1958-Fritz Leiber-Cronicas Del Gran Tiempo

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 118

Crónicas del gran tiempo

Fritz Leiber
Pag 63

Título original de los relatos:


• · Intenta Cambiar el Pasado (Try and Change the Past,
1958)
• · Un Escritorio Lleno de Chicas (A Deskful of Girls, 1958)
• · La Mañana de la Condenación (Damnation Morning, 1959)
• · El Soldado Más Veterano (The Oldest Soldier, 1960)
• · No Es una Gran Magia (No Great Magic, 1963)
• · Cuando Soplan los Vientos del Cambio (When the
Change-Winds Blow, 1964)
• · Movimiento de Caballo (Knight to Move, 1965)
Fritz Leiber y la Guerra del Cambio

Fritz Leiber se distingue entre los autores norteamericanos de ciencia


ficción por dos importantes características. La primera, por ser uno de los
decanos en su profesión. La segunda, por ser un escritor ecléctico, que nunca
se ha encasillado en un solo género o estilo determinado, sino que ha
sobresalido, y sigue sobresaliendo, en varios de ellos.
También reúne otra característica, a la que él no da la menor
importancia: la de ser el autor que más premios literarios de fantasía y ciencia
ficción ha ganado en el mundo: seis Hugos, tres Nébulas y cuatro premios de
literatura fantástica, el Lovecraft, el August Derleth, el Gandalf y el Lovecraft a
la obra de toda una vida. Un record que no ostenta por ahora ningún otro
escritor de fantasía o de ciencia ficción.
Y me atrevería a decir que posee aún una cuarta característica, mucho
más importante que las anteriores: una profunda humanidad, que se refleja
constantemente, tanto en su obra como en su persona.

Tuve la oportunidad y el placer de conocer personalmente a Fritz Leiber


en Brighton, Gran Bretaña, en 1979, durante la XXXVII Convención Mundial de
Ciencia Ficción. Lo primero que me llamó la atención en él fueron sus pies; no
pude llegar a averiguar (no quiso decírmelo) si calzaba un 48 o un 50, pero
calculo que debía de irle a la zaga. En un determinado momento me diría,
sonriendo: «Mis pies me sirven para mantenerme estable en cualquier
circunstancia; gracias a ellos, nadie sabe nunca si estoy sobrio o
moderadamente borracho». Debo señalar que Leiber bebe hoy por hoy
deforma muy moderada, desde que a mediados de los años cincuenta
permaneciera casi cuatro años literariamente inactivo, a causa de problemas
con el alcohol. «Ahora lo tengo completamente superado —añadiría un poco
más tarde—; en la actualidad, la única droga que utilizo es la máquina de
escribir. »
Lo segundo que me llamó la atención en él fue su extraordinaria
humanidad. Frente a la pedantería de un Silverberg, por ejemplo, o el divismo
de un Clarke, ambos presentes también en aquella convención, Leiber fue todo
el tiempo la cordialidad y la sencillez personificadas. A sus casi setenta años
de edad, erguía su alta estatura y su rostro largo y de afilada nariz como una
torre del homenaje en medio de escritores, colegas y fans, tan completamente
despreocupado de su calidad de invitado de honor que parecía ser uno más de
los admiradores que le rodeaban. En realidad, durante todo el tiempo se lo
pasó mucho mejor mezclado con la gente que arriba en el escenario, de donde
se escabullía siempre que le era posible. Supongo que si al final de la
convención alguien se marchó de Brighton sin obtener de él unas palabras o
un autógrafo, o incluso una larga conversación entre amigos, fue simplemente
por pura estupidez.
Y sin embargo, pese a su humildad, Fritz Leiber es uno de los nombres
más gloriosos de la fantasía y la ciencia ficción norteamericanas, cuya
producción sigue manteniéndose hoy en día, tras más de cuarenta años de
carrera, en un alto nivel de calidad. Desde que a finales de los años treinta y
principios de los cuarenta empezara a colaborar en la revista Weird Tales,
verdadero crisol de grandes autores del género, su producción ha mantenido
un ritmo constante de éxito y calidad. Al contrario de otros autores, como Ray
Cummings, Eando Binder, Orlin Tremaine, que tras una fulgurante etapa en
esos años treinta y cuarenta abandonaron el género y se sumieron en el olvido,
Fritz Leiber ha seguido sin cesar en el candelero, y sus primeros relatos y
novelas son tan reconocidos y considerados hoy como puedan serlo los más
recientes.
Ello es debido a todas luces a su propio eclecticismo. «No me gustan las
etiquetas; escribo lo que me gusta», me dijo al respecto, como sin darle la
menor importancia. Nunca ha podido ser considerado exactamente como un
escritor de ciencia ficción, no al menos en la forma «clásica». Su desbordante
fantasía literaria hace que incluso en sus obras más hard sf, como pueda serlo
The Wanderer (El vagabundo), la precursora de la gran oleada de novelas de
desastres que nos vendrían luego, su imaginación se decante en brillantes
chispazos hacia la fantasía pura. Quizá por eso, como él mismo reconoce, su
obra no ha sido tan considerada como la de otros autores. Pese al
número de premios obtenidos, su popularidad nunca ha alcanzado las
cotas de un Heinlein, por ejemplo, otro de los decanos de edad similar a la
suya (Heinlein es tres años mayor que él), y cuya carrera ha seguido un rumbo
más o menos paralelo al suyo en el tiempo. Pero eso, a él, le tiene
absolutamente sin cuidado.

La vida de Fritz Leiber corre pareja con su obra. Nacido Fritz Reuter
Leiber, Jr., el 24 de diciembre de 1910 («Pero no de madrugada, como Nuestro
Señor Jesucristo»), fue hijo de un afamado actor shakesperiano de igual
nombre y de una madre también actriz. Sus primeros años los pasó entre
bastidores, ayudando en la compañía de su padre, haciendo un poco de todo,
e incluso saliendo al escenario y actuando cada vez que resultaba necesario.
Este antecedente familiar —el hecho de que tanto su padre como — su
madre fueran actores—, así como el vivir todo su infancia y su adolescencia en
el teatro, tendría que haber marcado al joven Fritz Leiber. De hecho, sí lo hizo;
durante su juventud, fue también un apreciado actor shakesperiano, e incluso,
como había hecho anteriormente su padre, intervino en Hollywood en algunas
películas, entre ellas un pequeño papel en el célebre filme Camille, con Greta
Garbo. Su rostro apareció también en varios filmes clásicos de terror, entre los
cuales cabe destacar El fantasma de la ópera.
Quizá esto último, junto con el elemento trágicamente fantástico que
impregna muchas de las obras de Shakespeare, condicionara el futuro de la
carrera de Leiber. Él se limita a sonreír con aire ausente cuando se le pregunta
al respecto, y responde con una evasiva, cambia de tema o simplemente no
contesta. Lo cierto es que, a finales de la década de los treinta, pasó de la luz
de las candilejas a la del foco junto a la máquina de escribir. Empezó a publicar
en ese gran templo lovecraftiano que fue la revista Weird Tales, y también en
otras revistas paralelas, como Unknown. Relatos de fantasía y de terror, por
supuesto. Mediados los cuarenta empezó a publicar también en Astounding
Science Fiction, y es probable (Leiber tampoco deja de sonreír cuando se le
pregunta al respecto, y elude la cuestión o no contesta) que los condicionantes
de la política editorial de esta revista fueran los que le abocaran
magistralmente hacia la ciencia ficción. Desde entonces, Leiber incluiría a
menudo elementos de ciencia ficción en sus historias, pero sin dejar de ser
nunca, básicamente, un escritor de fantasía.
Su obra reúne una ingente cantidad de relatos cortos y,
comparativamente, muy pocas novelas. Entre estas últimas cabe destacar su
primer gran éxito, Conjure Wife, aparecida originalmente en Unknown en 1943
y publicada como libro en 1953; una novela de brujería en los tiempos
modernos cuya acción transcurre en una facultad universitaria y que ha sido
trasladada dos veces al cine, primero como Weird Woman (Mujer extraña) y
luego como Burn, Witch, Burn (Arde, bruja, arde), con guión de Richard
Matheson, y de la que se ha hecho también una versión televisiva. Gather,
Darkness! (¡Concéntrate, oscuridad!) es una notable novela acerca de una
Tierra futura controlada por una religión, mediante el uso de una ciencia que es
guardada en secreto a fin de poder realizar milagros ante la gente. The Green
Millenium (El milenio verde) es una novela de misterio situada en una
decadente América del próximo siglo, en la que unos extraterrestres visitan lo
que no es más que una degenerada sociedad donde imperan el sexo, el
sadismo y la crueldad. Una de sus últimas novelas, Our Lady of Darkness
(Nuestra Señora de la Oscuridad), es una impresionantemente hermosa novela
gótica, que posee fuertes elementos autobiográficos... o al menos eso es lo
que afirma el propio Leiber. Finalmente, The Wanderer (El vagabundo), que le
hizo merecedor de uno de sus premios Hugo en 1965, es su más clásica
novela de ciencia ficción, en la cual el paso de un extraño mundo por las
inmediaciones del sistema solar crea una gran devastación en la Tierra y la
Luna. Escrita con una gran complejidad de personajes y situaciones, constituye
un antecedente directo del gran número de novelas y filmes de desastres que
crearían toda una escuela poco después, y más concretamente del filme
Meteoro y de la novela El martillo de Lucifer, de Niven y Pournelle.
Por supuesto, Leiber tiene otras varias novelas en su haber, desde
Tarzan and the Valley of Gold (Tarzán en el valle de oro), escrita al estilo de
Burroughs y prologada por el propio hijo de Burroughs, hasta A Specter is
Haunting Texas (Un fantasma recorre Texas). Sin embargo, su mayor éxito de
público radica en las series. La más famosa de ellas, que surge al iniciarse su
carrera (la primera historia apareció en Unknown en agosto de 1939), es la de
Fafhrd and the Gray Mouser (Fafhrd y el ratonero gris), conocida también como
el Ciclo de las Espadas. Se trata de una serie clásica de Espada y Brujería;
incidentalmente, la paternidad de este nombre, Sword and Sorcery, que se ha
hecho famoso en el mundo anglosajón para definir ese subgénero particular de
la fantasía, se atribuye al propio Fritz Leiber, aunque él, con su socarronería
habitual, siga sonriendo y callando cuando se le pregunta al respecto. La serie
fue desarrollada a partir de 1934 por Leiber y un amigo universitario, Harry
Fisher, que colaboró durante varios años en el desarrollo del escenario.
Iniciada como una sucesión de simples relatos de aventuras, se fue
transformando con el tiempo en un complejo entramado, que huye
completamente de los clisés que inundan ese subgénero. En la actualidad, los
relatos han sido reunidos en seis volúmenes, cuyos títulos empiezan siempre
con la palabra Swords... (Espadas...), y de ahí el nombre genérico por el que
es conocida la serie. Una de las historias que la componen, Ill Met in Lankhmar
(Mal encuentro en Lankhmar), ganó en 1971 y 1970, respectivamente, los
premios Hugo y Nebula.
Y, por supuesto, está la serie de la Guerra del Cambio.
Escrita a lo largo de ocho años, de 1958 a 1965, inmediatamente
después de su crisis de alcoholismo, la serie de la Guerra del Cambio es
considerada como la obra más pura y personal de Leiber. Su acción no puede
situarse en ningún tiempo determinado..., porque todo el tiempo es su
escenario. Dos facciones «subterráneas» (y es el propio Leiber quien las
califica así, puesto que en ningún momento las define ni las sitúa) libran una
eterna guerra por la hegemonía en el universo. Los dos contendientes, las
Arañas y las Serpientes, intentan conseguir que la ventaja de la guerra se
decante a su favor yendo al pasado y modificando constantemente la historia
para que encaje con sus intereses. Para conseguirlo, reclutan a los Dobles,
gente que es arrancada de su línea de la vida poco antes de morir, bajo la
oferta de seguir viviendo eternamente siempre que trabajen para la causa.
Expuesta así, la temática de la serie puede parecer original pero no
excesivamente alambicada. Es el «toque Leiber» lo que le da su peculiaridad.
Leiber no se preocupa en ningún momento de explicarnos los motivos de esa
guerra, definirnos quiénes son los que luchan, cuáles son sus metas, ni
siquiera las líneas generales de la contienda. No existe una gradación ni una
continuidad en las distintas historias de la serie. De hecho, la guerra en sí no
es más que un telón de fondo, un decorado común que sirve para hilvanar los
relatos entre sí. Nunca sabremos qué persiguen las Arañas con su plateado
símbolo del asterisco de ocho puntas, o las Serpientes con su yin—yang negro
con los extremos abiertos. Sólo sabremos que en su eterna lucha recorren
constantemente la historia de la Tierra y de otros planetas, buscando nuevos
reclutas, realizando acciones transformadoras, luchando en los entretelones de
una historia distinta. Lo que importa en las historias de Leiber son los diversos
personajes que se ven envueltos, algunos a su pesar, otros marginalmente, en
esa guerra. El entretejido de la guerra en sí va hilvanándose lentamente a
través de los indicios, muchas veces leves, casi siempre apenas insinuados,
que van apareciendo a lo largo de los relatos.
La historia más conocida de la serie, a medio camino entre la novela y el
relato largo, es The Big Time (El Gran Tiempo, publicado en español por
Ediciones Adiax), que ganó en 1958 el premio Hugo a la mejor novela de
ciencia ficción del año. El Gran Tiempo es el epítome de toda la serie. Su
acción transcurre en un escenario único, una especie de club de diversión y
descanso, fantasmal e indefinido, situado en medio de ninguna parte, y
atendido por un grupo de «chicas fantasma», que están allí para ofrecer el
reposo del guerrero a los combatientes que son retirados de la lucha por un
cierto tiempo a fin de que se repongan. En la novela, nada es explicado; todo
va brotando a través de la propia acción, y es el lector quien tiene que ir
hilvanando los distintos detalles dispersos para formar el conjunto. Y es
precisamente esa aparente inconcreción dentro de la novela, en un marco
estructurado y medido a la perfección, lo que le da su principal aliciente.
Como se lo da también al reno de los relatos que forman la serie de la
Guerra del Cambio, y que ahora reunimos, por primera vez en español, en este
volumen. Para mí, una de sus mayores virtudes es su variedad, dentro de lo
que parecería tener que ser una monótona uniformidad temática. Cada una de
las historias incluidas ofrece un aspecto de lo que es, en su conjunto, esta
Guerra del Cambio, vista desde una periferia que nos permite ver no los
árboles, sino el bosque. En Intenta cambiar el pasado, Leiber nos habla del
reclutamiento de los soldados de la Guerra del Cambio, y de las dificultades
que comporta el intentar cambiar algo que ya ha sucedido. Un escritorio lleno
de chicas nos muestra la esencia de la que están formados esos Dobles, algo
que es inherente a todos los seres humanos. La mañana de la condenación
insiste en el tema del reclutamiento, y nos dice que alguien puede servir a dos
bandos a la vez.. aunque sea de la forma más inusual. El soldado más
veterano nos introduce en la operativa de los soldados de la Guerra del
Cambio, y en los peligros a que se ven expuestos. No es una gran magia nos
presenta, con todo detalle, una operación de campaña dentro de la guerra
temporal. Cuando soplan los vientos del cambio nos plantea un elemento
nuevo: la existencia de resacas, de vientos, en esas alteraciones forzadas del
tiempo. Movimiento de caballo, finalmente, nos ofrece un aspecto entre curioso
y divertido de la lucha directa entre los agentes de las dos facciones en pugna,
y constituye un digno colofón a esas crónicas, que no me atrevo a calificar de
bélicas, aunque sí lo sean.
En este volumen, los relatos están ordenados en la forma señalada por
el propio Leiber, una forma que él califica, sonriendo socarronamente, de
«cronológica». Dentro de esta gradación «cronológica», Leiber sitúa El Gran
Tiempo (que por obvias razones de extensión, y por hallarse disponible en el
mercado español su edición castellana, no se incluye aquí) al principio de la
serie, entre el primer relato, Intenta cambiar el pasado, y el segundo, Un
escritorio lleno de chicas. Yo, por mi parte (y he descubierto que no soy el
único en opinar lo mismo), lo sitúo más bien en quinto lugar, entre El soldado
más veterano y No es una gran magia. Naturalmente, discutir esto con Leiber
sería algo bizantino, de modo que nunca he pretendido hacerlo. De todos
modos, conozco ya por anticipado cuál sería su respuesta: «Bueno, no
importa, haz lo que quieras». En Brighton, hablando de los problemas que
siempre surgen entre autores y editores, dejó caer una frase que considero
dolorosamente antológica: «Los editores siempre tienen razón; si no, no
pagan». Ante un tal pragmatismo, nada queda por decir.
Fritz Leiber tiene algunos vicios menores en su carrera literaria, lo que él
llama «manías». Cosas que le han marcado en su vida y que aparecen
recurrentemente en toda su obra. A Leiber le encantan los gatos. En la Guerra
del Cambio no hay gatos, pero esos animales sí están presentes en gran parte
del resto de su obra. También le encanta el ajedrez, y no hace falta señalar
Movimiento de caballo para atestiguarlo— Pero lo que más ha marcado al
Leiber escritor es su ascendencia shakesperiana. « Uno no ha mamado toda
su infancia en las obras de Shakespeare en vano», me dijo en Brighton. No es
una gran magia constituye uno de los más sinceros homenajes shakesperianos
que he leído en mi vida, con el aliciente de incluir en él al propio Bardo en
persona. Pero aparte esto, toda la obra de Leiber (y que me perdone él, puesto
que me sonrió discretamente cuando se lo comenté, y no me dijo ni sí ni no,
sino todo lo contrario) es eminentemente shakesperiana. Desde su sentido
épico de la tragedia hasta su humor e ironía, pasando por su propio estilo
literario, elaboradamente cuidado, y por la fuerza de sus argumentos.
Leiber interrumpió en 1965 sus relatos sobre la Guerra del Cambio.
Según sus propias palabras, «ya había agotado el tema, no tenía nada más
que decir». A mí se me ocurren muchas más cosas que sí podría decir sobre
este fascinante universo sin espacio y sin tiempo, en lucha en una guerra sin
frente ni trincheras. Pero examinando fríamente el asunto, reconozco que
Leiber tiene razón. El principal elemento de atracción de la Guerra del Cambio
es precisamente su misterio, el tener que imaginar todo lo que no se dice. Una
excesiva insistencia en el tema obligaría a explicitar muchos conceptos.
Entonces perdería gran parte de su magia. Y no olvidemos que Leiber es un
escritor esencialmente mágico; su campo principal es la fantasía. Y la auténtica
fantasía debe saber dejar todo lo posible a la imaginación del lector. Leiber ha
escrito algunos otros relatos que pueden considerarse más o menos
conectados con el tema de la Guerra del Cambio, como por ejemplo,
recordando así a vuelapluma, Nice Girl With Five Husbands (La muchacha con
cinco maridos), aparecido en 1951. Pero Leiber se niega categóricamente a
considerarlos como parte de la serie, aunque haya utilizado algunos elementos
de ella. Y hay que respetar su opinión. Por algo es el autor. Y el autor, como
padre de la criatura, es quien en definitiva tiene la razón. Aunque los editores,
por supuesto, se empeñen en opinar lo contrario.
Así pues, los relatos recogidos en este volumen forman, junto con la
novela El Gran Tiempo, que los arropa y complementa, la totalidad de los
componentes de una serie famosa surgida de la pluma de un autor famoso,
que aún sigue produciendo lo mejor de su obra; un autor considerado como
uno de los decanos de la ciencia ficción, y el decano indiscutido de la fantasía.
Tan sólo una cosa respecto a ellos. Dos de los relatos incluidos aquí, La
mañana de la condenación y El soldado más veterano, aparecieron ya en el
número 37 de esta misma colección, La mente araña, una selección de varios
excelentes relatos de Leiber. Pese a ello, hemos decidido incluirlos de nuevo a
fin de ofrecer la panorámica completa de la serie de la Guerra del Cambio.
Además, los puristas aficionados a la cotejación observarán que sus versiones
son ligeramente distintas; en este volumen se ha ajustado mucho más la
traducción a su original inglés, restituyendo en lo posible ese estilo peculiar que
constituye uno de los principales alicientes de la producción literaria de Leiber.
Espero sinceramente que todos ustedes disfruten con estas CRÓNICAS
DEL GRAN TIEMPO. Me consta que Leiber disfrutó elaborándolas. Yo he
disfrutado también preparándolas, ordenándolas y traduciéndolas. Supongo
que el editor disfrutará igualmente elaborando el libro, aunque sólo sea
pensando en los posibles beneficios económicos que pueda reportarle (lo cual,
no se crean, es un riesgo difícil de asumir). Ustedes constituyen el último
eslabón de la cadena. No me defrauden. Me sentiría terriblemente
decepcionado si cerraran el libro con un «psché». Aunque estoy seguro de que
eso no sucederá. Más bien desearán leer otras historias de este fascinante
universo atemporal. Les confieso que yo también..., aunque creo que vamos a
tener que esperar.
Sin perder las esperanzas, sin embargo. No olviden que, a sus setenta y
cuatro años, Fritz Leiber tiene aún mucho camino por delante. Quizá, dentro de
poco...
Al fin y al cabo, él mismo nos lo ha demostrado: tiempo, espacio, vida,
muerte, nada existe realmente; de modo que en cualquier momento puede
producirse. No sé, quizá...
Veremos.

