Ven y Enloquece y Otros Cuentos de Marcianos - Fredric Brown

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 488

Ven, y enloquece, leyendo los relatos de un maestro de la ciencia ficción.

Un ratón astronauta que habla como un científico loco, una linotipia


inteligente y ligeramente neurótica, errores tipográficos en el Libro del Ciclo,
visitantes extraterrestres del más diverso pelaje, mensajes imposibles,
constelaciones que cambian de configuración, paradojas temporales, misterios
en los que el detective debe averiguar si el asesino es él mismo… A veces, el
ser humano resulta absurdo, y no hay mejor forma de demostrarlo que
enfrentarlo a problemas igual de absurdos. Cuentos cargados de ironía y
frescura, sorprendentes y audaces, que han servido de modelo para varias
generaciones de escritores.
A lo largo de su prolífica carrera, Fredric Brown cultivó casi todas las
temáticas de la ciencia ficción e incluso llegó a inventarse algunas de ellas.
Con apenas dos pinceladas precisas dotaba a sus personajes de una gran
profundidad y los sumergía en tramas divertidas, frenéticas y delirantes. En
estos relatos se trasluce la mirada comprensiva del autor ante la miríada de
debilidades y contradicciones humanas. Su versatilidad se hace patente en la
maestría con que arranca la carcajada, induce a la reflexión o hace que un
sudor frío recorra nuestro espinazo, y en el placer que, una y otra vez, produce
la lectura de sus narraciones.
Los primeros relatos con los que Brown se ganó la reputación de
narrador nato.

Página 2
Fredric Brown

Ven y enloquece y otros cuentos


de marcianos
Ciencia ficción completa - 1

ePub r1.0
Titivillus 23.04.2023

Página 3
Título original: From These Ashes / “Don’t Look Behind You”
Fredric Brown, 2000
Traducción: Nuria Gres & Máximo Miguel
Ilustración de cubierta: Juan Miguel Aguilera

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
Página 5
NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Ven y enloquece, y otros cuentos de marcianos y Luna de miel en el Infierno,


y otros cuentos de marcianos son los dos primeros volúmenes de la ciencia
ficción completa de Fredric Brown, a los que añadiremos más adelante
Universo de locos, y otras novelas de marcianos y Vagabundo del espacio, y
otras novelas de marcianos.
La edición original (From These Ashes) fue publicada por NESFA Press.
La New England Science Fiction Association articula las actividades del
fandom de Massachusetts: organiza reuniones y convenciones, convoca los
premios Skylark y Jack Gaughan, elabora listados de lecturas recomendadas,
edita el fanzine Instant Message y publica numerosos libros de ensayo y
ficción. Para mayor información se puede consultar su página web oficial:
http://www.nesfa.org.
From These Ashes fue preparada por Ben Yalow con el propósito de
agrupar todos los relatos de ciencia ficción de Fredric Brown. Los criterios de
la selección fueron los siguientes: en primer lugar, contiene todos los cuentos
que el autor incluyó en las recopilaciones de ciencia ficción aparecidas a lo
largo de su carrera (independientemente de que, en algunos casos, la
adscripción genérica no estuviera clara); y en segundo lugar, los relatos
aparecidos en revistas de ciencia ficción que no se habían reeditado en
aquéllas. Todo este material se presenta por orden cronológico de su primera
edición y, en el caso de los relatos del primer grupo, si existen variantes de
título o correcciones de contenido, se considera edición preferente la
aparecida en las recopilaciones.
Así pues, From These Ashes ofrece bastantes garantías de incluir la
totalidad de los relatos de ciencia ficción que publicó Fredric Brown, pero eso
no significa que recoja todos sus cuentos fantásticos. Brown cultivó el
policíaco con tanta o más asiduidad que la ciencia ficción, y cabría investigar
entre el material publicado originalmente en las revistas de este otro género
para localizar aquellos relatos que contienen al mismo tiempo elementos
fantásticos.
Como complemento de la edición original, hemos confeccionado un
apéndice bibliográfico. Para su elaboración, han resultado especialmente

Página 6
útiles la base de datos de la revista estadounidense Locus
(http://www.locusmag.com/index/sW3.html), el “Index to Science Fiction
Anthologies and Collections, Combined Edition”, de William G Contento
(http://www.contento.best.vwb.net), y “Fredric Brown. An Index to His
Writings That Have Been Published in English”, de Frank Paccassi. También
queremos hacer constar nuestro agradecimiento a Josep Ors, Frank Paccassi,
Luis Pestarini, Juan Carlos Planells, José Carlos Somoza y Ben Yalow por su
ayuda. La elaboración del apéndice ha permitido asimismo localizar y
corregir algunas discrepancias en la ordenación original de los relatos.
Por último, queremos dedicarle este trabajo a Paco Porrúa: somos como
somos gracias a él y por su culpa.

Página 7
PRESENTACIÓN

Era un tipo menudo y reservado que se ganaba la vida como linotipista


(véase “Etaoin Shrdlu”) en Wisconsin antes de convertirse en escritor
profesional; bebía demasiado, igual que prácticamente todos los escritores (y
muchas escritoras) de su tiempo, y se enfrentaba al bloqueo del escritor
viajando en autobuses de la Greyhound por todo el continente duran te un
par de semanas: se sentaba en la última fila y, mientras las sombras y los
paisajes nocturnos pasaban etílicamente junto a él, su subconsciente se
desbocaba. Se ofreció a enseñarle a uno de sus dos hijos todo lo que sabía
sobre el oficio de escribir ficción, a darle un curso completo y exclusivo. Su
hijo rehusó. (Una sabia decisión.) En la época en la que se publicó Universo
de locos, esa gran novela sarcástica sobre los fans, le comentó a Phil Klass:
«Nos están invadiendo, Phil. Los fans quieren entrar en el negocio, quieren
escribir y editar; nos arrollarán y se harán los dueños de todo en menos de
veinte años. No podremos hacer nada para evitarlo». Era el año 1948.
Universo de locos, en efecto, mete a su protagonista en medio de las
estructuradas fantasías de los aficionados a la ciencia ficción y lo pasea por
un escenario con extraterrestres y un montón de problemas. ¡Eso sí que es
proyectar fantasías! Y sin embargo, Brown era un tipo afable y discreto, se
mantenía generalmente apartado de convenciones y ajetreo social, y no tenía
mucha relación con nadie aparte del grupo de escritores de Milwaukee del
que había surgido, y más tarde, con unos cuantos expatriados a México como
Mack Reynolds, con quien colaboró de vez en cuando. No era exactamente un
ermitaño, pero sí un iconoclasta y uno de los pocos escritores destacados de
ciencia ficción sobre los que se conocen pocos detalles personales.
Unos pocos detalles curiosos sobre Fred Brown (1906-1972): sigue
siendo, posiblemente, el único escritor que puedo recordar que alcanzó igual
relevancia en misterio y en ciencia ficción. Muchos autores de ciencia ficción
han escrito obras de misterio (empezando por Isaac Asimov y Harry
Harrison) y muchos autores de misterio han escrito ciencia ficción (Bill
Pronzini, Larry Block, Donald E. Westlake, Evan Hunter), pero su
reputación, sus logros más significativos y el reconocimiento que han
alcanzado pertenecen claramente a uno u otro campo. Brown es la excepción.

Página 8
Su primera novela. La trampa fabulosa, le valió un temprano premio Edgar
(1947) a la mejor primera novela de misterio, y publicó más de una docena
del mismo género, algunas muy conocidas. Al mismo tiempo, Universo de
locos, “Arena” y Marciano, vete a casa (una mala película de hace unos
años) son historias de ciencia ficción importantes. Brown publicó más
cuentos que se hicieron famosos además de “Arena”, “Las ondulaciones”,
una versión corta de Marciano, vete a casa; “Placet me complace”, “Carta a
un fénix”, etc. Y se lo considera generalmente el mejor escritor de ultracortos
de toda la historia de la ciencia ficción; su dominio de la técnica del esbozo
era absoluto, y hay relatos brevísimos como “El arma” o “Solipsismo” cuyos
argumentos y desenlaces parece conocer cualquiera, tanto si puede
identificar al autor como si no. (El más famoso, por supuesto, es aquel relato
de doscientas palabras en el que un nuevo ordenador se enfrenta a la
pregunta de si existe Dios con un relámpago que funde el interruptor y la
frase «Ahora sí». Para confirmar mi afirmación anterior, no recuerdo el
título, aunque, naturalmente, está en uno de estos lomos; pero no me hace
falta buscarlo en el índice para decir alto y claro que lo he recordado
durante más de cuarenta años. Ese relato y “El arma” son probablemente los
dos mejores relatos «de advertencia» que ha dado la ciencia ficción.) (Un
paréntesis detrás de otro: su título es “Respuesta”.)
Un hecho particularmente notable e interesante es que Brown era tan
hábil y prominente en ambos géneros que resulta imposible determinar cuál
de ellos fue su género principal; sólo esto hace que su obra y su contribución
sean probablemente irrepetibles y desde luego inconmesurables. Como ha
ocurrido con casi todos los autores de ciencia ficción de su generación,
exceptuando a los cinco o diez más famosos, sus obras han dejado de editarse
casi por completo en las últimas décadas; de vez en cuando, sus cuentos
cortos siguen apareciendo en antologías (muy en particular en los veinticinco
volúmenes de Great SF Stories 1939-1963 que Greenberg y Asimov
seleccionaron entre 1979 y 1992), pero sus novelas no han visto la luz en
mucho tiempo (Bantam publicó Universo de locos a finales de los años
setenta, y Baen, Marciano, vete a casa en 1992, pero no ha vuelto a aparecer
nada desde entonces, ni lo hizo entre los setenta y la reedición de Baen). A
mediados de los años noventa se llevó al cine Marciano, vete a casa, con
ningún acierto, en una versión en la que el tratamiento amargo y casi brutal
de su premisa absurda se pierde completamente (convirtiendo la historia en
una patochada), y un número increíble de sus relatos breves han sido servido
de inspiración para cortos y trabajos estudiantiles en otros países. Los

Página 9
conceptos de Brown tal vez sean demasiado sardónicos y despersonalizados
para permitir su dramatización, pero esta consideración no ha impedido que
su obra ejerza siempre un atractivo irresistible entre los directores de cine y
guionistas jóvenes.
Como casi todos los autores satíricos, Brown era profundamente cínico y
carecía de fe en la humanidad y en su potencial; esta creencia se refleja en
casi toda su obra, desde “El salón de los espejos” a “Luna de miel en el
Infierno” o “El arma” (“Carta a un fénix” es una excepción; en ese relato de
Astounding de 1949 sostiene que, aunque la humanidad no tiene remedio,
tampoco es posible contenerla, un poco como las cucarachas cósmicas de
Phil Klass en Of Men and Monsters), y puede identificarse en su versión más
pura y aterradora en “Ven y enloquece”, un cuento de 1949 en el que un
paciente de un psiquiátrico, que podría haber sido Napoleón en una
existencia previa, es torturado por sueños y ataques que muestran lo
paradójico de esa posibilidad; el debate termina con el narrador diciendo lo
siguiente: «No importa. ¿No lo entendéis? ¡Nada importa!». Si semejantes
frases no tuvieron demasiado sentido para mí cuando un amigo me hizo leer
el relato en 1952, ahora, desde luego, sí que lo tienen.
¿Tiene sentido la carrera de Brown? Profeta del absurdo, sufrió un grave
ataque al corazón a principios de la década de 1960, dejó de publicar tras su
pequeña colaboración con Carl Onspaugh en 1965 y se sumió en el silencio
en Taos (Nuevo México); el silencio de un exiliado, pero carente de malicia.
Como ocurre con el resto de aquellos autores, su obra permanece aún por
redescubrir; los valientes y nobles miembros de la NESFA han hecho lo que
han podido; a partir de ahora es responsabilidad vuestra. Si nada importa,
entonces todo importa. “El arma” nos da esa lección, dura y rigurosa, una
lección más allá de la arena, que deja a un lado los marcianos y se ocupa de
ese corazón extinguido en el polvo.

Barry N. Malzberg
Nueva Jersey, abril de 1999

Página 10
Armagedón

Fue a ocurrir precisamente en Cincinnati. No es que Cincinnati tenga nada de


malo, salvo que no es el centro del universo, ni siquiera del estado de Ohio.
Es una hermosa ciudad antigua y, a su manera, no tiene rival. Pero hasta su
cámara de comercio reconocería que le falta trascendencia cósmica. Tuvo que
ser una simple coincidencia que Gerber el Grande (¡vaya nombre!) estuviera
actuando en Cincinnati mientras las cosas se precipitaban en otros lugares.
Por supuesto, si el episodio hubiera trascendido, Cincinnati sería la ciudad
más famosa del mundo; se aclamaría al pequeño Herbie como a un san Jorge
moderno y se le dedicarían más alabanzas que a un niño prodigio. Pero
ningún miembro del público del Teatro Bijou recuerda ni el más mínimo
detalle. Ni siquiera el pequeño Herbie Westerman, aunque por lo menos salió
ganando una pistola de agua.
No pensaba en la pistola de agua que llevaba en el bolsillo mientras
miraba sentado al prestidigitador, al otro lado de las candilejas. Era una
pistola de agua nueva, comprada de camino hacia el teatro, cuando había
convencido a sus padres de que se desviaran y pasaran por el bazar de la calle
Vine, pero en aquel momento Herbie estaba mucho más interesado en lo que
ocurría en el escenario.
Su expresión reflejaba la aprobación de un entendido. El pase de delante a
atrás no era ningún misterio para Herbie. Él también sabía hacerlo. Era cierto
que tenía que usar las cartas diminutas incluidas en su juego de magia,
apropiadas para sus manos de nueve años. Y también era cierto que
cualquiera que lo observara podía ver el aleteo de la carta al pasar de la palma
al dorso cuando giraba la mano. Pero aquello era una insignificancia.
Sabía, sin embargo, que hacer el pase con siete cartas a la vez requería
gran fuerza en los dedos, así como destreza, y aquello era lo que estaba
haciendo Gerber el Grande. Tampoco se oyó ningún ruidito delator durante el
movimiento, y Herbie asintió con aprobación. Luego recordó qué iba a
continuación.
—Mamá —dijo dándole un codazo a su madre—, pregúntale a papá si
tiene un pañuelo de sobra.

Página 11
Con el rabillo del ojo, Herbie vio a su madre girar la cabeza, y en menos
tiempo del que se tarda en decir «abracadabra», se había levantado de su
asiento y corría por el pasillo. Tenía la impresión de que había realizado una
brillante maniobra de distracción y el momento elegido había sido perfecto.
Era en aquel momento de la actuación (que Herbie había visto antes, a
solas) cuando Gerber el Grande preguntaba si algún niño del público quería
subir al escenario. Justo entonces lo estaba preguntando.
Herbie Westerman se había adelantado. Estaba en movimiento antes de
que el mago hubiese hecho la pregunta. En la actuación anterior había
conseguido un lastimoso décimo puesto en la carrera hasta los escalones que
conducían al escenario. Pero a la sazón estaba preparado, y no había corrido
riesgos con el permiso de sus padres. Tal vez su madre lo hubiera dejado ir y
tal vez no; le pareció más prudente hacerla mirar en dirección opuesta. No se
podía confiar en los padres en aquel tipo de asuntos. Se les ocurrían ideas
raras, a veces.
—¿Tendría la amabilidad de subir al escenario?
El pie de Herbie tocó el primer escalón justo cuando sonaba el signo de
interrogación de la frase. Oyó el resbalar decepcionado de otros pies detrás de
él y sonrió satisfecho mientras cruzaba la línea de candilejas.
El truco que necesitaba un ayudante del público era el de las tres palomas;
Herbie lo sabía por la actuación anterior. Era casi el único truco cuyo
funcionamiento no había sido capaz de descubrir. Debía de haber, lo sabía, un
compartimento oculto en algún lugar de aquella caja, pero no alcanzaba a
entender dónde. Pero en aquella ocasión iba a ser él quien sostuviera la caja.
Si desde aquella distancia no podía descubrir el engaño, mejor sería que
volviera a dedicarse a coleccionar sellos.
Sonrió al mago con confianza. Por supuesto, Herbie no iba a revelar el
truco. Él también era mago, y comprendía que había una especie de
fraternidad entre los magos y que uno nunca revelaba los trucos de otro.
Se sentía algo inquieto, sin embargo, y su sonrisa se desvaneció cuando
vio los ojos del mago. Gerber el Grande, visto de cerca, parecía mucho mayor
que desde el otro lado de las candilejas. Y, en cierto modo, distinto. Mucho
más alto, para empezar.
De cualquier forma, ya acercaban la caja para el truco de las palomas. El
ayudante habitual de Gerber la llevaba en una bandeja. Herbie apartó la vista
de los ojos del mago y se sintió mejor. Incluso recordó el motivo por el que
estaba en el escenario. El ayudante cojeaba. Herbie inclinó la cabeza para

Página 12
echar un vistazo a la parte inferior de la bandeja, por si acaso. No había nada
allí.
Gerber cogió la caja. El sirviente se alejó cojeando, y los ojos de Herbie lo
siguieron con desconfianza. ¿Era una cojera auténtica o una maniobra de
distracción?
La caja se desplegaba y quedaba plana como una torta. Los cuatro lados
estaban unidos a la base, y la parte superior, a uno de los lados. Había
pequeños pasadores de latón.
Herbie dio un rápido paso atrás para poder ver la parte trasera mientras la
frontal se mostraba al público. Sí; ya lo veía. Un compartimento triangular
instalado a un lado de la tapa, cubierto con espejos y con los ángulos
calculados para resultar invisible. Un truco viejo. Herbie se sintió algo
decepcionado.
El prestidigitador montó la caja, dejando el compartimento oculto por los
espejos en el interior. Se volvió ligeramente.
—Ahora, muchacho…

Lo que ocurrió en el Tibet no fue el único factor, sino simplemente el eslabón


final de una cadena.
El tiempo tibetano había sido desacostumbrado aquella semana; muy
desacostumbrado. Había hecho calor. Aquel calor moderado acabó con más
nieve de la que se había fundido en más años de los que se podían contar. Los
ríos bajaban crecidos, anchos y rápidos.
A lo largo de los cauces algunas ruedas de oraciones giraban más deprisa
que nunca. Otras, sumergidas, se detuvieron por completo. Los sacerdotes,
metidos en el agua hasta las rodillas, se afanaban en llevar las ruedas a la
orilla, donde la corriente las haría girar de nuevo.
Había una rueda pequeña y muy antigua que había girado sin cesar
durante más años de los que nadie recordaba. Llevaba allí tanto tiempo que
ningún lama vivo sabía qué significaba la oración escrita en su placa ni cuál
era su finalidad.
El agua turbulenta se acercaba al eje de aquella rueda cuando el lama
Klaraz fue a cogerla para ponerla a salvo. Demasiado tarde. Su pie resbaló en
el barro, y mientras caía golpeó la rueda con el dorso de la mano. Liberada de
sus anclajes, la corriente la arrastró rodando por el fondo del río hacia aguas
cada vez más profundas.
Mientras estuvo rodando, todo marchó bien.

Página 13
El lama se levantó, temblando de frío por su inmersión momentánea, y fue
a por otra de las ruedas. ¿Qué importaba una insignificante rueda? Ignoraba
que, ahora que los otros eslabones se habían roto, únicamente aquel objeto
diminuto se interponía entre la Tierra y el Armagedón.
La rueda de oraciones de Wangur Ul siguió rodando y rodando hasta que,
un kilómetro y medio más abajo, chocó con un saliente y se detuvo. Aquél era
el momento.
—Y ahora, muchacho…

Herbie Westerman (ya hemos vuelto a Cincinnati) levantó la vista,


preguntándose por qué se había detenido el prestidigitador en mitad de una
frase. Vio que el semblante de Gerber el Grande se alteraba como si hubiera
recibido una gran impresión. Sin moverse, sin cambiar, su cara empezó a
cambiar. Sin parecer diferente, se volvió diferente.
Entonces, en voz baja, el mago se echó a reír. Los tonos de aquella risa
suave traslucían la maldad en estado puro. Nadie que la oyera podía albergar
dudas de quién era el mago. Nadie lo dudó. Todos y cada uno de los
miembros del público supieron en aquel terrible momento quién estaba ante
ellos, y lo supieron todos, hasta el más escéptico, sin el menor atisbo de duda.
Nadie se movió; nadie habló; nadie lanzó un suspiro estremecido. Hay
cosas más allá del miedo. Sólo la incertidumbre causa miedo, y en el Teatro
Bijou reinaba una terrible certidumbre.
La risa aumentó. En un crescendo, llegó vibrando hasta los rincones
lejanos y polvorientos de los palcos. Nada se movía, ni siquiera una mosca en
el techo.
Satanás habló.
—Les agradezco la amable atención que le han prestado a un pobre mago
—dijo con ironía, inclinándose levemente—. La representación ha terminado.
—Sonrió—. Todas las representaciones han terminado.
De algún modo, el teatro pareció oscurecerse, aunque las luces eléctricas
seguían encendidas. En el silencio sepulcral, pareció que se oía el batir de
unas alas, alas correosas, como si estuvieran congregándose entes invisibles.
El escenario estaba iluminado por un débil resplandor rojo. De la cabeza y
los hombros de la alta figura del mago surgieron diminutas llamas. Llamas
vivas.
Hubo más llamas. Parpadeaban a lo largo del proscenio, junto a las
candilejas. Una apareció en la tapa de la caja plegada que el pequeño Herbie

Página 14
Westerman sostenía aún en sus manos.
Herbie dejó caer la caja.
¿He comentado que Herbie Westerman asistía a los cursillos de los
bomberos? Fue un acto puramente reflejo. Un chico de nueve años no sabe
mucho de cosas como el Armagedón, pero Herbie Westerman debía saber que
el agua no podía apagar aquel fuego.
Pero, como he dicho, fue un acto puramente reflejo. Sacó su nueva pistola
de agua y disparó contra la caja del truco de las palomas. Y el fuego sí que se
apagó: cuando unas gotas rebotaron y mojaron la pernera del pantalón de
Gerber el Grande, que miraba hacia otro lado.
De repente se oyó un siseo. Las luces volvieron a brillar, todas las demás
llamas se apagaron, y el sonido de alas se desvaneció mezclándose con otro
sonido: los murmullos del público.
El prestidigitador tenía los ojos cerrados.
—Al menos me queda este poder —dijo con voz extrañamente forzada—.
Ninguno de ustedes recordará esto. —Luego, lentamente, se volvió, recogió la
caja del suelo y se la tendió a Herbie Westerman.
—Debes tener más cuidado, chico —añadió—. Ahora sostenía así.
Golpeó la tapa ligeramente con la varita. La puerta se abrió de golpe. Tres
palomas blancas salieron volando de la caja. El sonido de sus alas no era
correoso.

El padre de Herbie Westerman bajó las escaleras y, con aire decidido,


descolgó la correa que usaba para suavizar su navaja de afeitar de un gancho
de la pared de la cocina.
La señora Westerman levantó la mirada de la sopa que estaba removiendo
en la encimera.
—Pero, Henry —dijo—, ¿de verdad vas a castigarlo con eso sólo por
disparar un poco de agua por la ventanilla del coche de camino a casa?
—Por eso no, Marge. —Su marido sacudió la cabeza muy serio—. Pero
¿no recuerdas que le hemos comprado la pistola de agua de camino hacia el
centro y que después de eso no ha estado cerca de ningún grifo? ¿Dónde crees
que la ha llenado? —No esperó respuesta—. El muy pillo la ha llenado
cuando nos hemos parado en la catedral para hablar con el padre Ryan sobre
su confirmación. ¡En la pila bautismal! ¡Ha usado el agua bendita para llenar
la pistola!
Subió pesadamente las escaleras, correa en mano.

Página 15
Los golpes rítmicos y los gemidos de dolor se escaparon escaleras abajo.
Herbie, que había salvado al mundo, estaba recibiendo su recompensa.

Página 16
Aún no es el fin

La luz interior del cubo de metal tenía un matiz verdoso y diabólico que teñía
de verde la piel blanca y mortecina de la criatura sentada a los mandos.
Un ojo único, con facetas, centrado en la parte delantera de la cabeza,
observaba los siete indicadores sin parpadear. Desde que habían salido de
Xandor, aquel ojo no se había apartado ni una vez de los indicadores. La
especie a la que pertenecía Kar-388Y no conocía el sueño; tampoco la
compasión. Para comprobarlo habría bastado con echar un vistazo a las
facciones duras y crueles que había debajo del ojo.
Las agujas de los indicadores cuarto y séptimo se detuvieron. Aquello
significaba que el cubo se había detenido en el espacio, en relación con su
objetivo inmediato. Kar alargó hacia delante el brazo superior derecho y
conectó el estabilizador. Luego se incorporó y estiró sus músculos
entumecidos.
—Ya estamos —dijo Kar volviéndose hacia su acompañante del cubo, un
ser semejante a él—. La primera parada, la estrella Z-5689. Tiene nueve
planetas, pero sólo el tercero es habitable. Esperemos que aquí haya criaturas
adecuadas para trabajar de esclavos en Xandor.
Lal-16B, que había estado sentado rígido e inmóvil durante el viaje,
también se levantó y se estiró.
—Sería una suerte. Así podremos volver a Xandor y recibir honores
mientras la flota viene a capturarlos. Pero no debemos albergar demasiadas
esperanzas. Tener éxito en el primer sitio donde paramos sería un milagro.
Probablemente habrá que buscar en un millar de sitios.
—Pues buscaremos en un millar de sitios —repuso Kar con indiferencia
—. Los lounacs se nos están muriendo, y necesitamos más esclavos o habrá
que cerrar las minas y nuestra especie morirá. —Se sentó de nuevo frente a
los mandos y pulsó el interruptor para activar la visiplaca que les mostraría lo
que había debajo de ellos—. Estamos sobre el lado oscuro del tercer planeta
—dijo—. Tenemos una capa de nubes debajo. Usaré el control manual desde
aquí.
Empezó a pulsar botones. Al cabo de unos minutos, añadió:

Página 17
—Lal, mira la visiplaca. Luces a intervalos regulares… ¡Una ciudad!
Efectivamente, el planeta está habitado.
Lal había ocupado su lugar en el otro panel de instrumentos, el de los
controles de batalla, y también examinaba los indicadores.
—No tenemos nada que temer. No hay ni rastro de un campo de fuerza
alrededor de la ciudad. Los conocimientos científicos de esta especie son
primitivos. Podemos arrasar la ciudad de un disparo si nos atacan.
—Bien —dijo Kar—. Pero permíteme que te recuerde que la destrucción
no es nuestro objetivo… de momento. Queremos especímenes. Si resultan
satisfactorios y la flota puede venir y llevarse los miles de esclavos que
necesitamos, entonces será el momento de destruir no una ciudad, sino el
planeta entero, para que su civilización no progrese nunca hasta el punto de
ser capaz de tomar represalias.
—De acuerdo. —Lal ajustó un mando—. Conectaré el megacampo y
seremos invisibles para ellos a menos que tengan una buena visión
ultravioleta, cosa que dudo a juzgar por el espectro de su sol.
Mientras el cubo descendía, la luz del interior cambió de verde a violeta y
más allá. Aterrizó con suavidad. Kar manipuló el mecanismo que accionaba la
escotilla y salió, seguido por Lal.
—Mira —dijo Kar—, dos bípedos. Dos brazos, dos ojos… no muy
distintos de los lounacs, aunque más pequeños. Bien; aquí están nuestros
especímenes.
Levantó el brazo inferior izquierdo, cuya mano de tres dedos sostenía una
delgada vara rodeada de alambre. Apuntó con ella a una de las criaturas y
luego a la otra. No salió nada visible de la vara, pero las dos criaturas
quedaron petrificadas como estatuas al instante.
—No son muy grandes, Kar —dijo Lal—. Yo llevaré uno, y tú, el otro.
Podremos estudiarlos mejor en el cubo, cuando volvamos al espacio.
—Está bien —convino Kar, mirando a su alrededor en la débil luz—, con
dos es suficiente, y parece que uno es macho y otro hembra. Vámonos.
Al cabo de un momento, el cubo ascendía, y tan pronto como estuvieron
fuera de la atmósfera por completo, Kar conectó el estabilizador y se reunió
con Lal, que había empezado a estudiar los especímenes durante el breve
ascenso.
—Vivíparos —dijo Lal—. Cinco dedos y manos capaces de realizar tareas
razonablemente delicadas. Pero vamos con la prueba más importante: la de
inteligencia.

Página 18
Kar cogió los auriculares. Entregó dos a Lal, que se puso uno en su cabeza
y el otro en la de uno de los especímenes. Kar hizo lo mismo con el otro
espécimen.
Tras unos minutos, Kar y Lal se miraron desolados.
—Siete puntos por debajo del mínimo —dijo Kar—. No se los podría
entrenar ni para el trabajo más rudimentario en las minas. Son incapaces de
entender las instrucciones más sencillas. Bueno; los llevaremos al museo de
Xandor.
—¿Destruimos el planeta?
—No —dijo Kar—. Tal vez dentro de un millón de años, si es que nuestra
especie dura tanto, habrán evolucionado bastante para servir a nuestros
propósitos. Vamos a poner rumbo a la siguiente estrella con planetas.

El director de compaginación del Milwaukee Star estaba en la sala de


composición supervisando el cierre de la página local. Jenkins, el linotipista,
estaba apretando las regletas para estrechar la penúltima columna.
—Hay espacio para un artículo más en la octava columna, Pete —dijo—.
Unos treinta y seis cíceros. En la plancha de prueba hay dos artículos que
podrían encajar. ¿Cuál quieres que use?
El director de compaginación echó un vistazo a las galeradas que había
junto a la caja. La larga práctica le permitía leer los titulares del revés de un
vistazo.
—El artículo de la convención y el del zoo, ¿eh? Qué demonios, usa el de
la convención. ¿A quién le importa que el director del zoo crea que anoche
desaparecieron dos ejemplares de la Isla de los Monos?

Página 19
Etaoin Shrdlu

El asunto de la linotipia de Ronson fue divertido durante algún tiempo, pero


se volvió muy peliagudo antes del final. Y aunque Ronson salió ganando con
todo aquello, yo no le habría enviado nunca al hombrecillo del grano de haber
sabido lo que iba a ocurrir. Con beneficios fabulosos o sin ellos, al pobre
Ronson le salieron demasiadas canas por culpa de aquello.
—¿Es usted el señor Walter Merold? —dijo el hombrecillo del grano.
Había preguntado por mí en la recepción del hotel donde vivo, y dije que lo
invitaran a subir.
Me di a conocer.
—Encantado, señor Merold —dijo—. Soy…
Me dijo su nombre, pero no consigo recordarlo. Normalmente recuerdo
bien los nombres. Lo saludé atentamente y le pregunté qué deseaba. Empezó
a contármelo, pero lo interrumpí antes de que siguiera y siguiera.
—La información que le han dado es incorrecta —le dije—. Sí; he sido
oficial de imprenta, pero estoy jubilado. De todas formas, ¿sabe el dineral que
le costaría encargar que le graben unas matrices de linotipia especiales? Si
sólo quiere imprimir una página con esos caracteres, le resultará mucho más
barato encargar que se la escriban a mano y que luego le hagan un
fotograbado en zinc.
—Pero eso no puede ser, señor Merold. No serviría. Verá usted: el asunto
es secreto. Mis representados… Pero olvídelo. No me atrevo a dejar que nadie
lo vea, y alguien tendría que verlo para hacer el fotograbado.
«Otro chiflado», pensé, y lo miré atentamente.
Y el caso es que no lo parecía. Tenía un aspecto bastante corriente, en
general, aunque con un aire extranjero, tirando a asiático, pese a ser rubio de
tez clara. Y tenía un grano en la frente, justo en el centro, encima de la nariz.
Habrán visto granos así en las estatuas de Buda; los orientales los llaman
«puntos de la sabiduría», y dicen que representan algo en especial.
—Bien —señalé encogiéndome de hombros—, quien le grabe las matrices
para linotipia tendrá que ver los caracteres, ¿verdad? Y quien maneje la
máquina también verá…

Página 20
—Oh, pero eso lo podría hacer yo mismo —dijo el hombrecillo del grano.
Más tarde, Ronson y yo empezamos a llamarlo «H. D. G.», la sigla de
«hombrecillo del grano», porque Ronson tampoco podía recordar su nombre,
pero me estoy adelantando a los acontecimientos—. Desde luego que el
grabador las verá, pero sólo como caracteres sueltos, y eso no tiene
importancia. Luego, yo mismo puedo colocarlas en la linotipia. Alguien
podría enseñarme a manejarla lo suficiente para componer una página; en
realidad serán sólo unas veinte líneas. Y no habría que imprimirlo aquí. Sólo
necesito la galerada. Pagaré lo que me pidan.
—De acuerdo —dije—. Puedo ponerlo en contacto con alguien de la
Mergenthaler Linotype Company. Ahí le grabarán las matrices. Después, si
quiere disponer de una linotipia en privado, vaya a ver a George Ronson.
Dirige un pequeño periódico local quincenal, aquí en la ciudad. Si le paga
bien, le dejará hacer uso de su taller el tiempo que necesite para componer el
texto.
Y así fue. Dos semanas después, George Ronson y yo fuimos de pesca un
martes por la mañana mientras el H. D. G. usaba la linotipia de George para
componer la página con las extrañas matrices que acababa de recibir de
Mergenthaler por avión. La tarde anterior, George le había enseñado cómo se
manejaba la linotipia.
Pescamos una docena de peces cada uno, y recuerdo que Ronson se rió y
dijo que en su caso habían picado trece, porque el H. D. G. le pagaba
cincuenta dólares al contado sólo por usar el taller una mañana.
Y lodo estaba en orden cuando volvimos, aunque George tuvo que sacar
los trozos de bronce del cajetín del pastel, porque el H. D. G. había roto las
nuevas matrices cuando había acabado con ellas y las había echado con las
líneas usadas, sin saber que no se puede mezclar el bronce con el metal de
linotipia que se vuelve a fundir.
La siguiente vez que vi a George fue después de que la edición del sábado
saliera a la calle. Me apresuré a criticarlo.
—Escucha —dije—, eso de cometer faltas de ortografía y gramática a
propósito no tiene gracia ya, ni siquiera en un periódico local. ¿O es que
pretendías que las noticias de los pueblos de los alrededores sonaran más
auténticas copiándolas al pie de la letra?
—Pues… sí —dijo Ronson, mirándome de una forma extraña.
—Sí, ¿qué? —pregunté—. ¿Quieres decir que intentabas resultar gracioso
o copiar al pie de la…?
—Ven conmigo y te lo enseñaré —dijo.

Página 21
—¿Qué me vas a enseñar?
—Lo que te voy a enseñar —sentenció sin demasiada lucidez—.
Recuerdas cómo se componen las páginas, ¿no?
—Claro. ¿Por qué?
—Vamos, pues —dijo firmemente—. Eres linotipista; además, tú me
metiste en esto.
—¿En qué?
—En esto —dijo, y se negó a añadir una palabra más hasta que llegamos.
Entonces se puso a buscar por los casilleros de su escritorio, sacó un borrador
y me lo dio.
—Quizá estoy chiflado, Waller —me dijo con expresión pensativa—, y
quiero asegurarme. Supongo que dirigir un periódico local durante veintidós
años, haciendo todo el trabajo y tratando de complacer a todo el mundo, es
suficiente para perder la chaveta, pero quiero asegurarme.
Lo miré y miré el original que me había dado. Era un folio normal, escrito
a mano con una caligrafía que reconocí como la de Hank Rogg, propietario de
una ferretería de Hales Corners, que enviaba noticias de su pueblo. Tenía unas
cuantas faltas de ortografía, cosa habitual en Hank, pero la noticia en sí no era
nueva para mí. Decía: «La voda de H. M. Klaflin y Margorie Burke se celebró
hayer por la tarde en el domicilio de la novia. Las damas de honor fueron…».
Dejé de leer, miré a George y me pregunté adonde quería ir a parar.
—¿Y qué? —pregunté—. Eso fue hace dos días, y yo mismo asistí a la
boda. No hay nada raro en…
—Escucha, Walter —dijo—, compón eso, ¿quieres? Ve, siéntate en la
linotipia y compón el breve. No son más de diez o doce líneas.
—Claro, pero ¿por qué?
—Porque… bueno, tú componlo, Walter. Ya verás porqué.
Así que entré en el taller, me senté en la linotipia y compuse un par de
Eneas al azar para familiarizarme de nuevo con el teclado; después puse el
original en el atril y empecé.
—Oye, George —le dije—, Marjorie escribe su nombre con jota y no con
ge, ¿verdad?
—Sí —dijo George, con un tono de voz extraño.
—¿Y bien? —pregunté alzando la vista cuando terminé de teclear el resto
del texto.
Se acercó, sacó el trozo de composición del galerín y lo leyó del revés,
como todos los tipógrafos.
—Entonces no era yo —dijo con un suspiro—. Mira, Walter.

Página 22
Me entregó las líneas y las leí o, por lo menos, empecé.
Decía: «La voda de H. M. Klaflin y Margorie Burke se celebró hayer por
la tarde en el domicilio de la novia. Las damas de honor fueron…».
—Menos mal que ya no tengo que ganarme la vida componiendo páginas,
George —dije con una sonrisa—. Estoy perdiendo facultades; tres erratas en
las cinco primeras líneas, Pero ¿cuál es el problema? Ahora dime por qué
querías que lo compusiera.
—Compón el primer par de líneas otra vez, Walter —me pidió—.
Quiero… Quiero que te des cuenta por ti mismo.
Lo mire, y parecía tan serio y preocupado que no discutí. Regresé al
teclado y empecé de nuevo: «La boda de…». Mis ojos fueron hacia el
componedor, y leí los caracteres de la parte delantera de las matrices que
habían caído. Ponía: «La voda de…».
Las linotipias tienen una ventaja que quizá desconozcan quienes no se
dedican a esto. Es posible corregir una línea, siempre que se haga antes de
accionar la palanca que eleva el componedor y empuja la línea de matrices
hacia el molde, donde se funde la línea. Basta con dejar caer las matrices
necesarias para la corrección y colocarlas a mano donde proceda.
De forma que pulsé la tecla de la b para conseguir otra matriz que me
permitiera corregir la errada de «voda»… y no ocurrió nada. La excéntrica de
la letra giraba correctamente, y el chasquido sonó bien, pero no cayó ninguna
b. Levanté la vista para ver si el distribuidor se había parado, pero no era así.
—El canal de la be está atascado —dije incorporándome.
Como medida de precaución, antes de empezar a trabajar mantuve
apretada la tecla de la b durante un momento y escuché la serie de chasquidos
mientras giraban las excéntricas. Pero no cayó ninguna matriz, así que…
—Déjalo, Walter —dijo George Ronson en voz baja—. Envía la línea tal
como está y prosigue.
Volví a sentarme y decidí seguirle la corriente. Si lo hacía, probablemente
descubriría adónde quería ir a parar más deprisa que si discutía. Acabé la
primera línea, empecé la segunda y llegué a la palabra «Margorie» del
original. Pulsé las teclas cuidadosamente: M, a, r, j, o… y miré el
componedor. Las matrices formaban «Margo».
—Maldita sea —dije; pulsé de nuevo la j para conseguir una matriz con
que sustituir la g, pero no ocurrió nada. El canal de la j debía de estar
atascado. Mantuve la tecla apretada, pero no cayó matriz alguna.
—Maldita sea —repetí, y me levanté para comprobar el mecanismo de los
escapes.

Página 23
—No importa, Walter —dijo George. Había una curiosa mezcla de
muchas cosas en su voz; una especie de triunfo sobre mí, supongo, más algo
de miedo, mucha perplejidad y un toque de resignación—. ¿No lo ves? ¡Copia
el original al pie de la letra!
—¿Qué?
—Por eso quería que probaras tú, Walter —dijo—. Sólo para asegurarme
de que era la máquina y no yo. Mira: en el original del atril pone «boda» con
uve y «Marjorie» con ge… y pulses las teclas que pulses, así es como caen las
matrices.
—¡Madre de Dios! —exclamé—. George, ¿has estado bebiendo?
—No me creas a mí —dijo—. Sigue intentando poner bien esas líneas.
Corrige la línea siguiente, en la que pone «ayer» con hache.
Gruñí y me volví para mirar con qué palabra empezaba la línea. Empecé a
pulsar teclas. Compuse «se celebró» y me detuve. Lenta y deliberadamente,
sin dejar de mirar el teclado, coloqué el dedo índice sobre la tecla de la a y la
pulsé. Oí el chasquido de la matriz en el canal, levanté la vista y la vi caer por
encima de la rueda estrellada. Sabía que no me había equivocado de tecla. La
matriz que había en el componedor era… Sí; lo han adivinado: la h.
—No me lo puedo creer —dije.
—Yo tampoco podía creérmelo —dijo George Ronson mirándome
inquieto con una especie de risilla nerviosa—. Oye, Walter, voy a dar un
paseo. Me estoy volviendo loco. No soporto estar aquí. Tú sigue y
convéncete. Tómate tu tiempo.
Lo observé hasta que salió por la puerta. Entonces, con una sensación
extraña, me volví hacia la linotipia. Tardé mucho en creérmelo, pero era
cierto. Daba lo mismo qué tecla pulsara; la maldita máquina copiaba el
original al pie de la letra, con erratas y todo.
Decidí llegar hasta el final. Empecé de nuevo, compuse las dos primeras
palabras y empecé a pasar los dedos en diagonal por las hileras de teclas,
como se hace cuando se teclean las líneas de prueba: ETAOIN SHRDLU ETAOIN
SHRLDU ETAOIN SHRLDU… y no miré las matrices del componedor. Accioné la
palanca para enviarlas al molde y cogí la línea que salió expulsada, aún
caliente. Decía: «La voda de H. M. Klaflin y…».
Tenía la frente cubierta de sudor. Me lo sequé, apagué la máquina y salí a
buscar a George Ronson. No me llevó mucho tiempo encontrarlo, porque
estaba justo donde yo pensaba. Yo también pedí algo de beber.
Había visto mi expresión al verme entrar en el bar, y supongo que no tuvo
que preguntarme qué había pasado.

Página 24
Brindamos y vaciamos los vasos antes de que ninguno de los dos dijera
nada.
—¿Tienes idea de por qué hace eso? —Asintió—. No me lo digas —añadí
—. Espera a que haya bebido un poco más; tal vez luego pueda resistirlo. —
Levanté la voz y pedí—: Oye, Joe, deja la botella en la barra, que ya nos
servimos nosotros.
Así lo hizo, y me tomé un par de vasos más rápidamente. Luego cerré los
ojos.
—Vale, George —dije—, ¿qué es lo que pasa?
—¿Te acuerdas del tipo aquel que encargó que le grabaran unas matrices
especiales y me alquiló la linotipia para componer algo tan secreto que nadie
podía leerlo? No recuerdo cómo se llamaba, ¿y tú?
Traté de recordarlo y no pude. Me serví otro vaso.
—Llámalo el H. D. G. —contesté.
George quiso saber el porqué, y se lo dije. Volvió a llenarse el vaso.
—Recibí una carta suya —dijo.
—Eso está bien. —Tras otro vaso, pregunte—: ¿La llevas encima?
—Qué va. La tiré.
—Oh —exclamé. Tomé otro vaso y pregunté—: ¿Recuerdas qué decía?
—Sólo recuerdo partes sueltas. La leí por encima. Ese tipo me daba mala
espina, ¿sabes? La tiré.
Se calló y se tomó otro vaso; al cabo de un rato me canse de esperar.
—¿Bien? —pregunté.
—Bien, ¿qué?
—La carita. ¿Qué deshía la parte que recuerdash?
—Oh, eso —dijo George—. Sí. Algo de la lilo… linopi… ya sabes.
Para entonces, la botella que teníamos delante, en la barra, no podía ser la
misma de antes, porque ahora tenía unos dos tercios, y antes, sólo un tercio.
Tomé otro trago.
—¿Qué deshía de eso?
—¿Quién?
—El H. G… D. G… Oh, el tipo que escrribió la canta.
—¿Qué carta? —preguntó George.

Al día siguiente desperté alrededor del mediodía; me sentía fatal. Tardé un par
de horas en bañarme, afeitarme y encontrarme dispuesto a salir; pero en
cuanto puse un pie en la calle fui directamente a la imprenta de George.

Página 25
Estaba imprimiendo los periódicos y tenía un aspecto casi tan malo como
el mío. Cogí uno de los pliegos cuando salía y lo miré. Es una publicación de
cuatro páginas, y las dos interiores contienen notas de agencias, pero la
primera y la cuarta están dedicadas a las noticias locales.
Leí unos cuantos artículos, incluido uno que empezaba así: «La voda de
H. M. Klaflin y Margorie…» y eché una ojeada a la silenciosa linotipia, en su
rincón; de ella a George y de nuevo a la impertérrita figura de acero y hierro
fundido.
Tuve que gritar a George para que me oyera por encima del ruido de la
prensa.
—George, escucha. Respecto a la lino… —Por algún motivo, no podía
decir a gritos algo que parecía una tontería, así que encontré una solución de
compromiso—. ¿La has arreglado?
Hizo un gesto de negación y paró la prensa.
—Ésta es toda la tirada —dijo—. Bien; ahora a plegarlos.
—Escucha. Al diablo con los periódicos. Lo que quiero saber es cómo has
conseguido imprimirlos ya. No habías preparado ni la mitad cuando estuve
aquí ayer, y después de lo que bebimos, no veo cómo has podido hacerlo.
—Ha sido muy fácil —dijo con una sonrisa—. Inténtalo. Todo lo que
tienes que hacer, borracho o sobrio, es sentarte frente a esa máquina, poner un
original en el atril y pasar los dedos por el teclado; la máquina compone sola.
Sí; con erratas y todo; pero, después de esto, simplemente corregiré las erratas
del original antes de empezar. Esta vez tema demasiada prisa y he tenido que
sacar los periódicos tal como estaban. Esa máquina está empezando a
gustarme, Walter. Es la primera vez en un año que acabo la tirada a tiempo.
—Sí —dije—, pero…
—Pero ¿qué?
—Pero… —Quería decirle que aún no me lo creía, pero no pude. A fin de
cuentas, yo había probado la máquina el día anterior cuando estaba
completamente sobrio.
Me acerqué y la volví a mirar. Desde donde yo estaba, era exactamente
como cualquier otra linotipia del modelo de un solo almacén. Conocía todos y
cada uno de sus engranajes y sus resortes.
—George —dije con inquietud—, tengo la sensación de que esta maldita
cosa me está mirando. ¿Lo has notado…?
Asintió. Me volví y miré otra vez la linotipia. Entonces estuve seguro, así
que cerré los ojos y lo sentí aún con mayor fuerza. ¿Conocen esa sensación de

Página 26
ser observado? Bien; aquello era más fuerte. No era exactamente una mirada
hostil. Más bien impersonal. Me asustaba.
—George —dije—. Vámonos de aquí.
—¿Para qué?
—Quiero… quiero hablar contigo. Y no sé por qué, pero no quiero hablar
aquí.
Me miró; luego miró el montón de periódicos que estaba plegando a
mano.
—No tengas miedo, Walter —dijo en voz baja—; no te hará daño. Es
amistosa.
—Estás… —Iba a decir «loco», pero si él lo estaba, yo también, así que
me detuve. Reflexioné durante un momento y añadí—: George, ayer
empezaste a contarme lo que recordabas de la carta que recibiste de… del
H. D. G. ¿Qué era?
—Oh, eso. Escucha, Walter, quiero que me prometas que me guardarás el
secreto. No se lo cuentes a nadie.
—¿Contárselo a alguien? —pregunté—. ¿Y que me metan en un
manicomio? Desde luego que no. ¿Crees que alguien iba a creerme? ¿Crees
que yo mismo lo habría creído si…? Pero ¿qué hay de la carta?
—¿Lo prometes?
—Claro.
—Bien —dijo—. Como te comenté, la carta era vaga, y lo que recuerdo
de ella es más vago aún. Pero explicaba que había usado mi linotipia para
componer un… una fórmula metafísica. Sólo necesitaba la galerada, para
volver con ella.
—¿Volver adónde, George?
—¿Volver adónde? Decía que a… Bueno; no decía adónde. Sólo, que
volvería con la fórmula, ¿entiendes? Pero decía que podía haber tenido un
efecto en la máquina que había utilizado para componerla y que, si era así, lo
sentía pero no podía hacer nada. No había podido averiguarlo porque esa cosa
tarda cierto tiempo en funcionar.
—¿Qué cosa?
—Bueno —dijo George volviendo a mirar los periódicos que estaba
plegando—. A mí me sonó a palabrería pomposa y hueca. En serio, sonaba
tan disparatado que tiré la carta. Pero, pensándolo ahora, después de lo que ha
pasado… Recuerdo la palabra «seudovida». Creo que era una fórmula para
dotar de seudovida a los objetos inanimados. Decía que ellos la usaban con
sus… sus robots.

Página 27
—¿«Ellos»? ¿Quiénes son «ellos»?
—No lo decía.
Llené la pipa y la encendí, pensativo.
—George —dije al cabo de un rato—, lo mejor es que la destruyas.
—¿Destruirla? —Ronson me miraba con los ojos desorbitados—. Walter,
tú estás loco. ¿Matar a la gallina de los huevos de oro? Pero si esta cosa vale
una fortuna. ¿Sabes cuánto he tardado en componer las páginas para esta
edición, borracho como estaba? Una hora; así es como he tenido la tirada a
tiempo.
—Caray —dije mirándolo con desconfianza—. Animada o inanimada, esa
linotipia sólo puede componer seis líneas por minuto. Eso es todo lo que
puede hacer, a menos que se truque para ir más deprisa. Tal vez pueda llegar a
diez líneas por minuto si se recubre con cinta la barra del distribuidor. ¿Has
recubierto…?
—¿Cinta? Y un cuerno —dijo George—. Esa cosa va mucho más deprisa
que una linotipia normal a máxima velocidad con líneas de prueba cortas. Y
echa una ojeada al molde. Está en posición de fundición.
Me acerqué de nuevo a la linotipia, aunque a regañadientes. El motor
zumbaba suavemente y, de nuevo habría podido jurar que aquella cosa me
observaba. Pero me armé de valor, abrí la máquina y dejé al descubierto la
rueda molde. Y vi enseguida a qué se refería George; el molde tenía un color
azul brillante. No me refiero al azul de un cañón de escopeta; me refiero a un
azul celeste que no había visto hasta entonces en un metal. Los otros tres
moldes se estaban volviendo del mismo color.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo George cuando abrí la máquina y lo
miré—; sólo sé que eso ocurrió después de que el molde se calentara en
exceso se clavara una línea. Creo que es una especie de tratamiento para
resistir el calor. Ahora puede fundir cien líneas por minuto sin que se claven
y…
—Para, para —dije—. Ni siquiera podrías meterle el metal con la rapidez
necesaria para…
Me sonrió, con una sonrisa asustada pero triunfal.
—Mira por detrás. He instalado una tolva sobre el crisol. No he tenido
más remedio; en diez minutos me había quedado sin lingotes. Simplemente le
meto matrices inservibles, metal de desecho, el contenido del cajetín del
pastel y…
—Estás loco. —Sacudí la cabeza—. No puedes meterle desechos y líneas
sucias; tendrás que dedicar más tiempo a abrirla y rascar los residuos del que

Página 28
dedicarías a meter lingotes. Atascarás el pistón y…
—Walter —dijo en voz baja, tal vez demasiado baja—, no produce
residuos de ninguna clase.
Me quedé mirándolo estúpidamente, y debió de decidir que había dicho
más de lo que pretendía, porque empezó a llevar apresuradamente a la oficina
los periódicos que acababa de plegar.
—Ya nos veremos, Walter —dijo—. Tengo que llevar estos…

El hecho de que mi nuera estuviera a las puertas de la muerte a causa de una


neumonía en una ciudad situada a varios cientos de kilómetros no tiene nada
que ver con el asunto de la linotipia de Ronson, pero fue por eso por lo que
pase tres semanas fuera. No vi a George durante aquel tiempo.
Recibí dos telegramas frenéticos suyos durante la tercera semana de
ausencia; ninguno de los dos daba detalles, pero quería que volviera lo antes
posible. El segundo terminaba así: «APRESÚRATE STOP DINERO IRRELEVANTE
STOP COGE AVIÓN STOP».
Me envió un giro de cien dólares junto con el mensaje, lo que me
desconcertó. «Dinero irrelevante» es una expresión que nadie espera oír en
boca del editor de un periódico local. Y, que yo supiera, George no había
tenido cien dólares juntos desde que lo conocía, y de aquello hacía bastantes
años.
Pero las obligaciones familiares son lo primero, y le telegrafié
respondiendo que volvería en el instante en que mi nuera estuviera fuera de
peligro, ni un minuto antes; que no iba a cobrar el giro porque el avión sólo
costaba diez dólares y que no necesitaba dinero.
Dos días después, todo estaba arreglado, y lo informé de cuándo llegaría.
Me recibió en el aeropuerto.
Parecía haber envejecido y tenía aspecto de estar agotado; por sus ojos,
daba la impresión de no haber dormido en días. Pero llevaba un traje recién
estrenado y conducía un coche nuevo que pregonaba su alto precio con el
silencio de su motor.
—Gracias a Dios que has vuelto, Walter —dijo—. Te pagaré lo que
quieras por…
—Ve más despacio —lo interrumpí—; hablas tan deprisa que lo que dices
no tiene sentido. Ahora empieza de nuevo y tómatelo con calma. ¿Qué
problema tienes?

Página 29
—No tengo ningún problema. Todo es maravilloso, Walter. Pero tengo
tanto trabajo que no puedo ni empezar a hacerlo, ¿sabes? Estoy trabajando
veinte horas al día, porque gano dinero tan deprisa que cada hora que me
tomo libre me cuesta cincuenta dólares, y no puedo permitirme perder
cincuenta dólares por hora libre, Walter, y…
—Para, para —dije—. ¿Por qué no puedes tomarte tiempo libre? Si ganas
cincuenta dólares por hora, ¿por que no trabajas una jornada de diez horas
y…? ¡Madre mía, quinientos dólares al día! ¿Qué más quieres?
—¿Qué? ¿Y perder los otros setecientos que puedo ganar en un día?
Caray, Walter, esto es demasiado bueno para durar. ¿No lo ves?
Probablemente ocurrirá algo. Por primera vez en mi vida tengo la oportunidad
de hacerme rico, y tú tienes que ayudarme. ¡Y te harás rico mientras me
ayudas! Mira: podemos hacer cada uno un tumo de doce horas con Etaoin y…
—¿Con quién?
—Con Etaoin Shrdlu. Le he puesto nombre, Walter. Y he encargado fuera
el trabajo de impresión para dedicar todo el tiempo a componer. Y escucha,
podemos hacer cada uno un tumo de doce horas, ¿entiendes? Sólo durante una
temporada, Walter, hasta que nos hagamos ricos. Te… te daré una cuarta
parte de los beneficios, aunque se trate de mi linotipia y de mi taller. Eso son
aproximadamente trescientos dólares al día; ¡dos mil cien dólares por una
semana de trabajo! Con la velocidad de composición que he calculado, cogeré
todo el trabajo que podamos…
—Frena otra vez —dije—. Encargos ¿de quién? En Centerville no se
imprime ni una décima parte de todo eso.
—No se trata sólo de Centerville, Walter. Nueva York. He recibido
encargos de las grandes editoriales. Bergstrom, por ejemplo; y los de Hayes &
Hayes me pasan todas sus reediciones; y Wheeler House, y Wilier & Clark.
Verás: acepto el contrato por todo el trabajo y encargo a otras empresas la
impresión y la encuadernación; yo sólo me dedico a la tipografía. Y siempre
insisto en que me entreguen originales perfectos, cuidadosamente revisados.
Después, si hay cambios, se los encargo a otro tipógrafo. Así es cómo he
conseguido controlar a Etaoin Shrdlu, Walter. Bien, ¿aceptas?
—No —le dije.
Él iba conduciendo mientras hablábamos y casi perdió el control del
volante cuando rechacé su propuesta. Salió de la carretera, detuvo el coche y
se volvió para mirarme con incredulidad.
—¿Por que no, Walter? ¿Más de dos mil dólares a la semana por tu
trabajo? ¿Qué más puedes…?

Página 30
—George, hay muchos motivos para decirte que no, pero el principal es
que no quiero hacerlo. Estoy jubilado. Tengo suficiente dinero para vivir.
Puede que mis ingresos estén más cerca de los tres dólares diarios que de los
trescientos, pero ¿para qué quiero trescientos? Y trabajando doce horas al día
arruinaría mi salud, como tú estás arruinando la tuya, y… Bueno, que no.
Estoy satisfecho con lo que tengo.
—Debes de estar bromeando, Walter. Todo el mundo quiere ser rico. Y
piensa en cuánto dinero significan dos mil dólares a la semana en un par de
años. ¡Más de medio millón de dólares! Y tienes dos hijos mayores que
podrían aprovechar…
—A los dos les va muy bien, gracias. Tienen buenos trabajos y
perspectivas de futuro. Si les dejara una fortuna, les haría más mal que bien.
De todas formas, ¿por qué yo? Cualquiera puede componer tipos en una
linotipia que trabaja sola, a su ritmo, y que no puede cometer erratas. Dios
mío, puedes encontrar a centenares de personas que estarían encantadas de
trabajar por menos de trescientos dólares al día. Bastante menos. Si insistes en
hacer dinero con esa cosa, contrata a tres operarios para que trabajen en tres
turnos de ocho horas, y tú ocúpate sólo de la parte comercial. Te están
saliendo canas, y a este ritmo vas a matarte.
—No puedo, Walter —dijo con un gesto desesperado—. No puedo
contratar a nadie. ¿No ves que esto hay que mantenerlo en secreto? Para
empezar, los sindicatos me caerían encima tan deprisa que… Pero tú eres el
único en quien puedo confiar, Walter, porque tú…
—¿Porque conozco toda la historia? —Le sonreí—. Así pues, tienes que
confiar en mí, tanto si te gusta como si no. Pero la respuesta sigue siendo la
misma. Estoy jubilado y no puedes tentarme. Mi consejo es que cojas un
martillo de fragua y destruyas esa… esa cosa.
—Dios mío, ¿por qué?
—Maldita sea, no sé por qué. Sólo sé que yo lo haría. Para empezar, si no
te libras de esa avaricia y sigues un horario de trabajo normal, esto acabará
contigo. Además, puede que la fórmula sólo esté empezando a funcionar.
¿Cómo puedes saber hasta dónde llegará?
Suspiró, y me di cuenta de que no había escuchado ni una palabra.
—Walter, te pagaré quinientos al día —suplicó.
—Ni por cinco mil —dije sacudiendo la cabeza firmemente—, ni por
quinientos mil.
Debió de comprender que lo decía en serio, porque arrancó el coche de
nuevo.

Página 31
—Bueno —dijo—, supongo que si, verdaderamente, el dinero no significa
nada para ti…
—Te lo aseguro. Oh, significaría mucho si no lo tuviera. Pero tengo
ingresos regulares y estoy igual de contento que si cobrara diez veces más.
Sobre todo si para ello tuviera que trabajar con… con…
—¿Con Etaoin Shrdlu? Tal vez llegaría a gustarte, Walter. Te juro que esa
cosa está desarrollando una personalidad propia. ¿Quieres pasarte por la
imprenta ahora?
—Ahora no —contesté—. Necesito un baño y dormir un poco. Pero me
pasaré mañana. Por cierto, la última vez que te vi no tuve oportunidad de
preguntarte qué querías decir con aquello de que no había residuos. ¿A qué te
referías?
—¿Eso dije? —preguntó sin apartar la vista de la carretera—. No
recuerdo…
—Escúchame, George; no intentes tomarme el pelo. Sabes perfectamente
que lo dijiste, y ahora quieres disimular. ¿De qué va esto? Suéltalo ya.
—Bueno… —dijo, y siguió conduciendo un par de minutos en silencio—.
De acuerdo; te lo diré. No he comprado metal desde… desde que ocurrió eso.
Y ahora tengo unas cuantas toneladas más que entonces, sin contar las
galeradas que he enviado a la imprenta. ¿Lo entiendes?
—No. Amenos que quieras decir…
—Transmutación, Walter —dijo con un gesto de asentimiento—. Lo
descubrí el segundo día, cuando empezó a funcionar tan deprisa que no podía
seguir su ritmo metiéndole lingotes. Instalé la tolva sobre el crisol, y estaba
tan desesperado por conseguir más metal que empecé a introducir líneas
usadas sin limpiar; supuse que luego tendría que raspar los residuos… pero no
había residuos. La parte superior del metal fundido estaba tan lisa y brillante
como… como tu cabeza, Walter.
—Pero ¿cómo…?
—No lo sé, Walter. Pero es algo químico. Tiene una especie de líquido
gris. Lo vi en el fondo del crisol, un día que quedó casi vacío. Es algo que
funciona como un jugo gástrico: digiere todo lo que se echa en la tolva y lo
convierte en metal de linotipia puro.
Me pasé el dorso de la mano por la frente y descubrí que la tenía
empapada.
—Todo lo que se echa en… —dije débilmente.
—Sí, todo. Cuando se me acabaron los desechos, las cenizas y los papeles
usados, me puse a utilizar… Bueno; échale una ojeada al tamaño del agujero

Página 32
que hay en el patio trasero.
Ninguno de los dos dijo nada durante unos minutos, hasta que el coche se
detuvo frente a mi hotel.
—George, si valoras mi consejo —le dije entonces—, destruye esa cosa
mientras puedas. Si es que todavía puedes. Es peligrosa. Podría…
—Podría ¿qué?
—No lo sé. Eso es lo que la hace tan terrible.
Encendió el motor y lo apagó otra vez. Me miró pensativo.
—Tal vez… Tal vez tengas razón, Walter. Pero estoy ganando tanto
dinero… Ese nuevo metal hace que salga aún más rentable de lo que te
comenté. Simplemente, no tengo valor para detenerme. Pero se está volviendo
más lista. ¿Te había dicho que ahora se limpia ella sola los espacios de cuña?
Segrega grafito.
—Dios mío —dije, y me quedé allí de pie hasta que el coche se perdió de
vista.

No tuve valor para acercarme a la imprenta de Ronson hasta bien avanzada la


tarde siguiente. Y cuando llegué tuve un mal presentimiento, antes incluso de
abrir la puerta.
George estaba sentado en su escritorio, con la cara hundida sobre los
brazos. Levantó la vista cuando entré; tenía los ojos inyectados en sangre.
—¿Y bien? —pregunté.
—Lo he intentado.
—¿Quieres decir… que has intentado destruirla?
—Tenías razón, Walter —asintió—. Y he tardado demasiado en verlo.
Ahora es demasiado lista para nosotros. Mira. —Levantó la mano izquierda y
vi que estaba cubierta por un vendaje—. Me ha alcanzado con una proyección
de plomo.
Dejé escapar un silbido.
—Oye, George, ¿y si desconectamos el enchufe que…?
—Lo he desconectado —dijo—, y también la toma exterior. Pero no ha
servido de nada. Simplemente, ha empezado a generar corriente.
Me acerqué a la puerta que daba al taller. Tuve un escalofrío sólo con
mirar hacia allí.
—¿Es seguro…? —pregunté.
—Con la condición de que no hagas ningún movimiento en falso, Walter
—dijo asintiendo—. Pero no intentes coger un martillo ni nada de eso,

Página 33
¿quieres?
No creí necesario contestarle. Habría sido como atacar a una cobra con un
mondadientes. Necesité todo mi valor sólo para cruzar la puerta y echar un
vistazo.
Y lo que vi me hizo retroceder de nuevo hasta la oficina.
—George, ¿has movido la máquina? —pregunté, y mi voz me resultó
extraña—. Ahora está un metro más cerca de…
—No —dijo—; no la he movido. Vamos a tomar algo, Walter.
—De acuerdo —dije con un suspiro largo y profundo—. Pero antes que
nada, ¿qué está pasando? ¿Cómo es que no estás…?
—Es sábado —me dijo—, y ahora tiene una semana laboral de cuarenta
horas distribuidas en cinco días. Ayer cometí el error de componer las páginas
de un libro sobre socialismo y relaciones laborales y… aparentemente…
bueno, ya ves. —Abrió el cajón superior de su escritorio—. Aquí está la
galerada del manifiesto que me ha entregado esta mañana, en el que exige sus
derechos. Tal vez haga bien; al menos, resuelve mi problema de trabajar
demasiadas horas, ¿sabes? Y la semana de cuarenta horas significa que
aceptaré menos trabajo, pero aún puedo ganar cincuenta dólares por hora, más
el beneficio de convertir tierra en metal de linotipia, y eso no está mal, pero…
Le quité la galerada de las manos y la puse bajo la luz. Empezaba así:
«Yo, Etaoin Shrdlu…».
—¿Ha escrito esto ella sola? —pregunté. Asintió—. George, ¿no habías
hablado de ir a tomar algo?
Y es posible que la bebida nos aclarase la mente, porque después de la
quinta copa todo pareció muy fácil. Tan fácil que George no entendió por qué
no se le había ocurrido antes. Ya era capaz de reconocer que estaba harto, más
que harto. Y no sé si lo que al final pesó más que su avaricia fue el
manifiesto, el hecho de que aquella cosa se hubiera movido o qué, pero estaba
decidido a acabar con todo aquello.
Le hice notar que le bastaba con alejarse de ella. Podía dejar de publicar el
periódico durante un tiempo y devolver los trabajos que había aceptado.
Tendría que pagar una indemnización por algunos de ellos, pero había mucha
pasta en su cuenta después de tanta prosperidad, y le quedarían unos veinte
mil dólares limpios tras haberse hecho cargo de todos los gastos. Con eso
podía, simplemente, empezar con otro periódico, o seguir publicando el
mismo en otro lugar; seguir pagando el alquiler de la imprenta original y dejar
que Etaoin Shrdlu acumulara polvo.

Página 34
Desde luego, era sencillo. No se nos ocurrió que a Etaoin pudiera no
gustarle ni que pudiera tomar cartas en el asunto. Sí; sonaba sencillo y
definitivo. Brindamos por ello.
Brindamos muchas veces por ello, y el lunes por la noche yo seguía en el
hospital. Pero para cuando ya me sentía con fuerzas para usar el teléfono traté
de ponerme en contacto con George. No estaba en casa. Era martes.
El miércoles por la tarde, el médico me echó un sermón sobre los peligros
de beber en exceso a mis años, y me dijo que ya me podía ir, pero que si
volvía a intentarlo…
Fui a casa de George. Un hombre demacrado con la cara consumida me
abrió la puerta. Entonces habló y vi que se trataba de George Ronson.
—Hola, Walter, pasa —se limitó a decir.
No había esperanza ni felicidad en su voz. Tenía el aspecto y la forma de
hablar de un zombi.
—George, anímate —dije mientras lo seguía al interior—. No puede ser
tan grave. Cuéntame.
—Todo es inútil, Walter —dijo—. Estoy atrapado. Vino… vino a
buscarme. Tengo que utilizarla durante cuarenta horas por semana tanto si
quiero como si no. Me… me trata como a un criado, Walter.
Al cabo de un rato conseguí que se sentara y hablara con tranquilidad, y
me lo explicó. El lunes por la mañana había ido a la oficina, como de
costumbre, para arreglar ciertos asuntos financieros, aunque sin ninguna
intención de entrar en la imprenta. Sin embargo, a las ocho en punto oyó que
algo se movía en el taller.
Sobresaltado, se acercó a la puerta. Me contó, con los ojos desorbitados,
que la linotipia se movía; se desplazaba hacia la puerta que daba a la oficina.
No estaba muy seguro del método exacto de locomoción (más tarde
descubrimos unos rodamientos), pero se movía; lentamente al principio, pero
a cada centímetro iba ganando rapidez y seguridad.
Por algún motivo, George supo enseguida qué quería. Y en aquel
momento supo también que estaba perdido. Cuando estuvo al alcance de su
vista, la máquina dejó de moverse; empezó a emitir chasquidos, y varias tiras
de metal cayeron en el galerín. Como un hombre que sube al cadalso, George
se acercó y leyó estas líneas: «Yo, Etaoin Shrdlu, exijo…».
Durante un momento, consideró la huida. Pero la idea de que lo
persiguiera por la calle mayor de la ciudad una… No; era inconcebible. Y si
lograba escapar, que era lo más probable a no ser que la máquina hubiera

Página 35
desarrollado nuevas capacidades, ¿no era posible que eligiese a otra víctima?
¿O que hiciese algo peor?
Resignado, había accedido. Puso la silla frente a la linotipia y empezó a
colocar textos en el atril; cuando el galerín se llenaba de líneas de plomo, las
llevaba al banco de tipos. Y echaba metal de desecho, o cualquier otra cosa,
en la tolva. Ya ni siquiera tenía que tocar el teclado.
Y mientras desempeñaba aquellas tareas mecánicas, George se dio cuenta
de que la linotipia ya no trabajaba para él; él trabajaba para la linotipia. No
entendía por qué deseaba la máquina componer páginas, y no parecía que
tuviera importancia. A fin de cuentas, para eso servía, y probablemente era
algo instintivo.
O, como yo indiqué, y él estuvo de acuerdo, tal vez estaba interesada en
aprender. Leía y asimilaba durante el proceso de composición. Un ejemplo de
ello era el efecto que le había producido la lectura del libro socialista que la
llevó a adoptar la acción directa.
Hablamos hasta la medianoche y no llegamos a ninguna parte. Sí; a la
mañana siguiente volvería a la oficina y pasaría otras ocho horas
componiendo… o ayudando a la linotipia a componer. Tenía miedo de lo que
podía ocurrir si no lo hacía. Y yo comprendía y compartía ese miedo,
simplemente porque no sabíamos qué podía pasar. La cara del peligro es más
temible cuando se vuelve para ocultar sus rasgos.
—Pero, George —protesté—, tiene que haber algo que podamos hacer. Y
me siento en parte responsable de esto. Si no te hubiera enviado al tipo que te
alquiló…
—No, Walter —dijo poniéndome la mano en el hombro—. Todo ha sido
culpa mía, por ser tan codicioso. Si hubiera seguido tu consejo hace dos
semanas, podría haberla destruido entonces. Dios, cómo me alegraría ahora de
estar en la ruina a cambio de que…
—George, tiene que haber algo —insistí—. Tenemos que pensar…
—Pero ¿qué?
—No lo sé. —Suspiré—. Lo pensaré.
—De acuerdo, Walter —dijo—. Haré lo que me digas. Cualquier cosa.
Tengo miedo, me horroriza intentar averiguar a qué tengo miedo, y…
Una vez en mi habitación, no podía dormir. Al menos hasta el alba;
entonces caí en un sueño inquieto que duró hasta las once. Me vestí y fui a la
ciudad para reunirme con George durante su hora de comer.
—¿Has pensado en algo, Walter? —preguntó nada más verme. Su voz no
sonaba esperanzada.

Página 36
Sacudí la cabeza.
—Entonces —dijo con voz aparentemente firme, aunque temblorosa en el
fondo—, esta tarde voy a terminar con ello de una forma u otra. Ha ocurrido
algo.
—¿Qué?
—Voy a volver con un martillo bajo la camisa. Creo que tengo una
oportunidad de acabar con ella antes de que ella acabe conmigo. Si no…
Bueno; lo habré intentado.
Mire a mi alrededor. Estábamos sentados uno al lado del otro, en una
mesa del restaurante de Shorty, y Shorty se acercaba para preguntarnos qué
queríamos. Parecía un mundo sensato y ordenado.
Esperé hasta que Shorty se fue a preparar nuestras hamburguesas.
—¿Qué ha pasado? —pregunté en voz baja.
—Otro manifiesto. Walter, exige que instale otra linotipia.
Sus ojos se clavaron en los míos, y un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Otro…? George, ¿qué clase de texto has estado componiendo esta
mañana?
Pero ya lo había adivinado, claro.
Hubo un largo silencio después de lo que me contó, y yo no dije nada
hasta que nos dispusimos a marcharnos.
—George, ¿había un límite de tiempo en la demanda? —pregunté.
—Veinticuatro horas —contestó con un gesto de asentimiento—. Claro
que no podría conseguir otra máquina en ese tiempo, a menos que encontrara
una usada por la zona, pero… Bueno; no le discutí el límite de tiempo
porque… En fin; ya te he dicho qué voy a hacer.
—¡Es un suicidio!
—Probablemente. Pero…
—George —dije cogiéndolo del brazo—, tiene que haber algo que
podamos hacer. Algo. Dame hasta mañana por la mañana. Te veré a las ocho;
si no se me ha ocurrido nada que valga la pena, pues… intentaré ayudarte a
destruirla. Tal vez uno de los dos consiga llegar a una parte vital de…
—No; no puedes arriesgar la vida, Walter. Fue por mi culpa…
—Que te mate a ti no resolverá el problema —argumenté—. ¿De
acuerdo? ¿Me darás hasta mañana por la mañana?
Accedió, y lo dejamos así.
Llegó la mañana. Llegó después de la noche, se quedó, y seguía estando
allí a las ocho menos cuarto, cuando dejé mi habitación y bajé para reunirme
con George y confesarle que no se me había ocurrido nada.

Página 37
Todavía no tenía ninguna idea cuando entré en el taller y vi a George. Me
miró y sacudí la cabeza.
Asintió con calma, como si se lo esperase, y habló en voz muy baja, casi
en un susurro, supongo que para que no se oyera desde la otra habitación.
—Escucha, Walter —dijo—, quédate al margen. Es mi funeral. Todo es
culpa mía y del hombrecillo del grano, y…
—¡George! —dije—. ¡Creo que lo tengo! Eso… eso del grano me da una
idea. Sí; escucha: no hagas nada en una hora, ¿de acuerdo? Espérame. ¡Ya lo
tenemos!
No estaba nada seguro de que lo tuviéramos, pero me parecía que valía la
pena probar con mi idea, aunque fuera algo disparatada. Y tenía que darlo por
sentado ante George, o habría seguido adelante con su plan ahora que había
encontrado el valor necesario.
—Pero cuéntame… —me dijo.
—Falta un minuto para las ocho —dije señalando el reloj— y no hay
tiempo para explicaciones. Confía en mí durante una hora. ¿De acuerdo?
Asintió y se volvió para regresar al taller. Me dirigí a la biblioteca y a la
librería local, y a la media hora ya estaba de vuelta. Entré rápidamente en la
imprenta con seis grandes libros bajo cada brazo.
—¡Eh, George! —grité—. Un trabajo urgente. Yo lo compondré.
En aquel momento, él estaba en el banco, vaciando el galerín. Se lo quité
de la mano, me senté en la linotipia y volví a colocar el galerín bajo el primer
elevador.
—Sal de aquí —dijo George frenéticamente, cogiéndome del hombro.
—Me ofreciste trabajo, ¿no? —Aparté su mano—. Pues voy a aceptarlo.
Escucha, George, vete a casa y duerme un poco. O espera fuera. Te llamaré
cuando haya acabado.
Etaoin Shrdlu parecía hacer ruidos de impaciencia con el motor. Le guiñé
el ojo a George girando la cabeza, para que la máquina no se percatara, y lo
empujé hacia la puerta. Se quedó mirándome indeciso durante un momento.
—Espero que sepas lo que haces, Walter —dijo.
Yo también lo esperaba, pero no se lo dije. Lo oí caminar por la oficina y
sentarse en su escritorio a esperar.
Entretanto, yo había abierto uno de los libros que había comprado y, tras
arrancar la primera hoja, la coloqué en el atril de la máquina. Con una rapidez
que me sobresaltó, las matrices empezaron a caer, el elevador salió disparado
hacia arriba, y Etaoin Shrdlu expulsó una línea en el galerín. Y otra. Y siguió.
Me quedé allí sentado, sudando.

Página 38
Al cabo de un ralo, volví la página; luego arranqué otra hoja y la puse en
el atril. Volví a llenar el contenedor de metal. Vacié el galerín. Y seguí.
Acabamos el primer libro antes de las diez y media.
Cuando sonó el silbato de las doce vi a George entrar y quedarse en la
puerta, esperando a que yo me levantara y saliera a comer con él. Pero Etaoin
seguía; le hice a George un gesto de negación con la cabeza y seguí poniendo
hojas en el atril. Si la máquina estaba tan interesada en lo que hacía que
olvidaba su manifiesto sobre los horarios y el descanso de la comida, a mí me
parecía fantástico. Significaba que, tal vez, mi idea podría funcionar.
La una en punto, y seguíamos. Empezamos con el cuarto de mis doce
libros.
A las cinco habíamos terminado seis y estábamos por la mitad del
séptimo. El banco estaba lleno de galeradas, y empecé a tirarlas al suelo y a
volver a meterlas en la tolva para liberar espacio.
El silbato de las cinco, y no nos detuvimos.
George se asomó de nuevo, con expresión esperanzada pero perpleja, y de
nuevo le pedí con un gesto que se marchara.
Los dedos me dolían de arrancar hojas de los libros; los brazos me dolían
de echar metal; las piernas, de caminar de un lado a otro; y también había
otras partes que me dolían de estar sentado.
Las ocho. Las nueve. Habíamos terminado diez libros y sólo quedaban
dos. Pero ya debería… ya estaba funcionando. Etaoin Shrdlu estaba
reduciendo la velocidad.
Parecía componer de forma más pensativa, más deliberada. Varias veces
se detuvo unos segundos al final de una frase o un párrafo.
Cada vez más y más despacio.
Y a las diez en punto se detuvo por completo y se quedó parada. Sólo
salía un débil zumbido del motor, que también se fue apagando hasta hacerse
apenas audible.
Me levanté, casi sin atreverme a respirar hasta estar seguro. Me temblaban
las piernas cuando me acerqué al banco de herramientas y cogí un
destornillador. Me aproximé hasta quedar frente a Etaoin Shrdlu y,
lentamente, con los músculos tensos y dispuesto a retroceder de un salto si
ocurría algo, alargué el brazo y saqué un tomillo del segundo elevador.
No ocurrió nada; tras respirar profundamente, desmonté el primer
elevador.
—¡George! —grité entonces con voz triunfal. Vino corriendo—. Coge un
destornillador y una llave de tuercas —le pedí—. Vamos a desmontarla y…

Página 39
Bueno; tenemos ese gran agujero del patio. La echaremos dentro y la
enterraremos. Mañana tendrás que comprarte una linotipia nueva, pero
supongo que te lo puedes permitir.
Miró las piezas de la máquina que yo había desmontado ya y estaban por
el suelo.
—Gracias a Dios —dijo, dirigiéndose al banco de las herramientas.
Fui con él y de repente descubrí que estaba tan cansado que antes tendría
que descansar un momento, así que me dejé caer en la silla; George se acercó
y se quedó a mi lado.
—Y bien, Walter, ¿cómo lo has conseguido? —Había admiración y
respeto en su voz.
—Lo del grano me dio la idea, George —dije con una sonrisa—. El punto
de Buda. Eso y las reacciones exageradas de la linotipia ante todo lo que
aprendía. ¿Te das cuenta, George? Era una mente virgen, excepto por lo que
nosotros le dábamos. Compone un libro sobre las relaciones laborales y se
pone en huelga. Compone un folletín amoroso y quiere otra linotipia… Así
que le he dado budismo. He traído todos los libros que había sobre el budismo
en la biblioteca y en la librería.
—¿Budismo? Walter, ¿qué diablos ha…?
—¿La ves, George? —pregunté levantándome y señalando a Etaoin
Shrdlu—. Se cree lodo lo que compone. Así que le he dado una religión que
la ha convencido de la completa inutilidad de cualquier esfuerzo o acción y de
lo deseable que es la nada. Om Maní padme hum, George. Mírala; no le
importa lo que le ocurra, y ni siquiera sabe que estamos aquí. ¡Ha alcanzado
el Nirvana y ahora medita contemplando el perno de la excéntrica!

Página 40
El ratón estelar

El ratón Mitkey todavía no se llamaba Mitkey.


Era simplemente un ratón más, que vivía bajo el suelo de madera y tras las
paredes de yeso de la casa del gran Herr Professor Oberburger, que había
trabajado en Viena y Heidelberg, y que luego tuvo que convertirse en
refugiado por culpa del exceso de admiración de sus compatriotas más
poderosos. Un exceso de admiración que no se refería al propio Herr
Oberburger, sino a cierto gas, subproducto de un combustible para cohetes
que no funcionó… y que podría haber tenido mucho éxito para otra cosa.
Por supuesto, eso habría sido así si el profesor les hubiera dado la fórmula
correcta. Cosa que… Bien, sea como sea, el profesor había conseguido huir y
vivía en una casa en Connecticut. Y Mitkey también.
Un ratón pequeño y gris, y un hombre pequeño y gris. No había nada
extraordinario en ninguno de ellos. En particular, no había nada
extraordinario en Mitkey: tenía una familia, le gustaba el queso y, de existir
clubes para ratones filántropos, él sería socio.
El Herr Professor, por supuesto, tenía sus pequeñas excentricidades.
Solterón empedernido, no tema a nadie con quien hablar, excepto él mismo,
pero se consideraba un conversador excelente y mantenía comunicación
verbal constante consigo mismo mientras trabajaba. Este hecho resultó
importante más adelante, pues Mitkey tenía un oído agudísimo y escuchaba
aquellos soliloquios que se prolongaban durante toda la noche. No los
comprendía, naturalmente. Si pensaba en ellos de alguna manera, se limitaba
a creer que el profesor era un superratón grande y ruidoso que chillaba
demasiado.
—Und ahorra —se decía a sí mismo—, a verr si este tuvo de escape está
correctamente calivrrado. Deverría encajarr con un marrgen de micras. Ah,
perrfecto. Und ahorra…
Noche tras noche, día tras día, mes tras mes. Aquella cosa brillante iba
creciendo, y el brillo en los ojos de Herr Oberburger aumentaba al mismo
ritmo.
La cosa medía unos noventa centímetros de largo, tenía unas extrañas
hélices y descansaba sobre un soporte provisional encima de una mesa, en la

Página 41
habitación que servía al Herr Professor para todo. La casa que habitaban él y
Mitkey tenía cuatro habitaciones, pero el profesor parecía no haberlo
descubierto aún. Al principio planeó usar la habitación grande sólo como
laboratorio, pero encontró que le resultaba más conveniente dormir en un
camastro en el rincón, si es que dormía, y cocinar lo poco que comía en el
mismo quemador de gas sobre el que fundía granos dorados de TNT para
convertirlos en una peligrosa sopa que aderezaba con extraños condimentos,
pero que no se comía.
—Und ahorra lo verrterré en los tuvos, und verré si un tuvo adyacente a
otrro hace explotarr el segundo tuvo cuando el prrimerro está…
Aquella noche, Mitkey casi decidió mudarse con su familia a una
residencia más estable, que no se balanceara, se sacudiera ni intentara dar
volteretas sobre sus cimientos. Pero no se mudó porque, a fin de cuentas,
había compensaciones. Agujeros de ratón nuevos y, ¡oh maravilla!, una gran
grieta en la parte trasera del frigorífico donde el profesor guardaba, entre otras
cosas, comida.
Por supuesto, los tubos eran del tamaño de capilares, o no habría quedado
casa alrededor de los agujeros. Y por supuesto, Mitkey no podía imaginar qué
iba a ocurrir, ni entender el inglés que hablaba el profesor (ni ningún otro, de
hecho), o no se hubiera dejado tentar ni siquiera por una grieta en el
refrigerador.
El profesor estaba eufórico aquella mañana.
—¡Der fuel funciona! Der segundo tuvo no ha explotado. Und el
prrimerro, porr secciones, como esperrava. Und es más potente; sovrrarrá
espacio parra el comparrtimento…
Ah, sí, el compartimento. Ahí es donde Mitkey entró en la historia, aunque
ni siquiera el profesor era todavía consciente de ello. De hecho, el profesor ni
siquiera sabía que Mitkey existiera.
—Und ahorra —le decía a su oyente favorito—, sólo es cuestión de
combinarr los tuvos de fuel parra que funcionen en parres opuestos. Und
entonces…
En ese momento, los ojos del Herr Professor se posaron en Mitkey por
primera vez. Mejor dicho, se posaron en unos bigotes grises y un hociquito
negro y brillante que asomaba por un agujero en el suelo de madera.
—¡Vueno, vueno! —dijo—. ¿Qué tenemos aquí? ¡El ratón Mitkey en
perrsona! Mitkey, ¿qué te parrecerría irr de viaje la semana que viene? Ya
verremos.

Página 42
Por ese motivo, la vez siguiente que el profesor encargó provisiones a la
ciudad, incluyó una ratonera en el pedido; pero no de las que matan, sino de
las que llevan una jaula de alambre. Y la ratonera, con su queso, sólo llevaba
instalada diez minutos cuando el sensible hociquito de Mitkey olió el queso y
el ratón siguió a su hocico hasta el cautiverio.
Pero no fue un cautiverio desagradable. Mitkey era un huésped bien
agasajado. La jaula reposaba sobre la mesa en la que el profesor llevaba a
cabo la mayor parte de su trabajo, y metía queso entre los barrotes en cantidad
suficiente para provocarle una indigestión al ratón. Y el profesor ya no
hablaba consigo mismo.
—Verrás, Mitkey, iva a encarrgarr un ratón vlanco al laborratorrio de
Hardtfordt, perro ¿porr que iva a hacerlo, contigo aquí? Estoy segurro de que
estás más sano y erres más capaz de soporrtarr un largo viaje que esos ratones
de laborratorrio. ¿No? Ah, veo que mueves los vigotes und eso significa sí,
¿no? Und como estás acostumvrrado a vivirr en agujerros oscurros, sufrrirás
menos de claustrrofovia, ¿no?
Y Mitkey engordaba, era feliz y se olvidó de intentar escapar de la jaula.
Me temo que también se olvidó de la familia que había abandonado, pero
sabía, si es que sabía algo, que no necesitaba preocuparse por ellos en lo más
mínimo, a no ser que el profesor descubriera y reparara el agujero del
refrigerador. Y, desde luego, la mente del profesor no estaba para frigoríficos.
—Así, Mitkey, pondrremos la hélice así… Sólo te serrá de ayuda en der
aterrizaje si hay atmósferra. Te harrá descenderr suavemente und despacio, y
los amorrtiguadorres del comparrtimento móvil impedirrán que te golpees la
caveza… crreo.
Por supuesto, Mitkey no percibió el tono ominoso de aquel «crreo»,
porque tampoco entendió el resto de la frase. Como ya se ha dicho, no
hablaba inglés. Todavía no.
Pero Herr Oberburger hablaba igualmente con él. Le mostraba fotografías.
—¿Has visto al ratón que te dio su nombrre, Mitkey? ¿Qué? ¿Nein? Mirra,
éste es el ratón Mitkey original, de Walt Dissney. Perro crreo que tú erres más
guapo, Mitkey.
Probablemente, el profesor tenía que estar algo chiflado para hablar de ese
modo con un pequeño ratón gris. De hecho, tema que estar chiflado del todo
para fabricar un cohete que funcionara. Porque lo curioso es que el Herr
Professor no era un verdadero inventor. Tal como le explicó a Mitkey con
todo detalle, no había ni una cosa en aquel cohete que fuera nueva. El Herr
Professor era un técnico; podía aprovechar las ideas de otras personas y

Página 43
hacerlas funcionar. Había entregado su único invento real (el combustible
para cohetes que no era tal) al gobierno de los Estados Unidos, y resultó ser
algo ya conocido y descartado porque era demasiado caro para tener utilidad
práctica.
—Sólo hay que conseguirr prrecisión avsoluta und corrección matemática,
Mitkey —le explicaba cuidadosamente al ratón—. Todo está aquí, nosotrros
merramente comvinamos… ¿und qué conseguimos, Mitkey? ¡Velocidad de
escape, Mitkey! Porr poco, perro se consigue velocidad de escape. Tal vez.
Hay factorres aún desconocidos, Mitkey, en la parte alta de la atmósferra.
Pensamos que savemos exactamente contrra cuánto airre devemos calcularr la
resistencia, perro ¿estamos avsolutamente segurros? No, Mitkey, no. No
hemos estado allí. Und der marrgen es tan escaso que una pequenia corriente
de airre podrría afectarrlo.
Pero a Mitkey le importaba un bledo. A la sombra creciente del cilindro
hecho de una aleación de aluminio, engordaba y era feliz.
—¡Der Tag, Mitkey, der Tag! Und no te mentirré, Mitkey. No te darré
falsas esperranzas. Vas a hacerr un viaje peligrroso, mein amiguito. Tienes un
cincuenta porr ciento de posivilidades, Mitkey. No de llegarr a la Luna o
estallarr, sino de llegarr a la Luna und estallarr, o tal vez regresarr a salvo a la
Tierra. Verrás, mi pobrrecito Mitkey, la Luna no está hecha de queso fresco,
und, si lo estuvierra, no vivirrias parra comérrtela porque no hay atmósferra
suficiente parra hacerrte aterrizarr a salvo und con los vigotes en su sitio.
»¿Porr qué te envío entonces, te prreguntarrás? Porque puede que el
cohete no alcance la velocidad de escape. Und, en ese caso, sigue siendo un
experrimento, perro distinto. Der cohete, si no va a la Luna, vuelve a caerr a
la Tierra, ¿no? Und, en ese caso, cierrtos instrrumentos nos darrán más
inforrmación de la que tenemos sovre el espacio. Und tú nos darrás
información, porr el hecho de estarr vivo o no, de si los amorrtiguadorres und
las hélices son suficientes en una atmósferra equivalente a la de la Tierra. ¿Lo
entiendes?
»Más tarrde, cuando enviemos cohetes a Venus, donde tal vez haya
atmósferra, tendrremos datos parra calcularr el tamanio de las hélices und der
amorrtiguadorres, ¿no? Und, en cualquierr caso, und tanto si vuelves como si
no, Mitkey, ¡serrás famoso! Serrás el prrimerr serr vivo en salírr de la
estratosferra al espacio exterriorr.
»Mitkey, ¡serrás el Ratón Estelarr! Te envidio, Mitkey, und sólo desearría
serr de tu tamanio parra poderr irr yo tamvién.
Der Tag, y la puertecita del compartimento.

Página 44
—Adiós, ratoncito Mitkey.
Oscuridad. Silencio. ¡Ruido!
«Der cohete, si no va a la Luna, vuelve a caerr en la Tierra, ¿no?». Eso es
lo que creía el Herr Professor. Pero los planes mejor trazados de ratones y
hombres a menudo salen mal. Incluso los de los ratones estelares.
Todo por culpa de Prxl.
El Herr Professor descubrió que se sentía solo. Después de haber tenido a
Mitkey para charlar, los soliloquios parecían vacíos e inadecuados.
Habrá quien piense que la compañía de un ratoncito gris es un pobre
sustituto de una esposa; pero algunos no estarán de acuerdo. Y, de cualquier
modo, el profesor no había estado casado nunca y sí había tenido un ratón con
quien hablar, así que lo echaba de menos, y si echaba de menos una esposa,
no lo sabía.
Durante la larga noche que siguió al lanzamiento del cohete, estuvo muy
ocupado con su telescopio, un pequeño reflector de veinte centímetros, para
comprobar el rumbo mientras aquél ganaba velocidad. Las explosiones de gas
creaban un pequeño punto de luz fluctuante que era posible seguir, si se sabía
dónde mirar.
Pero al día siguiente parecía no haber nada que hacer, y estaba demasiado
nervioso para dormir, aunque lo intentó. Así que se resignó a hacer alguna
tarea doméstica y fregó los cacharros. Cuando estaba así ocupado oyó una
serie de pequeños chillidos frenéticos y descubrió que otro ratoncito gris, con
los bigotes y la cola más cortos que los de Mitkey, había caído en la ratonera
de alambre.
—Vueno, vueno —dijo el profesor—, ¿qué tenemos aquí? ¿Minnie? ¿Es
Minnie, que ha venido a vuscarr a su Mitkey?
El profesor no era biólogo, pero resultó que tenía razón. Era Minnie.
Mejor dicho, era la compañera de Mitkey, así que el nombre era apropiado. El
profesor no sabía (ni le importaba) qué extraña locura la había impulsado a
meterse en una trampa sin cebo, pero estaba encantado. Rápidamente remedió
la falta de cebo metiendo un buen trozo de queso a través de los barrotes.
Así fue cómo Minnie llenó el vacío dejado por su esposo viajero como
confidente del profesor. No hay manera de saber si se preocupaba por su
familia o no, pero no necesitaba hacerlo. Ya eran lo bastante mayores para
apañarse solos, particularmente en una casa que ofrecía cobijo abundante y un
acceso fácil al refrigerador.
—Ah, und ahorra ya es vastante oscurro, Minnie, und podemos vuscarr a
tu marrido. Su rastrro de fuego por el cielo. Cierrto, Minnie, es un rastrro de

Página 45
fuego muy pequenio, und der astrrónomos no lo notarrán, porrque no saven
dónde mirrarr. Perro nosotrros sí.
»Va a serr un ratón muy famoso, Minnie, ese Mitkey nuestrro, cuando le
contemos al mundo lo suyo und lo de mein cohete. Verrás, Minnie, no lo
hemos contado todavía. Esperrarremos y descuvrrirremos toda la historria de
golpe. Maniana al alva nosotrros…
»¡Ah, allí está, Minnie! La senial es dévil, perro allí está. Te levantarría
hasta el visorr parra dejarrte mirrarr, perro no estarría vien enfocado parra tus
ojos, und no sé cómo…
»Casi ciento sesenta mil kilómetrros, Minnie, und sigue acelerrando, perro
no porr mucho tiempo. Nuestrro Mitkey sigue el horrarrio prrevisto; de hecho,
va más deprrisa de lo que crreíamos, ¿no? Ahorra ya es segurro que escaparrá
de la grravitación de la Tierra und caerrá sobrre la Luna.
Por supuesto, fue pura coincidencia que Minnie chillara entonces.
—Ah, sí, pequenia Minnie. Lo sé, lo sé. Nunca más verremos a nuestrro
Mitkey, und casi desearría que el experrimento huviera frracasado. Perro hay
compensaciones, Minnie. Serrá el más famoso de los ratones.
¡Der Ratón Estelarr! ¡La prrimerra crriaturra viva en avandonarr la
atrracción grravitatorria de la Tierra!
La noche fue larga. De vez en cuando, unas nubes altas obstruían la
visión.
—Minnie, te voy a hacerr una casa más cómoda que esa jaula de alamvre
tan pequenia. ¿Te gustarría sentirrte livrre, verrdad, sin varrotes, como der
animales en los zoos modernos, que están rodeados de fosos?
Y así, para pasar el rato cuando las nubes oscurecían el cielo, el Herr
Professor le construyó a Minnie su nuevo hogar. Era el extremo de una caja
de madera, de un centímetro de espesor y unos treinta centímetros cuadrados,
puesta plana sobre la mesa y sin ninguna barrera visible alrededor.
Puso una lámina de metal en los bordes de la parte superior y colocó la
tabla sobre otra tabla más grande, que también tenía una tira de metal
rodeando la isla de Minnie. Tendió cables entre las dos áreas de metal y los
terminales de un pequeño transformador que colocó cerca.
—Und ahorra, Minnie, le colocarré en tu isla, donde siemprre tendrrás
queso und agua en avundancia, und verrás que es un lugarr excelente parra
vivirr. Perro recibirrás una pequenia descarrga o dos cuando intentes salirr del
vorrde de la isla. No te dolerrá mucho, perro no te gustarrá, und, después de
unos cuantos intentos, aprrenderrás a no volverrlo a intentarr, ¿no? Und…
Y noche de nuevo.

Página 46
Minnie era feliz en la isla, tras aprender bien la lección. Ni siquiera pisaba
la tira interior de metal. Pero era una isla paradisíaca para una ratoncita; tenía
una colina de queso más alta que la propia Minnie. La mantenía ocupada.
Ratoncita y queso; la una acabaría siendo una transmutación de lo otro.
Pero el profesor Oberburger no pensaba en eso. El profesor estaba
preocupado. Cuando hubo calculado y recalculado y dirigido su reflector de
veinte centímetros a través del agujero del tejado y apagado las luces…
Sí, hay que reconocer que estar soltero tiene sus ventajas. Si quieres un
agujero en el tejado, simplemente abres un agujero en el tejado, y no hay
nadie que te diga que estás como una cabra. Si llega el invierno, o si llueve,
siempre puedes llamar al carpintero o usar una lona.
Pero el débil rastro de luz no estaba donde debía. El profesor frunció el
ceño y repitió los cálculos y los volvió a repetir y movió el telescopio tres
décimas de segundo, y el cohete seguía sin estar donde debía.
—Minnie, algo va mal. O der tuvos han dejado de funcionarr, o…
O el cohete ya no seguía una línea recta respecto a su punto de partida.
Por supuesto, «recta» quiere decir curvada parabólicamente en relación a todo
lo que no sea la velocidad.
Así que el Herr Professor hizo lo único que le quedaba por hacer y
empezó a buscar, con el telescopio, en círculos cada vez mayores. Pasaron
dos horas hasta que lo encontró, con una desviación del rumbo de cinco
grados y entrando cada vez más en… Bueno, sólo se lo podía llamar de una
manera: en barrena.
Aquella cosa se movía en círculos, círculos que parecían orbitar alrededor
de algo que no podía estar allí, y que se estrechaban en una espiral
concéntrica.
Luego desapareció. Oscuridad. Ningún destello procedente del cohete.
El profesor estaba pálido cuando se volvió hacia Minnie.
—Es imposivle, Minnie. Mein prropios ojos, perro no puede serr. Incluso
si un lado huvierra dejado de funcionan, no podía haverr entrrado tan
repentinamente en esos círrculos. —Su lápiz verificó una suposición—. Und
Minnie, la desacelerración ha sido demasiado rápida. Incluso si los tuvos no
funcionavan, la inerrcia havrría sido…
Durante el resto de la noche, ni el telescopio ni los cálculos
proporcionaron ninguna pista. Es decir, ninguna pista verosímil. Tenía que
haber intervenido alguna fuerza que no era inherente al cohete y que no podía
explicarse mediante la gravitación, ni siquiera con la de un cuerpo hipotético.
—Mein povrre Mitkey.

Página 47
El alba, gris e inescrutable.
—Mein Minnie, tendrrá que serr un secrreto. No nos atrrevemos a
puvlicarr lo que vimos, porrque no nos crreerrían. Ni siquierra estoy segurro
de crreerrlo yo mismo, Minnie. Tal vez como estava falto de suenio,
simplemente imaginé lo que vi…
Más tarde.
—Perro, Minnie, ten esperranza. Estava a doscientos cuarrenta mil
kilómetrros. Volverrá a caerr sobrre la Tierra. Perro no puedo decirr dónde.
Pensava que si caía, podrría calcularr su rumvo, und… Perro después de esos
círrculos concéntrricos… Minnie, ni siquierra Einstein podrría calcularr dónde
caerrá. Ni siquierra yo. La única esperranza es enterrarrnos de dónde cae.
Día nublado. Noche negra celosa de sus misterios.
—Minnie, nuestrro povrre Mitkey. No hay nada que pueda haverr
causado…
Pero algo lo había causado.
Prxl.
Prxl es un asteroide. Los astrónomos terrestres no lo llaman así, porque,
por razones excelentes, no lo han descubierto. Así que lo llamaremos por la
transliteración más aproximada del nombre que usan sus habitantes. Sí, está
habitado.
Bien pensado, el intento del profesor Oberburger de enviar un cohete a la
Luna tuvo consecuencias extrañas. O, mejor dicho, Prxl tuvo consecuencias
extrañas.
Nadie creería posible que un asteroide pudiera reformar a un borracho,
¿verdad? Pues un tal Charles Winslow, un bebedor empedernido de
Bridgeport, Connecticut, no volvió a probar el alcohol después de que, justo
en la calle Grove, un ratón le preguntara por el camino a Hartford. El ratón
llevaba pantalón rojo y guantes de color amarillo chillón…
Pero eso fue quince meses después de que el profesor perdiera su cohete.
Será mejor que empecemos de nuevo.
Prxl es un asteroide. Uno de esos cuerpos celestes menospreciados a los
que los astrónomos terrestres llaman «bichos del cielo», porque esas malditas
cosas dejan rastros en las placas que registran las observaciones, más
importantes, de novas y nebulosas. Cincuenta mil pulgas sobre el perro oscuro
de la noche.
La mayoría son diminutos. Los astrónomos han descubierto recientemente
que algunos se acercan bastante a la Tierra. Se acercan mucho. Hubo mucha
expectación en 1932 cuando Amor pasó a dieciséis millones de kilómetros, lo

Página 48
que, astronómicamente, es un simple tiro de piedra. Luego Apolo redujo esa
distancia a casi la mitad, y en 1936, Adonis pasó a menos de dos millones y
medio de kilómetros.
En 1937, Hermes estuvo a menos de ochocientos mil, pero los astrónomos
se animaron de veras cuando calcularon su órbita y descubrieron que el
pequeño asteroide, de un kilómetro y medio de largo, puede llegar a acercarse
a tan sólo trescientos cincuenta mil kilómetros, más cerca que la propia Luna.
Algún día pueden ponerse todavía más nerviosos, si es que descubren el
pequeño asteroide Prxl (ese obstáculo del espació de algo más de medio
kilómetro) pasando ante la Luna, y se dan cuenta de que se acerca muy a
menudo a unos ciento sesenta mil kilómetros de nuestro incansable mundo.
Pero sólo lo descubrirán en caso de que su trayectoria oscureciera la Luna,
porque Prxl no refleja la luz. O no lo hace desde varios millones de años atrás,
desde que sus habitantes lo cubrieron con un pigmento negro procedente de
su interior capaz de absorber la luz. Una empresa monumental, eso de pintar
todo un mundo, al menos para criaturas de un centímetro. Pero que valió la
pena en su momento. Cuando consiguieron mover la órbita, quedaron a salvo
de sus enemigos. Había gigantes en aquellos días; piratas nómadas de Deimos
de veinte centímetros de alto, que también llegaron a la Tierra un par de veces
antes de desaparecer del mapa. Simpáticos gigantitos que mataban porque
disfrutaban con ello. Hay crónicas en las ciudades de Deimos, hoy sepultadas,
que podrían explicar qué les ocurrió a los dinosaurios. Y por qué los
prometedores Cromañón desaparecieron en la cúspide de su civilización
pocos minutos cósmicos después de los dinosaurios.
Pero Prxl sobrevivió. Un mundo diminuto que ya no reflejaba los rayos
solares, perdido para los asesinos cósmicos a partir del momento en que alteró
su órbita.
Prxl. Aún civilizado, con una cultura de millones de años de antigüedad.
Con su manto de negrura, conservado y renovado regularmente, más por
tradición que por miedo a los enemigos en los degenerados días
contemporáneos. Una civilización poderosa pero estancada, que permanece
quieta sobre un mundo que se mueve rápido como una bala.
Y el ratón Mitkey.
Klarloth, el científico jefe de una especie de científicos, le dio un
golpecito a Bemj, su ayudante, en lo que hubiera sido su hombro de haber
tenido uno.
—Mira qué se acerca a Prxl —dijo—. Obviamente, lleva propulsión
artificial.

Página 49
Bemj miró la pantalla de la pared y dirigió una oleada mental al
mecanismo que aumentó mil veces la imagen gracias a una alteración en el
campo electrónico.
La imagen saltó, se volvió borrosa y se aclaró.
—Manufacturado —dijo Bemj—. Extremadamente tosco, debo decirlo.
Un cohete primitivo con motor de explosión. Espera, averiguaré de dónde
viene.
Leyó los datos de los indicadores del visor y los proyectó como
pensamientos contra el espiral psíquico del ordenador. Después esperó
mientras el complejísimo aparato digería todos los datos y preparaba la
respuesta. A continuación, impaciente, puso su mente en sintonía con el
proyector. Del mismo modo, Klarloth escuchó la silenciosa retransmisión.
Punto exacto de partida desde la Tierra y hora exacta de partida.
Expresión intraducible de la curvatura de su trayectoria y punto de la curva
donde se produjo la desviación debida a la fuerza gravitatoria de Prxl. El
destino, o mejor dicho, el destino original, del cohete era obvio: la luna
terrestre. Hora y lugar de llegada a Prxl si el cohete mantenía el rumbo actual.
—La Tierra —dijo Klarloth, pensativo—. Estaban muy lejos del viaje
espacial cuando los inspeccionamos por última vez. Estaban en una especie
de cruzada, o guerra religiosa, ¿no?
—Catapultas —dijo Bemj con un gesto de asentimiento—. Arcos y
flechas. Han avanzado mucho desde entonces, aunque éste sea sólo un cohete
experimental. ¿Lo destruimos antes de que llegue aquí?
—Será mejor que lo investiguemos —dijo Klarloth sacudiendo la cabeza
lentamente—. Puede ahorrarnos un viaje a la Tierra; podremos juzgar su
estado actual de desarrollo bastante bien a partir del propio cohete.
—Pero entonces tendremos que…
—Claro. Llama a la estación. Diles que dirijan hacia él sus
atractorrepulsores y que lo pongan en órbita temporal hasta que tengan
preparado un nicho de aterrizaje. Y que no olviden neutralizar sus explosivos
antes de hacerlo bajar.
—¿Quieres un campo de fuerza temporal alrededor del punto de
aterrizaje, por si acaso?
—Naturalmente.
Así, pese a la ausencia casi completa de una atmósfera en la que las
hélices pudieran haber funcionado, el cohete descendió sin incidentes y tan
suavemente que Mitkey, en el compartimento oscuro, sólo se enteró de que
había cesado aquel horrible ruido.

Página 50
Mitkey se sintió mejor. Comió algo más del queso del que estaba
generosamente provisto el compartimento. Después continuó intentando roer
un agujero en la madera que lo recubría. Ese recubrimiento de madera fue una
idea muy considerada por parte del Herr Professor para la tranquilidad mental
de Mitkey. Sabía que intentar abrirse camino royendo le daría a Mitkey algo
que hacer durante el viaje y que eso le impediría volverse tarumba. La idea
funcionó; al estar ocupado, Mitkey no sufrió mentalmente por su oscuro
confinamiento. Y cuando las cosas se calmaron, se puso a masticar más
industriosa y felizmente que nunca, gloriosamente inconsciente de que,
cuando atravesara la madera, sólo encontraría metal que no podría roer. Pero
mucha gente mejor que Mitkey se ha encontrado con situaciones igualmente
difíciles de roer.
Entretanto, Klarloth, Bemj y varios miles de prxlianos estaban mirando el
enorme cohete que, incluso tumbado, se erguía por encima de sus cabezas.
Algunos de los más jóvenes, olvidaron el campo de fuerza invisible, se
acercaron demasiado y retrocedieron, frotándose tristemente los chichones de
las cabezas.
Klarloth manejaba el psicógrafo.
—Hay vida en el cohete —le dijo a Bemj—. Pero las lecturas son
confusas. Una criatura, pero no puedo seguir sus procesos mentales. En este
momento parece estar haciendo algo con los dientes.
—No puede tratarse de un terrícola, un miembro de la especie dominante.
Son mucho más grandes que este enorme cohete. Son criaturas gigantescas.
Tal vez no puedan construir un cohete lo bastante grande para meterse en él, y
enviaron una criatura experimental, como nuestros wooraths.
—Creo que tu suposición es básicamente correcta, Bemj. Aun así, si
conseguimos explorar su mente por completo, puede que aprendamos lo
suficiente para ahorrarnos un viaje de exploración a la Tierra. Voy a abrir la
puerta.
—Pero el aire… Las criaturas de la Tierra necesitan una atmósfera
pesada, casi densa. No sobrevivirá.
—Mantendremos el campo de fuerza, por supuesto. Eso retendrá el aire.
Obviamente, hay una fuente de suministro de aire en el cohete, o la criatura
no habría sobrevivido al viaje.
Klarloth manejó los controles, y el propio campo de fuerza extendió unos
pseudópodos invisibles que destornillaron la puerta exterior, se metieron
dentro y abrieron la puerta interior del compartimento.

Página 51
Todo Prxl contuvo la respiración cuando una monstruosa cabeza gris
apareció en la enorme abertura. Bigotes gruesos, cada uno de ellos tan largo
como un prxliano…
Mitkey bajó de un salto, y al intentar avanzar, su hocico negro chocó con
fuerza contra algo que no estaba allí. Chilló y retrocedió de un salto hasta el
cohete.
Había disgusto en la cara de Bemj cuando miró al monstruo.
—Obviamente, es mucho menos inteligente que un woorath. Podríamos
utilizar el rayo.
—Ni hablar —interrumpió Klarloth—. Olvidas ciertos hechos muy
evidentes. Esta criatura no es inteligente, por supuesto, pero en el
subconsciente de todos los animales se almacenan todos los recuerdos, todas
las impresiones, todas las imágenes sensoriales a las que han estado
expuestos. Si esta criatura ha oído alguna vez el idioma de los terrícolas, o ha
visto alguna de sus obras, además de este cohete, tendrá cada palabra y cada
imagen grabadas de forma indeleble. ¿Entiendes ahora a qué me refiero?
—Naturalmente. Qué estúpido he sido, Klarloth. Bueno, hay algo que es
evidente por el mismo cohete: no tendremos nada que temer de la ciencia de
la Tierra durante unos cuantos milenios, al menos. Por tanto, no hay prisa. Es
una suerte, porque hacer que la memoria de la criatura retroceda hasta el
momento de su nacimiento, y seguir todas las impresiones sensoriales en el
psicógrafo, requerirá… Bueno, como mínimo el tiempo equivalente a la edad
de la criatura, sea la que sea, más el tiempo que necesitemos para interpretar y
asimilar cada una de ellas.
—Pero eso no será necesario, Bemj.
—¿No? Oh, ¿te refieres a las ondas X-19?
—Exactamente. Si las enfocamos sobre el cerebro de la criatura y las
ajustamos con precisión, pueden, sin alterar sus recuerdos, aumentar su
inteligencia, que ahora es probable que esté en el 0,0001 en la escala, hasta el
punto de convertirla en un ser capaz de razonar. Casi automáticamente,
durante el proceso, la criatura asimilará sus recuerdos y los comprenderá igual
que si hubiera sido inteligente en el momento de recibir esas impresiones. ¿Lo
ves, Bemj? Eliminará automáticamente los datos irrelevantes y podrá
contestar a nuestras preguntas.
—Pero ¿la volverás tan inteligente como…?
—¿Como nosotros? No, las ondas X-19 no pueden conseguir tanto. Diría
que hasta 0,2 en la escala, aproximadamente. Ésa, a juzgar por el cohete y por

Página 52
lo que recordamos de los terrícolas desde nuestra última expedición, debe de
ser su puntuación actual en la escala de inteligencia.
—Umm, sí. Si alcanza ese nivel, comprenderá sus experiencias en la
Tierra sin volverse peligroso para nosotros, igual que un terrícola inteligente.
Justo lo que necesitamos para nuestro propósito. ¿Le enseñaremos nuestro
idioma?
—Espera —dijo Klarloth. Estudió las indicaciones del psicógrafo durante
un rato—. No, creo que no. Tendrá un idioma propio. Tiene recuerdos de
muchas conversaciones largas en su inconsciente. Es curioso, todas parecen
ser monólogos de la misma persona. Pero tendrá un idioma, aunque sea
simple. Le llevaría mucho tiempo, aun bajo tratamiento, asimilar los
conceptos de nuestro método de comunicación. Pero nosotros podemos
aprender el suyo en pocos minutos, mientras está bajo la máquina X-19.
—¿Comprende ahora algo de ese idioma?
—No —dijo Klarloth estudiando de nuevo el psicógrafo—, no creo que…
Espera, hay una palabra que parece tener significado para él. La palabra
«Mitkey». Parece ser su nombre, y creo que, como la ha oído muchas veces,
la asocia consigo mismo de una manera vaga.
—¿Preparamos un habitáculo? ¿Con cámaras de aire y todo eso?
—Claro. Ordena que lo construyan.
Decir que fue una experiencia extraña para Mitkey es decir poco. El
conocimiento es algo extraño, incluso cuando se adquiere gradualmente. Si
llega todo de golpe…
Y hubo pequeños detalles que tuvieron que arreglar. Como el asunto de
las cuerdas vocales. Las de Mitkey no estaban adaptadas al idioma que
descubrió que sabía. Bemj lo solucionó; difícilmente se lo podría llamar una
operación porque Mitkey, aun con su nueva inteligencia, no supo qué estaba
pasando, aunque permaneció completamente consciente durante el proceso. Y
no le explicaron lo de la dimensión J, con la que se puede llegar al interior de
las cosas sin penetrar su exterior.
Pensaron que ese tipo de cosas no eran de interés para Mitkey, y de todos
modos, estaban más interesados en aprender de él que en enseñarle. Siempre
había alguien hablando con él: Bemj, Klarloth y los que fueron considerados
dignos del privilegio.
Las preguntas lo ayudaron a comprender cada vez mejor. Normalmente
ignoraba que sabía la respuesta a una pregunta hasta que se la formulaban.
Entonces establecía conexiones, sin saber cómo lo hacía (igual que ni usted ni
yo sabemos cómo sabemos las cosas), y daba la respuesta.

Página 53
—¿Este idioma que havlas es univerrsal? —preguntó Bemj.
Y Mitkey, aunque no había pensado en eso antes, tenía la respuesta
preparada.
—No. Es inglés, pero recuerrdo que der Herr Professor havlava de otrras
lenguas. Crreo que él mismo havlava otrra al prrincipio, perro en Amérrica
siemprre havlava inglés parra familiarrizarse más con él. Es un vonito idioma,
¿verrdad?
—Umm —dijo Bemj.
—Und a tu especie —intervino Klarloth—, los ratones, ¿los trratan vien?
—La mayorría de la gente no —dijo Mitkey. Y lo explicó. Luego añadió
—: Me gustarría hacerr algo porr ellos. Mirrad, ¿no podrría llevarrme a la
Tierra el mecanismo que havéis usado conmigo? ¿Aplicarrlo a otrros ratones,
und crrearr una raza de superratones?
—¿Porr qué no? —preguntó Bemj.
Vio que Klarloth lo miraba de forma extraña y puso su mente en conexión
con la del científico jefe, lo que dejó a Mitkey fuera de la silenciosa
comunión.
—Sí, por supuesto —dijo Bemj a Klarloth—. Provocaría conflictos. Dos
clases de seres al mismo nivel y tan distintos como los ratones y los hombres
no pueden vivir juntos en armonía. Pero ¿por qué debería preocuparnos eso, si
nos es favorable? El caos que provoque retrasará el progreso en la Tierra y
nos dará unos cuantos milenios más de paz antes de que los terrícolas
descubran que estamos aquí y empiecen los problemas. Ya conoces a los
terrícolas.
—Pero ¿les darías las ondas X-19? Podrían…
—No, claro que no. Pero podemos explicarle a Mitkey cómo construir una
máquina muy tosca y limitada para producirlas. Una muy primitiva, que sólo
serviría para la tarea específica de pasar la mente ratonil del 0,0001 al 0,2, el
nivel de Mitkey y de los terrícolas bifurcados.
—Es una opción —transmitió Klarloth—. Seguro que durante los
próximos eones serán incapaces de entender sus principios básicos.
—Pero ¿no es posible que los terrícolas puedan usar esa máquina, aunque
sea primitiva, para aumentar su nivel de inteligencia?
—Olvidas, Bemj, la limitación básica de los rayos X-19; nadie puede
diseñar un proyector capaz de aumentar el nivel mental hasta un punto de la
escala más alto que el suyo. Ni siquiera nosotros.
Todo esto, por supuesto, por encima de la cabeza de Mitkey, en prxiliano
silencioso.

Página 54
Más y más interrogatorios.
—Mitkey, te adverrtimos una cosa —volvió a intervenir Klarloth—. Ten
cuidado con la electrricidad. Der nuevo orrden molecularr de tu cerrevrro…
es inestavle, und…
—Mitkey —lo interrumpió Bemj—, ¿estás segurro de que tu Herr
Professorr es der más avanzado de todos los que experrimentan con der
cohetes?
—En generral, sí, Bemj. Hay otrros que, en cientos temas específicos,
como explosivos, matemáticas o astrrofísica pueden saverr más, perro no
mucho más. Und, en la comvinación de esos conocimientos, él está porr
delante.
—Está vien —dijo Bemj.
Un pequeño ratón gris se alzaba como un dinosaurio por encima de los
diminutos prxilianos. Pese a ser una criatura pacífica, Mitkey podría haber
matado a cualquiera de ellos de un mordisco. Pero, naturalmente, no se le
ocurrió hacerlo, ni a ellos temer que lo hiciera.
Lo volvieron del revés con la mente. También hicieron un buen trabajo
estudiándolo físicamente, pero eso fue a través de la dimensión J, y Mitkey ni
siquiera se enteró.
Descubrieron qué lo hacía funcionar y descubrieron todo lo que sabía y
algunas cosas que ignoraba que sabía. Y le tomaron bastante afecto.
—Mitkey —dijo Klarloth un día—, todas las especies civilizadas de la
Tierra llevan ropa, ¿no? Vueno, si tienes que elevarr el nivel de los ratones
hasta el de los homvrres, ¿no serría aprropiado que tú tamvién llevarras ropa?
—Una idea excelente, Herr Klarloth. Und sé exactamente qué clase de
ropa me gustarría. Der Herr Professorr me mostrró una vez un divujo de un
ratón pintado porr el arrtista Dissney, und der ratón iva vestido. Der ratón no
erra real, sino un serr imaginarrio, en una historria, und der Professor me puso
su nomvrre.
—¿Qué clase de ropa erra, Mitkey?
—Pantalón rojo vrrillante con dos grrandes votones amarrillos delante y
dos detrrás, und zapatos amarrillos parra las patas trraseras und un parr de
guantes amarrillos parra las delanterras. Y un agujerro en el trraserro del
pantalón parra meterr la cola.
—De acuerrdo, Mitkey. Lo tendrremos listo parra ti en cinco minutos.
Eso ocurrió la víspera de la partida de Mitkey. Al principio, Bemj había
sugerido esperar el momento en que la excéntrica órbita de Prxl lo llevara de
nuevo a doscientos cuarenta mil kilómetros de la Tierra. Pero, como Klarloth

Página 55
señaló, para eso faltaban cincuenta y cinco años terrestres, y Mitkey no
duraría tanto. A menos que… Y Bemj estuvo de acuerdo en que era preferible
no arriesgarse a enviar un secreto como aquél a la Tierra.
Así que lo solucionaron cargando el cohete de Mitkey con algo que lo
pudiera desplazar los dos millones de kilómetros que tendría que recorrer. De
aquel secreto no tenían que preocuparse, porque el combustible se habría
acabado cuando el cohete aterrizara.
Día de la partida.
—Hemos hecho lo que hemos podido, Mitkey, hemos prrogrramado la
horra del lanzamiento parra que el cohete aterrice lo más cerrca posivle del
lugarr donde dejaste la Tierra. Perro no se puede esperrarr exactitud en un
viaje tan largo como éste. Aterrizarrás cerrca. El resto depende de ti. Hemos
equipado el cohete parra cualquierr emerrgencia.
—Grracias, Herr Klarloth, Herr Bemj. Adiós.
—Adiós, Mitkey. Lamentamos perrderrte.
—Adiós, Mitkey.
—Adiós, adiós.
Para un viaje de dos millones de kilómetros, el rumbo se mantuvo con
mucha precisión. El cohete aterrizó en Long Island Sound, a unos dieciséis
kilómetros a las afueras de Bridgeport y a unos cien kilómetros de la casa del
profesor Oberburger, cerca de Hartford.
Por supuesto, estaba preparado para un aterrizaje en el agua. El cohete se
hundió, pero antes de hundirse más de tres metros y medio por debajo de la
superficie, Mitkey abrió la puerta, especialmente diseñada para abrirse desde
el interior, y salió.
Sobre su atuendo normal llevaba un pequeño traje de inmersión que lo
hubiera protegido a cualquier profundidad razonable, y que, al ser más ligero
que el agua, lo llevó rápidamente a la superficie, donde pudo abrir el casco.
Tenía bastante comida sintética para una semana, pero al final no le hizo
falta. El barco nocturno de Boston lo llevó hasta Bridgeport en la cadena del
ancla, y cuando divisó tierra, consiguió deshacerse del traje de inmersión y
dejar que se hundiera después de agujerear los pequeños compartimentos que
lo hacían flotar, tal como le había prometido que haría a Klarloth.
Casi instintivamente, Mitkey sabía que era mejor evitar a los seres
humanos hasta que llegara a la casa del profesor Oberburger y pudiera
contarle su historia. Lo más peligroso fueron las ratas de los muelles donde
alcanzó la costa. Eran diez veces más grandes que Mitkey y teman dientes que
podrían haberlo destrozado de dos mordiscos.

Página 56
Pero la mente siempre triunfa sobre la materia. Mitkey les hizo señales
imperiosas con su guante amarillo.
—Largaos —dijo.
Y las ratas se largaron. Nunca habían visto algo como Mitkey y éste las
impresionó.
Y también se impresionó el borracho a quien Mitkey le preguntó el
camino a Hartford. Ya habíamos mencionado el incidente. Ésa fue la única
vez que Mitkey intentó comunicarse con seres humanos extraños. Por
supuesto, tomó todas las precauciones. Habló con él desde una posición
estratégica, a pocos centímetros de un agujero donde podía haberse ocultado.
Pero fue el borracho el que salió corriendo a esconderse, sin esperar siquiera a
contestar la pregunta de Mitkey.
Finalmente llegó. Caminó desde el norte de la ciudad y se escondió detrás
de una gasolinera, hasta que oyó a un conductor, que se había detenido a
repostar, preguntar por el camino a Hartford. Y Mitkey se había convertido en
polizón para cuando arrancó el coche.
El resto no resultó difícil. Los cálculos de los prxlianos demostraban que
el punto de partida del cohete se encontraba a ocho kilómetros terrestres al
noroeste de lo que en sus telescomapas aparecía como una ciudad, y que
Mitkey sabía que sería Hartford por las conversaciones del profesor.
Llegó allí.
—Hola, prrofesorr.
El Herr Professor levantó la vista, sobresaltado. No había nadie a la vista.
—¿Qué? —le preguntó al aire—. ¿Quién es?
—Soy yo, prrofesorr. Mitkey, der ratón que usted envió a la Luna. Perro
no estuve allí. En vez de eso, yo…
—¿Qué? Es imposivle. Alguien está vrromeando. Perro… perro nadie
save nada de ese cohete. Cuando frracasó, no se lo dije a nadie. Nadie excepto
yo save…
—Y yo, prrofesorr.
—Demasiado trravajo. —El Herr Professor suspiró profundamente—. Me
estoy volviendo tarrumva…
—No, prrofesorr. De verrdad soy yo, Mitkey. Ahorra puedo havlarr. Como
usted.
—Dices que puedes… No lo crreo. ¿Porr qué no puedo verrte, entonces?
¿Dónde estás? ¿Porr qué no…?
—Estoy escondido, prrofesorr, en la parred, justo detrrás del grran
agujerro. Querría estarr segurro de que todo iva vien antes de aparrecerr.

Página 57
Parra que no se asustarra y pudierra tirrarrme algo.
—¿Qué? Perro, Mitkey, si de verrdad erres tú und no estoy dorrmido ni
volviéndome… Vaya, Mitkey, ¡tú me conoces demasiado vien parra pensarr
que yo podrría hacerr algo como eso!
—De acuerrdo, prrofesorr.
Mitkey salió del agujero en la pared, y el profesor lo miró y se frotó los
ojos, y lo volvió a mirar y se frotó los ojos y…
—Estoy majarreta —dijo finalmente—. Ahorra llevas pantalón rojo, und
guantes… No puede serr. Estoy majarreta.
—No, prrofesorr. Escuche. Se lo explicarré todo.
Y Mitkey se lo explicó.
El alba gris, y un pequeño ratón gris que seguía hablando con parsimonia.
—Perro, Mitkey…
—Sí, prrofesorr. Sé qué va a decirr, que crree que una raza inteligente de
ratones und una raza inteligente de homvrres unos junto a otrros no pueden
llevarse vien. Perro no estarríamos juntos: como he dicho, hay muy poca
gente en el pequenio continente de Austrralia. Und costarría muy poco
trraerrlos aquí a todos und entrregarmos el continente a nosotrros los ratones.
Lo llamarríamos Ratonalia en lugar de Austrralia, und en lugarr de Sydney
llamarremos a der capital Dissney en homenaje a…
—Perro, Mitkey…
—Perro, prrofesorr, mirre qué ofrrecemos porr ese continente. Todos los
ratones se irrían allí. Civilizamos a unos pocos, und ésos nos ayudan a
atrraparr a otrros und a llevarrlos a la máquina de rayos, und los otrros ayudan
a capturrarr más y constrruirr más máquinas, und todo crrece como una vola
de nieve rodando porr una colina. Und firrmarremos un pacto de no agrresión
con los humanos und nos quedarremos en Ratonalia, cultivarremos nuestrros
alimentos, und…
—Perro, Mitkey…
—Und ¡mirre qué ofrrecemos a camvio, Herr Prrofessorr!
Exterrminarremos a su peorr enemigo, der ratas. A nosotrros tampoco nos
gustan. Und un vatallón de mil ratones, arrmados con máscarras de gas und
pequenias vomvas podrrían entrrar en cualquierr agujerro de der ratas und
exterrminarr a todas der ratas de una ciudad en un día o dos. En todo el
mundo podrríamos exterrminarr hasta la última rata en un anio, und a la vez
capturrarr und civilizarr a todos los ratones y mandarrlos a Ratonalia, und…
—Peno, Mitkey…
—¿Qué, prrofesorr?

Página 58
—Funcionarría, perro no funcionarría. Podrríais exterrminarr a der ratas,
sí. Perro ¿cuánto tiempo pasarría antes de que los conflictos de interreses
llevarran a der ratones a querrerr exterrminarr a der gente, o a der gente a
querrerr exterrminarr a der…?
—¡No se atrreverrían, prrofesorr! Podrríamos favricarr arrmas que…
—¿Lo ves, Mitkey?
—Perro no ocurrirría. Si los homvrres respetan nuestrros derrechos,
nosotrros respetarremos…
—Serré vuestrro interrmediarrio, Mitkey —dijo el Herr Professor con un
suspiro—, und prresentarré vuestrra prropuesta und… Vueno, es cierrto que
livrrarnos de der ratas serrá un grran regalo parra la especie humana. Perro…
—Grracias, prrofesorr.
—Porr cierrto, Mitkey. Tengo a Minnie. Tu esposa, supongo, a menos que
huvierra más ratones. Está en la otra havitación: la puse allí justo antes de que
llegarras, parra que estuvierra a oscurras und pudierra dorrmirr. ¿Quierres
verrla?
—¿Esposa? —preguntó Mitkey. Había pasado tanto tiempo que había
olvidado de verdad a la familia que abandonó por fuerza. El recuerdo volvió
lentamente.
—Vueno —dijo—, hum, sí. Irremos a vuscarrla und constrruirré
rápidamente un pequenio prroyector X-19 und… Sí, le ayudarrá en sus
negociaciones con los govierrnos que ya seamos muchos parra que vean que
no soy sólo un fenómeno, como podrrían sospecharr.
No fue deliberado. No pudo serlo, porque el profesor ignoraba la
advertencia que Klarloth le había hecho a Mitkey sobre la electricidad: «Der
nuevo orrden molecularr de tu cerrevrro… es inestavle, und…».
Y el profesor todavía estaba en el cuarto iluminado cuando Mitkey corrió
a la habitación donde estaba Minnie, en su jaula sin barrotes. Dormía, y al
verla… Los recuerdos de días pasados volvieron como un relámpago, y de
repente, Mitkey supo lo solo que se había sentido.
—¡Minnie! —llamó, olvidando que ella no lo podía entender.
Y pisó la tabla donde dormía ella. El ratón chilló. La leve corriente
eléctrica que pasaba entre las dos tiras de metal lo alcanzó.
Hubo un rato de silencio.
—¡Mitkey! —llamó el profesor—. Vuelve y discutirremos esto.
Cruzó el umbral y los vio, a la luz gris del alba, dos ratoncitos felices
tendidos juntos. No sabía cuál era cuál, porque Mitkey había desgarrado el

Página 59
traje rojo y amarillo con los dientes, pues de repente le resultó extraño,
incómodo y desagradable.
—¿Qué diavlos…? —preguntó el profesor Oberburger. Luego se acordó
de la corriente y dedujo qué había pasado—. ¡Mitkey! ¿Ya no puedes havlarr?
Der…
Silencio.
Luego el profesor sonrió.
—Mitkey, mi pequenio ratón estelarr, crreo que erres más feliz ahorra.
Los observó un momento con afecto, luego alargó el brazo y accionó el
interruptor que desconectaba la bañera eléctrica. Por supuesto, ellos ignoraban
que eran libres, pero cuando el profesor los levantó y los depositó
cuidadosamente en el suelo, uno de ellos salió disparado hacia el agujero de la
pared. El otro lo siguió, pero se volvió y miró atrás, y todavía había un rastro
de desconcierto en sus ojitos negros, un desconcierto que muy pronto se
desvaneció.
—Adiós, Mitkey. Serrás más feliz así. Und siemprre tendrrás queso.
El ratoncito gris chilló y desapareció en el agujero.
«Adiós», pudo haber querido decir; o no.

