falta hacer notar una
joya única de nuestro arte en una época en que ocurren tantos robos de objetos de arte
en las iglesias y en otras partes. La virgen de Tismice no está bien vigilada y el
párroco es ya anciano. No pude dejar de estar de acuerdo con ellos.
Primero me disculpé con la cooperativa agrícola enfadada. Luego escribí al
historiador de arte de Česky Brod y finalmente di la razón a los que habían expresado
su preocupación por el peligro que corría la virgen. Sólo faltaba el párroco. Estuve
vacilando. Y entonces apareció el sabio Chlumecký y me reveló que conocía un poco
al párroco de Tismice y que lo arreglaría con él. Él mismo se ofreció. Junto con un
amigo, tomaron dos bicicletas y el domingo siguiente se fueron a Tismice.
En el dispensario de Břevnov teníamos un médico excelente. Desde sus
comienzos en Břevnov cuidaba de la salud de Chlumecký y curaba su enfermedad
con mucho cuidado. Cuando le vio una vez en bicicleta cómo subía por la avenida
Bělohorská, le llamó y le prometió entre amigos que si le veía otra vez en bicicleta, le
daría un par de bofetadas en plena calle. Tenía razón.
Por el camino a Tismice, ya cerca de Česky Brod, Chlumecký frenó en seco
delante de las barreras y su amigo chocó con él por detrás. Chlumecký cayó de la
bicicleta y se rompió una pierna. Desde entonces hasta su muerte se fue arrastrando
por Břevnov con dos muletas.
Sin embargo, esta desgracia no le dejó compungido. Durante algún tiempo fue
cojeando a su oficina, siguió escribiendo sus invitaciones en verso a las Košinářky y
se reunió con ellas regularmente.
Hasta llegaba, cojeando, a nuestra casa en la calle U Ladronky. Cuando venía, no
se sentaba. Sentarse le producía dolor. Se quedaba de pie al lado de mi escritorio y
hablaba a mi mujer sobre la poesía, sobre las chicas de Košinka y no sé qué más.
Conocía bien su pobre casa y sé lo que quedó en ella cuando él murió en el
hospital de Strahov: ¡Nada! Sólo dos armarios antiguos, llenos de libros muy
valiosos. Y una veintena de chicas de Košinka estuvo llorando encima de su tumba
abierta.
Al cabo de poco tiempo empezaron a aparecer por casa algunos conocidos de
Chlumecký diciendo que habían visto sus libros en tiendas de libros de viejo. Pero los
vendedores de las tiendas no querían revelar quién les había vendido los libros. No
importa. ¡Ya lo sabemos!
… El Dios, mi Señor, que me condujo fuera de Egipto y de la casa de la
esclavitud, me encargó un rico rebaño. Pastoreaba en los prados verdes, pero yo no le
corté la lana. Entonces vinieron los lobos, mataron a los corderos e hicieron correr a
las ovejas por toda la región.
No busquéis esta cita en la Biblia. La he inventado yo cuando me enteré del
lastimoso fin de la biblioteca de Chlumecký.

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Los antiguos estantes de libros se llenaron de ropa.

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20. DECLARACIÓN TESTIMONIAL
En aquellos años —me refiero al tiempo de la guerra— empezó en este país una
mala época. Nos parecía que los manantiales se habían vuelto amargos y que los
pozos perdían su maravilloso sabor a agua. Hasta el canto de los pájaros se nos volvió
algo vacilante. Quizás ni lo oíamos, y detrás de la oscura ventana estaba acurrucada
la vida. Los enamorados se besaban con encogimiento respetuoso, como si el tierno
acercamiento de unos labios a otros, este dulce símbolo del deseo de un ser humano
por otro, no perteneciera ya a la vida y al amor; en muchos casos, resultó ser la
despedida para siempre. La vida se convirtió en desalentada, agria y pesada, cada vez
más pesada.
El atentado[10] de la vecina calle de Bulovká, el miércoles 27 de mayo de 1942,
dividía aparentemente la ocupación de nuestras tierras en dos partes. La segunda fue
más terrible.
Una noche, días después de aquel acontecimiento, volvía a casa a través de una
Praga sin luz y me encontré con un cortejo fúnebre, que se arrastraba lentamente,
pero rítmicamente, desde el barrio de Vysočany hasta el Castillo. Los tambores,
revestidos de negro, retumbaban en los lentos pasos y las antorchas iluminaban unas
caras extrañas y malvadas. Fue la negra máscara sobre los ojos de la venganza. Fue el
horror en marcha lenta.
En el primer patio del Castillo creció rápidamente un sombrío catafalco y los
pesados toques de la fanfarria fúnebre caían como piedras por las calles de Praga,
bajo el Castillo. Y todo se quedó silencioso, invadido por un presentimiento nefasto.
Dicen que no les dio tiempo a bajar del cuerpo del muerto los trozos de crin
arrancados por los disparos del asiento del coche.
¡No hay ningún infierno! ¡Lástima! ¡Tendría que existir!
El cuarto día después del atentado, a principios del mes de junio, vino a vernos
Svata Kadlec con su mujer. Recuerdo aquella noche demasiado bien. Nuestro amigo
el escritor Vladislav Vančura estaba detenido desde hacía unas semanas y le torturaba
la Gestapo. Estuvimos sentados al lado de la radio, todos emocionados, para oír las
noticias sobre las nuevas medidas de los nazis y sobre los asesinatos que prometían.
Al oír el nombre de Vančura entre los primeros nombres de los ejecutados, nos
levantamos de nuestros asientos como disparados por el horror y nos quedamos
petrificados, sin aliento.
¡Vladislav Vančura!
Con este nombre consiguieron herir a toda nuestra generación; con él estaba el
destino de todos nosotros. Con este nombre quedaba herido hasta las entrañas todo
nuestro país.
¡Lástima, tampoco existe ese ameno lugar, el paraíso, aunque tendría que existir!
Al menos para aquellos que mueren de esta forma. Es una pena, pero después de la

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muerte no hay nada.
Pero si no hay paraíso, ¿no tendría que existir, allí abajo, en alguna parte, por lo
menos un lugar tenebroso en donde vagasen las sombras de los muertos, por la otra
ribera, entre las pálidas flores de lirio cuyo olor ya no pertenece a los vivos?
¿Por qué no tendríamos que creer hoy en el lúgubre tártaro si todavía suenan y
nos excitan los nobles versos de los poetas clásicos, si con tanto afán prestamos
nuestros oídos a sus hermosas canciones amorosas y los héroes de sus famosas
tragedias zapatean aún por nuestros escenarios?
Cada uno de nosotros lleva en su corazón sus pensamientos y en su memoria una
gran parte de ese mundo de los muertos. Y las sombras de aquellos que amó y que se
encontraban cerca de él en la vida, aparecen de cuando en cuando no sólo en nuestros
sueños, sino incluso cuando estamos despiertos.
¡Cuántas veces he querido abrazar a mi padre, cuántas veces he conversado
despierto con mi madre! ¡Sí, eran ellos! Hablaban como si estuvieran vivos y
escuchaban mis palabras. Pero si les hubiera intentado estrechar la mano, sólo habría
tocado sombras coloreadas. ¡Cuántas veces me despierto disgustado porque los tengo
que dejar! Estaba bien con ellos. Lástima, se fueron a un mundo suyo, desconocido, a
donde yo no podía ir a buscarles.
De vez en cuando también me encontraba con Vančura. Sobre todo cuando los
recuerdos eran demasiado frescos o vivos. Pero en estos encuentros nocturnos no
había nada de aquel horror. Veía hasta los familiares gestos de sus manos; pero
cuando me quería dirigir a él, se marchaba a su oscuridad. El corazón me palpitaba
rápido y me despertaba. Ya estaba despierto, pero en la negra noche todavía veía su
rostro y lo miraba con alegría.
Ya sé, tal vez no todos son culpables, ¡pero nadie, ni el cambio del sistema
político, me puede obligar a que olvide! A que olvide y a que perdone. ¡Eran
demasiado crueles y eran muchos!
Sin embargo, estoy cubriendo una circunstancia cuando digo que los muertos
vienen a nosotros. No es así. Es una aparición y un engaño porque de hecho somos
nosotros los que… nos acercamos a ellos. Cada día estamos más y más cerca.
Un día nos uniremos a sus filas y con ellos esperaremos para entrar en los sueños
de aquellos que habíamos dejado.
En la vida, dejamos demasiado pronto atrás los placenteros paisajes de nuestra
juventud. Y hasta el final de nuestras existencias nos parecerá que la juventud no sólo
fue corta, sino que huyó con una rapidez vertiginosa. Que aún no habíamos probado
todas sus dulzuras, sus perfumes y flores. Durante mucho tiempo nos quedará en la
lengua el sabor de todas estas cosas, pero sólo en forma de recuerdos reiteradores. La
vida no deja de llevarnos a algún lugar lejano, y nosotros no hacemos más que decir
adiós a las riberas que desaparecen.
Aquella época fue la más hermosa. La de los años veinte, cuando Vančura estaba
en Praga. Nos veíamos a menudo. Le visitábamos en su casa de la calle Příčná. Pero,

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más frecuentemente, venía él a buscarnos a nuestros cafés. No obstante, al casarse se
mudó, con su bonita mujer, una médico muy joven, a Zbraslav. A menudo cogíamos
el tren y le íbamos a ver los domingos. Vančura había sido el director de Devětsil y,
aunque algunas veces aparecía, en Praga lo echábamos de menos. Eso pasaba en los
tiempos inolvidables en que publicábamos nuestros primeros libros. En cuanto a
Vančura, sacó La corriente de la Amazona y El largo, el ancho y el penetrante, dos
libritos pequeños que hacían presentir a un futuro poeta, su manera de narrar, su
estilo, y que se publicaban en la agradable y sonriente atmósfera de Devětsil, aunque
había preparado su pluma para sus primeros intentos desde hacía tiempo.
Vančura, además, sabía pintar muy bien. Y hubo una época en que quería entrar
en la Academia de Bellas Artes. En una antología de la obra del pintor Mikoláš Aleš
hay un dibujo más bien grande de San Wenceslao que Vančura había hecho,
libremente según Aleš. Ni él mismo sabía qué hacía en la antología. Ni la hija del
artista Aleš, Maryna, que conocía a fondo la obra de su padre, reconoció la mano
ajena.
Creo que de todos los amigos yo era el que visitaba a Vančura durante más
tiempo. En una cierta época, acudía allí casi cada domingo. Me gustaba mucho estar
en Zbraslav. Allí iba a pasear con la que ahora es mi mujer.
Vančura no estimaba demasiado su profesión de médico. Quería escribir, pero la
medicina le ocupaba demasiado tiempo. Éste no era ningún secreto y la señora Lída,
una médico buena y escrupulosa, lo sabía perfectamente.
Un domingo ocurrió un terrible accidente. La motocicleta en que iba un joven con
su amiga chocó con un árbol. El chico dio un salto de medio círculo, acabó en la
hierba y no le pasó nada. En cambio, la muchacha resultó gravemente herida. Tenía
ambas piernas rotas; y era bailarina. Mientras ambos médicos asistían a la herida, me
pidieron que les sostuviera la lámpara de petróleo. Y bastante cerca de la herida.
Entonces, en Zbraslav todavía no había electricidad. Cuando vi manar la sangre, me
tembló la mano con la lámpara. La señora Lída me dijo que me fuera y Vančura
mismo se ocupó de la lámpara. Más tarde confesó que no se asustó tanto de la herida
como de la futura suerte de la chica herida. Al final la señora Lída tuvo que hacer otra
cosa. Tras haber asistido a la paciente, la hizo trasladar al hospital.
Vančura no era un mal médico, pero la profesión no le llenaba. No obstante la
señora Lída afirma de él que algunas intervenciones médicas las había ejecutado con
maestría. Pero él mismo estaba convencido de que no iba bien para esta profesión.
Tenía razón. Deseaba trabajar en otra cosa muy distinta.
En mi primera colección de poemas escribió un prólogo corto pero poético de
verdad y al mismo tiempo lapidario. En él se dirigió a los lectores. El prólogo todavía
es citado hoy. Al acabar de leerlo me sentí excitado. Lo había leído tantas veces que
llegué a saberlo de memoria. Paseaba por la habitación y recitaba sus hermosas frases
a la ventana abierta, como si en ella hubiera algún público.
«Un poema no es una aparición, sino una obra difícil y no muy grande, igual que

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el trabajo de un obrero. La revolución se está infiltrando en el mundo, está
empezando un nuevo orden de una creación nueva. La época retumba con el sonido
de las guerras…»
Miraba hacia la ventana y esperaba de allí aplausos de un público invisible. En
aquel entonces yo era muy joven y un poco ridículo. No, mejor tendría que decir un
poco joven y muy ridículo. Espero que me disculpen después de más de cincuenta
años. Se perdonan cosas peores.
Zbraslav en aquella época había sido como un ramo verde resplandeciente, lleno
de luz y de bienestar. Desde el barrio de Smíchov se ve la iglesita sobre una colina,
como símbolo de un tranquilo idilio campesino. Vančura quería mucho a Zbraslav; o
digamos mejor que la amaba. El río estaba a sus pies como un broche de plata y nada
estropeaba su felicidad. Para él, ésta era la felicidad del hogar. Algunas veces,
sonriendo, recordaba las palabras de Václav, uno del linaje de los Přemyslovci, quien
había declarado que Zbraslav no se la daría a nadie. Sólo a la Virgen María, pero
tendría que pedirlo mucho.
De su lugar de nacimiento en la región de Silesia no hablaba nunca. Seguramente
no era su sitio preferido, debido también a la manera nómada de la vida de sus
padres. En cambio hablaba mucho de la cercana Davle. Había pasado allí varios
hermosos años de adolescente. ¡Pero Zbraslav era su favorita!
Estoy explicando los amores de Vančura, pero hay que decir antes que nada que,
sobre todo, adoraba a su hermosa mujer. Esta se ocupaba de la mayor parte de los
quehaceres y, con un gran sentido práctico ante las cosas necesarias de la vida,
imprimía un orden a su existencia que su marido aceptaba y necesitaba; por eso la
amaba aún más.
Que no se me olvide: también amaba al río, con su brillo y su sonido fluido que
había oído desde niño. Y se sentía bien con los perros; también los necesitaba para su
bienestar.
Un día laborable me fui por la mañana a Zbraslav con las pruebas de imprenta del
libro El panadero Jan Marhoul. La señora Lída tenía la sala de espera llena de
enfermos y me mandó para que fuera al encuentro de su marido. Había ido al pueblo
de Bañé, a visitar a un enfermo. Le vi por el camino, en la carretera, bajando en
bicicleta desde Bañe a Zbraslav. Su perro Rek corría detrás de él. Cuando nos
encontramos, bajó de la bicicleta y me preguntó si sabía montar en bicicleta. No, no
sabía. Me aseguró que tenía que aprender. ¡Y en seguida! No tenía prisa para llegar al
consultorio. Los enfermos preferían a su mujer y la esperaban. A veces hasta lo
confesaban sinceramente. ¡Claro que no se ofendía! Al contrario. Se reía de ello de
todo corazón.
En seguida me ordenó que subiera a la bicicleta. Al final lo conseguí, aunque con
torpeza. El perro hacía unas diabluras terribles. Mientras Vančura me tenía cogido por
el asiento, más o menos me aguantaba. Pero tan pronto como me soltaba, las barras
empezaban a oscilar y yo me caía con la bicicleta en medio de la carretera. Subía otra

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vez y el perro Rek se ponía a ladrar de nuevo. Vančura me aguantaba pacientemente,
pero, al soltarme, en seguida me encontraba en el suelo. Lo intenté muchas veces y al
cabo de una hora hice unos metros en bici y rápidamente tuve que saltar abajo. Los
tres estábamos cansados. Rek de tanto ladrar. Así que dejamos los demás intentos y
nos fuimos en dirección a Zbraslav, a tomar un café preparado por la señora Lída.
Rek corría tranquilamente tras de nosotros y de vez en cuando espantaba las ocas.
Vančura no logró enseñarme a montar en bicicleta.
El poeta Jiří Mahen y Vladislav Vančura eran parientes. No sé exactamente cómo,
pero me parece que eran primos. Su linaje se originó en la ciudad de Cáslav. Jiří
Mahen, antes de adoptar su pseudónimo, se había llamado Vančura, y un día de otoño
llamó a la puerta de su primo.
Cuando habían conversado hasta la saciedad de sus antepasados —pero esto son
conjeturas mías— ambos se fueron a pasear a lo largo del río hasta el pueblo de
Vraný. Por el camino de vuelta Mahen se detuvo y Vančura siguió caminando
lentamente. Era en el mes de octubre, hacía frío y sobre el valle del Moldava soplaba
mucho viento. Pero no había hecho ni veinte pasos cuando oyó un fuerte chapuzón al
agua y Rek se puso a ladrar. Vančura se volvió para ver qué hacía Mahen y le vio
nadar en medio del río. Nadaba a favor de la corriente y resoplaba con placer como
un contento dios de los mares y el agua le chorreaba de su negra barba. Rek, un poco
sorprendido, miraba al nadador sin entender nada y estaba derecho, apoyándose sobre
sus cuatro patas abiertas.
Vančura se divertía contándome esta historia y cuando acabó se dirigió a mí
preguntándome si sabía nadar. Naturalmente, no sabía, en Žižkov no hay ningún río y
entonces Praga estaba lejos. Al menos, de esta forma me justificaba. Vančura me
prometió con entusiasmo que me enseñaría. Yo estaba convencido de que se olvidaría
de su promesa porque el verano quedaba aún muy lejos.
Pero no se olvidó. Cuando el sol empezó a calentar un poco, nos fuimos a la
piscina de Zbraslav, después del mediodía, cuando había menos gente.
En Zbraslav la piscina se encontraba cerca del puente. Sí, es la misma que más
tarde se convirtió en escenario para las conversaciones de los tres protagonistas de la
novela El verano caprichoso. En esta piscina estaban sentados el comandante, el
canónigo y el maestro de natación Dura y en los días calurosos tomaban cerveza que
les traía Důra. En este papel vistió Vančura al verdadero maestro de natación Šůra.
Cuando llegamos el maestro estaba sentado sobre su silla verde y
melancólicamente bebía. La piscina estaba vacía.
En seguida me tenía que poner en la piscina y Vančura me enseñaba
expresivamente los movimientos: uno, dos, tres, uno, dos, tres. Luego me mandó que
me tumbase sobre el agua, me cogió por la cintura y yo me puse a agitar los brazos y
las piernas convulsiva e irregularmente. Al mismo tiempo tragaba agua. Entonces el
río estaba todavía limpio. Pero al soltarme me caí rápidamente al fondo de madera de
la piscina.

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¡Uno, dos, tres! Me cogió otra vez y yo fingía nadar pero cuando me dejó pasé
unos segundos el terror de una persona que se ahoga. Vančura era un buen nadador y,
otra vez me forzó en nuevos intentos y no entendía cómo era posible que yo fuese tan
torpe como para no poder nadar ni unos cuantos metros. ¡Uno, dos, tres! Pero todo
era inútil. Siempre volvía a caerme al fondo.
Šůra miraba desde arriba el bueno pero vano afán de Vančura y mi involuntaria
impotencia. Esto duraba ya bastante tiempo y, como se aburría, nos llamó para que
subiéramos arriba y tomásemos una cerveza.
Vančura saltó al río, seguramente para refrescarse después de tanto esfuerzo. Me
saqué el agua de las orejas, en las que me resonaba aún el un, dos, tres amenazador, y
me vestí de prisa. Y desde entonces nunca más he intentado nadar.
O sea, que Vančura tampoco consiguió enseñarme a nadar.
Todos conocimos los tres pisos del matrimonio Vančura en Zbraslav. El primero
no era demasiado agradable, pero sí el más sencillo de todos, una especie de
subarriendo. Estuvimos allí una sola vez. El segundo estaba en la calle mayor de
Zbraslav y era algo más de lujo. Fue allí donde les visitamos más a menudo. Y luego
el tercero, en la cuesta, bajo la iglesita, en una torre que les diseñó un amigo de
Devětsil, Jaromír Krejcar. Esta casa era hermosa y perfecta. Estaba muy bien situada
en un sitio desde donde se veía un amplio panorama, tanto desde la terraza como
desde el estudio.
También he conocido a todos los perros de Vančura. No lo sé exactamente, pero
creo que el que más tiempo habían tenido era el barbudo y despeinado Rek, a quien
Vančura quería más que a ninguno.
Una vez, al llegar, encontramos a Vančura luchando con Rek sobre el sofá.
—¡Si tiene pulgas! —exclamó con sorpresa el compañero Vladimír Štulc con
quien había venido.
—¿Y qué? —contestó Vančura—. Yo también las tengo.
Probablemente no hubiese podido existir sin un perro y una vez pidió a su mujer
que, cuando él muriera, le pusiera en la mano un cachorro. Pero entonces la señora
Lída pensó seguramente que la muerte estaba aún lejos.
Al estudio de Vančura en la torre se subía por una cómoda escalera. El estudio
daba a la terraza. En aquella época Vančura había dejado el trabajo de médico y la
bata blanca, que tanto le pesaba, la colgó alegremente sobre un clavo, abandonando
así el gremio. Desde entonces se dedicó plenamente a la tarea literaria y le salía un
libro tras otro.
He mencionado la escalera de su estudio porque aquí había pasado algo increíble.
Una noche, en medio de la tranquilidad nocturna, sonó un golpe. En el rellano de la
escalera había una pequeña biblioteca. Cuando se levantaron por la mañana,
encontraron sobre un escalón la Biblia abierta, con la portada hacia abajo. El libro,
pesado y enorme, cayó de la biblioteca de una manera inexplicable. Cuando, al cabo
de una semana volví a Zbraslav con Nezval, éste soltó lamentos apasionados porque a

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nadie se le había ocurrido leer el texto en ambas páginas abiertas. ¡Seguramente allí
había un signo o un aviso! O tal vez una señal, buena o mala.
¡Allí habría habido una mala señal!
El jardín de encima de la torre estaba construido sobre una empinada cuesta. Los
huertos eran soportados por las terrazas de abajo. En la terraza más alta, Vančura
había improvisado un pequeño campo de tiro. Durante una visita le encontré cuando
insistentemente daba en el blanco con su escopeta de aire comprimido. Después de
estrecharnos la mano mi amigo me puso inmediatamente en las manos su ligera y
elegante escopeta. No he ido al servicio militar y nunca he tenido entre las manos un
fusil, ni siquiera tan inocente como aquél. Me enseñó cómo se cargaba y se apuntaba.
Intenté apuntar y el tiro fue lejos del centro del blanco. El brazo me temblaba y
otra vez apunté mal. Me volvió a explicar cómo se tiene que apuntar. Al cabo de un
rato, aburrido, dejé el fusil, con gran pena por parte de Vančura.
Desgraciadamente, tampoco tuvo suerte Vančura al enseñarme a tirar en aquella
hermosa tarde de verano.

La estación de ferrocarril de Zbraslav está en el otro lado del río, atravesando el


puente. A menudo nos apresurábamos para tomar el tren, cuando éste ya estaba
silbando en el cercano Vrané. Sin embargo, tenía un mal recuerdo de este pueblo.
Durante su estancia en París, Karel Teige conoció al pintor moderno Foujita. El
artista le había regalado un dibujo bastante grande, que representaba una mujer
desnuda, dibujado en la línea japonesa, pero ya con el espíritu de la escuela moderna
parisina. El cuadro era precioso y la japonesa también. Los ojos no podían dejar de
sonreír y el corazón de temblar. Al ver mi explosión de entusiasmo y habiendo
reflexionado unos momentos, Teige me lo regaló. Era muy bueno. Sin embargo, yo
no tenía en casa espacio donde ponerlo y lo guardé enrollado sobre el armario. Pero
como Vančura estaba arreglando su piso y tenía las paredes vacías todavía, decidí
regalárselo. Al llegar a Zbraslav olvidamos el dibujo en el tren, en una estantería para
las maletas. La señora Lída en seguida saltó en el coche y se fue a Vrané, la última
parada. El tren estaba allí, pero el dibujo había desaparecido.
A veces ocurría que el tren se nos escapaba, y entonces teníamos que caminar
hasta Smíchov para coger un tranvía, o esperar el tren de medianoche, que solía ir
lleno de excursionistas. No tengo nada contra éstos, pero los vagones temblaban con
sus canciones y, dicho sinceramente, no era nada agradable.
Una vez se me escapó el tren delante de las narices. Como Vančura me había
acompañado a la estación, me invitó al restaurante de enfrente, donde tenía una cita
con un ciudadano de Zbraslav, Hugo Marek, a quien yo conocía bastante bien de
Praga. Era un alto funcionario de la dirección de ferrocarril y ex militar. Además,
contaba con una cantidad innumerable de historias que había vivido en el servicio
militar y en otras partes y que a Vančura le gustaba escuchar de vez en cuando. Y
Marek las contaba de buena gana.

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Al sentarnos a la mesa, topamos también con el maestro de natación Šůra, que
hacía un momento había cerrado la piscina en la otra ribera. Vančura le dio la
bienvenida con toda la formalidad.
—Venga, maestro, siéntese con nosotros. Pero díganos antes, ¿qué significan las
mesas en su piscina cuando las mesas en cualquier taberna de pueblo significan la
salida en el mundo?
Entonces no existía aún la novela El verano caprichoso, pero dos de sus
protagonistas estaban sentados con nosotros en la misma mesa. Vančura obsequió a
Šůra con una actitud hacia el mundo un poco filosófica y escéptica, pero el
comandante de la novela es el retrato exacto de Hugo Marek, hasta con su quiste de
sebo en la mejilla. Ambos protagonistas son un expresivo testimonio del bienestar del
autor bajo el cielo de Zbraslav. Pero la historia sobre Arnoštek y su bella Anna es una
ficción de Vančura. El último de la trinidad de héroes vino de no sé dónde; no creo
que proviniese de Zbraslav.
Estuvimos sentados durante mucho tiempo bajo los árboles. A través de los
huecos de su bóveda caía la luz de la luna y añadía un color verdoso a la variedad de
historias caballerescas que Marek gustaba sacar del profundo pozo de su memoria.
Las breves experiencias de Šůra en la piscina también eran dignas de ser oídas. Šůra
entendía bien a la gente y a los peces. Vančura decía de él que era un buen amigo de
todos los peces que hay entre Zbraslav y Vrané; «si por la mañana le pedís una
trucha, por la noche ya se estará dorando en la sartén».
Vančura también contaba a gusto sus historias. Pero esto no solía ocurrir con
demasiada frecuencia. Había pasado una infancia feliz en la cercana Davle. Me
acuerdo muy bien de una de las historias que narró aquella noche.
Fue en la época de la cosecha. El sol abrasaba con todas sus fuerzas. En aquel
bochorno, llegó un carro lleno de trigo. Encima iba sentada una pareja de jóvenes
campesinos que llevaban la corona del amo para la fiesta de la cosecha. Llegaron al
patio y comenzaron a meter el trigo en el granero, mientras abajo esperaba la gente el
momento festivo de la entrega. Cuando la chica pasaba el trigo con la horca, la
gavilla le cogió el borde de la falda. Como hacía mucho calor, no llevaba mucha ropa.
Esto sirvió de impulso al joven campesino para tirar de la horca y, ante los ojos de la
gente, abrazó a la chica, que no se resistió demasiado. Y acompañado por la alegría
de la gente, la echó sobre el trigo e hizo el amor con ella hasta que se le acabó la
pasión. Después, terminaron de meter la carretada en el granero y el amo recibió su
corona.
Para las cosas del ámbito amoroso, Vančura no sólo tenía una comprensión de
médico de pueblo, sino también una más profunda, desde el punto de vista de un
poeta. No obstante, él mismo fue una persona altamente moral y noblemente honrada.
Era un personaje refinado hasta el último pliegue de su alma. Y de su abrigo también.
Tenía el sentido de una agradable elegancia masculina, no ostentosa, sino natural.
Una vez ocurrió que hasta despidió de su consultorio a una señorita que se desnudaba

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de una manera que no correspondía a la sala de consulta de un médico. Decía de sí
mismo que podría ser el sirviente en un harén a plena satisfacción del amo.
Aquella noche del restaurante no fue de hecho más que unos momentos que
pasaron de prisa, de esos que por desgracia no abundan en la vida. Pero precisamente
por horas como aquélla amamos la vida. Cerca de nosotros se hizo su nido un
ruiseñor. La luna brillaba de tal manera que hubiera sido posible localizar una aguja
en la hierba. La corriente del río susurraba y era bella como la mujer de quien nos
acabamos de enamorar.
En Vrané silbó el tren. Me quedaba aún un breve instante. Poco tiempo después a
los Vančura les nació una niña. Al principio les causó muchas preocupaciones. De
pequeña había estado gravemente enferma; pero luego se convirtió en una niña
preciosa que sembraba alegría a su alrededor. En medio de la sala de estar, los
Vančura tenían una gran mesa en estilo imperio, cuya tabla era sostenida por patas
con cariátides doradas. Esta palabra la pronunciaba la niña con un singular encanto
infantil y, en general, su lenguaje parecía el balbuceo de esos pequeños angelitos que
vuelan alrededor de las faldas de las vírgenes renacentistas. Así que ya por este
diminuto miembro de la familia valía la pena emprender el viaje desde Praga a
Zbraslav. Rek también la adoraba a su manera de perro, a pesar de que ella a veces
intentaba tocarle los ojos salvajes con su dedito.
En una palabra, se estaba allí según cantan las ratitas en el estribillo de una
canción escrita por el señor Kenneth Grahame:
«En alegrías se les pasaba el día.»

Vančura, liberado por completo de las preocupaciones médicas, se dedicó a escribir y


lo hizo con extremada diligencia. Todas las obligaciones de médico en la región
hospitalaria las llevaba a cabo la señora Lída. Nosotros testimoniábamos que lo
manejaba, no sólo con coraje, sino incluso con sentido del humor.
A Vančura le daba lástima ver la sala de espera llena de gente; tenía
remordimientos, pero creo que eran absolutamente infundados. La señora Lída no
tenía otro deseo que verlo trabajar con tranquilidad.
Sí Vančura hablaba algunas veces de su mujer, no dejaba de expresar su
admiración de lo bien que sabía tratar a la gente. Y, sonriendo, contaba sus milagros
médicos.
Al consultorio vino un abuelito sordo. Una rápida inspección demostró que tenía
el canal auditivo completamente lleno de cera. Cuando la médico acabó la
intervención, se dio cuenta de la chispa que de repente le brilló en los ojos. El
abuelito soltó con entusiasmo:
—¡Señora doctora, oigo violines!
Luego caminaba por Zbraslav proclamando que la señora doctora tenía las manos
de oro.
A estas alturas, el grupo Devětsil empezó a desintegrarse. Sus miembros, de las

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más diversas ramas artísticas, no necesitaban, en el frente cultural una defensa de la
asociación. Y la disciplina, aunque con el tiempo más relajada, les empezó a
molestar. De esta manera se iban silenciosamente arquitectos, artistas teatrales y
cinematográficos, músicos y, al final, hasta los fundadores. Karel Teige dedicó todo
su tiempo y la mayoría de sus intereses a la arquitectura y la teoría del arte.
El fin de esta asociación era lógico. Devětsil había cumplido su misión
completamente. Por su atmósfera amistosa y artísticamente fructífera habían pasado
la mayoría de los miembros de la generación de entre guerras y éstos llenaron el
mundo cultural con significativas obras. Incluso los artistas mayores (como, por
ejemplo, Josef Hora), estuvieron marcados, aunque por poco tiempo, por el poetismo.
La asociación se desintegró, pero su influencia fue evidente hasta más tarde y, de
hecho, es visible incluso hoy.
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial nos vimos con Vančura otra vez en
Praga.
La nueva guerra se acercaba a golpes rápidos. Hacía falta que los escritores se
reunieran cada vez con más frecuencia y que demostraran su apasionado y firme
rechazo del fascismo y la fidelidad a la democracia que, después de la invasión de
Austria por los nazis, estaba peligrosamente amenazada. Vančura participaba en todas
estas acciones y, en cuanto a su iniciativa, estaba entre los primeros.
Los hermosos días del bienestar de Zbraslav se acabaron y pronto llegó aquel día
mojado, nevado, en que los ejércitos nazis llenaron Praga y toda la república.
Para Vančura y muchos otros, aquel día no sólo significaba una dolorosa
humillación, sino también un reto a la esperanza y sobre todo una llamada a la lucha.
La lucha fue difícil, cruel y larga, y Vančura no llegó a ver su final.
Nos encontrábamos bajo el amistoso techo de Družtevní práce[11] y en su consejo
de redacción. Esta empresa pertenecía en su tiempo a las mayores casas editoriales y
el resultado de sus intenciones modernas fueron sus publicaciones en los campos más
diversos de aquellos años. La cooperativa contaba entonces con cincuenta mil
miembros. Estas también solían ser las tiradas de los libros. Pero en las reuniones no
se trataba sólo de los libros. También resolvíamos problemas económicos. En el
consejo de redacción hubo también miembros que se ocupaban de la prosperidad de
Krásná jizba[12] en la planta baja de la avenida Národní. El escritor Jaromír John se
expresaba acerca de ellos con desdén, pero no tenía razón del todo. En los momentos
en que se discutían estos problemas, nos aburríamos un poco, como es lógico. Yo me
sentaba al lado de Vančura y miraba cómo, en un instante, con la punta del lápiz,
llenaba los agujeros de la mesa con trozos de papel arrugado. Le pregunté seriamente
qué estaba haciendo. Me miró igualmente serio y contestó que empastaba los dientes.
Me gusta recordar aquellas reuniones. No era tiempo perdido. Y no eran nada
aburridas. Más bien al contrario. Y no carecían de momentos alegres, como cuando el
director Cerman ponía sobre la mesa algún libro nuevo de Družtevní práce, que
todavía olía a imprenta.

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Dos obras importantes se crearon en la redacción en aquella época. El Año checo
de Plicka, con ilustraciones de Karel Svolinský e Imágenes de la historia de la nación
checa, esas magníficas «narraciones fieles sobre la vida, los acontecimientos y el
espíritu de la intelectualidad».
Durante los debates de la redacción sobre el libro de Plicka, cuyos cuatro tomos
tuvieron un éxito clamoroso no sólo entre los miembros de la cooperativa sino
también entre los demás lectores, Vančura expresó que no estaba de acuerdo con el
arreglo del texto de Plicka. Echaba en falta en un libro un acercamiento más
científico al material de canciones populares que, como sabemos, es casi infinito. Al
final se reconcilió con el libro, porque el texto dio la oportunidad a Svolinský de
desarrollar su talento único y excepcional de dibujante. El libro está lleno de dibujos
tan graciosamente checos que es imposible no enamorarse de ellos, al igual que en los
dibujos de Mánes o de Aleš.
La ocupación alemana puso a Družtevní práce, como a las demás editoriales,
muchas trabas insolubles. A la hora de intentar solucionar una de ellas, nos dimos
cuenta de la posición moral y de las cualidades de Vančura.
A través de un proceso ilegal, una editorial praguesa nos quitó la autorización de
una interesante novela americana, que prometía tener un éxito financiero y de lector.
Fue uno de los últimos libros americanos que se permitieron en nuestro país en
aquella época. La autorización de las opciones, la teníamos casi asegurada ya. La
cosa clamaba por un pleito que nosotros seguramente hubiéramos ganado. Pero
Vančura se negó. Consideraba indigno de un editor checo tener que tratar con
autoridades del Protectorado alemán. A pesar de una cierta vacilación de los demás
llegó a imponerse. Al final el libro se publicó en ambas editoriales.
¿Para qué guardar el secreto? Se trataba de Las uvas de la ira de Steinbeck.
En la editorial teníamos la costumbre de consultar con los lectores su opinión, sus
deseos y sus predilecciones. A los miembros les gustaba expresarse y en la mesa del
director se amontonaban las cartas. Durante la ocupación nazi los lectores pedían
libros de carácter patriótico que estimulasen el amor al país y a la nación, reforzasen
el rechazo a la violencia nazi e iluminasen la oscuridad que había caído sobre
nosotros. Algunos pedían una nueva edición de la Historia, otros aclamaban a los
clásicos Jirásek y Třebízský, este último entonces ya fuera del interés del lector.
Como respuesta a estos deseos lógicos, salió al cabo de poco tiempo las Imágenes
de la historia de la nación checa, de Vančura.
El principio no fue nada fácil. Después de llevar a cabo unas cuantas reuniones,
más bien agitadas, decidimos que editaríamos la historia de nuestra nación, pero en
versión de ficción, que, naturalmente, se movería entre los límites de los hechos
investigados científicamente. O sea que el proyecto era claro.
Apenas tomada la decisión, todos los ojos se fijaron en Vančura. Al principio no
pensábamos que el libro tuviese más de un tomo, pero de todos modos Vančura se
negó. Ya tenía la pluma preparada para su próxima novela, cuya idea llevaba en la

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mente desde hacía tiempo, y en casa tenía ya preparadas las cuartillas para ponerse a
escribir. Entonces sugirió que se eligieran varios autores. Él mismo escribiría el
prólogo y se encargaría de la revisión de toda la obra.
Ya no me acuerdo exactamente lo que tenía que escribir cada cual. Sólo sé que
Karel Nový eligió la época de los husitas y del rey Václav IV. Y, ¡horror!, a mí se me
encargó escribir sobre los Lucemburk. Con bastante osadía acepté el tema. No sabía
negarle nada a Vančura, pero en el fondo de mi alma estaba convencido que de
alguna manera u otra me libraría de esta tarea y no escribiría sobre esta desesperada,
rica y más tarde hasta hermosa época de Carlos. Estaba convencido que se
encontraría alguien más indicado. El rey Carlos IV me interesaba enormemente;
varias veces había mirado a los ojos de sus cuatro mujeres, pero aun así este tema me
resultaba inaccesible. Es que no era ni soy prosista. No lo sabría abordar, de esto
estaba convencido; pero no quería causarle problemas a Vančura desde el principio
mismo. Ya tenía muchos. Pero como él mismo también sintió la necesidad urgente de
esta especie de obra, se encargó de este trabajo difícil.
Por suerte, la historia le ha gustado desde siempre. Era un lector diligente de
crónicas antiguas, una de las cuales, la de Petr Zitavský, estaba influida por su
Zbraslav, y conocía bien la historia de nuestro país. Una vez, cuando fuimos con Hora
de visita a casa de Karel y Josef Čapek, Karel nos reveló que, en una de las reuniones
de los viernes, Vančura estuvo polemizando durante más de dos horas con el
presidente de la república sobre el sentido de la historia de Bohemia. A Masaryk le
encantaba cada polémica factual y a Vančura esta manera de conversar no le era
desagradable. Y fue un verdadero concierto, añadía Čapek.
Menciono esto porque Vančura era un gran especialista en la historia de Bohemia,
pero aun así invitó a tres jóvenes historiadores cercanos a la editorial para asistir en la
gran tarea. Quería que controlasen los trabajos, suministrasen los datos necesarios y
que ayudasen a planear la amplia materia. Seguramente empleando a estos
colaboradores, para Vančura se trataba de aplicar la ideología moderna que profesaba
y sin la cual no se podía imaginar un trabajo histórico moderno.
La forma de imágenes históricas que Vančura eligió demostró ser muy adecuada
para esta clase de obra.
Poco tiempo después, quizás al cabo de quince días, Vančura me llamó para
leerme las primeras páginas del prólogo.
Me di prisa y nos citamos en la calle Spálená, en el restaurante U Ježíška, adonde
íbamos algunas veces después de las reuniones de la editorial. Quería que lo
escuchara antes de entregarles el manuscrito a los historiadores. Nos sentamos en el
rincón donde en el siglo pasado se sentaba el poeta Jan Neruda. Vančura comenzó a
leer.
La voz de aquellos que nos dejaron suele ser lo primero que olvidamos; pero la
voz de Vančura, suavemente ronca y algo velada pero melódica, la oigo siempre que
le recuerdo. Y así, seguramente el segundo —porque Vančura siempre leía sus

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manuscritos a su mujer— escuchaba entonces las bellas y nobles oraciones del
prólogo:
«En la profundidad de la historia, la frontera norte de los conocidos paisajes
estaba cubierta por un bosque que se extendía a lo ancho y a lo largo de las regiones
del mundo…»
Aunque estaba convencido de que Vančura lo escribiría estupendamente, no podía
dejar de estar absolutamente encantado. Y cuanto más escuchaba su escrito, más
seguro estaba de que el libro lo tendría que escribir Vančura solo. Y ya que veía que
estaba leyendo con un interés interior y con sincero entusiasmo, no me cabía duda de
que lo aceptaría y que se prestaría para el trabajo de todo el libro. Y quizás con una
buena dosis de perfidia, le propuse que leyera estas páginas en la próxima reunión de
la editorial. Invitamos también a Karel Nový, Vančura al final quedó de acuerdo. En
la reunión leyó otra vez su prólogo.
Al oírlo, ocurrió lo que yo suponía que pasaría. Como primero se levantó Karel
Nový, un amigo fiel de hacía tiempo de Vančura y, totalmente capturado por la
belleza de su trabajo, afirmó que después de este prólogo sería imposible que
cualquier otra persona continuase la obra y que era necesario que él mismo siguiera
una obra comenzada de esta forma, luego me tomé la libertad de agregarme a la
postura de Novy, y ya que sabía que Vančura estaba realmente interesado en el
trabajo, también sugerí que Vančura fuera su único autor. Y así sucedió. Aunque
estaba asustado del importante y amplio trabajo, Vančura ya no protestaba. El trabajo
le absorbió enteramente. Al final aceptó y continuó rápidamente.
Me apresuré a decir adiós a mi estimado Carlos Cuarto y a sus cuatro mujeres y,
al día siguiente, cuando atravesaba el puente de Carlos, me parecía que el rey me
sonreía desde la fachada de la torre Mostecká y me hacía señas amistosas con el
cetro.
El tiempo de la edición testimonia con qué rapidez y diligencia trabajó el autor. El
primer libro salió en el año 1939, el otro un año más tarde. El tercer tomo, apenas
empezado, fue bruscamente terminado por un tiro y la bella voz de uno de los más
grandes escritores checos quedó muda.
Desde el día en que fue expresada por primera vez la idea de aquella obra han
pasado cuarenta años. Repletos de acontecimientos, tanto en nuestro país como en
toda Europa.
Sin embargo, este magnífico monumento de Vančura se alza hacia el cielo checo
y nosotros caminamos a su lado con veneración y amor. Ya que ni sabemos dónde
está su tumba, tendríamos que quitarnos el sombrero delante de su libro.

La editorial Družtevní práce ya no existe. Los miembros se fueron cada uno por su
lado o murieron. Quisiera mencionar unas cosas en su memoria. Para su época fue
una estupenda empresa moderna y progresista. También hace falta subrayar que,
durante los largos años de su existencia, se portó muy bien con sus autores y no

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recuerdo que hubiera habido ninguna lucha. De hecho, así lo tenía codificado en su
programa.
En cuanto al mismo Vančura, la cuestión de cobrar no era la primordial para él.
Que yo sepa, el dinero nunca le había interesado excesivamente. No obstante, cuando
se trataba del sueldo de los historiadores, en las reuniones pedía el sueldo más alto
posible para ellos. Lo sé porque lo oí. Y así ocurrió. En lo que respecta a Vančura,
tengo entendido que estaban satisfechos.
Las Imágenes han salido hace poco en su décima edición, y ellos, después de
cuarenta años, se hicieron oír. No todos. Uno de ellos, y creo que el más importante,
había muerto. Decían que su colaboración con Vančura no fue lo suficientemente
apreciada. Fue mucho más intensa. Según ellos, no se trataba de colaboración, sino de
coautoría. Y presentaron una demanda judicial contra el editor de ahora pidiendo que
les fuera pagado el dinero de todas las ediciones.
En junio de 1976 me hicieron comparecer como testigo en el juzgado de Praga I.
Bueno, ¿qué ocurrió en la colaboración de los jóvenes, hoy ya mayores,
historiadores con Vladislav Vančura?
Según lo veo yo, le dije al fiscal, se trata de lo siguiente:
Cuando Alois Jirásek[13] decidió escribir una de sus conocidas novelas históricas,
probablemente se levantó de su escritorio para acercarse a su biblioteca. Fácilmente
encontró la Historia de Palacký. Sacó el volumen que necesitaba, buscó las páginas
que quería consultar, copió los datos e informaciones necesarias para el tema que
tenía pensado. Luego mojó la pluma en la tinta y puso manos a la obra.
Vančura probablemente no hubiese hecho otra cosa al empezar a escribir sus
Imágenes. Y aparte de la Historia de Palacký consultó también lo que le habían
preparado los historiadores. Luego abrió la máquina de escribir y empezó a trabajar.
Y me gustaría añadir otra cosa más: igual que a Jirásek no se le ocurrió copiar
pasajes enteros del libro de la historia, obviamente tampoco se le ocurrió a Vančura.
Si Vančura hubiera tenido la sensación de que la obra que escribía no era suya hasta
el último punto, nunca hubiese permitido que en la cubierta figurase solamente su
nombre. Tal vez esta afirmación, para la cual teóricamente no hay testigos, no tiene
valor judicial de cara a la ley. ¡Puede ser! Pero yo insisto en que esta demanda
judicial es un insulto al escritor muerto. Evidentemente defender la autoría de
Vančura me parece una cosa completamente absurda.
La gran personalidad de Vančura es, por lo menos para nosotros, sus amigos y
lectores, más que la misma ley que puede ser utilizada. ¡Pues no se trata de una
acusación entre tratantes de caballos!
Vladislav Vančura fue un magistral especialista e inventor —si se puede hablar de
esta forma sobre literatura— de un estilo nuevo, absolutamente personal,
impunemente inimitable. Era único y extraordinario.
¿Por qué entonces tendría que montar textos ajenos en sus escritos? ¿Es que lo
necesitaba? Posiblemente el escribir no se le daba fácilmente. Su estilo no era

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sencillo. ¡Pero escribía perfectamente! Y estaba en la cima de su época creativa y de
su vida. Cualquier lector un poco iniciado en su obra reconocería una intervención
ajena en su texto. Si yo hubiese sido uno de los historiadores, habría considerado un
honor poder colaborar con un autor de estas cualidades. Figuró entre los escritores
más grandes, no sólo de la época de entreguerras, sino también en la literatura checa
de todos los tiempos.
Basta con leer en su libro el capítulo sobre el cronista Kosma. ¿Qué podrían
decirle al autor sobre este personaje los historiadores, aparte de unos datos secos que
averiguó la historia? ¡Qué concierto de oraciones tan lleno de ingenio y de gracia
supo escribir Vančura!
Acabaré esta declaración testimonial, esta defensa que ante mi conciencia
considero superflua. Incluso me da un poco de vergüenza ante la memoria de
Vančura. Defiendo una cosa bien clara y tendría que ser evidente.
Concluiré mi declaración en una sola frase. Los historiadores tal vez
suministraron a Vančura el metal, pero nadie más que el propio autor hizo de él una
joya.

Así suele ser la vida. Corre y, en su prisa, pierde muchas cosas, sólo para poder seguir
avanzando, para continuar en sí mismo. Olvida mucho para renovarse. A muchas
cosas les da la oportunidad de volver a brillar para que sea evidente la unidad y la
sucesión de las cosas y los caminos del pensamiento humano. La lluvia de los
segundos lava las señales blancas sobre el pavimento, pero los signos en el cielo
siguen brillando; apaga las luces de las velas mientras los fuegos siguen
encendiéndose y nunca dejan de arder.
Vančura fue uno de los grandes personajes checos que tuve la oportunidad y la
suerte de tratar. Y cuando al respeto se le une el amor, lo único que falta es la
fidelidad, que dura para siempre.
Fue un hombre con un gran sentido de la belleza y el esplendor del mundo, pero
también de la grandeza y la fuerza de su arte. Era noble y valiente. Valiente por su
nobleza de ánimo y su bondad. Fue un aristócrata con el corazón democrático.
Incluso a través de los anchos muros del palacio donde anidó la Gestapo,
penetraron noticias. Vančura sufría, pero contestaba con un silencio que no tenía nada
que ver con la pasividad. Hasta cuando le torturaban se comportaba valientemente.
Es difícil imaginarse sobre qué reflexionaban aquellas innumerables personas que
iban a la muerte. En qué pensaban, qué es lo que hubieran querido decir aún en los
últimos momentos de su vida. No sabría ni de mí mismo qué hubiera hecho y
pensado sí me encontrara en una situación así. Pero me parece y creo que puedo
asegurar lo que hacía Vančura. Ya lo había entredicho a través de toda su vida.
Seguramente era en aquellos momentos tal como le habíamos conocido. Callaba y
desdeñaba. Era honrado y valiente aun cuando veía cómo levantaban los cañones de
los fusiles hacia su corazón.

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Pero Vančura ni siquiera consiguió enseñarme ese gran gesto que es ser valiente
siempre y bajo todas las condiciones, hasta cuando se acercó la misma muerte.

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21. EL ÚLTIMO CUENTO DE NAVIDAD EN
BOHEMIA
Mientras estoy escribiendo estas páginas, la habitación se me está inundando de
un cálido aire primaveral, lleno de toda clase de aromas, que entra por la ventana
abierta de par en par. Florecen las lilas. Pero ni la alegre primavera me puede hacer
desistir de este tema tan invernal. Muchos podrían pensar que tengo olas enteras de
nieve en la ventana, la misma que en la calle produce crujidos bajo los zapatos, y que
el termómetro está bajo cero. ¡Qué va! Precisamente ahora me acaba de traer mi hija
unas cuantas enormes peonías chinas y me las ha puesto sobre la mesa. Me parezco a
Vladímir Holan, quien en una de sus cartas revela que está esperando las Navidades
desde el Año Nuevo. Me gustan esas fiestas. Y las agradables imágenes del idilio
navideño, las puedo ver mentalmente, aunque sea sobre la arena caliente, al lado de
un río estival. ¿Entonces por qué me tendrían que molestar las lilas en flor?
De niño solía leer ávidamente los cuentos navideños, estuvieran donde estuvieran.
En el suplemento dominical del periódico, en un calendario humorístico, o en las
estampas del aguinaldo que antes de las fiestas solían traer los carteros. Estaba
agradecido por cualquier poemita corto u otra pieza que me hiciera pensar en las
Navidades.
Recuerdo todavía hoy uno de estos cuentos de estampa de un cartero. Y lo leí
hace setenta años. ¡Dios mío! ¡Hace setenta años!
Era tan sencillo que hacía llorar, pero lo contaré igual. Un hombre a quien gustaba
pasar el tiempo en las cervecerías, se olvidó hasta de la Nochebuena. En vano le
esperaba su joven mujer en casa. Muy tarde, cuando regresó, estaba cayendo una
nieve espesa que lo cubrió todo. El borracho vagó por la carretera blanca hasta que,
cerca de uno de los palos telegráficos, se mareó de tal manera que se sentó y se
durmió sobre la madera empapada. Pero al cabo de un momento oyó voces desde el
palo. ¡Era la voz de su mujer! Hablaba con un joven ayudante del guardabosques.
Que venga, sí, su marido no está en casa y tardará mucho en llegar. ¡Estarán solos! Se
despertó de prisa, se puso de pie y según podía, se apresuraba a su casa. El final del
cuento lo dejaba claro un dibujito. El borracho está arrodillado delante de su mujer,
con la cabeza en su vientre, y la mujer, contenta, sonríe.
Pues, ¡felices fiestas!
Es tonto y primitivo, ¿verdad? Sí, realmente es así. Pero entonces me gustaba
mucho por su final agradable y navideño. A menudo he recordado aquella estampita
de aguinaldo. Algunas veces en unas situaciones bastante adecuadas. ¡Quizá por eso
no lo he olvidado!
Hace tiempo que no se escriben cuentos navideños. Han pasado de moda. Es otra
época. Pero las fiestas tampoco son las mismas de mis años jóvenes. La nieve ya no
cae tan espesa, ni se va a la misa de adviento y las fiestas navideñas ya no son una

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oportunidad para una quieta meditación. Todavía se encienden los árboles de
Navidad, eso sí, pero ya no se cantan canciones navideñas delante de ellos. Se pone el
tocadiscos y las parejas bailan danzas modernas. Tampoco se bebe el aromático y
dulce ponche después de cenar, sino algo mucho más fuerte. ¿Y quién va ahora a la
misa del gallo? Y por lo tanto, ¿quién leería los cuentos navideños hoy en día?
No obstante, yo he decidido escribir uno. Probablemente será el último cuento
navideño de Bohemia. Algo parecido al último oso en las montañas. ¿Pero no soy
algo vanidoso? Más vale que deje las reflexiones y empiece.
En nuestra calle del antiguo llano de Břevnov hay una torre en la que hasta hace
poco había una estación herpetológica. Eran nuestros vecinos de enfrente, así que no
era difícil conocerlos. La torre estaba construida sobre dos parcelas, porque sobre una
de ellas hay una capilla de peregrinos barroca, y está guardada. Por eso hay un jardín
bastante grande al lado de la torre. En la estación herpetológica habían trabajado ya
dos generaciones.
El Dr. František Kornalík con su hijo František. Les ayudaba la señora
Kornalíková, su mujer. Criaban víboras y les sacaban el veneno de los dientes, que
entregaban al instituto farmacológico.
Ellos mismos llevaban a cabo experimentos con un medicamento contra el cáncer
y utilizaban para ello veneno de serpiente. En el sótano luminoso y espacioso tenían
unos veinte viveros con víboras.
La vista de las serpientes me decepcionó. Las víboras estaban inmóviles,
dormían. Algunas veces miraba el trabajo de la familia Kornalík y no dejaba de
maravillarme de la habilidad con que trataban a las serpientes. Las cogían en la mano
y las forzaban a dejar el veneno en un platito preparado. Eran dos o tres gotitas de
líquido amarillo que cristalizaba sobre el platito. Es verdad que Kornalík padre
aparecía a veces con un dedo vendado, pero me aseguraba sonriendo que todos ellos
eran inmunes contra el veneno de serpiente. Lástima de las gotas en el dedo, decía. Él
quería a las víboras.
Nuestros vecinos eran grandes amigos de los animales. Amaban
extraordinariamente a todo lo vivo, con un sincero sentido para las necesidades de los
animales. Delante de la puerta que daba al jardín muchas veces tomaban el sol dos
bulldogs. Estaban tendidos como dos leones que guardaran el portal de un reino.
Sacaban las lenguas rosadas de las bocas negras y eran verdaderamente hermosos.
Dentro de la casa los Kornalík también tenían cosas vivas: peces exóticos en un
acuario y unas graciosas tortuguitas con corazas de ámbar. Los perros tenían su
pequeña madriguera en un rincón del recibidor, y como se agitaban y movían allí,
lustraron un trozo de pared hasta ponerlo de un negro brillante.
Los muchachos del barrio cazaban en los cercanos campos pequeñas ratitas y se
las traían a las víboras. Con este botín se compraban la oportunidad de ver a las
serpientes. Los Kornalík no recibían solamente ratones, sino que la gente les traía
también serpientes ordinarias. Una vez, cuando no estaban en casa, el cartero llamó a

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nuestra puerta para que les entregáramos un paquete con una inscripción que avisaba:
«¡Cuidado, hay víboras!» Según nos aseguró, se sacaba este paquete de encima con
mucho gusto. Nosotros también nos alegramos cuando los Kornalík lo recogieron.
Una historia divertida pero seguramente no demasiado agradable le ocurrió al Dr.
Kornalík cuando traía una caja llena de ratoncitos blancos para las víboras desde el
Instituto de vacunación. En el tranvía se puso la caja sobre las rodillas y tranquilo
inició su viaje. Pero las ratitas silenciosamente hicieron un agujero en la caja a base
de mordisquearla y en poco tiempo se salieron todas afuera y alegremente corrían por
el vagón. Entre los pasajeros estalló el pánico. Especialmente las señoras querían
saltar del tranvía en marcha. Los demás intentaron coger a las ratitas. Los animalitos,
además, estaban marcados con distintos colores para los diversos experimentos, cosa
que seguramente era muy pintoresca pero aún reforzaba la alarma. Los pasajeros
pensaban que estaban inyectadas con virus de enfermedades peligrosas. Al final todo
se arregló. Las ratitas fueron recogidas y los viajeros se tranquilizaron.
Era interesante observar el comportamiento de las ratas entre las víboras. Las
ratitas blancas tranquilamente corrían sobre las cabezas de las víboras; no las habían
visto nunca. Y estaban absolutamente tranquilas. En cambio los ratones del campo,
que ya tenían codificado el antiguo miedo de las víboras, estaban acurrucados con
espanto en un rincón. Su desgracia venía cuando se encendía en el vivario una
bombilla que irradiaba ondas calientes. Las víboras se despertaban en seguida de su
letargo y luego todo era cuestión de un momento. Con un movimiento rápido como
un relámpago y casi imperceptible la víbora picaba a la ratita, por unos momentos la
dejaba retorcerse en espasmos y luego comenzaba a tragarla. Tengo que decir que
esos instantes no eran precisamente agradables. ¿Pero con qué derecho podemos
nosotros los humanos afirmar que una escena así es horrorosa y fea? ¿Con qué
derecho?
Un donante solícito mandó una vez una serpiente a los Kornalík. Lo miré en una
enciclopedia: se trataba de una culebra de Escolapio, a la cual se le llamaba dorada o
amarillenta. Para los Kornalík era inútil y la soltaron en el jardín. Al día siguiente
cundió el rumor de que a los Kornalík se les había escapado una víbora, y la gente
apedreó a la pobre culebra indefensa. El doctor se lamentaba. Era un precioso
ejemplar y le daba lástima.
Si los Kornalík eran inmunes contra el veneno de las serpientes, no lo eran en
absoluto contra la música. A menudo visitaban los conciertos pragueses, bajo cuyo
generoso techo se reunían los médicos del hospital de Motol y célebres músicos
solían ser invitados con frecuencia. El pianista Jan Panenka y el violoncelista Josef
Chuchro figuraban entre los amigos de la casa; pero, aparte de ellos, les solía visitar
también el amable Ančerl y el inolvidable violinista Ladislav Černý, de quien éramos
buenos amigos. No sólo era un excelente músico, sino también un cocinero
estupendo. Aparte de llevar muy bien la batuta, sabía manejar la cuchara a la
perfección. Sus cenas tenían mucha fama. A casa de los Kornalík solían venir

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también otros músicos; entre ellos, los magníficos Dobiáš y Smetáček.
Pero no fue este camino el que condujo allí al gran pintor Jan Zrzavý. Estaba
preocupado (y hoy ya podemos decir que sus preocupaciones no eran infundadas) por
una enfermedad mortal y fue allí para consultar un remedio a base de veneno de
serpiente. Al cabo de tres días me contaba su visita y en los ojos le quedaba todavía
algo del terror que había pasado y se le veía excitado.
Estaba sentado a la mesa, conversando amistosamente, cuando un repentino
sobresalto le levantó rápidamente de la silla. A unos pasos de la mesa tomaba el sol
un cocodrilo vivo.
Hablando de los animales en casa de los Kornalík, he olvidado el cocodrilo.
También lo criaban en su casa. En la cocina, debajo de la mesa, tenían una gran caja
de hojalata con agua dentro y allí vivía un joven cocodrilo. No era demasiado grande,
pero sí lo suficientemente para aterrorizar al amigo Zrzavý. Habría salido de la caja
atraído por el sol, que seguramente le faltaba debajo de la mesa.
Zrzavý contó esta historia muchas veces. Estaba seriamente convencido de que en
casa de los Kornalík podía suceder una desgracia. Se le explicaba que el cocodrilo era
aún muy joven y nada peligroso, pero el pintor no se dejaba convencer. Francamente,
yo tampoco tendría demasiada confianza en sus hermosos dientes.
Y ahora, por fin, llego al punto de mi cuento navideño. No será largo. Se trataba
de las segundas o las terceras fiestas navideñas después de la guerra y eran un poco
extrañas. Dos días antes de la Nochebuena estaba yo plantando los bulbos de unos
tulipanes y de unos narcisos en el jardín, porque un amigo me los trajo tarde. En la
mañana del día de Nochebuena corté unos capullos de rosas un poco marchitos. Los
tulipanes y los narcisos crecieron en la primavera con todo esplendor; las rositas, en
cambio, tuvieron unas flores más bien tristes para las fiestas. Así eran las Navidades
de aquel año: nada de frío, nada de nieve, un diciembre cálido, otoñal.
En Navidad me gusta salir a pasear por las calles cubiertas de nieve. En nuestro
barrio todavía suele haber nieve cuando en Praga hace ya tiempo que se ha fundido.
Y por el camino me agradaba mirar las ventanas, donde por la noche resplandecen los
árboles de Navidad. Son unos momentos agradables de última hora de la tarde y el
corazón se me alegra. ¡Qué felicidad sentarse luego al lado de la estufa, con una gran
taza de té y recordar las remotas Navidades en mi casa!
También había pocos peces[14] aquel año. Al lado de las tradicionales artesas,
había largas colas de gente.
Después de haber esperado bastante tiempo, la señora Kornalíková había traído
una buena carpa de tres kilos que, según la costumbre, soltó viva dentro de la bañera.
En casa de mis padres en Žižkov no teníamos cuarto de baño, así que poníamos los
peces en la cocina, dentro de una artesa. En la terraza se hubieran congelado.
Entonces helaba mucho más. Matar a las carpas era una tarea de hombres. Mi padre
lo hacía y yo también, con muy pocas ganas.
Así se acercó la Nochebuena. El señor Kornalík mató la carpa y la llevó a la

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cocina, donde su mujer estaba afilando el cuchillo para limpiar y cortar en porciones
el pescado. En aquel instante se oyó un golpe sordo debajo de la mesa. El cocodrilo
golpeó el suelo con la cola y rompió en ladridos, primero suaves y luego rabiosos.
Le dieron al compañero del Nilo unos restos de comida, como de costumbre; pero
los ladridos no cesaron. A diferencia del cangrejo que el poeta Gérald de Nerval
sacaba a pasear con una cuerda y sobre el cual afirmaba que no ladraba como un
perro y en cambio conocía el misterio del mar, el cocodrilo de los Kornalík sólo
conocía el misterio del Nilo, eso es verdad, pero ladraba como dos perros juntos.
Entonces se llevaron a la carpa fuera del olfato despierto del cocodrilo, pero fue
inútil. Seguramente el ambiente de la cocina estaba tan lleno del excitante olor de
pescado que el cocodrilo seguía ladrando.
Cuando esto duraba ya bastante tiempo, la señora Kornalíková miró
interrogativamente a su marido. Él hizo una señal de que sí. Entonces la señora trajo
la carpa y la tiró en la caja debajo de la mesa. Los ladridos terminaron en seco y se
oyó un crujido de espinas de carpa entre los dientes del cocodrilo. En un momento se
le acabó la cena al animal. ¡Pero a los Kornalík también!
Y por eso, ¡feliz Navidad!

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22. LO QUE HAY QUE LLEVARSE A LA TUMBA
En Praga sólo volaba de vez en cuando algún copo de nieve, pero por el camino a
la ciudad de Radotín el tren procedente de Praga entró en una espesa ventisca de
nieve. Desde allí no se veía nada más. Ni los edificios del ferrocarril. Desaparecieron
las colinas y el río debajo de las vías. En vano me hacía la ilusión de ver el castillo de
Karlštejn a través de un espacio que limpiaba en la ventana con mi aliento. El castillo
estaba completamente sumergido en la niebla de la nieve.
Cuando llegué a la ciudad de Beroun, la nieve cesó como si se lo hubieran
ordenado y toda la ciudad estaba vestida de blanco. En aquel momento empezó
también el conocido silencio de la nieve cuando lo único que se oye es el crujido de
la nieve bajo los pies.
Durante todo el camino de la estación no podía dejar de recordar las cosas de mí
vida que han quedado cubiertas de nieve, tanto en esta ciudad como en la región de
alrededor.
Primero fue una excursión de verano, llena de perfumes de agua y de cálamo
aromático, cuando, niños de diez años con nuestro profesor predilecto, Jaroslav
Berger, nos apresurábamos a invadir con nuestros gritos y risas infantiles las murallas
fortificadas del castillo de Karlův Týn. De esta alegre excursión del fin del año
escolar no me quedó en la memoria más que un poco de brillo del oro imperial de la
capilla y la inmensa felicidad de la hermosa infancia.
Me acuerdo mucho más exactamente de cómo fui errando en el frío crudo de las
salas del castillo de Křivoklát. Entonces era mucho mayor y durante la visita del
castillo tenía una sola preocupación fija: cómo detenerme un poco y, al menos por un
momento, huir del grupo numeroso. Lo conseguí bajo una pequeña ventanilla de la
fría cárcel en que había pasado momentos amargos el obispo August con su
escribiente.
Hasta aquel lugar inhospitalario no conseguí apoderarme de los labios de la chica
a quien quería.
Entonces aún no sabía mucho de la tristeza de la bella princesa Blanca de Valois,
que se sentía tan nostálgica en el castillo extranjero. Menos mal que su joven marido
ordenó coger ruiseñores de los alrededores para que le cantasen bajo sus ventanas. Y
estos trovadores hacían lo que podían para que su cara triste se despejase al menos
por un instante. Lástima que cualquier ornitólogo pueda fácilmente refutar esta
hermosa leyenda. ¡Es tan bonita y tan antigua!
Hoy ya conozco a aquella bella dama y no puedo apartar los ojos de su hermoso
rostro.
Entre estos dos castillos famosísimos está situada la ciudad de Beroun, al lado del
veloz río. Es callada, un poco ajada y, sobre todo, está cubierta de las cenizas blancas
de la fábrica de cemento. Pero entonces, cuando yo caminaba por allí, estaba
blanquita con puntillas de nieve en los campanarios y los tejados que parecían

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enagüillas de monaguillo recién planchadas.
Cuando quiero recordar, tengo que desenterrar muchas cosas de la alta nieve en
esta ciudad.
Antes que nada hay innumerables días y noches en la casa de solterón de Karel
Křížek. Es verdad que el protagonista de nuestras reuniones era František Hampl,
quien había nacido junto al río Labe, pero se enamoró de esta ciudad sobre el río
Berounka. Más tarde lo homenajeó en varios libros suyos. Karel Křížek era el mayor
y a él pertenecía el honor. Tiempo atrás había trabajado como revisor de ferrocarriles,
más tarde dirigió un diario obrero en la ciudad y, al final, decidió ser un buen y fiel
amigo de los que nos reuníamos de vez en cuando en su casita. El tiempo pasaba en
una atmósfera agradable y amistosa y, cuanto mayores éramos, más cariñosa era
nuestra relación.
Cuando llegó la ocupación, y después de ella la guerra, en los días de la
desesperación, la tristeza y el hambre, Křížek era infatigable. Conocía a mucha gente
en la región y en la ciudad. A los molineros y a los campesinos. Y muchos de ellos,
sobre todo los que tuvieron un miembro de su familia detenido por los nazis, llegaron
a conocer su noble y valiente corazón. En aquellos tiempos fue detenido František
Hampl.
Ni yo mismo puedo imaginar cómo Křížek pudo encontrar todo aquello. Tenía
una jubilación muy baja, era pobre, pero mucha gente llamaba a la ventana, siempre
un poco cubierta de polvo. Él mismo era un solitario, pero le daba a todo el mundo,
de la misma manera que les damos migajas de pan en el invierno a los pájaros
hambrientos.
Lo más curioso era que todo eso sucedía delante mismo de las ventanas de la
Gestapo. Una vez se quedó enredado en sus dedos impertinentes, pero tuvo la suerte
de poder huir.
A pesar de todo llegó a engordar a dos cerdos que luego regaló en su mayor parte.
Tranquilamente, sólo un poco asustado. Los cerdos chillaban bastante. Después,
cuando estaba ahumando la carne y el olor era penetrante, no hubo otro remedio que
abrir el pozo de la letrina y esparcir su contenido por el desordenado jardincillo.
Un recuerdo enciende la mecha de los demás. Nos reuníamos en Beroun durante
toda la guerra. Cuando detuvieron a Hampl, estas reuniones fueron más tristes. Pero
la tristeza también refuerza la amistad.
Durante mis viajes a Beroun viví tres aventuras. Para mí, que no había visto la
guerra de cerca, estas historias fueron emocionantes e inolvidables.
En principio conocí lo que era un ataque aéreo en profundidad. Por primera vez oí
el silbar de las balas literalmente alrededor de los oídos. Esto fue en Dušníky, hoy
Rudná. Al acercarse los pilotos el tren se detuvo y todos salimos hacia el bosque. La
locomotora estaba totalmente agujereada de balas y por los agujeros salía vapor y
agua caliente. El libro infantil que llevaba a Beroun estaba horadado también. Quería
guardarlo. Pero lo vio un militar alemán, me lo arrancó y se lo llevó. A Beroun

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llegamos a pie.
La segunda vez, los guerrilleros del cercano pueblo de Dobřichovice hicieron
saltar la locomotora y descarrilar el tren. La locomotora volcada yacía no muy lejos
de las vías. Su parte inferior hacía pensar en un escarabajo panza arriba, intentando
en vano darse la vuelta.
La tercera vez llegué a Beroun en el momento preciso en que los aviones
bombardeaban la estación. El tren se quedó a una cierta distancia y vimos cómo caían
las bombas. La estación se incendió en seguida, pero esto ocurría en el mes de
mayo[15] y en nuestros corazones había seguridad en vez de esperanza. Sólo faltaban
unas cuantas lluvias primaverales para lavar las riberas llenas de polvo y las calles
desordenadas, preparándolas para la celebración de mayo.
En el cementerio de Beroun está la tumba de Václav Talich.
Eran inolvidables aquellos momentos, cuando Talich llegaba a su torre del bosque
en el que se quedó hasta su muerte. Por el camino a su casa iba a menudo a la de
Křížek. Una o dos veces tuve la suerte de encontrar a Talich allí. Talich quería mucho
a Křížek. Mientras Křížek buscaba en casa algún mantel limpio para la mesa
desvencijada colocada al lado de la colmena en el jardín, Talich, con una sonrisa
misteriosa, sacó de la cartera una esbelta botella y la sumergió en una artesa con agua
fría. Luego, acompañados del silencioso murmullo de las abejas, bebimos el delicioso
mosto de las uvas del Rhin. Y antes de acabarla, Talich hizo enfriar la segunda y la
tercera, y sonreía cordialmente. Podía sonreír, por qué no, pero tal vez ya no tenía que
haber bebido. No sé. Křížek se negaba a abrir la segunda y la tercera botellas. Decía
que era un vino muy caro y valioso, que Talich se lo había traído para el domingo,
para bebérselo él. Y estaba dispuesto a ir a buscar otras botellas a la ciudad. ¡Pero
Talich no quería!
—Tú calla —le decía—. Tú mismo sabes mejor que nadie que uno se lleva a la
tumba sólo aquello que ha regalado en la vida. No hay otro remedio que beber las
tres.
Talich, una persona extremadamente amena, siempre con un interés amistoso por
las vidas de los que quería, que después regaba caprichosamente con sus ricos
recuerdos. El único sitio donde se ponía estricto era cuando tenía la batuta en la
mano. Una vez cuando el primer violinista protestó que tocar un cierto pasaje de la
manera como lo quería él era absolutamente imposible, contestó tajantemente:
—¡De un artista siempre pido lo imposible!
Le gustaba narrar cosas sobre sus amigos. Casi todos habían muerto ya. Pero
escuchando sus palabras animadas era como si los difuntos se unieran a la mesa con
su sonrisa de antes; sus recuerdos creaban un agradable bienestar. Lástima, la etapa
en aquella ciudad de Talich representaba ya el principio de su larga y triste partida
desde un mundo lleno de música hasta el universo de silencio. Hubo bastantes
iniquidades que las circunstancias le obligaron a experimentar en los últimos años.
Luego vino una enfermedad grave, nuevos dolores y nuevos pesares.

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Entonces éramos nosotros los que le íbamos a ver a él, en su torre, en lo que hoy
se llama el Valle de Talich. Durante una de las visitas contó a Křížek cómo se había
topado en su jardín con un gran oso negro al que tuvo que echar con las manos
vacías. Luego, ya sólo pasábamos bajo sus ventanas, donde el enfermo estaba
tumbado, esperando la muerte.
Karel Křížek había pedido al sepulturero un sitio cerca de la tumba de Talich.
Esto no se cumplió, pero no están lejos el uno del otro.

Aquella vez las tumbas estaban cubiertas con una capa de nieve tan alta que sólo las
losas sepulcrales y las cruces sobresalían de ella. Mirando aquella sábana blanca me
acordé de la antigua sabiduría popular: que en la vida no hay más que una única
certeza. Llega, tiene que llegar un momento en que cesan todos los dolores y penas.
Y habrá un gran silencio y la nieve lo cubrirá todo. Una nieve blanca y sedosa,
como la que hubo aquel día.

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SEGUNDA PARTE

EOS, LA DIOSA DE LA AURORA

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23. INTRODUCCIÓN
Desde que era niño me apeno siempre por la calidad pasajera del tiempo.
Esperaba con ilusión los alegres días del año y, cuando se acercaban, me ponía triste
pensando en lo pronto que pasarían.
Ni siquiera hoy me puedo entregar despreocupadamente a la belleza amorosa de
la primavera. Tengo miedo de que llegue el verano y de que el bienestar huya para
siempre.
Me siento más feliz cuando, por debajo de la capa de nieve vieja, oigo el primer
sonido del hielo que se derrite y que fluye a no sé dónde, junto a mis zapatos, cuando
el velo de la nieve es horadado por las agudas puntas de las campanillas blancas. Son
los momentos en que la primavera está a punto de comenzar, tiempo de esperanzas y
de anhelos. Respiro con alegría el aire templado y húmedo que en febrero nos sopla
en las ventanas desde los bosques que rodean el castillo de Křivoklát, detrás de cuyos
muros el joven Carlos IV abrazaba a la bella Blanca de Valois. En esos instantes
pienso con ilusión en el primer trino del mirlo, ya preparado para romper a cantar.
¡Qué poco tiempo duran las flores violeta de los albaricoques! Antes de darte
cuenta, su confeti blanco vuela alocadamente por el aire. Y luego, cuando florecen los
cerezos, ¡qué pronto se derraman sus pequeñas alas rotas en la hierba!
Falta poco tiempo para que comience otro largo año antes de que los árboles
vuelvan a florecer. El tiempo nos trata despiadadamente. En vano intentamos retener
algo de su soplo; no detenemos nada, todo pasa muy de prisa y al curso del tiempo le
importa poco nuestra tristeza. ¡Qué poco sonríe la rosa silvestre que habíamos traído
a casa para alegrarla!
Únicamente cuando uno se enamora tiene la sensación de que el amor y los besos
durarán siempre. ¡Qué embriagador suele ser este sentimiento! ¡Y qué corto, tantas
veces! Al que se enamora, no se le ocurre, en principio, que en la mayoría de los
casos, su amor no llegará más lejos que el agua que ha cogido en las palmas de las
manos unidas.
Una calurosa tarde de primavera paseaba yo por los patios del Castillo. Por la
puerta abierta de par en par de la catedral de San Vito entraba un aire frío,
impregnado de los perfumes de las flores marchitas. Aquellas fragancias se habrían
quedado allí después de una gran festividad eclesiástica. Entré y fui hasta la parte
antigua de la catedral. La capilla de San Wenceslao estaba abierta.
Hace mucho tiempo que la vida me disuadió de tratar de buscar una esperanza
arrodillándome. No obstante, la antigua capilla me envolvió en su santidad. Estaba
vacía. Me detuve al lado de la pared llena de piedras semipreciosas y su frialdad
resplandeciente atrajo a mi rostro: lo apreté contra las piedras tal como lo juntamos
con la mejilla de la mujer a quien amamos. En aquel contacto fresco también hubo
amor.
Sí que hay cosas en nuestras vidas que podemos retener con las manos y con el

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corazón: amándolas. De esta forma será posible conservar su amor hasta la muerte.
No sólo se trata de las piedras de esta capilla, ni de los granitos de la Catedral,
sino también de las antiguas murallas que ciñen el Castillo en la colina que está sobre
el Moldava.
Aquellas murallas están fijadas no solamente por sus fundamentos, sino también
por nuestras mentes y nuestros corazones. Para nuestras vidas, son eternas. Por eso
las amamos. Y su belleza no huye como la fragancia primaveral de los árboles en flor.

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24. UN ANUNCIO ÍNTIMO
Hace años vino a visitarme una joven periodista de una revista semanal. Sacó de
su bolso, sobre mi escritorio, una cajita de maquillaje, un lápiz de labios, las llaves,
un cuaderno y un bolígrafo. Cuando lo volvió a echar todo dentro del bolso y sólo
dejó sobre la mesa el cuaderno y el bolígrafo, empezó la entrevista antes acordada.
Tenía que escribir un artículo sobre Praga para su revista. Su primera pregunta ya
descubría su poca experiencia como periodista. Me miró en la cara con confianza y
me preguntó inocentemente desde cuándo quería a esta ciudad.
¡Qué casualidad! Esta pregunta, ingenua hasta dar ganas de llorar, la pude
contestar con precisión y de buen grado.
Cuando era niño iba a menudo a visitar a la familia de mi madre, en la cercana
ciudad de Kralupy, sobre el Moldava. Si cogéis un tren rápido, no vale la pena ni
sentarse. Siempre me hacía mucha ilusión la visita a Kralupy. Sin embargo, cuando
las vacaciones habían llegado a más de la mitad, empezaba a añorar mi casa y mi
madre. Y de esta manera sucedió que un día me eché a correr, pasando del cementerio
de Kralupy al pueblo de Debrno y de allí a Tursko. Después de atravesar Tursko me
sentí tan cansado que tuve que sentarme sobre la hierba, al lado de la carretera, para
descansar. Y en aquel momento la vi. Muy menuda, pero para mí, en aquel instante,
era agradablemente sorprendente: la silueta del castillo de Praga. No era mayor que
un dibujo sobre una caja de cerillas de las que se usaban en aquella época. Me puse a
llorar de alegría y las lágrimas me corrieron sobre la cara llena de polvo y entraron
por el cuello de mi camisa. Y aquel llanto, el llanto del anhelo y el amor, unió estas
dos fuertes sensaciones en una sola. Ahora, también suele ocurrirme que, al salir de la
ciudad a través del túnel de Vinohrady, empiezo ya a añorar Praga. ¡Y la echaba de
menos incluso en París, y eso ya es algo!
La gente mayor se pone a llorar fácilmente. Y tiene por qué. La vida nunca suele
ser tan hermosa para que al final uno no deje de sonreír. Una vez le hablaba al amigo
y poeta Karel Toman sobre el pueblo de Panský Týnec, donde estuve una vez por
casualidad. Lo interesante de allí es la magnífica ruina de una catedral gótica sin
acabar. Y de repente, vi lágrimas en los ojos de Toman. Es que cerca de Týnec está su
pueblo natal: Kokovice.
Estoy sentado al lado de la vidriera del café Slávie y me divierto observando las
dos aceras de la avenida Národní. Están llenas. Hace tiempo esto era un paseo
tranquilo. Por aquí paseaba incluso Jan Neruda.
Me imagino vivamente su figura. Le conocemos bien. Era un hombre guapo, en
cuya cara se fijarían muchos ojos femeninos. Pero si hoy hubiera caminado por aquí,
los cristales de las ventanas hubieran tintineado bajo sus pasos. ¡Sí, con toda
seguridad! Es una preciosa tarde primaveral y llega desde Petřín el perfume de las
lilas en flor.
Supongo que nadie se opondrá a que este importante poeta nuestro sea al mismo

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tiempo el escritor más grande de Praga. En su obra poética, sin embargo, no
encontraríamos poemas con este tema, aparte de algunas pequeñas excepciones. Pero,
de todas maneras, a través de su obra sopla el aire de esta ciudad. Neruda la amaba y
vivía a través de ella. Y por eso el barrio antiguo de Malá Strana y el Castillo están
llenos aún del encanto de la personalidad del poeta. Neruda siempre vuelve allí. ¡Ah,
no! Neruda nunca se ha ido de allí. Le encontraréis en todas partes, en cada esquina;
en la primavera y en el invierno, en verano y en los melancólicos días de otoño de
esta ciudad.
Uno de mis críticos, cuando reseñaba el libro Vestida de luz, me reprochaba que
en mis poemas me limitase a las bellezas de la Praga histórica, pero que en cambio
evitara los barrios proletarios, donde tiempo atrás vivían los pobres de Praga y donde
hoy están los obreros y las fábricas. Eso no era verdad ni lo ha sido nunca. Me tengo
que defender. Nací en Žižkov y esta periferia praguesa fue y sigue siendo una parte
íntegra de mí, con su aspecto pintoresco, sus alegrías, sus miserias y sus tristezas. Si
algún día alguien me vendase los ojos y me condujera desde el barrio de Vinohrady al
vecino Žižkov, yo sabría indicar la frontera exactamente. Conocía muy bien la
atmósfera de sus calles; había pisado mucho sus aceras, así como los caminos de las
parcelas y los parques, si es que había alguno. Naturalmente, no quiero evaluarme y
juzgarme a mí mismo, pero el mundo proletario sigue viviendo en mis versos como
vivía hacía tiempo. Pero puedo estar escribiendo, al mismo tiempo, sobre las joyas de
la coronación, por ejemplo.
En las calles desiguales, inclinadas y pintorescas de Žižkov, solía mirar a Praga.
Desde la esquina de la calle U Sklenářky se veía muy bien el Castillo. Tal vez por
esto estaba tan hechizado cuando desde aquel universo de tiendecillas, pequeñas
cervecerías y bares en edificios ajados, entré en la antigua belleza de las piedras
históricas y puse la frente sobre el frescor de las ágatas de la Catedral.
En Žižkov había pasado toda mi infancia y mi juventud. No hacía tanto tiempo.
La vida no pasaba tan de prisa. Había vivido tempestuosas manifestaciones de gente
que protestaba contra la subida del pan. Recuerdo que me encargaron de llevar una
pancarta en la que estaba fijado un panecillo con un alambre y enérgicamente tachado
el precio después de la subida. Allí pasé la época de las agitadas elecciones al
parlamento vienes, de las luchas entre los socialdemócratas y los clérigos
encabezados por el legendario padre Roudnický. Este cura no fue popular ni con los
creyentes. El tiempo que tardaba en subir al atrio —su cintura era bastante
voluminosa— bastaba para que la iglesia se quedase vacía. Eso lo contaba mi madre
en casa. Cogido de la mano de mi padre llegué también a unos sitios muy distintos: a
las sedes de agitación socialdemócrata y hasta a las mismas urnas electorales. Estas
primeras y fuertes experiencias me llevaron hasta el Lidový dům,[16] no muy lejos de
la frontera con Žižkov.
Žižkov, ese barrio legendario y célebre, construido hace tiempo rápidamente a
base de una especulación sobre una colina inclinada hacia el valle al pie de la

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montaña histórica, había sido para mí, antes que nada, el lugar de mis primeras
aventuras infantiles, desde el juego de las canicas hasta las primeras miradas
enamoradas, desde la pelota de fútbol hasta los primeros abrazos por la noche al lado
del desván o del sótano. Pero cuando mis pasos iban acompañados por otros pasos
con faldas y salía de las calles de Žižkov, éstas ya no me parecían tan seguras y me
refugiaba, en el parque, sobre la colina Petřín, y en los sombríos rincones de la
enorme Stromovka, bajo los antiguos árboles sobre cuyos troncos habían escrito
muchos nombres.
Petřín, jardín de los amores y lecho amoroso, tiembla desde la primavera con el
canto de las ramas. El viento, peinado por las almenas del Muro del Hambre, trae las
fragancias de los bosques de Křivóklát, para añadir a ellas también las de los
matorrales de Petřín; luego las distribuye por las calles de Praga. Este jardín es muy
bello cuando el fuerte sol del verano golpea sus árboles y matorrales; y tiene un
encanto melancólico cuando Praga queda cubierta por las nieblas otoñales. Pero
cuando más hermoso está es en la primavera con toda la blancura de las flores.
Královská obora[17] es un nombre demasiado largo para el lenguaje coloquial de
Praga. ¡Entonces Stromovka![18] Pero lo real hasta hoy murmura desde las coronas de
estos preciosos árboles de cientos de años. Los tonos que emite su vegetación son tan
profundos que no los sabrían tocar ni las cuerdas más fuertes, ni las palabras
humanas.
Si en Petřín la atención de peatones solitarios y de enamorados concentrados en sí
mismos es atraída con frecuencia por alguna vista única sobre el Castillo o sobre los
antiguos monumentos de Malá Strana que se entrevén a través de los árboles, y
viendo tal espectáculo los enamorados hasta dejan de besarse, en los rincones
nostálgicos de Stromovka se pueden sumergir en su amor tan profundamente que
hasta se pueden ahogar en él. Y les acompaña la fragancia embriagadora de las matas
de viejas azaleas.
Pero tenemos que empezar por otra parte.
Una nación tan pequeña en cuanto al número de habitantes como la nuestra, en
los momentos de peligro se une estrechamente a la memoria y la obra de su gente
grande y famosa. Estas sombras vivientes no se pueden separar de los muros de
nuestra capital, donde la mayoría de ellos vivió y trabajó. Y en momentos así, toda la
nación se aferra también a estos muros, que no enmudecen ni mueren jamás.
Me guardo de tocar una cuerda sentimental para que no suene a la melodía que
hoy canta cualquier ensalzador de los tiempos antiguos. En los tiempos antiguos, eso
es verdad, todos los caminos conducían a esta ciudad, mientras que la capital estaba
atravesada por el único camino hacia la esperanza. ¡Cuánto temíamos por su destino
—y por el destino de la nación— cuando aullaban las sirenas en los tejados! Esta
especie de cariño tiene un nombre sencillo: es el amor.
Los sentimientos cubren suavemente el pasado lejano y cercano con un velo de
leyendas y cuentos que, sin intentar dañar la verdad, aligeran los destinos y ayudan,

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en las épocas de desgracia, a pensar en tiempos mejores. ¡Acordaos cuando sobre el
Castillo levantaron una bandera con la cruz gamada!
Estamos callados mirando los sepulcros de nuestros reyes. Sólo un poeta de una
nación grande tiene el coraje natural de describir a sus reyes tal como eran de verdad.
Nosotros, más bien, los queremos o callamos.
Un extranjero, aunque venga con buenas intenciones, no puede entender mucho
estas actitudes nuestras. El poder penetrar su telaraña inmaterial queda sólo para
aquellos que consideran a esta ciudad y a este país como natales.
Pero aun así, nuestra capital nos absorbe por la belleza del panorama de sus
calles, casas y palacios, cambiante con el tiempo y creada de nuevo después de haber
sido destruida por las llamas. ¡Y siempre sigue teniendo para todos nosotros todo su
encanto y toda su belleza! Los agrupa según el orden misterioso de los tiempos y del
genio de sus arquitectos, bajo el dominio del Castillo y de la Catedral. La han
incluido en el pequeño número de las ciudades más bellas del mundo. ¡Qué consuelo
y qué alegría para los miembros de esta nación! Pero hay que preocuparse algo más si
recordamos el destino reciente de otras ciudades europeas.
Las narraciones entusiasmadas de los poetas y los científicos no acabarán nunca.
Escucho con alegría e interés las palabras sobre sus destinos, sus encantos y muchas
historias estrambóticas, tan características de su rostro de piedra, según la crearon los
diversos estilos arquitectónicos y los acontecimientos tempestuosos. Pero el día de
hoy no influye menos en la evolución de la ciudad; es la prisa de los segundos
presentes la que subraya la historia expresiva; y ella es también la garantía y el
testimonio de nuestros derechos y de nuestro esfuerzo de muchos siglos en este
centro del continente no demasiado feliz.
El mismo nombre de la ciudad, en nuestra lengua materna nuevamente modelado
por los labios y el aliento,[19] tiene el género que pertenece a las madres, las mujeres
y las amantes. Para nosotros representa sin duda la madre y la amante y suele ser
dibujada en forma de mujer sonriente a quien no le falta la nobleza de una figura
esbelta. Esta circunstancia añade un afecto amoroso a nuestras relaciones con ella, a
nuestras miradas y palabras. Y aunque sus viejos muros fueron quemados por las
llamas de las guerras y demostraron una dureza más asociada con los hombres, nos
refugiamos con gusto en la tibia y húmeda feminidad de sus jardines, parques y
rincones. Naturalmente, en el cielo de Praga no brillan estrellas más resplandecientes
que en otras metrópolis de este continente; pero, en cambio, no dejamos de descubrir
en ella amenos rincones en los cuales podemos reposar y entregarnos con todo el
corazón, pensando en la vida y los vanos sueños. Y aquellas cualidades que nosotros
mismos dejamos de ver por culpa de su cotidianidad, las descubre un extranjero en
cuanto llega aquí. En otras ciudades no hay ni tiempo ni lugar para esta clase de
reflexiones.
Pero ahora hay que guardar silencio. Dentro de unos segundos, cuento hasta cien,
empezarán a reventar pegajosamente los húmedos capullos de las castañas. Voy a

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contar: uno, dos, tres, cuatro… noventa… ¡ahora!
Habíamos acabado. La chica ponía el bolígrafo y el cuaderno lleno de signos
taquigráficos al lado del maquillaje, del lápiz de labios y de las llaves, y se despedía.
Me incliné hacia su rostro y, medio amistosamente, medio paternalmente, la besé en
la frente. Durante medio segundo se quedó vacilando, luego me sonrió de una manera
deliciosa y me besó en los labios.
Estoy plenamente satisfecho con esta clase de agradecimiento. ¡A mi edad valoro
ya muy alto una sonrisa así!

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25. EL PRIMER AMOR
En la época en que no se podía ni pensar en la enseñanza mixta, en nuestro
instituto estudiaban, en una clase inferior, cuatro chicas. Eran guapísimas. Nosotros,
los de las clases superiores, teníamos prohibido relacionarnos con ellas. Nos lo
habían ordenado. Las muchachas no salían de su clase ni durante el descanso. Sólo
las solíamos ver cuando alguien abría la puerta. Antes de cerrarla, les mandábamos
besos y ellas se reían. Las cuatro estaban sentadas en la última fila, como unas
gallinitas encaramadas a la percha. Al cabo de unos años, se quedaron con cada una
de ellas nuestros compañeros de instituto mayores que nosotros. A una de ellas la
mató de un disparo un tirador imprudente en la barricada de mayo. Ahora me gusta
recordar sus caras bonitas y amistosas. Embellecieron nuestros años escolares, no
siempre muy agradables.
En los años perplejos de la juventud, cuando a uno le cuesta tanto revelar sus
secretos a los demás, a la criatura joven le aflige un sinnúmero de preocupaciones
difíciles de resolver. Pero hay algo que sí puede superarse por ser joven.
En la primavera, cuando los árboles empezaban a florecer, me iba a menudo a
Petřín, al jardín Seminářská zaharada, a lamentarme en silencio, rodeado de la blanca
belleza. En la paz de la primavera consultaba a las nubes flotantes. ¿A quién, si no?
Con ellas no me sentía tan solo y además despertaban mis anhelos. Antes que nada,
anhelos de las lejanías. Naturalmente: no me dijeron gran cosa, pero por lo menos me
alegraron. Siempre se dice que la juventud es despreocupada. Sí, ya sé que los
motivos pueden ser fútiles y ridículos, pero las tristezas y tribulaciones no son menos
graves que las de una persona mayor. Los mayores suelen olvidarse de su juventud y
no suelen recordarla.
En el jardín Seminářská me sentaba en un banco desvencijado, bajo un viejo
frutal. Un verano dio por última vez una cantidad extraordinaria de frutas y el tronco
se partió por la mitad bajo su peso. Una señora viejecita que venía allí a menudo
miraba el árbol destrozado y lloraba desconsoladamente. Ella también tenía ya
bastantes años. Probablemente aquél fuese su último pariente próximo.
En algunos campanarios del barrio de Malá Strana tocaban las dos de la tarde.
Estas mismas campanas las escucharía también el señor Vorel[20] al abrir su
tiendecilla. Encendería su pipa y observaría la desierta calle de Ostruhovní. ¡Ay, Dios,
ya hace más de cien años!
Cuando la primavera llena todos los caminos de Petřín con su aire perfumado, no
sé qué tema sería más conveniente para un joven que el de pensar en las muchachas.
Mentalmente, yo abrazaba a las cuatro muchachas del instituto. Una tras otra, según
me iba enamorando. Pero no sólo amaba a éstas, sino a muchas otras de aquellas
chicas que no podía dejar pasar por la calle sin volverme y que me sonreían.
En la primavera, todas las chicas parecen hechas de aire y de perfume, aligeradas

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por la brisa como para ir a bailar. Resplandecen con colores nuevos y frescos. Son
especialmente dulces y al mismo tiempo frágiles como unas preciosas muñecas de
porcelana que nunca dejan de sonreír. Sobre el respaldo del banco, todo cubierto de
inscripciones, yo escribía a veces cartas enteras con la uña.
Dulce y amada: Estoy suspirando y lamentándome y tú no me oyes. No puedes
imaginar con cuánta ansia te espero. Si estuvieras aquí conmigo, te prepararía un
ramito de violetas y te leería unos poemas que ayer escribí para ti. Y luego
pasearíamos cogidos de la mano por este exquisito camino, bajo los árboles, que
parecen acabarse en sus copas. Después vagaríamos por las amenas callejuelas de
Malá Strana y llegaríamos hasta debajo de las esbeltas ventanas de la catedral. Están
repletas de ángeles. El antiguo órgano tocaría dulcemente una melodía de amor. Al
menos a mí me parece que es una melodía amorosa, porque, cuando la oigo, siento un
ligero y agradable escalofrío y tengo que pensar en las chicas que se miran al espejo.
Aquí acabaría la carta.
No obstante, escuchando aquella tonalidad me imagino además que me estoy
acercando a la chica del espejo. La abrazo y le inclino la cabeza hacia atrás para
poder fijar mi boca con más pasión en la suya, sorber su aliento y su saliva hasta que
los besos tengan el color de la sangre. Por aquella época había leído esto en alguna
parte.
¡No, no! No escribí allí una tontería como ésta. Eso sólo se me ocurría viendo
sobre mi cabeza las vedijas rosadas de las flores del manzano.
Como de costumbre, no tenía ni la dirección ni el nombre pertenecientes a uno de
aquellos rostros de chica en los que entonces pensaba. Por suerte, no era más que un
anhelo inocente que venía, hacía un poco de daño y luego desaparecía para siempre.
Las golondrinas volaban a mi lado y espantaban con su vuelo rápido los sedosos
pasitos de aquellos sueños juveniles.
Cuando las golondrinas vuelan tan cerca de la tierra, es que está a punto de llover.
Que llueva, pues, y que la lluvia cálida lave todas estas remotas necedades.
* * *

El compañero que estaba sentado a mi lado en el instituto me contó que había una
pequeña callejuela en Malá Strana que se llamaba Umrlčí[21] donde hay unas cuantas
casas de citas con rameras. Según él, las chicas no podían salir de allí, estaban
estrictamente vigiladas. Los que más iban allí eran los soldados húngaros. Las
señoritas, que así las llamaban, llevaban ropa interior, sentaban a los soldados sobre
la falda y los soldados las besaban cuando les apetecía. El compañero no sabía nada
más. Estrechándole la mano, le juré que no revelaría nada.
Eran los últimos meses de la guerra y Praga estaba llena de soldados húngaros.
Rápidamente, al día siguiente, me dirigí a Malá Strana. Un poco por curiosidad y
un poco por otra cosa. Desde Žižkov había un buen trecho de camino. El corazón me
palpitaba con violencia. En el mercado quedaban, desde por la mañana, unas pocas

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paradas de fruta y de verdura. El carnicero que tenía su tienda en una casa vendía aún
en su puestecito, donde también tenía su tajo. En el pequeño escaparate colgaban
unos corderos muy blancos. En los cuellos degollados llevaban un lacito rosa. Yo iba
caminando entre las paradas, vacilando; pero rápidamente me decidí y fui a la
callejuela Umrlčí. Estaba a unos pasos. Intuía qué calle era y resultó ser aquélla.
Según el rótulo de hojalata se llamaba Břetislavova, pero según averigüé más tarde,
nadie la llamaba de esta forma. Era la callejuela Umrlčí, porque tiempo atrás pasaban
por allí los cortejos fúnebres que iban al cementerio. El nombre le quedó, aunque el
cementerio había desaparecido hacía tiempo. Era corta y estrecha.
¡Y desierta! No había nadie. Subí a lo largo de las casas y miré con curiosidad las
ventanas de la planta baja. En ninguna parte se movió la sucia cortina. Seguramente
la primera hora de la tarde no era el momento del amor. Tal vez las chicas dormían la
siesta. En la colina, me volví con decepción y bajé otra vez. Al llegar a la última casa
de abajo, oí unos suaves golpecitos en la ventana. Miré hacia allí. La cortina se corrió
y al lado de la ventana había una chica con una trenza morena sobre el hombro. Me
quedé petrificado de sorpresa.
Cuando se dio cuenta de mi mirada de espanto, sonrió y me dijo algo. Pero yo no
oí su voz a través del cristal, la calle es tan estrecha que me hubieran bastado dos
pasos para atravesarla. Se la puede saltar fácilmente. Miré otra vez, ahora con más
tranquilidad, a la ventana cerrada. La chica era bonita; al menos, así me lo parecía.
Me sonreía amablemente y yo dejé de sentirme asustado. Cuando reconoció mi
tímida vacilación, con un solo gesto se desabrochó la blusa blanca. Creo que me puse
pálido del susto y que, después, se me subió toda la sangre a las mejillas, mientras
que miraba intimidado los desnudos pechos de la muchacha. Me quedé allí, perplejo,
como si a mi lado hubiese caído un rayo. La chica sonreía y yo me tambaleaba. Todo
aquello duró sólo unos segundos. Mientras tanto, la muchacha se volvió a abrochar,
muy lentamente, y con un gesto de la mano me invitaba a entrar. Luego, la cortina se
cerró.
Emprendí una confusa huida.

Quería estar solo y corrí a toda prisa a lo largo de la calle Vlašská; no paré hasta
llegar al final de la escalera de Petřín. Después, me dirigí al jardín Seminářská.
El jardín estaba inundado de flores. ¡Qué suerte que los árboles floreciesen
precisamente entonces! Debajo de sus ramas envueltas en flores me sentía bien. La
belleza nos hace reconciliarnos con el mundo. En el melódico zumbido de las abejas
ordené mis pensamientos hasta cierto punto y me tranquilicé. Obligué al corazón a
que se quedara callado.
Desde mi juventud, cuando aún no me daba cuenta de ello, pertenecía a los fieles
partidarios de uno de los más bellos mitos que hay en el mundo. Creía en el mito
amoroso de la mujer. Hoy ya es difícil de encontrar. Las mujeres han abandonado su
aureola invisible y por eso se peinan de otra manera. ¡Qué lástima! No hay en el

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mundo nada más hermoso que una flor desnuda y una mujer desnuda. Ya sé que estas
bellezas son muy conocidas, pero aun así siguen siendo misteriosas y queremos
redescubrirlas otra y otra vez.
No es que quiera ensalzar los viejos tiempos. Seguramente también fueron malos
y no valieron nada. No obstante, me tengo que preguntar a dónde se fue la timidez
amorosa en la mayoría de los hombres, en dónde desapareció el respeto caballeresco
hacia la mujer. En el juego del amor, éstas eran unas ceremonias encantadoras que lo
enriquecían y lo hacían durar más. De verdad que no soy ningún moralista, pero me
parece que la mayoría de las mujeres también desprecia ahora esta clase de
comportamiento y lo ha rechazado.
La primera aparición del cuerpo femenino que me ofreció una ventana en la
planta baja llena de polvo cayó en mi corazón como una bomba de efecto retardado.
No dejaba de tener su imagen clara y resplandeciente ante los ojos. Me acompañaba
siempre y representaba para mí todo lo que más anhelaba en aquella época, cuando ya
empezaba a tener unas verdaderas ansias de amor.
¡Qué púdicas y enrojecidas, como de virgen, me parecían aquellas dos flores
redondeadas, con las cuales florece el cuerpo de la mujer al encuentro del amor,
cuando el tiempo de la infancia se acerca a la móvil frontera de la feminidad! No
deseaba otra cosa que poder descansar la cabeza entre ellas y apretar la boca sobre
aquella delicia y aquella fragancia. Pero el miedo me ataba los pies con una cuerda
invisible.
Tenía la sensación de que era el amor lo que me sollozaba en el pecho, de que oía
la pulsación de su sangre en la mía. La pobre muchacha de la calle Umrlčí se bañaba
en mis ocultas lágrimas, en el fondo de mis ojos. Así como la circunstancia
deplorable de la casa de citas me tenía que repugnar, la imagen de la chica me
empezó a atraer inexorablemente. Estaba convencido de que esta fuerza sólo puede
venir del poder de un amor verdadero. Y eso me daba miedo. Tenía una sensación
como de estar comprometido con aquella chica. Para siempre.
En aquel tiempo, los cuatro rostros amenos, puros y bonitos de los bancos
estudiantiles de nuestro instituto se hundían entre las sombras y desaparecían como
cuando bajamos despacio la mecha de lino en una lámpara de petróleo encendida.
¡Vaya por Dios —hubiera dicho mi madre—, qué broma!
Pero no me atrevía a entrar en el sombrío pasillo en busca de la chica. Como si en
el umbral hubiera un perro rabioso y violento, como si el pomo de la puerta hubiera
estado incandescente, vagué muchos días por aquellos lugares. Algunas veces ni iba
al instituto. Pero ya no volví a ver a la chica. La ventana estaba muda y ciega. Yo
inventaba que tal vez estaba enferma y me convencía a mí mismo de que quizás
necesitaría que yo me sentara sobre su lecho y le tomara la mano. Pero no me atrevía
a entrar en la casa. Maldecía mi propia timidez pero cada vez que me volvía a
encontrar delante de la casa, aunque antes había decidido firmemente que entraría,
que esta vez sí entraría, me decepcionaba a mí mismo y, casi mecánicamente, mis

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pies me llevaban a lo largo de la negra entrada. Hasta yo mismo me sentí ridículo.
La pobre chica, desgraciada y tal vez ni siquiera bonita, me acompañaba a todas
partes mientras erraba. Estaba conmigo todo el día, era la muda acompañante de mis
tristes pensamientos. Iba incluso por la noche y sus pechos, seguramente manoseados
hasta llorar por las ávidas manos masculinas, me brillaban, seductores, a través de la
oscuridad. Conmocionado, le ponía sobre su cabello moreno una corona verde, una
vez con violetas, otra con prímulas. Me miraba con algo de asombro. Llevaba una
falda chafada y sucia. ¿Y qué? ¿Qué clase de poeta era yo? Malo, o mejor dicho
ninguno. ¿Y qué clase de amante?
Al final me esforcé y decidí firmemente que tenía que dar aquellos pocos pasos
fatales. Me compelía el deseo. Si me atrevo a girar el pomo de la puerta todo será
fácil. ¡Sólo dar esos pasos! Iba a cerrar los ojos y a apretar los labios. ¡Era cuestión de
unos segundos! Con esta resolución llegué hasta la casa. Pero en el umbral había una
vieja desconocida. En seguida se dio cuenta de mi miedo y me cogió del brazo para
llevarme dentro. Con su boca sin dientes me susurraba algo obsceno sobre señoritas
guapas que estaban esperando que las eligiesen. Me arranqué de su mano y me alejé
apresuradamente.
Durante unos cuantos días, no volví al barrio de Malá Strana. Y otra vez me
juraba a mí mismo que superaría aquel miedo, aquella cobardía. Pero esta vez,
cuando acababa de entrar en la calle, vi, delante de la casa adonde me dirigía, una rata
enorme sobre el pavimento. Arrastraba en los dientes algo sucio. Me vio en seguida,
pero se paró tranquilamente y me observó con sus ojos rosados. Sólo al cabo de un
momento saltó sobre el umbral y desapareció por el pasillo en el que yo estaba a
punto de entrar. Me volví asqueado y nunca más he vuelto a pasar por aquella
callejuela.
Pero durante mucho tiempo estuve convencido de que en mi vida no sentiría
nunca una felicidad tan grande, de que nunca vería algo tan milagrosamente
sorprendente como lo que sentí y vi aquel hermoso día en la ventana llena de polvo
en la calle Umrlčí, en Malá Strana. En abril, cuando florecían casi todos los árboles
en el jardín Seminářská y hacía tan buen tiempo.
¡Qué hermoso era!
Cuántas veces, recordando esta aventura, he suspirado: ¡Cómo es posible
equivocarse tanto!

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26. EN LA TUMBA DEL RABINO LÖWE
Hace unos años, el arquitecto parisino August Perret, el que construyó la catedral
de Raincy, vino de visita a Praga. Apenas salió de la estación, sus alumnos y amigos
le preguntaron qué es lo que le gustaría ver primero. Y Perret contestó, un poco
sorprendido de la pregunta:
—¡El antiguo cementerio judío, naturalmente!
Este famoso monumento es como un reproche. ¿Cómo pudieron permitir, los
encargados y los no encargados, que se cortasen partes del cementerio judío para
obtener parcelas y construir allí unos estúpidos edificios de pisos, que todavía están
allí para vergüenza de sus promotores? Las cinco sinagogas, el cementerio y los
restos del ghetto constituirían hoy un área histórica, significativa también por la
tradición de los sabios rabinos de Praga y coronada por las leyendas judías, famosas
mundialmente.
Una vez estuve en el antiguo cementerio judío con el poeta Nezval. Fue por
aquellos años en que nuestros versos eran tan jóvenes como las muchachas de las
primeras clases del instituto.
En aquellos tiempos, aunque creo que más tarde también, a Nezval le excitaba
todo lo que estaba marcado por el misterio y el romanticismo. Sé positivamente que
visitaba a las clarividentes, que soñaba con una bola de cristal, que se hacía adivinar
el futuro por la letra y por la mano, y este último arte incluso lo aprendió. Estudiaba
cuidadosamente los libros sobre astrología y los horóscopos. En el oficio de
interpretar los horóscopos le inició el dramaturgo Jan Bartoš. Es sabido que hasta se
predijo su propia muerte. Afirmaba que moriría en Semana Santa. Si no recuerdo
mal, murió en Sábado Santo. Pero seguramente no esperaba que sería tan pronto.
Nos alejábamos del café Hanavský pavilón, donde algunas veces nos tomábamos
una copa de ajenjo. Esta era nuestra ceremonia entre los poetas. No solíamos tener
dinero para otra cosa. Luego Nezval me propuso que fuéramos a ver el antiguo
cementerio judío.
Los judíos ponían siempre piedrecitas sobre el sepulcro del rabino Löwe y
pronunciaban sus deseos, pidiendo al rabino milagroso que atendiera a su ruego. Pero
según decían, era más eficiente escribir el deseo sobre un trozo de papel y echarlo por
un agujerito que había entre dos tablas. Nezval arrancó de la agenda dos papelitos y
me dio a mí uno. Él escribió: «Quiero ser un célebre poeta checo y vivir hasta los
noventa años.» Y, envuelto en un aire de misterio, echó la nota en el sepulcro. Como
sabéis, el rabino atendió su primer ruego. El segundo no.
Yo escribí un solo deseo, menudo, pero ardiente, y se hizo realidad poco tiempo
después. Fue un hermoso día de primavera, en el parque de Stromovka.

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27. LA SEÑORITA TOYEN
Nunca he dormido hasta tarde por la mañana. Solían despertarme mis poemas y
escuchaba con gusto el murmullo melódico de sus palabras. Me gustaba el cielo
amarillo y rosado de la mañana y esos besos que se dan cuando uno está medio
dormido aún. Pero cuando los versos más insistentes me arrastraban por el cabello
fuera de las tibias sábanas, me sentaba en la mesa y escribía. Todo lo demás podía
esperar.
Me gustaba escribir los poemas incluso sentado a la mesa de la cocina, mientras
mi mujer trabajaba ablandando escalopas o rellenando un pollo. Me gusta el olor de
algunas especias. También solía escribir en un café lleno de gente y humo.
Pero empezaré por otra parte.
Delante de nuestra casa de Žižkov, en la antigua avenida de Hus, a la hora en que
volvían los obreros de las fábricas, solía encontrar a una chica extraña, pero
interesante. Durante mis años estudiantiles, las mujeres todavía no llevaban
pantalones con tanta naturalidad como hoy.
La muchacha, que probablemente regresaba a casa, llevaba pantalones de lino
burdo, una camisa de pana masculina y una gorra de visera en la cabeza. Calzaba
unos feos zapatos.
Pero su rostro de chico tenía algo atractivo y dulce. Incluso cuando sonreía, su
expresión era más melancólica que llena de despreocupación juvenil. Esto
contrastaba mucho con su tosco exterior de trabajo. Varias veces me volví a mirarla.
Cuando ella se dio cuenta de esto y vio que no lo hacía sólo por curiosidad, me
sonrió. Desde entonces éramos en cierto modo como amigos, aunque nunca me atreví
a dirigirme a ella.
Hasta unos años después no me enteré de que entonces trabajaba en un taller
donde se fabricaba jabón. Tenía las manos resquebrajadas y quemadas por los
corrosivos. Pero un día desapareció y la busqué en vano desde entonces a la hora
acostumbrada.
En la vida del hombre suele haber unos cuantos momentos, pero no muchos, que
incluso después de años, se quedan frescos en nuestra memoria. Y son más que
inolvidables. Después de largo tiempo tenemos todavía la impresión de que hace muy
poco que los experimentamos. Un momento así representa para mí el primer
encuentro completamente casual con Karel Teige. Veo con precisión su rostro sin
afeitar desde hacía tiempo, su sombrero de tela arrugado, «graciosamente
descascarado», según decía Milena Jesenská,[22] nuestra posterior amiga, sus gestos
firmes y sus bellos ojos negros. El escritor S. K. Neumann me presentó a Teige en un
bar de la calle Štěpánská. Me lo presentó informalmente:
—Aquí tienes a uno más. Todavía no es nada, pero seguramente será un poeta
lírico. Ocúpate de él y ya veremos. Tengo aquí algo suyo y no está mal del todo.