DOMINGO SANTOS
Intenta cambiar el pasado
No, no aconsejo a nadie que intente cambiar el pasado, al menos su
pasado personal, aunque cambiar el pasado general es mi trabajo, mi trabajo
militar. Entiendan, soy una Serpiente en la Guerra del Cambio. Esperen, no se
vayan... los seres humanos, incluso los Resucitados que participan en los
combates temporales, no están hechos para escabullirse, y su veneno es en su
mayor parte psicológico. "Serpiente" significa en nuestra jerga los soldados de
nuestro bando, como los hunos o los confederados o los gibelinos. En la
Guerra del Cambio intentamos alterar el pasado —y es un trabajo difícil y
brutal, créanme— en puntos diversos por todo el cosmos, en cualquier parte y
en cualquier tiempo, a fin de que la historia quede urdida de tal modo que haga
que nuestro bando derrote a las Arañas. Pero esa es una historia mucho mas
grande, la mas grande, de hecho, hasta el punto de que debo decir que ocupa
varios planetas de microfilmes y dos asteroides de moléculas codificadas en los
archivos del Alto Mando.
¿Cambiar un acontecimiento en el pasado y conseguir un futuro
completamente nuevo? ¿Borrar las conquistas de Alejandro dando un ligero
puntapié a un guijarro neolítico? ¿Extirpar América arrancando un brote de
grano sumerio? ¡Hermano, así no es como funciona, en absoluto! El continuum
espacio-temporal esta hecho de una materia testaruda, y el cambio lo es todo
menos una reacción en cadena. Cambia el pasado e iniciaras una ola de
cambios avanzando hacia el futuro, pero esa ola resulta amortiguada muy
rápidamente. ¿No han oído hablar nunca de la reluctancia temporal, o de la Ley
de la Conservación de la Realidad?
He aquí una pequeña historia que ilustrara lo que quiero decir. El tipo en
cuestión estaba recién reclutado, el sudor de la Resurrección manchaba aun
sus sobacos, cuando tuvo la idea de que podía usar el poder de viajar por el
tiempo para ir hacia atrás y efectuar un par de pequeños cambios en su
pasado, de modo que su vida tomara un rumbo mas feliz y quizá pensó no
tuviera que morir y verse mezclado con todo eso de las Serpientes y Arañas.
Era como si un campesino de las montanas recientemente reclutado como
soldado se largara llevándose el rifle de gran potencia que acababa de recibir
para volver a sus montañas y eliminar a unos cuantos de sus enemigos
personales.
Normalmente algo así no podía ocurrir. Normalmente para evitar este
tipo de cosas se lo hubiera embarcado hacia algún lugar a unos cuantos miles
o millones de años de distancia de su punto de alistamiento y quizá a unos
cuantos años luz también. Pero aquella era una crisis local en la Guerra del
Cambio y se estaban llevando a cabo un monto n de operaciones de rutina; un
nuevo recluta era algo que simplemente se olvidaba.
Normalmente también no hubiera debido quedar solo ni por un momento
en la Sala de Expediciones; no hubiera debido verla siquiera sino como un
mero atisbo a su llegada y al embarcar. Pero como he dicho había una crisis
las Serpientes estaban escasas de personal y algunos soldados eran
negligentes. Después de eso dos suboficiales fueron degradados a causa de lo
ocurrido y un primer teniente no solo perdió su puesto sino que fue transferido
fuera de la galaxia y de la época. Sin embargo, durante la crisis el recluta del
que estoy hablando tuvo todas las oportunidades que quiso de tontear con
cosas prohibidas y llevar adelante sus planes.
También poseía todos los detalles de la ultima parte de su vida allá en el
mundo real, de su muerte y sus consecuencias, para reflexionar sobre ello y
sentirse tentado a cambiarlo todo. Eso no fue culpa de la negligencia de nadie.
Las Serpientes proporcionan a todos los candidatos esa información como
parte de su prima de enganche. Descubren una muerte inminente, y los
hombres de Resurrección acuden y recluían a la persona en un punto a unos
pocos minutos o corno máximo a unas pocas horas antes de su muerte. Le
explican con inquietantes detalles lo que va a ocurrir, y le sugieren que lo mejor
para evitarlo es prestar el juramento. Nunca he oído de nadie que haya
rechazado la oferta. Luego lo extirpan de la línea de su vida en forma de un
Doble y desde entonces, hermanos, es una Serpiente.
De modo que ese tipo tenía una imagen de su muerte mas clara que la
del día en que compro su primer auto, y realmente se trataba de una obra
maestra de ironía patológica. Estaba viviendo en un elegante ático que había
pertenecido a un loco tío suyo —tenía incluso un observatorio astronómico en
miniatura, no utilizado desde hacía años—, pero estaba completamente
arruinado, sumido en deudas hasta la coronilla, ya punto de ser embargado de
un momento a otro. Nunca había tenido un autentico trabajo, siempre había
vivido a expensas de sus familiares ricos y de su esposa, pero ahora estaba ya
un poco viejo para seguir dedicándose con éxito a su vida de parásito. Su
encantadora personalidad, que había sido su única virtud, estaba tan muerta
por el uso y el abuso como iba a estarlo el mismo dentro de unas cuantas
horas. Su tío loco ya no quería saber nada de el. Su esposa era responsable
de una gran parte del desgaste de sus alas de mariposa sociales; llevaba años
odiándolo, y le gritaba día y noche de una forma que solo se podía tolerar en
un ático. De hecho, ella también estaba volviéndose loca. El había estado
tonteando con otra mujer, que acababa de ponerlo de patitas en la calle,
aunque sabía que su esposa nunca se lo creería, y si se lo creía eso no haría
más que añadir una nota burlona y despectiva a sus gritos.
Era una asquerosa tarde de agosto, en medio de una ola de calor. Los
Giants estaban jugando un partido nocturno con el equipo de Brooklyn. Habían
desaparecido dos musicales de éxito de las carteleras. La cosecha de trigo
había batido un nuevo record. Había un incendio forestal en California y peligro
de guerra en Irán. V se esperaba una lluvia de meteoritos para aquella noche,
según un boletín astronómico dirigido a su tío que había llegado en el correo de
la mañana. Por lo general arrojaba toda esa correspondencia al fuego sin
abrirla, pero ese día la había leído porque no tenía otra cosa que hacer, ni más
útil ni mas interesante.
Sonó el teléfono. Era un abogado. Su tío loco había muerto, y en el
testamento no había una palabra acerca de una Fundación de Búsqueda de
Asteroides. Hasta el ultimo centavo de su fortuna iba a manos del inútil de su
sobrino.
Este inútil personaje colgó finalmente el teléfono, luchando contra el
impulso de su corazón de saltar alocado fuera de su cuerpo y ascender hasta
el techo. Justo en aquel momento apareció sus esposa chillando por la puerta
del dormitorio. Había recibido una gentil y conmiserativa nota de la otra mujer,
contándoselo todo: llevaba una pistola, y anuncio que iba a terminar con
aquello de una vez por todas.
La atmósfera bochornosa proporcionaba un buen telón de fondo para la
burlona catástrofe. Las puertas de vidrio que daban a la terraza estaban
abiertas detrás de el, pero el aire que penetraba por ellas era sofocante como
la muerte. Sin que nadie reparara en ellos, un par de meteoros trazaron estelas
débiles en el cielo nocturno.
Confiando en poder disuadirla, le contó lo de la herencia. Ella le grito
que el, con seguridad, iba a usar el dinero en comprarse otras mujeres —lo
cual no era una predicción irrazonable—, y apretó el gatillo.
El peligro era mínimo. La mujer se hallaba al otro extremo de un gran
salón, y su mano, más que temblar, estaba agitando el niquelado revolver
como si fuera un abanico.
La bala le alcanzo exactamente entre los ojos. Cayo hacia atrás, mas
muerto que lo que estaban sus esperanzas antes de recibir la llamada
telefónica. Vio toda la escena gracias a que un reclutador del Equipo de
Resurrección lo llevo hacia adelante hasta aquel momento para que lo
presenciara como un Doble invisible..., un procedimiento normal de las
Serpientes, que, incidental mente, no produce complicaciones temporales,
puesto que los Dobles no afectan la realidad a menos que lo deseen.
Se quedaron unos momentos mas por allí. Su esposa contemplo el
cuerpo durante un par de segundos, fue a su dormitorio, tino de rubio su pelo
canoso rodándolo con dos botellas de agua oxigenada sin diluir, se puso un
deslucido traje de noche de lame dorado, toco Country Gardens, y luego se
pego también un tiro.
De modo que este era el pequeño melodrama, con sus dos víctimas,
que no dejaba de dar vueltas por su cabeza fuera de la Sala de Expediciones
vacía y no custodiada, completamente olvidado del exiguo personal —reducido
a la mitad— mientras todas la Serpientes disponibles en el sector estaban
ayudando a resolver la crisis local, que se hallaba centrada en el planeta Alfa
de Centauro Cuatro, a dos millones de años en el pasado.
Por supuesto, no necesito mucho tiempo para imaginar que si volvía
atrás y manipulaba un poco las cosas de modo que el primer disparo no se
produjera, pero sí el segundo, ahora estaría aposentado tranquilamente en el
mundo real, capaz de dedicar su herencia a cumplir la profecía de su esposa y
otros pasatiempos. Todavía no sabía mucho acerca de los Dobles, e imagino
que si no moría en el inundo real no tendría ningún problema en reanudar su
vida allí... quizá hasta fuera algo que se producía en forma automática.
De modo que aquella Serpiente —el nombre encaja bien con el, ¿no
creen? — cruzo los dedos y se deslizo en la Sala de Expediciones. Una
expedición era algo tan sencillo que, con solo estudiar los controles, un niño
podía aprender a efectuarla en cinco minutos. Regreso a un punto un par de
horas antes de la tragedia, evitando con cuidado el lugar donde lo había
separado de su línea de vida los hombres de Resurrección. Encontró el
revolver en un cajón del tocador, lo descargo, se aseguro de que no había mas
cartuchos por allí, y luego avanzo un par de horas... llegando justo a tiempo
para verse a sí mismo en el momento de recibir el balazo entre los ojos,
exactamente igual que la otra vez.
En cuanto se repuso de la decepción, se dio cuenta de que acababa de
aprender algo sobre los Dobles que hubiera debido saber desde un principio, si
su mente hubiera funcionado como correspondía. Las balas que había sacado
también era dobles; habían desaparecido del mundo real únicamente en el
punto del espaciotiempo donde el las había retirado, y habían seguido
existiendo, tan reales como siempre, en las secciones anterior y posterior de
sus líneas de la vida... con el resultado de que la pistola estaba cargada en el
momento en que su esposa la había esgrimido.
Así que ajusto los controles de modo que llegara solamente unos pocos
minutos antes de la tragedia. Tomo la pistola, balas incluidas, y se quedo allí
para asegurarse de que no volvía a aparecer. Imaginaba —correctamente—
que si abandonaba aquel sector espaciotemporal la pistola reaparecería en el
cajón del tocador, y no deseaba que su esposa pudiera usar ninguna pistola, ni
siquiera una con la línea de la vida rota. Después —es decir, una vez evitada
su muerte— tenía la intención de colocar la pistola en la mano de su esposa.
Dos cosas lo tranquilizaron, aunque había estado esperando una y
deseando la otra: su esposa no noto su presencia corno Doble y, cuando fue a
tomar la pistola, actuó como si esta no hubiera desaparecido, y tendió su mano
derecha corno si realmente sostuviera una pistola en ella. Si hubiera estudiado
filosofía, se habría dado cuenta de que estaba asistiendo a una confirmación
de la teoría de la armonía preestablecida de Leibnitz: que ni átomos ni seres
humanos se afectan realmente los unos a los otros, solo lo aparentan.
De cualquier forma, no tenía tiempo para teorías. Aun sujetando la
pistola, se deslizo al salón para ocupar un asiento de primera fila, cerca de Él
Mismo, para el gran acto. Él Mismo se dio menos cuenta aun de su presencia
que su esposa.
Su esposa salió y pronuncio su parlamento como siempre. Él Mismo se
echo hacia atrás como si ella siguiera sujetando la pistola y empezó a
tartamudear acerca de la herencia; su esposa se burlo e hizo como si le
disparara.
Naturalmente, no se produjo ningún disparo esta vez, y no apareció
ningún agujero de bala misterioso... cosa que había llegado a temer. Él Mismo
simplemente se quedo allí, como atontado, mientras su esposa hacía corno si
estuviera contemplando un cuerpo caído en el suelo y regresaba a su
dormitorio.
Se sintió complacido por completo: esta vez había cambiado realmente
el pasado. Entonces Él Mismo miro lentamente a su alrededor, aun con aquella
expresión atontada, y avanzo despacio hacia el. Se sintió mas complacido que
nunca porque imagino que ahora iban a fundirse en un solo hombre y una sola
línea de la vida, y podría apresurarse a ir a algún sitio y establecer una
coartada, solo para asegurarse, mientras su esposa se suicidaba.
Pero no ocurrió en absoluto de esa forma. La mirada de Él Mismo
cambio de atontada a desesperada, se le acerco... y de pronto le quito la
pistola y, en el espacio de un parpadeo, apretó el gatillo con el pulgar y se pego
un tiro el mismo entre los ojos. V cayo, como las otras veces.
En aquel momento empezó a aprender algo —y era un aprendizaje mas
bien desagradable y estremecedor— acerca de la Ley de la Conservación de la
Realidad. Al universo tetradimensional del espaciotiempo no le gusta ser
cambiado, del mismo modo que no le gusta perder o ganar energía o materia.
Si tiene que ser cambiado, se ajusta por sí mismo solo lo suficiente como para
aceptar ese cambio y no más. La Conservación de la Realidad es también una
especie de Ley de la Mínima Acción. No importa lo improbables que sean los
acontecimientos implicados en el ajuste, en tanto que sean posibles y puedan
ser utilizados para encajar en el esquema establecido. Su muerte, en aquel
punto, formaba parte del esquema establecido. Si vivía en vez de morir,
tendrían que producirse otros miles de millones de cambios compensatorios,
cubriendo muchos años, quizá siglos, antes de que el viejo esquema pudiera
ser restablecido, las líneas de la vida alteradas entretejidas de nuevo a
universo devuelto por quema normal, como si hubiera disparado tal el... y el
final de su esposa le como estaba previsto.
De esta forma el esquema apenas resultaba afectado. Había
quemaduras de pólvora en su frente que no habían estado antes, pero en
primer lugar no había testigos del disparo, así que la presencia o ausencia de
quemaduras de pólvora no tenía ninguna importancia. La pistola estaba tirada
en el suelo en vez de hallarse en manos de su esposa, pero tenía la sensación
de que cuando llegara el momento en que ella tenía que morir, también ella se
apartaría lo suficiente del trance de Armonía Preestablecida como para encajar
con el esquema, tal como lo había hecho Él Mismo.
Así que aprendió un poco acerca de la Conservación de la Realidad.
También aprendió un poco acerca de su propio carácter, especialmente de la
ultima expresión y actuación de Él Mismo. Tuvo el atisbo de que, por la forma
en que había vivido,, había estado intentando destruirse a sí mismo desde
hacía anos, de tal modo que aquella fortuna heredada o cualquier éxito
accidental no lo hubieran salvado, y que si su esposa no le hubiera disparado
lo habría hecho el mismo de un modo u otro. Tuvo el atisbo de que Él Mismo
no había estado actuando tan solo como un agente para un universo
autocorrector cuando tomo la pistola, sino que había estado actuando también
por su propia voluntad. El universo, saben, opera haciendo que la gente
también coopere.
Pero aunque se le ocurrieran todas estas ideas, no se desanimo por ello,
porque pensó que esa segunda vez había conseguido un éxito parcial, y que si
hubiera mantenido la pistola fuera del alcance de Él Mismo, si hubiera
dominado a Él Mismo, la fusión se habría producido, y todo habría funcionado
tal como lo había planeado.
Tenía la confusa sensación de que el universo, como un enorme animal
soñoliento, sabía lo que el estaba intentando hacer, y hacía todo lo posible por
frustrarlo. Esa sensación de oposición lo decidió a vencer al universo. No era el
primer tipo que caía en esa tentación, por supuesto.
V hasta cierto punto su táctica funciono. La tercera vez que trasteo con
el pasado, todo empezó a ocurrir exactamente igual a como había ocurrido la
segunda vez. Él Mismo avanzo con aire desdichado hacia el, buscando la
pistola que el había ocultado cuidadosamente y no pensaba entregarle a
ningún precio. Por fortuna, Él Mismo no lucho por ella; la expresión
desesperada cambio a otra de impotencia absoluta, y Él Mismo se aparto de el
y, muy lentamente, camino hacia las puertas de vidrio y se detuvo a mirar el
exterior, la bochornosa noche. Imagino que Él Mismo estaba empezando a
hacerse a la idea de no morir. No pasaba ni un soplo de aire. Un par de
meteoros rasgaron el aire. Luego, mezclado con los sonidos nocturnos de la
ciudad, se produjo un débil silbido zumbante.
Él Mismo se agito ligeramente, como si sufriera un estremecimiento.
Luego se volvió en redondo y se derrumbo en el suelo, todo en un solo
movimiento. Entre sus ojos había un negro agujero.
Entonces y allí, esta Serpiente de la que les estoy hablando decidid no
volver a intentar nunca mas cambiar el pasado, al menos su pasado personal.
Había comprendido al fin, y había adquirido también un saludable respeto hacia
los Altos Mandos, capaces de cambiar el pasado, aunque algunas veces con
dificultades. Regreso a la Sala de Expediciones, donde una adormecida y
sorprendida Serpiente le administro un terrible sermón y lo confino en una
habitación. El sermón no le preocupo demasiado: había adquirido un cierto
fatalismo hacia las cosas. Una persona tiene que aprender a aceptar la realidad
tal como es, ¿saben? De modo que será mejor que no se sorprendan por la
forma en que voy a desaparecer dentro de un momento... yo también soy una
Serpiente, recuérdenlo.
Si algún estadístico busca un ejemplo de un acontecimiento improbable,
difícilmente puede encontrar algo más claro que la posibilidad de que un
hombre pueda ser alcanzado por un meteorito. V si a ello le añade la condición
de que el meteorito le golpee entre ambos ojos de tal modo que la herida
pueda ser confundida con la ocasionada por una bala calibre 32, la
improbabilidad se multiplica por un potencia astronómica. De modo que, ¿cómo
puede una persona esperar vencer a un universo que encuentra mucho más
fácil atravesar de este modo la cabeza de un hombre que posponer la fecha de
su muerte?
Un escritorio lleno de chicas
Sí, he dicho chicas fantasma, muy sexys. Personalmente, nunca en mi
vida he visto ningún tipo de fantasmas excepto los sexys, aunque les diré que
vi bastantes de ésos, si bien sólo durante una noche, en la oscuridad por
supuesto, y con la ayuda de un eminente (debería decir también notorio)
psicólogo. Fue una interesante experiencia, por decirlo de un modo suave, y
me introdujo en un campo desconocido de la psicofisiología, aunque bajo
ninguna circunstancia querría repetirla.
Se supone que los fantasmas asustan, ¿no? Bien, ¿y quién ha dicho
nunca que el sexo no? Asusta al neófito, femenino o masculino, y no permitan
que ninguno de los últimos le diga lo contrario. Por un lado, el sexo abre la
mente inconsciente, que no es ni con mucho una zona de picnic. El sexo es
una fuerza y un rito básico, primario; y el —o la— cavernícola que hay en cada
uno de nosotros constituye una verdad mucho más grande de lo que pretenden
los chistes y los dibujantes humorísticos. Había sexo detrás de la brujería, los
sabbats eran orgías sexuales. La bruja era una criatura sexual. El fantasma
también lo es.
Después de todo, ¿qué es un fantasma, según todos los puntos de vista
tradicionales, sino el cascarón de un ser humano..., una piel animada? Y la piel
es todo sexo; es la superficie, los límites, la máscara de la carne.
Esas nociones acerca de la piel las obtuve de mi eminente—notorio
psicólogo, el doctor Emil Slyker, la primera y la última noche que pasé con él,
en el Club Contraseña, aunque al principio no hablamos de fantasmas. Estaba
bastante borracho, y dibujaba cosas sobre la mesa en el charco derramado de
su martini triple.
Me sonrió y me dijo:
—Mire, Como—Se—Llame..., oh, sí, Carr Mackay, el señor Justine en
persona. Bien, mire, Carr, he conseguido un escritorio lleno de chicas en mi
oficina en este mismo edificio, y necesitan atención. Subamos y écheles una
mirada.
Inmediatamente, mi irreprimible imaginación ingenua me destelló una
vívida imagen de un escritorio dentro del cual pululaban chicas de unos doce a
quince centímetros de altura. Iban desnudas —mi imaginación nunca viste a las
chicas excepto para efectos especiales tras una larga meditación—, y parecía
como si hubieran sido modeladas a partir de los dibujos de Heinrich Kley o
Mahlon Blaine. Auténticas Venus de bolsillo, desvergonzadas y activas.
Precisamente en aquel momento estaban intentando escapar en masa del
escritorio, utilizando un par de limas para las uñas como sierras, y habían
conseguido cortar ya algunas trampillas en el fondo de los cajones para poder
circular de unos a otros. Un grupo estaba improvisando un soplete con un
pulverizador y un frasco para recargar encendedores de gasolina. Otro
intentaba hacer girar una llave desde el interior del cajón, utilizando para ello
unas pinzas. Y estaban rompiendo en pequeños trozos unas diminutas
etiquetas, grandes para ellas, que decían PERTENECÉIS AL DOCTOR EMIL
SLYKER.
Mi mente, que se cierra a mi imaginación y se niega a asociarse con
ella, estaba estudiando al doctor Slyker y asegurándose también de que yo me
comportara exteriormente como un discípulo que lo adoraba, un potencial
aprendiz de brujo. Esta actitud, ayudada por el alcohol, parecía estarlo
relajando al estado mental que yo deseaba..., una jactanciosa
condescendencia. Slyker, recién cumplidos los cincuenta, era un hombre
barrigudo con una boca que parecía estar perpetuamente chupando, tez
blanca, rubio, medio calvo, con profundas arrugas en tomo a sus ojos y junto a
la nariz. Sobre todo ello llevaba la máscara para los fotógrafos, un signo seguro
de que su portador era un hombre de éxito. Los ojos débiles, como
evidenciaban las gafas oscuras, pero escrutadores, buscando siempre a
alguien a quien desnudar o intimidar. Su oído era malo también, como
demostró no captando al camarero que se acercaba y sobresaltándose un poco
al ver el blanco paño adelantarse para secar la bebida derramada. Emil Slyker,
«doctor» por cortesía de algunas universidades europeas y duro como acero
pavonado, crítico de cine, extrayendo hasta el último gramo de prestigio del
crudo realismo de la palabra «psicólogo», investigador psíquico que algunos
misteriosos rumores colocaban por delante de Wilhelm Reich con su energía
orgónica y Rhine con su PES, consultor psicológico de starlets camino de
convertirse en estrellas y otras damas de moda, y un experto arribista en esa
sopa de psicoanálisis, misticismo y magia que constituye la obra maestra de
nuestra época. Y, suponía yo, un chantajista de mucho éxito. Un canalla al que
había que tomar muy en serio.
Mi auténtico propósito al contactar con Slyker, de quien esperaba que
aún no se hubiera dado cuenta, era ofrecerle el dinero necesario como para
echar a pique un transatlántico de lujo pequeño a cambio de un fajo de
documentos que estaba utilizando para chantajear a Evelyn Cordew, la última
revelación admitida en nuestro panteón de diosas del sexo. Yo estaba
trabajando para otra estrella del cine, Jeff Crain, ex marido de Evelyn, pero no
«ex» cuando se trataba de protegerla. Jeff decía que Slyker rehusaba morder
el anzuelo de un contacto directo, que era tan paranoico en sus sospechas que
llegaba a la psicopatía, y que primero iba a tener que hacerme amigo suyo.
¡Amigo de un paranoico!
Así que, persiguiendo esa dudosa y peligrosa distinción, allí estaba yo,
en el Club Contraseña, asintiendo respetuosamente en alegre afirmación a la
sugerencia del Maestro y preguntando de modo tentativo:
—¿Chicas que necesitan atención?
Me concedió su sonrisa de alcahuete y cancerbero y dijo:
—Por supuesto, las mujeres necesitan atención, sea cual sea la forma
en que se presenten. Son como perlas en una caja fuerte; se vuelven
empañadas y opacas a menos que reciban el contacto regular de unas cálidas
manos humanas. Termine su bebida.
Bebió de un sorbo la mitad de lo que quedaba de su martini —mientras
tanto la mancha había sido secada y la negra superficie de la mesa
debidamente abrillantada—, y salimos sin discutir acerca de quién pagaba la
cuenta; yo había esperado que me concediera el honor, pero evidentemente no
era todavía un acólito lo bastante importante como para merecerlo.
Ya era una suerte que hubiera podido encontrarme con Emil Slyker en el
Club Contraseña, el cual era a un club privado lo que éste a una taberna.
Estrictamente Gran Tiempo, y con todo lo necesario para proporcionar el lujo,
la intimidad y la seguridad que se desearan. Especialmente seguridad; había
oído decir que los guardaespaldas del Club Contraseña acompañaban a sus
clientes, aunque éstos estuvieran sobrios, hasta sus casas de madrugada, con
o sin sus ligues, pero no lo había creído hasta que aquel bien vestido e
indudablemente bien armado y poco hablador tipo subió con nosotros en el
ascensor del oscuro y silencioso edificio de oficinas y no nos dejó hasta que el
doctor Slyker abrió su puerta. Por supuesto, yo no habría podido entrar en el
Club Contraseña, si Jeff no me hubiera proporcionado un pase: una edición
ilustrada del Justine del Marqués de Sade, con anotaciones en sus márgenes
de un psicoanalista de fama mundial recientemente fallecido. Se la había
enviado a Slyker con una nota llena de floridas expresiones de «mi admiración
por su trabajo en la psicofisiología del sexo».
La puerta de la oficina de Slyker era algo digno de mención. No era de
cristal, sino una oscura placa —teca o palosanto—, con las palabras EMIL
SLYKER, PSICÓLOGO CONSULTOR grabadas al fuego en ella. Ninguna
cerradura Yale, sino un gran agujero en la cerradura con una curiosa válvula
plateada que la llave empujaba a un lado. Slyker me mostró la llave con una
sonrisa despectiva; las resplandecientes constelaciones de sus dientes eran lo
más complicado que yo había visto nunca, y su empuñadura representaba a
Pasífae y el toro. Realmente, el hombre estaba dispuesto a hacer todo lo que
fuera necesario por crear una atmósfera.
Se produjeron tres sonidos: primero el suave roce de la llave girando,
luego el sólido restallar de los cerrojos retirándose, luego un débil chirriar de los
goznes.
Abierta, la puerta mostró que tenía un espesor de diez centímetros, y
que era más parecida a la de una caja fuerte que a la de una oficina, con toda
una serie de cerrojos en las cuatro direcciones controlados por la llave.
Inmediatamente antes de que se cerrara, ocurrió algo muy curioso: una
delgada película de plástico procedente del marco exterior de la puerta se pegó
contra los cerrojos, adaptándose de modo tan perfecto a ellos que sospeché la
existencia de alguna atracción de electricidad estática de cualquier clase. Una
vez en su sitio, apenas nubló la plateada superficie de los cerrojos, y era
necesaria una atenta mirada para darse cuenta de su existencia. No interfirió
de ninguna manera cuando la puerta se cerró y los cerrojos volvieron a alojarse
en sus alvéolos.
El doctor captó o dio por sentado mi interés por la puerta, y explicó en la
oscuridad, por encima de su hombro:
—Se trata de mi Línea Siegfried. Más de un ladrón ambicioso o asesino
inspirado han intentado forzar esa puerta o abrirse camino a través de ella.
Ninguno ha tenido la menor suerte. Es imposible. En este momento, no hay
literalmente nadie en el mundo que pueda violentar la puerta sin utilizar
explosivos..., y tendrían que ser muy bien colocados. Acogedor.
Particularmente, no estaba de acuerdo con la última observación. En
realidad, hubiera preferido sentirme un poco más en contacto con los
silenciosos pasillos de fuera, aunque no contuvieran más que los fantasmas de
taquimecanógrafas infelices y neuróticas damas que había evocado mi
imaginación mientras subíamos.
—¿Forma parte la película de plástico de algún sistema de alarma? —
pregunté.
El doctor no respondió. Me estaba dando la espalda. Recordé que era
un poco sordo. Pero no me dio ninguna oportunidad de repetir mi pregunta,
porque en aquel momento encendió algún tipo de luz indirecta, aunque Slyker
no estaba cerca de ningún interruptor («Nuestras voces la activan», dijo), y la
oficina me absorbió.
Naturalmente, el escritorio fue lo primero que miré, aunque me sentí
como un idiota al hacerlo. Era un enorme mueble labrado con una lisa y pulida
superficie superior que debía de ser madera muy densa o metal. Los cajones
eran del tamaño de archivadores, no los poco altos que había imaginado, y
había tres de ellos en hilera en la parte derecha del mueble..., con espacio
suficiente para un par de chicas tamaño natural, si éstas permanecían
dobladas sobre sí mismas a la manera de una de las fórmulas del operador
oculto que posee el autómata ajedrecista de Maelzel. Mi imaginación, que
nunca aprenderá, escuchó atentamente en busca del sonido de diminutos pies
desnudos o el resonar de pequeñas herramientas. No se oía siquiera el
deslizarse de un ratón, lo cual puedo asegurar que hubiera hecho saltar mis
nervios.
La oficina formaba una L, con la puerta en el extremo de su parte más
larga. Las paredes que podía ver estaban cubiertas en su mayor parte con
libros, aunque entre ellos había unos cuantos dibujos; mi imaginación había
acertado acerca de Heinrich Kley, aunque no reconocí aquellos originales a
pluma y a lápiz, y había también algunos Fuseli que jamás verán reproducidos
en libros que puedan comprarse en cualquier librería.
El escritorio estaba en el vértice de la L, con los componentes de un
equipo de alta fidelidad colocados en las estanterías a ambos lados. Todo lo
que podía ver por el momento del otro brazo de la letra L era un gran sillón
surrealista de brazos frente al escritorio pero separado de él por una amplia
mesa baja, sin nada encima. Desde el primer momento sentí desagrado hacia
aquel sillón, aunque parecía extremadamente confortable. Para entonces
Slyker había alcanzado el escritorio y había apoyado una mano sobre él
mientras se volvía hacia mí, y tuve la impresión de que el sillón había cambiado
de forma desde que yo había entrado en la oficina..., que al principio había sido
algo más bien parecido a un diván, mientras que ahora el respaldo estaba casi
recto.
En aquel momento el pulgar izquierdo del doctor me indicaba que me
sentara en él, y no pude ver ningún otro asiento en aquel lugar excepto una
silla giratoria de oficina en la que se estaba sentando él ahora, una de esas
sillas de mecanógrafa con un respaldo ajustable montado sobre una banda de
acero, y que te sujeta la columna por encima de los riñones como la mano de
un experto masajista. En el otro brazo de la L, junto al sillón, había más libros,
una pesada cortina de acordeón cubriendo la ventana, dos estrechas puertas
que supuse eran las de un armario y un lavabo, y lo que parecía una cabina
telefónica a escala algo reducida y sin ventanas, hasta que supuse que debía
de tratarse de una caja orgónica similar a la que Reich había inventado para
restaurar la libido cuando el paciente la ocupaba. Me acomodé rápidamente en
el sillón, aunque no de buena gana. Me sentí increíblemente cómodo en él, casi
como si el mueble hubiera ajustado un poco sus dimensiones en el último
instante para conformarlas a las mías. El respaldo era estrecho en su base,
pero se ampliaba según se curvaba hacia delante y por encima hasta casi
formar una especie de dosel sobre mi cabeza y hombros. El asiento se
ensanchaba también mucho hacia el frente, donde sus macizas patas estaban
muy separadas. Los gruesos brazos surgían sin ningún punto de apoyo del
respaldo, y estaban exactamente a mi altura, aunque curvándose hacia adentro
con la ligera sugerencia de un abrazo. La piel, o el poco familiar plástico, era
tan firme y fría como una joven carne, y su textura era blanda bajo mis dedos.
—Un sillón histórico —observó el doctor—, diseñado y construido para
mí por Von Helmholtz, de la Bauhaus. Ha sido ocupado por todos mis mejores
médiums durante lo que se denomina su estado de trance. Fue en este sillón
donde establecí a mí entera satisfacción la auténtica existencia del
ectoplasma..., esa elaboración de la membrana mucosa, y en ocasiones de
toda la epidermis, que es remotamente análoga a la envoltura prenatal, y que
constituye el hecho en que se basan las persistentes leyendas de la pérdida
por parte de los seres humanos de finas películas de piel aún viva, y que los
charlatanes espiritistas intentan desde siempre trucar con sus telas de gasa
fluorescente y sus negativos manipulados. ¿El orgón, la energía sexual
primaria?... Reich hace de él un caso persuasivo, pero... ¿El ectoplasma?... ¡Sí!
Angna cayó en trance alentada ahí mismo donde está usted ahora, todo su
cuerpo espolvoreado con un polvo especial, cuyas huellas y distantes manchas
revelaron más tarde los movimientos y origen del ectoplasma..., principalmente
en la zona genital. La prueba fue concluyente, y condujo a ulteriores
investigaciones, muy interesantes y completamente revolucionarias, ninguna de
las cuales he publicado. Mis colegas de profesión echan espuma por la boca,
elaborando una especie opuesta de materia, cada vez que yo mezclo lo
psíquico con el psicoanálisis... Parecen olvidar que fue el hipnotismo lo que le
dio a Freud su punto de partida, y que durante un tiempo él fue adicto a la
cocaína. Sí, sin la menor duda, un sillón histórico.
Naturalmente, yo lo miré, y por un momento pensé que me había
desvanecido, puesto que no pude ver mis piernas. Luego me di cuenta de que
el tapizado había cambiado a un gris oscuro exactamente igual al de mi traje
excepto en el extremo de los brazos, que viraba en suaves gradaciones a un
color más claro, el cual encajaba ala perfección con el de mis manos.
—Hubiera debido advertirle que está tapizado con plástico camaleónico
—dijo Slyker con una sonrisa—. Cambia de color según la persona que está
sentada en él. La tela me fue suministrada hace más de un año por Henri
Artois, un químico aficionado francés. De modo que el sillón ha tenido muchos
colores: negro intenso cuando la señora Fairlee... ¿Recuerda usted el caso?...
Vino a decirme que acababa de ponerse de luto y luego le había pegado un tiro
a su marido, el director de orquesta. Luego, un encantador bronceado de
Florida durante los últimos experimentos con Angna. Ayuda a mis pacientes a
olvidarse de sí mismos cuando están trabajando en la libre asociación, y
divierte a algunas personas.
Yo no era una de ellas, pero conseguí esbozar una sonrisa que esperé
no fuera demasiado forzada. Me dije a mí mismo que debía ceñirme al
asunto..., al asunto de Evelyn Cordew y Jeff Crain. Debía olvidar el sillón y
otros detalles casuales, y concentrarme en el doctor Emil Slyker y en lo que
estaba diciendo..., porque no he trasladado aquí todas sus observaciones, tan
sólo las acotaciones Más importantes. Se había revelado como el tipo de
conversador trae charla sin cesar durante dos horas, y luego, cuando tú apenas
has iniciado tu respuesta, te dice: «Dispense, pero si me deja decirle tan sólo
una palabra...», y se pone a hablar durante otras dos horas. El licor podía
ayudar, aunque lo dudaba. Cuando abandonamos el Club Contraseña había
empezado a contarme las historias de tres de sus clientes femeninas —la
esposa de un cirujano, una estrella envejecida temerosa de que pudieran
ofrecerle una nueva oportunidad, y una universitaria con problemas—, y la
presencia del guardaespaldas no le había hecho contenerse ante los detalles
escabrosos.
Ahora, sentado tras su escritorio y jugueteando con el tirador de uno de
los cajones como si se estuviera preguntando si debía abrirlo o no, había
alcanzado el punto en el cual la esposa del cirujano había llegado al anfiteatro
quirúrgico a primera hora de la mañana para divulgar sus infidelidades, la
estrella había apuñalado a su agente de prensa con las tijeras de la encargada
del guardarropa, y la universitaria se había enamorado de su abortista. Poseía
la excelente técnica del buen conversador basada en mantener en el aire
media docena de temas a la vez y saltar constantemente de uno a otro sin
terminar ninguno.
Y por supuesto, era un auténtico provocador. Abrió de un golpe el cajón
archivador, extrajo algunos historiales y los mantuvo sujetos contra su barriga
mientras me observaba como si se estuviera preguntando: «¿Debo?».
Tras una pausa para incrementar al máximo el suspense, decidió que
debía, y así empecé a escuchar la historia de las chicas del doctor Emil Slyker,
no las tres primeras, por supuesto —tenían que quedarse congeladas en el aire
a menos que aparecieran sus historiales—, sino otras.
No diría la verdad si no admitiera que aquello fue una decepción. Allí
estaba yo, esperando que surgiera no sabía el qué de su escritorio, y todo lo
que conseguía eran las referencias habituales al jardín de infancia, la fijación
en el padre, la rivalidad con los hermanos y la inversión del Sturm und Drang
de finales de la adolescencia. Los historiales no parecían contener otra cosa
que convencionales casos médico—psiquiátricos, junto con medidas físicas y
otros detalles de aspecto, evaluaciones sorprendentemente precisas de los
recursos financieros de cada cliente, notas ocasionales sobre posibles
cualidades psíquicas y otros talentos extrasensoriales, y quizá algunas
instantáneas indiscretas, a juzgar por la forma en que a veces hacía una pausa
para estudiarlas apreciativamente antes de alzar los ojos hacia mí con una
sonrisa.
Sin embargo, al cabo de un tiempo no pude impedir el empezar a
sentirme impresionado, aunque sólo fuera por el número. Era aquel fluir, aquel
torrente, aquella avenida de mujeres, jóvenes y' no tan jóvenes pero todas ellas
pensando en sí mismas como en chicas y llevando la máscara de las chicas
aunque ya hubieran perdido su rostro natural, todas ellas convergiendo en la
oficina del doctor Slyker con dinero tomado de sus padres, o arrebatado a sus
amantes casados, o pagado cuando firmaban un contrato para seis Afros con
revisiones semestrales, o recibido de sus amigos del sindicato, o
correspondiente a su pensión alimentaria, o guardado en el banco para los días
difíciles, retirándolo de los cheques de la paga Mensual y luego gastado todo a
la vez en un gran gesto, o arrojado 4espectivamente por sus maridos aquella
misma mañana como un puñado de confetti, o, quién sabe, recibido como un
adelanto de una novela tan sólo medio escrita. Sí, había algo realmente
impresionante en aquel rosado fluir de mujeres agitando los colores del dinero
y que convergían infaliblemente allí, como si todos los pasillos y calles del
exterior fueran canales con paredes de cemento que conducían a la oficina del
doctor Slyker, para no desencadenar ningún otro acumulador salvo el
financiero, y en cambio ser puestas en funcionamiento por el acumulador de un
solo hombre y regresar espumeando violentamente, o goteando despacio, o
incluso remansándose durante meses, sus almas convertidas en negras
extensiones dé tranquilas aguas brillando con extrañas luces.
Slyker se interrumpió de pronto con una seca risita.
—Deberíamos poner un fondo musical a todo esto, ¿no cree? dijo—.
Creo que tengo puesto el Cascanueces.
Pulsó una de las disimuladas hileras de botones en su escritorio.
El sonido brotó sin el acompañamiento del susurro de fondo de Faplatina
ni los débiles murmullos preliminares de la cinta, desgrasando los primeros,
evocadores, intensos, sensuales y sin embargo sobrenaturales acordes; pero
no eran el principio de ningún movimiento de la suite del Cascanueces que yo
recordara..., y sin embargo, maldita sea, sonaban como si debieran serlo. En
ese momento se interrumpieron bruscamente, como si la cinta hubiera sido
cortada de pronto. Miré a Slyker; estaba blanco, y una de sus manos se dirigía
a la hilera de botones, mientras la otra aferraba los historiales como si temiera
que le fueran arrebatados. Ambas manos temblaban. Sentí que un
estremecimiento me recorría la espina dorsal..
—Discúlpeme, Carr —dijo despacio, respirando con fuerza—, pEro se
trata de música de alto voltaje, muy peligrosa físicamente. Que utilizo tan sólo
para fines especiales. Dicho sea de paso, es una parte del Cascanueces..., la
Pavana de las chicas Fantasma, que Tchaikovsky suprimió completamente
bajo las órdenes de Madame Sesostris, la clarividente de San Petersburgo. Fue
grabada para mí por... No, todavía No le conozco lo suficientemente bien como
para contarle eso. Así pues, cambiaremos de cinta a disco y escucharemos las
secciones conocidas de la suite, interpretadas por los mismos artistas.
No sé hasta qué punto aquella grabación o las circunstancias bajo las
cuales la escuchaba influyeron en ello, pero nunca he oído la Danza árabe, el
Vals de las flores o la Danza de las flautas como algo tan voluptuosa y
exquisitamente amenazador... Esas tintineantes notas musicales,
superficialmente envueltas en azúcar escarchado, que clase tras clase de
pequeñas bailarinas han punteado y danzado ad nauseam, poseen
subterráneas insinuaciones de absoluto erotismo. Como si captase mis
pensamientos, Slyker dijo:
—Tchaikovsky nos muestra cada instrumento..., la flauta, el gutural
oboe, las argentinas campanas, el arpa desgranando oro.... como si estuviera
vistiendo de pedrería, plumas y pieles a hermosas mujeres, únicamente para
despertar el deseo y la envidia de otros hombres.
Por supuesto, escuchábamos aquella música únicamente como un telón
de fondo a las zigzagueantes, fragmentarias y aleteantes reminiscencias del
doctor Slyker. El fluir de chicas se sucedía, con sus elegantes trajes, sus
vestidos floreados, sus ahuecadas blusas y ajustados pantalones, sus
improbables amores, insospechados odios e increíbles ambiciones, los
hombres que les daban dinero, los hombres que les daban amor, los hombres
que tomaban ambas cosas, los paralizantes miedos triviales detrás de la
estricta elegancia, o sus saludables y frescos rostros, sus cautivadoras e
irritantes poses, el truco en sus ojos, en sus labios, en su cabello, en la curva
de sus pechos o en el ángulo de sus nalgas que constituía el foco erótico en
cada una de ellas.
Porque Slyker podía traer a sus chicas a la vida muy vívidamente, tenía
que admitirlo, como si dispusiera para excitar su memoria de mucho más que
meros historiales, notas e incluso fotografías, como si poseyera la esencia de
cada chica encerrada en una botella, como un perfume, y fuera abriéndolas
una por una para dejármelas oler un poco. Gradualmente, empecé a
convencerme de que en efecto había algo más que papeles y fotos en los
historiales, aunque esta revelación, como la anterior relativa al escritorio, trajo
consigo al principio una decepción. ¿Por qué debería excitarme el hecho de
que el doctor Slyker archivara recuerdos de sus clientes? Aunque se tratara de
recuerdos de amor: pañuelos de encaje y foulards de seda, flores secas, rizos y
mechones de pelo, medias de nailon, broches y prendedores, trozos de tela
procedentes de vestidos, delicados fragmentos de seda como etéreas
florescencias fantasmales... ¿Qué diferencia representaba para mí el que
atesorara toda aquella basura o alimentara su sensación de poder con ella o la
utilizara como parte de sus chantajes?
Sin embargo, sí representaba una diferencia para mí, porque como la
música, como los pequeños sobresaltos que no había dejado de administrarme
desde el asunto de la Pavana de las chicas fantasma, ayudaba a hacerlo todo
muy real, como si en algún sentido más que ordinario tuviera realmente un
escritorio lleno de Micas. Porque ahora, cuando abría o cerraba los
archivadores, a Menudo se producía como una bocanada de polvo, una
pequeña nubecilla pálida y compacta, y los trozos de seda daban la impresión
de ser más grandes de lo que deberían, como los pañuelos multicolores de un
mago, sólo que la mayoría de ellos eran del color de la carne. También empecé
a captar atisbos de lo que parecían radiografías y transparencias de gran
tamaño, quizás incluso de tamaño humano, pero cuidadosamente dobladas, y
otras cosas pálidas y blandas que me hicieron pensar en máscaras de caucho
ultrafino, como las que se rumoreaba que llevaba una vieja actriz, y todo tipo de
extraños destellos y atisbos de cosas que no sabía lo que eran, excepto que en
todas ellas había un aura de feminidad. De pronto me descubrí recordando lo
que él había dicho acerca de los tejidos diáfanos fluorescentes, y tuve la
impresión de captar bocanadas de perfumes Muy individualizados con cada
nuevo historial.
Llevaba abiertos ya dos cajones, y a duras penas pude leer la palabra
grabada en sus partes frontales. Parecía que ponía PRESENTE, y los cajones
cerrados parecían estar etiquetados con lo que podía ser PASADO y FUTURO.
No sabía qué tipo de fórmula mágica se suponía que encerraban esas
palabras, pero el largo e incisivo monólogo de Slyker acentuaba mi impresión
de hallarme flotando en un río de chicas de todos los tiempos y lugares, y la
ilusión de que de alguna forma había una chica en cada historial se estaba
haciendo tan fuerte que sentí deseos de decir: «Vamos, Emil, sáquelas de ahí,
déjeme verlas».
El debía de saber exactamente las sensaciones que estaban
acumulándose en mí, puesto que se interrumpió en medio de la saga de una
starlet casada con un jugador negro de béisbol y, mirándome con unos ojos
ligeramente más abiertos de lo normal, dijo:
—De acuerdo, Carr, dejémonos de circunloquios. Ahí abajo In el
Contraseña le dije que tenía un escritorio lleno de chicas, y no estaba
bromeando..., aunque la verdad que se esconde tras esa amación haría que
todos esos remiendacabezas y charlatanes Meneses me excomulgaran. Le
mencioné antes el ectoplasma, y la Prueba de su realidad. Es una materia que
exudan la mayor parte de las mujeres debidamente estimuladas al trance
profundo, pero no es tan sólo una débil y girante espuma fosforescente
merodeando por una oscura sala de sesiones. Toma la forma de un envoltorio
o globo deshinchado, cerrado en la parte de arriba pero abierto hacia el fondo,
el cual pesa menos que una media de seda pero reproduce exactamente a la
persona en rasgos, cabello y todo lo demás, siguiendo el esquema completo de
la superficie corporal impreso en el material genético de las células. Se trata de
una auténtica muda de piel si bien ligeramente viva, un maniquí de fina gasa. El
aliento de una persona puede marchitarlo, una corriente de aire puede
arrastrarlo, pero bajo algunas circunstancias se convierte en algo
sorprendentemente estable y elástico, una auténtica aparición. Es invisible y
casi impalpable durante el día, pero de noche, cuando los ojos se hallan
adecuadamente ajustados, se puede conseguir verlo. Pese a su fragilidad es
casi indestructible, excepto por el fuego, y potencialmente inmortal. Haya sido
generado por el sueño o bajo hipnosis, de forma espontánea o inducida por el
trance, permanece conectado a su fuente por un débil filamento que yo
denomino el «umbilicus», y regresa al individuo y es absorbido de nuevo por él
cuando el trance desaparece. Pero a veces se desprende, y entonces flota por
los alrededores como un cascarón, aún débilmente vivo y a veces visible,
formando la auténtica base de las historias de casas embrujadas que pululan a
nuestro alrededor desde hace siglos en todas las culturas... De hecho, yo llamo
a esos cascarones «fantasmas». La causa de que un fantasma se desprenda
de su propietario suele ser generalmente un fuerte shock emocional, pero
también puede ser desprendido de modo artificial. Un fantasma de ese tipo es
notablemente dócil a aquel que comprenda cómo manejarlo y se ocupe de él.
Por ejemplo, puede ser doblado hasta un tamaño increíblemente pequeño y
metido en un sobre, aunque a la luz del día uno no podrá ver nada en ese
sobre si mira dentro. «Desprendido de modo artificial», he dicho, y eso es lo
que hago yo aquí, en esta oficina. ¿Y sabe usted lo que utilizo para ello, Carr?
—Tomó algo largo parecido a un puñal y lo alzó, brillante, en su gordezuela
mano, de modo que apuntara al techo—. Unas tijeras de plata; de plata por la
misma razón que uno utiliza una bala de plata para matar a un licántropo,
aunque esas palabras harían aullar a todos los pequeños remiendacabezas.
Pero ¿aullarían en ultrajada actitud científica, Carr, o bien por celos
profesionales o simplemente por miedo? No obstante, aunque no está claro el
porqué van a ponerse a aullar, lo que sí es seguro es que van a hacerlo si les
digo que uno de cada cuatro o cinco historiales en estos archivos contiene una
o varias chicas fantasma.
No necesitaba mencionar el miedo..., yo me sentía ya lo bastante
asustado, oyéndole hablar de todas aquellas estupideces acerca de fantasmas,
toda aquella cháchara espiritista llevada hasta mucho más lejos de lo que
ningún espiritista se había atrevido nunca, aquella obvia ilusión racionalizada,
firmemente sostenida y elaborada, aquella perfecta simbolización de un
demente anhelo de poder sobre las mujeres —¿archivándolas en sobres?—, y
luego viéndole blandir hacia mí aquellas largas y estilizadas tijeras de treinta
centímetros de largo mientras me miraba con ojos saltones... Jeff Crain me
había advertido ya que Slyker estaba loco..., «un tipo brillante, pero loco por
completo y definitivamente peligroso». Yo no le había creído, no me había
visualizado realmente a mí mismo helado e inmóvil en aquel trono mediúmnico,
encerrado con el loco en persona. Me costaba un enorme esfuerzo mantener
puesta la máscara de acólito y sonreír al Maestro tontamente y con adoración.
Mi actitud parecía seguir engañándole, sin embargo, aunque me estaba
estudiando de una forma curiosa cuando prosiguió:
—De acuerdo, Carr, le mostraré las chicas, o al menos una, aunque
deberemos apagar las luces..., por eso es que mantengo las ventanas tan
cerradas..., y aguardar a que nuestros ojos se acomoden a la oscuridad. ¿Cuál
voy a escoger? Tenemos muchas para elegir. Creo que, como será para usted
la primera y probablemente la última, debería ser alguien fuera de lo común,
¿no cree?, alguien con algo especial. Espere un momento..., ya sé.
Su mano se metió debajo del escritorio, donde debió de tocar un botón
oculto, porque un cajón poco hondo se abrió en un sitio donde no parecía
haber espacio para ningún cajón. Extrajo de él un único historial, bastante
voluminoso, que estaba metido plano allí, y lo depositó sobre sus rodillas.
Luego empezó a hablar de nuevo con su evocadora voz, y que me
condene si sus palabras frías y suficientes no habían empezado a tirar de mí
hacia el río de chicas y me habían hecho pensar que en realidad aquel hombre
no estaba loco, tan sólo era muy excéntrico, quizá con la excentricidad de los
genios, quizá realmente había tropezado con un fenómeno desconocido por
completo hasta entonces, relativo a las más oscuras propiedades de la mente y
la materia, y me lo estaba describiendo con una extravagante y florida jerga,
quizás era cierto que había descubierto algo en uno de los puntos ciegos de la
moderna Imagen de la ciencia y la psicología del universo.
—Estrellas, Carr. Mujeres estrellas. Reinas del cine. Princesas reales del
mundo gris, del fantasmagórico claroscuro. Emperatrices de las sombras. Son
más reales que la gente, Carr, más reales que las grandes actrices que fueron
al principio, porque son símbolos, símbolos de nuestros más profundos anhelos
y nuestros más ocultos miedos y nuestros más secretos sueños. Cada
década posee varias de ellas, que consiguen vivir esa existencia que es algo
más que la vida y algo menos que la vida; pero generalmente hay una que se
convierte en el símbolo supremo, el fantasma cumbre, el sueño que conduce a
los hombres hacia la realización y la destrucción. En los años veinte fue la
Garbo, el Alma Libre..., ése es el nombre que le doy al símbolo en que se
convirtió; su máscara romántica fue el heraldo de la Gran Depresión. A finales
de los treinta y principios de los cuarenta fue la Bergman, la Valiente Liberal; su
frescura y su moderna sonrisa sueca nos ayudaron a aceptar la segunda
guerra mundial. Y ahora... —Tocó el abultado historial sobre sus rodillas—.
Ahora es Evelyn Cordew, el Cebo de Buen Corazón, la muchacha que acepta
su turbadora sexualidad con un resignado alzarse de hombros y una estúpida
risita, y no sabemos todavía qué catástrofe general está prediciendo. Pero aquí
está, y en cinco versiones fantasma. ¿Contento, Carr?
Fui tomado tan completamente por sorpresa que no pude decir nada por
el momento. O Slyker había adivinado mi auténtico propósito al contactarle, o
me enfrentaba a una notable coincidencia. Me humedecí los labios, y me limité
a asentir.
Slyker me estudió, y finalmente sonrió.
—Ah dijo—, le desconcierta un poco, ¿verdad? Percibo pese a su
moderada sofisticación que es usted uno de los millones de hombres que ha
soñado dedicadamente la posibilidad de ir a parar a una isla desierta con la
deliciosa Evvie. Un complejo fenómeno cultural, Eva—Lynn Korduplewski. Hija
de un minero de carbón, educada principalmente en los cines de barrio... y
modelada por sueños, hasta convertirse en un gran sueño, una emperatriz de
los sueños. Una histérica, Carr, de hecho el ejemplo más clásico que haya
encontrado nunca, con inigualables capacidades mediúmnicas y también con
una hipertrofiada y absolutamente despiadada ambición. Dominada por la
hipocondría, pero con mayor empuje que un millón de otras ávidas
universitarias enredadas y atrapadas en el laberinto de las ambiciones
cinematográficas. Estúpida como ellas, con una mente en absoluto racional,
pero con diez veces la intuición de Einstein. Al menos con la suficiente intuición
como para darse cuenta de que el símbolo que anhelaba nuestra cultura
explotadora del sexo era una chica que aceptara como una mártir feliz la
incandescente sexualidad que los hombres y la naturaleza forzaban en ella..., y
con la paciencia y maleabilidad suficientes ara permitir que el etéreo haz de luz
en blanco y negro en un cine rato la modelara hasta convertirla en ese símbolo.
A veces pienso en ella como en una muchacha vestida con un traje barato, de
pie en el arcén de una carretera principal, con los ojos medio cegados por los
faros de un autobús que se acerca. El autobús se detiene y ella sube, tirando
de la cuerda de su cabra favorita y dándole explicaciones al conductor en
medio de entrecortadas risitas. El autobús es la civilización.
»Todo el mundo conoce la historia de su vida, que ha sido divulgada de
forma increíblemente exacta hasta cierto punto: sus días de comedias picantes,
la embarazosa serie de fotonovelas, Una chica en apuros, para la que posó, la
penosa ascensión en su carrera, el sorprendentemente calculado éxito de sus
películas La rubia de hidrógeno —y La saga de Jean Harlow, su matrimonio
roto con Jen Crain... ¿Qué ocurre, Carr? Ah, creí que había empezado a decir
algo... Y por último, su hambre de una auténtica posición, de reconocimiento
intelectual y de poder. No puede usted imaginar lo hambrienta de inteligencia y
poder que se volvió esa chica una vez hubo alcanzado la cima.
»Yo he formado parte de esa hambre, Carr, y me siento orgulloso de
haber hecho más para satisfacerla que todos los demás tipos cultos que ha
tenido en su nómina. Evelyn Cordew aprendió mucho acerca de sí misma ahí
donde está usted sentado ahora, y también se abrió camino a través de dos
profundas depresiones psicópatas. El problema es que cuando se sintió
abrumada por la tercera no acudió a mí, sino que decidió confiar en el germen
de trigo y el yogur, de modo que ahora me odia profundamente..., y quizá a sí
misma, con esa dieta. Ha efectuado dos atentados contra mi vida, Carr, y me
ha hecho perseguir por pistoleros... y por otros individuos. Le ha hablado de mí
a Jeff Crain, al que sigue viendo & tanto en tanto, y a Jerry Smyslov y Nick De
Grazia, y les ha dicho que tengo todo un expediente sobre sus días en los
espectáculos de variedades y algunas otras de sus escapadas posteriores,
incluyendo algunas interesantes fotocopias y los informes auténticos de sus
ingresos y sus declaraciones de impuestos, y que estoy Utilizándolo todo para
chantajearla. Lo que realmente desea es que le devuelva sus cinco fantasmas,
y no puedo hacerlo porque podrían matarla. Sí, matarla, Carr. —Agitó las tijeras
para dar mayor énfasis—. Afirma que los fantasmas que tomé de ella le han
hecho perder peso permanentemente. "Ahora parezco un esqueleto", son sus
palabras... Y dice que a causa de ello ha sufrido ataques de vacío mental, una
especie de desvanecimiento psíquico..., cuando en realidad los fantasmas lo
que han hecho ha sido librarla de un montón de pensamientos nocivos y
emociones destructivas, que pueden literalmente matarla (¡a ella o a otros!) si
son reabsorbidos... Están impregnados de deseos de muerte. De todos modos,
he oído decir que realmente parece un poco extraviada, algo mustia, en su