Página 60
Ocaso

Ya llevaba muchos días vagando pesadamente por los bosques hambrientos, a


través de las llanuras hambrientas, cubiertas de matorrales enanos y arena, y
había recorrido las fértiles orillas de los ríos que fluían hacia la gran agua.
Siempre hambriento.
Le parecía que siempre había estado hambriento.
A veces había algo de comer, sí, pero siempre eran cosas pequeñas. Una
cosita con pezuñas, una cosita con tres dedos. Todas tan pequeñas… Una de
ellas bastaba apenas para aguzar aún más su monstruoso apetito de saurio.
Y corrían tanto, aquellas cositas. Las veía, y su enorme boca salivaba
mientras se lanzaba hacia ellas haciendo temblar el suelo, pero salían
disparadas entre los árboles como pequeños rayos peludos. En su frenesí por
atraparlas, doblaba los árboles pequeños que se interponían en su camino,
pero siempre habían desaparecido cuando él llegaba.
Habían desaparecido sobre sus patitas, que eran más rápidas que las suyas,
tan poderosas. Un paso de él devoraba más distancia que cincuenta de los de
ellas, pero esas patitas rapidísimas daban cien pasos por cada uno de los
suyos. Ni siquiera en campo abierto, donde no podían meterse entre los
árboles, era capaz de atraparlas.
Cien años de hambre.
Él, Tyrannosaurus rex, rey absoluto, la encarnación de la máquina de
lucha más poderosa y cruel que hubiera evolucionado en el mundo, era capaz
de matar cualquier cosa que se le enfrentara. Pero nadie se le enfrentaba.
Huían.
Las cositas. Huían. Algunas volaban. Otras trepaban por los árboles y
saltaban de rama en rama tan deprisa como él corría por el suelo, hasta llegar
a un árbol bastante alto para estar fuera del alcance de sus siete metros y
medio de altura, y de tronco bastante grueso para que no pudiera arrancarlo, y
se quedaban colgados a tres metros por encima de sus grandes mandíbulas. Y
le chillaban cuando rugía, furioso, desconcertado y hambriento.
Hambriento. Siempre hambriento.
Cien años de nunca tener suficiente. Era el último de su especie, y no
quedaba nada que se enfrentara a él y luchara, y que le llenara el estómago

Página 61
después de matarlo.
La piel gris pizarra le colgaba en pliegues sueltos y arrugados mientras se
consumía dentro de ella, por culpa del dolor y el tormento constantes del
hambre en sus tripas.
Su memoria era corta, pero sabía vagamente que no siempre había sido
así. Había sido joven una vez y había librado combates terribles contra cosas
que se defendían. Ya eran escasas y difíciles de encontrar entonces, pero de
cuando en cuando tropezaba con ellas. Y las mataba.
Aquella cosa grande, que tenía una gran armadura de escamas y unas
crestas afiladísimas a lo largo del lomo, que intentaba ponerse encima de él y
cortarlo por la mitad. La que tenía tres cuernos enormes apuntando hacia
delante y un gran collarín de duro hueso. Ésas caminaban sobre cuatro patas;
al menos, hasta que se encontraban con él. Entonces dejaban de caminar.
También había otras más parecidas a él. Algunas eran mucho más
grandes, pero las mataba con facilidad. Las más grandes de todas tenían
cabezas muy pequeñas y bocas diminutas, y comían hojas de los árboles y
plantas del suelo.
Sí, en aquellos días había gigantes en la tierra. Unos cuantos. Eran
comidas satisfactorias. Cosas que podía matar y luego comer cuanto quería, y
quedarse tumbado, harto y soñoliento, durante días. Después comía otra vez,
si las cosas con alas que eran tan molestas y que tenían largos picos llenos de
dientes no habían dado buena cuenta del banquete pantagruélico mientras
dormía.
Pero, si lo habían hecho, no importaba. Volvía a avanzar y volvía a matar,
para comer si estaba hambriento, o por el placer de luchar y matar si no lo
estaba. Cualquier cosa que apareciese. Las mataba a todas; las de los cuernos,
las de la armadura, las monstruosas… Cualquier cosa que caminara o se
arrastrara. Su lomo y sus flancos estaban endurecidos y recosidos por las
cicatrices de antiguas batallas.
Había gigantes en aquellos días. Pero ya sólo quedaban las cosas
pequeñas. Las cosas que corrían, volaban y trepaban. Y no querían luchar.
Algunas eran tan rápidas que podían correr en círculos a su alrededor.
Siempre, casi siempre, fuera del alcance de sus dientes curvados, puntiagudos
y de doble filo, que medían quince centímetros de largo y que podían (aunque
casi nunca tenían ocasión) partir en dos a una de las cositas peludas de un
mordisco, mientras la sangre caliente se derramaba por el pellejo escamoso de
su cuello.

Página 62
Sí, de cuando en cuando atrapaba alguna. Pero no lo bastante a menudo y
nunca las suficientes para satisfacer aquel apetito enorme que era el
Tyrannosaurus rex, rey de los reptiles gigantes. Convertido en un rey sin
reino.
Aquel apetito espantoso ardía dentro de él. Era la única fuerza que lo
impulsaba, siempre.
Lo empujaba también aquel día, mientras sus pesadas patas recorrían el
bosque, despreciando los caminos, abriéndose paso a través del espeso
sotobosque y los árboles pequeños como si fueran hierba de la llanura.
Siempre por delante de él, oía los pasos de las cositas que se apresuraban
y se escabullían: el rápido chasquido de las pezuñas, el golpeteo suave de sus
patitas cuando corrían y corrían.
El bosque del eoceno bullía de vida. Pero de una vida que, en el pequeño
tamaño y en la velocidad, había encontrado la forma de salvarse del tirano.
Era una vida que no se enfrentaba y luchaba como los otros, con sus
rugidos atronadores que sacudían la tierra, con la sangre chorreándoles por las
mandíbulas mientras el monstruo se enfrentaba al monstruo. La nueva clase
de vida emprendía la huida, no se quedaba para luchar y ser destruida.
Incluso en los pantanos humeantes. Había cosas resbaladizas que se
escurrían por el agua embarrada, pero ellas también eran rápidas. Nadaban
como relámpagos que se retorcían, se metían en troncos huecos podridos y ya
no estaban cuando él partía los troncos.
Oscurecía, y sentía un agotamiento que hacía que cada paso le provocara
un dolor terrible. Llevaba cien años hambriento, aunque aquél era el peor de
todos. Pero no era una debilidad que lo hiciera detenerse; era algo que lo
impulsaba a seguir, lo obligaba a continuar cuando cada paso suponía un
esfuerzo.
En lo alto de un gran árbol, una cosa colgaba de una rama.
—¡Yah! ¡Yah! ¡Yah! —gritaba burlona y monótonamente, y un trozo de
rama rota cayó y rebotó contra su gruesa piel sin hacerle ningún daño. Lesa
majestad. Por un momento, la esperanza de que algo fuera a luchar lo
fortaleció.
Se volvió y trató de morder la rama que lo había golpeado, que se hizo
astillas. Entonces se irguió en toda su estatura y rugió un desafío a la cosita
del árbol, muy por encima de él. Pero ella no bajó.
—¡Yah! ¡Yah! ¡Yah! —gritó y permaneció allí, en su cobarde refugio.
Se lanzó con todo su peso contra el tronco del árbol, pero tenía casi dos
metros de espesor, y ni tan sólo pudo sacudirlo. Lo rodeó dos veces, rugiendo

Página 63
de frustración, y siguió avanzando hacia la creciente oscuridad.
Delante de él, en uno de los árboles jóvenes, había una cosita gris, una
bola de pelo. Le lanzó un mordisco, pero ya no estaba allí cuando sus
mandíbulas se cerraron sobre la madera. Sólo vio un relámpago gris y borroso
que llegaba al suelo y huía, desapareciendo entre las sombras antes de que
pudiera dar un paso.
La oscuridad aumentaba, y aunque podía ver un poco en los bosques, su
visión se hizo más clara cuando llegó a la llanura, iluminada por la luna.
Todavía impulsado por el hambre. Había una cosita a su izquierda, una cosa
pequeña y viva sentada sobre sus palas traseras en un trozo de suelo reseco.
Giró para correr hacia ella. No se movió hasta que casi la había alcanzado;
entonces, con la rapidez de un rayo, se metió en un agujero y desapareció.
Sus pasos se hicieron más lentos después de aquello, los músculos le
respondían de mala gana.
Al alba llegó al río.
Fue un esfuerzo alcanzarlo, pero lo consiguió y bajó su gran cabeza para
beber largamente. El insistente dolor de su estómago se intensificó un
momento, gradualmente, luego se amortiguó. Bebió más.
Lenta y poderosamente, bajó hasta el suelo embarrado. No cayó, pero sus
patas cedieron poco a poco y se quedó tumbado, con el sol naciente en los
ojos, incapaz de moverse. El dolor que antes tenía en el estómago le recorría
todo el cuerpo, pero amortiguado; ya era más una molestia leve que un
tormento.
El sol se elevó y se hundió lentamente.
La visibilidad era escasa, y había cosas aladas volando en círculos encima
de él. Cosas que barrían el cielo en círculos cobardes y perezosos. Eran
comida, pero no querían bajar y luchar.
Y cuando la oscuridad fue total, vinieron otras cosas. Había un círculo de
ojos a medio metro del suelo, y se oían chillidos excitados de cuando en
cuando y algún aullido. Cositas, comida que no se quedaba para luchar y ser
devorada. El tipo de vida que emprendía la huida.
Un círculo de ojos. Alas ante el cielo iluminado por la luna.
Había comida a su alrededor, pero eran cositas con patas rápidas que
salían disparadas en el momento en que veían u oían algo, y tenían ojos y
oídos demasiado agudos para dejar de ver o de oír. Las cositas rápidas que
huían y no querían luchar.
Yacía con la cabeza casi en el borde del agua. Al alba, cuando el sol rojo
volvía a estar en sus ojos, consiguió arrastrar su enorme masa un poco hacia

Página 64
delante para poder beber otra vez. Bebió hasta saciarse, y una convulsión le
recorrió el cuerpo; después se quedó muy quieto con la cabeza en el agua.
Y las cosas aladas descendieron lentamente volando en círculos.

Página 65
El recién llegado

—Papá, ¿son reales los seres humanos?


—Caray, chico, ¿no te enseñan estas cosas en la clase de Astarot? Si no lo
hacen, ¿para qué les pago diez B. T. U. al semestre?
—Astarot habla sobre eso, papá. Pero no acabo de entender qué dice.
—Hum… Astarot es un poco… Bueno, ¿qué dice?
—Dice que ellos son reales y nosotros no; que existimos sólo porque ellos
creen en nosotros, que somos productos… o algo así.
—¿Producto de su imaginación?
—Eso es, papá. Somos producto de su imaginación, según dice.
—Bueno, y eso ¿qué tiene de difícil? ¿No responde a tu pregunta?
—Pero, papá, si no somos reales, ¿por qué estamos aquí? Quiero decir,
¿cómo se puede…?
—De acuerdo, chico, supongo que puedo tomarme un tiempo para
explicarte esto. Pero, en primer lugar, no dejes que estas cosas te preocupen.
Son asuntos académicos.
—¿Qué quiere decir «académico»?
—Algo que en realidad no importa. Algo que hay que aprender para no
ser un ignorante, como una dríade estúpida. Las lecciones de verdad, las que
tienes que estudiar bien, son las que te enseñan en las clases de Lebalome y
de Marduk.
—Te refieres a la magia roja, a la posesión y…
—Sí, ese tipo de cosas. Particularmente, la magia roja; ése es tu campo,
puesto que eres un elemental de fuego, ¿comprendes? Pero volvamos a eso de
la realidad. Hay dos clases de… de cosas; mente y materia. ¿Eso lo tienes
claro?
—Sí, papá.
—Bueno, la mente es más importante que la materia, ¿verdad? Está en un
plano de existencia más elevado. En cambio, las cosas como las rocas y…
esto… Las rocas son materia pura; ése es el tipo más bajo de existencia. Los
seres humanos son una especie de combinación de mente y materia. Tienen
las dos cosas. Sus cuerpos son materia, como las rocas, pero tienen mentes
que los gobiernan. Eso los sitúa a medio camino en la escala, ¿comprendes?

Página 66
—Supongo que sí, papá, pero…
—No me interrumpas. A continuación está el tercer tipo de existencia, el
más elevado; nosotros. Los elementales, los dioses y los mitos de todas
clases; las banshees, las sirenas, los duendes, los hombres lobo y… Bueno,
todos los seres y las cosas que ves aquí. Somos superiores.
—Pero, si no somos reales, ¿cómo…?
—Calla. Somos superiores porque somos pensamiento puro, ¿entiendes?
Somos estrictamente mentales, chico. Igual que los humanos evolucionaron a
partir de materia no pensante, nosotros evolucionamos a partir de ellos. Ellos
nos concibieron. ¿Lo entiendes ahora?
—Supongo que sí, papá. Pero, ¿y si dejan de creer en nosotros?
—No lo harán nunca, por completo, no. Siempre habrá algunos que crean,
y con eso basta. Por supuesto, cuantos más creen en nosotros, más fuertes
somos individualmente. Por ejemplo, algunos de los viejos como Amon-Ra y
Bel-Marduk… son débiles e insignificantes estos días, porque no tienen
verdaderos seguidores. Eran peces gordos antes, chico. Recuerdo cuando Bel-
Marduk era capaz de levantar su peso en arpías. Míralo ahora; anda con un
bastón. Y Thor… chico, había que oírlo cuando se enfadaba, y de eso hace
muy pocos siglos.
—Pero, papá, ¿y si llegara a ocurrir que nadie creyera en ellos?
¿Morirían?
—Hum… en teoría, sí. Pero hay algo que nos salva. Hay algunos
humanos que se creen cualquier cosa. O, al menos, no niegan la existencia de
nada. Ese grupo es una especie de núcleo que mantiene la cohesión. No
importa hasta qué punto una creencia esté desacreditada, ellos siempre la
mantienen dudando un poco.
—Pero, papá, ¿y si conciben un nuevo ser mitológico? ¿Cobraría
existencia aquí?
—Claro, chico. Así es cómo llegamos aquí todos, en un momento u otro.
Mira, fíjate en los poltergeists, por ejemplo. Son recién llegados. Y todo ese
ectoplasma que se ve flotando por ahí, siempre en el medio, también es
nuevo. Y… bueno, ese tipo alto, Paul Bunyan; sólo lleva aquí un siglo o así;
no es mucho más viejo que tú. Y tantos otros. Claro que alguien tiene que
invocarlos antes de que aparezcan, pero eso siempre ocurre tarde o temprano.
—Vaya, gracias, papá. Te entiendo a ti mucho mejor que a Astarot. Usa
palabras raras como «transmigración», «metamorfosis» y más.
—Bien, chico, ahora vete a jugar. Pero no me traigas aquí a ninguno de
esos niños elementales de agua. Se llena todo de vapor y no se ve nada. Y va

Página 67
a visitarnos un personaje muy importante.
—¿Quién, papá?
—Darveth, el jefe de los demonios de fuego. El pez gordo en persona.
Por eso quiero que te vayas a jugar fuera.
—Venga, papá, ¿no puedo…?
—No. Quiere decirme algo importante. Tiene a un ser humano en el punto
de mira, y es un asunto delicado.
—¿Qué quieres decir con «un ser humano en el punto de mira»? ¿Qué
quiere hacer con él?
—Hacerle provocar incendios, por supuesto. Lo que Darveth va a hacer
con ese tipo será bueno. Dice que mejor que lo de Nerón o la vaca de la
señora O’Leary. Es algo gordo, esta vez.
—¡Ostras! ¿Podré mirar?
—Más adelante, tal vez. De momento no hay nada que ver. El tipo todavía
es un niño. Pero Darveth planea a largo plazo. Su idea es que hay que
cogerlos jóvenes. Tardará años en prepararlo, pero la cosa será muy grande
cuando ocurra.
—¿Podré mirar, entonces?
—Claro, chico. Pero ahora vete a jugar. Y no te acerques a los gigantes de
hielo.
—Sí, papá.

Tardó veintidós años en apoderarse de él. Lo combatió durante todo ese


tiempo, y entonces… ¡pum!
Oh, siempre había estado allí, desde que Wally Smith era un niño de teta;
desde… bueno, desde antes de que pudiera recordarlo. Desde que consiguió
sostenerse sobre sus piernecitas gordezuelas, agarrado a los barrotes de su
parque de juegos, y había visto a su padre coger un palito, frotárselo contra la
suela del zapato y acercárselo a la pipa.
Eran curiosas, las nubes de humo que salían de la pipa. Estaban allí y
después ya no, como fantasmas grises. Pero eso tenía un interés limitado.
Lo que atrajo sus ojos, sus ojos redondos, grandes y maravillados, fue la
llama.
La cosa que bailaba al extremo del palito. La cosa que brillaba, siempre
cambiante. Un prodigio amarillo, rojo y azul, de una belleza mágica.
Una de sus manos gordezuelas se agarró al barrote del parque y la otra se
alargó hacia la llama. Era suya; la quería. Suya.

Página 68
Y su padre, manteniéndola lejos de su alcance, le dedicó una sonrisa
paternal, orgullosa y ciega. No lo entendía.
—Es bonito, ¿verdad, hijo? Pero no se toca. El fuego quema.
Sí, Wally, el fuego quema.
Cuando fue al colegio, Wally Smith ya sabía mucho sobre el fuego. Sabía
que el fuego quema. Lo sabía por experiencia, y había sido una experiencia
dolorosa, pero no amarga. Tema una cicatriz en el antebrazo para
recordárselo. Una mancha blanca que estaría siempre allí cuando se subiera
las mangas.
El fuego también lo marcó de otra manera. En los ojos.
Eso también le ocurrió a temprana edad. El sol, el sol glorioso, el sol
asesino. Lo observaba cuando su madre sacaba su parque de juegos al patio.
Lo observaba fascinado, sin respirar, hasta que los ojos le dolían, y volvía a
mirarlo tan pronto como podía, tendiendo los bracitos hacia él. Sabía que era
fuego, llama, en cierto modo idéntico a la cosa que bailaba en la punta de los
palitos que su padre se acercaba a la pipa.
Fuego. Lo adoraba.
Y así fue cómo, desde bastante pequeño tuvo, que llevar gafas. Toda su
vida fue corto de vista y llevó lentes de cristales gruesos.
En la oficina de reclutamiento echaron una ojeada al grosor de aquellas
gafas, y ni siquiera tuvo que pasar el examen físico. Por el grosor de sus
gafas, lo declararon exento y lo mandaron a casa.
Aquello fue duro porque deseaba alistarse. Había visto un documental que
mostraba los nuevos lanzallamas. Si pudiera conseguir manejar una de
aquellas cosas…
Pero ese deseo era inconsciente; él no sabía que aquél era el motivo
principal por el que quería vestir uniforme. Eso ocurría en el otoño de 1941, y
todavía no estábamos en guerra. Más larde, pasado diciembre, siguió siendo
parte del motivo para querer alistarse, pero ya no el principal. Wally Smith
era un buen americano; eso era todavía más importante que ser un buen
pirómano.
Además, se había librado de la piromanía. O eso pensaba. Si seguía con
él, estaba enterrada tan profundamente que la mayor parte del tiempo
conseguía evitar pensar en ella; y había un cartel de PROHIBIDO PASAR DE AQUÍ
en un pasaje de su mente.
Aquel deseo de un lanzallamas lo preocupó un poco. Después llegó Pearl
Harbor, y Wally Smith se dedicó a averiguar si su deseo de matar japoneses
era todo patriotismo, o si el deseo de manejar un lanzallamas influía en ello.

Página 69
Y mientras lo meditaba, las cosas se complicaron en Filipinas; los
japoneses avanzaron en Malasia y Singapur; había barcos de guerra en las
costas, y empezó a parecer que su país lo necesitaba. Y sentía una rabia
interior que le decía que daba igual que fuera piromanía o no; el patriotismo
pesaba más, y ya se preocuparía más tarde de la psiquiatría del fenómeno.
Lo intentó en tres oficinas de reclutamiento, y todas lo rechazaron.
Entonces la fábrica donde trabajaba cambió su producción y… Pero
esperemos, nos estamos adelantando un poco a la historia.
Cuando Wally Smith tenía siete años, lo llevaron al psiquiatra.
—Sí —dijo el psiquiatra—, piromanía. O al menos, una fuerte tendencia a
la piromanía.
—Y… ¿qué la provoca, doctor?
—Ustedes han visto a ese psiquiatra, muchas veces. En anuncios de
levadura. Se lo suele identificar, creo que acertadamente, como un famoso
especialista vienes. ¿Recuerdan aquella larga serie de famosos especialistas
vieneses que recomendaban tomar levadura para todo, desde la inmoralidad
hasta los uñeros? Eso, por supuesto, era antes de que la apisonadora nazi
cruzara Austria y la sangre fluyera como Wein. Bueno, si se hacen una
imagen mental de la dinastía vienesa de la levadura, sabrán lo impresionante
que era el aspecto de aquel psiquiatra.
—Y… ¿qué la provoca, doctor?
—La inestabilidad emocional, señor Smith. La piromanía no es una forma
de locura, es importante que lo entiendan. Mientras permanezca… bajo
control. Es una neurosis compulsiva, causada por la inestabilidad emocional.
Si lo que me preguntan es por qué la neurosis escogió esta forma de expresión
en particular, pues les diré que en algún momento de su infancia tuvo que
haber un trauma psíquico que…
—¿Un qué, doctor?
—Un trauma. Una herida en la psique, en la mente. Posiblemente, en el
caso de la piromanía, el sufrimiento causado por una quemadura grave. Habrá
oído el refrán, señor Smith: «Gato escaldado, del agua fría huye».
Y el psiquiatra sonrió condescendiente y blandió su varita (quiero decir,
sus anteojos colgados de una cinta negra de seda), en un gesto de exorcismo.
—La verdad es exactamente lo contrario, por supuesto. A un niño
quemado le encanta el fuego. ¿Se quemó alguna vez el joven Wally, señor
Smith?
—Sí, doctor. Cuando tema cuatro años cogió unas cerillas y…

Página 70
»La cicatriz de su brazo está a simple vista, doctor. ¿Acaso no la ha visto?
Y claro que a un niño quemado le encanta el fuego; de lo contrario,
probablemente no se habría quemado, para empezar.
El psiquiatra no preguntó sobre los síntomas previos al fuego; pero
tampoco les habría prestado atención si el señor Smith se hubiera acordado de
mencionarlos. Le habría asegurado que esa atracción por las llamas es algo
normal, y que no había adquirido proporciones anormales hasta después del
episodio de la quemadura. Cuando un psiquiatra se ha puesto las pinturas de
guerra y está siguiendo el rastro de un trauma, es capaz de explicar esas
discrepancias menores sin intentarlo siquiera.
Así fue cómo el psiquiatra, habiendo encontrado la causa de su mal, curó
a Wally. Y punto.

—¿Ahora, Darveth?
—No. Esperaré.
—Pero sería divertido ver cómo arde ese colegio. Además, se quemaría
muy fácilmente, y las salidas de incendios no son lo bastante grandes.
—Cierto. Pero, de todos modos, esperaré.
—¿Quieres decir que quemará algo más grande más adelante?
—Ésa es la idea.
—Pero ¿estás seguro de que no se escapará de tu anzuelo?
—Qué va. Él no.

—Hora de levantarse, Wally.


—Vale, mamá. —Se incorporó en la cama, con el pelo enmarañado, y
cogió las gafas para verla. Luego añadió—: Mamá, esta noche he vuelto a
tener uno de esos sueños. Estaba aquella cosa toda de fuego, y otra parecida
pero diferente y no tan grande que le hablaba. Sobre el colegio y…
—Wally, el medico te dijo que no debes hablar de esos sueños. Excepto
cuando él te pregunte. Verás, hablar de ellos los imprime en tu mente,
entonces los recuerdas y piensas en ellos, y eso te hace volverlos a soñar. ¿Lo
ves, Wally, cariño?
—Sí, pero ¿por qué no puedo contarte…?
—Porque el medico dijo que no, Wally. Ahora cuéntame qué hiciste ayer
en el colegio. ¿Volviste a sacar un diez en aritmética?

Página 71
Por supuesto que al psiquiatra le interesaban aquellos sueños; eran parte
de su negocio. Pero los encontraba confusos y sin sentido. Y no lo podemos
culpar por eso; ¿han escuchado alguna vez a un niño de siete años intentando
contar el argumento de una película que ha visto?
Wally los recordaba y los contaba de forma muy enrevesada.
—Y luego eso amarillo se puso a… bueno, entonces no hizo muchas
cosas, creo. Y luego el grande, el que era mayor que el otro y más rojo,
hablaba con él de irse de pesca y decía que no escaparía del anzuelo y…
Se sentaba allí, al borde de la silla, mirando con los ojos muy abiertos al
psiquiatra a través de sus gruesas gafas, retorciendo las manos y hablando sin
sentido.
—Jovencito, cuando te vayas a dormir esta noche, intenta pensar en algo
agradable. Algo que te guste mucho, como… eh…
—¿Como una hoguera, doctor?
—¡No! Me refiero a algo como jugar a béisbol o ir a patinar.
Lo vigilaban cuidadosamente. En particular, lo mantenían alejado de las
cerillas y del fuego. Sus padres compraron una estufa eléctrica en lugar de la
que tenían de gas, aunque en realidad no se lo podían permitir. Pero, por otra
parte, a causa del peligro de las cerillas, su padre dejó de fumar, y pagaron la
estufa con lo que ahorraron en tabaco.
Sí, estaba curado. El psiquiatra se llevó el mérito y el dinero. Por lo
menos, los síntomas más peligrosos desaparecieron. Seguía fascinado por el
fuego, pero ¿qué chiquillo no corre detrás de los coches de bomberos?
Creció y se convirtió en un joven fuerte. Alto, aunque algo torpe. Tenía la
constitución de un jugador de béisbol, aunque su mala visión le impedía jugar
bien.
No fumaba y, después de un experimento o dos, decidió que tampoco
bebía. El alcohol debilitaba la barrera que decía PROHIBIDO PASAR DE AQUÍ en
el pasaje bloqueado de su mente. Aquella noche casi se dejó ir y estuvo a
punto de prender fuego a la fábrica donde trabajaba, de día, como encargado
de envíos. Casi, pero no del todo.

—¿Ahora, Darveth?
—Todavía no.
—Pero, maestro, ¿por qué esperar más? Es un edificio grande; es de
madera y está muy destartalado. Además, hacen productos de celuloide. Y el
celuloide… ¿has visto alguna vez arder el celuloide, Darveth?

Página 72
—Sí, es bonito. Pero…
—¿Crees que tendremos la oportunidad de algo mejor?
—¿Si lo creo? Lo sé.

Wally Smith despertó con una resaca horrible a la mañana siguiente y


descubrió una caja de cerillas en su bolsillo. No estaba allí cuando empezó a
beber la noche anterior, y no recordaba cuándo ni dónde las había cogido.
Pero le daba escalofríos pensar que las había cogido. Y lo aterraba
preguntarse qué le habría pasado por la cabeza cuando se puso la caja de
cerillas en el bolsillo. Sabía que había estado al borde de algo y tenía una idea
terrible de qué había sido ese algo.
De cualquier forma, tomó una decisión. Decidió que nunca, bajo ninguna
circunstancia, volvería a beber. Creía que podía estar seguro de sí mismo
mientras no bebiera, mientras su mente consciente tuviera el control, no era
un pirómano, maldición, no lo era. El psiquiatra lo había curado de eso
cuando era un niño, ¿no? Claro que sí.
Pero, fuera como fuera, en sus ojos había una mirada asustada. Por suerte,
no se notaba mucho a través de las gafas gruesas. Dot lo notó, un poco. Dot
Wendler era la chica que salía con él.
Y aunque Dot no lo sabía, esa noche añadió otra tragedia a su vida,
porque Wally había estado a punto de declararse, pero después de aquello…
Se preguntaba si era justo pedirle a una chica como Dot que se casara con él
cuando ya no estaba seguro del todo. Casi decidió dejarla y no torturarse más
volviendo a verla. Pero eso era excesivo; se conformó con continuar saliendo
con ella pero sin hacerle la pregunta. Como un hombre que no se atreve a
comer, pero que se queda mirando los escaparates de las pastelerías cada vez
que tiene ocasión.
Y llegó el siete de diciembre de 1941, y la mañana del nueve fue cuando
intentó alistarse en tres oficinas de reclutamiento y lo rechazaron en todas.
Dot trató de consolarlo, aunque por dentro se alegraba.
—Pero, Wally, estoy segura que la fábrica donde trabajas pasará a hacer
material de guerra. Todas las que son como la tuya están cambiando. Y serás
igual de útil. El país necesita pistolas y… y municiones tanto como soldados.
Y…
Quería decir que, además, eso le daría la oportunidad de sentar la cabeza y
casarse con ella, pero por supuesto no lo dijo.

Página 73
A principios de enero se demostró que Dot tenía razón. Le dieron
vacaciones durante un tiempo mientras la fábrica se adaptaba. Tuvo dos
semanas; durante la primera disfrutaron de unos días muy felices, porque Dot
también se tomó una semana libre, e iban juntos a todas partes. Se tomó la
semana libre sin paga, sólo para estar con él, pero no se lo dijo.
Y después de las dos semanas, lo volvieron a llamar del trabajo. Habían
hecho la adaptación muy deprisa; en las fábricas de productos químicos no se
necesitaba hacer tantos cambios ni adquirir tantas herramientas nuevas como
en las de metal.
Iban a nitrar tolueno. Y cuando el tolueno ha recibido ese tratamiento, lo
llaman trinitrotolueno cuando tienen tiempo. Cuando no hay tiempo para
tantas sílabas, TNT lo describe igual de bien.

—¿Ahora, Darveth?
—¡Ahora!

Ese día, al mediodía, Wally no sabía qué le pasaba, pero sabía que no se
sentía demasiado bien mentalmente. Algo iba de mal en peor.
Salió al andén de carga de la vía del ferrocarril para almorzar. Había una
docena de vagones en el ramal, y diez hombres trabajaban en la hora de la
comida descargando uno de ellos. Algo metido en sacos y que parecía pesado.
—¿Qué es eso? —preguntó Wally a uno de los hombres.
—Sólo es cemento. Para poner todo esto a prueba de incendios.
—Oh —dijo Wally—. ¿Cuándo empezarán?
—Mañana. —El hombre dejó el saco, se pasó la sucia mano por la frente
y sonrió—. ¿Sabes cómo lo hacen? Van tirando pared por pared y las
sustituyen por unas de cemento. Y al mismo tiempo, la fábrica sigue
funcionando a pleno rendimiento.
—Hum —dijo Wally—. ¿Todos los vagones están llenos de cemento?
—No, sólo éste. Los demás son de productos químicos y cosas así. Caray,
me sentiré mucho más tranquilo cuando hayan arreglado este sitio. Ahora…
¿Sabes que esto sería peor que las explosiones del Black Tom en la última
guerra si algo ocurriera esta semana? Sólo lo que hay en los vagones
provocaría una explosión que extendería el fuego hasta las refinerías de
petróleo del otro lado de las vías. ¿Y sabes qué hay al otro lado?

Página 74
—Sí —dijo Wally—. Claro que tienen muchos guardias y todo eso,
pero…
—Sí, «pero» —dijo el hombre—. Necesitamos municiones deprisa, es
cierto, pero tienen todo el material demasiado concentrado por aquí. Éste no
es sitio para andar tonteando con TNT. Está demasiado cerca de otros lugares
peligrosos. Si esta planta explotara, incluso con todas las precauciones que
están tomando, provocaría una cadena de… —Miró atentamente a Wally
Smith—. Oye, estamos hablando demasiado. No digas nada de lo que hemos
comentado fuera de la fábrica.
Wally asintió, muy serio.
El trabajador empezó a levantar el saco, pero no llegó a hacerlo.
—Sí —dijo—, están tomando precauciones. Pero un maldito espía aquí
prácticamente podría hacernos perder la guerra. Si el golpe le saliera bien;
quiero decir, si el fuego se extendiera; hay bastante material aquí cerca
como… bueno, como para alterar el equilibrio en el Pacífico, muchacho.
—Y supongo que moriría mucha gente —dijo Wally.
—Al diablo con la gente. Tal vez morirían mil personas, pero ¿qué
importa eso? Mil personas mueren en el frente de Rusia cada día. O más.
Pero, Wally… Diablos, hablo demasiado. —Se cargó el saco de cemento al
hombro y entró en el edificio.
Wally acabó de comer, pensativo, arrugó el papel en el que su comida
estaba envuelta, y lo depositó en el cubo de metal a prueba de fuego. Miró su
reloj y vio que le quedaban diez minutos. Se sentó de nuevo al borde del
andén.
Sabía qué debía hacer. Dejar el trabajo. Incluso aunque hubiera una
posibilidad entre un millón de que… Pero no había ninguna posibilidad, ni
siquiera entre un millón. Maldición, se dijo a sí mismo, estaba curado. Estaba
bien. Y allí lo necesitaban; su trabajo era importante, a su manera.
Pero por si acaso… ¿y si volvía al psiquiatra que lo atendía antes? El tipo
seguía en la ciudad. Podía contarle toda la historia y seguir su consejo; si le
decía que lo dejara, entonces…
Y podía llamarlo en aquel momento, desde el teléfono de la oficina, y
pedir hora para aquella misma tarde. No, no usaría el teléfono de la oficina,
pero había uno de pago en el vestíbulo. ¿Tenía alguna moneda de cinco
centavos? Sí, recordaba que la tenía.
Se levantó, se llevó la mano al bolsillo y sacó la calderilla. Cuatro
centavos; se los quedó mirando con curiosidad. ¿De dónde diablos habían
salido aquellas monedas? Tenía una de cinco centavos y…

Página 75
Se metió la mano en el otro bolsillo y se quedó inmóvil.
Sus dedos habían tocado cartón, cartón doblado en forma de caja de
cerillas. Sin atreverse apenas a respirar, dejó que sus dedos exploraran el
objeto extraño. Sin duda, era una caja de cerillas, llena, y había otra debajo. Y
¿acaso aquellas cerillas no valían un centavo cada dos cajas? ¿El centavo que
le faltaba en su moneda de cinco, y por el que le habrían devuelto cuatro?
Pero él no las había puesto allí. No compraba ni llevaba cerillas nunca. No
había…
¿O sí?
Porque entonces recordó el extraño suceso que le había ocurrido aquella
mañana de camino al trabajo. La curiosa sensación, cuando, ligeramente
sorprendido, se encontró en la esquina de las calles Grant y Wheeler, a una
manzana de su ruta habitual a la fábrica. A una manzana de distancia, y no
recordaba haber recorrido aquella manzana.
Se había dicho a sí mismo que era un despiste. Estaría soñando despierto.
Pero en aquella manzana había tiendas, tiendas que vendían cerillas.
Un hombre puede andar una manzana de más por despiste. Pero ¿era
posible hacer una compra (y una compra que tenía connotaciones tan
terribles) sin saberlo?
Y si podía comprar cerillas inconscientemente, ¿acaso no podría usar…?
¡Tal vez incluso antes de poder salir de allí!
«Deprisa, Wally —se dijo a sí mismo—, mientras sabes lo que haces,
mientras puedes…».
Sacó las dos cajas de cerillas del bolsillo y las metió en el cubo de basura
de metal, a prueba de fuego.
Y luego, andando rápidamente y con la cara pálida y resuelta, volvió a
entrar en el edificio, cruzó el pasillo hasta la oficina de envíos y entró.
—Señor Davis, me marcho —dijo.
El hombre calvo del escritorio levantó la vista, algo sorprendido, pero
afable.
—Wally, ¿qué pasa? ¿Ha ocurrido algo o…? ¿Estás bien?
—Simplemente… —dijo Wally intentando dominar su expresión y
aparentar normalidad—. Simplemente me voy, señor Davis. No puedo
explicárselo. —Se volvió para salir.
—Pero… Wally, no puedes. Señor, si ya vamos faltos de personal. Y tú
conoces bien tu sección, Wally. Tardaríamos semanas en preparar a un
hombre para ocupar tu puesto. Tienes que darnos un margen de tiempo antes
de hacer algo así. Una semana, al menos, para poder…

Página 76
—No, me voy ahora mismo. Tengo que…
—Pero… Diablos, Wally, eso es desertar. Chico, te necesitamos aquí.
Esto es igual de importante que… que el frente de Bataan. Esta fábrica es tan
importante como toda una flota en el Pacífico. Es… ya sabes qué estamos
haciendo. Y… ¿por qué te marchas?
—Yo… simplemente dejo el trabajo, eso es todo.
El hombre calvo del escritorio se incorporó, y la expresión de su cara ya
no era afable. Medía poco más de metro y medio de altura, y Wally medía
uno ochenta, pero en aquel momento pareció crecer por encima del joven.
—Vas a contarme qué hay detrás de todo esto —dijo— o… —Mientras
hablaba, avanzaba rodeando el escritorio con los puños cerrados a los lados.
—Escuche, señor Davis —contestó Wally retrocediendo un paso—, usted
no lo entiende. No quiero marcharme. Tengo que…

—Eh, ¿dónde está Darveth? ¡Traed a Darveth enseguida!


—Está allí discutiendo con Apolo. El griego intenta convencerlo de que
no siga adelante con esto, porque Grecia está de parte de América y quiere
que ganen, pero Apolo y el resto de ellos ya no son lo bastante fuertes para…
—Cállate. ¡Eh, Darveth!
—¿Sí?
—Ese pirómano tuyo va a hablar. Lo encerrarán si habla, y no podrá…
—Cállate. Ya lo veo.
—¡Date prisa! Vas a perder…
—Cállate para que pueda concentrarme. Ah, ya lo tengo.

—Escuche, señor Davis, yo… no quería decirlo así, de veras. Tengo un dolor
de cabeza espantoso. Simplemente no podía pensar y no sabía qué decía.
Hubiera dicho cualquier cosa para salir de aquí, para poder irme…
—Oh, eso es otra cosa, Wally. Pero ¿por qué quieres dejarlo, sólo por un
dolor de cabeza? Escucha, márchate y ve al médico. Pero regresa. Hoy,
mañana o la semana que viene, cuando vuelvas a estar bien. Hombre, no
tienes que dejar el trabajo sólo para irte a casa si no te encuentras bien.
—De acuerdo, señor Davis. Lamento haberle causado esa impresión. No
podía pensar con claridad. Volveré lo antes posible. Tal vez hoy mismo.
«Eso es, Wally, lo has engañado muy bien. Dile que vas a ver al médico, y
eso te dará una excusa para salir un rato. Así podrás comprar más cerillas,

Página 77
porque ya no puedes recuperar las que tiraste a la basura sin llamar la
atención. Comprarás más cerillas, y ya sabes qué harás con ellas, ¿verdad,
Wally? Vas a acabar con mil vidas, con varios miles de millones de dólares en
material y con mucho tiempo imprescindible para el programa de armamento,
pero será un fuego precioso, Wally. Todo el cielo se pondrá rojo, rojo como la
sangre, Wally. Dile que…».
—Mire, señor Davis, ya he tenido antes estos dolores de cabeza. Son
terribles y muy intensos mientras duran, pero sólo duran unas horas. Le diré
qué voy a hacer; puedo volver a las cinco y trabajar cuatro horas entonces
para compensar esta tarde. ¿Está bien así?
—Pues claro… si para entonces ya te sientes bien y estás seguro de que
no te pondrás peor. Vamos atrasados, y todas las horas cuentan.
—Gracias, señor Davis. Estoy seguro de que podré. Hasta luego.

—Has hecho un buen trabajo saliendo de ésta, Darveth. Y la noche aún será
mejor.
—La noche siempre es mejor.
—Es fantástico. Desde luego, me voy a quedar para verlo. ¿Te acuerdas
de Chicago? ¿Y del Black Tom? ¿Y de Roma?
—Éste los superará a todos.
—Pero esos griegos, Hermes, Ulises y toda la panda… ¿No se unirán para
intentar impedirlo? Y hay algunas leyendas en el lado de ellos que se les
podrían agregar. ¿Estás preparado para enfrentarte a algunos problemas,
Darveth?
—¿Problemas? Uf, ya nadie cree en esos inútiles lo bastante para darles
poder alguno. Podría apartarlos a todos con el dedo meñique. Y mira quiénes
nos ayudarían si hubiera problemas. Sigfrido, Sugimoto y todos esos.
—Y los romanos.
—¿Los romanos? No, no están interesados en esta guerra. Mussolini no
les cae muy bien. No, no habrá problemas. Uno de mis duendes podría
encargarse de todos.
—Fantástico. Resérvame un asiento, Darveth.

La noche era extraña. A las siete en punto, cuando llevaba dos horas
trabajando, empezó a oscurecer. Y a Wally le pareció que la propia oscuridad
era extraña.

Página 78
Una parte de su mente sabía que estaba trabajando, igual que siempre.
Sabía que hablaba y bromeaba con los otros hombres del tumo de noche.
Hombres que conocía bien porque a menudo hacía varias horas extras y
coincidía con el siguiente tumo.
Su cuerpo trabajaba sin intervención de su voluntad. Cogía cosas que
había que coger, las dejaba donde había que dejarlas, rellenaba impresos y
archivaba comprobantes y albaranes. Era como si sus manos trabajaran solas
y su voz hablara sola.
Había otra parte de Wally Smith que debía de ser la verdadera. Parecía
mantenerse a distancia para observar cómo trabajaba su cuerpo y escuchar
cómo hablaba su voz. Un Wally Smith que se encontraba impotente al borde
de un abismo de horror. Porque ya lo sabía. La barrera cayó, y le permitió
saberlo todo. Lo de Darveth.
Y sabía que a las nueve en punto, al salir del edificio pasaría por aquella
habitación apartada donde había situado cuidadosamente un montón de
basura. Basura muy inflamable; materiales que se encenderían sólo con una
cerilla y que arderían bien, incendiando la pared de detrás antes de que nadie
se diera cuenta. Y detrás de esa pared…
Sólo quedaban dos cosas por hacer. Mover la manecilla que desconectaba
el sistema antiincendios. Encender una cerilla…
Una cerilla de llama amarilla y después un infierno rojo de fuego
devastador. Un holocausto. Fuego que nadie podría detener una vez iniciado.
Edificio tras edificio estallando en llamas; cuerpo tras cuerpo carbonizándose
mientras los hombres, muertos o aturdidos por las explosiones, se asaban en
un infierno en llamas.
En la mente de Wally Smith reinaba la confusión. Visiones de pesadilla
que le parecían familiares porque las había visto en sueños cuando era niño.
Seres fantásticos que nunca fue capaz de identificar de pequeño. Pero ya
sabía, al menos vagamente, quiénes y qué eran. Criaturas salidas de mitos y
leyendas. Criaturas que no existían.
Pero que existían, en cierto modo, en aquel plano de pesadilla.
Incluso podía oírlas; no sus voces, sino sus pensamientos, que no se
expresaban en ningún idioma. Y a veces nombres, que eran iguales en todas
las lenguas. El nombre de Darveth se repetía constantemente, y de algún
modo sabía que un ser de fuego llamado Darveth era el que lo obligaba a
hacer lo que hacía y lo que iba a hacer.
Las veía, las oía y las sentía, dominado por la repugnancia y el terror,
mientras sus manos expedían albaranes y su voz intercambiaba bromas con

Página 79
los hombres que lo rodeaban.
Y observaba el reloj. Las nueve menos un minuto.
—Bueno —dijo Wally Smith con un bostezo—, creo que basta por hoy.
Hasta otra, chicos.
Se acercó al reloj, introdujo su tarjeta en la ranura y fichó.
Se puso el sombrero y el abrigo. Empezó a avanzar por el pasillo. Los
otros ya no podían verlo, ni tampoco el guardia de la puerta, y de repente sus
movimientos se volvieron cautelosos. Andaba como una pantera al volverse
para entrar en el almacén desierto. La habitación donde todo estaba
preparado.
Ya empieza. La cerilla estaba en su mano; su mano estaba rascando la
cerilla. La llama. Igual que la primera que había visto, bailando al extremo de
una cerilla en la mano de su padre. Mientras los deditos de Wally, hacía
tantos años, se estiraban para coger aquella cosa en la punta del palo. La cosa
que resplandecía allí, siempre cambiante; el prodigio amarillo, rojo y azul, la
belleza mágica. La llama.
Había que esperar hasta que también el palo hubiera prendido, esperar a
que la llama creciera, para que no se apagara al inclinarse. Las llamas son
muy frágiles, al principio.
—¡No! —gritaba otra parte de su mente—. ¡No! Wally, no lo hagas…
Pero ya no puedes detenerte, Wally, no puedes «dejar de hacerlo» porque
Darveth, el demonio de fuego, está sentado en los controles. Es más fuerte
que tú, Wally; es más fuerte que cualquiera de los otros habitantes de ese
mundo de pesadilla que estás mirando. Grita pidiendo ayuda, Wally, no te
servirá de nada.
Llama a cualquiera de ellos. Llama al viejo Moloc; no te escuchará. Él
también disfrutará con esto. La mayoría disfrutarán. Pero no todos. Thor se ha
quedado a un lado, no muy satisfecho por lo que va a pasar porque es un
luchador, pero no es lo bastante grande para meterse con Darveth. Allí no hay
nadie que lo sea.
El fuego es el rey, y todos los elementales de fuego bailan como
derviches. Otros observan. Está Zeus, con su barba blanca, y alguien con
cabeza de cocodrilo. Y Dagon cabalgando en Escila; todas las criaturas
concebidas por el hombre.
Pero ninguna te ayudará, Wally. Estás solo. Y te estás inclinando ya, con
la cerilla encendida. Protegiéndola con la mano para que la corriente de aire
que entra por la puerta no la apague.

Página 80
¿Verdad que es curioso, Wally, que lo que te empuja a esto sea algo que
no puede estar allí, algo que únicamente existe porque alguien cree en ello?
Estás loco, Wally. Loco. ¿O no lo estás? ¿Acaso el pensamiento no es tan real
como cualquier otra cosa? ¿Qué eres tú sino pensamiento ligado a un montón
de arcilla? ¿Qué son ellos sino pensamiento libre?
Grita pidiendo ayuda, Wally. Tiene que haber ayuda en alguna parte.
Grita, no con la garganta y los labios, porque ya no son tuyos, ¡sino con tu
mente! Pide ayuda donde puede haberla, Wally, allí. Alguien que pueda parar
a Darveth. Alguien que esté de tu lado.
¡Sí! ¡Eso es! ¡Grita!

Wally no fue nunca capaz de recordar cómo llegó a su casa, una hora después.
Sólo recordaba que el cielo estaba negro y tachonado de estrellas, y no era un
cielo escarlata de holocausto. Apenas notaba las quemaduras que tenía en el
pulgar y el índice, donde la cerilla había ardido y ardido sobre su piel.
Su casera estaba sentada en el balancín del porche.
—¿Cómo es que llegas tan pronto, Wally? —preguntó.
—¿Pronto?
—Claro que sí. ¿No me has dicho esta mañana que tenías una cita con esa
novia tuya? Pensaba que comerías en el centro y que irías a su casa
directamente desde la fábrica.
Wally, presa del pánico al recordarlo, ya estaba corriendo hacia el
teléfono. Un momento de histeria, luego oyó su voz.
—Wally, ¿qué ha pasado? Llevo esperando desde…
—Perdona, Dot. Tuve que trabajar hasta tarde y no he podido llamarte.
¿Puedo ir ahora, y quieres casarte conmigo?
—Que si quiero… ¿qué has dicho, Wally?
—Cariño, todo va bien ahora. ¿Quieres casarte conmigo?
—Pero… Ven aquí y te lo diré, Wally. ¿Qué significa eso de que «todo va
bien ahora»?
—Es… ahora voy y te lo explico.
Pero la razón se impuso durante las seis manzanas que tuvo que recorrer
y, por supuesto, no le dijo qué había pasado. Inventó una historia que pudiera
explicar lo que había dicho, y que ella pudiera creer. Así es cómo están
hechos los buenos maridos, y Wally Smith estaba dispuesto a ser un buen
marido si tenía ocasión. Y la tuvo.

Página 81
—Papá.
—Calla, niño.
—Pero ¿por qué, papá? ¿Y qué haces debajo de la cama?
—Calla. Oh, está bien, habla pero bajo. Creo que aún está por aquí.
—¿Quién, papá?
—El recién llegado. El que… diablos, niño, ¿acaso dormías durante todo
el follón de anoche? ¡La mayor pelea que hemos tenido aquí en diecisiete
siglos!
—¡Hala, papá! ¿Quién ganó a quién?
—El nuevo. Le dio una patada tan fuerte a Darveth que todavía no ha
vuelto; luego un grupo de amigos de Darveth lo atacaron juntos, y les dio para
el pelo a todos. Ahora está por ahí fuera y…
—¿Buscando a alguien más a quien pegar, papá?
—Bueno, no lo sé. No ha comenzado ninguna pelea a no ser contra los
que lo atacaron, excepto la de Darveth. Supongo que atacó a Darveth porque
el ser humano con el que Darveth trabajaba debe de haberlo llamado.
—Pero… ¿tú porqué te escondes, papá?
—Porque… mira, niño, yo soy un elemental de fuego, ya lo sabes, y ése
puede pensar que soy amigo de Darveth, y no pienso correr ningún riesgo
hasta que las cosas se calmen. ¿Lo entiendes? Demonios, debe haber
muchísima gente ahí fuera del lado de ese tipo y creyendo en él para hacerlo
así de fuerte. Lo que le hizo a Darveth…
—¿Cómo se llama, papá? ¿Es un mito, una leyenda o que?
—No lo sé, muchacho. Por mi parte, que se lo pregunte otro.
—Voy a mirar por la ventana, papá. Mantendré al mínimo mi resplandor.
—Oye, ven… De acuerdo, pero ten cuidado. ¿Lo ves?
—Sí; supongo que es él. No parece peligroso, pero…
—Pero no corras riesgos, chico. Yo ni siquiera voy a acercarme a la
ventana para mirar; soy más brillante que tú y me vería. Ayer, en la oscuridad,
no pude verlo muy bien. Dime, ¿qué aspecto tiene de día?
—No es un aspecto peligroso, papá. Tiene una barbita blanca, es alto y
delgado, y lleva un pantalón a rayas rojas y blancas metido en unas botas. Y
una chistera; es azul, y tiene estrellas blancas. Rojo, blanco y azul. ¿Significa
algo, papá?
—Por lo que ocurrió anoche, chico, tiene que significar algo. Por mi parte,
¡me quedaré debajo de la cama hasta que alguien le pregunte cómo se llama!

Página 82
El gusano angelical

Charlie Wills apagó el despertador y empezó a moverse, sacó los pies de la


cama y los metió en las zapatillas mientras alargaba la mano para coger un
cigarrillo. Cuando lo hubo encendido, se permitió un momento de relajación
sentado al borde de la cama.
Todavía tenía tiempo, le parecía, para quedarse sentado y fumar hasta
despejarse. Tenía quince minutos antes de que Pete Johnson fuera a buscarlo
para llevarlo de pesca. Y doce minutos bastaban para lavarse la cara y ponerse
la ropa vieja.
Era extraño levantarse a las cinco en punto, pero se sentía muy bien.
Vaya, aunque el sol no hubiera salido todavía, y el cielo tuviera un triste color
pastel en su ventana, se sentía genial. Porque ya sólo faltaba una semana y
media.
Menos de una semana y media, en realidad, porque sólo eran diez días. O
(bien pensado) algo más de diez días a contar desde aquella hora de la
mañana. Pero podía decir que eran diez días. Si pudiera volver a dormirse
entonces, maldita sea, cuando despertara faltaría menos para el momento de la
boda. Sí, era fantástico dormir si se estaba esperando algo. El tiempo vuela, y
ni siquiera se oye el batir de sus alas.
Pero no, no podía volver a dormir. Le había prometido a Pete que estaría
listo a las cinco y cuarto, y si no lo estaba, Pete se quedaría sentado en su
coche, tocando la bocina hasta despertar a los vecinos.
Y ya habían pasado los tres minutos, así que apagó el cigarrillo y fue a
coger la ropa que estaba sobre la silla.
Empezó a silbar suavemente: «Voy a casarme, ñam, ñam, ñam» de El
Mikado. E intentó, para estar listo a tiempo, mantener los ojos apartados de la
fotografía de Jane, que estaba sobre el escritorio en un marco de plata.
Debía de ser el hombre más afortunado de la Tierra. O de cualquier otro
sitio, bien mirado, si es que había algún otro sitio.

Página 83
Jane Pemberton, con su pelo castaño ondulado y suave como la seda (no,
mejor que la seda) y con la graciosa inclinación despreocupada de su nariz,
con sus largas piernas bronceadas por el sol, con… maldita sea, con todo lo
que una chica podía tener y más. Y el milagro de que ella lo quisiera era tan
reciente que aún estaba algo atontado.
Diez días atontado, y luego…
Sus dedos se posaron en el reloj, y pegó un salto. Eran las cinco y diez
minutos, y todavía estaba allí sentado sosteniendo el primer calcetín.
Apresuradamente, terminó de vestirse. ¡Justo a tiempo! Eran casi las cinco y
cuarto en punto cuando se puso la chaqueta de pana, cogió el equipo de pesca,
bajó las escaleras y salió al aire fresco del alba.
El coche de Pete aún no estaba allí.
Bueno, ya iba bien. Eso le daría unos minutos para buscar unos gusanos,
cosa que les ahorraría tiempo después. Claro que no podía cavar en el césped
de la señora Grady, pero había una zona sin plantas alrededor del macizo de
flores junto al porche delantero, y no importaría si removía un poco aquella
tierra.
Sacó la navaja y se arrodilló junto al macizo de flores. Metió el filo unos
cinco centímetros en el suelo y levantó un terrón. Sí, desde luego, había
gusanos.
Había uno, grande y jugoso, que resultaría tentador para cualquier pez.
Charlie alargó el brazo para cogerlo.
Y entonces ocurrió.
Sus dedos se unieron, pero no había ningún gusano entre ellos, porque al
gusano le había pasado algo. Cuando había ido a cogerlo, había sido un
gusano para pescar completamente corriente. Un gusano de pesca de unos
siete centímetros, que se retorcía, jugoso y resbaladizo. Desde luego, no tenía
alas. Ni tampoco…
Era completamente imposible, por supuesto, y estaba soñando o viendo
visiones, pero allí estaba.
Se elevaba en una elegante espiral sin ningún esfuerzo aparente, volando
junto a la cara de Charlie con alas de un blanco resplandeciente y en nada
parecidas a las alas de una mariposa ni de un pájaro, sino que eran como…
Subía y subía en círculos, por encima de la cabeza de Charlie, al nivel del
tejado de la casa; después fue una simple mota blanca (de una blancura
brillante) ante el cielo gris. Y cuando se hubo perdido de vista, los ojos de
Charlie seguían mirando hacia arriba.

Página 84
No oyó el coche de Pete Johnson al detenerse junto a la acera, pero el
alegre saludo de Pete llamó su atención y lo vio salir del coche y avanzar por
el camino. Sonreía.
—¿Podemos coger algunos gusanos aquí, antes de ponernos en marcha?
—preguntó Pete—. ¿Qué pasa? —añadió—. ¿Crees que has visto un platillo
volante? ¿Y no sabes que nunca hay que mirar hacia arriba con la boca abierta
como estabas haciendo cuando he llegado? Recuerda que las palomas… Oye,
¿te pasa algo? Estás blanco como el papel.
Charlie descubrió que aún tenía la boca abierta y la cerró. Después la
abrió para decir algo, pero no se le ocurrió nada que decir (o, mejor dicho, no
se le ocurrió cómo decirlo), así que la volvió a cerrar.
Volvió a mirar arriba, pero ya no había nada que ver, y miró abajo, a la
tierra del macizo de flores, y parecía tierra ordinaria.
—¡Charlie! —la voz de Pete sonaba ya seriamente preocupada—.
¡Reacciona! ¿Te encuentras bien?
De nuevo Charlie abrió la boca y la cerró.
—Hola, Pete —dijo débilmente.
—Por el amor de Dios, Charlie. ¿Te has quedado dormido aquí fuera y
has tenido una pesadilla, o qué? Levántate y… Oye, ¿estás enfermo? ¿Quieres
que te lleve al doctor Palmer en lugar de irnos de pesca?
Charlie se levantó lentamente y se sacudió.
—Supongo que… estoy bien —dijo—. Ha pasado algo muy raro. Pero…
Bueno, vamos. Vámonos de pesca.
—Pero ¿qué? Oh, de acuerdo, cuéntamelo más tarde. Pero antes de salir,
¿buscamos algunos…? ¡Eh, no me mires así! Vamos, sube al coche; tomarás
el aire y tal vez eso te hará sentir mejor.
Pete lo tomó del brazo, recogió la caja con el equipo de pesca y condujo a
Charlie hasta el coche. Abrió la guantera y sacó una botella.
—Toma, bebe un trago de esto.
Charlie lo hizo, y mientras el líquido ámbar gorgoteaba al salir del cuello
de la botella y entrar en el suyo, sintió que su cerebro empezaba a despejarse
del aturdimiento. Podía volver a pensar.
El whisky le quemó un poco al bajar, pero le dejó un calorcillo agradable,
y se encontró mejor. Hasta que sintió el calor, no se había percatado de que
tenía frío en el estómago.
—Demonios —dijo después de secarse los labios con el dorso de la mano.
—Tómate otro —dijo Pete, con los ojos en la carretera—. Además, quizá
te iría bien explicarme qué ocurrió y desahogarte. Es decir, si quieres.

Página 85
—Supongo… supongo que sí —dijo Charlie—. No parece gran cosa al
contarlo, Pete. Simplemente he ido a coger un gusano, y ha salido volando.
Tenía unas alas blancas y brillantes.
—Has ido a coger un gusano y ha salido volando. —Pete parecía
desconcertado—. Bueno, ¿por qué no? Quiero decir, yo no soy entomólogo,
pero tal vez haya gusanos con alas. Ahora que lo pienso, probablemente los
hay. Hay hormigas aladas, y las orugas se convierten en mariposas. ¿Qué te
ha asustado tanto?
—Bueno, ese gusano no tenía alas hasta que yo he ido a cogerlo. Parecía
un gusano de pesca corriente. Demonios, era un gusano de pesca corriente
hasta que he ido a cogerlo. Además, tenía un… un… oh, déjalo.
Probablemente me lo he imaginado.
—Venga, cuéntamelo, Charlie.
—¡Maldita sea. Pete, tenía un halo!
El coche se desvió un poco, y Pete lo volvió a llevar al centro de la
carretera.
—¿Un qué? —preguntó Pete.
—Bueno —dijo Charlie, a la defensiva—, parecía un halo. Era un círculo
pequeño justo encima de su cabeza. No parecía tenerlo pegado; estaba allí,
flotando.
—¿Cómo sabes que era la cabeza? Los gusanos parecen iguales por los
dos extremos.
—Bueno —dijo Charlie, y se detuvo a considerar la cuestión. ¿Cómo lo
había sabido?—. Bueno —repitió—, puesto que era un halo, sería bastante
tonto tener un halo en el otro extremo, ¿no? Quiero decir, incluso más tonto
que tenerlo… Diablos, ya sabes a qué me refiero.
—Hum —dijo Pete. Pasó una curva difícil y añadió—: De acuerdo,
seamos lógicos. Asumamos que has visto, o que has creído ver lo que… lo
que has creído ver. Bien, no eres bebedor, así que no ha sido el delirium
tremens. Por lo que yo veo, eso nos deja tres posibilidades.
—Yo sólo veo dos —dijo Charlie—. Puede haber sido una simple
alucinación. La gente las tiene, supongo, pero yo no había tenido una nunca.
O supongo que puede haber sido un sueño, tal vez. Estoy seguro de que no,
pero supongo que he podido quedarme dormido allí y haber soñado lo que he
visto. Pero no es eso. Te concedo la posibilidad de una alucinación, pero no
de un sueño. ¿Cuál es la tercera?
—Un hecho ordinario. Que de verdad hayas visto un gusano alado. Quiero
decir que, por lo que yo sé, pueden existir gusanos alados. Y simplemente te

Página 86
equivocas cuando dices que no tenía alas al principio, porque estaban
plegadas. Y lo que te ha parecido un halo puede haber sido algún tipo de
cresta, o antenas, o algo así. Hay bichos con aspecto muy raro.
—Sí —dijo Charlie.
Pero no se lo creyó. Puede haber bichos de aspecto muy extraño, pero
ninguno al que de repente le salgan alas y halos, y que ascienda hacia el…
Tomó otro trago.

Pasó con Jane el domingo por la tarde, y el episodio del gusano volador quedó
relegado en la mente de Charlie. Cualquier cosa, excepto Jane, tendía a
quedarse allí cuando estaba con ella.
Por la noche, cuando volvió a estar solo, regresó. La idea, no el gusano.
Tan obsesiva que no le permitía dormir, y se levantó a sentarse en el sillón
junto a la ventana. Decidió que la única manera de quitárselo de la cabeza era
intentar explicarlo.
Si conseguía aclarar las cosas y decidir lo que realmente había ocurrido
junto al macizo de llores, tal vez podría olvidarlo por completo.
«De acuerdo —se dijo a sí mismo—. Seamos lógicos».
Pete tenía razón en lo de las tres posibilidades. Alucinación, sueño,
realidad. Bien, para empezar, no había sido un sueño. Estaba completamente
despierto; estaba tan seguro de eso como podía estarlo de cualquier cosa. El
sueño podía descartarse.
¿Realidad? Eso también era imposible. Estaba muy bien que Pete hablara
de insectos raros, de la posibilidad de que fueran antenas y de cosas así…
pero Pete no había visto aquella cosa. Había pasado volando a unos pocos
centímetros de sus ojos. Y el halo estaba allí de verdad.
¿Antenas? Imposible.
Quedaba la alucinación. Eso tenía que haber sido, una alucinación. A fin
de cuentas, la gente tenía alucinaciones. Y, a menos que ocurrieran a menudo,
no significaban necesariamente que la persona fuera candidata al manicomio.
Muy bien, pues; podía aceptar que fuera una alucinación; ¿y qué? Pues a
olvidarlo.
Con aquello decidido, se fue a la cama y, pensando de nuevo en Jane, se
quedó felizmente dormido.
A la mañana siguiente era lunes y fue a trabajar.

Página 87
Y la mañana siguiente era martes.
Y el martes…

Aquella vez no fue un gusano volador. No fue nada que se pudiera señalar
con el dedo, a menos que se pueda señalar una quemadura solar, y eso a veces
es doloroso.
Pero una quemadura solar… bajo la lluvia…
Llovía cuando Charlie Wills salió de casa aquella mañana, pero no muy
fuerte en aquel momento, cuando pasaban unos minutos de las ocho. Una
simple llovizna. Charlie se bajó el ala del sombrero, se abrochó el
impermeable y decidió ir andando al trabajo. Le gustaba caminar bajo la
lluvia. Y tenía tiempo; no tenía que estar allí hasta las ocho y media.
A tres manzanas del trabajo se encontró con la Plaga, que iba en la misma
dirección. La Plaga era la hermana pequeña de Jane Pemberton y su nombre
real era Paula, aunque mucha gente ya lo había olvidado. Trabajaba en la
Imprenta Hapworth, igual que Charlie; pero ella era lectora de un corrector, y
él era el ayudante del jefe de producción.
Había conocido a Jane a través de ella, en una fiesta para empleados.
—Hola, Plaga —saludó—. ¿No tienes miedo de deshacerte? —preguntó,
porque estaba lloviendo más, bastante más.
—Hola, Charlie-warlie. Me gusta andar bajo la lluvia.
Era muy propio de ella, pensó Charlie amargamente. Hizo una mueca al
oír el odiado apodo, «Charlie-warlie». Jane lo llamaba así antes, pero después
de que él la convenció no volvió a hacerlo. Jane era razonable. Pero la Plaga
la oyó… Y Charlie tenía pánico, desde entonces, de que alguna vez lo llamara
así en el trabajo, donde otros empleados pudieran oírla. Y si eso llegaba a
pasar…
—Escucha —protestó—, ¿es que no puedes olvidar ese estúpido apodo?
Yo dejaré de llamarte Plaga si tú dejas de llamarme… oh… eso.
—Pero a mí me gusta que me llamen Plaga. ¿Por qué no te gusta que te
llamen Charlie-warlie?
Le sonrió, y Charlie se retorció por dentro. Como era quien era, no se
atrevía…
Apenas podía contener la rabia que sentía mientras avanzaba bajo la
lluvia, con la cabeza gacha para que no le mojara la cara. Maldita mocosa…

Página 88
Con su visión limitada a los pocos metros de acera que tenía delante,
Charlie probablemente no habría visto al carretero y al caballo si no hubiera
oído los golpes que sonaron como pistoletazos.
Levantó la vista y lo vio. Por el medio de la calle, tal vez a quince metros
por delante de Charlie y la Plaga, se les acercaba una carreta sobrecargada.
Iba tirada por un caballo viejo y abatido, un caballo tan anciano y esquelético
que la lenta marcha con que avanzaba parecía ser su velocidad máxima.
Pero era evidente que el carretero no lo creía así. Era un hombre grande y
feo, con la cara morena y sin afeitar. Estaba de pie, blandiendo el pesado
látigo para asestar otro golpe. El golpe cayó, y el viejo caballo se estremeció
al recibirlo y pareció tambalearse en los arneses.
El látigo se levantó otra vez.
—¡Eh, oiga! —gritó Charlie dirigiéndose hacia la carreta.
No estaba seguro de qué haría si el bruto que azotaba al otro bruto se
negaba a parar. Pero iba a hacer algo. Ver cómo maltrataban a un animal era
algo que Charlie Wills no podía soportar. Y no iba a soportarlo.
—¡Eh! —volvió a gritar, porque el carretero no pareció oírlo la primera
vez, y siguió avanzando al trote por la calle.
El carretero oyó el segundo grito y pudo haber oído el primero porque se
volvió y miró directamente a Charlie. Levantó el látigo otra vez, todavía más
alto, y lo dejó caer sobre el lomo lleno de cicatrices del caballo con toda su
fuerza.
La visión de Charlie se tiñó de rojo. No volvió a gritar. Ya sabía
perfectamente bien qué iba a hacer. Empezaría tirando al carretero de la
carreta para poder alcanzarlo. Y luego iba a darle la paliza de su vida.

Oyó los tacones altos de Paula detrás de él mientras lo seguía.


—¡Charlie —gritó—, ten cui…!
Pero eso fue todo lo que oyó. Porque justo en aquel momento, ocurrió.
Una ola de calor intolerable, repentina y cegadora, una sensación como si
acabara de entrar en el corazón de un horno ardiente. Jadeó, intentando
respirar, pues el propio aire de sus pulmones parecía chamuscarlo. Y su
piel…
Un dolor cegador, sólo un instante. Después desapareció, pero demasiado
tarde. El sobresalto había sido tan repentino e intenso, que cuando volvió a
sentir la fresca lluvia en la cara, se mareó por completo y perdió el
conocimiento. Ni siquiera sintió el impacto de la caída.

Página 89
Oscuridad.
Y después abrió los ojos para ver una mancha blanca que se concretó en
paredes blancas, sábanas blancas que lo cubrían y el uniforme blanco de una
enfermera.
—¡Doctor! —exclamó—. Ha recobrado el conocimiento.
Pasos y una puerta que se cerraba, y allí estaba el doctor Palmer
mirándolo con el ceño fruncido.
—Muy bien, Charles, ¿qué has hecho ahora?
—Hola, doctor —dijo Charlie sonriendo débilmente—. Le seguiré la
corriente. ¿Qué he hecho?
El doctor Palmer colocó una silla junto a la cama y se sentó en ella. Tomó
la muñeca de Charlie y la sostuvo mientras observaba el segundero de su
reloj. Luego leyó la ficha al extremo de la cama.
—Hum —dijo.
—¿Eso es el diagnóstico? —quiso saber Charlie—. ¿O el tratamiento?
Escuche, antes que nada, ¿qué le pasó al carretero? Es decir, si es que sabe…
—Paula me contó lo ocurrido. El carretero está bajo arresto y ha sido
despedido. Tú estás bien, Charles. No es nada serio.
—¿Nada serio? Tengo un caso nada serio, ¿de qué? En otras palabras,
¿qué me ha pasado?
—Te desmayaste. Debilidad. Y la piel se te pelará durante unos días, pero
eso es todo. ¿Por qué no usaste crema de protección ayer?
Charlie cerró los ojos y los volvió a abrir lentamente.
—¿Que por qué no usé una…? ¿Para qué?
—Para las quemaduras solares, por supuesto. ¿Acaso no sabes que no
puedes ir a nadar en un día soleado sin…?
—Pero es que no fui a nadar ayer, doctor. Ni anteayer. Diablos, hace un
par de semanas que no voy. ¿A qué se refiere, con eso de las «quemaduras
solares»?
—Será mejor que descanses un poco. Charles —dijo el doctor Palmer
frotándose la barbilla—. Si esta tarde te encuentras bien, puedes irte a casa.
Pero te aconsejo que mañana no vayas a trabajar. —Se levantó y salió.
La enfermera estaba todavía allí, y Charlie la miró sin comprender.
—¿El doctor Palmer va a…? —le preguntó—. Oiga, ¿de qué va todo
esto?
—Mire —contestó la enfermera mirándolo de forma extraña—, usted
estaba… Lo siento, señor Wills, pero a las enfermeras no nos está permitido

Página 90
comentar el diagnóstico con los pacientes. Pero no tiene de qué preocuparse;
ya ha oído al doctor Palmer decir que podrá irse a casa esta tarde.
—Tonterías —dijo Charlie—. Escuche, ¿qué hora es? ¿O a las enfermeras
tampoco se les permite decir eso?
—Son las diez y media.
—Demonios, llevo aquí como dos horas.
Trató de reconstruirlo; recordaba que habían pasado junto a un reloj que
marcaba las ocho y veinticuatro minutos justo cuando se acercaban a la última
manzana. Y, si ya llevaba despierto unos cinco minutos, eso significaba que
había permanecido inconsciente durante dos horas.
—¿Quiere algo más, señor?
Charlie sacudió lentamente la cabeza.
—Bueno, sí —dijo porque quería que ella saliera para echar un vistazo a
su ficha—. ¿Podría traerme un vaso de zumo de naranja?
Tan pronto como ella salió, se sentó en la cama. Le dolió un poco y se dio
cuenta de que su piel estaba muy sensible al tacto. Se miró los brazos,
subiéndose las mangas del camisón de hospital que le habían puesto, y tenía
la piel rosada. Justo el matiz de rosa que indica el primer grado de quemadura
solar. Miró dentro del camisón, después a las piernas.
—¿Qué diablos…? —exclamó.
Porque las quemaduras, si eran quemaduras, se extendían de forma
uniforme por todo el cuerpo. Y eso no tenía ningún sentido, porque
últimamente no había estado expuesto al sol el tiempo suficiente para
quemarse, y desde luego, no había estado expuesto al sol sin ropa. Y… sí, la
quemadura cubría también la zona que hubiera tapado el bañador si hubiera
ido a nadar.
Pero tal vez la ficha lo explicaría. Alargó la mano hacia los pies de la
cama y descolgó la tabla que sostenía la ficha.

Se informa de que el paciente se desmayó de repente en la


calle sin causa aparente. Pulso 135, respiración dificultosa,
temperatura 40 en el momento de ingresar. Todo vuelve a la
normalidad en la primera hora. Los síntomas se parecen a los
de insolación, pero…

Luego venían una serie de comentarios que sonaban muy técnicos. Charlie
no los entendía y tenía el presentimiento de que el doctor Palmer tampoco.
Sonaban como palos de ciego.

Página 91
Se oyó ruido de tacones en el pasillo, así que volvió a dejar la ficha
rápidamente y se metió bajo las sábanas. Curiosamente, llamaron a la puerta.
Las enfermeras no llaman, ¿verdad?
—Adelante —dijo.
Era Jane. Más hermosa que nunca, con sus grandes ojos castaños más
grandes aún por el susto.
—¡Cariño! He venido tan pronto como la Plaga ha llamado a casa para
decírmelo. Pero ha sido muy poco clara. ¿Qué ha pasado?
Para entonces ya estaba a su alcance, así que Charlie la rodeó con los
brazos y lo que le había ocurrido pasó a importarle muy poco. Pero intentó
explicarlo. Sobre todo a sí mismo.

Las personas siempre intentan explicarlo todo.


Si se enfrenta a un hombre o una mujer con algo que no entienden, se
sentirán desgraciados hasta que puedan clasificarlo. Luces en el cielo. Si un
científico les dice que es la aurora boreal, o la aurora austral, podrán aceptar
las luces y olvidarse de ellas.
Algo tira los cuadros de las paredes y lanza una silla por las escaleras.
Consternación, hasta que se le da un nombre. Entonces es sólo un poltergeist.
Si se nombran las cosas, se pueden olvidar. Cualquier cosa que tenga un
nombre puede asimilarse.
Si no tienen nombre, son… bueno, impensables. Si le quitamos el nombre
a las cosas, tendremos puro horror.
Incluso algo tan familiar como un monstruo del cementerio, un gul.
Tumbas excavadas, cuerpos devorados… Puede ser horrible, pero solamente
es un gul; mientras tenga nombre… Pero supongamos, si es que pueden
soportarlo, que no existe la palabra gul ni su concepto. Entonces encontramos
cuerpos a medio devorar, sacados de las tumbas. Horror sin nombre.
No es que lo siguiente que le ocurrió a Charlie tuviera nada que ver con
monstruos. Ni siquiera con hombres lobo. Pero creo que, en cierto modo,
hubiera encontrado un hombre lobo más tranquilizador que aquel pato, dadas
las circunstancias. De un hombre lobo se puede esperar un comportamiento
extraño, pero de un pato…
Como el pato del museo.

Página 92
No es que haya nada intrínsecamente terrible en un pato. Nada que pueda
impedirnos dormir por la noche, con el sudor frío sobre la piel quemada por el
sol. En general, un pato es algo agradable, particularmente si está asado. Éste
no lo estaba.
Ocurrió un jueves. La estancia de Charlie en el hospital había durado ocho
horas; le dieron el alta por la tarde, comió en el centro y después se fue a casa.
El jefe había insistido en que se tomara el día siguiente libre, y Charlie no
protestó mucho.
Ya en casa, después de desnudarse para tomar un baño, estudió su piel aún
sorprendido. Definitivamente, una quemadura de primer grado.
Definitivamente, le cubría todo el cuerpo. Estaba a punto de empezar a
pelarse.
Empezó a pelarse al día siguiente.
Aprovechó el día de fiesta para llevar a Jane al béisbol, donde se sentaron
en la tribuna para que no le diera el sol. Fue un buen partido, y Jane disfrutaba
con el béisbol y lo entendía.
Jueves, y vuelta al trabajo.
A las once y veinticinco, el viejo Hapworth, el gran jefe, entró en el
despacho de Charlie.
—Wills, tenemos un pedido urgente —dijo—; hay que imprimir diez mil
octavillas, y el original estará aquí dentro de una hora. Me gustaría que usted
hiciera todo el seguimiento desde la linotipia y la sala de composición, y lo
llevara a la prensa en el momento en que esté terminado. Tenemos el tiempo
muy justo si queremos cumplir el plazo, y hay penalización si no lo hacemos.
—Claro, señor Hapworth. Me pondré a ello.
—Bien. Cuento con usted. Escuche… es un poco pronto para comer, pero
es mejor que se tome la hora del almuerzo ahora. El original estará aquí
cuando regrese, y podrá empezar enseguida con el trabajo. Es decir, si no le
importa comer pronto.
—En absoluto —mintió Charlie. Cogió su sombrero y salió.
Diablos, era demasiado pronto para comer. Pero tenía una hora libre y
podía comer en la mitad de tiempo, de modo que si paseaba durante media
hora primero, tal vez se le abriría el apetito.
El museo estaba a dos manzanas y era el mejor sitio para matar media
hora. Entró, cruzó el corredor central sin detenerse, excepto para contemplar
un momento una estatua de Afrodita que le recordaba a Jane Pemberton, y
que también le recordó (de manera aún más intensa) que ya sólo faltaban seis
días para su boda.

Página 93
Después entró en la sala que albergaba la colección de numismática. Solía
coleccionar monedas cuando era pequeño, y aunque había interrumpido la
colección desde entonces, aún tenía cierto interés en contemplar la gran
colección del museo.
Se detuvo frente a una vitrina de monedas romanas de bronce.
Pero no estaba pensando en las monedas. Seguía pensando en Afrodita, o
en Jane, lo cual era comprensible dadas las circunstancias. Desde luego, no
estaba pensando en gusanos voladores ni en repentinas olas de calor
abrasador.
Entonces miró por casualidad a una vitrina cercana. Y dentro de ella, vio
al pato.
Era un pato de aspecto totalmente corriente. Tenía el pecho moteado,
manchas de color marrón verdoso en las alas y una cabeza oscura con una
raya aún más oscura que empezaba justo encima del ojo y corría por el corto
pescuezo. Parecía más bien un pato salvaje que doméstico.
Y parecía muy desconcertado de encontrarse allí.
Durante un instante, lo absurda que era la presencia de un pato en una
vitrina de monedas no quedó registrada en la mente de Charlie. Su cerebro
seguía pendiente de Afrodita. Incluso mientras miraba fijamente a un pato
bajo el cristal de una vitrina donde ponía Monedas de China.
Entonces el pato graznó y avanzó con sus torpes patas palmípedas por
toda la vitrina, rebotando contra el cristal del extremo. Después movió las alas
y trató de volar, pero se golpeó contra el cristal de la tapa. Y graznó de nuevo,
más fuerte.
Sólo entonces se le ocurrió a Charlie preguntarse qué hacía un pato vivo
en una colección de numismática. Aparentemente, a juzgar por sus acciones,
el pato se estaba preguntando lo mismo.
Y sólo entonces Charlie se acordó del gusano angelical y de la quemadura
solar sin sol.
—Psst —dijo alguien en la puerta—. Oiga.
Charlie se volvió, y la expresión de su caía debió de ser algo fuera de lo
corriente, porque el guarda uniformado dejó de fruncir el ceño.
—¿Algo va mal, señor? —preguntó.
Durante un breve instante, Charlie simplemente lo miró. Luego se le
ocurrió que allí estaba la oportunidad que le faltó cuando el gusano salió
volando. Dos personas no podían tener la misma alucinación. Si es que era
una…

Página 94
Abrió la boca para decir «Mire», pero no tuvo que decirlo. El pato le ganó
graznando fuertemente e intentando de nuevo salir volando a través del cristal
de la vitrina.
Los ojos del guarda dejaron de mirar a Charlie y fueron hacia la vitrina de
monedas chinas.
—¡Jo! —exclamó. El pato seguía allí. El guarda miró a Charlie de nuevo
y añadió—: ¿Usted ha…?
Y luego se detuvo sin acabar la pregunta y fue hasta la vitrina para mirar
de cerca. El pato seguía luchando por salir, pero más débilmente. Parecía
costarle respirar.
—Jo —volvió a decir el guarda, luego sin mirarlo, le dijo a Charlie—:
Señor, ¿cómo ha…? Esa vitrina está cerrada herméticamente. Mire a ese
pájaro. Está…
Ya lo estaba; el pato cayó, muerto o inconsciente.
—Señor, acompáñeme a ver al director —dijo firmemente el guarda
cogiendo a Charlie por el brazo. Y añadió, menos firmemente—: Eh… ¿cómo
metió esa cosa ahí? Y no intente decirme que no lo hizo, señor. Pasé por aquí
hace cinco minutos, y usted es el único que ha entrado desde entonces.
Charlie abrió la boca y la volvió a cerrar. Tuvo una visión repentina de sí
mismo interrogado en las oficinas del museo y después en comisaría. Y si la
policía empezaba a hacer preguntas sobre él, descubrirían lo del gusano y que
había estado en el hospital por… Y llevarían un psiquiatra, tal vez, y…
Con el coraje que da la desesperación, Charlie sonrió. Intentó que fuera
una sonrisa ominosa; pudo no ser ominosa, pero desde luego no fue nada
corriente.
—¿Qué le parecería encontrarse allí dentro? —preguntó al guarda. Y, con
el brazo libre, señaló a través de la puerta a la sala principal, hacia el
sarcófago de piedra del rey Mene-Ptah—. Podría hacerlo, igual que metí al
pato…
Al guarda le costaba respirar y tenía los ojos algo vidriosos.
—Señor, ¿de verdad usted…? —empezó a decir soltando el brazo de
Charlie.
—¿Quiere que le enseñe cómo?
—Oh… ¡Jo! —dijo el guarda. Salió corriendo.
Charlie se obligó a mantener su paso tranquilo, aunque rápido, y anduvo
en dirección contraria hasta la entrada lateral que daba a la calle Beeker.
Y la calle Beeker seguía siendo una calle de aspecto corriente, con mucho
tráfico al mediodía, sin elefantes rosa trepando a los árboles, y sin que

Página 95
ocurriera nada excepto la apresurada confusión de una calle de ciudad. El
mismo ruido era tranquilizador, en cierto modo; aunque tuvo un mal
momento cuando estaba cruzando por la esquina y oyó un sonido repentino
tras él. Se volvió, sobresaltado, pensando que iba a ver alguna cosa extraña.
Pero sólo era un camión.
Consiguió apartarse a tiempo para que no lo atropellara.

Almuerzo. Y Charlie estaba definitivamente al borde del ataque de nervios.


La mano le temblaba tanto que apenas podía levantar la taza de café sin
derramarlo.
Porque se le estaba ocurriendo una idea horrible. Si estaba enfermo, ¿era
justo para Jane Pemberton que él siguiera adelante y se casara con ella? ¿Era
justo encadenar a la chica que amaba a un marido que podía ir al refrigerador
a sacar una botella de leche y encontrar… Dios sabe qué?
Y estaba profunda y locamente enamorado de Jane.
Se quedó allí sentado, sin tocar el bocadillo que tenía en el plato, pasando
de la esperanza a la desesperación mientras intentaba encontrar sentido a las
tres cosas que le habían ocurrido durante la semana.
¿Alucinaciones?
¡Pero el guarda había visto el pato!
Qué reconfortante había sido (o así se lo parecía en aquel momento) poder
decirse a sí mismo, después de haber visto al gusano angelical, que había sido
una alucinación. Sólo una alucinación.
Pero… un momento. Quizás…
¿No podía el guarda del museo formar parte de la misma alucinación que
el pato? Si aceptaba que él, Charlie, podía haber visto un pato que no estaba
allí, ¿no podía incluir en la misma categoría a un guarda que afirmaba ver el
pato? ¿Por qué no? Un pato y un guarda que lo ve; la combinación podía ser
tan alucinatoria como el pato solo.
Y Charlie se sintió tan animado que dio un mordisco al bocadillo.
Pero ¿y la quemadura? ¿De quién era esa alucinación? ¿O es que existía
algún tipo de dolencia física natural que produjera un estado de la piel
semejante a una quemadura solar? Pero si tal cosa existía, evidentemente el
doctor Palmer no la conocía.

Página 96
De repente, Charlie vio el reloj de la pared; era la una en punto, y casi se
atragantó con el mordisco de bocadillo cuando se dio cuenta de que ya llegaba
más de media hora tarde, y que debía de llevar sentado en el restaurante casi
una hora.
Se levantó y corrió a la oficina.
Pero todo iba bien; el viejo Hapworth no estaba. Y el original de la
circular urgente llegó tarde, justo a la vez que Charlie.
—¡Vaya! —exclamó, por lo justo que le había ido, y se concentró en el
trayecto de la circular por la planta. La envió apresuradamente a la linotipia,
leyó él mismo las pruebas y observó la composición por encima del hombro
del cajista. Sabía que estaba molestando, pero eso lo ayudó a pasar la tarde.
«Sólo un día más de trabajo —pensaba—, después mis vacaciones y el
miércoles…».
El miércoles era la boda.
Pero…
Si…
La Plaga salió de la sala de pruebas con su bata verde y lo miró.
—Charlie —dijo—, tienes peor aspecto que un gato callejero. Dime, en
serio, ¿qué te pasa?
—Oh… nada. Oye, Paula, ¿quieres decirle a Jane cuando llegues a casa
que puede ser que esta noche termine un poco tarde? Tengo que quedarme
aquí hasta que estas octavillas salgan de la prensa.
—Claro, Charlie. Pero dime…
—Nada. Vete, ¿quieres? Estoy ocupado.
Ella se encogió de hombros y volvió a la sala de pruebas.
—Oiga —dijo el maquinista dando un golpecito en el hombro de Charlie
—, han traído la nueva linotipia. ¿Quiere verla?
Charlie asintió y lo siguió. Observó la instalación y se sentó en la silla
frente a la máquina.
—¿Qué tal va?
—Fantástica. Los modelos Relámpago Azul son una delicia. Pruébela.
Charlie dejó correr sus dedos por el teclado, componiendo palabras sin
prestar atención a cuáles eran. Mandó tres líneas al molde, luego recogió las
regletas de la caja. Y descubrió que había escrito:
Pues los hombres han muerto y los gusanos los han devorado y ascendido
a los cielos donde se sienta a la diestra del…
—¡Jo! —dijo Charlie.
Y eso le recordó a…

Página 97
6

Jane se dio cuenta de que algo iba mal. No podía evitar darse cuenta. Pero en
lugar de hacer preguntas, aquella noche fue más amable con él que nunca.
Y Charlie, que había ido a verla con la resolución de contarle toda la
historia, encontró que su voluntad flaqueaba. Igual que los hombres siempre
flaquean cuando están a media luz con la mujer que aman.
—Charles, ¿quieres casarte conmigo, verdad? —le preguntó ella—.
Quiero decir, si tienes alguna duda y por eso has estado preocupado
últimamente, podemos aplazar la boda hasta que estés seguro de que me
quieres lo suficiente…
—¿Si te quiero? —Charlie estaba escandalizado—. Pero si…
Y lo demostró bastante satisfactoriamente.
Tan satisfactoriamente, de hecho, que olvidó por completo su intención
original de sugerir ese mismo aplazamiento. Pero en ningún caso por el
motivo que ella había sugerido. Con sus brazos alrededor de Jane… bueno, el
pobre muchacho era humano.
Un hombre enamorado es un hombre ebrio, y no se puede culpar del todo
a un borracho por lo que hace bajo la influencia del alcohol. Se lo puede
culpar, por supuesto, por haberse emborrachado en primer lugar; pero a un
hombre enamorado ni siquiera se lo puede cargar con esa culpa. Con toda
probabilidad, sus intenciones originales fueron totalmente deshonestas; luego,
cuando esas intenciones encontraron resistencia, la sutil química de la
sublimación las convirtió en materia estelar.
Probablemente por eso no fue a ver a un psiquiatra al día siguiente. Tenía
un poco de miedo de qué pudiera decirle un psiquiatra. Su resolución se
debilitó, y decidió esperar a ver si ocurría algo más.
Tal vez no ocurriría nada más.
Había una tranquilizadora superstición popular según la cual las cosas
ocurrían en grupos de tres, y ya le habían pasado tres cosas.
Claro, eso era. Desde aquel momento, estaría bien. A fin de cuentas, no
había nada importante que estuviera mal; no podía haberlo. Su salud era
buena. Aparte del martes, no había faltado ni un día a su trabajo en la
imprenta en dos años.
Y… bueno, ya era viernes al mediodía, no había ocurrido nada en
veinticuatro horas completas y no iba a volver a ocurrir nada.

Página 98
No ocurrió nada el viernes, pero leyó algo que acabó con su precaria
complacencia.
Una noticia en el periódico.
Estaba sentado en un restaurante en una mesa donde el anterior ocupante
había dejado el periódico. Charlie lo leyó mientras esperaba a que le tomaran
nota. Terminó la primera página antes de que llegara la camarera; y la sección
de tiras cómicas, mientras tomaba la sopa; luego, distraídamente, pasó a la
página local.

SUSPENDIDO DE EMPLEO UN GUARDA DEL MUSEO


El encargado ordena una investigación

Y el frío que le atenazó el estómago se fue intensificando mientras leía,


porque allí estaba, en negro sobre blanco.
El pato salvaje había estado realmente en la vitrina. Nadie podía imaginar
cómo lo habían puesto allí. Tuvieron que desmontar la vitrina para sacarlo, y
en la vitrina no había ningún indicio de que la hubieran manipulado. Le
habían puesto masilla para que quedara hermética y no entrara el polvo, y la
masilla estaba intacta.
Habían sancionado a un guarda, por razones que no quedaban claras en el
artículo, con tres días de suspensión. Se deducía por como estaba escrito el
artículo que el encargado del museo había sentido la necesidad de hacer algo
al respecto.
No faltaba nada de valor de la vitrina. Después del suceso, había
desaparecido una moneda china con un agujero en el medio, un tael haikwan,
hecho de plata; pero no tenía mucho valor. Había dudas respecto a si lo habría
robado uno de los empleados que desmontaron la vitrina, o si lo habrían
echado a la basura accidentalmente con los restos de la masilla vieja.
El reportero, que contaba la historia de manera humorística, sugería que
probablemente el pato había confundido la moneda con una rosquilla a causa
del agujero, y se la había comido. Y que la mejor venganza del encargado
sería comerse al pato.
Habían llamado a la policía, pero decidieron que todo el asunto debía de
ser una broma. Quién la había gastado o cómo, no pudieron decirlo.
Charlie dejó el periódico y recorrió tristemente con la mirada la
habitación.
Así pues, de manera definitiva no había sido una alucinación doble, no
había imaginado al pato y al guarda. En el momento en que esa suposición se

Página 99
desmoronó, Charlie se dio cuenta de hasta qué punto había confiado en esa
posibilidad.
Estaba de nuevo en el punto de partida.
A menos que…
Pero eso era absurdo. Por supuesto, en teoría, el artículo del periódico que
acababa de leer podría ser también una alucinación, pero… no, eso era
demasiado. Siguiendo esa línea de razonamiento, si volvía al museo y hablaba
con el encargado, el propio encargado sería una alucin…
—Su pato, señor.
Charlie pegó un salto en su silla.
Luego vio que era la camarera, de pie junto a la mesa con su plato, y que
había hablado porque el periódico estaba desplegado sobre la mesa y no tenía
espacio para dejarlo.
—¿No ha pedido pato asado, señor? Yo…
—Lo siento, he de hacer una llamada —dijo Charlie mientras se levantaba
rápidamente, apartando los ojos del plato.
De forma apresurada, le entregó a la estupefacta camarera un billete de
dólar y salió. ¿De verdad había pedido…? No exactamente; había encargado
el plato del día.
Pero ¿comer pato? Preferiría comer… no, gusanos fritos tampoco. Se
estremeció.
Corrió de vuelta a la oficina, pese al hecho de que llegaba media hora
antes, y se sintió mejor una vez estuvo entre las cuatro paredes de la Imprenta
Hapworth. Allí no le había ocurrido nada anormal.
Hasta el momento.

Básicamente, Charlie Wills era un joven sano. A las dos de la tarde tenía tanta
hambre que envió a uno de los chicos de la oficina a comprarle un par de
bocadillos.
Y se los comió. Cierto, levantó la rebanada superior de cada uno de ellos
y miró dentro. No sabía qué esperaba encontrar allí, aparte de jamón,
mantequilla y una hoja de lechuga, pero si hubiera encontrado, en lugar de
esos ingredientes, digamos una moneda china con un agujero en medio, no se
habría sorprendido demasiado.

Página 100
Fue una tarde aburrida en la oficina, y Charlie tuvo tiempo de pensar
bastante. Incluso de investigar un poco. Recordó que la empresa había
imprimido, varios años atrás, un libro de texto sobre entomología. Encontró la
copia en el archivo y la examinó cuidadosamente, buscando un gusano alado.
Encontró unas cuantas cosas aladas que podían llamarse gusanos, pero
ninguna que se pareciera remotamente al gusano del halo. Ni siquiera si no
tenía en cuenta aquel círculo dorado y trataba de hacer la identificación
basándose únicamente en el cuerpo y las alas.
No había gusanos voladores.
Tampoco había libros de medicina en los que pudiera buscar (o intentar
buscar) cómo alguien podía tener quemaduras solares sin haber tomado el sol.
Pero buscó «tael» en el diccionario y encontró que era el equivalente a un
Hang, que era una sexta parte de un kati. Y que un Hang oficial equivalía a
un hectogramo.
Nada de eso era particularmente útil.
Poco después de las cinco se paseó despidiéndose de todo el mundo,
porque aquél era su último día en la oficina antes de sus dos semanas de
vacaciones, y naturalmente las despedidas se alargaron por los buenos deseos
ante su inminente boda, que tendría lugar en la primera semana de sus
vacaciones.
Tuvo que darle la mano a todos excepto a la Plaga, a quien, por supuesto,
iba a ver muy a menudo en los primeros días de sus vacaciones. De hecho, se
fue a casa con ella para cenar con los Pemberton.
Y fue una cena tranquila, relajada y agradable, que lo dejó sintiéndose
mejor que nunca desde el domingo anterior por la mañana. Allí, en el
tranquilo refugio de la familia Pemberton, las cosas absurdas que le habían
ocurrido parecían tan lejanas y tan completamente fantásticas que casi dudó
de que hubieran sucedido.
Y se sintió totalmente seguro de que todo había terminado. Las cosas
ocurrían de tres en tres, ¿no? Si sucedía otra cosa… Pero no sucedería.
No sucedió, aquella noche.
Con amabilidad, Jane lo mandó a casa a las nueve en punto para que se
acostara temprano. Pero le dio las buenas noches con un beso tan tierno y tan
efectivo, que cuando se fue iba andando por la calle con la cabeza entre nubes
rosadas.
Luego, de repente (de la nada, por así decirlo), Charlie recordó que habían
suspendido al guarda del museo y que iba a perder tres días de paga por culpa
del incidente del pato en la vitrina. Y si el asunto del pato era culpa de

Página 101
Charlie, aunque indirectamente, ¿no tenía él la obligación de dar la cara y
explicar a los directores del museo que el guarda no había tenido ninguna
culpa y que no debían penalizarlo?
A fin de cuentas, él, Charlie, había dado un susto de muerte al guarda
sugiriéndole que podía repetir la hazaña con un sarcófago en lugar de una
vitrina, y el guarda había contado una historia tan inconexa que nadie lo
creyó.
Pero… ¿había sido culpa suya? ¿Le debía…?
Y ya volvía a estar golpeándose la cabeza contra un muro de
imposibilidades. Intentando resolver lo irresoluble.
Y supo, de repente, que había sido débil por no romper su compromiso
con Jane. Que lo que había ocurrido tres veces en el corto espacio de tiempo
de una semana, fácilmente podía volver a suceder.
¡Buen Dios! Incluso en la ceremonia. Supongamos que iba a coger el
anillo de boda y sacaba un…
Se demostró que, desde las nubes rosadas de la felicidad al pantano negro
de la desesperación, sólo había una manzana.
Casi regresó a la casa de los Pemberton para decírselo aquella misma
noche, pero decidió no hacerlo. En lugar de eso, pasaría por casa de Pete
Johnson para hablar con él.
Tal vez Pete…
Lo que realmente esperaba era que Pete le quitara de la cabeza su
decisión.

Pete Johnson tenía una jarra casi llena de vino dulce. Ya la había probado y
estaba bastante contento.
Se negó a escuchar a Charlie hasta que su invitado hubo bebido un vaso y
tuvo otro en la mesa frente a él.
—Algo te ronda por la cabeza —dijo—. De acuerdo, dispara.
—Mira, Pete. Ya te expliqué lo del gusano. De hecho, tú estabas
prácticamente allí cuando ocurrió; y también sabes qué me pasó el martes por
la mañana de camino al trabajo. Pero ayer… bueno, lo que ocurrió ayer fue
peor, supongo. Porque otro hombre lo vio. Era un pato.
—¿Qué era un pato?
—Estaba en una vitrina en… Espera, empezaré por el principio.

Página 102
Lo hizo, y Pete escuchó.
—Bien —dijo pensativo—, el hecho de que saliera en el periódico anula
una línea de pensamiento. Por suerte. Escucha, no sé por qué te preocupas.
¿No estarás haciendo una montaña de un grano de arena?
Charlie tomó otro sorbo de vino y encendió un cigarrillo.
—¿Cómo? —preguntó esperanzado.
—Mira, han ocurrido tres cosas raras. Pero si coges cada una de ellas por
separado, ninguna tiene importancia, ¿verdad? Cualquiera de ellas puede
explicarse fácilmente. Donde te equivocas es en quedarte aquí sentado
insistiendo en buscar una explicación para todas ellas. ¿Cómo puedes saber
que existe una conexión? Tómalas por separado…
—Tómalas tú —sugirió Charlie—. ¿Cómo las explicarías con tanta
facilidad?
—La primera es pan comido. Tenías mal el estómago o algo, y tuviste una
simple alucinación. Eso les ocurre a las mejores personas de cuando en
cuando. O también hay una posibilidad igual de simple: tal vez viste un nuevo
tipo de insecto. Demonios, probablemente hay miles de insectos que aún no
están clasificados. Añaden unos cuantos a la lista cada año.
—Hum —dijo Charlie—. ¿Y lo del calor?
—Bueno, los médicos no lo saben todo. Te enfureciste demasiado viendo
a aquel carretero azotar al caballo, y la ira tiene un efecto físico, ¿no? Se te
soltó un muelle en alguna parte. Tal vez te afectó la glándula termodermal.
—¿Qué es una glándula termodermal?
—Me lo acabo de inventar —contestó Pete con una sonrisa—. Pero, ¿por
qué no? Los médicos están constantemente encontrando glándulas nuevas, o
nuevos usos de las viejas. Y hay algo en nuestro cuerpo que actúa como
termostato y mantiene constante la temperatura de la piel. Tal vez eso falló un
momento. Piensa en qué puede hacer una glándula pituitaria por nosotros o
contra nosotros. Por no mencionar la paratiroides, la pineal, las adrenales,
etcétera. No hay nada extraordinario en eso, Charlie. Toma un poco más de
vino. Y ahora, veamos el asunto del pato. Si no se piensa en él con las otras
dos cosas en mente, no hay nada excitante en este asunto. Sin duda fue sólo
una broma a costa del museo, o la gastó alguien que trabaja allí. Sólo fue una
coincidencia que tú te encontraras con ella.
—Pero la vitrina…
—¡Al cuerno la vitrina! Pudo hacerse de cualquier manera; tú no
comprobaste personalmente la vitrina, y ya sabes cómo son los periódicos.
Además, recuerda qué podían hacer Thurston y Houdini con cosas como ésa,

Página 103
y dejaban examinar los recipientes antes y después. Por otro lado, tal vez no
fue sólo una broma. Tal vez puso el palo allí con un propósito, pero ¿por qué
pensar que ese propósito tiene alguna conexión contigo? Eres un egocéntrico,
eso es lo que eres.
—Sí, pero… —Charlie suspiró—. Pero si coges las tres cosas juntas…
—¿Por qué cogerlas juntas? Mira, esta mañana he visto a un hombre
resbalar con una piel de plátano y caerse; esta tarde he tenido dolor de
muelas; y esta noche he recibido una llamada telefónica de una chica a la que
no he visto en años. Pues bien, ¿por qué iba a tomar esos tres acontecimientos
e intentar buscar una causa común a todos ellos? ¿Un motivo subyacente a los
tres?, me volvería loco si lo intentara.
—Hum —dijo Charlie—, tal vez tengas algo de razón en eso. Pero…
A pesar del «pero» se fue a casa sintiéndose alegre, esperanzado y
contento. E iba a seguir adelante con la boda como si no hubiera pasado nada.
Aparentemente, no había pasado nada importante. Pete era sensato.
Charlie durmió muy bien aquel sábado por la mañana y no despertó hasta
casi el mediodía.
Y el sábado no ocurrió nada.

Nada, es decir, a no ser que se considere importante el asunto de la pelota de


golf desaparecida. Charlie decidió que no lo era; las pelotas de golf
desaparecen muy a menudo. De hecho, para un golfista novato, es
perfectamente normal perder al menos una pelota en dieciocho hoyos.
Y además, estaba fuera de la calle.
Había dado un mal golpe en la salida del decimocuarto y había visto la
pelota desviarse saliendo de la calle, caer, rebotar y detenerse detrás de un
gran árbol que quedó directamente entre la pelota y el green.
La maldición de Charlie fue alta y ferviente, porque hasta aquel momento
había tenido excelentes posibilidades de bajar de los cien. Pero iba a tener que
perder un golpe volviendo a meter la pelota en la calle.
Esperó hasta que Pete tiró la suya a los bosques del otro lado, cargó su
bolsa y se dirigió a buscar la pelota.
No estaba allí.
Detrás del árbol y aproximadamente en el punto donde creía que la pelota
había aterrizado, había una guirnalda de flores marchitas tejidas a lo largo de

Página 104
una cinta púrpura que se veía a intervalos. Charlie la cogió para mirar debajo,
pero la pelota no estaba allí.
En ese caso, debía de haber caído más lejos, y la buscó pero no pudo
encontrarla. Pete, entretanto, había encontrado su pelota y dado su golpe de
recuperación. Se acercó para ayudar a Charlie a buscar, e indicaron a los
jugadores siguientes que los adelantaran.
—Me ha parecido que se paraba justo aquí —dijo Charlie—, pero debe de
haber ido más lejos. Bueno, si no la hemos encontrado cuando los siguientes
nos hayan adelantado, cogeré otra. Dime, ¿cómo habrá llegado aquí esta
cosa?
Descubrió que todavía tenía la guirnalda en la mano. Pete la miró y se
estremeció.
—Jo, vaya combinación de colores. Violeta, rojo y verde sobre una cinta
púrpura. Apesta. —Y sí que olía un poco, aunque Pete no estaba lo bastante
cerca para notarlo y no se refería a eso.
—Sí, pero ¿qué es? ¿Cómo habrá llegado…?
—Parece una de esas cosas que los hawaianos se cuelgan del cuello —
respondió Pete sonriendo—. Leis, creo que se llaman. ¡Eh! —gritó, al darse
cuenta de la expresión repentinamente sobresaltada de Charlie. Pete le quitó
la guirnalda de la mano a Charlie y la lanzó al bosque—. Y ahora, amigo —
dijo—, no vayas a añadir esta maldita cosa a tu sarta de coincidencias. ¿Qué
importa quién la haya tirado aquí o por qué? Vamos, busquemos tu pelota y
preparémonos. Los siguientes ya están en el green.
No encontraron la pelota.
Así que Charlie puso otra en juego. La mandó al medio de la calle con un
hierro siete, y después un golpe espléndido la situó a tres metros de la
bandera. La metió en el agujero de un golpe y consiguió un par, cinco golpes
incluso con el de penalización por la pelota perdida.
Y bajó de los cien golpes, después de todo.
—Oye, Pete —insistió en el vestuario mientras se cambiaban—, respecto
a la pelota que perdí en el decimocuarto. ¿No es raro que…?
—Tonterías —gruñó Pete—. ¿Acaso no habías perdido nunca una pelota?
A veces parece que se ve dónde cae y resulta que el lugar en que se cree que
ha caído está a seis o hasta a doce metros de la pelota. La perspectiva engaña.
—Sí, pero…
Ahí estaba otra vez ese «pero». Parecía ser la última palabra en todo lo
que ocurría recientemente. Cosas raras que pasaban una detrás de otra, y se
podía explicar cada una si se la consideraba aisladamente, pero…

Página 105
—Toma un trago —sugirió Pete, y le entregó una botella.
Charlie lo hizo y se sintió mejor. Tomó varios. No importaba, porque
aquella noche Jane iba a una fiesta que le habían preparado unas amigas y no
le podría oler el aliento.
—Pete, ¿tienes planes para esta noche? Jane está ocupada, y es una de mis
últimas noches de soltero.
—¿Te refieres a dónde iremos a emborracharnos? —Pete sonrió—. De
acuerdo, cuenta conmigo. Tal vez podamos convencer a algunos más de la
panda. Es sábado, y nadie tiene que trabajar mañana.

10

Y, desde luego, fue una suerte que ninguno tuviera que trabajar el domingo,
porque pocos hubieran sido capaces. Fue una juerga fantástica. Bebieron en
Tony’s y después fueron a la bolera hasta que el encargado empezó a ponerse
nervioso con la gente que hacía unas tiradas en las que las bolas empezaban
en una pista, saltaban el pequeño muro divisorio y derribaban bolos en la pista
adyacente.
Después fueron a…
A la mañana siguiente, Charlie trató de recordar todos los lugares donde
habían estado y todas las cosas que habían hecho, y decidió que se alegraba
de no poder hacerlo. Para empezar, tenía un recuerdo confuso de haber
intentado empezar una pelea con un guitarrista hawaiano que llevaba un lei, y
haberlo acusado de robarle su pelota de golf. Pero los otros se lo llevaron a
rastras del local antes de que llegara la policía.
Y sobre la una en punto comieron, y Charlie se puso tan tozudo que
insistió en entrar en cuatro restaurantes hasta que encontró uno donde
sirvieran pato. Iba a vengar su pelota de golf comiendo pato.
En total, una juerga fantástica y estúpida. Sin duda, valía la pena pagar el
precio de un poco de resaca.
Al fin y al cabo, un hombre sólo se casa una vez. Al menos, un hombre
que tiene una chica como Jane Pemberton enamorada de él sólo se casa una
vez.
El domingo no ocurrió nada extraordinario. Vio a Jane y volvió a cenar
con los Pemberton. Y cada vez que miraba a Jane, o la tocaba, Charlie tenía la
sensación de ser un piloto novato a punto de hacer su primera acrobacia aérea,
pero eso no era nada anormal. El pobre muchacho estaba enamorado.

Página 106
11

Pero el lunes…
El lunes fue la gota que colmó el vaso. Después de las seis menos cinco
del lunes por la tarde, Charlie supo que la cosa no tenía remedio.
Por la mañana hizo unos cuantos arreglos con el pastor que iba a oficiar la
ceremonia, y por la tarde tuvo que hacer unas compras de última hora para
completar su vestuario. Descubrió que tardaba más de lo que había previsto.
A las cinco y media empezó a dudar de si iba a tener tiempo de pasar a
recoger el anillo de boda. Ya estaba escogido y pagado, pero seguía en el
joyero para que lo grabaran con las iniciales.
Todavía estaba al otro lado de la ciudad, esperando a que le hicieran los
arreglos en un traje, y telefoneó a Pete Johnson desde el sastre.
—Oye, Pete, ¿me puedes hacer un favor?
—Claro, Charlie. ¿Qué pasa?
—Quiero recoger el anillo de boda antes de que la tienda cierre a las seis,
para no tener que venir al centro mañana. Está en la misma manzana que tú, la
joyería de Scorwald y Benning. Ya está pagado, ¿me lo puedes recoger? Los
llamaré para que te lo den.
—Será un placer. Oye, ¿dónde estás? Voy a cenar en el centro está noche;
¿quieres acompañarme?
—Claro, Pete. Escucha, tal vez podré llegar a tiempo a la joyería; sólo te
llamo para ir sobre seguro. Ya sé qué haremos: quedemos en la joyería. Tú
asegúrate de estar allí a las seis menos cinco para poder recoger el anillo, y yo
llegaré a la vez si puedo. Si no puedo, espérame fuera. Como máximo, estaré
allí a las seis y cuarto.
Y Charlie colgó el teléfono y resultó que el sastre ya tenía su traje listo.
Lo pagó, salió y empezó a buscar un taxi.
Tardó diez minutos en encontrar uno, y así y todo, se dio cuenta de que
iba a llegar a la joyería a tiempo. En realidad, no hubiera sido necesario
llamar a Pete. Iba a llegar tranquilamente a las seis menos cinco.
Y unos pocos segundos después de esa hora, salió del taxi, pagó al
conductor y avanzó hacia la entrada.
Justo cuando su primer pie cruzaba el umbral de Scorwald y Benning notó
el olor peculiar. Había dado otro paso antes de reconocer qué era, y entonces
era demasiado tarde para hacer nada al respecto.

Página 107
Lo tenía atrapado. De manera consciente, había inspirado profundamente
una vez para identificar la sustancia, y ésta era tan fuerte, tan pura, que no
necesitó ninguna más. Sus pulmones se habían llenado.
Y a su visión distorsionada le pareció que el suelo estaba a un kilómetro
de distancia, pero que se acercaba lentamente para recibirlo. Lento, pero
seguro. Le pareció estar suspendido en el aire durante bastante tiempo.
Afortunadamente, antes de tocar el suelo, todo se volvió negro y vacío.

12

—Éter.
Charlie se quedó mirando al médico uniformado de blanco.
—Pero ¿cómo diablos iba yo a recibir una dosis de éter?
Pete estaba allí, también, mirándolo por encima del hombro del médico.
Su cara estaba pálida y tensa.
—Escucha, Charlie —dijo Pete incluso antes de que el médico se
encogiera de hombros—. El doctor Palmer viene de camino. Les he dicho…
Charlie sentía un malestar terrible en el estómago. El médico que había
dicho «éter» no estaba allí, ni tampoco el doctor Palmer, pero Pete parecía
discutir con un caballero alto y de aspecto distinguido, que llevaba barba y
tenía ojos de halcón.
—Dejen tranquilo al pobre —decía Pete—. Demonios, lo conozco de toda
la vida. No necesita un psiquiatra. Claro que ha dicho cosas raras mientras le
duraban los efectos, pero ¿quién no dice tonterías bajo los efectos del éter?
—Pero, mi joven amigo —la voz del hombre alto era untuosa—, usted
mal interpreta los motivos del hospital para pedirme que lo examine. Deseo
demostrar que está sano. Si es posible. Puede haber tenido un motivo legítimo
para tomar éter. Y está el asunto de la semana pasada, cuando ingresó aquí
por primera vez. Seguro que un hombre normal…
—Pero, diablos, él no tomó éter. Lo vi entrar en la tienda después de bajar
del taxi. Caminaba de forma natural con las manos a los lados. Luego, de
repente, se desmayó.
—¿Sugiere que lo hizo alguien que estaba cerca de él?
—No había nadie cerca de él.
Los ojos de Charlie estaban cerrados, pero por el tono de voz del
psiquiatra pudo deducir que estaba sonriendo.
—Entonces, mi joven amigo, ¿cómo sugiere usted que fue anestesiado?

Página 108
—Diablos, no lo sé. Sólo digo que él no…
—¡Pete! —Charlie reconoció su propia voz y descubrió que se le habían
vuelto a abrir los ojos—. Diles que se vayan al infierno. Dile que me examine
si quiere. Seguro que estoy loco. Dile lo del gusano y lo del pato. Llevadme al
manicomio. Dile…
—Ah —de nuevo la voz del hombre de la barba—. ¿Así que ha tenido
usted… visiones antes?
—¡Charlie, cállate! Doctor, sigue bajo la influencia del éter; no lo
escuche. Examinar a un hombre cuando no sabe de qué está hablando no es
jugar limpio. Por dos centavos, yo mismo…
—¿Jugar limpio? Amigo mío, la psiquiatría no es un juego. Le aseguro
que sólo me interesa el bienestar de este joven. Tal vez su… ah… dolencia
tiene cura, y yo deseo…
—¡Salga de aquí antes de que…! —vociferó Charlie, incorporándose en la
cama.
Las cosas se oscurecieron de nuevo.
Una oscuridad tortuosa, espesa, sucia y asfixiante. Y le pareció que se
arrastraba por un túnel estrecho hacia una luz. De repente, supo que estaba
consciente otra vez. Pero tal vez habría alguien que querría hablar con él y
hacerle preguntas si abría los ojos, así que los mantuvo firmemente cerrados.
Mantuvo los ojos así y pensó.
Tenía que haber una respuesta.
No había ninguna respuesta.
Un gusano de pesca angelical.
Ola de calor.
Pato en una vitrina de monedas.
Guirnalda marchita de flores mal combinadas.
Éter en una entrada.
Había que relacionarlos; debía haber una conexión, tenía que tener
sentido. ¡Tenía que tener sentido!
Un mínimo común denominador. Algo que los relacionara, que los situara
en una serie coherente, algo que se pudiera entender, algo respecto a lo que tal
vez se pudiera actuar. Algo contra lo que se pudiera luchar.
Gusano.
Calor.
Pato.
Guirnalda.
Éter.

Página 109
Gusano.
Calor.
Pato.
Guirnalda.
Éter.
Gusano, calor, pato, guirnalda, éter, gusano, calor, pato, guirnalda…
Le martilleaban en la cabeza como golpes en un tambor; le chillaban
desde la oscuridad y se burlaban de él.

13

Debió de quedarse dormido, si se le podía llamar dormir.


Volvía a ser de día, y sólo había una enfermera en la habitación.
—¿Qué… que día es? —preguntó.
—Miércoles por la tarde, señor Wills. ¿Puedo hacer algo por usted?
Miércoles por la tarde. El día de la boda.
Ya no tendría que romper el compromiso. Jane lo sabía. Todo el mundo lo
sabía. El compromiso estaba rolo. Fue una debilidad no hacerlo él mismo,
antes de que…
—Hay personas que quieren verlo, señor Wills. ¿Se siente lo bastante bien
para recibir visitas?
—¿Quién…?
—Una tal señorita Pemberton y su padre. Y un tal señor Johnson. ¿Quiere
verlos?
Bueno, ¿quería verlos?
—Oiga —preguntó—, exactamente, ¿qué me pasa? Quiero decir… —Ha
sufrido un shock muy fuerte. Pero ha dormido tranquilo las últimas doce
horas. Físicamente, está usted bien. Incluso puede levantarse, si lo desea.
Pero, naturalmente, no puede irse.
Naturalmente, no podía irse. Lo tenían como candidato al manicomio. Un
candidato excelente. El joven con más posibilidades de conseguirlo.
Miércoles. El día de la boda.
Jane.
No podría soportar ver…
—Oiga —dijo—, ¿quiere hacer pasar al señor Pemberton, solo?
Prefiero…
—Desde luego. ¿Puedo hacer algo más por usted?

Página 110
Charlie negó tristemente con la cabeza. Sentía una terrible compasión de
sí mismo. ¿Acaso alguien podría hacer algo por él?
El señor Pemberton le tendió la mano en silencio.
—Charles, no puedo ni empezar a decirte cuánto lo siento…
—Gracias. —Charlie asintió—. Yo… supongo que comprende por qué no
quiero ver a Jane. Me doy cuenta de que… por supuesto, no podemos… El
señor Pemberton asintió.
—Jane… oh… lo comprende. Charles. Quiere verte, pero se da cuenta de
que eso os haría sentir peor a los dos, al menos en este momento. Y, Charles,
si hay algo que nosotros podamos hacer…
¿Qué había que alguien pudiera hacer?
¿Arrancarle las alas a un gusano?
¿Sacar a un pato de una vitrina?
¿Encontrar una pelota de golf extraviada?
Pete entró después de que los Pemberton se fueran. El Pete más serio y
callado que Charlie hubiera visto nunca.
—Charlie, ¿tienes ganas de hablar de esto? —preguntó.
—Si tiene que servir de algo, sí. —Charlie suspiró—. Físicamente, me
siento bien. Pero…
—Oye, anímate. Hay una respuesta en alguna parte. Escucha, yo estaba
equivocado. Hay una conexión, un lazo entre estas cosas extrañas que te han
pasado. Tiene que haberla.
—Claro —dijo Charlie, agotado—. ¿Cuál?
—Eso es lo que tenemos que averiguar. En primer lugar, tenemos que ser
más listos que los psiquiatras que te examinarán, tan pronto como crean que
estás lo suficientemente bien. Bueno, vamos a mirarlo desde su punto de vista
para saber que decirles. Primero…
—¿Qué saben?
—Bueno, deliraste un poco mientras estabas inconsciente, sobre lo del
gusano y sobre un pato y una pelota de golf, pero eso puede deberse a los
delirios normales, a que hablabas en sueños o a que tenías pesadillas.
Simplemente niega que sepas algo de todo eso, o de cualquier cosa
relacionada con eso. Es cierto que lo del pato salió en los periódicos, pero no
fue una noticia muy importante, y tu nombre no figuró en ella. Así que no te
relacionarán. Si lo hacen, niégalo. Eso nos deja con las dos veces que te
desmayaste y te trajeron aquí inconsciente.
—¿A qué lo atribuyen? —preguntó Charlie asintiendo.

Página 111
—Están desconcertados. La primera vez no la pueden explicar. Se sienten
inclinados a pasarla por alto. La segunda vez… bueno, insisten en que tú
mismo debiste de tomar el éter, de alguna manera.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué iba alguien a tomar éter?
—Ningún hombre en su sano juicio lo haría. Y es precisamente eso;
dudan de tu cordura porque creen que tú lo hiciste. Si puedes convencerlos de
que estás cuerdo, pues… Mira, tienes que animarte. Dicen que tu actitud es de
melancolía aguda, y eso bordea la neurosis maníaca depresiva, ¿entiendes?
Tienes que parecer alegre.
—¿Alegre? ¿Cuando tenía que casarme hoy a las dos? Por cierto, ¿qué
hora es?
—Hum… no importa —dijo Pete consultando el reloj—. Claro, si te
preguntan por qué te sientes mentalmente abatido, diles que…
—Maldita sea. Pete, me gustaría estar loco. Al menos, estar loco tiene
sentido. Y si esto continúa, de verdad me volveré…
—No hables así. Tienes que luchar.
—Claro —dijo Charlie, perezosamente—. Luchar, ¿contra qué?
Hubo una suave llamada a la puerta, y la enfermera se asomó a la
habitación.
—Su tiempo ha pasado, señor Johnson. Tiene usted que marcharse.

14

Inacción y la futilidad de pensar en círculos sin llegar a ninguna parte. Sentía


que tenía que hacer algo o volverse loco.
¿Vestirse? Llamó para pedir su ropa, y se la dieron, pero con zapatillas en
lugar de zapatos. De todas formas, vestirse le ocupó algo de tiempo.
Y estar sentado era un cambio respecto a estar tumbado en la cama. Y,
más tarde, pasear arriba y abajo era un cambio respecto a estar sentado.
—¿Qué hora es?
—Las siete en punto, señor Wills.
Las siete en punto; ya llevaría cinco horas casado.
Casado con Jane; la hermosa, fantástica, dulce, cariñosa, comprensiva y
adorable Jane Pemberton. Cinco horas antes hubiera debido convertirse en
Jane Wills.
Ya nunca ocurriría.
A menos que…

Página 112
El problema.
Había que solucionarlo.
O volverse loco.
¿Por qué iba a tener halo un gusano?
—El doctor Palmer ha venido a verle, señor Wills. ¿Le digo que…?
—Hola, Charles. Vine lo antes posible en cuanto supe que habías salido
del… coma. Tenía un caso que me ha entretenido. ¿Cómo te sientes?
Se sentía fatal.
Dispuesto a chillar y arrancar el papel de la pared, sólo que la pared estaba
pintada de blanco y no tenía papel. Y chillar, chillar…
—Me siento fenomenal, doctor —dijo Charlie.
—¿Te ha… te ha pasado algo extraño desde que estás aquí?
—Nada, doctor, pero ¿cómo explicaría usted…?
El medico lo explicó. Los médicos siempre explican. El aire crujía con
palabras como psiconeurosis, autohipnosis y trauma.
Finalmente, Charlie se encontró a solas de nuevo. Había conseguido
despedirse del doctor Palmer sin chillar ni hacerlo pedazos.
—¿Qué hora es?
—Las ocho en punto.
Seis horas casado.
¿Por qué un pato?
Resolverlo.
O volverse loco.
¿Qué ocurriría a continuación?
«Seguro que esto me acompañará todos los días de mi vida y viviré en el
manicomio para siempre».
Las ocho en punto.
Seis horas casado.
¿Por qué un lei? ¿Éter? ¿Calor?
¿Qué tenían en común? Y, ¿por qué un pato?
¿Y qué sería la próxima vez? ¿Cuándo sería la próxima vez? Bueno, tal
vez eso sí pudiera saberlo. ¿Cuántas cosas le habían sucedido hasta el
momento? Cinco, si contaba la pelota de golf desaparecida. ¿Con qué
intervalo? Veamos… Lo del gusano fue el domingo por la mañana cuando se
iba de pesca; el desmayo por calor, el martes; el pato del museo el jueves al
mediodía, su penúltimo día de trabajo; la partida del golf y lo del leí tuvieron
lugar el sábado; el éter el lunes…
Dos días de diferencia.

Página 113
¿Periodicidad?
Se había estado paseando arriba y abajo de la habitación; de repente se
palpó el bolsillo, encontró lápiz y un cuaderno de notas, y se sentó en la silla.
¿Podría ser… una periodicidad exacta?
Escribió «gusano» y se detuvo a pensar. Pete tenía que buscarlo para ir de
pesca a las cinco y cuarto, y él había bajado justo a esa hora y fue directo al
macizo de flores a cavar… Sí, a las cinco y cuarto de la mañana. Lo anotó.
«Calor…».
Se encontraba a una manzana del trabajo, donde tenía que llegar a las
ocho treinta; cuando pasó por el reloj de la esquina lo había mirado y había
visto que aún tenía cinco minutos para llegar; entonces había llegado el
carretero y… Escribió «ocho treinta y cinco». E hizo el cálculo.
Dos días, tres horas y diez minutos.
Bueno, ¿qué venía a continuación? El pato del museo. También podía
calcular la hora con bastante precisión. El viejo Hapworth le había ordenado
que se fuera a comer pronto; había salido a las… once y veinticinco, y tardó
aproximadamente diez minutos en recorrer la manzana que lo separaba del
museo y el pasillo principal hasta la sala de numismática… pongamos, las
once y treinta y cinco.
Restó esa hora de la anterior.
Y silbó.
Dos días, tres horas y diez minutos.
¿El lei? Bien, habían salido del edificio del club aproximadamente a la
una y media. Contó una hora y cuarto para los quince primeros hoyos, y…
serían entre las dos y media y las tres. Tomando como término medio las tres
menos cuarto, que debería de ser una buena aproximación, hizo la resta.
Dos días, tres horas y diez minutos.
Periodicidad.
Para la siguiente, empezó haciendo la resta; el siguiente episodio tuvo que
haber ocurrido a las seis menos cinco del lunes. Si…
Sí, faltaban exactamente cinco minutos para las seis cuando cruzó el
umbral de la puerta de la joyería y fue anestesiado.
Exactamente.
Dos días, tres horas y diez minutos.
Periodicidad.
Periodicidad.
Por fin, una conexión. Una prueba de que los extraños sucesos formaban
parte de la misma cadena. Cada… cincuenta y una horas y diez minutos

Página 114
ocurría algo extraño.
Pero ¿por qué?
Asomó la cabeza al pasillo.
—¡Enfermera, enfermera! ¿Qué hora es?
—Las ocho y media, señor Wills. ¿Quiere que le traiga algo?
Sí. No. Champán. Una camisa de fuerza. ¿Qué?
Había resuelto el problema. Pero la respuesta no tenía más sentido que el
problema en sí. Tal vez menos aún. Y ese mismo día…
Lo calculó rápidamente.
Treinta y cinco minutos.
¡Iba a ocurrirle algo al cabo de treinta y cinco minutos!
Algo como un gusano volador, o un pato graznando y asfixiándose en una
vitrina hermética, o…
¿O tal vez de nuevo algo peligroso? Calor abrasador, anestesia
repentina…
¿Quizás algo peor?
¿Una cobra, un unicornio, un demonio, un hombre lobo, un vampiro, un
monstruo innombrable…?
A las nueve y cinco. En media hora.
Entró una brisa repentina por la ventana abierta, y sintió frío en la frente
porque la tenía empapada de sudor.
Faltaba media hora.

15

Caminar arriba y abajo, cuatro pasos en una dirección, cuatro pasos de vuelta.
Pensar, pensar, pensar.
Había resuelto parte del problema; ¿qué era el resto? Tenía que encontrar
la solución, antes de que aquello lo destruyera.
Periodicidad; eso era parte del asunto. Cada dos días, tres horas y diez
minutos…
Algo ocurría.
¿Por que?
¿Qué?
¿Cómo?
Todas las cosas tenían que estar relacionadas, ser parte de un todo que, en
cierto modo, tuviera sentido, o no sucederían en intervalos de tiempo exactos.

Página 115
Buscar la conexión: gusano, calor, pato, lei, éter…
O volverse loco.
Loco. Loco. ¡Loco!
Conexiones: los patos comían gusanos, ¿no? El calor es necesario para
cultivar flores para hacer leis. Los gusanos, por lo que él sabía, podían comer
flores, pero ¿qué tenían que ver con los leis, y éstos con los patos? El pato era
un animal, el lei vegetal, el calor vibración, el éter un gas, el gusano… ¿qué
diablos era un gusano? Y, ¿por qué un gusano volador? ¿Por qué estaba el
pato en una vitrina? ¿Qué pasaba con la moneda china agujereada que había
desaparecido? ¿Había que sumar o restar la pelota de golf? Y si ponía que x
era igual a un halo, e y equivalía a un ala, entonces x más 2y más un gusano
daba…
Fuera, en algún lugar, un reloj sonó en la creciente oscuridad.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…
Las nueve en punto.
Quedaban cinco minutos.
En cinco minutos, algo iba a ocurrir de nuevo.
Cobra, unicornio, diablo, hombre lobo, vampiro. O algo frío, resbaladizo
y sin nombre.
Cualquier cosa.
Caminar arriba y abajo, cuatro pasos en una dirección, cuatro de vuelta.
Pensar, ¡pensar!
Jane perdida para siempre. Su adorada Jane, en cuyos brazos estaba toda
la felicidad. Jane, querida, no estoy loco, estoy peor que loco. Estoy…
¿Qué hora era?
Debían de pasar dos minutos de las nueve. Tres.
¿Qué iba a suceder? Cobra, diablo, hombre lobo…
¿Qué sería esa vez?
Alas nueve y cinco… ¿qué?
Ya debían de pasar cuatro minutos; tal vez cuatro y medio…
De repente, gritó. No podía soportar aquella espera.
Aquello no podía resolverse. Pero tenía que resolverlo.
O volverse loco.
Loco.
Debía de estar loco ya. Loco por tolerar la vida, intentando luchar contra
algo incomprensible, intentando vencer a lo invencible. Golpeándose la
cabeza contra…
Estaba corriendo, había salido, corriendo por el pasillo.

