Toda La Belleza Del Mundo - Jaroslav Seifert
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Jaroslav Seifert
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Título original: Všecky krásy světa
Jaroslav Seifert, 1981
Traducción: Monika Zgustová (caps. 1-42) y Elena Panteleeva (caps. 43-90)
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PRIMERA PARTE
No tenemos tiempo de ser nosotros mismos, sólo tenemos tiempo de ser felices.
ALBERT CAMUS
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1. INTRODUCCIÓN
En la calma de la memoria, y sobre todo cuando cierro fuertemente los ojos, en el
momento que quiero, veo los rostros de muchas bellas personas que he conocido en la
vida y de algunas de las cuales fui amigo; entonces me vienen los recuerdos, uno tras
otro, cada vez más hermosos. Y me parece que fue ayer cuando hablé con toda
aquella gente. Aún siento el calor de las manos que estreché.
Aún oigo la risa feliz de Šalda, la voz irónica de Toman y la silenciosa manera de
contar de Hora; y en esos momentos tengo la sensación de que sería una lástima que
no anotase por lo menos algunos de aquellos instantes, aunque sólo se trate de una
frase fugaz o de un cuento corto, no más largo de lo que suele ser una anécdota. Eran
personas bellas e interesantes, y posiblemente yo soy uno de los últimos que tuvo
encuentros amistosos con ellas y que les conoció bien en la vida literaria. ¿Y quién
podrá escribir sobre lo que quedará olvidado para siempre cuando yo también entre
en sus filas mudas e invisibles en la oscuridad?
Todos están muertos; pero no me pondré a llorar, aunque las lágrimas, según dice
Juvenal, representan la parte más hermosa de nuestros sentidos. Lacrimae nostri pars
optima sensus, si no recuerdo mal lo aprendido en la escuela. No serán unas
memorias lo que escribiré. En mi casa no hay ni un solo trocito de papel con apuntes
o datos. Además, me falta paciencia para esa clase de escritura. No tengo más que
recuerdos. ¡Y una sonrisa!
A finales del mes de enero del año veintisiete, Hora me trajo al café Tůmovka la
nueva edición de su Árbol florido. He encontrado esa fecha debajo de la dedicatoria
del libro. Naturalmente, ya no recuerdo de qué estuvimos hablando entonces.
Seguramente de alguien que ahora ya está muerto. Posiblemente de Wolker, porque
en aquella época discutimos bastante sobre su poesía. De repente, Hora me pidió que
le dejara su libro un momento y me escribió en la penúltima página los siguientes
versos:
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arquitectura de un pequeño columbario.
Una noche nevó un poco y la nieve cayó sobre los sepulcros y la tapia. Era como
cuando un fotógrafo echa harina sobre un viejo relieve de piedra, delante de su
objetivo, para dar realce a los contornos que se están esfumando en las tinieblas.
Más tarde, por la noche, cuando el edificio del hospital ya se estaba sumiendo en
el silencio nocturno, oí llegar de algún sitio, por debajo de mí, dos voces que se
entrelazaban sin armonía. Probablemente uno de los médicos escuchaba un transistor
y algún paciente se habría olvidado de apagar otra de las radios que había en todas las
habitaciones. En la liviana construcción moderna, las voces sonaban profundas, pero
bastante claras; y yo miré sin querer el cementerio a través de la ancha ventana sin
cortinas. Parecía como si las voces surgieran de la tierra, de debajo de la superficie
del cercano cementerio.
Disipé en seguida aquella alucinación. Los muertos están mudos, obstinadamente
mudos.
Así que más bien seré yo quien criticará a los de abajo. Pero lo haré
cariñosamente, con amor.
También me criticaré a mí mismo.
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2. EL MERCADO DE LA PLAZA STAROMĚSTSKÉ
Durante varios años, siempre a principios de diciembre, me escribí con el poeta
Géza Včelička, gravemente enfermo; eran unas cartas llenas de recuerdos nostálgicos
y alegres.
Hace tiempo, por esas fechas, en la plaza Staroměstské se instalaba un mercado,
primero el de San Nicolás y casi en seguida el de Navidad. Y los dos, unos niños que,
naturalmente, no se conocían, estuvimos allí perdidos entre la muchedumbre, con los
bolsillos vacíos, pero con el corazón lleno de anhelo, mirando los puestecillos y los
tenderetes. Sin descanso y casi a diario. La plaza estaba llena de puestos y de tiendas.
El monumento a Jan Hus todavía no estaba allí y la pobre Virgen María, cuyos
escalones también servían para poner tiendas, miraba aquel hormigueo desde su alta
columna, entre cuatro ángeles.
Hoy ya es difícil evocar con la mente la atmósfera única de aquel mercado. El
aire olía a naranjas y el ambiente estaba impregnado con la fragancia de las lámparas
de carbón encendidas y de los fogones. ¡Cuántos perfumes había allí! Era
embriagador, y yo nunca me pude saciar de aquel formidable espectáculo. Erraba por
aquellos lugares hasta avanzadas horas de la noche.
La feria de San Mateo, a finales de febrero o a principios de marzo, solía ser
alegre, llena de regocijo, porque la primavera se acercaba. El mercado de Navidad era
más solemne y tranquilo. Había incluso una cierta santidad en aquel hormigueo, en el
que muchas cuerdas vocales hacían un esfuerzo para que el dinero se mudara de un
bolsillo a otro.
El mercado de San Nicolás solía estar bajo el signo de miles de ramas doradas
con lazos de papel y rosas rojas. A veces la nieve volaba por el aire y los copos se
quedaban pegados al cabello y a las pieles, junto a pequeñas partículas de polvo
dorado que caían de las ramas de San Nicolás; las madres, con oro en el pelo,
sonreían felizmente.
Después de San Nicolás, por la noche, desaparecían del mercado las ramas, los
muñecos de papel de San Nicolás y de los demonios. Y en las paradas surgía un
sinnúmero de figuritas de gentecilla caminante hacia lo que en el futuro sería el belén.
Las solía mirar durante mucho tiempo lleno de emoción. En las partes más altas de
los escaparates había castillos con torres y murallas, con almenas y casitas
minúsculas. Aquello tenía que ser el orgulloso Jerusalén. Lo fabricaban los pobres de
las montañas Orlické y de Příbram. Todo era barato, valía pocas coronas; pero aun así
inaccesible para un niño que apretaba en la mano unas moneditas y a veces ni eso.
Pero no tenéis que compadecerle. Era feliz.
Con indiferencia, pasaba de largo ante las tiendas llenas de juguetes de madera y
de hojalata y volvía una y otra vez a las figurillas de belén que olían a cola y pintura
barata. Totalmente hechizado, contemplaba sus posturas fijas, preparadas para ver el
ángel o la estrella. Iba corriendo al mercado varias veces cada semana, durante casi
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un mes, hasta las fiestas, siempre que tenía un rato libre. Cuando más me gustaba era
a última hora de la tarde; entonces solía haber más compradores y los vendedores no
tenían tiempo para apartar a aquel que solamente miraba, que no parecía querer
comprar nada y que no hacía más que molestar delante de las paradas.
Siempre emocionado y siempre esperando nuevos milagros, erraba por el
mercado, hasta que me paraba delante del teatro de títeres de Hubička. De él estaban
hablando no sólo Géza Včelička, sino también la señora Maryna Alšová. Y allá, al
final, gastaba mis moneditas, sin pensarlo y sin preocupación. Cuando se acababa el
espectáculo, que por desgracia no era demasiado largo, me quedaba todavía un ratito
detrás del teatro y escuchaba a través de la fina tela los ruidosos diálogos y el
castañeteo de los brazos y las piernas del conjunto teatral de Hubička.
El pintor Mikuláš Aleš, que también venía al teatro con sus niños, dejaba caer,
con magnanimidad y generosidad, una gran moneda de plata sobre la fuente de
hojalata que vigilaba atentamente a la entrada la señora Hubičková.
Imaginaos una ocasional tempestad de nieve y viento que sopla con fuerza, como
si se quisiera llevar a la gente y las telas de las tiendecitas. Cuando las lonas de los
techos cedían bajo el peso de la nieve, los vendedores la echaban sobre las cabezas de
los transeúntes. Pero no parecía molestarles. ¡Y qué! Caminábamos en la nieve, la
gente sonreía, las fiestas más bonitas del año empezaban dentro de pocos días.
¿Habéis visto alguna vez un montón de naranjas cubiertas de nieve?
Debajo de las torres de la catedral de Týn, más o menos en el lugar sobre el que
se enseña uno de los guerreros husitas del monumento, se hallaban siempre las
paradas con mercancía de papel. Allá podríais encontrar rollos de papel de seda y de
crespón de todos los colores, pantallas para lámparas, reproducciones de santos para
enmarcar, postales y papel de cartas.
Yo no buscaba ninguna de estas cosas; a mí me interesaban las hojas recortables
con figuritas de belén en color. Estaban mal impresas, los colores a veces se salían
fuera de las formas, pero yo no veía nada de esto. La fea palabra Krippen en la
cabecera indicaba de dónde provenían. Pero eran baratísimas, valían muy poco.
También tenían hojas más pequeñas, con figuritas impresas sobre cartulina con ricos
colores y su superficie brillante permitía no solamente un resplandor deslumbrante de
los hábitos de los reyes, sino hasta que la pobreza y la sencillez de los trajes de los
pastores pareciese más espectacular. A estas figuras no había que pegarles nada
detrás. Bastaba con separarlas, encolar abajo un trocito fino de madera y pincharlas
dentro del musgo blando. Aquellas hojas que me podía permitir comprar por poco
dinero, se tenían que pegar primero sobre un papel duro, y sólo entonces, se podían
recortar con mucho cuidado. Era demasiado trabajo, pero se hacía a gusto.
Montar un bonito belén era el deseo de muchos niños, aunque, según recuerdo, no
les inspiraba un sentimiento religioso; aquellos belenes eran más bien testigos de un
idilio y un anhelo románticos. Era el tiempo de los juegos, y de las fiestas que se
acercaban. Yo me olvidaba del tema central de la leyenda navideña, del establo con
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Jesucristo acabado de nacer, y prestaba mucha más atención al castillo pagano, y al
palacio del rey Herodes y a los palacios de Jerusalén. ¡Qué bonita y qué misteriosa
era aquella ciudad medieval, o quizás posterior, que se veía sobre el establo del belén!
Ningún color fue nunca tan jubiloso, ninguna almena tan dentada ni ningún palacio
tan dorado y vistoso. Muchas ventanas se podían recortar, pegar en ellas papel
transparente rojo y detrás de él encender una vela. Yo, con paciencia, recortaba una
ovejita tras otra y, con ellas, los dos pastores que dormían en el suelo entre el rebaño.
Porque un gran rebaño de ovejas es una parte importante dentro de la belleza de un
belén. Lo más difícil era recortar el largo palo del pastor que se alzaba por encima de
su amplio sombrero. ¡Cuántos había estropeado! A veces se me iba la mano con las
tijeras, otras veces el palo se encorvaba tanto que ya no parecía un palo. Hasta que
alguien me aconsejó que pusiera a los pastores en la mano un trocito de madera largo
y fino. Esto me salió bien y, al final, la caja estaba llena de figuras pobres y
primitivas, pero sagradas y hechizadas.
Todavía hoy veo el grandioso elefante con un baldaquín rojo y con flecos y borlas
dorados, el camello con un tapiz de colores entre las jorobas y, también, el esbelto
caballo blanco, con la cabeza levantada y un precioso gorro rojo. Las tres majestades
se pararon cerca del establo del belén. El elefante era conducido por un negrito con
turbante blanco, el camello por un árabe con una lanza y el caballo por un muchacho
con un fez turco y un sable encorvado en la cintura, mientras que sus reales amos
estaban humildemente arrodillados en el musgo, delante del pesebre. Sólo el rey
negro estaba un poco perplejo, algo más atrás, para que no se cumpliesen las palabras
de una antigua canción navideña.
El placer más grande consistía en agrupar el rico rebaño de ovejas, con el perro
que corría alrededor, sobre una roca de papel. Algunos pastores estaban durmiendo,
otros daban de beber a las ovejas. En el fondo del belén había un cielo azul con
estrellas doradas; éstas también se podían comprar bajo las torres del Týn, en la plaza
Staroměstské, en pequeñas hojas de papel, y separarlas fácilmente una de otra. Por
último, hubo que poner la estrella de Navidad sobre un alambre para que temblara
cuando la tocaran y pareciera viva. El belén estaba listo. Sólo faltaba una cosa:
espolvorearlo todo con nieve artificial, sin tener en cuenta que los pastores iban
descalzos y que de las palmeras colgaban unos enormes racimos de dátiles y que
había otras llenas de flores de rojo vivo.
Karel Čapek decía que la gente quiere los belenes porque les hacen ver el mundo
más humano e idílico. Pero yo los adoraba porque estaban inseparablemente unidos a
la época de fiestas hermosas, cuando todo estaba perfumado y la gente era distinta.
Mi padre, mi madre y todos los demás. Parecían más felices, sonreían y eran más
amables. Toda la casa respiraba bienestar. Yo deseaba que aquel tiempo tan feliz
transcurriera muy despacito. No quiero jactarme de ello, pero nosotros éramos pobres
de verdad. Sin embargo, lo que pudo hacer mi madre con lo poco que poseíamos
parecía un milagro. Nos sentíamos sumergidos sin interrupción en un permanente
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bienestar festivo.
Y cada rincón de la calle, incluso el más vulgar, parecía vestido de fiesta en
aquella época navideña. Todo era distinto, más gracioso, más hermoso.
Eso pasa cuando se tiene el espíritu festivo en el corazón y no solamente escrito
con letras rojas en el calendario.
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3. EL RAMO DE VIOLETAS ARTIFICIALES
Ahora ya soy un hombre mayor y las piernas no me responden. Pero hasta hace
muy poco subía al monte de Petřín. Incluso en el invierno. Pasaba por todo el jardín y
no me olvidaba ni de los tranquilos y poco frecuentados caminos que hay sobre el
gimnasio de la Malá Strana. En la curva de uno de ellos conocía un sitio que, en la
primavera, estaba azul de tantas violetas. Pero se había de saltar sobre unas grandes
piedras que rodean el camino y protegen la tierra en la pendiente. Desde el camino
mismo no se veían las violetas, pero los transeúntes podían oler su suave aroma.
Hace tiempo me reprochaba un crítico el que recurriera muchas veces en mis
versos a los abanicos. El reproche estaba fundado. Pero se olvidaba de las violetas; en
mis poemas, también las hay de sobra. Que me perdonen. Los abanicos y las violetas
fueron muy importantes para mí desde pequeño y los amaba.
Cuando yo era un niño, el perfume de las violetas estaba de moda. Hasta mi
madre, que no era una coqueta, guardaba en el fondo del armario un frasquito barato
con este perfume. Sus dos ricas y elegantes hermanas parecían flotar sobre este
aroma. Entonces, la moda no era tan voluble como lo es hoy en día, no cambiaba con
tanta frecuencia y tanta rapidez. De las pocas clases de perfumes que había casi todas
eran de flores y la fragancia de las violetas era la más popular. Era el olor del estilo
modernista que reinaba entonces. Desde la profundidad de los años, todavía me llega
hoy aquel perfume.
Delante de las ventanas del jardín Rajská estaba la pista del Club Deportivo
Čechie. Así lo anunciaba un gran letrero sobre el cercado. Hace mucho tiempo que
aquel lugar está ocupado por casas de vivienda, rodeadas por mi tristeza. Ignoro lo
que pasaba en aquella pista en verano. Probablemente se jugaba al tenis. Pero en el
invierno había allí una vasta y despejada pista de hielo. Estaba en la frontera misma
de los barrios Žižkov y Vinohrady. A veces, yo saltaba sobre la valla y miraba con
placer cómo la muchedumbre gritaba de alegría, siempre cambiante pero al mismo
tiempo sin dejar de ser la misma; sin sentido, pero con gozo, circulaba por la pista,
entrelazaba sus caminos y, durante unos momentos, escribía en la superficie helada su
alegría y su despreocupación. El panorama me gustaba, pero nunca sentí ganas de
mezclarme con aquel ruidoso pelotón de gente.
Aquello me sucedió de pronto. En la entrada de la pista de hielo advertí a la chica
de la casa vecina, que yo miraba desde hacía tiempo y seguía por la calle. La chica
vivía un piso más abajo y yo pasaba bastantes ratos esperando que apareciera su lazo
rojo en el balcón. Cuando la veía, sonreía; nada más.
Desapareció en el tumulto cubierto de nieve detrás de la puerta de la pista. Yo la
busqué desde la cerca y al fin vi cómo dibujaba elegantes curvas sobre el hielo con
sus patines. Me decidí rápidamente. Se lo pedí a mi madre; y ella, con complacencia,
fue a comprarme unos patines en la ferretería más cercana. Eran baratos y corrientes.
A ella le parecía que para aprender bastaban. Incluso estaban un poco oxidados, pero
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yo los pulí con papel de lija y los engrasé con petróleo. Hasta mucho más tarde no
pude permitirme el lujo de unos nuevos, niquelados, con una elegante curva en la
punta. Los llamábamos patines «con narices». Pero los de entonces también eran
ajustables. Los puse en la correa que saqué de la cartera de los libros escolares, me
los colgué del hombro y me dirigí directamente a la pista de hielo. Pero no a Čechie,
claro está, porque allá iban todos los amigos de la escuela. No es que me diera
vergüenza patinar delante de ellos, pero temía encontrarme con la chica de la casa
vecina. Nunca había patinado. ¡Qué lamentable le parecería!
A las cuestas heladas sí que me atrevía a ir desde hacía tiempo; incluso iba a
menudo, aunque siempre buscaba las cortas y no demasiado pendientes. En el terreno
montañoso de Žižkov había algunas que realmente daban vértigo. Las calles estaban
situadas sobre unas duras cuestas y a veces ocurría que los chicos, al llegar, estaban a
punto de ser atropellados por un tranvía, cuyas vías cruzaban la pendiente helada. Los
guardias municipales llamaban a veces a los porteros y les obligaban a esparcir
cenizas sobre las cuestas heladas. Pero los chicos no tardaban en limpiarlas con las
gorras o preparaban en seguida otro sitio para deslizarse por él. En el jardín de lo que
hoy es Savarin había un restaurante al aire libre. Alrededor del agradable espacio, en
medio de las casas, crecían unos castaños. En el invierno aquello se convertía en una
pista de hielo, aunque no tan frecuentada como la otra. Era bastante más pequeña.
Seguramente no estaría allí ninguno de mis amigos; por eso la elegí.
Mi entrada en el hielo no fue precisamente gloriosa. En cuanto me ponía sobre los
patines, me caía. Lo intentaba de cualquier manera. Incluso cuando me apoyaba en la
cerca, se me deslizaban los pies y acababa otra vez en el suelo. Después de un par de
horas de hacer miserables intentos, aprendí a dar unos cuantos pasitos que,
naturalmente, acababan en una aparatosa caída. Si no hubiera tenido delante de mis
ojos un rostro de chica enmarcado de cabello castaño y con un lazo rojo, me habría
echado los malditos patines al hombro y hubiera vuelto a casa, muy desilusionado.
Pero los ojos de la chica no dejaron de animar mi voluble y débil voluntad.
Desde el margen de la pista de hielo, una señora agradable y guapa observaba mis
ineficaces esfuerzos. Evidentemente, era una madre; su hijo, más o menos de mi
edad, corría sobre el hielo. Tampoco era un experto todavía, pero se sostenía bien
sobre los patines y, vacilando un poco, circulaba por la pista. Cuando se acercó a su
madre, la hermosa señora buscó en su profundo manguito, decorado con un gran
ramo de violetas artificiales, y le puso al chico un bombón en la boca. Seguramente
estaba muy satisfecha de lo bien que patinaba.
Yo, tímidamente, me tambaleaba al pasar por su lado con regularidad. Cada vez
que llegaba hasta ella, medía el hielo, y llegaba tumbado hasta sus pies. Realmente la
cosa ya resultaba bastante vergonzosa. Cuando aquello ocurrió tal vez por quinta vez,
probablemente le di pena. Me ayudó a ponerme en pie. Luego entró en la pista, me
sujetó con mano firme por debajo de la axila y me condujo por el hielo. Me daba un
poco de vergüenza, pero era tan amable y hablaba conmigo de una manera tan
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agradable, que me dejé guiar con mucho gusto por su afable brazo. Algunas veces,
mis pies resbalaron de nuevo, pero me tenía asido con fuerza, así que, cuando caía,
me desplomaba con la cara sobre el enorme ramo de violetas de su manguito. Esta
pieza imprescindible de la vestimenta femenina de invierno se llamaba por aquella
época «estufilla». Al cabo de una media hora me dejó que probara yo solo. Me
miraba de cerca. Me caía ya mucho menos y, al final, logré dar toda la vuelta a la
pista. Me pareció un milagro. Es verdad que iba con unas precauciones exageradas y
muy despacio, pero, sea como fuera, conseguí hacer todo el círculo y, de una manera
u otra, logré estar de pie sobre el hielo. Cuando llegué hasta el manguito con violetas,
dos sedosos dedos femeninos me pusieron un bombón en la boca. Y luego recibí unos
cuantos más. Con el último bombón me puso suavemente sobre la boca su cálida,
dulce palma de la mano. Aquello era el adiós. Se iba con su hijo y yo, apenado, los
miraba.
Al día siguiente volví a aquella pista de hielo. Ya no encontré el manguito con
violetas, es verdad, pero aprendí a patinar un poco más y, el día después, me atreví a
ir a Čechie. Pero a causa de la palma de la mano y del ramo de violetas empecé a
olvidar el lazo rojo en el pelo; hasta que lo olvidé del todo.
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4. LO QUE DIJO EL ARPONERO NED LAND
Aquel edificio nuevo, recién inaugurado, del instituto de Žižkov, en la calle
Libušin, estaba casi en la frontera de Žižkov y Vinohrady. Hoy en día estos barrios se
han unido, pero hubo épocas en que la frontera era bien clara. La calle hace mucho ya
que se llama calle de Kubelík y aquel instituto de estudios clásicos está clausurado. Y
he de decir que realmente es una lástima.
Yo no era un buen estudiante, pero recuerdo con lágrimas en los ojos los años
pasados en aquel instituto. Le estoy agradecido por muchas cosas.
El edificio del instituto, uno de estos grises bloques de pisos, no muy notable por
fuera, era de un nuevo resplandeciente. Las ventanas, para aquella época
enormemente grandes, llenaban las aulas y los pasillos de luz y de un agradable
ambiente. Lo que más me llamó la atención fue el bonito linóleo, seguramente de
buena calidad. Era rojo, de un rojo un poco más oscuro que la rosa centifolia, y
llenaba el ambiente de un olor extraño, pero agradable. ¡Qué lástima!, pensé. Tendrá
que soportar la invasión de las botas escolares, casi siempre claveteadas con pequeñas
herraduras.
Pero el linóleo aguantó, y yo no. No acabé mis estudios en aquellas hermosas
aulas llenas de sol y de hexámetros latinos. En los primeros años fui uno de los
mejores alumnos, pero después ya no. Lo que más me gustaba era el latín y tenía
notas excelentes en religión.
En el segundo curso, durante la clase de religión, el cura me miró, y como nos
hablaba de usted, me dijo:
—Venga a verme mañana a la sala de profesores.
Me hizo monaguillo. Un pequeño y buen monaguillo. La capilla del instituto se
hallaba en el gimnasio. Aquello, al principio, se me hacía insoportable, pero luego me
acostumbré. El domingo, durante la misa, olía a la piel fresca de los instrumentos del
gimnasio y el lunes, durante la clase de gimnasia, la sala estaba perfumada de
incienso. Sobre todo cerca del techo, cuando nos ejercitábamos en las barras
verticales.
¡Qué suave es el aroma del incienso!
Fui un monaguillo entusiasta, a pesar de que sólo podía ayudar a misa los días
laborables, y estábamos solos, el cura y yo, en el gimnasio vacío. Los domingos se
cuidaban de ello los alumnos mayores, que parecían más dignos y que, ya durante los
estudios, proclamaban que después continuarían en el seminario. Luego no fue allí ni
uno solo de ellos.
El órgano, que estaba en el fondo del gimnasio, solía tocarlo el bajito, un poco
gordo pero simpático profesor Otakar Zich. ¿Quién no le conocía? Para mi sorpresa,
en nuestro instituto daba clases de matemáticas.
Por la mañana, temprano, como una hora antes de las clases, llamábamos al
portero del instituto para preparar en la sacristía la casulla, cuyos colores nos indicaba
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el portero para toda la semana, y encendíamos unas pequeñas velas en el altar que,
durante los días ordinarios, estaba cercado con una persiana metálica.
Las oraciones del principio las recitábamos dos, pero, tan pronto como el cura
llegaba al altar, uno de los chicos se apartaba de los escalones del altar y corría a toda
prisa a casa del profesor de religión en busca del desayuno. Nos turnábamos. Vivía
cerca, al lado del misterioso cementerio judío donde terminaba el barrio de Žižkov.
Al volver, la misa se había acabado, el profesor ya estaba cambiado y esperaba su
café. En el invierno, llevábamos la cafetera envuelta en un chal de lana para que el
café no se enfriara.
En la primavera y en el verano, aquellos viajes eran agradables. Corríamos
alrededor del cementerio y pasábamos por el campo de deportes del instituto, donde
solíamos jugar al fútbol. ¡El fútbol! ¡Qué juego! Teníamos una sola pelota para todas
las clases y nos peleábamos por ella. El cementerio estaba cerrado durante casi todo
el año, y las raras veces que su puerta se abría, el sepulturero nos echaba fuera. Y no
sólo porque teníamos otra religión. Este cementerio se convirtió en un lugar donde
dormían los gatos y en el que sonaba, sobre las ramas de los árboles, un canto
polifónico. Más de una vez vi, allí, en el otoño, un pico manchado. Y por primera y
última vez en mi vida, pude observar en aquel sitio un búho en pleno vuelo; agitando
el aire, voló sin ruido junto a mi cabeza.
El compañero que se sentaba conmigo en el mismo pupitre vivía en un antiguo
bloque de viviendas al otro lado del cementerio. Una vez se vanaglorió de que sabía
llegar al otro lado del muro del cementerio y me prometió que me lo enseñaría. Por el
otro lado, según él, se podía bajar tan fácilmente como por una escalera. Al parecer,
se podía pisar en un ladrillo que sobresalía del muro y apoyarse en el poste de la
electricidad.
Una tarde, cuando oscurecía, cumplió su promesa. Y ocurrió algo sorprendente.
Subimos fácilmente al muro, pero casi nos caímos del susto. Al menos yo. Detrás del
muro, apoyada sobre un sepulcro por el cual queríamos bajar, se estaba besando con
pasión una pareja de enamorados que seguramente habrían entrado allí de la misma
manera que nosotros. Me sentí como si chocara con la frente en el cristal de un
escaparate que no había visto. Los enamorados también estaban asustados; la chica
nos miraba con los ojos desmesuradamente abiertos de asombro. Saltamos al suelo
rápidamente y el corazón me latía tanto que apenas podía respirar.
Nunca olvidaré aquel instante. Por primera vez había visto un abrazo amoroso y
por primera vez miré al amor directamente a los ojos. Aunque antes ya me
importunaban diversas visiones, esta inesperada escena amorosa me dejó atónito por
su realismo. Llevaba conmigo a la vida una imagen fija de la pasión humana que,
aunque tierna y púdica, era aplastante por su veracidad. Esperé con impaciencia la
confesión colectiva escolar que debía tener lugar durante las próximas fiestas de
Semana Santa, para deshacerme de toda clase de pensamientos pecaminosos que
empezaban a perseguirme. Cuando me arrodillé al fin en la iglesia, arrojé mi pecado,
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con un cierto alivio, a la reja del confesionario; un pecado del que no era responsable:
había visto cosas inmorales.
Eso pasa cuando uno se mira vanidosamente en el espejo de la Confesión.
En principio, estaba convencido de que había purgado toda la culpa caída sobre
mí cuando subí al maldito muro. Pero la imagen de un excitado rostro de muchacha y
el detalle de la piel femenina se me aparecían en la mente a todas horas. Sobre todo
por la mañana, cuando corría con la cafetera del señor cura al lado de la puerta del
cementerio. En vano me defendía y apartaba los ojos de los sepulcros llenos de signos
extraños. No podía dejar de ver delante de mí los excitados ojos de la chica. La
confesión no hizo su efecto.
Con este acontecimiento me empezó a deprimir el estereotipo de mi vida, sobre
todo de mis servicios a Dios y al señor cura. Entonces la palabra estereotipo no tenía
aún su significado amplio, y más básico, que le fue adjudicado más tarde. Pero me
sirve para describir la sensación que se apoderó de mí.
La astucia y la maña demostradas por el cura cada día a través del misterio del
servicio divino, a pesar de que en las clases de religión teníamos que hablar de él con
palabras grandilocuentes y majestuosas, no me gustaban. Yo conocía ya con exactitud
cada gesto y cada paso suyo, hasta el último detalle. El ofertorio me espantaba. Todo
era frío, poco convincente y profesional: arrodillado delante del altar, me di cuenta de
que aquel a quien estaba contestando no creía en lo que decía. Me golpeaba
obedientemente el pecho, pero mi alma de monaguillo se rebelaba contra la
hipocresía que advertía a mi lado. Así pues, mi fervor fue desapareciendo, poco a
poco y casi sin darme cuenta. No había nadie que pudiera evitarlo.
En momentos así, que más bien eran tristes, me gustaba recordar lo bueno que era
cuando, por diciembre, a primera hora de la mañana, caminaba con mi madre por las
calles heladas del barrio hacia la iglesia de San Procopio. Llevaba a mi madre sujeta
por la axila y me arrimaba a ella. Delante de la gente me habría dado vergüenza esa
manifestación de cariño y amor infantil, pero las calles estaban vacías. ¡Cuánta
belleza hubo en aquellos momentos fugaces! Los árboles de Navidad en las esquinas,
atados con alambres, olían bien y delante de nosotros brillaban vagamente las
vidrieras de la iglesia. Mi madre solía arrodillarse en el banco y yo encendía una vela;
la desenvolvía de su papel amarillo o rojo y cantaba al mismo tiempo a pleno
pulmón. Me fascinaba cantar los salmos de entrada de la misa, llenos de santidad y de
maléfica belleza. Los primeros versos se cantaban tres veces, cada vez en un tono
más alto. Esto me encantaba, era conmovedor, aunque no entendía cómo desde el
cielo pudo llover el justo y cómo el Salvador brotó de la tierra. Todo aquello era muy
sincero y ameno, incluido el beso que solía dar a mi madre cuando me iba a la
escuela.
Tampoco puedo olvidar la Semana Santa, que yo acostumbraba a pasar con los
padres de mi madre en la ciudad de Kralupy. Estaba allí cuando, el jueves santo, el
cura encendía los oleos; el viernes santo cantaba en el coro de la iglesia local; me
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arrodillaba ante el sepulcro de Jesús y, luego, acompañado del estruendo de las
campanas y del acariciador y suave repique de las campanillas de la misa, salía con la
procesión a la misa de la resurrección. Las campanas invadían literalmente las calles
y el párroco, el señor Zamba, vestido de oro y color crema, caminaba despacio, con
gravedad, a través de la mísera plaza de Kralupy. Sin embargo, el cielo ya era azul y
la ciudad, llena de humo, estaba cercada por las alondras y las amas de casa habían
pulido las ventanas, que brillaban como soles. Qué triste me ponía al acabar aquella
belleza cuando la procesión doblaba la esquina, al lado del taller del hojalatero, y por
el estrecho camino volvía a la iglesia, cantando siempre.
En fin. Otra vez en el instituto de Praga. Cuando ante el altar recito el confíteor,
declamándolo devotamente, sólo que un poco más despacio, el cura que está al lado
se vuelve hacia mí:
—¡A ver si se va a dormir aquí!
No, aquí había algo que no funcionaba. De mi corazón, que temblaba debajo de la
camisa medio abierta, en la que faltaba un botón porque a mi madre no le daba
tiempo a cosérmelos todos, empezó a marcharse lentamente la ingenua devoción
infantil. Y junto con ella, la fe de un niño. Lo que se ofreció a cambio fueron la duda
y el asombro. Estaba desilusionado. Hasta que me sucedió lo siguiente: Una hermosa
mañana de primavera, en la casa donde vivía el cura, me quedé mirando por la
ventana abierta que daba al patio. Contemplaba un gato que torturaba refinadamente a
un gorrión. Era un espectáculo desagradable, pero yo tenía curiosidad y me sentía
impotente. El patio estaba cerrado. Algo excitado, observé el astuto y cruel juego del
gato. Llegué con el café un poco más tarde. Cuando puse la cafetera sobre el armario
oblongo donde poníamos las casullas, el café estaba tibio.
—Mañana ya se puede quedar en casa —dijo el cura silbando.
Me asusté. Tenía miedo del profesor de religión, que nunca se mostraba
demasiado amable con los estudiantes y que, al mismo tiempo, era el consejero
íntimo del director de la escuela. También me sentí ofendido. ¿Cómo me hace esto,
después de mis fieles y sinceros servicios de muchos meses? Eso sí que era
ingratitud. Pero más tarde se apoderó de mí una sensación, casi alegre, de alivio. Ya
no tendría que llevar la cafetera, no estaría obligado a levantarme tan temprano cada
mañana. Y en el mismo momento, volvió a mis ojos la escena amorosa que había
visto al lado de la pared del cementerio no hacía mucho. Me resultó agradable
recordar a la joven abrazada por el muchacho. ¡Qué cosas! Pero ya no rechazaba el
recuerdo; al contrario. Mandé a paseo el espejo confesonario. ¡Por qué iba a tener
miedo del cura!
En cambio, me entregué por completo a nuestro nuevo profesor de lengua. Se
llamaba Kašík, y era un hombre joven, simpático, elegante y, según nos enteramos,
no creyente; y odiaba al profesor de religión. Varias veces oímos sus conversaciones
indignadas con el cura detrás de la puerta de la sala de profesores. Por la mañana, en
su primera clase de lengua, cuando todos estaban obligados a rezar el Ave María en
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alta voz, él se ponía junto a la ventana.
Y decía como de paso: ¡Empezad!, y miraba la fachada de la casa de enfrente. Es
verdad que una vez me puso en ridículo, pero eso no hizo disminuir mi cariño por él.
Estábamos escribiendo una redacción en la que aparecía el nombre de Jesucristo.
Cometí en él un error de ortografía. Se quedó parado delante de mí y comentó en voz
alta, con una mueca:
—¡Qué vergüenza, no sabe ni cómo se llama su Dios!
Cayó durante las primeras semanas de la Primera Guerra Mundial.
Por aquella época, yo ya estaba familiarizado con la tripulación del célebre
Nautilus. Una vez fui testigo de una violenta conversación entre el capitán Nemo y el
arponero Ned Land. El valiente arponero reprochaba al capitán que, injustamente, no
les dejara salir de a bordo. El capitán le replicaba que en el barco estaban libres y que
participaban en un viaje único para ver las maravillas submarinas. Ned Land le
contestaba con estas famosas palabras:
—Donde hay obligación no hay alegría, señor capitán.
Sí; cerré el libro de texto de catecismo y, por dos coronas, me compré una
minuciosa edición del Mayo de Mácha, que había editado Lorenz de Třebíč.
Desde aquella historia, me había parado muchas veces al lado de la verja de
hierro del cementerio judío, en la frontera entre dos barrios, Žižkov y Vinohrady. Y
meditando y recordando, miraba la oscura piedra arenisca de los sepulcros. Tal vez
los que pasaban de largo pensaban que estaba observando las incomprensibles
inscripciones de los sepulcros. Pero yo pensaba en lo mío, que me resultaba
perfectamente comprensible.
¡Hay olores más dulces en el mundo que el olor del incienso achicharrado!
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5. «THANK YOU, SO BLUE»
Solía pasar por la noche, cuando en el río Moldava se resquebrajaban los hielos.
Durante varios días, aparecían charcos en el río helado. Entonces ya estaba prohibida
la entrada al hielo. Luego llegaban unas aguas turbias y, bajo su presión, el hielo
empezaba a romperse. Al día siguiente, ya flotaban los témpanos que llegaban de
aguas arriba del Moldava, del Sázava y del Berounka y chocaban con estruendo en
los pilares de los puentes y se trituraban en el hierro del espolón de los rompehielos,
delante del puente de Carlos. Desde que se acabaron las construcciones conductoras
del río, el Moldava ya no se congela en Praga. La gente de hoy ya no conocerá
seguramente el placer de poder despreciar los puentes y atravesar de una orilla a la
otra sobre el hielo, o de correr a lo largo del río y sólo a veces hacerse a un lado para
no chocar con los abrigados pescadores que miraban en silencio, y generalmente en
vano, sus cañas, al lado de los agujeros tajados en el hielo.
Cierta primavera, una repentina e inesperada riada soltó los hielos del río
Berounka antes que los de otros ríos, y cerca del pueblo de Modřany se creó una
enorme barrera de hielo que amenazaba con una inundación. Tuvieron que acudir los
soldados y partir a tiros los témpanos de hielo amontonados. Las detonaciones se
sentían hasta en Praga y los puentes estaban repletos de gente.
Yo también miraba desde un puente, lleno de curiosidad, la desierta pista de hielo
donde precisamente aquel invierno iba a patinar casi a diario. A veces incluso con una
encantadora muchacha, que llevaba un gracioso peinado pero ya un poco pasado de
moda. Dos moñitos de color avellana sobre las orejitas. Se entregó a mí y a mi
dudoso arte de patinar y cogidos de la mano circulábamos por la espaciosa pista.
Estaba limitada por la nieve barrida, y en las esquinas había unos frescos árboles de
Navidad, adornados con cintas de papel coloreado.
Sobre el largo banco en que nos atábamos los patines o nos calzábamos los
zapatos con patines había también un viejo tocadiscos, con una enorme trompeta azul
celeste. Al lado estaba una barraca, en la que cobraban una entrada mínima y
preparaban el té.
Todo esto lo habían quitado hacía unos días y sólo cuatro abetos abandonados
surgían de la blanda nieve.
Al cabo de un momento, después de las detonaciones, llegaron las primeras olas
y, con un tremendo estampido, se rompió la placa de hielo sobre la superficie. Fue un
espectáculo fascinante. Los abetos cayeron a la corriente y los témpanos de hielo, que
jugaban flotando, a veces los sujetaban y los ponían de pie con sus cantos,
llevándoselos luego a toda prisa. Pero también se llevaban todo lo demás. Incluso la
alegría de los momentos fugaces en que sentía muy adentro la proximidad de una
chica bonita y el placer de circular por el hielo con ella, cruzando los pies por delante
con elegancia; al menos, eso me parecía a mí. El patinaje artístico estaba entonces
comenzando a conocerse. La turbia corriente que nadie había llamado se llevaba
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consigo también la encantadora melodía y el texto de un hermoso tango inglés: Thank
you, so blue. Todo esto se me escapaba a lo irremisible. Y como todo había sido tan
hermoso, yo lo acompañaba con una mirada nostálgica. Con el hielo flotante se me
escapaba también la jovencita, y en el preciso momento en que ya estaba a punto de
enamorarme de ella. Después de una larga vacilación, me reveló su nombre. Confesó
que vivía en el barrio de Hradčany, pero no me dijo dónde. Manifestó de paso que
estudiaba en un instituto, pero no me dijo en cuál. Me permitió acompañarla hasta el
barrio de Klárov. Allí subió a un tranvía, me sonrió dulcemente y no la vi hasta al
cabo de unos días, cuando la descubrí, feliz, entre la muchedumbre de gente que
patinaba en el hielo. Tenía miedo de su estricta madre, que la cuidaba como oro en
paño y que seguramente le habría prohibido patinar, y le asustó mi idea irreflexiva de
esperarla delante de su casa. Yo estaba seguro de que lo conseguiría. Creía que no
necesitaba más que un poco de paciencia; y la tenía. Seguramente habría logrado
deshacer aquellos moñitos pasados de moda sobre sus orejitas y corregir un poco las
consecuencias de la educación de la madre. Pero el hielo no resistió tanto tiempo y la
primavera ya estaba al alcance de la mano. Es verdad que lo de patinar no era mi
fuerte, pero en cambio sabía hablar bien. Y por eso no dudaba que lograría convencer
a la chica. Como ya he revelado, la primavera se me anticipó.