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Luego volvimos con Teige, a través de la plaza Václavské, a nuestro viejo café
Slávie. Pero no entramos. Era una bonita tarde de primavera y aquella parte de Praga
estaba llena de los perfumes de Petřín. Hasta el río olía en aquella última hora de la
tarde y nosotros caminábamos por el muelle, a lo largo de la antigua barandilla, por el
paseo al que entonces iban muchos escritores y artistas que yo, en aquella época,
conocía muy poco. Teige me recitaba poemas que encontraba rápidamente en su
amplia y rica memoria. De esta manera, oí de su boca por primera vez el poema de
Apollinaire «Sous le pont Mirabeau», que más tarde traduje por sugerencia de Teige
y que se ha citado mucho en nuestro país. Luego, cuando empezó a alabar la lengua
francesa, me lo ilustró con una silenciosa recitación de los poemas más conocidos de
Verlaine. Sí, silenciosamente. Más bien los susurraba, como si sólo lo hiciera para sí
mismo. Más tarde me di cuenta de que, después de la recitación de Šalda en una de
sus actuaciones públicas, creo que en el café Mánes, era la recitación más apropiada
que jamás había oído, quizás más efectivo que la lectura misma. No soy muy
partidario de la recitación. Pero Teige más bien exhalaba los versos y, cuando
aspiraba, parecía como si inhalase la belleza y la fragancia. Los decía ardientemente,
pero no era un fervor intencionado. Y de la misma manera sonaba su melodía oculta.
Durante mucho tiempo estuvimos paseando desde Slávie hasta el puente Novotného
lávka y cada vez que nos acercábamos a los molinos donde el agua emitía su fuerte
murmullo, tenía que hablar en voz alta para que le oyera.
Hace tiempo que aquellas palabras y rimas han volado a la eternidad; hace tiempo
que enmudeció la voz de Teige; pero la presa de los molinos no ha dejado de
murmurar.
Teige sabía el francés muy bien. Más tarde, en París, volví a darme cuenta de la
belleza de esta lengua; me parecía que hasta un sencillo vendedor del mercado
recitaba versos cuando hablaba.
En seguida intimé con Teige. Desde aquel día, nos vimos casi a diario. En su casa
o en un café. En él encontré una persona cuya amistad fue realmente positiva; entre
otras cosas, me abrió las puertas del mundo del arte.
Bueno, el grupo Devětsil no se dejó esperar. En el instituto de la calle
Křemencova estudiaban entonces varias personas muy dotadas. Entre todos Adolf
Hoffmeister, un poco mimado por su familia rica, y no obstante un buen amigo. Y
éste no forma parte en aquella época de los miembros más activos. No era nada difícil
conocer a esta gente y así nació Devětsil. Vladimír Štulc fue uno de los primeros.
Habíamos decidido de antemano con Teige el programa y la misión de la asociación.
Pero tengo que admitir que yo no hice más que secundarle, porque Teige ya lo tenía
todo pensado y preparado.
Entre los primeros miembros, aparte de Adolf Hoffmeister, tengo que citar a los
pintores B. Wachsman y Ladislav Süss. El primero tenía mucho talento desde el
principio. Luego, al escritor Karel Vañék y a los arquitectos Jaromír Krejcar y Karel
Honzík. Y también a un miembro un poco alejado, autor de un solo libro, pero

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bastante interesante: la colección de poemas Flores artificiales, de Josef Fric.
Eramos exactamente nueve. Pero, de hecho, no fue ésta la razón del nombre de la
asociación.[23] En aquella época acababa de salir el libro El jardín de Krakonoš, de
los hermanos Čapek, y lo estuvimos hojeando en busca de algún nombre apropiado.
Hoffmeister sugería «helechos de oro». Fue rechazado. Y en el mismo libro, Teige
descubrió: «fárfara». Este nombre fue aceptado unánimente.
El nombre de una planta medicinal, misteriosa y extraña, que además incluía en la
palabra la mágica cifra nueve, nos parecía el más apropiado.
¡Viva Devětsil!
Y Hoffmeister tocó en el piano de la casa de Teige un aire de fanfarria lleno de
júbilo. En aquellos días éramos nueve, pero nuevos miembros venían sin parar.
Lástima, no sé llevar crónicas; pero espero que todo esto esté escrito en alguna parte.
¡Aunque no sé dónde!
Una noche, un poco tarde, me dirigí como casi cada día, para pasar un ratito, al
café Národní. Me encontré allí con Teige y Nezval, éste bastante excitado. En seguida
me di cuenta de aquel estado de Nezval. Junto al pintor Jindřich Štyrský, también
estaba sentada allí una muchacha interesante y sonriente que no conocíamos. Era la
pintora Manka; nos la presentó rápidamente su acompañante. Venían para hacerse
miembros de Devětsil.
Nezval estaba entusiasmado.
Era Manka Čermínová. Cuando me estrechó la mano durante unos segundos, yo
no podía respirar y estaba sorprendidísimo. Aquella muchacha era mi conocida de la
calle de Hus. Sobre su rostro puro también voló una sonrisa llena de asombro. Pero
ninguno de los dos dijo nada. Štyrský sólo le llamaba sencillamente Manka. Decían
que no le gustaba su apellido. No sé por qué. Ahora, en vez de unos zapatos feos,
llevaba un ligero y elegante calzado, aunque en la calle había fango de nieve. Tenía
unas medias de última moda. Así que Devětsil contaba con dos miembros más,
pintores, gente joven e interesante. Los dos admiraban con todo su corazón a Braque
y a Picasso; al parecer la joven pintora trabajaba un poco a la sombra de su amigo
mayor. Pero como vimos en seguida, no era exactamente así. Poco tiempo después de
incorporarse a nosotros sus cuadros cubistas se hicieron más líricos, seguramente
bajo la influencia del poetismo, que entonces inventábamos y propagábamos a toda
prisa. Y unos años más tarde, cuando André Breton abrió las ventanas del
surrealismo, Nezval, Teige y ambos pintores aceptaron de buena gana las ricas
posibilidades de su universo fantástico e inexorable. Pero entonces ya hacía tiempo
que se había expresado el talento personal y femenino de Manka Čermínová.
¡Pobre Štyrský! Pasó sus años jóvenes enfermo. Murió joven, durante la guerra,
en medio de su obra artística excepcional. Acortó su vida bebiendo mucho. Éste era
el destino de su familia. Su padre había sido alcohólico y murió de una manera
terrible. Estando borracho, cayó sobre una estufa encendida y murió literalmente
quemado vivo. Štyrský mismo nos lo contó.

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Manka se sentaba fielmente junto a su lecho.
Pero me estoy adelantando.
A Štyrský y a Manka los aceptamos con alegría entre nosotros, como a buenos
amigos. Admirábamos sinceramente sus cuadros. A la pareja se agregó más tarde otro
pintor, éste con menos talento: Jiří Jelínek, de Beroun. Pero era un buen amigo. Ya ni
me acuerdo de sus pinturas. No había muchas. Durante la guerra, fue ejecutado por su
abnegada actividad ilegal.
Manka Čermínová nos pidió durante mucho tiempo, a Nezval y a mí, que le
buscásemos un buen seudónimo. Se nos ocurrieron tal vez una docena de nombres,
pero a ella no le gustó ninguno. De hecho, a nosotros tampoco. Hasta un día en que
estaba sentado con Manka en el café Nacional. Manka estaba a punto de inaugurar
una exposición suya. Y no quería exponer bajo su propio nombre por nada del
mundo. Mientras se alejó un momento para ir a buscar una revista, le escribí sobre
una servilleta con letras grandes: TOYEN. Cuando lo leyó a la vuelta, lo aceptó sin
pensárselo dos veces y todavía lo lleva hoy; nadie la llama de otra forma y no creo
que su verdadero nombre figure en otro sitio, a no ser en su pasaporte, de todas
maneras caducado.
Seguramente habrá olvidado aquel momento del rincón del café Nacional.
Después de muchos años le hicieron una entrevista en París y, a la pregunta de un
checo, contestó que su nombre tuvo su origen en la palabra francesa «citoyen». Sí,
parecía probable, pero no fue así. Como padrino de su seudónimo, he fracasado.
Lástima: si se hubiera recordado más exactamente, tendría un recuerdo de la ventana
del café que ya no existe y de un bello momento de nuestra juventud.
Nezval, que en aquella época estaba empleado en la redacción del diccionario de
lengua checa de Masaryk, estaba, como siempre, un poco impaciente. No pudo
esperar hasta llegar a la letra T, y ya que los manuscritos sólo habían llegado hasta la
C, escribió rápidamente la entrada Čermínová Marie. La escribió con entusiasmo.
Cuando se publicó el diccionario, en una reseña de un periódico se sorprendieron por
esta entrada, porque a Marie Čermínová la conocía muy poca gente.
Creo que pocos pintores fueron honrados de esta forma en los siguientes
volúmenes del diccionario.
Era una chica agradable y bonita. La queríamos todos.
De la misma manera que no le agradaba su apellido, también se avergonzaba de
su sexo femenino. Siempre hablaba de sí misma en forma masculina. En principio
esto nos parecía algo extraño y grotesco, pero con el tiempo nos acostumbramos.
Recuerdo un hermoso diálogo, después de medianoche, en una calle praguesa.
Nos detuvimos a tomar una copa; fuera, helaba. Toyen estaba viviendo en casa de su
hermana, en la estación de Smíchov. Su cuñado trabajaba allí como jefe de estación.
Llamamos un taxi y sentamos a Manka adentro, pero antes de ponerse el coche en
marcha, Manka abrió la ventanilla, abrazó a Teige y le comunicó con voz trágica:
—¡Adiós! Soy un pintor triste.

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Teige le recomendó que se sentase en un rinconcito y todos le deseamos de todo
corazón que durmiese bien. ¡Y buenas noches!
No lo oyó todo, porque el coche se alejaba ya, llevándose a la pintora triste a
Smíchov. Naturalmente no creíamos en su tristeza. Toyen era animada y alegre;
hablando, decía directamente lo que pensaba y nos encontrábamos bien en su
compañía.
¡Los cafés de Praga! Los restos que nos quedan hoy no pueden ser un testimonio
sobre la vida de los cafés entre las dos guerras. Tenían carácter, a menudo muy
distinto el uno del otro. A los más tranquilos iban los estudiantes, y los lectores de
diarios tenían allí toda la prensa conseguible de Europa. Algunos periódicos
extranjeros llegaban el mismo día. En el centro de la ciudad había cafés de lujo, muy
visitados por las damas mundanas. En esta clase de cafés los camareros se afeitaban
dos veces al día, cosa que entonces me parecía increíble. Luego hubo cafés
frecuentados por los artistas. Los actores iban a Slávie. También nosotros nos
sentábamos allí cuando queríamos estar solos. Pero en el café Nacional que hoy ya no
existe, solíamos estar a diario. En cierta época visitábamos también el Metro.
Al café Unionca, situado en un palacio de la esquina de las avenidas Národní y
Perštýn, iba la gente en tiempos más viejos. Cuando se acercaba su fin —estaba
bastante decrépito— sólo lo visitaban los contemporáneos, los amigos y los deudores
del amo, el señor Patera. Yo también le debo dos cafés. A los cafés de invierno iban
los enamorados para poder estar cogidos de la mano por debajo de la mesa. En el café
Nacional, los muchachos invitaban a sus amigas a una copa de arroz helado con
melocotón y nata.
Unos antiguos versos de Gellner, con los que el poeta se despedía de los cafés
vieneses, eran incomprensibles para nosotros:

Dura es la despedida del teatro de revistas


donde cantaba un pobre coro por la noche;
y de los cafés. ¡Cuánto me gustaba su aburrimiento!
Dos años jóvenes pasé sentado allí.

Pero nosotros, en los cafés de entonces, no nos aburríamos nunca. Todo lo


contrario. Las salas estaban llenas del murmullo de las alegres voces, del ruido de los
pasos, de las sillas y sillones arrastrados y del tintineo de los vasos y los platos. No,
silencio no había allí. O tal vez sólo lo había por la mañana. Pero tengo un amargo
recuerdo de una visita matinal. En el café se discutía, se hacían planes, se producían
polémicas apasionadas y nunca se tenía la sensación de haber perdido el tiempo. Allí
se podían leer todas las revistas culturales y las caras revistas extranjeras con
fotografías. La erótica La vie parisienne era de las más leídas y al cabo de unos días
estaba rota como una bandera después de una guerra. Las señoras miraban las modas

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extranjeras y algunas incluso arrancaban las páginas cuando el camarero no miraba.
Y sonreían cuando se enfadaba el camarero que compraba las revistas.
Después de una noche pasada en vela discutiendo, el poeta Hora y yo estábamos
en el café Nacional, medio vacío.
En el guardarropa[24] todavía no había nadie, así que echamos los abrigos y los
sombreros sobre las sillas vacías y continuamos en la larga conversación nocturna.
Llevaba más o menos una semana de casado y mi mujer me regaló con sus ahorros un
precioso abrigo de tela inglesa y me compró, en la mejor tienda, un elegante
sombrero de terciopelo y unos guantes de gamuza. Hasta me consiguió un bastón de
bambú. Entonces estaban de moda. Vestido así, seguramente tenía un aspecto
extraordinario. Todos me tomaban el pelo. Cuando al cabo de dos horas nos
levantamos para irnos a casa, no encontramos en la silla ni el abrigo, ni el sombrero
ni los guantes. Incluso el bastón desapareció. Hora comentó fríamente que era el
castigo por mi elegancia exagerada. Me sentí muy triste. El ajado abrigo de Hora,
naturalmente, lo encontramos sobre la silla.
Lo único que nadie tomaba en las cafeterías era café. Era legendariamente malo.
Las dos coronas que valía eran como pagar la entrada, en el invierno, a una sala
cálida y, en el verano, a un local lleno de humo. Además, el ambiente amistoso
siempre valía la pena. En el café Nacional nos solíamos sentar al lado de la ventana,
en un rincón. Cerca de nuestra mesa hubo el asiento del profesor Pekár. Se sentaba al
lado de un montón de diarios. Fumaba puros y a veces parecía que nos escuchaba con
un oído. ¡Pues que escuchase!
Con la señorita Toyen —pero no, así no la llamábamos nunca— hojeábamos,
desdeñosos, la revista Volné Směry.[25]
¿Dónde están aquellos hermosos y un poco traviesos días cuando no nos
tomábamos en serio casi nada? Éramos jóvenes, nos gustaban las señoritas bellas y
elegantes y Toyen nos aseguraba con insistencia que ella pecaba de lo mismo; pero
creo que aquello no era más que un juego y una parte de su autoestilización
masculina, que tanto le agradaba.
De todos modos, no teníamos nada en contra.
El arquitecto Bedřich Feuerstein era, me parece, un poquito mayor que nosotros.
Pero ya era un hombre y artista hecho. Ya se estaba acabando su edición monumental
del Instituto Geográfico y el Teatro Nacional había hecho varias escenificaciones
suyas, plásticamente elegantes, sorprendentes. Cuando Teige y yo estuvimos en París
por primera vez, ya en las primeras horas topamos con Feuerstein. Junto con Šíma
nos iniciaron en la complicada belleza de esta ciudad. Según me acuerdo, este
hombre elegante e interesante no compartía con nosotros muchas de las locuras que
hacíamos al principio de nuestra carrera artística, como, por ejemplo, la primera
exposición de Devětsil.
Él era entonces amigo de los hermanos Čapek y de los Tvrdošíjný. No obstante,
entraba también en nuestros círculos, se hizo amigo nuestro y al final se encariñó con

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nosotros. Le correspondíamos con una cierta confianza y respeto.
Y este hombre, de repente, se enamoró de Toyen. Me parece que con bastante
insistencia. Sabíamos que no solía tener suerte con las chicas. Él mismo lo admitía.
Por eso prefirió confesar su súbito ardor a alguien. Me eligió a mí. Naturalmente se lo
conté en seguida a Manka. Esperaba que me despidiera con unas palabras frías. Pero
no fue así. Lo escuchó con una sonrisa que podría decirlo todo o nada al mismo
tiempo.
Un día Feuerstein apareció en el café y sacó de su cartera una rosa muy
graciosamente envuelta.
La desenvolvió y se la dio a Toyen con estas palabras:
—A la musa de Devětsil.
Las rosas no eran lo que más agradaba a Manka. Puso la hermosa flor en un vaso
con agua y dejó de hacerle caso. Temía que se le olvidara en la mesa. No consideraba
esa manera de galanteo como la más agradable.
Ya no me acuerdo cómo terminó aquella pequeña historia de amor. Creo que de
ninguna manera. Se deshizo silenciosamente. También por el hecho de que
Feuerstein, al cabo de poco tiempo, se fue al Japón, invitado por el arquitecto checo
Reimann. Pero la palabra musa se quedó colgada de alguna manera en las nubecillas
de humo de encima de la mesa.
Admito que una tal designación de una mujer joven y bella me complacía, aunque
Teige lo comentó con una burla. Seguramente no tenía a Toyen por la más ideal para
esa antigua misión, ni la palabra musa le cabía en el diccionario moderno. En cambio
yo, en silencio, inauguré a Toyen en esta gloriosa función. Aunque no había bebido
con las hijas de Zeus de la sagrada fuente de Hipocrene, la cual, según el profesor
Entlich del instituto de Žižkov, salió bajo el golpe del casco de Pegaso, Manka era
bastante bonita y amaba la poesía; entonces, ¿por qué no?
El destino de Feuerstein fue trágico. Una grave enfermedad nerviosa le condujo
hasta el puente Trojský y allí terminó su vida con un salto al agua. Como hombre y
como artista era inapreciable. Nezval compuso un bello poema sobre él. Pero creo
que se merecía uno aún más hermoso.
Con su presencia, Toyen incrementaba una agradable atmósfera creadora.
Participaba en todas las conversaciones y polémicas y tenía una firme fe artística.
Gustaba a muchos. Es que también creaba atmósfera con su atractivo de chica.
Escribí unos poemas sobre ella. Publiqué algunos y Toyen me sugirió que tradujera el
ciclo de sonetos lesbianos de Verlaine. Tres de ellos publicó Štyrský en su Revista
Erótica.
Poco después de acabar la guerra —Štyrský ya no existía—, Toyen se marchó a
Francia.
Desapareció en París como en una ventisca de nieve. ¿Pero nieva en Francia tan
espesamente como aquí? No lo sé. El caso es que desapareció en la inundación de
luces en los bulevares. O se perdió en el brillo de los diamantes exhibidos en la Rue

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de la Paix. Se convirtió en francesa y hay poca probabilidad de que algún día
atraviese de nuevo el puente Carlos.

Ahora ya no me levanto tan temprano. Pocas veces los versos me arrancan de las
sábanas. Me gusta dormir aunque el cielo esté todo rosado. Una persona de edad a
punto de llorar en cada emoción. Y con frecuencia me duermo aunque truene. Los
ancianos duermen para irse acostumbrando: cuando se duerman para siempre,
dormirán una eternidad tras otra.
Ya han muerto Teige y Nezval. También Štyrský, Feuerstein, Wachsman y
Muzika. Han desaparecido Josef Havlíček y Honzík, y los poetas Halas, Biebl,
Hořejší, Vančura y Hora. Han muerto muchos de aquellos con los que vivíamos y con
los que experimentábamos nuestras alegrías.
Sólo quedamos Toyen y yo. Hace poco, Toyen me envió un recuerdo de París.
Ya está llegando mi hora. Pero tengo un deseo arbitrario e irrealizable. Me
gustaría vivir hasta el próximo milenio. Al menos un día, o dos, o tres, y echar un
vistazo sobre los mejores tiempos de los años que vienen.
De todos modos, este siglo parecía un trapo de carnicero: No dejaba de correr en
él la espesa sangre negra.

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28. UNA CAJA LLENA DE MAR
A partir del momento en que me topé, al lado del Teatro Nacional, con dos
marineros austríacos, decidí firmemente que sólo trabajaría como marinero. Aquellos
hombres estaban bronceados, tenían unas figuras esbeltas y a primera vista parecían
atrevidos y valientes. Al menos así los vi yo. Tenía diez años, iba a cuarto curso y
conocía el mar sólo por lo que me habían contado. En sus elegantes gorros tenían
escrito con letras doradas «Viribus unitis» y el aire del río jugaba con las dos cintas
negras que colgaban por detrás del gorro. No podía apartar la vista de ellos y los
seguí como hechizado hasta la calle Ovocný trh. Las cintas ondeantes me encantaron
de tal modo que, desde aquel momento, me entregué a las bellezas enigmáticas del
mar.
En la sala de estar de mi casa teníamos la reproducción de un óleo de Knüpfer.
Representaba el mar hasta perderse de vista y en las rocas de la costa estaban
sentadas tres ninfas. Las olas que rodeaban las rocas acariciaban amorosamente su
graciosa desnudez.
Me gustaba mirar el cuadro cuando pasaba ante él, al menos de reojo, aunque
tengo que admitir que me atraían más las ninfas que el mismo mar. En cambio, me
paraba regularmente delante de los escaparates de las pescaderías donde tenían
algunas veces unos cangrejos y unas gambas que habían sido cocidos hasta ponerse
rojos. Me inventaba la belleza exótica del fondo del mar para acompañarlos y me
imaginaba cómo los cangrejos huían, al lado de las actinias, y agitaban las pinzas de
una manera amenazadora.
Era septiembre, empezaba el colegio y mi madre decidió comprarme un traje
nuevo. En el viejo ya se me salían l os codos.
Me costó mucho trabajo persuadir a mi madre de que, en vez de un traje normal,
me comprara uno de marinero, con una gorra en lugar del vulgar sombrero
acostumbrado. Ocurría que mi madre había visto una vez a dos chicos que se
peleaban en la calle, golpeándose con los gorros, e imaginaba qué aspecto podría
tener una gorra marinera. Pero al final, sí, levantó una de las tazas de un armario y
contó las coronas. Y nos fuimos. Cerca del teatro Stavovské, en la calle Železná, tenía
el señor Hirsch una tienda con vestimenta de chicos. Los padres nos enseñaban las
quietas figuras de los maniquís que había en el escaparate y las ponían como
modelos:
¡Un aspecto así tendrías que tener! ¡Por lo menos el domingo!
Y entre aquellos maniquís había también un pequeño marinero, con la mano sobre
la frente como si estuviera mirando las luces del faro desde su barco. Los trajes
marineros estaban de moda, pero yo no lo sabía. Al ver al chico me emocioné tanto
que el corazón me empezó a palpitar fuertemente. Mi madre estuvo mirando el
escaparate durante mucho tiempo y aún me quería persuadir. Pero cuando vio mi cara
bañada en lágrimas, no dijo nada más y entramos en la tienda.

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La marinera y los pantalones eran de tela barata; la gorra, en cambio, estaba
rodeada de una cinta sobre la cual estaba escrito con letras doradas «San Marino» y
llevaba dos cintas negras. El mismo día fui a la calle Krásova, que era muy pendiente
y dos veces bajé a galope hasta el tranvía. Casi me atropello en una de ellas. Todo
esto para que me ondeasen las cintas. Y las cintas volaban en el aire y yo estaba en la
cima de la felicidad.
Mis sueños marineros continuaban, con pequeñas evoluciones.
En mi clase en la calle de Palacký tenía un compañero; corrían rumores de que
estaba enfermo. Era de familia pobre y numerosa. El muchacho, llamativamente
pálido y flaco, tosía a veces. El maestro, al que todos queríamos sinceramente y que
quedó grabado imborrablemente en nuestras memorias, miraba a veces el rostro del
chico lleno de preocupación. Y probablemente fue él quien avisó a una organización
caritativa que se ocupaba de la salud de los niños escolares e hizo que se encargase
del muchacho. Y la organización mandó a nuestro compañero al mar Adriático.
Al cabo de dos meses el chico regresó. Había cambiado. Las mejillas morenas se
le rellenaron, los ojos, antes como inundados y tristes, miraban alegremente el
mundo. ¡Nos costó reconocerle! Y cuando volvió a sentarse en el banco, entre
nosotros, el maestro le invitó a que nos contara algo sobre su estancia a la orilla del
mar.
Al día siguiente trajo al colegio una caja de cartón llena de toda clase de conchas
y piedrecitas de todos los colores que había recogido en la playa donde los niños
tomaban el sol y se bañaban. La caja pasaba por todas las manos y su feliz dueño
comenzó a contar.
La casa donde se curaban los muchachos estaba cerca de la costa. Desde las
ventanas se veían las rocas, la playa y el mar abierto. El compañero narró con frases
sencillas, pero ininterrumpidamente, su mayor experiencia en la vida: una tormenta
en el mar.
Una tarde se estaban bañando todavía y de repente el cielo se cubrió con una nube
negra. Apenas les dio tiempo para llegar a casa. El viento levantaba las olas muy alto
y golpeaban las rocas costeras y el puerto con un fuerte estruendo. La gente corría
desconcertada por la playa, tratando de salvar lo que podía. Algunos barcos estaban
aún en el mar, entre ellos varias lanchas de pescadores.
En el rostro del muchacho se veían aún rastros del horror experimentado. Los
relámpagos eran mucho más largos que los nuestros del mes de agosto y el estruendo
del mar y de los truenos era terrorífico. Las casas del puerto temblaban con el eco. Al
final todo acabó bien. La tormenta no duró más de una hora. En el mar aparecieron
las barcas grandes y pequeñas y en el puerto lanzaron un suspiro de alivio. La gente
del país aseguraba a los niños que al día siguiente encontrarían en la playa nuevas
bonitas conchas.
Yo escuchaba al chico atentamente y con excitación. Está claro que, en uno de los
barcos que volvían hacia la costa, me veía a mí mismo. Pero cuando vi ante mí la caja

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con las conchas, experimenté unos momentos de una sorpresa y un estupor
indescriptibles. Era algo así como una repentina aparición. Nunca más, en toda mi
vida, han vuelto a ver mis ojos una tal riqueza. Como si estuviera soñando, tocaba las
formas afiladas de los caracoles de mar y acariciaba con placer el nácar del fondo de
las conchas grandes. Temblaba de emoción todo mi cuerpo y aquel instante para mí
fue más importante y vertiginoso que cuando conocí el mar de verdad.
Al cabo de muchos años pude observar en las vitrinas del Kremlin moscovita el
antiguo tesoro de los zares, las cascadas de perlas, los montones de piedras preciosas
y la inundación de oro; pero todo aquello no era nada comparado con lo que admiré
sin aliento aquella vez, hace años, en una caja de margarina, en el colegio de la calle
Palacký.
Cuando el chico, un poco jadeante, acabó su narración, cerró la tapa de su cajita y
la colocó a un lado, se produjo un momento de emocionado silencio. En medio de la
calma, alguien llamó a la puerta de la clase.
¡Fue el capitán Nemo!
Es que empezaba la temporada de los libros de aventuras. ¡Y yo que me
preguntaba por qué la infancia suele ser tan movida y rica!
En aquellos años leía cualquier cosa que me viniera a las manos. Sobre todo las
novelas de Julio Verne, que me entusiasmaban. En cambio, los libros de Karl May no
me interesaban demasiado. Es que las novelas del señor Verne eran verdaderas y
humanas. Y las de Karl May, no. Como si ya entonces hubiera sabido que eran falsas,
que mentían. Pero a los libros de Verne volvía siempre en los momentos en que la
tristeza y la desesperación se apoderaban de mí.
—No estés siempre metido entre los libros. Sal a la calle un poco —me solía
decir mi madre—. Entonces yo escondía el libro debajo del abrigo, decía adiós a mi
madre y me iba corriendo al desván.
Un libro tras otro hacían durar todos mis anhelos y estimulaban mis sueños de
chico. Nuestro desván no era cómodo ni acogedor. En los rincones, como fantasmas,
había trastos viejos, llenos de polvo y de mugre. Pero cuando abría la pequeña
ventanilla del tejado, respiraba un aire libre y embriagador.
Parecía que esta clase de lectura no llegaría nunca al final, pero un día se acabó.
Fue en el momento en que, en vez de una novela de aventuras, deseé un librito
pequeño en cuya portada roja estaba grabado con letras rojas: Canciones del
atardecer.[26] En el libro había una marca, un trozo de lino con un corazón en llamas
bordado en él. Nada más que un pequeño corazón humano de hilo rojo. Y en vez de
las pesadas y gruesas cuerdas de un barco, deseé tener en la mano dos ligeras y
sedosas palmas de una mano femenina. Y entonces pasó algo sorprendente. Un día, al
abrir la ventana y mirar encima de mi cabeza, me di cuenta de que el cielo era
infinitamente bello. Nunca me había fijado en él.
Pero la historia marinera aún no se había acabado. Volvía, pero un poco
transformada.

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Esto fue por la época en que nuestro país, después de la Primera Guerra, vivió la
época de la joven poesía checa. En las revistas empezaban a aparecer los primeros
poemas y de vez en cuando salía algún libro de poesía. Pusilánime y tímido. Y en
ellos, los ángeles. Y junto a los ángeles, los marineros. ¡Quién sabe lo que hacían tan
amistosamente juntos! ¡Pero era así! En mis poemas también. Hasta que el escritor S.
K. Neumann ahuyentó a los ángeles con un gesto de su pipa. Los hizo desaparecer tan
fácilmente como a las mariposas de las flores violetas de los cardos. Los marineros
duraron algo más. De todos modos, con el tiempo desaparecieron también, por su
propio deseo.
Llegué a París con Teige después de dar una pequeña vuelta por Venecia y Milán.
Teníamos prisa. Sobre todo Teige. Ardíamos en el deseo de ver el arte moderno en el
sitio donde nació, creció, esplendorosamente, como unos resplandecientes fuegos
artificiales de cada día. Teige se ponía nervioso y no quería detenerse en ningún lado
hasta que nuestros pies no tocasen el pavimento de los bulevares parisinos. De este
modo, no nos quedamos en Venecia ni dos días; en Milán sólo probamos el helado
que fabricaba allí un pastelero cerca de la Catedral y que entonces tenía fama de ser
el mejor de toda Italia. Y nos dirigimos hacia la Costa Azul. Entonces, Francia, para
nosotros, representaba una maravilla.
A la Costa Azul sólo la acariciamos con los ojos, Saludamos al mar, con un
pequeño acorazado en el horizonte, cuyas dos chimeneas expulsaban negras nubes de
humo, y poco después estábamos en un tranvía en Marsella y nos dirigíamos desde
La Cannebière hasta el Viejo Puerto, donde iban a ser aniquilados unos sueños
marineros que llevaba conmigo desde que era pequeño. Ya para siempre y sin dolor.
¡Porque, en el mundo, siempre pasa todo de una forma muy diferente de la que
nosotros imaginamos!
Era un día soleado de un verano del sur y en un parque oculto entre las casas y
que no podíamos ver desde el tranvía, olían los árboles en flor; una especie que no
conocíamos y cuya fragancia profunda y espesa inhalábamos por primera vez.
Marsella nos dio una bienvenida bastante amistosa. En un cruce bullicioso había
un sonriente guardia urbano vestido con una pequeña capa. En una mano tenía una
gorra blanca con la que señalaba el camino, y debajo del otro brazo llevaba una gran
col. Aquello me pareció simpático.
No obstante, en el Viejo Puerto no hay mucho que ver, y ya que yo no podía
esperar más para poder abrazar la mar, me fui en un barco de motor lleno de gente al
Château d’If, cuyas ruinas ocupan toda una islita que está enfrente de Marsella. El
Château d’If está lleno de historia romántica y desde sus muros medio caídos es
posible ver el mar hasta donde llega la vista. Me sentí un poco decepcionado. El mar
estaba tranquilo, era oscuro y me pareció triste. Y recordé las ninfas, allá, muy lejos,
en mi casa. ¡Harían un buen efecto aquí, sobre las rocas costeras, tan sin vida, tan
desiertas!
Felices los pueblos que tienen mar. Las olas que azotan sus costas traen, no sólo

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riquezas, sino también una gran literatura. Al menos aquí, en Europa.
Al atardecer regresábamos al puerto. El sol estaba encima de la línea del
horizonte y al cabo de unos segundos se escondió dentro del mar, igual que una
moneda de oro dentro de un bolsillo vacío. Sólo la estatua dorada de la Virgen que
habían puesto no solamente en la colina, sino también muy arriba, sobre el
campanario de una iglesia, brillaba a lo lejos. Mirando el sol unos segundos más,
cuando los barcos que había en el mar ya estaban rodeados por unas tinieblas
transparentes.
Al día siguiente por la mañana fuimos a ver el barrio portuario, que se llamaba la
Fuente del Amor. Éste también era el nombre de una de las calles por donde se
entraba en aquella red de callejuelas del vicio. Allí se amontonaban las casas de citas,
las tabernas y las sucias pocilgas de las prostitutas. El barrio estaba estrechamente
unido con el Viejo Puerto y, durante la Segunda Guerra los alemanes lo hicieron
derribar. Porque allí se escondían fácilmente todos aquellos a quienes buscaban.
Salimos temprano. Pensábamos que, después de trasnochar, las callejuelas
estarían vacías porque los habitantes estarían durmiendo. Pero las tiendas estaban
seguramente abiertas día y noche. La atmósfera era muy animada. Los barcos
llegaban a todas horas y sus tripulaciones se mostraban impacientes.
Primero topamos con una chica de Montenegro. Estaba vagando por la calle
vestida en el traje tradicional de su país y sobre la frente le sonaban unos abalorios de
metal. Las muchachas, al igual que sus visitantes, procedían de todo el mundo.
Inmediatamente después vimos a unas cuantas españolas. Algunas sólo llevaban un
pañuelo rojo sobre la cabeza, pero otras tenían una peineta alta en la cabeza, cubierta
con un velo. Había aquí alemanas con sus trajes rojos y verdes e incluso encontramos
a una checa vestida con la ropa Plzeň, pero sus mangas estaban en un estado
deplorable. Las chicas vestidas en trajes nacionales estaban sentadas en unas sillas
apoyadas contra la pared de las casas en que vivían. Dentro no había nada más que
una cama ajada, un lavabo metálico y una percha donde los soldados colgaban sus
cinturones.
Junto con estas mujeres que intentaban vender el amor vestidas festivamente,
erraban por las calles muchas chicas vestidas con ropa normal, que sólo podían
ofrecer a los visitantes una dudosa belleza o su fingida juventud. Y luego quedaban
aquellas otras que no poseían nada más que su desventurado y gastado sexo
femenino.
En una de estas callejuelas fuimos testigos de una pequeña escena dramática: Un
soldado francés se ponía de acuerdo con una chica apoyada en la puerta y
seguramente le pedía que antes le enseñara sus pechos. Ella hizo lo que él quería,
pero en aquel momento el soldado se volvió y rompió a reír. La chica le siguió
corriendo y apuntó un abundante escupitajo directamente detrás de su cuello; luego,
rápidamente, se escondió en la casa.
Unos pasos más adelante topamos con una menuda rubia que conducía con

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orgullo a dos negros. Eran robustos y mucho más altos que ella. Ambos eran
llamativamente feos. No es que yo sea racista, pero con sus rasgos malvados y
bárbaros se parecían a Idi Amin, el legendario dictador de Uganda. A los negros les
gustan las rubias.
Atravesamos el curioso barrio en una hora corta y salimos al lado de la catedral,
que está situada debajo del barrio, como si quisiera ocultárselo al mar. Nos
alegrábamos de que ya se hubiese acabado aquel espectáculo denigrante que alguien
nos había recomendado con entusiasmo. Nos refregamos los ojos con el aire frío del
mar y, caminando por el muelle, llegamos otra vez al Viejo Puerto.
Era antes del mediodía, hacía calor y teníamos mucha sed. Entonces nos dejamos
seducir por un gran rótulo, «Bar», y por una pequeña inscripción sobre una placa de
hojalata: «Pilsner Bier.» Entramos en una de esas pequeñas tabernas que son
innumerables en Marsella. En la entrada del bar había una cortina movediza, de
cuentas coloreadas. Al abrirla nos encontramos en una pequeña salita donde no había
más que unas pocas mesas y una barra muy pobre. Sobre ella había tres botellas, nada
más. Al principio estuvimos a punto de marchar, pero luego decidimos que, ya que
estábamos allí, tomaríamos una cerveza. Fue horrible. Si fuera un poco más caliente,
tendría gusto de té sin azúcar. Nos sentamos con los vasos al lado de la entrada. El
camarero era un alemán que había vivido en Bohemia, en la ciudad de Chomutov, y
nos saludó como a unos compatriotas. En el rincón, delante de nosotros, estaban
sentados tres clientes bastante llamativos, probablemente miembros de la tripulación
de algún barco mercante. Hablaban bien el francés, pero tenían un aspecto más bien
exótico y no se les entendía claramente. Los tres tenían los codos apoyados sobre la
mesa y estaban fumando. En el mismo rincón estaba sentada una mujer negra, vestía
una blusa de color de rosa. Casi no se la veía, entre tantos brazos y tanto humo.
Busqué sus ojos con precaución, pero sólo encontré una mirada algo asustada. Era
joven y no parecía fea.
Los hombres hablaban animadamente y llegamos a entender que hacían
comentarios sobre la chica. Al cabo de un momento su conversación se transformó en
una discusión. Cuando uno de ellos se levantó de la silla, era evidente que la pelea iba
a comenzar. Y salió un puño. La mesa se volcó, sonó un ruido de vasos rotos y uno de
los hombres se desplomó al suelo. En los segundos siguientes irrumpieron en el bar
tres policías, se arrojaron sobre los hombres y, rápidamente, se los llevaron. No se
defendieron demasiado. La chica se levantó, tratando de seguirlos, pero uno de los
policías la hizo volverse, cosa que pareció disgustar al camarero.
La chica se sentó pasivamente en su lugar, pero no durante mucho tiempo. Se
levantó y vino a nuestra mesa para pedirnos, con voz de sueño, una copa de ron. El
camarero le sirvió de mala gana algún corrosivo oscuro, y a la hora de pagar se
acercó Teige y le susurró en alemán que valía más que nos fuéramos. Los hombres
seguramente volverían pronto en busca de la chica y el resultado podría ser
desagradable.

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Al darse cuenta la chica de que estábamos a punto de irnos, se inclinó, sentada,
sobre la mesa, apoyó la barbilla en la palma de la mano y con la otra mano, sin decir
una palabra, se medio desabrochó la blusa, bastante sucia, por cierto; en seguida nos
pidió un franco a cada uno.
Un franco entonces no era mucho dinero y además no se lo dimos gratuitamente
del todo.
En seguida, después de oír el tamborileo de las puertas a nuestras espaldas, nos
miramos silenciosamente el uno al otro. Sobre el agua se balanceaba un sinnúmero de
barcas de variado colorido. Despedían todo tipo de olores, buenos, malos, dulzones,
amargos, todo al mismo tiempo. Se percibía el perfume de las naranjas y de otras
frutas y el mal husmo del pescado. Pero se olía algo más todavía. Era la mar, a la cual
le dijimos adiós en aquel momento. Fuimos al hotel en donde vivíamos, y en el
restaurante pedimos un pescado frito. Estaba exquisito, y además era el último. Luego
hicimos las maletas, ¡y adelante! ¡A París!

Desde entonces han pasado más de cincuenta años; es decir, casi toda una vida
humana. Y yo ya duermo mal.
Por la noche me suelo despertar y reencontrar con mis recuerdos, como si fueran
objetos perdidos en el cajón de un viejo armario. Y de repente, en la oscuridad, me
está mirando la cara de una chica negra. Tiene unos ojos soñolientos y tristes, unos
dientes violentamente blancos, una blusa desabrochada y en ella dos pechos
pequeños, negros como un puñado de moras recién cogidas.
Dios mío, pienso, ¿será ella? Y me dirijo, sorprendido, hacia la cara:
—Est-ce toi?
Y desde la profundidad de los largos cincuenta años se oye silenciosamente, con
suavidad, como si resbalara una aguja sobre terciopelo:
—Oui, c’est moi!

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29. UNA CUSTODIA DE DIAMANTES
En las primeras clases del instituto de Žižkov nos enseñaba biología el profesor
Saska. Era un señor mayor, bastante delgado y bastante alto. Caminaba entre los
bancos y acompañaba sus explicaciones con amplios gestos; parecía un abejorro que
corría sobre nuestras cabezas. Y este apodo se le quedó. Pero no era malo. Su
predilección eran las mariposas. Solía acabar las lecciones sobre su vida y sobre la
belleza de sus alas frágiles con el consejo de que no fuésemos perezosos y
visitáramos el Museo Nacional de la plaza Václavské, donde hay todo un
departamento de mariposas con unas colecciones muy ricas en ejemplares exóticos. Y
añadía que, al igual que el mar tiene sus conchas multicolores, la tierra firme posee
sus pájaros y mariposas.
En una de las clases apuntó su largo dedo sobre mí y me sorprendió con la
pregunta de si ya había ido a ver el museo. Rápidamente contesté que tenía intención
de hacerlo aquel mismo día y que iría por la tarde. Y fui de verdad. Invité también a
mi amigo Suk. Coleccionaba mariposas. Era de la ciudad de Sobotka y durante las
vacaciones había empezado una colección de mariposas. Yo no he coleccionado
nunca nada. Tal vez solamente sonrisas de chicas. ¡Pero no está mal mi colección!
Durante mucho tiempo estuvimos mirando las vitrinas repletas de aquella belleza
sedosa de todos los rincones del mundo. Estábamos a punto de pasar a otra sala
cuando entró una muchacha. Era muy joven y parecía bonita. Sus pasos —ay—
fueron una orden penetrante de la corneta a un regimiento de dragones al galope. Nos
detuvimos en seco y empezamos a examinar las colecciones otra vez. Dirigimos
nuestros pasos de modo que nos encontrásemos con la chica para poder mirarla bien a
la cara. A primera vista, parecía demasiado tímida; pero muy bonita, eso sí. De eso
estoy muy seguro. Al ver una chica o una mujer hermosa, en seguida me empiezan a
temblar las rodillas. ¡Y de repente me siento triste! Porque mucha de esta belleza
desaparece de mis ojos para siempre. Y mejor no hablar de las manos.
Aunque estaba fijamente inclinada sobre las vitrinas, la obligué con mis miradas a
que levantara la cabeza y me viera. Lo hizo y en seguida enrojeció, como si se
hubiera dado cuenta de que, en aquel mismo momento, me acababa de enamorar de
ella. Nuestras miradas se cruzaron varias veces, pero sus ojos me llevaban de nuevo a
las selvas del Amazonas. Durante unos momentos, me puse a reflexionar y me di
cuenta de que estaba perdido y toda la belleza de las mariposas perdió para mí su
brillo. Tenía que confesarle mi secreto a mi amigo Suk. Era un compañero bastante
sabio, ahora lo veo. Me aconsejó que me acercase a la muchacha y concertara una
cita con ella, por ejemplo en el monte Žižkov. Allí solían ir los enamorados. Hacía
tiempo que su ambiente estaba perfumado por las violetas nocturnas que tanto me
gustan. Pero eso no me parecía demasiado apropiado. La chica estaba entre las
vitrinas como en una jaula. ¡Cuando salga del museo! Entonces volvimos a mirar las
colecciones, pero superficialmente y sin prestar atención. Yo pensaba intensamente

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en la chica, y el profesor Saska, en aquel momento, no habría estado muy contento de
mí.
Al cabo de un rato la muchacha se volvió hacia la salida. Echó atrás los cabellos
que le caían en el rostro y bajó de prisa. Tenía el pelo de color miel. Esa miel de las
primeras flores de la primavera, la más clara de todas.
—Acércate a ella en la escalera del Museo; será un momento oportuno —me
aconsejaba Suk.
Pero la chica bajó la escalera tan de prisa que no tuve tiempo ni de recuperar el
aliento. La fuente que había bajo el museo murmuraba en vano.
La vi mientras cruzaba la plaza Václavské, por delante de un tranvía. Me miró y
sonrió con algo de ironía. Suk y yo corrimos tras ella y casi nos atropello el tranvía.
Cogí a Suk del brazo y le pedí que no me dejase solo. Mientras tanto, la chica bajaba
corriendo por la plaza. Y nosotros detrás de ella. Suk era un buen amigo y en su
presencia me sentí más cómodo y no estaba tan desesperadamente confundido. El
amigo entendía bien cualquier situación y se decidía rápidamente. Pero de mí se
estaba apoderando el acostumbrado miedo de amor, que mata en la garganta las
palabras, tan útiles y necesarias.
Por el camino hacia Můstek, la muchacha se detuvo primero delante de un
escaparate de telas. En vano me incitó mi compañero. Así que nos quedamos delante
de una tienda de lotería. Después la chica se quedó mirando las plumas de avestruz,
que, junto con unas flores artificiales, ofrecía el señor Lindt. Nosotros, quisiéramos o
no, observamos los pasteles de nata en un escaparate. Allí donde empieza la calle
Ovocná estaba la famosa tienda de sombreros de moda del señor Weider. También se
detuvo delante de ella, naturalmente; y en esta carrera nos ofreció anillos con
diamantes y collares de perlas del señor Kersch en la esquina. Cuando se apartó de la
maravillosa sombrerería, se apresuró, sin detenerse, hasta el Teatro Nacional. Por la
avenida Národní fluía una muchedumbre. No, allí no era conveniente. Cuando
llegamos al muelle le prometí a Suk que en el Puente de Carlos seguro que le dirigiría
la palabra. Sin ninguna clase de duda. Si fuera menos bonita, hubiera tenido más
valor.
—En el Puente de Carlos tienes que hablar con ella, pase lo que pase.
Seguramente va al barrio de Malá Strana, allí se te perderá en una casa y todo estará
perdido. La chica se ríe de nosotros. Parecemos tontos y damos pena corriendo detrás
de ella de esta manera —pensó Suk en voz alta.
Tenía razón. Le prometí que acabaría esta carrera de amor y que en el puente me
acercaría. Cualquiera que fuera el resultado.
Era un precioso atardecer del mes de mayo. No podría ser de otro modo. En la
isla de Kampa colgaban sobre el río flores de lilas. ¿No sabéis que la flor de la lila
crece con el pedúnculo hacia arriba, igual que los racimos de uvas? El río estaba lleno
de pequeñas cintas de colores que ponía allí el sol poniente, y se desperezaba con
placer como una mujer que acaba de hacer el amor. El peine de la presa peinaba el

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agua.
Me decidí firmemente. Delante de la torre Malostranská empecé a caminar más
rápido, y casi pisé los talones de la chica y respiré en sus cabellos. Sin embargo, en el
momento decisivo, me detuve para recuperar el aliento, y otra vez huyó por la calle
Mostecká hasta la plaza Malostranské. Esta vez Suk se enfadó de verdad y proclamó
que, si no me acercaba a ella en la plaza, él se volvería a casa.
Con el corazón en la garganta me aproximé otra vez a la chica. Pero antes de
poder decir nada, fue ella, algo asustada, la que me dirigió la palabra.
—¡Ay, por Dios, aquí no! Aquí viene mi madre a comprar. Podría vernos.
Estas últimas palabras me dieron valor y dije rápidamente:
—¿Cuándo pues?
Contestó con presteza:
—Mañana por la tarde, delante de la iglesia de Loreto.
Suspiré de alivio y, con un feliz hasta mañana, me quedé allí parado. Al cabo de
un momento, fui al encuentro de mi compañero que me estaba esperando. Suk estaba
convencido que la chica me había rechazado. Le eché un brazo sobre los hombros y
sonreí con suprema felicidad.
—¡Y ahora vamos a tomar una cerveza!

La iglesia de la Virgen de Loreto, dominada por el Palacio Černínský, oscura y


lúgubre, hace pensar en un fuerte antiguo que no sonríe ni cuando le da el sol en
primavera. Las ventanas de su fachada podrían ser negros agujeros para cañones.
Ya estaba allí a las dos. En nuestro primer encuentro, tan fugaz, nos olvidamos de
precisar la hora. Llené los largos momentos de espera observando los antiguos
retablos que parecían olvidados y deteriorados por la vejez. No me sentí cómodo
entre ellos; deseé el verde de los árboles.
Cada vez que atravesaba el claustro, salía al atrio para mirar. Hasta eso de las
cuatro no la vi. Apareció debajo de las arcadas de la calle Loretánská y bajó
rápidamente hacia la escalera. Tuve la sensación de que la oscuridad que llevaba
conmigo del claustro desaparecía a toda prisa y de que un sacristán invisible encendía
una vela tras otra a cada paso que me acercaba a ella. Y cuando nos estrechamos la
mano, encima de la cabeza se me encendió una gran araña de cristal que colgaba del
cielo.
No era una chica, sino una flor y yo sentí eso que a veces se llama la felicidad
humana.
¡Y basta! No me pondré a contar la historia trivial de un amor estudiantil que
empezó, tal como suele pasar, con una tímida conversación sobre nada en concreto.
Naturalmente, nos dirigimos a los jardines de Petřín, a través de la puerta de Strahov,
por entre las murallas. Desde el mirador panorámico bajamos al jardín Kinského y
dimos la vuelta pasando por el monumento a Mácha.
Yo, lleno de emoción, miraba el rostro de la muchacha y a partir de entonces ya

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no podía imaginar mi vida sin ella. Nos detuvimos un instante al lado de la estatua de
Mácha. Contemplé el bello rostro del poeta y mentalmente suspiré:
—¡Por favor, haz que esta chica tan bonita me dé un beso hoy mismo!
Pero Mácha no escuchó mi ruego.
Sólo pude acompañar a la chica hasta la estación del funicular. En la calle
Karmelitská, según ella, nos podría ver alguna vecina de su casa. Rápidamente se
despidió. Y me reveló que se llamaba Kamila N. Pero prometió que nos volveríamos
a encontrar a los dos días al lado de la iglesia de Loreto. ¡Mentalmente, daba gritos de
júbilo!
La seguí a escondidas.
Primero, porque no me quería despedir tan rápidamente de ella, y luego, por saber
dónde vivía.
Desapareció de mi vista en la casa de al lado del hostal El gato, allí donde
empieza la calle Neruda.

—¿Adónde vas, que te pones tan guapo? —me preguntó mi madre—. ¡A que sales
con alguna chica!
—Pero, mamá —contesté sorprendido—, ¿cómo se te ha podido ocurrir una cosa
así?
¡Pero me puse muy contento con aquella sospecha!

En la segunda cita emprendimos el mismo camino de Petřín. Las cabinas del


funicular nos pasaban tranquilamente. Pero esta vez hablé con la muchacha con más
atrevimiento. No quiero halagarme a mí mismo, pero creo que entonces ya dominaba
bien este arte, Quería un beso. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que con Kamila
este asunto no sería fácil. Me sentía como un cobarde. Lori, la novia de K. H. Mácha,
sí que sabía obedecer.
—Sería un pecado —repetía la chica una y otra vez, en réplica a mis ruegos—.
¡Eso no se puede hacer! No nos conocemos siquiera y ya quieres que nos besemos.
Amenacé al viejo confesionario, apoyado en la pared del claustro. Pero tuve la
sensación de que el apolillado mueble me hacía una mueca.

No sabía qué hacer con Kamila, y cuando ya eran varias la veces que habíamos
paseado por Loreto, el claustro me pareció más lúgubre que nunca. Siete retablos
ajados y llenos de polvo testimoniaban lo muy solo y abandonado que está Dios en
estos lugares.
La Santa Starosta,[27] en la capilla del rincón, realmente era una miserable figura
colgada en la cruz. De sagrado no tenía nada. Hoy en día, después de muchos años,
los chicos con cuatro pelos sobre la barbilla todavía observan con cierta envidia su
espesa barba. En cambio, el viejo confesionario parece una cosa bastante pasada en
nuestros días; como no se le alimenta con pecados, está muy desmejorado. Cuántos
criminales y malhechores corren por el mundo y no se les ocurre la idea de ponerse a

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pensar en su vida pecaminosa.
Un beso silencioso y tímido de una criatura inocente de dieciocho años no se
puede denominar con la palabra pecado. ¡Un pecado es algo completamente distinto!
Alguien se lo tendría que explicar a Kamila. Yo mismo, con toda mi elocuencia, me
sentí desconcertado.
El césped, extendido bajo los pies de todos aquellos que quieren mirar la capilla
en medio del claustro, está gastado y lleno de polvo. Y nadie camina sobre él. Sólo de
vez en cuando pasa algún capuchino para ver la capilla. Ésta es oscura, sin ventanas.
La única luz que hay son unas cuantas velas dentro de las lamparitas rojas, cosa que
aumenta la lobreguez del lugar. Por un monje llegué a saber que, en los tenebrosos
rincones, encontraron varias veces a los enamorados que, sin ninguna vergüenza, se
estaban besando y abrazando allí.
¡Y una niña me negaba un beso, entre las flores, bajo el resplandeciente cielo
azul!
Por duodécima vez estoy paseando por el claustro y no ha pasado aún ni una hora
breve. Detrás del grueso muro en la puerta está oculto el tesoro loretano. Otra vez
paré al viejo monje para preguntarle sobre el tesoro célebre. Levantó sus espesas
cejas y se puso a contar. En él hay muchos vasos que servían para las ceremonias
religiosas y hábitos preciosos bordados de oro. Entre toda esa riqueza destaca una
gran custodia de diamantes. El monje hizo sonar el rosario que le rodeaba la cintura y
continuó su explicación. Hay seis mil quinientos diamantes en sus rayos. Alzó
significativamente el dedo. La custodia es magnífica, una verdadera maravilla del
mundo.
Después de muchos años fui a verla. Cuando vi la vertiginosa tormenta de oro y
diamantes, noté que incluso una pequeña rosita, ese antiguo símbolo del sentimiento
amoroso, es más bella que esta célebre custodia de diamantes.
¡Qué diría del amor, pues!
Mediada la Segunda Guerra Mundial, llamó a la puerta de mi casa un hombre
desconocido, de mediana edad, y me pidió que le escribiera sobre un papel especial
que llevaba en la cartera mis versos sobre la iglesia de la Virgen de Loreto.

En gradas antiguas hacia la Virgen de Loreto,


susurras frases delirantes
en el cabello de alguien
que tal vez no te comprende.
Etc.

Se lo prometí de buen grado. Volvió al cabo de una semana y me puso sobre el


escritorio la conocida botella de cerámica de la marca Bols. En ella había pérsico,
licor hecho con huesos de albaricoque.

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Nunca había probado una cosa semejante. Primero se extiende por la lengua un
fuerte perfume que domina en seguida el delicioso sabor de los huesos amargos.
Durante la guerra, cuando esta clase de placeres eran más que raros, probaba el
licor en dedales y con los ojos cerrados. Hoy busco en vano aquella delicia. Ya no la
importan.
Pero el recuerdo es tan fuerte que, cuando me encuentro cerca de la Virgen de
Loreto y veo su campanario, me vuelve a aparecer en la lengua el gusto de los huesos
amargos.

Con un deseo torturante, me apresuré a una nueva cita. Ya no sé cuántas veces nos
habíamos visto; muchas. Cada vez que volvía a ver a la chica, me despedía con rabia
del antiguo confesionario.
La chica vino sonriente, como si no hubiera pasado nada. Me olvidé rápidamente
de todo y caminamos por los sitios acostumbrados, llenos del canto de los pájaros,
hacia el mirador del monte Petřín. En su sombra me confesó esta chica de la cercana
calle Neruda que nunca había subido al mirador. Fuimos allí. El ascensor no
funcionaba y tuvimos que subir a pie. Arriba, estuvimos solos.
La chica estaba emocionada y parecía conmovida… La tomé cariñosamente por
las muñecas y le miré fijamente en los ojos. La sujetaba firmemente para poderla
atraer hacia mí. Naturalmente, se dio cuenta de mi intención y antes de poder besarla
puso su rostro debajo de mi barbilla y no se movió hasta que le solté las manos.
Después se me escurrió a toda prisa.
Dios mío, qué vergüenza. ¡Toda Praga alrededor había visto mi fracaso ridículo!
Y antes de recobrar el aliento se oyó el tintineo de sus zapatos sobre la escalera
metálica. Perplejo y avergonzado, no tuve más remedio que seguirla. Por el camino,
desde el mirador, no hablamos nada. No me dio un beso. Que no y que no.
¡No, no me lo dio!
Ésta fue mi última cita con la muchacha. A la próxima, que me prometió de mala
gana, ya no fue. El amor joven, del cual se canta que es el paraíso, se acabó. Así
termina también una antigua canción de amor escocesa: primero con un llanto
desgarrador, luego con un susurro doloroso y al final con un silencio. Pensé que ella
se había comportado injustamente conmigo, pero por otro lado estaba avergonzado y
ofendido. Aún no conocía bien a las mujeres.
En vano caminaba por la acera, delante de su casa, durante las horas de nuestras
citas habituales. Sólo la vi una vez: en el primer piso se movió la cortina. ¡Nada más!
Y nunca más volví a ver a aquella graciosa niña.
La cervecería El gato era entonces una tranquila sala de los antiguos tiempos de
Neruda. Hoy está llena a rebosar. ¡Dicen que allí tienen la mejor cerveza del mundo!

Durante todos estos años he aprendido a reconocer a los que vienen a visitarnos:
según los sonidos de su entrada. Según la manera de cerrar la puerta de la casa, según

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el modo de caminar, de llamar a la puerta y, a menudo, según la fuerza con que suena
el timbre.
Hace pocos años que alguien llamó a la puerta. Debe de ser una chica, pensé. Lo
era.
Entró una estudiante de unos dieciséis años y que traía, en un bolso transparente
unos cuantos libros míos para que se los firmara. La esbelta jovencita tenía unos
cabellos rubios llamativamente despeinados sobre las sienes. Y eso le favorecía
mucho. Probablemente lo sabía. En principio, fue con cumplidos, pero en seguida me
pidió que le firmase los libros.
Le miré bien a la cara y me pareció conocida.
No faltaba más, le dije y tomé los libros de sus manos. Al ver mi buena voluntad
me preguntó si en uno de los libros no podría escribirle una dedicatoria. ¡Claro que sí,
con mucho gusto!
—¿Cómo se llama?
—Kamila V.
Me quedé sorprendido, volví a mirar sus ojos puros de niña y pregunté con
cuidado:
—¿Kamila como su madre?
—No, como mi abuela. Mi madre se llama Vlasta.
—¿Y su abuela vive en la calle Neruda?
—No, ya no vive allí. Está con nosotros en la plaza Arbesovo… —y me miró con
asombro. Mentalmente conté los años y susurré algo silenciosamente. Había pasado
casi toda una vida humana.
Estaba a punto de preguntar a la chica por su abuela; tenía unas cuantas frases
bonitas en la punta de la lengua e incluso pensé que la podría ver. Pero sobre los
cristales de mi biblioteca tenía apoyadas las dos muletas; al verlas, volví rápidamente
a la realidad de hoy y olvidé las palabras bonitas que le habría querido decir.
Os tengo que recordar lo siguiente:
No mucho tiempo antes de su muerte, el rey Carlos IV visitó a su sobrino, el rey
francés Carlos V. Después de la visita y las asambleas en el palacio real nuestro rey
Carlos se fue por el Sena a visitar a la reina en su palacio de Saint Pol, donde pasaba
una temporada esperando un niño. Abrazó a la reina y, una tras otra, a todas sus
damas, que eran sus parientes. Luego pidió que viniera también la duquesa de
Borbón, la hermana de su primera mujer, Blanca, y una antigua compañera de su
infancia y juventud en el palacio. Al ser conducida la duquesa a su camilla —por
culpa de su gota avanzada, el rey ya no podía caminar—, y al mirarse mutuamente en
la cara, los dos rompieron en un llanto desgarrador.
Lo anotó un cronista seco y sabio añadiendo que el espectáculo fue lamentable.
Volví a mirar el rostro de mi bonita y joven visitante, a quien de hecho ya
conocía, y en broma le pregunté qué me daría si le escribía una dedicatoria en todos
los libros. Después de un segundo de vacilación me contestó que no tenía nada, pero

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que si quería, me daría por lo menos un beso. Protesté diciendo que hay más libros y
que quería al menos tres besos.
De buena gana, sólo un poco torpemente, me ofreció sus labios y yo, sobre su
boca un poquito entreabierta, húmeda y dulce, besé a mi propia juventud.

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30. EL VIAJE A KRALUPY
Aún hoy, cuando bajo las rocas negras cercanas a Podbaba silba el tren y por
debajo de las garitas de alambre me mira el rostro afable de Václav Beneš Třebízský
—nos conocemos hace tiempo—, todavía hoy, cuando viajo por aquí en tren, busco
con la vista, arriba, sobre la colina, el idílico pueblo de Klecany, donde hay, cerca de
la carretera, bajo los castaños, una parroquia bajita. Tampoco puedo resistir mirar la
iglesia en Nový Hradec. La tenebrosa ruina del palacio de Chvatěruby me sigue
frunciendo el ceño. Siempre me digo que tengo que volver a leer los cuentos sobre
estos lugares, pero a la hora de la verdad no lo hago o dejo el libro a medio leer. El
hechizo de los cuentos de Třebízský[28] ha desaparecido. Pero, para mí, el nombre del
escritor sigue envuelto en el dulce y silencioso brillo de los tiempos pasados. De las
novelas de Třebízský a los poemas de Apollinaire hay un camino largo y hermoso.
Me encantaba viajar a la ciudad de Kralupy. Siempre esperaba este momento con
mucha ilusión. ¡El camino hacia la estancia de las vacaciones era lo más anhelado! El
viaje para pasar las fiestas navideñas en aquella ciudad era algo lleno de magia
sagrada. Y durante la Semana Santa el camino estaba lleno de regocijo. Conocía de
memoria las paradas y me las recitaba con la impaciencia de llegar. Una vez en la
estación de Kralupy, me precipitaba para abrazar al padre de mi madre; sólo después
de muchos años comprendí que representaba para mí lo que para Božena
Némcova[29] era su abuela. Y no tengo que embellecer nada. Ojalá pudiera dar a la
gente tanta belleza como me dejó él a mí mientras estuvimos paseando durante horas
y horas por el campo de Kralupy. Primero me enseñó a apreciar a Třebízský, luego a
Hálek, allí cerca, y al final me inculcó el amor a la poesía. ¡Qué pasado de moda
suena todo esto hoy en día! Pero con aquellos recuerdos vivificadores he ido
cobrando fuerzas y ánimo durante toda mi vida. Y otra cosa que no quisiera olvidar:
me enseñó el amor a los árboles. Trabajaba de bibliotecario en la entonces pobre
biblioteca municipal, pero al mismo tiempo era el director de la Asociación
embellecedora de Kralupy. ¡Asociación embellecedora! Qué antiguo que suena esto
hoy y mucha gente ya ni sabe lo que era. Con obreras alquiladas, plantaba árboles y
arbustos en la ciudad y sus alrededores.
En un grupo de árboles, detrás del colegio de niñas, descubrí dos álamos
plateados. Eran enormes. Cuando los plantaban, aguantaba sus esbeltos troncos y
pisoteaba la tierra en su agujero. Los plantaron uno junto a otro. Hace poco estaba
debajo de ellos y esperaba oír su murmullo. No soplaba nada de viento, pero los
árboles temblaban silenciosamente, como los enamorados cuando susurran con su
boca sobre la boca del otro.
¡Adiós, árboles!
El viaje en tren por Semana Santa estaba lleno de sorpresas primaverales. Lo más
hermoso eran las flores doradas sobre las negras rocas. Ondeaban encima del río y el

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tren soltaba un estruendo de alegría.
La gran sensación —siempre nueva y sorprendente— era el enorme elefante en el
pueblo de Sedlec.
De las ricas atracciones instaladas en la exposición del Banco comercial en
Holešovice[30] no se me quedaron grabados ni los caballitos, ni los columpios, ni el
castillo misterioso donde temblaban los suelos y los esqueletos estiraban sus patas
hacia los visitantes, ni tan sólo el tobogán por donde se deslizaban unas muchachas
alegres para ser recogidas abajo por sus jóvenes amigos. Ya he olvidado todo esto. En
cambio, el enorme elefante, en cuya panza había una cómoda cervecería, eso sí que
era una experiencia para largos años. Todavía me veo subiendo con mi padre por la
escalera hasta su cabeza, donde también había unas cuantas mesas. Todo esto era de
mal gusto. Pero no era así para mí. Estaba emocionado.
El elefante causó una gran sensación en la exposición. Por eso, cuando ésta se
acabó, lo volvieron a poner en Sedlec, al lado mismo de las vías del tren. Estaba de
pie al lado de la ventanilla del tren y desde que salíamos de Praga solía buscar con la
vista su cuerpo enorme. Cerca había una estación y el tren a veces la pasaba de largo.
Cuando paraba, me sentía más afortunado.
El restaurante pronto perdió su atractivo. Sedlec era un lugar para excursionistas
pragueses y éstos preferían sentarse en una terraza, debajo del elefante, y mirar el río.
Pronto empezó a desmoronarse. Primero se le cayeron los colmillos, luego se
desmigó la trompa apoyada en la arena amarilla del jardín, después las orejas y todo
lo demás. Hace poco tiempo encontré cuatro columnas de ladrillos que formaban sus
patas y sostenían su cuerpo.
Mientras estuvo entero, nunca me había olvidado de asomarme por la ventana y
mirar aquel monumento en decadencia, que siguió allí, en aquel estado miserable,
durante muchos años: desde el año 1908 hasta el umbral de mi vejez. Desde el tren en
marcha me parecía que era el elefante el que estaba en marcha, y yo fomentaba esta
sensación. Una vez me venía a ver, otras veces se alejaba. En la primavera, caminaba
entre las flores blancas, en verano entre las rosas y en el invierno atravesaba la nieve.
Cuando se me alejaba, me decía que se iba hacia el pasado, en aquella hermosa
tierra donde un pájaro salta sobre las ramas y canta. Tiene plumas rojas, azules y
verdes.
¡Es la juventud!
Kralupy sobre el Moldava, hoy casi un barrio periférico industrial de la capital,
era ya medio siglo atrás una ciudad llena de fábricas y empresas. Al atardecer, el
humo y el mal olor entraban en las calles de Kralupy. Los habitantes cerraban
rápidamente las ventanas. Lo que más olor producía eran las refinerías de aceites.
¡Las petrolíferas! Nadie las habría llamado de otra forma. Algunas veces el humo
invadía toda la ciudad.
Había también otras fábricas que envenenaban el aire de esta ciudad. La fábrica
de sopas Maggi y una factoría de productos químicos delante mismo de la estación de

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tren. De allí sacaban, de tanto en tanto, la escoria maloliente, no sólo de los caminos
que había dentro del área de la fábrica, sino también a lo largo de las aceras, delante
de las largas paredes. Caminar por esta carretera era extremadamente desagradable.
Había también una destilería de alcohol, unas azucareras, una fábrica de cerveza, una
curtiduría y no sé qué más. El molino de vapor pertenecía a los padres del pintor
Kars, a quien veía algunas veces allí. El pintor Utrillo le había pintado allí, con el
molino y la iglesia detrás de él.
La ciudad atravesaba el torrente Zákolansky, que tampoco exhalaba muy buen
olor. Según la intensidad de ese olor se adivinaba la lluvia o el cambio de tiempo.
¡Repicad otra vez para mí, campanas de Kralupy! Y sonad mucho tiempo… Me
sentaré sobre la pasarela, escucharé y juro que no diré ni pío. Quiero oír vuestra voz
metálica otra vez.
Y tú, ciudad, aunque has cambiado después de las recientes catástrofes —pienso
sobre todo en el horroroso bombardeo del final de la guerra y en la terrible
inundación de poco tiempo después—, eres mi dulce rosita, querida, eternamente
apedreada por la grasienta mugre.

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31. CUANDO LLEGA LA PRIMAVERA
Sí, estoy hablando de la música. Tal vez sería mejor que dijera sólo para mí,
mentalmente, lo que seguirá. Entro en el mundo de la música como un bárbaro
despeinado y miro la partitura de una sinfonía de Beethoven como miraría un
analfabeto una novela de Proust.
Pero no soy un esnob. Y por eso en los conciertos no cierro los ojos para poder
escuchar profundamente, ni apoyo la cabeza en la palma de la mano. Durante la
música me gusta observar las bellas e interesantes mujeres que hay en el escenario y
en los asientos. Y escucho con verdadero interés, apasionadamente. No puedo
imaginar en absoluto cómo sería mi vida sin música.
Adoro a Mozart.
Ya sé que éste no es un mérito especial. Pero tengo que empezar desde el
principio. Eso pertenece aquí. Y además con todo el derecho. Sin contar con las
canciones de cuna que, naturalmente, ya no recuerdo, ni con las canciones de los
organillos que sonaban casi a diario en los patios de los edificios y en los cuales casi
no me fijaba, mis primeras experiencias empezaron en las aceras. La verdad es que ya
lo he contado en alguna parte y este hecho hasta se escribió en la contraportada de
algún libro, pero me gustaría narrarlo también en esta oportunidad.
Los chicos de Žižkov solíamos sentarnos en los escalones de las cervecerías. En
aquella época, en los bares se cantaba con pasión. A veces por la tarde, y hasta bien
entrada la noche. Con interés y curiosidad, escuchaba las canciones sentimentales del
amor y las canciones de moda baratas con la temática típica. Hace unos años
volvieron a esta clase de canciones en la televisión. Estaban reproducidas con una
dosis de ironía, y obviamente ésta rompió su sentimentalismo superficial y su magia
barata. Ya no era lo mismo. Al atardecer me venía a recoger mi madre y me llevaba a
la liturgia de mayo o alguna otra. De esta forma me encontraba, después del olor de
las cervecerías, directamente rodeado del perfume de las flores y del incienso y me
dejaba llevar por la dulce y cálida melodía de las canciones barrocas. Seguramente
las conocéis. En las iglesias se cantan todavía hoy. Acerca de una de ellas, Te
saludamos mil veces, Antonín Dvořák opinó que era la canción más hermosa del
mundo. El canto es más bello que las flores. Y cuando flota en la iglesia, hasta una
estatua de yeso revive y sonríe graciosamente a los que están arrodillados a sus pies.
No os extrañéis de que la gente la quiera y le confíe sus problemas.
Si quisiera hablar sólo de mí mismo, tal vez tendría que confesar estas dos fuentes
de inspiración tan disparatadas. Tal como solían decir los críticos hace tiempo, las
canciones baratas y las canciones litúrgicas barrocas.
No era mucho mayor cuando empecé a ir a Kralupy.
Y allí también me sentaba sobre el borde de la acera. Esta vez era debajo de las
ventanas donde la asociación Fibich ensayaba los oratorios de Dvořák; primero el
consagrado a Santa Ludmila y más tarde el Stabat Mater. No quiero dar lecciones a

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nadie, pero creo que en el ámbito de la música litúrgica Antonín Dvořák llegó a alzar
la música checa hasta el cielo, especialmente gracias a este segundo oratorio. En
nuestro país, esta composición ha sido siempre relacionada con las fiestas de Semana
Santa y de la primavera. Durante muchos años, e incluso hoy, este oratorio me
conmueve extremadamente. No puedo imaginar la primavera —la primerísima, la
más bella, cuando aún nada florece, pero cuando todo está a punto— sin esta canción
amorosa de Dvořák.
Recientemente estuve hablando con un amigo, un ateo convencido y estricto. Al
mencionar este oratorio de Dvořák, súbitamente le brillaron los ojos y se animó con
un vivo interés. Algunas veces había cantado esta composición. No digo que en aquel
momento fuera una persona completamente diferente, pero sin duda cambió. Luego
sonrió con tristeza y dijo sólo:
—¡Lástima!
Me temo que defraudaré al lector. Tal como me pinto, pareceré seriamente
extasiado ante la belleza de la música desde la infancia. ¡Nada de eso!
Apenas salí de los pantalones infantiles y di la impresión de ser un poco mayor,
iba al menos dos veces a la semana al Teatro Municipal de Vinohrady, en cuyo
gallinero me entregaba con toda el alma a la travesura, la belleza dudosa y el placer
de las operetas vienesas. A la cantante Mařenka Zieglerová la iba a ver hasta el teatro
Aréna de Smíchov, aunque no hacía mucho tiempo que, en los carteles, le pintábamos
bigotes y le pinchábamos los pechos con una aguja. A veces tengo que sonreír. Todos
aquellos condes de Luxemburgo, pequeños duques, viudas alegres de los círculos de
los millonarios vieneses, se oyen aún hoy de vez en cuando por la radio y la
televisión. Han perdido mucho de su encanto. Y los jóvenes de hoy en día los
escuchan sin interés. Lo comprendo. Se ha acabado.
De todos modos, tengo la impresión de que las canciones modernas checas, a
través de las cuales vive la juventud de hoy y que se oyen tanto en las cabañas del
pueblo como en los edificios modernos, no son mejores. Hasta diría que no llegan al
nivel de la opereta. No me gusta hablar de la calidad de esta clase de canciones. No
tengo derecho a ello, aunque sepa que su música es sentimentaloide y superficial.
Pero sí puedo hablar de sus textos. Si sus autores no son poetas verdaderos, como por
ejemplo Jiří Suchý, la letra suele ser literalmente horrorosa. Comprendo el interés
desorbitado de los jóvenes por esta inflación de canciones. Probablemente la
necesitan. Pero el objeto de su exaltación es estúpido y este entusiasmo parece
incomprensible en una nación tan culta como la nuestra. Ni en París, ni en Moscú, ni
en Roma, el nivel de este arte vulgar ha caído tan bajo como aquí. Entendedme: no
moralizo. Sé que esta clase de producción es necesaria y natural. Siempre ha existido
y ninguna crítica ni lamento subirán su nivel. Pero quiero decirlo simplemente para
que haya alguien que lo diga. ¡Probablemente es una manera fácil de ganar dinero!
Pero basta ya. ¡No obstante, incluso esto pertenece a la música!
Para tranquilizarme un poco de esta excitación inútil, os contaré una pequeña

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historia. Dos años antes de su muerte, el poeta Nezval se hacía una cura de aguas en
el balneario de Karlovy Vary. Nos encontramos allí y visitamos juntos la tienda de
discos Ultrafon, donde trabajaba una conocida nuestra que nos dejaba escuchar los
discos nuevos. Un día —y tengo que recordar que fue en el año 1956, cuando en
Karlovy Vary estaba también el mariscal ruso Budionny— se acercó al mostrador una
bonita señora rusa. Llevaba cerezas encima del sombrero, sobre la frente un pequeño
velo plateado y le susurró algo a la vendedora. Nos gustaba y prestamos oídos. Y de
debajo del velo nos llegó una sola palabra: jazz. Cuando le miramos a los ojos
fijamente enrojeció. En aquella época, el jazz era un pecado en Moscú.
En el instituto de Žižkov conocí al profesor Zich. No habló mucho de música.
Daba clases de matemáticas. Los domingos tocaba el armónium en la capilla del
instituto y, antes de las fiestas de Semana Santa, ensayaba con los alumnos la Pasión
de Nešvera. Era un hombre excelente. No sólo entendía de música, sino que era un
experto en estética y, según me di cuenta más tarde, tenía una comprensión excelente
para la poesía. A mí, las matemáticas no me interesaban mucho. Pero bastaron unas
pocas palabras desdeñosas suyas, pronunciadas más bien de paso, para que yo
empezase a odiar el telón modernista del Teatro de Vinohrady, sin dejar de estar, con
la misma frecuencia que antes, ante la taquilla del Teatro Nacional y conociendo una
ópera tras otra. Al final me fijé en La novia vendida de Smetana.
De esta encantadora fuente checa he bebido profunda y largamente. A través de
esta ópera he aprendido a estimar esta tierra, esta gente y su arte.
Hacía mucho tiempo que habíamos fundado con Teige la asociación Devětsil y
que habíamos conocido en los conciertos a Stravinski, Milhaud o Satie; pero yo
seguía yendo muchas veces al Teatro Nacional a ver La novia vendida. ¡Para que
Teige no lo supiera! Era muy estricto en estas cosas y sabía ser irónico; aunque
conocía bien a nuestro Suk, sólo respetaba a los seis de París.
En casa de los Teige, en la habitación vecina de la de Wolker, solían tocar Wolker
y Nezval. Nezval tocaba tempestuosamente a Janáček y a Martinů, a quien
conocíamos. Y de esta manera empecé a observar el nuevo mundo musical y a
intentar comprenderlo todo. Me gustaban Suk y Martinů. Pavel Bořkovec era nuestro
compañero generacional, aunque un poco mayor. Me fascinaba Honegger, me
excitaba Bartók. Hindemith me estimulaba. Pero a quien amaba, a quien adoraba, era
a Mozart.
Karel Čapek me contó una vez, y luego creo que lo publicó en alguna parte, que
escribía sobre el fondo murmurante de la música de su tocadiscos. Yo lo intenté
también, pero la música me atraía siempre hacia ella y se me secaba la pluma.
Sin embargo, la música me aportó hasta una cierta decepción. Bebiendo vino en
la taberna Goldhammerova, Talich me insistía que intentara escribir una nueva
versión poética del no muy buen libreto de la ópera de Janáček Dos viudas. Me hizo
escuchar varias veces las conocidas arias, tanto en casa como en las salas de ensayo
del Teatro Nacional. Intentaba hacerlo en mi casa, pero sin éxito. No pude superar el

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maldito texto antiguo, tan conocido, y lo tuve que dejar.
En cambio, según el deseo de Talich, escribí el ciclo Mozart en Praga, que se
tenía que recitar entre las secciones de la serenata de Mozart para instrumentos de
viento. Los músicos no aguantan con la respiración para toda la composición y la
recitación de los poemas les hubiera proporcionado el descanso necesario. Sin
embargo, Talich se puso enfermo y sus proyectos no se realizaron. Así que los
poemas tuvieron que vivir su propia vida.
Y ahora os revelaré otra cosa. Hace tiempo que me gustan las expresivas y
románticas melodías de Marta de Flotow. Me las canta en un antiguo disco el propio
Enrico Caruso. Me da un poco de vergüenza. Pero eran las canciones de nuestras
abuelas y madres. Al oír estas arias me tengo que acordar de algo muy hermoso.

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32. LAS MAGNOLIAS EN FLOR
Fui amigo del encuadernador Alois Jirout durante muchos años. Le apreciaba.
Algunas veces, más bien pocas, nos sentábamos en el jardín de su vieja casa en la
calle Nové zámecké schody.[31] La casa se llamaba La Cruz. El jardín era estrecho,
como todos los de estas gradas, y tenía forma de terraza. Su punto de arriba era
vecino de la muralla del jardín Na valech,[32] perteneciente al Castillo. Por la noche
solíamos oír a la guardia, que caminaba por allí.
El acceso al jardín era bastante complicado y difícil. Se tenía que subir por el
desván de la casa, caminar allí sobre obstáculos de madera, bajar otra vez por una
pasarela que unía la casa con el jardín. ¡Pero qué vista tan preciosa! Encima de los
tejados del barrio antiguo de Malá Strana que se abría bajo los pies, aparecía en una
proximidad sorprendente la iglesia de San Nicolás. Su pesada masa llena de colores y
luces se elevaba hacia el cielo con una gracia airosa, ligera.
Había otra cosa allí que le dejaba a uno cautivado. Una casa más abajo, sobre las
gradas, estaba la embajada de la India. Ahora ya se han mudado a otro sitio. Si no os
hubierais fijado en el escudo de la soberanía de este subcontinente, lo reconoceríais
por los graciosos niños de los empleados que jugaban en las ventanas de la planta
baja. En el pequeño jardincito, o mejor dicho patio, de la embajada había una vieja,
anchurosa magnolia.
Cuando el árbol florecía en la primavera —como estaba protegido por los muros
y el edificio, no se congelaba y sus flores eran ricas y espesas—, desde las murallas
de al lado dirigían sobre el árbol unos fuertes focos. La vista del árbol en flor era algo
único. Debajo de él, sobre mesitas pequeñas, se movían unas menudas señoras con
saris color crema y de algún lado se oía una música tranquila.
Pero, por Dios; esto no es de lejos lo que quiero contar. Es que los recuerdos, tal
como saben hacerlo los recuerdos queridos, llevan al narrador a otra parte.
Con el paso de los años he aprendido a conocer y querer el trabajo de las hábiles
manos humanas. A menudo hasta he envidiado a nuestros antepasados que tenían la
posibilidad y oportunidad de observar a los maestros artesanos y ver sus manos
hábiles que, ayudadas por sus instrumentos, daban formas bellas e insólitas a la cálida
y agradable madera o al frío metal. Ver cómo se creaban los grabados en madera, tan
populares en una época y las admirables jarras de estaño mate o de estaño brillante y
las cosas más frágiles del feo hierro. La cálida belleza en que quedaba algo de las
ardientes manos humanas pertenece al pasado.
Pero al menos he tenido tiempo de apreciar una de estas hermosas ramas de la
artesanía. Sólo una, y todavía en pleno auge: el oficio de Jirout. Seguramente no era
el único en nuestro país, pero sí uno de los últimos que encuadernaban libros para que
el contenido y la encuadernación formaran una perfecta unión, dirigiéndose no sólo a
nosotros, en el presente, sino también a los lectores futuros si es que aman el libro.

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No pasará mucho tiempo antes de que este oficio desaparezca.
Todavía he tenido la suerte de poder estar al lado de las mesas de trabajo de
Jirout. Todavía he podido mirar con interés cómo sus manos cogían los pequeños
instrumentos que, colgados sobre una tabla, hacían pensar en los caracteres chinos;
cómo trabajaba con ellos una piel más fina que el cutis de una adolescente, cómo la
hacía cada vez más fina para que sus bordes se unieran a la tapa, cómo ponía sobre
ella los colores y el oro. Pero esto que estoy contando es sólo una pequeña parte del
largo proceso de trabajo, interrumpido por el peso y el silencio de la prensa.
Hasta este interesante, raro oficio, antes natural y conocido, diferenciado por la
calidad del material y la minuciosidad del trabajo, está hoy hecho por las máquinas.
Su forma más elevada, cuando el oficio se ha acercado ya al arte y en algunos casos
se ha convertido en un arte plástico, está irremediablemente desapareciendo.
Ya casi no quedan personas a quienes les guste tener en su biblioteca libros
arreglados de esta forma. Y si las hay, difícilmente pueden sacrificar todo el dinero
que costaría; de hecho, en nuestro país es inaccesible, incluso pagando, tanto tafilete
y cordobán. Y ya ni hablo del trabajo del encuadernador. Conozco a uno o dos
coleccionistas. El tercero ha muerto hace poco. Ya está. El tiempo ha apartado estos
intereses y deseos del centro de la vida contemporánea. Y la prisa del paso de los días
ya casi ni nos permite entrar en los talleres con libros hermosos. Tal vez os diréis que
tampoco nos servimos ya el vino en cálices de estaño. Los encuadernadores se van
despacio con su noble oficio. Ya no hacen falta.
Las máquinas de la imprenta vomitan diariamente decenas de miles de
encuadernaciones baratas que echan en el mercado del libro, que lucha por nuestra
atención con libros en rústica, que los lectores después de leer tiran a las papeleras
igual que viejos diarios.
Al abrir un libro encuadernado a máquina, se le revienta el lomo. Lo habéis
desnucado. En cambio, un libro trabajado por las manos humanas se abre
suavemente, amorosamente, sus páginas se doblan con delicadeza y se unen
silenciosamente en un lomo flexible, sólidamente trabajado.
Observábamos con placer los libros que salían del taller del matrimonio Jirout.
Los dos son de los últimos creadores de libros bellos. O más bien lo eran. Hace
tiempo que Alois Jirout ha dejado el taller donde se crearon tantas encuadernaciones
únicas. Tres años más había trabajado en él su mujer, Ludmila Jiroutová, y con gran
esfuerzo, o casi diría con un esfuerzo sagrado, acabó todos los trabajos para que en
las salas de la librería Československý spisovatel pudiese instalarse una hermosa e
inolvidable exposición de los trabajos de su taller. Mucha gente hablaba de la señora
Jiroutová como de la que mejor sabía trabajar el oro en todo el país. Ella también
había aprendido su profesión en París y, con su futuro marido, visitó el taller de
Kupka. No sin beneficio, según quedó en evidencia. Después de la exposición intentó
trabajar durante algún tiempo, pero luego, súbitamente, fue a reunirse con su difunto
marido, a quien tanto amaba.

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¡Una obra de arte acabada del todo!
Pero yo todavía tuve la suerte de poder observar cómo sus manos trabajaban la
piel, todavía pude ver cómo combinaban el complicado mosaico del escudo de la
república cuando encuadernaban la Constitución. Vi cómo ponían los folios en el
corte del libro y los pulían para que brillaran más. También podría testimoniar cuánta
exactitud microscópica es necesaria en el trabajo sobre el forro del libro para que el
libro ligeramente caiga en la palma de la mano extendida. Y hasta hoy no dejo de
maravillarme de la producción de los originales papeles de guardas, sobre musgo
mojado. El musgo, los colores de agua y las manos hábiles creaban unas imágenes
fantásticas que no sabría inventar ni un pintor abstracto.
Bueno, pues todo esto se está acabando y desaparece del mundo. ¡Directamente
ante nuestros ojos! Los libros de hoy en día ya no están destinados a los tiempos
futuros como los incunables. No estarán en las estanterías de las bibliotecas, aunque
cubiertos de polvo, dentro de unos siglos. Nuestros libros de hoy, con sus
encuadernaciones, morirán mucho antes. Se desintegrarán. Mientras tanto, aún
podemos estar contentos con el patrimonio que nos dejaron los Jirout y otros. Ese arte
desaparecerá de nuestra vida. Hasta en París, donde había llegado a la perfección, se
está acabando. De todos modos, el mundo, que se está arrojando frenéticamente al
futuro —quién sabe a cuál—, ya empieza a no tener ni aquel momento de tiempo en
el que uno se podía sentar, tranquilo y despreocupado, con un hermoso libro bien
encuadernado y disfrutar de todas sus bellezas.
Un día me detuve en la avenida Národní delante de un escaparate de libros en
lengua extranjera. Mientras examinaba los libros, se acercaron dos señoras hindúes,
con unos saris envueltos con elegancia. Seguramente eran de aquellas que habíamos
visto hacía poco debajo del magnolio en flor, en las gradas del Castillo. La más joven
de las dos llevaba incrustada debajo de la piel, sobre la frente y ya crecida, una gran
perla, quebradamente resplandeciente.

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33. TRES DUCADOS

Los santos tallados en madera


consiguieron en el mundo más que los vivos.

G. CHRISTOPH LICHTENBERG

No soy un buen narrador. Cuento demasiado de prisa. Las palabras y las frases se
me precipitan, como si quisiera acabar rápido y sacármelas de encima. Como si
tuviera que perder algo. No perdería nada. Es sólo falta de experiencia, o mejor dicho
falta de saber. No tengo sentido para el detalle sobre el cual hay que detenerse,
ejecutar unas cuantas piruetas verbales y continuar despacio y tranquilamente para
que el lector impaciente pueda tomar aliento. No tengo sentido para la morosidad
intencionada ni me atrevo a incluir digresiones que dramatizarían la narración. No sé
hacerlo. Por eso siempre he escrito poemas. Me parecían más fáciles. Escribiendo
cuentos no ganaría ni para gaseosa. Pero aun así hay momentos en que tengo ganas
de buscar y busco interlocutores.
En la vida me ha ocurrido más de un acontecimiento extraño, aunque yo no he
buscado nunca ninguna aventura singular. Es igual que estas historias fueran
precedidas por algunas copas. Siempre me ha gustado el vino. Y no dudo en afirmar
que es una bebida que hace milagros.
Una vez leí algo sobre una santa. He olvidado su nombre. Hasta he olvidado el
nombre del convento en que vivía. Lo único que sé es que era muy devota, además de
ser extraordinariamente amable y buena. Muchedumbres de mendigos esperaban
delante del portal del convento y aquella mujer piadosa, y por cierto muy bonita,
repartía dinero y alimentos entre ellos. Durante la vendimia recogía racimos de uva
de la parra que cultivaba para ellos en las tapias del convento. Un verano la uva no
creció. La pía hermana caminó a lo largo de los muros y puso su bella mano sobre las
ramas vacías. Y en cada sitio que tocaron sus largos y dulces dedos apareció un
maravilloso racimo lleno de mosto. Y toda la gente se llevó del portal del convento la
cosecha milagrosa. No puedo dejar de pensar en aquella mano prodigiosa cuando
levanto una copa de vino y busco la llama chispeante. Por esta razón, también me
gusta besar la mano de las mujeres. La palma de la mano. Es más dulce.
Llevo en el corazón uno de los extraños acontecimientos de mi vida. Tengo que
decir que no se trata de una mera anécdota. No, no es una anécdota. Hace muchos
años, en el teatro Komorní, representaron una obra de Joža Götzová. La autora utilizó
mi historia como una anécdota. No estoy enfadado con ella, ya se lo he perdonado.
Pero no estaba bien informada.
¡Sí, ya empiezo!
Era un bello atardecer del mes de mayo, lleno de aromas. Estuve, con los poetas

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Bohumil Mathesius y el querido Josef Hora, sentado en una pequeña taberna. Eran las
vísperas de la fiesta de san Juan Nepomuceno, que en otro tiempo se celebraba con
mucha pompa y ruido en Praga. La taberna se encontraba en la calle Pštrossova, cerca
del gran crucifijo en una plazuela simpática, una parte de la cual formaba la pared de
la iglesia de San Adalberto. Me acuerdo muy bien del lugar. En una de aquellas casas
había vivido mi mujer de soltera y yo la esperé allí muchas veces. A menudo veía a la
señora Marie Hübnerová arrodillada en la iglesia, antes de la representación de la
noche. Dicen que vivía allí cerca.
No íbamos habitualmente a aquella taberna. Sólo de vez en cuando. Un par o tres
de veces estuvo allí F. X. Šalda y el poeta Josef Mach, que sabía todos sus poemas de
memoria. Pero, por Dios, no penséis que el distinguido Šalda iba con nosotros de
juerga por las tascas. Nos costaba mucho trabajo atraerlo. Y, cuando por fin llegaba,
parecía más bien la visita de un obispo y todo el humor cambiaba de dirección; se
volvía festivo y noble. Y se bebía poco. Al menos hasta que Šalda se levantaba y se
iba a su casa en un taxi.
Se acercaba la medianoche y Hora, Mathesius y yo estábamos absorbidos en una
conversación sobre el acento en el verso checo. Éste era el tema predilecto de
Mathesius. Nos convencía animadamente de que el desvío de la línea acentuada de
Erben es una refinada intención del poeta. De que el autor subrayó así la rítmica
belleza del verso y huyó del estereotipo de la regularidad. La conversación era
extremadamente interesante, cautivadora. Lo peor era que, en medio de los problemas
poéticos, sin ser todavía solucionados, nos dimos cuenta de que no teníamos dinero
para más vino. Era desagradable acabar cuando empezaba lo mejor.
Hacía un rato que estaba tocando un trocito de papel fino en que tenía envueltos
tres ducados austríacos, guardados en el bolsillo del chaleco. Era una pequeña
herencia del padre de mi madre a quien había amado mucho. Los había guardado
durante años y, antes de morir, se los había prometido a sus nietos. Yo era el mayor de
éstos y recibí tres monedas de oro. Mi madre me encarecía, llorando, que no los
perdiera, que los guardase para mis hijos. Estaba sinceramente conmovida.
Varias veces quise sacar el paquetito, pero siempre lo volvía a dejar caer en el
fondo del bolsillo. Hasta que no pude resistir más y los expuse ante los ojos de mis
amigos. Entonces, naturalmente, las monedas de oro austríacas valían más de lo que
estaba grabado sobre la otra cara de la moneda, con la cabeza del emperador y una
corona de laurel. Al explicar el origen de mi pequeño tesoro dorado, Hora me ordenó
con enfado que lo envolviese y guardase otra vez, amenazándome estrictamente con
que le contaría a mi mujer lo frívolo que era; y le aconsejaría que ella misma
guardase los ducados. Obedecí y volví a esconder el oro en la oscuridad del bolsillo.
Y Mathesius, persona bondadosa y generosa, golpeó con el anillo de boda sobre su
copa; así hizo venir al camarero y, sin otra palabra puso, sobre la bandeja aquella
prenda. No era la primera vez. Pero esta vez la cosa tenía un fondo algo curioso.
Mathesius estaba en el proceso de divorciarse de su primera mujer. Después de

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aquella pequeña pantomima aparecieron sobre la mesa unas jarritas llenas, y no
fueron las últimas. Confieso que se me quitó un peso de encima y que seguí bebiendo
despreocupadamente y con un silencioso alivio.
El tiempo avanzó. Iban a cerrar y el importe del anillo ya estaba consumido. Nos
levantamos de mala gana, con tristeza. Hora tenía un largo camino hasta su casa,
hasta el barrio de Košíře; Mathesius vivía por allí cerca y yo emprendí la marcha
hacia el nuevo puente Trojský.
Durante el día no resultaba un viaje agradable. Pero era una noche de mayo y yo,
con la llama del vino en la sangre, tenía los pies ligeros. Caminé contento y
despreocupado hasta la Torre de la Pólvora. En momentos como aquéllos inventaba
versos por el camino a casa. Aquella noche me parecía que eran especialmente
buenos. Me sentía alegre y bien, aunque me tenía que parar de vez en cuando para
reposar. Siempre consideraba lógico que me acordaría de los versos hasta la mañana
siguiente y que los anotaría luego. Por desgracia, por la mañana no recordaba ni uno
y tenía un desagradable dolor de cabeza.
Praga estaba casi desierta. Era ya bastante tarde cuando sentí unas ganas
insuperables de fumarme un cigarrillo. En el bolsillo no me quedaba ni uno. También
me vino hambre. Pero lo peor era que tenía una sed horrible. En vano soplaba un aire
dulce del monte de Petřín, como si se estuvieran agitando las alas invisibles de un
ángel que volaba detrás de mí, sobre los cables del tranvía. Pero el demonio, como
sabemos todos, se disfraza de muchas maneras. El más frecuente es su disfraz de
mujer bella; otras veces, el de un Mefisto elocuente y de dos caras. A mí me esperaba
vestido con un delantal blanco, en forma de salchichero nocturno. ¿Por qué no había
atravesado la calle? Dos veces pasé de largo su parada con una olla dentro y dos
veces volví al perfume de salchichas calientes en el agua grasienta. Incluso vi una
caja con cien cigarrillos y me quedé jadeando. La tercera vez ya fui decidido al
vendedor y le pregunté si no me cambiaría un ducado. Que me gustaría comprarme
una salchicha y cigarrillos. Saqué el papel fino y le di una moneda de oro. Me lo
cogió de la mano, se puso las gafas y me preguntó si no tenía más. Sin pensar nada
malo se los entregué todos. Los observó y afirmó con toda naturalidad que me los
compraría. Me dio un sucio y grasoso billete de veinte coronas, una salchicha con un
panecillo y un puñado de cigarrillos que guardé en el bolsillo, luego sacó de alguna
parte una botella de agua mineral y me sirvió en un vaso un aguardiente fuerte y
oliente. Con gana me comí la salchicha, luego con sed me bebí todo el vaso de
aguardiente y encendí un cigarrillo. Después emprendí el resto del camino a casa.
Dos pájaros de noche pintados esperaban al lado y silenciosamente reían. Despacio
tambaleaba hasta el puente Hlávkův, y de allí al matadero. Ya que era una noche
cálida, se olían de lejos los restos podridos de las entrañas de los animales que los
jardineros a veces utilizaban como fertilizantes. El ganado vacuno mugía en los
vagones que daba lástima. Olía la sangre y la muerte de sus compañeros. El llanto me
horrorizaba. A veces lo oíamos hasta en casa.

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De cuando en cuando buscaba mecánicamente en el bolsillo del chaleco.
Naturalmente, estaba vacío. Los reproches se volvían más intensos.
El camino entre el matadero y la estación no era bonito. Entonces había allí una
cerca de madera cubierta de alquitrán que no se acababa nunca. Por la noche no se
encontraba a un alma viviente allí. Así que aprendí a dormir mientras caminaba.
Llegué a tal grado de perfección que durante estas cabezadas incluso soñaba un poco
y me despertaba en el preciso momento en que pisaba el pavimento de la calle por
donde iban los tranvías. Allí estaba a pocos pasos de mi casa.
Por la mañana, cuando uno se despierta, suele acordarse de los acontecimientos
de la noche anterior. Salté y me precipité a mirar mi traje. De los bolsillos no saqué
nada más que unos trozos rotos de cigarrillos. En la cartera encontré un grasiento
billete de veinte coronas y en el chaleco un papelito fino, arrugado y vacío. Intenté
por lo menos recordar los versos que inventé por el camino. No me pude acordar ni
de uno solo. Cuando me miré en el espejo me dio horror mi propia cara. Tenía tabaco
desmigado hasta en el pelo. Lo único que quedaba de los ducados era una
preocupación en el corazón y, en la boca, un gusto desagradable de la salchicha y el
aguardiente.
Mi mujer se había levantado mucho antes que yo y naturalmente no me dio una
bienvenida afectuosa. Todavía no sabía que el silencio es peor que las palabras. No
llevábamos mucho tiempo de casados y se imaginaba el matrimonio de otra forma.
Aun no había llegado a la tranquila sabiduría de una de sus amigas mayores, que le
había aconsejado a su marido que, en vez de dar tantas excusas y pretextos, se hiciera
imprimir una tarjeta con este texto:

No te preocupes,
no lo haré nunca más.

Y que la pusiera siempre por la noche sobre la mesa.


Después de unas amargas palabras llenas de reproches, mi mujer me anunció
brevemente que la noche anterior había venido mi madre preguntando por unos
ducados. Y que volvería esa noche. Eso me cogió de sorpresa. Me vestí a toda prisa y
me apresuré a salir de casa, avergonzado.
Era la fiesta de san Juan Nepomuceno y Praga estaba llena de peregrinos de
provincias. Vivíamos a unos pasos del parque de Stromovka. Corrí, me dirigí al jardín
y me senté en el primer banco. Entonces, todavía atravesaban el parque los tranvías.
Me quedé pensando un momento. La fiesta, a mediados de mayo, me hizo recordar el
rostro de una bella persona.
En las primeras clases del instituto de Žižkov nos enseñaba lengua checa el
profesor Kašík. Toda la clase le tenía cariño. Imponía. Y mientras hablaba, le
mirábamos fijamente la boca. Era un hombre guapo de edad mediana que se vestía
con una elegancia llamativa. Tenía una personalidad agradable, encantadora. Pero no

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lo recordé por casualidad. En sus explicaciones se iba a menudo por las ramas y
nosotros seguíamos conmovidos su despiste. A san Juan Nepomuceno no le tenía
mucho afecto. Y nos informaba bastante detalladamente de las polémicas con los
círculos religiosos y la lucha contra este santo barroco que hacía años llenaba las
columnas de la prensa progresista. Según él, se trataba del cambio de dos personas. El
verdadero Juan Nepomuceno se hizo famoso, no como cura, sino como banquero que
prestaba dinero a los sacerdotes a un interés usurario. Lo que se suele contar acerca
de él pertenece a una hábil leyenda y maquinación del Vaticano. Todo esto tenía un
solo motivo, concebido por los jesuitas en un país humillado: exterminar la luminosa
memoria de Jan Hus entre el pueblo checo y reemplazar su veracidad por un santo
falso con las cinco estrellas alrededor de su cabeza. Era una cosa ridícula y malvada
al mismo tiempo. Y el profesor dio un ligero golpe sobre el escritorio con las
articulaciones de la mano. Sí, así es. Y así fue.
—Seifert, venga a la pizarra y explíquenos —y yo corría, casi tropezaba con la
tarima delante de la pizarra.
Respirando el aire fresco y perfumado de Stromovka se me pasó el dolor de
cabeza y, como rodeado por una niebla que llevaba dentro desde la noche anterior,
cogí un tranvía y al cabo de un momento zigzagueaba entre los peregrinos de San
Juan en el patio del Castillo. La tumba del santo, en la catedral de San Vito, estaba
literalmente invadida. Luché por abrirme camino hasta llegar al sepulcro plateado del
santo, donde se quemaban las velas en medio de un montón de flores. Delante de la
tumba se celebraba una misa tras otra. En fin, había mucha pompa; y yo me coloqué
bajo el oratorio real, tan cerca que podría conversar con la figura del santo,
arrodillada sobre su propio sepulcro.
La pequeña oración que dirigí hacia su rostro de plata no era demasiado pía. Con
más de una frase intenté echar abajo sus estrellas. Le conté todo aquello con lo que
hacía años nos había llenado la memoria el difunto profesor Kašík. Y además,
algunas observaciones del libro de texto anticlerical, entre las cuales había muchas
contra este santo desgraciado. ¡Pero le di una oportunidad! Al final de mi blasfema
oración, le di a entender que, en mi opinión, podría hacer un pequeño milagro y
hacerme encontrar mis ducados perdidos. Era audaz, pero le señalé que, si realmente
está entre los coros de los ángeles, un milagro tan pequeño es una cosa facilísima de
la que no vale la pena hablar. También le recordé que mi madre es una admiradora
suya y que se trajo de un peregrinaje a la Montaña Santa la imagen de porcelana que
puso al lado mismo de la Virgen, de igual procedencia. Que tiene las imágenes sobre
el armario y reparte flores entre los dos. Las blancas para la Virgen, las de otros
colores para él. ¡Qué amargo sería si se enterase de mi mal comportamiento! Atacaba
a su sentimiento de santo. Le recordé que el donante de los tres ducados fue también
un ser obediente y que seguramente le rezaba a él. No mencioné que era absurdo
haber cambiado oro puro por una salchicha pasada, un aguardiente apestoso y unos
cuantos cigarrillos. No, estas cosas no las mencioné.

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Mi oración en la catedral no duró mucho. Al cabo de un cuarto de hora ya había
acabado. Y para añadirle la necesaria efectividad, toqué el hueso del santo que está
debajo del cristal en un marco de plata, igual que lo hacían los demás peregrinos, y
me persigné. Pero con negligencia. Luego me despedí y bajé corriendo a Praga por
las escaleras del Castillo. Por el camino me tomé una cerveza de Pilsen en la taberna
U Schnellů. Primero, porque tenía mucha sed; pero también porque me quería
deshacer del billete de veinte coronas que me estaba quemando en el bolsillo.
Llegué a casa a primera hora de la tarde. Mi mujer estaba todavía enfadada.
Callaba, no decía nada. Pero la curiosidad, esa característica común a todas las
mujeres, le hizo preguntarme de repente:
—¿Sabes qué me ha pasado?
La escuché con atención.
—Imagínate que estoy comprando verdura en la tienda de abajo y después pago.
La vendedora cuenta el dinero y me devuelve una moneda que le he dado. No señora,
ésta no la quiero. Es extraña. Deme otra. —Durante la primera república, las monedas
eran de color amarillo naranja, casi dorado. Especialmente cuando eran nuevas—.
Pues le doy otra y, ya en casa, la miro bien y era este pequeño ducado.
Y me lo enseñó.
—Dime, ¿cómo ha llegado a mi monedero?
—¡Dios Santo! —grité estupefacto—. Déjame tu monedero un momento.
Cuando lo abrí, vi en otra sección una segunda moneda, y en otra una tercera.
¡Dios mío, qué caprichoso es este san Juan! Puse las tres sobre la mesa una al lado de
la otra y me desplomé sobre el sofá con el corazón palpitante.
En aquel momento, alguien llamó a la puerta.
—Debe de ser tu madre —dijo mi mujer.

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34. UNA CONVERSACIÓN CON EL POETA
FRANTIŠEK HRUBÍN
Se oyen rumores de que usted se está preparando para escribir unas memorias.
Nada me haría una mayor ilusión. En los últimos tiempos leo casi exclusivamente
literatura de memorias. ¿Cómo ve usted esta clase de literatura? ¿Y qué sintió y
pensó leyendo el libro de Nezval De mi vida? ¿Estaba usted presente en casi todo lo
que Nezval recuerda hablando de la época de los años veinte?

Como todo el mundo, arrastro detrás de mí, en una larga cuerda, diversas
sombras. Algunas de ellas sonríen, otras están enfadadas conmigo y otras callan
avergonzadas. A algunas de ellas me gustaría darles un puntapié para que cayeran en
el precipicio del olvido; a otras quisiera estrecharlas contra mi corazón. Pero están
todas juntas, no se las puede separar. Todas dicen que me conocen. Pero no escribiré
unas memorias. Porque tampoco confío en mi memoria. Nunca he escrito diarios, no
he guardado documentos, y los textos de las conferencias, bastante frecuentes, eran
rasgados en jirones y arrojados a la primera cloaca o puente abajo. Porque, después
de las conferencias, solía tener una insistente sensación de vergüenza. Las palabras
habladas se van volando, pero las escritas quedan. ¡Pues afuera con ellas!
Pero para que no me acusen de querer apartar muchas cosas para mí
desagradables, he decidido que con el tiempo escribiría una veintena o treintena de
cartas largas a mis amigos y conocidos a los que elegiría según la necesidad y las
condiciones, para poder explicar muchas cosas del pasado, para confesarme de mis
errores y opiniones equivocadas, y también para añadir algo a los retratos de los
difuntos, que se olvidan tan rápidamente. En la vida llegan momentos en que
preferimos la literatura de los hechos a la más tentadora ficción. Para decirlo
sencillamente, nos hartamos de la prosa. Con la poesía esto no pasa jamás, la
necesitamos hasta el final de las cosas. Y por eso nos gusta buscar de vez en cuando
un libro de recuerdos.
Leí De mi vida de Nezval con emoción. Parcialmente, es también el testimonio de
mi propia vida. Entre las palabras «verosimilitud» y «poesía» la manecilla del reloj
imaginario enseña más bien el segundo término, pero esto no me importa en absoluto.
Nezval no escribió su libro para ayudar a los historiadores de la literatura, sino para
sus lectores. Algunas veces elevó la realidad sobria y gris a un luminoso nivel
poético, e hizo bien.
De hecho, ¿es que nos interesa hoy en día si los retratos de los antiguos romanos
eran lo bastante fieles?

Tenía veinte años cuando me encontré por primera vez con František Halas. Al
cabo de poco tiempo me sentaba con usted y con Hora. Sólo de vista conocía a Karel
Tiege. Estuve sentado con él en la misma mesa en los preciosos tiempos de la

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juventud; y eso, gracias a usted. Entonces todavía frecuentaba el instituto y mi
compañero de clase, František Nečásek, le adoraba, y en el Club literario de nuestro
instituto le calificaba de «pequeño genio checo». ¿Qué significó de hecho Teige para
usted y para su generación? Nosotros, los más «jóvenes», ya no nos encontramos con
él; para nosotros ya era sólo un mito.

A Karel Teige le amaba de verdad. Hoy lo veo más claramente que entonces. No
pasaba ni un día sin vernos. Era una persona sinceramente amable, amistosamente
generosa y, en los asuntos del arte, brillantemente orientador e insobornable. ¡Cuántas
cosas dominaba y sabía aquel hombre! Cuando conseguimos atraer a Vančura, las
conversaciones en presencia de éste tenían cada vez más profundidad y altura, y me
abrieron el mundo espiritual de par en par.
Entonces, las librerías estaban todavía llenas de libros extranjeros y Teige
compraba todo lo que podía. Y en seguida, en el café Slávie, improvisaba la
traducción, tomando un café.
Pero empezaré por otra parte. Ya no sé en qué año fue. Una vez estuvimos
caminando juntos por el muelle del Sena. Y de repente apareció delante de nosotros
una parisina extremadamente atractiva, vestida con una elegancia fuera de lo común.
Le brillaban los diamantes en sus orejas y en su mano. Parecía salir de la portada de
una revista de modas. Salió de su coche y nos pasó de largo sin hacernos el menor
caso. Teige se pasó la pipa de una comisura de los labios a la otra, tocó el borde de su
sombrero y dijo con una cierta naturalidad, volviéndose detrás de la bella:
—Lástima que no tengamos tiempo, a ésta me la ligaría.
Algo parecido pasó en nuestro encuentro con París.
El Louvre, Teige lo pasó de largo con desdén. Allí no había nada interesante para
nosotros. No llegué allí hasta más tarde. En cambio, pasamos por todas las tiendas de
los marchantes de pinturas modernas.
Estuvimos durante horas sentados en las terrazas de los cafés y no omitimos ni el
circo ni el panóptico. Porque todo esto estaba de acuerdo con nuestro programa
artístico, cuando el arte dejaba de ser arte, cuando Malevich, con su famoso cuadrado,
terminó la evolución del arte gráfico. Allí empezaba el poetismo.
¿Qué significaba Teige para nosotros? Mucho. Cuando nos invitaban a dar
conferencias en Bohemia y Moravia, era Teige el que nos aconsejaba, nos formulaba
definiciones exactas, e incluso nos dictaba pasajes enteros allí donde le importaba la
exactitud. La disciplina era entonces bastante estricta.
Era un estilista extraordinariamente bueno. Escribía con prontitud y rapidez.
Decía que lo había aprendido cuando les escribía redacciones de la asignatura de la
lengua checa a la mitad de su clase.
Era la primera y la última autoridad en asuntos de poesía, de artes plásticas y de
arquitectura. Creo que no les restaré nada de su fama a los arquitectos Havlíček y
Honzík si digo que, en un alto edificio de Žižkov, suelo ver a Karel Teige agitando

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desde el tejado su sombrero de lona.
Fue Karel Čapek el que invitó a la poesía de Apollinaire a Praga.[33] Pero fue
Karel Teige el que le dio la bienvenida y el que se preocupó de que lo pasara bien en
nuestro país.
El profesor Dominois, que había residido bastante tiempo en Praga, solía decir
que un profesor de francés en París no estaba tan bien informado sobre el arte
moderno francés como un estudiante de instituto en Praga. Todo esto gracias a Teige.
Cuando silenciaron su nombre en nuestro país, no dudé ni un momento que un día
tendría que volver. Y ha vuelto contento de haber vivido hasta ese momento.

En la poesía moderna ningún barrio de Praga está tan unido con el nombre de un
poeta como Žižkov con el suyo.

Profeso de buen grado esta «fuente inspiracional» de mi poesía: Žižkov. Hoy


hasta me emociona. En el antiguo Žižkov han cambiado pocas cosas. Al menos en
cuanto al aspecto físico. Pero tendría que decir que no fui yo sólo quien descubrió
está antigua periferia para la poesía moderna. Fue S. K. Neumann. Su Cuesta de
amores pobres, un bello poema de su juventud, fue creado en la legendaria torre de
Olšany donde, entre los huertos con lirios, solía sentarse toda una generación de
anarquistas barbudos cuando intentaban asaltar victoriosamente la literatura checa. La
cuesta de amores pobres no estaba lejos. Pero ya no existe. Sobre ella se han
construido unos edificios.