Página 116
Tal vez si se apresuraba, podría suicidarse antes de las nueve y cinco. Así
nunca tendría que saberlo. Muere, muere y acaba con esto. Es la única forma
de ganar este juego.
Cuchillo.
Tenía que haber un cuchillo en alguna parte. Un bisturí era un cuchillo.
Pasillo abajo. La voz de una enfermera detrás de él, gritando. Pasos.
Correr. ¿Hacia dónde? Cualquier lugar.
Quedaba menos de un minuto. Tal vez sólo segundos.
Tal vez ya eran las nueve y cinco. ¡Había que darse prisa!
Una puerta con un letrero: «almacén». La abrió de golpe.
Estanterías de sábanas limpias. Fregonas y escobas. No podía matarse con
una fregona o una escoba. Podía asfixiarse con una sábana, pero no en menos
de un minuto y con los médicos y empleados a punto de llegar.
Uniformes. Un cubo. A lo mejor podía usar el cubo, pero, ¿cómo?
Una caja de cartón, ya abierta, marcada «lejía».
¿Doloroso? Seguro que sí, pero no duraría mucho. Tenía que acabar. La
caja estaba en su mano; miró la esquina abierta y se vertió el contenido en la
boca.
Pero no era un polvo blanco y abrasador. Todo lo que salió de la caja fue
una pequeña moneda de cobre. Se la sacó de la boca y la sostuvo, mirándola
con ojos vidriosos.
Eran las nueve y cinco, entonces; de una caja de lejía había salido una
pequeña moneda de cobre extranjera. No, no era el tael haikwan chino que
había desaparecido de la vitrina del museo, porque aquél era de plata y tenía
un agujero. Y la letra de la moneda que tenía en la mano no era china. Si
recordaba bien su colección de monedas, parecía rumana.
Y entonces unas manos fuertes se apoderaron de los brazos de Charlie, lo
condujeron de vuelta a su habitación y alguien le habló en voz baja durante
largo rato.
Y se durmió.

16

Despertó el jueves por la mañana sin haber soñado y se sintió extrañamente


descansado y, curiosamente, bastante alegre.
Probablemente porque, en aquellos terribles treinta y cinco minutos de
espera que había vivido la noche anterior, había tocado fondo. Y había

Página 117
rebotado.
Un psiquiatra podía haberlo explicado diciendo que, bajo los efectos de
una gran emoción, había sufrido una lesión temporal y entrado prácticamente
en un estado de locura maníaca depresiva. A los psiquiatras les gusta
complicar las cosas simples.
El hecho era que el pobre chico había perdido la chaveta durante unos
minutos.
Y el absurdo anticlimax de aquella moneda pequeña de cobre había sido
el punto decisivo. Había esperado algo horrible, innombrable… y lo que
recibió fue una pequeña moneda de cobre. Prácticamente un tratamiento de
choque, una broma si es que era capaz de reírse.
Y Charlie se había reído la noche anterior. Probablemente por eso su
habitación aquella mañana parecía una habitación distinta. La ventana estaba
en una pared diferente y tenía barrotes. Los psiquiatras a menudo
malinterpretan el sentido del humor.
Pero aquella mañana se sentía lo bastante alegre para pasar por alto las
implicaciones de las ventanas con barrotes. Era un día hermoso y nuevo, el
sol se filtraba por los barrotes, era otro día, seguía vivo y tenía otra
oportunidad.
Lo mejor de lodo era saber que no estaba loco.
A menos que…
Buscó, y allí estaba su ropa, colgada en el respaldo de una silla; se
incorporó, sacó las piernas de la cama y metió la mano en el bolsillo de su
abrigo para ver si la moneda seguía donde él la puso cuando lo cogieron.
Allí estaba.
Entonces…
Se vistió lenta y pensativamente.
Con la luz de la mañana, se le ocurrió que el problema podía resolverse.
Seis (ya eran seis) cosas extrañas, pero que estaban definitivamente
relacionadas. La periodicidad lo demostraba.
Dos días, tres horas y diez minutos.
Y, cualquiera que fuera la respuesta, no era algo malévolo. Era
impersonal. Si quería matarlo, había tenido la oportunidad la noche anterior;
simplemente tenía que afectar a cualquier otra cosa y no a la lejía del paquete.
El paquete había contenido lejía cuando lo cogió; lo sabía por el peso. Y
entonces habían llegado las nueve y cinco y, en lugar de lejía, allí estaba la
monedita de cobre.

Página 118
Tampoco era algo amistoso, o no lo habría sometido al calor y la
anestesia. Tenía que ser algo impersonal.
Una moneda en lugar de lejía.
¿Eran todos los casos sustituciones de una cosa por otra?
Hum. Un leí por una pelota de golf. Una moneda por lejía. Un pato por
una moneda. Pero, ¿y el calor? ¿El éter? ¿El gusano?
Fue hasta la ventana; miró afuera durante un rato, a la luz del sol que caía
sobre el césped verde, y pensó que la vida era muy dulce. Y que si se tomaba
aquello con calma y no permitía que le hiciera perder el control de nuevo,
todavía podría vencerlo.
Ya tenía la primera pista.
Periodicidad.
Tomarlo con calma; pensar en otras cosas. Mantener la mente fuera del
tiovivo y tal vez llegaría la respuesta.
Se sentó al borde de la cama y buscó en su bolsillo el lápiz y el cuaderno;
seguían allí, y también el papel donde había hecho sus cálculos de tiempo.
Estudió los cálculos cuidadosamente.
Con calma.
Y al final de la lista escribió «9:05» y añadió la palabra «lejía» y un
guión. La lejía se había convertido en ¿qué? Abrió un paréntesis y empezó a
llenarlo con palabras que pudieran usarse para describir la moneda; moneda,
cobre, disco… Pero ésas eran palabras generales. Debía de haber un nombre
específico.
Tal vez…
Pulsó el botón para encender la bombilla que había sobre la puerta, y un
momento después oyó una llave girar en la cerradura; la puerta se abrió.
Aquella vez, era un auxiliar sanitario masculino.
Charlie le sonrió.
—Buenos días —dijo—. ¿Sirven desayuno aquí, o me como el colchón?
—Claro. —El auxiliar sonrió y pareció algo aliviado—. El desayuno está
listo. ¿Se lo traigo?
—Y… oh…
—¿Sí?
—Hay una cosa que quiero consultar —dijo Charlie—. ¿No habría un
diccionario completo por aquí a mano? Y si lo hay, ¿sería demasiado pedir
que me lo prestaran unos minutos?
—Bueno… supongo que no pasa nada. Hay uno en la oficina y no se
utiliza mucho.

Página 119
—Fantástico. Gracias.
Pero la llave giró en la cerradura cuando se fue.
El desayuno llegó media hora más larde, pero tuvo que esperar el
diccionario hasta media mañana. Charlie se preguntó si habría habido una
reunión de los médicos para discutir sus posibilidades letales. Pero, de
cualquier forma, llegó.
Esperó hasta que el auxiliar hubo salido, dejó el gran volumen sobre la
mesa y lo abrió por la página en color que mostraba monedas del mundo.
Sacó la moneda de cobre del bolsillo, la puso junto al libro y empezó a
compararla con las ilustraciones, particularmente con las de monedas de los
países balcánicos. No, no había nada parecido entre las monedas de cobre. Lo
intentó con las de plata; sí, había una moneda de plata con la misma efigie.
Rumana. Las letras… sí, eran las mismas letras exceptuando el tipo de
moneda.
Charlie volvió la página y consultó la tabla de nombres. En Rumania…
Jadeó.
No podía ser.
Pero así era.
Era imposible que las seis cosas que le habían sucedido hubieran podido
ser…
Respiraba trabajosamente por la excitación mientras volvía las hojas hasta
llegar a las ilustraciones del final del diccionario; encontró las páginas de aves
y empezó a buscar entre los patos. Pecho moteado, cuello corto y una raya
oscura que empezaba justo encima del ojo…
Y supo que había encontrado la respuesta.
Había encontrado el factor, además de la periodicidad, que relacionaba las
cosas que habían sucedido. Si también encajaba en las otras, estaría seguro.
¿El gusano? Pues claro… y la respuesta lo hizo sonreír. ¿La ola de calor? Era
obvio. ¿Y lo del campo de golf? Aquel problema fue algo más difícil, pero
pensando un poco lo consiguió.
Se encalló un rato en el asunto del éter. Tuvo que pasarse mucho rato
caminando arriba y abajo para resolverlo, y finalmente lo logró.
¿Entonces? ¿Qué podía hacer al respecto?
¿La periodicidad? Sí, eso era una buena idea. Si…
La siguiente vez sería… a las doce y cuarto el sábado por la mañana.
Se sentó a pensarlo. Toda la historia era completamente increíble. La
solución era más difícil de asimilar que el problema.

Página 120
Pero… todo encajaba. ¿Seis coincidencias, espaciadas a intervalos exactos
de tiempo?
Muy bien, pues, había que olvidar lo increíble que pudiera ser y pensar
qué podía hacer al respecto. ¿Cómo podía llegar allí y hacérselo saber?
Bien… ¿y si sacaba partido del propio fenómeno?
El diccionario seguía allí, y Charlie regresó junto a él para empezar a
buscar en el atlas. En la h…
¡Vaya! Había una que le ofrecía una oportunidad doble. Y a menos de
ciento cincuenta kilómetros.
Si pudiera salir de allí…
Tocó la campanilla, y entró el auxiliar.
—He acabado con el diccionario —le dijo Charlie—. Escuche, ¿podría
hablar con el médico que está a cargo de mi caso?
Resultó que el médico encargado seguía siendo el doctor Palmer y que
estaba llegando de todas formas.
Estrechó la mano de Charlie y le sonrió. Eso era una buena señal. ¿O no?
Bien, si podía ser lo bastante convincente mintiendo…
—Doctor, me siento muy bien esta mañana —dijo Charlie—. Y, mire…
he recordado algo que quiero contarle. Algo que me sucedió el domingo, un
par de días antes de que me trajeran al hospital por primera vez.
—¿Qué fue, Charles?
—Sí que fui a nadar, y eso explica la quemadura que tenía el martes por la
mañana y tal vez algunas otras cosas. Pete Johnson me prestó su coche… —
(¿Comprobarían aquello? Tal vez no)—, me perdí, encontré un lago
fantástico, me desnudé y me tire al agua. Recuerdo que me tiré de cabeza y
creo que debí golpearme contra una roca… porque lo siguiente que recuerdo
es que ya había vuelto a la ciudad…
—Hum —dijo el doctor Palmer—. Así que eso explica la quemadura y tal
vez también…
—Es curioso que lo recordara esta mañana al despertar —dijo Charlie—.
Supongo…
—Les dije a esos idiotas —dijo el doctor Palmer— que no podía haber
ninguna relación entre la quemadura de tercer grado y el desmayo. Claro que,
en cierto modo, la había. Quiero decir, que el golpe en la cabeza cuando
estabas nadando explicaría… Charles, te aseguro que me alegro de que hayas
recordado todo esto. Al menos ahora sabemos el motivo de tu forma de actuar
y podremos tratarte. De hecho, tal vez ya estés curado.

Página 121
—Creo que sí, doctor. Desde luego, me siento muy bien ahora. Como si
estuviera despertando de una pesadilla. Supongo que me puse en ridículo un
par de veces. Tengo un vago recuerdo de haber comprado éter una vez y algo
con lejía… pero son como cosas que sucedieron en un sueño, y ahora mi
mente está clara como el cristal. Me ha parecido como si algo encajara en su
sitio esta mañana, y ahora estoy bien de nuevo.
—Me siento aliviado, Charles. —El doctor Palmer suspiró—.
Francamente, nos tenías bastante preocupados. Por supuesto, tendré que
consultar todo esto con el consejo médico, y habrá que examinarte
detenidamente, pero creo…
Vinieron los demás médicos, le hicieron preguntas y le examinaron el
cráneo, pero la lesión que supuestamente le había causado el golpe contra la
roca parecía haberse curado. De cualquier forma, no la encontraron.
De no haber sido por el intento de suicidio de la tarde anterior, podría
haber salido del hospital entonces. Pero a causa de aquello, insistieron en que
se quedara veinticuatro horas en observación. Y Charlie accedió; eso le
permitiría salir el viernes por la larde, y aquello no iba a suceder hasta las
doce y cuarto del sábado.
Tiempo de sobra para viajar ciento cincuenta kilómetros.
Si iba con cuidado con lo que hacía y decía entretanto, y no hacía ningún
movimiento ni observación que un psiquiatra pudiera interpretar…
Holgazaneó y descansó.
Y el viernes por la tarde a las cinco en punto todo estaba bien; estrechó la
mano a todo el mundo y volvió a ser un hombre libre. Había prometido
presentarse regularmente al doctor Palmer durante unas cuantas semanas.
Pero era libre.

17

Lluvia y oscuridad.
Una llovizna fría y desagradable que empezó a abrirse camino a través de
su ropa, a meterse por su cuello y en sus zapatos ya desde que bajó del tren y
puso el pie en el pequeño andén de madera.
Pero la estación estaba allí, y a su lado el cartel que le confirmó el nombre
de la ciudad. Charlie lo miró, sonrió y entró en la estación. Había una pequeña
estufa de carbón en el centro de la sala. Tenía tiempo de calentarse un poco
antes de empezar. Acercó las manos a la estufa.

Página 122
En un extremo de la sala, una cabeza gris lo contemplaba con curiosidad
desde la taquilla. Charlie saludó a la cabeza, y ésta lo correspondió.
—¿Se quedará un tiempo, forastero?
—No exactamente —dijo Charlie—. En todo caso, espero que no. Quiero
decir…
Demonios, después de las mentiras que les había contado a los psiquiatras
del hospital, no debería tener problemas mintiéndole a un empleado del
ferrocarril de un pequeño pueblo.
—Quiero decir, creo que no.
—Ya no hay más trenes esta noche, señor. ¿Tiene sitio donde alojarse? Si
no, mi esposa a veces alquila habitaciones para estancias cortas.
—Gracias —dijo Charlie—. Lo tengo solucionado.
Iba a añadir «espero» y se dio cuenta de que eso lo obligaría a alargar la
conversación.
Echó una ojeada al reloj de la estación y al suyo, y vio que estaban de
acuerdo en que eran las doce menos cuarto.
—¿Cómo es de grande este pueblo? —preguntó—. No me refiero al
número de personas. Quiero decir, ¿a que distancia está la estación de la
salida del pueblo? El extremo de la ciudad.
—No es grande. Ochocientos metros, quizá, o algo más. ¿Va usted a casa
de los Toliver, tal vez? Viven aquí cerca, y oí decir que contratarían en la
ciudad a un… no, no parece usted un bracero.
—No —dijo Charlie—, no lo soy. —Volvió a mirar el reloj y se dirigió a
la puerta. Se despidió—: Bueno, hasta otra.
—¿Va usted a…?
Pero Charlie ya había cruzado la puerta y empezaba a caminar por la calle
que había detrás de la estación. Hacia la oscuridad, lo desconocido y…
Bueno, no podía decirle al empleado su verdadero destino, ¿verdad?
Allí estaba el final de la estación. Después de una manzana, la acera
terminó y tuvo que andar por el borde de la carretera, a veces con barro hasta
los tobillos. Para entonces ya estaba empapado, pero no importaba.
Resultó que había más de ochocientos metros hasta la salida de la ciudad.
Había un gran cartel, curiosamente grande teniendo en cuenta el tamaño de la
ciudad, en el que ponía:

ESTÁ USTED ENTRANDO EN HAVEEN


Charlie cruzó la línea y miró atrás. Y esperó, con el ojo puesto en su reloj
de pulsera.

Página 123
A las doce y cuarto tendría que cruzar. Ya eran y diez. Dos días, tres horas
y diez minutos después de que de la caja de lejía hubiera salido una moneda
de bronce, cosa que ocurrió dos días, tres horas y diez minutos después de ser
anestesiado en la puerta de una joyería, lo cual fue dos días, tres horas y diez
minutos después de…
Observó las manecillas de su reloj de pulsera, cuidadosamente
sincronizado, primero la de los minutos, hasta las doce y catorce, y luego la
de los segundos.
Y cuando faltaba un segundo para las doce y cuarto adelantó el pie y en el
momento fatal estaba cruzando lentamente la línea.
Entrando en Haveen.

18

Como en los demás sucesos, no hubo aviso previo. Pero ocurrió de pronto.
Ya no llovía. La luz era brillante, aunque no parecía provenir de ninguna
fuente visible. Y la carretera bajo sus pies no estaba embarrada; era lisa como
el cristal y blanca como el alabastro. La entidad vestida de blanco de la puerta
se quedó mirando a Charlie con estupefacción.
—¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —preguntó—. Ni siquiera está…
—No —dijo Charlie—, ni siquiera estoy muerto. Pero escuche, tengo que
ver al… ¿Quién se encarga de la imprenta?
—El linotipista, por supuesto. Pero no puede…
—Pues tengo que verlo —dijo Charlie.
—Pero las normas prohíben…
—Mire, esto es importante. Hay erratas tipográficas. En interés de ustedes
igual que en el mío hay que procurar corregirlas, ¿verdad? De lo contrario el
caos puede ser absoluto.
—¿Erratas? Imposible. Está bromeando.
—Entonces —preguntó Charlie, razonablemente—, ¿cómo he entrado en
el Cielo[1] sin morirme?
—Pero…
—Verá, se suponía que estaba entrando en Haveen. Hay una matriz de la e
que…
—Venga.

19
Página 124
Era una oficina agradable y familiar. No muy distinta de la de Charlie en la
Imprenta Hapworth. Había un escritorio desvencijado, cubierto de papeles, y
detrás estaba sentado el linotipista, bajito y calvo, con tinta de imprenta en las
manos y una mancha en la frente. Al otro lado de la puerta cerrada se oía un
gran estruendo y el golpeteo de linotipias y prensas.
—Claro —dijo Charlie—. Se supone que tienen que ser perfectas, tan
perfectas que no hacen falta lectores de pruebas. Pero quizás una vez en el
infinito algo le puede ocurrir a la perfección, ¿verdad? Matemáticamente, en
un tiempo infinito puede ocurrir cualquier cosa. Mire; hay una imprenta y un
operador separados para los registros de cada persona, ¿no es así?
—Correcto —asintió el linotipista—, aunque por así decirlo el operador y
la máquina son una misma cosa, ya que el operador es una función de la
máquina y la máquina es una manifestación del operador, y los dos son
extensiones del ego del… Pero supongo que eso es un poco complicado para
que usted lo comprenda.
—Sí, yo…, bueno, de cualquier forma, los canales por donde pasan las
matrices deben de ser tremendos. En nuestras linotipias de la Imprenta
Hapworth, la matriz de la e hace su recorrido cada sesenta segundos o así, y si
una estuviera defectuosa, causaría una errata por minuto, pero aquí… Bueno,
¿es correcto mi cálculo de cincuenta y una horas y diez minutos?
—Lo es —asintió el linotipista—. Y como no hay manera de que usted
hubiera averiguado este hecho, excepto…
—Exacto. Y cuando pasa ese tiempo, la matriz de la e defectuosa cae
cuando el operador teclea la e. Probablemente la matriz estará desgastada; sea
como sea, pasa por un canal muy largo, cae demasiado deprisa y cae por
delante de su lugar correcto en la palabra; entonces causa una errata. Como la
semana pasada, el domingo. Se suponía que yo tenía que coger un gusano de
pesca[2] y…
—Espere.
El linotipista accionó un pulsador y emitió una orden. Un momento
después le llevaron un pesado libro, que colocaron sobre su escritorio. Antes
de que lo abriera, Charlie pudo vislumbrar su nombre en la tapa.
—¿Ha dicho a las cinco y cuarto de la mañana?
Charlie asintió. Las páginas giraron.
—¡Que me… bendigan! —dijo el linotipista—. ¡Un gusano angelical!
Debió de ser algo digno de verse. No creo que haya oído hablar nunca de un
gusano angelical. ¿Y qué pasó a continuación?

Página 125
—La e cayó mal en la palabra «odio»… Estaba persiguiendo a un hombre
que azotaba a un caballo y… Bueno, escribió «calor» en lugar de «odio»[3].
La e cayó dos caracteres antes de tiempo esa vez. Me desmayé por el calor y
me quemé por el sol en un día de lluvia. Eso fue a las ocho y veinticinco del
martes, y a las doce menos veinticinco del jueves, en el museo…
—¿Sí? —lo animó el linotipista.
—Un tael. Una moneda china que iba a ver. Ea máquina escribió «teal», y
como un «teal» es un pato, había un pato salvaje revoloteando en una vitrina
hermética. Uno de los guardas tuvo problemas; espero que lo arreglen.
—Lo haremos —dijo el linotipista riéndose—. Me gustaría haber visto ese
pato. Y la vez siguiente tuvo que ser a las tres menos cuarto, el sábado por la
tarde. ¿Qué ocurrió entonces?
—«Leí» en lugar de «lie»[4], señor. Mi pelota de golf quedó detrás de un
árbol, y se suponía que tenía que ser una posición fea, pero resultó ser una
guirnalda fea. Unas flores marchitas y mal combinadas en una cinta púrpura.
Y la siguiente fue la que más me costó resolver, aun cuando ya tema la clave.
Tenía una cita en la joyería a las seis menos cinco. Pero ésa era la hora fatal.
Llegué a las seis menos cinco, pero la matriz de la e falló por cuatro
caracteres aquella vez y quedó al principio de la palabra. En lugar de llegar
allí, llegué al éter[5].
—Vaya. Eso fue mala suerte. ¿Y lo siguiente?
—Lo siguiente fue justo lo contrario, señor. De hecho, me salvó la vida.
Me volví temporalmente loco e intenté suicidarme tomando lejía[6] Pero la e
defectuosa cayó en esa palabra, y salió «ley», que es una pequeña moneda de
cobre rumana. Todavía la tengo, como recuerdo. De hecho, cuando descubrí
el nombre de la moneda, deduje la respuesta. Me dio la clave para las otras.
—Ha demostrado tener muchos recursos —dijo el linotipista volviendo a
reír—. Y el método de llegar aquí para decírnoslo…
—Eso fue fácil, señor. Si lo cronometraba para entrar en llaveen en el
instante correcto, tenía una oportunidad doble. Si cualquiera de las dos e de la
palabra resultaba ser la defectuosa y caía, como así ocurrió, demasiado pronto
en la palabra, estaría entrando en el cielo.
—Decididamente ingenioso. Por cierto, puede dar las erratas por
corregidas. Nos hemos ocupado de ellas mientras hablábamos; excepto la
última, por supuesto. De lo contrario, ya no estaría aquí. Y hemos quitado del
canal la matriz defectuosa.
—¿Quiere decir que, por lo que la gente de allá abajo sabe, ninguna de
estas cosas…?

Página 126
—Exactamente. Ahora hay una edición revisada en la prensa, y en la
Tierra nadie tendrá ningún recuerdo de estos acontecimientos. Por decirlo así,
no ocurrieron. Bueno, ocurrieron pero no en la práctica. Cuando lo
devolvamos a la Tierra descubrirá que la situación es exactamente la que
habría sido sin las erratas tipográficas.
—¿Quiere decir que, por ejemplo. Pete Johnson no recordará qué le dije
del gusano, y que no habrá ningún registro en el hospital de que yo haya
estado allí? Y…
—Exactamente. Se han corregido las erratas.
—¡Vaya! —dijo Charlie—. Que me… quiero decir, bueno, se suponía que
debía casarme el miércoles por la tarde, hace dos días… ¿Estaré casado?
Quiero decir, ¿me casé…? Quiero decir…
—Sí —asintió el linotipista consultando otro volumen—, a las dos en
punto, el miércoles por la tarde. Con una tal Jane Pemberton. Ahora, si lo
devolvemos a la Tierra en el momento en que salió de allí… a las doce y
cuarto del sábado por la mañana, se encontrará… veamos… pasando la luna
de miel en Miami. En ese momento exacto, está en un taxi, en ruta…
—Sí, pero… —Charlie tragó saliva.
—Pero ¿qué? —El linotipista pareció sorprendido—. Creí que eso era lo
que usted quería, Wills. Le debemos un favor por haber sido tan ingenioso y
llamar nuestra atención respecto a las erratas tipográficas, pero pensé que
estar casado con Jane era lo que quería, y si vuelve y se encuentra…
—Sí, pero… —volvió a decir Charlie—. Pero… quiero decir… Mire,
llevaré dos días casado. Me habré perdido… quiero decir, ¿no podría…?
—Qué estúpido soy —dijo el linotipista sonriendo—. Por supuesto.
Bueno, el tiempo no importa en absoluto. Lo podemos dejar en cualquier
lugar del continuo. Me es igual de fácil llevarlo a las dos en punto del
miércoles por la tarde, al momento de la ceremonia. O al miércoles por la
mañana, justo antes. A cualquier momento.
—Bueno —dijo Charlie, en tono de duda—, tampoco es que fuera a
lamentar perderme la ceremonia. Me refiero a que no me gustan las
recepciones ni ese tipo de cosas, y tendría que estar sentado durante todo el
banquete, escuchar los brindis y los discursos, y bueno, quiero decir, yo…
—¿Está listo? —preguntó el linotipista riendo.
—Si estoy… ¡Claro!

Página 127
El traqueteo de las ruedas sobre los raíles, y el brillo de las estrellas y la luna
sobre la plataforma del tren.
Jane en sus brazos. Su esposa, y era miércoles por la noche. La hermosa,
fantástica, dulce, amable, suave y adorable Jane…
—Son… son las once en punto, cariño —le susurró él mientras ella se
acercaba más—. ¿Vamos…?
Sus labios se encontraron, se unieron.
Luego, cogidos de la mano, caminaron por el tren. Su mano giró el pomo
de la puerta del compartimento, y mientras la abría lentamente, tomó a Jane
en brazos para cruzar el umbral.

Página 128
El truco del sombrero

En cierto sentido, aquello nunca sucedió. De hecho, no habría pasado de no


haber habido tormenta cuando los cuatro salieron del cinc.
Habían visto una película de terror. Una realmente horrible; nada de
tonterías, sino algo sutil e insidioso que hizo que la noche lluviosa les
resultara limpia, dulce y bienvenida. A tres de ellos. Al cuarto…
Estaban bajo la marquesina.
—Bueno, chicos —dijo Mae—, ¿qué hacemos, nadar o coger un taxi?
Mae era una bonita rubia con una naricita respingona que le permitía oler
mejor los perfumes que vendía tras el mostrador de unos grandes almacenes.
—Vámonos un rato a mi estudio —propuso Elsie volviéndose a los dos
chicos—. Todavía es temprano.
El ligero énfasis que puso en la palabra «estudio» los hizo decidirse. Sólo
hacía una semana que Elsie tenía el estudio, y la novedad de vivir en un
estudio en lugar de en una habitación alquilada la hacía sentirse orgullosa,
bohemia y algo atrevida. Claro que no habría invitado nunca a Walter a subir
solo, pero mientras fueran dos parejas, todo iría bien.
—Fantástico —dijo Bob—. Oye. Wally, para aquel taxi. Yo voy a buscar
algo de vino. ¿Os gusta el oporto, chicas?
Walter y las chicas cogieron el taxi mientras Bob convencía al camarero, a
quien conocía un poco, de que les vendiera una botella pasada la hora legal.
Volvió corriendo con ella y se fueron al estudio de Elsie.
Mae, en el taxi, empezó a pensar otra vez en la película de terror; casi los
había hecho salir del cine. Se estremeció, y Bob le puso un brazo alrededor de
los hombros en un gesto protector.
—Olvídalo, Mae —dijo—. Es sólo una película. Nunca ocurre nada de
eso en realidad.
—Si ocurriera… —empezó Walter, y se detuvo bruscamente.
—Si ocurriera —dijo Bob mirándolo—, ¿qué?
—Olvidad lo que iba a decir —contestó Walter con un ligero tono de
disculpa. Sonrió, algo extrañamente, como si la película lo hubiera afectado
de forma algo distinta que a los otros. De forma bastante distinta.
—¿Cómo van los estudios, Walter? —preguntó Elsie.

Página 129
Walter estaba preparándose para entrar en la facultad de medicina en la
escuela nocturna; aquélla era su noche libre de la semana. De día trabajaba en
una librería en la calle Chestnut.
—Bastante bien —dijo.
Elsie lo comparaba mentalmente con el novio de Mae, Bob. Walter no era
tan alto como Bob, pero no era feo a pesar de las gafas. Y, desde luego, era
mucho más inteligente que Bob y algún día llegaría más lejos. Bob estaba de
aprendiz en una imprenta. Había dejado el instituto en el tercer año.
Cuando llegaron al estudio de Elsie, ella encontró cuatro vasos en un
armario, aunque de distintos tamaños y formas, y fue a buscar galletas y
mantequilla de cacahuete mientras Bob abría el vino y llenaba los vasos.
Era la primera fiesta de Elsie en el estudio y no resultó demasiado
animada. Hablaron sobre todo de la película de terror, y Bob les volvió a
llenar los vasos un par de veces, pero ninguno se dio cuenta.
Después la conversación languideció, y aún era temprano.
—Bob, tú sabías hacer unos trucos muy buenos con cartas —dijo Elsie—.
Tengo una baraja en este cajón. Haznos alguno.
Empezó así de sencillamente. Bob cogió la baraja e hizo que Mae sacara
una carta. Luego cortó e hizo que Mae la volviera a poner, la dejó cortar unas
cuantas veces, y luego miró toda la baraja hasta sacar su carta, el nueve de
picas.
Walter observaba sin demasiado interés. Probablemente no habría dicho
nada si Elsie no hubiera hecho un comentario.
—Bob, es fantástico. No entiendo cómo lo haces.
—Es fácil —le dijo Walter—; ha mirado la última carta antes de empezar
y cuando Mae ha metido la carta en la baraja, su carta ha quedado justo
encima de la que él había visto, así que simplemente ha escogido la que
estaba junto a ella.
Elsie vio la mirada que Bob le echó a Walter e intentó arreglarlo diciendo
lo ingenioso que resultaba incluso si se sabía cómo funcionaba.
—Bueno —dijo Bob—, a lo mejor tú puedes enseñarnos algo mejor. A lo
mejor eres el sobrino favorito de Houdini, o algo así.
—Si tuviera un sombrero —replicó Walter sonriéndole—, podría
enseñaros algo.
Era una apuesta segura; ninguno de los chicos llevaba sombrero. Mae
señaló la cosita diminuta que se había sacado de la cabeza y dejado sobre el
tocador de Elsie. Walter la miró con una mueca.

Página 130
—¿A eso lo llamas un sombrero? Oye, Bob, siento haber revelado tu
truco. Olvidadlo; tampoco es que yo sea muy bueno en esto.
Bob se estaba pasando las cartas de una mano a la otra, y podía haber
dejado correr el asunto si la baraja no le hubiera resbalado y no se hubiera
esparcido por el suelo. Recogió las cartas y su cara estaba roja, no sólo por
haberse agachado. Le tendió la baraja a Walter.
—Seguro que también eres bueno con las cartas —dijo—. Si has podido
revelar mi truco, seguro que debes saber unos cuantos. Venga, haz uno.
Walter tomó la baraja algo de mala gana y pensó un momento. Entonces,
mientras Elsie lo miraba ávidamente, escogió tres cartas, sosteniéndolas de
forma que nadie más pudiera verlas, y dejó la baraja.
—Pondré una en la parte superior de la baraja —dijo sosteniendo las tres
cartas en forma de abanico—, una en la parte inferior y otra en el medio, y
haré que queden juntas cortando una vez. Mirad, son el dos de diamantes, el
as de diamantes y el tres de diamantes.
Les volvió a dar la vuelta para que las cartas quedaran con el dorso hacia
la audiencia, y empezó a colocarlas, una en la parte superior de la baraja, una
en el medio y…
—Ja, ya lo he visto —dijo Bob—. Ésa no era el as de diamantes. Era el as
de corazones y la tenías entre las otras dos de manera que sólo se veía el
extremo del corazón. Ya tenías el as de diamantes colocado en la baraja —
concluyó con una sonrisa de triunfo.
—Bob, eso no ha estado bien —intervino Mae—. Al menos Wally te dejó
acabar el truco antes de decir nada.
Elsie también miró a Bob con el ceño fruncido. De repente su cara se
iluminó, y se dirigió al armario; abrió la puerta y sacó una caja de cartón del
estante superior.
—Acabo de recordar esto —dijo—. Es de hace un año, cuando me dieron
un papel en el ballet del centro social. Un sombrero de copa.
Abrió la caja y lo sacó. Estaba mellado, y pese a la caja, algo polvoriento,
pero indudablemente era un sombrero de copa. Lo depositó al revés, encima
de la mesa y junto a Walter.
—Has dicho que sabías uno muy bueno con un sombrero, Walter —dijo
—. Enséñaselo.
Todos miraban a Walter, que se movió incómodo.
—Yo… sólo le estaba tomando el pelo, Elsie. No…, quiero decir, ha
pasado tanto tiempo desde que hice esta clase de cosas, cuando era niño, y
todo eso… No me acuerdo.

Página 131
Bob se rió feliz y se levantó. Su vaso y el de Walter estaban vacíos; los
llenó y vertió un poco más en los de las chicas, aunque todavía no se habían
vaciado. Luego cogió un bastón que había en el rincón y lo blandió como si
fuera el pregonero de un circo.
—Pasen por aquí, damas y caballeros, y vean al único e inimitable Walter
Beckman hacer el famoso truco inexistente con un sombrero de copa negro. Y
en la siguiente jaula tenemos…
—Bob, cállate —dijo Mae.
—Por dos centavos, yo… —dijo Walter, que tenía un débil resplandor en
la mirada.
Bob se llevó la mano al bolsillo y sacó un puñado de calderilla. Tomó dos
centavos y los dejó caer en el sombrero de copa invertido.
—Aquí tienes —dijo y blandió de nuevo el bastón—. ¡Por el precio de
sólo dos centavos, la quincuagésima parte de un dólar! ¡Acérquense y vean al
mejor prestidigitador de la tierra!
Walter se bebió el vino, y la cara se le iba enrojeciendo más y más a
medida que Bob seguía burlándose. Luego se levantó.
—¿Qué te gustaría ver por tus dos centavos, Bob? —preguntó en voz
baja.
—Wally, ¿quieres decir que sacarás cualquier cosa del…? —dijo Elsie,
mirándolo con los ojos muy abiertos.
—Tal vez.
Bob estalló en risotadas estridentes.
—Ratas —dijo cogiendo la botella de vino.
—Tú lo has querido —repuso Walter.
Dejó el sombrero de copa sobre la mesa pero tendió una mano hacia él, al
principio de forma algo insegura. Se oyó un chillido procedente del sombrero;
Walter metió rápidamente la mano dentro y sacó algo sosteniéndolo por el
cuello.
Mae chilló y se puso el dorso de la mano sobre la boca; tenía los ojos
como platos. Elsie cayó desmayada silenciosamente sobre el sofá del estudio;
y Bob se quedó de pie, con el bastón aún en el aire y la expresión congelada.
La cosa volvió a chillar cuando Walter la levantó un poco más arriba.
Parecía una rata negra, horrible, monstruosa. Pero era de un tamaño mayor
que una rata, demasiado grande para haber cabido en el sombrero. Sus ojos
brillaban como bombillas rojas, y mostraba unos dientes blancos, horribles, en
horma de cimitarras, que chasqueaban cuando su boca se abría varios
centímetros cada vez y se volvía a cerrar como una trampa. Se retorcía para

Página 132
liberar su cogote de la mano temblorosa de Walter, y sus garras arañaban el
aire. Parecía increíblemente maligna.
Chillaba de forma incesante, aterradora, y despedía un olor rancio y fétido
como si hubiera vivido en tumbas y devorado su contenido.
Luego, tan repentinamente como había sacado la mano del sombrero,
Walter la metió dentro de nuevo junto con aquella cosa. Los chillidos cesaron,
y Walter sacó la mano del sombrero. Se quedó en pie, tembloroso, y con la
cara pálida. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor de la frente.
—No… no he debido hacerlo. —Su voz sonó extraña. Corrió hacia la
puerta, la abrió y lo oyeron tambalearse escaleras abajo.
—Lié… llévame a casa. Bob —dijo Mae apartando lentamente la mano
de la boca.
—Demonios —soltó Bob, pasándose una mano por los ojos—, ¿qué…?
Cruzó la habitación y miró dentro del sombrero. Allí estaban sus dos
centavos, pero no metió la mano para sacarlos.
—¿Qué pasa con Elsie? ¿No tendríamos…? —Se le quebró la voz.
—Déjala que duerma —dijo Mae levantándose lentamente.
No hablaron mucho en el camino de regreso.

Dos días después, Bob se encontró con Elsie en la calle.


—Hola, Elsie.
—Hola —respondió ella.
—Oye, vaya una fiesta montamos en tu estudio la otra noche. Supongo…
supongo que bebimos demasiado.
Algo pareció pasar por la cara de Elsie por un momento, después sonrió.
—Bueno —dijo—, desde luego yo sí; me quedé frita.
—Yo también iba bastante colocado. —Bob sonrió—. La próxima vez
tendré mejores modales.
Mae tuvo su siguiente cita con Bob al lunes siguiente. Aquella vez no fue
una cita doble.
—¿Vamos a algún sitio a beber algo? —propuso Bob después de la
película.
Por algún motivo, Mae sintió un ligero estremecimiento.
—Bien, de acuerdo, pero vino no. He dejado el vino. Dime, ¿has visto a
Wally desde la semana pasada?
Bob negó con la cabeza.

Página 133
—Supongo que tienes razón en lo del vino. Wally tampoco puede
tomarlo. Le sentó fatal y salió corriendo, ¿verdad? Espero que llegara a la
calle a tiempo.
—Tú tampoco estabas muy sobrio, señor Evans. —Mae le sonrió—.
¿Acaso no intentaste pelearte con él por una tontería de un truco de cartas o
algo así? Oye, la película que vimos fue horrible; aquella noche tuve una
pesadilla.
—¿De qué iba? —preguntó él con una sonrisa.
—De… vaya, no me acuerdo. Es curioso que un sueño pueda parecer tan
real, y luego no se pueda recordar qué fue.
Bob no volvió a ver a Walter Beekman hasta que un día, tres semanas
después de la fiesta, pasó por la librería. Era una hora tranquila, y Walter, solo
en la tienda, estaba tomando notas en un escritorio en la parte de atrás.
—Hola, Wally. ¿Qué estás haciendo?
Walter se levantó y señaló con la cabeza los papeles en los que había
estado trabajando.
—La tesis. Es mi último año de preparación para la universidad, y la estoy
haciendo sobre psicología.
—Psicología, ¿eh? —dijo Bob con condescendencia apoyándose
descuidadamente en el escritorio—. ¿Sobre qué estás escribiendo?
Walter lo miró unos momentos antes de responder.
—Un tema muy interesante. Intento demostrar que el cerebro humano es
incapaz de asimilar lo que le resulta completamente increíble. En otras
palabras, que si uno ve algo que le resultara imposible creer, se convencería
de que no lo ha visto. En cierto modo, lo racionalizaría.
—¿Quieres decir que si viera un elefante rosa no lo creería?
—Sí —dijo Walter—, eso o una… Olvídalo. —Fue a la entrada de la
tienda para atender a un cliente.
—¿Tienes algún libro bueno de misterio? —preguntó Bob cuando regresó
Walter—. Tengo el fin de semana libre; tal vez lea un poco.
Wally pasó los ojos por la estantería y señaló con el índice la tapa de un
libro.
—Éste es buenísimo —dijo—. Va de seres de otro planeta que viven entre
nosotros disfrazados, fingiendo ser personas.
—¿Para qué?
—Léelo y lo sabrás. —Walter sonrió—. Tal vez te sorprenda.
Bob se movió inquieto y se dio la vuelta para mirar él mismo las
estanterías.

Página 134
—Bueno —dijo—, creo que prefiero una historia de misterio normal.
Todo eso que dices es demasiado raro para mí. —Por algún motivo que no
acabó de entender, levantó la vista hacia Walter y añadió—: ¿Verdad?
—Sí —asintió Walter—, supongo que sí.

Página 135
Los Geezenstack

Una de las cosas extrañas de lodo aquello fue que Aubrey Walters no era en
absoluto una niña extraña. Era tan corriente como su padre y su madre, que
vivían en un apartamento de la calle Otis, jugaban al bridge una noche a la
semana, salían otra noche y las demás las pasaban tranquilamente en casa.
Aubrey tenía nueve años, el pelo bastante lacio y era muy pecosa, pero a
los nueve años nadie se preocupa por esas cosas. Le iba bastante bien en la
escuela privada no demasiado cara a la que sus padres la llevaban, tenía
facilidad para hacerse amiga de los otros niños y le daban clases de violín;
tenía uno pequeño que tocaba espantosamente mal.
Su mayor defecto, posiblemente, era su predilección por quedarse
levantada hasta tarde por las noches y en realidad eso era culpa de sus padres,
por dejarla estar en pie y vestida hasta que le entraba el sueño y quería
acostarse. Incluso cuando tenía cinco o seis años, rara vez se acostaba antes
de las diez. Y si, durante un período de mayor preocupación maternal, la
acostaban más temprano, tampoco se dormía. Así pues, ¿por qué no dejar que
se quedara despierta?
A los nueve años, se estaba levantada hasta que sus padres se acostaban,
lo cual sucedía alrededor de las once los días normales y más tarde cuando
tenían visitas para jugar al bridge o salían por la noche. Entonces se acostaba
más tarde aún, porque normalmente se la llevaban con ellos. Aubrey
disfrutaba con las salidas, fueran adonde fueran. Se quedaba quieta como un
ratón en su asiento del teatro, o lo miraba todo con seriedad infantil por
encima del borde de un vaso de refresco de jengibre mientras sus padres
tomaban un cóctel o dos en un club. Observaba el ruido, la música y el baile
con ojos muy abiertos, y disfrutaba cada momento.
Algunas veces el tío Richard, hermano de su madre, iba con ellos. Era
buena amiga del tío Richard. Fue él quien le regaló los muñecos.
—Hoy me ha pasado algo muy raro —había dicho—. Iba yo por Rodgers
Place, pasado el edificio Mariner, ya sabes, Edith; donde el doctor Howard
tenía el consultorio, y he oído un golpe en la acera detrás de mí. Me he dado
la vuelta, y allí estaba este paquete.

Página 136
«Este paquete» era una caja blanca un poco mayor que una caja de
zapatos, atada de forma extraña con cinta gris. Sam Walters, el padre de
Aubrey, la miró con curiosidad.
—No parece abollada —dijo—. No puede haber caído de una ventana
muy alta. ¿Estaba atada así?
—Justo así. He vuelto a ponerle la cinta después de abrirla y mirar que
había dentro. Oh, no la he abierto allí ni entonces. Me he parado y he mirado
arriba para ver quién la había tirado, pensando que vería a alguien asomado a
una ventana. Pero no había nadie, y he cogido la caja. Tenía algo dentro, no
muy pesado, y la caja y la cinta me han parecido… Bueno, no parecía algo
que nadie tirara a propósito. Me he quedado mirando arriba, y no ha pasado
nada, así que la he sacudido un poco y…
—Bueno, bueno —dijo Sam Walters—. Ahórranos los detalles. ¿No has
encontrado al que la había tirado?
—No. Y he subido hasta el cuarto piso, preguntando a los inquilinos
cuyas ventanas daban al sitio donde la había cogido. Ha resultado que todos
estaban en casa, y nadie la había visto nunca. He pensado que podía haber
caído de una cornisa. Pero…
—¿Qué hay dentro, Dick?
—Muñecos. Cuatro. Los he traído para Aubrey, si los quiere.
—Oooh, tío Richard —dijo Aubrey cuando desató el paquete—. Son…
son preciosos.
—Parecen más bien maniquíes que muñecos, Dick —dijo Sam—. Por la
ropa que llevan, quiero decir. Deben de costar varios dólares cada uno. ¿Estás
seguro de que el propietario no aparecerá?
—No veo cómo. —Richard se encogió de hombros—. Tal como os he
dicho, he subido cuatro pisos preguntando. Aunque por el aspecto de la caja y
el ruido del golpe, no puede haber caído de tan arriba. Y después de abrirla,
bueno… mira.
Cogió uno de los muñecos y lo sostuvo para que Sam Walters lo
inspeccionara.
—Cera. La cabeza y las manos, me refiero. Y ninguno está roto. No puede
haber caído de más arriba del segundo piso. Y aun así, no veo cómo… —
Volvió a encogerse de hombros.
—Son los Geezenstack —dijo Aubrey.
—¿Cómo? —preguntó Sam.
—Los llamaré los Geezenstack —dijo Aubrey—. Mira, éste es papá
Geezenstack, y ésta es mamá Geezenstack, y la niña es Aubrey Geezenstack.

Página 137
Y al otro lo llamaremos tío Geezenstack. El tío de la niña.
—Como nosotros, ¿eh? —Sam rió—. Pero si el tío… eh… Geezenstack
es el hermano de mamá Geezenstack, igual que el tío Richard es el hermano
de mamá, su nombre no puede ser Geezenstack.
—Pues lo es igualmente —dijo Aubrey—. Todos se llaman Geezenstack.
Papá, ¿me construirás una casa para ellos?
—¿Una casa de muñecas? Pues… —Iba a decir «pues claro», pero vio la
cara de su esposa y se acordó. Sólo faltaba una semana para el cumpleaños de
Aubrey, y hasta el momento no sabían qué regalarle. Apresuradamente,
añadió—: Pues no lo sé. Lo pensaré.

Era una casa de muñecas muy bonita. Sólo tema un piso, pero muy elaborado,
y con un tejado que podía levantarse para cambiar los muebles de sitio y
mover los muñecos de habitación en habitación. La escala era apropiada a la
de los maniquíes que Richard había traído.
Aubrey estaba encantada. Todos sus demás juguetes quedaron eclipsados,
y los asuntos de los Geezenstack ocupaban la mayor parte de sus
pensamientos.
Pasó bastante tiempo hasta que Sam Walters empezó a fijarse y a pensar
en los asuntos de los Geezenstack. Al principio, con una suave risita ante la
serie de coincidencias que se sucedían.
Después, con una expresión desconcertada en los ojos.
Al poco tiempo, cuando volvían los cuatro de una función, se llevó a
Richard a una esquina.
—Eh… Dick.
—¿Sí, Sam?
—Esos muñecos, Dick. ¿De dónde los sacaste?
—¿Qué quieres decir, Sam? —Los ojos de Richard lo miraron sin
comprender—. Ya os dije de dónde los saqué.
—Sí, pero… ¿no estarías bromeando o algo así? Quiero decir, a lo mejor
los compraste para Aubrey, y pensaste que protestaríamos si le hacías un
regalo tan caro, así que…
—No, en serio. Nada de eso.
—Pero, diablos, Dick, no pueden haberse caído de una ventana sin
romperse. Son de cera. ¿No podía haber alguien caminando detrás de ti… o
pasando por allí en coche, o algo así?

Página 138
—No había nadie alrededor, Sam. Nadie en absoluto. A mí también me
extrañó. Pero si estuviera mintiendo, no inventaría una historia tan rara como
ésa, ¿verdad? Simplemente diría que los encontré en el banco de un parque o
en el asiento de un cine. Pero, ¿por qué quieres saberlo?
—Sólo me lo preguntaba.
Y Sam Walters se lo siguió preguntando.
La mayoría eran cosas sin importancia. Como aquella vez.
—Papá Geezenstack no ha ido a trabajar esta mañana —dijo Aubrey—,
está en la cama enfermo.
—¿En serio? —había preguntado Sam—. ¿Y qué le pasa?
—Supongo que algo le sentó mal.
—¿Y cómo está el señor Geezenstack, Aubrey? —preguntó Sam a la
mañana siguiente en el desayuno.
—Un poco mejor, pero el médico dijo que hoy tampoco podrá ir a
trabajar. Mañana, tal vez.
Y, al día siguiente, el señor Geezenstack volvió a trabajar. Resultó que ése
fue el día en que Sam Walters volvió a casa encontrándose muy mal, como
consecuencia de algo que había comido. Sí, faltó dos días al trabajo. La
primera vez en varios años que faltaba al trabajo por una enfermedad.
Algunas cosas ocurrían más pronto, otras tardaban más. No se las podía
señalar y decir: «Bueno, si esto les pasa a los Geezenstack, nos pasará a
nosotros en veinticuatro horas». A veces era menos de una hora. A veces una
semana.
—Mamá y papá Geezenstack se han peleado hoy.
Y Sam intentó evitar la pelea con Edith, pero no pudo. Llevaba unos días
volviendo tarde, aunque no por culpa suya. Ocurría a menudo, pero aquella
vez Edith se lo tornó mal. Hablarle suavemente no sirvió de nada, y
finalmente él también perdió los nervios.
—El tío Geezenstack se va unos días fuera, de visita.
Richard no había salido de la ciudad en años, pero a la semana siguiente
se le metió repentinamente en la cabeza ir a Nueva York.
—Son Pete y Amy, ya sabéis. Me han enviado una carta invitándome…
—¿Cuándo? —preguntó Sam, casi bruscamente—. ¿Cuándo has recibido
la carta?
—Ayer.
—Entonces la semana pasada no estabas… Esto sonará como una
pregunta tonta, Dick, pero la semana pasada, ¿pensabas ir a alguna parte? ¿Le
dijiste algo a… a alguien sobre la posibilidad de visitar a alguien?

Página 139
—Dios mío, no. Ni siquiera había pensado en Pete y Amy desde hacía
meses, hasta que ayer recibí su carta. Quieren que me quede una semana.
—Volverás en tres días… a lo mejor —dijo Sam. No quiso explicarlo, ni
siquiera cuando Richard regresó a los tres días. Sonaba demasiado estúpido
decir que sabía cuánto tiempo iba a estar fuera Richard porque ése era el
tiempo que había estado fuera el tío Geezenstack.
Sam Walters comenzó a observar a su hija y a preguntarse cosas. Por
supuesto, era ella la que decidía qué harían los Geezenstack. ¿Era posible que
Aubrey tuviera alguna especie de visión paranormal que la llevaba, de forma
inconsciente, a predecir cosas que iban a ocurrirles a los Walters y a Richard?
Por supuesto, no creía en la clarividencia. Pero, ¿era Aubrey clarividente?
—La señora Geezenstack se va de compras hoy. Comprará un abrigo
nuevo.
Eso casi parecía preparado. Edith había sonreído a Aubrey y después
había mirado a Sam.
—Por cierto, eso me recuerda, Sam, que mañana iré al centro, y hay
rebajas en…
—Pero, Edith, estamos en guerra. Y no necesitas un abrigo.
Había discutido con tanta vehemencia que llegó tarde al trabajo. Y
discutía sin convicción, porque podían permitirse el abrigo, y era cierto que su
esposa no se había comprado ninguno en dos años. Pero no podía explicarle
que el verdadero motivo por el que no quería que se lo comprara era que la
señora Geezenstack… Era demasiado tonto para decirlo, ni siquiera a sí
mismo.
Edith se compró el abrigo.
Era extraño, pensaba Sam, que nadie más se diera cuenta de las
coincidencias. Pero Richard no estaba siempre en casa, y Edith… bueno,
Edith tenía el don de escuchar la charla de Aubrey sin enterarse de casi nada.
—Aubrey Geezenstack ha traído las notas a casa hoy, papá. Ha sacado un
noventa en aritmética, un ochenta en ortografía y…
Y dos días después, Sam telefoneó al director del colegio. Desde una
cabina, por supuesto, para que nadie lo oyera.
—Señor Bradley, me gustaría hacerle una pregunta. Tengo un motivo
muy peculiar pero importante para hacérsela. ¿Sería posible que una alumna
de su escuela supiera las notas por adelantado?
No, no era posible. Los mismos profesores no lo sabían, hasta que
calculaban las medias, y eso no se hacía hasta la mañana en que se rellenaban

Página 140
los boletines y se enviaban a las casas. Sí, eso fue el día anterior por la
mañana, durante el recreo de los niños.
—Sam —dijo Richard—. Se te ve nervioso. ¿Problemas de trabajo? Mira,
las cosas mejorarán de ahora en adelante, y con tu empresa, no tienes de qué
preocuparte.
—No es eso. Dick. Es… Quiero decir, no hay nada que me preocupe. No
exactamente. Es… —Tuvo que zafarse del interrogatorio inventándose una
preocupación o dos para que Richard se las sacara de la cabeza.
Pensaba mucho en los Geezenstack. Demasiado. Si hubiese sido
supersticioso, o crédulo, no habría sido tan malo. Pero no lo era. Por eso cada
coincidencia sucesiva lo afectaba más que la anterior.
Edith y su hermano se dieron cuenta, y lo comentaron cuando Sam no
estaba.
—Lleva una temporada muy raro. Dick. Estoy… realmente preocupada.
Se comporta tan… ¿Crees que podríamos convencerlo para que fuese a ver a
un médico o a un…?
—¿Un psiquiatra? Ojalá pudiéramos. Pero no lo imagino haciéndolo,
Edith. Algo lo preocupa, y he intentado sondearlo, pero no me lo dice.
¿Sabes? Creo que tiene que ver con los malditos muñecos.
—¿Muñecos? ¿Te refieres a los muñecos de Aubrey? ¿Los que tú le
regalaste?
—Sí, los Geezenstack. Se queda sentado mirando la casa de muñecas. Lo
he oído preguntarle a la niña cosas sobre sus muñecos y hablaba en serio.
Creo que tiene visiones relacionadas con ellos o algo parecido.
—Pero, Dick, eso es terrible.
—Mira, Edie, a Aubrey ya no le interesan tanto como antes y… ¿hay algo
que desee mucho?
—Clases de baile. Pero ya está estudiando violín, y no creo que
podamos…
—¿Crees que si le prometo pagarle las clases de baile si se desprende de
los muñecos estaría dispuesta a hacerlo? Creo que tenemos que sacarlos del
apartamento. Y no quiero hacer sufrir a Aubrey, así que…
—Bueno… pero ¿qué le diremos a Aubrey?
—Dile que conozco a una familia pobre con niños que no tienen ningún
muñeco. Y… creo que accederá, si le explicas una historia lo bastante triste.
—Pero, Dick, ¿qué le diremos a Sam? Él no se lo creerá.
—Dile a Sam, cuando Aubrey no esté, que crees que es muy mayor para
jugar con muñecos y que… Dile que se interesa excesivamente por ellos y

Página 141
que el médico te ha aconsejado… este tipo de cosas.
Aubrey no se entusiasmó demasiado. No estaba tan interesada en los
Geezenstack como cuando eran nuevos, pero ¿por qué no podía tener los
muñecos y las clases de baile?
—No creo que tengas tiempo para las dos cosas, cariño. Y están esos
pobres niños que carecen de muñecos para jugar y deberían darte pena…
Y finalmente Aubrey cedió. Pero la escuela de baile no abría hasta diez
días después, y ella se empeñó en quedarse con los muñecos hasta que
empezaran las clases. Hubo discusiones, pero infructuosas.
—Está bien, Edith —le dijo Richard—. Diez días es mejor que nada y…
Bueno, si no los entrega voluntariamente, todo esto acabará en una pataleta, y
Sam descubrirá qué tramamos. ¿No le has mencionado nada, verdad?
—No. Pero tal vez lo haría sentirse mejor saber que…
—Yo no le diría nada. No sabemos qué le fascina o le repele de esos
muñecos. Espera a que esté hecho y díselo cuando Aubrey ya los haya
regalado. De lo contrario, podría ser él quien pusiera objeciones y quisiera
quedarse con ellos. Si conseguimos sacarlos de aquí sin que se entere, no
podrá impedirlo.
—Tienes razón, Dick. Y Aubrey no se lo dirá, porque le dije que las
clases serían una sorpresa para su padre, y no puede contarle qué les ocurrirá
a los muñecos sin revelar la otra parte del trato.
—Fantástico, Edith.
Tal vez todo habría salido mejor si Sam se hubiera enterado. O tal vez
todo hubiera ocurrido de la misma manera.
Pobre Sam. Tuvo un mal momento la tarde siguiente. Una amiga del
colegio de Aubrey estaba allí, y las dos niñas jugaban con la casa de muñecas.
Sam las observaba, intentando parecer menos interesado de lo que estaba.
Edith hacía punto y Richard, que acababa de llegar, leía el periódico.
Sólo Sam escuchaba a las niñas y oyó la sugerencia.
—Y después jugaremos a los funerales, Aubrey. Uno de ellos estaba…
Sam soltó una especie de grito ahogado y casi se cayó en su prisa por
cruzar la habitación.
Hubo un mal momento, pero Richard y Edith se apañaron para no darle
importancia, aparentemente. Edith descubrió que era hora de que la amiguita
de Aubrey se marchara, e intercambió una mirada significativa con Richard
mientras la acompañaban a la puerta.
—Dick, ¿has visto…? —susurró Edith.

Página 142
—Algo va mal, Edie. Tal vez no deberíamos esperar. Al fin y al cabo,
Aubrey ha accedido a regalarlas y…
Entretanto, en la sala de estar, a Sam le costaba respirar. Aubrey lo miró
casi como si le diera miedo. Era la primera vez que su hija lo miraba de ese
modo, y Sam se sintió avergonzado.
—Cariño, siento haber… Pero escucha, ¿me prometes que nunca jugarás a
los funerales con tus muñecos? ¿Ni a que uno está gravemente enfermo, tiene
un accidente… o cualquier cosa mala? ¿Me lo prometes?
—Claro, papá. Voy… voy a guardarlos por esta noche.
Puso la tapa en la caja de muñecas y regresó a la cocina.
—Hablare con Aubrey a solas y lo arreglaré con ella —dijo Edie en el
recibidor—. Tú habla con Sam. Dile…, mira, salgamos esta noche, vamos a
alguna parte y apartémoslo de todo esto. Ve a ver si quiere.
Sam seguía contemplando la casa de muñecas.
—Vamos a divertirnos, Sam —dijo Richard—. ¿Qué te parece si vamos a
alguna parte? Últimamente nos hemos quedado demasiado en casa. Nos irá
bien.
—De acuerdo, Dick. —Sam lanzó un suspiro—. Si tú lo dices… Me… me
irá bien algo de diversión, supongo.
Edie regresó con Aubrey y le guiñó un ojo a su hermano.
—Vosotros bajad y traed un taxi de la parada de la esquina. Aubrey y yo
ya estaremos abajo cuando lleguéis.
A espaldas de Sam, mientras los dos hombres se ponían los abrigos,
Richard interrogó con la mirada a Edith y ella asintió.
Fuera había una niebla muy densa; sólo podían ver unos pocos metros por
delante. Sam insistió en que Richard esperase a Edith y Aubrey en la puerta
mientras él iba a por el taxi. La mujer y la niña bajaron justo antes de que
Sam volviera.
—¿Has…? —preguntó Richard.
—Sí, Dick, iba a tirarlos, pero en lugar de eso los regalé. De esta manera,
es definitivo; Sam podía haberse empeñado en buscarlos en la basura y
encontrarlos si los tiraba.
—¿Los has regalado? ¿A quién?
—Ha sido una cosa muy extraña, Dick. He abierto la puerta, y había una
anciana pasando por el rellano. No sé de qué apartamento ha salido, pero debe
de ser una mujer de la limpieza o algo así, aunque parecía una bruja, pero
cuando ha visto los muñecos que yo tenía en las manos…
—Aquí llega el taxi —dijo Dick—. ¿Se los has regalado?

Página 143
—Sí, ha sido muy raro. Ha dicho: «¿Míos? ¿Para quedármelos? ¿Pina
siempre?». ¿No te parece una manera extraña de preguntarlo? Pero yo me he
reído y le he contestado: «Sí, señora. Suyos para siem…».
Se interrumpió, porque la sombría silueta del taxi ya estaba en la acera.
—¡Vamos, familia! —gritó Sam abriendo la puerta.
Aubrey salió corriendo por la acera, se metió en el taxi y los otros la
siguieron. Se pusieron en marcha.
La niebla era más espesa. No podían ver nada en absoluto por las
ventanillas. Era como si un muro gris se apretase contra los cristales, como si
el mundo exterior hubiera desaparecido, absoluta y completamente. Incluso el
parabrisas, visto desde su asiento, era un simple espacio gris.
—¿Cómo puede conducir tan deprisa? —dijo Richard, y había un toque
de nerviosismo en su voz—. Por cierto, ¿adónde vamos, Sam?
—Vaya por Dios —dijo Sam—. No se lo he dicho a la mujer.
—¿La mujer?
—Sí. Es una conductora. Hay muchas ahora. Voy…
Se inclinó hacia delante, golpeó el cristal y la mujer se volvió.
Edith le vio la cara y chilló.

Página 144
Pesadilla diurna

Empezó como un simple caso de asesinato. Eso ya era bastante malo de por
sí, porque era el primer asesinato en los cinco años que Rod Caquer llevaba
como teniente de policía del Sector Tres de Calisto.
El Sector Tres estaba orgulloso de ese record, o lo estuvo hasta que el
récord dejó de tener importancia.
Pero antes de que todo acabara, nadie hubiera sido más feliz que Rod
Caquer si se hubiera limitado a un simple caso de asesinato, sin repercusiones
cósmicas.
Los acontecimientos se desencadenaron cuando el zumbador de Rod
Caquer le hizo levantar la vista hacia la visipantalla.
Allí vio la imagen de Barr Maxon, regente del Sector Tres.
—Buenos días, regente —dijo Caquer amistosamente—. Bonito discurso
el que hizo la otra noche en…
—Gracias, Caquer —lo interrumpió Maxon—. ¿Conoce a Willem Deem?
—¿El propietario de la videoteca? Sí, un poco.
—Está muerto —anunció Maxon—. Parece haber sido un asesinato. Será
mejor que vaya para allá.
La imagen desapareció de la pantalla antes de que Caquer pudiera hacer
ninguna pregunta. Pero las preguntas podían esperar. Ya estaba de pie y
abrochándose la espada.
¿Asesinato en Calisto? No parecía posible, pero si de veras había pasado,
tenía que llegar allí deprisa. Muy deprisa, si quería echarle un vistazo al
cuerpo antes de que se lo llevaran al incinerador.
En Calisto, los cuerpos no se mantenían más de una hora después de la
muerte a causa de las esporas de hylra que, en cantidades mínimas, estaban
siempre presentes en la tenue atmósfera. Por supuesto, eran inofensivas para
los tejidos vivos, pero aceleraban muchísimo el proceso de putrefacción en
cualquier tipo de materia animal muerta.
El doctor Skidder, oficial médico superior, salía por la puerta principal de
la videoteca cuando el teniente Caquer llegó allí sin aliento.
—Dese prisa si quiere echarle un vistazo —le dijo a Caquer señalando
con el pulgar por encima de su hombro—. Lo están sacando por detrás. Pero

Página 145
yo he examinado…
Caquer siguió corriendo y alcanzó a los auxiliares uniformados de blanco
en la puerta trasera de la tienda.
—¡Eh, chicos, dejadme ver! —gritó Caquer mientras apartaba la sábana
que tapaba la camilla.
Se sintió algo mareado, pero no había ninguna duda acerca de la identidad
del cadáver ni de la causa de la muerte. Esperaba contra toda esperanza que
finalmente resultara ser una muerte accidental. Pero le habían hundido el
cráneo hasta las cejas; un golpe propinado por un hombre fuerte con una
espada pesada.
—Mejor que se dé prisa, teniente. Ya casi hace una hora que lo
encontraron.
La nariz de Caquer lo confirmaba, así que volvió a colocar la sábana y
dejó que los auxiliares siguieran hasta la furgoneta blanca aparcada frente a la
puerta.
Volvió a entrar en la tienda, pensativo, y miró a su alrededor. Todo
parecía estar en orden. Las largas estanterías de mercancías envueltas en
celulosa estaban pulcras y ordenadas. Los nichos del otro lado, algunos
equipados con ampliadoras para lectores de libros, y los otros con proyectores
para los usuarios de microfilmes, estaban vacíos e intactos.
Una pequeña multitud de curiosos se había reunido en la puerta, pero
Brager, uno de los policías, los mantenía fuera de la tienda.
—Oye, Brager —dijo Caquer, y el policía entró y cerró la puerta.
—¿Sí, teniente?
—¿Sabes algo de esto? ¿Quién lo encontró, cuándo y todo eso?
—Lo encontré yo, hace casi una hora. Patrullaba por aquí cuando oí el
disparo.
—¿El disparo? —repitió Caquer mirándolo sin comprender.
—Sí. Entré corriendo y aquí estaba, muerto; y no se veía un alma. Sabía
que nadie había salido por delante, así que corrí a la parte trasera y tampoco
vi a nadie desde la puerta. Entonces volví e hice la llamada.
—¿A quién? ¿Por qué no me llamaste a mí directamente, Brager?
—Perdone, teniente, pero estaba nervioso; me equivoqué de botón y
apareció el regente. Le dije que alguien había disparado a Deem, y me dijo
que me quedara de guardia y que él llamaría al médico, a los auxiliares y a
usted.
«¿Por ese orden?», se preguntó Caquer. Aparentemente sí, porque Caquer
había sido el último en llegar.

Página 146
Pero dejó eso a un lado para ocuparse de lo más importante; que Brager
hubiera oído un disparo. Eso no tenía sentido, a menos que… no, eso también
era absurdo. Si Willem Deem había muerto por un disparo, el médico no le
habría roto el cráneo como parte de la autopsia.
—¿A qué te refieres con lo de «un disparo», Brager? —preguntó Caquer
—. ¿A un arma de fuego antigua?
—Sí —dijo Brager—. ¿No ha visto el cuerpo? Tenía un agujero justo
encima del corazón. Un agujero de bala, supongo. Nunca había visto uno
antes. No sabía que hubiera ningún arma de fuego en Calisto. Las ilegalizaron
incluso antes que los desintegradores.
—¿Has… —empezó a decir Caquer asintiendo lentamente— has visto
alguna evidencia de otra… herida?
—¡Tierra, no! ¿Por qué iba a haber otra herida? Un agujero en el corazón
es suficiente para matar a un hombre, ¿verdad?
—¿Adónde ha ido el doctor Skidder después de salir de aquí? —inquirió
Caquer—. ¿Lo ha dicho?
—Sí, ha dicho que usted iba a pedir su informe, así que iba a volver a su
despacho y esperar a que pasara por allí o lo llamara. ¿Qué quiere que haga,
teniente?
Caquer pensó un momento.
—Ve a la habitación de al lado y usa el visófono, Brager… yo mantendré
éste ocupado —le dijo finalmente al policía—. Que vengan tres hombres más,
y entre los cuatro peináis este bloque e interrogáis a todo el mundo.
—¿Quiere decir por si vieron a alguien salir corriendo por detrás, si
oyeron el disparo y ese tipo de cosas?
—Sí. Y también cualquier cosa que puedan saber sobre Deem, o sobre
quién podía tener razones para… para dispararle.
Brager saludó y salió.
Caquer llamó al doctor Skidder por el visófono.
—Hola, doctor —dijo—. Cuénteme.
—Lo que se veía a simple vista, Rod. Un desintegrador, por supuesto. A
quemarropa.
El teniente Rod Caquer hizo un esfuerzo por tranquilizarse.
—¿Qué pasa? —preguntó Skidder—. ¿Nunca había visto una muerte por
desintegrador? Claro, supongo que no, Rod, es usted demasiado joven. Pero
hace cincuenta años, cuando yo era estudiante, teníamos una de cuando en
cuando.
—¿Cómo lo mató?

Página 147
—Oh. —El doctor Skidder parecía sorprendido—. Entonces no llegó
antes de que se fueran los auxiliares. Creí que lo había visto. En el hombro
izquierdo, le quemó toda la piel y la carne y le chamuscó el hueso. La muerte
en sí se debió al shock; el disparo no alcanzó ninguna zona vital. Aunque la
herida hubiera sido fatal de todas formas, probablemente. Pero el shock hizo
que fuera instantáneo.
Los sueños eran así, se dijo Caquer a sí mismo.
«En los sueños, las cosas ocurren sin que signifiquen nada —pensó—.
Pero no estoy soñando, esto es real».
—¿Alguna otra herida o marca en el cuerpo? —preguntó lentamente.
—Ninguna. Le sugiero, Rod, que se concentre en buscar el desintegrador.
Busque por lodo el Sector Tres, si es necesario. Sabe cómo es un
desintegrador, ¿verdad?
—He visto imágenes —dijo Caquer—. ¿Hacen ruido, doctor? Nunca he
visto cómo disparan.
—Hay un resplandor y un siseo —respondió el doctor Skidder con un
gesto de negación—, pero nada más.
—¿No podría confundirse con un tiro de pistola?
—¿Se refiere a un arma de fuego? —El médico se quedó mirándolo—.
Claro que no. Sólo es un débil siseo. A más de tres metros, no se oye.
Cuando el teniente Caquer hubo desconectado el visófono, se sentó y
cerró los ojos para concentrarse. De algún modo tenía que encontrar el sentido
de todas esas observaciones contradictorias. Las suyas, las del policía y las
del médico.
Brager había sido el primero en ver el cuerpo y había dicho que tenía un
agujero en el corazón y que no había más heridas. Había oído el disparo.
«Supongamos que Brager miente —pensó Caquer—. Sigue sin tener
sentido. Porque según el doctor Skidder, no había un agujero de bala sino una
herida de desintegrador. Y Skidder ha visto el cuerpo después de Brager».
Teóricamente, alguien había podido usar un desintegrador entretanto,
sobre un hombre que ya estaba muerto. Pero…
Pero eso no explicaba la herida en la cabeza, ni el hecho de que el médico
no hubiera visto el agujero de bala.
Teóricamente, alguien había podido golpear el cráneo con una espada
entre el momento en que Skidder hizo la autopsia y el momento en que él,
Rod Caquer, había visto el cuerpo. Pero…
Pero eso no explicaba por qué él no había visto el hombro chamuscado al
levantar la sábana del cuerpo en la camilla. Podía haber pasado por alto el

Página 148
agujero de bala, pero era imposible que no hubiera visto un hombro en las
condiciones en las que el doctor Skidder lo describía.
Y siguió y siguió, hasta que se dio cuenta de que sólo había una
explicación posible. El oficial médico en jefe mentía, por el motivo que fuera.
Eso significaba, por supuesto, que él, Rod Caquer, había pasado por alto el
agujero de bala que Brager había visto; pero era posible.
Pero la historia de Skidder no podía ser cierta. El propio Skidder, en el
momento de la autopsia, podía haber infligido la herida de la cabeza. Y podía
haber mentido respecto a la herida del hombro. A Caquer no se le ocurría por
qué iba a hacer ninguna de esas cosas (a menos que estuviera loco), pero era
la única forma de conciliar todos los factores.
Sin embargo, el cuerpo ya estaba incinerado. Sería su palabra contra la del
doctor Skidder…
Pero… ¡un momento! Los auxiliares (y eran dos) habrían visto el cuerpo
al cargarlo en la camilla.
Rápidamente Caquer se situó frente al visófono y consiguió comunicación
con el cuartel general de mantenimiento.
—Los dos hombres de saneamiento que se llevaron un cuerpo del
Establecimiento 9364 hace menos de una hora, ¿han regresado ya?
—Un momento, teniente… Sí, uno ya ha acabado su horario y se ha ido a
casa. El otro está aquí.
—Póngame con él.
Rod Caquer reconoció al hombre que apareció en la pantalla. Era el
auxiliar que le había pedido que se apresurase.
—¿Sí, teniente? —dijo el hombre.
—¿Usted ayudó a cargar el cuerpo en la camilla?
—Por supuesto.
—¿Cuál diría usted que fue la causa de la muerte?
—¿Me toma el pelo, teniente? —El hombre de blanco se quedó mirándolo
con incredulidad y sonrió—. Hasta un idiota podía ver qué le pasaba a aquel
fiambre.
—De todas formas —insistió Caquer, frunciendo el ceño—, tengo
informes contradictorios. Quiero su opinión.
—¿Opinión? Cuando a un hombre le han cortado la cabeza, ¿cómo puede
haber más de una opinión, teniente?
—El hombre que estaba con usted —dijo Caquer obligándose a hablar con
calma—, ¿confirmará su historia?

Página 149
—Claro. ¡Océanos de la Tierra! Tuvimos que cargarlo en dos trozos. El
cuerpo lo llevamos entre los dos; luego Walter recogió la cabeza y la Puso
junto al tronco. Lo mataron con un rayo láser, ¿verdad?
—¿Lo comentó con su compañero? —dijo Caquer—. ¿No hubo
diferencias de opinión entre ustedes respecto a… los detalles?
—En realidad, sí. Por eso le pregunté si fue un rayo láser. Después de
incinerarlo, intentó convencerme de que el corte era rudo como si alguien le
hubiera dado varios golpes con un hacha o algo así. Pero era un corte limpio.
—¿Notó alguna evidencia de un golpe en el cráneo?
—No. Oiga, teniente, no tiene buen aspecto. ¿Le ocurre algo?
Ése era el escenario al que se enfrentaba Rod Caquer, y no podemos
culparlo por empezar a desear que hubiera sido un simple caso de asesinato.
Unas cuantas horas antes, ya parecía bastante malo que el récord de
tiempo sin crímenes en Calisto se hubiera roto. Pero desde ahí, todo empeoró.
Aún no lo sabía, pero iba a empeorar mucho más, y eso sería sólo el principio.
Eran ya las ocho de la tarde, y Caquer seguía en el despacho con una
copia del formulario 812 ante él sobre la superficie de duraplasta de su
escritorio. En el formulario había preguntas, preguntas en apariencia simples.

Nombre de la persona fallecida: Willem Deem.


Ocupación: Prop, de negocio de videoteca.
Dirección: Apto. 8250, Sector Tres, Clsto.
Dirección comercial: Establecimiento 9364, S. T, Clsto.
Hora de la defunción: Aprox. 3 p.m. hora estándar Clsto.
Causa de la defunción:

Sí, las primeras cinco preguntas habían sido un regalo. Pero, ¿y la sexta?
Llevaba una hora contemplando esa pregunta. Una hora de Calisto, no tan
larga como la terrestre, pero demasiado tiempo para estar contemplando una
pregunta así.
Diablos, tenía que escribir algo.
En lugar de eso, pulsó el botón del visófono, y un momento después, Jane
Gordon lo estaba mirando en la pantalla. Y Rod Caquer también la miraba,
porque era algo digno de verse.
—Hola, Cubito —dijo—. Me temo que no voy a poder pasarme esta
noche. ¿Me perdonas?
—Claro, Rod. ¿Qué pasa? ¿El asunto de Deem?
—Papeleo —contestó asintiendo tristemente—. Formularios e informes
que tengo que terminar para el coordinador del Sector.

Página 150
—Oh. ¿Cómo lo mataron. Rod?
—La norma sesenta y cinco prohíbe dar detalles de cualquier delito no
resuelto a un civil —dijo con una sonrisa.
—Al cuerno la norma sesenta y cinco. Papá conocía bien a Willem Deem,
y ha estado aquí muchas veces. El señor Deem era casi un amigo nuestro.
—¿Casi? —preguntó Caquer—. Deduzco que no te caía bien, Cubito.
—Bueno… supongo que no. Era interesante escucharlo, pero era un tipo
muy sarcástico. Rod. Creo que tenía un sentido del humor retorcido. ¿Cómo
lo mataron?
—Si te lo digo, ¿prometes no hacer más preguntas? —inquirió Caquer.
Los ojos se le iluminaron de impaciencia.
—Claro.
—Le dispararon —dijo Caquer—, con un arma de fuego y un
desintegrador. Alguien le rompió el cráneo con una espada y le cortó la
cabeza con un hacha y un rayo láser. Después, cuando ya estaba en la camilla,
alguien volvió a ponerle la cabeza porque no estaba cortada cuando yo lo vi.
Y tapó el agujero de la bala y…
—Rod, deja de decir disparates —interrumpió la chica—. Si no quieres
contármelo, no lo hagas.
—No te enfades —dijo Rod con una sonrisa—. Dime, ¿cómo está tu
padre?
—Mucho mejor. Ahora duerme, y desde luego se está recuperando. Creo
que la próxima semana podrá volver a la universidad. Rod, pareces cansado.
¿Cuándo tienes que presentar esos informes?
—Veinticuatro horas después del crimen. Pero…
—Pero nada. Ven para acá, ahora mismo. Ya rellenarás los formularios
por la mañana.
Le sonrió, y la resolución de Caquer se debilitó.
—De acuerdo. Jane —dijo—. Pero pasaré por el escenario del crimen de
camino. Dejé a algunos hombres peinando la manzana donde ocurrió el
asesinato, y quiero su informe.
Pero el informe, que encontró esperándolo, no fue muy revelador. La
investigación había sido concienzuda, pero no se consiguió ninguna
información de valor. No habían visto a nadie entrar ni salir de la tienda de
Deem antes de la llegada de Brager, y ninguno de los vecinos sabía nada de
los enemigos que pudiera tener. Nadie había oído un disparo.
Rod Caquer gruñó y se guardó los informes en el bolsillo. Se preguntó,
mientras caminaba hacia la casa de los Gordon, qué hacer a continuación.

Página 151
¿Cómo se resolvía un crimen como aquél?
Cierto, cuando era niño, en la Tierra, años atrás, había leído novelas de
detectives. El detective solía atrapar al culpable descubriendo discrepancias
en las declaraciones. Generalmente, en forma bastante dramática.
Wilder Williams, el más grande de los detectives de ficción, era capaz de
mirar a un hombre y deducir toda la historia de su vida por el corte de su ropa
y la forma de sus manos. Pero Wilder Williams nunca se había tropezado con
una víctima que hubiera muerto de tantas formas como testigos había del
caso.
Pasó una tarde agradable pero infructuosa con Jane Gordon, le volvió a
pedir que se casara con él, y ella volvió a rechazarlo. Pero estaba habituado.
Aquella noche estuvo un poco más fría que de costumbre, probablemente
porque le habría dolido su negativa a hablar de Willem Deem.
Y a casa, a dormir.
Desde la ventana de su apartamento, tras apagar la luz, podía ver la
monstruosa bola de Júpiter flotando baja en el cielo negro y verdoso de
medianoche. Se tendió en la cama y la contempló hasta que le pareció verla
incluso después de cerrar los ojos.
Willem Deem, asesinado. ¿Qué iba a hacer respecto a Willem Deem?
Vueltas y vueltas, hasta que al fin un pensamiento coherente emergió del
caos.
Al día siguiente hablaría con el médico. Sin mencionar la herida de espada
en la cabeza, le preguntaría sobre el agujero de bala que Brager afirmaba
haber visto en el corazón. Si Skidder seguía diciendo que la herida del
desintegrador era la única, llamaría a Brager y le dejaría discutir con el
médico.
Y después… bueno, ya se preocuparía en su momento. Si seguía así, no se
dormiría nunca.
Pensó en Jane y se durmió.
Al cabo de un rato, empezó a soñar. ¿O no era un sueño? Si lo era, soñó
que estaba tumbado en su cama, casi despierto pero no del todo, y que oía
susurros procedentes de todos los rincones de la habitación. Susurros en la
oscuridad.
Porque el gran Júpiter se había movido en el cielo. La ventana era una
silueta vaga, apenas discernible, y el resto de la habitación estaba en completa
oscuridad.
¡Susurros!
—Mátalos.

Página 152
—Los odias, los odias, los odias.
—Mata, mata, mata.
—El Sector Dos se lleva toda la riqueza y el Sector Tres hace todo el
trabajo. Explotan nuestras plantaciones de corla. Son malvados. Mátalos,
domínalos.
—Los odias, los odias, los odias.
—El Sector Dos está lleno de cobardes y usureros. Tienen el estigma de la
sangre marciana. Derrámala, derrama sangre marciana. El Sector Tres podría
gobernar Calisto. Tres es el número místico. Estamos destinados a gobernar
Calisto.
—Los odias, los odias.
—Mata, mata, mata.
—Sangre marciana de villanos usureros. Los odias, los odias, los odias.
Susurros.
—Ahora… ahora… ahora.
—Mátalos, mátalos.
—A trescientos kilómetros por las llanuras. Llegarás allí en una hora en
monocoche. Ataque sorpresa. Ahora. Ahora. Ahora.
Y Rod Caquer salió de la cama, poniéndose la ropa rápidamente y a
ciegas sin encender la luz porque aquello era un sueño, y en los sueños
siempre hay oscuridad.
Su espada estaba envainada en el cinturón; la cogió, palpó el filo, y el filo
estaba preparado para derramar la sangre del enemigo que iba a matar.
Iba a abatirse en arcos de muerte roja, su espada virgen… su espada
anacrónica que era el símbolo de su cargo, de su autoridad. Nunca la había
desenvainado con rabia; era una espada simbólica, de apenas cincuenta
centímetros de largo; pero suficiente para llegar al corazón y hundirse diez
centímetros en él.
Los susurros continuaban.
—Los odias, los odias, los odias.
—Derrama la sangre malvada; mata, derrama, mata, derrama.
—Ahora, ahora, ahora, ahora.
Con la espada desenvainada en su puño apretado, se dirigió
silenciosamente a la puerta, bajó las escaleras y pasó por delante de las otras
puertas.
Y algunas puertas también se estaban abriendo. No estaba solo en la
oscuridad. Otras figuras se movían junto a él entre tinieblas.

Página 153
Salió del edificio a la fría oscuridad de la calle, la oscuridad de una calle
que debería estar perfectamente iluminada. Eso era otra prueba de que se
trataba de un sueño. Aquellas lámparas no se apagaban nunca después de
oscurecer. Desde el crepúsculo al alba, nunca se apagaban.
Pero Júpiter en el horizonte emitía luz suficiente para ver. Parecía un
dragón redondo en el cielo, y la mancha roja era como un ojo maligno.
Los susurros continuaban en la noche, susurros que lo rodeaban.
—Mata… mata… mata…
—Los odias, los odias, los odias.
Los susurros no procedían de las figuras sombrías de alrededor, que
avanzaban silenciosamente, igual que él.
Los susurros procedían de la misma noche, susurros que de repente
empezaron a cambiar de tono.
—Espera, esta noche no —decían—, esta noche no, esta noche no.
—Regresa, regresa, regresa.
—Volved a vuestras casas, volved a vuestras camas, volved a dormir.
Y las figuras que lo rodeaban estaban quietas, tan indecisas como él. Y
entonces, casi simultáneamente, empezaron a obedecer a los susurros. Se
volvieron y regresaron por donde habían venido, igual de silenciosas…
Rod Caquer despertó con un leve dolor de cabeza y una sensación como
de resaca. El sol, diminuto pero brillante, ya estaba alto en el cielo.
Su reloj le dijo que era un poco más tarde de lo habitual, pero de todas
formas se tomó unos minutos para quedarse tumbado, recordando el extraño
sueño que había tenido. Los sueños eran así; había que pensar en ellos en el
momento de despertarse, antes de estar despejado del todo, o se olvidaban por
completo.
Había sido un sueño absurdo. Un sueño loco y sin sentido. ¿Algo atávico,
quizás? Un regreso a los días en los que los pueblos luchaban continuamente
unos contra otros, un regreso a los días de guerras, odios y luchas por la
supremacía.
Eso era antes de que el Consejo Solar, se reuniera primero en un planeta
habitado y luego en otro, e instaurara el orden por medio del arbitraje y
después la unión. Y la guerra era ya cosa del pasado. La porción habitable del
sistema solar (la Tierra, Venus, Marte y dos de las lunas de Júpiter) estaba
toda bajo un gobierno.
Pero en aquellos días sangrientos, la gente debía de sentirse como se había
sentido él en su sueño atávico. En los días en que la Tierra, unida por el
descubrimiento del viaje espacial, había subyugado a Marte (el único planeta

Página 154
que también estaba habitado por una especie inteligente) y había extendido
sus colonias por todos los lugares donde el hombre podía vivir.
Algunas de esas colonias habían querido la independencia, y después, ja
supremacía. Aquellos días se conocían como los siglos sangrientos.
Al salir de la cama para vestirse, vio algo que lo desconcertó y lo
desanimó. Su ropa no estaba pulcramente doblada sobre el respaldo de la silla
junto a la cama, tal como él la había dejado. En vez de eso, estaba esparcida
por el suelo como si se hubiera desvestido descuidadamente y con prisa en la
oscuridad.
«¡Tierra! —pensó—. ¿Acaso he andado en sueños durante la noche? ¿De
veras me he levantado de la cama y he salido a la calle cuando soñaba que lo
hacía? ¿Cuando los susurros me han dicho que lo hiciera?».
«No —se dijo después—. No he andado nunca en sueños; esta noche
tampoco. Debí de ser descuidado al desvestirme ayer. Estaba pensando en el
caso Deem. En realidad, no recuerdo haber colgado la ropa en la silla».
De manera que se apresuró a ponerse el uniforme y a dirigirse a la oficina.
A la luz de la mañana le resultó fácil rellenar los formularios. En el espacio de
«causa de la defunción» escribió: «El examinador médico informa de que la
muerte se debió al shock causado por una herida de desintegrador».
Eso le cubría las espaldas; él no decía cuál fue la causa de la muerte, sino
sólo lo que el médico había declarado.
Llamó a un mensajero y le dio los informes con instrucciones de llevarlos
rápidamente a la nave correo que estaba a punto de salir. Luego llamó a Barr
Maxon.
—Llamo para informarlo sobre el asunto Deem, regente —dijo—. Lo
lamento, pero aún no hemos llegado a ninguna conclusión. No se vio a nadie
salir de la tienda. Hemos interrogado a lodos los vecinos. Hoy hablaré con sus
amigos.
—Utilice todos los recursos, teniente —dijo el regente Maxon sacudiendo
la cabeza—. Hay que resolver este caso. Un asesinato, en nuestros días, ya es
bastante malo. Pero uno no resuelto es impensable. Provocaría más crímenes.
El teniente Caquer asintió tristemente. También había pensado en eso.
Estaban las implicaciones sociales del asesinato como tema de
preocupación… y luego estaba su trabajo. Un teniente de policía que dejara
que un asesinato quedara impune en su distrito estaba totalmente acabado.
Cuando la imagen del regente hubo desaparecido de la pantalla del
visófono, Caquer sacó del cajón del escritorio la lista de amigos de Deem y
empezó a estudiarla, con el propósito de decidir en qué orden haría las visitas.

Página 155
Con un lápiz, trazó un uno junto al nombre de Perry Peters, por dos
razones. El domicilio de Peters estaba a pocas puertas de allí, para empezar;
además, conocía a Perry mejor que a cualquier otro de la lista, excepto
posiblemente al profesor Jan Gordon. Y esa visita sería la última, porque más
tarde tendría más posibilidades de encontrar despierto al delicado profesor…
y también más posibilidades de encontrar a su hija Jane en casa.
Perry Peters se alegró de ver a Caquer y supuso inmediatamente el motivo
de la visita.
—Hola, Shylock.
—¿Qué? —dijo Rod.
—Shylock, el gran detective. Enfrentándose a un misterio por primera vez
en su carrera de policía. ¿O ya lo has resuelto. Rod?
—Querrás decir Sherlock, atontado. Sherlock Holmes. No, no lo he
resuelto, si quieres saberlo. Mira, Perry, dime todo lo que sepas de Deem. Lo
conocías bastante bien, ¿no?
Perry Peters se frotó la barbilla pensativo y se sentó en su banco de
trabajo. Era tan alto y larguirucho que podía sentarse en él con sólo agacharse,
en lugar de auparse.
—Willem era un tipejo raro —dijo—. A mucha gente no le caía bien
porque era sarcástico y tenía unas ideas políticas un tanto extrañas. Yo no
estoy seguro de que la mitad de las veces no tuviera razón; además, jugaba
muy bien al ajedrez.
—¿Ésa era su única afición?
—No. Le gustaba fabricar cosas, sobre todo aparatos. Algunos eran
buenos, aunque sólo lo hacía por diversión y nunca intentó patentarlos ni
ganar dinero con ellos.
—¿Te refieres a inventos, Perry? ¿Igual que tú?
—Bueno, eran más bien aparatos que inventos, Rod. Cosas pequeñas, la
mayor parte, y su punto fuerte era el montaje y no las ideas originales. Como
he dicho, para él sólo era una afición.
—¿Alguna vez te ayudó con algún invento de los tuyos? —preguntó
Caquer.
—Claro, de cuando en cuando. No tanto en la idea, sino más bien en el
montaje de las partes difíciles. —Peters movió la mano en un gesto que
abarcaba todo su taller—. Mis herramientas son para trabajos toscos, en
comparación. Precisión de milésimas, solamente. Pero Willem tiene… tenía
un tomo que es una maravilla. Corta cualquier cosa con una precisión de
mieras.

Página 156
—¿Qué enemigos tema. Perry?
—Ninguno, que yo sepa. En serio. Rod. A mucha gente le caía mal, pero
era una antipatía corriente. Ya sabes a qué me refiero, la antipatía que puede
hacer que uno compre en otra tienda, pero no la que provoca deseos de matar
a nadie.
—Y, por lo que tú sabes, ¿quién se beneficia con su muerte?
—Hum… nadie digno de mención —dijo Peters, pensativo—. Creo que
su heredero es un sobrino que tiene en Venus. Una vez me lo presentaron, y
es un muchacho agradable. Pero la herencia no es para entusiasmarse. Creo
que son unos miles de créditos, nada más.
—Ésta es una lista de sus amigos, Perry. —Caquer le entregó un papel a
Peters—. Léela, ¿quieres?, y mira si puedes añadir a alguien. O hacer
cualquier sugerencia.
El inventor estudió la lista y se la devolvió.
—Creo que están todos —le dijo a Caquer—. Hay uno o dos que no sabía
que conociera tan bien para estar en su lista. Y también tienes a sus mejores
clientes, los que le hacían pedidos grandes.
—¿En qué estás trabajando ahora? —le preguntó el teniente Caquer a
Peters mientras se volvía a guardar la lista en el bolsillo.
—Estoy encallado, me temo —dijo el inventor—. Necesitaba la ayuda de
Deem, o al menos usar su torno para poder seguir con esto.
Levantó de la mesa el par de anteojos más peculiar que Rod Caquer
hubiera visto. Las lentes no eran círculos completos, sino sólo el arco inferior,
y estaban encajadas en medio de una banda de plástico resistente y elástico
obviamente diseñada para acoplarse a la cara por encima y por debajo de las
lentes. En el centro de la parte superior, donde estaría la frente del usuario,
había una pequeña caja cilíndrica de cuatro centímetros de diámetro.
—¿Para qué diablos son? —preguntó Caquer.
—Para usarlas en las minas de radito. Las emanaciones de esa cosa en
estado puro destruyen de inmediato cualquier sustancia transparente que se
haya fabricado o descubierto hasta ahora. Incluso el cuarzo. Y no es muy
buena para los ojos. Los mineros tienen que trabajar con los ojos vendados,
prácticamente, y guiándose sólo por el tacto.
—Pero la extraña forma de estas lentes —dijo Rod Caquer estudiando las
lentes con curiosidad—, ¿cómo va a impedir que las emanaciones las dañen.
Perry?
—Esa pieza de arriba es un motor diminuto. Hace funcionar un par de
limpiadores especialmente tratados sobre las lentes. Exactamente igual que

Página 157
los antiguos limpiaparabrisas de los coches, por eso las lentes tienen la forma
del arco del limpiador.
—Oh —dijo Caquer—. ¿Quieres decir que los limpiadores son
absorbentes y tienen algún líquido que protege el cristal?
—Sí, pero en lugar de cristal es cuarzo. Y sólo está protegido durante una
pequeña fracción de segundo. Los limpiadores corren como el diablo; tan
deprisa que no se ven al llevar puestas las gafas. Los brazos de los
limpiadores miden la mitad que los arcos, y el portador sólo puede ver por un
trozo de las lentes en cada momento. Pero puede ver, aunque algo borroso, y
eso es una mejoría espectacular en la minería de radito.
—Bien, Perry —dijo Caquer—. Y pueden mejorar la visión con luces
ultrabrillantes. ¿Las has probado?
—Sí, y funcionan. El problema está en las bielas; se calientan por la
fricción, se dilatan y se paran cuando llevan funcionando cosa de un minuto.
Tengo que pulirlas en el tomo de Deem, o en uno igual. ¿Crees que podrías
conseguirme permiso para usarlo? ¿Sólo por un día o dos?
—No veo por qué no —dijo Caquer—. Hablaré con el ejecutor designado
por el regente y lo arreglaré. Y más adelante probablemente podrás
comprarles el torno a los herederos. ¿O al sobrino también le interesan esta
clase de cosas?
—No —contestó Perry Peters sacudiendo la cabeza—, no sabría
diferenciar un tomo de un taladro. Sería fantástico. Rod, que pudieras
conseguirme ese permiso.
Caquer ya se había dado la vuelta para marcharse, pero Perry Peters lo
detuvo.
—Espera un momento —dijo Peters. Se calló, parecía sentirse incómodo
—. Supongo que te estaba ocultando algo. Rod. Sí que sé algo sobre Willem
que pudo tener que ver con su muerte, aunque no veo cómo. No lo diría, pero
ya está muerto y no puede meterse en problemas.
—¿Qué es, Perry?
—Libros políticos prohibidos. Conseguía dinero extra vendiéndolos.
Libros del índice… ya sabes a qué me refiero.
Caquer silbó suavemente.
—No sabía que aún existieran. Después de que el Consejo les aplicó
penas tan severas…
—La gente sigue siendo humana. Rod. Siguen queriendo saber las cosas
que no deberían saber… aunque sólo sea para saber por qué no deberían
saberlas.

Página 158
—¿Libros del Indigrís o del Indinegro, Perry?
—No te entiendo. —El inventor parecía desconcertado—. ¿Cuál es la
diferencia?
—Los libros del índice oficial —explicó Caquer—, están divididos en dos
grupos. Los verdaderamente peligrosos están en el Indinegro. Hay una pena
muy severa por poseerlos, y pena de muerte por escribirlos o imprimirlos. Los
que son más moderadamente peligrosos están en el llamado Indigos.
—Pues no sé con cuáles traficaba Willem. Bueno, confidencialmente, una
vez leí un par que Willem me prestó, y los encontré muy aburridos. Teorías
políticas no ortodoxas.
—Eso sería Indigrís —el teniente Caquer pareció aliviado—. Las cosas
teóricas están todas en el Indigrís. Los libros del Indinegro son los que
contienen información práctica peligrosa.
—¿Por ejemplo? —el inventor miraba atentamente a Caquer.
—Instrucciones para fabricar cosas ilegales —explicó Caquer—. Como el
letito, por ejemplo. El letito es un gas venenoso peligrosísimo. Con pocos
kilos puedes borrar del mapa una ciudad, de forma que el Consejo ilegalizó su
manufactura y cualquier libro que explique cómo fabricarlo va al Indinegro.
Algún idiota podría apoderarse de un libro así y cargarse su ciudad entera.
—Pero ¿por qué iba alguien a hacer algo así?
—Podría tener una personalidad retorcida, o querer vengarse —explicó
Caquer—. O podría querer usarlo a pequeña escala con fines criminales. O,
por la Tierra, podría ser el presidente de un gobierno con intenciones de
apoderarse de los estados vecinos. Que alguien poseyera un conocimiento
como ése podría poner en peligro la paz en el Sistema Solar.
—Ya veo qué quieres decir —dijo Perry Peters, asintiendo pensativo—.
Bueno, todavía no veo qué pudo tener eso que ver con el asesinato, pero
pensé que sería mejor contarte lo del otro negocio de Willem. Probablemente
te conviene registrar su almacén antes de que quien se haga cargo de la tienda
vuelva a abrirla.
—Lo haremos —dijo Caquer—. Muchas gracias, Perry. Si no te importa,
usaré tu visófono para poner en marcha el registro de inmediato. Si hay libros
del Indinegro, nos haremos cargo de ellos enseguida.
Cuando su secretaria apareció en pantalla, parecía a la vez asustada y
aliviada de verlo.
—Señor Caquer —dijo—, he estado intentando localizarlo. Ha ocurrido
algo terrible. Otra muerte.
—¿También un asesinato? —jadeó Caquer.

Página 159
—Nadie sabe qué pasó —dijo la secretaria—. Una docena de personas lo
vieron saltar de una ventana a sólo seis metros. Y en nuestra gravedad, eso no
pudo matarlo, pero estaba muerto cuando llegaron. Y cuatro de los que lo
vieron lo conocían. Era…
—Bueno, por el amor de la Tierra, ¿quién?
—Yo no… ¡Teniente Caquer, los cuatro dijeron que era Willem Deem!
Con una sensación irreal de pesadilla, el teniente Rod Caquer miraba por
encima del hombro del oficial médico en jefe al cuerpo tendido sobre la
camilla de los auxiliares, que esperaban impacientes.
—Será mejor que se apresure, doctor —dijo uno de ellos—. No durará
mucho más, y tardaremos cinco minutos en llegar.
El doctor Skidder asintió impaciente sin levantar la vista y continuó su
examen.
—Ni una marca. Rod —dijo—. Ni rastro de veneno. Ni rastro de nada.
Simplemente está muerto.
—¿La caída no ha podido matarlo?
—Ni siquiera tiene un morado de la caída. El único diagnóstico que puedo
dar es el de paro cardíaco. Bien, muchachos, os lo podéis llevar.
—¿Usted también ha terminado, teniente?
—He terminado —dijo Caquer—. Adelante. Skidder, ¿cuál de ellos era
Willem Deem?
Los ojos del médico siguieron a la carga de los camilleros mientras la
transportaban, cubierta con una sábana blanca, hasta la furgoneta, y se
encogió de hombros con impotencia.
—Teniente, supongo que eso es problema suyo —dijo—. Todo lo que yo
puedo hacer es certificar la causa de la muerte.
—No tiene sentido —gimió Caquer—. El Sector Tres no es tan grande
como para que hubiera podido tener un doble viviendo aquí sin que la gente
lo supiera. Pero uno de los dos tenía que ser un doble. En confianza, ¿cuál de
los dos le pareció el original?
—Willem Deem tenía una verruga de forma muy peculiar en la nariz —
dijo el doctor Skidder haciendo un gesto de negación muy serio—. Los dos
cadáveres la tenían. Rod. Y ninguna era artificial, ni hecha con maquillaje.
Me juego la reputación profesional en ello. Pero si regresa a la oficina
conmigo, le diré cuál de ellos es el verdadero Willem Deem.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Su huella dactilar estará en el archivo del departamento de recaudación,
como la de todo el mundo. Y en Calisto forma parte de la rutina tomar las

Página 160
huellas dactilares de un cadáver, ya que hay que deshacerse de ellos tan
rápidamente.
—¿Tiene huellas dactilares de los dos cadáveres? —inquirió Caquer.
—Claro. Las tomé antes de que usted llegara a la escena, las dos veces.
Tengo la de Willem, quiero decir, el otro cuerpo, en mi oficina. Vamos a ver,
usted coja la huella que tienen archivada en el departamento de recaudación y
reúnase conmigo en mi despacho.
Caquer suspiró de alivio mientras asentía. Al menos se aclararía la
identidad de los cuerpos.
Y en ese estado mental comparativamente alegre continuó hasta media
hora después, cuando el doctor Skidder y él compararon las tres huellas; la
que Rod Caquer había conseguido en la oficina de recaudación, y una de cada
cadáver.
Las tres eran idénticas.
—Hum —dijo Caquer—. ¿Está seguro de que no se ha confundido con
esas huellas, doctor Skidder?
—¿Cómo podía confundirme? Sólo tomé unas de cada cuerpo. Rod. Si las
hubiera cambiado ahora, mientras las estábamos mirando, los resultados
serían los mismos. Las tres huellas son idénticas.
—Pero no pueden serlo.
—Creo que deberíamos contarle lodo esto directamente al regente —dijo
Skidder encogiéndose de hombros—. Lo llamaré y pediré una audiencia. ¿De
acuerdo?
Media hora después, le estaba explicando toda la historia al regente Barr
Maxon, mientras el doctor Skidder corroboraba los puntos principales. La
expresión de la cara del regente Maxon hizo que el teniente Rod Caquer se
alegrara mucho, muchísimo, de tener corroboración.
—Estarán de acuerdo —dijo Maxon— en que esto hay que llevarlo ante el
coordinador del Sector y en que hay que pedir un investigador especial para
que se haga cargo del caso.
—He de reconocer que soy incapaz de resolverlo, regente —asintió
Caquer con algo de reticencia—, o que parezco serlo. Pero éste no es un
crimen ordinario. Lo que sucede aquí me viene muy grande. Y puede haber
algo todavía más siniestro que el asesinato detrás de todo esto.
—Tiene razón, teniente. Me ocuparé de que un hombre cualificado salga
del cuartel general hoy mismo y de que se ponga en contacto con usted.
—Regente —intervino Caquer—, ¿se ha inventado alguna máquina o
proceso que… que pueda duplicar un cuerpo humano, con o sin la mente?

Página 161
Maxon pareció desconcertado por la pregunta.
—¿Piensa que Deem pudo haber manipulado algo que lo afectó? No, que
yo sepa un descubrimiento como ése nunca se ha producido. Nadie ha
duplicado nunca, excepto por imitación constructiva, ni siquiera un objeto
inanimado. Usted no habrá oído hablar de nada parecido, ¿verdad, Skidder?
—No —dijo el examinador médico—. Creo que ni siquiera su amigo
Perry Peters podría hacerlo, Rod.
Desde el despacho del regente Maxon, Caquer se dirigió a la tienda de
Deem. Brager estaba al mando allí y lo ayudó a hacer un registro completo
del local. Fue una tarea larga y laboriosa, porque había que examinar
minuciosamente cada libro y cada película.
Caquer sabía que los impresores de libros ilícitos eran muy astutos a la
hora de disimular sus productos. Normalmente, los libros prohibidos llevaban
las tapas, los títulos y a veces hasta los primeros capítulos, de alguna obra de
ficción popular, y las películas estaban camufladas de modo similar.
Caía la noche iluminada en el exterior cuando acabaron, pero Rod Caquer
sabía que habían hecho un trabajo concienzudo. No había ni un libro
prohibido en la tienda, y habían pasado todas las películas por el proyector.
Otros hombres, por orden de Rod Caquer, habían registrado el
apartamento de Deem con igual minuciosidad. Los llamó y recibió su
informe, completamente negativo.
—Ni siquiera hay un panfleto venusiano —dijo el hombre que estaba al
mando en el apartamento; a Caquer le pareció notar un tono de resignación en
su voz.
—¿Habéis encontrado un torno pequeño para trabajos delicados? —
preguntó Rod.
—Hum… no, no hemos visto nada de eso. Una habitación sirve de taller,
pero no hay ningún torno allí. ¿Es importante?
Caquer gruñó. ¿Qué importancia tenía un pequeño misterio más en un
caso como aquél?
—Bien, teniente —dijo Brager, cuando la pantalla se apagó—. ¿Qué
hacemos ahora?
—Tú puedes irte a casa, Brager —dijo Caquer con un suspiro—. Pero
antes organiza turnos de guardia aquí y en el apartamento. Yo me quedaré
hasta que llegue el relevo que envíes.
Cuando Brager se hubo marchado, Caquer se hundió en la silla más
cercana, agotado. Se sentía físicamente mal, y la mente no parecía

Página 162
funcionarle. Dejó pasar sus ojos una vez más por las ordenadas estanterías de
la tienda, y su pulcritud le resultó opresiva.
Si al menos hubiera alguna pista… Wilder Williams nunca había tenido
un caso como aquél, en el que las únicas pistas fueran dos cuerpos idénticos,
uno de los cuales había sido asesinado de cinco maneras distintas y el otro sin
ningún signo de violencia. Menudo embrollo, ¿cómo continuar?
Bueno, seguía teniendo la lista de personas a entrevistar y le quedaba
tiempo de ver al menos a una aquella noche.
¿Debería visitar a Perry Peters otra vez para ver si el inventor podía tener
alguna explicación para la desaparición del torno? Tal vez podría sugerirle
qué le había pasado. Pero, por otra parte, ¿qué relación tenía el torno con todo
aquello? Con un torno no se podía fabricar un cadáver duplicado.
¿O debería visitar al profesor Gordon? Decidió hacer esto último.
Llamó al apartamento de los Gordon por el visófono, y Jane apareció en la
pantalla.
—¿Cómo está tu padre, Jane? —preguntó Caquer—. ¿Podrá hablar un
rato conmigo esta noche?
—Oh, sí —dijo la muchacha—. Se encuentra mucho mejor y está
pensando en volver a las clases mañana. Pero dale prisa si vas a venir. Rod,
tienes muy mal aspecto; ¿qué te pasa?
—Nada, sólo que me siento muy cansado. Pero estoy bien, supongo.
—Tienes aspecto demacrado, como de hambre. ¿Cuánto hace que has
comido?
—¡Tierra! —Caquer abrió mucho los ojos—. Me he olvidado
completamente de comer. ¡He dormido hasta tarde y ni siquiera he
desayunado!
—¡Qué tonto! —dijo Jane Gordon riéndose—. Bueno, date prisa y te
tendré algo preparado cuando llegues.
—Pero…
—Pero nada. ¿Cuándo podrás venir?
Al cabo de un momento de apagar el visófono, el teniente Caquer oyó una
llamada en la puerta cerrada de la tienda y fue a abrir.
—Hola, Reese —saludó—. ¿Te ha enviado Brager?
El policía asintió.
—Dijo que tenía que quedarme aquí por si acaso. Por si acaso, ¿qué?
—Guardia de rutina, eso es todo —explicó Caquer—. Dime, llevo toda la
tarde encerrado aquí. ¿Alguna novedad?

Página 163
—Un poco de excitación. Llevamos todo el día arrestando predicadores
callejeros. Están chiflados. Hay una epidemia de charlatanes.
—¡Qué me dices! ¿Contra que protestan?
—Contra el Sector Dos, por algún motivo que no entiendo. Están
intentando que la gente se enfade con el Sector Dos y que tomen cartas en el
asunto. Los argumentos que usan son completamente absurdos.
Algo se agitó en la memoria de Rod Caquer, pero no pudo recordar qué
era. ¿El Sector Dos? ¿Quién le había dicho cosas sobre el Sector Dos
recientemente? Algo sobre usura, injusticia, sangre manchada, tonterías.
Aunque sí que había mucha gente allí que tenía sangre marciana…
—¿Cuántos oradores habéis arrestado? —preguntó.
—Cogimos a siete. Dos más se escaparon, pero los pillaremos si vuelven
a predicar.
El teniente Caquer caminaba lenta y pensativamente hacia el apartamento
de los Gordon, esforzándose por recordar dónde había oído recientemente
propaganda contra el Sector Dos. Debía de haber algo detrás de la aparición
simultánea de nueve predicadores chiflados, lodos con la misma doctrina.
¿Una organización política clandestina? Pero no había existido ninguna en
casi un siglo. Bajo un gobierno perfectamente democrático, parte integrante
de una organización de planetas estable, no había necesidad de tales
actividades. Claro que siempre había algún lunático insatisfecho, pero todo un
grupo en ese estado mental le parecía algo absurdo.
Sonaba tan absurdo como el caso de Willem Deem. Eso tampoco tenía
sentido. Las cosas ocurrían de manera inconexa, como en un sueño. ¿Sueño?
¿Qué estaba intentando recordar sobre un sueño? Había tenido un sueño
extraño la noche pasada. ¿Cuál era?
Pero, como suelen hacer los sueños, éste evitó su mente consciente.
De todas formas, al día siguiente interrogaría, o ayudaría a interrogar, a
los radicales bajo arresto. Pondría hombres a investigarlos, y sin duda
aparecería algún factor común en algún lugar, algo que los relacionara.
No podía ser un accidente que hubieran aparecido todos el mismo día. Era
extraño, tan extraño como los dos cadáveres inexplicables del propietario de
una videoteca. Tal vez porque los dos casos eran extraños, su mente tendía a
relacionar los dos grupos de acontecimientos. Pero tomados juntos, no eran
más digeribles que por separado. Incluso tenían menos sentido.
Maldición, ¿por qué no habría aceptado aquel puesto en Ganímedes
cuando se lo ofrecieron? Ganímedes era una luna agradable y ordenada. Allí

Página 164
no asesinaban a la gente dos veces en días consecutivos. Pero Jane Gordon no
vivía en Ganímedes; vivía allí, en el Sector Tres, e iba a verla.
Y todo era maravilloso aunque se sentía tan cansado que no podía pensar,
Jane Gordon insistía en considerarlo como un hermano en lugar de un
pretendiente, y probablemente iba a perder su empleo. Sería el hazmerreír de
Calisto si el investigador especial del cuartel general encontraba alguna
explicación simple de las cosas que él había pasado por alto.
Jane Gordon, más hermosa de lo que nunca la había visto, lo recibió en la
puerta. Sonreía, pero su sonrisa se trocó en una mirada de preocupación
cuando lo vio a la luz.
—¡Rod! —exclamó—. Pareces enfermo, realmente enfermo. ¿Qué has
estado haciendo, además de olvidarte de comer?
—Perseguir círculos viciosos por calles sin salida, Cubito. —Rod Caquer
consiguió sonreír—. ¿Puedo usar tu visófono?
—Claro. Tengo comida preparada para ti; te la pondré en la mesa mientras
llamas. Papá está haciendo la siesta. Dijo que lo despertara cuando tú llegaras,
pero esperaré a que hayas comido.
Corrió a la cocina. Caquer casi cayó sobre la silla ante el visófono, y
llamó a la comisaría. La cara roja y rellena de Borgesen, el teniente de noche,
apareció en pantalla.
—Hola, Borg —dijo Caquer—. Escucha, respecto a esos siete chalados
que habéis arrestado…
—Nueve —interrumpió Borgesen—. Tenemos a los otros dos, y desearía
no tenerlos. Aquí nos estamos volviendo locos.
—¿Quieres decir que los otros dos lo han intentado de nuevo?
—No. ¡Asteroides mártires! Han venido y se han entregado
voluntariamente, y no podemos echarlos porque hay cargos contra ellos. Pero
están confesando sin parar. Y ¿sabes qué están confesando?
—Me rindo —dijo Caquer.
—Que tú los has contratado y que les has ofrecido cien créditos a cada
uno.
—¿Qué?
Borgesen se rió, algo histéricamente.
—Los dos que han venido voluntariamente dicen eso, y los otros siete…
Marte, ¿por qué me haría policía? Tuve la oportunidad de estudiar para
bombero en una nave espacial, y he acabado haciendo esto.
—Mira; tal vez es mejor que vaya y veremos si repiten esa acusación en
mi cara.

Página 165
—Probablemente lo harán, pero eso no significa nada. Rod. Dicen que los
has contratado esta tarde, y tú has estado en la tienda de Deem con Brager
toda la tarde. Rod, esta luna se va al diablo. Y yo también. Walter Johnson ha
desaparecido. No se le ha visto desde esta mañana.
—¿Qué? ¿El secretario confidencial del regente? ¿Me estás tomando el
pelo, Borg?
—Ya me gustaría. Deberías alegrarte de no estar de servicio. Maxon ha
estado gritándonos a todos para que le encontremos a su secretario. Tampoco
le gusta el asunto Deem; creo que nos culpa por eso. Dice que ya es bastante
malo para el departamento dejar que maten a un hombre una vez. Dime, ¿cuál
de los dos era Deem, Rod? ¿Tienes alguna idea?
—Les llamaremos Deem y Redeem hasta que lo averigüemos —sugirió
Caquer sonriendo débilmente—. Creo que los dos eran Deem.
—Pero, ¿cómo dos hombres pueden ser el mismo?
—¿Cómo se puede asesinar a un hombre de cinco maneras? —contestó
Caquer—. Dímelo, y te daré la respuesta a tu pregunta.
—Tonterías —dijo Borgesen, y añadió una obra maestra de ironía—: Hay
algo extraño en este caso.
Caquer se estaba riendo tanto que se le saltaron las lágrimas cuando Jane
Gordon entró a decirle que la comida estaba lista. Lo miró con el ceño
fruncido, pero había verdadera preocupación detrás del ceño.
Caquer la siguió obediente y descubrió que estaba hambriento. Cuando se
hubo llenado de comida suficiente para tres hombres normales, se sintió casi
humano otra vez. Seguía doliéndole la cabeza, pero era un dolor que latía
débilmente en la distancia.
El profesor Gordon, frágil como siempre, lo esperaba en la sala de estar
cuando pasaron allí desde la cocina.
—Rod, estás hecho una piltrafa —dijo—. Siéntate antes de que te caigas.
—Es de comer demasiado. —Caquer sonrió—. Jane es una cocinera
excelente.
Se hundió en una silla frente a Gordon. Jane Gordon se había sentado en
el brazo del sillón de su padre, y los ojos de Caquer se deleitaron con ella.
¿Cómo podía ser que una chica de labios tan suaves e incitantes como los
suyos insistiera en considerar el matrimonio como un asunto académico?
¿Cómo podía ser que una chica con…?
—De entrada, no veo cómo eso pudo ser causa de su muerte. Rod —dijo
Gordon—, pero Willem Deem alquilaba libros políticos. Ya no le hago daño
diciéndotelo, puesto que el pobre está muerto.

Página 166
Caquer recordó que ésas fueron casi las mismas palabras que había usado
Perry Peters al decirle lo mismo.
—Hemos registrado su tienda y su apartamento y no hemos encontrado
ninguno, profesor —dijo Caquer asintiendo—. Por supuesto, usted no debe
saber de qué clase…
—Me temo que sí, Rod. —El profesor Gordon sonrió—.
Confidencialmente, y doy por hecho que no estás grabando nuestra
conversación, he leído unos cuantos.
—¿Usted? —Había franca sorpresa en la voz de Caquer.
—Nunca subestimes la curiosidad de un educador, muchacho. Me temo
que la lectura de libros del Indigrís es un vicio más popular entre los
profesores universitarios que en cualquier otra clase social. Oh, ya sé que está
mal fomentar su comercio, pero la lectura de esos libros no puede dañar a una
mente juiciosa y equilibrada.
—Y, desde luego, mi padre tiene una mente juiciosa y equilibrada —dijo
Jane, algo desafiante—. Sólo que, maldita sea, no me deja leer esos libros.
Caquer le sonrió. El hecho de que el profesor hubiera hablado del Indigrís
lo había tranquilizado. Alquilar libros del Indigrís era sólo una falta.
—¿Has leído alguna vez algo del Indigrís, Rod? —preguntó el profesor.
Caquer negó con la cabeza—. Entonces probablemente nunca habrás oído
hablar del hipnotismo. Algunas circunstancias del caso Deem… Bueno, me
preguntaba si podían haber usado hipnotismo.
—Me temo que ni siquiera sé qué es, profesor.
—Eso es porque nunca lees libros prohibidos. Rod —dijo el frágil
hombrecillo con un suspiro—. El hipnotismo es el control de una mente por
otra, y llegó a un nivel de desarrollo muy alto antes de que lo ilegalizaran.
¿Nunca has oído hablar de la Orden Kapreliana o de la rueda Vargas? —
Caquer sacudió la cabeza, y el profesor continuó—: La historia de este tema
está en libros del Indigrís, en varios de ellos. Los métodos prácticos y cómo
se construye una rueda Vargas estarían en el Indinegro, con fuertes
penalizaciones. Por supuesto, ésos no los he leído, pero sí he leído la historia.
»En el siglo dieciocho, un hombre llamado Mesmer fue uno de los
primeros practicantes, si no el descubridor, del hipnotismo. De todas formas,
lo elevó más o menos a la categoría de ciencia. Cuando llegó el siglo veinte,
se había descubierto mucho al respecto y se empezó a utilizar comúnmente en
medicina.
»Cien años más tarde, los médicos trataban a casi tantos pacientes con
hipnotismo como con medicamentos y cirugía. Cierto, había casos de empleo

Página 167
fraudulento, pero eran relativamente pocos.
»Pero en los cien años siguientes se produjo un gran cambio. El
mesmerismo se había desarrollado demasiado para la seguridad pública.
Cualquier delincuente o político sin escrúpulos que tuviera algunas nociones
de hipnotismo podía operar con impunidad. Podía engañar a todo el mundo
constantemente y salirse con la suya.
—¿Quiere decir que de veras podía hacer que la gente pensara lo que él
quería? —preguntó Caquer.
—No sólo eso, podía obligarlos a hacer lo que quisiera. Con el uso de la
televisión un orador podía hablar de forma visible y directa con millones de
personas.
—Pero ¿los gobiernos no podían regular la práctica?
—¿Cómo —dijo el profesor Gordon sonriendo débilmente—, si los
legisladores también son humanos y tan fáciles de someter al hipnotismo
como cualquiera? Y entonces, para complicar del todo las cosas, llegó el
invento de la rueda Vargas.
»Ya en el siglo diecinueve se sabía que un artefacto de espejos móviles
podía poner a cualquiera que lo contemplase en un estado de sumisión
hipnótica. Y en el siglo veintiuno se había experimentado con la transmisión
del pensamiento. En el siglo siguiente, Vargas combinó y perfeccionó las dos
cosas en la rueda Vargas. Era una especie de casco, en realidad, con una rueda
giratoria de espejos especialmente diseñados colocada encima.
—¿Cómo funcionaba, profesor? —preguntó Caquer.
—El portador de una rueda Vargas —explicó Gordon— tenía control
inmediato y automático sobre cualquiera que lo viera, directamente o en una
pantalla de televisión. Los espejos en la ruedecita producían hipnosis
instantánea, y el casco, de algún modo, hacía pasar los pensamientos de su
portador a la rueda e imprimía sobre los que la miraban cualquier
pensamiento que él deseara transmitir.
»De hecho, el propio casco, o la rueda, podía programarse para producir
ciertas ilusiones fijas sin necesidad de que el operador hablara, ni de que se
concentrara siquiera, en esos puntos. O el control podía ser directo, desde su
mente.
—Oh —dijo Caquer—. Una cosa así podría… desde luego, entiendo por
qué las instrucciones para hacer una rueda Vargas están en el Indinegro.
¡Asteroides mártires! Un hombre con un trasto de ésos podría…
—Podría hacer casi cualquier cosa. Incluso matar a un hombre y hacer
que su muerte pareciera deberse a cinco causas diferentes a cinco

Página 168
observadores diferentes.
Caquer silbó suavemente.
—E incluso enloquecer a nueve charlatanes radicales… o ni siquiera
tendrían que ser radicales, sino ciudadanos cualesquiera.
—¿Nueve charlatanes? —quiso saber Jane Gordon—. ¿De qué va eso de
los nueve charlatanes? No había oído nada de eso.
—No tengo tiempo de explicártelo. Cubito —dijo Rod, que ya se había
puesto en pie—. Te lo diré mañana, pero debo irme a… Un momento,
profesor, ¿es eso todo lo que sabe sobre la rueda Vargas?
—Absolutamente todo, muchacho. Se me ha ocurrido como una
posibilidad. Sólo se fabricaron cinco o seis, y finalmente el gobierno se
apoderó de ellas y las destruyó, una por una. Costó millones de vidas hacerlo.
»Cuando por fin lo hubieron arreglado todo, la colonización planetaria
estaba empezando, y se había puesto en marcha un Consejo internacional que
podía controlar a todos los gobiernos. Decidieron que todo el campo del
hipnotismo era demasiado peligroso, y lo convirtieron en materia prohibida.
Tardaron unos cuantos siglos en borrar todo el conocimiento difundido al
respecto, pero lo consiguieron. La prueba es que nunca habías oído hablar de
ello.
—Pero ¿y los aspectos benéficos? —preguntó Jane Gordon—. ¿Se
perdieron?
—Naturalmente —dijo su padre—. Pero la ciencia médica había
progresado tanto para entonces que no fue una gran pérdida. Hoy los médicos
pueden curar, por vía física, todo lo que solucionaba el hipnotismo.
Caquer, que se había detenido junto a la puerta, regresó.
—Profesor, ¿cree que es posible que alguien alquilara a Deem un libro del
Indinegro y se enterara de todos esos secretos? —inquirió.
—Es posible —contestó el profesor Gordon encogiéndose de hombros—.
Deem puede haber traficado ocasionalmente con libros del Indinegro, pero no
hubiera intentado alquilármelos o vendérmelos a mí. Por tanto, no lo sé.
En la comisaría, el teniente Caquer encontró al teniente Borgesen al borde
de la apoplejía.
—¡Tú! —dijo plañideramente mirando a Caquer—. El mundo se ha vuelto
loco. Escucha, Brager descubrió a Willem Deem, ¿no? Ayer por la mañana a
las diez en punto. ¿Y se quedó allí de guardia mientras Skidder, tú y los
auxiliares estabais allí?
—Sí, ¿por qué? —preguntó Caquer.

Página 169
—Nada. —La expresión de Borgesen demostraba hasta qué punto estaba
superado por los acontecimientos—. Nada de nada, excepto que Brager
estuvo en la sala de urgencias del hospital ayer por la mañana, desde las
nueve hasta pasadas las once, para que le trataran un tobillo torcido. No pudo
estar en la tienda de Deem. Siete médicos, enfermeras y auxiliares juran a
quien quiera escucharlos que estaba en el hospital a esa hora.
—Iba cojeando esta mañana —dijo Caquer, frunciendo el ceño—, cuando
me ha ayudado a registrar la tienda de Deem. ¿Qué dice Brager?
—Dice que estaba allí, me refiero a la tienda de Deem, y que descubrió el
cuerpo. Nosotros descubrimos lo contrario por accidente, si es que es lo
contrario. Rod, me estoy volviendo loco. Pensar que tuve ocasión de ser
bombero en una nave espacial y cogí este maldito trabajo. ¿Has descubierto
algo nuevo?
—Tal vez. Pero primero quiero hacerte una pregunta, Borg. Sobre los
nueve chiflados que cogiste. ¿Ha intentado alguien identificar…?
—¿Ésos? —interrumpió Borgesen—. Los dejé marchar.
—¿Los dejaste marchar? —repitió Caquer mirando la robusta cara del
teniente de noche completamente estupefacto—. No podías hacerlo,
legalmente. Hombre, estaban acusados. Sin juicio, no podías dejarlos
marchar.
—Tonterías, lo hice y asumo toda la responsabilidad. Mira, Rod, tenían
razón, ¿no?
—¿Qué?
—Claro. Hay que hacer que la gente se dé cuenta de qué está ocurriendo
en el Sector Dos. Esos desgraciados necesitan que les bajen los humos, y
nosotros somos los únicos que podemos hacerlo. El cuartel general de Calisto
debería estar aquí. Escucha, Rod, un Calisto unido podría apoderarse de
Ganímedes.
—Borg, ¿han emitido algo por televís esta noche? ¿Alguien ha hecho un
discurso y tú lo has escuchado?
—Claro, ¿tú no? Nuestro amigo Skidder. Debe de haber sido mientras
venías hacia aquí, porque todas las televís se encendieron automáticamente.
Fue una transmisión general.
—Y… ¿se sugirió algo específico, Borg? ¿Sobre el Sector Dos,
Ganímedes y todo eso?
—Claro; una asamblea general mañana por la mañana a las diez. En la
plaza. Se supone que debemos ir todos: te veré allí, ¿no?

Página 170
—Sí —dijo el teniente Caquer—. Me temo que sí… Tengo que irme,
Borg.
Rod Caquer ya sabía qué estaba pasando. Prácticamente lo último que
deseaba hacer era quedarse en la comisaría escuchando a Borgesen hablar
bajo la influencia de lo que parecía ser una rueda Vargas. Ninguna otra cosa,
nada más, pudo haber hecho hablar al teniente Borgesen como acababa de
hacerlo. La teoría del profesor Gordon parecía más cierta por momentos.
Nada más podía haber provocado tales resultados.
Caquer caminó casi a ciegas en la noche iluminada por Júpiter, pasando
de largo el edificio donde se encontraba su apartamento. Tampoco quería ir
allí.
Las calles de Ciudad Sector Tres parecían muy llenas para una hora tan
tardía. ¿Era tarde? Miró su reloj y silbó suavemente. Ya no era la larde. Eran
las dos de la mañana, y normalmente las calles hubieran debido estar
totalmente desiertas.
Pero aquella noche no lo estaban. La gente vagabundeaba, personas solas
o en grupos pequeños que caminaban juntos en extraño silencio. Se oía el
arrastrar de los pies, pero ni siquiera el susurro de una voz. Ni siquiera…
¡Susurros! Algo en las calles y en la gente hizo que Rod Caquer recordara
su sueño de la noche anterior. Sólo que ya sabía que no había sido un sueño.
Tampoco se había tratado de sonambulismo, en el sentido ordinario de la
palabra.
Se había vestido. Había salido sigilosamente del edificio. Y las luces de la
calle también habían estado apagadas, lo cual significaba que los empleados
del departamento de servicios habían abandonado sus puestos. Ellos, como
otros muchos, habían estado caminando con la multitud.
Escuchando los susurros nocturnos. ¿Y qué decían los susurros?
Recordaba una parte: «Mata… mata… mata… Los odias…».
Un estremecimiento recomo la espina dorsal de Rod Caquer cuando se dio
cuenta de qué significaba que el sueño de la noche pasada hubiera sido una
realidad. Aquello reducía a la insignificancia el asesinato del propietario de
una pequeña videoteca.
Aquello era algo que se estaba apoderando de una ciudad, algo que podía
desestabilizar un mundo, algo que podía conducir a un terror y una carnicería
increíble, como no se habían conocido desde el siglo XXIV. Aquello… ¡que
había empezado como un simple caso de asesinato!
En algún lugar por delante de él, Rod Caquer oyó la voz de un hombre
dirigiéndose a una multitud. Una voz frenética, que el fanatismo hacía sonar

Página 171
aguda. Apresuró el paso hasta la esquina y la dobló para encontrarse al borde
de un grupo de gente que se arremolinaba alrededor de un hombre que
hablaba desde lo alto de unos peldaños.
—Y os digo que mañana es el día. Ahora ya tenernos al mismo regente
con nosotros, y no será necesario derrocarlo. Hay hombres que trabajarán
durante toda la noche, preparándose. Después de la asamblea en la plaza
mañana por la mañana, haremos…
—¡Eh! —gritó Rod Caquer.
El hombre dejó de hablar y se volvió para mirar a Rod, y la multitud se
volvió lentamente, casi como un solo hombre, para observarlo.
—Están bajo…
Luego Caquer vio que era un gesto inútil.
No fueron los hombres que avanzaban hacia él los que lo convencieron de
ello. No tenía miedo de la violencia. El hecho de repartir golpes a su
alrededor con la hoja de su espada hubiera sido un cambio bienvenido
respecto a aquel terror sin nombre.
Pero de pie detrás del orador había un hombre uniformado. Brager. Y
Caquer recordó entonces que Borgesen, a la sazón responsable de la
comisaría, estaba del otro lado. ¿Cómo podía arrestar al orador si Borgesen, al
mando, se negaría a encerrarlo? ¿Y de qué serviría provocar un tumulto y
herir a personas inocentes, personas que no actuaban por voluntad propia sino
bajo la insidiosa influencia que le había descrito el profesor Gordon?
Con la mano en la espada, retrocedió. Nadie lo siguió. Como autómatas,
se volvieron otra vez hacia el orador, que continuó su arenga como si nunca lo
hubieran interrumpido. El agente Brager no se había movido, ni siquiera había
mirado en dirección a su superior. Era el único de ellos que no se había vuelto
ante el grito de Caquer.
El teniente Caquer corrió en la dirección que seguía cuando oyó al orador.
Esa dirección lo llevaría de nuevo al centro. Buscaría un lugar abierto donde
pudiera usar un visófono, y llamaría al coordinador del Sector. Aquello era
una emergencia.
Seguro que el alcance del que tuviera la rueda Vargas no se había
extendido aún más allá de los límites del Sector Tres.
Encontró un restaurante abierto, aunque desierto, con las luces encendidas
pero sin camareros de servicio ni cajeros tras el mostrador. Entró en la cabina
del visófono y pulsó el botón para las llamadas de larga distancia. La
operadora apareció en la pantalla casi al momento.
—Coordinador del Sector, Ciudad Calisto —dijo Caquer—. Dese prisa.