última película, pese a toda la ciencia médico—cosmética de Hollywood, así
que quizá tenga algo contra mí. No he visto la película, supongo que usted sí.
¿Qué es lo que piensa de todo ello, Carr?
Había estado pasándome un poco con las vacilaciones y el silencio
halagador, de modo que respondí rápidamente:
—Diría que es debido a su anemia. Me parece que la anemia explica
toda su pérdida de peso y su expresión cansada.
—¡Ah! Ha cometido usted un desliz, Can—exclamó, apuntándome
triunfalmente, sólo que en vez de su dedo extendido utilizó aquellas ridículas y
horribles tijeras—. Su anemia es una de las cosas que han sido mantenidas en
el más estricto secreto, y sólo es conocida por muy pocos de sus íntimos.
Incluso en todos los rumores que han circulado acerca de su estado
hipocondríaco esa enfermedad no ha sido mencionada nunca. Sospeché que
venía usted de parte de ella cuando recibí su nota en el Club Contraseña... Su
letra estaba distorsionada por la tensión y el disimulo, pero el Justine me
divirtió; era un truco muy hábil. Y su actuación de aprendiz de brujo me divirtió
también. Además, resulta que me gusta hablar. El caso es que he estado
estudiándole todo el rato, especialmente sus reacciones a algunas
observaciones de sondeo que he ido dejando caer de tanto en tanto, y ahora
ha cometido usted un desliz.
Su voz era fuerte y clara, pero estaba temblando y riendo al mismo
tiempo, y sus ojos se hallaban enormemente dilatados. Volvió a acercar las
tijeras hacia sí, pero los dedos que las sujetaban se crisparon un poco, como si
sujetaran una daga, y dijo con una risita:
—Nuestra querida Evvie ha enviado a toda clase de tipos contra mí,
para negociar la devolución de sus fantasmas o intentar asustarme o
asesinarme, pero ésta es la primera vez que me envía a un estúpido idealista.
Can, ¿por qué no ha tenido usted el buen sentido de no mezclarse en esto?
—Mire, doctor Slyker —contraataqué, antes de que empezara a
responder por mí—, es cierto que me he puesto en contacto con usted con un
propósito especial. Nunca lo he negado. Pero no sé nada ni de fantasmas ni de
pistoleros. Estoy aquí en una simple comisión de negocios, enviado por el
mismo tipo que me proporcionó el Justine, y que no tiene otro propósito que el
de proteger a Evelyn Cordew. Estoy representando a Jeff Crain.
Se suponía que aquello debía calmarlo Bien dejó de temblar y ., sus ojos
de errar de un lado para otro, pero solamente porque se enfocaron sobre mí
como dos faros gemelos, y la risita desapareció de su voz.
—¡Jeff Crain! Eme solamente desea matarme, pero ese Hemingway
cinemático, ese corpulento perro guardián suyo, ese San Bernardo humano
que lame los mendrugos secos de su matrimonio... desea ver a los agentes del
Tesoro tras de mí, y también a los chicos de azul y a los de blanco. Me río de la
mayor parte de los agentes de Evvie, incluso de los pistoleros, pero para los
agentes de Jeff solamente tengo una respuesta.
Las tijeras de plata apuntaron directamente a mi pecho, y pude ver
tensarse sus músculos como los de un tigre gordo. Me preparé para saltar al
primer movimiento que hiciera aquel hombre contra mí.
Sin embargo, el movimiento que hizo fue dirigir a su escritorio su mano
libre. Decidí que ya era hora de ponerme en pie, de todos modos, pero justo en
el momento en que enviaba las órdenes correspondientes a mis músculos fui
sujetado por la cintura y aferrado por la garganta, y mis puños y tobillos
inmovilizados. Por algo suave pero firme.
Bajé la vista. Anchas y blandas abrazaderas en forma de media luna
habían surgido de ocultos alvéolos en mi sillón, y me retenían ahora suave pero
firmemente como un grupo de competentes enfermeros. Incluso mis manos
estaban retenidas por esposas tan suaves como el terciopelo que habían
brotado de los bulbosos brazos del sillón. Todas eran de un color básicamente
gris, pero mientras las duraba cambiaron hasta mimetizarse con el color de mi
traje y mi Piel, en cuyos bordes se hallaban.
No estaba asustado. Sólo mortalmente aterrorizado.
¿Sorprendido, Carr? No debería estarlo. —Slyker se reclinó en su silla
como un amistoso maestro, esgrimiendo sus tijeras como si fueran una regla—.
La eliminación de obstáculos y el control remoto son la esencia de nuestro
tiempo, especialmente en lo que a equipo médico se refiere. Los botones que
hay en mi escritorio pueden hacer mucho más que eso. Puedo hacer brotar
agujas hipodérmicas..., no muy higiénicas, pero luego pueden eliminarse los
posibles gérmenes. O electrodos para un shock. Entiéndalo, las sujeciones son
necesarias en mi profesión. El trance mediúmnico profundo puede producir
ocasionalmente convulsiones tan violentas como las de un electroshock, en
especial cuando es cortado un fantasma. Y a veces administro también
electroshocks, como cualquier otro remiendacabezas de estar por casa.
Además, sentirse brusca y firmemente sujeto constituye un profundo estímulo
para el subconsciente, y a menudo hace surgir hechos muy bien guardados en
pacientes difíciles. Así que es absolutamente necesario disponer de un método
de inmovilizar por completo a mis pacientes... Algo rápido, seguro, elegante, y
preferiblemente inesperado. Se sorprendería usted, Carr, de las situaciones en
las cuales me he visto obligado a activar esas sujeciones. Esta vez he estado
tanteándolo para ver exactamente lo peligroso que era. Ante mi sorpresa, se
mostró usted dispuesto a emprender acciones físicas contra mí. De modo que
he pulsado el botón. Ahora podremos tratar cómodamente del problema con
Jeff Crain... y con usted. Pero primero tengo que cumplir una promesa que le
hice. Le dije que le mostraría uno de los fantasmas de Evelyn Cordew. Llevará
un poco de tiempo, y además será necesario apagar las luces.
—Doctor Slyker—dije, tan llanamente como pude—, yo...
—¡Silencio! Activar un fantasma a fin de que pueda ser visto comporta
ciertos riesgos. El silencio es esencial, aunque será necesario utilizar, muy
brevemente, la suprimida música de Tchaikovsky que con tanta rapidez
desconecté hace un rato. —Trasteó con el equipo estéreo durante breves
momentos—. Pero parcialmente debido a eso será necesario que guarde los
demás historiales y los otros cuatro fantasmas de Evvie que no vayamos a
usar, y cierre con llave todos los cajones. De otro modo podrían presentarse
complicaciones.
Decidí intentarlo de nuevo.
—Antes de que siga adelante, doctor Slyker —empecé—, me gustaría
realmente explicarle...
No dijo nada más, simplemente manipuló de nuevo en el escritorio. Mis
ojos captaron algo que se acercaba rápidamente por encima de mi hombro, y al
instante siguiente se aplastaba sobre mi boca y nariz, sin cubrirme los ojos,
pero llegando casi hasta su nivel...; algo blando, seco, pegajoso y ligeramente
arrugado. Jadeé, y pude sentir la mordaza penetrar en mi boca, sin que con
ella entrara ni una pizca de aire. Aquello me aterró hasta casi la inconsciencia,
por supuesto, de modo que me inmovilicé. Luego intenté respirar muy
lentamente, y un poco de aire se filtró a mi interior. Llegó maravillosamente
fresco al horno de mis pulmones. Tenía la sensación de que llevaba toda una
semana sin respirar. Slyker me miró con una ligera sonrisa.
—Nunca digo «Silencio» dos veces, Can. La espuma plástica de esa
mordaza es otro de los inventos de Henri Artois. Consiste en millones de
pequeñísimas válvulas. Mientras respire usted suavemente..., muy, muy
suavemente, Carr..., permitirán el paso del aire; pero si jadea usted o intenta
gritar a través de ellas, se cerrarán don firmeza. Un dispositivo maravilloso.
Tranquilícese, Carr: su vida depende de ello.
Nunca había experimentado una tan completa impotencia. Descubrí que
la más ligera tensión muscular, incluso doblar un dedo, hacía mi respiración lo
suficientemente irregular como para que las válvulas empezaran a cerrarse y
llegara al borde de la asfixia. Podía ver y oír lo que estaba ocurriendo, pero no
me atrevía a reaccionar. Apenas me atrevía a pensar. Tenía que fingir que la
mayor parte de mi cuerpo río estaba allí (¡el plástico camaleónico ayudaba!),
que no era más que un par de pulmones trabajando constantemente pero con
infinita cautela.
Slyker acababa de guardar de nuevo el historial de Cordew en su cajón,
sin cerrarlo, y empezó a reunir los otros historiales esparcidos. Luego tocó de
nuevo el escritorio y las luces se apagaron. He mencionado ya que el lugar
estaba completamente sellado contra la luz. La oscuridad era completa.
—No se alarme, Can. —La voz de Slyker me llegó desde la negrura,
junto con una risita—. De hecho, sin duda se da usted cuenta de que será
mejor que no lo haga. Puedo manejarlo todo perfectamente. Trabajar al tacto
constituye una de mis mayores habilidades, puesto que mi vista y mi oído son
peores de lo que parecen... E incluso sus ojos se ajustarán perfectamente si
tiene que ver algo en particular. Repito: no se alarme, sobre todo por los
fantasmas.
Nunca lo hubiera esperado, pero pese a mi situación (que me obligaba a
mantenerme mucho más calmado de lo que debiera), sentía una ligera
excitación, muy pequeña, ante la idea de que iba a ver alguna especie de
secreta visión de Evelyn Cordew, real en Mirto sentido, o trucada por un
maestro del trucaje. Sin embargo, al mismo tiempo, y pensando más allá de mi
miedo por mi situación, sentía una aversión desapasionada hacia la forma en
que Slyker reducía todos los impulsos y deseos humanos a un ansia de poder,
de la cual el sillón que me aprisionaba, la «Línea Siegfried» de la puerta, y los
archivos de fantasmas, reales o imaginarios, eran símbolos perfectos.
Entre las preocupaciones más inmediatas, que intentaba reprimir por
todos los medios a mi alcance, lo que más me inquietaba era el que Slyker
hubiera admitido ante mi la deficiencia de sus dos sentidos más importantes.
No creía que fuera un hombre capaz de hacerle esa confesión a alguien que
tuviera aún mucha vida por delante.
Los oscuros minutos fueron arrastrándose. De tanto en tanto oía el roce
de historiales, pero sólo una vez el suave golpe de un cajón cerrándose, de
modo que supe que no había terminado todavía con los arreglos previos.
Dediqué el pequeño rincón de mi mente —la pequeña porción que me
había atrevido a separar de la urgente tarea de respirar— a intentar oír alguna
otra cosa, pero ni siquiera pude captar el ruido de fondo de la ciudad. Decidí
que la oficina debía de ser tanto a prueba de sonidos como a prueba de luz.
Tampoco importaba demasiado, puesto que no tenía forma alguna de enviar
ninguna señal al exterior.
Entonces sonó un ruido..., un firme restallar que sólo había oído una vez
antes, pero que reconocí instantáneamente. Era el ruido que hacían los
cerrojos de la puerta de la oficina al retraerse. Había algo curioso en aquello,
que necesité unos momentos para determinar: no había habido el roce
preliminar de la llave.
Por un momento, pensé que Slyker se había deslizado silenciosamente
hasta la puerta, pero entonces me di cuenta de que el roce de los historiales
sobre el escritorio había seguido sonando durante todo el tiempo.
Y el roce de los historiales seguía sonando. Supuse que Slyker no había
oído la puerta. No había exagerado respecto a su mala audición.
Hubo el débil chirriar de los goznes, una vez, dos veces —como si la
puerta fuera abierta y cerrada—, y luego de nuevo el firme restallar de los
cerrojos. Me desconcertó que no se produjera un repentino destello de luz
procedente del pasillo...; sin duda todas las luces estaban desconectadas.
Después de aquello no pude oír ningún otro ruido, excepto el roce
continuado de los historiales, pese a que escuché tan atentamente como me
permitía el trabajo de respirar. Era sorprendente, pero el trabajo de respirar tan
cautelosamente me ayudaba a escuchar, porque hacía que me mantuviera
inmóvil por completo si bien sin tensar ningún músculo. Sabía que había
alguien en la oficina con nosotros, y que Slyker no se había apercibido de ello.
Los negros ¿instantes parecían extenderse indefinidamente, como si un borde
de la eternidad hubiera quedado prendido en nuestro fluir temporal.
De repente hubo como un ruido sibilante, parecido al de una hoja de
papel siendo agitada con gran rapidez en el aire, y un gruñido de sorpresa de
Slyker, que se transformó en un grito y luego se cortó tan bruscamente como si
su boca y nariz hubieran sido cubiertas del mismo modo que las mías. Luego
hubo el roce de unos pies y el chirriar de las ruedas de una silla, así como ruido
de lucha, no de dos personas luchando, sino de un hombre luchando contra
unas ataduras de algún tipo, un frenético y contenido jadear. Me pregunté si la
pequeña silla de oficina de Slyker habría emitido ligaduras como mi sillón, pero
aquello no tenía ningún sentido.
Luego, bruscamente, hubo el silbido de una respiración, como si su nariz
hubiera sido liberada, pero no su boca. Respiraba afanosamente por la nariz.
Imaginé a Slyker atado de alguna forma a su silla y mirando ansiosamente a la
oscuridad, tal como estaba haciendo yo.
Finalmente, de la oscuridad brotó una voz que yo conocía muy bien
porque la había oído a menudo en el cine y en la grabadora de Jeff Crain.
Tenía el viejo y familiar tono acariciante mezclado con la vieja y familiar risita, la
ingenuidad y la astucia, la cálida simpatía y la fría obstinación, el encanto de la
universitaria y de la sibila. Era sin lugar a dudas la voz de Evelyn Cordew.
—Oh, por el amor de Dios, deja de agitarte, Emmy. No te va a ayudar a
quitarte de encima esa película, y hace que parezcas tan ridículo... Sí, he dicho
«parezcas», Emmy... Te sorprendería saber cómo la pérdida de cinco
fantasmas mejora tu agudeza visual, como si te arrancaran velos de delante de
los ojos te vuelves mucho más sensitiva, en todos los aspectos.
»Y no intentes ablandarme pretendiendo que te asfixias. Te he quitado
la película de los orificios nasales, aunque siga manteniendo cubierta tu boca.
No hubiera podido soportar el oírte hablar. La película se llama "plástico
envuelvetodo"; es algo nuevo. Yo también tengo un amigo químico, aunque no
sea parisino. Me ha dicho :que el año próximo se convertirá en el material de
empaquetado número uno. Es una película delgada, más difícil de ver que el
celofán, pero muy resistente. Ni más ni menos que un plástico electrónico,
positivo en una cara, negativo en la otra. Ponlo en contacto con algo y se
adhiere a todo su alrededor, se pega como ninguna Otra cosa. Acabas de ver
la demostración. Para quitarlo lo único que tienes que hacer es lanzarle
algunos electrones mediante una pila estática manual..., patente también de mi
amigo..., e inmediatamente se aparta y vuelve a quedar plano. Proporciónale
unos cuantos electrones más, y se vuelve tan duro como el acero.
»Así es como hemos utilizado la película para penetrar por tu puerta,
Emmy. La colocamos fuera, de modo que se envolvió en tomo a los cerrojos
cuando tú abriste. Luego, hace un momento, después de dejar a oscuras el
pasillo, bombeamos electrones y la tensamos y endurecimos, a fin de que
hiciera retroceder todos los cerrojos. Discúlpame, querido, pero ya sabes cómo
te gusta vanagloriarte de tus pequeñas válvulas y tus medios de inmovilización,
de modo que supongo que no te importará que yo me vanaglorie también un
poco de mis pequeños trucos. Y que alardee de mis amigos también. Tengo
algunos que tú no conoces aún, Emmy. ¿Has oído alguna vez el nombre de
Smyslov, o de la Araña? Algunos de ellos también cortan fantasmas, y no se
han sentido muy complacidos al saber de ti, especialmente desde el ángulo
pasadofuturo.
Hubo un ligero chillido de protesta de las ruedas de la silla, como si
Slyker estuviera intentando moverla.
—No te vayas, Emmy. Estoy segura de que sabrás por qué estoy aquí.
Sí, querido, he venido a buscarlos. A los cinco. Y no me preocupa las pulsiones
de muerte que contengan, puesto que tengo algunas ideas al respecto. Así que
me disculparás, Emmy, mientras me preparo para recuperar mis fantasmas.
No hubo ningún otro ruido entonces excepto la jadeante respiración de
Emil Slyker y un ocasional roce de seda y el susurro de una cremallera,
seguido por el ligero sonido de algo cayendo.
—Bien, ya estamos, Emmy; todo listo. El siguiente paso, mis cinco
hermanas perdidas. Oh, tu pequeño cajón secreto está abierto... Creías que no
sabía nada de él, ¿verdad, Emmy? Veamos ahora, no creo que necesitemos
música para esto; conocen mi contacto; eso debería hacerles ponerse en pie y
brillar.
Dejó de hablar. Al cabo de unos instantes percibí un ligero asomo de luz
encima del escritorio, muy vacilante al principio, como una estrella en el limite
de la visión, donde se mantuvo parpadeando, apareciendo y desapareciendo,
pasando de la más absoluta ausencia a la más débil de las existencias; o como
un lago solitario, iluminado tan sólo por la luz de las estrellas y apenas
entrevisto al otro lado de un denso bosque; o como esos danzantes puntos de
luz que perviven incluso en la oscuridad más absoluta, indicando tan sólo una
persistencia en la retina y en el nervio óptico, y que sin embargo te hacen creer
por un momento que representan algo real.
Pero luego el asomo de luz tomó una forma definida, aunque
permaneciendo en los límites de la visión y arrastrándose adelante y atrás
como si mis ojos no pudieran enfocarla debido a que no tenían ningún otro
punto de referencia al cual fijarla.
Se trataba de una débil banda angular formando tres lados de un
rectángulo, el lado superior más largo que los dos lados verticales, mientras
que el lado inferior no era visible. Mientras lo observaba y se iba haciendo más
preciso, vi que las bandas de luz eran más brillantes en su parte interior —es
decir, hacia el rectángulo que delimitaban parcialmente, donde marcaban una
nítida oscuridad—, mientras que en la parte exterior se difuminaban de manera
gradual. Luego, mientras seguía observando, vi que de las dos esquinas
superiores sobresalían unos pequeños rectángulos laterales más pequeños...,
unas lengüetas.
Aquellas lengüetas me hicieron comprender que estaba observando la
carpeta de un historial, silueteada por algo que relucía débilmente en su
interior.
Entonces la banda superior se oscureció en su centro, como ocurriría si
una mano rebuscara en la carpeta, y luego volvió a brillar como si la mano
saliera de nuevo. Entonces algo brotó de la carpeta, como si la invisible mano
estuviera tirando de algo, no más brillante que las bandas de luz.
Era la forma de una mujer, si bien distorsionada y ondulando
constantemente; la cabeza, los brazos y la parte superior del torso mantenían
mayor aproximación a las proporciones humanas que la parte inferior y las
piernas, que se parecían a una agitante cortina o a un trozo de gasa. Brillaba
con una luz muy tenue, de modo que me veía obligado a parpadear
constantemente para fijar los ojos, y su luminosidad no aumentó.
Era como la silueta de una mujer pintada con pintura fosforescente en
un trozo de la más fina seda, brazos y piernas colgando y la Cabeza..., sí, la
cabeza aureolada por una ilusión de cabello plateado. Y sin embargo era más
que eso. Aunque se agitaba graciosamente en el aire como una ligera prenda
sacudida por una mujer que se preparase para ponérsela, evidenciaba poseer
una agitante vida propia.
Pero pese a todas las distorsiones, mientras fluía en un arco hacia el
techo y volvía a descender luego, era seductoramente hermosa, y el rostro era
reconocible como el de Evvie Cordew.
De pronto dejó de agitarse y cambió la dirección de su fluir, de tal modo
que por un momento flotó erguida en el aire, como una combinación que una
mujer sujeta encima de su cabeza antes de ponérsela.
Luego empezó a descender hacia el suelo, y vi que realmente había una
mujer de pie debajo de ella y tirando de ella por encima de su cabeza, aunque
podía ver su cuerpo tan sólo como una silueta imprecisa a la luz reflejada del
fantasma con el que se estaba envolviendo.
La mujer alzó las manos, que mantenía pegadas al cuerpo, se
contorsionó con rapidez, giró e inclinó la cabeza y luego la echó hacia atrás,
como hace una mujer cuando se coloca un traje muy ajustado, y la flotante
cosa resplandeciente perdió su distorsión y se encajó apretadamente en torno
a ella.
El resplandor se incrementó entonces por un momento, mientras la
mujer y su fantasma se fundían, y vi a Evvie Cordew desnuda, la piel brillándole
con luz propia...; las largas y esbeltas pantorrillas, la curva de ánfora de sus
caderas y cintura, los provocativos pechos, tal como uno los imaginaba por sus
fotos en bikini, pero con aureolas más grandes... La vi por un instante antes de
que la luz fantasmal parpadeara y se apagara como unas chispas muriendo, y
de nuevo la oscuridad fue completa.
En la negrura, una voz canturreó:
—Oh, era como seda, Emmy, como una media de seda deslizándose
por todo mi cuerpo. ¿Recuerdas cuando lo cortaste, Emmy? Acababa de
conseguir mi primer gran papel en la pantalla, y había firmado un contrato por
siete años; sabía que iba a tener el mundo agarrado por la cola, y me sentía
maravillosamente bien. Sin embargo, de pronto me sentí terriblemente extraña
y acudí a ti. Y tú me volviste a poner bien extirpándome mi felicidad y
quedándote con ella. Me dijiste que era un poco como donar sangre, y era
cierto. Ése fue mi primer fantasma, Emmy, pero solamente el primero.
Mis ojos, recuperándose rápidamente del brillo más intenso del fantasma
que regresaba a su fuente, captaron de nuevo el resplandor de los tres lados
de la carpeta del historial. Y de nuevo surgió de él una mujer fosforescente,
locamente oscilante, parecida a una gasa. El rostro era reconocible como el de
Evvie, pero constantemente distorsionado, ahora con un ojo grande como una
naranja y luego pequeño como un guisante, los labios retorciéndose en
imposibles muecas, la frente reduciéndose al tamaño de una cabeza de alfiler o
hinchándose mongólicamente, como un rostro reflejándose en un espejo sobre
el cual corriera agua. Cuando descendió sobre el
auténtico rostro de Evelyn hubo un momento en que los dos quedaron
juntos pero no se fundieron, como los rostros de dos hermanos gemelos en un
espejo cubierto por el agua. Luego, como si una esponja hubiera secado el
agua, el rostro resultante brilló nítido y claro, y justo en el momento en que
volvía la oscuridad se acarició los labios con la lengua.
La oí decir:
—Éste era como cálido terciopelo, Emmy, suave pero ardiente. avíe lo
arrancaste dos días después del preestreno de La rubia de hidrógeno, cuando
tuvimos aquella pequeña fiesta para celebrarlo después de la gran fiesta, y la
actual Miss América estaba allí, y le mostré cómo lucía un cuerpo realmente
valioso. Fue entonces cuando me di cuenta de que había alcanzado la cima y
eso no me había convertido en una diosa ni en nada. Seguía poseyendo la
misma ignorancia de antes y la misma torpeza, que cámaras y montadores
debían ocultar. Sólo que entonces era peor, porque me hallaba siempre en el
centro del escenario... Además, iba a tener que luchar el resto de mi vida para
mantener mi cuerpo como era entonces, y luego empezaría a morir arruga tras
arruga, perdiendo mi energía célula a célula, como todos los demás.
El tercer fantasma trazó un arco hacia el techo y descendió, con olas de
fosforescencia parpadeando constantemente en él. Los esbeltos brazos
ondularon como pálidas serpientes, y las manos, con las yemas de los dedos
apretadas graciosamente juntas, eran como inquisitivas cabezas de
serpientes..., hasta que los dedos se separaron y las manos parecieron
arrastrantes manchas de fosforescente tinta con cinco lenguas. Luego los
sólidos dedos y brazos penetraron dentro de ellos como si se tratara de
guantes de seda color marfil Virgos hasta el hombro. Por un instante las
manos, lo primero en fundirse, brillaron más que el resto de la silueta; las
observé ayudar a encajar simétricamente la frente, las mejillas y el mentón,
ajustando el rostro, con un ligero desplazamiento lateral de los dedos anulares
para alisar los ojos. Luego ascendieron y se echaron hacia atrás para peinar el
pelo de las dos cabezas, mezclándolo. El pelo fantasmal era muy oscuro y, al
mezclarse, oscureció un poco el pelo rubio de Evelyn.
—Éste era un poco pegajoso, Emmy, como la capa superficial de una
ciénaga. Recuerda, yo acababa de aguijonear a los chicos para que se
pelearan por mí en el Troc. Jeff lastimó a Lester más de que hubiera debido, e
incluso el viejo Sammy se ganó un ojo Morado. Acababa de descubrir que
cuando llegas a la cima tienes a tu disposición todos los placeres ordinarios
que la gente común
anhela durante toda su vida, y que no significan nada, y que tienes que
trabajar minuto a minuto para conseguir los placeres que hay más allá del
placer, a fin de evitar que tu vida se marchite por completo.
El cuarto fantasma ascendió hacia el techo como un buceador subiendo
a la superficie del agua desde las profundidades. Luego, como si toda la
habitación estuviera llena de aquel tipo de agua, pareció emerger en el techo y
dar un salto de carpa allí, volviendo a sumergirse de nuevo con una picada, y
luego cambiar otra vez de dirección y flotar por un momento sobre la cabeza de
la auténtica Evelyn, hasta hundirse lentamente a su alrededor como un
buceador ahogándose. Esta vez observé a las brillantes manos sujetar
formando copa los pechos del fantasma en torno a los suyos propios, como si
se estuviera poniendo un nuevo y resplandeciente sujetador. Luego la película
del fantasma se encogió de pronto, ajustándose sobre su torso como un traje
barato de algodón bajo una lluvia repentina.
Mientras el resplandor moría por cuarta vez, Evelyn dijo suavemente:
—En cuanto a éste, era frío, Emmy. Estoy temblando. Acababa de
regresar de mi primer trabajo en Europa, y me sentí enferma al ver de nuevo
Broadway. Antes de que tú lo cortaras me hiciste revivir aquella fiesta en el
yate donde oí a Ricco y al autor riéndose de cómo había destrozado mi primera
gran obra, y nadamos a la luz de la luna y Mónica casi se ahogó. Fue entonces
cuando me di cuenta de que nadie, ni siquiera los más estúpidos entre los
espectadores, te respetaban realmente porque eras su reina del sexo.
Respetaban más a la pequeña estúpida que tenían sentada a su lado que a ti.
Porque tú eras solamente algo en la pantalla que podían manejar a su antojo
en su mente. Con la gente importante, las grandes personalidades, no era
mucho mejor. Para ellos eras simplemente un desafío, un premio, algo que
mostrar a otros hombres para volverlos locos de envidia, pero nunca algo a lo
que amar. Bien, eso hace cuatro, Emmy, y cuatro más uno hacen la totalidad.
El último fantasma surgió girando y ondulando como un vestido de seda
al viento, como un loco fotomontaje, como una pintura surrealista hecha con
apenas visibles tonalidades de pálida carne sobre una tela negra; o más bien
como una interminable serie de tales pinturas surrealistas, cada distorsión
mezclándose con la siguiente... arrastrando detrás una tenue estela de gasa,
que percibí que correspondía a la forma en que siempre eran pintados y
descritos los fantasmas. Observé aquel amasijo de gasa mientras Evelyn
tiraba de él hacia abajo y a su alrededor; entonces se aplastó
bruscamente contra sus caderas, como una falda bajo un fuerte viento o como
nailon apretándose bajo el frío. El último resplandor fue un poco más fuerte,
como si hubiera más vida en la brillante mujer de la que había habido al
principio.
—Ah, ése ha sido como un rozar de alas, Emmy, como plumas en el
viento. Lo cortaste después de la fiesta en el avión de Sammy para celebrar el
haberme convertido en la estrella que cobraba más en la industria. Atosigué al
piloto porque quería que nos lanzara en un loco picado y estrellara el aparato.
Fue entonces cuando me di cuenta de que yo no era más que una propiedad...,
algo con lo cual algunos hombres ganaban dinero (y yo también ganaba
dinero), desde el actor que se casó conmigo para promocionar su propia
carrera hasta el propietario del cine que esperaba vender gracias a mi nombre
algunas entradas más. Descubrí que mi más profundo amor..., hubo un tiempo
en que fue para ti, Emmy..., era tan sólo algo que otro hombre podía capitalizar.
Que cualquier hombre, no importaba lo dulce o fuerte que fuera, nunca podía
ser al final otra cosa que un alcahuete. Como tú, Emmy.
Entonces, tan sólo durante un rato, hubo oscuridad, oscuridad v silencio,
rotos únicamente por el suave roce de unas ropas.
Finalmente, su voz de nuevo:
—Así que ahora ya he recuperado mis fotos, Emmy. Todos los negativos
originales, dirías tú, porque no puedes sacar reproducciones de ellos o
segundos negativos..., al menos eso creo. ¿O existe alguna forma de hacer
copias de ellos, Emmy..., mujeres duplicadas? Pero no vale la pena escuchar
tu respuesta; serías capaz de decir que sí para asustarme.
»¿Qué vamos a hacer ahora contigo, Emmy? Sé lo que me harías tú a
mí si tuvieras oportunidad, porque ya lo has hecho otras veces. Tomaste partes
de mí.... no, cinco yo auténticas..., las guardaste en sobres durante un largo
tiempo, algo que poder sacar de tanto en unto para mirarlo, manosearlo,
enrollarlo en torno a un dedo o apretarlo formando una bola, cada vez que te
sintieras aburrido en una larga tarde o en una noche interminable. O quizá
mostrarlo a algunos amigos especiales o incluso dárselo a otras chicas para
que lo llevaran... No creías que supiera nada de ese pequeño truco, ¿verdad?
¡Espero que las envenenaran, espero que las hicieran arder! Recuerda, estoy
llena de deseos de muerte ahora, cinco fantasmas de ellos. Sí, Emmy, ¿qué
vamos a hacer contigo ahora?
Entonces, por primera vez desde que se habían mostrado los
fantasmas, oí el sonido de la respiración del doctor Slyker jadeando
nasalmente, y los ahogados gruñidos y crujidos mientras se debatía contra la
aprisionante película.
—Eso te hace pensar, ¿verdad, Emmy? Desearía haberles preguntado a
mis fantasmas qué hacer contigo cuando tenía la oportunidad... Me hubiera
gustado saber cómo preguntárselo. Ellos habrían sido quienes decidieran.
Ahora están demasiado fundidos conmigo.
»Dejaremos que las otras chicas decidan..., los otros fantasmas.
¿Cuántas docenas hay aquí, Emmy? ¿Cuántos centenares? Aceptaré su juicio.
¿Te aman tus fantasmas, Emmy?
Oí el repiqueteo de sus tacones seguido por suaves ruidos de
deslizamiento terminados en sordos golpes...; los cajones archivadores habían
sido abiertos completamente. Slyker se volvió más ruidoso.
—No crees que te quieran, ¿verdad, Emmy? O quizá sí, aunque su
forma de demostrarte su afecto no sea exactamente cómoda, o segura.
Veremos.
Los tacones repiquetearon unos cuantos pasos más.
—Y ahora, música. ¿El cuarto botón, Emmy?
De nuevo me llegaron aquellos sensuales y espectrales acordes que
abrían la Pavana de las chicas fantasma. Esta vez se transformaron poco a
poco en una música que parecía retorcerse y girar, muy suavemente y con
lánguida gracia; la música del espacio, la música de la caída libre. Hacía más
fácil la suave respiración que significaba la vida para mí.
Tuve conciencia de débiles fuentes. Cada cajón estaba silueteado por
un resplandor fosforescente que ascendía.
Una pálida mano fluyó sobre el borde de un cajón. Desapareció
deslizándose, pero ahí estaba otra, y otra.
La música se hizo más fuerte, aunque más lánguida, y un pálido fluir de
mujeres empezó a brotar del paralelogramo orlado de fosforescencia de los
cajones archivadores, rápidamente ahora. Rostros constantemente
cambiantes, que eran máscaras de gasa de locura, embriaguez, deseo y odio;
brazos como un fluir de serpientes; cuerpos que se retorcían, se
convulsionaban, y seguían fluyendo como leche a la luz de la luna.
Salieron girando en círculo como esbeltas nubes formando un anillo, un
girante círculo que se deslizó acercándose a mí, inquisitivo, un centenar de
ojos extrañamente rasgados que parecían escrutar.
Las girantes formas brillaron más intensamente. A su luz, empecé a ver
al doctor Slyker, la parte inferior de su rostro ceñida por el plástico
transparente, sólo las aletas de su nariz agitándose y sus protuberantes ojos
mirando hacia todos lados, sus brazos apretadamente sujetos a sus costados.
La primera espiral del anillo aceleró hacia arriba y empezó a
congregarse alrededor de su cabeza y cuello. Empezó a girar lenta
mente en torno a su silla, como si él fuera una mosca atrapada en el
centro de una tela de araña y ésta empezara a tejer un capullo a su alrededor.
El rostro de Slyker quedaba alternativamente oscurecido e iluminado por las
brillantes formas neblinosas que giraban a su alrededor. Parecía como si
estuviera siendo estrangulado por el humo de su propio cigarrillo en una
película pasada al revés.
Su rostro empezó a oscurecerse a medida que el círculo resplandeciente
se apretaba contra él.
Una vez más se hizo una completa oscuridad.
Luego hubo un zumbaste clic y un pequeño surtidor de chispas repetido
tres veces; después una llamita azul. Avanzó, se detuvo y avanzó, dejando tras
de sí más pequeñas y silenciosas llamitas, amarillas éstas. Crecieron. Evelyn
estaba prendiendo fuego a los archivos sistemáticamente.
Supe que aquello podía ser el fin para mí, pero grité —sonó pomo una
especie de hipido—, y mi respiración se vio instantáneamente cortada cuando
las válvulas de mi mordaza se cerraron.
Pero Evelyn se volvió. Estaba inclinada sobre Emil, muy cerca de él, y la
luz de las crecientes llamas iluminaba su sonrisa. A través del oscuro velo
rojizo que empezaba a cubrir mi visión, vi las llamas empezar a saltar de un
cajón a otro. Hubo un repentino rugir ahogado, como virutas de película o
acetato quemándose.
Repentinamente, Evelyn se tendió hacia el escritorio y pulsó un botón.
Cuando ya empezaba a perder la conciencia, me di cuenta de que mi mordaza
había desaparecido y mis ataduras me habían soltado.
Me puse en pie, tambaleante, sintiendo las puñaladas del dolor en mis
adormecidos músculos. La habitación estaba llena de parpadeantes
luminosidades bajo una sucia nube que crecía en el techo. Evelyn había
soltado la película transparente que cubría a Slyker, y ataba tirando de él para
ponerlo en pie. El hombre empezó a caer ;lacia delante, muy lentamente.
Mirándome, ella dijo:
—Dile a Jeff que está muerto.
Antes de que Slyker golpeara el suelo, ella ya había cruzado la puerta.
Di un paso hacia Slyker, sentí el picoteante calor de las llamas. Mis piernas
eran como temblorosos zancos cuando me dirigí YO también hacia la puerta.
Mientras me sujetaba al marco para recuperar las fuerzas, eché una última
mirada hacia atrás, luego salí rápidamente.
No había luz en el pasillo. El resplandor de las llamas detrás de mí me
ayudó un poco.
La parte superior de la cabina del ascensor se hundía fuera de mi vista
cuando llegué ante la puerta. Acudí a la escalera. Fue un descenso doloroso.
Mientras trotaba fuera del edificio —era la máxima velocidad que podía
conseguir—, oí sirenas que se acercaban. Evelyn debía de haber hecho una
llamada... O uno de sus «amigos». aunque ni siquiera Jeff Crain fue capaz de
decirme más acerca de ellos; quién era su químico y quién era la Araña... Ni
siquiera sé cómo sabía ella que yo estaba trabajando para Jeff. Evelyn Cordew
es más difícil de ver que nunca, y yo tampoco lo he intentado. No creo que la
vea ni siquiera Jeff. De hecho, a veces me pregunto si no fui utilizado como un
instrumento.
Sigo manteniéndome lejos de todo eso..., del mismo modo que dejé que
fueran los bomberos quienes descubrieran al doctor Emil Slyker «asfixiado por
el humo» de un incendio en su «extraña» oficina privada, un fuego que según
se informó hizo poco más que ennegrecer un poco los muebles y quemar el
contenido de sus archivos y las cintas de su cadena de alta fidelidad.
Pienso que algo más resultó quemado. Cuando miré hacia atrás por
última vez, vi al doctor tendido en medio de una envoltura de pálidas llamas.
Puede que fueran papeles esparcidos o plástico electrónico. Pero creo que
eran chicas fantasma, ardiendo.
La mañana de la condenación
El viaje por el tiempo, que no es en absoluto la sana y limpia diversión
infantil que muchos imaginan, empezó para mí cuando aquella mujer, con el
signo cabalístico impreso en la frente, me miró desde el umbral de la habitación
donde me había escondido con las botellas y me preguntó:
—Dígame, Buster: ¿quiere vivir?
Era el tipo de pregunta que hubiese pronunciado cualquier redentor
chiflado de los de látigo en ristre, tipo «salve su alma». Pero la mujer no lo
parecía. Podría haberle contestado —de hecho casi lo hice —con una burla (un
uno por ciento humorística) como «¡Santo dios, no!». O si no —segunda
alternativa—, podría haberme quedado estudiando los polvorientos arabescos
de la marchita alfombra azul durante un tiempo perversamente largo y haber
dicho, condescendiente: «Bueno, si insiste...».
Pero no lo hice, quizá porque en la situación no parecía haber ni un uno
por ciento de humor. Punto número uno: había estado sin conocimiento más o
menos durante la última media hora. La mujer podía haber acabado de abrir la
puerta o llevar mirándome diez minutos. Punto número dos: estaba en las
fronteras del delírium tremens, intentando salir de una colosal borrachera.
Punto número tres: sabía a ciencia cierta que acababa de matar a alguien, o de
dejarle, a él o a ella, al borde de la muerte, aunque no tenía la más mínima idea
de quién podía ser o por qué lo había hecho.
Déjenme que describa mi estado mental con más detenimiento. Mi
conciencia, la parte medio consciente de mí, era un punto convulsivo en medio
de un plano inacabable que vibraba rebosante de miseria y amenazas. Era
como un hombre en una barca de rencos a la deriva en pleno Pacífico. O
mejor: era un hombre metido en una trinchera del desierto de África del Norte
(estuve bajo el mando de Montgomery v cualquier región cercana al delírium
tremens es sin duda una tierra de nadie). A mi alrededor, en todas direcciones
—recuerden que estoy describiendo mi conciencia—, había kilómetros y
kilómetros de arena ardiente, y nada más. Al otro lado del horizonte, dos
esposas divorciadas, varios hijos a los que nada me ataba, los trabajos más
dispares, y algunos otros naufragios nada excepcionales. Más cerca, pero
siempre detrás del horizonte, el hospital estatal (dos veces) y el psiquiátrico
(cuatro veces). Muy cerca, muy a mano, enterrada a poca profundidad, o quizá
maldiciéndome al aire libre justo detrás de mí en el cráter, estaba la persona a
la que acababa de matar.
Pero recuerden que yo sabía que había matado a una persona real.
Aquello no era alegórico en absoluto.
Hablemos un poco más de la mujer del «Dígame, Buster». En primer
lugar, no parecía formar parte del delírium tremens ni del cortejo que lo rodea,
aunque un aficionado hubiese creído lo contrario —sobre todo si hubiese hecho
mucho hincapié en el signo cabalístico de la frente—. Pero yo no era un
aficionado.
Parecía tener mi edad —cuarenta y cinco—, aunque no podía
asegurarlo. El cuerpo parecía más joven, pero la cara más vieja: ambos eran
agraciados, y me pareció que habían sufrido mucho desgaste. Llevaba
sandalias negras y una túnica negra tipo saco sin cinturón, pero parecía un
atuendo de calle. Hasta se me ocurrió —las ideas que se te ocurren cuando
estás en las fronteras del delírium tremens— que su traje, excepto por el color,
podía encajar en cualquier época histórica: el antiguo Egipto, Grecia, tal vez el
Directorio, la primera guerra mundial, Birmania, Yucatán... (¿Debería haberle
preguntado si hablaba maya? No lo hice, pero no creo que la pregunta la
hubiera inmutado; parecía en conjunto sofisticada, una auténtica cosmopolita...
Pronunció «Buster» como si fuese parte de una jerigonza curiosa, algo ridícula,
que estuviese utilizando para impresionar.)
De su brazo izquierdo colgaba un bolso negro cerrado con un lazo y del
que sobresalía la punta de un objeto de plata que me intrigó aprensivamente.
Tenía el brazo derecho levantado y doblado, y apoyaba el codo contra el
marco de la puerta. Con la mano retiraba de su frente lo, mechones morenos
para mostrarme el signo, como si tuviese algún sentido en relación con su
pregunta.
El signo era un asterisco de ocho brazos delgados y oscuros, del
tamaño de un dólar de plata aproximadamente. Una X superpuesta sobre un
signo «más». Parecía indeleble.
Excepto los mechones, tenía el pelo recogido en un moño. Las orejas
eran planas, agradablemente formadas, de bordes delgados y lóbulos largos
semejantes a los que el arte chino utilizaba para representar a sus filósofos.
Las adornaba con unos pequeños pendientes de plata, cuadrados y de
redondeados bordes.
Su rostro podía haber sido pintado por Toulouse—Lautrec o por Degas.
La piel estaba cruzada por líneas muy finas; los ojos estaban maquillados de
oscuro, con un toque verde en los párpados («¿Egipcia?», me pregunté a mí
mismo); la boca era grande, tolerante pero realista. Sí, por encima de todo, la
mujer parecía realista.
Como ya he dicho, estaba preparado para lo real, así que cuando me
preguntó: «¿Quiere vivir?», me las compuse para contener las respuestas
impertinentes que me cosquilleaban en la punta de la lengua. Comprendí que
era esa vez entre un millón en que la pregunta es hecha sinceramente y tu
respuesta cuenta de verdad y no hay segundas oportunidades; comprendí que
la línea de mi vida había llegado a uno de esos puntos en que hay un nudo y
en el que un falso movimiento (o tal vez el correcto) puede romperla para
siempre; y comprendí que, en lo que a mí se refería, la mujer lo sabía todo.
Así que pensé un momento, no mucho, y contesté:
—Sí.
Ella asintió —no como si aprobara o desaprobara mi decisión, sino
simplemente como si la aceptara como base para sentarse a negociar—, y dejó
que los mechones cayesen sobre su frente. Luego me sonrió rápida y
fríamente, y dijo:
—En ese caso, usted y yo tenemos que salir de aquí y charlar un rato.
Para mí aquella sonrisa fue la primera fisura en la concha, la concha que
rodeaba mi conciencia rancia, o tal vez la concha oscura, perforada de
estrellas, que rodeaba el continuum espaciotemporal.
—Vamos dijo—. No, tal como está. No se entretenga para nada. —
Percibió la intención de mi gesto—. Y no mire detrás de usted si realmente
desea vivir.
En general, que te ordenen no mirar atrás es un consejo tonto; te hace
recordar esos cuentos para niños del «coco que te come» que sólo consiguen
que mires hacia atrás automáticamente, aunque sólo sea para demostrar que
no eres un crío. También en el caso que nos ocupa yo sentía una auténtica y
horrorizada curiosidad: deseaba terriblemente (sí, terriblemente) saber a quién
había matado. ¿A una olvidada tercera esposa? ¿A una mujer de la calle? ¿A
un marido o un novio celosos? (Aunque ya estaba demasiado entrado en años
como para tener asuntos amorosos.) ¿Al conserje del hotel? ¿A un compañero
de los bajos fondos?
Pero de alguna forma, como me sucedió con la pregunta del «quiere
vivir», sentí que se trataba de una de esas ocasiones en que la sugerencia
generalmente estúpida es radicalmente seria, que el significado de su
advertencia era literal.
Si miraba hacia atrás, moriría.
Miré con fijeza al frente cuando pasé junto a las marrones botellas
desparramadas y la columna de humo que se elevaba del pequeño cráter
perforado por una colilla abandonada en la alfombra.
Mientras la seguía hacia la puerta, oí a mis espaldas, procedente de la
ventana, el aullido distante de una sirena de policía.
Antes de que llegáramos al ascensor la sirena sonaba más cerca, y me
pareció oír también la de los bomberos.
Vi un destello plateado frente a nosotros. Había un gran espejo junto a
los ascensores.
—Lo que le advertí acerca de no mirar detrás de usted se refiere
también a los espejos —me susurró mi guía—. Hasta que no le indique lo
contrario.
Instantáneamente, comprendí que había olvidado mi propio aspecto; no
podía imaginarme aquel testimonio horrorizante (acostumbrado a espejos
desteñidos de grasientos cuartos de baño) de tantas neblinosas mañanas: mi
propio rostro. Una mirada en el espejo...
Pero me dije a mí mismo: «Sé realista». Vi la sombra de unos zapatos
marrones y unas sandalias en el gran espejo, nada más.
La cabina del ascensor de la derecha, oscura y vacía, estaba en aquel
piso. Una barra de madera atravesada mantenía la puerta abierta. Mi guía la
retiró y entramos. La puerta se cerró, y ella oprimió los botones. Me pregunté:
«¿Hacia dónde se moverá, hacia los lados?».
No obstante, descendió normalmente. Empecé a tocarme la cara, pero
me detuve. Empecé a recordar mi nombre también, pero no seguí. Sería mala
táctica, pensé, querer llenar más vacíos en mi mente. Sabía que estaba vivo.
Me aferraría a eso durante un rato.
El ascensor descendió dos pisos y medio y se detuvo. La monótona
pared púrpura del pozo del ascensor bloqueaba la salida. Mi guía encendió la
lucecita del techo y se volvió hacia mí.
—¿Y bien? —dijo.
Puse palabras a mis últimos pensamientos.
—Estoy vivo —dije—. Y estoy en sus manos. Rió ligeramente.
—¿Cree que es una situación comprometida? No va desencaminado.
Usted aceptó la vida de mí o, mejor dicho, a través de mí. ¿Le sugiere algo
eso?
Puede que mi memoria sea detestable, pero una parte de mi mente,
largo tiempo inutilizada, estaba funcionando.
—Cuando quieres algo —dije—, tienes que pagar por ello, y a veces el
dinero no basta, aunque sólo me he encontrado en una o dos situaciones en
que el dinero no haya ayudado.
—Con ésta serán tres —respondió—. Véalo así: ha topado usted con
algo que no juega con dinero, con una organización de la que soy agente. ¿Tal
vez prefiere volver a la habitación en donde le recluté? Podríamos arreglarlo.
A través de las paredes de la cabina y el pozo del ascensor me llegaban
las sirenas cada vez más estridentes que subrayaban sus palabras.
Negué con la cabeza.
—Cuando contesté a su primera pregunta —dije——, creo que ya sabía
que entraba en una organización.
—Se trata de una gran organización —prosiguió, como advirtiéndome—.
Llámelo un imperio, o un poder, como prefiera. Por lo que a usted se refiere,
siempre ha existido y siempre existirá. Tiene agentes en todas partes,
literalmente. El espacio y el tiempo no son barreras para ella. Sus fines, hasta
donde usted podrá conocerlos, son cambiar, para su propio engrandecimiento,
no sólo el presente y el futuro, sino también el pasado. Es una organización
despiadadamente competitiva y no siente compasión por sus empleados.
—¿I. G. Farben? —dije, con un humor que no tuvo nada de gracioso.
No reprochó mi impertinencia, sino que dijo:
—Tampoco es el Partido Comunista, ni el Ku—Klux—Klan, ni los
Ángeles Vengadores, ni la Mano Negra, aunque sus enemigos le dan un
nombre más desagradable todavía.
—¿Cuál?
—Las Arañas —dijo.
Aquella palabra me hizo estremecer. Por un momento temí que el signo
cabalístico saltaría de su frente, se deslizaría por su rostro y se lanzaría sobre
mí... O algo parecido.
Me miró.
—Si le parece mejor, puede llamarla la Cruz Doble —sugirió.
—Bien, por lo menos usted no intenta embellecer su organización.
Fue todo cuanto atiné a decir.
Meneó la cabeza.
—No hay necesidad de hacerlo con los grandes de verdad. Uno nunca
sabe si el lado en el que ha nacido o renacido es «bueno» o «correcto»..., sólo
que es su lado, e intenta conocer algo de él y formarse una opinión mientras
vive y sirve.
—Está hablando de lados —dije—. ¿Hay algún otro?
—Vamos a dejarlo por el momento. Pero si alguna vez se encuentra con
alguien con una S grabada en la frente, no es un amigo, no importa lo que haga
por usted. Esa S significa Serpientes.
No sé por qué aquella palabra, dicha en aquel preciso instante, me
produjo algo más que pánico; fue como si cristalizara todos mis temores. Quizá
fuese sólo una insignificancia, como si Serpientes significase delírium tremens.
Fuese lo que fuese, sentí que me hundía.
—Tal vez sea mejor que volvamos a la habitación donde me encontró —
me oí decir.
No sé si quise decir eso, pero desde luego lo sentía. Las sirenas habían
enmudecido, pero podía oír un alboroto general fuera del hotel, y dentro
también, creo..., ruidos procedentes del pozo del otro ascensor; me pareció que
provenían del piso que acabábamos de abandonar... Pasos rápidos, voces
tensas, y algo que era arrastrado. Estaba conociendo el terror aquí, en este
ascensor detenido, pero las voces de fuera debían de ser peores.
—Ya es demasiado tarde —me informó mi guía. Entornó los ojos—.
¿Sabe, Buster? Usted está todavía en esa habitación. Si estuviese solo, podría
reunirse consigo mismo, pero no con más gente alrededor.
—¿Qué me ha hecho usted? —pregunté lentamente.
—Soy una Resurrectora —dijo con la misma tranquilidad. Extraigo
cuerpos del continuum espaciotemporal y les doy la libertad de la cuarta
dimensión. Cuando lo resucité, lo corté de su línea de la vida justo en el punto
que usted considera el Ahora.
—¿Mi línea de la vida? —interrumpí—. ¿Se trata de algo de la palma de
la mano?
—Es usted mismo desde la concepción hasta la muerte —explicó—. Un
hilo con su configuración atado al continuum espaciotemporal... De ahí lo corté.
O, si prefiere verlo de otra manera, practiqué una bifurcación en su línea de la
vida, y ahora se encuentra usted en su rama libre. Pero su otro yo, su yo
enterrado, aquel que
la gente piensa que es el auténtico usted, está en esa habitación, y tiene
las propiedades del resto de los zombies.
—Pero ¿cómo puede usted cortar a la gente de sus líneas de la vida? —
pregunté—. Como teoría para una conferencia especulativa, tal vez. Pero para
hacerlo en la práctica...
—Puede hacerse si se cuenta con las herramientas adecuadas —dijo,
agitando con convicción su bolso—. Cualquier agente puede hacerlo. Una
Serpiente podría haberlo hecho con tanta facilidad como una Araña. Quizá
haya... Pero no entraremos en eso.
—Entonces, si usted me ha cortado fuera de mi línea de la vida —dije—,
¿por qué permanecemos en el espaciotiempo anterior? Es decir, si este
ascensor está todavía en él.
—Lo está —me aseguró—. Seguimos en el mismo espaciotiempo
porque todavía no he procedido a extraemos de él. Nos estamos moviendo a
través de él a la misma velocidad temporal que el usted que hemos dejado
atrás, manteniendo el ritmo con su Ahora. Sin embargo, ambos tenemos un
modo adicional de libertad, de momento imperceptible e inoperante. No se
preocupe, abriré una puerta y saldremos de aquí con tiempo suficiente si
usted supera la prueba.
Me detuve, intentando comprender su metafísica. Tal vez estaba
aprisionado entre dos pisos con una maniaca. Tal vez era yo el maniaco. Daba
igual; me seguiría aferrando a lo que yo sentía como realidad.
—Veamos —dije—, la persona que maté, o dejé que muriese, ¿también
está en la habitación ahora? ¿Usted lo vio... o la vio?
Me miró y luego asintió. Contestó, midiendo sus palabras:
—La persona que usted asesinó o condenó está todavía en la
habitación.
Un calambre de dolor me retorció de arriba abajo.
—Tal vez deba intentar volver... —empecé—. Intentar volver y atar los
cabos.
—Es demasiado tarde —repitió.
—Pero quiero volver... —insistí—. Hay algo que me arrastra, como si
tuviese una cadena atada al cuello.
Sonrió desagradablemente.
—Por supuesto que lo hay —dijo—. Es el vampiro que lleva usted
dentro. Es la misma cosa que me arrastró a su habitación o que hubiese
arrastrado a cualquier Serpiente o Araña. El olor a sangre de la persona que
usted mató o condenó.
Me aparté de ella.
—¿Por qué se empeña en seguir diciendo «o»? —grité—. Yo no miré,
pero usted debe de haber visto. Usted debe de saber. ¿A quién maté? ¿Y qué
está haciendo mi yo zombie en esa habitación con el cuerpo?
—Ahora no hay tiempo para eso —dijo, abriendo el bolso—. Si supera la
prueba, podrá volver más tarde y averiguarlo.
Sacó del bolso un instrumento brillante de color gris pálido que me
pareció, sucesivamente, un cuchillo, una pistola, un cetro delgado y un delicado
hierro de marcar reses..., sobre todo cuando del extremo surgió una estrella
plateada de ocho puntas.
—¿La prueba? —tartamudeé, mirando fijamente a la cosa.
—Sí, para determinar si puede vivir en la cuarta dimensión o solamente
morir en ella.
La estrella empezó a girar, despacio al principio, luego cada vez más
rápido. Luego se estabilizó, pero algo que era parte de ella, o creado por ella,
empezó a girar como una rueda de color de Helmholtz..., un arco iris en espiral,
impetuoso y centelleante. Se parecía a las visiones circulares del cerebro
cobrando vida, y me asusté porque era idéntico a lo que se ve en las
alucinaciones alcohólicas.
—Cierre los ojos—me dijo.
Quise empujarla y escapar, pero no me atreví. Algo podía saltar en mi
cerebro si lo hacía. Vi el destello de la espiral a través del resquicio
deshilachado de mis pestañas mientras lo acercaba a mí. Cerré los ojos.
Algo parecido al éter me perforó la frente como si fuera hielo, y de golpe
sentí que me movía con ágiles ascensos y descensos, como si estuviese en
unas montañas rusas. Sentía un ligero latir en los oídos.
Abrí los ojos y la ilusión se desvaneció. Estaba de pie, inmóvil en el
ascensor. El único sonido era el continuo griterío que había sucedido a las
sirenas. Mi guía me sonreía, animándome.
Cerré los ojos de nuevo. Salí de la oscuridad cabalgando en las
montañas rusas. El griterío era un murmullo casi musical que crecía y se
desvanecía. Al frente había hermosas luces. Me deslicé a lo largo de una
avenida de adoquines en la que varios espadachines con capas, sombreros de
ala ancha y floretes balanceándose en sus caderas volvían la cabeza para
mirarme pasar, y unas mujeres con vestidos largos y llamativos me
contemplaban, medio incitadoras, medio satisfechas.
La oscuridad se los tragó. Una puerta de hierro chirrió delante de mí.
Aparecieron unas luces azules y brillantes. Crucé una escena salpicada de
barcos plateados. Hombres y mujeres altos, de extremidades largas y vestidos
plateados, detuvieron sus ocupaciones o juegos para mirarme...,
imperturbables pero un poco tristes, pensé. Los dejé atrás. Otra puerta chirrió.
Durante un momento los latidos se transformaron en palabras: «Hay un camino
que recorrer. Es un camino extenso... ».
Abrí los ojos de nuevo. Estaba en el ascensor, oyendo el griterío
apagado, frente a mi sonriente guía. Era muy extraño; una ilusión que podía
encenderse o apagarse abriendo y cerrando los párpados. Recordé
brevemente el ritmo alfa del cerebro, que se desvanece al abrir los ojos, y me
pregunté si las imágenes inmóviles y las montañas rusas no serían este ritmo.
Cuando cerré los ojos esta vez me hundí más en la ilusión. Atravesé
muchas escenas: una calle de resplandecientes espadas, el ala central de una
fábrica cavernosa llena de máquinas desconocidas, un cenador chino, un club
nocturno de Harlem, una plaza llena de estatuas de colores y de hombres
ruidosos con togas largas y blancas, un camino de tierra por el que una
muchedumbre harapienta de pies sucios escapaba aterrorizada de un templo
porticado, el cual se me aparecía tan sólo como gruesas columnas de luz
surgiendo de las brumas desde el otro lado de una baja colina...
Y siempre el latido musical que no cesaba. De vez en cuando oía la
canción Un camino para caminar, con dos estribillos: unas veces «te conduce
rodeando el cosmos al otro lado», y otras «te conduce a la locura o al suicidio».
Al parecer, podía oír el estribillo que quisiera; me bastaba con desearlo.
Entonces se me ocurrió que podía ir a donde quisiera, ver lo que
quisiera, con sólo desearlo. Estaba viajando a lo largo de la misteriosa avenida
oscura, balanceándome y ondulando en todas las dimensiones de la libertad;
me hallaba en la avenida que conduce a todos los rincones ocultos de la mente
inconsciente, a todos los parajes del espacio y del tiempo..., la avenida para el
aventurero liberado de todas sus limitaciones.
Abrí los ojos con disgusto.
—¿Es ésta la prueba? —pregunté rápidamente a mi guía.
Ella asintió. Me miraba interrogante y ya no sonreía. Me sumergí
ansiosamente en la oscuridad.
En la exultación de mi poder recién estrenado, me deslicé por un
universo de sensaciones, lanzándome como un pájaro de escena en escena:
una batalla, un banquete, la construcción de una pirámide, un barco maltrecho
en el corazón de una tormenta, bestias de todo tipo, un pabellón de
condenados a muerte, una cámara de tortura, un baile, una orgía, una
leprosería, el lanzamiento de un satélite, una estrella muerta entre galaxias, un
androide recién creado surgiendo de una cisterna plateada, una quema de
brujas, un nacimiento en las cavernas, una crucifixión...
De repente me asusté. Había ido tan lejos, había visto tanto. tantas
puertas se habían cerrado detrás de mí... Y no había el más mínimo indicio de
que mi vuelo fuese a detenerse o siquiera a disminuir su velocidad. Podía
controlar adónde quería ir, pero no cl ir; tenía que seguir y seguir. Y seguir. Y
seguir.
Mi mente estaba cansada. Cuando uno tiene la mente cansada y quiere
dormir, cierra los ojos. Pero yo los cerraba y comenzaba a caminar de nuevo,
seguía adelante...
Abrí los ojos.
—¿Cómo dormiré? —pregunté a la mujer.
Mi voz se había vuelto ronca.
No me respondió. La expresión de su rostro no me dijo nada. De repente
me aterroricé. Pero también estaba infinitamente cansado, en cuerpo y mente.
Cerré los ojos...