La muchacha se marchó flotando con las aguas primaverales. ¡Lástima! Así que
sólo me quedaron los recuerdos de cómo me arrodillaba a sus pies y le abrochaba
torpemente las botas altas, lamentando que las botas de patinar no fueran más altas
todavía.
Tuve la suerte de, puesto de rodillas, entrever bajo su falda plisada, allí donde
acababa la media, un pequeño círculo de su desnudez que involuntariamente dejaba
descubierta la orla de la media, un poco arrugada. Aquél era el único premio por mis
servicios y por las bellas palabras que susurraba entre aquellos dos moñitos.
Cuando al atardecer ya había llevado la chica al banco, se me aparecía en la
oscuridad el círculo luminoso que en el cielo del cuerpo de la muchacha me hacía
pensar en la luna creciente.
¡Creciente de la luna!
No hacía mucho que había leído una novela de Verne sobre un viaje a la Luna.
¿Pero qué podía saber entonces sobre un audaz viaje por los espacios cósmicos hacia
el cráter lunar?
Aquello no era más que un tímido anhelo estudiantil. La mujer era para mí un
misterio aún más grande que la luna en el cielo. Acompañaba con la mirada el hielo
flotante en las olas sucias, y en aquel preciso instante empezaba la primavera en las
calles de Praga.
Thank you, so blue!
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6. EL NACIMIENTO DEL POETA
Tengo una nieta pequeña y la quiero mucho, como es natural. Le gusta pintar. En
principio, le bastaba con un bolígrafo común. Pero cuando su madre descubrió esta
afición suya, no tardó en comprarle tizas y lápices de color. ¡Muchos! Estos
utensilios, afilados de cualquier manera, los lleva en una caja de zapatos y yo, a
veces, bastante inútilmente, trato de afilárselos. No es posible: hay demasiados.
—Abuelito, dibújame una princesa.
De mala gana busco un lápiz amarillo y pinto antes que nada una corona de oro.
Una especie de dientes dentro de una elipse que hace pensar en la boca de un tiburón.
Pero mi nieta me quita el lápiz en seguida:
—¡Así no! Primero tienes que pintar la cabeza y luego la corona.
Mueve los dedos menudos sobre el papel y al cabo de un momento nos mira una
princesa un poco atónita, con un vestido de color rosa lleno de puntillas multicolores.
—Píntame ahora un elefante.
Pinto torpemente una masa de carne monstruosa sobre cuatro columnas, adornada
por delante con una especie de manguera de bomberos y, por detrás, con una colita de
cerdo graciosamente ondulada. Pero esta vez la niña tampoco queda contenta y, al
cabo de un momento, tenemos sobre el papel un elefante inimitable, lleno de una
graciosa ingenuidad. Le alabo el dibujo y, en el fondo, me siento avergonzado. Tantos
años de ir diligentemente a las clases de dibujo y al parecer no había aprendido nada.
Alguien de la familia ha expresado su preocupación: ¡por Dios, que no se le
ocurra ser pintora! Eso sí que sería una desgracia. Pero no creo que esto ocurra. Su
afición de hoy probablemente se cambiará pronto por otra diferente. Yo, de niño,
también llené muchas hojas de papel con mis dibujos. Y cuando una vez mis padres
me regalaron una pequeña paleta metálica con un pincel, experimenté una alegría tan
grande que todavía guardo un vivo recuerdo de ella. Y la noche en que dormí con la
paleta debajo de la almohada fue la noche más hermosa de mi infancia. No recuerdo
un regalo mejor. ¡A veces, uno no necesita mucho para ser feliz! Y, al mismo tiempo,
no son muchos los momentos felices de la vida.
Durante largas horas me quedaba sentado ante una hoja de papel, dibujando y
pintando. Luego me olvidé de esta pasión. Por mucho tiempo.
Íbamos entonces a la primera clase del instituto en el edificio nuevo en la calle de
Libuše en Žižkov. Cuando yo entré por primera vez en la sala de dibujo, se me cortó
la respiración. Olía a nuevo. Era una luz fabulosa. Estaba provista de modernas mesas
de dibujo, con tableros móviles y plegables. Me hizo pensar en un estudio de un
pintor que ya conocía entonces. Estaba hechizado y en seguida me volvió el deseo de
pintar. Así que decidí ser pintor otra vez.
Mi primer profesor de dibujo fue un pariente del pintor Kremlička; y luego tuve a
R. Marek. Era ágil, de estatura más bien baja, por la cual, y también por su cara, me
recordaba al escritor francés André Maurois. Era una persona excelente, no sin
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encanto personal; un dibujante de primera, tan familiarizado con nuestra pintura
como con la universal. Solía contarnos cosas muy interesantes. Escribía reseñas sobre
las artes plásticas en las Hojas nacionales y dibujaba a la señora Kamila
Neumannová en las portadas de sus libros.
Así que me metí otra vez, inútilmente, en el arte plástico e intenté dibujar. El
profesor Marek tenía un lema para animarnos. Solía decir que cualquier tonto puede
aprender a dibujar. Entonces yo me consolaba a mí mismo pensando que lo lograría
también, porque, sobre todo, no me consideraba tonto. ¡Eso sí que no! Sólo cuando
hubiese aprendido a dibujar tendría ganada la batalla. Con los colores sería más fácil.
Sí, pintaría.
De todas maneras, no llegué a ser pintor. Porque ocurrió lo siguiente: en la cuarta
o en la quinta clase, más o menos, nos sugirió el profesor Marek que trajéramos de
casa los modelos con los que montaríamos en la clase el bodegón propio. Mis
compañeros de clase traían manzanas, naranjas, limones, floreros con rosas, diversas
cajitas y candeleros.
Yo también traje conmigo objetos para hacer una naturaleza muerta muy
proletaria, que armonizara con el barrio obrero de Žižkov: una botella de cerveza, un
vaso, una rebanada de pan y una salchicha envuelta en un papel grasiento. Monté el
bodegón sobre la mesa de dibujo y esperé, con los demás, a que el profesor diera su
visto bueno.
Cuando se me acercó, me miró y soltó con violencia:
—Por Dios, Seifert, quite esa salchicha. ¡No permitiré por nada del mundo que la
pinte!
No tardé más que un par de segundos en comprender su preocupación. Y me
quedé estupefacto.
Y en aquel momento memorable decidí que sería mejor escribir versos.
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7. MIRANDO POR LA VENTANA DEL CAFÉ
SLÁVIE
Ya ni me acuerdo de qué razón nos hacía a veces abandonar el afable y acogedor
Café Nacional y cambiar su atmósfera llena de humo por el humo igual y el mal olor
del antiguo Slávie de los actores, situado en la esquina, frente al Teatro Nacional. Nos
sentábamos al lado de la ventana que daba al muelle y sorbíamos el ajenjo. Era una
pequeña coquetería con París; nada más.
Un día vino a vernos allí la señora Wolkrová,[1] y en homenaje a su Jiří nos invitó
a aquel veneno verde. No quisimos estropearle su triste alegría. Pero la verdad es que
Wolker no venía con nosotros a Slávie ni bebía ajenjo.
Junto al río, bajo los árboles, a lo largo de la barandilla de hierro, había un paseo.
Era muy frecuentado al anochecer, pero sobre todo el domingo antes del mediodía.
En cierta época paseaban por allí los actores del Teatro Nacional. Nosotros ya sólo
vimos allí al anciano señor Krössing con su recto y terriblemente alto sombrero de
copa. Nadie, en todo Praga, llevaba un sombrero tan extraño.
Aunque durante el invierno el paseo se despejaba notablemente, los hermanos
Čapek paseaban por allí incluso cuando nevaba. Los dos llevaban el mismo sombrero
duro, la misma bufanda de colores llamativos, guantes amarillos y un bastón de caña.
Llamaban la atención, pero seguramente era su propósito. Paseaban sin decir una
palabra. Algunas veces les acompañaba un hombrecito inquieto, con gafitas de
alambre y viva gesticulación. Se detenía a cada momento y parecía atacar a los dos
hermanos. Éste era el estilo de su apasionada conversación. Se trataba del pintor
Václav Špála. Los hermanos también tenían que detener sus pasos mudos. A veces se
unía a ellos el pintor Jan Zrzavý, y otras veces el serio y regordete arquitecto
Hofman, con las manos en la espalda. Aparte del alto y elegante Rudolf Kremlička,
teníamos allí a todo el grupo de los Obstinados. A veces veíamos incluso a Marvánek,
pero para nosotros él estaba en la periferia del mundo de los pintores.
Sólo Teige conocía personalmente a los Obstinados. Desde hacía unos años
escribía reseñas sobre artes plásticas en Tiempo y Tribuna y conocía a los pintores
gracias a las inauguraciones de las exposiciones. Los demás éramos demasiado
jóvenes y poco conocidos todavía, y no nos permitíamos ni pensar en presentarnos a
aquellos personajes.
Por su arte y por el mundo que reflejaba en sus pinturas, nos parecía más próximo
Jan Zrzavý. De los dos hermanos Čapek, preferíamos a Josef. Estábamos
convencidos de que si Karel era más grande como prosista, Josef era más importante
como artista y poeta. Y, naturalmente, como pintor.
Más tarde nos hicimos buenos amigos de todos, aunque en principio hacíamos
valer en alta voz el derecho a una actitud crítica de la nueva generación entrante con
respecto a la generación más antigua. Pero los acontecimientos políticos y el peligro
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del fascismo nos acercaron y, en los años anteriores a la segunda guerra, entre las
peticiones y los llamamientos, nuestros nombres estaban amistosamente unidos.
Luego vinieron los malos tiempos. A Karel Čapek se le derrumbó su mundo.
Karel era más frágil y sutil que Josef. Le sugerían en vano que viajase a Inglaterra.
Seguramente tenían razón cuando le aseguraban que ayudaría más a la causa
checoslovaca en Londres que en Praga. Rechazó la emigración y tal vez abandonó la
lucha por su vida. Murió poco antes de la ocupación. Luego, la Gestapo se llevó a su
hermano.
Un año después de la liberación, en el mes de mayo, entre las flores que pintaba
con tanta alegría, se fue Václav Špála. Me hice muy amigo de Kremlička y, cuando se
rompió su matrimonio, pasamos juntos muchas horas paseando por el monte de
Letná. Murió joven, a los treinta y dos años.
Después de la guerra me encontré con Jan Zrzavý en la exposición póstuma de
Špála. Caminamos de un cuadro a otro y Zrzavý no ocultó su emoción.
—Mira, amigo —se dirigió a mí de repente—, la verdad es que Špála es el mejor
de nosotros. ¡Y tan checo!
También yo soy ahora un hombre de edad y no me gusta el invierno. Ni me
agrada la nieve. Cuando cae muy espesa, cuando la ventana se oscurece con las
familiares tinieblas blancas, prefiero imaginarme en medio de la nieve los claros
colores de los ramos de flores de Špála. ¡Qué hermosura! Y en seguida me siento
mejor. Y espero con más ilusión a la primavera.
Špála no era ni un artista indescifrable ni una persona complicada. Era tan
comprensible como lo son sus cuadros. Con su amena simplicidad, que no era
fingida, más de una vez causó sorpresas.
Durante los años del Protectorado[2], le hice una visita y encontré al artista en su
estudio, entre cinco lienzos recién pintados, todavía frescos. Eran cinco ramos de
flores casi iguales. Y el modelo estaba todavía en un florero, sobre una caja, medio
marchito. Sin ningún oculto pensamiento, el pintor me explicó:
—El ramo me costó treinta coronas en el Uhelný trh. Así que le tenía que sacar
provecho.
Al escritor Josef Kopta le gustaba muy en especial un poema de Dyk y solía
recitar una estrofa sobre la genciana:
Estoy convencido de que los dos últimos versos nos los podemos decir ante los
ramos de flores felices y optimistas de Špála.
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8. LA LLAVE EN UN MONTÓN DE NIEVE
Nunca se me había ocurrido que podría tratar literariamente aquella historia
extraña y casi increíble. Pero estoy obligado a hacerlo. Mi mujer me aconsejaba que
sería preferible que me la callara hasta con mis mejores amigos. Sólo se la he
confiado a unos pocos íntimos. Y éstos, seguramente sin mala fe, la iban contando
por ahí y, al cabo de algún tiempo, la historia volvía a mí tan cambiada y deformada,
a veces en forma de chisme o de anécdota, que he decidido escribir lo que sucedió en
realidad.
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial vivimos durante poco tiempo en el
Castillo de Praga. No os asustéis, no se trataba de nada oficial ni majestuoso.
Estuvimos en la parte este del área del Castillo, entre la Torre Negra y la Callejuela
Dorada. Vivíamos en una casita pequeña de un solo piso, paredaña con el palacio del
burgrave. Ambas casas, con dos casitas más, pertenecían a la Junta Directiva del país,
en la que trabajaba mi mujer. El edificio estaba detrás del pórtico, y los empleados
que vivían en el territorio del Castillo no estaban demasiado orgullosos de ello.
Cuatro pasos más atrás de nuestra casita estaba la Daliborka, conocida torre, con una
cárcel histórica, que formaba parte de las murallas del Castillo. Desde las ventanas
veíamos la lúgubre Torre Negra, al pie de la cual había otra casita, un poco más
vistosa y con una terraza. Todavía está allí. Y luego, en la entrada del patio había una
tercera casita, también de un solo piso; ahora hay en su lugar una espaciosa entrada a
la Casa de los Niños. De esta forma cambió el nombre de la casa de los antiguos
burgraves, y allí donde en su época fue juzgada tanta gente checa tienen hoy lugar los
juegos de los niños. No creo que este cambio sea de lo más feliz. Pero aquí no vamos
a tratar de esto.
Nuestra casita de una planta era bastante espaciosa. Se entraba a ella por unos
pocos escalones situados debajo de un peral. Entre las pequeñas ventanas, sobre una
pared como de pueblo, había tres blasones de los señores burgraves, entre ellos los de
Jaroslav Bořita de Martinice y Vilém Slavata, aquellos señores que afortunadamente
cayeron sobre el estiércol en el foso del Castillo.[3] Después de aquel acontecimiento,
como es sabido, empezó una larga guerra.[4] Los grandes y ricos blasones daban
importancia a nuestra casita y los turistas y visitantes de la Daliborka miraban a
través de nuestras ventanas. En el extenso terreno de la casita había unas enormes
tinajas de agua, instaladas en prevención de los incendios. Aquel terreno estaba a
nivel un poco más alto que la Callejuela Dorada, así que los peatones nos podían
pegar patadas en el techo. Pero no tenían por qué hacerlo.
Hoy, en el antiguo emplazamiento de nuestra casita, hay un espacio empedrado,
unos bancos y unas enormes macetas decorativas. La casita fue derribada cuando
restauraban la parte este del Castillo y los blasones fueron trasladados a los muros del
edificio de los burgraves. A veces voy allí a llorar silenciosamente. Es verdad que la
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casita no era muy indicada para vivir en ella, pero era hermosa.
Yo no era el único escritor que había vivido en aquel lugar. Un poco más arriba,
en la Callejuela Dorada, había residido Franz Kafka durante algún tiempo. Luego
descubrió su habitación olvidada Štorch-Marien. Y nuestro vecino más próximo de
arriba era Jiří Mařánek, que habitaba dos piezas minúsculas. Ahora, atravesando esta
casa de varios pisos, hay una entrada directa a Daliborka.
También tuvo aquí su vivienda durante cierto tiempo el mismo emperador romano
y rey checo Carlos IV, también escritor.
Cuando volvió de Francia al trono de su padre, encontró el Castillo en un estado
tan lamentable que decidió arreglarlo y restaurarlo; y mientras tanto hizo su
residencia en la casa de los burgraves. Y fue precisamente en esa casa donde el
emperador pasó aquella noche singular y donde ocurrió la historia que cuenta en su
autobiografía. La historia es bien conocida, pero me parece oportuno recordarla en
esta ocasión.
No se trata de un cuento inventado. Como es sabido, el emperador era una
persona profundamente creyente. Por eso no era capaz de mentir. Además hay un
testigo, y es un testigo muy digno de fe; el señor Bušek de Velhartice.
En una fea noche de invierno estos dos señores regresaron a Praga desde
Křivoklát y, cansados del viaje, se dispusieron a reposar en la sala —o sea, al lado
mismo de nuestra casa—, en sus lechos de pieles. Helaba, y en la sala chisporroteaba
el fuego y creaba un ambiente acogedor. También es bien sabido que tanto el
emperador Carlos como el señor Bušek bebían vino de buen grado. Lo sabemos
incluso por el famoso romance[5] de Jan Neruda. Tan cansados estaban los señores,
que se durmieron rápidamente.
Pero su descanso no duró mucho. De repente los despertó el ruido de unos pasos
en la sala. El emperador pidió al señor Bušek, que descansaba al lado, que fuera a ver
quién andaba paseando por la sala. Sin embargo, Bušek no vio a nadie. Entonces,
encendió unas cuantas velas y las colocó sobre la mesa; bebió un sorbo de vino de un
cáliz y puso unos trozos de madera en la chimenea. Luego, se disponían a dormir de
nuevo cuando, a la luz de las velas y del fuego, vieron cómo caía uno de los cálices
sobre la mesa sin ser tocado por nadie. Y en el mismo instante advirtieron cómo el
cáliz, lanzado con gran fuerza, volaba por encima del lecho del señor Bušek hacia el
otro rincón de la sala y desde allí iba rodando otra vez a la parte delantera de la
estancia. Y no había nadie extraño en ninguna parte. Solamente se oyeron los pasos
de un desconocido e invisible visitante, que se alejaban con estruendo. Como esta vez
tampoco vieron a nadie, se persignaron y se durmieron de nuevo. Y descansaron sin
interrupción hasta la mañana siguiente. Pero, cuando se despertaron, encontraron en
medio de la sala el cáliz caído.
Hoy, cuando hasta mi querido amigo Jiří Mařánek ha fallecido, puedo revelar que
incluso en su piso en la Callejuela Dorada, donde a veces paseábamos, ocurrían
escenas similares. Pero todas eran fácilmente explicables: no se caía ningún cáliz ni
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volaba a un rincón sin que la mano que lo envió fuese bien notable. De todas
maneras, a Mařánek, aunque muy amigo de diversiones, no le gustaban escenas de
este estilo. Tenía unos hermosos muebles antiguos, herencia de su madre. No, en su
casa no había nada de misterioso ni de enigmático. Al contrario. Su ama de llaves le
cuidaba mejor que el señor Bušek.
Desde la ventana de nuestra tercera habitación se divisaba un panorama
espléndido. Muy cerca se adivinaba el techo redondo y el oscuro muro de la
Daliborka, que en su mayor parte estaba cubierta por la espesa selva de árboles y
matorrales salvajes del Foso de los Ciervos. Encima de las cimas de estos árboles
verdecía el techo del Palacete de la Reina Ana. Era una vista amorosa, plácida y
tranquila. Y en mayo, cuando abríamos la única ventana de aquella salita, ésta se
llenaba de rosas salvajes que crecían en libertad y florecían directamente delante de la
ventana. Aquello era inolvidable.
Sin embargo, vivir en aquella casa no fue demasiado agradable. En el invierno, no
lográbamos que la estufa se encendiese bien. Las entradas de aire por las chimeneas
no son muy convenientes para las estufas modernas. La casa era un barómetro
desagradable. Antes de empezar a llover, o de una tormenta, las paredes —más de
dos metros de grosor— estaban ya humedecidas. Las sábanas también se ponían
húmedas y, cuando helaba, se llenaban de escarcha. En el suelo nos crecieron
hongos… Pero en verano, se vivía allí muy a gusto. Como si estuviera hecho
expresamente para mi inclinación romántica.
Por las demás ventanas sólo se veía la pared de un pequeño patio y los techos del
palacio Lobkowicz; pero delante de ellas teníamos un viejo y frondoso castaño y, en
la acera empedrada, se advertía el lugar en donde había estado el tajo de ejecución,
del cual había caído rodando la cabeza del caballero Dalibor.
¿Podría haber algo más hermoso? Ante aquel tajo se habían arrodillado muchos
pobres y muchos canallas a lo largo de los siglos.
La casita que estaba al lado mismo del portal del patio parecía un poco más
pequeña y oscura que la nuestra, pero era seca y tenía, delante de las ventanas, un
jardincillo donde apenas resistían unas rositas; pero, en cambio, florecían allí,
generosamente, unas margaritas de tallos muy largos. En la casa vivían tres mujeres
solitarias. Una abuelita ya bastante anciana con su hija viuda, la señora T., a quien la
Junta Directiva Territorial le encargó las visitas de la Daliborka; y la nieta, una
muchacha joven y elegante, empleada en la Junta como mi mujer. La madre y la
señora mayor se turnaban en acompañar a los visitantes de la Daliborka a la torre y el
calabozo, en cuyas negras paredes, seguramente mil veces malditas, sólo se veían
unos dibujos hechos con la sangre de los prisioneros. Iban allí muchos visitantes,
sobre todo los domingos, y nos pisoteaban el jardín que estaba bajo las ventanas.
Aparte de la hierba y de unos tristes narcisos, teníamos allí un rosal único, de color
amarillo. En verano solía trepar por alrededor del blasón, hasta el lugar en que
encontraba el sol y donde creaba una flor bellísima.
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Yo tenía muchos problemas con la llave de la enorme puerta de madera de la calle
Jiřská. Una llave gigantesca. Pesaba casi un kilo. Era tan voluminosa que la llevaba
en la cartera, pero a disgusto. Algunas veces, cuando me detenía demasiado tiempo
en la ciudad, me daba cuenta de que no tenía la llave. Es verdad que al lado del portal
había una campana que servía de timbre, pero ninguna de las tres mujeres durmientes
tenía la obligación de venirme a abrir, especialmente cuando era muy tarde. Y además
el timbre era muy anticuado. Se tiraba de una manga con alambre y delante de la
ventana donde dormía la abuela se oía el fuerte tintineo de una campana de hojalata.
Siempre temía este momento. Y siempre era la abuela quien me venía a abrir.
Tenía el sueño más frágil que las otras dos. Aunque de día nos entendíamos bastante
bien, no puedo decir que de noche me recibiera con una cortesía social. Me
reprochaba el hecho de no llevar la llave, me decía que tomaba copas hasta muy tarde
y cosas por el estilo. No digo que no tuviera razón. Era ya muy viejecita y tenía
derecho a un poco de mal humor, sobre todo en el invierno, cuando había que
caminar con los pies metidos en la nieve. Eso sí: al día siguiente, yo la saludaba
respetuosamente; pero la abuela fruncía el ceño.
Como esto volvió a pasar varias veces, a mi mujer se le ocurrió una buena idea.
Las mujeres suelen tener ideas bastante a menudo, pero los hombres no somos lo
suficientemente agradecidos. Si por la noche no llegaba antes de cerrar el portal y la
llave monstruosa estaba colgada a la entrada de nuestra casa, mi mujer iba a poner la
llave debajo de la ancha puerta, allí donde el margen no llegaba hasta el suelo. Desde
la calle la llave no se veía, pero sólo bastaba con pasar la mano para cogerla. ¡Ya
estaba tranquilo!
Los resultados fueron excelentes hasta cierta noche de invierno. Al atardecer
comenzaron a volar por el cielo unos ligeros copitos de nieve que no me preocuparon
en absoluto. Pero antes de medianoche estalló una fuerte tormenta de nieve. Y como
la calle Jiřská desciende hacia la puerta de la Torre Negra y por la noche esa puerta
está cerrada y sólo permanece abierta una puertecilla lateral donde en otro tiempo
había estado la guardia, el viento barría la nieve de la calle y de los tejados hacia
nuestra pared y nuestra puerta. Cuando volví a casa a medianoche encontré un
montón de nieve de un metro de altura; y detrás de él, debajo de la puerta, estaba la
maldita llave.
En principio intenté remover la nieve con las manos, pero fue imposible. La nieve
estaba seca y se volvía a caer en el lugar de donde la sacaba. Tampoco logré apartar
la nieve con la cartera. Era demasiado blanda. Y la torre de la catedral dio la
medianoche. El címbalo del reloj sonó en el silencio colmado de nieve como cuando
en España, durante la fiesta de Pascua, caminan los monjes cubiertos de capas negras.
Con rigidez y mal agüero. Y cuando pasaron varios minutos, pisé dentro del montón
y, aguantando la respiración, tiré del cordón de la campana. La campana sonó de una
manera monstruosa. Siguieron unos momentos de perplejidad. Yo no respiraba. Al
cabo de dos o tres minutos, toqué la campana de nuevo. Esta vez, al cabo de un
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instante más bien largo, la puerta dio un crujido y en el cerrojo helado se oyó el
estruendo de la llave.
—Qué vergüenza, señor redactor —me acogió la abuela—. Estaba profundamente
dormida y me ha costado despertarme.
Y en seguida volaron detrás de mí unas cuantas frases desagradables, pero yo me
apresuré sobre la superficie cubierta de nieve hacia nuestro portal para no oír sus
palabras. La anciana señora no se tranquilizó ni en su casa, donde desapareció en
seguida. Esta vez le pedí perdón en vano. Estuvo inflexible. No le importaban mis
palabras. Ni me escuchaba.
Mi mujer dormía. En el sueño, no oyó la campana. Para disipar sus reproches y
disculpar de alguna manera mi tardanza, empecé a quejarme con vehemencia de lo
mucho que se enfadó conmigo la abuela, que había estado tan colérica como
descortés.
Mi mujer me escuchó unos instantes con los ojos desorbitados. Luego acercó una
silla para poder sentarse y rompió en sollozos desconsolados:
—¡Por Dios, qué estás diciendo! ¡Si la abuela está muerta desde ayer, tendida
sobre una tabla, en la antesala! Mira, hay velas encendidas allí.
Así era. A través de la ventanilla de encima de la puerta se entreveía una luz
amarilla intermitente. Y reinaba un silencio sepulcral.
¿Qué podía hacer? Me desnudé y me fui a dormir. Con el sueño entrante, pensé:
por algo me extrañó que en un día de entre semana llevara una chaqueta de fiesta, con
lentejuelas negras en las mangas y el cuello. Sólo se la ponía los domingos, cuando
corría a misa a la catedral de San Vito. ¡Y por eso tenía los ojos tan hundidos! ¡Y en
vez de una linterna llevaba una vela encendida!
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9. «LA BATALLA DE LIPANY» DE MAROLD POR
FIN DESTRUIDA
Una noche de febrero de 1929 hubo en Praga una fuerte nevisca. En la ciudad
cayó mucha nieve pesada y húmeda. Las ramas de los árboles se rompían y, bajo el
peso, se derrumbó también el tejado del pabellón artístico de los ingenieros y
arquitectos del área de exposiciones de entonces, donde durante años había estado
instalada la pintura panorámica de la batalla de Lipany. La obra monumental en
forma de círculo fue gravemente dañada por el tejado derrumbado y por la nieve.
¡Pero tengo que empezar por otra parte!
Karel Teige, mi principal y gran amigo, fue una persona abnegada y buena. Como
compañero fue amable, pero como artista no dejó de ser estricto y ortodoxo y supo
aplicar su voluntad de una manera autoritaria. En el grupo Devětsil decidíamos las
cosas democráticamente, pero lo que establecíamos solía ser lo que quería Teige.
Seguía su idea con obstinación y perseverancia, no perdonaba nada a nadie. El
difunto pintor y poeta Karel Vaněk dijo una vez, de paso, viendo en una revista un
dibujo de Marold, de París, que este artista no sólo sabía dibujar sino que también
sentía los colores.
El resultado fue pésimo. Teige se rió de él cruelmente. Aquello pasó en un círculo
de gente y Vaněk se puso rojo de vergüenza, pero no replicó nada.
También me acuerdo de Jiří Voskovec. Aquel hombre, guapo y joven, representó
el papel de Ríša —seguramente sólo por el sueldo— en la película sentimental El
cuento de mayo, y por esto tuvo que dejar Devětsil. Así de estricto era el grupo. Pero
yo no tuve la impresión de que Voskovec se sintiera demasiado infeliz por aquel
hecho.
Cuando el pintor soviético Malevich pintó por fin su legendario círculo negro en
un cuadrado y proclamó que aquel cuadro representaba el fin de la pintura y de todo
el arte, expresó exactamente lo que afirmaba Teige y lo que nuestro amigo de
entonces, Ilya Ehrenburg, resumió en una sola y explícita frase: «El arte nuevo dejará
de ser arte.»
Adorábamos la sonrisa de Chaplin, su bigote, su bastón y sus enormes zapatos,
pero considerábamos un empeño inútil todo el esfuerzo de los pintores, por famosos
que fuesen. Al menos fue así en cierta época, antes de que Nezval y Teige aceptaran
el surrealismo de Breton, que se aclimató rápidamente en Praga.
Cuando Teige y yo estuvimos en París, pasábamos diariamente de largo, con un
gesto de desdén, por la puerta del Louvre. ¡Sería perder el tiempo! Logré entrar allí a
escondidas una vez que Teige estaba invitado en casa del arquitecto Perret.
No obstante, cuando Marinetti sugirió al gobierno italiano que vendiera todos los
cuadros famosos de sus galerías a los americanos ricos y que, con el dinero, comprara
pinturas futuristas, Teige no se unió a su llamamiento. Entendía el arte demasiado
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bien para aceptar esta demagogia. Durante varios años escribió reseñas sobre arte en
un diario de Praga. Y lo hacía muy bien. Sin embargo, su interés estaba absorbido
completamente por el arte más moderno, que, según afirmaba, nacía en las pistas de
los circos, en las pantallas del cine, y no en los estudios de los pintores. Nacía
también en todos aquellos lugares donde aparecía algo nuevo. ¡A lo mejor por la
calle, en la luz de los anuncios de neón! Porque ¿hay algo más hermoso que una
avenida llena del fulgor de las palabras ardientes y las imágenes eléctricas bajo los
tejados? Naturalmente, bajo los tejados parisinos. Praga era entonces demasiado
pobre para estas sensaciones ópticas. Así que estuvimos buscando el nuevo arte
moderno en los bares nocturnos, con pistas de baile y los primeros sonidos de los
conjuntos de jazz, en los cafés y en los teatros de revista. En el Folies Bergères abría
los ojos desorbitadamente cuando, desde la oscuridad, surgían varias decenas de
hermosos cuerpos femeninos desnudos que comenzaban a bailar.
Es decir, que yo también estaba totalmente cautivado por el nuevo arte moderno,
que dejó de ser arte.
Y en medio de todo esto me llegó la noticia de que La batalla de Lipany de
Marold en el parque de Stromovka había sido destruida. Supe esta acción de la nieve
que causó la aniquilación de una pintura por un periódico de entonces, que la
comentaba con una charlatanería llena de entusiasmo. Prefiero no nombrar el diario.
El artículo estaba escrito con torpeza, más bien con un palo que con una pluma. Y
más bien era eso una piedra lanzada sobre un escaparate burgués que un artículo serio
sobre arte.
En primer lugar, eché las cuentas con el señor Marold. Ya no le dolía, hacía
tiempo que había muerto. Su nombre estaba ya medio olvidado. Poca gente conocía
entonces a un pintor de París que, con sus dibujos en color y su sabor mundano, había
captado al público parisino. Sus cuadros dejaron de interesar cuando cambió la moda
y ésta, como es sabido, se muda con frecuencia. En sus dibujos expresó el encanto de
las damas de su época, sus puntillas, sus sombreros y sus abanicos, y supo captar
sugestivamente el ambiente erótico de los tocadores. Sabía dibujar con maestría,
aunque en la época cubista expresábamos nuestro desprecio por esa clase de arte.
A este pintor que casi se convirtió en parisino le fue encargada la composición de
La batalla de Lipany y la parte mayor de la pintura monumental. En el artículo que
escribí después de la calamidad de la nieve, me preguntaba yo cómo había tenido
valor (él, pintor de las damas parisinas y del bajo mundo) para decidirse a pintar una
enorme tela sobre aquella trágica batalla nacional.
Después de esta introducción, criticaba también, con osadía, a los demás pintores
y coautores. El pintor Vacátko, hoy ya casi olvidado —el tema de todas sus pinturas
eran caballos—, pintaba los caballos debajo de los guerreros. Jansa era el autor de un
paisaje no demasiado expresivo de Lipany. Ya he olvidado lo que hizo en la tela
Hilser, «el colorista del estilo decorativo». Rasek ayudó a pintar y, finalmente,
Štopfer construyó un terreno real delante de la pintura que tenía que causar la
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impresión de fundirse con la superficie vertical de la obra. Así que en una tierra real,
deshecha por las ruedas, estaban esparcidas armas de verdad.
En el artículo todos recibieron su ración de mi menosprecio. Pero yo tenía ya
veintiocho años y podía haber tenido un poco más de sentido común.
El destrozo de la famosa pintura no fue lo único que hizo alborotarse a mi pluma
periodística, joven y poco experimentada. La catástrofe alarmó especialmente a la
prensa burguesa y patriótica. El diario del partido agrario no dijo ni una palabra
cuando se tuvo que derribar la base de la Galería Nacional porque ocupaba el espacio
indicado para el restaurante del parlamento. Pero después de la catástrofe de la nieve
se dirigió al pueblo con lamentos terribles. Esta fue otra de las razones de mi
indignación.
¡La obra más importante del arte checo está en peligro!, clamaban sus títulos por
todo el espacio de la primera página, alentando a una colecta nacional para la
restauración de la pintura dañada. Las elegías eran interminables y la curiosa gente de
Praga caminaba a miles por encima de los montones de nieve mojada del parque para
ver la obra. Y una tal señorita L. Mašková fue la primera que, de su escaso sueldo de
oficinista, entregó el primer billete de diez coronas. Los periodistas recogían las
contribuciones de las profundidades de la demagogia patriótica, aprovechándolo todo
astutamente para sus partidos políticos.
En fin: entonces, la pintura se salvó. Y no hace mucho tiempo que fui a ver con
mi nieta el panorama de La batalla de Lipany. Cuando subimos por los escalones de
madera a la plataforma y vimos la superficie artificialmente iluminada, recordé mi
joven y necia indignación. De ello hacía ya más de medio siglo. Recordándolo, me
eché a reír en silencio.
—¿De qué te ríes? —me preguntó la niña, un poco sorprendida.
Le acaricié la mejilla y contesté suavemente:
—De nada.
Como si esto fuera una respuesta.
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10. «BASTA DE WOLKER»
Nos sentamos a la larga mesa de la casa de los Wolker, en la plaza de Prostějov.
Delante de mí sentaron a una muchacha jovencita a quien la señora Wolkrová, la
madre de Jiří Wolker, había vestido de riguroso luto; estaba toda envuelta en crespón
negro y puntillas negras. Antes, mientras caminaba detrás del féretro, al lado del
hermano de Jiří, su cara estaba cubierta con un espeso velo; hasta que nos sentamos a
la mesa no pudimos ver los ojos llorosos del último amor de Wolker.
Sólo habían pasado unos instantes desde el entierro de Wolker. Cuando dejaron de
oírse las alocuciones fúnebres, Marie Majerová echó una ramita fresca de laurel sobre
el féretro que estaban bajando a la fosa. Helados y mudos, nos pusimos en camino de
vuelta. Se acercaba rápidamente la noche de invierno. Los campos y las llanuras
moravas estaban cubiertos de nieve.
Habíamos vuelto de la tumba y delante de nosotros se abría toda una larga vida.
En la puerta del cementerio quisimos despedirnos y tomar en seguida el tren
nocturno. Pero la señora Wolkrová no nos dejó, invitándonos a su casa, de donde
hacía una hora había salido la comitiva.
Wolker no fue el primer hombre de la literatura checa cuyo destino había sido
trágico. Cien años atrás moría el joven poeta Mácha y, después de él, Bohdan Jelínek.
Casi cada generación tiene un muerto que ha dejado su obra apenas comenzada.
Luego fue Karel Hlaváček y, después Jiří Wolker, a quien acabábamos de dejar en el
cementerio de Prostějov. Jiří Orten no tenía entonces más de cinco años. La
naturaleza que les había ofrecido tan poco tiempo de vida les dio, en cambio, una
doble fuerza creadora. En el corto plazo de su existencia dijeron más de lo que otros
dicen en muchos años. Tal vez sólo me lo parece a mí, no lo sé, pero deseémoselo.
Casi todos ellos fueron mucho más amados después de su muerte. Pero a Wolker, sus
lectores le amaban ya cuando aún vivía.
Ya no recuerdo con exactitud cuántos éramos en casa de los Wolker. Quizás doce
o quince.
Al lado de la muchacha cubierta de lágrimas estaba sentado el poeta Konstantin
Biebl, un joven de ojos dulces, amable y bello como un efebo; junto con Píša, era el
amigo más íntimo de Wolker y se dirigía galantemente a la joven novia vestida de
negro.
No era ningún secreto que muchas de las mujeres jóvenes que, durante aquellos
años, estuvieron cerca de nosotros, miraban con arrobo el rostro juvenil de Biebl. Ni
tampoco era un secreto que Biebl acogía de buen grado aquellas miradas y las
devolvía.
Es probable que Jiří Wolker hubiese encontrado a aquella muchachita en las
clases de baile de Prostějov, pero al parecer no se conocieron íntimamente hasta el
gran baile de la facultad, en enero de 1923; es decir, un año antes de su muerte. Aquel
amor queda testimoniado en el poema A la chica feliz, que compuso dos meses
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después.
Antes de cenar, el señor Wolker nos hizo pasar, a Hora y a mí, a su despacho y
trajo el libro de contabilidad, uno de aquellos libros que se veían sobre las mesas y
mostradores de los bancos y las cajas de ahorro. Era alargado y estaba encuadernado
en tela verdosa con rayas oscuras. En la cubierta habían escrito, con letra muy
cuidada: «La enfermedad de Jiří.» El señor Wolker era director de la caja de ahorros
de Prostějov. Abrió el libro, lo puso ante nosotros y nos fue explicando las sumas
anotadas que había tenido que emplear en la enfermedad de su hijo, en los médicos,
en el sanatorio de Tatranská Polianka y, luego, en las pompas fúnebres de Prostějov.
Nos alegramos mucho cuando la señora Wolkrová nos llamó para cenar y pudimos
huir del reino de las tristes cifras.
También se sentaron a la mesa unos invitados de Brno: Lev Blatný y Dalibor
Chalupa. El pobre Blatný sufría de la misma enfermedad que Wolker y murió unos
años más tarde. Estaban allí asimismo los profesores de Wolker, Kamenář y
Dokoupil, y unos cuantos compañeros de clase del instituto de Prostějov.
