1958-Fritz Leiber-Cronicas Del Gran Tiempo
1958-Fritz Leiber-Cronicas Del Gran Tiempo
1958-Fritz Leiber-Cronicas Del Gran Tiempo
Fritz Leiber
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La vida de Fritz Leiber corre pareja con su obra. Nacido Fritz Reuter
Leiber, Jr., el 24 de diciembre de 1910 («Pero no de madrugada, como Nuestro
Señor Jesucristo»), fue hijo de un afamado actor shakesperiano de igual
nombre y de una madre también actriz. Sus primeros años los pasó entre
bastidores, ayudando en la compañía de su padre, haciendo un poco de todo,
e incluso saliendo al escenario y actuando cada vez que resultaba necesario.
Este antecedente familiar —el hecho de que tanto su padre como — su
madre fueran actores—, así como el vivir todo su infancia y su adolescencia en
el teatro, tendría que haber marcado al joven Fritz Leiber. De hecho, sí lo hizo;
durante su juventud, fue también un apreciado actor shakesperiano, e incluso,
como había hecho anteriormente su padre, intervino en Hollywood en algunas
películas, entre ellas un pequeño papel en el célebre filme Camille, con Greta
Garbo. Su rostro apareció también en varios filmes clásicos de terror, entre los
cuales cabe destacar El fantasma de la ópera.
Quizá esto último, junto con el elemento trágicamente fantástico que
impregna muchas de las obras de Shakespeare, condicionara el futuro de la
carrera de Leiber. Él se limita a sonreír con aire ausente cuando se le pregunta
al respecto, y responde con una evasiva, cambia de tema o simplemente no
contesta. Lo cierto es que, a finales de la década de los treinta, pasó de la luz
de las candilejas a la del foco junto a la máquina de escribir. Empezó a publicar
en ese gran templo lovecraftiano que fue la revista Weird Tales, y también en
otras revistas paralelas, como Unknown. Relatos de fantasía y de terror, por
supuesto. Mediados los cuarenta empezó a publicar también en Astounding
Science Fiction, y es probable (Leiber tampoco deja de sonreír cuando se le
pregunta al respecto, y elude la cuestión o no contesta) que los condicionantes
de la política editorial de esta revista fueran los que le abocaran
magistralmente hacia la ciencia ficción. Desde entonces, Leiber incluiría a
menudo elementos de ciencia ficción en sus historias, pero sin dejar de ser
nunca, básicamente, un escritor de fantasía.
Su obra reúne una ingente cantidad de relatos cortos y,
comparativamente, muy pocas novelas. Entre estas últimas cabe destacar su
primer gran éxito, Conjure Wife, aparecida originalmente en Unknown en 1943
y publicada como libro en 1953; una novela de brujería en los tiempos
modernos cuya acción transcurre en una facultad universitaria y que ha sido
trasladada dos veces al cine, primero como Weird Woman (Mujer extraña) y
luego como Burn, Witch, Burn (Arde, bruja, arde), con guión de Richard
Matheson, y de la que se ha hecho también una versión televisiva. Gather,
Darkness! (¡Concéntrate, oscuridad!) es una notable novela acerca de una
Tierra futura controlada por una religión, mediante el uso de una ciencia que es
guardada en secreto a fin de poder realizar milagros ante la gente. The Green
Millenium (El milenio verde) es una novela de misterio situada en una
decadente América del próximo siglo, en la que unos extraterrestres visitan lo
que no es más que una degenerada sociedad donde imperan el sexo, el
sadismo y la crueldad. Una de sus últimas novelas, Our Lady of Darkness
(Nuestra Señora de la Oscuridad), es una impresionantemente hermosa novela
gótica, que posee fuertes elementos autobiográficos... o al menos eso es lo
que afirma el propio Leiber. Finalmente, The Wanderer (El vagabundo), que le
hizo merecedor de uno de sus premios Hugo en 1965, es su más clásica
novela de ciencia ficción, en la cual el paso de un extraño mundo por las
inmediaciones del sistema solar crea una gran devastación en la Tierra y la
Luna. Escrita con una gran complejidad de personajes y situaciones, constituye
un antecedente directo del gran número de novelas y filmes de desastres que
crearían toda una escuela poco después, y más concretamente del filme
Meteoro y de la novela El martillo de Lucifer, de Niven y Pournelle.
Por supuesto, Leiber tiene otras varias novelas en su haber, desde
Tarzan and the Valley of Gold (Tarzán en el valle de oro), escrita al estilo de
Burroughs y prologada por el propio hijo de Burroughs, hasta A Specter is
Haunting Texas (Un fantasma recorre Texas). Sin embargo, su mayor éxito de
público radica en las series. La más famosa de ellas, que surge al iniciarse su
carrera (la primera historia apareció en Unknown en agosto de 1939), es la de
Fafhrd and the Gray Mouser (Fafhrd y el ratonero gris), conocida también como
el Ciclo de las Espadas. Se trata de una serie clásica de Espada y Brujería;
incidentalmente, la paternidad de este nombre, Sword and Sorcery, que se ha
hecho famoso en el mundo anglosajón para definir ese subgénero particular de
la fantasía, se atribuye al propio Fritz Leiber, aunque él, con su socarronería
habitual, siga sonriendo y callando cuando se le pregunta al respecto. La serie
fue desarrollada a partir de 1934 por Leiber y un amigo universitario, Harry
Fisher, que colaboró durante varios años en el desarrollo del escenario.
Iniciada como una sucesión de simples relatos de aventuras, se fue
transformando con el tiempo en un complejo entramado, que huye
completamente de los clisés que inundan ese subgénero. En la actualidad, los
relatos han sido reunidos en seis volúmenes, cuyos títulos empiezan siempre
con la palabra Swords... (Espadas...), y de ahí el nombre genérico por el que
es conocida la serie. Una de las historias que la componen, Ill Met in Lankhmar
(Mal encuentro en Lankhmar), ganó en 1971 y 1970, respectivamente, los
premios Hugo y Nebula.
Y, por supuesto, está la serie de la Guerra del Cambio.
Escrita a lo largo de ocho años, de 1958 a 1965, inmediatamente
después de su crisis de alcoholismo, la serie de la Guerra del Cambio es
considerada como la obra más pura y personal de Leiber. Su acción no puede
situarse en ningún tiempo determinado..., porque todo el tiempo es su
escenario. Dos facciones «subterráneas» (y es el propio Leiber quien las
califica así, puesto que en ningún momento las define ni las sitúa) libran una
eterna guerra por la hegemonía en el universo. Los dos contendientes, las
Arañas y las Serpientes, intentan conseguir que la ventaja de la guerra se
decante a su favor yendo al pasado y modificando constantemente la historia
para que encaje con sus intereses. Para conseguirlo, reclutan a los Dobles,
gente que es arrancada de su línea de la vida poco antes de morir, bajo la
oferta de seguir viviendo eternamente siempre que trabajen para la causa.
Expuesta así, la temática de la serie puede parecer original pero no
excesivamente alambicada. Es el «toque Leiber» lo que le da su peculiaridad.
Leiber no se preocupa en ningún momento de explicarnos los motivos de esa
guerra, definirnos quiénes son los que luchan, cuáles son sus metas, ni
siquiera las líneas generales de la contienda. No existe una gradación ni una
continuidad en las distintas historias de la serie. De hecho, la guerra en sí no
es más que un telón de fondo, un decorado común que sirve para hilvanar los
relatos entre sí. Nunca sabremos qué persiguen las Arañas con su plateado
símbolo del asterisco de ocho puntas, o las Serpientes con su yin—yang negro
con los extremos abiertos. Sólo sabremos que en su eterna lucha recorren
constantemente la historia de la Tierra y de otros planetas, buscando nuevos
reclutas, realizando acciones transformadoras, luchando en los entretelones de
una historia distinta. Lo que importa en las historias de Leiber son los diversos
personajes que se ven envueltos, algunos a su pesar, otros marginalmente, en
esa guerra. El entretejido de la guerra en sí va hilvanándose lentamente a
través de los indicios, muchas veces leves, casi siempre apenas insinuados,
que van apareciendo a lo largo de los relatos.
La historia más conocida de la serie, a medio camino entre la novela y el
relato largo, es The Big Time (El Gran Tiempo, publicado en español por
Ediciones Adiax), que ganó en 1958 el premio Hugo a la mejor novela de
ciencia ficción del año. El Gran Tiempo es el epítome de toda la serie. Su
acción transcurre en un escenario único, una especie de club de diversión y
descanso, fantasmal e indefinido, situado en medio de ninguna parte, y
atendido por un grupo de «chicas fantasma», que están allí para ofrecer el
reposo del guerrero a los combatientes que son retirados de la lucha por un
cierto tiempo a fin de que se repongan. En la novela, nada es explicado; todo
va brotando a través de la propia acción, y es el lector quien tiene que ir
hilvanando los distintos detalles dispersos para formar el conjunto. Y es
precisamente esa aparente inconcreción dentro de la novela, en un marco
estructurado y medido a la perfección, lo que le da su principal aliciente.
Como se lo da también al reno de los relatos que forman la serie de la
Guerra del Cambio, y que ahora reunimos, por primera vez en español, en este
volumen. Para mí, una de sus mayores virtudes es su variedad, dentro de lo
que parecería tener que ser una monótona uniformidad temática. Cada una de
las historias incluidas ofrece un aspecto de lo que es, en su conjunto, esta
Guerra del Cambio, vista desde una periferia que nos permite ver no los
árboles, sino el bosque. En Intenta cambiar el pasado, Leiber nos habla del
reclutamiento de los soldados de la Guerra del Cambio, y de las dificultades
que comporta el intentar cambiar algo que ya ha sucedido. Un escritorio lleno
de chicas nos muestra la esencia de la que están formados esos Dobles, algo
que es inherente a todos los seres humanos. La mañana de la condenación
insiste en el tema del reclutamiento, y nos dice que alguien puede servir a dos
bandos a la vez.. aunque sea de la forma más inusual. El soldado más
veterano nos introduce en la operativa de los soldados de la Guerra del
Cambio, y en los peligros a que se ven expuestos. No es una gran magia nos
presenta, con todo detalle, una operación de campaña dentro de la guerra
temporal. Cuando soplan los vientos del cambio nos plantea un elemento
nuevo: la existencia de resacas, de vientos, en esas alteraciones forzadas del
tiempo. Movimiento de caballo, finalmente, nos ofrece un aspecto entre curioso
y divertido de la lucha directa entre los agentes de las dos facciones en pugna,
y constituye un digno colofón a esas crónicas, que no me atrevo a calificar de
bélicas, aunque sí lo sean.
En este volumen, los relatos están ordenados en la forma señalada por
el propio Leiber, una forma que él califica, sonriendo socarronamente, de
«cronológica». Dentro de esta gradación «cronológica», Leiber sitúa El Gran
Tiempo (que por obvias razones de extensión, y por hallarse disponible en el
mercado español su edición castellana, no se incluye aquí) al principio de la
serie, entre el primer relato, Intenta cambiar el pasado, y el segundo, Un
escritorio lleno de chicas. Yo, por mi parte (y he descubierto que no soy el
único en opinar lo mismo), lo sitúo más bien en quinto lugar, entre El soldado
más veterano y No es una gran magia. Naturalmente, discutir esto con Leiber
sería algo bizantino, de modo que nunca he pretendido hacerlo. De todos
modos, conozco ya por anticipado cuál sería su respuesta: «Bueno, no
importa, haz lo que quieras». En Brighton, hablando de los problemas que
siempre surgen entre autores y editores, dejó caer una frase que considero
dolorosamente antológica: «Los editores siempre tienen razón; si no, no
pagan». Ante un tal pragmatismo, nada queda por decir.
Fritz Leiber tiene algunos vicios menores en su carrera literaria, lo que él
llama «manías». Cosas que le han marcado en su vida y que aparecen
recurrentemente en toda su obra. A Leiber le encantan los gatos. En la Guerra
del Cambio no hay gatos, pero esos animales sí están presentes en gran parte
del resto de su obra. También le encanta el ajedrez, y no hace falta señalar
Movimiento de caballo para atestiguarlo— Pero lo que más ha marcado al
Leiber escritor es su ascendencia shakesperiana. « Uno no ha mamado toda
su infancia en las obras de Shakespeare en vano», me dijo en Brighton. No es
una gran magia constituye uno de los más sinceros homenajes shakesperianos
que he leído en mi vida, con el aliciente de incluir en él al propio Bardo en
persona. Pero aparte esto, toda la obra de Leiber (y que me perdone él, puesto
que me sonrió discretamente cuando se lo comenté, y no me dijo ni sí ni no,
sino todo lo contrario) es eminentemente shakesperiana. Desde su sentido
épico de la tragedia hasta su humor e ironía, pasando por su propio estilo
literario, elaboradamente cuidado, y por la fuerza de sus argumentos.
Leiber interrumpió en 1965 sus relatos sobre la Guerra del Cambio.
Según sus propias palabras, «ya había agotado el tema, no tenía nada más
que decir». A mí se me ocurren muchas más cosas que sí podría decir sobre
este fascinante universo sin espacio y sin tiempo, en lucha en una guerra sin
frente ni trincheras. Pero examinando fríamente el asunto, reconozco que
Leiber tiene razón. El principal elemento de atracción de la Guerra del Cambio
es precisamente su misterio, el tener que imaginar todo lo que no se dice. Una
excesiva insistencia en el tema obligaría a explicitar muchos conceptos.
Entonces perdería gran parte de su magia. Y no olvidemos que Leiber es un
escritor esencialmente mágico; su campo principal es la fantasía. Y la auténtica
fantasía debe saber dejar todo lo posible a la imaginación del lector. Leiber ha
escrito algunos otros relatos que pueden considerarse más o menos
conectados con el tema de la Guerra del Cambio, como por ejemplo,
recordando así a vuelapluma, Nice Girl With Five Husbands (La muchacha con
cinco maridos), aparecido en 1951. Pero Leiber se niega categóricamente a
considerarlos como parte de la serie, aunque haya utilizado algunos elementos
de ella. Y hay que respetar su opinión. Por algo es el autor. Y el autor, como
padre de la criatura, es quien en definitiva tiene la razón. Aunque los editores,
por supuesto, se empeñen en opinar lo contrario.
Así pues, los relatos recogidos en este volumen forman, junto con la
novela El Gran Tiempo, que los arropa y complementa, la totalidad de los
componentes de una serie famosa surgida de la pluma de un autor famoso,
que aún sigue produciendo lo mejor de su obra; un autor considerado como
uno de los decanos de la ciencia ficción, y el decano indiscutido de la fantasía.
Tan sólo una cosa respecto a ellos. Dos de los relatos incluidos aquí, La
mañana de la condenación y El soldado más veterano, aparecieron ya en el
número 37 de esta misma colección, La mente araña, una selección de varios
excelentes relatos de Leiber. Pese a ello, hemos decidido incluirlos de nuevo a
fin de ofrecer la panorámica completa de la serie de la Guerra del Cambio.
Además, los puristas aficionados a la cotejación observarán que sus versiones
son ligeramente distintas; en este volumen se ha ajustado mucho más la
traducción a su original inglés, restituyendo en lo posible ese estilo peculiar que
constituye uno de los principales alicientes de la producción literaria de Leiber.
Espero sinceramente que todos ustedes disfruten con estas CRÓNICAS
DEL GRAN TIEMPO. Me consta que Leiber disfrutó elaborándolas. Yo he
disfrutado también preparándolas, ordenándolas y traduciéndolas. Supongo
que el editor disfrutará igualmente elaborando el libro, aunque sólo sea
pensando en los posibles beneficios económicos que pueda reportarle (lo cual,
no se crean, es un riesgo difícil de asumir). Ustedes constituyen el último
eslabón de la cadena. No me defrauden. Me sentiría terriblemente
decepcionado si cerraran el libro con un «psché». Aunque estoy seguro de que
eso no sucederá. Más bien desearán leer otras historias de este fascinante
universo atemporal. Les confieso que yo también..., aunque creo que vamos a
tener que esperar.
Sin perder las esperanzas, sin embargo. No olviden que, a sus setenta y
cuatro años, Fritz Leiber tiene aún mucho camino por delante. Quizá, dentro de
poco...
Al fin y al cabo, él mismo nos lo ha demostrado: tiempo, espacio, vida,
muerte, nada existe realmente; de modo que en cualquier momento puede
producirse. No sé, quizá...
Veremos.
DOMINGO SANTOS
Intenta cambiar el pasado
No, no aconsejo a nadie que intente cambiar el pasado, al menos su
pasado personal, aunque cambiar el pasado general es mi trabajo, mi trabajo
militar. Entiendan, soy una Serpiente en la Guerra del Cambio. Esperen, no se
vayan... los seres humanos, incluso los Resucitados que participan en los
combates temporales, no están hechos para escabullirse, y su veneno es en su
mayor parte psicológico. "Serpiente" significa en nuestra jerga los soldados de
nuestro bando, como los hunos o los confederados o los gibelinos. En la
Guerra del Cambio intentamos alterar el pasado —y es un trabajo difícil y
brutal, créanme— en puntos diversos por todo el cosmos, en cualquier parte y
en cualquier tiempo, a fin de que la historia quede urdida de tal modo que haga
que nuestro bando derrote a las Arañas. Pero esa es una historia mucho mas
grande, la mas grande, de hecho, hasta el punto de que debo decir que ocupa
varios planetas de microfilmes y dos asteroides de moléculas codificadas en los
archivos del Alto Mando.
¿Cambiar un acontecimiento en el pasado y conseguir un futuro
completamente nuevo? ¿Borrar las conquistas de Alejandro dando un ligero
puntapié a un guijarro neolítico? ¿Extirpar América arrancando un brote de
grano sumerio? ¡Hermano, así no es como funciona, en absoluto! El continuum
espacio-temporal esta hecho de una materia testaruda, y el cambio lo es todo
menos una reacción en cadena. Cambia el pasado e iniciaras una ola de
cambios avanzando hacia el futuro, pero esa ola resulta amortiguada muy
rápidamente. ¿No han oído hablar nunca de la reluctancia temporal, o de la Ley
de la Conservación de la Realidad?
He aquí una pequeña historia que ilustrara lo que quiero decir. El tipo en
cuestión estaba recién reclutado, el sudor de la Resurrección manchaba aun
sus sobacos, cuando tuvo la idea de que podía usar el poder de viajar por el
tiempo para ir hacia atrás y efectuar un par de pequeños cambios en su
pasado, de modo que su vida tomara un rumbo mas feliz y quizá pensó no
tuviera que morir y verse mezclado con todo eso de las Serpientes y Arañas.
Era como si un campesino de las montanas recientemente reclutado como
soldado se largara llevándose el rifle de gran potencia que acababa de recibir
para volver a sus montañas y eliminar a unos cuantos de sus enemigos
personales.
Normalmente algo así no podía ocurrir. Normalmente para evitar este
tipo de cosas se lo hubiera embarcado hacia algún lugar a unos cuantos miles
o millones de años de distancia de su punto de alistamiento y quizá a unos
cuantos años luz también. Pero aquella era una crisis local en la Guerra del
Cambio y se estaban llevando a cabo un monto n de operaciones de rutina; un
nuevo recluta era algo que simplemente se olvidaba.
Normalmente también no hubiera debido quedar solo ni por un momento
en la Sala de Expediciones; no hubiera debido verla siquiera sino como un
mero atisbo a su llegada y al embarcar. Pero como he dicho había una crisis
las Serpientes estaban escasas de personal y algunos soldados eran
negligentes. Después de eso dos suboficiales fueron degradados a causa de lo
ocurrido y un primer teniente no solo perdió su puesto sino que fue transferido
fuera de la galaxia y de la época. Sin embargo, durante la crisis el recluta del
que estoy hablando tuvo todas las oportunidades que quiso de tontear con
cosas prohibidas y llevar adelante sus planes.
También poseía todos los detalles de la ultima parte de su vida allá en el
mundo real, de su muerte y sus consecuencias, para reflexionar sobre ello y
sentirse tentado a cambiarlo todo. Eso no fue culpa de la negligencia de nadie.
Las Serpientes proporcionan a todos los candidatos esa información como
parte de su prima de enganche. Descubren una muerte inminente, y los
hombres de Resurrección acuden y recluían a la persona en un punto a unos
pocos minutos o corno máximo a unas pocas horas antes de su muerte. Le
explican con inquietantes detalles lo que va a ocurrir, y le sugieren que lo mejor
para evitarlo es prestar el juramento. Nunca he oído de nadie que haya
rechazado la oferta. Luego lo extirpan de la línea de su vida en forma de un
Doble y desde entonces, hermanos, es una Serpiente.
De modo que ese tipo tenía una imagen de su muerte mas clara que la
del día en que compro su primer auto, y realmente se trataba de una obra
maestra de ironía patológica. Estaba viviendo en un elegante ático que había
pertenecido a un loco tío suyo —tenía incluso un observatorio astronómico en
miniatura, no utilizado desde hacía años—, pero estaba completamente
arruinado, sumido en deudas hasta la coronilla, ya punto de ser embargado de
un momento a otro. Nunca había tenido un autentico trabajo, siempre había
vivido a expensas de sus familiares ricos y de su esposa, pero ahora estaba ya
un poco viejo para seguir dedicándose con éxito a su vida de parásito. Su
encantadora personalidad, que había sido su única virtud, estaba tan muerta
por el uso y el abuso como iba a estarlo el mismo dentro de unas cuantas
horas. Su tío loco ya no quería saber nada de el. Su esposa era responsable
de una gran parte del desgaste de sus alas de mariposa sociales; llevaba años
odiándolo, y le gritaba día y noche de una forma que solo se podía tolerar en
un ático. De hecho, ella también estaba volviéndose loca. El había estado
tonteando con otra mujer, que acababa de ponerlo de patitas en la calle,
aunque sabía que su esposa nunca se lo creería, y si se lo creía eso no haría
más que añadir una nota burlona y despectiva a sus gritos.