Me hallaba de pie en un estrecho reborde que se movía cada vez que yo


intentaba dar un paso hacia uno u otro lado para atenuar los calambres de mis
piernas. Tenía las manos y la nuca aplastadas contra una rugosa pared. El
sudor me empañaba los ojos y luego se deslizaba por mi cuello. Había una
mezcolanza de voces que intentaba no oír. Sonaban lejos y muy abajo.
Miré hacia la punta de mis zapatos, que sobresalían un poco en el
extremo del reborde. El cuero marrón estaba polvoriento y desgastado. Estudié
las grietas que sesgaban la superficie curtida, todos los pequeños agujeros que
la perforaban.
Alrededor de las puntas de mis zapatos se congregaba una gran
multitud de gente, pero pequeña, muy pequeña: diminutas caras ovales
colocadas sobre cuerpos ovales algo mayores, como una alubia colocada
sobre un haba. Entre ellos había rectángulos rojos y negros, proporcionalmente
pequeños: coches de policía y camiones de bomberos. Entre las dos puntas de
mis zapatos había un espacio gris vacío.
En cuerpo o en espíritu, estaba de vuelta en el yo que había dejado en
la habitación del hotel, en el yo que había salido a la ventana y amenazaba con
saltar al vacío.
Por el rabillo del ojo vi tras de mí a alguien vestido de negro, en cuerpo o
en espíritu. Intenté volver la cabeza para ver quién era, pero en ese momento
las invisibles montañas rusas me atraparon de nuevo y me llevaron rodando,
esta vez hacia abajo.
Las caras empezaron a aumentar de tamaño. Lentamente.
Oí el grito que ascendió hacia mí. Intenté aferrarme a él, pero no me
sostuvo. Seguí cayendo, con la cara por delante.
Los rostros allá abajo siguieron creciendo. Más rápido, mucho más
rápido. Y luego...
Uno de ellos era una masa de pelo revuelto excepto en la frente, con
una S en ella.
En mi caída pasé frente a aquella cara y luego me detuve a un metro del
suelo (pude ver el polvo de las grietas y un pegote de chicle), y volví a subir sin
detenerme, como el nadador que llega al fondo y vuelve a subir, o como si
hubiese rebotado en un invisible cojín de gomaespuma de varios metros de
espesor.
Subí trazando una gran curva. Iba perdiendo velocidad. Aterricé sin una
sacudida en el alero del que acababa de caer.
A mi lado estaba la mujer de negro. Una ráfaga de viento agitó sus
mechones, y vi en su frente el signo con las ocho puntas.
Sentí una oleada de deseo, la rodeé con mis brazos y atraje su rostro
hacia el mío.
Sonrió pero inclinó la cabeza de forma que se unieron nuestras frentes y
no nuestros labios.
Un éter helado me conmocionó. Cerré los ojos un instante. Cuando los
abrí de nuevo estábamos en el ascensor, y ella se apartaba de mí sonriendo.
Me sentía fuerte, fresco y poderoso, como si todas las avenidas estuviesen
ahora abiertas sin obligarme a nada, como si el espacio y el tiempo fuesen mi
coto privado.
Cerré los ojos y sólo vi oscuridad, muda como una tumba y cerrada
como una caricia. No había montañas rusa,, no había visiones de rostros
surgidos de la nada, no había delírium tremens ni sus secuelas. Me reí y abrí
los ojos.
Mi guía estaba junto a los controles del ascensor, y subíamos lenta y
suavemente; su sonrisa sardónica era ahora amistosa, como si fuésemos
compañeros de profesión.
El ascensor se detuvo y la puerta se abrió a un abarrotado rellano.
Salimos del brazo. Mi compañera se detuvo un momento para retirar el cartel
de «Averiado» y dejarlo caer detrás del cenicero de arena.
Caminamos hacia la salida. Ahora vi a los zombies que organizaban
aquel alboroto: la gente a mi alrededor, los del hotel, los policías, los bomberos.
Todos miraban hacia la salida, hacia las puertas giratorias abiertas de par en
par, como esperando —una eternidad, si fuese necesario— a que algo
sucediese. No nos vieron. O, para ser más exactos, no nos sintieron, excepto
dos o tres que temblaron inquietos, como asustados por una pesadilla, cuando
pasamos por su lado.
Mientras cruzábamos el umbral, mi compañera me dijo rápidamente:
—Cuando estemos fuera haga todo lo que tenga que hacer, pero
cuando le toque en el hombro venga conmigo. Habrá una puerta detrás de
usted.
De nuevo sacó el instrumento gris de su bolso, que produjo un remolino
a mi lado. No lo miré.
Caminé por una acera vacía, oí el grito lanzado por docenas de
gargantas a la vez. Los calientes rayos del sol se estrellaron contra mi cara.
Éramos las únicas almas en diez metros a la redonda, luego había un cordón
de policías y la muchedumbre que gritaba. Todos miraban hacia arriba, excepto
un hombre con la camisa sucia que se abría paso entre policías, con la mirada
baja.
¿Conocen el chasquido que se produce cuando el carnicero corta en
dos una pieza de carne sobre la tabla de madera? Eso es lo que oí entonces,
pero mucho más fuerte. Parpadeé; había un cuerpo tendido de espaldas en
medio de la calzada vacía, y un reguero de sangre se deslizaba por los huecos
de los adoquines grises.
Me adelanté y me arrodillé junto al cuerpo, vagamente consciente de
que el hombre que se abría paso entre los policías estaba haciendo lo mismo
por el otro lado. Estudié el rostro del hombre que se había lanzado al encuentro
de la muerte.
El rostro estaba intacto, aunque se hallaba mucho más cerca del suelo
de lo que habría estado si su nuca no se hubiera aplastado de aquella manera.
Era un rostro con barba de una semana que brotaba desde más arriba de las
mejillas...; la amplia frente era el único espacio sin pelo. Era el rostro
atormentado de un borracho, pero ahora era un rostro en paz. Yo conocía esa
cara, de hecho la había conocido siempre. Era la cara que mi guía no me había
dejado ver en la habitación, el rostro de la persona que yo había condenado a
morir: yo mismo.
Levanté la mano y toqué con ella mi barba de una semana. «Muy bien
—pensé—. Les he dado a toda esa gente una excitante media hora.»
Levanté la vista; al otro lado del cuerpo estaba el hombre de la camisa
sucia. Era el mismo rostro áspero y barbudo del que estaba en el suelo entre
nosotros. Mi mismo rostro áspero y barbudo.
En la frente tenía una S negra que parecía indeleble.
Me miró a la cara —y a la frente— con sorpresa y luego con horror.
Sabía que yo estaba reflejando lo mismo mientras le miraba. Una mano me
tocó en el hombro.
Mi guía me había dicho que nunca se sabe si el lado en el que has
yacido o renacido es «bueno» o «correcto». Ahora, mientras me volvía hacia la
brillante puerta plateada que tenía detrás, mientras la mano de la mujer se
desvanecía a través de ella, mientras yo mismo la franqueaba rodeado de
aterciopelada oscuridad y de estrellas, me aferré a aquel recuerdo, porque
sabía que iba a estar luchando eternamente en ambos lados.
El soldado más veterano
Aquel a quien llamábamos el Lugarteniente bebió un largo sorbo de su
Lowensbrau negra. Acababa de describir una batalla de cohetes de infantería
en el frente oriental, mientras las posiciones alemanas y rusas ardían
estrepitosamente.
Max agitó la cerveza dentro de la botella verde, y sus ojos adquirieron
una mirada perdida al decir:
—Cuando los cohetes sembraron la muerte a miles en Copenhague,
iluminaron el cielo con un encaje de fuegos, y los campanarios de la ciudad y
los mástiles y palos desnudos de las naves británicas como un campo de
cruces.
—No sabía que hubiese habido desembarcos e n Dinamarca—apuntó
alguien, con expectante indiferencia.
—Fue durante las guerras napoleónicas —explicó Max— Los ingleses
bombardearon la ciudad y capturaron la flota danesa. Fue en mil ochocientos
siete.
—¿Estabas allí, Maxie? —preguntó Woody, mientras el grupo de la
barra ahogaba las carcajadas.
Tomarse unas copas en una taberna puede ser un pasatiempo
monótono, y por eso uno agradece estas pequeñas bromas.
—¿Por qué palos desnudos? —preguntó alguien.
—De esa forma había menos posibilidades de que los cohetes
incendiasen los buques —respondió Max—. Las velas prenden rápidamente y
los barcos de madera arden como yesca... Por eso los barcos de tiro corto
nunca prosperaron. Los cohetes y los mástiles desnudos ya eran bastante
malos. Sí, y fueron cohetes Congreve los que provocaron el «fulgor rojo» en
Fort McFlenry, mientras que las
«bombas que estallaban en el aire» eran los primeros obuses de
artillería de precisión disparados por morteros o cañones. El himno
norteamericano es un compendio de la historia de las armas.
Miró sonriente en derredor.
—Sí, estuve allí, Woody—prosiguió—. Igual que estuve con los
sudmarcianos cuando invadieron Copérnico en la segunda guerra colonial.
Igual que estaré en una trinchera de las afueras de Copeybawa dentro de mil
millones de años, cuando las ondas explosivas de los vehículos espaciales
venusinos agiten el suelo y remuevan el fango y tenga que volver a cavar.
Esta vez el grupo soltó una de sus atronadoras carcajadas. Woody agitó
la cabeza mientras repetía:
Copérnico, Copenhague y... ¿cuál era el tercero? ¡Oh, la imaginación de
este hombre!
Y el Lugarteniente estaba diciendo:
—Ya, estabas allí..., en los libros.
Por mi parte, yo pensaba: «Gracias a Dios por los chalados, sobre todo
los valientes que nunca se vuelven atrás, que nunca pierden el buen humor ni
echan a perder su número, hasta el punto de que no se sabe bien si se trata de
una broma o expresan su más profunda convicción. Ninguno de éstos se toma
a Max en serio ni en un uno por ciento, pero todos le quieren porque nunca
abandonará su puesto...».
—Sólo trataba de demostrar cómo el estilo de las armas evoluciona en
forma cíclica—continuó Max cuando pudo hacerse oír.
—¿Los romanos utilizaban cohetes? —preguntó la misma voz que había
dicho lo del desembarco en Dinamarca y los mástiles desnudos.
Identifiqué a Sol detrás de la barra.
Max negó con la cabeza.
—En absoluto. Las catapultas fueron su especialidad. —Achicó los ojos
—. Aunque ahora que lo mencionas, recuerdo que un tipo me dijo que
Arquímedes utilizó algunos cohetes accionados por fuego griego para quemar
las velas de los barcos romanos en Siracusa, en contra de la leyenda de la lupa
gigante.
—¿Quieres decir que hay más mirones además de ti en esa lucha «a lo
largo y ancho del universo y hasta el fin del tiempo» —preguntó Woody.
Su voz cascada por el whisky sonaba solemne y respetuosa como pocas
veces.
—Naturalmente —dijo Max, decidido—. ¿Cómo si no imaginas que se
libran y se vuelven a librar las guerras?
—¿Para qué hay que volverlas a librar? —preguntó Sol frívolamente—.
Con una sola vez debería ser bastante.
—¿Supones acaso que alguien puede viajar a través del tiempo y no
ensuciarse las manos con guerras? —preguntó Max.
Puse mi granito de arena:
—Entonces eso significa que los cohetes de Arquímedes fueron con
mucho los primeros cohetes a combustible líquido.
Max me miró a los ojos, con algo malicioso en su sonrisa.
—Sí, supongo que sí —dijo tras unos segundos—. En este planeta, al
menos.
Las carcajadas habían ido decayendo, pero este comentario las resucitó,
y mientras Woody se decía a sí mismo en voz alta: «Me gusta eso de volver a
combatir..., en eso somos buenos», el Lugarteniente preguntó a Max con un
acento del norte de Chicago:
—¿Así que has luchado realmente en Marte?
—Sí —dijo Max al cabo de un rato—. Aunque el jaleo que mencioné
sucedió en nuestra luna... Fuerzas expedicionarias del Planeta Rojo.
—¡Ah, sí! Y ahora déjame preguntarte algo...
¿Saben?, lo que dije de los chiflados es verdad. Me da igual si son
adictos a los platillos volantes o entusiastas de la percepción extrasensorial,
maniacos religiosos o musicales, filósofos o psicólogos chiflados, o
simplemente resultan ser soñadores vacuos o improvisadores como Max... Por
mi dinero que son ellos los que mantienen viva la individualidad en esta época
de conformismo. Son los únicos que resisten los embates de los medios de
comunicación, de las investigaciones de motivación y del hombre masa. Lo
único realmente malo del majaretismo y de la chifladura (igual que de la droga
y la prostitución) es la gente de sangre fría que saca dinero del asunto. Por eso
les digo a todos los chiflados: «Sigue a tu manera, no cojas ni una perra y no
des ni un duro. Sé prudente y valiente». Como Max.
El Lugarteniente y Max estaban enfrascados en una discusión sobre los
inconvenientes de la artillería en el espacio sin aire y a baja gravedad,
demasiado técnica para mantener el puchero hirviendo. Así que Woody se
levantó y observó:
—Vamos a ver, Maximilian: si tienes que participar en tantas guerras por
cielos e infiernos, debes de tener una agenda de lo más ocupada. ¿Cómo es
que tienes tiempo para venir a beber con una pandilla de holgazanes?
—A menudo me lo pregunto —le respondió él melancólicamente—. El
caso es que, a consecuencia de un fallo en el transporte,
cuento con una especie de permiso imprevisto. Cualquier día de éstos
vendrán a recogerme y me devolverán a mi puesto. Es decir, si el enemigo
subterráneo no llega antes a mí.
Justo en aquel instante, mientras Max decía lo del enemigo subterráneo,
mientras volvían las carcajadas, mientras Woody gritaba: «Ahora el enemigo
subterráneo. ¿Os gusta, muchachos?», mientras yo pensaba en todo lo que
Max me había dado en aquel par de semanas —un hombre con un destello
casi poético para la reconstrucción histórica, pero también con muchas otras
cosas...—, justo en aquel instante, repito, vi los dos ojos rojos casi en el borde
inferior del cristal de la ventana, escudriñando el interior desde la oscura calle.
Todo en la Norteamérica moderna ha de tener alguna gran ventana,
desde las mansiones suburbanas, las oficinas de los directores generales y los
rascacielos de apartamentos, hasta las barberías, los salones de belleza y las
destilerías. Incluso hay gimnasios que rodean sus piscinas de cristaleras y las
exponen a populosas avenidas. El tabernucho de Sol no iba a ser la excepción.
Por lo demás, creo que existe una ley que lo hace obligatorio.
Pero daba la casualidad de que yo era el único del grupo que estaba
mirando en ese momento por aquella ventana. Fuera hacía una noche fría y
tempestuosa. Era una calle sucia, y frente a lo de Sol había muchos otros
cristales laminados que a veces reflejan cosas extrañas, así que cuando vi
aquella cabeza negra deforme con dos ojos como brasas a través de la
pirámide de botellas vacías, creo que no tardé ni un segundo en pensar que
debía de tratarse de un par de colillas avivadas por el viento o, más
probablemente, del reflejo de las luces de algún coche que doblaba la esquina.
La visión duró un instante —acaso el coche había completado su giro o el
viento había arrastrado las colillas—, pero por un momento sentí un
desagradable escalofrío, provocado en parte también por aquella mención al
enemigo subterráneo.
Algo debió de traslucirse en mi semblante, porque Woody, que es muy
observador, me llamó la atención:
—¡Eh, Fred! La gaseosa que bebes te está pudriendo los nervios. ¿O
acaso es ese enorme montón de mentiras que nos cuenta Max lo que te
descompone?
Max me miró profundamente, y creo que también notó algo, porque
acabó la cerveza y dijo:
—Será mejor que me vaya.
No se dirigió a mí en particular, pero siguió mirándome mientras
hablaba. Asentí y dejé la botella verde, todavía con un tercio de la gaseosa,
que me parecía excesivamente dulce, aunque era la más ácida que tenía Sol
en su almacén. Max y yo nos pusimos los abrigos. Abrió la puerta, y una racha
de viento penetró en la estancia, haciendo tintinear las latas apiladas
—Mañana por la noche diseñaremos un rifle espacial más perfeccionado
—dijo el Lugarteniente a Max.
—No os metáis en líos —nos recomendó rutinariamente Sol.
—Hasta pronto, soldados espaciales —nos despidió Woody.
(Y lo pude imaginar diciendo detrás de la puerta cerrada: «Este Max
tiene más miga que un pan. Y Freddy no anda lejos. ¡Mira que beber gaseosa!
¡Uf!».)
Max y yo echamos a andar, los ojos entornados para protegernos del
polvo que levantaba el viento. Tres bloques de casas nos separaban de la
chabola de Max (nombre que aquel raquítico apartamento merecía sin ningún
otro intento de forzar el lenguaje).
No había perros grandes de pelo hirsuto y ojos rojos, aunque tampoco
esperaba que los hubiese.
El porqué Max y su cuento del «soldado de la historia», así como
nuestra pequeña camaradería, significaban tanto para mí es algo que tiene sus
raíces en mi infancia. Yo fui un niño solitario y tímido, sin hermanos ni
hermanas con los que ensayar las batallas de la vida. Tampoco pasé por las
etapas habituales de las pandillas de amigos. Y además crecí en una familia
liberal hasta la médula, «odié la guerra» con un furor místico durante el período
1918—1939. En la segunda contienda asumí una actitud contraria al servicio
militar, aunque simplemente trabajando en una planta de material bélico
cercana a casa, y no mediante el arduo y heroico camino del pacifismo
militante.
Luego vino la inevitable reacción, favorecida por la tara liberal de ser
capaz, a pesar de todo y aunque demasiado tarde, de ver las dos caras de
cualquier asunto. Empecé a sentir curiosidad y a admirar con cautela a la
soldadesca y a los soldados. Sin quererlo al principio, llegué a comprender la
necesidad y la poesía que encerraban los lanceros, esos vigías, a menudo tan
solitarios como yo mismo, de los peligrosos campos de la civilización y la
fraternidad en un universo negro y hostil... Vigías necesarios, pese a la verdad
de la acusación de que la guerra conduce a la irracionalidad y al sadismo y sólo
sirve a los fabricantes de armas y a la reacción.
Empecé a comprender que mi odio a la guerra era una manera de
disfrazar mi cobardía, y empecé a buscar alguna forma de honrar en mi vida la
otra cara de la verdad. Aunque no es fácil sentirse valiente sólo porque de
repente uno desea serlo. Las obvias oportunidades de ser obviamente
valientes son muy pocas en nuestra gran cultura civilizada; de hecho, son
contrarias a los impulsos de autoconservación, a los ajustes normales, a la
buena ciudadanía en tiempos de paz y a todo lo demás, y aparecen
principalmente en la primera parte de la vida del hombre. La persona que
desea ser valiente con retraso se arriesga a esperar la oportunidad durante
seis meses, para ver cómo asoma, pequeñita, y se desvanece en seis
segundos.
Pero por muy lamentable que pueda parecer, ésa fue la reacción a mi
pacifismo, como ya he dicho. Al principio sólo afectó a la lectura. Devoré libros
de guerras, actuales o históricas, reales o imaginarias. Traté de asimilar los
aspectos y las jergas militares de todas las épocas, la organización y las
armas, la estrategia y las tácticas. Personajes como Tros de Samotracia y
Horacio Hornblower se convirtieron en mis héroes secretos, junto con los
cadetes espaciales de Heinlein y Bullard y otros muchos valientes comandos
de las rutas espaciales.
Sin embargo, al poco tiempo la lectura no fue suficiente. Necesitaba
tener soldados de carne y hueso, y por fin los encontré en la taberna de Sol, en
la tertulia que se reunía allí todas las noches. Es curioso, pero a veces las
bodegas que sirven bebidas tienen una clientela con más personalidad y
camaradería que la mayoría de los bares modernos. Tal vez sea la ausencia de
máquinas tocadiscos, de trofeos de acero inoxidable, de máquinas de bolos, de
mujeres que mendigan un vaso y —junto con ellas— de hombres que buscan
la pelea y el olvido. De una u otra forma, fue en la taberna de Sol donde
encontré a Woody, al Lugarteniente, a Bert, a Mike, a Pierre y al mismo Sol. El
cliente ocasional no hubiese visto en ellos más que borrachos inofensivos,
soldados nunca, desde luego, pero yo olfateé una o dos pistas y empecé a
dejarme caer por allí, sin despertar sospechas, tomándome mi gaseosa más
bien simbólica, y pronto empezaron a abrirse y a hablar de África del Norte, de
Stalingrado. de Anzio, de Corea, y de cosas así, y yo me sentí muy feliz por lo
menos en un sentido.
Luego, hace aproximadamente un mes, apareció Max, el hombre al que
yo estaba buscando realmente. Un soldado genuino con mis mismos puntos de
vista históricos sobre las cosas... Sólo que él sabía mucho más que yo; a su
lado yo era un vulgar aficionado. Max tenía un atractivo especial y, además,
quería hacerse mi amigo. Varias veces me invitó a su casa, de forma que podía
considerarle algo más que un contertulio. Max era bueno para mí, aunque
todavía no tenía la menor idea de quién era o a qué se dedicaba.
Naturalmente, Max no se había abierto a la tertulia las primeras noches.
Como yo, se limitaba a tomar su cerveza y se sentaba tranquilamente,
tanteando el ambiente. Pero tenía tal aspecto de soldado que la tertulia estuvo
dispuesta desde el principio a aceptarle. Era un hombre bajo y fornido, de
manos fuertes, rostro curtido y sonrientes ojos cansados, que parecían haberlo
visto todo alguna vez en su vida. La tercera o cuarta noche, Bert dijo algo de la
batalla de las Ardenas, y Max empezó a contar cosas que había visto allí, y por
las miradas que Bert y el Lugarteniente intercambiaron comprendí que Max
había «aprobado». Era ya el séptimo miembro aceptado de la tertulia,
contándome a mí, el espectador de aspecto clerical. Yo nunca oculté mi total
inexperiencia militar.
Al poco tiempo —no debían de haber pasado más de una o dos noches
—, Woody arriesgó un par de faroles, y Max le replicó poniéndose a su altura.
Ese fue el principio del cuento del «soldado del tiempo y del espacio». El
cuento estaba bien. Supongo que sin duda pensamos que Max era un
apasionado por la historia y que le gustaba exponer su afición de una forma
pintoresca. Pero Max era tan vívido en sus descripciones de otros lugares y
tiempos, y tan casual a la vez, que uno sentía que tenía que haber algo más. A
veces, sus ojos se quedaban tan perdidos y nostálgicos al hablar de cosas
sucedidas a cincuenta millones de kilómetros o hacía quinientos años que
Woody casi se moría de risa, lo cual era en realidad el tributo más sincero que
se podía rendir a la elocuencia de Max.
Max incluso mantenía el cuento cuando estábamos él y yo solos,
caminando o en su casa —nunca venía a la mía—, aunque entonces hablaba
con nostalgia, de modo que más que convencerte de que era un soldado de
una Potencia luchando a lo largo de todos los tiempos para cambiar la historia,
parecía querer dar a entender que nosotros, los hombres, éramos criaturas con
imaginación, y que nuestra principal tarea era intentar sentir lo que podía haber
existido en otros tiempos, lugares y cuerpos. Una vez me dijo:
—El crecimiento de la conciencia lo es todo, Fred: la conciencia envía
sus semillas a través del espacio y del tiempo. Pero puede enraizar de muchas
maneras, tejiendo su tela de mente en mente como la araña, o haciendo
madrigueras en la oscuridad inconsciente como una serpiente. Las peores
guerras son las guerras del pensamiento.
Pretendiera lo que pretendiese, yo le seguía la corriente, lo cual creo
que es la forma más correcta de comportarse con otro hombre, chiflado o no,
mientras puedas hacerlo sin atentar contra tu propia personalidad. Otro hombre
trae un poco de vida y aventura al mundo. ¿Por qué matarla? Es una simple
cuestión de educación y estilo.
Pensé mucho sobre el estilo desde que conocí a Max. «No importa tanto
lo que hagas en la vida —me dijo una vez—, seas soldado o burócrata, cura o
ratero, sino que lo hagas con estilo. Es mejor fracasar con elegancia que
triunfar en lo mediocre. Nunca disfrutarás los éxitos de la segunda alternativa.»
Max parecía comprender mis problemas sin que tuviera que
confesárselos. Me decía que el soldado se entrena para la valentía. Según
Max, el objeto de la disciplina militar es que uno se lance a la gesta sin vacilar
cuando la prueba de seis segundos se presenta una vez cada seis meses. El
soldado no tiene ninguna virtud especial, ni la virilidad que le falta al civil. Y en
cuanto al miedo, todos los hombres tienen miedo, dijo Max, excepto unos
cuantos psicópatas o tipos suicidas, y ellos solamente no tienen miedo a nivel
consciente. Pero cuanto mejor se conoce uno a sí mismo, a los hombres que le
rodean y las situaciones con las que tiene que enfrentarse (aunque nunca
pueden conocerse a fondo y a veces sólo se tiene de ellas una idea general),
mejor preparado se está para vencer el miedo. Hablando en términos
generales, si uno se prepara mediante la autodisciplina diaria de pensar
honestamente sobre la vida, si se piensan con realismo los problemas y
oportunidades que pueden presentarse, cada vez son mayores las
posibilidades de no fallar en la prueba. Por supuesto, yo había leído y oído
esas cosas antes, pero pronunciadas por Max significaban mucho más para mí.
Como ya he dicho, Max era bueno para mí.
Así que, aquella noche en que Max habló de Copenhague, Copérnico y
Copeybawa, y que yo imaginé ver un gran perro negro con ojos rojos, aquella
noche, cuando caminábamos por las calles desiertas, hundidos en nuestros
abrigos, mientras el reloj de la universidad desgranaba once campanadas...,
bien, aquella noche yo no pensaba nada especial, sólo que estaba con mi
querido compañero el chiflado y que pronto estaríamos en su casa tomando un
tentempié. El mío sería un café.
Definitivamente, no esperaba nada.
Hasta que, al doblar la esquina barrida por el viento, justo delante de su
casa, Max se detuvo de golpe.
La destartalada habitación y media con vistas a la calle de Max estaba
en un edificio de ladrillo de tres pisos, cuya planta baja ocupaban unos
almacenes abandonados. Una escalera de incendios recorría la fachada,
bordeando las ventanas. El tramo inferior, contrapesado, era de los que se
balancean hasta el suelo cuando alguien baja por él..., es decir, si alguien se
atreve a hacerlo.
Cuando Max se detuvo de golpe, yo me detuve también, por supuesto.
Max miraba en dirección a su ventana. Estaba oscura y no pude ver nada
especial, excepto el hecho de que él, o alguna otra persona, había dejado lo
que parecía un fardo grande y negro, que se recortaba junto a ella en la
oscuridad. No sería ésta la primera vez que alguien utilizaba el rellano de la
escalera de incendios para guardar trastos o incluso, contraviniendo todas las
normas de seguridad, para tender ropa.
Max permanecía inmóvil, observando.
—Oye, Fred—dijo lentamente—. ¿Qué te parece si vamos a tu casa,
para variar? ¿Sigue en pie tu invitación?
—Por supuesto, Max. ¿Por qué no? —contesté inmediatamente, en el
mismo tono que él—. Llevo siglos proponiéndotelo.
Mi casa estaba dos manzanas más allá. No teníamos más que doblar la
esquina, y estaríamos en la dirección correcta.
—De acuerdo —dijo Max—. Vamos.
Su voz tenía un dejo de impaciencia que no había oído nunca. Parecía
muy ansioso por doblar la esquina. Me sujetó el brazo.
Max ya no miraba hacia la escalera de incendios, pero yo sí. El viento se
había calmado de golpe y todo estaba inmóvil. Mientras doblábamos la esquina
—para ser exactos, mientras Max me empujaba—, el gran fardo se levantó y
me miró con ojos que parecían brasas.
No dejé escapar ningún grito ni dije nada. No creo que Max se diese
cuenta de que yo había visto algo, pero me sentí muy inquieto. Ahora no podía
achacar la visión a colillas o a las luces traseras de algún coche. Algo así era
difícil de situar en el tercer rellano de una escalera de incendios. En aquella
ocasión mi mente iba a tener que racionalizar con mucha más inventiva para
dar con una explicación. Y mientras ésta no llegase no tenía más alternativa
que creer que algo..., bueno, anormal, sucedía en esa parte de Chicago.
Las grandes ciudades tienen sus amenazas naturales: artistas del
atraco, muchachitos drogados, sádicos perturbados, en fin, todas esas cosas
para las que uno está más o menos preparado.
Pero uno no está preparado para algo anormal. Si te despierta un rumor
en la planta baja, puedes suponer que son ratas y bajar a investigar. Lo que no
esperas hallar son arañas carnívoras amazónicas.
El viento no se había levantado todavía. Estábamos a una tercera parte
de la manzana cuando oí detrás de nosotros, débil pero muy claramente, un
herrumbroso chirrido que culminó en un choque metálico. No podía ser otra
cosa que el primer tramo de la escalera de incendios que había descendido
hasta la acera.
Seguí andando, pero mi mente se escindió en dos: una se mantuvo en
tensión escuchando por encima de mi hombro, mientras la otra trataba de
imaginarse algo anormal, tal vez que Max era un refugiado, huido de algún
campo de concentración inimaginable al otro lado de las estrellas. Si existiesen
tales campos de concentración dirigidos por una especie de SS sobrenaturales,
me dije en mi fría histeria, tendrían perros como el que creía haber visto... Y, a
fuer de sincero, no dudaba que lo vería trotar a nuestras espaldas si miraba
ahora por encima del hombro.
Era difícil dominarse y mantener el paso, no echar a correr, con aquella
locura o lo que fuese revoloteando por mi mente; y el hecho de que Max no
dijera nada no ayudaba precisamente.
Por fin, cuando empezamos a recorrer la segunda manzana, me dominé
y conté tranquilamente a Max lo que creía haber visto. Su respuesta me
sorprendió.
—¿Cómo está distribuido tu apartamento, Fred? Es un tercer piso, ¿no?
—Sí. Bueno...
—Empieza por la puerta por la que entraremos—me indicó.
—Da al cuarto de estar. De allí arranca un pequeño pasillo, que lleva
hasta la cocina. El piso es como un reloj de arena, con el cuarto de estar y la
cocina en los extremos y el pasillo en el cuello. En el cuarto de estar hay dos
puertas: la de la derecha, según se entra, es la del cuarto de baño; la de la
izquierda da a un dormitorio pequeño.
—¿Ventanas?
—Dos en el cuarto de estar, una junto a la otra —le dije—. En el cuarto
de baño ninguna. Una en el dormitorio, que da a un patio de ventilación. Y dos
en la cocina, separadas.
—¿Hay puerta trasera en la cocina? —preguntó.
—Sí, da al patio posterior. Con cristal en la mitad superior. No
lo había pensado. Eso hace tres ventanas en la cocina. —¿Están las
persianas bajadas ahora?
—No.
Las preguntas y respuestas habían sido formuladas rápidamente, sin
dejarme apenas tiempo para pensar. Tras una pausa, Max dijo:
Mira, Fred, no pido que ni tú ni nadie crea las cosas que he estado
contando en la taberna de Sol. Pero, por lo menos, creerás en ese perro negro,
¿no? —Me apretó el brazo en señal de advertencia—. No, no mires atrás.
Tragué saliva.
—Creo en él ahora —dije.
—Muy bien. Sigue andando. Siento meterte en esto, Fred, pero ahora
tengo que intentar sacarnos a los dos. Lo mejor que puedes hacer es prescindir
de esa cosa, fingir que no te has dado cuenta de que sucede algo anormal...
Entonces la bestia no sabrá si te he dicho algo y vacilará en molestarte, tratará
de llegar a mí sin tocarte, e incluso se mantendrá alejada un rato si cree que de
esa manera me tendrá. Pero no se mantendrá alejada eternamente...; es sólo
imperfectamente disciplinada. Lo mejor que puedo hacer yo es ponerme en
contacto con el cuartel general, es algo que he estado posponiendo; ellos me
sacarán. Podré hacerlo en una hora, tal vez menos. ¿Me puedes conceder ese
tiempo, Fred?
—¿Cómo? —le pregunté.
Estábamos subiendo los escalones hacia el vestíbulo. Me pareció oír,
muy débiles, unos pasos ligeros detrás de nosotros. No miré.
Max cruzó la puerta que yo le sujetaba y empezamos a subir la escalera.
—En cuanto entremos en tu apartamento —dijo—, enciende todas las
luces del cuarto de estar y de la cocina. Deja las persianas abiertas. Luego
empieza a hacer lo que harías si estuvieras levantado a esta hora de la noche.
Leer o escribir a máquina, por ejemplo. O comer algo, si puedes arreglártelas.
Hazlo tan naturalmente como seas capaz. Si oyes cosas, si sientes cosas,
intenta no hacerles caso. Sobre todo, no abras las puertas ni las ventanas, ni
mires por ellas; procura mantenerte alejado de ellas si te es posible... Sin duda
algo te llamará la atención y te sentirás muy tentado a acercarte. Actúa
simplemente con naturalidad. Si puedes mantenerlos.... mantenerlo alejado de
esta manera durante media hora o algo así, digamos hasta medianoche, si me
puedes conceder todo ese tiempo, podré arreglármelas para salir. Y recuerda:
eso es lo mejor que tú y yo podemos hacer. Una vez que yo esté fuera de aquí,
tú estarás a salvo.
—Pero tú... —dije, mientras sacaba la llave—. Tú ¿qué...?
—En cuanto entremos, me meteré en tu dormitorio y cerraré la puerta.
No me hagas caso. No me sigas, oigas lo que oigas. ¿Hay un enchufe en tu
dormitorio? Necesitaré algo de corriente.
—Sí —le dije, girando la llave—. Pero la luz se va a menudo
últimamente; hay alguien que funde los plomos.
—Magnífico —gruñó, siguiéndome dentro.
Encendí las luces del cuarto de estar, fui a la cocina, hice lo mismo allí y
regresé. Max estaba todavía en el cuarto de estar, inclinado sobre la mesa
junto a mi máquina de escribir. Había escrito algo en una hoja de papel verde
claro que debía de haber traído consigo, un renglón arriba y otro abajo. Se
incorporó y me tendió la hoja.
—Dóblala y guárdatela en el bolsillo. Llévala contigo durante los
próximos días— dijo.
Era una hoja muy fina de crujiente papel verde claro, con «Querido
Fred» escrito arriba y «Tu amigo, Max Bournemann» abajo, sin nada en medio.
—Pero... —balbuceé, mirándole.
—¡Haz lo que te digo! —me espetó.
Luego, al ver que yo retrocedía unos pasos, me sonrió..., una gran
sonrisa de camaradería.
—Bien, vamos a trabajar—dijo.
Entró en el dormitorio y cerró la puerta tras de sí.
Doblé la hoja de papel tres veces, me quité el abrigo, y la guardé en el
bolsillo superior. Luego me dirigí hacia la biblioteca y cogí un tomo del estante
superior —mi estante de psicología, recordé de inmediato—, me senté y abrí el
libro, y miré una página sin ver lo impreso.
Ahora tenía tiempo para pensar. Desde que había hablado de los ojos
rojos a Max no había tenido tiempo más que para oír, recordar y actuar. Ahora
tenía tiempo para pensar.
Mis primeros pensamientos fueron: «Esto es ridículo. Vi algo extraño y
aterrador, no hay duda, pero fue en la oscuridad, no pude ver nada con
claridad, debe de haber alguna sencilla explicación natural para lo que fuera
que estaba en la escalera de incendios. Vi algo extraño; Max captó que yo
estaba asustado, y cuando se lo conté decidió gastarme una broma que
estuviese en consonancia con esa mentira eterna en la que vive. Ahora mismo
apostaría a que está tumbado en la cama riéndose y preguntándose cuánto
tiempo pasará hasta que yo ...».
La ventana que estaba a mi lado crujió como si el viento se hubiese
levantado de nuevo. El crujido se hizo más violento, y luego se sostuvo con una
sensación de tensión, como si el viento o algo más material estuviese
manteniendo la presión sobre el marco. Pero no volví la cabeza para mirar,
aunque (o tal vez porque) sabía que no había escalera de incendios ni ningún
otro soporte en el exterior. Sentí más fuerte la sensación de una presencia y,
aun sin verlo, fijé la vista en el libro que tenía en las manos, mientras el
corazón me retumbaba y la piel se me helaba y erizaba.
Entonces comprendí que el escepticismo de mi reflexión había sido,
pura y simplemente, una huida, y que, como había dicho a Max, creía con toda
mi alma en el perro negro. Creía en todo el asunto hasta donde podía
imaginarlo. Creía que había poderes inimaginables guerreando en este
universo. Creía que Max era un viajero parado en el tiempo y que en mi
dormitorio estaba batallando afanosamente con algún aparato extraterreno
para pedir ayuda al cuartel general desconocido. Creía que lo imposible y lo
mortífero vagaban por Chicago.
Pero mis pensamientos no podían ir más lejos que eso. Giraban y
giraban, siempre lo mismo, cada vez más rápido. Mi mente se sentía como un
motor cayéndose a pedazos. El impulso de volver la cabeza y mirar por la
ventana me invadió y creció.
Me concentré en la página que tenía delante, y leí:
Los arquetipos de Jung traspasan las barreras del tiempo y del espacio.
Más que eso: son capaces de romper las cadenas de las leyes de la
causalidad. Están dotados de facultades místicas «prospectivas». El alma
misma, según Jung, es la reacción de la personalidad ante el inconsciente, e
incluye en cada persona elementos tanto masculinos como femeninos, el
animus y el anima, lo mismo que la persona, o la reacción de la persona ante el
mundo exterior...
Creo que leí la última frase una docena de veces, rápidamente al
principio, luego palabra por palabra, hasta que fue una mezcla sin sentido y no
pude forzar más la vista para recorrerla.
Entonces el cristal de la ventana a mi lado rechinó.
Dejé el libro y me levanté, con la vista al frente, y entré en la cocina,
donde cogí un puñado de galletas y abrí el frigorífico.
El crujido, que parecía haber enmudecido con una tensión expectante,
comenzó de nuevo. Lo oí primero en una de las ventanas de la cocina, luego
en la otra, y luego en el cristal superior de la puerta. No miré.
Volví al cuarto de estar, dudé un momento frente a la máquina de
escribir, que tenía dispuesta una hoja en blanco, luego me senté de nuevo en
el sillón junto a la ventana, dejando las galletas y el envase de cartón de leche
en la mesita de al lado. Cogí el libro que había intentado leer y lo coloqué sobre
mis rodillas.
El crujido regresó conmigo..., inmediatamente, rotundo y autoritario,
como si algo estuviese cada vez más impaciente.
Ya no podía centrar por más tiempo mi atención en las palabras
impresas. Cogí una galleta y la dejé. Tomé el helado envase de cartón de
leche, pero la garganta se me contrajo y retiré la mano.
Miré a la máquina de escribir, y entonces pensé en la hoja de papel
verde. El motivo del extraño proceder de Max me pareció obvio: si le sucedía
cualquier cosa aquella noche, quería que yo escribiese a máquina un mensaje
que me exonerara delante de su firma. Digamos, la carta de un suicida. Si le
sucedía cualquier cosa...
La ventana que estaba a mi lado se agitó violentamente, como sacudida
por una terrible ráfaga.
Pensé que si bien no debía mirar hacia la ventana buscando algo al otro
lado del cristal (contra eso era contra lo que Max me había prevenido), sí podía
pasar la vista por ella, por ejemplo, volviéndome para mirar el reloj que estaba
detrás de mí. «Sin embargo —me dije—, no debo detenerme ni reaccionar si
veo algo.»
Intenté serenarme. Al fin y al cabo, pensé, quedaba la bendita
posibilidad de no ver nada sino un cuadrado de oscuridad.
Volví la cabeza y miré el reloj.
Lo vi dos veces, a la ida y a la vuelta, y aunque mi mirada ni se detuvo ni
titubeó, mi sangre y mis pensamientos empezaron a retumbar como si el
corazón y la mente fuesen a estallarme.
La cosa estaba a medio metro de la ventana..., un rostro, una máscara o
un hocico de un negro más brillante que la oscuridad que lo rodeaba. Era un
rostro mezcla de perro, pantera, murciélago gigante y hombre. Un rostro de
bestia humana, despiadada y desesperada, un rostro animado por un destello
de inteligencia pero muerto con monstruosa melancolía y monstruosa maldad.
Había un centelleo de dientes blancos y afilados. Ojos como brasas latían con
monótono destello.
Mi mirada no se detuvo ni titubeó ni retrocedió, y mi corazón y mi mente
no estallaron, pero me levanté, me dirigí tambaleante hacia la máquina de
escribir, me senté ante ella y empecé a oprimir teclas. Al cabo de un rato me
detuve confuso y me puse a leer lo que había escrito. Las primeras palabras
eran:
la rápida zorra roja saltó sobre el loco perro negro...
Seguí escribiendo. Era mejor que leer. Escribiendo hacía algo,
descargaba la tensión. Escribí una riada de fragmentos: «Ahora es el momento
para todos los hombres buenos...», las primeras palabras de la Declaración de
Independencia y de la Constitución, el anuncio de Winston, seis líneas del
monólogo de Hamlet «Ser o no ser», sin puntuación, la Tercera Ley del
Movimiento de Newton, «Mary tenía un corderito...».
Mientras tecleaba, se dibujó en mi mente la esfera del reloj que había
mirado. Antes lo había mirado sin verlo. Las agujas señalaban las doce menos
cuarto.
Cambié la hoja en la máquina y escribí la primera estrofa de El cuervo
de Poe, el Juramento de Fidelidad a la Bandera Norteamericana, un fragmento
de Thomas Wolfe, el Credo y el Padrenuestro, «La belleza es verdad; la
verdad, oscuridad...».
El crujido recorrió todas las ventanas —aunque no oí nada en la del
dormitorio, nada en absoluto—, y por fin se instaló en la de la cocina. La
madera parecía astillarse, y los cristales a punto de estallar.
Pensé: «Estás de guardia. Estás de guardia por ti y por Max». Y luego
vino el segundo pensamiento: «Si abres la puerta, si le recibes, si abres la
puerta de la cocina y luego la del dormitorio, te dejará en paz, no te hará
nada».
Una y otra vez luché contra este segundo pensamiento y la urgencia que
lo impulsaba. No parecía venir de mi mente, sino de fuera. Escribí Ford, Buick,
las marcas de coches que pude recordar, Overland Moon, todas las palabras
de cuatro letras, escribí el alfabeto, en mayúsculas y en minúsculas, escribí los
números y los signos de puntuación, escribí todas las teclas del teclado, de
izquierda a derecha, de arriba abajo, alternadas... Rellené la última hoja
amarilla hasta que saltó de la máquina, y yo seguí oprimiendo teclas
mecánicamente, produciendo marcas brillantes en el monótono rodillo negro.
Entonces el impulso se hizo irresistible. Me puse en pie y, en medio de
un silencio repentino, crucé el pasillo hasta la puerta del fondo, mirando al
suelo y resistiendo, retrasando cada paso tanto como podía.
Mis manos asieron el picaporte y la larga llave de la cerradura. Afiancé
mi cuerpo contra la puerta, que parecía venir a mi encuentro, de forma que
pensé que era sólo mi presión lo que evitaba que se abriese, que reventase
con una lluvia de astillas de afilados cristales.
Muy lejos, como algo que sucediese en otro universo, oí el reloj de la
universidad tocando una..., dos...
Entonces no pude resistir más y giré la llave y el picaporte. Las luces se
apagaron.
La puerta se abrió en la oscuridad, y un soplo helado, un chorro de
viento negro con ráfagas incandescentes, pasó a mi lado.
Oí que la puerta del dormitorio se abría de golpe. El reloj completó sus
campanadas. Once..., doce...
Nada... Nada en absoluto. Desaparecieron todas las presiones.
Sólo sentí que estaba solo. Radicalmente solo. Lo sentí, muy
profundamente.
Al cabo de algunos minutos, creo, cerré y eché el pestillo de la puerta.
Abrí un cajón, busqué una vela, la encendí, y recorrí el apartamento. Entré en
la habitación.
Max no estaba allí. Sabía que no iba a estar. Ignoraba qué
consecuencias tendría el haberle fallado. Gimoteando, me eché en la cama.
Luego me dormí.