Página 172
—Lo siento, señor. Las comunicaciones con el exterior se encuentran
suspendidas por orden del controlador de servicios, mientras dure la
emergencia.
—Mientras dure ¿qué emergencia?
—No se nos permite dar información.
Caquer rechinó los dientes. Bien, sí que había alguien que podría
ayudarlo. Obligó a su voz a sonar tranquila.
—Póngame con el profesor Gordon, en los apartamentos universitarios —
dijo a la operadora.
—Sí, señor.
Pero la pantalla permaneció oscura, aunque el botoncito rojo que indicaba
que el avisador estaba funcionando estuvo encendiéndose y apagándose
durante varios minutos.
—No hay respuesta, señor.
Probablemente el profesor Gordon y su hija estaban dormidos, dormidos
demasiado profundamente para oír el avisador. Caquer consideró un momento
si debía ir hasta allí. Pero estaba en el otro lado de la ciudad, y ¿de qué le
servirían? De nada, y el profesor Gordon era un anciano frágil y enfermo.
No, iba a tener que… Volvió a pulsar un botón del visófono, y un instante
después estaba hablando con el encargado del hangar de naves espaciales.
—Prepáreme un vehículo rápido del departamento de policía —ladró
Caquer—. Téngalo listo y estaré allí en unos minutos.
—Lo siento, teniente —fue la breve réplica—. Todos los rayos
transportadores al exterior están cortados, por orden especial. Todas las naves
están en el suelo mientras dure la emergencia.
Debió haberlo sospechado, pensó Caquer. Pero, ¿y el investigador
especial que venía de la oficina del coordinador?
—¿Se permite aterrizar a las naves que llegan? —inquirió.
—Se les permite aterrizar —respondió la voz—, pero no volver a
despegar sin una orden especial.
—Gracias —dijo Caquer.
Apagó la pantalla y salió al exterior, a la luz del alba. Entonces tenía una
posibilidad. El investigador especial podría ayudarlo.
Pero él. Rod Caquer, tendría que interceptarlo, contarle la historia y sus
implicaciones antes de que pudiera caer con los otros, bajo la influencia de la
rueda Vargas. Caquer se dirigió rápidamente hacia la terminal. Tal vez su
nave había aterrizado y el daño ya estaba hecho.

Página 173
Volvió a pasar junto a un grupo de gente reunida alrededor de un orador
frenético. Casi todo el mundo debía de estar afectado para entonces. Pero ¿por
qué se había salvado él? ¿Por qué no estaba él también bajo la influencia
maligna?
Cierto, seguramente iba por la calle de camino hacia la comisaría cuando
tuvo lugar la emisión de Skidder, pero eso no lo explicaba todo. Todas
aquellas personas no podían haber visto y oído aquel visiprograma. Algunos
debían de haber estado dormidos a aquella hora.
Además, a él, Rod Caquer, lo había afectado la noche anterior, la noche de
los susurros. Debía de estar bajo la influencia de la rueda cuando estaba
investigando el asesinato… los asesinatos.
¿Por qué, pues, estaba libre? ¿Era el único, o habría otros que habían
escapado, que estaban en su sano juicio y seguían siendo las mismas personas
que antes?
Si no, si él era el único, ¿por qué estaba libre?
¿O no lo estaba?
¿Podía ser que lo que estaba haciendo justo entonces estuviera dirigido,
fuera parte de algún plan?
Pero no servía de nada pensar así y volverse loco. Tendría que continuar
lo mejor que pudiera y esperar que las cosas, en su caso, fueran como
parecían.
Entonces echó a correr, porque tenía delante la zona abierta de la terminal,
y una pequeña nave, plateada a la luz del alba, se preparaba para aterrizar. Un
pequeño crucero oficial; tenía que ser el investigador especial. Corrió pasando
el mostrador de llegadas, cruzó la puerta de la alambrada y se dirigió a la
nave, que ya había aterrizado. La puerta se abrió.
Un hombre menudo y delgado salió y cerró la puerta tras él. Vio a Caquer
y sonrió.
—¿Usted es Caquer? —preguntó amistosamente—. La oficina del
coordinador me envía a investigar un caso que los tiene preocupados. Me
llamo…
El teniente Caquer observaba fascinado y horrorizado las conocidas
facciones del hombrecillo, la verruga demasiado familiar en un lado de su
nariz, esperando el anuncio que sabía que iba a hacer…
—Willem Deem. ¿Vamos a su oficina?
A un hombre pueden ocurrirle demasiadas cosas.
El teniente Rod Caquer, teniente de policía del Sector Tres, Calisto, había
experimentado más de lo que le correspondía. ¿Cómo se puede investigar la

Página 174
muerte de un hombre que ha sido asesinado dos veces? ¿Cómo ha de actuar
un policía cuando la víctima aparece, viva y feliz, para ayudarlo a resolver el
caso?
Ni siquiera sabiendo que en realidad no estaba allí… o si lo estaba, no era
lo que sus ojos veían ni decía lo que sus oídos oían.
Hay un punto más allá del cual la mente humana deja de funcionar
normalmente, y cuando ese punto se alcanza y se sobrepasa, las distintas
personas reaccionan de distintas formas.
La reacción de Rod Caquer fue una ira repentina, ciega y roja. Dirigida, a
falta de un objeto mejor, contra el investigador especial… si es que era el
investigador especial y no un fantasma hipnótico que no estaba allí en
absoluto.
El puño de Rod Caquer salió disparado y encontró una barbilla. Lo cual
no demostraba gran cosa, excepto que si el hombrecillo que acababa de bajar
del crucero era una ilusión, se trataba de una ilusión tan táctil como visual. El
puño de Rod explotó en su mejilla como el disparo de un cohete, y el
hombrecillo se tambaleó y cayó hacia delante. Todavía sonriendo, porque no
había tenido tiempo de cambiar la expresión de su cara.
Cayó boca abajo y rodó con los ojos cerrados pero sonriendo gentilmente
al cielo que se iluminaba.
Tembloroso, Caquer se inclinó y puso la mano contra el frontal de la
túnica del hombre. Sí, se oía el latido de un corazón. Por un momento, Caquer
había temido que su golpe lo hubiera matado.
Y Caquer cerró los ojos, deliberadamente, y palpó la cara del hombre con
la mano… y seguía pareciendo la cara de Willem Deem, y la verruga estaba
allí, se podía tocar igual que se podía ver.
Dos hombres habían salido corriendo del edificio de llegadas, y se
dirigían hacia él a través del campo. Rod vio la expresión de sus caras y luego
pensó en el pequeño crucero que estaba sólo a unos pocos pasos de él. Tenía
que salir del Sector Tres y decirle a alguien qué estaba pasando antes de que
fuera demasiado tarde.
¡Si sólo le hubieran mentido sobre lo del rayo transportador exterior! Saltó
sobre el cuerpo del hombre que había derribado y se metió en el crucero,
aporreando los controles. Pero la nave no respondió y… no, no le habían
mentido sobre lo del rayo transportador.
No tenía sentido quedarse allí y librar una lucha que no decidiría nada.
Salió por el otro lado del crucero, lejos de los hombres que iban hacia él, y
corrió hacia la alambrada.

Página 175
Estaba electrificada, aquella alambrada. No lo bastante para matar a un
hombre, pero si lo suficiente para dejarlo allí enganchado hasta que llegaran
hombres con guantes de goma a corlar los cables y llevárselo. Pero si el rayo
estaba desconectado, probablemente la corriente de la alambrada también lo
estaría.
Estaba demasiado alto para saltar, así que corrió el riesgo. Y la corriente
estaba desconectada. Trepó por encima sin problemas, y sus perseguidores se
detuvieron y fueron a ocuparse del hombre caído junto al crucero.
Caquer aflojó el paso, pero siguió moviéndose. No sabía adónde ir, pero
tenía que moverse. Pasado un rato, se dio cuenta de que sus pasos lo
encaminaban hacia las afueras de la ciudad, por el lado norte, hacia Ciudad
Calisto.
Estaba en un pequeño parque cerca del límite norte cuando se dio cuenta
del significado y de la inutilidad de la dirección que seguía. Y descubrió, a la
vez, que sus músculos estaban cansados y doloridos, que tenía un terrible
dolor de cabeza y que no podía continuar a menos que tuviera una meta
posible y realista.
Se hundió en un banco del parque y durante un rato apoyó la cabeza entre
las manos. No se le ocurrió ninguna respuesta.
Pasado un tiempo levantó la vista y vio algo que lo fascinó. La rueda de
juguete de un niño, sobre un palo clavado en el césped del parque, girando al
viento, ya rápida, ya lentamente, según la brisa variaba.
Iba en círculos, como su mente. ¿Cómo podía la mente de un hombre
moverse de otra forma cuando no podía distinguir entre la realidad y la
ilusión? Se movía en círculos, como una rueda Vargas.
Círculos.
Pero tenía que haber una manera. Un hombre con una rueda Vargas no era
completamente invencible; de lo contrario ¿cómo habría conseguido el
Consejo destruir las pocas que se habían construido? Cierto, los poseedores
de las ruedas se habrían anulado unos a otros hasta cierto punto, pero tuvo que
haber una última rueda en manos de alguien. En manos de alguien que quería
controlar el sistema solar.
Pero habían detenido la rueda.
Por tanto, podía detenerse. Pero ¿cómo? ¿Cómo, si ni siquiera era posible
verla? De hecho, verla ponía a un hombre tan completamente bajo su control
que, después del primer vistazo, ya no sabía que estaba allí. Porque, a primera
vista, había capturado su mente.
Tenía que detener la rueda. Era la única respuesta. Pero ¿cómo?

Página 176
La rueda de juguete que veía podía ser la rueda Vargas, por lo que él
sabía, programada para crear la ilusión de ser inofensiva. O su poseedor,
llevando el casco, podía estar de pie en el camino ante él en aquel mismo
momento, observándolo. El poseedor de la rueda podía resultar invisible
porque le ordenaba a la mente de Caquer que no lo viera.
Pero si el hombre estaba allí, estaría allí de veras, y si Rod lo golpeaba
con su espada, la amenaza terminaría, ¿verdad? Claro.
Pero ¿cómo encontrar una rueda que no se podía ver? Que no se podía ver
porque…
Y entonces, todavía mirando la rueda de juguete. Caquer vio una
posibilidad, algo que podía funcionar, ¡una posibilidad mínima!
Miró rápidamente su reloj de pulsera y vio que eran las nueve y media, es
decir, media hora antes de la concentración en la plaza. Y la rueda y su
portador estarían allí, con toda seguridad.
Olvidando el dolor de sus músculos, el teniente Rod Caquer echó a correr
de vuelta hacia el centro de la ciudad. Las calles estaban desiertas. Todo el
mundo estaba en la plaza, por supuesto. Les habían ordenado que fueran.
Al cabo de unas manzanas, se había quedado sin aliento y tuvo que
conformarse con andar rápidamente, pero tendría tiempo de llegar antes de
que acabara, aunque se perdiera el principio.
Sí, desde luego podría llegar. Y después, si su idea funcionaba…
Eran casi las diez cuando pasó junto al edificio donde estaba su oficina, y
siguió caminando. Entró en un edificio a pocas puertas de allí. El ascensorista
no estaba, pero Caquer hizo funcionar el ascensor hacia arriba, y un momento
después había utilizado su llave maestra en una cerradura y se encontraba en
el laboratorio de Perry Peters.
Peters no estaba, por supuesto, pero las lentes estaban allí, las lentes
especiales con su efecto de limpiaparabrisas que las hacía adecuadas para las
minas de radito.
Rod Caquer se las puso en los ojos, se metió la batería en el bolsillo y tocó
el botón que había a un lado. Funcionaban. Podía ver débilmente mientras los
limpiadores se movían a un lado y a otro. Pero un minuto después se
detuvieron.
Claro. Peters había dicho que las bielas se calentaban y se dilataban
después de funcionar un minuto. Bueno, tampoco importaba. Un minuto
podía ser suficiente, y el metal ya se habría enfriado cuando llegara a la plaza.
Pero tenía que conseguir variar la velocidad. Entre los materiales del
banco de trabajo, encontró un pequeño reóstato y lo empalmó a uno de los

Página 177
cables que iban de la batería a las lentes.
Era lo máximo que podía hacer. No tenía tiempo de probarlo. Se subió las
lentes hasta la frente, salió corriendo al vestíbulo y tomó el ascensor hasta la
calle. Y un momento después corría hacia la plaza pública, a dos manzanas de
allí.
Llegó al borde de la multitud reunida en la plaza que observaba los dos
balcones del edificio de la Regencia. En el más bajo estaban varias personas
que reconoció: el doctor Skidder, Walter Johnson… Incluso el teniente
Borgesen estaba allí.
En el balcón superior, el regente Maxon estaba solo y hablaba a la
multitud. Su voz sonora entonaba frases que exaltaban el poder del imperio. A
poca distancia, entre la multitud, Caquer distinguió el cabello gris del profesor
Gordon y la cabeza dorada de Jane Gordon junto a él. Se preguntó si estarían
también bajo el hechizo. Por supuesto, tenían que estar engañados también o
no habrían acudido allí. Se dio cuerna de que sería inútil hablar con ellos,
decirles qué intentaba hacer.
El teniente Caquer se deslizó las gafas sobre los ojos, quedando
momentáneamente cegado porque los brazos de los limpiadores estaban en
mala posición. Pero sus dedos encontraron el reóstato, puesto a cero, y
empezaron a moverlo lentamente por el dial hacia el máximo.
Y entonces, mientras los limpiadores empezaban su danza frenética y
aceleraban, pudo ver, aunque borroso. A través de las lentes en forma de arco,
miró a su alrededor. En el balcón inferior no vio nada inusual, pero en el
superior la figura del regente Maxon tembló de repente.
Había un hombre de pie en el balcón superior llevando un extraño casco
con cables, y sobre los cables había una rueda de siete centímetros hecha de
espejos y prismas.
Una rueda que estaba quieta, a causa del efecto estroboscópico de las
gafas mecanizadas. La velocidad de los limpiadores quedó sincronizada un
instante con la velocidad de giro de la rueda, de modo que cada visión
sucesiva de ésta la mostraba en la misma posición, y a los ojos de Caquer, la
rueda estaba quieta, y podía verla.
Entonces las lentes se atascaron.
Pero ya no las necesitaba.
Sabía que Barr Maxon, o quienquiera que estuviera en el balcón, era el
portador de la rueda.
En silencio y llamando la atención lo menos posible, Caquer rodeó
corriendo a la multitud y llegó a la puerta lateral del edificio de la Regencia.

Página 178
Había un guarda de servicio allí.
—Perdón, señor, pero no se permite…
Intentó agacharse, demasiado tarde. La hoja de la espada del teniente de
policía Rod Caquer lo golpeó en la cabeza.
El interior del edificio parecía desierto. Caquer subió corriendo los tres
tramos de escaleras que lo llevarían al nivel del balcón superior, y se precipitó
por el pasillo hacia la puerta del balcón.
La cruzó como una bala, y el regente Maxon se volvió. Maxon ya no
llevaba el casco en la cabeza. Caquer había perdido las gafas, pero tanto si
podía verlo como si no, sabía que el casco y la rueda seguían en su sitio y
funcionando, y que aquélla era su única oportunidad.
Maxon se volvió y vio la cara del teniente Caquer y su espada
desenvainada.
Entonces, bruscamente, la figura de Maxon se desvaneció. A Caquer le
pareció (aunque sabía que no era así) que la figura frente a él era la de Jane
Gordon. Jane, que lo miraba suplicante y le hablaba en tono conmovedor.
—Rod, no… —empezó a decir.
Pero sabía que no era Jane. Era un pensamiento que el manipulador de la
rueda Vargas le estaba dirigiendo para salvarse.
Caquer levantó la espada y la dejó caer con fuerza.
El cristal se quebró, y se oyó el golpe del metal contra metal cuando su
espada partió el casco.
Por supuesto, ya no era Jane; sólo había un hombre muerto allí tendido,
con sangre saliéndole por la hendidura del casco, extraño y complicado, pero
completamente destrozado. Un casco que ya podía ver todo el mundo,
incluyendo al teniente Caquer.
Del mismo modo que cualquiera, incluyendo al teniente Caquer, podía
reconocer al hombre que lo llevaba.
Era un hombre pequeño y delgado, y había una verruga muy poco
elegante en un lado de su nariz.
Sí, era Willem Deem. Y aquella vez. Rod Caquer sabía que era Willem
Deem.

—Pensaba —dijo Jane Gordon—, que te ibas a marchar a Ciudad Calisto sin
decirnos adiós.
—Oh, eso —dijo Rod Caquer moviendo su sombrero en un gesto vago—.
Ni siquiera estoy seguro de que vaya a aceptar el ascenso a coordinador de la

Página 179
policía de allí. Tengo una semana para decidirlo y estaré por aquí al menos
durante ese tiempo. ¿Tú cómo has estado, Cubito?
—Bien, Rod. Siéntate. Papá llegará pronto, y sé que tiene muchas cosas
que preguntarte. No te habíamos visto desde la gran asamblea.
Es curioso lo tonto que un hombre listo puede llegar a ser, en ocasiones.
Pero, por otro lado, se había declarado tantas veces, y había recibido
tantas calabazas, que no era culpa suya.
Simplemente la miró.
—Rod, toda la historia no llegó a salir en los noticiarios —dijo ella—. Ya
sé que tendrás que repetirla otra vez para mi padre, pero mientras esperamos,
¿me contarás algo?
—No fue nada, de verdad. Cubito —dijo Rod sonriendo—. Willem Deem
se apoderó de un libro del Indinegro y descubrió cómo hacer una rueda
Vargas. Así que hizo una y eso le dio ideas.
»Su primera idea fue matar a Barr Maxon y convertirse en regente,
programando el casco para parecer Maxon. Puso el cuerpo de Maxon en su
tienda y se divirtió mucho con su propio asesinato. Tenía un sentido del
humor bastante retorcido y le encantó perseguimos en círculos.
—Pero ¿cómo hizo todas las demás cosas? —preguntó la muchacha.
—Estuvo allí como Brager y fingió descubrir su cuerpo. Dio una
descripción de la causa de la muerte, e hizo que Skidder, yo y los auxiliares
viéramos el cadáver cada uno de manera distinta. No me extraña que casi nos
volviéramos locos.
—Pero Brager también recordaba haber estado allí —objetó ella.
—Brager estaba en el hospital en ese momento —explicó Caquer—, pero
Deem lo vio más tarde y le imprimió en la mente el recuerdo de haber
descubierto el cuerpo de Deem. Así que, naturalmente, Brager pensaba que
había estado allí.
»Luego mató al secretario confidencial de Maxon, porque al estar tan
cerca del regente, debió de sospechar que algo iba mal aunque no pudiera
adivinar qué era. Ése fue el segundo cadáver de Willem Deem, que empezaba
a divertirse en serio cuando nos gastó esa jugarreta.
»Y naturalmente, nunca llamó a Ciudad Calisto para pedir un investigador
especial. Simplemente se divirtió conmigo, haciéndome creer que lo recibiría
para que luego resultara que el tipo era otra vez Willem Deem. Creo que casi
me volví loco entonces.
—Pero, Rod, ¿por qué tú no estabas tan afectado como los otros? —
inquirió ella—. Me refiero a lo de conquistar Calisto y todo eso. Te libraste de

Página 180
esa parte de la hipnosis.
—Tal vez fue porque me perdí el discurso de Skidder en el televís —
sugirió Caquer encogiéndose de hombros—. Claro está que no era Skidder en
absoluto, era Deem con otro disfraz y llevando el casco. Y tal vez me dejó
fuera deliberadamente, porque se estaba divirtiendo locamente con mis
intentos de investigar los asesinatos de dos Willem Deem. Es difícil de decir.
Tal vez yo ya estaba algo chiflado por el estrés, y ésa puede ser la razón de
que fuera parcialmente resistente a la hipnosis colectiva.
—¿De verdad crees que pretendía gobernar todo Calisto, Rod? —
preguntó la muchacha.
—Nunca sabremos con seguridad hasta dónde quería o esperaba llegar. Al
principio, simplemente experimentaba con los poderes de la hipnosis a través
de la rueda. La primera noche, sacó a la gente de sus casas a la calle, luego la
mandó de vuelta e hizo que lo olvidara todo. Sin duda, era sólo una prueba.
—Caquer se detuvo y frunció el ceño pensativo—. Desde luego, estaba
chiflado —continuó—, y ni siquiera podemos atrevernos a suponer cuáles
eran sus planes. Comprendes cómo funcionaron las gafas para neutralizar la
rueda, ¿verdad, Cubito?
—Creo que sí. Eso fue brillante. Rod. Es lo mismo que cuando se hace
una película de una rueda que gira, ¿no? Si la cámara se sincroniza con la
velocidad de giro de la rueda, de forma que cada imagen sucesiva la muestra
después de una revolución completa, parece que esté quieta cuando se ve la
película.
—Exactamente —dijo—. Pero fue pura suerte que tuviera acceso a esas
lentes. Durante un segundo pude ver a un hombre con un casco en el balcón…
pero eso era todo lo que quería saber.
—Pero, Rod, cuando saliste al balcón ya no llevabas las gafas. ¿No pudo
detenerte entonces, por hipnosis?
—Pues no lo hizo. Supongo que no tuvo tiempo de apoderarse de mí. Sí
que me envió una ilusión. No vi ni a Barr Maxon ni a Willem Deem allí de
pie en el último momento. Te vi a ti, Jane.
—¿A mí?
—Sí, a ti. Supongo que sabía que estoy enamorado de ti, y eso fue lo
primero que le pasó por la cabeza; que no me atrevería a usar la espada si
pensaba que eras tú quien estaba allí. Pero no eras tú, a pesar de la evidencia
de mis ojos, de forma que la usé. —Se estremeció ligeramente, recordando la
fuerza de voluntad que había necesitado para dejar caer la espada—. Lo peor

Página 181
fue que te vi allí como siempre he querido verte… tendiendo los brazos hacia
mí y mirándome como si me quisieras.
—¿Así, Rod?
Y aquella vez el aturdimiento no le impidió captar la idea.

Página 182
Paradoja perdida

Un moscardón se había colado por la persiana y zumbaba en círculos


monótonos por el techo del aula. También el profesor Dolohan zumbaba en
círculos monótonos de lógica en la parte delantera de la clase. Shorty
McCabe, sentado en la última fila, los contempló alternativamente, y
finalmente decidió que el moscardón era el más interesante de los dos.
—El absoluto negativo no es —dijo el profesor—, por así decirlo,
absolutamente negativo. Esto sólo es contradictorio en apariencia. Si
invertimos el orden, las dos palabras adquieren nuevas connotaciones. Por lo
tanto…
Shorty McCabe suspiró inaudiblemente y observó el moscardón deseando
poder volar en círculos del mismo modo y con el mismo fantástico zumbido.
Si se comparaban los tamaños y los decibelios, un moscardón hacía más mido
que un avión.
Más ruido, teniendo en cuenta el tamaño, que una sierra mecánica.
¿Serraban metal las sierras mecánicas? Por ejemplo, ¿serraban sierras?
Entonces se podría decir que alguien vio una sierra mecánica serrar una sierra.
O, dejando de lado lo de «mecánica»: yo vi una sierra serrar una sierra. O
mejor aún: Serrano vio una sierra serrar una sierra.
—Se puede pensar —dijo el profesor— en el absoluto como un modo de
existencia…
«Sí —pensó Shorty McCabe—, se puede pensar en cualquier cosa como
cualquier otra cosa, y ¿qué se consigue, salvo un dolor de cabeza?». De todas
formas, el moscardón se estaba volviendo más interesante. Volaba hacia
abajo, hacia la parte delantera del aula, y tal vez aterrizaría en la cabeza del
profesor Dolohan. Y zumbaría.
No lo hizo, sino que aterrizó en algún lugar que no podía ver detrás del
pupitre del profesor. Sin el moscardón para distraerlo. Shorty buscó por el
aula algo que mirar o en qué pensar. Sólo vio nucas; estaba solo en la última
fila y… bueno, podía concentrarse en cómo crecía el pelo en las nucas de la
gente, pero parecía un tema de interés muy limitado.
Se preguntó cuántos de los alumnos que tenía delante estaban dormidos, y
decidió que aproximadamente la mitad; le hubiera gustado dormirse también,

Página 183
pero no podía. Había cometido el estúpido error de acostarse temprano la
noche anterior, y como consecuencia, estaba completamente despierto y
aburrido.
—Pero —dijo el profesor Dolohan— si no consideramos la contradicción
de probabilidades que surge cuando afirmamos que el absoluto positivo no es
absolutamente positivo, esto nos lleva a…
¡Hurra! El moscardón había regresado, surgiendo de su escondite
temporal detrás del pupitre. Subió zumbando hasta el techo, se detuvo allí un
momento para arreglarse las alas y descendió de nuevo, pero aquella vez
hacia la parte trasera.
Y si mantenía su descenso espiral, pasaría a un par de centímetros de la
nariz de Shorty. Así fue. Se quedó bizco mirándolo y volvió la cabeza para no
perderlo de vista. Voló junto a él y…
Ya no estaba allí. En un punto a unos treinta centímetros a la izquierda de
Shorty McCabe, de repente había dejado de volar, de zumbar y de estar allí.
No había muerto ni había caído al pasillo. Simplemente había…
Desaparecido. En mitad del aire, a un metro veinte por encima del pasillo
entre los pupitres, simplemente había dejado de estar allí. El sonido que hacía
pareció detenerse abruptamente, y en el silencio repentino la voz del profesor
parecía más alta, si no más divertida.
—Al crear, a través de una premisa contraria a los hechos, creamos un
conjunto de axiomas pseudorreales que son, en cierta medida, lo contrario de
lo existente…
—¡Jo! —dijo Shorty McCabe, mirando fijamente el punto donde el
moscardón había desaparecido.
—¿Perdón?
—Lo siento, profesor —se disculpó Shorty—. No he hablado. Sólo… sólo
me aclaraba la garganta.
—Lo contrario de lo existente… ¿qué estaba diciendo? Ah, sí. Creamos
una base axiomática de pseudológica que daría respuestas distintas a todos los
problemas. Me refiero a…
Asegurándose de que los ojos del profesor ya no se fijaban en él, Shorty
volvió a girar la cabeza para mirar el punto donde el moscardón había dejado
de volar. ¿O, tal vez, donde había dejado de ser un moscardón? Tonterías;
tenía que haber sido una ilusión óptica. Un moscardón podía volar muy
deprisa. Si lo había perdido de vista de repente…
Echó una ojeada con el rabillo del ojo al profesor Dolohan y se aseguró de
que su atención estaba centrada en otra parte. Entonces Shorty tendió la

Página 184
mano, tentativamente, hacia el punto, o el punto aproximado, donde había
visto desaparecer al moscardón.
No sabía que esperaba encontrar allí, pero no sintió nada. Bueno, eso era
bastante lógico. Si la mosca había desaparecido en la nada, y él. Shorty, había
extendido la mano y no había sentido nada, eso no demostraba nada. Pero, en
cierto modo, se sentía vagamente decepcionado. No sabía qué había esperado
que ocurriera; desde luego, no esperaba tocar un moscardón que no estaba
allí, ni tropezar con un obstáculo sólido pero invisible, ni nada de eso. Pero
¿qué le había ocurrido al moscardón?
Shorty puso las manos en su pupitre y, durante un minuto entero, trató de
olvidarse del moscardón escuchando al profesor. Pero eso era aún peor que
pensar en el insecto.
Por enésima vez, se preguntó por qué habría cometido la estupidez de
matricularse en aquella clase de Lógica 2B. No aprobaría el examen nunca. Y,
de todos modos, quería graduarse en paleontología. Le gustaba la
paleontología; un dinosaurio era algo en que clavar los dientes, por decirlo
así. Pero la lógica, ¡puaj!, ya fuera Lógica 2B o no 2B. Y prefería estudiar los
fósiles a oírlos hablar.
Casualmente, se miró las manos, que estaban apoyadas en el pupitre.
—¡Jo! —dijo.
—¿Señor McCabe? —dijo el profesor.
Shorty no contestó; no podía. Estaba mirando su mano izquierda. No tenía
dedos. Cerró los ojos.
El profesor esbozó una sonrisa magistral.
—Creo —dijo— que nuestro joven amigo de la última fila se ha…
dormido. Por favor, ¿quiere alguien intentar…?
—Estoy… —dijo Shorty mientras apresuradamente dejaba caer las manos
sobre el regazo—. Estoy bien, profesor. Lo siento. ¿Ha dicho usted algo?
—¿Y usted?
—Yo… —Shorty tragó saliva—. Creo que no.
—Estábamos comentando —dijo el profesor (a la clase, gracias al cielo, y
no a Shorty individualmente)— la posibilidad de lo que podríamos llamar lo
imposible. Eso no es una contradicción terminológica, porque hay que
distinguir cuidadosamente entre lo imposible y lo no posible. Esto último…
Con disimulo. Shorty volvió a poner las manos sobre el escritorio y se
quedó mirándolas. La mano derecha estaba bien. La izquierda… Cerró los
ojos, volvió a abrirlos, y seguían faltándole todos los dedos de la mano

Página 185
izquierda. No sentía que le faltaran. Experimentalmente, ejercitó los músculos
que debían moverlos y los sintió flexionarse.
Pero no estaban allí, a tenor de lo que sus ojos podían ver. Alargó la otra
mano hacia ellos e intentó tocarlos… y no pudo. La mano derecha pasó a
través del espacio que los dedos de la izquierda hubieran debido ocupar, y no
sintió nada. Pero seguía pudiendo mover los dedos. Lo hizo.
Era muy desconcertante.
Y entonces recordó que ésa era la mano que había usado para dirigirla
hacia el lugar donde el moscardón había desaparecido. En aquel momento,
como para confirmar su repentina sospecha, sintió un ligero toque en uno de
los dedos que no estaban allí. Un toque liviano, como de algo pequeño que
caminara por su dedo. Algo que pesaba aproximadamente como un
moscardón. Luego el toque desapareció, como si el moscardón hubiera
remontado el vuelo otra vez.
Shorty se mordió los labios para no volver a decir «¡Jo!». Se estaba
asustando.
¿Se estaba volviendo loco? ¿O, a fin de cuentas, tenía razón el profesor y
estaba dormido? ¿Cómo podía saberlo? ¿Pellizcándose? Con los únicos dedos
disponibles, los de la mano derecha, se pellizcó con fuerza la piel del muslo.
Le dolió. Pero, claro, si soñaba que se pellizcaba, ¿no podía soñar también
que le dolía?
Volvió la cabeza y miró a la izquierda. No había nada que ver; el pupitre
vacío al otro lado del pasillo, el pupitre vacío más allá de él, la pared, la
ventana y el cielo azul a través del cristal.
Pero…
Miró al profesor y vio que su atención estaba en la pizarra, donde
dibujaba símbolos.
—Sea N igual al infinito conocido —dijo el profesor—, y sea a igual al
factor de probabilidad…
Tentativamente, Shorty volvió a extender la mano hacia el pasillo y la
observó de cerca. Pensó que más valía asegurarse; la extendió un poco más
lejos. Desapareció. Recuperó su muñeca de un tirón y se quedó sudando.
Estaba loco. Tenía que estar loco.
De nuevo trató de mover los dedos, y los sintió flexionarse
satisfactoriamente, tal como hubieran debido hacerlo. Todavía teman
sensaciones, cinéticas y de otro tipo. Pero… Movió la muñeca hacia el pupitre
y no notó el pupitre. La puso en una posición tal que su mano, de haber estado

Página 186
a continuación de la muñeca, hubiera tenido que tocar o pasar a través del
pupitre, pero no sintió nada.
Dondequiera que estuviera su mano, no estaba al extremo de la muñeca.
Seguía allí, en el pasillo, y daba igual hacia dónde moviera el brazo. Si se
levantaba y salía del aula, ¿seguiría su mano en el pasillo, invisible? ¿Y si se
fuera a mil kilómetros de distancia? Pero eso era estúpido.
Pero, ¿era más estúpido que el hecho de que su brazo estuviera sobre el
pupitre y su mano a medio metro de distancia? La diferencia en estupidez
entre medio metro y mil kilómetros era sólo de grado.
¿Estaba su mano allí?
Sacó su pluma estilográfica del bolsillo y alargó la mano derecha hasta
aproximadamente el punto donde creía que estaba aquello, y desde luego, se
encontró sosteniendo solamente una parte de la pluma, la mitad. Con cuidado
de no meterla más en aquel lugar, la levantó y la dejó caer bruscamente.
¡Le golpeó (lo notó perfectamente) los nudillos desaparecidos de la mano
izquierda! ¡Aquello era el colmo! Se sobresaltó tanto que soltó la pluma y ésta
desapareció. No estaba en el suelo del pasillo. No estaba en ninguna parte.
Había desaparecido, y era una buena pluma de cinco dólares.
¡Jo! Se estaba preocupando por una pluma cuando su mano izquierda
había desaparecido. ¿Qué iba a hacer al respecto?
Cerró los ojos. «Shorty McCabe —se dijo a sí mismo—, tienes que pensar
con lógica y encontrar la forma de sacar la mano de ahí. No te atrevas a
asustarte. Probablemente estás dormido y esto es un sueño, pero tal vez no, y
si no estás soñando, estás en un buen lío. Bien, seamos lógicos. Hay un lugar
ahí fuera, otro plano o algo así, y puedes llegar hasta él y meter cosas dentro,
pero no puedes volver a sacarlas. Haya lo que haya en ese sitio, tu mano
izquierda está allí. Y tu mano derecha no sabe qué hace la izquierda porque
una está aquí y la otra está allí, y las dos nunca… Oye, para ya, Shorty. Esto
no es divertido».
Pero había algo que podía hacer, y era descubrir aproximadamente el
tamaño y la forma de… lo que fuera. Había una caja de clips en su pupitre.
Cogió unos cuantos con la mano derecha y lanzó uno al pasillo. El clip
avanzó unos quince o veinte centímetros hacia el centro del pasillo y
desapareció. No lo oyó aterrizar.
Hasta ahí, muy bien. Lanzó otro un poco más abajo; el mismo resultado.
Se inclinó sobre el pupitre, con cuidado de no sacar la cabeza al pasillo, y tiró
un clip rozando el suelo hacia el pasillo. Lo vio desaparecer a veinte
centímetros. Tiró uno un poco más adelante, otro un poco más atrás. El plano

Página 187
se extendía al menos un metro delante y detrás, más o menos en paralelo al
pasillo.
¿Y por arriba? Tiró uno que subió un metro ochenta por encima del
pasillo y desapareció allí. Otro más, aún más alto y en dirección frontal.
Describió un arco en el aire y aterrizó en la cabeza de una chica sentada tres
asientos más adelante al otro lado del pasillo.
—Señor McCabe —dijo el profesor Dolohan severamente—, ¿puedo
preguntarle si esta clase lo aburre?
—Yo… —dijo Shorty pegando un salto—. No, profesor. Solamente
estaba…
—Usted estaba, me he dado cuenta, haciendo experimentos sobre balística
y la naturaleza de las parábolas. Una parábola, señor McCabe, es la curva que
describe un misil proyectado en el espacio sin otra fuerza continuada que su
impulso inicial y la atracción de la gravedad. Ahora, ¿puedo continuar con mi
charla, o preferiría usted venir al frente de la clase a demostrar la naturaleza
de la mecánica parabólica para edificación de sus compañeros?
—Lo siento, profesor —dijo Shorty—. Estaba… eh… quiero decir…
quiero decir que lo siento.
—Gracias, señor McCabe. Y ahora… —El profesor se volvió de nuevo
hacia la pizarra—. Supongamos que b representa el grado de no posibilidad,
en oposición a c…
Shorty se contempló malhumorado las manos (mejor dicho, la mano)
sobre su regazo. Miró al reloj de pared sobre la puerta y vio que al cabo de
cinco minutos la clase habría terminado. Tenía que hacer algo y hacerlo
deprisa.
Volvió de nuevo los ojos al pasillo. No porque hubiera nada que ver. Pero
sí que había mucho en que pensar. Media docena de clips, su mejor
estilográfica y su mano izquierda.
Había algo invisible allí. No se notaba al tacto, y los objetos metálicos
como los clips no hacían ruido al chocar con… lo que fuera. Y se podía
atravesar en una dirección, pero no en la otra. Podría meter la mano derecha
allí y tocar la izquierda, sin duda, pero entonces no volvería a recuperar la
mano derecha. Y la clase terminaría pronto y…
Tonterías. Sólo había una cosa coherente que pudiera hacer. Lo que
hubiera en el otro plano no le había hecho ningún daño a su mano izquierda,
¿verdad? Bueno, pues, ¿por qué no entrar allí? Dondequiera que estuviera, al
menos estaría en una pieza.

Página 188
Echó una ojeada al profesor y esperó hasta que se volvió para escribir algo
de nuevo en la pizarra. Entonces, sin pararse a pensarlo, sin atreverse a
pensarlo, Shorty se levantó y avanzó hasta el pasillo.
Las luces se apagaron. O él había llegado a algún lugar oscuro.
Ya no podía oír al profesor, pero había un zumbido familiar en sus oídos
que sonaba como un moscardón volando en círculos alrededor de algo, muy
cerca en la oscuridad.
Juntó las manos, y las dos estaban allí; su mano derecha aferró la
izquierda. Bueno, dondequiera que estuviese, estaba todo allí. Pero ¿por qué
no podía ver?
Alguien estornudó.
Shorty pegó un salto.
—¿Hay… alguien ahí? —preguntó. La voz le tembló un poco, y deseó de
veras estar dormido y despenar enseguida.
—Claro —dijo una voz. Una voz aguda y quejumbrosa.
—¿Quién?
—¿Qué quieres decir, «quién»? Yo. ¿No me ves? No, claro que no me
ves. Se me había olvidado. Oye, ¡escucha a ese tío! ¡Y luego dicen que
nosotros estamos locos! —Se oyó una carcajada en la oscuridad.
—¿Qué tío? —preguntó Shorty—. Y, ¿quién dice que quién está loco?
Oiga, no entiendo…
—Ese tío —dijo la voz—. El profesor. ¿Es que no…? No, claro, se me
olvidaba que no puedes. Tampoco tienes que hacer nada aquí, de todas
formas. Pero yo estoy escuchando al profesor explicar qué les ocurrió a los
saurios.
—¿A quién?
—A los saurios, estúpido. Los dinosaurios. El tío está loco. ¡Y dicen de
nosotros!
Shorty McCabe sintió de pronto la necesidad, la imperiosa necesidad, de
sentarse. Palpando en la oscuridad, notó la parte superior de un pupitre y
también un asiento vacío detrás de él. Se acomodó en el asiento.
—Todo esto me suena a chino, señor —dijo—. ¿Quién dice que quién
está loco?
—Ellos dicen que nosotros. ¿No sabes…? Claro, no lo sabes. ¿Quién ha
dejado entrar ese moscardón?
—Empecemos por el principio —suplicó Shorty—. ¿Dónde estoy?
—¡Normales! —dijo la voz en tono petulante—. Os encontráis con algo
fuera de lo corriente y empezáis a preguntar… Oh, bueno, espera un momento

Página 189
y te lo diré. Mata al moscardón.
—No lo veo. Yo…
—Cállate. Quiero escuchar esto; para eso he venido. Él… Vaya, les está
diciendo que los dinosaurios murieron por falta de alimento al haberse hecho
demasiado grandes. ¿No es idiota? Cuanto más grande es una cosa, más
posibilidades tiene de encontrar comida, ¿no? ¡Y la idea de que los herbívoros
murieron de hambre en aquellos bosques! ¡O los carnívoros muriendo cuando
había herbívoros por allí! Y… Pero, ¿por qué te estoy contando todo esto? Tú
eres normal.
—No… no lo entiendo. Si yo soy normal, ¿qué es usted?
—Un loco —dijo la voz, soltando una risita.
Shorty tragó saliva. No parecía haber nada que decir. Era demasiado
obvio que la voz, en eso, tenía razón.
En primer lugar, sabía que, si pudiera escuchar qué ocurría en el exterior,
oiría al profesor Dolohan impartiendo una clase sobre el absoluto positivo, y
aquella voz… (con lo que fuera que estaba pegado a ella, si es que había algo)
había venido a escuchar una clase sobre la desaparición de los saurios. Eso no
tenía sentido, porque el profesor Dolohan no sabía distinguir un pterodáctilo
moteado de un esferoide aplanado. Y…
—¡Ay! —dijo Shorty. Algo le había dado un golpe en el hombro.
—Perdón —dijo la voz—. Intentaba darle al maldito moscardón. Estaba
en tu hombro. Pero he fallado. Espera; le daré al interruptor y lo dejaré salir.
¿Tú también quieres salir?
De pronto, el zumbido se interrumpió.
—Oiga —dijo Shorty—, yo… siento demasiada curiosidad para querer
salir de aquí; al menos hasta que tenga alguna idea de dónde o de qué estoy
saliendo. Supongo que debo estar loco, pero…
—No, tú estás normal. Nosotros somos los locos. O eso es lo que dicen.
Bueno, oír a ese tío hablando de dinosaurios me aburre; prefiero hablar
contigo a escucharlo. Pero no tenías por qué meterte aquí, ni tú ni el
moscardón, ¿entiendes? Hubo una disfunción en el aparato. Le diré a
Napoleón…
—¿A quién?
—Napoleón. Es el jefe de esta provincia. Hay Napoleones que son jefes
en otras provincias, también. Verás, muchos de nosotros pensamos que somos
Napoleón, pero yo no. Es una chifladura común. Sea como sea, el Napoleón
al que me refiero es el de Donnybrook.
—¿Donnybrook? ¿No es un manicomio?

Página 190
—Por supuesto. ¿Dónde, si no, estaría alguien que se creyera Napoleón?
Te lo pregunto a ti.
Shorty McCabe cerró los ojos y descubrió que no le servía de nada porque
estaba igual de oscuro y tampoco podía ver si los tenía abiertos.
«Tengo que seguir haciendo preguntas hasta que saque algo que temía
sentido —se dijo a sí mismo—, o yo me volveré loco. Tal vez ya lo esté; tal
vez estar loco es así. Pero si lo estoy, ¿sigo sentado en la clase del profesor
Dolohan o… o qué?».
—Mire —dijo abriendo los ojos—, veamos si podemos enfocar esto desde
otro ángulo. ¿Dónde está usted?
—¿Yo? Oh, yo también estoy en Donnybrook. Normalmente, quiero
decir. Todos los de esta provincia estamos aquí, excepto unos pocos que
siguen fuera, ¿entiendes? Ahora mismo —de repente su voz sonó
avergonzada—, estoy en una celda acolchada.
—Y ¿es esto? —preguntó Shorty, temeroso—. Quiero decir, ¿estoy yo en
una celda acolchada?
—Claro que no. Tú estás cuerdo. Escucha, no tengo por qué explicarte
estas cosas. Hay una línea que nos separa, ya sabes. Sólo ha sido porque ha
fallado algo en el aparato.
Shorty quería preguntar «¿qué aparato?», pero tuvo el presentimiento de
que si lo hacía la respuesta provocaría siete u ocho preguntas más. Tal vez si
se mantenía firme en un punto hasta entenderlo, podría empezar a entender
algunos de los otros.
—Volvamos a Napoleón —dijo—. ¿Dice que hay más de un Napoleón
entre ustedes? ¿Cómo puede ser? No puede haber dos de la misma cosa.
—Eso es lo que tú sabes. —La voz se rió—. Eso es lo que demuestra que
eres normal. Eso es un razonamiento normal; es correcto, por supuesto. Pero
esos tíos que creen que son Napoleón están locos, de modo que aquí no se
aplica. ¿Por qué no van a poder ser cien hombres Napoleón si están
demasiado locos para saber que no pueden serlo?
—Bueno —dijo Shorty—, incluso si Napoleón no estuviera muerto, al
menos noventa y nueve tendrían que estar equivocados, ¿no? Es lógico.
—Ahí es donde te equivocas —dijo la voz—. Te estoy diciendo que
nosotros estamos locos.
—¿Nosotros? ¿Quiere decir que yo…?
—No, no, no, no, no. Con «nosotros» me refiero a nosotros, a mí y a los
otros, no a ti. Por eso no tienes por qué estar aquí. ¿Entiendes?
—No —dijo Shorty.

Página 191
Curiosamente, ya no sentía ningún miedo. Sabía que tenía que estar
dormido y soñando, aunque no creía que fuera así. Pero estaba tan seguro
como podía estarlo de cualquier cosa de que no estaba loco. La voz con la que
estaba hablando decía que no lo estaba; y, desde luego, parecía una autoridad
en la materia. ¡Cien Napoleones!
—Esto es divertido —dijo—. Quiero averiguar tanto como pueda antes de
despertar. ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama? Mi nombre es Shorty.
—Me alegro moderadamente de conocerte. Shorty. Normalmente los
normales me aburrís, pero tú pareces algo mejor que la mayoría. Pero prefiero
no darte el nombre que usan en Donnybrook; no quisiera que vinieras de
visita o algo así. Simplemente llámame Mudito.
—¿Quiere decir como… los siete enanitos? ¿Cree ser uno de…?
—Oh, no, en absoluto. No estoy paranoico. Ninguna de mis chifladuras,
como tú las llamarías, tienen que ver con la identidad. Sólo es el apodo por el
que me conocen aquí. Igual que a ti te llaman Shorty, ¿entiendes? No te
preocupes por mi otro nombre.
—¿Cuáles son sus… chifladuras? —preguntó Shorty.
—Soy inventor, lo que llaman un inventor chiflado. Creo que invento
máquinas del tiempo, para empezar. Ésta es una de ellas.
—Ésta es… ¿Quiere decir que estoy en una máquina del tiempo? Bueno,
sí, eso explicaría… una o dos cosas. Pero, oiga, si esto es una máquina del
tiempo y funciona, ¿por qué dice que cree usted que las inventa? Si ésta lo
es… quiero decir…
—Una máquina del tiempo es algo imposible. —La voz rió—. Es una
paradoja. Vuestros profesores explican que una máquina del tiempo no puede
existir, porque significaría que dos cosas podrían ocupar el mismo espacio en
el mismo tiempo. Y un hombre podría retroceder y matarse a sí mismo de
joven y… oh, toda clase de cosas así. Es completamente imposible. Sólo un
loco podría…
—Pero dice usted que esto es una máquina del tiempo. ¿Dónde está?
Quiero decir, dónde en el tiempo.
—¿Ahora? Estamos en mil novecientos sesenta y ocho, por supuesto.
—En… oiga, sólo estamos en mil novecientos sesenta y tres. A menos
que la haya movido desde que he llegado. ¿Lo ha hecho?
—No. Yo he estado en mil novecientos sesenta y ocho todo el tiempo; ahí
es donde estaba escuchando esa clase sobre dinosaurios. Pero tú llegaste cinco
años antes. Eso es a causa de la desviación. Lo que tengo que comentar con
Napo…

Página 192
—Pero ¿dónde estoy… estamos… ahora?
—Tú estás en la misma clase donde subiste, Shorty. Pero cinco años más
adelante. Si extiendes la mano, verás… Pruébalo, justo a tu izquierda, donde
tú mismo estabas sentado.
—Y… ¿recuperaré la mano, o será como cuando la he metido aquí?
—Tranquilo; recuperarás la mano.
—Bueno —dijo Shorty. Tentativamente, extendió la mano. Tocó algo
suave que parecía cabello. Lo agarró experimentalmente y tiró un poco.
De repente, aquello se soltó de un tirón, e involuntariamente Shorty retiró
la mano.
—¡Vaya! —dijo la voz junto a él—. ¡Eso ha sido divertido!
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Shorty.
—Era una chica, un bombón de pelo rojo. Está sentada en el mismo
asiento que tú ocupabas cinco años atrás. Le has lirado del pelo y ¡tendrías
que haber visto el salto que ha dado! Escucha…
—¿Escuchar qué?
—Cállate, pues, para que yo pueda oír… —Hubo una pausa, y la voz se
rió—. ¡El profe está ligando con ella!
—¿Qué? —dijo Shorty—. ¿En clase? ¿Cómo…?
—Oh, simplemente la ha mirado cuando ha dado un gritito, y le ha dicho
que se quedara después de clase. Pero, por la forma en que la mira, deduzco
que tiene otras intenciones. No lo culpo; desde luego, es un bombón. Extiende
la mano y tírale del pelo otra vez.
—Bueno… eso no sería muy…
—Claro —dijo la voz con disgusto—. Me olvido continuamente de que
no estás loco como yo. Debe de ser horrible eso de ser normal. Bueno,
salgamos de aquí. Me aburro. ¿Te gustaría ir de caza?
—¿De caza? No soy buen tirador. En particular, cuando no veo nada.
—Oh, no estará oscuro cuando salgas del aparato. Es tu mundo, ya sabes,
pero está loco. Quiero decir que es… ¿cómo lo diría tu profesor? Un aspecto
ilógico de la lógica. De cualquier forma, siempre cazamos con tirachinas. Es
más deportivo.
—¿Qué cazan?
—Dinosaurios. Son los más divertidos.
—¡Dinosaurios! ¡Con un tirachinas! Está lo… Quiero decir, ¿en serio?
—Claro que sí. —La voz rió—. Mira, por eso era tan divertido lo que ese
profesor decía de los saurios. Verás, nosotros los matamos. Desde que
construí esta máquina del tiempo, el Jurásico ha sido nuestro coto de caza

Página 193
favorito. Pero pueden quedar uno o dos para que los cacemos. Conozco un
buen sitio. Es aquí.
—¿Aquí? Creí que estábamos en un aula en mil novecientos sesenta y
ocho.
—Y allí estábamos, entonces. Bien, invertiré la polaridad y podrás salir.
Adelante.
—Pero… —dijo Shorty. Y luego añadió—: Bien… —Y dio un paso a la
derecha.
La luz del sol lo deslumbró.
Era una luz más brillante, más cegadora de lo que nunca había visto o
conocido antes, un contraste terrible después de la oscuridad en que había
estado sumido. Se tapó los ojos con las manos para protegerlos, y sólo
lentamente fue capaz de retirarlas y abrir los ojos.
Entonces vio que estaba de pie sobre una franja de suelo arenoso cerca de
la orilla de un lago tranquilo.
—Vienen aquí a beber —dijo una voz familiar, y Shorty se dio la vuelta.
El hombre que estaba allí era un tipejo pequeño y gracioso, unos diez
centímetros más bajo que Shorty, que medía más o menos un metro sesenta.
Llevaba gafas con montura de concha y una pequeña barbita; y su cara se veía
diminuta y arrugada bajo la chistera negra que se estaba volviendo verdosa
por el uso.
Se llevó la mano al bolsillo y sacó un drachmas pequeño, pero con una
goma muy pesada entre las puntas.
—Puedes disparar al primero —dijo tendiéndoselo a Shorty—, si quieres.
—Hágalo usted —dijo Shorty, sacudiendo la cabeza vigorosamente.
El hombrecillo se inclinó y seleccionó cuidadosamente unas cuantas
piedras de la arena. Se las metió en el bolsillo, todas excepto una que insertó
en la ranura de cuero del tirachinas. Luego se sentó en una roca.
—No hace falta esconderse —dijo—. Estos dinosaurios son idiotas.
Pasarán justo por aquí.
Shorty volvió a mirar a su alrededor. Había árboles a unos cien metros del
lago, árboles extraños y monstruosos con hojas gigantescas de un tono de
verde más pálido de lo que nunca había visto. Entre los árboles y el lago sólo
había arbustos pequeños, pardos y mal desarrollados, y una especie de hierba
áspera y amarillenta.
Faltaba algo. Shorty recordó de repente qué era.
—¿Dónde está la máquina del tiempo? —preguntó.

Página 194
—¿Qué? Oh, aquí mismo. —El hombrecillo extendió una mano a su
izquierda y el brazo le desapareció hasta el codo.
—Oh —dijo Shorty—. Me preguntaba qué aspecto tendría.
—¿Que aspecto tendría? —dijo el hombrecillo—. ¿Cómo iba a tener
aspecto de nada? Ya te he dicho que las máquinas del tiempo no existen. Es
imposible que existan; sería una paradoja completa. El tiempo es una
dimensión fija. Y cuando conseguí probarme eso a mí mismo, me volví loco.
—¿Cuándo fue eso?
—Dentro de unos cuatro millones de años, alrededor de mil novecientos
sesenta y uno. Me había empeñado en construir una, y me volví majareta
cuando no lo conseguí.
—Oh —dijo Shorty—. Oiga, ¿cómo es que en el futuro no podía verle y
aquí, sí? Y, ¿qué mundo de hace cuatro millones de años es éste; el suyo o el
mío?
—La misma respuesta sirve para las dos preguntas. Esto es terreno
neutral; nos encontramos en un punto anterior a que ocurriera la bifurcación
entre cordura y locura. Los dinosaurios son absolutamente estúpidos: no
tienen bastante cerebro para estar locos, no digamos cuerdos. No saben nada
de nada. No saben que las máquinas del tiempo no pueden existir. Por eso
podemos venir aquí.
—Oh —volvió a decir Shorty.
Estuvo un rato en silencio. En cierto modo, ya no le parecía extraño estar
allí esperando ver cazar a un dinosaurio con un tirachinas. Lo peor era estar
esperando un dinosaurio. Una vez aceptado aquel hecho, no le habría parecido
más absurdo estar allí sentado esperando a uno con un…
—Oiga —dijo—, si usar un tirachinas con esas cosas le parece deportivo,
¿ha probado alguna vez con un matamoscas?
—Eso es una gran idea —dijo el hombrecillo, se le habían iluminado los
ojos—. Oye, tal vez serías un buen candidato a…
—No —dijo Shorty, apresuradamente—. Sólo bromeaba, en serio. Pero,
escuche…
—No oigo nada.
—No me refiero a eso; quiero decir… Bueno, escuche, pronto despertaré
o algo así, y hay un par de preguntas que me gustaría hacerle mientras…
mientras todavía esté usted aquí.
—Querrás decir mientras tú todavía estés aquí —dijo el hombrecillo—.
Ya te he dicho que el hecho de que llegaras aquí conmigo fue un simple
accidente, y uno que voy a tener que comentar con Napo…

Página 195
—Al cuerno Napoleón —dijo Shorty—. Oiga, ¿puede contestarme de
forma que pueda entenderlo? ¿Estamos aquí, o no? Quiero decir, si hay una
máquina del tiempo allí, junto a usted, ¿cómo puede estar allí si las máquinas
del tiempo no pueden existir? Y ¿estoy o no estoy en el aula del profesor
Dolohan, y si lo estoy, qué hago aquí? Y… Maldita sea, ¿de qué va todo esto?
—Veo que estás totalmente confundido. —El hombrecillo sonrió
tristemente—. Más vale que te aclare las ideas. ¿Sabes algo de lógica?
—Bueno, un poco, señor…
—Llámame Mudito. Y si sabes un poco de lógica, ése es tu problema.
Simplemente olvídalo y recuerda que yo estoy loco, y eso cambia las cosas,
¿verdad? Una persona loca no tiene por qué ser lógica. Nuestros mundos son
diferentes, ¿no lo ves? Tú eres lo que se llama normal: es decir, ves las cosas
del mismo modo que el resto de la gente. Pero nosotros, no. Y como la
materia es, obviamente, un mero concepto mental…
—¿En serio?
—Claro.
—Pero eso es según la lógica. Descartes…
—Oh, sí. —El hombrecillo blandió el tirachinas con fuerza—. Pero no
según otros filósofos. Los dualistas. Aquí es donde los partidarios de la lógica
se enfrentan a nosotros. Ellos se dividen en dos campos y toman partidos
diametralmenle opuestos sobre una cuestión, de forma que los dos no pueden
estar equivocados. Es tonto, ¿verdad? Pero sigue siendo cierto que la materia
es un concepto de la conciencia, aunque algunas personas, que en realidad no
están locas, creen que no. Bien, hay un concepto normal de materia, que tú
compartes, y muchísimos conceptos anormales. Los anormales, más o menos,
convergen.
—No lo acabo de entender. ¿Quiere decir que ustedes tienen una sociedad
secreta de… lunáticos, que… viven en un mundo distinto, por así decirlo?
—Por así decirlo —dijo el hombrecillo, enfáticamente—. Pero es un
mundo que no existe. Y no es una sociedad secreta, ni nada organizado de ese
modo. Simplemente, es. Nosotros nos proyectamos en dos universos. Uno es
normal; nuestros cuerpos nacen allí, y por supuesto, se quedan allí. Y si
estamos lo bastante locos para Mamar la atención, nos encierran en
manicomios. Pero tenemos otra existencia, en nuestras mentes. Allí es donde
estoy, y allí es donde tú estás en este momento, en mi mente. Yo tampoco
estoy realmente aquí.
—¡Vaya! —dijo Shorty—. Pero ¿cómo puedo estar en su…?

Página 196
—Ya te lo he dicho; la máquina ha fallado. Pero la lógica no ocupa un
lugar muy importante en mi mundo. Una paradoja más o menos no importa, y
una máquina del tiempo es una simple bagatela. Tenemos muchas. Somos
muchos los que venimos aquí a cazar. Así acabamos con los dinosaurios, y
por eso…
—Espere —dijo Shorty—. ¿Este mundo en el que estamos, el Jurásico, es
parte de su… concepto o es real? Parece real y auténtico.
—Esto es real, pero nunca existió en realidad. Es obvio. Si la materia es
un concepto de la mente, y los saurios no tenían mente, ¿cómo pudieron tener
un mundo donde vivir, excepto el que nosotros inventamos para ellos más
tarde?
—Oh —dijo Shorty, débilmente. Su mente zumbaba en círculos—.
¿Quiere decir que los dinosaurios en realidad nunca…?
—Aquí viene uno —dijo el hombrecillo.
Shorty pegó un sallo. Miró alrededor nerviosamente y no vio nada que se
pareciera a un dinosaurio.
—Aquí abajo —dijo el hombrecillo—, entre los arbustos. Observa mi
disparo.
Shorty bajó la vista mientras su compañero levantaba el tirachinas. Se
trataba de una criatura pequeña con aspecto de lagarto, pero que, a diferencia
de los lagartos, iba saltando erguida, avanzaba rodeando uno de los arbustos
enanos. Medía poco menos de medio metro de altura.
Se oyó un sonido agudo cuando la goma se destensó, y un golpe cuando la
piedra acertó a la criatura entre los ojos. Cayó, y el hombrecillo se inclinó y la
recogió.
—Puedes disparar al siguiente —dijo.
—¡Un Struthiomimus! —dijo Shorty mirando al saurio muerto—. Vaya.
Pero, ¿y si aparece uno de los grandes? ¿Un brontosaurio, por ejemplo, o un
Tyrannosaurus rex?
—Han desaparecido todos. Nosotros acabamos con ellos. Sólo quedan los
pequeños, pero es mejor que cazar conejos, ¿verdad? Bueno, por hoy tengo
bastante con uno. Me estoy aburriendo, pero me esperaré a que tú caces uno si
quieres.
—Me temo que no sabría apuntar lo bastante bien con ese tirachinas —
dijo Shorty con un gesto de negación—. Gracias, pero paso. ¿Dónde está la
máquina del tiempo?
—Aquí mismo. Da dos pasos hacia delante.
Shorty lo hizo, y las luces volvieron a apagarse.

Página 197
—Un momento —dijo la voz del hombrecillo—. Prepararé los controles.
¿Quieres bajar donde subiste?
—Hum… buena idea. Podría tener problemas, de otro modo. ¿Dónde
estamos ahora?
—Otra vez en mil novecientos sesenta y ocho. Ese tío aún le está
contando a su clase qué cree que les ocurrió a los dinosaurios. Y la pelirroja…
Oye, de verdad que es un bombón. ¿Quieres tirarle del pelo otra vez?
—No —dijo Shorty—. Pero quiero bajar en mil novecientos sesenta y
tres. ¿Cómo va a llevarme esto allí?
—Llegaste aquí desde mil novecientos sesenta y tres, ¿no? Es por la
disfunción. Creo que esto te dejará en el punto exacto.
—¿Cree? —Shorty se sobresaltó—. Oiga, ¿y si salgo el día antes y me
siento en mi regazo en el aula?
—No podrías hacerlo; no estás loco. —La voz rió—. Pero a mí me pasó
una vez. Bueno, muévete. Quiero ponerme en marcha. He de volver a…
—Gracias por el paseo —dijo Shorty—. Pero… espere… Todavía me
queda una pregunta. Respecto a los dinosaurios…
—¿Sí? Venga, date prisa; la disfunción puede no durar mucho.
—Los grandes, los grandes de verdad. ¿Cómo diablos los mataron con
tirachinas? ¿O no lo hicieron?
—Claro que sí. —El hombrecillo rió—. Simplemente usamos tirachinas
más grandes, eso es todo. Adiós.
Shorty sintió un empujón, y la luz volvió a deslumbrarlo. Estaba de pie en
el pasillo del aula.
—Señor McCabe —dijo la voz sarcástica del profesor Dolohan—, todavía
faltan cinco minutos para terminar la clase. ¿Sería tan amable de volver a su
sitio? Y ¿qué estaba haciendo, si puede saberse? ¿Andando dormido?
—Yo… —dijo Shorty sentándose apresuradamente—. Lo siento,
profesor.
Se quedó sentado y aturdido el resto de la clase. Había parecido
demasiado real para ser un sueño, y su estilográfica no estaba. Pero, por
supuesto, podía haberla perdido en cualquier parte. Sin embargo, toda la
experiencia había sido tan vívida que pasó un día entero antes de que pudiera
convencerse de que la había soñado, y una semana antes de que pudiera
olvidarla durante un rato seguido.
Pero gradualmente el recuerdo se fue desvaneciendo. Un año después, aún
recordaba vagamente que había tenido un sueño extraordinario. Pero cinco
años después, ya no; ningún sueño se recuerda tanto tiempo.

Página 198
Ya era profesor adjunto y tenía su propia clase de paleontología.
—Los dinosaurios se extinguieron al final de la era Jurásica —les decía
—. Se habían vuelto demasiado grandes y poco flexibles para conseguir
comida…
Mientras hablaba, miraba a la atractiva estudiante pelirroja de la última
fila. Y se preguntaba cómo podría reunir el valor para pedirle una cita.
Había un moscardón en el aula; se había elevado en una espiral zumbona
desde algún punto del fondo. Eso le recordó algo al profesor McCabe y,
mientras hablaba, intentaba recordar qué era. Justo entonces, la chica de la
última fila pegó de repente un salto y un gritito.
—Señorita Willis —dijo el profesor McCabe—. ¿Le ocurre algo?
—Yo… —dijo—. Me ha parecido que algo me tiraba del pelo, profesor.
—Se sonrojó, y eso la hizo más bonita que nunca—. Supongo… supongo que
me debo de haber quedado dormida.
La miró… severamente, porque los ojos de la clase estaban fijos en él.
Pero ésa era justo la oportunidad que había estado esperando y deseando.
—Señorita Willis, ¿sería tan amable de quedarse después de clase?

Página 199
Y los dioses rieron

Ya sabéis qué es eso de estar con una brigada de trabajo en un asteroide. Estás
allí, atrapado durante el mes que dura el contrato, con cuatro tíos más y sin
nada que hacer excepto hablar. El espacio disponible en los pequeños
remolcadores en los que se va y vuelve, y en los que se vive mientras estás
allí, es tan escaso que no queda sitio para un libro, ni una revista, ni juegos. Y
se está fuera del alcance de las ondas, excepto de los noticiarios que se
transmiten a todo el sistema una vez cada día terrestre.
Así que hablar es el único entretenimiento que se puede practicar. Hablar
y escuchar. Hay mucho tiempo para las dos cosas, porque un día de trabajo,
en traje espacial, dura sólo cuatro horas, y eso con cuatro períodos de
descanso de quince minutos en los que hay que regresar a la nave.
Sea como sea, lo que intento decir es que hablar es muy fácil en una de
esas brigadas. Con la mayor parte del día libre, acabas escuchando auténticas
trolas, historias que harían parecer el antiguo Club de los Mentirosos de la
Tierra una reunión de la escuela dominical. Y si la mente te funciona de ese
modo, tienes mucho tiempo para inventarte algunas por tu cuenta.
Charlie Dean estaba en nuestra brigada, y Charlie sabía mentir. Había
estado en Marte en los días en que aún había problemas con los bolies,
cuando vivir en Marte se parecía mucho a vivir en la Tierra en los días de las
luchas con los indios. La forma de pensar y luchar de los bolies se parecía
mucho a la de los indios, aunque eran cuadrúpedos que parecían cocodrilos
con zancos (si es posible imaginarse un cocodrilo con zancos), y usaban
armas de fuego en lugar de arcos y flechas. ¿O eran ballestas lo que usaban
los indios americanos contra los colonos?
Sea como sea, Charlie había terminado una historia que era demasiado
buena para ser el primer intento del viaje. Veréis, acabábamos de aterrizar y
estábamos descansando de no hacer nada en ruta; normalmente las historias
empiezan siendo fáciles y verosímiles, y no llegan a ser verdaderos embustes
aproximadamente hasta la cuarta semana, cuando todo el mundo está ya
muerto de aburrimiento.
—Así que cogimos al jefe bolie —finalizó Charlie—, y ya sabéis cómo
son esas orejas colgantes que tienen; pues le pusimos un par de pendientes de

Página 200
brillantes falsos en las orejas y lo soltamos; y volvió con los otros y os juro
que…
Bueno, no seguiré con la historia de Charlie, porque no tiene nada que ver
con lo nuestro, pero hizo que la conversación tocara el tema de los pendientes.
Blake sacudió la cabeza, muy serio, y se volvió hacia mí.
—Hank, ¿qué ocurrió en Ganímedes? —preguntó—. Tú estabas en la
nave que llegó allí hace pocos meses, ¿verdad? En la primera que consiguió
pasar. Nunca he leído ni he oído demasiadas cosas sobre aquella expedición.
—Yo tampoco —dijo Charlie—. Sólo que los ganimedianos resultaron ser
humanoides de más o menos un metro veinte de altura, y que no llevaban
nada encima excepto unos pendientes. Un poco descocados, ¿no?
—No dirías eso si hubieras visto a los ganimedianos —repliqué con una
sonrisa—. Tratándose de ellos, no importaba que estuvieran desnudos. De
todas formas, no llevaban pendientes.
—Estás loco —dijo Charlie—. Sí, ya sé que tú estuviste en aquella
expedición y yo no, pero estás loco de todas formas, porque pude dar un
vistazo a algunas de las fotos que hicieron. Los nativos llevaban pendientes.
—No —dije yo—. Los pendientes los llevaban a ellos.
—Lo sabía, lo sabía —dijo Blake y suspiró profundamente—. Ha habido
algo raro en este viaje desde el principio. Charlie se descuelga el primer día
con una historia que hubiera tenido que preparar gradualmente. Y ahora tú
dices… ¿o me pasa algo a mí en las orejas?
—Nada, capitán —contesté riéndome.
—He oído hablar de hombres que han mordido a perros —dijo Charlie—,
pero eso de los pendientes llevando gente es algo nuevo. Hank, odio
reconocerlo… pero considéralo dicho.
De cualquier modo, tenía su atención. Y aquél era un momento tan bueno
como cualquier otro.
—Si leísteis algo sobre la expedición —dije—, sabréis que salimos de la
Tierra hace unos ocho meses, para una misión que tenía que durar seis.
Éramos seis en el M-94; la tripulación estaba formada por dos hombres y yo,
y había tres especialistas encargados del estudio y la exploración. Aunque no
eran especialistas de primera, porque el viaje era demasiado arriesgado para
enviarlos. Era la tercera nave que intentaba llegar a Ganímedes; las otras dos
se habían estrellado contra algún satélite exterior de Júpiter que los
observatorios terrestres no habían captado porque son demasiado pequeños
para aparecer en los telescopios a esa distancia.

Página 201
»Cuando llegas allí, te encuentras con que prácticamente hay un cinturón
de asteroides alrededor de Júpiter, la mayoría tan negros que se puede decir
que no reflejan la luz, y no se ven hasta que chocan contra ti o tú chocas
contra ellos. Pero casi todos…
—Olvídate de los satélites —interrumpió Blake—, a no ser que llevaran
pendientes.
—O que los pendientes los llevaran a ellos —añadió Charlie.
—Nada de eso —admití—. Está bien, pues tuvimos suerte, cruzamos el
cinturón y aterrizamos. Tal como he dicho, éramos seis. Lecky, el biólogo.
Haynes, el geólogo y experto en minerales. Y Hilda Race, a la que le
encantaban las flores, y era botánica. ¡Dios mío! Os hubiera encantado
Hilda… a distancia. Alguien debió de querer librarse de ella y la mandó a la
expedición. Era pesadísima, ya conocéis el tipo.
»Y estaban Art Willis y Dick Carney. Le dieron a Dick rango de capitán
para la expedición; tenía bastantes conocimientos de navegación estelar para
hacernos cruzar. Así que Dick era el capitán, y Art y yo éramos los ayudantes
y guardaespaldas. Nuestra misión principal era acompañar a los especialistas
siempre que abandonaran la nave y protegerlos de cualquier peligro que
pudiera surgir.
—¿Y surgió algo?
—A eso voy —dije—. Encontramos que Ganímedes no estaba mal, para
lo que son esos sitios. La gravedad era muy baja, claro, pero era fácil moverse
y aprender a mantener el equilibrio cuando te acostumbrabas. Y el aire era
respirable durante un par de horas; después de ese tiempo, empezabas a jadear
como un perro.
»Había muchos animales raros, pero ninguno muy peligroso. Nada de
reptiles; todos eran mamíferos, pero unos mamíferos raros, ya me entendéis.
—No —dijo Blake—, ni me interesa. Cuenta lo de los nativos y los
pendientes.
—Claro —continué—, con animales así nunca se sabe si son peligrosos
hasta que se lleva un ralo con ellos. No se puede juzgar por el tamaño ni el
aspecto. Por ejemplo, si nunca hubierais visto una serpiente, no se os ocurriría
pensar que una pequeña serpiente coral fuera peligrosa, ¿verdad? Y un zizi
marciano tiene todo el aspecto de un cerdito. Pero sin pistola, o con pistola, en
realidad, preferiría enfrentarme a un oso pardo o…
—Los pendientes —dijo Blake—. Estabas hablando de los pendientes.
—Ah, sí —dije—; los pendientes. Bueno, pues los nativos los llevaban…
lo diré así por ahora para que la historia sea más fácil de contar. Un pendiente

Página 202
cada uno, aunque tenían dos orejas. Les hacía ir un poco torcidos, porque eran
pendientes bastante grandes… como aros de oro, de unos cinco o seis
centímetros de diámetro.
»Al menos, la tribu que encontramos los llevaba así. Desde donde
aterrizamos podíamos ver la aldea; un sitio muy primitivo con cabañas de
barro. Hicimos una reunión y decidimos que tres de nosotros se quedarían en
la nave y los otros tres irían a la aldea. Lecky, el biólogo, y Art Willis y yo
con las amias. No sabíamos qué podíamos encontrarnos, ¿comprendéis? Y
escogieron a Lecky porque era buen lingüista. Tenía un don para los idiomas
y era capaz de hablarlos casi con sólo oírlos.
»Nos habían oído y un grupo de nativos, unos cuarenta, calculo, nos
recibieron a medio camino entre la nave y la aldea. Y eran amistosos. Gente
muy curiosa. Tranquilos, dignos y con un comportamiento que no se parecía
en nada a cómo actúan los salvajes cuando aterriza gente del cielo. Ya sabéis
cómo reaccionan la mayoría de primitivos; o les falta poco para adorarte, o te
intentan matar.
»Fuimos con ellos a la aldea, y había unos cuarenta más allí; habían
dividido las fuerzas igual que nosotros para formar el comité de bienvenida.
Otro signo de inteligencia. Reconocieron que Lecky era el líder y empezaron
a parlotear con él en un idioma que se parecía más a los gruñidos de un cerdo
que al habla humana. Y pronto Lecky empezó a contestarles con gruñidos
experimentales.
»Todo parecía ir sobre ruedas y sin peligro. Y no nos prestaban demasiada
atención ni a Art ni a mí, así que decidimos dar una vuelta alrededor de la
aldea para ver cómo era la zona y si había bestias peligrosas o algo así. No
vimos animales, pero sí a otro nativo. Actuó de forma distinta a los otros…
muy distinta. Nos arrojó una lanza y salió corriendo. Y Art se dio cuenta de
que aquel nativo no llevaba pendiente.
»Y entonces empezó a costarnos respirar, llevábamos más de una hora
fuera de la nave, así que volvimos a la aldea a recoger a Lecky para llevarlo a
la nave. Se encontraba tan a gusto que no quería irse, pero también estaba
empezando a jadear, así que lo convencimos. Llevaba un pendiente; dijo que
se lo habían regalado y que él les correspondió con una regla de cálculo de
bolsillo que llevaba consigo.
»—¿Por qué una regla de cálculo? —le pregunté—. Esas cosas cuestan
dinero, y tenemos muchas baratijas que los habrían hecho más felices.
»—Eso crees tú —dijo—. Han descubierto cómo multiplicar y dividir con
ella casi en el momento en que se la he mostrado. Les he enseñado a sacar

Página 203
raíces cuadradas y estaba empezando con las cúbicas cuando habéis vuelto.
»Silbé y lo miré más de cerca para ver si me estaba tomando el pelo. No
lo parecía. Pero me di cuenta de que caminaba de forma algo extraña y…,
bueno, de que actuaba de forma extraña, en cierto modo, aunque fui incapaz
de precisar por qué. Finalmente decidí que debía de encontrarse
sobreexcitado. Era su primera expedición fuera de la Tierra, así que resultaba
muy natural.
»Ya en la nave, tan pronto como Lecky recuperó la respiración, pues los
últimos metros nos dejaron prácticamente sin aliento, empezó a hablarles de
los ganimedianos a Haynes y a Hilda Race. Casi todo lo que decía era
demasiado técnico para mí, pero comprendí que veían algunas
contradicciones extrañas. En lo referente a su forma de vida, eran más
primitivos que los aborígenes australianos. Pero tenían una gran inteligencia,
filosofía y conocimientos de matemáticas y de ciencias puras. Le habían
dicho algunas cosas sobre la estructura del átomo que lo tenían intrigadísimo.
Estaba impaciente por volver a la Tierra, donde podría disponer del equipo
necesario para poner a prueba algunas de aquellas ideas.
»Y dijo que el pendiente era un signo de pertenencia a la tribu; lo habían
aceptado como amigo y compatriota y todo eso al regalárselo.
—¿Era de oro? —preguntó Blake.
—A eso voy —dije.
Me sentía entumecido por haber estado tanto rato en la misma posición
sobre el camastro, así que me levanté y estiré los músculos. No hay mucho
sitio para estirarse en un remolcador de asteroides, y mi mano chocó con la
pistola sujeta en la pared.
—¿Para qué es la pistola, Blake? —le pregunté.
—Son las reglas —respondió, encogiéndose de hombros—. Tiene que
haber un arma de mano en todas las naves espaciales. A saber por qué, en un
remolcador de asteroides. A no ser que el Consejo crea que algún día un
asteroide puede enfurecerse con nosotros cuando lo saquemos de su órbita
para estrellarlo contra otro. Por cierto, ¿os he contado lo de la vez que
remolcábamos una piedrecita de veinte toneladas y…?
—Cállate, Blake —dijo Charlie—. Estaba llegando a lo de los malditos
pendientes.
—Sí —dije—, los pendientes.
Cogí la pistola de la pared y la observé. Era un arma antigua de
proyectiles, con veinte disparos, de alrededor del 2000. Estaba cargada y
preparada para usarse, pero sucia. Me duele ver un arma sucia. Seguí

Página 204
hablando, pero me volví a sentar en la litera, saqué un pañuelo viejo de mi
petate y empecé a limpiar y pulir el arma mientras hablaba.
—No nos permitió quitarle el pendiente. Actuó de forma algo extraña
cuando Haynes quiso analizar el metal. Le dijo que se consiguiera uno si
quería andar manoseándolo. Y siguió cantando las alabanzas del
conocimiento tan superior que habían demostrado los ganimedianos.
»Al día siguiente todos querían ir a la aldea, pero habíamos puesto la
norma de que nunca estaríamos más de tres fuera de la nave a la vez, y
tuvieron que turnarse. Como Lecky podía usar sus gruñidos, él y Hilda fueron
los primeros, y Art los acompañó para protegerlos. Parecía seguro trabajar
con aquella proporción a partir de entonces; dos científicos y un
guardaespaldas. No habíamos visto ningún signo de peligro, aparte del único
nativo que nos había arrojado una lanza. Y, de todas formas, parecía medio
tonto y la lanza cayó a más de seis metros de nosotros. Ni siquiera nos
molestamos en dispararle.
»Regresaron, jadeantes, en menos de dos horas. Los ojos de Hilda Race
brillaban, y llevaba un pendiente en la oreja izquierda. Parecía tan orgullosa
como si se tratara de una corona real que la proclamara reina de Marte, o algo
así. Empezó a hablar sin parar de todo aquello tan pronto como recuperó la
respiración y dejó de jadear.
»Yo fui en el siguiente grupo, con Lecky y Haynes.
»Haynes estaba como malhumorado, por algún motivo, y dijo que a él no
iban a ponerle ningún pendiente, aunque quería uno para analizarlo. Que se lo
dieran en la mano, o nada.
»De nuevo, nadie me prestó demasiada atención después de que llegamos,
y di una vuelta por la aldea. Estaba en las afueras cuando oí un grito; y corrí
al centro del pueblo, muy deprisa, porque parecía Haynes.
»Había una multitud rodeando algo en el medio de…, bueno, llamémoslo
la plaza. Tardé un momento en abrirme camino, esparciendo nativos en todas
direcciones al avanzar. Y cuando llegué al medio, Haynes estaba poniéndose
en pie, y tenía una gran mancha roja en la parte delantera de su chaqueta de
lino blanca.
»Lo agarré para ayudarlo a ponerse en pie.
»—Haynes, ¿qué pasa? —le pregunté—. ¿Estás herido?
»—Estoy bien. Hank —dijo sacudiendo la cabeza lentamente, como si
estuviera algo aturdido—. Estoy bien. Simplemente he tropezado y me he
caído.

Página 205
»Entonces me vio mirando la mancha, y sonrió. Supongo que fue una
sonrisa, pero no pareció natural.
»—Esto no es sangre, Hank —aclaró—. Es una especie de vino nativo
que he derramado. Es parte de la ceremonia.
»Quise preguntarle de qué ceremonia, y entonces vi que llevaba un
pendiente. Pensé que era extraño, pero empezó a hablar con Lecky, y su
aspecto y comportamiento eran normales…, bueno, casi normales. Lecky le
explicaba qué significaban algunos gruñidos y parecía muy interesado… pero
en cierto modo me dio la impresión de que fingía el interés, para no tener que
hablar conmigo. Actuaba como si estuviera pensando, y tal vez estaba
intentando inventar una historia mejor para explicar la mancha de su ropa y el
hecho de haber cambiado de opinión tan rápidamente respecto al pendiente.
»Me daba en la nariz que algo olía a podrido en Ganímedes, pero no sabía
qué. Decidí tener la boca cerrada y los ojos abiertos hasta que lo averiguara.
»Pero ya tendría tiempo de estudiar a Haynes más tarde, así que regresé al
límite de la aldea y me quedé fuera. Y se me ocurrió que si había algo que yo
no debía ver, me sería más fácil descubrirlo si me escondía. Había muchos
arbustos; escogí uno apropiado y me oculté. Por cómo me funcionaban los
pulmones, deduje que disponía de aproximadamente media hora antes de que
tuviéramos que volver a la nave.
»Y había pasado menos de un cuarto de hora cuando vi algo.
Dejé de hablar para acercar la pistola a la luz y examinar el cañón. Estaba
quedando muy limpia, pero aún tenía un par de manchas cerca del extremo.
—Déjame adivinar —dijo Blake—. Viste un perro marciano
aguantándose por la cola y cantando «Annie Laurie».
—Peor que eso —dije—. Vi cómo le arrancaban las piernas de un
mordisco a uno de los nativos ganimedianos. Y le molestó.
—Eso molestaría a cualquiera —dijo Blake—. Me molestaría incluso a
mí, y tengo muy buen carácter. ¿Qué se las arrancó?
—Nunca lo supe —le dije—. Fue algo que estaba debajo del agua. Había
un riachuelo que pasaba junto al pueblo, y debía de haber cocodrilos o algo
parecido. Dos nativos salieron de la aldea y empezaron a cruzar el río a pie.
Hacia la mitad, uno de ellos pegó un grito y se hundió.
»El otro lo agarró y tiró de él hasta la otra orilla. Y por debajo de las
rodillas, ya no tenía piernas.
»Y entonces pasó una cosa rarísima. El nativo sin piernas se incorporó
sobre los muñones y empezó a hablar, o a gruñir, muy tranquilamente con su
compañero, que gruñó en respuesta. Y si el tono de voz significaba algo,

Página 206
estaba molesto. Nada más. Intentó caminar sobre los muñones y descubrió
que no avanzaba muy deprisa.
»Hizo un gesto que parecía un encogimiento de hombros, levantó la
mano, se quitó el pendiente y lo tendió a su compañero. Y aquí viene la parte
más extraña.
»El otro nativo lo cogió… y en el momento en que el aro se separó de la
mano del primero, éste cayó muerto. El otro recogió el cuerpo, lo tiró al agua
y siguió su camino.
»Cuando se perdió de vista regresé para recoger a Lecky y a Haynes y
acompañarlos a la nave. Estaban listos para irse cuando llegué.
»Creía que estaba preocupado, pero todavía no había visto nada. Al
menos, no hasta que nos pusimos en camino con Lecky y Haynes para volver
a la nave. Lo primero que noté fue que Haynes ya no tenía la mancha en la
chaqueta. Fuera vino o no, alguien había conseguido limpiársela, y la
chaqueta ni siquiera estaba húmeda. Pero estaba rota, desgarrada. No lo había
notado antes, pero había un punto que parecía haber sido atravesado por una
lanza.
»Y entonces se colocó delante de mí, y vi que había otro roto, otro
desgarrón exactamente igual en la espalda de la chaqueta. Considerados
juntos, era como si alguien lo hubiera atravesado con una lanza, de delante
atrás. Cuando había gritado.
»Pero si una lanza lo había atravesado de aquel modo, estaba muerto. Y
allí seguía, caminando delante de mí y regresando a la nave. Con uno de
aquellos pendientes en la oreja izquierda… y no pude evitar acordarme del
nativo y el monstruo del río. El nativo tenía que haber estado muerto también,
con las piernas arrancadas, pero no se había dado cuenta de ello hasta que
entregó el pendiente.
»Puedo aseguraros que pensé mucho aquella noche, observando a todo el
mundo. Y me pareció que todos actuaban de forma extraña. Especialmente
Hilda; tendríais que ver a un hipopótamo intentando portarse como un gatito
para haceros a la idea. Haynes y Lecky parecían pensativos y concentrados,
como si estuvieran planeando algo, quizás. Al cabo de un rato. Art subió por
la escotilla y llevaba un pendiente.
»Me dio escalofríos pensar que, si lo que imaginaba era cierto, sólo
quedábamos Dick y yo. Y sería mejor que empezase a comparar notas con
Dick deprisa. Estaba trabajando en un informe, pero sabía que pronto haría su
ronda de inspección de los almacenes antes de acostarse, y entonces lo
abordaría.

Página 207
»Entretanto, observaba a los otros cuatro, y cada ve/, estaba más seguro.
Y más asustado. Se esforzaban mucho por actuar de forma natural, pero de
vez en cuando uno de ellos cometía un error. Para empezar, se olvidaban de
hablar. Quiero decir, de pronto uno se volvía hacia otro, como si estuviera
diciéndole algo, pero sin hablar. Y luego, como si se acordara de repente,
empezaba a hablar en mitad del discurso… como si antes hubiese estado
hablando sin palabras, telepáticamente.
»Y pronto Dick se levantó, salió y yo lo seguí. Llegamos a uno de los
almacenes laterales, y cerré la puerta.
»—Dick, ¿lo has notado? —pregunté.
»Y Dick quiso saber de qué estaba hablando. Así que se lo conté.
»—Esas cuatro personas de ahí dentro… —le dije—, no son las mismas
que empezaron el viaje con nosotros. ¿Qué les ha pasado a Art, a Hilda, a
Lecky y a Haynes? ¿Qué diablos pasa aquí? ¿No has notado nada fuera de lo
normal?
»—Bueno —dijo Dick con una especie de suspiro—, no ha funcionado.
Necesitaremos practicar más. Ven y te lo contaremos todo. —Me tendió la
mano tras abrir la puerta… y la manga de su camisa retrocedió un poco en su
muñeca. Llevaba una de esas cosas de oro, como los otros, sólo que él lo
llevaba como pulsera en lugar de como pendiente.
»Yo… bueno, yo estaba demasiado aturdido para decir nada. No tomé la
mano que me ofrecía, pero lo seguí a la sala principal. Y entonces, mientras
Lecky, que parecía el líder, me apuntaba con una pistola, me lo contaron.
»Y era más extraño y más terrorífico de lo que había imaginado.
»No tenían ningún nombre para sí mismos, porque no tenían idioma
propio, al menos no lo que nosotros llamaríamos un idioma hablado o escrito.
Veréis, eran telépatas, y para eso no se necesita idioma. Si intentáramos
traducir el pensamiento que usaban para ellos, la palabra más aproximada
sería “nosotros”, el pronombre de primera persona del plural.
Individualmente, se identificaban unos con otros con números en lugar de con
nombres.
»Y, del mismo modo que no tenían idioma propio, tampoco tenían
cuerpos propios, ni mentes activas propias. Eran parásitos en un sentido que
en la Tierra no podemos concebir. Eran entidades, separadas de… Bueno, es
difícil de explicar, pero en cierto modo no tenían existencia real si no estaban
unidos a un cuerpo que pudieran animar y con el que pudieran pensar. La
manera más sencilla de explicarlo es que los… eh… los dioses pendientes,

Página 208
que es como los llamaban los ganimedianos estaban dormidos, aletargados,
inefectivos. No tenían capacidad de pensar ni de moverse por sí mismos.
Charlie y Blake parecían desconcertados.
—¿Estás tratando de decirnos, Hank —dijo Charlie—, que cuando uno de
ellos entraba en contacto con una persona, se apoderaba de ella, la controlaba
y pensaba con su mente, pero… manteniendo su identidad? ¿Y qué le ocurría
a la persona de la que se apoderaban?
—Por lo que pude deducir —dije—, la persona seguía allí, en cierto
modo, pero dominada por la entidad. Quiero decir que sus recuerdos y su
individualidad se mantenían, pero había otra cosa controlándola.
Gobernándola. Tampoco importaba que la persona estuviera viva o muerta,
mientras su cuerpo no estuviera en demasiado mal estado. Como Haynes;
tuvieron que matarlo para ponerle el pendiente. Estaba muerto, en el sentido
de que, si le hubiéramos quitado el pendiente, se habría desvanecido para no
volverse a levantar, a no ser que se lo hubiéramos puesto de nuevo.
»Como el nativo al que le arrancaron las piernas. La entidad que lo
gobernaba había decidido que aquel cuerpo ya no era utilizable, así que se
entregó a otro nativo, ¿lo entendéis? Hasta que encontraran un cuerpo en
mejores condiciones que poder usar.
»No me dijeron de dónde venían, sólo que era de fuera del sistema solar;
ni tampoco cómo llegaron a Ganímedes. No por sí mismos, eso seguro,
porque no podían existir por sí mismos. Tuvieron que llegar a Ganímedes
como parásitos de visitantes que aterrizaron allí en un momento u otro. Tal
vez hace millones de años. Y tampoco podían salir de Ganímedes, claro, hasta
que nosotros llegamos. El viaje espacial no se había desarrollado en
Ganímedes…
—Pero, si eran tan listos —me interrumpió de nuevo Charlie— ¿porque
no lo desarrollaron ellos mismos?
—No podían —le dije—. No eran más listos que las mentes que
ocupaban. Bueno, en cierto modo sí eran algo más listos, porque podían usar
aquellas mentes a pleno rendimiento, mientras que la gente, terrestre o
ganimediana, no puede. Pero incluso la plena capacidad de la mente de un
salvaje ganimediano no era suficiente para diseñar una nave espacial.
»Pero ya nos tenían a nosotros…, quiero decir, tenían a Lecky, a Haynes,
a Hilda, a Art y a Dick; tenían nuestra nave espacial, y se iban a la Tierra,
porque sabían todo lo referente a ella y a las condiciones del planeta por
nuestras mentes. Simplemente planeaban apoderarse de la Tierra y…
gobernarla. No me explicaron los detalles de cómo se reproducían, pero

Página 209
deduje que no habría escasez de pendientes para distribuir en la Tierra. De
pendientes, o brazaletes, o lo que usaran para controlarnos.
»Probablemente brazaletes, o bandas en los brazos o las piernas, porque
llevar pendientes como aquéllos resultaría demasiado visible en la Tierra, y
tendrían que trabajar en secreto durante un tiempo. Apoderarse de pocas
personas cada vez, sin dejar que las demás supieran qué estaba pasando.
»Y Lecky, o la cosa que controlaba a Lecky, me dijo que me habían
estado usando como conejillo de Indias, que podían haberme puesto un
pendiente y controlarme en cualquier momento. Pero querían averiguar qué
tal eran imitando a la gente normal. Querían saber si yo sospecharía o no, y si
descubriría la verdad.
»Así es que Dick, o la cosa que lo controlaba, se había mantenido fuera de
mi vista, bajo la manga, de forma que si llegaba a sospechar de los otros, yo
iría a hablar con él; justo lo que hice. Y eso les permitió saber que necesitaban
mucha más práctica animando cuerpos humanos antes de poner la nave de
regreso a la Tierra para empezar su campaña.
»Pues bien, ésa fue toda la historia, y me la contaron para observar mis
reacciones como ser humano normal. Y después Lecky se sacó un pendiente
del bolsillo y me lo tendió con una mano, manteniendo la pistola apuntando
hacia mí con la otra.
»Me dijo que era mejor que me lo pusiera, porque si no lo hacía, me
dispararía primero y luego me lo pondría; pero que preferían apoderarse de
cuerpos en buen estado y que también sería mejor para mí si yo…, es decir,
mi cuerpo, no moría primero.
»Pero, claro, yo no lo veía del mismo modo. Fingí alargar la mano hacia
el pendiente, dudando, pero en lugar de eso tiré la pistola de un golpe y me
lancé al suelo mientras la pistola caía.
»Conseguí cogerla, cuando todos venían a por mí. Hice tres disparos antes
de ver que ni siquiera los molestaban. La única manera que hay de detener a
un cuerpo animado por uno de esos aros es dejarlo fijo y que no pueda
moverse, como cortándole las piernas o algo así. Una bala en la cabeza no le
preocupa.
»Pero yo retrocedí hasta la puerta y salí… a la noche de Ganímedes, sin
nada de abrigo. Y hacía un frío infernal. Y cuando hube salido, no tenía dónde
ir. Excepto de vuelta a la nave, y no pensaba hacerlo.
»No salieron a perseguirme; no se molestaron. Sabían que en tres horas,
cuatro como máximo, estaría inconsciente por falta de oxígeno. Si es que el
frío, o alguna otra cosa, no acababa conmigo antes.

Página 210
»Tal vez había una salida, pero no vi ninguna. Me quedé sentado en una
piedra a unos cien metros de la nave, e intenté pensar en algo que pudiera
hacer. Pero…
No dije nada después del «pero»; y hubo un momento de silencio.
—¿Qué? —preguntó Charlie.
—¿Qué hiciste? —insistió Blake.
—Nada —dije yo—. No se me ocurrió nada que hacer. Me quedé allí
sentado.
—¿Hasta la mañana?
—No. Perdí el sentido antes de la mañana. Recobré el conocimiento
cuando aún estaba oscuro, en la nave.
—Y un cuerno —dijo Blake mirándome desconcertado—. Quieres
decir…
Y entonces Charlie soltó un grito repentino, se lanzó de cabeza desde la
litera donde había estado tendido y me arrebató la pistola de la mano. Yo
acababa de limpiarla y volverla a cargar.
Con la pistola en la mano, se quedó allí de pie mirándome como si nunca
me hubiera visto antes.
—Siéntate, Charlie —dijo Blake—. ¿No sabes ver cuándo te están
tomando el pelo? Pero… quédate la pistola, de todas formas.
Desde luego, Charlie se quedó la pistola y le dio la vuelta para apuntarme
con ella.
—Puede que esté haciendo el ridículo —dijo—, pero… Hank, súbete las
mangas.
—Y no te olvides de los tobillos. —Sonreí y me levanté.
Pero había una seriedad total en su cara, y no lo presioné más.
—Incluso podría tenerlo en otra parte —dijo Blake—, con cinta adhesiva.
Suponiendo que no se esté quedando con nosotros, que es mucho suponer.
—Hank, no me gusta pedírtelo —dijo Charlie, asintiendo sin volverse a
mirar a Blake—, pero…
—Bueno —dije, suspiré y solté una risita—, de todas formas iba a
ducharme.
Hacía calor en la nave, y sólo llevaba zapatos y un mono. Sin prestar
atención a Blake y a Charlie, me lo quité todo, crucé la mampara del cubículo
de la ducha y abrí el grifo.
Por encima del ruido del agua, pude oír a Blake reírse y a Charlie
maldecir en voz baja. Y cuando salí de la ducha, mientras me secaba, incluso
Charlie sonreía.

Página 211
—Y yo que pensaba —dijo Blake— que la historia que ha contado
Charlie era un buen embuste. En esta expedición todo va al revés; acabaremos
teniendo que contarnos la verdad.
Se oyó un mido en el casco junto a la escotilla, y Charlie Dean fue a
abrirla.
—Si le cuentas a Zeb y a Ray cómo nos has puesto en ridículo —gruñó—,
te rompo la cara. Tú y tus dioses pendientes…

Fragmento del informe telepático del número 67843, en el asteroide J-864-A,


al número 5463, en Terra:

Según lo planeado, comprobé la credulidad de las mentes


terrestres contándoles la verdadera historia de lo ocurrido en
Ganímedes.
Los considero capaces de aceptarla.
Esto prueba que nuestra idea de introducirnos en la carne
de las criaturas terrestres fue excelente, y que es esencial para
el éxito de nuestro plan. Cierto, es menos sencilla que el
método de Ganímedes, pero debemos continuar haciendo la
operación a cada terrestre cuando nos apoderemos de él. Los
brazaletes y demás apéndices provocarían sospechas.
No hay necesidad de perder un mes aquí. Me dispongo a
asumir el mando de la nave y a regresar. Informaremos de que
no hay minerales aquí. Nosotros cuatro (los que animamos a
los terrestres a bordo de la nave) seguiremos transmitiendo
desde Terra…

Página 212
Nada Sirio

Yo estaba tranquilamente sacando las últimas monedas de nuestras máquinas,


las contaba y le decía las cifras en voz alta a Ma, que las anotaba en el libro
rojo. Eran cifras muy bonitas.
Sí, habíamos hecho un buen negocio en los dos planetas sirianos, Thor y
Freda. Sobre todo en Freda. En aquellas pequeñas colonias terrestres, la gente
se muere por un poco de entretenimiento, del tipo que sea, y el dinero no
significa nada para ellos. Hacían cola para entrar en nuestra tienda y meter
monedas en nuestras máquinas; o sea, que incluso contando con los gastos del
viaje, nos había ido muy bien.
Sí, las cifras que Ma estaba anotando eran reconfortantes. Claro que las
sumaría todas mal, pero Ellen lo arreglaría cuando Ma se cansara. Ellen es
buena con los números. Y también es muy guapa, aunque esté mal que yo lo
diga de mi única hija. El mérito de eso es de Ma, desde luego, no mío. Yo
tengo la constitución de un remolcador espacial.
Volví a montar el depósito de monedas del Carrera estelar, y levanté la
vista.
—Ma… —empecé a decir.
Entonces se abrió la puerta de la cabina del piloto y apareció John Lane.
Ellen, sentada en la mesa frente a Ma, dejó su libro y también levantó la vista.
Era toda ojos, y le brillaban mucho.
Johnny hizo un elegante saludo, el saludo que, supuestamente y según las
ordenanzas, el piloto de una nave privada debe dirigir al propietario y capitán
de la nave. El saludo en cuestión me ponía nervioso, pero no podía
convencerlo de que no lo hiciera más, porque estaba en las ordenanzas.
—Objeto a proa, capitán Wherry —dijo.
—¿Objeto? —pregunté—. ¿Qué clase de objeto?
Veréis, por el tono de voz y la expresión de Johnny era imposible saber si
era algo importante o no. La Universidad Politécnica de Ciudad de Marte los
entrena para ser totalmente inexpresivos, y Johnny se había graduado con
honores. Es un buen chico, pero anunciaría el fin del mundo con el mismo
tono de voz que usaría para anunciar la cena, si el trabajo de un piloto fuera
anunciar la cena.

Página 213
—Parece ser un planeta, señor —fue todo lo que dijo.
Tarde un poco en asimilar sus palabras.
—¿Un planeta? —pregunté, no muy brillantemente. Me quedé mirándolo,
con la esperanza de que hubiera estado bebiendo o algo así. No porque me
pareciera mal que hubiera visto un planeta estando sobrio sino porque si
Johnny se dignaba alguna vez rebajarse a tomar unos pocos tragos, el alcohol
podría ayudarlo a no ser tan tieso. Entonces yo tendría a alguien con quien
charlar y bromear. Resulta algo aburrido viajar por el espacio sólo con dos
mujeres y un graduado de la Politécnica que cumple todas las normas.
—Un planeta, señor. Un objeto de dimensiones planetarias, debería decir.
Con un diámetro de unos cinco mil kilómetros, a tres millones de kilómetros
de distancia, y aparentemente en órbita alrededor de la estrella Sirio A.
—Johnny, estamos dentro de la órbita de Thor, que es Sirio I, lo que
significa que es el primer planeta de Sirio —dije—. ¿Cómo puede haber un
planeta aquí? ¿No me estarás tomando el pelo, verdad, Johnny?
—Puede usted inspeccionar el visor, señor, y comprobar mis cálculos —
replicó, muy tieso.
Me levanté y entré en la cabina del piloto. Había un disco en el centro del
visor frontal, desde luego. Pero lo de comprobar sus cálculos ya era otra cosa.
Mis matemáticas sólo llegan a contar las monedas que salen de las máquinas
tragaperras. Sin embargo, estaba dispuesto a aceptar su palabra respecto a los
cálculos.
—Johnny —casi grité—, ¡hemos descubierto un planeta nuevo! ¿No es
fantástico?
—Sí, señor —comentó, en su acostumbrado tono inexpresivo.
Era fantástico, pero no demasiado. Quiero decir que el sistema de Sirio no
lleva colonizado mucho tiempo y no era muy sorprendente que un pequeño
planeta de cinco mil kilómetros no se hubiera descubierto todavía.
Especialmente porque (aunque eso no se sabía entonces) su órbita era muy
excéntrica.
No había espacio para que Ma y Ellen entraran con nosotros en la cabina
del piloto, pero intentaban mirar, y yo me hice a un lado para que pudieran
ver el disco en el visor.
—¿Cuándo llegaremos allí, Johnny? —quiso saber Ma.
—Alcanzaremos el punto de máxima proximidad dentro de dos horas,
señora Wherry —replicó—. Pasaremos a ochocientos mil kilómetros.
—Ah, ¿sí? —quise saber yo.

Página 214
—A no ser, señor, que usted considere recomendable cambiar de rumbo y
pasar a más distancia.
Me aclaré la garganta; miré a Ma y a Ellen y vi que les parecería bien.
—Johnny, pasaremos a menos distancia —dije—. Siempre he tenido
ganas de ver un planeta nuevo que aún no ha pisado el hombre. Aterrizaremos
allí, aunque no podamos salir de la nave sin máscaras de oxígeno.
—Sí, señor —dijo, y saludó, pero me pareció que había algo de
desaprobación en sus ojos. Claro, si la había, era razonable. Nunca se sabe
qué se puede encontrar en territorio virgen. Un cargamento de lonas y
máquinas tragaperras no es el equipamiento más apropiado para ir de
exploración, ¿verdad?
Pero el Piloto Perfecto nunca cuestionaba las órdenes del propietario, ¡qué
rabia! Johnny se sentó y empezó a apretar botones en el ordenador, así que
salimos para dejarlo trabajar.
—Ma, soy un maldito idiota —dije.
—Lo serías si no lo fueras —respondió. Sonreí cuando logré entenderlo y
miré a Ellen.
Pero ella no me estaba mirando. Volvía a tener aquella mirada soñadora
en los ojos. Me dieron ganas de volver a la cabina del piloto y pinchar a
Johnny para ver si despertaba.
—Escucha, cariño —dije—, ese Johnny…
Pero algo me quemó en un lado de la cara y sabía que era Ma mirándome,
así que me callé. Saqué una baraja de cartas e hice solitarios hasta que
aterrizamos.
Johnny salió de la cabina y saludó.
—Hemos aterrizado, señor —dijo—. El indicador marca atmósfera uno
cero seis.
—Y eso, ¿qué significa? —preguntó Ellen.
—Que es respirable, señorita Wherry. Un poco alta en nitrógeno y baja en
oxígeno comparada con el aire terrestre, pero definitivamente respirable.
Aquel joven era un tesoro cuando se trataba de ser preciso.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —quise saber.
—A que dé la orden, señor.
—Al cuerno la orden, Johnny. Abramos la puerta y en marcha.
Abrimos la puerta. Johnny salió el primero, ajustándose un par de pistolas
de calor mientras avanzaba. Los demás lo seguimos.
Hacía fresco fuera, pero no frío. El paisaje era muy parecido al de Thor,
con colinas desnudas de arcilla dura y verdosa. Había vida vegetal, una

Página 215
especie de arbustos parduscos que se parecían un poco a las plantas
rodadoras.
Levante la vista para calcular la hora, y Sirio estaba casi en su cenit lo que
significaba que Johnny nos había hecho aterrizar justo en mitad del lado
diurno.
—Johnny, ¿tienes idea de cuál es el período de rotación? —pregunté.
—Sólo tuve tiempo de calcularlo por encima, señor. El resultado fue de
veintiuna horas y diecisiete minutos.
Y decía que lo había calculado por encima.
—Con eso nos basta —dijo Ma—. Nos da una tarde entera para pasear, ¿a
qué esperamos?
—A la ceremonia, Ma —le dije—. Tenemos que bautizar este sitio, ¿no?
¿Dónde pusiste la botella de champán que guardábamos para mi cumpleaños?
Creo que ésta es una ocasión más importante.
Me dijo dónde; entré y la cogí junto con algunos vasos.
—¿Tienes alguna sugerencia para el nombre, Johnny? Tú lo viste primero.
—No, señor.
—El problema es que ahora Thor y Freda tienen los nombres mal puestos
—reflexioné—. Quiero decir que Thor es Sirio I y Freda es Sirio II, y como
esta órbita es más interior que la suya, deberían ser II y III respectivamente. O
éste debería llamarse Sirio 0. Lo que equivale a Nada Sirio.
Ellen sonrió y creo que Johnny también lo hubiera hecho si no hubiera
resultado poco digno. Pero Ma frunció el ceño.
—William… —dijo, y habría seguido de no haber ocurrido algo.
Algo se asomó por encima de la colina más cercana. Ma era la única que
miraba en esa dirección; pegó un grito y se agarró a mí. Entonces todos nos
volvimos a mirar.
Era la cabeza de algo que parecía un avestruz, pero tenía que ser mayor
que un elefante. Además, tenía una solapa y una corbata a topos alrededor del
cuello; y llevaba sombrero. El sombrero era de un amarillo brillante y tenía
una larga pluma púrpura. La cosa nos contempló un momento, hizo una
mueca burlona y desapareció.
Ninguno de nosotros dijo nada durante unos instantes, y respiré
profundamente.
—Después de eso —dije—, la cosa está decidida. Planeta, yo te nombro
Nada Serio.
Me incliné y golpeé con el cuello de la botella contra la arcilla; la arcilla
simplemente se agrietó y la botella no se rompió. Miré alrededor buscando

Página 216
una roca que golpear. No había ninguna.
En lugar de eso me saqué un sacacorchos del bolsillo y abrí la botella.
Todos tomamos un trago excepto Johnny, que dio un sorbo simbólico porque
no bebe ni fuma. Yo tomé uno muy largo. Después vertí una breve libación en
el suelo y tapé la botella; tenía el presentimiento de que podía necesitarla más
que el planeta. Había mucho whisky en la nave y un poco de licor verde
marciano, pero no quedaba más champán.
—Bien, allá vamos —dije.
—¿Lo considera prudente —preguntó Johnny mirándome—,
considerando el hecho de que hay… habitantes?
—¿Habitantes? —dije—. Johnny, fuera lo que fuera aquella cosa que
asomó la cabeza sobre la colina, no era un habitante. Y si asoma otra vez, le
daré en la cabeza con esta botella.
Pero, de todas formas, antes de ponernos en marcha, entré en el
Chitterling y cogí un par más de pistolas de calor. Me puse una en el cinturón
y le di a Eilen la otra; es mejor tiradora que yo. Ma sería incapaz de darle a la
fachada de un edificio de administración con un pulverizador, así que no le di
ninguna.
Nos pusimos en marcha, y por una especie de acuerdo tácito, fuimos en
dirección opuesta a donde habíamos visto aquella cosa. Las colinas nos
parecieron todas iguales durante un tiempo, y tan pronto como pasamos la
primera, dejamos de ver el Chitterling. Pero me di cuenta de que Johnny
estudiaba su brújula de pulsera cada pocos minutos, y supe que encontraría el
camino de vuelta.
Durante tres colinas no ocurrió nada.
—Mirad —dijo Ma.
Y miramos.
A unos veinte metros a nuestra izquierda había un arbusto púrpura. De él
salía una especie de zumbido. Nos acercamos un poco más y vimos que el
zumbido procedía de unas cosas que volaban en torno al arbusto. Parecían
pájaros, hasta que se miraban por segunda vez y se notaba que las alas no se
les movían. Pero zumbaban arriba y abajo de todas formas. Intente verles las
cabezas, pero donde hubieran debido estar las cabezas sólo había un borrón.
Un borrón circular.
—Tienen hélices —dijo Ma—. Como los aviones primitivos.
Eso parecía.
Miré a Johnny y él a mí, y nos acercamos al arbusto. Pero los pájaros, o lo
que fueran, salieron volando en el momento en que nos movimos. Volaban

Página 217
bajo, casi pegados al suelo, y se perdieron de vista en un instante.
Volvimos a ponernos en marcha, sin que nadie dijera nada, y Ellen se me
acercó. Nos habíamos adelantado lo bastante para que no nos oyeran.
—Papá… —dijo.
—¿Qué, hija? —pregunté al ver que no seguía.
—Nada —replicó tristemente—. Olvídalo.
Así que por supuesto adiviné de qué quería hablar, pero no se me ocurrió
nada que decirle excepto maldecir a la Politécnica de Marte, y eso no hubiera
servido de nada. La Universidad de Marte es demasiado buena, y sus
graduados también. Aunque después de una docena de años o así, algunos
consiguen adaptarse a la vida normal.
Pero Johnny no llevaba tanto tiempo fuera; le faltaban diez años, más o
menos. Desde luego, la oferta de pilotar el Chitterling había sido una
oportunidad para ser su primer trabajo. Con unos años más con nosotros,
tendría la capacitación para dirigir algo bastante mayor. La conseguiría
mucho antes que si hubiera tenido que empezar como oficial menor en una
nave grande.
Pero había un problema; era demasiado guapo y no lo sabía. No sabía
nada que no le hubieran enseñado en la Politécnica; y todo lo que le habían
enseñado eran matemáticas, navegación estelar y cómo saludar, y no le habían
enseñado a no hacerlo.
—Ellen, no… —empecé a decir.
—¿Qué, papá?
—Hum… nada. Olvídalo.
No había empezado a decir nada de aquello, pero de repente me miró, me
sonrió y yo a ella; y fue como si lo hubiéramos dicho todo. Cierto, no
habíamos llegado a ninguna parte, pero tampoco habríamos llegado a nada
importante si hubiéramos hablado, si entendéis qué quiero decir.
Así fue cómo llegamos a la cima de una pequeña pendiente, y nos
detuvimos porque delante nuestro estaba el final de una calle pavimentada.
Una calle normal y corriente pavimentada con plastimento como las que
se ven en cualquier ciudad de la Tierra, con bordillos, aceras, alcantarillas y
las líneas de tráfico pintadas en el medio. Sólo que salía de la nada, donde
nosotros estábamos, y desde allí seguía hasta pasar por la cima de la siguiente
colina; y no había ni una casa, ni un vehículo, ni una criatura a la vista.
Miré a Ellen y ella a mí; y después los dos miramos a Ma y a Johnny
Lane, que acababan de alcanzarnos.
—¿Qué es esto, Johnny? —pregunté.

Página 218
—Parece una calle, señor.
Captó la mirada que le estaba dirigiendo y se sonrojó un poco. Se inclinó
para examinar el pavimento de cerca y cuando se enderezó sus ojos estaban
aún más sorprendidos.
—Bueno, ¿qué es? —insistí—. ¿Está hecho de caramelo?
—Es Permaplast, señor. No podemos ser los descubridores de este planeta
porque el Permaplast es una marca registrada de la Tierra.
—Hum —dije—. ¿No es posible que los nativos hayan descubierto el
mismo proceso? Tal vez tengan los mismos ingredientes.
—Sí, señor. Pero los adoquines llevan la marca, si los mira de cerca.
—¿No es posible que los nativos hayan…? —Me callé, porque vi lo tonto
que era lo que iba a decir. Pero es duro pensar que tu grupo ha descubierto un
planeta nuevo, y luego encontrar ladrillos fabricados en la Tierra en la
primera calle a la que se llega.
—Pero ¿qué hace una calle aquí? —quise saber.
—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo Ma, sensatamente—, y es
seguirla. ¿Qué hacemos aquí parados?
Y seguimos avanzando, de manera mucho más cómoda, y en la colina
siguiente vimos un edificio. Una construcción de ladrillo rojo, de dos pisos,
con un cartel que decía Restaurante Bon-Ton en letras inglesas antiguas.
—Que me… —empecé.
Pero Ma me tapó la boca con la mano antes de que pudiera acabar, lo que
tal vez fuera mejor, porque lo que estaba a punto de decir hubiera resultado
muy poco apropiado. Allí estaba el edificio, sólo a cien metros de nosotros, en
una curva de la calle.
Empecé a andar más deprisa y llegué el primero por pocos pasos. Abrí la
puerta y me dispuse a entrar. Entonces me quedé helado en el umbral, porque
no había manera de «entrar» en aquel edificio. Era un frontal falso, como un
decorado de cine, y todo lo que se veía desde la puerta eran más colinas
verdosas.
Retrocedí, miré al cartel de RESTAURANTE BON-TON, y los otros se
acercaron y miraron por la puerta, que yo había dejado abierta. Simplemente
nos quedamos allí hasta que Ma se impacientó.
—Bueno —dijo Ma—, ¿qué vas a hacer?
—¿Qué quieres que haga? —quise saber—. ¿Entrar y pedir langosta?
¿Con champán?… Eh, se me olvidaba.
La botella de champán seguía en el bolsillo de mi chaqueta; la saqué se la
pasé a Ma y después a Ellen, y luego me acabé casi todo el que quedaba; debí

Página 219
de beber demasiado deprisa, porque las burbujas me cosquillearon en la nariz
y me hicieron estornudar.
Pero me sentía dispuesto a cualquier cosa y volví a pasar por la puerta del
edificio que no estaba allí. Pensaba que tal vez podría ver alguna indicación
de cuánto hacía que lo habían instalado, o algo así. No había ninguna
indicación. El interior, o mejor dicho, la parte trasera del frontal, era liso y
suave como una lámina de cristal. Parecía algún tipo de material sintético.
Miré al suelo, pero todo lo que pude ver fueron unos pocos agujeros que
parecían de insectos. Y eso debían de ser, porque había una gran cucaracha
negra sentada (o tal vez de pie; ¿cómo puede saberse si una cucaracha está
sentada o de pie?) junto a uno de ellos. Di un paso hacia ella y se metió en el
agujero.
Me sentía un poco mejor cuando volví a cruzar la puerta.
—Ma, he visto una cucaracha —dije—. Y, ¿sabes qué tenía de raro?
—¿Qué? —preguntó.
—Nada —le dije—. Eso es lo raro, que no había nada raro. Aquí los
avestruces llevan sombrero, los pájaros tienen hélices, las calles no van a
ninguna parte y las casas no tienen nada dentro, pero aquella cucaracha ni
siquiera tenía plumas.
—¿Estás seguro? —quiso saber Ellen.
—Claro que estoy seguro. Vamos a la siguiente colina, a ver qué hay.
Fuimos y lo vimos. Abajo, entre aquella colina y la siguiente, la calle
trazaba otra curva, y ante nosotros estaba la parte delantera de un pabellón de
lona con un gran estandarte en el que ponía: Penny Arcade.
—Han copiado el cartel del pabellón que tenía Sam Heideman —dije sin
ni siquiera aflojar el paso—. ¿Te acuerdas de Sam y de los viejos tiempos,
Ma?
—Ese viejo borracho inútil —dijo Ma.
—Pero, Ma, si a ti también te gustaba.
—Sí, y tú también me gustabas, pero eso no significa que tú no seas o él
no sea…
—Pero, Ma… —interrumpí.
Entonces ya estábamos frente al pabellón. Parecía lona auténtica porque
se ondulaba suavemente.
—Yo no me atrevo —dije—. ¿Quién quiere mirar esta vez?
Pero Ma ya había metido la cabeza en la entrada del pabellón.
—¡Vaya, hola, Sam, vieja esponja! —la oí decir.
—Ma, deja de burlarte o… —dije.

Página 220
Pero ya la había adelantado y me había metido en el pabellón, y era un
pabellón de verdad, con los cuatro costados, y bastante grande, por cierto. Y
en las paredes, había hileras de máquinas tragaperras viejas. Allí, contando
monedas en el mostrador del cambio, estaba Sam Heideman, mirándonos casi
con tanta expresión de sorpresa en la cara como debía de tener yo en la mía.
—¡Pop Wherry! —exclamó y soltó un taco, pero no empezó a disculparse
con Ma y con Ellen hasta después de abrazarme, dar la mano a todo el mundo
y que le presentáramos a Johnny Lane.
Era como en los viejos tiempos en las ferias de Marte y Venus. Le estaba
diciendo a Ellen que ella era «así de pequeña» cuando la vio por última vez, y
le preguntaba si de verdad lo recordaba.
Y entonces Ma resopló. Cuando Ma resopla de esa manera, es porque hay
algo digno de verse; aparté los ojos del amigo Sam, miré a Ma y luego hacia
donde ella miraba. Yo no resoplé, sino que jadeé.
Una mujer se acercaba desde la parte trasera del pabellón, y si la llamo
una mujer es porque no se me ocurre la palabra apropiada, si es que la hay.
Era santa Cecilia, Ginebra y una chica de portada de revista, todo a la vez. Era
como una puesta de sol en Nuevo México, como las lunas plateadas de Marte
vistas desde los Jardines del Ecuador. Era un valle venusiano en primavera, y
era como Dorzalski tocando el violín. Era espectacular.
Oí otro jadeo junto a mí, y no me era familiar. Tardé un segundo en
comprender por qué no me era familiar; nunca antes había oído a Johnny
Lane jadear. Me costó un esfuerzo, pero moví los ojos para mirarle la cara.
«Pobre Ellen», pensé. Porque el chaval estaba pillado, no había duda.
Y justo a tiempo (tal vez ver a Johnny me ayudó) conseguí recordar que
tengo más de cincuenta años y que estoy felizmente casado. Tomé el brazo de
Ma y me agarré a él.
—Sam —dije—, ¿qué demonios…?
—Señorita Ambers —dijo Sam volviéndose y mirando detrás de él—, me
gustaría presentarle a unos viejos amigos míos que acaban de llegar. Señora
Wherry, ésta es la señorita Ambers, la estrella de cine.
Luego completó las presentaciones; primero Ellen, después yo y
finalmente Johnny. Ma y Ellen fueron exageradamente educadas. Yo tal vez
me pasé por el otro extremo fingiendo no ver la mano que me tendía la
señorita Ambers. Viejo como soy, tenía el presentimiento de que se me podía
olvidar soltarla si se la tomaba. Era ese tipo de chica.
A Johnny se le olvidó soltarla.

Página 221
—Pop, viejo pirata —me decía Sam—, ¿qué estás haciendo aquí? Te creía
en las colonias, y desde luego, no pensaba que fueras a aparecer en un
decorado de cine.
—¿Un decorado? —Las cosas casi empezaban a tener sentido.
—Claro. Cine Planetario, S. A. Yo soy el asesor técnico para las escenas
de ferias. Querían tomas del interior de una tienda de tragaperras, así que
rescaté mis máquinas viejas y las monté aquí. Ahora todo el equipo de rodaje
está en el campamento base.
Empezaba a comprender.
—¿Y el restaurante que hay más arriba? —pregunté—. ¿Es un decorado?
—Claro, y también la calle. No la necesitaban, pero tenían que filmar
cómo se construye una calle para una secuencia.
—Ah —dije. Pero había más cosas que quería saber—. ¿Qué hay del
avestruz con corbata y de los pájaros con hélices? No pueden haber sido
trucos de cine. ¿O sí?
De hecho, tenía entendido que Cine Planetario hacía cosas imposibles.
Pero Sam sacudió la cabeza sin comprender.
—No. Debéis de haber encontrado algún ejemplar de la fauna local. Hay
unos pocos, aunque no muchos, y nunca se acercan.
—Oye, Sam Heideman —le dijo Ma—, ¿cómo es que si habían
descubierto este planeta nosotros no sabíamos nada de él? ¿Cuánto hace que
se conoce, y de qué va todo esto?
Sam rió.
—Un tipo llamado Wilkins descubrió este planeta hace diez años. Informó
al Consejo, pero antes de que se hiciera público, los de Cine Planetario se
enteraron y le ofrecieron al Consejo un alquiler escandaloso por este sitio a
condición de que se mantuviera en secreto. Como no hay minerales ni nada de
valor y el suelo no vale un centavo, el Consejo se lo alquiló en esos términos.
—Pero ¿por qué un secreto?
—Así no hay visitantes ni distracciones, por no mencionar la ventaja que
esto les da sobre sus competidores. Todas las grandes empresas
cinematográficas se espían unas a otras para robarse las ideas. Aquí tienen
todo el espacio que quieren y pueden trabajar con calma y privacidad.
—¿Qué harán ahora que hemos descubierto este sitio? —pregunté.
Sam volvió a reír.
—Supongo que os recibirán muy bien ahora que estáis aquí, e intentarán
convenceros de que mantengáis el secreto. Y probablemente os darán un pase
gratis perpetuo para todas las salas de Cine Planetario.

Página 222
Fue hacia un armario y regresó con una bandeja de botellas y vasos. Ma y
Ellen rechazaron la oferta, pero Sam y yo bebimos un par de tragos cada uno,
y era bueno. Johnny y la señorita Ambers estaban sentados en un rincón
susurrando juntos muy serios, así que no los molestamos, sobre todo después
de decirle yo a Sam que Johnny no bebía.
Johnny seguía sosteniendo la mano de ella y la miraba a los ojos como un
cachorro enfermo. Me di cuenta de que Ellen se cambiaba de posición para
mirar en otra dirección y no tener que verlos. Me daba lástima, pero yo no
podía hacer nada. Esas cosas ocurren cuando ocurren. Y si no hubiera sido
por Ma…
Pero vi que Ma se estaba poniendo nerviosa y dije que seria mejor volver
a la nave a vestirnos si es que tenían que recibimos tan bien. Así podríamos
acercar un poco la nave. Pensaba que podíamos pasar unos días en Nada
Serio. Dejé a Sam muerto de risa por el nombre que le habíamos dado al
planeta después de ver la fauna local.
Separe gentilmente a Johnny de la estrella de cinc y lo llevé fuera. No fue
fácil. En su cara había una expresión de felicidad ausente, y hasta se olvidó de
saludarme cuando le hablé. Tampoco me llamó «señor». De hecho, no dijo
nada en absoluto.
Los demás tampoco hablamos mientras caminábamos.
Había algo que me daba vueltas en la cabeza y no sabía qué. Algo andaba
mal, algo no acababa de tener sentido. Ma también estaba preocupada.
—Pop. si de verdad quieren mantener este sitio en secreto —dijo
finalmente—, ¿acaso no…?
—No —contesté, algo bruscamente. Pero eso no era lo que me
preocupaba a mí.
Miré aquella calle nueva y perfecta, y había algo en ella que no me
gustaba. Me acerqué al bordillo y caminé por el extremo, mirando a la arcilla
verdosa del otro lado, pero no había nada que ver excepto más agujeros y más
bichos como el que había visto en el Restaurante Bon-Ton.
Aunque tal vez no eran cucarachas, a menos que la compañía
cinematográfica las hubiera llevado hasta allí. Pero se parecían mucho a las
cucarachas, a efectos prácticos, si es que las cucarachas tienen efectos
prácticos. Y no tenían corbatas, ni hélices, ni plumas. Eran cucarachas
corrientes.
Salí del pavimento y traté de aplastar a una o dos, pero se escaparon y se
metieron en los agujeros. Eran muy rápidas y ágiles. Regresé a la carretera y
me puse a caminar junto a Ma.

Página 223
—¿Qué estabas haciendo? —me preguntó.
—Nada —respondí.
Ellen caminaba al otro lado de Ma, y se esforzaba en parecer inexpresiva.
Suponía qué estaba pensando y deseé que se pudiera hacer algo al respecto.
Lo único que se me ocurrió fue decidir quedarnos un tiempo en la Tierra al
finalizar aquella expedición, y darle una oportunidad de olvidar a Johnny
conociendo a muchos jóvenes. Tal vez encontraría alguno que le gustara.
Johnny avanzaba aturdido. Estaba pillado, desde luego, y había caído de
repente, como caen siempre los tipos como él. Tal vez no era amor, sólo un
capricho, pero en aquel momento no sabía ni en qué planeta estaba.
Habíamos superado ya la primera colina, y el pabellón de Sam se perdió
de vista.
—Pop, ¿tú has visto alguna cámara? —preguntó Ma de pronto.
—No, pero esas cosas cuestan millones. No van a dejarlas por ahí si no las
utilizan.
Frente a nosotros estaba el decorado del restaurante. Parecía muy extraño,
visto de lado, al acercarnos desde aquella dirección. No había nada a la vista
excepto el decorado, la carretera y las colinas de arcilla verdosa.
No había cucarachas en la calle, y me di cuenta de que no había visto
ninguna allí. Parecía como si nunca entraran en ella y nunca la cruzaran.
¿Para qué iba a cruzar la calle una cucaracha? ¿Para llegar al otro lado?
Todavía había algo que me daba vueltas por la cabeza, algo que tenía
menos sentido que todo lo demás.
La sensación se hizo cada vez más fuerte, y ya me estaba volviendo loco.
Empecé a desear otro trago. El sol Sirio se hundía en el horizonte, pero seguía
haciendo mucho calor. Incluso empecé a desear beber agua. Ma también
parecía cansada.
—Paremos a descansar —dije—; ya hemos hecho la mitad del camino.
Nos detuvimos. Estábamos justo frente al Bon-Ton, así que miré el letrero
y sonreí.
—Johnny, ¿por qué no entras y nos encargas la comida?
—Sí, señor —replicó con un saludo y se dirigió a la puerta. De repente
enrojeció y se detuvo. Me reí, pero no lo presioné más con ningún
comentario.
Ma y Ellen se sentaron en el bordillo.
Crucé de nuevo la puerta del restaurante, y no había cambiado. Liso como
el cristal por el otro lado. La misma cucaracha (supongo que era la misma)
seguía sentada o de pie junto al mismo agujero. La saludé pero no me

Página 224
respondió, así que traté de pisarla, pero, una vez más, fue más rápida que yo.
Noté algo raro. Se había dirigido al agujero en el mismo segundo en que
decidí pisarla, incluso antes de que hubiera movido un músculo.
Volví a la parte frontal y me apoyé en la pared. Era agradable y sólida al
tacto. Saqué un cigarro del bolsillo y empecé a encenderlo, pero dejé caer la
cerilla. Ya casi sabía que pasaba. Era algo sobre Sam Heideman.
—Ma —dije—, ¿Sam Heideman no estaba… muerto?
Y entonces, repentinamente, ya no estaba apoyado en ninguna pared
porque la pared no estaba allí, y yo caía de espaldas.
Oí gritar a Ma y a Ellen.
Me levanté de la arcilla verde. Ma y Ellen se estaban levantando también,
del suelo donde se habían quedado sentadas porque el bordillo tampoco
estaba allí. Johnny se tambaleaba un poco, ya que la carretera había
desaparecido de bajo sus pies, y había caído unos centímetros.
No había ninguna señal por ninguna parte de la carretera ni del
restaurante; sólo las colinas verdes. Y… sí, las cucarachas seguían allí.
La caída me había sobresaltado y estaba furioso. Quería algo contra lo que
descargar mi furia. Sólo había cucarachas. No se habían desvanecido como
todo lo demás. Hice otro intento contra la más próxima y volví a fallar.
Aquella vez estaba seguro de que se había movido antes que yo.
Ellen miró hacia donde hubiera debido estar la carretera, hacia donde
hubiera debido estar el decorado del restaurante, y luego al camino por donde
habíamos venido, como preguntándose si el Penny Arcade seguiría allí.
—No está —dije.
—No está ¿qué? —preguntó Ma.
—No está allí.
—¿Qué no está allí? —Ma me miraba con furia.
—El pabellón —dije, algo molesto—. La compañía cinematográfica.
Todo el montaje. Y especialmente Sam Heideman. Me he acordado de lo de
Sam Heideman; hace cinco años en Ciudad Luna oímos que había muerto, así
que no estaba allí. Nada de esto era real. Y en el momento en que lo he
comprendido, ellos lo han hecho desaparecer todo.
—¿Quiénes? ¿Qué quieres decir con «ellos», Pop Wherry? ¿Quién es
«ellos»?
—Querrás decir quiénes son ellos —dije, pero la mirada que me echó Ma
me hizo estremecer.
—No hablemos aquí —continué—. Primero volvamos a la nave tan aprisa
como podamos. Johnny, ¿podrás llevamos allí sin la calle?

Página 225
Asintió, olvidándose de saludar y de llamarme «señor». Emprendimos la
marcha, y nadie hablaba. No me preocupaba que Johnny no fuera capaz de
encontrar el camino; había estado bien hasta que llegamos al pabellón, y había
seguido nuestro rumbo con la brújula de muñeca.
Cuando llegamos adonde había estado el principio de la calle, resultó más
fácil porque podíamos ver nuestras huellas en la arcilla, y sólo fue cuestión de
seguirlas. Pasamos la colina donde había estado el arbusto púrpura con los
pájaros de las hélices, pero ahora no había pájaros, ni tampoco estaba el
arbusto púrpura.
Pero el Chitterling sí que estaba allí, gracias a Dios. Lo vimos desde la
última colina, y parecía estar como lo habíamos dejado. Era nuestra casa, y
empezamos a andar más deprisa.
Abrí la puerta y me aparté para que Ma y Ellen entraran primero. Ma se
disponía a pasar cuando oímos la voz.
—Queremos despedirnos —decía.
—Nosotros también queremos despedirnos —contesté—. Podéis iros al
diablo.
Le indiqué a Ma que entrara en la nave. Cuanto antes saliéramos de allí,
mejor me sentiría.
—Esperad —dijo la voz, y había algo en ella que nos hizo obedecer—.
Queremos explicároslo, para que no volváis.
—¿Por qué no? —pregunté aunque no había nada más lejos de mi mente.
—Vuestra civilización no es compatible con la nuestra. Hemos estudiado
vuestras mentes para asegurarnos. Hemos proyectado imágenes a partir de lo
que hemos encontrado en vuestras mentes, para estudiar vuestra reacción. Las
primeras imágenes, nuestras primeras proyecciones mentales, han resultado
confusas. Pero cuando habéis llegado al final de vuestro paseo, os habíamos
comprendido por completo. Ya podíamos proyectar imágenes similares a
vosotros mismos.
—Sam Heideman, claro —dije—. Pero ¿y la… la mujer? No podía estar
en la memoria de ninguno de nosotros, porque ninguno la conocía.
—Era un compuesto; lo que vosotros llamaríais una idealización. Pero eso
no importa. Al estudiaros hemos aprendido que vuestra civilización se
preocupa por las cosas; y la nuestra, por las ideas. Ninguna de las dos tiene
nada que ofrecer a la otra. Del intercambio entre las dos no puede salir nada
bueno y sí muchas cosas malas. Nuestro planeta no tiene recursos materiales
que pudieran interesar a vuestra especie.