El nombre del profesor Dokoupil suele aparecer en el contexto por el hecho de
que Wolker fuera miembro del partido comunista y suele recalcarse su influencia
sobre el joven poeta. Pero no fue exactamente así. En este sentido, Wolker estuvo
mucho más influido por su amistad con Zdeněk Kalista, con quien compartía la
misma habitación en el barrio pragués de Smíchov, en la calle Na Celné, durante los
años de sus estudios de derecho. La señora Wolkrová negaba esta influencia, pero no
tenía razón. Fue Kalista quien llevó a aquel estudiante temperamental, pero serio,
miembro de la joven generación del partido nacional demócrata, al que también
pertenecía su padre, a la izquierda política y le introdujo en el ambiente de los
estudiantes agrupados alrededor del profesor Zdeněk Nejedlý, en la casa Kaulich de
la plaza de Carlos. De la misma manera influyó Kalista sobre la atmósfera juvenil del
primer libro de poemas de Wolker. Faltaban varios años para que Wolker conociera al
poeta Hora y a todos aquellos que se reunían con Hora, y para que comenzase a sonar
en la poesía la nota revolucionaria que luego se convirtió en la suya propia.
Yo estuve presente varias veces cuando Hora aconsejaba a Wolker que dejara de
emplear sus amaneradas conversaciones con Dios. Aquello iba dirigido también a mí,
porque yo tampoco me había podido deshacer de la terminología bíblica y religiosa y
trataba de unir el puño obrero y Lenin con las alas de los ángeles.
En medio de la cena, la señora Wolkrová, pidiendo un poco de atención, se
levantó de la mesa y se puso a hablar de una manera conmovedora de su hijo; sobre
su afecto, y que venía desde la infancia de Wolker y que no había ternura en los años
en que Jiří se hizo adulto. Él se lo confesaba todo. Le leía sus primeros intentos
literarios, y más tarde le ponía al corriente de sus primeras inclinaciones amorosas y
de los éxitos que obtenía con las muchachas de Prostějov. Todo lo que tenía algo que
ver con Jiří lo acompañaba con un afectuoso interés. Pero luego se quejó de que Jiří
llevaba en Praga una vida bohemia y tempestuosa que originó la enfermedad que lo
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mató. Y en aquel instante me miró a mí.
Y aquí no puedo dejar de hacer una observación, aunque después de tantos años
es bastante inútil: si hay algo que odio con todo mi corazón, es eso que llaman ser
bohemio. Nunca he intentado hacer una cosa así. Y ya que la señora Wolkrová,
pronunciando estas palabras, fijó los ojos en mí, me gustaría, tal vez también
inútilmente, añadir lo siguiente:
Wolker y yo fuimos una sola vez a un bar pobre y triste, el bar estaba en las
afueras del barrio de Smíchov. Se llamaba «Finale» y Wolker escribió sobre él uno de
sus poemas más flojos. Si no nos encontrábamos en casa de los Teige, donde vivió un
poco más tarde, nos veíamos casi siempre en los cafés, pero estos encuentros
tampoco eran demasiado frecuentes. De todas maneras, después de la muerte de
Wolker, no tardamos en quedar libres de toda sospecha. El hermano de Wolker murió
de la misma enfermedad y alguien me reveló que también habían muerto así el
«viejecito» y la «viejecita» (como se llamaba cariñosamente a los bisabuelos en
Moravia), que vivían en aquellos lugares y a los que Wolker visitaba a menudo.
Es decir, que más bien había sido una enfermedad hereditaria, que Wolker
contrajo antes por su vida llena de privaciones. Tenía poco dinero y se lo gastaba en
libros. Su padre era muy estricto.
Finalmente, la señora Wolkrová se dirigió también a la muchacha. Fijó los ojos en
su carita y, con una voz algo más alta, le pidió que, en memoria de Jiří y de su amor,
renunciara a todo lo mundano y entrara de monja en un monasterio.
En aquel momento noté que en la cara de Biebl aparecía una corta y furtiva
sonrisa. De lo que pensaba la novia de negro no tengo ni idea. Dicen que hoy tiene
hijos ya mayores y que ha sido feliz en su vida.
Por el camino de la estación, Kosťa Biebl me reveló que, en el momento en que la
señora Wolkrová mandaba a la chica al monasterio, su atrevida mano intentaba, bajo
el largo mantel, estrechar la rodilla de la joven.
El mismo año en que falleció Jiří Wolker, murió en París Anatole France.
No sólo París, sino toda Francia estaba llena de él. Y Francia, cuyo nombre eligió
como apellido, celebró por su gran escritor un funeral tal como él se lo merecía según
los puestos oficiales: se hicieron unas honras fúnebres estatales con toda la pompa.
Hubo una comitiva de brillantes sombreros de copa y uniformes militares. ¡Francia
sabe hacer muy bien las cosas! Sin embargo, los surrealistas franceses imprimieron
para esta ocasión unas octavillas volantes con el lema:
Il faut tuer le cadavre.
Y, enormemente serios, entregaban las octavillas a los sombreros de copa.
De esta manera se vengaron de France, por su postura contraria a su movimiento
y, también —y esto era lo más importante—, por principios: se negaban a quitarse el
sombrero y a hacer reverencias delante de la grandeza y la gloria poética oficialmente
petrificadas.
Pero ¿por qué estoy contando esto?
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Después de su muerte, la popularidad de Jiří Wolker fue creciendo. No sólo entre
los jóvenes comunistas que recibieron el patrimonio revolucionario de sus manos de
poeta; había mucha gente que se identificaba también con él. Incluso en los círculos
políticamente contrarios o enemigos. Sus versos sonaban hasta en los sitios donde
menos lo esperábamos. Esta popularidad se debía, no sólo a la propia poesía de
Wolker, muy contemporánea por sus ideas y próxima por su feliz carácter
comunicativo, sino también al final trágico y prematuro de una vida joven y
prometedora. Hasta los muertos nos aseguraban en sus anuncios funerarios que con
sus fallecimientos no cambiaría nada en el mundo: sólo temblarían unos pocos
corazones.
El editor volvía una y otra vez a publicar nuevas ediciones de los libros de Wolker
y preparaba su obra completa. Se publicaba todo. Hasta los primeros intentos
poéticos estudiantiles, los primeros poemas infantiles, el diario, todo lo que se pudo
encontrar.
En la serie de impresiones bibliófilas, como los Poemas en prosa, Klytia y Niños,
de la época estudiantil, Petr editó también los Apuntes de la enfermedad y Cartas a la
señorita K. que Wolker escribió a su último amor. El editor hizo una copia caligráfica
de las cartas, el célebre Cyril Bouda dibujó el retrato del poeta, y su madre, la señora
Wolkrová, escribió el prólogo. Del libro se publicó un solo ejemplar. Al cabo de
algún tiempo, la señora Wolkrová pidió al editor que le prestara este ejemplar
singular y retiró su prólogo de la publicación. Es verdad que antes se había enfadado
mucho con el editor, pero parece ser que ésta no fue la única razón de tan importante
medida.
En fin, toda la vida pública estaba sumergida en el culto de la poesía de Wolker y
su coyuntura seguía durando.
Seguro que habríamos deseado esta gloria a nuestro infeliz amigo si en este culto
no hubiera algo de retardatorio que nos irritaba por sí solo y que para nosotros
significaba un obstáculo en una época en la que llegábamos al principio de nuestra
propia obra, que, según deseábamos, lógicamente, no debía quedarse a la sombra de
la poesía de Wolker.
Nos identificábamos con la corriente europea de la poesía, personificada en el
nombre de Apollinaire. Pero muchos de nuestros críticos demostraban que Wolker se
había alejado de Apollinaire para conectar con la tradición checa de Erben.
La poesía inveterada de Erben nos decía muy poco por aquella época; en cambio
adorábamos a Apollinaire. Y con Nezval, pero sobre todo con Teige, inventábamos el
poetismo, poesía de la tranquilidad vital y de los momentos felices.
Pero no fuimos sólo nosotros, los más jóvenes, sino también Hora, aquel magnus
parens de la poesía de la posguerra, quien se alejó de la poesía proletaria y
revolucionaria hacia las áreas del alma para llegar a ser el poeta de sus dos o tres
libros más hermosos.
Así que, después de unas discusiones apasionadas, nos pusimos de acuerdo en
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una acción contrawolkerina e inventamos el expresivo lema de batalla «¡Basta de
Wolker!». No puedo dejar de advertir que Nezval no estaba demasiado entusiasmado
con la acción, pero al final ya no protestaba. Y como en aquel tiempo no teníamos
ninguna revista, informamos a Černík, el redactor de la revista Pásmo, del grupo
Devětsil de Brno. En el siguiente número apareció un comentario, no muy largo ni
demasiado afortunado, bajo este lema; y empezó el escándalo. Más tarde apareció,
creo que en la revista Hojas del arte y la crítica, un llamamiento de varios autores
para salir del Devětsil. Entre ellos estaba Vilém Závada. Según me acuerdo, el
contraataque que vino después, promovido por los partidarios de Wolker, se
concentró sobre Závada, incluso adjudicándole a él la autoría de aquellas dos duras
palabras. Injustamente. Las inventé yo. ¡Ya hace mucho tiempo de eso!
El culto de Wolker, naturalmente, continuó. Pero ya no nos importaba, porque,
por lo menos en nuestra imaginación, teníamos despejado el camino. Y la generación
de vanguardia, sobre la cual habla alguna gente joven de hoy como de una leyenda,
no tardó en lograr el éxito en todos los campos: en la poesía, en el arte, en la música,
en la arquitectura. Especialmente en esta última. Y también en la poesía.
Y si hace falta indicar algún nombre de generación para la historia del arte,
creedme: fue la generación de Teige.
Si en este momento habéis oído un silencioso suspiro, no hagáis caso. Soy yo
quien ha suspirado por la belleza de aquellos tiempos pasados, cuando éramos felices
y no lo sabíamos.
Ahora ya lo sabemos.
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11. EL RAMO DE FLORES DE MÁCHA[6]
Desde la calle U Ladronky donde vivo en Břevnov hasta el Jardín Rosado, en el
monte Petřín, hay un camino de campo. Antes caminaba por allí con el poeta Toman,
que vivía cerca, cuando su corazón enfermo se lo permitía. El camino estaba
irregularmente bordeado por matas de rosas silvestres. A Toman le gustaban mucho.
A finales de mayo, cuando estaban en flor, ofrecían una vista muy hermosa. También
le gustaba a Toman contemplar el paisaje por encima del humo del barrio de
Smíchov, hacia Zbraslav y Ládví, donde acababa el horizonte.
Una noche de invierno, antes de las fiestas navideñas, Praga fue invadida por una
tormenta de nieve. Al cabo de un instante, la tempestad pasó, pero durante unas horas
siguió cayendo una espesa nieve. La gente, que dormía, no se enteró de nada. Cuando
por la mañana abrieron el portal de sus casas, encontraron delante un metro de nieve.
Al lado de nuestra puerta hay como una especie de olivo. Florece a finales de la
primavera y el olor de sus florecitas amarillas es uno de los perfumes más hermosos
de la estación. Una vez visité al profesor Henner. En su despacho tenía un florero
grande con ramas floridas de ese árbol. La fragancia era tan espesa y embriagadora
que, por un momento, tuvo que abrir todas las ventanas.
El árbol suelta sus hojas secas en el invierno, así que las ramas llenas de hojas
tienen que aguantar a menudo una gran cantidad de nieve. Después de aquella
tormenta, una de las ramas más grandes se quebró bajo el peso de la nieve húmeda.
La mitad del árbol quedó destruida y el espectáculo era deplorable.
Los coches que aquella noche estaban aparcados en la calle quedaron enterrados
hasta las ventanillas y los trozos de hielo y de nieve caían de los tejados y arrastraban
los canalones que luego colgaban de los tejados como trapos.
Aquella mañana, al apartar la mayor parte de nieve para poder pasar por la acera,
y cuando en el triste cielo de diciembre apareció un sol frío y turbio, no pude resistir
más y salí a dar un paseo invernal. El monte Petřín no está lejos. Me puse las pesadas
botas de invierno que, por otra parte, despiertan ganas de caminar con su forro sedoso
y abrigado, y salí a la nieve. ¿Cómo iba a perderme un espectáculo así? Caminé en
silencio por el camino de Ladronka a Petřín. Las únicas huellas que vi eran las de un
camión que, sin embargo, se desvió hacia Smíchov. Entonces llegué hasta la blancura
virgen de la sábana de nieve que había detrás del estadio. No quería estropear aquella
belleza con mis huellas, pero el anhelo de encontrar la ciudad, aún sorprendida por la
sábana blanca, me empujó a pisar su blancor inmaculado.
Tenía ganas de hacer el amor con Praga; sólo con los ojos, de la misma manera
que cuando miramos a una mujer, enamorados, desde el cabello hasta los pies. En
aquel caso, desde el Castillo hasta el campanario de San Procopio de Žižkov,
difuminado en la niebla blanca. Y un poco bárbaramente, comencé a pisar la nieve.
Algunas veces no pude resistir la tentación y me volví. No había nadie: sólo las
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dos profundas rayas de mis bastones enmarcaban las huellas de mis pies. Estaba
completamente solo en el jardín. Era un día laborable.
Hace mucho tiempo que no he visto Praga tan cubierta de nieve. La nieve cubría
todos los tejados, y el color verde de las cúpulas resaltaba vivamente sobre el blanco,
y los colores suaves de las paredes sobresalían con más plasticidad entre el brillo de
la nieve.
Fue un momento festivo de verdad. Alguna vez, y quizás precisamente en estos
sitios, había escuchado por la noche todas las campanas. Parecía que su estruendo,
con el repique de las campanillas pequeñas, intentaba levantar el peso de la ciudad de
su hoyo de siempre.
Esta vez el momento fue extremadamente festivo. Quizás las campanas repicaban
también. Pero los badajos que tocaban en ellas estaban hechos de tiernos copos de
algodón. Fue sublime, embriagador y excitante.
Llegué cojeando a través de la nieve hasta el monumento a Mácha. Estaba
cubierto de nieve. Con sorpresa fijé los ojos en el ramo de flores que, como sabéis,
contempla el poeta. Aquel día el ramo estaba hecho de rosas blancas y la estatua
estaba cubierta con un velo blanco.
Un ramo irreal para una boda que no se llevó a cabo. Sí, seguramente uno
parecido tenía que haber llevado Mácha a su novia Lori a la iglesia de San Esteban.
Pero, con el día de la boda ya fijado, se llevaban al poeta a su tumba en el cementerio
de Litoměřice.
Muchas veces han negado y rechazado esta imagen del poeta, tal como la creó el
escultor Myslbek para este monumento.
Max Brod afirmó en cierta ocasión que el río Moldava fluye en si mayor —
porque Smetana lo quiso así—. Entonces, ¿por qué no tendríamos que aceptar el
hermoso rostro del poeta en su monumento de Petřín? Myslbek lo quería así.
Un hombre joven y hermoso, en la entrada de este singular parque de Praga, da la
bienvenida a todos aquellos que llegan con amor en el corazón. Petřín pertenece a
Mácha y a los enamorados. ¡Para siempre!
Cuando en abril y en mayo la primavera barre las flores polícromas de los
jardines y cuando el viento extiende el perfume de jazmín hasta lo que fue antaño el
convento de las ursulinas de la avenida Národní, los enamorados están esperando que
la noche cubra el cielo con sus viejas cortinas de oscuridad y estrellas, y comienzan a
buscar un banco para sentarse, acurrucados muy cerca el uno del otro. ¿Y quién no
les desearía aquel feliz momento de soledad?
No todos los bancos son igualmente cómodos. Algunos están situados en la
pendiente y sentarse en ellos resulta bastante molesto. Y casi todos están a merced de
los ojos curiosos de los que pasan de largo. En cambio, dicen que aquí canta el
ruiseñor para acompañar los besos. Lo escribió Neruda. Pero yo no lo he oído nunca.
¡Los bancos de Petřín! Me gustaría acariciarlos con mimo. Estuve sentado en
ellos muchas veces. Y tenía la sensación de estar escondido entre las rosas y de que
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nadie veía mi felicidad. En ellos susurré mis primeros versos.
Hoy todo ha cambiado. El amor ya no es tan tímido ni tan temeroso. Ahora se
resiste menos, no se tiene paciencia. Nos tenemos que conformar con eso. No quiero
que alguien piense que entono odas a los tiempos pasados, pero he de decir de todas
maneras que, en mi tiempo, lo que hay de bello en el amor era todavía un poco más
hermoso.
Pero no lo puedo asegurar y no pondría la mano sobre el fuego.
Hoy todo está silencioso y vacío. No se oye ni un pájaro. Ni tampoco hay parejas
de enamorados. ¡Ahora! De repente ha caído ante mis pies un poco de nieve y en
seguida se ha oído un piar leve y tímido. También he encontrado a una pareja.
Caminaban muy juntos, sin decirse nada, arropados en el velo de su respiración. Al
cabo de un momento desaparecieron en el vasto silencio blanco.
En la atmósfera vaporosa del café en la plaza Malostranské, donde el humo de los
cigarrillos y el olor de los abrigos húmedos se mezcla con el perfume de café, los vi
otra vez. Seguramente eran los mismos de Petřín. Los reconocí muy bien. Llegaron
muertos de frío y se calentaban las manos con el aliento. El frío se les metía debajo
de las uñas.
¿Acaso es posible abrazarse con guantes?
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12. ESCALOPAS A LA VIENESA
En el comienzo de los años veinte, cuando ya me había despedido para siempre
de la idea de que, como estudiante externo, llegaría a acabar el bachillerato —por
cierto que todavía me acosa la pesadilla de que aún me espera el horrible examen—,
S. K. Neumann me preguntó, con un tono amistoso en el que no dejé de notar un
poco de severidad, cómo imaginaba mi futura existencia. Esta pregunta me
sorprendió un poco, viniendo de Neumann, pero no tanto como para desconcertarme.
Escribiré poesía.
Neumann sonrió, me echó un brazo sobre los hombros y nos fuimos a tomar una
cerveza. Al cabo de una semana, me encontró un empleo en una editorial comunista
de Praga. Era un puesto de redactor; lo estaban buscando. No había mucho trabajo, ni
tampoco era difícil. Tenía que preparar los manuscritos para la imprenta y conseguir
o corregir yo mismo las pruebas de galeradas de los libros y otras publicaciones en
preparación. El sueldo no era demasiado alto, pero esto pasaba en todas las empresas
comunistas de la época. Sin embargo, no sabía qué hacer con mi primera paga. Nunca
había tenido tanto dinero en las manos. Los de casa se pusieron muy contentos.
La editorial y librería comunista estaba situada en la calle Na Perštýně, en un
antiguo almacén. En aquel edificio, cuyo patio daba a la calle Ulhelný, estaba el
popular cine América, especializado en películas de aventuras. František Tichý
pintaba unos grandes carteles de color para ellos; los colocaban al lado de la entrada.
La editorial consistía en una única sala larga, con ventanas grandes que daban a un
patio bastante feo. Estaba dividida en tres secciones por unas paredes de madera. En
la primera, estaba la expedición; en la segunda, una oficina con unas seis mesas, y en
la tercera, un almacén de libros, donde se hallaba también la mesa del jefe. No era
precisamente muy lujoso. Cuando venían a verme a mi escritorio varias personas,
cosa que ocurría con frecuencia, los demás no podían trabajar. Me visitaban los
amigos del grupo Devětsil para tratar de ponernos de acuerdo sobre nuestros asuntos.
Cuando aparecía Nezval, con su temperamento, divertía a toda la sala. A veces venía
Hora y, con regularidad y a menudo, llegaba Neumann.
Al lado de la editorial había una habitación oscura con una ventana que daba a un
patio de luces poco iluminado; ahí teníamos el almacén, con montones de cajas llenas
de polvo y repletas de postales imposibles de vender. Los compañeros de trabajo que
estaban empleados allí desde el principio afirmaban que había alrededor de un millón
de ellas.
El antiguo inquilino había puesto como condición para marcharse que la editorial
comprase también su almacén de postales. No quedó otro remedio. En aquellos
tiempos, había una terrible falta de locales en los lugares del centro de Praga.
Empecé a trabajar precisamente en aquellos días, cuando el jefe se rompía la
cabeza para decidir qué iba a hacer con aquellas postales. Eran malísimas y se tenían
que haber tirado. Pero ya que el jefe pensaba en cada corona dos o tres veces antes de
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gastarla, no quería deshacerse tan fácilmente de ellas. Por aquel entonces, no había
mucho dinero y las coronas de los obreros tenían que ser respetadas. Así que el jefe
dio orden de que intentásemos vender al menos una parte de ellas. Según él, no eran
peores que las que se vendían en las tiendas y en los mercados de los pueblos.
No, no creo que hubiese un millón de ellas, pero sí unos cuantos cientos de miles.
Las cajas estaban amontonadas unas sobre otras y eran innumerables.
Ya que trabajo editorial había en realidad muy poco, me encargaron a mí de la
tarea propagandística: mandar diariamente a la redacción del diario comunista Rudé
právo un anuncio publicitario conveniente y unas cuantas noticias. Y al mismo
tiempo me tuve que encargar también de las malditas postales.
La verdad es que lo hice sin gran entusiasmo. Sobre todo en la prensa provincial.
En Rudé právo no podían permitirme volar muy alto.
No tenía ni el más mínimo espíritu comercial; pero, en cambio, no me faltaba
imaginación, y empecé a inventar nuevas fórmulas para convencer a los lectores de la
belleza de las postales.
En principio, examinamos parcialmente las postales y apartamos todas aquellas
con temas de borrachos que vuelven tarde a casa. Eran repugnantes. Igual que las
imágenes de las esposas esperando a estos hombres con un rodillo en la mano. Había
unas cuantas cajas de cosas de este estilo.
No obstante, hacía pocos años que las postales como éstas estaban muy de moda.
En la calle Hybernská había una tienda de ellas, y todo el escaparate estaba lleno de
productos así. De niño me pasé largos ratos leyendo versitos tontos en esa clase de
imágenes.
Luego nos detuvimos en los retratos de mujeres desnudas. Los colores eran
provocadores y de muy mal gusto. Los salvó el jefe, que afirmó que hasta los
camaradas mirarían con placer la belleza femenina. Y esto fue un argumento. Pero
cuando escribí un anuncio con el título «La vista de las bellezas desnudas complace a
los ojos y al corazón», la redacción del periódico se negó a publicarlo.
Lo que más abundaba era toda clase de paisajes. Con icebergs y sin ellos, con
ciervos, con pastores y ovejas en lugares indefinidos. El arte ya era de por sí malo,
pero lo más triste era la manera repelente de ser reproducido, en que los colores no
correspondían a las formas. En la oficina las utilizábamos para escribir listas de
suscriptores.
Pero la gran mayoría de las postales estaban bajo el signo del amor. Chicas tristes
y abandonadas esperando en vano al amante, y parejas de enamorados en un dulce
abrazo. Algunas llevaban versos de las Canciones nocturnas de Jan Neruda. Una gran
parte de ellas eran amantes con túnicas romanas, sentadas o apoyadas sobre columnas
jónicas. Estas dos clases resultaron ser los bienes más vendidos.
En algunas cajas había un abecedario amoroso: grandes letras adornadas con
puñados de flores y de cupidos que utilizaban las letras como instrumentos de
gimnasio. Estas postales se las mandaban los jóvenes hasta que completaban sus
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nombres de pila.
A veces las adquirían también los comerciantes de las ferias, que compraban
mucho, eso sí, pero escogiendo con mucho cuidado. Compraban casi gratis. Sin
embargo, los montones de postales no bajaban, aunque yo veía que mi promoción tan
poco especializada daba sus resultados.
Una vez vino a la editorial una muchacha bastante bonita y preguntó si le
podíamos vender una postal con la letra B. Probablemente se llamaba Boženka y le
faltaba esa letra para tener el nombre entero. Me la enviaron maliciosamente a mí.
Como durante toda mi vida he intentado no negar nada a las mujeres, estuve
buscando durante una hora en las cajas llenas de polvo hasta que encontré la letra.
Cuando me preguntó el precio, le dije que quería un beso a cambio. No me lo dio y
yo le di la postal gratis. Cuando se hubo marchado, fui a acabar la reseña sobre un
libro de Karel Gorovský: El amor libre y el comunismo.
Al final conseguimos tirar el contenido de las cajas. Siento mucho no haberme
quedado unas cuantas como recuerdo. Hoy serían una rareza. Mandé varias al escritor
Jaromír John. Entre ellas había paisajes impresos y sembrados con trocitos de cristal
coloreado. Tenían un aspecto impresionante. John se puso contentísimo.
Coleccionaba curiosidades, objetos de mal gusto y cosas kitsch.
Después de este éxito, más bien relativo, empecé a dedicar mi tiempo a un trabajo
más digno, con libros cuyo número iba aumentando. Publicamos entonces bastantes
nombres sonoros: France, Nexø, Hugo, Ehrenburg, London y otros. Las novelas
salían en una especie de cuadernos semanales y se vendían bastante bien.
Conseguí recomendar también una buena selección de poemas de Heinrich Heine,
traducidos por Zdeněk Kalista, y los primeros cuentos de Karoslav Hůlka, cuyo
destino fue parecido al de Wolker. Sólo que después de su muerte ya no fue tan
brillante. Y también publicamos una colección de poemas de A. M. Píša: Pozdravy.
Cuando vimos la necesidad de una antología de poesía revolucionaria, preparé una,
con S. K. Neumann, titulada Tardes comunistas. Neumann me trajo un poema de
Richepin que me gustó y cuyo ritmo dado por el poeta Vrchlický todavía resuena en
mi cerebro:
Filisteos,
tenderos,
mientras acariciáis a vuestras mujeres
pensando
en los hijos
que vuestros groseros apetitos
engendran,
imagináis
que serán
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notarios,
de gran papada
y rotundo vientre.
Pero para castigaros bien,
veréis llegar un día
a este mundo
unos hijos no deseados
que se convertirán en melenudos
poetas.
Aquella selección de poemas tuvo éxito. Cuando la vi hace poco en una librería
de viejo, me extrañó su pobreza exterior.
Neumann venía a menudo a la editorial. A veces le pedía al jefe que me diera
permiso para salir y nos íbamos a tomar unas copitas de vino. Bebiendo, hacíamos
proyectos o dirigíamos la revista Reflektor: Neumann llevaba en la cartera toda la
redacción. En una de estas reuniones, me preguntó cuántos poemas había escrito
hasta entonces. Que lo mirara en casa. Aquella misma noche ordené todos mis
manuscritos y al día siguiente se los llevé.
Neumann me ordenó los manuscritos de una manera diferente, expresó que estaba
de acuerdo con el titulo y me recomendó que me los hiciera pasar a máquina y que
diera una copia a la editorial y otra a Teige; él seguramente me dibujaría la portada y
el frontispicio. Teige lo grabó en unos pocos días y el escritor Vančura me escribió un
prólogo corto pero expresivo: «Un poema no es una aparición, sino una obra difícil
como el trabajo de un obrero. La revolución se está infiltrando en el mundo,
comienzan nuevas reglas de creación nueva…», etc. Hasta hoy se suele citar este
prólogo en relación con Vančura, cuyo nombre hoy en día no se pronuncia
frecuentemente. Al cabo de un mes encontré sobre mi escritorio las pruebas de
imprenta: escribí en ellas una dedicatoria a Neumann y un mes después el libro estaba
hecho.
Trajeron los ejemplares en una gran caja y, cuando el empleado se puso a abrir la
tapa, estaba excitadísimo.
El primer ejemplar se lo dediqué a mi futura mujer, el segundo a Neumann y el
tercero me lo metí en el bolsillo. Vi a Neumann al día siguiente. Hojeó rápidamente el
libro y cuando leyó la dedicatoria, para mi sorpresa, me miró con un gesto de
reproche. Guardó el libro en la cartera y me dijo:
—Recuerde que un poema no es ningún acontecimiento y el primer libro, como la
primera golondrina, todavía no hace un poeta.
Y me invitó a comer.
Fuimos a Choděra, en la avenida Národní. ¡Qué aroma más tentador se percibía!
Neumann pidió escalopas a la vienesa y una botella de vino blanco Ludmila. Cuando
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trajeron las escalopas, doradas, resplandecientes, en una bandeja de plata, comentó:
—¡Así debe ser! Cuando las traen a la mesa deben estar todavía cubiertas de
mantequilla hirviendo.
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13. LA CESTA DE REGALO
Bohumil Novák ya estaba preparando una antología de obras manuscritas para
cuando Palivec cumpliera noventa años —de esta manera queríamos estrechar la
mano al más viejo poeta checo— cuando nos sorprendió la súbita noticia de su
muerte trágica.
El jueves 30 de enero de 1975, un poco después de mediodía, Josef Palivec salía
del restaurante Savarin en la avenida Na Příkopech y cruzaba la calle hacia Dětský
dům. No oía muy bien y, además, seguramente iba ensimismado; no se dio cuenta del
estruendo del tranvía que se acercaba, y cruzó la vía. El tranvía le derribó al suelo. La
ambulancia que por casualidad pasaba por allí en aquel momento se llevó en seguida
al herido, pero éste ya no salió del estado inconsciente y murió por la tarde, al cabo
de unas tres horas.
Al llegar a este punto debo citar unas cuantas palabras de la corta, pero hermosa,
necrología que Josef Heyduk, amigo del difunto, escribió en el diario Lidová
demokracie:
Este hijo de un cochero señorial poseía algo de un aristócrata, si entendemos por
esta palabra dignidad unida con amor a los más humildes, comprensión para
cualquier persona que se le presentase en una hora de tristeza, compasión con todo lo
que vive, sufre y muere.
Sí, así fue el poeta Josef Palivec tal como lo conocimos durante cuarenta años.
Cierta vez, hace ya muchos años, un poco antes de las fiestas navideñas, dos hombres
aparecieron en la puerta del piso del barrio de Bubeneč para entregarnos una gran
cesta de regalo. Era realmente de un tamaño enorme y su variedad no le iba a la zaga.
Se necesitaban dos para llevarla. La colocaron en el recibidor, nos hicieron firmar el
recibo y, al preguntarles quién la enviaba, afirmaron que no tenían la menor idea.
Estábamos convencidos de que se trataba de una equivocación. No encontramos en la
cesta ninguna tarjeta de visita. ¿Quién nos podría mandar una cesta así? Y no nos
atrevimos ni a tocarla. Con respeto y vacilación empezamos a examinar su inagotable
contenido. Por encima reinaba el color dorado de un jamón sólo parcialmente oculto
en una brillante cresta de papel de plata, con una ramita de abeto clavada en el centro.
Hacia el jamón se elevaban los largos cuellos de unas botellas de vino francés y del
Rhin, y entre ellas dos de champán. Una lata de caviar servía de pedestal a una gran
bola de mortadela que se apoyaba por un lado en una confitura plateada de picantones
franceses en su salsa. En nuestro país no se fabricaba nada así. En los lados de la
cesta estaban bien ordenados diversos quesos y, sobre ellos, envueltos en un papel de
plástico, nos contemplaban alegremente los ojos grasientos de un gran corte de
emmental. Hacía tiempo que alguien me había ofrecido un trocito de drops inglés; no
pude olvidar su sabor durante mucho tiempo. Y aquí había un bote de un kilo de
drops inglés. Los chocolates suizos estaban desplegados en abanico como cartas en la
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mano y todos los huecos vacíos estaban ocupados con latas de sardinas, naranjas y
manzanas tirolesas. Y todo este rico montón de formas, olores y gustos estaba
cruzado como con una espada por una larga y delgada longaniza húngara, adornada
de puntillas de moho y una pequeña chapa metálica. Pero seguramente he olvidado
muchas cosas aún. Hace ya muchos años de esto. Para un hogar modesto era un
regalo casi regio.
Le confesé esto a Halas y él me tranquilizó. No se trataba de una equivocación.
—Seguramente ha sido Josef Palivec, que acaba de volver de París y tiene una
costumbre extraña y poco corriente: le gusta hacer regalos. Probablemente se lo
pueda permitir y le satisface. Está traduciendo poesía checa al francés. Hay también
unos poemas tuyos y te ha mandado eso como recompensa.
Después de esta explicación, deshicimos la cesta. Entre las botellas de vino
encontré un Château-Mont-Bazillac. Al probarlo pensé que era el mejor vino de todos
los buenos vinos. Sin embargo, no tenía derecho a proclamar una cosa así. Debería
haber dicho que era el mejor vino que había probado.
¡Pero creedme, era un vino delicioso!
Al cabo de poco tiempo conocí a Palivec personalmente en casa de los Halas. ¡Pobre
Buňka Halasová! Tenía mucho trabajo y preocupaciones con los invitados, pero era
amable y atractiva. Su marido le solía decir: ¡Sé agradable y calla! Y ella no se
quejaba nunca de los invitados.
Palivec era un hombre relativamente alto y muy guapo. Le debía de favorecer
mucho el sombrero de copa diplomático. Siempre iba bien vestido y «totalmente
iluminado por la cultura francesa». Tenía casi veinte años más que nosotros. En su
juventud fue durante algún tiempo secretario de Jaroslav Vrchlický. Entendía de
poesía como pocas personas.
Tenía dos grandes amores: la lengua materna y la poesía. Nos veíamos en los años
en que estaba traduciendo a Valéry. El crítico Šalda proclamó que aquella traducción
era perfecta y que estaba, desde todos los puntos de vista, al nivel del original. Nezval
dijo algo muy acertado sobre Palivec: Escribía tan buena poesía en checo cuando
traducía a Valéry como en francés cuando traducía a los poetas checos.
En la época en que nos conocimos no hablaba nunca de su poesía. Estaba tan
introducido en el secreto de ésta, la conocía tan bien y la entendía tanto que al final
no tuvo otro camino que ponerse a escribir él mismo. No sé si ya había hecho algunos
poemas antes de insistir nosotros en que tenía que escribir o si se dio por vencido
bajo nuestra insistencia, pero el hecho es que un día nos trajo varios manuscritos
suyos que más tarde incluyó en el Anillo de sellar. Estaba entre ellos, si no recuerdo
mal, el ciclo cósmico Estrellas. Lo leímos fascinados. En su poesía había algo que la
aproximaba incluso a Halas. Amasaba las palabras y creaba otras nuevas, a primera
vista sorprendentes y divertidamente monstruosas. Era muy interesante hablar con él
del lenguaje poético.
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A finales de los años sesenta publicó Miada Fronta una antología de su obra y me
pidieron que escribiera unas palabras como prólogo.
Estuve reflexionando sobre la poesía de Palivec y, cuando tomé la pluma, me
vinieron inesperadamente a la memoria dos versos del poema con que Jaroslav
Hilbert dedicaba uno de sus libros a Vrchlický:
Sin el gesto altivo del último verso y en un aspecto diferente, esto se podía aplicar
a toda la poesía de Palivec. En toda mi vida he estado siempre muy lejos de la
exclusividad poética. Seguramente hasta Hilbert se ponía contento cuando el teatro se
llenaba para ver una obra suya. Pero Palivec era algo especial. No pondré énfasis en
el hecho evidente de que cada poeta busca a sus lectores. En su interés, confortante o
inamistoso, su poesía resuena y vive. La poesía de Palivec no necesita tiradas de diez
mil ejemplares. Es excepcional, si puedo usar esta palabra, en cuanto a su nobleza y a
su calidad.
Los poetas —al menos en la mayoría de los casos— suelen tener una capacidad
más intensa para reconocer y apreciar esta clase de poesía. El juego de Palivec es
magistral y los ojos apenas lo pueden seguir. ¡Pero sí! Reconocen su profunda
experiencia poética, que tiene muy poco en común con la habilidad y el virtuosismo
del oficio.
Releí sus versos una y otra vez y, para mi sorpresa, me di cuenta de que su
complicada y refinada belleza estaba inyectada hasta en las sencillas rosas silvestres;
es decir, que había crecido de esta tierra. ¡Y yo que me preguntaba por qué era tan
sincera, tan fresca y tan checa!
La poesía de Palivec tenía su origen en lo que domina la misteriosa vida, y en el
movimiento de las palabras humanas, en su magnetismo asociativo, en su melodía y
en su brillo.
Recuerdo que hace poco llegó Palivec y en sus ojos le chispeaba la alegría.
¡Estaba contento! A la antología de traducciones de Valéry había añadido un poema
más y durante mucho tiempo había estado luchando con un verso, hasta que
consiguió encontrar dos palabras, exactas, pero al mismo tiempo melódicas y
sedosas, que no sólo se unen en cuanto al sentido, sino también sonoramente. Valéry
habla de una mujer desnuda y el poeta traduce:
vábivost záhybů (el encanto de las curvas).
Es perfecto. ¡Qué hermosa es la lengua checa! ¡Y qué amorosa!
Palivec negó que hubiera estado buscando las palabras y que inventara la sintaxis.
Las palabras son vivas, traídas por su propia belleza, su propio ritmo. No hay ninguna
duda, de que, para todos nosotros, fue muy útil hablar con él de poesía y del lenguaje
poético. Sabía mucho, más de lo que cabía en sus propios versos.
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Dentro de un año habría cumplido noventa años. ¿Cuál de nuestros poetas lo ha
logrado? ¿Y quién lo logrará? Pensando en una edad tan avanzada se impone el
recuerdo de otro poeta que influyó profundamente en el desarrollo de nuestra poesía y
que, por desgracia, murió muy joven. Pero los números dicen muy poco, si es que
dicen algo. Hay otras relaciones más íntimas que conducen desde la poesía de Palivec
hasta la de Mácha, el autor del poema Mayo. Está claro que estas relaciones son
imperceptibles a simple vista. Es como si bajo la tierra crecieran unos finos hilos de
raíces de flores que unieran el Mayo con los versos de Palivec. No obstante, estas
raíces son fuertes y de evolución natural.
El primero lanzó el lenguaje poético a unas decenas de años más adelante,
mientras que el otro alargó la mano, cien años atrás, para buscar la antigua belleza de
este lenguaje.
En la segunda mitad de su vida, Palivec se encariñó con varios poetas mucho más
jóvenes que él. Quería a Hora, admiraba a Holan, pero humanamente y poéticamente
se sentía más cerca de František Halas, que además vivía bastante cerca; los dos
poetas se veían muy a menudo.
Cuando fue detenido por la Gestapo y durante el interrogatorio le enseñaron unos
poemas contra Hitler escritos por Halas para que confirmase lo que se había
averiguado de la autoría de Halas, Palivec negó que los hubiera escrito Halas. Y a la
pregunta de quién era entonces su autor, respondió que él mismo. De esta forma salvó
a Halas de ser detenido. Por cierto, aquellos poemas no eran precisamente de los
mejores suyos. Sonriendo, Palivec comentó luego que esto era lo único que le
apenaba. De esta manera, con su valentía y su amistad fiel, intervino en la vida de un
amigo ya enfermo.
Cuando Halas publicó su célebre Mujeres ancianas, sobre la cual escribió Šalda
que era «una pieza de virtuosismo de Paganini tocada en una sola cuerda…, si no
tuvieran aquel sentido de la humanidad y su tragedia», al margen de este poema contó
frívolamente sus aventuras en Ginebra con mujeres jóvenes.
Después de la independencia en 1918, Palivec fue nombrado director de la
agencia de prensa checoslovaca en la ONU de Ginebra. La joven república heredó del
viejo Imperio austro-húngaro un inmenso edificio en el cual instalaron las oficinas y
la gran vivienda de Palivec.
Era durante los animados tiempos de la primera coyuntura de la posguerra y,
después de cuatro años pesados de la Primera Guerra Mundial, el mundo vivía el
ambiente de paz con alegría y despreocupación.
Parecía una invasión amistosa: un día a Palivec le visitó un diplomático
occidental y sin andar con rodeos le pidió que le dejara su piso por una tarde. Era un
buen amigo y no hablaba sólo por sí mismo. Era imposible negarle aquel favor.