Al día siguiente le comenté al portero lo de las luces. Me miró de una


forma curiosa.
—Ya lo sé —dijo—. Esta misma mañana he puesto plomos nuevos.
Nunca había visto ningunos fundidos de esa manera. La caja había saltado y
estaba rociada de gotas de metal.
Aquella tarde recibí el mensaje de Max. Había ido a pasear por el
parque, y estaba sentado en un banco junto al lago, viendo cómo el viento
rizaba el agua, cuando sentí que algo me quemaba contra el pecho. Por un
momento pensé que había dejado caer el cigarrillo encendido dentro de mi
abrigo. Metí la mano y toqué algo caliente en el bolsillo. Lo saqué. Era la hoja
de papel verde que Max me había dado. De ella surgían hilillos de humo.
La abrí y leí unas garabateadas palabras humeantes que iban
ennegreciéndose poco a poco:
Supongo que te gustará saber que crucé bien. Con el tiempo justo.
Estoy de nuevo con mi uniforme. No está demasiado mal. Gracias por la acción
de retaguardia.

La letra (¿escritura mental?) de las palabras ennegrecidas correspondía


a la del encabezamiento y la firma.
Entonces la hoja estalló en llamas. La solté. Dos chicos que botaban un
barquito de vela se quedaron mirando el papel que ardía, se ennegrecía,
blanqueaba, se desintegraba...
Mis conocimientos de química me permiten saber que el papel bañado
en fósforo blanco húmedo se quema cuando se seca por completo. Y sé que
hay tipos de tinta invisible que aparecen con el calor. Existen todas esas
posibilidades. Escritura química.
Pero también está la escritura mental, que no es sino un término
acuñado por mí. Escritura a distancia..., literalmente un telegrama.
Y puede que haya una combinación de ambas: escritura química
activada mediante pensamientos a distancia..., a gran distancia.
No sé. Simplemente no sé. Cuando recuerdo aquella última noche con
Max hay cosas de las que dudo. Pero de una parte de lo sucedido nunca
dudaré.
Cuando en la tertulia me preguntan: «¿Dónde está Max?», me alzo de
hombros.
Pero cuando se ponen a hablar de retiradas que han cubierto y de
retaguardias en las que han participado, recuerdo la mía. Nunca les he contado
nada, pero nunca he dudado de que sucedió.
No es una gran magia
I
Devolverla vida a los muertos
no es una gran magia.
Pocos están completamente muertos;
sopla en las cenizas de un hombre muerto
y prenderá de nuevo la llama de la vida.
GRAVES

Crucé la tenue cortina y entré en la mitad del vestuario destinado a los


chicos, y allí estaba Sid, sentado ante el tocador reservado a la estrella, en
unos desgastados y amarillentos paños menores, los que traen suerte, no
maquillándose sino mirándose severamente a sí mismo en el espejo rodeado
de bombillas, y ensayando expresiones a modo experimental, como hacen
todos los actores, y frotándose la cerdosa barba que cubría su gruesa barbilla.
Le dije tranquilamente:
Siddy, ¿qué es lo que ponemos esta noche? ¿La reina Isabel de
Maxwell Anderson o el Macbeth de Shakespeare? En los carteles dice
Macbeth, pero la señorita Nefer se está preparando para Isabel. Acaba de
enviarme a recogerle la peluca roja.
Probó algunos fruncimientos de cejas —la derecha, la izquierda, ambas
a la vez—, luego se volvió hacia mí, metiendo un poco la barriga, como hace
siempre cuando hay alguna chica a la vista, y dijo:
—Te pido perdón, querida, ¿qué es lo que decías?
Sid siempre utiliza ese lenguaje ampuloso, aunque no esté en escena,
hasta el punto de que a veces me pregunto si estoy en Central Park, en la
ciudad de Nueva York, en el mil novecientos y tres cuartos, o en algún lugar de
Southwark, Inglaterra, en el mil quinientos y algo. La verdad es que aunque le
encanta hacer cualquier papel de gordo de una obra de Shakespeare, e
interpretará incluso el más insignificante con un leal e inspirado entusiasmo,
siempre ha pensado que Willy S. creó el personaje de Falstaff sin tener en
mente a nadie más excepto a Sidney J. Lessingham. (Y no pongan ningún
acento en «ham», por favor.)
Cerré los ojos y conté hasta ocho, luego repetí mi pregunta. Respondió:
—Bien, la trágica historia del sangriento escocés escrita por el Bardo,
por supuesto.
Agitó la mano hacia el retrato de Shakespeare que siempre se halla al
lado de su espejo, encima de su caja de maquillajes. Al principio aquel retrato
en particular del Bardo me parecía más bien extraño—como una especie de
maestro voyeur—, pero a lo largo de los meses me había ido acostumbrando e
incluso sentía una especie de intimidad hacia él.
No me preguntó por qué no le había hecho directamente a la señorita
Nefer aquella pregunta. Todo el mundo en la compañía sabe que ella se pasa
la hora anterior a que se levante el telón metiéndose en su personaje, sin abrir
nunca los labios excepto con esa finalidad... o para arrancarte la cabeza de un
mordisco si intentas hablarle, aunque sea de un asunto de los más importantes.
—Sí, esta noche corresponde a Macbeth —confirmó Sid, volviendo a su
práctica con las cejas: izquierda arriba, derecha abajo, inversa, repetición,
descanso—. Y yo debo interpretar el papel del funesto Barón de Glamis.
—Eso está muy bien, Siddy —pero ¿qué va a pasar con la señorita
Nefer? Ya se ha depilado convenientemente las cejas y se ha afilado la punta
de la nariz para interpretar a la reina Isa, aunque todavía no ha ido más lejos.
Un hermoso trabajo, la nariz. Cualquiera pensaría que es cirugía plástica en
vez de maquillaje. Pero va a parecer más bien curiosa en el rostro de la
Baronesa de Glamis.

Sid vaciló medio segundo más de lo normal —pensé: «Su coordinación


no está en su mejor momento esta noche»—; luego se decidió y dijo:
—Bien, Iris Nefer, caracterizada como la Buena Reina Bel, recitará un
prólogo a la obra..., un prólogo que yo mismo escribí la semana pasada. —
Abrió mucho los ojos—. Esto constituye un experimento en el teatro de
vanguardia.
—Siddy, los prólogos no eran nada nuevo para Shakespeare —dije—.
Los tiene en la mitad de sus otras obras. Además, no tiene sentido utilizar a la
Reina Isabel. Estaba muerta cuando él escribió Macbeth, que trata de brujería
y está dedicada al Rey Jaime.
Me lanzó un gruñido y preguntó:
—Por Dios, ¿cómo es posible que tu cerebro de pajarito contenga tal
cantidad de rancios conocimientos literarios?
—Siddy —dije suavemente—, una no merodea durante un año por los
camerinos de una compañía shakesperiana, codeándose con algunos de los
mejores actores que hayan existido nunca, sin aprender un poco. De acuerdo
que soy una débil mental, una pobre A y A que existe gracias a vuestra
bondadosa caridad, y no creas que no lo aprecio, pero...
—¿A y A, dices? —Frunció el ceño—. Tengo entendido que los alegres
bebedores de vino y cervezas se llaman más bien a sí mismos AA.
—No me refiero a Alcohólicos Anónimos. Se trata de Agoráfoba y
Amnésica —aclaré—. Pero mira, Siddy, lo que quería decirte es que conozco
las obras. Hacer que la Reina Isabel recite un prólogo de Macbeth es un
anacronismo tan grande como hacerla subir a la estructura de lanzamiento del
cohete lunar británico y estrellar una botella de champaña en su morro.
—¡Ja! —exclamó, como si me hubiera atrapado en algo—. Y decir que
existe una nueva Isabel ¿no sería la mejor publicidad que se hiciera nunca al
Imperio?... ¿Por ejemplo, rebautizar al piloto, copiloto y astrogador como
Drake, Hawkins y Raleigh? ¿Y a la nave como El Trasero Dorado? ¿Qué te
parece, dama mía?
»¡Mi prólogo un anacronismo, dices! —prosiguió—. Los destripaterrones
jamás se darán cuenta de ello. ¿Crees acaso que la sabiduría ha llegado a la
humanidad junto con los hediondos cohetes y la ruidosa fisión nuclear? Es
más, el propio Bardo estaba lleno de anacronismos. Le puso gafas al Rey Lear,
hizo que los relojes dieran la hora en la Roma del César, enterró a ese romano
en vez de quemarlo y le dio a Checoslovaquia un litoral marítimo. Y así podría
seguir, muchacha.
—¿Checoslovaquia, Siddy?
—Bohemia entonces, ¿qué importa? Ahora déjame, encantadora
muñequita. Sigue tu camino. Tengo asuntos de importancia que ponderar.
Dirigir una compañía de repertorio no consiste solamente en leer las notas a
pie de página de los libretos.
Martin acababa de asomar la cabeza anunciando que faltaba media
hora, luciendo en su solemnidad, con sus zapatillas, tejanos y camiseta, más
como un pilluelo refugiado de Skid Row que como el más reciente recluta de
Sid, ayudante del director de escena y chico para todo..., que por una vez
había recordado afeitarse. Estuve a punto de preguntarle a Sid quién iba a
interpretar a Lady Macbeth si la señorita Nefer no lo hacía, o si ella iba a doblar
los papeles, si podía ayudarla yo con el cambio. Ella es lenta en vestirse, y las
ropas isabelinas son más bien complicadas de poner y quitar. Además, ella iba
a tener problemas para quitarse aquella nariz, estaba segura de ello. Pero
entonces vi que Siddy empezaba a untarse las mejillas con un preparado para
impedir que el maquillaje graso penetrara en sus poros.
«Greta, haces demasiadas preguntas —me dije a mí misma. Lo único
que consigues con eso es que todo el mundo se irrite contigo y tú no hagas
más que exprimirte los sesos.» Y con eso corrí hacia la sastrería, para calmar
los nervios.
La sastrería, que ocupa la parte del fondo del vestuario, es exactamente
el lugar preciso para calmar los nervios y alentar los sueños de cualquier niño,
o incluso de cualquier adulto que quiera salvar lo que queda de su cordura
pretendiendo ser uno de ellos. Para empezar, ahí están los trajes habituales de
las obras de Shakespeare, todos enjoyados y llenos de lentejuelas y brocados,
armaduras de guardarropía, grandes togas romanas con pesos en las costuras
para hacer que caigan con los pliegues correctos, terciopelos de todos los
colores para apoyar en ellos tu mejilla y soñar, y los fantásticos atuendos para
las otras obras de nuestro repertorio: el Peer Gynt de Ibsen, el Regreso de
Matusalén de Shaw, la adaptación de Hillard de Los hijos de Matusalén de
Heinlein, La vida de los insectos, de los hermanos Capek, La fuente, de O'Neill,
y Hassan, Camino Real, Los hijos de la Luna, La ópera de los pordioseros,
María de Escocia, La plaza de Berkeley y El camino a Roma, todas ellas de
Flecker.
También estaban los trajes para todas las representaciones especiales y
fantasiosas que damos de las obras: Hamlet con vestuario moderno, Julio
César trasladada a una dictadura de los años veinte. La fierecilla domada
ambientada en las cavernas y con pieles de leopardo, y donde Petruchio
efectúa su entrada cabalgando a un dinosaurio, La tempestad situada en otro
planeta con el naufragio de una astronave para empezar..., lo cual significa
media docena de trajes espaciales, ligeros como plumas pero prácticos desde
todos los puntos de vista, y la más sorprendente variedad de disfraces
extraterrestres para Ariel, Caliban y los demás monstruos.
Oh, les juro que todo el atrezzo colgado de las perchas en la sastrería
abarca una tal cantidad de tiempo y espacio que a veces te asustas ante el
temor de verte desgajada de todo lo que te rodea, y tienes que agarrarte a algo
real para evitar que eso ocurra y recordarte que estás realmente donde estás...,
como hice ahora aferrando la delgada cadenita de oro que rodea mi cuello (el
primer regalo que me hizo Siddy, que yo recuerde) y pasando sus eslabones
como si estuviera en el metro y contara las estaciones... Canté muy
suavemente para mí misma, como un encantamiento o una plegaria, cerrando
los ojos mientras pasaba los eslabones: «Columbus Circle, Times Square,
Penn Station, Christopher Street...».
No obstante, una no se siente nunca realmente asustada en la sastrería.
No exactamente, aunque sientas que se te eriza el vello de la nuca y la barriga
se te hiele de tanto en tanto... Porque sabes que todo esto es de cartón piedra,
un mundo de muñecos a tamaño real, un mundo de disfraces infantiles. Hace
que pienses en tiempos y lugares muy lejanos como en tiempos y lugares
agradables, y no como negras bocas ávidas que pueden tragarte
definitivamente. Siempre te sientes segura, siempre es «sólo teatro, sólo
escenario», no importa hasta cuán lejos parezca empujarte. Y constituye el
mejor tipo de terapia para una cabeza hueca como yo, con el cerebro lleno de
rodadas, curvas y zanjas, que no puede recordar ni una sola cosa antes de
este último año en la sastrería y el vestuario, y que no se atreve siquiera a
extraer su tembloroso cuerpo de esa habitación que es como una madre para
ella, excepto para quedarse entre bastidores durante una escena o dos y
contemplar el desarrollo de la obra hasta que el miedo se hace demasiado
grande y el deseo de echarle tan sólo una ojeada al público demasiado fuerte...
Y recuerdo lo que ocurrió las dos veces que miré y tuve que retroceder
precipitadamente.
Cuidar de la sastrería es también una buena terapia ocupacional para
mí, como justifican las callosas y pinchadas yemas de mis dedos. Creo que en
los últimos doce meses he zurcido o recosido la mitad de los vestidos que hay
aquí, pese a que hay tantos de ellos que juraría que los cajones tienen fondos
en acordeón y las barras de las perchas se extienden hacia la cuarta
dimensión..., sin mencionar las cajas de accesorios y los estantes de libretos y
copias para el apuntador y otros libros, incluidos un par de enciclopedias y los
gruesos volúmenes del Variorum Shakespeare de Furness, que como
sospecha Sid yo no dejo de manosear. Ah, y he lavado y planchado gran
cantidad de trajes, e incluso he reformado algunos para ajustarlos a los recién
llegados, como Martin, descosiendo y volviendo a coser costuras, lo cual puede
llegar a ser un trabajo terrible con esos pesados materiales.
En una compañía un poco mejor organizada yo sería la encargada de
sastrería, supongo. Excepto que para cualquiera metido en el teatro ese título
sugiere una vieja dama excéntrica con montones de autoridad y unas tijeras
colgando de su cuello con un cordel. Aunque yo también tengo mis
excentricidades —lo admito—, no soy tan vieja. De hecho, soy más bien
infantil. En cuanto a la autoridad, todo el mundo me supera aquí, incluso Martin.
Naturalmente, para alguien de fuera del mundo del teatro, una
encargada de sastrería sugiere quizá a una joven atractiva que pasa su tiempo
vistiéndose como Nell Gwyn o Anitra o la señora Pinchwife o Cleopatra o
incluso Eva (tenemos un traje estándar para ese papel), e inspirando a los
muchachos. He intentado hacer eso una o dos veces. Pero Siddy frunce el
ceño al verme, y si la señorita Nefer llegara a pillarme alguna vez creo que me
daría una bofetada.
Y en una compañía más normal habría también una auténtica habitación
para la sastrería, no ese pequeño espacio pobremente habilitado; sin embargo,
desde un principio yo lo empecé a llamar la sastrería, y los actores aceptaron el
nombre, por inadecuado que pueda parecer.
Con todo eso no quiero sugerir que mi compañía sea mala, en absoluto.
Para llegar tan cerca de Broadway como es Central Park tienes que tener algo.
Pero pese a los intentos de Sid de mantener la disciplina hay una confortable
relajación: la gente se intercambia sin problemas los papeles que interpretan, la
obra a representar puede cambiarse media hora antes de que se alce el telón
sin que nadie se ponga histérico, nadie es despedido por comer ajo y echar su
aliento directamente al rostro del —o la— protagonista. En pocas palabras,
somos un equipo. Lo cual resulta curioso cuando piensas en ello, puesto que
mientras que Sid, la señorita Nefer, Bruce y Maudie son ingleses (la señorita
Nefer además con un toque de sangre eurasiática, supongo), Martin, Beau y yo
somos norteamericanos (al menos creo que yo lo soy) y el resto proceden un
poco de todas partes.

Además de mi trabajo de sastra, hago recados para unos y otros, y


ayudo a vestirse a las actrices y también a los actores. El vestuario es un lugar
mixto, de una forma semirrespetable. Y de tanto en tanto Martin y yo lo
arreglamos un poco, yo yendo de un lado para otro con un paño y un cubo de
la basura, él moviendo la escoba y la bayeta con una silenciosa y hosca
eficiencia que siempre me pone nerviosa, hasta el punto de tener que irme un
rato a la sastrería para reponerme un poco.
Sí, la sastrería es un gran lugar para tranquilizar los nervios o cultivar la
mente o incluso soñar en la vida en general. Pero esta vez no llevaba allí ni
ocho minutos cuando la irritada voz de la señorita Nefer—Isabel me llegó con
tonos estridentes:
—¡Muchacha! ¡Muchacha! Greta, ¿dónde está mi gorguera con ribete
plateado?
La cogí rápidamente y corrí a llevársela, porque es bien sabido que la
Vieja Reina Isa abofetea de tanto en tanto incluso a sus damas de honor, y la
señorita Nefer es única en meterse en su personaje..., una auténtica Paul Muni.
Me alegré al observar que ya estaba completamente maquillada, al
menos en lo que a su rostro se refería...; odio ver ese espantoso tatuaje de
ocho puntas que lleva en la frente, en colores muy pálidos (a veces me he
preguntado si lo conseguiría actuando en la India o quizá en Egipto).
Sí, ya estaba completamente maquillada. Y esta vez se había pasado
realmente metiéndose en la piel de su personaje, podía asegurarlo, aunque
fuera tan sólo para recitar un estúpido prólogo anacrónico. Me hizo señas de
que la ayudara a vestirse sin mirarme siquiera, pero mientras yo me atareaba
en ello miré a sus ojos. Eran tan fríos, tristes y solitarios (quizá debido a que
estaban tan apartados de sus cejas, sus sienes y su pequeña boca fruncida, y
tan separados entre sí por el puente de su nariz) que sentí un estremecimiento.
Entonces empezó a murmurar y a suspirar, muy suavemente al principio, luego
con la fuerza suficiente como para que yo captara el sentido.
—Tengo frío, tanto frío... —dijo, mirando todavía a algo muy lejano,
aunque sus manos seguían trabajando junto con las mías, ajustando sus ropas
—. Ni siquiera una buena cabalgada sería capaz de calentar mi sangre. Nunca
he conocido un enero así, aunque no haya nieve. La nieve no acudirá, como
tampoco las lágrimas. Sin embargo, mi cerebro arde con el pensamiento de la
sentencia de muerte de María aún sin firmar. ¡Ese es mi infierno particular! O
condenar a todas las futuras reinas, o dejar un orificio por el cual el español y el
papa puedan deslizarse como viejos gusanos al interior de la dulce manzana
que es Inglaterra. Los altos, negros y curvados buques de Felipe se están
reuniendo como fortalezas marinas al sur..., escarpados castillos dispuestos
para avanzar sobre las olas. ¡Parma en los Lowlands! Y mientras tanto mis
brillantes, jóvenes e idiotas gentileshombres derrochando mi tesoro como si
fuera agua, como si las piezas de oro fueran un ramillete de flores de verano.
¡Ay de mí!
Y pensé: «¡Lágrimas de hielo!... Seguro que va a ser un prólogo
tiranosáurico. El cómo vas a poder convertirte luego en Lady Macbeth es algo
que me sorprende. Greta, si esto es lo que cuesta representar tan sólo un
pequeño papel, será mejor que olvides tu secreta ambición de actuar algún día
en pequeños papeles, cuando tus nervios se hayan curado».

Realmente me había impresionado, créanme, con esa caracterización.


Era como si yo hubiera salido a dar un paseo y me hubiera sentado en un
banco del parque y hubiera oído al presidente hablar para sí mismo acerca de
las posibilidades de una guerra con Rusia, y me hubiera dado cuenta de que él
estaba sentado en un banco dándome la espalda, con tan sólo unos macizos
de flores separándonos. Entiendan, ahí estábamos nosotras, dos mujeres en
una postura más bien poco digna, yo en aquel momento intentando meter el
busto de la señorita Nefer en aquel estúpido corpiño que parecía un gran
cucurucho de helado, y sin embargo ahí estaba al mismo tiempo la Reina
Isabel I de Inglaterra, muerta desde hacía trescientos años, y sin embargo
volviendo a la vida en un vestuario de Central Park. Me impresionó.
Entiendan, se parecía tanto a su personaje... Incluso sin la peluca roja
todavía, sólo empolvada con el maquillaje pálido que empezaba un centímetro
más abajo de su propio pelo, más oscuro y corto, peinado hacia atrás y atado
en un tenso moño en la nuca. La edad también. La señorita Nefer no podía
tener más de cuarenta años —bueno, cuarenta y dos a lo sumo—, pero ahora
parecía, hablaba y daba la impresión, bajo mis manos que la vestían, como si
tuviera, bien, al menos una docena de años más. Sospecho que cuando la
señorita Nefer entra en situación lo hace con cada molécula de su cuerpo.
Ese asunto de la edad me fascinaba de tal modo que me arriesgué a
hacerle una pregunta. Probablemente estaba pensando que no podía hacerme
mucho daño debido a las posiciones en que nos encontrábamos en aquel
momento una con relación a la otra. Entiendan, yo había empezado a apretar
los lazos de su corpiño, y para hacerlo bien tenía apoyada mi rodilla contra el
extremo inferior de su espina dorsal.
—¿Cuán vieja, quiero decir cuán joven es Vuestra Majestad? —le
pregunté, con el tono inocente de una estúpida sirvienta.
Cosa sorprendente, ella no hizo nada como darse media vuelta y
administrarme una buena bofetada, sino que simplemente se sumergió más en
su personaje.
—Cincuenta y cuatro inviernos —respondió desmayadamente—, en este
mes de enero del año mil quinientos ochenta y siete de Nuestro Señor. Estoy
sentada aquí en el frío de Greenwich, contemplando la mesa donde la
sentencia de muerte de María espera tan sólo a que yo estampe mi firma. Si la
envío al tajo, abro las puertas a futuros y menos oficiales regicidas. Pero si no
la condeno, la armada de Felipe subirá cruzando el Canal en una estación,
vomitando humo y balas, y mis ingleses católicos, pensando tan sólo en la
Reina María, se alzarán, y a fin de cuentas los españoles tendrán lo que
quieren. Toda la historia se verá alterada. ¡Eso no puede ser, aunque me
condene por ello! Y sin embargo..., sin embargo...
Una brillante mosca azul apareció zumbando (el vestuario tiene alguna
vida animal) y trazó lentos círculos sobre su cabeza, más bien cerca, pero ella
ni siquiera parpadeó.
—Estoy sentada aquí en el frío de Greenwich, enloqueciendo. Monto a
caballo cada tarde, rezando para que se produzca algún infortunio, algún
prodigio, que borre de mi mente por algún tiempo esa sangrienta cuestión. No
importa el qué: un incendio, un árbol cayendo, Davison o Leicester cayendo
con su caballo, la bala de un asesino silbando junto a mi oído, una doncella
siendo violada, la carga de un jabalí salvaje, noticias de que los españoles se
hallan en la desembocadura del Támesis o, por el lado feliz, una troupe de
actores ambulantes representando una nueva comedia que encandile la
imaginación o una gran tragedia aún desconocida que rasgue los corazones...
Aunque eso es pedir demasiado para esta estación y lugar, pese a que
Southwark está cerca de aquí.
Había terminado de anudar las cintas. Me aparté de ella, y realmente se
parecía enormemente a Isabel tal como había sido pintada por Gheeraerts o
lucía en el Gran Sello de Irlanda..., aunque el traje de felpa color ceniza
ribeteado de plata, la pequeña gorguera y el manto bordado con hilo negro y
plata y forrado de felpa blanca que colgaba a sus espaldas la hacían parecer
más bien como una amazona..., y su rostro era una congelada máscara, tan
pálida y contorsionada por las torturas interiores de Isabel que me dije a mí
misma: «Tengo que hablar con Siddy de nuevo; ha cometido un gran error, el
viejo y tonto gordinflón. La señorita Nefer es incapaz de representar Macbeth
esta noche».
De hecho, estaba reuniendo el valor necesario para preguntárselo
directamente a ella, aunque sabía que iba a necesitar mucho, y que quizá me
arriesgara a algún hueso roto o una mejilla hinchada si intentaba romper el
hielo de aquella caracterización, cuando apareció Martin anunciando los quince
minutos. Su aspecto era tan soberanamente idiota que olvidé por unos
momentos a la señorita Nefer y su caracterización.
Martin pertenece más a la Escuela de Stanislavsky que a la Vieja
Tradición Inglesa. Pero por encima de ello..., bien, lo que realmente importaba
en aquel momento era que iba desnudo de cintura para arriba, se había
afeitado el corto vello del pecho y llevaba una peluca negra que le caía por
delante de los hombros en dos gruesas trenzas lastradas con aros de plata y
horquillas. Sin embargo, eso precisamente, junto con el color bronceado de su
piel y su habitual expresión impávida, lo hacía parecerse de tal modo a un indio
norteamericano que pensé: «¡Zeus!... Se ha preparado para representar el
papel de Hiawatha, o si se tapa ese plano pecho, el de Pocahontas».
Rápidamente, pensé en todas las obras con papeles de indios que teníamos en
nuestro repertorio, y sólo pude recordar La fuente.
Tragué silenciosamente la pregunta que me subía a la boca, y agité las
manos como torpes aletas; pero él se limitó a echarme a un lado con una
solemne y misteriosa sonrisa y desapareció de nuevo tras las cortinas. Pensé:
«Nadie puede explicar esto excepto Siddy», y seguí a Martin.

II
La historia no avanza en una sola corriente,
como el viento sobre desnudos mares,
sino en un millar de cursos y remolinos,
como el viento sobre un paisaje agreste.

CARY
La mitad del vestuario dedicada a los hombres (en realidad dos terceras
partes) estaba en plena actividad. Había un fuerte olor a cola y a Max Factor, y
simplemente a hombres. Varios de ellos estaban vistiéndose o desvistiéndose,
y Bruce estaba maldiciendo a todos los diablos porque acababa de quemarse
los dedos al desenrollar del cuello de una bombilla eléctrica encendida un
mechón de rizado pelo que había puesto a secar allí después de mojarlo y
estirarlo para la barba de su papel de Banquo. Bruce siempre llega tarde al
teatro e improvisa soluciones de emergencia.
Pero yo tenía ojos solamente para Sid. Y cuando me acerqué a él, se
me desorbitaron de nuevo. «Greta —me dije a mí misma—, vas a tener que
enviar a Martin a la farmacia en busca de unos polvos antiparásitos. "¿Para las
cucarachas, muchacha?" "No, para los ojos.".»
Sid había terminado su maquillaje y lucía unos largos bigotes y la
enmarañada peluca de Macbeth..., y también un corsé. Podía afirmar eso sin
lugar a dudas por la forma en que hundía la barriga antes de verme. Pero en
vez de la falda escocesa de color oscuro y el arnés de batalla en cuero
remachado con bronce y manchado de sudor, que deja al descubierto los
gruesos hombros y la parte superior del velludo pecho —y que luce espléndido
en el primer acto de Macbeth, cuando éste regresa directamente de la batalla
—, en vez de eso, pues, llevaba, Dios me ayude, una malla roja adornada con
bandas de lentejuelas azules y doradas, un jubón verde orlado de oro y
rematado con una gorguera, y además intentaba encajar sobre su parte
delantera una brillante coraza plateada que le hubiera sentado de maravilla a
un miembro de la guardia suiza del papa.
Pensé: «Siddy, Willy S. debería salirse de su retrato y propinarte una
buena patada por hacerle contemplar esa loca e impía profanación de la que
probablemente sea su mejor obra, y sin lugar a dudas la que posee una mejor
atmósfera».
En aquel momento me vio, y silbó acusadoramente:
—¡Ahí estás, descarada holgazana! Ven rápidamente aquí y ayúdame a
meterme en este monstruoso cofre.
—Siddy, ¿qué es todo esto? —pregunté, mientras mis manos obedecían
automáticamente—. ¿Vas a representar Macbeth para que todo el mundo se
ría, dejando quizá al Portero como único personaje serio? ¿Crees que eres
Red Skelton?
—¿Qué monstruosa discusión es ésa, zorra loca? —respondió,
gruñendo mientras yo oprimía su cintura, apretando la coraza con el hombro
para hacerle encajar.
—Las ropas de payaso que lleváis todos vosotros —le dije, porque
acababa de darme cuenta de que los demás también iban como el arco iris;
Bruce estaba hecho una auténtica monada, con una malla amarilla y jubón
violeta, mientras peinaba furiosamente y cortaba trozos de barba para
pegárselos a su mentón brillante de cola—. Aún no he visto a nadie con lunares
de veinte centímetros de diámetro, pero estoy segura de que no tardaré mucho.
De pronto, una amplia sonrisa hendió el rostro de Siddy, quien estalló en
una fuerte carcajada dirigida a mí, aunque la carcajada se convirtió en un jadeo
cuando apreté la coraza más allá de lo debido. Cuando terminamos con
aquello, dijo:
—Pensé que tenías intención de asesinarme, mi querida chiquilla. ¿No
te había dicho que esta producción es un experimento, una novedad? Vamos a
presentar Macbeth como podría haber sido exhibida en la corte del rey Jacobo.
Con trajes contemporáneos de la época, pero más chillones, como estaba
entonces de moda en los escenarios. Eh, espera, tengo algo para ti.
Rebuscó con el índice y el pulgar en la bolsita de piel que llevaba debajo
de su jubón, y colocó en la palma de mi mano un modelo plateado del Empire
State, del tamaño de un brazalete de bisutería, y una de las nuevas monedas
de diez centavos de Kennedy.

Mientras apretaba ambas cosas en mi mano y me regocijaba


contemplándolas, sintiéndome más segura, más feliz y más amistosa gracias a
ellas de lo que hubiera debido en aquel momento, pensé: «Bien, Siddy tiene
razón respecto a eso, al menos he leído que acostumbraban a vestirse de esa
forma en las representaciones, aunque no veo cómo Shakespeare podía
soportarlo. Pero hicieron mal no diciéndomelo antes».
Sin embargo, así eran las cosas. A veces, además de la mascota del
vestuario, soy también el último mono, y considerando todas las ventajas que
eso me reporta no debería importarme. Sonreí a Sid y me acerqué a él de
puntillas, estirando hacia arriba el cuello para besarle en la empolvada mejilla,
justo encima de un oloroso bigote. Luego borré la sonrisa de mi rostro y dije:
—De acuerdo, Siddy, interpreta Macbeth como el Pequeño Lord
Fauntleroy o Baby Snooks si eso es lo que quieres. No volveré a protestar.
Pero el prólogo de Isabel sigue siendo un anacronismo. Y..., eso es lo que
había venido a decirte, Siddy..., la señorita Nefer no se está preparando para
un insignificante prólogo. Está dispuesta a interpretar a la Reina Isabel toda la
noche, y mañana por la mañana también. Pienses lo que pienses tú, ella no
sabe que vamos a representar Macbeth. Pero ¿quién hará de Lady Macbeth si
ella no lo hace? Y Martin no se está vistiendo para Malcolm, sino para el Hijo
del último de los Mohicanos, diría más bien. Y lo que es más...
¿Saben?, algo de lo que acababa de decir debió de irritar a Sid, puesto
que cambió de nuevo de humor en un segundo.
—Cierra la boca, gata de retorcido cerebro, y márchate —me gruñó—.
Estamos a punto de alzar el telón, y lo único que haces es venir arteramente a
esparcir tus alocadas preguntas como la loca Ofelia esparcía sus flores.
¡Márchate, digo!
—Sí, señor—murmuré en voz baja.
Me alejé discretamente hacia la puerta que daba al escenario, porque
aquélla era la dirección más fácil. Imaginé que me haría bien respirar unas
bocanadas de aire menos saturado. Y entonces:
—Eh, Greta —oí llamar suavemente a Martin.
Había cambiado sus tejanos por una malla negra, y estaba metiéndose
dentro de un traje muy familiar, verde oscuro y recamado con plata y rubíes de
bisutería. Se había pasado una toalla doblada en torno al pecho, sujetándola
con imperdibles..., para fabricarse una especie de senos, comprendí.
Metió los brazos en las mangas de su traje y se volvió de espaldas a mí.
—Abróchame, ¿quieres? —pidió.
Entonces comprendí. No había actrices en la época de Shakespeare;
utilizaban muchachos. Y aquel traje verde oscuro me resultaba tan familiar
porque...
—Martin dije a medio abrocharle, mientras mis dedos se movían
rápidamente... El traje de la señorita Nefer le caía como un guante—. ¿Vas a
interpretar a...?
—Lady Macbeth, sí —terminó por mí—. Deséame valor, ¿quieres,
Greta? Nadie más parece creer que voy a necesitarlo.
Le di una palmada en la espalda, medio a regañadientes. Luego,
mientras sujetaba los últimos corchetes, mis ojos pasaron por encima de su
hombro y contemplé nuestros rostros, uno al lado del otro, en el espejo de su
tocador. El suyo, pese a su atuendo femenino y a tener como mínimo ocho
años menos que yo, creo, tenía una expresión inteligente, tranquila,
infinitamente llena de energía de reserva, muy, muy real, mientras que el mío
se parecía al de una desconcertada e imprecisa niña fantasma a punto de
difuminarse en el aire... Y los bordes de mi jersey y mi blusa oscuros,
contrastando con sus brillantes colores, no hacían más que reforzar aquella
ilusión.
—Ah, por cierto, Greta —dijo—, te he traído un ejemplar de The Village
Times. Hay una crítica de nuestra representación de Medida por medida,
aunque no menciona nombres, maldita sea. Está por aquí, en alguna parte...
Pero yo ya me alejaba. Oh, era bastante lógico hacer que Martin
interpretara a Lady Macbeth en una producción al estilo de la época de
Shakespeare (aunque superauténtico hasta la pedantería, pensé), y de hecho
eso respondía a todas mis preguntas, incluso el porqué la señorita Nefer podía
sumergirse completamente en su papel de Isabel aquella noche si quería. Pero
eso significaba que me estaba perdiendo tanto de lo que ocurría a mi alrededor
—pese a que pasaba las veinticuatro horas del día en el vestuario, o al menos
en la sastrería adyacente, o entre bastidores junto al escenario en la parte de
fuera de la puerta del vestuario— que aquello me asustó. Siddy podía haberle
dicho a todo el mundo: «Esta noche Macbeth con vestuario isabelino,
muchachos», y yo haberlo pasado por alto..., pero lo lógico hubiera sido que
me hubieran pedido que ayudara con los trajes.
Y Martin interpretando el papel de Lady Macbeth... Bueno, alguien tenía
que haberle dado la réplica al menos veintiocho veces, mientras él se aprendía
el papel. Y tenían que haberse efectuado al menos un par de ensayos
generales para asegurarse de que todo iba bien y que los movimientos
escénicos funcionaban como es debido, y Sid y Martin tenían que haber
ensayado constantemente sus grandes escenas entre bastidores, con Sid
gritando a cada momento: «Mierda! ¿Crees que eso es un beso de esposa?», y
Martin tenía que haberse pasado todos los momentos libres recitando en voz
baja sus parlamentos mientras iba arriba y abajo fregando y barriendo...
«Greta, están ocultándote cosas», me dije.
Quizás existía una vigesimoquinta hora de la que nadie me había
hablado todavía, y en la que hacían todas las cosas de las que no me
hablaban.
Quizás había cosas que no se atrevían a decirme debido a la debilidad
de mi cabeza.
Noté una fría corriente de aire y me estremecí, y me di cuenta de que
me hallaba en la puerta que conducía al escenario.