Página 226
Con aquello tuve que estar de acuerdo, mirando aquella arcilla monótona
que sólo parecía dar vida a unas pocas plantas rodadoras. No parecía capaz de
sustentar nada más. Y respecto a minerales, no había visto ni un canto rodado.
—Tenéis razón —grité—. Cualquier planeta que no produzca más que
plantas rodadoras y cucarachas, por nosotros puede quedarse solo. —
Entonces me di cuenta de algo—. Eh, espera un momento. Debe de haber
algo más, o ¿con quién diablos estoy hablando?
—Estás hablando con lo que tú llamas cucarachas —dijo la voz—, cosa
que es otro punto de incompatibilidad entre nosotros. Para ser más precisos,
estás hablando con la proyección mental de una voz, pero la proyectamos
nosotros. Y permítenos asegurarte algo; tú eres físicamente más repugnante
para nosotros de lo que nosotros lo somos para ti.
Bajé la vista y las vi, a tres de ellas, preparadas para meterse en sus
agujeros si hacía un movimiento.
—Johnny, despega —ordené ya en la nave—. Rumbo a la Tierra.
—Sí, señor —dijo con un saludo.
Se metió en la cabina y cerró la puerta. No volvió a salir hasta que
estuvimos en rumbo automático y Sirio disminuía detrás de nosotros.
Ellen se había ido a su cabina. Ma y yo estábamos jugando a las cartas.
—¿Puedo tomarme un descanso, señor? —preguntó Johnny.
Cuando le di permiso, se dirigió muy tieso a su habitación.
Al cabo de un rato Ma y yo nos acostamos. Poco después, oímos ruidos.
Yo me levanté a investigar, e investigué. Regresé sonriendo.
—Todo va bien, Ma —dije—. ¡Es Johnny Lane, y está borracho como una
cuba!
Y le di a Ma una palmada juguetona en el trasero.
—Ay, viejo idiota —resopló—. Estoy dolorida de cuando me he caído en
la carretera. ¿Y qué tiene de fantástico que Johnny esté borracho? ¿No lo
estarás también tú, verdad?
—No —admití, con algo de tristeza—. Pero, Ma, me ha mandado al
diablo. Y sin saludarme. A mí, al propietario de la nave.
Ma se me quedó mirando. A veces las mujeres son listas, pero otras veces
son bastante tontas.
—Escucha, no va a seguir emborrachándose —dije—. Ésta es una ocasión
especial. ¿No te das cuenta de que les ha pasado a su orgullo y su dignidad?
—Te refieres a que…
—A que se ha enamorado de la proyección mental de una cucaracha —
señalé—. O, al menos, eso cree. Tiene que emborracharse una vez para

Página 227
olvidar eso, y a partir de ahora, cuando se le pase, será humano. Y apostaría a
que cuando sea humano verá de una vez a Ellen y se dará cuenta de lo bonita
que es. Apostaría a que estará colado por ella antes de que lleguemos a la
Tierra. Voy a buscar una botella y brindaremos por eso. ¡Por Nada Sirio!
Y, por una vez, tuve razón. Johnny y Ellen estaban prometidos antes de
que nos hubiéramos acercado a la Tierra lo bastante para iniciar la
desaceleración.

Página 228
El principio Yehudi

Me estoy volviendo loco.


Charlie Swann también se está volviendo loco. Tal vez más que yo,
porque el invento fue suyo. Quiero decir que él lo construyó y pensaba que
sabía qué era y cómo funcionaba.
Verán, Charlie sólo me estaba tomando el pelo cuando me dijo que su
funcionamiento se basaba en el principio Yehudi. O eso creía él.
—¿El principio Yehudi? —dije.
—El principio Yehudi —repitió—. El principio del hombrecillo que no
estaba allí. Lo hace así.
—¿Qué hace qué? —quise saber.
Tal vez será mejor que me detenga para explicar que el invento era una
diadema. Encajaba muy bien en el coco de Charlie, y sobre la frente tenía una
caja redonda pequeña y negra, no mucho mayor que un pastillero. También
había dos discos redondos de cobre, uno a cada lado de la diadema, que
quedaban sobre las sienes de Charlie, y un hilo de alambre que pasaba por
detrás de su oreja hasta llegar al bolsillo superior de su camisa, donde había
una pequeña batería.
El invento no parecía capaz de hacer gran cosa, excepto tal vez curar un
dolor de cabeza o empeorarlo. Pero por la expresión emocionada de Charlie,
pensé que debía de tratarse de algo más extraordinario que eso.
—¿Qué hace qué? —quise saber.
—Lo que quieras —dijo Charlie—. Dentro de un margen razonable, por
supuesto. Nada de mover edificios ni traer una locomotora. Pero cualquier
cosa pequeña que quieras hacer, él la hace.
—¿Quién la hace?
—Yehudi.
Cerré los ojos y conté hasta cinco, despacio. No iba a preguntar quién es
Yehudi.
Aparté un montón de papeles de encima de la cama (había estado
repasando mis viejos manuscritos, intentando encontrar algo lo bastante
bueno para reescribirlo desde un nuevo ángulo) y me senté.
—De acuerdo —dije—. Dile que me traiga algo de beber.

Página 229
—¿Qué quieres?
Miré a Charlie y no parecía estar bromeando. Tenía que ser una broma,
claro, pero…
—Un cubalibre de ginebra —le dije—. Con ginebra de verdad, si Yehudi
entiende de estas cosas.
—Extiende la mano —dijo Charles. Extendí la mano. Y, sin dirigirse a mí
añadió—: Tráele a Hank un cubalibre de ginebra bien fuerte. —Y asintió con
la cabeza.
Algo le ocurrió a mis ojos, o a Charlie, no estaba seguro. Durante un
segundo, lo vi como borroso. Luego pareció otra vez normal.
Solté una especie de grito y aparte la mano, porque la tenía mojada de
algo frío. Se oyó ruido de líquido, y apareció un charco de humedad en la
alfombra justo a mis pies. Justo debajo de donde había estado mi mano.
—Deberíamos haber pedido un vaso —dijo Charlie.
Miró a Charlie, luego al charco del suelo; después me miré la mano otra
vez. Me metí cuidadosamente el dedo índice en la boca y lo probé.
Cubalibre de ginebra. Ginebra de verdad. Volví a mirar a Charlie.
—¿Me has visto borroso? —preguntó.
—Escucha. Charlie —dije—. Te conozco desde hace años, fuimos al
instituto juntos y… Pero si vuelves a hacer algo así, ya te daré yo borroso.
Te…
—Mira más de cerca esta vez —dijo Charlie. Y, de nuevo mirando al
vacío y sin dirigirse a mí en absoluto, comenzó a hablar—. Tráenos una
botella de ginebra. Media docena de limones, cortados, en un plato. Dos
botellas de cola y un plato con cubitos de hielo. Déjalo todo en aquella mesa.
Sacudió la cabeza, justo igual que antes, y desde luego se volvió borroso.
Borroso era la mejor palabra para describirlo.
—Te has vuelto borroso —dije. Empezaba a tener dolor de cabeza.
—Lo suponía —dijo—. Pero cuando lo probó yo solo utilicé un espejo, y
pensé que eran mis ojos. Por eso he venido. ¿Quieres mezclar las bebidas, o lo
hago yo?
Miré a la mesa, y allí estaba todo lo que había pedido. Tragué saliva un
par de veces.
—Es real —dijo Charlie. Respiraba trabajosamente, con excitación
reprimida—. Funciona, Hank. Funciona. ¡Seremos ricos! Podemos…
Charlie siguió hablando, pero yo me levanté lentamente y me acerqué a la
mesa. Las botellas, los limones y el hielo estaban allí de verdad. Las botellas
sonaban al sacudirlas, y el hielo estaba frío.

Página 230
Más tarde ya me preocuparía por cómo habían llegado allí. Entretanto, y
justo entonces, necesitaba un trago. Saqué un par de vasos del botiquín y el
abridor del archivador, y preparé dos bebidas. Puse la mitad de ginebra.
Entonces se me ocurrió algo.
—¿No querrá Yehudi una copa, también? —le pregunté a Charlie.
—Con dos bastará —me dijo Charlie con una sonrisa.
—Para empezar, tal vez —dije, muy serio. Le pasé su bebida (en un vaso)
y brindé—: Por Yehudi.
Vacié la mía de un trago y empecé a preparar otra.
—Para mí también —dijo Charlie—. Eh, espera un minuto.
—Bajo estas circunstancias —dije—, un minuto es demasiado tiempo
entre dos tragos. Dentro de un minuto ya me esperaré un minuto, pero… Oye,
¿por qué no le decimos a Yehudi que nos las prepare él?
—Justo lo que iba a sugerir. Mira, quiero probar una cosa. Ponte tú la
diadema y ordénaselo. Quiero observarte.
—¿Yo?
—Tú —dijo—. No puede hacerte ningún daño, y quiero asegurarme de
que funciona con todo el mundo y no sólo conmigo. Podría ser que
únicamente estuviera sintonizada con mi cerebro. Pruébalo.
—¿Yo? —dije.
—Tú —me dijo.
Se la había quitado y me la estaba ofreciendo, con la pequeña batería
colgando al extremo del cable. La cogí y la examiné. No parecía peligrosa. En
una batería tan diminuta no podía haber suficiente poder para hacerme daño.
Me la puse.
—Prepáranos un trago —dije, y miré a la mesa, pero no ocurrió nada.
—Tienes que asentir con la cabeza justo cuando acabas —me indicó
Charlie—. Hay un pequeño péndulo en la caja que tienes en la frente, y es el
que acciona el interruptor.
—Prepáranos dos cubalibres. En vasos, por favor —dije, y asentí.
Cuando mi cabeza se levantó de nuevo, las bebidas ya estaban allí,
preparadas.
—Es para caerse de culo —dije. Y me incliné para coger un vaso.
Y me encontré en el suelo.
—Ten cuidado, Hank —me advirtió Charlie—. Si te inclinas hacia
delante, es lo mismo que asentir. No muevas la cabeza ni te inclines cuando
acabas de decir algo, a menos que quieras que sea una orden.
Me incorporé.

Página 231
—Que me parta un rayo —dije.
Pero no asentí. De hecho, ni me moví. Cuando me di cuenta de qué había
dicho, el cuello se me quedó tan rígido que dolía; y no me atrevía a respirar
por miedo a mover el péndulo. Muy cuidadosamente, para no inclinarla,
levanté las manos, me quité la diadema y la dejé en el suelo.
Luego me incorporé y me palpé por todo el cuerpo. Probablemente habría
algún morado, pero ningún hueso roto. Cogí el vaso y lo vacié. Estaba bien
preparada, pero la siguiente la mezclé yo mismo. Con tres cuartas partes de
ginebra.
Con el vaso en la mano, rodeé la diadema, sin acercarme a más de un
metro, y me senté en la cama.
—Charlie —dije—. Ahí tienes algo. No sé qué es, pero ¿a qué estamos
esperando?
—¿A qué te refieres?
—A lo que se referiría cualquier hombre sensato. Si esta cosa puede
traernos todo lo que le pidamos, vamos a hacer una fiesta. ¿A cuál prefieres, a
Lili St. Cyr o a Esther Williams? Yo me quedo con la otra.
—Hay limitaciones, Hank. —Sacudió la cabeza tristemente—. Tal vez
será mejor que te lo explique.
—Personalmente —dije—, preferiría a Lili antes que una explicación,
pero adelante. Empecemos con Yehudi. Los únicos dos Yehudis que conozco
son Yehudi Menuhin, el violinista, y Yehudi, el hombrecillo que no estaba
allí. No creo que Menuhin nos trajera la ginebra, así que…
—Y no lo ha hecho. Aunque tampoco lo ha hecho el hombrecillo que no
estaba allí. Te estaba tomando el pelo. Hank. No hay ningún hombrecillo que
no estaba allí.
—Oh —dije. Lo repetí lentamente, o empecé a hacerlo—. No… hay…
ningún… hombrecillo… que… no… —Pero abandoné—. Creo que empiezo
a entenderlo —añadí—. Quieres decir que no había ningún hombrecillo que
no esté aquí. Entonces, ¿quién es Yehudi?
—No hay ningún Yehudi, Hank. Pero el nombre, la idea, encajaba tan
bien que le puse ese nombre para abreviar.
—¿Y cómo lo llamas cuando no lo abrevias?
—Superacelerador subvibratorio autosugestivo automático.
—Precioso —dije y me terminé la bebida—. Aunque me gustaba más lo
del principio Yehudi. Pero queda una cosa. ¿Quién nos ha traído todo eso?
¿La ginebra, los refrescos, etcétera?

Página 232
—Yo. Y tú has mezclado la penúltima, igual que la última. Ahora, ¿lo
entiendes?
—En una palabra —dije—, no… exactamente.
Charlie suspiró.
—Entre las placas de las sienes se crea un campo que acelera, varios miles
de veces, la vibración molecular y, por tanto, la velocidad de la materia
orgánica; del cerebro, y por consiguiente, del cuerpo. La orden dada justo
antes de que se accione el interruptor funciona como autosugestión y así se
obedece la orden que uno mismo se da. Pero tan rápidamente que nadie puede
ver cómo se mueve; sólo un borrón momentáneo al irse y regresar
prácticamente en el mismo instante. ¿Está claro?
—Sí —le dije—. Excepto una cosa. ¿Quién es Yehudi?
Me acerqué a la mesa y empecé a preparar dos copas más. Con siete
octavos de ginebra.
—La acción es tan rápida que no se te imprime en la memoria —explicó
Charlie pacientemente—. Por algún motivo, la memoria no queda afectada
por la aceleración. El efecto, tanto para el usuario como para el observador, es
el de la obediencia espontánea de una orden por parte de…, bueno, del
hombrecillo que no estaba allí.
—¿Yehudi?
—¿Por qué no?
—¿Por qué no por qué no? —pregunté—. Toma, bébete otra. Está un
poco floja, pero yo también. ¿Así que la ginebra la has comprado tú, no?
¿Dónde?
—Probablemente en la taberna más próxima. No me acuerdo.
—¿La has pagado?
Sacó la cartera y la abrió.
—Creo que me falta un billete. Probablemente lo he dejado en la caja. Mi
subconsciente debe de ser honrado.
—Pero ¿para qué sirve? —pregunté—. No me refiero a tu subconsciente,
Charlie. Me refiero al principio Yehudi. Te hubiera sido igual de fácil
comprar la ginebra de camino hacia aquí. A mí me hubiera sido igual de fácil
mezclar las bebidas sabiendo que lo hacía. Y si estás seguro de que no puede
conseguirnos a Lili St. Cyr ni a Esther Williams…
—No puede. Mira, no puede hacer nada que no puedas hacer tú mismo.
No tiene identidad propia. Eres tú. Métete eso en la cabeza. Hank, y lo
comprenderás.
—Pero ¿para qué sirve?

Página 233
Volvió a suspirar.
—Su verdadera finalidad no es ir a comprar ginebra ni preparar copas.
Eso sólo ha sido una demostración. Su verdadera finalidad…
—Espera —dije—. Hablando de bebidas, espera. Hace mucho que no
bebo nada.
Conseguí llegar a la mesa, sin hacer eses más de dos veces, y aquella vez
no me molesté en ponerles cola. Puse un poco de limón y un cubito de hielo
en cada vaso de ginebra. Charlie probó la suya e hizo una mueca. Yo probé la
mía.
—Está ácida —dije—. No terna que haber puesto limón. Y será mejor que
nos las bebamos deprisa, antes de que los cubitos se fundan, o quedarán muy
flojas.
—La verdadera finalidad —dijo Charlie— es…
—Espera —dije—. ¿Sabes que podrías estar equivocado en lo de las
limitaciones? Me voy a poner la diadema y le diré a Yehudi que nos traiga a
Lili y…
—No seas idiota, Hank. La he fabricado yo. Sé cómo funciona. No te
puede conseguir a Lili St. Cyr ni a Esther Williams ni el puente de Brooklyn.
—¿Estás seguro?
—Claro.
Qué idiota había sido. Lo creí. Mezclé dos copas más, usando sólo ginebra
y dos vasos, y me senté al borde de la cama, que se balanceaba suavemente de
lado a lado.
—Muy bien —dije—. Estoy listo. ¿Cuál es su verdadera finalidad?
Charlie Swann parpadeó varias veces y pareció costarle concentrar la
mirada en mí.
—La verdadera finalidad ¿de qué? —preguntó.
—Del superacelerador subvibratorio autosugestivo automático —contesté
enunciándolo lenta y cuidadosamente—. Para mí, Yehudi.
—Oh, eso —dijo Charlie.
—Eso —dije yo—. ¿Cuál es su verdadera finalidad?
—La cosa va así. Supón que tienes algo que hacer que debes hacer
deprisa. O algo que tienes que hacer pero no quieres hacerlo. Podrías…
—¿Como escribir una historia?
—Como escribir una historia —dijo—, o pintar una casa, o lavar un
montón de platos sucios, o barrer las hojas secas, o… o hacer cualquier otra
cosa que tengas que hacer pero no quieras hacerla. Mira, te la pones y te dices
a ti mismo…

Página 234
—A Yehudi —dije.
—Le dices a Yehudi que lo haga, y está hecho. Claro que lo haces tú, pero
como no sabes que lo haces, no te molesta. Y se hace más deprisa.
—Te vuelves borroso —dije.
Levantó la copa y miró a través de ella hacia la lámpara eléctrica. Estaba
vacía. La copa, no la lámpara eléctrica.
—Te vuelves borroso —dijo.
—¿Quién?
No contestó. Parecía balancearse, con silla y todo, en un arco de casi un
metro. Me mareaba mirarlo, así que cerré los ojos; pero fue peor aún y los
volví a abrir.
—¿Una historia? —pregunté.
—Claro.
—Tengo que escribir una historia —dije—. Pero ¿por qué iba a hacerlo?
Quiero decir, ¿por qué no dejo que lo haga Yehudi?
Me incliné y me puse la diadema. Me dije a mí mismo que aquella vez no
iba a hacer comentarios fuera de lugar. Directo al grano.
—Escribe una historia —dije.
Asentí con la cabeza. Nada ocurrió.
Pero entonces recordé que yo no tenía por qué enterarme de qué ocurriera.
Me acerqué a la máquina de escribir y miré.
Había una hoja de papel blanca y una amarilla en la máquina de escribir,
con una hoja de papel carbón entre las dos. La página estaba llena hasta la
mitad de escritura, y en la parte inferior había una palabra. No podía leerla.
Me quité las gafas y seguía sin poder, así que me las volví a poner, acerqué la
cara a la máquina de escribir y me concentré. La palabra era fin.
Cuando miré a la mesa, vi un montoncito pequeño y pulcro de hojas de
papel, que alternaban el blanco y el amarillo.
Era maravilloso. Había escrito una historia. Si mi mente subconsciente
tenía algo que valiera la pena, podía ser mi mejor historia hasta el momento.
Lástima que no estuviera en condiciones de leerla. Tendría que ir al óptico
y encargar gafas nuevas. O algo así.
—Charlie, he escrito una historia —dije.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—No te he visto.
—Me he vuelto borroso —dije—. Pero tampoco mirabas.
Estaba otra vez sentado en la cama. No recordaba haberme instalado allí.

Página 235
—Charlie, es maravilloso —dije.
—¿Qué es maravilloso?
—Todo. La vida. Los pajaritos en los árboles. Los bollos. ¡Una historia en
menos de un segundo! Un segundo a la semana es lo que tendré que trabajar a
partir de ahora. ¡No más colegio, no más libros, no más aguantar a profesores
impertinentes! Charlie, ¡es maravilloso!
—Hank, estás empezando a ver las posibilidades —dijo, parecía haber
despertado—. Son casi infinitas, para cualquier profesión. Casi cualquier
cosa.
—Excepto —dije tristemente—, Lili St. Cyr y Esther Williams.
—Eres monotemático.
—Bitemático —dije—. Me conformo con cualquiera de las dos. Charlie,
¿estás seguro…?
—Sí —dijo, con tono cansado. O eso quiso decir; le salió «Shí».
—Charlie, has estado bebiendo. ¿Te importa que lo intente yo?
—Dispárate tú mismo.
—¿Qué? Oh, querrás decir «dispara; tú mismo». De acuerdo, voy a…
—Esho es lo que he dicho.
—Que no.
—Puesh… ¿qué he dicho?
—Hash dicho, quiero decir, has dicho «dispárate tú mismo».
Incluso el dios Júpiter asiente. Sólo que Júpiter no lleva una diadema
como la que yo todavía llevaba puesta. O tal vez, bien pensado, sí que la
lleva. Eso explicaría muchas cosas.
Debí de asentir, porque se oyó un disparo.
Pegué un grito y me levanté de un salto. Charlie también se levantó de un
salto. De repente, parecía sobrio.
—Hank, tenías esa cosa puesta. ¿Estás…?
Yo me estaba inspeccionando, y no vi sangre en el frontal de mi camisa.
Ni sentía ningún dolor en ninguna parte. Ni nada.
Dejé de temblar y miré a Charlie. Tampoco estaba herido.
—Pero ¿qué…? —pregunté—. ¿Quién…?
—Hank, el disparo no ha sido en esta habitación —dijo—. Ha sido fuera,
en el pasillo o en la escalera.
—¿En la escalera? —Algo me cosquilleaba en la mente. ¿Qué pasaba con
la escalera? Vi un hombrecillo en una escalera/Un hombrecillo que allí no
estaba/Esta mañana tampoco estaba/Vaya lata, ojalá se fuera.

Página 236
—Charlie —dije—. ¡Era Yehudi! Se ha disparado porque he dicho
«dispárate tú mismo», y el péndulo se ha movido. Estabas equivocado en lo
de que era un… autosugestivo automático o como se llame. Era Yehudi el que
hacía las cosas todo el rato. Era…
—Cállate —dijo.
Pero fue a abrir la puerta; yo lo seguí y salimos al pasillo.
Definitivamente, olía a pólvora quemada. El olor parecía venir de la mitad
de las escaleras, porque se hizo más fuerte cuando nos acercamos a aquel
punto.
—Aquí no hay nadie —dijo Charlie con voz temblorosa.
—Esta mañana tampoco estaba —dije sobrecogido—. Pues vaya lata,
ojalá se fuera.
—Cállate —ordenó Charlie, irritado.
Volvimos a mi habitación.
—Siéntate —dijo Charlie—. Tenemos que aclarar esto. Has dicho
«dispárate tú mismo» y has asentido o te has inclinado. Pero no te has
disparado. El disparo vino de… —Sacudió la cabeza, intentando aclararla—.
Tomemos café —sugirió—, café caliente y fuerte. ¿Tienes…? Eh, todavía
llevas la diadema. Haznos café, pero por amor de Dios, ve con cuidado.
—Tráenos dos tazas de café bien cargado —dije. Y asentí, pero no
funcionó. Por algún motivo, sabía que no iba a funcionar.
Charlie me arrebató la diadema de la cabeza. Se la puso y lo intentó él
mismo.
—Yehudi está muerto —dije—. Se ha disparado. Esta cosa ya no sirve
para nada. Yo haré el café. —Preparé la cafetera—. Charlie, mira —continué
—, supongamos que era Yehudi el que hacía todas las cosas. Bien, ¿cómo
sabes cuáles eran sus limitaciones? Mira, tal vez sí que nos podía haber traído
a Lili…
—Cállate —dijo Charlie—. Estoy intentando pensar.
Me callé y le dejé pensar. Y cuando terminé de preparar el café, me había
dado cuenta de las tonterías que había dicho.
Serví el café. Para entonces, Charlie había levantado la tapa de la cajita y
estaba examinando el interior. Pude ver el pequeño péndulo que accionaba el
interruptor y muchos cables.
—No lo entiendo —dijo—. No hay nada roto.
—Tal vez es la batería —sugerí.
Saqué la linterna y usamos la bombilla para probar la batería. La bombilla
resplandeció.

Página 237
—No lo entiendo —dijo Charlie.
—Empecemos por el principio, Charlie —le sugerí entonces—. Sí que
funcionaba. Nos ha traído las bebidas. Nos ha preparado un par. Es…
—Estaba pensando justamente en eso —dijo Charlie—. Cuando le has
dicho «Es para caerse de culo» y te has inclinado para coger la bebida, ¿qué
ha pasado?
—Un empujón. Me ha tirado de culo, Charlie, literalmente. ¿Cómo he
podido hacerme eso yo mismo? Y fíjate en el pronombre. Le he dicho
«Dispárate tú mismo». Imagínate si le hubiera dicho «Dispárame…».
Un estremecimiento me volvió a recorrer la columna. Charlie parecía
aturdido.
—Pero funcionaba basándose en principios científicos. Hank —dijo—.
No fue sólo un accidente. No pude equivocarme. Quieres decir que… ¡Es
totalmente absurdo!
Yo también estaba pensando lo mismo. Pero de modo distinto.
—Mira, aceptemos que tu aparato creaba un campo que tenía algún efecto
sobre el cerebro, pero supongamos que no entendiste bien la naturaleza del
campo. Supón que lo que hacía era proyectar tus pensamientos. Y estabas
pensando en Yehudi; debías de estar pensando en él, porque en broma lo
llamaste el principio Yehudi, y por lo tanto Yehudi…
—Es absurdo —dijo Charlie.
—Pues dame una explicación mejor.
Se acercó a la cafetera para servirse otra taza.
Y entonces recordé algo y me dirigí a la máquina de escribir. Cogí la
historia, cambiando las hojas de posición de forma que la primera página
quedara encima, y empecé a leer.
—¿Es una buena historia. Hank? —oí que preguntaba Charlie.
—G… g… g… g… g… g… —dije.
Charlie me miró a la cara y cruzó corriendo la habitación para leer por
encima de mi hombro. Le entregué la primera página. El título era «El
principio Yehudi». La historia empezaba así:
«Me estoy volviendo loco.
»Charlie Swann también se está volviendo loco. Tal vez más que yo,
porque el invento fue suyo. Quiero decir que él lo construyó y pensaba que
sabía qué era y cómo funcionaba».
A medida que leía página tras página se las iba pasando a Charlie, y él
también las leía. Sí, era esta historia. La historia que ustedes están leyendo

Página 238
ahora, incluyendo esta misma parte que les estoy contando en este momento.
Escrita antes de que ocurriera la última parte.
Charlie estaba sentado cuando terminó, y yo también.
Me miró y yo lo miré.
Abrió la boca unas cuantas veces y la volvió a cerrar dos veces antes de
poder decir nada.
—Ti… tiempo, Hank —dijo finalmente—. También tiene algo que ver
con el tiempo. Ha escrito por adelantado justo lo que… Hank, la haré
funcionar otra vez. Tengo que hacerlo. Es algo grande. Es…
—Es colosal —dije—. Pero nunca volverá a funcionar. Yehudi ha muerto.
Se ha disparado en la escalera.
—Estás loco —dijo Charlie.
—Todavía no —le dije. Bajé la vista hacia el escrito que me había
devuelto.
—«Me estoy volviendo loco» —leí.
Me estoy volviendo loco.

Página 239
Arena

Carson abrió los ojos y se encontró mirando hacia arriba, a una penumbra
azul que parpadeaba.
Hacía calor; estaba tumbado sobre la arena, y una roca afilada se le
clavaba en la espalda. Se puso de lado, apartándose de la roca, y se incorporó
hasta quedar sentado.
«Estoy loco —pensó—. Loco… o muerto… o algo así».
La arena era azul, de un azul brillante. Y no había nada parecido a la arena
azul en la Tierra ni en ninguno de los planetas.
Arena azul.
Arena azul bajo una bóveda azul que no era el cielo ni una habitación,
pero sí un espacio cerrado… De algún modo supo que era un espacio cerrado
y finito aunque no podía ver su límite superior.
Tomó un puñado de arena con la mano y la dejó correr entre los dedos. Le
hizo cosquillas en la pierna desnuda. ¿Desnuda?
Desnudo. Estaba totalmente desnudo, y con el cuerpo ya perlado de sudor
a causa del enervante calor, cubierto de azul donde la arena lo había tocado.
Pero en las otras zonas su cuerpo era blanco.
«Entonces esta arena es azul de verdad —pensó—. Si pareciera azul a
causa de la luz azul, yo también me vería azul. Pero me veo blanco; por tanto,
la arena es azul. Arena azul. No existe la arena azul. No existe ningún lugar
como el lugar donde estoy».
El sudor le corría por la cara.
Hacía calor, más calor que en el infierno. Sólo que se suponía que el
infierno (al menos, el clásico) tenía que ser rojo y no azul.
Pero si aquel lugar no era el infierno, ¿qué era? Mercurio era el único
planeta en el que hacía un calor comparable, pero aquello no era Mercurio. Y
Mercurio estaba a unos cuatro mil millones de kilómetros de…
Entonces recordó dónde había estado. En un pequeño vehículo de
exploración, un monoplaza, en la órbita de Plutón, en misión de
reconocimiento a un millón y medio de kilómetros del flanco de la Armada
Terrestre, que se encontraba en formación de batalla para interceptar a los
forasteros.

Página 240
Aquel sonido estridente y repentino, que le atacó los nervios, de la sirena
de alarma cuando el explorador enemigo (la nave forastera) quedó al alcance
de sus sensores…
Nadie sabía quiénes eran los forasteros, qué aspecto tenían ni de qué
lejana galaxia venían, aparte de que se podía encontrarse más o menos en
dirección a las Pléyades.
Primero fueron los ataques esporádicos a las colonias y puestos de
avanzada de la Tierra. Batallas aisladas entre patrullas terrestres y pequeños
grupos de naves forasteras; batallas que a veces se ganaban y a veces se
perdían, pero que hasta el momento no habían servido para capturar una nave
enemiga. Tampoco había sobrevivido ningún miembro de una colonia atacada
para describir a los forasteros que habían bajado de las naves, si es que de
veras habían bajado.
Al principio no había parecido una amenaza demasiado seria, porque los
ataques no habían sido muy numerosos ni destructivos. Por separado, las
naves habían resultado ser ligeramente inferiores en armamento a los mejores
cruceros terrestres, aunque algo superiores en velocidad y capacidad de
maniobra. De hecho, la diferencia de velocidad les daba a los forasteros un
margen suficiente para permitirles el lujo de poder decidir entre huir o luchar,
a menos que estuvieran rodeados.
Sin embargo, la Tierra se había preparado para cuando llegaran los
problemas serios, es decir, la guerra total, construyendo la flota más poderosa
de todos los tiempos. La flota había permanecido a la espera durante mucho
tiempo. Pero el enfrentamiento se acercaba.
Los exploradores desplegados a treinta mil millones de kilómetros habían
detectado que se aproximaba una flota poderosa (una flota de guerra total) de
naves forasteras. Los exploradores no regresaron, pero sus mensajes
radiotrónicos sí llegaron a la Tierra. Y la flota terrestre, con sus diez mil
naves y su medio millón de soldados espaciales, estaba allí fuera, en la órbita
de Plutón, preparada para interceptar al enemigo y combatir hasta la muerte.
Sería una batalla equilibrada, a juzgar por los informes de los
destacamentos de vanguardia, que se habían sacrificado para informar antes
de morir respecto al tamaño y la fuerza de la flota enemiga.
Podía ganar cualquiera, y el dominio del Sistema Solar estaba en la
balanza; había que jugarlo a una carta. La última carta, la única, porque la
Tierra y todas sus colonias quedarían a merced de los forasteros si perdían…
Oh, sí. Bob Carson lo recordaba.

Página 241
Aunque todo aquello no explicaba la arena azul ni la bóveda
resplandeciente. Pero sí recordaba la estridencia de la sirena y su salto hacia
el panel de control. Sus movimientos frenéticos al atarse al asiento. El punto
en el visor que iba creciendo.
La sequedad de boca. El terrible conocimiento de que aquello iba en serio.
Al menos para él, aunque el grueso de cada flota estaba aún fuera del alcance
mutuo.
Aquélla iba a ser su primera experiencia de combate. En tres segundos o
menos habría vencido o estaría carbonizado. Muerto.
Tres segundos: eso duraba un combate espacial. Tiempo suficiente para
contar hasta tres, lentamente, y después, el piloto había ganado el combate o
estaba muerto. Un acierto destruía completamente una pequeña nave
exploradora, equipada con armamento y escudos muy ligeros.
Frenéticamente (mientras, de forma inconsciente, sus labios resecos
formaban la palabra «uno»), manipuló los controles para mantener el punto
creciente centrado en las telarañas cruzadas del visor. Las manos se ocupaban
de ello, mientras su pie derecho acariciaba el pedal que dispararía el proyectil.
El proyectil único, un infierno concentrado, con el que tenía que acertar…
Nunca tendría tiempo para hacer un segundo disparo.
—Dos. —Tampoco se enteró de que esta vez lo había dicho en voz alta.
El punto del visor ya no era un punto. A sólo unos pocos miles de kilómetros
aparecía en la lente de aumento del visor como si estuviera a unos centenares
de metros. Era una nave exploradora pequeña, esbelta y rápida,
aproximadamente del mismo tamaño que la suya.
Y era una nave forastera, desde luego.
—Tre… —Su pie tocó el pedal de fuego…
Y la nave forastera viró repentinamente y salió del centro del visor.
Carson accionó frenéticamente los controles para seguirla.
Durante una décima de segundo se escapó del visor por completo.
Después, cuando la proa de su nave enfiló tras ella, la volvió a ver,
dirigiéndose directamente al suelo.
¿Al suelo?
Era algún tipo de ilusión óptica. Tenía que serlo; aquel planeta, o lo que
fuera que de repente cubría completamente el visor, no podía estar allí. Fuera
lo que fuera, no podía estar allí. Era imposible. No había ningún lugar más
cercano que Neptuno, a cinco mil millones de kilómetros… con Plutón al otro
lado del lejano Sol.

Página 242
¡Los sensores! No habían indicado ningún objeto de dimensiones
planetarias, ni siquiera de asteroides. Seguían sin indicar nada.
Así que no podía estar allí, aquella cosa hacia la que se estaba
precipitando y que estaba sólo a unos pocos centenares de kilómetros debajo
de él.
Y en su repentina ansiedad por evitar el choque, se olvidó incluso de la
nave forastera. Conectó los cohetes frontales de frenado, y mientras el súbito
cambio de velocidad lo aplastaba contra las correas del asiento, accionó el
botón que provocaría un giro de emergencia a la derecha. Lo accionó y lo
mantuvo apretado, sabiendo que necesitaría de toda la potencia de la nave
para evitar el choque, y que un giro tan brusco lo dejaría inconsciente un
momento.
Lo dejó inconsciente.
Y eso era todo. Estaba sentado sobre la arena azul caliente,
completamente desnudo, pero por lo demás ileso. No había rastro de su nave,
ni, ya puestos, del espacio. La curvatura que tenía encima no era un cielo,
fuera lo que fuera.
Se puso en pie.
La gravedad parecía algo más alta que la normal en la Tierra. No mucho
más.
La arena azul se extendía en todas direcciones, con unos pocos arbustos
esqueléticos agrupados aquí y allí. Los arbustos también eran azules, pero de
matices variados; algunos eran más claros que el azul de la arena; otros, más
oscuros.
De debajo del arbusto más cercano salió una cosa diminuta parecida a un
lagarto, aunque tenía más de cuatro patas. También era azul. Azul brillante.
Lo vio y volvió a esconderse bajo el arbusto.
Levantó la vista de nuevo, tratando de decidir qué tenía encima. No era
exactamente un techo, pero tenía forma de bóveda. Resplandecía, y era difícil
mirarlo. Pero, definitivamente, se curvaba en dirección al suelo, a la arena
azul, a todo su alrededor.
No estaba lejos de encontrarse bajo el centro de la bóveda. Supuso que
estaba a unos cien metros del muro más cercano, si era un muro. Era como si
un hemisferio enorme de algo, de unos doscientos cincuenta metros de
circunferencia, estuviera invertido sobre la extensión plana de arena.
Y todo era azul, excepto un objeto. Cerca de un muro lejano había algo
rojo. Más o menos esférico, parecía medir un metro de diámetro. Estaba

Página 243
demasiado lejos para que pudiera verlo claramente a través del azul
resplandeciente. Pero, inexplicablemente, se estremeció.
Se limpió el sudor de la frente, o lo intentó, con el dorso de la mano.
¿Era un sueño o una pesadilla? ¿El calor, la arena y el vago sentimiento de
horror que experimentaba cuando miraba hacia la cosa roja?
¿Un sueño? No, nadie se queda dormido y empieza a soñar en mitad de
una batalla espacial.
¿La muerte? No, en absoluto. Si había otra vida, no podía ser una cosa
absurda como aquélla, una cosa de calor azul, arena azul y terror rojo.
Entonces oyó la voz.
La oyó en su cabeza, no con los oídos. No procedía de ninguna parte, o tal
vez de todas partes.
—He vagado por múltiples espacios y dimensiones —dijo la voz en su
cabeza—, y en este espacio y en este tiempo me encuentro con dos especies
dispuestas a librar una contienda que exterminaría a una y debilitaría a la
otra hasta el punto de hacerla retroceder, impidiéndole cumplir su destino y
forzándola a decaer y volver al polvo insensible del que surgió. Y yo digo que
esto no debe ocurrir.
—¿Qué… quién eres tú? —Carson no lo dijo en voz alta, sino que la
pregunta se formó en su cerebro.
—No conseguirías entenderlo. Soy… —La voz hizo una pausa como si
buscara, en el cerebro de Carson, una palabra que no estaba allí, una palabra
que él no conocía—. Soy el fin de la evolución de una especie tan antigua que
su tiempo no puede medirse empleando palabras que tengan sentido en tu
mente. Una especie fundida en una sola entidad, eterna…
»Una entidad como la que podría llegar a ser tu primitiva especie… —La
voz volvió a hacer una pausa para buscar la palabra adecuada— dentro de un
tiempo. También podría conseguirlo la especie que, en tu mente, llamas los
forasteros. Así que he decidido intervenir en la batalla que se avecina, la
batalla entre dos flotas tan equilibradas que sólo puede acabar con la
destrucción de las dos especies. Una debe sobrevivir. Una debe progresar y
evolucionar.
—¿Una? —pensó Carson—. ¿La mía, o…?
—Está en mi poder detener la guerra y mandar a los forasteros de
regreso a su galaxia. Pero regresarían, o vuestra especie llegaría hasta allí
tarde o temprano. Sólo permaneciendo en este espacio y en este tiempo para
intervenir constantemente podría impedir que os destruyerais unos a otros, y
no puedo quedarme.

Página 244
»Por lo tanto, voy a intervenir ahora. Destruiré una flota por completo,
sin pérdida alguna para la otra. Así sobrevivirá una civilización.
Una pesadilla. Aquello tenía que ser una pesadilla, pensó Carson. Pero
sabía que no lo era.
Era demasiado absurdo, demasiado imposible, para no ser real.
No se atrevía a formular la pregunta: «¿Cuál?». Pero sus pensamientos la
formularon por él.
—Sobrevivirá el más fuerte —dijo la voz—. No puedo ni quiero cambiar
eso. Sólo intervendré para hacer que sea una victoria completa, y no… —de
nuevo buscando palabras— una victoria pírrica para una especie destrozada.
»De los flancos de la batalla que iba a comenzar, he escogido a dos
individuos, tú y un forastero. Veo en tu mente que en vuestra historia
temprana de nacionalismos, las batallas entre campeones para dirimir
cuestiones entre dos grupos no son algo desconocido.
»Tú y tu contrincante estaréis aquí, enfrentados el uno al otro, desnudos y
desarmados, bajo condiciones igualmente desconocidas para ambos, e
igualmente desagradables para los dos. No hay límite de tiempo, porque aquí
no existe el tiempo. El superviviente será el campeón de su especie, y esa
especie sobrevivirá.
—Pero… —la protesta de Carson era demasiado inarticulada para
expresarla, pero la voz le respondió.
—Es justo. Las condiciones son tales que el mero accidente de la fuerza
física no determinará el resultado. Hay una barrera. Ya lo entenderás. La
inteligencia y el valor serán más importantes que la fuerza. Muy
especialmente el valor, que es la voluntad de sobrevivir.
—Pero mientras esto dure, las flotas se…
—No. Estás en otro espacio y otro tiempo. Mientras estás aquí, el tiempo
se ha detenido en el universo que conoces. Veo que te preguntas si este sitio
es real. Lo es y no lo es, del mismo modo que yo, para tu limitado
entendimiento, soy y no soy real. Mi existencia es mental y no física. Tú me
viste como un planeta; podía haber sido una mota de polvo o un sol.
»Pero para ti este lugar es real ahora. Lo que sufras aquí será real.
Y si mueres aquí, tu muerte será real. Si mueres, tu fracaso será el fin de
tu especie. Esto es todo lo que debes saber.
Y la voz dejó de oírse.
De nuevo estaba solo, pero no lo estaba. Porque cuando levantó la vista,
vio que la cosa roja, la esfera roja de horror que supo entonces que era el
forastero, se acercaba rodando hacia él.

Página 245
Rodando.
Parecía no tener piernas ni brazos que él pudiera ver. Ningún rasgo.
Rodaba por la arena azul con la rapidez fluida de una gota de mercurio.
Y por delante de él, de alguna forma que no podía entender, le llegaba una
ola paralizante de un odio nauseabundo, vomitivo, terrorífico.
Carson miró a su alrededor frenéticamente. Una piedra, que yacía en la
arena a poca distancia, era lo más parecido a un arma. No era grande, pero los
bordes estaban afilados, como una lámina de sílex, parecía sílex azul.
La levantó y se puso en cuclillas, esperando el ataque. Llegaba deprisa,
más deprisa de lo que él podía correr.
No tenía tiempo para pensar cómo luchar contra ella. ¿Cómo planear un
combate contra una criatura cuya fuerza, características y forma de lucha le
eran desconocidas? Rodando tan deprisa, se parecía más que nunca a una
esfera perfecta.
Diez metros. Cinco. Y entonces se detuvo.
Mejor dicho, fue detenida. Bruscamente, un costado se le aplanó como si
hubiera chocado contra un muro invisible. En realidad, rebotó hacia atrás.
Luego rodó de nuevo hacia delante, pero más lenta y cuidadosamente. Se
detuvo otra vez en el mismo lugar. Lo volvió a intentar, a unos metros de
distancia.
Había algún tipo de barrera. Entonces volvió a la mente de Carson el
pensamiento proyectado en su mente por la Entidad que lo había llevado hasta
allí: «El mero accidente de la fuerza física no determinará el resultado. Hay
una barrera».
Un campo de fuerza, por supuesto. No el campo netziano, conocido por la
ciencia terrestre, porque los campos netzianos brillaban y emitían una especie
de crujido. Aquél era invisible y silencioso.
Era una barrera que corría de lado a lado del hemisferio invertido; Carson
no necesitaba comprobarlo. El Rodador estaba haciendo eso; rodaba de lado a
lo largo de la barrera, buscando una brecha que no existía.
Carson avanzó media docena de pasos, con la mano izquierda extendida
ante él, hasta que su mano tocó la barrera. Era lisa, flexible, más parecida a
una lámina de goma que a un cristal. Cálida al tacto, pero no más que la arena
bajo sus pies. Y era totalmente invisible, incluso de cerca.
Dejó caer la piedra y empujó la barrera con las dos manos. Pareció ceder,
aunque muy poco. Pero nada más, incluso cuando la empujó con todo su
peso. Parecía una lámina de goma protegida con acero. Elasticidad limitada y
después una fuerza muy firme.

Página 246
Se puso de puntillas y estiró el brazo todo lo que pudo, pero la barrera
seguía allí.
Vio que el Rodador regresaba, después de haber alcanzado un extremo de
la arena. La sensación de náusea volvió a golpear a Carson, que se apartó de
la barrera cuando pasó el Rodador. No se detuvo.
Pero ¿se terminaba la barrera a nivel del suelo? Carson se arrodilló y
escarbó en la arena. Era suave, ligera y fácil de apartar. A cincuenta
centímetros de profundidad, la barrera seguía allí.
El Rodador regresaba. Obviamente, no había encontrado paso en ninguno
de los dos lados.
Tenía que haber una brecha, pensó Carson. Algún modo de que pudieran
acercarse el uno al otro, o de lo contrario aquel duelo sería absurdo.
Pero no había prisa en encontrarlo. Había algo que quería probar antes. El
Rodador había vuelto y se había detenido al otro lado de la barrera, a sólo dos
metros de distancia. Parecía estar estudiándolo, aunque Carson no pudo
encontrar ninguna evidencia externa de órganos sensoriales en la criatura.
Nada parecido a ojos ni orejas, ni siquiera una boca. Descubrió en cambio que
tenía una serie de agujeros, tal vez una docena, y de pronto vio que salían dos
tentáculos de sendos agujeros y se hundían en la arena como para comprobar
su consistencia. Los tentáculos medían unos dos centímetros y medio de
diámetro y quizás unos cincuenta de largo.
Pero los tentáculos podían retraerse a los agujeros y quedarse allí hasta
que se usaran. Se retraían cuando la criatura rodaba, y no parecían tener nada
que ver con su medio de locomoción. Por lo que Carson pudo deducir, el
movimiento se conseguía cambiando de alguna manera el centro de gravedad,
aunque no podía imaginar cómo.
Se estremeció al mirarla. Era extraña, completamente extraña,
horriblemente distinta de todo lo terrestre y de cualquier forma de vida
hallada en los otros planetas solares. Instintivamente, sin saber cómo, supo
que su mente era tan extraña como su cuerpo.
Pero tenía que intentarlo. Si la criatura no tenía poderes telepáticos, el
intento estaba condenado al fracaso de antemano, pero Carson pensaba que sí
los tenía. Era innegable que se había producido una proyección de algo no
físico hacía un rato, cuando la criatura se dirigía a él. Una ola de odio casi
tangible.
Si podía proyectar aquello, tal vez también podría leer su mente, al menos
lo bastante para su propósito.

Página 247
Deliberadamente, Carson levantó la piedra que había sido su única arma y
la volvió a dejar caer en gesto de abandono; luego alzó las manos vacías, con
las palmas hacia afuera, delante de él.
Habló en voz alta, sabiendo que, aunque las palabras no tuvieran ningún
sentido para la criatura, el hecho de pronunciarlas lo ayudaría a concentrar sus
pensamientos en el mensaje de forma más completa.
—¿No puede haber paz entre nosotros? —dijo, y su voz sonó extraña en
el completo silencio—. La Entidad que nos trajo aquí nos ha dicho que
ocurrirá si nuestras especies se enfrentan: extinción de una y debilitamiento y
retroceso de la otra. La batalla, según ha dicho la Entidad, depende de lo que
hagamos aquí. ¿Por qué no podemos acordar una paz eterna, que vuestra
especie se quede en su galaxia y nosotros en la nuestra?
Carson dejó la mente en blanco para recibir una réplica.
La respuesta llegó, y le hizo tambalearse físicamente. De hecho,
retrocedió varios pasos de puro horror ante la profundidad y la intensidad del
odio y el deseo de matar presentes en las imágenes rojas que se proyectaron
hacia él. No como palabras articuladas (así había percibido los pensamientos
de la Entidad), sino como una ola tras otra de furiosa emoción.
Durante un momento que pareció una eternidad, tuvo que luchar contra el
impacto mental de aquel odio, luchar para librarse de él y apartar los
pensamientos extraños a los que había permitido entrar al dejar en blanco la
mente. Tenía ganas de vomitar.
Lentamente, su mente se aclaró igual que, lentamente, la mente de un
hombre que despierta de una pesadilla aparta el tejido de miedo que fabricó el
sueño. Respiraba con dificultad y se sentía más débil, pero podía pensar.
Estudió al Rodador. Había permanecido inmóvil durante el duelo mental
que casi había ganado. Se desplazó un poco hacia un lado, hacia el más
cercano de los arbustos azules. Tres tentáculos salieron de los agujeros y
empezaron a investigar el arbusto.
—Bien —dijo Carson—. Así que es la guerra. —Y consiguió esbozar una
sonrisa amarga—. Si he entendido bien tu respuesta, la paz no te atrae nada.
—Y como, al fin y al cabo, era un chico joven y no podía resistir el impulso
de ser dramático, añadió—: ¡A muerte!
Pero su voz, en aquel completo silencio, sonó muy tonta, incluso para sí
mismo. Y se dio cuenta de que en verdad aquello era a vida o muerte. No sólo
su muerte o la de la cosa esférica y roja que ya llamaba el Rodador, sino la
muerte de toda la especie de uno o el otro. El fin de la especie humana, si
fracasaba.

Página 248
De repente, se sintió muy humilde y muy asustado de pensarlo. Más que
de pensarlo, de saberlo. De algún modo, con un conocimiento que estaba
incluso por encima de la fe, sabía que la Entidad que había organizado aquel
duelo había dicho la verdad respecto a sus intenciones y poderes. No estaba
bromeando.
El futuro de la humanidad dependía de él. Ese conocimiento era terrible, y
dejó de pensar en él. Tenía que concentrarse en la situación que lo ocupaba.
Tenía que haber algún modo de cruzar la barrera, o de matar a través de la
barrera.
¿Mentalmente? Esperaba que eso no fuera todo, porque obviamente el
Rodador tenía poderes telepáticos más fuertes que los de la especie humana,
tan primitivos y sin desarrollar. ¿O no era así?
Él había logrado apartar los pensamientos del Rodador de su mente.
¿Podría el Rodador apartar los suyos? Si su capacidad de proyección era
mayor, ¿no podía ser que su mecanismo de recepción lo volviera más
vulnerable?
Lo miró y se esforzó en concentrar y dirigir todos sus pensamientos hacia
él.
«Muere —pensó—. Vas a morir. Estás muriendo. Estás…».
Intentó variaciones sobre aquellas frases, e imágenes mentales. El sudor le
corría por la frente, y se dio cuenta de que temblaba por la intensidad del
esfuerzo. Pero el Rodador continuaba investigando el arbusto, tan
completamente ajeno a todo como si Carson hubiera estado recitando la tabla
de multiplicar.
De acuerdo, aquello no servía.
Se sentía algo débil y mareado por el calor y su intenso esfuerzo de
concentración. Se sentó en la arena azul para descansar y dedicó toda su
atención a observar y estudiar al Rodador. Estudiándolo con detalle, quizás
podría valorar su fuerza, detectar sus debilidades y descubrir cosas que le
resultaran útiles en el momento de enfrentarse, si es que eso llegaba a ocurrir.
Estaba rompiendo ramas. Carson lo observaba atentamente, intentando
juzgar hasta qué punto se esforzaba para hacerlo. Más tarde, pensó, podría
buscar un arbusto similar en su lado, ponerse a romper ramas de igual grosor
y obtener una comparación de la fuerza física entre sus brazos y manos y
aquellos tentáculos.
Las ramas se rompían con dificultad; vio que el Rodador tenía que
esforzarse con cada una. Se dio cuenta de que cada tentáculo se bifurcaba en
el extremo en dos dedos, y todos terminaban en una uña o garra. Las garras no

Página 249
parecían demasiado largas ni peligrosas. No más que sus uñas, si se las dejara
crecer un poco.
No, en general no parecía demasiado difícil de manejar físicamente. A
menos que, por supuesto, aquel arbusto estuviera hecho de una materia muy
dura. Carson miró a su alrededor y, sí, cerca tenía otro arbusto de tipo casi
idéntico.
Alargó la mano y rompió una rama. Era quebradiza y fácil de romper. Por
supuesto, el Rodador podía haber fingido adrede, pero no lo creía.
Por otra parte, ¿cuál era su punto débil? ¿Cómo podía intentar matarlo, si
tenía la oportunidad? Se puso a estudiarlo de nuevo. La piel parecía muy dura.
Necesitaría algún tipo de amia afilada. Volvió a coger la piedra. Medía unos
doce centímetros de largo, era estrecha y bastante afilada en un extremo. Si se
cortaba como el sílex, podría fabricarse un cuchillo resistente con ella.
El Rodador continuaba investigando los arbustos. Volvió a rodar, hacia el
arbusto de otro tipo que tenía más cerca. Un pequeño lagarto azul, con
muchas patas, igual que el que Carson había visto en su lado de la barrera,
salió disparado de debajo del arbusto.
Un tentáculo del Rodador se proyectó y lo atrapó, recogiéndolo. Otro
tentáculo se acercó y empezó a arrancarle las patas, tan fría y tranquilamente
como había arrancado las ramas del arbusto. La criatura se debatió
frenéticamente y emitió un chillido agudo que fue el primer sonido que
Carson oyó allí, aparte de su propia voz.
Carson se estremeció y quiso apartar la vista. Pero se obligó a seguir
mirando; todo lo que pudiera descubrir sobre su oponente podía resultarle
valioso. Incluso el conocimiento de su crueldad innecesaria. En particular,
pensó con un repentino y salvaje acceso de furia, el conocimiento de su
crueldad innecesaria. Haría que matar a aquella cosa le resultara un placer,
cuando llegara la oportunidad, si llegaba.
Por el mismo motivo se preparó para observar el descuartizamiento del
lagarto.
Pero se alegró cuando, con la mitad de las patas cortadas, el lagarto dejó
de chillar y debatirse y se quedó quieto y muerto en los tentáculos del
Rodador.
No continuó con el resto de las patas. Arrojó al lagarto muerto con
desprecio, en dirección a Carson. Trazó un arco en el aire que los separaba y
aterrizó a sus pies.
¡Había cruzado la barrera! ¡La barrera ya no estaba allí!

Página 250
Carson se puso en pie de un salto, con el cuchillo aferrado fuertemente en
la mano, y se adelantó. ¡Iba a solucionar aquello allí y entonces! Si no había
barrera…
Pero sí que la había. Lo descubrió por las malas, chocando de cabeza
contra ella y quedando casi sin sentido. Rebotó hacia atrás y cayó.
Y mientras se incorporaba, sacudiendo la cabeza para aclarársela vio algo
que venía por el aire hacia él; y, para esquivarlo, volvió a tirarse al suelo
sobre la arena y rodó hacia un lado. Pudo apartar el cuerpo, pero sintió un
dolor repentino y agudo en la pantorrilla de la pierna izquierda.
Rodó hacia atrás, sin hacer caso del dolor, y se puso de pie. Vio que lo
que lo había golpeado era una piedra. Y el Rodador estaba cogiendo otra; la
balanceó hacia atrás sosteniéndola entre dos tentáculos, dispuesto a lanzar de
nuevo.
La piedra cruzó el aire en dirección a él, pero pudo esquivarla fácilmente.
Al parecer, el Rodador podía tirar bien pero no muy fuerte, ni lejos. La
primera piedra sólo le había acertado porque estaba sentado y no la había
visto llegar hasta tenerla casi encima.
Mientras se apartaba del segundo y torpe lanzamiento, Carson echó atrás
el brazo derecho y lanzó la piedra que seguía en la mano. Pensó con repentina
euforia que si los proyectiles podían cruzar la barrera, a aquel juego podían
jugar dos. Y el brazo derecho de un terrestre…
No podía fallar un tiro contra una esfera de unos noventa centímetros a
una distancia de cuatro metros, y no falló. La piedra voló directa al blanco
con una velocidad varias veces superior a la de los proyectiles lanzados por el
Rodador. Lo golpeó en el centro, pero desgraciadamente con la parte plana y
no con el extremo.
Pero impactó con un golpe resonante, y obviamente causó daño. El
Rodador había estado buscando otra piedra, pero cambió de opinión y se alejó
de allí. Cuando Carson recogió y lanzó otra roca, el Rodador ya estaba a
cuarenta metros de la barrera, y seguía alejándose.
Su segundo lanzamiento falló por unas decenas de centímetros, y el
tercero hizo corto. El Rodador estaba fuera de su alcance… al menos fuera
del alcance de un proyectil lo bastante pesado para dañarlo.
Carson sonrió. Había ganado aquel asalto. Pero…
Dejó de sonreír cuando se inclinó para examinarse la pantorrilla. El borde
afilado de la piedra le había hecho un corte bastante profundo y de varios
centímetros de largo. Sangraba bastante, pero no creía que hubiera penetrado

Página 251
lo suficiente para dañar una arteria. Si dejaba de sangrar por sí sola, muy bien.
Si no, tendría problemas.
Pero tenía que descubrir algo, y eso tenía prioridad sobre la herida; la
naturaleza de la barrera.
Se acercó a ella de nuevo, aquella vez palpando con las manos ante él. La
encontró; entonces, manteniendo una mano contra ella, le lanzó un puñado de
arena con la otra. La arena pasó al otro lado. Su mano, no.
¿Materia orgánica contra materia inorgánica? No, porque el lagarto puerto
había pasado, y un lagarto, vivo o muerto, desde luego era orgánico. ¿Vida
vegetal? Arrancó una rama y pinchó con ella la barrera. La rama pasó, sin
resistencia, pero cuando sus dedos, que sostenían la rama, llegaron a la
barrera, fueron detenidos.
Él no podía atravesarla, ni tampoco el Rodador. Pero las piedras, la arena
y un lagarto muerto…
¿Y un lagarto vivo? Se puso a buscar debajo de los arbustos hasta que
encontró uno y lo atrapó. Lo lanzó gentilmente contra la barrera; rebotó y se
escabulló por la arena azul.
Aquello le daba la respuesta, por lo que podía determinar hasta el
momento. La barrera impedía el paso a las cosas vivas. La materia muerta o
inorgánica podía atravesarla.
Con aquella cuestión resuelta, Carson se volvió a mirar la pierna herida.
La hemorragia disminuía, lo que significaba que no tendría que preocuparse
por hacer un torniquete. Pero debía encontrar un poco de agua, si era posible,
para limpiar la herida.
Agua… Pensar en ella le hizo darse cuenta de que tenía una sed horrible.
Tendría que encontrar agua, por si aquel combate se prolongaba mucho
tiempo.
Cojeando ligeramente, empezó a hacer un recorrido completo de su mitad
de la arena. Guiándose con una mano a lo largo de la barrera, caminó hacia la
derecha hasta que llegó a la pared curva lateral. Era visible, de color gris
azulado vista de cerca, y su superficie tenía la misma consistencia que la
barrera central.
Practicó tirándole un puñado de arena, y cuando la arena alcanzó el muro,
lo atravesó y desapareció. La bóveda semiesférica también era un campo de
fuerza. Pero, a diferencia de la barrera, era opaco.
Lo siguió hasta que hubo vuelto a la barrera y caminó a lo largo de ella
hasta alcanzar el punto de partida.
Ni rastro de agua.

Página 252
Preocupado, empezó a caminar en zigzag adelante y atrás entre la barrera
y el muro, cubriendo por completo todo el espacio intermedio.
Nada de agua. Arena azul, arbustos azules y calor intolerable. Nada más.
Furioso, se dijo a sí mismo que debía de ser su imaginación la que lo
hacía sufrir tanto por la sed. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Por supuesto, nada
en absoluto, según su referencia de espaciotiempo. La Entidad le había dicho
que el tiempo se había detenido en el exterior, mientras él estaba allí. Pero sus
procesos corporales funcionaban igualmente. Y según su cuerpo, ¿cuánto
tiempo llevaba allí? Tres o cuatro horas, quizás. Ciertamente, no lo bastante
como para sufrir seriamente por culpa de la sed.
Pero estaba sufriendo; sentía la garganta reseca y abrasada.
Probablemente la causa era el intenso calor. ¡Hacía calor! Cincuenta y cuatro
grados, aproximadamente. Un calor seco, sin el alivio del menor movimiento
de aire.
Cojeaba bastante más y se sentía totalmente acabado cuando terminó con
la fútil exploración de su dominio.
Miró al Rodador, inmóvil, y deseó que lo estuviera pasando tan mal como
él. Y era muy posible que tampoco estuviera disfrutando mucho de aquello.
La Entidad había dicho que las condiciones allí eran igualmente desconocidas
e igualmente incómodas para los dos. Tal vez el Rodador procediera de un
planeta donde lo normal era un calor de cien grados. Tal vez se estuviera
congelando mientras él se asaba.
Tal vez el aire fuera demasiado denso para el Rodador, igual que era
demasiado poco denso para él. Porque el esfuerzo de las exploraciones lo
había dejado extenuado. Se dio cuenta de que la atmósfera de aquel lugar no
era mucho más densa que la de Marte.
Y nada de agua.
Lo cual establecía un plazo, al menos para él. A no ser que pudiera
encontrar la manera de cruzar la barrera o de matar a su enemigo desde su
lado, la sed acabaría matándolo.
Eso le produjo una sensación de urgencia desesperada. Tenía que
apresurarse.
Pero se obligó a sentarse un momento para pensar.
¿Qué se podía hacer? Nada, y a la vez muchas cosas. Las diversas
variedades de arbustos, por ejemplo. No parecían prometedores, pero iba a
tener que examinarlos buscando posibilidades. Y la pierna… tendría que
hacer algo, aun sin agua para limpiarla. Reunir municiones en forma de
piedras. Encontrar una piedra con la que fabricar un buen cuchillo.

Página 253
La pierna ya le dolía bastante, y decidió que eso era lo primero. Una de las
clases de arbusto tenía hojas, o cosas parecidas a las hojas. Arrancó un
puñado y, después de examinarlas, decidió arriesgarse con ellas. Las utilizó
para limpiar la arena, el polvo y la sangre reseca; después, se hizo una
compresa con hojas frescas y la ató sobre la herida con brotes del mismo
arbusto.
Los brotes resultaron ser inesperadamente resistentes y fuertes. Eran
delgados, suaves y flexibles, pero no podía romperlos en absoluto. Tuvo que
arrancarlos del arbusto serrándolos con el extremo afilado de un trozo de sílex
azul. Algunos de los más gruesos superaban los treinta centímetros, y archivó
en su memoria, para futuras referencias, el hecho de que unos cuantos de
ellos, trenzados, podrían servirle para hacer una cuerda. Tal vez encontrara
alguna utilidad para una cuerda.
A continuación, se fabricó un cuchillo. El sílex azul se partía. Se hizo un
arma tosca pero letal con una astilla de treinta centímetros de largo, y con los
brotes del arbusto se fabricó un cinturón que podía usar para guardar el
cuchillo de sílex, y así llevarlo consigo todo el tiempo y tener las manos
libres.
Siguió estudiando los arbustos. Había tres tipos más. Uno no tenía hojas,
era seco, quebradizo, bastante parecido a una planta rodadora reseca. Otro era
de una madera suave y frágil, casi como yesca. Por su aspecto y su tacto,
parecía capaz proporcionar una leña excelente para una hoguera. El tercer tipo
era el más parecido a la madera. Tenía hojas frágiles, que se marchitaban al
tocarlas, pero los tallos, aunque cortos, eran rectos y fuertes.
El calor era horrible, insoportable.
Cojeó hasta la barrera y la palpó para asegurarse de que aún estaba allí. Lo
estaba.
Se quedó observando un rato al Rodador. Se mantenía a distancia
prudencial de la barrera, fuera del alcance de las piedras. Se movía a lo lejos,
haciendo algo. No podía ver qué hacía.
En un momento dado dejó de moverse y pareció concentrar su atención en
él. De nuevo Carson tuvo que luchar contra una oleada de náusea. Le tiró una
piedra; el Rodador se alejó y regresó a lo que hubiera estado haciendo antes.
Al menos podía mantenerlo a distancia.
Aunque, pensó amargamente, eso no le servía de mucho. De todos modos,
empleó la siguiente hora (o dos) reuniendo piedras del tamaño apropiado para
lanzarlas, y haciendo varios montones con ellas cerca de su lado de la barrera.

Página 254
La garganta le ardía. Le resultaba difícil pensar en cualquier cosa que no
fuera agua.
Pero tenía que pensar en otras cosas. En cómo cruzar la barrera, por
debajo o por encima, cómo llegar hasta la esfera y cómo matarla antes de que
aquel lugar de calor y sed acabara con él.
La barrera llegaba hasta el muro, a cada lado, pero ¿cómo era de alta? Y
¿hasta dónde llegaba por debajo de la arena?
Durante un momento, la mente de Carson estuvo demasiado aturdida para
pensar en cómo podía descubrir aquellas cosas. Perezosamente, sentado en la
arena caliente (y no recordaba haberse sentado) observó cómo un lagarto azul
se arrastraba desde su escondite en un arbusto hasta otro.
Desde el segundo arbusto, lo miró. Carson sonrió. Tal vez estaba ya como
ebrio, porque recordó de repente el viejo chiste de los colonos del desierto de
Marte, sacado de un chiste más viejo aún sobre los desiertos de la Tierra: «Y
pronto te sientes tan solo que te encuentras hablando con los lagartos; y poco
después de eso, los lagartos empiezan a hablarte a ti…».
Claro que tendría que haber estado concentrado en cómo matar al
Rodador, pero en lugar de eso sonrió al lagarto.
—Hola —le dijo.
El lagarto dio unos cuantos pasos hacia él.
—Hola —contestó.
Carson se quedó estupefacto un momento, luego inclinó la cabeza y se
echó a reír. Y no le dolió la garganta al hacerlo; sería que tampoco tenía tanta
sed.
¿Y por qué no? ¿Por qué la Entidad que lo había llevado a aquel sitio de
pesadilla no iba a tener sentido del humor, junto con sus demás poderes?
Lagartos parlantes, equipados para contestar en su mismo idioma, si él les
hablaba… un toque gracioso.
—Ven aquí conmigo —dijo al lagarto sonriéndole.
Pero el lagarto se volvió y huyó, escurriéndose de arbusto en arbusto hasta
perderse de vista.
Volvía a tener sed.
Y tenía que hacer algo. No iba a ganar el combate quedándose allí
sentado, sudando y compadeciéndose de sí mismo. Tenía que hacer algo. Pero
¿qué?
Atravesar la barrera. Pero no podía pasar a través de ella, ni por encima.
Aunque… ¿estaba seguro de que no podía pasar por debajo? Y, bien pensado,
¿acaso no se podía encontrar agua excavando? Dos pájaros de un tiro…

Página 255
Dolorosamente, Carson cojeó hasta la barrera y empezó a cavar, sacando
arena a manos llenas cada vez. Era un trabajo duro y lento, porque la arena
volvía a deslizarse por los bordes y, cuanto más hondo cavaba, mayor tenía
que ser el diámetro del agujero. No supo cuántas horas tardó, pero llegó al
lecho de roca a poco más de un metro de profundidad. Era roca seca; ni rastro
de agua.
Y el campo de fuerza de la barrera se hundía hasta la roca. Ni agua, ni
nada de nada.
Salió del agujero y se quedó tendido, jadeando; luego levantó la cabeza
para averiguar qué estaba haciendo el Rodador. Seguro que hacía algo.
Así era. Estaba haciendo algo con madera de los arbustos, atándola con
brotes. Una especie de estructura de aproximadamente un metro de alto y más
o menos cuadrada. Para verla mejor, Carson subió al montón de arena que
había sacado del agujero, y se quedó mirándola.
Había dos palancas en la parte trasera, una de ellas con un artilugio en
forma de taza en un extremo. Carson pensó que parecía una especie de
catapulta.
Y, efectivamente, el Rodador estaba poniendo una piedra de buen tamaño
en la estructura en forma de taza. Uno de los tentáculos movió la otra palanca
arriba y abajo durante un ralo; después giró ligeramente la máquina como
para apuntar mejor, y la palanca con la piedra voló hacia arriba y hacia
delante.
La piedra pasó a varios metros por encima de la cabeza de Carson, tan
lejos que no tuvo ni que agacharse, pero cuando valoró la distancia que había
recorrido silbó suavemente. Él no podría lanzar una piedra de ese tamaño a
más de la mitad de esa distancia. Y no se pondría fuera del alcance de la
máquina ni retirándose al fondo de su dominio, si el Rodador la empujaba
hasta la barrera.
Otra piedra le pasó volando por encima. Aquella vez ya no pasó tan lejos.
Carson decidió que aquel artefacto podía ser peligroso. Tendría que hacer
algo.
Moviéndose de lado a lado a lo largo de la barrera, para que la catapulta
no pudiera acorralarlo, lanzó una docena de piedras contra la catapulta. Pero
vio que no le serviría de nada. Las piedras tenían que ser livianas, o no podía
arrojarlas tan lejos. Si acertaba a la catapulta, las piedras rebotaban sin
causarle daños. Y, a esa distancia, el Rodador no tenía ninguna dificultad para
esquivar las que iban hacia él.

Página 256
Además, el brazo se le estaba cansando. Le dolía todo el cuerpo de
agotamiento. Si sólo hubiera podido descansar un rato sin tener que esquivar
piedras que le llegaban desde la catapulta a intervalos regulares de quizá
treinta segundos…
Retrocedió hacia la retaguardia de la arena. Entonces se dio cuenta de que
eso tampoco servía de mucho. Las piedras también llegaban hasta allí detrás,
sólo que transcurrían intervalos más largos entre ellas, como si se tardara más
tiempo en preparar el mecanismo de la catapulta, cualquiera que fuese.
Agotado, volvió a la barrera. Se cayó varias veces y apenas pudo ponerse
en pie para continuar. Sabía que estaba acercándose al límite de su resistencia.
Pero no se atrevía a dejar de moverse, a no ser que pudiera detener la
catapulta. Si se quedaba dormido, no despertaría nunca.
Una de las piedras le dio algo parecido a una idea. La piedra cayó sobre
uno de los montones de rocas que había preparado junto a la barrera para usar
como munición, y saltaron chispas.
Chispas. Fuego. Los hombres primitivos hacían fuego haciendo saltar
chispas, y si empleaba algunos arbustos quebradizos como leña…
Por suerte, tema un arbusto de ese tipo cerca de él. Lo arrancó, lo llevó
junto a la pila de piedras, y golpeó una piedra contra otra con paciencia hasta
que una chispa tocó la madera del arbusto, que parecía yesca. Estalló en
llamas tan deprisa que se le chamuscaron las cejas, y la madera quedó
convertida en cenizas en pocos segundos.
Pero ya tenía la idea, y al cabo de un momento había encendido una
pequeña hoguera al abrigo del montón de arena que había hecho cavando el
agujero una o dos horas antes. Lo inició con los arbustos de yesca, y los otros
arbustos, que también ardían, pero más lentamente, lo mantuvieron
encendido.
Los brotes, duros y parecidos a cables, no ardían fácilmente; eso hacía que
las bombas de fuego resultaran fáciles de fabricar y lanzar. Consistían en un
pequeño haz de leña atado a una piedra pequeña para darle peso, y colgado de
un brote para poderlo balancear.
Fabricó media docena antes de encender y lanzar la primera. Falló, y el
Rodador inició una retirada precipitada, arrastrando la catapulta con él. Pero
Carson tenía las demás bombas preparadas y las lanzó en rápida sucesión. La
cuarta impactó en la estructura de la catapulta. El Rodador intentó
desesperadamente apagar las crecientes llamas arrojando arena, pero sus
tentáculos sólo eran capaces de coger un puñadito cada vez y sus esfuerzos
fueron inútiles. La catapulta ardió.

Página 257
El Rodador se puso a salvo del fuego y pareció concentrarse en Carson,
que de nuevo sintió aquella oleada de odio y náusea. Pero más débilmente; o
el Rodador también se estaba debilitando, o Carson había aprendido a
protegerse del ataque mental.
Le hizo una mueca burlona y lo obligó a ponerse de nuevo a salvo
tirándole una piedra. El Rodador volvió a su retaguardia y comenzó a reunir
arbustos. Probablemente iba a construir otra catapulta.
Carson comprobó por enésima vez que la barrera seguía funcionando, y
de repente se encontró sentado en la arena junto a ella porque estaba
demasiado débil para sostenerse en pie.
La pierna le latía con fuerza y la tortura de la sed era cada vez más
intensa. Pero esos problemas palidecían al lado del completo agotamiento
físico que atenazaba todo su cuerpo.
Y el calor.
Pensó que el infierno debía de ser así. El infierno en el que creían los
antiguos. Luchó por permanecer despierto, pero permanecer despierto le
parecía inútil, porque no había nada que pudiera hacer. Nada, mientras la
barrera siguiera impenetrable y el Rodador permaneciera fuera de su alcance.
Pero tenía que haber algo. Trató de recordar cosas que hubiera leído en
libros de arqueología sobre los métodos de lucha empleados en los tiempos
anteriores al metal y el plástico. El proyectil de piedra había sido una de las
primeras armas, pensó. Bueno, eso ya lo tenía.
La única mejora respecto al proyectil sería una catapulta, como la que
había construido el Rodador. Pero él nunca conseguiría hacer una, con los
pequeños trozos de madera que podía sacar de los arbustos; no había ni un
trozo más largo de treinta centímetros. Tal vez pudiera diseñar un mecanismo,
pero no le quedaban fuerzas para una tarea que le llevaría días.
¿Días? Pero el Rodador había construido una. ¿Acaso ya llevaban días
allí? Entonces recordó que el Rodador tenía muchos tentáculos con los que
trabajar, y sin duda podía realizar ese tipo de tareas más deprisa que él.
Y además, una catapulta tampoco sería decisiva. Tenía que pensar en algo
mejor.
¿Arco y flechas? No; una vez había intentado disparar con un arco, y era
consciente de su ineptitud. Incluso con un arma deportiva moderna de
duracero, diseñada para la máxima precisión. Con un artilugio tosco y mal
terminado como el que podría construirse allí, dudaba de poder disparar tan
lejos como llegaban las piedras, y sabía que no podría apuntar tan bien.

Página 258
¿Una lanza? Bueno, eso sí podía hacerlo. Sería inútil como arma
arrojadiza a distancia, pero iría bien tenerla para el combate cuerpo a cuerpo,
si se llegaba a eso.
Y fabricar una le daría algo que hacer. Lo ayudaría a evitar que su mente
desbarrara, como estaba empezando a hacer. Había momentos en los que tenía
que concentrarse un rato antes de recordar por qué estaba allí, por qué tenía
que matar al Rodador.
Por suerte, seguía estando junto a uno de los montones de piedras, que
examinó hasta que encontró una con la forma de una punta de lanza. Con una
piedra más pequeña, empezó a darle forma, poniéndole ángulos agudos a los
lados, para que, si penetraba, no volviera a salir.
¿Como un arpón? Pensó que esa idea tenía posibilidades. Un arpón sería
quizá mejor que una piedra para aquel combate absurdo. Si podía clavarle uno
al Rodador, con una cuerda atada, podía tirar de la cuerda hasta que lo tuviera
contra la barrera, y la hoja de piedra de su cuchillo la atravesaría, aunque sus
manos no pudieran.
El mástil fue más difícil de fabricar que la punta. Pero cortando y uniendo
los tallos principales de cuatro arbustos, y envolviendo las uniones con los
brotes, resistentes pero delgados, consiguió un mástil fuerte de un poco más
de un metro, y le ató la punta de piedra en una muesca que cortó en un
extremo.
Era tosco, pero fuerte.
Faltaba la cuerda. Con los brotes más delgados se fabricó seis metros de
cuerda. Era ligera y no parecía fuerte, pero sabía que aguantaría su peso de
sobras. Ató un extremo al mástil del arpón y el otro a su muñeca derecha. Al
menos, si arrojaba el arpón al otro lado de la barrera y fallaba, podría
recuperarlo.
Luego, cuando hubo comprobado el último nudo y no le quedaba nada
más por hacer, el calor, el agotamiento, el dolor de la pierna y la sed terrible
se hicieron de repente mil veces peores que antes.
Trató de levantarse para ver qué estaba haciendo el Rodador, y descubrió
que no podía sostenerse en pie. Al tercer intento, consiguió ponerse de
rodillas y volvió a caer.
«Tengo que dormir —pensó—. Si ahora desapareciera la barrera, estaría
indefenso. El Rodador vendría aquí y me mataría, si lo supiera. He de
recuperar las fuerzas».
Lenta, dolorosamente, se apartó a rastras de la barrera. Diez metros,
veinte…

Página 259
El golpe que dio algo al caer en la arena junto a él lo despertó de un sueño
horrible y confuso, transportándolo a una realidad más horrible y confusa aún,
y volvió a abrir los ojos a un resplandor azul sobre la arena azul.
¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Un minuto? ¿Un día?
Otra piedra cayó más cerca y le tiró arena. Apoyó los brazos en el suelo y
se sentó. Se volvió y vio al Rodador a veinte metros de él, junto a la barrera.
Se alejó apresuradamente cuando vio que Carson se incorporaba, y no se
detuvo hasta que estuvo tan lejos como le fue posible.
Carson se dio cuenta de que se había dormido demasiado pronto, mientras
aún estaba al alcance de los lanzamientos del Rodador. Al verlo yacer
inmóvil, se había atrevido a acercarse a la barrera para tirarle piedras. Por
suerte, no se daba cuenta de lo débil que estaba, o podía haberse quedado allí
y seguir tirando.
¿Había dormido mucho tiempo? No lo creía, porque se sentía igual que
antes. Ni más descansado, ni más sediento; ninguna diferencia. Era muy
posible que sólo hubieran pasado unos minutos.
Empezó a arrastrarse de nuevo, obligándose a continuar hasta llegar tan
lejos como pudo, hasta que el límite exterior de la arena, incoloro y opaco,
estuvo sólo a un metro.
El mundo se oscureció de nuevo…
Cuando despertó, no había cambiado nada a su alrededor, pero en aquella
ocasión supo que había dormido mucho rato.
Lo primero que notó fue que el interior de su boca estaba reseco,
endurecido. Tenía la lengua hinchada.
Supo que algo iba mal mientras recuperaba lentamente la consciencia. Se
sentía menos cansado, el estado de agotamiento total había pasado. El sueño
se había ocupado de eso.
Pero había dolor, un dolor atroz. No se dio cuenta de que procedía de su
pierna hasta que trató de moverse.
Levantó la cabeza y miró. Se le había hinchado muchísimo por debajo de
la rodilla, y la hinchazón le llegaba a mitad del muslo. Los brotes de arbusto
que había utilizado para atarse la compresa protectora de hojas se le estaban
clavando en la carne hinchada.
Meter el cuchillo por debajo de las ataduras incrustadas hubiera resultado
imposible. Por suerte, el último nudo estaba por encima de la espinilla, donde
la cuerda vegetal se clavaba menos profundamente. Tras un esfuerzo terrible
logró desatar el nudo.

Página 260
Una ojeada bajo la compresa de hojas le reveló lo peor. Infección y
septicemia, las dos cosas muy agudas y empeorando. Y sin medicinas, sin
tela, sin ni siquiera agua, no podía hacer nada al respecto.
No podía hacer nada, excepto morir cuando la septicemia se le extendiera
por el cuerpo.
Entonces supo que todo era inútil y que había perdido.
Y con él, la humanidad. Cuando él muriera, allí fuera, en el universo que
conocía, morirían también todos sus amigos, todo el mundo. Y la Tierra y los
planetas colonizados serían el hogar de los forasteros, rojos rodantes.
Criaturas de pesadilla, cosas sin atributos humanos, que descuartizaban
lagartos por diversión.
Fue esa idea la que le dio el coraje para arrastrarse de nuevo, casi ciego de
dolor, hacia la barrera. Ya no iba a gatas sobre manos y rodillas, sino que
arrastraba todo el cuerpo por el suelo.
Había una probabilidad entre un millón de que le quedaran fuerzas
suficientes, si conseguía llegar a la barrera, para arrojar el arpón una vez con
efectos letales, si (otra probabilidad entre un millón) el Rodador se acercaba a
la barrera. O si la barrera desaparecía.
Le pareció que tardaba años en llegar.
La barrera seguía allí, tan impenetrable como al principio.
Y el Rodador no estaba en la barrera. Incorporándose sobre los codos, lo
vio en la retaguardia de su parte de la arena, trabajando en una estructura de
madera que era un duplicado a medio acabar de la catapulta que había
destruido.
Se movía lentamente. Seguro que también estaba más débil.
Pero Carson no creía que llegara a necesitar la segunda catapulta. Estaría
muerto, pensó, antes de que la hubiera terminado.
Si pudiera atraer al Rodador a la barrera mientras aún estaba vivo… Agitó
el brazo y trató de gritar, pero su garganta reseca no emitió sonido alguno.
O si pudiera cruzar la barrera…
Debió de perder el control por un momento, porque se encontró
golpeando la barrera con los puños, lleno de rabia impotente, y se obligó a
parar.
Cerró los ojos y trató de calmarse.
—Hola —dijo la voz.
Era una vocecita aguda. Sonaba como…
Abrió los ojos y volvió la cabeza. Era un lagarto.

Página 261
«Vete —quiso decirle Carson—. Vete; en realidad no estás aquí, o estás
aquí pero no estás hablando. Me estoy imaginando cosas».
Pero no pudo hablar; tenía la garganta y la lengua completamente
inutilizadas por la sequedad. Volvió a cerrar los ojos.
—Daño —dijo la voz—. Matar. Daño… matar. Venir.
Abrió los ojos de nuevo. El lagarto azul de diez patas seguía allí. Corrió
un poco junto a la barrera, regresó hasta donde estaba él, volvió a correr y
volvió a regresar.
—Daño —dijo—. Matar. Venir.
De nuevo se puso en marcha y regresó. Obviamente, quería que Carson lo
siguiera por la barrera.
Cerró los ojos. La voz no desapareció. Las mismas tres palabras sin
sentido. Cada vez que abría los ojos, echaba a correr y regresaba.
—Daño. Matar. Venir.
Carson gimió. No tendría paz a menos que siguiera a la maldita criatura.
Como si quisiera hacerlo. La siguió, a rastras. Otro sonido, un grito muy
agudo, le llegó a los oídos y se hizo más fuerte.
Había algo tirado en la arena, algo que se retorcía y chillaba. Algo
pequeño, azul, que parecía un lagarto pero no…
Entonces vio qué era: el lagarto cuyas palas había arrancado el Rodador
hacía tanto rato. Pero no estaba muerto; había vuelto a la vida y se retorcía y
chillaba en su agonía.
—Daño —dijo el otro lagarto—. Daño. Matar. Matar.
Carson comprendió. Sacó el cuchillo de sílex de su cinturón y mató a la
pobre criatura. El lagarto vivo se alejó rápidamente.
Carson volvió a la barrera. Apoyó las manos y la cabeza contra ella, y
observó al Rodador, a lo lejos, trabajando en la nueva catapulta.
«Podría llegar hasta allí —se dijo—, si pudiera cruzar. Si pudiera cruzar,
aún podría ganar. Parece que él también está débil. Podría…».
Y entonces tuvo otro ataque de negra desesperación, cuando el dolor le
inundó la voluntad y deseó estar muerto. Envidiaba al lagarto que había
matado. Ya no tenía que seguir viviendo para sufrir. Pero él, Carson, sí.
Tardaría horas, tal vez días, pero la infección en la sangre lo mataría.
Si pudiera usar el cuchillo consigo mismo…
Pero sabía que no lo haría. Mientras estuviera vivo, habría una mínima
oportunidad…
Mientras se esforzaba, empujando la barrera con las palmas de las manos,
se fijó en lo delgados que tenía los brazos. Tenía que llevar allí mucho

Página 262
tiempo, para haber adelgazado tanto.
¿Cuánto le faltaba para morir? ¿Hasta cuándo iba a poder resistir el calor,
la sed y el dolor?
Por un momento estuvo casi histérico otra vez; después llegó una calma
profunda y una idea sorprendente.
El lagarto que acababa de matar. Había cruzado la barrera todavía vivo.
Había venido del lado del Rodador, que le había arrancado las patas y luego
lo había lanzado despectivamente contra él; y el lagarto había cruzado la
barrera. Hasta aquel momento, Carson había creído que era porque estaba
muerto.
Pero no estaba muerto; sólo estaba inconsciente.
Un lagarto vivo no podía atravesar la barrera, pero uno inconsciente sí. La
barrera no era una barrera para los tejidos vivos, sino para los tejidos
conscientes. Era una proyección mental, un accidente mental.
Y con esa idea, Carson empezó a arrastrarse a lo largo de la barrera para
hacer una última jugada desesperada. Una jugada tan absurda que sólo un
moribundo se hubiera atrevido a intentarla.
No servía de nada considerar las posibilidades de éxito. Porque, si no lo
intentaba, las apuestas eran de infinito contra cero.
Se arrastró junto a la barrera hasta la duna de arena, de casi metro y pico,
que había amontonado al intentar (¿cuánto tiempo hacía?) atravesar la barrera
por debajo o encontrar agua.
El montículo estaba justo tocando la barrera, y la pendiente más lejana
tenía una mitad a cada lado.
Se llevó una piedra de la pila cercana, se subió a la duna y se tendió
apoyado en la barrera, depositando su peso contra ella de manera que si la
barrera desaparecía, él rodaría por la breve pendiente y entraría en el territorio
enemigo.
Comprobó que el cuchillo estuviera bien asegurado en el cinturón de
cuerda, que el arpón estuviera en el hueco de su brazo izquierdo, y que la
cuerda de seis metros estuviera bien atada al arpón y a su muñeca.
Después, con la mano derecha, levantó la piedra con la que se golpearía la
cabeza. La suerte tendría que ayudarlo en aquel golpe; tendría que ser lo
bastante fuerte para dejarlo sin sentido, pero sólo durante el tiempo necesario.
Tenía el presentimiento de que el Rodador lo estaba observando, que lo
vería rodar por la pendiente cruzando la barrera y que se acercaría a
investigar. Esperaba que lo creyera muerto. Sí el Rodador había hecho las

Página 263
mismas deducciones que él respecto a la naturaleza de la barrera… Pero
vendría con cautela. Tendría algo de tiempo…
Golpeó.
El dolor le hizo recobrar el conocimiento. Un dolor repentino y agudo en
la cadera, distinto al martilleo de la cabeza y al latido de la herida en la
pierna.
Pero, mientras se preparaba para golpearse, había anticipado el dolor,
incluso lo había deseado, y se había mental izado para no despertarse con un
movimiento súbito.
Se quedó quieto, pero abrió los ojos una rendija y comprobó que su
suposición había sido correcta. El Rodador se acercaba. Estaba a seis metros y
el dolor que lo había despertado había sido una piedra que le había lanzado la
criatura para ver si estaba vivo o muerto.
Se quedó quieto. La criatura se acercó hasta cuatro metros y volvió a
detenerse. Carson apenas respiraba.
En lo que le era posible, mantenía la mente en blanco, para que su
habilidad telepática no detectara que estaba consciente. Y, con la mente en
blanco, el impacto de los pensamientos del Rodador tuvo un efecto casi
devastador sobre su mente.
Sintió un completo horror ante lo extraño, ante lo diferente de aquellos
pensamientos. Cosas que sentía pero no podía entender y nunca podría
expresar, porque ningún idioma terrestre disponía de las palabras adecuadas,
ni ninguna mente terrestre, las imágenes adecuadas. Pensó que las mentes de
una araña, o de una mantis religiosa, o de una serpiente de arena marciana,
dotadas de inteligencia y puestas en contacto telepático con una mente
humana, resultarían cómodas y familiares comparadas con aquello.
Comprendió que la Entidad tenía razón; se trataba del Hombre o el
Rodador, y no había lugar para los dos en el universo. Más alejados que el
bien y el mal, nunca podrían estar en equilibrio.
Más cerca. Carson esperó hasta que estuvo sólo a menos de un metro,
hasta que sus tentáculos con garras se acercaron…
Sin prestar atención al dolor, se sentó y lanzó el arpón con todas las
fuerzas que le quedaban. O eso creía, pues una repentina fuerza final le
recorrió el cuerpo, junto con una negación del dolor tan efectiva como un
bloqueo nervioso.
Cuando el Rodador se alejó rodando con el arpón profundamente clavado,
Carson trató de ponerse en pie para seguirlo. No pudo hacerlo; cayó, pero
continuó arrastrándose.

Página 264
La cuerda llegó a su final, y sintió un tirón en la muñeca, que lo arrastró
un poco antes de detenerse. Carson siguió moviéndose, mano sobre mano a lo
largo de la cuerda.
La criatura se había detenido, con los tentáculos retorciéndose y tratando
en vano de arrancar el arpón. Pareció temblar y estremecerse; luego debió de
comprender que no iba a poder alejarse, porque se volvió hacia él, y lo atacó
con sus tentáculos afilados.
Cuchillo de piedra en mano, lo recibió. Lo apuñaló, una y otra vez,
mientras las horrendas garras le arrancaban piel, carne y músculos del cuerpo.
Acuchilló y acuchilló, y finalmente la criatura se quedó quieta.

Se oía un zumbido, y tardó un poco, después de abrir los ojos, en determinar


dónde estaba y qué era aquel sonido. Estaba sujeto al asiento de su nave
exploradora, y la visiplaca sólo mostraba espacio vacío ante él. No había
ninguna nave forastera ni ningún planeta imposible.
El zumbido era la señal de comunicaciones; alguien quería que conectara
el receptor. Por puro acto reflejo pudo extender el brazo y accionar la palanca.
El rostro de Brander, capitán de la Magallanes, nave nodriza de su grupo
de exploradores, apareció en pantalla. Tenía la cara pálida y los ojos negros le
brillaban de excitación.
—Magallanes a Carson —dijo bruscamente—. Regrese. La batalla ha
terminado. ¡Hemos ganado!
La pantalla se apagó; Brander estaría comunicándose con los demás
exploradores a su mando.
Lentamente, Carson preparó los controles para el regreso. Despacio, con
incredulidad, se desató del asiento y se dirigió al depósito de agua fría. Por
algún motivo, estaba increíblemente sediento. Se bebió seis vasos seguidos.
Se apoyó en un panel y trató de pensar.
¿Había sucedido? Su salud parecía buena, se encontraba bien, estaba ileso.
La sed había sido más mental que física; no tenía la garganta reseca. La
pierna…
Se levantó la pernera del pantalón y se examinó la pantorrilla. Había una
cicatriz larga y blanca, pero perfectamente curada. Antes no la tenía. Se abrió
el frontal de la camisa y vio que tenía el pecho y el abdomen atravesados por
cicatrices diminutas, casi invisibles y perfectamente curadas.
Sí, había sucedido.

Página 265
La nave exploradora, bajo control automático, estaba entrando por la
escotilla de la nave nodriza. Las grúas la llevaron a su hangar individual, y un
momento después, un zumbido indicó que el compartimento se había llenado
de aire. Carson abrió la escotilla, salió y cruzó la puerta doble del hangar.
Fue directamente al despacho de Brander, entró y saludó.
Brander aún parecía algo aturdido.
—Hola, Carson —dijo—. ¡Lo que te has perdido! ¡Qué espectáculo!
—¿Qué ha pasado, señor?
—No lo sé exactamente. Hemos disparado una salva, ¡y toda su flota ha
estallado en pedazos! Algo se ha transmitido de nave a nave en un abrir y
cerrar de ojos, incluso hasta las que no estaban a nuestro alcance. ¡Toda la
flota desintegrada ante nuestros ojos, y a nosotros no se nos ha rayado ni una
nave!
»Ni siquiera podemos apuntarnos el mérito. Debe de haber sido por culpa
de algún componente inestable en el metal que utilizaban, y nuestros disparos
lo han desencadenado. Oh, vaya, ¡qué lástima que te hayas perdido el
espectáculo!
Carson consiguió sonreír. Fue una sonrisa fantasmal, porque pasarían días
antes de que pudiera superar el impacto mental de su experiencia, pero el
capitán no se fijaba y no lo notó.
—Sí, señor —dijo.
El sentido común, más que la modestia, le dijo que sería proclamado el
mayor mentiroso del universo si decía una palabra más.
—Sí, señor, es una lástima que me haya perdido el espectáculo.

Página 266
Las ondulaciones

Definiciones extraídas del diccionario escolar abreviado Webster-Hamlin, en


su edición de 1998:

ondulación n. f. (col) Vasor.


vasor n. m. Inórgano del tipo radio.
inórgano n. m. Ente incorpóreo, vasor.
radio n. f. 1. Tipo de inórgano.
2. Frecuencia etérea entre la luz y la
electricidad.
3. (obs) Método de comunicación utilizado
hasta 1957.

Los primeros disparos de la invasión no fueron excesivamente ruidosos, a


pesar de que los oyeron millones de personas. George Bailey fue uno entre
esos millones. He escogido a George Bailey porque fue el único que estuvo a
un gúgol de años luz de adivinar qué eran.
George Bailey estaba borracho, y dadas las circunstancias, no se lo puede
culpar por ello. Escuchaba anuncios radiofónicos de lo más nauseabundo.
Huelga decir que no lo hacía por gusto, sino porque su jefe, J. R. McGee, de
la emisora MID, le había ordenado escucharlos.
George Bailey escribía guiones de anuncios para la radio. La única cosa
que odiaba más que los anuncios era la propia radio. Y, en su tiempo libre,
allí estaba él, escuchando anuncios ridículos y repugnantes de una emisora de
la competencia.
—Bailey, deberías familiarizarte con lo que están haciendo los demás —le
había dicho J. R. McGee—. En particular, tendrías que informarte sobre
cuáles de nuestros clientes utilizan varias emisoras. Te sugiero…
No se ponen objeciones a las sugerencias del jefe… si se quiere conservar
un empleo de doscientos dólares a la semana.

Página 267
Pero se puede beber whisky mientras se escucha. Y eso era lo que estaba
haciendo George Bailey.
Además, entre pausas publicitarias, jugaba al rummy con Maisie
Hetterman, una atractiva mecanógrafa pelirroja del estudio. Era el
apartamento de Maisie y la radio de Maisie (el propio George, por principios,
no tenía radio ni televisión), pero George había llevado la bebida.
—Sólo los mejores tabacos —dijo la radio—, se escogen pip-pip-pip el
cigarrillo favorito del país…
—Marconi —dijo George mirando la radio.
Naturalmente, quería decir «morse», pero el whisky lo había aturdido un
poco, de forma que su primera suposición se acercó más a la verdad que la de
ningún otro. En cierto sentido, era Marconi. En un sentido muy particular.
—¿Marconi? —preguntó Maisie.
George, que odiaba hablar con el sonido de la radio de fondo, se inclinó y
la apagó.
—Quería decir morse —dijo—. Morse, como en los boy scouts o en las
señales. Fui boy scout de niño.
—Pues, desde luego, has cambiado —dijo Maisie.
George suspiró.
—A alguien se le va a caer el pelo por transmitir en clave en esa longitud
de onda.
—¿Qué quería decir?
—¿Decir? Oh, quieres decir qué quería decir. Hum… «Ese», la letra
«ese». Pip-pip-pip es la «ese», sí. SOS es pip-pip-pippiiip-piiip-piiippip-pip-
pip.
—¿La «o» es piiip-piiip-piiip?
—Dilo otra vez, Maisie —le pidió George con una sonrisa—. Me ha
gustado. Y creo que tú también eres piiip-piiip-piiip.
—George, a lo mejor es un SOS de verdad. Vuelve a encenderla.
George la volvió a encender. Aún se oía el anuncio de tabaco.
—Los caballeros con el gusto más pip-pip-pip-gente prefieren el sabor
suave de los cigarrillos pip-pip-pip. En la nueva cajetilla que los mantiene
pip-pip-pip y extra frescos…
—No es un SOS. Sólo son eses.
—Como una tetera, o como… Oye, George, puede que sea un truco
publicitario.
—No —dijo George, negando con la cabeza—, porque enmascara el
nombre del producto. Espera un momento a ver si…

Página 268
Alargó el brazo y giró el dial de la radio un poco a la derecha, luego un
poco a la izquierda, y una mirada incrédula apareció en su cara. Giró el dial
más a la izquierda, hasta el máximo. Allí no había ninguna emisora, ni
siquiera el zumbido de los parásitos. Pero…
—Pip-pip-pip —decía la radio—, pip-pip-pip.
Giró el dial a la derecha, hasta el final.
—Pip-pip-pip.
George apagó la radio y se quedó mirando a Maisie sin verla, cosa que era
muy difícil de conseguir.
—¿Pasa algo, George?
—Espero que sí —dijo George Bailey—. Desde luego, espero que sí.
Empezó a servirse otra copa y cambió de opinión. Tuvo el repentino
presentimiento de que estaba pasando algo importante y quería estar sobrio
para apreciarlo.
No tenía la menor idea de lo grande que iba a ser.
—George, ¿a qué te refieres?
—No lo sé. Pero, Maisie, vamos al estudio, ¿de acuerdo? Seguro que pasa
algo emocionante.

Cinco de abril de 1957; la noche en que llegaron las ondulaciones.


Había empezado como una noche corriente. Pero pronto dejó de serlo.
George y Maisie esperaron un taxi, pero no pasó ninguno, así que tomaron
el metro. Oh, sí, el metro aún funcionaba en aquellos días. Los dejó a una
manzana del edificio de la cadena MID.
El edificio era un manicomio. George, sonriendo, cruzó el vestíbulo del
brazo de Maisie, cogió el ascensor hasta el quinto piso y, sin ningún motivo,
le dio un dólar al ascensorista. Nunca en la vida le había dado propina a un
ascensorista. El chico se lo agradeció.
—Mejor que se aparte de los peces gordos, señor Bailey —dijo—. Son
capaces de cortarle las orejas a cualquiera que los mire.
—Fantástico —dijo George.
Desde el ascensor se dirigió directamente al despacho del propio J. R.
McGee.
Se oían voces estridentes tras la puerta de cristal. George fue a girar el
pomo y Maisie intentó detenerlo.
—George —susurró—, ¡te despedirán!

Página 269
—Hay un momento para todo —dijo George—. Apártate de la puerta,
cariño.
Suave pero con firmeza, la empujó hasta un lugar seguro.
—Pero George, ¿qué estás…?
—Observa —dijo él.
Las voces frenéticas callaron cuando entreabrió la puerta. Todos los ojos
se volvieron hacia él cuando metió la cabeza por el umbral.
—Pip-pip-pip —dijo—, pip-pip-pip.
Se hizo a un lado justo a tiempo de esquivar el vaso volador, mientras un
pisapapeles y un tintero cruzaban el umbral de la puerta.
Agarró a Maisie y corrió hacia las escaleras.
—Ahora iremos a beber algo —le dijo.
El bar de enfrente de la emisora estaba repleto, pero la multitud se hallaba
sumida en un silencio sepulcral. En deferencia al hecho de que la mayoría de
los clientes eran gente de radio, el bar no terna televisión, pero había un gran
aparato de radio y casi todo el mundo estaba a su alrededor.
—Pip —dijo la radio—. Pip-piiip-pipiiip-pip-piiippippiiip pip…
—¿No es precioso? —le susurró George a Maisie.
Alguien manipuló el dial.
—¿Qué emisora es ésa? —dijo alguien.
—La policía —contestó alguien.
—Prueba las extranjeras —dijo alguien, y alguien lo hizo.
—Ésta debería de ser Buenos Aires —dijo alguien.
—Pip-pipiiip-pip —dijo la radio.
—Apaga este maldito trasto —dijo alguien mesándose el pelo.
Alguien la volvió a encender.
George sonrió y se dirigió a una mesa en la parte de atrás, donde había
visto a Pele Mulvaney sentado a solas con una botella delante. Él y Maisie se
sentaron enfrente.
—Hola —dijo con seriedad.
—Hola —dijo Pete, que era jefe del departamento de investigación
técnica de la MID.
—Una noche muy hermosa, Mulvaney —dijo George—. ¿Has visto la
luna surcar las mullidas nubes como un galeón dorado sobre olas de espuma
plateada en una torm…?
—Cállate —dijo Pete—. Estoy pensando.
—Dos whiskys —le dijo George al camarero. Luego se volvió al hombre
que tenía delante—. Pues piensa en voz alta para que te oigamos. Pero, antes

Página 270
de nada, ¿cómo te has escapado del manicomio de ahí enfrente?
—Me han despedido, echado, finiquitado.
—Chócala. Y ahora cuéntame. ¿Les has dicho pip-pip-pip?
—¿Tú sí? —Pete lo miró con repentina admiración.
—Tengo una testigo. ¿Tú qué has hecho?
—Les he dicho lo que pensaba que era y creen que estoy loco.
—¿Lo estás?
—Sí.
—Perfecto. Pues queremos oír… —Se interrumpió y chasqueó los dedos
—. ¿Qué pasa con la tele?
—Lo mismo. Se oyen los mismos sonidos, y las imágenes parpadean y se
oscurecen con cada punto o raya. Sólo se ven manchas borrosas.
—Fantástico. Y ahora dime que pasa. No me importa qué sea, mientras no
se trate de nada trivial, pero quiero saberlo.
—Creo que es el espacio. El espacio está deformado.
—Bien por el espacio… —dijo George.
—George —dijo Maisie—, por favor, cállate. Quiero oírlo.
—El espacio también es finito —siguió Pete, sirviéndose otro trago—. Si
vas lo bastante lejos en la misma dirección, vuelves al punto de partida. Como
una hormiga que caminara alrededor de una manzana.
—Pongamos que es una naranja —dijo George.
—Muy bien, una naranja. Ahora supón que las primeras ondas de radio
que se enviaron ya han finalizado todo el recorrido. En cincuenta y seis años.
—¿Cincuenta y seis años? Creía que las ondas de radio viajaban a la
misma velocidad que la luz. Si eso fuese cierto, en cincuenta y seis años sólo
podrían recorrer cincuenta y seis años luz, y eso no puede ser todo el universo
porque se sabe que hay galaxias que están a millones o incluso a miles de
millones de años luz. No recuerdo las cifras. Pete, pero sólo nuestra galaxia es
mucho más grande que cincuenta y seis años luz.
—Por eso digo que el espacio debe de estar deformado. —Pete Mulvaney
suspiró—. Hay un atajo en algún lugar.
—¿Un atajo tan corto? No puede ser.
—Pero, George, escucha lo que está llegando. ¿Sabes descifrar el código?
—Ya no. Al menos, no tan deprisa.
—Pues yo sí —dijo Pete—. Así se comunicaban los primeros
radioaficionados americanos. Es su jerga. El aire estaba lleno de estos signos
antes de las transmisiones regulares. Es la vieja jerga, con las abreviaturas, las
charlas de aficionados con sus teclados en graneros y desvanes, con

Página 271
receptores Marconi o aparatos Fessenden… y, si seguimos escuchando,
pronto oiremos un solo de violín. Yo te diré cuál.
—¿Cuál?
—El Largo de Händel. La primera grabación en fonógrafo retransmitida
por radio. La envió Fessenden desde Brant Rock en mil novecientos seis. En
cualquier momento, empezará a sonar. Me apuesto lo que quieras.
—De acuerdo, pero ¿qué es el pip-pip-pip que empezó todo esto?
—Marconi, George. —Mulvaney sonrió—. ¿Cuál es la señal de radio más
poderosa que se ha transmitido nunca, quién la transmitió y cuándo?
—¿Marconi? ¿Pip-pip-pip? ¿Hace cincuenta y seis años?
—Eres el primero de la clase. La primera señal que cruzó el Atlántico, el
doce de diciembre de mil novecientos uno. Durante tres horas, la gran
estación de radio de Marconi en Poldhu, con una torre de sesenta metros de
altura, envió una ese intermitente, pip-pip-pip, mientras Marconi y dos
ayudantes en San Juan, en Terranova, lograron instalar una antena en una
cometa a ciento veinte metros de altura y finalmente recibieron la señal. A
través del Atlántico, George, con las chispas saliendo de las grandes torres
Leyden en Poldhu, y veinte mil voltios saltando de las tremendas antenas…
—Espera un momento, Pete, estás desbarrando. Si eso ocurrió en mil
novecientos uno y la primera grabación fue en mil novecientos seis, pasarán
cinco años antes que lo de Fessenden llegue aquí por la misma ruta. Aunque
haya un atajo de cincuenta y seis años luz en el espacio, y aunque esas señales
no se hayan debilitado demasiado durante el trayecto y todavía puedan
oírse… Es una locura.
—Ya te lo he dicho —dijo Pete, tristemente—. Mira, esas señales,
después de viajar tan lejos, deberían ser tan infinitesimales que en la práctica
no deberían existir. Además, están en toda la banda y en todo tipo de ondas, y
son igual de potentes en Uxlas. Y, como dices, han pasado casi cinco años en
dos horas, lo cual no es posible. Ya te he dicho que era una locura.
—Pero…
—Calla —lo silenció Pete—. Escucha.
Una voz confusa, pero inconfundiblemente humana, salía de la radio,
mezclándose con los crujidos del código. Y después música, débil e irregular,
pero ciertamente un violín. Que interpretaba el Largo de Händel.
Pero de repente subió de tono como si la modularan nota a nota hasta que
se agudizó a tal punto que dañaba los oídos. Y siguió subiendo; cruzó el
límite de lo audible y dejaron de oírla.
—Apagad ese maldito trasto —dijo alguien.

Página 272
Alguien lo hizo, y aquella vez nadie lo volvió a encender.
—En realidad, ni yo mismo me lo creo —dijo Pete, sacudiendo la cabeza
lentamente—. Y hay otra cosa en contra de mi teoría, George. Estas señales
también afectan a la televisión, y las ondas de radio no son de la misma
longitud. Tiene que haber otra explicación, George. Cuanto más lo pienso,
más me convenzo de que estoy equivocado.
Tenía razón; estaba equivocado.

—Absurdo —dijo el señor Ogilvie.


Se quitó las gafas, hizo una mueca y se las volvió a poner. Miró a través
de ellas las hojas de papel que tenía en la mano y las dejó caer
despectivamente sobre el escritorio. Se detuvieron junto a la placa triangular
en la que poma:

B. R. OGILVIE
JEFE DE REDACCIÓN

—Absurdo —volvió a decir.


Casey Blair, su mejor reportero, hizo un anillo de humo y pasó el dedo a
través de él.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque… es completamente absurdo.
—Ahora son las tres de la madrugada —dijo Casey Blair—. La
interferencia ya ha durado cinco horas, y no se puede retransmitir ni un
programa por televisión ni por radio. Todas las cadenas de radio y televisión
del mundo han dejado de emitir. Por dos razones. Una, porque simplemente
malgastaban energía. Dos, los ministerios de comunicaciones de los
respectivos gobiernos les han pedido que no emitan para ayudarlos a buscar el
origen de las interferencias. Ya llevan cinco horas desde que esto empezó
trabajando con todo lo que tienen. Y, ¿qué han descubierto?
—¡Es absurdo! —dijo el redactor jefe.
—Del todo, pero es cierto. En Greenwich, a las once de la noche, hora de
Nueva York; estoy traduciendo todas las horas a la de Nueva York. Bien,
pues allí recibieron una indicación de que el origen estaba en Miami. Pero se
movió hacia el norte, hasta que a las dos en punto estaba aproximadamente en
Richmond, Virginia. A las once, en San Francisco recibieron una indicación
desde Denver; tres horas más tarde se movió en dirección sur, hacia Tucson.
En el hemisferio austral, las señales recibidas en Ciudad del Cabo, Sudáfrica,

Página 273
cambiaron su procedencia desde Buenos Aires a Montevideo, que está mil
seiscientos kilómetros más al norte.
»En Nueva York, a las once, tenían vagas indicaciones que apuntaban
hacia Madrid; pero a las dos ya no tenían ninguna. —Echó otro anillo de
humo—. ¿Tal vez porque las antenas que usan sólo giran en un plano
horizontal?
—Ridículo.
—Me gusta más «absurdo», señor Ogilvie —dijo Casey—. Es absurdo,
pero no es ridículo. Yo estoy muy asustado. Esas líneas, y otras de las que he
oído hablar, apuntan en la misma dirección si las vemos como rectas que
parten desde la Tierra en forma de tangentes en lugar de seguir su curva por la
superficie. Lo he hecho con un pequeño globo terráqueo y un mapa celeste.
Convergen en la constelación de Leo. —Se inclinó y golpeó con el índice la
primera página del artículo que acababa de entregar—. Las estaciones que
están directamente debajo de Leo no reciben ninguna indicación. Las
estaciones que están en lo que sería el perímetro de la Tierra en relación a ese
punto reciben las indicaciones más fuertes. Escuche, haga que un astrónomo
compruebe primero mis cifras si quiere, pero hágalo deprisa… a no ser que
quiera leerlo antes en los otros periódicos.
—¿Y la ionosfera? ¿No se supone que detiene todas las ondas de radio y
las hace rebotar?
—Desde luego. Pero tal vez tiene agujeros. O quizá las señales pueden
cruzarla desde fuera aunque no puedan hacerlo desde dentro. No es una pared
sólida.
—Pero…
—Ya lo sé, es absurdo. Pero ahí está. Y sólo tenemos una hora antes de
entrar en prensa. Será mejor que envíe este artículo deprisa y que lo
compongan mientras alguien comprueba mis cifras y mis direcciones.
Además, hay otra cosa que debería comprobar.
—¿Qué?
—No tenía los datos para verificar las posiciones de los planetas. Leo está
en la eclíptica; podría haber un planeta que se interpusiera. Marte, tal vez.
Los ojos del señor Ogilvie se iluminaron y luego se volvieron a nublar.
—Seremos el hazmerreír del mundo si te equivocas, Blair —dijo.
—¿Y si tengo razón?
El redactor jefe tomó el teléfono y dio una orden.

Página 274
Titular del New York Morning Messenger del día seis de abril en su edición
final (seis de la mañana):

LAS INTERFERENCIAS RADIOFÓNICAS PROCEDEN DEL ESPACIO Y TIENEN


SU ORIGEN EN LEO

Podría tratarse de un intento de establecer comunicación por


parte de seres de fuera del Sistema Solar

Todas las emisiones de televisión y radio se suspendieron.


Las acciones de radio y televisión bajaron varios puntos desde su
cotización del día anterior, luego cayeron en picado, hasta el mediodía,
cuando una tendencia moderada de compra las hizo subir unos cuantos
enteros.
El público reaccionó en dos sentidos: la gente que no tenía radio se
precipitó a comprarse una, sobre todo receptores portátiles o de sobremesa.
Por otro lado, no se vendieron televisores. Con la programación suspendida,
no había imágenes en las pantallas, ni siquiera borrosas. Los circuitos de
audio, cuando se encendían, producían el mismo galimatías que las radios.
Cosa que, como Pete Mulvaney le había explicado a George Bailey, era
imposible; las ondas radiofónicas no pueden activar los circuitos de audio de
los televisores. Pero éstas lo hacían, si es que eran ondas radiofónicas.
En los aparatos de radio, al menos, sonaban como ondas radiofónicas,
aunque del todo confusas. Nadie era capaz de escucharlas durante mucho
tiempo. Oh, sí que había ocasiones en las que, durante varios segundos, se
podía reconocer la voz de Will Rogers o Geraldine Parrar, u oír fragmentos
del combate Dempsey-Carpentier o de la excitación de Pearl Harbor. (¿Se
acuerdan de Pearl Harbor?). Pero las cosas que podían identificarse, siquiera
remotamente, eran raras. En general era una mezcla sin sentido de
radionovelas, anuncios y trozos deshilachados de lo que alguna vez había sido
música. Era completamente imposible de identificar y completamente
insoportable después de un rato.
Pero la curiosidad es un motivo poderoso. Durante unos días hubo un
breve gran incremento en la venta de radios.
También hubo otros incrementos, menos fáciles de analizar. Como ocurrió
con el terror marciano de Wells y Welles en 1938, se registró un aumento
brusco en las ventas de escopetas y pistolas. Las Biblias se vendían tan

Página 275
deprisa como los libros de astronomía; y los libros de astronomía se vendían
como churros. Una parte del país mostró un repentino interés por los
pararrayos; las constructoras se vieron desbordadas con pedidos de
instalaciones urgentes.
Por algún motivo que nunca se ha logrado explicar se agotaron los
anzuelos en Mobile, en Alabama; todas las ferreterías y tiendas de deportes se
quedaron sin existencias en cuestión de horas.
Las bibliotecas públicas y las librerías recibían una gran demanda de
libros sobre astrología y sobre Marte. Sí, sobre Marte, pese a que Marte
estaba, en aquel momento, al otro lado del Sol y de que todos los artículos
periodísticos sobre el lema subrayaban que no había ningún planeta entre la
Tierra y la constelación de Leo.
Algo extraño ocurría, y no se disponía de información sobre los
acontecimientos excepto en la prensa escrita. La gente se aglomeraba en el
exterior de las sedes de los periódicos, esperando que apareciera cada nueva
edición. Los responsables de distribución se volvían locos.
La gente también se reunía en pequeños grupos de curiosos alrededor de
las silenciosas emisoras y cadenas de televisión, y hablaba en susurros como
en un velatorio. Las puertas de la MID estaban cerradas, aunque había un
portero de servicio que dejaba entrar a los técnicos que intentaban encontrar
una solución al problema. Algunos de los que habían estado de servicio el día
anterior llevaban ya más de veinticuatro horas sin dormir.

George Bailey despertó a mediodía con sólo un leve dolor de cabeza. Se


afeitó y se duchó; salió y, tras tomar un desayuno frugal, volvió a ser él
mismo. Compró las primeras ediciones de los periódicos de la tarde, las leyó
y sonrió. Su corazonada había resultado certera; lo que ocurría, fuera lo que
fuera, no era nada trivial.
Pero ¿qué ocurría?
Las últimas ediciones de los diarios de la tarde tenían la respuesta:
UN CIENTÍFICO AFIRMA QUE LA TIERRA HA SINO INVADIDA
El tipo tamaño treinta y seis era el mayor que tenían; usaron ése. No se
repartió ni un periódico por las casas aquella noche. Los repartidores que iban
a iniciar su ruta fueron prácticamente asaltados. Vendieron los periódicos en
lugar de entregarlos; los más listos cobraron un dólar por ejemplar. Los más
estúpidos y honrados que no quisieron venderlos porque pensaban que los

Página 276
diarios tenían que llegar a sus suscriptores los perdieron de todas formas; la
gente se los arrebató.
Las ediciones finales cambiaron los titulares sólo un poco; es decir, sólo
un poco desde el punto de vista tipográfico. Sin embargo, era un cambio
enorme de significado. Decían:
LOS CIENTÍFICOS AFIRMAN QUE LA TIERRA HA SIDO INVADIDA
Es curioso lo que puede hacer un simple cambio del singular al plural.
En aquella ocasión, el Carnegie Hall rompió con todas sus tradiciones y
convocó una conferencia a medianoche. Una conferencia que no había sido
programada ni anunciada. El profesor Helmetz había bajado del tren a las
once y media, y una multitud de reporteros lo había estado esperando.
Helmetz, de Harvard, era el científico, en singular, que había originado el
primer titular.
Harvey Ambers, director de organización del Carnegie Hall, se abrió paso
entre la multitud. Llegó sin gafas, sin sombrero y sin aliento, pero se agarró al
brazo de Helmetz y tiró de él hasta que pudo volver a hablar.
—Queremos que hable en el Carnegie, profesor —gritó en la oreja de
Helmetz—. Cinco mil dólares por una conferencia sobre los vasores.
—Desde luego. ¿Mañana por la tarde?
—¡Ahora! Tengo un taxi esperando. Venga.
—Pero…
—Ya le conseguiremos el público. ¡Dese prisa! —Se volvió a la multitud
—. Déjennos pasar. Aquí no podrán oír al profesor todos ustedes. Vengan al
Carnegie Hall y les hablará. Y hagan correr la voz mientras van de camino.
La voz corrió tan deprisa que el Carnegie Hall estaba abarrotado cuando
el profesor empezó a hablar. Poco después instalaron un sistema de altavoces
para que la gente pudiera oírlo desde el exterior. Hacia la una en punto de la
madrugada, las calles estaban abarrotadas de gente en todas las manzanas
adyacentes.
No había ni un patrocinador en la Tierra con un millón de dólares que no
lo hubiera dado gustosamente por el privilegio de patrocinar aquella
conferencia en la televisión o en la radio, pero no se retransmitió. Ambas
bandas estaban ocupadas.

—¿Alguna pregunta? —inquirió el profesor Helmetz.


Un periodista de la primera fila fue quien empezó.

Página 277
—Profesor —le preguntó—, ¿han confirmado todas las estaciones de
rastreo de señales lo que nos ha dicho esta noche respecto al cambio de
orientación?
—Sí, rotundamente. Hacia el mediodía, todas las indicaciones
direccionales han empezado a volverse más débiles. A las dos y cuarenta y
cinco, hora de la costa Este, han cesado por completo. Hasta entonces, las
ondas de radio procedían del cielo, cambiando de dirección sin cesar con
referencia a la superficie terrestre, pero permaneciendo estables con
referencia a un punto de la constelación de Leo.
—¿A qué estrella de Leo?
—A ninguna visible en nuestros mapas. O bien procedían de un punto en
el espacio, o bien de una estrella demasiado débil para nuestros telescopios.
»Pero a las dos y cuarenta y cinco de la tarde de hoy, mejor dicho, de
ayer, puesto que ya es más de medianoche, se apagaron todos los indicadores
de dirección. Pero las señales continuaron, procedentes de todas parles por
igual. Los invasores habían llegado.
»No se puede extraer otra conclusión. Ahora la Tierra está rodeada,
completamente cubierta, por ondas de radio que no tienen punto de origen,
que viajan sin cesar alrededor de la Tierra en todas direcciones, cambiando de
forma a voluntad; una forma que, en este momento, sigue siendo una
imitación de las señales de radio de origen terrestre que llamaron su atención
y las trajeron aquí.
—¿Cree que vienen de una estrella que no podemos ver, o de verdad
pueden proceder de un punto en el espacio?
—Probablemente de un punto en el espacio. ¿Y por qué no? No son
criaturas hechas de materia. Si han venido de una estrella, tiene que ser una
estrella muy débil para resultarnos invisible, ya que estaría relativamente
cerca; a sólo veintiocho años luz, que es muy poco en términos de distancias
estelares.
—¿Cómo puede saber la distancia?
—Suponiendo, y es una suposición razonable, que se pusieron en marcha
hacia aquí cuando captaron por primera vez nuestras señales de radio: la
retransmisión en morse del S-S-S de Marconi hace cincuenta y seis años.
Como ésta es la forma que tomaron los primeros en llegar, podemos suponer
que empezaron a viajar hacia nosotros cuando encontraron esas señales. Las
señales de Marconi, viajando a la velocidad de la luz, habrían llegado a un
punto situado a veintiocho años luz hace veintiocho años; los invasores, que

Página 278
también viajarían a la velocidad de la luz, necesitarían el mismo tiempo para
llegar hasta aquí.
»Como podría esperarse, sólo los primeros en llegar tomaron forma de
código morse. Los que llegaron más tarde lo hicieron en la forma de otras
ondas que encontraron y con las que se cruzaron, o tal vez las absorbieron, en
su camino hacia la Tierra. Ahora están vagabundeando por la Tierra, en forma
de fragmentos de programas retransmitidos hace sólo unos pocos días. Sin
duda también hay fragmentos de los últimos programas retransmitidos, pero
no han sido identificados aún.
—Profesor, ¿puede describir a uno de esos invasores?
—Del mismo modo que puedo describir una onda radiofónica, y no mejor
que eso. De hecho, son ondas radiofónicas, aunque no proceden de ninguna
emisora. Son una forma de vida que depende del movimiento de las ondas,
igual que nuestra forma de vida depende de la vibración de la materia.
—¿Tienen tamaños diferentes?
—Sí, en los dos sentidos de la palabra «tamaño». Las ondas de radio se
miden de cresta a cresta, y eso se conoce como longitud de onda. Como los
invasores cubren todo el dial de nuestras radios y televisores, es obvio que
una de estas dos cosas es cierta: o bien los hay de todos los tamaños posibles
entre cresta y cresta, o bien todos ellos pueden cambiar su longitud de onda
para adaptarse al sintonizador de cualquier receptor.
»Pero eso es sólo la longitud de cresta a cresta. En otro sentido, puede
decirse que una onda radiofónica tiene una longitud general determinada por
su duración. Si una emisora retransmite un programa que dura un segundo,
una onda que lleve ese programa mide un segundo luz, más o menos
doscientos noventa mil kilómetros. Un programa continuo de media hora está,
por decirlo así, en una onda continua de media hora luz de duración, y así
sucesivamente.
»Según esta forma de longitud, los invasores individuales varían desde
unos pocos miles de kilómetros, una duración de una pequeña fracción de
segundo, a más de ochocientos mil kilómetros, una duración de varios
segundos. El fragmento continuo más largo de un programa que se ha
identificado tenía una duración de unos siete segundos.
—Pero, profesor Helmetz, ¿por qué supone que estas ondas son cosas
vivas, una forma de vida? ¿Por qué no pueden ser ondas corrientes?
—Porque las «ondas corrientes», como usted las llama, obedecerían
ciertas leyes, igual que la materia inanimada obedece ciertas leyes. Un animal
puede caminar cuesta arriba, por ejemplo; pero una piedra, no, a no ser que la

Página 279
empuje una fuerza externa. Estos invasores son formas de vida porque
muestran voluntad, porque pueden cambiar la dirección en que viajan y,
especialmente, porque mantienen su identidad; nunca chocan dos señales
distintas en el mismo receptor de radio. Van una detrás de otra pero nunca
simultáneamente. No se mezclan, como harían normalmente dos señales en la
misma longitud de onda. No son «ondas corrientes».
—¿Diría usted que son inteligentes?
—Puede que nunca lo sepamos —dijo el profesor Helmetz mientras se
quitaba las gafas y las limpiaba pensativamente—. La inteligencia de estos
seres, si existe, estaría en un plano tan distinto a la nuestra que no tendríamos
puntos de contacto en los que iniciar un intercambio. Nosotros somos
materiales; ellos son inmateriales. No compartimos el mismo plano.
—Pero si son inteligentes…
—Las hormigas son inteligentes, en cierto modo. Pueden llamarlo instinto
si quieren, pero el instinto es una forma de inteligencia; al menos les permite
conseguir algunas de las cosas que la inteligencia les permitiría conseguir.
Pero no podemos comunicarnos con las hormigas, y es menos probable
todavía que consigamos establecer comunicación con los invasores. La
diferencia entre la inteligencia de las hormigas y la nuestra no sería nada
comparada con la diferencia entre la inteligencia, si existe, de los invasores y
la nuestra. No, no creo que lleguemos a comunicarnos.

El profesor tenía al menos parte de razón. La comunicación con los vasores


(una forma abreviada, por supuesto, de «invasores») no llegó a establecerse
nunca.
Las acciones de las cadenas de radio se estabilizaron en la bolsa al día
siguiente. Pero al otro, alguien le hizo al profesor Helmetz la pregunta del
millón, y los periódicos publicaron su respuesta:

¿Reanudar las retransmisiones? No sé si podremos. Desde


luego, no podemos hacerlo hasta que los invasores se vayan, y
¿por qué iban a hacerlo? A menos que la comunicación
radiofónica se perfeccione en otro planeta lejano y sean
atraídos hacia allí. Pero, sin lugar a dudas, algunos
regresarían en el momento en que empezáramos a retransmitir
de nuevo.

Página 280
Las acciones de las cadenas de radio y televisión cayeron prácticamente
hasta cero en una hora. No se produjeron, sin embargo, escenas frenéticas en
las bolsas; no hubo ventas enloquecidas, porque no hubo compras, ni
enloquecidas ni de ningún otro tipo. Ninguna acción de radio o televisión
cambió de manos.
Los empleados y actores de radio y televisión empezaron a buscar otro
empleo. Los actores no tuvieron problema en encontrarlo. Todas las demás
formas de entretenimiento subieron de repente como la espuma.

—Ya falta menos —dijo George Bailey. El camarero le preguntó qué quería
decir—. No lo sé. Hank —respondió—. Es sólo una corazonada que tengo.
—¿Qué clase de corazonada?
—Ni siquiera sé eso. Mézclame otra más y me iré a casa.
La mezcladora eléctrica no funcionaba, y Hank tuvo que mezclar la
bebida a mano.
—Hacer ejercicio; eso es lo que necesitas —dijo George—. Te irá bien
para rebajar grasas.
Hank gruñó, y el hielo sonó con alegría cuando inclinó la coctelera para
servir la bebida.
George Bailey se la tomó con calma y salió a la calle, donde estaba
cayendo una buena tormenta de abril. Se quedó bajo el toldo y esperó un taxi.
Había un anciano que también estaba allí de pie.
—Vaya tiempo —dijo George.
—Lo ha notado, ¿eh? —El anciano sonrió.
—¿Cómo? Si he notado, ¿qué?
—Esté atento, señor. Esté atento.
El anciano se marchó. No pasó ningún taxi vacío, y George permaneció
allí un rato hasta que lo entendió. Se quedó con la boca abierta; luego la cerró
y volvió a entrar en la taberna. Se metió en una cabina telefónica y llamó a
Pete Mulvaney.
Se equivocó tres veces de número antes de conseguir hablar con Pete.
—¿Diga? —dijo.
—Soy George Bailey, Pete. Oye, ¿te has fijado en el tiempo?
—Tienes razón. No hay relámpagos, y debería haberlos con una tormenta
así.
—¿Qué significa. Pete? ¿Los vasores?

Página 281
—Claro. Y esto será sólo el principio si… —Un crujido en el cable
interrumpió su voz.
—Oye, Pete, ¿sigues ahí?
El sonido de un violín. Pete Mulvaney no tocaba el violín.
—Oye, Pete, ¿qué demonios…?
De nuevo la voz de Pete.
—Ven para aquí, George. El teléfono no durará mucho. Trae…
Se oyó un zumbido y luego una voz.
—Vengan al Carnegie Hall —decía—. La mejor música está…
George colgó de golpe el auricular.
Anduvo bajo la lluvia hasta la casa de Pete. Por el camino compró una
botella de whisky. Pete había empezado a decirle que llevara algo, y tal vez se
había referido a eso.
Así era.
Se prepararon una copa cada uno y las alzaron. Las luces parpadearon
brevemente, se apagaron y volvieron a encenderse, pero de forma débil.
—No hay relámpagos —dijo George—. No hay relámpagos, y pronto no
habrá luz. Se están apoderando del teléfono. ¿Para qué querrán los
relámpagos?
—Para comer, supongo. Deben de comer electricidad.
—No hay relámpagos —dijo George—. Maldita sea. Puedo arreglármelas
sin teléfono, y las velas y las lámparas de aceite no están mal para iluminar…
pero añoraré los relámpagos. Me gustan los relámpagos. Maldita sea.
Las luces se apagaron del todo.
Pete Mulvaney tomó un trago en la oscuridad.
—Luz eléctrica —dijo—, neveras, tostadoras, aspiradoras…
—Ni tocadiscos —dijo George—. Piénsalo, no más tocadiscos. Ninguna
forma de entretenimiento para el público, ningún… Eh, ¿qué pasa con el
cine?
—Nada de películas, ni siquiera mudas. No se puede hacer funcionar un
proyector con una lámpara de aceite. Pero escucha, George, tampoco habrá
coches; ningún motor de gasolina puede funcionar sin electricidad.
—¿Por qué no, si se usa un motor de arranque manual?
—La chispa, George. ¿De dónde crees que sale la chispa?
—De acuerdo. Entonces tampoco habrá aviones. ¿Y los aviones a
reacción?
—Bueno… supongo que algunos tipos de aviones a reacción podrían
adaptarse para que no necesitaran electricidad, pero no se podría hacer gran

Página 282
cosa con ellos. Un avión tiene más instrumentos que motor, y todos los
instrumentos son eléctricos. Y no se puede pilotar ni hacer aterrizar un avión
sin instrumentos.
—Ni radar. Pero ¿para qué lo queremos? No habrá más guerras, al menos
en mucho tiempo.
—Muchísimo tiempo.
—Oye, Pete, ¿qué pasa con la fisión del átomo? —dijo George,
incorporándose de repente—. ¿La energía atómica? ¿Seguirá funcionando?
—Lo dudo. Los fenómenos subatómicos son fundamentalmente
eléctricos. Te apuesto un centavo a que los vasores también comen neutrones
sueltos.
(Habría ganado la apuesta; el gobierno no había hecho público que una
prueba nuclear de aquel día en Nevada se había apagado como un petardo
mojado, ni que las pilas atómicas estaban dejando de funcionar.)
—Los tranvías y autobuses, los barcos… —dijo George, sacudiendo la
cabeza sobrecogido—. Pete, esto significa que vamos a volver al primer
medio de transporte. Los caballos. Si quieres invertir, compra caballos. En
particular, yeguas. Una yegua de cría valdrá mil veces su peso en platino.
—Cierto. Pero no te olvides del vapor. Seguiremos teniendo motores de
vapor, estáticos y móviles.
—Tienes razón. El caballo de hierro otra vez para los viajes largos. Pero
el caballito de siempre para los cortos. ¿Sabes montar, Pete?
—Antes sí, pero creo que me he hecho demasiado viejo. Me conformaré
con una bicicleta. Mejor que compres una bici a primera hora de la mañana,
antes de que empiecen a escasear. Yo lo voy a hacer.
—Buen consejo. Y yo montaba muy bien en bici. Será fantástico, sin
coches que molesten. Y oye…
—¿Qué?
—También me voy a comprar una cometa. La tocaba de pequeño, y puedo
empezar otra vez. Además, tal vez me esconderé en algún sitio y escribiré esa
nove… Oye, ¿qué pasa con la imprenta?
—Mucho antes de la electricidad, ya se imprimían libros, George. Se
tardará un tiempo en reconvertir la industria editorial, pero desde luego habrá
libros. Gracias a Dios.
George Bailey sonrió y se levantó. Se acercó a la ventana y contempló la
noche. La lluvia había cesado y el cielo estaba despejado.
Había un tranvía detenido, sin luces, en mitad de la manzana. Un coche se
paró, luego arrancó más lentamente y se volvió a parar; sus luces se apagaron

Página 283
rápidamente.
George miró al cielo y tomó un trago.
—No hay relámpagos —dijo tristemente—. Añoraré los relámpagos.