Al cabo de unos días, Palivec vio cómo se acercaban al edificio una serie de
coches y cómo, ante su sorpresa, bajaban de ellos unas guapas muchachas; el
diplomático las había seleccionado cuidadosamente en las salas de fiestas y los bares
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nocturnos de la bella ciudad del lago azul, tan bien conocida por las envolturas de los
chocolates. Las sonrientes señoritas se acomodaron en las habitaciones de Palivec.
No fue difícil convencerlas luego de que se vistiesen con los pijamas de Palivec.
Había exactamente una docena de pijamas. El espectáculo de las chicas con pijamas
de caballero que les quedaban demasiado grandes era bastante grotesco. Por fortuna,
aquel espectáculo no duró mucho tiempo. Al cabo de un momento empezaron a llegar
los señores de otras embajadas que asistían a las reuniones de las Naciones Unidas. Y
todo quedó absolutamente claro cuando saltó el corcho de la primera botella de
champán.
¡Se trataba de un concurso de belleza! Decidieron elegir la reina y las princesas
sin prisas, detallada y estrictamente. Consideraban no sólo la belleza del rostro, sino
también la del pecho, los brazos, las piernas y los muslos. Observaban «el todo de las
mujeres jóvenes», según dice el poeta sobre las diferentes partes de los cuerpos
femeninos.
Palivec no estaba demasiado contento con esa empresa. Su propio jefe, el
ministro del exterior, a pesar de todos los miramientos políticos, probablemente no
habría estado de acuerdo con un hecho de esta clase. Ginebra, la ciudad de Calvino,
es puritana a la manera de los protestantes. Y por eso los invitados de Palivec no
habían querido arriesgarse por su cuenta. Por otra parte, una pequeña república nueva
de la Europa central saltaba menos a la vista. Por suerte, todo acabó bien. El hombre
que lo organizó todo, recogió en un sombrero de copa una cantidad increíble de
billetes para las señoritas. Estas, muy satisfechas con el éxito y con la recompensa, se
despidieron y no hablaron más de ello.
Halas escuchó atentamente la narración y al cabo de un instante se sentó y
rápidamente escribió una versión contraria de las Mujeres ancianas. Sus Mujeres
jóvenes no fueron seleccionadas para una antología de poesía de Halas después de su
muerte, pero se publicaron. Y varias veces. En Praga y en Frenštát pod Radhoštěm,
donde Halas solía veranear:
Luego copió los versos con cuidado y František Bidlo los ilustró con unos dibujos
en color que se caracterizaban por una línea poco realista, pero graciosa… El poema
se lo dedicaron a Palivec, infatigable y entusiasta coleccionista de libros,
manuscritos, dibujos, encuadernaciones de diversos textos y de correspondencia.
Aceptó con agrado el manuscrito como regalo por sus cincuenta años.
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Antes de la Segunda Guerra Mundial se estaba muy bien en nuestro país, sólo con
nosotros y entre nosotros. Es porque éramos jóvenes. Es agradable recordarlo.
Lástima que en estos recuerdos de hoy suene con espanto la sirena de una ambulancia
que se lleva al poeta gravemente herido que había vivido tantos momentos junto a
nosotros para acabar tan súbita y trágicamente su larga, interesante y rica vida.
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14. EL LIBRO DE MEMORIAS
En la calle Křemencova, en el barrio pragués de Nové Město, a unos pasos del
instituto en el que se han de buscar los orígenes del grupo Devětsil, junto al edificio
histórico de la cervecería U Fleků en cuya entrada está colgado un gran reloj
luminoso, hay una puerta pequeña, apenas perceptible. A esta puerta sólo le falta una
campanilla como aquellas de los comercios de antes. Porque detrás de la puerta hubo,
en efecto, un mostrador. Sin embargo, a través de la tienda sólo se pasaba a otra sala,
parecida a una oficina; ahí, junto a un antiguo escritorio, se hallaba una mesa para los
invitados, con sillas a su alrededor.
Cualquiera que lo deseaba, encontraba siempre en aquella sala a Jan
Goldhammer, a quien todo el mundo llamaba Goldi.
Ese nombre pertenecía a un joven, hoy casi legendario propietario de unas cavas
de vino en aquella casa.
¡Devětsil! Y para poder susurrar otra vez esta palabra agradable y encantada de
nuestra juventud de hace tiempo, diré todavía que el edificio en que estaban aquellas
salas, lo heredó Vladimír Šulc, uno de los primeros miembros de Devětsil.
A Goldi le visitaba gente todo el día. Conversaban, hacían su negocio, se tomaban
una copita de vino y se iban. Pero casi cada noche se reunía allí una pequeña
compañía de personas que se conocían íntimamente y que tenían cosas que decirse las
unas a las otras. En su tiempo, iba allí el escritor Eduard Bass con su acompañante
Ladislav Khás. Miraba el mundo por debajo de sus gafitas, que parecían ser
demasiado pequeñas para su cara llena. No obstante, su mirada inteligente y sonriente
expresaba bienestar y amistad. A menudo acudía también allí V. V. Štech.
Si menciono a éstos, no puedo dejar de nombrar a los demás. Antes que a nadie al
invitado fiel, el profesor Josef Cibulka y también a Václav Talich. Eran cuatro
nombres notables en la vida cultural checa y los demás venían con mucho gusto para
estar con ellos. Ladislav Khás conoció ahí a su futura mujer, la competidora en
carreras de automóviles Eliška Junková. Algunas veces aparecían los poetas Nezval y
Holan; de los prosistas, Jan Drda solía ser un invitado frecuente. De los pintores solía
venir el agradablemente pulido Muzika, el charlatán Bauch y el travieso František
Tichý. Y de los escultores, el narrador inolvidable Karel Dvořák y, a veces, también
un amigo ameno: Josef Wagner, el escultor-poeta. De cuando en cuando, también se
unía a nosotros la seductora actriz Eliška Poznerová, elegida por entonces reina de la
belleza.
Goldi era un hombre de buen corazón y mano generosa. Quería a sus invitados y
pensaba siempre en qué sorpresa agradable podía prepararles. Cuando se reunía una
compañía especialmente buena, se sentía feliz si a los invitados les gustaba el vino. Y
no hacía economías, aunque en aquellos primeros años de después de la guerra no
siempre había suficiente vino.
Después del golpe de Estado del año cuarenta y cinco invitaba también a algunos
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oficiales del Ejército rojo. Había venido E. Registan, el autor del himno soviético. No
sé cómo ni de dónde, pero Goldi, como un mago, siempre supo sacar algunas
preciosas joyas líquidas del Rhin o del Mosela o viejos vinos alegremente espumosos
de la región de Champaña.
Ambos profesores, Štech y Cibulka, eran unos conocidos gourmets. Štech
entendía perfectamente todo lo que llegaba a la mesa de las cocinas de Europa entera.
Cibulka era especialista, no sólo en comida, sino también en todo aquello que traían
de las cavas.
Era un verdadero placer escuchar a Štech cuando hablaba de Italia. Lo conocía
todo: cualquier iglesia o capilla, y de los santos romanos estaba tal vez mejor
informado que un canónigo del Vaticano. Conocía su aspecto, lo mismo si estaban
pintados en color sobre el lienzo que grabados en la piedra o en un mosaico. Y eso,
desde Venecia hasta Nápoles, y de ahí a Palermo, y de vuelta por otros caminos muy
diferentes. Además, nunca olvidaba dónde preparaban una buena pizza. Y lo mismo
que conocía un mosaico colocado sobre el pórtico de una catedral, sabía también el
restaurante en que preparaban un delicioso agnello rostito (cordero asado). El mejor
helado se consigue en Milán, a unos cuantos pasos de la catedral. Esta información la
tengo de Štech y me gustaría mucho visitar un verano ese lugar. La memoria del
profesor Štech era vertiginosa. Hasta sus últimos años se acordaba de todo.
El profesor Cibulka era un especialista en todos los vinos que se producen en
nuestro continente. En su cava en la calle Valentinská tenía una pequeña colección y,
para los invitados especialmente apreciados, sacó de allí botellas durante toda la
guerra. Y nunca se olvidaba de la cocina. Cuando viajaba por Francia en coche,
paraba en un pequeño pueblo provenzal e iba a una fonda; la especialidad de aquel
lugar era la morcilla blanca y el vino de la propia viña, que no era peor que el mejor
chablis.
Sobre estas raras cualidades del señor profesor hallaron ocasión de convencerse
todos aquellos que tuvieron la suerte de ser invitados a comer en su casa.
Los acontecimientos de mayo sorprendieron, al final de la guerra, a algunos de los
invitados de Cibulka en su generoso comedor. Es cierto que la comida estaba bastante
afectada por la economía de guerra, pero el vino seguía siendo delicioso. Sin
embargo, los invitados no sufrían hambre, aunque estuvieran obligados a quedarse
varios días. El escritor Jan Drda encontró en la casa un viejo casco checoslovaco, se
lo puso y se puso a la disposición de la guardia militar checoslovaca. Le destinaron
como guardia nocturno delante de la Biblioteca Municipal y, para las horas nocturnas,
se metió en el bolsillo una botella de pomard, regalo del señor profesor. Pero el
comandante no tuvo comprensión para la sed de Drda, le quitó la botella y derramó
su exquisito contenido aromático en una cloaca. A Drda se le partió el corazón y lo
estuvo recordando durante mucho tiempo.
Todavía hoy siento el olor y el gusto de todas aquellas comidas en que pude
participar. ¡Qué lástima! Hace mucho que el fuego está extinguido en la cocina del
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profesor; la señorita Marie, la cocinera y mujer de su casa, dejó la fría cocina
llorando. Estuvo con él durante treinta años, aunque al tercer día de su servicio ya se
había dado cuenta de que había cometido un error. El profesor era muy exigente. Pero
la señorita sabía cocinar milagrosamente. Preparaba poemas aromáticos.
Hay una afirmación de un invitado de mucho renombre que proclamó la casa del
señor profesor territorio francés, porque, en los buenos tiempos, allí se cocinaba y se
comía igual que en Francia.
Josef Cibulka, profesor de arqueología cristiana y de historia del arte eclesiástico
en la Universidad de Carlos, ex cantante de la Capilla Sixtina, canónigo en la iglesia
de Todos los Santos del Castillo de Praga, científico, autor de muchos importantes
trabajos de investigación, historiador que hizo retroceder la historia checa cien años
más atrás, no era un hombre aburrido. ¡Al contrario! Sabía reír de todo corazón y le
gustaba cualquier clase de bromas y anécdotas.
Su amigo Karel Kopřiva, también un invitado frecuente de Goldi, fue víctima de
muchas ideas divertidas del señor profesor. Kopřiva era representante de una empresa
inglesa exportadora de whisky, pero su verdadera profesión fue el amor a la música.
Tenía una discoteca de nivel europeo y nosotros le visitábamos por las tardes para
escuchar exquisitos conciertos mientras tomábamos una taza de té aromatizado con
flores de azahar.
Cuando su amigo Rafael Kubelík dirigía en la Sala Smetana un concierto basado
en la ópera de Janáček De la casa del muerto, Kopřiva iba a los ensayos, en esa
ópera, Janáček utilizó hasta el estruendo de las cadenas para llenar la música con
efectos simbólicos; pero, durante los ensayos, estos efectos le salían mal. Kopřiva
escribió entonces a Kubelík que era virtuoso en tocar cadenas y que se ponía a su
disposición.
Kopřiva no debía haber comentado esta carta en las cenas de Goldi. El profesor
organizó en seguida una amplia colección de toda clase de cadenas, que sus amigos
mandaban o llevaban después a casa de Kopřiva. Entre ellas había cadenas fuertes y
pesadas para encadenar personas y llevar animales al matadero, pero también
cadenitas de relojes de bolsillo y esas que los niños se ponen como colgantes.
También había cadenas de las esposas policíacas y esas cadenas de papel que se
cuelgan en el árbol de Navidad. El profesor no cejó en su empeño hasta que explotó
todas las posibilidades; y sólo se lamentaba de que en nuestra lengua se dijera «una
corona de morcillas» en vez de «una cadena de morcillas», giro que, además de ser
más expresivo, serviría para que una cadena de morcillas rematara la colección de
una manera triunfal.
No tengo ni idea de lo que Kopřiva hizo con sus cadenas. Pero, por lo que yo
sabía, nunca estropeó ninguna broma. ¿Dónde están aquellos días despreocupados y
llenos de risas, en los que había tiempo y humor para bromas como ésta? ¡Cómo le
favorecía la risa a Cibulka!
A Ustí nad Orlicí, donde el profesor Cibulka nació y donde solía pasar mucho
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tiempo, le fue a visitar su apreciado amigo el arquitecto S. Era un viernes y ambos
eran católicos. Como es sabido, la Iglesia católica es estricta en cuanto a la
observancia de la abstinencia, pero permite algunas excepciones. Por ejemplo los
peregrinos, los enfermos o los obreros de trabajo pesado no tienen que observar la
abstinencia. Cibulka cogió a su invitado del brazo, le llevó a la estación y se sentaron
en el primer tren. No fueron demasiado lejos: bajaron en la ciudad de Česká Třebová
y Cibulka condujo a su invitado al restaurante de la estación. Pidió costillas a la brasa
y cuando trajeron los platos, pronunció: Peregrini sumus.
No me gustaría que juzgarais con severidad al señor profesor, inventor de ésta y
otras bromas inocentes. Fue encantador en todos los sentidos de la palabra. El
domingo, todos sus amigos, creyentes o no, se apresuraban a la misa matinal de la
iglesia praguesa U křižovníků, donde su hermosa voz se entrelazaba con las
nubecillas de incienso, mientras aquel que cantaba el coro gregoriano con la perfecta
y fina gracia de los eclesiásticos del Vaticano, oficiaba su ceremonia sagrada.
Luego, a veces, durante toda una semana, trabajaba en sus libros sobre la basílica
de San Jorge de Praga, sobre las joyas de la coronación del Reino de Bohemia y sobre
los santos Cirilo y Metodio y su largo camino hacia nuestras tierras.
Después de una de mis largas visitas a la calle Valentinská, cuando ya me hallaba
en la antesala del profesor, noté que mi cartera estaba bastante más pesada. Se me
ocurrió que se trataba de una pequeña broma y no quise estropearle la diversión al
señor profesor.
Le salió una broma buena de verdad. Me había puesto en secreto, dentro de la
cartera, una botella del maravilloso vino Clos de Vougeot, que habíamos bebido
durante la comida y que yo no dejaba de alabar. Y si no tengo otro remedio que
revelar lo que comimos para acompañar aquel vino, os lo diré: espalda de corzo; y, de
postre, cestitos rellenos de arándanos rojos. Aquel vino de Borgoña era uno de los
predilectos del profesor y mi amigo Goldi le hacía los más grandes honores. Sobre
todo al de la viña Côte d’or, loada hasta por el poeta Joris-Karl Huysmans. Pero este
señor ya no nos interesa tanto hoy en día.
Guardé la botella en casa. Me daba pena abrirla. Al cabo de poco tiempo empeoró
la salud del señor profesor y se vio obligado a guardar cama. Se acabaron las
deliciosas comidas y cenas en la generosa mesa. Poco después, el infatigable y
querido anfitrión desapareció. Ni después de su muerte me sedujo la botella. Cuando
la veía, la acariciaba con cariño; me recordaba a una gran persona y esperaba con
paciencia una ocasión más apropiada y festiva para degustarla.
Esa ocasión se presentó al cabo de cierto tiempo. Me visitó el historiador del arte
Jan Tomeš, alumno y joven amigo de Cibulka. Sabía mucho de su maestro y contaba
historias de él con verdadera gracia.
A los profesores V. V. Štech y Josef Cibulka les gustaba acompañar a sus alumnos
en los viajes de estudios. El primero, por Italia; el otro, por Francia y Europa
occidental. Jan Tomeš estuvo con Cibulka en aquel antiguo château vinícola de Clos
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de Vougeot, y le acompañó incluso en el momento en que fue armado caballero. La
ceremonia tuvo lugar en una antigua bodega del castillo del siglo doce. Le fue
otorgado el título de chevalier du taste-vin. La ceremonia no se llevó a cabo con la
espada tradicional, sino con una vieja raíz vinícola y el caballero se llevaba como
símbolo una copita para catar vino. En aquella ocasión pronunció un brillante
discurso sobre la historia de nuestro país y su relación con Francia.
Otra exquisita historia es la que narra Tomeš sobre una excursión a Znojmo.
En la iglesia de San Nicolás de aquella ciudad tienen sobre el altar de la nave
lateral derecha una estatuilla de la Virgen. El profesor Cibulka sabía de la existencia
de tal estatuilla, pero nunca la había tocado con sus propias manos. Cuando llegaron
al altar, el profesor apartó las cortinas, para poder llegar hasta la mesa del altar. No
dejó que nadie le acompañase en esa ceremonia. Abrió el tabernáculo de cristal en
que se encuentra la estatuilla, Sacó ésta y la llevó hasta donde estaban sus alumnos.
Igual que el Niño Jesús de Praga, la Virgen estaba adornada de ricos vestidos. Pero el
señor profesor metió la mano por debajo de las faldas de la Virgen y afirmó
triunfalmente con una sonrisa:
—¡Es gótica!
Cuando le quitaron la ropa, se demostró que tenía razón.
Serví el rojo vino de Borgoña de la bodega del profesor y brindamos por su
memoria.
Aunque V. V. Štech rechazaba el arte moderno, que no le gustaba —no reconocía
ni a la generación de Josef Čapek y Jan Zrzavý—, no se puede decir de ningún modo
que desconociese el arte antiguo. Su escepticismo empezaba con los impresionistas;
proclamaba que habían destruido las reglas del arte. Sin embargo, su amplia
monografía sobre Rembrandt es excelente. Se publicó antes de su muerte. Los artistas
modernos no le apreciaban: cuando el pintor Otto Gutfreund exhibió el retrato de
Štech, Pacovský, el redactor de Veraicon comentó delante de la pintura:
—¡Parece vivo! ¡Sólo falta que diga una estupidez!
Pero las conversaciones con él, aun no estando de acuerdo, siempre eran
interesantes. Amaba a Praga auténtica y profundamente. Eso fue lo que nos acercó.
Podía hablar de la ciudad con cariño durante horas.
En aquellas veladas bebíamos mucho vino. Me parecía que, cuanto más
bebíamos, con más entusiasmo traía Goldi nuevas botellas y más satisfecho se sentía.
Treinta años después incluso me dijo que no supo invertir el dinero de mejor manera:
aún amaba el recuerdo de aquellas personas.
Yo quería mucho a Cibulka; y le respetaba. Pero a Talich le adoraba. Cuando
hablaba de música, era encantador. Fascinante. Cuando, como director de la ópera del
Teatro Nacional, estudiaba Pelléas y Mélisande, yo le acompañaba a los ensayos.
Lástima que aquella bella ópera no llegara al escenario. Talich se fue de repente del
Teatro Nacional. En aquel tiempo empezó a tener sus primeros éxitos la Orquesta de
cámara checa de Talich, compuesta en su mayoría por gente joven. Y una vez (fue
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precisamente en casa de Goldi) Talich me apartó un poco y, lleno de convencimiento,
me propuso que escribiera para esta joven orquesta unos poemas que se podrían
recitar acompañando la Serenata para instrumentos de viento en re mayor. Esta
serenata es muy difícil para los músicos de ahora. En la época de Mozart se tocaba en
los banquetes, con pausas, según exigían los diversos platos que servían a la mesa.
Hoy se tiene que tocar seguida, cosa muy penosa para los músicos de los
instrumentos de viento. Les falta la respiración. De este modo, los poemas podrían
llenar las necesarias pausas. Se lo prometí de buen grado. Escribí un ciclo de trece
rondós llamado Mozart en Praga. Talich leyó los versos y se alegró mucho. Era
exactamente lo que necesitaba. Luego me miró y me comentó:
—Oye, me parece que los asuntos de este muchacho, Mozart, no eran tan idílicos
como los pintas tú en estos versos. Aquel hombre tenía que tener unas pasiones que
hoy desconocemos y que, junto con la exaltación creadora, aceleraron su muerte.
A Talich le gustaba explicar una anécdota sobre el compositor Suk. Suk está
sentado en una tasca y habla de Mozart: «Si ahora se abriera la puerta y entrara
Beethoven, le saludaría educadamente y le invitaría a mi mesa y charlaríamos sobre
música. Pero si viniera Mozart, me caería debajo de la mesa.»
Talich tampoco llegó a dirigir la Serenata de Mozart. Ni ninguna otra persona. Se
puso enfermo y la joven orquesta se desintegró al faltarle su director. Al cabo de poco
tiempo Talich se refugió en su torre sobre el río Berounka y le vimos muy poco por
Praga. Su asiento en casa de Goldi se quedó vacío y, de vez en cuando, nos llegaban
noticias alarmantes. Algunas veces le visitamos con los amigos de Beroun. Pero ya
era otra persona. Una vez nos contó con énfasis que en su jardín había encontrado a
un oso. Talich se apresuraba hacia su oscuro final. La música había muerto para él.
Era una cosa insospechadamente triste.
Recordé entonces las palabras de Talich sobre la muerte de Mozart cuando, en el
otoño del 1976, se publicó en la revista Horizontes musicales un amplio artículo
sobre el final de dicho músico. No habían sido ni las mujeres ni el alcohol los que
habían quemado su frágil cuerpo. Aquel joven genial fue un jugador incorregible.
Jugaba al billar y a las cartas. Y ambas cosas las hacía mal. En un artículo lleno de
datos convincentes, su autor, Uwe Kraemer, insinuaba esta secreta pasión de Mozart.
El músico dejó unas deudas enormes. El autor las estimaba en ochenta mil marcos.
¡No, no eran las mujeres! Vladislav Vančura solía decir:
—¡En el mundo hay pasiones más fuertes que las mujeres!
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Křemencova. Naturalmente, estaba manchado de vino en muchas páginas. Al lado de
los versos eróticos de Vítězslav Nezval había poemas polémicos de Jan Drda y, unas
páginas más adelante, encontré una exclamación de Vladimír Holan:
Y así, nombre tras nombre, una tumba y un recuerdo con cada uno, y una copa
que resuena suavemente con cada nombre. Bass, Talich, Cibulka, Nezval, Štech,
Muzika, Konrád y muchos más. Los amigos que iban desapareciendo con el
precipitado paso del tiempo, que se apresuraba inconteniblemente. Menos mal que los
nombres quedan y no callan.
Hace poco que volvía del café Mánes y no pude resistir la tentación de ir a mirar
la vacía calle Křemencova. Fue de noche. El gran reloj de la cervecería U Fleků
brillaba quebradamente entre los copos de nieve que caían y recordaban una luna que
había tenido una avería en aquella calle memorable.
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15. TIEMPO LLENO DE CANCIONES
Creo o, dicho más sinceramente, tengo la impresión, de que lo que corrientemente
llamamos poesía es un gran secreto del que cada poeta revela un poquito o algo más.
Luego aparta la pluma o cierra la máquina de escribir, se queda pensativo y, a última
hora de la tarde, muere. Como por ejemplo Nezval.
Tenía yo once años cuando mi madre volvió un día del funeral de Jaroslav
Vrchlický. Estaba muy excitada y tenía el vestido medio roto. Consiguió llegar al
cementerio a través de la puertecita que se abría al lado de la entrada de la iglesia de
Vyšehrad. Quería llegar hasta la escalera del cementerio Slavín para ver el féretro y
oír al que pronunciaba el discurso. La gente que acudió al entierro después de ella
llenó rápidamente los caminos y senderos abiertos entre las tumbas y derribó a mi
madre al suelo. Cayó con la cara sobre la tumba vecina a la del poeta Václav Bolemír
Nebeský.
¡Qué horror! ¡Ésta iba a ser en el futuro la tumba de Vítězslav Nezval!
Para mí, que esperaba a mi madre en casa, aquel acontecimiento también fue
terrible y extraordinario. No podía apartar de mi mente el nombre de Jaroslav
Vrchlický. En la excitación y en su historia hubo algo oscuramente hermoso.
¡Vrchlický! Era algo muy distinto de las canciones que cantaban las vecinas
mientras lavaban la ropa en los patios interiores.
En aquella época alguien me preguntó qué quería ser cuando fuese mayor.
Contesté que poeta. Mi madre, que lo oyó, susurró preocupada: ¡Dios mío!
Los conocidos trataron de persuadirme:
—Chico, con eso no llegarás lejos. Hoy en día ya no se lee poesía. Piensa en
alguna cosa práctica.
Pero yo no quería pensar en nada práctico.
¿Qué me quedó para mi vida posterior de aquellos años de mi infancia y primera
juventud que pasé en la terraza interior y luego en los rincones de la calle, allí donde
no llegaba el chorro de plata del camión que regaba?
Tal vez la melancolía y el deseo de soledad, pero también la alegría de estar entre
la gente, la curiosidad, la arbitrariedad y también una cierta dosis de despreocupación
que le ayuda a uno mucho cuando se encuentra mal. Y además una vieja flautita
medio rota, herencia del padre de mi padre, al que vi una sola vez. La parte rota la
pegué con un trozo de miga. Sí, claro: entonces las flautas eran de madera.
—Sí, cógela —sonrió mi madre—, ¡podría ser mágica!
No lo era. Nunca aprendí a tocarla; ni tampoco lo intenté.
En nuestra casa nunca se hablaba demasiado sobre este abuelo paterno.
—Tu abuelo era una persona buena y alegre. A veces demasiado —decía mi
madre.
Cuando empecé a ir al colegio, me preguntaban qué quería ser cuando fuera
mayor.
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—Quisiera ser poeta —contestaba con firmeza, y algunos se echaban a reír a
carcajadas. En el instituto leímos a Cayo Julio César y, más tarde, al divino Virgilio,
pero el tiempo de las canciones estaba lejos aún.
Sin embargo, he de confesar que mis años en la torre del observatorio astrológico
volaron bastante de prisa.
Hasta que un día tuve la impresión de que el tiempo se detenía. De repente, todo a
mi alrededor estaba lleno de música, de canciones, de alegría. Fue embriagador y
bello. Me gusta recordarlo.
Si František Halas apretaba, estrechaba las palabras de sus poemas como si les
quisiera retorcer el cuello para que le dieran más de lo que había dentro de ellas a
simple vista, yo hacía todo lo contrario. Las palabras que tal vez me trajo el viento
por la ventana abierta, las guardaba cuidadosamente entre las dos palmas de las
manos para que no se escapara el polen virgen de la primavera.
¡Creedme, fue un tiempo bellísimo!
Como os sentiréis curiosos por saber quién de nosotros era entonces el mejor
poeta, os lo revelaré directamente: fue Vladimír Holan, el ángel negro.
Y algo más: si Vladimír Holan hubiera sido un blanco oficial de la marina en la
cubierta de un barco que se dirigiera a Split, las mujeres bonitas le hubieran esperado
paseando por el muelle, mirándolo desde lejos con sus prismáticos.
Apenas había acabado Halas algunos de los preciosos poemas de los que se pudo
decir que hicieron temblar la tierra, estalló la guerra más grande del mundo. Los
poetas no pudieron quedarse callados.
El tiempo no nos trató nada bien. Los años pasaban despacio. Cuando se vive
mal, el tiempo no se apresura para darnos tiempo a saborear todos sus horrores.
Despacio nos deja olvidar, aún más despacio cura las heridas, pero las cicatrices no
las borra nunca.
En la segunda mitad de la guerra publiqué un pequeño libro de poemas y lo titulé
El puente de piedra.
Halas, tras haberlo leído, me dijo malhumorado:
—Está muy bien, me gusta, pero creo que hoy en día los versos no tendrían que
sonar de esta manera tan dulce y hechizada. En nuestros tiempos la poesía tendría que
gemir como una tormenta de viento de otoño, ladrar como los perros sueltos y chillar
como las aves salvajes.
Supongo que tenía razón.
¡Pero yo no sabía hacerlo!
Me gusta Mozart y quiero creer que una canción tocada por una flauta puede abrir
las puertas de la sabiduría.
¡Qué habrá sido de mi flautita de niño!
Los templos de la sabiduría en nuestro país no estaban solamente cerrados.
Estaban en ruinas, mirases a donde mirases. Entonces ¿qué hacer con la cantinela, la
reina de la noche?
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No obstante, otra vez llegó un tiempo en que, con nuestra despreocupación, los
años se contaban por sí solos porque nosotros ya no contábamos tanto los días y
éramos felices.
Poco tiempo después de la guerra, el enfermo Halas murió. Cuando aún estaba en
el hospital, se oyeron voces extrañas que decían que no se defendía de la muerte, que
tenía ganas de morir. Yo sé que no era verdad. No quería morir. Se aferraba a la vida
como una abeja a una flor rota con la que ha caído al agua. Tenía sus dolores, pero
eran de esa clase que suelen rechazar la muerte y que, cuando uno se vuelve viejo,
movilizan todas las fuerzas humanas, levantan el cuerpo del cansancio y el alma del
desvanecimiento. Pero Halas no era viejo. Estaba cansado. Antes de su muerte
mencionó que quería hacerse un traje nuevo y pidió a su mujer que le limpiase su
abrigo de invierno. No, Halas no pensaba en la muerte. Estuvimos todos muy tristes.
¡Adiós!
Unos años después de Halas se fue también su elegante y efébica mujer. ¡No lo
podíamos creer! Hoy están tendidos uno junto a otro, cogidos de la mano.
Cuando en la primavera colgaba del tejado la bandera de la república, me cayó en
las manos una caja de sombreros. ¡Estaba llena! No pude resistir la tentación y la
abrí. ¡Ay, cuántas cosas había dentro! Cintas doradas, flores artificiales, un antifaz
rosa con puntillas. Sin embargo, con aquellas baratijas anticuadas mi memoria palpitó
unas cuantas horas en una loca felicidad que me estremeció el corazón. También
había invitaciones a diversos bailes, una pluma de avestruz rota, un fajo de cartas y de
fotografías atada con una cinta dorada, unas ampollitas de perfumería de todas las
formas que todavía hoy no han expulsado todos sus aromas.
Del fondo de la caja saqué también mi vieja flautita, que se quedó muda. Estaba
ya tan vieja y seca que no pesaba más que unas plumas de pájaro. ¡Doce plumas y
pico!
En el fondo de la caja rodaban, como si estuvieran espantadas unas cuentas rojas
cuyo hilo se había roto. Y entre ellas se hallaba una fotografía amarillenta.
Rápidamente, la cogí. En ella estaba František Halas cuando tenía seis años y
empezaba a ir al colegio.
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16. EL LÁPIZ MILAGROSO
Una vez aparecimos en el estudio del pintor Ludvík Kuba. Éramos, Vítězslav
Nezval y yo. Por entonces se ponía en marcha la preparación de la monografía
monumental del pintor. Nezval estaba encargado de escribir uno de los prólogos y yo
prometí escribir unos poemas. Ludvík Kuba era un señor bastante mayor, pero
admirablemente animado y activo. Y no nos olvidemos de añadir que también era
muy gracioso. Hablar con él constituía un verdadero placer. Era muy guasón y
alegremente optimista. Muchas eran las sorpresas que nos esperaban en su estudio.
Antes que nada estaban, naturalmente, sus nuevos cuadros, llenos de colores
brillantes y de una animación creadora incontenible. ¡Cuanto más viejo, mejor
pintaba! Nada de «ropa sucia», según se llamaba en aquella época a los cuadros
aburridos, sin ningún interés, pintados por artistas aburridos y sin ningún interés. Los
cuadros de Kuba atacaban a todo el mundo con fuerza y pasión. Es verdad que su
modo de pintar no era exactamente moderno en aquella época. Pero gracias a su
creador, el arte de Kuba sobrevivió a su época. Influía y excitaba con su frescura de
colores igual que las mejores obras de los impresionistas, y con la calidad del trabajo
del pintor. Además, Kuba fue un sabio coleccionista. En el estudio había colecciones
de objetos de arte muy valiosos, especialmente de China, y varias copias de las
estatuas clásicas. En un rincón al lado de la ventana había un busto de Venus mayor
que el natural. Cuando Nezval se aproximó a él, el pintor Kuba le susurró
fuertemente al oído:
—No hace falta vociferarlo; pero como se ve, soy el primer terrestre que ha
conseguido arrinconar a Venus.
Luego nos sentamos a la mesa que el artista acercó a una pared donde estaba
colgado un nuevo autorretrato de Ludvík Kuba. Estuvimos mirando, Nezval y yo,
envueltos en el espíritu del cuadro, hasta que el pintor cortó nuestra contemplación
con su sonrisa.
—Están mirando mi nuevo retrato, y les tengo que contar una pequeña anécdota
al respecto. Nos visitó una señorita, amiga de mi mujer. Bastante bonita, por cierto.
Se quedó mirando este cuadro y luego me preguntó con inocencia y desvelada
curiosidad por qué me pinto tantas veces. Seguramente quería decir: ¿a ver qué hay
de interesante y de gracioso en ti? Le revelé el secreto: me pinto de malicia conmigo
mismo. En seguida me di cuenta de que no entendía la broma y seguí asegurándole
que le diría la verdad.
»Verá lo que pasa: a veces no llega el modelo encargado y yo no tengo tiempo ni
ganas de buscar otro. Paso por un espejo, miro en él y me digo, oye, aquí está el
modelo y, por casualidad, es eso exactamente lo que tú querías. Lo siento delante de
la escalera, abro la caja con los colores y le aconsejo que sonría. Me obedece en
seguida y sigue haciendo todo lo que me parece necesario. Algunas veces le pongo de
otra forma, hasta que encuentro la postura adecuada. Es paciente y obediente. Le digo
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por ejemplo: a ver si sacas la pipa de la boca por un momento… En seguida pone la
pipa sobre la mesa y está listo para las indicaciones siguientes. Luego le aconsejo que
no ponga esa cara de tonto. No se enfada; en seguida, pone cara de sabio, como aquel
Buda de allí. Le halago y empiezo a trabajar de buena gana. Se queda de pie mucho
tiempo hasta que le digo que ya está bien, que yo también estoy cansado.
Después, el pintor buscó algo en el bolsillo y sacó de él un lápiz corriente, de esos
que no sirven para los pintores, y en un momento nos dibujó su retrato sobre una
servilleta de papel. Con pocas líneas, pero que bastaban para que fuera no sólo
gracioso, sino también fiel. Sí, era una semejanza exacta con su rostro, con el gorro
en su cabeza, con la pipa que llevaba entre los dientes y con la sonrisa de sus labios.
Lástima que el pintor tomó en seguida la servilleta, hizo con ella una pelota y la
arrojó a la papelera.
—Bien —continuó—, que no me olvide de acabar de contar mi conversación con
la señorita. Al final le confié que el trabajo sobre el propio autorretrato es barato. El
modelo no pide dinero. Lo tengo gratis. Y eso es importante en una época en que las
pinturas se venden tan mal. Pero tiene un inconveniente: el rostro no es fácil de
pintar. ¡Pero para eso están los pintores! Me remango la camisa y pongo manos a la
obra. A esta ingeniosa explicación añadí para la señorita una pequeña historieta, que,
de hecho, ayuda a acabar el dibujo de mi propio retrato. Un día llamó a nuestra puerta
una vecina que vino a pedir un poco de azafrán para el caldo de su carne. Por
casualidad la puerta de mi estudio estaba entreabierta y la señora vio allí, sobre la
escalera, mi bodegón con una fuente llena de tortas. Con sorpresa se dirigió a mi
mujer:
—¡Señora Kubová, qué bien os funciona el horno!
—Qué va —dice mi mujer—, ¡es mi marido que pinta muy bien!
No había pasado ni la mitad de los días aquellos que la primavera vierte cada
primavera en la belleza de mayo, cuando en mi oficina de la redacción sonó el
teléfono lleno de polvo. El sol iluminaba mi escritorio y el polvo temblaba en sus
rayos. Me llamaban de la radio. Desde el departamento literario me anunciaban que
incluían en el programa media hora de mis poemas de la primavera. Los tenían que
recitar Eduard Kohout y Vlasta Fabiánová. Y me pedían que, para esta media hora,
escribiera algo sobre mí mismo. Algo así como un autorretrato dibujado con unas
pocas líneas. Que leído no durara más de cinco minutos. O incluso un minuto menos.
Eduard Kohout era amigo mío y Vlasta Fabiánová una aparición de una belleza
seductora. Ambos parecían muy agradables, y dije que sí sin pensarlo dos veces.
Es evidente que no tenía que haberlo hecho; tenía que haber reflexionado antes.
Siempre me fue sumamente desagradable hablar de mí mismo. Cada frase, incluso
cada palabra que se me ocurría, o era banal o era falsa. O infundada, o aparatosa.
¿Qué les importaba a los oyentes lo que yo pensara de mí mismo? Para esto hay
críticos. Y los mismos lectores. Para que se formen su propia opinión de un autor.
Intenté explicárselo a los de la radio. Pero ya era tarde: el programa estaba en marcha.
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Entonces recordé al pintor Kuba y su lápiz milagroso. Su don de ver y su arte de
dibujar. Le bastaron unas cuantas líneas y todo el mundo le podía reconocer. Nunca
he pensado de esta forma sobre mí mismo. Caminaba por el despacho, fumaba un
cigarrillo tras otro, pero no se me ocurría nada inteligente. De vez en cuando miraba
de reojo en el espejo y fruncía el ceño cada vez. Tan pronto como cogía la pluma,
parecía que la mano se cansaba con su peso. No se me ocurrió nada. Absolutamente
nada.
Al final, sí que intervine en la emisión. Pero en mi charla intenté evitar cualquier
cosa que se pudiera parecer a un autorretrato. Creía que lo hacía por modestia. Pero
fue más bien por la ausencia en mi cabeza de aquel lápiz milagroso que el pintor
Kuba llevaba en el bolsillo de su chaleco.
Al cabo de medio año, una triste madrugada volvía a casa bajo la nieve que caía.
Había trasnochado con mis amigos hablando de poesía y de poetas, y me sentía
bastante cansado. En la escalera de mi casa resbalé con la nieve helada que llevaba en
la suela de los zapatos y me caí con la cara sobre la barandilla. Me herí la mejilla
sobre una rosita de hierro dorada. Vino a abrir mi mujer, con el niño en los brazos. Yo
estaba en un estado lamentable, en el umbral de mi propia casa y con el sombrero
debajo de la barbilla para que gotease en él la sangre de mi cara. No hace falta repetir
lo que tuve que oír en aquella ocasión. Evidentemente, mi mujer tenía razón. Pero
aquel día, por casualidad, también estaba con nosotros mi madre, que me había
estado esperando toda la noche. Se oyó el corazón maternal:
—Mařenka, ¡no le permites ninguna alegría!
No lo escribo por esta voz maternal, que es bonita, pero incomprensible. Cuando
me acosté, vino mi madre y se sentó en mi cama. Tuve que contárselo todo e incluso
revelar quiénes eran mis amigos. A Halas ya le conocía. Y entonces me dijo mi madre
con su acento pragués puro, como cantando:
—El vino y los poemas, eso sí. La gente puede hacer contigo lo que le da la gana.
¡Qué se le va a hacer, tú eres así!
Yo era todo oídos.
¡Ah! ¡Mira por dónde!