Se ha vuelto a publicar el libro Serbales de Zahradníček. Es una de las


colecciones de poemas básicos en la poesía checa de los años treinta. No sé si hoy
alguien se da cuenta de qué influencia tan fructífera había tenido Josef Hora sobre
este libro; sobre todo el Hora de Tu voz (y no sólo sobre la poesía de Zahradníček,
sino sobre todos nosotros sin excluir a Holan). ¿La obra de Hora pertenece sólo a
vuestra generación? ¿Volverá a resplandecer su obra e influirá otra vez en la
evolución de la poesía checa?

De la generación de los años veinte se escribe como de la generación de Wolker.


Esto no es justo. Era más bien Teige el que decidía el carácter de esta generación en
toda su dimensión, desde la poesía y las artes plásticas hasta la arquitectura. Y en
cuanto al grupo de poetas, fue Josef Hora quien en principio —quisiera o no— fue su
dirigente. Me lo podéis creer. Él influyó mucho en ella. En principio, se trataba de
poesía proletaria. De hecho, incluso Teige mismo, entonces, según es bien sabido,
descubría y propagaba la poesía proletaria. Hasta el momento en que los poetas —
Hora incluido— comenzaron a dejar los temas proletarios y en que Teige empezó a
formular el nuevo programa del poetismo. Fue una época de búsqueda precipitada y
de esfuerzo para encontrar formas nuevas. Y después, cuando Hora ya iba por
caminos un poco distintos, tampoco cesó su influencia.

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Si hoy nombráis sus colecciones Tu voz y Cuerdas en el viento, y si me acuerdo
de aquellos poemas, me parece que delante mío se ilumina una luz resplandeciente y
temblorosa de una lámpara de cristal. De hecho, precisamente en Cuerdas en el
viento distinguió el crítico Šalda, que estimaba mucho a Hora, una cierta influencia
del poetismo. A Hora le considerábamos nuestro compañero generacional y él no
protestaba.
La época de este «poeta del alma» volverá. Tiene tiempo, puede esperar si se
piensa en la influencia potencial sobre los futuros poetas. De hecho la poesía de Hora
está siempre presente. Su belleza no se ha extinguido con los años de ninguna
manera.

Abre la puerta al lector, en su tarea de orientarse allí dentro. De un modo


parecido, lo cito muy libremente, se expresó el poeta Léon Paul Fargue. ¿Qué le
parecen las ideas que de vez en cuando aparecen (y durante los treinta y siete años
que nos conocemos han aparecido más de una vez), de que el lector no importa para
nada, de que el poeta le puede dejar delante de la puerta cerrada?

Recuerdo F. X. Šalda. Por desgracia, en este momento no puedo recordar dónde


escribe exactamente sobre la misión y el lugar del poeta dentro de la nación y, al
mismo tiempo, lo mide por la fuerza de la influencia de su poesía sobre las masas de
los lectores. Lo evalúa según el tamaño del interés que su voz sabe despertar. No
estimemos demasiado alto la profundidad de la capa cultural dentro de la nación. Al
mismo tiempo, seguramente tampoco sería posible desacreditar el esfuerzo creador de
aquellos que hoy intentan —tal vez con testarudez, pero a conciencia— una forma
nueva y ganan nuevos terrenos para su obra. Las primeras respuestas a los libros de
Vančura entre los lectores no eran demasiado ruidosas. Acepto la idea de Teige sobre
la única poesía, que no puede ser otra que revolucionaria. El mismo Jan Neruda era
un poeta revolucionario por excelencia, desde Flores del cementerio hasta Cantos del
viernes. Ninguna evolución, aun la seguida por un número limitado de lectores —me
refiero sólo a la literatura—, será insignificante para el desarrollo de la poesía. La
medida de la calidad decide el presente. Pero estoy diciendo cosas evidentes.
¿Qué significa, entonces, el concepto de la modernidad en la poesía? Creo que
aquello que hace resonar la forma nueva con la nueva realidad que estamos viviendo
en aquel momento, y que intenta contenerla, moverla o cambiarla. Y eso, con los
instrumentos propios de la poesía. Una vez fue pronunciado un aforismo: La poesía
tendenciosa es buena cuando es buena. Pero esto no significa de ninguna manera que
la poesía tenga que ser solamente tendenciosa, aunque estoy convencido de que, en
un momento apropiado, tiene una fuerza incomparable. ¡Recordad tan sólo Canciones
silesianas![34] Sobre el mal uso de la poesía para la tendencia dijo una vez Viktor
Shklovski: Es posible clavar un clavo con un samovar; pero ¿por qué, precisamente,
con un samovar?

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Las masas de los lectores, como sabemos, están inclinadas más bien hacia el
conservadurismo y la comodidad conocida de las formas antiguas. Así que un poeta
muchas veces pasa de largo ante sus lectores, o más bien choca con ellos. Sin hacer
concesiones, tiene que volver a intentar convencerlos. ¿Cómo podría apartarse de
ellos si su obra sólo puede vivir a través de ellos? Escribir para las nubes que huyen y
con tinta negra sobre papel negro no tiene sentido.
Creo que con una pequeña modificación podríamos aceptar la definición de la
historia humana también para la poesía. La historia de la poesía es la historia de los
grandes creadores que componen su obra en contra de la voluntad de las más amplias
masas de lectores. Y siempre para la futura poesía, si es que es posible, a través de un
esfuerzo incansable, ganar a los lectores para las ideas nuevas. Ninguna obra ha
conquistado a todo el mundo, eso es seguro. Y de la misma manera es seguro que, si
el lector se queda para siempre delante de la puerta cerrada, no es por su culpa: la
obra es inútil y mala.
Cada poeta quiere ser oído, hasta el más excluyente.
Estoy de acuerdo con la poesía que toma partido, a condición de que el escritor
tenga plena libertad. Los asuntos de un pueblo y una nación no pueden dejar
indiferente a ningún poeta. Y menos aún a un poeta de una nación tan pequeña y tan
frecuentemente amenazada como la nuestra. El hecho de tomar partido naturalmente
no significa estar de acuerdo. La poesía es un diálogo sobre la verdad y tendría que
ser un diálogo apasionado y arrebatador.

El año 1967 es el año del aniversario de Šalda. Seguramente mucha gente


apelará a él, se atribuirá el derecho a hablar de él, para que Šalda le tome sobre la
espalda igual que san Cristóbal tomó sobre su espalda al niño Jesús, y le lleve al
futuro. ¿Podría usted decirme qué significó Šalda para los poetas, cómo se manifestó
su influencia en la viva creación poética?

El apego de Šalda hacia la generación de los veinte nunca había significado una
amistad idílica en una taberna, según se piensa a veces. La defensa de Šalda de esta
generación, contra Peroutka y Kodíček y los demás, tampoco era un gesto de amable
misericordia. Šalda siempre defendía firmemente su derecho y el derecho de cada
personalidad a desarrollarse según sus reglas interiores, a crecer e iluminarse. Y de
esta forma sucedió que se encontró más cerca de nuestra generación, que le era más
lejana en el tiempo que la generación de Čapek.
Como es sabido, eso no ocurrió sin que la pluma de Šalda dejase rasguños sobre
los rostros de los afectados. Nezval los sintió varias veces. Šalda chocó incluso con
A. M. Píša, criticó con intransigencia a Hora, a quien quería, y no hablo de los demás.
Eso fue natural y muy dentro de su estilo. No se dejó sobornar ni con sonrisas ni con
halagos. El amor y el afecto hacia su persona no eran el pago de su postura afable. Su
presencia en nuestro tiempo significaba para nosotros la autoridad decisiva más alta.

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Aunque en la historia no ha habido autoridades que no tuvieran el derecho a
equivocarse o a un posible comportamiento injusto. No hay gente tan perfecta. Había
algo más. Nosotros admirábamos su personalidad interminablemente rica, que
dominaba la literatura checa y la universal; estimábamos su genio, que llegaba hasta
el horizonte del presente y el pasado. Era imposible no tomar en serio sus
conocimientos y enseñanzas, no reflexionar sobre ellos. Y nos imponía incluso su
ejemplo moral. Šalda nunca omitió una oportunidad para la lucha apasionada. Llegó a
su posición, que no carecía de una cierta nobleza y de aristocracia mental, trabajando
y luchando.
Incluso su vida privada era ejemplar. Era una bellísima persona. Aunque
civilmente sencillo, todo el mundo se inclinaba de buen grado ante su rostro hermoso,
noble y seguro. Era democrático, pero no sin maneras aristocráticas. Le creíamos. Y
lo más importante: nos enseñó algo. Con una cierta lástima miramos hoy a los
jóvenes autores que vagan por el mundo literario llenos de perplejidad y sin nadie que
evalúe justamente sus obras.
Fue una persona que amaba a la bella humanidad y sabía reír de una manera
preciosa. Igual que ríe cada persona libre convencida de su verdad.

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35. EOS, LA DIOSA DE LA AURORA
Al principio de los años veinte (y si tuviera que decirlo de modo más preciso creo
que era en el año 1921), me llamó Artuš Černík a Brno. Dirigía la sección cultural de
la revista Rovnost de Brno, tenía mucho trabajo y quería que le ayudase. Tenía veinte
años, había terminado los estudios y no me gustaba comer el pan de mi casa, del cual
siempre había menos de lo necesario. Me decidí rápidamente. En vísperas de mi
salida, fui al monte Vítkov. Pasé por todos los sitios conocidos, contemplé Praga y
volví a casa por el otro lado. Me senté en la hierba y allí me despedí de la ciudad, que
se estaba inundando con la oscuridad de la noche; una ciudad de la que no había
salida nunca, a no ser las pocas semanas de vacaciones. Y para que la despedida fuera
aún más festiva, de los matorrales salieron muchas luciérnagas. Cogí unas cuantas en
una caja de cerillas y antes de acostarme la abrí. Lucieron durante mucho tiempo
antes de que me durmiera. Probablemente hasta la madrugada.
Por la mañana temprano me senté en el tren y, por la tarde, Černík me estaba
esperando en la estación. Brno me gustó en seguida. En aquella época se solía decir
que Praga era un pueblo grande y Brno una metrópoli pequeña. En Brno entonces ya
había bares nocturnos donde los negros golpeaban los tambores con ritmo de jazz,
mientras que en Praga se cantaban canciones sentimentales en las cervecerías.
Černík y yo estuvimos viviendo al lado del río Svitava. Los pueblos los teníamos
al lado mismo y llegar al bosque era una pequeña excursión.
En la revista Rovnost escribí, por poco dinero, grandes tonterías. En la sección
cultural ataqué de una manera poco hábil e irritada a cuatro jóvenes autores de Brno:
Chaloupka, Chalupa, Blatný y Jeřábek. A Blatný le conocí poco después y nos
hicimos amigos. Con Chalupa hablé de aquella acción juvenil mía en un aniversario
suyo, mucho más tarde. Generosamente, hizo un gesto con la mano como si quisiera
decir que no tenía importancia. Chaloupka se pegó un tiro en medio de su vida. Y
cuando le hablé de ello, también en alguna celebración u homenaje, a Čestmír
Jeřábek, éste me contestó malhumoradamente. No me perdonó. Qué le vamos a hacer.
El asunto debía de haber entrado muy profundamente en él.
Lástima de Chaloupka. Era una persona de talento.
Artuš Černík era un hombre y un amigo inapreciable. A base del título de redactor
de la revista Rovnost y como miembro del grupo pragués de Devětsil intentó, y no sin
éxito, ponerse en contacto con toda la Europa moderna cultural. Hablaba y escribía en
francés y alemán, era un buen periodista, llevaba la pluma con habilidad. Además, era
un buen organizador. En su pequeña habitación se amontonaban revistas y libros de
todos los centros europeos. Tenía correspondencia con muchos escritores. Entre ellos,
con Duhamel y Vildrac. Nos escribíamos con Goll y su señora, Claire. La
correspondencia se convirtió en una relación amistosa, aunque no nos conocimos
hasta mucho después. Luego Černík se encontró con ambos en París, en la Rue
Jasmin. Ése es el nombre de la calle que durante tanto tiempo escribíamos en los

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sobres. Para la revista Červen, dirigida por Neumann, traduje un largo poema de Goll,
«París en llamas», que Teige consideraba excelente. Pero pienso que no
justificadamente del todo y también sin éxito. Černík tenía correspondencia con
Tzara, con Réverdy y con los poetas del Zenit yugoslavo. Escribía a España, a
Alemania y a todas partes donde había surgido algún nombre nuevo que nos sonaba.
En aquella época escribió una bella colección de poemas. Se llamaba El brillo del
norte y fue el único libro de poesía cubista en nuestro país. Lástima que no se
publicara. Sólo Neumann imprimió unos cuantos poemas de ella. Podría salir incluso
hoy y sería digna de leer.
Artuš Černík hizo más por nuestra cultura moderna de lo que se sabe hoy en día.
Es una pena que su nombre esté cayendo en el olvido.
En Brno me encontré por primera vez con el poeta Halas. Me paró un joven y me
dijo cara a cara:
—¿Verdad que eres Seifert?
Y yo dije sin pensarlo dos veces:
—Y tú eres Halas.
Así surgió una amistad que no acabó hasta la muy prematura muerte de Halas.
Fue maravillosa. La recuerdo con un leal suspiro y con pena.
Halas aprendió a ser librero en la librería de Píša de Brno. No sé dónde estaba
empleado por la época en que nos conocimos. Ya no me acuerdo. Pero me parece, o
mejor dicho lo sé seguro, que nunca tenía mucho dinero en los bolsillos. Pero no se
ponía triste por eso.
El editor Zink me contó una vez, con gracia y cariño, una historia conmovedora
de los años de aprendizaje de Halas. En la tienda del librero Píša, él era su superior
inmediato. Sin duda bueno. Pero un día se dio cuenta de que en la sección de libros
de viejo se perdían algunos ejemplares. Llamó al aprendiz Halas y éste le condujo a
una estantería que estaba debajo, a mano, y donde se encontraron todos los libros que
faltaban y otros sobre los que no se sabía nada: estaban todos bien arreglados, puestos
uno al lado del otro: Baudelaire, Alfred de Vigny, Whitman, Barbey d’Aurevilly y
otros de estas y otras nubes literarias parecidas, junto con los autores checos Toman,
Šrámek, Neumann y Mahen. Rápidamente le ordenó que devolviera los libros a los
lugares que correspondían según el alfabeto del librero de viejo. Halas, naturalmente,
obedeció. No con muchas ganas, pero estaba obligado. Cuando al cabo de un rato
Zink volvió a Halas, le encontró con la cabeza entre las manos sobre el mostrador.
Halas estaba llorando. Aquélla solía ser su lectura del mediodía, cuando se cerraba la
librería y los demás empleados se iban a comer.
Apenas nos conocimos, Halas me presentó a Mahen. Halas adoraba a Mahen. Y
tengo que confesar que Mahen me encantó desde el primer momento y para siempre.
Había algo de agradablemente mefistofélico que resplandecía en su rostro. No le
quitábamos los ojos de encima mientras hablaba, y todo lo que decía era interesante y
gracioso. Leímos con entusiasmo sus Llamitas y Masera; su novela Compañero de la

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libertad todavía me resuena en la cabeza. Se me quedó en la memoria, sobre todo,
una escena en la que una de las protagonistas ayudaba a su amante a desabrocharse la
blusa.
En el jardín Na kolišti, cerca del teatro, había un café. Entonces era una terraza
que sólo estaba abierta en verano. La gente se sentaba sobre una especie de escenario
elevado, bajo toldos de colores, y se sentía como a bordo de un vapor. Solía ir allí con
Halas y Černík, casi a diario. Algunas veces se unía a nosotros Mahen. A lo largo del
café había un animado paseo de Brno.
Mahen contestaba con animación a los saludos. Le conocía casi todo Brno. Sobre
todo la gente de teatro. Algunas veces llamaba a las enrojecidas bailarinas de ballet y
nos presentaba con pompa como a los futuros poetas y les ordenaban que no nos
mirasen con desdén porque seríamos poetas famosos. «Y luego les podéis necesitar.
Quién sabe para qué», añadía y sonreía con picardía. Nos sentíamos felices cuando
nos sonreían aunque estas sonrisas pertenecían más bien a Mahen que a tres chicos
tímidos.
A Mahen le querían todos. ¡Ay, si tuviera que olvidarme de todo, de esto seguro
que no!
De los conocidos que venían a la mesa, mi personaje predilecto era Lev Blatný.
Venía con su silenciosa y amable esposa y con una compañera aún más fiel: la
enfermedad mortal que al final se llevó a los dos. Era amistoso, pero más bien
callado, aunque por su cabeza ya pasaban las futuras obras de teatro de las que la vida
le permitió acabar sólo una parte. A sus pies, se removía el pequeño Iván, su hijo,
también un futuro dramaturgo.
Con Mahen nos veíamos en todas partes. En la biblioteca donde hablaba a los
lectores vacilantes, en las conferencias que daba él mismo o que, al menos comentaba
con temperamento. En los estrenos de las obras de teatro no se sentaba en su palco
sino con su bella mujer en las filas del público donde nadie le podía negar el derecho
a comentar la obra con voz bastante alta. Era desenfrenado, violento y apasionado,
pero al mismo tiempo amable e incansablemente abnegado. Su temperamento se
tranquilizaba sólo al lado de la caña de pescar, donde tenía que callar. Pero entonces
naturalmente no podíamos oír lo que tronaba, gritaba y cantaba en su cabeza.
Con el manuscrito de mis primeros poemas me fui por un tiempo a Praga, pero
volví otra vez. Ya por poco tiempo. Tenía una cita con Halas en nuestro café preferido
y allí nos vio Mahen. Era la primavera y Mahen acababa de regresar del campo.
Mientras yo tenía mil preguntas en la punta de la lengua, Mahen nos explicaba con
detalles y sonriendo cómo había ayudado a un insecto a salir de la tierra con una
cerilla. Luego me dio un golpe en la espalda y se precipitó a la reunión del teatro con
un amistoso: ¡venga!
¡Cuántos años han pasado! Pero nunca me olvidaré de lo siguiente: Llegué a Brno
desde los pobres edificios de pisos de Žižkov donde había visto mucha pobreza y
miseria, pero un piso tan pobre como el que tenía Halas en el barrio periférico de

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Brno no había visto nunca.
Vivía con su abuela anciana, que sería seguramente una de sus Mujeres ancianas.
No sé por qué le reprochaban ambiente pequeño burgués al poema. ¡Seguramente por
culpa de la palmera de papel en el octavo verso!
En la pequeña y única habitación, adonde se entraba directamente de la calle, no
había muebles.
En la pared se veían dos clavos grandes para colgar ropa. En uno de ellos, estaba
la ropa de la abuela; en el otro, la del nieto. La abuela dormía sobre dos cajas, encima
de las cuales había puesto un colchón bastante usado. Halas dormía en el suelo. No
obstante, tenían allí una cosa insólita. En un rincón había una jaula y en ella saltaba
una ardilla. El animalito se alegraba cuando alguien entraba: las rayitas de los ojos le
brillaban y esperaba un dulce. Ella fue la única que vivió bien allí. Y otra cosa que
olvidaba: en el otro rincón estaba colgada una estantería con unos cuantos libros:
nuevos nombres aristocráticos franceses, pero al lado de ellos el Manifiesto
comunista y El universo como la conciencia y la nada de Klíma. Este era el mundo
en que empezó a vivir el joven Halas, y éstas las páginas que hojeaba el poeta cuando
inventaba sus primeras estrofas.
En Brno y en sus alrededores asistí con Halas a decenas de reuniones con
programa cultural. No sé si los obreros nos entendían, pero escuchaban atentamente,
preguntaban muchas cosas y nunca nos dijeron que no.
En la redacción de Rovnost había conocido al viejo Hybeš. No mucho después,
Hybeš murió. Su funeral, cuando nos incluimos en las filas obreras, camino del
cementerio de Brno, detrás del ataúd, fue la impresión más fuerte que sentí por parte
obrera en aquella ciudad. No quiero que nadie considere esto como un cliché
sentimental, pero entonces vi por primera vez cómo unos hombres mayores tenían
lágrimas en los ojos. Los obreros querían de verdad a Hybeš. Después de este
intermezzo en Brno, Teige me hizo volver a Praga; pero Halas y yo seguimos
escribiéndonos. Entonces ya se había fundado el Devětsil de Brno, y Halas, con
Černík y Václavek, empezaron a publicar la revista Pásmo, mientras Götz
encabezaba el grupo literario que imprimía Host do domu.
Y luego, Halas se despidió de Brno y vino a Praga.
Fue un hermoso día del principio del verano. El olor de primavera tardía, de los
tilos y del verdor fresco hechizaba los corazones. Yo esperé a Halas delante del bar U
Paukertů. Y cuando llegó, y despreciando los rayos del sol, nos fuimos a una
acogedora, pero completamente cerrada, taberna, donde, según recuerdo, la luz estaba
encendida durante todo el día. Nos sentamos en un rincón esperando al poeta Hora,
que por la tarde estaba en la redacción. Halas nos leyó sus primeros versos y luego
nos contamos cosas hasta medianoche, cuando cerraron el bar. Así que fuimos a un
sitio cercano, donde cerraban más tarde. Las noches de verano, como sabéis, pasan de
prisa. Recuerdo que cuando aparecieron en la ventana los primeros rayos de luz de la
aurora, corrimos rápidamente las oscuras cortinas llenas de humo porque la aurora

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nos molestaba y nos hacía recordar el día siguiente, repleto de toda clase de
obligaciones. O sea que la diosa de la aurora tenía que esperar un poco más para que
saliéramos del humo espeso del local y respirásemos a pleno pulmón el aire fresco de
la madrugada.

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36. LA TABERNA «LA CABRA REFLEJADA»
En el agradable bienestar del verano, cuando la vida humana parece más hermosa,
pero también a veces en la primavera, que en esta región es especialmente atractiva,
iba a ver a mi amigo el dramaturgo Jan Bartoš a su ciudad, Turnov. Es verdad que
tenía una casa en Praga, pero le gustaba pasar temporadas en Turnov. Allí estaba su
casa. En Praga, según decía, sólo residía.
En el cielo azul volaban nubes blancas más a menudo allí. En Turnov solíamos
dar paseos inolvidables. A veces hasta Hrubá Skála, pero más frecuentemente al más
cercano y romántico castillo de Valdštejn, donde yo dormía. En Valdštejn había un
cuadro de San Juan Bautista en cuyo rostro dicen que su autor pintó al poeta Mácha.
La semejanza es muy improbable. Bartoš decía que iba allí a hacerle una reverencia
al poeta después de cuyo nombre sigue una larga cuerda de seudocríticos, escritores
mentirosos y otras clases de canallas literarios hasta estos días.
Muy a menudo visitábamos el valle del río Jizera y por allí caminábamos hasta
Rocas Secas o el antiguo castillo de Frydštejn. En aquellos lugares el río es todavía
joven y trae consigo algo de su belleza de las montañas, aunque ya fluye entre riberas
bajas y verdes. Todo el mundo se siente tentado a sentarse por un momento sobre la
orilla y escuchar el agua que corre. ¡Qué hermosos son los ríos antes de que orinen y
se evacúen en ellos las feas y lúgubres fábricas!
Por el camino hay una taberna solitaria que parece abandonada, que se llama «La
cabra reflejada». Quién sabe de dónde ha sacado este bonito nombre. A veces nos
parábamos allí. Nos encontrábamos frecuentemente con el profesor Zděnek Nejedlý y
su amigo de Turnov, el profesor Jeřábek.
Nos sentábamos con Bartoš en el bar, casi siempre en la terraza. Bartoš pedía una
copa y pan blanco. Decía que éste es un verdadero gozo para los sibaritas que, al lado
de sus gustos materiales, también tienen sentido para la filosofía.
A la orilla de este río no pude nunca dejar de recordar unos versos que había
escrito un autor popular desconocido. En el poema se describe el baile en un bar de
pueblo próximo al Jizera. Son unos versos sencillos, pero con una asonancia
sorprendente que apreciaba también el maestro Nezval.
Al escritor Jan Bartoš le conocimos en Devětsil, aunque nunca fue miembro de la
asociación. Se encontraba con nosotros como un buen amigo. Era un poco mayor que
nosotros, más cercano a la generación de Čapek, y ya no tenía necesidad de hacerse
miembro de ningún grupo. Este escritor, dramaturgo e historiador del teatro
pertenecía a las personas más interesantes de nuestra juventud. Nos imponía, no sólo
como poeta dramático de fantasía lírica e ironía cáustica al mismo tiempo, sino
también como polemista, autor de invectivas venenosas con las que acosaba a la
gente de teatro, actores y escritores. Pero también sabía leer la mano magistralmente
y, con no menos especialización, construir horóscopos. ¡Nezval estaba fuera de sí!
Aparte del escéptico Teige, todos nos sentimos encantados con este arte suyo. No es

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que le creyéramos mucho, pero teníamos curiosidad y de buen grado le extendíamos
las palmas de las manos. Nezval le dio la suya. Era el único que le creía a Bartoš y
hasta le pidió que le enseñara su arte. Bartoš no tuvo nada en contra. Nezval probaba
muchas veces su capacidad en mi mano. Y hay que admitir que sus análisis eran cada
vez más complicados e insólitos. Llegaba cada vez a más profundidad en esta extraña
magia que ya un niño trae al mundo: tiene este secreto de la vida y la muerte
firmemente inscrito en sus puñitos. Nezval se entusiasmaba con la claridad de mi
mano y adivinaba muchas cosas en ella. Pero, de todas maneras, yo tenía la impresión
de que se dedicaba a leer la mano para poder usar ese truco con las chicas. En las
palmas de las manos de las muchachas leía con elocuencia y ardor. Pero no del todo
desinteresadamente. Cuando ya no tenía nada que añadir y había leído y explicado
todas las rayas, besaba a la chica en la palma de la mano y a veces la retenía en la
suya.
No sé por qué Bartoš se hizo precisamente amigo mío. De hecho yo era uno de
aquellos que no creían demasiado en este arte refinado y cultivado hasta los más
minuciosos matices. Pero, naturalmente, jamás le confesé este escepticismo blasfemo.
Le visitaba en su piso del barrio de Vinohrady cada martes. Durante varios años.
La residencia de Bartoš era algo muy distinto de lo que uno se puede imaginar por la
palabra piso. Las ventanas de sus habitaciones estaban siempre sombreadas por las
persianas y aun encima de ellas Bartoš corría pesadas cortinas no transparentes. Todo
el día tenía la luz encendida, aun cuando el sol de verano inundaba la calle y la casa
con su calor. Todas las paredes de sus dos habitaciones estaban literalmente repletas
de cuadros. Había un cuadro al lado del otro, igual que hay un sello al lado del otro
en un álbum de un niño. Un escritorio y una biblioteca; éstos eran los únicos muebles
en estas dos salas grandes. De su casa en Turnov se trajo unos cuantos óleos y
aguadas de Navrátil. Alguien me dijo más tarde que no todos eran originales. No sé,
entonces no me preocupaba mucho por estas cosas. También tenía un precioso dibujo
de muchacho de Josef Mánes, con un suave colorido. Luego, unos cuantos pintores
antiguos checos, creo que Grund, Piepenhagen, Pinkas y otros. Probablemente era la
herencia de su familia, a la que él añadía pinturas de maestros modernos: Zrzavý,
Kremlička, Špála y Josef Čapek. Su tío, que hacía tiempo había dado la vuelta al
mundo, le regaló una cuarentena de hermosas miniaturas hindúes. Bartoš las
apreciaba muy especialmente. ¡Pero basta! ¡Dejemos la cuenta! En fin, las salas
estaban llenas, pero todo era interesante y precioso. Bartoš entendía de arte.
El recibidor estaba lleno también. Lo que más había allí eran grabados antiguos.
En un lugar llamativo, pero un poco en la sombra, había un cuadro de una mujer bella
y joven dentro de un féretro. Era la mujer de Bartoš y el óleo lo había pintado Josef
Čapek. Bartoš comentaba todos los cuadros. Únicamente ante este cuadro callaba. No
reveló que era hija de un famoso abogado, el profesor Henner, y hermana de la
escritora Hennerová-Pujmanová. Tampoco me reveló, como es natural, el secreto
conectado con este cuadro.

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Después del casamiento, al que Bartoš había forzado a la antigua familia patricia,
compuso un horóscopo a su joven esposa. Era nefasto. Le predecía una muerte pronto
y voluntaria. Y su mujer obedeció a las estrellas y se quitó la vida. ¡Así se comentaba
la historia!
Cada vez que entraba en casa de Bartoš, el amo cerraba la puerta con llave y
encima colgaba una cadena. Le pregunté contra qué tomaba estas medidas de
precaución.
—Contra los enemigos.
No pregunté nada más. Sí que tenía muchos enemigos, sobre todo entre los
artistas de teatro, pero no creo que fueran de aquellos que intentarían asaltarle en
casa. O sea que las medidas eran más bien simbólicas. No le gustaban los actores a
pesar de que le tenían que ser bastante próximos. Algunas veces mencionó que hoy
en día los actores tendrían que caminar al lado de la acera, tal como les obligaba a
hacer el ayuntamiento en el pasado.
Pero las dos o tres horas de mi visita semanal a casa de Bartoš transcurrían
conversando amistosa y cordialmente. Teníamos muchas cosas que contarnos. A los
dos nos gustaba el café solo, bien cargado, que Bartoš preparaba magistralmente en
su cocina de mago, según decía. Pero en la cocina no dejaba que entrase nadie.
Seguramente tenía allí todos los muebles necesarios, la cama y los armarios con ropa.
En aquella época, yo fumaba mucho, pero al lado de Bartoš parecía un mero
principiante, un fumador moderado. Bartoš encendía un cigarrillo tras otro y, con
vivo placer, inhalaba profundamente el humo. Fue un hombre fuera de lo común en
todos los aspectos y, hasta cierto punto despreciaba su propia vida. Era delgado y más
bien alto, con una cara interesante, cuya llamativa palidez era subrayada por su pelo
rubio. Yo le apreciaba, pero cuando me estrechaba la mano, tenía por un momento la
sensación de que tocaba a un ser que vive sin sol en las frías aguas de un río oscuro y
lúgubre. El retrato de Kremlička es fiel. Sin embargo, era un hombre alegre con un
real sentido de lo cómico y lo grotesco; un amigo cariñoso y afable, aunque sus
enemigos, reales o inventados, fuesen numerosos.
Le gustaban los caballos. Pero no en una pista de competiciones hípicas. Por el
camino de su casa había un puesto de coches de punto. Siempre había allí dos o tres
pares de caballos. Bartoš se acercaba a cada uno de ellos y les ofrecía un trozo de pan
o de azúcar que sacaba de su cartera. A los cocheros no les gustaba eso. Incluso le
fruncían el ceño. Pero cuando aparecía en la calle, los caballos le reconocían, y le
daban la bienvenida relinchando alegremente. Pero sus buenas acciones no dejaban
de influir en los coches parados, que se movían. Y esto molestaba a sus amos, que,
dentro de uno de ellos, jugaban a las cartas.
Jan Bartoš escribió unas cuantas obras de teatro. No eran nada triviales. No
obstante, solamente Cuervos tuvo éxito en los escenarios. Desde el punto de vista
literario, las demás obras también eran interesantes y expresivas para su tiempo. Hoy
en día están casi olvidadas.

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Gracias a Bartoš conocí a varias personas de interés en el ámbito teatral. Me
presentó en su casa al robusto Arnošt Dvořák, poeta, que agitó poderosamente el
teatro checo. Llevaba uniforme de coronel y tenía aspecto macizo. Luego le conseguí
una cita con F. X. Šalda, cosa que solía ser bastante difícil. Los tres tenían cuentas sin
arreglar con el Teatro Nacional y se unieron en una organización que tenía que hacer
frente a la junta de la institución oficial de la Asociación dramática. El órgano de esta
nueva organización teatral era Nova scéna,[35] revista que fundó Bartoš y yo dirigí, al
menos oficialmente. No salió mucho tiempo, pero fue sí el suficiente para que Bartoš
se creara nuevos enemigos.
Arnošt Dvořák, el autor de las obras monumentales Los husitas y Nueva
Orestiada, nos condujo una noche a la taberna U Šuterů, donde nos esperaba el
legendario filósofo y rebelde Ladislav Klíma, un amigo de Dvořák. La conversación,
interesante y animada, con aquel hombre acabó más tarde en una borrachera en que él
se embriagó tanto que no podía ni hablar. Bartoš se salvó huyendo. Dvořák pidió
excusas. Con su uniforme, no podía acompañar a una persona tambaleante; así que
fui yo quien tuve que asumir la desagradable misión de llevar a Klíma a su agujero de
mendigo. Al principio de la noche, le había concertado a Klíma una cita con Halas.
Halas tenía ganas de conocerle desde hacía tiempo. Su primer libro era la lectura de
juventud de Halas. Lo tenía entre sus diez libros predilectos. Pero Klíma no acudió a
la cita. Ya no le volví a ver. Murió muy pronto. Me conmovió que unas horas antes de
su muerte se acordase de mí y me mandara sus dos libros, El universo como la
conciencia y la nada y Mateo el Honrado, con una dedicatoria amistosa.
Pero el momento solemne de mi amistad con Bartoš estaba destinado a ocurrir
más tarde.
Era un precioso día de primavera y la ciudad se bañaba en la luz del sol y en
todos los perfumes cuando llamé a la puerta de Bartoš y entré en la oscura y
sofocante atmósfera de su casa. Sobre su escritorio, ante el cual nos sentábamos,
había una botella de Pommery y dos copas. Me dio la bienvenida con más pompa de
lo normal y, tras habernos sentado, intentó abrir la botella del vino espumoso. Pero no
podía. Eso estropeó un poco el momento solemne. Le tuve que ayudar y el vino
produjo una agradable fragancia en las copas. Cuando ya habíamos bebido un poco,
me enseñó un sobre lacrado y sellado con un sello de plata. Era su testamento, que
quería depositar en un notario. Pero como no confiaba en que el abogado cumpliera
todos sus deseos, me pidió que fuera un correalizador de su última voluntad. Protesté
diciendo que esta medida era aún precoz, pero me contestó en un tono tranquilo y
natural que había decidido dejar este mundo en el momento que considerase más
oportuno. Habló plácidamente de su muerte y me pidió que no intentase disuadirle de
su decisión. Era difícil negarle lo que pedía y, estrechándole la mano, le prometí que
me encargaría de que su testamento fuera cumplido hasta la última letra. En aquella
ocasión me regaló un medallón de oro con San Jorge, enmarcado en filigrana de
plata. Hoy lo lleva mi hija. El original de la época azul de Špála se lo regalé a

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Vančura. Yo no tenía entonces ni dónde colgarlo.
Con estos regalos sentí la desagradable sensación de tener que esperar su muerte.
Pero mientras tanto, nada parecía indicar que tuviera que morir en un futuro próximo.
Nunca más hablamos del asunto y yo intentaba no pensar en todo aquello. Cuando
observaba sus intereses cotidianos en nuestro mundo cultural y leía sus brillantes y
polémicos artículos contra la gente del mundo teatral, me acostumbré a mi encargo o,
mejor dicho, me olvidé de todo y seguí mi amistad con Bartoš igual que antes.
Naturalmente, Bartoš me prometió también que me redactaría un horóscopo. Le
tuve que dar mi fecha y hora de nacimiento exactas. Exactas hasta el último minuto.
Mi madre, cuando le sacaba esos números, torcía la cabeza sin comprender esa
curiosidad mía. Pero tenía la fecha anotada en su libro de oraciones y me los dio de
buen grado. Bartoš estaba sorprendido por su precisión y mencionó que, de ese modo,
sería más exacto su horóscopo.
Durante mi visita a casa de Bartoš tuve que mirar un poco más que de costumbre
el óleo de Josef Čapek. No es que creyera en todo aquello, pero de todas maneras, en
el fondo del alma de cada persona están escondidas dos cosas: la curiosidad y el
miedo. Al final sonreí, miré por la noche al cielo lleno de estrellas y les susurré, para
que no lo oyera nadie, que se fueran a freír espárragos, que no les hacía caso, y cerré
la ventana con violencia. ¡Buenas noches!
Hacía un día bello y perfumado de junio. Era domingo y fui a Turnov, como
tantas veces, y caminé con Bartoš a lo largo del río Jizera. En la ciudad celebraban la
fiesta de Corpus Christi con una procesión y cuatro altares en las esquinas de las
calles. El pavimento estaba totalmente cubierto con pétalos de rojas dalias y de las
primeras rosas, y a la vuelta de la esquina sonaba el célebre coro eclesiástico
acompañado por las brillantes voces de las campanillas de rigor. A pesar de que en el
aire todavía volaban las nubecillas casi invisibles del humo del incienso, el perfume
de jazmín de los jardines hacía huir su santidad. ¡Qué día más bello en esta ciudad,
una de las tres que forman el triángulo de los más hermosos paisajes checos, con la
silueta de las ruinas del castillo Trosky en medio!
En la taberna «La cabra reflejada» estaban limpiando después del sábado, pero
amablemente nos sacaron una mesa al sol, delante del edificio, y pusieron en ella un
mantel blanco como la nieve. Desde la casa llegaba el olor de la cerveza y del humo
de ayer.
El río brillaba y lucía en el sol como si sus olas hubieran lavado todas las ágatas
todavía ocultas en el cercano monte Kozákov. Huía animadamente y susurraba entre
las orillas verdes, para contar a toda prisa los secretos que le había confesado otro río
salvaje, el Mumlava.
Bartoš pidió como siempre una copa de vino y pan seco. Cuando acabó de beber
y se comió todas las migas de pan que recogió con sus dedos finos y amarillentos de
los cigarrillos, me miró significativamente diciendo que me había traído mi
horóscopo. Y me entregó un sobre cerrado.

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—Por favor, no abras el sobre hasta que estés en el tren o en casa. Pero si tienes
curiosidad, puedes quedarte tranquilo. El horóscopo es hasta sorprendentemente feliz.
Pero te quiero decir algo que no he escrito en el horóscopo. Seguramente no lo leerás
tú solo. Tal y como te conozco, seguramente abrirás tu corazón a aquella señorita,
buena y amable, que está a tu lado en Praga. Tal vez ella no lo comprenda y le duela.
Te quiere sinceramente y tú vivirás más tiempo que ella.
»En el horóscopo hay un dibujo en el cual leí tu pasado y tu futuro destino. Se
marcan por unos signos especiales, característicos, que se pueden juzgar a través de la
situación de Mercurio y Venus, que estaban en conjunción. Es una constelación feliz,
porque crea un carácter artístico y amoroso. Eros llena tu vida demasiado. Aunque
influye positivamente en tu trabajo artístico, te debilita algo tu fuerza de voluntad.
Las mujeres te preocupan desde la más temprana juventud. Y desgraciadamente no te
dejarán tranquilo tampoco en la edad avanzada a la que llegarás, cuando en la
mayoría de los hombres estos intereses se apagan. Las mujeres te preocupan y
también te inspiran con su mera presencia, pero al mismo tiempo, y es una paradoja,
te vuelven algo afeminado. No tienes mucha fuerza de voluntad. En cambio, las
mujeres serán tus lectoras más fieles. Te convertirás en su poeta. No está mal.
»Llegas a la vida a través de un imaginario arco de triunfo que te habrán
construido con sus sonrisas y sus besos. Por desgracia, eres demasiado
despreocupado. Esta característica tal vez te ayude a llevar más fácilmente muchos
problemas de la vida, pero a menudo produce dolor a tus allegados. Se diría que estás
directamente obsesionado por los atractivos femeninos. Su belleza no te deja dormir.
Estás torturado por un eterno deseo. Casi nunca piensas en otra cosa. Estás en medio
del camino del descenso a la materia, pero por el momento no te afecta su maldad.
No será siempre así. Pero ahora ya cito el horóscopo mismo. En fin, eres un ser
completamente terrestre.
»Me ha extrañado que hasta el río mismo te excite con su dudosa feminidad.
Acaso es culpa del nombre que hace tiempo le otorgamos en nuestra lengua materna.
[36] Y este nombre basta para excitar tu imaginación amorosa. En todas partes

encuentras a una mujer. No es que eso sea malo, pero expresa tu carácter vago.
»Estoy observando con interés la diferencia entre nosotros dos que tal vez explica
el hecho de que seamos amigos. Probablemente nos han unido unas características
diametralmente opuestas. Hace un momento me di cuenta de que te gusta el olor de
jazmín. A mí me es indiferente. Me siento feliz cuando, en otoño, caen sobre mis
hombros las hojas muertas y secas de los abedules y cuando noto el primer olor de la
putrefacción otoñal. Probablemente tú amas los primeros cambios primaverales de los
pájaros, mientras que yo doy alegremente la bienvenida al grito de los cuervos
cuando llegan en otoño a mi patio de Turnov. Tú te encuentras bien siendo cautivo de
la belleza femenina. Yo evito a las mujeres. No es que las odie, pero prefiero que
pasen de largo ante mi soledad. Tú seguramente no lo sospechas, pero la imagen que
te has creado sobre la mujer es falsa. La mujer tiene dos caras. La otra no es amable

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ni buena: es terrible. Tú tienes confianza en las mujeres, pero serás castigado. No, la
mujer no es el sexo débil. Al contrario, las mujeres son más fuertes que nosotros. Son
más valientes que los hombres y saben ser terroríficas y despiadadas. No tienen
compasión. Los hombres están dispuestos a olvidar muchas cosas y las olvidan de
verdad. ¡Una mujer no olvida nunca!
Cuando Jan Bartoš acabó este comentario sobre el juicio que las estrellas habían
emitido sobre mí, nos levantamos despacio. Ya era mediodía. Y regresamos a la
ciudad. Por el camino topamos con dos amigos, los profesores Nejedlý y Jeřábek, y
nos quedamos charlando un rato con ellos.
Le pregunté al profesor Nejedlý qué sabía sobre el extraño nombre de la antigua
taberna de la orilla del río Jizera. Pero el profesor Jeřábek sólo dio unas explicaciones
bastante difusas. Así que no lo he sabido nunca. Porque nunca más volví a la
taberna…
Con el tiempo, mis visitas a casa de Bartoš se hicieron cada vez menos
frecuentes, hasta que cesaron casi por completo. Me es difícil explicar exactamente
por qué. En sus folletines, Machar excusa sus desacuerdos con el poeta Vrchlický con
la afirmación general de que la gente se encuentra y se desencuentra. En nuestro caso
era probablemente esto lo que ocurría, pero entre nosotros no había ni una sombra de
mala voluntad o enemistad. Más bien debió de ser un cierto cansancio de la
regularidad o nuevos intereses de uno de los dos. Pero no sé de quién. Además de
todo esto, me casé y esto fue un gran acontecimiento en mi vida y seguramente uno
de los motivos del alejamiento. Después de algún tiempo, nos volvió a acercar la
Historia del Teatro Nacional. Pero hay que explicar esto.
En la redacción del periódico Právo lidu trabajaba desde hacía tiempo un redactor
político, Jaroslav Jelínek. Era una persona modesta, pero nada vulgar. Aunque sólo
fuese por el hecho de que dedicaba un interés intenso a las cosas culturales, aparte de
su área política. Este hombre tenía una extraña idea a la cual sacrificó su tiempo y sus
fuerzas: decidió que ya era hora de construir en Praga el segundo Teatro Nacional, y
en seguida puso manos a la obra. A mí esta idea no me parecía tan buena, pero
siguiendo el consejo de Bartoš le prometí a Jelínek que colaboraría con él. A. M.
Píša, siempre tan sabiamente escéptico y reservado, conocía la vida teatral checa lo
suficiente para aceptar la idea de Jelínek con una sonriente desconfianza. ¿Para qué
construir un segundo Teatro Nacional si el primero está vacío? Pero Jelínek ya había
instituido la Fundación para la construcción del segundo Teatro Nacional. F. X. Šalda,
que estaba enfadado con el primer Teatro Nacional, aceptó con alegría ser miembro
de la Fundación. Suponía que la gente que había en torno al Teatro Nacional se
enfadaría como mínimo. Y la verdad es que se irritaron hasta que se dieron cuenta de
que la empresa era equivocada.
El redactor Jelínek empezó a recoger dinero en seguida. Consiguió reunir una
suma bastante grande que, naturalmente, sólo había bastado para pagar los gastos de
la primera propaganda de la idea y para la iniciación de las cuestaciones en toda la

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nación. Pronto se llegó a ver claramente que, a pesar de ser una hermosa idea, era
poco real y no muy útil. De esta forma se redujo a un montón de billetes de mil
coronas, con el que Jelínek no sabía qué hacer. Y entonces alguien, creo que
precisamente A. M. Píša, le sugirió que dedicase el dinero recogido a una empresa tal
vez de menos magnitud, pero también noble y culturalmente interesante. Que
dedicase el dinero a un proyecto no lucrativo, pero necesario y que probablemente
nadie tendría el valor de realizar: publicar la Historia del Teatro Nacional.
Jelínek se decidió en seguida. ¡Y cuando hay dinero, todo es posible!
Rápidamente reunimos a los autores con apellidos más sonoros, a los profesores y
escritores Šalda, Fischer, Matějíček, Nejedlý y Tille. Él tomo introductorio, El Teatro
Nacional y sus constructores, le fue encargado a Jan Bartoš, que mientras tanto, como
empleado del Museo Nacional de Praga, había fundado y dirigido el departamento
teatral de dicho museo.
Los autores se pusieron a trabajar y al cabo de pocos años realmente había salido
una obra maravillosa en ocho tomos en una edición muy representativa.
Yo también ejercí un cargo en esta empresa: hice la propaganda. Tengo una
impresión bastante exacta de que lo hice muy mal. Para una actividad así me faltan
las cualidades necesarias. Y gracias a esta función volé por primera vez en un avión.
Entonces fue como una pequeña aventura. Volé a Bratislava, y de allí a Pieštany, para
buscar a Šalda. Le llevaba un anticipo. Se había quedado sin dinero en un balneario y
quería estar más tiempo. También empecé a relacionarme otra vez con Bartoš. Le
volví a visitar en su oscura casa, donde no había cambiado nada. Volvimos a tomar
juntos un café bien cargado y fumamos cigarrillos gruesos como un dedo. Bartoš
acabó su estudio en un año. O tal vez menos. Su amplio trabajo estaba enfocado
desde un punto de vista polémico, cosa indudable dado su autor. Era un estudio
revelador, el primero y único de su época. Fue un trabajo que tuvo éxito y que
representaba la obra de su vida. El hecho de tener que defenderlo después de haberse
publicado le venía bien. La polémica era su atmósfera vital; la que necesitaba. La
esperaba con franco placer. Gozaba sacando de aquel monumento nacional el oro
falso que desde el principio hasta nuestros días fue agregado a él por los miembros de
la clase pequeñoburguesa en forma del idilio patriótico. ¿Cómo, idilio? Eran las
luchas que suelen acompañar a todas las grandes empresas históricas. Y gracias a
Bartoš, varios nombres ya medio olvidados de nuestra gente obtuvieron el brillo
merecido.
Después que salió el libro, vi a Bartoš pocas veces. Casi siempre en funerales. Y
ya que probablemente suponía que me había olvidado de mi papel de realizador de su
testamento, pidió a Nezval que le hiciera este favor y, con delicadeza, me lo anunció.
Nezval le visitaba ya con cierta frecuencia. Bartoš le enseñaba la ciencia de los
horóscopos y Nezval era un alumno que no ocultaba su entusiasmo. Al cabo de poco
tiempo, preparaban los horóscopos juntos. Nezval dominaba la lectura de la mano
magistralmente. Cuando me leyó la mano por quinta vez, y siempre con más detalle,

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me fijé que llevaba en un dedo un gran anillo barroco que algunas veces había
llevado Bartoš y acerca del cual afirmaba que contenía la dosis necesaria de veneno
mortal. Bartoš se lo había regalado a Nezval en el momento en que le pidió el
silencioso favor que yo había abandonado.
Bartoš murió en el año 1946, relativamente joven. Dejó el mundo
voluntariamente, tal como se lo había propuesto hacía años. No sé qué pasó con su
rica colección. No se lo pregunté ni a Nezval, que estaría al corriente. Entonces se
decía que se la había legado al presidente Benes.
Poco tiempo después de su muerte, vino Nezval a verme a toda prisa. Llegó a la
redacción y, muy excitado, desplegó ante mí, en el escritorio, unas cuantas hojas. Era
el horóscopo de Jan Bartoš que Nezval había preparado hacía cosa de un año. Pero no
se lo había entregado. No tuvo el valor.
La constelación de las estrellas predecía a Bartoš una pronta muerte. Muy
exactamente en cuanto al tiempo. Nezval se puso a explicarme, entusiasmado, el
complicado y cuidadosamente dibujado diagrama, lleno de números y de letras
griegas.
Le escuché atentamente, pero por desgracia tengo que confesar que no entendí
nada de todas aquellas líneas. Se ve que la vida me negó siempre el privilegio de
conocer el enigmático lenguaje de las estrellas.

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37. UN CUENTO DE MALÁ STRANA EN
MINIATURA
A la antigua cervecería Na Vikárce, acogedoramente oscura porque en sus
ventanas cae la sombra de la catedral, iba a veces el camarero del arzobispo. Digo
algunas veces. Pero esto puede ser debido a que yo le veía allí sólo algunas veces.
Vivía cerca. Yo también. Los dos la teníamos a la vuelta de la esquina.
Cuando durante las grandes fiestas acompañaba a su señor a la catedral de San
Vito, se sentaba en el pescante del antiguo coche con el escudo del sombrero del
cardenal en la puerta, al lado mismo del elegante cochero, que llevaba un sombrero
de copa gris claro. Él iba vestido de negro, con un sombrero normal en la cabeza. El
coche con el cochero se quedaba en el segundo patio, ante la entrada a la sala
española del Castillo, mientras el camarero acompañaba a pie a su señor hasta la
catedral. Y en la sacristía le entregaba a los cuidados de los sacerdotes que le estaban
esperando.
Cuando el arzobispo, revestido con la casulla, con la mitra puesta y el báculo en
la mano, golpeando el suelo de una manera majestuosa, entraba en la catedral para
sentarse en su trono con baldaquino, el camarero se ponía el sombrero y se iba a toda
prisa a la cervecería Na Vikárce. Durante hora y media estaba libre. Se sentaba en la
barra frente a la catedral. Luego no tenía otra cosa que hacer que escuchar un instante
de cuando en cuando.
—Todavía están con el Agnus Dei —comentaba de repente—. ¡Camarero,
póngame otra!
En Na Vikárce tenían muy buena cerveza de Pilsen.
En otras ocasiones, no iba a Na Vikárce hasta última hora de la tarde, cuando se
acababa su servicio en el palacio. La cervecería estaba mucho más animada y él se
sentaba en la sala. Con su firme pertenencia a estos lugares, santos y no santos, y a
las cosas relacionadas con la catedral y el palacio, con su conocimiento detallado de
todos los acontecimientos que podían ocurrir y estaban permitidos en estos lugares,
era una de las autoridades locales, aunque en su conjunto hacía pensar en los tiempos
idílicos del siglo pasado. El siglo veinte le marcó muy poco. Parecía uno de los
personajes de los cuentos de Jan Neruda, con toda la gracia y el encanto de la
antigüedad. Nada que fuese actual o moderno —al menos a primera vista—
estropeaba su imagen.
Sabía todo lo que pasaba a su alrededor y le gustaba contar las historias que
habían sucedido detrás de la puerta del palacio. Le excitaban especialmente las visitas
de los personajes importantes que iban a ver a su amo. Una vez oí cómo contaba
misteriosamente a los vecinos del Castillo que, a la semana siguiente, las carmelitas
estarían cambiando la ropa de la reverenda Electa. Según él, el señor arzobispo ya
había dado el permiso.

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Yo ya conocía a esta dama anciana sentada en un sillón en un armario de cristal.
Una vez vi por la ventana, al lado del retablo, el terrible rostro de aquella momia
barroca de trescientos años de edad, cuando de niño salté la barandilla en la iglesia.
Entonces la historia de la reverenda Electa era muy conocida, especialmente en el
Castillo. Hoy en día se sabe poca cosa de ella.
El cuerpo de la reverenda madre Electa fue exhumado unos años después de su
muerte, clandestinamente y bajo circunstancias muy extrañas. Había varias razones
para la exhumación. Una de las hermanas sufría de constantes dolores de cabeza. Una
vez, desesperada, puso la frente sobre la pared de la tumba de la priora y los dolores
cesaron súbitamente. Pero éste no era el único milagro que ocurrió en la tumba de
esta mujer. Poco tiempo después las hermanas excitadas corrían a la superiora
contando que desde el sepulcro de Electa ascendía un suave perfume de jazmín.
Cuando la superiora, que ocupó el puesto después de la priora Electa, estuvo
convencida de la verdad de aquellas noticias extraordinarias, se decidió a una acción
intrépida. Con varias ayudantes, en secreto, por la noche sacó el féretro de la tumba
para abrirlo.
Pero ¡Dios santo! Me estoy vistiendo descaradamente con plumas ajenas. Todos
estos detalles los cuenta un conocedor de toda clase de historias de Praga, de las
épocas recientes y de las antiguas: el historiador Antonín Novotný, casi olvidado y
menos valorado de lo que merece.
Pero hay que acabar el cuento sobre la priora difunta. Cuando las hermanas
abrieron el féretro, lo primero que encontraron en ella fue una espesa capa de hongos
grises. Después, apareció el cuerpo incorrupto de la primera superiora, en su tiempo
una bonita italiana que había venido a Praga para fundar y dirigir la orden de las
carmelitas.
En la época barroca no se reflexionaba mucho sobre las cosas. ¡Era un milagro!
Las hermanas usaron sin la menor cautela una infusión de rosas y romero para
limpiarle la cara a la difunta. Aquel líquido cosmético, que seguramente utilizaban
ellas mismas, produjo un mal efecto sobre la muerta: la piel se volvió marrón en los
sitios lavados.
El cuerpo fue examinado varias veces por los médicos. Durante el último examen
se reunió todo un consejo de especialistas importantes. Era gente de apellidos
sonoros, entre ellos algunos extranjeros famosos. Reexaminaron el cuerpo: tenían que
volver a constatar su integridad. Al mismo tiempo confirmaron otra vez que la frente
de la priora emitía un olor misterioso, parecido al de jazmín. Todo esto fue anotado
protocolariamente. Esto ocurría en el año 1677 y los protocolos se han conservado.
Así fue como las piadosas carmelitas vistieron a la difunta nuevos hábitos del
convento, los pertenecientes a su rango, la sentaron en un sillón y la depositaron en
una gran vitrina de cristal.
No obstante, el destino milagroso de su cuerpo no es igual al de su ropa. Los
insectos y el polvo estropean la ropa con el tiempo y de vez en cuando hay que

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cambiar a la difunta y ponerle un hábito nuevo. Como el convento estaba bajo el
gobierno del arzobispo de Praga, no se podía llevar a cabo tal acción sin su permiso.
Y eso acababa de ocurrir. El señor arzobispo dio su visto bueno.
Las carmelitas, aquella orden tan estricta que nos mandó después de la catástrofe
de la Montaña Blanca,[37] estaban rigurosamente encerradas en su convento. Aparte
del sacerdote, que hacía la misa, tenían prohibido ver a un hombre. No podían ver ni
a su padre, ni a su hermano. Y del sacerdote estaban separadas por las rejas. Estaban
muertas para el mundo. La tela para el nuevo hábito era comprada por el sacristán en
la tienda de Kyncl, en la plaza Staroměstské, y la priora se comunicaba con él por
escrito. Con esto se acababa la participación de los hombres en esta ceremonia. Todo
lo demás lo arreglaban las hermanas dentro del convento.
También era el sacristán quien vendía los pequeños recortes de la tela con que
habían limpiado el sudor perfumado de la frente de la reverenda Electa. Sólo la falta
de recursos financieros me impidió comprar esta reliquia cuando era pequeño.
Dudo mucho que los visitantes de la iglesia de ahora, si es que saben algo de este
monumento, tengan ganas de trepar por la barandilla del altar y mirar en los ojos
medio cerrados y profundamente hundidos de la italiana. El espectáculo del rostro
envuelto en una tela blanca y adornado con una corona es inolvidable, terrorífico.
Pero el tiempo no se detiene. Los años se apresuran y corren con él. Yo no iba
cómodamente a Petřín y al jardín Seminářská, por la calle Karmelitská y Újezd. Me
gustaban las gradas del castillo, y, además, ¡qué vista tan hermosa de la ciudad se
desenvolvía desde la plataforma del Castillo! Así que cada vez tenía que pasar al lado
del convento de las carmelitas, que siempre me hacía pensar en aquella tétrica
ceremonia en que las carmelitas mudaban a su priora, difunta desde hacía trescientos
años. Aquel cuerpo viejo e inerte de mujer, con los ojos entreabiertos y sangrientos,
se entregaba a las manos entusiasmadas de las hermanas que, rezando con emoción,
desnudan a la mujer muerta, le peinaban el cabello, le ponían una corona en la frente
perfumada con jazmín y volvían a sentar a su antigua superiora en el trono.---¿Cómo
pasar por allí y no recordarlo?
Sin embargo, detrás del convento surgía otra vez en el vivo día de hoy. Aquí está
la casa de Los tres lirios, y, al pie de los muros sombríos, ya podéis dirigiros
directamente al mirador.---¡Qué bien se estaba allí! Mucha gente joven en todas
partes. En el restaurante del funicular brillaban los manteles blancos y el vagón
pesado se iba arrastrando despacio hasta la colina.
Los ojos de las chicas fulguraban, y en los ojos se reflejaba todo. Todos aquellos
ojos eran bonitos. Y cuando los ojos son bonitos, también es bonita la propietaria; y
en ese caso pocas veces está sola.
Como siempre ocurre, una de ellas era la más bonita, la más graciosa, la más
tierna, la más tentadora. Tenía en el cuello una fina cadena de oro y sobre la cadena
un angelito de Rafael que apoyaba la barbilla en la mano. Y en todas partes se olía la
embriagadora fragancia de jazmín.

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Pero el angelito estorbaba.

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38. UNA RODAJA DE SALCHICHÓN HÚNGARO
Ver un camión de mudanzas delante de una casa de Žižkov era lo más común. A
los habitantes de allí les gustaba cambiar de residencia. Se peleaban con los vecinos y
en seguida se iban. O no se ponían de acuerdo con el propietario y a la semana
siguiente aparecía delante del portal un camión enorme y torpe. Nosotros también nos
habíamos mudado varias veces. No por esta clase de desacuerdos, sino para mejorar,
un poco, y otras veces por el contrario, en busca de un piso más barato. Según las
circunstancias de la vida. Durante varios años vivimos en una bonita casa nueva de la
avenida Carlos, muy cerca de Sklenářka, que así se denominaba el edificio de la
esquina, con su torrecita visible desde todas partes. De hecho, nuestra casa estaba
unida con aquel edificio, en cuya esquina había un restaurante. Era difícil encontrar
lugares sin bares o restaurantes en Žižkov. En cada cuarta o quinta casa había alguno.
En nuestras cercanías más próximas se encontraban cuatro cervecerías, dos hoteles y
dos tabernas. A una de ellas solía ir en el pasado el poeta Jaroslav Vrchlický. Sé por
qué. Pero no lo diré.
Que la casa donde vivimos durante varios años era una de las mejores es evidente
por el hecho de haber allí una charcutería. La tienda no era grande, pero nos
perfumaba toda la casa. El olor nos golpeaba en la nariz incluso cuando caminábamos
por la acera de enfrente y alguien abría la puerta. Yo inhalaba con placer aquel soplo
de aire que surgía de la tienda. Era un cóctel exótico de toda clase de buenos olores
mezclado de tal manera que formaba una atmósfera única y característica, común a
las charcuterías de todos los tiempos. Así olían también las demás charcuterías. Yo lo
sabía, aunque no las visitaba, eso no. Pero las miraba en todas partes. Es un perfume
ahora ya irrepetible y perdido para siempre. No quiero ser un ensalzador de los
tiempos pasados, pero lo busco en vano en las tiendas de hoy. Al mismo tiempo debo
añadir, sin embargo, que entonces no había colas como hoy delante de los
mostradores. Ni tampoco hay en las tiendas de ahora aquella especie de ambiente
sagrado que caracterizaba a las tiendas de mi juventud. En las charcuterías uno se
quitaba el sombrero al entrar, como se hacía en las farmacias, donde ahora la gente no
se descubre hace tiempo. En las pastelerías también había un perfume especial.
Cuanto mejor era el establecimiento, más fino era el olor. El de ahora es muy distinto.
En cambio hay mucha gente, mucho barro, prisas y desorden. La poesía se ha
esfumado.
Seguramente todo esto lo hacía el dinero, podríamos decir para simplificar el
asunto.
En nuestra charcutería no comprábamos nada. Y cuando decíamos «ése compra
en Kolman», que era el amo de la tienda, significaba que se trataba de un ciudadano
más bien rico y dotado de un paladar de sibarita. Muy raramente, por lo general antes
de las fiestas de Navidad, me mandaba mi madre allí en busca de alcaparras y
anchoas. Kolman las tenía mejores que en otros sitios.

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El amo solía estar delante de su tienda, tocado con el gorrito bajo y negro que
llevaban los charcuteros y los dueños de las tiendas buenas, y sonreía amablemente a
la vida y a la gente. La vida naturalmente sólo era nuestra calle. Yo saludaba con
respeto a Kolman. Seguramente por una cierta consideración por los inaccesibles
tesoros charcuteros que guardaba en su tienda y exhibía en el escaparate.
Cuando salía de mi casa no me olvidaba nunca de mirar el escaparate del señor
Kolman. Cuando tenía tiempo y no me apresuraba camino del colegio o de otro sitio,
me quedaba mirando bastante tiempo. Y una vez ocurrió algo muy excitante y
memorable. El señor Kolman me saludó sonriendo, fue detrás del mostrador y, con la
punta de un afilado cuchillo, me dio una rodaja de salchichón húngaro. Era la primera
que comía en mi vida. Y como veis, todavía no lo he olvidado.
Casi cada día el señor Kolman arreglaba de forma distinta los tentadores
productos de su escaparate. Levantaba el pesado cristal en su marco, lo aseguraba y
movía con maestría sus raras golosinas. Igual que los pintores holandeses cuando se
preparaban para pintar sus célebres naturalezas muertas. A cada momento salía del
cristal para observar su creación desde más lejos.
En medio del escaparate solía haber un trdlovec monumental. Probablemente no
sepáis lo que es eso. Ahora hay poca gente que lo sepa. Era una especie de pastel de
charcutero. Nunca lo he visto en una pastelería, en cambio no había casi ninguna
charcutería que no se enorgulleciera entonces con esa extraordinaria creación.
A primera vista, parecía una especie de tronco vacío. Su corteza formaba unos
largos pinchos redondeados, dorados con azúcar enriquecido no sé con qué. Según yo
observaba cuando cortaban el pastel, había varias capas de amasijo, unidas con pasta
de almendras —entonces no me podía imaginar nada mejor— y de mermelada que se
notaba muy poco. No sé cómo lo preparaban. Se cortaba desde arriba y se vendía a
peso. Era muy caro. No tengo ni idea del gusto que tenía. Cuando el realizador
Werich rodaba la película El panadero del emperador, buscó inútilmente a alguien
que le pudiera preparar un trdlovec. Ya nadie lo sabía hacer. Al lado del orgulloso
trdlovec me llamaban la atención unas pequeñas fuentes. En una de ellas había
granitos negros de caviar y en la otra rodajas rosadas de salmón ahumado. Estas tres
cosas pertenecían seguramente a la aristocracia del surtido de una charcutería.
Estaban siempre en lugares destacados. Entre las grandes piezas expuestas llamaba la
atención una barra de tamaño enorme de emmental. Me sonreía con sus agujeros
grasosos y yo observaba cautelosamente cómo iba disminuyendo, porque el señor
Kolman cortaba cada día un gran trozo que colocaba en la tienda, sobre el mostrador.
Encima de la barra de queso suizo estaban atractivamente arreglados los demás
quesos. Una bola roja de edam cortado, una barrita pequeña de roquefort mohoso,
una caja abierta de camembert y un pastel de brie con regusto dulce. No os extrañéis
de mis conocimientos. Cada queso tenía pinchado un rótulo en el que, con letra
ornamental, el señor Kolman escribía todo lo necesario. En el fondo, en una barra
metálica, colgaban los jamones, las negras anguilas ahumadas y los salchichones de

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todas clases. El húngaro, con su piel mohosa, el salchichón de Verona un poco
arrugado, uno liso y gris de Milán, y otro negro, tirolés. Debajo de ellos estaba
tumbada perezosamente una enorme mortadela, cuyo corte era una especie de sol que
brillaba en el pequeño cielo de la charcutería. Éstos son, naturalmente, todos los
embutidos que podía nombrar. Cada día estudiaba aquellos manjares y los conocía
detalladamente. Incluso los precios. Sólo el sabor de todas aquellas cosas buenas era
para mí, por desgracia, desconocido.
Entonces no me interesaban todavía las botellas de vino. Pero también llegué a
conocerlas poco a poco. Y lo que aprendes de joven, siempre te sirve de mayor. Los
caballeros de champán, rollizos de cuerpo, con su casco de papel dorado, estaban
rodeados de bellezas del Rhin, mientras que los pobres vinos checos de Mělník,
Ludmila y Tramín formaban un pequeño grupo como de servidumbre, y algunos de
ellos incluso sostenían con la cabeza fuentes de cristal o de plata con ensaladillas de
todas clases, bordadas de jamón rosado y adornadas con cuentas verdes de guisantes.
Las preparaba el mismo señor Kolman en su cocina de la trastienda. Las fuentes del
escaparate y de la tienda se vaciaban al atardecer.
Y casi lo olvidaba: a veces ondeaban en el escaparate orgullosos copetes gris-
verdosos de piñas doradas. Y no hablo de las salchichas de Frankfurt amontonadas en
un plato, de los embutidos y otras clases de géneros que llenaban el espacio que
quedaba en el escaparate.
Mis padres compraban en la tienda de la señora Zvoníčková. Estaba delante de
nuestra casa y sobre la acera tenía un barril abierto lleno de arenques cuyos ojos
muertos y redondos me conmovían. El barril no estaba cubierto. ¡Es igual si el coche
levantaba polvo! El señor Kolman también tenía un barril parecido y también estaba
delante de la tienda, pero lo tapaba cuidadosamente con una tapa en que había una
ventanilla de cristal. En su barril no había arenques sino anguilas italianas asadas con
mantequilla, conservadas en escabeche, de Commocchio. A unos pasos de nuestra
casa había la carnicería caballar del malhumorado señor Kovář, llena desde la
mañana hasta la noche. En su escaparate había una gran pierna de caballo y sobre los
palos colgaba un interminable salchichón rojo que producía fuerte olor a ahumado.
En todos los calendarios, en las paredes o sobre las mesas, corrían los años de la
misma manera. Y luego vinieron los años malos, hambrientos, de la primera guerra.
El señor Kolman cerró la tienda vacía, bajó la persiana metálica sobre el escaparate
desierto y creo incluso que cambió sus tenazas de coger anguilas en escabeche y sus
cuchillos afilados de cortar embutidos por un fusil y tuvo que ir a la guerra.
Desapareció la belleza de su escaparate. Para siempre. ¡Pero no, no del todo! Alguien
llevaba en la memoria su imagen. Era yo. Y hoy recuerdo todavía la belleza y el sabor
de una rodaja de salchichón.

No mucho después de la guerra, a principios de los años veinte, me pidió el poeta S.


K. Neumann que escribiera en la revista Proletkult unos versos para el 1 de mayo.

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Corrían mucha prisa. Los escribí en seguida. Neumann, mientras los estaba leyendo,
dio unas fuertes chupadas a la pipa y sonrió maliciosamente. Yo sabía por qué. Pero
los publicó. Los tituló «El día festivo». Y muy pronto aquello se convirtió en una
gran vergüenza.
En los primeros versos del poema yo arreglaba las cuentas con nuestros
burgueses. Y después, con los miembros de los dos partidos socialistas.
En aquella fecha pasaban por la plaza Václavské tres manifestaciones: la
comunista, la socialdemócrata y la nacionalsocialista. Se trataba de demostrar quién
era políticamente más fuerte. Al menos en Praga. Al día siguiente empezó en los
diarios una polémica enconada sobre el número de manifestantes. Unas cifras eran las
que facilitaba la policía, otras las que daba cada uno de los partidos. Naturalmente,
nunca eran las mismas.
Y yo canté, alegremente:

Queremos un mundo nuevo, tal y como lo deseamos,


porque la vida es bella y las flores huelen bien;
la tierra respira una nueva alegría húmeda
y nosotros los proletarios la añoramos.

Eso era pasable. No es que fuera algo nuevo, no era ni demasiado original ni
hermoso, pero desde el punto de vista ideológico estaba bien y nadie se enfadaba. Lo
peor era cuando llegaba cojeando, con una buena dosis de malicia, hasta el patético
final:

Y el que pasa toda la vida en el ayuno,


también quisiera, sin preocupaciones,
sentarse tranquilo a la mesa llena de comida
escuchando melodías tan bellas
como el temblor de las alas de los ángeles.

Los versos malos también son versos, decía Jindřich Hořejší. ¡Pero no hablemos
por ahora de las cualidades musicales!
Según recuerdo, en aquellos años había en nuestro país escasez de comida. Sobre
todo en mi casa. Mi padre estuvo parado durante bastante tiempo después de la
guerra, así que las raciones en los platos no crecían. Esto me hizo cantar bajo el signo
del materialismo más apegado en la tierra:

Nosotros también deseamos comer carne,


y cenar ternera con su guarnición.

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Hablando de estos versos quiero defenderme un poco y también recordar la
amabilidad de Neumann. Este poeta tiene una pequeña parte de culpa, aunque muy
pequeña e indirecta, de que hiciera estos versos. Era una buena persona y me parece
que me tenía un cierto afecto. Al ver mi rostro demacrado de chico de la periferia, me
llevaba algunas veces al restaurante Taverna, en el hotel Palace de la calle Jindřišská.
Según me confesó, iba allí cuando tenía dinero. A Neumann le gustaba la carne de
cordero, costumbre que adquirió durante la guerra, cuando servía en el frente sur.
Pero lo que le encantaba era la carne de ternera muy tierna. Sobre todo los riñones de
ternera. Y la rodilla de ternera. La comíamos juntos y había tanta que ni nos la
podíamos acabar. Cuando la traían en una fuente, parecía algo colosal. Y acompañada
con una ensaladilla, tenía un gusto estupendo. Estaba maravillado. Por entonces yo
apreciaba muchísimo el sabor de estas comidas, hoy comunes.
Ahora llegamos a lo peor. Puse en el poema la mitad del escaparate del señor
Kolman:

Nosotros también queremos beber vino de Borgoña


y comer anguilas en escabeche.
Tenemos plena confianza
en que también un día nos sentaremos
a la mesa, para comer queso emmental.
Y por todas las penas y la miseria,
también nosotros queremos lo mejor
de la riqueza de los dones de la tierra:
salmón ahumado, salchichón, caviar…
Etc., etc.

Bueno, y la catástrofe estaba montada. Primero se dejaron oír algunos lectores.


Naturalmente sobre todo aquellos en cuyo nombre no había hablado. Entonces era
muy joven y todos aquellos gritos me producían una alegría traviesa. ¡Qué interés;
aunque fuese negativo! Épater le bourgeois, éste era uno de los lemas que más
satisfacción me daba a la hora de ponerlo en práctica.
Pero los versos no sólo habían hecho enfadar a los burgueses. Bohumír Šmeral,
dirigente del partido comunista y redactor de Rudé právo, me llamó a la redacción y
con amable firmeza me señaló que el poema era tonto y podía dañar la causa obrera.
Yo ya empezaba a reconocerlo también. Pero era tarde. Puse «El día festivo» en mi
segundo libro de poemas; prefiero no nombrarlo porque más tarde lo omití. El libro
se estaba imprimiendo ya y no había nada que hacer.
Aquel romance de mayo no acabó de una manera divertida para mí. Los versos
eran malos desde todos los puntos de vista. Yo ya me había dado cuenta. Pero la
palabra pronunciada vuela mientras que la escrita queda. Y no se enrojece, según

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aprendíamos en clases de latín. Cuánto me hubiera gustado borrarlas del mapa. Por
suerte, a causa de mi carácter algo despreocupado me salí de este asunto con el
corazón libre.
A mi futura mujer le fue algo peor en su trabajo. En la oficina, tanto sus jefes
como sus inferiores le tomaban el pelo recitándole aquellos versos.
No tengo mucho sentido para la historia de la literatura. Sin embargo, me parece
que no estaría de más revivir algunas de estas voces y opiniones que han
desaparecido hace tiempo, igual que los poco honrosos versos.
Cuando era estudiante me gustaba visitar la biblioteca del Museo para hojear allí
la revista Moderní revue. Encontraba allí poemas de Březina, Neumann, Sova y
Hlaváček. Leía polémicas que no entendía. Pero, después de la guerra, aquel
periódico se situó muy a la derecha y muchos de los nombres sonoros abandonaron
sus páginas. La primera persona que se dejó oír entonces fue un reaccionario
intransigente, un estricto individualista, el crítico Arnošt Procházka. Virgilio nos
aconsejaba hablar siempre bien de los muertos, pero no me da la gana. Procházka era
malvado, enemigo de todo lo progresista, propagador de una decadencia falsa y de la
morbidez aristocrática. Con sus posturas reaccionarias no hacía más que crear mal
humor.
Criticaba burlonamente una encuesta de la revista Most. La tercera pregunta de la
encuesta la hacía explotar.
«La tercera pregunta —decía Arnošt Procházka— es el colmo de la inmadurez
ideológica de toda la encuesta. El nuevo arte tiene que ser de clase, proletario y
comunista, según ha dictado uno de los jóvenes, jovencísimos “poetas”. Por Dios, ¿es
que los poetas se ejercitan masivamente, como los soldados? ¿Aprenden su oficio
como los peluqueros? Preguntar una cosa parecida es grotesco y pedir esto a toda la
generación sería absurdo. Sería el clericalismo más estúpido, el que conoce y
reconoce únicamente su clase como correcta, la única iglesia del dios Proletario. A un
poeta no se le puede prescribir o prohibir esta o aquella fuente de inspiración. Que se
inspire en cualquier cosa, con la condición de que no escriba poemas a base de
manifiestos ni programas de los partidos, sino que exprese de manera original sus
propios pensamientos y emociones, no imitaciones, porquerías sacadas de todos los
rincones, y que no obligue a los demás a que compartan sus opiniones y esperanzas.
Haga lo que haga, cada poeta es, en el fondo, subjetivo. Algo así como poesía
impersonal no existe; no existe el arte de masas. Ya el hecho mismo de que la gente
joven pueda tomar en serio algo tan feo como es una dictadura del proletariado, el
problema de clases o el comunismo, demuestra su bajo nivel intelectual.»
De esta forma seguía el crítico en su rabia desenfrenada, expresada en un checo
aparatosamente estético, y después de citar con desdén dos poemas cortos de
Hoffmeister, cerraba su ataque con la conclusión brutal:
«Además, un trozo de “poesía proletaria”, unos versos que en la revista Proletkult
había perpetrado Jaroslav Seifert.» Y aquí comenzaba una larga cita de «El día

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festivo», versos, la mayoría de los cuales ya había citado voluntaria y humildemente
yo mismo. Y acababa patéticamente.
«Vaya gula: ¡tanto caviar! Y qué buen estómago revela esto. Pero aún mejor,
directamente cementado de estupidez, tiene que ser el “estómago mental” que
aguanta y digiere una poesía así.»
Mucho más tarde, de la revista Literární rozhledy[38] llegó la voz tiernamente
reprobadora, suave y amable, de Antonín Sova. Yo adoraba al poeta Sova. Me sentía
agradablemente en la atmósfera de su poesía. Todos le querían. Especialmente Josef
Hora. Nos conmovía asimismo su duro destino. Sova estuvo varias veces casi
mortalmente herido. Su bella mujer abandonó al poeta enfermo, ya para siempre
atado a su silla. Josef Hora contó su visita a Sova. El poeta le acogió con alegría, pero
trató inútilmente de acercarse a él para recibirle. Dio dos o tres pasos tambaleantes,
abrió los brazos y otra vez tuvo que dejarse caer en su silla. Sova se quedó solo con
su hijo, que le fue fiel. Alguien nos enseñó la foto de su mujer. Era una señora
verdaderamente hermosa y elegante. Probablemente se necesitarían un amor y una
paciencia enormes para seguir siendo fiel al poeta. La vida jugó cruelmente en este
matrimonio.
En un artículo que tituló «Al margen de la poesía social vieja y nueva», el poeta
empieza a contar cómo, en los tiempos en que escribía sus Tristezas desahogadas, no
pasaba una buena época.
«Experimentaba una especie de duro “vivir al día” proletario, con pocas alegrías y
hambre frecuente.»
Cuando tenía que ir a un entierro o estaba invitado a una boda, algún amigo suyo
más afortunado le tenía que dejar un abrigo negro. El mismo, cuando más tarde salió
un poco de la pobreza, hacía el mismo favor a sus amigos. O sea, que desde siempre
estaba en contacto con el destino de los oprimidos. También conoció las perspectivas
de la vida de aquellos que tenían el poder y el dinero y oprimían. Este conocimiento
le condujo a la búsqueda de una forma apropiada «para expresar los dolores comunes
a toda la humanidad». Y éstas son Tristezas desahogadas. La generación joven —es
decir, nosotros— no puede olvidar que su problema fue facilitado al haberse unido
con los ideales del proletariado, de modo que, con la fuerza y el talento, podría crear
un nuevo tipo de poesía social, más espiritual y más vital. Si la creación de los
mayores es básicamente sentimental, sigue Sova, tendríamos que decir que la poesía
de la generación joven, aparte de pequeñas excepciones, no ha dejado de serlo. ¿O es
que aquellas protestas o descripciones llenas de detalles sibaritas de todas las buenas
bebidas y comidas, de todos los placeres de los burgueses, aquella carrera detrás del
dólar, aquel huir de la miseria en los bares con un conjunto de jazz que grita, aquel
odio a la explotación de las fábricas, es que todo esto no son únicamente retos
sentimentalmente expresados para no poder cumplir las obligaciones con la amplia
sociedad en general? Mientras la humanidad se esté regenerando y hasta que el
proceso odioso no acabe en la satisfacción de la clase oprimida, hasta entonces no

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puede surgir la ansiada poesía que cante lo positivo del trabajo común.
Básicamente era esto lo que Sova comentó ex post al margen de mis versos. ¿Pero
cómo podíamos estar de acuerdo con el gran y estimado poeta si nuestras opiniones,
tal como en seguida sabréis por una cita de Teige, estaban formuladas con bastante
exactitud contra los burgueses, una clase con la que no queríamos unirnos de ninguna
manera en un «trabajo común», pero a la que queríamos descuajar? Hasta entonces,
no reconocíamos más que una poesía atacante, combativa, una literatura proletaria.
De las voces literarias más importantes que comentaron mi poema y sus torpes
versos, dejo para el final la de S. K. Neumann. A este poeta no le alborotaron tanto
los versos impertinentes que, de hecho, él mismo había publicado, sino el epílogo de
Teige que cerraba el libro.
En él, Teige había hecho un gesto demasiado amplio y sobrevalorado la posición
de la joven generación que venía de la colección misma. En el epílogo del libro se
escribe:
«Nada más que el amor (así se llamaba el libro) no tiene tradiciones aparte de la
suya propia y aquella que de hecho es la atmósfera de la juventud y la revolución de
hoy. Temáticamente se mueve en el universo proletario. De él extrae el nuevo espíritu
creativo y un nuevo valor. Sí, un nuevo valor. Canta el anhelo que de él surge.
Destruye las ilusiones falsas sobre un obrero. Quita el mísero nimbo mártir-político
que le habían adjudicado los burgueses y los poetas socialistas falsos. Lo muestra en
la verdadera luz. Canta sus más primitivos sueños físicos, la ambrosía y el néctar
sagrados en todas las apariencias mundanas.»
Es evidente que Teige, un espíritu más tarde intransigentemente crítico,
sobrevaloró mis poemas bajo bandera roja en Nada más que el amor. Y Neumann,
que entonces ya observó en Teige su futuro polemizador y obstinado, intentó arreglar
las cuentas con él en su largo estudio El arte proletario. En el capítulo dedicado a mis
primeros libros expresó claramente su decepción ante mi nueva poesía. Creía que
después del primer libro, Ciudad en lágrimas, su autor iría más lejos. Según él,
Seifert evolucionaba hacia una poesía primitiva sobre temas de placeres vulgares. Y
Neumann sigue: «Si el epílogo del libro considera este poema como un “nuevo valor”
que destruye las ideas falsas sobre el obrero, entonces no se puede tratar de nada más
que de falta de educación sobre la cual será mejor callar para no perjudicar a otra
gente joven.»
Hasta aquí Neumann y su comentario sobre mis versos. Y con esto podría acabar.
Pero se necesitan algunas palabras más para acabar esta historia de mayo, demasiado
larga, en su punto justo.
En Literární noviny[39] que había salido a mediados de octubre de 1928, Josef
Hora publicó una interesante conversación con el poeta Ivan Olbracht. Entre otras
cosas, Hora comentaba a Olbracht: «Algunas veces los artistas de origen proletario
escriben una literatura burguesa y de lujo.» Y Olbracht decía: «Es verdad. La gente
no vive siempre a través de la vida y los objetivos de la clase de que surge, pero eso

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también podría ser una reacción psicológica: vives en la miseria, sueñas con el lujo.
La literatura erótica más apasionada la escribe gente sexualmente hambrienta y
sueñas con los más refinados banquetes si te acuestas sin haber cenado. De la misma
manera, para mí todo fue claro en cuanto al conocido poema gastronómico de Seifert,
que en su época causó sensación. Hoy en día el chaval ya puede permitirse el lujo de
comer todo el queso emmental que le dé la gana, y también el vino. Por lo tanto es
difícil que los montones de queso vuelvan a aparecer en sus poemas, y el vino sólo
surgirá como metáfora.»
Después de más de medio siglo, sonó la última voz. Fue en la pluma de un joven
historiador de Moravia. Escribió unas cuantas líneas no sé dónde, y allí vuelve a este
asunto:
«Para la comprensión de la revolución por parte de Seifert es especialmente
característico el poema “El día festivo”. Hasta hace poco ha sido interpretado como
las ansias de un poeta proletario por los placeres burgueses. En realidad se trata de
una sincera manifestación de la juventud sana, a la que no le bastan las promesas y
las remisiones al pasado, sobre una actitud muy diferente hacia el mundo que la que
representaba la antigua poesía social, que no expresaba más que la compasión con el
pobre.»
Lo escribió Jiří Rambousek y confío en que ésta sea la última voz que comenta
aquellos versos malos y desafortunados.
Pero, en fin. Los franceses dicen: ¡Tanto gritar por una crêpe! Y yo podría decir:
¡Tanto hablar por una rodaja de salchichón húngaro!

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39. EL POSTRE MARYŠA
En la época en que los escritores checos vagaban como huérfanos por los prados
de su patria, y en que sólo estaban organizados en el Sindicato de los Escritores
Checos, y en que esta organización era poco definida y estaba alejada de cualquier
acción combativa, los escritores eslovacos proyectaron un congreso, siguiendo el
modelo soviético, Trenčianské Teplice, para proclamar su programa artístico-político,
su unidad y, finalmente, su pertenencia sindical. Seguramente, en Bohemia nos
retrasamos en este aspecto. Al congreso fueron invitados también algunos autores
checos. Yo estaba entre ellos y fui con gusto. Conocía al poeta eslovaco Laco
Novomeský, éramos amigos y nos queríamos.
La escritora eslovaca Zuzka Zguriška escribió luego sobre este congreso y sobre
nuestra visita en sus memorias A través del precipicio de los años:
«En el año 1936, a finales de mayo, se organizó en la ciudad de Trenčianské
Teplice el primer congreso de los escritores eslovacos. Y allí nos encontramos por
primera vez oficialmente con nuestros hermanos checos, con sus escritores. De los
amigos eslovacos acudieron todos, desde los mayores —Gregor Tajovský, Janko
Jesenský y Vavro Štrobár— hasta el entonces muy joven Janko Kostra…
»Janko vino vestido de uniforme. Estaba cumpliendo el servicio militar. Se sentó
al lado de Seifert y escuchó con interés sus palabras sobre la poesía eslovaca.
»La tertulia de la noche, tomando una copa, era muy alegre. Yo veía a la mayoría
de escritores checos por primera vez, pero me hice amiga de ellos en seguida. Marie
Majerová también llegó a ser amiga mía. Le gustó mi seudónimo. Lo pronunciaba
con dulzura, y cada vez que lo repetía me decía lo bien que sonaba. Jaroslav Seifert
deslumbró a todo el mundo con su cordialidad y su gracia. Las copas sonaban, el vino
brillaba y los ojos de todos nosotros resplandecían con la alegría de aquel cordial
encuentro con nuestros escritores hermanos…» Etc.
Desde los tiempos de aquella juventud desenfrenada han pasado casi cuarenta
años. Cuando uno se hace viejo, decide que tiene que ordenar sus cosas personales.
Por ejemplo, la correspondencia. Pero aún no tengo valor. La tengo muy desordenada
y me digo, para tener una excusa, que me queda mucho tiempo.
Entonces me dediqué a arreglar fotografías. Tengo unas cuantas. Las guardé
durante mucho tiempo en cajas de bombones, que conseguía de cualquier forma. Pero
en los últimos años me las traen mis dos nietas. Vacías, para ellas, no tienen valor. Y
así ocurrió que en una de estas cajas, con una inscripción dorada, «Postre Maryša»,
encontré incluso una de las fotos de Trenčianské Teplice. En ella estamos todos los
que habíamos asistido al congreso literario.
Marie Majerová, con la señora Jiřina Koptová, que vino con su marido, me
llevaron frente al objetivo cogido del brazo. Y de esta forma llegué a encontrarme,
contra mi voluntad, en el centro de la fotografía, donde tenían que estar sólo ellas con
la señora Tilschová. En la solapa de la americana llevo una margarita y tengo aspecto

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de ser feliz. ¿Y cómo no iba a serlo si estaba en compañía de dos mujeres tan bonitas?
En este momento, todos sonreían. Seguramente nos encontrábamos muy bien.
Las dos bellas mujeres ya han desaparecido. Marie Majerová murió hace poco.
Durante mucho tiempo luchó con el tiempo y con la vejez. Hasta sus últimos días se
rizó el pelo sobre la frente.
Josef Kopta también falleció. ¡Y no tenía ganas! Detrás de él, con un monóculo,
está Hanuš Jelínek, un guapetón que hacía la corte a ambas mujeres. Él también está
ya en el cementerio de Vyšehrad y, si pudiese, miraría las alas del genio que está
sentado sobre la tumba en el cercano cementerio de Slavín. Su vecina de entonces, la
señora Tilschova, también ha muerto ya hace tiempo. El poeta Petr Křička, autor de
la hermosa Medynie Glogowská, se fue en los años tempestuosos de los cuarenta,
silenciosamente, como de puntillas. Ya ni recuerdo cómo. Josef Hora no disfrutó
mucho tiempo del sabroso aire de la libertad y murió en junio de 1945. Y finalmente
B. M. Klika dejó asimismo a sus infieles bailarinas del Teatro Nacional, que amó con
tanta insistencia y tan en vano. A todas al mismo tiempo.
Cuando me miro a mí mismo en esta fotografía, me resuena en los oídos aquella
frase estereotipada del teléfono: No cuelgue por favor, llegará su turno.
Ya no camino de prisa por la calle. Tengo la impresión de que, a la vuelta de la
esquina, me esperan todos, escondidos.
Que me disculpen los colegas eslovacos, pero ya no me acuerdo de todo lo que
estuvimos diciendo y de lo que pasó en el congreso. Pero, si me acuerdo de algo, es
de la sonrisa en el rostro de Betka Poničanová, una guapa chica que no dejaba de
invitarme cordialmente a su mesa. Los eslovacos son mucho más afectuosos. Hasta
hoy me da lástima. ¡A ver qué hace ahora!
En cambio, se sentó con nosotros el joven sacerdote y poeta eslovaco Rudolf
Dilong. Era un fraile de la orden de los franciscanos. Y poeta surrealista. No sé cómo
es posible esta combinación. Llegó al congreso en su motocicleta. Era tan natural que
sorprendía. Pero se avino bien con el conjunto. El poeta Boleslav Lukáč nos tomaba
el pelo: decía que nos dejábamos hechizar por su hábito de monje y añadía que nos
ganaría incluso un limpiachimeneas si alguien lo hubiera traído. Pero no tenía razón.
Dilong era un hombre animado y temperamental que hablaba con sinceridad,
tenía muchas ideas y sabía contar anécdotas. Sus ojos no dejaron en paz a ningún
rostro de chica de las allí presentes. Nos hicimos amigos íntimos y cordiales.
En la madrugada se levantó de la mesa, encendió en la puerta un cigarrillo, se
arremangó la sotana y saltó sobre la moto. Se fue a una cercana iglesia a decir misa.
Invitado por él, fui también a la iglesia. Con toda la humildad franciscana estaba
arrodillado delante del altar, y la boca que hacía sólo un momento estaba cantando
canciones de amor eslovacas, invocaba a Dios y oficiaba la misa con toda gravedad.
Al día siguiente, después del congreso, todos volvimos a nuestra casa. Yo fui con
Hora a Bratislava. Él hacía trámites allí para su redacción.
Me es bastante difícil pasar por aquella ciudad sin detenerme en alguna de sus

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pequeñas tabernas, donde siempre se encuentra a alguien conocido. Estuvimos a
punto de irnos a dormir, porque teníamos que salir muy temprano hacia Praga, pero
alguien le aconsejó a Hora que visitásemos al menos por un momento un bar
nocturno de Bratislava que estaba situado cerca de nuestro hotel, en una callejuela al
lado del muelle. Allí hay un bello trozo de la Viena nocturna, ciudad que está a un par
de horas de Bratislava.
Encontramos la casa con bastante dificultad. Se bajaba al bar por la escalera del
sótano. Pero, en aquella época, valía la pena. Para un visitante de hoy, y sobre todo
para el que ha conocido los países occidentales, ya no sería tan emocionante.
La sala, espaciosa y elegante, estaba dividida en pequeños departamentos medio
cerrados. Desde la entrada nos sorprendió un agradable rumor de música gitana y un
ligero perfume. Sobre las alfombras persas se movían silenciosamente cuatro chicas.
Dos de ellas parecían húngaras. Eran morenas y abrían a los clientes sus grandes ojos
negros enmarcados por largas pestañas. Las demás, como nos dimos cuenta al cabo
de un instante, eran de Viena. Todas llevaban faldas largas hasta los pies y se movían
entre las mesitas con sus zapatos elegantes. La parte superior de su cuerpo sólo estaba
cubierta por un collarcito de perlas o una fina cadenita con una crucecita de oro. Y
con un ligero perfume de muguete y de cuerpo joven. Repartían cigarrillos y bebidas
en unas bandejas brillantes, eran amables y simpáticas y tenían una expresión tan
natural como si estuvieran tapadas hasta el cuello.
Apenas nos sentamos, me dijo Hora:
—Lástima que tu franciscano no esté aquí con nosotros. Con su sotana, causaría
sensación.
Dilong me escribió a Praga tres o cuatro veces. También me envió sus libros.
Luego se sumió en el silencio.
Hasta cierto día. Estábamos en casa cuando alguien llamó a la puerta de una
manera más bien tímida. Mi mujer se apresuró a abrir. Era una chica muy jovencita,
con un niño en los brazos, envuelto en una manta. La invitamos a entrar, un poco
sorprendidos, pero, todavía en la puerta, nos dijo:
—Soy la prometida de Rudolf y he venido a verlo. Me escribió que estaba con
ustedes.
Lloró amargamente y nosotros sentimos mucha pena por ella.
Al cabo de algún tiempo me encontré otra vez en Bratislava, en una reunión de la
editorial Družtevní práce. En el restaurante del Grand hotel topé con el amable
Boleslav Lukáč. Con amistosa malicia, me anunció que Dilong, antes del nacimiento
de su hijo, levantó el vuelo y se fue a algún lugar de América del Sur. Y allí
desapareció.
O, según dicen en América, se cayó en un agujero de queso emmental.

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40. EN EL SILLÓN DE POETA
Se casó el poeta Halas, hubo muchas celebraciones y el joven matrimonio de
František y Libuška Halas por fin se reunió. Halas escribió más de novecientas cartas
amorosas a su novia. Era un gran amor. ¡Las cartas están aquí! El matrimonio
encontró una casa modesta, pero acogedora, en el barrio de Vinohrady, en la calle
Kouřimská; y el joven arquitecto Heythum les diseñó un interior moderno. La
biblioteca ocupaba una gran parte de la pared de la sala donde nos solíamos sentar.
El matrimonio Halas era generoso y su puerta estaba siempre abierta de par en
par. Cada día venía alguien, a veces nos juntábamos cinco o seis. Dos visitantes
acudían con frecuencia: el dibujante František Bidlo y el poeta Josef Palivec. El
primero vivía cerca de ellos, en Vinohrady, y el otro a la vuelta de la esquina.
Halas tuvo que aguantar mucho de sus invitados por culpa de su sillón de poeta.
Con buena intención, el arquitecto le diseñó un sillón moderno y cómodo que llamó
«de poeta», porque en el respaldo de los brazos había fijada una tablita blanca de
cristal y al lado un lápiz. Según el arquitecto, Halas tenía que sentarse en el sillón,
pensar en el poema y en seguida apuntar cómodamente la idea del momento y el
verso. Según me acuerdo, Halas nunca se sentaba en su sillón de poeta. Al menos no
lo hacía delante de nosotros. Le disgustaba el sinnúmero de chistes con que los
invitados solían agasajarle.
Y no sólo los invitados. La noticia del sillón de poeta llegó al público y el sillón
se convirtió en un término de burla. Halas lo aguantaba a duras penas.
En cambio, František Bidlo, amigo íntimo de Halas, se sentaba con predilección y
elegancia natural en el sillón. Sus palabras solían ser bastante venenosas, pero Halas
quería sinceramente a Bidlo y le disculpaba con generosidad. Bidlo dibujaba a
menudo a Halas; y sus dibujos, sobre todo los que había hecho sólo en presencia de
los de la casa, no eran nada amables.
¡Pero es que Bidlo era así!
—Tiene la nariz respingona —decía de Halas—, y es fácil pintarlo.
Y también le gustaba dibujar a su mujer Bunka. Bunka le decían desde que era
niña y ya nadie se sorprendía por ese apodo grotesco.[40] Cuando Bidlo quería hacer
enfadar a Halas, la dibujaba por ejemplo en el cuarto de baño besándose con uno de
sus amigos. Pero cuando ella misma se molestaba porque Halas había abierto unas
cuantas botellas de vino, la dibujaba empinando el codo.
Eran bromas inocentes y, a pesar de las protestas de Halas, Bidlo rompía sus
dibujos alegremente. Tenía un sinfín de ideas graciosas y alegres. Y a veces también
bastante maliciosas.
Sentado en el sillón de poeta no se quedaba tranquilo. Sobre la tablita de cristal
seguía dibujando, de costumbre a las personas presentes o a aquellas a las que en
aquel momento estuviésemos poniendo verdes. Era una lástima que todos aquellos

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dibujos se borraran en seguida. Los acompañaba con palabras venenosas y no se
salvaba nadie. No dejaba la boca tranquila, decía Halas.
Así, por ejemplo, una vez fuimos a casa de los Halas cuando en la plaza
Václavské subió en el tranvía una mujer joven y bonita. Tenía alegría en los ojos.
Bidlo la dejó sentarse en seguida. Lo tuve que pagar bastante caro. De pie frente a
ella, Bidlo no tardó en hacerle la corte. Por suerte, ella se lo tomaba a broma y
contestaba riendo. Pero cuando Bidlo se brindó a acompañarla a su casa, le aclaró ya
medio en serio, que estaba casada y que en casa la esperaba su marido. Bidlo dijo
tranquilamente que no importaba.
—Le diremos que hoy se acueste en el sofá.
Se echó a reír tanto que le salieron lágrimas en los ojos. En la próxima parada
bajaba toda roja y Bidlo le hizo señales de despedida con la mano.
Halas le solía decir:
—¡Tu lengua larga te causará un día una desgracia!
¡Nadie sospechaba de qué manera tan cruel llegarían a ser realidad estas palabras!
Por lo demás, Bidlo era un buen amigo e intentaba no hacer mal a nadie de
nosotros, a pesar de su malicia venenosa. Durante mucho tiempo estuvimos
recordando su visita a nuestra casa de Břevnov.
Poco tiempo después de la ocupación alemana, se empezó a sentir un malestar
incluso en cuanto a la nutrición. Los alimentos disminuían. Cuando nos regalaban
una oca del campo, nos poníamos muy contentos. Habría sido difícil sacar a Bidlo
fuera de sus lugares habituales si no hubiera existido la oca. Comía a gusto y con
muchas ganas. Era un placer verle cuando saboreaba la comida. Después de comer,
los niños le trajeron un papel y un lápiz para que les dibujara algo. Curiosamente
cogió el lápiz e hizo unos veinte puntos sobre el papel.
—Son granitos de amapola —dijo con toda seriedad. Luego hizo unos cuantos
semicírculos e indicó que era comino. De la misma forma pintó pimienta molida y
paprika. Y al final les dio una hoja vacía y les dijo que en ella había pintado una nada
y que era su mejor pintura. Pero tan pronto como se dio cuenta de la decepción de los
niños, cogió el lápiz y con unas líneas magistrales dibujó un elefante que ponía la
punta de la trompa en el agujero redondo de un barril. Era un elefante que bebía
únicamente cerveza de Pilsen. Después añadió un tigre alegre que disfrutaba
comiendo una salchicha de Frankfurt con mostaza. Al final dibujó su cara haciendo
una horrible mueca.
Decía que afilaba su lápiz con una bayoneta que limpiaba semanalmente con
veneno. Por eso, según él, sus dibujos eran tan agudos y venenosos. Tenía unos ojos
extremadamente atentos. Bastaba un vistazo rápido para que encontrase en el rostro
humano algo característico y lo transformase en soberbio dibujo grotesco.
Durante la ocupación nazi, íbamos cada viernes al self-service situado enfrente
del Palacio ferial. El restaurante estaba unido con una carnicería, cuyo amo nos
vendía un trozo de carne sin cupones de racionamiento.

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Bidlo no tenía dónde publicar sus dibujos durante la guerra. Los amigos se los
compraban, sobre todo cuando ellos eran el objeto dibujado. Se encontraron unos
cuantos compradores incluso en el restaurante, donde había una sociedad de lo más
diverso. Había cantantes y actores de los teatros pragueses. Venía Jiří Plachy, el
escultor Jindřich Wielgus, que tenía su estudio a unos cuantos pasos de allí; las
actrices de cine, algunas de ellas con mala fama, como por ejemplo Adina Mandlová,
una belleza con la conciencia sucia. Algunas veces vino el poeta Nezval. Y muchos
artistas, más o menos conocidos. Bidlo venía a menudo. Decía que en su casa hacía
frío. En el invierno quemaba papeles estropeados que mojaba en el agua, luego los
arrugaba en pequeñas bolas y las secaba. Afirmaba que ardían como carbón, pero que
tenía pocas.
Algunas veces salíamos del restaurante e íbamos a otro sitio en donde nos
enterábamos de que tenían vino. De esta manera nos encontramos una vez, Palivec y
yo, en un pequeño bar perdido en la avenida Veletrzní; allí tenían vino. Apenas nos
sentamos, entró un joven oficial de las SS, tan borracho que no podía ni caminar.
Bidlo lo observó y tranquilamente se sentó a su lado. Y en seguida empezó a hablarle.
No oímos todo lo que le dijo, pero estuvimos muertos de miedo. Nos enteramos de
ello más tarde, a través de Bidlo. El alemán estaba sentado y Bidlo no dejaba de
hablarle. Esperábamos que se levantase y detuviera a Bidlo. Pero no pasó nada de
eso; al contrario, parecía que el alemán escuchaba atentamente.
En primer lugar, Bidlo le pintó con negros colores el triste futuro que le esperaba.
No le dejarían estar mucho tiempo en Praga. Iría al frente oriental, donde estaba el
infierno. Las bombas rusas eran terroríficas. Quemaban todo lo vivo. Moriría antes de
darse cuenta y su anciana madre esperaría en vano en Berlín una carta. No llegaría. Y
cuando le anunciasen su muerte, la madre lloraría desconsoladamente y al final
moriría de dolor. El alemán no pudo resistir una descripción tan conmovedora.
Empezó a temblar y le cayeron unas lágrimas sobre su negro uniforme de muerte.
Luego, Bidlo se vanagloriaba de su hazaña. Decía que era el único checoslovaco
que había hecho llorar a un oficial de las SS. Recordé las palabras de Halas. El
alemán, tambaleando, salió; a nosotros se nos quitó un gran peso de encima y Bidlo
sonreía con satisfacción.
Durante la guerra desaparecieron de las tiendas la cerveza y el vino. Lo que
vendían no se podía beber. Naturalmente, desapareció también el alcohol casero.
Durante la Primera Guerra Mundial la gente preparaba en casa cerveza negra. Era
horrible. En la segunda guerra se fabricaba aguardiente. Mucha gente fabricaba sus
propios instrumentos. Bidlo también consiguió un ingenioso aparato de cobre y
cristal. En la olla de cobre se quemaba todo: fruta estropeada con azúcar, melaza
sucia, miel, viejas mermeladas. Los tubos de cristal con vapores de alcohol se
enfriaban en un lavadero con agua fría. Por eso el aguardiente fabricado en casa se
llamaba «lavadera».
Después de la primera quemada goteaba una especie de líquido sucio que se tenía

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que volver a quemar. Los bebedores más exquisitos lo quemaban incluso dos veces,
sabiendo que no habría más que la mitad de aguardiente.
Bidlo tenía su aparato en casa de sus amigos en la misma calle donde residía
Halas. Vivía con su madre en un pequeño piso con balcones interiores y pronto lo
supo todo el edificio. La fabricación de aguardiente estaba entonces rigurosamente
prohibida. Preparando bebidas, Bidlo llegó a una cierta perfección. El gasto era
soportable. No obstante, cuando llevaba las botellas a casa de Halas, Bunka se
enfadaba de verdad. Si la bebida no era todo lo sabrosa que podría ser, su efecto, en
cambio, era muy fuerte. Como castigo, Bidlo pintó a Bunka vestida sólo con medias
bebiendo el producto del dibujante en una jarra.
Lástima, las palabras de Halas se cumplieron. Antes del final de la guerra, cuando
ya no cabía duda ninguna de su resultado, Bidlo contaba en el restaurante U
Procházkü, en lo que hoy se llama plaza Mírové, lo que pasaría con Hitler al acabar la
guerra. Uno de los presentes era espía y a mediados de enero[41] se llevaron a Bidlo a
la Gestapo. Ya no volvió y nunca más le hemos vuelto a ver.
Le llevaron a Terezín.[42] Al final mismo de la guerra enfermó de tifus y difteria.
Cuando seleccionaban a los presos enfermos para eliminarlos, František Bidlo
intentaba con todas sus fuerzas levantarse de su tabla y fingir que estaba sano. Han
sobrevivido testigos que vieron aquella desesperada lucha por la vida.
El hermano de Bidlo, un alto oficial del ministerio de transportes, consiguió de la
Gestapo en los últimos días el poder transferir a su hermano enfermo al hospital
pragués de Bulovka. No sé cómo lo logró. Todavía vivo, se lo llevó al doctor
Markalous, al hospital, donde Bidlo murió el 9 de mayo, un precioso día de
primavera, el mismo día en que el ejército soviético llegaba a Praga y la ciudad
estaba eufórica.

Después de la guerra, Halas se mudó a un piso un poco más espacioso del barrio
residencial de Dejvice. Allí de nuevo siguieron visitándole sus numerosos amigos.
Nos sentamos en una sala cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías de libros. Al
lado de una de las paredes estaba el sillón de poeta. Ya nadie se sentaba en él.
Una vez, cuando estábamos solos con Halas y la inapreciable Bunka traía café,
Halas miró hacia el sillón vacío y, con una voz que no lograba ocultar las lágrimas, se
lamentó:
—¡Lo mató su lengua demasiado larga!

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41. UNA CAJA DE PUROS HOLANDESES
En los últimos años de su larga y rica vida, Karel Horký residió en el antiguo
barrio de Praga, Staré Město, en la calle Havelská, muy cerca de la antiquísima
iglesia de San Galo. Cada vez que pasaba por allí y tenía tiempo, me detenía un
momento en la iglesia. A causa de un pequeño recuerdo sentimental.
En la oscura iglesia, hoy casi desierta, al lado mismo de la entrada, a la derecha,
hay un pequeño altar con una estatua, blanca en su tiempo y hoy cubierta de polvo, de
la Virgen de Lourdes con un rosario en la mano. La conozco bien y ahora explicaré
por qué.
En la avenida Národní, no sé exactamente dónde, había tenido su tienda de pianos
la señora Benešová-Machainová, una mujer extraordinariamente piadosa. Al volver
una vez de Lourdes trajo a Praga la estatua de la Virgen y la dedicó a esta iglesia
ahora apacible, pero bastante tormentosa en otros tiempos. Durante tantos siglos
pueden ocurrir muchas cosas. Ahora está tranquila, silenciosa y llena de melancolía.
Incluso está cerrada la mayor parte del día. Es que habían robado allí los paños y los
candelabros del altar, según me explicó una señora mayor que vendía velas.
Cuando trajeron esta estatua de la Virgen a la iglesia para ponerla sobre el altar y
bendecirla, las campanas repicaban y yo estaba allí.
No tenía más de trece años. Y estaba con mi madre. Ya ni me acuerdo cómo llegó
a Žižkov la noticia de la celebración. Fuimos allí acompañados de la señora
Růžičková, de la calle Dalimilova, con quien mi madre mantenía una antigua
amistad. La señora Růžičková tenía una hija, Helenka, a la que llevó consigo para
formar parte de la muchedumbre de congregantes que estaban esperando delante de la
iglesia. Helenka tenía un año más que yo y aquel día estaba especialmente bonita. La
celebración fue muy hermosa, eso es cierto. En principio, yo no sabía dónde mirar,
pero ya que Helenka me gustaba, la miraba a ella. Su rostro, con las trenzas negras en
las sienes, parecía volar entre las nubes del incienso.
Yo llevaba en la solapa de la americana una ramita de romero con una cinta
blanca. Igual que un novio. Nunca he sabido por qué. La madre de Helenka vigilaba a
la hija con mucho cuidado. No le quitó la vista de encima ni durante la ceremonia
religiosa. No porque estuviera preocupada por ella, sino, probablemente, porque
también le gustaba. Estaba realmente guapa.
Una sola vez conseguí llevar a Helenka fuera de las calles de Žižkov. Nos fuimos
a Praga. Pero no caminamos juntos hasta después de la estación del tren, porque
teníamos miedo de ser vistos por alguien de Žižkov. Pero ya que no estábamos
seguros ni en las calles de Praga, nos refugiamos en la iglesia de San Galo,
escondiéndonos al lado de la Virgen. La iglesia estaba casi vacía; sólo en el otro
extremo dormía una anciana al lado de un estante con velas. Nos cogimos de las
manos, y cuando nos aseguramos de que no había nadie, silenciosamente, nos
besamos. Fue al principio del verano y la iglesia estaba repleta de un embriagador

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aroma de lirios marchitos.
¿Pensáis que era un pecado? ¿Que era una profanación de un lugar sagrado? Nada
de eso. Estábamos rezando al mismo tiempo. Hasta la Biblia dice:

Poderoso como la muerte es el amor,


y como el infierno es inquebrantable la pasión.
Su ardor es el ardor del fuego.

Sí, así es. Y he de sonreír recordando esto. ¡Con qué timidez le acariciaba la
mano!
Helenka murió muy jovencita. En Žižkov hubo en cierto tiempo una epidemia de
difteria. Yo la cogí también, pero me curé bastante pronto. Helenka murió.
Me he olvidado de ella como suele ocurrir cuando se es joven: rápidamente. ¡Pero
hoy la recuerdo! Y la recordé siempre que iba a casa de los Horký. Era difícil no
recordarla en aquellos lugares.
A Karel Horký le quería desde que era estudiante. Ya no me acuerdo qué era lo
que más nos fascinaba de él. Probablemente fue su libro de lecturas que había
encontrado en alguna parte el escritor, contemporáneo mío, František Němek. Lo
leíamos con pasión. La admiración hacia Horký no nos abandonó ni cuando
empezamos a leer autores como Gellner y S. K. Neumann. En él veíamos a un
escritor valiente, libre e inconformista que no tenía miedo a decir lo que pensaba.
Después de varios años, cuando yo ya había publicado más de un libro y me
podía considerar escritor, conocí a Horký. Estaba sentado en el café Slávie, leyendo
el diario, cuando se paró ante mi mesa un hombre ya mayor, de aspecto agradable, de
ojos inteligentes y melena canosa. Me miró afectuosamente:
—¿Verdad que es usted Seifert? Yo soy Karel Horký.
Entonces nos hicimos amigos y de vez en cuando nos veíamos. Horký era una
persona animada, con una enorme curiosidad, tal como solían serlo los periodistas
buenos. Como autor de folletines yo le había situado desde hacía tiempo entre Jan
Neruda y Karel Čapek, dos maestros de este género. La vida no le dejaba descansar y
él no dejaba descansar a la vida. Era impulsivo, rápido y atento, estaba en todas
partes y sabía escribir muchas cosas. En su juventud todavía no se había inventado el
reportaje, todo tenía que caber en la forma de folletín. Y le cabía. Sabía ser
sinceramente humano y poéticamente cálido y convincente. Sabía hablar al corazón,
como suele decirse, y al mismo tiempo mantenía un tono bastante elevado. De sus
libros me interesó el primer tomo de sus memorias. El otro no lo conozco. Se llamaba
La pipa de la paz. Era un libro animado y gracioso, contado con placer y, por ello,
cautivador. Se trataba de un amplio fragmento de la vida literaria checa, no del todo
desconocido, pero descrito de manera nueva, con humor y gracia. Es una lectura
maravillosa para esos momentos en que las historias novelescas nos dejan de
interesar. El libro salió, pero en seguida lo prohibieron. Sólo se salvó un ejemplar,

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quizás dos. No se prohibió por su contenido, sino a causa del nombre del autor.
Porque Horký, en sus años jóvenes, estuvo alguna vez en la derecha de nuestra vida
política. Así, por ejemplo, defendió a su suegro Dürich contra Masaryk,[43] aunque
hay que reconocer que nunca había sobrepasado la medida del buen gusto. Pero
aquello le marcó para siempre, a pesar de que más tarde consiguió la simpatía de la
gente con su postura tranquila e inteligente. Así lo demuestra su continua relación
con gente del campo opuesto. Era un adversario, no un enemigo.
Cuando Horký cumplió setenta y cinco años, fui a felicitarle. Y le escribí una
felicitación en verso. Bueno, no era exactamente una felicitación.
En uno de sus viajes por el mundo, de joven, Horký estuvo en Lourdes, donde
hay un manantial milagroso. Estuvo allí siete días, lo observó todo a fondo y publicó
a la vuelta un librito basado en su visita: Siete días en Lourdes. Lo escribió con rabia,
con una brutalidad juvenil. Profanó la visión de la pequeña Bernardette Soubirous y
también la de la que se le apareció. El librito alborotó a los católicos checos:

Por aquí pasó un poeta pecaminoso,


así lo dice el librito.