Era una asquerosa tarde de agosto, en medio de una ola de calor. Los
Giants estaban jugando un partido nocturno con el equipo de Brooklyn. Habían
desaparecido dos musicales de éxito de las carteleras. La cosecha de trigo
había batido un nuevo record. Había un incendio forestal en California y peligro
de guerra en Irán. V se esperaba una lluvia de meteoritos para aquella noche,
según un boletín astronómico dirigido a su tío que había llegado en el correo de
la mañana. Por lo general arrojaba toda esa correspondencia al fuego sin
abrirla, pero ese día la había leído porque no tenía otra cosa que hacer, ni más
útil ni mas interesante.
Sonó el teléfono. Era un abogado. Su tío loco había muerto, y en el
testamento no había una palabra acerca de una Fundación de Búsqueda de
Asteroides. Hasta el ultimo centavo de su fortuna iba a manos del inútil de su
sobrino.
Este inútil personaje colgó finalmente el teléfono, luchando contra el
impulso de su corazón de saltar alocado fuera de su cuerpo y ascender hasta
el techo. Justo en aquel momento apareció sus esposa chillando por la puerta
del dormitorio. Había recibido una gentil y conmiserativa nota de la otra mujer,
contándoselo todo: llevaba una pistola, y anuncio que iba a terminar con
aquello de una vez por todas.
La atmósfera bochornosa proporcionaba un buen telón de fondo para la
burlona catástrofe. Las puertas de vidrio que daban a la terraza estaban
abiertas detrás de el, pero el aire que penetraba por ellas era sofocante como
la muerte. Sin que nadie reparara en ellos, un par de meteoros trazaron estelas
débiles en el cielo nocturno.
Confiando en poder disuadirla, le contó lo de la herencia. Ella le grito
que el, con seguridad, iba a usar el dinero en comprarse otras mujeres —lo
cual no era una predicción irrazonable—, y apretó el gatillo.
El peligro era mínimo. La mujer se hallaba al otro extremo de un gran
salón, y su mano, más que temblar, estaba agitando el niquelado revolver
como si fuera un abanico.
La bala le alcanzo exactamente entre los ojos. Cayo hacia atrás, mas
muerto que lo que estaban sus esperanzas antes de recibir la llamada
telefónica. Vio toda la escena gracias a que un reclutador del Equipo de
Resurrección lo llevo hacia adelante hasta aquel momento para que lo
presenciara como un Doble invisible..., un procedimiento normal de las
Serpientes, que, incidental mente, no produce complicaciones temporales,
puesto que los Dobles no afectan la realidad a menos que lo deseen.
Se quedaron unos momentos mas por allí. Su esposa contemplo el
cuerpo durante un par de segundos, fue a su dormitorio, tino de rubio su pelo
canoso rodándolo con dos botellas de agua oxigenada sin diluir, se puso un
deslucido traje de noche de lame dorado, toco Country Gardens, y luego se
pego también un tiro.
De modo que este era el pequeño melodrama, con sus dos víctimas,
que no dejaba de dar vueltas por su cabeza fuera de la Sala de Expediciones
vacía y no custodiada, completamente olvidado del exiguo personal —reducido
a la mitad— mientras todas la Serpientes disponibles en el sector estaban
ayudando a resolver la crisis local, que se hallaba centrada en el planeta Alfa
de Centauro Cuatro, a dos millones de años en el pasado.
Por supuesto, no necesito mucho tiempo para imaginar que si volvía
atrás y manipulaba un poco las cosas de modo que el primer disparo no se
produjera, pero sí el segundo, ahora estaría aposentado tranquilamente en el
mundo real, capaz de dedicar su herencia a cumplir la profecía de su esposa y
otros pasatiempos. Todavía no sabía mucho acerca de los Dobles, e imagino
que si no moría en el inundo real no tendría ningún problema en reanudar su
vida allí... quizá hasta fuera algo que se producía en forma automática.
De modo que aquella Serpiente —el nombre encaja bien con el, ¿no
creen? — cruzo los dedos y se deslizo en la Sala de Expediciones. Una
expedición era algo tan sencillo que, con solo estudiar los controles, un niño
podía aprender a efectuarla en cinco minutos. Regreso a un punto un par de
horas antes de la tragedia, evitando con cuidado el lugar donde lo había
separado de su línea de vida los hombres de Resurrección. Encontró el
revolver en un cajón del tocador, lo descargo, se aseguro de que no había mas
cartuchos por allí, y luego avanzo un par de horas... llegando justo a tiempo
para verse a sí mismo en el momento de recibir el balazo entre los ojos,
exactamente igual que la otra vez.
En cuanto se repuso de la decepción, se dio cuenta de que acababa de
aprender algo sobre los Dobles que hubiera debido saber desde un principio, si
su mente hubiera funcionado como correspondía. Las balas que había sacado
también era dobles; habían desaparecido del mundo real únicamente en el
punto del espaciotiempo donde el las había retirado, y habían seguido
existiendo, tan reales como siempre, en las secciones anterior y posterior de
sus líneas de la vida... con el resultado de que la pistola estaba cargada en el
momento en que su esposa la había esgrimido.
Así que ajusto los controles de modo que llegara solamente unos pocos
minutos antes de la tragedia. Tomo la pistola, balas incluidas, y se quedo allí
para asegurarse de que no volvía a aparecer. Imaginaba —correctamente—
que si abandonaba aquel sector espaciotemporal la pistola reaparecería en el
cajón del tocador, y no deseaba que su esposa pudiera usar ninguna pistola, ni
siquiera una con la línea de la vida rota. Después —es decir, una vez evitada
su muerte— tenía la intención de colocar la pistola en la mano de su esposa.
Dos cosas lo tranquilizaron, aunque había estado esperando una y
deseando la otra: su esposa no noto su presencia corno Doble y, cuando fue a
tomar la pistola, actuó como si esta no hubiera desaparecido, y tendió su mano
derecha corno si realmente sostuviera una pistola en ella. Si hubiera estudiado
filosofía, se habría dado cuenta de que estaba asistiendo a una confirmación
de la teoría de la armonía preestablecida de Leibnitz: que ni átomos ni seres
humanos se afectan realmente los unos a los otros, solo lo aparentan.
De cualquier forma, no tenía tiempo para teorías. Aun sujetando la
pistola, se deslizo al salón para ocupar un asiento de primera fila, cerca de Él
Mismo, para el gran acto. Él Mismo se dio menos cuenta aun de su presencia
que su esposa.
Su esposa salió y pronuncio su parlamento como siempre. Él Mismo se
echo hacia atrás como si ella siguiera sujetando la pistola y empezó a
tartamudear acerca de la herencia; su esposa se burlo e hizo como si le
disparara.
Naturalmente, no se produjo ningún disparo esta vez, y no apareció
ningún agujero de bala misterioso... cosa que había llegado a temer. Él Mismo
simplemente se quedo allí, como atontado, mientras su esposa hacía corno si
estuviera contemplando un cuerpo caído en el suelo y regresaba a su
dormitorio.
Se sintió complacido por completo: esta vez había cambiado realmente
el pasado. Entonces Él Mismo miro lentamente a su alrededor, aun con aquella
expresión atontada, y avanzo despacio hacia el. Se sintió mas complacido que
nunca porque imagino que ahora iban a fundirse en un solo hombre y una sola
línea de la vida, y podría apresurarse a ir a algún sitio y establecer una
coartada, solo para asegurarse, mientras su esposa se suicidaba.
Pero no ocurrió en absoluto de esa forma. La mirada de Él Mismo
cambio de atontada a desesperada, se le acerco... y de pronto le quito la
pistola y, en el espacio de un parpadeo, apretó el gatillo con el pulgar y se pego
un tiro el mismo entre los ojos. V cayo, como las otras veces.
En aquel momento empezó a aprender algo —y era un aprendizaje mas
bien desagradable y estremecedor— acerca de la Ley de la Conservación de la
Realidad. Al universo tetradimensional del espaciotiempo no le gusta ser
cambiado, del mismo modo que no le gusta perder o ganar energía o materia.
Si tiene que ser cambiado, se ajusta por sí mismo solo lo suficiente como para
aceptar ese cambio y no más. La Conservación de la Realidad es también una
especie de Ley de la Mínima Acción. No importa lo improbables que sean los
acontecimientos implicados en el ajuste, en tanto que sean posibles y puedan
ser utilizados para encajar en el esquema establecido. Su muerte, en aquel
punto, formaba parte del esquema establecido. Si vivía en vez de morir,
tendrían que producirse otros miles de millones de cambios compensatorios,
cubriendo muchos años, quizá siglos, antes de que el viejo esquema pudiera
ser restablecido, las líneas de la vida alteradas entretejidas de nuevo a
universo devuelto por quema normal, como si hubiera disparado tal el... y el
final de su esposa le como estaba previsto.
De esta forma el esquema apenas resultaba afectado. Había
quemaduras de pólvora en su frente que no habían estado antes, pero en
primer lugar no había testigos del disparo, así que la presencia o ausencia de
quemaduras de pólvora no tenía ninguna importancia. La pistola estaba tirada
en el suelo en vez de hallarse en manos de su esposa, pero tenía la sensación
de que cuando llegara el momento en que ella tenía que morir, también ella se
apartaría lo suficiente del trance de Armonía Preestablecida como para encajar
con el esquema, tal como lo había hecho Él Mismo.
Así que aprendió un poco acerca de la Conservación de la Realidad.
También aprendió un poco acerca de su propio carácter, especialmente de la
ultima expresión y actuación de Él Mismo. Tuvo el atisbo de que, por la forma
en que había vivido,, había estado intentando destruirse a sí mismo desde
hacía anos, de tal modo que aquella fortuna heredada o cualquier éxito
accidental no lo hubieran salvado, y que si su esposa no le hubiera disparado
lo habría hecho el mismo de un modo u otro. Tuvo el atisbo de que Él Mismo
no había estado actuando tan solo como un agente para un universo
autocorrector cuando tomo la pistola, sino que había estado actuando también
por su propia voluntad. El universo, saben, opera haciendo que la gente
también coopere.
Pero aunque se le ocurrieran todas estas ideas, no se desanimo por ello,
porque pensó que esa segunda vez había conseguido un éxito parcial, y que si
hubiera mantenido la pistola fuera del alcance de Él Mismo, si hubiera
dominado a Él Mismo, la fusión se habría producido, y todo habría funcionado
tal como lo había planeado.
Tenía la confusa sensación de que el universo, como un enorme animal
soñoliento, sabía lo que el estaba intentando hacer, y hacía todo lo posible por
frustrarlo. Esa sensación de oposición lo decidió a vencer al universo. No era el
primer tipo que caía en esa tentación, por supuesto.
V hasta cierto punto su táctica funciono. La tercera vez que trasteo con
el pasado, todo empezó a ocurrir exactamente igual a como había ocurrido la
segunda vez. Él Mismo avanzo con aire desdichado hacia el, buscando la
pistola que el había ocultado cuidadosamente y no pensaba entregarle a
ningún precio. Por fortuna, Él Mismo no lucho por ella; la expresión
desesperada cambio a otra de impotencia absoluta, y Él Mismo se aparto de el
y, muy lentamente, camino hacia las puertas de vidrio y se detuvo a mirar el
exterior, la bochornosa noche. Imagino que Él Mismo estaba empezando a
hacerse a la idea de no morir. No pasaba ni un soplo de aire. Un par de
meteoros rasgaron el aire. Luego, mezclado con los sonidos nocturnos de la
ciudad, se produjo un débil silbido zumbante.
Él Mismo se agito ligeramente, como si sufriera un estremecimiento.
Luego se volvió en redondo y se derrumbo en el suelo, todo en un solo
movimiento. Entre sus ojos había un negro agujero.
Entonces y allí, esta Serpiente de la que les estoy hablando decidid no
volver a intentar nunca mas cambiar el pasado, al menos su pasado personal.
Había comprendido al fin, y había adquirido también un saludable respeto hacia
los Altos Mandos, capaces de cambiar el pasado, aunque algunas veces con
dificultades. Regreso a la Sala de Expediciones, donde una adormecida y
sorprendida Serpiente le administro un terrible sermón y lo confino en una
habitación. El sermón no le preocupo demasiado: había adquirido un cierto
fatalismo hacia las cosas. Una persona tiene que aprender a aceptar la realidad
tal como es, ¿saben? De modo que será mejor que no se sorprendan por la
forma en que voy a desaparecer dentro de un momento... yo también soy una
Serpiente, recuérdenlo.
Si algún estadístico busca un ejemplo de un acontecimiento improbable,
difícilmente puede encontrar algo más claro que la posibilidad de que un
hombre pueda ser alcanzado por un meteorito. V si a ello le añade la condición
de que el meteorito le golpee entre ambos ojos de tal modo que la herida
pueda ser confundida con la ocasionada por una bala calibre 32, la
improbabilidad se multiplica por un potencia astronómica. De modo que, ¿cómo
puede una persona esperar vencer a un universo que encuentra mucho más
fácil atravesar de este modo la cabeza de un hombre que posponer la fecha de
su muerte?
Un escritorio lleno de chicas
Sí, he dicho chicas fantasma, muy sexys. Personalmente, nunca en mi
vida he visto ningún tipo de fantasmas excepto los sexys, aunque les diré que
vi bastantes de ésos, si bien sólo durante una noche, en la oscuridad por
supuesto, y con la ayuda de un eminente (debería decir también notorio)
psicólogo. Fue una interesante experiencia, por decirlo de un modo suave, y
me introdujo en un campo desconocido de la psicofisiología, aunque bajo
ninguna circunstancia querría repetirla.
Se supone que los fantasmas asustan, ¿no? Bien, ¿y quién ha dicho
nunca que el sexo no? Asusta al neófito, femenino o masculino, y no permitan
que ninguno de los últimos le diga lo contrario. Por un lado, el sexo abre la
mente inconsciente, que no es ni con mucho una zona de picnic. El sexo es
una fuerza y un rito básico, primario; y el —o la— cavernícola que hay en cada
uno de nosotros constituye una verdad mucho más grande de lo que pretenden
los chistes y los dibujantes humorísticos. Había sexo detrás de la brujería, los
sabbats eran orgías sexuales. La bruja era una criatura sexual. El fantasma
también lo es.
Después de todo, ¿qué es un fantasma, según todos los puntos de vista
tradicionales, sino el cascarón de un ser humano..., una piel animada? Y la piel
es todo sexo; es la superficie, los límites, la máscara de la carne.
Esas nociones acerca de la piel las obtuve de mi eminente—notorio
psicólogo, el doctor Emil Slyker, la primera y la última noche que pasé con él,
en el Club Contraseña, aunque al principio no hablamos de fantasmas. Estaba
bastante borracho, y dibujaba cosas sobre la mesa en el charco derramado de
su martini triple.
Me sonrió y me dijo:
—Mire, Como—Se—Llame..., oh, sí, Carr Mackay, el señor Justine en
persona. Bien, mire, Carr, he conseguido un escritorio lleno de chicas en mi
oficina en este mismo edificio, y necesitan atención. Subamos y écheles una
mirada.
Inmediatamente, mi irreprimible imaginación ingenua me destelló una
vívida imagen de un escritorio dentro del cual pululaban chicas de unos doce a
quince centímetros de altura. Iban desnudas —mi imaginación nunca viste a las
chicas excepto para efectos especiales tras una larga meditación—, y parecía
como si hubieran sido modeladas a partir de los dibujos de Heinrich Kley o
Mahlon Blaine. Auténticas Venus de bolsillo, desvergonzadas y activas.
Precisamente en aquel momento estaban intentando escapar en masa del
escritorio, utilizando un par de limas para las uñas como sierras, y habían
conseguido cortar ya algunas trampillas en el fondo de los cajones para poder
circular de unos a otros. Un grupo estaba improvisando un soplete con un
pulverizador y un frasco para recargar encendedores de gasolina. Otro
intentaba hacer girar una llave desde el interior del cajón, utilizando para ello
unas pinzas. Y estaban rompiendo en pequeños trozos unas diminutas
etiquetas, grandes para ellas, que decían PERTENECÉIS AL DOCTOR EMIL
SLYKER.
Mi mente, que se cierra a mi imaginación y se niega a asociarse con
ella, estaba estudiando al doctor Slyker y asegurándose también de que yo me
comportara exteriormente como un discípulo que lo adoraba, un potencial
aprendiz de brujo. Esta actitud, ayudada por el alcohol, parecía estarlo
relajando al estado mental que yo deseaba..., una jactanciosa
condescendencia. Slyker, recién cumplidos los cincuenta, era un hombre
barrigudo con una boca que parecía estar perpetuamente chupando, tez
blanca, rubio, medio calvo, con profundas arrugas en tomo a sus ojos y junto a
la nariz. Sobre todo ello llevaba la máscara para los fotógrafos, un signo seguro
de que su portador era un hombre de éxito. Los ojos débiles, como
evidenciaban las gafas oscuras, pero escrutadores, buscando siempre a
alguien a quien desnudar o intimidar. Su oído era malo también, como
demostró no captando al camarero que se acercaba y sobresaltándose un poco
al ver el blanco paño adelantarse para secar la bebida derramada. Emil Slyker,
«doctor» por cortesía de algunas universidades europeas y duro como acero
pavonado, crítico de cine, extrayendo hasta el último gramo de prestigio del
crudo realismo de la palabra «psicólogo», investigador psíquico que algunos
misteriosos rumores colocaban por delante de Wilhelm Reich con su energía
orgónica y Rhine con su PES, consultor psicológico de starlets camino de
convertirse en estrellas y otras damas de moda, y un experto arribista en esa
sopa de psicoanálisis, misticismo y magia que constituye la obra maestra de
nuestra época. Y, suponía yo, un chantajista de mucho éxito. Un canalla al que
había que tomar muy en serio.
Mi auténtico propósito al contactar con Slyker, de quien esperaba que
aún no se hubiera dado cuenta, era ofrecerle el dinero necesario como para
echar a pique un transatlántico de lujo pequeño a cambio de un fajo de
documentos que estaba utilizando para chantajear a Evelyn Cordew, la última
revelación admitida en nuestro panteón de diosas del sexo. Yo estaba
trabajando para otra estrella del cine, Jeff Crain, ex marido de Evelyn, pero no
«ex» cuando se trataba de protegerla. Jeff decía que Slyker rehusaba morder
el anzuelo de un contacto directo, que era tan paranoico en sus sospechas que
llegaba a la psicopatía, y que primero iba a tener que hacerme amigo suyo.
¡Amigo de un paranoico!
Así que, persiguiendo esa dudosa y peligrosa distinción, allí estaba yo,
en el Club Contraseña, asintiendo respetuosamente en alegre afirmación a la
sugerencia del Maestro y preguntando de modo tentativo:
—¿Chicas que necesitan atención?
Me concedió su sonrisa de alcahuete y cancerbero y dijo:
—Por supuesto, las mujeres necesitan atención, sea cual sea la forma
en que se presenten. Son como perlas en una caja fuerte; se vuelven
empañadas y opacas a menos que reciban el contacto regular de unas cálidas
manos humanas. Termine su bebida.
Bebió de un sorbo la mitad de lo que quedaba de su martini —mientras
tanto la mancha había sido secada y la negra superficie de la mesa
debidamente abrillantada—, y salimos sin discutir acerca de quién pagaba la
cuenta; yo había esperado que me concediera el honor, pero evidentemente no
era todavía un acólito lo bastante importante como para merecerlo.
Ya era una suerte que hubiera podido encontrarme con Emil Slyker en el
Club Contraseña, el cual era a un club privado lo que éste a una taberna.
Estrictamente Gran Tiempo, y con todo lo necesario para proporcionar el lujo,
la intimidad y la seguridad que se desearan. Especialmente seguridad; había
oído decir que los guardaespaldas del Club Contraseña acompañaban a sus
clientes, aunque éstos estuvieran sobrios, hasta sus casas de madrugada, con
o sin sus ligues, pero no lo había creído hasta que aquel bien vestido e
indudablemente bien armado y poco hablador tipo subió con nosotros en el
ascensor del oscuro y silencioso edificio de oficinas y no nos dejó hasta que el
doctor Slyker abrió su puerta. Por supuesto, yo no habría podido entrar en el
Club Contraseña, si Jeff no me hubiera proporcionado un pase: una edición
ilustrada del Justine del Marqués de Sade, con anotaciones en sus márgenes
de un psicoanalista de fama mundial recientemente fallecido. Se la había
enviado a Slyker con una nota llena de floridas expresiones de «mi admiración
por su trabajo en la psicofisiología del sexo».
La puerta de la oficina de Slyker era algo digno de mención. No era de
cristal, sino una oscura placa —teca o palosanto—, con las palabras EMIL
SLYKER, PSICÓLOGO CONSULTOR grabadas al fuego en ella. Ninguna
cerradura Yale, sino un gran agujero en la cerradura con una curiosa válvula
plateada que la llave empujaba a un lado. Slyker me mostró la llave con una
sonrisa despectiva; las resplandecientes constelaciones de sus dientes eran lo
más complicado que yo había visto nunca, y su empuñadura representaba a
Pasífae y el toro. Realmente, el hombre estaba dispuesto a hacer todo lo que
fuera necesario por crear una atmósfera.
Se produjeron tres sonidos: primero el suave roce de la llave girando,
luego el sólido restallar de los cerrojos retirándose, luego un débil chirriar de los
goznes.
Abierta, la puerta mostró que tenía un espesor de diez centímetros, y
que era más parecida a la de una caja fuerte que a la de una oficina, con toda
una serie de cerrojos en las cuatro direcciones controlados por la llave.
Inmediatamente antes de que se cerrara, ocurrió algo muy curioso: una
delgada película de plástico procedente del marco exterior de la puerta se pegó
contra los cerrojos, adaptándose de modo tan perfecto a ellos que sospeché la
existencia de alguna atracción de electricidad estática de cualquier clase. Una
vez en su sitio, apenas nubló la plateada superficie de los cerrojos, y era
necesaria una atenta mirada para darse cuenta de su existencia. No interfirió
de ninguna manera cuando la puerta se cerró y los cerrojos volvieron a alojarse
en sus alvéolos.
El doctor captó o dio por sentado mi interés por la puerta, y explicó en la
oscuridad, por encima de su hombro:
—Se trata de mi Línea Siegfried. Más de un ladrón ambicioso o asesino
inspirado han intentado forzar esa puerta o abrirse camino a través de ella.