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17. UNA BREVE ORACIÓN EN UNA SALA DEL
LOUVRE
Desde la antigua Altamira y las célebres cuevas de Francia, la gente ha estado
intentando adornar las vacías paredes de sus viviendas con pinturas bonitas. No se
hubieran sentido alegres entre unas paredes desnudas. Desde aquellas rocas salvajes
hasta las casas y torres elegantes de los ricos y nobles romanos, y las residencias de
los magnates medievales y los castillos del Loira, sus habitaciones colgaban en sus
paredes cuadros según el gusto y el estilo que en cada época reinaba en Europa. Hasta
nuestras cabañas provincianas estaban llenas de pinturitas sobre cristal y los salones
burgueses eran inimaginables sin toda clase de cuadros de mal gusto, pero también de
obras maestras.
Luego vino Karel Teige. En principio, rechazó categóricamente los cuadros en
general, luego redujo un poco su purismo admitiendo que los cuadros podían estar en
las galerías, pero que en casa bastaban reproducciones impresas. Él mismo, en su
casa, no tenía ni cortinas en las ventanas; las rechazaba también, y las paredes
desnudas de su piso se adornaban únicamente con un tubo de la ventilación cuya
necesaria naturalidad enfatizó con un color distinto. ¡El rojo! Tengo que admitir que
en un piso arreglado de esta forma ya no se sentía uno tan a gusto como cuando tenía
en la pared un precioso carbón de Zrzavý y el autorretrato del pintor Šíma.
Pero me parece que tendría que empezar por otra parte.
Era ya el tercer año de la Primera Guerra Mundial y fue una época terrible. El pan
dejó de ser pan y la gente había perdido la esperanza. Cuando en casa abrimos una
pequeña barra, se desintegró sobre la mesa en unos cuantos puñados de trocitos de
maíz. ¿Y para qué la esperanza? Dicen que es de Dios. ¡Pues devuélvansela si
quieren!
No sé qué pasó con ella. Seguramente se convirtió en desesperación. A los
heridos se les helaban las mal cuidadas heridas en los transportes interminables, y a
los mendigos, las palmas de las manos extendidas en vano. Todos éramos mendigos
en las largas colas delante de las tiendas despiadadamente cerradas. Nos tocaba
nuestro turno a cada uno para hacer la cola del pan, de la harina, de la carne y de los
cigarrillos. En marzo aún helaba y delante de las pequeñas tiendecitas de carbón la
gente esperaba, acurrucada, el carbón prometido. Era inútil. Después de una larga
espera se daban cuenta de que las tiendas permanecerían cerradas durante mucho
tiempo. Si se pudieran vaciar esos espacios de arriba abajo, de dentro no habría salido
nada más que una negra oscuridad. Estaban vacíos hasta del último trocito de carbón.
Y en aquella oscuridad saltaría y bailaría una alegre urraca. En casa muchas veces no
podíamos ni calentarnos la sopa del día anterior, sobre la cual había hielo.
Entonces, mi padre se decidió de pronto. Cogió un hacha y mi madre y yo
empezamos a bajar cuadros desde el desván. Eran los restos del negocio de mi padre,
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que le salió muy mal. Hacía tiempo había tenido en la calle Karlová de Žižkov una
tienda de cuadros. Las arañas escapaban rápidamente de las caras de las vírgenes
llenas de polvo, cuyos vestidos habían agujereado ya hacía tiempo las menudas
ratitas. Cuando sacábamos el polvo de los cuadros, nos sonreían nostálgicamente las
bonitas caras de las vírgenes y en los silenciosos bodegones descansaban manzanas y
sandías rojas. Los cisnes con alas medio levantadas nadaban por el lago, quién sabe
hacia dónde, y el cazador, después de su tiro magistral, estaba sentado sobre un
tronco; el ciervo caído estaba tendido al lado y los perros con la lengua fuera olían su
herida fresca. Pero, para nosotros, todo esto representaba un pasado no muy feliz.
Cayó el hacha despiadada y se desintegraron los marcos. Después trajimos, con
mi madre, un ángel de la guarda con un marco pesado, pero descantillado. Un
hermoso ángel esbelto con alas enormes conducía a una niña con un cestito lleno de
fresas a través de una estrecha pasarela, sobre un precipicio. ¡Crac, crac!, hizo el
precipicio y al ángel se le cayeron sus magníficas alas blancas de la espalda. Con un
solo gesto apartó mi padre al príncipe Oldřich mientras miraba con enamoramiento a
la atractiva y redondeada Božena, de pie sobre un arroyo. Se acabó el flirteo. Al cabo
de pocos instantes ambos se estaban quemando en la estufa. Cuando mi padre quemó
a la joven Virgen en pie sobre la luna, rodeada por toda una nube de pequeños
ángeles, no dejó de observar, como un especialista, que era la famosa obra de
Murillo. Así que quemamos su amorosa Inmaculada y junto con ella la aún más
célebre Madonna de Rafael. Ambas estaban ya bastante deterioradas por el polvo y el
agua que se filtraban a través del tejado.
El hacha volaba ligeramente en la mano de mi padre, pero caía impíamente sobre
los marcos, que estaban secos y se rompían. No era sólo la desesperada falta de
combustible lo que conducía a aquella mano a dar buenos golpes, sino seguramente
también la rabia. En aquellos cuadros se quemó también un montón de dinero
austríaco.
Jamás ha habido tanta miseria y hambre en nuestro país como en aquellos últimos
años de la guerra. Además, mi padre se quedó en paro y las pocas coronas que
habíamos ahorrada desaparecían a toda prisa.
Durante la semana, pensábamos con ilusión en el trocito de carne del domingo.
Un lejano pariente nuestro era carnicero y trabajaba en el matadero de Holešovice.
Algunas veces nos traía un poco de carne de cerdo o de ternera. La pasaba por la
puerta oculta en los calzones fuertemente atados encima de los tobillos. Nos
enteramos de esto. Compraba demasiado barato y vendía bastante caro. Corría un
riesgo. Y yo que me preguntaba por qué mi madre lavaba la carne siempre,
desesperadamente, en varias aguas.
Cuando se encendía fuego en nuestra pequeña estufa de la cocina, cuando la
madera se rompía y las telas pintadas silbaban, nos sentábamos alrededor del ansiado
calor. La estufa se encendía rápidamente, pero se enfriaba con la misma rapidez. En
aquellos momentos, que invitaban a la palabra íntima, queríamos que el padre nos
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contara algo sobre él mismo. Por ejemplo, de cuando era pequeño. Pero nunca quiso
contar nada. Mi madre, en cambio, lo hacía de buen grado, pero su vida había sido
sencilla, sin sorpresas. Mi padre se quedaba mudo. Su vida había sido una cadena de
desilusiones, de lo más variadas y desesperadas. Así que lo que sé, lo sé por otras
fuentes.
Aprendió a ser cerrajero en una fábrica de muebles metálicos. Pero no era la
profesión lo que alimentaba su esperanza para la vida futura. Anhelaba llegar a ser
negociante. Sin embargo, como se vio más tarde, no tenía ninguna habilidad para
ello. O sólo poca. Durante un breve tiempo había trabajado como empleado en una
Caja de Ahorros en la calle Dlouhá. Hoy todavía está en aquella animada calle el
edificio antiguo, con columnas jónicas en el portal, donde estaban las oficinas.
Después de la bancarrota de la importante Caja de Ahorros de San Wenceslao, a
principios de siglo, se derrumbaron también las cajas menores, entre ellas aquella
donde trabajaba mi padre. Naturalmente, perdió el pequeño caudal que tenía allí y
cayó en una enorme deuda que estuvo pagando durante mucho tiempo y que nos dejó
arruinados.
¡Mamá, por favor, no llores!
En aquel instante desesperado mi padre decidió abrir una tienda de cuadros en
Žižkov. La idea era fantástica, si no absolutamente quijotesca. Pidió más dinero
prestado y alquilamos un piso espacioso en un edificio nuevo, al lado de Sklenářka,
en la avenida Karlová. Dos salas en el entresuelo estaban dedicadas a los cuadros. No
obstante, mi padre no quería hacer negocios con cromolitografías que se vendían por
poco dinero en las ferias o en la tienda de Löbl en la calle de Hus. Conoció a un
pintor que pintaba con gracia y rapidez lo que fuera. Ésta también era —al menos en
su opinión— la propaganda más eficaz de mi padre. Ofrecía cuadros sobre tela
pintados a mano. El pintor se llamaba Barnáš y vivía lejos, en Hostivař.
Entonces yo repetía su nombre: Barnáš-Barnáš; me sonaba como los palillos en
un tambor y me hacía pensar en Barrabás, el malo de la Pasión. Pero era una persona
buena y honrada que se alimentaba honradamente con un arte deshonrado.
Venían vacilando los primeros y escasos clientes de Žižkov. En su mayoría eran
novios tímidos o unos recién casados ya un poco menos tímidos. Venían a elegir
algún cuadro de la modesta reserva de Barrabás. Mi padre les enseñaba también un
álbum de fotografías. Al cabo de algún tiempo empezó a aumentar el número de los
cuadros en la tienda y ya hubo de qué elegir. Lo que más se vendía eran las vírgenes.
Virgen corriente y trivial, modernista, cuyo autor he olvidado; o vírgenes de autores
superconocidos, como la famosa de Rafael o la de Murillo, que volaban en su danza
con pequeños angelitos.
En aquella época estaba de moda tener la cama con dosel. Más o menos
simbólico. Del antiguo y pesado dosel quedaron sólo dos tiras ricamente plisadas de
tela blanca, unidas por debajo del techo por una corona metálica. Y entre ellas había
sobre la pared una de las vírgenes. Probablemente para velar por el amor
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matrimonial.
Naturalmente, acudían también aquellos clientes que buscaban un bodegón para
el comedor. Un gallo silvestre con perdices y con un fusil de caza, una sandía cortada
por el medio y uvas con manzanas en una fuente de plata, etc. Las variaciones eran
innumerables, según los gustos de los clientes. El pintor Barnáš siempre atendía de
buen grado. Para sus salas de estar, los clientes escogían copias de las famosas
pinturas históricas de Doubrava y de Zeníšek. El pintor sabía producirlas con gracia.
Así que entregábamos a los hogares de Žižkov las históricas parejas de Ctirad y
Šárka, y el príncipe Oldřich con Božena. Hasta hubo patriotas que decidieron
comprar el cuadro que representaba a Jan Hus ante el concilio de Kostnice, en
Brožík. Naturalmente, esta pintura era más cara. Era más trabajo para Barnáš, porque
en él había más figuras. Pero según me acuerdo, hasta estos cuadros le salían bastante
bien.
Y el pintor Barnáš, a pesar de todos sus problemas en casa, trabajaba
infatigablemente. Y guardaba la palabra. Llegaba siempre puntual, con su ancho
sombrero de pintor y con un largo lazo negro debajo del cuello, marcado por el aceite
y los colores. Mi padre pedía luego, rápidamente, unos dorados marcos de yeso.
Cuando el cuadro se secaba un poco, claro. Porque el pintor los traía frescos; no
podía esperar, necesitaba dinero.
Barnáš vivía en Hostivař, adonde no se podía llegar entonces de otra forma que a
pie; y desde la última parada del tranvía quedaba un buen trozo de camino campo a
través. El pintor era de estatura más bien baja, pero muy activo. Llevaba una perilla,
igual a la que había llevado su maestro, František Zenísek, el hombre elegante de las
calles praguesas. Era viudo, su mujer le dejó siete hijos. Los cuidaba para que se
alimentaran; para otras cosas ya no le quedaba dinero. En Hostivař tenía una pequeña
cocinita negra y una sala un poco más espaciosa y clara. Ésta le servía de todo: de
estudio, de dormitorio y de comedor. Mientras trabajaba, los siete hijos se
arracimaban a sus pies. Por suerte, eso no le molestaba en el trabajo. Los hijos
jugaban con los colores y los pinceles, y con la pobre caja de pintura hicieron un
carrito que conducían por la sala. Nada le molestaba. Cuando necesitaba un color que
se le había acabado en la paleta, lo buscaba en todos los rincones de la habitación
hasta que lo encontraba en el puñito de uno de los niños más pequeños. De la misma
manera buscaba los pinceles. Pero se quedaba extraordinariamente tranquilo.
Seguramente su actitud frente al arte era muy seria cuando era joven, pero la vida le
amasó con esta imagen grotesca. Probablemente sabía pintar bien, pero tenía que
pintar de aquella forma para poder alimentar a sus hijos.
Después de la muerte de mi padre, encontré en el armario un retrato suyo
enrollado y caído. El pintor se lo había dedicado por su generosidad. Mi padre no
regateaba nunca. Creo que el retrato estaba bastante bien pintado, el parecido era
sorprendentemente exacto. Arte realista. Sí, indudablemente sabía pintar, pero no era
un arte elevado. Además, tenía una excelente memoria de pintor. El conocido original
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de Liška, Cristo en el huerto de los olivos, lo pintó de memoria. Éste también era uno
de los cuadros preferidos de los que teníamos. Vendimos al menos veinte de ellos.
Los cuadros eran fieles en cuanto al colorido y al dibujo. Cuando mi padre le pidió
algunos de sus propios paisajes, no hizo más que apuntarse en el bloque de notas unas
pocas líneas ligeras. Estos dibujos en su bloque de notas me imponían. Sin embargo,
a veces copiaba desvergonzadamente a Corot, cuyos paisajes conocía gracias a un
gran catálogo alemán. A las vírgenes también las solía pintar de memoria. Mi padre
decía que parecían vivas. ¡Hasta se les podía rezar! Pero mi padre no era creyente y lo
decía para enfadar a mi madre.
El pintor Barnáš arreglaba los precios según el contenido de cada pintura. La
Inmaculada con angelitos de Murillo era un poco más barata que el príncipe Oldřich
con Božena y con un montón de cazadores y perros. Desde luego, lo que más caro
salía era Jan Hus ante el concilio de Kostnice. Requería mucho trabajo. También el
conocido cuadro patriótico de la batalla en el monte de Vítkov pertenecía a los más
caros, por la muchedumbre de ambos ejércitos.
Me casé en el ayuntamiento de Žižkov en una sala donde estaba colgado el
original de Liebscher. Me hizo gracia y no pude reprimir una sonrisa.
Ya sé que estáis a punto de lamentaros ante este arte, pero no lo hagáis. Con el
tiempo me di cuenta de que este modesto arte tiene su significación. Si no por otra
cosa, porque a la gente le gusta y hay que mirarlo con silenciosa comprensión.
Vosotros diréis que es mejor una buena reproducción que esta pintura al óleo falsa.
Pues sí, claro. Pero a ver, entonces ¿quién daría de comer a aquellos siete niños
hambrientos? La vista del estudio de Barnáš era triste y grotesca, pero al mismo
tiempo era él testimonio de una vida que no se podía aplastar.
Yo acompañaba a mi padre cuando iba a Hostivař a pedir nuevos cuadros. Barnáš
siempre quería un anticipo más bien grande. Al oír aquellas conversaciones,
observaba a veces lo listo que era el pintor y, también, que mi padre no sabía
negociar. Algunas veces hasta tuve la impresión de que mi padre le daba lástima al
pintor. ¿Pero qué podía hacer? Los niños no dejaban de tener hambre y Barnáš se
solía quejar de que no le quedaba dinero para los colores y las telas.
Hasta la guerra, no nos pudimos quejar en mi casa. Vivíamos modestamente y mi
padre ganaba lo bastante para una subsistencia humilde. El pintor pintaba y los
cuadros no tenían tiempo de secarse. No obstante, la mayoría de las ventas de mi
padre las hacía a plazos mensuales. Algunos clientes pagaban, pero a otros se les
quitaban las ganas. Cuando las reclamaciones no daban resultado, mi padre los tenía
que ir a ver personalmente. No eran visitas agradables. Mi padre vacilaba y los
clientes lo notaban en seguida y se lo quitaban de encima con una promesa. Mucho
dinero se le quedó en manos de la gente. Algunas veces que acompañé a mi padre
tuve oportunidad de ver hogares proletarios, donde, después de las ilusiones del
casamiento, reinaban la miseria y la penuria. A veces era un espectáculo terrible. En
vez de un dosel blanco, encima de la cama no había más que una pared sucia y su
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rectángulo algo más claro. El cuadro estaba desde hacía tiempo en el Monte de
Piedad de Praga. En las sábanas sucias jugaban unos niños mugrientos y enfermos.
Al empezar la guerra, el final fue súbito e ineludible. Los hombres se marchaban
a las trincheras y las mujeres se quedaban con los niños, cada vez más hambrientos.
La ayuda estatal era pequeña e insuficiente. ¿Quién iba a comprar entonces
bodegones con generosas mesas, cuando lo único que se tenía entre las manos eran
cupones de suministro de pan, harina y carne? Eran raras las veces que venía alguna
viuda, con lágrimas en los ojos, y pedía un retrato de su marido. No tenía nada más
que una vieja fotografía de boda. Hasta eso lo sabía hacer Barnáš. Pintaba a un
hombre diez años mayor, y de forma que la viuda estaba contenta.
El último golpe se lo asestó a mi padre un viejo ricachón del mercado que vino a
pedir un cuadro grande. Quería que midiera tres por dos metros. Había tenido un vivo
y rico sueño: soñó con la Santísima Trinidad, el emperador y la emperatriz Elisabet, y
su difunta mujer. Se encontraba con todos ellos en su pueblo natal, cerca de la ciudad
de Čáslav. Lo quería tener todo en el cuadro, hasta su pueblo con la iglesia en la
colina. Entregó un pequeño anticipo, pero mi padre no tenía muchas ganas de cerrar
aquel negocio.
El pintor Barnáš, que, por otra parte, estaba dispuesto hasta a pintar una aureola a
Mona Lisa y a ponerle el niño Jesús en los brazos, en principio rechazaba también
aquel pedido. Dijo resueltamente que era una tontería increíble y que no lo pintaría.
¡Fue una lástima que se dejara convencer! Un gran anticipo ayudó a acabar con su
disgusto. Encontró todo lo necesario y puso manos a la obra. Al cabo de tres semanas
trajo el cuadro. Mientras tanto mi padre pidió hacer un pesado marco dorado que le
costó bastante caro. Y aún tuvo que subirle el anticipo al pintor.
En el primer plano del cuadro estaba el cliente y propietario del sueño: a su lado,
el retrato de su mujer. Sobre ellos, el emperador y la emperatriz, a la que vistió con
un traje de puntillas blancas; y detrás de la pareja de emperadores, el Dios Padre, con
cetro y esfera; a su lado, el Hijo, con una pesada cruz en la mano. Entre ellos volaba
el Espíritu Santo, como una paloma blanca con las uñas hacia dentro.
Mi padre enmarcó el cuadro e hizo venir al viejo. Ése miró el cuadro y afirmó que
no lo quería porque estaba en él de espaldas al emperador. Mi padre no consiguió
convencerle. Se puso el sombrero y se fue enfadado. No se le pudo detener. Mi padre
estaba derrotado. Tal vez se podía haber presentado una demanda judicial, pero era
durante la guerra, en el cuadro estaba el emperador, y una demanda judicial requiere
mucho tiempo y es cara. Así que mi padre le pagó al pintor, puso el cuadro cara a la
pared y olvidó aquel dudoso negocio. Al cabo de un tiempo encontré en el cuadro un
gran agujero. Probablemente mi padre le habría dado una patada. Se fue a trabajar
otra vez a la fábrica. Pero la fábrica quebró y mi padre, ya un poco mayor, buscó en
vano otro trabajo. Quería entrar como voluntario en un grupo paramilitar que buscaba
las minas sin estallar fuera del campo de batalla. Pero, en el último momento,
encontró trabajo en un taller ortopédico donde fabricaban prótesis para los soldados
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mutilados. Y allí se quedó, trabajando hasta su muerte. Una vida fallida, llena de
amargura y de decepción. Mi madre lloró en silencio.
Las pinturas del maestro Barnáš llenaron no sólo nuestras dos habitaciones, una
de ellas bastante espaciosa, sino también mi cabeza. El olor a pintura fresca y el
perfume del barniz que mi padre ponía en los cuadros más viejos para que brillaran
como nuevos me despertaban en mis sueños de niño. Pintaba hasta cuando dormía.
La cajita de aluminio, con una docena de colores de acuarela, la ponía debajo de la
almohada antes de dormir. Pero como no estaba contento con mis primeros intentos
de pintor, probé a escribir versos; y de esta manera, dudaba entre las dos artes. Pero la
poesía me parecía más fácil. Porque no conseguía pintar una buena figura. No
obstante, no era sólo el interés por el arte lo que atraía en nuestros cuadros de las
habitaciones. En las escenas históricas que nos mandaba Barnáš eran pocas las
mujeres, pero solían dominar el cuadro entero. La siniestra Šárka era una guapa
muchacha y, según la moda de entonces, suavemente redondeada, pero no llevaba
corsé. Al contrario. La lanza que se dirigía al pecho de Ctirad no me interesaba. Le
deseaba ese destino. En cambio, contemplé a Šárka largos ratos. También Božena,
sobre la ropa que lavaba, ocupaba constantemente mi interés. Ella tampoco intentaba
ocultar sus encantos ante el príncipe. El caballo se encabritaba, pero el príncipe lo
sujetaba por la crin hasta que Božena se sentaba en su silla. Yo tenía una sincera
envidia al príncipe Oldřich. En la casa adonde nos mudamos después, conocí a una
mujer joven que se parecía mucho a la princesa Božena. También solía ir vestida muy
ligeramente mientras lavaba ropa en la terraza interior. Y cantaba. Yo observaba
atentamente los mecánicos movimientos de sus brazos sobre la tabla de lavar. La
saludaba respetuosamente y ella me sonreía con alegría e inocencia.
La hermosa mujer que Murillo retrató como la Virgen Inmaculada era mi amor
platónico. Era pura, rodeada de una nube llena de angelitos. Admiraba su rostro
increíblemente dulce durante largos ratos, y me sentía feliz.
Me permitía aquellos bellos instantes frente a las pinturas cuando mi padre se iba
a alguna parte. Mi madre no sospechaba nada. Estaba convencida de que era un chico
bueno, inocente, sin malicia.
Cuando, muchos años más tarde, caminaba cierto día por las alfombras del
Louvre, súbitamente me dejó clavado en el suelo un gran cuadro. Era la Inmaculada
de Murillo. No pensaba encontrarla allí. Creía que estaba en el Prado. En principio
me pareció que era la amiga de mis años adolescentes. Pero no lo era. Hay que
admitir que Murillo sabía pintar mejor que nuestro amigo de Hostivař. Por un
momento, perdí la respiración y durante mucho tiempo fui incapaz de ordenar mis
pensamientos. Fue un gran momento de mi vida. Tuve que sentarme en un banco
colocado delante del cuadro y, durante mucho tiempo, estuve contemplando fijamente
a la Virgen para llenarme de su belleza.
¡No obstante, era ella!
¡Qué blasfemo y qué pillo era aquel Barnáš! Sistemáticamente nos robaba
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angelitos barrocos. En el original hay por lo menos veinticinco de ellos, mientras que
Barnáš pintaba siete como máximo. Solamente los que vuelan por debajo de los pies
de la Virgen; a los demás, los dejó plantados.
En el pequeño banco recé rápidamente una corta, pero sincera oración:
«Virgen María: tú eres de Sevilla mientras que yo he venido de la lejana
Bohemia: ambos estamos un poco perdidos en esta fascinante ciudad, la más
interesante del mundo, en la cual, según dicen, se vive más felizmente que en
cualquiera otra parte.
»Al volver a verte después de muchos años, por una fracción de segundo, tal vez
con la velocidad de la luz, me encontré otra vez contigo en casa, al lado de una estufa
con cuatro patas cubierta de herrumbre, cerca de la desvencijada cama metálica sobre
la que colgaba una cruz y donde solía dormir mi padre. En aquella pobre estufa
quemaba mi padre los cuadros viejos. ¡El tuyo también! Pero tú resplandeces aquí, en
tu eterna belleza española.
»Tal vez te acuerdes de cuánto te adoraba; te amaba con devoción. Miraba largos
instantes esos ojos que levantas hacia el cielo. Aparentemente, en el paraíso, allá
arriba, hay más alegría y felicidad que en este mundo. Con esa larga mirada temblaba
mi corazón de niño. Entonces todavía no sabía muy bien por qué. Hoy veo tu rostro y
ya lo sé.
»Por eso te ruego, si hay una pequeña posibilidad, que intercedas en mi favor para
que encuentre en la vida a una muchacha parecida a ti. Que tenga también unos ojos
cariñosos y dulces como tú, que sea hermosa y buena. Amén.»
Y la Virgen Inmaculada de Bartolomé Esteban Murillo atendió a mi ruego.
Sin embargo, apenas salido del Louvre y huido del hechizo de la pintura de
Murillo, me sumergí otra vez con entusiasmo en el universo de Picasso.
Nombres como Braque, Juan Gris, Kandinski, Matisse, Chagall, Vlaminck y
otros, los pronunciábamos Teige y yo como una letanía a todos los santos. Y París
ofrecía más y más aventuras. Intercalábamos los gritos de sorpresa con tazas de café
que tomábamos varias veces al día bajo los toldos de los cafés en los bulevares,
mirando a las bonitas vendedoras que no olvidaban de añadir a un ramito de flores su
amable y tal vez inolvidable sonrisa.
La buena y complaciente señora que nos ayudaba a ordenar nuestro hogar cuando
mi mujer y yo nos acabábamos de casar, en cuanto vio por primera vez las dos
desnudas camas al lado de la pared, confió a mi mujer su decepción:
—¿Por qué no habéis puesto encima de la cama un dosel blanco?
Sí, un dosel blanco, generosamente plisado, unido con una corona dorada bajo el
techo, y entre tela y tela, una Virgen. Una de aquellas bellas vírgenes que tanto
adoraba en mi juventud.
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18. LA CORONA PUTREFACTA
Un amigo de la juventud y antiguo compañero de clase, que como yo, después de
seguir caminos tortuosos a través de la vida, se encontró al final en el barrio de
Břevnov, y además bastante cerca de nosotros, llamó a la puerta del jardín una
mañana de invierno:
—Ven a ver mañana cómo tiran a tierra nuestra vieja casa de la calle Lupáčova,
allí donde a veces me ibas a ver y donde fabricábamos pólvora.
Al principio vacilé. Las detonaciones de perunito no me parecían exactamente la
canción de cuna más adecuada para mi viejo corazón. Pero al final dije que sí. Hacía
tiempo que no había estado en Žižkov y a veces lo añoraba.
Al día siguiente por la mañana, salimos. Era un agradable día de invierno.
La calle, en la que toda una hilera de casas estaba destinada a la demolición,
estaba cerrada y sólo la pudimos ver de lejos. Las casas tenían los ojos sacados y la
vida se le había sido extirpada por la fuerza como las agallas rosadas de las carpas
navideñas. Las paredes estaban desnudas y preparadas para sus últimos momentos.
Las casas callaban enfadadas.
Aparcamos cerca del mercado y subimos por la escalera a la parte sur de la colina
de Žižkov, sobre el negro túnel del ferrocarril. No éramos los primeros. Hasta los
empleados de la televisión estaban ya preparados. Tuvimos delante de los ojos todo el
Žižkov antiguo, cuya mayor parte tenía que hacer espacio a los nuevos edificios
blancos y a las modernas y aireadas avenidas.
El campanario de la iglesia de San Procopio seguía encaramado encima de los
tejados sucios de humo, y su reloj, con los números recién dorados, brillaba sobre el
barrio. Las calles se unen allí, después de haber corrido pendiente abajo, en la
pequeña plaza triangular de San Procopio, donde antes había un mercado. Me habría
gustado correr entre los puestos. Cuando empezaba la primavera, en una de las
esquinas de la plaza vendían ramos de flores medio marchitas. Olían bien. A finales
de la primavera, de costumbre antes de la fiesta del Corpus, aparecían peonías rojas y
varitas de lirios. Mi madre traía lirios del mercado. Le gustaban. Perfumaban todo el
apartamento y la hacían pensar en la iglesia. En el invierno, antes de las fiestas de
Navidad, se podía comprar allí musgo para los belenes. En el mercado me
sorprendían los grandes mostradores inclinados, con agujeros redondos en donde
ponían las mitades de los huevos con los ojos dorados de las yemas. Las claras las
guardaban los vendedores en altas regaderas. Las esperaban los pasteleros para hacer
con ellas frágiles dulces de espuma.
Como nos quedaba un poco de tiempo, fuimos a ver nuestro edificio por detrás;
estaba cerca. ¡Cómo no reconocer nuestra casa entre otras casas casi iguales! Estaba
unida por tres terrazas, y no faltaba ni la artesa, tal como yo lo conocí cuando era
niño. Las viejas acacias negras y torcidas escaseaban. Hasta el viejo semáforo estaba
allí y todavía saludaba obedientemente. No ha cambiado nada; sólo yo he cambiado.
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Y si tuviera que volver allí, ya nadie me reconocería.
Hace casi medio siglo que Žižkov no es mi hogar; pero, a pesar de ello, cada vez
que vuelvo allí me siento en sus calles como en casa. Miro la red de callejuelas, la
arrugada superficie de los tejados, y por todas partes me llegan insistentes recuerdos
y se me ponen ante los ojos. Hay muchos de ellos que me gustaría acariciar, pero son
tantos, y llegan más y más, y el tiempo se apresura. Queda poco tiempo para el
lúgubre acontecimiento. Sólo un cuarto de hora; sólo doce, diez, nueve minutos.
Mis días presentes vuelan tan de prisa como copos de nieve con el viento y ni
siquiera me da tiempo a sentirme desgraciado. Y miro conmovido dentro de los
recuerdos, en los espacios solares de su tiempo, cuando un año parecía casi un siglo y
un día no llegaba nunca a su fin.
Apenas me hice un poco mayor y empecé a observar mi pequeño universo
limitado, lo quería poseer todo con todos los sentidos. Descubría las primeras
bellezas del mundo y no tenía tiempo para digerirlas. Mi corazón se alegraba
continuamente. Deseaba poseerlo todo a la vez, precipitadamente y sin pensarlo.
Cada día vivía nuevas aventuras que no me dejaban dormir. Hoy, esto me hace pensar
en una pequeña historia de mi primera infancia.
Me encontraba de vacaciones en Smržovka, cerca de la frontera. Los alemanes la
llamaban entonces Morchenstern. Detrás de la pared de las fábricas de vidrio descubrí
un almacén donde ponían las piezas rotas o mal hechas y, sobre todo, trozos cortados
de bastones de color. Parecían carámbanos rotos. Los pedazos estaban llenos de hilos
y cintas de colores que formaban pequeños ornamentos. Los más bonitos eran los
trozos de cristal mate, rojo por dentro y con pequeñas estrellitas doradas por fuera. En
aquel momento me sentía como la mujer del poema de Erben, ante la cual se abrió
una roca repleta de tesoros. Me llenaba de cristal todos los bolsillos y el sombrero y
tenía miedo de que mi pasión no se acabase antes de tiempo y viniera algún guardia
con su bastón. Todavía conservo algunos de aquellos trozos, como recuerdo de la
felicidad vertiginosa que experimenté sobre el montoncito de basura de vidrio.
Sí, más o menos de esta forma vivía también los momentos de cuando me fui a
las calles de Žižkov por primera vez. Ya no se trata de lo que había podido encontrar
allí, sino de la alegría y la sorpresa que, con el paso de los años, eran cada vez más
raras.
El poeta Robinson Jeffers dice que todas las cosas del mundo son bellas y que
depende del poeta el saber elegir lo que puede durar. Yo lo formularía de otra forma.
Todas las cosas del mundo no son bellas, pero las que el poeta elige, duran. Por lo
menos mientras viva el poema que escribe.
¡Viva la poesía!
El núcleo histórico de nuestra capital está, en su aglomeración, rodeado de barrios
periféricos, cuyos edificios, en su mayoría del siglo pasado, se caracterizan por ser
viejos y ruinosos. Se construyeron sin pensar en sus habitantes. Y eso precisamente
es Žižkov, cuya mayor parte es así. Los arquitectos y urbanistas llaman «corona
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putrefacta» a este círculo de construcciones y están comenzando a liquidarlo.
¡Corona putrefacta! Durante años he vagado entre las tumbas del cementerio
Olšanský y sé lo que es una corona putrefacta. El término es terrible, pero exacto. Y
también sé lo que pasa después de la muerte: unas cuantas coronas en la tumba.
En el barrio periférico me acostumbré a la triste melodía de la putrefacción y al
olor de la pobreza. Porque la pobreza y la miseria huelen mal. ¡Y cómo se esfuerza la
gente que vive en ellas para mantener su pequeña felicidad! Me enamoré de aquellas
callejuelas feas, llenas de polvo, de mugre y de hierba sucia entre los adoquines de
piedra del pavimento. Por los momentos de alegría que experimentábamos sin saber
lo que es la felicidad. Y por los días en que vivíamos intensamente sin saber lo que es
la vida.
Ahora desde la colina de Žižkov estoy mirando y sonriendo a mi propia vida, con
sus primeros recuerdos, y estoy esperando que salga el humo y que, después, en
seguida, se oiga una detonación estruendosa, y una casa tras otra se derrumben por
dentro.
No hace mucho que, en la pantalla de la televisión, había oído la declaración de
un joven deportista. A la pregunta de si se iba a casar empezó una charla: antes que
nada quiere destacar en su deporte y llegar a la cima. Luego acabará los estudios
universitarios y sólo después empezará a buscar una pareja indicada. Qué bien se le
ha delineado. ¡Cuánto éxito tendrá este hombre!
Por suerte, no me parezco a él. En nada.
Mentiría si afirmase que a Venus se le fue la mano y que me proporcionó más que
a los demás cuando medía la pasión más noble y más dulce de la vida. De todos
modos, que me dio bastante y, lo mismo que Anatole France, tengo que darle las
gracias y hacerle una reverencia con cortesía y sinceridad. ¡Vive eternamente, bella
Anadiomene! ¡Te acataré hasta la muerte! El vivificante deseo no me deja ni en los
años tardíos. No desaparecerá hasta que muera yo.
Y si en aquellos momentos en la colina donde había pasado mi juventud
recordaba tantas cosas variadas, ¿cómo no iba a recordar, cómo iba a olvidar el mayor
encanto y gracia del pasado que me acompañó en la vida?
Desde la infancia, me atrajo el perfume del pelo femenino. Todavía no sabía leer
y ya tenía ganas de acariciar el cabello de mis pequeñas compañeras. Sólo la
vergüenza, ay, la maldita vergüenza que no he sabido superar durante mucho tiempo,
me lo impedía en el último momento.
En la primera clase, me enamoré de manera un poco confusa, pero intensa, de la
señorita maestra. Ella misma fue un poco culpable. Estaba sentado en la primera fila
y ella me distinguía de tal forma que me dejaba recoger los cuadernos de la clase. A
veces se sentaba en el borde de mi pupitre y yo sentía la fragancia del jabón de sus
manos. Y cuando conseguía leer algo del libro de texto sin parar, me acariciaba la
cabeza. En aquel momento me temblaba el corazón y la sangre me subía a las
mejillas. Cuando salía de la escuela, la seguía secretamente y vagaba alrededor de su
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casa mirando las ventanas. ¡Todas! No sabía cuál era la suya. Luego, por la noche,
con la boca en la almohada, conversaba con ella susurrando, tuteándola
valerosamente en un diálogo ficticio. Caminaba como sonámbulo; hasta mis padres
se fijaron en ello y estaban preocupados temiendo que estuviera enfermo. No, estaba
sano, completamente sano; únicamente me sentía triste, porque todos los grandes
amores acaban infelizmente. La señorita maestra se llamaba Marie Gebauerová y me
parece que era de la antigua y culta familia del profesor Gebauer, cuyo nombre
teníamos en el instituto como autor del libro de texto de lengua checa. Cuando la
señorita se fue de nuestra escuela, lloré sinceramente.
Si aún está viva, cosa que le desearía de todo corazón, en la primavera le mandaré
una carta. Al menos, por una golondrina que el año pasado hizo su nido debajo de
nuestro tejado.
Como es natural, me recuperé muy pronto de aquel amor infantil. En un edificio
donde hubo un montón de pisos y en estos pisos un montón de habitantes, no solía ser
difícil.
Un piso más abajo vivía una muchacha salvaje, sólo un poco mayor que yo. Tenía
unos cabellos negros, mi madre decía que gitanos, y en ellos un gran lazo rojo. La
encontraba casi a diario y siempre me sonreía. Una vez, cuando pasé por su puerta,
me atrajo adentro y se puso a abrazarme y besarme con furia. Pero antes de poder
darme cuenta de mi súbita felicidad, me sacó otra vez fuera. Como un trozo de trapo
arrugado. Había oído a su madre que volvía del sótano con el carbón.
Al cabo de poco tiempo se mudó a un piso vecino una pareja de recién casados.
En aquella ocasión fue la joven desposada la que sacudió mi corazón. Algunas veces
me invitaba a la cocina para ofrecerme una tarta o un dulce todavía caliente. Me
enamoré de ella en seguida, después de nuestro primer encuentro, y en vano
reflexionaba cómo acercarme más estrechamente a ella. Por el carnaval, me llamó
cariñosamente por mi nombre de pila y me ofreció una tarta con mermelada de
grosella. Cuando me la acabé, cogí su mano y la besé con todo el corazón. Me dio
otra tarta y medio en serio medio en broma me echó una bronca: por una tarta no hace
falta besar la mano. No comprendió, por desgracia, que no era una expresión de
agradecimiento, sino una declaración de amor y un torpe deseo de acercarme a su
atractivo cuerpo.
No sólo por las ricas y espaciosas avenidas del centro de la ciudad, sino también
sobre el polvo y el barro de la periferia, caminaban zapatitos de mujeres, chicas
guapas y apasionadas, con muchas flores, cintas y sonrisas en todas partes. Así que
me veía muy a menudo atado por las miradas de aquellos bonitos ojos.
Acostumbraba a sentarme con un amigo en una valla metálica que rodeaba el
pequeño parque de la plaza Kostnické. En la primavera, sólo crecieron allí unas pocas
ramas de lila que los chicos cogieron antes de que tuvieran tiempo de florecer; y un
mirlo. Pero por encima de nuestras cabezas flotaban unas nubes blancas y nos bastaba
con poder respirar el aire perfumado de la primavera.
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Siempre me ha gustado el perfume fuerte y espeso, como crema de leche, de las
violetas nocturnas. En la colina de Žižkov había huertos enteros de ellas. Iba allá a
sentarme a su lado y soñaba casi con furia. Y en un cuaderno apuntaba versos. De
tanto olor de violeta, a veces me dolía la cabeza. El querer volver a esos lugares
después de tantos años era inútil. Todo había cambiado. Quise acariciar el respaldo
del banco, lleno de inscripciones escritas y raspadas con cuchillo y mirar si debajo del
banco seguía habiendo horquillas perdidas; pero el banco ya no estaba allí.
Se aproximaba la hora de la detonación. Estaba observando las demás casas. Muy
ajadas, eso sí, pero tengo la impresión de que hoy poseen una especie de amabilidad
humana, como si durante aquellos largos años las hubieran acariciado muchas manos
de hombres y mujeres.
Al cabo de unos segundos se oyó un estruendo y las casas se derrumbaron y se
cubrieron con una espesa nube negra de polvo. Miré el rostro de mi compañero. Tenía
lágrimas en los ojos.
—No te rías de mí —me dijo cuando subíamos al coche y chorros de agua
derribaban al suelo las nubes de polvo—. Es que vi en la nube a mi madre que estaba
untando una rebanada de pan con manteca y chicharrones.
Cuando construían en París la alta torre de hierro, el señor Paul Verlaine, que
pasaba al lado, se tapó los ojos con el sombrero, para no entrever siquiera aquel
monstruo. Y al cabo de poco tiempo, los poetas franceses enviaban a la Torre Eiffel
sus besos entusiasmados en las puntas de los dedos y los acompañaban con los versos
amorosos de sus poemas.