Luego me dirigía con un ruego a la Virgen de Lourdes, cuya cueva sagrada atacó
Horký con tanta intransigencia:

A ti seguro te importó poco


y la vida siguió. Y como una burla,
tu bella figura de San Galo
como si mirara dentro de su casa.

De niño llevé tu imagen


a esa iglesia, mirando las velas.
Fue entonces cuando me enamoré
en las trenzas negras de una chica.

Por eso vuelvo siempre a tu templo


en el umbral de la vejez.
Tu mirada sigue siendo tan bonita
como lo era hace años.

Después, con una dosis de ironía, le pedía a la Virgen que perdonase al viejo
poeta y que le concediese al menos otros veinte años de vida. Tenía muchos
proyectos y muchas ideas; pero, en vez de la pluma, tenía que coger una bolsa de
compras y buscar, como fue el destino de todos nosotros en aquellos días, algo de

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comer para su numerosa familia:

Para la leche y la carne hace cola,


buscar víveres es su tarea.
Adiós, Virgen, y te agradezco
tu afán de cumplir mi ruego.

Unos días más tarde, Horký me visitó en mi casa. Solía venir a mi barrio para
pasear por el jardín del convento de Santa Margarita.
Horký se lamentaba de que la gente se olvidase de aquel bello jardín donde había
paseado ya el poeta Zeyer. El gran invernáculo barroco se estaba derrumbando, el
antiguo octógono estaba todo empapado del agua inferior y tuvieron que cerrar el
pozo Vojtěška porque las lavanderas del barrio venían a lavar allí la ropa. Los verdes
túneles de los árboles se estaban secando y, finalmente, el precioso reloj de sol del
césped estaba lleno de malas hierbas.
—Si fuera más joven —decía Horký—, tal vez encontrara una cierta belleza en
este proceso de la muerte de un jardín. Pero cuando se es mayor, eso te oprime y te
pone melancólico.
Había recibido de mis amigos una caja de puros de mucho valor y se la ofrecí a
Horký, Le gustaba fumar puros.
Cuando encendió uno de ellos y el humo perfumado nos envolvió en su olor
único y especial, se dirigió a mí sonriendo.
—Le estoy hablando de un viejo jardín, ¡pero de hecho le quiero decir otra cosa!
Usted me hizo recordar mi viejo pecado. ¿Sabe lo que hice? Fui a ver la imagen. No
es que rezara, no, pero mentalmente le pedí disculpas a la Virgen por mi poca
cortesía. Ya sabe, la vida le enseña a cualquiera. No hacen falta palabras fuertes ni
cuando se tiene razón. Y finalmente soy un feminista obstinado. Al final de mi vida
me arrepentí un poco.
Y expulsó por la boca un elegante círculo de humo plateado.

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42. CUATRO PARADAS EN LA TUMBA DE UN
POETA

A principios de marzo acostumbro visitar el cementerio de Vyšehrad. Tengo allí a


unos cuantos amigos y a veces me parece que estoy allí también, completamente solo.
Este año era un día frío de principios de primavera y el cementerio estaba casi vacío.
Ante todo me dirigí al poeta Hrubín.[44] Su tumba es la más reciente. Murió
exactamente el 1 de marzo.
Desde lejos pude ver ante su bajo sepulcro a una chica desconocida. Tenía en la
mano un ramillete de campanillas de nieve y un librito de oraciones. Me detuve al
lado de la cercana tumba del poeta Mácha esperando que la muchacha se marchase.
La tumba es estrecha y delante de ella sólo puede estar un visitante. Y además, quería
estar solo.
Desde mi juventud tengo una cierta predilección por estos jardines de los
muertos. Me gusta visitar los cementerios. He pasado mi infancia y adolescencia en
una proximidad casi íntima con el cementerio Olšansky. No estaba lejos de casa y
teníamos allí un sepulcro infantil. Además, debajo de las ventanas nos tocaban a
diario marchas fúnebres y se oía el rechinar de los carros que llevaban los féretros.
Pero en mi predilección no había nada morboso. Iba allí a plantar flores y a regarlas.
En el cementerio de Olšansky pasaba unas primaveras llenas de júbilo y unos otoños
nostálgicos, pero no pensaba nunca en la muerte.
¡Hoy sí!
Todavía más frecuentemente vagaba por la parte antigua del cementerio, allí
donde éste se une a las calles de Žižkov. Y una y otra vez volvía a buscar
inscripciones en las tumbas. Cuando le conté a Nezval que me interesaban las
inscripciones, me confesó que escribiría un libro titulado Inscripciones para las
tumbas.
La chica que estaba delante del sepulcro de Hrubín, al cabo de un largo rato, puso
el ramillete sobre su nombre, grabado en la piedra, junto a la cual habían crecido unos
capullos de azafrán de color amarillo yema. Hacían pensar en unas llamitas cuyas
velas estuvieran cubiertas de tierra.
Tuve que apartarme un poco para dejar pasar a la chica que volvía. Los caminos
entre las tumbas son estrechos. Pero más vale que lo confiese: quería verla. Era muy
joven y todo lo bonita que suelen ser las muchachas muy jóvenes. En la mano no
tenía oraciones, sino una edición miniatura del Romance para corneta.[45] Cuando se
me acercó más y pude ver su rostro, el corazón me empezó a latir. ¡Por suerte estaba
muy cerca del sepulcro de Mácha!

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Algo amoroso y como antiguamente hermoso me sopló alrededor del rostro. ¡Qué
lástima!
Pero envidié un poco aquella lectura al compañero difunto.

II

Después de la muerte del poeta Josef Hora, iba a ver a este amigo fallecido a las
gradas de Slavín.[46] En verano estos escalones de piedra estaban encendidos por el
sol y, con un perfume melancólico, se marchitaban las coronas de rosas colocadas
sobre ellos. Ahora me detengo también delante del sepulcro de Hrubín. Son muchas
las cosas sobre las cuales se puede meditar al lado de estas dos tumbas. Por ejemplo,
sobre el hecho de cómo la gente no creía que Hrubín estuviese enfermo de verdad.
En su tumba acaricio la piedra que antes tocaban las olas del río Sázava y pienso
que posiblemente fue la misma que pisaron los piececitos del pequeño František
Hrubín. Le gustaba contar historias de aquel río perfumado.
Y cuando la aurora nos echaba fuera de la intimidad de las copas solíamos ir al
puente de Elisa a mirar el río y a escuchar el fragor de la presa. El regreso, a veces,
no era agradable. Nuestras mujeres, en casa, no dormían y lloraban. En cambio, la
poesía sonreía. Hablábamos de ella toda la noche e innumerables veces le
declarábamos el amor.
Después de la muerte de Hora nos venía a ver a casa la mujer del poeta, la señora
Zdenka Horová. Se sentía triste. Cuando mi mujer se quejaba de que yo estaba poco
en casa y que no dejaba de trasnochar, ella la apaciguaba:
—Querida mía, si mi marido no volviera hoy hasta por la mañana, no me
enfadaría, no le reprocharía nada. Le daría una buena bienvenida, le ayudaría a
desvestirse, incluso le lavaría los pies y le arreglaría los cojines para que estuviese
cómodo.
Le añoraba. Tenía llaves de Slavín e iba allí con frecuencia. Pero no se sentía bien
en aquel pasillo estrecho lleno de humedad, de arañas y del olor de las flores
putrefactas y velas encendidas. Decía que si en aquellos momentos fatales hubiese
podido reflexionar, habría preferido una tumba verde. Pero aun así, Hora, sí tiene una
comodidad después de la muerte, si lo puedo expresar así.
Las urnas de algunos de aquellos cuyos nombres brillan con reciente novedad
están depositadas en la última fila. Porque Slavín está lleno.
Mi amigo Jan Zelenka que, no sé con qué cargo, se ocupaba de la parte cultural
de Slavín y del otro cementerio, se expresó con descortesía:
—Metimos las latas en la última fila como conservas de piña en la nevera.
František Hrubín yace en la otra parte del cementerio, la que está tocando a
Slavín. Su tumba está apretada por los sepulcros vecinos, pero allí le cantan los
pájaros.

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III

Cuando Hrubín hubo cumplido sesenta años, la editorial Albatros celebró en la


sala de conferencias de su palacio un homenaje al poeta. Era a mediados de
septiembre y estaba lleno. Mucha gente quería estrecharle la mano.
Al final Hrubín se liberó de la muchedumbre y, un poco cansado, vino a sentarse
a mi mesa. De esta forma tuvimos un momento, durante la celebración, para recordar
otra cosa: los cuarenta años de nuestra amistad. Cuarenta años bajo su cielo azul, sin
ninguna nube. Un poco ceremoniosamente, como no lo acostumbrábamos a hacer
nunca, brindé a la salud de Hrubín. ¡Cómo podía sospechar que aquellas serían las
últimas gotas de vino que beberíamos juntos!
Hemos bebido mucho vino durante esos largos cuarenta años. Dulce y áspero,
caprichoso y lleno de tribulaciones, amargo y turbio, tal como eran nuestros caminos
a través de la vida checa y las dos guerras.
¡Cómo podía sospechar que estábamos sentados allí por última vez! Pero sí que
podía. Tenía que haberle mirado mejor a la cara. Cuando después de su muerte me
enviaron a la editorial las fotos de Hrubín y una de ellas era la de la mesa donde
estuvimos sentados juntos, me espanté al ver su rostro. Parecía ya tres veces besado
por la muerte. En la foto, Hrubín miraba a alguna parte indefinida. Pero no, miraba
como detrás de la vida. Y como desde dentro de su rostro, mal cubierto por una piel
grisácea y transparente, me miraba otra cara, esa cara tan conocida de la decadencia
humana, la sonriente calavera.
En septiembre, los días de sol están endulzados por las manzanas que maduran.
Septiembre es tan bello como mayo. Pero noviembre se pone agrio de putrefacción y
la mesa está vacía.
El día de la fiesta de los muertos, la primera después del fallecimiento del poeta,
su sepulcro estaba cubierto de velas. En medio de ellas había un florero con un ramo
de crisantemos.
De niño, cuando veía un crisantemo, no sé por qué, sentía ganas de llorar.

IV

Antes de las fiestas navideñas solíamos firmar nuestros libros en alguna gran
librería. Antes de navidades es agradable incluso lo que en otra época sería un trabajo
indiferente o molesto. Hrubín nunca se ha podido quejar de la falta de lectores, tanto
los pequeños como los grandes. En la gran sala de la librería serpenteaba una larga
cola de lectores. Las madres y los padres venían con sus niños, sonaba un sinnúmero
de voces infantiles y el poeta firmaba incansablemente, sonriendo. Sucedieron
muchas historias pequeñas. Pero aquel niñito que, al lado de la mesa, comenzó a
gritar llorando que el señor no le garabatease nada en su libro, no estaba equivocado

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del todo. A menudo teníamos que firmar tanto que acabábamos cansados, agotados.
Hrubín acababa a veces con calambres en la mano.
En aquel otoño del año setenta y cinco los niños esperaban en vano a su poeta.
Estaba enfermo y tenía que curarse en la sección neurológica. Le intentaban curar
inútilmente; los dolores no cesaban. Una vez Hrubín me llamó desde el hospital. Por
un capricho amistoso nos tratábamos de usted. Oí en el teléfono su voz:
—¡Imagínese, Seifert! ¡Me parece que tengo lo mismo que tenía usted!
A pesar de todos los sufrimientos que trae esta enfermedad, no habría sido lo
peor. Por desgracia fue otra cosa.
A finales de enero Hrubín fue, con su mujer y su hijo, a la ciudad de České
Budějovice, para consultar un cirujano célebre.
Saliendo de Praga, en el muelle detrás de Mánes, el coche tuvo que detenerse.
Bajaron hacia el río para poder cambiar la rueda con más facilidad. Hrubín bajó del
coche —su mirada resbaló por la superficie invernal del río turbio hasta el puente
Carlos— y silenciosamente suspiró:
—Se ve que Praga no me quiere dejar.
Al cabo de unos días, Hrubín volvió a Praga muerto.
Un invierno, antes de Navidad, llegó a caer más nieve de la acostumbrada. Salí de
casa y me fui al cementerio de Vyšehrad. Hacía tiempo que no había estado allí. Si en
el sepulcro de Hrubín no hubiera una reja repujada y una roca del río Sázava, sería
difícil encontrar la tumba. Estaba cubierta de nieve.
Por el camino de regreso me volví varias veces y con un caprichoso interés miré
las huellas de mis pies en la inmaculada sábana de nieve. Lo hice para poder suspirar
como un viejo filósofo: «Ya que no nos es dado vivir durante mucho tiempo, dejemos
algo detrás de nosotros como testimonio de nuestro paso por la vida.»

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43. A QUIÉN ECHARSE AL CUELLO ANTES
Estoy pensando en nuestra juventud. Hubo tiempos en que hasta un poeta
principiante tenía posibilidades de leer en breve una apreciable cantidad de reseñas
sobre su primer libro, tan sucinto; reseñas cortas y largas, algunas de ellas publicadas
por revistas literarias especializadas y otras, en las secciones de cultura de los diarios.
Eran unos tiempos en los que disponíamos de un amplísimo surtido de la crítica
literaria más variada, tanto benévola como severa, tanto buena como mala; y en aquel
entonces le era fácil saber a cualquiera frente a cuál de las tumbas de Vyšehrad u otro
lugar tenía que detenerse para dejar allí una flor en señal de su reconocimiento y para
murmurar unas palabras de gratitud.
También yo lo sabía. Los autores de las reseñas me habían ido nombrando a
algunos de los más afamados poetas. Lo más probable, para que hiciese mi elección.
Neruda, Hálek, Sládek, Toman. Se habían olvidado de uno. Šrámek también me
gustaba. Empecé por Neruda. Me detuve en todas las tumbas, y al final llegué a la de
Šrámek. Entre todos ellos, él fue el último en morir, y sobre su sombría tumba sonríe,
afectuoso, Humprecht. Desde lejos.
Si hace buen tiempo, me hago llevar, de tarde en tarde, al cementerio de Vyšehrad
y me siento en los escalones de algún sepulcro de Slavín. Me gusta ir allí. La
compañía es buena, como dice un amigo mío que vive cerca y visita el cementerio
con frecuencia.
Sé que no debemos sentarnos encima de una tumba, pero caminar me cuesta, me
duelen las piernas; así que, quizá, los muertos me perdonen. Por lo demás, tengo dos
compañeros allí, entre los poetas.
Las nubes pasan flotando sin que se las oiga. Los féretros, inmóviles, están en las
profundidades de la tierra. Las voces de los muertos no rompen el silencio. Pero el
lenguaje vivo de la poesía brota como un cálido manantial medicinal. La última vez
que estuve allí, fue en este hermoso mes de amor. Olía a lilas; la tumba de Karel
Hynek Mácha se encontraba a dos pasos.
Salvo a Karel Toman, no he llegado a estrechar la mano a ninguno de estos
poetas. No me encontré nunca en vida al admirable Šrámek. Cuando miro su rostro,
cuando veo su nombre, algo delicioso me acaricia la cara haciéndome pensar en las
sonrisas y los besos de las chicas jóvenes. Me gustaban sus poesías sobre las
muchachas.
A Toman, en cambio, sí le conocí. Incluso muy bien. Me había brindado su
amistad. Vivía cerca de nosotros y me invitaba a ir a verlo. Cuando cayó enfermo y
pudo salir más a la calle, quería estar al corriente de todo cuanto ocurría entre los
escritores, entre los que eran sus amigos y compañeros. Apreciaba a Hora y siempre
preguntaba por Hořejší.
En verano, yo encontraba algunas veces en la puerta de su casa un papel con
instrucciones para los visitantes, como los que se pueden ver en las puertas de los

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hoteles de Praga:
«Hoy, en el jardín.»
Era una broma amarga. Toman estaba enfermo y el jardincillo era pequeño y
triste.
Alguna que otra vez, en verano, le llevaba agua de Vojtěšek, del manantial que
había visto en el claustro de la abadía de benedictinos. Estaba fría y la bebía con
gusto. Se la llevaba en una jarra que me había traído de Zbiroh. Había sido de J. V.
Sládek.
Los caminos que habían conducido a Toman a la llanura de Bělohorsk fueron,
más o menos, accidentales. Antes él vivía en Veleslavína, pero no se sentía a gusto
allí. Estaba demasiado lejos de Praga y su piso era incómodo. Luego se trasladó a
Břevnov y se encontró como si hubiera vivido en aquellos parajes desde siempre. Allí
transcurrió también el penoso final de sus días. El docente Hejda consiguió sosegar
su débil corazón cansado y, después, a lo largo de unos años, supo mantenerlo en un
estado cuando menos aceptable. En medio de los desenlaces históricos que le
andaban rondando, Toman vivió toda la guerra. A menudo yo le encontraba, mientras
estaba combatiendo con empeño sus dolencias. Tampoco le ayudaba a curarse el no
tener noticias de su hijo menor, desaparecido en el norte de Europa y al que la guerra
había cortado todos los caminos para volver a casa.
Íbamos a ver a Toman en busca de unas palabras de aliento y de ayuda, cuando
los tiempos se volvían especialmente feos. El poeta, esclavizado por su propio
corazón y, a la vez, aquejado de insomnio, escuchaba día y noche las desesperantes
noticias que le llegaban de todas las partes del mundo. «De nuevo estoy caminando
por el mundo sin bajar de la cama —decía—; y albergo algunas ilusiones.» Aquellas
ilusiones nunca eran desmedidas. Se estaba mal, muchas veces se estaba peor; pero
las ilusiones seguían resplandeciendo, hasta que se tornaron realidad.
Břevnov es un suburbio bonito, sano, situado sobre las dos vertientes de un valle
en cuyo fondo hay un estadio. Por allí soplan los perfumados vientos de los bosques
de Křivoklátsk. En el horizonte verdea la frondosa floresta de Hvězda («Estrella»), y
de allí al Monte Blanco sólo hay unos pasos. Siempre que estaba en condiciones de
hacerlo, Toman iba hasta allí en tranvía. Desde la terminal hasta la iglesia de la
Virgen María de la Victoria hay muy poco trecho. Toman se sentaba a descansar en el
patio de la iglesia. Desde los prados del Monte Blanco se ve Ríp perfectamente.
¡Cuántas veces habíamos mirado aquella cumbre durante la guerra!
Fue Hora quien me llevó a casa de Toman por primera vez. La mirada irónica,
que las gafas volvían vidriosa, de Toman me lo hizo ver al principio como un ser algo
extravagante. Su amistoso apretón de manos no ahuyentó aquella impresión de estar
tratando con un ser extraño. Además, por aquel entonces Toman no compartía nuestro
juvenil entusiasmo revolucionario y juzgaba nuestros primeros intentos poéticos con
escepticismo y condescendencia. Cuando aparecieron los primeros poemas sin
puntuación, manifestó sonriente que se los daba a sus hijos para que pusiesen todas

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las comas y puntos que faltaban. «¡Para que los niños aprendan!» Le gustaba Jindřich
Hořejší. Éste le llevaba nueve años, pero habían compartido su época parisién.
«Nos encontramos una vez en El león de Belfort, y desde entonces no nos hemos
separado en toda la vida», decía Hořejší y no se cansaba de contar cosas sobre
Toman. Y no tenía poco que contar. Aquello era realmente hermoso. Por aquel
entonces nos gustaban, más aún que los poemas, aquellos recuerdos y las proletarias
andanzas sin rumbo fijo de Toman por los caminos torcidos de Francia e Inglaterra.
Al igual que su manifiesto desdén por los pequeños burgueses bien nutridos y
honrados. El polvo de los bulevares de París centelleaba delante de nosotros desde los
pliegues de su abrigo, y se nos antojaba que sus botas tenían alas de ángel.
Muchas historias, aventuras y anécdotas están relacionadas con aquellos caminos
torcidos. El redactor jefe Laurin nos hablaba de una reunión de amigos en Lány. Uno
de los invitados mencionó a Toman, que había trabajado algún tiempo como
bibliotecario del Senado. Un día, sin decir nada a nadie, Toman se marchó a París.
Dejando su sombrero colgado en la percha. Otro invitado observó que los poetas no
eran de fiar. A lo que Masaryk replicó:
—¡Yo habría hecho lo mismo!
En la personalidad de Toman fulguraban ante nosotros las vidas y leyendas de los
poetas malditos. Le queríamos. Para nosotros encarnaba la libertad romántica de los
maestros y tratábamos de parecemos a él en todo. El vaso de vino se encontraba en
nuestras manos con mayor frecuencia que la pluma. También su melódico retorno a la
quietud del hogar lo vivimos nosotros, a través de su poesía, unos años más tarde.
Digo nosotros, pues en realidad no fui yo solo, Los versos de Toman también le
gustaban a Halas, aunque no se llevaba muy bien con él. Yo, en cambio, trabé con él
una deferente amistad.
Conocí al poeta en los años anteriores a la guerra, cuando le gustaba —y la salud
se lo permitía aún— pasar las tardes, y también algunas noches, bebiendo vino. No se
negaba aquel placer, como tampoco lo desatendió nunca. Ocurría que, a veces, la luz
del día ya cubría su regreso a casa con una alfombra soleada.
Una hermosa mañana de verano me mandó decir que bajase en seguida a verle,
que estaba en la taberna de Řehák. Era un establecimiento pequeño, pero acogedor,
situado en el primer patio de la Casa del Pueblo, y la gente iba allá a tomarse un trago
de vino. Era el lugar donde se reunían los empleados de la Casa del Pueblo. Encontré
a Toman, que después de una larga fiesta que se había prolongado toda la noche,
estaba de muy buen humor. Me saludó con todo su corazón, y su corazón estaba
rebosante. En momentos semejantes un hombre no se encuentra a gusto solo. Pero,
apenas llegué yo, en cuanto me serví el vino, se abrió la puerta y en el umbral
apareció mi mujer con mis dos hijos pequeños. Habían estado buscándome en la
redacción y allí la enviaron a la taberna. Les había prometido a los niños hacer
componer sus nombres en la linotipia para que tuvieran unos sellos personales. Mi
mujer frunció el ceño. ¡Cómo no! A las primeras horas de la mañana y ya me

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encontraba bebiendo vino, en lugar de estar trabajando tranquilamente en la
redacción. Pero Toman salvó la situación. Subió a los dos niños cariñosamente a sus
rodillas, diciéndoles que les iba a contar la historia del pimpollo, la rosa y el sabio
pajarito. Y acto seguido empezó a contarla. Ojalá supiera yo contar historias al menos
aproximadamente como Toman. ¡Pero no sé hacerlo!
Érase un reino y vivía en él un rey que tenía una mujer joven y bella. Una
mañana, el rey decidió ir de cacería a un oscuro bosque. En vano le imploraba la
reina que no fuese. ¡Había tenido un sueño horrendo aquella noche y, además,
justamente hoy era su cumpleaños y se iba a celebrar una fiesta! El rey no dijo nada.
Besó a la reina en la frente, subió al caballo y se marchó. Pronto desapareció entre los
árboles del negro bosque y la reina lo perdió de vista. Pero aquel día el bosque
parecía embrujado. No se movía una hoja, los pájaros no cantaban y no se veía por
las sendas ni una sola alimaña. El bosque estaba completamente muerto. Al
adentrarse más en la espesura, el rey sintió una terrible sed. Pero en ninguna parte
había un manantial, ni murmuraba un arroyo. En aquel momento, un repugnante
cuervo se posó sobre el hombro del rey y graznó: «Rey, sígueme.» El rey arreó al
caballo y se fue siguiendo al cuervo, hasta que llegó a una choza medio derruida, en
la que vivía una vieja bruja. La mujer le preparó al rey un brebaje. El rey lo probó
con cautela. La bebida sabía como el mejor vino, así que el rey apuró el vaso hasta el
fondo. Pero apenas el rey hubo visto el fondo del vaso, la bruja y el cuervo
desaparecieron de repente, y el rey sintió que la cabeza le daba vueltas. Entonces se
dio cuenta de que se había perdido en el bosque. En vano miraba alrededor suyo.
Estuvo mucho tiempo andando, pero siempre regresaba al mismo sitio. Y sólo daba
vueltas y más vueltas. Estaba ya completamente desesperado, cuando vio en la senda
un rosal. Sobre el rosal había un solo pimpollo, una sola pequeña rosa, y junto a la
rosa estaba sentado un pájaro sabio. El pajarito le pió al rey que debía seguir por la
misma senda hasta que llegase a una roca verde.
El rey hizo como el pajarito le había dicho y, al encontrarse frente a una verde
roca, vio un manantial. Se inclinó en él y bebió con avidez. Era una fuente milagrosa.
Apenas se levantó, notó que la cabeza ya no le daba vueltas y encontró el camino en
seguida. No tardó en descubrir delante de él su palacio real. La reina esperaba sentada
junto a la ventana; estaba triste y bordaba algo. En cuanto vio al rey, lo dejó todo,
clavó la aguja en la almohadilla y, alborozada, echó a correr a su encuentro. Se
abrazaron felices. «Querida esposa mía —le preguntó el rey—, ¿qué estabas
bordando?» La reina se sonrojó y le enseñó su camisón de seda, sobre el que había
bordado el pimpollo, la pequeña rosa y el sabio pájaro.
Los niños escucharon la historia con desconfianza, mi mujer se echó a reír. Todo
estaba en orden, de repente. ¡Este poeta sí que sabe lo que hace!
Tuve que volver a contar el cuento muchas veces a los niños. Siempre andaban
pidiendo el cuento de la taberna, y yo, antes de empezar, siempre precisaba: «Escrito
por Karel Jaromír Toman.»

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Poco después de la muerte del poeta, Borový publicó la edición definitiva de su
lírica. Toman había reunido en el libro la obra de toda su vida. Le había faltado poco
para verlo. El tomo no era nada voluminoso. Cuando el poeta estaba vivo aún, Nezval
se refirió al pequeño libro con unas palabras de menosprecio. A Toman le dolió
saberlo. De hecho, era todo un antípoda de Nezval. Nezval lanzaba a sus lectores
miles de versos con gran fausto y, como decía Milan Kundera, le exigía a su público
que los recibiese con gran fausto. Yo vi trabajar a Nezval. Encendía un cigarrillo, se
sentaba a la máquina y el papel corría por debajo de sus dedos con un largo poema.
El autor volvía al manuscrito sólo de pasada. El poema estaba listo. Por lo menos así
nacían sus poemas surrealistas, que son innumerables.
Toman iba por el camino de la vida como sembrándolo de pequeñas joyas con su
mano. Pero la alegría de aquellos que las han recogido lealmente es muy grande.
Sabía todos sus poemas hasta la última línea. En eso se parecía a Bezruč, el autor de
un solo libro.
Sus poesías no están envueltas en ningún misterio. No hay en ellas nada que
descifrar. Son claras y llegan a la gente. Son verídicas. Y verosímiles. Tampoco hay
en ellas líneas que reflejen una presurosa contingencia, ágilmente revestida tan sólo
con una rima oportuna. Están libres de esos rellenos coloreados que tantas veces
encontramos en ciertos poemas en cuyas plumas se agolpan los poemas con premura.
Los de Toman son irrepetibles, están fuera de todo parangón. Son plena y
profundamente checos.
No obstante, Toman no escribía fácilmente. Pagaba sus poemas con la vida. No
provenían de las ligeras y generosas manos de la destreza poética. En su mayoría, son
pequeños dramas creados por la parca soberanía de un maestro y por la mano experta
de un buen trabajador.
Alguna que otra vez anduve con Toman por el hermoso camino campestre que
conduce al estadio. En aquellos tiempos no estaba aún arreglado como lo está ahora.
Debajo de nosotros se extendía Smichov, humeante y rugiente. A lo largo del camino,
allí y allá, se veían arbustos de escaramujo en flor. A Toman le recordaban las
familiares lindes, entre las plantaciones de su tierra, y los miraba con amor.
«¿Me preguntas cómo escribo poesías? En realidad, casi no las escribo.
Desconozco el montoncillo de papel que va menguando hoja por hoja, mientras se
escriben unos versos no del todo logrados y hay que arrugar el papel y tirarlo. Paso
mucho tiempo con la idea de un poema, lo pienso despacio, reflexiono sobre cada
línea. Cambio las palabras hasta que el verso y, luego, todo el poema, estén
terminados y, a mi juicio, no tengan defectos. Siento el placer del trabajo creativo
antes de coger en mi mano la pluma para anotarlo simplemente. Éste ya es un trabajo
enteramente mecánico.»
F. X. Šalda, en su estudio sobre Toman, que posee el rigor de una verdad
conocida, ha resumido este proceso creativo muy acertadamente: «Se nota que estos
versos de Toman han sido recitados durante largas caminatas y paseos, sobre rutas

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infinitas, y que el poeta, antes de apuntarlos, los sabe de memoria.»
Toman cuenta que se quedó maravillado al leer aquel ensayo. Le escribió una
carta a Šalda dándole las gracias y describiendo el asombro que le causó la
perspicacia de éste.
Sin embargo, para mí, que nunca he despreciado enseñanzas, aquel procedimiento
era demasiado ajeno. Porque, para mí, el verso que no es inmediatamente registrado
sobre un papel, no existe. Yo he escrito con cierta facilidad, pero he arrugado mucho
papel. Las poesías me salían por la punta de iridio de mi estilográfica. Pero después
de escuchar las palabras de Toman empecé a verlo de modo distinto. Quince palabras
expresan la idea del poeta y, en este instante, la idea, como en una ligera danza,
empieza a volar y se convierte en un verso. Por eso al magnífico poeta le bastaba con
pocas palabras, pues en su obra estaba todo él, entero y grande.
Casi frente a las ventanas de la casa de Toman se levantaba la antigua fábrica de
ladrillos de barro de Břevnov. Durante la guerra, los soldados alemanes se entrenaban
allí disparando con cartuchos de verdad. Los estampidos de los tiros acompañaban a
los latidos del corazón de Toman. Escuchaba con angustia los unos y los otros.
Al final de su vida tenía tres deseos. Quería celebrar el día de la liberación, ver a
su hijo y hojear, sobre la colcha del lecho, una edición completa de su obra poética.
El destino, que no lo mimaba demasiado, le proporcionó el cumplimiento de los
tres.
Celebró el día de la liberación. Aquel día abandonó, con cierto esfuerzo, el lecho
y se puso sus ropas domingueras. Poco después pudo abrazar a su hijo y, por último,
hojeó, por lo menos, las galeradas de sus Poemas y al final de ellas escribió unas
líneas de epílogo que concluían con un triste saludo dirigido a los lectores.

Después de su muerte, el nombre de una calle de Břevnov que antes se llamaba K


Ladronke (Hacia Ladronka) fue cambiado por el de Toman. Es una bonita calle que
ahora se sitúa al borde del cinturón verde. Está llena de sol, de viento y de tormentas
de primavera. Desde sus aceras se ve la espaciosa campiña del sur de Praga. A la
derecha, detrás de la iglesia de Stodůlki, azulean las bajas estribaciones de Brd, a la
izquierda se ven por la noche las luces de los automóviles que salen del bosque de
Ládva. Y en medio de ella, se ve a lo lejos la torre de televisión de Cukrák, que se
alza sobre Zbraslav. Junto a la vieja granja de Ladronka, la calle baja hacia la
Bělohorská.
Se me encargó que anunciase a los habitantes de Břevnov el cambio de nombre
de la calle.
Pusieron una pequeña tribuna para una persona, en medio de la calle, cerca del
parque, justo al lado de un arbusto de escaramujo que todavía sigue allí. Aquel día,
precisamente, floreció.

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44. EL ATENTADO CONTRA EL DOCTOR
KRAMÁŘ
Habitábamos uno de los desconchados y tristes inmuebles de la avenida Hus de
Žižkov. Uno de los que estaban condenados a la demolición, como lo estaban casi
todos los demás edificios de aquella parte de la ciudad. La vida en él era bastante
difícil y agobiante. El único conducto de agua corriente, que estaba en el pasillo, era
utilizado por los siete inquilinos, y cuando hacía un invierno un poco duro y alguien
dejaba por la noche el grifo mal cerrado, por la mañana, en el pasillo, encontrábamos
una pista de patinaje y teníamos que desparramar ceniza sobre ella. El edificio no
tenía lavandería; en invierno se lavaba en las cocinas, y en verano, en la galería o en
el oscuro patio. Pero las mujeres tenían miedo de ir allá, porque las ratas, de hasta un
cuarto de metro, se deslizaban junto a sus desgastadas zapatillas. ¿El baño? Era algo
tan excepcional, tan raro, como hoy lo es un laboratorio orbital. Y prefiero no
mencionar siquiera este último servicio, tan imprescindible.
En la avenida Hus, delante de nosotros, había una barraca que parecía una cabaña
rústica. Además, en la casa estaba situada una famosa taberna. De día, era una tasca
común y corriente, adonde se iba a tomar una cerveza; pero por la noche el local se
convertía en un glorioso centro de peregrinación. Era conocido con el nombre de «El
ángel dorado». En efecto; sobre la entrada había un relieve dorado con un ángel de
tamaño natural. Se encontraba más bien tendido de costado, pero sus alas
apaciblemente desplegadas permitían comprender que estaba volando, a punto casi de
aterrizar en el mostrador. Servía en ese mostrador una hermosa tabernera, con un
blanco delantal lleno de encajes. Me gustaba ir allí, aunque, según decían, detrás de la
esquina tenían una smichovska mejor y ponían una ración más grande.
De niño —pero cuando era muy niño todavía— también rezaba ante aquel ángel
dorado. Sin embargo, pronto comprendí que mis oraciones no iban bien orientadas.
Que el ángel no era como debía ser.
En cambio, las vistas desde el ventanuco de la cocina de nuestra vivienda y desde
la galería eran hermosas. Nos maravillaba ver los campos de Žižkov invadidos por la
vegetación silvestre. Cuando llegaba la primavera, florecían allí decenas y decenas de
viejos arbustos de botones de oro. ¡Ay, qué bello era aquello! Como si cascadas de
agua dorada estuvieran bajando hacia nuestra cocina. Fue en aquella casa donde leí
en Červen los nuevos versos de Šrámek sobre el codeso. Los recité en voz baja,
acodado en la barandilla de nuestra galería:

Oh tristeza, un día de mayo


fui ayer a buscar al poeta:
debajo del codeso en flor,
y no era un sueño.

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Ahora estos versos ya no me gustan tanto. Son de los más flojos del poeta. Pero
entonces me hechizaban.
Cuando, bordeando la línea de ferrocarril que corría junto a los campos, florecía
la hilera de crespas acacias, un aroma espeso y exquisito invadía por la noche no sólo
la galería, sino también las escaleras sin luz, desterrando de ellas los olores de guisos
achicharrados. Era delicioso. Por aquel entonces un olor similar estaba de moda y
muchas mujeres se lo ponían como perfume. Era el aroma del amor, como el de las
rosas, y mi corazón daba un brinco de tarde en tarde.
Sobre las acacias, incluso sobre aquellas que crecían al lado del ruidoso semáforo,
habían hecho sus nidos las tórtolas que en verano nos endulzaban la brevedad y la
rutina de los días. Las tórtolas eran limpias y blancas. No como esas mugrientas
tórtolas balcánicas que hace poco se han instalado aquí; no endulzan los días, sino
que lanzan gritos abominables y están grises de hollines, porque para sus juegos
amorosos escogen las negras chimeneas de los tejados de las casas.
En la galería del inmueble vecino, donde tenía su comercio Cvikr, un conocido
mayorista de Žižkov, vivía mi amigo más íntimo, Ivan Suk. En el colegio estudiaba
en un curso superior, porque tenía un año más que yo, pero trabamos amistad
rápidamente. Él también escribía poesías. A unos pasos detrás de la esquina, en la
calle Cimburková, vivía František Němec. Su padre era sastre y su casa parecía aún
más lúgubre que la nuestra. Sus ventanas daban a una calle sombría, y la cocina, al
oscuro patio del bloque de viviendas. Němec era más pequeño que nosotros, pero no
tardamos en hacernos amigos. También él escribía poesías.
Los tres escribíamos poesías.
Así que, para terminar, no me queda nada mejor que cantar la gloria a la juventud
y a la poesía. ¡Por triplicado!

LA CASA DEL PUEBLO

No teníamos más que una escapatoria de la miseria en que vivíamos los tres y de
las privaciones que cada vez estaban más a la vista delante de nosotros: la puerta de
la Casa del Pueblo en la calle Hybernská. El camino no era largo ni infranqueable.
El ansia por llegar a ser poetas lo más pronto posible, y la loca ligereza que
conoce todo joven indolente, se nos subían a los colegiales a la cabeza y poco
después nos encontramos en la antigua librería y sala de lecturas de la Academia
Obrera de la Casa del Pueblo. Allí todo era algo vetusto y desvencijado, y la sala de
lecturas era más bien tenebrosa; a veces se tenía que encender la luz incluso de día;
pero dentro hacía calor, y nos acogían con cariño y naturalidad, por lo que pronto nos
sentimos allí como en casa.
«¿Habéis ido ya a ver aquel raro árbol viejo que tienen en el jardín?», me
preguntó mi padre. Cuando negué con la cabeza, me aconsejó con insistencia que no
olvidásemos ir a verlo.

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En la Academia obrera leíamos cuanto caía en nuestras manos: libros, folletos y
la prensa. Pero, sobre todo, poesía.
Al cabo de unos días, el viejo bibliotecario Weis nos preguntó si ya habíamos
estado en el jardín de la Casa del Pueblo y si nos habíamos fijado en el singular árbol
viejo. Se llamaba ginkgo y había sido plantado allí por los antiguos dueños del
palacio. ¿No lo habíamos visto? Pues tenéis que ir a verlo cuanto antes.
Por aquellos tiempos encontrábamos en la avenida Hus a un hombre curioso. Nos
sacaba una cabeza, lucía un largo abrigo oscuro, un amplio sombrero negro y una
corbata negra ondeante, de las que sólo llevaban los artistas y los anarquistas.
Corbatas parecidas nos las hacían en casa con viejos trapos deshilachados.
«Es Neumann», nos dijo una vez Němec; y nosotros aceptamos su dudosa
afirmación con fervor y a partir de entonces saludábamos, corteses, al desconocido
transeúnte. Nuestro sobresalto fue descomunal cuando un día coincidimos con él en
la sala de lectura de la Academia. Acercarnos a él y conocerlo, seguramente, no
representó para nosotros problema alguno, ni siquiera fue un atrevimiento. Sí que era
un escritor, como supimos, y hasta también era un anarquista, pero no era Neumann.
Se llamaba Vít Kárník y era un autor de segunda fila ya hace tiempo olvidado. Ni
siquiera en su época llegó a ser famoso. Por otra parte, tampoco había escrito mucho.
Unos cuantos cuentos publicados en Lumír. Pero nos cayó bien y pronto fuimos
amigos. ¡Era de Žižkov y escribía poesías! Pocos días más tarde nos preguntó si
habíamos visto en el jardín de la Casa del Pueblo el ginkgo. ¿No? ¡Pues debéis verlo!
En realidad, en la sala de lectura se reunían otros jóvenes visiblemente deseosos
de trabar amistades. Entre todos, se destacaba, a causa de su pelo rojizo, un estudiante
de Vinohrad. Se llamaba Pavel y escribía poesías. Más tarde nos trajo un cuaderno
lleno de poemas. En sus versos daba salida a su pasión con extrañas palabras. Uno de
aquellos versos me ha perseguido a lo largo de toda mi vida. A menudo hasta lo digo
en voz alta, a pesar mío:

Hace falta regular la degenerada elíptica de la Tierra.

Por entonces leíamos aquello con auténtica veneración.


Formábamos ya un pequeño grupo y, claro está, hacíamos más ruido de lo que se
podía tolerar en una sala de lecturas. Por eso el bibliotecario nos designó un pequeño
cuarto aislado de la galería, donde se amontonaban viejas sillas rotas y había un
enorme escritorio de tapa inclinada. Lo aceptamos con entusiasmo. Cuando lo
ordenaron un poco, para nosotros, y quitaron los copos de polvo, una decena de
muchachos, con Kárník a la cabeza, nos metimos en el cuarto y lo animamos en
seguida. Desde la galería podíamos observar la vida del primer patio, por el que
desfilaban dirigentes del partido, redactores famosos y el personal de la imprenta.
Cuando aparecía por allí la famosa Marie Majerová, nos llamábamos el uno al otro.
Fue entonces cuando se nos sumaron dos estudiantes más: Vladimír Gregor y A.

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Šťastný. Šťastný ya había terminado sus estudios, a decir verdad. No le gustaba
estudiar y aceptó una plaza de oficinista en los Ferrocarriles Nacionales. La
inteligencia taciturna de Gregor nos subyugaba. Era ocurrente al hablar, pero se
pronunciaba poco y lo hacía con reserva. Eso le confería un verdadero jaez
aristocrático, destacándolo entre nosotros, muchachos vivaces y habladores. Al
mismo tiempo, era afable con todo el mundo. Fumaba mucho. Los dedos de sus
manos estaban manchados de nicotina. También aquello era una particularidad suya.
Era anarquista y despreciaba a los socialdemócratas.
Vladimír Gregor, ya no sé cómo, estuvo una vez en el secretariado del partido
socialdemócrata y luego nos describió, con mucha ironía, el busto de Marx, de
tamaño natural que allí tenían, en la sala de conferencias. En realidad era un busto del
emperador Francisco José al que le había quitado la cabeza para reemplazarla por la
de Marx. Pero la frondosa barba de Marx no llegaba a tapar la casaca del emperador,
con su cuello alto. Años después pude ver la escultura. Era verdad.
A propuesta de Gregor, pronto nos declaramos Asociación de Estudiantes
Anacionales. No me acuerdo cómo imaginábamos en aquellos tiempos la actividad de
la Asociación, pero lo cierto es que la ideología no nos preocupaba gran cosa. Con un
letrero provocativo nos bastaba. Nos dijimos que éramos anarquistas y fuimos a ver a
St. K. Neumann, al que rodeaban, entre otros, Michael Kácha, Josef Körber y Luiza
Štychová.
¡Luizička Štychová!
Era guapa y atractiva. Tenía el pelo negro, muy corto, unos ojos negros
cautivadores y se parecía a las revolucionarias rusas que morían en el exilio. Luiza
tenía una sonrisa tierna que se asemejaba a una flor que se iba abriendo poco a poco.
No nos cansábamos de mirarla; nos gustaba a todos. Pero Luiza despreciaba todo
juego amoroso y ardía en sus ideas revolucionarias. ¡Quería destruir el mundo!
A veces iba a Uniónka. Nosotros también. Con cierta regularidad, se reunían allí
los restos del movimiento anarquista de Praga. Que ya no tenía ni líderes ni
dirigentes. No, no os riáis de aquellos revolucionarios. En el norte, entre los mineros,
las corrientes anarquistas seguían siendo sorprendentemente fuertes. Leíamos con
apasionamiento los ejemplares raros y hacía tiempo agotados del Novy kult que había
redactado, interesante y agresivamente, St. K. Neumann. Nos los prestaba Kácha.
Michael Kácha era zapatero. Su taller, sin embargo, había cerrado aun antes de
que llegase Baťa.[47] Sin duda, fue uno de los primeros zapateros con los que Baťa
acabó. No obstante, se las arreglaba para prestar apoyo a grupos anarquistas desde su
minúsculo taller. Por lo menos, cuando empezaban. Kácha acabó dejando el taller
para dedicarse a la publicación de libros y periódicos. Pero tampoco se enriqueció
con esa nueva actividad. Los restos de ediciones los colocaba en su fastuosa
biblioteca, que se vio obligado a vender en los últimos años de su vida para poder
comer. El doctor Kamill Resler, un conocido bibliófilo, le compró toda su colección
de literatura anarquista, y Halas se enorgullecía de una excelente edición completa de

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«Las novelas más hermosas del mundo» que, a lo largo de los años, venía publicando
Vilímek. Dio por ella mucho más de lo que Kácha le había pedido.
Era una persona magnífica. Estaba cojo, caminaba con dificultad y, sonriendo,
decía que lo suyo era todo lo contrario al refrán: «Huye como un zapatero.» Le
teníamos respeto no sólo como a un viejo revolucionario intrépido, sino también por
ser un fiel custodio de los recursos de los grupos anarquistas. Amaba su libertad y
sabía aborrecer con soberbia.
Todos éramos militantes de la socialdemocracia. Tanto Šťastný como Gregor.
Decíamos que nos hacía falta militar en el partido más izquierdista, aunque fuese
aquel partido obrero; pero en el corazón estábamos con Neumann y con los míseros
restos de los grupos anarquistas.
Una vez vino a vernos el valeroso anarquista Petránek. Estaba a favor de una
libertad total y vivía a salto de mata. Nos llevaba diez años y por aquellas fechas tuvo
una hija. Le puso el nombre de Bakunina Satanela. Pero la niña murió pronto.
Por culpa de aquel nombre, como observó František Němec.

LA CARTERA

El miércoles 8 de enero de 1919, por la noche, llamó a nuestra puerta Ivan Suk y
desde el umbral nos anunció, atropelladamente, que Šťastný acababa de atentar
contra la vida del doctor Kramář. Le había disparado un tiro de revólver. La noticia
había sido hecha pública en el tablón de Národná politika. Sin embargo, no sabía
ningún detalle concreto. Me puse el abrigo y fuimos a toda prisa a ver a Němec. No
estaba en casa. Íbamos en busca de Kárník, cuando, un instante después, los pelos se
nos pusieron de punta. Acabábamos de recordar que, hacía unos días, durante una
reunión de la Asociación, cuando se habló del doctor Kramář, Kárník pronunció una
frase fatídica: «¡A ese tipo tendría que cargárselo alguien!» Kárník era incapaz de
matar una mosca, pero aquella frase resplandeció delante de nosotros en el aire como
un letrero luminoso.
Tampoco Kárník estaba en casa. En cambio, encontramos allí a Němec. Estaba
sentado, inmóvil, en una silla, junto a una máquina de coser; por el piso se
desplazaban tres hombres extraños, policías, claro está. Nos detuvieron hasta que,
como dijeron, Kárník hubiese vuelto. De modo que Suk y yo nos sentamos delante de
la otra máquina de coser. Las hermanas de Kárník eran sastras. Kárník vivía en su
casa y ellas le daban de comer. Estaba aquejado de tuberculosis y no podía trabajar.
Al dirigirse a casa, Kárník supo por los vecinos que la policía estaba esperándole.
Dio media vuelta y fue a sentarse en la cafetería Proutkov, adonde a veces íbamos a
jugar al billar. Por fin, no aguantó más y al anochecer volvió a casa.
Estábamos algo decepcionados. Nos enviaron a casa y a Kárník se lo llevaron a la
comisaría. Él consolaba a sus hermanas: «Estaré de vuelta antes de que os hayáis
tomado el café de la mañana.» Y estuvo. Pero al día siguiente fueron a buscarnos a

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nosotros. Hasta nos llevaron en tranvía. Una degradación semejante nos enojó; pero
cuando regresamos, antes de comer, nos sentíamos perfectamente tranquilos. Aquello
fue muy irritante para los cuatro. La espera había sido mejor que el propio
interrogatorio. Durante éste tuve que contar la aparición y los objetivos de la
Asociación de los Estudiantes Anacionales. Desde luego que conocíamos a Šťastný,
pero nunca habíamos barruntado nada sobre sus planes.
En casa nos esperaban, para la comida, unas albóndigas en mermelada de ciruelas
y condimentadas con semillas de amapola. Cuando volvía de la comisaría a casa, me
alegraba por adelantado, me gustaban mucho.
Lo que había pasado en realidad, lo supimos por los periódicos. El parte de la
ČTK (Agencia Telegráfica de Checoslovaquia) comunicaba al público, con emoción
y sucintamente, más o menos esto: «Al salir ayer el primer ministro Dr. Kramář de su
salón de recepciones de Hrad y al detenerse a hablar con una persona de su
conocimiento, el escritor Langer, un joven desconocido disparó contra él su revólver.
El Dr. Kramář se volvió hacia su agresor, pero en ese momento se produjo el segundo
disparo, que hirió al primer ministro en la parte derecha del tórax. Sin embargo, la
bala quedó atrapada en la cartera que el Dr. Kramář llevaba en la chaqueta. Mientras
tanto, el criminal fue detenido por los guardias de Hrad. Se llama Šťastný y es
militante socialdemócrata. Ya hace unos días se había visto a Šťastný entrar en Hrad.
El agresor se negó a hablar del atentado. Reveló únicamente que es miembro de una
asociación, pero no quiso precisar nada respecto a su existencia. El atentado había
sido preparado por la asociación y él mismo se ofreció a efectuarlo. Se negó a dar
más detalles.»
El comunicado publicado por los periódicos añadía que el Dr. Kramář se
encontraba bien y que inmediatamente después del atentado presidió el consejo de
ministros.
¡Y luego se dice que el dinero no da la felicidad! Pero eso lo añado yo.
Durante el interrogatorio, me porté de forma tan convincente que me creyeron; al
cabo de media hora habían terminado conmigo y me enviaron a casa, para que mi
mamá no se asustara. A mis dos amigos les pasó más o menos lo mismo.
La policía de la época posterior a la sublevación no era demasiado escrupulosa.
Aunque yo les decía la verdad, parece que me creyeron con excesiva facilidad.
Además, no tardaron en sacarle la confesión completa a Šťastný, quien confirmó
nuestra inocencia. Detuvieron sólo a Vladimír Gregor. A Kárník le interrogaron a
fondo, dado su aspecto anarquista algo salvaje.
A pesar de todo, aquellos dos disparos de revólver acribillaron nuestras
románticas ocurrencias políticas como dianas de un campo de tiro. De golpe nos
volvimos más inteligentes y más astutos, si se puede llamar así. Pero, decididamente,
caímos de las nubes a la tierra y el choque no nos hizo daño.
Junto con Šťastný fue inculpado también Vladimír Gregor, quien resultó ser el
instigador intelectual del atentado. Los dos fueron condenados a muchos años de

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cárcel. Ya no me acuerdo cuántos. Por lo demás, no tiene importancia. Šťastný, por
deseo expreso de Kramář, pronto fue indultado, y Gregor, algo más tarde, murió en el
sanatorio carcelario para enfermos mentales. Como se supo después, estaba muy
enfermo de tuberculosis.
Después de aquel acontecimiento nos expulsaron de la Casa del Pueblo. No fue
por mucho tiempo. Nos llevó allí de nuevo Hora, quien había empezado a imprimir
nuestras poesías en su suplemento literario. El cuarto de la galería estaba, sin
embargo, otra vez cerrado y se volvían a almacenar allí las sillas rotas.
Al cabo de algún tiempo encontré a nuestro profesor del gimnasio de Žižkov, J.
Entlicher. Como, más que un pedagogo severo, era un amigo y un compañero, le
conté, gustoso, nuestro episodio político. Me escuchó, mientras yo le hablaba
fogosamente sobre la asociación y el atentado; asentía con la cabeza, pero me di
cuenta de que en sus labios estaba aflorando una interrogación. Cuando terminé, me
preguntó algo sorprendente e inesperado:
«¿Pero habéis visto el ginkgo en el jardín detrás de la Sala Rosada?» Tuve que
negar con la cabeza.

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45. UNOS MINUTOS ANTES DE LA MUERTE
En la literatura mundial, no existe una sola biografía de F. M. Dostoievski, cuyo
autor no recuerde y subraye que Dostoievski había sido condenado a muerte y vivió
el instante en que la muerte le rozó. Claro. ¿Quién habría dejado de mencionar
aquellos minutos realmente turbadores, en que los condenados —y Dostoievski entre
ellos— fueron conducidos a la plaza Semionovski de Petrogrado[48] y que, en los
últimos segundos el zar les concedió el perdón? Qué vivencia tan patética y
angustiosa para un escritor que supo desnudar el alma humana con una delectación
creadora genial, para mirar el fondo mismo de la sangre humana, empujada y revuelta
en el cuerpo por todas las pasiones e ímpetus imaginables.
El propio Dostoievski, en cambio, escribe sobre aquel momento culminante de su
vida con una sencillez asombrosa. Al mismo tiempo, en sus escritos posteriores
procedentes de Siberia, adonde fue enviado después de la absolución y desde donde
le dirigió a su hermano numerosas cartas exasperadas en las que describía
detalladamente todos los tormentos y crueldades que soportaban los presos y que no
podían compararse con el horror de una muerte cercana, habla de aquellos minutos
con absoluta serenidad y sencillez: le pusieron las ropas blancas de la ejecución y los
ataron a los tres a los postes. En los últimos instantes se le permitió a Dostoievski
abrazar a sus amigos. Luego les dieron a besar la cruz y, sobre sus cabezas,
rompieron las espadas, porque los condenados pertenecían a la nobleza. En los
últimos segundos se dio cuenta de cuánto quería a su hermano. Eso es todo. Y lo
relata con la misma concisión y sosiego con que yo lo escribo aquí.
El mayo de 1945 nos sorprendió a los periodistas y trabajadores de la redacción,
así como a los empleados administrativos, en la Casa del Pueblo de la calle
Hybernská donde preparábamos el nuevo diario libre de Praga. Junto a nosotros,
trabajaban allí los impresores en el primer número de posguerra del ya nada ilegal
Rudé pravo. Cuando el sábado 5 de mayo los ciudadanos empezaron a quitar los
letreros alemanes de las calles de Praga y a detener a los soldados nazis y la
sublevación de Praga estalló, nos quedamos en la redacción y se unieron a nosotros
los impresores: cajistas, linotipistas y el personal auxiliar. También acudieron los
periodistas y nos pusimos a trabajar de inmediato. Poco después rezumbó la rotativa
y los vendedores salieron a recorrer la ciudad con los primeros ejemplares. Cuando
en las calles resonaron los primeros disparos, en la Casa del Pueblo se refugiaron
también los ocasionales transeúntes que ya no podían cruzar la calle sin exponerse al
peligro y que ni siquiera podían subir a Žižkov ni hacia la Puerta de Polvo. Sobre la
Casa del Pueblo ondeaba la bandera checoslovaca y un estandarte rojo. En el jardín
de la casa los castaños estaban en flor. Y entre los castaños crecía el árbol de ginkgo,
bastante raro en nuestra tierra, recuerdo de los tiempos en que el palacio pertenecía
aún a los Kinsky y disponía de un jardín noble.

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La estación Masaryk estaba ocupada por los checos y los alemanes la
bombardeaban. Un obús cayó en la Casa del Pueblo y por su patio volaba la metralla
de las granadas y las balas. Como los alemanes se habían fortificado no sólo en la
YMCE, en Poříč, sino también en el vecino Anglobanco, los proyectiles silbaban
sobre nuestras máquinas de escribir y sobre los moños de nuestras mecanógrafas. Por
fin toda nuestra redacción se refugió en el sótano, donde estaban la rotativa y la
estereotipia, y hasta más abajo, en el almacén de papel. Yo escribía mis poemas de
mayo encima de los rollos de papel de periódico del almacén y la escritura se me
daba de maravilla. ¡Vaya mesas de trabajo! Las noches se confundían con los días y
transcurrían las dramáticas jornadas, ¡el sábado, el domingo, el lunes y el martes!
La guarnición, que según las órdenes del mando de la sublevación sito en los
cuarteles de Jan Žižek, en la plaza Josefsky, tenía que defender la Casa del Pueblo,
era reducida y estaba humildemente pertrechada. Las escasas municiones se
multiplicaron cuando se desarmó a los soldados alemanes que habían ocupado el
cercano hotel Monopol, situado frente a la estación. La situación cambió pronto, y no
a nuestro favor, cuando los alemanes tomaron la estación Masaryk y fusilaron a todos
cuantos estaban allí guarecidos. Sólo unos pocos lograron refugiarse en la Casa del
Pueblo, donde llegaron en el último momento y con las manos vacías. Los
acontecimientos se producían uno tras otro. Los alemanes se hicieron fuertes en un
inmueble de la esquina de las calles Havlíčká y Hybernská. Allí encontraron una
tienda en cuya bodega se guardaban el vino y el champán. Recibieron la orden de
explorar los sótanos, que se comunicaban entre sí, y en seguida se encontraron en la
Casa del Pueblo, así que nuestra diminuta guarnición se repartió entre el sótano y la
entrada principal. Los alemanes se acercaron a la mampara blindada. Uno de los
defensores del sótano hizo uso de su fusil y mató al primer soldado que intentó entrar.
El soldado cayó al suelo justo delante de mí y por primera vez pude ver cómo era la
muerte de cerca. Desde el suelo el soldado pidió a sus compañeros que disparasen,
pero él mismo ya no conseguía ni levantar el fusil. No tenía fuerzas para oprimir el
gatillo del arma. Tan de prisa se le escapaba la vida por la herida del vientre.
Durante unos instantes estuvimos chapoteando, perplejos, en su sangre, pero el
oficial que apareció en el vano de la puerta nos ordenó levantar las manos. Reunió a
las mujeres que quedaron en el sótano, dijo a los hombres que saliéramos por la
puerta de servicio a la calle Havlíčká, para dirigirnos hacia el vestíbulo de la estación
Masaryk, envuelta en llamas. Los soldados que nos escoltaban nos aseguraron,
sonriendo, que en la estación se nos fusilaría en el acto. Pero antes tuvimos que
sentarnos en los raíles. A unos pasos de nosotros se elevaba la pila de los cadáveres
de los checos a los que se acababa de fusilar. Sólo debíamos esperar a que saliese el
largo convoy sanitario que se había detenido detrás de nosotros. Estaba abarrotado de
heridos graves, que yacían sobre las literas, unos encima de otros. Por puro capricho,
ante nuestros ojos mataron a un joven al que, por debajo del abrigo, le asomaba una
antigua bayoneta austríaca, y a un viejo del que algunos soldados alemanes dijeron

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que lo habían visto disparar. La sangre que sale de la herida en la nuca no es ningún
bello espectáculo. El viejo estuvo callado, pero el muchacho, antes de morir, gimió
lastimeramente.
No lo sé a ciencia cierta, pero supongo que fue porque no podían sacar con
rapidez el convoy sanitario de la estación, y porque el incendio se iba propagando; el
caso es que nos ordenaron levantarnos y, en columna de a dos, nos llevaron por la
terminal de cargas a la calle Hybernská y luego, arriba, hacia Žižkov. La dirección de
los ferrocarriles, situada en la periferia de Žižkov, estaba ardiendo. También la casa
de enfrente, El Búlgaro, estaba en llamas. El calor del incendio era tan insoportable
que tuvimos que protegernos las caras con pañuelos.
Cuántas veces, ay, cuántas veces había recorrido yo, feliz y tranquilo, este camino
que pasa por encima de la estación. Desde mi más tierna infancia. Me precipitaba por
él cuando me marchaba, feliz, a Kralupy, donde pasaba todas las vacaciones y, a la
vuelta, hacia los brazos de mamá. A menudo deambulaban por aquel camino unas
vacas asustadas, que no sabían ni a dónde iban.
Desde la calle Hrabovká enfilamos Karlíná calle abajo, dirigiéndonos al cuartel
de Jiří de Poděbrad. Allí nos pusieron delante de un paredón y tuvimos que esperar de
nuevo. Se nos volvió a comunicar que nos iban a fusilar en el patio del cuartel. Pero,
en el patio, los alemanes estaban ocupados en preparar su huida de Praga y aún no
habían acabado su trajín.
Mientras dábamos vueltas alrededor de Hrabovká, nos acarició la brisa primaveral
cargada del aroma de las lilas del jardín que está en la cumbre de Vítkov, donde yo,
lleno de una alegría ligera e inocente y con risa despreocupada, entrelazando mis
dedos con los de una muchacha, había paseado alguna que otra tarde o noche viendo
abajo el humo de la estación. Recordé distintamente cómo olían las pardas violetas de
verano, de cuyo perfume todavía sigo teniendo sed. Desde el pabellón del mirador
que aún permanece allí, se contempla una de las vistas más hermosas de Praga,
aunque esté un poco empañada por el vapor de las locomotoras de la estación que se
halla al pie de la colina.
Dos veces desfilaron junto a nosotros los parlamentarios, de ida y de vuelta, con
una bandera blanca sobre el hombro. Pasaron sin mirarnos. No barruntábamos
siquiera que, en aquellos minutos, se iban realizando unas negociaciones que se
prolongaron mucho tiempo. Vivimos los amargos instantes hasta el final, cuando los
alemanes decidieron canjearnos por un grupo de mujeres, niños y viejos alemanes
que los nuestros habían detenido en su intento de fuga. No tengo la menor idea de
cuánto tiempo estuvimos esperando frente al cuartel. El reloj me lo había quitado un
soldado alemán, al salir de la Casa del Pueblo. Pero me pareció que habíamos estado
allí una eternidad.
Luego, de repente, los alemanes nos ordenaron disolvernos. Al acercarnos de
nuevo a las barricadas, cerca del puente de Troya nos encontramos con Píša y dos
compañeros más. Pasamos la última noche tormentosa allí, en casa de unos amigos, y

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desde las ventanas del edificio, que entonces estaba casi solitario, vimos el ejército de
Schörner, una de cuyas unidades se situaba en la carretera que unía Bulovká con el
puente de Troya. La misión de aquel ejército consistía en destruir la ciudad y retirarse
para rendirse a los americanos. Afortunadamente, no consiguieron su primer objetivo.
El segundo, lo lograron sólo en parte. Pero es una historia conocida.
A pesar de la evidente disparidad entre un escritor de fama mundial y el lírico de
un país pequeño, le envidié un poco a Dostoievski, si se puede decir así, aquella
experiencia única: haber sido condenado a muerte, conocer el instante en que el
hombre debe decir, irremediablemente, adiós a la vida, aceptar la inminencia del
hecho, para luego volver a saborear la realidad y la dulzura de la vida y salvarse.
Conocer aquellos breves minutos terribles en que el tiempo arrastraba
apresuradamente al hombre hacia su final, para luego contemplar la extensa vastedad
del tiempo que se explaya delante de él como sublime paisaje. ¡Qué drama debe estar
viviendo el hombre en aquellos escasos instantes! ¡Cuánto significa un instante
similar para cualquiera, y sobre todo para un escritor, pues éste posee la capacidad de
formular con precisión una experiencia semejante!
Incluso si estuviese haciendo comparación con algo diferente de esta vivencia
humana, quisiera decir de mí mismo lo siguiente:
Cuando Píša y yo estuvimos frente al paredón del cuartel de Karlíná, saqué del
bolsillo un trozo de queso y un poco de pan que me había procurado a la manera
alemana al salir del hotel Monopol. El pan y el queso ya no estaban frescos, pero los
comimos con avidez. Luego empecé a pensar en mi familia. Sabía que estaban
enteramente fuera de peligro. Al mismo tiempo, mi subconsciente no admitía en
absoluto la idea de que no volvería a verlos. Con resolución, ahuyenté aquellos
pensamientos. Miré las casas tristes y tétricas de enfrente. Todas las ventanas, quizás
por precaución, estaban cerradas. En aquel momento, una cortina se levantó un poco
dejando ver la cara de un hombre. Luego distinguí, cerca del viaducto de Karlíná, el
urinario público de chapa del que guardaba unos recuerdos grotescos.
Muchos años atrás, un dibujante anónimo, pero obviamente hábil, trazó con tinta
alquitranada un desnudo femenino en la postura más crítica. De adolescentes íbamos
con frecuencia a mirar aquel dibujo. Se conservó allí durante bastante tiempo. ¡Nos
trastornaba! Además, para nuestros años era una vivencia completamente
excepcional. Mientras estábamos esperando junto al cuartel, aquel dibujo me vino a
la mente con nitidez, aunque aquel recuerdo nada decoroso casi se me había borrado
de la memoria.
Eché otra ojeada a las ventanas grises de enfrente. De la chimenea salía humo y
se me ocurrió que aquella gente, feliz porque no tenía que aguardar delante del
paredón del cuartel, nos estaría mirando de tarde en tarde, por detrás de los visillos
corridos, mientras iba haciendo la comida. Por el amor de Dios, no lo consideréis
valor, pero en aquellos instantes, os lo juro, no pensé en la muerte; aunque, y lo
teníamos muy en cuenta, nos estaba esperando a dos pasos de allí, en el patio.

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Y cuando nos hicieron disolvernos, cuando respiramos el dulce aire de la libertad,
cuando oímos la radio de Praga anunciar por todo lo alto la capitulación de los
alemanes, puedo decir que olvidamos en seguida los momentos vividos aquella
mañana.
Pero ¿y al cabo de los años?
Hace poco me encontré en el mismo sitio donde vivimos aquella penosa
experiencia, y no me acordé de nada en absoluto. Sólo al volver a casa comprendí que
había pasado por allí sin darme cuenta de ello.
Hoy recuerdo aquellos horribles instantes como un niño recuerda el sarampión del
año pasado, cuando está corriendo hacia un balón nuevo.
Sí, creedme. Es así. Y que os vaya bien. ¡Adiós! ¡Y ojalá no haya más guerras!

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TERCERA PARTE

NOCHE EN EL MERCADO DE ESQUINA

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46. INTRODUCCIÓN
Jaroslav Vrchlický tenía aquel espectáculo casi debajo de sus ventanas. Sobre el
Vltava, atados al parapeto con pesadas cadenas, se balanceaban en las ondas dos
embarcaderos. Uno grande, destinado a los grandes barcos de vapor, que atracaban
ceremoniosamente y llenos de dignidad, y otro más pequeño, para los vaporcitos que
salían silbando cada minuto, mientras los que venían aminoraban a lo lejos el girar de
sus ruedas para dar tiempo a que el embarcadero quedase libre. El pequeño estaba
repleto de gente casi constantemente, mientras que en las dos cubiertas del grande
solía quedar más espacio libre.

El enjambre de moscas se precipita con el aire,


y zumba, raudo, por encima del vapor.

Hace un hermoso domingo de junio, luce el sol y Praga se vacía a toda prisa.
Algunas de sus calles laterales recuerdan el abandono de un pueblecito agreste.
Praga, si no se ha fugado lejos, hacia el bosque, se encuentra en la orilla del río.
Estoy en la cubierta del barco, acodado en la barandilla, viendo desfilar delante de
mí Hrad, el Teatro Nacional, y Mánes, y observando con qué rapidez se acerca
Podolí. Allí también hubo un embarcadero. Pero hace mucho que no existe. Y en la
orilla están gozosamente tumbados miles y miles de cuerpos humanos. Un sinnúmero
de cuerpos jóvenes y viejos, esbeltos y menos atractivos, han cubierto la arena
abrasadora. Y el vapor deja atrás esas desnudeces humanas y corre hacia Zbraslav,
donde las más de las veces se permite el lujo de quedar inmóvil junto a la orilla,
expuesto al calor del sol.

Un recuerdo luctuoso acude a mi memoria.


En la película americana El proceso de Nüremberg, con Spencer Tracy y Burt
Lancaster, en la que la soberbia Marlene Dietrich interpreta un papel poco simpático,
pero lo hace con precisión, ostentando las rosas de la singular belleza de sus setenta
años, le pide al acusador público que se proyecten secuencias de los filmes
encontrados en los campos de concentración. Las cintas son sobrecogedoras.
Centenares de yertos cadáveres de presos torturados, amontonados con intencionada
densidad, son enterrados por las pesadas palas de las apisonadoras en surcos de
escasa hondura y cubiertos con barro.
Los cuerpos, uno tras otro, caen en sus poco profundas tumbas.
Ni una lágrima en ninguna parte.
A veces me parece casi imposible creer que, después de producirse aquellos
hechos —no tan antiguos, en realidad—, nos coloquemos ante la barra de un
merendero, nos tomemos una cerveza, un refresco, bromeemos con una chica bien

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peinadita que está detrás de la barra y sonriamos felices. ¿Cómo puede ser que
nuestra vida —y entre aquellos muertos había decenas de miles de los nuestros—
haya superado aquellos espeluznantes acontecimientos con tanta facilidad y que siga
adelante como si en nuestras existencias jamás hubieran tenido lugar aquellos
episodios terroríficos? No estoy hablando de los jóvenes. Pero nosotros fuimos casi
testigos. ¡Qué pronto olvidan los vivos! Probablemente, así debe ser. Probablemente,
de otro modo vivir sería imposible. Pues no lo recordemos.
Pero ¡cómo no recordarlo!
Aquí, delante de nosotros, hay miles de cuerpos humanos. Pero están vivos, la
gente se siente feliz y no piensa en la muerte. ¡Para qué! Pero también va avanzando
hacia aquí la hora, esa apisonadora invisible y silenciosa que nos arrastra, uno a uno,
a nosotros, yertos, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo, hacia los surcos de
escasa profundidad para enterrarnos debajo del barro y del olvido.
Tal vez, con una diferencia. Alguien llora y suspira sobre nosotros un minuto.
Pero luego llega el mismo silencio.
Ya me callo. No es un buen final para este comienzo.

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47. EL CARILLÓN DE LA CIUDAD VIEJA
Vamos por la vida de desengaño en desengaño. Si los encerramos dentro de
nosotros y no se los mencionamos a los demás, a eso se le llama optimismo vital.
Pero empiezan ya en la infancia y continúan hasta el final de la vida.
Uno de esos desengaños —y la desilusión aquella vez fue bien fuerte— lo viví
siendo todavía niño. No me acuerdo en qué ocasión, tuve la posibilidad de visitar,
junto con mi padre, el ayuntamiento de la Ciudad Vieja, y nos llevaron a ver la torre
del carillón. Heinz, el famoso relojero de la plaza de la Ciudad Vieja, encargado de
reparar y de revisar el carillón, nos explicó el funcionamiento del mecanismo del
antiguo aparato. Los signos del zodíaco no me interesaban especialmente, pero en
cambio, conocí de cerca, para mi triste sorpresa, a los apóstoles que siempre miraba
desde la calle, debajo de la torre, con devoción y sin cansarme, que se me antojaban
medio vivos y que en realidad no eran sino armazones de cuerpos afianzados sobre
una rueda de madera. Que iba girando lentamente. No era Jesucristo el que pasaba de
una ventana a la otra, sino sólo su mitad. Tampoco Juan, el preferido del Señor, tenía
piernas, mientras que San Pedro, con sus llaves de plata, era tan sólo un mísero torso,
exactamente como los demás.
Aquél fue un desengaño que me conmovió dolorosamente. La ilusión había
terminado y nunca pude mirar la procesión detrás de las ventanas con la fascinación
de antes.
A pesar de todo, debo reconocer que hasta ahora me detengo delante de la torre de
la Ciudad Vieja y, si dispongo de un poco de tiempo, examino los escaparates de la
torre, aunque no me interesan, para aguardar el momento en que empieza el modesto
espectáculo y el rico hace sonar sus ducados, la muerte mueve la cabeza y castañetea,
hasta que al final canta el gallo.
No estoy allí yo solo. Habitualmente, se detiene a mi lado algún grupo de
extranjeros y visitantes de Praga. Los extranjeros suelen venir mucho. Los que se ven
más, son los alemanes; también veía a franceses y a algunos americanos con una
insignia en el ojal. Los americanos me llamaban la atención más que los otros. Quizás
este mismo grupo acabara de estar en Houston, presenciando el lanzamiento de un
cohete a la Luna. Quizá lo estuvieron mirando sumidos en un silencio impasible, con
una curiosidad serena y natural. Pero aquí, con vivacidad y casi con excitación, se
señalaban unos a otros los movimientos de las figuras y observaban emocionados la
procesión mecánica de cada hora que desfilaba detrás de las ventanas azules del
carillón.
¡Ay, estaba claro que no sospechaban que los apóstoles no tenían piernas!
Y luego dicen que ahora en Praga ya no se producen brujerías medievales, llenas
de misterios imperfectos y de una belleza única.

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48. EL RELOJ DE LA COCINA
No recuerdo que mi madre cantase alguna vez. Ni mientras estaba lavando la
ropa, ni cuando nos acunaba a nosotros, los niños. Evidentemente, no puedo
acordarme de mis primeros años, pero tenía una hermana unos años más pequeña que
yo. En cambio, sigo oyendo en mi interior cómo me adormecía con su voz el reloj
que en la cocina colgaba sobre mi cama. Era un reloj de cocina barato, con dos pesas.
Había que tirar de ellas dos veces al día. Por la mañana y por la noche. En su esfera,
un óvalo enmarcaba un dibujo popular: un ciervo volviendo la cabeza hacia su
hembra en medio de un frondoso bosque. El reloj estuvo funcionando en nuestra casa
durante cincuenta años. Al final se paró y, al morir mi madre, me lo llevé a mi casa.
Durante mucho tiempo, sobre el reloj, olvidado detrás de una viga del desván, había
estado cayendo el polvo; ningún relojero quería arreglarlo. El primitivo mecanismo
estaba tan desgastado que ya era imposible ponerlo en marcha de nuevo. Era
sencillamente incapaz de volver a funcionar. Al cabo de largos años, gracias a la
amabilidad de un buen amigo, el reloj cuelga en mi habitación y funciona. Con
asombrosa exactitud. Como las señales horarias de la radio.
Así, después de mucho tiempo, vuelvo a escuchar su claro sonido, sus crujidos y
su tictac rítmico. Está algo afónico, como un viejo fumador de pipa. Como yo. Como
mis poemas. Pero funciona, a pesar de todo, y da la hora. Un poco roncamente, pero
con exactitud.
Este familiar tictac es, sin embargo, lo que más escucho de sus viejas vísceras.
Me habla con entera claridad. Distingo en su voz cándida, pero siempre acompasada
—si me quedo a la escucha y atiendo a su tictac—, muchísimas palabras. Mi oficio,
en cierto modo, es también un poco esto.
Hacía una hermosa tarde de la mitad del verano. Me estaba preparando a dar un
paseo hasta un cercano jardín soleado. La calle resplandecía en el calor y daba
verdadera pena permanecer en casa. Miré al reloj. Faltaba poco para las tres, cuando
el reloj anunció:

¡Llé-va-te-el-pa-ra-guas!
¡Llé-va-te-el-pa-ra-guas!

Lo oí con perfecta nitidez. Qué disparate, le contesté al reloj; el cielo está azul, no
hay una sola nube. Al cabo de una hora regresé a casa empapado hasta la médula de
los huesos por una repentina tormenta de verano. El reloj me dijo, claramente:

¿Lo-ves-a-ho-ra?
¿Lo-ves-a-ho-ra?

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No dejo de recordar, de vez en cuando, cómo, hace tiempo, en casa, me daba
prisa:

¡Duér-me-te-ya-pe-que-ño!
¡Duér-me-te-ya-pe-que-ño!

Por lo común, no tenía que repetírmelo muchas veces. Me quedaba dormido nada
más envolverme en el edredón.
En los últimos años la gente se ha habituado a morir cómodamente, en una
clínica. Pero si a mí se me concede despedirme del mundo en casa, en mi cama, no
dudo que el reloj me murmure:

¡Ve-te-con-Dios!
¡Ve-te-con-Dios!

Según me contaba mi madre, su tictac me saludó también cuando vine a este


mundo; así que todo quedaría en un orden perfecto.
Aún permanecerá algún tiempo colgado en la pared («le gustaba a papá»), hasta
que un día lo devuelvan de nuevo a la viga del desván.

¡Ya-pa-ra-siem-pre!
¡Ya-pa-ra-siem-pre!

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49. LA CASA DONDE NACÍ
Dicen que los jóvenes sueñan y los viejos recuerdan. Pero no sólo son los
recuerdos angustiosos, tristes y tiernos los que se arrastran detrás de un anciano. ¡Los
viejos también sueñan! Y os asombraría saber cuán intensos llegan a ser los sueños de
los viejos. Y con frecuencia, claro está, también son vanos. Los viejos se impacientan
sólo con la espera de la muerte. No son tan apremiantes como antes. Y, si son
razonablemente modestos, proporcionan momentos agradables y felices. Podéis
creérmelo. Pero volvamos a los recuerdos a los que uno está condenado. Porque la
vida sin ellos estaría vacía y desolada.
Ocurrió que una tarde de estío, cuando desde los cercanos jardines llegaba aún el
olor fresco de la vegetación del verano, me encontré delante de un inmueble
desconchado en la calle Riegrová de Žižkov. Ahora aquella calle lleva otro nombre.
El edificio, rodeado de galerías, estaba triste y destartalado. Toda la calle que baja al
Jardín del Paraíso estaba desolada, triste y ruinosa. Su devastación resaltaba aún más
por las dos hileras ininterrumpidas de coches aparcados a lo largo de ambas aceras.
Algunos de ellos estaban polvorientos, otros protegidos por unas lonas de un color
gris sucio. La calle estaba casi muerta. Las tiendas habían sido cerradas o
transformadas en viviendas y no se veía un alma. ¡Quién iba a andar por allí a esas
horas!
Lleno de curiosidad, entré en la casa. El patio estaba casi igual que hacía tres
cuartos de siglo. Y el jardín trasero, tan desarreglado y descuidado como otrora. La
bomba de agua que chirriaba tan lastimeramente, había desaparecido. Todo estaba
henchido de hollines, de silencio, de abandono.
El jardín era bastante espacioso. En él habían cabido no sólo un escenario del
teatro de aficionados, sino también unas filas de sillas que sacaban del restaurante
situado en el sótano. A unos pasos de allí había una taberna. En nuestro edificio tenía
su sede una conocida sociedad de Žižkov, La Conversación Católica. Dirigía La
Conversación Católica un cura belicoso, el padre Roudnický. Así le llamaban en
Žižkov, pero su nombre a secas se oía mucho en las reuniones políticas. Era un gallo
de pelea clerical.
Presentó su candidatura durante las elecciones al parlamento austríaco y la sede
de La Conversación Católica se convirtió en su cuartel general, desde donde dirigía la
campaña de su partido. Sin éxito. Žižkov pertenecía a los socialistas populistas y a los
socialdemócratas, que allí rivalizaban con éxito alternativo. El padre Roudnický
fracasó.
Aún no me había decidido a entrar en la casa cuando me quedé inmóvil de
sorpresa. A la altura del primer piso del edificio una inscripción fresca atravesaba
toda la fachada: «La Conversación Católica.»
Habían pasado tantos años. ¡Intentad repasar en vuestra mente todos los eventos,
grandes y adversos, de este siglo! Habíamos tenido una guerra. Austria había caído.

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Transcurrieron los veinte años de la primera república y nuestra tierra fue invadida
por Hitler. Estalló la Segunda Guerra Mundial. Cayó Hitler y el gran imperio se
desmoronó. Decenas de millones de hombres murieron en los campos de batalla de
todo el mundo y nuestra tierra conoció un sinfín de cambios y accidentes. ¡Pero La
Conversación Católica resistió todos estos avatares del tiempo! Hace muy poco
tiempo que su letrero fue borrado y desapareció.
También el enorme crucifijo seguía en el portal y en la roja lamparilla titilaba un
pabilo encendido. Tampoco había cambiado nada en las galerías que durante las
actuaciones de los aficionados se transformaban en el gallinero para los espectadores.
Las tinas y las artesas seguían allí igual que antes. Y en las noches de verano todavía
nos sentábamos en aquel lugar, cansados, cuando el viento traía rachas del aromático
aire del Jardín del Paraíso y de los huertos de Reigr. Svatopluk Čech ha dedicado
unas poesías a su casa y se queja de que…

los tacones de gente extraña pisoteaban el sueño beatífico de mi juventud.

¿Cómo podía hablar yo de gente extraña? ¡Casi todo estaba exactamente igual a
como lo había dejado en mi primera juventud!
Sólo los aficionados y su pequeño teatro habían desaparecido, tragados por el
tiempo. ¡Pero eso no tenía nada de sorprendente, dada la competencia de tantos cines
y teatros! Aunque aquello era bonito y divertido. Por supuesto, ya no me acuerdo de
sus representaciones. En mi memoria queda una sola función. La pieza se titulaba El
Norte contra el Sur. Bien entendido, trataba de la época de la guerra civil de América.
No conozco el nombre del autor. Si recuerdo la representación es porque, en uno de
sus episodios, una enorme explosión cambiaba el curso de la historia. La detonación
artificial hizo temblar el escenario, la luz de las bengalas tiñó de rojo los rostros de
todos los actores y espectadores, sobre la escena cayeron unos ladrillos de cartón y
ante el público apareció un hombre con la camisa desabrochada, sin duda alguna el
héroe de la historia. Se trataba de un episodio trágico; pero entre los espectadores
sonaron en seguida unas carcajadas alegres. Me asomé sobre la barandilla de la
galería, pero no comprendí nada.
Seguí sin comprenderlo algún tiempo más de mi infancia, hasta que, gracias a
unas observaciones irónicas, vi de qué se trataba exactamente, y por qué la gente se
reía del pobre actor olvidadizo. Todo se debía a un pequeño desarreglo en su
indumentaria.
Salí despacio del portal y saludé tristemente con la mano a la escalera; también
mis pies de niño ayudaron a gastarla.
Cada uno tiene en su vida recuerdos sentimentales al menos para un minuto.
Yo también.

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50. ESCAPADA EN ZAPATILLAS
El domingo 7 de julio de 1872, Paul Verlaine salió a la calle a comprar en una
farmacia próxima una medicina para su mujer enferma. Por desgracia, en su breve
camino se cruzó con Rimbaud. A Rimbaud no le costó mucho convencer a Verlaine
para que huyera con él a Bélgica. En vez de ir a la farmacia, Verlaine y Rimbaud se
fueron directamente a la estación. Tres días más tarde, Matilde recorría París
preguntando en vano a sus amigos. Fue incluso al depósito de cadáveres, antes de
saber que su marido, junto con el autor de El barco ebrio, se había marchado a la
vecina Bélgica.
El recado fallido de la medicina, es, quizás, lo único que me hace pensar en aquel
poeta en relación con el recuerdo que aquí voy a contar. Parece que no se debe enviar
a los escritores a la farmacia cuando su mujer se pone enferma.
Pero debo empezar por otra cosa.
En los últimos años de la Primera Guerra Mundial vivíamos en un feo piso de un
feo inmueble de la avenida Hus de Žižkov. El piso, situado en un edificio de la
esquina de la calle, tenía, a pesar de todo, una enorme ventaja. La ventana de nuestra
cocina y la galería daban a los extensos campos del monte Vitkov. En el campo que
bajaba hasta la línea de ferrocarril crecía, ondulante, el botón de oro y, cuando llegaba
la primavera y los arbustos florecían, las ondulaciones de los racimos inodoros, pero
de un amarillo inconfundible, ofrecían un espectáculo singular. Frana Šrámek
escribió sobre estas flores unos hermosos versos. Cuando dejaba de florecer el codeso
llegaba a nuestra ventana el dulce perfume de las acacias en flor, que crecían a lo
largo de la vía férrea. Su olor invadía toda la casa, la galería y el oscuro patio
separado del terraplén ferroviario por una alta muralla de ladrillo que se iba
desconchando y detrás de la cual se encontraban dos depósitos de carbón. Aquel
perfume primaveral hacía allí bastante falta. El patio era pequeño y lleno de charcos.
Durante la guerra, los inquilinos llevaban a aquel lugar sus gallinas, que escarbaban
en vano el suelo de piedra y picoteaban la argamasa de la muralla. A veces pasaba por
allí, corriendo, en pleno día, una rata que compartía con las gallinas las sobras de la
comida que los habitantes de la casa tiraban desde la galería. Hacia la noche, cuando
empezaba a oscurecer, las gallinas se reunían ante la puerta del patio y esperaban
pacientemente que alguien se la abriese. Luego, se precipitaban por la escalera, dando
unos saltos cómicos, de un peldaño a otro. Sin dificultad, reconocían su piso y su
puerta. También subían la escalera a saltos si tenían que poner un huevo, y entonces,
gruñendo, exigían la entrada. Luego la casa se llenaba de alegres cantos maternos
ante el milagro de aquel tesoro pequeño pero tan celebrado en los tiempos de guerra.
¿Me preguntáis dónde tenían los inquilinos las gallinas? Algunos, en la cocina,
pero muchos en una pequeña despensa oscura cuya ventana daba al pestilente patio
de luces y donde era imposible guardar los alimentos. Además, ¿qué alimentos iba a
haber durante la guerra?

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La ventana de nuestra pequeña y angosta habitación daba a una calle animada.
Justo delante de nosotros, en la casa de El ángel dorado, con su relieve colgando
sobre la taberna, vivía František Sauer, un personaje popular en Žižkov, buena
persona y, al final de sus días, también autor de un libro sobre su vida.
La guerra terminó y en casa de Sauer se instalaron en seguida Jaroslav Hašek y su
segunda mujer, a la que había traído de Rusia. El impenitente mistificador la
presentaba como una princesa. No lo parecía. Mirábamos directamente a sus
ventanas, de modo que podíamos ver los tardíos amaneceres de Sura —así la
llamaban los vecinos de Žižkov—, que observaba con interés la vida de nuestra
ruidosa calle.
En el edificio de al lado vivía mi compañero de colegio, mi amigo Ivan Suk, más
tarde un lírico prometedor, el crítico favorito del Česko slovo. Bastaba con salir a la
galería y dar un silbido; Suk no tardaba en aparecer en la suya. Juntos jugábamos al
billar. En la casa donde vivía Suk había una taberna. Creo que se llamaba, aunque no
estoy muy seguro, El albañil. El amable arrendatario de la taberna, un formidable
jugador de billar, nos inició en los secretos de este juego.
Alguna que otra vez aparecía en la taberna Jaroslav Hašek. No se quedaba mucho
tiempo. Allí estaba demasiado cerca de su mujer, que en vano se empeñaba en retener
a Hašek en su casa. Cuando alguien le preguntó un día por qué no venía a El ángel
dorado, contestó que porque había que subir escaleras. En efecto; la entrada de la
taberna tenía tres peldaños.
Una tarde de verano, Hašek vino a la taberna vestido con la ropa de andar por
casa. Iba en camisa y con zapatillas. Con una mano sostenía el pantalón. Confesó que
Sura le había escondido los zapatos, los tirantes y la chaqueta. Había salido sólo para
ir a la farmacia; su mujer estaba enferma y el médico le había recetado unos polvos.
Para aprovechar la salida, se había traído una jarra. Que el tabernero le echase un
poco de cerveza, para tomarla de pie, y jugaría con nosotros una partida de billar.
Jugaba muy mal. Al apurar su tercer vaso de cerveza, dijo que tenía que ir a buscar la
medicina. La mujer le estaba esperando y él pasaría a recoger la jarra al volver de la
farmacia. No pasó a recogerla nunca.
Al cabo de dos días, alguien llamó a nuestra puerta terminantemente. En el
umbral estaba Sura, que nos inquirió, furibunda:
—¿Dónde está Jaroušek?
Lloró un poco hablando con mi madre y se marchó enjugándose las lágrimas.
No, Hašek no se encontró con ningún Rimbaud, ni se había marchado al
extranjero. Regresó una semana después. Con la jarra de cerveza, pero sin la
medicina. Evidentemente, la medicina ya no hacía falta. Su mujer ya estaba bien.
«¡Demasiado bien!», añadía él, riéndose.
Durante aquel largo paseo en zapatillas y sin chaqueta a través de la Praga estival
y de todas las tabernas existentes, Hašek escribió, rodeado por sus amigos y
compinches, que no querían respetar su trabajo de ninguna manera, el volumen entero

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de Las aventuras del valeroso soldado Švejk. Escribía en una esquina de la mesa y,
cuando tenía escritas unas páginas, alguno de sus compañeros llevaba el manuscrito
al editor Synek, y éste le pagaba la parte correspondiente al trabajo entregado. Claro
está, ni una corona más. El dinero alcanzaba para un día y una noche; y a la mañana
siguiente debía ponerse a escribir de nuevo, si no quería sentarse delante de un vaso
vacío.
Lógicamente, tal procedimiento de escritura suscita una pregunta: ¿Cómo habría
podido salir el libro si lo hubiera escrito en calma, cómodamente sentado delante de
su mesa de trabajo? Pero éste no es más que el eterno y fatídico «si» condicional.
Quizás, si Hašek no lo hubiera ido escribiendo sobre las mesas cubiertas de charcos
de cerveza, entre la algarabía de las conversaciones de taberna, rodeado de unos
compañeros sedientos y para satisfacer esa necesidad de su pandilla, quizás entonces
el libro no habría sido escrito jamás, ni Hašek sería el Hašek cuyo nombre es
conocido hoy en toda Europa.
Hašek murió joven, como un héroe. También murió Sura. También ha
desaparecido el fiel amigo de Hašek, su paciente compañero František Sauer. Sólo
Švejk —aquel pícaro, extravertido y granuja con un magnífico sentido común, como
caracterizó a Švejk el profesor Vondráček— sigue viviendo con regocijo no sólo su
peregrinación de Putim, sino la que hizo a través de casi todo el mundo, por los
lugares a donde jamás se había propuesto llegar.

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51. POR UN POCO DE AMOR
¿Quién de nosotros no leyó de niño, con regodeo y curiosidad, la «crónica negra»
de los diarios, como se llamaban y siguen llamándose hasta ahora las noticias
periodísticas sobre asesinatos, violaciones, accidentes y catástrofes? Pero lo que
ahora se menciona con una brevedad implacable, se pintaba entonces con todo lujo de
detalles sangrientos, escandalosos y morbosos. Aquellos comunicados corrían a cargo
de unos periodistas especialmente hábiles y expertos en el tema, que se encontraban
entre la policía criminal como en su casa, que conocían a todos los funcionarios y
agentes y que competían entre ellos no sólo en la rapidez, sino también en la
turbulencia de la descripción del suceso. Todo esto lo supe más tarde, trabajando en
el periódico.
Sin embargo, de niño los leía con avidez y curiosidad y los ojos se me
encandilaban. Pero los leía sin compasión. Sólo después de haber presenciado una
vez una pelea cruenta, me quedé lo suficientemente turbado para comprender algo.
Todas las descripciones de los periódicos no rozaban ni de cerca la plasticidad
hiriente del hecho real que se desarrolló ante mis ojos. Varias veces había leído, como
algo normal: «¡Apuñalado en una reyerta!» Pero cuando, por casualidad, una tarde,
cuando había luz aún, vi el desenlace de un altercado y de una pelea que se
produjeron en el parque Vrchlický, donde dos hombres discutieron por una chica y
uno de ellos sacó una navaja y se la clavó a su rival en el vientre, eché a correr
aterrado. El acero de la navaja, que brillaba aún ante mis ojos, me persiguió una
buena parte del camino, mientras la muchacha gritaba y el herido se contorsionaba
sobre la hierba. Y tuvo que pasar un buen rato para que se me aquietara el corazón,
que se me salía del pecho. La experiencia fue demasiado viva, demasiado real.
Aquéllos eran los años en que nos atraía y excitaba el parque situado frente a la
actual Estación Central, al que se había otorgado, de forma bastante accidental, el
nombre del gran poeta. Al atardecer, por su alameda principal y por los senderos
laterales, paseaban las chicas y llamaban a los transeúntes invitándoles a pasar unos
minutos de amor en la oscuridad de las frondosas matas o sobre un banco solitario.
Nosotros, los chavales de las vecinas calles de Žižkov, observábamos desde lejos y
conteniendo la respiración a aquellas muchachas de vestidos llamativos y de caras
retocadas con los aceites cosméticos de la época, que eran más bien primitivos, como
creo recordar. En todo caso, eran baratos. Aquél no era el único sitio que conocíamos
a tal propósito. De la larga valla del Jardín del Paraíso, en la calle Přemyslová,
también se despegaban nocturnas sombras femeninas; y en la avenida Hus, en las
proximidades de un hotel por horas, desfilaban incluso por las mañanas. Pero en el
parque Vrchlický había más chicas y la quietud del jardín nos resultaba mucho más
romántica.
De día, sin embargo, el parque se convertía invariablemente en el lugar más
inocente de la ciudad. En el lago, debajo de una roca artificial, nadaba una pareja de

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cisnes y, sobre el césped de la orilla, tiritaban unos patos salvajes. Todo estaba
apacible y respiraba un amor idílico. Por los senderos deambulaban las madres
empujando los cochecitos, los niños desmigajaban para los cisnes y los patos las
rosquillas que los vendedores llevaban ensartadas en largas pértigas de madera. En
los bancos estaban sentados los viejos; se pagaban dos hellers. Entre los arbustos en
flor, pasaba a veces, lentamente, un carruaje.
Pero apenas empezaba a oscurecer y los visitantes diurnos se retiraban, aparecía
la primera chica maquillada. Una joven caminaba por la alameda principal bajo la luz
de las farolas; otra, menos atractiva, se refugiaba entre las tinieblas de los senderos
más oscuros, cerca de la estación o en el otro extremo del parque, junto a las casas.
Más tarde, un amigo mío, que era un cínico reconocido, me decía: «Da lo mismo
que el amor dure dos o tres años o dos o tres minutos.» Al fin y al cabo, ¿qué es,
exactamente, el amor? Un francés, había olvidado su nombre, definía el amor como
la fricción de dos epidermis.
La vida castigó terriblemente a mi amigo por decir esas cosas. Cuando rondaba la
cincuentena y el pelo le empezaba a encanecer, se enamoró honda y
desesperadamente de una chica de diecinueve años. Y, ya se sabe, no fue
correspondido. ¿Cómo iba a serlo? Aquella pasión, vana y agotadora, lo atormentó
durante varios años y el cabello se le volvió enteramente cano. Al final intentó
escribir poesías. Y eso fue lo peor.
Una vez en verano lo encontré en la plaza de san Wenceslao. Tenía la cara triste y
hablaba con exasperación.
El parque Vrchlický queda a dos pasos. Al despedirme de mi amigo, me dirigí
allí. Compré unas rosquillas y eché unos trocitos a los patos y cisnes.
Fue una comunión con el amor, si es que se puede utilizar una rosquilla para
comulgar.

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52. EN LAS ORILLAS DE LA ALBERCA DE OLŠAN
En mi niñez, era un charco pequeño y poco profundo, con juncos que crecían,
aquí y allá, cerca de sus orillas. La superficie de la alberca estaba casi completamente
lisa por la verdura, por las diminutas hojas de azúmbar que la cubrían. Se decía que
en la alberca desembocaban las aguas subterráneas del cementerio, después de lavar
las silenciosas y secas lágrimas de los rostros de los muertos y sus blanquecinos
huesos, más silentes aún.
Ahora pasa por allí una amplia carretera que conduce a la terminal de cargas de la
estación de Žižkov. El muro que separaba el cementerio de la alberca fue demolido.
De sus orillas han desaparecido las casitas y aquel acogedor restaurante en el que, al
concluir sus funestos ritos, se sentaban los obreros del cementerio para chocar sus
vasos alegremente Aquí, ya todo está cambiado y es extraño para mí. De niño venía a
este lugar casi a diario.
Una vez, una joven desdichada intentó ahogarse aquí. La sacaron del viscoso
pantano casi en seguida. Tenía en el pelo los sucios mechones verdes de las algas. La
alberca no la había aceptado, simplemente. ¿Qué tenía que ver un amor desgraciado
con su pestilente quietud?
Si alguna vez hubiese encontrado en el polvo de un camino una reluciente alhaja,
no me habría sobrasaltado tanto como el día aquel en que vi en el agua de la alberca
un pececito dorado. Sabe Dios cómo habría llegado hasta allí. Lo debía de estar
pasando muy mal. En el agua pululaban las dafnias, que los aficionados a los acuarios
venían a coger allí con unas menudas redes. Por lo visto, así fue como el pez dorado,
que llegó a quitarme el sueño, había ido a parar a la alberca.
A unos pasos de la alberca se encontraba el chalet de Olšan, famoso hasta ahora,
de St. K. Neumann. Estaba lo suficientemente lejos para que sus habitantes no
sintiesen el hedor del agua putrefacta, pero no tanto como para que no oyesen por la
noche los conciertos de las ranas. Como es lógico, fue años más tarde cuando me
acerqué a la tapia del chalet para echar una mirada de curiosidad a su jardín silvestre.
Sucedió en la época en que yo paseaba bordeando la alberca pero sin prestarle apenas
atención.
Durante el curso quinto o sexto, en el gimnasio de Žižkov nos impartía clases el
profesor Entlicher. Era especialista en filología clásica, pero también conocía bien los
filósofos orientales y, además, cosa que no supimos comprender entonces, traducía
baratas novelas policíacas, de ínfima calidad. También vertió al checo, para el editor
Hunek, las novelas de aventuras de Salgari. Era solterón, un poco ridículo, y vivía
cerca del gimnasio, junto con su madre. A veces, si hacía buen tiempo, cerraba el
texto de latín y, en lugar de examinarnos, nos describía plástica, pintoresca y
verídicamente la vida en la Roma antigua. Aquello era increíblemente apasionante.
En su juventud había sido amigo de Gellner y el poeta le dedicó este epigrama:

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Fue de joven un gran esnob
y en misántropo se convirtió.

Yo disfrutaba alardeando de aquella amistad. En el gimnasio éramos tres chicos a


los que nos unía la primera afición a la literatura. Němec era el más pequeño. Suk
descubrió en los estantes de un librero de Žižkov, Jirman, los restos de la edición del
libro de Gellner Después de nosotros, el diluvio. Dios sabe cómo llegarían allí. Una
de las canciones de Gellner incluidas en su libro Las alegrías de la vida,
anónimamente dedicadas a Marie Majerová, la adaptamos nosotros a la melodía de la
popular tonada Una chica me regaló un anillo de oro. La berreábamos en todas las
tascas. No hace mucho oí entonar aquella canción de Gellner en una taberna de
Praga. Había resistido mucho tiempo. De František Gellner al anarquismo y a St. K.
Neumann no había más que un paso. Así que, tras varios años, volví a encontrarme,
junto con unos compañeros, cerca de la alberca de Olšan y de la tapia del chalet de
Neumann. En el jardín seguían floreciendo las hileras de azucenas, junto a las que se
sentaban los poetas y anarquistas Šrámek, Mahen y Kácha; pero el propio Neumann
estaba, desde hacía mucho tiempo, en Moravia. En el chalet vivía sólo Kamila, que
estaba preparando El libro de buenos autores que le ayudaba a redactar Arnošt
Procházka. Neumann se había vuelto a casar y tenía una hija, Sofía. Más tarde la
conocí.
Encontré, ya no sé dónde, un viejo folleto con el primer ensayo dedicado a
Neumann. Lo había escrito Polan y estaba excelentemente escrito. Borový volvió a
publicarlo en una edición ampliada y nuevamente redactada, acompañada del
conocido dibujo de Gellner.
Cuando me quedaba en casa solo declamaba, con un énfasis desmesurado y a voz
en cuello, la cita que Polan hacía del poema de Neumann «De niño me agité en tu
seno» que el poeta dirigía a Société:

¡Oh repudiada! Te haré parir hijos bastardos,


vampiros sin Dios, me tiraré rabioso sobre tu cuello altanero,
para que el limo manche tu sangre, despiadado e indeleble,
para que los propios dioses incendien los templos que erigiste,
para que con las trompetas de venganza penetren en tus ciudades de
burgueses libertinos,
y cuelguen los escudos de la libertad sobre los hogares, las cornisas y las
vigas.

Recitaba el poema con una vehemencia tal y durante tanto tiempo, que algún
vecino de la habitación de al lado o de arriba empezaba a dar golpes en la pared.
Nos acercamos muchas veces al viejo chalet de Olšan. Pero en vano. No vimos al

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poeta ni podíamos verlo. Yo coloqué una reproducción de una fotografía suya en el
marco que, debajo de la reproducción, rodeaba una imagen de la Virgen María.
Por supuesto, los tres nos pusimos de parte de los anarquistas y, para que lo
grotesco fuese más completo, como suele ocurrir en este mundo, encontramos
compañeros que compartían nuestras ideas en la socialdemócrata Academia Obrera,
donde el bibliotecario, el camarada Weis, respetable y bonachón, acabó
concediéndonos, sin sospechar nada, un precioso cuartito. Aquello terminó mal. En
nuestro ambiente, pero sin saberlo nosotros, surgió la idea del atentado contra la vida
del Dr. Kramář. Por suerte, el intento fracasó.
Abandonamos la Academia Obrera y nos refugiamos en la cafetería Unión,
aquella famosa Unión sobre la que se ha escrito tanto que no me queda por añadir
sino una cosa: que fue demolida y que, en su lugar, en la avenida Nacional, se halla la
edificación de cristal de Albatros.
Me he alejado demasiado de las orillas de la alberca de Olšan. En Unión conocí a
algunos de los visitantes, estupendos y afectuosos, del chalet de Olšan: a Michael
Kácha y a Antonín Bouček. Y a la hermosa Luiza Stychová. Aquella belleza morena
de ojos negros parecía haber salido de una novela revolucionaria rusa; nombraría
directamente un hermoso relato de Andreiev si su título cruel no me impidiese
emplearlo en esta ocasión.
Pero fue en los años de posguerra cuando, gracias a Bouček, vi a Neumann por
primera vez. Lo habría reconocido aun cuando Bouček no le acompañase, pero la
presencia de éste me confirmó la realidad.
Antaño llevaba una corbata negra y un sombrero negro de alas anchas. Sólo
habían sobrevivido la eterna pipa y los labios apretados con firmeza. En lo demás, era
un simpático señor de edad, en el que se detenía, aunque de pasada, más de un par de
ojos de muchacha, como más tarde comprobé. Acababa de salir de la puerta del
mercado de la calle Ovocná y llevaba una bolsa de malla. Aquello me emocionó,
porque entonces no era frecuente ver a un hombre salir de un mercado cargado con
una bolsa, La de Neumann estaba repleta de despojos de cerdo. Allí, en Žižkov, los
llamábamos rabos de cerdo. Quizá no había en ello nada de extraño, aun cuando
estilísticamente no me encajase del todo con la figura del autor de La gloria de Satán
que nosotros conocíamos, y de Los apostrofes, orgullosos y apasionados. La red de la
bolsa dejaba ver los rosados rabos de cerdo, y aquello se me antojó entonces bastante
ridículo. A pesar de eso, me precipité hacia el poeta y le saludé con una profunda
reverencia, a la que Neumann me contestó, natural y amable: «Hola.» Eso me
permitió sentir la personalidad cívica del poeta: ¡Con los rabos de cerdo se preparaba
un excelente gulasch segedinsky!
Conocí a Neumann poco después. Pero no ocurrió en Unión, sino en la calle
Štěpánska, en casa de Borový, adonde Neumann me invitó después de enviarle yo
algunos poemas míos.
Pero también me senté a su lado en Unión. Una vez trajo consigo a su hija Sofía,

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muy joven y muy guapa. Ninguno de nosotros podía apartar su mirada de ella. Al
caer la tarde, él me pidió que la acompañase a casa. Quería quedarse un poco más.
Pero su mujer se iba a preocupar, añadió. Yo estaba encantado. En aquel entonces
Neumann vivía todavía en Santošca de Smíchovo.
Volví a hacer aquel camino varias veces. Nos sentábamos en el parque de
Santošca y Soňa me cantaba canciones de Moravia. Me reveló que a Neumann le
gustaba sobre todo la popular Miras a las caritas de las chicas en vez de vigilar tu
carroza.
¡Ay, qué pena que Sofía no pueda ya decir nunca, junto a mí, lo hermosa que era
aquella amistad tierna, tímida e inocente!

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53. SOBRE EL PARTERRE DE ÁSTERES
ESTIVALES
Si os hablase sobre un pariente mío, propietario de un restaurante muy antiguo,
situado en medio de un jardín y llamado El árbol verde, junto a la entrada por el lado
de Žižkov a la garita del cementerio de Olšan, donde tenía un almacén y un taller en
el que doraba los moldes de estatuas y las atornillaba a las cruces de hierro en
soportes de gres; y si os confesase que a causa de la multitud de cuerpos crucificados
de Cristo perdí algunas de las ilusiones con las que mi madre me había adornado la
vida, todo eso sería pura verdad; pero no es lo que tengo sobre mi corazón ni lo que
me propongo deciros ahora.
Tampoco sería eso si avanzase un poco más para pasar, como lo hacía varias
veces por semana, a lo largo de la muralla del cementerio hacia la parte de atrás de la
capilla de San Roque. Me atraían allí los anchos parterres multicolores de trinitarias,
margaritas, prímulas, ásteres y todas las demás flores clásicas que se plantaban sobre
las tumbas. Allí estaban preparados unos pequeños tiestos que sólo había que volcar.
Pero lo que me atraía más aún eran las dos o tres pilas de cemento con agua para los
jardineros. Alguno de éstos cultivaba negros diticos que de vez en cuando emergían a
la superficie para desaparecer en seguida de nuevo en el agua turbulenta. Pero
tampoco esto se aproxima lo más mínimo a lo que me gustaría contaros en pocas
palabras.
Por el jardín correteaba también una muchacha. Era pelirroja. En la escuela nos
reíamos mucho del cabello rojizo. ¡Qué tontos éramos y cuán hermoso es el pelo
cobrizo! Ahora a las mujeres les ha dado por teñirse el cabello de este color. La chica
tenía la misma edad que yo. Aunque todavía no sé adivinar la edad con certeza. Más
experimentada que yo sí que lo era, sin lugar a dudas. La chica correteaba descalza
por el jardín y, de vez en cuando, su padre la llamaba para que le ayudase a escardar.
Yo los veía con frecuencia. A veces, ella me dirigía una sonrisa. Cuando me vio
contemplar los diticos y tratar de coger uno, vino corriendo hacia mí y declaró con
ardor que no osase tocarlos, porque su hermano los estaba cultivando; pero que si
traía algún bote de mermelada vacío, me daría uno.
Cuando a un joven se le manifiesta el amor, esta manifestación y el acercamiento
pueden asumir las formas más variadas. Tristes y alegres, abrumadoras y grotescas.
No es dado a cualquiera tener la suerte de vivir esta aparición viendo un pañuelo
blanco sobre la frente, un vestido azul claro y unas manos juntas como las de la
Virgen María, junto al manantial del jardín de la cueva sagrada.
Con frecuencia, ni siquiera se puede hablar de amor, sino de su imagen originaria
o, mejor dicho, del primer encuentro con la mujer y con su misterio que, por muy
conocido que sea, sigue siendo un misterio para el enamorado, que sólo con el paso
del tiempo se vuelve algo más familiar. A veces ese primer encuentro puede ser el

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preludio de un amor verdadero, aunque no suele ocurrir así. En ocasiones llega
incluso a ahuyentar el amor. Pero vosotros mismos lo sabéis muy bien. No os estoy
diciendo nada nuevo.
En fin, la literatura lleva hablando sobre estos percances del amor, si mal no
recuerdo, miles de años.
Por fin tuve aquel ditico negro metido en un tarro de mermelada, pero la chica se
fue corriendo en seguida; el jardín estaba para colocarlo encima de las tumbas, y
delante de la garita una mujer mayor estaba cortando la leña. Era su madre. Debo
reconocer que me porté con cierta torpeza: me sonrojé y ni siquiera le di las gracias a
la chica.
Una mañana de verano llegué junto al muro del cementerio. En el jardín no había
alma viviente. En la capilla de San Roque sonaba el canto del domingo y la vida era
hermosa. La chica me vio desde la garita y salió corriendo hacia el ancho parterre de
ásteres estivales. Estaban en plena floración. Acto seguido, la chica se acuclilló, con
las rodillas separadas, y se puso a arrancar la hierba que había entre las flores. Me
detuve al otro extremo del parterre y me quedé mirándola, indeciso. Ella debió de
sentir mi mirada. Permaneció un instante acurrucada y luego se volvió lentamente
hacia mí con todo su cuerpo, dejando que su falda se deslizase por encima de sus
rodilla, que abrió cómodamente. Era un día caluroso.
Me quedé estupefacto y por un instante se me cortó la respiración. La chica, con
la cabeza baja, contemplaba mi espanto. Mi corazón latió más de prisa. En aquel
preciso momento llegó una voz desde la garita. Alguien la estaba llamando. Juntó
rápidamente sus blancas piernas, se levantó y echó a correr. Por el camino se volvió
para enseñarme la lengua. Sin enfado; sólo burlona y pícara.
Primero me tambaleé; las rodillas se me doblaban y fui a refugiarme en el sendero
de la parte baja del cementerio, por el que pasaban sin cesar los cortejos fúnebres
acompañados de una música angustiosa. Me senté en el primer banco y no me moví
hasta que mi corazón se aquietó. Aquellos minutos no los he olvidado nunca.
¡Ojalá fuese capaz de contar todo cuanto pasó por mi mente, mientras estaba
sentado sobre aquel banco! ¡Ojalá fuese capaz de hallar las palabras apropiadas para
describir mi primer sobresalto y mi primer conocimiento!
Desde entonces han transcurrido más de sesenta años. Más que eso, ¡ya lo creo!
Pero aquella primera manifestación de la mujer me sigue acompañando todavía. No
he conseguido olvidar nunca la dulce naranja abierta por la mitad y aún me reprocho
el no haber tenido más valor.
Es lo que ocurre: que cuando uno se enamora, hace falta poco para que resuene en
la lejanía la marcha fúnebre. Pero los ásteres estivales me siguen gustando todavía.