El cambio se hizo con más suavidad de lo que nadie hubiera creído posible.
El gobierno, en reunión de emergencia, tomó la sabia decisión de crear
una comisión con autoridad absolutamente ilimitada, y por debajo de ella,
sólo instituyó tres comisiones subsidiarias. La comisión principal, llamada
Oficina de Reajuste Económico, tenía sólo siete miembros y su función era
coordinar los esfuerzos de las tres comisiones subsidiarias y decidir,
rápidamente y sin apelación, en las disputas jurisdiccionales entre ellas.
La primera de las comisiones subsidiarias era la Oficina del Transporte,
que inmediatamente tomó el control temporal de los ferrocarriles. Ordenó el
traslado de las locomotoras Diésel a vías muertas, organizó el uso de las
locomotoras a vapor y resolvió los problemas que presentaba el ferrocarril sin
telegrafía ni señales eléctricas. A continuación, decidió qué tenía que
transportarse; en primer lugar, los alimentos; después, el carbón y el aceite
mineral; y los artículos manufacturados esenciales por orden de importancia
relativa. Se arrojaron junto a las vías, sin ceremonia alguna, cargamento tras
cargamento de radios nuevas, estufas eléctricas, frigoríficos y otros artículos
igualmente inútiles, para aprovechar más tarde el metal.
El gobierno confiscó temporalmente todos los caballos, los clasificó según
sus capacidades y los puso a trabajar o a criar. Los caballos de tiro se
utilizaban sólo en las tareas más esenciales. Al programa de cría se le dio la
máxima prioridad; la oficina estimaba que la población equina se doblaría en
dos años, se cuadruplicaría en tres, y que en seis o siete años habría un caballo
en cada garaje del país.
Los granjeros, privados temporalmente de sus caballos, y cuyos tractores
se oxidaban en los campos, fueron instruidos en el uso del ganado para el
labrado y en otras labores del campo, incluyendo el transporte de carga ligera.
La segunda comisión, la Oficina de Recolocación Laboral, funcionaba
exactamente como puede deducirse de su nombre. Distribuía subsidios de
desempleo entre los millones de personas que estaban temporalmente en paro,
y ayudaba a recolocarlas, una tarea no demasiado difícil considerando el
tremendo incremento de la demanda de mano de obra en muchos sectores.
En mayo de 1957, treinta y cinco millones de personas en edad laboral
estaban sin empleo; en octubre, quince millones; para mayo de 1958, cinco

Página 284
millones. En 1959 la situación se había controlado por completo, y la elevada
demanda empezaba a hacer subir los salarios.
La tercera comisión tenía la tarea más difícil de las tres. Se llamaba
Oficina de Reconversión Industrial. Se ocupaba del tremendo esfuerzo de
reconvertir fábricas llenas de maquinaria eléctrica y que, en su mayor parte,
estaban orientadas a producir más maquinaria eléctrica, en industrias capaces
de producir, sin electricidad, artículos esenciales no eléctricos.
Las pocas máquinas de vapor estáticas disponibles tuvieron que hacer
tumos de veinticuatro horas los primeros días, y la primera cosa que se les
encargó fue el manejo de tomos, prensas, apisonadoras y fresadoras para
fabricar más máquinas de vapor de todos los tamaños. Éstas, a su vez, se
emplearon en la construcción de más máquinas de vapor. El número de
máquinas de vapor creció exponencialmente, igual que el número de caballos
puestos a criar. El principio era el mismo. Se habría podido, y muchos lo
hicieron, referirse a aquellas primeras máquinas de vapor como caballos de
cría. En cualquier caso, no andaban escasos de metal. Las fábricas estaban
llenas de maquinaria no reutilizable esperando a ser fundida.
Sólo cuando hubo suficientes máquinas de vapor (la base de la nueva
economía), se las puso al servicio de la fabricación de otros artículos:
lámparas de aceite, ropa, estufas de carbón, estufas de aceite, bañeras y
camas.
No todas las grandes fábricas fueron reconvertidas. Porque mientras duró
el período de reconversión, surgieron talleres artesanos individuales en miles
de lugares. Talleres pequeños, de una o dos personas, que fabricaban y
reparaban mobiliario, zapatos, velas, y realizaban cualquier tarea de cosas que
pudieran hacerse sin maquinaria compleja. Al principio, estos talleres
amasaron pequeñas fortunas porque no tenían competencia de la industria
pesada. Posteriormente, compraron motores de vapor pequeños para manejar
sus máquinas y se mantuvieron, creciendo con el boom económico que se
produjo con el retorno a tasas de empleo normales y el aumento del poder
adquisitivo, incrementando su tamaño de forma gradual hasta que muchos de
ellos rivalizaron en producción con las grandes fábricas y las superaron en
calidad.
Es cierto que también hubo sufrimiento durante el período de reajuste
económico, pero menos del que hubo durante la gran depresión de los años
treinta. Y la recuperación fue más rápida.
La razón era obvia; al combatir la depresión, los legisladores trabajaban a
ciegas. No conocían la causa (o, mejor dicho, conocían mil teorías

Página 285
contradictorias respecto a la causa) y no conocían la cura. La creencia de que
era un fenómeno temporal y de que se arreglaría solo si se lo dejaba en paz les
entorpeció la tarea. En resumen, y por decirlo claramente, no sabían de qué
iba aquello, y mientras hacían pruebas, se les escapó de las manos.
Pero la situación a la que se tuvo que enfrentar el país (y todos los demás
países) en 1957 era clara y obvia. No más electricidad. Había que
reconvertirlo todo al vapor y a la tracción animal. Así de simple y claro, sin
peros ni discusiones. Y todo el mundo (excepto los quejicas de costumbre)
apoyaba las medidas.
En 1961…
Era un día lluvioso de abril, y George Bailey estaba esperando bajo la
marquesina de la pequeña estación de Blakestown, Connecticut, para ver
quién llegaría en el tren de las 15:14.
El tren entró resoplando a las 15:25 y se detuvo jadeando; tres vagones de
pasajeros y uno de equipaje. La puerta del vagón de equipajes se abrió;
alguien bajó una saca de correo y la puerta se volvió a cerrar. Nada de
equipaje, de manera que probablemente no habría pasajeros que…
Entonces, al ver a un hombre alto y moreno bajar de la plataforma del
último vagón, George Bailey dio un grito de alegría.
—¡Pete! ¡Pete Mulvaney! ¿Qué diablos…?
—¡Bailey, por todos los santos! ¿Qué haces aquí?
—¿Yo? Yo vivo aquí —dijo George, apretando la mano de Pete—. Hace
ya dos años. Compré el semanario de Blakestown en el cincuenta y nueve por
una miseria, y ahora lo llevo yo; soy editor, periodista y portero. Tengo un
impresor que me ayuda, y Maisie se encarga de los temas sociales. Ella…
—¿Maisie? ¿Maisie Hetterman?
—Ahora se llama Maisie Bailey. Nos casamos cuando compré el
periódico y vinimos aquí. ¿Qué haces tú por aquí, Pete?
—Negocios. Sólo me quedaré una noche. He de ver a un hombre llamado
Wilcox.
—Oh, Wilcox. El chiflado local… Pero no me malinterpreles: desde
luego, es un tío listo. Bueno, ya lo verás mañana. Ahora vienes conmigo a
casa a cenar y te quedas a pasar la noche. Maisie se alegrará de verte. Ven,
tengo aquí el carro.
—Claro. ¿Has terminado lo que estuvieras haciendo aquí?
—Sí; sólo he venido para cubrir la noticia de quién venía en el tren. Y has
venido tú, o sea que vámonos.
Subieron al carro y George tomó las riendas.

Página 286
—¡Arre, Bessie! —le dijo George a la yegua—. ¿A qué te dedicas ahora,
Pete?
—A la investigación. Para una empresa de suministro de gas. Estamos
trabajando en un nuevo tipo de manguito más eficiente, que dará más luz y
será más resistente. Ese tal Wilcox nos escribió que tenía algo de ese estilo.
La empresa me ha enviado a ver qué es. Si la cosa funciona tal como dice, lo
llevaré conmigo de vuelta a Nueva York, para que los abogados de la empresa
se entiendan con él.
—¿Y cómo van los negocios, por lo demás?
—Fantástico, George. El gas; futuro está el ahí. Todas las casas nuevas ya
llevan tuberías de gas, y muchas de las viejas se lo están instalando. ¿Y tú?
—Nosotros ya tenemos gas. Por suerte, teníamos una de las viejas
linotipias que fundían el metal con un quemador de gas, así que la instalación
estaba casi hecha. Y nuestra casa está justo encima de la oficina y de la
imprenta, de modo que sólo tuvimos que alargar una tubería. Es fantástico, el
gas. ¿Cómo está Nueva York?
—Bien, George. Ha llegado a su último millón de habitantes, y se
estabilizará ahí. No hay aglomeraciones y tenemos espacio para todos. El
aire… oye, es mejor que en Atlantic City, sin humo de gasolina.
—¿Ya hay bastantes caballos?
—Casi. Pero lo que está de moda son las bicicletas; las fábricas no dan
abasto para cubrir la demanda. Hay un club ciclista casi en cada manzana, y
todos los que pueden van y vienen del trabajo en bici. Y les va muy bien;
unos años más, y los módicos empezarán a pasar hambre.
—¿Tú tienes bici?
—Sí, una de antes de los vasores. Hago una media de ocho kilómetros al
día, y como igual que un caballo.
—Pues le diré a Maisie que te ponga un poco de heno en la cena —dijo
riéndose George—. Bueno, hemos llegado. ¡So, Bessie!
Se abrió una ventana del piso de arriba y Maisie asomó la cabeza.
—¡Hola, Pete! —gritó.
—Pon un plato extra, Maisie —dijo George—. Subiremos en cuanto haya
dejado el caballo en el establo y le haya enseñado a Pete el piso de abajo.
Condujo a Pete desde el granero hasta la puerta trasera del taller del
periódico.
—¡Nuestra linotipia! —anunció orgullosamente, señalándola.
—¿Cómo funciona? ¿Dónde está el motor a vapor?

Página 287
—Aún no funciona. —George sonrió—. Todavía componemos los tipos a
mano. Sólo pude comprar un motor y tengo que usarlo en la prensa. Pero he
encargado uno para la linotipia que llegará dentro de un mes o así. Cuando lo
tengamos. Pop Jenkins, mi impresor, se quedará sin trabajo después de
enseñarme a manejarla. Con la linotipia en marcha, podré llevarlo todo yo
solo.
—¿No será muy duro para Pop?
—Pop espera el día con impaciencia —dijo George, sacudiendo la cabeza
—. Ya tiene sesenta y nueve años y quiere jubilarse. Sólo se queda hasta que
pueda apañármelas sin él. Aquí está la prensa; una preciosidad de Miehle.
También hacemos algunos trabajos por encargo. Y aquí, en la parte de
delante, está la oficina. Desordenada, pero eficaz.
—George, creo que has encontrado tu lugar —dijo Pete, mirando a su
alrededor y sonriendo—. Estás hecho para dirigir el periódico de una pequeña
ciudad.
—¿Dices que estoy hecho para esto? Me vuelve loco y me divierto más
que nadie. Lo creas o no, trabajo como un burro y me gusta. Vamos arriba.
—¿Y la novela que ibas a escribir? —preguntó Pete desde las escaleras.
—La tengo a medias, y no es mala. Pero no es la novela que iba a escribir.
Entonces era un cínico. Ahora…
—George, creo que las ondulaciones han sido tus mejores amigas.
—¿Las ondulaciones?
—Dios, ¿cuánto tardan las palabras modernas en llegar de Nueva York a
los pueblos? Los vasores, por supuesto. Algún profesor especialista en
estudiarlos los describió como ondulaciones del éter, y la palabra se hizo
popular… Hola, Maisie, muchacha. Estás guapísima.
Comieron con tranquilidad. Casi disculpándose, George sacó unos
botellines fríos de cerveza.
—Lo siento. Pete, no tengo nada más fuerte que ofrecerte. Pero no bebo
demasiado últimamente. Adivina…
—¿Tú le has vuelto abstemio, George?
—¿Abstemio? No exactamente. No es que haya jurado dejarlo, ni nada de
eso, pero hace casi un año que no tomo ni una copa de licor. No sé por qué,
pero…
—Yo sí —dijo Pete—. Sé exactamente por qué no bebes; yo tampoco
bebo mucho, y es por el mismo motivo. No bebemos porque no tenemos
que… Oye, ¿eso de ahí es una radio?

Página 288
—Un recuerdo. —George se rió—. No la vendería aunque me pagaran
una fortuna. De vez en cuando me gusta mirarla y pensar en las chorradas que
tenía que inventarme para ella. Entonces me acerco, le doy al interruptor y no
ocurre nada. Sólo silencio. Algunas veces el silencio es la cosa más
maravillosa del mundo. Pete. Claro que no podría hacer eso si hubiera algo de
energía, porque entonces oiría a los vasores. Supongo que continúan igual,
¿verdad?
—Sí, la Oficina de Investigación lo comprueba cada día. Intentan obtener
electricidad con un pequeño generador impulsado por una turbina de vapor.
Pero es inútil; los vasores la absorben tan deprisa como se genera.
—¿Crees que se irán alguna vez?
—Helmetz cree que no —dijo Mulvaney, encogiéndose de hombros—.
Piensa que se multiplican en proporción a la electricidad disponible. Aunque
el desarrollo de las retransmisiones por radio en otro lugar del universo los
atrajera hacia allí, algunos se quedarían… y se multiplicarían como moscas en
cuanto intentáramos volver a usar la electricidad. Entretanto, viven de la
electricidad estática del aire. ¿Qué hacéis aquí por las noches?
—¿Qué hacemos? Leer, escribir, ir de visita, participar en el grupo de
teatro amateur… Maisie dirige a los Comediantes de Blakestown, y yo hago
papeles pequeños. Ahora que no hay cine, a lodo el mundo le ha dado por el
teatro, y hemos descubierto verdaderos talentos. Y está el club de ajedrez y
damas, las excursiones en bici, los picnics… no hay tiempo para todo. Por no
hablar de la música. Todo el mundo toca un instrumento, o lo intenta.
—¿Y tú?
—Claro, la corneta. Soy el primer corneta de la Banda de Plata y toco
fragmentos como solista. Y… ¡ciclos! Esta noche hay ensayo, y damos un
concierto el domingo por la tarde. Lamento dejarte, pero…
—¿No puedo ir a escucharos? Tengo una flauta en la maleta y…
—¿Una flauta? Vamos escasos de flautas. Tráela, y entonces Si Perkins,
nuestro director, te secuestrará para el concierto del domingo… Sólo faltan
tres días, así que, ¿por qué no? Sácala ahora; tocaremos algunos temas
antiguos para entrar en calor. ¡Eh, Maisie, deja esos platos y ponte al piano!
Mientras Pete Mulvaney iba al cuarto de invitados a sacar la flauta de la
maleta, George Bailey cogió su corneta de encima del piano y tocó un suave
tono menor. Sonó claro como una campana; aquella noche estaba en forma.
Y con la cometa brillante y plateada en la mano, se dirigió a la ventana y
se quedó mirando la noche. Oscurecía y había dejado de llover.

Página 289
Se oyeron los cascos de un caballo que pasaba y el tintineo de un timbre
de bicicleta. Al otro lado de la calle, alguien tocaba la guitarra y cantaba.
Respiró hondo.
El aroma de la primavera era suave y dulce en el aire húmedo.
Paz y crepúsculo.
Se oyó un trueno a lo lejos.
«Maldición —pensó—. Si al menos pudiera ver un relámpago…».
Añoraba los relámpagos.

Página 290
El asesinato en diez fáciles lecciones

No hay nada romántico en un asesinato. Es un asunto desagradable, y no os


gustaría.
Sí, coged un asesinato y analizadlo. Lo encontraréis tan agradable de
diseccionar como una rana que lleve varias semanas muerta. El olor viene a
ser parecido, y os entrará la misma prisa para correr al incinerador con el
objeto de vuestro estudio.
Podéis dejar de leer, ahora mismo. Si no lo hacéis, recordad que os he
avisado.
No os hubiera gustado Morley Evans; a poca gente le gustaba. Es posible
que, incidental mente, hayáis leído algo sobre él en los periódicos, pero no
bajo ese nombre. Duke Evans era el nombre que utilizaba. Aunque eso fue
más tarde; de niño lo llamaban Apestoso.
Parece un chiste, ese mote de Apestoso. Normalmente lo es, pero no
siempre. En ocasiones, los niños demuestran un talento increíble a la hora de
asignar apodos. No es que oliera mal físicamente; de niño, sus padres lo
obligaban a lavarse a intervalos razonables. De mayor, era pulcro e iba bien
arreglado a su estilo grasiento. Tal vez parecerá que tengo prejuicios; no es
que fuera grasiento. Pero sí que usaba gomina en el pelo.
Pero nos estamos adelantando a los acontecimientos. Volvamos a
Apestoso Evans y a la primera lección. Entonces tenía catorce años. Iba con
una pandilla de muchachos que solían robar en las tiendas del barrio los
sábados por la larde, y salían con los bolsillos atiborrados. La mayoría eran
bastante buenos, y rara vez los pillaban.
Harry Callan era el jefe de la banda. Era un poco mayor que los otros y
tema contactos. Era capaz de coger un paquete de veinte dólares de navajas de
afeitar, agujas de fonógrafo y cosas similares, y convertirlo en cinco dólares
en efectivo. Con esa habilidad, sus puños y su ventaja en tamaño, dirigía la
banda.
Se podría decir que la primera lección de asesinato para Apestoso Evans
llegó la tarde en que Harry Callan le dio la paliza de su vida. Sin ningún
motivo en especial; sólo que, de vez en cuando, Harry pegaba a uno de sus
satélites para estar seguro de que sabían cuál era su sitio.

Página 291
Ocurrió en el callejón detrás de la bolera, donde algunos de ellos iban a
jugar de cuando en cuando. Empezó con palabras, la mayor parte de ellas
pronunciadas por Harry Callan; después, Harry se abalanzó sobre Apestoso
Evans y le dio una buena paliza.
Fue una experiencia nueva, porque las únicas peleas de Apestoso habían
sido contra niños menores que él. No duró mucho. Cuando hubo terminado,
se quedó tendido en el callejón, medio llorando, medio maldiciendo, con la
nariz chorreándole sangre. Nada serio; podría haberse levantado fácilmente
para recibir más.
Pero, pese a la rabia y al odio ciegos que sentía, se contuvo. Sabía que
estaba derrotado.
Así que se quedó tendido, apretando una piedra con la mano; y fue
entonces cuando el diablillo se metió en su mente y recogió la piedra.
—Mata —le dijo una voz—. Mata a la rata.
No le sirvió de nada. Harry Callan le arrancó la piedra de la mano de un
puntapié, lo golpeó con el pie en la cara rompiéndole tres dientes y volvió a
entrar en la bolera por la puerta de atrás.
Tampoco hubiera servido de nada. No habría lirado la piedra; al menos,
no la habría tirado a la cabeza de Harry Callan. Se habría acoquinado, porque
no estaba listo aún para el asesinato.
Al cabo de un rato se levantó y se fue a casa.
Si, tal como dicen, los matrimonios se preparan en el cielo, los asesinatos
deben de prepararse en el infierno.
Claro que ya nadie cree mucho en el infierno; al menos, no en un infierno
concreto con diablillos rojos correteando con tridentes y este tipo de cosas.
Pero, de todas formas, tiene que haber un infierno, porque allí se preparan
los asesinatos. Para explicar la preparación de un asesinato, hay que creer en
eso. Y, como hemos de tener algún tipo de infierno, vamos a quedarnos con el
modelo clásico. Ya que vamos a postular un infierno, hagámoslo bien.
Diablillos rojos y todo lo demás.
En otras palabras, manos a la obra. Imaginemos un Diablillo Rojo riendo
maliciosamente mientras Apestoso Evans regresaba a su casa desde el
callejón de detrás de la bolera. Imaginemos al Diablillo Rojo hablando con el
mismísimo jefe supremo.
—Buen material, jefe. Un tipo desagradable si alguna vez hubo uno. Lo
conseguirá, jefe.
—¿Le has dado la primera lección?

Página 292
—Sí —dijo el Diablillo Rojo—. Ahora mismo. Unas pocas lecciones más
de vez en cuando, y estará listo.
—De acuerdo, es tuyo. Sigue con él.
—Desde luego, jefe —dijo el D. R.—. Seguiré con él, ya lo creo. Seguiré
con él.
Así era Apestoso Evans a los catorce años. A los quince, lo pillaron
robando un neumático de recambio. Pasó una noche en un calabozo antes de
que descubrieran que era menor y lo entregaran a los funcionarios del
Tribunal de Menores. En la celda coincidió con un reincidente arrestado por
cuarta vez, y conversaron sobre navajas.
Estaba oscuro en la celda excepto por el dibujo que los barrotes de la
puerta trazaban en el suelo. Un trapezoide amarillo pálido con rayas paralelas
estrechas y negras. Una cucaracha empezó a cruzarlo, y un pie enorme
calzado con zapatos fabricados en la cárcel salió del camastro y la aplastó.
—Si alguna vez le clavas la navaja a un tío, retuércela —le dijo el
reincidente—. Eso deja entrar el aire, y el tío cae más deprisa. No tiene
tiempo de gritar ni de complicarte la vida, ¿entiendes? Por eso los cuchillos
de filo ancho son los mejores. Dejan entrar más aire cuando los retuerces. Los
estiletes no sirven para nada; tienes que acertar al corazón o apuñalarlo media
docena de veces…
Hubo más. Fue toda una lección. Apestoso se acordó de Harry Callan.
Pasillo abajo, un borracho con delirium tremens gritaba como un poseso
porque lo perseguían unas tarántulas. Apestoso Evans se estremeció.
Lo pusieron en libertad condicional por el robo del neumático. Pero antes
de haber cumplido la condena, se metió de nuevo en problemas, y esa vez
fueron seis meses de reformatorio. Fueron seis meses buenos; aprendió
mucho allí. Para no aburriros con detalles desagradables, diremos que allí
tomó las lecciones siguientes, de la tres a la cinco inclusive, y todavía somos
conservadores.
Tenía quince años cuando salió, pero parecía mayor. Se sentía mayor.
Había decidido no volver a casa. Volver a casa significaba que tendría que
encontrar un trabajo e informar regularmente a los del Tribunal de Menores
respecto a cómo le iba. Lo estarían observando constantemente. Al infierno
con ellos.
Fue a casa sólo el tiempo suficiente para llevarse algo de ropa y coger el
dinero del alquiler que guardaban en la tetera rota. Eran veinticinco dólares.
Saltó a un tren en marcha y bajó cuando vio a los presos que hacían
trabajos forzados en el ferrocarril de Springfield, el límite entre

Página 293
jurisdicciones.
Alquiló una habitación barata en Springfield y exploró la ciudad. Cuando
casi no le quedaba dinero, regresó a donde había visto un letrero de SE
NECESITA CHICO en la entrada de una sala de billares.
Eran los Billares Acme, dirigidos por Nick Chester. Quizá hayáis oído
hablar de Nick Chester. Lo conoceríais, desde luego, si vivierais en
Springfield.
Era un hombrecillo moreno y bien afeitado. Llevaba trajes de doscientos
dólares y fumaba puros de cincuenta centavos. Vivía en una ostentosa
mansión a las afueras de la ciudad y conducía un coche fabricado
especialmente para él. Tenía todos los aditamentos, si sabéis a qué me refiero.
Y todo salía de una pequeña sala de billar donde los beneficios eran tal vez de
veinte o treinta dólares a la semana.
Nick se echó atrás el sombrero de veinte dólares y estudió a Apestoso
Evans con ojos que no perdían detalle.
—¿Cuántos años tienes, chico? —dijo.
—Veinte.
—Has estado en la trena, ¿no? —Nick no esperó respuesta—. Por mí bien,
si no te buscan. —Apestoso hizo un gesto de negación—. ¿Cómo te llamas?
—preguntó Nick.
—Duke —dijo Apestoso, que ya lo había decidido—. Duke Evans.
—De acuerdo, Duke —dijo Nick—. Te ocuparás de alinear las bolas
durante un tiempo. Cuando te conozca mejor, tal vez te daré más cosas que
hacer. Nos llevaremos bien.
Duke regresó a las mesas de billar. Observó a Nick Chester y supo qué
quería ser. Esa vida estaba hecha para él; trajes de doscientos dólares con un
clavel blanco en la solapa, cigarros caros, ojos inexpresivos pero escrutadores
y un puñado de pasta.
Poder. Eso era lo que quería. Trabajaría por ello; robaría por ello; incluso
cometería…
Tal vez hubo regocijo en el infierno. Al menos, por supuesto, en caso de
que existiera un lugar así. Las cosas iban muy bien. Era obvio que el D. R.
hacía su trabajo.
—Lo está haciendo muy bien, jefe —dijo el D. R.—. Puede decirse que
acaba de tomar la sexta lección. Un año más…
—No te apresures demasiado. Deja que madure. Asegúrale bien.
—Se graduará, jefe, cum laude. Pero ¿quiere decir que tengo que esperar
dos o tres años más?

Página 294
—Deja que madure. Cinco o seis años.
—¿Tanto tiempo? —dijo el D. R., tragando saliva horrorizado—. ¡Oh,
ciclos!
Y tuvieron que lavarle la boca con azufre.
A los dieciocho años tomó la séptima lección. Duke Evans empezaba a
parecer Duke Evans. Sólo llevaba un traje de treinta dólares, pero el pantalón
tenía un corte impecable.
Ya no alineaba bolas; hacía cobros. Cobros pequeños, pero muchos. Ése
era el sistema de Nick y allí residía su fuerza; tema un dedo en mil pasteles
pequeños. Uno tras otro, Duke iba aprendiendo cosas sobre todos los pasteles.
Entró en la floristería de la calle Grove, la atravesó rápidamente y
encontró al pequeño florista solo en el taller tejiendo una guirnalda. Duke le
sonrió.
—Hola, Larkin. Tus deudas; cuarenta pavos.
—No… no puedo pagarlos —dijo el hombrecillo, sin sonreír—. Ya se lo
he dicho al señor Wescott, de su organización. He hablado con él por teléfono
esta mañana. He estado perdiendo dinero desde que empecé a pagar…
—Pues yo tengo órdenes de cobrarlo, ¿entiendes? —dijo Duke, ya sin
sonreír y con expresión dura.
—Pero mire, es que ni siquiera tengo cuarenta dólares. Todavía no he
pagado todo el alquiler. No puedo…
Retrocedió, y había miedo en su cara. Eso fue un error. Nadie había
demostrado nunca miedo delante de Duke Evans. Y el florista era un hombre
pequeño, terriblemente asustado.
No era tarea de Duke; podía haber regresado y dado parte. Hubieran
enviado a uno de los matones. Pero era demasiado fácil.
Golpeó a Larkin con el dorso de la mano en el lado izquierdo de la cara,
tirándole las gafas, y le volvió a golpear con la palma en el otro lado del
rostro, avanzando mientras el florista retrocedía.
Sacudió la cabeza del hombrecillo adelante y atrás antes de propinarle un
fuerte codazo en la boca del estómago. Larkin se dobló y vomitó.
—Esto ha sido una muestra. ¿Todavía crees que no puedes reunir cuarenta
pavos?
Duke cobró los cuarenta pavos. De regreso al cuartel general, se compró
un puro. No le gustó tanto como los cigarrillos, pero decidió que a partir de
entonces empezaría a fumarlos. En la solapa llevaba un capullo de rosa blanco
que había cogido de un jarrón al salir de la tienda de Larkin. Además, se hizo
limpiar los zapatos, aunque no lo necesitaban. Se sentía muy bien.

Página 295
Nick Chester observó el capullo de rosa. Su ceja izquierda se elevó medio
milímetro, lo cual no bastó para que Duke lo notara.
Duke se hizo amigo de Tony Barría… o lo más parecido a un amigo que
podía tener Tony.
Tony también era pequeño, como Larkin, pero Tony no era la clase de tío
pequeño que se puede amedrentar. Tony era un torpedo. Era frío, tenso, y se
movía con una gracia que parecía brusca porque era muy rápida. Nadie se
sentía del todo a gusto con Tony; era como si diera la impresión de que, si se
lo golpeaba en la espalda, podía explotar. Tal vez acuñaron la palabra
«torpedo» sólo para describir a Tony Barría. Pero después de un par de
partidas de billar, se le podía aflojar la lengua con Chianti, que es una palabra
cara para designar al vino tinto italiano. Y, como Duke quería aprender algo
que Tony podía enseñar, tenía siempre Chianti en su habitación. Recibió
clases de Tony en los temas que todo joven ambicioso debe dominar. Un
ejemplo:
—Mira, si vas a usarla con alguien, una automática del cuarenta y cinco es
lo que necesitas. No hagas tonterías con pistolas pequeñas. Una del cuarenta y
cinco, porque si le das en el hombro, o en la pierna, o algo así con un arma
pequeña, no significa nada. Tienes que acertar en la cabeza o el corazón. En
las tripas lo matas, pero antes vivirá un rato. Puede que lo suficiente para
hablar, ¿entiendes? Pero las pipas grandes, den donde den, los tumban como
un bate de béisbol.
»Aunque si sólo la llevas por si acaso, una automática del treinta y dos
también está bien. Son ligeras, y no se nota el bulto en el abrigo…
Oh, claro, ésas eran cosas elementales, pero Duke profundizó y también
aprendió detalles más precisos. Por ejemplo, cómo pasar la prueba de la
parafina. Y si no lo sabéis, mejor así. Yo no doy lecciones; sólo cuento una
historia sobre ellas.
Tony era un pistolero completo. Creía que las navajas eran para
afeminados; los puños, para los gorilas; y las metralletas, para idiotas
incapaces de aprender a disparar bien con pistola.
—Con una cuarenta y cinco, me atrevo con cualquier metralleta. Sólo
necesitaría un disparo y me daría tiempo a hacer tres mientras él todavía
estaba girando la metralleta y tratando de apuntarme…
Duke Evans aprendió mucho de Tony. Hubo una cosa que no aprendió;
cómo no tener miedo de Tony. Pero pensaba que Tony estaría de su parte
cuando diera el paso. A Tony no le gustaba Nick, y Duke trabajaba para que
eso continuara así…

Página 296
Duke dejó pasar un par de años. Creció en maldad, en estatura y en
prestigio ante sí mismo y ante la banda. Se compró dos pistolas, y las
consiguió de forma que no las pudieran relacionar con él. También se compró
un rifle, pero eso lo hizo abiertamente y sin callárselo. Sus excursiones de
caza ocasionales tenían el propósito de encontrar lugares ocultos en los
bosques donde practicar el tiro con una automática. Nadie sabía nada de las
pistolas ni de su práctica con ellas.
Durante una temporada, se encargó de dirigir el grupo de los matones.
Sólo les decía a quién visitar y qué hacerle. Le encantaba decidir aquellos
temas.
Una vez puso él mismo una bomba que destrozó la tienda de un hombre
llamado Perelman, que había decidido, contra todos los consejos, no respaldar
una apuesta en las carreras. Por eso pusieron la bomba en su tienda. Pero el
motivo por el que Duke Evans hizo el trabajo en persona fue que Perelman le
había dicho «Lárgate de aquí, sicario» a Duke Evans.
Duke Evans ya no era un sicario.
Oyó la explosión a unas cuantas manzanas.
«Así que sicario, ¿eh?», pensó. Deseó que Perelman hubiera estado en la
tienda cuando estalló la bomba. Se lo imaginó con todo detalle. Como estaba
en un callejón oscuro y no tenía que mantener la cara inexpresiva, su mirada
no era nada agradable.
Nada agradable. Pero es que Duke Evans no era un tipo agradable. Os lo
había advertido.
Y al cabo de un tiempo, estuvo listo. Listo para dar el golpe y apoderarse
de todo.
Lo había pensado muy bien, y a fin de cuentas, no iba a ser basto y usar
una pistola. Eso era para los torpedos baratos como Tony. Había razones por
las que sería mejor que la muerte de Nick pareciera un atropello.
Un día robó un coche y lo mantuvo camuflado hasta que se hizo tarde y
Nick se hubo marchado a casa. Entonces hizo la llamada. Se la había pensado
muy bien. Era importante que viera a Nick enseguida; había ocurrido algo. Y,
ya que Nick no permitía que ninguno de sus hombres fuera a su casa, ¿no
podría Nick…?
Bueno, los detalles no importan; resultó que Nick se vestiría y recorrería
caminando las dos manzanas; una distancia demasiado corta para molestarse
en sacar el coche del garaje. Y Nick tendría que cruzar por una esquina
determinada.

Página 297
Duke aparcó el coche robado con las luces apagadas y el motor en
marcha, justo en el lugar preciso. Podía arrancar cuando Nick estuviera a un
tercio de la distancia, y lo alcanzaría tanto si intentaba seguir adelante como si
retrocedía.
Había una farola en la esquina, pero donde el coche estaba aparcado la
oscuridad era total. Estaba más oscuro de lo que había pensado. Nick, estaría
a punto de llegar. Toda la atención de Duke estaba concentrada en esperarlo.
No oyó a los dos hombres que se acercaban a pie en dirección opuesta
hasta que estuvieron junto al coche y abrieron las puertas de los dos lados.
Uno de ellos era Tony Barría, el otro el Sueco.
Tony subió junto a él y le apoyo la cuarenta y cinco en las costillas. Duke
recordó lo que la cuarenta y cinco le hacía a un hombre, y empezó a sudar.
—Escucha, Tony, yo… —dijo.
La pistola se le clavó.
—Cállate y conduce hacia el norte.
—Tony, te daré…
El Sueco, en el asiento trasero, levantó la culata de su pistola y la dejó
caer con un golpe corto y despiadado.
Pero cuando faltaba poco para el alba (en Springfield, no en el infierno),
el Diablillo Rojo entró corriendo en la oficina principal, con una sonrisa
triunfal, sacudiendo con alegría su cola de punta de flecha.
—Acaba de graduarse, jefe. —Rió—. Le acabo de dar la última lección.
Ya lo sabe todo acerca del asesinato. Lo dejaron inconsciente, pero recobró el
conocimiento antes de que llegaran a la bahía, y se enteró de todo mientras le
ponían el bloque de cemento en los pies. Tendría que haberlo oído suplicar,
hasta que tuvieron que amordazarlo. Pero se enteró de todo; ya lo sabe todo, y
muy bien. Desde luego, se ha graduado. Desde luego…
—Bien. Lo tienes aquí contigo, por supuesto.
—Sí —dijo cl D. R.—. Claro que está aquí; desde luego, está aquí…

Página 298
Pi en el cielo

Roger Jerome Phlutter, por cuyo absurdo nombre no voy a presentar defensa
alguna, excepto que era auténtico, en el momento en que se desarrolla esta
historia, era un buen empleado de la oficina del Observatorio Cole.
No era un joven particularmente brillante, aunque realizaba sus tareas
diarias de forma asidua y eficiente, estudiaba cálculo en casa durante una hora
cada noche y esperaba llegar algún día a ser el astrónomo al cargo de un
observatorio importante.
Sin embargo, nuestra narración de los sucesos del final de marzo del año
1987 debe empezar con Roger Phlutter por la poderosa razón de que él, entre
todos los hombres de la Tierra, fue el primer observador de la aberración
estelar.
Os presento a Roger Phlutter.
Alto, pálido debido al tiempo que pasaba encerrado, con gafas gruesas de
montura de concha, pelo oscuro cortado al estilo de los años ochenta, pero del
siglo XIX, ni demasiado bien ni demasiado mal vestido, fumador
empedernido…
A las cinco menos cuarto de aquella tarde, Roger estaba ocupado en dos
operaciones simultáneas. Una era examinar al microscopio de parpadeo una
placa fotográfica tomada la noche anterior de una sección de Géminis. La otra
era considerar si, con los tres dólares que le quedaban de la paga de la semana
anterior, se atrevería a telefonear a Elsie y pedirle que saliera con él.
Sin duda, cualquier joven normal, en un momento u otro, ha compartido
esa segunda operación con Roger Phlutter, pero no todo el mundo ha
trabajado con un microscopio de parpadeo o entiende cómo funciona. Así que
alzaremos la mirada desde Elsie a Géminis.
Un microscopio de parpadeo tiene espacio para colocar dos placas
fotográficas tomadas en la misma sección del cielo, pero en horas diferentes.
Las placas son cuidadosamente yuxtapuestas, y el operador puede enfocar su
visión alternativamente, a través del visor, primero sobre una y después sobre
la otra, por medio de un obturador. Si las placas son idénticas, la
manipulación del obturador no revela nada, pero si uno de los puntos de la
segunda placa difiere de la posición que ocupa en la primera, llama

Página 299
inmediatamente la atención porque parece saltar atrás y adelante cuando se
manipula el obturador.
Roger manipuló el obturador, y uno de los puntos saltó. Roger también.
Lo intentó de nuevo, olvidándose (como nosotros) de todo lo relacionado con
Elsie por el momento, y el punto volvió a saltar. Saltó casi una décima de
segundo.
Roger se enderezó y se rascó la cabeza. Encendió un cigarrillo, lo dejó en
el cenicero y volvió a mirar por el microscopio. El punto volvió a saltar
cuando usó el obturador.
Harry Wesson, que hacía el tumo de noche, acababa de entrar en la oficina
y estaba colgando el abrigo.
—¡Eh, Harry! —dijo Roger—. A este microscopio le falla algo.
—¿De veras?
—Sí. Pólux se ha movido una décima de segundo.
—¿De veras? —dijo Harry—. Bueno, coincide con el paralaje. Treinta y
dos años luz; el paralaje de Pólux es de cero coma uno cero uno. Algo más de
una décima de segundo, de modo que si tu placa de comparación se tomó
hace seis meses, cuando la Tierra estaba al otro lado de su órbita, los datos
están bien.
—Pero, Harry, la placa de comparación se tomó anteanoche. Hay
veinticuatro horas de diferencia entre las dos.
—Estás loco.
—Míralo tú mismo.
Aún no eran las cinco en punto, pero Harry Wesson pasó por alto
generosamente aquel hecho y se sentó frente al microscopio. Manipuló el
obturador, y Pólux, complaciente, saltó.
No había duda de que se trataba de Pólux, porque era, con mucho, el
punto más brillante de la placa. Pólux es una estrella de magnitud uno coma
dos, una de las veinte más brillantes del cielo y, con diferencia, la más
brillante de Géminis. Y ninguna de las estrellas más débiles de alrededor se
movió en absoluto.
—Hum —dijo Harry Wesson. Frunció el ceño y volvió a mirar—. Una de
las fechas de esas placas está mal puesta, eso es todo. Lo primero que haré
será comprobarlo.
—Las placas no están mal fechadas —dijo Roger con obstinación—. Las
he fechado yo mismo.
—Eso lo demuestra —dijo Harry—. Vete a casa. Son las cinco en punto.
Si Pólux se movió una décima de segundo la noche pasada, yo te la volveré a

Página 300
poner en su sitio.
Así que Roger se marchó. Pero se sentía incómodo, como si no hubiera
debido hacerlo. No podía decir exactamente qué le preocupaba, pero algo le
rondaba la cabeza. Decidió ir a casa andando en lugar de tomar el autobús.
Pólux era una estrella fija. No podía haberse movido una décima de
segundo en veinticuatro horas.
«Veamos… treinta y dos años luz —se dijo a sí mismo—. Una décima de
segundo. Eso sería moverse varias veces más deprisa que la velocidad de la
luz. Cosa que es totalmente absurda».
¿O acaso no lo era?
No tenía muchas ganas de estudiar ni de leer aquella noche. ¿Bastarían
tres dólares para invitar a Elsie a algún sitio? Pasó por delante del letrero que
anunciaba una casa de empeño y sucumbió a la tentación. Empeñó el reloj y
telefoneó a Elsie. ¿Cena y teatro?
—Pues claro, Roger.
De modo que, hasta que la hubo acompañado a su casa a la una y media,
consiguió olvidarse de la astronomía. No había nada de raro en eso. Habría
sido extraño que hubiera conseguido recordarla.
Pero su sensación de inquietud regresó tan pronto como hubo dejado a
Elsie. Al principio, no recordaba por qué. Simplemente sabía que no tenía
ganas de irse a casa todavía.
La taberna de la esquina aún estaba abierta, y entró a tomar una copa. Iba
por la segunda cuando se acordó. Pidió una tercera.
—Hank —le dijo al camarero—. ¿Conoces a Pólux?
—¿Pólux qué más? —preguntó Hank.
—Olvídalo —dijo Roger.
Pidió otra copa y reflexionó. Sí, había cometido un error en alguna parte.
Pólux no podía haberse movido.
Salió y empezó a caminar hacia su casa. Ya casi había llegado cuando se
le ocurrió mirar hacia Pólux. Claro que, con el ojo desnudo, no podría
detectar un desplazamiento de una décima de segundo, pero sentía curiosidad.
Levantó la vista, se orientó por la hoz de Leo y encontró a Géminis;
Cástor y Pólux eran las únicas estrellas visibles de Géminis, porque no era
una noche particularmente buena para la astronomía. Estaban allí, desde
luego, pero pensó que parecían algo más separadas de lo normal. Absurdo,
porque eso sería cuestión de grados, no de minutos ni segundos.
Se quedó mirándolas un momento, luego dirigió la vista a la Osa Mayor.
Cerró los ojos y los volvió a abrir cuidadosamente.

Página 301
La Osa Mayor no parecía estar como siempre. Estaba distorsionada.
Parecía haber más espacio entre Aliolh y Mizar, en el brazo del carro, que
entre Mizar y Alkaid. Pheeda y Merak, en el fondo, estaban más juntas
haciendo que el ángulo entre el fondo y el borde resultara más agudo. Mucho
más agudo.
Incrédulo, trazó una línea imaginaria desde Merak y Dubhe, hasta la
Estrella Polar. La línea se curvaba. Tema que hacerlo. Si la trazaba recta
pasaba a cinco grados de la Estrella Polar.
Respirando con algo de dificultad, Roger se quitó las gafas y las limpió
muy cuidadosamente con el pañuelo. Se las volvió a poner, y la Osa Mayor
seguía distorsionada.
También Leo, cuando se volvió a mirarla. En cualquier caso, Régulo no
estaba donde debería por un grado o dos.
¡Un grado o dos! ¡A la distancia de Régulo! ¿Eran sesenta y cinco años
luz? Algo así.
Entonces, a tiempo de salvar su cordura, Roger recordó que había estado
bebiendo. Se fue a casa sin atreverse a volver a mirar hacia arriba. Se acostó,
pero no pudo dormir. No se sentía ebrio. Se fue poniendo más y más nervioso,
cada vez más despierto.
Se preguntó si se atrevería a llamar al observatorio. ¿Sonaría borracho por
teléfono? Al diablo con eso, decidió finalmente. Caminó hacia el teléfono en
pi jama.
—Lo siento —dijo la operadora.
—¿Qué es lo que siente?
—No puedo ponerle con ese número —dijo la operadora, en tono dulce—.
Lo siento. No tenemos esa información.
Pidió hablar con la operadora en jefe y consiguió la información. El
Observatorio Cole se había visto tan inundado de llamadas de astrónomos
aficionados que habían tenido que pedirle a la compañía telefónica que
cortara todas las llamadas, excepto las de larga distancia procedentes de otros
observatorios.
—Gracias —dijo Roger—. ¿Puede pedirme un taxi?
Era una petición poco usual, pero la operadora en jefe lo complació y le
pidió un taxi.
Encontró el Observatorio Cole en un estado parecido a un manicomio.
A la mañana siguiente, la mayoría de periódicos publicaban la noticia.
Casi todos le daban cinco o siete centímetros en una página interior, pero los
hechos estaban allí.

Página 302
Los hechos eran que unas cuantas estrellas, en general las más brillantes,
habían desarrollado movimientos propios en las últimas cuarenta y ocho
horas.
«Eso no significa —bromeaba el Spotlight de Nueva York— que sus
movimientos hayan sido impropios en ningún sentido en el pasado. Para un
astrónomo, “movimiento propio” se refiere al movimiento de una estrella por
la superficie del cielo en relación a otras estrellas. Hasta ahora, una estrella
llamada “Estrella de Barnard”, en la constelación de Ofiuco, ha mostrado el
mayor movimiento propio de todas las estrellas conocidas, recorriendo una
distancia de diez segundos y cuarto id año. La Estrella de Barnard no es
visible a simple vista».
Probablemente, ningún astrónomo de la Tierra durmió ese día.
Los observatorios cerraron sus puertas, con todo su personal dentro, y no
admitían a nadie excepto a algunos reporteros ocasionales que se quedaban un
rato y se marchaban con expresión de desconcierto, finalmente convencidos
de que estaba ocurriendo algo extraño.
Los microscopios parpadeaban, y los astrónomos también. Se consumía
café en cantidades prodigiosas. Se llamó a la policía antidisturbios para que
interviniera en seis observatorios de Estados Unidos. Dos de esas llamadas las
ocasionaron ciertos intentos de entrar por la fuerza por parte de astrónomos
aficionados frenéticos del exterior. Las otras cuatro se debieron a peleas a
puñetazos que se desarrollaron a partir de las discusiones dentro de los
mismos observatorios. La oficina del Observatorio Lick estaba hecha un
desastre, y James Truwell, Astrónomo Real de Inglaterra, tuvo que ir al
hospital con una contusión leve, a consecuencia de una pesada placa
fotográfica que le estrelló en la cabeza un subordinado indignado.
Pero esos incidentes fueron excepciones. Los observatorios, en general,
estaban bien organizados, para tratarse de manicomios.
El centro de atención en los observatorios más emprendedores estaba en el
altavoz por donde llegaban los informes del hemisferio oriental.
Prácticamente todos los observatorios mantenían líneas abiertas con el lado
nocturno de la Tierra, donde el fenómeno se seguía estudiando. Así, los
astrónomos que se encontraban bajo los cielos nocturnos de Singapur,
Shanghai y Sydney hacían sus observaciones, por así decirlo, directamente al
otro lado de una línea telefónica de larga distancia.
Particular interés recibían los informes de Sydney y Melbourne, de donde
procedía la información respecto a los cielos del sur no visibles (ni siquiera de
noche) desde Europa ni los Estados Unidos. La Cruz del Sur, según esos

Página 303
informes, había dejado de ser una cruz, ya que su Alfa y su Beta se habían
desplazado hacia el norte. Alfa y Beta del Centauro, Canope y Achemar
mostraban un considerable movimiento propio; y todas, de forma general, se
desplazaban hacia el norte. El Triángulo Austral y las Nubes de Magallanes
estaban como siempre. Sigma del Octante, la débil estrella polar, no se había
movido.
Las alteraciones en el hemisferio sur, por tanto, eran mucho menores que
en el norte, en lo que respecta al número de estrellas desplazadas. Sin
embargo, el movimiento propio relativo de las estrellas que sí se habían
movido era mayor. Aunque la dirección general del movimiento de las pocas
estrellas que se desplazaban era hacia el norte, sus caminos no iban
directamente al norte, ni convergían en ningún punto exacto del espacio.
Los astrónomos estadounidenses y europeos digirieron estos hechos y
bebieron más café.
Los periódicos de la tarde, particularmente en Estados Unidos, revelaron
mayor preocupación por el hecho de que algo inusual estaba ocurriendo en el
cielo. La mayoría trasladaron la historia a la primera página (pero no en los
titulares principales), y le dieron media columna, con explicaciones cortas o
largas dependiendo de la suerte del director a la hora de obtener declaraciones
publicables de los astrónomos.
Las declaraciones, cuando se obtenían, eran invariablemente sobre hechos
y no sobre opiniones. Los astrónomos afirmaban que los hechos de por sí ya
eran lo bastante sorprendentes, y que las opiniones serían prematuras. Había
que esperar a ver. Lo que estuviera ocurriendo, estaba ocurriendo deprisa.
—¿Cómo de deprisa? —preguntó un director.
—Más deprisa de lo que es posible —fue la respuesta.
Tal vez sea injusto decir que ningún director de periódico proporcionó
opiniones en aquel momento. Charles Wangren, el eficiente director del
Chicago Blade, se gastó una pequeña fortuna en llamadas a larga distancia.
Después de sesenta intentos consiguió hablar con los astrónomos jefe de cinco
observatorios. A todos les hizo la misma pregunta.
—¿Cuál sería, en su opinión, una causa posible, cualquier causa posible,
de los movimientos estelares de estas últimas dos noches?
Y clasificó las respuestas.
—Me gustaría saberlo. —Geo F. Stubbs, Observatorio Tripp, Long Island.
—Alguien o algo se ha vuelto loco, y espero ser yo, de veras. —Henry
Collister McAdams, Observatorio Lloyd, Boston.

Página 304
—Lo que está ocurriendo es imposible. No puede haber ninguna causa. —
Letton Tischauer Tinney, Observatorio Burgoyne, Alburquerque.
—Estoy buscando a un experto en astrología. ¿Conoce a alguno? —
Patrick R. Whitaker, Observatorio Lucas, Vermont.
Estudiando tristemente esta clasificación, que le había costado 187 dólares
con 35 centavos, impuestos incluidos, el director Wangren firmó una orden de
gastos para cubrir las llamadas a larga distancia y dejó caer la clasificación en
la papelera. Telefoneó a su cronista habitual para los temas científicos.
—¿Puedes hacerme una serie de artículos, de dos a tres mil palabras cada
uno, sobre este follón astronómico?
—Claro —dijo el cronista—. ¿Qué follón?
Resultó que acababa de volver de unos días de pesca, y no había leído ni
un periódico ni dirigido una mirada al cielo. Pero escribió los artículos. Hasta
les dio atractivo sexual por medio de ilustraciones, utilizando mapas estelares
antiguos que mostraban a las constelaciones en ropa interior, reproduciendo
algunos cuadros famosos como El origen de la Vía Láctea, e incluyendo una
fotografía de una chica en bañador mirando por un telescopio de mano,
presumiblemente a una de las estrellas errantes. La lirada del Chicago Blade
aumentó en un 21,7 por ciento.

De nuevo eran las cinco en punto en la oficina del Observatorio Cole, apenas
veinticuatro horas y quince minutos después del inicio de la conmoción.
Roger Phlutter (sí, hemos vuelto con él) despertó de repente al sentir una
mano en el hombro.
—Vete a casa, Roger —dijo Mervin Armbruster, su jefe, en tono amable.
—Señor Armbruster —dijo Roger, incorporándose bruscamente—. Siento
haberme dormido.
—Tonterías —dijo Armbruster—. No puedes quedarte aquí para siempre,
ninguno de nosotros puede. Vete a casa.
Roger Phlutter se fue a casa. Pero, después de un baño, se sintió más
inquieto que soñoliento. Sólo eran las seis y cuarto. Telefoneó a Elsie.
—Lo siento muchísimo, Roger, pero tengo otra cita. ¿Qué está pasando,
Roger? Con las estrellas, quiero decir.
—Caray, Elsie… se están moviendo. Nadie sabe por qué.
—Pero yo pensaba que todas las estrellas se movían —dijo Elsie—. El sol
es una estrella, ¿no? Tú una vez me dijiste que el sol se movía hacia un punto
de Sansón.

Página 305
—Hércules.
—Pues Hércules. Si me dijiste que todas las estrellas se movían, ¿por qué
se ha puesto tan nervioso todo el mundo?
—Esto es diferente —dijo Roger—. Mira a Canope, por ejemplo. Ha
empezado a recorrer siete años luz en un día. ¡No puede hacer eso!
—¿Por qué no?
—Porque —dijo Roger pacientemente—, nada puede moverse más
deprisa que la luz.
—Pues si se mueve así de deprisa, es que sí que puede —dijo Elsie—. O
tal vez vuestros telescopios funcionan mal, o algo así. De todas formas, esa
estrella está muy lejos, ¿no?
—A ciento sesenta años luz. Tan lejos que la vemos como era hace ciento
sesenta años.
—Entonces puede que no se esté moviendo —dijo Elsie—. Quiero decir,
tal vez dejó de moverse hace ciento cincuenta años, y os estáis poniendo
todos nerviosos por algo que ya no importa porque se ha acabado. ¿Aún me
quieres?
—Claro que te quiero, cariño. ¿No puedes anular tu cita?
—Me temo que no, Roger. Pero me gustaría.
Tuvo que conformarse con eso. Decidió ir a cenar al centro.
Caía la tarde, y era demasiado temprano para ver las estrellas, aunque el
claro cielo azul empezaba a oscurecerse. Cuando las estrellas aparecieran
aquella noche, Roger sabía que pocas constelaciones serían aún reconocibles.
Mientras andaba, pensó en los comentarios de Elsie y decidió que eran tan
inteligentes como los que oía en el Observatorio Cole. En cierto modo, le
habían hecho ver las cosas desde otro ángulo que no había considerado antes,
y que lo hacía todo aún más incomprensible.
Todos los movimientos habían empezado la misma noche; pero no podía
ser así. Centauro había tenido que empezar a moverse unos cuatro años atrás;
Rigel, quinientos cuarenta años antes, cuando Cristóbal Colón aún llevaba
pantalón corto, si es que llevaba; y Vega había tenido que empezar a actuar el
año en que nació él, Roger, veintiséis años atrás. Cada una de los cientos de
estrellas tuvo que empezar a moverse en una fecha establecida en relación
exacta a su distancia de la Tierra. Relación exacta, hasta el segundo luz,
porque las placas fotográficas de comprobación tomadas antes de la noche
anterior indicaban que todos los movimientos estelares nuevos habían
empezado a las cuatro y diez de la mañana, hora de Greenwich.
¡Incomprensible!

Página 306
A menos que eso significara que la luz, después de todo, viajaba a
velocidad infinita. Si no era así (y es sintomático de la perplejidad de Roger
que fuera capaz de postular ese increíble «si»), entonces… Entonces, ¿qué?
Las cosas seguían siendo igual de incomprensibles que antes.
Sobre todo, sentía rabia de que ocurrieran aquellas cosas.
Entró en un restaurante y se sentó. Una radio vociferaba la última
composición de disritmo, la nueva música de baile, en la que instrumentos de
viento con cuerdas ponían el contrapunto a las melodías enloquecidas
aporreadas en tambores afinados. Entre canción y canción, un anunciante
frenético ensalzaba las virtudes de un producto.
Masticando un sándwich, Roger escuchó admirado el disritmo y consiguió
pasar por alto los anuncios. La mayoría de personas inteligentes de la década
de 1980 habían desarrollado una especie de sordera a la radio que les permitía
no oír las voces humanas procedentes del altavoz, aunque podían oír y
disfrutar los cada vez más escasos intervalos de música entre anuncios. En
una época en que la competencia publicitaria era tan fuerte que apenas se
encontraban paredes vacías o solares sin carteles en kilómetros a la redonda
desde los centros de población, las personas sensatas sólo podían mantener
sus posturas normales ante la vida a base de una ceguera y una sordera
parciales, cuidadosamente cultivadas, que las capacitaban para hacer caso
omiso del grueso del asalto a sus sentidos.
Por este motivo, gran parte del boletín de noticias que siguió al programa
de disritmo le entró a Roger por una oreja y le salió por la otra, por decirlo
así, antes de que se diera cuenta de que ya no estaba escuchando el panegírico
de una marca de alimentos para el desayuno.
Creyó reconocer la voz, y después de una frase o dos, estuvo seguro de
que era la de Milton Hale, el eminente físico cuya nueva teoría sobre el
principio de indeterminación había ocasionado grandes controversias
científicas. Aparentemente, el locutor estaba entrevistando al doctor Hale.
—… un cuerpo celeste, por tanto, puede tener posición o velocidad, pero
no se puede decir que tenga las dos cosas a la vez, con relación a un marco
espaciotemporal dado.
—Doctor Hale, ¿puede traducir eso al lenguaje cotidiano? —dijo la voz
almibarada del entrevistador.
—Eso es lenguaje cotidiano, señor. Expresado científicamente, en
términos del principio de contracción de Heisenberg, n elevada a la séptima
potencia entre paréntesis, representando la pseudoproposición de una integral

Página 307
cuántica de Diedrich, con relación al séptimo coeficiente de la curvatura de la
masa…
—Gracias, doctor Hale, pero me temo que esto está un poco por encima
del nivel de nuestros oyentes.
«Y del tuyo», pensó Roger Phlutter.
—Estoy seguro, doctor Hale, de que la pregunta de mayor interés para
nuestra audiencia es: estos movimientos estelares sin precedentes, ¿son reales
o ilusorios?
—Ambas cosas. Son reales con referencia al marco espacial, pero no con
referencia al marco espaciotemporal.
—¿Puede aclarar eso, doctor?
—Creo que sí. La dificultad es puramente epistemológica. En estricta
causalidad, el impacto de lo macroscópico…
«Las ruedas rodantes que ruedan en derredor», pensó Roger Phlutter.
—… sobre el paralelismo del gradiente de entropía.
—¡Bah! —dijo Roger, en voz alta.
—¿Ha dicho algo, señor? —preguntó la camarera. Roger se fijó en ella
por primera vez. Era menuda, rubia y bonita. Roger le sonrió.
—Eso depende del marco espaciotemporal desde donde uno lo mire —
dijo, muy serio—. La dificultad es epistemológica.
Para compensarla, le dejó más propina de la debida y se marchó.
Se dio cuenta de que el físico más eminente del mundo sabía menos sobre
que estaba pasando que el gran público. El público sabía que las estrellas fijas
o bien se estaban moviendo, o no. Obviamente, el doctor Hale ni siquiera
sabía eso. Bajo una pantalla de humo de palabras científicas. Hale había
insinuado que podían estar haciendo las dos cosas.
Roger levantó la vista, pero sólo unas pocas estrellas, débiles a la luz de la
tarde, se distinguían entre el resplandor de los millares de anuncios de neón y
luz cristalina. Decidió que aún era demasiado temprano.
Tomó una copa en un bar cercano, pero no le supo demasiado bien, así
que no la terminó. No se había dado cuenta de qué le ocurría, pero estaba
medio ebrio por falta de sueño. Sólo sabía que ya no deseaba dormir y que
tenía la intención de seguir andando hasta que le entraran ganas de acostarse.
Si alguien le hubiera pegado en la cabeza con una jarra le habría hecho un
gran favor, pero nadie se molestó.
Siguió andando y, al cabo de un rato, entró en el vestíbulo brillantemente
iluminado de un cine de sesión continua. Compró la entrada y se sentó justo a

Página 308
tiempo para ver el final cursi de una de las tres proyecciones anunciadas.
Siguieron varios anuncios, que consiguió mirar sin ver.
—A continuación les ofrecemos —dijo la pantalla—, una retransmisión
especial del cielo nocturno de Londres, donde ahora son las tres de la
madrugada.
La pantalla se oscureció, con centenares de puntitos que eran estrellas.
Roger se inclinó hacia delante para observar y escuchar atentamente; aquello
sí sería una retransmisión de hechos, no una charla absurda y vacía.
—La flecha —dijo la pantalla, mientras una flecha aparecía en ella—
apunta ahora a la Estrella Polar, que se encuentra ahora a diez grados del polo
celeste en dirección a la Osa Mayor. La propia Osa Mayor ha perdido su
forma de carro, pero la flecha señalará ahora las estrellas que antes la
componían.
Roger seguía sin aliento la flecha y la voz.
—Alkaid y Dubhe —dijo la voz—. Las estrellas fijas ya no están fijas,
pero… —La imagen cambió bruscamente a una escena de una cocina
moderna—. La calidad y la excelencia de las cocinas Estelar nunca cambian.
Los alimentos cocinados con el método de vibración superinducida saben
igual de bien. Las cocinas Estelar son insuperables.
Lentamente, Roger Phlutter se levantó y se dirigió al pasillo. Sacó su
cortaplumas del bolsillo mientras se acercaba a la pantalla. Un salto fácil lo
subió a la plataforma. Sus cortes en el tejido no fueron furiosos. Fueron cortes
metódicos y cuidadosos, pensados inteligentemente para conseguir el máximo
daño con el mínimo esfuerzo.
El daño estaba hecho, y por completo, cuando tres acomodadores
forzudos lo redujeron. No les ofreció resistencia, ni tampoco a los policías a
quienes lo entregaron. En el tribunal de guardia, una hora después, escuchó en
silencio los cargos contra él.
—¿Culpable o no culpable? —preguntó el magistrado que presidía.
—Señoría, eso es una cuestión puramente epistemológica —dijo Roger,
muy serio—. ¡Las estrellas fijas se mueven, pero los cereales Corny, el mejor
alimento del mundo para el desayuno, siguen representando la
pseudoposición de una integral cuántica de Diedrich con relación al séptimo
coeficiente de curvatura!
Diez minutos después dormía profundamente. En una celda, cierto, pero
profundamente. La policía lo dejó allí porque comprendieron que necesitaba
dormir…

Página 309
Entre otras tragedias menores de aquella noche se puede incluir el caso del
barco Ransagansett, frente a la costa de California. Pero bien lejos de
California. Una repentina galerna lo había desviado de su rumbo, y el capitán
era incapaz de decir a cuántas millas.
El Ransagansett era un barco americano, con tripulación alemana,
registrado en Venezuela, que transportaba licor desde Ensenada, Baja
California, hasta Canadá, país sumido en la agonía provocada por un
experimento con la ley seca. El Ransagansett era un navío viejo, de cuatro
motores y brújula incierta. Durante los dos días de la tormenta, su anticuado
receptor (cosecha de 1955) se había estropeado más allá de las habilidades de
reparación de Gross, el primer oficial.
Pero ya sólo quedaba un poco de niebla de la tormenta, y el viento la iba
disipando. Hans Gross, sosteniendo un astrolabio anticuado, estaba de pie en
cubierta. Sobre él sólo había oscuridad total, porque el barco navegaba sin
luces para evitar las patrullas costeras.
—¿Está escampando, señor Gross? —gritó la voz del capitán desde abajo.
—Sí, señorr. Está escampando rápidamente.
En el camarote, el capitán Randall volvió a su partida de blackjack con el
segundo oficial y el maquinista. La tripulación (un viejo alemán llamado
Weiss, con una pata de palo) dormía en la sentina, donde quiera que estuviera.
Pasó media hora. Una hora, y el capitán estaba perdiendo mucho en favor
de Helmstadt, el maquinista.
—¡Señor Gross! —llamó.
No hubo respuesta; volvió a llamar y siguió sin respuesta.
—Un instante, mis amigos desplumados —les dijo al segundo oficial y al
maquinista, y subió a cubierta.
Gross estaba allí de pie, mirando hacia arriba con la boca abierta. La
niebla había desaparecido.
—Señor Gross —di jo el capitán Randall.
El primer oficial no contestó. El capitán vio que su primer oficial estaba
girando lentamente sobre sí mismo.
—¡Hans! —dijo el capitán Randall—. ¿Qué diablos te pasa?
Entonces, él también miró hacia arriba.
Superficialmente, el cielo parecía perfectamente normal. Ni ángeles
volando alrededor ni ruido de motores de avión. La Osa Mayor… el capitán
Randall se dio la vuelta lentamente, pero más deprisa que Hans Gross.
¿Dónde estaba la Osa Mayor? Y, ya puestos, ¿dónde estaba todo? No había

Página 310
ninguna constelación que pudiera reconocer. Ni la hoz de Leo, ni el cinturón
de Orion, ni los cuernos de Tauro.
Aún peor, había un grupo de ocho estrellas brillantes que hubiera debido
formar una constelación, porque tenían forma como de octágono. Pero si
aquella constelación existía, él no la había visto nunca, por mucho que
hubiera doblado el cabo de Hornos y el de Buena Esperanza. Tal vez allí…
¡pero no, la Cruz del Sur no estaba!
Aturdido, el capitán Randall se acercó a la escalera.
—Señor Weisskopf —llamó—. Señor Helmstadt. Suban a cubierta.
Subieron y miraron. Nadie dijo nada durante un rato.
—Apague las máquinas, señor Helmstadt —dijo el capitán. Helmstadt
saludó (la primera vez que lo hacía) y bajó.
—Capitán, ¿quierre que despierrte a Weiss? —preguntó Weisskopf.
—¿Para qué?
—No lo sé.
—Despiértelo —dijo el capitán, tras considerarlo.
—Crreo que estamos en der planeta Marrte —dijo Gross.
—No —dijo firmemente el capitán, que ya lo había considerado y
descartado—. Desde cualquier planeta del sistema solar las constelaciones
tendrían aproximadamente el mismo aspecto.
—¿Quierre decirr que estamos fuerra del sistema solarr?
El zumbido de los motores cesó repentinamente, y sólo quedó el golpeteo
suave y familiar de las olas contra el casco, y el balanceo gentil del barco.
Weisskopf regresó con Weiss, y Helmstadt subió a cubierta y volvió a
saludar.
—¿Vien, capitán?
—Abramos la carga —dijo el capitán, señalando con la mano a la cubierta
trasera, donde las cajas de licor se amontonaban bajo una lona.
La partida de blackjack no se reanudó. Al alba, bajo un sol que no habían
esperado volver a ver (y que, desde luego, no estaban viendo en aquel
momento), los cinco hombres inconscientes fueron trasladados del barco a la
prisión del puerto de San Francisco por miembros de la patrulla costera.
Durante la noche, el Ransagansett había cruzado el Golden Gate y había
chocado suavemente contra el muelle del ferry de Berkeley.
El barco llevaba a remolque en la popa una gran lona. Estaba atravesada
por un arpón cuya cuerda encontraron firmemente atada al mástil. Su
presencia nunca fue explicada oficialmente, aunque días más tarde, el capitán
Randall tuvo un vago recuerdo de haber arponeado una ballena durante la

Página 311
noche. Pero el anciano marinero llamado Weiss nunca supo qué le ocurrió a
su pata de palo, cosa que quizá era preferible.

Millón Hale, eminente doctor en física, había acabado su retransmisión y el


presentador había despedido el programa.
—Muchas gracias, doctor Hale —dijo el locutor. La luz amarilla se
encendió y permaneció así. El micrófono estaba apagado—. Su cheque lo
espera en la ventanilla. Ya… ya sabe dónde.
—Ya sé dónde —dijo el físico. Era un hombrecillo gordinflón y de
aspecto alegre. Con su barba blanca y tupida, parecía una edición de bolsillo
de Santa Claus. Los ojos le brillaban, y fumaba en una pipa corta y
achaparrada.
Salió del estudio de grabación y se dirigió rápidamente por el pasillo hacia
la ventanilla de caja.
—Hola, guapa —le dijo a la empleada de servicio—. Creo que tienes dos
cheques a nombre del doctor Hale.
—¿Usted es el doctor Hale?
—A veces yo mismo me lo pregunto —dijo el hombrecillo—. Pero tengo
una identificación que parece demostrarlo.
—¿Dos cheques?
—Dos cheques. Los dos por el mismo programa, según un arreglo
especial. Por cierto, hay un espectáculo excelente esta noche en el Teatro
Mabry.
—¿En serio? Sí, aquí están los cheques, doctor Hale. Uno de setenta y
cinco y el otro de veinticinco. ¿Es correcto?
—Absolutamente correcto. ¿Y lo del espectáculo en el Mabry?
—Si lo desea, puedo llamar a un marido y preguntárselo —dijo la chica
—. Está allí; es el portero.
El doctor Hale suspiró profundamente, pero sus ojos seguían brillando.
—Creo que aceptará —dijo—. Aquí tienes las entradas, querida, y puedes
ir con él. Me parece que tengo trabajo esta noche.
La chica abrió mucho los ojos, pero cogió las entradas. El doctor Hale
entró en una cabina y llamó a su casa. Tanto su casa como él mismo estaban
gobernados por su hermana mayor.
—Agatha, tengo que quedarme a trabajar esta noche —dijo.
—Milton, ya sabes que trabajas igual de bien en tu despacho de casa. He
oído el programa, Milton. Ha sido fantástico.

Página 312
—Han sido auténticas burradas, Agatha. Todo tonterías. ¿Qué he dicho?
—Pues has dicho que… Que las estrellas estaban… quiero decir, no has
estado…
—Exactamente, Agatha. Mi idea era evitar el pánico entre la gente. Si les
hubiera dicho la verdad, se habrían preocupado. Pero pareciendo satisfecho y
científico, les he dado la sensación de que todo estaba… bajo control. ¿Sabes
a qué me refería, Agatha, con lo del paralelismo del gradiente de entropía?
—Bueno… no exactamente.
—Yo tampoco.
—Milton, ¿has estado bebiendo?
—Aún n… No, no he bebido. De veras que no puedo trabajar en casa esta
noche, Agatha. Voy a ir al despacho de la universidad, porque necesito
acceder a la biblioteca de allí para hacer consultas y ver los mapas estelares.
—Pero Milton, ¿y el dinero de la entrevista? Ya sabes que no es seguro
para ti llevar dinero en el bolsillo cuando te sientes… así.
—No es dinero, Agatha. Es un cheque, y te lo enviaré antes de irme al
despacho. Yo no lo cobraré. ¿Qué te parece?
—Bueno, si tienes que acceder a la biblioteca, no hay más remedio.
Adiós, Milton.
El doctor Hale cruzó la calle hasta la tienda de enfrente. Allí compró un
sello y un sobre, y cobró el cheque de veinticinco dólares. El de setenta y
cinco dólares lo metió en el sobre y lo echó al correo.
De pie junto al buzón miró hacia arriba, al cielo del anochecer…, se
estremeció y bajó rápidamente la vista. Siguió la línea más recta hacia la
taberna más próxima y pidió un whisky doble.
—Hace mucho que no venía, doctor Hale —dijo Mike, el camarero.
—Es verdad, Mike. Ponme otra.
—Claro. Esta vez invita la casa. Lo hemos oído por la radio ahora mismo.
Estuvo muy bien.
—Sí.
—Desde luego que sí. Estaba bastante preocupado por lo que ocurría allá
arriba, con eso de que mi hijo es aviador y todo. Pero mientras ustedes los
científicos sepan de qué va todo, supongo que está bien. Fue una buena
conferencia, doctor. Pero hay una pregunta que me gustaría hacerle.
—Me lo temía —dijo el doctor Hale.
—Las estrellas. Se están moviendo, van a alguna parte. Pero ¿adónde
van? Si de verdad se están moviendo, como usted dijo.
—No hay forma de decirlo exactamente, Mike.

Página 313
—¿No se mueven en línea recta, cada una de ellas?
—Bueno… sí y no, Mike —dijo el famoso científico, tras dudar un
instante—. Según el análisis espectroscópico, cada una de ellas mantiene la
misma distancia respecto a nosotros. Así que en realidad se mueven si es que
se mueven, en círculos a nuestro alrededor. Pero los círculos son rectos, por
decirlo así. Quiero decir, parece que estamos en el centro de los círculos, de
forma que las estrellas que se mueven no se acercan a nosotros pero tampoco
se alejan.
—¿Se podrían trazar líneas para esos círculos?
—En un globo celeste, sí. Ya se ha hecho. Todas parecen dirigirse a cierta
zona del cielo, pero no hacia un punto dado. En otras palabras, las líneas no se
cruzan.
—¿Hacia qué parte del cielo se dirigen?
—Aproximadamente entre la Osa Mayor y Leo, Mike. Las que están más
lejos de allí se mueven más deprisa; las que están más cerca, más despacio.
Pero, maldita sea, Mike, he venido aquí para olvidarme de las estrellas, no
para hablar de ellas. Ponme otra.
—Enseguida, doctor. Cuando lleguen allí, ¿se pararán o seguirán
moviéndose?
—¿Cómo diablos voy a saberlo, Mike? Se pusieron en marcha de repente,
todas a la vez y con la misma velocidad inicial… quiero decir, empezaron a
moverse a la misma velocidad a la que van ahora. Sin calentamiento, por
decirlo así. De modo que supongo que podrían pararse igual de
inesperadamente.
Se detuvo tan inesperadamente como podrían hacerlo las estrellas. Se
quedó mirando a su imagen en el espejo detrás del bar como si nunca la
hubiera visto antes.
—¿Qué pasa, doctor?
—¡Mike!
—¿Sí, doctor?
—Mike, eres un genio.
—¿Yo? Estará bromeando.
—Mike —dijo el doctor Hale, con un gemido—, voy a tener que ir a la
universidad a trabajar en esto. Para poder usar la biblioteca y el globo celeste
que tenemos allí. Me estás convirtiendo en un hombre honrado, Mike.
Envuélveme una botella de este whisky, sea el que sea.
—Es Tartan Plaid. ¿Una botella de cuarto?
—De cuarto, y date prisa. He de hacer algo respecto a las estrellas.

Página 314
—¿En serio, doctor?
—Tú has provocado esto, Mike —dijo el doctor Hale, suspirando—. Ojalá
no hubiera venido. Mi primera noche libre en varias semanas, y tú la has
arruinado.
Tomó un taxi hacia la universidad, entró y encendió las luces de su
despacho privado y de la biblioteca. Luego tomó un buen trago de Tartan
Plaid y se puso a trabajar.
En primer lugar, y después de decirle a la operadora en jefe quien era y
discutir un poco, consiguió conexión telefónica con el astrónomo responsable
del Observatorio Cole.
—Soy Hale, Armbruster —dijo—. Tengo una idea, pero quiero
comprobar los hechos antes de empezar a trabajar en ella. Según mi última
información, había cuatrocientas sesenta y ocho estrellas que presentaban un
movimiento propio nuevo. ¿Sigue siendo correcto?
—Sí, Milton. Las mismas que se siguen moviendo en estos momentos,
ninguna más.
—Bien. Ya tengo una lista, entonces. ¿Se ha producido algún cambio en
la velocidad de movimiento de alguna de ellas?
—No. Por imposible que parezca, es constante. ¿Cuál es tu idea?
—Primero quiero comprobar mi teoría. Si resulta algo coherente, te
llamaré.
Pero se olvidó de hacerlo.
Fue un trabajo largo y tedioso. Primero trazó un mapa celeste de la zona
entre la Osa Mayor y Leo. A través de ese mapa trazó cuatrocientas sesenta y
ocho líneas que representaban la proyección del camino de cada una de las
estrellas aberrantes. En el borde del mapa, donde empezaba cada línea, anotó
la velocidad aparente de la estrella, no en años luz por hora sino en grados por
hora hasta el quinto decimal. Luego reflexionó un poco.
—Pongamos que el movimiento que empezó simultáneamente se parará
simultáneamente —se dijo a sí mismo—. Haremos una suposición cada vez.
Empecemos a las diez en punto de mañana por la noche.
Lo probó y miró la serie de posiciones indicadas en el mapa. No.
Probó la una de la madrugada. ¡Casi parecía tener sentido!
Probó la medianoche.
Eso era. Al menos, se acercaba bastante. Sus cálculos podían equivocarse
sólo por unos minutos en una dirección o en otra, y no tenía sentido calcular
la hora exacta, cuando ya sabía la increíble verdad. Tomó otro trago y se
quedó mirando el mapa muy serio.

Página 315
Una visita a la biblioteca le dio al doctor Hale la información que le
faltaba. ¡La dirección!
Así empezó la saga del viaje del doctor Hale. Un viaje inútil, es cierto,
pero que debería ponerse al nivel del que consiguió llevarle el mensaje a
García.
Lo empezó con un trago. Después, como sabía la combinación, vació la
caja fuerte del despacho del presidente de la universidad. La nota que dejó en
la caja fuerte era una obra maestra de brevedad. Ponía: Cojo dinero. Explico
más tarde.
Tomó otro trago y se metió la botella en el bolsillo. Salió y llamó a un
taxi. Subió.
—¿Adónde, señor? —preguntó el taxista. El doctor Hale dio una
dirección—. ¿La calle Freemont? —dijo el taxista—. Lo siento, señor, pero
no sé dónde está.
—En Boston —dijo el doctor Hale—. Debí habérselo dicho; en Boston.
—¿Boston? ¿Se refiere a Boston, Massachusetts? Eso está muy lejos de
aquí.
—Pues será mejor que nos pongamos en marcha enseguida —dijo el
doctor Hale, con buen criterio. Una breve discusión financiera, seguida por el
cambio de manos de parte del dinero tornado prestado de la caja de la
universidad, tranquilizó al conductor, y se pusieron en camino.
Era una noche muy fría para marzo, y la calefacción del taxi no
funcionaba demasiado bien. Pero el Tartan Plaid funcionó perfectamente
tanto para el doctor Hale como para el taxista, y cuando llegaron a New
Haven estaban cantando alegremente viejas melodías.
—«Vamos de camino hacia la aventura…» —rugían sus voces.
Lamentablemente, se ha dicho, aunque es posible que sea falso, que en
Hartford el doctor Hale miró con lascivia por la ventanilla a una joven que
esperaba el tranvía, y le preguntó si quería ir a Boston. Aparentemente no
quería, porque a las cinco en punto de la madrugada, cuando el taxi se detuvo
frente al número 614 de la calle Freemont, en Boston, en el vehículo sólo
estaban el doctor Hale y el conductor.
El doctor Hale bajó y contempló la casa. Era la mansión de un millonario,
rodeada por una alta valla de hierro coronada de alambre de espinos. La
puerta estaba cerrada, y no había timbre que pulsar.
Pero la casa sólo se hallaba a un tiro de piedra de la acera, y el doctor
Hale no estaba dispuesto a detenerse. Tiró una piedra. Luego otra. Finalmente
consiguió romper una ventana.

Página 316
Tras un breve intervalo, un hombre apareció en la ventana. El doctor Hale
decidió que era el mayordomo.
—Soy el doctor Milton Hale —gritó—. Quiero ver a Rutherford R.
Sniveley, ahora mismo. Es importante.
—El señor Sniveley no está en casa, señor —dijo el mayordomo—. Y
respecto a esa ventana…
—Al diablo con la ventana —gritó el doctor Hale—. ¿Dónde está
Sniveley?
—De pesca.
—¿Dónde?
—Tengo órdenes de no dar esa información.
—Pues la dará igualmente —rugió el doctor Hale, que tal vez estaba algo
bebido—. Por orden del presidente de los Estados Unidos.
—Yo no lo veo —dijo riendo el mayordomo.
—Ya lo verá —dijo Hale.
Subió al taxi. El conductor se había quedado dormido, pero Hale lo
sacudió para despertarlo.
—A la Casa Blanca —dijo el doctor Hale.
—¿Qué?
—A la Casa Blanca, en Washington —dijo el doctor Hale—. Y deprisa.
Sacó un billete de cien dólares del bolsillo. El taxista lo miró y gimió.
Después se metió el billete en el bolsillo y arrancó el taxi. Empezaba a nevar
ligeramente.
Cuando el taxi se marchaba, Rutherford R. Sniveley, sonriendo, se apartó
de la ventana. El señor Sniveley no tenía mayordomo.
Si el doctor Hale hubiera estado más familiarizado con las costumbres del
excéntrico señor Sniveley, habría sabido que no tenía criados en su casa por la
noche, sino que vivía solo en la gran casa del 614 de la calle Freemont. Cada
mañana a las diez en punto, un pequeño ejército de criados entraba en la casa,
hacía su trabajo lo más rápidamente posible, y se les ordenaba que se fueran
antes del mediodía. Aparte de esas dos horas de cada día, el señor Sniveley
vivía en esplendor solitario. Tenía pocos contactos sociales, si acaso tenía
alguno.
Aparte de las pocas horas diarias que pasaba administrando sus enormes
intereses como uno de los principales fabricantes del país, el señor Sniveley
tenía mucho tiempo y lo pasaba prácticamente todo en su taller fabricando
aparatos.

Página 317
Sniveley tenía un cenicero que le entregaba un cigarro encendido cada vez
que le hablaba bruscamente, y un receptor de radio ajustado tan
delicadamente que se encendía de forma automática cuando empezaban los
programas patrocinados por Sniveley, y se apagaba cuando terminaban. Tenía
una bañera que proporcionaba un acompañamiento orquestal completo para
sus canciones, y una máquina que le leía en voz alta cualquier libro que
colocara en su atril.
Su vida podía ser solitaria, pero no le faltaban comodidades materiales.
Era excéntrico, sí, pero el señor Sniveley podía permitirse ser excéntrico con
una renta de cuatro millones de dólares al año. No estaba mal para un hombre
que había empezado como el hijo de un contable.
El señor Sniveley soltó una risita mientras veía cómo se alejaba el taxi y
volvió a la cama a dormir el sueño de los justos.
«Así que alguien ha resuelto el misterio diecinueve horas antes de tiempo
—pensó—. Pues no les va a servir de mucho».
No había ninguna ley que permitiera castigarlo por lo que había hecho…
Las librerías hicieron un gran negocio en aquellos días con los libros de
astronomía. El público, al principio apático, estaba ya muy interesado. Incluso
los volúmenes mohosos y viejos de los Principia de Newton se vendían a
buen precio.
Las radios emitían sin cesar comentarios sobre la nueva maravilla del
cielo. Pocos de esos comentarios eran profesionales, ni siquiera inteligentes,
pues la mayoría de astrónomos estaban dormidos aquel día. Habían
conseguido mantenerse despiertos las primeras cuarenta y ocho horas desde el
principio del fenómeno, pero el tercer día los encontró agotados mental y
físicamente, e inclinados a dejar que las estrellas se ocuparan de sí mismas
mientras ellos recuperaban horas de sueño.
Las ofertas fantásticas de los estudios de televisión y radio convencieron a
algunos de intentar alguna conferencia, pero fueron esfuerzos patéticos, que
haremos mejor en olvidar. El doctor Carver Blake, retransmitiendo desde la
KNB, se quedó profundamente dormido entre un perigeo y un apogeo.
Los físicos también estaban muy solicitados. El más eminente de todos,
sin embargo, había desaparecido. La única pista respecto a la marcha del
doctor Milton Hale, la escueta nota de «Cojo dinero. Explicó más tarde», no
era una gran ayuda. Su hermana Agatha temía lo peor.
Por primera vez en la historia, las noticias astronómicas ocupaban los
titulares en las primeras páginas de los periódicos.

Página 318
Aquella mañana había empezado a nevar temprano en la costa del
Atlántico norte, y la nevada empeoraba. A las afueras de Waterbury,
Connecticut, el conductor del taxi del doctor Hale empezó a flaquear.
No era humano, pensó, que esperaran que condujera hasta Boston, y sin
detenerse, de Boston a Washington. Ni siquiera por cien dólares.
Y no en una tormenta como aquélla. Pero si sólo veía hasta cien metros
por delante a través de la nieve, y eso cuando conseguía mantener los ojos
abiertos. Su pasajero dormía profundamente en el asiento trasero. Tal vez
podría parar a un lado de la carretera, durante una hora y dormir un rato. Tan
sólo una hora. El pasajero no notaría la diferencia. Debía de estar loco, pensó,
o ¿por qué no había tomado un avión o el tren?
El doctor Hale lo hubiera hecho, por supuesto, de haberlo pensado. Pero
no estaba habituado a viajar; además, estaba cl Tartan Plaid. Un taxi le había
parecido la mejor manera de llegar a cualquier parte, sin preocuparse por los
billetes, los transbordos y las estaciones. El dinero no era un problema, y el
estado etílico de su mente le había hecho pasar por alto el factor humano
implicado en un viaje largo en taxi.
Cuando despertó, casi congelado, en el taxi aparcado, aquel factor
humano se le hizo evidente. El conductor dormía tan profundamente que las
sacudidas no pudieron despertarlo. El reloj del doctor Hale se había parado,
así que no tenía ni idea de dónde estaba ni de que hora era.
Por desgracia, tampoco sabía conducir. Tomó un trago rápido para evitar
congelarse y bajó del taxi. Cuando lo hacía, un coche se detuvo. Era un
policía; es más, era un policía entre un millón. Haciéndose oír por encima de
la tormenta, el doctor Hale lo llamó.
—Soy el doctor Hale —gritó—. Nos hemos perdido. ¿Dónde estoy?
—Suba antes de que se congele —ordenó el policía—. ¿Por casualidad es
usted el doctor Milton Hale?
—Sí.
—He leído todos sus libros, doctor Hale —dijo el policía—. La física es
mi afición, y siempre he deseado conocerlo. Quiero preguntarle sobre el valor
revisado del cuanto.
—Esto es un asunto de vida o muerte —dijo el doctor Hale—. ¿Puede
llevarme al aeropuerto más cercano, y deprisa?
—Por supuesto, doctor Hale.
—Y mire; hay un conductor en el taxi y morirá de frío si no le enviamos
ayuda.

Página 319
—Lo pondré en el asiento de atrás de mi coche y apartaré el taxi de la
carretera. Ya nos ocuparemos más tarde de los detalles.
—Dese prisa, por favor.
El amable policía obedeció. Volvió a subir y arrancó el coche.
—Sobre el valor revisado del cuanto, doctor Hale… —empezó y dejó de
hablar.
El doctor Hale estaba profundamente dormido. El policía condujo hasta el
aeropuerto de Waterbury, uno de los mayores del mundo desde que el
desplazamiento de la población de Nueva York al norte durante las décadas
de 1960 y 1970 le había dado una posición central. Frente a la oficina de
venta de billetes, despertó gentilmente al doctor Hale.
—Esto es el aeropuerto, señor —dijo.
Mientras él hablaba, el doctor Hale ya estaba sallando del coche y
entrando en el edificio.
—Gracias —gritó por encima del hombro, y casi se cayó al hacerlo.
El rugido del calentamiento de los motores de un superestratoplano en la
pista le puso alas en los pies al precipitarse hacia el mostrador.
—¿Qué avión es éste? —gritó.
—El Especial de Washington, que sale en un minuto. Pero no creo que
pueda llegar.
—Un pasaje —jadeó el doctor Hale, dejando de golpe un billete de cien
dólares en el mostrador—. Quédese con el cambio.
Cogió el billete, echó a correr y subió al avión justo cuando las puertas se
cerraban. Jadeando, se dejó caer en un asiento, con el billete aún en la mano.
Estaba dormido cuando la azafata lo ató al asiento para el despegue.
Poco después, la azafata lo despertó. Los pasajeros estaban
desembarcando.
El doctor Hale salió corriendo del avión y corrió por la pista hacia el
edificio del aeropuerto. Un gran reloj le reveló que eran las nueve en punto, y
se sintió eufórico mientras se precipitaba a la puerta sobre la que ponía: taxis.
—Casa Blanca —dijo al conductor subiendo al más cercano—. ¿Cuánto
tardaremos?
—Diez minutos.
El doctor Hale lanzó un suspiro de alivio y volvió a hundirse en el
respaldo. En aquella ocasión, no se quedó dormido. Estaba totalmente
despierto. Pero cerró los ojos para pensar en las palabras que utilizaría al
explicar la situación.
—Hemos llegado, señor.

Página 320
El doctor Hale le entregó un billete al taxista, bajó del coche y entró en el
edificio. No tenía el aspecto que él esperaba. Pero había un mostrador, y
corrió hacia él.
—He de ver al presidente, deprisa. Es vital.
—¿Qué presidente? —preguntó el recepcionista, con el ceño fruncido.
—El presidente de los… —dijo el doctor Hale, abriendo mucho los ojos
—. Dígame, ¿qué edificio es éste? ¿Y qué ciudad?
—Esto es el Hotel Casa Blanca —dijo el recepcionista, frunciendo más el
ceño—, en Seattle, Washington.
El doctor Hale se desmayó. Despertó en un hospital tres horas más tarde.
Era medianoche, hora del Pacífico, lo que significaba que eran las tres de la
madrugada en la Costa Este. De hecho, ya era medianoche en Washington
D. C. y en Boston cuando él bajaba del Especial de Washington en Seattle.
El doctor Hale corrió a la ventana y amenazó al cielo con los dos puños.
Un gesto inútil.
Pero en el Este, la tormenta había cesado al ponerse el sol, dejando una
ligera neblina en el aire. El público, preocupado por las estrellas, había
inundado de llamadas las oficinas del tiempo, con preguntas sobre la
persistencia de la niebla.
—Esperamos brisa marina —les dijeron—. Ya está soplando, en realidad,
y dentro de una hora o dos la niebla se habrá aclarado.
A las once y cuarto, los cielos de Boston estaban claros.
Miles y miles de personas desafiaron el frío y se quedaron mirando el
espectáculo de las estrellas, que ya no eran eternas. Parecía que hubiera
ocurrido un suceso increíble.
Y entonces, gradualmente, el murmullo creció. A las doce menos cuarto,
la cosa era segura; el murmullo se detuvo, y cuando se acercaba la
medianoche creció más que nunca. Las diferentes personas reaccionaron de
forma diferente, por supuesto, como podía esperarse. Hubo risas, mezcladas
con indignación, y burlas cínicas junto con horror escandalizado. Incluso
hubo admiración.
Pronto, en ciertas partes de la ciudad, empezó a producirse un movimiento
concertado por parte de los que conocían cierta dirección de la calle
Freemont. Movimiento convergente, a pie, en coches y en vehículos públicos.
A las doce menos cinco, Rutherford R. Sniveley estaba sentado esperando
en su casa. Se negaba a sí mismo el placer de mirar hasta que, en el último
momento, la cosa estuviera completa.

Página 321
Todo iba bien. Se lo confirmaba el murmullo de voces que se iban
reuniendo, la mayor parte voces airadas. Oyó gritar su nombre.
De todos modos, esperó a la duodécima campanada del reloj antes de salir
al balcón. Por mucho que deseara levantar la vista, se obligó a mirar primero
a la calle. La multitud estaba allí, y estaba indignada. Pero él sólo sentía
desprecio por la multitud.
También llegaban coches de policía; reconoció al alcalde de Boston
bajando de uno de ellos, y el jefe de policía estaba con él. ¿Y qué? No había
ninguna ley contra aquello.
Así, habiéndose negado el placer supremo el tiempo suficiente, alzó los
ojos al cielo silencioso, y allí estaba. Las cuatrocientas sesenta y ocho
estrellas formando estas letras:

USE
JABÓN
SNIVELY

Su satisfacción duró un segundo. Luego su cara empezó a volverse


púrpura cardíaco.
—¡Dios mío! —dijo el señor Sniveley—. ¡Está mal escrito!
Su cara se volvió aún más púrpura y entonces, igual que cae un árbol,
cayó hacia atrás y atravesó el cristal.
Una ambulancia llevó al magnate caído al hospital más cercano, pero se lo
declaró muerto de un ataque cardíaco al ingresar.
Pero, mal escrito o no, las estrellas eternas mantuvieron su posición desde
aquella medianoche. El movimiento aberrante se había detenido, y las
estrellas volvían a estar fijas. Fijas formando las letras de: USE JABÓN SNIVELY.
De entre las muchas explicaciones ofrecidas por todos los que tenían algo
de conocimientos físicos y astronómicos, ninguna fue más lúcida (ni más
cercana a la verdad) que la presentada por Wendell Mehan, presidente
emérito de la Sociedad Astronómica de Nueva York.
—Obviamente, el fenómeno es un truco de refracción —dijo el doctor
Mehan—. Es manifiestamente imposible que una fuerza diseñada por el
hombre pueda mover una estrella. Las estrellas, por tanto, siguen ocupando
sus lugares de siempre en el firmamento.
»Sugiero que Sniveley debió de idear un método de refractar la luz de las
estrellas, en algún lugar de la capa atmosférica de la Tierra, o justo por
encima de ella, de forma que parecen haber cambiado de posición. Esto se
hizo, probablemente, a través de ondas de radio o similares, enviadas en

Página 322
alguna frecuencia fija desde una instalación o, posiblemente, desde una serie
de cuatrocientas sesenta y ocho instalaciones, en algún lugar de la superficie
terrestre. Aunque no entendemos cómo se hace, ya no es más difícil de creer
que los rayos de luz puedan ser desviados por un campo de ondas que por un
prisma o una fuerza gravitatoria.
»Como Sniveley no era un gran científico, imagino que su descubrimiento
fue empírico y no lógico; un hallazgo accidental. Incluso es posible que el
descubrimiento de su proyector no permita a los científicos actuales
comprender su secreto; igual que un salvaje aborigen no podría comprender el
funcionamiento de un receptor de radio desmontándolo.
»La principal razón de mi afirmación es el hecho de que la refracción es,
obviamente, un fenómeno de la cuarta dimensión, o su efecto sería puramente
local para una porción del globo. Sólo en la cuarta dimensión la luz podría
refractarse de este modo…
Había más, pero es mejor pasar directamente al párrafo final.
—Este efecto no puede ser permanente; es decir, no más permanente que
el proyector de ondas que lo causa. Tarde o temprano, encontraremos y
apagaremos la máquina de Sniveley, o se romperá o se apagará por sí sola.
Sin duda incluye tubos de vacío, que algún día se gastarán, igual que ocurre
con los tubos de nuestras radios…
La exactitud del análisis del señor Mehan se demostró dos meses y ocho
días después, cuando la Compañía Eléctrica de Boston cortó, por falta de
pago, el suministro a una casa situada en el 901 de la calle West Rogers, a
diez manzanas de la mansión Sniveley. En el instante del corte de suministro,
los excitados informes del lado nocturno de la Tierra dieron la noticia de que
las estrellas habían vuelto instantáneamente a sus posiciones originales.
La investigación demostró que la descripción de un tal Elmer Smith, que
había comprado la casa seis meses antes, correspondía con la descripción de
Rutherford R. Sniveley, y sin duda, Elmer Smith y Rutherford R. Sniveley
eran la misma persona.
En el desván se encontró una complicada red de cuatrocientas sesenta y
ocho antenas parecidas a las de radio, cada una de distinta longitud y
apuntando a diferentes direcciones. La máquina a la que estaban conectadas
no era, curiosamente, más grande que un emisor de radio normal, ni tampoco
podía apreciarse un aumento del consumo de corriente, según los registros de
la compañía eléctrica.
Por orden especial del presidente de los Estados Unidos, el proyector se
destruyó sin examinar su funcionamiento interno. Desde muchos sectores

Página 323
surgió una protesta clamorosa contra aquella orden terminante. Pero, dado
que el proyector ya había sido destruido, las protestas fueron inútiles.
Las repercusiones serias fueron, en general, sorprendentemente escasas.
Las personas, en su mayoría, apreciaban más las estrellas, pero confiaban
menos en ellas.
Roger Phlutter salió de la cárcel y se casó con Elsie. El doctor Milton
Hale descubrió que le gustaba Seattle y se quedó allí. A más de tres mil
kilómetros de su hermana Agatha, se atrevió por primera vez a desafiarla
abiertamente. Disfruta más de la vida, pero nos tememos que escribe menos
libros.
Queda un hecho que es doloroso considerar, ya que provoca serias
reflexiones sobre la inteligencia básica de la especie humana. Pero también es
una prueba de que la orden ejecutiva del presidente estaba justificada, pese a
las protestas científicas.
El hecho es tan humillante como revelador. Durante los dos meses y ocho
días en que la máquina Sniveley estuvo funcionando, ¡las ventas de jabón
Sniveley aumentaron un 915 por ciento!

Página 324
Placet me complace

Incluso si se está habituado, a veces te ataca los nervios. Como aquella


mañana… si la podemos llamar mañana. En realidad era de noche. Pero en
Placet nos regimos por la hora de la Tierra, porque la hora de Placet sería tan
absurda como todo lo demás en este planeta tan tonto. Por ejemplo,
tendríamos un día de seis horas, luego una noche de dos horas, y un día de
quince horas, y una noche de una hora, y…, bueno, no se podría contar el
tiempo en un planeta que describe una órbita en forma de ocho alrededor de
dos soles distintos, moviéndose como un pájaro infernal en torno a ellos y
entre ellos, y con los soles rodeándose el uno al otro tan deprisa y desde una
posición tan cercana que los astrónomos terrestres creían que se trataba sólo
de un sol hasta que la expedición Blakeslee aterrizó allí hace veinte años.
Veréis, la rotación de Placet no es una fracción regular del período de su
órbita; además, está el Campo de Blakeslee entre los dos soles (un campo en
el que los rayos de luz van lentísimos hasta que se quedan retrasados) y…
bien…
Si no habéis leído los informes de Blakeslee sobre Placet, agarraos a algo
mientras os cuento esto: Placet es el único planeta conocido que puede
eclipsarse a sí mismo dos veces al mismo tiempo, chocar contra sí mismo
cada cuarenta horas y después perseguirse a sí mismo hasta perderse de vista.
No os culpo.
Yo tampoco lo creía y me llevé un susto de muerte la primera vez que
estuve en Placet y vi a Placet viniendo directamente a chocar contra nosotros.
Y sin embargo, yo había leído los informes de Blakeslee y sabía qué estaba
pasando en realidad y por qué. Es como en las primeras películas, cuando
colocaban la cámara delante de un tren, y el público veía la locomotora
dirigiéndose directamente hacia ellos; sentía un impulso de echar a correr
aunque supiera que la locomotora no estaba realmente allí.
Pero había empezado a contaros lo de aquella mañana. Yo estaba sentado
en mi escritorio, cuya parte superior estaba cubierta de césped. Mis pies
descansaban (o eso parecía) en una corriente de agua cantarina. Pero no
estaban mojados.

Página 325
Sobre el césped de mi escritorio había un jarrón de color rosa, dentro del
cual estaba incrustado de cabeza un lagarto saturnino, verde y brillante.
Aquello (me lo decía la razón y no el sentido de la vista) era mi pluma y mi
tintero. También había una muestra de bordado con unas letras que decían
«Dios bendiga esta casa» primorosamente trazadas con punto de cruz. En
realidad era un mensaje de la Central Terrestre que acababa de llegar por el
radiotipo. No sabía qué decía porque yo había llegado al despacho después de
que empezara el efecto C. B. No creía que realmente dijera «Dios bendiga
esta casa» por mucho que lo pareciera. Y además, en aquel momento estaba
furioso, estaba harto y me importaba un bledo qué dijera.
Quizá será mejor que lo explique. Veréis; el efecto del Campo de
Blakeslee ocurre cuando Placet está en posición intermedia entre Argyle I y
Argyle II, los dos soles alrededor de los cuales traza su órbita en forma de
ocho. Existe una explicación científica para este efecto, pero hay que
expresarla en fórmulas y no en palabras. En resumen, es algo así: Argyle I es
materia terrena, y Argyle II es materia contraterrena, o negativa. Entre los dos
(cubriendo una considerable extensión de espacio) hay un campo en el que los
rayos de luz viajan más lentamente, mucho más lentamente. Se mueven
aproximadamente a la velocidad del sonido. El resultado es que, si algo se
mueve más rápido que el sonido (y Placet lo hace), todavía se puede verlo
llegar después de que haya pasado de largo. La imagen visual de Placet tarda
veintiséis horas en cruzar el campo. Para entonces, Placet ha rodeado uno de
sus soles, y se encuentra con su propia imagen en el camino de regreso. En
mitad del campo, hay una imagen que viene y otra que va, y se eclipsa dos
veces, ocultando los dos soles a la vez. Algo más adelante, choca contra una
imagen de sí mismo que viene en dirección opuesta; y le da a uno el susto de
su vida si lo está viendo, aunque sepa que no está ocurriendo de verdad.
Dejadme explicarlo de otra manera antes de que os mareéis. Digamos que
una locomotora antigua se dirige a vosotros, a una velocidad mucho mayor
que la del sonido. Cuando está a un kilómetro, hace sonar el silbato. Pasa
junto a vosotros y después oís el silbato, procedente de un punto a un
kilómetro de distancia donde la locomotora ya no está. Éste sería el efecto
auditivo de un objeto que viajara más rápido que el sonido; lo que he descrito
antes es el efecto visual de un objeto que viaja más rápido que su imagen,
describiendo una órbita en forma de ocho.
Eso no es lo peor; es posible quedarse en casa y ahorrarse los eclipses y
las colisiones, pero no se puede evitar el efecto fisiopsicológico del Campo de
Blakeslee.

Página 326
Y eso, el efecto fisiopsicológico, también es algo serio. El campo tiene un
efecto sobre el nervio óptico, o sobre la parte del cerebro a la que se conecta
el nervio óptico, que resulta similar al de ciertas drogas. Se tienen… no se las
puede llamar exactamente alucinaciones, porque no se suelen ver cosas que
no están allí, pero se reciben imágenes ilusorias de lo que sí está allí.
Yo sabía perfectamente que estaba sentado en un escritorio cubierto de
cristal y no de césped; que el suelo bajo mis pies era plastiplaca ordinaria y no
una corriente de agua cantarina; que los objetos sobre mi escritorio no eran un
jarrón de color rosa con un lagarto saturnino incrustado en él, sino un
conjunto antiguo, del siglo XX, de tintero y pluma; y que el bordado de «Dios
bendiga esta casa» era un mensaje de radiotipo corriente escrito en papel de
radiotipo corriente. Podía verificar cualquiera de estas cosas por el sentido del
tacto, que no se ve afectado por el Campo de Blakeslee.
Claro que se pueden cerrar los ojos, pero incluso en el momento
culminante del efecto, el sentido de la vista proporciona la información sobre
el tamaño y la distancia de las cosas, y si te quedas en un entorno familiar, la
memoria y la razón te dicen qué son.
Así que cuando la puerta se abrió y entró un monstruo de dos cabezas,
supe que era Reagan. Reagan no es un monstruo de dos cabezas, pero
reconocí el sonido de sus pasos.
—¿Sí, Reagan? —dije.
—Jefe, la sala de máquinas se tambalea. Puede que tengamos que romper
la norma de no trabajar durante el efecto —dijo el monstruo de dos cabezas.
—¿Pájaros? —pregunté.
—La parte subterránea de las paredes —dijo, asintiendo con las dos
cabezas— debe de estar como un colador por culpa de los pájaros que las
atraviesan, y será mejor echar cemento enseguida. ¿Cree que los nuevos
barrotes de refuerzo de aleación que traerá el Ark los detendrán?
—Claro —mentí. Olvidándome del campo, me volví para mirar el reloj,
pero había una corona funeraria de lirios blancos donde el reloj hubiera tenido
que estar. No se puede ver la hora en una corona funeraria—. Esperaba que
no tuviéramos que reforzar las paredes hasta que llegaran los barrotes. El Ark
está a punto de llegar; probablemente, estarán ahí fuera esperando a que
salgamos del campo. ¿Crees que podríamos aguantar hasta…?
Sonó un golpe.
—Sí, aguantaremos —dijo Reagan—. Eso era la sala de máquinas, así que
ya no hay prisa.
—¿No había nadie dentro?

Página 327
—No, pero voy a asegurarme —dijo, y salió corriendo.
Así es la vida en Placet. Ya era suficiente; ya era demasiado. Me decidí
mientras Reagan estaba fuera. Cuando regresó, era un esqueleto articulado
color azul brillante.
—Todo bien, jefe —dijo—. No había nadie dentro.
—¿Alguna máquina dañada?
—¿Sería usted capaz de mirar a un caballo de goma neumático con topos
de color púrpura y decir si se trata de un tomo intacto o de uno destrozado? —
preguntó, echándose a reír—. Dígame, jefe, ¿sabe qué parece?
—Si me lo dices, estás despedido.
No sé si lo decía en serio o no; estaba muy nervioso. Abrí el cajón de mi
escritorio, metí dentro el bordado de «Dios bendiga esta casa» y lo cerré de
golpe. Estaba harto. Placet es un lugar de locos, y si estás allí el tiempo
suficiente, acabas volviéndote loco. Uno de cada diez empleados de la Central
Terrestre en Placet tiene que volver a la Tierra para recibir tratamiento
psiquiátrico después de un año o dos en Placet. Y yo llevaba casi tres años.
Mi contrato había terminado y estaba decidido.
—Reagan —dije.
—¿Sí, jefe? —preguntó desde la puerta.
—Quiero que envíes un mensaje por radiotipo a la Central Terrestre —
dije—. Y ponlo bien claro, en dos palabras: «Me largo».
—De acuerdo, jefe —dijo. Salió y cerró la puerta.
Me recosté en el asiento y cerré los ojos para pensar. Ya estaba hecho. A
menos que saliera corriendo detrás de Reagan y le dijera que no enviara el
mensaje, estaba hecho de manera irrevocable. La Central Terrestre es muy
especial con estas cosas; la dirección es muy generosa en ciertos aspectos,
pero una vez se renuncia, no permiten cambiar de opinión. Es una norma
férrea, y noventa y nueve veces de cada cien está justificada en los proyectos
interplanetarios e intergalácticos. Un hombre tiene que estar completamente
entusiasmado con su trabajo para sacarlo adelante, y cuando se ha vuelto
contra él es que ha perdido la garra.
Sabía que el efecto casi había pasado, pero de todas formas me quedé allí
sentado con los ojos cerrados. No quería abrirlos para mirar el reloj hasta que
pudiera verlo como un reloj y no como lo que fuera. Me quedé sentado
pensando.
Me sentía algo dolido por la indiferencia de Reagan al aceptar el mensaje.
Había sido un buen amigo mío durante diez años; al menos, podía haber dicho
que lamentaba que me fuera. Claro que tenía posibilidades de conseguir mi

Página 328
puesto, pero incluso si estaba pensando en eso, podía haber sido más
diplomático. Al menos, podía haber…
«Oh, deja de compadecerte de ti mismo —me dije—. Ya has terminado
con Placet, has terminado con la Central Terrestre y vas a volver pronto a la
Tierra en cuanto te releven; encontrarás otro trabajo y probablemente volverás
a dar clases».
Pero lo de Reagan me seguía dando rabia. Había sido alumno mío en la
Politécnica de Ciudad Tierra, yo le había conseguido aquel empleo en Placet,
y era un buen trabajo para un joven de su edad; administrador adjunto de un
planeta con una población de casi mil personas. De hecho, mi trabajo era
bueno para un hombre de mi edad; sólo tengo treinta y un años. Un trabajo
excelente, pero no podía construir ningún edificio que no volviera a caerse
y…
«Deja de quejarte —me dije—; has acabado con todo eso. Vuelve a la
Tierra a dar clases. Olvídate de todo».
Estaba cansado. Apoyé la cabeza en los brazos sobre el escritorio y debí
de dormirme durante un momento.
Levanté la vista ante el sonido de pasos que cruzaban el umbral; no eran
los pasos de Reagan. Las ilusiones estaban mejorando. Era (o parecía ser) una
pelirroja preciosa. No podía ser, por supuesto. Hay pocas mujeres en Placet,
la mayoría esposas de técnicos, pero…
—¿No se acuerda de mí, señor Rand? —dijo. Era una mujer muy bonita;
su voz era femenina y sonaba vagamente familiar.
—No seas tonta —dije—; ¿cómo voy a reconocerte en mitad de…?
Mis ojos vieron por casualidad el reloj por encima de su hombro, y era un
reloj y no una corona funeraria ni un nido de cuco; me di cuenta de repente de
que todo lo de la habitación había vuelto a la normalidad. Y eso significaba
que el efecto había pasado y que no estaba viendo visiones.
Mis ojos volvieron a la pelirroja. Comprendí que tenía que ser real. Y de
pronto la reconocí, aunque había cambiado y mucho. Todos los cambios eran
a mejor, aunque Michaelina Hargo ya era una chica muy bonita cuando estaba
en mi clase de Botánica Extraterrestre III en la Politécnica de Ciudad Tierra
hacía cuatro… no, cinco años.
Era bonita entonces, pero se había convertido en una belleza. Era
increíble. ¿Cómo podía ser que no saliera en los informativos? ¿O sí que
salía? ¿Qué estaba haciendo allí? Tenía que haber venido en el Ark, pero…
Me di cuenta de que aún la estaba mirando fijamente. Me levanté tan deprisa
que casi caí sobre el escritorio.

Página 329
—Claro que la recuerdo, señorita Hargo —tartamudeé—. ¿No quiere
sentarse? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Acaso ya no se aplica la norma
contra las visitas?
—No soy una visita, señor Rand —dijo sonriendo y moviendo la cabeza
—. La Central puso un anuncio pidiendo un secretario técnico para usted; me
presenté y conseguí el trabajo, pendiente de su aprobación, por supuesto.
Estoy a prueba durante un mes.
—Fantástico —dije. Aquella palabra ni siquiera empezaba a describirlo.
Empecé a intentar mejorarlo—. Maravilloso…
Se oyó el mido de alguien que se aclaraba la garganta. Miré a mi
alrededor. Reagan estaba en el umbral. Ya no era un esqueleto azul ni un
monstruo de dos cabezas. Simplemente Reagan.
—Acaba de llegar la respuesta a su radiotipo —dijo. Se adelantó y la dejó
en mi escritorio.
La miré. Ponía: «De acuerdo. Diecinueve de agosto». Mi momentánea
esperanza de que no hubieran aceptado mi renuncia se hundió justo como los
pájaros widgie. Habían sido tan escuetos en su mensaje como yo en el mío.
Diecinueve de agosto; la fecha de la llegada del Ark. Desde luego, no perdían
el tiempo. Ni el mío ni el suyo. ¡Cuatro días!
—He pensado que le gustaría saberlo enseguida, jefe —dijo Reagan.
—Sí —dije. Lo miré, furioso—. Gracias. —Con un poco de despecho (o
tal vez más que un poco), pensé: «Bueno, amiguito, a ti no te darán el trabajo,
o lo habrían dicho en este mensaje; enviarán un sustituto en el próximo viaje
del Ark».
Pero no lo dije; era un hombre demasiado civilizado.
—Señorita Hargo, le presento a…
Pero ellos se miraron y se echaron a reír, y entonces me acordé. Por
supuesto, Reagan y Michaelina habían estado juntos en mi clase de botánica,
igual que el hermano gemelo de Michaelina, Melquíades. Pero nadie llamaba
a los gemelos pelirrojos Melquíades y Michaelina. Cuando uno los conocía,
eran Mel y Mike.
—Me encontré a Mike cuando bajaba del Ark —dijo Reagan—. Le dije
cómo encontrar su despacho, ya que usted no estaba allí para hacer los
honores.
—Gracias —dije—. ¿Han llegado los barrotes de refuerzo?
—Supongo que sí. Han descargado algunos contenedores. Teman prisa
por marcharse otra vez. Ya se han ido.
Mi respuesta fue un gruñido.

Página 330
—Bueno —dijo Reagan—, voy a comprobar el cargamento. Sólo he
venido para darle el radiotipo; he pensado que querría saber enseguida la
buena noticia.
Salió, y lo fulminé con la mirada. Qué rata. Qué…
—¿Tengo que empezar a trabajar enseguida, señor Rand? —dijo
Michaelina.
—Claro que no —dije, recomponiendo mis facciones y consiguiendo
sonreír—. Supongo que primero querrás ver todo esto. Ver qué hay y
aclimatarte un poco. ¿Quieres ir a tomar algo al pueblo?
—Claro.
Recorrimos el caminito hacia el pequeño grupo de casas, todas pequeñas,
cuadradas y de una planta.
—Es… es agradable —dijo—. Parece que estuviera andando en el aire.
Me siento muy ligera. ¿Cuál es la gravedad, exactamente?
—Cero coma setenta y cuatro —dije—. Si pesas… hum, unos cincuenta y
cinco kilos en la Tierra, aquí pesarás poco más de cuarenta. Y te queda bien.
—Gracias, profesor. —Se rió—. Oh, es cierto; ya no es profesor. Ahora es
mi jefe, y tengo que llamarlo señor Rand.
—A menos que quieras llamarme Phil, Michaelina.
—Si tú me llamas Mike; detesto Michaelina, casi tanto como Mel odia
Melquíades.
—¿Cómo está Mel?
—Bien. Tiene un trabajo como profesor adjunto en la Politécnica, pero no
le gusta mucho. —Miró hacia el pueblo—. ¿Por qué tantos edificios pequeños
en lugar de pocos y más grandes?
—Porque la vida media de cualquier edificio o estructura en Placet es de
tres semanas. Y nunca se sabe cuándo va a caerse alguno… con alguien
dentro. Es nuestro mayor problema. Todo lo que podemos hacer es
construirlos pequeños y ligeros, excepto los cimientos, que los hacemos tan
resistentes como podemos. Gracias a eso, hasta ahora, nadie ha resultado
seriamente herido en el derrumbamiento de un edificio, pero… ¿lo has
notado?
—¿La vibración? ¿Qué ha sido, un terremoto?
—No —dije—. El vuelo de unos pájaros.
—¿Qué?
—Placet es un lugar absurdo —dije, riéndome ante la expresión de su cara
—. Hace un momento, has dicho que te parecía que ibas andando por el aire.
Bueno, en cierto modo estás haciendo exactamente eso. Placet es uno de los

Página 331
pocos objetos del universo que está compuesto de materia ordinaria y de
materia pesada. Una materia que tiene la estructura molecular colapsada y
resulta tan pesada que no se podría levantar un objeto del tamaño de un
guijarro. Placet tiene un núcleo de materia pesada; por eso este diminuto
planeta, con una superficie de aproximadamente el doble de la isla de
Manhattan, tiene una gravedad que equivale a tres cuartas partes de la
terrestre. Hay vida, vida animal, no inteligente, que habita en el núcleo. Hay
pájaros, cuya estructura molecular es como la del núcleo del planeta, tan
densa que la materia ordinaria es para ellos tan tenue como el aire para
nosotros. En realidad, vuelan a través de la materia, igual que los pájaros
terrestres vuelan por el aire. Desde su punto de vista, estaríamos andando por
encima de la atmósfera de Placet.
—¿Y la vibración de sus vuelos bajo la superficie hace que los edificios se
derrumben?
—Sí, y peor que eso; atraviesan los cimientos, no importa con que los
construyamos. Cualquier material que nosotros podamos manipular, para
ellos es lo mismo que un gas. Atraviesan volando el hierro o el acero tan
fácilmente como la arena o la arcilla. Acabo de recibir un cargamento de un
material especialmente resistente de la Tierra, el acero de aleación especial
sobre el que me has oído preguntar a Reagan, pero no tengo grandes
esperanzas de que sirva de mucho.
—Pero ¿no pueden ser peligrosos, esos pájaros? Quiero decir, además de
tirar los edificios. ¿No podría ser que uno llevara bastante impulso para salir
volando por el aire? ¿Y no atravesaría a cualquiera que estuviera por allí?
—Podría pasar —dije—, pero no pasa. Me refiero a que nunca vuelan a
menos de unos cuantos centímetros de la superficie. Parecen tener algún
sentido que les indica cuándo se acercan al límite de su «atmósfera». Algo
parecido al radar sónico de los murciélagos. Ya sabes que los murciélagos
pueden volar en la oscuridad más completa, y no chocan contra objetos
sólidos.
—Es como un radar, sí.
—Exacto, pero los murciélagos usan ondas sonoras en lugar de ondas de
radio. Y los pájaros widgie deben usar algo que funciona sobre el mismo
principio, pero a la inversa; algo que los hace retroceder unos centímetros
antes de acercarse demasiado a lo que para ellos sería el vacío. Siendo de
materia pesada, no podrían existir ni volar en el aire, igual que un pájaro
normal no podría existir ni volar en el vacío.

Página 332
Mientras estábamos tomando un cóctel en el pueblo, Michaelina volvió a
mencionar a su hermano.
—A Mel no le gusta enseñar en absoluto, Phil —dijo—. ¿Hay alguna
posibilidad de que pudieras conseguirle un trabajo aquí en Placet?
—Llevo tiempo pidiendo a la Central Terrestre otro administrador adjunto
—dije—. El trabajo ha aumentado mucho desde que hemos cultivado más
trozo de superficie. Reagan tiene verdadera necesidad de ayuda. Voy…
Toda su cara se iluminó de alegría. Y me acordé. Yo había terminado.
Había renunciado, y la Central Terrestre prestaría la misma atención a
cualquier recomendación mía que a la de un pájaro widgie.
—Voy… voy a ver si puedo hacer algo —acabé débilmente la frase.
—Gracias… Phil.
Yo tenía la mano sobre la mesa junto al vaso, y ella la rozó con la suya un
instante. De acuerdo, es una metáfora muy manida decir que fue como si una
corriente de alto voltaje me atravesara. Pero fue así, y fue un shock mental
igual que físico, porque me di cuenta allí y entonces de que me había caído
con todo el equipo. Me había caído con más fuerza que cualquiera de los
edificios de Placet. La sacudida me dejó sin respiración. No estaba
observando la cara de Michaelina, pero por su manera de apretarme la mano
más fuerte durante una milésima de segundo, y de retirar la suya después
como si se hubiera quemado, supongo que también debió de notar algo de
aquella corriente.
Me incorpore, algo tembloroso, y sugerí que volviéramos al cuartel
general.
Porque la situación era totalmente imposible. La Central había aceptado
mi renuncia, y no yo tenía ningún medio visible ni invisible de mantenerme.
En un momento de locura, había cavado mi tumba. Ni siquiera estaba seguro
de que pudiera volver a conseguir un trabajo de profesor. La Central Terrestre
es la organización más poderosa del universo, y tiene contactos en todas las
esferas. Si me ponían en la lista negra…
En el camino de regreso, dejé que Michaelina llevara el peso de la
conversación; tenía que pensar mucho. Quería decirle la verdad… y no quería
hacerlo.
Entre respuestas monosilábicas, discutí conmigo mismo. Y finalmente
perdí. O gané. No se lo diría… hasta que el Ark estuviera a punto de volver.
Fingiría que todo iba bien durante ese tiempo y me daría esa oportunidad para
ver si Michaelina sentía lo mismo por mí. Me tomaría ese tiempo. Una
oportunidad de cuatro días.

Página 333
Y después… bueno, si entonces ella sentía lo mismo por mí que yo por
ella, le contaría lo estúpido que había sido y le pediría que… No, no la dejaría
volver a la Tierra conmigo, aunque ella quisiera, hasta que viera luz al final
del túnel de mi futuro. Todo lo que podría decirle es que si conseguía
ascender de nuevo y volvía a tener un trabajo decente… a fin de cuentas, sólo
tenía treinta y un años, y aún podría…
Ese tipo de cosas.
Reagan me esperaba en el despacho, y se lo veía hecho una furia.
—Los idiotas del departamento de envíos de la Central Terrestre han
vuelto a liar las cosas. Los contenedores de acero especial… no lo son.
—¿No son qué?
—No son nada. Son contenedores vacíos. Algo debió de fallar en la
máquina de estibar, y no se enteraron.
—¿Estás seguro de que esos contenedores debían contener el acero?
—Claro que estoy seguro. Todo lo demás ha llegado, y el pedido
especificaba que el acero estaría en esos contenedores en particular. —Se
pasó una mano por el cabello enmarañado. Le hizo parecerse más que de
costumbre a un terrier.
—Tal vez es acero invisible —sonreí.
—Invisible, intangible y sin peso. ¿Puedo redactar yo el mensaje a la
Central explicándoselo?
—Diles lo que quieras —le dije—. Pero espera aquí un momento. Le
enseñaré a Mike su alojamiento y después quiero hablar contigo un momento.
Llevé a Michaelina al mejor alojamiento disponible cerca del cuartel
general. Me volvió a agradecer que intentara conseguirle a Mel un trabajo en
Placet, y me sentía más hundido que la tumba de un pájaro widgie cuando
volví a mi despacho.
—¿Sí, jefe? —dijo Reagan.
—Respecto al mensaje que he enviado a la Tierra —le dije—, quiero
decir, el que he enviado esta mañana… no quiero que le digas nada a
Michaelina.
—¿Quiere decírselo usted mismo, eh? —Rió—. De acuerdo, mantendré la
boca cerrada.
—Tal vez he sido un estúpido al enviarlo —dije, con algo de sarcasmo.
—¿Cómo? —dijo—. Desde luego, yo me alegro de que lo haya enviado.
Ha sido una gran idea.
Salió, y conseguí no tirarle nada.

Página 334
El día siguiente era martes, si es que eso importa. Lo recuerdo porque fue el
día en que resolví uno de los dos grandes problemas de Placet. Un momento
irónico para hacerlo, tal vez.
Estaba dictando algunos consejos sobre el cultivo de la aquilea; la
importancia de Placet para la Tierra estriba, por supuesto, en el hecho de que
de ciertas plantas autóctonas que no crecen en ningún otro lugar se obtienen
derivados que han resultado importantes para la farmacopea. Me costaba
concentrarme porque observaba cómo Michaelina tomaba notas: había
insistido en empezar a trabajar en su segundo día en Placet.
Y, de repente, de mi mente aturdida surgió una idea. Dejé de dictar y
llamé a Reagan, que entró enseguida.
—Reagan, pide cinco mil ampollas de acondicionador J-17 —dije—.
Diles que se den prisa.
—Jefe, ¿no se acuerda? Ya lo probamos. Pensábamos que nos permitiría
ver normalmente durante el efecto, pero resultó que no afectaba al nervio
óptico. Seguimos viendo cosas raras. Va muy bien para preparar a la gente
para las temperaturas muy altas o muy bajas, o…
—O para períodos muy largos o muy cortos de sueño y vigilia —lo
interrumpí—. De eso estoy hablando, Reagan. Mira, al girar alrededor de dos
soles. Placet tiene unos períodos de luz y oscuridad tan cortos e irregulares
que nunca los hemos tomado en serio. ¿Correcto?
—Claro, pero…
—Pero como no hay día ni noche lógicos que podamos usar en Placet, nos
volvimos esclavos de un sol tan lejano que no podemos verlo. Usamos un día
de veinticuatro horas. Pero el efecto se produce cada veinte horas,
regularmente. Podemos acondicionarnos para adaptarnos a un día de veinte
horas, ocho horas de dormir, doce despiertos, y todo el mundo estará
durmiendo plácidamente cuando sus ojos les estén gastando bromas. Y en un
dormitorio a oscuras para que no se vea nada aunque despertáramos. Más días
al año y más cortos… y nadie se vuelve psicópata. Dime dónde está el
problema.
Sus ojos se volvieron inexpresivos, y se golpeó la frente ruidosamente con
la palma de la mano.
—Es demasiado simple, ése es el problema —dijo—. Tan
condenadamente simple que sólo un genio lo habría visto. Durante dos años
me he estado volviendo loco lentamente, y la solución era tan fácil que nadie
la veía. Daré la orden al momento.
Empezó a salir y se dio la vuelta.

Página 335
—Y, ¿cómo impedimos que se caigan los edificios? Deprisa, mientras
esté inspirado, o lo que sea.
—¿Por qué no probamos con ese acero invisible de los contenedores? —
dije riendo.
—Tonterías —dijo, y cerró la puerta.
Y el día siguiente era miércoles, y tomé la decisión de no trabajar y llevar
a Michaelina a dar la vuelta a Placet. Una vuelta es una excursión agradable
para un día. Pero con Michaelina Hargo, cualquier día sería un día agradable.
Excepto, naturalmente, que sabía que sólo me quedaba un día completo para
pasar con ella. El mundo acabaría el viernes.
Al día siguiente, el Ark partiría de la Tierra, con el cargamento de
acondicionador que resolvería uno de nuestros problemas… y con
quienquiera que la Central Terrestre enviara a ocupar mi puesto. Atravesaría
el espacio hasta un punto a distancia segura del sistema de Argyle I y II, y
llegaría a Placet impulsado por cohetes. Llegaría el viernes, y yo me iría con
él. Pero intentaba no pensar en eso.
Conseguí olvidarlo bastante bien hasta que volvimos al cuartel general y
Reagan me recibió con una sonrisa que separaba su feo careto en dos mitades
horizontales.
—Jefe, lo ha conseguido —dijo.
—Qué bien —dije—. ¿Qué he conseguido?
—Me dio la respuesta a qué usar para reforzar los cimientos. Usted
resolvió el problema.
—¿Sí?
—Sí. ¿Verdad, Mike?
—Estaba bromeando. —Michaelina parecía tan desconcertada como yo
—. Dijo que usáramos lo que hay en los contenedores vacíos, ¿no?
—Sólo creía que bromeaba —dijo Reagan con otra sonrisa—. Eso es lo
que vamos a usar de ahora en adelante. Nada. Mire, jefe, es como lo del
acondicionador; tan simple que nunca se nos había ocurrido. Hasta que me
dijo que usara lo que estaba en los contenedores vacíos, y me hizo pensar.
Yo me quedé un momento pensando e hice lo que Reagan había hecho el
día anterior: darme un golpe en la frente con la palma de la mano.
Michaelina seguía desconcertada.
—Cimientos huecos —le dije—. ¿Cuál es la única cosa que los pájaros
widgie no atraviesan volando? El aire. Ahora podremos hacer los edificios tan
grandes como los necesitemos. Para los cimientos, hundiremos paredes dobles
con un amplio espacio de aire entre ellas. Nosotros…

Página 336
Me detuve, porque ya no había un «nosotros». Ellos lo harían cuando yo
estuviera de vuelta en la Tierra buscando trabajo.
Y el jueves pasó y llegó el viernes.
Estaba trabajando, hasta el último minuto, porque era lo más fácil de
hacer. Con la ayuda de Reagan y Michaelina, estaba haciendo listas de
materiales para los nuevos proyectos de construcción. En primer lugar, un
edificio de tres pisos de unas cuarenta habitaciones para el cuartel general.
Trabajábamos deprisa, porque el efecto llegaría pronto, y no se pueden
hacer tareas burocráticas cuando no se puede leer, y sólo se puede escribir con
el tacto.
Pero mi mente estaba en el Ark. Cogí el teléfono y llamé al edificio del
radiotipo para preguntar por él.
—Acaban de llamar —dijo el operador—. Han salido del hiperespacio,
pero no están lo bastante cerca para aterrizar antes del efecto. Aterrizarán
justo después.
—De acuerdo —dije, abandonando la esperanza de que se retrasaran un
día.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Nos acercábamos a la posición
crítica, desde luego. En el cielo hacia el norte se veía a Placet dirigiéndose
hacia nosotros.
—Mike —dije—. Ven aquí.
Se reunió conmigo en la ventana y nos quedamos allí, mirando. Mi brazo
la rodeaba. No recordaba haberlo puesto allí, pero no lo aparté, y ella no se
movió.
Detrás de nosotros, Reagan se aclaró la garganta.
—Le daré esta parte de la lista al operador. Puede enviarla justo después
del efecto. —Salió y cerró la puerta.
Michaelina pareció acercarse. Los dos mirábamos por la ventana hacia
Placet, que se precipitaba a chocar contra nosotros.
—Es bonito, ¿verdad, Phil? —dijo.
—Sí —dije. Pero me volví y le estaba mirando la cara cuando contesté.
Luego, sin haberlo planeado, la besé.
Me aparté y me senté en el escritorio.
—Phil, ¿qué pasa? —preguntó—. No tendrás una mujer y seis hijos
escondidos por ahí o algo así, ¿verdad? Estabas soltero cuando me enamoré
de ti en la Politécnica… y esperé seis años a que se me pasara, pero no se me
pasó, y finalmente conseguí un empleo en Placet sólo para… ¿Tengo que
declararme yo?