Y hoy en día, los turistas y los parisinos difícilmente podrían imaginar París sin
esa torre.
Si llegase a vivir hasta el día en que nuestra calle de Žižkov esté rodeada de
blancos edificios de panel, no me taparía los ojos, pero caminaría por esa calle como
un extranjero por una ciudad ajena y absolutamente indiferente.
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19. LOS AMORES DEL CAPITÁN STRATTON
Nos mudábamos al piso nuevo del barrio de Břevnov cuando desde las ventanas
abiertas de las casas vecinas se oía el ruido de los altavoces de la radio. Hitler gritaba
y amenazaba. Era en junio del año treinta y ocho.
La alegría del nuevo ambiente, lleno de aire fresco y de sol, fue estropeada por las
amenazas nazis. Una vez más se acercaba un desastre a nuestra nación, a través de
aquellos campos que se veían desde las ventanas. El monte Bíla hora[7] no estaba
lejos.
Al cabo de poco tiempo, y directamente delante de las ventanas, apareció un día
una hilera de esbeltos cañones antiaéreos. Tenían un aspecto amenazador y estaban
dirigidos contra el cielo occidental.
Pero todavía cantaban los pájaros y en los campos se bamboleaban con frecuencia
las bandadas de perdices o saltaban las jóvenes liebres. ¡Aún era la paz! En Břevnov,
entonces, había más color verde que tejados y desde los bosques de Křivoklát soplaba
un aire perfumado.
Aunque no cuento algunas estancias cortas en otros barrios, de hecho cambié la
vivienda de un barrio periférico oriental, que fue el lugar de mi juventud, por la
residencia en la parte occidental donde hoy transcurre mi vejez. Pero mientras las
demoliciones continuas se van comiendo a trozos mi Žižkov natal, Břevnov se está
volviendo un barrio más moderno y que va creciendo. No digo que sea hermoso. Por
la época en que vivimos aquí, la mayor parte de las casas estaban en un lado de la
avenida Bělohorská. En el otro lado había un anchuroso valle, cerrado por los
terrenos de un monasterio. Así fue el Břevnov antiguo. Era un idilio de verdad.
Todavía queda allí una pequeña plazoleta en donde, hasta hace poco, tocaban el
Ángelus. Actualmente, en aquellos sitios donde antes olía a eneldo y a comino, hay
edificios modernos y largas calles bordeadas de hileras de coches de todos los
colores. Y debajo de los coches, manchas de aceite. No siempre es una vista
agradable. De todos modos, todavía se oye allí el canto de las alondras, aunque cada
vez hay menos.
Conozco Břevnov desde mi infancia. Caminábamos por aquí desde Pohořelec
hasta el monasterio y, luego, por el camino de árboles de Zeyer hasta Hvězda. Para
coger violetas y muguetes. Estos últimos ya no crecen allí. Por el camino, nunca
dejábamos de parar delante del hostal Na Marjánce. En el portal de esta famosa sala
de baile había un cuadro primitivamente expresivo de la Batalla de Bíla hora. Los
días de baile en Na Marjánce eran célebres. El énfasis, la fama y la calidad pintoresca
también procedía de los dos cuarteles que estaban cerca de allí, en Pohořelec. En uno
de ellos había infantes, en el otro dragones. El toque de retreta se oía por todo
Břevnov.
Vivimos en la avenida Bělohorská, sobre el llano de Strahov, cerca de ambos
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estadios. En verano oímos los tiros de salida de las pistolas. Cuando acabábamos de
llegar aquí, desde las ventanas se veía el monte Říp.[8] Eso era muy agradable. Y
Milešovka y Kletečná,[9] algunas veces. Al ampliar el hospital militar se acabó la
vista. Ahora vemos el triste edificio del hospital, y del paisaje, nada en absoluto.
Dicen que desde el edificio de la radio de la comisaría en septiembre se pueden ver
las montañas de Krkonoše. Cada año me prometo verlas pero de costumbre me
olvido.
En la imprenta de Lidový dům trabajaba el impresor Václav Chlumecký. Cuando
se enteró de que me había mudado a Břevnov, vino a verme.
—Tengo un hermano en Břevnov. Está enfermo de poesía. Cuando sepa que estás
allí, no tardará en asaltarte. Pero no te preocupes, es una buena persona. ¡Salvo en los
poemas!
Tenía razón. Al cabo de un par de días vino. Y era una buena persona. Nos
hicimos buenos amigos.
Bohuslav Chlumecký nació en el seno de la familia de un conserje de una nueva
escuela de Břevnov, todavía inundada por el verdor de los jardines. Tenía unos años
menos que yo, pero era ya conocedor del barrio.
Más tarde, me hablaba algunas veces del antiguo Břevnov y de su infancia. Antes
había sido un pueblo independiente, sin relación con Praga. En la antigua fonda El
castaño se había fundado el partido socialdemócrata. La gente que vivía allí era, en su
mayoría, pobre: obreros, proletarios. Los habitantes, tal como suele ocurrir en los
pueblos, se conocían de la tienda, de sus clubs y de sus bares. Praga, que estaba tan
cerca, les parecía lejana. En aquella atmósfera de pueblo obrero se había formado
Chlumecký. Por las ventanas de la escuela se olía a comino y a hojas de apio.
Digo que se había formado. Pero se formó mal. Aunque nació con la columna
vertebral recta, desde la infancia se le iba torciendo perniciosamente. Creció pequeño.
Me da vergüenza decirlo, pero me hacía pensar en las estatuas barrocas que hay
delante de la entrada del castillo en la ciudad de Nové Město nad Metují. Era un poco
más alto, eso sí, pero su cara se parecía mucho. Hasta que no le conocí perfectamente,
me sentí cohibido en su presencia. Como había dicho su hermano, adoraba la poesía.
Los poemas representaban para él lo que el aire representa para un árbol verde. Le
hacía vibrar y vivía completamente sumergido en su ondear vivificante y en su
música. Le devolvía lo que no tuvo en la vida. Al menos parcialmente.
No obstante, en aquel cuerpo torcido se albergaba un espíritu elevado y recto.
Hacía tiempo que tocaba el violoncelo, pero más tarde se dedicó enteramente a la
poesía. Cuando le conocí, ya tenía una rica biblioteca, poética de verdad. Sabía
renunciar a casi todo en la vida con el fin de tener dinero para los libros. Se los hacía
encuadernar en las pieles más preciosas. Estoy hablando de los mejores
encuadernadores. Casi todos están muertos y con ellos ha muerto el hermoso libro
checo. A Chlumecký le encantaban los libros bien hechos, pero no era un bibliófilo
esnob.
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Pequeñas joyitas al lado de joyas grandes: el corazón y los ojos temblaban de
emoción. Se compró dos armarios-biblioteca antiguos y los tenía llenos en dos
hileras. Logró conseguir todo (hoy libros de mucho valor) lo del antiguo imperio.
Adoraba a Barbey d’Aurevilly; y a Léon Bloy, aquel insolente genial y espléndido,
dueño de la joyería de todas las injurias del mundo, lo tenía encuadernado en tafilete
fino de color rosa.
Tal vez se podría decir que la profesión vital de Chlumecký fue la poesía. Le
dedicó la mayor parte de su tiempo. El resto de tiempo lo pasaba en una oficina del
ayuntamiento de Praga, donde estaba encargado de los impuestos de los perros
pragueses.
No sólo le gustaba leer los poemas, sino que le encantaba recitarlos. Aunque no le
fue dada una figura elegante, intentó al menos cultivar histriónicamente su voz un
poco ronca. Y lo logró. Tuvo un gran ejemplo en Zdeněk Štěpánek. Y ese modelo lo
eligió bien.
En su segunda visita en mi casa me dejó estupefacto. Aprendió de memoria mi
colección de poemas Vestida de luz y me la recitó. Aunque no era bebedor de vino,
aprendió de buen grado con interés todas mis romanzas del vino y las decía
agradablemente.
El número magistral de su repertorio era un poema del autor inglés John
Masefield: «El amor del capitán Stratton.»
Antes de la guerra se publicó en Zlín una pequeña antología de este poeta. En
nuestro país fue, y me parece que sigue siendo, poco conocido, aunque Masefield era
poeta laureatus. En Inglaterra siempre tienen a un solo poeta premiado de esta forma.
No sé inglés ni conozco el original, pero puedo decir que lo que conozco es malo.
Incluso muy malo, torpe. De todas maneras, el poema sobre el capitán Stratton es una
pieza agradecida para la recitación. La antología fue seguramente un asunto
puramente de Zlín, porque no recuerdo haber visto el libro en el mercado pragués.
Así que no tengo ni idea de cómo lo consiguió Chlumecký. Fue precisamente aquel
poema el que llamó la atención del recitador, aunque también era precisamente aquel
poema el que estaba peor traducido. Aprenderlo era facilísimo. Le prometí traducirlo
mejor. Pero no cumplí la promesa. Hoy esta traducción está marcada por la muerte de
Chlumecký, al menos para mí. ¡Qué le vamos a hacer! Dejaré su versión.
Estos versos los recitaba con un patetismo silencioso, pero creíble. Hasta hoy los
oigo en la mente cuando le recuerdo. Ni estaba loco por el baile, ni bebía ron; sólo
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unas gotitas en el té por Navidad.
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yo quiero la armonía de la copa, ¿por qué vivir como un monje?,
dice el viejo y valiente capitán Stratton.
No, Chlumecký tampoco jugaba a las cartas, y naturalmente aún menos intentaba
bailar. No obstante, tampoco vivía como un monje. Tenía bastante fuerza y creó su
propio mundo. Y éste fue lo suficientemente bello para que pudiera vivir en él cuando
el destino le privó de tanto.
Al final de esta estrofa, con un acento de cierto orgullo, el recitador daba un vivo
taconazo. Sin embargo, no logró acabar calzado. Le hacía falta algo para un final así.
¡Un detalle! La mar tempestuosa.
Una amiga de Chlumecký, una joven profesora del Colegio femenino de Praga, Marta
Hušáková, se casó con el doctor Hodgkiss y se fue con él a Inglaterra. Apenas se
encontró en tierra inglesa, escribió al poeta John Masefield: en la lejana Bohemia hay
un joven que se ha enamorado de su poesía. Recita sus versos y los da a conocer a los
jóvenes checos. El poema sobre el curioso amor del capitán Stratton figura entre sus
poemas preferidos. El poeta invitó a la señora de Hodgkiss a su casa y se sintió muy
conmovido con su historia sobre Chlumecký. Le escribió una amistosa carta. Desde
entonces, entre las primeras felicitaciones navideñas cada año figura la de este poeta.
Yo tampoco salí de aquella visita con las manos vacías. Recibí un ramito verde del
laurel de su casa. Lo guardé detrás del cristal de mi biblioteca. Con el tiempo se secó
y se volvió marrón. Cada vez que lo miraba no podía reprimir una sonrisa,
acordándome de Svata Kadlec. Durante la guerra, cuando visitábamos a Jiří Mařánek,
Kadlec nunca se olvidó de coger en secreto unas hojas de laurel de las coronas que
colgaban de las paredes. Le gustaba cocinar y necesitaba las hojas para las salsas. En
aquel entonces, no se podía conseguir laurel.
Hablando de la señora de Hodgkiss y Bohuslav Chlumecký, no puedo dejar de
contar la historia del Colegio femenino de Praga y el de Košinka, en el barrio de
Libeň. Bajo su techo hospitalario encontró Chlumecký su escenario y, ante él, un
público femenino joven y curioso.
—Sólo después de ingresar en Košinka empecé a vivir. Antes no hacía más que
sobrevivir miserablemente —comentaba Chlumecký.
En Libeň todavía existe la enorme torre. ¡Pero qué digo, torre! Es todo un
palacete. Había pertenecido al industrial Grabe, quien se mudó a Viena antes de la
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guerra. La torre se llamaba Košinka y las muchachas que encontraron en ella un
pasajero hogar feliz se llamaban a sí mismas Košinkářky. La torre fue alquilada por la
directora del Colegio femenino de Praga, montado aquí según el modelo del colegio
parisino del Sacré-Coeur. La torre fue rodeada de jardines franceses y de pistas de
tenis.
No he preguntado cómo fue que Chlumecký cayó entre estas chicas; pero, en
realidad, no se trata de eso. Los que le vieron allí hablan de él con entusiasmo.
«Chlumecký se convirtió en el alma de los programas culturales y esa acción fue
muy amplia e importante. Estaba en su salsa, buscaba, organizaba, preparaba,
negociaba con entusiasmo inapagable los proyectos culturales.»
Esto cuenta de él su amigo J. V. Viktorin. Un ambiente único de amistad lo creaba
en Košinka la frecuente presencia de artistas jóvenes. El contacto con los
universitarios y alumnos del conservatorio se hizo una regla. Los jóvenes estaban
entre ellos. Los artistas, actores y músicos que empezaban necesitaban probarse a sí
mismos en una actuación delante del público. Allí iba E. F. Burian con M. Burešová y
con su conjunto teatral. Chlumecký llevó a muchos invitados célebres a aquel
ambiente agradable y animado de muchachas inteligentes. Las escritoras M.
Majerová y J. Glazarová estuvieron allí. Majerová me había hablado de la escuela
con sincero interés. Los poetas Nezval y Halas también. B. Mathesius solía ser un
invitado frecuente, al igual que Jan Drda y Albert Vyskočil. Hasta el interesante Max
Brod visitó el Colegio. Pero es difícil recordarlos a todos.
En Un verano caprichoso[10] el señor Dura, propietario de una piscina, observa:
«Hay pocas chicas guapas en el mundo, pero algunas sí hay.» Si tuviera razón,
aunque yo no lo creo, en Košinka habrían estado todas las muchachas bonitas de
Praga.
Chlumecký recitaba versos a las jóvenes bellezas y las chicas escuchaban con
interés. Creó una buena atmósfera y gracias a él la poesía estaba allí en su casa. Y él
era feliz.
Varias veces en su vida Chlumecký intentó acercarse a las mujeres, pero siempre
fue rechazado y cruelmente burlado. Se dio cuenta de que tendría que conformarse
con su soledad. Ninguna mujer quiso unir sus pasos a los de él. Tal vez no haya que
extrañarse. La puerta en el deseado jardín del amor le fue cerrada con cadena y estaba
guardada por un perro rabioso.
En Košinka se vio de repente totalmente rodeado de mujeres jóvenes, que le
sorprendieron y alegraron con su interés y su amistad. Se podría decir que era
directamente mimado por su atención.
¡Ay, pero aquel perfume embriagador de la belleza y la juventud femeninas! Ya
no me acuerdo qué poeta dijo que la mujer es más hermosa que el cielo azul.
Parece, sin embargo, que las mujeres de hoy desprecian el mito que habían creado
ellas mismas, con una pequeña intervención de los hombres. Éstos les responden
ahora con su rudeza y su grosería machista, y a veces hasta con cinismo. Es una
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lástima. ¡El mundo había sido antes, quizás, un poco más bonito!
Pero volvamos a Chlumecký, que respetaba a las mujeres profundamente.
Seguramente mucho más que cualquier hombre normal. Y así encontró un sendero
por el que se pudo acercar al corazón femenino. Sólo tenía que saber dónde estaba el
límite que no podía ni tenía que traspasar. Las chicas se acostumbraron a su
desafortunado exterior e intentaron no ver su lamentable aspecto. Eran muy buenas y
lo lograron. No quiero afirmar que fuera feliz del todo. Le era bastante difícil y
amargo moverse en un ambiente de tanto encanto femenino como un descalzo sobre
el cristal roto. Una sala llena de mujeres jóvenes y alegres no es una silenciosa capilla
para arrodillarse sobre losas frías.
Pero para Chlumecký lo era.
Creo que gasto demasiadas palabras para describir una cosa tan sencilla y
evidente. Chlumecký se enamoró de las chicas. En principio de todas a la vez. A
primera vista, esto fue más o menos platónico, y por lo tanto inocente y sin dolor.
Querer a toda una clase de bellas jóvenes no es un gran arte. Pero fue peor cuando se
enamoró de una tras otra.
Una cosa era segura para él. Si no quería estropear todo lo que había logrado, no
debía demostrar sus sentimientos; ni con una mirada, ni con una palabra, ni con el
más mínimo movimiento de los ojos. Pero el amor siempre ha sido muy ingenioso. Si
existe la transmisión de los pensamientos en alguna parte, seguramente es en este
ámbito, en el universo de las relaciones amorosas. Naturalmente, cada una de ellas
reconoció su sentimiento en seguida, y tal como suele pasar, no lo guardó para sí
misma.
Naturalmente esta clase de amor secreto no es cómodo ni, menos aún, feliz. Ni el
mismo Dante supo callar. Pero Chlumecký tuvo que hacerlo. Y de esta manera las
llamas de sus amores disminuían y palidecían cada vez más, aunque nunca se
apagaban del todo y siempre estaban preparadas para brotar otra vez. Pero la razón
suprimía constantemente el corazón y lo apretaba cuando el corazón no quería resistir
de ninguna manera. Pero lo que la razón no pudo controlar fue el dolor del corazón.
Sin embargo, las chicas también eran un poco culpables, si es posible llamar
culpa a la despreocupación juvenil y al encanto de la juventud. La verdad es que no
se hubieran podido tapar las caras ni vestir las bonitas piernas con un saco.
¡Pobre Chlumecký! El corazón se le rompía. Me confesó que a veces le latía con
tanta intensidad que lo sentía en la garganta. Pero las chicas se comportaban con él de
una manera amable y gentil. ¡Tal vez eso era lo peor!
Con aquel constante fuego de sus ojos algunas veces llegó a tambalearse. No
obstante, puso en su voz ronca tanto amor y cariño, tanto fervor sincero, que se ganó
el corazón de todas las alumnas.
Vino a verme y me confesó que las chicas le habían pedido varias veces que les
dijera qué es de hecho la poesía. Le di una definición de la poesía de la que yo sabía
que no expresaba nada: «La poesía es belleza vestida de palabras y palabras vestidas
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de belleza.»
Él se dio cuenta de que esta frase no quería decir nada y se mostró descontento.
En Břevnov, allí abajo, en Na Petynce, vivía su amigo Albert Vyskočil. Él le dijo
algo mucho más expresivo y le reveló su secreto:
Que nunca podemos llegar a descubrir lo que es la poesía, que nunca logramos
apoderarnos de ella. Que nunca la podemos aprender. Que la poesía es algo que se
nos aparece. Que sencillamente es una Aparición. Y que todo lo que tenemos que
hacer nosotros es sorprendernos.
Estas palabras respondían mucho mejor al respeto que él sentía por la poesía y
por el camino que conduce a ella, aunque este camino no se acabe nunca.
Tal vez la explicación era bastante incomprensible para aquellos espíritus tan
jóvenes; pero no importa: se hicieron a la idea y siguieron escuchando y amando la
poesía. Los poetas tenían en Chlumecký un fiel mensajero para el pensamiento y el
interior de los jóvenes.
Cuando Chlumecký volvía por la noche a casa —eso me lo estoy inventando—
abría las bibliotecas antiguas y buscaba en ellas los libros que más estimaba. Los
acariciaba —con ellos sí le estaba permitido— y se ponía a leer. Luego cerraba el
libro y los ojos. Svatopluk Čech escribió una vez un bello verso sobre su soledad:
Durante la guerra, los alemanes cerraron Košinka en 1942 y echaron a los profesores
y a las alumnas. Algunas chicas empezaron a añorar la vida alegre del colegio.
Košinka se convirtió en una leyenda y las muchachas decidieron reunirse allí
regularmente. Chlumecký, claro está, también acudió allí. Y desde entonces siguen
reuniéndose.
Los años corrían de prisa. Ya tenían hijas mayores y éstas acompañaban a sus
madres a las reuniones. Y de hecho, las hijas mismas tienen ya hijas y ocurre lo de la
Canción del marinero de Paul Fort: «Eh, hija, prepárame a tu hija.»
Hasta hace poco Chlumecký les escribía invitaciones en verso. He leído un
puñado de ellas. Son graciosas y agradables.
Delante del escaparate de la editorial Melantrich, en la plaza Václavské, encontré
una vez al profesor V. V. Štech. Miraba con interés, detenidamente, la cabeza de una
virgen gótica.
—Es una copia en yeso de la virgen de madera que está en el pueblo de Tismice.
Se llama de los Claveles. Tiene claveles pintados sobre el vestido.
Le di las gracias por la información, entré en la tienda y compré la cabeza. Me
gustó y no era cara. El día siguiente era el cumpleaños de mi mujer y así tenía un
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regalo. La puso sobre la biblioteca y allí está desde entonces.
Primero busqué en el mapa: Tismice, en Bohemia del sur, hogar de las vírgenes
góticas más bellas, pero, para mi sorpresa, me enteré de que Tismice está muy cerca
de Praga, a unos pasos de Česky Brod. Me lo dijo Chlumecký, que conocía la virgen.
Un día de otoño me fui a Tismice. La pequeña basílica románica está situada sobre
una suave colina, en medio de unas cabañas rústicas. La estatua es verdaderamente
preciosa. Esbelta, a la manera gótica, con un atractivo rostro de muchacha y unos
menudos labios cerrados. Está sobre el altar mayor. El anciano párroco, para mezclar
sus encantos y su santidad, había extendido encima de ella un baldaquino de tela
celeste que además hizo bordar con rositas de papel. A decir verdad, no era de muy
buen gusto, sino todo lo contrario. Pero ahora recuerdo un conocido cuento de
Anatole France en que el malabarista homenajea a la Virgen en el altar enseñándole
unos cuantos juegos de manos y trucos malabares. Pues, ¡por qué no!
Poco después de mi visita a Tismice me vino a ver un joven redactor del
periódico Kulturní tvorba, para hacerme una entrevista. Cuando nos quitamos de
encima la conversación, el joven miró la casa y decidió añadir a la entrevista la
descripción del ambiente.
¿Cómo miró por la ventana? Se ve que se orientó mal y lo confundió todo. Luego,
insultó a nuestra escalera. Dijo que rechinaba. Que yo sepa, una escalera de hormigón
no puede rechinar. Luego miró la máscara del difunto F. X. Šalda que tengo encima
de la mesa y se la atribuyó a Josef Hora. Eso se lo perdonaría, porque no podía
conocer ni a uno de ellos. Hubo algún otro error en el artículo, pero ya no me acuerdo
bien. Lo peor fue cuando miró la cabeza de la virgen de Tismice y me preguntó qué
hacía allí. Sin sospechar nada malo le describí sin ninguna mala intención mi viaje a
Tismice. Hablaba con él como un viejo periodista lo hace con otro y me imaginaba
que luego arreglaría todas las informaciones para presentarlas a la prensa. Le describí
Tismice como un pequeño pueblo lleno de barro. ¡Si estaban en plena recolección de
la remolacha! Incluso delante mismo de la basílica había un charco negro tan grande
que costaba mucho atravesar. También le describí, con plasticidad, el gusto del señor
párroco que decoró a la virgen con azul celeste, así que aquello parecía una casa de
citas. Sí, desgraciadamente hice esta observación. ¡Y ahora ha empezado todo!
Porque aquel hombre lo escribió todo, tal como yo se lo había dicho.
Primero recibí una carta enfadada de la cooperativa agrícola de Tismice. Decían
que son una cooperativa ejemplar, cuya administración funciona muy bien y que se
cuida incluso del buen aspecto del pueblo. Estaban ofendidos.
El señor párroco mandó una carta de queja. Me reprochaba que en la iglesia me
había enseñado y explicado todo y que yo ahora se lo pagaba con desagradecimiento
y mala educación. Y demostraba lo bien que cuidaba la iglesia.
También me escribió una carta de protesta un historiador del arte de la cercana
ciudad de Česky Brod. La virgen no se llama de los Claveles y consideraba mi
afirmación un error grave. Yo dejé este error en los hombros de V. V. Štech. Lo habrá
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llevado con toda tranquilidad.
Recibí unas cuantas cartas llenas de sentido común de los habitantes de las
cercanías. Opinaban, y creo que justificadamente, que no hace falta hacer notar una
joya única de nuestro arte en una época en que ocurren tantos robos de objetos de arte
en las iglesias y en otras partes. La virgen de Tismice no está bien vigilada y el
párroco es ya anciano. No pude dejar de estar de acuerdo con ellos.
Primero me disculpé con la cooperativa agrícola enfadada. Luego escribí al
historiador de arte de Česky Brod y finalmente di la razón a los que habían expresado
su preocupación por el peligro que corría la virgen. Sólo faltaba el párroco. Estuve
vacilando. Y entonces apareció el sabio Chlumecký y me reveló que conocía un poco
al párroco de Tismice y que lo arreglaría con él. Él mismo se ofreció. Junto con un
amigo, tomaron dos bicicletas y el domingo siguiente se fueron a Tismice.
En el dispensario de Břevnov teníamos un médico excelente. Desde sus
comienzos en Břevnov cuidaba de la salud de Chlumecký y curaba su enfermedad
con mucho cuidado. Cuando le vio una vez en bicicleta cómo subía por la avenida
Bělohorská, le llamó y le prometió entre amigos que si le veía otra vez en bicicleta, le
daría un par de bofetadas en plena calle. Tenía razón.
Por el camino a Tismice, ya cerca de Česky Brod, Chlumecký frenó en seco
delante de las barreras y su amigo chocó con él por detrás. Chlumecký cayó de la
bicicleta y se rompió una pierna. Desde entonces hasta su muerte se fue arrastrando
por Břevnov con dos muletas.
Sin embargo, esta desgracia no le dejó compungido. Durante algún tiempo fue
cojeando a su oficina, siguió escribiendo sus invitaciones en verso a las Košinářky y
se reunió con ellas regularmente.
Hasta llegaba, cojeando, a nuestra casa en la calle U Ladronky. Cuando venía, no
se sentaba. Sentarse le producía dolor. Se quedaba de pie al lado de mi escritorio y
hablaba a mi mujer sobre la poesía, sobre las chicas de Košinka y no sé qué más.
Conocía bien su pobre casa y sé lo que quedó en ella cuando él murió en el
hospital de Strahov: ¡Nada! Sólo dos armarios antiguos, llenos de libros muy
valiosos. Y una veintena de chicas de Košinka estuvo llorando encima de su tumba
abierta.
Al cabo de poco tiempo empezaron a aparecer por casa algunos conocidos de
Chlumecký diciendo que habían visto sus libros en tiendas de libros de viejo. Pero los
vendedores de las tiendas no querían revelar quién les había vendido los libros. No
importa. ¡Ya lo sabemos!
… El Dios, mi Señor, que me condujo fuera de Egipto y de la casa de la
esclavitud, me encargó un rico rebaño. Pastoreaba en los prados verdes, pero yo no le
corté la lana. Entonces vinieron los lobos, mataron a los corderos e hicieron correr a
las ovejas por toda la región.
No busquéis esta cita en la Biblia. La he inventado yo cuando me enteré del
lastimoso fin de la biblioteca de Chlumecký.
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Los antiguos estantes de libros se llenaron de ropa.
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20. DECLARACIÓN TESTIMONIAL
En aquellos años —me refiero al tiempo de la guerra— empezó en este país una
mala época. Nos parecía que los manantiales se habían vuelto amargos y que los
pozos perdían su maravilloso sabor a agua. Hasta el canto de los pájaros se nos volvió
algo vacilante. Quizás ni lo oíamos, y detrás de la oscura ventana estaba acurrucada
la vida. Los enamorados se besaban con encogimiento respetuoso, como si el tierno
acercamiento de unos labios a otros, este dulce símbolo del deseo de un ser humano
por otro, no perteneciera ya a la vida y al amor; en muchos casos, resultó ser la
despedida para siempre. La vida se convirtió en desalentada, agria y pesada, cada vez
más pesada.
El atentado[10] de la vecina calle de Bulovká, el miércoles 27 de mayo de 1942,
dividía aparentemente la ocupación de nuestras tierras en dos partes. La segunda fue
más terrible.
Una noche, días después de aquel acontecimiento, volvía a casa a través de una
Praga sin luz y me encontré con un cortejo fúnebre, que se arrastraba lentamente,
pero rítmicamente, desde el barrio de Vysočany hasta el Castillo. Los tambores,
revestidos de negro, retumbaban en los lentos pasos y las antorchas iluminaban unas
caras extrañas y malvadas. Fue la negra máscara sobre los ojos de la venganza. Fue el
horror en marcha lenta.
En el primer patio del Castillo creció rápidamente un sombrío catafalco y los
pesados toques de la fanfarria fúnebre caían como piedras por las calles de Praga,
bajo el Castillo. Y todo se quedó silencioso, invadido por un presentimiento nefasto.
Dicen que no les dio tiempo a bajar del cuerpo del muerto los trozos de crin
arrancados por los disparos del asiento del coche.
¡No hay ningún infierno! ¡Lástima! ¡Tendría que existir!
El cuarto día después del atentado, a principios del mes de junio, vino a vernos
Svata Kadlec con su mujer. Recuerdo aquella noche demasiado bien. Nuestro amigo
el escritor Vladislav Vančura estaba detenido desde hacía unas semanas y le torturaba
la Gestapo. Estuvimos sentados al lado de la radio, todos emocionados, para oír las
noticias sobre las nuevas medidas de los nazis y sobre los asesinatos que prometían.
Al oír el nombre de Vančura entre los primeros nombres de los ejecutados, nos
levantamos de nuestros asientos como disparados por el horror y nos quedamos
petrificados, sin aliento.
¡Vladislav Vančura!
Con este nombre consiguieron herir a toda nuestra generación; con él estaba el
destino de todos nosotros. Con este nombre quedaba herido hasta las entrañas todo
nuestro país.
¡Lástima, tampoco existe ese ameno lugar, el paraíso, aunque tendría que existir!
Al menos para aquellos que mueren de esta forma. Es una pena, pero después de la
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muerte no hay nada.
Pero si no hay paraíso, ¿no tendría que existir, allí abajo, en alguna parte, por lo
menos un lugar tenebroso en donde vagasen las sombras de los muertos, por la otra
ribera, entre las pálidas flores de lirio cuyo olor ya no pertenece a los vivos?
¿Por qué no tendríamos que creer hoy en el lúgubre tártaro si todavía suenan y
nos excitan los nobles versos de los poetas clásicos, si con tanto afán prestamos
nuestros oídos a sus hermosas canciones amorosas y los héroes de sus famosas
tragedias zapatean aún por nuestros escenarios?
Cada uno de nosotros lleva en su corazón sus pensamientos y en su memoria una
gran parte de ese mundo de los muertos. Y las sombras de aquellos que amó y que se
encontraban cerca de él en la vida, aparecen de cuando en cuando no sólo en nuestros
sueños, sino incluso cuando estamos despiertos.
¡Cuántas veces he querido abrazar a mi padre, cuántas veces he conversado
despierto con mi madre! ¡Sí, eran ellos! Hablaban como si estuvieran vivos y
escuchaban mis palabras. Pero si les hubiera intentado estrechar la mano, sólo habría
tocado sombras coloreadas. ¡Cuántas veces me despierto disgustado porque los tengo
que dejar! Estaba bien con ellos. Lástima, se fueron a un mundo suyo, desconocido, a
donde yo no podía ir a buscarles.
De vez en cuando también me encontraba con Vančura. Sobre todo cuando los
recuerdos eran demasiado frescos o vivos. Pero en estos encuentros nocturnos no
había nada de aquel horror. Veía hasta los familiares gestos de sus manos; pero
cuando me quería dirigir a él, se marchaba a su oscuridad. El corazón me palpitaba
rápido y me despertaba. Ya estaba despierto, pero en la negra noche todavía veía su
rostro y lo miraba con alegría.
Ya sé, tal vez no todos son culpables, ¡pero nadie, ni el cambio del sistema
político, me puede obligar a que olvide! A que olvide y a que perdone. ¡Eran
demasiado crueles y eran muchos!
Sin embargo, estoy cubriendo una circunstancia cuando digo que los muertos
vienen a nosotros. No es así. Es una aparición y un engaño porque de hecho somos
nosotros los que… nos acercamos a ellos. Cada día estamos más y más cerca.
Un día nos uniremos a sus filas y con ellos esperaremos para entrar en los sueños
de aquellos que habíamos dejado.
En la vida, dejamos demasiado pronto atrás los placenteros paisajes de nuestra
juventud. Y hasta el final de nuestras existencias nos parecerá que la juventud no sólo
fue corta, sino que huyó con una rapidez vertiginosa. Que aún no habíamos probado
todas sus dulzuras, sus perfumes y flores. Durante mucho tiempo nos quedará en la
lengua el sabor de todas estas cosas, pero sólo en forma de recuerdos reiteradores. La
vida no deja de llevarnos a algún lugar lejano, y nosotros no hacemos más que decir
adiós a las riberas que desaparecen.
Aquella época fue la más hermosa. La de los años veinte, cuando Vančura estaba
en Praga. Nos veíamos a menudo. Le visitábamos en su casa de la calle Příčná. Pero,
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más frecuentemente, venía él a buscarnos a nuestros cafés. No obstante, al casarse se
mudó, con su bonita mujer, una médico muy joven, a Zbraslav. A menudo cogíamos
el tren y le íbamos a ver los domingos. Vančura había sido el director de Devětsil y,
aunque algunas veces aparecía, en Praga lo echábamos de menos. Eso pasaba en los
tiempos inolvidables en que publicábamos nuestros primeros libros. En cuanto a
Vančura, sacó La corriente de la Amazona y El largo, el ancho y el penetrante, dos
libritos pequeños que hacían presentir a un futuro poeta, su manera de narrar, su
estilo, y que se publicaban en la agradable y sonriente atmósfera de Devětsil, aunque
había preparado su pluma para sus primeros intentos desde hacía tiempo.
Vančura, además, sabía pintar muy bien. Y hubo una época en que quería entrar
en la Academia de Bellas Artes. En una antología de la obra del pintor Mikoláš Aleš
hay un dibujo más bien grande de San Wenceslao que Vančura había hecho,
libremente según Aleš. Ni él mismo sabía qué hacía en la antología. Ni la hija del
artista Aleš, Maryna, que conocía a fondo la obra de su padre, reconoció la mano
ajena.
Creo que de todos los amigos yo era el que visitaba a Vančura durante más
tiempo. En una cierta época, acudía allí casi cada domingo. Me gustaba mucho estar
en Zbraslav. Allí iba a pasear con la que ahora es mi mujer.
Vančura no estimaba demasiado su profesión de médico. Quería escribir, pero la
medicina le ocupaba demasiado tiempo. Éste no era ningún secreto y la señora Lída,
una médico buena y escrupulosa, lo sabía perfectamente.
Un domingo ocurrió un terrible accidente. La motocicleta en que iba un joven con
su amiga chocó con un árbol. El chico dio un salto de medio círculo, acabó en la
hierba y no le pasó nada. En cambio, la muchacha resultó gravemente herida. Tenía
ambas piernas rotas; y era bailarina. Mientras ambos médicos asistían a la herida, me
pidieron que les sostuviera la lámpara de petróleo. Y bastante cerca de la herida.
Entonces, en Zbraslav todavía no había electricidad. Cuando vi manar la sangre, me
tembló la mano con la lámpara. La señora Lída me dijo que me fuera y Vančura
mismo se ocupó de la lámpara. Más tarde confesó que no se asustó tanto de la herida
como de la futura suerte de la chica herida. Al final la señora Lída tuvo que hacer otra
cosa. Tras haber asistido a la paciente, la hizo trasladar al hospital.
Vančura no era un mal médico, pero la profesión no le llenaba. No obstante la
señora Lída afirma de él que algunas intervenciones médicas las había ejecutado con
maestría. Pero él mismo estaba convencido de que no iba bien para esta profesión.
Tenía razón. Deseaba trabajar en otra cosa muy distinta.
En mi primera colección de poemas escribió un prólogo corto pero poético de
verdad y al mismo tiempo lapidario. En él se dirigió a los lectores. El prólogo todavía
es citado hoy. Al acabar de leerlo me sentí excitado. Lo había leído tantas veces que
llegué a saberlo de memoria. Paseaba por la habitación y recitaba sus hermosas frases
a la ventana abierta, como si en ella hubiera algún público.
«Un poema no es una aparición, sino una obra difícil y no muy grande, igual que
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el trabajo de un obrero. La revolución se está infiltrando en el mundo, está
empezando un nuevo orden de una creación nueva. La época retumba con el sonido
de las guerras…»
Miraba hacia la ventana y esperaba de allí aplausos de un público invisible. En
aquel entonces yo era muy joven y un poco ridículo. No, mejor tendría que decir un
poco joven y muy ridículo. Espero que me disculpen después de más de cincuenta
años. Se perdonan cosas peores.
Zbraslav en aquella época había sido como un ramo verde resplandeciente, lleno
de luz y de bienestar. Desde el barrio de Smíchov se ve la iglesita sobre una colina,
como símbolo de un tranquilo idilio campesino. Vančura quería mucho a Zbraslav; o
digamos mejor que la amaba. El río estaba a sus pies como un broche de plata y nada
estropeaba su felicidad. Para él, ésta era la felicidad del hogar. Algunas veces,
sonriendo, recordaba las palabras de Václav, uno del linaje de los Přemyslovci, quien
había declarado que Zbraslav no se la daría a nadie. Sólo a la Virgen María, pero
tendría que pedirlo mucho.
De su lugar de nacimiento en la región de Silesia no hablaba nunca. Seguramente
no era su sitio preferido, debido también a la manera nómada de la vida de sus
padres. En cambio hablaba mucho de la cercana Davle. Había pasado allí varios
hermosos años de adolescente. ¡Pero Zbraslav era su favorita!
Estoy explicando los amores de Vančura, pero hay que decir antes que nada que,
sobre todo, adoraba a su hermosa mujer. Esta se ocupaba de la mayor parte de los
quehaceres y, con un gran sentido práctico ante las cosas necesarias de la vida,
imprimía un orden a su existencia que su marido aceptaba y necesitaba; por eso la
amaba aún más.
Que no se me olvide: también amaba al río, con su brillo y su sonido fluido que
había oído desde niño. Y se sentía bien con los perros; también los necesitaba para su
bienestar.
Un día laborable me fui por la mañana a Zbraslav con las pruebas de imprenta del
libro El panadero Jan Marhoul. La señora Lída tenía la sala de espera llena de
enfermos y me mandó para que fuera al encuentro de su marido. Había ido al pueblo
de Bañé, a visitar a un enfermo. Le vi por el camino, en la carretera, bajando en
bicicleta desde Bañe a Zbraslav. Su perro Rek corría detrás de él. Cuando nos
encontramos, bajó de la bicicleta y me preguntó si sabía montar en bicicleta. No, no
sabía. Me aseguró que tenía que aprender. ¡Y en seguida! No tenía prisa para llegar al
consultorio. Los enfermos preferían a su mujer y la esperaban. A veces hasta lo
confesaban sinceramente. ¡Claro que no se ofendía! Al contrario. Se reía de ello de
todo corazón.
En seguida me ordenó que subiera a la bicicleta. Al final lo conseguí, aunque con
torpeza. El perro hacía unas diabluras terribles. Mientras Vančura me tenía cogido por
el asiento, más o menos me aguantaba. Pero tan pronto como me soltaba, las barras
empezaban a oscilar y yo me caía con la bicicleta en medio de la carretera. Subía otra
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vez y el perro Rek se ponía a ladrar de nuevo. Vančura me aguantaba pacientemente,
pero, al soltarme, en seguida me encontraba en el suelo. Lo intenté muchas veces y al
cabo de una hora hice unos metros en bici y rápidamente tuve que saltar abajo. Los
tres estábamos cansados. Rek de tanto ladrar. Así que dejamos los demás intentos y
nos fuimos en dirección a Zbraslav, a tomar un café preparado por la señora Lída.