Ninguno ha tenido la menor suerte. Es imposible. En este momento, no hay
literalmente nadie en el mundo que pueda violentar la puerta sin utilizar
explosivos..., y tendrían que ser muy bien colocados. Acogedor.
Particularmente, no estaba de acuerdo con la última observación. En
realidad, hubiera preferido sentirme un poco más en contacto con los
silenciosos pasillos de fuera, aunque no contuvieran más que los fantasmas de
taquimecanógrafas infelices y neuróticas damas que había evocado mi
imaginación mientras subíamos.
—¿Forma parte la película de plástico de algún sistema de alarma? —
pregunté.
El doctor no respondió. Me estaba dando la espalda. Recordé que era
un poco sordo. Pero no me dio ninguna oportunidad de repetir mi pregunta,
porque en aquel momento encendió algún tipo de luz indirecta, aunque Slyker
no estaba cerca de ningún interruptor («Nuestras voces la activan», dijo), y la
oficina me absorbió.
Naturalmente, el escritorio fue lo primero que miré, aunque me sentí
como un idiota al hacerlo. Era un enorme mueble labrado con una lisa y pulida
superficie superior que debía de ser madera muy densa o metal. Los cajones
eran del tamaño de archivadores, no los poco altos que había imaginado, y
había tres de ellos en hilera en la parte derecha del mueble..., con espacio
suficiente para un par de chicas tamaño natural, si éstas permanecían
dobladas sobre sí mismas a la manera de una de las fórmulas del operador
oculto que posee el autómata ajedrecista de Maelzel. Mi imaginación, que
nunca aprenderá, escuchó atentamente en busca del sonido de diminutos pies
desnudos o el resonar de pequeñas herramientas. No se oía siquiera el
deslizarse de un ratón, lo cual puedo asegurar que hubiera hecho saltar mis
nervios.
La oficina formaba una L, con la puerta en el extremo de su parte más
larga. Las paredes que podía ver estaban cubiertas en su mayor parte con
libros, aunque entre ellos había unos cuantos dibujos; mi imaginación había
acertado acerca de Heinrich Kley, aunque no reconocí aquellos originales a
pluma y a lápiz, y había también algunos Fuseli que jamás verán reproducidos
en libros que puedan comprarse en cualquier librería.
El escritorio estaba en el vértice de la L, con los componentes de un
equipo de alta fidelidad colocados en las estanterías a ambos lados. Todo lo
que podía ver por el momento del otro brazo de la letra L era un gran sillón
surrealista de brazos frente al escritorio pero separado de él por una amplia
mesa baja, sin nada encima. Desde el primer momento sentí desagrado hacia
aquel sillón, aunque parecía extremadamente confortable. Para entonces
Slyker había alcanzado el escritorio y había apoyado una mano sobre él
mientras se volvía hacia mí, y tuve la impresión de que el sillón había cambiado
de forma desde que yo había entrado en la oficina..., que al principio había sido
algo más bien parecido a un diván, mientras que ahora el respaldo estaba casi
recto.
En aquel momento el pulgar izquierdo del doctor me indicaba que me
sentara en él, y no pude ver ningún otro asiento en aquel lugar excepto una
silla giratoria de oficina en la que se estaba sentando él ahora, una de esas
sillas de mecanógrafa con un respaldo ajustable montado sobre una banda de
acero, y que te sujeta la columna por encima de los riñones como la mano de
un experto masajista. En el otro brazo de la L, junto al sillón, había más libros,
una pesada cortina de acordeón cubriendo la ventana, dos estrechas puertas
que supuse eran las de un armario y un lavabo, y lo que parecía una cabina
telefónica a escala algo reducida y sin ventanas, hasta que supuse que debía
de tratarse de una caja orgónica similar a la que Reich había inventado para
restaurar la libido cuando el paciente la ocupaba. Me acomodé rápidamente en
el sillón, aunque no de buena gana. Me sentí increíblemente cómodo en él, casi
como si el mueble hubiera ajustado un poco sus dimensiones en el último
instante para conformarlas a las mías. El respaldo era estrecho en su base,
pero se ampliaba según se curvaba hacia delante y por encima hasta casi
formar una especie de dosel sobre mi cabeza y hombros. El asiento se
ensanchaba también mucho hacia el frente, donde sus macizas patas estaban
muy separadas. Los gruesos brazos surgían sin ningún punto de apoyo del
respaldo, y estaban exactamente a mi altura, aunque curvándose hacia adentro
con la ligera sugerencia de un abrazo. La piel, o el poco familiar plástico, era
tan firme y fría como una joven carne, y su textura era blanda bajo mis dedos.
—Un sillón histórico —observó el doctor—, diseñado y construido para
mí por Von Helmholtz, de la Bauhaus. Ha sido ocupado por todos mis mejores
médiums durante lo que se denomina su estado de trance. Fue en este sillón
donde establecí a mí entera satisfacción la auténtica existencia del
ectoplasma..., esa elaboración de la membrana mucosa, y en ocasiones de
toda la epidermis, que es remotamente análoga a la envoltura prenatal, y que
constituye el hecho en que se basan las persistentes leyendas de la pérdida
por parte de los seres humanos de finas películas de piel aún viva, y que los
charlatanes espiritistas intentan desde siempre trucar con sus telas de gasa
fluorescente y sus negativos manipulados. ¿El orgón, la energía sexual
primaria?... Reich hace de él un caso persuasivo, pero... ¿El ectoplasma?... ¡Sí!
Angna cayó en trance alentada ahí mismo donde está usted ahora, todo su
cuerpo espolvoreado con un polvo especial, cuyas huellas y distantes manchas
revelaron más tarde los movimientos y origen del ectoplasma..., principalmente
en la zona genital. La prueba fue concluyente, y condujo a ulteriores
investigaciones, muy interesantes y completamente revolucionarias, ninguna de
las cuales he publicado. Mis colegas de profesión echan espuma por la boca,
elaborando una especie opuesta de materia, cada vez que yo mezclo lo
psíquico con el psicoanálisis... Parecen olvidar que fue el hipnotismo lo que le
dio a Freud su punto de partida, y que durante un tiempo él fue adicto a la
cocaína. Sí, sin la menor duda, un sillón histórico.
Naturalmente, yo lo miré, y por un momento pensé que me había
desvanecido, puesto que no pude ver mis piernas. Luego me di cuenta de que
el tapizado había cambiado a un gris oscuro exactamente igual al de mi traje
excepto en el extremo de los brazos, que viraba en suaves gradaciones a un
color más claro, el cual encajaba ala perfección con el de mis manos.
—Hubiera debido advertirle que está tapizado con plástico camaleónico
—dijo Slyker con una sonrisa—. Cambia de color según la persona que está
sentada en él. La tela me fue suministrada hace más de un año por Henri
Artois, un químico aficionado francés. De modo que el sillón ha tenido muchos
colores: negro intenso cuando la señora Fairlee... ¿Recuerda usted el caso?...
Vino a decirme que acababa de ponerse de luto y luego le había pegado un tiro
a su marido, el director de orquesta. Luego, un encantador bronceado de
Florida durante los últimos experimentos con Angna. Ayuda a mis pacientes a
olvidarse de sí mismos cuando están trabajando en la libre asociación, y
divierte a algunas personas.
Yo no era una de ellas, pero conseguí esbozar una sonrisa que esperé
no fuera demasiado forzada. Me dije a mí mismo que debía ceñirme al
asunto..., al asunto de Evelyn Cordew y Jeff Crain. Debía olvidar el sillón y
otros detalles casuales, y concentrarme en el doctor Emil Slyker y en lo que
estaba diciendo..., porque no he trasladado aquí todas sus observaciones, tan
sólo las acotaciones Más importantes. Se había revelado como el tipo de
conversador trae charla sin cesar durante dos horas, y luego, cuando tú apenas
has iniciado tu respuesta, te dice: «Dispense, pero si me deja decirle tan sólo
una palabra...», y se pone a hablar durante otras dos horas. El licor podía
ayudar, aunque lo dudaba. Cuando abandonamos el Club Contraseña había
empezado a contarme las historias de tres de sus clientes femeninas —la
esposa de un cirujano, una estrella envejecida temerosa de que pudieran
ofrecerle una nueva oportunidad, y una universitaria con problemas—, y la
presencia del guardaespaldas no le había hecho contenerse ante los detalles
escabrosos.
Ahora, sentado tras su escritorio y jugueteando con el tirador de uno de
los cajones como si se estuviera preguntando si debía abrirlo o no, había
alcanzado el punto en el cual la esposa del cirujano había llegado al anfiteatro
quirúrgico a primera hora de la mañana para divulgar sus infidelidades, la
estrella había apuñalado a su agente de prensa con las tijeras de la encargada
del guardarropa, y la universitaria se había enamorado de su abortista. Poseía
la excelente técnica del buen conversador basada en mantener en el aire
media docena de temas a la vez y saltar constantemente de uno a otro sin
terminar ninguno.
Y por supuesto, era un auténtico provocador. Abrió de un golpe el cajón
archivador, extrajo algunos historiales y los mantuvo sujetos contra su barriga
mientras me observaba como si se estuviera preguntando: «¿Debo?».
Tras una pausa para incrementar al máximo el suspense, decidió que
debía, y así empecé a escuchar la historia de las chicas del doctor Emil Slyker,
no las tres primeras, por supuesto —tenían que quedarse congeladas en el aire
a menos que aparecieran sus historiales—, sino otras.
No diría la verdad si no admitiera que aquello fue una decepción. Allí
estaba yo, esperando que surgiera no sabía el qué de su escritorio, y todo lo
que conseguía eran las referencias habituales al jardín de infancia, la fijación
en el padre, la rivalidad con los hermanos y la inversión del Sturm und Drang
de finales de la adolescencia. Los historiales no parecían contener otra cosa
que convencionales casos médico—psiquiátricos, junto con medidas físicas y
otros detalles de aspecto, evaluaciones sorprendentemente precisas de los
recursos financieros de cada cliente, notas ocasionales sobre posibles
cualidades psíquicas y otros talentos extrasensoriales, y quizá algunas
instantáneas indiscretas, a juzgar por la forma en que a veces hacía una pausa
para estudiarlas apreciativamente antes de alzar los ojos hacia mí con una
sonrisa.
Sin embargo, al cabo de un tiempo no pude impedir el empezar a
sentirme impresionado, aunque sólo fuera por el número. Era aquel fluir, aquel
torrente, aquella avenida de mujeres, jóvenes y' no tan jóvenes pero todas ellas
pensando en sí mismas como en chicas y llevando la máscara de las chicas
aunque ya hubieran perdido su rostro natural, todas ellas convergiendo en la
oficina del doctor Slyker con dinero tomado de sus padres, o arrebatado a sus
amantes casados, o pagado cuando firmaban un contrato para seis Afros con
revisiones semestrales, o recibido de sus amigos del sindicato, o
correspondiente a su pensión alimentaria, o guardado en el banco para los días
difíciles, retirándolo de los cheques de la paga Mensual y luego gastado todo a
la vez en un gran gesto, o arrojado 4espectivamente por sus maridos aquella
misma mañana como un puñado de confetti, o, quién sabe, recibido como un
adelanto de una novela tan sólo medio escrita. Sí, había algo realmente
impresionante en aquel rosado fluir de mujeres agitando los colores del dinero
y que convergían infaliblemente allí, como si todos los pasillos y calles del
exterior fueran canales con paredes de cemento que conducían a la oficina del
doctor Slyker, para no desencadenar ningún otro acumulador salvo el
financiero, y en cambio ser puestas en funcionamiento por el acumulador de un
solo hombre y regresar espumeando violentamente, o goteando despacio, o
incluso remansándose durante meses, sus almas convertidas en negras
extensiones dé tranquilas aguas brillando con extrañas luces.
Slyker se interrumpió de pronto con una seca risita.
—Deberíamos poner un fondo musical a todo esto, ¿no cree? dijo—.
Creo que tengo puesto el Cascanueces.
Pulsó una de las disimuladas hileras de botones en su escritorio.
El sonido brotó sin el acompañamiento del susurro de fondo de Faplatina
ni los débiles murmullos preliminares de la cinta, desgrasando los primeros,
evocadores, intensos, sensuales y sin embargo sobrenaturales acordes; pero
no eran el principio de ningún movimiento de la suite del Cascanueces que yo
recordara..., y sin embargo, maldita sea, sonaban como si debieran serlo. En
ese momento se interrumpieron bruscamente, como si la cinta hubiera sido
cortada de pronto. Miré a Slyker; estaba blanco, y una de sus manos se dirigía
a la hilera de botones, mientras la otra aferraba los historiales como si temiera
que le fueran arrebatados. Ambas manos temblaban. Sentí que un
estremecimiento me recorría la espina dorsal..
—Discúlpeme, Carr —dijo despacio, respirando con fuerza—, pEro se
trata de música de alto voltaje, muy peligrosa físicamente. Que utilizo tan sólo
para fines especiales. Dicho sea de paso, es una parte del Cascanueces..., la
Pavana de las chicas Fantasma, que Tchaikovsky suprimió completamente
bajo las órdenes de Madame Sesostris, la clarividente de San Petersburgo. Fue
grabada para mí por... No, todavía No le conozco lo suficientemente bien como
para contarle eso. Así pues, cambiaremos de cinta a disco y escucharemos las
secciones conocidas de la suite, interpretadas por los mismos artistas.
No sé hasta qué punto aquella grabación o las circunstancias bajo las
cuales la escuchaba influyeron en ello, pero nunca he oído la Danza árabe, el
Vals de las flores o la Danza de las flautas como algo tan voluptuosa y
exquisitamente amenazador... Esas tintineantes notas musicales,
superficialmente envueltas en azúcar escarchado, que clase tras clase de
pequeñas bailarinas han punteado y danzado ad nauseam, poseen
subterráneas insinuaciones de absoluto erotismo. Como si captase mis
pensamientos, Slyker dijo:
—Tchaikovsky nos muestra cada instrumento..., la flauta, el gutural
oboe, las argentinas campanas, el arpa desgranando oro.... como si estuviera
vistiendo de pedrería, plumas y pieles a hermosas mujeres, únicamente para
despertar el deseo y la envidia de otros hombres.
Por supuesto, escuchábamos aquella música únicamente como un telón
de fondo a las zigzagueantes, fragmentarias y aleteantes reminiscencias del
doctor Slyker. El fluir de chicas se sucedía, con sus elegantes trajes, sus
vestidos floreados, sus ahuecadas blusas y ajustados pantalones, sus
improbables amores, insospechados odios e increíbles ambiciones, los
hombres que les daban dinero, los hombres que les daban amor, los hombres
que tomaban ambas cosas, los paralizantes miedos triviales detrás de la
estricta elegancia, o sus saludables y frescos rostros, sus cautivadoras e
irritantes poses, el truco en sus ojos, en sus labios, en su cabello, en la curva
de sus pechos o en el ángulo de sus nalgas que constituía el foco erótico en
cada una de ellas.
Porque Slyker podía traer a sus chicas a la vida muy vívidamente, tenía
que admitirlo, como si dispusiera para excitar su memoria de mucho más que
meros historiales, notas e incluso fotografías, como si poseyera la esencia de
cada chica encerrada en una botella, como un perfume, y fuera abriéndolas
una por una para dejármelas oler un poco. Gradualmente, empecé a
convencerme de que en efecto había algo más que papeles y fotos en los
historiales, aunque esta revelación, como la anterior relativa al escritorio, trajo
consigo al principio una decepción. ¿Por qué debería excitarme el hecho de
que el doctor Slyker archivara recuerdos de sus clientes? Aunque se tratara de
recuerdos de amor: pañuelos de encaje y foulards de seda, flores secas, rizos y
mechones de pelo, medias de nailon, broches y prendedores, trozos de tela
procedentes de vestidos, delicados fragmentos de seda como etéreas
florescencias fantasmales... ¿Qué diferencia representaba para mí el que
atesorara toda aquella basura o alimentara su sensación de poder con ella o la
utilizara como parte de sus chantajes?
Sin embargo, sí representaba una diferencia para mí, porque como la
música, como los pequeños sobresaltos que no había dejado de administrarme
desde el asunto de la Pavana de las chicas fantasma, ayudaba a hacerlo todo
muy real, como si en algún sentido más que ordinario tuviera realmente un
escritorio lleno de Micas. Porque ahora, cuando abría o cerraba los
archivadores, a Menudo se producía como una bocanada de polvo, una
pequeña nubecilla pálida y compacta, y los trozos de seda daban la impresión
de ser más grandes de lo que deberían, como los pañuelos multicolores de un
mago, sólo que la mayoría de ellos eran del color de la carne. También empecé
a captar atisbos de lo que parecían radiografías y transparencias de gran
tamaño, quizás incluso de tamaño humano, pero cuidadosamente dobladas, y
otras cosas pálidas y blandas que me hicieron pensar en máscaras de caucho
ultrafino, como las que se rumoreaba que llevaba una vieja actriz, y todo tipo de
extraños destellos y atisbos de cosas que no sabía lo que eran, excepto que en
todas ellas había un aura de feminidad. De pronto me descubrí recordando lo
que él había dicho acerca de los tejidos diáfanos fluorescentes, y tuve la
impresión de captar bocanadas de perfumes Muy individualizados con cada
nuevo historial.
Llevaba abiertos ya dos cajones, y a duras penas pude leer la palabra
grabada en sus partes frontales. Parecía que ponía PRESENTE, y los cajones
cerrados parecían estar etiquetados con lo que podía ser PASADO y FUTURO.
No sabía qué tipo de fórmula mágica se suponía que encerraban esas
palabras, pero el largo e incisivo monólogo de Slyker acentuaba mi impresión
de hallarme flotando en un río de chicas de todos los tiempos y lugares, y la
ilusión de que de alguna forma había una chica en cada historial se estaba
haciendo tan fuerte que sentí deseos de decir: «Vamos, Emil, sáquelas de ahí,
déjeme verlas».
El debía de saber exactamente las sensaciones que estaban
acumulándose en mí, puesto que se interrumpió en medio de la saga de una
starlet casada con un jugador negro de béisbol y, mirándome con unos ojos
ligeramente más abiertos de lo normal, dijo:
—De acuerdo, Carr, dejémonos de circunloquios. Ahí abajo In el
Contraseña le dije que tenía un escritorio lleno de chicas, y no estaba
bromeando..., aunque la verdad que se esconde tras esa amación haría que
todos esos remiendacabezas y charlatanes Meneses me excomulgaran. Le
mencioné antes el ectoplasma, y la Prueba de su realidad. Es una materia que
exudan la mayor parte de las mujeres debidamente estimuladas al trance
profundo, pero no es tan sólo una débil y girante espuma fosforescente
merodeando por una oscura sala de sesiones. Toma la forma de un envoltorio
o globo deshinchado, cerrado en la parte de arriba pero abierto hacia el fondo,
el cual pesa menos que una media de seda pero reproduce exactamente a la
persona en rasgos, cabello y todo lo demás, siguiendo el esquema completo de
la superficie corporal impreso en el material genético de las células. Se trata de
una auténtica muda de piel si bien ligeramente viva, un maniquí de fina gasa. El
aliento de una persona puede marchitarlo, una corriente de aire puede
arrastrarlo, pero bajo algunas circunstancias se convierte en algo
sorprendentemente estable y elástico, una auténtica aparición. Es invisible y
casi impalpable durante el día, pero de noche, cuando los ojos se hallan
adecuadamente ajustados, se puede conseguir verlo. Pese a su fragilidad es
casi indestructible, excepto por el fuego, y potencialmente inmortal. Haya sido
generado por el sueño o bajo hipnosis, de forma espontánea o inducida por el
trance, permanece conectado a su fuente por un débil filamento que yo
denomino el «umbilicus», y regresa al individuo y es absorbido de nuevo por él
cuando el trance desaparece. Pero a veces se desprende, y entonces flota por
los alrededores como un cascarón, aún débilmente vivo y a veces visible,
formando la auténtica base de las historias de casas embrujadas que pululan a
nuestro alrededor desde hace siglos en todas las culturas... De hecho, yo llamo
a esos cascarones «fantasmas». La causa de que un fantasma se desprenda
de su propietario suele ser generalmente un fuerte shock emocional, pero
también puede ser desprendido de modo artificial. Un fantasma de ese tipo es
notablemente dócil a aquel que comprenda cómo manejarlo y se ocupe de él.
Por ejemplo, puede ser doblado hasta un tamaño increíblemente pequeño y
metido en un sobre, aunque a la luz del día uno no podrá ver nada en ese
sobre si mira dentro. «Desprendido de modo artificial», he dicho, y eso es lo
que hago yo aquí, en esta oficina. ¿Y sabe usted lo que utilizo para ello, Carr?
—Tomó algo largo parecido a un puñal y lo alzó, brillante, en su gordezuela
mano, de modo que apuntara al techo—. Unas tijeras de plata; de plata por la
misma razón que uno utiliza una bala de plata para matar a un licántropo,
aunque esas palabras harían aullar a todos los pequeños remiendacabezas.
Pero ¿aullarían en ultrajada actitud científica, Carr, o bien por celos
profesionales o simplemente por miedo? No obstante, aunque no está claro el
porqué van a ponerse a aullar, lo que sí es seguro es que van a hacerlo si les
digo que uno de cada cuatro o cinco historiales en estos archivos contiene una
o varias chicas fantasma.
No necesitaba mencionar el miedo..., yo me sentía ya lo bastante
asustado, oyéndole hablar de todas aquellas estupideces acerca de fantasmas,
toda aquella cháchara espiritista llevada hasta mucho más lejos de lo que
ningún espiritista se había atrevido nunca, aquella obvia ilusión racionalizada,
firmemente sostenida y elaborada, aquella perfecta simbolización de un
demente anhelo de poder sobre las mujeres —¿archivándolas en sobres?—, y
luego viéndole blandir hacia mí aquellas largas y estilizadas tijeras de treinta
centímetros de largo mientras me miraba con ojos saltones... Jeff Crain me
había advertido ya que Slyker estaba loco..., «un tipo brillante, pero loco por
completo y definitivamente peligroso». Yo no le había creído, no me había
visualizado realmente a mí mismo helado e inmóvil en aquel trono mediúmnico,
encerrado con el loco en persona. Me costaba un enorme esfuerzo mantener
puesta la máscara de acólito y sonreír al Maestro tontamente y con adoración.