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54. LA IGLESIA EN QUE SE CASÓ MI MADRE
Sé muy bien que no me lo va a preguntar nadie, evidentemente, pero si a alguien
le interesase y me interrogase sobre el matrimonio de mis padres, me vería obligado a
caracterizar aquella unión recurriendo a una terminología enteramente moderna: fue
una convivencia de dos solitarios cuyo modo de ver el mundo era completamente
distinto. Mi padre era un socialdemócrata: mi madre, en cambio, era una apacible
católica lírica, que acataba las leyes de Dios y las de la Iglesia siempre que fuese
posible. Le gustaba ir a la iglesia: era una escapada del estereotipo de la cotidianidad,
la escapada de la sucesión mecánica del trabajo de cada día. Era su poesía. Sin
embargo, acudía a la comunión raras veces; quizás sólo en aquellos momentos de
infortunios vitales que representaban para ella un castigo de Dios y cuando deseaba
aplacar al cielo.
Así, de común acuerdo los dos, reaccionaban ante la vida cada uno a su manera, a
veces no sin cierta abnegación y, durante la guerra, pasando hambre. Recuerdo muy
bien cómo me cantaban las tripas. Mi madre vivía instantes de tranquilidad verdadera
e infalible cuando se postraba sobre las húmedas losas heladas de la iglesia de Žižkov
para contar sinceramente sus preocupaciones a la Virgen María e intentar, aunque en
balde, colgar sobre sus hermosos brazos extendidos el rosario de sus lágrimas. Yo iba
y venía entre los dos, pasando a veces, entre la mañana y la tarde del mismo día, de la
«Bandera roja» a «Mil veces Te saludamos».
Pero os ruego que no busquéis en mí obsesivos disparates personales. Con
frecuencia la poesía moderna se abalanza sobre los lectores desde unas posiciones
enteramente subjetivas para que su verosimilitud cobre más relieve y resulte más
convincente. También reclaman el derecho a la misma subjetividad unos géneros
literarios menos serios, que suelen ofrecerla con la desventaja de ser, no sólo
verosímil sino, a la vez, verídica. Yo quiero dejar el testimonio de una época para que
la época conserve un testimonio de mí mismo, aun cuando no sé bien para qué.
¿Qué interés representaría, si no, para vosotros, una humilde familia de Žižkov,
cuando en Praga había miles de familias como ésa?
Para mí se trata principalmente de sacar un poco de poesía a aquellos días
corrientes que algunas veces querían ser menos corrientes de lo que les estaba
destinado.
¡Mi hermoso y querido Žižkov! En una ocasión escribí en alguna parte que era el
sitio más bonito del mundo. ¡Y era cierto!
Se habla de épocas grandes y pequeñas. Sin embargo, una época es siempre el
umbral de la siguiente, de una gran época, y por esa causa tantas botas guerreras han
pisoteado tantos brotes verdes. Los tiempos pasan como las aguas de un río. No he
estado en la guerra. Prefiero el canto de los pájaros a las marchas militares.
En uno de los períodos tardíos y no especialmente alegres para nuestra familia,
cayó en mis manos el certificado de matrimonio de mis padres. Para mi asombro, me

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enteré de que no se habían casado ni en Praga, donde vivía mi padre, ni en Kralupy,
de donde era oriunda mi madre, sino en un pueblo pequeño situado en las
proximidades de Kralupy, porque en aquellos tiempos en Kralupy no había iglesia.
La pequeña iglesia de Minici, lugar que ahora se ha convertido en una parte de
Kralupy, está cubierta de moho y se encuentra sobre un apacible promontorio,
mirando a un verde estanque, cuya agua, verde y turbia, agitan unos gansos y unos
patos. Cuántas veces pensé en ir a echar un vistazo a esa iglesia. Pero los veranos
pasaban y yo no llegaba a ir. Hasta hace poco.
Antaño los novios, antes de casarse, intercambiaban unos modestos regalos. Mi
madre le compró a mi padre una leontina de plata para su reloj de bolsillo, de los que
se llevaban entonces en el chaleco. Mi padre tenía una leontina trenzada del cabello
de su difunta mamá, pero se le iba deshilachando, los pelos se cortaban, y a mi madre
aquella leontina sencillamente no le gustaba. Me acuerdo muy bien de la que fue su
regalo de boda. Tal vez no era muy lujosa, pero llevaba un dije que me fascinaba
enormemente. Tenía, en ambas caras, un medallón de cristal. En un lado estaba el
retrato de K. Marx y, si se daba vuelta al medallón, aparecía el de F. Engels.
Mi padre le regaló a mi madre una cruz de oro con una cadena también de oro.
Como se puede ver, mis padres respetaban sus respectivas actitudes ante la vida. Los
dos regalos, sobre todo durante la Primera Guerra Mundial, fueron a parar varias
veces a la Casa de Préstamos de Praga, como se llamaba aquel establecimiento
estatal. Estaba emplazado en la calle Růžová. Aunque de aquello lo ignoro casi todo.
Lo cierto es que aquella institución no tenía nada que ver con las flores.[49]
A la hora de la valoración, la leontina y el reloj rendían mucho menos que la
maciza cadena de oro, por la que llegaban a dar hasta cincuenta coronas. Los dos
regalos de boda tuvieron un final triste. Durante la guerra, mi padre no tenía trabajo y,
llegado el momento, no tuvimos el dinero necesario para pagar los préstamos. Los
dos objetos se perdieron —ése fue el término oficial— y fueron vendidos en la
subasta. Mi madre lloró largamente.
Fingiría, si me quejase. La diferencia entre sus modos de ver el mundo no me
causaba especiales contratiempos. Me gustaba acompañar a mi padre a las reuniones
políticas y a los mítines, pero experimentaba casi el mismo placer cuando seguía a mi
madre para entonar los largos cantos marianos y permanecer de pie junto al banco en
que estaba sentada.
En aquel entonces había en San Procopio de Žižkov un capellán joven, Petr Kurz.
El apellido es exacto, pero en cuanto a su nombre de pila, ya no estoy tan seguro. Era
muy popular, sobre todo entre la feligresía femenina. En eslovaco, las chicas y las
mujeres le llamaban «el hermoso señor padre». No obstante, cautivaba no sólo con su
encanto personal, pues era joven e iba destocado, sino porque también era un
excelente predicador. Cuando Kurz aparecía en el altar, la iglesia quedaba abarrotada
de gente. Cuando se acercaba a la escalera de caracol del púlpito, entre los
parroquianos se escuchaba un suspiro de devoción.

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El párroco de Žižkov ya era viejo, así que era el capellán Kurz el que encabezaba
las tradicionales romerías anuales a la Montaña Sagrada. Para las mujeres de Žižkov
aquellas procesiones eran sus manifestaciones y nadie podía privarlas de su anual
regocijo. Ni los no católicos, ni los ateos, ni los paganos. Era un evento singular y
festivo.
La romería de la Virgen María de la Montaña Sagrada empezaba con una oración
en la iglesia y con una petición de que les concediese el éxito de su peregrinación.
Luego, la procesión se ponía en marcha, manteniendo un riguroso orden. Descendía
de la alta escalinata de la iglesia y, en cuanto se abrían los dos batientes de la puerta,
empezaban a tañer las campanas. Primero salían todos los oficiantes vestidos con
sobrepellices blancas y con sotanas rojas y negras. El que iba a la cabeza llevaba el
crucifijo; le seguían los portadores de los estandartes con las imágenes de los santos.
Detrás de los oficiantes caminaban el sacerdote, que lucía una suntuosa capa pluvial,
y luego unas mujeres viejas llevaban sobre un solio la estatua de Santa Ana. La
verdad es que la talla de la madre de la Virgen María estaba hermosamente vestida,
pero con el decoro y la dignidad propios de una dama mayor. Como lo estaban las
que la llevaban y seguían a su patrona en varias filas.
Eran mujeres a las que ya no correspondía perseguir los oropeles mundanos. En
su mayoría eran viudas y solteronas que volvían las espaldas a las alegrías del siglo.
Detrás venía un enjambre de niñas vestidas de blanco con coronas de flores en la
cabeza. Casi todas ellas sólo acompañaban a los romeros hasta la estación del
Emperador Francisco José, ahora Estación Central, adonde también acudían luego
para recibir la procesión a su regreso. Al grupo de las niñas le sucedían unas filas de
muchachos que lucían trajes oscuros y que llevaban en la manga un brazalete con un
emblema y unas cintas. Detrás de ellos, como una nubecilla blanca y dorada, se
alzaba, sobre unas andas livianas, la talla en madera de la Virgen María. Su atavío era
objeto del orgullo de las beatas de Žižkov. No había encajes más finos y más
trabajados que los que adornaban el amplio vestido y la capa de seda blanca que lo
cubría. ¿Cómo iba a bastar con la pintarrajeada indumentaria de la estatua de madera?
Los encajes, generosamente fruncidos, envolvían la estatua hasta por debajo de la
capa. Sobre un sencillo pañuelo que cubría el pelo castaño de la talla, se ponía una
alta corona, pesada y llena de piedras preciosas que, aunque eran de vidrio, tenían una
belleza apropiada para la reina de los cielos. Era la parte más bonita de la procesión,
el orgullo y la alegría de todos aquellos que habían trabajado sobre su hermosura sin
escatimar tiempo ni dinero. ¡Cómo relucía la gran «M» sobre la capa de la Madre de
Dios, cuántos collares de corales y de variadas cuentas de cristal rodeaban su cuello!
Cuanto mayor era la cantidad de aquellos adornos, que para las personas habían sido
pomposos, tanto más hermosa y más sagrada les parecía la imagen. Pues todos
aquellos preparativos trabajosos, todas aquellas abnegadas labores eran, para las
mujeres que las cumplían, un complemento imprescindible de su fe: acatamiento,
rezos y cantos dirigidos a su Intercesora.

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Hacía mucho que habían pasado los tiempos en que la procesión hacía andando el
largo camino. Ahora se iba en tren. Ya no se disponía de tanto tiempo como antes, la
época requería cada vez más velocidad. Pero incluso en la mundana estación, la
procesión se despedía frente al andén con cantos y oraciones.
Cuando los romeros regresaban al día siguiente, felices y agotados, con las manos
llenas de regalos, de pequeñas figurillas marianas, de rosarios, plegarias e imágenes,
las niñas y los desafortunados que no habían podido ir a la Montaña Sagrada
saludaban a la procesión con renovada solemnidad. El sacristán volvía a cubrir al
padre Kurz con la rica capa pluvial y la procesión se encaminaba, cantando, hacia la
iglesia, quizás algo cansada y triste, pero todavía solemne y digna. Las campanadas
que la habían despedido, ahora la estaban saludando. Una vez dentro de la iglesia, las
imágenes se depositaban delante del altar y los peregrinos se postraban en el suelo
para dar las gracias por su feliz retorno. Y se alegraban por adelantado pensando en la
romería del año siguiente. ¡Pero estalló la guerra!
Cuando murió el viejo párroco local, se convocó una representación municipal de
Žižkov para decidir a quién se iba a proponer a las autoridades eclesiásticas como
nuevo párroco. Tenían derecho a hacerlo.
La reunión fue dramática. Pero no lo fue dentro del ayuntamiento, donde todo se
resolvió sin problemas ni roces, sino delante de su puerta, donde se había congregado
un tropel nada despreciable de mujeres ansiosas por conocer lo más pronto posible
los resultados de la sesión. Cuando se les comunicó que para el puesto de párroco
estaba designado el padre Kurz, la turba se dispersó satisfecha.
Sin embargo, el consistorio no aprobó la proposición y se tuvo que celebrar una
nueva asamblea. También aquella vez el desarrollo de la sesión —celebrada debajo
de la célebre pintura de Liebscher «La batalla en el monte Vítkov»— fue pacífico.
Sólo que la congregación bajo las ventanas del ayuntamiento era ahora más numerosa
y estaba más inquieta. La reunión volvió a nombrar a Petr Kurz, y bajo las ventanas
resonaron gritos de exultación. Lo sé porque yo también estuve allí.
Pero el consistorio rechazó su candidatura una vez más. Y todo se repitió de
nuevo, con la única diferencia de que, delante del ayuntamiento, había aún más gente,
porque las feligresas habían llamado en su ayuda a sus maridos. El elemento
masculino confirió a la congregación cierto aire amenazador. También esta vez los
padres de la villa recomendaron al padre Kurz. Y toda la plaza de Basel, en cuyo
centro se levantaba el monumento de Karel Havlíček Borovský, prorrumpió en
exclamaciones belicosas.
El consistorio estaba hastiado y adoptó resoluciones tajantes. Kurz fue trasladado
a la parroquia de Venkov y a Žižkov se envió a un párroco nuevo, un señor mayor y
sonriente. Se llamaba Procházka y tenía méritos ante el Museo Etnográfico, al que
había donado su colección de belenes populares. Había dedicado toda su vida a
reunirla.
Žižkov, al menos su parte femenina, se sumió en la tristeza. Había llegado la hora

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de la amarga despedida.
La despedida habría sido mucho más dolorosa si una de las pías admiradoras del
padre Kurz no hubiese tenido una feliz ocurrencia. Propuso que se le regalase al
querido sacerdote, antes de marchar, un bonito cáliz de misa. La colecta se inició en
seguida. Coronas y monedas más pequeñas llovieron en manos merecedoras de toda
confianza y la suma, nada despreciable, fue reunida en una semana. Un grupo de
mujeres escogió un cáliz profusamente dorado y con abundantes adornos, en cuyo
soporte fue grabada una dedicatoria afectuosa. Y todo estaba dispuesto para celebrar
su solemne entrega. No sé cuál había sido la participación de nuestra madre en
aquella operación, pero también a ella, entre otras, le encargaron custodiar el cáliz en
nuestra casa. Era un honor. Mi madre estaba contenta, mientras mi padre sonreía
irónicamente. De este modo, también yo pude ver aquella obra de orfebrería, sagrado
recipiente y recuerdo. El cáliz estaba adornado con piedras preciosas y descansaba
sobre una suave almohadilla de terciopelo. No me atreví a tocarlo. Mi madre volvió a
guardarlo apresuradamente, pero con respeto.
Mas por la noche, cuando los míos se durmieron, me acerqué al armario. Sus
puertas chirriaban mucho. Tuve que ir abriéndolas milímetro a milímetro para no
despertar a nadie. Levanté la tapa del estuche, que era bastante grande, y saqué el
cáliz para ver mejor y más de cerca aquella belleza; lo llevé junto a la ventana, donde
las farolas de la calle arrojaban un poco de luz. Rocé el borde del cáliz con mis
labios, como si bebiera de él. En su dorado interior vi mi propio rostro caricaturizado,
como reflejado en un espejo cóncavo.
¿Qué pude beber yo del cáliz vacío en aquellos instantes?
Un poco de luz y un poco de negra noche. ¿Un poco de misterio, un poco de
esperanza, de fe, de amor? Sabe Dios.
Quizá conservo todavía aquel misterio en la punta de mi lengua y durante toda mi
vida he intentado en vano nombrarlo. No lo sé.
Pero después de devolver el cáliz a su sitio, cuando me acosté de nuevo, tardé
mucho en conciliar el sueño. Se me helaba el corazón.
Hace veinte años publiqué un libro de poemas cuyo título había estado buscando
durante mucho tiempo. Hasta que Ladislav Fikar leyó el manuscrito y escribió sobre
la portada una sola y sencilla palabra: «Mamá.» Y el libro se publicó así. Estoy
convencido de que fue más bien el título que la calidad literaria lo que ayudó al libro
a conseguir el éxito. Algunos pensaron que en las poesías había creado un retrato
completo de mi madre. ¡Pues no faltaba más! Cuando me detengo ahora delante de
las tumbas de mis padres, no puedo por menos que reconocer que estaba mucho más
unido con mi padre. Su carácter era más afín al mío. Yo quería a mi madre,
naturalmente, pero no dejo de creer que más bien se trataba de compasión por su
amargo destino. Sea como fuere, sabéis que los caminos que recorre la idea del
poema más sencillo, comprensible y transparente, pueden ser desmesuradamente
complejos, ininteligibles y oscuros.

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Bueno, ya está bien. Adiós.

Por fin, la tarde de un domingo de verano tuve la posibilidad de pisar la antigua


escalinata, visiblemente ya pocas veces hollada, de la iglesia de Minici. En las
rendijas de los escalones crecían malezas y frondosas hierbas. Un muro bajo rodeaba
la iglesia. Antaño había allí un cementerio. Hoy lo han invadido hierbas salvajes y lo
único que permanece en las tumbas arrasadas es el silencio. Eché una ojeada a través
de las puertas encristaladas y no vi más que pobreza. Dentro había poca cosa. Los
cristales de las ventanas estaban polvorientos, y aquella pobreza parecía más pobre y
más abandonada de lo que quizás era en realidad.

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55. EL CAFÉ SOLO DE LA SEÑORITA LENKA
Después del primer vehemente arrebato con el que me sobresaltó el conocimiento
de «Zona» de Apollinaire y de sus «Alcoholes», me encontré sentado como un
colegial, con las manos sobre las rodillas, en el despacho de Šalda, en la calle
Kanálská de Vinohrady. Él me había llamado. Yo mismo, por supuesto, no me habría
atrevido jamás a llamarle. Sucedió después de una velada de poesía, ya no puedo
decir dónde ni cuándo se celebraba, a la que habíamos invitado por cortesía a Šalda.
Se disculpó, estaba enfermo y tenía que dar unas conferencias en la universidad.
Pero, como pronto pude enterarme, le hablaron de nuestra velada. Con muchos
pormenores. Detuvo en mí unos instantes su mirada escrutadora, luego llamó a la
señorita Lenka y le exigió que me preparase el café.
—Para mí es una señal de estima, téngalo presente, querido señor mío. No se lo
ofrezco a cualquiera.
Luego Šalda empezó a hablar de la poesía moderna. Pero no decía nada sobre
Apollinaire que, como luego resultó, conocía mucho mejor que yo, y me recomendó,
al terminar su fervoroso discurso sobre el poeta, no olvidar la antigua poesía francesa.
—Creo que usted —me dijo Šalda—, tendría que echar una ojeada a Verlaine. ¡Y
no sólo eso! Intente traducirlo. No es tan difícil como parece a primera vista.
Aprenderá lo que es la forma poética. La traducción de Sekanin no está mal, más bien
al contrario, es buena para su época, pero está demasiado influida por el
parnasianismo de Vrchlický. Cada generación debe disponer de su traducción propia.
Luego Šalda me citó, como sólo él sabía hacerlo, la hermosa versión de Viktor Dyk,
cuya poesía, sin embargo, no le gustaba.

Sobre mi vida cayó


un sueño largo y angustioso.
Esperanzas, dormid,
dormid, pasiones.

—Creo que le gustará Verlaine. Podrá aprender de él algo que vale la pena. Pero
no tome ejemplo de su vida privada; fue un gran libertino.
Y Šalda soltó la melodiosa risotada que tantas veces pude oír más tarde.
Algo me impidió en aquellos momentos vanagloriarme de haber traducido un
poema de Verlaine. Era su famosa «Chanson d’automne». Pero no conocía aún su
poesía lo suficiente para hablar de ella, si Šalda me preguntase algo. Y Šalda sabía
preguntar. Tenía la experiencia de los coloquios. Después le mandé aquella
traducción junto con otras dos, de cuyos originales Teige me había dicho que tenían
una música maravillosa.
En la calle Valentinská, en la librería de un francés, un tal señor Pommeret, me

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compré una edición de poemas de Verlaine en cuatro volúmenes. Además, tenía una
selección de sus poesías que había encontrado en el armario de Topič.
Mis conocimientos del idioma del poeta eran, en todo caso, más bien flojos. Tenía
que preguntarle a Teige muchas cosas y también recurrí a la ayuda de una chica que
por aquel entonces me hizo cometer ciertas ligerezas. Teige me explicó, aconsejó y
enseñó muchas cosas.
Al cabo de algún tiempo llegué a tener traducidos unos veinte o veinticinco
poemas, entre los cuales figuraban los más conocidos, los que se citaban con mayor
frecuencia. Quería preparar una selección de cuarenta poemas. Pero Šalda ya no me
hablaba de Verlaine. Cuando más tarde imprimí unos ejemplares, me dijo que fuese a
verlo y que le llevase mis traducciones. La publicación le gustó y, como pronto tenía
que hablar en la universidad sobre la nueva poesía francesa, me pidió permiso para
usar Las traducciones. Mi felicidad no conocía límites cuando me dirigía a toda prisa
a la calle Kanálská.
—Son pocos, pero algo es algo. Siga traduciendo.
Sin embargo, nunca reanudé aquel trabajo.
Luego, Šalda cayó enfermo y le recomendaron trasladarse de aquella calle triste y
sin sol a alguna parte en donde hubiese jardín. Le encontraron una vivienda en
Smíchov, en el chalet del escritor Lešehrad. La casa le gustó. Lešehrad y sus poemas,
menos. Acordó con el propietario del chalet que sólo hablaría con él del trimestre del
alquiler, pero jamás de poesía. Por lo que yo sé, Lešehrad lo trató con mucho tacto y
no molestó a Šalda con sus versos bajo ningún pretexto. Luego la enfermedad de
Šalda se agravó. Después de una tranquila estancia en Dobřichovice, Šalda regresó a
Smíchov. Desde el chalet, donde Lešehrad guardaba sus colecciones, hasta Sanopsa
sólo había unos pasos. Sanopsa era el antiguo hospital de Smíchov. Allí fue donde vi
a Šalda por última vez. Se estaba muriendo. A pesar de la prohibición del médico, la
señorita Lenka me abrió la puerta y vi al enfermo, que tenía la cara vuelta hacia la
ventana. Murió aquel mismo día.
Después de la muerte de Šalda fundamos la Asociación Šalda. La disolvió la
Segunda Guerra Mundial. El Dr. Chalupny fue su presidente. También fue albacea de
Šalda. Le pedí que buscase el folleto con mis traducciones. Chalupny, sin embargo,
centró su interés principalmente en la correspondencia de Šalda. Obviamente. Šalda
le había concedido plenos poderes para destruir todo de cuanto tuviese la menor
duda, si no, sería conveniente ocultarlo al público. Mantuvimos largas discusiones
con el Dr. Chalupny. Se atenía férreamente a la voluntad de Šalda. Al fin y al cabo,
no creo que quemase nada. Por lo menos, la mayor parte de la correspondencia de
Šalda con Růžena Svobodová —y era de esa correspondencia de lo que se trataba
principalmente— ha sido publicada hace poco. Más tarde, también Chalupny cayó
enfermo y murió. El editor Otta Girgal me prometió buscar mis poesías entre lo que
se conservaba y había sido entregado al hermano de Šalda. No sé si intentó siquiera
hacerlo.

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En febrero de 1945 el piso del hermano de Šalda fue bombardeado y una parte de
su patrimonio se quemó, según la afirmación de Girgal. Pero allí no había, añadía él,
nada que valiera la pena lamentar. A decir de algunos, los escritos habían sido
salvados. Así pues, me desentendí del asunto. Además, poco después, František
Hrubín empezó a traducir a Verlaine. Con una maestría y fidelidad muy superiores a
las mías. Luego, después de Hrubín, Petr Kopta reemprendió el intento. Algunas de
sus traducciones son realmente fieles al original. Aquellas versiones mías, que un día
había hecho imprimir, se publicaron en una hermosa selección titulada El verbo en
las cuerdas. Salió en El club de los amigos de la poesía. Entre ellas, uno de los
poemas cuyo manuscrito estuve a punto de echar, junto con un ramito de violetas,
sobre el féretro de Šalda cuando lo descendieron a su tumba. Pero en el último
momento lo pensé mejor y decidí abstenerme de una tontería tan banal. Guardé el
manuscrito en un bolsillo.

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56. EL ENCUENTRO CON LA JOVEN POETISA
Que no lo tome a mal la señora Píšová, pero no creo que la calle Zborowská de
Smíchov sea la más alegre de aquel barrio de la ciudad. No obstante, tengo que
reconocer que hasta el jardín Kinský hay apenas unos pasos. El río está allí mismo;
de hecho, sólo se tardaba unos minutos hasta el Teatro Nacional, adonde Píša y yo
íbamos con cierta regularidad, pasando junto a la infeliz escultura de Vltava, obra de
Pekárek, cuya cabeza, altivamente erguida, en primavera quedaba blanca de las
cagadas de las gaviotas. También quedaba cerca la bella y misteriosa Kampa, con la
Diablesa. Y, pese a todo eso, la calle Zborovská es triste. Sus tiendas no son nada
vistosas; el comercio se concentra en una calle paralela, en la de S. M. Kirov. Los
edificios son tan uniformes como los de Vinohrady, y las ventanas miran a las de
enfrente con cierta pesadumbre.
Pero para mí aquella calle es más deprimente aún. En uno de sus edificios había
pasado casi toda su vida A. M. Píša. Con cuánta alegría acudía a verlo, y su piso alto
no me asustaba para nada. Me sentía feliz al mirar su rostro afable, sonriente y algo
irónico, del que yo podía decir con toda franqueza que lo quería. Nos conocíamos
desde hacía cincuenta años, pero sólo durante la guerra nos convertimos en amigos
íntimos. Si llevábamos un tiempo prolongado sin vernos, es decir, una semana o diez
días, me conformaba con saber que los dos estábamos en Praga, el uno cerca del otro,
que podíamos sentarnos en alguna parte o llamarnos por teléfono.
Al escuchar su voz, yo contestaba regocijado a su alegre ironía y a su cordialidad
vivaz. Eran minutos en los que él necesitaba hablar y reírse a gusto, para después
retornar en seguida a su mesa de trabajo.
Hace unos años que la señora Píšová acompañó sus restos al cementerio de Šárka.
Es un cementerio bonito, si se puede decir eso de un cementerio. Una popular iglesia
antigua vigila allí a sus muertos, oteando los hermosos valles de los dos Šárkas, que
nacen en Liboc y terminan cerca de Podbaba. Las raudas corrientes de los dos ríos se
entrelazan.
Se cobijó detrás del muro del cementerio, en sus tinieblas, apacible y
modestamente, sin espectacularidad, exactamente igual que había vivido. Habíamos
trabajado juntos durante varios años en la Casa del Pueblo. Aquéllos fueron unos
años difíciles y amargos. Nuestras ventanas, que daban al patio trasero, estaban casi
enfrente la una de la otra. Cada día lo veía inclinarse sobre su mesa. Como también
había tenido la posibilidad de conocer su despacho con una alfombra tendida sobre el
suelo y tan pisoteada que tenía hasta agujeros, pues acostumbraba a pensar paseando
arriba y abajo, podía imaginarme bien su día de trabajo. Trabajaba hasta altas horas
de la noche. Al final de su vida, pocos minutos antes de morir, se quejó ante su
médico de haber trabajado demasiado durante su vida. Nunca antes había hablado así
de su trabajo.
Era puntual y escrupuloso. Como editor, incluso, era exageradamente minucioso:

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vigilaba despiadadamente cada palabra, cada coma, hasta que todo estaba correcto.
En realidad, así debe ser. Sí. Pero Píša era un poco más minucioso todavía.
No sabía dejar las cosas a medias. Trabajaba con una honradez ejemplar. Ni un
solo manuscrito de los que se le confiaban era lo suficientemente mediocre para que
no lo leyese hasta el final.
Cuando el jefe de la editorial, después de leer un manuscrito, le declaraba que no
podía publicarse a causa de sus múltiples defectos y le pedía que escribiera unas
líneas por pura formalidad, media página a lo sumo, le redactaba un estudio de varios
folios.
Había empezado a hacer el calor del verano y ya nos preparábamos para ir de
vacaciones, cuando el cartero me entregó un voluminoso paquete. Era un manuscrito
de cientos de páginas. El autor no sólo había ilustrado el libro él mismo, sino que
también lo había encuadernado como pudo. Pero las habilidades manuales eran lo de
menos. Lo hojeé y tuve la firme convicción de que se trataba de la obra de un
grafómano ambicioso, bien conocido en la redacción, quien, en efecto, no escatimaba
trabajo ni esfuerzos. ¡Si supiera a quién poner ahora por testigo para que confirmase
que mi pretensión no era sino una broma! Porque envolví el manuscrito de nuevo y lo
mandé a la redacción para que se lo diesen a Píša como si alguien lo hubiera traído a
la editorial. Yo estaba muy contento por haberme quitado de encima aquel
mamotreto. Como hay Dios, de verdad lo pensaba así. Pero otras preocupaciones me
hicieron olvidar el manuscrito y cuando, al cabo de una semana, una calurosa tarde de
verano, entré en el despacho de Píša, lo encontré allí sentado, con la camisa
arremangada, a punto ya de terminar la lectura del manuscrito. Me dirigió una mirada
de reproche y dijo: «¡Vaya trabajo que me diste! Con el calor que hace aquí, llevo
toda la semana leyendo.» Para mi vergüenza, debo confesar que no tuve valor de
contarle la verdad.
Sólo en los archivos de Československý spisovatel han quedado más de
quinientos informes y reseñas editoriales. Pero ¡cuántos años estuvo trabajando allí!
Muy pocos. Y aquel testimonio de una diligencia enorme, aquella prueba de su
trabajo anónimo, eran conocidos sólo por unos pocos.
Como crítico de teatro dejó más de un millar de reseñas. Son más de mil noches
pasadas en el teatro. Además, si se trataba de un estreno realmente importante, un día
antes publicaba un estudio previo sobre la pieza. Y aún no sé cuántas reseñas
redactaría Píša sobre libros, ni cuántos libros había tenido que leer para eso. A todo
ello se añaden los artículos y ensayos literarios, prólogos y epílogos a libros, y otros
escritos.
Todo eso es aquella alfombra, hollada hasta agujerearla, de su despacho un tanto
sombrío, angosto y alargado, donde había un sofá antiguo sobre el que nunca
descansaba su propietario, sino pilas de libros, en sucesión constante.
Durante aquel largo verano vivimos muchos minutos hermosos. ¡Sí que tengo
cosas que recordar! Cuando cumplió los cincuenta, le dediqué un largo poema

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optimista que concluía con estos versos:

Mal que te pese, de veras no quiero


limitar la extensión de mi juicio
de los treinta años que se lamentan como un viejo
cada vez que podemos ver Praga.

Pero también vivimos juntos algunos momentos amargos. Preferiría no acordarme


de ellos. Al día siguiente de empezar la ocupación de marzo íbamos juntos por la
plaza de Wenceslao. Los SS, engalanados y con sonrisas petulantes, paseaban por las
dos aceras, y los habitantes de Praga, llorosos, debían cederles el paso. Confío mucho
en que la mayoría de ellos quedase en alguna parte, cerca de Stalingrado.
También pasamos por allí el nueve de mayo, cuando los alemanes nos dejaron
marcharnos del cuartel de Karlíná y en la plaza entraban los polvorientos tanques que
llevaban a los soldados soviéticos y a los nuestros, cuando toda la plaza, junto con la
estatua de San Wenceslao, estaba todavía blanca de la cal de los edificios recién
bombardeados y se desparramaban por el suelo los papeles alemanes que se arrojaban
desde sus oficinas. ¡Pero todo eso ocurrió hace tantísimo tiempo! Alejo de mi
memoria, también, esos hermosos momentos, pues están relacionados con otros, los
más tristes.
Ya no voy nunca a tumbarme en la orilla del Vltava, cerca de Zbraslav, donde
algunas veces estuve sentado junto con Vančura y con uno de los personajes de su Un
verano entretenido, y el guardia Súra, otro de los protagonistas de aquel libro, nos
traía de una piscina cercana frías botellas de cerveza. Para mí sería igualmente
penoso sentarme bajo los frondosos arbustos de lila en un rincón del jardín Kisnky.
De vez en cuando nos sentábamos allí, Píša y yo, y él, en aquellos momentos, era
feliz.
Pero jamás olvidaré un día que viví al lado de Píša; y lo recuerdo con un placer
especial. Si pudiera, cada año iría a visitar de nuevo aquellos lugares.
Ocurrió en junio, en plena época de la siega. El día anterior habíamos asistido a
una velada, en Náchod. Píša daba una conferencia y los actores de Náchod recitaban
poesías. Al día siguiente fuimos en autobús al valle de Ratiboř. Como sabéis, hasta
allí hay un buen trecho de camino.
Soy hombre de ciudad. Nací en una ciudad y allí pasé toda mi vida. Cuando
estaba enfermo y me curaba en el pequeño balneario de Duba, situado al pie de la
montaña Krušne, tomaba casi a diario el tren eléctrico para ir a tomar un café solo en
la cafetería de Teplice. «No era el café lo que querías —se reía Píša—, pues lo tenías
en Duba, sino que te atraía el olor de las acequias.»
Píša era de provincias. Había nacido en un pequeño pueblo del sur de Chequia y
se sentía feliz al encontrarse en el campo y debajo de los verdes árboles. Le gustaba

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el jardín Kisnky. Cuando estaba en flor, procuraba entrar en él aunque sólo fuese unos
instantes. Si podía, salía a pasear por Kampa. Al breve camino que atravesaba la
tranquila Kampa lo llamaba en broma la vereda de Píša. Al café, donde yo pasé tantos
hermosos días de primavera y de verano, sólo venía por la noche, al terminar la
última función de teatro.
Pero también yo viví en el valle de Babiče unos momentos fascinantes que, por lo
visto, sólo podemos vivir en nuestra vida en esta tierra y en este país, sagrados como
la realidad que respetamos y la leyenda que acariciamos.
Desde la mañana se anunciaba un día precioso y el pequeño castillo de Ratibořy
resplandecía en la lejanía con unos colores vivos y sugestivos que recordaban aquel
magnífico grabado de Vincenc Morstadt, quien había logrado no perder ni uno solo
de sus hermosos detalles. En un valle lejano se estaba segando la hierba y, cuando
sopló una suave brisa cálida, sentimos lo mismo: el aroma del heno, el de la hierba
recién segada y, claro está, el de los campos granados en los que el sol bebía el rocío
de la mañana campestre, y nuestros ojos no se cansaban de mirar todos los colores,
las pastinacas blancas y doradas, los azules rizos de la salvia y las amapolas de un
rojo sanguíneo. Además, había allí ligustros tiernamente rosados, y no hablemos ya
de todo el verdor que se estremecía y ondulaba sin cesar.
El camino que cruzaba el prado estaba cubierto de hierba aplastada y en sus
bordes había tomillo y el quedo llanto de las lagrimitas de un rojo oscuro, sin las
cuales un día de verano no lo es del todo.
Atisbamos también los húmedos subterráneos poblados por los duendes y nos
apresuramos a marcharnos para oír de nuevo el roce de las afiladas guadañas en la
lejanía. Deseamos, en aquellos instantes, la locura del amor.
Vimos a una muchacha menuda, cuyos pies, bronceados por el sol, corrían sobre
la alta hierba. Hela aquí, corre, corre a toda prisa, y, cuando echa las trenzas por
encima de su hombro, sus ojos despiden un brillo que sólo tienen los ojos de los
niños. Corretea junto a nosotros, tal vez nos está diciendo algo de sí misma, pasa
rozándonos, como si no estuviéramos en el camino. Sentimos ganas de acariciar el
aire perfumado que había perturbado su inesperada aparición, quisimos tocar el prado
por el que estaba corriendo y el propio camino que estaban pisando sus pies de niña.
Y los seguimos con la mirada, cuando se precipitaron a nuestro lado arrancando al
mismo tiempo una flor solitaria de acedera que quedó prendida entre los dedos de la
chica, semejante a una piedra rara de esas que, en épocas pasadas, lucían en los dedos
de los pies las hermosas princesas de antaño.

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57. EN EL ROSTRO, UNA PENA LEVE
Sucedió hace más de medio siglo. Karel Teige y yo llamamos, no sin cierta
desconfianza, a la puerta de la editorial de Václav Petr, todavía pequeña entonces,
para ofrecerle el manuscrito de mi tercer libro: En las ondas de la TSF. En aquellos
tiempos aún no existía aquí la radio, ni siquiera esa misma palabra, y para designar la
telegrafía sin hilos se utilizaba esta abreviatura francesa.
Nuestra desconfianza no estaba infundada. Para aquella época, el libro era
realmente insólito. A partir de su título. Era uno de los primeros libros que
reafirmaban una nueva tendencia artística; así que no sólo yo, su autor, sino también
Teige, que lo había preparado tipográficamente, habíamos hecho lo posible para que
el espíritu del poetismo se desprendiese de sus páginas no sólo con fuerza, sino
también con una imparcialidad provocativa. Poéticamente, no sólo era un diminuto
apunte de cosas importantes, sino que, entre sus poemas más importantes, estaban
esos versos marcados por el lema invertido de Mácha.

En el rostro, una pena leve,


una carcajada honda en el corazón.

Esperábamos que el editor se mostrase al menos extrañado, que dudase sobre si


valía la pena publicar un libro tan insólito. Nos dejó asombrados. Hojeó el manuscrito
y, al cabo de dos o tres meses, el libro fue publicado exactamente como lo habíamos
deseado.
Teige se aplicó a fondo. La respetable imprenta de Obzina de Vyškov tuvo que
utilizar, para la composición de las galeradas, cuantos tipos había en sus cajas, pero,
además de esto, tuvo que abandonar todas las clásicas reglas tipográficas que venía
heredando y perfeccionando desde los tiempos de Gutenberg para ponerse a la altura
de los estándares modernos de la presentación del libro. Los títulos y los textos de los
poemas estaban compuestos con los tipos más variados. Cada poema estaba impreso
de una manera distinta. Unos arriba de la página, otros, en su parte inferior. El viejo
señor de Vyškov sacudía la cabeza al ver semejantes procedimientos, pero cumplía.
La juventud de hoy tildaría los esfuerzos de Teige de rodeo tipográfico.
A los lectores les divertía sobre todo el breve poema «El ábaco de amor».

Tu pecho
es como una manzana de Australia.
Tus pechos
son como dos manzanas de Australia.
Cuánto me gusta este ábaco de amor.

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El poema —si es que se puede hablar de un poema— fue impreso sobre la
muestra tipográfica de un ábaco para niños. Pero hoy tengo que añadir a estos versos
un pequeño comentario. Por aquel entonces, en las confiterías se vendían durante el
invierno unas manzanas australianas de verdad. No tenían un sabor especial, pues
maduraban durante su transporte. Pero eran hermosísimas. Cada fruto estaba envuelto
en un fino papel de seda, y el señor Paukert, el pastelero de la avenida Nacional, las
exponía en su escaparate colocadas sobre una fuente, y cada manzana estaba un
poquitín desenvuelta, para que se pudiese admirar la excepcional belleza de su color.
Eran insólitas. Y caras. Pero esto ya no tiene nada que ver con mis poemas.
Hace algún tiempo aquel libro, hoy ya histórico, debía haberse publicado de
nuevo, en una edición facsímil. Pero no se publicó. ¡Lástima!
Le tiendo mi mano, mi querido señor Petr, por encima de este abismo de tiempo y
de vida. Los dos somos ya viejos. ¡Pero es agradable recordar los tiempos en que uno
era joven, y se alegraba de todo lo nuevo, y no pensaba en la muerte, y no tenía
miedo a nada!

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58. LA PIPA DE TRISTAN CORBIÈRE
En uno de los primeros días de junio acompañamos a Jindřich Hořejší hasta su
tumba del cementerio de Vyšehrad. Cuando regresábamos, el tranvía nos dejó en la
calle Myslíková, donde teníamos que hacer el transbordo. Esperamos unos minutos
en la parada. Entonces fue cuando Hora me propuso pasar por Tůmovka, un viejo
café que estaba a la vuelta de la esquina, al final de la calle Lazarská. Hořejší iba allí
cada día. En cierta época, nosotros también.
En la mesa situada junto a la ventana, donde se sentara a lo largo de años,
colocando delante de sí sus libros y papeles, encontramos a su buen amigo Karel
Konrád. Estaba solo y en su interior estaba entonando ya un pequeño réquiem a la
voz de ruiseñor, expectante de que alguien se le uniese.
Cuántas veces encontré, durante los años pasados, a Hořejší trabajando aquí. Los
encargos de traducciones solían ser urgentes. Las más de las veces se trataba de obras
francesas para el Teatro Nacional. Pero se equivocaría quien pensase que le
molestaba si alguien le interrumpía o incluso se sentaba a su mesa. El tumulto y el
humo, el ambiente típico de un café antiguo y popular, eran indispensables para que
él pudiese trabajar. Se había acostumbrado a aquel café. Traducía de prisa y seguía
escribiendo, a la vez que contestaba a las preguntas de sus amigos, sentados a cierta
distancia. Nada le importunaba. Se tomaba un café solo tras otro; a veces alternaba el
café con una jarra de cerveza y fumaba sin parar. Por la tarde llegaba a tomarse una
decena de cafés. Y por la noche, ya no le quedaba nada para la cena.
Pero cuando estaba traduciendo poesía, se comportaba de una forma
completamente distinta. En aquellos momentos nadie se atrevía a molestarle. Estaba
irascible, nervioso, y todo el mundo optaba por dejarlo en paz. Encendía un cigarrillo
con la punta del otro y permanecía absorto en sus pensamientos. La poesía no es una
broma, decía; es algo terriblemente importante. La poesía es más importante que el
puente sobre el valle de Nusel. En aquella época los periódicos habían entablado una
discusión gratuita acerca de aquel puente.
Era, junto con Dyk y Čapek, uno de aquellos traductores que le exigían a la
traducción de un poema, además de su personalidad, una equivalencia absoluta con el
original. Si al lector se le tapaba el nombre del autor, no debía sospechar que se
trataba de una traducción, según su teoría. Nada debía recordarle que los versos
habían rebasado el área de su idioma original para encontrarse, no sin cierto esfuerzo,
pues toda traducción es un esfuerzo, en un reino lingüístico distinto. Con este criterio
juzgaba Hořejší la calidad de una traducción. Le gustaba Hanuš Jelínek, pero no
aceptaba varias versiones de Vrchlický de Vítězslav Nezval. En su opinión, estos dos
poetas traducían con excesiva libertad e insertaban en sus versiones demasiado de su
propia personalidad. A menudo, desgraciadamente, cosas menos deseables aún. A
veces la prisa, a veces la negligencia y la superficialidad.
¡Hay que ver esos franceses!, añadía. Mientras a ellos se los traduce con amor,

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ellos vierten a poetas extranjeros tan sólo en una miserable prosa. ¡El propio
Baudelaire, que sí que estaba enterado de la reforma poética, traducía al maravilloso
Poe únicamente en prosa!
El checo es un idioma espléndido. Se puede traducir al checo cualquier cosa, no
sólo sin detrimento para la forma del original, que no es tan difícil, sino también
conservando la fuerza de la expresión poética. El checo domina la poesía del autor
más complejo. Aunque hace pensar mucho. Éstas eran sus palabras.
A Hořejší no le gustaban las rimas fáciles y gastadas. La rima debe posarse sobre
el verso como una mariposa se posa sobre una flor. Y eso no es fácil. Él lo conseguía
muchas veces al cien por cien.
Entre los poetas que traducía, le gustaba mucho Rictus, pero el que más le
gustaba era Corbière. A menudo reproducía, con una coquetería leve y bien oculta, su
pose literaria.
El arte no me conoce a mí, yo no conozco el arte, contestaba junto con Corbière
cuando le preguntábamos sobre sus propias poesías, para las que le quedaba muy
poco tiempo. Cuando un camarero se le dirigió preguntándole qué iba a tomar, citó al
poeta: «¡Tengo todos los deseos y ni un solo franco!»
Le encontré en la presentación de una selección de Los amores amarillos, que
más tarde fue publicada por Melantrich. Me leyó unos poemas, pero el que él prefería
era el dedicado al poeta y su pipa, que también había traducido.

… Cambio el firmamento del cielo por la oscuridad,


la mar, el desierto y los milagros.
El turbio ojo se les adhiere…

¡Ya en el otro mundo gira


el alma, la vergüenza de su vida!
… Yo me apago. —Él se duerme.

Duerme, sin más: Yo arrullaré a la Mariposa Nocturna.


Goza de tu sueño hasta que termine
… ¡Pobrecillo mío!…
Si el humo lo es todo,

Será verdad que todo es humo…

Cuando terminó de leerme el poema, me quedé realmente hechizado. Él lo


advirtió, aunque yo no decía nada. Metió la mano en el bolsillo y me tendió una pipa.
—Cójala. Es de París. La compré en un bar de Montparnasse a un marinero
borracho. Es probable que la pipa haya pertenecido a Tristan Corbière.
La pipa tenía un aspecto en cierto modo inusual y obsceno y llamaba la atención.

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Cuando, unos días más tarde, la enseñé en Slávie, Nezval manifestó un entusiasmo
desmedido. Le gustaba todo lo sobrenatural, todo cuanto rayaba en lo trascendental;
era metafísico, absurdo e imposible, y me convenció de que la pipa podía haber
pertenecido realmente al propio Corbière. Esas cosas ocurrían, y no en vano Corbière
había sido poeta del mar y marinero. Clavó en la pipa una mirada tan codiciosa que
no lo dudé: le pedí que no se lo dijera a Hořejší y le regalé la pipa.
¡Me gustaría saber quién la tiene ahora y quién fuma en ella!
Bastantes cavilaciones le costó a Hořejší el nombre del marinero Hrbáč
(Jorobado), al que Corbière había dedicado un poema largo y solemne. El marinero
tenía un apodo que era el nombre de una pista alquitranada dividida en dos que se
utilizaba para la construcción de barcos. En vano buscaba en checo una palabra
específica que tuviese este significado, hasta que alguien le aconsejó pasar por la
taberna del marinero Pepek en Vinohrady. Allí se reunían los marineros checos
después de surcar todos los mares del mundo. En efecto, cuando explicó a uno de
ellos, que acababa de regresar de Tolón, de qué se trataba, supo que aquella pista en
checo se llamaba dvouštrán. Volvió a casa rebosando alegría. Tenía nombre para el
protagonista del poema y, en voz baja, se alabó a sí mismo: «¡Si Corbière lo supiera!»
Sucedía a veces que por la noche, ya tarde, al guardar sus papeles y libros en su
carpeta, y cerrar la estilográfica, tenía que llamar en voz baja al dueño: «¡Señor
dueño, sin pagar!» Después el dueño contaba los cafés, cervezas y cigarrillos, lo
apuntaba todo en la cuenta que metía en la separación correspondiente de una cartera
tan abultada que no le cabía en el bolsillo del pecho y tenía que llevarla en el de atrás
del pantalón. Entonces salía Hořejší del café al aire libre.
Pero no iba lejos: entraba en la taberna de Kuman, situada debajo de la torre de la
Ciudad Nueva, al final de la calle Vodičková. Desde Tůmovka hasta allí había unos
cien pasos.
Íbamos allí con cierta frecuencia. En aquel lugar se encontraban los personajes
más variados de toda Praga. Los bebedores de vino y los abstemios disfrutaban allí
por igual de sus comidas con cebolla y mostaza.
Justo enfrente de Kuman tenía su vieja farmacia Jaroslav Bednář, farmacéutico y
poeta. Allí mezclaba y preparaba no sólo medicinas, sino también poemas,
igualmente empapados, hasta después de mucho tiempo, de los misteriosos aromas de
la vieja farmacia.
Una vez en que Bednář tenía guardia nocturna, Hořejší llamó a su puerta e
introdujo por la ventana para los clientes nocturnos, protegida por una persiana, un
papel en que había escrito con mayúsculas: «POLVOS CONTRA EL SUEÑO.»
Y un instante después apareció en la ventana la mano de Bednář con veinte
coronas.
Cuando Hořejší se casó, estábamos seguros de que acabaría por abandonar su
mesa en la cafetería. Le conocíamos poco. No la abandonó. Tuvo una hija. Pero no
estaba muy hecho a la vida matrimonial. No lo sé con exactitud, pero había oído decir

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que su matrimonio no fue ni apacible ni demasiado feliz.
Así nos entregábamos a los recuerdos, sentados en su mesa de siempre, ya
abandonada. Cuando nos levantamos, Karel Konrád me dio una palmadita en el
hombro y, ceremonioso, me pidió que hablase también sobre su tumba, como había
hablado en Vyšehradý.
—Ha sido hermoso y conmovedor. Una señora que estaba a mi lado me dejó toda
la manga empapada de lágrimas, después del funeral.
Para no estropearle el sombrío chiste, se lo prometí, poniendo una cara seria, de
circunstancias, y estrechándole la mano.
Treinta años más tarde, en diciembre del año 1971, cumplí la promesa que le
había hecho a Konrád.

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59. UNA NOCHE EN EL MERCADO DE ESQUINA
La diferencia de diez años y pico que había entre Hora y nosotros —me refiero a
Halas y Holan— fue fácilmente borrada con un apretón de manos amistoso cuando el
poeta vino a vernos. Pero esos diez años volvieron a emerger y tardaron en
desaparecer, cuando cuidábamos de Hora y cuando hablábamos de la poesía. Hacía
tiempo que era un poeta reconocido y hacía tiempo que dominaba los misterios de la
poesía, que para nosotros aún permanecían impenetrables. Apenas estábamos
afilando nuestras plumas poéticas (yo contra los bordes de las aceras) cuando Hora
era ya el primer poeta de la literatura checa moderna.
Pero también esta diferencia se olvidaba después de unos tragos de vino. ¿Acaso
Hora no venía del país de los mejores vinos tintos checos? Por aquel entonces los
ruiseñores nos cantaban a menudo:

Quieres irte, aún falta mucho para el día,


era un ruiseñor, y no una alondra, fue su canto
que acompañó tu oído alertado.

Tuve suerte. Llevaba ya tiempo trabajando muy cerca de Hora y hasta podía verlo
sentado a su mesa de redacción, mientras estaba redactando algo o escribiendo su
columna cultural para el Rudé právo. En la redacción, escribía también poesías que
no estaban destinadas para el número del día siguiente y que llegaron a formar parte
de sus libros posteriores y de la literatura. Obviamente, yo tenía una enorme
curiosidad por su trabajo poético, quería ver su rostro en el momento en que se
encendía bajo su frente la luz de las estrofas salpicadas de rocío. Siempre estuve
convencido de que la mayor parte de estas estrofas las tejía con los rayos de la luz.
Pero, incluso en aquellos minutos, Hora era prosaicamente reservado y miraba su
manuscrito metido en el carro de su máquina de escribir a través de una nubecilla de
humo de tabaco y sólo el cigarrillo olvidado en el borde del cenicero revelaba su
ocupación.
Una vez encontré a Hora cuando estaba de bastante mal humor. Le dolía la
cabeza, estaba tomando pastillas y bebía agua de soda. No era difícil adivinar que
había despreciado el agradable y acogedor calor de su colchón, y sus dedos, amarillos
de nicotina, delataban una noche pasada en blanco. Me confesó que había estado,
junto con Hanuš Jelínek y Viktor Dyk, en El desesperado, que era y sigue siendo
hasta ahora una simpática tasca sombreada por los faldones de la vieja chaqueta de
Jungmann en la plaza Jungmann. Eran unos tiempos caracterizados por una situación
política tirante y, alrededor de una botella de vino, habían estado discutiendo diversos
problemas. Viktor Dyk polemizaba magistralmente.
Hora tenía ante él una hoja metida en la máquina y ya densamente cubierta hasta

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la mitad con un solo párrafo. Le eché una mirada de soslayo, como distraídamente,
haciendo como que no la veía. En aquel momento difícil, cuando las ideas tardaban
en ocurrírsele, Hora se estaba riñendo a sí mismo: «Josef, vete a…», y así cien veces
seguidas. Cuando me marchaba, arrancó el papel y, convencido de que yo no había
visto nada, arrugó la hoja y la tiró en la papelera.
En cuanto Hora salió de la redacción, rescaté su manuscrito de la papelera. Pero
en seguida me avergoncé de mí mismo y rompí la hoja.
Karel Toman confesó una vez que llevaba la idea de un poema en la cabeza hasta
que todos sus versos estaban listos. Luego se sentaba a la mesa y sin un solo tachón
escribía el poema en su forma definitiva. Hora, y no creo que fuese el único, escribía
obedeciendo al impulso de un primer verso feliz.
Cuando me pongo a escribir, nunca sé bien ni cómo voy a continuar ni cómo
terminaré. Un verso deshace el nudo del siguiente, decía Hora en casa de Čapek.
Karel Čapek, en cambio, con una sonrisa bonachona en los labios, declaraba que
al mojar la pluma y escribir la primera frase, tenía la obra entera en su cabeza y podía
decir cómo sonaría la última frase.
Pero los versos de Hora eran algo completamente distinto que una sucesión
accidental de ocurrencias. No solamente era parco en su afecto, sino también en sus
palabras. Aunque la poesía se compone de palabras, decía, no deben ser demasiadas.
Le gustaba Toman. Le resultaba afín, también, por su origen lugareño. Durante una
de las conferencias manifestó que el poema checo moderno más hermoso era
«Septiembre» de Toman: «Mi hermano terminó de arar y desenganchó al caballo.»
«Aquel final ya no me gusta tanto, pero los primeros diez versos están moldeados en
bronce», decía. A los dos, a él y a Toman, les gustaba Sova.
En el año 26 me encontré, junto con Hora y su mujer, en Krkonoší. Vivíamos en
«Pee» y nos dirigíamos a la casa de Kolínský. Cuando llegamos, el ronco megáfono
que estaba instalado en su fachada anunció la muerte de Sova. Hora se tambaleó y
debajo de sus gafas brillaron las lágrimas. Luego, en voz baja, quizá sólo para sus
adentros, murmuró el hermoso y popular poema de Sova dedicado a los viejos en las
lindes del campo. Aquellos versos resbalaron entonces por mi mente. Hoy me
producen escalofríos.
Hora era un hombre de pueblo. Le gustaba hablar del campo y recordar Dobřín en
Roudnica, Laba y los prados de Říp. Yo había viajado a Kralupy y vi Říp desde la
otra orilla. Aunque Hora tenía unas manos delicadas y suaves, su osamenta era fuerte
como la de los labradores que trabajan duramente en los campos. Le vaticinábamos
que iba a vivir muchos años.
A veces también las alondras nos cantaban:

Oh, ¿era una alondra, la pregonera de la mañana,


no el ruiseñor?

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El actor Vladimír Šmeral cuenta en sus memorias que nos encontraba a altas
horas de la noche entregados a una plática tranquila, como dos viajeros nocturnos y
solitarios.
Hoy, cuando me detengo frente a Slavín de Vyšehradý, tengo la sensación de que
el genio allí sentado sobre el féretro de piedra todavía no ha enterrado muy
hondamente, con su pie descalzo, la poesía de Hora. Estoy seguro de que su belleza
retornará de nuevo.
En efecto; todavía no es tan imposible sentarse a la mesa y escribir poesías.
También un poeta malo es poeta, decía Jindřich Hořejší. Pero es mucho más difícil,
creo, escribir poesías que le quiten a la gente el sueño. Poesías que conmuevan como
un beso soñado e inesperado. Que abrasen como la picadura de una abeja. Que
permanezcan en la mente causando embeleso, tristeza, asombro o alegría.
Un poeta debe proponerse que el lector no pueda liberarse de sus versos. Que no
pueda olvidarlos, que le acompañen por lo menos una parte de su vida.
Todavía sigo oyendo la voz de Hora, aunque la voz suele ser lo primero que
olvidamos de un muerto.
Los versos de Hora, casi igual que los de Neruda, perduran en el conocimiento de
muchos checos. Hora estaba hecho de la tierra y del aire de su país. La época le
marcó y él marcó hondamente su época.
Es inolvidable. Llegó a engrosar el número de los grandes poetas checos.
Vrchlický, al final de sus días, se quejó con amargura:
«Oh, ¡música de la poesía, ya no volveré a leerte!»
Era cierto; nunca volvió a leer la poesía de Hora.

Una tarde de verano, Hora y yo estábamos esperando a F. X. Šalda. Daba una


conferencia en Klementin y quería entrar unos minutos en la taberna de Herbst,
situada justo enfrente de la entrada de Klementin, en la esquina de las calles Karlová
y Liliová. Cuando llegó, sorbimos sólo simbólicamente de nuestros vasos. Lo
requería el respeto al anciano caballero. Šalda tuteaba a Hora amigablemente.
También nos tuteaba a nosotros, pero no era más que una sonrisa del señor profesor,
una sonrisa que no podía ni debía ser sobreestimada. Nosotros, por supuesto, le
tratábamos con deferencia, de usted, y acudíamos, gustosos, a ayudarle a ponerse el
abrigo y le tendíamos el bastón. Si había suficiente sitio, los dejaba en la esquina de
la mesa, igual que los sacerdotes de la primera época de la cristiandad depositaban su
espada en el lado de la Epístola. A requerimiento de Šalda, Hora le leyó unos poemas
de su libro que estaba en preparación, Las cuerdas al viento, que Šalda saludó con
muchos elogios cuando por fin fue publicado.
A las diez Šalda subió en un taxi y Hora y yo, después de despedirnos de él,
regresamos a nuestros vasos que habíamos dejado intactos. Cuando llegó la hora de
cerrar, bien pasada la medianoche, fuimos a Šupe, a la calle Spálená, donde siempre
era fácil encontrar a algún conocido. Luego nos separamos. Hora emprendió su largo

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camino a Kosiř y yo me dirigí, por la avenida Nacional y el Mercado de Esquina, a
mi casa. Era noche cerrada, la luna no había salido aún y el aire era perfumado: unos
minutos antes había caído una hermosa lluvia.
La confluencia de unas calles históricas y el triángulo formado por unos edificios
antiquísimos y la iglesia de San Martín habían creado, hace mucho tiempo, una
plazoleta que hasta ahora lleva el nombre del Mercado de Esquina. Es un lugar
agradable enclavado en el centro de la Praga más animada, donde incluso hoy los
sentidos pueden recuperar la calma. Durante años hubo en aquella plaza un
mercadillo de flores y, desde la ventana de uno de los edificios, Mozart, al volver a
casa por la noche y al quitarse la incómoda peluca, había contemplado el acogedor
espacio. Los polvos desparramados por la peluca parecen flotar todavía hoy sobre los
tejados de las casas.
¡Mercado de flores! ¡Qué belleza!
Es lástima que no me creáis, si os digo que, cada vez que paso por aquel sitio, las
flores, sus colores y sus aromas suenan, fluyen, fulguran y brotan como el agua
argentina de una fuente romana.
Hacía mucho tiempo que el mercado había cerrado. Pero todavía quedaban
puestos de flores. Cuando entré en el mercadillo silencioso, me sentí tan cansado que
no tuve más remedio que sentarme en la lona con la que los vendedores cubrían por
la noche su mercancía frágil y olorosa. Recuerdo bien aquellos instantes. Me senté
sobre un pequeño hundimiento de la lona que después de la lluvia primaveral
conservaba un poco de agua. Sentí su frío. Pero nada más sentarme, me quedé
dormido. Profundamente.
Me desperté poco después. Para mi gran asombro, no me encontraba en el
Mercado de Esquina, sino que estaba sentado sobre un banco en medio de la rosaleda
de Stromovec. Hacía una fresca mañana de junio, el reloj de la torre de la vieja feria
dio una hora mañanera y las rosas empezaron a abrirse. También las rosas necesitan
dormir por la noche.
Al día siguiente, le conté esta aventura a Hora. Se desternillaba de risa. En
cambio, Nezval, partidario de todo lo fantástico y misterioso, me persuadió de que
me había llevado a Stromovec un ángel, aquel que en la orquesta angélica toca la
trompeta. Hasta ahora sigo sin saber qué aspecto tiene ese instrumento, pero aquella
noche sí que lo oí tocar.
Los milagros son una cosa soberbia, pero es una pena que ya no funcionen, dice
Bernard Shaw. De modo que me veo obligado a creer que, por sorprendente que fuera
mi aventura, fue algo muy sencillo. Dormido, me levanté y seguí el familiar camino
pasando por el puente Eliščin a la otra orilla, hasta Stromovez. Vivíamos cerca de allí.
El puente ya no existe. Era bello y majestuoso. Los días de fiesta sobre sus torres
ondeaban las banderas.

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60. TRES SECUENCIAS DE LOS MARIENBAD

I. Concierto matinal

Hace muchos, muchos años, cuando yo era todavía envidiablemente joven y sano
y me encontraba en Marienbad sólo de paso, no había ocurrido jamás que no diese
una vuelta por allí bordeando la columnata del manantial de la Cruz.
Pensaba en J. W. Goethe y trataba de atraer bajo los viejos árboles al excepcional
visitante del balneario y a su amada de diecisiete años. Sólo que la elegante
columnata no estaba entonces allí; había otra, la original, pero esos árboles en cuya
penumbra verde nos paseamos ahora ya debían de estar allí. Sí, esos árboles
acompañaron entonces con su rumor los pasos de la célebre pareja amorosa.
Un hombre sabio, interesante y, además, guapo, a cuyos pies, si sólo quisiera, se
encontrarían mujeres, quizá nada inteligentes, pero sí hermosas, ¡y con aquella chica
a su lado, con una muchacha carente de un atractivo especial, como lo demuestra su
retrato, pero sobremanera atractiva y culta, como se refleja ella misma en sus
escritos!
Mira por dónde le dio, diría nuestra madre, sin miramientos por el genio.
Menos mal que alguno de los dioses, cuando la enfermedad privó al gran anciano
del don de palabra, le concedió explicarse tan bien a través de sus poesías. Y la
malaventurada casa de Klebelsberg, que más tarde desencadenó la tragedia del
corazón del poeta, se ha conservado esculpida en sus hermosas estrofas.
Pero todo esto es muy conocido y me extrañaría a mí mismo el estar hablando de
estas cosas, si no fuera porque quiero que me sirvan de referencia, aunque antigua,
para gimotear aquí mi declaración de amor y así despedirme de este precioso lugar.
Una parte de la culpa de la tristeza que Goethe tuvo que conocer al final de sus
días, corresponde a los propios baños.
Cada vez que me encuentro en aquellos parajes y miro a las blancas columnas de
los manantiales, lo quiera o no, tengo que pensar en algo bello. En las mujeres, en el
aroma de su cabello, en el amor, en el cariño. Juzgadme como queráis. Cada vez me
encuentro embelesado y subyugado por el amoroso ambiente de los hermosos baños.
Esta es la palabra precisa: un ambiente amoroso tiernamente implacable y cruel, que
cautiva y turba. La ternura y el amor: ésta es la atmósfera de los maravillosos baños.
Por nada en el mundo quisiera manosear la intachable memoria del abad y de los
monjes que construyeron los baños y que, desde el principio, se propusieron
adornarlos con un reflejo de la aureola de la Virgen María. Hoy la gente pronuncia el
nombre de los baños y se le ocurren cien cosas distintas, pero nunca piensan en la
Virgen María. No obstante, algo de su preciada imagen ha quedado aquí. Siempre se
me ha antojado que no fueron hombres, sino, más bien, mujeres, las que estuvieron
presentes mientras se construían los baños. Que fueron mujeres las que habían

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decidido dónde tenían que brotar los manantiales medicinales, dónde se situaría
aquella casa, dónde se abriría en años venideros la espléndida y frondosa copa de este
arce. Sí, justamente aquí deben estar las blancas columnas y la picea erguida, el rojo
tejo y el negro pino.
En los Baños Marianos (Marienbad) predominan dos colores, el blanco y el
dorado, y los dos están anegados en el verdor.
Las casas, los árboles y los senderos se distribuyen aquí en un orden tan
equilibrado, con una armonía tal, como si los hubiera estado disponiendo una mano
de mujer con un pañuelo de encaje entre los dedos. Todo respira aquí algo
inefablemente delicioso.
Esta casa, por ejemplo. Si la viésemos en cualquier otra parte, pasaríamos a su
lado sin prestarle la menor atención. Pero aquí encaja con el ambiente de todo lo
demás y, ¡qué bonita es! El atractivo ubicuo de los baños nos lleva a buscar en ellos
una magia que, a lo mejor, no poseen.
Quizás exagero un poco, pero no importa.
La propia naturaleza desciende, complacida, de los prados circundantes y llega
hasta los baños mismos, hasta los lugares en donde prevalece sobre las tijeras y los
azadones. Se abraza estrechamente a las fachadas de algunas casas y brota por detrás
de los edificios, en sus patios. Las ardillas saltan de las ramas de los árboles a las
cornisas. Un día compartieron conmigo las lonchas de jamón que yo había puesto al
fresco de la ventana.
La ligera arquitectura de la columnata, hermosa como un sueño, que se despliega
rítmicamente, similar más bien a un alto invernadero para palmeras y enhiestas
orquídeas, se abre hacia las copas de los árboles y sus encajes de hierro se funden
paulatinamente con el verdor. Cuando está llena de gente, zumba como una fastuosa y
gigantesca caracola. Además, se oye la música. Y junto con la música, unas suaves
risas en bocas de mujer que se abren como se abre un pimpollo. Siempre me he
sentido feliz aquí.
Desde la base de las columnas albas hasta los peldaños del manantial de la Cruz
desfilan grupos de gente. Van y vienen. Beben el agua fría, se tratan las más variadas
enfermedades. Las dolencias del tracto digestivo y la tristeza, las inflamaciones de la
vesícula biliar, las piedras biliares, el amor desgraciado y los catarros de las vías
respiratorias. La bebes una sola vez y se te antoja que ya estás mejorando. Vuelves a
pasear arriba y abajo, alguien te dirige, con la mayor inocencia, una sonrisa, y tienes
que regresar una vez más para contestar a la sonrisa. ¡Ayuda a curarte!
También fui a ver la casa de Goethe, detrás de la iglesia.
Está a dos pasos de la columnata. ¿Cómo podía dormir el poeta sobre un lecho tan
pequeño y angosto? Había visto semejantes camas de matrimonio en la casa de
Havlíček de la plaza, en Havlíčkový Brod. Por lo que parece, en aquel entonces se
conformaban con menos comodidades. Desde la apacible plazoleta en cuyos rincones
se oculta aún el aroma del siglo pasado, os sumergís de nuevo en la multitud de

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huéspedes de los baños que se pasean por la columnata. La orquesta está
interpretando una vieja melodía de Marta de la Armada y el desdichado Lyonel llora
su amor perdido. No, Goethe no pudo escuchar esta ópera. Faltaba mucho todavía
para que fuera escrita. Durante mi infancia y mi adolescencia, en cambio, medio siglo
después de su estreno, la ópera y, sobre todo, esta melodía, vivieron la plenitud de su
gloria. En el Teatro Nacional y en los organillos. Ya lo veis; no ha dejado de sonar
todavía, cuando los oyentes empiezan a aplaudirla con entusiasmo. Hasta ahora la
vieja melodía romántica sigue llegando a sus corazones.
También yo estoy arrebatado. No tanto por la melodía como por el recuerdo.
Había escuchado esta ópera siendo aún un adolescente, cuando fui por primera vez al
Teatro Nacional. Entre aquella noche de gallinero y hoy, está toda mi vida. A veces
me parece que se ha disipado a mis espaldas, como un espejismo. Pero soy
desagradecido con mi vida. Ha habido en ella más de lo suficiente para un hombre:
disparates, cobardías y decepciones, heridas y besos, desconsuelos y esperanzas y
más esperanzas, cuando las primerizas se extinguían. ¡Cuántos rostros, vivos y
muertos, alumbra de pronto la luz de mi memoria! Se habían asomado a mi vida, y yo
a la suya. Algunos se apresuraron a proseguir su ruta, otros se quedaron. Unos pocos
permanecieron allí para siempre. Me estoy consolando a mí mismo. Pero sin
sinceridad. Este clavo del garrote asesino lo sienten sobre su cogote, probablemente,
todos.
Pero tú sigue cantando, Lyonel, mi héroe romántico. Voy a escuchar un poco más.

II. Una conversación en la terraza

Era una calurosa mañana de septiembre. En la columnata había poca gente


todavía; dentro de poco llegarían los músicos. «Tengo sed, voy a tomar algo», me dije
con resolución; entonces, frente a mí, escuché una exclamación de alegría:
—¡Por fin te hemos encontrado, llevamos tres días buscándote!
Pensé en Skřivánek. El día antes me habían dicho en el balneario que me estaba
buscando un tal señor Skřivánek. Declaraba haber sido mi amigo del colegio y
condiscípulo. Yo no le recordaba: habían transcurrido casi setenta años desde que me
sentaba en los verdes pupitres de la escuela de Žižkov.
Adopté una expresión de leve asombro y, complacido, afirmé:
—¡Eres Skřivánek!
En efecto, era él. Miró alborozado a su mujer.
—¿Ves? Ya te decía que me iba a reconocer en seguida. Nos sentábamos en el
mismo banco.
Sin embargo, a decir la verdad, ante mí empezó a dibujarse la silueta de un niño y
pronto me acordé de un chiquillo menudo y diligente, sentado al otro lado del pupitre.
Nos tratábamos poco. Y eso es todo. No recuerdo nada más.

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Me llevaron a la terraza del hotel. Pidió un helado de vainilla para su mujer.
Cuando acerqué el vaso a la boca y ella se inclinó sobre el platillo con el emblema de
los baños y el del estado papal, aproveché la oportunidad para mirarla mejor. Era
mucho más joven que su marido y parecía simpática, hasta bonita. Estaba claro que
no compartía el entusiasmo de su marido y aquello me gustó.
Para mantener la conversación y no tener que hablar mucho, le pregunté qué
había estado haciendo durante las largas décadas que no nos habíamos visto. El
hombre estaba esperando la pregunta.
«Soy abogado», empezó escrutándome con la mirada. «Pero tengo que contártelo
todo desde el principio.» Y me relató, sin prisas y detalladamente, cómo se
trasladaron de Žižkov a Plzeň y, luego, a Praga de nuevo. Después de terminar los
estudios de derecho, su influyente padre le colocó en las oficinas de una gran empresa
comercial. Las oficinas eran grandes, tenían varios departamentos. Así empezó su
carrera.
Le estaba escuchando distraídamente y miraba, por encima de su hombro, al otro
lado de la avenida principal. Junto a la casa Tepelský entre los matorrales, se oculta
un pequeño estanque con un par de cisnes y unos patos coloreados. Los patos, rápidos
y hambrientos, se abalanzan sobre los regojos que les tira la gente. Los cisnes los
recogen poco a poco, con una verdadera dignidad y cierta displicencia. Los trozos
que caen lejos, quedan allí, porque no los advierten.
Mi compañero de estudios iba narrándome, despacio y con precisión, todas sus
vicisitudes. Hablaba de sus jefes, de sus ascensos y de su trabajo. Al encontrarse en el
despacho de la primera planta, que tenía una vista maravillosa, había alcanzado, por
lo visto, la cumbre de su vida. Se convirtió en el jefe del departamento y un sirviente
le cambiaba a diario el agua en el jarrón con flores frescas.
Desde la ventana del hotel podía ver bien los rostros de la gente. Todos tenían las
cuantiosas ocupaciones propias de los baños y de por sí resulta agradable que de uno
cuide mucha gente. Alguna que otra vez mi mirada rozó la cara de mi taciturna
vecina. Escuchaba con indiferencia. Evidentemente, ya conocía bien la historia de su
marido.
Yo seguía escuchando sin prestar mucha atención, pero me enteré de sus
dificultades en la época de la ocupación alemana. Fue destituido y en su sillón se
instaló una alemana gorda y con gafas. Tuvo que volver a la oscura oficina de la
planta baja que daba al patio trasero. Menos mal que sabía bien el alemán. A veces
los alemanes le llamaban para que les explicase algo. Pero, para su carrera, aquello no
significaba casi nada.
Como soplaba el viento por encima del tejado de la casa Tepelský a veces me
llegaban fragmentos de la música desde la columnata. Era como ir dando mordiscos a
un azucarillo rosa.
Después de la guerra, Skřivánek se sintió mejor. No sólo el bueno de Skřivánek,
al fin y al cabo. Recuperó, desgraciadamente ya no por mucho tiempo, su sillón,

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volvió a mirar desde su ventana al río y el sirviente de la oficina cuidó de nuevo sus
flores a diario.
Mi compañero se calló, buscó con los ojos al camarero y le pidió un café. En
aquellos breves segundos rocé levemente la mano de su mujer que ella tenía sobre las
rodillas. En Marienbad no se prohíbe hacerlo. Al principio tuve un poco de miedo. Mi
vecina se sonrojó, pero acto seguido en sus ojos y labios afloró una tenue sonrisa y
me miró a los ojos con fijeza.
Ya habíamos pagado y nos habíamos levantado, cuando Skřivánek se me dirigió
como de pasada:
—Y tú, ¿qué ha sido de ti, en todo este tiempo?
—Pues, a decir la verdad —le contesté—, ¡prácticamente nada! —¡Nada, lo ves!
Y me miró con una honda satisfacción.

III. Los zapatos de la señorita Ulrika

Ya no puedo decir con seguridad dónde vi los zapatos de la señorita Ulrika von
Lewetzow. Creo que fue en el museo de Loket. Unos zapatos ya nada viscosos,
después de todo el tiempo que había pasado; los endurecidos zapatos de la joven del
paseo de los Baños Marianos que son, dicen, exactamente los mismos a cuyo
encuentro se precipitaba el enamorado poeta. Al menos, los que los habían guardado
sostenían que era así.
Está bien, ¡dejémoslo! Después de su separación, Goethe vivió unos años más.
Ulrika no volvió a casarse. Quedó sola hasta la muerte. A lo largo de toda su vida,
que no fue breve, acarició, por lo que parece, sus recuerdos.
Su corto amor santificó también aquellos lugares al borde del bosque Imperial,
donde desde entonces los ciervos han vuelto a tocar sus fanfarrias de amor muchas
veces.
Siempre he leído La elegía de Goethe con emoción, pero sin comprenderla
profundamente. Tardé largos lustros en llegar a entender su resplandor postrero. Tuvo
que pasar mucho tiempo, quizás quince años, quizás más.
Este verano voy a cumplir justamente la misma edad que tenía Goethe cuando se
enamoró con tanto ardor de Ulrika. Ahora sé bien que, si un hombre decide poner fin
para siempre a todas las locuras, a todos los sueños y a todas las tonterías a las que
estaba tan acostumbrado de joven, empieza a ser viejo. En el momento en que hace
un recuento complacido de sus años y sólo consulta a su razón, todo se termina en
este valle de lágrimas. Aquel hermoso amor ya no me hace sonreír para mis adentros.
Ya no me extraña el atrevimiento de aquel anciano. Soy más inteligente y comprendo
sus versos. No es tan fácil ir ahuyentando siempre de sí el desaliento de la vejez, pero
es la única manera de escapar a la desesperación. También sé ahora que no es nada
ingenioso mezclar el café azucarado con las lágrimas de uno.

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Todavía estoy aquí y me alegro de ello. Me siento en un banco frente a la
columnata y mis ojos se precipitan detrás de unos pasos elásticos que a los pocos
instantes se pierden en la lejanía junto con una falda cortita. Creo que, desde hace
tiempo, la moda no era tan lujosamente seductora como lo es en estos últimos años.
Es más arrebatadora que los escotes del siglo pasado.
«¿Mirando a las chicas?», me saluda un médico conocido.
«Así es, doctor. ¡Estoy escogiendo zapatos de mujer para echarme a correr a su
encuentro!»

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61. CLARO DE LUNA
El músico de Vysokomýt E J. Böhm —le llamaban «señor director»— fue el
último discípulo de Antonín Dvořák. Estaba ciego. Perdió la vista cuando era ya
mayor, y, sin embargo, después de eso aprendió a tocar el piano.
En su acogedora casa conocí también a Noemi Jirečková, la hija de Hermenegild
Jireček, no el político progresista, sino el histórico de la segunda mitad del siglo
pasado.
Noemi tenía en aquel entonces ochenta años y pocos de sus vecinos de Mýt
sabían que la recatada anciana había sido en tiempos una reputada pianista y que
detrás de sí tenía una vida intranquila, pero esplendorosa, rica en éxitos sobre el
podio de los conciertos. La primera vez nos tocó, además de La catedral sumergida
de Debussy, el «Claro de luna». Le gustaba Beethoven y procuraba lograr una
interpretación lo más fiel posible de sus composiciones para el piano.
En las reuniones siguientes le pedimos que volviese a tocar la sonata. Siempre lo
hacía de buena gana. Le gustaba tocarla. La popular composición para piano la
devolvía a los momentos felices de su vida. Ella misma lo reconocía así. Le gustaba
mucho aquella pieza. Pero después de cada interpretación pedía disculpas. Ya era
vieja y muchas notas se le quedaban en el piano. Sus dedos, de los que se ha escrito
en alguna parte que tenían una habilidad fulminante, estaban algo entumecidos por la
vejez y por el reuma. Sin embargo, tocaba con un fervor, una inspiración y una
veneración muy sinceros. Me abrió la antigua puerta de la ciudad de Mýt el afable y
gentil arquitecto Jaroslav Hošek, oriundo de aquella ciudad. Los acontecimientos del
año cuarenta y ocho le liberaron de las preocupaciones por la fábrica de su padre, así
que tenía mucho tiempo y, a la par, gusto y capacidad suficientes para pensar en la
vida cultural de su patria. No sólo me presentó a Noemi, de la que, cuando ella no se
encontraba bien, cuidaba solícitamente, sino que también organizó para mí una
velada con los estudiantes en el teatro local. Fue en aquella ocasión cuando me invitó
a ir a Mýt.
Hacía una noche hermosa. Los estudiantes tocaban música y recitaban, y aunque
faltaba poco para el fin de curso, incluso los alumnos de octavo estaban indolentes y
alegres.
En el transcurso de aquella velada conocí a la estudiante K, atractiva y
encantadora. ¡Ah, sí! Todas las chicas allí eran encantadoras, ¡mentiría si dijera otra
cosa! Pero aquélla me dejó hechizado apenas salió a actuar.
Tenía unos ojos hermosos. Quedé convencido de que eran los ojos más hermosos
de las tierras de la corona checa. ¡Tenían un brillo tan cautivador!
Dediqué al encuentro con aquel ser maravilloso el siguiente poema, si es que se
puede llamar así. De hecho, es más bien un folletín versificado. Hošek publicó
Romance de la joven en una impresión suelta.
Sé que no es demasiado correcto citarse uno a sí mismo. Nunca lo hago. Pero,

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ahora, aquellos versos se me imponen. No creo que pudiera decirlo en prosa.

¡Ay, muchacha de Dios! Es la languidez de las curvas.


Su ternura oprime la suave
superficie de lo que, creen las chicas,
ha de permanecer aún en secreto.
¡Y los ojos! Cuando los levanta hacia vosotros,
esos ojos suyos, sus hermosos ojos,
cuyo color ninguna lágrima diluirá,
refulgen los dos como piedras preciosas.

Como es lógico, me daba perfecta cuenta de que en los próximos días me podía
tocar presenciar su examen de fin del curso como miembro de la comisión e incluso
como uno de los profesores superiores. Pero ahora, al recordar aquella época, pienso
en ella como en unos años libres de preocupaciones, muy lejanos aún de la vejez.
¡Ay!
Poco después de los exámenes, la chica se casó. Nos escribimos hasta ahora.
Tiene dos hijos muy apuestos. El mayor ya frecuenta los bailes, pero los ojos de la
mujer conservan su brillo hasta ahora. Escribo estas líneas en el año en que en Mýt se
celebra el centenario no vivido de Noemi Jirečková, que murió a la edad de noventa
años, en 1964. Así que podéis echar cuentas.
Han pasado justamente veinte años desde que yo llenaba en Mýt de vino tinto mi
vaso aristado.
Me encontré con Noemi poco después de que el médico jefe de Vysokomýt, el
doctor David, le permitiera prescindir de sus cuidados. Fue él quien, además de
ayudarle durante la perniciosa crisis de su salud, la devolvió, tras muchos años, al
piano. Había un piano en el hospital. Apenas se sentó al piano, se restableció en
seguida, también anímicamente. A partir de entonces empezó a tocar, de vez en
cuando, de nuevo.
Fui a ver al médico jefe. En parte, porque estaba casado con una mujer de Jičín a
la que yo conocía. En su hospital, el médico jefe también tenía monjas. Eran unas
religiosas que después del año cuarenta y ocho tuvieron que abandonar su habitual
trabajo y se las destinó a Mýt. Se marcharon obedientes y obedientes cambiaron los
libros de texto por los platos de los enfermos. Cruzaron conmigo unas palabras. Eran
hermanas maestras de Břevnov. Desde las ventanas de su vivienda de entonces veía
sus jardines Kajetánce Vítězslav Nezval. Alguna vez me había hablado de ellas y, si
no me equivoco, las mencionó en sus versos o en sus memorias. Una de las monjas
era muy joven. Se ponía siempre detrás y el rubor teñía sus mejillas. ¡En balde! Era
muy guapa y se llamaba Humilitas. La superiora no le quitaba el ojo de encima. Tenía
sus motivos. Undsetová se quejó en su famosa novela de que los padres enviaran al

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convento sólo a sus hijas no del todo logradas. Decididamente, éste no era el caso.
¡Diantre! ¡Cómo no voy a jurar! Me habría enamorado de ella allí mismo. ¡Habría
sido un hermoso milagro medieval! El médico no se habría enterado de nada y los
enfermos de Vysokomýt olerían a azucenas.
La aventura tuvo un final feliz: no volví a verla nunca más en mi vida.
Entre todas las mujeres que encontré en Mýt, la que más me apasionó fue Noemi
Jirečková. Todavía llevaba alrededor de su cabeza la aureola de la fama y en las
arrugas de su viejo rostro descubrí los rastros de su belleza joven. Si no hubiera sido
por aquello, me atraería también por otra razón. Había sido el último amor de
Jaroslav Vrchlický. El último y también infortunado, como pronto supe por su relato.
El fulgor amoroso del Claro de luna no alumbró ya la anciana frente del poeta.
Noemi nos invitó, a Hošek y a mí, a su viejo chalet, donde vivía con su hermana
enferma.
Hasta el camino del suburbio de Vysokomýt, que pasaba junto a una aldea
despoblada, dejaba sentir todo el peso del tiempo. Karel Havlíček Borovský había
recorrido aquel camino cuando una vez fue a buscar a Hermenegild Jireček. Los
restos enroscados de las vides, muertas o a punto de morir, clamaban solas por su
muerte definitiva. Exactamente como el chalet de los Jireček, otrora hogar de una
familia medianamente pudiente, junto con sus dos habitantes, parecía invocar, en voz
baja, la muerte, con su tristeza y su quietud.
Cuando penetré en la atmósfera rancia que se había estancado allí desde la
primera mitad de nuestro siglo, no pude menos que evocar El lamento brutal de las
cosas en descomposición. Entre los muebles antiguos, descoloridos y desvencijados,
un piano ya enmudecido y trastos enteramente incomprensibles habitaban las dos
ancianas encorvadas, cuyos ojos sólo brillaban cuando les preguntábamos por sus
recuerdos. Qué luctuosa debe ser la vejez, cuando todos los conocidos, amigos y
enemigos, ya han muerto y el hombre se queda a solas con su cuerpo enfermo y
corcovado como aquellas ramas de las viejas vides. En el chalet reinaba la
pesadumbre. Llegamos allí en los tiempos en que alguien, atendiendo al llamamiento
de Hošek, solicitó al ministro de Cultura de entonces que le otorgase a Noemi una
pequeña pensión que ahuyentó de los polvorientos aposentos por lo menos el hambre
y el frío, ya que no podía espantar la sombra de la soledad, de la vejez y de las
enfermedades. Hasta hacía poco, Hošek venía aún a ver a las hermanas con una
fiambrera llena de sopa y alguna otra comida, pues —por extraño que parezca— ni
siquiera en aquella situación tan difícil, no podían o no querían decidirse a separarse
de una parte de sus joyas de familia, que no eran pocas y que guardaban celosamente.
Ni de las sortijas, ni de la cadena de oro, atributo de nobleza. Para ellas hubiera
representado un pecado y una falta de respeto ante sus recuerdos.
Noemi Jirečková nos recibió con un efusivo y cariñoso afecto. No eran muchos
los que venían con buenas intenciones a preguntarle sobre aquellos que habían
pasado por su vida para llenarla de alegría y sonrisas o de lágrimas. ¿Y de qué sirven

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los tristes soliloquios?
Tenía casi ochenta años. Hecha un ovillo, bajo su raído chal bordado con hilos de
plata, nos contaba su vida.
Al principio se quejó a Hošek: «La gente me envidiaba porque era famosa. Pero a
nadie se le ocurría pensar en los sacrificios que me había costado serlo.»
Nos habló de su juventud, de la hija de una familia nada opulenta, pero tampoco
indigente. Su padre había sido el tutor del príncipe de la corona Rudolf y, a lo largo
de toda su vida, a pesar de su conciencia nacional de checo, a todas luces sincera,
mantuvo su estima por el trono de los Habsburgo. En este sentido, como es obvio, se
enfrentaba a Karel Havlíček. Noemi tuvo una infancia de niña prodigio y sus padres
supieron descubrir en sus interpretaciones pianísticas un talento excepcional. Así que,
en vez de vivir las alegrías que a esta edad viven otros niños, pasaba varias horas al
día sentada ante el piano. Tocaba con placer y con aplicación, aunque hubo
interrupciones impuestas por sus enfermedades, bastante frecuentes y contumaces, y
entonces el piano debía permanecer cerrado. Nunca había tenido una salud demasiado
buena. Los nombres de sus profesores de música de Viena ya no significan nada para
nadie. Debía su formación como intérprete a su profesor de Výmar, un discípulo de
Liszt, Bernard Stavenhagen, en cuya casa conoció a un virtuoso tan renombrado
como Eduard Riesler. El mejor período de su vida estaba todavía por delante. Y llegó
cuando conoció a František Ondřiček. El respeto por su personalidad y su maestría se
transformó muy pronto en una amistad sincera y tierna. Desafortunadamente, a
finales del siglo pasado, terminó con una separación, pero dejó marcada a Noemi para
el resto de sus días. Junto con Ondřiček, dio numerosos conciertos en muchas
ciudades de nuestra tierra.
—Hasta ahora nadie en el mundo ha tocado la sonata en do menor de Grieg como
usted —le dijo una vez Ondřiček.
Luego siguieron un éxito tras otro. Tocó con la Filarmónica Checa, conoció a
Dvořák y a Foerster. Los dos admiraban su arte. Más tarde, al asistir a una fiesta,
conoce a Jaroslav Vrchlický. Pronto surgen la amistad y la predisposición al amor.
Pero, desgraciadamente, sólo por parte de Vrchlický, quien de pronto la abruma con
sus cartas y viene a verla a Opat. Noemi no le hace caso a Vrchlický. Sigue siendo,
como ella misma confiesa, fiel a Ondřiček. Vrchlický regresa a casa ya gravemente
enfermo y al año siguiente muere, desconsolado, en Domažlice.
Noemi me dedicó una fotografía deslucida en la que aparece junto con Vrchlický.
En el rostro del poeta se lee ya el sello de la muerte, que augura el inminente fin del
poeta. Le pregunté si conservaba las cartas de Vrchlický. No, Noemi las quemó
después de la muerte del poeta. Podíamos creerla. Había alcanzado esa edad en la que
ya no se miente. Más tarde me mandó con Hošek dos cartas del poeta. Son de la
primera época. Las dos cordiales, pero sólo amistosas.
Noemi murió al alcanzar casi los noventa años. Un año más tarde murió también
su hermana, con la mente ya confusa.

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Poco después de morir la hermana, el chalet de los Jireček fue saqueado. Todas
las joyas de familia desaparecieron. Los libros, enmohecidos y rancios, estaban
desparramados por el suelo. También se perdió una parte de su desordenado archivo.
Se extravió el singular libro de conciertos de cuya existencia se tenían noticias. En
vano Hošek lo estuvo buscando en el museo local, donde se depositó lo que quedaba
del patrimonio. Del delincuente no se supo jamás.
Las ventanas estaban rotas y en el tejado había un agujero.

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62. LAS HOJUELAS RUSAS
Antes que nada tengo que confesaros que soy algo sibarita. Me agrada comer, y
como con verdadero placer. Lo reconozco de buena gana, pues no es nada terrible.
Pero no soy un gastrónomo, ¡eso no! Lo como todo; pero para mí una buena comida
sólo es la carne y odio con toda mi alma la zanahoria estofada.
¡Por el amor de Dios, no me habléis de los campos de concentración!
El sabor y el olor de las comidas, lo mismo las preparadas por afamados hombres
de altos gorros blancos que las que hacían mi madre y mi mujer en casa, se me
olvidan, por desgracia, como la melodía de la canción que sólo he escuchado una vez.
En vano trato de reconstruirlos en mi mente, en vano piensa mi lengua atormentando
con desasosiego mis olvidadizos labios. ¡Qué lástima!
Pero sí hay un plato que recuerdo con nitidez, y cuyo sabor vuelve a extenderse
sobre mi lengua siempre que lo deseo. Porque se trata de un plato que me gustó
sobremanera y que fue acompañado por una vivencia intensa y, a la vez que una
vivencia, por un hombre estupendo.
El plato es las hojuelas rusas. El hombre, Roman Jakobson, y la vivencia, quiero
contárosla con pelos y señales.
¿Habéis probado alguna vez las hojuelas rusas?
No importa, os daré la receta. Es sencilla, aunque no precisamente barata. Pero, al
fin y al cabo, podéis prescindir del caviar.
Las hojuelas no son otra cosa que nuestras, tan conocidas, lívance. Pero en Rusia
las hacen de harina de cebada, sin sal y de tamaño de un plato. Después de freírlas,
las hojuelas se ponen una encima de otra para que se conserven más tiempo calientes.
Eso es todo. Cuando se han preparado las suficientes, empezamos a comerlas. Y aquí
llega lo importante. Al extender una hojuela sobre el plato, echamos encima un poco
de caviar, una loncha de salmón ahumado, un trozo de pepinillo, una rodaja de
salchicha, una aceituna deshuesada, un filete de arenque u otros aderezos por el
estilo. Luego enrollamos la hojuela, le echamos mantequilla derretida y nata dulce y
espesa.
Cuando luego lo probáis, todas las células del gusto que tenéis en la boca se
regocijan. Dejadlas gozar hasta que comáis por lo menos cinco hojuelas. Yo la
primera vez comí siete, pero es demasiado.
Las hojuelas sólo piden vodka. No os opongáis, os convertiríais en vuestros
propios enemigos. A veces os parece que han sido inventadas para poder
acompañarlas con vodka. Cada hojuela, con notable insistencia y rotundidad, exige
que se la rocíe con una copa de vodka. Y mucho mejor, con un vaso. ¡Qué bien saben
entonces!
Creo haber descrito con mucha exactitud las hojuelas y su guarnición, pero no
puedo decir con la misma precisión cómo llegó a Praga Roman Jakobson. Supongo
que vino a nuestra república con la primera misión soviética que se instaló en el

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antiguo palacete Tereza de Žižkov, situado entre el Jardín del Paraíso y el Riegrový.
Asistiendo a una de las primeras recepciones celebradas en la misión, vi por primera
vez el simpático rostro de Jakobson.
Las recepciones del palacete Tereza, escasas, pues sólo se ofrecían con motivo de
alguna fiesta, no eran, ¡ay!, únicamente las mesas llenas de manjares insólitos y
exóticos, claro que no. Es imposible no recordar las fuentes colmadas de un jamón
rosa pálido, que solían destacarse en las mesas, las lonjas de salmón ahumado de un
rosa subido, los atrayentes tarritos de caviar, los platos con pescados de toda clase
coloreados como las flores y los montoncillos de diversas frutas extrañas, entre ellas
unas uvas gigantescas que se conocían con el nombre de «dedos de señorita», porque
sus granos eran notoriamente oblongos. Allí se reunían muchas personalidades
destacadas e interesantes, y entre ellas sobresalía la del embajador Antonov-
Ovseyenko, del que todos nosotros nos enamoramos de inmediato. También Roman
Jakobson estuvo allí. Se nos acercó y en seguida nos trató como amigos. Nosotros —
en seguida también— le consideramos como uno de los nuestros.
Nos llevaba unos años y tenía su manera propia de ganarse el afecto y el cariño.
Su simpatía y cordialidad eran suaves y modestos. La importancia con que se
presentaba al principio no tardaba, en transformarse en un centenar de leves sonrisas.
Su aspecto llamaba la atención… Había en él algo oblicuo. Supongo que se debía al
ligero desplazamiento que sufría la córnea de su ojo izquierdo. Te miraba a la cara y
te estaba hablando, pero su cabeza estaba vuelta de lado, así que daba la impresión de
que miraba a otra parte y hablaba a alguien más. Pero, por lo que parecía, a él no le
importaba en absoluto y a nosotros, desde luego, menos aún.
Unos días después se sentaba con nosotros en un café, como si hubiera estado
viniendo allí durante años.
Además de nosotros, alrededor de la mesa se habían sentado varios poetas y
pintores extranjeros a quienes invocábamos siempre en el curso de nuestros
interminables debates y discusiones. Las más de las veces era Apollinaire, con la
cabeza vendada como le había dibujado Picasso. A nuestro lado se sentaba también
Mayakovsky, estrepitoso sin pompa, y el enigmático y sorprendente Jlébnikov, que le
gustaba a Jakobson especialmente y sobre quien había escrito un libro.
En nuestro país, Jakobson se explicaba bien en todas partes. Pronto habló checo.
Lo había aprendido en tres semanas.
Cuando nos encontramos con él por segunda o tercera vez, sacó del bolsillo un
ejemplar de Los Doce de Biok y me propuso traducir el poema. Me lo dictó línea por
línea y yo fui vertiendo su texto en unos versos horrendos. Tengo que decir que, al
principio, el poema no me interesó en absoluto, aun cuando en la Unión Soviética le
concedieran una importancia excepcional. Lo traduje con notable falta de maestría y,
además, torpemente. Más tarde Antonín Bouček publicó la traducción en sus
Actualidades y curiosidades. Todavía me asusto cuando veo la separata de la
traducción en la biblioteca. Al cabo de algún tiempo, Jindřich Honzl llevó Los Doce

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al escenario del antiguo Teatro Švandov. Y entonces ocurrió algo que todavía le hacía
reír a Jakobson más de treinta años después, cuando venía a verme en Praga. En el
poema hay un episodio en que las mujeres apostadas en la calle gritan a los
transeúntes sus nocturnas proposiciones amorosas. Por culpa de mi horrenda
traducción, Honzl no comprendió los versos y se los hizo recitar a un soldado del
Ejército Rojo que estaba de centinela, con un fusil de bayoneta y con un viejo yelmo
ruso. Por suerte no se fijó nadie. Interpretaba el papel del desgraciado guerrero el
futuro editor Jan Fromek.
Pero esta historia la he anotado sólo con tiza, encima de una pizarra escolar.
¡Venid a borrarla! Jindřich Honzl era una persona formidable y un insigne director de
teatro.
En el Café Nacional, al que nos trasladamos de Slávie al cabo de un tiempo,
saludábamos a Román como un invitado excepcional. No frecuentaba el café tanto
como nosotros. Nosotros estábamos allí a diario. Jakobson nos citaba a varios poetas.
Así, sobre la mesita de mármol, las mañanas se animaban con el ruido del tambor
cuando nos decía las poesías de Mayakovsky. Antes de que nos llegaran de Moscú
algunos libros de poetas soviéticos, conocimos también a Essenin, aquellos poemas
que a veces son susurrantes y angustiosos como las hojas muertas de abedules en
otoño y otras veces amargos como el seco pan negro de la revolución, y también los
poemas de Pasternak, muchos de los cuales son incluso más bellos que los de
Pushkin.
Con la misma rapidez con que había aprendido el checo, Jakobson comprendió
los problemas de la poesía checa. Obviamente, se imponían las comparaciones con la
rusa y, ya en el año veintiséis, Fromek publicaba su libro sobre la poesía checa.
Cuando aquel mismo año el eminente lingüista checo Vilém Mathesius fundó el
Círculo Lingüístico de Praga, grupo que se ganó la fama mundial que todavía
perdura, Jakobson fue uno de sus primeros miembros y llegó a ser su vicepresidente.
Creo que de ninguna manera perjudicaré a sus demás miembros si atribuyo la pujanza
y el papel iniciador a Jakobson, que jamás dejaba a la gente que le rodeaba que se
contentase con lo que hacía, al tiempo que él siempre compartía, sin vacilar, con
nosotros todos los problemas que se presentaban. Incluso después de cambiar su vida
en Praga, apresurada, bohemia y errática, por la cátedra de la Universidad de Brno.
Jakobson ofreció a la filología checa un eficaz método analítico para el estudio de
la poesía. Se diferenciaba enormemente de la precaria práctica que existía entonces y
contribuyó a aumentar el carácter científico de la crítica checa. Fue un hito con el que
deberíamos marcar el comienzo de unos criterios estéticos más profundos y sobre
todo una mayor atención a la problemática de la presentación lingüística de la obra, a
su estilo, a su trascendencia en el tiempo y en el proceso social.
¡Cuánto dejó aquel hombre a nuestro país en unos pocos años! Nos enseñó a
mirar las antiguas creaciones literarias como auténticas obras de arte y detectó en los
antiguos cantos checos los vestigios de la cultura eclesiástica eslava de antaño.

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¡Pero qué resbaladizo era aquel hielo frágil! La valoración de la labor científica
de Jakobson todavía espera en nuestro país la atención de los especialistas. Sólo yo
parezco recordar aquel pasado efímero y bello.
Mientras Jakobson estaba en Praga, ni siquiera su intensísimo trabajo científico le
impedía sentarse de tarde en tarde ante un vaso lleno de vino. Que no solía ser sólo
uno. Cuando por la noche nos levantábamos cansados, él permanecía fresco, tan
rebosante de temperamento como cuando había llegado y abierto la puerta. Nadie ni
nada podían con él. En esto era insuperable. Sabía beber y yo se lo envidiaba.
Durante una de sus visitas a Vančura, a Zbraslav, apostó ante uno de los invitados
que bebería de un trago una botella de vodka. La bebió y ganó. Fue todo un rito.
Jakobson tumbó en el borde de la mesa una botella llena, se arrodilló delante de la
mesa, descorchó la botella y la acercó a la boca. Escondió las manos detrás de la
espalda y de veras vació la botella bebiendo a lentos largos sorbos. Se levantó y salió.
En vano le estuvimos buscando en los siguientes minutos. Una hora más tarde
apareció entre los invitados fresco y sobrio. Pasó algún tiempo hasta que confesó que
había estado durmiendo en la cama que había en un cuarto contiguo. No le
encontramos allí porque se había metido debajo del edredón de arriba con tanto
cuidado que no desordenó los alisados pliegues de las mantas ni de la colcha. En la
superficie del lecho no había una sola arruga.
Durante la Segunda Guerra Mundial, si mal no recuerdo, estuvo un tiempo en los
países nórdicos, pero pronto se marchó a América. En los Estados Unidos su labor
lingüística llegó a su apogeo, sobre todo cuando logró aplicar a su trabajo las
modernas corrientes de la teoría de la informática. Su investigación filológica fue
apreciada por los especialistas de todo el mundo.
Después de la guerra, a lo largo de toda su estancia en los Estados Unidos —hasta
hoy en día—, Jakobson ha sido un propagandista apasionado del arte y, sobre todo, de
la literatura checa. Atrajo una especial atención a la literatura checa porque, en una
serie de estudios científicos, utilizó ejemplos escogidos en la literatura checa y
eslovaca, y algunos investigadores extranjeros conocieron entonces por primera vez
nuestra literatura. Su extensa obra científica, que engloba descubrimientos
sorprendentes del campo de la lingüística, de la semántica, de la poética y del
conocimiento de la literatura, repercutió también de forma palpable en otros campos.
Concretamente, aquellas experiencias de Jakobson fueron aprovechadas por la
etnografía. Pero una desgracia cruel y siniestra acechaba a Jakobson en Estados
Unidos. Cuando llevaba al editor el abultado manuscrito de un nuevo libro, le
atropello un coche. Al caer dio con la cabeza en el manuscrito, lo cual le salvó la
vida, pero las ruedas del coche le dejaron destrozadas las dos piernas. Sin embargo,
habla del accidente bromeando. El conductor de otro vehículo lo vio postrado en la
carretera, gravemente herido, y vino corriendo para ayudarle. Trajo una cantimplora
llena de whisky y le dio de beber de ella.
—¿De dónde es? —preguntó al herido el solícito conductor.

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—Soy ruso —le contestó Jakobson.
—¿Ruso? ¡Entonces siga bebiendo!
Por suerte, aquellas piernas destrozadas se las compusieron, así que ahora todo
está en orden.
Pero, por Dios, ¡que no se os enfríen las hojuelas rusas!
Todavía no nos conocíamos mucho cuando Jakobson vino para invitarnos a una
fiesta. A Teige, a Nezval y a mí. ¡Habrá hojuelas! El olor de aquel exquisito manjar
amontonado sobre la mesa, un manjar que nunca habíamos probado antes, inundaba
toda la pieza. Junto a la fuente había unas botellas de vodka. Esto nos resultaba ya
más familiar, después de nuestras visitas a la villa Tereza. ¡Las botellas llenas de un
líquido brillante y transparente parecían algo tan inocente! Y sobre los demás platos
había una profusión de viandas de todas clases.
En Holešovice, Jakobson vivía en la esquina formada por los jardines Dukelský y
la plaza Strossmayer. En aquel edificio había una gran librería. La hermosa mujer de
Jakobson estaba haciendo ya las últimas hojuelas. Estudiaba medicina en Praga y
creo que todavía sigue viviendo en Brno. Trabaja como médico de niños en el
departamento de pediatría del hospital.
Nos invitó cordialmente a la mesa. El piso amueblado que habían alquilado tenía
decoración escueta y convencional de gusto pequeño-burgués. ¡No importaba! Ellos
lo llenaron en seguida de un simpático desorden propio de dos almas bohemias e
informales. Por todas partes había libros y papeles escritos. Si alguien buscaba un
pañuelo limpio, hurgaría en vano en los cajones del ropero. En cambio, encontraría
los pañuelos sobre el estante de la librería. Está dicho: Jakobson es un científico,
antes que nada. Sus trabajos reúnen todos los atributos de la ciencia, pero su rica
imaginación lo lleva a una relación esencialmente poética con la realidad. Esta
bipolaridad —un científico no académico y poeta— era una parte básica del encanto
de su personalidad. Así le veía yo también. Por eso había encontrado tantos amigos
en nuestro país y por eso fue querido por todos ellos.
Nos sentamos de inmediato a la mesa, y el montón de las hojuelas fue menguando
rápidamente. Jakobson nos indicó una y otra vez que, si queríamos saborear a fondo
cada hojuela que descendía a nuestros estómagos rozando el corazón, teníamos que
mojarla con una copita de vodka. Cuanto más grande, mejor. Como el rocío que
salpica una hermosa rosa abierta.
Comí hasta siete hojuelas. Nezval comió más, pero no las contaba, como él
mismo reconoció. También le correspondió una botella de vodka que estaba delante
de su plato. Jakobson se lo servía celosamente. También él lo bebía, pero el vodka
resultaba totalmente impotente ante él. Sonreía y estaba visiblemente satisfecho con
el éxito de su agasajo.
Nos marchamos hacia la medianoche.
Cuando Jakobson nos abrió el portal, Nezval fue el primero en salir. Fue un error.
No debíamos haberle dejado irse. Mientras nos despedíamos, desde la acera nos llegó

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un grito. Nezval se estaba peleando con un guardia que estaba apostado junto a la
casa. Odiaba a los policías con toda su alma.
Nos acercamos corriendo, pero quedamos inmóviles, sin poder hacer nada. El
grito de indignación, incontenible, resonaba en la tranquila calle vacía. Cuando el
guardia decidió multar a Nezval por gritar y sacó un grueso bloc, Nezval se lo
arrancó de las manos. Los papeles se desparramaron alrededor de ellos. Pero el
guardia ya había silbado pidiendo auxilio y desde la calle adyacente acudía otro,
pisando fuertemente con sus botas. Cuando recogieron los papeles, sujetaron a
Nezval por los brazos y, desatendiendo sus vehementes protestas, le llevaron a la
comisaría situada en la calle Strojnická, cerca del recinto ferial.
Añadamos que hacía una hermosa noche de mayo. Misteriosa, estrellada y
silenciosa. Desde el bosque del Rey llegaba el suave perfume de los árboles en flor,
los cisnes de la alberca ya estaban durmiendo, los enamorados se amaban y el reloj de
la torre del Palacio Industrial dio, algo ronco, la hora.
Como es lógico, fuimos detrás de nuestro compañero. Estuvimos explicando a los
guardias que Nezval era un poeta. Sin resultado. Se mantuvieron firmes e
implacables. No les importaba nada de aquello. Los poemas no les impresionaban y,
por supuesto, no los leían. La poesía les preocupaba un comino, así de sencillo.
Cuando quisimos penetrar en la comisaría, nos cerraron la puerta en las narices dando
un portazo y, por aquella noche, Nezval desapareció para nosotros.
Unas semanas más tarde comparecía ante el tribunal de Praga. Le condenaron a
tres meses de libertad vigilada. Buscamos alguna protección. Creo que no valía la
pena. En cualquier caso, no se le había encarcelado, porque hasta entonces Nezval no
había tenido antecedentes.
Quise ayudarle como testigo, y cuando el juez me preguntó si Nezval estaba muy
borracho, le dije que tenía la lengua gorda. ¡Se dice así! Pero el juez observó que no
podía ser cierto, pues estaba gritando tan fuerte que se le oía en todo Holešovice. Y es
que, en aquellos tiempos, la embriaguez constituía un atenuante.
Aquel mismo día fuimos a celebrar el fallo. Cuando terminamos, como si fuera
nuestro sino, encontramos de nuevo delante de la taberna a un policía. Nezval se
llevó un dedo a los labios en señal de que guardásemos silencio, y se acercó al policía
de puntillas, por detrás, con la intención de mojar el odiado uniforme como lo hacen
los lobos para marcar su territorio de caza. En el último momento, Karel Teige le
detuvo y eso le salvó.
Cuando en el año treinta y ocho, en la época ya crítica, Jakobson, que no era ario,
iba a marcharse al extranjero, le encontré por casualidad justo en el momento en que
entraba en el andén. Creo que los dos nos alegramos de aquel encuentro imprevisto.
La despedida fue breve y apresurada, pero emocionante.
—Me encontraba a gusto en esta tierra y fui feliz aquí —me dijo Jakobson.
—Si te agrada oírlo, te diré que me siento checo y que estoy triste.
En aquel instante, asomaron a sus ojos dos parcas lágrimas. Me estaba mirando a

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la cara, pero parecía que miraba a otra parte y que hablaba a alguien más. Pero allí no
había nadie más que yo.

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63. EN LA COLUMNATA DE KARLOVY VARY
Sosteniendo en la mano una copa de porcelana en la que estaba dibujada una
gacela sobre una roca, yo paseaba asiduamente por la columnata de Karlovy Vary
que, aunque había sido diseñada por el mismo arquitecto que el Teatro Nacional, no
puede parangonarse con la de Marienbad. Siguiendo la prescripción del médico,
sorbía el agua tibia y amarga, pasaba del manantial del Molino al de la Sirenita y al
de Carlos IV, aunque la recomendación se me antojaba algo arbitraria.
Aparentemente, los manantiales son todos iguales, brotan en el mismo sitio; sólo
varía su temperatura. ¿Pero qué entiendo yo de eso?
Debo decir que la cuestión, tan vivamente discutida por entonces en los
balnearios, de si aquellas aguas medicinales rejuvenecían y manaban a la superficie
desde el magma de la tierra, o de si se trataba de aguas del suelo absorbidas por la
tierra y que volvían a ella, me dejaba más bien indiferente. Pero mi vesícula biliar me
atormentaba y había venido a los baños para ponerla en orden. Pese a ello, la idea de
que estábamos bebiendo la leche de la madre tierra directamente de su seno, todavía
me sigue pareciendo más cautivadora que la patente realidad de que se trataba del
agua que un día había arrastrado el lodo y el fango de los caminos de nuestras tristes
vidas.
Me gusta ver el pulular cotidiano de los clientes de los baños con sus cajitas de
pastillas en la mano, y observo sus rostros que se repiten a diario. Al llegar a una
edad avanzada —dice André Gide—, siento menos curiosidad por los países, incluso
por los más hermosos, pero cada día me siento más curioso con respecto a la gente.
Aunque el científico Jean Jeans nos asegure sinceramente que no somos más que
moho. Pero ¡qué cosas ha conseguido hacer este moho y cuánto ha creado!
Cuando terminé de beber el agua, me senté en un banco húmedo al lado del
Manantial y me quedé escuchando su incesante rumor, bajo una lluvia de gotas
microscópicas. El sonido monótono del agua que fluye hace más fácil recordar, soñar
y meditar. Allí fue donde un día me encontró Vítězslav Nezval. Hacía mucho que no
nos habíamos visto, y me alegré.
Recordé un episodio. Poco después de la guerra llegó a Praga el pintor Josef
Šíma, nuestro buen compañero. Lo recibimos con los brazos abiertos; ansiábamos
conocer las noticias del París de la época de la guerra y de la posguerra, al cual
seguíamos amando y que para él era su segunda patria. Durante la guerra, Šíma había
colaborado con el maquis. Pero hablaba de su trabajo sin darle importancia.
Una vez, al reunimos en el antiguo Café Nacional, inquirió, con una ironía fina
como la seda, si Nezval llevaba a su importante despacho su bastón balzaquiano. Por
aquel entonces, Nezval fue llamado a ocupar el cargo de jefe de un departamento del
Ministerio de Información. Ya casi nos habíamos olvidado de su extraño bastón.
Muchos años antes de la guerra, Nezval irrumpió una tarde en el café y blandió,
triunfante, un bastón descomunal, más parecido a una pequeña estaca, que colgaba de

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una correa en su muñeca. Era liso y en su pomo había un trozo de vidrio pulido.
Había sido Šíma quien, a petición de Nezval, le dibujó el famoso bastón de Balzac.
Pero todo se redujo a un suspiro de desilusión. Porque Balzac, aun endeudado,
llevaba en su bastón una auténtica piedra preciosa y Nezval sólo tenía un pedazo de
cristal sin valor. Lo mismo le ocurría entonces a nuestra literatura en el mundo.
Nezval siempre manifestaba con notorio estrépito su alegría ante un encuentro.
Era su modo de ser. Se excedía un poco en aquellas efusiones, pero nos conocíamos
desde hacía mucho tiempo.
También a él le había traído a Karlovy Vary su vesícula biliar infectada. Como me
confesó, también pensaba quitarse algún que otro kilo. Estaba bastante gordo, y eso
no era bueno. Había sufrido un infarto.
Por el momento le bastaba con los baños. Tenía múltiples ocupaciones. También
cuidaba la elegancia de su aspecto. A lo que prestaba menos atención o, en todo caso,
trataba con la mayor indolencia, era a su salud. Aunque había dejado de fumar, fue, a
lo que parece, lo único que cumplió con perseverancia. Cuando yo encendí un
cigarrillo, me lo quitó de la boca y lo aplastó ruidosamente contra el suelo. Así me vi
obligado a fumar sólo cuando él no me veía.
En cuanto al radical régimen de adelgazamiento que se le prescribió en el
sanatorio, simplemente no lo observaba. Era el único que se atrevía a recorrer en
coche las calles de los baños. Cuando en el comedor del sanatorio dejaba el tenedor
sobre la mesa —tenía para el almuerzo una zanahoria hervida en agua— se metía en
el restaurante de enfrente de la columnata y encargaba un filete del tamaño de un
plato, o bien una chuleta. Una ración doble. Los médicos conocían sus inobservancias
dietéticas, pero no podían hacer nada. La equívoca convicción de que se curaba lo
suficiente con aguas y medicinas le infundía cierta euforia brusca y su irrefrenable
temperamento no le permitía descansar.
Aquel verano —corría el año cincuenta y seis— en Karlovy Vary se trataba
también el mariscal Budionny. Nos lo encontramos cuando volvía a los manantiales.
Nezval lo saludó efusivamente. Budionny le devolvió el saludo con una sonrisa
amistosa.
Las cosas le iban peor con las chicas que en la columnata, suscitaban la
curiosidad de Nezval. Se paraba a su lado y les murmuraba algo confidencial. Alguna
soltaba una carcajada, a la otra le salían los colores a la cara y estaba a punto de echar
a correr. Sólo cuando se enteraban de que se trataba de Nezval, aceptaban su galanteo
sin tanta turbación y algunas estaban visiblemente halagadas. No sé cómo está esto
ahora, pero entonces las mujeres y las chicas amaban no sólo la poesía, sino también,
quizás, a sus autores. Aquello estaba bien, ¡ya lo creo!
Yo esperaba, cada mañana, en la breve cola que se formaba delante del manantial
del Molino. Un día vi a Nezval caminando a toda prisa. Estaba enormemente
excitado. En seguida supe por qué. Me hizo salir de la cola para comunicarme, lleno
de alborozo, que iba a hacer un viaje a la India.