Rek corría tranquilamente tras de nosotros y de vez en cuando espantaba las ocas.
Vančura no logró enseñarme a montar en bicicleta.
El poeta Jiří Mahen y Vladislav Vančura eran parientes. No sé exactamente cómo,
pero me parece que eran primos. Su linaje se originó en la ciudad de Cáslav. Jiří
Mahen, antes de adoptar su pseudónimo, se había llamado Vančura, y un día de otoño
llamó a la puerta de su primo.
Cuando habían conversado hasta la saciedad de sus antepasados —pero esto son
conjeturas mías— ambos se fueron a pasear a lo largo del río hasta el pueblo de
Vraný. Por el camino de vuelta Mahen se detuvo y Vančura siguió caminando
lentamente. Era en el mes de octubre, hacía frío y sobre el valle del Moldava soplaba
mucho viento. Pero no había hecho ni veinte pasos cuando oyó un fuerte chapuzón al
agua y Rek se puso a ladrar. Vančura se volvió para ver qué hacía Mahen y le vio
nadar en medio del río. Nadaba a favor de la corriente y resoplaba con placer como
un contento dios de los mares y el agua le chorreaba de su negra barba. Rek, un poco
sorprendido, miraba al nadador sin entender nada y estaba derecho, apoyándose sobre
sus cuatro patas abiertas.
Vančura se divertía contándome esta historia y cuando acabó se dirigió a mí
preguntándome si sabía nadar. Naturalmente, no sabía, en Žižkov no hay ningún río y
entonces Praga estaba lejos. Al menos, de esta forma me justificaba. Vančura me
prometió con entusiasmo que me enseñaría. Yo estaba convencido de que se olvidaría
de su promesa porque el verano quedaba aún muy lejos.
Pero no se olvidó. Cuando el sol empezó a calentar un poco, nos fuimos a la
piscina de Zbraslav, después del mediodía, cuando había menos gente.
En Zbraslav la piscina se encontraba cerca del puente. Sí, es la misma que más
tarde se convirtió en escenario para las conversaciones de los tres protagonistas de la
novela El verano caprichoso. En esta piscina estaban sentados el comandante, el
canónigo y el maestro de natación Dura y en los días calurosos tomaban cerveza que
les traía Důra. En este papel vistió Vančura al verdadero maestro de natación Šůra.
Cuando llegamos el maestro estaba sentado sobre su silla verde y
melancólicamente bebía. La piscina estaba vacía.
En seguida me tenía que poner en la piscina y Vančura me enseñaba
expresivamente los movimientos: uno, dos, tres, uno, dos, tres. Luego me mandó que
me tumbase sobre el agua, me cogió por la cintura y yo me puse a agitar los brazos y
las piernas convulsiva e irregularmente. Al mismo tiempo tragaba agua. Entonces el
río estaba todavía limpio. Pero al soltarme me caí rápidamente al fondo de madera de
la piscina.
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¡Uno, dos, tres! Me cogió otra vez y yo fingía nadar pero cuando me dejó pasé
unos segundos el terror de una persona que se ahoga. Vančura era un buen nadador y,
otra vez me forzó en nuevos intentos y no entendía cómo era posible que yo fuese tan
torpe como para no poder nadar ni unos cuantos metros. ¡Uno, dos, tres! Pero todo
era inútil. Siempre volvía a caerme al fondo.
Šůra miraba desde arriba el bueno pero vano afán de Vančura y mi involuntaria
impotencia. Esto duraba ya bastante tiempo y, como se aburría, nos llamó para que
subiéramos arriba y tomásemos una cerveza.
Vančura saltó al río, seguramente para refrescarse después de tanto esfuerzo. Me
saqué el agua de las orejas, en las que me resonaba aún el un, dos, tres amenazador, y
me vestí de prisa. Y desde entonces nunca más he intentado nadar.
O sea, que Vančura tampoco consiguió enseñarme a nadar.
Todos conocimos los tres pisos del matrimonio Vančura en Zbraslav. El primero
no era demasiado agradable, pero sí el más sencillo de todos, una especie de
subarriendo. Estuvimos allí una sola vez. El segundo estaba en la calle mayor de
Zbraslav y era algo más de lujo. Fue allí donde les visitamos más a menudo. Y luego
el tercero, en la cuesta, bajo la iglesita, en una torre que les diseñó un amigo de
Devětsil, Jaromír Krejcar. Esta casa era hermosa y perfecta. Estaba muy bien situada
en un sitio desde donde se veía un amplio panorama, tanto desde la terraza como
desde el estudio.
También he conocido a todos los perros de Vančura. No lo sé exactamente, pero
creo que el que más tiempo habían tenido era el barbudo y despeinado Rek, a quien
Vančura quería más que a ninguno.
Una vez, al llegar, encontramos a Vančura luchando con Rek sobre el sofá.
—¡Si tiene pulgas! —exclamó con sorpresa el compañero Vladimír Štulc con
quien había venido.
—¿Y qué? —contestó Vančura—. Yo también las tengo.
Probablemente no hubiese podido existir sin un perro y una vez pidió a su mujer
que, cuando él muriera, le pusiera en la mano un cachorro. Pero entonces la señora
Lída pensó seguramente que la muerte estaba aún lejos.
Al estudio de Vančura en la torre se subía por una cómoda escalera. El estudio
daba a la terraza. En aquella época Vančura había dejado el trabajo de médico y la
bata blanca, que tanto le pesaba, la colgó alegremente sobre un clavo, abandonando
así el gremio. Desde entonces se dedicó plenamente a la tarea literaria y le salía un
libro tras otro.
He mencionado la escalera de su estudio porque aquí había pasado algo increíble.
Una noche, en medio de la tranquilidad nocturna, sonó un golpe. En el rellano de la
escalera había una pequeña biblioteca. Cuando se levantaron por la mañana,
encontraron sobre un escalón la Biblia abierta, con la portada hacia abajo. El libro,
pesado y enorme, cayó de la biblioteca de una manera inexplicable. Cuando, al cabo
de una semana volví a Zbraslav con Nezval, éste soltó lamentos apasionados porque a
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nadie se le había ocurrido leer el texto en ambas páginas abiertas. ¡Seguramente allí
había un signo o un aviso! O tal vez una señal, buena o mala.
¡Allí habría habido una mala señal!
El jardín de encima de la torre estaba construido sobre una empinada cuesta. Los
huertos eran soportados por las terrazas de abajo. En la terraza más alta, Vančura
había improvisado un pequeño campo de tiro. Durante una visita le encontré cuando
insistentemente daba en el blanco con su escopeta de aire comprimido. Después de
estrecharnos la mano mi amigo me puso inmediatamente en las manos su ligera y
elegante escopeta. No he ido al servicio militar y nunca he tenido entre las manos un
fusil, ni siquiera tan inocente como aquél. Me enseñó cómo se cargaba y se apuntaba.
Intenté apuntar y el tiro fue lejos del centro del blanco. El brazo me temblaba y
otra vez apunté mal. Me volvió a explicar cómo se tiene que apuntar. Al cabo de un
rato, aburrido, dejé el fusil, con gran pena por parte de Vančura.
Desgraciadamente, tampoco tuvo suerte Vančura al enseñarme a tirar en aquella
hermosa tarde de verano.
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Al sentarnos a la mesa, topamos también con el maestro de natación Šůra, que
hacía un momento había cerrado la piscina en la otra ribera. Vančura le dio la
bienvenida con toda la formalidad.
—Venga, maestro, siéntese con nosotros. Pero díganos antes, ¿qué significan las
mesas en su piscina cuando las mesas en cualquier taberna de pueblo significan la
salida en el mundo?
Entonces no existía aún la novela El verano caprichoso, pero dos de sus
protagonistas estaban sentados con nosotros en la misma mesa. Vančura obsequió a
Šůra con una actitud hacia el mundo un poco filosófica y escéptica, pero el
comandante de la novela es el retrato exacto de Hugo Marek, hasta con su quiste de
sebo en la mejilla. Ambos protagonistas son un expresivo testimonio del bienestar del
autor bajo el cielo de Zbraslav. Pero la historia sobre Arnoštek y su bella Anna es una
ficción de Vančura. El último de la trinidad de héroes vino de no sé dónde; no creo
que proviniese de Zbraslav.
Estuvimos sentados durante mucho tiempo bajo los árboles. A través de los
huecos de su bóveda caía la luz de la luna y añadía un color verdoso a la variedad de
historias caballerescas que Marek gustaba sacar del profundo pozo de su memoria.
Las breves experiencias de Šůra en la piscina también eran dignas de ser oídas. Šůra
entendía bien a la gente y a los peces. Vančura decía de él que era un buen amigo de
todos los peces que hay entre Zbraslav y Vrané; «si por la mañana le pedís una
trucha, por la noche ya se estará dorando en la sartén».
Vančura también contaba a gusto sus historias. Pero esto no solía ocurrir con
demasiada frecuencia. Había pasado una infancia feliz en la cercana Davle. Me
acuerdo muy bien de una de las historias que narró aquella noche.
Fue en la época de la cosecha. El sol abrasaba con todas sus fuerzas. En aquel
bochorno, llegó un carro lleno de trigo. Encima iba sentada una pareja de jóvenes
campesinos que llevaban la corona del amo para la fiesta de la cosecha. Llegaron al
patio y comenzaron a meter el trigo en el granero, mientras abajo esperaba la gente el
momento festivo de la entrega. Cuando la chica pasaba el trigo con la horca, la
gavilla le cogió el borde de la falda. Como hacía mucho calor, no llevaba mucha ropa.
Esto sirvió de impulso al joven campesino para tirar de la horca y, ante los ojos de la
gente, abrazó a la chica, que no se resistió demasiado. Y acompañado por la alegría
de la gente, la echó sobre el trigo e hizo el amor con ella hasta que se le acabó la
pasión. Después, terminaron de meter la carretada en el granero y el amo recibió su
corona.
Para las cosas del ámbito amoroso, Vančura no sólo tenía una comprensión de
médico de pueblo, sino también una más profunda, desde el punto de vista de un
poeta. No obstante, él mismo fue una persona altamente moral y noblemente honrada.
Era un personaje refinado hasta el último pliegue de su alma. Y de su abrigo también.
Tenía el sentido de una agradable elegancia masculina, no ostentosa, sino natural.
Una vez ocurrió que hasta despidió de su consultorio a una señorita que se desnudaba
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de una manera que no correspondía a la sala de consulta de un médico. Decía de sí
mismo que podría ser el sirviente en un harén a plena satisfacción del amo.
Aquella noche del restaurante no fue de hecho más que unos momentos que
pasaron de prisa, de esos que por desgracia no abundan en la vida. Pero precisamente
por horas como aquélla amamos la vida. Cerca de nosotros se hizo su nido un
ruiseñor. La luna brillaba de tal manera que hubiera sido posible localizar una aguja
en la hierba. La corriente del río susurraba y era bella como la mujer de quien nos
acabamos de enamorar.
En Vrané silbó el tren. Me quedaba aún un breve instante. Poco tiempo después a
los Vančura les nació una niña. Al principio les causó muchas preocupaciones. De
pequeña había estado gravemente enferma; pero luego se convirtió en una niña
preciosa que sembraba alegría a su alrededor. En medio de la sala de estar, los
Vančura tenían una gran mesa en estilo imperio, cuya tabla era sostenida por patas
con cariátides doradas. Esta palabra la pronunciaba la niña con un singular encanto
infantil y, en general, su lenguaje parecía el balbuceo de esos pequeños angelitos que
vuelan alrededor de las faldas de las vírgenes renacentistas. Así que ya por este
diminuto miembro de la familia valía la pena emprender el viaje desde Praga a
Zbraslav. Rek también la adoraba a su manera de perro, a pesar de que ella a veces
intentaba tocarle los ojos salvajes con su dedito.
En una palabra, se estaba allí según cantan las ratitas en el estribillo de una
canción escrita por el señor Kenneth Grahame:
«En alegrías se les pasaba el día.»
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más diversas ramas artísticas, no necesitaban, en el frente cultural una defensa de la
asociación. Y la disciplina, aunque con el tiempo más relajada, les empezó a
molestar. De esta manera se iban silenciosamente arquitectos, artistas teatrales y
cinematográficos, músicos y, al final, hasta los fundadores. Karel Teige dedicó todo
su tiempo y la mayoría de sus intereses a la arquitectura y la teoría del arte.
El fin de esta asociación era lógico. Devětsil había cumplido su misión
completamente. Por su atmósfera amistosa y artísticamente fructífera habían pasado
la mayoría de los miembros de la generación de entre guerras y éstos llenaron el
mundo cultural con significativas obras. Incluso los artistas mayores (como, por
ejemplo, Josef Hora), estuvieron marcados, aunque por poco tiempo, por el poetismo.
La asociación se desintegró, pero su influencia fue evidente hasta más tarde y, de
hecho, es visible incluso hoy.
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial nos vimos con Vančura otra vez en
Praga.
La nueva guerra se acercaba a golpes rápidos. Hacía falta que los escritores se
reunieran cada vez con más frecuencia y que demostraran su apasionado y firme
rechazo del fascismo y la fidelidad a la democracia que, después de la invasión de
Austria por los nazis, estaba peligrosamente amenazada. Vančura participaba en todas
estas acciones y, en cuanto a su iniciativa, estaba entre los primeros.
Los hermosos días del bienestar de Zbraslav se acabaron y pronto llegó aquel día
mojado, nevado, en que los ejércitos nazis llenaron Praga y toda la república.
Para Vančura y muchos otros, aquel día no sólo significaba una dolorosa
humillación, sino también un reto a la esperanza y sobre todo una llamada a la lucha.
La lucha fue difícil, cruel y larga, y Vančura no llegó a ver su final.
Nos encontrábamos bajo el amistoso techo de Družtevní práce[11] y en su consejo
de redacción. Esta empresa pertenecía en su tiempo a las mayores casas editoriales y
el resultado de sus intenciones modernas fueron sus publicaciones en los campos más
diversos de aquellos años. La cooperativa contaba entonces con cincuenta mil
miembros. Estas también solían ser las tiradas de los libros. Pero en las reuniones no
se trataba sólo de los libros. También resolvíamos problemas económicos. En el
consejo de redacción hubo también miembros que se ocupaban de la prosperidad de
Krásná jizba[12] en la planta baja de la avenida Národní. El escritor Jaromír John se
expresaba acerca de ellos con desdén, pero no tenía razón del todo. En los momentos
en que se discutían estos problemas, nos aburríamos un poco, como es lógico. Yo me
sentaba al lado de Vančura y miraba cómo, en un instante, con la punta del lápiz,
llenaba los agujeros de la mesa con trozos de papel arrugado. Le pregunté seriamente
qué estaba haciendo. Me miró igualmente serio y contestó que empastaba los dientes.
Me gusta recordar aquellas reuniones. No era tiempo perdido. Y no eran nada
aburridas. Más bien al contrario. Y no carecían de momentos alegres, como cuando el
director Cerman ponía sobre la mesa algún libro nuevo de Družtevní práce, que
todavía olía a imprenta.
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Dos obras importantes se crearon en la redacción en aquella época. El Año checo
de Plicka, con ilustraciones de Karel Svolinský e Imágenes de la historia de la nación
checa, esas magníficas «narraciones fieles sobre la vida, los acontecimientos y el
espíritu de la intelectualidad».
Durante los debates de la redacción sobre el libro de Plicka, cuyos cuatro tomos
tuvieron un éxito clamoroso no sólo entre los miembros de la cooperativa sino
también entre los demás lectores, Vančura expresó que no estaba de acuerdo con el
arreglo del texto de Plicka. Echaba en falta en un libro un acercamiento más
científico al material de canciones populares que, como sabemos, es casi infinito. Al
final se reconcilió con el libro, porque el texto dio la oportunidad a Svolinský de
desarrollar su talento único y excepcional de dibujante. El libro está lleno de dibujos
tan graciosamente checos que es imposible no enamorarse de ellos, al igual que en los
dibujos de Mánes o de Aleš.
La ocupación alemana puso a Družtevní práce, como a las demás editoriales,
muchas trabas insolubles. A la hora de intentar solucionar una de ellas, nos dimos
cuenta de la posición moral y de las cualidades de Vančura.
A través de un proceso ilegal, una editorial praguesa nos quitó la autorización de
una interesante novela americana, que prometía tener un éxito financiero y de lector.
Fue uno de los últimos libros americanos que se permitieron en nuestro país en
aquella época. La autorización de las opciones, la teníamos casi asegurada ya. La
cosa clamaba por un pleito que nosotros seguramente hubiéramos ganado. Pero
Vančura se negó. Consideraba indigno de un editor checo tener que tratar con
autoridades del Protectorado alemán. A pesar de una cierta vacilación de los demás
llegó a imponerse. Al final el libro se publicó en ambas editoriales.
¿Para qué guardar el secreto? Se trataba de Las uvas de la ira de Steinbeck.
En la editorial teníamos la costumbre de consultar con los lectores su opinión, sus
deseos y sus predilecciones. A los miembros les gustaba expresarse y en la mesa del
director se amontonaban las cartas. Durante la ocupación nazi los lectores pedían
libros de carácter patriótico que estimulasen el amor al país y a la nación, reforzasen
el rechazo a la violencia nazi e iluminasen la oscuridad que había caído sobre
nosotros. Algunos pedían una nueva edición de la Historia, otros aclamaban a los
clásicos Jirásek y Třebízský, este último entonces ya fuera del interés del lector.
Como respuesta a estos deseos lógicos, salió al cabo de poco tiempo las Imágenes
de la historia de la nación checa, de Vančura.
El principio no fue nada fácil. Después de llevar a cabo unas cuantas reuniones,
más bien agitadas, decidimos que editaríamos la historia de nuestra nación, pero en
versión de ficción, que, naturalmente, se movería entre los límites de los hechos
investigados científicamente. O sea que el proyecto era claro.
Apenas tomada la decisión, todos los ojos se fijaron en Vančura. Al principio no
pensábamos que el libro tuviese más de un tomo, pero de todos modos Vančura se
negó. Ya tenía la pluma preparada para su próxima novela, cuya idea llevaba en la
La editorial Družtevní práce ya no existe. Los miembros se fueron cada uno por su
lado o murieron. Quisiera mencionar unas cosas en su memoria. Para su época fue
una estupenda empresa moderna y progresista. También hace falta subrayar que,
durante los largos años de su existencia, se portó muy bien con sus autores y no
Así suele ser la vida. Corre y, en su prisa, pierde muchas cosas, sólo para poder seguir
avanzando, para continuar en sí mismo. Olvida mucho para renovarse. A muchas
cosas les da la oportunidad de volver a brillar para que sea evidente la unidad y la
sucesión de las cosas y los caminos del pensamiento humano. La lluvia de los
segundos lava las señales blancas sobre el pavimento, pero los signos en el cielo
siguen brillando; apaga las luces de las velas mientras los fuegos siguen
encendiéndose y nunca dejan de arder.
Vančura fue uno de los grandes personajes checos que tuve la oportunidad y la
suerte de tratar. Y cuando al respeto se le une el amor, lo único que falta es la
fidelidad, que dura para siempre.
Fue un hombre con un gran sentido de la belleza y el esplendor del mundo, pero
también de la grandeza y la fuerza de su arte. Era noble y valiente. Valiente por su
nobleza de ánimo y su bondad. Fue un aristócrata con el corazón democrático.
Incluso a través de los anchos muros del palacio donde anidó la Gestapo,
penetraron noticias. Vančura sufría, pero contestaba con un silencio que no tenía nada
que ver con la pasividad. Hasta cuando le torturaban se comportaba valientemente.
Es difícil imaginarse sobre qué reflexionaban aquellas innumerables personas que
iban a la muerte. En qué pensaban, qué es lo que hubieran querido decir aún en los
últimos momentos de su vida. No sabría ni de mí mismo qué hubiera hecho y
pensado sí me encontrara en una situación así. Pero me parece y creo que puedo
asegurar lo que hacía Vančura. Ya lo había entredicho a través de toda su vida.
Seguramente era en aquellos momentos tal como le habíamos conocido. Callaba y
desdeñaba. Era honrado y valiente aun cuando veía cómo levantaban los cañones de
los fusiles hacia su corazón.
Aquella vez las tumbas estaban cubiertas con una capa de nieve tan alta que sólo las
losas sepulcrales y las cruces sobresalían de ella. Mirando aquella sábana blanca me
acordé de la antigua sabiduría popular: que en la vida no hay más que una única
certeza. Llega, tiene que llegar un momento en que cesan todos los dolores y penas.
Y habrá un gran silencio y la nieve lo cubrirá todo. Una nieve blanca y sedosa,
como la que hubo aquel día.
El compañero que estaba sentado a mi lado en el instituto me contó que había una
pequeña callejuela en Malá Strana que se llamaba Umrlčí[21] donde hay unas cuantas
casas de citas con rameras. Según él, las chicas no podían salir de allí, estaban
estrictamente vigiladas. Los que más iban allí eran los soldados húngaros. Las
señoritas, que así las llamaban, llevaban ropa interior, sentaban a los soldados sobre
la falda y los soldados las besaban cuando les apetecía. El compañero no sabía nada
más. Estrechándole la mano, le juré que no revelaría nada.
Eran los últimos meses de la guerra y Praga estaba llena de soldados húngaros.
Rápidamente, al día siguiente, me dirigí a Malá Strana. Un poco por curiosidad y
un poco por otra cosa. Desde Žižkov había un buen trecho de camino. El corazón me
palpitaba con violencia. En el mercado quedaban, desde por la mañana, unas pocas
Quería estar solo y corrí a toda prisa a lo largo de la calle Vlašská; no paré hasta
llegar al final de la escalera de Petřín. Después, me dirigí al jardín Seminářská.
El jardín estaba inundado de flores. ¡Qué suerte que los árboles floreciesen
precisamente entonces! Debajo de sus ramas envueltas en flores me sentía bien. La
belleza nos hace reconciliarnos con el mundo. En el melódico zumbido de las abejas
ordené mis pensamientos hasta cierto punto y me tranquilicé. Obligué al corazón a
que se quedara callado.
Desde mi juventud, cuando aún no me daba cuenta de ello, pertenecía a los fieles
partidarios de uno de los más bellos mitos que hay en el mundo. Creía en el mito
amoroso de la mujer. Hoy ya es difícil de encontrar. Las mujeres han abandonado su
aureola invisible y por eso se peinan de otra manera. ¡Qué lástima! No hay en el
Ahora ya no me levanto tan temprano. Pocas veces los versos me arrancan de las
sábanas. Me gusta dormir aunque el cielo esté todo rosado. Una persona de edad a
punto de llorar en cada emoción. Y con frecuencia me duermo aunque truene. Los
ancianos duermen para irse acostumbrando: cuando se duerman para siempre,
dormirán una eternidad tras otra.
Ya han muerto Teige y Nezval. También Štyrský, Feuerstein, Wachsman y
Muzika. Han desaparecido Josef Havlíček y Honzík, y los poetas Halas, Biebl,
Hořejší, Vančura y Hora. Han muerto muchos de aquellos con los que vivíamos y con
los que experimentábamos nuestras alegrías.
Sólo quedamos Toyen y yo. Hace poco, Toyen me envió un recuerdo de París.
Ya está llegando mi hora. Pero tengo un deseo arbitrario e irrealizable. Me
gustaría vivir hasta el próximo milenio. Al menos un día, o dos, o tres, y echar un
vistazo sobre los mejores tiempos de los años que vienen.
De todos modos, este siglo parecía un trapo de carnicero: No dejaba de correr en
él la espesa sangre negra.
Desde entonces han pasado más de cincuenta años; es decir, casi toda una vida
humana. Y yo ya duermo mal.
Por la noche me suelo despertar y reencontrar con mis recuerdos, como si fueran
objetos perdidos en el cajón de un viejo armario. Y de repente, en la oscuridad, me
está mirando la cara de una chica negra. Tiene unos ojos soñolientos y tristes, unos
dientes violentamente blancos, una blusa desabrochada y en ella dos pechos
pequeños, negros como un puñado de moras recién cogidas.
Dios mío, pienso, ¿será ella? Y me dirijo, sorprendido, hacia la cara:
—Est-ce toi?
Y desde la profundidad de los largos cincuenta años se oye silenciosamente, con
suavidad, como si resbalara una aguja sobre terciopelo:
—Oui, c’est moi!
—¿Adónde vas, que te pones tan guapo? —me preguntó mi madre—. ¡A que sales
con alguna chica!
—Pero, mamá —contesté sorprendido—, ¿cómo se te ha podido ocurrir una cosa
así?
¡Pero me puse muy contento con aquella sospecha!
No sabía qué hacer con Kamila, y cuando ya eran varias la veces que habíamos
paseado por Loreto, el claustro me pareció más lúgubre que nunca. Siete retablos
ajados y llenos de polvo testimoniaban lo muy solo y abandonado que está Dios en
estos lugares.
La Santa Starosta,[27] en la capilla del rincón, realmente era una miserable figura
colgada en la cruz. De sagrado no tenía nada. Hoy en día, después de muchos años,
los chicos con cuatro pelos sobre la barbilla todavía observan con cierta envidia su
espesa barba. En cambio, el viejo confesionario parece una cosa bastante pasada en
nuestros días; como no se le alimenta con pecados, está muy desmejorado. Cuántos
criminales y malhechores corren por el mundo y no se les ocurre la idea de ponerse a
Con un deseo torturante, me apresuré a una nueva cita. Ya no sé cuántas veces nos
habíamos visto; muchas. Cada vez que volvía a ver a la chica, me despedía con rabia
del antiguo confesionario.
La chica vino sonriente, como si no hubiera pasado nada. Me olvidé rápidamente
de todo y caminamos por los sitios acostumbrados, llenos del canto de los pájaros,
hacia el mirador del monte Petřín. En su sombra me confesó esta chica de la cercana
calle Neruda que nunca había subido al mirador. Fuimos allí. El ascensor no
funcionaba y tuvimos que subir a pie. Arriba, estuvimos solos.
La chica estaba emocionada y parecía conmovida… La tomé cariñosamente por
las muñecas y le miré fijamente en los ojos. La sujetaba firmemente para poderla
atraer hacia mí. Naturalmente, se dio cuenta de mi intención y antes de poder besarla
puso su rostro debajo de mi barbilla y no se movió hasta que le solté las manos.
Después se me escurrió a toda prisa.
Dios mío, qué vergüenza. ¡Toda Praga alrededor había visto mi fracaso ridículo!
Y antes de recobrar el aliento se oyó el tintineo de sus zapatos sobre la escalera
metálica. Perplejo y avergonzado, no tuve más remedio que seguirla. Por el camino,
desde el mirador, no hablamos nada. No me dio un beso. Que no y que no.
¡No, no me lo dio!
Ésta fue mi última cita con la muchacha. A la próxima, que me prometió de mala
gana, ya no fue. El amor joven, del cual se canta que es el paraíso, se acabó. Así
termina también una antigua canción de amor escocesa: primero con un llanto
desgarrador, luego con un susurro doloroso y al final con un silencio. Pensé que ella
se había comportado injustamente conmigo, pero por otro lado estaba avergonzado y
ofendido. Aún no conocía bien a las mujeres.
En vano caminaba por la acera, delante de su casa, durante las horas de nuestras
citas habituales. Sólo la vi una vez: en el primer piso se movió la cortina. ¡Nada más!
Y nunca más volví a ver a aquella graciosa niña.
La cervecería El gato era entonces una tranquila sala de los antiguos tiempos de
Neruda. Hoy está llena a rebosar. ¡Dicen que allí tienen la mejor cerveza del mundo!
Durante todos estos años he aprendido a reconocer a los que vienen a visitarnos:
según los sonidos de su entrada. Según la manera de cerrar la puerta de la casa, según
G. CHRISTOPH LICHTENBERG
No soy un buen narrador. Cuento demasiado de prisa. Las palabras y las frases se
me precipitan, como si quisiera acabar rápido y sacármelas de encima. Como si
tuviera que perder algo. No perdería nada. Es sólo falta de experiencia, o mejor dicho
falta de saber. No tengo sentido para el detalle sobre el cual hay que detenerse,
ejecutar unas cuantas piruetas verbales y continuar despacio y tranquilamente para
que el lector impaciente pueda tomar aliento. No tengo sentido para la morosidad
intencionada ni me atrevo a incluir digresiones que dramatizarían la narración. No sé
hacerlo. Por eso siempre he escrito poemas. Me parecían más fáciles. Escribiendo
cuentos no ganaría ni para gaseosa. Pero aun así hay momentos en que tengo ganas
de buscar y busco interlocutores.
En la vida me ha ocurrido más de un acontecimiento extraño, aunque yo no he
buscado nunca ninguna aventura singular. Es igual que estas historias fueran
precedidas por algunas copas. Siempre me ha gustado el vino. Y no dudo en afirmar
que es una bebida que hace milagros.
Una vez leí algo sobre una santa. He olvidado su nombre. Hasta he olvidado el
nombre del convento en que vivía. Lo único que sé es que era muy devota, además de
ser extraordinariamente amable y buena. Muchedumbres de mendigos esperaban
delante del portal del convento y aquella mujer piadosa, y por cierto muy bonita,
repartía dinero y alimentos entre ellos. Durante la vendimia recogía racimos de uva
de la parra que cultivaba para ellos en las tapias del convento. Un verano la uva no
creció. La pía hermana caminó a lo largo de los muros y puso su bella mano sobre las
ramas vacías. Y en cada sitio que tocaron sus largos y dulces dedos apareció un
maravilloso racimo lleno de mosto. Y toda la gente se llevó del portal del convento la
cosecha milagrosa. No puedo dejar de pensar en aquella mano prodigiosa cuando
levanto una copa de vino y busco la llama chispeante. Por esta razón, también me
gusta besar la mano de las mujeres. La palma de la mano. Es más dulce.
Llevo en el corazón uno de los extraños acontecimientos de mi vida. Tengo que
decir que no se trata de una mera anécdota. No, no es una anécdota. Hace muchos
años, en el teatro Komorní, representaron una obra de Joža Götzová. La autora utilizó
mi historia como una anécdota. No estoy enfadado con ella, ya se lo he perdonado.
Pero no estaba bien informada.
¡Sí, ya empiezo!
Era un bello atardecer del mes de mayo, lleno de aromas. Estuve, con los poetas
No te preocupes,
no lo haré nunca más.
Como todo el mundo, arrastro detrás de mí, en una larga cuerda, diversas
sombras. Algunas de ellas sonríen, otras están enfadadas conmigo y otras callan
avergonzadas. A algunas de ellas me gustaría darles un puntapié para que cayeran en
el precipicio del olvido; a otras quisiera estrecharlas contra mi corazón. Pero están
todas juntas, no se las puede separar. Todas dicen que me conocen. Pero no escribiré
unas memorias. Porque tampoco confío en mi memoria. Nunca he escrito diarios, no
he guardado documentos, y los textos de las conferencias, bastante frecuentes, eran
rasgados en jirones y arrojados a la primera cloaca o puente abajo. Porque, después
de las conferencias, solía tener una insistente sensación de vergüenza. Las palabras
habladas se van volando, pero las escritas quedan. ¡Pues afuera con ellas!
Pero para que no me acusen de querer apartar muchas cosas para mí
desagradables, he decidido que con el tiempo escribiría una veintena o treintena de
cartas largas a mis amigos y conocidos a los que elegiría según la necesidad y las
condiciones, para poder explicar muchas cosas del pasado, para confesarme de mis
errores y opiniones equivocadas, y también para añadir algo a los retratos de los
difuntos, que se olvidan tan rápidamente. En la vida llegan momentos en que
preferimos la literatura de los hechos a la más tentadora ficción. Para decirlo
sencillamente, nos hartamos de la prosa. Con la poesía esto no pasa jamás, la
necesitamos hasta el final de las cosas. Y por eso nos gusta buscar de vez en cuando
un libro de recuerdos.
Leí De mi vida de Nezval con emoción. Parcialmente, es también el testimonio de
mi propia vida. Entre las palabras «verosimilitud» y «poesía» la manecilla del reloj
imaginario enseña más bien el segundo término, pero esto no me importa en absoluto.
Nezval no escribió su libro para ayudar a los historiadores de la literatura, sino para
sus lectores. Algunas veces elevó la realidad sobria y gris a un luminoso nivel
poético, e hizo bien.
De hecho, ¿es que nos interesa hoy en día si los retratos de los antiguos romanos
eran lo bastante fieles?
Tenía veinte años cuando me encontré por primera vez con František Halas. Al
cabo de poco tiempo me sentaba con usted y con Hora. Sólo de vista conocía a Karel
Tiege. Estuve sentado con él en la misma mesa en los preciosos tiempos de la
A Karel Teige le amaba de verdad. Hoy lo veo más claramente que entonces. No
pasaba ni un día sin vernos. Era una persona sinceramente amable, amistosamente
generosa y, en los asuntos del arte, brillantemente orientador e insobornable. ¡Cuántas
cosas dominaba y sabía aquel hombre! Cuando conseguimos atraer a Vančura, las
conversaciones en presencia de éste tenían cada vez más profundidad y altura, y me
abrieron el mundo espiritual de par en par.
Entonces, las librerías estaban todavía llenas de libros extranjeros y Teige
compraba todo lo que podía. Y en seguida, en el café Slávie, improvisaba la
traducción, tomando un café.
Pero empezaré por otra parte. Ya no sé en qué año fue. Una vez estuvimos
caminando juntos por el muelle del Sena. Y de repente apareció delante de nosotros
una parisina extremadamente atractiva, vestida con una elegancia fuera de lo común.
Le brillaban los diamantes en sus orejas y en su mano. Parecía salir de la portada de
una revista de modas. Salió de su coche y nos pasó de largo sin hacernos el menor
caso. Teige se pasó la pipa de una comisura de los labios a la otra, tocó el borde de su
sombrero y dijo con una cierta naturalidad, volviéndose detrás de la bella:
—Lástima que no tengamos tiempo, a ésta me la ligaría.
Algo parecido pasó en nuestro encuentro con París.
El Louvre, Teige lo pasó de largo con desdén. Allí no había nada interesante para
nosotros. No llegué allí hasta más tarde. En cambio, pasamos por todas las tiendas de
los marchantes de pinturas modernas.
Estuvimos durante horas sentados en las terrazas de los cafés y no omitimos ni el
circo ni el panóptico. Porque todo esto estaba de acuerdo con nuestro programa
artístico, cuando el arte dejaba de ser arte, cuando Malevich, con su famoso cuadrado,
terminó la evolución del arte gráfico. Allí empezaba el poetismo.
¿Qué significaba Teige para nosotros? Mucho. Cuando nos invitaban a dar
conferencias en Bohemia y Moravia, era Teige el que nos aconsejaba, nos formulaba
definiciones exactas, e incluso nos dictaba pasajes enteros allí donde le importaba la
exactitud. La disciplina era entonces bastante estricta.
Era un estilista extraordinariamente bueno. Escribía con prontitud y rapidez.
Decía que lo había aprendido cuando les escribía redacciones de la asignatura de la
lengua checa a la mitad de su clase.
Era la primera y la última autoridad en asuntos de poesía, de artes plásticas y de
arquitectura. Creo que no les restaré nada de su fama a los arquitectos Havlíček y
Honzík si digo que, en un alto edificio de Žižkov, suelo ver a Karel Teige agitando
En la poesía moderna ningún barrio de Praga está tan unido con el nombre de un
poeta como Žižkov con el suyo.
El apego de Šalda hacia la generación de los veinte nunca había significado una
amistad idílica en una taberna, según se piensa a veces. La defensa de Šalda de esta
generación, contra Peroutka y Kodíček y los demás, tampoco era un gesto de amable
misericordia. Šalda siempre defendía firmemente su derecho y el derecho de cada
personalidad a desarrollarse según sus reglas interiores, a crecer e iluminarse. Y de
esta forma sucedió que se encontró más cerca de nuestra generación, que le era más
lejana en el tiempo que la generación de Čapek.
Como es sabido, eso no ocurrió sin que la pluma de Šalda dejase rasguños sobre
los rostros de los afectados. Nezval los sintió varias veces. Šalda chocó incluso con
A. M. Píša, criticó con intransigencia a Hora, a quien quería, y no hablo de los demás.
Eso fue natural y muy dentro de su estilo. No se dejó sobornar ni con sonrisas ni con
halagos. El amor y el afecto hacia su persona no eran el pago de su postura afable. Su
presencia en nuestro tiempo significaba para nosotros la autoridad decisiva más alta.
encuentras a una mujer. No es que eso sea malo, pero expresa tu carácter vago.
»Estoy observando con interés la diferencia entre nosotros dos que tal vez explica
el hecho de que seamos amigos. Probablemente nos han unido unas características
diametralmente opuestas. Hace un momento me di cuenta de que te gusta el olor de
jazmín. A mí me es indiferente. Me siento feliz cuando, en otoño, caen sobre mis
hombros las hojas muertas y secas de los abedules y cuando noto el primer olor de la
putrefacción otoñal. Probablemente tú amas los primeros cambios primaverales de los
pájaros, mientras que yo doy alegremente la bienvenida al grito de los cuervos
cuando llegan en otoño a mi patio de Turnov. Tú te encuentras bien siendo cautivo de
la belleza femenina. Yo evito a las mujeres. No es que las odie, pero prefiero que
pasen de largo ante mi soledad. Tú seguramente no lo sospechas, pero la imagen que
te has creado sobre la mujer es falsa. La mujer tiene dos caras. La otra no es amable
Eso era pasable. No es que fuera algo nuevo, no era ni demasiado original ni
hermoso, pero desde el punto de vista ideológico estaba bien y nadie se enfadaba. Lo
peor era cuando llegaba cojeando, con una buena dosis de malicia, hasta el patético
final:
Los versos malos también son versos, decía Jindřich Hořejší. ¡Pero no hablemos
por ahora de las cualidades musicales!
Según recuerdo, en aquellos años había en nuestro país escasez de comida. Sobre
todo en mi casa. Mi padre estuvo parado durante bastante tiempo después de la
guerra, así que las raciones en los platos no crecían. Esto me hizo cantar bajo el signo
del materialismo más apegado en la tierra:
Después de la guerra, Halas se mudó a un piso un poco más espacioso del barrio
residencial de Dejvice. Allí de nuevo siguieron visitándole sus numerosos amigos.
Nos sentamos en una sala cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías de libros. Al
lado de una de las paredes estaba el sillón de poeta. Ya nadie se sentaba en él.
Una vez, cuando estábamos solos con Halas y la inapreciable Bunka traía café,
Halas miró hacia el sillón vacío y, con una voz que no lograba ocultar las lágrimas, se
lamentó:
—¡Lo mató su lengua demasiado larga!
Sí, así es. Y he de sonreír recordando esto. ¡Con qué timidez le acariciaba la
mano!
Helenka murió muy jovencita. En Žižkov hubo en cierto tiempo una epidemia de
difteria. Yo la cogí también, pero me curé bastante pronto. Helenka murió.
Me he olvidado de ella como suele ocurrir cuando se es joven: rápidamente. ¡Pero
hoy la recuerdo! Y la recordé siempre que iba a casa de los Horký. Era difícil no
recordarla en aquellos lugares.