Debo explicar que nuestro escenario es más bien poco usual, en el


sentido de que da a dos lados, con los telones, decorados, luces y todo lo
demás hábiles para girar en un ángulo de ciento ochenta grados. A la
izquierda, mirándolo desde la puerta del vestuario, hay un teatro al aire libre, o
mejor dicho una platea al aire libre para el público..., una amplia ladera
ligeramente ascendente cercada por altos y densos árboles, y con bancos para
más de dos mil personas. En este lado el escenario parece fundirse con la
hierba, y puede hacerse que parezca formar parte de ella mediante una
alfombra verde.
A la derecha hay un gran auditorio techado con el mismo número de
asientos.
Toda esa instalación surgió de las representaciones gratuitas de verano
de Shakespeare en Central Park, que se iniciaron allá en los años cincuenta.
La idea de este doble escenario es que si hace buen tiempo puedes
instalar al público al aire libre, pero si llueve o viene un golpe de frío, o si
deseas proseguir las representaciones durante todo el invierno sin interrupción,
como nosotros estábamos haciendo, entonces puedes instalar al público en el
auditorio. En ese caso, una gran pared plegable en acordeón cierra la parte de
atrás del escenario e impide que el viento te sople en la espalda, cuando
utilizas el auditorio.
Esta noche el escenario estaba orientado al aire libre, pese a que la
brisa era un tanto fría.
Vacilé, como hago siempre en la puerta que conduce al escenario...,
aunque no era el auténtico escenario lo que tenía ante mí, sino tan sólo los
bastidores. ¿Saben?, siempre tengo que luchar con la sensación de que,
cuando salgo del vestuario, aunque dé tan sólo un par de pasos al exterior, el
mundo va a cambiar mientras estoy fuera y no voy a ser capaz de regresar
jamás. No me encontraré de nuevo en Nueva York, sino en Chicago, en Marte,
en Argel, en Georgia, en la Atlántida o en el Infierno, y nunca conseguiré volver
a ese querido y cálido seno, con todos esos alegres muchachos y muchachas,
y todos los trajes oliendo como hojas de otoño.
O bien, especialmente cuando sopla una brisa fresca, tengo miedo de
ser yo la que cambie, de convertirme en algo arrugado y viejo en un par de
pasos, o regresar a los inconscientes balbuceos de un bebé, u olvidar por
completo quién soy... o —se me ocurrió entonces por primera vez— recordar
quién soy. Lo cual podría ser aún peor.
Quizá sea eso lo que me aterra.
Di un paso atrás. Entonces observé algo nuevo justo al lado de la
puerta: un piano de altas patas y corto teclado. Vi que las patas eran las de una
mesa. El piano era simplemente una caja con amarillentas teclas. ¿Una
espineta? ¿Un clavicordio?
—Cinco minutos, todo el mundo —llamó suavemente Martin a mi
espalda.
Me reafirmé. «Greta —me dije a mí misma, también por primera vez—,
sabes que algún día deberás enfrentarte realmente a esto, y no sólo por un
momento. Será mejor que vayas adquiriendo un poco de práctica.»
Crucé la puerta.
Beau y Doc estaban ya allá fuera, maquillados y con los trajes de Ross y
el Rey Duncan. Estaban mirando discretamente más allá de bastidores al
público. O al lugar donde debería estar el público al menos..., ya que a veces el
cine, las discotecas y los beatniks lo atraen hacia otros lados. Sus trajes eran
tan chillonamente coloristas como los de los demás. Doe llevaba una capa de
imitación de armiño y una enorme corona dorada de cartón piedra. Beau
llevaba en su brazo izquierdo una túnica negra hecha jirones y una capucha...,
puesto que también interpretaba el papel de la Primera Bruja.
Cuando llegué detrás de ellos, sin hacer ruido debido a mis zapatillas de
suela de goma, oí a Beau decir:
—Veo acercarse a algunos de esos tipos rudos de los arrabales.
Confiaba en que no viniera ninguno. ¿Cómo pueden habernos olido?
«Hermano —pensé—, ¿de dónde esperas que vengan a verte sino de
los arrabales? Central Park está rodeado por tres lados por la isla de
Manhattan, y por el cuarto por el metro de la Octava Avenida. Además, los
muchachos de Brooklyn y del Bronx tienen un olfato más bien agudo. ¿Y qué
pretendes insultando a la gente trabajadora y no trabajadora de la mayor
metrópoli del mundo? Siéntete agradecido hacia el público que tengas,
muchacho.»
Pero supongo que Beau Lassiter considera a todo el mundo procedente
del norte de Vicksburg un «tipo rudo», y siempre está aguardando el día en que
todo el mundo llegue en coches de caballos.
Doc, sujetándose la blanca barba, respondió con su fuerte acento ruso—
germano, que milagrosamente consigue eliminar tan sólo cuando se halla en
escena:
—¿Y qué importa eso? Si no los convencemos a ellos, no
convenceremos a nadie. Nichevo.
«Quizá Doc comparte mis dudas acerca de hacer un Macbeth
convincente con pantalones arco iris», pensé.
Sin ser observada por ellos, miré por entre sus hombros, y recibí el
primero de mis shocks.
No era en absoluto de noche, sino por la tarde. Una fría y oscura tarde,
debo reconocerlo. Pero tarde al fin y al cabo.
De acuerdo, entre las representaciones a veces olvido si es de día o de
noche, viviendo dentro como yo lo hago. Pero confundir las sesiones de tarde
con las de noche era algo completamente distinto.
También me pareció, aunque Beau estaba ahora inclinado hacia delante
y no me permitía ver bien, que el claro era más pequeño de lo que debería ser,
los árboles más cercanos a nosotros y más irregulares, y que no podía ver los
bancos. Ése fue el Shock Dos.
Beau, mirando su reloj de pulsera, dijo ansiosamente:
—Me pregunto qué estará reteniendo a la Reina.
Aunque yo estaba ocupada conteniendo mi tensión ante los shocks,
conseguí pensar: «Así que él sabe también lo de ese estúpido prólogo de la
Reina Isabel de Siddy. Pero por supuesto, es lógico. Sólo yo soy mantenida en
la oscuridad. Si es tan listo, debería recordar que la señorita Nefer es siempre
la última persona en aparecer en escena, aunque sea ella quien abra la obra».
Y entonces creí oír, por entre los árboles, el distante tamborileo de los
cascos de unos caballos y el sonido de una trompeta.
Naturalmente, se practica la equitación en Central Park, y pueden oírse
también las bocinas de algunos coches, pero los cascos no resuenan de una
manera tan intensa. Y nunca se oyen tantos juntos. Y aunque he oído muchos
tipos de bocinas de coche de lo más curiosas, ninguna hacía ese suave pero
imperioso ta—ta—ta—TA.
Debí de lanzar una exclamación o algo así, porque Beau y Doc se
volvieron rápidamente, bloqueando mi visión, con expresiones medio irritadas,
medio ansiosas.
Yo también me volví y eché a correr hacia el vestuario, porque sentía
aproximarse una de mis crisis de tambaleo mental. En el último segundo me
había parecido que el decorado era mucho más sencillo, apenas algo más que
unos cuantos árboles delgados y arbustos, y que bajo mis pies había tierra en
lugar de una alfombra imitándola, y que sobre mi cabeza no estaba el techo del
teatro sino un cielo gris. «Shock Tres, y tú ya estás fuera de combate, Greta»,
me estaba diciendo lo que quedaba de mi buen juicio.
Crucé la puerta del vestuario y, Pan sea loado, nada allí estaba
oscilando ni disolviéndose. Tan sólo vi a Martin de pie vuelto de espaldas a mí,
atento, vivo, cómodo como un gato dentro de aquel traje verde, con el libreto
del apuntador en su mano derecha, señalando una página con un dedo, y en
su mano izquierda unas harapientas ropas negras colgando..., lo que me
recordaba que él también doblaba a la Segunda Bruja. Estaba siseando:
—Todo el mundo a su sitio, por favor. ¡A escena!
Con un oscilar de felpa color plata y ceniza, la señorita Nefer pasó junto
a él, a la cabeza por una vez de las prisas de último momento
hacia el escenario. Se había puesto ya su peluca roja. Para mí, aquello
coronaba su caracterización. Me hizo recordar sus palabras: «Mi cerebro
arde». Me aparté a un lado como si ella fuera la majestad encarnada.
Sin embargo, no rompió su propio precedente. Se detuvo ante la nueva
cosa que había al lado de la puerta y recorrió con sus largos y delgados dedos
las amarillentas teclas. De pronto recordé el nombre del instrumento: un
virginal.
Lo miró ferozmente, malignamente, como una bruja planeando un
encantamiento. Su rostro adoptó la secreta expresión diabólica que, me dije a
mí misma, debió de exhibir la auténtica Isabel cuando ordenó las muertes de
Ballard y Babington, o conspiró con Drake (por mucho que digan que no lo
hizo) para concertar una de sus incursiones, con aquel largo dedo índice
recorriendo sinuosos cursos sobre el intrincado mapa de las Indias y sonriendo
ante los puntos que representaban las ciudades que deberían ser incendiadas.
Luego sus dedos empezaron a agitarse sobre las teclas, y las cuerdas
dentro del virginal empezaron a pulsar y a resonar con un tono agudo,
desgranando las notas de En el salón del rey de la montaña, de Grieg.
Luego, mientras Sid, Bruce y Martin pasaban apresuradamente junto a
mí, seguidos por una agitada silueta vestida de negro, que era Maud,
embozada ya para representar a la Tercera Bruja, me retiré precipitadamente a
mi pequeño cuarto personal, como el propio Peer Gynt huyendo por el flanco
de la montaña para escapar de la caverna del Rey Troll, que lo único que
deseaba era practicarle pequeñas hendeduras en los globos oculares para que
a partir de entonces pudiera ver siempre la realidad de una forma un poco
distinta. Y mientras corría, el supremo anacronismo de aquella amenazadora
marcha loca resonó agudamente en mis oídos.

III

Ved la pantomima. Entran las tres fatales


hermanas, con una rueca, hilo y un par
de tijeras.
(Obra antigua)

El pequeño cuarto donde duermo consta tan sólo de un camastro en el


extremo trasero del tercio del vestuario destinado a las chicas, con un biombo
de tres paneles para darle un poco de intimidad.
Cuando duermo cuelgo mis ropas en el biombo, que está lleno de cosas
relativas a la ciudad de Nueva York pegadas y clavadas con chinchetas, cosas
que me dan seguridad: programas de teatros y menús de restaurantes,
recortes del Times y del Mirror, una deslucida foto del edificio de las Naciones
Unidas con un centenar de pequeñas banderitas de alegres colores pegadas a
su alrededor, y colgando en una vieja redecilla para el pelo una pelota de
béisbol autografiada por Willy Mays. Cosas así.
En aquellos momentos estaba paseando mis ojos sobre todo aquello,
pidiéndole que me mantuviera allí y me hiciera sentirme segura, mientras
permanecía tendida en mi camastro completamente vestida, con las rodillas
dobladas y las manos sobre las orejas, a fin de que las frases de la obra
pronunciadas con voz fuerte no pudieran llegar a mi encuentro a través de las
mamparas, las mesas y los espejos. Por lo general me gusta escucharlas,
aunque lleguen hasta mí ligeramente sepulcrales y carentes de armónicos tras
su sinuoso viaje. Pero siempre me hacen sentirme tensa. Y esta noche (quiero
decir esta tarde)... ¡no!
Es curioso que halle seguridad en elementos de una ciudad a la que no
me atrevo a ir..., no, ni siquiera para dar un paseo por Central Park, aunque lo
conozco desde el estanque hasta el Harlem Meer..., el Museo Metropolitano, el
parque zoológico, el Paseo, la Gran Pradera, la Aguja de Cleopatra, y todo lo
demás. Pero así son las cosas. Quizá yo sea como Jonás en la ballena, reacia
a salir al exterior porque la ballena es un monstruo terrible que asusta con sólo
mirarlo de frente y realmente puede hacerte daño si te traga por segunda vez,
pero sintiéndome tranquila al saber que vivo en el estómago de ese monstruo
en particular y no en el de uno heptatentacular procedente del quinto planeta
de Aldebarán.
Es realmente cierto que vivo en el vestuario. Los chicos me traen la
comida: café en vasos de cartón, rosquillas en pequeñas bolsitas de papel
manchadas de grasa, leche malteada, hamburguesas, manzanas y pizzas
pequeñas, y Maud me trae verduras crudas..., zanahorias, rábanos, cebolletas
y cosas así, y me observa para asegurarse de que ejercito mis molares
masticándolas y consigo así las vitaminas que necesito. Me lavo como puedo
con el chorrito de agua que sale del grifo del pequeño lavabo. Al parecer, los
arquitectos creen que los actores no se bañan nunca, ni siquiera cuando han
oscurecido toda su piel para representar el papel de Píndaro el Parto en Julio
César. Y en este pequeño camastro, todos mis sueños están atrapados en el
crepúsculo de la ciudad de Nueva York que muestra mi biombo.
Pensarán ustedes que me aterra estar sola en el vestuario durante las
horas de la noche y la mañana, y el hecho de dormir aquí sola, pero no es así.
En primer lugar, siempre hay alguien que también duerme aquí. Especialmente
Maudie. Y ésas son también mis horas favoritas para trabajar en el vestuario y
leer el Variorum y otros libros, y para quedarme simplemente tendida en la
cama soñando despierta. Entiendan, el vestuario es el único lugar donde
realmente me siento segura. Sea lo que sea lo que haya ahí afuera, en ese
Nueva York que me aterroriza, estoy completamente segura de que jamás
podrá llegar hasta aquí.
Además de eso, hay un enorme cerrojo en la parte interior de la puerta
del vestuario, que echo siempre que me quedo sola después de la
representación. Al día siguiente lo único que tienen que hacer los otros es
llamar para que yo les abra.
Al principio eso me preocupaba un poco, y le pregunté a Sid: —¿Qué
ocurrirá si estoy tan profundamente dormida que no os oigo y vosotros tenéis
que entrar con urgencia?
—Cariño —respondió—, déjame decirte algo al oído: nuestro
Beauregard Lassiter es el mejor revientacerraduras en libertad desde Jimmy
Valentine y Jimmy Dale. Nunca le he preguntado, ni pienso preguntarle, dónde
aprendió ese oficio, pero te juro por mi honor que es la pura verdad.
Beau lo había confirmado con un breve asentimiento murmurando:
—A su servicio, señorita Greta.
—¿Cómo puedes manipular un enorme cerrojo de hierro a través de una
puerta de ocho centímetros de grueso que encaja como las mallas de Maudie?
—quise saber.
siempre lleva consigo piedras imanes de gran potencia y diversas
herramientas de lo más sutil—explicó Sid por él.
No sé cómo se las arreglan para que ningún policía o guardia del parque
descubra mi presencia aquí y empiece a hacer preguntas. Tal vez Sid utilice un
poco más enérgicamente el temperamento del que siempre hace gala para
mantener a los desconocidos fuera del vestuario. Por supuesto, no tenemos ni
portero ni mujeres de la limpieza, como sabemos muy bien Martin y yo. Lo más
probable es que Sid unte a alguien. Tengo la impresión de que toda la
compañía está de acuerdo en dejarme permanecer aquí..., pero que a los
directores del teatro no les haría ninguna gracia si me descubrieran o supieran
de mí.
De hecho, los actores son todos tan buenos ayudándome y soportando
mis extravagancias (¡aunque ellos también las tienen, y no
pocas!) que a veces pienso que tengo que estar emparentada con
alguno de ellos..., una prima lejana o cuñada (¡o esposa, Dios mío!), aunque he
comprobado nuestros rostros uno al lado del otro en los espejos lo
suficientemente a menudo sin poder llegar a descubrir ningún parecido familiar
digno de ser notado. O tal vez fuera incluso una de las actrices de la compañía.
La menos importante. La que representaba los papeles más pequeños, como
Lucius en César, Bianca en Otelo, una de las princesitas en Ricardo III y
Fleance o la Camarera en Macbeth, aunque imaginarme a mí misma actuando
me hace estallar en carcajadas.
Pero cualquiera que sea la relación que me une a ellos —si es que me
une alguna—, ninguno de los actores me ha dicho nunca una palabra al
respecto o ha dejado caer ninguna insinuación. Ni siquiera cuando yo se lo
suplico o intento arrancarles algo mediante argucias, presumiblemente porque
temen que eso reviva en mí el shock que me produjo la agorafobia y la
amnesia, y quizá esta vez me haga perder los pocos sesos que me quedan y
como mínimo borre el escaso asomo de conciencia que he conseguido
fabricarme.

Supongo que debieron de reunirse, hace un año, y hablaron de mí, y


decidieron que mis mayores posibilidades de curación, o simplemente de
seguir adelante con esta existencia medio feliz, consistían en dejar que siguiera
en el vestuario antes que enviarme a casa (curioso; ¿es posible que tenga otra
casa?) o a un hospital mental. Después se sintieron tan orgullosos de su
psiquiatría aficionada y tan interesados conmigo (el Caballo Blanco sabe por
qué) que siguieron adelante con un programa ante el cual cualquier psiquiatra
hubiera sentido erizarse todos los pelos de su cabeza.
En una ocasión me sentí tan preocupada por todo ello y por los riesgos
que estaban corriendo por mí que me asusté lo suficiente como para decirle a
Sid:
—Siddy, ¿no crees que debería ir a ver a un médico?
Él me miró solemnemente durante un par de segundos, y luego dijo:
—Seguro, ¿por qué no? Ve inmediatamente a hablar con Doc.
Y señaló con el pulgar hacia Doc Pyeskov, que estaba deslizando
furtivamente en el fondo de su caja de maquillaje lo que parecía una botella
mediana de licor, por lo que pude ver. Lo hice, naturalmente. Doc me explicó la
clasificación de Kraepelin de las psicosis, murmurando, mientras me tomaba el
pulso con aire ausente, que en un año o dos él sería una buena ilustración del
síndrome de Korsakov.
Sí, todos los actores han sido muy buenos conmigo, a su respectiva
manera un tanto excéntrica. Ninguno de ellos ha intentado aprovecharse de mi
situación para conseguir de mí algo más que el favor de que les cosiera un
botón o les abrillantara las botas o como máximo les limpiara el lavabo.
Ninguno de los chicos ha hecho ningún avance al que yo no le hubiera invitado.
Y cuando mi adoración hacia Sid alcanzó sus peores momentos, él me apartó a
un lado de la más delicada de las maneras..., algo que jamás hace con los
demás. De rebote fui a parar a Beau, el cual me trató como un auténtico
caballero sureño.
Y toda esto por una estúpida chica extraviada, que cualquiera excepto
una pandilla de actores sentimentales hubiera enviado a Bellevue sin
pensárselo dos veces y sin el menor pesar. Porque, para ser completamente
realista, mi más plausible teoría respecto a mí misma es que soy una chica de
Iowa apasionada por el teatro, que vio cómo sus veinte años y su cordura
quedaban atrás, y dio el paso hasta Greenwich Village, donde se volvió tan
loca con Shakespeare después de ver su primera representación en Central
Park que siguió yendo allí noche tras noche (Christopher Street, Penn Station,
Times Square, Columbus Circle..., ¿entienden?) y empezó a merodear cerca
de la puerta del escenario, tan boquiabierta por la emoción que los actores la
convirtieron en su mascota.
Y luego algo realmente terrible le ocurrió a esa chica, o allá en el Village
o en un rincón oscuro del parque. Algo tan terrible que hizo que saltaran todas
las conexiones de su cabeza. Y ella corrió hacia la única gente y el único lugar
donde tenía la sensación de que podría estar a salvo, les mostró el lamentable
estado en que se hallaba su cabeza y ellos sintieron piedad.
Mi menos plausible teoría, pero la que más me gusta, es que nací en el
vestuario, tuve por cuna la tapa de un baúl teatral, mis oídos se llenaron de
Shakespeare antes incluso de que supiera decir «mamá», fui mecida cuando
lloraba por cualquiera que no estuviera en escena en aquel momento, mis
primeros juguetes fueron viejos accesorios teatrales, mi primera indiscreción
intentar comerme una peluca, y mis primeros lápices las barras de base para
maquillaje. Entiendan, realmente no debería sentirme asaltada por locos
temores respecto a Nueva York cambiando y el vestuario derivando en el
espacio y en el tiempo, si pudiera estar segura de que siempre iba a poder
quedarme aquí y que los mismos agradables chicos y chicas estarían siempre
conmigo y las representaciones proseguirían eternamente.
Esta representación estaba prosiguiendo al menos, me di cuenta de
pronto, porque había dejado que mis manos se separaran de mis oídos
mientras me dejaba ganar por el sentimentalismo y soñaba despierta, y oí,
amortiguado por la distancia y las cosas que llenaban el vestuario, el lento batir
de un tambor, y luego la voz de Maudie como otro batir superponiéndose al
anterior mientras advertía a las otras dos brujas:
—¡Un tambor, un tambor! Macbeth llega.
Bien, no sólo me había perdido el prólogo histórico—anacrónico de Sid
para la Reina Isabel (abofeteándome por haberlo permitido, ahora que ya era
tarde), sino que también me había perdido la corta escena de las brujas con su
famoso «Lo hermoso es horrendo, lo horrendo es hermoso», así como la
escena del sargento ensangrentado donde Duncan oye las noticias acerca de
la victoria de Macbeth; ahora nos hallábamos ya bien entrada la segunda
escena de las brujas, en los resecos matorrales, donde Macbeth se oye
predecir que será rey después de Duncan y se siente tentado a especular
acerca de acelerar el proceso.
Me senté en la cama. Luego dudé durante un minuto, alzando de nuevo
mis manos hacia mis oídos, porque Macbeth crea unas tensiones
especialmente fuertes, y cuando he sufrido uno de mis accesos mentales me
siento débil durante cierto tiempo y las cosas son como borrosas e inciertas.
Quizá sería mejor que tomara un par de las píldoras para dormir que Maudie
me consigue y... «No, Greta —me dije a mí misma—, tú quieres asistir a esa
representación, quieres ver cómo lucen en esos estúpidos trajes.
Especialmente deseas ver cómo se desenvuelve Martin. Él nunca te perdonará
si no lo haces.»
De modo que caminé hacia el otro extremo del vacío vestuario,
avanzando muy lentamente y tocando cosas aquí y allá, mientras las palabras
de la obra iban llegándome cada vez más fuertes. Cuando alcancé la puerta,
Bruce—Banquo les estaba diciendo a las brujas:
—Si podéis ver en las semillas del tiempo, y decir qué semilla va a
germinar y cuál no...
Una frase que agita la imaginación de cualquiera con su velada visión
del universo.
La luz general era débil (¿iba apagándose ya la tarde?..., ¿una matinée
tardía?); las luces del escenario parpadeaban y los decorados tenían una
apariencia ligeramente espectral. ¡Oh, mis accesos de incertidumbre mental
pueden ser realmente asombrosos! Pero me concentré en los actores,
observándolos desde bastidores. Su apariencia era suficientemente sólida.
Y su representación era sólida también, decidí tras observar el resto de
la escena, y aquella otra en la que Duncan felicita a Macbeth, sin que haya
nunca una pausa entre las dos escenas, según el auténtico estilo isabelino.
Nadie se reía de los llamativos trajes. Al cabo de un rato yo misma empecé a
aceptarlos.
Era un Macbeth distinto del que normalmente representa nuestra
compañía. Más intenso y más rápido, con pausas más cortas entre los
diálogos, el arrítmico verso acercándose a veces a un canto. Pero había
auténtico nervio en la representación, y todo el mundo estaba dando lo mejor
de sí mismo, especialmente Sid.

Llegó la primera escena con Lady Macbeth. Sin darme cuenta


exactamente de ello, avancé unos pasos hacia el lugar donde había recibido
mis tres shocks. Martin estaba tan ansioso respecto a su carrera y a hacerlo
todo bien que hacía que yo me sintiera igual que él.
La Baronesa entró en escena, como siempre hace, en dirección al otro
lado del escenario y apartándose un poco de mí. Luego avanzó un paso y miró
a la carta escrita sobre pergamino que tenía entre sus manos y empezó a
leerla, aunque no había en ella más que garabatos, y mi corazón dio un vuelco
porque la voz que oí era la de la señorita Nefer. Pensé (y casi dije en voz alta):
«Maldita sea, Martin se ha desmoronado, o quizá Sid ha decidido en el último
minuto que no podía confiarle ese papel. Pero ¿cómo ha podido la señorita
Nefer salirse de su cucurucho de helado a tiempo?».
Entonces ella se volvió y vi que no, Dios mío, era Martin, sin la menor
duda. Estaba utilizando la voz de ella. Cuando una persona interpreta por
primera vez un papel, especialmente sin haber tenido mucho tiempo para
ensayarlo, acostumbra a copiar al actor a quien más ha visto representarlo.—
Mientras seguía escuchando, me di cuenta de que era fundamentalmente la
voz de Martin, un poco más aguda de lo habitual, y que sólo algunas de las
entonaciones y ritmos correspondían a la señorita Nefer. Estaba exhibiendo
una gran cantidad de sentimiento e intensidad, muy al estilo de Martin. «Es un
gran comienzo, muchacho —lo animé silenciosamente—. ¡Sigue así!»
Entonces miré hacia el público. Una vez más estuve a punto de lanzar
un grito. Porque allí afuera, cerca del escenario, en el centro de una sección
reservada, habían colocado una alfombra, y sentada en medio de ella en una
especie de sillita, con lo que parecían dos braseros de carbón humeando a
ambos lados de ella, se hallaba la señorita Nefer, con un grupo de extras con
sombreros isabelinos y envueltos en capas.
Por un segundo aquello me estremeció realmente, porque me recordó
las cosas que había visto o había creído ver las dos veces que había lanzado
una ojeada a través del telón al público en el auditorio cubierto.
Pero el estremecimiento duró apenas un segundo, porque recordé que
los personajes que recitan los prólogos de Shakespeare a menudo se quedan
en el escenario, y otras veces se unen al` público e incluso comentan la función
de tanto en tanto... Christopher Sly y los lords acompañantes en La fierecilla
domada, por ejemplo. Sid no había hecho más que copiarlo, con su habitual
estilo un tanto excesivo.
«Bien, bravo por ti, Siddy —pensé—. Estoy segura de que los estúpidos
patanes neoyorquinos se sentirán estremecidos hasta los helados dedos de
sus pies al saber que están sentados junto a la Buena Reina Isa y sus
cortesanos. En cuanto a ti, señorita Nefer —añadí, con una punta de envidia—,
sigue sentada ahí en el frío de Central Park, calentada por el humo de los
braseros, y mantén la boca cerrada, y todo irá bien. Me alegro sinceramente de
que puedas ser la Reina Isabel durante toda la noche. Siempre que no intentes
robarle la escena a Martin y al resto del reparto para convertirte en la auténtica
protagonista.
»Supongo que esa silla plegable en la que te sientas se te habrá vuelto
un poco incómoda cuando llegue el Quinto Acto, anunciado por el resonar de
tambores, pero estoy segura de que estarás tan metida en tu personaje que ni
siquiera te darás cuenta de ello.
»Una cosa, sin embargo: no me asustes de nuevo pretendiendo hacer
brujerías..., con un virginal o de ninguna otra forma.
»¿De acuerdo?
»Estupendo.
»Ahora, déjame contemplarla obra.»
IV

... Soñar en nuevas dimensiones,


hacer trampas en el ajedrez,
pintando las ropas del rey
de tal modo que se desplace como
una reina...
GRAVES

Volví de nuevo mi atención a la obra justo en el momento del soliloquio


de Lady Macbeth:
—Acudid a mis pechos de mujer. Y tomad mi leche y convertidla en hiel,
oh, vosotros, ministros sanguinarios.
Aunque sabía que lo que Martin estaba tocando con las puntas de sus
dedos, alzándolo bajo su corpiño verde, no era más que una toalla doblada, me
sentí cautivada por aquel gesto; parecía tan real... Decidí que los muchachos
pueden interpretar papeles femeninos mucho mejor de lo que la gente piensa.
Quizá debieran hacerlo más a menudo, y las chicas interpretar papeles
masculinos también.
Entonces Sid—Macbeth volvió de la guerra junto a su esposa, con
aspecto triunfante pero asustado, porque la idea del asesinato empezaba ya a
formarse en él, y ella empezó a atizar el fuego como cualquier otra buena
hausfrau deseosa de que su esposo se eleve por encima de los demás y
sabiendo que ella es la energía que hay detrás de él y que cuando existe la
posibilidad de una promoción siempre hay alguien detrás para hacer palanca.
Sid y Martin representaron aquella encantadora escena doméstica de una
forma tan natural y dinámica que sentí deseos de gritar «¡Bravo!». Incluso Sid
atrayendo a Martin hacia aquella ridícula coraza en forma de marmita no tenía
nada de grotesco. Sus cuerpos hablaban. Aquello era lo auténtico.
Tras lo cual, la obra empezó a ser realmente buena, ayudada por el
rápido ritmo y las exageradas expresiones faciales. Cuando llegó la escena de
la daga yo estaba clavándome las uñas en mis sudorosas palmas. Lo cual era
una buena señal—el meterme tanto en la obra, quiero decir—, porque eso me
impedía mirar de nuevo al público, ni siquiera echarle una rápida ojeada. Como
habrán adivinado ustedes, los públicos me atormentan. Toda esa gente ahí
afuera en las sombras, observando a los actores en medio de la luz, todos
aquellos silenciosos mirones, como los llama Bruce... Bien, pueden ser
cualquier cosa. Y a veces (para la inquietud de mi errabunda mente) creo que
lo son. Quizá agazapado en la oscuridad ahí afuera, oculto entre los demás, se
halle el que hizo la horrible cosa que causó el que yo perdiera la cabeza.
Sea como fuere, me basta con echar una rápida ojeada al público, y de
inmediato empiezo a lucubrar ideas sobre él...; y a veces incluso sin echarla,
como en este preciso momento, en que creí oír caballos agitándose inquietos y
pateando el duro suelo, y uno incluso relinchando, aunque el sonido se cortó
rápidamente. «¡Krishna nos bendiga! —pensé—. Siddy no puede haber
alquilado caballos para Nefer—Isabel, aunque en el fondo de su corazón
siempre ha sido un hombre de circo. No tenemos tanto dinero como para eso.
Además...»
Pero justo entonces Sid—Macbeth jadeó como si estuviera intentando
inspirar una bocanada de aire. Afortunadamente, se había despojado de su
coraza. Dijo:
—¿Es una daga lo que veo ante mí, con la empuñadura tendida hacia mi
mano?
La obra volvió a atraparme de nuevo, y no tuve tiempo de pensar en
nada más ni de oír ninguna otra cosa. La mayoría de los actores que no se
hallaban en escena estaban agrupados al otro lado del escenario, puesto que
era por allí por donde hacían sus entradas y salidas en aquel punto del
Segundo Acto. Yo permanecía sola entre bastidores, observando la obra con
ojos muy abiertos, estremecida tan sólo por los horrores que Shakespeare
tenía en mente cuando la escribió.
Sí, la representación iba estupendamente. La escena de la daga era
magnífica, con Duncan siendo asesinado fuera del escenario, y también lo era
después, cuando crece la histeria al ser descubierto el crimen.
Pero justo en aquel punto empecé a captar detalles que no me gustaron.
En dos ocasiones alguien entró tarde y apareció como si fuera disparado por
un cañón. Y en tres ocasiones al menos Sid tuvo que susurrarle a alguien su
réplica cuando éste se quedó en blanco... Apuntando a los demás Sid es mejor
que cualquier libro. Empezaba a parecer como si la obra estuviera
escapándose de control, quizá debido a que el nuevo ritmo era demasiado
acelerado.
Sin embargo, la escena del asesinato se desarrolló estupendamente.
Mientras todos salían en tropel, gritando «Bien actuado», la mayoría por mi
lado, para variar, me dirigí hacia Sid con una toalla. Siempre suda como un
cerdo en la escena del asesinato. Sequé su cuello y pasé la toalla por debajo
de su jubón para secarle los sobacos.
Mientras, él estaba rebuscando en una mesita estrecha donde dejaban
todos los accesorios y prendas de ropa que necesitaban para cambiarse
rápidamente entre escena y escena. De pronto clavó sus dedos en mi hombro,
lo suficiente como para llamar mi atención, es decir que al día siguiente tendría
moraduras, y me gritó casi sin aliento:
—Y tú, mi amor, nuestras coronas y nuestras ropas. Presto!
Desaparecí como un rayo en la sastrería. Allí estaban los trajes de rey y
reina de lord y lady Macbeth, colgados exactamente en el lugar donde sabía
que debían estar.
Los tomé, pensando: «Muchacha, han cometido un error no diciéndote
nada de esta representación especial», y corrí de vuelta como el Rayo Dos.
Cuando salí del vestuario, el teatro estaba muy silencioso. Hay en ese
punto una corta escena muy suave en el escenario, para permitir al público un
respiro. Oí a la señorita Nefer decir en voz alta (tenía que ser alta para que
llegara hasta mí incluso desde la parte delantera del público):
—Es una buena obra llena de sangre, ¿no crees, querido?
Y una voz que no pude reconocer respondió, casi en un gruñido: —Hay
sustancia en ella, e incluso un poco de poesía también,
aunque de una forma un tanto burda.
Y ella añadió, también en voz alta, como si el teatro le perteneciera:
—Eso va a hacer que el Maestro Kyd se muerda las uñas de celos,¡ja,
ja!
«Ja, ja para ti, bruja robaescenas», pensé, mientras ayudaba a Sid y
luego a Martin a ponerse sus reales atuendos. Pero al mismo tiempo supe que
Sid debía de haber escrito aquellas líneas para que acompañaran al prólogo.
Tenían el inconfundible toque tosco de Lessingham. ¿Esperaba realmente que
el público comprendiera algo de aquella referencia al predecesor de
Shakespeare, Thomas Kyd, el de La tragedia española y el perdido Hamlet? Y
si sabían lo suficiente como para captarlo, ¿no se darían cuenta de que la
relación Isabel—Macbeth era anacrónica? Lo que pasa es que cuando Sid se
ve golpeado por la inspiración puede llegar a ser más terco que una mula.
Justo en aquel momento, mientras Bruce—Banquo estaba recitando su
triste soliloquio en escena, la señorita Nefer interrumpió de nuevo en voz alta:
—Ah, querido, una buena obra llena de sangre, sí. Sin embargo, no me
hagas decir cómo, no lo sé..., pero ya la he oído antes.
Ante lo cual Sid agarró a Martin por la muñeca y le susurró: —¿Has
oído? Eso no me gusta.
Y yo pensé: «Vaya, vaya, así que ella está empezando a improvisar...».
Bien, inmediatamente después de eso todos salieron a escena con
pompa y boato, Sid y Martin coronados y cogidos de la mano. La obra ganó de
nuevo fuerza, pero seguía habiendo aquellas corrientes subterráneas fuera de
control. Empecé a sentirme más inquieta que entusiasta, y tuve que fijar
conscientemente mi mirada en los actores para evitar otro ataque de
dispersión.

Otras cosas empezaron a preocuparme también, como por ejemplo


tantas representaciones de dos personajes.
Macbeth es una gran obra para eso, para los doblajes. Por ejemplo,
cualquiera excepto Macbeth o Banquo puede doblar a una de las Tres Brujas...,
o a uno de los Tres Asesinos también. Normalmente doblamos como mínimo a
una o dos de las Brujas y Asesinos, pero en esta representación había más
multiplicidades de las que nunca había visto. Doc se había arrancado su barba
de Duncan y se había puesto un guardapolvo marrón y una capucha para
representar, con su normal acento alcohólico, al Portero. Bueno, un borracho
personificando a un borracho es completamente apropiado. Pero Bruce estaba
realizando la casi imposible tarea de doblar a Banquo y Macduff, utilizando una
campanilleante voz de tenor para el último y llevando en la escena del
asesinato un casco con la visera bajada para ocultar su barba de Banquo.
Podía arrancársela luego, por supuesto, después de que los Asesinos se
hicieran cargo de Banquo y éste hiciera tan sólo una breve aparición más como
un ensangrentado fantasma en la escena del banquete. Me pregunté a mí
misma: «Dios mío, ¿ha enviado Siddy a todos los demás actores a la platea
para que formen parte del séquito de Isabel—Nefer? ¿Los ha malgastado de
esa forma? ¡Si es así, el muy idiota ha perdido los sesos!».
Pero en realidad era algo estremecedor, todo aquel frenético doblar e
incluso triplar, con la insinuación de que la obra (y la compañía también, Freya
nos ampare) estaba convirtiéndose en una destartalada y confusa ilusión, con
todo el mundo corriendo rápidamente de un lado a otro para cubrir los huecos.
Y los oscilantes decorados y los amortiguados sonidos procedentes del parque
eran estremecedores también. Yo estaba realmente temblando cuando Sid
empezó con:
—La luz se espesa, y el cuervo tiende ya sus alas hacia la selva
llena de cornejas; las cosas buenas del día empiezan a decaer y
adormecerse, mientras que los negros agentes de la noche para lanzarse
sobre sus presas se despiertan.
Aquellas siniestras frases no ayudaron en absoluto a mis nervios, por
supuesto. Ni el creer haber oído a Nefer—Isabel decir desde el público, esta
vez con una voz más bien suave para ella:
—Querido, ya he oído este recitado antes, no sé dónde. ¿Crees que le
ha sido robado a alguien?
«Greta —me dije a mí misma—, necesitas un tranquilizante antes de
que el cuervo empiece a revolotear en tu majareta cabeza. »
Me volví para ir a buscar uno en mi cuartito privado. Y me detuve en
seco. Justo detrás de mí, caminando arriba y abajo como un tigre color ceniza
entre los semioscuros bastidores, lanzando dagas hacia el público cada vez
que se volvía en aquel extremo de su invisible jaula, pero ignorándome
completamente, estaba la señorita Nefer, con su atuendo y su peluca de Isabel.
Bien, supongo que hubiera debido decirme a mí misma: «Greta, has
imaginado ese último susurro procedente del público. La señorita Nefer
simplemente se levantó, le hizo un gesto con la mano al auténtico público, y
regresó al escenario. Quizá Sid la hizo salir solamente durante la primera mitad
de la obra. O quizá ella no pudo resistir el ver a Martin realizando una actuación
tan espléndida de su papel de Lady Macbeth».
Sí, quizá hubiera debido decirme a mí misma algo así, pero todo lo que
pude pensar entonces —y creo que lo pensé con un creciente estremecimiento
— fue: «Tenemos dos Isabel. Esta de aquí es nuestra bruja Nefer. Lo sé. Yo la
vestí. Y conozco esa diabólica mirada mientras tocaba el virginal. Pero si ésta
es nuestra Isabel, la Isabel de la compañía, la Isabel del escenario... ¿quién es
entonces la otra?».
Y como no me permití a mí misma pensar en la respuesta a esa
pregunta, rodeé la jaula invisible que la mujer vestida de color ceniza parecía
delimitar mientras la Reina Tigre daba media vuelta y corrí hacia el vestuario,
con el único pensamiento de refugiarme detrás de mi pantalla de la ciudad de
Nueva York.
V

Incluso las pequeñas cosas pueden


convertirse en grandes cosas y
hacerse intensamente interesantes.
¿Han pensado ustedes alguna vez
en las propiedades de los números?
LA DONCELLA

Tendida en mi camastro, los ojos clavados en el biombo, miré de un


menú algonquino rosa a un programa de Nueva Ámsterdam verde pálido, con
un muñequito típico neoyorquino colgando entre ellos de un cordón amarillo.
Realmente no cubrían mucho espacio. Un fantasmal agujero de unos cuatro
centímetros de diámetro parecía haberse formado por sí mismo en el
programa. Como si mi ojo estuviera atisbando a través de él, vi en un vívido
recuerdo lo que había visto las dos veces que me había atrevido a mirar por el
agujero en el telón: un corro de damas llevando máscaras y trajes estilo Nell
Gwyn, y hombres con pantalones hasta la rodilla estilo Rey Carlos y largo y
rizado pelo; y la segunda vez un grupo de gente, y criaturas simplemente
salvajes: trajes de todos tipos y colores, seres humanos con cascos en vez de
pies y antenas brotando de sus frentes, cosas velludas y plumosas que tenían
más de dos brazos y en un caso varias cabezas..., como si estuvieran vestidas
con nuestros trajes para La tempestad, Peer Gynt y La vida de los insectos, y
algunas otras más.
Naturalmente, en ambas ocasiones sufrí accesos de dispersión mental.
Más tarde Sid había agitado un dedo hacia mí y me había explicado que
aquellas dos noches habíamos actuado para gente que había organizado un
baile de disfraces y habían acudido antes al teatro, y maldita sea, ¿cuándo iba
a aprender yo a guardar la cabeza sobre los hombros?
«No lo sé, supongo que nunca», me respondí ahora, lanzando una
rápida mirada a un banderín de los Gigantes, un mapa de Central Park, mi
pelota de béisbol de Willy Mays, y el ticket de una excursión turística por la
ciudad. Seguí mirándolos atentamente, sin sentir ninguna mejoría interior. Ya
no me tranquilizaban en absoluto.
Una mosca azul llegó zumbando lentamente por encima del biombo, y le
pregunté:
—¿Qué es lo que estás buscando tú? ¿Una araña?
Entonces oí los pasos de la señorita Nefer cruzando el vestuario
directamente hacia mi cuartito privado. Era ella; nadie más camina así.
«Va a hacerte algo, Greta —pensé—. Es la maniaca de la compañía. Es
la que te aterrorizó con el cuchillo de deshuesar entre los arbustos, o dejó caer
sobre ti la tarántula gigante en aquel rincón oscuro de la plataforma del metro,
o lo que fuera, y los otros están ocultando la verdad para protegerla. Te
sonreirá con esa sonrisa diabólica suya y agitará hacia ti sus blancos dedos
parecidos a bastones, los ocho. Y el Bosque de Birnam va a convertirse en
Dunsinane y tú serás quemada en la hoguera por hombres con armadura, o
arrastrada y desmembrada por habladores monos con ocho patas, o
despedazada por centauros salvajes, o proyectada a través del techo hacia la
luna sin ir vestida para ello, o enviada al pasado para morir de aburrimiento en
la Iowa de 1948 o el Egipto del 4008 a. C. El biombo no la detendrá.»