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La Unión de Escritores Checoslovacos enviaba, de tarde en tarde, a sus miembros
al extranjero. Nezval estaba sorprendido y no ocultaba que la idea del viaje le
alegraba. Hacía mucho que deseaba conocer aquella tierra misteriosa y bella. Ya
estaba imaginando a las gráciles indias en sus saris color crema y se prometía que,
desde Delhi, iría a ver sin falta los viejos templos de Khadzurah.
Cuando íbamos a casa de Teige, en la calle Černá, y hurgábamos en la enorme
biblioteca del anciano caballero, en la que había numerosos manuscritos,
escrutábamos con amor una antigua monografía alemana dedicada a la India y sobre
todo las páginas en que estaban las imágenes de aquellos antiquísimos lugares
sagrados de los indios. Las fachadas del templo de Khadzurah estaban cubiertas de
estatuas. Igual que un general de medallas. Eran innumerables. Quizá varios
centenares, o más. Eran estatuas de amantes, de bailarines y de bailarinas. Los
amantes estaban enlazados en estrechos abrazos y adornaban el templo con las
actitudes amorosas más secretas y más íntimas. Aunque a mí más bien me recordaban
los números acrobáticos de la familia Blondini en el trapecio, cuando estuvo aquí el
circo de Kludský. A su lado, una bailarina alzaba unos pechos tan redondos que
parecían bolas de billar.
En nuestra tierra, como es sabido, los amantes buscan un escondrijo para su amor.
En Kreč, cerca de Praga, se ocultaban en la concavidad de un viejo roble hueco, a la
que trepaban por sus ramas bajas. No sé por qué en Khadzurah habrían escogido la
fachada de un templo. En fin, ¡están allí desde el siglo diez, así que nada!
¿Cómo no iban a atraernos aquellas imágenes? Eramos jóvenes, hacía mucho que
conocíamos unas traducciones lapidarias del Kama-Sutra y, por supuesto, sentíamos
curiosidad por el amor. ¡Cómo no! Por eso nos agradaba hojear aquella monografía
de vez en cuando.
Acto seguido, Nezval completó aquel recuerdo con el sabor de los platos insólitos
y exóticos; y el aire se llenó del olor dulzón que despedían los manjares, junto con los
excitantes olores y sabores de la fruta que durante su visita a la India le esperaría en
todas partes.
Yo disipé súbitamente aquellos momentáneos sueños sobre la cocina india y la
fruta. Pocas semanas antes había regresado de un viaje por Vietnam y China una
amiga de mi mujer, que había contraído allí una desagradable enfermedad. Los
parásitos. Lamblias. Estaba en la cama de un hospital, y no era ella sola. Casi todos
los que habían vuelto de aquellos países asiáticos pagaron su curiosidad gastronómica
con algún mal tropical. Sobre todo con parásitos intestinales.
Se me escapó, y lo lamenté en seguida. No tendría que haber sido yo quien
señalase a Nezval aquellos inconvenientes. Debería haber dejado que se lo dijesen los
médicos. Había cometido un error. Su alegría, se extinguió. A pesar de su vida
despreocupada y sus horarios nefastos, Nezval era un hipocondríaco.
Al día siguiente, frente al manantial del Molino, me declaró que no iba a ir a
ninguna parte. Había hablado con los médicos y éstos le confirmaron mis palabras.

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Nezval llamó a Praga y renunció al viaje. ¡Adiós, amantes de Khadzurah! Fue la
señora Pujmanová la que se fue a la India.
Como consecuencia de aquella desilusión, viví junto a Nezval otros minutos
amargos. Fuimos a Supraphon a escuchar nuevos discos. Nezval había invitado a
Karlovy Vary a su hijo Robert y a su madre. Les esperaba con impaciencia.
Me enseñó su fotografía con el orgullo de un padre feliz. Nezval no ocultaba su
amor paterno. El muchacho tenía un parecido extraordinario con él. Conocí a la
señora O. en los baños, pero no vi allí a su hijo. Ya no lo recuerdo. Quizás no había
venido.
Tomando mi café en la pastelería Elefant, vi un día al médico y poeta húngaro
Fuchs. Conocía bien a Nezval, pero no se llevaba bien con él. Sin embargo, Fuchs
hablaba de Nezval con cordialidad y, después de conocer a un médico que estaba al
corriente de la situación de Nezval, me trajo noticias desagradables. Los médicos que
lo trataban ya no le daban a Nezval, desgraciadamente, mucho tiempo de vida. Estaba
demasiado obeso para su débil corazón, Su corazón no lo resistía. Un año y medio,
casi exactamente.
Me despedí de Karlovy Vary. ¡Adiós a las aguas! ¡Que el Manantial siga brotando
y haciendo ruido hasta los felices años venideros! Kosťa Biebl le dedicó un hermoso
poema. Cuando hablamos de los años futuros, pensamos siempre en alguna felicidad
por venir. Pero no sucede así. Cuando en la torre de San Vito instalaron el nuevo
reloj, el dignatario eclesiástico que lo consagró y lo bendijo le deseó que siguiese
funcionando hasta los felices años futuros. Poco después entraban en nuestro país las
tropas alemanas.
En la cueva que hay debajo del Manantial se hacen unas rosas sorprendentes. Se
coge una flor viva y se la sumerge en el agua que fluye de la pila del manantial hasta
el río Teplé. En muy poco tiempo, la rosa se cubre de los minerales pardos y verdes
del agua y queda petrificada. Propiamente dicho, es la máscara mortuoria de la
exquisita flor.
No. No voy a llevar conmigo este sorprendente recuerdo de Karlovy Vary.
Dos años más tarde, en la primavera del año cincuenta y ocho, estuve ingresado
bastante tiempo en la clínica de Motol. Allí, la primavera es triste. Los árboles
vetustos no se animan a vivir. En abril murió Nezval. Después de todas sus andanzas,
murió en brazos de su mujer Fáfinka, que lo seguía queriendo. Murió como se lo
había predicho él mismo con su horóscopo: en la Semana Santa. Seis semanas
después moría la señora Pujmanová.
En un cuarto del hospital vecino al mío estaba una enferma, hija del profesor
Vratislav Jonáš, de la clínica de Vinohrad. Era joven y su padre venía a verla a diario.
El profesor no era nada insociable; hicimos amistad y me enteré de cosas muy
curiosas. Él estaba esperando la llegada del profesor Niederle y nos sentamos en un
banco frente a la unidad de reanimación. Me habló de la señora Pujmanová, que
estaba ingresada en la clínica de Vinohrad.

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Al volver de la India, cayó enferma acusando claramente los síntomas de una
afección tropical. Le descubrieron parásitos en el tracto digestivo. Tras someterla a un
tratamiento infructuoso, decidieron operarla. Pero no encontraron nada. Los síntomas
de la enfermedad volvieron a manifestarse. Una vez más se la intervino
quirúrgicamente, y los médicos tampoco detectaron los parásitos. Poco después,
Pujmanová fallecía. La autopsia mostró una pequeña úlcera en el duodeno. Era una
úlcera corriente, sólo estaba sangrando. En todo aquello había funcionado la psicosis
de las enfermedades tropicales, que llegó a confundir incluso a médicos eminentes.
No sé con qué sobornaría Nezval a las estrellas, qué les daría ni qué les
prometería, para sacarles un horóscopo favorable para su hijo. Me enseñó aquel
horóscopo que él mismo había calculado y en el cual creyó. Era excepcionalmente
favorable.
La vida del joven Robert no fue, sin embargo, del todo feliz. Los singulares
destinos que Nezval trazaba en su prosa, alcanzaron también a su hijo. Un día su
madre le encontró tocando el piano con las venas de las muñecas abiertas. Lo
salvaron en el último momento. No por mucho tiempo. Poco después decidió de
nuevo poner fin a su joven vida. Aquella vez lo consiguió. Se arrojó por la ventana y
se mató.
Murió sin haber catado todavía mucho de la vida que su padre había sabido
saborear con todos sus sentidos. Sin embargo, su rostro se parecía mucho al de su
padre.

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64. LAS CINCO GOTAS DE VLADIMÍR HOLAN
A mediados de un otoño, durante los primeros años cincuenta, Holan y yo fuimos
a Frenštát, que no está lejos de Radhošt. Teníamos allí unos amigos, unos conocidos,
y František Halas nos había hablado muy bien de aquella ciudad. Allí amaban la
poesía.
Pero por una vez tuvimos que estar constantemente ojo avizor y obrar con
cautela. Sólo así pudimos evitar enamorarnos de la joven y cautivadora Mahulenka P.
Pero Holan juzgó sabiamente que, para nosotros, le sobraba su condición de casada;
así que al cabo de tres días dijimos adiós al hospitalario Vlčina, nos despedimos de
sus simpáticos habitantes y nos marchamos a toda prisa a la vecina Fryčovice. Es un
pequeño pueblo minero de Ostravia, donde nuestro amigo František Martínek
regentaba entonces píamente su indigente parroquia.
El padre František era un anfitrión cordial y, además, buena persona. Nos había
invitado ya varias veces y, cuando por fin llegamos a Fryčovice, nos recibió
literalmente con los brazos abiertos. Nada más cruzar el alto umbral de la parroquia,
nos envolvió la vaharada del aroma de la carne estofada.
Podéis pensar de mí lo que queráis, pero cuando las células del gusto de mi boca
se refocilan, amo la vida con todo mi corazón.
František era de Hana de Olomouce. En la cocina se estaban ya guisando dos
solomillos que le habían enviado de casa y sobre la mesa alegraba la vista la belleza
de las cenas de Hana. Aunque no estaba escrito en ninguna parte, se le podía leer en
los ojos: bienvenido sea quien entra con buen corazón. Apenas nos sentamos a la
mesa, František, solemne, apareció trayéndonos la temblorosa carne estofada, un
magnífico rábano con manzanas y una barra de pan. Estaba dorado, porque lo habían
hecho en un viejo horno de ladrillo. Entiendo bastante de eso. Mi mujer es hija de
panaderos. Bueno, viva el padre František. Su casa de párroco era sencilla y algo
triste. Allí faltaba una mujer. Todo lo demás era bueno y digno de atención. La carne,
exquisita; la cena, inolvidable. En cuanto terminamos de comer, František salió para
traernos, con una alegría pueril, dos botellas de vino blanco. Era vino de misa.
Al comienzo de los años cincuenta no teníamos todavía demasiado vino. El año
anterior, además, algunos de los viñedos, ya descuidados durante la guerra, se habían
helado y la cosecha fue desastrosa.
Mi amigo Goldi quizás hubiese confirmado, como conocedor, que el vino tenía un
cuerpo algo flojo, que era algo ácido y que le faltaba azúcar, aunque podría venir bien
con un steak de ternera y con espárragos. Sin embargo, no nos hubiera preocupado
mucho su opinión. El vino estaba bien frío y la carne estofada era humeante y
olorosa.
No podía haber nada más agradable que apoyarse cómodamente en el respaldo de
la silla, estirar las piernas bajo la mesa y charlar amistosamente, bebiendo el vino en
un ambiente cordial.

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Era octubre. Por las mañanas hacía frío, pero la vieja chimenea de azulejos
crepitaba apacible y amorosamente, calentándonos. Nos sentíamos a gusto. En la
pared colgaba un gran crucifijo de antigua talla artesana, y el Crucificado —eso era lo
más importante— estaba sonriendo desde la cruz. No lo sé, quizás a nosotros.
Creo conveniente contar una cosa: cuando nací, sobre mí se inclinaron las parcas.
La primera dijo: «Beberá vino.» La segunda añadió a eso: «¡Y con gusto!» Y la
tercera agregó: «Pero sólo tinto.» Mi viejo amigo el profesor J. Brumlík, que nos
trataba —él nos trataba a todos, a Nezval, a Halas, a Holan y a mí—, nos advertía que
la etiqueta de los vinos blancos debería llevar la clásica calavera con dos tibias.
Štambachr, el alcalde de Pavlovice, que una vez me invitó a un restaurante de su
pueblo, apartó de sí la botella de vino blanco que le habían traído y dijo: «¡Quítenme
de aquí este vinagre!»
Subrayo esto, sólo para que sobre mí caiga la menor parte de la culpa. Yo bebía
poco y con cierta indecisión.
El padre František llevaba su casa parroquial solo. El viejo reloj de la cocina
marcaba su tictac algo irritado ante el vacío y en una esquina de la ventana colgaba
una telaraña polvorienta. Sólo de tarde en tarde una vieja vecina de la casa de al lado
venía a limpiar un poco, y los domingos, cuando decía dos misas, le preparaba
también algo de comida. Los demás días se las arreglaba él solo. Eso le daba mucho
trabajo, pero no se quejaba: era paciente y modesto. Sólo la soledad le agobiaba.
Sobre todo en invierno. Y en especial, al anochecer. En verano, jugaba con los niños
al fútbol. Así llegamos en nuestra conversación al celibato, pero ya habíamos
terminado la tercera botella y František estaba abriendo la cuarta.
La mujer es el tema eterno de las conversaciones entre hombres. A veces nos
gobierna con sabiduría y de forma casi imperceptible. Con astucia, suavemente y
como de lejos. Hacía falta aquí. Pero no estoy seguro de que lograse apaciguar con
suavidad el ritmo frenético de aquella velada.
Hablando de aquella estricta disposición eclesiástica, František evocó un suceso
gracioso. No lo presenció él mismo, lo conocía de segunda mano; era joven entonces.
Después de la Primera Guerra Mundial, cuando la Iglesia católica de nuestro país
se tambaleó algo, después de su colaboración con Austria, al separarse de la Iglesia
checoslovaca, resonó, y no sólo aquí, sino por todo el mundo, el llamamiento a abolir
el celibato. En nuestro país lo exigían sobre todo los jóvenes sacerdotes católicos.
¿Cómo no? La mujer, claro está, es algo excepcionalmente hermoso e
indispensable para la vida de un hombre. ¡Ay-ay-ay! La vida sin ella es punto menos
que imposible. Las mujeres son el azúcar blanco más delicioso en ese amargo cáliz de
la vida.
En aquellos tiempos presidía la conferencia episcopal de Moravia el simpático
doctor Ant. Stojan, un sacerdote que comprendía profundamente las necesidades de la
gente, sobre todo las de los pobres. Hacía tiempo que debía ser consagrado. En Roma
ya se estaba negociando esto. Donde podía, sonreía; donde era necesario, ayudaba.

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Era un ángel que en lugar de las alas tenía el báculo de obispo. Le querían todos
cuantos le rodeaban. Cuando los jóvenes sacerdotes de Moravia supieron que iba a
Roma, le pidieron que plantease allí su insistente solicitud. El doctor Stojan prometió
hacerlo gustosamente.
En el congreso nacional de sacerdotes católicos, en el que Stojan apareció poco
después de volver de Roma, se esperaban con impaciencia las noticias del desenlace
de su misión en Roma. El doctor Stojan no decía nada. Callaba. Entonces uno de los
sacerdotes se lo preguntó directamente.
El doctor Stojan se levantó, descendió en silencio del podio y, al acercarse al que
se le había dirigido, se quitó la cruz pectoral con su cadena de oro, símbolo del poder
pastoral, se la colgó al cuello del joven sacerdote y, campechano, explicó su gesto:
«Hermano, ¡ahora ve a Roma a tratarlo tú!»
Cuántas veces recordé y me reí con esa vieja historia, pues durante varios meses,
y sobre todo después de agosto del sesenta y ocho, fui presidente de la Unión de
Escritores Checoslovacos. Muchos de los miembros nos encargaban, una y otra vez,
transmitir sus mensajes a los organismos políticos supremos. Por desgracia, ¡ni yo era
un eclesiástico superior, ni se trataba del celibato, ni llevaba en mi pecho una cruz
con cadena de oro!
La tercera y la cuarta botellas estaban ya junto con las otras, al lado de la puerta.
Pero la hospitalidad de František no conocía límites. Fue a buscar la quinta. Al
descorcharla, cometió la imprudencia de mencionar que sólo quedaban dos en la
bodega. No tenía que haberlo dicho. Unos minutos más tarde Holan le exigía la sexta.
František fue a buscar también la sexta. Ya sin tanta alegría.
Aquel momento me era bien conocido. Era el momento fatídico en que a la vieja
casita de Kampa, donde vivía Holan, empezaban a acudir los invitados noctámbulos.
La casita pertenecía a la familia Nostic, y uno de ellos, Bedřich, se la dejó a Josef
Dobrovolský. El abad azul era una de aquellas sombras nocturnas y le gustaba
retornar a su casa. Incluso cuando la habitaba Holan. Antes, cuando en la primera
planta de la casa vivía Jiří Voskovec, todo estaba tranquilo. Ni siquiera Jan Werich
me había contado nada semejante. Aunque venía a ver a Holan con frecuencia. A
veces, le reemplazaba el difunto František Halas.
Lo que Dobrovolský hizo con Holan, no lo sé. Pero sí barrunto lo que hicieron
con Halas. Se avenían bien y Halas era más rico en su experiencia de la muerte.
Holan trabajaba toda la noche. A veces se lo podía ver detrás del alto ventanal de
la planta baja. Cuando despuntaba el día, se iba a acostar. A veces también llamaban a
aquella ventana otros poetas que, al caer la noche, no querían aún regresar a casa. Por
lo que sé, se les abría siempre.
Cuando František descorchaba la sexta botella, en su frente se dibujó una pequeña
arruga.
También el vino de comunión se repartía entonces con cartilla y, según el
reglamento eclesiástico, durante la misa no se podía utilizar otro. Era un vino natural,

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sin destilar y libre de mezclas. Tampoco ningún metal podía tocar el vino. Así fue
contravenido el reglamento eclesiástico, aun cuando František, por lo que parece, no
tenía intención de violarlo.
Cuando también fue vaciada la sexta botella, me quedé a la expectativa de lo que
iba a pasar. Sucedió lo que yo presentía. Holan le pidió al sacerdote la séptima
botella. ¿Creéis que era una atrocidad? ¡En absoluto! El padre František la trajo
sonriente y la descorchó con alegría.
Si entre los poetas de los años veinte había un rostro de veras poético, no lo tenían
ni Halas ni Nezval. Como contó Lída Vančurová, Vančura, que quería mucho a
Nezval, había dicho de él: tiene cara de diablo, pero canta como un ángel. Lo tenían,
sin duda alguna, Biebl y Holan. El rostro de Biebl estaba lleno de un apacible cariño
y de una ternura femenina. Holan tenía un rostro más bien demoníaco, pero guapo; el
de un galán. Todavía hoy, su aspecto deja ver con facilidad que jamás le ha gustado
transigir. Sabe librarse pronto de un enemigo. Como también de un amigo, en los
instantes en que quiere sumergirse en su soledad. Le señala la puerta, simplemente.
Aunque nunca se aparta de su mesa, es un aventurero.
En los años de su juventud perdió, con un gesto hasta cierto punto resuelto, un
empleo nada lucrativo en el Departamento de Pensiones. Por lo que sé, a Čapek y,
sobre todo, a Hora, les costó ciertos esfuerzos proporcionarle al joven y prometedor
poeta unos modestos recursos que todavía le llegan hoy. Holan, testarudo y rebelde,
prefería vivir en una pobreza independiente. Cuando se veía obligado a dar la señal
de SOS, este llamamiento jamás sonó a desesperación, sino que era lanzado con
orgullo y hasta con cierta altivez. Holan afianzó su soledad con una fe incandescente
en su predestinación poética; y de ese afianzamiento se desprendían, como llamas de
fuego, hermosos poemas. Le costaba aceptar con resignación un desengaño. De
hecho, había algo imperioso en sus modales. Así que, cuando clavó sus expresivos
ojos oscuros en el pobre František, éste se levantó sin decir palabra y alegremente
trajo también la última botella, que se proponía guardar para la iglesia. Me susurró
que en la sacristía tenía aún media botella y se puso a meditar a cuál de las parroquias
vecinas iba a dirigir su vieja motocicleta.
Cuando la reserva de la mísera bodega parroquial quedó definitivamente agotada
y terminamos de beber con calma la última botella, desde el patio nos llegó por la
ventana el canto del primer gallo. Había amanecido.
Antes de despedirnos, Holan cumplió con su ceremonial de los tiempos de la
guerra, cuando el vino escaseaba. Levantó sobre la mesa la botella que acabábamos
de vaciar y esperó unos instantes hasta que de la botella vacía cayeran unas gotas
más. Solían ser cinco.
¡Las cinco gotas de Holan! Acabamos llamando así aquel triste ceremonial de
despedida.
Luego, por la mañana, nos marchamos a Hukvald.
Era un húmedo día de otoño y el sol anegaba la tierra en una tristeza transparente.

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Ahora, para mí, el otoño es la estación más hermosa del año. No, no os impongo esta
opinión en absoluto. Tenéis vuestra primavera. Yo también la tuve. Me gustan el
marrón, el verde oscuro y el amarillo. Cuando veo en primavera lagartijas ambarinas,
aún me quedo embelesado. Me gusta el alegre amarillo. Y el húmedo sol.
Estábamos sentados en un banco al abrigo de las negras ruinas de Hukvald.
Delante de nosotros resplandecía el bosquecillo de abedules y sobre nosotros
negreaba el monte Babi. Sopló el viento y llovieron abundantes hojas amarillas. Un
espectáculo similar no lo veréis sino una vez al año.
Yo ya conocía aquel cerro bajo. Me había hablado de él Nezval. Era el lugar de
los paseos amorosos de Leos Janáček con la hermosa Kamila Stösslova. Cuando
Nezval hablaba de aquellos paseos, asumía un aire significativamente importante y
significativamente entornaba los ojos. Durante su último encuentro, Janáček contrajo
una pulmonía y poco después murió en Ostrava. Tenía setenta y cuatro años.
¿Cuántos?
¡Setenta y cuatro!
¡Vaya!
Yo entonces no había cumplido aún los cincuenta. Holan tenía justo cuarenta y
cinco años y unos días. ¡Qué trecho de hermosa vida teníamos todavía por delante!
Digo: un trecho de hermosa vida.
¡Lástima!

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65. UNA ROSA DE NUESTRO JARDÍN
Antes yo creía que la cuestión de si la fotografía es un arte o algo distinto, estaba
ya resuelta. ¡No lo está! Yo creía que la fotografía era un arte y así lo decía. Ahora
todavía hay muchos que intentan convencernos de que ni siquiera la fotografía que a
la usanza de nuestros días se llama instantánea tiene con el arte nada en común. La
rechazan con firmeza, como también rechazan al patrono de los pintores, a San
Lucas, quien, como es sabido, consiguió retratar a la Virgen María, con lo que puso el
fundamento del antiguo y glorioso gremio de pintores. Pues que se declaren del
gremio también los fotógrafos, si les parece. Nunca se ha prohibido a nadie tener un
patrono en el cielo. ¡Que lo tenga! Quizás pueda rezar ante él. Digan lo que digan, ¡sí
que hay algo artístico en la fotografía!
Pero ahora no es de este problema del que quiero hablar. Estoy sentado en un
banco del jardín de Petřín, el sendero está inundado de luz perfumada y me
impaciento esperando al fotógrafo Josef Sudek. ¡Fue hace tantos años! Llegó bastante
más tarde. Le gustaba echar la siesta, me confesó.
Por aquel entonces, cierta prestigiosa editorial de Praga quería publicar una
extensa monografía dedicada a esta ciudad. Sudek debía proporcionar las fotografías
y a mí querían encargarme el prólogo y los eventuales comentarios a las imágenes.
Aunque no se había convenido nada definitivo, me hacía ilusión colaborar con Sudek.
Luego el proyecto fue modificado. La editorial concedió a Sudek dos o tres meses
para preparar los materiales fotográficos. Él se rió de ellos. Lo más pronto que los
tendría sería dentro de dos años. Pero no porque fuera lento. Era escrupuloso, preciso
y trabajaba pensando. No le gustaban las prisas en el trabajo. Sería mejor que
confiasen el libro a un reportero de periódico. Él llevaba años fotografiando Praga,
pero ¡iba a fotografiarla toda su vida, eso seguro! Y aun así, su labor no estaría
terminada.
Aquella vez, en Petřín contábamos todavía con Praga y yo me disponía a ayudar a
Sudek. Ya llegaba. Ya traía el aparato montado sobre el trípode y llevaba las dos
cosas sobre el hombro izquierdo, del que también colgaba la bandolera de un pesado
bolso. En él tenía unos objetivos más y los accesorios necesarios para el trabajo. Para
un brazo no era poco. Su aparato era antiguo y nada moderno, pero lo elogiaba y le
era fiel a lo largo de los años. Con aquel aparato hizo la mayor parte de sus trabajos.
Praga resplandecía aquel día con toda su fastuosa belleza. Estaba henchida de luz
primaveral y toda inundada por el claror festivo. Alguien había limpiado todas las
ventanas de Malá Strana y había desempolvado las viejas cornisas. Los prados en flor
de los huertos de Strahov y del Seminario semejaban una catarata espumeante que
fuese cayendo desde el alto Strahov a las calles de Malá Strana. Pero era silenciosa.
Completamente muda. En lo alto, sobre ella, revoloteaba una bandada de palomas
grises que trazaban con sus alas sobre el cielo azul unas curvas precisas, elegantes,
parecidas a las que con sus patines dibujaba otrora sobre el hielo, bajo el puente

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Eliscin, una chica que yo conocía.
¿Dónde está hoy aquel hielo?
¿Dónde estará aquella dulce chica, con sus botines de piel de conejo?
¡Caramba!
Y, al cabo de los años, ¿dónde está también aquel espléndido puente que se alzaba
sobre el río y en su mitad se balanceaba ligeramente, como una moza que se dispone
a ponerse a bailar? A veces pasaba por él junto con Hrubín a altas horas de la noche,
cantando algo en voz baja y con los brazos amistosamente echados por los cuellos.
¿Pero de qué me sirve angustiarme tanto? Sudek ya había clavado su trípode en la
arena del sendero. Se quedó un instante mirando alrededor, trasladó el aparato a otro
sitio y así hasta tres veces. Todo ello, con la mano izquierda. En el costado derecho
de su abrigo ondeaba una manga vacía. La Primera Guerra Mundial le llevó un trozo
del hombro y el brazo derecho. No hablaba de eso nunca. Cuando se alistó en el
ejército, era bibliotecario diplomado. Cuando regresó, no era nada. Para salir de
apuros, estudió para fotógrafo, se enamoró de su oficio y llegó a dominarlo
magistralmente.
Para disponer del aparato se ayudaba con los dientes. Ahora precisamente
sostenía con la boca un trozo de tela oscura y con su melena despeinada parecía un
león llevando un trozo de carne en la boca. Quise ayudarle. Bueno, que le abriese el
bolso y le diese la cajita número uno. Con la palma de la mano y los dedos hizo una
especie de catalejo y lo acercó a un ojo. Estuvo escrutando largamente, con atención,
la eternamente hermosa mezcolanza de tejados y torres de Malá Strana. Le pedí que
fotografiase también el torreón que se alzaba sobre la antigua escalinata del Castillo
Viejo; tenía en la mente unos versos y un recuerdo agradable.
Estuvo esperando la luz propicia durante mucho tiempo. Quizás media hora,
quizás una hora entera. Como no apareció, tomó el aparato y nos fuimos a una senda
de arriba. Y esperamos de nuevo. Pugnaba con la luz como Jacob con el ángel.
Volvió a desaparecer una decena de veces bajo la tela negra. Sumido enteramente
en su ensimismamiento, no hablaba, y sólo de vez en cuando canturreaba para sí
mismo su melodía favorita, Suena la música. En el momento decisivo, cuando ya se
disponía a abrir la cajita, me ordenó sostener el desvencijado trípode. Todo aquel rito
era ciertamente lento, pero preciso y riguroso. Cuando por la tarde reveló aquellas
cinco o seis placas, las dejó a un lado, insatisfecho. La luz no estaba bien. Ninguna de
ellas correspondía a sus intenciones, y al día siguiente retornamos al mismo sitio y
todo volvió a repetirse.
Por desgracia, tampoco había salido la fotografía de la fortaleza con su típico
torreón. Así que olvidé por un tiempo los versos y el grato recuerdo que palidecieron
envueltos en aquella vetusta oscuridad, en la que los recuerdos suelen extinguirse con
el tiempo.
Una hermosa mañana estival pasaba yo por la orilla del río, cerca del puente de
Carlos. Junto al pretil vi a un pintor que trabajaba con un gran lienzo y, sobre el

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puente, a dos más. No sé en qué estarían pensando aquellos pintores mientras
trabajaban. Tal vez en que incluso un mal pintor era pintor; o no pensaban en nada en
absoluto y sólo mojaban su pincel en los colores. En Montmartre, los hay a docenas.
En momentos semejantes debéis acordaros de la belleza de las fotografías.
¡Viva la fotografía! Todavía es joven, pero será eterna. Miro una de tantas
fotografías que Sudek hizo de Praga. Esa belleza de oscuro terciopelo, esa
profundidad de la suave negrura. Qué rica es la variedad de los grises en los sitios
donde se desprende una luz clara. Esas sombras, delicadas y tiernas, que traen a la
mente las sombras de una transparente ropa interior de mujer.
Sudek y yo estuvimos en Beskudy. Fuimos adonde nos llevaron los pies.
Despectivos, dejamos atrás el funicular y nos abrimos paso alegremente a través de
los intransitables y feos campos de Radhošt, Trepamos sobre las peñas del bosque y
saltamos por encima de las raíces de los árboles, desarropados por las riadas
primaverales, cuando Sudek se detuvo de pronto y dijo: «Alto, ¡suena la música!» Me
llamó para que le diera el trípode. La cámara la llevaba él, sin soltarla de la mano.
Clavó el trípode en el musgo; se había fijado en una raíz rojiza y retorcida junto a la
que yo había pasado sin advertirlo. Se instaló encima de ella, dio unos pasos atrás y
volvió al aparato. Las raíces oprimían una piedra resquebrajada como abrazándola.
Cuando, más tarde, vi en casa de Sudek aquella fotografía, no daba crédito a mis
ojos. ¡La raíz era en la foto tan hermosa como una escultura de Miguel Ángel! Y
luego dicen que la fotografía no es arte.
Sudek era todo un personaje en Praga. Pero no en el sentido ridículo, en absoluto.
¡Los fotógrafos jóvenes se referían a él siempre con gran respeto llamándole «señor
Sudek»!
Se le conocía muy bien en el ámbito cultural de Praga. Era un visitante fiel y, tal
vez, el más asiduo, de las salas de exposiciones y conciertos de Praga. No había una
sola exposición mínimamente importante en la que no se encontrase a Sudek. A
veces, en repetidas ocasiones. A todas partes iba solo. Transitaba de un cuadro a otro,
taciturno y ensimismado. Comprendía las artes plásticas. Lo atestiguan no sólo sus
propios trabajos, sino también su interés por el mundo de la escultura y de la pintura.
Fue amigo y compañero de muchos artistas ilustres. Fotografiaba para ellos sus obras.
Ellos le pagaban con sus cuadros.
Desde su juventud seguía con atención la obra de František Tichý. Pero no la
seguía sólo platónicamente. Cuando Tichý deambulaba por París y por Praga sin un
céntimo en el bolsillo y lo pasaba mal, le compraba gustoso sus dibujos y pinturas.
Por lo demás, los precios que Tichý le fijaba a Sudek no eran nada exorbitantes.
Sudek le pagaba en seguida y enviaba el dinero a París con puntualidad. A menudo
aquel dinero era el único del que disponían Tichý y su mujer para mantenerse, sobre
todo en París. Claro está, luego, cuando los precios de las pinturas de Tichý subieron
diez, veinte veces y más, el pintor recordaba con pesadumbre las riquezas que Sudek
había acumulado durante sus años de penuria. Sudek las guardaba y las vigilaba

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celosamente. Jamás accedió a prestarlas, ni siquiera para las exposiciones. Él sabía
por qué.
Después de la muerte de Sudek las pinturas de Tichý fueron encontradas en su
segunda casa, la que la comunidad de Praga había, alquilado para él al final de su
vida, ya sólo unos años, en Újezd de Malá Strana. Estaban enrolladas y escondidas
debajo de la cama, en un rincón bastante húmedo.
No invitaba a nadie a aquel piso. Almacenaba allí los regalos de los pintores y
escultores cuyas obras fotografiaba. Lástima que a nadie se le haya ocurrido todavía
componer un catálogo y organizar una exposición con los retratos de Sudek. Deben
de ser cuantiosos. Y no hablo de las fotografías que se le habían hecho a lo largo de
tantos años. Eran innumerables.
Durante toda su vida en Praga, fue también un oyente constante, realmente leal e
infatigable, de todos los conciertos notables. No sé si entendía de música lo suficiente
para hablar de ella como un conocedor, pero le gustaba y sabía escucharla. Una vez,
cuando vino a nuestra casa, le puse discos con fragmentos de veinte composiciones
distintas. De la música clásica y moderna. Reconoció a casi todos los autores sin
equivocarse.
Siempre que en la Sala Smetana o en la de la Casa de Artistas se daba algún
concierto interesante, su manga vacía, que solía escapársele del bolsillo, se
balanceaba en alguna parte cercana a los escalones del órgano. Si no, Sudek estaba en
el anfiteatro, entre el público que escuchaba de pie; allí se sentaba en el suelo, sin
hacer caso de nadie, sin dejar que nadie le molestase, y se quedaba absorto
escuchando la música.
Al principio los acomodadores de las salas de conciertos se quedaban algo
perplejos al verlo llegar. Su aspecto llamativo les despistaba. Pero, con el tiempo, se
acostumbraron a aquel visitante asiduo y perseverante, y todas las puertas le eran
abiertas. Durante los entreactos, daba vueltas por los pasillos iluminados, entre los
elegantes oyentes, moviéndose con la mayor calma entre los caballeros de trajes
negros y las damas magníficamente peinadas y con largos vestidos de noche. Se
podía decir que no le preocupaban lo más mínimo.
Cuando un hombre está solo en el mundo y, además, con un solo brazo, y este
brazo, encima, es el izquierdo, le resulta demasiado difícil vestir ropas elegantes.
Aunque vivía con él una hermana suya, ésta, a lo que parece, no se preocupaba
mucho y el atuendo de su hermano le importaba casi tan poco como el suyo propio. A
todas luces se limitaba a atarle los cordones de los zapatos por las mañanas. Aun así,
solía andar por la calle con los cordones desatados. Su aspecto mundano le importaba
a Sudek un comino. Había erigido, sobre sus miserias corporales y sus indigencias
humanas, su original estilo propio de viejo vagabundo medieval. No se afeitaba la
barba durante semanas, como tampoco se cortaba el cabello, aunque esto se notaba
menos. Consideraba un sinsentido planchar la ropa arrugada y ponerle remiendos.
Cuando perdía los botones, sólo volvía a coser el más indispensable. Los demás no le

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preocupaban. El aspecto exterior era para él lo último del mundo.
Solía decir que el mundo era un gigantesco baile de máscaras y que él, indolente,
paseaba por él disfrazado de mendigo. Cuando alguien se lo reprochaba, por mucha
delicadeza con que lo hiciera, se enfadaba mortalmente. Quizás con razón. En eso era
único y muy suyo.
Trabajaba, a la par que vivía, durante años, en una pequeña choza desvencijada,
con tejado de pizarra, situada en el patio de un inmueble de Malá Strana, en Ujezd.
Casi enfrente del funicular y a dos pasos del palacio de Michnovsky. Dividió el
minúsculo espacio de lo que antaño era un estudio fotográfico por excelencia, como
con un solo movimiento de la mano, en tres más minúsculos todavía. El cuarto oscuro
era el más cómodo. Había allí una bañera de piedra con agua corriente y una bombilla
roja. Y nada más. El resto de la casa estaba lleno a rebosar de una multitud de trastos.
La parte de atrás representaba una especie de comedor. Había allí una mesa y dos
sillas. La mesa, por supuesto, estaba llena de cacharros. De los de cocina y de los
fotográficos. Por las noches se sentaba allí, junto a su hermana. La última estancia era
un recibidor. Pero servía principalmente como almacén de placas expuestas. Y
también, de salón de música. El gramófono estaba colocado en el suelo. Por la noche,
cuando abrían las dos camas plegables, el cuarto se transformaba en un dormitorio
que era para ponerse a llorar. No obstante, aquella pobreza no afectaba en absoluto a
los propietarios de la choza ni conseguía amargarles el ánimo. Sólo veían la pobreza
los que venían de visita. El propio Sudek no la notaba ni se preocupaba lo más
mínimo por ella. Era feliz con su modo de vida. En fin, ésa era su felicidad manca.
Pero se me olvidaba algo. Sudek tenía una rica discoteca. Dónde guardaba su
colección, no tengo la menor idea. Lo cierto es que tenía varias decenas, quizás un
centenar, de discos raros reunidos a lo largo de décadas.
En pocas palabras: allí reinaba un desorden fantástico.
El surrealismo de Breton estaría allí en su sitio. Un dibujo de Jan Zrzavý yacía
enrollado junto a una botella de ácido nítrico colocada encima de un plato en el que
había, además, un mendrugo de pan y una salchicha mordida. Y encima de todo
aquello colgaba el ala de un ángel barroco junto a una boina de Sudek que había
alcanzado el final de su existencia terrena.
La hermana de Sudek miraba todo aquello con una calma envidiable. Era
consciente de que cualquier intervención en nombre del orden y de la limpieza habría
estropeado la armonía. Sudek, por su parte, se orientaba con precisión en medio de
aquel desorden singular, de todos aquellos chismes y trastos. Como un organista ante
la profusión de teclas y pedales. Si necesitaba algo, tendía la mano al lugar exacto sin
detenerse a pensar.
Si se acordaba de un disco de cuarenta años de edad que conservaba desde su
juventud pasada en Colonia, sumergía la mano en lo hondo de todas las cosas
amontonadas y sacaba el disco a la luz. Como por milagro, estaba entero.
El singular desorden de las cosas era tan pintoresco, tan insuperablemente

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exuberante, que se aproximaba a una obra artística y extremadamente refinada. Basta
sólo con ver los detalles ilustrativos que el propio Sudek proporcionó para su
monografía, publicada por Artia.
La ventana del estudio daba a un diminuto huerto. Cuando decimos «huerto»,
ante nuestros ojos aparece un pequeño trozo de tierra lleno de colores, olores, cariño
y sonrisas. Pero el huerto de Sudek era, tal vez, el más triste de todos los huertos de
Praga. Allí no había nada. Un par de arbustos, un árbol retorcido y una acumulación
de hollines de Malá Strana. Pero en la ventana que daba a aquel lastimero trozo de
naturaleza surgieron algunas de las más hermosas fotografías de Sudek. Imágenes de
una luminosidad excepcional, llenas de embrujo poético y de una belleza cautivadora.
Una vez a la semana se reunían en el estudio, en aquel espacio, tan absurdo, de
diez a quince amigos de Sudek. Cómo cabrían allí, no me lo explico. Uno de ellos me
contó que se sentaba en la cabeza de Bedřich Smetana, de Josef Wagner. Los demás
se acomodaban en el suelo o se quedaban de pie. Sudek organizaba unos conciertos
únicos. Se acurrucaba junto al gramófono y el estudio se llenaba de la música más
sublime y más hermosa de muchos siglos. Desde Bach y Vivaldi hasta Stravinsky y
Webern. Sudek poseía un surtido de las más raras grabaciones. Los discos asequibles
los compraba, los difíciles de conseguir se los enviaba el profesor Brumlík, en otro
tiempo su vecino de Malá Strana, y algunos más, sus amigos, desde la misma
América. Sudek tenía una preferencia especial por Vivaldi.
El nombre de Josef Sudek tenía cierta resonancia mundial. En mis manos cayó
una revista americana de fotografía. Sudek era mencionado en ella como uno de los
fundadores mundiales de la fotografía moderna y uno de sus creadores artísticos. Era
uno de los que habían convertido la fotografía —ahora sí que lo diré— en arte. En
nuestro país hubo varias personalidades destacadas. Pero sólo él llevó a cabo la
metamorfosis de la fotografía de un documento en arte. Al mismo tiempo, la
fotografía seguía siendo un producto mecánico de los dispositivos fotográficos.
Las visitas femeninas y las oyentes de sus conciertos le traían a menudo muestras
de su arte culinario. Las más de las veces eran pastas o tortas bábovka. También había
bábovkas imperiales que en ciertas ocasiones excepcionales estaban rellenas de nata
montada. ¡La bábovka imperial es algo soberbio! La propia palabra bábovka
(mujeruca) tiene cierto sentido peyorativo, pero cuando la cubre una capa ondulada
de azúcar, almendras y vainilla, se convierte en un pecado. Me refiero, claro está, al
pecado dietético. Al mismo tiempo, cómo no, ante nuestros ojos aparece la idílica
imagen de varias damas con miriñaques, al estilo Biedermeier. Se sientan alrededor
de una mesa afiligranada que corona, entre tacitas y teteras, una hermosa bábovka.
Hecha también al estilo Biedermeier. ¡Ah, tiempos hermosos y tranquilos!
Un día encontré a mi amigo saboreando una bábovka. Sin tacitas ni teteras con
rosas. Sentado a su mesa, en la parte trasera del estudio. ¡Era todo un espectáculo!
Pero ¡qué digo espectáculo! Era todo un concierto.
El aroma de la bábovka se sobreponía triunfalmente al olor a podredumbre y

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moho del viejo estudio destartalado y de todos sus objetos.
Si no fuera por la ocasional amabilidad de los visitantes, compañeros y
compañeras que le invitaban a comer, la alimentación de Sudek sería horrenda de
forma casi permanente. Solía recorrer los autoservicios de los distritos en los que le
tocaba trabajar. Una vez fue a ver a una amiga mía y ésta le ofreció probar una sopa
puré que le gustaba a Sudek especialmente. Comió seis platos, llenos hasta el borde, y
unos panecillos. Como prueba de su absoluta satisfacción, se desabrochó unos
botones y suspiró con delectación. Pero jamás hablaba de comida; despreciaba la
alimentación correcta, su selección y, al fin y al cabo, su calidad.
Esta mañana, mientras yo estaba preparando unas hojas de papel y llenaba la
estilográfica para anotar estos recuerdos de Sudek, la cartera llamó a nuestra puerta y
me entregó una carta de los Šrůtek, un matrimonio de pintores de Litoměřice. Habían
sido amigos de Sudek. En su carta había unas líneas de palabras calurosas dedicadas a
Sudek. Recordaban cómo viajaba por su tierra y el gran interés con que fotografiaba
Středohoří. Decidió hacer aquel trabajo después de ver en Perugia los últimos
paisajes hechos por Filia en aquella tierra. Contaban con gracejo cómo Sudek
espantaba a las mujeres que labraban los campos cuando, en una zanja cercana a la
carretera, se metía dentro de un saco negro para cambiar las placas. Luego, cuando
fue al estudio de Šrůtek, vio en la pared la fotografía de una rosa blanca sobre la
ventana y observó:
—Es una rosa de los Seifert. Tendría que ir a verlos. Hace mucho que no he
estado allí.
No fue. Prorrumpió en terribles quejidos de dolor y murió.
Menciono con agrado aquella rosa de nuestro jardín que el propio Sudek había
escogido hacía tiempo. Es una de sus más hermosas fotografías, hecha sobre la
ventana polvorienta que da a un diminuto huerto detrás de un inmueble de Malá
Strana.

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66. LA «DANZA ESLAVA» NÚMERO DIECISÉIS
Sentí algo de tristeza, tengo que reconocerlo. Estaba hablando con un joven
prosista checo, culto, moderno y renombrado. Había leído mi manuscrito y, de
pronto, con una amable extrañeza, me preguntó:
—Perdone, ¿quién era Bohumil Polan?
Jamás había oído hablar de él, jamás había leído nada suyo. Así se pagan a veces,
si puede decirse de esta manera, la timidez y la aristocrática humildad que no tienen
nada que ver con la autoestilización, sino que son innatas, como lo es el color del
pelo o de los ojos. Y además, la avanzada edad. Hacía ya unos años que Polan había
cumplido los ochenta. Era casi demasiado, sobre todo si el autor había dejado de
escribir desde hacía mucho tiempo. Y no porque no pudiese. No quería. Si de joven
ya escribía poco, ¿para qué iba a escribir ahora, cuando ya nadie prestaba especial
atención a sus opiniones, y a él mismo le parecía que había dejado de pertenecer a
esta época? Pero sí que pertenecía. Su voz hacía falta.
Cuando cumplió ochenta años, su aniversario fue celebrado apaciblemente. Se
publicó una selección de sus ensayos y artículos, hecha con bastante cuidado, pero
cuya aparición, como a veces ocurre en nuestra tierra, pasó casi inadvertida. Y casi no
tuvo lectores. La selección de estudios y reseñas dedicados al teatro que se publicó
fuera de Praga, tampoco tuvo repercusión. Y eso fue todo.
Aunque, a lo largo de años, Polan hizo la crítica de los espectáculos del teatro de
Plzeň, y fue su custodio y el que establecía casi siempre su repertorio, cayó en un
olvido total. Cuando murió, ya no le valió el velo de calicó negro que sólo bajaron del
techo para que no se dijera, sin un suspiro y sin lágrimas. Murió y fue olvidado muy
pronto. También es probable que nadie del público del teatro actual supiera de él.
También es probable que hubiese firmado dos mil palabras. Pero no lo sé a ciencia
cierta.
Pero Bohumil Polan había mantenido la literatura crítica checa a lo largo de
medio siglo. Fue el primero en escribir un magnífico ensayo sobre el joven St. K.
Neumann. Los juicios que entonces emitió, conservan su vigencia todavía. Escribió
sobre Šrámek y Toman. Era de aquellos a los que no eran ajenas las artes plásticas y
sabía escribir de ellas como antes lo había hecho Šalda.
Nuestra generación quería a Polan. Teníamos en él un comentarista consagrado.
Para Halas, Konrád y Biebl, Polan era su buen y fiel amigo. Polan tenía amistad
también con los Píša. Conoció a nuestra generación en sus comienzos, cuando él era
ya un hombre maduro, y la siguió casi hasta su final.
No era un crítico corriente. Igual que Šalda, se detenía en las cuestiones y los
autores que le interesaban. Los demás los ignoraba. Por otra parte, ni perseguía ni
fomentaba polémicas, como hacía Šalda, quien, sin disimular su goce, contribuía a
ellas con sus escritos. Tampoco hacía caso de quienes intentaban provocarle y de los
que él desaprobaba vivamente.

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Šalda se acercó a nuestra generación principalmente a través de la literatura.
Seguía nuestros primeros libros con notoria escrupulosidad. Y así descubrió entre
nosotros a unos cuantos, unidos a él por amistosa afinidad. Eran, en primer lugar,
Hora y Halas.
Polan estuvo presente entre nosotros no sólo como crítico, sino, al mismo tiempo,
como amigo. Creo que se encontraba a gusto con nosotros. De sus coetáneos sólo
tenía a un amigo, al que nunca dejó de visitar durante sus viajes a Praga: era el
histórico Werstadt.
Polan fue uno de los últimos que cultivó, a la vez que dominó, el arte epistolar.
Sus cartas no son una improvisación apresurada, sino un acto meditado. Están
escritas como una pequeña obra literaria, muy pensadas en cuanto a su forma, tienen
un bello estilo y leerlas es un placer. Se me ocurren los gloriosos nombres de las
épocas en que la correspondencia era todavía un arte. ¿Cómo va a serlo ahora? Se
escriben a toda prisa unas líneas o se marca un número de teléfono. Ahora, salvo los
enamorados, claro está, nadie tiene tiempo ni paciencia para sentarse ante una hoja de
papel y escribir una carta larga.
En la época en que, desde la vecina Alemania, empezaron a llegar las primeras
amenazas indisimuladas, venía a Praga más a menudo. Decía que en Plzeň le faltaba
el aire. Pero no era miedo por su persona. No conocí a nadie que hablase de su muerte
con mayor calma. Quizá en Plzeň se oía demasiado la algazara de las cervecerías de
Munich; quizá se veía demasiado bien el negro humo que salía día y noche de las
chimeneas de las industrias Škoda. Quizá le resultaba demasiado fácil contar las
armas que salían por la gigantesca puerta de la fábrica de Plzeň.
En aquellos tiempos siniestros, cierta tarde de sol nos dirigíamos por la orilla del
río al Café Nacional, cuando de pronto en la isla Slovanská resonó la música
acariciadora de las Danzas eslavas de Dvořák. Un instante después nos adentrábamos
resueltamente entre los viejos árboles de Žofín.
Sabíamos muy bien que no se trataba ni del régimen, ni de la república, sino que
se trataba de todo: se trataba de nuestro idioma, de nuestra cultura y de todo lo que
puede llamarse espíritu checo; y que borrar del mapamundi una nación no
representaba ningún problema para Hitler. En aquellas horas alarmantes, Antonín
Dvořák nos resultaba extraordinariamente próximo. Tal vez no tenía el gesto
orgulloso de creador altivo de Wagner, ni la sublimación aristocrática de Liszt; tal vez
carecía del encanto triste de Chopin y no poseía un chaleco de seda floreada como
Händel, ni había nada heroico en su rostro, que parecía más bien el de un miembro
del honrado oficio de zapatero.
Era un hombre sencillo, un proletario que —como decía Josef Wagner mientras
trabajaba en el monumento de Dvořák que se colocó delante de Rudolfin— podría
pasar perfectamente por un zapatero de Nelahozev, si no fuera por su prominente
frente de genio. Precisamente aquella sencillez suya era tan checa, estaba tan
arraigada en nuestra tierra, que ninguno de los valiosos adelantos extranjeros

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consiguió extirparla.
Por desgracia no tengo estudios de música, pero sin la música mi vida sería peor.
La necesito, necesito escucharla a diario y casi nunca tengo la suficiente.
Las Danzas eslavas. No pasa un solo día que no se escuche alguna de ellas.
Oímos en ellas algo así como toda la riqueza del embrujo musical que es patrimonio
de nuestro pueblo, toda la concordia de su gente y su irresistible atracción por el
baile. En las Danzas, como en todas sus melodías, Dvořák, con un solo gesto creador,
hizo brotar la alegría de su música.
Cuando nos vimos al fin bajo los viejos árboles de Žofín, estaban tocando ya la
última. Es aquella en la que la belleza, fresca, e infatigable, se levanta en el baile, se
sienta sobre la hierba de esta tierra y mira al cielo.
Las hojas de los árboles se movían apenas y el agua del río era exactamente de
ese tono rosa que tiñe la cara de una chica para cuyos ojos murmuráis algo
amorosamente bello y dulcemente amoroso. Los árboles sobre el río, por azar, lo han
oído también. Y ya no es una danza, sino un gesto que acompasadamente se alza y
cae en la quietud del atardecer de verano.
Recordé un hermoso relato de Mrštík. Un viejo sacerdote sale al anochecer a dar
un paseo fuera de su aldea. El sol anega el campo en su luz ya crepuscular y todo
alrededor está tan maravilloso y bello que el viejo cura, al ver aquella tierra tan
querida, no resiste y se hinca de rodillas ante tanta hermosura.
Íbamos andando, y toda Praga estaba, en aquellos momentos de la puesta de sol,
maravillosa y deslumbrante. ¡Cómo resistir ante tal encanto! El Teatro Nacional
fulguraba a unos pasos de nosotros y al otro lado reposaba Hradčany, como las joyas
de la corona de esta tierra, exhibidas por alguien ante nuestros ojos sólo por un breve
instante.
Con la cabeza y con el corazón sentíamos distintamente la cercanía y los desastres
de la guerra como un enfermo de reumatismo nota en sus huesos la proximidad de la
lluvia.
¡Y pensar que todo aquello podría dejar de existir! En lugar del teatro habría sólo
unos muros negros de humo, y allá donde está Hradčany se levantaría un triste
cúmulo de ruinas.
La Danza número dieciséis se iba acallando poco a poco y un escalofrío recorría
nuestras espaldas.
Cada vez que recuerdo a Polan, amable y amado, resuena en mí aquel terrible
minuto que vivimos un día de verano, en junio del año 1937.

Que nos perdone Karel Leger si terminamos con sus versos. No tendría por qué
disculparme al hacerlo, son hermosos. Pero mi intención es otra. El familiar y tan
querido Kolín de su relato poético Sobre el sol dorado me hace revivir aquel minuto
en Praga:

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… Pero ¿Praga sigue ahí?
«Sigue», digo, «¡sigue!» «¿Sigue?» «Sigue, sigue.»

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67. CON EL GORRO FRIGIO
Sólo en la pared del amplio pasillo de la Academia Obrera de la Casa del Pueblo
vi el descolorido y polvoriento retrato hecho por Naske de los colaboradores de
Večerník Práva. Fue hace tiempo. Se veía allí el rostro de una mujer joven y bella,
con un gorro frigio en la cabeza. La nariz bien modelada, imperceptiblemente
respingona, los ojos oscuros y la frondosa cabellera pertenecían a la escritora Marie
Majerová, que años atrás le había servido de modelo al pintor.
En la portería de la Casa del Pueblo estaba sentado un hombre mayor. «Mi
hijastra Marka», me dijo un día cuando ella pasaba por el primer patio. El apellido del
portero era Majer.
Su físico encarnaba el tipo de la belleza checa y su hermoso rostro parecía el de
algunas mujeres de Manet. Creo recordar que muchos hombres la seguían con una
mirada de aprecio. Era en realidad insólitamente guapa. Junto con Helena Malířová,
hermana de la señora Naskova y, por tanto, cuñada del pintor Nasek, formaban una
cautivadora pareja entre las mujeres de su generación.
Marie Majerová me atraía. Helena Malířová me era próxima humanamente. Sin
embargo, me encontraba con Majerová con mayor frecuencia. Era redactora de la
Komunisticke nakladatelstvi (Editorial comunista), en la que yo trabajaba, y
responsable de la revista infantil Kohoutek («El gallo»). A veces yo publicaba allí
algunas poesías, de las que me avergüenzo ahora sinceramente. Sólo una
circunstancia me disculpa: las escribía en la imprenta, cuando la revista ya se estaba
componiendo; es decir, en el último momento, sobre la mesa del cajista.
Marie Majerová me regaló un gato de angora. Entonces vivía aún en la calle
Cukrovarnická de Střešovice. Yo ya me atrevía —por lo menos, creía que era
atreverme— a llamarla con el íntimo nombre de Mařenko. Me llevaba veinte años y
todos sus amigos y conocidos la llamaban sencillamente Mařko.
Tenía un enorme gato de angora, amante permanente de todas las gatas de angora
del vecindario, cuyos propietarios consideraban su deber obsequiarla sólo a ella con
dos gatitos de pura sangre. A veces no daba abasto con ellos.
Lo llevé a casa de mis padres. Al principio estuvieron algo indecisos. La casa era
pequeña y, por si fuera poco, ¡un gato! Pero aquello no duró ni una hora; se
enamoraron del gatito. Para nuestro asombro, el gato sentía más afecto por mi padre,
quien pasaba menos tiempo en casa y jugaba con él menos que nadie. Por la tarde
esperaba a mi padre junto a la puerta, con una exactitud sorprendente. Dónde tendría
su reloj gatuno, no lo sé. Hay que decir que era una gata. Era suave como la seda,
muy limpia y cariñosa. Por la noche dormía con mi padre. En la cama, claro está, y,
como aquellos perritos palaciegos que velaban por el emperador chino, también ella
dormía junto a su cabeza.
Cuando una vez vine a ver a Majerová en su casa de Střešovice me preguntó:
«¿No notas que huele a gato?» Sobre la alfombra, en medio de la habitación, estaba

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tumbado el gato, como el tirano Nerón sobre su canapé en el circo y también, como
él, tenía esmeraldas en los ojos.
Le aseguré que en la habitación no olía a nada. ¡A nada en absoluto!
Pero sí olía. Y muy fuerte.
Mis recuerdos de aquella poetisa están relacionados para siempre con la imagen
de París de cincuenta años atrás. La gente de hoy dice que, entonces, en París, estaba
más guapa. Un día, mi mujer y yo deambulábamos desconcertados por aquella
ciudad, cuando justo debajo de la Torre Eiffel encontramos a Majerová. Estaba
esperando allí a Viktor Dyk y a la mujer de Hašek. Al día siguiente se unió a
nosotros. Yo no acababa de maravillarme, ¡qué bien sabía moverse por París! Como
si hubiera nacido francesa y con el encanto parisién. Nos encontró un hotel bonito y
barato, fue con nosotros a la Comédie Française a ver Tartufo de Molière y nos llevó
también al Folies Bergères.
¡Dios mío, qué bien me sentía allí! Estaba sentado entre dos mujeres de las que
me atrevo a decir que eran bellas y delante de mí se desplegaba un suntuoso desfile
de espléndidas muchachas, varias docenas de desnudas beldades. Aquello era como
un desfile del mundo del amor parisién. Todas parecían guapas y llamativas y en su
mayoría lo eran. Yo estaba completamente perdido en aquel ambiente perfumado de
mujeres. ¡Maupassant tenía razón!
«La violetera», esa hermosa canción, sonó por primera vez en aquella temporada.
Desde aquel escenario se difundió por todo París y salió fuera de él. Entonces no era
lo mismo que ahora, cuando el mundo está anegado de canciones, una más baladí que
la otra.
En aquella época se bailaban todavía shimmies y javas. ¿Quién se acuerda hoy de
aquellas melodías? En cambio, la deliciosa «La violetera» me sigue todavía. Cuando
la oigo, y eso no ocurre con frecuencia, no puedo menos que sonreír como
sonreíamos siempre al recordar momentos de una felicidad inesperada.
A partir del año cuarenta y ocho, Marie Majerová tuvo un éxito tras otro. Su
sueño se había realizado. Y el camino de su vida se llenó de resplandor y brillo. Qué
gran ruta, tan tortuosa, le había tocado recorrer a la apuesta criadita de Budapest.
Entretanto, yo me iba alejando de su proximidad, pero estoy convencido de que
aquello no significaba displicencia por su parte. Seguía muy ocupada consigo misma,
con su éxito y con aquella felicidad que le había correspondido. Nunca escatimó
esfuerzos ni trabajo.
Cuando cumplió los ochenta, no pude abstenerme de escribir una felicitación
amistosa en la que evoqué los tiempos pasados. Me contestó cordialmente.
Era una anciana, pero todavía atractiva y elegante. La poetisa checa más anciana.
Se había propuesto envejecer lo más lentamente posible y creo que lo consiguió.
Debajo de su sombrero asomaban unos bucles de niña que, al parecer, le costaban
muchos cuidados.
A partir de aquel día, oí su voz por teléfono más a menudo. Incluso estuve con

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ella la víspera de su muerte. Fue muy triste.
Con el paso del tiempo se iban marchando sus coetáneos, conocidos, amigos.
Había sobrevivido a todos sus amigos. Murió Helena Malířová. Al final de la guerra,
murieron Horan y Neumann; en los años cincuenta, también murió Olbracht, un
compañero de Viena. Después de una vida animada, al final quedó sola. Los jóvenes
seguían otros caminos. De los amigos mayores, sólo quedaba A. M. Píša, quien, con
una atención desmedida y una exactitud ingeniosa, le redactaba sus escritos. Ella
supo apreciar su trabajo y tenía a Píša en gran estima. Cuando Píša murió, su voz
sonó triste por el teléfono.
De tarde en tarde, acompañaba al matrimonio Píša a Mělník. A Písa le gustaba el
amplio panorama de las tierras de Chequia que se divisaba desde las ventanas del
restaurante del castillo. Ante aquel paisaje único, sorbía su rosado Crement rosé,
escogido por su perlada frescura y su aroma agradable. Nos llamó para decir que le
gustaría ir con nosotros a Mělník para recordar a A. M. Píša. Se lo prometí gustoso y
fuimos allí con mi mujer. Pero la mujer de Píša no pudo venir, no sé por qué. Por
desgracia, aquel día el bar y el restaurante del castillo estaban cerrados. Era el día de
limpieza, así que nos fuimos al cercano Liběchov, a una hermosa taberna situada
sobre una colina. A la escritora la reconocieron en la taberna y, apenas nos sentamos,
ya se estaban friendo las truchas con mantequilla y el Crement rosé se estaba
enfriando; escogido por aquel recuerdo.
Marie Majerová lanzaba de vez en cuando un suspiro. Por la inesperada
desaparición del querido A. M. Píša, tan dolorosa. La artrosis la atormentaba aquel
día más que nunca. El barómetro estaba bajando y sus articulaciones lo acusaban.
En Liběchov se servía el vino en copas altas, en las que se bebía a gusto. Me bebí
la primera y pedí la segunda, aunque no tenía la menor intención de inducir a
Majerová a seguir mi ejemplo. Me miró brevemente y me dijo:
—Ahora eres mi último amigo de los años veinte que me queda. Diría que mi
último compañero, ¡pero te vas a enfadar! No tendría que hacerlo, esta mañana me
dolía el corazón. Pero voy a tomar una más.

La miré a la cara. Seguía siendo ella, Marie Majerová. Su piel ya no estaba cubierta
de aquel suave vello como otrora, la sangre ya no teñía su terso cutis, sus ojos ya no
brillaban tanto; pero seguía siendo ella, aun cuando de su belleza no quedaban sino
unas leves huellas, sólo visibles para el que la había conocido bien.
—¡Todavía ahora te sentaría bien aquel revolucionario gorro rojo!
Ella sonrió, me dio las gracias con los ojos y acarició mi mano apoyada en la
mesa.
—¡Qué va! Esto ya es el final.
Quedó un instante pensativa y luego habló en voz baja. Nunca la había oído
hablar de aquella manera. Jamás hablaba de la muerte. No iba a los funerales de casi
nadie.

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—Me gustaría que convirtiesen la gran habitación de la planta baja en la mía. Que
pusieran allí la librería que tengo arriba, en mi cuarto, y todas las pinturas. La señora
Běhounková se quedará en mi casa a cuidar de ella y del jardín. Lo tengo convenido
con ella. No me gusta pensar en la muerte, pero, como ves, ya es hora de que lo haga.
Como suele suceder, todo pasó de forma distinta.
Por el camino de regreso estuvo callada. Majerová callaba. Se sentía mal y de vez
en cuando se llevaba la mano al corazón. Cuando llegamos, la señora Běhounková, su
amiga, secretaria y enfermera, casi tuvo que llevarla en brazos desde el coche.
Al día siguiente se quedó en la cama y poco después murió en la clínica.

A veces recuerdo los rostros de las dos mujeres. Al primero, el más joven, le sienta
realmente muy bien el gorro francés. Helenka Malířová está encantadora con la
cabeza descubierta, sobre todo cuando sonríe.

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68. EL PAÑUELO DE SEDA
Después de mucho tiempo he vuelto a abrir el libro de sonetos de Shakespeare.
Ya conocía los sonetos, acostumbraba a leerlos abriendo el libro al azar. Ahora se ha
abierto la página con el segundo soneto y sus primeros versos llamaron mi atención
en seguida.

Cuando cuarenta inviernos rocen tus sienes


y surquen tu rostro liso como el arado de la tierra…

Quizás, en mi juventud, estos versos tenían todavía una parte de razón. Pero hoy,
si su insigne autor se encontrase por casualidad en la plaza de Wenceslao, muchas
lectoras de estos versos, que tuviesen precisamente alrededor de esos cuarenta años,
sentirían un atroz deseo de agredir a su autor con sus paraguas plegables.
Reconozcamos, pues, que hoy las mujeres, a sus cuarenta años, se encuentran en
la cumbre misma de la femineidad y de la belleza y no tienen por qué contar todavía
con el fin de su vida amorosa.
Si en los tiempos del reinado de François Arouet Voltaire la hermosa Ninon de
Lenclos supo atraer con sus encantos hasta los sesenta años y en aquella edad estaba
rodeada por numerosos admiradores y amantes y quedó en la historia como algo
milagroso, yo podría nombrar, no a una sola, sino a varias mujeres que la igualarían
en este sentido. Y si pensáis en Marlene Dietrich, ésta, al fin y al cabo, la supera.
Creedme, he visto a algunas con mis propios ojos. Aunque no fuesen precisamente
autoras de aforismos como Ninon, con toda seguridad no eran tontas. Al prolongarse
la vida humana, también se hizo más larga la perduración de la belleza femenina.
Pero esto no es lo único en que las mujeres han cambiado sustancialmente desde
los tiempos de sus madres y abuelas.
Las mujeres de hoy no sólo abren su corazón al amor más de prisa que cuando
nosotros éramos jóvenes, sino que tampoco la edad de veinticinco años ya no
representa para ellas la amenaza de quedarse para vestir santos, como acontecía hasta
hace poco. Y aman desde la primera juventud femenina.
Una médico joven me contó que tenía que tratar con mamás de dieciséis años que
no querían serlo por nada en el mundo. Se había encontrado también con una de
catorce años que hablaba de su situación con la mayor prudencia.
Pero tampoco es todo eso. Las mujeres han cambiado también en otro aspecto.
Vino a verme un joven artista-fotógrafo. Antes que nada se vanaglorió
enseñándome unas increíbles secuencias, con su juego de luces y sombras, y al final
extrajo de las profundidades de su voluminosa cartera un sobre con fotografías que
abrió tras una vacilación. Colocó las fotos sobre la mesa. Eran unos desnudos
femeninos, realmente hermosísimos. Además, las mujeres que habían posado, de pie

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o sentadas, ante su objetivo, eran guapas. Me quedé desconcertado y le pregunté si
eran profesionales del strip-tease o algo más interesante todavía. Me miró con cierta
extrañeza. ¿Pero qué dice? Una de aquellas muchachas era maestra; otra, oficinista, y
la tercera, estudiante.
No eran sino unas chicas completamente corrientes que, como más tarde me
anunció, despreciaban, de acuerdo con el espíritu de la época, todos los prejuicios y
se habían liberado de todas las prohibiciones. Sentí una ligera envidia.
Mientras miraba las fotografías, confieso que con cierta morosidad, me acordé de
una pequeña historia de los tiempos de mi juventud. La viví en una sombría
habitación del Pravo lidu, adonde nunca llegaban los rayos del sol y en la que A. M.
Píša redactaba su columna cultural.
Aunque tenga muy poco que ver con aquel episodio y se relacione con él a través
de una sola persona, no puedo desaprovechar la ocasión para decir unas palabras
acerca de mi excepcional amigo, al que quería sinceramente.
Redactaba la columna cultural con una minuciosidad y una precisión inhabituales.
Era especialmente exigente, desde luego, consigo mismo. Durante las vacaciones yo
le sustituía. Por lo general, se iba a Luhačovice, que le gustaba mucho; y sin
embargo, se marchaba nervioso y se diría que no del todo contento. Tenía miedo,
pues yo le parecía demasiado indolente y capaz de incurrir en ligerezas. Por eso me lo
dejaba todo dispuesto hasta el último detalle. A veces yo no hacía mucho caso de sus
indicaciones y consejos, amargándole así sus días de vacaciones. Una vez hasta
estuvo a punto de interrumpir su descanso en Luhačovice para venir a toda prisa a
Praga; tanto le había inquietado mi manera de redactar la columna. Por suerte, tenía
una mujer inteligente en casa. Por lo demás, él tenía una parte de razón. En realidad,
yo no era ni aproximadamente tan escrupuloso como le gustaría que fuese; pero, a mi
juicio, también él exageraba en sus desvelos periodísticos. Hoy los criterios son ya
enteramente distintos. Pero en aquella época me disgustaba y yo reconocía mi culpa.
Junto con el doctor J. Träger, Píša preparaba las reseñas teatrales. Entonces se
escribía inmediatamente después del estreno. Para las ediciones de la tarde las
redactaba la misma noche, pues los diarios nocturnos se imprimían ya por la mañana.
En la edición matinal, la reseña debía aparecer al día siguiente. Si se trataba de un
estreno importante, Píša escribía una reseña previa sobre la otra, para informar a los
lectores antes del estreno. Los viejos actores lo recuerdan bien. Abrían el periódico
con impaciencia.
Sobre libros, Píša escribía junto con el doctor K. Polak. Sobre exposiciones,
informaba el pintor y crítico Jiří Krejčí, hijo del escritor F. K. Krejčí. Por último,
sobre música, conciertos y otros eventos musicales, escribía R. J.
Prefiero no dar su nombre. Le llamábamos señor concejal, en recuerdo de su
carrera administrativa en un ministerio. Era un caballero vivaz y afable que siempre
encontraba alguna forma de distraernos en la redacción y cuyo optimismo vital nos
animaba no poco. Píša le trataba con cordialidad, aun cuando sus manuscritos le

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proporcionaban cierto trabajo.
Sabía hablar. Se sentaba y recordaba. ¡Tenía tanto que recordar! Había sido amigo
de Oskar Nedbal, vivió a su lado una parte de su vida humana y musical y estaba
familiarizado con su destino, que terminó con un salto desde la ventana.
Las mujeres han cambiado de verdad. No me atrevo a juzgar si para mejor o para
peor. Cada época crea su moral y los jóvenes miran al pasado con extrañeza. Claro
está, al cabo de un tiempo los niños posan la misma mirada de asombro sobre su
propio comportamiento. Por lo tanto, ¿de qué sirve maldecir o alabar? ¡La vida es así!

En cierta ocasión, el simpático señor concejal vino a vernos y su rostro estaba algo
más alegre y quizás también había en él un aire desacostumbrado. Había algo que no
le cabía en el pecho.
No le cabía y comenzó a hablar. A veces nos llamaba «chicos».
—Chicos, ya soy viejo.
Rondaba los sesenta, pero entonces aquello ya era vejez.
—Hace poco he soñado con Nedbal. Me invitaba con insistencia a un concierto
suyo. Sospecho dónde. Voy a confiaros una cosa y le pediría al doctor Píša que lo
ocultase. Que haga luego con ello lo que mejor le parezca. No se trata de nada
importante ni de un secreto del que podría avergonzarme después de mi muerte. Sin
embargo, no quiero desecharlo. Y me gustaría que nadie lo descubriese en nuestra
casa.
Extrajo de su carpeta un viejo sobre oficial, con el membrete del Ministerio de
Cultura, y sacó de él un pañuelo de seda doblado. Estaba un poco amarillento.
Cuando lo extendió sobre la mesa de la redacción, vimos unas amapolas silvestres
bordadas, entre las que estaba recortado un agujero ribeteado con seda, roja también.
—Cuando era joven —continuaba el señor concejal—, me enamoré de una guapa
muchacha. Era preciosa, de veras. Pero tan tímida como preciosa. Más vale que os
diga de una vez que no me casé con ella. Nos separamos, pero la separación no fue
dramática. Si mal no me acuerdo, ninguno de los dos tenía la culpa, ni ella ni yo.
Guardo unos hermosos recuerdos. Por lo demás, ella también. Vive y su matrimonio
es feliz. Por eso no quiero comprometer su felicidad zafiamente. Nos queríamos de
verdad.
»Llevábamos ya una temporada saliendo juntos y yo intentaba conseguir de ella
algo más que unos tímidos besos. Pero tropecé con una resistencia tan firme que
incluso me dejó extrañado. No obstante, no desistí de mis ruegos ni de mi empeño, y
volví a encontrarme con la misma resistencia una y otra vez. Pero vosotros mismos lo
sabréis. ¡Somos tan brutos, los hombres! Tenemos la mala costumbre de no cansarnos
en nuestro afán y no hay nada en el mundo que pueda detenernos en nuestra
brutalidad amorosa. Pero la chica se resistía y se resistía.
»Cuando pienso en el comportamiento del hombre, se me ocurre que si una mujer
se enamora de otra mujer, es más bien anormal, pero sí mucho más hermoso y dulce.

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Pero ¡es tan poco probable!
»Le pedí entonces que me explicase por qué se defendía con tanto ahínco y, a mi
juicio, sin sentido alguno. Durante mucho tiempo no quiso confesármelo, hasta que al
final, toda sonrojada, me susurró al oído que le daba una vergüenza espantosa. Acto
seguido puse manos a la obra y por fin la persuadí. Accedió, pero yo debía prometerle
que tendría los ojos cerrados y, además, le cubriría el regazo con un pañuelo. Y así lo
hice. En fin, incluso los delincuentes, al robar, utilizan el pañuelo para no dejar
huellas dactilares. En aquel instante tañeron las campanas de Praga y su solemne son
retumbó repetida y prolongadamente. Claro está, sólo yo las oía. Pero os aseguro que
tañeron de veras.
Se lo creí fácilmente al señor concejal. Me había pasado algo semejante a mí.
Estaba yo sentado con Halas en el magnífico café veraniego de Brno. Era verano
y, bajo el toldo del café, al aire libre, flotaban los maravillosos aromas de huertos. Y
nosotros, Halas y yo, teníamos entre veinte y treinta años. Eramos de la misma edad.
Estábamos sentados al lado de la barandilla de madera del café a todo lo largo de la
cual se agitaba la muchedumbre dominical. El simpático Jiří Mahen pasó por allí, nos
vio, se acodó despreocupadamente en la barandilla y se puso a charlar con nosotros.
También despreocupadamente, pues de pronto vio un corrillo de alegres muchachas a
las que conocía bien. Eran jóvenes bailarinas de un teatro situado en las
proximidades, y que él regentaba severamente. También nosotros conocíamos a las
muchachas. Las vimos y las seguimos tímidamente con la mirada.
De repente Mahen se calló, dio un paso adelante, cogió a una chica de la mano y
le dijo: «Věruška, ése es un joven poeta de Praga. Te está mirando como Tristán a
Isolda. Ven aquí, dale un beso.» ¡Cómo iba a desobedecer a su jefe!
Al sentir sus labios sobre los míos, yo también oí de repente a los ángeles cantar
sobre mí sobre los árboles. Por desgracia, sólo un momento. ¡Qué hermoso fue
aquello! ¡Y también yo fui el único que los oyó cantar!…
El señor concejal prosiguió:
—Al cabo de un tiempo, la chica vino a verme y me trajo este pañuelo para que lo
guardase. Y hace cuarenta años que lo tengo guardado.
Metió el pañuelo en el viejo sobre y se lo entregó a Píša. Píša lo escondió en el
profundo cajón de su escritorio.
El señor concejal J., sin embargo, sí fue al concierto de Nedbal. Murió poco
después. Píša y yo asistimos a su sepelio en la iglesia de San Simón y Judas de
František, la de la clínica de los hermanos de la caridad, y yo le dediqué unos versos
en Pravo lidu.
No hace mucho llamé ala señora Píšová y, entre otras cosas, le pregunté, como de
pasada, si en el legado de Píša había encontrado el pañuelo de seda del señor concejal
J. Un pañuelito con amapolas rojas. Las mujeres son listas. Mucho más listas de lo
que nos creemos. Cuando se trata de ser listo, decía Píša, una mujer vale más que tres
hombres.

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—No lo encontré. Ni me había hablado de él. Pero si se trata de algo erótico,
puede estar seguro de que Toníček lo quemó después de su muerte.

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69. LA DECIMOCUARTA ESTRELLA
Entre todas las variadas cosas posibles que se vendían en la feria de Kralupy,
estaban también las estampas multicolores de las imágenes de los santos. Se las
extendía a lo largo de la calzada sobre una lona remendada y ocupaban mucho sitio.
Por eso se las desterró desde el mercado que se situaba en la plaza, hasta la pequeña
explanada que se abría delante del ayuntamiento. Como la virtud puede ser vecina del
vicio, y la beatitud, del negro pecado, pronto se instalaron junto a las estampas
cantantes de romances de feria, un hombre y una mujer, con sus cuadros pintados
sobre unos lienzos que colgaban en las rejas de la puerta de la finca de Karban. El
hombre cantaba señalando con una larga vara las distintas partes del cuadro en que
estaba representado un argumento horripilante. Era una especie de cómic de entonces.
La mujer, que a ratos unía su voz de soprano al canto del hombre, vendía los textos
impresos.
Desde una ventana de la planta baja del ayuntamiento me sonreían dos chicas de
Janat que había conocido aquel verano. A veces las chicas escuchaban los cantos
conmigo y se tragaban los horrores a palo seco, como yo. Yo tenía diez años.
También fue delante de aquellas estampas donde oí por primera vez el nombre de
la ciudad de Jičín y vi por primera vez su vieja puerta con torres. En aquellos cuadros
pintados «a mano», como precisaba el cantante, tenía un aire muy tétrico. Y con
motivo. La canción hablaba de la tragedia del sastre Trnka de Jičín, que estranguló
con sus propias manos a su mujer, madre de cinco hijos, para casarse con su amante
de Železnice, que le estaba esperando en la alameda de los tilos, punto de citas de los
enamorados de Jičín. Lo hizo de modo que pareciese que su mujer se había quitado la
vida ella misma. Pero, como suele ocurrir, todo terminó de una forma muy distinta.
El sastre Trnka fue detenido y procesado. Lo ahorcaron en Hradec Králove. Su
desdichada amante quiso cuidar de los pobres huérfanos, pero su solicitud fue
denegada. Por lo que parece, no era mala chica. Prueba de que sus remordimientos no
cesaban es que decidió morir y se arrojó de la torre de Jičín, frente a la entrada del
templo de Santiago, donde las viejas vendían pequeñas coronas y ramos de
primavera.
Diez años después escribí sobre aquel asesinato sanguinario un poema que ahora
me hace sonreír con perplejidad. Era ingenuo y malo. ¡Aquella canción de feria era
más bonita!
Escribí el poema ya después de haber conocido Jičín. La chica que me gustaba y
que más tarde se convirtió en mi mujer era oriunda de Jičín. Vivía en Praga, pero casi
cada domingo iba a casa. A veces yo la acompañaba. Durante una de mis visitas a
Krec Antal Stašek me manifestó, cordialmente, que en Jičín siempre había muchas
chicas guapas y que entre ellas siempre había una que era la más guapa, y me sonrió
pícaramente. Él tenía entonces ya casi ochenta años.
La primera vez que fui a Jičín, fue con mi compañera. Ya al pasar Kopidlne,

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empezó a apoderarse de ella un ligero desasosiego. Desde la ventana del tren me
señaló con fervor las colinas que rodean Jičín. Estaban en la lejanía, grisáceas como
semillas de amapolas. Eran Kumburk, Brdlec, Tábor. Aquella baja de la izquierda, ya
era Velis. Luego vimos el alegre Zebín, con su pequeña capilla. Estábamos casi en
Jičín. Cuando apareció Zebín, divisamos en la lejanía las torres de Jičín, debajo de las
cuales se extendía el propio Jičín.
Al principio no comprendía su impaciente entusiasmo, pero me enamoré de Jičín
desde mi primera visita.
Ya lo sé. Puede ser que Tele sea más interesante y más bonita. Que en otros sitios,
quizás en Slavonice y en Sušic, haya edificios más dignos de atención. Pero Jičín, con
su plaza cuadrada, con sus torres, su castillo y su catedral, tiene su propio encanto, su
propio hechizo: el de la sencillez y el de cierta hermosa obviedad. No hay nada
excepcionalmente grande ni enfático; pero todo, de un modo u otro, nos llega al
corazón. Por algo el altivo duque de Friedland tenía preferencia por Jičín.
Cuando iba a Jičín solo, me asomaba también a la ventanilla del tren para ver
antes las colinas que rodeaban la ciudad, los apacibles montes de Krkonoš. Apenas
veía la torre, tenía ganas de echar a correr para abrazarla por la cintura y besarla. En
su reloj dorado y negro. Así ocurre cuando un lugar está marcado por las lágrimas de
una gran felicidad.
El día en que pasé por primera vez bajo la puerta de las torres y me encontré en la
plaza de Jičín, era un domingo. Para empezar, mi guía me enseñó el templo de
Santiago y el castillo situado en su inmediata proximidad y bajo cuyas arcadas
tintineaban todavía las espuelas de los jinetes de Wallenstein. Pero antes de dar una
vuelta por la hermosa plaza, me llevó a la esquina más cercana, donde, en la
oscuridad de la bóveda de una arquería, había una pastelería. Era propiedad de Lukeš,
el mejor pastelero de Jičín.
Allí, por supuesto, ya no tintineaban las espuelas, pero detrás del mostrador
sonreía la amable señora Lukešová. Ya no era muy joven, pero seguía siendo guapa y
atractiva. Además, cómo podría ser joven, si nos contó que a su pastelería solían
venir los oficiales austríacos a cortejar a la joven esposa del pastelero, mientras ella
les servía en copas de cristal licores dorados, rojos y rosados. Así que también allí
habían tintineado las espuelas. Pero la galanteaban en vano. No se había conservado
ningún rumor, ¡y eso es la mejor prueba!
Tenía unas manos pequeñas, algo hinchadas, pero bien formadas y no me
importaría que sirviese los pasteles en vez de con una pala de plata, con sus hermosos
dedos. De las mujeres como ella los hombres decían que eran mollettes. Blandas. Los
franceses, que de estas cosas entienden mucho, inventaron ese adjetivo para hablar de
ciertas mujeres.
A veces la cortina roja del fondo de la pastelería se apartaba, dando paso a un
caballero mayor y canoso, con un mandil de seda y un alto gorro blanco, que traía en
una fuente de porcelana una nueva muestra de su magistral creación pastelera.

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Siguiéndole, irrumpía en la pastelería una nube del cálido perfume de un horno
cercano.
¡Pero también fuimos a ver Santiago!
Los domingos por la mañana tocaba en la plaza una banda militar y la gente
paseaba por los porches, que empezaban en Lukeš, pasaban junto a la farmacia y
llegaban hasta el ayuntamiento.
Como es lógico, la aplastante mayoría de los paseantes eran jóvenes. Jičín era una
ciudad estudiantil.
Estaban tocando exactamente «La canción de las hilanderas» de El holandés
errante, cuando, sin especial alegría, nos metimos en aquel hervidero de juventud
despreocupada y en seguida se nos quitaron diez años de encima.
En verano, las puertas de la pastelería de Lukeš estaban siempre abiertas y a los
que pasaban por delante les asaltaba el olor a caramelo, a avellanas, a chocolate y a
pistacho. Y a la aromática confitura de frambuesa.
Por la tarde aquel paseo de estudiantes se desplazaba a la avenida Hus.
No era tan festivo. Durante aquel paseo se hacía notar, con el aroma nutritivo y
suave del pan, el horno del padre de mi mujer.
El olor a pan es el olor de todos los olores, Es el proto-olor de nuestra vida en la
tierra. Lo inhalamos y pensamos en la guerra. También recordamos la católica
oración de las oraciones, en la que se pide este alimento de cada día. Nuestra mamá
tenía bordadas con hilo rojo sus palabras, junto con una hogaza abierta, el cuchillo y
el salero, sobre un grueso lienzo colgado encima de la mesa. Es el aroma de la
armonía, de la tranquilidad y del hogar.
Mi suegro también hacía el pan para la guarnición local. Por la tarde, cuando
cargaba la ración militar en las carretas, el olor inundaba toda la calle.
Los domingos por la mañana, los cocineros militares traían a la panadería
enormes bandejas con la carne para que la asaran en los hornos de la panadería. Las
más de las veces era carne de cerdo. Se sentía un aroma que despertaba hasta las
lenguas más profundamente dormidas. Los trabajadores de la panadería recibían
luego, por haber ayudado a prepararla, una buena porción de carne sobre un pedazo
de pan fresco. No era difícil adivinar lo bien que les sabía. Cuando algún soldado me
ofrecía, también a mí, un bocado, yo no lo rechazaba. Ha pasado ya medio siglo y
todavía lo recuerdo con frecuencia.
Por cierto, ¿habéis comido alguna vez aquellas empanadillas de jamón que se
hacían en Viena? ¿No? Entonces, no habéis probado algo muy bueno.
Pero ¡por amor de Dios, no hago más que hablar de las vivencias más terrenas!
Creeréis que peco de voluptuoso. Pero ni yo mismo lo creo, aunque conozco mis
defectos y me agrada comer bien.
Tampoco echo en olvido las cuestiones culturales. No acostumbro a mirar el cielo
sino cuando va a llover, y la metafísica me resulta más bien lejana, pero pienso a
menudo en el alma humana, que, según dicen, no existe.

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Jaroslav Vrchlický y J. B. Foerster encontraron entre las murallas de aquella
ciudad no sólo sus amores, sino también la inspiración de su obra.
Los diligentes aficionados de Jičín le brindaron a Foerster su Eva. El compositor
quedó fascinado, no sólo por la representación, sino también por la intérprete del
papel principal. Más tarde, agradecido, dedicó a la ciudad su Suite de Jičín. Jaroslav
Vrchlický dirigió a su amiga de Jičín decenas de hermosas cartas de amor. Las cartas
se conservan, pero no han sido publicadas hasta ahora.
Cómo salió del paso J. B. Foerster, no lo sé. Cómo salió Vrchlický, sí. ¡Fue
horroroso, como siempre! Pero ya estamos al borde mismo de los rumores de una
ciudad provinciana. Así que dejemos esos recuerdos y vayamos mejor a la alameda
de los tilos. Los tilos en flor son hermosos y su frondoso ramaje entrelazado forma
sobre nuestras cabezas un tenebroso túnel de miel que miles de abejas llenan con sus
zumbidos.
¡Cuán grato es este paseo para los jóvenes! Se ocultan detrás de los anchos
troncos, cuya edad sobrepasa ya los trescientos años, y la miel llueve sobre ellos.
El paseo dominical ondea y resuena en la parte norte de los porches. A lo lejos, en
su extremo superior, hay un edificio que destaca por su desolación oficial,
desentonando con el ritmo de las demás fachadas. Es la cárcel de Jičín. Había allí un
supervisor, Vik, que tenía una hija muy guapa.
Un domingo de verano, Anička Viková nos vio desde la ventana, cuando
cruzábamos la plaza, y salió corriendo a nuestro encuentro. Conocía a mi mujer, pero
era conmigo con quien quería hablar. Se sentía muy desdichada. Se precipitó a
contarme sus pesares.
Por nada en el mundo quería quedarse en Jičín. Deseaba con toda su alma
marcharse a Praga. Que yo le buscase en Praga algún trabajo. Si no podía hacerlo, se
iría a Praga sola, a la ventura, y encontraría cualquier colocación, aunque fuese de
criada.
Anička Viková era una joven realmente guapa y sus oscuros ojos fulminaban a
cualquiera con su cautivadora mirada tamizada por unas largas pestañas negras.
Quise disculparme, diciendo que yo era bastante torpe en asuntos de esta índole; pero
no lograba ponerme fuera del alcance de sus hermosos ojos suplicantes. Su petición
me parecía absurda. Sus oscuras trenzas, relucientes y gruesas, estaban enrolladas a la
antigua usanza, alrededor de su cabeza. Estaba sencillamente bella.
No había remedio, me vi obligado a prometerle que en Praga le buscaría algo,
aunque no tenía ni idea de cómo ni de dónde.
Pues sí; le encontré un empleo en Praga. Por pura casualidad. No diré dónde,
tengo para ello mis motivos, pero no estaba lejos de mi trabajo y por aquel entonces
eso no era muy usual. Por supuesto, yo no sospechaba en absoluto que me encontraba
ante una serie de circunstancias accidentales que, finalmente, para Anička Viková
resultaron fatídicas.
Mientras yo echaba de menos en las calles de Praga la plaza calentada por el sol y

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perfumada por el viento de las montañas, ella, desventurada, no deseaba otra cosa que
abandonar ciertos lugares. Nada le impediría huir de sus confines y de su alcance.
No creo mucho en el destino. Sería insoportable pensar que el hombre tiene sus
caminos de la vida marcados y establecidos, para seguirlos como un juguete de niño
arrastrado con la cuerda. Pero, en cambio, no puedo descartar que hay veces en que
las circunstancias de uno se reúnen en un juego extraño que se asemeja al destino. El
hombre no intenta siquiera oponérseles y se deja llevar de buen grado hacia su
perdición.
Jean Cocteau, en una obra suya que aquí ya está medio olvidada, cita una antigua
leyenda iraní: Un joven jardinero se presenta de repente ante su señor y le pide con
vehemencia que le preste un caballo veloz. Por la mañana se ha encontrado con la
Muerte y ésta le amenazó.
Quiere irse hoy mismo a Ispahán para rehuirla. El amo le presta su caballo y por
la tarde tropieza con la Muerte. «¿Por qué has amenazado hoy a mi jardinero?» «No
le he amenazado —le contestó la Muerte—; simplemente me ha sobresaltado y, con
el susto, levanté una mano, por haberlo encontrado aquí, cuando hoy tengo que
matarlo en Ispahán.»
Algo parecido ocurrió también en mi familia. Yo tenía una hermana. Contenta y
feliz, vivía en la quieta Růžodol, cerca de Liberec. Si había algo que no le interesaba,
que no deseaba y que le resultaba incluso desagradable, era el camino a Praga. Vivía
completamente tranquila con su familia, entre las rosas de su jardín. Hay mucha gente
como ella. Pero un día tuvo el deseo, repentino y extraño, de viajar a Praga. No tenía
ningún motivo que lo justificase. Sólo un ansia irrefrenable de ir allá. En vano
quisieron disuadirla de su propósito. Además, su yerno, que debía llevarla, no tenía
tiempo. ¡Le convenció! Se fue con su hija. A pocos kilómetros de Liberec tuvieron un
accidente. A nadie le pasó nada, ni el coche sufrió daños. Sólo mi hermana estaba
muerta.
Exactamente así se me presenta el anhelo fatídico de Anička Viková. Después de
su llegada a Praga viví de cerca dos amores suyos. Para que se me entienda bien, yo
no me metía dentro de su vida. Pero un día me lo exigió y, además, se trataba de dos
amigos míos. Tengo que reconocer que, a lo que parecía, ella no tenía la culpa de
ninguna de las dos aventuras amorosas. La tuvo la belleza de la muchacha. Primero
se enamoró de ella mi amigo el pintor M. Confieso que yo no sospechaba lo que un
amor repentino puede hacer de un hombre aparentemente normal e inteligente. El que
dejase de trabajar, era, al fin y al cabo, comprensible. Lo peor fue que también dejó
de comer y se arrastraba por las calles de Praga como un alma en pena. Aunque,
tratándose de situaciones tan delicadas, nunca sé actuar ni tengo ganas de hacerlo, por
el bien de mi amigo, a quien quería, me vi obligado a intervenir de forma harto
implacable. Aquello se prolongó sólo unas angustiosas semanas. Hace mucho que el
pintor murió, pero, durante bastante tiempo, al recordar aquella historia, se agarraba
de la manga de mi chaqueta y temblaba aterrorizado.

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Poco después se enamoró de Anička Viková otro compañero mío. Aquella vez fue
algo más complicado. También Anička Viková se enamoró un poco del escritor S.
Desgraciadamente, su amante era un hombre casado. Entonces ella me pidió un favor
casi imposible. La mujer de mi amigo S. era joven y bien parecida. Así que también
esta aventura tuvo que terminar de un modo razonable y Anička Viková, por algún
tiempo, desapareció de mi vida. Sólo de tarde en tarde oía hablar de ella. Una vez
incluso la encontré. De nuevo estaba insatisfecha. No le bastaba con estar en Praga.
Se sentía desdichada, quería ir a París o a Berlín. En aquello, por supuesto, yo no
podía ayudarla. Y me puse muy contento al saber que se había enamorado de un
corresponsal berlinés en Praga. Le deseé mucha felicidad. Y como ella seguía su
destino con tenacidad, pronto se marchó con su amigo a Alemania.
Probablemente antes de la ocupación de Checoslovaquia, cuando los preparativos
para la guerra de Alemania llegaron a su apogeo, los dos huyeron a Praga de nuevo.
Su marido consideró que lo más seguro era marcharse a Moscú, pero Anička Viková
se quedó en Praga.
Al comenzar la ocupación, la detuvieron y encarcelaron en Pankráce. Los que la
vieron, entre ellos el autor de Reportajes al pie del patíbulo, cuentan que seguía
siendo muy guapa, que no se había derrumbado y que conservaba su esbeltez. En su
pelo habían aparecido canas. Fue ejecutada en los días de la Heydrichiada.
Además, fue fusilada en el campo de tiro de Kobylise, como Vladislav Vančura.
Era el mes de junio de un hermoso verano. Un verano hermoso en el paraíso
checo es más hermoso aún. Al menos, a mí así me parece. En este terruño me siento
en casa. ¡Es como si fuera el mío!
A fines de mes me fui a las rocas de Prachov. Por el camino me senté a descansar
en la piedra del monumento que se erigió allí en memoria de los caídos en la
malograda batalla de Jičín de 1866. Entonces no habían transcurrido aún cien años
después de aquella batalla.
Me quedé mirando largamente hacia abajo, a Libun y Troský. Por aquellos
tiempos esta vista estaba descubierta. Ahora se alza delante del mirador una muralla
de árboles.
¡Qué vista era aquélla! La pequeña Libun, idílicamente atractiva, se perdía, junto
con su diminuta iglesia, en el verdor de los prados llenos de flores, mientras Troský,
en lontananza, era a veces gris, a veces azul y por la noche rosado. El encanto
indolente de aquella tierra invitaba a sumergirse en ella, y el canto de las alondras
sujetaba el cielo sobre ella como una hebilla reluciente en el dosel de brocado sobre
un tálamo nupcial.
De repente, por el gres ennegrecido del monumento se deslizó hacia mí una
largartija azul. Miró a su alrededor y, al verme, desapareció en la tupida hierba, detrás
del monumento.
Adiós, nunca más en mí vida volveré a verte. Luego aterrizó un ojo de pavo real.
Sigilosamente removió sus alas y reemprendió su vuelo al primer soplo de viento. Por

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último, acudió presuroso un pequeño escarabajo negro, recorrió la piedra y, cuando
descubrió la inscripción grabada, trepó trabajosamente de una letra a otra. Sólo
entonces me fijé en la leyenda alemana. En el lugar en que me encontraba empezaba
el campo de batalla. Esta había sido su retaguardia.
Sus antiguos testigos de Jičín hasta hoy se complacen contándola. Por la mañana
del veintiocho de junio, sobre las nueve, en Jičín cundió la noticia de que los
prusianos se estaban dirigiendo hacia la ciudad.
Su artillería pesada apareció cerca de Libun y, pasando por Kněžnice y Jinolice,
se dirigió a Jičín. Instantes después, el estandarte de los cazadores austríacos fue
izado en la altura de Čeřovka, que se encuentra al lado de la ciudad. Un pequeño
destacamento de dragones ocupó el terreno entre el camino de Kbelnik y el embalse
de Jičín. Todos estos lugares se ven desde el monumento de Prachov. Los prusianos
pagaban cada paso suyo con mucha sangre derramada y, sin embargo, seguían
peleando sin detenerse ante nada. El primer tiro de los cañones austríacos decapitó a
un artillero prusiano que no había tenido tiempo de guarecerse, y con ello se entabló
el duelo de artillería por encima de la ciudad. Los prusianos luchaban incansables.
Sus fusiles de aguja eran mejores y «hacían el trabajo» mucho más de prisa que los
anticuados fusiles austríacos. Los oficiales prusianos, a su vez, eran notablemente
mucho más experimentados. El general austríaco Clam Gallas no interrumpió su
comida en una taberna de Jičín ni siquiera cuando la artillería sajona llegó a Jičín para
cubrir la retirada caótica de sus soldados del campo de batalla. El combate fue
perdido y las tierras próximas al embalse de Ostružen estaban cubiertas de cadáveres.
Allí había peleado la infantería austríaca.
El propio Jičín estaba lleno de bajas. En las iglesias, en los cuarteles, en las
escuelas, en el castillo y en la prisión de Kartouz yacían los heridos y moribundos, y
faltaban gentes que pudiesen darles al menos un trago de agua.
En el camino de Kbelnik había dragones muertos. Los dragones, esos viejos
galanes, estaban sin sus caballos y sin sus yelmos. A otros los cascos les habían
resbalado hacia la frente y sus vistosos bigotes se erizaban sobre sus rostros muertos
con cierto aire cómico. ¿Dónde estaría la belleza de aquellos yelmos dorados y la
altivez de aquellos pantalones rojos?
Jičín se llenó en seguida con las tropas victoriosas. Los ruidosos prusianos
estaban en todas partes. En las tabernas y en las casas de la villa. Robaban siempre
que podían y se lo llevaban todo, sin dejar nada, cuanto les gustase. El ejército
austríaco y muchos civiles habían huido hacia Praga.
Hoy un pequeño escarabajo negro corretea por los nombres de los oficiales caídos
y reina un silencio estival maravillosamente perfumado.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial vine a Jičín y di una vuelta por la plaza.
Conté los muertos. Tampoco eran pocos. En la plaza había unos ricos comercios que
habían pertenecido a los judíos de Jičín. Casi todos ellos habían muerto. Entre mis
amigos de Jičín, fue diezmada y casi exterminada la familia Goliat.

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Otto Goliat tenía, en una vieja casa gótica de la plaza, un comercio de telas. Cada
mañana colgaba en los batientes de madera de la amplia puerta las muestras de sus
mercancías. Pero no era el comercio su alegría ni fue su prosperidad lo que hizo
famoso a su dueño. Participaba en la vida de su ciudad y trabajaba en el consejo
municipal. Caminaba huraño y adusto, como un profeta del Viejo Testamento. No era
mala persona como muchos creían. Era justo. Sobre su mesita de noche tenía el Libro
de los cantares, de Heine. Pero la gente quería a su mujer. Fueron asesinados; ellos
dos y su hijo menor.
Ahora la vida continúa su galopar. En la casa de los Goliat hay ahora una
verdulería; en sus escaparates reverberan montones de naranjas y limones y las
puertas se mantienen cerradas. Cuando paso junto a la prisión de Jičín, siento una
punzada en el corazón.
Anička Viková, ¡el mundo es horrendo!
No hace mucho recibí de un lector desconocido una carta amistosa. Me escribía
que hace poco estuvo en Jičín y, como había leído también mis poemas sobre Jičín y
sobre el sastre Trnka, no resistió la tentación y contó las estrellas que hay en el nimbo
de la Virgen María que está en la plaza. En el poema escribo:

Sólo la estatua de piedra en medio de la plaza se alzaba


y en su frente lucían trece estrellas de hojalata.

«Examiné el nimbo y conté catorce estrellas. ¡Usted se equivocó al contar!»


El autor de la carta, probablemente, la firmaba, pero no encontré sus señas. Si
pudiera responderle, le escribiría:
«En absoluto, apreciado señor. Las conté bien. Las contamos incluso dos veces.
Si en el nimbo de la estatua mariana de la plaza de Jičín hay catorce estrellas, se ha
producido un pequeño milagro, por increíble que parezca.
»La decimocuarta estrella debió de aparecer allí en el instante mismo en que la
hermosa cabeza de Anička Viková cayó sobre la arena del campo de tiro de
Kobylise.»

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70. EL MANANTIAL Y EL POETA
Conozco bastante bien Sobotka y sus aledaños. Está justo al otro lado de Jičín,
adonde yo iba con frecuencia. Son unos pasos, unos sepulcros, unos doce kilómetros
aproximadamente. Si Sobotka no me gustase, tendría que codiciarla. Primero una
fortaleza hermosamente oscura, luego el tilo de Semtín, el exótico Humprecht y, por
supuesto, el espejo forestal, hondo y misterioso: el embalse Nebákov. Y también,
claro está, unas hermosas vistas a Troska y, por último, el poeta que abrazó y amó
toda aquella tierra y acarició su polvoriento suelo.
Todo terruño está ultimado por un poeta. Un poeta descifra sin dificultad los
misterios de su belleza mientras la canta.
Yo, entonces, ya conocía Sobotka y me sabía casi de memoria muchos versos de
Šrámek dedicados a aquella tierra. Había publicado ya mis primeros libros y deseaba
conocer al poeta. ¡Me imaginaba con derecho a conseguirlo, y con un derecho
irrefutable! Qué derecho sería aquél, ¡era lo de menos! Recuerdo vivamente el
momento en que St. K. Neumann abrió un abultado sobre que contenía unos nuevos
poemas de Šrámek. El autor los enviaba a Červen. Recuerdo muy bien que eran
«Romance», «Codeso» y «El imprudente». Más tarde Šrámek los incluyó en la
edición ampliada de La esclusa. Cuando Neumann los leyó —hay que decir que toda
la redacción de Červen le cabía en la cartera que llevaba consigo— vi encenderse en
sus ojos primero una expresión de satisfacción, luego una sonrisa leve y, al final, una
alegría radiante.
—Lee esto —me dijo—. Son los poemas más hermosos que se han escrito
durante los últimos años en nuestro país.
Frana Šrámek pasaba la mayor parte de su tiempo en Praga, y vivía cerca, al otro
lado de la colina. Pero yo quería encontrarlo en su maravilloso mundo, en casa de su
madre, en Sobotka.
Pero antes de que me decidiera a escribir a Šrámek, Karel Čapek telefoneó a Hora
para que fuésemos a verlo, pues también Šrámek iba a ir. Fuimos allá felices. Hora
tampoco le conocía hasta entonces. Pero Šrámek no apareció, como ya había ocurrido
otras veces. «Es de los tímidos —observó Čapek—, pero en otros aspectos es una
bellísima persona. Debéis conocerlo sin falta. Tened paciencia.»
Luego le escribió a Šrámek una carta diciendo que me gustaría ir a verlo a
Sobotka, pues viajaba a Jičín con frecuencia. Me contestó que viniese, que estaría allí
todo el mes de julio y que le gustaría.
Salí de Praga para Sobotka casi a mediados del mes. Desde la estación fui
directamente a la plaza. Caminaba sin acobardarme. Le llevaba un saludo y un
mensaje de Neumann.
Pero en su casa me dijeron que «el señor poeta» se había marchado dos días
antes. Su mujer había caído enferma en Praga. No importaba, volvería otra vez.
Ladislav Stehlík, en el libro El checo, instrumento del poeta, cuenta que llamé a la

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puerta de Šrámek a primera hora de la mañana y que el poeta se estaba afeitando.
Tenía que esperar un poco, pero yo, según dice, no esperé. No es cierto. Es una
pequeña mentira. En todo caso, tuve que perdonársela a Stehlík en seguida, ya que en
aquella relación citaba también un veredicto lisonjero de Šrámek acerca de mis
poemas y de mí. Así que me callo. Pero, claro está, yo habría esperado a Šrámek en
Sobotka hasta la noche.
La tercera vez que intenté ir a verlo, fue mientras yo veraneaba en Jičín.
¿Va a llover?
¡Qué va! Sólo por la noche ha llovido un poco y huele a lluvia de verano. La
tierra está como recién lavada, es toda rosas, toda brillo, toda sonrisas. Fui.
Desde Jičín es un paseo agradable. Se pasa junto a dos embalses, a la izquierda
queda el pueblo de Velis, donde Jaroslav Ježek tocaba el órgano, y de pronto se nos
aparece Trosky, que nos sigue un rato en nuestro camino.
Hace más de cien años, en 1855, chapoteaba por aquel camino el joven Antal
Stašek, en aquel entonces Antonín Zemann, alumno de segundo año del gimnasio de
Jičín. Šorm, su compañero, mayor que él, le acompañaba a Sobotka. En alguna parte,
por detrás de Jičín, encontraron a un hombre viejo, de pelo gris. Se detuvo a hablar
con ellos. Era Josef Kajetán Tyl. Al despedirse, estrechó las dos manos con
cordialidad.
La mano que había estrechado Tyl, estrechó también la mía. Me di cuenta de
repente, cuando Stašek murió, y me pregunté a mí mismo qué mensaje silente y,
quizás, apenas barruntado, transmitían a través de mí las manos de los viejos poetas
del siglo pasado a nuestros días y a quién se lo iba a entregar yo, en este país pequeño
y no demasiado feliz.
A unos minutos de Sobotka está la aldea Samšina. Las guías turísticas indican que
desde aquella aldea se abre una de las vistas más hermosas de Trosky.
¡Sí, es verdad! Conozco muchas vistas a aquellas ruinas, pero la que ofrece
Samsina resulta especialmente hermosa de veras.
En realidad, ¿cómo puede una ruina ser tan bonita? Me quedé allí largo rato
pensando hechizado en aquel símbolo pétreo de esta tierra, sin el cual es imposible
imaginar siquiera estos campos.
Quizás ni se sabe qué aspecto tenía aquella fortaleza, pero lo cierto es que no fue
tan llamativa como lo son sus ruinas, con dos columnas de basalto colocadas una al
lado de la otra. La imagen de Trosky empieza a despuntar a partir del momento en
que las manos saqueadoras de los soldados suecos destruyeron la fortaleza. Después
de los suecos llegaron el viento, el agua, el frío y el tiempo, para que la devastación
continuase consumando su obra. Estaba a punto de decir «su obra de destrucción»;
pero no, aquello no fue precisamente una destrucción. Crearon un monumento
pintoresco y fascinante. Hoy vigilamos cada piedra para que no resbale al precipicio
entre las dos rocas, y hacemos todo lo posible para conservar las ruinas para el
tiempo nuestro y para los tiempos venideros.

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Su imagen, el dibujo de Zdenka Braunerová, fue introducida como viñeta en los
libros de Paul Claudel. La gente del país la lleva en sus corazones.
Cuántas ruinas trágicas vimos al final de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado,
era la representación de la barbarie humana y de la destrucción; por otro, era la
imagen de la impotencia y de la desesperación. Pero estas ruinas, cuyo nombre
resaltamos con una T mayúscula, hace tiempo han recobrado una nueva integridad.
La ruina Trosky que amamos nos sonríe desde lejos.
Pero de nuevo había venido a Sobotka en vano. Aquella vez el poeta no había
llegado aún. No importa, algún día le encontraré allí.
No lo conseguí hasta el año 1952, cuando tuve que empujar la cancela del
cementerio de Sobotka.
Antes incluso de que fuese a Sobotka, Karel Nový me envió una de las viejas
ediciones de Kobra del Mayo de Mácha. Al abrir el libro, encontré en él una vieja
carta de Šrámek dirigida a mí. Seguramente fue Karel Nový quien metió la carta allí.
Aunque era sólo un breve saludo, era cordialmente amistosa. Por lo visto, Šrámek
confió la carta a un recadero, y éste no la llevó a su destino. No recibí la carta. Nový
la compró por pocas coronas a un anticuario.
El bajo sepulcro del poeta se encuentra junto al muro, bajo Humprecht, entre los
árboles. ¡Ah, no sabéis que el rumor de estos árboles es como el son de las arpas!
Sobre la pequeña torre de Humprecht la luna brilla como un cuerno de oro en los
labios de las brisas, vientos y huracanes, por eso, sobre el sepulcro del poeta, jamás
reina el muerto silencio de los cementerios.
Al salir del cementerio, con la cabeza llena de versos de Šrámek, me pregunté
adónde dirigirme para que las poesías tardasen más tiempo en desvanecerse de mi
mente. Decidí pasar por los lugares que el poeta había amado. Al cabo de un rato
resonó sobre mi cabeza el rumor del tilo de Semtín y en seguida me encontré frente al
sombrío Kostí. Ya no volví al camino. Bajé a la fortaleza y desde allí caminé por el
maravilloso valle, en el que todo es tierno y hermoso como su propio nombre,
Plakánek («Plañidero»). Me alegraba por adelantado de ver la Roubenka del poeta,
un pequeño manantial en la roca. Pero ya desde lejos vi que, aunque desde la muerte
del poeta había transcurrido tanto tiempo y tantos días, el manantial seguía teniendo
los ojos llenos de lágrimas.