A Karel Horký le quería desde que era estudiante. Ya no me acuerdo qué era lo
que más nos fascinaba de él. Probablemente fue su libro de lecturas que había
encontrado en alguna parte el escritor, contemporáneo mío, František Němek. Lo
leíamos con pasión. La admiración hacia Horký no nos abandonó ni cuando
empezamos a leer autores como Gellner y S. K. Neumann. En él veíamos a un
escritor valiente, libre e inconformista que no tenía miedo a decir lo que pensaba.
Después de varios años, cuando yo ya había publicado más de un libro y me
podía considerar escritor, conocí a Horký. Estaba sentado en el café Slávie, leyendo
el diario, cuando se paró ante mi mesa un hombre ya mayor, de aspecto agradable, de
ojos inteligentes y melena canosa. Me miró afectuosamente:
—¿Verdad que es usted Seifert? Yo soy Karel Horký.
Entonces nos hicimos amigos y de vez en cuando nos veíamos. Horký era una
persona animada, con una enorme curiosidad, tal como solían serlo los periodistas
buenos. Como autor de folletines yo le había situado desde hacía tiempo entre Jan
Neruda y Karel Čapek, dos maestros de este género. La vida no le dejaba descansar y
él no dejaba descansar a la vida. Era impulsivo, rápido y atento, estaba en todas
partes y sabía escribir muchas cosas. En su juventud todavía no se había inventado el
reportaje, todo tenía que caber en la forma de folletín. Y le cabía. Sabía ser
sinceramente humano y poéticamente cálido y convincente. Sabía hablar al corazón,
como suele decirse, y al mismo tiempo mantenía un tono bastante elevado. De sus
libros me interesó el primer tomo de sus memorias. El otro no lo conozco. Se llamaba
La pipa de la paz. Era un libro animado y gracioso, contado con placer y, por ello,
cautivador. Se trataba de un amplio fragmento de la vida literaria checa, no del todo
desconocido, pero descrito de manera nueva, con humor y gracia. Es una lectura
maravillosa para esos momentos en que las historias novelescas nos dejan de
interesar. El libro salió, pero en seguida lo prohibieron. Sólo se salvó un ejemplar,
Luego me dirigía con un ruego a la Virgen de Lourdes, cuya cueva sagrada atacó
Horký con tanta intransigencia:
Después, con una dosis de ironía, le pedía a la Virgen que perdonase al viejo
poeta y que le concediese al menos otros veinte años de vida. Tenía muchos
proyectos y muchas ideas; pero, en vez de la pluma, tenía que coger una bolsa de
compras y buscar, como fue el destino de todos nosotros en aquellos días, algo de
Unos días más tarde, Horký me visitó en mi casa. Solía venir a mi barrio para
pasear por el jardín del convento de Santa Margarita.
Horký se lamentaba de que la gente se olvidase de aquel bello jardín donde había
paseado ya el poeta Zeyer. El gran invernáculo barroco se estaba derrumbando, el
antiguo octógono estaba todo empapado del agua inferior y tuvieron que cerrar el
pozo Vojtěška porque las lavanderas del barrio venían a lavar allí la ropa. Los verdes
túneles de los árboles se estaban secando y, finalmente, el precioso reloj de sol del
césped estaba lleno de malas hierbas.
—Si fuera más joven —decía Horký—, tal vez encontrara una cierta belleza en
este proceso de la muerte de un jardín. Pero cuando se es mayor, eso te oprime y te
pone melancólico.
Había recibido de mis amigos una caja de puros de mucho valor y se la ofrecí a
Horký, Le gustaba fumar puros.
Cuando encendió uno de ellos y el humo perfumado nos envolvió en su olor
único y especial, se dirigió a mí sonriendo.
—Le estoy hablando de un viejo jardín, ¡pero de hecho le quiero decir otra cosa!
Usted me hizo recordar mi viejo pecado. ¿Sabe lo que hice? Fui a ver la imagen. No
es que rezara, no, pero mentalmente le pedí disculpas a la Virgen por mi poca
cortesía. Ya sabe, la vida le enseña a cualquiera. No hacen falta palabras fuertes ni
cuando se tiene razón. Y finalmente soy un feminista obstinado. Al final de mi vida
me arrepentí un poco.
Y expulsó por la boca un elegante círculo de humo plateado.
II
Después de la muerte del poeta Josef Hora, iba a ver a este amigo fallecido a las
gradas de Slavín.[46] En verano estos escalones de piedra estaban encendidos por el
sol y, con un perfume melancólico, se marchitaban las coronas de rosas colocadas
sobre ellos. Ahora me detengo también delante del sepulcro de Hrubín. Son muchas
las cosas sobre las cuales se puede meditar al lado de estas dos tumbas. Por ejemplo,
sobre el hecho de cómo la gente no creía que Hrubín estuviese enfermo de verdad.
En su tumba acaricio la piedra que antes tocaban las olas del río Sázava y pienso
que posiblemente fue la misma que pisaron los piececitos del pequeño František
Hrubín. Le gustaba contar historias de aquel río perfumado.
Y cuando la aurora nos echaba fuera de la intimidad de las copas solíamos ir al
puente de Elisa a mirar el río y a escuchar el fragor de la presa. El regreso, a veces,
no era agradable. Nuestras mujeres, en casa, no dormían y lloraban. En cambio, la
poesía sonreía. Hablábamos de ella toda la noche e innumerables veces le
declarábamos el amor.
Después de la muerte de Hora nos venía a ver a casa la mujer del poeta, la señora
Zdenka Horová. Se sentía triste. Cuando mi mujer se quejaba de que yo estaba poco
en casa y que no dejaba de trasnochar, ella la apaciguaba:
—Querida mía, si mi marido no volviera hoy hasta por la mañana, no me
enfadaría, no le reprocharía nada. Le daría una buena bienvenida, le ayudaría a
desvestirse, incluso le lavaría los pies y le arreglaría los cojines para que estuviese
cómodo.
Le añoraba. Tenía llaves de Slavín e iba allí con frecuencia. Pero no se sentía bien
en aquel pasillo estrecho lleno de humedad, de arañas y del olor de las flores
putrefactas y velas encendidas. Decía que si en aquellos momentos fatales hubiese
podido reflexionar, habría preferido una tumba verde. Pero aun así, Hora, sí tiene una
comodidad después de la muerte, si lo puedo expresar así.
Las urnas de algunos de aquellos cuyos nombres brillan con reciente novedad
están depositadas en la última fila. Porque Slavín está lleno.
Mi amigo Jan Zelenka que, no sé con qué cargo, se ocupaba de la parte cultural
de Slavín y del otro cementerio, se expresó con descortesía:
—Metimos las latas en la última fila como conservas de piña en la nevera.
František Hrubín yace en la otra parte del cementerio, la que está tocando a
Slavín. Su tumba está apretada por los sepulcros vecinos, pero allí le cantan los
pájaros.
IV
Antes de las fiestas navideñas solíamos firmar nuestros libros en alguna gran
librería. Antes de navidades es agradable incluso lo que en otra época sería un trabajo
indiferente o molesto. Hrubín nunca se ha podido quejar de la falta de lectores, tanto
los pequeños como los grandes. En la gran sala de la librería serpenteaba una larga
cola de lectores. Las madres y los padres venían con sus niños, sonaba un sinnúmero
de voces infantiles y el poeta firmaba incansablemente, sonriendo. Sucedieron
muchas historias pequeñas. Pero aquel niñito que, al lado de la mesa, comenzó a
gritar llorando que el señor no le garabatease nada en su libro, no estaba equivocado
No teníamos más que una escapatoria de la miseria en que vivíamos los tres y de
las privaciones que cada vez estaban más a la vista delante de nosotros: la puerta de
la Casa del Pueblo en la calle Hybernská. El camino no era largo ni infranqueable.
El ansia por llegar a ser poetas lo más pronto posible, y la loca ligereza que
conoce todo joven indolente, se nos subían a los colegiales a la cabeza y poco
después nos encontramos en la antigua librería y sala de lecturas de la Academia
Obrera de la Casa del Pueblo. Allí todo era algo vetusto y desvencijado, y la sala de
lecturas era más bien tenebrosa; a veces se tenía que encender la luz incluso de día;
pero dentro hacía calor, y nos acogían con cariño y naturalidad, por lo que pronto nos
sentimos allí como en casa.
«¿Habéis ido ya a ver aquel raro árbol viejo que tienen en el jardín?», me
preguntó mi padre. Cuando negué con la cabeza, me aconsejó con insistencia que no
olvidásemos ir a verlo.
LA CARTERA
El miércoles 8 de enero de 1919, por la noche, llamó a nuestra puerta Ivan Suk y
desde el umbral nos anunció, atropelladamente, que Šťastný acababa de atentar
contra la vida del doctor Kramář. Le había disparado un tiro de revólver. La noticia
había sido hecha pública en el tablón de Národná politika. Sin embargo, no sabía
ningún detalle concreto. Me puse el abrigo y fuimos a toda prisa a ver a Němec. No
estaba en casa. Íbamos en busca de Kárník, cuando, un instante después, los pelos se
nos pusieron de punta. Acabábamos de recordar que, hacía unos días, durante una
reunión de la Asociación, cuando se habló del doctor Kramář, Kárník pronunció una
frase fatídica: «¡A ese tipo tendría que cargárselo alguien!» Kárník era incapaz de
matar una mosca, pero aquella frase resplandeció delante de nosotros en el aire como
un letrero luminoso.
Tampoco Kárník estaba en casa. En cambio, encontramos allí a Němec. Estaba
sentado, inmóvil, en una silla, junto a una máquina de coser; por el piso se
desplazaban tres hombres extraños, policías, claro está. Nos detuvieron hasta que,
como dijeron, Kárník hubiese vuelto. De modo que Suk y yo nos sentamos delante de
la otra máquina de coser. Las hermanas de Kárník eran sastras. Kárník vivía en su
casa y ellas le daban de comer. Estaba aquejado de tuberculosis y no podía trabajar.
Al dirigirse a casa, Kárník supo por los vecinos que la policía estaba esperándole.
Dio media vuelta y fue a sentarse en la cafetería Proutkov, adonde a veces íbamos a
jugar al billar. Por fin, no aguantó más y al anochecer volvió a casa.
Estábamos algo decepcionados. Nos enviaron a casa y a Kárník se lo llevaron a la
comisaría. Él consolaba a sus hermanas: «Estaré de vuelta antes de que os hayáis
tomado el café de la mañana.» Y estuvo. Pero al día siguiente fueron a buscarnos a
Hace un hermoso domingo de junio, luce el sol y Praga se vacía a toda prisa.
Algunas de sus calles laterales recuerdan el abandono de un pueblecito agreste.
Praga, si no se ha fugado lejos, hacia el bosque, se encuentra en la orilla del río.
Estoy en la cubierta del barco, acodado en la barandilla, viendo desfilar delante de
mí Hrad, el Teatro Nacional, y Mánes, y observando con qué rapidez se acerca
Podolí. Allí también hubo un embarcadero. Pero hace mucho que no existe. Y en la
orilla están gozosamente tumbados miles y miles de cuerpos humanos. Un sinnúmero
de cuerpos jóvenes y viejos, esbeltos y menos atractivos, han cubierto la arena
abrasadora. Y el vapor deja atrás esas desnudeces humanas y corre hacia Zbraslav,
donde las más de las veces se permite el lujo de quedar inmóvil junto a la orilla,
expuesto al calor del sol.
¡Llé-va-te-el-pa-ra-guas!
¡Llé-va-te-el-pa-ra-guas!
Lo oí con perfecta nitidez. Qué disparate, le contesté al reloj; el cielo está azul, no
hay una sola nube. Al cabo de una hora regresé a casa empapado hasta la médula de
los huesos por una repentina tormenta de verano. El reloj me dijo, claramente:
¿Lo-ves-a-ho-ra?
¿Lo-ves-a-ho-ra?
¡Duér-me-te-ya-pe-que-ño!
¡Duér-me-te-ya-pe-que-ño!
Por lo común, no tenía que repetírmelo muchas veces. Me quedaba dormido nada
más envolverme en el edredón.
En los últimos años la gente se ha habituado a morir cómodamente, en una
clínica. Pero si a mí se me concede despedirme del mundo en casa, en mi cama, no
dudo que el reloj me murmure:
¡Ve-te-con-Dios!
¡Ve-te-con-Dios!
¡Ya-pa-ra-siem-pre!
¡Ya-pa-ra-siem-pre!
¿Cómo podía hablar yo de gente extraña? ¡Casi todo estaba exactamente igual a
como lo había dejado en mi primera juventud!
Sólo los aficionados y su pequeño teatro habían desaparecido, tragados por el
tiempo. ¡Pero eso no tenía nada de sorprendente, dada la competencia de tantos cines
y teatros! Aunque aquello era bonito y divertido. Por supuesto, ya no me acuerdo de
sus representaciones. En mi memoria queda una sola función. La pieza se titulaba El
Norte contra el Sur. Bien entendido, trataba de la época de la guerra civil de América.
No conozco el nombre del autor. Si recuerdo la representación es porque, en uno de
sus episodios, una enorme explosión cambiaba el curso de la historia. La detonación
artificial hizo temblar el escenario, la luz de las bengalas tiñó de rojo los rostros de
todos los actores y espectadores, sobre la escena cayeron unos ladrillos de cartón y
ante el público apareció un hombre con la camisa desabrochada, sin duda alguna el
héroe de la historia. Se trataba de un episodio trágico; pero entre los espectadores
sonaron en seguida unas carcajadas alegres. Me asomé sobre la barandilla de la
galería, pero no comprendí nada.
Seguí sin comprenderlo algún tiempo más de mi infancia, hasta que, gracias a
unas observaciones irónicas, vi de qué se trataba exactamente, y por qué la gente se
reía del pobre actor olvidadizo. Todo se debía a un pequeño desarreglo en su
indumentaria.
Salí despacio del portal y saludé tristemente con la mano a la escalera; también
mis pies de niño ayudaron a gastarla.
Cada uno tiene en su vida recuerdos sentimentales al menos para un minuto.
Yo también.
Recitaba el poema con una vehemencia tal y durante tanto tiempo, que algún
vecino de la habitación de al lado o de arriba empezaba a dar golpes en la pared.
Nos acercamos muchas veces al viejo chalet de Olšan. Pero en vano. No vimos al
—Creo que le gustará Verlaine. Podrá aprender de él algo que vale la pena. Pero
no tome ejemplo de su vida privada; fue un gran libertino.
Y Šalda soltó la melodiosa risotada que tantas veces pude oír más tarde.
Algo me impidió en aquellos momentos vanagloriarme de haber traducido un
poema de Verlaine. Era su famosa «Chanson d’automne». Pero no conocía aún su
poesía lo suficiente para hablar de ella, si Šalda me preguntase algo. Y Šalda sabía
preguntar. Tenía la experiencia de los coloquios. Después le mandé aquella
traducción junto con otras dos, de cuyos originales Teige me había dicho que tenían
una música maravillosa.
En la calle Valentinská, en la librería de un francés, un tal señor Pommeret, me
Tu pecho
es como una manzana de Australia.
Tus pechos
son como dos manzanas de Australia.
Cuánto me gusta este ábaco de amor.
Tuve suerte. Llevaba ya tiempo trabajando muy cerca de Hora y hasta podía verlo
sentado a su mesa de redacción, mientras estaba redactando algo o escribiendo su
columna cultural para el Rudé právo. En la redacción, escribía también poesías que
no estaban destinadas para el número del día siguiente y que llegaron a formar parte
de sus libros posteriores y de la literatura. Obviamente, yo tenía una enorme
curiosidad por su trabajo poético, quería ver su rostro en el momento en que se
encendía bajo su frente la luz de las estrofas salpicadas de rocío. Siempre estuve
convencido de que la mayor parte de estas estrofas las tejía con los rayos de la luz.
Pero, incluso en aquellos minutos, Hora era prosaicamente reservado y miraba su
manuscrito metido en el carro de su máquina de escribir a través de una nubecilla de
humo de tabaco y sólo el cigarrillo olvidado en el borde del cenicero revelaba su
ocupación.
Una vez encontré a Hora cuando estaba de bastante mal humor. Le dolía la
cabeza, estaba tomando pastillas y bebía agua de soda. No era difícil adivinar que
había despreciado el agradable y acogedor calor de su colchón, y sus dedos, amarillos
de nicotina, delataban una noche pasada en blanco. Me confesó que había estado,
junto con Hanuš Jelínek y Viktor Dyk, en El desesperado, que era y sigue siendo
hasta ahora una simpática tasca sombreada por los faldones de la vieja chaqueta de
Jungmann en la plaza Jungmann. Eran unos tiempos caracterizados por una situación
política tirante y, alrededor de una botella de vino, habían estado discutiendo diversos
problemas. Viktor Dyk polemizaba magistralmente.
Hora tenía ante él una hoja metida en la máquina y ya densamente cubierta hasta
I. Concierto matinal
Hace muchos, muchos años, cuando yo era todavía envidiablemente joven y sano
y me encontraba en Marienbad sólo de paso, no había ocurrido jamás que no diese
una vuelta por allí bordeando la columnata del manantial de la Cruz.
Pensaba en J. W. Goethe y trataba de atraer bajo los viejos árboles al excepcional
visitante del balneario y a su amada de diecisiete años. Sólo que la elegante
columnata no estaba entonces allí; había otra, la original, pero esos árboles en cuya
penumbra verde nos paseamos ahora ya debían de estar allí. Sí, esos árboles
acompañaron entonces con su rumor los pasos de la célebre pareja amorosa.
Un hombre sabio, interesante y, además, guapo, a cuyos pies, si sólo quisiera, se
encontrarían mujeres, quizá nada inteligentes, pero sí hermosas, ¡y con aquella chica
a su lado, con una muchacha carente de un atractivo especial, como lo demuestra su
retrato, pero sobremanera atractiva y culta, como se refleja ella misma en sus
escritos!
Mira por dónde le dio, diría nuestra madre, sin miramientos por el genio.
Menos mal que alguno de los dioses, cuando la enfermedad privó al gran anciano
del don de palabra, le concedió explicarse tan bien a través de sus poesías. Y la
malaventurada casa de Klebelsberg, que más tarde desencadenó la tragedia del
corazón del poeta, se ha conservado esculpida en sus hermosas estrofas.
Pero todo esto es muy conocido y me extrañaría a mí mismo el estar hablando de
estas cosas, si no fuera porque quiero que me sirvan de referencia, aunque antigua,
para gimotear aquí mi declaración de amor y así despedirme de este precioso lugar.
Una parte de la culpa de la tristeza que Goethe tuvo que conocer al final de sus
días, corresponde a los propios baños.
Cada vez que me encuentro en aquellos parajes y miro a las blancas columnas de
los manantiales, lo quiera o no, tengo que pensar en algo bello. En las mujeres, en el
aroma de su cabello, en el amor, en el cariño. Juzgadme como queráis. Cada vez me
encuentro embelesado y subyugado por el amoroso ambiente de los hermosos baños.
Esta es la palabra precisa: un ambiente amoroso tiernamente implacable y cruel, que
cautiva y turba. La ternura y el amor: ésta es la atmósfera de los maravillosos baños.
Por nada en el mundo quisiera manosear la intachable memoria del abad y de los
monjes que construyeron los baños y que, desde el principio, se propusieron
adornarlos con un reflejo de la aureola de la Virgen María. Hoy la gente pronuncia el
nombre de los baños y se le ocurren cien cosas distintas, pero nunca piensan en la
Virgen María. No obstante, algo de su preciada imagen ha quedado aquí. Siempre se
me ha antojado que no fueron hombres, sino, más bien, mujeres, las que estuvieron
presentes mientras se construían los baños. Que fueron mujeres las que habían
Ya no puedo decir con seguridad dónde vi los zapatos de la señorita Ulrika von
Lewetzow. Creo que fue en el museo de Loket. Unos zapatos ya nada viscosos,
después de todo el tiempo que había pasado; los endurecidos zapatos de la joven del
paseo de los Baños Marianos que son, dicen, exactamente los mismos a cuyo
encuentro se precipitaba el enamorado poeta. Al menos, los que los habían guardado
sostenían que era así.
Está bien, ¡dejémoslo! Después de su separación, Goethe vivió unos años más.
Ulrika no volvió a casarse. Quedó sola hasta la muerte. A lo largo de toda su vida,
que no fue breve, acarició, por lo que parece, sus recuerdos.
Su corto amor santificó también aquellos lugares al borde del bosque Imperial,
donde desde entonces los ciervos han vuelto a tocar sus fanfarrias de amor muchas
veces.
Siempre he leído La elegía de Goethe con emoción, pero sin comprenderla
profundamente. Tardé largos lustros en llegar a entender su resplandor postrero. Tuvo
que pasar mucho tiempo, quizás quince años, quizás más.
Este verano voy a cumplir justamente la misma edad que tenía Goethe cuando se
enamoró con tanto ardor de Ulrika. Ahora sé bien que, si un hombre decide poner fin
para siempre a todas las locuras, a todos los sueños y a todas las tonterías a las que
estaba tan acostumbrado de joven, empieza a ser viejo. En el momento en que hace
un recuento complacido de sus años y sólo consulta a su razón, todo se termina en
este valle de lágrimas. Aquel hermoso amor ya no me hace sonreír para mis adentros.
Ya no me extraña el atrevimiento de aquel anciano. Soy más inteligente y comprendo
sus versos. No es tan fácil ir ahuyentando siempre de sí el desaliento de la vejez, pero
es la única manera de escapar a la desesperación. También sé ahora que no es nada
ingenioso mezclar el café azucarado con las lágrimas de uno.
Como es lógico, me daba perfecta cuenta de que en los próximos días me podía
tocar presenciar su examen de fin del curso como miembro de la comisión e incluso
como uno de los profesores superiores. Pero ahora, al recordar aquella época, pienso
en ella como en unos años libres de preocupaciones, muy lejanos aún de la vejez.
¡Ay!
Poco después de los exámenes, la chica se casó. Nos escribimos hasta ahora.
Tiene dos hijos muy apuestos. El mayor ya frecuenta los bailes, pero los ojos de la
mujer conservan su brillo hasta ahora. Escribo estas líneas en el año en que en Mýt se
celebra el centenario no vivido de Noemi Jirečková, que murió a la edad de noventa
años, en 1964. Así que podéis echar cuentas.
Han pasado justamente veinte años desde que yo llenaba en Mýt de vino tinto mi
vaso aristado.
Me encontré con Noemi poco después de que el médico jefe de Vysokomýt, el
doctor David, le permitiera prescindir de sus cuidados. Fue él quien, además de
ayudarle durante la perniciosa crisis de su salud, la devolvió, tras muchos años, al
piano. Había un piano en el hospital. Apenas se sentó al piano, se restableció en
seguida, también anímicamente. A partir de entonces empezó a tocar, de vez en
cuando, de nuevo.
Fui a ver al médico jefe. En parte, porque estaba casado con una mujer de Jičín a
la que yo conocía. En su hospital, el médico jefe también tenía monjas. Eran unas
religiosas que después del año cuarenta y ocho tuvieron que abandonar su habitual
trabajo y se las destinó a Mýt. Se marcharon obedientes y obedientes cambiaron los
libros de texto por los platos de los enfermos. Cruzaron conmigo unas palabras. Eran
hermanas maestras de Břevnov. Desde las ventanas de su vivienda de entonces veía
sus jardines Kajetánce Vítězslav Nezval. Alguna vez me había hablado de ellas y, si
no me equivoco, las mencionó en sus versos o en sus memorias. Una de las monjas
era muy joven. Se ponía siempre detrás y el rubor teñía sus mejillas. ¡En balde! Era
muy guapa y se llamaba Humilitas. La superiora no le quitaba el ojo de encima. Tenía
sus motivos. Undsetová se quejó en su famosa novela de que los padres enviaran al
Que nos perdone Karel Leger si terminamos con sus versos. No tendría por qué
disculparme al hacerlo, son hermosos. Pero mi intención es otra. El familiar y tan
querido Kolín de su relato poético Sobre el sol dorado me hace revivir aquel minuto
en Praga:
La miré a la cara. Seguía siendo ella, Marie Majerová. Su piel ya no estaba cubierta
de aquel suave vello como otrora, la sangre ya no teñía su terso cutis, sus ojos ya no
brillaban tanto; pero seguía siendo ella, aun cuando de su belleza no quedaban sino
unas leves huellas, sólo visibles para el que la había conocido bien.
—¡Todavía ahora te sentaría bien aquel revolucionario gorro rojo!
Ella sonrió, me dio las gracias con los ojos y acarició mi mano apoyada en la
mesa.
—¡Qué va! Esto ya es el final.
Quedó un instante pensativa y luego habló en voz baja. Nunca la había oído
hablar de aquella manera. Jamás hablaba de la muerte. No iba a los funerales de casi
nadie.
A veces recuerdo los rostros de las dos mujeres. Al primero, el más joven, le sienta
realmente muy bien el gorro francés. Helenka Malířová está encantadora con la
cabeza descubierta, sobre todo cuando sonríe.
Quizás, en mi juventud, estos versos tenían todavía una parte de razón. Pero hoy,
si su insigne autor se encontrase por casualidad en la plaza de Wenceslao, muchas
lectoras de estos versos, que tuviesen precisamente alrededor de esos cuarenta años,
sentirían un atroz deseo de agredir a su autor con sus paraguas plegables.
Reconozcamos, pues, que hoy las mujeres, a sus cuarenta años, se encuentran en
la cumbre misma de la femineidad y de la belleza y no tienen por qué contar todavía
con el fin de su vida amorosa.
Si en los tiempos del reinado de François Arouet Voltaire la hermosa Ninon de
Lenclos supo atraer con sus encantos hasta los sesenta años y en aquella edad estaba
rodeada por numerosos admiradores y amantes y quedó en la historia como algo
milagroso, yo podría nombrar, no a una sola, sino a varias mujeres que la igualarían
en este sentido. Y si pensáis en Marlene Dietrich, ésta, al fin y al cabo, la supera.
Creedme, he visto a algunas con mis propios ojos. Aunque no fuesen precisamente
autoras de aforismos como Ninon, con toda seguridad no eran tontas. Al prolongarse
la vida humana, también se hizo más larga la perduración de la belleza femenina.
Pero esto no es lo único en que las mujeres han cambiado sustancialmente desde
los tiempos de sus madres y abuelas.
Las mujeres de hoy no sólo abren su corazón al amor más de prisa que cuando
nosotros éramos jóvenes, sino que tampoco la edad de veinticinco años ya no
representa para ellas la amenaza de quedarse para vestir santos, como acontecía hasta
hace poco. Y aman desde la primera juventud femenina.
Una médico joven me contó que tenía que tratar con mamás de dieciséis años que
no querían serlo por nada en el mundo. Se había encontrado también con una de
catorce años que hablaba de su situación con la mayor prudencia.
Pero tampoco es todo eso. Las mujeres han cambiado también en otro aspecto.
Vino a verme un joven artista-fotógrafo. Antes que nada se vanaglorió
enseñándome unas increíbles secuencias, con su juego de luces y sombras, y al final
extrajo de las profundidades de su voluminosa cartera un sobre con fotografías que
abrió tras una vacilación. Colocó las fotos sobre la mesa. Eran unos desnudos
femeninos, realmente hermosísimos. Además, las mujeres que habían posado, de pie
En cierta ocasión, el simpático señor concejal vino a vernos y su rostro estaba algo
más alegre y quizás también había en él un aire desacostumbrado. Había algo que no
le cabía en el pecho.
No le cabía y comenzó a hablar. A veces nos llamaba «chicos».
—Chicos, ya soy viejo.
Rondaba los sesenta, pero entonces aquello ya era vejez.
—Hace poco he soñado con Nedbal. Me invitaba con insistencia a un concierto
suyo. Sospecho dónde. Voy a confiaros una cosa y le pediría al doctor Píša que lo
ocultase. Que haga luego con ello lo que mejor le parezca. No se trata de nada
importante ni de un secreto del que podría avergonzarme después de mi muerte. Sin
embargo, no quiero desecharlo. Y me gustaría que nadie lo descubriese en nuestra
casa.
Extrajo de su carpeta un viejo sobre oficial, con el membrete del Ministerio de
Cultura, y sacó de él un pañuelo de seda doblado. Estaba un poco amarillento.
Cuando lo extendió sobre la mesa de la redacción, vimos unas amapolas silvestres
bordadas, entre las que estaba recortado un agujero ribeteado con seda, roja también.
—Cuando era joven —continuaba el señor concejal—, me enamoré de una guapa
muchacha. Era preciosa, de veras. Pero tan tímida como preciosa. Más vale que os
diga de una vez que no me casé con ella. Nos separamos, pero la separación no fue
dramática. Si mal no me acuerdo, ninguno de los dos tenía la culpa, ni ella ni yo.
Guardo unos hermosos recuerdos. Por lo demás, ella también. Vive y su matrimonio
es feliz. Por eso no quiero comprometer su felicidad zafiamente. Nos queríamos de
verdad.
»Llevábamos ya una temporada saliendo juntos y yo intentaba conseguir de ella
algo más que unos tímidos besos. Pero tropecé con una resistencia tan firme que
incluso me dejó extrañado. No obstante, no desistí de mis ruegos ni de mi empeño, y
volví a encontrarme con la misma resistencia una y otra vez. Pero vosotros mismos lo
sabréis. ¡Somos tan brutos, los hombres! Tenemos la mala costumbre de no cansarnos
en nuestro afán y no hay nada en el mundo que pueda detenernos en nuestra
brutalidad amorosa. Pero la chica se resistía y se resistía.
»Cuando pienso en el comportamiento del hombre, se me ocurre que si una mujer
se enamora de otra mujer, es más bien anormal, pero sí mucho más hermoso y dulce.
Sueñas con una cultura nueva y yo te canto otra vez, llena de reverberos,
fuente con la tigresa…
Vuelvo las páginas amarillentas, y tampoco puedo dejar de recordar las últimas
líneas del artículo programático de Karel Teige que cierra la antología:
La belleza del nuevo arte es de este mundo. La misión del arte es la de crear
bellezas análogas y cantar, con imágenes arrebatadoras y con insospechados ritmos
poéticos, toda la belleza del mundo.
También en el libro las cinco últimas palabras vienen resaltadas con mayúsculas y
encerradas entre dos manos impresas, con los índices extendidos. Nos gustaba mucho
aquel signo, e incluso lo insertamos en algunos poemas.
Desde la publicación de la antología de Devětsil han pasado mucho más de
cincuenta años. Está haciendo un melancólico día de octubre. He estado de nuevo en
la Avenida Nacional. La vida fluía alrededor de mí con tanta prisa que la mirada no
conseguía seguirla. Pero me ha parecido que estoy solo en el mundo.
Junto a la Nueva Escalinata del castillo y las antiguas tabernas de Praga, cerca del
Hrad de Praga había unas casas del siglo dieciséis. La escultora Hana Wichterová se
compró una de ellas, en la que vive y trabaja el pintor Jan Zrzavý. Ocupaba un
pequeño piso de la segunda planta. Sus escaleras se habían desgastado tanto hacía
tiempo que andar por ellas daba vértigo. En el más grande de los dos cuartos el pintor
había organizado un modesto estudio.
Durante años había vivido en Bubenči. Tenía allí un hermoso piso moderno en
una casa nueva cuyas ventanas daban a Stromovka. Pero no estaba satisfecho. Echaba
de menos la vieja Praga. Dejó de buena gana la necesaria comodidad y se trasladó a
aquella casa vieja.
Desde las dos ventanas más pequeñas del estudio se veían los tejados del palacio
de Thunov, Malá Strana y Petřín. Aunque el panorama que se divisaba desde allí era
espléndido, uno no podía evitar el recuerdo de los estudios de lo más alto de los
modernos edificios de Praga, espaciosos, lujosos y, sobre todo, inundados de sol y de
blanca luz. La casa de Zrzavý no era precisamente oscura, pero allí apenas había luz.
El pintor estaba contento. Vivía allí apaciblemente.
En una de mis visitas me llegó desde la cocina un olor fuerte y agradable. Un olor
desconocido de un plato desconocido.
—He estado haciendo las manzanas chinas como las preparan en Provenza. Son
muy buenas. Le daré la receta. Me marcho a Benátky. Acabo de escribir a los
capuchinos de allá. Me hospedo con ellos. Quiero pintar Benátky una vez más.
¡Benátky! Una ciudad antigua, rebosante de belleza en descomposición, esa
«guitarra llena de agua» pintada miles de veces —y aun así, muy pocas— por artistas
de todas las tierras y de todos los tiempos, era el lugar del amor duradero y constante
de Jan Zrzavý. De un amor nada infructuoso.
—Aquí está un poco oscuro para pintar.
—Eso no me importa en absoluto. Lo que cuenta es que pueda vivir entre estos
viejos muros de Praga. Estaba echando de menos todo esto.
—¿Y por qué, entonces, no pinta Praga como pintaba Benátky y Bretaña?
—No puedo. Y le voy a decir por qué. En Benátky puedo permitirme el pintar una
torre donde en realidad no la hay o quitarla de donde está si no me conviene. Pero en
Praga esto es imposible. Así que prefiero no pintar Praga. Pero antes de que se me
olvide, tengo que decirle cómo se hacen esas manzanas. No, no hace falta que tome
notas, es fácil.
»Sobre el fondo de una olla grande se ponen las manzanas de China y se les echa
encima abundante aceite. Luego sobre un plato pequeño se cortan dos grandes
cabezas de ajo, se esparce el ajo sobre las manzanas y se deja todo en el fuego hasta
Olbracht proseguía:
—Si no me la da, pues no me la da, está bien —me dije—, ¿qué importa? Mi
mujer envolvió con cuidado la taza en las virutas de madera de nuevo y la devolvió a
las demás. Al día siguiente se marchaba a Praga y con sumo cuidado metió el paquete
de nuevo en el coche.
»Como sabes, en esta temporada los trenes van bastante llenos. Por eso cogió un
billete de primera clase; pero el vagón estaba lleno también. Camino de la estación
discutimos un poco más, ¡ya se sabe! Cuando se sentó, le di el paquete con la
porcelana por la ventanilla. Al mismo tiempo, medio en broma, medio en serio, le
eché una maldición. Una maldición de rabinos, antigua y terrible. ¿No me
preguntabas sobre los misteriosos rabinos? Vi que la pobre de Slávinka se quedaba
algo sobrecogida. Había palidecido, pero ya sonaba el silbido de la locomotora.
«Llegó a Praga sin novedad, sosteniendo el paquete sobre las rodillas. Pero la
maldición no la dejaba tranquila. Cuando el tren se detuvo junto al andén, esperó un
poco, hasta que bajaran los demás pasajeros, llamó al mozo y le confió, con mucho
cuidado, el raro trofeo de Karlovy Vary. Éste cogió el paquete, echó a andar con
atención, pero justo entonces le alcanzó la alborotada e impetuosa ola de los
pasajeros de los vagones de atrás.
»Estaba empezando el otoño, la gente volvía de las vacaciones, aquella buena
tarde de domingo, y muchos regresaban de sus casas de campo. Uno de los viajeros,
descuidado, tropezó con el mozo e hizo saltar el dichoso paquete de sus manos. Sobre
los adoquines sonó el tintineo quejumbroso de la porcelana. Los demás, apresurados,
no llegaron a apartarse y el paquete fue pisoteado por nuevos pasajeros que no tenían
ni idea de lo que había ocurrido, sólo quedó el envoltorio bajo sus pies, y la obra de
destrucción fue consumada.
Cuando, de vez en cuando, Olbracht se quejaba de su corazón, sus amigos le
consolaban diciendo que iba a vivir mucho tiempo. ¡Había salido a su padre! Se suele
decir eso. El anciano caballero tenía ochenta años cuando murió apaciblemente. Pero
Olbracht movía la cabeza negativamente. «¿Qué dices?» En efecto, murió antes de
cumplir los setenta. Habían pasado cinco lustros cuando me enteré de las
circunstancias de su muerte.
Yo estaba enfermo, me encontraba en la clínica de Vinohrady, cuando vino a
verme Karel Nový. No vivía lejos. Y charlamos. Ya se sabe, de qué íbamos a hablar,
de las enfermedades. De los amigos y de los compañeros que ya habían muerto.
Nový me miró extrañado:
—¿No sabes cómo murió Ivan Olbracht? —Y continuó:— No conoces al doctor
Racenberg. Durante algún tiempo estuvo trabajando en esta clínica. Luego fue
director de un hospital del occidente. Una tía suya trabajaba en el Balneario Estatal de
¡Son versos conocidos, muchas veces citados! ¡Pues ahí está! El poeta, a pesar de
todo, no tenía razón en estas líneas. No, Dante no tenía razón en eso.
El tren con destino a Praga estuvo parado en Kralupy unos veinte minutos. No
tenía vía libre. Pero ya no volví a ver a Elsa. Desde el lóbrego cielo empezó a caer la
nieve. Primero, grandes copos; luego, más pequeños, pero cada vez más espesos.
Después se desató una feroz tormenta de nieve. Primero desapareció ante mí el
oscuro andén; después, todo el edificio de la estación y, por último, Kralupy entero,
con todas sus heridas, sus penas y sus tormentos.
¡Adiós!
Muchos, muchos años más tarde me puse a traducir el Cantar de los Cantares de
Salomón, y cuando buscaba palabras para los apostrofes amorosos, aparecía ante mí
el rostro joven y adorable de Elsa de Kralupy. Emergía desde la profundidad de
varios milenios, venía hacia mí y yo le recitaba los versos del poeta hebreo:
«Eres como el lirio entre los espinos. Tu estatura es semejante a la palmera, y tus
Los niños echaban a correr y daban palmaditas al que tenía los ojos tapados, para
despistarlo, mientras éste se precipitaba detrás del sonido de sus voces. El más
pequeño, de pelo crespo y con pecas, al que cualquiera alcanzaría fácilmente, cada
vez saltaba al bajo pedestal del monumento y se ocultaba casi bajo los mismos
faldones del abrigo de Mácha. Allí nadie podría descubrirlo.
Ojalá yo también pudiera esconderme así, detrás, tal vez, del miriñaque de la
poesía, cuando venga a buscarme la muerte que, aunque sabe encontrar a cualquiera,
¡algunas veces también puede estar ciega!
Al cabo de un rato los niños se fueron corriendo a otra parte y me quedé solo,
sumergido en aquella hondura verde y rodeado de silencio. De tarde en tarde sonaban
los címbalos de la torre de San Vito. Su canora voz parecía alzarse desde lo más
profundo de los muros del viejo Hrad, haciendo estremecerse las lentas nubes. Su
tono nítido y aterciopelado aconsejaba a los jóvenes que no perdiesen el tiempo y se
agarrasen al momento, mientras que a los viejos les recordaba la perfecta vanidad de
esas cosas. Para los jóvenes era un canto; para los viejos, el horripilante graznido del
cuervo del poeta.
¿Los viejos? Se les atribuye erróneamente la sabiduría de la ancianidad. Los
viejos no son sabios. Las más de las veces suelen ser disparatados. Tienen una
experiencia bastante valiosa. ¿Y qué? Los jóvenes desprecian las experiencias y a los
viejos no les sirven absolutamente para nada. ¿Qué les queda, entonces, si se persigue
la felicidad, cuando se está ya cerca de la muerte?
<<
checos. <<
<<
<<
<<
los Treinta Años, representó la derrota del estado independiente de Bohemia. <<
y su primer presidente. Siempre fue un hombre muy estimado por el pueblo checo.
<<
Bohemia. <<
checo Tomas Baťa (1876-1932), el cual, rebajando los precios de venta, conquistó los
mercados extranjeros. La empresa, considerablemente desarrollada durante la
Primera Guerra Mundial, fue nacionalizada en 1945; las sucursales en el extranjero se
independizaron. <<