Mi actitud parecía seguir engañándole, sin embargo, aunque me estaba
estudiando de una forma curiosa cuando prosiguió:
—De acuerdo, Carr, le mostraré las chicas, o al menos una, aunque
deberemos apagar las luces..., por eso es que mantengo las ventanas tan
cerradas..., y aguardar a que nuestros ojos se acomoden a la oscuridad. ¿Cuál
voy a escoger? Tenemos muchas para elegir. Creo que, como será para usted
la primera y probablemente la última, debería ser alguien fuera de lo común,
¿no cree?, alguien con algo especial. Espere un momento..., ya sé.
Su mano se metió debajo del escritorio, donde debió de tocar un botón
oculto, porque un cajón poco hondo se abrió en un sitio donde no parecía
haber espacio para ningún cajón. Extrajo de él un único historial, bastante
voluminoso, que estaba metido plano allí, y lo depositó sobre sus rodillas.
Luego empezó a hablar de nuevo con su evocadora voz, y que me
condene si sus palabras frías y suficientes no habían empezado a tirar de mí
hacia el río de chicas y me habían hecho pensar que en realidad aquel hombre
no estaba loco, tan sólo era muy excéntrico, quizá con la excentricidad de los
genios, quizá realmente había tropezado con un fenómeno desconocido por
completo hasta entonces, relativo a las más oscuras propiedades de la mente y
la materia, y me lo estaba describiendo con una extravagante y florida jerga,
quizás era cierto que había descubierto algo en uno de los puntos ciegos de la
moderna Imagen de la ciencia y la psicología del universo.
—Estrellas, Carr. Mujeres estrellas. Reinas del cine. Princesas reales del
mundo gris, del fantasmagórico claroscuro. Emperatrices de las sombras. Son
más reales que la gente, Carr, más reales que las grandes actrices que fueron
al principio, porque son símbolos, símbolos de nuestros más profundos anhelos
y nuestros más ocultos miedos y nuestros más secretos sueños. Cada
década posee varias de ellas, que consiguen vivir esa existencia que es algo
más que la vida y algo menos que la vida; pero generalmente hay una que se
convierte en el símbolo supremo, el fantasma cumbre, el sueño que conduce a
los hombres hacia la realización y la destrucción. En los años veinte fue la
Garbo, el Alma Libre..., ése es el nombre que le doy al símbolo en que se
convirtió; su máscara romántica fue el heraldo de la Gran Depresión. A finales
de los treinta y principios de los cuarenta fue la Bergman, la Valiente Liberal; su
frescura y su moderna sonrisa sueca nos ayudaron a aceptar la segunda
guerra mundial. Y ahora... —Tocó el abultado historial sobre sus rodillas—.
Ahora es Evelyn Cordew, el Cebo de Buen Corazón, la muchacha que acepta
su turbadora sexualidad con un resignado alzarse de hombros y una estúpida
risita, y no sabemos todavía qué catástrofe general está prediciendo. Pero aquí
está, y en cinco versiones fantasma. ¿Contento, Carr?
Fui tomado tan completamente por sorpresa que no pude decir nada por
el momento. O Slyker había adivinado mi auténtico propósito al contactarle, o
me enfrentaba a una notable coincidencia. Me humedecí los labios, y me limité
a asentir.
Slyker me estudió, y finalmente sonrió.
—Ah dijo—, le desconcierta un poco, ¿verdad? Percibo pese a su
moderada sofisticación que es usted uno de los millones de hombres que ha
soñado dedicadamente la posibilidad de ir a parar a una isla desierta con la
deliciosa Evvie. Un complejo fenómeno cultural, Eva—Lynn Korduplewski. Hija
de un minero de carbón, educada principalmente en los cines de barrio... y
modelada por sueños, hasta convertirse en un gran sueño, una emperatriz de
los sueños. Una histérica, Carr, de hecho el ejemplo más clásico que haya
encontrado nunca, con inigualables capacidades mediúmnicas y también con
una hipertrofiada y absolutamente despiadada ambición. Dominada por la
hipocondría, pero con mayor empuje que un millón de otras ávidas
universitarias enredadas y atrapadas en el laberinto de las ambiciones
cinematográficas. Estúpida como ellas, con una mente en absoluto racional,
pero con diez veces la intuición de Einstein. Al menos con la suficiente intuición
como para darse cuenta de que el símbolo que anhelaba nuestra cultura
explotadora del sexo era una chica que aceptara como una mártir feliz la
incandescente sexualidad que los hombres y la naturaleza forzaban en ella..., y
con la paciencia y maleabilidad suficientes ara permitir que el etéreo haz de luz
en blanco y negro en un cine rato la modelara hasta convertirla en ese símbolo.
A veces pienso en ella como en una muchacha vestida con un traje barato, de
pie en el arcén de una carretera principal, con los ojos medio cegados por los
faros de un autobús que se acerca. El autobús se detiene y ella sube, tirando
de la cuerda de su cabra favorita y dándole explicaciones al conductor en
medio de entrecortadas risitas. El autobús es la civilización.
»Todo el mundo conoce la historia de su vida, que ha sido divulgada de
forma increíblemente exacta hasta cierto punto: sus días de comedias picantes,
la embarazosa serie de fotonovelas, Una chica en apuros, para la que posó, la
penosa ascensión en su carrera, el sorprendentemente calculado éxito de sus
películas La rubia de hidrógeno —y La saga de Jean Harlow, su matrimonio
roto con Jen Crain... ¿Qué ocurre, Carr? Ah, creí que había empezado a decir
algo... Y por último, su hambre de una auténtica posición, de reconocimiento
intelectual y de poder. No puede usted imaginar lo hambrienta de inteligencia y
poder que se volvió esa chica una vez hubo alcanzado la cima.
»Yo he formado parte de esa hambre, Carr, y me siento orgulloso de
haber hecho más para satisfacerla que todos los demás tipos cultos que ha
tenido en su nómina. Evelyn Cordew aprendió mucho acerca de sí misma ahí
donde está usted sentado ahora, y también se abrió camino a través de dos
profundas depresiones psicópatas. El problema es que cuando se sintió
abrumada por la tercera no acudió a mí, sino que decidió confiar en el germen
de trigo y el yogur, de modo que ahora me odia profundamente..., y quizá a sí
misma, con esa dieta. Ha efectuado dos atentados contra mi vida, Carr, y me
ha hecho perseguir por pistoleros... y por otros individuos. Le ha hablado de mí
a Jeff Crain, al que sigue viendo & tanto en tanto, y a Jerry Smyslov y Nick De
Grazia, y les ha dicho que tengo todo un expediente sobre sus días en los
espectáculos de variedades y algunas otras de sus escapadas posteriores,
incluyendo algunas interesantes fotocopias y los informes auténticos de sus
ingresos y sus declaraciones de impuestos, y que estoy Utilizándolo todo para
chantajearla. Lo que realmente desea es que le devuelva sus cinco fantasmas,
y no puedo hacerlo porque podrían matarla. Sí, matarla, Carr. —Agitó las tijeras
para dar mayor énfasis—. Afirma que los fantasmas que tomé de ella le han
hecho perder peso permanentemente. "Ahora parezco un esqueleto", son sus
palabras... Y dice que a causa de ello ha sufrido ataques de vacío mental, una
especie de desvanecimiento psíquico..., cuando en realidad los fantasmas lo
que han hecho ha sido librarla de un montón de pensamientos nocivos y
emociones destructivas, que pueden literalmente matarla (¡a ella o a otros!) si
son reabsorbidos... Están impregnados de deseos de muerte. De todos modos,
he oído decir que realmente parece un poco extraviada, algo mustia, en su
última película, pese a toda la ciencia médico—cosmética de Hollywood, así
que quizá tenga algo contra mí. No he visto la película, supongo que usted sí.
¿Qué es lo que piensa de todo ello, Carr?
Había estado pasándome un poco con las vacilaciones y el silencio
halagador, de modo que respondí rápidamente:
—Diría que es debido a su anemia. Me parece que la anemia explica
toda su pérdida de peso y su expresión cansada.
—¡Ah! Ha cometido usted un desliz, Can—exclamó, apuntándome
triunfalmente, sólo que en vez de su dedo extendido utilizó aquellas ridículas y
horribles tijeras—. Su anemia es una de las cosas que han sido mantenidas en
el más estricto secreto, y sólo es conocida por muy pocos de sus íntimos.
Incluso en todos los rumores que han circulado acerca de su estado
hipocondríaco esa enfermedad no ha sido mencionada nunca. Sospeché que
venía usted de parte de ella cuando recibí su nota en el Club Contraseña... Su
letra estaba distorsionada por la tensión y el disimulo, pero el Justine me
divirtió; era un truco muy hábil. Y su actuación de aprendiz de brujo me divirtió
también. Además, resulta que me gusta hablar. El caso es que he estado
estudiándole todo el rato, especialmente sus reacciones a algunas
observaciones de sondeo que he ido dejando caer de tanto en tanto, y ahora
ha cometido usted un desliz.
Su voz era fuerte y clara, pero estaba temblando y riendo al mismo
tiempo, y sus ojos se hallaban enormemente dilatados. Volvió a acercar las
tijeras hacia sí, pero los dedos que las sujetaban se crisparon un poco, como si
sujetaran una daga, y dijo con una risita:
—Nuestra querida Evvie ha enviado a toda clase de tipos contra mí,
para negociar la devolución de sus fantasmas o intentar asustarme o
asesinarme, pero ésta es la primera vez que me envía a un estúpido idealista.
Can, ¿por qué no ha tenido usted el buen sentido de no mezclarse en esto?
—Mire, doctor Slyker —contraataqué, antes de que empezara a
responder por mí—, es cierto que me he puesto en contacto con usted con un
propósito especial. Nunca lo he negado. Pero no sé nada ni de fantasmas ni de
pistoleros. Estoy aquí en una simple comisión de negocios, enviado por el
mismo tipo que me proporcionó el Justine, y que no tiene otro propósito que el
de proteger a Evelyn Cordew. Estoy representando a Jeff Crain.
Se suponía que aquello debía calmarlo Bien dejó de temblar y ., sus ojos
de errar de un lado para otro, pero solamente porque se enfocaron sobre mí
como dos faros gemelos, y la risita desapareció de su voz.
—¡Jeff Crain! Eme solamente desea matarme, pero ese Hemingway
cinemático, ese corpulento perro guardián suyo, ese San Bernardo humano
que lame los mendrugos secos de su matrimonio... desea ver a los agentes del
Tesoro tras de mí, y también a los chicos de azul y a los de blanco. Me río de la
mayor parte de los agentes de Evvie, incluso de los pistoleros, pero para los
agentes de Jeff solamente tengo una respuesta.
Las tijeras de plata apuntaron directamente a mi pecho, y pude ver
tensarse sus músculos como los de un tigre gordo. Me preparé para saltar al
primer movimiento que hiciera aquel hombre contra mí.
Sin embargo, el movimiento que hizo fue dirigir a su escritorio su mano
libre. Decidí que ya era hora de ponerme en pie, de todos modos, pero justo en
el momento en que enviaba las órdenes correspondientes a mis músculos fui
sujetado por la cintura y aferrado por la garganta, y mis puños y tobillos
inmovilizados. Por algo suave pero firme.
Bajé la vista. Anchas y blandas abrazaderas en forma de media luna
habían surgido de ocultos alvéolos en mi sillón, y me retenían ahora suave pero
firmemente como un grupo de competentes enfermeros. Incluso mis manos
estaban retenidas por esposas tan suaves como el terciopelo que habían
brotado de los bulbosos brazos del sillón. Todas eran de un color básicamente
gris, pero mientras las duraba cambiaron hasta mimetizarse con el color de mi
traje y mi Piel, en cuyos bordes se hallaban.
No estaba asustado. Sólo mortalmente aterrorizado.
¿Sorprendido, Carr? No debería estarlo. —Slyker se reclinó en su silla
como un amistoso maestro, esgrimiendo sus tijeras como si fueran una regla—.
La eliminación de obstáculos y el control remoto son la esencia de nuestro
tiempo, especialmente en lo que a equipo médico se refiere. Los botones que
hay en mi escritorio pueden hacer mucho más que eso. Puedo hacer brotar
agujas hipodérmicas..., no muy higiénicas, pero luego pueden eliminarse los
posibles gérmenes. O electrodos para un shock. Entiéndalo, las sujeciones son
necesarias en mi profesión. El trance mediúmnico profundo puede producir
ocasionalmente convulsiones tan violentas como las de un electroshock, en
especial cuando es cortado un fantasma. Y a veces administro también
electroshocks, como cualquier otro remiendacabezas de estar por casa.
Además, sentirse brusca y firmemente sujeto constituye un profundo estímulo
para el subconsciente, y a menudo hace surgir hechos muy bien guardados en
pacientes difíciles. Así que es absolutamente necesario disponer de un método
de inmovilizar por completo a mis pacientes... Algo rápido, seguro, elegante, y
preferiblemente inesperado. Se sorprendería usted, Carr, de las situaciones en
las cuales me he visto obligado a activar esas sujeciones. Esta vez he estado
tanteándolo para ver exactamente lo peligroso que era. Ante mi sorpresa, se
mostró usted dispuesto a emprender acciones físicas contra mí. De modo que
he pulsado el botón. Ahora podremos tratar cómodamente del problema con
Jeff Crain... y con usted. Pero primero tengo que cumplir una promesa que le
hice. Le dije que le mostraría uno de los fantasmas de Evelyn Cordew. Llevará
un poco de tiempo, y además será necesario apagar las luces.
—Doctor Slyker—dije, tan llanamente como pude—, yo...
—¡Silencio! Activar un fantasma a fin de que pueda ser visto comporta
ciertos riesgos. El silencio es esencial, aunque será necesario utilizar, muy
brevemente, la suprimida música de Tchaikovsky que con tanta rapidez
desconecté hace un rato. —Trasteó con el equipo estéreo durante breves
momentos—. Pero parcialmente debido a eso será necesario que guarde los
demás historiales y los otros cuatro fantasmas de Evvie que no vayamos a
usar, y cierre con llave todos los cajones. De otro modo podrían presentarse
complicaciones.
Decidí intentarlo de nuevo.
—Antes de que siga adelante, doctor Slyker —empecé—, me gustaría
realmente explicarle...
No dijo nada más, simplemente manipuló de nuevo en el escritorio. Mis
ojos captaron algo que se acercaba rápidamente por encima de mi hombro, y al
instante siguiente se aplastaba sobre mi boca y nariz, sin cubrirme los ojos,
pero llegando casi hasta su nivel...; algo blando, seco, pegajoso y ligeramente
arrugado. Jadeé, y pude sentir la mordaza penetrar en mi boca, sin que con
ella entrara ni una pizca de aire. Aquello me aterró hasta casi la inconsciencia,
por supuesto, de modo que me inmovilicé. Luego intenté respirar muy
lentamente, y un poco de aire se filtró a mi interior. Llegó maravillosamente
fresco al horno de mis pulmones. Tenía la sensación de que llevaba toda una
semana sin respirar. Slyker me miró con una ligera sonrisa.
—Nunca digo «Silencio» dos veces, Can. La espuma plástica de esa
mordaza es otro de los inventos de Henri Artois. Consiste en millones de
pequeñísimas válvulas. Mientras respire usted suavemente..., muy, muy
suavemente, Carr..., permitirán el paso del aire; pero si jadea usted o intenta
gritar a través de ellas, se cerrarán don firmeza. Un dispositivo maravilloso.
Tranquilícese, Carr: su vida depende de ello.
Nunca había experimentado una tan completa impotencia. Descubrí que
la más ligera tensión muscular, incluso doblar un dedo, hacía mi respiración lo
suficientemente irregular como para que las válvulas empezaran a cerrarse y
llegara al borde de la asfixia. Podía ver y oír lo que estaba ocurriendo, pero no
me atrevía a reaccionar. Apenas me atrevía a pensar. Tenía que fingir que la
mayor parte de mi cuerpo río estaba allí (¡el plástico camaleónico ayudaba!),
que no era más que un par de pulmones trabajando constantemente pero con
infinita cautela.
Slyker acababa de guardar de nuevo el historial de Cordew en su cajón,
sin cerrarlo, y empezó a reunir los otros historiales esparcidos. Luego tocó de
nuevo el escritorio y las luces se apagaron. He mencionado ya que el lugar
estaba completamente sellado contra la luz. La oscuridad era completa.
—No se alarme, Can. —La voz de Slyker me llegó desde la negrura,
junto con una risita—. De hecho, sin duda se da usted cuenta de que será
mejor que no lo haga. Puedo manejarlo todo perfectamente. Trabajar al tacto
constituye una de mis mayores habilidades, puesto que mi vista y mi oído son
peores de lo que parecen... E incluso sus ojos se ajustarán perfectamente si
tiene que ver algo en particular. Repito: no se alarme, sobre todo por los
fantasmas.
Nunca lo hubiera esperado, pero pese a mi situación (que me obligaba a
mantenerme mucho más calmado de lo que debiera), sentía una ligera
excitación, muy pequeña, ante la idea de que iba a ver alguna especie de
secreta visión de Evelyn Cordew, real en Mirto sentido, o trucada por un
maestro del trucaje. Sin embargo, al mismo tiempo, y pensando más allá de mi
miedo por mi situación, sentía una aversión desapasionada hacia la forma en
que Slyker reducía todos los impulsos y deseos humanos a un ansia de poder,
de la cual el sillón que me aprisionaba, la «Línea Siegfried» de la puerta, y los
archivos de fantasmas, reales o imaginarios, eran símbolos perfectos.
Entre las preocupaciones más inmediatas, que intentaba reprimir por
todos los medios a mi alcance, lo que más me inquietaba era el que Slyker
hubiera admitido ante mi la deficiencia de sus dos sentidos más importantes.
No creía que fuera un hombre capaz de hacerle esa confesión a alguien que
tuviera aún mucha vida por delante.
Los oscuros minutos fueron arrastrándose. De tanto en tanto oía el roce
de historiales, pero sólo una vez el suave golpe de un cajón cerrándose, de
modo que supe que no había terminado todavía con los arreglos previos.
Dediqué el pequeño rincón de mi mente —la pequeña porción que me
había atrevido a separar de la urgente tarea de respirar— a intentar oír alguna
otra cosa, pero ni siquiera pude captar el ruido de fondo de la ciudad. Decidí
que la oficina debía de ser tanto a prueba de sonidos como a prueba de luz.
Tampoco importaba demasiado, puesto que no tenía forma alguna de enviar
ninguna señal al exterior.
Entonces sonó un ruido..., un firme restallar que sólo había oído una vez
antes, pero que reconocí instantáneamente. Era el ruido que hacían los
cerrojos de la puerta de la oficina al retraerse. Había algo curioso en aquello,
que necesité unos momentos para determinar: no había habido el roce
preliminar de la llave.
Por un momento, pensé que Slyker se había deslizado silenciosamente
hasta la puerta, pero entonces me di cuenta de que el roce de los historiales
sobre el escritorio había seguido sonando durante todo el tiempo.
Y el roce de los historiales seguía sonando. Supuse que Slyker no había
oído la puerta. No había exagerado respecto a su mala audición.
Hubo el débil chirriar de los goznes, una vez, dos veces —como si la
puerta fuera abierta y cerrada—, y luego de nuevo el firme restallar de los
cerrojos. Me desconcertó que no se produjera un repentino destello de luz
procedente del pasillo...; sin duda todas las luces estaban desconectadas.
Después de aquello no pude oír ningún otro ruido, excepto el roce
continuado de los historiales, pese a que escuché tan atentamente como me
permitía el trabajo de respirar. Era sorprendente, pero el trabajo de respirar tan
cautelosamente me ayudaba a escuchar, porque hacía que me mantuviera
inmóvil por completo si bien sin tensar ningún músculo. Sabía que había
alguien en la oficina con nosotros, y que Slyker no se había apercibido de ello.
Los negros ¿instantes parecían extenderse indefinidamente, como si un borde
de la eternidad hubiera quedado prendido en nuestro fluir temporal.
De repente hubo como un ruido sibilante, parecido al de una hoja de
papel siendo agitada con gran rapidez en el aire, y un gruñido de sorpresa de
Slyker, que se transformó en un grito y luego se cortó tan bruscamente como si
su boca y nariz hubieran sido cubiertas del mismo modo que las mías. Luego
hubo el roce de unos pies y el chirriar de las ruedas de una silla, así como ruido
de lucha, no de dos personas luchando, sino de un hombre luchando contra
unas ataduras de algún tipo, un frenético y contenido jadear. Me pregunté si la
pequeña silla de oficina de Slyker habría emitido ligaduras como mi sillón, pero
aquello no tenía ningún sentido.
Luego, bruscamente, hubo el silbido de una respiración, como si su nariz
hubiera sido liberada, pero no su boca. Respiraba afanosamente por la nariz.
Imaginé a Slyker atado de alguna forma a su silla y mirando ansiosamente a la
oscuridad, tal como estaba haciendo yo.
Finalmente, de la oscuridad brotó una voz que yo conocía muy bien
porque la había oído a menudo en el cine y en la grabadora de Jeff Crain.
Tenía el viejo y familiar tono acariciante mezclado con la vieja y familiar risita, la
ingenuidad y la astucia, la cálida simpatía y la fría obstinación, el encanto de la
universitaria y de la sibila. Era sin lugar a dudas la voz de Evelyn Cordew.
—Oh, por el amor de Dios, deja de agitarte, Emmy. No te va a ayudar a
quitarte de encima esa película, y hace que parezcas tan ridículo... Sí, he dicho
«parezcas», Emmy... Te sorprendería saber cómo la pérdida de cinco
fantasmas mejora tu agudeza visual, como si te arrancaran velos de delante de
los ojos te vuelves mucho más sensitiva, en todos los aspectos.