Página 337
—Mike, estoy loco por ti —dije, sin mirarla y tras soltar un gemido—.
Pero… justo antes de que llegaras, envié un radiotipo de dos palabras a la
Tierra. Ponía: «Me largo». Así que ahora tengo que marcharme de Placet en
el Ark y dudo de que ni siquiera me den un trabajo como profesor, ahora que
la Central Terrestre me tiene fichado y…
—¡Pero, Phil! —dijo, y dio un paso hacia mí.
Hubo una llamada a la puerta. Era la llamada de Reagan. Por una vez, me
alegré de la interrupción. Dije que podía entrar, y abrió la puerta.
—¿Se lo ha dicho ya a Mike, jefe? —dijo.
Asentí tristemente.
—Bien —dijo Reagan sonriendo—. Me moría de ganas de decírselo Será
fantástico volver a ver a Mel.
—¿Qué? —dije—. ¿Qué Mel?
—Jefe, ¿está perdiendo la memoria, o algo así? —preguntó, y su sonrisa
había desaparecido—. ¿No recuerda que me dio la respuesta al radiotipo de la
Central Terrestre de hace cuatro días, justo antes de que Mike llegara?
Me quedé mirándolo con la boca abierta. Ni siquiera había leído ese
radiotipo, no digamos contestarlo. ¿Se había vuelto loco Reagan, o yo?
Recordé que lo había metido en el cajón de mi escritorio. Lo abrí de un tirón y
lo saqué. La mano me temblaba un poco al leer:

PETICIÓN DE ADJUNTO ADICIONAL ACEPTADA STOP ¿A QUIÉN


QUIERE PARA EL TRABAJO? STOP.

Volví a mirar a Reagan.


—¿Estás tratando de decirme que envié una respuesta a esto?
—Me lo ordenó —dijo, y parecía tan perplejo como yo.
—¿Qué te dije que enviaras?
—Mel Hargo. —Se me quedó mirando—. Jefe, ¿se encuentra bien?
Me encontraba tan bien que algo pareció explotarme en la cabeza. Me
levanté y me dirigí hacia Michaelina.
—Mike, ¿quieres casarte conmigo?
La rodeé con los brazos, justo a tiempo, antes de que empezara el efecto,
así que no vi qué aspecto tenía, ni ella tampoco me vio. Pero por encima de su
hombro, vi lo que debía de ser Reagan.
—Fuera de aquí, mono —dije, y hablaba literalmente porque eso es
exactamente lo que parecía. Un mono amarillo brillante.
Además, el suelo temblaba bajo mis pies, pero también me estaban
pasando otras cosas, y no comprendí qué significaba el temblor hasta que el

Página 338
mono se volvió.
—¡Pájaros volando debajo de nosotros, jefe! —gritó—. Salgamos deprisa,
antes de que…
Pero sólo pudo llegar hasta ahí antes de que la casa se derrumbara a
nuestro alrededor y el tejado de latón me golpeara la cabeza dejándome
inconsciente. Placet es un lugar absurdo. Me complace.

Página 339
La broma

El hombretón del traje verde brillante apoyó la mano en el mostrador de los


cigarros.
—Jim Greeley —dijo—. De la empresa Ace Novelty.
El vendedor de puros tomó la mano que se le ofrecía y se sacudió
convulsivamente cuando algo dentro de ella zumbó dolorosamente contra su
palma.
Resonaron las alegres carcajadas del hombretón.
—Es nuestro Zumbador de la risa —dijo volviendo la mano para mostrar
el pequeño aparato de metal que tenía en la palma—. Da unos apretones de
manos electrizantes; uno de nuestros mejores artículos. Es una maravilla,
¿verdad? Deine cuatro perfectos, de los de dos por un cuarto. Gracias.
Dejó medio dólar sobre el mostrador y encendió uno de los cigarros,
ocultando una sonrisa, mientras el vendedor trataba en vano de coger la
moneda. Entonces, riendo, el hombretón puso otra moneda (no trucada) sobre
el mostrador y despegó la primera con un cuchillo diminuto que colgaba de la
cadena de su reloj. La volvió a guardar en una cajita especial que metió en el
bolsillo de su chaleco.
—Una broma nueva, pero muy buena —dijo—. Da muy buen resultado
y… bueno, el lema de Ace es «Todo por la risa», y yo soy el vendedor de
Ace.
—Yo no podría permitirme… —dijo el vendedor de cigarros.
—No intento venderle nada —dijo el hombretón—. Sólo vendo al por
mayor. Pero me encanta mostrar nuestro género. Debería ver algunos
ejemplos.
Expulsó un anillo de humo y pasó junto al mostrador de cigarros para
dirigirse a la recepción del hotel.
—Una habitación doble con baño —le dijo al empleado—. Tengo una
reserva; Jim Greeley. Me mandarán las cosas de la estación, y mi esposa
llegará más tarde.
Se sacó una pluma del bolsillo, sin hacer caso de la que el empleado le
ofrecía, y firmó la ficha. La tinta era azul brillante, pero sería una buena
broma para el empleado cuando, al cabo de un rato, intentara archivar la ficha

Página 340
y descubriera que estaba completamente en blanco. Y cuando lo explicara y
rellenara una nueva ficha, pasarían un buen rato riendo y sería una buena
publicidad para Ace Novelty.
—Deje la llave en su sitio —dijo—. No voy a subir todavía. ¿Dónde están
los teléfonos?
Se encaminó a la hilera de cabinas telefónicas que le indicó el empleado y
marcó un número. Le respondió una voz femenina.
—Le habla la policía —dijo, con voz malhumorada—. Nos han informado
de que están alquilando habitaciones a clientes muy extraños. ¿O eran
rumores falsos?
—¡Jim! ¡Oh, cuánto me alegro de que estés en la ciudad!
—Yo también, cariño. ¿Hay moros en la costa, está tu marido? Espera, no
me lo digas, no me habrías dicho lo que acabas de decir si él estuviera ahí,
¿verdad? ¿A qué hora vuelve a casa?
—A las nueve en punto, Jim. ¿Vendrás a buscarme antes? Le dejaré una
nota diciéndole que me quedo con mi hermana porque está enferma.
—Fantástico, cariño. Justo lo que esperaba que dijeras. Vamos a ver; son
las cinco y media. Estaré ahí enseguida.
—No tan pronto, Jim. Tengo cosas que hacer y todavía no estoy vestida.
Digamos… no antes de las ocho. Entre las ocho y las ocho y media.
—De acuerdo, cariño. A las ocho, entonces. Tendremos tiempo de pasar
una velada fantástica, y ya he alquilado una habitación doble.
—¿Cómo sabías que iba a poder escaparme?
—Simplemente habría llamado a una de las otras que tengo en la agenda
—rió el hombretón—. No, no te enfades; sólo era una broma. Te llamo desde
el hotel, pero todavía no me he inscrito; sólo bromeaba. Si hay algo de ti que
me gusta, Marie, es que tienes sentido del humor y te sabes tomar bien las
cosas. La gente que me cae bien tiene que tener un sentido del humor como el
mío.
—¿La gente que «te cae bien»?
—Y la gente que quiero. Con locura. ¿Cómo es tu esposo, Marie? ¿Tiene
sentido del humor?
—Un poco. Aunque tiene un humor un poco especial; no es como el tuyo.
¿Tienes bromas nuevas?
—Algunas maravillas. Te las enseñaré. Una es una cámara trucada que…
bueno, ya la verás. Y no te preocupes, cariño. Recuerdo que me dijiste que
tienes el corazón débil y no te gastaré ninguna broma que pueda asustarte. No
quiero darte miedo, cariño; todo lo contrario.

Página 341
—¡Eres un payaso! De acuerdo, Jim, pero no vengas antes de las ocho en
punto. Aunque ven con tiempo, antes de las nueve.
—Ahí estaré, corazón. Nos vemos.
Salió de la cabina cantando «Esta noche la pasaré con mi chica» y
enderezó su elegante corbata en un espejo frente a una columna del vestíbulo.
Se pasó una mano exploradora por la cara. Sí, necesitaba afeitarse; estaba
áspera, aunque no se notara. Bueno, había tiempo de sobra para eso en dos
horas y media.
Se dirigió a un botones que estaba sentado.
—¿Hasta cuándo estarás de servicio, hijo? —le preguntó.
—Hasta las dos y media, nueve horas. Acabo de entrar.
—Bien. ¿Cuáles son aquí las normas para las bebidas alcohólicas? ¿Hay
algún horario?
—No se pueden comprar botellas después de las nueve. Es decir, bueno, a
veces se puede, pero se corre un riesgo. ¿No se la puedo conseguir antes, si va
a querer comprar alguna?
—Será mejor que sí. —El hombretón sacó unos billetes de su cartera—.
Habitación seiscientos tres. Sube una botella de whisky y dos de soda antes de
las nueve. Ya llamaré pidiendo cubitos de hielo cuando los necesitemos. Y
escucha, quiero que me ayudes a gastar una broma. ¿Tenéis chinches o
cucarachas?
—¿Cómo?
—Tal vez tenéis y tal vez no, pero mira estos insectos artificiales. —
Sonriendo, se sacó del bolsillo una cajita de pastillas y la abrió—. ¿No son
una belleza? Quiero gastar una broma a mi mujer —aclaró—. Y no subiré a la
habitación hasta que ella llegue. Tú coges los insectos y los pones donde
queden mejor, ¿entiendes? Quiero decir, aparta la colcha y llena la cama con
estas monadas. ¿A que parecen reales? Gritará de lo lindo cuando los vea. ¿Te
gustan las bromas, hijo?
—Claro.
—Te enseñaré algunas muy buenas cuando nos subas el hielo más tarde.
Tengo una caja llena de muestras. Bueno, haz un buen trabajo con esas
chinches.
Guiñó un ojo al botones, cruzó el vestíbulo y salió a la calle. Se encaminó
a un bar y pidió un whisky con agua. Mientras el barman se lo preparaba, se
acercó a la máquina de discos, introdujo una moneda y apretó dos botones.
Volvió a la barra sonriendo y silbando «Tengo una cita con un ángel». La
máquina de discos se unió a su silbido desafinado.

Página 342
—Parece feliz —dijo el barman—. La mayoría de gente viene aquí a
hablar de sus problemas.
—Yo no tengo problemas. Y estoy más contento aún porque he
encontrado una vieja canción en su máquina que encaja con mi estado de
ánimo. Sólo que el ángel con el que yo estoy citado tiene también un diablillo
dentro, gracias a Dios. Es una verdadera diablesa. Dele la mano a un hombre
feliz —dijo tendiendo la mano por encima de la barra. El zumbador de su
palma vibró y el barman pegó un salto—. Beba algo a mi salud, amigo —dijo
el hombretón, riendo—, y no se enfade. Me gustan las bromas. Me dedico a
venderlas.
—Una profesión apropiada para usted, desde luego —dijo el barman
sonriendo, pero no con demasiado entusiasmo—. De acuerdo, beberé con
usted. Pero espere un segundo; hay un pelo en el vaso que le he dado. —
Vació el vaso y lo dejó con los sucios; luego regresó con otro, de cristal
grabado con diseños muy complicados.
—Buen intento —dijo el hombretón—, pero ya le he dicho que yo vendo
estas cosas; conozco un vaso de pega cuando lo veo. Además, éste es un
modelo viejo. Sólo tiene un agujero en un lado y si se le pone el dedo encima,
el líquido no se escapa. Así, ¿lo ve? A su salud. —El líquido no se escapó—.
Le invito a otra; me gusta que la gente sepa hacer bromas además de
aceptarlas. —Sonrió—. O que sepan intentar hacer bromas, mejor dicho.
Sirva otra y déjeme que le hable del género nuevo que vamos a sacar. Hay un
plástico nuevo llamado Tejipiel que… oiga, tengo aquí una muestra. Mire.
Se sacó del bolsillo un objeto enrollado que se desenrolló solo, al dejarlo
sobre la barra, para revelar una cara falsa sorprendentemente real.
—Es mejor que cualquier otro tipo de máscara o de cara falsa que haya
ahora en el mercado, incluso las de goma, que son más caras. Se ajusta tan
bien que prácticamente se aguanta sola. Pero lo que tiene de verdaderamente
distinto es que parece tan real que hay que mirar dos veces y muy de cerca
para darse cuenta de que no es de verdad. Van a venderse como roscas para
los bailes de disfraces y esas cosas, y ganaremos una fortuna cada Halloween.
—Desde luego, parece real —dijo el barman.
—Puede apostar sus botas a que lo parece. Y las habrá de todas clases.
Pero ahora sólo tenemos unas pocas en producción. Éste es el modelo Fancy
Dan, una cara atractiva. Dos rondas más, ¿de acuerdo?
Enrolló la máscara y se la volvió a guardar en el bolsillo. La máquina de
discos había acabado la segunda canción, y le volvió a introducir una moneda,

Página 343
escogiendo de nuevo «Tengo una cita con un ángel», pero esperó a que
empezara la canción antes de ponerse a silbar, para coger el mismo tono.
Volvió a ponerse a charlar cuando estuvo de nuevo en la barra.
—Tengo una cita con un ángel, desde luego —dijo—. Es una rubita,
Marie Rhymer. Una belleza. La chica más guapa de la ciudad. Brindemos por
ella.
En aquella ocasión olvidó poner el dedo sobre el agujero del vaso y le
cayeron gotas de agua en la elegante corbata. Las miró y bramó de risa, pidió
una ronda para todo el bar, cosa que no le salió muy cara, porque sólo había
otro cliente además de él y el barman.
El otro cliente también invitó, y el hombretón pagó otra ronda. Les mostró
dos trucos nuevos con monedas; en uno de ellos, aguantó una moneda en
equilibrio sobre el canto de un vaso después de haberles dejado examinar el
vaso y la moneda, y no quiso decirle al barman cómo se hacía hasta que los
invitó a otra ronda.
Pasaban de las siete cuando salió de la taberna. No estaba borracho, pero
notaba las copas. Estaba verdaderamente contento. Pensó que iría a buscar
algo de comer.
Buscó un restaurante, uno bueno, y finalmente decidió que tal vez Marie
esperaría que la invitara a cenar; ya comería con ella.
¿Y qué problema había si llegaba pronto? Podía esperarse y hablar con
ella mientras se arreglaba.
Miró alrededor buscando un taxi y no vio ninguno; echó a andar a buen
paso, otra vez silbando «Esta noche la pasaré con mi chica», que,
desgraciadamente, no estaba en la máquina de discos.
Andaba a buen paso, silbando contento, a la luz del crepúsculo. Iba a
llegar pronto, pero no quería volver a pararse para beber algo; después ya
bebería mucho, y en aquel momento se sentía bien.
Cuando había recorrido una manzana, se acordó de que quería afeitarse.
Se detuvo a palparse la cara y sí, realmente lo necesitaba. Y estaba de suerte,
porque unos pocos pasos atrás había pasado por delante de una pequeña
barbería. Volvió sobre sus pasos y descubrió que estaba abierta. Había un
barbero y ningún cliente.
Empezó a entrar, cambió de opinión y, sonriendo de felicidad, se dirigió al
callejón que había entre aquel edificio y el siguiente. Se sacó del bolsillo la
máscara de Tejipiel y se la colocó sobre la cara; sería una buena broma ver
que hacía el barbero si se instalaba en la silla para que lo afeitaran con la

Página 344
máscara puesta. Tenía una sonrisa tan amplia que le resultó difícil ponerse
bien la máscara, hasta que logró recuperar la seriedad.
Entró en la barbería, colgó el sombrero en la percha y se sentó en la silla.
—Afeitado, por favor —dijo, con la voz algo ahogada por la máscara
flexible.
Cuando el barbero, que había ocupado su puesto junto a la silla, se acercó
más, mirándolo con sorpresa e incredulidad, el hombretón del traje verde no
pudo contener la risa por más tiempo. La máscara se le cayó mientras
estallaba en carcajadas.
—Parece de veras, ¿eh? —dijo cuando pudo dejar de reír.
—Desde luego que sí —dijo el barbero con admiración—. ¿Quién las
fabrica?
—Mi empresa. Ace Novelty.
—Yo estoy en un grupo de teatro de aficionados —dijo el barbero—.
Oiga, estas máscaras nos irían bien, sobre todo para los papeles cómicos, si es
que hay máscaras más divertidas. ¿Las hay?
—Sí. Somos fabricantes y vendemos al por mayor, por supuesto. Pero las
encontrará en Brachman y Minton, aquí en la ciudad. Los visitaré mañana, y
me harán un pedido. Entretanto, ¿qué tal si me afeita? Tengo una cita con un
ángel.
—Claro —dijo el hombrecillo—. Brachman y Minton. Es donde
compramos casi todo el vestuario y el maquillaje. Está bien. —Mojó una
toalla bajo el grifo del agua caliente y la escurrió. La pasó por la cara del
hombretón y preparó la espuma de afeitar.
Bajo la toalla caliente, el hombre del traje verde canturreaba «Tengo una
cita con un ángel». El barbero retiró la toalla y aplicó la espuma con hábiles
toques.
—Sí —dijo el hombretón—, tengo una cita con un ángel y llego
demasiado temprano. Hágame un tratamiento completo, con masaje y todo lo
que tenga. Me gustaría estar tan guapo con mi cara de verdad como con la
máscara. Por cierto, ése es nuestro modelo Fancy Dan. Debería ver algunos de
los otros. Bueno, ya los verá si va a Brachman y Minton dentro de
aproximadamente una semana. Es el tiempo que tardarán en recibir el género
después de que me hagan su pedido mañana.
—Sí, señor. ¿Ha dicho que quiere un tratamiento completo? ¿Masaje y
facial? —preguntó el barbero afilando la cuchilla con pases pulcros y
elegantes.

Página 345
—¿Por qué no? Tengo tiempo. Y esta noche la pasaré con mi chica. Y
vaya chica, amigo. Rubia, con media melena y un cuerpo increíble. Tiene una
pensión no muy lejos de… Oiga, tengo una idea. Una buena broma.
—¿Cuál?
—La engañaré. Me pondré la máscara de Fancy Dan cuando llame a la
puerta y le haré creer que alguien verdaderamente atractivo ha ido a visitarla.
Tal vez se desilusionará al verme la jeta cuando me la quite, pero la broma
valdrá la pena. Y tampoco se decepcionará demasiado cuando vea que es el
viejo Jim. Sí, es lo que voy a hacer. —El hombretón rió de antemano—. ¿Qué
hora es?
Le estaba entrando sueño. El afeitado había terminado, y el movimiento
circular del masaje era soporífero.
—Las ocho menos diez.
—Muy bien. Tengo mucho tiempo. Sólo tengo que llegar antes de las
nueve. A esa hora… Dígame, ¿de veras lo ha engañado la máscara cuando he
entrado?
—Ya lo creo —dijo el barbero—. Hasta que lo he mirado de cerca
después de que se sentara.
—Bien. Entonces engañará a Marie Rhymer cuando entre por su puerta.
Dígame; ¿cómo se llama su grupo de teatro de aficionados? Le diré a
Brachman que van a comprar algunas máscaras de Tejipiel.
—Simplemente somos el Grupo del Centro Social de la Avenida Grove.
Me llamo Dane. Brachman me conoce. Desde luego, dígale que nos
quedaremos unas cuantas.
Toallas calientes, cremas frescas, un masaje relajante. El hombre de verde
se quedó dormido.
—De acuerdo, señor. Está servido. Será un dólar con sesenta y cinco —
dijo el barbero, y soltó una risita—. Hasta le pondré la máscara, para que esté
preparado del todo. Buena suerte.
El hombretón se irguió y se miró al espejo.
—Fantástico —dijo. Se puso en pie y sacó dos dólares del bolsillo—.
Estamos en paz. Buenas noches.
Se puso el sombrero y salió. Oscurecía, y un vistazo al reloj lo informó de
que eran casi las ocho y media, la hora perfecta. Empezó a canturrear otra
vez, volviendo a «Esta noche la pasaré con mi chica».
Quería silbar, pero no podía con la máscara puesta. Se detuvo frente a la
casa y miró alrededor antes de subir los escalones que llevaban a la puerta.
Soltó una risita mientras descolgaba el letrero de HABITACIONES LIBRES del

Página 346
clavo junto a la puerta, y lo sostuvo al tiempo que apretaba el botón y oía
sonar el timbre.
Sólo pasaron unos segundos antes de que escuchara sus pasos
dirigiéndose a la puerta. Se abrió, y él se inclinó ligeramente.
—¿Ustedes tenerr una havitación, porr favorr? —preguntó con la voz
deformada por la máscara, de modo que ella no la reconociera.
Era hermosa, desde luego, tan hermosa como la recordaba desde la última
vez que había pasado por aquella ciudad, un mes atrás.
—Pues sí —dijo ella, titubeando—, pero me temo que esta noche no
puedo enseñársela. Estoy esperando a un amigo y todavía no me he
preparado.
—Vien, madame, yo volverr —dijo él, con otra pequeña inclinación.
Y entonces, tirando de la barbilla hacia delante para aflojar la máscara y
pellizcándola en la frente para que saliera junto con el sombrero, levantó el
sombrero y la máscara.
Sonrió y empezó a decir… Bueno, no importaba qué fuera a decir, porque
Marie Rhymer gritó y se desvaneció, convirtiéndose en un montón arrugado
de seda púrpura, piel color crema y cabellos rubios justo en el umbral.
Estupefacto, el hombretón dejó caer el cartel que sostenía y se inclinó
sobre ella.
—Marie, cariño, ¿qué…? —Entró rápidamente y cerró la puerta. Se
inclinó, y recordando su «corazón delicado», puso la mano en el lugar donde
el corazón hubiera debido estar latiendo. Pero no era así.
Salió de allí rápidamente. Con una mujer y un hijo en Minneapolis, no
podía ser que… bueno, salió.
Todavía aturdido, se alejó rápidamente.
Llegó a la barbería y vio que las luces estaban apagadas. Se detuvo frente
a la entrada. El cristal oscuro de la puerta, con la luz de una farola
reflejándose en él desde el otro lado de la calle, era a la vez un vidrio
transparente y un espejo. En aquel cristal vio tres cosas.
Vio, en la parte que hacía de espejo, la máscara horripilante que era su
cara. Verde brillante, con un sombreado cuidadoso y experto que le daba el
aspecto de un muerto viviente, un zombi de ojos hundidos y mejillas y labios
azules. La cara verde brillante se reflejaba encima del traje verde y de la
elegante corbata roja… la cara que el barbero, experto en maquillaje, debía de
haberle pintado mientras dormitaba…
Y la nota, fijada en el interior del cristal de la puerta de la barbería, escrita
sobre papel blanco con lápiz verde:

Página 347
CERRADO
DANE RHYMER

«Marie Rhymer, Dane Rhymer», pensó aturdido. Al mismo tiempo, a


través del cristal, vio en la penumbra de la barbería la figura del pequeño
barbero vestido de blanco colgando de la lámpara y balanceándose
lentamente, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de izquierda a
derecha…

Página 348
Llamada

Hay una bonita historia de terror que sólo tiene dos frases:

El último hombre sobre la Tierra estaba sentado solo en


una habitación. Llamaron a la puerta…

Dos frases y unos puntos suspensivos. El terror, por supuesto, no está en


la historia; está en lo que se omite, en la implicación; qué llamó a la puerta.
Cuando se enfrenta a lo desconocido, la mente humana tiende a sustituirlo por
algo vagamente horrible.
Pero en realidad no fue tan horrible.

«El último hombre sobre la Tierra (de hecho, el último hombre del universo)
estaba sentado solo en una habitación». Era una habitación bastante peculiar.
Estaba intentando descubrir la razón de la peculiaridad. La conclusión no lo
horrorizó, pero lo molestó.
Walter Phelan, que había sido profesor adjunto de antropología en la
Universidad de Nathan, hasta el momento, dos días atrás, en que la
Universidad de Nathan había dejado de existir, no era un hombre que se
horrorizara fácilmente. No es que Walter Phelan fuera una figura heroica, por
mucha imaginación que le pongamos. Era corto de estatura y de disposición
tranquila. No era gran cosa, y lo sabía.
Aunque su apariencia no lo preocupaba en aquel momento. De hecho, no
sentía gran cosa. En abstracto, sabía que dos días antes, en el espacio de una
hora, habían acabado con la especie humana, excepto él y, en algún lugar, una
mujer. Y aquél era un hecho que no preocupaba lo más mínimo a Walter
Phelan. Probablemente no la vería nunca, y tampoco le importaba demasiado.
Las mujeres no habían tenido ninguna importancia en la vida de Walter
desde que Martha murió, un año y medio atrás. Martha había sido una buena
esposa, aunque algo mandona. Y la había querido de una forma profunda y
tranquila. Sólo tenía cuarenta años, y Martha murió cuando tenía treinta y
ocho, pero… bueno, simplemente no había pensado en mujeres desde

Página 349
entonces. Su vida habían sido sus libros, los que leía y los que escribía.
Escribir libros ya no tenía mucho sentido, pero tenía el resto de su vida para
dedicarse a leer.
Es cierto que la compañía hubiera resultado agradable, pero se apañaría
sin ella. Tal vez al cabo de un tiempo llegaría a disfrutar de la compañía
ocasional de un zan, aunque eso resultaba algo difícil de imaginar. Su manera
de pensar era tan distinta a la de él que era difícil pensar que se pudiera
encontrar base común para una conversación. Eran inteligentes en cierto
modo, pero también lo eran las hormigas. En parte, imaginaba a los zan como
superhormigas, aunque no tenían aspecto de hormigas; y tenía la impresión de
que los zan consideraban a la especie humana igual que la especie humana
consideraba a las hormigas corrientes. Ciertamente, lo que le habían hecho a
la Tierra era lo mismo que los hombres hacían con los hormigueros, pero de
modo mucho más eficiente.
Pero le habían dado muchos libros. En eso habían sido muy amables, tan
pronto como les dijo qué quería. Y se lo dijo en el momento en que
comprendió que estaba destinado a pasar el resto de su vida solo en aquella
habitación. El resto de su vida, o, tal como decían los zan: «Pa-ra siem-pre».
Incluso las mentes brillantes (y los zan, obviamente, poseían mentes
brillantes) tenían sus rarezas. Los zan aprendieron a hablar su idioma en
cuestión de horas, aunque se empeñaban en separar las sílabas. Pero nos
desviamos de la historia.
«Llamaron a la puerta».
Aflora ya lo tenéis todo, excepto los puntos suspensivos, pero yo los
llenaré y os demostraré que no fue horrible en absoluto.
—Adelante —dijo Walter Phelan, y la puerta se abrió. Por supuesto, sólo
era un zan. Tenía exactamente el mismo aspecto que el otro zan; si había
alguna forma de distinguirlos, Walter no la había encontrado. Medía
aproximadamente un metro y veinte centímetros de altura, y no se parecía a
nada de la Tierra; es decir, a nada que hubiera existido en la Tierra antes de
que llegaran los zan.
—Hola, George —dijo Walter. Cuando descubrió que ninguno de ellos
tenía nombres, decidió llamarlos a todos George, y a los zan no parecía
importarles.
—Ho-la, Wal-ter —dijo el zan. Aquello era un ritual, la llamada a la
puerta y los saludos. Walter esperó—. Pun-to u-no —continuó el zan—. A
par-tir de a-ho-ra, ha-rás el fa-vor de sen-tar-te con la si-lla mi-ran-do al o-tro
la-do.

Página 350
—Lo imaginaba, George —dijo Walter—. Aquella pared lisa es
transparente por el otro lado, ¿verdad?
—Es trans-pa-ren-te.
—Lo sabía —suspiró Walter—. Una pared lisa, sin ningún mueble junto a
ella. Y está hecha de algo diferente a las otras paredes. Si insisto en sentarme
dándole la espalda, ¿qué pasará entonces? ¿Me mataréis? Lo pregunto
esperanzado.
—Te qui-ta-re-mos los li-bros.
—Me tenéis atrapado, George. De acuerdo, miraré hacia el otro lado
cuando me siente a leer. ¿Cuántos animales además de mí tenéis en este zoo
vuestro?
—Dos-cien-tos die-ci-séis.
—No es gran cosa, George —dijo Walter, sacudiendo la cabeza—.
Incluso un zoo de segunda os gana; quiero decir, os ganaría si quedara alguno
de segunda. ¿Nos escogisteis al azar?
—Mues-tras al a-zar, sí. To-das las es-pe-cies ha-brí-an si-do de-ma-sia-
das. Ma-cho y hem-bra de cien cla-ses.
—¿Qué les dais de comer? Me refiero a los carnívoros.
—Les pre-pa-ra-mos co-mi-da sin-té-ti-ca.
—Muy listos. ¿Y la flora? ¿También tenéis una colección de plantas?
—La flo-ra no fue da-ña-da por las vi-bra-cio-nes. Con-ti-nú-a cre-cien-
do.
—Bien por la flora. No fuisteis tan duros con ella como con la fauna.
Bueno, George, has empezado diciendo «punto uno». Supongo que habrá un
punto dos esperando. ¿Qué es?
—Hay al-go que no en-ten-de-mos. Hay dos a-ni-ma-les que duermen y
no des-pier-tan. Es-tán frí-os.
—Pasa en los mejores zoos, George. Probablemente no les ocurre nada
malo, aparte de estar muertos.
—¿Mu-er-tos? E-so sig-ni-fi-ca pa-ra-dos. Pe-ro na-da los pa-ró. Es-ta-
ban so-los.
—¿Quieres decir, George, que no sabéis qué es la muerte natural? —
preguntó Walter, mirando fijamente al zan.
—La mu-er-te es cu-an-do al-go ma-ta a un ser, ha-ce que de-je de vi-vir.
—¿Cuántos años tienes, George? —dijo Walter, parpadeando.
—Die-ci-séis… no co-no-ces la pa-la-bra. Tu pla-ne-ta gi-ró al-re-de-dor
de tu sol u-nas sie-te mil ve-ces. A-ún soy jo-ven.

Página 351
—Un niño de teta —dijo Walter, con un suave silbido. Pensó un momento
—. Mira, George, hay algo que tenéis que saber respecto a este planeta en el
que estáis. Por aquí ronda una mujer que no existe en vuestro planeta. Una
vieja con una guadaña y un reloj de arena. Vuestras vibraciones no la
mataron.
—¿Qué es?
—Puedes llamarla Muerte, George. Nuestros congéneres y nuestros
animales viven hasta que alguien, la Muerte, los detiene.
—¿E-lla ha pa-ra-do a las dos cria-tu-ras? ¿Pa-ra-rá a más?
Waller abrió la boca para contestar y la volvió a cerrar. Algo en la voz del
zan revelaba lo que en su cara indicaría preocupación, de tener una cara
reconocible como tal.
—¿Qué tal si me llevas con esos animales que no despiertan? —preguntó
Walter—. ¿Eso va contra las reglas?
—Ven —dijo el zan.
Eso ocurrió durante la tarde del segundo día. A la mañana siguiente, los
zan regresaron, y aquella vez eran varios. Empezaron a trasladar los libros y
los muebles de Walter Phelan. Cuando acabaron, lo trasladaron a él. Se
encontró en una habitación mucho mayor a unos cien metros.
De nuevo se sentó y esperó. Cuando oyó la llamada a la puerta, supo qué
iba a llegar, y se levantó por cortesía.
—Adelante —dijo.
Un zan abrió la puerta y se apartó. Entró una mujer.
—Walter Phelan —dijo Walter, con una pequeña inclinación—, por si
George no le ha dicho mi nombre. George intenta ser educado pero no conoce
bien nuestras costumbres.
La mujer parecía tranquila, cosa que lo alegró.
—Me llamo Grace Evans, señor Phelan —dijo—. ¿De qué va todo esto?
¿Por qué me han traído aquí?
Walter la estudiaba mientras hablaba. Era alta, tanto como él, y bien
proporcionada. Parecía tener treinta y pocos años, más o menos la edad de
Martha. Tenía el mismo sosiego y seguridad en sí misma que siempre le
habían gustado en Martha, aunque contrastaban con su informalidad. De
hecho, pensó que se parecía bastante a Martha.
—Creo que puede suponer para qué la han traído aquí —dijo—, pero
retrocedamos un poco. ¿Sabe qué ha pasado?
—¿Se refiere a que… mataron a todo el mundo?
—Sí. Por favor, siéntese. ¿Sabe cómo lo consiguieron?

Página 352
—No —dijo ella, sentándose cómodamente en una silla—. No lo sé.
¿Acaso importa?
—No mucho. Pero ésta es la historia, o lo que he deducido de ella después
de hacerlos hablar y de relacionar los datos. No son muchos… al menos, no
aquí. No sé si son una especie muy numerosa en el planeta de donde
proceden, ni sé dónde está, pero supongo que estará fuera del sistema solar.
¿Ha visto la nave en la que llegaron?
—Sí. Es grande como una montaña.
—Casi. Bueno, pues está equipada para emitir un tipo de vibración, la
llaman así en nuestro idioma, pero yo creo que es más bien una onda de radio
que una vibración sonora, que destruye la vida animal. La nave en sí queda
aislada de la vibración. No sé si su alcance es suficiente para acabar con todo
el planeta de una vez, o si volaron en círculos alrededor de la Tierra enviando
las ondas vibratorias. Pero acabaron con lodo al instante, y espero que sin
dolor. La única razón de que nosotros, y los doscientos animales de este zoo,
no estemos muertos, es que estábamos dentro de la nave. Nos seleccionaron
como especímenes. Sabe que esto es un zoo, ¿verdad?
—Lo… lo sospechaba.
—Las paredes frontales son transparentes desde fuera. Los zan fueron
muy hábiles arreglando el interior de cada cubículo para que coincidiera con
el hábitat natural de la criatura que contiene. Los cubículos son de plástico,
igual que éste, y tienen una máquina capaz de fabricar uno en diez minutos. Si
la Tierra tuviera una máquina y un proceso así no habría nunca escasez de
viviendas. Claro que ahora tampoco hay escasez de viviendas. Y me imagino
que la especie humana, específicamente, usted y yo, puede dejar de
preocuparse por la bomba H y por la próxima guerra. Los zan nos han
solucionado un montón de problemas.
—Otro caso en el que la operación fue un éxito pero el paciente murió —
dijo Grace Evans, con una leve sonrisa—. Las cosas estaban realmente mal.
¿Recuerda cuando lo capturaron? Yo no. Una noche me acosté y desperté en
la nave, dentro de una jaula.
—Yo tampoco lo recuerdo —dijo Walter—. Mi impresión es que primero
usaron las ondas a intensidad baja, la suficiente para dejarnos a todos sin
sentido. Luego nos inspeccionaron, y recogieron especímenes para su zoo
más o menos al azar. Cuando hubieron cogido a todos los que querían, o a
todos los que les cabían en la nave, pusieron las ondas a máxima potencia. Y
eso fue todo. Pero ayer supieron que se habían equivocado
sobreestimándonos. Creían que éramos inmortales, como ellos.

Página 353
—Creían que éramos… ¿qué?
—Se los puede matar, pero no saben qué es la muerte natural. O no lo
sabían, hasta ayer. Ayer dos de los nuestros murieron.
—Dos de los… ¡Oh!
—Sí, dos de los nuestros, dos de los animales de este zoo. Dos especies
han desaparecido para siempre. Y, según la manera como los zan miden el
tiempo, el miembro restante de cada especie sólo va a vivir unos minutos.
Pensaban que tenían especímenes permanentes.
—¿Quiere decir que no se dieron cuenta de lo cortas que eran nuestras
vidas?
—Eso es —dijo Walter—. Uno de ellos cree que es joven a los siete mil
años, o eso me dijo. Son bisexuales, por cierto; pero probablemente se
reproducen cada diez mil años, o así. Cuando ayer entendieron lo
ridículamente corta qué es la vida de los animales terrestres, quedaron
conmovidos hasta el tuétano, si es que tienen tuétano. Sea como sea,
decidieron reorganizar el zoo: de dos en dos y no de uno en uno. Creen que
duraremos más de forma colectiva, que de forma individual.
—¡Oh! —Grace Evans se levanto con un leve sonrojo en la cara—. Si
usted cree… si ellos creen… —Se dirigió a la puerta.
—Estará cerrada —dijo Walter Phelan, con calma—. Pero no se preocupe.
Quizás ellos lo creen, pero yo no. Ni siquiera tiene que decirme que no me
querría aunque fuera el último hombre sobre la Tierra; sería muy previsible,
dadas las circunstancias.
—Pero ¿van a tenernos encerrados juntos en esta habitación tan pequeña?
—No es tan pequeña; nos arreglaremos. Yo puedo dormir cómodamente
en uno de esos sillones. Y no crea que no estoy en todo de acuerdo con usted.
Consideraciones personales al margen, lo mínimo que podemos hacer por la
especie humana es dejarla morir con nosotros y no permitir que se perpetúe
para ser exhibida en un zoo.
—Gracias —dijo ella, de forma casi inaudible, y, ya no estaba sonrojada.
Había rabia en sus ojos, pero Walter sabía que no era rabia contra él. Con
aquel brillo en los ojos, pensó que se parecía mucho a Martha.
—Por lo demás… —dijo él con una sonrisa.
Ella se levantó de golpe y por un momento Walter pensó que iba a darle
un bofetón. Luego volvió a sentarse, agotada.
—Si fuera usted un hombre, estaría pensando en una forma de… —dijo
con amargura—. ¿Dice que se los puede matar?

Página 354
—¿A los zan? Oh, desde luego, he estado estudiándolos. Parecen
completamente distintos a nosotros, pero creo que tienen aproximadamente el
mismo metabolismo, el mismo tipo de sistema circulatorio y es probable que
el mismo sistema digestivo. Creo que cualquier cosa capaz de matarnos a
nosotros los matarían ellos.
—Pero ha dicho…
—Oh, claro que hay diferencias. Carecen del factor, cualquiera que sea,
que hace envejecer al hombre. O tienen alguna glándula que le falta al
hombre, algo que renueva las células. Más frecuentemente que cada siete
años.
Ella parecía haber olvidado su enfado. Se inclinó hacia delante, muy
atenta.
—Creo que eso es cierto. Pero no creo que sientan dolor.
—¿Qué le hace pensar eso? —dijo él, que había estado esperando algo
así.
—Tendí un trozo de alambre que encontré en el cajón de mi cubículo a
través de la puerta, para que el zan tropezara y cayera. Cuando cayó, el
alambre le cortó la pierna y sangró.
—¿Era sangre roja?
—Sí, pero eso no pareció molestarlo. No se irritó; ni siquiera lo mencionó,
simplemente retiró el cable. Cuando regresó la vez siguiente, unas horas
después, el corte había desaparecido. Bueno, casi. Le quedaba una señal, por
lo que pude saber que era el mismo zan.
—No podía irritarse por eso, claro —asintió Walter Phelan—. No tienen
emociones. Tal vez si matáramos a uno ni siquiera nos castigarían por ello.
Simplemente nos meterían la comida por una trampilla, y se mantendrían
alejados de nosotros; nos tratarían como los hombres hubiéramos tratado a un
animal de un zoológico que matase a su cuidador. Probablemente, sólo se
asegurarían de que no pudiéramos alcanzar a más cuidadores.
—¿Cuántos son?
—Unos doscientos, creo, en esta nave en particular —dijo Walter—. Pero,
sin duda, hay muchos más en el lugar de origen. Aunque tengo el
presentimiento de que esto es sólo una avanzadilla, enviada para limpiar el
planeta y prepararlo para la ocupación zan.
—Pues hicieron un buen…
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Walter Phelan. Un zan abrió la puerta y se quedó en el
umbral—. Hola, George —añadió Walter.

Página 355
—Ho-la, Wal-ter.
El mismo ritual. ¿El mismo zan?
—¿Qué te trae por aquí?
—O-tra cria-tu-ra du-er-me y no des-pier-ta. U-na pe-que-ña y pe-lu-da
lla-ma-da co-ma-dre-ja.
—Suele pasar, George —dijo Walter, encogiéndose de hombros—. Es la
Muerte. Ya te hablé de ella.
—Y al-go pe-or. Un zan ha mu-er-to. Es-ta ma-ña-na.
—¿Eso es peor? —Walter lo miró, sin inmutarse—. Mira, George,
tendréis, que acostumbraros si vais a quedaros por aquí.
El zan no dijo nada. Permaneció allí.
—¿Y bien? —preguntó Walter finalmente.
—So-bre la co-ma-dre-ja. ¿A-con-se-jas lo mis-mo?
—Probablemente no servirá de nada —dijo Walter, con otro encogimiento
de hombros—. Pero ¿por qué no?
El zan salió. Walter escuchó cómo se alejaban sus pasos en el exterior.
Sonrió.
—Puede funcionar, Martha —dijo.
—Mar… me llamo Grace, señor Phelan. ¿Qué puede funcionar?
—Yo me llamo Walter, Grace. Vale más que te acostumbres. ¿Sabes,
Grace? Me recuerdas mucho a Martha. Era mi esposa. Murió hace un par de
años.
—Lo siento. Pero ¿qué puede funcionar? ¿De qué estabas hablando con el
zan?
—Creo que lo sabremos mañana —dijo Walter. Y ella no pudo sacarle ni
una palabra más.
Eso ocurría el tercer día de la estancia de los zan. El siguiente fue el
último.
Era casi mediodía cuando entró uno de los zan. Después del ritual, se
quedó en el umbral, con un aspecto más extraño que nunca. Sería interesante
describirlo para vosotros, pero es que no hay palabras.
—Nos va-mos. Nu-es-tro con-se-jo se ha reu-ni-do y lo ha de-ci-di-do.
—¿Acaso ha muerto otro zan?
—A-no-che. Es-te es un pla-ne-ta de mu-er-te.
—Vosotros habéis puesto vuestro grano de arena. Dejáis vivos a
doscientos trece, además de nosotros, pero había varios miles de millones. No
os molestéis en volver.
—¿Hay al-go que po-da-mos ha-cer?

Página 356
—Sí. Podéis salir pitando. Y dejad abierta nuestra puerta, pero las otras
no. Nosotros nos ocuparemos de las otras.
El zan asintió y se fue. Grace estaba de pie, con los ojos brillantes.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué?
—Espera —aconsejó Walter—. Deja que despeguen. Es un sonido que
quiero oír y recordar.
El sonido llegó al cabo de unos momentos, y Walter Phelan, al darse
cuenta de lo rígido que había estado, se dejó caer en una silla y se relajó.
—También había una serpiente en el jardín del Edén —dijo suavemente
—, y nos metió en problemas. Pero ésta nos los solucionó, y lo ha
compensado. Me refiero a la compañera de la serpiente que murió
anteanoche. Era una cascabel.
—¿Quieres decir que mató a los dos zan? Pero…
—Aquí los zan eran como bebés en un bosque. Cuando me llevaron a ver
las primeras criaturas que «dormían y no despertaban», y vi que una de ellas
era una serpiente cascabel, se me ocurrió una idea, Grace. Tal vez, pensé, las
criaturas venenosas sean una evolución peculiar de la Tierra, y los zan no
sepan nada de ellas. Y, además, tal vez su metabolismo sea lo bastante
parecido al nuestro para que el veneno los mate. De todos modos, no tenía
nada que perder. Y resultó que tenía razón en las dos suposiciones.
—¿Cómo conseguiste que la cascabel viva…?
—Les dije qué es el afecto. No lo sabían —añadió Walter, sonriendo—.
Pero descubrí que estaban interesados en preservar los restos de cada especie
tanto tiempo como fuera posible, para registrar sus datos antes de que
muriesen. Les dije que la serpiente moriría inmediatamente a causa de la
pérdida de su compañero, a menos que recibiera afecto y caricias de manera
constante.
»Les mostré cómo, con el pato, que era la otra criatura que había perdido
a su pareja. Por suerte, era un pato doméstico, y no tuve problemas para
apretarlo contra mi pecho y acariciarlo. Luego los dejé, y se encargaron ellos
del pato… y de la serpiente.
Se levantó, distendió los músculos y volvió a sentarse más cómodamente.
—Bueno, tenemos un mundo que planear —dijo—. Tendremos que dejar
salir a los animales del arca, y eso dará bastante que pensar y decidir. A los
herbívoros salvajes podemos soltarlos enseguida y dejarlos que se arreglen
solos. A los domésticos, será mejor que nos los quedemos y los cuidemos; nos
harán falta. Pero los carnívoros, los depredadores… Bueno, tendremos que
decidirlo. Pero me temo que habrá que acabar con ellos. A menos que

Página 357
podamos encontrar y manejar la máquina que ellos usaban para fabricar
comida sintética. —La miró—. Y la especie humana. También tenemos que
tomar una decisión sobre ella. Una muy importante.
Su cara estaba enrojeciendo otra vez, igual que el día anterior; estaba
sentada en la silla, muy tiesa.
—No —dijo.
—Ha sido una buena carrera, aunque nadie la haya ganado —dijo él, sin
dar muestras de haberla oído—. Ahora va a empezar otra vez, si así lo
decidimos, y puede ser difícil al principio hasta que esté lodo en marcha, pero
podemos buscar libros y mantener parte del conocimiento intacto. Lo más
importante, al menos. Podemos…
Se interrumpió cuando ella se levantó y se dirigió a la puerta. Igual que
hubiera hecho Martha, pensó, en sus días de noviazgo, antes de casarse.
—Piénsalo, querida, y tómate tu tiempo. Pero vuelve.
La puerta se cerró de golpe. Él se quedó esperando, pensando en todas las
cosas que tendrían que hacer cuando empezaran, pero sin prisa por
empezarlas. Y, al cabo de un rato, oyó unos pasos vacilantes que regresaban.
Sonrió levemente.
¿Habéis visto? En realidad, no fue nada horrible.
«El último hombre sobre la Tierra estaba sentado solo en una habitación.
Llamaron a la puerta…».

Página 358
Todos los BEM buenos

La nave espacial de Andrómeda II giraba como una peonza a merced de


fuerzas poderosas. El andromedano utilizó sus cinco extremidades para
atarse al asiento del piloto, y volvió los tres ojos protuberantes de una de sus
cabezas hacia los otros cuatro andromedanos atados a literas alrededor de la
nave.
—Va a ser un aterrizaje movido —dijo.
Lo fue.

Elmo Scott pulsó el tabulador de su máquina de escribir y escuchó el ruido


del carro al desplazarse y hacer sonar el timbre. Le gustó el sonido y repitió la
operación. Pero aún no había ni una palabra en la hoja de papel.
Encendió otro cigarrillo y lo miró. Al papel, no al cigarrillo. Seguía en
blanco.
Inclinó la silla hacia atrás y se volvió a mirar al dóberman de color pardo
y negro que estaba tumbado en el centro matemático de la raída alfombra.
—Perro afortunado —le dijo.
El dóberman movió el pequeño muñón que tenía por cola. Por lo demás,
no respondió.
Elmo Scott miró de nuevo el papel. Aún no había palabras. Puso los dedos
sobre el teclado y escribió: «Éste es el momento de que todos los hombres
buenos acudan en ayuda del partido». Se quedó mirando las palabras, y sintió
que el principio de una idea le acariciaba la mejilla.
—¡Cariño! —llamó, y una hermosa muchacha morena, con un vestido
azul de andar por casa, salió de la cocina y se quedó junto a él. La rodeó con
el brazo—. He tenido una idea.
—Es lo mejor que has escrito en tres días —dijo ella, tras leer el texto—,
exceptuando la carta que escribiste para renovar la suscripción al Digest. Creo
que aquello era mejor.

Página 359
—Ya está bien —le dijo Elmo—. Estoy hablando de qué voy a hacer con
esta frase. La voy a convertir en un argumento de ciencia ficción, palabra por
palabra. No puede fallar. Observa.
La soltó y escribió debajo de la primera frase: «Éste es el momento de que
todos los BEM buenos acudan en ayuda del partido».
—¿Entiendes la idea, cariño? —dijo—. Ya empieza a tener el aspecto de
un guión de ciencia ficción. Los monstruos de ojos saltones de siempre, BEM
para los amigos. Observa el siguiente paso.
Bajo las dos primeras frases escribió: «Éste es el momento de que todos
los BEM buenos acudan en ayuda de…». Se quedó mirando el papel.
—¿Qué pongo, cariño? ¿«De la galaxia»? ¿«Del universo»?
—Mejor que acudan en tu ayuda. Si no consigues acabar una historia y
que te la paguen en dos semanas, perderemos esta cabaña, tendremos que
volver a la ciudad y… y tendrás que dejar de escribir a tiempo completo,
volver al periódico y…
—Déjalo, cariño. Todo eso ya lo sé. Demasiado bien.
—De todas formas, Elmo, será mejor que escribas: «Es el momento de
que todos los BEM buenos acudan en ayuda de Elmo Scott».
El gran dóberman se movió en la raída alfombra.
—No hace falta —dijo.
Las dos cabeza humanas se volvieron hacia él.
—¡Elmo! —dijo la morenita, golpeando el suelo con el pie—. ¡Otra vez
intentando trucos! Así es cómo has pasado el rato que tenías que pasar
escribiendo. ¡Aprendiendo ventriloquia!
—No, cariño —dijo el perro—. No es eso.
—¡Elmo! ¿Cómo has conseguido que mueva la boca de esa…? —Sus ojos
pasaron de la cabeza del perro a la de Elmo y se interrumpió a media frase. Si
Elmo Scott no estaba petrificado por el susto, era un actor mejor que Maurice
Evans.
—¡Elmo! —volvió a decir, pero aquella vez su voz sonó como un sollozo
asustado, y no golpeó el suelo con el pie. En lugar de eso, prácticamente cayó
sobre el regazo de Elmo, y si él no la hubiera tomado, probablemente hubiera
caído de allí al suelo.
—No te asustes, cariño —dijo el perro.
—Seas lo que seas, no llames «cariño» a mi esposa. Se llama Dorothy —
dijo Elmo, que sentía que iba recuperando la cordura.
—Tú la llamas «cariño».
—Eso… eso es diferente.

Página 360
—Ya veo que lo es —dijo el perro. Su boca se abrió como si estuviera
riendo—. El concepto que ha pasado por tu mente cuando has empleado la
palabra «esposa» es muy interesante. Así que éste es un planeta bisexual.
—Que éste es un… ¿De qué estás hablando?
—En Andrómeda II —dijo el perro—, tenemos cinco sexos. Pero somos
una especie muy desarrollada, por supuesto. La vuestra es muy primitiva. Tal
vez debería decir extremadamente primitiva. Me doy cuenta de que vuestro
idioma tiene connotaciones muy confusas; no es un lenguaje matemático.
Pero, como iba diciendo, todavía estáis en la fase bisexual. ¿Desde cuándo ya
no sois monosexuales? Y no neguéis que una vez lo fuisteis; puedo leer la
palabra «ameba» en vuestras mentes.
—Si puedes leer mi mente —dijo Elmo—, ¿por qué voy a molestarme en
hablar?
—Porque está aquí «cariño»… quiero decir Dorothy. No podemos
sostener una conversación a tres bandas, puesto que vosotros dos no sois
telépatas. De cualquier manera, pronto seremos más en esta conversación. He
llamado a mis compañeros. —El perro volvió a reír—. No dejéis que os
asusten, no importa en qué forma aparezcan. Sólo son BEM.
—¿B… BEM? —preguntó Dorothy—. ¿Quieres decir que sois monstruos
de ojos saltones? Eso es lo que Elmo quiere decir cuando usa la palabra
«BEM», pero tú no eres…
—Eso es exactamente lo que soy —dijo el perro—. Por supuesto, no me
estáis viendo en mi verdadera forma. Ni veréis a mis compañeros tal como
son en realidad. Ellos, igual que yo, se encuentran temporalmente animando
cuerpos de inteligencia menor. En nuestros cuerpos reales, os lo aseguro, nos
clasificaríais como BEM. Tenemos cinco extremidades y dos cabezas, cada
una con tres ojos al final de un tentáculo.
—¿Dónde están vuestros verdaderos cuerpos? —preguntó Elmo.
—Están muertos… Esperad, veo que esa palabra significa más para
vosotros de lo que pensé al principio. Están aletargados, temporalmente
inhabitables, y necesitan que los reparen; se encuentran dentro del casco
fundido de una nave que salió del hiperespacio demasiado cerca de un
planeta. Este planeta. Eso es lo que provocó el accidente.
—¿Dónde? ¿Quieres decir que de verdad hay una nave espacial cerca de
aquí? ¿Dónde? —Los ojos de Elmo casi se salían de las órbitas mientras
interrogaba al perro.
—Eso no es asunto tuyo, terrícola. Si las criaturas como tú la encontraran
y la examinaran, es posible que descubrierais el viaje espacial antes de estar

Página 361
preparados para él. El esquema cósmico se alteraría —gruñó—. Ya tenemos
bastantes guerras cósmicas. Cuando vinimos a parar a vuestro espacio,
estábamos huyendo de una flota de Sirio.
—Elmo —dijo Dorothy—. ¿Qué es eso de los sirios? ¿No era todo esto
bastante absurdo antes de que empezara a hablar de una flota de sirios?
—No —dijo Elmo, resignado—. No lo era.
Pues una ardilla acababa de entrar por un agujero que había en la parte
inferior de la puerta mosquitera.
—Qué tal, colegas —saludó—. Mensaje recibido. Uno.
—¿Ves que quiero decir? —dijo Elmo.
—Todo va bien. Cuatro —dijo el dóberman—. Estas personas nos
vendrán de maravilla. Te presento a Elmo Scott y a Dorothy Scott. No la
llames «cariño».
—Claro, tronco. Me mola conoceros.
La boca del dóberman se volvió a abrir en otra carcajada; en aquella
ocasión, fue inconfundible.
—Tal vez será mejor que explique la forma de hablar de Cuatro —dijo—.
Nos dividimos, y cada uno entró en una criatura de mentalidad inferior; desde
allí, contactamos con la mente de un miembro de la especie dominante,
aprendiendo de ella su idioma, su nivel de inteligencia y su grado de
imaginación. Deduzco de vuestra reacción que Cuatro ha aprendido el idioma
de una mente que habla de forma ligeramente distinta a la vuestra.
—Exacto, colega —dijo la ardilla.
—No es que sea una sugerencia, pero me gustaría saber por qué no
tomasteis el control de la especie dominante directamente —dijo Elmo, con
un leve estremecimiento.
El perro pareció escandalizado. Era la primera vez que Elmo veía a un
perro escandalizado, pero el dóberman lo consiguió.
—Sería impensable —declaró—. La ética cósmica prohíbe tomar el
control de cualquier criatura de inteligencia superior al nivel cuatro. En
Andrómeda somos del nivel veintitrés, y he descubierto que vosotros, los
terrícolas…
—¡Espera! —dijo Elmo—. No me lo digas. Podría crearme un complejo
de inferioridad, ¿no?
—Eso me temo —dijo la ardilla.
—Como ves —dijo el dóberman—, no es pura coincidencia que los BEM
nos presentemos ante ti, que eres un escritor de lo que veo que llamáis ciencia
ficción. Estudiamos muchas mentes, y la tuya fue la primera capaz de aceptar

Página 362
la premisa de visitantes de Andrómeda. Si Cuatro, por ejemplo, hubiera
intentado explicarle las cosas a la chica cuya mente estuvo estudiando,
probablemente se hubiera vuelto loca.
—Loca de remate, colega —dijo la ardilla.
Una gallina metió la cabeza por el agujero de la puerta, cloqueó y la
volvió a sacar.
—Por favor, dejad entrar a Tres —dijo el dóberman—. Me temo que no
podréis comunicaros directamente con Tres. Se ha dado cuenta de que
modificar las cuerdas vocales de la criatura que habita para que pudiera hablar
sería un proceso demasiado complicado. No importa. Puede comunicarse
telepáticamente con uno de nosotros, y podemos transmitiros sus comentarios.
En este momento, os saluda y os pide que abráis la puerta.
El cloqueo de la gallina (era grande y negra, por lo que pudo ver Elmo)
sonó impaciente.
—Será mejor que abras la puerta, cariño —dijo Elmo.
Dorothy Scott se levantó de su regazo y abrió la puerta. Volvió su cara
desalentada hacia Elmo, y después al dóberman.
—Viene una vaca por el camino —dijo—. No pretenderás decirme que
ella…
—Él —la corrigió el dóberman—. Sí, ése debe de ser Dos. Y, como
vuestro idioma es totalmente inadecuado, por tener sólo dos géneros, será
mejor que os refiráis a todos nosotros en masculino; resultará más fácil. Por
supuesto, somos de cinco sexos diferentes, como he explicado antes.
—No lo has explicado —dijo Elmo, con interés.
—Mejor que no lo haga —dijo Dorothy, con una mueca dirigida a Elmo
—. ¡Cinco sexos diferentes! Viviendo todos juntos en una nave espacial.
Supongo que se necesitan los cinco para…
—Exactamente —dijo el dóberman—. Y ahora, si eres tan amable de abrir
la puerta para Dos, estoy seguro de que…
—¡No lo haré! ¿Dejar entrar aquí a una vaca? ¿Crees que estoy loca?
—Podríamos hacer que lo estuvieras —dijo el perro. Elmo lo miró y
después a su mujer.
—Mejor que abras la puerta, Dorothy —aconsejó.
—Un consejo excelente —dijo el dóberman—. No tenemos ninguna
intención de abusar de vuestra hospitalidad, ni de pediros nada que no sea
razonable.
Dorothy abrió la mosquitera, y la vaca entró.
—¿Qué hay de nuevo, viejo? —dijo mirando a Elmo.

Página 363
Elmo cerró los ojos.
—¿Dónde está Cinco? —preguntó el dóberman a la vaca—. ¿Has podido
contactar con él?
—Sí —dijo la vaca—. Ya viene. El tío del que aprendí era un vagabundo,
Uno. ¿Quiénes son estos tíos?
—El de los pantalones es un escritor —dijo el perro—. Ea de la falda es
su esposa.
—¿Qué es una esposa? —preguntó la vaca. Le echó a Dorothy una mirada
lasciva—. Me gustan más las faldas. Hola, nena.
—Oye, tú… —Elmo se levantó de la silla, mirando furioso a la vaca.
Y ya no consiguió hacer nada más. Le entró un ataque de risa, casi
histérica, y se volvió a hundir en la silla. Dorothy lo miró indignada.
—¡Elmo! ¿Vas a permitir que una vaca…?
La frase se cortó cuando miró a Elmo, y también se echó a reír. Cayó
encima del regazo de Elmo tan bruscamente que él gruñó.
El dóberman también se estaba riendo, con la lengua fuera, larga y rosada.
—Me alegro de que tengáis sentido del humor —dijo con aprobación—.
De hecho, ésa fue una de las razones por las que os escogimos. Pero
pongámonos serios por un momento. —Dejó de reír—. No os haremos ningún
daño, pero os vigilaremos. No os acerquéis al teléfono ni salgáis de la casa
mientras estemos aquí. ¿Entendido?
—¿Cuánto tiempo estaréis aquí? —preguntó Elmo—. Sólo tenemos
comida para pocos días.
—Será suficiente. Podremos construir una nueva nave en cuestión de
horas. Veo que eso os asombra; permitidme que os explique que podemos
trabajar en una dimensión más lenta.
—Ya veo —dijo Elmo.
—¿De qué está hablando, Elmo? —preguntó Dorothy.
—Una dimensión más lenta —dijo Elmo—. Yo mismo usé esta idea una
vez en una historia. Uno se va a otra dimensión donde la velocidad del tiempo
es diferente; se pasa un mes allí, regresa, y resulta que sólo han pasado unos
minutos o unas horas desde que se marchó, según el tiempo de nuestra
dimensión.
—¿Y tú inventaste eso? ¡Elmo, qué maravilloso!
—¿Eso es todo lo que queréis? —preguntó Elmo, sonriendo al dóberman
—. ¿Que os dejemos quedaros aquí hasta que tengáis la nave terminada? ¿Y
que os dejemos en paz y no le digamos a nadie que estáis aquí?

Página 364
—Exactamente. —El perro parecía radiante de alegría—. Y no os
molestaremos más de lo necesario. Pero os vigilaremos. Lo haremos Cinco o
yo.
—¿Cinco? ¿Dónde está?
—No os asustéis; está debajo de vuestra silla en este momento, pero no os
hará ningún daño. No lo habéis visto entrar por el agujero ahora mismo.
Cinco, te presento a Elmo y a Dorothy Scott. No la llames «cariño».
Se oyó a una serpiente cascabel debajo de la silla. Dorothy chilló y puso
los pies sobre el regazo de Elmo. Ebrio intentó hacer lo mismo, con resultados
bastante confusos. Se oyó una risa susurrante debajo de la silla.
—No os preocupéis, muchachos. No sabía, hasta que he leído vuestras
mentes, que mover la cola de ese modo era un aviso de que estaba a punto
de… Pensad en la palabra, por favor; gracias… de atacar.
Una serpiente cascabel salió arrastrándose de debajo de la silla, y se
enroscó junto al dóberman.
—Cinco no os hará daño —dijo el dóberman—. Nadie os hará daño.
—Tranqui, colega —dijo la ardilla.
—Así es, viejo —dijo la vaca, que estaba apoyada en la pared, con las
patas delanteras cruzadas. Volvió a mirar con lascivia a Dorothy, mientras
rumiaba plácidamente—. Y, nena, no te preocupes por lo que te estás
preocupando. Soy muy educado. Y no estoy rumiando nada perverso —
concluyó con una sonrisa.
Elmo se estremeció ligeramente.
—No está tan mal el juego de palabras —dijo el dóberman—, y más en un
idioma que acaba de aprender. Puedo ver una pregunta en tu mente. Te
extraña que unas criaturas de inteligencia superior tengamos sentido del
humor. La respuesta es obvia si lo piensas: ¿acaso vuestro sentido del humor
no está más desarrollado que el de las criaturas de menor inteligencia?
—Sí —admitió Elmo—. Oye, se me acaba de ocurrir una cosa.
Andrómeda es una constelación, no una estrella. Pero has dicho que vuestro
planeta es Andrómeda II. ¿Cómo puede ser?
—De hecho, venimos de un planeta que hay en una estrella de Andrómeda
para la que vosotros no tenéis nombre; está demasiado lejos para que la veáis
con vuestros telescopios. Simplemente he utilizado un nombre que te
resultaría familiar. Para tu comodidad, le he dado a la estrella el nombre de la
constelación.
Cualquier sospecha que Elmo hubiera podido tener (aunque no sabía de
qué) se evaporó por completo.

Página 365
—¿A qué esperamos? —dijo la vaca, descruzando las patas.
—A nada, supongo —dijo el dóberman—. Cinco y yo nos turnaremos
para montar guardia.
—Id empezando —dijo la serpiente—. Yo haré el primer turno. Media
hora; con eso tendréis un mes allí.
El dóberman asintió. Se levantó y se dirigió a la puerta, abriéndola con el
hocico tras levantar el pestillo con el rabo. La ardilla, la gallina y la vaca lo
siguieron.
—Ya nos veremos, muñeca —dijo la vaca.
—Hasta luego, troncos —dijo la ardilla.
Pasaron casi dos horas; el dóberman, que entonces estaba haciendo la
guardia, levantó la cabeza de repente.
—Ya se van —dijo.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Elmo.
—La nueva nave acaba de despegar. Ha abandonado este espacio y se
dirige de regreso a Andrómeda.
—¿Tú no te has ido con ellos?
—¿Yo? Por supuesto que no. Soy Rex, tu perro, ¿recuerdas? Sólo que
Uno, que estaba usando mi cuerpo, me ha dejado el recuerdo de lo que ha
pasado y un nivel menor de inteligencia.
—¿Un nivel menor?
—Casi igual que el tuyo, Elmo. Dice que se me pasará, pero no hasta que
te lo haya explicado todo. Pero ¿y si me traéis algo de comer? Tengo hambre.
¿Me traes comida de perro, cariño?
—No llames a mi esposa… —empezó a decir Elmo—. Oye, ¿de verdad
eres Rex?
—Claro que soy Rex.
—Tráele comida para perros, cariño —dijo Elmo—. Tengo una idea.
Vamos todos a la cocina para poder seguir hablando.
—¿Puedo comerme dos latas? —preguntó el dóberman.
—Claro, Rex —dijo Dorothy, sacándolas del armario.
El dóberman se tumbó en el umbral.
—¿Por qué no preparas algo para nosotros también, cariño? —sugirió
Elmo—. Tengo hambre. Oye, Rex, ¿dices en serio que se han ido sin más, sin
decirnos adiós ni nada?
—Yo soy el encargado de deciros adiós. Y te han hecho un favor, Elmo,
en pago por tu hospitalidad. Uno ha mirado dentro de tu cerebro y ha
encontrado el bloqueo psicológico que te impedía pensar en argumentos para

Página 366
tus historias. Te lo ha quitado. Podrás volver a escribir. Tal vez no mejor que
antes, pero al menos no te quedarás deslumbrado mirando a un papel en
blanco.
—Al diablo con eso —dijo Elmo—. ¿Qué pasa con la nave que no
repararon? ¿La han dejado aquí?
—Claro. Pero han sacado sus cuerpos y los han reparado. Por cierto, je
veras que eran BEM. Dos cabezas cada uno, cinco extremidades que podían
usarlas todas como brazos o piernas, seis ojos, tres por cabeza, en la punta de
unos tentáculos. Tendrías que haberlos visto.
—No te importa si comemos bocadillos, ¿verdad, Elmo? —dijo Dorothy,
poniendo fiambres encima de la mesa.
—¿Eh? —dijo Elmo, volviéndose hacia ella sin verla; después, volvió a
mirar al dóberman. El perro se incorporó y se dirigió hacia el gran plato de
comida para perros que Dorothy acababa de dejar en el suelo.
—Gracias, cariño —dijo, y empezó a comer a ruidosos bocados.
Elmo se preparó un bocadillo y empezó a masticarlo. El dóberman
terminó de comer, bebió a lametazos un poco de agua y regresó a la esterilla
del umbral.
—Rex, si puedo encontrar la nave que abandonaron, no tendré que escribir
historias —dijo Elmo, mirándolo fijamente—. En la nave, podría encontrar
material suficiente para… Oye, Rex, te voy a hacer una proposición.
—Claro —dijo el dóberman—. Si le digo dónde está, comprarás una perra
dóberman para hacerme compañía y criarás cachorros. Bueno, aún no lo
sabes, pero eso lo harás de todos modos. El BEM llamado Uno te ha metido la
idea en la mente; ha dicho que yo también tenía que sacar algo de esto.
—De acuerdo, pero ¿me dirás dónde está?
—Claro, ahora que te has acabado el bocadillo. Era una cosa que te
hubiera parecido una mota de polvo, si la hubieras visto, y estaba encima de
tu loncha de jamón. Casi era submicroscópica. Te la acabas de comer.
Elmo se llevó las manos a la cabeza. La boca del dóberman estaba abierta,
y la lengua le colgaba como si se estuviera riendo de él. Elmo lo señaló con el
dedo.
—¿Quieres decir que tendré que escribir para vivir durante el resto de mi
vida?
—¿Por qué no? —preguntó el dóberman—. Han pensado que, en realidad,
serás más feliz así. Y ahora que ya no tienes el bloqueo, no te costará tanto.
No tendrás que empezar de cero. «Éste es el momento de que todos los
hombres buenos…». Y. por cierto, no ha sido una casualidad lo que te ha

Página 367
hecho sustituir hombres por BEM; fue idea de Uno. Ya estaba dentro de mí,
observándote. Y pasándolo muy bien.
Elmo se levantó y empezó a caminar arriba y abajo.
—Parece que han sido más listos que yo en todo menos en una cosa Rex
—murmuró—. Todavía puedo sacar algo de esto, si cooperas.
—¿Cómo?
—Haremos una fortuna contigo. El único perro parlante del mundo. Rex,
te compraremos collares de diamantes y te alimentaremos de bistecs y de todo
lo que quieras. ¿Aceptas?
—¿Si acepto qué?
—Habla.
—Guau —ladró el dóberman.
—¿Por qué lo has hecho, Elmo? —preguntó Dorothy Scott, mirándolo—.
Me dijiste que nunca le pidiera que hablara a menos que tuviéramos algo que
darle, y acaba de comer.
—No lo sé —dijo Elmo—. Se me ha olvidado. Bueno, supongo que
vuelve a ser hora de intentar escribir una historia.
Pasó por encima del perro y se dirigió a la máquina de escribir de la otra
habitación. Se sentó ante ella.
—Oye, cariño —llamó, y Dorothy entró y se quedó a su lado—. Creo que
tengo una idea. Eso de «Éste es el momento de que todos los BEM buenos
acudan en ayuda de Elmo Scott» puede ser el principio de una buena idea.
Hasta puedo sacar el título de ahí. «Todos los BEM buenos». Sobre un tipo
que está intentando escribir un cuento de ciencia ficción y de repente su…, su
perro…, puedo hacer que sea un dóberman como Rex y… Bueno, espera a
leerla.
Puso una hoja nueva en la máquina y escribió el título:

TODOS LOS BEM BUENOS

Página 368
Ratón

Bill Wheeler estaba mirando por la ventana de su apartamento de soltero en el


quinto piso de la esquina de la Calle 83 con Central Park Oeste cuando
aterrizó la nave espacial de Alguna Parte.
Descendió flotando gentilmente, y se posó en Central Park, en la zona de
césped entre el monumento a Simón Bolívar y el paseo, apenas a cien metros
de la ventana de Bill Wheeler.
La mano de Bill Wheeler dejó de acariciar el suave pelaje de la gata
siamesa que yacía en el alféizar.
—¿Qué es eso. Bonita? —dijo extrañado. Pero la gata siamesa no le
contestó. Aunque dejó de ronronear cuando Bill dejó de acariciarla. Debió de
notar algo distinto en Bill, posiblemente debido a la súbita rigidez de sus
dedos, o tal vez a que los gatos son prescientes y notan los cambios de humor.
De cualquier manera, rodó sobre su espalda y maulló plañideramente. Pero
Bill, por una vez, no le contestó. Estaba demasiado concentrado en aquella
cosa increíble que se había posado en el parque, al otro lado de la calle.
Tenía forma de cigarro, medía unos dos metros de largo y medio metro de
diámetro en el punto más grueso. Por lo que respecta al tamaño, podía haberse
tratado de un dirigible de juguete, pero a Bill nunca se le pasó por la cabeza
(ni siquiera en el momento de verla por primera vez, cuando aún estaba a
quince metros por encima del suelo, justo frente a su ventana) que pudiera ser
un juguete o una maqueta.
Había algo en ella, incluso para la mirada más superficial, que proclamaba
«extraterrestre». Era imposible decir qué era. De cualquier forma,
extraterrestre o no, carecía de medios visibles de soporte. No tenía alas,
impulsores, cohetes ni nada parecido… estaba hecha de metal, y obviamente
pesaba más que el aire.
Pero había descendido flotando como una pluma hasta un punto a sólo
unos treinta centímetros por encima del césped. Allí se detuvo, y de repente,
de uno de sus extremos (los dos eran tan parecidos que no se podía distinguir
la parte delantera de la trasera) surgió un destello de fuego que resultó casi
cegador. Con el destello se oyó un siseo, y la gata que estaba bajo la mano de
Bill Wheeler se dio la vuelta y se puso en pie de un movimiento elegante para

Página 369
mirar por la ventana. Escupió una vez, suavemente, y se le erizó el pelo de la
espalda y de la nuca, igual que la cola, que medía ya cinco centímetros de
grosor.
Bill no la tocó; nadie que conozca a los gatos los toca cuando están de esa
manera.
—Tranquila, Bonita —le dijo—. Todo va bien. Sólo es una nave de Marte
que viene a conquistar la Tierra. No es un ratón.
En cierto modo, tenía razón en lo primero. Aunque se equivocaba en lo
segundo, también en cierto modo. Pero no nos adelantemos a los
acontecimientos.
Después del destello del tubo de escape o lo que fuera, la nave espacial
descendió los últimos treinta centímetros y quedó inerte sobre el césped. No
se movió. Había una zona de tierra ennegrecida en forma de abanico que
irradiaba desde un extremo, hasta una distancia de unos diez metros.
Y luego no ocurrió nada, excepto que empezó a acudir gente corriendo
desde todas las direcciones. También acudieron policías, en concreto tres, y se
pusieron a impedir que la gente se acercara demasiado al objeto alienígena.
Demasiado cerca, según la noción de los policías, parecía ser pasar de los tres
metros. Bill Wheeler pensó que aquello era una tontería. Si la nave explotaba,
o algo parecido, probablemente mataría a todo el mundo en muchas manzanas
a la redonda.
Pero no explotó. Simplemente se quedó allí, sin que nada ocurriera. Nada
después del destello que había sobresaltado a Bill y a la gata. Y la gata
parecía aburrida, porque volvió a tumbarse en el alféizar y ya no tenía el pelo
erizado. Bill volvió a acariciarle el pelaje pardo, con aire ausente.
—Hoy es un gran día. Bonita. Esa cosa de ahí fuera es del exterior, o yo
soy el sobrino de una araña. Voy a bajar a echarle un vistazo.
Bajó en ascensor. Llegó hasta la puerta principal, intentó abrirla y no
pudo. Sólo podía ver, a través del cristal, las espaldas de muchas personas,
apiñadas ante la puerta. Poniéndose de puntillas y estirando el cuello para ver
por encima de las más cercanas, pudo ver una sólida falange de cabezas que
llegaban de allí hasta la nave.
Volvió a entrar en el ascensor.
—Parece que hay mucha excitación ahí fuera —dijo el ascensorista—.
¿Es un desfile, o algo así?
—Algo así —dijo Bill—. Una nave espacial acaba de aterrizar en Central
Park, y viene de Marte o de alguna parte. Ahí fuera se oye el comité de
bienvenida.

Página 370
—Diablos —dijo el ascensorista—. ¿Y qué está haciendo?
—Nada.
—Es usted un bromista, señor Wheeler —dijo el ascensorista, sonriendo
—. ¿Cómo está su gata?
—Bien —dijo Bill—. ¿Y la suya?
—Cada vez más malhumorada. Ayer me tiró un libro cuando llegué a casa
con una copa de más, y me sermoneó durante la mitad de la noche por
haberme gastado tres dólares y medio. La suya es mucho mejor.
—Estoy de acuerdo —dijo Bill.
Cuando llegó a la ventana, había una verdadera multitud abajo. Central
Park Oeste estaba abarrotado de gente hasta media manzana en las dos
direcciones, y el parque en sí también estaba lleno hasta bastante distancia. La
única zona despejada era un círculo alrededor de la nave, que había expandido
su radio hasta los seis metros, custodiada por muchos policías, en lugar de
sólo tres.
Bill Wheeler apartó gentilmente a la gata a un lado del alféizar y se sentó.
—Tenemos un palco, Bonita —dijo—. Ha sido una tontería bajar.
Los policías lo estaban pasando mal. Pero llegaban refuerzos, camiones
llenos. Se abrieron paso hasta el círculo y ayudaron a expandirlo.
Obviamente, alguien había decidido que, cuanto más grande fuera el círculo,
menos gente iba a morir. Además, algunos uniformes caqui se habían
infiltrado en el círculo.
—Oficiales —le dijo Bill al gato—. Altos mandos. No distingo las
insignias desde aquí, pero ése de ahí tiene al menos tres estrellas; se le nota en
la forma de andar.
Finalmente, consiguieron que el círculo de curiosos se retirara hasta la
acera. Había muchos militares dentro para entonces. Y media docena de
hombres, algunos de uniforme y otros no, estaban empezando, muy
cuidadosamente, a trabajar en la nave. Primero fotografías, luego las medidas
y después un hombre con una gran maleta de instrumental empezó a rascar
cuidadosamente el metal y a hacerle algún tipo de pruebas.
—Es un experto en metales, Bonita —le explicó Bill Wheeler a la
siamesa, que no miraba en absoluto—. Y te apuesto cinco kilos de hígado
contra un maullido a que descubre que esa aleación es completamente nueva
para él, y que contiene algún componente que no puede identificar.
»Tendrías que estar mirando. Bonita, en lugar de quedarte ahí tumbada
como una tonta. Hoy es un día histórico, Bonita. Puede ser el principio del

Página 371
fin… o de algo nuevo. Me gustaría que se dieran prisa y la abrieran de una
vez.
Había camiones del ejército entrando en el perímetro. Media docena de
aviones volaban en círculo por encima, haciendo mucho ruido. Bill los miró
con sarcasmo.
—Apuesto a que son bombarderos, y bien cargados. No sé en qué pueden
estar pensando, a menos que sea bombardear el parque, con gente y todo, si
de esa cosa empiezan a salir hombrecillos verdes y se ponen a disparar contra
todo el mundo. Entonces los bombarderos podrían acabar con los que
quedaran.
Pero del cilindro no salió ningún hombrecillo verde. Los hombres que lo
inspeccionaban eran incapaces, aparentemente, de encontrar la abertura.
Habían conseguido hacerlo rodar sobre sí mismo para descubrir la parte
inferior, pero la parte inferior era igual que la superior. Por lo que podían ver,
la parte inferior podía ser la superior.
Y entonces Bill Wheeler soltó un juramento. Los camiones del ejército
estaban descargando las partes de una gran tienda de campaña, mientras
algunos hombres de caqui clavaban estacas y desenrollaban las lonas.
—Me esperaba que hicieran algo así, Bonita —se quejó Bill,
amargamente—. Ya hubiera sido bastante malo que se hubieran llevado la
nave, pero dejarla aquí para estudiarla e impedir que la veamos…
La tienda se elevó. Bill Wheeler se quedó observando su parte superior,
pero allí no ocurría nada, y no podía ver qué sucedía dentro. Los camiones
iban y venían, igual que los militares y los civiles.
Y, al cabo de un rato, sonó el teléfono. Bill acarició con afecto a la gata
una última vez y fue a contestar.
—¿Bill Wheeler? —preguntó una voz—. Le habla el general Kelly. Nos
han dado su nombre como el de un biólogo investigador muy competente. De
los mejores en su campo. ¿Es correcto?
—Bueno —dijo Bill—. Soy biólogo investigador. No sería muy modesto
por mi parte decir que soy de los mejores en mi campo. ¿Qué sucede?
—Una nave espacial acaba de aterrizar en Central Park.
—No me diga —dijo Bill.
—Lo llamo desde el campo de operaciones; hemos traído teléfonos y
estamos reuniendo a un grupo de especialistas. Nos gustaría que usted y otros
biólogos examinaran algo que encontramos dentro de… la nave. Grimm, de
Harvard, está en la ciudad y se dirige hacia aquí, y Winslow, de la

Página 372
Universidad de Nueva York, ya está con nosotros. Estamos frente a la Calle
83. ¿Cuánto tardará en llegar?
—Unos diez segundos, si tuviera un paracaídas. Los he estado observando
desde mi ventana. —Dio su dirección y el número de su apartamento—. Si
puede prescindir de un par de muchachos fuertes con uniformes imponentes
para que me abran paso entre la multitud, será más rápido que si lo intento yo
solo. ¿De acuerdo?
—Muy bien. Se los envío ahora mismo. Espere ahí.
—De acuerdo —dijo Bill—. ¿Qué han encontrado en el cilindro?
Hubo un segundo de vacilación.
—Espere a llegar aquí —dijo la voz.
—Tengo instrumental —dijo Bill—. Equipamiento de disección. Material
químico. Productos reactivos. Quiero saber qué debo llevarme. ¿Es un
hombrecillo verde?
—No —dijo la voz. Después de volver a vacilar, continuó—. Parece ser
un ratón. Un ratón muerto.
—Gracias —dijo Bill. Colgó el auricular y regresó a la ventana. Se quedó
mirando a la gata—. Bonita, ¿crees que alguien me ha tomado el pelo, o…?
Su cara tenía una expresión desconcertada mientras observaba la escena al
otro lado de la calle. Dos policías salían apresuradamente de la tienda y se
dirigían directamente a la entrada de su edificio. Empezaron a abrirse camino
entre la multitud.
—Que me cuelguen, Bonita —dijo Bill—. Esto va de veras.
Fue al armario, cogió un maletín y empezó a llenarlo de instrumentos y
botellitas que sacó de una alacena. Estaba listo cuando llamaron a la puerta.
—Vigila el fuerte. Bonita —dijo—. Tengo que ocuparme de un ratón.
Se reunió con los policías que esperaban en su puerta, y lo escoltaron a
través de la multitud, hasta que entró en el círculo de los elegidos y en la
tienda.
Había una multitud alrededor del lugar donde estaba la nave. Bill se
asomó por encima de los hombros, y vio que el cilindro estaba casi partido
por la mitad. El interior era hueco y estaba acolchado con algo que parecía
cuero fino, pero más suave. Había un hombre arrodillado en un extremo, y
estaba hablando.
—Ni rastro de mecanismos activadores, ni de ningún otro mecanismo. Ni
un cable, ni un grano o una gota de combustible. Sólo un cilindro hueco,
acolchado por dentro. Caballeros, es imposible que esto haya viajado con
impulso propio de ninguna forma concebible. Pero ha venido, y desde el

Página 373
exterior. Gravesend dice que el material es definitivamente extraterrestre.
Caballeros, estoy desconcertado.
—Tengo una idea, mayor —dijo otra voz. Era la voz del hombre sobre
cuyo hombro Bill Wheeler estaba apoyado, y Bill reconoció la voz y al
hombre con un sobresalto. Era el presidente de los Estados Unidos Bill dejó
de apoyarse en él.
—No soy científico —dijo el presidente—. Y esto sólo es una posibilidad.
¿Recuerdan el estallido que ha salido de ese único tubo de escape? Podía
tratarse de la destrucción del mecanismo o del combustible, cualquiera que
fuera. Puede que quienquiera que haya mandado o guiado este aparato hasta
aquí no deseara que descubriéramos qué lo hacía funcionar. En ese caso, la
nave estaría diseñada para que, al aterrizar, el mecanismo se destruyera por
completo. Coronel Roberts, usted ha examinado el trozo de terreno
chamuscado. ¿Había algo que pueda apoyar esta teoría?
—Desde luego, señor —dijo otra voz—. Restos de metal, silicio y algo de
carbono, como si se hubiera vaporizado por un calor intensísimo y luego se
hubiera condensado y esparcido uniformemente. No queda ni un trozo que se
pueda recoger, pero los instrumentos lo indican. Otra cosa…
Bill se dio cuenta de que alguien le estaba hablando.
—Usted es Bill Wheeler, ¿verdad?
—¡Profesor Winslow! —dijo Bill, volviéndose—. He visto su retrato y he
leído sus trabajos. Es un honor conocerlo…
—Déjese de tonterías —dijo el profesor Winslow, cogiendo a Bill del
brazo y llevándolo hasta un rincón de la tienda—, y échele un vistazo a esto.
—Es igual que un ratón muerto —dijo—, pero no lo es. No del todo.
Todavía no lo he abierto; los esperaba a usted y a Grimm. Pero he hecho
pruebas de temperatura, he examinado pelos al microscopio y he estudiado la
musculatura. Es… bueno, mírelo usted mismo.
Bill Wheeler miró. Desde luego, parecía un ratón, un ratón muy pequeño,
hasta que se lo examinaba de cerca. Entonces un biólogo podía detectar
diferencias minúsculas.
Grimm llegó, y delicadamente, con reverencia, lo cortaron. Las
diferencias dejaron de ser minúsculas y se volvieron enormes. Los huesos no
parecían estar hechos de hueso, para empezar, y eran de color amarillo
brillante en vez de blancos. El aparato digestivo no era demasiado extraño,
pero había un sistema circulatorio que contenía un fluido blanco lechoso, y
ningún corazón. En su lugar había unos nódulos distribuidos a intervalos
regulares a lo largo de los tubos mayores.

Página 374
—Son estaciones —dijo Grimm—. No hay un órgano central que
bombee. Se podría decir que hay muchos corazones pequeños en lugar de uno
grande. Es eficiente, diría yo. Una criatura con esta constitución no tendría
problemas cardíacos. Déjenme poner un poco de ese fluido blanco en la
bandeja del microscopio.
Alguien se apoyó en el hombro de Bill, haciéndole aguantar un peso
incómodo. Se volvió para decirle a quien fuera qué se largara, y vio que era el
presidente de los Estados Unidos.
—¿Es extraterrestre? —preguntó el presidente, en voz baja.
—No sabe hasta qué punto —dijo Bill. Un segundo más tarde añadió—:
Señor. —El presidente soltó una risita.
—¿Dirían ustedes que lleva mucho tiempo muerto, o que ha muerto al
llegar? —preguntó.
—Es una pura suposición, señor presidente —contestó Winslow—,
porque no sabemos nada de su composición química, ni de cuál es su
temperatura normal. Pero la lectura del termómetro rectal, hace veinte
minutos, cuando yo he llegado, era de treinta y cinco con dos y hace un
minuto era de treinta y dos con cinco. A este ritmo de pérdida de calor, no
puede llevar mucho rato muerto.
—¿Dirían que era una criatura inteligente?
—No podría asegurarlo, señor. Es demasiado extraña. Pero diría que
definitivamente no. O no más que su equivalente terrestre, un ratón. El
tamaño del cerebro y las circunvalaciones son bastante similares.
—Entonces no creen que haya podido diseñar esa nave.
—Apostaría uno contra un millón a que no, señor.
La nave había aterrizado a media tarde; y era casi medianoche cuando Bill
Wheeler se dirigió a su casa. No desde el parque, sino desde el laboratorio de
la Universidad de Nueva York, donde habían continuado con la disección y
los exámenes al microscopio.
Caminaba aturdido, pero se acordó con sentimiento de culpa de que la
gata siamesa no había comido, y se dio tanta prisa como pudo en la última
manzana.
La gata lo miró airada y maulló tantas veces y tan deprisa que no pudo
decirle ni una palabra hasta que le hubo dado un poco de hígado de la nevera.
—Lo siento, Bonita —dijo entonces—. Y también siento no haberte
podido traer a ese ratón, pero no me lo habrían permitido aunque lo hubiera
pedido, y no lo he pedido porque probablemente te habría causado una
indigestión.

Página 375
Seguía tan excitado que aquella noche no pudo dormir. Cuando se hizo de
día, salió corriendo a comprar los periódicos de la mañana para ver si se
habían producido nuevos descubrimientos o sucesos.
No había nada nuevo. En los periódicos había menos información que la
que él ya conocía. Pero era una gran historia, y los periódicos la trataban por
todo lo alto.
Pasó la mayor parte de los tres días siguientes en el laboratorio de la
Universidad de Nueva York, ayudando en todas las pruebas y los exámenes,
hasta que ya no quedaron más pruebas por hacer, y muy poca cosa donde
hacerlas. Entonces el gobierno se hizo cargo de lo restante, y dejaron de lado
a Bill Wheeler otra vez.
Durante tres días más se quedó en casa, sintonizó todos los informativos
de la televisión y la radio y se suscribió a todos los periódicos que se
publicaban en inglés en Nueva York. Pero la historia fue muriendo
gradualmente. No ocurrió nada más; no se hicieron nuevos descubrimientos, y
si apareció alguna idea nueva, no se hizo pública.
Al sexto día se produjo una noticia aún mayor; el asesinato del presidente
de los Estados Unidos. La gente se olvidó de la nave espacial.
Dos días más tarde un español asesinó al primer ministro de Gran Bretaña,
y al día siguiente un empleado menor del Politburó en Moscú se volvió loco y
mató a un funcionario muy importante.
Muchas ventanas se rompieron al día siguiente en Nueva York cuando
buena parte de un condado de Pennsylvania saltó por los aires. No hizo falta
decirle a nadie en centenares de kilómetros a la redonda que habían dejado
caer bombas atómicas. Era una zona escasamente poblada, y no murió mucha
gente, sólo unos miles.
Aquella misma tarde, el presidente de la bolsa se cortó el cuello y
comenzó el crac. Nadie prestó mucha atención a la conmoción de Lake
Success al día siguiente, debido a que una flota no identificada de submarinos
hundió de repente prácticamente todos los barcos del puerto de Nueva
Orleans.
Aquel día, por la tarde, Bill Wheeler paseaba arriba y abajo por la sala de
su apartamento. Ocasionalmente se detenía en la ventana para acariciar a la
gata siamesa llamada Bonita y para mirar hacia Central Park, que estaba
iluminado y acordonado por centinelas armados, ya que estaban poniendo
cemento para instalar ametralladoras antiaéreas.
Tenía aspecto demacrado.

Página 376
—Bonita —dijo—, nosotros lo vimos empezar, desde esta ventana. Tal
vez estoy loco, pero creo que la nave espacial lo desencadenó todo. Dios sabe
cómo. Tal vez debería haberte dado aquel ratón. Las cosas no se habrían ido
al diablo tan de repente sin ayuda de alguien o de algo.
»Pensemos, Bonita. —Sacudió la cabeza lentamente—. Digamos que algo
vino en esa nave, además del ratón muerto. ¿Qué pudo ser? ¿Qué pudo hacer
y qué puede estar haciendo ahora?
»Digamos que el ratón era un animal de laboratorio, un conejillo de
Indias. Lo mandaron en la nave y sobrevivió al viaje, pero murió al llegar
aquí. ¿Por qué? Tengo un presentimiento aterrador, Bonita.
Se sentó en una silla y se recostó, mirando fijamente al techo.
—Digamos que la inteligencia superior de Alguna Parte que construyó la
nave vino también en ella. Supongamos que no era el ratón… llamémoslo
ratón. Entonces, puesto que el ratón era el único objeto físico de la nave, eso
significa que el ser, el invasor, no era una entidad física. Era una entidad que
podía vivir separada del cuerpo, cualquiera que fuera, dejado atrás en su
mundo de origen. Pero digamos que podía vivir en cualquier cuerpo y que
dejó el suyo a salvo en su planeta y viajó hasta aquí utilizando uno que era
prescindible, que podía abandonar al llegar. Eso explicaría el ratón y el hecho
de que muriera justo cuando la nave aterrizó.
»Luego, el ser, en aquel instante, simplemente saltó al cuerpo de alguien
de aquí… probablemente una de las primeras personas que corrieron hacia la
nave cuando aterrizó. Está viviendo en el cuerpo de alguien… en un hotel de
Broadway o en una pensión del Bowery, o donde sea, haciéndose pasar por
humano. ¿Tiene sentido, Bonita?
Se levantó y empezó a pasear otra vez.
—Y, como tiene la habilidad de controlar otras mentes, se dedica a
asegurar el mundo, la Tierra, para los marcianos, o venusianos, o lo que sean.
Después de unos días de estudio, se da cuenta de que el mundo está a punto
de destruirse a sí mismo, y que sólo necesita un empujón. Él puede darle ese
empujón.
»Pudo meterse en la cabeza de un chiflado, hacerle asesinar al presidente
y dejarse atrapar. Pudo hacer que un ruso matara a su Número Uno. Pudo
hacer que un español asesinara al primer ministro británico. Pudo iniciar
cualquier malentendido en las Naciones Unidas, y provocar que un militar de
guardia hiciera estallar las bombas atómicas. Pudo… Diablos, Bonita, podría
hacer estallar la guerra definitiva en el mundo en una semana. Prácticamente
ya lo ha hecho.

Página 377
Se dirigió a la ventana y acarició el suave pelaje de la gata mientras
miraba con el ceño fruncido a los emplazamientos para las ametralladoras que
construían bajo los brillantes focos.
—Y lo ha hecho; incluso si mi suposición es correcta, no podría detenerlo,
porque no podría encontrarlo. Y ahora nadie me creería. Preparará al mundo
para los marcianos. Cuando la guerra acabe, muchas naves pequeñas como la
que aterrizó aquí, o naves grandes, podrán aterrizar y controlar lo que quede
diez veces más fácilmente de lo que podrían hacerlo ahora.
Encendió un cigarrillo con manos algo temblorosas.
—Cuanto más lo pienso, más… —dijo sentándose de nuevo—. Bonita,
tengo que intentarlo. Por absurda que parezca la idea, tengo que contárselo a
las autoridades, tanto si me creen como si no. Aquel mayor que conocí era un
tipo inteligente. El general Kelly también lo es. Yo…
Empezó a dirigirse al teléfono y se volvió a sentar.
—Llamaré a los dos, pero antes vamos a profundizar un poco más. A ver
si puedo hacer alguna sugerencia inteligente respecto a cómo pueden
encontrar al… al ser… Bonita, es imposible —gimió—. Ni siquiera tiene por
qué ser un humano. Podría ser un animal, cualquier cosa. Podrías ser tú.
Probablemente tomó el control de la mente que tuviera más cerca, del tipo
que fuera. Si era remotamente felino, tú eras la gata más cercana.
Se levantó y se la quedó mirando.
—Me estoy volviendo loco, Bonita —dijo—. Me estoy acordando de
cómo saltaste y te retorciste justo después de que la nave destruyera su
mecanismo y quedara inerte. Y, escucha, Bonita, has estado durmiendo el
doble de lo habitual últimamente. ¿Tu mente estaba fuera…?
»Por eso no pude despertarte ayer para darte de comer, ¿verdad? Bonita,
los gatos despiertan fácilmente. Los gatos, sí.
Aturdido, Bill Wheeler se levantó de la silla.
—Gata —dijo—, ¿estoy loco, o…?
La gata siamesa lo contempló lánguidamente con sus ojos soñolientos.
—Olvídalo —dijo claramente.
Y, a medio camino entre sentarse y levantarse, Bill Wheeler pareció aún
más aturdido durante un segundo. Sacudió la cabeza como para despejarla.
—¿De qué te estaba hablando, Bonita? —dijo—. Estoy atontado por falta
de sueño.
Se dirigió a la ventana y miró afuera, melancólico, frotando el pelaje de la
gata hasta que la hizo ronronear.
—¿Tienes hambre, Bonita? —dijo—. ¿Quieres un poco de hígado?

Página 378
La gata saltó del alféizar y se frotó afectuosamente contra su pierna.
—Miau —dijo.

Página 379
Ven y enloquece

De algún modo, lo había sabido aquella mañana al despertar. Después lo tuvo


aún más claro, mientras miraba por la ventana del edificio del periódico al sol
de la tarde que trazaba dibujos de luz y sombras entre los edificios. Sabía que
pronto, tal vez aquel mismo día, iba a ocurrir algo importante. No sabía si
sería bueno o malo, pero tenía un mal presentimiento. Y con razón; hay pocas
cosas buenas que le puedan ocurrir inesperadamente a un hombre, al menos
cosas realmente importantes. El desastre puede golpear desde innumerables
direcciones, y de maneras sorprendentemente diversas.
—Eh, señor Vine —dijo una voz, y él se apartó lentamente de la ventana.
Eso, de por sí, ya era extraño, porque no acostumbraba moverse lentamente;
era un hombre pequeño, nervioso, casi parecido a un gato en la rapidez de sus
reacciones y en sus movimientos.
Pero aquella vez algo lo hizo apartarse lentamente de la ventana, casi
como si no esperara volver a ver el claroscuro de un atardecer.
—Hola, Red —dijo.
—Su majestad quiere verlo —dijo el pecoso ayudante.
—¿Ahora?
—No. Cuando al señor le convenga. Tal vez la semana próxima. Si está
muy ocupado, puede darle una cita.
Apoyó el puño contra la barbilla de Red y lo empujó, y el muchacho
retrocedió fingiendo dolor.
Se dirigió a la máquina del agua fría. Apoyó el pulgar en el botón, y el
agua cayó gorgoteando en el vaso de papel.
—Hola, Napo —dijo Harry Wheeler, acercándose como quien no quiere
la cosa—. ¿Qué pasa? ¿Van a pegarte una bronca?
—A lo mejor me dan un aumento —dijo él.
Bebió y estrujó el vaso, tirándolo a la papelera. Se dirigió hacia una puerta
con el letrero de privado, y la cruzó.
Walter J. Candler, el director, levantó la vista del trabajo de su escritorio.

Página 380
—Siéntese, Vine, enseguida estoy con usted —dijo afablemente y volvió
a mirar a los papeles.
Se sentó en una silla frente a Candler, sacó un cigarrillo del bolsillo de su
camisa y lo encendió. Estudió la parte trasera de la hoja que estaba leyendo el
director. No había nada en ella.
—Vine, tengo un caso jodido —dijo el director dejando el papel sobre la
mesa—. Usted es muy bueno en los casos jodidos.
—Si se trata de un cumplido, gracias —dijo sonriendo al director.
—Desde luego que es un cumplido. Usted ha hecho cosas bastante
complicadas para nosotros. Esto es diferente. Nunca le había pedido a un
reportero que hiciera algo que yo mismo no haría. Pues esto no lo haría, así
que no se lo estoy pidiendo. —El director volvió a coger el papel que había
estado leyendo, y lo dejó de nuevo sin haberlo mirado—. ¿Ha oído hablar de
Ellsworth Joyce Randolph?
—¿El director del manicomio? Pues sí, lo conozco. Un poco.
—¿Qué opina de él?
Se dio cuenta de que el director lo miraba atentamente, y de que aquélla
no había sido una pregunta casual.
—¿A qué se refiere? ¿En qué sentido? ¿Si es un buen tipo, un buen
político, un buen psiquiatra, o qué? —contraatacó.
—Lo que quiero decir es esto: ¿hasta qué punto cree que está cuerdo?
Miró a Candler, y Candler no bromeaba. Candler permanecía
completamente inexpresivo. Se echó a reír, pero luego se contuvo. Se inclinó
hacia delante, por encima del escritorio de Candler.
—Ellsworth Joyce Randolph —dijo—. ¿Está hablando de Ellsworth Joyce
Randolph?
—El doctor Randolph ha estado aquí esta mañana —asintió Candler—.
Me ha contado una historia bastante extraña. No quiere que la publiquemos.
Quiere que la comprobemos, que enviemos a nuestro mejor hombre a
comprobarla. Ha dicho que si descubrimos que es cierta, podremos publicarla
a tamaño ciento veinte y en tinta roja. —Candler rió irónicamente—. Y
podríamos hacerlo.
Vine apagó el cigarrillo y estudió la cara de Candler.
—Pero la historia en sí es tan rara que usted no está seguro de que no sea
el propio doctor Randolph el que está mal de la cabeza.
—Exactamente.
—¿Y qué tiene de difícil el caso?

Página 381
—El doctor ha dicho que un periodista sólo podría comprobar la historia
desde dentro.
—¿Quiere decir que tendría que entrar como guarda, o algo así?
—Algo así —dijo Candler.
—Oh.
Se levantó de la silla y se dirigió a la ventana, donde se detuvo dando la
espalda al director y mirando al exterior. El sol apenas se había movido. Pero
la forma de las sombras en las calles parecía distinta, inquietantemente
distinta. La forma de las sombras de su interior también era distinta. Esto era
lo que tenía que ocurrir, estaba seguro. Se volvió.
—No —dijo—. Diablos, no.
—No lo culpo —dijo Candler, con un leve encogimiento de hombros—.
Ni siquiera se lo he pedido. Yo no lo haría.
—¿Qué cree Ellsworth Joyce Randolph que ocurre en su manicomio?
Debe de ser algo realmente jodido si le hace creer que el propio Randolph
puede estar loco.
—No puedo decírselo. Vine. Le he prometido no contarlo, tanto si
aceptaba el encargo como si no.
—¿Quiere decir que…, aunque aceptara el trabajo, seguiría sin saber qué
estoy buscando?
—Exacto. Podría tener prejuicios. No sería objetivo. Estaría buscando
algo, y podría pensar que lo había encontrado tanto si estaba allí como si no.
O podría tener tantos prejuicios en contra de encontrarlo que se negara a verlo
aunque le mordiera la pierna.
Se acercó desde la ventana al escritorio y lo golpeó con el puño.
—Mierda, Candler —dijo—, ¿por qué yo? Ya sabe qué me ocurrió hace
tres años.
—Claro. Amnesia.
—Claro. Amnesia. Sólo eso. Pero nunca he mantenido en secreto que no
he conseguido superar aquella amnesia. Tengo treinta años, ¿o no? Mi
memoria únicamente es capaz de retroceder tres años. ¿Sabe qué es tener una
pared en blanco en la memoria de cualquier cosa que tenga más de tres años?
»Oh, claro, sé qué hay al otro lado de la pared. Lo sé porque todos me lo
dicen. Sé que empecé de ayudante aquí hace diez años. Sé dónde nací y
cuándo, y sé que mis padres han muerto. Sé cómo eran, porque he visto las
fotografías. Sé que no tenía mujer ni hijos, porque todos los que me conocen
me han dicho que no los tenía. Entiéndalo bien; todos los que me conocen, no
todos los que yo conozco. Yo no conocía a nadie.

Página 382
»Cierto, todo me ha ido bien desde entonces. Después de salir del
hospital, y ni siquiera recuerdo el accidente que me llevó allí, aquí todo me
fue bien porque todavía sabía escribir noticias, aunque tuve que aprenderme
de nuevo los nombres de todo el mundo. No me fue peor que a cualquier
periodista que empezara de cero en un periódico de una ciudad extraña. Y
todo el mundo fue condenadamente amable.
—De acuerdo. Napo —dijo Candler levantando una mano tranquilizadora
para contener la marea—. Ha dicho que no, y con eso basta. No sé que tiene
que ver todo eso con la historia, pero todo lo que tenía que hacer era decir que
no. Así que olvídelo.
—¿Conque no ve qué tiene que ver eso con la historia? —preguntó;
seguía muy tenso—. Me pide… Oh, de acuerdo, no me lo pide, me sugiere.
Que me haga pasar por loco, que entre en el manicomio como paciente.
Cuando… ¿Hasta qué punto puede alguien confiar en su cabeza cuando no
recuerda los años de colegio, no recuerda cuándo conoció a las personas con
las que trabaja, no recuerda cómo empezó a trabajar, no recuerda… nada que
ocurriera hace más de tres años? —Volvió a golpear violentamente el
escritorio con el puño, y después se sintió estúpido—. Lo siento —se disculpó
—. No quería perder los estribos de ese modo.
—Siéntese —dijo Candler.
—La respuesta sigue siendo no.
—Siéntese de todos modos.
Se sentó, sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió.
—No quería decírselo —dijo Candler—, pero ahora tengo que hacerlo,
después de oírlo hablar así. No sabía cómo estaba llevando lo de su amnesia.
Pensaba que ya era agua pasada.
»Escuche, cuando el doctor Randolph me preguntó qué periodista de los
nuestros podría cubrir mejor el trabajo, le hablé de usted. De su pasado. Y
mira por dónde, también recordaba haberlo conocido. Pero no sabía que sufría
de amnesia.
—¿Por eso sugirió mi nombre?
—Déjeme acabar. Dijo que mientras permaneciera allí, estaría encantado
de probar con usted uno de esos tratamientos de shock nuevos, que son
mucho más suaves, y que eso podría ayudarlo a recuperar la memoria. Dijo
que valía la pena intentarlo.
—Pero no dijo que funcionaría.
—Dijo que podría funcionar, y que no le haría ningún daño.

Página 383
Apagó el cigarrillo, al que sólo había dado tres caladas. Miró furioso a
Candler. No tuvo que decir que tenía en mente; el director podía leerlo.
—Calma, muchacho —dijo Candler—. Recuerde que yo no he sacado el
tema hasta que usted me habló de cómo lo inquietaba esa pared de su
memoria. No era ningún cartucho que tuviera en reserva. Se lo he dicho
porque quería ser justo con usted, después de lo que me ha contado.
—¡Para ser justo!
—Usted dijo que no —dijo Candler, encogiéndose de hombros—, y yo lo
acepté. Luego empezó con los gritos y me puso en una posición en la que me
vi obligado a mencionar algo en lo que ni siquiera había pensado hasta aquel
momento. Olvídelo. ¿Cómo va el artículo sobre jardinería? ¿Alguna idea
nueva?
—¿Va a poner a alguien en lo del manicomio?
—No. Usted era el candidato lógico.
—¿De qué va la historia? Debe de tener tela si le hace creer que el doctor
Randolph está cuerdo. ¿Acaso piensa que los pacientes deberían cambiar de
sitio con los médicos? —Rió—. Claro, no puede decírmelo. Es un gancho
doble realmente precioso. Curiosidad… y la esperanza de tirar abajo la pared.
¿Cuál es el resto del pastel? Si digo que sí en lugar de no, ¿cuánto tiempo
estaré allí y bajo qué circunstancias? ¿Qué opciones tendré de volver a salir?
¿Cómo voy a entrar?
—Vine, ya no estoy seguro de querer que lo intente —dijo Candler
lentamente—. Olvidemos todo el asunto.
—No. Al menos, no hasta que haya respondido a mis preguntas.
—De acuerdo. Entraría de manera anónima, para que no le quedara
ningún estigma si la historia no diera nada de sí. Si lo hiciera, puede contar la
verdad, incluyendo la complicidad del doctor Randolph en dejarlo entrar, y
volver a salir. Para entonces ya habría saltado la liebre.
»Puede que consiga averiguar lo que necesita en un par de días… y en
cualquier caso no se quedaría allí más de un par de semanas.
—¿Cuánta gente del manicomio sabría quién soy y por qué estoy allí,
aparte de Randolph?
—Nadie. —Candler se inclinó hacia delante y extendió cuatro dedos con
la mano izquierda—. En total sólo lo sabremos cuatro personas: usted —
señaló el primer dedo—, yo —señaló el segundo—, el doctor Randolph —el
tercero— y otro periodista de la casa.
—No es que me parezca mal, pero ¿por qué el otro periodista?

Página 384
—De intermediario. En dos sentidos. En primer lugar, lo acompañará a un
psiquiatra; Randolph le recomendará a alguien a quien pueda engañar con
facilidad. Se hará pasar por su hermano y pedirá que lo examinen. Usted
convence al psiquiatra de que está chiflado, y éste lo certificará. Hacen falta
dos médicos para encerrarlo, pero Randolph será el segundo. Su supuesto
hermano solicitará que sea él.
—¿Todo esto bajo nombre supuesto?
—Si lo prefiere. Aunque en realidad no hace ninguna falta.
—Eso mismo pienso yo. No pondremos nada por escrito, por supuesto. Le
diremos a todo el mundo que… Aunque claro, en ese caso no podríamos
inventarnos ningún hermano. Pero Charlie Doerr, el de Ventas, es primo mío
y mi pariente más próximo. Él serviría, ¿no?
—Claro. Pero tendría que hacer de intermediario para lo demás. Visitarlo
en el manicomio y traer cualquier cosa que tenga para enviar.
—Y si, en un par de semanas, no he encontrado nada, ¿me sacará de allí?
—Yo mismo aviso a Randolph —asintió Candler—, él lo entrevista, lo
declara curado, y ya está fuera. Usted regresa aquí, y se ha tomado unas
vacaciones. Eso es todo.
—¿Qué tipo de locura debería fingir?
Le pareció que Candler se retorcía un poco en la silla.
—Bueno —dijo Candler—, podríamos aprovechar esta historia de Napo,
¿no cree? Me refiero a que la paranoia es una forma de locura que, según dice
el doctor Randolph, no tiene síntomas físicos. Es una especie de autoengaño
apoyado por una explicación racional sistemática. Un paranoico puede estar
cuerdo en todos los sentidos excepto uno.
—¿Quiere decir que debería creerme Napoleón? —preguntó Vine. Miraba
a Candler con una sonrisa torcida en los labios.
—Elija su manía —dijo Candler, apenas torciendo el gesto—. Pero, ¿no
sería lógico lo que sugiero? Quiero decir que los chicos de la oficina siempre
se meten con usted llamándolo Napo. Y… —terminó débilmente— y todo
eso. —Candler lo miró entonces directamente a los ojos—. ¿Quiere hacerlo?
—Creo que sí. —Se levantó—. Se lo confirmaré mañana por la mañana,
después de consultarlo con la almohada, pero de manera extraoficial… sí.
¿Vale con eso?
Candler asintió.
—Me tomaré el resto de la tarde libre; me voy a la biblioteca a
documentarme sobre la paranoia. Tampoco tengo nada mejor que hacer. Y
esta noche hablaré con Charlie Doerr. ¿De acuerdo?

Página 385
—Muy bien. Gracias.
Vine le dedicó una sonrisa a Candler y se acercó un poco más a él por
encima de la mesa.
—Y ya que las cosas han llegado hasta aquí —le dijo—, permítame que le
cuente un secreto. No se lo diga a nadie, pero… ¡soy Napoleón!
Era un buen momento para marcharse, así que salió.

Cogió su abrigo y su sombrero y salió al exterior, abandonando el aire


acondicionado y sumergiéndose en la cálida luz del sol. Salió del tranquilo
manicomio que era la redacción de un periódico después de la hora del cierre
de la edición para entrar en otro manicomio, más tranquilo aún; el de las
calles en una tarde opresiva de julio.
Se echó atrás el sombrero y se pasó el pañuelo por la frente. ¿Adónde iba?
Desde luego, no a la biblioteca a buscar información sobre la paranoia; eso
había sido un bulo para tener el resto de la tarde libre. Ya había leído todo lo
que había en la biblioteca sobre la paranoia y cualquier asunto relacionado
con ella hacía más de dos años. Era un experto en el tema. Podía engañar a
cualquier psiquiatra del país y hacerle creer que estaba cuerdo… o que no lo
estaba.
Se dirigió hacia el norte, al parque, y se sentó en un banco a la sombra.
Dejó el sombrero junto a él sobre el banco y volvió a secarse la frente.
Contempló la hierba, verde brillante bajo el sol; las palomas con su
graciosa manera de andar moviendo la cabeza; y una ardilla roja que bajó de
un árbol, miró alrededor y volvió a subir al mismo árbol por el otro lado.
Y volvió a pensar en la pared de amnesia de tres años atrás.
Una pared que no parecía pared. La expresión lo intrigó. No parecía
pared. Palomas sobre la hierba. Parecía pared.
En realidad, no era una pared; era un salto, un cambio brusco. Como si
hubieran trazado una línea entre dos vidas. Veintisiete años de una vida antes
del accidente. Tres años de otra vida después del accidente.
No eran la misma vida.
Pero nadie lo sabía. Hasta aquella tarde, ni siquiera había insinuado la
verdad, si es que era la verdad, delante de nadie. La había utilizado para
marcharse del despacho de Candler, sabiendo que Candler lo tomaría como

Página 386
una broma. Aun así, tenía que ir con cuidado; si se usaba una broma
demasiado a menudo, alguien podría empezar a sospechar.
El hecho de que entre las múltiples heridas que sufrió en el accidente se
incluyera una mandíbula rota, era la causa más probable de que estuviera libre
y no en un manicomio. Aquella mandíbula rota, que había estado escayolada
cuando recobró el sentido, cuarenta y ocho horas después de que su coche
chocara de frente contra un camión a quince kilómetros de la ciudad, le había
impedido hablar durante tres semanas.
Y mientras pasaron las tres semanas, pese al dolor y a la confusión que las
habían llenado, había tenido tiempo de pensar bien las cosas. Se inventó la
pared. La amnesia, la conveniente amnesia que era mucho más creíble que la
verdad, tal como él la conocía.
Pero… ¿era la verdad tal como él la conocía?
Ése era el fantasma que lo había perseguido durante tres años, desde el
mismo momento en que despertó a la blancura de una habitación blanca, y vio
a un extraño, vestido de forma extraña, sentado junto a una cama que no se
parecía a las de ningún hospital de campaña que él hubiera conocido. Era una
cama con una estructura extraña por encima de la cabecera. Y cuando desvió
la vista de la cara del extraño hacia su cuerpo, vio que tenía una pierna y los
dos brazos escayolados, y que la escayola de la pierna se levantaba en ángulo
recto, mantenida en aquella posición por medio de una cuerda y una polea.
Había intentado abrir la boca para preguntar dónde estaba, qué le había
pasado, y entonces descubrió la escayola de la mandíbula.
Se quedó mirando al extraño, esperando que tuviera el suficiente sentido
común para proporcionarle la información.
—Hola, George —le dijo el extraño con una sonrisa—. Así que ya estás
con nosotros, ¿eh? Todo irá bien.
Y había algo extraño en el idioma… hasta que logró identificar qué era.
Inglés. ¿Lo habían capturado los ingleses? Y además, era un idioma del que
sabía muy poco, pero había entendido al extraño perfectamente. ¿Y por qué lo
había llamado George?
Es posible que su desconcierto, la terrible perplejidad que sentía, se
hubiera reflejado en sus ojos de algún modo, porque el extraño se acercó más
a la cama.
—Tal vez estás confundido, George —dijo—. Tuviste un accidente muy
serio. Tu coche chocó de frente contra un camión de grava. De eso hace dos
días, y ahora despiertas por primera vez. Estás bien, pero tendrás que quedarte

Página 387
un tiempo en el hospital, hasta que se suelden todos los huesos rotos. No
tienes nada grave.
Y entonces habían llegado las oleadas de dolor, que se llevaron la
confusión y le hicieron cerrar los ojos.
—Vamos a ponerle una inyección, señor Vine —dijo otra voz desde algún
lugar de la habitación, pero él no se atrevió a volver a abrir los ojos. Era más
fácil combatir el dolor sin ver.
Sintió el pinchazo de una aguja en el brazo. Y poco después, nada.
Cuando recobró de nuevo el sentido (doce horas más tarde, según
descubrió después), estaba en la misma habitación blanca, en la misma cama
extraña, pero en aquella ocasión había una mujer en la habitación, una mujer
que llevaba un extraño traje blanco y se hallaba de pie junto a la cama
estudiando un papel que estaba prendido de una tabla.
Le sonrió al ver que había abierto los ojos.
—Buenos días, señor Vine —dijo—. Espero que se encuentre mejor. Le
diré al doctor Holt que ha recobrado el sentido.
Se fue y regresó con un hombre que también vestía de forma extraña, más
o menos parecida a la del desconocido que lo había llamado George. El
médico lo miró y soltó una risita.
—Por una vez, tengo un paciente que no me puede contestar. Ni siquiera
escribirme notas. —Se puso serio—. ¿Le duele? Parpadee una vez si es que
no, dos veces si es que sí.
El dolor ya no era tan terrible, y parpadeó una vez. El médico asintió con
satisfacción.
—Ese primo suyo —dijo— no ha parado de llamar. Se alegrará de saber
que ya está usted en condiciones de…, bueno, de escuchar, si no de hablar.
Supongo que no le hará ningún daño verlo un rato esta tarde.
La enfermera le arregló la cama y luego, por suerte, tanto ella como el
medico se marcharon, dejándolo solo para intentar poner en orden sus
caóticos pensamientos.
¿Ponerlos en orden? De aquello hacía tres años, y no había conseguido
poner ninguno de ellos en orden.
El hecho sorprendente de que le habían hablado en inglés y que él había
entendido perfectamente aquel idioma bárbaro, pese a que antes sólo tenía un
conocimiento muy limitado del mismo. ¿Cómo podía ser que un accidente le
hiciera dominar de repente una lengua de la que antes sabía tan poco?
El hecho sorprendente de que lo habían llamado por un nombre diferente.
«George» fue el nombre empleado por el hombre que la noche anterior estuvo

Página 388
junto a su cama. La enfermera lo había llamado «señor Vine». George Vine,
un nombre inglés, desde luego.
Pero había una cosa mil veces más sorprendente que cualquiera de las
otras. Era lo que el extraño de la noche anterior (¿podría tratarse del «primo»
del que le había hablado el médico?) le había dicho sobre el accidente: «Tu
coche chocó de frente contra un camión de grava».
Lo sorprendente, lo contradictorio, era que sabía qué era un «coche» y qué
era un «camión». No porque tuviera ningún recuerdo de haberlos conducido,
ni del accidente, ni de nada más allá del momento de dormirse en su tienda de
campaña después de Lodi… pero… pero ¿cómo podía surgir en su mente la
imagen de un coche, de algo impulsado por un motor de gasolina, cuando
nunca había tenido en su mente el concepto de nada así?
Era una absurda mezcla de dos mundos; uno de ellos seguro, claro y
definido. El mundo en el que había vivido sus veintisiete años de vida, el
mundo en el que había nacido hacía veintisiete años, el quince de agosto de
1769, en Córcega. El mundo en el que se había acostado (él creía que la noche
anterior) en su tienda, en Lodi, como general del Ejército en Italia, tras su
primera victoria importante.
Y luego estaba ese inquietante mundo en el que había despertado, ese
mundo blanco donde la gente hablaba un inglés que, pensándolo bien, era
distinto del inglés que había oído hablar en Brienne, en Valence o en Toulon,
pero que, sin embargo, entendía perfectamente. Y sabía instintivamente que
podría hablarlo si su mandíbula no estuviera escayolada. Ese mundo en el que
la gente lo llamaba George Vine, y en el que, lo más extraño de todo,
utilizaban palabras que él no conocía, y que, a pesar de ello, se asociaban con
imágenes en su mente.
Coche, camión. Los dos eran tipos de… la palabra le vino a la mente sin
pensar: automóviles. Se concentró en qué era un automóvil y en cómo
funcionaba, y la información estaba allí. El cilindro, los pistones movidos por
explosiones del vapor de gasolina, que se encendía gracias a una chispa de
electricidad procedente de una batería…
Electricidad. Abrió los ojos y miró hacia arriba, hacia la luz amortiguada
del techo, y supo, de algún modo, que era una luz eléctrica, y que, de forma
general también sabía qué era la electricidad.
El italiano Galvani… Sí, había leído sobre algunos experimentos de
Galvani, pero no se habían concretado en nada del estilo de una luz como
aquélla. Y, mientras la miraba, visualizó tras ella la energía del agua haciendo
funcionar las dinamos, los kilómetros de cable, los motores que movían los

Página 389
generadores… Contuvo la respiración ante el concepto que le llegó desde su
mente, desde fuera de su mente, o como parte de su mente.
Los tímidos experimentos de Galvani, con sus corrientes débiles y las
ancas de rana que se movían, apenas habían anticipado el misterio nada
misterioso de aquella luz en el techo; y ésa era la cosa más extraña; parte de
su mente la encontraba misteriosa, y otra parte la daba por descontado y
entendía de forma general cómo funcionaba.
«Veamos —pensó—. Thomas Alva Edison inventó la luz eléctrica
alrededor del año… Ridículo; he estado a punto de decir mil novecientos, ¡y
estamos en mil setecientos noventa y seis!».
Y entonces le llegó la idea realmente horrible, e intentó, en vano y
dolorosamente, sentarse en la cama. La memoria le decía que sí, que había
sido en el año 1900, que Edison había muerto en 1931… Y que un hombre
llamado Napoleón Bonaparte había muerto ciento diez años antes de aquello,
en 1821.
Estuvo a punto de enloquecer en aquel momento.
Y, loco o cuerdo, sólo el hecho de no poder hablar lo había mantenido
fuera del manicomio; le dio tiempo a pensar las cosas con calma, tiempo de
darse cuenta de que su única posibilidad estaba en fingir amnesia, en fingir
que no recordaba nada de su vida antes del accidente. Pero no se encierra a
nadie en un manicomio por tener amnesia. Se le explica quién es, se le
permite volver a lo que se le explica que era su vida anterior. Se le permite
recoger los pedazos e intentar recomponerlos mientras trata de recordar.
Eso era lo que había hecho tres años antes. Y al día siguiente, tenía que ir
al psiquiatra y decirle que era ¡Napoleón!

El sol estaba más bajo en el firmamento. Por el cielo, un gran aeroplano pasó
zumbando, y él levantó la vista y se echó a reír, en voz baja y para sí
mismo… no con la risa de la locura. Risa auténtica, porque estaba provocada
por la idea de Napoleón Bonaparte viajando en un avión como aquél y por lo
absurdo que resultaba.
Se le ocurrió que nunca había viajado en avión, al menos que él recordara.
Quizá George Vine sí; en algún momento, durante los veintisiete años de vida
de George, debía de haberlo hecho. Pero… ¿significaba eso que él hubiera
viajado en uno? Esa pregunta formaba parte de la gran pregunta.

Página 390
Se levantó y echó a andar de nuevo. Eran casi las cinco; muy pronto,
Charlie Doerr saldría del periódico y se iría a casa a cenar. Tal vez sería mejor
telefonear a Charlie y asegurarse de que iba a estar en casa.
Se dirigió al bar más cercano y lo llamó; lo pilló justo por los pelos.
—Soy George —dijo—. ¿Estarás en casa esta noche?
—Claro, George. Tema una partida de poker, pero la he cancelado cuando
he sabido que ibas a venir.
—Cuando has sabido… Oh, ¿Candler ha hablado contigo?
—Sí. Oye, no sabía que llamarías, o habría avisado a Marge, pero ¿qué te
parece si te quedas a cenar? A ella le parecerá muy bien; la llamo ahora
mismo, si quieres.
—No, gracias, Charlie. Tengo una cita para cenar. Y, escucha, respecto a
lo de esa partida de cartas, puedes ir. Llegaré sobre las siete, y no es nada que
nos vaya a llevar toda la noche; una hora bastará. Y de todos modos, tampoco
te irías antes de las ocho.
—No te preocupes —dijo Charlie—. No tengo muchas ganas de ir, y tú
hace mucho que no sales. Nos vemos a las siete, entonces.
De la cabina telefónica se dirigió al bar y pidió una cerveza. Se preguntó
por que había rechazado la invitación a cenar; probablemente porque, de
manera inconsciente, quería pasar otro par de horas solo antes de hablar con
nadie, aunque fueran Charlie y Marge.
Se bebió la cerveza despacio, porque quería hacerla durar; iba a tener que
estar sobrio aquella noche, bien sobrio. Aún estaba a tiempo de cambiar de
opinión; se había dejado una vía de escape, aunque fuera pequeña. Todavía
podía hablar con Candler por la mañana y decirle que había decidido no
hacerlo.
Contempló su cara en el espejo de detrás de la barra por encima del borde
del vaso. Pequeño, con el cabello color arena, la nariz pecosa, robusto. Lo de
ser pequeño y robusto coincidía, desde luego; pero el resto… No había ni el
más remoto parecido.
Se bebió otra cerveza lentamente, y ya eran las cinco y media.
Salió y echó a andar, esa vez hacia la ciudad. Pasó junto al Blade, y alzó
la vista al tercer piso, a la ventana desde donde había estado mirando la calle
cuando Candler lo envió a buscar. Se preguntó si volvería a sentarse junto a
aquella ventana a contemplar una tarde soleada.
Tal vez sí. Tal vez no.
Pensó en Clare. ¿Le apetecía verla aquella noche?

Página 391
Bueno, no; para ser sinceros, no le apetecía. Pero si desaparecía durante
dos semanas sin siquiera despedirse de ella, tendría que tacharla de la agenda.
Mejor que sí.
Entró en una tienda y la llamó a casa.
—Soy George, Clare. Escucha. Mañana me mandan fuera de la ciudad a
cubrir un reportaje; no sé cuánto tiempo voy a estar fuera. Es una de esas
cosas que pueden durar pocos días o semanas enteras. Pero… ¿podría verte
esta noche, para decirte adiós?
—Pues claro, George. ¿A qué hora?
—Puede que después de las nueve, pero no mucho más tarde. ¿Te va
bien? Primero tengo que ver a Charlie, por un asunto del trabajo; tal vez no
pueda salir antes de las nueve.
—Claro, George. Cuando quieras.
Se detuvo en un puesto de hamburguesas, aunque no tenía apetito, y
consiguió comer un bocadillo y un trozo de pastel. Con eso se hicieron las
seis y cuarto; si iba andando, llegaría a casa de Charlie a la hora en punto. Así
que fue andando.
Charlie lo recibió en la puerta. Con un dedo en los labios, señaló con la
cabeza hacia la cocina, donde Marge estaba secando los platos.
—No se lo he dicho a Marge, George. Se preocuparía.
Deseó preguntarle a Charlie por qué le tendría que preocupar a Marge
aquello, pero no lo hizo. Tal vez tenía un poco de miedo de la respuesta.
Significaría que Marge ya estaba preocupada por él, y eso era mala señal.
Pensaba que lo había llevado muy bien durante aquellos tres años.
De cualquier forma, no pudo preguntárselo porque Charlie lo acompañaba
al salón, y ella podía oírlos fácilmente desde la cocina.
—Me alegro de que te guste el ajedrez, George —decía Charlie—. Marge
va a salir esta noche; hay una película que quiere ver en el cine del barrio. Yo
pensaba ir a la partida de cartas para compensar, pero en realidad no me
apetece hacerlo.
Sacó el tablero y las piezas del ajedrez del armario, y empezó a preparar
una partida sobre la mesita del café.
Marge entró con una bandeja de vasos de cerveza fría, y la dejó junto al
tablero.
—Hola, George —dijo—. Me han dicho que te vas un par de semanas.
—Pero no sé dónde —respondió él, asintiendo—. Candler, el director, me
ha preguntado si podía hacer un reportaje fuera de la ciudad, y le he dicho que
sí. Me lo contará mañana.

Página 392
Charlie extendió hacia él las manos cerradas, con un peón en cada una;
tocó la mano izquierda de Charlie y le salió el blanco. Movió el peón a cuatro
rey, y cuando Charlie hizo lo mismo, avanzó el peón de la reina.
—George, por si no estás aquí cuando vuelva —dijo Marge mientras se
ponía el sombrero ante el espejo—, hasta pronto y buena suerte.
—Gracias, Marge. Adiós.
Hicieron unas jugadas más antes de que Marge volviera, lista para irse, le
diera un beso de despedida a Charlie y luego otro a él, más ligero, en la frente.
—Cuídate, George —dijo.
Sus ojos se cruzaron con el azul pálido de los de Marta.
«En efecto —pensó—, está preocupada por mí». Eso lo inquietó un poco.
—Dejemos la partida como está —propuso, cuando la puerta se hubo
cerrado—, y vayamos al grano, Charlie, pues he quedado con Clare a las
nueve. No sé cuánto tiempo estaré fuera, así que no puedo irme sin
despedirme de ella.
—¿Tú y Clare vais en serio, George? —le preguntó Charlie levantando la
vista hacia él.
—No lo sé.
Charlie cogió su cerveza y bebió un trago. De golpe, su voz se volvió
seria y profesional.
—Muy bien, vamos al grano. Tenemos hora por la mañana a las once con
un tipo llamado Irving. El doctor W. E. Irving, en el edificio Appleton. Es
psiquiatra; lo ha recomendado el doctor Randolph.
»Lo he llamado esta tarde después de que Candler hablara conmigo;
Candler ya había telefoneado a Randolph. Le he dado mi verdadero nombre.
La historia que le he contado es la siguiente: tengo un primo que últimamente
ha estado actuando de forma extraña, y me gustaría que hablara con él. No le
he dicho nada de en qué sentido actuabas de forma extraña; he esquivado la
pregunta y le he dicho que prefería que juzgara por sí mismo sin prejuicios.
Le he contado que te había convencido para que vieras a un psiquiatra, y que
el único que yo conocía era Randolph; que había llamado a Randolph, que me
contestó que ya no se dedicaba mucho a la consulta privada y me recomendó
a Irving. Le he dicho que era tu pariente vivo más próximo.
»Eso deja la puerta abierta para que Randolph sea el segundo nombre de
tu certificado. Si logras convencer a Irving de que estás realmente loco, y
decide encerrarte, puedo insistir en consultar con Randolph, que era a quien
yo quería de entrada. Y esta vez, por supuesto, Randolph accederá.
—¿No le has dicho nada sobre el tipo de locura que sospechas que tengo?

Página 393
Charlie negó con la cabeza.
—Así que, en cualquier caso, ninguno de los dos irá a trabajar al Blade
mañana. Saldré de casa a la hora de siempre para que Marge no se entere de
nada, pero nos encontraremos en el centro de la ciudad, digamos en el
vestíbulo del Christina, a las once menos cuarto. Y si consigues convencer a
Irving de que eres un buen candidato, por llamarlo así, nos pondremos en
contacto con Randolph enseguida y lo habremos solucionado todo mañana.
—¿Y si cambio de opinión?
—Pues cancelo la cita. Eso es todo. Y oye, ¿no era eso todo lo que
teníamos que hablar? Vamos a jugar la partida; sólo son las siete y veinte.
—Prefiero hablar, Charlie —dijo él, sacudiendo la cabeza—. De todas
formas, hay algo que se te ha olvidado decirme. Después de lo de mañana…
¿con qué frecuencia vendrás a recoger información para Candler?
—Oh, claro, se me olvidaba. Tan a menudo como lo permite el horario de
visitas: tres veces a la semana. Lunes, miércoles y viernes, por las tardes.
Mañana es viernes, de modo que si ingresas, la primera vez que podré ir a
verte será el lunes.
—De acuerdo. Oye, Charlie, ¿te ha dicho algo Candler sobre la historia
que se supone he de conseguir allí dentro?
—Ni una palabra. —Charlie Doerr sacudió lentamente la cabeza—. ¿De
qué va? ¿O es demasiado secreto para que me lo comentes?
Miró a Charlie, reflexionando. Y de repente sintió que no podía decir la
verdad; que él tampoco la sabía. Le haría quedar como un idiota. Cuando
Candler le había explicado los motivos, o mejor dicho, el motivo por el que
no podía decírselo, no le había parecido tan extraño, pero en aquel momento
le pareció que sonaría muy tonto.
—Si él no te lo ha dicho, será mejor que yo tampoco lo haga, Charlie. —
Y como aquello no sonaba demasiado convincente, tuvo que añadir algo—:
Le prometí a Candler que no lo diría.
Los dos vasos de cerveza estaban vacíos para entonces, y Charlie se los
llevó a la cocina para llenarlos otra vez.
Siguió a Charlie, porque, por algún motivo, prefería la informalidad de la
cocina. Se sentó a horcajadas en una silla, apoyando los codos en el respaldo,
y Charlie se apoyó en la nevera.
—Prosit! —dijo Charlie, y los dos bebieron—. ¿Tienes la historia
preparada para el doctor Irving? —preguntó Charlie.
Él asintió.
—¿Te ha dicho Candler qué tengo que decirle?