Entonces una cabeza surgió por encima del biombo. Pero su pelo era
negro con algunas hebras de plata, Brahma nos bendiga, y un momento más
tarde Martin me ofrecía una de sus raras sonrisas.
—Marty, haz algo por mí —dije—. No utilices nunca más la forma de
andar de la señorita Nefer. Su voz de acuerdo, si tienes que hacerlo. Pero no
su forma de andar. No me preguntes por qué, simplemente no vuelvas a
hacerlo.
Martin rodeó el biombo y se sentó a los pies de mi camastro. Yo ya
había doblado las piernas para hacerle sitio. Tiró de su falda azul y oro y apoyó
una mano sobre mis zapatillas negras.
—¿Te sientes un poco insegura, Greta? —preguntó—. No te preocupes
por mí. Banquo está muerto, y su fantasma también. Tengo mucho tiempo.
Yo simplemente me lo quedé mirando, sospecho que de una forma
extraña. Luego, sin alzar la cabeza, le pregunté:
—Martin, dime la verdad: ¿se está moviendo el vestuario a nuestro
alrededor?
Hablé tan bajo que él se inclinó acercándose un poco, aunque sin
tocarme en ningún momento.
—La Tierra está girando en torno al sol a treinta y dos kilómetros por
segundo —respondió—, y el vestuario va con ella. Meneé la cabeza, rozando la
almohada con mi mejilla. —Quiero decir... retorciéndose —aclaré—. Por sí
mismo. —¿Cómo? —preguntó.
—Bueno —le dije—, he tenido la idea..., se trata de una simple
especulación, recuérdalo..., de que si desearas viajar por el tiempo y,
bueno, hacer cosas, difícilmente podrías encontrar una máquina más práctica
que un vestuario y una especie de escenario con medio teatro unido a él, con
actores para manejarla. Los actores pueden encajar en cualquier sitio. Están
acostumbrados a aprenderse nuevos papeles y a llevar extraños atuendos.
Demonios, incluso están acostumbrados a viajar mucho. Y si un actor es un
poco raro nadie tiene extraños pensamientos acerca de él... Casi se espera
que sea distinto de los demás; es una de sus cualidades.
Y un teatro, bien, un teatro puede montarse casi en cualquier lugar y
nadie hace preguntas, excepto las autoridades de la zona, y ésas siempre
pueden ser untadas un poco. Los teatros vienen y van. Ocurre constantemente.
Son transitorios. Sin embargo, los teatros son como cruces de carreteras,
lugares anónimos de encuentro; cualquiera con unas cuantas monedas en el
bolsillo puede llegar a ellos, e incluso sin ninguna moneda en absoluto. Y los
teatros atraen a gente importante, la clase de gente a la que puedes desear
hacerle algo. César fue apuñalado en un teatro. A Lincoln le dispararon en uno.
Y...
Mi voz se apagó.
—Una idea interesante—comentó.
Cogí su mano, que estaba apoyada sobre mi zapatilla, y le sujeté el
dedo corazón, como lo haría un bebé.
—Sí —dije—. Pero ¿es cierto, Martin?
—¿A ti qué te parece?
No dije nada.
—,Te gustaría trabajar en una compañía así? —preguntó
especulativamente.
—La verdad, no lo sé —respondí.

Se sentó erguido, y su voz se animó.


—Bien, dejando a un lado todas esas fantasías, ¿te gustaría trabajar en
esta compañía? —preguntó, dándome una suave palmada en la pantorrilla—.
En escena, quiero decir. Sid piensa que estás preparada para algunos papeles
pequeños. De hecho, me pidió que te lo preguntara. Cree que a él nunca te lo
tomas en serio.
—Espera a que me recupere un poco —dije. Luego añadí—: Oh, Marty,
realmente no me veo a mí misma representando ni siquiera el más pequeño
papel.
—Yo tampoco, hace ocho meses —dijo él—. Y mira ahora. Lady
Macbeth.

—Pero Marty —dije, sujetando de nuevo su dedo—, no has


respondido a mi pregunta. Acerca de si es cierto o no.
—¡Ah, eso! —dijo con una carcajada, apartando su mano hacia
un lado—. Pregúntame alguna otra cosa.
—De acuerdo —dije—. ¿Por qué estoy obsesionada por el número
ocho? ¿Por qué siempre voy detrás de él?
—El ocho es un número con muchas propiedades —dijo, volviendo a
adoptar de pronto una actitud tan seria como siempre—. Son las esquinas de
un cubo.
—¿Quieres decir que yo soy cuadrada? ¿Simplemente como un ladrillo?
Ya sabes: «Es tan dura como un ladrillo».
—Sin embargo —prosiguió él, frunciendo el ceño—, la más curiosa
propiedad del ocho es que colocándolo de lado significa el infinito. Así que el
ocho, de pie, es realmente... —De pronto su maquillado rostro, solemne por
naturaleza, brilló con una intensa inspiración y devoción—. ¡El Infinito
Revelado!
Bueno, no sé. Una encuentra a bastante gente en el teatro que se siente
atraída por la numerología, que la utiliza incluso para elegir sus nombres
artísticos. Pero nunca hubiera sospechado eso de Martin. Siempre lo había
considerado como del tipo escéptico, más bien cínico.
—Se me acaba de ocurrir otra idea acerca del ocho —dije vacilante—.
Arañas. Ese asterisco de ocho patas en la frente de la señorita Nefer...
Dominé un estremecimiento.
—No te gusta ella, ¿verdad?
—Me da miedo.
—No deberías tenerlo. Es una mujer realmente grande, y esta noche
está representando un papel mucho más difícil que el mío. No, Greta —
prosiguió, cuando yo empecé a protestar—, créeme, tú no comprendes nada
de ello en este momento. Del mismo modo que no comprendes nada acerca de
las arañas, y por eso les tienes miedo. Siempre son las primeras en subir a
bordo, y las primeras en bajar a tierra también. Son las que tejen las telas,
unen los hilos, lo conectan todo. Siva y Kali unidos por el amor. Son el doble
mandala, el principio y el fin, el infinito unido y en marcha...
—¡Están también en mi biombo de Nueva York! —chillé, echándome
hacia atrás en mi camastro y señalando hacia una cosita resplandeciente,
negra y plata, que trepaba por debajo de mi pelota de Willy.
Martin cogió suavemente el hilo con un dedo y lo alzó muy cerca de su
rostro.
—Ocho ojos también —dijo. Luego añadió—: Pobre pequeño dios...
Y volvió a dejarla en su sitio.
—¡Marty! ¡Marty!
El urgente susurro de Sid nos llegó desde el otro lado del vestuario.
Martin se puso en pie.
—¿Sí, Sid?
La voz de Sid siguió manteniéndose en un murmullo, pero pasó de
urgente a irritada.
—¡Villano y correoso elfo! ¿Acaso no sabes que la escena del caldero
dura tan sólo un centenar de latidos de corazón? ¡Ya llega el momento de mi
entrada, y seguirnos teniendo tan sólo dos brujas en vez de tres! ¡Oh, no se
puede confiar en nadie!
Antes de que Sid hubiera podido decir la mitad de todo eso, Martin ya se
había deslizado al otro lado del biombo y corrido toda la longitud del vestuario;
oí cerrarse la puerta a sus espaldas. No pude evitar el sonreír, ya que Martin,
atormentado por la ansiedad y la excitación de su primer papel como Lady
Macbeth, había olvidado evidentemente que hacía también el papel de la
Segunda Bruja.
VI
Y gozaré
de los placeres más altos
más allá de la muerte.
FERDINAND

Me senté allí donde había estado Martin, apartando primero el biombo lo


suficiente hacia un lado para poder observar toda la longitud del vestuario y ver
a cualquiera que entrara por la puerta y cualquier movimiento que se produjera
detrás de la fina cortina blanca que separaba los dos tercios destinados a los
hombres.
Hubiera debido ponerme a pensar. Pero en vez de eso simplemente me
quedé sentada allí, notando mi cuerpo y la habitación que me rodeaba,
afirmándome o quizá preparándome. No podía decir exactamente lo que me
ocurría, pero no había nada en qué pensar, sólo cosas que sentir. Los latidos
de mi corazón se convirtieron en un pulsar muy débil, lento y regular. Envaré mi
espina dorsal.
Nadie entró ni salió. Muy distante, oí hablar a Macbeth, a las brujas y a
las apariciones.
En un momento determinado miré al biombo de Nueva York, pero todo
aquello se había vuelto ya inútil. Ninguna protección, nada.
Busqué en mi maleta, pero en vez del tranquilizante que había previsto
al principio tomé un estimulante y me lo metí en la boca. Luego eché a andar,
estremeciéndome ligeramente.
Cuando llegué al extremo de la cortina, pasé al otro lado hasta el
tocador de Sid y le pregunté a Shakespeare:
—¿Estoy haciendo lo correcto, papá?
Pero él no me respondió desde su retrato. Tenía el aire inocente de
quien sabe muchas cosas pero no va a decirlas, y me descubrí pensando en
una pequeña foto enmarcada en plata que Sid acostumbraba a tener allí
encima, la foto de un arrogante actor joven de aspecto germánico con el
nombre «Erich» autografiado en ella con tinta blanca. Al menos yo suponía que
era un actor. Se parecía un poco a Erich von Stroheim, aunque más simpático
y, en cierto modo, más malintencionado. La foto solía inquietarme, no sé por
qué. Sid debió de darse cuenta de ello, pues un buen día desapareció.
Pensé en la arañita negra y plata trepando por el recordado marco de
plata, y por alguna razón me produjo escalofríos.
Bueno, aquello no iba a hacerme ningún bien, tan sólo deprimirme un
poco más, de modo que salí rápidamente. En la puerta tuve que apartarme
para dejar pasar a los actores que regresaban de la escena del caldero, y el
enorme cerrojo me golpeó la cadera.
Afuera, Maud estaba quitándose sus ropas de Tercera Bruja para revelar
bajo ellas las de Lady Macduff. Me dirigió una sonrisa de soslayo.
—¿Qué tal va? —pregunté.
—Estupendamente, supongo. —Se alzó de hombros—. ¡Vaya público!
Ruidoso como escolares.
—¿Cómo es que Sid no ha puesto a ningún chico en tu papel? —
pregunté.
—Supongo que se equivocó. Pero me he aplastado un poco los pechos
y he interpretado a Lady Macduff como si fuera un chico.
—¿Cómo puede hacer eso una chica, una vez caracterizada? —
pregunté.
—Sentándose rígida y pensando que lleva pantalones —dijo ella,
tendiéndome su traje de bruja—. Discúlpame ahora, tengo que encontrar a mis
hijos e ir a que me asesinen.
Había avanzado unos cuantos pasos en dirección al escenario cuando
noté un suave tirón en mi cadera. Bajé la vista y vi que un tenso hilo negro unía
el extremo de mi jersey con la puerta del vestuario. Debía de haberse
enganchado con el gran cerrojo, y se estaba destejiendo. Avancé el cuerpo
unos centímetros, tirando delicadamente de él para ver qué impresión daba, y
obtuve las respuestas: el ovillo de Teseo, el hilo de una araña, un cordón
umbilical.
Me incliné hacia un lado y lo rompí con las uñas. El hilo negro cayó.
Pero la puerta del vestuario no se desvaneció, los bastidores no cambiaron, el
mundo no terminó, y yo no me derrumbé.
Tras lo cual simplemente me quedé allí durante un tiempo, sintiendo mi
nueva libertad y estabilidad, dejando que mi cuerpo se acostumbrara a ellas.
No pensé en nada. Ni siquiera me molesté en estudiar nada a mi alrededor,
aunque observé que había más árboles y arbustos que decorados, y que la
vacilante luz era simplemente antorchas, y que la Reina Isabel estaba entre (o
había vuelto a) el público. A veces dejar que tu cuerpo se acostumbre a algo es
todo lo que debes hacer, o quizá todo lo que puedes hacer.
Y olí a estiércol de caballo.
Cuando la escena de Lady Macduff hubo terminado y ya estaba bien
entrada la escena de los retoños, regresé al vestuario. Los actores la llaman
«la escena de los retoños» porque en ella Macduff solloza sobre «todos mis
retoños y su madre», refiriéndose a sus hijos y esposa, que han sido muertos,
«caídos de un solo golpe», bajo las órdenes del cruel asesino, Macbeth.
Dentro del vestuario, me dirigí hacia el lado de los hombres. Doc estaba
aplicándose un inverosímil maquillaje oscuro para representar el papel de
Seyton, el último fiel servidor. No parecía tan borracho como de costumbre
para un cuarto acto, pero de todos modos me detuve para ayudarle a meterse
en una malla de acero hecha con cuerda gruesa entretejida y pintada de plata.
En la tercera silla más allá, Sid estaba sentado ligeramente recostado en
el respaldo, con su corsé aflojado y observando de modo crítico a Martin, que
ahora se había cambiado a un camisón de lana blanca que le quedaba de
maravilla, aunque no de una forma particularmente seductora, sobre su cuerpo
y su toalla enrollada, que se le había desplazado un poco.
Al lado del espejo de Sid, Shakespeare les sonreía desde su retrato
como un inteligente insecto de enorme cabeza.
Martin se puso en pie, abrió los brazos casi como un sumo sacerdote, y
entonó:
—¡Amici! Romani! Populares!
Le di un codazo a Doc.
—¿Qué ocurre ahora? —susurré.
Dirigió un ojo incierto hacia ellos.
—Creo que están ensayando Julio César en latín. —Se alzó de hombros
—. Así empieza el discurso de Antonio. —Pero ¿por qué? —pregunté.
A Sid le gusta aprovechar cada momento en que la gente está
encendida por el fuego de la actuación para ensayar otras cosas., pero aquel
proyecto parecía completamente fuera de lugar..., demasiado pedante. Sin
embargo, al mismo tiempo sentí que todos los pelos de la cabeza se me
erizaban, como si mi mente estuviera saltando sobre especulaciones justo
debajo de la superficie.
Doc meneó la cabeza y se alzó de nuevo de hombros.
Sid mostró una palma a Martin y gruñó suavemente:
—¡Vamos, muchacho, no estás representando a una estatua romana,
sino a un romano! Afloja las rodillas e inténtalo de nuevo.
Entonces me vio. Haciendo un signo a Martin para que se detuviera,
llamó:
—Ven aquí, querida.
Obedecí rápidamente. Me obsequió con una amistosa sonrisa y dijo:
—Ya has oído nuestra proposición en boca de Martin. ¿Qué es lo que
dices, muchacha?

Esta vez el estremecimiento estaba en mi espina dorsal. Me sentía bien.


Me di cuenta de que le estaba devolviendo la sonrisa, y supe que había tomado
ya mi decisión desde hacía al menos veinte minutos.
—Estoy de acuerdo —dije—. Contad conmigo en la compañía.
Sid saltó en pie, me agarró por los hombros y por el pelo y me besó en
ambas mejillas. Fue un poco como ser bombardeada.
—¡Prodigioso! —exclamó—. Representarás el papel de la Camarera en
la escena de la sonámbula esta noche. ¡Martin, sus ropas! Ahora, jovencita,
presta atención, cógeme el pie. —Su voz se hizo más grave y vieja—. ¿Cuándo
caminó por última vez?
El nuevo valor desapareció como el agua cayendo por una cascada.
—Pero, Siddy, no puedo empezar esta noche —protesté, medio
suplicando, medio ultrajada.
—¡Esta noche o nunca! Se trata de una emergencia...; estamos faltos de
gente. —De nuevo cambió su voz—. ¿Cuándo caminó por última vez?
—Pero, Siddy, no me sé mi parte.
—Tienes que saberla. Has oído la obra veinte veces este último año.
¿Cuándo caminó por última vez?
Martin estaba de vuelta y me estaba poniendo una peluca rubia sobre la
cabeza y metiendo mis brazos en una túnica gris claro.
—Nunca he estudiado las réplicas —le chillé a Sidney.
—¡Mentirosa! He visto moverse tus labios una docena de noches
mientras observabas la escena entre bastidores. ¡Cierra los ojos, muchacha!
Martin, suéltale la mano. Cierra los ojos, muchacha, vacía tu mente, y escucha,
solamente escucha. ¿Cuándo caminó por última vez?
En la oscuridad me oí a mí misma responder a aquella entrada, primero
en un susurro, luego más fuertemente, luego a plena voz pero con un tono
grave:
—Desde que su majestad fue al campo de batalla, la he visto alzarse de
la cama, echarse por encima su bata, abrir su escritorio, tomar...
—¡Bravissimo!—exclamó Siddy, y me bombardeó de nuevo.
Martin pasó también su brazo en torno a mis hombros, luego se agachó
rápidamente para abotonar mi atuendo empezando desde abajo.
—Pero ésas son sólo las primeras líneas, Siddy —protesté. —¡Son
suficientes!
—Pero, Siddy, ¿y si me encallo? —pregunté.
—Mantén la mente vacía. No te pasará eso. Además, yo estaré a tu
lado, representando al Doctor, para ayudarte si tienes alguna dificultad.
«Eso debería arreglar las cosas para mí», pensé. Entonces algo más me
golpeó.
—Pero, Siddy —dije con un estremecimiento—, ¿cómo voy a interpretar
a la Camarera como si fuera un hombre?
—¿Un hombre? —preguntó, sorprendido—. ¡Interpreta el papel sin
caerte de bruces al suelo, y me sentiré completamente satisfecho!
Y me dio una fuerte palmada en las posaderas.
Los dedos de Martin estaban trabajando rápidamente en los últimos
cierres. Lo detuve, me metí la mano por el cuello del jersey, tomé el billete del
metro y la cadena que lo sujetaba y tiré. Noté una abrasión en el cuello, pero
los eslabones de oro se abrieron. Iba a arrojarlo al otro lado de la habitación,
pero en vez de ello sonreí a Siddy y se lo puse en la palma de la mano.
—¡La escena del sonambulismo! —nos siseó insistentemente Maud
desde la puerta.
VII

Sé que la muerte tiene


más de diez mil puertas
para que los hombres salgan de este mundo.
Y se ha descubierto
que giran sobre extraños
goznes geométricos,
que tú puedes abrir
desde ambos lados.
LA DUQUESA

Hay que decir algo acerca de un actor en escena: puede ver al público,
pero no puede mirarlo, a menos que sea un narrador o un cómico de algún tipo.
Yo no era lo primero (¡Grendel me libre!), y tenía un miedo cerval de ser lo
segundo, mientras Siddy me conducía caminando fuera de los bastidores y
dentro del escenario, sobre la alfombra que imitaba el suelo y que tanto se
parecía al auténtico suelo, sujetándome del brazo izquierdo como lo haría un
policía.
Sid iba vestido con un atuendo gris oscuro que le daba el aspecto de
una especie de monje, la cabeza tan cubierta por la capucha para representar
el papel del Doctor que su rostro no podía verse en absoluto.
La cabeza me zumbaba de una forma pulsante. Mi garganta estaba tan
seca que parecía haber sido exprimida. El corazón quería salírseme del pecho.
Más abajo de eso mi cuerpo estaba vacío, retorcido, como sacudido por una
descarga eléctrica, y notaba una sensación como si llevara unos pantalones de
hierro fríos como el hielo.
Como desde una distancia de tres millones de kilómetros, oí: «¿Cuándo
caminó por última vez?», y entonces una campana de hierro tañó en algún
lugar la respuesta... Supongo que debió de ser mi voz, subiendo por, mi cuerpo
desde mis pantalones de hierro: «Desde que su majestad fue al campo de
batalla...», y así seguí, hasta que Martin salió a escena, la mirada fija, un
pañuelo blanco echado sobre la parte de atrás de su larga peluca negra y una
llameante vela de cinco centímetros de grueso sujeta en su mano derecha y
goteando cera sobre su muñeca, y empezó a desgranar las semialudidas
confesiones sonámbulas de Lady Macbeth acerca de los asesinatos de
Duncan, Banquo y Lady Macduff.
De modo que esto es lo que vi sin mirar, como una vívida escena
que gravita frente a nosotros en un sueño, flotando contra un fondo de
oscura vaguedad, y se perfila por momentos y luego vuelve a difuminarse a
medida que piensas o, como en mi caso, actúas. Durante todo el tiempo,
recuerdo, con la mano de Sid apretada duramente en mi muñeca, y
desgranando de tanto en tanto el lenguaje shakesperiano surgido de algún
oscuro rincón de mi memoria que jamás había sabido que estuviera allí o me
perteneciera.
Era un claro de mediano tamaño en un bosque. A través de las
semidesnudas ramas negras brillaba un oscuro y frío cielo, como cenizas
plateadas, de primera hora de la tarde.
El claro tenía como dos cuernos, que se estrechaban hacia atrás a
ambos lados y se hundían en el bosque. Una helada brisa soplaba por ellos,
casi con la suficiente fuerza como para apagar la vela. Su llama oscilaba
fuertemente.
Al fondo del cuerno de mi izquierda, aunque no muy lejos, había
agrupados dos docenas o así de hombres envueltos en oscuros mantos que
ceñían apretadamente a su alrededor. Llevaban altos sombreros de ala ancha
y pañuelos claros en torno a sus cuellos. Supuse que debían de ser los «tipos
rudos de los arrabales» que había oído mencionar a Beau hacía un millón de
años o así. Aunque no podía verlos muy bien, y no perdí mucho tiempo
observándolos, había uno de ellos que se había echado el sombrero hacia
atrás o había alzado excitadamente la cabeza, mostrando una gran frente
pálida. Aunque ésa fue toda la impresión consciente que tuve de su rostro, me
pareció aterradoramente familiar.
En el cuerno de mi derecha, que era más amplio, había alineados como
una docena de caballos, fuertemente sujetos en parejas por palafreneros, pero
echando de tanto en tanto las cabezas hacia atrás como si lucharan contra sus
riendas, y pateando sin cesar con sus patas delanteras. Me aterraron, se lo
aseguro, aquella hilera de rostros alargados de reluciente pelaje, echando
hacia atrás su belfo superior para dejar al descubierto unos dientes grandes
como teclas de piano, cada caballo con un aspecto tan montaraz y maligno
como el corcel de Fuseli que mete la cabeza por entre las cortinas en su
cuadro La pesadilla.
En el centro, los árboles estaban cerca del escenario. Justo frente a
ellos estaba la Reina Isabel, sentada en la silla sobre la alfombra, exactamente
tal como la había visto antes; sólo que ahora podía ver que los braseros
brillaban e iluminaban con tonalidades rojas sus pálidas mejillas, su pelo rojo
oscuro y la plata de su vestido y su capa. Estaba mirando a Martin —Lady
Macbeth muy intensamente, su boca crispada en una mueca, retorciéndose los
dedos.
De pie, muy cerca a su alrededor, había media docena de hombres con
fantasiosos sombreros y gorgueras y grandes guantes de montar.
Entonces, a través de los árboles y altos arbustos desprovistos de hojas
justo detrás de Isabel, vi flotar el rostro de otra Isabel idéntica a la primera, sólo
que ésta estaba sonriendo con una sonrisa demoníaca. Sus ojos estaban muy
abiertos. De tanto en tanto sus pupilas lanzaban rígidas miradas a uno y otro
lado.
Hubo un agudo dolor en mi muñeca izquierda, y el feroz susurro de Sid
me dijo por un ángulo de su boca en sombras: —¡Es un detalle habitual!
Encadené obedientemente:
—Es un detalle habitual en ella el hacer como si se lavara las manos; la
he visto proseguir con eso durante todo un cuarto de hora.
Martin había depositado la vela, que seguía llameando y goteando cera,
sobre una mesita alta tan firme sobre sus patas que debía de estar clavada en
el suelo. Se frotaba lentamente las manos, de forma constante, atormentada,
intentando librarse de la sangre de Duncan, que en su sueño Lady Macbeth
sabe que todavía permanece en ellas. Y mientras hacía esto, la agitación de la
Isabel sentada crecía por momentos; sus ojos iban de un lado a otro, sus
manos se retorcían.
Martin recitó su parlamento:
—Todavía tiene el olor de la sangre; todos los perfumes de Arabia no
conseguirán suavizar esta pequeña mano. ¡Oh, oh, oh!
Mientras lanzaba aquellos suaves y torturados suspiros, Isabel se
levantó de su silla y dio un paso adelante. Los cortesanos avanzaron
rápidamente hacia ella, pero sin tocarla, y ella dijo con voz fuerte:
—Es de la sangre de María Estuardo de la que habla..., los chorros de
sangre que brotarán de su cuello cortado. ¡Oh, no puedo soportarlo!
Y mientras decía esto último, se dio la vuelta bruscamente y se dirigió a
largos pasos hacia los árboles, dando una patada al extremo de su falda color
ceniza para echarla a un lado. Uno de los cortesanos se volvió con ella y
avanzó hasta muy cerca de ella, susurrándole algo. Pero aunque hizo una
pausa por un momento, todo lo que dijo fue:
—No, querido, no interrumpas la representación, ¡pero no me sigas! ¡No,
he dicho que me dejes, Leicester!
Y caminó hacia los árboles, mientras él la miraba y dudaba a sus
espaldas.
Entonces Sid me dio un puntapié en el tobillo, y yo recité algo, y Martin
tomó su vela de nuevo sin mirarla, mientras decía con drogada agitación:
—A la cama, a la cama; están llamando a la puerta.
Isabel apareció de nuevo caminando de entre los árboles, la cabeza
inclinada. No podía haber estado en ellos más de diez segundos. Leicester se
apresuró hacia ella, las manos ansiosamente tendidas.
Martin se dirigió hacia bastidores, gimiendo torturada y suavemente:
—Lo que está hecho no puede deshacerse.
Justo en aquel momento Isabel rechazó hacia un lado la mano de
Leicester con afectado desdén y alzó la vista; sonreía con una sonrisa
diabólica. Un caballo relinchó como la risa de una trompeta.
Mientras, Sid y yo seguimos recitando nuestras últimas líneas, yo
desgranando mecánicamente las palabras, dejando que brotaran en caída libre
desde mi mente hasta mi lengua. Durante todo aquel rato yo había estado
respondiéndole mentalmente a Lady Macbeth: «Eso es lo que tú crees,
hermana».
VIII

Dios no puede conseguir que nada de lo que


ha pasado deje de existir.
Eso es más imposible que resucitar a los muertos.
Summa Theologica

En cuanto me hallé fuera de la vista del público, me solté de Sid y corrí


al vestuario. Me dejé caer en la primera silla que vi, cabeza y brazos apoyados
contra el respaldo, y casi me desvanecí. No era un ataque de dispersión
mental, no. Simplemente, un desvanecimiento normal.
No debía de haber transcurrido mucho tiempo —bueno, no demasiado,
puesto que los ecos de los tambores de la última escena resonaban aún
procedentes del escenario— cuando Bruce, Beau y Mark (que interpretaba a
Malcolm, el papel habitual de Martin)
aparecieron llevando sus armaduras de guardarropía del último acto y
cargando entre los tres a la Reina Isabel, fláccida como un saco. Martin
apareció tras ellos, quitándose tan bruscamente su camisón de lana que
algunos botones saltaron. Pensé automáticamente: «Tendré que volver a
coserlos».
La depositaron sobre tres sillas colocadas la una al lado de la otra, y
volvieron a salir apresuradamente. Quitándose los imperdibles de la toalla
doblada, que se le había caído hasta la cintura, Martin se dirigió hacia ella y se
inclinó ligeramente para observarla. Se quitó la peluca tirando de una de sus
trenzas y me la arrojó.
Dejé que me golpeara y cayera al suelo. Estaba contemplando aquel
pálido rostro regio, con los ojos abiertos y mirando al techo sin verlo, la boca un
poco demasiado abierta y con un hilillo de baba colgando de una de las
comisuras, y aquel cuerpo encorsetado en forma de cucurucho de helado, que
no se agitaba. La mosca azul apareció zumbando sobre mi cabeza y descendió
en círculos sobre su rostro.
—Martin —dije con dificultad—, creo que no me gusta lo que estamos
haciendo.
Se volvió hacia mí, con el corto cabello revuelto y los puños plantados
altos en sus caderas, sobre su malla negra, que ahora constituía su único
atuendo.
—¡Tú lo sabías! —dijo impacientemente—. Sabías que estabas firmando
para algo más que actuar cuando dijiste: «Contad conmigo en la compañía».
Como un zafiro con patas, la mosca azul caminó cruzando el labio
superior y se detuvo junto al hilillo de baba.
—Pero, Martin..., cambiar el pasado..., retroceder y matar a la auténtica
reina..., reemplazarla por una doble... Sus oscuras cejas se juntaron.
—La auténtica... ¿Crees que ésta es la auténtica Reina Isabel?
Tomó una botella de alcohol desmaquillador de la mesa más cercana,
vertió un poco sobre una toalla manchada de base de maquillaje y, sujetando la
cabeza muerta por su pelo rojo (no, una peluca..., la auténtica también llevaba
peluca), frotó su frente.
El cosmético blanco desapareció, mostrando la piel que había debajo, y
en ella un débil tatuaje con la forma de una «S» estilizada, como un símbolo del
yin—yang sin acabar de cerrar.

—¡Una Serpiente! —silbó—. ¡Una destructora! ¡El archienemigo, el


eterno oponente! Sólo Dios sabe cuántas veces la gente
como la Reina Isabel ha sido extraída del pasado, primero por las
Serpientes, luego por las Arañas, raptada o asesinada y después reemplazada,
en el transcurso de nuestra guerra. Ésta es la primera gran operación en la que
he intervenido, Greta. Pero sé lo suficiente al respecto.
La cabeza empezaba a dolerme. Pregunté:
—Pero si ella es un doble del enemigo, ¿cómo no sabe que una
representación de Macbeth en su tiempo supone un anacronismo?
—En sus madrigueras del pasado, intentando solamente mantener su
posición, se vuelven torpes. Se convierten en medio zombies. Incluso las
Serpientes. Incluso los nuestros. Además, casi estuvo a punto de descubrirlo,
dos veces, cuando habló con Leicester.
—Martin —dije torpemente—, si se han producido todos estos
reemplazos, primero por ellos, luego por nosotros, ¿qué le ocurrió a la
auténtica Isabel?
Se alzó de hombros.
—Sólo Dios lo sabe.
—¿Lo sabe realmente, Martin? —pregunté con suavidad—. ¿Puede
saberlo?
Encogió los hombros, como para reprimir un estremecimiento.
—Mira, Greta —dijo—, son las Serpientes los urdidores y los
destructores. Nosotros estamos restaurando el pasado. Las Arañas intentan
mantener las cosas tal como fueron creadas originalmente. Sólo matamos
cuando es necesario.
Fui yo quien se estremeció entonces, porque de mi memoria surgió una
imagen resplandeciente, ensangrentada, envuelta por la noche, la imagen de
mi amado, el soldado del cambio Araña Erich ven Hohenwald, con un brillante
cuchillo en la mano, muriendo bajo el abrazo de una gigantesca araña
plateada, o una entidad con forma de araña tan grande como él, mientras
rodaban en una confusa bola por entre una serie de rocas allá en Central Park.
Sin embargo, el estallido de aquellos recuerdos no hizo saltar mi mente,
como había hecho un año antes, al igual que la rotura del hilo negro de mi
jersey no había destruido el mundo. Pregunté a Martin:
—¿Eso es lo que dicen las Serpientes?
—¡Por supuesto que no! Afirman lo mismo que nosotros. Pero de un
modo u otro, Greta, tienes que creer.
Adelantó el dedo corazón de su mano.
No lo cogí. Lo retiró, haciéndolo restallar contra su pulgar.
—¡Aún sigues llorando a esa carroña! —me acusó. Arrancó de un golpe
una sección de la cortina blanca y la envolvió en torno al cuerpo de la mujer,
que empezaba a ponerse rígido—. ¡Si tienes que llorar, llora por la señorita
Nefer! Exiliada, encarcelada, encerrada para siempre en el pasado, su mente
pulsando débilmente en el negro agujero de los muertos y los desaparecidos,
ansiando el Nirvana pero no conservando más que una solitaria y dolorosa
porción de conciencia. ¡Y sólo para conservar un fuerte! Sólo para asegurarnos
de que María Estuardo es ejecutada, la Armada barrida, y que todas las demás
consecuencias surgen a su debido tiempo. La Isabel de las Serpientes ha
dejado a María Estuardo vivir... y a Inglaterra morir..., y los españoles dominan
Norteamérica hasta los Grandes Lagos y Nueva Escandinavia.
Una vez más tendió su dedo corazón.
—De acuerdo, de acuerdo —dije, apenas tocándolo—. Me has
convencido.
—¡Estupendo! —exclamó—. Pero ahora, Greta, tengo que ir a ayudar en
el final.
—Está bien —dije.
Salió a toda prisa.
Pude oír el resonar de las espadas en el duelo a muerte final de Macduff
y Macbeth. Me quedé sentada allí en el vacío vestuario, pretendiendo llorar por
un tigre blanco de sonrisa diabólica encerrado en una jaula temporal y por un
hermoso alemán cínico muerto por una insubordinación de la que yo había
informado..., pero en realidad llorando por una chica que durante un año había
sido una muchacha desarraigada viviendo en aquel teatro, con toda una
compañía de madres y padres, sin temerle a nada excepto a los sátiros del
metro y a los monstruos del parque y el Village.
Mientras permanecía sentada allí lamentándome por mí misma al lado
de una amortajada reina, una sombra cruzó mis rodillas. Vi a un hombre joven
vestido con ajadas ropas oscuras deslizarse en el vestuario. No podía tener
más de veintitrés años. Era un tipo de apariencia frágil, con un mentón débil,
una gran frente y unos ojos que lo veían todo. Inmediatamente supe que era el
que me había parecido familiar en el grupo de tipos suburbiales.
Me miró, y yo trasladé mis ojos de él al retrato colocado sobre la caja, de
maquillaje al lado del espejo de Sid. Y empecé a temblar.
El miró también hacia allí, por supuesto, tan rápido como lo hice yo.
Luego empezó a temblar también, aunque era un temblor de naturaleza muy
distinta que el mío.
La lucha a espadas había terminado hacía unos segundos, y entonces
oí el débil gemido de las brujas:
—Lo hermoso es horrendo, lo horrendo es hermoso...
Sid siempre les hace decir esta frase final desde fuera del escenario,
como un eco, para dar la sensación de una profecía cumplida.
Luego los pasos de Sid resonaron fuertemente, acercándose. Él es el
primero que termina, puesto que la lucha acaba fuera del escenario, a fin de
que Macduff pueda volver a él llevando la cabeza de cartón piedra con su
ensangrentado cuello y mostrársela al público. Sid se detuvo en seco en la
puerta.
Entonces el desconocido se volvió. Sus hombros se estremecieron
cuando vio a Sid. Avanzó hacia él dos o tres rápidos pasos, hablando al mismo
tiempo con breves y jadeantes sacudidas.

Sid permaneció de pie observándole. Cuando los otros actores


aparecieron en tropel a sus espaldas, colocó las manos a ambos lados del
marco de la puerta para que ninguno pudiera pasar. Los rostros de todos
atisbaron por encima y alrededor de él.
Durante todo ese tiempo el desconocido estaba diciendo:
—¿Qué puede significar esto? ¿Pueden tales cosas existir? ¿Acaso
todas las semillas del tiempo..., regadas por algún chorro infernal..., han
brotado a la vez en su granero? ¡Hablad..., hablad! Habéis representado una
obra... que yo estoy escribiendo en lo más secreto de mi corazón. ¿Habéis
descoyuntado el armazón de las cosas... para robarme mis pensamientos aún
no nacidos? Lo hermoso es horrendo, sin lugar a dudas. ¿Es todo el mundo un
escenario? ¡Hablad, os digo! ¿No sois vos mi amigo Sidney James
Lessingham, del King's Lynn..., tocado por la varita mágica del tiempo...,
espolvoreado con las cenizas de treinta años? Hablad, ¿no sois él? Hoy, hay
más cosas en cielo y tierra..., sí, y quizá en el infierno también... ¡Hablad, os
ordeno!
Y con eso apoyó las manos sobre los hombros de Sid, a medias para
sacudirle, creo, y a medias para impedirse a sí mismo caer. Por primera vez
desde que lo conocía, el viejo charlatán de Siddy no tuvo nada que decir.
Sus labios se agitaron. Abrió dos veces la boca, y dos veces la cerró.
Luego, con un asomo de desesperación en el rostro, apartó a los actores fuera
del camino detrás de él con un enorme brazo, pasó el otro en torno a los
estrechos hombros del desconocido, y lo arrastró fuera del vestuario,
siguiéndole él inmediatamente.
Los actores entraron entonces en tropel, Bruce arrojándole a Martin la
cabeza de Macbeth como una pelota de fútbol mientras
se quitaba su cornudo casco, Mark dejando caer un montón de escudos
en un rincón, Maudie haciendo una pausa a mi lado para decirme:
—Hola, Greta, me alegra que estés de vuelta.
Y se palmeaba la sien para indicar a qué parte se refería. Beau se dirigió
directamente al tocador de Sid, apartó a un lado el retrato y alzó la tapa de la
caja de maquillaje de Sid.
—¡Las luces, Martin! —gritó.
Luego Sid volvió a entrar, cerrando la puerta y corriendo el cerrojo tras
de sí, y se detuvo unos instantes con la espalda apoyada en la hoja, jadeando.
Corrí precipitadamente hacia él. Algo bullía en mi interior, pero antes de
permitirle que llegara a mi cerebro abrí la boca y lo dejé escapar por ella:
—Siddy, no puedes engañarme, no era ninguna sucia Araña o
Serpiente. No me importa si se mostró comprensivo, o indignado, o
simplemente tembloroso... ¡Siddy, ése era Shakespeare!
—Sí, muchacha, creo que sí —me dijo, sujetando juntas mis muñecas—.
Ellos no pueden encontrar marionetas que doblen a hombres como ése..., o
eso es lo que espero. —Una gran sonrisa triste apareció en su rostro—. Oh,
dioses exclamó—, ¿con qué palabras puedes hablarle a un hombre cuyas
frases has estado robándole durante toda tu vida?
—Sid, ¿hemos estado alguna vez en Central Park? —le pregunté.
—Una vez..., hace dos meses —respondió—. Para una sola
representación. Ellos vinieron a por Erich. Y tú perdiste la cabeza.
Me apartó a un lado y se dirigió hacia Beau, situándose detrás de él.
Luego todas las luces se apagaron.