»Y no intentes ablandarme pretendiendo que te asfixias. Te he quitado
la película de los orificios nasales, aunque siga manteniendo cubierta tu boca.
No hubiera podido soportar el oírte hablar. La película se llama "plástico
envuelvetodo"; es algo nuevo. Yo también tengo un amigo químico, aunque no
sea parisino. Me ha dicho :que el año próximo se convertirá en el material de
empaquetado número uno. Es una película delgada, más difícil de ver que el
celofán, pero muy resistente. Ni más ni menos que un plástico electrónico,
positivo en una cara, negativo en la otra. Ponlo en contacto con algo y se
adhiere a todo su alrededor, se pega como ninguna Otra cosa. Acabas de ver
la demostración. Para quitarlo lo único que tienes que hacer es lanzarle
algunos electrones mediante una pila estática manual..., patente también de mi
amigo..., e inmediatamente se aparta y vuelve a quedar plano. Proporciónale
unos cuantos electrones más, y se vuelve tan duro como el acero.
»Así es como hemos utilizado la película para penetrar por tu puerta,
Emmy. La colocamos fuera, de modo que se envolvió en tomo a los cerrojos
cuando tú abriste. Luego, hace un momento, después de dejar a oscuras el
pasillo, bombeamos electrones y la tensamos y endurecimos, a fin de que
hiciera retroceder todos los cerrojos. Discúlpame, querido, pero ya sabes cómo
te gusta vanagloriarte de tus pequeñas válvulas y tus medios de inmovilización,
de modo que supongo que no te importará que yo me vanaglorie también un
poco de mis pequeños trucos. Y que alardee de mis amigos también. Tengo
algunos que tú no conoces aún, Emmy. ¿Has oído alguna vez el nombre de
Smyslov, o de la Araña? Algunos de ellos también cortan fantasmas, y no se
han sentido muy complacidos al saber de ti, especialmente desde el ángulo
pasadofuturo.
Hubo un ligero chillido de protesta de las ruedas de la silla, como si
Slyker estuviera intentando moverla.
—No te vayas, Emmy. Estoy segura de que sabrás por qué estoy aquí.
Sí, querido, he venido a buscarlos. A los cinco. Y no me preocupa las pulsiones
de muerte que contengan, puesto que tengo algunas ideas al respecto. Así que
me disculparás, Emmy, mientras me preparo para recuperar mis fantasmas.
No hubo ningún otro ruido entonces excepto la jadeante respiración de
Emil Slyker y un ocasional roce de seda y el susurro de una cremallera,
seguido por el ligero sonido de algo cayendo.
—Bien, ya estamos, Emmy; todo listo. El siguiente paso, mis cinco
hermanas perdidas. Oh, tu pequeño cajón secreto está abierto... Creías que no
sabía nada de él, ¿verdad, Emmy? Veamos ahora, no creo que necesitemos
música para esto; conocen mi contacto; eso debería hacerles ponerse en pie y
brillar.
Dejó de hablar. Al cabo de unos instantes percibí un ligero asomo de luz
encima del escritorio, muy vacilante al principio, como una estrella en el limite
de la visión, donde se mantuvo parpadeando, apareciendo y desapareciendo,
pasando de la más absoluta ausencia a la más débil de las existencias; o como
un lago solitario, iluminado tan sólo por la luz de las estrellas y apenas
entrevisto al otro lado de un denso bosque; o como esos danzantes puntos de
luz que perviven incluso en la oscuridad más absoluta, indicando tan sólo una
persistencia en la retina y en el nervio óptico, y que sin embargo te hacen creer
por un momento que representan algo real.
Pero luego el asomo de luz tomó una forma definida, aunque
permaneciendo en los límites de la visión y arrastrándose adelante y atrás
como si mis ojos no pudieran enfocarla debido a que no tenían ningún otro
punto de referencia al cual fijarla.
Se trataba de una débil banda angular formando tres lados de un
rectángulo, el lado superior más largo que los dos lados verticales, mientras
que el lado inferior no era visible. Mientras lo observaba y se iba haciendo más
preciso, vi que las bandas de luz eran más brillantes en su parte interior —es
decir, hacia el rectángulo que delimitaban parcialmente, donde marcaban una
nítida oscuridad—, mientras que en la parte exterior se difuminaban de manera
gradual. Luego, mientras seguía observando, vi que de las dos esquinas
superiores sobresalían unos pequeños rectángulos laterales más pequeños...,
unas lengüetas.
Aquellas lengüetas me hicieron comprender que estaba observando la
carpeta de un historial, silueteada por algo que relucía débilmente en su
interior.
Entonces la banda superior se oscureció en su centro, como ocurriría si
una mano rebuscara en la carpeta, y luego volvió a brillar como si la mano
saliera de nuevo. Entonces algo brotó de la carpeta, como si la invisible mano
estuviera tirando de algo, no más brillante que las bandas de luz.
Era la forma de una mujer, si bien distorsionada y ondulando
constantemente; la cabeza, los brazos y la parte superior del torso mantenían
mayor aproximación a las proporciones humanas que la parte inferior y las
piernas, que se parecían a una agitante cortina o a un trozo de gasa. Brillaba
con una luz muy tenue, de modo que me veía obligado a parpadear
constantemente para fijar los ojos, y su luminosidad no aumentó.
Era como la silueta de una mujer pintada con pintura fosforescente en
un trozo de la más fina seda, brazos y piernas colgando y la Cabeza..., sí, la
cabeza aureolada por una ilusión de cabello plateado. Y sin embargo era más
que eso. Aunque se agitaba graciosamente en el aire como una ligera prenda
sacudida por una mujer que se preparase para ponérsela, evidenciaba poseer
una agitante vida propia.
Pero pese a todas las distorsiones, mientras fluía en un arco hacia el
techo y volvía a descender luego, era seductoramente hermosa, y el rostro era
reconocible como el de Evvie Cordew.
De pronto dejó de agitarse y cambió la dirección de su fluir, de tal modo
que por un momento flotó erguida en el aire, como una combinación que una
mujer sujeta encima de su cabeza antes de ponérsela.
Luego empezó a descender hacia el suelo, y vi que realmente había una
mujer de pie debajo de ella y tirando de ella por encima de su cabeza, aunque
podía ver su cuerpo tan sólo como una silueta imprecisa a la luz reflejada del
fantasma con el que se estaba envolviendo.
La mujer alzó las manos, que mantenía pegadas al cuerpo, se
contorsionó con rapidez, giró e inclinó la cabeza y luego la echó hacia atrás,
como hace una mujer cuando se coloca un traje muy ajustado, y la flotante
cosa resplandeciente perdió su distorsión y se encajó apretadamente en torno
a ella.
El resplandor se incrementó entonces por un momento, mientras la
mujer y su fantasma se fundían, y vi a Evvie Cordew desnuda, la piel brillándole
con luz propia...; las largas y esbeltas pantorrillas, la curva de ánfora de sus
caderas y cintura, los provocativos pechos, tal como uno los imaginaba por sus
fotos en bikini, pero con aureolas más grandes... La vi por un instante antes de
que la luz fantasmal parpadeara y se apagara como unas chispas muriendo, y
de nuevo la oscuridad fue completa.
En la negrura, una voz canturreó:
—Oh, era como seda, Emmy, como una media de seda deslizándose
por todo mi cuerpo. ¿Recuerdas cuando lo cortaste, Emmy? Acababa de
conseguir mi primer gran papel en la pantalla, y había firmado un contrato por
siete años; sabía que iba a tener el mundo agarrado por la cola, y me sentía
maravillosamente bien. Sin embargo, de pronto me sentí terriblemente extraña
y acudí a ti. Y tú me volviste a poner bien extirpándome mi felicidad y
quedándote con ella. Me dijiste que era un poco como donar sangre, y era
cierto. Ése fue mi primer fantasma, Emmy, pero solamente el primero.
Mis ojos, recuperándose rápidamente del brillo más intenso del fantasma
que regresaba a su fuente, captaron de nuevo el resplandor de los tres lados
de la carpeta del historial. Y de nuevo surgió de él una mujer fosforescente,
locamente oscilante, parecida a una gasa. El rostro era reconocible como el de
Evvie, pero constantemente distorsionado, ahora con un ojo grande como una
naranja y luego pequeño como un guisante, los labios retorciéndose en
imposibles muecas, la frente reduciéndose al tamaño de una cabeza de alfiler o
hinchándose mongólicamente, como un rostro reflejándose en un espejo sobre
el cual corriera agua. Cuando descendió sobre el
auténtico rostro de Evelyn hubo un momento en que los dos quedaron
juntos pero no se fundieron, como los rostros de dos hermanos gemelos en un
espejo cubierto por el agua. Luego, como si una esponja hubiera secado el
agua, el rostro resultante brilló nítido y claro, y justo en el momento en que
volvía la oscuridad se acarició los labios con la lengua.
La oí decir:
—Éste era como cálido terciopelo, Emmy, suave pero ardiente. avíe lo
arrancaste dos días después del preestreno de La rubia de hidrógeno, cuando
tuvimos aquella pequeña fiesta para celebrarlo después de la gran fiesta, y la
actual Miss América estaba allí, y le mostré cómo lucía un cuerpo realmente
valioso. Fue entonces cuando me di cuenta de que había alcanzado la cima y
eso no me había convertido en una diosa ni en nada. Seguía poseyendo la
misma ignorancia de antes y la misma torpeza, que cámaras y montadores
debían ocultar. Sólo que entonces era peor, porque me hallaba siempre en el
centro del escenario... Además, iba a tener que luchar el resto de mi vida para
mantener mi cuerpo como era entonces, y luego empezaría a morir arruga tras
arruga, perdiendo mi energía célula a célula, como todos los demás.
El tercer fantasma trazó un arco hacia el techo y descendió, con olas de
fosforescencia parpadeando constantemente en él. Los esbeltos brazos
ondularon como pálidas serpientes, y las manos, con las yemas de los dedos
apretadas graciosamente juntas, eran como inquisitivas cabezas de
serpientes..., hasta que los dedos se separaron y las manos parecieron
arrastrantes manchas de fosforescente tinta con cinco lenguas. Luego los
sólidos dedos y brazos penetraron dentro de ellos como si se tratara de
guantes de seda color marfil Virgos hasta el hombro. Por un instante las
manos, lo primero en fundirse, brillaron más que el resto de la silueta; las
observé ayudar a encajar simétricamente la frente, las mejillas y el mentón,
ajustando el rostro, con un ligero desplazamiento lateral de los dedos anulares
para alisar los ojos. Luego ascendieron y se echaron hacia atrás para peinar el
pelo de las dos cabezas, mezclándolo. El pelo fantasmal era muy oscuro y, al
mezclarse, oscureció un poco el pelo rubio de Evelyn.
—Éste era un poco pegajoso, Emmy, como la capa superficial de una
ciénaga. Recuerda, yo acababa de aguijonear a los chicos para que se
pelearan por mí en el Troc. Jeff lastimó a Lester más de que hubiera debido, e
incluso el viejo Sammy se ganó un ojo Morado. Acababa de descubrir que
cuando llegas a la cima tienes a tu disposición todos los placeres ordinarios
que la gente común
anhela durante toda su vida, y que no significan nada, y que tienes que
trabajar minuto a minuto para conseguir los placeres que hay más allá del
placer, a fin de evitar que tu vida se marchite por completo.
El cuarto fantasma ascendió hacia el techo como un buceador subiendo
a la superficie del agua desde las profundidades. Luego, como si toda la
habitación estuviera llena de aquel tipo de agua, pareció emerger en el techo y
dar un salto de carpa allí, volviendo a sumergirse de nuevo con una picada, y
luego cambiar otra vez de dirección y flotar por un momento sobre la cabeza de
la auténtica Evelyn, hasta hundirse lentamente a su alrededor como un
buceador ahogándose. Esta vez observé a las brillantes manos sujetar
formando copa los pechos del fantasma en torno a los suyos propios, como si
se estuviera poniendo un nuevo y resplandeciente sujetador. Luego la película
del fantasma se encogió de pronto, ajustándose sobre su torso como un traje
barato de algodón bajo una lluvia repentina.
Mientras el resplandor moría por cuarta vez, Evelyn dijo suavemente:
—En cuanto a éste, era frío, Emmy. Estoy temblando. Acababa de
regresar de mi primer trabajo en Europa, y me sentí enferma al ver de nuevo
Broadway. Antes de que tú lo cortaras me hiciste revivir aquella fiesta en el
yate donde oí a Ricco y al autor riéndose de cómo había destrozado mi primera
gran obra, y nadamos a la luz de la luna y Mónica casi se ahogó. Fue entonces
cuando me di cuenta de que nadie, ni siquiera los más estúpidos entre los
espectadores, te respetaban realmente porque eras su reina del sexo.
Respetaban más a la pequeña estúpida que tenían sentada a su lado que a ti.
Porque tú eras solamente algo en la pantalla que podían manejar a su antojo
en su mente. Con la gente importante, las grandes personalidades, no era
mucho mejor. Para ellos eras simplemente un desafío, un premio, algo que
mostrar a otros hombres para volverlos locos de envidia, pero nunca algo a lo
que amar. Bien, eso hace cuatro, Emmy, y cuatro más uno hacen la totalidad.
El último fantasma surgió girando y ondulando como un vestido de seda
al viento, como un loco fotomontaje, como una pintura surrealista hecha con
apenas visibles tonalidades de pálida carne sobre una tela negra; o más bien
como una interminable serie de tales pinturas surrealistas, cada distorsión
mezclándose con la siguiente... arrastrando detrás una tenue estela de gasa,
que percibí que correspondía a la forma en que siempre eran pintados y
descritos los fantasmas. Observé aquel amasijo de gasa mientras Evelyn
tiraba de él hacia abajo y a su alrededor; entonces se aplastó
bruscamente contra sus caderas, como una falda bajo un fuerte viento o como
nailon apretándose bajo el frío. El último resplandor fue un poco más fuerte,
como si hubiera más vida en la brillante mujer de la que había habido al
principio.
—Ah, ése ha sido como un rozar de alas, Emmy, como plumas en el
viento. Lo cortaste después de la fiesta en el avión de Sammy para celebrar el
haberme convertido en la estrella que cobraba más en la industria. Atosigué al
piloto porque quería que nos lanzara en un loco picado y estrellara el aparato.
Fue entonces cuando me di cuenta de que yo no era más que una propiedad...,
algo con lo cual algunos hombres ganaban dinero (y yo también ganaba
dinero), desde el actor que se casó conmigo para promocionar su propia
carrera hasta el propietario del cine que esperaba vender gracias a mi nombre
algunas entradas más. Descubrí que mi más profundo amor..., hubo un tiempo
en que fue para ti, Emmy..., era tan sólo algo que otro hombre podía capitalizar.
Que cualquier hombre, no importaba lo dulce o fuerte que fuera, nunca podía
ser al final otra cosa que un alcahuete. Como tú, Emmy.
Entonces, tan sólo durante un rato, hubo oscuridad, oscuridad v silencio,
rotos únicamente por el suave roce de unas ropas.
Finalmente, su voz de nuevo:
—Así que ahora ya he recuperado mis fotos, Emmy. Todos los negativos
originales, dirías tú, porque no puedes sacar reproducciones de ellos o
segundos negativos..., al menos eso creo. ¿O existe alguna forma de hacer
copias de ellos, Emmy..., mujeres duplicadas? Pero no vale la pena escuchar
tu respuesta; serías capaz de decir que sí para asustarme.
»¿Qué vamos a hacer ahora contigo, Emmy? Sé lo que me harías tú a
mí si tuvieras oportunidad, porque ya lo has hecho otras veces. Tomaste partes
de mí.... no, cinco yo auténticas..., las guardaste en sobres durante un largo
tiempo, algo que poder sacar de tanto en unto para mirarlo, manosearlo,
enrollarlo en torno a un dedo o apretarlo formando una bola, cada vez que te
sintieras aburrido en una larga tarde o en una noche interminable. O quizá
mostrarlo a algunos amigos especiales o incluso dárselo a otras chicas para
que lo llevaran... No creías que supiera nada de ese pequeño truco, ¿verdad?
¡Espero que las envenenaran, espero que las hicieran arder! Recuerda, estoy
llena de deseos de muerte ahora, cinco fantasmas de ellos. Sí, Emmy, ¿qué
vamos a hacer contigo ahora?
Entonces, por primera vez desde que se habían mostrado los
fantasmas, oí el sonido de la respiración del doctor Slyker jadeando
nasalmente, y los ahogados gruñidos y crujidos mientras se debatía contra la
aprisionante película.
—Eso te hace pensar, ¿verdad, Emmy? Desearía haberles preguntado a
mis fantasmas qué hacer contigo cuando tenía la oportunidad... Me hubiera
gustado saber cómo preguntárselo. Ellos habrían sido quienes decidieran.
Ahora están demasiado fundidos conmigo.
»Dejaremos que las otras chicas decidan..., los otros fantasmas.
¿Cuántas docenas hay aquí, Emmy? ¿Cuántos centenares? Aceptaré su juicio.
¿Te aman tus fantasmas, Emmy?
Oí el repiqueteo de sus tacones seguido por suaves ruidos de
deslizamiento terminados en sordos golpes...; los cajones archivadores habían
sido abiertos completamente. Slyker se volvió más ruidoso.
—No crees que te quieran, ¿verdad, Emmy? O quizá sí, aunque su
forma de demostrarte su afecto no sea exactamente cómoda, o segura.
Veremos.
Los tacones repiquetearon unos cuantos pasos más.
—Y ahora, música. ¿El cuarto botón, Emmy?
De nuevo me llegaron aquellos sensuales y espectrales acordes que
abrían la Pavana de las chicas fantasma. Esta vez se transformaron poco a
poco en una música que parecía retorcerse y girar, muy suavemente y con
lánguida gracia; la música del espacio, la música de la caída libre. Hacía más
fácil la suave respiración que significaba la vida para mí.
Tuve conciencia de débiles fuentes. Cada cajón estaba silueteado por
un resplandor fosforescente que ascendía.
Una pálida mano fluyó sobre el borde de un cajón. Desapareció
deslizándose, pero ahí estaba otra, y otra.
La música se hizo más fuerte, aunque más lánguida, y un pálido fluir de
mujeres empezó a brotar del paralelogramo orlado de fosforescencia de los
cajones archivadores, rápidamente ahora. Rostros constantemente
cambiantes, que eran máscaras de gasa de locura, embriaguez, deseo y odio;
brazos como un fluir de serpientes; cuerpos que se retorcían, se
convulsionaban, y seguían fluyendo como leche a la luz de la luna.
Salieron girando en círculo como esbeltas nubes formando un anillo, un
girante círculo que se deslizó acercándose a mí, inquisitivo, un centenar de
ojos extrañamente rasgados que parecían escrutar.
Las girantes formas brillaron más intensamente. A su luz, empecé a ver
al doctor Slyker, la parte inferior de su rostro ceñida por el plástico
transparente, sólo las aletas de su nariz agitándose y sus protuberantes ojos
mirando hacia todos lados, sus brazos apretadamente sujetos a sus costados.
La primera espiral del anillo aceleró hacia arriba y empezó a
congregarse alrededor de su cabeza y cuello. Empezó a girar lenta
mente en torno a su silla, como si él fuera una mosca atrapada en el
centro de una tela de araña y ésta empezara a tejer un capullo a su alrededor.
El rostro de Slyker quedaba alternativamente oscurecido e iluminado por las
brillantes formas neblinosas que giraban a su alrededor. Parecía como si
estuviera siendo estrangulado por el humo de su propio cigarrillo en una
película pasada al revés.
Su rostro empezó a oscurecerse a medida que el círculo resplandeciente
se apretaba contra él.
Una vez más se hizo una completa oscuridad.
Luego hubo un zumbaste clic y un pequeño surtidor de chispas repetido
tres veces; después una llamita azul. Avanzó, se detuvo y avanzó, dejando tras
de sí más pequeñas y silenciosas llamitas, amarillas éstas. Crecieron. Evelyn
estaba prendiendo fuego a los archivos sistemáticamente.
Supe que aquello podía ser el fin para mí, pero grité —sonó pomo una
especie de hipido—, y mi respiración se vio instantáneamente cortada cuando
las válvulas de mi mordaza se cerraron.
Pero Evelyn se volvió. Estaba inclinada sobre Emil, muy cerca de él, y la
luz de las crecientes llamas iluminaba su sonrisa. A través del oscuro velo
rojizo que empezaba a cubrir mi visión, vi las llamas empezar a saltar de un
cajón a otro. Hubo un repentino rugir ahogado, como virutas de película o
acetato quemándose.
Repentinamente, Evelyn se tendió hacia el escritorio y pulsó un botón.
Cuando ya empezaba a perder la conciencia, me di cuenta de que mi mordaza
había desaparecido y mis ataduras me habían soltado.
Me puse en pie, tambaleante, sintiendo las puñaladas del dolor en mis
adormecidos músculos. La habitación estaba llena de parpadeantes
luminosidades bajo una sucia nube que crecía en el techo. Evelyn había
soltado la película transparente que cubría a Slyker, y ataba tirando de él para
ponerlo en pie. El hombre empezó a caer ;lacia delante, muy lentamente.
Mirándome, ella dijo:
—Dile a Jeff que está muerto.
Antes de que Slyker golpeara el suelo, ella ya había cruzado la puerta.
Di un paso hacia Slyker, sentí el picoteante calor de las llamas. Mis piernas
eran como temblorosos zancos cuando me dirigí YO también hacia la puerta.
Mientras me sujetaba al marco para recuperar las fuerzas, eché una última
mirada hacia atrás, luego salí rápidamente.
No había luz en el pasillo. El resplandor de las llamas detrás de mí me
ayudó un poco.
La parte superior de la cabina del ascensor se hundía fuera de mi vista
cuando llegué ante la puerta. Acudí a la escalera. Fue un descenso doloroso.