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CUARTA PARTE

EL FIRMAMENTO LLENO DE CUERVOS

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71. INTRODUCCIÓN
Desde mi amplia ventana de Břevnov, allí mismo donde terminaba mi pequeño
huerto, veía yo el verdor de los brotes del campo desde el otoño hasta el verano
siguiente. Detrás del campo había unas canteras abandonadas que en verano se
llenaban de esbeltos tallos de perejil. Más allá de las canteras, la carretera bajaba a un
valle, luego había otro campo y, después, un bosquecillo pedregoso. Cuando en
marzo abría la ventana de par en par y acercaba mi silla, podía escuchar las alondras
como desde un palco del Teatro Nacional.
Hace tiempo que el espacio que había delante de mi ventana está tapado. Algún
tiempo atrás, los brotes se cambiaron en las alambradas que cercan las casas y las
villas. Las perdices y los faisanes que antaño entraban en nuestros huertos, ya no se
dejan ver ni en invierno, y las liebres que a menudo correteaban entre nuestros pies,
han huido más lejos. Sólo los cuervos han permanecido fieles a nosotros y parece
que, a cada nuevo año, su número aumenta. Llegan siempre a finales de octubre,
cuando ya es casi seguro que no hará un solo día bueno. Se reúnen en bandadas,
llenan el aire con sus gritos ominosos y les gusta posarse sobre las débiles ramas de
los abedules, que bajo su peso se inclinan hondamente.
Una vez, en otoño, enterré en el abono una liebre destrozada y ya maloliente. La
desenterraron en seguida y a partir de entonces prestan una especial atención a
nuestro huerto. Desasosegados y estrepitosos, vuelan arriba y abajo. Y tengo la
sensación de que debajo de nuestras ventanas están montando un catafalco.
A partir de su mitad, el otoño suele ser aún más triste. Cada uno de nosotros se
detiene a pensar un momento y mira perplejo a su alrededor.
El espacio de vida que hemos atravesado se llena entonces de rostros amables y
amados, que nuestros ojos buscan allí mientras los invocan en el alma.
Entre miles de ellos he descubierto un rostro olvidado y estoy evocando un
conocimiento. Desde mis años estudiantiles yo encontraba en la actual Avenida
Nacional a un caballero de edad, con un bastón y un aplastado sombrero negro. Yo le
saludaba cortésmente. Él me sonreía y, con un gesto amistoso, se llevaba la mano al
sombrero. Era Ignát Herrmann. Al cabo de muchos años, al final de los veinte, me
paró y, por lo visto movido por la curiosidad, me preguntó quién era. Así, sin más,
nos conocimos.
—Joven —me dijo Herrmann—, de mi generación ya no me queda nadie en el
mundo. Todos han muerto y estoy completamente solo.
En torno a nosotros retumbaba la Avenida Nacional, llena de gente que pasaba de
prisa o estaba parada, y yo me negaba a dar crédito a sus palabras. Si aquí mismo
había una multitud de los que le conocían y le leían. No, él no estaba abandonado.
Un otoño, a principios de los veinte, publicamos una antología de nuestro grupo
Devětsil. Herrmann me lo recordó con una leve sonrisa. Ya no puedo decir para qué
destacamos especialmente aquel otoño también en la portada. El libro levantó

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entonces una polvareda. ¿Cuántos quedamos de los que entonces nos habíamos
reunido en torno a aquel libro y cuyos nombres venían mencionados en una de sus
últimas páginas? ¡Sólo dos o tres! Y yo soy el único que todavía grita por lo bajo
«¡Hurra!» y moja la pluma en el tintero. Todos los demás han muerto. Miro atrás
buscando sus rostros. Los encuentro, pero en seguida se confunden en el gris de mi
mala memoria.
Abro aquella lectura antigua y siento tristeza. El perfume de los recuerdos me
ahoga. El amargo aliento de las viejas caricias se ha enfriado hace mucho. ¡Cuántos
nombres había! Ivan Goll, Foujita, Georg Grosz, Zadkin, Kisling, Archipenko…
Pronuncio nombres que hoy ya no me dicen tanto. ¡Y estoy pensando en otros!
¡Qué felicidad habría sido la mía, si hubiese podido estrechar la mano de
Vančura! ¡Qué no daría por poder fumar una pipa en Slávie con Teige! Si, por
casualidad, yo no tuviese una pipa, me la prestaría gustoso. Siempre tenía los
bolsillos llenos de ellas y las iba cambiando. ¡Cuánto me gustaría tomar en Šuter una
botella de vino con Vítězslav Nezval! En este momento no puedo pasar por alto los
días en que nos recitaba temperamentalmente «El asombroso mago» que justamente
acababa de ser publicado por primera vez en aquella antología nuestra. Fui yo mismo
quien lo llevó a la imprenta y hasta hoy vuelven a mí, como por ensalmo, sus
maravillosos primeros versos:

Sueñas con una cultura nueva y yo te canto otra vez, llena de reverberos,
fuente con la tigresa…

Vuelvo las páginas amarillentas, y tampoco puedo dejar de recordar las últimas
líneas del artículo programático de Karel Teige que cierra la antología:
La belleza del nuevo arte es de este mundo. La misión del arte es la de crear
bellezas análogas y cantar, con imágenes arrebatadoras y con insospechados ritmos
poéticos, toda la belleza del mundo.
También en el libro las cinco últimas palabras vienen resaltadas con mayúsculas y
encerradas entre dos manos impresas, con los índices extendidos. Nos gustaba mucho
aquel signo, e incluso lo insertamos en algunos poemas.
Desde la publicación de la antología de Devětsil han pasado mucho más de
cincuenta años. Está haciendo un melancólico día de octubre. He estado de nuevo en
la Avenida Nacional. La vida fluía alrededor de mí con tanta prisa que la mirada no
conseguía seguirla. Pero me ha parecido que estoy solo en el mundo.

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72. EL CAMINO A NELAHOZEVES
A aquella diminuta y pobre planta, perdida entre otras vistosamente teñidas de un
rojo llamativo, la llamábamos ortiga. La cogíamos en los prados de Kralupy, la
secábamos y, en otoño y primavera, cuando padecíamos de tos, bebíamos una tisana
de ella.
No era la ortiga roja. La flor no tiene ese nombre. Sólo hace poco me he enterado
de su nombre verdadero, mientras estaba ingresado en el hospital de Motol, cuando
hojeé el libro que me había prestado una de las enfermeras. Era la Botánica de
Jaroslav Petrbok, ilustrada con un esmero enternecedor por Svolinský. Así me enteré
por fin, al cabo de casi setenta años, de que la flor que cogíamos se llamaba
correctamente «ožanka kalamandra», y en las páginas siguientes conocí a su pariente
próxima, la también pobre y parecida a ella «marulka pringamoza».
¡Dios mío, qué hermosos nombres ha inventado nuestro pueblo para dos flores
completamente vulgares!
¡Ožanka kalamandra y marulka pringamoza! Pronunciaba esos dos nombres como
si acariciara su sonido, que mi aliento deslizaba por mi paladar y por mi lengua, y no
llegaba a saciarme de su cadencia. Sólo por poder pronunciarlos una vez más juntos,
confundí sus nombres: marulka kalamandra y ožanka pringamoza. Ay no, ožanka
kalamandra y marulka pringamoza. ¡Qué bien sabe hechizar el checo y lo que logra
hacer con una palabra extraña y difícil de pronunciar!
Hacia la noche, al igual que en las horas de la mañana, en una clínica hay más
animación. Las enfermeras tienen prisa por llegar de su trabajo a casa, y las que
vienen a reemplazarlas por la noche deben dispensar sus cuidados a los pacientes.
Reparten las medicinas para la noche, instan a los enfermos para que se duerman,
sacuden sus almohadas. Y, ya cansadas, continúan su trajín en torno a los pacientes.
—Enfermera, usted no deja de sonreír. ¡Es usted la mejor de todas!
¡Todas seríamos buenas y sonrientes si tuviésemos tiempo para eso!
Habían pasado casi setenta largos años, reflexionaba yo, con la cabeza apoyada
en la dura almohada. Dos grandes guerras. Me habían operado varias veces. Una de
las intervenciones fue grave. Diez veces estuve internado en la clínica, conocí
muchos amores, odios y rencores, amistades y enemistades y la undécima vez que
tuve que ingresar en una clínica me enteré por fin de cómo se llamaba exactamente
aquella flor de mi infancia.
Ahora estoy aquí tumbado, demasiado viejo ya para hacer grandes proyectos para
el futuro, pero no tan viejo todavía como para acariciar al menos algunas esperanzas,
mi pobre, mi seductora ožanka kalamandra.
—¿Estás aquí? —me preguntó la enfermera de guardia que, entornando la puerta,
se asomó a mi cuarto—. Tengo que ponerle una inyección.
Pero yo no estaba allí. Estaba sentado en un campo agostado y caluroso, encima
del camino, largo y estrecho, de Nelahozeves. Alrededor de mí había muchas flores.

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Y aquel río, hermoso y perfumado, fluía lenta y silenciosamente junto a todos mis
sentimientos jóvenes e impetuosos.

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73. LA CASA HALÁNEK
Jugábamos al molino en la escalinata de la iglesia de San Procopio, de donde nos
echaba un irascible sacristán que llevaba un ridículo gorro negro. También nos
expulsaba de los rincones de fuera del templo, donde teníamos la necesaria
tranquilidad para hacer quesitos. Allí nadie nos los pisaba. Correteábamos por los
desvanes y los sótanos hasta que sobre las puertas colgaron los candados. Y nos
gustaba sentarnos en los bordillos de las aceras, delante de las tabernas y de las
tiendas donde vendían vino a granel. Las primeras nos atraían con la armoniosa
belleza de sus canciones; y las otras, porque podíamos mirar a los beodos. Aquellas
tiendas, o tascas, estaban llenas desde las primeras horas de la mañana y sus clientes
se sucedían rápidamente. Allí estallaba a cada momento una discusión estrepitosa y
nosotros, curiosos, aguzábamos los oídos. Íbamos a los sótanos de aquellas casas para
sorber el aroma del vino guardado en pequeños toneles. En uno de aquellos edificios
vivía un compañero mío del colegio. Iba a verlo y juntos, desde la galería,
respirábamos el prohibido y picante aroma. Olía no sólo el sótano, sino también el
patio y toda la casa.
A veces, cuando la tienda estaba abarrotada de gente y nadie nos hacía caso, nos
asomábamos con curiosidad a su interior y leíamos los nombres de las grandes
botellas que había en los estantes.
El Magadot era siniestramente oscuro, diablo verde como el tapete verde de la
mesa de billar, igual que otro aguardiente que en nuestro país sustituía al entonces
inasequible ajenjo. El aguardiente de centeno, el de cebada y el de comino eran casi
incoloros. El de ciruelas y el de enebro, tenuemente dorados. La Griotka era roja
como la pulsera de granates de mi madre. La Světluška era de un verde claro. Una
vez, en Žižkov, se intoxicaron con ese licor ocho hombres. Según parece, se
elaboraba con alcohol metílico.
En la tienda no había ni mesas ni sillas. Los clientes estaban de pie delante del
mostrador o apoyaban sus espaldas contra las paredes pintadas de un gris sucio. De
tarde en tarde un estruendoso grupo de hombres sacaba a la calle a un borracho hecho
una cuba. Una vez en la calle, el hombre se iba dando traspiés, arrimándose a las
casas. Algunas veces, llegaba al final el coche de la policía para llevar bajo su
protección al desgraciado que ya no podía andar con su propio pie. Era un
espectáculo emocionante, alrededor del cual, además de nosotros, se congregaban
muchos otros transeúntes.
Las peculiaridades, algo misteriosas, de aquello, se agrandaban gracias a una
circunstancia placentera. El dueño de la tasca, huraño y taciturno, tenía una hija muy
bonita. La veíamos correr por la calle con su enorme lazo rojo. Un compañero y yo
nos enamoramos los dos de ella un poco, aunque no sabíamos cómo comunicárselo.
Compartíamos nuestro entusiasmo amoroso como buenos amigos. Lo mismo que
compartíamos la sonrisa que ella nos dirigía algunas veces, pues no podíamos apartar

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nuestros ojos de ella.
Lo cierto es que, fuera como fuere, todo quedó en un dulce sueño compartido.
Al cabo de unos años, cuando yo era ya alumno del gimnasio, nuestro profesor de
geografía nos envió al Museo de Náprstek. Entré en el amplio pasaje de la casa
Halánek y me detuve sobresaltado en la puerta: el pasaje estaba inundado por el
intenso perfume de los alcoholes que yo conocía tan bien por la tienda de Žižkov. Lo
despedían los muros del pasaje, se propagaba por el viejo patio y toda la desvencijada
casa estaba empapada de él. No lo sé, pero supongo, pues el delicioso olor era muy
fuerte, que entonces todavía seguían haciendo allí el aguardiente. Pero aquello no se
prolongó mucho tiempo.
Cuando la producción casera cesó, el aroma no desapareció del pasaje. A lo largo
de varios años, siempre que me encontraba en la plaza Belén, no dejaba de acercarme
a la casa y olisquear su pasado.
Y aún hoy encuentro en aquel pasaje la sombra rosada de una mujer. La que,
otrora indescriptiblemente guapa, caminaba a menudo por aquellos lugares llorando,
triste y enferma. Ella misma lo confiesa. Božena Němcova iba a casa de Vojta
Náprstek para pedirle unas coronas cuando el dinero no le alcanzaba y los niños
tenían hambre. Vojta Náprstek la ayudaba de buena gana, aunque se había dado
cuenta de que tenía que conformarse con el papel de un admirador no del todo
afortunado y sólo amigo.
Por aquel pasaje de la casa Halánek, justo cien años antes —estoy escribiendo
estas líneas en otoño de 1973—, fue sacado el féretro con los restos de la anciana
señora Anna Náprstková.
¡Qué glorioso fue aquel sepelio! Media Praga estuvo presente.
Aquélla era todavía la época de los mecenas. Eramos un pueblo pobre y los
mecenas no abundaban aquí. La señora Náprstková era uno de ellos y destacaba por
su excepcional generosidad. Más de dos mil hogazas de pan se repartían durante la
semana en aquella casa a los necesitados y los hambrientos. Pero no era sólo pan lo
que se daba. La señora Náprstková había conocido durante su vida mucha miseria y,
cuando se hizo rica, no olvidó aquellas vivencias. Conocía bien las privaciones y el
sabor del hambre.
Hoy, quizás, muchos esbozarán un gesto de desprecio ante tales limosnas. Sin
embargo, en aquellos tiempos nadie se preocupaba de los pobres. Poco a poco se iban
muriendo de hambre.
En el momento en que aquella dama abandonaba definitivamente su casa, a su
alrededor se habían amontonado las coronas de toda Praga. Allí estaba el alcalde de la
ciudad, con una cinta dorada cruzándole los hombros; y, a su lado, todos los
concejales. La clase de dignatarios que eran aquellos hombres, lo supieron los
habitantes de la ciudad cuando fue erigido el puente Hlávkův, que conducía a la isla
Štvanici. Sobre el puente habían sido instalados unos gigantescos medallones de
piedra con sus efigies. ¡Y no estábamos en el siglo pasado, sino en el primer cuarto

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del nuestro!
Además de los concejales, asistieron al entierro los jefes de departamentos locales
y los representantes de las autoridades austríacas, uniformados y sin uniforme, con
espadas y sin ellas. Les sucedían las personalidades de la vida cultural de Praga, los
amigos de Vojta Náprstek, poetas, pintores y otros artistas que frecuentaban su casa.
También acompañaron el féretro las damas del Club Americano, vestidas de negro y
con velos cubriéndoles los rostros. Y la guardia local de francotiradores, con sus altos
gorros rojos de piel sujetos por una hebilla bajo el mentón, llevando sus fusiles con
las bayonetas caladas, y muchos habitantes de Praga. El pasaje relucía de chisteras
negras.
Apenas se puso en marcha el cortejo fúnebre, ocurrió algo inesperado y
sorprendente. Desde las vecinas callejuelas, que confluían en la explanada que se
abría ante la casa, se precipitaron hacia el ataúd aquellos que semana tras semana
acudían allí en busca de su limosna o de una hogaza de pan. Había un sinnúmero de
pobres que salían de sus habitáculos subterráneos y angostos, de sus sórdidas
chabolas y cuevas, dispersas no sólo dentro de la ciudad, sino también por los
suburbios más alejados. También ellos venían a despedirse de su bienhechora. Tenían
derecho a hacerlo.
Se acercaban en filas desordenadas y se agolpaban detrás de los invitados
oficiales, con el consiguiente sobresalto de éstos.
Simplemente: habían estropeado el funeral.
Fue una manifestación inesperada y espontánea, un augurio del porvenir, la
protoimagen de los eventos futuros de aquella tierra. Cuando la gente no lo
vislumbraba aún y no supo comprenderlo bien.
En esta relación se me ocurre pensar cuántos nombres tiene el checo para estos
pobres: chudina, holota, láj, lůza, sběř, chamrad, chátra (miserables, gente de poca
ropa, desharrapados, chusma, morralla, gentuza, hez). Y todavía hay más. Sé que es
menester distinguir entre estos términos. También depende de la boca que los
pronuncia y de la ocasión en que lo hace; pero, a fin de cuentas, es así como se
designaba desde siempre a los pobres que no sabían acatar debidamente la moral de
su época.
«¡Viva el socialismo!», exclamaba el protagonista de una narración corta de Ch.
L. Phillipp, cuando intentó sin éxito llevar a sus hijos metidos debajo de su abrigo,
como cachorros, para que la quisquillosa casera no pudiese contarlos.
¡Viva el socialismo!
No hace mucho he estado en la casa Halánek. Todos sus característicos olores de
antaño se habían extinguido, aunque creí percibirlos todavía en el imperceptible fluir
del tiempo.
Pero ya sólo eran los colores de los recuerdos, meras apariencias, mera añoranza,
mera tristeza y nada más.

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74. TRES PRIMERAS COLECCIONES
Es frecuente que los adultos no se den cuenta de con cuánta atención y, a la par,
con cuánto dolor percibe un niño cada contratiempo y cada pena de sus seres
queridos. Se mantiene la antigua creencia de que la infancia no sólo es
completamente inocente, sino que a la vez está coronada con ramilletes de alegrías,
que es despreocupada y feliz. No siempre es verdad. La infancia está llena de
discordias y dudas, de sorpresas desagradables, de disgustos y pesares de los que no
se habla porque todavía no han encontrado las palabras adecuadas.
Todo esto es, seguramente, bien conocido. Y lo digo en un susurro y para mis
entretelas, al recordar mi propia niñez. No tuve una infancia feliz; no, no la tuve.
Mi padre tenía quince años más que mi madre, que vivía constantemente
atormentada por el miedo de que mi padre se muriese. También sufrió todos los
temores de su patria durante la guerra, cuando no tenía nada que meter en la olla y el
dinero escaseaba. Mi padre había perdido su trabajo y quería contratarse para
desactivar los campos de minas. Pero mi madre se opuso. Yo sentía un amor infinito
por mis padres, pero mi infancia no tuvo nada de bonita.
En la escuela básica y en los primeros años del instituto figuraba entre los buenos
alumnos. En los certificados anuales que el gimnasio nos extendía al finalizar cada
curso académica, junto a mi nombre brillaba una estrella. Así se destacaba a los
alumnos sobresalientes.
Sin embargo, en el cuarto año empeoré. En el certificado anual tenía un
«suficiente» en matemáticas. Para mis padres iba a ser una sorpresa desagradable. Me
lo temía y se lo confié a mi compañero Josef Suchánek, cuando lo encontré. Me
llevaba un año, pero vivía en una casa cercana y nuestras madres se conocían. Y se
daba la circunstancia, decisiva para nuestra amistad, de que también escribía poesía.
Suchánek me dio un consejo audaz. ¡Cambia «suficiente» por «bien»! No sería
sobresaliente, pero mis padres no iban a quedar tan apenados. Yo tenía miedo. Era un
pequeño delito. Era la falsificación de un documento oficial, para la que estaba
previsto un castigo determinado. Pero, al acordarme de mis padres, acepté su
peligrosa proposición. Suchánek era más hábil y más valiente.
La manipulación del certificado tenía que llevarse a cabo en algún lugar apartado,
en secreto. Hacerlo en el jardín era imposible. Nos decidimos por el cementerio de
Olšan. Allí estaba enterrada mi hermana. Murió cuando era niña. Junto a su tumba me
sentía seguro. Conocía cada rincón del cementerio de Olšan. Había vivido entre sus
tumbas infinitas horas de mis años infantiles. En realidad, yo no era nada solitario,
sino todo lo contrario, pero me gustaba ir al cementerio solo. Transitaba de una cruz a
otra, de una tumba a otra. Más tarde buscaba sepulcros de checos célebres. Junto a la
entrada principal del cementerio había una lista de ellos. Visitaba con frecuencia la
mayor parte de ellos y el profesor Hýsek, que, probablemente como ningún otro
conocedor de la literatura, sentía un vivo interés por aquellos sepulcros y velaba por

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ellos con toda su alma, estaría satisfecho de mí. Cuando, años después, le hablé de
aquella afición mía, le hice relatarme cosas curiosas sobre los destinos humanos de
los que descansaban bajo la tierra de Olšan. Las tumbas de Havlíček, Mánes,
Karolína Světlá y los monumentos de Tyrš, de Fügner; los estudié uno a uno. Nunca
pasaba de largo el sepulcro de Erben. Me sabía casi de memoria sus «Ramos» y
amaba el noble rostro de su autor. Lo mismo que la efigie metálica de Karel Havlíček
sobre el monumento de piedra. Emocionado, permanecía allí mucho tiempo. Sobre su
tumba solía haber coronas y ramos frescos, y velas apagadas entre ellos. Yo encendía
las velas, miraba las llamas y arrancaba de las coronas unas ramitas como recuerdo.
La tumba de mi hermana, con su imprescindible ángel de porcelana
desparramando rosas, estaba en la parte infantil de la zona alta del cementerio de
Vinohrady. A unos pasos de allí se encuentra el conocido sepulcro de la familia
Hrdliček. Es el monumento más grande y más suntuoso de todo el cementerio.
Delante de un murete de mármol negro que está al fondo, hay unos anchos escalones
y sobre ellos cuatro figuras de tamaño natural de blanco mármol de Carrara: el ángel
de la muerte se lleva a un hombre joven vestido de uniforme de oficial austríaco;
luego, una madre afligida se hinca de rodillas, mientras el padre contempla aquel
espectáculo trágico con un gesto de impotencia.
Sobre el monumento están grabados los famosos versos de Sládek. En invierno,
las figuras de mármol siempre estaban cubiertas con una envoltura de protección para
que nuestro clima nórdico no perjudicase la piedra.
Llevé hasta la tumba de mi hermana a mi solícito amigo, que no sólo había traído
un milagroso líquido que hacía desaparecer la tinta, sino también un tintero portátil y
una pluma. Entonces, las estilográficas no existían aún. Sobre un pequeño asiento
redondo, bajo un alto fresno cuyas raíces habían inclinado el diminuto monumento,
llevamos a cabo la complicada manipulación. Lo que estaba escrito se marchó,
ciertamente, con ayuda de aquel líquido; pero el papel quedó bastante áspero y lo que
escribimos encima, salió algo borroso.
Cuando les entregué a mis padres el certificado corregido, sentí los latidos del
corazón hasta en la cabeza. A mi madre la engañé con facilidad. Mi padre examinó el
certificado con más atención. Se notaba que estaba receloso. Lo miró incluso a
trasluz. No dijo nada, pero precisamente aquel silencio me inquietó y prolongó mi
tormento.
Después de las vacaciones, al pasar a la clase superior, cada alumno tenía que
presentar su último certificado. Tuve que pedir un duplicado y fingir que
sencillamente había perdido el mío. El tutor del curso me miró con cierta sospecha.
¿Cómo es posible perder un certificado? Pero al final me dieron el duplicado. Valía
dos zlotys. En aquel entonces era una cantidad considerable. Ya no recuerdo cómo los
conseguí.
Nuestras ventanas estaban enfrente de las de los Suchánek y yo le hablaba a mi
compañero gritándole desde nuestra galería para que saliese a la suya.

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Nuestra colaboración en el cementerio nos unió con estrechos lazos. Nos
convertimos en fieles amigos por muchos años y aún más tarde continuamos
siéndolo. Me encontraba con Suchánek después de que terminamos la escuela. Él se
había encontrado ya el seudónimo de Ivan Suk; había prendido tan bien que su
verdadero nombre casi cayó en el olvido. Sólo cuando fundamos Devětsil, nuestros
caminos literarios se separaron por completo. Pero nuestra unión personal se reanudó
en la redacción de Pravo lidu.
En el cuarto curso del instituto atrajimos hacia nosotros a František Němec, más
tarde el conocido crítico de Česke slovo. Por aquellas fechas, los tres intentábamos
escribir poesía lo mejor que podíamos, los tres empezamos a profesar una frenética
veneración por St. K. Neumann. Era nuestro dios literario y político. Los tres nos
unimos a los anarquistas.
Aquella amistad con mis dos compañeros de estudios tuvo una influencia fatídica
sobre mi vida; y mi infancia, si aquella edad puede llamarse todavía así, se había
acabado.
La escuela dejó de interesarme y mis progresos en el quinto curso, el del latín,
flojearon notablemente. Pero aquella vez me resigné. También las notas de František
Němec empeoraron seriamente. Jan Suchánek se las apañaba, mal que bien, y obtuvo
su diploma de madurez en el instituto de Žižkov, mientras nosotros dos, Němec y yo,
fuimos obligados a dejar el instituto.
Al finalizar el año académico, la suerte de Němec parecía estar echada. Le
amenazaba la repetición del cuarto curso. Y claro está, eso no le hacía gracia. Por eso
inventó un plan osado. Iba a intentar suicidarse. Se iba a colgar en el water, pero de
tal manera que yo abortase su intento en seguida.
Yo tenía toda suerte de reparos, miedos y temores, ¿pero qué no haría yo por un
amigo? Y nos pusimos de acuerdo. Una mañana comprobamos la precisión de
nuestros relojes de bolsillo, Němec preparó la soga; yo, una navaja afilada.
Nervioso, durante la clase yo vigilaba por lo bajo el reloj y, llegado el momento,
salí del aula. Por desgracia, no estaba lo bastante experimentado en la salvación de
ahorcados. Y ocurrió que, al abrir la puerta del lavabo del alumnado, y al ver a mi
amigo resollando, yo, en vez de acercarme de un salto a su lado y de cortar el nudo de
la soga, perdí todo mi valor, volví corriendo como un loco al aula y di la voz de
alarma.
Por supuesto, František Němec fue salvado. El profesor lo liberó de la soga y
Němec recuperó en seguida el conocimiento, si es que lo había perdido de verdad. Su
plan y su cálculo resultaron eficaces. Un modélico gimnasio clásico de Žižkov
soportaría mal la censura que habría atraído hacia su dirección y sus profesores el
suicidio de un estudiante. Němec obtuvo un certificado anual anticipado con unas
notas aceptables, bajo la condición de que abandonara la escuela. La cumplió con
sincera satisfacción. En cuanto tuvo el dichoso certificado en su bolsillo, no
desperdició ocasión para vanagloriarse del ingenio que había empleado para

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conseguirlo. Por otra parte, en el colegio ya tenían sus sospechas. Nuestra amistad
nos ponía en evidencia. Cuando se enteraron de las manifestaciones de Němec, me
trataron sin piedad. Lo que le había esperado a Němec, fue aplicado a mí unos días
más tarde. Recibí dos «insuficientes» y, por añadidura, las indispensables
amonestaciones. Y fui expulsado del instituto de Žižkov.
Después de las vacaciones me matriculé en el instituto de Hálkov. No mostraron
excesivo entusiasmo al admitirme y me recomendaron que diese clases particulares.
Así no tendría que ir al colegio y sólo estaba obligado a comparecer en los exámenes
semestrales y anuales. También Němec se matriculó allí para las clases particulares.
Tenía las mejores intenciones, pero no me esforcé mucho en estudiar. Němec
tampoco. Hasta hace muy poco me perseguía un sueño recurrente. Me iba a examinar
y no estaba preparado. El sueño se repetía dos o tres veces al año y siempre me
despertaba sobrecogido y aterrado.
Apenas dijimos adiós a los verdes pupitres escolares, marcados con toda clase de
iniciales, Němec y yo salimos al mundo, que empezaba en la Casa del Pueblo y
terminaba también en la Casa del Pueblo. Al cabo de algún tiempo, y gracias a la
mediación de Antonín Zápotockí, Němec se encontró en Svoboda de Kladen, donde
había colaborado ya con unos poemas satíricos. Y luego, yo me fui a trabajar con
Artuš Černík en Rovnost de Brno.
Cuando volví de Brno, St. K. Neumann me recomendó a la editorial comunista,
donde trabajé como redactor.
Así terminaron nuestros años de primera juventud y para nosotros llegó una época
mucho más significativa. Ivan Suk publicó en seguida un libro en la editorial de St.
Minařík. Era un libro de poemas: Bosques y calles. Luego, Neumann publicó un libro
de Němec en la editorial de Borový. Fue el propio Neumann quien le dio el título: A
mí y a vosotros, fragmento de un verso. Más tarde, también yo publiqué un libro. Era
una colección de poesías revolucionarias: La ciudad en lágrimas. La tirada no fue
grande, pero pronto salieron dos ediciones más.
Así, después de comenzar juntos en Červen de Neumann, también en la literatura
entramos juntos, aunque luego nos separamos. Cada uno se fue a un lugar distinto y
en un momento distinto, y literariamente, ya no volvimos a encontrarnos nunca.

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75. LA CALLE ČERNÁ
El padre de Karel Teige vendió al convento vecino su pequeño inmueble de la
calle Černá, en la Ciudad Nueva de Praga. Las religiosas comunicaron ambos
edificios, cerraron la entrada de uno de ellos y las visitas de Teige tenían que llamar
en el convento. Las hermanas acudían a abrirnos. Eran amables. Una de ellas era muy
joven y hezulinká (guapa), como dicen en Eslovaquia. Yo le suplicaba un beso en
vano. No se enfadaba, siempre se echaba a reír, pero no me dio el beso.
Al morir el anciano señor, la familia Teige se quedó un piso de muchas
habitaciones en la segunda planta. Ocurrió que Jiří Wolker, al decidir cambiar su no
demasiado acogedor piso de Smíchov, se encontró en la calle Černá, donde Teige le
ofreció una de las habitaciones. Allí estaba a dos pasos del aula de la facultad de
Filosofía situada en el edificio Kaulich, donde Wolker seguía el curso con aplicación
y en la que enseñaba entones el profesor Nejedlý. Un poco más tarde otra habitación
fue ocupada por el poeta Jindřich Hořejší. A éste lo encontrábamos en casa muy raras
veces. Por la mañana, se marchaba al departamento de estadísticas, donde tenía un
empleo y donde no se sentía muy a gusto. Con frecuencia se quejaba de su ambiente.
Desde la oficina iba a Tomůvka, sita en la esquina de Lazarská, donde trabajaba sobre
sus traducciones. A veces hasta la caída de la tarde, otras veces hasta la noche. En
casa no trabajaba nunca. No podía. No sabía. Por lo visto, para trabajar necesitaba el
barullo del café, el tintineo de los vasos y la algarabía de los clientes. Fumaba un
cigarrillo tras otro y tomaba un café tras otro. Mantenía con sus traducciones a la
reducida familia. El empleo de la oficina estaba muy mal pagado. Traducía allí al
francés contratos y otros documentos. En el café, traducía poemas y nuevas obras
para el Teatro Nacional.
Hořejší fue también un buen amigo nuestro, aunque no pertenecía a nuestra
generación. Él era mayor. Se situaba entre nosotros y Toman. En aquel entonces,
Hora resultaba mucho más próximo.
Como subarrendatario de la calle Černá, Hořejší fue algo especial. Vivía
permanentemente sin dinero. Por la tarde se tomaba en Tomůvka un sinfín de cafés
solos y a menudo no tenía ni para comer ni para cenar.
Cuando no pudo pagar el alquiler por primera vez, se deshizo en largas disculpas
ante la señora Teigová. Era una amable dama que no esperaba ni apremiaba el pago.
Al cabo de un mes, la conversación se repitió. Al tercer mes se limitó a declarar
fríamente que seguía sin tener el dinero. En el cuarto y el quinto meses ya no dijo
nada. Al cabo de medio año dio portazo, murmuró para sus adentros una grosería y,
aunque nadie le había dicho nada, se fue.
Todo aquello se veía con cierto aire de entretenimiento, sin enojo, como creía
Hořejší. Pero era algo que formaba parte de su desequilibrio personal. No sabía
manejar el dinero. Por lo demás, como nunca había tenido lo suficiente, no se le había
presentado la ocasión de aprender a hacerlo. Ya en París se había acostumbrado a un

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estilo de vida indolente, cuando conoció a Toman. Por otra parte, Jindřich era un
hombre honrado, siempre dispuesto a compartir de buena fe con cualquiera su última
corona o su último cigarrillo.
En cambio, Wolker, como inquilino, era enteramente ordenado y ejemplar.
Fui un visitante asiduo de la casa de Teige. En un rincón del espacioso despacho,
Teige agregó a la extensa biblioteca histórica, reunida con criterios profesionales, sin
mucho sentido de armonía, la suya propia compuesta principalmente de la moderna
literatura francesa y de sus traducciones al checo.
En aquel despacho nos sentábamos a elaborar nuestros primeros proyectos a largo
plazo. Durante toda la tarde, hasta el anochecer, cuando para nosotros llegaba la hora
de ir al café.
En casa de Teige, no sólo nos encontrábamos con Wolker, sino también con los
pintores y arquitectos del Devětsil inicial. Con Wachsman, Süss, Honzík y Havlíček
y, sobre todo, con Krejcar. Más tarde, por supuesto, con Nezval. Cuando Šíma
regresó de París, también lo vimos por allí. Aquello fue la primera sede de Devětsil,
hasta que nos trasladamos a Slávie. En la pared colgaba un retrato de Teige, pintado
por Šíma, y un gran paisaje, dibujado al carbón por Jan Zrzavý.
Detrás del cuarto de Teige estaba el llamado «salón», cuyas ventanas daban a la
calle Černá. Tenía una cómoda poltrona tapizada de peluche verde y una alfombra
persa. En el centro de la estancia había un gran piano de cola. Wolker solía tocarlo.
Cuando empezó a venir Nezval, tocaban juntos a cuatro manos. Para Wolker,
aquellas ejecuciones conjuntas eran una prueba de paciencia. Nezval, impetuoso y
temperamental, se le adelantaba siempre en algunos compases y Wolker trataba en
vano de contenerlo. Creo que los dos eran buenos intérpretes. Sobre todo Nezval.
¡Qué hermosos eran aquellos minutos, en la armonía de la juventud!
Fue en aquel cuarto donde escuché por primera vez una obra de Janáček. Nezval
tocó y cantó su Hijastra con una pasión muy inspirada.
Apoyado en el piano, Nezval nos recitaba de memoria «El asombroso mago», un
poema suyo que nos embelesaba. Nos gustaba escucharlo y a él le gustaba recitarlo.
Más de una vez. No me atrevo a decir que recitaba bien, pero sí que sabía arrastrar
con su inspiración. Y no ahorraba temperamento.
Teige se sentaba en su despacho en una postura bastante incómoda. Encogía las
piernas y se acurrucaba sobre la silla. Y así, sin signos de cansancio, nos leía, para en
seguida traducirlos, poemas de Apollinaire. De este modo conocimos, además de
«Alcoholes», sus «Caligramas», la poesía de Jacob, de Cocteau, de Cendrars, obras
de Réverdy y de otros poetas modernos, pero el hermoso Libro de amor de Vildrac,
que tanto nos gustaba, tuvo que quedar atrás, porque hacia nosotros se precipitaban,
sobre todo gracias a Teige, el cubismo, el futurismo y el dadaísmo de Tzara.
En la librería de Topič, Teige compraba todas las monografías sobre el arte
moderno. Así conocimos a Picasso y a Braque y todos los fenómenos dignos de
atención de la moderna pintura francesa e italiana.

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También Marinetti estuvo en aquel despacho, durante su visita a Praga. Alardeó
ante nosotros de haber heredado de un familiar de El Cairo siete casas de citas. Todas,
sin excepción, eran negocios muy lucrativos. Decía que, con sus ingresos, financiaba
las corrientes futuristas de Italia. También nos recitó sus «Palabras liberadas».
Declamándolas, paseaba arriba y abajo por la estancia, arremolinaba los brazos, daba
saltitos y se sentaba en cuclillas. Era un italiano increíblemente vivaracho y
simpático. Adoraba el checo. Era el único idioma en el que Marinetti tenía varios
nombres. Una vez oyó claramente Marinettiho, otra, Marinettimu.[50] Aquello le
gustó mucho; en ningún otro idioma había nada semejante. Por desgracia, se hizo
tristemente famoso en la guerra de Abisinia, en la que participó como aviador. Se
apartó de nuestro corazón.
Una vez —era un triste día de noviembre y Nezval nos estaba tocando el aire de
«El organillo» de Petruska de Stravinsky—, Teige me tiró de la manga y me llevó a
la ventana. En una ventana de la casa de enfrente, un piso más abajo, se estremeció la
pesada cortina y sobre su orla apareció una pequeña mano de mujer contrahecha por
el reumatismo y, sobre ella, un diminuto rostro lleno de arrugas y con gafas de
alambre en los ojos.
Era Eliška Krasnohorska.[51]

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76. EL PALACIO REAL DE VERANO
Durante algo menos de dos años estuvimos viviendo en Hrad, bajo la Torre
Negra, en una casita de una sola planta pegada al edificio del municipio condal. Las
cuatro ventanas de nuestro piso daban a un pequeño patio soleado sobre el cual se
proyectaba la sombra de la torre y del palacio Lobkowicz. La ventana del pequeño
cuarto trasero, en cambio, daba al verde abismo del foso Jeleni (de los ciervos).
Estaba protegida por una reja. El desabrimiento de la reja quedaba un poco mitigado,
pues estaba pintada de blanco, como se hacía en los antiguos edificios de conventos y
hospitales y, además, debajo crecía un arbusto de escaramujo cuyas ramas llegaban
hasta la ventana. Cuando en primavera «el arbusto se desabrochaba la blusa
desparramando estrellas rosadas», como hermosamente escribía en sus rapsodias J. Š.
Kubín, se estaba bien en aquel fresco cuarto. Me gustaba sentarme allí. En parte,
porque desde su ventana se veía el palacio real de verano. Se alzaba cerca de allí,
entre las frondosas copas de los árboles. Era una maravilla. Sus suaves contornos
recordaban los cuadros de Morstadt, como si sus dos arquitectos italianos, junto con
el tercero, Bonifác Wohlmuth, hubieran erigido el palacio de verano siguiendo sus
coloreados dibujos.
Daliborka no era sólo una sombría torre en la inmediata proximidad de nuestra
casa, sino también un simpático café de Dejvice. Cuando Slávie estaba repleto y
demasiado ruidoso, el café Daliborka se convertía en el lugar de las reuniones
periódicas de Devětsil. Así una vez, camino del café, sugerí a Teige que fuésemos a
visitar el palacio de verano, que precisamente estaba abierto.
Aquello era bastante raro. Durante unos instantes se resistió. Vivía de cara a la
actualidad en todos los sentidos, y cualquier museo le era ajeno. No se dejaba
encantar por la historia. En eso discrepaba incluso de Le Corbusier, quien durante su
posterior visita a Praga se quedó sorprendido al ver aquella nuestra delicada y amada
antigualla magistralmente situada sobre el puente de Carlos.
Teige y yo nos sentamos unos instantes en la balaustrada, mirando al Jardín Real.
Al ver la catedral y las lúgubres torres de la fortaleza mi corazón latió más de prisa.
Pero me callé. Me temía que Teige sonriera amigablemente y me enviara a escribirlo
para la redacción de Národne listy, un diario de nacionalismo empedernido y de
reacción cultural.
Dimos una rápida vuelta por los aposentos de la planta baja y la sala de pinturas
históricas de la principal. De pronto, Teige se detuvo y sus ojos brillaron de asombro.
—Esto sería un magnífico salón de baile. ¡Bar “Belveder”! Y la muerta
edificación histórica se incorporaría sin esfuerzo al presente, moderno y rebosante de
vida, que es el único camino válido hacia el mantenimiento de los viejos monumentos
históricos.
Puesto que no le gustaba lanzar las palabras al viento, Teige telefoneó en seguida
al arquitecto Krejcar y lo invitó a venir a la reunión. Aquella misma tarde fundamos

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el Club por la Nueva Praga.
Y en seguida se me designó una misión. Tenía que escribir en forma de proyecto
un extenso artículo que hiciese hincapié en aquella inusitada adaptación. Sobre el
relieve, Ferdinand I ya no ofrecería las rosas a la reina Anna, sino a las chicas
vestidas para el baile, sentadas sobre los altos taburetes del bar. No habría extranjero
que resistiese ante aquel local excepcional. La propia adaptación tenía que correr a
cargo de Jaroslav Krejcar. El artículo, acompañado de dibujos, iba a ser enviado a la
administración de Hrad de Praga, a cuya área pertenecía el palacio de verano.
Tengo que decir, por encima de toda modestia, que no se equivocaron al elegirme
a mí. Hacía tiempo que yo sentía un entrañable amor por el palacio de verano.
Muy pronto, siendo aún un niño pequeño, aprendí de las canciones de mis tías la
famosa historia del Belveder. Luego, más tarde, obedecí de buena gana a las palabras
de la canción. Por último, me enamoré de verdad de aquella edificación. Ocurrió en la
época en que fui a ver varias veces seguidas una película sobre un estudiante de Praga
protagonizada por Wegener. En una de sus escenas, el estudiante se encuentra por
primera vez con su propia imagen reflejada en el espejo del pórtico del palacio real de
verano.
Desde allí miraba yo a Hrad de Praga y olvidaba todo purismo, toda arquitectura
constructiva, los helicópteros aterrizando sobre los tejados de los rascacielos de Praga
y la belleza computada por las máquinas, cosas que en Devětsil nos dictaba Teige
rigurosamente. Y me entregué de lleno al hechizo de los viejos rincones y de la vieja
historia que hasta hoy se había conservado en la vista singular que se abría del
palacio de verano. Escribí el artículo. La idea del bar no me desagradaba en absoluto.
Creo que describí bastante sugestivamente la atmósfera del palacio de verano y
sus particularidades respecto a nuestro frío clima del norte. Perturbé la quietud de las
noches de Praga con la oscura silueta de la catedral de San Vito dejando retumbar los
golpes de un tambor de jazz y el angustioso llanto de los saxofones plateados. Las
atractivas chicas se levantaban de sus asientos para entregarse a un baile moderno, y
un barman blanco sacudía con regocijo sobre su cabeza una coctelera. Junto al
mostrador del bar los clientes bebían cócteles de toda clase. Y la noche traía desde los
jardines unos aromas hechiceros.
Llevé mi trabajo a Krejcar para que adjuntase sus proyectos arquitectónicos. No
obstante, Teige estaba apresurando a Krejcar en balde. Al cabo de un tiempo le
confesó que no podía encontrar mi artículo y que no tenía ganas de ocuparse de aquel
trabajo. Lo haría gratuitamente, pues el proyecto, con toda seguridad, sería
rechazado. Tenía razón. Y Teige no bailó en el bar Belveder.
Transcurrieron unos años. Mirando desde la ventana de mi cuarto de Hracane el
palacio de verano, decidí dedicarle un largo poema. Y me propuse que también fuese
bello. Pero llegó el otoño de 1937. El estandarte negro cayó de la Torre Negra y los
días despreocupados empezaron a llenarse de preocupaciones. Antes de la ocupación
nos trasladamos de Hrad a Břevnov y durante la guerra me olvidé del poema.

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No lo escribí hasta que terminó la guerra. Tengo que reconocer en seguida que no
me salió. Parecía que había en él cuanto yo quería que hubiese, pero los versos y la
propia composición no estaban del todo logrados. Mas hay algunos detalles que
hacen que el poema me guste. Durante mucho tiempo me prometí retocarlo. Ya no lo
haré.
Cuando se estaba restaurando el palacio de verano, en los años cincuenta,
aconteció algo inesperado. El obrero que estaba descubriendo los cimientos de las
columnas en la parte sur, al dar un martillazo, vio desaparecer su piqueta en la fábrica
de piedra. Al examinar aquel sitio más detenidamente, se descubrió que las columnas,
al ser erigidas, no fueron afianzadas en la tierra, sino con unos troncos gigantescos. A
lo largo de los siglos la madera se había podrido y las columnas colgaban en el aire
casi sin cimentación.
Y ahora me digo que, si años atrás hubiera retumbado allí el tambor de jazz, tal
como lo pretendíamos, podría haberse producido una gran desgracia.

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77. LA GUAYANA BRITÁNICA
Entre Příkopy y el Mercado de Fruta de Praga había un callejón muy poco
frecuentado. Era tranquilo y en él se abrían unas tiendecitas antiguas. Algunas de
ellas todavía cerraban por la noche con unas puertas de madera que, abiertas,
semejaban unas alas desplegadas en vuelo. Por la noche las sujetaban con unas
cadenas de hierro, y unían éstas con un pesado candado. Mientras que Příkopy
imitaba a Viena y era más moderno, las tiendas del callejón atraían con su encanto
provinciano a los ocasionales compradores. Eran como un recuerdo guardado desde
los siglos pasados. No sé siquiera lo que vendían allí. Sólo recuerdo una tienda. Era
un pequeño comercio de sellos. De sellos de correos. Quizás era el único en toda la
ciudad. No sé de ningún otro. Para mí era una tienda donde vendían el perfume de
tierras exóticas y de hermosas aventuras. También había algunas grandes papelerías
que ofrecían sellos: los tenían pegados sobre tiras de papel, expuestos en el
escaparate entre las tintas y los lápices. Pero no era lo mismo. Las papelerías olían de
un modo completamente distinto y tenían otros atractivos. El comercio del callejón
era irrepetible y cautivaba. Puesto que se trataba de una tienda especializada,
resultaba encantadora. Atraía a cualquiera al que le gustasen los sellos. La filatelia, en
aquellos tiempos, estaba en sus principios y poseía un cariz platónico y personal.
Antes de la Primera Guerra Mundial no había muchos filatelistas en Praga. Delante
de la tienda se reunían unos hombres mayores a quienes el coleccionismo de sellos
ayudaba, más bien, a llenar sus horas libres. Pero también en los niños despertaba un
auténtico interés. Era su primer juego serio.
A la par, el coleccionismo de sellos representaba para ellos su primera aventura.
Gracias a ella, sus ojos y sus corazones viajaban a través del mundo entero. Los sellos
que estaban al alcance de los pequeños coleccionistas apenas si tenían algún valor.
Eran ordinarios y fácilmente asequibles. Pero mayor aún era la felicidad de los niños
cuando conseguían unos sellos más raros, como los de las colonias francesas o
inglesas. Para ellos eran todo un tesoro.
Al principio pegábamos los sellos en los cuadernos escolares usados, y sólo más
tarde pasamos a los gruesos cuadernos de tapas negras lisas que se llamaban
«Vikslajvant». Aquello duró bastante tiempo, hasta que llegamos a métodos mejores.
Pero vuelvo al viejo comercio del callejón. Estaba permanentemente lleno de
hechizos y nos sorprendía con descubrimientos siempre nuevos. Al principio nos
quedábamos pensativos ante sus pequeños escaparates hasta que alguien nos dijo que
se podía entrar incluso con un solo krejcar en el bolsillo. Junto a la entrada había un
saco, enorme y ancho. Estaba lleno hasta los bordes de sellos recortados de los sobres
de cartas dirigidas a los más variados destinatarios.
La mujer que tricotaba sentada detrás del mostrador de la oscura tiendecita, tendía
la mano, despacio, pero de buen grado, hacia el saco con los sellos. Echaba en mi
gorra todo lo que habían cogido sus dedos. Y yo depositaba en su mano mi único

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krejcar. En aquella época, era muy poco dinero. Poco para los adultos. Una hogaza de
pan costaba dos krejcars. Pero allí se podía comprar con un krejcar un poco de
alegría.
Si a la vendedora le parecía que a sus dedos se les habían adherido demasiados
sellos, volvía a hundirlos en el saco. Y cogía los sellos sólo con dos o tres dedos.
Según las circunstancias.
Debo confesar que, probablemente, yo le caía bien. Siempre me recibía con una
sonrisa, me preguntaba cómo me llamaba y qué curso estaba haciendo. Y yo me
llevaba en la gorra casi dos puñados de sellos. Regresaba a casa a toda prisa, con la
cabeza descubierta, y volcaba mi tesoro sobre la mesa, junto a la ventana. Allí estaba
casi todo el mundo conocido. Por lo menos, aquel del que yo sabía algo o del que
algo barruntaba: Europa y América.
Evidentemente, no había allí ningún tesoro, pero mis pequeñas decepciones no
me privaban de la esperanza de que algún día se produjera el milagro. Aunque el
milagro no llegó a producirse nunca, descubrí entre los habituales sellos europeos
alguno que otro más raro, que hasta entonces no tenía y ni siquiera había visto. Más
de una vez encontré alguno de las colonias, que yo consideraba raro y que me
causaba alegría. ¡Qué podía desear por un krejcar! Por un krejcar sólo se podía tener
un cigarrillo austríaco de los más baratos. Nada más. Pero la esperanza y la alegría a
cambio de aquella moneda resultaban entonces realmente baratas.
Pasaba horas enteras sentado ante el cuaderno lleno de sellos. En invierno,
cuando estaba nevando y los pesados copos de nieve se pegaban a la ventana, dejaba
escapar un suspiro; qué hermoso sería si, en vez de los copos, cayeran sellos de
correo y yo pudiese recogerlos en la misma ventana.
En aquella época yo tenía un amigo. Era hijo de un rico comerciante de la
principal avenida de Žižkov. El chico tenía buen corazón y nos llevábamos bien.
También él coleccionaba los sellos. Una vez, después de las vacaciones navideñas,
trajo al colegio un gran libro cuidadosamente envuelto. Era un hermoso álbum de
sellos de correos. Aquellas tres palabras estaban impresas con letras de oro
troqueladas sobre las duras tapas. En cada hoja se reproducía el primer sello de una
serie. En aquello ya había un auténtico orden y profesionalidad. Me quedé fascinado
mirando el álbum. Para mí era algo semejante a un sueño irrealizable. Al ver mi
pesadumbre, mi amigo me propuso que coleccionásemos los sellos juntos. Acepté
gustoso. Traje mi cuaderno y pegamos una parte de sellos en el hermoso álbum. Yo
no vi en ello nada incorrecto, como tampoco lo vio mi compañero. Cambiábamos los
sellos que teníamos repetidos, y así el número de los sellos del álbum iba en aumento.
Sin embargo, pronto llegó mi desventura. Cuando el padre de mi amigo se enteró
de nuestra actividad compartida, le quitó el álbum a su hijo para encerrarlo en su caja
fuerte de la trastienda. Lloroso, fui a verlo. Fue inflexible. Declaró que el álbum era
propiedad de su hijo y me echó de la tienda.
Pero nuestra amistad continuó. Al cabo de poco tiempo empezó a traerme un sello

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tras otro y me prometió que me devolvería todos cuantos yo le había dado. Pero ya
era tarde. El infortunado hecho que había vivido me había quitado el amor por los
sellos. Aunque los pegué de nuevo en mi cuaderno, lo hice sin cuidado y dejé de
coleccionarlos.
Era el final de una gran alegría. ¡Lástima! Me había proporcionado tantos
momentos gratos que aún ahora, al cabo de tres cuartos de siglo, la sigo recordando
con ternura.
¡Adiós, Marianna de gorro frigio; adiós, señor presidente Lincoln; adiós, tigres y
jirafas y extrañas flores de la luz!
En comparación con el de ahora, el tiempo de aquellos años fluía, al menos a mi
lado, mucho más despacio. Entonces yo tenía una prisa descomunal por vivir la vida.
¡No sé para qué! Ansiaba con todas mis fuerzas liberarme de mi infancia y de mi
adolescencia. ¡Ya lo creo que era un disparate! A veces me raspaba la cara con la
navaja de afeitar, aunque no tenía nada sobre ella, y al salir de casa me ponía en las
muñecas unos puños duros. Al principio, los de tela de mi padre, que se enviaban a
lavar, almidonar y planchar, y eso valía dinero; luego, los de celuloide, que se podían
lavar en casa. Los puños de celuloide emitían un leve tintineo, y cuando quería
abrazar a alguien, ese tintineo resonaba en sus oídos. Por eso me los quitaba y los
dejaba a mi lado en el banco. Hasta que un día los olvidé allí. Mi mujer sonríe
todavía, al recordarlo.
Pero nada más ponerme aquellos puños, empecé a mirar mi alrededor con
altanería. Lo primero que vi fue, por supuesto, una moza de buen ver.
Tenía unos sellos en mi cuaderno, al fondo del cajón, pero ya ni los miraba
siquiera. Mi cabeza estaba llena de otras cosas. Yo estaba convencido de que eran
mejores.
La amorosa brisa primaveral jugaba con la falda de una joven de Žižkov y con
mis cabellos, cuando subíamos la escalera de la atalaya de Petřín. En su cimborrio
encristalado nos vimos completamente solos. Durante unos instantes estuvimos
dando vueltas por él, mirando a todas partes. Cuando nos disponíamos a bajar, me
decidí rápidamente. El ansia me apremiaba. Abracé a la chica por el cuello y le di un
presuroso beso.
¡Por amor de Dios, aquél fue un acto de heroísmo! Al menos, eso fue lo que
pensé. Mi primer beso en la vida. El susto fulguró en los ojos de la chica, que rompió
a llorar. Pero cuando nos dirigimos a casa, íbamos de la mano y éramos felices.
¿Pero para qué os cuento estas tonterías? Después de dar aquel beso casi pueril,
me sentía como si acabara de encontrar en la gorra un maravilloso sello extranjero.
Pegué aquel beso en mi memoria con el mismo cuidado que si fuera el álbum de
sellos de correos. ¡En el lugar más ostensible! Y allí sigue todavía.
Empezó para mí una época espléndida. Los días de mi vida pasaban como
bailando, regocijadamente, uno tras otro, hasta que caía el crepúsculo. Y entonces se
transformaban en perfumados anocheceres llenos de misterio y de hechizo.

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Petřín, por la noche, sonaba a besos de cientos de parejas, como si estallaran los
pimpollos, queda, pero distintamente. Estábamos viviendo nuestra juventud, la época
más fascinante de la vida, cuyo único fallo es el que no tengamos una conciencia más
honda de nuestra felicidad, única e irrecuperable en el resto de la existencia.
¡Ay! De nuevo estamos coleccionando algo. Aunque ya no es tan festivo como los
sellos de nuestra infancia. Primero, las experiencias amargas que, sin embargo, no
creo que no sirvan para nada en la vida. Luego, decepciones y decepcioncitas. La
vida pasa volando. Deja arrugas en la cara y pelos blancos en la cabeza. Hasta que, al
final, el hombre consigue alcanzar esa verdadera y paciente resignación que
llamamos vejez. Nuestra madre decía que los jóvenes sueñan y los viejos sólo
recuerdan. Pero si no fuera cierto que los viejos sueñen también, vivirían sumidos en
la desesperación. Creo que no hay viejo que no sueñe. Los anhelos mitigan el empuje
del tiempo. Dan fuerza e inclusive rejuvenecen un poco.
Si volvemos al mundo de aquellos minúsculos papelitos coloreados, veremos que
todo aquel que los colecciona, aunque no se atreva a confesarlo ante sí mismo, acaba
soñando con el mauricio azul y con la rarísima Guayana Británica.
Yo también. Aunque no son los sellos lo que guardo en mi corazón. Es algo bien
distinto. ¡Algo perfectamente diferente! ¡Y más hermoso! Y también inalcanzable.
Así hasta la vejez es más llevadera, como decía Březina.
En mi vida conocí a dos grandes filatelistas. Eran St. K. Neumann y su amigo
Antonín Bouček. Para el primero, la filatelia era más bien el amor al arte. Le
gustaban los sellos como pequeñas obras pictóricas. Antonín Bouček era un
periodista, un editor, un idealista impenitente y un hombre honesto. Para él la filatelia
era una pasión vital. En aquel entonces, el periodismo era una ocupación absorbente y
aventurera. Al menos para los periodistas al estilo de Bouček. Requería inventiva,
rapidez y presteza. Estar al mismo tiempo en todas partes, Todo eso lo tenía Bouček y
sabía utilizarlo. Además, coleccionaba sellos y vaciaba todas las papeleras de las
redacciones y oficinas.
Yo pasaba horas enteras en casa de Bouček. Slávka, su mujer, nos preparaba el
café, solo, lo más cargado posible, y Bouček desarrollaba maravillosos proyectos
editoriales y filatélicos. Neumann fumaba y escuchaba. Conocía demasiado bien a
aquel su fiel amigo. La filatelia entonces era completamente distinta de como es
ahora. Se coleccionaban todos los países del mundo. No había aún tantos sellos y se
coleccionaban principalmente los sellos ya usados. Los limpios no inspiraban tanta
confianza. Si mal no recuerdo, entonces no había especialización alguna todavía.
Bouček ataba los sellos repetidos por centenares con un hilo. Había en ello cierta
intención interesada, pero tengo la impresión de que jamás consiguió venderlos.
Me gustaba escucharlos cuando hablaban de sellos. Neumann empezaba ya su
tercera colección. Las anteriores se las había regalado a alguien. Los dos envidiaban
al rey de Inglaterra sus tesoros filatélicos. Sobre todo, sus mauricios rosados y azules,
de los cuales tenía arcones llenos.

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Por otra parte, Antonín Bouček fue el editor más idealista de nuestra tierra. Sus
iniciativas no le aportaban nunca nada y le costaban caro. Me publicó mi traducción
de Los Doce de Blok. La traducción era espantosa.
Los sellos de correos no caían del cielo, pero entre el tumulto de la gente yo
pisoteé montañas de ellos. En Praga llovieron varios millones, que llenaron las cuatro
enormes salas y los dos gigantescos pabellones del Viejo Recinto Ferial de
Stromovec. En la exposición internacional de sellos de correos Praga-78 nadie llegó a
recorrer toda la muestra. Estaban allí los sellos más raros: los de los misioneros de
Hawai, los mauricios rosados y azules y el más raro de todos, una auténtica joya: la
carmínea Guayana Británica. Era sencillo, simple e inasequible.
Soy viejo y, por tanto, estoy en la mejor época para volver a coleccionar sellos de
correos. Me convenció de ello una dama de Plzeň, aún merecedora de atención, que
empezó a adjuntar a sus cartas, inteligentes y divertidas, nuestros nuevos sellos
checoslovacos. Eran, decía, tan bonitos, que no podía resistirse a mandármelos.
Durante unos instantes estuve dando vueltas a los sellos, mirándolos desconcertado.
Y al cabo de poco tiempo era de nuevo coleccionista. Tranquilo y completamente
desapasionado: sólo coleccionaba Checoslovaquia. Desde luego, es un pasatiempo
sumamente placentero.
Mientras se celebraba la exposición, en las calles de Praga se podía ver un viejo
furgón postal del Museo de Correos. Desde su pescante, el cochero, ataviado con el
uniforme de la época, hacía sonar la trompeta. Cuántos corazones filatélicos y no
filatélicos se encogieron, mientras aquellos que sintieron cómo bajo sus chaquetas se
aceleraban sus latidos, recordaron cómo de niños se sentaban en el regazo de su
madre o sobre la rodilla de su padre para escuchar la sencilla canción infantil sobre el
muñeco que se iba a Rokycany.
En los días de la exposición vino a verme el poeta Jaromír Hořec que, además de
escribir poesía, es un consagrado conocedor de la filatelia. En la exposición de Praga
conoció al hombre que era el afortunado propietario de la Guayana Británica y había
traído el sello a la exposición. Le regaló a Hořec un dije de plata bajo cuyo cristal
estaba inserta una reproducción de aquel famosísimo sello. Entonces lo examiné de
cerca. No tenía nada de espectacular ni de especial. Pero su precio es exorbitante. ¡Es
único en el mundo!
Se me ocurrió pensar entonces que los dos oficiales de la SNB (Cuerpo de
Seguridad del Estado) que, con una pistola en el cinto, estaban vigilando el sello
asegurado en la exposición por una alta cantidad de dinero, a lo mejor no custodiaban
sino su reproducción exacta y que no valía más de unos hellers, mientras el sello
auténtico estaría guardado en alguna inalcanzable caja fuerte.
Hace poco, mi nieta me trajo un puñado de arrugados sellos extranjeros y me
pidió que se los pegase cuidadosamente en el cuaderno. ¡En un usado cuaderno de
colegio! ¡Pues claro! ¡Viva la filatelia!

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78. EL CHAMPÁN DEL REY FUAD
Debo de pensar en Jan Neruda con frecuencia. El poeta de Motivos sencillos y de
Los cantos de viernes supo llenar sus versos de tanto amor y tanto arte que su carga,
como se acostumbra a decir hoy, transportó aquellos poemas por encima de todo un
siglo. Pero no le envidio sólo su arte sublime, sino también sus dotes para el baile.
Desde su juventud hasta la edad madura era capaz, según cuentan, de estar bailando
una noche entera. Se lo envidiaban tanto como se lo reprochaban. También yo se lo
envidiaba. Una vergüenza estúpida no me permitía siquiera asistir a los bailes. Tenía
miedo de parecer torpe ante las chicas. No aprendí a bailar. Tampoco podía, desde
luego, comprarme un esmoquin.
Sólo en contadas ocasiones me atreví a bailar en público. Hablando con
propiedad, una sola vez. A altas horas de la noche, en el Olympik de Praga. Cuando
todos se levantaron de la mesa, ante una botella de vino quedamos sólo nosotros dos:
Hora, que tampoco bailaba, y yo. Los saxofones estaban aullando zalameros y
seductores, cuando de repente Hora se incorporó y me invitó a bailar. Apenas dimos
unas vueltas, cuando se nos acercó el encargado:
—Señores, está muy bien, pero ¡no puede ser!
Retornamos a nuestros asientos y desde entonces yo no volví a danzar nunca más.
Karel Teige, en cambio, bailaba con pasión. La visita a una sala de fiestas, el jazz
y el baile formaban parte, obviamente, y con pleno derecho, de toda la belleza del
mundo. Y toda la belleza del mundo era una de las ideas del programa poético
artístico proclamado entonces por Devětsil. Sobra aclarar que procurábamos aplicar
aquel programa a algo más que a nuestros poemas y pinturas.
Nos sentábamos frecuentemente en alguno de los bares de Praga y escuchábamos
con admiración las estridencias de un negro que, con sus manos y sus pies, aporreaba
el tambor, los timbales, los címbalos y demás instrumentos de percusión. En bares
más baratos, en los que había pocos músicos, el ruido era especialmente
ensordecedor. Para ir a los caros no nos llegaba el dinero.
Teige se las arreglaba para no perderse ni un solo baile. Las bailadoras se
sentaban sumisamente junto a las mesitas vacías y esperaban con paciencia a que
alguien las invitase. Nezval y yo sólo mirábamos de soslayo a las parejas que
bailaban y, al ver a las chicas, no dejábamos de pensar, claro está, en algo más
hermoso aún que el vals o el bostón. Tampoco Nezval bailaba. Parece ser que más
tarde, cuando se enamoró, lo intentó. Creo que sin especial éxito.
No ocurría con frecuencia que Teige percibiese inesperadamente un honorario
sustancioso. Pero en cuanto tenía un poco de dinero, nos invitaba generosamente al
Pabellón Sekt. Aquel establecimiento, sito en la Ciudad Vieja, se consideraba de lujo.
Sus precios eran más elevados que los de cualquier otro local, lo cual quiere decir que
era realmente caro. Por otra parte, unas muchachas elegantes y muy atractivas
aceptaban allí gustosas las invitaciones al baile.

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También fue allí donde encontré a Marcelka Širáčková, una pequeña
zarrapastrosa de la calle Cimburková. Antaño jugaba con nosotros a hacer quesitos y
nos peleábamos con ella si no queríamos darle su premio. Se había obrado una
metamorfosis sorprendente. Una zagala de suburbio se había transformado en una
abigarrada mariposa nocturna cubierta de un tierno polen de aceites. Era
elegantemente lánguida, fumaba cigarrillos con una boquilla de oro larguísima que
sostenía elegantemente con sus dedos llenos de extravagantes anillos. Desde luego,
simuló no conocerme.
En el bar no había alma viviente. No se veía ni una chica sentada entre las mesas.
Estábamos solos alrededor de una copita de cherry brandy, que bebíamos lentamente
y con esmero.
Sólo al cabo de un rato nos enteramos de dónde estaban las muchachas. En la sala
apareció Svatopluk Nečásek, funcionario del Ministerio del Exterior. Conocía bien a
Nezval y se dirigió, afable, hacia él.
Nečásek, al que se le había apodado Celestino, era un hombre alegre y
esplendoroso. Ginebra y París, donde pasó bastante tiempo durante la primera
república, acrecentaron su brillantez. También el vino francés tuvo su mérito. Era un
interlocutor ameno y ocurrente. Estaba destinado en la sección informativa del
ministerio y a los extranjeros les agradaba. No molestaba a nadie. También dominaba
magistralmente el juego de cartas. Una noche, en una gran aldea bretona, ganó a las
cartas a todos los jugadores autóctonos y bebió más que nadie. Aquello les gustó
mucho y todos le llamaban honrado ciudadano extranjero.
Aquel hombre excepcional, templado en países extraños, nos explicó por qué
estábamos solos. Por aquellos días había llegado a la república, para ver la
exposición, el rey egipcio Fuad, y Nečásek lo acompañaba. Incluso había conseguido
liberar a Su Majestad de la impertinente policía política. No nos contó cómo lo había
logrado, pero el caso es que había traído al rey a Sekt: Fuad estaba sentado en un
reservado, rodeado de todas las chicas.
El quehacer monárquico, que en realidad Fuad no tomaba demasiado a pecho y
que las más de las veces le ahorraban los ingleses, lo rehuía de la manera más
agradable. Prefería sentarse en los locales de diversión de toda Europa, donde su
propio pueblo no le podía ver, antes que en el despacho de su palacio real. La fama
del indolente monarca corría delante de él como si fuera una alfombra que se
desenrollaba rápidamente bajo sus pies.
Sus posibilidades, desde luego, eran ilimitadas y con el beneplácito de Inglaterra
iba derrochando aquello que no habían derrochado en su día Cleopatra y sus
antecesores más inmediatos. Aquello que no se había llevado Napoleón y a lo que no
habían metido mano los ingleses de la época actual. Todavía le quedaba más que
suficiente.
Llegó a Praga con un cofre de marinero repleto de medallas y galardones. Fue
repartiéndolos con una generosidad tan imprudente que, en la vecina Alemania,

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adonde fue desde nuestro país, le manifestaron con mucho tacto que no iban a aceptar
sus condecoraciones.
Incluso Nečásek lucía ya, por supuesto, sobre la solapa de su chaqueta, una
insignia egipcia.
La explicación despertó nuestra curiosidad, pero no nos tranquilizó en absoluto.
Se lo dijimos a Nečásek. Se apartó de prisa, y en su lugar apareció un camarero con
un cubo de hielo y una botella de champán francés. La rechazamos. Pero al cabo de
un instante, Nečásek estaba allí de nuevo y nos persuadía cordialmente de no hacer
tonterías. Dijo que había sido él quien encargó el champán.
Entonces nos bebimos, de un tirón, tres botellas, pues a nuestra mesa se había
sentado una encantadora muchacha deseosa de bailar. Casi de inmediato, Teige
revoloteaba sobre el parquet, satisfecho, mientras desde el reservado se oían las risas
de las chicas y las estruendosas carcajadas del rey egipcio.
Mentiría si dijera que nos resultó difícil embotar nuestros sentidos. Nos bebíamos
el champán y no pensábamos en Fuad. Era tarde cuando, a pasos ligeros y con
pensamientos más ligeros todavía, salimos para ir a casa. El cherry brandy y el precio
del baile estaban pagados con una parte del oro del tesoro de los antiguos faraones.
Pero tengo que relatar cómo terminó la visita del rey a Checoslovaquia. Terminó
de una forma harto sorprendente, sin sombra de realeza.
Después de Praga, Fuad, acompañado de Nečásek, se fue a visitar los baños del
occidente de Checoslovaquia y se detuvieron por unos días en Karlovy Vary. Este
balneario era indicado para el estado de salud del rey, pero, desafortunadamente, éste
no tuvo la paciencia y terminó el tratamiento antes de tiempo. Allí también consiguió
Fuad liberarse de la importuna escolta policial. Una tarde, tras someterse a una breve
cura de aguas en el manantial del Molino, abandonó Karlovy Vary y desapareció
junto con Nečásek. Nadie tenía la menor idea de a dónde se habían ido.
Cundió el pánico. La policía se puso en acción de inmediato, y la búsqueda
empezó. Rastrearon todo Vary, pero el rey no estaba en ninguna parte. Era como si
hubiese caído por un agujero del queso de emmental, ante la honda consternación de
la embajada egipcia.
Hasta el tercer día no lo encontraron en un local nocturno de Ustí, sobre Lab. Tal
vez no era Ustí, tal vez era Liberec. Ya no me acuerdo. No soy un historiador ni
aspiro a una especial precisión. Además, poco importa.
Tres días y tres noches largas se había estado divirtiendo el rey en aquel
establecimiento nocturno cerrado a cal y canto. Cuando entraron sus guardaespaldas,
las chicas, agotadas hacía tiempo, dormían sobre las sillas y las mesas, pero el rey
Fuad y Nečásek permanecían sentados, con los vasos llenos, abrazándose por el
cuello, y cantando viejas canciones francesas sobre el amor y el vino.
Eso fue, por lo menos, lo que nos contó Nečásek, funcionario del departamento
de información del Ministerio del Exterior, cuando Su Majestad el rey Fuad
abandonó nuestra república.

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79. MI TRÁFICO DE JAMONES
Mi buen amigo Vincenc Mašek, que en paz descanse, trabajaba en la poligrafía
situada en el pabellón trasero de la Casa del Pueblo. Había aprendido el oficio de
carpintero y, con una pequeña sierra, hacía soportes para los clisés. Desde su banco
veía, a través del estrecho patio, mi mesa de redacción. Pasaba por allí con
frecuencia, trayendo los clisés ya preparados para los periódicos. Como el empleado
de la redacción no daba abasto con todos los encargos y recados, Mašek siempre
estaba dispuesto a ayudarle. Los redactores le enviaban en busca de bocadillos y
cerveza. Pronto se hizo irreemplazable para la redacción; y a veces, en la poligrafía,
que estaba enfrente, le buscaban en vano. Pero hacían la vista gorda. Mašek era
rápido y de buen talante y cualquiera podía pedirle lo que fuera en el momento que
fuera. Las más de las veces se encontraba a mi lado. Y no sólo porque yo fuese
especialmente generoso y compartiera con él algún que otro trago de vino. Me quería.
Yo le confiaba misiones importantes. Corría a traerme la cartera olvidada y, si no la
encontraba en seguida, me compraba otra exactamente igual para que no se enterasen
en casa. También me salvó en dos ocasiones el abrigo olvidado. Algunas veces iba a
buscarme la cerveza y el vino a la vieja taberna que había en el mismo edificio. Lo
hacía todo con rapidez y de buena gana. En la redacción le llamaban «secretario».
¡Con toda justicia! Porque sabía guardar secretos.
Aquel idilio sólo duró en la redacción de Právo lidu hasta los aciagos días en que
llegaron los alemanes. Entonces todo empezó a marchar mal. Právo lidu fue cerrado
y Národní prace tuvo que sustituirlo. La vida en la redacción se agrió muy pronto.
Algunos de los redactores fueron detenidos, muchos de los funcionarios del partido
socialdemócrata huyeron al extranjero. Entre ellos, el diputado Jaromír Nečas, que
desde el comienzo de la ocupación venía a la redacción con mayor frecuencia y
preparaba el periódico para los tiempos difíciles. Nečas era un hombre interesante y
simpático, y un socialista honesto. Le queríamos. En Londres, adonde se marchó en
seguida, se convirtió en un miembro del gobierno de Checoslovaquia; pero, por
desgracia, murió prematuramente. Dejó a su mujer y a una hija muy guapa, todavía
estudiante. Recordábamos sus consejos, aun cuando se había equivocado en muchas
cosas. La situación evolucionó de forma distinta a como él se lo imaginaba y nosotros
mismos suponíamos.
La guerra se extendía por el mundo progresivamente, pero con rapidez, y los
alemanes estaban alarmantemente cerca de Moscú. Me acuerdo de un encuentro con
el escritor Ladislav Khás que tuvo lugar por aquellas fechas. Acababa de asistir a una
sesión de espiritismo en la que los iniciados se sentaron alrededor de la mesa para
preguntar si los alemanes iban a tomar Moscú. La mesita, según me contó, escribió
con letras grandes y desiguales una sola palabra: JAMÁS.
Praga se vio muy pronto invadida por las privaciones, la indigencia y el hambre.

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Cierto día vino a verme Mašek, con aire misterioso y emocionado. Se apresuró a
comunicarme que un compañero suyo, dueño de una pequeña salazón de jamones,
sita casi en el centro del Pequeño Berlín, como entonces llamábamos a unos bloques
de viviendas próximas a la plaza Strossmayer de Holešovice, le había hecho una
oferta excepcional. Fuimos a verlo en seguida y llegamos al comercio en el momento
en que estaba sacando del fuego un trozo de carne salada que se le había caído del
gancho. Nos cortó a cada uno una porción del trozo chamuscado, que acompañó con
un pedazo de pan fresco. Desde entonces, no he vuelto a probar nunca un jamón tan
bueno.
El dueño de la salazón nos propuso entonces un negocio bastante arriesgado en
aquellos tiempos. Algo más tarde, se condenaba a muerte por hechos parecidos.
Mediante una maquinación audaz había estafado a la administración alemana treinta
y seis jamones recién elaborados. Quería vendérnoslos.
En aquel entonces, el jamón en Praga sólo era un hermoso recuerdo. Y allí, en las
negras pértigas mugrientas, colgaban treinta y seis piezas, con gruesas lonas
envolviendo su aroma. El industrial estaba esperando una revisión: los jamones
debían desaparecer.
Rechazó resueltamente nuestro plan de transportarlos poco a poco en el tren
eléctrico hasta la Casa del Pueblo. Nos iba a preparar dos grandes cestas de
embutidos y la lona, para que en alguna parte nos procurásemos un carretón y nos
lleváramos los jamones cuanto antes.
Mašek encontró un forcaz. Él también vivía en Holešovice y tenía conocidos en
todas partes. A altas horas de la noche sacó el jamón a las oscuras calles. Le ayudé a
llevar las cestas por el edificio de la poligrafía, entonces vacío, hasta el andén de
madera del patio. Llamamos al vigilante nocturno para que nos ayudase. Le dimos un
poco de jamón. Así subimos felizmente la carga hasta mi cuarto.
Yo ocupaba el mismo cuarto donde otrora Marie Tilschová había redactado sus
Flores multicolores. Estaba lleno de viejos muebles desvencijados. Por otra parte,
tenía una situación bastante recóndita, al final del pasillo, detrás de los estantes con
las colecciones anuales de Právo lidu, por lo que yo soportaba gustoso los viejos
trastos. Por la tarde había vaciado uno de los armarios oportunamente, había cubierto
sus estantes con papel de periódico y almacenamos el jamón allí.
Di un jamón a Mašek y me llevé otro a casa. Tuvimos que ir andando, porque los
tranvías no funcionaban. Los jamones despedían un intenso olor.
Aquel producto fue exquisito, un auténtico jamón de Praga. Eran piezas más bien
pequeñas, doradas y risueñas como señoritas. El armario estaba repleto de ellas y
daba gusto abrirlo. Te inundaba una vaharada de olor. Cerré el armario, abrí la
ventana en la fría noche y nos fuimos a casa.
Por la mañana, al llegar a la redacción, ya noté el olor en la escalera. Se nos había
olvidado la mujer de la limpieza, que venía por las mañanas. Tenía que recibir un
jamón. Era fácil que hubiese descubierto ya el olor, pero era una mujer de confianza.

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Incluí el jamón repartido en el precio, me consolé a mí mismo y saqué el lápiz.
Pero también el redactor jefe había descubierto el olor. Se asustó. Me ordenó
tajantemente que los jamones desapareciesen antes de la noche. Le vendí uno. Luego,
uno tras otro, acudieron otros redactores. Obviamente, no podíamos pesar el jamón,
de modo que lo vendíamos por piezas. A cada una de las familias de los detenidos,
Mašek les llevó a casa un jamón gratis.
Me acordé también de la señora Nečasová.
A ella y a su hija las había conocido un verano en Čachrov de Šumava, donde
pasábamos nuestras vacaciones. La señora Nečasová, una dama con apenas algunas
canas, de rostro afable y simpático, y su hija, morena y de pelo negro, Věruška, una
deliciosa flor fresca que rebosaba gracia femenina, vivían después de la fuga de
Nečas inmersas en una ansiedad harto fundada y no ocultaban sus temores.
En Čachrov pasamos con ellas unos días agradables. Por la noche, en la taberna,
siempre había alguien que tocaba el piano y se bailaba. A veces, Věruška también
bailaba. Cuando Mašek llegó a casa de las dos mujeres, encontró en su puerta un sello
de la Gestapo.
Las dos habían sido detenidas, y pronto, creo que aquel mismo año, fueron
asesinadas. No quisiera ver la cara animal del que fue capaz de destruir la hermosa
vida de aquella joven.
Hacia la noche, en el armario sólo quedaban tres jamones. El jefe compró uno
más. Mašek y yo nos quedamos con los dos últimos. Al día siguiente el armario
estaba vacío y todos respiramos con alivio.
Me faltaba recoger el dinero a mis colegas de la redacción y pagar los jamones.
Cuando lo reuní y lo conté, resultó que no me llegaba. Comprobé que, de dedicarme
al comercio, habría fracasado. Así que, como dice Swinburne, «expresé en breves
palabras mi gratitud a Dios, si es que está en alguna parte», porque al menos podía
escribir poesía. Porque sabía escribir poesía mucho mejor que vender. Dicho sin
circunloquios: contaba espantosamente. Nunca había sabido contar. Pero no me estoy
vanagloriando de eso. Hoy es un defecto considerable.
Aquello me costó una paga mensual. ¡Era lo de menos! De todos modos no
valorábamos el dinero del protectorado. Algunas personas lo habían pasado bien
durante unos días. Yo entre ellos. Mašek y sus hijos recordarían aquellos momentos
con agradecimiento durante todos los años de la guerra. El viejo armario
desvencijado, que yo abría a veces, siguió oliendo a jamones hasta medio año
después.
Y todo eso lo tuvimos por aquel dinero.

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80. CORRIG VON HOPP
Hace un tiempo turbio de día de los difuntos. El cielo es de un mate lechoso,
como las ventanas de una consulta médica, para que se vea sólo un poco. El bajo sol
luce húmedamente. El melancólico día no me deja rehuir los recuerdos. El cielo está
lleno de ellos.
En el arenoso cementerio, entre tantos sepulcros, hay uno especial. Tendría que ir
allí y detenerme ante él, agradecido. Por lo menos, en esa hora de recuerdos. Vilém
Kostka fue un buen compañero mío. No sería justo que su nombre quedase borrado
por el tiempo y cubierto de indiferencia. No se lo había merecido. Al menos, en
aquellos días que vivimos juntos.
Originario de Kopidlen, sirvió durante la primera república en el departamento de
información del estado mayor central. Cuando los invasores nazis disolvieron aquella
unidad, el presidente del gobierno del protectorado general Eliáš destinó a Vilém
Kostka al Ministerio de Enseñanza y Cultura encomendándole los cuidados del libro
checo.
Los que ya no podían ponerse fuera del alcance de los uniformes negros de las SS
y habían decidido, a pesar suyo, respirar el aire envenenado del protectorado, creo
que recuerdan sin placer alguno aquel truculento baile de disfraces uniformados,
aunque los días y las noches salpicados de sangre humana ya están muy lejos de
nosotros.
Las armas no me habían interesado nunca en mi vida. El oficio de militar me era
ajeno. No había estado en la guerra y, por tanto, no aprendí a matar. Tampoco soy de
los que sólo reconocen esta clase de heroicidad. Y sin embargo, viví unos instantes en
que envidié sinceramente a aquellos de los nuestros que habían escapado en su día y
sostenían un arma en la mano. Qué conmovedor debió de ser para ellos el poder
empuñar una pistola. Había esperanza y seguridad. Era un ala de la libertad, en medio
de aquella mala época en que la sensación de estar inerme era desesperante.
Pero todo eso ha quedado muy lejos. Sólo permanecen unas inscripciones
deslucidas —«Al agua», «Al jardín»— sobre las casas de Praga cuyas fachadas no
han sido restauradas desde la guerra. Y luego, claro, el dolor y la tristeza de los que
han enterrado a sus muertos en aquel pardo vendaval.
Antes de que Kostka ocupara su puesto en la oficina en el Ministerio de
Enseñanza y Cultura, fue nombrado como jefe de la sección de la supervisión de la
Prensa el doctor Augustin Hopp, un alemán de Praga que durante la primera
república había trabajado como redactor de Prager Presse. Aquello fue bueno y malo
al mismo tiempo. Lo bueno era que Hopp no pertenecía a los enemigos empedernidos
de todo lo checo y su espíritu alemán estaba pulido por el ambiente checo. No era
buena, evidentemente, aquella circunstancia de que Hopp entendiese los asuntos
checos. Tanto más difícil sería engañarlo.
A veces también se acuerda del bueno de Kostka Bohumil Novák, que lo conoció

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más tiempo y fue su amigo. Tengo prisa por cederle la palabra. Que hable él.
Se encontró por primera vez con Vilém Kostka todavía en el verano de 1940,
cuando, como redactor de la editorial de František Borový, tenía que negociar la
continuidad de La edición del Diccionario de Vášov-Trávníček. Pero su amistad se
inició más tarde, cuando coincidieron varias veces en un tren. Novák vivía en
Hořátva, cerca de Nymburk; y Kostka, en su Kopidlen natal. Era la misma línea. Allí
se les brindaba una ocasión mucho mejor para conocerse que en la oficina de Kostka.
Kostka despertó en seguida su interés con su conocimiento de la cultura checa,
afición rara en un militar. Sobre todo, era un buen conocedor de las modernas artes
plásticas checas. Le apasionaba Tichý, le gustaban Jan Zrzavý, Josef Čapek, y
Svolinský. Y también conocía la nueva poesía checa. Había leído a Hora, a Halas, a
Nezval y a Hrubín. Sabía sobre sus libros más de lo que se podía esperar de un lector
corriente. Novák comprendió muy pronto que Kostka era buena persona y un
verdadero checo. Su información y sus intereses le guiaron luego en su trabajo, a
primera vista feo. En su oficina de la calle Voršilská, trasladada más tarde al palacio
de Valdštejn, hablaba de libros, autores y editoriales, permitía a Novák conocer su
trabajo sin ocultarle nada y le tenía al corriente de sus problemas. Que lo eran todo,
menos leves.
Sería una pena desperdiciar esta ocasión y no mencionar la historia de un libro de
Vlastimil Rada: Hostal “La mesa de piedra”. Con él se ofreció una oportunidad para
poner a prueba el carácter de Kostka.
En otoño de 1940, Kostka citó a Novák a su oficina. Un anónimo le había
advertido que el libro no era de Rada, sino que Rada estaba encubriendo a su autor
verdadero, Karel Poláček, un judío, que no se atrevía a publicar su libro en la época
del protectorado.
Y entonces se mantuvo entre Kostka y Novák la siguiente conversación:
—Mire usted, Novák, alguien me ha advertido (y al parecer ese alguien pertenece
al entorno de su algo incauto jefe) que van ustedes a publicar una novela de Poláček y
que la ha firmado el pintor Vlastimil Rada. He leído el manuscrito y le voy a decir
abiertamente que, si lo ha escrito Rada, no ha hecho más que plagiar a Poláček en
todo. Cuando me diga que lo ha escrito Poláček, tendrá el permiso en su bolsillo. Si
se empeña en afirmar que el autor es Rada, no daré el permiso para el libro,
convocaré a Rada y le diré que haga el favor de renunciar al plagio, si no quiere
avergonzarse luego.
Novák, cauteloso, inquirió por qué le importaba tanto saber el autor: Poláček o
Rada.
—Me importa, porque no quiero aparecer ante sus ojos como un simple que no ha
reconocido a Poláček y ha caído en la trampa tan fácilmente. Y si, por cualquier
casualidad, no saliese y me amenazase con el despido, no pienso defenderme con
ayuda de la verdad que me sea conocida, sino que inventaré una mentira que
presentaré a la Gestapo de tal manera que será más verdadera que la propia verdad. Y

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si, pese a todo, me despidieran, ¡quiero saber por qué!
Después de escuchar aquellas persuasivas palabras, Novák confesó la verdad y se
marchó llevándose, además del permiso para la novela, una feliz convicción de que
no se había equivocado y de que Kostka era un hombre justo.
En 1940 salieron dos nuevos libros de poesía: El torso de la esperanza de Halas y
mi selección Las luces apagadas. ¡Luces apagadas! Estas dos palabras eran un grito
de alarma que resonaba en las calles de Praga desde los primeros días en que se
introdujo el oscurecimiento.
Del libro de Halas no fueron eliminados ni siquiera sus hermosos y apasionados
poemas antinazis sobre Praga. Aunque el censor los había tachado, Kostka anuló su
intervención. Tampoco desapareció un solo verso de mi libro, que el lápiz rojo marcó
en algunos sitios. Allí quedó el poema sobre la movilización de septiembre, junto con
unos versos demasiado claros acerca de nuestro destino. Y por cierto: los dos libros
aparecieron más tarde en una edición nueva, sin permiso oficial, pero con el
silencioso beneplácito de Kostka.
Sería mucho mejor que hablase de los libros de mis amigos, los de Hora, Holan,
Halas y Nezval. Tengo miedo de que me reprochen ambiciones vanidosas. Y me
gustaría que no se relacionase conmigo esta desagradable propiedad. Desde luego, yo
no estaba muy al tanto de las intervenciones de la censura en los textos. Pero sé a
ciencia cierta que, en cuanto a sus libros, Kostka no cambió su modo de actuar. Anuló
las tachaduras de la censura y los libros salieron tal como sus autores los habían
escrito, aunque eran libros que en su mayor parte iban dirigidos contra los
acontecimientos de aquellos días. A veces de forma velada, a veces velada sólo a
medias y las más de las veces completamente abierta.
En mi libro, el censor tachó estos versos transparentes:

¡Luces apagadas! No quiero asustar al rocío


que se ha estremecido en las puntas de las pestañas.
Sólo diré, suavemente, quedamente, sin énfasis;
¡cuánto fulgor había
aquella noche en la que todo se oscureció
y en la que cada uno se ovilló como una sombra en el suelo!
Ya sé. Ya sé que hubiera sido mejor entonces
oír un trueno.

Así pues, Kostka, autorizó estos versos y en la licencia tachó «Bewilligt-nein» y


puso: «Bewilligt-ja». La licencia llevaba una firma: Corrig von Hopp. Desde luego,
era él mismo quien había firmado por von Hopp. Sabía reproducir aquella firma
magistralmente y la utilizaba con frecuencia. El censor tachó numerosos versos en El
abanico de Božena Němcová. Pero en vez de continuar la lista, aprovecharé la

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ocasión para explicar cómo fueron creados este libro y el de Halas, Nuestra señora
Božena Němcová. Surgieron del mismo impulso, dedicados a un tema común, pero
sin que el uno supiera del libro del otro. Aquel año se iba a celebrar el aniversario de
Božena Němcová; habían transcurrido ciento veinte años desde su nacimiento. Ruda
Jílovský, después de marchase a Fürthov el jefe de la editorial, František Borový,
encontró en su caja fuerte una carpeta con casi una veintena de dibujos en colores
para La abuelita de Petr Dillinger y trató de convencerme para que escribiese unos
versos para ellos, porque pensaba publicar el libro en el aniversario. Yo no tenía
muchas ganas de hacer aquel trabajo. No le dejé convencerme, pero le propuse
escribir un largo poema dedicado a Němcová. Lo aceptó gustoso y llevó los dibujos a
Halas. Se reprodujo allí la misma escena. Halas accedió a escribir un ciclo de poemas
sobre Božena Němcová. No hablamos con Halas sobre nuestro compromiso, movidos
por la creencia de que no se debe hablar antes de tiempo de los planes creativos para
que no se malogren. Jílovský también guardó silencio, así que no nos dijimos nada
hasta que sobre la mesa del director se encontraron ambos manuscritos, y los dos nos
desternillamos de risa. No se trataba de un concurso, como se escribió entonces en
alguna parte.
Pero volvamos al lápiz del censor. En El abanico de Božena Němcová tenían que
quitar, no sólo unos versos aislados, sino también algunas estrofas. La primera
empezaba con el verso: «A quién podía invocar aquella gente…», la segunda: «Pero
en la oscuridad sólo tronaba la oscuridad…» hasta el final: «La llamé cuando llegó el
miedo.» El poema se publicó sin estos recortes y Kostka sustituyó el permiso
original, en el que los versos tachados se calificaban de indeseables, por otro nuevo,
en cuanto Novák diera a copiar todas las páginas marcadas con el lápiz rojo sobre el
mismo papel. En presencia de Kostka las puso dentro del manuscrito inicialmente
presentado a la revisión. Las páginas antiguas con los versos marcados, claro está,
fueron apartadas. Las tiraron a la chimenea.
También «Vestida con la luz», el poema que yo prefería a los demás y que me
gusta recordar, aunque este privilegio no se debe a sus cualidades, sino a las
circunstancias en que apareció, estaba tan amenazado por el rojo del censor que le
faltaba poco para comenzar a sangrar. Lo escribí durante la guerra en la mesa de la
cocina, sobre la que mi mujer estaba preparando al mismo tiempo la comida. A los
censores les desagradaron los versos sobre los encajes del altar desgarrados, sobre las
pesadas botas pisando el suelo del templo de San Vito. La estrofa: «Hoy ya sé para
qué vuelve la golondrina…» hasta el verso: «más fuerte que el opio y el hachís» les
pareció intolerable, y el censor lo tachó. Inútilmente. Kostka suprimió en todas sus
partes aquella opresión de las tachaduras y puso los versos en libertad. Redactó un
nuevo permiso, lo firmó con el nombre de Hopp y el libro salió indemne, junto con
estos versos, que con tanta claridad se referían a una cita exacta de los versos de
Kollar que cualquier colegial conocía:

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El preso sabe que los tiempos cambian el tiempo,
el preso sabe adónde le lleva su tiempo.

La misma historia se repitió cuando presenté mi último libro del protectorado, El


puente de piedra. Numerosos versos ardieron en las llamas del lápiz rojo del censor,
pero el libro, cuyo verdadero significado era obvio, salió íntegro.
Debo recordar aquí que aquello ocurría en los días en que nuestros oídos
zumbaban aún con los tétricos golpes de los tambores cubiertos de tela negra y en
nuestros ojos relucían aún las antorchas alzadas sobre las cabezas de los monstruos de
medianoche, mientras un cortejo fúnebre se ponía en marcha y se llevaba al muerto
Heydrich a Hrad. ¡Allí lo estaba esperando el vivo Himmler! En los días en que
apenas nos habíamos recobrado del horror. Frank amenazó entonces a Praga con
ejecutar a cada décima parte de la población masculina, si hasta tal fecha y a tal hora
no se había encontrado al autor del atentado. Estaban humeando aún los incendiados
Lidice y Léžak y lloraban las madres a las que les habían quitado sus niños. Aquello
ocurría en una época horripilante y peligrosa, cuando las cabezas checas rodaban una
tras otra y entre ellas una, hermosa y noble: la de Vladislav Vančura.
Me da vergüenza estar hablando sin cesar de mis libros. También La afinación de
Halas, El primer testamento de Holan, y varios poemas de Hora estaban llenos de
tachaduras de la censura que Vilém Kostka eliminaba con tenacidad. Y los versos
únicos, conjurantes: «Tierra pobre, pobre, pero sólo una, y quiero verla una»,
resonaron gloriosamente en el tiempo oportuno. La grata caricia de la mano de
Kostka alcanzó también el libro de Nezval Cinco minutos detrás de la ciudad, el Jan
el violinista de Hora, el ¡Arde Hromnice! de Cassius. ¡Cuántos hermosos versos de
estos libros habrían caído en aquella época debajo de la mesa! Muchos de los libros
no habrían salido, mientras que otros habrían aparecido tan tergiversados y mutilados
como para ponerse a llorar. Pero fueron publicados todos y, además en la misma
forma en que los leemos hoy en ediciones nuevas.
Y todavía no he hablado de las impresiones ilegales. Eran innumerables y no
menos arriesgadas, pues en el peligroso juego tomaban parte demasiados testigos. Si
se trataba de un libro que permitía suponer que se iba a agotar, los editores pedían a la
imprenta no descomponer los clisés y guardarlos. Al agotarse la primera edición se
imprimía, utilizando, de acuerdo con Kostka, el permiso antiguo de 1942-1943-1944,
una edición nueva, llamada reimpresión, sin cambiar la tirada. Dado que los nazis
sólo autorizaban un reducido número de ejemplares, Kostka organizaba, mediante
aquel procedimiento, un verdadero escamoteo que, como regla, tenía que completarse
con una imitación de la firma de Hopp.
De este modo, mi Adiós, primavera salió dos veces más, igual que Vestida de luz.
El puente de piedra se publicó al final hasta en cinco ediciones.
Cualquiera que haya vivido los años del protectorado, sabrá apreciar el valor de
Kostka respecto a los libros de Eisner. Los firmaba Vincy Schwarz, más tarde

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ejecutado como un alemán traidor.
En la selección Veo una ciudad grande hubo trescientos recortes hechos por la
censura. Kostka los dejó en unos cuantos. Con su conocimiento, yo firmé un libro de
Eisner para la Cooperativa de trabajo: El amor en las canciones de todo el mundo.
Sin desconcertarse y sin largas reflexiones, autorizó la traducción de Fischer de
Fausto. La firmaba Vojtěch Jirát. Bajo la traducción de Hamlet hecha por Saudek
puso su nombre Aloys Skoumal.
No obstante, Kostka no se limitaba a ejercitar esos mimetismos y camuflajes
literarios. Ayudó activamente al desventurado Orten, que se ocultaba en sus libros
detrás de los nombres de K. Jílek y J. Jakub.
Pero ¡qué incompleta es esta lista! ¡Qué fragmentaria! Ni Novák, ni, menos aún,
yo, podíamos saber todo lo que pasaba por sus manos desinteresadas. Los poetas de
Borový no podían ser los únicos. Quizás sólo él mismo lo sabía todo.
Después de la guerra, me unió con Kostka una estrecha amistad. Tuvo algunas
dificultades como antiguo funcionario del protectorado; pero los que estaban al
corriente pronto consiguieron solucionarlas.
Una vez le pregunté si no había tenido miedo. Sobre todo, después del atentado
contra Heydrich.
—Claro que lo tuve —sonrió Kostka—; pero ¿qué iba a hacer? Él que dice que
nunca ha temido nada, no dice la verdad. Cada hombre en determinados minutos ha
conocido el miedo. Pero el miedo es, justamente, una especie de preludio. Después de
él ha de seguir una acción. Así que lo que cuenta es lo que el hombre haga después de
sentir el miedo y a causa del miedo.
Vilém Kostka fue un checo valeroso.

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81. UNA BOTELLA DE BORGOÑA
Vítězslav Nezval murió prematuramente. Todavía no era viejo. Pero murió con
facilidad. Con la misma facilidad con que escribía sus poesías. Nadie sospechaba que
su enfermedad fuera mortal. Pensaban en una simple gripe. Sólo inclinó la cabeza
entre los brazos de su mujer, y en ese instante perdió esta tierra a uno de sus grandes
poetas.
Me estaba recuperando después de una operación en el hospital de Motol cuando
su mujer me contó sus últimos momentos; yo la había llamado por teléfono.
Para mí fue más que suficiente. Mis ojos reconstruyeron rápidamente, sobre el
sombrío techo, los años felices extraídos de lo más profundo de mi memoria. Cómo
Nezval llegó a Praga, cómo me encontré con él en una velada poética de la Casa
Comunal, cómo nos acercamos a Devětsil. Aquéllas eran las horas de una paz
beatífica, de ocurrencias descabelladas y de un compañerismo excepcional. El
enorme talento de Nezval influyó sobre todos nosotros. Le dio algo a cada uno, a
cada uno le contagió algo. ¡Hasta a Teige! ¿Para qué negarlo? Pero hay una cosa en
que yo tengo un mérito ante él. Le presenté a mi viejo amigo, al dramaturgo Jan
Bartoš, el autor del famoso Cuervo. Desde aquel momento, Nezval sucumbió a los
misteriosos elementos que le quitaron el sueño.
También Bartoš se dedicaba a las ciencias ocultas, pero tenía un estilo superior.
También él sabía leer la mano y descifrar los horóscopos. Le dejé a Nezval ver el
horóscopo que me había hecho Bartoš, y Nezval quedó fascinado. La admirable
personalidad de Bartoš, original y sutil, le cautivó. Dejando aparte su mente
materialista, Nezval aprendió lo más fácil de la lectura de la mano. Sobre todo, le fue
útil para tratar a las chicas que le interesaban. Pero también tuvo paciencia para
estudiar los complicados cálculos de los horóscopos. Había vaticinado que moriría en
las pascuas de la Semana Santa. Y no se equivocó.
En aquellos años de mi juventud yo estaba trabajando en la Editorial comunista.
Mi cargo de redacción y de propaganda consistía en ayudar donde fuese necesario.
Así, sobre mi mesa aterrizaba a diario todo el correo.
Un día llegó a mis manos una tarjeta postal que un aficionado de provincia dirigía
a nuestro departamento de ventas. Pedía para su agrupación dos libros de teatro y
escribía:

Envíenme un libro de comedias,


algo alegre y divertido.
Para otro espectáculo, además,
un libro bien triste,
algo triste.

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Cito el pedido con precisión, pero he distribuido las frases en versos
deliberadamente. Invitan a hacerlo. El mismo día enseñé la tarjeta a Nezval. Estaba
entusiasmado. Tenía que regalarle la tarjeta. Estaba decidido a utilizarla:
—Te daré por ella una botella de vino.
Se la dejé. Sabía que lo iba a olvidar. Y lo olvidó. Por entonces, él tenía
dificultades para ganar dinero. Pero los versos sí los utilizó bajo su nombre y los
imprimió en un libro.
Desde aquella simpática época de nuestra juventud han transcurrido treinta años
largos. En aquellos tiempos nos alejamos y volvimos a acercarnos repetidas veces,
aunque nuestra amistad ya nunca fue tan cordial como al principio. La gente se une y
se desune, dice Mácha en sus memorias. El surrealismo no me atraía. Después de
dejar gloriosamente este movimiento, que el propio Nezval gloriosamente había
fundado, a veces venía a verme. Había perdido a muchos de sus amigos. También me
trajo su último libro, Los azulejos y las ciudades. Cuando estaba escribiendo una
dedicatoria sobre su portada, de repente apartó los ojos de la página y me sonrió:
—Te debo una botella de vino.
Luego cogió su cartera y sacó de ella una botella de borgoña. Se quedó mirándola
con seriedad un instante, como si desde su promesa no hubieran pasado tres décadas.
Y de pronto los dos nos echamos a reír estrepitosamente.
Tuvieron que transcurrir unos meses antes que pudiera visitar su tumba en el
cementerio de Vyšehrad, al lado de la del poeta Nebeský. Había allí un busto de
Nezval, obra del escultor Švec. Cuando lo vi, se me cortó la respiración. Nezval,
entornando los ojos, está mirando hacia alguna parte, a alguien, y una leve sonrisa
ilumina su rostro. Yo conocía muy bien aquella mirada suya.
Asumía esta expresión cuando estaba recitando sus poesías. Así miraba cuando
hablaba a las mujeres y se proponía obtener de sus ojos el amoroso gesto de
aprobación.
Y, por supuesto, aquélla era la sonrisa del instante en que estaba contando un
picante chiste erótico.
No sabía contar los chistes.

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82. EL PINTOR Y LA MUERTE
Hace mucho tiempo ya alguien declaró que en París se puede vivir hasta sólo del
aire. Yo no lo he intentado; pero, por lo visto, es perfectamente posible en aquella
hermosa ciudad. El pintor Alén Diviš añadía a eso que allí también se podía vivir del
perfume de las rosas y del canto de los pájaros del Jardín de Luxemburgo. Y podéis
creérselo. Él lo intentó.
Años antes de la guerra, el pintor Diviš aborreció Praga y, con las manos y el
bolsillo vacíos, se marchó a París. Se encontró entre miles de pintores de todo el
mundo que allí, con diverso éxito, intentaban pintar y vivir del aire. Los que
conocieron a Diviš durante aquellos años de París, no recuerdan qué era lo que
pintaba entonces. Algunos dicen que nada. Tampoco él hablaba nunca de eso. ¿De
qué se mantenía vivo entonces? Pues, claro está, del aire.
No obstante, cada mañana se apresuraba a acercarse al mercado parisién en el
momento en que los vendedores se deshacían de todos los excedentes no vendidos y
marchitos de verduras u otros alimentos que ya no se podía vender. Con aquellos
desechos, decía, se podía saciar el hambre de maravilla y así engañar, más o menos,
el estómago. Es el aire de París. Aunque a veces resulta difícil. Yo mismo estuve en
Les Halles. Allí había muchos como él. A veces encontraba a František Tichý en
aquel lugar.
Ni siquiera sus primeras necesidades le preocupaban mucho. Despreciaba la moda
taxativamente. A veces no llevaba ni calcetines ni ropa interior. Se ponía el pantalón
y la chaqueta sobre el cuerpo desnudo.
Bromeaba sobre aquel modo de vestirse. Sostenía que así iban ataviadas también
las modelos en un café de Montparnasse para no tener que ponerse la ropa cuando
bajaban del estudio a tomarse un café solo. Las ricas americanas las imitaban
gustosamente y se sentaban allí, a su lado, también desnudas, aunque, en cambio, con
caros abrigos de piel.
Por añadidura, Diviš llevaba siempre, impenitente, un duro abrigo negro que él
llamaba chilaba.
Llevaba a su estudio los desperdicios de alimentos que conseguía recoger. La
cueva donde dormía y trabajaba recibía el nombre de estudio sin justificación alguna.
No estoy inventando nada; lo decía él mismo. A pesar de su mísera organización,
consiguió hacerse con un hornillo. Desde luego, aquello era todo un lujo, pues los
demás se lo comían todo, hambrientos, en el sitio.
Viva el arte culinario, una de las grandes artes de Francia que hizo tan famoso al
señor Savarin.
La guerra puso fin a ese duro idilio. Junto con otros checos que por entonces
vivían en París, Alén Diviš fue detenido y encarcelado en La Santé, prisión famosa
también en la literatura francesa. Junto con él estuvieron allí Adolf Hoffmeister y
Antonin Pelc.

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¡Viva Francia, viva la amistad entre Checoslovaquia y Francia!
Desde La Santé los llevaron al campo de concentración de Martinica, de donde
consiguieron escapar; así que, al comienzo de la guerra, los tres llegaron a América.
Pero no me contó mucho sobre aquel camino.
En Nueva York, gracias a los checos allí residentes, Diviš vivió toda la guerra.
Volvió a pintar y al final obtuvo éxito.
La amarga experiencia de La Santé no había pasado en vano para él. Pintó para
los americanos unos óleos pequeños en los que rememoraba las paredes de la cárcel
de París. Sobre aquellas paredes estaban trazados y grabados los dibujos más
variados. Había allí horcas, rostros de los guardianes, mujeres desnudas, toda clase de
inscripciones, monogramas y símbolos, así como esbozos del sexo de mujer. Pintados
al óleo y sobre un lienzo, aquellos dibujos resultaron curiosos y la ocurrencia del
pintor de elegir un temario tan insólito tuvo éxito. Parece que Diviš vendió en
América un número apreciable de aquellas pinturas. Al menos, él así lo sostenía.
Cuando la guerra terminó, dio las gracias, tras una breve vacilación, a la Estatua
de la Libertad por su hospitalidad y regresó; pero no a París, sino a casa, a Praga.
Digo a casa. No tenía aquí casa alguna; se vio obligado a buscarla. Fue entonces
cuando lo conocí. En el estudio de Jan Bauch, en Bubeneč. Ya a primera vista, Diviš
era un hombre simpático, afable, de complexión nada frágil… ¿Cómo, si no, habría
aguantado tanto y salido de todo sano y salvo?
Me invitó a su estudio de la calle Plynárná en Holešovice. El estudio estaba
situado en un destartalado inmueble de suburbio. Igual de destartalado y pobre era su
mobiliario. Pero aquél sí era un estudio. ¡Tenía una lucerna en el techo! Las dos cajas
sobre las que dormía estaban cubiertas con mantas; en el centro había un caballete de
pintor, con un abrigo y un impermeable colgados encima, y en el suelo, debajo del
caballete, se veían una paleta y un pincelero. Todo muy familiar.
Pero sobre la desvencijada mesa había una botella de procedencia extranjera, el
vino a cuyo sabor nos habíamos desacostumbrado durante la guerra, y unas raras
golosinas extranjeras, casi desconocidas en nuestro país. Una caja de higos, queso
francés y una lata de langosta. Unas cosas procedían de sus reservas, otras se las
enviaban sus amigos de USA.
Después de regresar, apenas se hubo establecido, reanudó su trabajo. Pintó unos
cuadros más de La Santé, luego dibujó trece bocetos en color para Las camisas de
boda de Erben. Adolf Hoffmeister le organizó una exposición en la sala de la plaza de
San Wenceslao de Melantriš. La exposición no fue grande, pero todos los cuadros se
vendieron. Dediqué a su exposición un poema.
Las ilustraciones en color al poema de Erben fue lo mejor que en aquellos años
salió de su mano. Más tarde la editorial Vyšehrad publicó los dibujos y el texto
poético, presentados con un bello diseño de František Tichý. No obstante, el pintor se
quejó diciendo que las reproducciones no eran fieles. Estaban impresas en offset y,
por aquellas fechas, después de la guerra, las tintas no eran de la mejor calidad. Pero

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aun así, la publicación tuvo éxito y se agotó en seguida.
Vladimír Holan quedó hechizado con los dibujos. Al final, el entusiasmo le llevó
a la conclusión de que el texto de Erben estaba por debajo de la calidad de los
dibujos. Aunque también a mí me encantaban aquellas ilustraciones, creo que Holan
las había sobrevalorado.
Al parecer, la balada de Erben condujo a Diviš hacia el luctuoso ámbito de la
destrucción humana y de la muerte. Empezó a pintar la Muerte. La pintaba con
parcialidad, como otros pintores hacen retratos a sus queridas.
Entré en su estudio y desde la pared me miraron las cuencas vacías de unas
calaveras humanas. Acto seguido me regaló un dibujo a carbón. Representaba huesos
de hombre y una calavera, como si hubieran sido excavados de un campo de batalla.
En casa fui cobrando hábito y confianza con aquel dibujo.
El poema que improvisé para su exposición tiene su historia pictográfica. Más
bien inusual. El poema no era nada del otro mundo, y no lo estoy diciendo por
modestia. Que yo sepa, sólo gustó a dos personas. Al propio pintor y a un funcionario
del departamento de Cultura de la embajada americana que sabía bastante bien el
checo y compró uno de los dibujos de Diviš al carbón. Representaba un frágil cráneo
de mujer y su nuevo propietario estaba convencido de que la calavera sonreía
dulcemente. Tuve que copiar mi poema con tinta china y lo hice de mala gana y a
pesar mío. De aquellos versos mediocres, sólo a título de curiosidad cito dos estrofas.

Un pintor puede pintar hasta con el lodo,


con el lodo de un sepulcro o cualquier otro.
Puede dibujar con las tinieblas y cenizas
aquello que vio en un sueño sin dormir.
Pintor, pintor, pintor por vez tercera,
pinta también con humo de velas apagadas
con un color para el que un poeta carece de palabras:
el de la quietud azul, la quietud de terciopelo.

Pero no me arrepentí. El americano me envió una botella del entonces raro


whisky y dos cartones de Camel.
Cierto día estaba sentado con Diviš en su estudio, en unas sillas más bien
desvencijadas; pero, en cambio, delante de dos botellas del estupendo vino de
Burdeos. Era un vino espeso y, al mismo tiempo, sedoso. Su insólito sabor tardaba
mucho en desprenderse de la lengua. Entonces, alguien llamó.
Era una buena compañera suya, la escultora Hedvika Z. Había llegado en moto
desde un pueblo de las cercanías de Praga. Llevaba la moto como si estuviera
haciendo carreras. Y a la espalda traía un saco grande y pesado.
—Alén, trae un trozo de papel, voy a sacar esto —le dijo. Bajó el saco del

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hombro y lo volcó. Eran cráneos humanos, huesos de toda clase y las inevitables
mandíbulas llenas de dientes. Todo estaba manchado todavía de lodo húmedo.
»Me lo dio el sepulturero del pueblo. Estaban removiendo una parte del viejo
cementerio.
Diviš exultaba. Hasta entonces había dibujado sus naturalezas muertas tan
muertas mirando las frías y muertas fotografías. Ahora disponía de modelos
adecuados. ¡Y qué bellos y pacientes!
¡Viva el pintor Alén Diviš! Desafortunadamente, este vítor llega retrasado. Murió
en el hospital de Motol. Antes íbamos allí a coger las violetas que crecían junto a su
tapia.
Ya no crecen.
Sufrió un infarto. No era grave, todo podía haber terminado bien. Pero le mató su
propia bondad.
A su lado había un enfermo grave. De los que no se levantan, como dicen las
enfermeras. El enfermo se despertó por la noche y llamó a la enfermera. Quizás el
timbre no funcionaba, quizás la enfermera estaba ocupada en otra parte… La estuvo
llamando en vano; la enfermera no venía. El enfermo se lamentaba a voz en cuello.
Diviš, que se despertó, bajó de la cama, cogió a su vecino en brazos y lo llevó al
lavabo. Luego lo trajo de vuelta, lo acostó y se echó él mismo, muy tranquilo. Antes
del amanecer estaba muerto.
Recuerdo su estudio. Tenía entonces sobre la mesa un grueso cirio pegado sobre
un tarro de compota vuelto boca abajo; a su lado había una botella de vino medio
vacía y un bote de mostaza.
¿Qué hicieron sus amigos con el saco de cráneos y huesos, amontonados en un
rincón de su estudio triste y vacío? No tengo la menor idea.