Entonces vi, débilmente al principio, la gran joya de apagado brillo,


cubierta con diales e indicadores de verde resplandor, que Beau había sacado
de la caja de maquillaje de Sid. El resplandor verde más intenso iluminaba su
rostro, enmarcado aún por los largos rizos resplandecientes de la peluca de
Ross, mientras se arrodillaba ante la cosa..., el Mantenedor Principal, recordé
que era llamada.
—Y ahora ¿a cuándo? ¿Adónde? —preguntó Beau impacientemente a
Sid, por encima de su hombro.
—¡Al año cuarenta y cuatro antes del nacimiento de Nuestro Señor! —
respondió instantáneamente Sid—. ¡Roma! Los dedos de Beau danzaron sobre
los diales como los de un músico, o un especialista en cajas de caudales. El
resplandor verde se intensificó y se apagó, como parpadeando.
—Hay una tormenta en ese vector del Vacío. —Rodéala —ordenó Sid.
—Hay nieblas oscuras por todas partes.
—¡Entonces escoge el sendero oscuro que creas más adecuado! A
través de la oscuridad, dije:
—Lo hermoso es horrendo, y lo horrendo es hermoso, ¿eh,
Siddy?
—Claro, pollita —me respondió—. ¡Esa es la única regla que tenemos!
Cuando soplan los vientos cambiantes

Me encontraba a medio camino entre Arcadia y Utopía, en largo vuelo


de exploración arqueológica, en busca de colmenas de coleópteros, verticales
colonias de lepidópteros y ruinas de ciudades de los Antiguos.
En Marte se habían estancado en los nombres fantásticos que los viejos
astrónomos soñaron en sus cartas. Habían hallado un Eliseo, también un Ofir.
Juzgué que me encontraba en alguna parte próxima al Mar Ácido, el
cual, por rara coincidencia se convierte en ponzoñoso pantano poco profundo,
rico en iones de hidrógeno, cuando se funde el casquete de hielo del norte.
Pero no veía señal de ello debajo de mi, ni tampoco rastros
arqueológicos de ninguna clase. Sólo la infinita llanura yerma y rosada,
brumosa de polvo de felsita y de óxido de hierro, deslizándose constante bajo
mi rápido vehículo volador, con una angosta cañada o bajo cerro de trecho en
trecho, pareciendo a todo el mundo ¿Tierra? ¿Marte? como partes del desierto
de Mojave.
El sol estaba a mi espalda, inundando la cabina con su ya mortecina luz.
Unas cuantas estrellas titilaban en el firmamento azul. Reconocí las
constelaciones de Sagitario y Escorpión, y la roja cabeza de alfiler de Antares.
Yo llevaba mi traje espacial rojo. Hay bastante aire en Marte ahora para
sobrevolarlo, pero no para respirar, aun cuando se viaje a pocos cientos de
metros de su superficie.
A mi lado estaba el traje espacial verde de mi copiloto, que debiera
haber estado ocupado por alguien, si yo fuese más sociable, o simplemente
más respetuoso con el reglamento de vuelos. De cuando en cuando me
ladeaba y le daba un codacito.
Y las cosas parecían misteriosas, fantasmagóricas, que no es como
debe sentirlas quien gusta de la soledad tanto como yo, o lo pretende. Pero el
paisaje marciano es aún más espectral que el de Arabia o el del Sudoeste
americano... solitario y hermoso y obsesionado con muerte e inmensidad y a
veces ataca a quienes lo cruzan.
De algún antiguo poema provinieron las palabras: ".. y nacieron extraños
pensamientos, que aún zumbaron en mis oídos, sobre la vida ésta antes de
que yo la viviera."
Tuve que evitar el inclinarme hacia adelante, y pasé la vista por el visor
del traje espacial verde, para ver si contenía ahora a alguien. A un hombre
flaco. O a una alta y esbelta mujer. O a un marciano coleoptérido de
articulaciones de cangrejo, que necesita de un traje espacial tanto como éste le
necesita a él.
O... ¿quién sabe?
Había una gran quietud en la cabina. Era un silencio que casi resonaba.
Yo había permanecido a la escucha de la Base Deimos, pero ahora la lunilla
exterior ya se había sumido bajo el horizonte del sur. Habían estado emitiendo
un programa de sugestiones acerca de separar a Mercurio del sol para
convertirlo en luna de Venus —y dando también rotación a ambos planetas—,
para de tal modo despejar la espesa atmósfera abrasiva como la de un horno
de Venus y hacerlo habitable.
Seria mejor acabar primero con Marte, pensé.
Pero casi inmediatamente apareció la secuela a este pensamiento: No;
deseo a Marte para gozar de la soledad. Por eso vine aquí. La Tierra se fue
atestando de gente, y ya se ve lo que ha pasado.
Sin embargo, en Marte hay momentos en que sería agradable tener una
compañía, hasta para un solitario como yo. Es decir, si se pudiera escoger la
compañía.
De nuevo sentí el impulso de escudriñar en el interior del traje espacial
verde.
Pero, en vez de eso, eché un vistazo en derredor. Todavía sólo el
polvoriento desierto extendiéndose hacia poniente; casi sin rasgos, aunque de
un rosa oscuro como un melocotón pasado. "Verdadero melocotón, rosado y
sin tacha... Todo mármol color melocotón, el extraño y sazonado vino de una
cosecha abundante..." ¿Qué era ese poema?, preguntó mi mente.
En el asiento a mi lado, casi bajo la cadera del traje espacial verde,
vibrando un poco con él, había una cinta: iglesias y catedrales desaparecidas
de Tierra. Los antiguos edificios tenían para mi un prohibitivo interés, desde
luego, y además, algunos de los montículos o colmenas de los negros
coleópteros se parecen extraordinariamente a las torres y espiras de la Tierra,
hasta en detalles tales como ventanas de aguda ojiva y alados arbotantes,
como si se hubiese sugerido allí un elemento imitativo, quizás telepático, en la
arquitectura de aquellos seres que, a pesar de su inteligencia humanoide, son
muy semejantes a insectos sociales. Estuve repasando el libro, en mi última
parada, a la caza de parecidos en las residencias de coleópteros, pero luego
un interior catedralicio me recordó la Capilla Rockefeller de la Universidad de
Chicago y saqué la cinta del proyector. En esa capilla era donde había estado
Mónica cuando obtuvo su doctorado en Física una radiante mañana de junio,
mientras el chorro llameante de los cohetes de despegue lamía la orilla sur del
lago Michigan... y no quise pensar en Mónica. O, más bien, ansiaba demasiado
pensar en ella.
Lo hecho, hecho está y además ella ha muerto ya hace mucho tiempo...
¡Ahora reconocí el poema!... El obispo dispone su tumba en la iglesia de Santa
Práxeda, era de Browning. ¡Parecía un lamento lejano!... ¿Había en la cinta
una vista de San Práxeda? El siglo XVI... y el obispo agonizante suplicando con
sus hijos por tener una tumba grotescamente grandiosa... con un friso de
sátiros, ninfas, el Salvador, Moisés, linces... mientras, como trasfondo, el
obispo piensa en la madre de ellos, en su amante...
"Vuestra esbelta y pálida madre, con sus ojos parlantes... EI viejo
Gandolfo me envidiaba, por lo bella que era!"
Roberto Browning y Elisabeth Barrrett y su gran amor...
Mónica y yo mismo y nuestro amor que nunca tuvo comienzo...
Los ojos de Mónica hablaban. Era esbelta y delgada y altiva...
Quizás si yo hubiese tenido más carácter, o sólo energía, habría hallado
alguien más a quien amar... ¡un nuevo planeta, otra muchacha!... y no
permanecería inútilmente fiel a aquel antiguo romance, y no estaría cortejando
a la soledad, enclaustrado en Marte dentro de una ensoñado vida—muerte..
Horas y más horas en la noche inanimada, me pregunto ¿Vivo, o estoy
muerto?.
Mas, para mi, la pérdida de Mónica está ligada, no puedo deshacer su
lazo, desatar su nudo, con el fracaso de la Tierra con mi abominación por lo
que la Tierra se hizo a si misma en su orgullo de dinero y poder y éxito.
Comunistas y capitalistas por igual, con aquella innecesaria guerra atómica que
llegó precisamente cuando se pensaban que lo tenían todo resuelto y a salvo...
al igual que lo pensaron antes de la de 1914. La contienda no barrió a toda la
Tierra, de ningún modo. sino sólo una tercera parte, pero si aniquiló mi
confianza en la naturaleza humana... y me temo que en la divina también... y
destruyó a Mónica.
"...y ella murió como hemos de morir todos y desde entonces tú percibes
al mundo como en un sueño..."
¿Un sueño? Quizás nos falte un Browning para hacer reales aquellos
momentos de la historia moderna vertidos por sobre el Niágara del pasado,
para hallarlos de nuevo como
una aguja en el pajar o el átomo en el remolino, y marcarlos
perfectamente... los momentos del vuelo estelar y aterrizaje planetario
grabados como él lo había hecho en los momentos del Renacimiento, en
indelebles aguafuertes.
¿Sin embargo... el mundo, el universo (¿Marte? ¿Tierra?) sólo un
sueño? Bueno, acaso un mal sueño a veces, ¡eso seguro!, me dije cuando hice
volver mis errantes pensamientos al aparato volante y al invariable desierto
rosado bajo el pequeño sol.
Al parecer, no había omitido nada... mi segunda mente había estado
vigilando despierta y con atención los instrumentos, mientras mí primera mente
divagaba en imaginaciones y recuerdos.
Pero las cosas aparecían más fantasmagóricas que nunca. El silencio
resonaba ahora, metálico, como si acabase de finalizar un gran volteo de
campanas, o estuviese a punto de comenzar. Había amenaza ahora en el
pequeño sol a punto de ponerse detrás de mi, trayendo la noche marciana y lo
que las cosas-seres marcianas pudieran ser sin que ellas mismas lo supieran
todavía. La llanura rosa se había vuelto siniestra. Y por un momento estuve
seguro de que si miraba en el Interior del traje espacial verde vería a un negro
espectro más tenue que cualquier coleóptero, o bien un rostro de pardos y
descarnados huesos y de torva sonrisa... el Rey de los Terrores.
Con la rapidez de la lanzadera del tejedor vuelan nuestros años: el
Hombre va a la tumba, ¿y dónde está?.
Lo misterioso y sobrenatural no se evaporaron cuando el mundo se
superpobló y se hizo inteligente y técnico. Se trasladaron al exterior... a la
Luna, a Marte, a los satélites de Júpiter, a la negra y enmarañada floresta del
espacio y a las distancias astronómicas y a los inimaginablemente lejanos ojos
de buey de las estrellas. A los reinos de lo ignoto, donde acontece aún lo
insólito a cada hora y lo imposible cada día...
Y precisamente en ese momento vi a lo imposible erguido, con una
altura de ciento veinte metros y vestido de encaje gris, en el desierto frente a
mi.
Y mientras mi primera mente se quedaba helada durante segundos que
se extendieron a minutos y mi visión central quedaba inescrutablemente
clavada en aquella Incredulidad bifurcada al máximo con su opaco matiz de
arco iris prendido en el encaje gris, mi segunda mente y mi visión periférica
llevaron a mi aparato volante en rápido descenso a un suave y rasante
aterrizaje de ensueño con sus largos esquíes sobre el rosado polvo. Manipulé
un mando, y las paredes de la cabina oscilaron en silencioso descenso, a
ambos lados del asiento del piloto, y bajé por la ensoñadora gravedad
marciana al suelo blando como una almohada melocotón oscuro, quedándome
en contemplación de la maravilla, y fue entonces cuando mi mente primera
comenzó por fin a funcionar.
No podía caber duda alguna sobre el nombre de aquello, pues hacía no
más de cinco horas que contemplé una vista suya registrada en la cinta... era la
fachada occidental de la catedral de Chartres, esa obra maestra del gótico, con
su aguja sencilla del siglo XII, el Clocher Vieux(1[1]), al sur, y su aguja ornamental
del siglo XVI, el Clocher Neuf(2[2]), al norte; y entre ellas el gran rosetón de
quince metros de diámetro y, debajo, el pórtico de triple arcada repleto de
esculturas religiosas.
Rápidamente ahora, mi mente primera pasó de una teoría a otra que
explicaran este grotesco milagro y salió repelida de ellas casi con tanta
celeridad como si fuesen polos magnéticos.
Era una alucinación procedente de las mismas cintas grabadas. Si,
quizás el mundo como en un sueño. Eso es siempre una teoría y nunca útil.
Una transparencia de Chartres había pasado ante mi placa visora facial.
Sacudí mi casco. No era posible...
Estaba viendo un espejismo que había atravesado cincuenta millones de
millas de espacio... y algunos años de tiempo también, pues Chartres había
desaparecido con la bomba de París que mal dirigida cayó hacia Le Mans, lo
mismo que la capilla Rockefeller desapareciera con la bomba de Michigan y la
de Santa Práxeda con la de Roma.
Aquella cosa era una maqueta construida por los coleoptéridos, de
acuerdo a un plano telepatizado de la imagen mental recordada de Chartres y
conservada en la memoria de algún hombre. Pero la mayoría de las imágenes
memorizadas carecen de tanta precisión y jamás oí hablar de coleópteros
imitando policromas vidrieras, aun cuando construyesen nidos con agujas y
capiteles de trescientos metros de altura.
Aquello era una de esas grandes trampas hipnóticas que los Jingoistas
areanos pretenden reiteradamente que nos están tendiendo los coleópteros. Sí,
y el universo entero estaba construido por demonios para engañarme sólo a
1
2
mí... y posiblemente a Adolfo Hitler... como hipotetizara antaño Descartes.
Basta.
Trasladaron Hollywood a Marte, como antes lo hablan trasladado a
México, y a España, y a Egipto, y al Congo, para reducir gastos, y habían
terminado precisamente una epopeya medieval: El jorobado de Nuestra
Señora de París, sin duda con algún estúpido productor que subtitula a Notre
Dame de Paris por Notre Dame de Chartres, porque a su amante de turno le
parecía que esta última tenia mejor aspecto ambiental y el público ignorante no
notaria la diferencia. Sí, y probablemente hordas alquiladas por casi nada de
negros coleópteros como comparsería para la figuración de monjes, llevando
hábitos de burda estameña y con máscaras humanoides. ¿Y por qué no un
coleóptero para el papel que Ouasimodo?... eso mejoraría las relaciones entre
las razas. No ha de buscarse la comedia en lo increíble.
O bien habían estado dando un paseo por Marte al último presidente
chiflado de La Belle France, para aplacar sus nervios, y, con tal motivo, le
habían procurado una maqueta de la catedral de Chartres, toda su fachada
oeste, para seguirle la corriente, del mismo modo que los rusos hablan
construido sus poblados de cartón para impresionar a la esposa alemana de
Pedro III. ¡La Cuarta República en el cuarto planeta! No, no te vuelvas histérico.
Pues esa cosa está ahí.
O quizá —y aquí mi primera mente se desbocó— el pasado y el
presente existen de algún modo en alguna parte (¿La Mente de Dios? ¿La
cuarta dimensión?), en una especie de animación suspensa, con pequeñas
veredas de cambios sonámbulos discurriendo a través del futuro mientras las
acciones voluntarias de nuestro presente lo trastocan y quizás, quien sabe,
¿otras sendas discurriendo también a través del pasado?... porque podrían
haber viajeros profesionales del tiempo. Y acaso, una vez en un millón de
milenios, un aficionado halla accidentalmente una puerta.
Una puerta de acceso a Chartres. ¿Pero cuándo?
Mientras me detenía en estos pensamientos, con la mirada fija en el
prodigio gris "...¿Vivo o estoy muerto?",—percibí un gemido y un susurro a mi
espalda, y me volví, viendo al traje espacial verde salir por los aires del aparato
volante, viniendo en mi dirección, pero con su cabeza agachada, de manera
que no pude distinguir si habla algo tras la placa visora. Me quedé tan inmóvil
como en una pesadilla. Pero antes de que el traje espacial llegase a donde yo
estaba, vi lo que acaso lo transportaba, una ráfaga de aire que había sacudido
al aparato volante y provocado densas y altas columnas de polvorosa, que
formó una serie de plumosas nubes. Y luego el viento se abatió sobre mi y
como por la escasa gravedad de Marte uno no se asienta demasiado firme
sobre el suelo, se me llevó rodando lejos del aparato, en medio de la ola de
polvo y con el traje espacial, que iba más rápido y más alto que yo, como si
estuviera vacío... aunque bien es verdad que los espectros son livianos.
Aquel viento era más poderoso que cualquiera de los que suelen azotar
Marte, con certeza superior a cualquier ráfaga, y mientras Iba yo dando
delirantes tumbos, protegido por mi traje y por la baja gravedad, tendiendo
inútilmente las manos para asirme a los mezquinos salientes rocosos por entre
cuyas largas sombras marchaba dando vueltas, me encontré pensando con la
serenidad de la fiebre que aquel viento no soplaba sólo a través del espacio de
Marte, sino también a través del tiempo.
Una mezcla de viento del espacio y viento del tiempo... ¡qué
rompecabezas, qué enigma para el físico y diseñador de vectores! Parecía
injusto, de mala fe, pensé mientras seguía en mi rodar, algo así como
proporcionar al psiquiatra a un paciente con psicosis y sojuzgado por el
alcoholismo. Pero la realidad siempre se encuentra mezclada y yo sabía por
experiencia que sólo pocos minutos en una cámara anecoica, sin luz, de
gravedad cero, hacia que la mente más normal derivara incontrolablemente
hacia la fantasía... ¿o es que siempre eso es fantasía?
Uno de los salientes rocosos más pequeños tomó por un instante la
forma retorcida del perro de Mónica Brush(3[3]) cuando murió... no en la
explosión con ella, sino por la radioactividad, tres semanas después, sin pelo e
hinchado y rezumando una especie de baba. Parpadeé.
Luego cesó el viento, y la fachada oeste de Chartres se cernió
verticalmente sobre mi, y me encontré agazapado en los polvorientos peldaños
del claustro sur, con la gran imagen de la Virgen mirando severa desde la parte
superior del elevado portal al desierto marciano y las estatuas de las cuatro
artes liberales alineadas bajo ella... Gramática, Retórica, Música y Dialéctica...
y a Aristóteles con el entrecejo fruncido mojando una pluma de piedra en la
también pétrea tinta.
La estatua de la Música golpeando sus campanillas berroqueñas, me
hizo pensar en Mónica y en cómo mientras ella estudiaba piano ladraba Brush
contrapunteando los ejercicios de su ama. Luego recordé haber visto en la
cinta que Chartres es el legendario lugar de eterno descanso de Santa
Modesta, una bellísima muchacha que a causa de su fe cristiana fue torturada
hasta la muerte por su padre Ouirino en los días del emperador Diocleciano.
Modesta... Música... Mónica.
La doble puerta estaba un poco abierta y el traje espacial verde quedó
allí como tendido de bruces y esparrancado, con el casco alzado, como si
fisgase en el interior, desde el nivel del suelo.
Me puse en pie y subí, ¿flotando a través del tiempo?, Grotesco, con
peldaños cubiertos de polvo rosa. Polvo, ¿y qué era yo, sin embargo, más que
polvo? "¿Vivo o estoy muerto?"
Me di cada vez más prisa, levantando al andar el fino polvo en remolinos
rojo melocotón, y casi tropecé con el traje espacial verde al agacharme para
darle la vuelta y mirar por su placa visora. Mas, antes de que pudiera hacerlo
completamente me fijé en el portal y lo que vi me detuvo. Lentamente me
afiancé de nuevo sobre mis pies y di un paso más allá del postrado traje
espacial verde y luego otro.
En vez de la gran nave gótica de Chartres, larga como un campo de
fútbol, alta como una sequoia, avivada por una policroma luminosidad, había un
interior más pequeño y oscuro... eclesiástico también, pero románico, hasta
latino, con macizas columnas de granito y ricos peldaños de mármol rojo que
llevaban hasta un altar en el que relucían los mosaicos en la semioscuridad. Un

3
tenue haz de luz proveniente de otra abierta puerta, parecido a un foco de
teatro, encendido entre bastidores, se proyectaba sobre el muro opuesto a mi,
revelándome un sepulcro magníficamente ornamentado, en el que una estatua
funeraria—un obispo con su mitra y báculo —yacía en un recargado friso de
bronce sobre una brillante losa de Jaspe verde, con un globo terráqueo de
lapislázuli, entre sus rodillas de piedra, y nueve columnitas de mármol color
melocotón primerizo alzándose en derredor suyo hasta el dosel...
Pues, naturalmente: ésta era la tumba del obispo del poema de
Browning. Esta era la iglesia de Santa Práxeda, pulverizada por la bomba de
Roma, la iglesia consagrada a la mártir Práxeda, hija de Prudencio, discípula
de San Pedro, más oculta en el pasado aún que la mártir Modesta de Chartres.
Napoleón había tenido la intención de liberar y trasladar aquellos peldaños de
mármol rojo a París. Pero al percatarme de esto me sobrevino casi
instantáneamente el recuerdo gemelo: que si bien la iglesia de Santa Práxeda
había tenido existencia real, el sepulcro de Browning sólo existió en la
imaginación del poeta y en las mentes de sus lectores.
¿Podría ser, pensé, que el pasado y el futuro no solamente existan por
siempre, sino también todas las posibilidades que nunca se plasmaron, ni se
plasmaran... de algún modo, en alguna parte (¿La quinta dimensión? ¿La
Imaginación de Dios?), como si fueren un sueño dentro de otro sueño?...
Reptando también como los artistas, o lo que cualquiera piensa de ellos...
Vientos cambiantes mezclados con vientos del tiempo y con vientos del
espacio...
En este momento reparé en dos figuras vestidas de oscuro en la nave
lateral de la tumba y al examinarlas vi a un hombre pálido de negra barba que
le cubría las mejillas y a una mujer pálida también, de lacio pelo oscuro, tocada
con tenue velo. Hubo un movimiento próximo a sus pies y apartándose de
ellos, una parda y gruesa bestia negra, semejante a una babosa casi sin pelo,
reptó alejándose de ellos y se perdió entre las sombras.
No me gustó aquello. No me gustó tal bestia. Ni me gustó su
desaparición. Por vez primera me sentí en verdad atemorizado.
Y luego la mujer se movió también, de modo que el borde de su amplia
falda negra pareció barrer el suelo, y con acento auténticamente británico dijo:
"¡Flush! ¡Ven aquí, Flushl" y recordé que ése era el nombre del perro que
Elisabeth Barret se llevó consigo cuando huyó con Browning de la calle
Wimpole.
La voz llamó de nuevo, ansiosa, pero su acento inglés le había
desaparecido ya, era en verdad una voz que yo conocía una voz que heló la
sangre en mis venas y el nombre del perro se había trocado en Brush y alcé la
vista y la barroca tumba había desaparecido y los muros se habían tornado
grises y retrocedido, pero no tan lejos como los de la Capilla Rockefeller; y allí,
viniendo hacia mí por la nave central, alta y esbelta, ataviada con su negra toga
académica con las tres barras de terciopelo del doctorado en las mangas y el
pardo de la Ciencia orillando su birrete, estaba Mónica.
Creo que me vio, creo que me reconoció a través de mi placa visora,
creo que me sonrió tímida, temerosa, maravillada.
Luego, tras ella, hubo un resplandor rosáceo, formando un luminoso
nimbo en torno a su cabello, como la aureola de una santa. Pero el resplandor
se hizo después demasiado brillante, hasta resultar intolerable a la vista, y algo
me golpeó, echándome atrás a través del portal, haciéndome dar vueltas como
una peonza, de manera que cuanto vi fueron remolinos de polvo rosa y el
firmamento constelado.
Creo que lo que me asestó aquel golpe fue el fantasma del frente
formado por una explosión atómica.
En mi mente se hallaba el pensamiento: Santa Práxeda, Santa Modesta,
y Mónica, la santa atea martirizada por la bomba.
Luego, todos los vientos se fueron y me hallé serenándome, en el polvo,
junto a mi aparato volante.
Escudriñé en derredor, a través de los menguantes remolinos de polvo.
La catedral había desaparecido. Ni loma ni estructura alguna resaltaban por
ninguna parte sobre la lisa planicie del horizonte marciano.
Apoyado contra el aparato volante, como si se hallara aún en pie
sostenido por el viento, estaba el traje espacial verde, con su espalda vuelta
hacia mí, su cabeza y hombros hundidos, en una actitud remedadora del más
profundo desaliento.
Fui rápidamente hasta él. Me asaltó el pensamiento de que podría
haberse venido conmigo trayendo a alguien a mi presente actual.
Cuando le di la vuelta pareció contraerse un poco. La placa visora
estaba vacía. En el interior, bajo la transparencia, deformada por mi ángulo de
visión, se hallaba la pequeña consola compleja con sus esferas y palancas,
pero ningún rostro cerniéndose sobre éstas.
Tomé muy suavemente en brazos al traje espacial, como si fuese una
persona y me fui hacia la puerta de la cabina.
No existimos más plenamente que en las cosas que hemos perdido.
Hubo un verde destello del sol mientras su última plata se desvanecía en
el horizonte.
Brotaron todas las estrellas.
Reluciendo verde, la más brillante de todas, baja en el firmamento, allá
donde el sol se había puesto, se encontraba la estrella vespertina, la Tierra.
Movimiento de caballo
La alta muchacha de pelo largo con el uniforme verde oliva y la insignia
negra en espiral tabaleaba suavemente un ritmo de raya-punto-punto en la
barandilla dorada de la galería donde descansaban sus codos.
Era su única concesión al nerviosismo. Pese a que la Regla Número
Uno de su entrenamiento había sido que incluso una concesión tan minúscula
como aquélla podía conducirla a la muerte.
El hermoso rostro de halcón enmarcado por un flequillo negro
examinaba el dorado salón de abajo, donde un millar de criaturas inteligentes
procedentes de medio millar de planetas distintos estaban jugando al ajedrez.
Las piezas eran movidas y los botones de los relojes pulsados más a menudo
por zarcillos, pinzas parecidas a las de los cangrejos, y artilugios protésicos,
que por dedos. Árbitros vestidos de oscuro y ordenanzas caminaban sobre la
punta de sus tentáculos o almohadillados cascos —o pies— entre las mesas,
mezclándose con los espectadores agrupados en tarimas a ambos lados del
salón.
Simplemente, un torneo interestelar de ajedrez, sistema suizo,
veinticuatro series, que se celebraba en el quinto planeta de la estrella 61 del
Cisne en el año 5037 d. C., antiguo tiempo de la Tierra.
Sin embargo, dentro de la mente de la muchacha estaba sonando un
apagado timbre de alarma, en los límites del área consciente.
Mientras que fuera, un débil zumbido lastimero en algún lugar impreciso
del salón le recordaba el de una avispa entre los maderos del enorme y oscuro
establo detrás de la granja de Minnesota donde se había criado. Se preguntó
brevemente acerca de la vida de los insectos en 61 Cisne 5, luego apartó a un
lado aquella línea de pensamiento.
¡Primero lo primero!... Eso decía el timbre de alarma.
Miró a su alrededor en la casi vacía galería. En la cabecera de la rampa
que descendía hasta el salón había dos robots con una camilla y una
enfermera de amarillo pico de un planeta de Tau Ceti, que agitaba su rojo
copete y encrespaba sus plumas bajo su uniforme blanco. La muchacha casi
sonrió... ¡El ajedrez no era un juego tan peligroso como todo eso! Sin embargo,
cuando un millar de corazones, algunos viejos, estaban latiendo bajo tensión...
Sólo sus verdes ojos se movieron cuando observó a los dos jugadores
que no sólo parecían humanos sino que procedían realmente de la Tierra..., un
hombre y una mujer, uno de ellos situado en el puesto treinta y siete, con
posibilidades todavía de ganar algún dinero. Sintió una llamita de simpatía,
pero instantáneamente la extinguió.
Una agente de las Serpientes nunca debía sentir simpatía.
Su nervioso tabaleo se hizo más rápido mientras rebuscaba en su
metódica mente la causa de su alarma. No parecía estar relacionada con
ninguna de las silenciosas y furiosamente pensativas criaturas, humanoides o
inhumanas.
¿Podía estar relacionada con el propio juego del ajedrez? Con la llegada
del vuelo estelar, se había descubierto que el ajedrez existía con reglas casi
idénticas en al menos la mitad de todos los planetas inteligentes, difundido por
olvidados comerciantes estelares quizá. Había algo acerca de uno de los
movimientos del ajedrez...
Bajo su uniforme y su ropa interior, entre sus pechos, notó el caminar de
una araña grande. No había ningún error en aquellos rápidos y picoteantes
pasitos sobre su desnuda piel.
No hizo ningún movimiento. Los picoteantes pasitos eran pulsaciones en
una estrecha placa metálica apretada contra aquella sensitiva zona de su
cuerpo..., pulsaciones que advertían de la aproximación del cuerpo o la
proyección de un amigo, un neutral, un desconocido o —en este caso— un
enemigo.
Era un dispositivo bastante común. Por eso mismo, el ser que se
acercaba a ella sintió también el escamoso deslizarse de una serpiente muy
arriba, en la parte interior de su muslo, y reaccionó tan poco como ella.
La muchacha cesó instantáneamente su tabaleo, aunque había sido
silencioso y su otra mano había ocultado sus dedos enguantados en negro.
Mientras observaba en la pulida piel negra del dorso de uno de sus guantes la
casual aproximación del ser a lo largo de la barandilla dorada, bostezó
delicadamente y cubrió sus labios con el perfumado cuero fino del dorso de su
otro guante. Sabía
que era vulgar, pero le encantaba hacer eso a los agentes enemigos.
El hombre se detuvo a pocos centímetros de distancia. Parecía tener
dos veces su edad, pero era digno y de apariencia más joven. Su pelo, con
mechones grises, estaba cortado muy corto sobre su cráneo. Llevaba un
severo uniforme negro con insignias plateadas, que eran asteriscos de ocho
puntas. Llevaba tres veces más condecoraciones de plata en su pecho que las
de hierro pavonado que exhibía ella. Para la mayor parte de las muchachas, su
apariencia era la de un resplandeciente caballero plateado.
Esta muchacha ignoró su presencia. El estudió sus hombros, su brillante
pelo, luego apoyó también los brazos en la barandilla dorada y miró hacia
abajo, a los jugadores de ajedrez. Hombre y muchacha tenían la misma altura.
—Las criaturas se estrujan el cerebro por un título vacío —murmuró—.
Eso hace que me siente deliciosamente indolente, Erica, hermana mía.
—Preferiría que no siguieras insistiendo en la similaridad de nuestros
nombres de pila, coronel Von Hohenwald —respondió ella suavemente.
Él se alzó de hombros.
—Erich von Hohenwald y Erica Weaver... Siempre me ha parecido una
encantadora coincidencia, esto... —le sonrió—, mayor. Cuando nos
encontramos al aire libre, de uniforme, o en una misión de paz, me parece a la
vez agradable y cortés confraternizar. ¿O sonorizar? ¿Geschwisterize? No
importa cuántas degollinas debamos realizar en la oscuridad el resto del
tiempo. ¿Qué te parece una copa?
—Entre Serpiente y Araña no puede haber nada excepto una tregua
armada... —respondió ella con energía, aunque suavemente y sin mirarle—,
¡con los ojos muy abiertos y el dedo en el gatillo!
Las Arañas y las Serpientes eran las dos grandes facciones que
luchaban secretamente en la galaxia de la Vía Láctea. Luchaban en el tiempo,
buscando cambiar el pasado y el futuro a su favor, pero también luchaban en el
espacio. La mayor parte de los planetas inteligentes estaban infiltrados
predominantemente por una u otra fuerza, aunque en algunos planetas, como
la Tierra, habían llegado a un equilibrio, y la Guerra Interminable era de lo más
ardiente. 61 Cisne 5 era un planeta neutral, parecido a una ciudad abierta.
Como chantajistas vueltos respetables, Arañas y Serpientes operaban
abiertamente allí..., por un acuerdo mutuo en el que ningún lado confiaba en
realidad. Tras la máscara de la amistad, estaban compitiendo para ganarse
esos planetas; en ellos el asterisco plateado de las Arañas y la espiral negra de
las Serpientes eran reconocidos, respetados, y evitados.
Cada una de las facciones reclutaba agentes de todos los tiempos y
razas..., agentes que raramente conocían la identidad de otros agentes salvo
unos pocos camaradas, un puñado de subalternos y un oficial superior. Erica y
Erich, aunque en bandos opuestos, habían sido reclutados ambos en la Tierra
del siglo XX. Era una experiencia común para un agente encontrarse a cinco
mil años o más en el futuro, o en el pasado. Algunos agentes odiaban su
trabajo, pero el castigo llegaba rápido al traidor o prófugo. Otros se
enorgullecían de él.
—Teufelrod... ¡Eres realmente una astuta amazona asesina! —comentó
el coronel Araña.
—Las amazonas se cortan el pecho derecho para ser capaces de tensar
al máximo sus arcos —dijo con voz llana la mayor Serpiente—. Yo haría lo
mismo si...
—Pero..., ¡Gottsei dank!..., no tienes que hacerlo —interrumpió él—.
Erica, ¡son magníficos! ¿Y no se agitan ni lo más mínimo cuando mi insignia
cruza entre ellos? Es ahí donde llevas tu placa avisadora, ¿verdad?
—¡Espero que la tuya te muerda!
—¡No digas eso! —protestó él—. Entonces no sería capaz de apreciarte
en lo que vales. Erica, ¿tienes que odiar las veinticuatro horas del día? Eso aún
no ha estropeado tu belleza, en absoluto, pero...
Tendió su mano llena de cicatrices hacia la enguantada mano de ella.
Ella la apartó rápidamente e hizo restallar con sequedad sus dedos, su rostro
todavía inexpresivo y mirando hacia otro lado.
—¡Verdammt! —maldijo él suavemente, pero había placer en su voz—.
Mi querida serpiente verde con colmillos negros, eres demasiado seria para los
tiempos de tregua. Para empezar, llevas demasiadas medallas. Si yo fuera tú,
arrojaría esa Orden Ofidia del Mérito. De hecho, si no estuviéramos siendo
observados, la arrancaría yo mismo.
—¿Y tú, con todo el peso que llevas en tu pecho? Simplemente
inténtalo.
Hizo una profunda inspiración, el cuerpo relajado, las negras puntas de
sus dedos suspendidas sobre la dorada barandilla.
El otro miró de forma extraña, casi preocupado, el perfil de ella, y luego
prosiguió, esta vez burlonamente:
—Mi querida mayor, ¿cómo consigue una agitadora como tú..., una
puritana, sí, pero también una agitadora..., soportar esto sin volverse loca de
aburrimiento? —Tendió los abiertos dedos de una mano hacia el salón de
abajo. Jugado a quince movimientos por hora, el ajedrez es un juego lento.
Ninguna pieza fue sujetada, por un tentáculo o por cualquier otro miembro,
ningún botón fue oprimido mientras los dedos del coronel permanecieron allí,
extendidos—. ¡Y seguirá así durante un mes! —terminó. Entonces su voz se
volvió deliberadamente sardónica—. Para aliviarte un poco, ¿quizá visitas de
tanto en tanto el Salón Rosa, donde se está celebrando el gran torneo de
bridge? ¿O quizá renuevas tu paciencia en el Salón Negro, donde juegan
interminablemente ese peculiar e intrincado backgammon centauriano?
—No me gusta el bridge, apenas soporto el ajedrez, desprecio el
backgammon—mintió llanamente ella.
Estaba buscando todavía el pensamiento acerca del ajedrez que la
llegada del hombre —¿sólo una coincidencia?— había echado a un lado.
—Quizá estás yendo demasiado lejos al infravalorar los juegos —dijo él,
aparentemente desechando todos los sentimientos y poniéndose filosófico—.
Empezando con nuestro propio planeta y tiempo de reclutamiento, ¿quién
puede decir cuánto tuvo que ver la pasión compartida hacia el ajedrez en curar
las diferencias entre Rusia y Occidente, o cuánto tiempo mantuvo la mentalidad
del whist y el bridge a los británicos..., o lo que hizo el k'ta'hra por Alfa del
Centauro Dos?
Ella se alzó, dejó caer los hombros. El timbre de alarma seguía sonando
aún débilmente. Debía buscar de nuevo, cuidadosamente, antes de que el
elusivo pensamiento se hundiera para siempre en su subconsciente profundo.
Y la avispa seguía zumbando aún débilmente por algún sitio, como
prosiguiendo una interminable búsqueda.
El coronel enemigo prosiguió con su discurso:
—Los juegos que se están celebrando en los tres torneos aquí en
Sesenta y uno Cisne Cinco representan los tres tipos básicos descubiertos en
el universo conocido. En primer lugar, los juegos de pista, como el
backgammon, el k'ta'hra, el parchís, el dominó y una monstruosidad financiera
norteamericana que recuerdo se llamaba Monopoly. En esos juegos hay una
pista o sendero unidimensional a lo largo del cual se mueven las piezas de
acuerdo con las tiradas de unos dados o sus equivalentes. No importa las
curvas e incluso nudos que tracen esas pistas, siguen siendo
unidimensionales.
»Segundo, están los juegos de tablero, como el ajedrez, las damas, y el
jetan marciano..., bidimensionales.
Erica, frunciendo ligeramente el ceño, interrumpió:
—Es extraño que la mayoría de los planetas inteligentes se hayan
aficionado principalmente a los juegos de tablero o a los juegos de pista. En la
mayoría de los planetas donde florece el ajedrez, el k'ta'hra languidece. Y
viceversa. Me pregunto por qué.
Él se alzó de hombros.
—Finalmente —dijo—, están los juegos de cartas, donde el elemento
esencial es el tanto oculto, la pieza de valor desconocido, que puede ser una
carta, un huevo barnardiano sobre goznes o una ficha mah-jong de bambú y
marfil. Whist, pinacle, skat, y el emperador de todos ellos, el bridge contrato.
»Luego están los tipos mixtos. El cribbage une en cierto sentido el juego
de cartas con el juego de pista; y recuerdo uno llamado Espía..., nuestro juego,
¿eh?..., en el cual unas piezas de valor desconocido son movidas sobre un
tablero. Pero en su conjunto...
En aquel instante el lastimero zumbido se hizo más fuerte. Y más fuerte.
Avanzando directamente hacia Erica a través del salón, aumentando a
cada instante su velocidad, había lo que podía ser clasificado como una avispa
más bien grande.
El coronel Araña sujetó a la muchacha, pero ella se había apartado ya
como una serpiente, alejándose de él e inclinándose junto a la barandilla.
El insecto modificó su rumbo, dirigiéndose aún directamente hacia ella.
Una pistola plana y gris, sacada de un bolsillo de su cadera derecha,
apareció en la mano de ella. Disparó.
No hubo ningún sonido, pero el insecto giró bruscamente mientras el fino
rayo inercial fallaba por un centímetro. Zumbó entre ellos junto a la barandilla
dorada.
El coronel había sacado su propia pistola. Apuntó y disparó.
El insecto se desvió hacia abajo, golpeando contra el suelo
brillantemente embaldosado de rojo y oro.
Hubo un seco y explosivo ¡fist! Un cegador estilete azul de llamas de
unos treinta centímetros de alto brotó hacia arriba.
Luego sólo quedó una humeante y estrecha muesca en las brillantes
baldosas. Mirando por encima de ella, los ojos de Erica se encontraron con los
de su adversario por primera vez.
—Un misil asesino —dijo con voz llana.
—Eso es evidente —admitió él—. Con carga explosiva.
Desde el salón de abajo llegó un murmullo de preguntas y siseos...,
guturales y sibilantes, musicales y átonos. Figuras inhumanas vestidas de
oscuro empezaban a subir la rampa.
—Y orientado hacia mí —dijo ella. —Intenté apartarte de su curso—dijo
él.
—O mantenerme en él hasta que hiciera impacto. Mi carne hubiera
ahogado la explosión y la llama. Luego tu falsa enfermera y los camilleros...
Miró a su alrededor. Los dos robots y la mujer—pájaro habían
desaparecido.
Las oscuras figuras que habían subido la rampa se dirigían hacia ellos.
—Puedo explicar... —empezó el coronel.
—¡Puedes explicarles esta explosión a los oficiales del torneo!
Pasó a largas zancadas entre los brazos de una figura de muchos
miembros procedente de Wolf I, con una placa dorada de identificación, que
intentaba detenerla, llegó al ascensor exprés, pulsó el botón del Piso 88, y saltó
al vacío pozo.
El campó, la recogió y la lanzó hacia arriba. A través de la transparente
parte trasera del pozo tuvo fugaces atisbos de un mar escarlata y una tierra
amarilla entre las formas imprecisas que debían de ser pasajeros
descendiendo. En el Piso 43 hubo una sacudida. «¿Qué ataca ahora? —se
preguntó—. ¿Un ciempiés aferrándose a mi espalda?» Pero el cibernador del
campo solucionó rápidamente el asomo de atasco.
En el 88 saltó fuera. Su puerta—espía murmuró: «Todo libre», así que
no registró la habitación con su convencional cama, tocador, microvisor, y
TVfono con sus colgantes brazos energéticos de metal acolchado utilizados
para señales de comprobación a larga distancia, apretones de manos y todo lo
demás.
Se dirigió al cuarto de baño, quitándose su uniforme por el camino. Su
Orden Ofidia del Mérito atrajo su atención. La uña de su dedo pulgar abolló el
negro metal. Era una plancha muy delgada, evidentemente, y con toda
seguridad contenía el dispositivo electrónico hacia el cual había sido orientado
el misil asesino. ¿Cuándo habría sido instalado?... ¿Y por qué Ven Hohenwald
había...? Echó a un lado aquella especulación.
Giró el mando de la ducha a «muy caliente» y dudó. Luego, con un
alzamiento de hombros, se llevó las manos a la nuca y soltó la delgada cinta
que sostenía su placa avisadora, limpió rápidamente la placa y la cinta con
agua de colonia, y la colgó en el toallero.
En el momento mismo en que la limpiadora lluvia tropical la golpeaba,
aclarando su mente, el pensamiento acerca del ajedrez que había estado
persiguiendo brotó tan claro como el cristal.
Al instante siguiente el cuarto de baño se llenó con la destellante luz al
ritmo de punto—punto—raya del habitual código de identificación Serpiente.
Era la luz de llamada del TVfono, que ella había graduado a «máxima
intensidad».
Corrió ansiosamente hacia allí. Esta vez su informe iba a tumbarles de
espaldas. Conectó la voz y—después de echar una mirada a su chorreante
desnudez— solamente la imagen de receptor—a—llamador. Ella podía ver,
pero no ser vista.
Con la transmisión holográfica, la pantalla de televisión era como una
ventana a otra habitación. El rostro lleno de cicatrices de Erich von Hohenwald
la miró desde ella.
Se maldijo a sí misma por su no regular acción de haberse quitado la
placa avisadora.
—¿Cómo has conseguido nuestro código de identificación? —preguntó.
Él sonrió, no exactamente a ella.
—Un estetoscopio contra la barandilla dorada, a unos treinta metros de
distancia. Cometiste un desliz, mayor. Lamento interrumpir tu baño..., es una
ducha lo que oigo, ¿verdad?..., pero...
Dos de los tres colgantes brazos energéticos se pusieron rígidos de
pronto, se agitaron ciegamente hacia los lados, tropezaron con sus muñecas y
las apresaron. El tercero tanteó en busca del botón que conectaba la visión
llamador—a—receptor.
Sin hacer una pausa para maldecirse esta vez, ella lanzó un pie hacia
delante y pateó el botón de energía de los brazos, apagándolo. Colgaron
inertes.
Frotándose las muñecas y contemplando el agua que chorreaba sobre la
lujosa moqueta, sonrió con cierta suficiencia y dijo:
—Me alegro de que llamaras, coronel. Acabo de tener una idea que
querría compartir contigo. Has estado hablando de juegos básicos. Bien, el
ajedrez es claramente una tela de araña con hilos que se entrecruzan... El
objeto del juego es perseguir e inmovilizar al rey enemigo, del mismo modo que
una araña paraliza a su víctima y a veces la envuelve con su seda. Pero está el
saltador; el caballo, la pieza más característica del ajedrez, puede efectuar
exactamente ocho movimientos torcidos cuando dispone de casillas libres..., el
número de las torcidas patas de una araña, ¡y también de sus ojos! Eso sugiere
que todos los planetas jugadores de ajedrez se hallan infiltrados por las Arañas
desde hace mucho tiempo. Sugiere también que todos los jugadores de ajedrez
que hay aquí en el torneo son Arañas..., tu batallón de choque para apoderarse
de Sesenta y uno Cisne Cinco.
El coronel Von Hohenwald suspiró.
—Temía que lo captaras, querida —dijo suavemente—. Acabas de
firmar tu orden de secuestro. Aún puedes ser capaz de advertir a tu cuartel
general, pero antes de que puedan acudir en tu ayuda, este planeta estará en
nuestras manos. —De pronto frunció el ceño—. Pero ¿por qué me has dicho
eso, Erica? Si pretendes engañarme...
—Te lo he dicho —erijo ella sonriendo— porque deseaba que supieras
que tu complot no sirve para nada... ¡y que mi lado ha tomado ya medidas
preventivas! Nosotros también hemos hecho un torcido movimiento de caballo.
¿No se te ha ocurrido nunca pensar en el significado de los juegos de pista,
coronel? El sendero unidimensional, retorciéndose sinuoso, es obvio que
simboliza a la serpiente. Las piezas son los pequeños bichos y animales que la
serpiente ha engullido. En cuanto al dado, bien, uno de los lanzamientos es
llamado Ojos de Serpiente. De modo que puedes estar seguro de que todos los
jugadores de k'ta'hra que hay aquí son Serpientes, listas para contrarrestar
cualquier intento Araña de apoderarse de Sesenta y uno Cisne Cinco.
El coronel abrió enormemente la boca.
—¡Así que vosotras, malditas Serpientes, estabais conspirando para
apoderaros también del planeta! Tengo que comprobar eso. Si estás
mintiendo... Pero aunque estés mintiendo, me veo obligado a admitirlo, mayor
Weaver, ése es el más sutil farol improvisado que jamás me han lanzado a la
cara.
Dudó un momento, y luego alzó su mano en un gesto restallante hasta el
borde de su corto pelo, en un saludo de felicitación.
Ella sonrió. Ahora que lo había reducido a su tamaño real, podía ver que
era un hombre muy agraciado. Y había hecho todo lo posible por advertirla
acerca del misil, allá abajo.
—No es ningún farol, coronel —dijo—. Y debo admitir que esta vez tanto
tú como yo, enemigos, hemos trabajado juntos para conseguir estas... tablas.
Mientras decía eso, encontró su negligée negro de encaje y se lo puso
apretadamente sobre su mojado cuerpo. Entonces avanzó hacia la televisión y
conectó la visión llamador—a—receptor.
Él le dirigió una sonrisa, un poco estúpida, pensó. Un toque de
decepción, un toque de apreciativo deleite.
Ella enderezó los hombros, alzó en un gesto restallante la mano... hasta
la nariz, y le hizo un gesto de burla con el pulgar.

También podría gustarte