Mientras trotaba fuera del edificio —era la máxima velocidad que podía
conseguir—, oí sirenas que se acercaban. Evelyn debía de haber hecho una
llamada... O uno de sus «amigos». aunque ni siquiera Jeff Crain fue capaz de
decirme más acerca de ellos; quién era su químico y quién era la Araña... Ni
siquiera sé cómo sabía ella que yo estaba trabajando para Jeff. Evelyn Cordew
es más difícil de ver que nunca, y yo tampoco lo he intentado. No creo que la
vea ni siquiera Jeff. De hecho, a veces me pregunto si no fui utilizado como un
instrumento.
Sigo manteniéndome lejos de todo eso..., del mismo modo que dejé que
fueran los bomberos quienes descubrieran al doctor Emil Slyker «asfixiado por
el humo» de un incendio en su «extraña» oficina privada, un fuego que según
se informó hizo poco más que ennegrecer un poco los muebles y quemar el
contenido de sus archivos y las cintas de su cadena de alta fidelidad.
Pienso que algo más resultó quemado. Cuando miré hacia atrás por
última vez, vi al doctor tendido en medio de una envoltura de pálidas llamas.
Puede que fueran papeles esparcidos o plástico electrónico. Pero creo que
eran chicas fantasma, ardiendo.
La mañana de la condenación
El viaje por el tiempo, que no es en absoluto la sana y limpia diversión
infantil que muchos imaginan, empezó para mí cuando aquella mujer, con el
signo cabalístico impreso en la frente, me miró desde el umbral de la habitación
donde me había escondido con las botellas y me preguntó:
—Dígame, Buster: ¿quiere vivir?
Era el tipo de pregunta que hubiese pronunciado cualquier redentor
chiflado de los de látigo en ristre, tipo «salve su alma». Pero la mujer no lo
parecía. Podría haberle contestado —de hecho casi lo hice —con una burla (un
uno por ciento humorística) como «¡Santo dios, no!». O si no —segunda
alternativa—, podría haberme quedado estudiando los polvorientos arabescos
de la marchita alfombra azul durante un tiempo perversamente largo y haber
dicho, condescendiente: «Bueno, si insiste...».
Pero no lo hice, quizá porque en la situación no parecía haber ni un uno
por ciento de humor. Punto número uno: había estado sin conocimiento más o
menos durante la última media hora. La mujer podía haber acabado de abrir la
puerta o llevar mirándome diez minutos. Punto número dos: estaba en las
fronteras del delírium tremens, intentando salir de una colosal borrachera.
Punto número tres: sabía a ciencia cierta que acababa de matar a alguien, o de
dejarle, a él o a ella, al borde de la muerte, aunque no tenía la más mínima idea
de quién podía ser o por qué lo había hecho.
Déjenme que describa mi estado mental con más detenimiento. Mi
conciencia, la parte medio consciente de mí, era un punto convulsivo en medio
de un plano inacabable que vibraba rebosante de miseria y amenazas. Era
como un hombre en una barca de rencos a la deriva en pleno Pacífico. O
mejor: era un hombre metido en una trinchera del desierto de África del Norte
(estuve bajo el mando de Montgomery v cualquier región cercana al delírium
tremens es sin duda una tierra de nadie). A mi alrededor, en todas direcciones
—recuerden que estoy describiendo mi conciencia—, había kilómetros y
kilómetros de arena ardiente, y nada más. Al otro lado del horizonte, dos
esposas divorciadas, varios hijos a los que nada me ataba, los trabajos más
dispares, y algunos otros naufragios nada excepcionales. Más cerca, pero
siempre detrás del horizonte, el hospital estatal (dos veces) y el psiquiátrico
(cuatro veces). Muy cerca, muy a mano, enterrada a poca profundidad, o quizá
maldiciéndome al aire libre justo detrás de mí en el cráter, estaba la persona a
la que acababa de matar.
Pero recuerden que yo sabía que había matado a una persona real.
Aquello no era alegórico en absoluto.
Hablemos un poco más de la mujer del «Dígame, Buster». En primer
lugar, no parecía formar parte del delírium tremens ni del cortejo que lo rodea,
aunque un aficionado hubiese creído lo contrario —sobre todo si hubiese hecho
mucho hincapié en el signo cabalístico de la frente—. Pero yo no era un
aficionado.
Parecía tener mi edad —cuarenta y cinco—, aunque no podía
asegurarlo. El cuerpo parecía más joven, pero la cara más vieja: ambos eran
agraciados, y me pareció que habían sufrido mucho desgaste. Llevaba
sandalias negras y una túnica negra tipo saco sin cinturón, pero parecía un
atuendo de calle. Hasta se me ocurrió —las ideas que se te ocurren cuando
estás en las fronteras del delírium tremens— que su traje, excepto por el color,
podía encajar en cualquier época histórica: el antiguo Egipto, Grecia, tal vez el
Directorio, la primera guerra mundial, Birmania, Yucatán... (¿Debería haberle
preguntado si hablaba maya? No lo hice, pero no creo que la pregunta la
hubiera inmutado; parecía en conjunto sofisticada, una auténtica cosmopolita...
Pronunció «Buster» como si fuese parte de una jerigonza curiosa, algo ridícula,
que estuviese utilizando para impresionar.)
De su brazo izquierdo colgaba un bolso negro cerrado con un lazo y del
que sobresalía la punta de un objeto de plata que me intrigó aprensivamente.
Tenía el brazo derecho levantado y doblado, y apoyaba el codo contra el
marco de la puerta. Con la mano retiraba de su frente lo, mechones morenos
para mostrarme el signo, como si tuviese algún sentido en relación con su
pregunta.
El signo era un asterisco de ocho brazos delgados y oscuros, del
tamaño de un dólar de plata aproximadamente. Una X superpuesta sobre un
signo «más». Parecía indeleble.
Excepto los mechones, tenía el pelo recogido en un moño. Las orejas
eran planas, agradablemente formadas, de bordes delgados y lóbulos largos
semejantes a los que el arte chino utilizaba para representar a sus filósofos.
Las adornaba con unos pequeños pendientes de plata, cuadrados y de
redondeados bordes.
Su rostro podía haber sido pintado por Toulouse—Lautrec o por Degas.
La piel estaba cruzada por líneas muy finas; los ojos estaban maquillados de
oscuro, con un toque verde en los párpados («¿Egipcia?», me pregunté a mí
mismo); la boca era grande, tolerante pero realista. Sí, por encima de todo, la
mujer parecía realista.
Como ya he dicho, estaba preparado para lo real, así que cuando me
preguntó: «¿Quiere vivir?», me las compuse para contener las respuestas
impertinentes que me cosquilleaban en la punta de la lengua. Comprendí que
era esa vez entre un millón en que la pregunta es hecha sinceramente y tu
respuesta cuenta de verdad y no hay segundas oportunidades; comprendí que
la línea de mi vida había llegado a uno de esos puntos en que hay un nudo y
en el que un falso movimiento (o tal vez el correcto) puede romperla para
siempre; y comprendí que, en lo que a mí se refería, la mujer lo sabía todo.
Así que pensé un momento, no mucho, y contesté:
—Sí.
Ella asintió —no como si aprobara o desaprobara mi decisión, sino
simplemente como si la aceptara como base para sentarse a negociar—, y dejó
que los mechones cayesen sobre su frente. Luego me sonrió rápida y
fríamente, y dijo:
—En ese caso, usted y yo tenemos que salir de aquí y charlar un rato.
Para mí aquella sonrisa fue la primera fisura en la concha, la concha que
rodeaba mi conciencia rancia, o tal vez la concha oscura, perforada de
estrellas, que rodeaba el continuum espaciotemporal.
—Vamos dijo—. No, tal como está. No se entretenga para nada. —
Percibió la intención de mi gesto—. Y no mire detrás de usted si realmente
desea vivir.
En general, que te ordenen no mirar atrás es un consejo tonto; te hace
recordar esos cuentos para niños del «coco que te come» que sólo consiguen
que mires hacia atrás automáticamente, aunque sólo sea para demostrar que
no eres un crío. También en el caso que nos ocupa yo sentía una auténtica y
horrorizada curiosidad: deseaba terriblemente (sí, terriblemente) saber a quién
había matado. ¿A una olvidada tercera esposa? ¿A una mujer de la calle? ¿A
un marido o un novio celosos? (Aunque ya estaba demasiado entrado en años
como para tener asuntos amorosos.) ¿Al conserje del hotel? ¿A un compañero
de los bajos fondos?
Pero de alguna forma, como me sucedió con la pregunta del «quiere
vivir», sentí que se trataba de una de esas ocasiones en que la sugerencia
generalmente estúpida es radicalmente seria, que el significado de su
advertencia era literal.
Si miraba hacia atrás, moriría.
Miré con fijeza al frente cuando pasé junto a las marrones botellas
desparramadas y la columna de humo que se elevaba del pequeño cráter
perforado por una colilla abandonada en la alfombra.
Mientras la seguía hacia la puerta, oí a mis espaldas, procedente de la
ventana, el aullido distante de una sirena de policía.
Antes de que llegáramos al ascensor la sirena sonaba más cerca, y me
pareció oír también la de los bomberos.
Vi un destello plateado frente a nosotros. Había un gran espejo junto a
los ascensores.
—Lo que le advertí acerca de no mirar detrás de usted se refiere
también a los espejos —me susurró mi guía—. Hasta que no le indique lo
contrario.
Instantáneamente, comprendí que había olvidado mi propio aspecto; no
podía imaginarme aquel testimonio horrorizante (acostumbrado a espejos
desteñidos de grasientos cuartos de baño) de tantas neblinosas mañanas: mi
propio rostro. Una mirada en el espejo...
Pero me dije a mí mismo: «Sé realista». Vi la sombra de unos zapatos
marrones y unas sandalias en el gran espejo, nada más.
La cabina del ascensor de la derecha, oscura y vacía, estaba en aquel
piso. Una barra de madera atravesada mantenía la puerta abierta. Mi guía la
retiró y entramos. La puerta se cerró, y ella oprimió los botones. Me pregunté:
«¿Hacia dónde se moverá, hacia los lados?».
No obstante, descendió normalmente. Empecé a tocarme la cara, pero
me detuve. Empecé a recordar mi nombre también, pero no seguí. Sería mala
táctica, pensé, querer llenar más vacíos en mi mente. Sabía que estaba vivo.
Me aferraría a eso durante un rato.
El ascensor descendió dos pisos y medio y se detuvo. La monótona
pared púrpura del pozo del ascensor bloqueaba la salida. Mi guía encendió la
lucecita del techo y se volvió hacia mí.
—¿Y bien? —dijo.
Puse palabras a mis últimos pensamientos.
—Estoy vivo —dije—. Y estoy en sus manos. Rió ligeramente.
—¿Cree que es una situación comprometida? No va desencaminado.
Usted aceptó la vida de mí o, mejor dicho, a través de mí. ¿Le sugiere algo
eso?
Puede que mi memoria sea detestable, pero una parte de mi mente,
largo tiempo inutilizada, estaba funcionando.
—Cuando quieres algo —dije—, tienes que pagar por ello, y a veces el
dinero no basta, aunque sólo me he encontrado en una o dos situaciones en
que el dinero no haya ayudado.
—Con ésta serán tres —respondió—. Véalo así: ha topado usted con
algo que no juega con dinero, con una organización de la que soy agente. ¿Tal
vez prefiere volver a la habitación en donde le recluté? Podríamos arreglarlo.
A través de las paredes de la cabina y el pozo del ascensor me llegaban
las sirenas cada vez más estridentes que subrayaban sus palabras.
Negué con la cabeza.
—Cuando contesté a su primera pregunta —dije——, creo que ya sabía
que entraba en una organización.
—Se trata de una gran organización —prosiguió, como advirtiéndome—.
Llámelo un imperio, o un poder, como prefiera. Por lo que a usted se refiere,
siempre ha existido y siempre existirá. Tiene agentes en todas partes,
literalmente. El espacio y el tiempo no son barreras para ella. Sus fines, hasta
donde usted podrá conocerlos, son cambiar, para su propio engrandecimiento,
no sólo el presente y el futuro, sino también el pasado. Es una organización
despiadadamente competitiva y no siente compasión por sus empleados.
—¿I. G. Farben? —dije, con un humor que no tuvo nada de gracioso.
No reprochó mi impertinencia, sino que dijo:
—Tampoco es el Partido Comunista, ni el Ku—Klux—Klan, ni los
Ángeles Vengadores, ni la Mano Negra, aunque sus enemigos le dan un
nombre más desagradable todavía.
—¿Cuál?
—Las Arañas —dijo.
Aquella palabra me hizo estremecer. Por un momento temí que el signo
cabalístico saltaría de su frente, se deslizaría por su rostro y se lanzaría sobre
mí... O algo parecido.
Me miró.
—Si le parece mejor, puede llamarla la Cruz Doble —sugirió.
—Bien, por lo menos usted no intenta embellecer su organización.
Fue todo cuanto atiné a decir.
Meneó la cabeza.
—No hay necesidad de hacerlo con los grandes de verdad. Uno nunca
sabe si el lado en el que ha nacido o renacido es «bueno» o «correcto»..., sólo
que es su lado, e intenta conocer algo de él y formarse una opinión mientras
vive y sirve.
—Está hablando de lados —dije—. ¿Hay algún otro?
—Vamos a dejarlo por el momento. Pero si alguna vez se encuentra con
alguien con una S grabada en la frente, no es un amigo, no importa lo que haga
por usted. Esa S significa Serpientes.
No sé por qué aquella palabra, dicha en aquel preciso instante, me
produjo algo más que pánico; fue como si cristalizara todos mis temores. Quizá
fuese sólo una insignificancia, como si Serpientes significase delírium tremens.
Fuese lo que fuese, sentí que me hundía.
—Tal vez sea mejor que volvamos a la habitación donde me encontró —
me oí decir.
No sé si quise decir eso, pero desde luego lo sentía. Las sirenas habían
enmudecido, pero podía oír un alboroto general fuera del hotel, y dentro
también, creo..., ruidos procedentes del pozo del otro ascensor; me pareció que
provenían del piso que acabábamos de abandonar... Pasos rápidos, voces
tensas, y algo que era arrastrado. Estaba conociendo el terror aquí, en este
ascensor detenido, pero las voces de fuera debían de ser peores.
—Ya es demasiado tarde —me informó mi guía. Entornó los ojos—.
¿Sabe, Buster? Usted está todavía en esa habitación. Si estuviese solo, podría
reunirse consigo mismo, pero no con más gente alrededor.
—¿Qué me ha hecho usted? —pregunté lentamente.
—Soy una Resurrectora —dijo con la misma tranquilidad. Extraigo
cuerpos del continuum espaciotemporal y les doy la libertad de la cuarta
dimensión. Cuando lo resucité, lo corté de su línea de la vida justo en el punto
que usted considera el Ahora.
—¿Mi línea de la vida? —interrumpí—. ¿Se trata de algo de la palma de
la mano?
—Es usted mismo desde la concepción hasta la muerte —explicó—. Un
hilo con su configuración atado al continuum espaciotemporal... De ahí lo corté.
O, si prefiere verlo de otra manera, practiqué una bifurcación en su línea de la
vida, y ahora se encuentra usted en su rama libre. Pero su otro yo, su yo
enterrado, aquel que
la gente piensa que es el auténtico usted, está en esa habitación, y tiene
las propiedades del resto de los zombies.
—Pero ¿cómo puede usted cortar a la gente de sus líneas de la vida? —
pregunté—. Como teoría para una conferencia especulativa, tal vez. Pero para
hacerlo en la práctica...
—Puede hacerse si se cuenta con las herramientas adecuadas —dijo,
agitando con convicción su bolso—. Cualquier agente puede hacerlo. Una
Serpiente podría haberlo hecho con tanta facilidad como una Araña. Quizá
haya... Pero no entraremos en eso.
—Entonces, si usted me ha cortado fuera de mi línea de la vida —dije—,
¿por qué permanecemos en el espaciotiempo anterior? Es decir, si este
ascensor está todavía en él.
—Lo está —me aseguró—. Seguimos en el mismo espaciotiempo
porque todavía no he procedido a extraemos de él. Nos estamos moviendo a
través de él a la misma velocidad temporal que el usted que hemos dejado
atrás, manteniendo el ritmo con su Ahora. Sin embargo, ambos tenemos un
modo adicional de libertad, de momento imperceptible e inoperante. No se
preocupe, abriré una puerta y saldremos de aquí con tiempo suficiente si
usted supera la prueba.
Me detuve, intentando comprender su metafísica. Tal vez estaba
aprisionado entre dos pisos con una maniaca. Tal vez era yo el maniaco. Daba
igual; me seguiría aferrando a lo que yo sentía como realidad.
—Veamos —dije—, la persona que maté, o dejé que muriese, ¿también
está en la habitación ahora? ¿Usted lo vio... o la vio?
Me miró y luego asintió. Contestó, midiendo sus palabras:
—La persona que usted asesinó o condenó está todavía en la
habitación.
Un calambre de dolor me retorció de arriba abajo.
—Tal vez deba intentar volver... —empecé—. Intentar volver y atar los
cabos.
—Es demasiado tarde —repitió.
—Pero quiero volver... —insistí—. Hay algo que me arrastra, como si
tuviese una cadena atada al cuello.
Sonrió desagradablemente.
—Por supuesto que lo hay —dijo—. Es el vampiro que lleva usted
dentro. Es la misma cosa que me arrastró a su habitación o que hubiese
arrastrado a cualquier Serpiente o Araña. El olor a sangre de la persona que
usted mató o condenó.
Me aparté de ella.
—¿Por qué se empeña en seguir diciendo «o»? —grité—. Yo no miré,
pero usted debe de haber visto. Usted debe de saber. ¿A quién maté? ¿Y qué
está haciendo mi yo zombie en esa habitación con el cuerpo?
—Ahora no hay tiempo para eso —dijo, abriendo el bolso—. Si supera la
prueba, podrá volver más tarde y averiguarlo.
Sacó del bolso un instrumento brillante de color gris pálido que me
pareció, sucesivamente, un cuchillo, una pistola, un cetro delgado y un delicado
hierro de marcar reses..., sobre todo cuando del extremo surgió una estrella
plateada de ocho puntas.
—¿La prueba? —tartamudeé, mirando fijamente a la cosa.
—Sí, para determinar si puede vivir en la cuarta dimensión o solamente
morir en ella.
La estrella empezó a girar, despacio al principio, luego cada vez más
rápido. Luego se estabilizó, pero algo que era parte de ella, o creado por ella,
empezó a girar como una rueda de color de Helmholtz..., un arco iris en espiral,
impetuoso y centelleante. Se parecía a las visiones circulares del cerebro
cobrando vida, y me asusté porque era idéntico a lo que se ve en las
alucinaciones alcohólicas.
—Cierre los ojos—me dijo.
Quise empujarla y escapar, pero no me atreví. Algo podía saltar en mi
cerebro si lo hacía. Vi el destello de la espiral a través del resquicio
deshilachado de mis pestañas mientras lo acercaba a mí. Cerré los ojos.
Algo parecido al éter me perforó la frente como si fuera hielo, y de golpe
sentí que me movía con ágiles ascensos y descensos, como si estuviese en
unas montañas rusas. Sentía un ligero latir en los oídos.
Abrí los ojos y la ilusión se desvaneció. Estaba de pie, inmóvil en el
ascensor. El único sonido era el continuo griterío que había sucedido a las
sirenas. Mi guía me sonreía, animándome.
Cerré los ojos de nuevo. Salí de la oscuridad cabalgando en las
montañas rusas. El griterío era un murmullo casi musical que crecía y se
desvanecía. Al frente había hermosas luces. Me deslicé a lo largo de una
avenida de adoquines en la que varios espadachines con capas, sombreros de
ala ancha y floretes balanceándose en sus caderas volvían la cabeza para
mirarme pasar, y unas mujeres con vestidos largos y llamativos me
contemplaban, medio incitadoras, medio satisfechas.
La oscuridad se los tragó. Una puerta de hierro chirrió delante de mí.
Aparecieron unas luces azules y brillantes. Crucé una escena salpicada de
barcos plateados. Hombres y mujeres altos, de extremidades largas y vestidos
plateados, detuvieron sus ocupaciones o juegos para mirarme...,
imperturbables pero un poco tristes, pensé. Los dejé atrás. Otra puerta chirrió.
Durante un momento los latidos se transformaron en palabras: «Hay un camino
que recorrer. Es un camino extenso... ».
Abrí los ojos de nuevo. Estaba en el ascensor, oyendo el griterío
apagado, frente a mi sonriente guía. Era muy extraño; una ilusión que podía
encenderse o apagarse abriendo y cerrando los párpados. Recordé
brevemente el ritmo alfa del cerebro, que se desvanece al abrir los ojos, y me
pregunté si las imágenes inmóviles y las montañas rusas no serían este ritmo.
Cuando cerré los ojos esta vez me hundí más en la ilusión. Atravesé
muchas escenas: una calle de resplandecientes espadas, el ala central de una
fábrica cavernosa llena de máquinas desconocidas, un cenador chino, un club
nocturno de Harlem, una plaza llena de estatuas de colores y de hombres
ruidosos con togas largas y blancas, un camino de tierra por el que una
muchedumbre harapienta de pies sucios escapaba aterrorizada de un templo
porticado, el cual se me aparecía tan sólo como gruesas columnas de luz
surgiendo de las brumas desde el otro lado de una baja colina...
Y siempre el latido musical que no cesaba. De vez en cuando oía la
canción Un camino para caminar, con dos estribillos: unas veces «te conduce
rodeando el cosmos al otro lado», y otras «te conduce a la locura o al suicidio».
Al parecer, podía oír el estribillo que quisiera; me bastaba con desearlo.
Entonces se me ocurrió que podía ir a donde quisiera, ver lo que
quisiera, con sólo desearlo. Estaba viajando a lo largo de la misteriosa avenida
oscura, balanceándome y ondulando en todas las dimensiones de la libertad;
me hallaba en la avenida que conduce a todos los rincones ocultos de la mente
inconsciente, a todos los parajes del espacio y del tiempo..., la avenida para el
aventurero liberado de todas sus limitaciones.
Abrí los ojos con disgusto.
—¿Es ésta la prueba? —pregunté rápidamente a mi guía.