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83. MANZANAS CHINAS A LA PROVENZAL
(Y la felicitación de Jan Zrzavý para su octogésimo aniversario)

Junto a la Nueva Escalinata del castillo y las antiguas tabernas de Praga, cerca del
Hrad de Praga había unas casas del siglo dieciséis. La escultora Hana Wichterová se
compró una de ellas, en la que vive y trabaja el pintor Jan Zrzavý. Ocupaba un
pequeño piso de la segunda planta. Sus escaleras se habían desgastado tanto hacía
tiempo que andar por ellas daba vértigo. En el más grande de los dos cuartos el pintor
había organizado un modesto estudio.
Durante años había vivido en Bubenči. Tenía allí un hermoso piso moderno en
una casa nueva cuyas ventanas daban a Stromovka. Pero no estaba satisfecho. Echaba
de menos la vieja Praga. Dejó de buena gana la necesaria comodidad y se trasladó a
aquella casa vieja.
Desde las dos ventanas más pequeñas del estudio se veían los tejados del palacio
de Thunov, Malá Strana y Petřín. Aunque el panorama que se divisaba desde allí era
espléndido, uno no podía evitar el recuerdo de los estudios de lo más alto de los
modernos edificios de Praga, espaciosos, lujosos y, sobre todo, inundados de sol y de
blanca luz. La casa de Zrzavý no era precisamente oscura, pero allí apenas había luz.
El pintor estaba contento. Vivía allí apaciblemente.
En una de mis visitas me llegó desde la cocina un olor fuerte y agradable. Un olor
desconocido de un plato desconocido.
—He estado haciendo las manzanas chinas como las preparan en Provenza. Son
muy buenas. Le daré la receta. Me marcho a Benátky. Acabo de escribir a los
capuchinos de allá. Me hospedo con ellos. Quiero pintar Benátky una vez más.
¡Benátky! Una ciudad antigua, rebosante de belleza en descomposición, esa
«guitarra llena de agua» pintada miles de veces —y aun así, muy pocas— por artistas
de todas las tierras y de todos los tiempos, era el lugar del amor duradero y constante
de Jan Zrzavý. De un amor nada infructuoso.
—Aquí está un poco oscuro para pintar.
—Eso no me importa en absoluto. Lo que cuenta es que pueda vivir entre estos
viejos muros de Praga. Estaba echando de menos todo esto.
—¿Y por qué, entonces, no pinta Praga como pintaba Benátky y Bretaña?
—No puedo. Y le voy a decir por qué. En Benátky puedo permitirme el pintar una
torre donde en realidad no la hay o quitarla de donde está si no me conviene. Pero en
Praga esto es imposible. Así que prefiero no pintar Praga. Pero antes de que se me
olvide, tengo que decirle cómo se hacen esas manzanas. No, no hace falta que tome
notas, es fácil.
»Sobre el fondo de una olla grande se ponen las manzanas de China y se les echa
encima abundante aceite. Luego sobre un plato pequeño se cortan dos grandes
cabezas de ajo, se esparce el ajo sobre las manzanas y se deja todo en el fuego hasta

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que las manzanas se vuelvan completamente blandas.
La cantidad de ajo me asustó.
—¡No, no es verdad! El ajo se convierte en este aroma agradable que tanto ha
llamado su atención.
Jan Zrzavý llevaba ya varios años viviendo y pintando en aquel espacio tan
arcaicamente atrayente. En todas partes se mantenía una limpieza impecable, la
despensa de la cocina que se había traído desde el mismo París estaba adornada con
blancos encajes de su madre, lo mismo que hacían las amas de casa de antaño. Las
ventanas relucían de pulcritud, los pinceles y los lápices estaban colocados en orden.
El viejo reloj producía un sonoro tictac. Y entre aquellos objetos familiares celebró
Zrzavý su ochenta aniversario.
«Querido señor Zrzavý:
»En su obra, importante y extensa, hay muchos cuadros que poseen una fuerza
casi mágica y nos arrastran poderosamente hacia su propio mundo. Nos fortalecen y
nos atan a ellos para siempre. Ya no nos liberamos nunca de su hechizo. Una de estas
obras maestras es “Las amigas”.
»La luz de una vela que alumbra a las dos mujeres, la mesa, las dos cartas y el
respaldar de la silla tienen la elocuencia de un profundo silencio. Ya llevo cincuenta
años escuchándolo con atención. Como es lógico, no sé de qué hablan estas dos
mujeres que han llegado de alguna parte de los huertos de Zeyer, pero comprendo el
silencio apasionado de este cuadro. Esos cincuenta años son un buen trecho de
tiempo. Al menos, de nuestro tiempo. Y puedo hablar de la buena suerte que me ha
permitido seguir, a veces incluso de cerca, su obra desde sus mismos comienzos,
cuando expuso por primera vez sus cuadros ante el público.
»Éramos entonces todavía jóvenes, teníamos unos veinte años, pero usted nos
cautivó en seguida. Aquello fue como una revelación, algo que nos traía un gran
mensaje desde el mundo hacia el que nos estábamos dirigiendo. Eran los límites de
una nueva fantasía y de un lirismo ardiente que por aquel entonces sólo presentíamos,
pero que no habíamos tenido la posibilidad de alcanzar, aunque el valor no nos
faltaba. Amamos el arrebato de sus visiones.
»No tardamos mucho en conocerle personalmente. Fueron aquéllos unos años
ricos, llenos de esfuerzos creativos y de hermosas amistades.
»En las personalidades grandes y excepcionales encontramos de forma regular y,
al parecer, inevitable, muchas paradojas. Lo mismo nos pasó con usted. Permítame
que en este minuto solemne, y digamos que también inolvidable, le exprese en breves
líneas mi admiración y mi modesta opinión.
»Fue usted el más perseverante de todos los “contumaces”, y debió de ser usted
quien inventó el nombre para el grupo con el que había empezado. Con el tiempo, fue
usted quien lo justificó más que nadie. Con la misma tenacidad, fiel a sí mismo,
apartó a todos cuantos intentaron hacerlo suyo de alguna forma o sólo incorporarlo.
En eso fue usted extremadamente honesto.

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»Josef Šíma contaba en París la visita que le hizo uno de los marchantes de
pinturas modernas. Había visto su “Viuda” y le ofrecía un acuerdo muy lucrativo
referente a todos los cuadros que iba a pintar en adelante. Es decir, eso que
acostumbra a ser un ansia vana de tantos pintores. No obstante, usted no aceptó el
trato y le hizo comprender que no iba a seguir pintando de la misma manera que
entonces. Despreció una oportunidad que le habría asegurado una acomodada
existencia y trabajo permanente en París.
»En realidad, es usted un hombre que no se dejó derrotar, y que no pudo ser
conquistado por ninguna de las estéticas que conoció y contra las cuales se levantó en
una tenaz defensa propia, para adentrarse con más libertad en su propio e íntimo
microcosmos artístico y humano, celosamente guardado y herméticamente cerrado. Y
dentro de ese mundo propio se ocultaba, si hablamos de las tendencias pictóricas, una
sola constante. De veras una sola, aunque podemos llamarla con varios nombres:
antiimpresionismo, antinaturalismo, antimaterialismo o, del mismo modo,
simbolismo. Era y hasta ahora sigue siendo la búsqueda de un estilo que no fuese
estilo y que no se convirtiese en estilo. Es usted único, es usted singular y ningún
artista se atrevería a seguirle en su camino detrás. Al principio usted les provocaba y
ofendió a muchos, tanto con sus “deformaciones” como con la premura de sus
mensajes. Luego, poco a poco, se encaminó hacia la sencillez que obliga al propio
pintor a mantenerse en lejanía, tanto más tranquilo cuanto más palpable es la realidad
auténtica y veraz de una obra vital, que es única. Usted se introdujo en lo que con
indudable despreocupación incluimos en el cómodo, aunque no ineludible concepto
del arte moderno, si bien podemos decir que el así llamado arte moderno en su casi
totalidad le es esencialmente ajeno. Estoy pensando principalmente en el cubismo y
en el surrealismo, pero también en la abstracción gélida y amarga a la que todos
sucumben por un tiempo. Pero usted se mantiene en un cielo propio y presente de la
pintura. Quizás el cielo no es para usted sólo un espacio donde vive en soledad, sino
también el objeto y el tema, por indirecto que sea, de su pintura.
»Es usted un fanático del arte —más exactamente, de su propio arte— y al mismo
tiempo se está apartando cada vez más de la habilidad para buscar una proyección
inmediata en la espiritualidad, en la interioridad, en el ardor. Desprecia el virtuosismo
artístico, y la destreza.
»Cuando hace unos años se celebró en Mainz una gran exposición suya, se
escuchó y salió en los periódicos un comentario digno de atención. ¡Que nunca se
olvide! Delante de uno de sus cuadros de Benátky, una joven desconocida dijo con un
suspiro a su acompañante: “¡Es tan hermoso que no debería exponerse!” Aquella
expresión de encanto no era tan ingenua como podría parecer. Algunos de sus
cuadros merecen llamarse joyas de la corona del arte checo. Y con el tiempo, su
originalidad y consagración van en aumento. Es usted el primero de nuestros grandes
pintores al que le ha salido bien el camino de la vida y del arte.
»Ya he hablado de mi buena suerte, que quiso que yo pudiera seguir su obra y su

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vida de cerca a lo largo de tantos años. Desde el principio mismo. También quiero
referirme al honor que se me ha concedido hoy, de felicitarle y de estrechar su mano
como amigo.»
Durante una de sus exposiciones, cuando yo ya me iba, Zrzavý me dirigió una
mirada expresiva y me preguntó si me había enseñado ya el taller de alquimia que
había en el patio. Pegada al muro de Hrad hay una pequeña edificación de puertas
oscuras, detrás de las cuales, al menos según Zrzavý, se encontraba otrora un
laboratorio de alquimista. Pronunció estas palabras con una expresión de misterio.
Silencio, noche, sueños, estrellas, todas las cosas indescifrables y ocultas,
tremendas y bellas atrajeron a Zrzavý a lo largo de su vida. Así que, en su vejez, se
abrió un camino invisible desde la escalinata del castillo hasta los Capuchinos de la
plaza de Loretán. La pequeña iglesia de aquella orden, de aspecto arquitectónico casi
idéntico en todo el mundo, le invitaba, con su propia pobreza, a rezar. Zrzavý es
creyente, pero la doctrina eclesiástica le provoca inevitables objeciones. No cree en la
vida después de la muerte.
La pequeña plaza, que hay ante la iglesia, con su cruz de hierro y los instrumentos
de la pasión de Jesús, fue el tema de muchos cuadros de Zrzavý. La representó varias
veces y de varios modos.
Cuando los ingleses descubrieron en 1922 la tumba de Tutankhamen, el hallazgo
apasionó a Zrzavý durante mucho tiempo. Teige le sorprendió un día en Slávie
cuando examinaba atentamente las imágenes de los objetos encontrados en el
sepulcro, que había publicado Graphika. Despertaba en él una especial curiosidad el
respaldo del trono, con su relieve repujado en oro. Es una magnífica obra de arte.
—Señor Zrzavý: ¿sabe que en el sepulcro encontraron una lamparilla de barro
que todavía estaba ardiendo?
—Eso es imposible.
—Pues sí —le dice Teige—. ¡Era una llama eterna!
El pintor se quedó atónito, miró a Teige con expectación y hasta al cabo de unos
instantes no se echó a reír.
Un extraño sueño había determinado su camino en la vida. Zrzavý recuerda que
su padre, cuando se discutía su futuro, le aconsejaba ingresar en la escuela mercantil.
Pero en el último momento, Zrzavý tuvo su sueño. Soñó que le habían traído una
caja. Estaba llena de maravillosas pinturas y se la enviaba Leonardo da Vinci. Aquel
sueño determinó su vida.
Jan Zrzavý ya está viejo, pero sigue trabajando todavía. Hasta que un día deje a
un lado sus pinceles y su paleta y diga: «Ya está bien, ya basta» —Dios mío, qué
triste es ese minuto lejano—, y el timbre de su puerta resuene fuertemente. El
visitante cumplirá la indicación que el pintor ha fijado al lado del timbre, pidiendo
llamar y golpear fuerte, pues oye mal.
Y entrará un ángel. Grave y digno.
Conozco bien a este ángel. Zrzavý lo dibujó hace muchos años. Posee una gracia

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femenina y sobre su hermoso rostro caen dos trenzas ondeantes. Cuando yo publiqué
uno de mis libros, el pintor me lo puso en la portada.
Una vez en el estudio, el ángel recogerá la paleta con las pinturas aún húmedas y
volverá de nuevo a la galería. Allí se inclinará sobre la barandilla, manteniendo la
paleta con las yemas de los dedos de ambas manos; se elevará sobre los tejados de las
casas, sobre las torres de Hrad, y desaparecerá en la lejanía. Y allí, en alguna parte,
entre las estrellas —¿cómo vamos a saber dónde están los cielos?—, la depositará a
los pies de Leonardo da Vinci.

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84. EL DON DE LA POESÍA
En el momento mismo en que salgáis del edificio de la estación de Hořice, un
vientecillo fresco y perfumado acariciará vuestro rostro. Es la brisa de los cercanos
Krkonoš. Respiraréis ávidamente el aroma de los bosques y de las aguas de los
Krkonoš. Los lugareños ya no hacen caso de ese aroma, se han acostumbrado a
olerlo, pero nosotros, que llegamos dejando atrás las nubes de humo, de hollín y de
polvo de Praga, nos encontramos de pronto en un mundo completamente diferente y
mucho más hermoso.
¡Viva Hořice el de la ladera de los Krkonoš, la ciudad de piedras y de escultores!
Desde Jičín, que yo conozco tan bien, Hořice no queda muy lejos, pero el paisaje
de Hořicko es muy distinto, aunque también atrayente y hechicero. Está rodeado de
montañas, es hermoso, hay muchos bosques. Y varias canteras, en las que se sigue
trabajando, definen el carácter del terruño. Igual que nosotros escogemos entre el pan
blanco y el negro, el blando o el más duro, allí se cortan para los escultores bloques
de arenisca. Son unas canteras antiquísimas. Los escultores góticos ya modelaban con
sus piedras sus hermosas y tiernas Vírgenes checas y Matyáš Braun elegía entre ellas
los trozos apropiados de las «Virtudes» y los «Pecados» para Kuks de Šporek.
Cuando el escultor Josef Wagner se ponía delante de uno de estos bloques de
arenisca, decía que en aquella piedra oía una voz de muchacha. Yo, por desgracia, no
oía nada, pero una vez que me senté al borde de una cantera creí ver en seguida, junto
a una frondosa mata de tomillo, los senos de las muchachas ocultas en las piedras.
Escuchar las voces en una materia muerta sólo les es dado a los escultores.
Desde la estación de Hořice hasta la casa del escultor Wagner hay poca distancia.
Unos minutos andando. Esta vez, Wagner ya no saldrá a recibirme. Está muerto y fue
enterrado entre sus familiares, sobre la colina, al lado de San Gothard.
Junto a su escultura de Las nubes voladoras, en la escalera de la casa, aparece su
mujer, Marie. Es escultora también. Y de ningún modo una escultora cualquiera, aun
cuando constantemente trata de ocultarse en la sombra de su esposo. Es modesta. Es
algo más que modesta. Diminuta y grácil, saluda al invitado, que no consigue
imaginarse a aquella mujer blandir el cincel y el martillo y golpear con ellos la dura
piedra.
Me parece oportuno decirle en ese momento un piropo, enteramente inocente y
simpático.
—¡Ojalá fuera cierto! ¡Tenía que verme en Mainz, cuando jugaba a los bolos
fumando Virginias!
No, es imposible. ¡Pero sí! Recordé cómo Wagner contaba que en los trabajos
pesados le ayudaban su mujer y su hermano.
Por lo demás, Marie no sólo sabe manejar el cincel y el diente de perro. Tiene
fama de haber sido la alumna predilecta de Pomian y también domina los utensilios
que hoy desprecian muchas mujeres: la sartén y la parrilla de acero. Es una anfítriona

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infatigable.
Y sabe hacer unos rollos de Hořice únicos.
Una obra suya, tres muchachas de finas cinturas en la fachada de la Academia de
Bellas Artes de Brno, me quita el sueño. Me escapo a verlas y no sólo a causa de su
gracia juvenil. Son un testimonio de lo que puede lograr una mano de mujer, si esa
mano pertenece a una escultora de verdad.
Entro y paso por las estancias en que Wagner vivía y por los sitios donde
trabajaba. Me parece que sobre todos los objetos de esta casa sigue reposando, como
una quieta luz, su mirada. Era una persona buena, cariñosa, el afecto hecho carne. Su
rostro abierto y sincero despertaba confianza. Era un hombre incapaz de ofender. Ni
siquiera en pensamientos. Sin él, todo está vacío y triste. Pero su mujer conserva
celosamente todos sus recuerdos.
Por eso se le parece como una gota de agua puede parecerse a otra, como suelen
parecerse los modales y hasta los rostros de un matrimonio tras largos años de
convivencia, así que todo está seguro. ¡Y, por añadidura, tiene esta femineidad!
Estoy desmenuzando en la boca el tercer rollo crujiente de Hořice y escucho con
curiosidad que todo en esta casa está todavía por hacer. Tiene dos hijos. Uno es
pintor; el otro escultor; pero entienden de todo. En el huerto de la casa quieren
construir un pabellón lleno de luz donde colocarán las esculturas de su padre y los
principales moldes de aquellas obras cuyos originales hace tiempo se habían
esparcido por las galenas de las ciudades checas y moravas. Marie habla de la obra de
su marido con admiración y amor.
—Usted no conoce todavía el Belén, donde vivíamos y donde Wagner trabajaba.
Tampoco ha visto aún las magníficas y sorprendentes esculturas de Braun en los
lugares donde vivíamos. Iremos allá esta misma tarde. Aquello es hermoso.
Pasaremos por Miletín de Erben. ¡Seguramente conoce los misales de Miletín!
¿Los misales de Miletín? ¡Cómo no! Se los compraba a mis hijos en la feria de
Jičín. Son dos pequeños melindres unidos con un relleno de avellanas. Sobre la
superficie de uno de ellos hay unas almendras que forman una crucecita. Era una
golosina de niños muy popular en aquella tierra; y muy buena, como precisó el hijo
menor de Wagner, Jan, el escultor.

¡El Belén de Šporek! Es una maravillosa tarde de primavera. Cuánta armonía


acertada recopiló la naturaleza y, a la vez que ella, los hombres, en este rincón del
bosque. Nos sentamos en la piedra sobre la que, según dicen, se sentaba el conde para
mirar el relieve de La adoración de los Reyes Alagas. Es un altorrelieve cincelado
sobre una roca apaisada cuya superficie cubre el musgo. En la piedra que está
enfrente, Braun modeló un asiento bajo, para que el conde pudiera sentarse con
comodidad. Desde un manantial cercano Marie ha traído un agua increíblemente
fresca y ha cortado un trozo del pan hecho por ella misma. Las dos cosas
representarían un manjar exquisito para cualquier gastrónomo exigente. Allí mismo,

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entre el Belén, el derruido Pozo de Jacob y el Beato Onofrio, al que Braun esculpió
en un peñasco apropiado que sobresalía de la tierra y que tanto había encantado a
Erben, Wagner se construyó una cabaña bonita y cómoda. La quietud del bosque y
los golpes del cincel de Wagner llenaron de armonía aquel rincón feliz e idílico.
Aquí mismo, bajo las ramas entrelazadas de los viejos abetos, entre los cantos de
los pájaros iba emergiendo desde la profundidad de la piedra el rostro de La Poesía de
Wagner, con su cabeza ligeramente inclinada. El escultor modeló la estatua
obedeciendo a un ímpetu creativo y no sin arrebatadora vehemencia. Cuando la vio
terminada, su punzón trazó sobre la piedra una dedicatoria muy propia de Wagner.
¡La dedicaba a todos los poetas malditos!
Callemos por unos minutos. Marie está recordando.
Ella y Wagner vivieron en aquel rincón del bosque sólo durante unos años, antes
de la guerra. Fueron unos años felices. En verano, a primeras horas de la mañana,
cuando en lontananza las liebres mordisqueaban los suculentos tréboles y desde los
árboles caía un rocío semejante a una tibia lluvia perfumada, se ponían las botas altas
y se iban a coger setas. Al volver, marchaban juntos a una aldea cercana, a hacer la
compra. Regresaban con una hogaza de pan de cinco kilos, una leche espesa y una
bola de mantequilla envuelta en hojas de repollo. El sol calentaba ya cuando Josef se
ponía a trabajar. Había que ver con cuánta alegría se escupía en las manos y con
cuánto regocijo daba los primeros golpes en la piedra que él mismo había picado en
una cantera cercana. Sí, aquélla iba a ser La Poesía, una escultura sorprendentemente
hermosa que tiene las sienes ceñidas con una corona de laurel. En la estatua lo
monumental se alía a una pasión que tarda en ser correspondida. Estaba allí, tendida
sobre el musgo, bajo el sol del mediodía y llena aún de polvo. Josef, feliz y contento
con su obra, todo él sucio todavía, comenzaba a acariciar y a limpiar la estatua.
—¡Usted mismo debe de conocer esta alegría, esa satisfacción, cuando un poema
le ha salido y se levanta de la mesa!
A todo esto, un poco de la inevitable prosa: ¡en la cocina huele a rollos de seta!
¿Qué más se puede desear?
En la frondosa hierba, a pocos pasos de aquí, todavía pueden verse hoy los restos
de los cimientos. Junto a ellos florecen los dientes de león, el único oro que ha
quedado de aquellos tiempos.
Los recuerdos encienden en los ojos de la mujer de Wagner un brillo que sólo
conocen los ojos de las jóvenes que acaban de saborear la primera felicidad de su
vida.
A veces también invitaban a Belén a sus amigos de Praga, a los escultores y
pintores de Mainz, y se entablaban unas conversaciones animadas y alegres sobre
arte, unas conversaciones que no terminaban nunca. Eran unos minutos sin los cuales
aquella felicidad no habría sido completa.
En invierno, el matrimonio Wagner iba al bosque a buscar leña. En algunos
troncos, Josef tallaba pequeños torsos, que no tuvieron tiempo de sacar cuando

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empezó la ocupación. Después de la guerra encontraron la cabaña saqueada y
destruida. Sobre la puerta desfondada estaba escrita con lápiz una palabra soez en
alemán. Ya no volvieron a construir la cabaña de nuevo y, con la pena en el corazón,
dijeron adiós al hermoso idilio del Belén.
Wagner fue luego profesor de la Escuela de Artes Plásticas y empezó a trabajar en
sus monumentos, el de Smetana y el de Vrchlický, después de ganar los dos
concursos. No obstante, todo se hacía cada vez más difícil, y poco a poco se iba
acercando el final prematuro y lamentable de su vida.
A comienzos de marzo de 1976 llegaron a Horice algunos de los antiguos
alumnos del profesor Wagner para conmemorar en su tierra natal, junto a su tumba,
un setenta y cinco aniversario al que no había llegado. Traían varias decenas de cartas
que habían escrito a Wagner sus alumnos y que pusieron en una caja de latón sobre
cuya tapa estaba grabada un ala. Adjuntaron a las cartas las fotografías de sus nuevas
obras. También están allí las fotografías de los que murieron durante aquellos veinte
años. Ya son varios.
En las cartas recuerdan a su excepcional preceptor; de hecho, es un solo canto
cantado a coro, un canto compuesto casi de las mismas palabras y de la misma
melodía apasionada. Wagner quería a sus alumnos y ellos le querían a él. Así surgió
una unión que no se puede olvidar en la vida. Todas las cartas hablan de respeto y de
reconocimiento, todos sus autores expresan su sincera gratitud y hablan con amor de
su legado. Se me permitió echar un vistazo a aquellas cartas. Las leí completamente
absorto y me conmovieron hondamente.
«En aquella época de expectativas y de confianza (corría el año 1945) tuvimos la
buena suerte de que nuestro profesor de la escuela fuese Josef Wagner, escultor cuya
obra estaba armoniosamente complementada por su comportamiento humano, y la
una y el otro nos formaban con su ejemplo», escribe Miloš Chlupáč en la nota
preliminar.
«Me siento feliz de haber podido dar mis primeros pasos como escultor guiado
por el profesor Wagner», empieza su carta otro de sus alumnos. Y esta idea,
expresada con otras palabras, se repite en la mayor parte de los escritos.
La escultora Zorka Soukupová-Kořánová narra una escena hermosa, llena de
elocuente calor humano.
Wagner no quería que sus auxiliares interviniesen en el trabajo de sus alumnos, a
no ser en forma de consejo. Cuando la joven escultora estaba trabajando en la estatua
de un hombre de pie, una pierna no acababa de salirle. El auxiliar Malejovský se dio
cuenta de su desesperación, le corrigió y le terminó la pierna. «Me tocó la pierna»,
dice la autora, divertida. El profesor vino a ver los trabajos. «Algo falla en esta
pierna, no le ha salido.» La escultora que, como ella misma reconoce, a menudo
habla sin pensar y lo cuenta todo, le soltó: «Me la hizo justamente el señor auxiliar
Malejovský.» El profesor se calló y sus ojos se humedecieron. ¿Qué habría hecho
cualquier otro en su lugar? Reñir a la alumna y explicarse con el auxiliar. Pero el

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profesor se apartó y lo sufrió todo en soledad.
La escultora Eva Kmentová vivió en la escuela un minuto perentorio: cuando una
vez estaba en el estudio viendo trabajar a Wagner, algo infinitamente significativo y
esencial se le reveló para toda su vida. No, no sabe describir aquella escena con
exactitud. Sólo sabe que fue una extraordinaria felicidad unida a cierta magnificencia
que llenaron todo el espacio exterior y el de su alma. Jamás podrá olvidarlo. Está
convencida de que su vida sería distinta, si no hubiera vivido aquel momento.
Confieso que no me cuesta creerle. He vivido algo semejante. No, no pretendo
afirmar que comprenda el arte escultórico. Pero después de vivir cierto minuto en el
estudio de Wagner, puedo decir ahora que sé de qué se trata.
Los alumnos depositaron sobre su sepulcro coronas y ramos de flores. La cinta de
una de las coronas llevaba la inscripción: «Por el legado a la poesía.»
Estoy mirando los Torsos de Wagner. Son un Torso erguido sobre un pedrusco, un
Torso volando y, quizá el más hermoso de todos, el Torso tumbado. Sin recurrir a
efectos escultóricos baratos y atrayentes, sólo a fuerza de parcos aciertos del cincel
sobre la madera o la piedra, el escultor despertó la materia muerta a la vida para que
la perfección de su obra perdurase mucho tiempo. Estos torsos llaman mi atención.
Entre su extensa obra amo y admiro las esculturas de las jóvenes, su Primavera, su
Arte, su hermoso Lauro y, sobre todo, su Tierra, cuyo rostro y amable gesto han
robado mi corazón. Me dan ganas de sentarme frente a aquella estatua y quedarme
mirando largamente su oscuro esplendor, su ademán, su semblante inspirado. ¡Qué
hermosa es la vida humana mientras pueden aparecer ante nuestros ojos esculturas
semejantes!
Las maravillosas chicas de Artemisa, como las llama Pečírka, tienen el regazo
tapado, pero así queda más descubierto el amor de sus rostros, sobre los cuales
apenas está aflorando su joven belleza de mujer. Nos cautivan con su poesía. Pero es
una poesía sin literatura. Una melodía apasionada que hace vibrar el peso de la
piedra. La piedra nos convence con su profundo silencio. Es una poesía
resplandeciente de sencillas resonancias de los utensilios y del arte del escultor.
Como si antaño una suave mano de hombre hubiera trabajado la áspera piedra de su
país natal para que de tarde en tarde un punzón afilado volviera a tejer un tierno velo
sobre un rostro de mujer. El cincel y el martillo, esos dos trozos de pesado hierro,
sobre la superficie de las estatuas pierden su peso y su gravidez, siguiendo tan sólo
las delicadas líneas del ensueño del escultor.
Wagner amaba la música y la poesía y fue correspondido en su amor. Sus estatuas
de las muchachas son más ligeras gracias a la canción de amor que escuchan los ojos
humanos. Era un escultor que escribía poemas sobre la piedra, y un poeta que, en
lugar de las rimas, pulía las estatuas.
«La Poesía» de Wagner se envió a la Exposición Universal de París de 1937. Fue
galardonada con el Grand Prix, Cuando los escultores Maillol y Despiau se acercaron
a su estatua, Maillol esbozó el gesto simbólico de quitarse el sombrero: «¡Este sí que

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es un escultor!»
En marzo, el día del setenta y cinco aniversario de Wagner, me dirigí al
monumento a Jaroslav Vrchlický en el jardín de Lobkovice, uno de sus últimos
trabajos. Su tumba en Hořice quedaba demasiado lejos para mí. La primavera estaba
a la vuelta de la esquina, el aire era húmedo y perfumado. Los mirlos se apoderaban
ya de los árboles para sus amoríos y sus cantos primaverales. Pero me pareció que las
dos musas del monumento del poeta estaban llorosas.
Pero no, ¡no lo estaban! Era yo quien se sintió triste al recordar el enrevesado
destino de aquel hombre magnífico que sólo se me había cruzado en la vida
brevemente.
Le conocí bastante tiempo en Mainz, pero no trabé con él una amistad más
estrecha hasta los días en que estaba restaurando estatuas aquí en Břevnov, en el
monasterio de los benedictinos de San Marcos.
Una tarde, después del trabajo, él estaba sentado con el pintor Tichý en el jardín
del restaurante Loreta. Cuando yo pasaba bajo la arcada, Tichý me vio y me llamó.
¡Ay! Estábamos bien allí. Unos días antes habíamos ido, František Tichý y yo, a una
sala de baile de Marjánka a ver actuar a un humilde prestidigitador, y ahora Tichý
reprodujo con gran virtuosismo todos sus escamoteos y trucos, y Wagner se divirtió
mucho. Aceptamos con placer acompañar a Tichý a su taberna predilecta, la de Hora
en la calle de las Carmelitas. Pero allí cerraban pronto, y nos fuimos a otra taberna
cercana, en la plaza Maltesa, donde se reunían los pintores. Saliendo de allí,
cruzamos el puente Carlos y entramos en Binder, cerca del ayuntamiento de la
Ciudad Vieja. El vino allí era bueno, pero había demasiada gente. Así que, al cabo de
una hora, nos levantarnos y nos dirigimos a Réva, donde encontramos a Halas,
solitario, que nos saludó efusivamente. Cuando, pasada la medianoche cerraron allí
también, fuimos a la cercana calle Spálená, a Šup. Allí estaba sentado Olbracht, quien
había perdido el último tren de Krec. ¡Y ya no sé nada de lo que pasó luego! Dicen
que, por la mañana, Mane estaba bastante enfadada; pero su enojo no fue ni muy
grande ni muy duradero.
Wagner me había invitado a visitarlo en su estudio de la escuela. Fui allá con
gusto y alegría. No había quitado todavía la mano del tirador de la puerta, cuando él
ya estaba abriendo una botella de tinto. No era un borracho. Le gustaba beber un poco
durante una conversación. Aquel día trabamos una amistad que duró hasta la muerte.
Por desgracia, fue breve. La muerte estaba ya detrás de la puerta. La gente buena y
honesta hace amigos con facilidad y está alegre siempre que eso sea al menos un
poco posible.
Miro la capa desabrochada de Jaroslav Vrchlický y los recuerdos no me dejan
levantarme del banco.
Cuando de niño acompañaba a mi madre a Olšan, a visitar las tumbas de los
familiares, y me aburría junto a alguna tumba, mi madre me decía que rezase. Y yo
hacía como que estaba rezando. Hoy me gustaría rezar de veras y sinceramente, pero

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no sé hacerlo. He olvidado las palabras. El breviario de mi madre, sobre cuyas tapas
había una imagen de la Virgen María con el corazón atravesado por siete espadas, se
lo llevó de casa mi hermana; y no tengo otro.
¡Si por lo menos tuviese aquellos misales de Miletín! Pero ni siquiera este
devocionario se fabrica ahora en Miletín.

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85. LA PORCELANA DE MEISSEN
Ocurrió en el año cincuenta. ¿O quizá más tarde? De veras, ya no puedo decirlo.
Me estaba tratando en Marienbad y disfrutaba del hermoso paseo de septiembre hasta
la columnata, donde, despreocupado, me tomaba una copa tras otra de agua de
Rudolf.
¿Despreocupado? No del todo. Las preocupaciones van detrás de nosotros hasta
cuando creemos que somos felices. La orquesta terminaba de tocar El postillón de
Lonjumeau, cuando decidí tomar un café y entré en Alexandria. Es una simpática
pastelería situada justo debajo de la columnata. Y, mientras que en la columnata se
intercambian miradas y sonrisas desde lejos, en Alexandria los ojos se miran de cerca
e incluso por encima de una misma mesa.
Ya desde la puerta vi allí a Ivan Olbracht. Yo sabía que tenía una casa en la
montaña, en alguna parte, detrás de Kladska, pero no lo había encontrado nunca en el
balneario. Estaba sentado con un hombre vestido de verde al que yo no conocía.
Comencé a buscar una mesa vacía, pero antes de que me sentara, Olbracht me llamó.
Desde que se separó de Helena Malířová y desde que ella murió, su trato era todo
menos caluroso. Y no sólo conmigo. Su acompañante se iba. Era un ingeniero forestal
que había traído a Olbracht y le prometía que le devolvería a casa.
Llevábamos mucho tiempo sin vernos, y Olbracht me preguntó sobre eso y
aquello. Había oído hablar de mi enfermedad. Cuando yo me interesé por sus cosas, y
le pregunté si se estaba tratando en Marienbad, sólo movió la mano con indiferencia.
Luego, mientras charlábamos, en la mesa de al lado, junto a Olbracht se sentó una
mujer joven, de una belleza llamativa y nada checa. Tenía el pelo negro y sus
expresivos ojos eran también oscuros. Hacía tiempo que yo había visto a mujeres
como ella en la antigua Rusia de los Cárpatos, a veces en Uzgorod, pero más aún en
Mukachov. Me recordó a la protagonista de un hermoso y conocido relato de
Olbracht. Me incliné hacia él. Hana Karadžičová ha venido aquí, ¡mírala! Y Olbracht
volvió la cabeza con discreción.
—¿Qué dices? —replicó Olbracht—. ¡Esos ojos no tienen el menor parecido con
los de Hana Karadžičová!
¡Los ojos de Hana Karadžičová!
Y me citó, o más bien, simplemente canturreó, las primeras palabras de su relato:
—Eran los ojos más hermosos de toda Polana. Tenían una forma peculiar,
almendrada. Eran negros, oscuros, extraordinariamente grandes, y cuando uno miraba
en ellos, la cabeza le daba vueltas. Estaban rodeados de largas pestañas que
atenuaban una dulzura y un brillo que, sin ellas, un corazón de hombre soportaría
difícilmente.
Sí, es así, más o menos, como empieza el relato. Luego durante unos minutos
estuvimos recordando algunos lugares maravillosos de los montes Cárpatos en Rusia,
Polana y los hermosos campos bajo Menchul, los tarritos de crema de leche de la

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vaquería situada en lo alto de la colina que podían compararse con la crema de leche
alpina. Olbracht había vivido mucho tiempo en aquella tierra y regresó a casa con
Šuhaj y Golet del valle. Šuhaj me arrebató y el relato sobre Hana de Golet me dejó
hechizado para siempre. Fui el primero que leyó la novela sobre la proletaria rusa
Hana; y la entregué a la imprenta con cierta indecisión, cuando estaba redactando con
Neumann Reflector.
Era uno de esos hermosos días de septiembre bastante frecuentes en Marienbad.
Y aunque Olbracht se quejaba del corazón desde hacía algún tiempo, en aquellos
minutos se sentía bien, estaba de buen humor y se enfrascó en joviales recuerdos de
su estancia entre los judíos de los Cárpatos. Los había conocido bien, a ellos y su
humilde vida, sus costumbres religiosas y sus misteriosos ritos fuertemente influidos
por los rabinos polacos. Estos, por aquellos tiempos, eran famosos y populares. Le
pregunté a Olbracht sobre los secretos del Talmud y sobre las actividades de los
rabinos milagreros. Uno de ellos había estado hacía poco en Marienbad.
—Te voy a contar algo —me dijo Olbracht, en vez de contestar a mi pregunta—.
Pero debes prometerme que no vas a escribir ni a hablar de ello en ninguna parte. —
Se lo prometí, pero no cumplo mi promesa. ¡Fue hace tanto tiempo! Sonrió y empezó
a contar.
—Hace una semana mi mujer vino a verme a mi casa de montaña. Venía para
marcharse en seguida. Había estado en Karlovy Vary y al día siguiente regresaba a
Praga. Cuando el coche se detuvo, sacó de él, con mucho cuidado, un paquete grande,
pero que, al parecer, no pesaba mucho. Me dijo que era porcelana antigua. Yo no
había coleccionado nada jamás en mi vida, pero mi mujer es una gran enamorada de
las antiguallas. Compró aquel servicio de café de Meissen en el Campo Viejo de
Karlovy Vary.
»Tengo que confesar que de porcelana no entiendo gran cosa. En nuestra casa de
Semily, mi madre guardaba en un aparador unas jarras y teteras en las que, según
decía, había bebido Neruda; pero nosotros no las usábamos para no romperlas, decía
ella. Mamá les quitaba cuidadosamente el polvo con mucha frecuencia.
»Slávinka desenvolvió un poco el paquete y sacó, para enseñármela, una taza
blanca. Cuando iba a ponerla de nuevo junto con las demás, le pedí que me dejase al
menos aquella taza. Compartía la casa con un cuartelillo de gendarmes, de vez en
cuando alguno de ellos venía a verme y yo no tenía en qué ofrecerle un café.
»Slávinka me miró enojada. ¡No se figuraba que fuese tan bárbaro! Se trataba de
una antigua porcelana de Meissen, de excepcional rareza en todo el mundo.
Estuve a punto de interrumpir por un momento a Olbracht. ¡La antigua porcelana
de Meissen! Blanca como la nieve recién caída, tierna como el pañuelo de boda en la
mano de una muchacha. Si das un golpecito con la uña contra la taza, lanza un tenue
sollozo. Y en el fondo de cada taza, de cada platillo, hay una preciosa rosa diminuta.
Dulcemente roja. ¡Semejante belleza para los bigotudos gendarmes del Bosque
Imperial! Tuve ganas de entonar la hermosa canción de Goethe:

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Rosa, rosa, pequeña rosa,
rosa roja en la ladera.

Olbracht proseguía:
—Si no me la da, pues no me la da, está bien —me dije—, ¿qué importa? Mi
mujer envolvió con cuidado la taza en las virutas de madera de nuevo y la devolvió a
las demás. Al día siguiente se marchaba a Praga y con sumo cuidado metió el paquete
de nuevo en el coche.
»Como sabes, en esta temporada los trenes van bastante llenos. Por eso cogió un
billete de primera clase; pero el vagón estaba lleno también. Camino de la estación
discutimos un poco más, ¡ya se sabe! Cuando se sentó, le di el paquete con la
porcelana por la ventanilla. Al mismo tiempo, medio en broma, medio en serio, le
eché una maldición. Una maldición de rabinos, antigua y terrible. ¿No me
preguntabas sobre los misteriosos rabinos? Vi que la pobre de Slávinka se quedaba
algo sobrecogida. Había palidecido, pero ya sonaba el silbido de la locomotora.
«Llegó a Praga sin novedad, sosteniendo el paquete sobre las rodillas. Pero la
maldición no la dejaba tranquila. Cuando el tren se detuvo junto al andén, esperó un
poco, hasta que bajaran los demás pasajeros, llamó al mozo y le confió, con mucho
cuidado, el raro trofeo de Karlovy Vary. Éste cogió el paquete, echó a andar con
atención, pero justo entonces le alcanzó la alborotada e impetuosa ola de los
pasajeros de los vagones de atrás.
»Estaba empezando el otoño, la gente volvía de las vacaciones, aquella buena
tarde de domingo, y muchos regresaban de sus casas de campo. Uno de los viajeros,
descuidado, tropezó con el mozo e hizo saltar el dichoso paquete de sus manos. Sobre
los adoquines sonó el tintineo quejumbroso de la porcelana. Los demás, apresurados,
no llegaron a apartarse y el paquete fue pisoteado por nuevos pasajeros que no tenían
ni idea de lo que había ocurrido, sólo quedó el envoltorio bajo sus pies, y la obra de
destrucción fue consumada.
Cuando, de vez en cuando, Olbracht se quejaba de su corazón, sus amigos le
consolaban diciendo que iba a vivir mucho tiempo. ¡Había salido a su padre! Se suele
decir eso. El anciano caballero tenía ochenta años cuando murió apaciblemente. Pero
Olbracht movía la cabeza negativamente. «¿Qué dices?» En efecto, murió antes de
cumplir los setenta. Habían pasado cinco lustros cuando me enteré de las
circunstancias de su muerte.
Yo estaba enfermo, me encontraba en la clínica de Vinohrady, cuando vino a
verme Karel Nový. No vivía lejos. Y charlamos. Ya se sabe, de qué íbamos a hablar,
de las enfermedades. De los amigos y de los compañeros que ya habían muerto.
Nový me miró extrañado:
—¿No sabes cómo murió Ivan Olbracht? —Y continuó:— No conoces al doctor
Racenberg. Durante algún tiempo estuvo trabajando en esta clínica. Luego fue
director de un hospital del occidente. Una tía suya trabajaba en el Balneario Estatal de

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Smíchov donde estaba ingresado Olbracht. Cuidaba de Olbracht, junto con la mujer
de Ivan. Una vez, Slávinka salió para hacer una llamada y, cuando desde el lecho del
enfermo llegó un lamento, la enfermera acudió a toda prisa y comenzó a arreglar la
almohada bajo su cabeza. Se inclinó hacia él y el enfermo le susurró:
»“¡Esos ojos!” Miró su rostro con fijeza: “¡No sé de dónde conozco yo esos ojos!
¿De dónde? Áy, Dios, ¡Hanele! Si son los ojos de Hana…” Su cabeza cayó de nuevo
sobre la almohada y unos instantes después expiró.

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86. DESDE LA TUMBA DE MÁCHA
Por lo general, septiembre suele ser un mes bonito, a menudo más hermoso que el
frío mayo. El otoño se va acercando por su pasarela dorada y el racimo de uvas se
tiende cómodamente sobre su hoja, que tan bien conocemos por el regazo de Eva.
El aire se llena de una lánguida angustia.
En septiembre de 1936 estuve, junto con Hora y Halas, en Litoměřice. Habíamos
ido para asistir a la inauguración del monumento a Mácha. Pasamos a ver a los
Šustrmandel y permanecimos unos instantes pensativos frente a la tumba de Mácha.
Al regresar del cementerio encontramos al profesor Albert Pražák. Nos dirigimos a
Žernoseky, donde queríamos tomar un vaso de vino del país. Él fue con nosotros.
En Žernoseky no tardamos en dar con una pequeña taberna. Pero no entramos.
Junto a la taberna había una simpática glorieta oculta casi por completo entre las
vides. Los racimos que no habían madurado aún —los viñadores les llaman agraz—
colgaban de sus paredes y entre los racimos y las hojas se veía la campiña, ancha y
despejada, que llegaba hasta Praga. Aunque, claro está, la vista no alcanzaba tan
lejos. Estábamos bien allí, aun cuando la atmósfera de aquella tierra se notaba ya
cargada de la rabia de Hitler. La taberna era alemana.
Al mirar los racimos resultaba difícil no hojear en el alma el Antiguo Testamento
y no evocar los famosos versículos amorosos del Cantar de Salomón. Yo tenía treinta
y cinco años, estaba enamorado y adonde quiera que dirigiese la mirada, en todas
partes mis ojos topaban con los racimos apetitosos y dulces.
¡Dios, cuánta belleza había allí! ¡Y la sigue habiendo todavía!
Contemplábamos el hermoso paisaje que se abría en lontananza y charlábamos de
Mácha y de sus estrambóticos viajes de Litoměřice a Praga. Al anochecer, cuando
Mácha terminaba su trabajo en la oficina, dejaba la pluma, cogía sus cosas y se
marchaba a Praga andando. Aunque ya era de noche al llegar a Praga, iba a ver a Lora
y, como era terriblemente celoso, en lugar de besar y abrazar a su amante, le dirigía
aquellas palabras violentas. Lástima que no pueda aquí repetir lo que en aquella
ocasión dijo Hora. No, ¡no puedo! Luego el poeta se levantaba y, enfurecido,
emprendía su viaje de vuelta. Por la mañana estaba de nuevo trabajando en la notaría.
El anciano caballero sonreía. Una visión nueva y verídica de los historiadores de
la literatura sobre el poeta del Mayo, formulada por Hora, le resultaba algo drástica y
chocante, aun cuando de veras sabía mucho de su vida. Pero no le agradaba.
¡Vaya por Dios! ¡Digo anciano caballero, cuando sólo tenía entonces cincuenta y
seis años! Yo ya tengo ahora veinte más de los que tenía entonces, pero cuando
alguien se refiere a mí como a un anciano caballero, no es que me enfade, pues tan
tonto no soy, pero lo cierto es que no me siento aún lo suficientemente viejo como
para que me llamen de este modo. ¿Qué es eso de anciano? ¿A qué viene tanto honor?
Volvimos a Praga solos en un pequeño compartimento del vagón. Como hacía
unos minutos escasos que estábamos pisando el polvo de los últimos caminos del

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poeta, durante nuestro regreso a casa no abandonamos el mundo de la poesía. El
profesor Pražák empezó a hablar de Vrchlický, al que había conocido bien. Hablaba
de corazón, con todo su afecto. La sonrisa que a veces suavizaba sus palabras, sólo se
la dirigía a sí mismo. Amaba a Vrchlický abnegadamente y le tenía respeto. Estuvo
hablando durante todo el viaje. Cuando se callaba, le pedíamos que continuase.
Hablaba con pasión, y nos contó muchas cosas de las que sabíamos poco y tan sólo
sospechábamos. Y él sabía mucho de lo que ignorábamos.
Contó la visita de Vrchlický a su natal Chroustovice, donde su padre se encontró
con el poeta en el jardín que cuidaba. Luego, su propio primer encuentro en Hradec
Králove. Vio allí al poeta por primera vez, cuando Vrchlický recitaba sus poemas en
una velada. Y, finalmente, cómo le habló por primera vez, cuando de estudiante
asistía a sus conferencias. Relató cómo Vrchlický le pidió que escribiese el texto de
«Los tres mosqueteros», que él iría dictando mientras traducía. Fue así como conoció
a su familia y fue testigo de sus alegrías y pesares. Era amigo de todos ellos,
especialmente de la señora Vrchlická, y pudo observar con tristeza la penosa
desunión de su familia. Habló efusivamente de aquellos dolorosos acontecimientos.
Pese a todo su amor y su inconmensurable respeto por el poeta, criticaba a la señora
Vrchlická, contra la cual se volvió con cierta frecuencia la opinión de los amigos y de
la sociedad, cuando los lamentables episodios llegaron a ser del dominio público.
Jakub Seifert, un lejano familiar mío, según afirmaba Pražák, fue el culpable de
aquella desunión. Una vez, cuando este actor, especialmente querido por el público
de Praga, se vanagloriaba en el camerino del teatro de su triunfo amoroso, Eduard
Vojan se le enfrentó, indignado y severo.
Luego, lo recuerdo vivamente, Pražák nos describió con una delicadeza
excepcional el episodio amoroso entre Vrchlický y la señora Bezdíčková. Esta
atractiva dama que recordaba ciertamente a la protagonista de Bel ami de
Maupassant, rechazó invariablemente el afecto de Vrchlický. Obedecía a su confesor
exactamente igual que lo hacía la parisiense señora Walter. Desde luego, el proceder
del señor Duroy fue mucho más violento del que pudo y llegó a seguir Vrchlický. Al
final, la señora Vrchlická tomó cartas en el asunto. Con discreción y, al parecer, con
una verdadera sutileza, emprendió la delicada tarea de situar a la señora Bezdíčková
en favor del amor. Por lo demás, Las flores de Perdita, el libro de poemas dedicado a
Bezdíčková, habla de aquello con suficiente claridad.
Pražák supo encontrar palabras apropiadas y, al mismo tiempo, expresivas y
suaves, para contar todas aquellas aventuras. ¡Escucharle era un placer! En su relato
no había ni sombra de lo que se hubiera podido esperar.
Cuando el tren se acercó a Praga y nos levantamos de nuestros asientos, hablé a
Pražák de escribir aquellos recuerdos. No había duda de que Družtevní práce los
publicaría con mucho gusto.
Pražák me lo prometió y no me lo prometió. Pero su insegura promesa me dio
derecho a recordárselo una y otra vez. Ningún otro sería más indicado. Sería una

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verdadera pena si no era él quien lo escribía. De los que sabían algo de aquello, ya
quedaban muy pocos. Pero él se disculpaba diciendo que no se atrevía a escribir sobre
un tema tan íntimo y que tenía que pensarlo.
Durante los meses angustiosos, si no desesperantes, de la guerra, comenzó a
escribir y terminó el libro. Como Karel Čapek, que en los días de la primera guerra
buscaba refugio en las traducciones de los poetas franceses, Pražák se volvió hacia el
pasado, hacia aquel checo excepcional al que tanto había querido.
Al lado de Vrchlický es un libro hermoso. Uno de los libros más cautivadores de
Pražák y uno de los mejores que se han escrito sobre Vrchlický.
Fue publicado por Družtevní práce en diciembre de 1945 y obtuvo un
considerable éxito entre los lectores. Con entera modestia, me atribuyo un cierto
mérito en la aparición de aquel libro.
¿Y si volviese una vez más a aquellos breves minutos pasados en la taberna de
Zernoseky?
Una jovencita nada repugnante, con un mandil rojo y verde, no sólo nos sirvió el
famoso lucio al aceite de anchoas, sino también un vino blanco excelente, o será
mejor decir simplemente que exquisito.
El profesor Pražák se lo agradeció con una galante reverencia. La chica se sonrojó
intensamente y se puso aún más guapa. ¡Ojalá no se convirtiera después en una nazi!
Mi amigo František Čebiš decía del vino de Zernoseky que tenía el bouquet más
delicioso de todos los vinos de nuestra tierra.
¡Y Čebiš entendía de eso!

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87. LA DANZA MACABRA DE SMICHOV
Los hombres saben manejar muchas cosas; bueno, digamos que todas. Dominan
mecanismos complicados y se inclinan sobre un equipo cibernético con menos
perplejidad que una mecanógrafa sobre su máquina de escribir. Pero cuando se
acercan a una mujer, suele suceder que no entienden nada. Ya lo sé, me vais a decir
que una mujer no es una máquina. Desde luego que no, pero ¡aun así! Hay hombres
que calculan con esplendor las desviaciones que se producen en los trayectos de las
estrellas invisibles e imperceptibles, pero no alcanzan a entender a las mujeres que se
cruzan en sus propias rutas orbitales a diario. Aquello que es tan propio y singular en
los actos y gestos de las mujeres, sencillamente se les escapa.
¡Lo mismo les ocurre a los escritores! Sobre las páginas de sus libros hablan
convincentemente del alma de la mujer y saben interpretar su psicología; pero sus
propios matrimonios fracasan penosamente por su culpa. Y se trata de escritores
famosos y respetables. Los que pasean por los jardines de la filosofía, pueden pasarlo
peor que nadie.
Como si el atractivo misterio de la mujer fuese realmente un misterio. ¿Acaso lo
es de verdad?
Quiero contar la muerte de Karel Teige y, del modo menos apropiado, empiezo
casi por el final. Hace falta que lo cuente todo desde el principio mismo. El propio
difunto así lo desearía.
Cuando Teige y yo decidimos ver por primera vez París, él me persuadió para que
me encargase un buen traje nuevo para el viaje. Para que representásemos bien a esta
tierra, aunque nadie nos lo había pedido; pero también, para que representásemos
hasta cierto punto a nuestro arte moderno, y eso lo deseábamos nosotros mismos.
Para andar por Praga, nos vestíamos de cualquier manera.
Teige conocía a un sastre de la Avenida Nacional, al señor Turek, que tenía su
taller encima del antiguo café Unionka. No era un sastre cualquiera ni, mucho menos,
barato. Yo tenía poco dinero y vacilé algo antes de que al final le dejara llevarme allí.
El señor Turek nos escogió una tela inglesa gris que él llamaba «sal y pimienta» y en
seguida tuvo los trajes hechos. Catorce días más tarde ya paseábamos con ellos
puestos y con unos sombreros «cariñosamente ladeados» como decía Milena
Jesenská, una comentarista de modas de entonces, por los bulevares.
La Torre Eiffel, que antes habíamos invocado con tanta devoción, nos
contemplaba indiferente.
París es hermoso, incluso cuando llueve. Sin hablar ya de cuando hace buen
tiempo. Era un perfumado día estival y teníamos una cita con el pintor Šíma.
Estábamos buscando el 14 rue Ségnier, cuando, delante de nosotros, bajó de un coche
una bella joven. ¡Y, por supuesto, elegante! Parecía haber salido de una novela de
Colette. El velo no ocultaba sus ojos y en su muñeca tintineaba una reluciente pulsera
de oro. Revoloteó junto a nosotros envuelta en nubes de perfume y nosotros,

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hechizados, nos detuvimos y nos miramos.
—Siento no tener tiempo —dijo de repente Teige—. ¡Ya me ocuparía de ella!
Me quedé bastante sorprendido, pero Teige lo había dicho con tanta firmeza que
me callé. Por lo demás, no hablábamos nunca de esas cosas.
Ahora, cincuenta años más tarde, reconozco que mi extrañeza fue gratuita. ¡Teige
tenía razón! Un hombre es un hombre, y siempre ha de apuntar por encima de sus
posibilidades. Además, sólo así es como surgen los amores desgraciados,
maravillosos y apasionantes, esos que los lectores leen con tanto gusto.
¡Adiós, París! ¡Ya no volverás nunca a ser tan bello!
Cuando regresamos a Praga, teníamos veinticinco años y las ojos llenos de
inspiración. ¡Y de deseos! Es una lástima que entonces casi no nos diéramos cuenta
de la presencia de nuestra felicidad. Qué pena que uno se entere de ello sólo cuando
ya ha pasado.
Devětsil había crecido y seguían llegando nuevos miembros. Por eso fue mayor
nuestra extrañeza cuando Teige comenzó a faltar a las reuniones del Slávie. Sólo
acudía de tarde en tarde y nunca sabíamos dónde encontrarlo. Ya no nos llamaba por
la noche a los bares donde los saxofones nos invitaban al baile con tanta persuasión y
las danzantes nos tendían sus brazos.
Toyen —a la que llamábamos todavía Manka— le dijo a Teige directamente:
—Te ha dado fuerte, ¿eh?
Y Teige, bastante atónito, asintió. Desde joven, Teige había predicado el derecho
al amor libre. El matrimonio era un prejuicio burgués.
Por aquellas fechas vimos cierto día en la calle a Nezval, que llevaba una tabla de
planchar a su casa. Al parecer, no le habían dejado subir al tranvía. La sostenía como
una guitarra y tenía un aspecto bastante cómico. Toyen se echó a reír y Teige se puso
exageradamente irónico. Nezval, todo rojo, estaba desesperado.
Luego la vida se fue arrastrando y corriendo, tronando y enmudeciendo. Cada día
nos moríamos un poco, como aconsejaba Tristan Tzara, pero nadie pensaba en el
tiempo. Publicábamos un libro tras otro y ya teníamos los bolsillos llenos de versos.
Queríamos «aterrar a los burgueses»; pero, por lo que parecía, los aterrábamos muy
apaciblemente. No nos tenían miedo alguno.
En 1929 puse mi firma bajo un manifiesto de siete escritores. Yo era el más joven
de los siete. Mi amigo Teige, Nezval, Halas, Píša y otros autores publicaron un
antimanifiesto y yo, por iniciativa de Julius Fučík, fui excluido de Devětsil.
Pero no me dolió mucho. Devětsil iba terminando poco a poco su misión creativa
en la vida cultural checa y el final de su historia, hermosa y rica, estaba ya próximo.
Sus miembros empezaban a prescindir de la joven agrupación que les había
ayudado en su trabajo. Varios de los objetivos de la generación de vanguardia estaban
superados y todos nosotros estábamos ya lo suficientemente preparados para
decidirnos a elegir cada cual el propio camino sin sentirse atado por las reglas de
juego compartidas que habíamos inventado para Devětsil y que Teige observaba

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escrupulosamente.
Luego, directa o indirectamente, nuestras damas empezaron a atentar contra la
regularidad de las reuniones y, cuanto más pasaba el tiempo, más sillas quedaban
vacías alrededor de la mesa.
Pero eso lo sabéis muy bien. Las mujeres, si se lo proponen, consiguen
desordenar imperios enteros. Y mucho más fácilmente, una agrupación artística. Pero
no fueron las mujeres las que desmoronaron la hermosa amistad de una asociación
joven. ¡No fueron las mujeres!
Nezval cuenta en sus memorias cómo cada tarde, al despedirme de mi novia, me
apresuraba a llegar al lugar en donde pensaba encontrar a mis amigos. Sí, tenía razón;
era así. Pero al que yo buscaba en especial era a Teige, al que siempre tenía que
contarle algo. Era un consejero y un amigo incansable y eficiente.
Lo que más me afectó de la separación fue mi amistad truncada con Teige. Nos
encontrábamos cada vez más raramente, aunque al principio los dos nos habíamos
propuesto evitarlo. Pero más tarde, cuando Nezval y Teige trajeron de París el
surrealismo, empecé a verlos menos. Ellos habían entablado nuevas amistades con los
artistas franceses, y Nezval, con toda su violenta robustez, se arrojó en la corriente de
la nueva tendencia. Luego Teige, además del surrealismo, concentró su interés en la
arquitectura moderna.
Así que empecé a faltar a las reuniones de Slávie. Asistía con mayor frecuencia a
Réva, en la calle Voršilská, adonde iba principalmente en busca de Hora y de Halas.
También iban allí Mathesius y, a veces, Holan. Y muy de tarde en tarde, Josef
Palivec. Y con el tiempo, Devětsil se convirtió para mí en un recuerdo querido, pero
algo amargo y alejado en el pasado.
Vivo bastante cerca del hospital de Motol. Cada año, antes de la llegada del
invierno, sobre el hospital se reúnen los cuervos y sus gritos disonantes perturban el
silencio. Y aquí, en este lugar de mi libro, en el minuto en que su canto me llega
como una recordación del tiempo que ya se me va escapando, quisiera dar las gracias
a mi amigo muerto. ¡Mientras me quede aún algo de tiempo! ¡Antes de que sea tarde!
No fue poco lo que me dio, además de su hermosa amistad. Fue más de lo que yo,
con mi joven osadía, admitía antes.
Poco a poco, él iba abriéndome el mundo del arte moderno, que yo desconocía y
que, dado mi escaso dominio de los idiomas, no podía conocer. Me gustaba la poesía,
pero Teige me enseñó a amar igualmente el arte plástico. Me enseñó a mirar las
pinturas y esculturas modernas. Me enseñó a tratar el mundo del arte con el necesario
cuidado. No es arte todo lo que se llama así, todo lo que se nos ofrece como tal y lo
que un día nos fue impuesto.
Recuerdo cómo Teige, muy joven todavía entonces, iba con su amigo Vladimír
Štulc, que escribía sobre música y que más tarde fue miembro de Devětsil, iba a los
ensayos del Cuarteto Checo. Se trataba de una relación familiar, ya no recuerdo cuál.
Teige amaba la música, pero estaba lejos de entenderla como un especialista. Después

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de uno de los ensayos expresó un reparo característico, diciendo que el primer
violinista X. Hoffmann no tocaba su instrumento con la misma belleza con que
pintaba Svabinský. Cuando alguien en el periódico expuso un llamamiento gratuito
para que se encontrase una palabra checa que sustituyera a la alemana kitsch
(«cursilería»), Teige, sin dejarse desconcertar y con cierta brusquedad, propuso:
R.U.R.[52] Nosotros conocíamos bien a los hermanos Čapek y sus Simas radiantes o
El jardín de Krakonoš y nos gustaba La pasión de Dios. También el nombre de
Devětsil se lo debíamos a los Čapek.
Tan sólo hubo una cosa en la que los esfuerzos de Teige fracasaron conmigo.
Durante mucho tiempo, pero en balde, trató de convencerme para que aprendiese a
bailar bailes modernos. Al final me propuso enseñármelos él mismo. Nezval tocaría
el piano para acompañar las clases de baile.
Teige bailaba con placer, con un verdadero apasionamiento. En la biblioteca tenía
clavada con una chincheta la portada de un viejo número de L’Illustration que llevaba
un espléndido dibujo de Gavarni: representaba a una joven que, al volver de un baile,
se había dormido, sin quitarse su traje de noche, apoyada en la mesa. Bajo el dibujo
se leían las palabras de Cristo parafraseadas: «Mucho le será perdonado, pues mucho
ha bailado.»
En los años treinta ya sólo veía a Teige raras veces y de forma más bien casual.
Pero durante la guerra, cuando Družtevní práce se propuso, en la medida de sus
posibilidades, hacer más llevadera la vida de los escritores que no podían o no se
atrevían a publicar, me encontraba con Teige con mayor frecuencia. Junto con Pavel
Eisner, Teige fue uno de los que se guarecieron bajo su acogedor techo. Existía una
especie de acuerdo que le permitía a Teige cobrar anticipos. Pero yo no estaba al
corriente de aquel asunto.
Después de la guerra veía a Teige más a menudo. Iba a la librería de Otto Girgal.
En la pequeña y angosta estancia de Ángel en Smíchov se reunía a veces mucha
gente. Antes se podía ver allí a Josef Hora, que se detenía un momento cuando iba a
casa de Košiřek. También acudía St. K. Neumann. Girgal le compraba a Teige,
pagando con verdadera generosidad, libros antiguos y raros, pues al terminar la
guerra las cosas seguían sin marcharle bien a Teige.
Con el entusiasmo de antes, que yo conocía tan bien por la primera época de
Devětsil, Teige me hablaba de un grupo más reducido de amigos, pintores y poetas
surrealistas, con el que se reunía. Entre ellos estaban Mikuláš Medek y Vratislav
Effenberger. Por aquel entonces estaba trabajando en un libro sobre la
«fenomenología del arte moderno» que había venido proyectando desde la época de
la guerra y que estaban esperando en Družtevní práce.
Ya se quejaba entonces de una dolencia del estómago. Estaba tratando la
enfermedad, pero los dolores no cesaban. No era ni el estómago, ni un cáncer. Era el
corazón. Algo en lo que él no había pensado.
Teige murió el 1 de octubre de 1951. Era un melancólico día de otoño. El

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electrocardiograma había mentido. El médico que se lo tomó poco antes de que Teige
muriese, no pudo, basándose en los datos del aparato, decir otra cosa que su corazón
estaba funcionando con entera normalidad. No funcionaba así. Hacía mucho tiempo
que había dejado de funcionar con normalidad. El corazón de Teige estaba tan
desgastado que el médico que realizó la autopsia se negaba a creer que hubiera vivido
con aquel corazón.
Era consecuencia de un trabajo intenso que, literalmente, apenas le dejaba dormir.
Trabajaba las noches enteras. Pasadas las diez de la noche, se sentaba a la mesa de su
casa y trabajaba hasta que despuntaba el día. El tiempo le apremiaba. Tenía miedo a
no terminar el libro. Por aquellas fechas le acosaban sistemáticamente unas críticas
desfavorables e injustas de la prensa de Praga. Puesto que estaba completamente
indefenso, después de su muerte comenzaron a circular varios rumores suscitados por
el silencio que súbitamente rodeó su final, su nombre y, como es obvio, sus libros.
André Breton, en su monografía dedicada a la pintora Toyen, menciona como
verídico uno de aquellos rumores, según el cual Karel Teige se envenenó en el
momento en que fue detenido, y que su mujer se mató poco después arrojándose por
la ventana. Es preciso aclarar que Teige no fue ni detenido ni interrogado.
Los acontecimientos, no menos dramáticos, sucedieron de otro modo.
Hay mujeres —y suelen ser mujeres bastante jóvenes, aunque a veces no lo son
tanto— que, cuando les ocurre la desgracia de que muera su marido, regresan del
entierro llorando. Siguen llorando durante varios días. Luego se enjugan las lágrimas,
se empolvan la nariz y echan una mirada de curiosidad en torno suyo. No, no se lo
reprocho. Son cosas de la vida. Estoy de parte de las mujeres.
El estupendo poeta francés Alfred de Vigny, cuyo matrimonio se estaba
tambaleando, dijo que las mujeres son las destructoras del ardor. ¡No todas! A nuestro
Petr Bezruč le gustaba citar este aforismo sobre las mujeres: la madre es la única
mujer que ama al hombre desinteresadamente; y precisaba que lo decían los
franceses, ¿y quién mejor que ellos para entender de mujeres? No obstante, esto no
siempre es cierto.
No dejaré que nadie destruya el mito de la mujer con que los hombres venimos
coronando su belleza desde siempre. Ni la vejez, ni la enfermedad, ni siquiera la
desilusión, que es lo peor, privarán a mis ancianos ojos de esta hermosa visión de la
mujer. Soy un feminista empedernido. Y defiendo a las mujeres, aunque hoy ya es
innecesario. Se defienden perfectamente ellas solas.
Estas breves líneas sobre mujeres son una obertura. El telón se levanta y en el
escenario aparecen el marido y la mujer. Alguien llama y entra otra mujer. No, por
amor de Dios, no es el comienzo de una comedia sobre el matrimonio de las que
hemos visto docenas en todos los teatros. Todo lo contrario: es el comienzo de un
espectáculo único. La tragedia de un hombre y de dos corazones femeninos.
«Como sabe», me escribía el joven amigo de Teige, Vratislav Effenberger, «el
romanticismo de Karel Teige le condujo al entusiasmo por el amor libre. Amaba a su

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mujer sinceramente. Pero en los comienzos de la guerra, cuando conoció a la señorita
E., consiguió demostrarse a sí mismo y a las dos mujeres que su relación podía ser
feliz y armoniosa.»
Yo conocía la nueva unión de Teige. Y conocía a su mujer desde su juventud. Era
una mujer seria, atractiva, excepcional. A su amiga no la había conocido hasta aquel
verano, en casa de Girgal. Tampoco era una mujer corriente, sino igualmente
atractiva e interesante de verdad. Una vez, al encontrarnos, me invitó, cordial, a su
«Salamounka» de Smíchov. No fue mucho antes de su muerte. Cuánto lamento no
haber aceptado entonces su invitación. Después ya fue demasiado tarde.
Nunca tuve dudas respecto a la seriedad de su relación con las dos mujeres. Él no
quería, ni podía, ser protagonista de un vulgar triángulo matrimonial. Pero me extraña
que aquel hombre, extraordinariamente brillante e inteligente, fuese capaz de suponer
que iba a establecer entre las dos mujeres una relación apacible y armoniosa. Cómo
podía ignorar que, cuando se trataba de un amor verdadero, algo semejante era
imposible entre las dos mujeres. El mismo tal vez podía amar a las dos sinceramente;
pero una mujer, si quiere a alguien, no sabe compartir el amor. Aquello pesaba sobre
él como una enorme losa y le producía una tensión permanente. Y no añadía fuerzas a
su corazón ajado y débil. A lo que parece, estaban sufriendo los tres.
Teige trabajaba cada noche en su casa. No se acostaba hasta el amanecer y dormía
hasta el mediodía. Por la tarde, iba a ver a su amiga. Esta vivía cerca de la plaza de
Arbes de Smíchov. Allí comía y por la tarde la señorita E. le ayudaba a hacer las
fichas para su libro. Así pasaba los días y transcurrieron tres años: desde 1949 a
octubre de 1951.
Aquel fatídico día de octubre, como Teige tardaba en llegar, la señorita E. decidió
salir a su encuentro. Le estuvo esperando en vano. Se habían cruzado por el camino.
Cuando regresaba, vio a Teige en la plaza de Arbes. Se apoyaba en un pilar de hierro
fundido y la estaba llamando. Un espasmo de dolor retorcía su rostro. Era ya un
rostro marcado por la muerte. A duras penas pudo acompañarlo hasta su piso. El
caminar agravó más aún su sufrimiento. Una vez dentro del piso, se sentó; estaba
cansado y se sentía mal. Ella se apresuró a llamar al médico. Tardó algún tiempo en
dar con él. Cuando volvió, Teige estaba muerto.
Sin reflexionar, decidió que también ella debía morir. Pero antes tenía que
comunicar su muerte a la mujer de Teige. Escribió una nota: «Karel ha dejado de
existir. Ha muerto esta tarde.» Envió la nota a Salamounka con un taxista.
Su mujer, en cuanto leyó la nota, quemó toda la correspondencia de Teige. Que no
era poca. Aunque veía a las dos mujeres cada día, les escribía cartas a las dos casi a
diario. Después de cumplir con aquel rito sombrío, se asfixió con el gas.
La señorita E. vivió sólo unos días más. Empleó aquel tiempo para poner en
orden los manuscritos que Teige guardaba en su casa y para entregárselos a sus
amigos. Después de lo cual, hizo lo mismo que la mujer de Teige: abrió la espita del
gas.

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Su muerte dio fin a aquel horripilante baile de la muerte del que el público no
llegó a enterarse «gracias» a las medidas que fueron tomadas a la muerte de Teige.
¡Al lado de qué hermoso y excepcional hombre y artista habíamos vivido!
¡Cuánta fuerza irradiaba su rica personalidad!
Durante el funeral de Teige, la sala de actos estaba casi vacía. Sólo había allí unos
jóvenes, amigos suyos, que yo entonces no conocía aún.
De los amigos y compañeros de nuestra generación —fue la generación de Teige
y en absoluto la de Wolker, como se acostumbra a llamarla— no acudió nadie. Sólo el
fiel pintor Muzika y yo estuvimos allí, detrás de las sillas vacías.

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88. EN EL ANDÉN DE KRALUPY
Ocurrió ya al final mismo de la maldita guerra. En la segunda mitad de marzo del
cuarenta y cinco, una de mis parientes llamó con premura a la puerta de nuestra casa.
Era una mujer mayor. Antes había vivido en Kralupy, pero desde que se mudó, sólo
viajaba a Kralupy de vez en cuando para ir al cementerio. Vivía en Praga, cerca de
nosotros. En el cementerio de Kralupy presenció los instantes del rabioso bombardeo
de la ciudad un aciago día de marzo.
Vino a vernos en seguida, al día siguiente, toda aterrada todavía. Las bombas que
cayeron sobre la ciudad la sorprendieron en medio del cementerio. El cementerio
situado sobre la ciudad, al lado de una vieja refinería de petróleo, Petrolejky, como la
llamaban allí y que nunca fue conocida bajo otro nombre.
La anciana señora se echó entre dos tumbas y apretó su rostro contra una de ellas.
Presa de un tremendo espanto, empezó a rezar a los muertos que estaban en la tierra,
debajo de ella, y a los cuales había conocido tan bien. El aire estaba ya
primaveralmente húmedo y el barro, despertado, empezaba a oler. No sólo lo tenía en
el cabello, sino también en la boca: le rechinaba entre los dientes. ¡Qué cerca del
barro está el hombre!
Sin orden, pero no por eso con menos pintoresquismo, nos relató el transcurso del
bombardeo. Le parecía que las bombas estaban cayendo al lado de ella, sobre el
mismo cementerio. Las tumbas se estremecían como si estuvieran vivas. Y junto a
ellas, los monumentos. ¡Qué espectáculo más sobrecogedor, un sepulcro vivo que se
mueve! No se levantó ni siquiera cuando dieron la señal del final del ataque. Estuvo
allí tumbada como muerta, un largo rato. Desde su refugio entre las tumbas no podía
ver casi nada de lo que pasaba abajo, en la ciudad. Lo único que veía eran los
torbellinos de aire y las nubes de polvo que se levantaban sobre las casas
ennegrecidas como siniestras alas negras, mientras los muros se derrumbaban sobre
sus cimientos. Después de cada detonación, el resoplido de una onda expansiva
arremetía violentamente contra el cementerio, haciendo crepitar las flores de papel
sobre las coronas del año pasado. Cuando el silencio se prolongaba ya bastante
tiempo, se enderezó poco a poco y con paso inseguro salió del cementerio. Desde el
camino que une el cementerio con la ciudad tampoco podía ver qué ocurría en las
calles. El camino pasa junto al viejo matadero, al que se baja desde la carretera por
unos escalones. Por allí se podía atajar el camino hasta la ciudad, ahorrando unos
minutos. Cuando se pasaba junto al matadero en verano, zumbaban allí enjambres
metálicos de moscas verdes y negras que aterrizaban sobre los charcos de sangre o
sobre las palanganas con menudillos puestos a remojo.
A unos pasos del matadero había una casita rústica que le pertenecía y que se
encontraba semioculta en un huerto. Desde mi primera infancia, aquel huerto me
atraía desmesuradamente. Hasta su triste final. Pasábamos a su lado y siempre nos
deteníamos delante de él, al menos por un minuto, en primavera y en verano.

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Mirábamos con curiosidad su frondosa vegetación y su desvencijada empalizada, que
bajaba al camino envuelta en un verde silencio. Por las rendijas que había entre las
tablas se escapaban los densos aromas de la melaza y de la hierbabuena, cuyo
perfume ocultaba también el olor a sangre humana que percibíamos cuando
aplastábamos entre los dedos una hoja fresca. Al parecer, el huerto se abonaba con
desechos podridos del matadero. Todo allí crecía con una rara pujanza, sin orden ni
concierto, tupidamente. El huerto, trazado por lo visto otrora en el esmerado estilo de
nuestras abuelas, y tatarabuelas, tenía un aspecto más bien inusual. Yo conocía otros
que eran mucho más bonitos. Pero en aquél crecían muchas flores que me gustaban Y
que me siguen gustando todavía. Eran flores antiguas que han pasado de moda hace
tiempo. Aún me gusta el frágil cornejo de primavera. Había varios arbustos de
cornejo. Sus corazoncitos rosados, con una llamita blanca, que trepan por la rama
pasando de los más diminutos a los más grandes, son tan delicados y tiernos que dan
ganas de llorar. Cualquiera que se quede mirándolos con gusto, tiene que pensar en
algo agradable. Esta flor de los jardines antiguos me gusta de verdad, y ya me gustaba
aun antes de leer el cordial elogio que Čapek le dirigió en un artículo suyo. Sería
imperdonable por mi parte si olvidase la modesta reseda verde, que nunca falta en el
perfume dominical de las chicas de provincia. También los claveles eran hermosos.
Sus flores olían apenas, pero parecían ramilletes de lágrimas atadas con un hilo de
algodón. A la llegada del verano, el huerto se llenaba con las flores de las
maravillosas pastinacas y a su lado exhalaban su olor las oscuras violetas pardas. Su
aterciopelado aroma era embriagador. Detrás de ellas, como acechando, estaban unos
rosales bajos. Eran muchos y sus capullos resplandecían desde lejos. Más allá había
un banquillo cubierto de pálido liquen verde. Pero nadie se sentaba nunca en él.
¡Cuánta belleza había allí! Antiguamente, las chicas bordaban flores semejantes
sobre sus ajuares de boda. Y perfumaban con aquellas flores secas sus armarios
roperos.
Cuando aquella pariente mía corrió por la escalera hacia la casita, de sus muros
medio derruidos estaban sacando a una mujer muerta. Un proyectil había destruido
una parte de la casa, cuando dentro había gente que se había guarecido allí
ocasionalmente. Alrededor de la casita, el huerto estaba casi todo revuelto por las
tejas y los trozos de ladrillos.
Cuando la mujer vio a la muerta, salió de allí corriendo. La muerta era una amiga
nuestra. Pero mi pariente huía del terror a otros. Las calles de Kralupy ofrecían un
espectáculo espeluznante. Las víctimas eran muchas. También eran muchas las casas
destruidas. Dos terceras partes de los tejados se habían desplomado total o
parcialmente. Según las estadísticas europeas oficiales, Kralupy se encontraba entre
las diez ciudades más afectadas de esta parte del mundo. Después de Guernica,
Coventry, Varsovia y Nuremberg.
Toda la ciudad estaba cubierta por una densa capa de polvo gris. Adondequiera
que fuera un transeúnte, dejaba detrás sus huellas.

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Sólo la factoría, que parecía estar especialmente indicada para quedar destruida,
había permanecido indemne. Sus enormes depósitos de petróleo y de nafta, oscuros y
feos, parecían mirar con una sonrisa a la ciudad en minas. También el cementerio
quedó intacto. Es más bien grotesco, pero a los muertos no ocultos en sus poco
profundos refugios no les pasó absolutamente nada.
Después de la penosa visita de la portadora de malas noticias, adopté la decisión
de ir a ver en seguida la desgraciada ciudad donde en mi juventud pasaba cada año
unas semanas felices que, aunque no tenían ningún atractivo especial, se habían
quedado para siempre en mi corazón. Pero la guerra se iba acabando rápidamente y
los frentes se acercaban. Se esperaba que los alemanes diesen un rabioso portazo en
nuestras tierras y se sabía que no tardarían en marcharse de aquí, así que aplacé mi
viaje por tiempo indefinido.
Fui a Kralupy, como cada año, en víspera de las fiestas navideñas. Es una época
deliciosa, sobre todo cuando el invierno se ha dejado notar ya un poco, y está
nevando, y la luz de los escaparates resplandece en medio de la nevisca. En aquella
época me gustaba estar cerca de los muertos. Allí están todos los que antes estuvieron
próximos a mí y a quienes yo quería de verdad. Están todos juntos, y se me antoja
que me están mirando con sus ojos vacíos, y yo les sonrío. ¿Cómo estáis, queridos?
¡Ya sé que es una tontería! Hace mucho que están muertos, pero todavía pueden
despertar muchos recuerdos maravillosos y agradables. Sobre todo, en los días
navideños.
A veces se me ocurre pensar en la fuerza que posee el pasado, sobre todo el
reciente o no demasiado lejano. Nos absorbe, nos arrastra hacia él, hacia esa
profundidad cercana del tiempo que, con demasiada frecuencia, se nos presenta como
más hermosa y más festiva. Aun cuando no sea verdad. En balde imploramos y
suplicamos en nuestro interior su reaparición en el presente, en balde repasamos los
errores, los fallos y las vilezas patentes del día de ayer. El presente se nos antoja
demasiado vulgar, escueto, indeseable y evidente. Nos gusta sentarnos alrededor de la
mesa en que se sentaban nuestros padres y abuelos, nos gusta beber en las viejas tazas
y copas, con las que ellos habían bebido, y miramos con curiosidad por las ventanas
por las que ellos también habían mirado, y quisiéramos descubrir en ellas el
movimiento de sus abrigos o el ondular de unos antiguos vestidos floreados. Como si
pudiéramos entrever en ello algo de nuestra felicidad pasada. A menudo recuerdo los
macizos vasos aristados para el té. Eran cómodos para beber y se podía calentar sobre
ellos los dedos entumecidos de frío. Y en este instante me pregunto si somos nosotros
los que volvemos a nuestros muertos, o si son ellos quienes vienen a visitarnos. Hace
mucho que no veo aquellos vasos de té.
Cuando llegué a Kralupy por Navidad, llamé a la familiar puerta y la puerta se
abrió y me envolvió en un aroma conocido. Sobre una bandeja del horno había ocho
hermosos panes navideños. Cada uno idéntico al otro, todos perfectamente iguales.
Todos dorados y cubiertos con un velo de azúcar de lustre incrustado con las piedras

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preciosas de unas almendras trituradas. Eran para las tres hijas que estaban en Praga.
La cuarta se había quedado en casa, estaba enferma y no se casó nunca. Pero
mandaba sobre toda la familia, con una cariñosa adustez. Sobre mí también. Me
inspiraba un auténtico temor. Yo tenía, y sigo teniendo todavía, una letra infame, y
durante todas las vacaciones me obligaba a escribir vanas páginas dianas en un
cuaderno, para quebrar la mano, como se decía entonces. En aquella época, una letra
bonita no era nada despreciable. Las máquinas de escribir no existían aún, todo se
escribía a mano y para un empleo de oficina se admitía sólo a aquellos que tenían una
letra bonita y elegante. Mis esfuerzos fueron infructuosos. No me salía. Mi tía estaba
desesperada, y yo también.
Aquel histórico año cuarenta y cinco, en cuanto salí del edificio de la estación de
Kralupy y di unos pasos por las calles, reconocí que la sombra de la catástrofe de
marzo se cernía aún sobre la ciudad. Me pareció similar a un paciente gravemente
herido al que las enfermeras están lavando y preparando para ir a la cama. En Praga,
los escaparates estaban ya iluminados y las calles llenas de gente. Las de Kralupy
estaban oscuras y casi desiertas. Nada recordaba en ninguna parte las entrañables
fiestas. Como si el viento estuviera barriendo en los cruces, en lugar de la basura, el
llanto, las lágrimas y los suspiros. Uno iba pisando recuerdos tristes y feos por todas
partes. Al volver del cementerio, fui de unas ruinas a otras, de un descampado a otro,
reconstruyendo en mi interior los edificios que allí habían estado. Conocía sus
antiguas fachadas casi íntimamente y también había conocido a la mayor parte de la
gente que los habitaba. Casi todas las ruinas estaban ya desescombradas; pero los
descampados, vacíos y tétricos, daban pena. Fui a ver las tres casas en que habíamos
vivido. No nos mudábamos de una a otra por variar, sino buscando un alquiler más
bajo. Los tres pisos eran espaciosos y, a su modo, bonitos. Sobre todo, claro está, me
acuerdo del tercero, que estaba en el edificio de Correos. Allí vivimos más tiempo. La
segunda casa, «Juterský», la encontré bastante desconchada. Pero no fueron las
veloces bombas las que habían dejado su fachada tan desportillada, sino,
paulatinamente, el paso del tiempo.
En aquella casa viví horas amargas. Una vez, a medianoche, en su patio estalló un
incendio. Estaba ardiendo una industria de carnicería y salazón. Junto a ella había un
cobertizo donde se guardaban toneles de gasolina. Al cabo de un rato llegaron los
bomberos. Y resonaron sus gritos. No conseguían abrir la pesada puerta de roble. El
miedo me asaltó. Me acordé de que aquella tarde, mientras daba vueltas por el patio,
metí en el ojo de la cerradura un botón de hojalata de mi pantalón, pero no pude
sacarlo y allí lo dejé. Al final, después de nuevos esfuerzos, lograron desfondar la
puerta y así pudieron llegar hasta la casa y extender la manguera. El incendio fue
apagado en seguida, pero ya en el último momento. El cobertizo empezaba a arder y
las llamas hacían imposible sacar los toneles. Todo terminó bien, pero hasta el
amanecer estuve sentado en la cama; me castañeteaban los dientes y el corazón me
latía en las sienes.

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Debo confesar que fue la primera vez que yo huí de Kralupy cobardemente. Sólo
al pisar el andén, sentí un alivio. Como si de un solo salto me hubiera puesto a salvo
de algo penoso y exasperante. No sabía cuándo iba a salir un tren para Praga. Todavía
no había un horario de trenes exacto. Por añadidura, el tren de Podmokly llevaba un
retraso de una hora. Caminé arriba y abajo por el andén, como antaño, cuando se
desplazaba allí el paseo popular del atardecer. Los domingos se paseaba por la plaza,
pero los días de la semana se hacía, de forma irregular, por el andén de Kralupy.
Quizás porque en el andén siempre pasaba algo, la gente llegaba y se marchaba, las
locomotoras silbaban y los trenes de mercancías hacían maniobras. Allí había más
movimiento que en las quietas calles. Aquel andén recordaba la columnata de
Marienbad. Pero era pobre y más triste. A veces había mucho humo; pero de tarde en
tarde soplaba un vientecillo fresco que disipaba el humo y se notaba el olor del monte
que había enfrente.
Cuando, de niño, bajaba en el andén de la estación de Kralupy, me echaba a llorar
de alegría. Y al marchar, me caían unas lágrimas de tristeza.
Flotando desde alguna parte de las cercanías de Melnik, se reunían sobre Kralupy
unos pesados nubarrones negros, cargados de nieve.
Había dado varias vueltas arriba y abajo, cuando de pronto una mujer
desconocida me cortó el paso. Me obligó a detenerme con una sola sonrisa.
—¿Ya no se acuerda de mí?
La miré en la cara, todavía apreciablemente bella, pero ya marcada por el
sufrimiento y por los años, y se me escapó súbitamente:
—¡Elsička!
Con una gran alegría me tendió las dos manos:
—Es estupendo que aún me haya reconocido. Ya ni mis amigos saben quién soy.
Yo le conocí en seguida. Quizás no he envejecido tanto todavía.
¡Elsa, Elsička! En Kralupy, antes de la guerra, había muchas familias judías,
sobre todo entre los comerciantes, y Elsa pertenecía a una de ellas.
—Imagínese que de toda mi familia de Kralupy sólo me he salvado yo. Ahora
estoy aquí, esperando a mi hermana de Canadá, que me ha invitado a su casa. ¡Voy a
ir! Aquí todo me atormenta. Aquí me desespero.
Elsa había sido una de las chicas más guapas de Kralupy. La conocía desde que
era una niña, pero casi sólo de vista. Le había hablado dos o tres veces, pero siempre
unas palabras ocasionales y dichas de pasada. Y cada vez se ruborizaba de vergüenza.
Vivía cerca de nosotros y me gustaba. La saludaba con timidez y ella me devolvía el
saludo sonriente. Eso era todo. Ella me llevaba dos o tres años y yo nunca me habría
atrevido a hablarle. En cada ocasión fue ella quien me obligó. Era guapa. Era tan
llamativamente guapa que hasta las mujeres la seguían con su mirada. Quizá no era
tan altiva ni tan arrogante como parecía a primera vista. Pero su andar sí era
arrogante. Mi tía decía que caminaba como la reina de Francia. No sé a cuál de ellas
se refería. También erguía su hermosa cabeza de tal modo que daba la impresión de

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que despreciaba a los demás.
Elsa me cogió del brazo con confianza y empezó a contarme, emocionada y
atropelladamente, la luctuosa tragedia de toda su familia.
Hacía cuatro años que sus padres habían muerto, todavía en Teresin, el uno poco
después que el otro. Ella y sus dos hermanos fueron llevados a Auschwitz. Su marido
fue detenido poco después de la boda y murió en Mauthausen, donde tenía que subir
unos pesados troncos de madera por una empinada escalera. Sus dos hermanos
murieron en las cámaras de gas. Le estaba llegando el turno a ella. Cuando los
alemanes se disponían a huir ante el Ejército Rojo, ella y unas desdichadas judías más
lograron escapar y se fueron acercando, siguiendo al Ejército Rojo, a sus casas. Su
casa de Kralupy, que los alemanes habían saqueado después de la sublevación, estaba
ocupada por unas familias cuyas casas habían sido destruidas. Ahora vivía en
Kralupy, en casa de unos amigos. No podía vivir aquí. Ni lo deseaba. Luego volvió a
manifestarme lo mucho que se alegraba de que yo la hubiese reconocido.
Paseamos juntos por el andén, y me pidió que le hablase de aquel Kralupy en que
había sido feliz, joven y despreocupada. Cuando le mencioné lo guapa que había sido
y cuánto le gustaba a todo el mundo, sonrió, pero en seguida se echó a llorar.
Un instante después, silbaba el tren de Podmokly, en el que yo me marchaba a
Praga y en el que llegaba su pariente. Sus hondos ojos oscuros brillaron como antes,
cuando me sonrió.
Por la boca hermosa pero desesperada de Francesca de Rimini, Dante, en el
quinto canto de su «Infierno», dice:

No hay mayor dolor


que recordar un tiempo venturoso
en el infortunio.

¡Son versos conocidos, muchas veces citados! ¡Pues ahí está! El poeta, a pesar de
todo, no tenía razón en estas líneas. No, Dante no tenía razón en eso.
El tren con destino a Praga estuvo parado en Kralupy unos veinte minutos. No
tenía vía libre. Pero ya no volví a ver a Elsa. Desde el lóbrego cielo empezó a caer la
nieve. Primero, grandes copos; luego, más pequeños, pero cada vez más espesos.
Después se desató una feroz tormenta de nieve. Primero desapareció ante mí el
oscuro andén; después, todo el edificio de la estación y, por último, Kralupy entero,
con todas sus heridas, sus penas y sus tormentos.
¡Adiós!
Muchos, muchos años más tarde me puse a traducir el Cantar de los Cantares de
Salomón, y cuando buscaba palabras para los apostrofes amorosos, aparecía ante mí
el rostro joven y adorable de Elsa de Kralupy. Emergía desde la profundidad de
varios milenios, venía hacia mí y yo le recitaba los versos del poeta hebreo:
«Eres como el lirio entre los espinos. Tu estatura es semejante a la palmera, y tus

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pechos a los racimos. Tus ojos relucen como palomas junto a los arroyos de las
aguas. Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, ¡y ven! Porque ha pasado el invierno,
el tiempo de la canción ha venido y se ha oído la voz de la tórtola. Tus brotes son un
paraíso de granados, de frutos exquisitos, de flores de alheña y nardos. Tus labios
destilan miel, bajo tu lengua hay miel y leche.»
Estaba sentado en un tren parado y miraba por la ventanilla, detrás de la cual sólo
se veía la tempestad. Miraba por la ventanilla con atención y fijeza, como si estuviera
mirando por un caleidoscopio, pero lo único que veía eran los copos que caían. Me
asombraba la vehemencia con que aterrizaban, e iba reflexionando: cuántos tipos de
besos humanos hay en este mundo hermoso pero triste. Qué imaginativo es el amor,
cuando un rostro de hombre se acerca al de una mujer. ¿Y las mujeres?
Hay un primer beso y un último beso. Pero ¿a qué viene este canto de amor
sombrío?
Hay besos apasionados, en los que los amantes sólo por un milagro no se
arrancan sus lenguas de cuajo. Y también hay besos cariñosos, cuando la pasión se
sublima en la languidez. Son besos húmedos, largos y ardientes, y el aliento humano
es como una flor invisible que acaricia el rostro y las alas de la nariz al mismo
tiempo.
Además, hay besos que recuerdan la mano tendida de un mendigo, y hay besos
que son como las monedas que se echan en ella.
Hay besos totalmente desesperados, pero no hablemos de ellos.
También hay besos en los que los labios besan el corazón de la mujer. Tienen el
efecto de una inyección intracordial. Alientan el corazón perezoso y despiertan el
corazón todavía adormecido. Y si hablase del cuerpo de la mujer, hay muchos besos
más. ¡Dios mío! Hay besos llenos de sonrisas y de alegría. Besos llenos de deseo y, a
la par, besos de la realización de ese deseo.
También hay besos sin amor y sin calor. Apenas si rozan la carne. Vienen
dictados por la costumbre, nada más. Hay besos dulces y besos amargos.
Y no cuento el beso de Judas.
No, es imposible enumerarlos todos. Como es imposible contar los copos de
nieve que caen detrás de esta ventanilla del vagón.
De pronto se oyó la conocida señal y el tren se puso lentamente en marcha,
camino de Praga.
¡Pero hay un beso más todavía! El beso de gratitud por recuerdos evocados,
hermosos aunque ya postergados, anegados en lágrimas y aplastados por piedras: los
recuerdos de la juventud.
Es uno de los besos dulces. O quizás de los más dulces.

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89. EL RIZO DE PELO DORADO
Se suele decir que cada edad humana tiene sus alegrías. Tal vez. Al parecer, se
trata de un consuelo para los viejos. No obstante, la verdad es que la vejez es la edad
que tiene menos de esas alegrías. Lo sé bien. La vida se me escurre entre los dedos
como las últimas gotas de agua y no llego a seguir con la mirada a las horas que
pasan y a los años que se van volando sin piedad.
Cuando el hombre nace y prorrumpe en llanto, lo recogen las suaves manos de la
enfermera para entregarlo a unas manos amorosas, las más amorosas del mundo.
Estas consiguen devolverle el calor que ha perdido para siempre en el instante en que
ha entrado en nuestro mundo duro y cruel.
Cuando un hombre se hace viejo, suele estar triste. La gente viene y se va, y el
hombre se siente, cuanto más adelante, más solitario. Y esa soledad que no tiene
consuelo, le va cercando poco a poco. A medida que se va aproximando el momento
crucial, la muerte empieza a arrancarle el alma del cuerpo y muere absolutamente
solo. En fin, ¿qué clase de alegrías puede haber en esta edad?
Hubo un tiempo en que me gustaba beber vino. Con el paso de los años, iba
aprendiendo a beber cada vez mejor. Sobre todo, después de hacer dos cursos de
vinicultura. El primero, con mi amigo Fr. R. Čebiš, y el segundo, con un amigo suyo
y mío, Jan Goldhammer. Creo que conozco los vinos un poquito. Cuando menos,
pasivamente. Pero ¿de qué me sirve ahora este saber si sólo me atrevo a mojar los
labios en una o dos copas? ¡Sólo para sentir su aroma y su sabor! Luego acaricio
tristemente la etiqueta de la botella y la devuelvo al armario. ¡Y hay quien dice que el
vino es la leche de los viejos!
Durante la Primera Guerra Mundial pasamos mucha hambre. A veces
esperábamos el pan junto a las persianas de la tienda, bajadas toda la noche, y luego,
cuando cortábamos la hogaza, se deshacía en puñados de migajas doradas. Al
terminar la guerra supe apreciar la buena comida. Comía con gusto y hasta la
saciedad.
Más tarde profundicé en este arte con ayuda del profesor Cibulka. Ahora sigo tres
regímenes y, cuando leo la carta de algún restaurante, me dan ganas de llorar.
¿Qué me queda, pues? Suerte que puedo leer maravillosas poesías y mirar a las
mujeres guapas. Si no, mis ojos no servirían más que para el llanto.
Cada año, en primavera, cuando todo empieza a florecer, me apresuro a llegar al
Jardín del Seminario de Petřín. Desde la parte alta de Břevnov, no queda lejos. ¡Pero
qué digo, me apresuro! Tardo casi una hora, renqueando con mis dos bastones
franceses. Pero debo arrastrarme hacia allá a toda costa para poder recoger al menos
un recuerdo agradable. Y también quiero ver Praga en flor. Por lo menos, aquella su
parte más hermosa. Los edificios de bloques de pisos no me interesan. Son iguales
todos y en todas partes. En Praga como en París, y en París como en Kalkat.
Esta primavera estuve sentado junto a la garita del jardín de Petřín, cerca del

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vacío restaurante con su huerto, el más bonito de toda Praga. Cuando menos, por la
preciosa vista que se abre de allá a Hradčane, mientras los raíles del funicular no
hayan reventado como los viejos tirantes de caballero. Nunca he podido saciarme de
aquel panorama de la ciudad. Cada año me digo que quizás es la última vez que lo
esté viendo, y no consigo apartar de él la mirada. Cuando me levanté, fui cuesta abajo
hacia el monumento de Mácha, donde pensaba descansar.
En un cruce, los niños estaban jugando a la gallina ciega. En sus bocas volvía
escuchar, tras muchos años, un sencillo adagio. En plena primavera florescente me
sonó como un breve himno sagrado de la infancia que en otros tiempos entonaba yo
también, a los cinco o seis años, en las calles de un suburbio gris, entre las hediondas
acequias y los negros pasajes que separaban las casas.

¿Adónde te llevo, gallina ciega?


A un rincón.
¿Qué tienes en aquel rincón?
Un gallo.
¿Qué más? Un hilo de oro.
¡Anda, gallina ciega, a ver si me coges!

Los niños echaban a correr y daban palmaditas al que tenía los ojos tapados, para
despistarlo, mientras éste se precipitaba detrás del sonido de sus voces. El más
pequeño, de pelo crespo y con pecas, al que cualquiera alcanzaría fácilmente, cada
vez saltaba al bajo pedestal del monumento y se ocultaba casi bajo los mismos
faldones del abrigo de Mácha. Allí nadie podría descubrirlo.
Ojalá yo también pudiera esconderme así, detrás, tal vez, del miriñaque de la
poesía, cuando venga a buscarme la muerte que, aunque sabe encontrar a cualquiera,
¡algunas veces también puede estar ciega!
Al cabo de un rato los niños se fueron corriendo a otra parte y me quedé solo,
sumergido en aquella hondura verde y rodeado de silencio. De tarde en tarde sonaban
los címbalos de la torre de San Vito. Su canora voz parecía alzarse desde lo más
profundo de los muros del viejo Hrad, haciendo estremecerse las lentas nubes. Su
tono nítido y aterciopelado aconsejaba a los jóvenes que no perdiesen el tiempo y se
agarrasen al momento, mientras que a los viejos les recordaba la perfecta vanidad de
esas cosas. Para los jóvenes era un canto; para los viejos, el horripilante graznido del
cuervo del poeta.
¿Los viejos? Se les atribuye erróneamente la sabiduría de la ancianidad. Los
viejos no son sabios. Las más de las veces suelen ser disparatados. Tienen una
experiencia bastante valiosa. ¿Y qué? Los jóvenes desprecian las experiencias y a los
viejos no les sirven absolutamente para nada. ¿Qué les queda, entonces, si se persigue
la felicidad, cuando se está ya cerca de la muerte?

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Les queda una cosa. Soñar largamente, con delirio. Soñar con algo que, como
ellos bien saben, ya nunca podrán conseguir. Para hundir más a gusto el rostro en la
almohada y no ver nada a su alrededor. Porque en el momento de ver el mundo real
que les rodea, se darían cuenta de su propia ingenuidad y sus ensoñaciones perderían
su encanto en seguida.
Hay personas que repiten con frecuencia que se han reconciliado con su vejez. Sé
que podría ser perfectamente cierto. Pero no les creo. Otras, en cambio, pretenden
convencernos de que ya, por nada del mundo, quisieran volver a ser jóvenes.
¡Mienten! ¡Con cuánta alegría retornaría cualquiera de ellas a los contratiempos más
desagradables de su juventud, si la vida fuese una cinta de magnetófono y fuese
posible volverla atrás!
¡Con qué falta de firmeza, qué mal soporta la gente sus primeras arrugas y sus
primeras canas! Sobre todo, las mujeres, claro está.
La señora Jiřinka K., esposa de un conocido escritor checo, era famosa por su
encanto, realmente excepcional. Cuando Hanuš Jelínek, aquel zascandil simpático y
ocurrente, la ayudaba después de algún estreno teatral a ponerse el abrigo, no se le
olvidaba nunca manifestarle que hubiera preferido quitárselo. A eso la mujer, cauta e
inteligente, le replicaba, haciendo rechinar levemente los dientes, que, si pudiese,
prohibiría a las mujeres jóvenes y guapas llevar vestidos bonitos. Lo decía con una
sonrisa. Y sin embargo…
Por el camino, delante del monumento donde yo estaba sentado, pasaban parejas
jóvenes. Yo seguía con la mirada sus invisibles huellas y habría jurado que se dirigían
hacia la puerta de amor primaveral de ese jardín exclusivo que pertenece a los
amantes. Conozco bien los sitios adonde van con tanta prisa. En el Jardín del
Seminario había un árbol henchido de injertos. Quizá sigue allá todavía. Sus ramas
descendían hasta la tierra y cubrían un banco apoyado en su tronco, como un quitasol
vivo y florescente.
Desde el Club Gramofónico me han enviado hace poco un disco en que están
grabadas algunas populares arias del repertorio de Erna Destinová. El aria de
Mařenka de La novia vendida, el aria de Carmen de la ópera del mismo título, el aria
de la desventurada japonesa de Madame Butterfly y algunas otras. En la funda del
disco hay una pequeña fotografía antigua de Erna Destinová, de los tiempos de su
fama. Una mujer joven, segura de sí misma, con un sombrero calado sobre la frente,
como se estilaba entonces, a comienzos de siglo. Era desafiantemente guapa y tenía
unos ojos profundos y cautivadores. Me quedé mirando largamente aquel rostro
atractivo y singular de la modesta fotografía. Al día siguiente volví a sacar el disco
para ver una vez más aquellos ojos. Y al siguiente, lo hice de nuevo, y la espléndida
señora Mariposa lloró en mi habitación repetidas veces. Cuando al cuarto día algo me
empujó a sacar el disco una vez más y volví a mirar aquel rostro, de hecho
horrendamente reproducido, tuve que reconocer que me había enamorado de la
hermosa mujer. No importaba que, desde tiempo atrás, su glorioso nombre estuviese

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grabado sobre una lápida de Slavín. Para mí, en aquellos instantes, estaba de pronto
más que viva. Y a pesar mío, un suspiro agitó mi corazón.
Ansié ver aquellos ojos, deseé acercarme a aquellos labios apretados que habían
exhalado al mundo tanta belleza. Soñé con reposar rozando su cuerpo para que me
invadiese una ola de su femineidad suculenta.
¡Qué más daba que su voz excepcional y única hubiese dejado ya de sonar sobre
los escenarios!
La oí cantar todavía de niño. Mi madre decía que su voz se levantaba hasta el
firmamento y que en el cielo se convertía en rosas. Me dejaba unos pequeños
gemelos de teatro, ya antiguos. Eran de madreperla. Miraba con ellos aquel rostro
fijamente, pero no veía nada aún o, mejor dicho, no sospechaba.
En aquel entonces yo era, claro está, terriblemente joven y no tenía la menor idea
de lo que es el amor. Nadie me había enseñado aún que bastaba con saborearlo sólo
con la punta de la lengua para que el que lo catara pudiese caer fulminado al suelo. El
amor es más peligroso que la cicuta que, como es sabido, contiene en sus flores y
tallos cinco venenos atroces.
Aquello fue hace mucho, por supuesto, cuando Destinová todavía pescaba en el
Canal Dorado de Jakub Krčín de Jelčan, en el parque de su castillo.
Durante algún tiempo más, seguí trastabillando en aquel mágico ruedo de amor
hasta despertar de la embriaguez amorosa que yo protegía de la luz y de los
vendavales. Sus altivos ojos no me dejaron desprenderme de ellos tan pronto. A cada
instante oía su voz cantar las arias operísticas populares y antiguas y constantemente
tenía delante de mis ojos a aquella mujer, que tenía la alcurnia de las bellas mujeres
renacentistas.
¿A qué mujer le es dado vivir la vida con toda la pasión que le vaticina su propio
corazón? Vivía sin conocer obstáculos algunos. Despreciaba las riquezas, pero las
poseía y sabía disfrutar de ellas. Por su propia voluntad, conseguía condimentar cada
minuto de su vida con la felicidad que encendía y alimentaba con placeres y pasiones
que no disimulaba y, además de todo eso, poseía algo grande: su arte.
Luego me despedí de ella, convertida hacía ya tiempo en un recuerdo.
A veces, aunque no muchas, aparecía sobre nuestras tumultuosas alturas de
Břevnov el musicólogo y escritor Jan Wenig. Uno de la gran familia cultural de los
Wenig de Praga. Estaba escribiendo entonces sus memorias. Era sobrino de Erna
Destinová. Pero de esto no me enteré hasta que me envió un capítulo de su libro: La
tía Erna. Leí el manuscrito con avidez. Ya conocía mucho sobre la vida de Destinová
y supe mucho más gracias a Wenig. Entre otras cosas, menciona en sus memorias los
nombres de algunos amantes y admiradores de Erna Destinová. Desde el corredor de
motos Jindra Vodílek hasta el oficial zuavo Alžíran Dinh Gilly y, finalmente, su
marido Joe Halsbach. Era oficial de aviación y, en la época en que estaba haciendo la
corte a su futura esposa, le tiraba coronas de flores desde el aeroplano al patio del
castillo de Straz. Cuando ella murió, arrancó de las paredes del castillo hasta los

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interruptores. La sobrevivió treinta años. Wenig menciona también a los admiradores
que Destinová había rechazado. En primer lugar, tres italianos célebres: Enrico
Caruso, Arturo Toscanini y Giacomo Puccini. Como buena patriota que era, quería
casarse sólo con un buen checo. Pero no lo encontró.
Al devolver su manuscrito a Wenig, le confesé mi tardía aventura platónica,
aunque acto seguido le pedí que no engrosara su lista de admiradores y amantes con
mi nombre. Fue hace ya algunos años.
Todavía añoro a veces las dulces flexiones de la Mařenka de Smetana y el
lamento de Madame Butterfly, y saco el disco. El aparato y el disco suenan
exactamente igual que sonaban años atrás, cuando me quedaba escuchando a Erna
Destinová con verdadera ansiedad; pero ahora se me antoja que su voz me llega de
algún lugar distinto. Suena como desde una angustiosa lejanía, ya ensordecida para
siempre por la cortina de los años.
Y me deja muy triste, porque, si así puede decirse, ya está un poco muerta.
Como está muerto el rizo de pelo de la belleza rubia de Lucrecia Borgia en la
Biblioteca Ambrosiana de Milán, donde Lord Byron se enamoró de sus dorados
cabellos.

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90. ¡VALE!
Últimamente oigo a menudo esta asombrosa expresión. Al principio no la
entendía del todo. Hasta que alguien me aclaró qué significa: ya está, listo, fin, se
acabó.
Pero quiero confiaros algo más.
Sé por qué muchos médicos jóvenes no se buscan esposas donde sea y no andan
en pos de ellas por caminos lejanos y azarosos, por valles y barrancos. Echan dos o
tres vistazos a su alrededor en el lugar donde trabajan, y se celebra la boda.
En fin, también a mí me gustaban las cofias, blancas como la nieve y, sobre
aquellas tocas rígidamente almidonadas, los garfios de las horquillas en el cabello.
A las enfermeras no les gusta demasiado llevar esas tocas. En verano les resulta
más agradable ir destocadas: pero la enfermera supervisora las riñe. Se ve que no
saben lo bien que les quedan. ¡Tonterías! ¿Cómo no van a saberlo? Lo saben hasta
demasiado bien.
Cuando estuve ingresado en la clínica, a pesar de encontrarme en una posición
poco propicia, no por eso me gustaba menos ver revolotear incansablemente las
blancas alas de un lecho a otro, de una dolencia a otra y de un sollozo a un suspiro. Y
así, de sol a sol.
Una vez, en uno de los policlínicos me prescribieron la ionoforesis. Estuve
esperando con otros enfermos a que me llamaran. Cuando llegó mi turno y oí mi
nombre, la enfermera me puso la compresa de calcio. Luego me miró con fijeza y me
preguntó de sopetón:
—¿Le gustan las poesías?
—Sí —respondí sorprendido—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Pues como se llama usted igual que Jaroslav Seifert…
Y eso es todo. Cuanto quería y podía decir, lo he dicho. He terminado mi relato.
Fin.
¡Vale!

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Jaroslav Seifert nació en Praga en 1901 y falleció en la misma ciudad en 1986. Poeta
proletario en sus comienzos, encabezó con su compatriota Nezval el movimiento de
vanguardia «poetista».
Entre su obra poética destacan En las sendas de la T. S. H. (1925), Los brazos de
Venus (1936), Apagad las luces (1938), Mozart en Praga (1946), Mamá (1954),
Concierto en la isla (1965), La columna de la peste (1977) y Paraguas en Piccadilly
(1979). Defensor de los escritores perseguidos, último presidente de la unión de
escritores checos y firmante de la carta 77 en defensa de los derechos humanos en
Checoslovaquia, en 1984 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.

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Notas

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[1] La madre del poeta ya difunto Jiří Wolker. <<

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[2] Protectorado alemán de Bohemia y Moravia, durante la Segunda Guerra Mundial.

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[3] Se refiere a la Defenestración de Praga (1618). <<

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[4] La Guerra de los Treinta Años. <<

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[5]
En la poesía checa, el romance es el nombre de un poema lírico-épico del
contenido divertido. <<

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[6] Karel Hynek Mácha (1910-1936) era el más grande de los poetas románticos

checos. <<

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[7] En la batalla de Bíla hora (1620), al principio de la Guerra de los Treinta Años,

Bohemia perdió su independencia y no la recuperó hasta trescientos años más tarde.


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[8] Montaña histórica, siempre venerada por los checos. <<

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[9] Montañas de Bohemia central. <<

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[10] Una de las más conocidas novelas de Vladislav Vančura. <<

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[10] Se refiere al atentado contra Heydrich. <<

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[11] Trabajo cooperativo. <<

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[12] Institución artística del estilo de la Bauhaus. <<

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[13] Uno de los más grandes clásicos checos, autor sobre todo de novelas históricas.

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[14] En Bohemia, la carpa forma parte de la cena tradicional de la Nochebuena. <<

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[15] En Bohemia, la guerra acabó en mayo de 1945 con la llegada del Ejército Rojo.

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[16] Casa del pueblo. <<

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[17] Coto real. <<

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[18] Arboleda. <<

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[19] El nombre en checo, Praha, se pronuncia con una «h» muy ligeramente aspirada.

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[20] Personaje de los Cuentos de Malá Strana de Jan Neruda. <<

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[21] Del muerto. <<

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[22] La periodista amiga de Kafka. <<

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[23] Devětsil significa «fárfara», pero también se puede traducir literalmente como

«nueve fuerzas». <<

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[24] En Praga, en cada cafetería y restaurante suele haber un guardarropa. <<

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[25] Direcciones libres. <<

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[26] Colección de poemas de Jan Neruda, poeta checo del siglo XIX. <<

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[27] Según la leyenda, esta santa tenía barba. <<

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[28] Třebízský (1849-1884) fue autor de relatos históricos, especialmente de la época

de los husitas. <<

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[29] Némcová (1820-1862) fue autora de novelas de ambiente rural; La abuela es su

obra más conocida. <<

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[30] Barrio periférico de Praga donde acostumbra a haber ferias y parques de
atracciones. <<

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[31] Nuevas gradas del Castillo. <<

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[32] Sobre la muralla. <<

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[33] El escritor Karel Čapek fue el primero en traducir la poesía francesa moderna al

checo, acabada la primera guerra mundial. <<

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[34] Colección de poemas de Peter Bezruč. <<

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[35] Nuevo escenario. <<

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[36] La palabra que significa «río» en checo, řeka, es del género femenino. <<

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[37] La batalla de la Montaña Blanca (7 de noviembre de 1620), durante la Guerra de

los Treinta Años, representó la derrota del estado independiente de Bohemia. <<

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[38] Panoramas literarios. <<

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[39] Periódico literario. <<

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[40] Buňka Significa célula. <<

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[41] La guerra acabó a principios de mayo. <<

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[42] Uno de los campos de concentración más grandes. <<

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[43] T. G. Masaryk fue uno de los principales creadores de la República checoslovaca

y su primer presidente. Siempre fue un hombre muy estimado por el pueblo checo.
<<

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[44] Junto con Seifert, Hrubín es uno de los poetas más ampliamente populares en

Bohemia. <<

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[45] La colección de poemas más conocida de Hrubín. <<

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[46] Cementerio, también en el monte Višehrad donde están enterrados los personajes

célebres de la cultura checa. <<

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[47] Baťa: nombre de una manufactura de calzado fundada en Zlin en 1894, por el

checo Tomas Baťa (1876-1932), el cual, rebajando los precios de venta, conquistó los
mercados extranjeros. La empresa, considerablemente desarrollada durante la
Primera Guerra Mundial, fue nacionalizada en 1945; las sucursales en el extranjero se
independizaron. <<

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[48] San Petersburgo. El nombre de Petrogrado se utilizó desde 1914 hasta 1924.

Desde 1924 hasta 1991 se conoció como Leningrado. <<

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[49] Růžová: De las rosas. <<

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[50] Casos oblicuos de la declinación. <<

www.lectulandia.com - Página 467


[51] Célebre novelista checa. <<

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[52] Referencia a una obra de los Čapek. <<

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