Ella asintió. Me miraba interrogante y ya no sonreía. Me sumergí
ansiosamente en la oscuridad.
En la exultación de mi poder recién estrenado, me deslicé por un
universo de sensaciones, lanzándome como un pájaro de escena en escena:
una batalla, un banquete, la construcción de una pirámide, un barco maltrecho
en el corazón de una tormenta, bestias de todo tipo, un pabellón de
condenados a muerte, una cámara de tortura, un baile, una orgía, una
leprosería, el lanzamiento de un satélite, una estrella muerta entre galaxias, un
androide recién creado surgiendo de una cisterna plateada, una quema de
brujas, un nacimiento en las cavernas, una crucifixión...
De repente me asusté. Había ido tan lejos, había visto tanto. tantas
puertas se habían cerrado detrás de mí... Y no había el más mínimo indicio de
que mi vuelo fuese a detenerse o siquiera a disminuir su velocidad. Podía
controlar adónde quería ir, pero no cl ir; tenía que seguir y seguir. Y seguir. Y
seguir.
Mi mente estaba cansada. Cuando uno tiene la mente cansada y quiere
dormir, cierra los ojos. Pero yo los cerraba y comenzaba a caminar de nuevo,
seguía adelante...
Abrí los ojos.
—¿Cómo dormiré? —pregunté a la mujer.
Mi voz se había vuelto ronca.
No me respondió. La expresión de su rostro no me dijo nada. De repente
me aterroricé. Pero también estaba infinitamente cansado, en cuerpo y mente.
Cerré los ojos...
II
La historia no avanza en una sola corriente,
como el viento sobre desnudos mares,
sino en un millar de cursos y remolinos,
como el viento sobre un paisaje agreste.
CARY
La mitad del vestuario dedicada a los hombres (en realidad dos terceras
partes) estaba en plena actividad. Había un fuerte olor a cola y a Max Factor, y
simplemente a hombres. Varios de ellos estaban vistiéndose o desvistiéndose,
y Bruce estaba maldiciendo a todos los diablos porque acababa de quemarse
los dedos al desenrollar del cuello de una bombilla eléctrica encendida un
mechón de rizado pelo que había puesto a secar allí después de mojarlo y
estirarlo para la barba de su papel de Banquo. Bruce siempre llega tarde al
teatro e improvisa soluciones de emergencia.
Pero yo tenía ojos solamente para Sid. Y cuando me acerqué a él, se
me desorbitaron de nuevo. «Greta —me dije a mí misma—, vas a tener que
enviar a Martin a la farmacia en busca de unos polvos antiparásitos. "¿Para las
cucarachas, muchacha?" "No, para los ojos.".»
Sid había terminado su maquillaje y lucía unos largos bigotes y la
enmarañada peluca de Macbeth..., y también un corsé. Podía afirmar eso sin
lugar a dudas por la forma en que hundía la barriga antes de verme. Pero en
vez de la falda escocesa de color oscuro y el arnés de batalla en cuero
remachado con bronce y manchado de sudor, que deja al descubierto los
gruesos hombros y la parte superior del velludo pecho —y que luce espléndido
en el primer acto de Macbeth, cuando éste regresa directamente de la batalla
—, en vez de eso, pues, llevaba, Dios me ayude, una malla roja adornada con
bandas de lentejuelas azules y doradas, un jubón verde orlado de oro y
rematado con una gorguera, y además intentaba encajar sobre su parte
delantera una brillante coraza plateada que le hubiera sentado de maravilla a
un miembro de la guardia suiza del papa.
Pensé: «Siddy, Willy S. debería salirse de su retrato y propinarte una
buena patada por hacerle contemplar esa loca e impía profanación de la que
probablemente sea su mejor obra, y sin lugar a dudas la que posee una mejor
atmósfera».
En aquel momento me vio, y silbó acusadoramente:
—¡Ahí estás, descarada holgazana! Ven rápidamente aquí y ayúdame a
meterme en este monstruoso cofre.
—Siddy, ¿qué es todo esto? —pregunté, mientras mis manos obedecían
automáticamente—. ¿Vas a representar Macbeth para que todo el mundo se
ría, dejando quizá al Portero como único personaje serio? ¿Crees que eres
Red Skelton?
—¿Qué monstruosa discusión es ésa, zorra loca? —respondió,
gruñendo mientras yo oprimía su cintura, apretando la coraza con el hombro
para hacerle encajar.
—Las ropas de payaso que lleváis todos vosotros —le dije, porque
acababa de darme cuenta de que los demás también iban como el arco iris;
Bruce estaba hecho una auténtica monada, con una malla amarilla y jubón
violeta, mientras peinaba furiosamente y cortaba trozos de barba para
pegárselos a su mentón brillante de cola—. Aún no he visto a nadie con lunares
de veinte centímetros de diámetro, pero estoy segura de que no tardaré mucho.
De pronto, una amplia sonrisa hendió el rostro de Siddy, quien estalló en
una fuerte carcajada dirigida a mí, aunque la carcajada se convirtió en un jadeo
cuando apreté la coraza más allá de lo debido. Cuando terminamos con
aquello, dijo:
—Pensé que tenías intención de asesinarme, mi querida chiquilla. ¿No
te había dicho que esta producción es un experimento, una novedad? Vamos a
presentar Macbeth como podría haber sido exhibida en la corte del rey Jacobo.
Con trajes contemporáneos de la época, pero más chillones, como estaba
entonces de moda en los escenarios. Eh, espera, tengo algo para ti.
Rebuscó con el índice y el pulgar en la bolsita de piel que llevaba debajo
de su jubón, y colocó en la palma de mi mano un modelo plateado del Empire
State, del tamaño de un brazalete de bisutería, y una de las nuevas monedas
de diez centavos de Kennedy.
III
Entonces una cabeza surgió por encima del biombo. Pero su pelo era
negro con algunas hebras de plata, Brahma nos bendiga, y un momento más
tarde Martin me ofrecía una de sus raras sonrisas.
—Marty, haz algo por mí —dije—. No utilices nunca más la forma de
andar de la señorita Nefer. Su voz de acuerdo, si tienes que hacerlo. Pero no
su forma de andar. No me preguntes por qué, simplemente no vuelvas a
hacerlo.
Martin rodeó el biombo y se sentó a los pies de mi camastro. Yo ya
había doblado las piernas para hacerle sitio. Tiró de su falda azul y oro y apoyó
una mano sobre mis zapatillas negras.
—¿Te sientes un poco insegura, Greta? —preguntó—. No te preocupes
por mí. Banquo está muerto, y su fantasma también. Tengo mucho tiempo.
Yo simplemente me lo quedé mirando, sospecho que de una forma
extraña. Luego, sin alzar la cabeza, le pregunté:
—Martin, dime la verdad: ¿se está moviendo el vestuario a nuestro
alrededor?
Hablé tan bajo que él se inclinó acercándose un poco, aunque sin
tocarme en ningún momento.
—La Tierra está girando en torno al sol a treinta y dos kilómetros por
segundo —respondió—, y el vestuario va con ella. Meneé la cabeza, rozando la
almohada con mi mejilla. —Quiero decir... retorciéndose —aclaré—. Por sí
mismo. —¿Cómo? —preguntó.
—Bueno —le dije—, he tenido la idea..., se trata de una simple
especulación, recuérdalo..., de que si desearas viajar por el tiempo y,
bueno, hacer cosas, difícilmente podrías encontrar una máquina más práctica
que un vestuario y una especie de escenario con medio teatro unido a él, con
actores para manejarla. Los actores pueden encajar en cualquier sitio. Están
acostumbrados a aprenderse nuevos papeles y a llevar extraños atuendos.
Demonios, incluso están acostumbrados a viajar mucho. Y si un actor es un
poco raro nadie tiene extraños pensamientos acerca de él... Casi se espera
que sea distinto de los demás; es una de sus cualidades.
Y un teatro, bien, un teatro puede montarse casi en cualquier lugar y
nadie hace preguntas, excepto las autoridades de la zona, y ésas siempre
pueden ser untadas un poco. Los teatros vienen y van. Ocurre constantemente.
Son transitorios. Sin embargo, los teatros son como cruces de carreteras,
lugares anónimos de encuentro; cualquiera con unas cuantas monedas en el
bolsillo puede llegar a ellos, e incluso sin ninguna moneda en absoluto. Y los
teatros atraen a gente importante, la clase de gente a la que puedes desear
hacerle algo. César fue apuñalado en un teatro. A Lincoln le dispararon en uno.
Y...
Mi voz se apagó.
—Una idea interesante—comentó.
Cogí su mano, que estaba apoyada sobre mi zapatilla, y le sujeté el
dedo corazón, como lo haría un bebé.
—Sí —dije—. Pero ¿es cierto, Martin?
—¿A ti qué te parece?
No dije nada.
—,Te gustaría trabajar en una compañía así? —preguntó
especulativamente.
—La verdad, no lo sé —respondí.
Hay que decir algo acerca de un actor en escena: puede ver al público,
pero no puede mirarlo, a menos que sea un narrador o un cómico de algún tipo.
Yo no era lo primero (¡Grendel me libre!), y tenía un miedo cerval de ser lo
segundo, mientras Siddy me conducía caminando fuera de los bastidores y
dentro del escenario, sobre la alfombra que imitaba el suelo y que tanto se
parecía al auténtico suelo, sujetándome del brazo izquierdo como lo haría un
policía.
Sid iba vestido con un atuendo gris oscuro que le daba el aspecto de
una especie de monje, la cabeza tan cubierta por la capucha para representar
el papel del Doctor que su rostro no podía verse en absoluto.
La cabeza me zumbaba de una forma pulsante. Mi garganta estaba tan
seca que parecía haber sido exprimida. El corazón quería salírseme del pecho.
Más abajo de eso mi cuerpo estaba vacío, retorcido, como sacudido por una
descarga eléctrica, y notaba una sensación como si llevara unos pantalones de
hierro fríos como el hielo.
Como desde una distancia de tres millones de kilómetros, oí: «¿Cuándo
caminó por última vez?», y entonces una campana de hierro tañó en algún
lugar la respuesta... Supongo que debió de ser mi voz, subiendo por, mi cuerpo
desde mis pantalones de hierro: «Desde que su majestad fue al campo de
batalla...», y así seguí, hasta que Martin salió a escena, la mirada fija, un
pañuelo blanco echado sobre la parte de atrás de su larga peluca negra y una
llameante vela de cinco centímetros de grueso sujeta en su mano derecha y
goteando cera sobre su muñeca, y empezó a desgranar las semialudidas
confesiones sonámbulas de Lady Macbeth acerca de los asesinatos de
Duncan, Banquo y Lady Macduff.
De modo que esto es lo que vi sin mirar, como una vívida escena
que gravita frente a nosotros en un sueño, flotando contra un fondo de
oscura vaguedad, y se perfila por momentos y luego vuelve a difuminarse a
medida que piensas o, como en mi caso, actúas. Durante todo el tiempo,
recuerdo, con la mano de Sid apretada duramente en mi muñeca, y
desgranando de tanto en tanto el lenguaje shakesperiano surgido de algún
oscuro rincón de mi memoria que jamás había sabido que estuviera allí o me
perteneciera.
Era un claro de mediano tamaño en un bosque. A través de las
semidesnudas ramas negras brillaba un oscuro y frío cielo, como cenizas
plateadas, de primera hora de la tarde.
El claro tenía como dos cuernos, que se estrechaban hacia atrás a
ambos lados y se hundían en el bosque. Una helada brisa soplaba por ellos,
casi con la suficiente fuerza como para apagar la vela. Su llama oscilaba
fuertemente.
Al fondo del cuerno de mi izquierda, aunque no muy lejos, había
agrupados dos docenas o así de hombres envueltos en oscuros mantos que
ceñían apretadamente a su alrededor. Llevaban altos sombreros de ala ancha
y pañuelos claros en torno a sus cuellos. Supuse que debían de ser los «tipos
rudos de los arrabales» que había oído mencionar a Beau hacía un millón de
años o así. Aunque no podía verlos muy bien, y no perdí mucho tiempo
observándolos, había uno de ellos que se había echado el sombrero hacia
atrás o había alzado excitadamente la cabeza, mostrando una gran frente
pálida. Aunque ésa fue toda la impresión consciente que tuve de su rostro, me
pareció aterradoramente familiar.
En el cuerno de mi derecha, que era más amplio, había alineados como
una docena de caballos, fuertemente sujetos en parejas por palafreneros, pero
echando de tanto en tanto las cabezas hacia atrás como si lucharan contra sus
riendas, y pateando sin cesar con sus patas delanteras. Me aterraron, se lo
aseguro, aquella hilera de rostros alargados de reluciente pelaje, echando
hacia atrás su belfo superior para dejar al descubierto unos dientes grandes
como teclas de piano, cada caballo con un aspecto tan montaraz y maligno
como el corcel de Fuseli que mete la cabeza por entre las cortinas en su
cuadro La pesadilla.
En el centro, los árboles estaban cerca del escenario. Justo frente a
ellos estaba la Reina Isabel, sentada en la silla sobre la alfombra, exactamente
tal como la había visto antes; sólo que ahora podía ver que los braseros
brillaban e iluminaban con tonalidades rojas sus pálidas mejillas, su pelo rojo
oscuro y la plata de su vestido y su capa. Estaba mirando a Martin —Lady
Macbeth muy intensamente, su boca crispada en una mueca, retorciéndose los
dedos.
De pie, muy cerca a su alrededor, había media docena de hombres con
fantasiosos sombreros y gorgueras y grandes guantes de montar.
Entonces, a través de los árboles y altos arbustos desprovistos de hojas
justo detrás de Isabel, vi flotar el rostro de otra Isabel idéntica a la primera, sólo
que ésta estaba sonriendo con una sonrisa demoníaca. Sus ojos estaban muy
abiertos. De tanto en tanto sus pupilas lanzaban rígidas miradas a uno y otro
lado.
Hubo un agudo dolor en mi muñeca izquierda, y el feroz susurro de Sid
me dijo por un ángulo de su boca en sombras: —¡Es un detalle habitual!
Encadené obedientemente:
—Es un detalle habitual en ella el hacer como si se lavara las manos; la
he visto proseguir con eso durante todo un cuarto de hora.
Martin había depositado la vela, que seguía llameando y goteando cera,
sobre una mesita alta tan firme sobre sus patas que debía de estar clavada en
el suelo. Se frotaba lentamente las manos, de forma constante, atormentada,
intentando librarse de la sangre de Duncan, que en su sueño Lady Macbeth
sabe que todavía permanece en ellas. Y mientras hacía esto, la agitación de la
Isabel sentada crecía por momentos; sus ojos iban de un lado a otro, sus
manos se retorcían.
Martin recitó su parlamento:
—Todavía tiene el olor de la sangre; todos los perfumes de Arabia no
conseguirán suavizar esta pequeña mano. ¡Oh, oh, oh!
Mientras lanzaba aquellos suaves y torturados suspiros, Isabel se
levantó de su silla y dio un paso adelante. Los cortesanos avanzaron
rápidamente hacia ella, pero sin tocarla, y ella dijo con voz fuerte:
—Es de la sangre de María Estuardo de la que habla..., los chorros de
sangre que brotarán de su cuello cortado. ¡Oh, no puedo soportarlo!
Y mientras decía esto último, se dio la vuelta bruscamente y se dirigió a
largos pasos hacia los árboles, dando una patada al extremo de su falda color
ceniza para echarla a un lado. Uno de los cortesanos se volvió con ella y
avanzó hasta muy cerca de ella, susurrándole algo. Pero aunque hizo una
pausa por un momento, todo lo que dijo fue:
—No, querido, no interrumpas la representación, ¡pero no me sigas! ¡No,
he dicho que me dejes, Leicester!
Y caminó hacia los árboles, mientras él la miraba y dudaba a sus
espaldas.
Entonces Sid me dio un puntapié en el tobillo, y yo recité algo, y Martin
tomó su vela de nuevo sin mirarla, mientras decía con drogada agitación:
—A la cama, a la cama; están llamando a la puerta.
Isabel apareció de nuevo caminando de entre los árboles, la cabeza
inclinada. No podía haber estado en ellos más de diez segundos. Leicester se
apresuró hacia ella, las manos ansiosamente tendidas.
Martin se dirigió hacia bastidores, gimiendo torturada y suavemente:
—Lo que está hecho no puede deshacerse.
Justo en aquel momento Isabel rechazó hacia un lado la mano de
Leicester con afectado desdén y alzó la vista; sonreía con una sonrisa
diabólica. Un caballo relinchó como la risa de una trompeta.
Mientras, Sid y yo seguimos recitando nuestras últimas líneas, yo
desgranando mecánicamente las palabras, dejando que brotaran en caída libre
desde mi mente hasta mi lengua. Durante todo aquel rato yo había estado
respondiéndole mentalmente a Lady Macbeth: «Eso es lo que tú crees,
hermana».
VIII
3
tenue haz de luz proveniente de otra abierta puerta, parecido a un foco de
teatro, encendido entre bastidores, se proyectaba sobre el muro opuesto a mi,
revelándome un sepulcro magníficamente ornamentado, en el que una estatua
funeraria—un obispo con su mitra y báculo —yacía en un recargado friso de
bronce sobre una brillante losa de Jaspe verde, con un globo terráqueo de
lapislázuli, entre sus rodillas de piedra, y nueve columnitas de mármol color
melocotón primerizo alzándose en derredor suyo hasta el dosel...
Pues, naturalmente: ésta era la tumba del obispo del poema de
Browning. Esta era la iglesia de Santa Práxeda, pulverizada por la bomba de
Roma, la iglesia consagrada a la mártir Práxeda, hija de Prudencio, discípula
de San Pedro, más oculta en el pasado aún que la mártir Modesta de Chartres.
Napoleón había tenido la intención de liberar y trasladar aquellos peldaños de
mármol rojo a París. Pero al percatarme de esto me sobrevino casi
instantáneamente el recuerdo gemelo: que si bien la iglesia de Santa Práxeda
había tenido existencia real, el sepulcro de Browning sólo existió en la
imaginación del poeta y en las mentes de sus lectores.
¿Podría ser, pensé, que el pasado y el futuro no solamente existan por
siempre, sino también todas las posibilidades que nunca se plasmaron, ni se
plasmaran... de algún modo, en alguna parte (¿La quinta dimensión? ¿La
Imaginación de Dios?), como si fueren un sueño dentro de otro sueño?...
Reptando también como los artistas, o lo que cualquiera piensa de ellos...
Vientos cambiantes mezclados con vientos del tiempo y con vientos del
espacio...
En este momento reparé en dos figuras vestidas de oscuro en la nave
lateral de la tumba y al examinarlas vi a un hombre pálido de negra barba que
le cubría las mejillas y a una mujer pálida también, de lacio pelo oscuro, tocada
con tenue velo. Hubo un movimiento próximo a sus pies y apartándose de
ellos, una parda y gruesa bestia negra, semejante a una babosa casi sin pelo,
reptó alejándose de ellos y se perdió entre las sombras.
No me gustó aquello. No me gustó tal bestia. Ni me gustó su
desaparición. Por vez primera me sentí en verdad atemorizado.
Y luego la mujer se movió también, de modo que el borde de su amplia
falda negra pareció barrer el suelo, y con acento auténticamente británico dijo:
"¡Flush! ¡Ven aquí, Flushl" y recordé que ése era el nombre del perro que
Elisabeth Barret se llevó consigo cuando huyó con Browning de la calle
Wimpole.
La voz llamó de nuevo, ansiosa, pero su acento inglés le había
desaparecido ya, era en verdad una voz que yo conocía una voz que heló la
sangre en mis venas y el nombre del perro se había trocado en Brush y alcé la
vista y la barroca tumba había desaparecido y los muros se habían tornado
grises y retrocedido, pero no tan lejos como los de la Capilla Rockefeller; y allí,
viniendo hacia mí por la nave central, alta y esbelta, ataviada con su negra toga
académica con las tres barras de terciopelo del doctorado en las mangas y el
pardo de la Ciencia orillando su birrete, estaba Mónica.
Creo que me vio, creo que me reconoció a través de mi placa visora,
creo que me sonrió tímida, temerosa, maravillada.
Luego, tras ella, hubo un resplandor rosáceo, formando un luminoso
nimbo en torno a su cabello, como la aureola de una santa. Pero el resplandor
se hizo después demasiado brillante, hasta resultar intolerable a la vista, y algo
me golpeó, echándome atrás a través del portal, haciéndome dar vueltas como
una peonza, de manera que cuanto vi fueron remolinos de polvo rosa y el
firmamento constelado.
Creo que lo que me asestó aquel golpe fue el fantasma del frente
formado por una explosión atómica.
En mi mente se hallaba el pensamiento: Santa Práxeda, Santa Modesta,
y Mónica, la santa atea martirizada por la bomba.
Luego, todos los vientos se fueron y me hallé serenándome, en el polvo,
junto a mi aparato volante.
Escudriñé en derredor, a través de los menguantes remolinos de polvo.
La catedral había desaparecido. Ni loma ni estructura alguna resaltaban por
ninguna parte sobre la lisa planicie del horizonte marciano.
Apoyado contra el aparato volante, como si se hallara aún en pie
sostenido por el viento, estaba el traje espacial verde, con su espalda vuelta
hacia mí, su cabeza y hombros hundidos, en una actitud remedadora del más
profundo desaliento.
Fui rápidamente hasta él. Me asaltó el pensamiento de que podría
haberse venido conmigo trayendo a alguien a mi presente actual.
Cuando le di la vuelta pareció contraerse un poco. La placa visora
estaba vacía. En el interior, bajo la transparencia, deformada por mi ángulo de
visión, se hallaba la pequeña consola compleja con sus esferas y palancas,
pero ningún rostro cerniéndose sobre éstas.
Tomé muy suavemente en brazos al traje espacial, como si fuese una
persona y me fui hacia la puerta de la cabina.
No existimos más plenamente que en las cosas que hemos perdido.
Hubo un verde destello del sol mientras su última plata se desvanecía en
el horizonte.
Brotaron todas las estrellas.
Reluciendo verde, la más brillante de todas, baja en el firmamento, allá
donde el sol se había puesto, se encontraba la estrella vespertina, la Tierra.
Movimiento de caballo
La alta muchacha de pelo largo con el uniforme verde oliva y la insignia
negra en espiral tabaleaba suavemente un ritmo de raya-punto-punto en la
barandilla dorada de la galería donde descansaban sus codos.
Era su única concesión al nerviosismo. Pese a que la Regla Número
Uno de su entrenamiento había sido que incluso una concesión tan minúscula
como aquélla podía conducirla a la muerte.
El hermoso rostro de halcón enmarcado por un flequillo negro
examinaba el dorado salón de abajo, donde un millar de criaturas inteligentes
procedentes de medio millar de planetas distintos estaban jugando al ajedrez.
Las piezas eran movidas y los botones de los relojes pulsados más a menudo
por zarcillos, pinzas parecidas a las de los cangrejos, y artilugios protésicos,
que por dedos. Árbitros vestidos de oscuro y ordenanzas caminaban sobre la
punta de sus tentáculos o almohadillados cascos —o pies— entre las mesas,
mezclándose con los espectadores agrupados en tarimas a ambos lados del
salón.
Simplemente, un torneo interestelar de ajedrez, sistema suizo,
veinticuatro series, que se celebraba en el quinto planeta de la estrella 61 del
Cisne en el año 5037 d. C., antiguo tiempo de la Tierra.
Sin embargo, dentro de la mente de la muchacha estaba sonando un
apagado timbre de alarma, en los límites del área consciente.
Mientras que fuera, un débil zumbido lastimero en algún lugar impreciso
del salón le recordaba el de una avispa entre los maderos del enorme y oscuro
establo detrás de la granja de Minnesota donde se había criado. Se preguntó
brevemente acerca de la vida de los insectos en 61 Cisne 5, luego apartó a un
lado aquella línea de pensamiento.
¡Primero lo primero!... Eso decía el timbre de alarma.
Miró a su alrededor en la casi vacía galería. En la cabecera de la rampa
que descendía hasta el salón había dos robots con una camilla y una
enfermera de amarillo pico de un planeta de Tau Ceti, que agitaba su rojo
copete y encrespaba sus plumas bajo su uniforme blanco. La muchacha casi
sonrió... ¡El ajedrez no era un juego tan peligroso como todo eso! Sin embargo,
cuando un millar de corazones, algunos viejos, estaban latiendo bajo tensión...
Sólo sus verdes ojos se movieron cuando observó a los dos jugadores
que no sólo parecían humanos sino que procedían realmente de la Tierra..., un
hombre y una mujer, uno de ellos situado en el puesto treinta y siete, con
posibilidades todavía de ganar algún dinero. Sintió una llamita de simpatía,
pero instantáneamente la extinguió.
Una agente de las Serpientes nunca debía sentir simpatía.
Su nervioso tabaleo se hizo más rápido mientras rebuscaba en su
metódica mente la causa de su alarma. No parecía estar relacionada con
ninguna de las silenciosas y furiosamente pensativas criaturas, humanoides o
inhumanas.
¿Podía estar relacionada con el propio juego del ajedrez? Con la llegada
del vuelo estelar, se había descubierto que el ajedrez existía con reglas casi
idénticas en al menos la mitad de todos los planetas inteligentes, difundido por
olvidados comerciantes estelares quizá. Había algo acerca de uno de los
movimientos del ajedrez...
Bajo su uniforme y su ropa interior, entre sus pechos, notó el caminar de
una araña grande. No había ningún error en aquellos rápidos y picoteantes
pasitos sobre su desnuda piel.
No hizo ningún movimiento. Los picoteantes pasitos eran pulsaciones en
una estrecha placa metálica apretada contra aquella sensitiva zona de su
cuerpo..., pulsaciones que advertían de la aproximación del cuerpo o la
proyección de un amigo, un neutral, un desconocido o —en este caso— un
enemigo.
Era un dispositivo bastante común. Por eso mismo, el ser que se
acercaba a ella sintió también el escamoso deslizarse de una serpiente muy
arriba, en la parte interior de su muslo, y reaccionó tan poco como ella.
La muchacha cesó instantáneamente su tabaleo, aunque había sido
silencioso y su otra mano había ocultado sus dedos enguantados en negro.
Mientras observaba en la pulida piel negra del dorso de uno de sus guantes la
casual aproximación del ser a lo largo de la barandilla dorada, bostezó
delicadamente y cubrió sus labios con el perfumado cuero fino del dorso de su
otro guante. Sabía
que era vulgar, pero le encantaba hacer eso a los agentes enemigos.
El hombre se detuvo a pocos centímetros de distancia. Parecía tener
dos veces su edad, pero era digno y de apariencia más joven. Su pelo, con
mechones grises, estaba cortado muy corto sobre su cráneo. Llevaba un
severo uniforme negro con insignias plateadas, que eran asteriscos de ocho
puntas. Llevaba tres veces más condecoraciones de plata en su pecho que las
de hierro pavonado que exhibía ella. Para la mayor parte de las muchachas, su
apariencia era la de un resplandeciente caballero plateado.
Esta muchacha ignoró su presencia. El estudió sus hombros, su brillante
pelo, luego apoyó también los brazos en la barandilla dorada y miró hacia
abajo, a los jugadores de ajedrez. Hombre y muchacha tenían la misma altura.
—Las criaturas se estrujan el cerebro por un título vacío —murmuró—.
Eso hace que me siente deliciosamente indolente, Erica, hermana mía.
—Preferiría que no siguieras insistiendo en la similaridad de nuestros
nombres de pila, coronel Von Hohenwald —respondió ella suavemente.
Él se alzó de hombros.
—Erich von Hohenwald y Erica Weaver... Siempre me ha parecido una
encantadora coincidencia, esto... —le sonrió—, mayor. Cuando nos
encontramos al aire libre, de uniforme, o en una misión de paz, me parece a la
vez agradable y cortés confraternizar. ¿O sonorizar? ¿Geschwisterize? No
importa cuántas degollinas debamos realizar en la oscuridad el resto del
tiempo. ¿Qué te parece una copa?
—Entre Serpiente y Araña no puede haber nada excepto una tregua
armada... —respondió ella con energía, aunque suavemente y sin mirarle—,
¡con los ojos muy abiertos y el dedo en el gatillo!
Las Arañas y las Serpientes eran las dos grandes facciones que
luchaban secretamente en la galaxia de la Vía Láctea. Luchaban en el tiempo,
buscando cambiar el pasado y el futuro a su favor, pero también luchaban en el
espacio. La mayor parte de los planetas inteligentes estaban infiltrados
predominantemente por una u otra fuerza, aunque en algunos planetas, como
la Tierra, habían llegado a un equilibrio, y la Guerra Interminable era de lo más
ardiente. 61 Cisne 5 era un planeta neutral, parecido a una ciudad abierta.
Como chantajistas vueltos respetables, Arañas y Serpientes operaban
abiertamente allí..., por un acuerdo mutuo en el que ningún lado confiaba en
realidad. Tras la máscara de la amistad, estaban compitiendo para ganarse
esos planetas; en ellos el asterisco plateado de las Arañas y la espiral negra de
las Serpientes eran reconocidos, respetados, y evitados.
Cada una de las facciones reclutaba agentes de todos los tiempos y
razas..., agentes que raramente conocían la identidad de otros agentes salvo
unos pocos camaradas, un puñado de subalternos y un oficial superior. Erica y
Erich, aunque en bandos opuestos, habían sido reclutados ambos en la Tierra
del siglo XX. Era una experiencia común para un agente encontrarse a cinco
mil años o más en el futuro, o en el pasado. Algunos agentes odiaban su
trabajo, pero el castigo llegaba rápido al traidor o prófugo. Otros se
enorgullecían de él.
—Teufelrod... ¡Eres realmente una astuta amazona asesina! —comentó
el coronel Araña.
—Las amazonas se cortan el pecho derecho para ser capaces de tensar
al máximo sus arcos —dijo con voz llana la mayor Serpiente—. Yo haría lo
mismo si...
—Pero..., ¡Gottsei dank!..., no tienes que hacerlo —interrumpió él—.
Erica, ¡son magníficos! ¿Y no se agitan ni lo más mínimo cuando mi insignia
cruza entre ellos? Es ahí donde llevas tu placa avisadora, ¿verdad?
—¡Espero que la tuya te muerda!
—¡No digas eso! —protestó él—. Entonces no sería capaz de apreciarte
en lo que vales. Erica, ¿tienes que odiar las veinticuatro horas del día? Eso aún
no ha estropeado tu belleza, en absoluto, pero...
Tendió su mano llena de cicatrices hacia la enguantada mano de ella.
Ella la apartó rápidamente e hizo restallar con sequedad sus dedos, su rostro
todavía inexpresivo y mirando hacia otro lado.
—¡Verdammt! —maldijo él suavemente, pero había placer en su voz—.
Mi querida serpiente verde con colmillos negros, eres demasiado seria para los
tiempos de tregua. Para empezar, llevas demasiadas medallas. Si yo fuera tú,
arrojaría esa Orden Ofidia del Mérito. De hecho, si no estuviéramos siendo
observados, la arrancaría yo mismo.
—¿Y tú, con todo el peso que llevas en tu pecho? Simplemente
inténtalo.
Hizo una profunda inspiración, el cuerpo relajado, las negras puntas de
sus dedos suspendidas sobre la dorada barandilla.
El otro miró de forma extraña, casi preocupado, el perfil de ella, y luego
prosiguió, esta vez burlonamente:
—Mi querida mayor, ¿cómo consigue una agitadora como tú..., una
puritana, sí, pero también una agitadora..., soportar esto sin volverse loca de
aburrimiento? —Tendió los abiertos dedos de una mano hacia el salón de
abajo. Jugado a quince movimientos por hora, el ajedrez es un juego lento.
Ninguna pieza fue sujetada, por un tentáculo o por cualquier otro miembro,
ningún botón fue oprimido mientras los dedos del coronel permanecieron allí,
extendidos—. ¡Y seguirá así durante un mes! —terminó. Entonces su voz se
volvió deliberadamente sardónica—. Para aliviarte un poco, ¿quizá visitas de
tanto en tanto el Salón Rosa, donde se está celebrando el gran torneo de
bridge? ¿O quizá renuevas tu paciencia en el Salón Negro, donde juegan
interminablemente ese peculiar e intrincado backgammon centauriano?
—No me gusta el bridge, apenas soporto el ajedrez, desprecio el
backgammon—mintió llanamente ella.
Estaba buscando todavía el pensamiento acerca del ajedrez que la
llegada del hombre —¿sólo una coincidencia?— había echado a un lado.
—Quizá estás yendo demasiado lejos al infravalorar los juegos —dijo él,
aparentemente desechando todos los sentimientos y poniéndose filosófico—.
Empezando con nuestro propio planeta y tiempo de reclutamiento, ¿quién
puede decir cuánto tuvo que ver la pasión compartida hacia el ajedrez en curar
las diferencias entre Rusia y Occidente, o cuánto tiempo mantuvo la mentalidad
del whist y el bridge a los británicos..., o lo que hizo el k'ta'hra por Alfa del
Centauro Dos?
Ella se alzó, dejó caer los hombros. El timbre de alarma seguía sonando
aún débilmente. Debía buscar de nuevo, cuidadosamente, antes de que el
elusivo pensamiento se hundiera para siempre en su subconsciente profundo.
Y la avispa seguía zumbando aún débilmente por algún sitio, como
prosiguiendo una interminable búsqueda.
El coronel enemigo prosiguió con su discurso:
—Los juegos que se están celebrando en los tres torneos aquí en
Sesenta y uno Cisne Cinco representan los tres tipos básicos descubiertos en
el universo conocido. En primer lugar, los juegos de pista, como el
backgammon, el k'ta'hra, el parchís, el dominó y una monstruosidad financiera
norteamericana que recuerdo se llamaba Monopoly. En esos juegos hay una
pista o sendero unidimensional a lo largo del cual se mueven las piezas de
acuerdo con las tiradas de unos dados o sus equivalentes. No importa las
curvas e incluso nudos que tracen esas pistas, siguen siendo
unidimensionales.
»Segundo, están los juegos de tablero, como el ajedrez, las damas, y el
jetan marciano..., bidimensionales.
Erica, frunciendo ligeramente el ceño, interrumpió:
—Es extraño que la mayoría de los planetas inteligentes se hayan
aficionado principalmente a los juegos de tablero o a los juegos de pista. En la
mayoría de los planetas donde florece el ajedrez, el k'ta'hra languidece. Y
viceversa. Me pregunto por qué.
Él se alzó de hombros.
—Finalmente —dijo—, están los juegos de cartas, donde el elemento
esencial es el tanto oculto, la pieza de valor desconocido, que puede ser una
carta, un huevo barnardiano sobre goznes o una ficha mah-jong de bambú y
marfil. Whist, pinacle, skat, y el emperador de todos ellos, el bridge contrato.
»Luego están los tipos mixtos. El cribbage une en cierto sentido el juego
de cartas con el juego de pista; y recuerdo uno llamado Espía..., nuestro juego,
¿eh?..., en el cual unas piezas de valor desconocido son movidas sobre un
tablero. Pero en su conjunto...
En aquel instante el lastimero zumbido se hizo más fuerte. Y más fuerte.
Avanzando directamente hacia Erica a través del salón, aumentando a
cada instante su velocidad, había lo que podía ser clasificado como una avispa
más bien grande.
El coronel Araña sujetó a la muchacha, pero ella se había apartado ya
como una serpiente, alejándose de él e inclinándose junto a la barandilla.
El insecto modificó su rumbo, dirigiéndose aún directamente hacia ella.
Una pistola plana y gris, sacada de un bolsillo de su cadera derecha,
apareció en la mano de ella. Disparó.
No hubo ningún sonido, pero el insecto giró bruscamente mientras el fino
rayo inercial fallaba por un centímetro. Zumbó entre ellos junto a la barandilla
dorada.
El coronel había sacado su propia pistola. Apuntó y disparó.
El insecto se desvió hacia abajo, golpeando contra el suelo
brillantemente embaldosado de rojo y oro.
Hubo un seco y explosivo ¡fist! Un cegador estilete azul de llamas de
unos treinta centímetros de alto brotó hacia arriba.
Luego sólo quedó una humeante y estrecha muesca en las brillantes
baldosas. Mirando por encima de ella, los ojos de Erica se encontraron con los
de su adversario por primera vez.
—Un misil asesino —dijo con voz llana.
—Eso es evidente —admitió él—. Con carga explosiva.
Desde el salón de abajo llegó un murmullo de preguntas y siseos...,
guturales y sibilantes, musicales y átonos. Figuras inhumanas vestidas de
oscuro empezaban a subir la rampa.
—Y orientado hacia mí —dijo ella. —Intenté apartarte de su curso—dijo
él.
—O mantenerme en él hasta que hiciera impacto. Mi carne hubiera
ahogado la explosión y la llama. Luego tu falsa enfermera y los camilleros...
Miró a su alrededor. Los dos robots y la mujer—pájaro habían
desaparecido.
Las oscuras figuras que habían subido la rampa se dirigían hacia ellos.
—Puedo explicar... —empezó el coronel.
—¡Puedes explicarles esta explosión a los oficiales del torneo!
Pasó a largas zancadas entre los brazos de una figura de muchos
miembros procedente de Wolf I, con una placa dorada de identificación, que
intentaba detenerla, llegó al ascensor exprés, pulsó el botón del Piso 88, y saltó
al vacío pozo.
El campó, la recogió y la lanzó hacia arriba. A través de la transparente
parte trasera del pozo tuvo fugaces atisbos de un mar escarlata y una tierra
amarilla entre las formas imprecisas que debían de ser pasajeros
descendiendo. En el Piso 43 hubo una sacudida. «¿Qué ataca ahora? —se
preguntó—. ¿Un ciempiés aferrándose a mi espalda?» Pero el cibernador del
campo solucionó rápidamente el asomo de atasco.
En el 88 saltó fuera. Su puerta—espía murmuró: «Todo libre», así que
no registró la habitación con su convencional cama, tocador, microvisor, y
TVfono con sus colgantes brazos energéticos de metal acolchado utilizados
para señales de comprobación a larga distancia, apretones de manos y todo lo
demás.
Se dirigió al cuarto de baño, quitándose su uniforme por el camino. Su
Orden Ofidia del Mérito atrajo su atención. La uña de su dedo pulgar abolló el
negro metal. Era una plancha muy delgada, evidentemente, y con toda
seguridad contenía el dispositivo electrónico hacia el cual había sido orientado
el misil asesino. ¿Cuándo habría sido instalado?... ¿Y por qué Ven Hohenwald
había...? Echó a un lado aquella especulación.
Giró el mando de la ducha a «muy caliente» y dudó. Luego, con un
alzamiento de hombros, se llevó las manos a la nuca y soltó la delgada cinta
que sostenía su placa avisadora, limpió rápidamente la placa y la cinta con
agua de colonia, y la colgó en el toallero.
En el momento mismo en que la limpiadora lluvia tropical la golpeaba,
aclarando su mente, el pensamiento acerca del ajedrez que había estado
persiguiendo brotó tan claro como el cristal.
Al instante siguiente el cuarto de baño se llenó con la destellante luz al
ritmo de punto—punto—raya del habitual código de identificación Serpiente.
Era la luz de llamada del TVfono, que ella había graduado a «máxima
intensidad».
Corrió ansiosamente hacia allí. Esta vez su informe iba a tumbarles de
espaldas. Conectó la voz y—después de echar una mirada a su chorreante
desnudez— solamente la imagen de receptor—a—llamador. Ella podía ver,
pero no ser vista.
Con la transmisión holográfica, la pantalla de televisión era como una
ventana a otra habitación. El rostro lleno de cicatrices de Erich von Hohenwald
la miró desde ella.
Se maldijo a sí misma por su no regular acción de haberse quitado la
placa avisadora.
—¿Cómo has conseguido nuestro código de identificación? —preguntó.
Él sonrió, no exactamente a ella.
—Un estetoscopio contra la barandilla dorada, a unos treinta metros de
distancia. Cometiste un desliz, mayor. Lamento interrumpir tu baño..., es una
ducha lo que oigo, ¿verdad?..., pero...
Dos de los tres colgantes brazos energéticos se pusieron rígidos de
pronto, se agitaron ciegamente hacia los lados, tropezaron con sus muñecas y
las apresaron. El tercero tanteó en busca del botón que conectaba la visión
llamador—a—receptor.
Sin hacer una pausa para maldecirse esta vez, ella lanzó un pie hacia
delante y pateó el botón de energía de los brazos, apagándolo. Colgaron
inertes.
Frotándose las muñecas y contemplando el agua que chorreaba sobre la
lujosa moqueta, sonrió con cierta suficiencia y dijo:
—Me alegro de que llamaras, coronel. Acabo de tener una idea que
querría compartir contigo. Has estado hablando de juegos básicos. Bien, el
ajedrez es claramente una tela de araña con hilos que se entrecruzan... El
objeto del juego es perseguir e inmovilizar al rey enemigo, del mismo modo que
una araña paraliza a su víctima y a veces la envuelve con su seda. Pero está el
saltador; el caballo, la pieza más característica del ajedrez, puede efectuar
exactamente ocho movimientos torcidos cuando dispone de casillas libres..., el
número de las torcidas patas de una araña, ¡y también de sus ojos! Eso sugiere
que todos los planetas jugadores de ajedrez se hallan infiltrados por las Arañas
desde hace mucho tiempo. Sugiere también que todos los jugadores de ajedrez
que hay aquí en el torneo son Arañas..., tu batallón de choque para apoderarse
de Sesenta y uno Cisne Cinco.
El coronel Von Hohenwald suspiró.
—Temía que lo captaras, querida —dijo suavemente—. Acabas de
firmar tu orden de secuestro. Aún puedes ser capaz de advertir a tu cuartel
general, pero antes de que puedan acudir en tu ayuda, este planeta estará en
nuestras manos. —De pronto frunció el ceño—. Pero ¿por qué me has dicho
eso, Erica? Si pretendes engañarme...
—Te lo he dicho —erijo ella sonriendo— porque deseaba que supieras
que tu complot no sirve para nada... ¡y que mi lado ha tomado ya medidas
preventivas! Nosotros también hemos hecho un torcido movimiento de caballo.
¿No se te ha ocurrido nunca pensar en el significado de los juegos de pista,
coronel? El sendero unidimensional, retorciéndose sinuoso, es obvio que
simboliza a la serpiente. Las piezas son los pequeños bichos y animales que la
serpiente ha engullido. En cuanto al dado, bien, uno de los lanzamientos es
llamado Ojos de Serpiente. De modo que puedes estar seguro de que todos los
jugadores de k'ta'hra que hay aquí son Serpientes, listas para contrarrestar
cualquier intento Araña de apoderarse de Sesenta y uno Cisne Cinco.
El coronel abrió enormemente la boca.
—¡Así que vosotras, malditas Serpientes, estabais conspirando para
apoderaros también del planeta! Tengo que comprobar eso. Si estás
mintiendo... Pero aunque estés mintiendo, me veo obligado a admitirlo, mayor
Weaver, ése es el más sutil farol improvisado que jamás me han lanzado a la
cara.
Dudó un momento, y luego alzó su mano en un gesto restallante hasta el
borde de su corto pelo, en un saludo de felicitación.
Ella sonrió. Ahora que lo había reducido a su tamaño real, podía ver que
era un hombre muy agraciado. Y había hecho todo lo posible por advertirla
acerca del misil, allá abajo.
—No es ningún farol, coronel —dijo—. Y debo admitir que esta vez tanto
tú como yo, enemigos, hemos trabajado juntos para conseguir estas... tablas.
Mientras decía eso, encontró su negligée negro de encaje y se lo puso
apretadamente sobre su mojado cuerpo. Entonces avanzó hacia la televisión y
conectó la visión llamador—a—receptor.
Él le dirigió una sonrisa, un poco estúpida, pensó. Un toque de
decepción, un toque de apreciativo deleite.
Ella enderezó los hombros, alzó en un gesto restallante la mano... hasta
la nariz, y le hizo un gesto de burla con el pulgar.