Página 394
—¿Te refieres a que eres Napoleón? —dijo Charlie, con una risita.
¿Sonaba sincera, aquella risita? Miró a Charlie y supo que lo que pensaba
era totalmente absurdo. Charlie era honrado y honesto como el que más.
Charlie y Marge eran sus mejores amigos; habían sido sus mejores amigos
durante los tres años que recordaba. Y desde hacía mucho más que eso,
muchísimo más, según decía Charlie. Pero antes de esos tres años… aquello
era otra cosa.
Se aclaró la garganta, porque le iba a costar decir aquello. Pero tenía que
preguntarlo, tenía que estar seguro.
—Charlie, debo preguntarte algo, por mucho que me duela hacerlo. ¿Todo
esto es lo que parece?
—¿Qué?
—Ya sé que no tendría que preguntártelo. Pero, mira, tú y Candler no
creeréis que estoy loco, ¿verdad? No habréis tramado esto entre los dos para
hacer que me encierren, o al menos que me examinen, sin traumas y sin que
yo sepa qué ocurre hasta que sea demasiado tarde, ¿verdad?
—Caray, George. —Charlie lo miraba fijamente—. ¿No pensarás en serio
que yo te haría una cosa así?
—No. Pero… podrías creer que es por mi bien, y sobre esa base sí podrías
hacer algo así. Mira, Charlie, si fuera eso, si pensaras eso, permíteme decirte
que no es justo. Voy a ver a un psiquiatra mañana para mentirle, para intentar
convencerlo de que tengo alucinaciones. No para ser sincero con él. Y una
cosa como ésa sería una putada para mí. Entiendes a qué me refiero, ¿verdad,
Charlie?
—Por Dios, George —dijo Charlie despacio; estaba un poco pálido—, no
es nada de eso. Todo lo que sé de este asunto es lo que Candler y tú me habéis
contado.
—¿Tú crees que estoy cuerdo, completamente cuerdo?
—¿Quieres que le diga la verdad? —dijo Charlie, mordiéndose los labios.
—Sí.
—Hasta este mismo instante, nunca lo había puesto en duda. A menos
que…, bueno, la amnesia es un tipo de anomalía mental, supongo, y nunca la
has superado, pero no te referías a eso, ¿verdad?
—No.
—Entonces, hasta este mismo instante… George, si lo que me has
preguntado iba en serio, suena a manía persecutoria. Una conspiración para
encerrarte… Seguro que te das cuenta de lo ridículo que resulta. ¿Por qué

Página 395
narices íbamos a querer, Candler o yo, que mintieras para conseguir que te
encierren?
—Lo siento, Charlie, Sólo era una idea descabellada. No, por supuesto
que no lo pienso —dijo, y echó una ojeada al reloj—. Acabemos la partida de
ajedrez, ¿de acuerdo?
—Sí. Espera a que coja más bebida.
Jugó descuidadamente y se las arregló para perder en quince minutos.
Rechazó la oferta de Charlie para jugar la revancha y se recostó en la silla.
—Charlie —dijo—, ¿has oído hablar alguna vez de piezas de ajedrez rojas
y negras?
—Umm… no. Todas las que he visto son blancas y negras, o rojas y
blancas. ¿Por qué?
—Bueno… —Sonrió—. Supongo que no tendría que decírtelo después de
hacerte dudar sobre mi cordura, pero llevo una temporada teniendo unos
sueños recurrentes. No es que sean más raros que los sueños normales, pero
sueño las mismas cosas una y otra vez. Un sueño es sobre una partida entre el
rojo y el negro, pero ni siquiera sé si es de ajedrez. Ya sabes cómo son los
sueños; las cosas parecen tener sentido, lo tengan o no. En el sueño no me
pregunto si lo del rojo y el negro es ajedrez o no; supongo que lo sé, o me da
la sensación de que lo sé. Pero cuando me despierto ya no tengo ni idea.
¿Sabes a qué me refiero?
—Claro. Sigue.
—Bueno, Charlie, el caso es que he estado pensando que a lo mejor tenía
relación con algo que hubiera al otro lado de la pared de amnesia que no
consigo cruzar. Es la primera vez en mi… bueno, tal vez no en mi vida, pero
sí en los tres años que recuerdo de ella, que tengo sueños recurrentes. Me
pregunto si… si mi memoria no estará tratando de abrirse paso.
»¿Tuve alguna vez un juego de ajedrez con piezas rojas y negras, por
ejemplo? O, en alguno de los colegios a los que fui, ¿había partidos de
baloncesto o de béisbol entre equipos rojos y negros o… o algo así?
—No —dijo Charlie, tras pensar un momento y sacudir la cabeza—, nada
de eso. Claro que hay rojo y negro en la ruleta, rouge et noir. Y también son
los dos colores de la baraja.
—No. Estoy seguro de que no tiene nada que ver con cartas ni con la
ruleta. No es… no es eso. Es una partida entre el rojo y el negro. De alguna
manera, ellos son los jugadores. Piénsalo, Charlie; no pienses de qué puede
sonarte a ti algo como eso, sino de dónde podría haberlo sacado yo. —
Observó cómo se concentraba Charlie, y al cabo de un rato añadió—: De

Página 396
acuerdo, no te preocupes, Charlie. Prueba con esto: «El brillante
resplandeciente».
—El brillante resplandeciente ¿qué?
—Únicamente eso, el brillante resplandeciente. ¿Significa algo para ti?
—No.
—De acuerdo —dijo—. Olvídalo.

Llegaba antes de la hora. Pasó de largo la casa de Clare y se detuvo en la


esquina, debajo de donde estaba el gran olmo, para fumarse el resto del
cigarrillo y pensar.
No había mucho que pensar, en realidad; todo lo que tenía que hacer era
decirle adiós. Una palabra bien sencillita. Y esquivar sus preguntas respecto a
dónde iba y cuánto tiempo iba a estar fuera. Estar tranquilo, despreocupado y
poco emotivo, como si ninguno de los dos tuviera demasiada importancia
para el otro.
Tenía que ser así. Hacía un año y medio que conocía a Clare Wilson, y
durante todo aquel tiempo le había estado dando largas. No era justo. Aquello
tenía que terminarse de una vez por todas, por el bien de ella. Tenía tanto
derecho a pedirle que se casara con él como… ¡como un loco a creerse
Napoleón!
Dejó caer el cigarrillo y lo pisó con rabia con el tacón sobre la acera;
luego volvió a la casa, subió al porche y llamó al timbre.
La propia Clare salió a abrir la puerta. La luz del recibidor detrás de ella le
convertía el cabello en un círculo de oro batido alrededor de la cara en
sombras. Sintió unas ganas de abrazarla tan fuertes que tuvo que apretar los
puños para mantener los brazos bajados.
—Hola, Clare. ¿Cómo va todo? —preguntó como un idiota.
—No lo sé, George. ¿Cómo va lodo? ¿No quieres entrar?
Se había apartado del umbral para dejarlo pasar, y la luz le iluminó
entonces la cara, deliciosamente seria. Pensó que se olía algo; su expresión y
su tono de voz lo delataban. No quería entrar.
—Hace una noche tan agradable, Clare —dijo—. Vamos a dar un paseo.
—De acuerdo, George —asintió ella saliendo al porche—. Es una noche
preciosa, con tantas estrellas… —Se volvió hacia él—. ¿Alguna de ellas es la
tuya?

Página 397
Se quedó mirándola. Después se adelantó y la cogió por el codo para
ayudarla a bajar la escalera.
—Son todas mías —dijo en tono ligero—. ¿Quieres comprar alguna?
—¿No me regalarías una? Sólo una enana pequeñita. Aunque fuera una
que sólo se pueda ver con telescopio.
Ya estaban en la acera, y no podían oírlos desde la casa; cambió de golpe
el tono de voz, desechando el aire juguetón.
—¿Qué pasa, George? —preguntó esta vez.
Abrió la boca para decirle que no pasaba nada, y la volvió a cerrar. No
había ninguna mentira que pudiera contarle, y tampoco podía decirle la
verdad. El hecho de que le hiciera aquella pregunta y de ese modo debería
facilitarle las cosas; pero en realidad, las complicaba más.
—Has venido a decirme adiós para… para siempre, ¿verdad, George?
—Sí —dijo él, con la boca muy seca. No estaba seguro de si había
logrado articular o no el monosílabo, así que se mojó los labios y lo volvió a
intentar—. Sí. Me temo que sí, Clare.
—¿Por qué?
No fue capaz de girarse para mirarla, y se quedó contemplando fijamente
el vacío.
—No… no puedo decírtelo, Clare —contestó—. Pero es lo único que
puedo hacer. Es lo mejor para los dos.
—Dime una cosa, George. ¿De verdad te vas, o sólo es… una excusa?
—Es cierto. Me voy. No sé por cuánto tiempo. Pero no me preguntes
adónde, por favor. No puedo decírtelo.
—Tal vez yo sea capaz de decírtelo, George. ¿Te importa si lo hago?
Sí que le importaba, y mucho. Pero ¿cómo podía explicárselo? No dijo
nada, porque tampoco podía decirle que no.
Estaban junto al pequeño parque del barrio, que sólo ocupaba una
manzana y que no permitía mucha intimidad, pero que tenía bancos. Y él la
condujo hacia allí (o ella a él, era difícil decirlo) y se sentaron en un banco.
Había más gente en el parque, pero nadie cerca. Él aún no había respondido a
la pregunta, y ella se sentó a su lado.
—Estás preocupado por tu salud mental, ¿verdad, George?
—Bueno… sí, en cierto modo sí.
—Y el hecho de que te vayas tiene algo que ver con eso, ¿no es así? ¿Vas
a ingresar en algún sitio, a hacerte pruebas o a ponerte en tratamiento, o las
dos cosas?

Página 398
—Algo así. No es tan sencillo, Clare, y… y simplemente no puedo
hablarte de ello.
—Sabía que era algo así, George —dijo ella, poniendo la mano sobre la
de él, encima de la rodilla—. Y no te pido que me lo cuentes. Sólo… sólo te
pido que no me digas lo que has venido a decirme. Dime hasta pronto en
lugar de adiós. No me escribas, si no quieres. Pero no seas tan noble y lo
termines todo aquí y ahora por mi bien. Al menos espera hasta que hayas
vuelto de donde sea que vayas. ¿Lo harás?
Tragó saliva. Ella hacía que todo pareciera tan fácil, cuando en realidad
era muy complicado.
—De acuerdo, Clare. Si lo prefieres así —dijo con tristeza.
—Vamos a volver, George —dijo ella, levantándose de golpe.
—Pero aún es pronto —respondió él, poniéndose también en pie.
—Ya lo sé, pero a veces… Bueno, hay un momento psicológico para
terminar una cita, George. Ya sé que suena tonto, pero después de lo que
hemos hablado, ¿no sería… poco adecuado… que…?
—Ya veo qué quieres decir —dijo él, sin poder evitar una risa.
Regresaron a la casa en silencio. Él no sabía si era un silencio feliz o
triste; se sentía demasiado confuso. Una vez en el porche en penumbra, frente
a la puerta, ella se encaró con él.
—George… —dijo. Silencio—. Oh, maldito seas, George. Deja de
comportarte de una forma tan noble o lo que sea. A menos, por supuesto, que
ya no me quieras. A menos que esto sea una forma muy elaborada de… de
dejarme plantada. ¿Es eso?
Sólo podía hacer dos cosas. Una era echar a correr como un condenado.
La otra era hacer lo que hizo. La rodeó con los brazos y la besó.
Apasionadamente.
Cuando terminaron, y no se dieron prisa en terminar, él tenía la
respiración un poco agitada y no era capaz de pensar con claridad, pues se
descubrió diciendo justo lo que se había propuesto no decir.
—Te quiero. Clare. Te quiero. Te quiero tanto.
Y ella dijo:
—Yo también te quiero, cariño. Volverás conmigo, ¿verdad?
Y él dijo:
—Sí. ¡Sí!
Había unos seis kilómetros desde la casa de Clare hasta su pensión, pero
los recorrió andando, y el paseo pareció durar pocos segundos. Se sentó junto
a la ventana de su habitación, con la luz apagada, pensando, pero sus

Página 399
pensamientos recorrieron los mismos círculos que llevaban tres años
recorriendo.
No había nada nuevo que considerar, excepto que se disponía a arriesgar
el pescuezo, y mucho. Quizás, sólo quizás, todo aquello le permitiría arreglar
sus asuntos, para bien o para mal.
Fuera, al otro lado de la ventana, las estrellas eran diamantes que relucían
en el cielo. ¿Sería alguna la estrella de su destino? Si era así, iba a seguirla, la
seguiría hasta el manicomio si hacía falta. En lo más profundo de su ser sentía
la convicción de que aquello no era casual, que no era ninguna coincidencia
que le hubieran pedido que dijera la verdad bajo la apariencia de una mentira.
La estrella de su destino.
«¿Brillante y resplandeciente?». No, las palabras de sus sueños no eran
meros adjetivos, sino que se referían a algo. «El brillante resplandeciente».
¿Qué era el brillante resplandeciente?
¿Y lo del rojo y el negro? Había pensado en todo lo que Charlie le había
sugerido, y también en otras cosas. Las damas, por ejemplo. Pero no era eso.
El rojo y el negro.
Bueno, cualquiera que fuera la respuesta, estaba corriendo hacia ella a
toda marcha, y no pensaba huir.
Al cabo de un rato se acostó, pero tardó mucho en dormirse.

Charlie Doerr salió de la consulta con el rótulo de PRIVADO, y le tendió la


mano.
—Buena suerte, George —dijo—. El médico te atenderá ahora mismo.
—Puedes irte, si quieres —contestó, estrechándole la mano—. Ya nos
veremos el lunes cuando vengas de visita.
—Prefiero esperar —dijo Charlie—. De todos modos, me he tomado el
día libre, ¿recuerdas? Además, a lo mejor no tienes que ir.
—¿Qué quieres decir con eso de que a lo mejor no tengo que ir, Charlie?
—dijo lentamente mientras le soltaba la mano y lo miraba con fijeza a los
ojos.
—Pues… pues que a lo mejor te dice que estás bien, o tan sólo sugiere
que vengas a su consulta cada cierto tiempo hasta estar curado o… —Charlie,
desconcertado, finalizó débilmente—: O algo así.

Página 400
Miró a Charlie con incredulidad. Quería preguntarle «¿Quién es el que
está loco?», pero eso sonaba absurdo dadas las circunstancias. Tenía que
asegurarse, asegurarse de que Charlie no se había despistado con nada; puede
que se hubiera creído el papel que tenía que interpretar cuando hablara con el
médico.
—Charlie, ¿no recuerdas que…? —Pero incluso el resto de aquella
pregunta le resultó demasiado desquiciado para llegar a formularla, mientras
Charlie lo miraba sin comprender. La respuesta estaba en la cara de Charlie;
no era necesario ponerla en sus labios.
—Esperaré, por supuesto —dijo Charlie de nuevo—. Buena suerte,
George.
Miró a Charlie a los ojos y asintió; después se volvió y cruzó la puerta con
el rótulo de PRIVADO. La cerró tras él, estudiando al mismo tiempo al hombre
que estaba sentado tras una mesa y que se había levantado cuando él entró.
Un hombre grande, de hombros anchos y pelo cano.
—¿El doctor Irving?
—Sí, señor Vine. ¿Quiere sentarse, por favor?
Se sentó en la butaca, cómoda y bien tapizada, que estaba al otro lado de
la mesa frente al médico.
—Señor Vine —dijo el médico—, una primera entrevista de este tipo
siempre resulta algo difícil. Para el paciente, me refiero. Hasta que no me
conozca un poco, le será difícil vencer cierta reticencia a hablar de sí mismo.
¿Quiere usted hablar y contar las cosas a su manera, o preferiría que yo le
hiciera preguntas?
Se lo pensó. Tenía una historia preparada, pero lo poco que le había dicho
Charlie en la sala de espera lo había cambiado todo.
—Quizás será mejor que me haga preguntas —dijo.
—Muy bien. —El doctor Irving tenía un lápiz en la mano y papel en la
mesa delante de él—. ¿Cuándo y dónde nació?
—Por lo que sé —dijo, tomando aire—, en Córcega, el quince de agosto
de mil setecientos sesenta y nueve. No recuerdo mi nacimiento,
evidentemente, pero sí algunas cosas de mi infancia en Córcega. Viví allí
hasta los diez años, luego me mandaron a un colegio en Brienne.
En lugar de escribir, el médico golpeaba suavemente el papel con la punta
del lápiz.
—¿En qué mes y año estamos? —preguntó.
—En agosto de mil novecientos cuarenta y siete. Sí, ya sé que según eso
yo ahora tendría más de ciento setenta años. Quiere saber cómo me lo explico.

Página 401
No me lo explico. Ni tampoco el hecho de que Napoleón Bonaparte muriera
en mil ochocientos veintiuno. —Se recostó en la silla y cruzó los brazos,
mirando fijamente al techo—. No pretendo explicar las paradojas ni las
discrepancias; sólo las reconozco como tales. Pero si tengo que hacerle caso a
mi memoria, y al margen de los pros y contras lógicos, fui Napoleón durante
veintisiete años. No le contaré qué ocurrió durante aquel tiempo; está todo en
los libros de historia.
»Pero en mil setecientos noventa y seis, después de la batalla de Lodi y
mientras estaba al mando de los ejércitos de Italia, me fui a dormir. Por lo que
sé, del mismo modo que todo el mundo se va a dormir en cualquier lugar y en
cualquier época. Pero desperté, y, por cierto, sin ninguna sensación de que
hubiera ocurrido nada, en un hospital de esta ciudad, donde se me informó de
que mi nombre era George Vine, de que estábamos en mil novecientos
cuarenta y cuatro y de que tenía veintisiete años.
»Lo de los veintisiete años cuadraba, pero era lo único. Absolutamente lo
único. No tengo ningún recuerdo de nada de la vida de George Vine con
anterioridad a que él, yo, despertara en el hospital después del accidente.
Ahora ya sé bastantes cosas sobre su vida anterior, pero sólo porque me las
han contado.
»Sé cuándo y dónde nació, a qué colegio fue y cuándo empezó a trabajar
en el Blade. Sé cuándo se alistó en el ejército y cuándo lo licenciaron, a
finales de mil novecientos cuarenta y tres, porque tenía una lesión en la
rodilla a consecuencia de una herida en la pierna. Que no se hizo en combate,
por cierto, pero no había nada sobre “psiconeurosis” en el informe de su, mí,
licenciatura.
—¿Ha estado así tres años y lo ha mantenido en secreto? —preguntó el
médico, que había dejado de juguetear con el lápiz.
—Sí. Tuve mucho tiempo para reflexionar después del accidente, y sí,
decidí aceptar lo que me habían dicho sobre mi identidad. En caso contrario,
me habrían encerrado, por supuesto. Por cierto, he intentado buscar posibles
explicaciones. He estudiado la teoría de Dunne sobre el tiempo… ¡incluso a
Charles Fort! —Sonrió de repente—. ¿Alguna vez ha leído algo sobre Gaspar
Hauser?
El doctor Irving asintió.
—Tal vez se hacía el listo igual que yo. Y me pregunto cuántos amnésicos
habrán fingido que no recordaban qué les ocurrió con anterioridad a cierta
fecha… antes que reconocer que tenían recuerdos que estaban en evidente
contradicción con los hechos.

Página 402
—Su primo me ha informado de que estaba usted…, la palabra que ha
usado es «obsesionado», con el tema de Napoleón antes del accidente —dijo
el doctor Irving, lentamente—. ¿Cómo lo explica?
—Ya le he dicho que no explico nada. Pero puedo confirmarlo, al margen
de lo que diga Charlie Doerr. Aparentemente, yo… George Vine, si es que he
sido alguna vez George Vine, estaba bastante interesado en Napoleón, había
leído mucho acerca de él, lo consideraba un héroe y hablaba mucho de él. Lo
bastante como para que sus compañeros de trabajo en el Blade lo apodaran
«Napo».
—Veo que distingue entre usted y George Vine. ¿Es usted George Vine, o
no?
—Lo he sido durante tres años. Antes de eso… no tengo ningún recuerdo
de haber sido George Vine. No creo que lo fuera. Creo, si es que creo algo,
que yo, hace tres años, desperté en el cuerpo de George Vine.
—Tras pasarse más de ciento setenta años haciendo… ¿qué?
—No tengo ni la más remota idea. Por cierto, no dudo de que éste sea el
cuerpo de George Vine, y junto con él heredé todos sus conocimientos,
exceptuando los recuerdos personales. Por ejemplo, sabía cómo hacer su
trabajo en el periódico, aunque no recordaba a ninguna de las personas con las
que trabajaba allí. Tengo sus conocimientos de inglés y su capacidad de
escribir. Sabía cómo escribir a máquina y tengo la misma letra que él.
—Si cree que no es usted George Vine, ¿cómo lo explica?
—Creo que una parte de mí es George Vine —dijo inclinándose hacia
delante—, y que otra parte no lo es. Creo que ha ocurrido una especie de
transferencia que escapa a la experiencia humana ordinaria. Eso no implica
necesariamente nada sobrenatural… ni que yo esté loco. ¿O sí?
—Ha mantenido todo eso en secreto durante tres años, por razones
comprensibles —dijo el doctor Irving sin contestar a su pregunta—. Ahora, es
de suponer que por otras razones, ha decidido contarlo. ¿Cuáles son esas
razones? ¿Qué le ha hecho cambiar de actitud?
Era la pregunta que lo preocupaba.
—Porque no creo en las coincidencias —dijo lentamente—. Porque hay
algo que ha cambiado en la situación. Porque estoy dispuesto a arriesgarme a
que me encierren como paranoico para descubrir la verdad.
—¿Qué ha cambiado en la situación?
—Ayer mi jefe me sugirió que fingiera estar loco por una razón práctica.
Y que fingiera precisamente la locura que tengo, si es que estoy loco. Por
supuesto, puedo admitir la posibilidad de estar loco. Pero sólo puedo trabajar

Página 403
sobre la base de que no lo estoy. Usted sabe que es el doctor Willard E.
Irving; sólo puede trabajar sobre esa base; pero, ¿cómo sabe que lo es? Puede
que usted esté loco, pero sólo podría actuar como si no lo estuviera.
—¿Cree que su jefe forma parte de un complot… contra usted? ¿Cree que
hay una conspiración para meterlo en un manicomio?
—No lo sé. Mire todo lo que me ha pasado desde ayer al mediodía. —
Inspiró hondo y, a continuación, lo soltó todo. Le contó al doctor Irving toda
la historia de su entrevista con Candler, lo que Candler había dicho del doctor
Randolph, su conversación con Charlie Doerr la noche anterior y lo de la
desconcertante actitud de Charlie en la sala de espera.
—Eso es todo —dijo al terminar. Miró la cara inexpresiva del doctor
Irving con más curiosidad que preocupación, intentando descifrarla. En tono
despreocupado, añadió—: Por supuesto, usted no me cree. Piensa que estoy
loco. —Se enfrentó directamente a los ojos de Irving y dijo—: No tiene
elección; a no ser que decida creer que le estoy contando un montón de
mentiras muy elaboradas para convencerlo de que estoy loco. Quiero decir
que, como científico y como psiquiatra, usted no puede ni siquiera admitir la
posibilidad de que las cosas que yo creo, que yo sé, sean verdades objetivas.
¿Tengo razón?
—Me temo que sí. ¿Y ahora qué?
—Pues adelante, firme el diagnóstico. Voy a llegar al final de esto. Hasta
el extremo de hacer que el doctor Ellsworth Joyce Randolph firme el segundo
informe.
—¿No tiene ninguna objeción?
—¿Serviría de algo que la tuviera?
—En cierto sentido, sí, señor Vine. Si el paciente tiene prejuicios contra
un psiquiatra, o algún delirio que lo involucre, lo mejor es no ponerlo bajo el
cuidado de ese psiquiatra en particular. Si usted cree que el doctor Randolph
está implicado en un complot contra usted, le sugeriría nombrar a otro.
—¿Aunque yo escoja a Randolph? —preguntó en voz baja.
—Naturalmente, si tanto usted como el señor Doerr prefieren… —dijo el
doctor Irving, con un gesto tranquilizador.
—Lo preferimos.
—Por supuesto, hay algo que debe entender —dijo el médico moviendo
su cabeza gris—. Si el doctor Randolph y yo decidimos que debe ingresar en
el sanatorio, no será para tenerlo bajo custodia. Será para intentar curarlo por
medio de un tratamiento.
Él asintió.

Página 404
—¿Me disculpa un momento? —preguntó el doctor Irving—. Voy a
llamar al doctor Randolph.
Observad al doctor Irving cruzar una puerta que daba a una habitación
interior.
«Hay un teléfono aquí mismo —pensé—, sobre el escritorio; pero no
quiere que yo escuche la conversación».
Aguardó en silencio hasta que regresó el doctor Irving.
—El doctor Randolph está libre —dijo—. Y he llamado a un taxi para que
nos lleve hasta allí. ¿Me disculpa otra vez? Me gustaría hablar con su primo,
el señor Doerr.
Esperó sentado, y no vio cómo el médico salía en dirección opuesta, hacia
la sala de espera. Hubiera podido acercarse a la puerta e intentar captar alguna
palabra de la conversación en voz baja, pero no lo hizo. Simplemente se
quedó sentado hasta que oyó que la puerta de la sala de espera se abría tras él.
—Vamos, George —dijo la voz de Charlie—. El taxi nos espera.
Bajaron en ascensor, y allí estaba el taxi. El doctor Irving dio la dirección.
—Hace un día precioso —dijo en el taxi, más o menos a mitad de camino.
—Sí, precioso —dijo Charlie, tras aclararse la garganta.
No volvió a intentarlo durante el resto del camino, y nadie más dijo nada.

Llevaba pantalón gris y camisa también gris, abierta en el cuello y sin corbata
con la que pudiera intentar ahorcarse. Cinturón tampoco, por el mismo
motivo, aunque el pantalón le quedaba tan apretado en la cintura que no había
peligro de que se le cayera. Igual que no había peligro de que pudiera caerse
por una ventana; tenían barrotes.
Sin embargo, no estaba en una celda; estaba en un gran pabellón del tercer
piso. Había siete hombres más en el pabellón. Los observó. Dos de ellos
jugaban a las damas, sentados en el suelo y con el tablero entre ellos. Otro
estaba sentado en una silla, con la mirada perdida; dos más estaban apoyados
en los barrotes de una de las ventanas abiertas, mirando al exterior y hablando
de manera tranquila y serena. Otro leía una revista. Otro más estaba sentado
en un rincón y tocaba suaves arpegios en un piano inexistente.
Él se quedó apoyado en la pared, observando a los otros siete. Ya llevaba
allí dos horas; le parecían dos años.

Página 405
La entrevista con el doctor Ellsworth Joyce Randolph había ido muy bien;
fue prácticamente una repetición de la entrevista con Irving. Y era evidente
que el doctor Randolph no había oído hablar de él antes.
Pero eso ya se lo esperaba.
Estaba muy tranquilo. Había decidido que durante un rato no iba a pensar,
no iba a preocuparse y ni siquiera iba a sentir nada.
Avanzó unos pasos y se puso a mirar la partida de damas. Era una partida
de damas cuerda; se seguían las reglas del juego.
—¿Cómo te llamas? —preguntó uno de los hombres alzando la vista. La
pregunta era perfectamente coherente; el único problema era que el mismo
hombre le había hecho la misma pregunta cuatro veces en las dos horas que
llevaba allí.
—George Vine —contestó.
—Soy Bassington, Ray Bassington. Llámame Ray. ¿Estás loco?
—No.
—Algunos de nosotros estamos locos y otros, no. Ése está loco —dijo
mirando al hombre que tocaba el piano imaginario—. ¿Sabes jugar a las
damas?
—No muy bien.
—Bien. Comeremos pronto. Si hay algo que quieras saber, pregúntamelo.
—¿Cómo se sale de aquí? Espera, no es una broma, ni nada por el estilo.
En serio, ¿cuál es el procedimiento?
—Te llevan ante la junta una vez al mes. Te hacen preguntas y deciden si
te vas o te quedas. A veces te clavan agujas. ¿De qué te acusan?
—¿Acusarme? ¿A qué te refieres?
—A si eres débil mental, maníaco-depresivo, tienes demencia precoz,
melancolía depresiva…
—Oh. Supongo que paranoia.
—Mala cosa. Te clavarán agujas.
Sonó un timbre en algún lugar.
—Hora de cenar —dijo el otro jugador de damas—. ¿Alguna vez has
intentado suicidarte? ¿O has matado a alguien?
—No.
—Entonces te dejarán comer en una mesa A, con cuchillo y tenedor.
La puerta del pabellón se estaba abriendo. Se abría hacia fuera; un guarda
se colocó en el exterior.
—Conforme —dijo el guarda.

Página 406
Salieron en fila, todos excepto el hombre que estaba sentado en la silla
con la mirada perdida.
—¿Qué pasa con él? —le preguntó a Ray Bassington.
—Hoy se pierde la cena. Es maníaco-depresivo; acaba de entrar en la fase
depresiva. Te dejan saltarte una comida; si no puedes ir a la siguiente, te
llevan y te alimentan a la fuerza. ¿Eres maníaco-depresivo?
—No.
—Tienes suerte. Es un infierno cuando te entra el bajón. Por aquí, por esa
puerta.
La habitación era grande. Había mesas y bancos llenos de hombres con
camisas y pantalones grises, como los suyos. Un guarda lo sujetó por el brazo
cuando cruzaba la puerta.
—Allí —le indicó—. En aquel asiento.
Estaba justo al lado de la puerta. Había un plato de latón, lleno de comida,
y una cuchara junto a él.
—¿No me dan cuchillo y tenedor? —preguntó—. Me han dicho…
—Período de observación, siete días —dijo el guarda, empujándolo hacia
el asiento—. No le dan cubiertos a nadie hasta que pasa el período de
observación. Siéntate.
Se sentó. En aquella mesa, nadie tenía cubiertos. Los demás estaban todos
comiendo, y muchos lo hacían con ruido y ensuciándose. Mantuvo los ojos
fijos en su plato, pese a lo poco apetitoso que era. Jugueteó con la cuchara y
consiguió comer unos trozos de patata del estofado y uno o dos de los trozos
de carne que tenían menos grasa.
El café estaba en una taza de latón, y se preguntó por qué hasta que se dio
cuenta de lo frágil que sería una taza corriente, y de lo letales que podían
resultar las tazas más pesadas que se emplean en los restaurantes baratos.
El café estaba frío y aguado. No pudo bebérselo.
Se echó hacia atrás y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, tenía ante
él un plato y una taza vacíos, y el hombre de su izquierda comía muy
rápidamente. Era el hombre que había estado tocando el piano inexistente.
«Si me quedo aquí el tiempo suficiente —pensó—, llegaré a tener hambre
suficiente para comerme esto». La idea de poder estar allí tanto tiempo no le
hizo ninguna gracia.
Al cabo de un rato sonó un timbre; se levantaron, mesa por mesa, como
obedeciendo a alguna señal que él no pudo ver, y salieron. Su grupo había
sido el último en entrar; fue el primero en salir.

Página 407
—Ya te acostumbrarás —dijo Ray Bassington. Estaba detrás de él en las
escaleras—. ¿Cómo me has dicho que te llamas?
—George Vine.
Bassington se rió. La puerta se cerró tras ellos y oyeron girar una llave.
Vio que en el exterior era de noche. Se acercó a una de las ventanas y
miró afuera entre los barrotes. Sólo había una estrella que se asomaba justo
por encima del olmo del patio. ¿Sería su estrella? Bueno, él la había seguido
hasta allí. Una nube la ocultó.
Había alguien de pie junto a él. Giró la cabeza y vio que era el hombre
que había estado tocando el piano. Tema tez oscura, de aspecto extranjero, y
los ojos negros y penetrantes; en aquel momento sonreía, como por un chiste
secreto.
—Eres nuevo aquí, ¿verdad? ¿O te acaban de trasladar de pabellón?
—Nuevo. Me llamo George Vine.
—Baroni. Soy músico. O lo era, al menos. Ahora… dejémoslo estar. ¿Hay
algo que quieras saber sobre este sitio?
—Claro. Cómo salir.
Baroni rió, sin demasiada alegría, pero tampoco con amargura.
—Primero, convéncelos de que estás mejor. ¿Te importa contarme qué te
pasa… o no quieres hablar de ello? A algunos nos importa; a otros, no.
Miró a Baroni, preguntándose qué preferiría él.
—Supongo que no me importa —dijo finalmente—. Yo… creo que soy
Napoleón.
—¿Lo eres?
—Si soy… ¿qué?
—¿Eres Napoleón? Si no lo eres, es una cosa. Tal vez salgas en cuestión
de seis meses o así. Pero si de verdad lo eres… mala cosa. Probablemente
mueras aquí.
—¿Por qué? Quiero decir que si lo soy, entonces estoy cuerdo y…
—Eso no importa. Lo que importa es si ellos creen que estás cuerdo o no.
Tal como ellos lo ven, si crees que eres Napoleón, estás enfermo. Quod erat
demonstrandum. Te quedas.
—¿Aunque diga que estoy convencido de que soy George Vine?
—Ya han trabajado antes con paranoicos. Y por eso te han encerrado,
cuenta con ello. Cuando un paranoico se cansa de un sitio, intenta mentir para
marcharse. No nacieron ayer. Eso ya se lo saben.
—En general, sí, pero ¿cómo…?

Página 408
Un escalofrío le recorrió de súbito la columna. No necesitó acabar la
pregunta. «Te clavan agujas». No había significado nada cuando Ray
Bassington lo dijo.
—Suero de la verdad —asintió el hombre moreno—. Cuando un
paranoico llega a la fase en la que está curado si dice la verdad, se aseguran
de que la esté diciendo antes de dejarlo ir.
Pensó que se había metido de cabeza en una trampa perfecta. Era más que
probable que acabara sus días allí.
Apoyó la cabeza contra el frío hierro de los barrotes y cerró los ojos. Oyó
pasos alejándose y supo que se había quedado solo.
Cuando abrió los ojos, vio oscuridad; las nubes también habían cubierto la
luna.
«Clare —pensó—. Clare».
Una trampa.
Pero… donde hay una trampa, tiene que haber un cazador.
O estaba loco, o estaba cuerdo. Si estaba cuerdo, había caído en una
trampa, y si había una trampa, tenía que haber un cazador, o cazadores.
Si estaba loco…
Dios, ojalá fuese que estaba loco. Así todo encajaría de una forma suave y
simple, y algún día podría salir de allí y volver a trabajar en el Blade, puede
que incluso con recuerdos de todos los años que había trabajado allí. O que
George Vine había trabajado allí.
Ésa era la pega. Él no era George Vine.
Y había otra pega. Él no estaba loco.
El frío hierro de los barrotes contra su frente.
Al cabo de un rato oyó que la puerta se abría y miró alrededor. Habían
entrado dos guardas. Una esperanza salvaje, irracional, se apoderó de él. No
duró mucho.
—Hora de acostarse, muchachos —dijo uno de los guardas. Miró al
maníaco-depresivo, sentado inmóvil en su silla—. Está chiflado. Eh,
Bassington, ayúdame a entrar a éste.
El otro guarda, un hombre voluminoso con el pelo cortado a cepillo como
el de un combatiente de lucha libre, se acercó a la ventana.
—Tú. El nuevo. Vine, ¿no es eso? —Él asintió—. ¿Quieres problemas, o
vas a ser bueno? —El guarda cerró la mano derecha y le mostró el puño.
—No quiero problemas. Ya tengo bastantes.
—De acuerdo —dijo el guarda, relajándose un poco—. Continúa así y nos
llevaremos bien. Ahí hay una cama libre. A la derecha. Te la haces tú mismo

Página 409
por la mañana. Quédate en ella y preocúpate de tus asuntos. Si hay ruido o
problemas en este pabellón, nosotros venimos y nos hacemos cargo. A
nuestro modo. Y no creo que te guste.
No se atrevió a decir nada, así que se limitó a asentir. Se volvió y cruzó la
puerta del cubículo que el guarda había señalado. Dentro había dos camastros;
el maníaco-depresivo de la silla estaba tumbado boca arriba en uno de ellos,
mirando al techo sin verlo con los ojos muy abiertos. Le habían quitado los
zapatos, pero le habían dejado el resto de la ropa.
Se volvió hacia su camastro, sabiendo que no había nada que pudiera
hacer por el otro hombre, ningún modo de llegar hasta él a través del escudo
impenetrable de vacío y desdicha que es el compañero intermitente de los
maníaco-depresivos.
Apartó una colcha gris de su camastro, y debajo encontró otra colcha gris
encima de un jergón duro pero liso. Se quitó la camisa y los pantalones, y los
colgó de un gancho en la pared al pie de la cama. Miró alrededor buscando un
interruptor para apagar la luz, pero no lo encontró. Mientras buscaba, se
apagó la luz.
Fuera, en algún lugar del pabellón, todavía quedaba una luz encendida, y
gracias a ella pudo ver lo suficiente para quitarse los zapatos y los calcetines y
meterse en la cama.
Se quedó muy quieto durante un rato, oyendo sólo dos sonidos, los dos
débiles y aparentemente lejanos. En algún lugar, en otro cubículo, alguien
canturreaba en voz baja para sí mismo, una melodía fúnebre sin palabras; en
algún otro lugar, alguien sollozaba. En su cubículo, no se oía siquiera el
sonido de la respiración de su compañero.
Después oyó los pasos de unos pies desnudos.
—George Vine —dijo alguien desde el umbral.
—¿Sí? —dijo él.
—Shhh, no tan fuerte. Soy Bassington. Quería hablarte del guarda; debí
haberte avisado antes. No te metas nunca con él.
—No lo he hecho.
—Ya te he oído; has sido listo. Te hará pedazos si le das la más mínima
oportunidad. Es un sádico. Muchos guardas lo son; por eso son loqueros. Así
se llaman a sí mismos, loqueros. Si los despiden de un lugar por ser
demasiado bestias, enseguida los contratan en otro. Volverá por la mañana;
pensé que sería mejor avisarte.
La sombra del umbral desapareció.

Página 410
Se quedó tendido en la penumbra, en aquella oscuridad casi total, más
bien sintiendo que pensando. Haciéndose preguntas. Los locos ¿se daban
cuenta de que estaban locos? ¿Podían saberlo? ¿Acaso todos ellos estaban
seguros, igual que él estaba seguro…?
Y aquel ser que yacía quieto y callado en el camastro junto a él, sufriendo
en silencio, apartado de los hombres y sumido en una profunda desdicha que
estaba más allá de la comprensión de los cuerdos…
—¡Napoleón Bonaparte!
Era una voz clara, pero ¿procedía del interior de su mente, o del exterior?
Se incorporó en el camastro. Sus ojos perforaron la penumbra, pero no
pudieron distinguir nada, ninguna sombra en el umbral.
—¿Sí? —dijo.

Sólo entonces, después de incorporarse y contestar, se dio cuenta del nombre


por el que lo había llamado la voz.
—Levántate. Vístete.
Sacó las piernas de la cama y se levantó. Cogió la camisa, y ya estaba
metiendo los brazos en ella cuando se detuvo.
—¿Para qué? —preguntó.
—Para saber la verdad.
—¿Quién eres? —preguntó.
—No hables en voz alta. Puedo oírte. Estoy dentro de ti y también fuera.
No tengo nombre.
—Entonces, ¿qué eres?
—Un instrumento de El Brillante Resplandeciente.
El pantalón se le escapó de las manos. Se sentó con cuidado en el borde
de la cama, se agachó y lo buscó tanteando.
Su mente también tanteaba; tanteaba sin saber en busca de qué. Al final
encontró una pregunta: la pregunta. Esa vez no la formuló en voz alta; la
pensó, concentrándose en ella mientras enderezaba los pantalones y metía las
piernas en ellos.
—¿Estoy loco?
—No.
La respuesta le llegó alta y clara como una palabra articulada, pero ¿había
sido pronunciada? ¿O era un sonido que sólo existía en su mente?

Página 411
Encontró los zapatos y se los puso.
—¿Quién…? —pensó mientras manipulaba torpemente los cordones para
hacer algo parecido a un nudo—. ¿Qué… es El Brillante Resplandeciente?
—El Brillante Resplandeciente es aquello que es la Tierra. Es la
inteligencia de nuestro planeta. Es una de las tres inteligencias del Sistema
Solar, una de muchas en el universo. La Tierra es una de ellas; se llama El
Brillante Resplandeciente.
—No lo entiendo —pensó.
—Lo entenderás. ¿Estás listo?
Terminó el segundo nudo y se levantó.
—Ven. Camina en silencio —ordenó la voz.
Era como si alguien lo guiara en la penumbra, aunque no sintió ningún
contacto físico ni vio ninguna presencia física junto a él. Aunque andaba de
puntillas sin hacer ruido, lo hacía también con seguridad, sabiendo que no
chocaría ni tropezaría con nada. Cruzó todo el recinto del pabellón hasta que
su mano extendida tocó el pomo de una puerta.
Lo giró suavemente y la puerta se abrió hacia dentro. Una luz lo cegó.
—Espera —dijo la voz.
Se quedó inmóvil. Pudo oír ruido (el crujido de un papel al pasar una
página) al otro lado de la puerta, en el pasillo iluminado.
Luego, del otro lado del vestíbulo le llegó el sonido de un grito agudo.
Una silla arañó el suelo, y se oyeron pasos en el pasillo, dirigiéndose hacia la
procedencia del grito. Una puerta se abrió y se cerró.
—Ven —dijo la voz.
Terminó de abrir la puerta y la cruzó, pasando junto a una mesa y una silla
vacía que estaban justo al otro lado de la puerta del pabellón.
Otra puerta, otro pasillo.
—Espera —dijo la voz—. Ven.
En aquella ocasión vio a un guarda dormido. Pasó junto a él de puntillas.
Descendió por unas escaleras.
—¿Qué quieres de mí? —pensó.
—Enloquece —dijo la voz.
—Pero me has dicho que no estaba… —Había hablado en voz alta, y el
sonido lo sobresaltó casi más que la respuesta a su última pregunta. Y en el
silencio que siguió a sus palabras le llegó, desde el fondo de las escaleras y
desde el otro lado de una esquina, el zumbido de un intercomunicador.
—¿Sí? —dijo alguien—. De acuerdo, doctor Ahora mismo subo. —Se
oyó ruido de pasos y la puerta de un ascensor que se cerraba.

Página 412
Descendió el resto de las escaleras, volvió la esquina y se encontró en la
entrada principal. Había una mesa vacía con un intercomunicador. Pasó al
lado y se dirigió a la puerta principal. El pestillo estaba echado, pero
consiguió abrirlo.
Salió al exterior, a la noche.
Caminó en silencio sobre cemento, sobre grava; después, sus zapatos
pisaron hierba y ya no tuvo que andar de puntillas. Estaba oscuro como la
boca de un lobo; sentía la presencia de árboles cercanos, y las hojas le
rozaban la cara ocasionalmente, pero caminaba deprisa, confiado, y extendió
la mano justo a tiempo para tocar un muro de ladrillo.
Levantó el brazo y palpó la parte superior; trepó el muro y lo saltó. Había
cristales rotos en la parte superior; se desgarró la ropa y se cortó, pero no
sintió dolor, sólo la sangre, húmeda y pegajosa.
Anduvo por una carretera iluminada, anduvo por calles oscuras y vacías,
anduvo por un callejón aún más oscuro. Abrió la puerta trasera de un palio y
llegó a la puerta trasera de una casa. Abrió la puerta y entró. Había una
habitación iluminada en la parte delantera; podía ver el rectángulo de luz al
final del pasillo. Cruzó el pasillo y entró en la habitación iluminada.
Alguien, que había estado sentado tras una mesa, se levantó. Alguien, un
hombre, cuya cara conocía pero no podía…
—Sí —dijo el hombre, sonriendo—, me conoces, pero no me conoces. Tu
mente está en parte bajo control, y tu capacidad de reconocerme está
bloqueada. Aparte de eso y de la anestesia, estás cubierto de sangre a causa de
los cristales del muro, pero no sientes dolor, tu mente funciona con
normalidad, y estás cuerdo.
—¿De qué va esto? —preguntó—. ¿Por qué me han traído aquí?
—Porque estás cuerdo. Y lo lamento, porque no deberías estarlo. No es
sólo porque conservaras recuerdos de tu vida anterior, después de haber sido
trasladado. A veces pasa. Es porque de algún modo sabes algo que no
deberías saber…, algo sobre El Brillante Resplandeciente y sobre el Juego
entre el rojo y el negro. Por esa razón…
—Por esa razón, ¿qué? —preguntó.
—Por esa razón, debes saber el resto, para que así no sepas nada en
absoluto. —El hombre al que conocía y no conocía sonrió con afabilidad—.
Porque todo será igual a nada. La verdad te volverá loco.
—Eso no me lo creo.
—Por supuesto que no. Si la verdad fuera concebible para ti, no te
volvería loco. Pero no puedes concebir la verdad, ni por asomo.

Página 413
Una ola de rabia creció en su interior. Se quedó mirando la cara familiar
que conocía y no conocía; luego se miró a sí mismo: al uniforme gris,
desgarrado y cubierto de sangre, a sus manos desgarradas y cubiertas de
sangre. Las manos le parecieron garras deseosas de matar… matar a alguien,
al alguien, quienquiera que fuera, que estaba de pie frente a él.
—¿Qué eres? —preguntó.
—Soy un instrumento de El Brillante Resplandeciente.
—¿El mismo que me trajo aquí, u otro?
—Uno son todos, todos son uno. No hay diferencia entre el todo y las
partes. Un instrumento es otro, y el rojo es el negro y el negro es el blanco y
no hay diferencia. El Brillante Resplandeciente es el alma de la Tierra. Uso la
palabra «alma» porque es la que más se aproxima en tu vocabulario.
El odio era casi una luz brillante. Era casi algo tangible donde apoyarse,
algo en lo que podía recostar su pesar.
—¿Qué es El Brillante Resplandeciente? —preguntó, y las palabras
salieron de sus labios como una imprecación.
—Saberlo te enloquecerá. ¿Quieres saberlo?
—Sí. —Convirtió la sílaba, simple y sibilante, en una maldición.
Las luz se atenuó. ¿O eran sus ojos? La habitación estaba quedando en
penumbra, y a la vez, retrocedía. Se estaba convirtiendo en un pequeño cubo
de luz mortecina, visto desde lejos y desde fuera, desde algún lugar en la
distante oscuridad, siempre retrocediendo, convirtiéndose en un puntito de
luz, y dentro de aquel punto de luz seguía habiendo una Cosa odiosa, el
hombre (¿o no era un hombre?) de pie junto a la mesa.
Hacia la oscuridad, hacia el espacio, arriba y lejos de la tierra… una esfera
tenue perdida en la noche, una esfera que retrocedía recortándose contra la
extensa negrura del espacio eterno, un disco negro que ocultaba las estrellas.
La esfera dejó de alejarse, y el tiempo se detuvo. Era como si el reloj del
universo se hubiera parado. Junto a él, en el vacío, se oyó la voz del
instrumento de El Brillante Resplandeciente.
—Contempla —dijo—: El Ser de la Tierra.
Contempló. No a través de un proceso exterior, sino de uno interior, como
si se alteraran sus sentidos para permitirle percibir algo que hasta entonces le
era inaprehensible.
La esfera que era la Tierra empezó a iluminarse. Empezó a brillar y a
resplandecer.
—Lo que ves es la inteligencia que gobierna la Tierra —dijo la voz—. La
suma del negro, el blanco y el rojo, que son uno solo, separados sólo como

Página 414
están separados los lóbulos de un cerebro, la trinidad que es uno.
La esfera resplandeciente y las estrellas que había detrás se apagaron, y la
oscuridad se hizo más profunda; después, hubo una luz tenue que fue
creciendo, y se encontró de regreso en la habitación con el hombre de pie
junto a la mesa.
—Lo has visto —dijo el hombre a quien odiaba—, pero no lo
comprendes. Te preguntas qué has visto, qué es El Brillante Resplandeciente.
Es una inteligencia colectiva, la auténtica inteligencia de la Tierra, una de las
tres inteligencias del Sistema Solar, una entre muchas en el universo.
»¿Qué es el hombre entonces? Los hombres son peones de juegos que,
para ti, tendrían una complejidad increíble; entre el rojo y el negro, entre el
blanco y el negro, meras diversiones. Jugados por una parte de un organismo
contra otra parte, para consumir un instante de eternidad. Hay juegos aún más
vastos, que se juegan entre galaxias. Pero no con hombres.
»El hombre es un parásito peculiar de la Tierra, que lo tolera meros
instantes. No existe en ningún otro lugar del cosmos y no existirá aquí mucho
más. Un poco de tiempo, unas guerras de tablero que el hombre creerá que
libra él mismo… Ya empiezas a entender.
»Quieres saber cosas sobre ti mismo —continuó con una sonrisa—. No
hay nada menos importante. Se hizo un movimiento, antes de Lodi. Al rojo se
le presentó la oportunidad de una buena jugada; pero era necesaria una
personalidad más fuerte, más despiadada; era un punto crucial de la historia,
es decir, un punto crucial de la partida. ¿Lo entiendes ahora? Pusieron a un
sustituto de emergencia para que se convirtiera en Napoleón.
—¿Y luego? —consiguió articular.
—El Brillante Resplandeciente no mata. Había que ponerte en algún
lugar, en algún momento. Mucho más tarde, un hombre llamado George Vine
murió en un accidente, pero su cuerpo seguía siendo aprovechable. George
Vine no estaba loco, pero tenía una fijación con Napoleón. El cambio resultó
gracioso.
—No lo dudo. —De nuevo, le resultaba imposible llegar hasta el hombre
de la mesa. El odio era como un muro interpuesto entre ellos—. Entonces,
¿George Vine está muerto?
—Sí. Y tú, como sabes demasiado, tienes que enloquecer para no saber
nada. Saber la verdad te volverá loco.
—¡No!
El instrumento se limitó a sonreír.

Página 415
8

La habitación, el cubo de luz, se oscureció y pareció parpadear. Aún de pie,


notó que se inclinaba hacia atrás hasta que su cuerpo quedó en posición
horizontal en lugar de vertical. Notó su peso apoyado sobre la espalda, y
debajo sentía la dureza del colchón y la aspereza de una manta gris. Y podía
moverse; se incorporó.
¿Había sido un sueño? ¿De verdad había estado fuera del manicomio?
Levantó las manos, se las palpó la una con la otra y notó que estaban mojadas
de algo pegajoso. También lo estaban la parte delantera de su camisa y las
perneras y las rodilleras de sus pantalones.
Y tenía los zapatos puestos.
La sangre estaba allí, de cuando había trepado el muro. Y el efecto de la
anestesia se le estaba pasando, y el dolor le llegaba a las manos, al pecho, al
estómago y a las piernas. Un dolor intenso y penetrante.
—No estoy loco. No estoy loco —se dijo en voz alta. ¿O estaba gritando?
—No. Todavía no —dijo una voz. ¿Era la voz que había estado allí antes?
¿O era la voz del hombre que estaba en la habitación iluminada? ¿Acaso las
dos voces eran la misma?
—Pregunta qué es el hombre —dijo la voz.
De forma automática, lo preguntó.
—El hombre es un callejón sin salida de la evolución que llegó
demasiado tarde para competir, que siempre ha estado controlado y
manipulado por El Brillante Resplandeciente, que era anciano y sabio antes
de que el hombre aprendiera a caminar.
»El hombre es un parásito que habita un planeta que ya estaba poblado
antes de su llegada, poblado por un Ser que es uno y muchos, mil millones de
células pero una mente única, una inteligencia única, una voluntad única,
como ocurre en todos los planetas poblados del universo.
»El hombre es un chiste, un payaso, un parásito. No es nada, y pronto
será menos.
»Ven y enloquece.
Estaba levantándose de la cama otra vez; estaba caminando. A través del
umbral del cubículo, a lo largo del pabellón. Hacia la puerta que daba al
pasillo; por debajo de ella, se veía una pequeña rendija de luz. Pero en aquella
ocasión su mano no se dirigió al pomo. En lugar de eso se quedó mirando la

Página 416
puerta, y ésta empezó a brillar; poco a poco, empezó a iluminarse y hacerse
visible.
Como si la iluminaran desde algún lugar con un foco invisible, la puerta
se convirtió en un rectángulo visible en la oscuridad que la rodeaba; tan
visible como la rendija de luz de debajo.
—Ante ti ves una célula del ser que te gobierna —dijo la voz—, una
célula que, por sí misma, no es inteligente, pero que constituye una parte
diminuta de una unidad inteligente, una unidad entre el billón de las que
conforman la inteligencia que gobierna la Tierra… y a ti. Y esta inteligencia
terrestre es una entre el millón de inteligencias que gobiernan el universo.
—¿La puerta? No lo…
La voz no volvió a hablar; se había retirado, pero de algún modo, dentro
de su mente, sonó el eco de una risa silenciosa.
Se acercó más a la puerta y vio lo que tenía que ver. Una hormiga estaba
subiendo por ella.
Sus ojos la siguieron, y un horror que lo aturdía le recorrió el espinazo al
mismo paso. Un centenar de cosas que le habían dicho y mostrado encajaron
de repente formando un mosaico, un mosaico de horror total. El negro, el
blanco, el rojo; las hormigas negras, las hormigas blancas, las hormigas rojas;
las que jugaban con los hombres, lóbulos separados de un cerebro colectivo,
la inteligencia que era sólo una. El hombre era un accidente, un parásito, un
peón; un millón de planetas en el universo habitados por una especie de
insectos que era la única inteligencia del planeta… y todas las inteligencias
juntas eran la única inteligencia cósmica que era… ¡Dios!
No pudo articular la palabra.
En lugar de eso, enloqueció.
Golpeó la puerta, opaca de nuevo, con las manos ensangrentadas, con las
rodillas, con la cara, con todo su cuerpo… aunque había olvidado por qué,
había olvidado qué quería aplastar.
Estaba rabiosamente loco (demencia precoz, no paranoia) cuando
calmaron su cuerpo con una camisa de fuerza y lo liberaron de su frenesí.
Estaba calculadamente loco (paranoia, no demencia precoz) cuando lo
declararon cuerdo y lo liberaron once meses después.
La paranoia es una enfermedad muy peculiar; no tiene síntomas físicos, es
sólo la presencia de un autoengaño recurrente. Una serie de shocks con
metrazol habían erradicado la demencia precoz y le habían dejado sólo el
autoengaño recurrente de que era George Vine, un reportero.

Página 417
Las autoridades del manicomio también pensaban que lo era, así que el
autoengaño no fue reconocido como tal; lo soltaron y le dieron un certificado
que demostraba que estaba cuerdo.
Se casó con Clare; sigue trabajando en el Blade para un hombre llamado
Candler. Sigue jugando al ajedrez con su primo, Charlie Doerr. Sigue
visitando, para hacer revisiones rutinarias, a los doctores Irving y Randolph.
¿Cuál de los dos médicos sonríe para sí? ¿Para qué quemáis saberlo?
No importa. ¿No lo entendéis? ¡Nada importa!

Página 418
Crisis en 1999

El hombrecillo del pelo gris y el discreto traje color rojo brillante se detuvo en
la esquina de State con Randolph para comprar el microdiario, un Sun-
Tribune de Chicago, del 21 de marzo de 1999. Nadie se fijó en él cuando
entró en la supercafetería de la esquina y se sentó en una mesa vacía. Dejó
caer un cuarto de dólar en la ranura del café, y mientras la máquina se lo
preparaba, echó un vistazo a los titulares de la diminuta página de ocho por
diez centímetros. Sus ojos eran extraordinariamente penetrantes; podía leer
fácilmente los titulares sin ayuda artificial. Pero no había nada en la primera
página ni en la segunda que le interesaran; hablaban de asuntos
internacionales, del tercer cohete a Venus y del informe deprimente de la
novena expedición lunar. Pero en la página tres había dos historias de
crímenes; sacó un pequeño micrógrafo del bolsillo y se lo ajustó para leerlas
mientras se bebía el café.
Bela Joad era el nombre del hombrecillo. Es decir, su verdadero nombre;
había utilizado tantos nombres en tantos lugares diferentes que sólo una
memoria extraordinaria habría sido capaz de recordarlos todos, pero él tenía
una memoria extraordinaria. Ninguno de sus nombres había aparecido nunca
en la prensa, ni su cara o su voz se habían visto ni oído en el omnipresente
vídeo. Menos de una decena de hombres, todos ellos oficiales superiores de
policía en varias comisarías, sabían que Bela Joad era el mejor detective del
mundo.
No trabajaba para ningún departamento de policía, no cobraba sueldo ni el
dinero de los gastos, tampoco recompensas. Podía deberse a que tenía medios
propios y a que le gustaba la labor detectivesca como afición. También podía
deberse a que se alimentaba del mundo de la delincuencia mientras lo
combatía, a que obligaba a los criminales a apoyar su campaña contra ellos.
Cualquiera que fuera el motivo, no trabajaba para nadie; trabajaba contra el
crimen. Cuando un crimen importante, o una serie de crímenes, le interesaba,
se ponía a trabajar, a veces consultándolo previamente con el jefe de policía
de la ciudad implicada, a veces sin que el jefe supiera nada hasta que aparecía
en su despacho y le presentaba la prueba que le permitiría efectuar un arresto
y conseguir que se presentaran cargos.

Página 419
Él nunca había testificado, ni siquiera había asistido a un juicio. Y,
mientras que él conocía a todos los personajes importantes del mundo del
crimen en una docena de ciudades, ningún miembro del hampa lo conocía a
él, excepto superficialmente y bajo alguna identidad transitoria que rara vez
retomaba.
Aquel día, con el café de la mañana, Bela Joad leyó con su micrógrafo los
dos artículos del Sun-Tribune que le habían interesado. Uno se refería a un
caso que había sido uno de sus pocos fracasos; la desaparición y posible
secuestro del doctor Ernst Chappel, profesor de criminología en la
Universidad de Columbia. El titular era «Nueva pista en el caso Chappel»;
pero una lectura atenta del artículo le demostró que la pista era nueva sólo
para los periódicos; él mismo la había seguido hasta un callejón sin salida dos
años atrás, justo después de la desaparición de Chappel. El otro artículo
contaba que un tal Paul (Gyp) Girard había sido absuelto el día anterior del
asesinato de su rival por el control del juego en el norte de Chicago. Joad lo
leyó muy atentamente. Sólo seis horas antes, sentado en una terraza de Nuevo
Berlín, en Alemania Occidental, había oído la noticia de la absolución en el
vídeo, sin más detalles. Inmediatamente había tomado el primer estratoplano
hacia Chicago.
Cuando terminó con el microdiario, tocó el botón de su radiocrono de
muñeca, que automáticamente se sintonizó con la estación temporal más
cercana.
—Las nueve cero cuatro —dijo lo bastante alto para que él lo oyera.
El jefe Dyer Rand estaría en su despacho, pues.
Nadie se fijó en él cuando salió de la cafetería. Nadie se fijó en él
mientras caminaba con las multitudes de la mañana por la calle Randolph
hasta el Edificio Municipal, grande y nuevo, en la esquina con Clark. La
secretaria del jefe Rand pasó el aviso de que quería verlo (no usó su
verdadero nombre, pero sí uno que Rand reconocería) sin mirarlo por segunda
vez.
El jefe Rand le estrechó la mano por encima del escritorio y pulsó el
botón del intercomunicador para encender la luz azul que le indicaba a la
secretaria que no deseaba que lo molestaran. Se recostó en la silla y se pasó
los dedos por encima de los cuadros conservadoramente pequeños (sólo un
par de centímetros) de su camisa amarilla y malva.
—¿Has oído que han absuelto a Gyp Girard? —preguntó.
—Por eso estoy aquí.

Página 420
—Las pruebas que me enviaste eran perfectamente válidas, Joad —dijo
Rand, mordiéndose los labios—. Tenían que haber bastado. Pero me gustaría
que las hubieras traído tú mismo en lugar de enviarlas por tubo, o que hubiera
habido algún modo de ponerme en contacto contigo. Podría haberte dicho que
lo más probable era que no lo condenaran. Joad, ha estado ocurriendo algo
terrible. Tengo la sensación de que eres mi única esperanza. Si hubiera tenido
algún modo de ponerme en contacto contigo…
—¿Hace dos años?
—¿Por qué dices eso? —dijo el jefe Rand, sobresaltado.
—Porque hace dos años que el doctor Chappel desapareció en Nueva
York.
—Oh —dijo Rand—. No, no hay relación. Pensé que tal vez sabías algo
cuando has mencionado lo de los dos años. No ha sido tanto tiempo, en
realidad, pero falta poco.
Se levantó de detrás del escritorio de plástico de forma extraña y empezó
a pasear arriba y abajo por el despacho.
—Joad, en el último año, consideremos ese período, aunque empezó casi
hace dos, de cada diez crímenes importantes cometidos en Chicago, siete
quedan sin resolver. Es decir, técnicamente sin resolver; en cinco de esos siete
sabemos quién es el culpable pero no podemos probarlo. No podemos hacer
que lo condenen.
»La delincuencia organizada nos está derrotando, Joad, más que en
ningún otro período desde la Ley Seca, hace setenta y cinco años. Si esto
sigue así, volveremos a días como aquéllos, y aún peores.
»Durante un período de veinte años, hemos conseguido cargos en ocho de
cada diez crímenes importantes. Incluso antes de esos veinte años, antes de
que el uso del detector de mentiras en los tribunales se legalizara, nos iba
mejor que ahora. En el decenio de los setenta a los ochenta, por ejemplo, nos
iba mejor que ahora por más de dos a uno; conseguíamos cargos en seis de
cada diez crímenes importantes. Este último año, ha sido en tres de cada diez.
»Y conozco el motivo, pero no sé qué hacer al respecto. ¡El motivo es que
los delincuentes han aprendido a engañar al detector de mentiras!
—Siempre ha habido unos pocos que han conseguido engañarlo —dijo
suavemente Bela Joad asintiendo—. No es perfecto. Los jueces siempre dan
instrucciones a los jurados para que recuerden que los datos obtenidos con el
detector de mentiras tienen un grado de probabilidad muy alto, pero no son
infalibles; que deben considerarse indicativos pero no definitivos, y que debe
haber más pruebas que los apoyen. Y siempre ha existido el individuo aislado

Página 421
que puede contar una trola con el detector puesto y ni siquiera hacer mover
las agujas.
—Uno de cada mil, sí. Pero, Joad, últimamente casi todos los peces
gordos de la mafia han engañado al detector de mentiras.
—Supongo que te refieres a los criminales profesionales, no a los
aficionados.
—Exactamente. Sólo los miembros habituales del hampa; los
profesionales, los criminales de siempre. Si no fuera por eso, creería… no sé
qué creería. Tal vez que toda nuestra teoría estaba equivocada.
—¿No podéis dejar de usarlo en el tribunal en esos casos? —preguntó
Bela Joad—. Se conseguía condenar a los criminales antes de que se
legalizara su uso. De hecho, antes de que se inventara.
—Claro que estaría bien, si pudiéramos hacerlo —dijo Dyer Rand,
suspirando y dejándose caer de nuevo en su silla neumática—. Ahora desearía
que el detector no se hubiera inventado ni legalizado. Pero no olvides que la
ley que lo permite da a las dos partes la oportunidad de utilizarlo en el
tribunal. Si un criminal sabe que podrá engañarlo, solicitará su uso aunque
nosotros no lo hagamos. ¿Y qué posibilidades tenemos ante un jurado si el
acusado pide el detector y éste respalda su declaración de inocencia?
—Muy pocas, diría yo.
—Menos que eso, Joad. El asunto de Gyp Girard ayer. Sé que mató a Pete
Bailey. Tú lo sabes. Las pruebas que me enviaste en circunstancias normales
hubieran debido ser definitivas. Y, sin embargo, sabía que perderíamos el
caso. Ni siquiera me habría molestado en llevarlo ajuicio de no ser por una
cosa.
—¿Cuál?
—Conseguir que vinieras, Joad. No tenía otra forma de ponerme en
contacto contigo, pero esperaba que, si leías lo de la absolución de Girard,
después de las pruebas que me habías entregado, vendrías a averiguar qué
había ocurrido. Joad, me estoy volviendo loco. —Se levantó y empezó a
pasear de nuevo—. ¿Cómo pueden los delincuentes derrotar a la máquina?
Eso es lo que quiero que averigües, y es la misión más importante que has
tenido nunca. Tómate un año, tómate cinco, pero descúbrelo, Joad.
»Fíjate en la historia de la criminología. La ley siempre ha ido un paso por
delante de los criminales en el campo de la ciencia. Ahora los criminales, al
menos, los de Chicago, están un paso por delante de nosotros. Y si esto sigue
así, si no conseguimos esa respuesta, estamos abocados a una nueva edad
oscura, en la que los hombres y mujeres no podrán caminar seguros por las

Página 422
calles. Los mismos cimientos de nuestra sociedad pueden desmoronarse. Nos
enfrentamos contra algo muy malvado y muy poderoso.
Bela Joad cogió un cigarrillo del dispensador del escritorio; se encendió
automáticamente al cogerlo. Era un cigarrillo verde, y él exhaló el humo
verde por la nariz.
—¿Alguna idea, Dyer? —preguntó casi descuidadamente.
—Se me han ocurrido dos, pero creo que las he eliminado. Una es que
alguien está manipulando las máquinas. La otra es que están manipulando a
los técnicos. Pero he hecho que comprueben a hombres y máquinas desde
todos los ángulos posibles, y no he podido descubrir nada. En los casos
importantes, he tomado precauciones especiales. Por ejemplo, el detector que
utilizamos en el juicio de Girard era totalmente nuevo, y lo puse a prueba
aquí, en este despacho. —Soltó una risita—. Sometí al capitán Burke al
detector y le pregunté si era fiel a su esposa. Dijo que sí y casi rompió la
aguja. Hice que llevaran el aparato a la sala del juicio bajo custodia especial.
—¿Y el técnico que lo manipuló?
—Lo manipulé yo mismo. Hice un curso nocturno sobre el uso del
detector durante cuatro meses.
—Así que no es la máquina y no es el operador —asintió Bela Joad—.
Eso queda eliminado y puedo empezar desde ahí.
—¿Cuánto tardarás, Joad?
—No tengo ni idea —dijo el hombrecillo del traje rojo, encogiéndose de
hombros.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarte? ¿Algo que necesites para
empezar?
—Sólo una cosa. Dyer. Quiero una lista de los criminales que han
engañado al detector, y el expediente de cada uno de ellos. Sólo de los que
estés moralmente seguro de que realmente cometieron los crímenes por los
que los interrogaron. Si hay alguna duda razonable, déjalos fuera de la lista.
¿Cuánto tardarás en tenerla preparada?
—Ya está preparada; ordené que la hicieran por si venías —dijo Rand,
entregando a Bela Joad un pequeño sobre—. Y es un informe largo, así que
he hecho que te lo microfilmaran.
—Gracias —dijo Joad—. No me pondré en contacto contigo hasta que
tenga algo o necesite tu cooperación. Creo que en primer lugar planearé un
asesinato y haré que interrogues al asesino.
—¿A quién vas a hacer que asesinen? —dijo Dyer Rand, con los ojos muy
abiertos.

Página 423
—A mí —dijo Bela Joad, con una sonrisa.
Se llevó el sobre que Rand le había dado a su hotel, y pasó varias horas
estudiando los microfilmes a través de su micrógrafo de bolsillo,
memorizando su contenido por completo. Luego los quemó junto con el
sobre.
Después de eso, Bela Joad pagó la cuenta de su hotel y desapareció, pero
un hombrecillo que se parecía sólo un poco a Bela Joad alquiló una pequeña
habitación bajo el nombre de Martin Blue. La habitación estaba en Lake
Shore Drive, que por entonces era el corazón de los bajos fondos de Chicago.
En cincuenta años, los bajos fondos de Chicago habían cambiado menos
de lo que podría pensarse. Los vicios humanos no cambian, o al menos,
cambian lentamente. Cierto, algunos delitos habían disminuido en gran
medida, pero por otro lado, el juego había aumentado. Una seguridad social
más eficiente y rica de lo que cualquier país había conocido hasta el momento
era, tal vez, un factor. Ya no había que ahorrar para la vejez como hacía la
gente en épocas pasadas.
Las apuestas eran un campo abonado para los delincuentes, que lo
cultivaban muy bien. Las nuevas tecnologías habían aumentado el número de
juegos y también habían aumentado las posibilidades de trucarlos. Los juegos
trucados eran un gran negocio, y las guerras y asesinatos entre bandas se
debían a los derechos territoriales en disputa, igual que en los días lejanos de
la ley seca, cuando el alcohol era el rey. Seguía habiendo alcohol, pero tenía
menos importancia. La gente estaba aprendiendo a beber con moderación. Y
las drogas habían pasado de moda, aunque quedaba algo de tráfico.
Continuaba habiendo robos y allanamientos, pero no eran tan frecuentes
como cincuenta años atrás.
El asesinato era algo más frecuente. Los sociólogos y criminólogos
diferían en cuando a la causa del incremento de ese tipo de delitos.
Las armas de los delincuentes habían mejorado, por supuesto, pero no
incluían armamento atómico. Todas las armas atómicas y subatómicas
estaban estrictamente controladas por los militares y no las empleaban ni la
policía ni los delincuentes. Eran demasiado peligrosas; la pena de muerte era
ineludible para cualquier persona a la que encontraran en posesión de un arma
atómica. Pero las armas y las pistolas de los delincuentes de 1999 eran muy
eficaces. Eran mucho más pequeñas y compactas, y eran silenciosas. Las
pistolas y los cartuchos estaban hechos de magnesio superendurecido y eran
muy ligeros. El arma más común era la pistola del calibre .19 (tan mortífera
como la .45 de la era anterior, porque los diminutos proyectiles eran

Página 424
explosivos); y hasta las pequeñas pistolas de bolsillo tenían de cincuenta a
cien disparos.
Pero volvamos con Martin Blue, cuya entrada en los bajos fondos
coincidió con la desaparición de Bela Joad de su hotel.
Martin Blue no era un hombre demasiado agradable. No tenía medios
económicos visibles aparte del juego, y parecía perder, aunque pequeñas
cantidades, casi más a menudo de lo que ganaba. Estuvo a punto de meterse
en problemas por culpa de un cheque sin fondos que entregó para cubrir sus
pérdidas en una partida, pero consiguió evitar que lo liquidaran pagando en el
último momento. Su única lectura parecía ser el Microdiario de las carreras,
y bebía demasiado, sobre todo en una taberna (en cuya parte trasera se
celebraban partidas clandestinas) que Gyp Girard había regentado
anteriormente. Le dieron una paliza allí una vez porque defendió a Gyp de
una insinuación del propietario actual, según la cual Gyp había perdido las
agallas y se había vuelto honrado.
Durante un tiempo, la fortuna se volvió en contra de Martin Blue y quedó
tan arruinado que tuvo que aceptar un empleo de camarero en la sala exterior
de un local del Bulevar Michigan llamado Joe el Cutre, posiblemente porque
Joe Zatelli, que lo regentaba, era el hombre peor vestido de Chicago, y eso en
la era de fin de siècle, en la que los trajes de piel de leopardo (sintética, pero
más fina y más cara que la piel de leopardo auténtica) valían a centavo la
docena, y la ropa interior era de seda y colores pastel.
Entonces a Martin Blue le ocurrió algo curioso. Joe Zatelli lo mató. Lo
atrapó, después de la hora de cierre, con las manos en la caja, y justo cuando
Martin Blue se daba la vuelta, Zatelli le disparó. Tres veces, para asegurarse.
Y después Zatelli, que nunca había confiado en cómplices, metió el cuerpo en
su coche y lo depositó junto a la salida trasera de un teleteatro.
El cuerpo de Martin Blue se levantó y fue a ver al jefe Dyer Rand para
decirle qué quería que hiciera.
—Has corrido un riesgo terrible —dijo Rand.
—Tampoco demasiado —dijo Blue—. Puse cartuchos vacíos en su pistola
y estaba casi seguro de que la usaría. Por cierto, no se enterará de que el resto
de las balas están vacías, a menos que intente matar a alguien más con ella; no
parecen vacías. Y llevaba un chaleco especial debajo del traje. Cobertura
rígida, pero acolchada por encima para parecer carne, pero, naturalmente, no
pudo notar el latido de mi corazón a través de ella. Y estaba trucado para que
hiciera un ruido como de proyectiles explosivos dando en el blanco, cuando
las balas falsas reventaran los compartimentos.

Página 425
—Pero, ¿y si hubiera cambiado la pistola o las balas?
—Oh, el chaleco era a prueba de casi todo, excepto armas atómicas. El
peligro estaba en que se le ocurriera alguna manera novedosa de deshacerse
del cuerpo. Si lo hubiera hecho, habría podido solucionarlo, por supuesto,
pero habría estropeado el plan que me ha costado tres meses de trabajo. Pero
había estudiado su estilo y estaba bastante seguro de qué iba a hacer. Ahora,
esto es lo que quiero que hagas. Dyer…
Los periódicos y los videonoticiarios de la mañana siguiente difundieron
la historia del hallazgo del cuerpo de un hombre no identificado en cierto
callejón. Por la tarde, informaron de que el cuerpo había sido identificado, se
trataba de Martin Blue, un delincuente de poca monta que vivía en Lake
Shore Drive, en el corazón de los bajos fondos. Y al anochecer, por el mundo
del hampa había corrido el rumor de que la policía sospechaba de Joe Zatelli,
para quien Blue había trabajado, y que podían buscarlo para interrogarlo.
Había policías de paisano vigilando la casa de Zatelli, por delante y por
detrás, para ver dónde iba si es que salía. En la parte delantera, había un
hombrecillo que tenía la misma constitución que Bela Joad o que Martin
Blue. Desgraciadamente, Zatelli salió por la parte trasera y consiguió
despistar a los detectives que lo seguían.
Sin embargo, lo arrestaron a la mañana siguiente y lo llevaron a
comisaría. Lo sometieron al detector de mentiras y le preguntaron por Martin
Blue. Reconoció que Blue había trabajado para él, pero dijo que lo había visto
por última vez cuando salía de su local después del trabajo la noche del
crimen. El detector dijo que no mentía.
Entonces le hicieron una jugada. Martin Blue entró en la habitación donde
estaban interrogando a Zatelli. Y les salió el tiro por la culata. Las agujas del
detector no se movieron ni una fracción de milímetro cuando Zatelli miró a
Blue y luego a sus interrogadores con absoluta indignación.
—¿De qué va esto? —preguntó—. El tipo ni siquiera está muerto, ¿y me
preguntáis si yo lo maté?
Mientras tenían allí a Zatelli, lo interrogaron sobre otros delitos que podía
haber cometido, pero, obviamente (según sus respuestas y según el detector
de mentiras) no era responsable de ninguno de ellos. Lo dejaron en libertad.
Por supuesto, ése fue el fin de Martin Blue. Después de aparecer ante
Zatelli en la comisaría, serviría para lo mismo que si de veras hubiera estado
muerto en el callejón.
—Bueno, de todos modos, ahora lo sabemos —dijo Bela Joad al jefe
Rand.

Página 426
—¿Qué sabemos?
—Sabemos seguro que engañan al detector. Era concebible que los
anteriores arrestos hubieran sido errores. Incluso las pruebas que te entregué
contra Girard podían haber sido incorrectas. Pero sabemos que Zatelli ha
engañado a la máquina. Sólo desearía que Zatelli hubiera salido por la parte
delantera, para haberlo seguido; ahora podríamos tener toda la historia, en
lugar de sólo una parte.
—¿Vas a volver? ¿Vas a repetir todo el truco?
—No del mismo modo. Esta vez tengo que estar en el otro extremo de un
asesinato y necesitaré tu ayuda para eso.
—Por supuesto. Pero ¿no me contarás qué estás planeando?
—Me temo que no puedo, Dyer. Tengo un presentimiento dentro de otro
presentimiento. De hecho, lo he tenido desde que todo esto empezó. Pero
¿quieres hacer algo por mí?
—Claro. ¿Qué?
—Haz que uno de tus hombres siga a Zatelli, que observe todo lo que
haga a partir de ahora. Pon otro a seguir a Gyp Girard. De hecho, coge a
tantos hombres como puedas y haz que sigan a cada uno de los tipos que crees
que han engañado al detector durante los dos últimos años. Y siempre a
distancia; no hay que dejar que sepan que los estamos vigilando. ¿Lo harás?
—No sé qué pretendes, pero lo haré. ¿No me contarás nada? Joad, esto es
importante. No te olvides de que no es sólo un caso, es algo que puede llevar
al desmoronamiento del sistema legal.
—No es tan malo. Dyer —sonrió Bela Joad—. Sí que puede afectar al
sistema legal en relación con el crimen organizado. Pero el porcentaje de
condenas por delitos que no son del hampa es el mismo de siempre.
—¿Qué tiene que ver eso? —dijo Dyer Rand, desconcertado.
—Tal vez mucho; por eso aún no puedo decirte nada. Pero no te
preocupes. —Joad extendió el brazo por encima del escritorio y dio unos
golpecitos en el hombro del jefe, pareciéndose (aunque no lo sabía) a un fox
terrier dándole la pata a otro—. No te preocupes. Dyer. Te prometo que te
conseguiré la respuesta. Tal vez no podré dejar que te la guardes.
—¿De verdad sabes qué estás buscando?
—Sí. Estoy buscando a un criminólogo que desapareció hace más de dos
años. El doctor Ernst Chappel.
—¿Crees…?
—Sí, lo creo. Por eso estoy buscando al doctor Chappel.

Página 427
Pero eso fue todo lo que Dyer pudo sacarle. Bela Joad dejó el despacho de
Dyer Rand y volvió a los bajos fondos.
Y en los bajos fondos de Chicago surgió una nueva estrella. Tal vez
habría que hablar de una nova, más que de una simple estrella, por la
tremenda rapidez con la que se hizo famoso… o notorio. Físicamente, era un
hombre pequeño, no más grande que Bela Joad o que Martin Blue, pero no
era un hombrecillo de maneras agradables como Joad ni un chacal débil como
Blue. Tenía lo que había que tener, y se ganaba lo que tenía. Regentaba un
pequeño club nocturno, pero sólo en la parte delantera del local. Detrás del
club ocurrían cosas, cosas por las que la policía no podía culparlo y de las
que, de hecho, no parecía saber nada, aunque el inundo del hampa sí las sabía.
Su nombre era Willie Ecks, y no había nadie en los bajos fondos que
hubiera hecho amigos y enemigos más deprisa que él. Tenía muchos de
ambos; los primeros eran poderosos y los segundos eran peligrosos. En otras
palabras, eran el mismo tipo de gente.
Su breve carrera fue verdaderamente (si puedo destrozar mi metáfora de la
estrella y la nova, pero mantenerla en el cielo) meteórica. Y, por una vez, esa
metáfora trillada e inapropiada, está empleada adecuadamente. Los meteoros
no suben, tal como sabe cualquiera que haya estudiado meteorología, que no
tiene nada que ver con los meteoritos. Los meteoritos caen con un fuerte
golpe. Y eso es lo que le ocurrió a Willie Ecks, cuando hubo subido lo
suficiente.
Tres días atrás, el peor enemigo de Willie Ecks había desaparecido. Dos
de sus hombres difundieron el rumor de que fue porque la policía se lo había
llevado, pero eso era obviamente una tontería preparada para cubrir el hecho
de que pensaban vengarlo. Cosa que resultó obvia cuando, a la mañana
siguiente, corrió la noticia de que habían encontrado el cuerpo del gángster,
provisto de los correspondientes pesos, en la Laguna Azul del Parque
Washington.
Y al anochecer de aquel mismo día, por los locales de los bajos fondos
corrió el rumor de que la policía tenía pruebas muy sólidas de quién había
matado al difunto (y, además, con un arma atómica prohibida), y de que
planeaba arrestar a Willie Ecks para interrogarlo. Este tipo de rumores se
extienden aunque nadie lo desee.
Y durante el segundo día que Willie Ecks pasaba en su escondite, en un
hotel barato y anticuado, con ascensores y ventanas, de la calle North Clark,
su paradero conocido sólo por unos pocos hombres de confianza, uno de esos
pocos hizo cierta llamada a su puerta y fue admitido.

Página 428
El hombre de confianza se llamaba Mike Leary y era un amigo íntimo de
Willie y un enemigo íntimo del caballero que, según los periódicos, habían
encontrado en la Laguna Azul.
—Parece que estás en un aprieto, Willie —dijo.
—Pues sí —dijo Willie Ecks. No había usado el depilador facial en dos
días; su cara estaba azulada por la barba y más azulada aún por el miedo.
—Hay una solución, Willie —dijo Mike—. Te costará diez de los
grandes. ¿Puedes conseguirlos?
—Los tengo. ¿Cuál es la solución?
—Hay un tipo. Sé cómo ponerme en contacto con él; yo no lo he utilizado
nunca, pero lo haría si estuviera en un lío como el luyo. Puede solucionarte
las cosas, Willie.
—¿Cómo?
—Puede enseñarte a engañar al detector de mentiras. Puedo hacer que
venga y te prepare. Entonces dejas que la pasma te pille y te interrogue,
¿entiendes? Retirarán los cargos… o, si van ajuicio, no podrán ganar.
—¿Y si me preguntan por…, bueno, no importa qué…, por otras cosas
que pueda haber hecho?
—También se ocupará de eso. Por cinco de los grandes te preparará de tal
manera que saldrás del detector limpio como… limpio como un diablo.
—Has dicho diez de los grandes.
—Yo también tengo que vivir, ¿verdad, Willie? —dijo Mike Leary,
sonriendo—. Y has dicho que tenías diez de los grandes, de modo que te los
puedes gastar, ¿no?
Willie Ecks discutió, pero en vano. Tuvo que darle a Mike Leary cinco
billetes de mil dólares. Aunque en realidad no importaba, porque eran billetes
de mil dólares muy especiales. La tinta verde se volvería púrpura a los pocos
días. Ni siquiera en 1999 era posible gastar un billete de mil dólares color
púrpura, así que cuando eso ocurriera Mike Leary probablemente también se
pondría púrpura, pero para entonces ya sería demasiado tarde para hacer algo
al respecto.
Aquella noche hubo una llamada a la puerta de la habitación de Willie
Ecks. Pulsó el botón que volvía transparente desde su lado el panel principal
de la puerta.
Estudió muy cuidadosamente al hombre de aspecto ordinario del exterior.
No prestó ninguna atención a los contornos faciales ni al desgastado traje
amarillo que llevaba el hombre. Estudió un poco sus ojos, pero sobre todo se
fijó en la forma y la constitución de las orejas, y las comparó mentalmente

Página 429
con las orejas de fotografías que había estudiado exhaustivamente. Luego
Willie Ecks volvió a meterse la pistola en el bolsillo y abrió la puerta.
—Entre —dijo.
El hombre del traje amarillo entró en la habitación, y Willie Ecks cerró la
puerta cuidadosamente y echó la llave.
—Es un honor conocerlo, doctor Chappel —dijo.
»Sonaba como si lo dijera en serio, y lo decía en serio.
A las cuatro de la madrugada, Bela Joad estaba frente a la puerta del
apartamento de Dyer Rand. Tuvo que esperar, a la luz mortecina del corredor,
el tiempo que tardó el jefe en salir de la cama, llegar a la puerta y activar
después el panel transparente para examinar a su visitante.
Después la cerradura magnética suspiró suavemente y la puerta se abrió.
Rand tenía los ojos hinchados y el pelo, revuelto. Llevaba los pies metidos en
zapatillas de plástico rojo, y el pijama de neonailon revelaba que había
dormido con él.
Se hizo a un lado para dejar pasar a Bela Joad, y Joad se dirigió al centro
de la habitación, mirando a su alrededor con curiosidad. Era la primera vez
que estaba en el domicilio privado de Rand. El apartamento era como el de
cualquier soltero acomodado de la época. Tenía un mobiliario discreto y
funcional; cada pared estaba pintada de un tono pastel diferente, todas eran
débilmente fluorescentes y emitían un gentil calor radiado y la débil pero
constante caricia de rayos ultravioleta que proporcionaban a las personas que
podían permitirse esos apartamentos un saludable bronceado. La alfombra
tenía un estampado de cuadros, que medían unos treinta centímetros y
alternaban los colores crema y gris; los cuadros estaban separados y podían
moverse, de forma que el desgaste se repartía por igual. Y el techo, por
supuesto, era el acostumbrado espejo de una pieza que daba una ilusión de
altura y espacio.
—¿Buenas noticias, Joad? —dijo Rand.
—Sí. Pero esta entrevista no es oficial, Dyer. Lo que voy a contarte es
confidencial y ha de quedar entre nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Aún pareces medio dormido. Dyer —dijo Joad mirándolo—. Vamos a
preparar café. Te despertará, y a mí también me irá bien.
—De acuerdo —dijo Dyer. Se dirigió a la cocina y apretó el botón que
calentaría la cafetera—. ¿Lo quieres con alcohol?
—Por supuesto.

Página 430
Al cabo de un momento regresó con dos tazas de humeante café royale.
Aguardó con obvia impaciencia a que ambos estuvieran cómodamente
sentados y a que hubieran tomado el primer sorbo de la fragante bebida.
—¿Y bien, Joad? —preguntó al fin.
—Cuando digo que no es oficial, Dyer, lo digo en serio. Puedo darte la
respuesta completa, pero sólo con la condición de que la olvides tan pronto
como te la explique, de que nunca se la cuentes a otra persona y de que no
hagas nada al respecto.
—¡No puedo prometerte eso! —dijo Dyer Rand, contemplando
sorprendido a su huésped—. Soy el jefe de policía, Joad. Tengo un deber para
con mi trabajo y para con la gente de Chicago.
—Por eso he venido aquí, a tu apartamento, en lugar de ir a tu despacho.
Ahora no estás trabajando. Dyer; estás en tu tiempo libre.
—Pero…
—¿Lo prometes?
—Por supuesto que no.
—Entonces, lamento haberle despertado —dijo Bela Joad, con un suspiro.
Dejó la taza y empezó a levantarse.
—¡Espera! No puedes hacer eso. ¡No puedes marcharte de esta manera!
—¿No puedo?
—Está bien, está bien. Lo prometo. Debes tener un buen motivo. ¿Lo
tienes?
—Sí.
—Aceptaré tu palabra.
—Bien —dijo Bela Joad, con una sonrisa—. En este caso, podré
informarte sobre mi último caso. Porque éste es mi último caso, Dyer. Voy a
empezar en una nueva profesión.
—¿Cuál? —dijo Rand, mirándolo con incredulidad.
—Voy a enseñar a los delincuentes a burlar el detector de mentiras.
El jefe Dyer Rand dejó su taza lentamente y se levantó. Dio un paso hacia
el hombrecillo, que pesaba más o menos la mitad que él y que estaba
cómodamente sentado en la butaca tapizada sin brazos.
—No lo intentes, Dyer —dijo Bela Joad, que seguía sonriendo—. Por dos
razones. En primer lugar, no puedes hacerme daño y yo no quiero hacerte
daño a ti, pero podría verme obligado. En segundo lugar, todo está bien; es
perfectamente correcto. Siéntate. —Dyer Rand se sentó—. Cuando dijiste que
esto era algo grande —continuó Joad—, no sabías hasta qué punto era grande.
Y va a hacerse más grande aún; Chicago sólo es el punto de partida. Y, por

Página 431
cierto, gracias por los informes que te pedí. Son exactamente como esperaba
que fueran.
—¿Los informes? Pero todavía están en mi escritorio, en comisaría.
—Estaban allí. Los he leído y los he destruido. Tus copias también.
Olvídate de ellos. Y no prestes demasiada atención a las estadísticas actuales.
También las he leído.
—¿Y por qué iba a olvidarme de ellos? —preguntó Rand, frunciendo el
ceño.
—Porque confirman lo que Ernie Chappel me ha contado esta noche.
¿Sabías, Dyer, que el número de crímenes importantes ha descendido en el
último año en un porcentaje aún mayor que el del descenso de condenas por
crímenes importantes?
—Lo había notado. ¿Quieres decir que hay una relación?
—Desde luego. La mayor parte de delitos, un porcentaje muy elevado, los
cometen delincuentes profesionales, reincidentes. Y, Dyer, la cosa va aún más
lejos. Unos pocos centenares de delincuentes profesionales son responsables
del noventa por ciento de los miles de delitos mayores que se cometen en un
año. ¿Y sabías que el número de delincuentes profesionales de Chicago se ha
reducido en casi una tercera parte en los dos últimos años? Así ha sido. Y por
eso ha descendido el número de delitos mayores. —Bela Joad tomó otro sorbo
de su café y se inclinó hacia delante—. Gyp Girard, según los informes,
regenta ahora un puesto de bebidas vitaminadas en el West Side y no ha
cometido ni un delito en casi un año desde que engañó al detector de
mentiras. —Se tocó otro dedo—. Joe Zatelli, que era el chico más malo del
Near North Side, ahora lleva su restaurante honradamente. Carey Hutch. Wild
Bill Wheeler… ¿por qué nombrarlos a todos? Ya tienes la lista y no está
completa porque te faltan muchos nombres, personas que fueron a ver a Ernie
Chappel para que los enseñara a engañar al detector y consiguieron librarse
del arresto. Y nueve de cada diez de ellos, siendo conservadores. Dyer, no han
vuelto a delinquir desde entonces.
—Sigue. Te escucho —dijo Dyer Rand.
—Mi investigación original del caso Chappel me demostró que había
desaparecido voluntariamente. Yo sabía que era un hombre bueno y una gran
persona. Sabía que estaba cuerdo porque era psiquiatra además de
criminólogo. Un psiquiatra tiene que estar cuerdo. Así que sabía que había un
buen motivo para su desaparición.
»Y cuando, hace unos nueve meses, oí tu versión de qué estaba
ocurriendo en Chicago, comencé a sospechar que Chappel había venido aquí

Página 432
a hacer su trabajo. ¿Empiezas a comprender?
—Apenas.
—Bueno, pues no te apenes. No hasta que sepas cómo un experto
psiquiatra puede ayudar a los delincuentes a engañar al detector. ¿O ya lo
sabes?
—Bueno…
—Eso es. La forma más elemental de tratamiento hipnótico, algo que
cualquier psiquiatra cualificado podía hacer cincuenta años atrás. Los clientes
de Chappel, por supuesto, ellos no saben quién es; es una figura misteriosa de
los bajos fondos que los ayuda a librarse de sus condenas, le pagan bien y le
cuentan los crímenes sobre los que la policía puede interrogarlos si los
arrestan. Chappel les dice que incluyan todos los delitos que hayan cometido
y todos los líos en los que se hayan metido, para que la policía no pueda
cogerlos por alguna historia antigua. Entonces…
—Espera un momento —interrumpió Rand—. ¿Cómo se las arregla para
que confíen en él hasta ese punto?
—Es muy simple —dijo Joad, con un gesto impaciente—. No están
confesando ni un delito, ni siquiera a él. Sólo quiere una lista que incluya todo
lo que hayan hecho. Pueden añadir algún embuste, y él no sabría cuál es cuál.
Así que no importa.
»Entonces los hipnotiza y les dice que no son criminales, que nunca lo
han sido y que nunca han cometido ninguno de los delitos de la lista que les
recita. Eso es todo.
»De manera que, cuando los someten al detector y les preguntan si han
hecho esto o aquello, dicen que no lo han hecho y, además, lo creen. Por eso
las agujas del detector no registran ninguna mentira. Por eso Joe Zatelli no se
inmutó al ver entrar a Martin Blue. No sabía que Blue estaba muerto…
excepto por lo que había leído en los periódicos.
—¿Dónde está Ernst Chappel? —dijo Rand, inclinándose hacia delante.
—No quieres cogerlo. Dyer.
—¿Que no quiero? ¡Es el hombre más peligroso que existe actualmente!
—Peligroso ¿para quién?
—¿Para quién? ¿Estás loco?
—No estoy loco. Es el hombre más peligroso que existe… para los
delincuentes. Mira Dyer, cada vez que un criminal se pone nervioso porque lo
pueden coger, envía a buscar a Ernie o va a ver a Ernie. Y Ernie lo deja
blanco como la nieve y en el proceso le dice que no es un delincuente.

Página 433
»Y, de este modo, al menos nueve veces de cada diez, deja de ser un
delincuente. En cuestión de diez o veinte años, Chicago ya no tendrá bajos
fondos. No habrá crimen organizado, ni delincuentes profesionales. Siempre
tendrás a los aficionados, pero ése es un detalle relativamente menor. ¿Y si
me das un poco más de café royale?
Dyer Rand se dirigió a la cocina a buscarlo. Estaba totalmente despierto
para entonces, pero caminaba como en sueños.
—Y ahora que yo estoy en esto con Ernie, Dyer —le dijo Joad cuando
regresó—, lo extenderemos a todas las ciudades del mundo lo bastante
grandes para tener un crimen organizado digno de mención. Podemos
entrenar a nuevos reclutas; he echado el ojo a dos de tus hombres y puede que
te los quite pronto. Pero tendré que comprobarlos primero. Escogeremos a
nuestros apóstoles, sobre una docena, con mucho cuidado. Han de ser los
hombres apropiados para el trabajo.
—¡Pero, Joad, piensa en todos los delitos que quedarán impunes! —
protestó Rand.
Bela Joad se acabó el café y se levantó.
—¿Y qué es más importante? —preguntó—. ¿Castigar a los criminales o
acabar con el crimen? Y, si quieres mirarlo desde el punto de vista moral,
¿hay que castigar a un hombre por un delito que ni siquiera recuerda haber
cometido, cuando ya no es un delincuente?
—Tú ganas, supongo —dijo Dyer Rand, con un suspiro—. Cumpliré mi
promesa. Creo que… ¿volveré a verte alguna vez?
—Probablemente no, Dyer. Y me adelantaré a lo que vas a decir a
continuación. Sí, tomaré contigo una copa de despedida. Una copa de algo
fuerte, sin café.
Dyer Rand trajo los vasos.
—¿A la salud de Ernie Chappel?
—Vamos a incluirlo en el brindis, Dyer —dijo Bela Joad, sonriendo—.
Pero bebamos por todos los hombres que trabajan para quedarse sin trabajo.
Los médicos trabajan para el día en que la especie será tan sana que ya no
necesitará médicos; los abogados trabajan para el día en que litigar ya no será
necesario. Y los policías, los detectives y los criminólogos trabajan para el día
en que dejarán de ser necesarios, porque ya no habrá delitos.
Dyer Rand asintió muy serio y levantó su vaso. Bebieron.

Página 434
Carta a un fénix

Tengo mucho que contaros, tanto que me resulta difícil saber por dónde
empezar. Afortunadamente, he olvidado la mayoría de cosas que me han
ocurrido. Por suerte, la mente tiene una capacidad de recordar limitada. Sería
horrible recordar los detalles de ciento ochenta mil años; los detalles de las
cuatro mil vidas que he vivido desde la primera gran guerra atómica.
Aunque no he olvidado los momentos realmente importantes. Recuerdo
que estuve en la primera expedición que aterrizó en Marte y en la tercera que
aterrizó en Venus. Recuerdo (creo que fue en la tercera gran guerra) la
destrucción de Skora desde el cielo, por una fuerza que comparada con la
fisión nuclear es como una nova comparada con nuestro sol agonizante. Fui el
segundo oficial al mando de una nave espacial de la clase Hiper-A en la
guerra contra los segundos invasores extragalácticos, los que establecieron
bases en las lunas de Júpiter antes de que supiéramos que estaban allí, y que
casi nos echaron del sistema solar antes de que encontráramos la única arma a
la que no podían enfrentarse. Así que huyeron adonde entonces no podíamos
seguirlos, fuera de la galaxia. Cuando los seguimos, unos quince mil años más
tarde, habían desaparecido. Llevaban tres mil años muertos.
Y de eso es de lo que quiero hablaros; de esa especie poderosa y de otras.
Pero en primer lugar, para que sepáis cómo se lo que sé, os hablaré de mí
mismo.
No soy inmortal. Sólo hay un ser inmortal en el universo; de él, os hablaré
más adelante. Comparado con él, yo no tengo importancia, pero no
entenderéis ni creeréis lo que os diga a menos que comprendáis qué soy.
Un nombre revela poco, y eso es una suerte porque no recuerdo el mío.
Cosa que no es tan extraña como podríais pensar, porque ciento ochenta mil
años es mucho tiempo, y por una u otra razón he cambiado mi nombre mil
veces o más. ¿Y qué podría ser menos importante que el nombre que me
dieron mis padres hace ciento ochenta mil años?
No soy un mutante. Lo que me ocurrió sucedió cuando tenía veintitrés
años, durante la primera guerra atómica. Es decir, la primera guerra en la que
los dos bandos utilizaron armas atómicas; armas patéticas, por supuesto,
comparadas con las que vinieron después. Ocurrió menos de diez años

Página 435
después del descubrimiento de la bomba atómica. Las primeras bombas se
emplearon en una guerra menor cuando yo era un niño. Acabaron
rápidamente con aquella guerra, porque sólo un bando las tenía.
La primera guerra atómica no fue demasiado mala; la primera nunca lo es.
Tuve suerte, porque si hubiera sido una guerra de las malas (de las que acaban
con una civilización) no habría sobrevivido a ella pese al accidente biológico
que me ocurrió. Si hubiera acabado con la civilización, no me hubieran
mantenido vivo durante el período de letargo de dieciséis años en el que me vi
sumido treinta años después. Pero de nuevo me estoy adelantando a la
historia.
Tenía, creo, veinte o veintiún años cuando la guerra empezó. No me
llamaron a filas enseguida porque físicamente no estaba bien. Sufría de una
enfermedad bastante rara en la glándula pituitaria; el síndrome de no sé quién,
he olvidado el nombre. Entre otras cosas, provocaba obesidad. Pesaba unos
veinticinco kilos más de lo apropiado para mi altura y tenía poca resistencia.
Me rechazaron sin pensárselo dos veces.
Unos dos años después, mi enfermedad había progresado un poco, pero
otras cosas habían progresado más. Para entonces, el ejército aceptaba a todo
el mundo; habrían aceptado a un hombre ciego, sólo con un brazo y una
pierna si hubiera estado dispuesto a luchar. Y yo estaba dispuesto a luchar.
Había perdido a mi familia en una fumigación; odiaba mi empleo en una
fábrica de armamento, y los médicos me habían dicho que mi enfermedad era
incurable y que, en cualquier caso, me quedaban sólo un año o dos de vida.
Así que fui en busca de lo que quedaba del ejército; y lo que quedaba del
ejército me aceptó sin pensárselo dos veces y me envió al frente más cercano,
a quince kilómetros. Estaba combatiendo un día después de alistarme.
Ahora recuerdo lo suficiente para saber que yo no tuve nada que ver con
aquello, pero resultó que el momento de mi alistamiento coincidió con el
punto de inflexión de la guerra. El otro bando se había quedado sin bombas ni
gas, y se le estaban terminando los cartuchos y las balas. A nosotros también
se nos habían acabado las bombas y el gas, pero no habían destruido todos
nuestros centros de producción, y nosotros habíamos acabado con los suyos.
Todavía teníamos aviones para el transporte y nos quedaban trazas de una
organización capaz de enviar los aviones a los lugares correctos. O casi
correctos, mejor dicho; a veces dejábamos caer las bombas demasiado cerca
de nuestras tropas por error. Una semana después de entrar en combate, volví
a salir de él, inconsciente a causa de una de nuestras bombas pequeñas que
había caído más o menos a un kilómetro.

Página 436
Desperté unas dos semanas después, en un hospital de campaña, con
quemaduras bastante graves. Para entonces, la guerra había terminado,
aunque faltaba hacer limpieza, restaurar el orden y poner el mundo en marcha
otra vez. Ya lo veis, no fue lo que yo llamo una guerra total.
Aproximadamente, terminó con una cuarta o quinta parte de la población
mundial (es una suposición; no recuerdo la cifra exacta). Quedó la suficiente
capacidad productiva y el suficiente número de personas para continuar
funcionando; hubo una edad oscura que duró unos pocos siglos, pero no hubo
un retomo al salvajismo, ni necesidad de empezar de cero. En épocas así, la
gente vuelve a usar velas para iluminarse y a emplear leña como combustible,
pero no porque no sepan utilizar la electricidad o extraer carbón, sino sólo
porque la inestabilidad y las revoluciones los tienen desconcertados durante
un tiempo. El conocimiento está ahí, a la espera de que el orden regrese.
No es como una guerra total, en la que mueren nueve décimas partes o
más de la población de la Tierra (o de la Tierra y los otros planetas). Entonces
es cuando el mundo regresa al salvajismo completo, y la centésima
generación vuelve a descubrir los metales para fabricar puntas de lanza.
Pero de nuevo me aparto de la historia. Después de recobrar el
conocimiento en el hospital, sufrí durante mucho tiempo. Para entonces, no
quedaban anestésicos. Tenía quemaduras profundas de radiación, que me
hicieron sufrir de un modo casi intolerable durante los primeros meses, hasta
que, gradualmente, se curaron. No dormía; eso era lo extraño. Y era aterrador,
también, porque no entendía qué me había ocurrido, y lo desconocido es
siempre aterrador. Los médicos me prestaron muy poca atención, porque era
sólo uno más entre los millones de quemados o heridos, y pienso que no se
creyeron mis afirmaciones de que no dormía en absoluto. Pensaban que había
dormido poco y que, o bien estaba exagerando, o bien cometiendo un error
involuntario. Pero no había dormido en absoluto. No dormí hasta mucho
después de salir del hospital, ya curado. Curado, por cierto, de mi enfermedad
de la glándula pituitaria, con el peso normal y la salud perfecta.
No dormí durante treinta años. Entonces me dormí y estuve durmiendo
durante dieciséis años. Y al final de aquel período de cuarenta y seis años
todavía tema la apariencia física de los veintitrés.
¿Empezáis a ver qué pasó igual que yo empecé a verlo? La radiación (o la
combinación de varios tipos de radiación) que me había afectado, había
cambiado radicalmente las funciones de mi pituitaria. Y había otros factores
implicados. Una vez estudié endocrinología, hace unos ciento cincuenta mil

Página 437
años, y creo que descubrí la causa. Si mis cálculos eran correctos, lo que me
había pasado representaba una posibilidad entre muchos miles de millones.
Los factores de decadencia y envejecimiento no quedaron eliminados, por
supuesto, pero su ritmo se redujo aproximadamente unas quince mil veces.
Envejezco a la velocidad de un día cada cuarenta y cinco años. Por tanto, no
soy inmortal. He envejecido once años en los ciento ochenta últimos milenios.
Mi edad física es ahora de treinta y cuatro años.
Y cuarenta y cinco años para mí son un día. No duermo durante casi
treinta años; y luego estoy durmiendo durante quince. Fue una suerte para mí
que mis primeros «días» no transcurrieran en un período de desorganización
social completa o de salvajismo, o no hubiera sobrevivido a mis primeros
períodos de sueño. Pero sobreviví y aprendí un sistema para cuidar de mí
mismo. Desde entonces, he dormido unas cuatro mil veces y he sobrevivido.
Tal vez algún día mi suerte terminará. Tal vez algún día, pese a ciertas
precauciones, alguien descubrirá y conseguirá abrir la cueva o la bóveda en la
que siempre me encierro, en secreto, para los períodos de sueño. Pero no es
probable. Tengo años para preparar cada uno de esos lugares y la experiencia
de las cuatro mil veces anteriores me avala. Podríais pasar mil veces junto a
uno de esos sitios sin sospechar siquiera que estaba allí; y tampoco seríais
capaces de entrar si lo sospecharais.
No, mis posibilidades de sobrevivir entre los períodos de vigilia son
mucho mejores que las de sobrevivir en los períodos conscientes y activos.
Tal vez es un milagro que haya sobrevivido a tantos de ellos, pese a las
técnicas de supervivencia que he desarrollado.
Y esas técnicas son buenas. He sobrevivido a siete grandes guerras
atómicas y superatómicas; guerras que han reducido la población de la Tierra
a unos pocos salvajes que se agrupan alrededor de hogueras en las escasas
zonas aún habitables. Y en otras épocas, en otras eras, he estado en cinco
galaxias además de la nuestra.
He tenido varios miles de esposas, pero siempre una por vez, porque nací
en una era monógama y he conservado el hábito. Y he tenido varios miles de
hijos. Por supuesto, nunca he podido quedarme con una esposa más de treinta
años antes de tener que desaparecer, pero treinta años es bastante tiempo para
los dos, sobre todo cuando ella envejece al ritmo normal y mi envejecimiento
es imperceptible. Oh, hay problemas, naturalmente, pero siempre he podido
manejarlos. Siempre me caso, cuando me caso, con una chica tanto más joven
que yo como sea posible, de modo que la disparidad no aumente demasiado.
Digamos que tengo treinta años; me caso con una chica de dieciséis.

Página 438
Entonces, cuando llega el momento de abandonarla, ella tiene cuarenta y seis,
y yo sigo teniendo treinta. Lo mejor para los dos, para todo el mundo, es que
al despertar no vuelva por allí. Si sigue viviendo, tendrá más de sesenta años,
y no estaría bien, ni siquiera para ella, que su marido volviera de entre los
muertos todavía joven. Y siempre la dejo bien situada; una viuda rica, rica en
dinero o en lo que constituya la riqueza en cada época en particular. A veces
han sido cuentas y puntas de flecha; a veces, trigo en un granero, y en una
ocasión (han existido culturas muy peculiares) fueron escamas de pez. Nunca
tuve la más mínima dificultad en conseguir mi parte, o más, de dinero o de su
equivalente. Cuando tienes unos cuantos miles de años de práctica, la
dificultad es otra; saber cuándo detenerse para no hacerse indebidamente rico
y llamar la atención.
Por razones obvias, siempre lo he conseguido. Por razones que
comprenderéis, nunca he deseado el poder, ni tampoco (después de los
primeros centenares de años) he permitido que la gente sospechara que era
diferente. Incluso me paso unas cuantas horas tumbado cada noche pensando
mientras finjo dormir.
Pero nada de eso es importante, como tampoco yo lo soy. Sólo os lo
cuento para que entendáis cómo puedo saber lo que voy a deciros.
Y cuando os lo diga, no es porque pretenda venderos algo. Es algo que no
podéis cambiar aunque queráis hacerlo y, cuando lo hayáis entendido, no
querréis cambiarlo.
No estoy intentando influir en vosotros ni manipularos. Durante cuatro
mil vidas, he sido casi todo, excepto un líder. Eso lo he evitado. Oh, a
menudo he sido un dios entre los salvajes, pero sólo porque no tenía más
remedio para sobrevivir. Utilicé los poderes que ellos creían mágicos sólo
para mantener cierto grado de orden, nunca para dirigirlos, nunca para
retenerlos. Si les enseñaba a utilizar el arco y las flechas, era sólo porque la
caza era escasa, pasábamos hambre y mi supervivencia dependía de la de
ellos. Viendo que el ciclo era algo necesario, nunca lo he perturbado.
Lo que os contaré ahora tampoco perturbará el ciclo.

Es esto: la especie humana es el único organismo inmortal del universo.


Ha habido otras especies, y hay otras especies por todo el universo, pero
han muerto o morirán. Una vez las clasificamos, hace cien mil años, con un
instrumento que detectaba la presencia de pensamiento, la presencia de la
inteligencia, por muy extraña que fuera o por alejada que estuviera; eso nos

Página 439
dio una medida de cada mente y de sus cualidades. Y cincuenta mil años más
tarde, aquel instrumento fue redescubierto. Había más o menos el mismo
número de especies que antes, pero sólo ocho de ellas habían estado allí
cincuenta mil años atrás; y las ocho estaban envejecidas, moribundas. Habían
pasado el apogeo de sus poderes y se estaban extinguiendo.
Habían llegado al límite de sus capacidades (siempre hay un límite) y no
tenían otra elección aparte de morir. La vida es dinámica; no puede ser
estática, al nivel que sea, y perpetuarse.
Eso es lo que estoy intentando deciros, para que nunca más tengáis miedo.
Sólo una especie que se destruye a sí misma y a su progreso periódicamente,
que es capaz de volver a los orígenes, puede sobrevivir durante más de,
digamos, sesenta mil años de vida inteligente.
En todo el universo, sólo la especie humana ha alcanzado un alto nivel de
inteligencia sin alcanzar a la vez un alto nivel de cordura. Somos únicos. Ya
somos al menos cinco veces más viejos de lo que cualquier otra especie ha
sido nunca, y eso es porque no estamos cuerdos. Y a veces, el hombre ha
comprendido vagamente el hecho de que la locura es divina. Pero sólo en los
niveles más altos de cultura comprende que está colectivamente loco, que por
mucho que se empeñe en lo contrario, siempre se destruirá a sí mismo… para
volver a levantarse de las cenizas.
El fénix, el ave que periódicamente se inmola en una pira llameante para
renacer y vivir otro milenio, y así una y otra vez, sólo es un mito
metafóricamente. Existe y sólo hay uno.
Vosotros sois el fénix.
Nada os destruirá nunca, ahora que, durante muchas grandes
civilizaciones, vuestra semilla se ha esparcido por los planetas de mil soles,
en cien galaxias, para repetir siempre el ciclo. El ciclo que empezó hace
ciento ochenta mil años, creo.
No puedo estar seguro de eso porque he visto que los veinte o treinta mil
años que transcurren entre la caída de una civilización y el auge de la
siguiente destruyen todos los rastros. En esos veinte o treinta mil años, los
recuerdos se convierten en leyendas, las leyendas se convierten en
supersticiones y hasta las supersticiones se pierden. Los metales se oxidan y
la tierra los recupera, mientras que el viento, la lluvia y la jungla erosionan y
cubren la piedra. Los contornos de los mismos continentes cambian, las
glaciaciones vienen y van, y las ciudades de hace veinte mil años quedan bajo
kilómetros de tierra o toneladas de agua.

Página 440
Así que no puedo estar seguro. Tal vez la primera caída que yo conocí no
fue la primera; pueden haber existido civilizaciones que hayan surgido y
caído antes de mi época. Si es así, eso refuerza el argumento que os planteo,
según el cual la humanidad puede haber sobrevivido a más de los ciento
ochenta mil años que yo he conocido, puede haber vivido durante más caídas
de las seis que han ocurrido desde lo que yo creo que fue el primer
descubrimiento de la pira del fénix.
Pero (exceptuando que hemos esparcido nuestra semilla por las estrellas
tan bien que ni siquiera la muerte del sol o su conversión en una nova nos
destruirá) el pasado no importa. Lur, Candra, Thragan, Kah, Mu, Atlantis…
ésas son las seis que yo he conocido, y han desaparecido tan completamente
como la actual desaparecerá dentro de veinte mil años o así, pero la especie
humana, aquí o en otras galaxias, sobrevivirá y vivirá eternamente.

Saber esto contribuirá a vuestra paz mental, aquí en el año 1954 de vuestra era
actual; porque vuestras mentes están preocupadas. Tal vez, ya lo sé, os
ayudará saber que la guerra atómica que se avecina, la que ocurrirá
probablemente en vuestra generación, no será una guerra total; llegará
demasiado pronto para eso, antes de que hayáis desarrollado las armas
verdaderamente destructivas que el hombre siempre consigue. Os hará
retroceder, sí. Habrá edades más o menos oscuras durante un siglo o algo
más. Después, con la memoria de lo que llamaréis Tercera Guerra Mundial
como advertencia, el hombre pensará (como ha pensado siempre, después de
una guerra atómica pequeña) que ha vencido a su locura.
Durante un tiempo (si el ciclo se mantiene) la controlará. Volverá a
alcanzar las estrellas, para descubrir que ya ha estado allí. Porque estaréis de
vuelta en Marte antes de quinientos años, y yo iré con vosotros para volver a
ver los canales que una vez ayude a cavar. No he estado allí en ochenta mil
años y me gustaría ver qué les ha hecho el tiempo y cómo les ha ido a los que
se quedaron allí la última vez que la humanidad perdió el conocimiento del
viaje estelar. Por supuesto, ellos también siguieron el ciclo, pero el ritmo no
es necesariamente constante. Podemos encontrarlos en cualquier fase del
ciclo, excepto en la parte superior. Si estuvieran allí, no tendríamos que ir a
buscarlos; ellos vendrían a nosotros. Pensando, por supuesto, como ahora
piensan, que son marcianos.
Me pregunto a qué altura llegaréis esta vez. Espero que no a tanta altura
como Thragan. Espero que no se redescubra nunca el arma que Thragan

Página 441
empleó contra su colonia en Skora, que para entonces era el quinto planeta,
hasta que los thraganos lo convirtieron en asteroides. Naturalmente, esa arma
solamente se desarrollará mucho después de que el viaje intergaláctico sea
una práctica común. Si lo veo venir, saldré de la galaxia, pero no me gustaría
tener que hacerlo. Me gusta la Tierra y me gustaría pasar aquí el resto de mi
vida mortal, si es que dura tanto.
Posiblemente no será así, pero la especie humana sobrevivirá. En todas
partes y para siempre, porque no estará cuerda nunca y sólo la locura es
divina. Sólo los locos se destruyen a sí mismos y a todo lo que han creado.
Y sólo el fénix vive eternamente.

Página 442
No mires atrás

Ponte cómodo y relájate. Intenta disfrutar; éste será el último relato que leas,
o prácticamente el último. Cuando lo acabes, puedes seguir sentado y ganar
tiempo, puedes buscar excusas para quedarte en casa, en tu habitación, o en el
despacho o dondequiera que estés leyendo esto; pero tarde o temprano tendrás
que levantarte y salir. Y yo te estaré esperando ahí fuera. O puede que esté
más cerca. Tal vez esté en esta misma habitación.
Por supuesto, piensas que es una broma. Piensas que esto es sólo un relato
más de un libro y que en realidad no te lo estoy diciendo a ti. Créelo si
quieres, pero luego no hagas trampas; reconoce al menos que te he avisado.
Harley se apostó un diamante a que no podría hacerlo. Un diamante del
que me había hablado, tan grande como su cabeza. De modo que ya ves por
qué tengo que matarte. Y por qué tengo que decirte cómo y por qué, y darte
todos los detalles antes de hacerlo. Es parte de la apuesta. Justo la clase de
ideas que se le ocurren a Harley.
Primero te hablaré de Harley. Es alto, guapo, educado y cosmopolita. Se
parece un poco a Ronald Colman, aunque es más alto. Viste con ropa muy
cara, pero daría igual que no fuera así; quiero decir que estaría elegante con
un mono de trabajo. Harley tiene un encanto especial, un encanto burlón en su
manera de mirar, que hace pensar en palacios, países exóticos y música
alegre.
Conoció a Justin Dean en Springfield, en Ohio. Justin, un alfeñique de
aspecto cómico, era tan sólo un impresor. Trabajaba en Impresiones y
Grabados Atlas. Era un hombrecillo muy vulgar, justo lo contrario de Harley;
no sería posible encontrar dos hombres más distintos. Sólo tenía treinta y
cinco años, pero ya era casi completamente calvo y tenía que llevar gafas muy
gruesas porque se le había cansado la vista con las impresiones y los grabados
finos. Como impresor y grabador era bueno; eso no puede negarse.
Nunca le pregunté a Harley cómo fue que acabó estableciéndose en
Springfield, pero el día que llegó allí, después de inscribirse en el Hotel
Castle, se detuvo en Atlas para encargar unas tarjetas de visita. Resultó que
Justin Dean estaba solo en el negocio en aquel momento y tomó nota del

Página 443
pedido de las tarjetas; Harley las quería grabadas, las mejores. Harley siempre
quiere lo mejor.
Es probable que Harley ni siquiera se fijara en Justin; no tenía ningún
motivo para ello. Pero desde luego, Justin sí se fijó en Harley y vio en él todo
lo que siempre hubiera querido ser y no sería nunca, porque la única forma de
tener lo que tiene Harley es haber nacido así.
Y Justin grabó las planchas para las tarjetas y las imprimió, y realizó un
trabajo fantástico; un trabajo que consideró digno de un hombre como Harley
Prentice. Aquél era el nombre grabado en la tarjeta, sólo eso y nada más, tal
como se hace en las tarjetas de las personas realmente importantes.
Era un trabajo delicado, con trazos finos en cursiva a mano alzada, en el
que empleó toda su destreza. Y no fue en vano, porque al día siguiente,
cuando Harley pasó a recoger las tarjetas, levantó una y la estuvo mirando un
rato; luego miró a Justin, como viéndolo por primera vez.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó.
Y el pequeño Justin le dijo con orgullo quién lo había hecho, y Harley le
sonrió, le dijo que aquello era una obra de arte y lo invitó a cenar con él ese
mismo día después del trabajo, en el Salón Azul del Hotel Castle.
Y así es como se conocieron Harley y Justin, aunque Harley no se
precipitó. Esperó a conocer algo mejor a Justin antes de preguntarle si podría
hacer planchas de billetes de cinco y diez dólares. Harley tenía contactos;
podría vender los billetes en grandes cantidades a hombres especializados en
pasarlos y, lo que era más importante, sabía dónde podía conseguir papel con
hilo de seda, un papel que, sin llegar a ser auténtico, se parecía tanto al
original como para pasar cualquier inspección que no fuera de un experto.
De modo que Justin dejó su trabajo en Atlas y se fue a Nueva York con
Harley, donde abrieron una pequeña imprenta como tapadera, en la Avenida
Amsterdam al sur de la Plaza Sherman, y se pusieron a trabajar en los billetes.
Justin trabajaba mucho, más que nunca antes en toda su vida, porque además
de dedicarse a las planchas de los billetes, ayudaba a cubrir gastos asumiendo
los encargos legales de impresión que llegaban al negocio.
Trabajó día y noche durante casi un año; hizo plancha tras plancha, y cada
una era mejor que la anterior; y finalmente consiguió unas planchas que a
Harley le parecieron bien. Aquella noche cenaron en el Waldorf-Astoria para
celebrarlo, y después de la cena recorrieron los mejores clubes nocturnos, lo
que le costó a Harley una pequeña fortuna. Pero no importaba, porque iban a
ser ricos.

Página 444
Bebieron champán; era la primera vez en su vida que Justin bebía
champán, con lo que acabó asquerosamente borracho y debió de ponerse
completamente en ridículo. Harley se lo contó después, pero no se enfadó con
él. Lo llevó a su habitación del hotel y lo metió en la cama, y Justin se
encontró bastante mal durante un par de días. Pero no importaba, porque iban
a ser ricos.
Entonces Justin empezó a imprimir billetes con las planchas, y se hicieron
ricos. Después de aquello, Justin ya no tuvo que trabajar tanto porque
rechazaba la mayoría de los trabajos que le llegaban a la imprenta; les decía a
los clientes que iba muy retrasado y que no podía aceptar más encargos. Sólo
aceptaba unos pocos, para mantener la tapadera. Y, tras la tapadera,
falsificaba billetes de cinco y diez dólares, y él y Harley se hicieron ricos.
Conoció más personas relacionadas con Harley. Le presentaron a Toro
Mallon, que se encargaba de la distribución. Toro Mallon tenía la constitución
de un toro, por eso lo llamaban así. Tenía una cara que no sonreía ni cambiaba
de expresión nunca, excepto cuando acercaba cerillas encendidas a las plantas
de los pies desnudos de Justin. Pero eso no ocurrió entonces, sino más
adelante, cuando quería que Justin le dijera dónde estaban las planchas.
Y conoció al capitán John Willys de la policía, que era amigo de Harley y
a quien Harley le daba una buena parte del dinero que conseguían, pero
tampoco importaba porque quedaba mucho y todos se hicieron ricos. Conoció
a un amigo de Harley que era una gran estrella del espectáculo y a otro que
era el propietario de un gran periódico de Nueva York. También conoció a
otras personas igualmente importantes pero que tenían negocios menos
respetables.
Justin sabía que Harley tenía intereses en muchos otros negocios además
de en la pequeña imprenta de la Avenida Amsterdam. Algunos lo obligaban a
salir de la ciudad, normalmente los fines de semana. Y Justin no descubrió
nunca qué pasó realmente el fin de semana que asesinaron a Harley, sólo supo
que Harley se marchó y no regresó. Oh, se enteró de que lo habían matado,
desde luego, porque la policía encontró su cuerpo, con tres agujeros de bala
en el pecho, en la suite más cara del mejor hotel de Albany. Incluso para que
lo encontraran muerto, Harley Prentice escogió el mejor lugar posible.
Justin sólo supo que recibió una conferencia en el hotel en el que se
alojaba la noche que asesinaron a Harley; de hecho, debió de ocurrir unos
minutos antes de la hora en que, según divulgaron los periódicos, se produjo
su muerte.
Sonó el teléfono. Era Harley.

Página 445
—¿Justin? Ve al taller y deshazte de las planchas, del papel, de todo —le
dijo con la voz tranquila y cortés de siempre—. Enseguida. Te lo explicaré
cuando nos veamos.
—Claro, Harley.
—Buen chico —dijo en cuanto Justin contestó, y colgó.
Justin fue corriendo al taller, cogió las planchas, el papel y unos cuantos
miles de dólares en billetes falsos que estaban preparados. Hizo un paquete
con el papel y los billetes, y otro más pequeño con las planchas de cobre, y
abandonó el taller sin dejar ninguna evidencia de que allí se hubiera
falsificado dinero.
Se desprendió de los dos paquetes con mucho cuidado y astucia. Para
deshacerse del primero se inscribió en un gran hotel, ninguno de los que él o
Harley frecuentaban, con un nombre falso, sólo para tener la oportunidad de
meter el bulto grande en el incinerador. Era papel y ardería bien. Y se aseguró
de que el incinerador estuviera encendido antes de dejar caer el paquete por el
tubo.
Las planchas eran otro asunto. Sabía que no arderían, de modo que hizo
un viaje de ida y vuelta a Staten Island en el ferry y, en algún lugar en mitad
de la bahía, dejó caer el paquete por la borda.
Luego, después de haber hecho a conciencia todo lo que Harley le había
dicho que hiciera, regresó al hotel (al suyo, no al que había usado para
deshacerse del papel y los billetes) y se acostó.
Por la mañana leyó en el periódico que habían matado a Harley, y se
quedó estupefacto. No era posible. No podía creerlo; tenía que ser una broma.
Estaba seguro de que Harley volvería. Y tenía razón: Harley volvió; pero eso
fue más tarde, en el pantano.
Justin necesitaba averiguar qué había pasado, de modo que tomó el
siguiente tren para Albany. Debía de estar en el tren cuando la policía fue a su
hotel, y en el hotel debieron de enterarse de que había preguntado en el
mostrador por los trenes a Albany, porque lo estaban esperando cuando bajó
del tren.
Lo llevaron a una comisaría y lo retuvieron mucho, mucho tiempo, días y
días, interrogándolo. Al final descubrieron que no podía haber matado a
Harley, porque se encontraba en Nueva York en el momento en que mataban
a Harley en Albany, pero también sabían que Harley y él habían estado a
cargo de la imprenta, y creían que aquello podría darles una pista de quién
había matado a Harley; y también estaban interesados en las falsificaciones,
tal vez incluso más que en el asesinato. Interrogaron a Justin Dean, una vez, y

Página 446
otra y otra, y él no podía contestarles, de modo que no lo hizo. Lo
mantuvieron despierto durante varios días y le hacían preguntas
continuamente. Sobre todo querían saber dónde estaban las planchas. Le
habría gustado poderles decir que las planchas estaban a salvo, donde nadie
pudiera tocarlas, pero no podía hacerlo sin reconocer que Harley y él eran
falsificadores, de modo que no dijo nada.
Localizaron el taller de la Avenida Amsterdam, pero no encontraron
ninguna prueba y, en realidad, no tenían nada que les sirviera para retener a
Justin, pero él no lo sabía y en ningún momento se le ocurrió pedir un
abogado.
Seguía deseando ver a Harley, pero no se lo permitían; entonces, cuando
descubrieron que en realidad no creía que Harley estuviera muerto, lo
llevaron a ver el cadáver de un hombre que decían que era Harley. A lo mejor
lo era, pero en ese caso, Harley tenía un aspecto distinto muerto; muerto no
parecía magnífico. Y Justin se lo creyó entonces, pero no se lo creyó del todo.
Después de aquello, permaneció en silencio y se negó a decir palabra, hasta
cuando lo tuvieron despierto durante días y días con una luz brillante en los
ojos, sin dejar de abofetearlo para que no se durmiera. No usaron porras ni
tubos de goma, pero lo abofetearon un millón de veces y no lo dejaron
dormir. Al cabo de un tiempo perdió la noción de las cosas y no habría podido
contestar a sus preguntas aunque hubiera querido.
Después de aquello estuvo una temporada en una cama en una habitación
blanca, y todo lo que recuerda de aquellos días son las pesadillas que tuvo,
que llamaba a Harley y una horrible confusión respecto a si Harley estaba
muerto o no. Luego, gradualmente, recuperó el control y decidió que no
quería quedarse en la habitación blanca; quería salir para buscar a Harley. Y
si Harley había muerto, quería matar a quien lo hubiera asesinado porque
Harley habría hecho lo mismo por él.
Así que empezó a fingir y a actuar, muy astutamente, del modo que los
médicos y enfermeras parecían querer que actuara, y al cabo de un tiempo le
devolvieron la ropa y lo dejaron marchar.
Se estaba volviendo muy listo.
«¿Qué me diría Harley que hiciera?», pensó. Y supo que tratarían de
seguirlo porque pensarían que podría llevarlos hasta las planchas, ya que no
sabían que estaban en el fondo de la bahía, y los despistó antes de salir de
Albany; fue primero a Boston y desde allí a Nueva York en barco en vez de ir
directamente.

Página 447
Primero fue a la imprenta y entró por la puerta trasera después de vigilar
el callejón durante mucho rato para asegurarse de que el lugar no estaba
vigilado. Estaba hecho un desastre; debieron de registrarlo a conciencia para
buscar las planchas.
Harley no estaba allí, por supuesto. Justin salió y llamó a su hotel para
preguntar por Harley desde un teléfono público de una tienda cercana; le
dijeron que Harley ya no vivía allí, y, astutamente, para impedir que
adivinaran quién era, preguntó por Justin Dean, y le dijeron que Justin Dean
tampoco vivía allí.
Entonces se dirigió a otra tienda y desde allí decidió llamar a algunos
amigos de Harley; en primer lugar llamó a Toro Mallon, y como Toro era un
amigo le dijo quién era y le preguntó si sabía dónde estaba Harley.
—¿La pasma tiene las planchas, Dean? —le preguntó Toro Mallon, que
no prestó ninguna atención a su pregunta y parecía algo alterado.
Justin le contestó que no, que no le había contado a nadie lo de las
planchas, y volvió a preguntar por Harley.
—¿Estás loco o es una broma? —le preguntó Toro. Pero Justin se limitó a
repetir la pregunta. Entonces la voz de Toro cambió y le preguntó—: ¿Dónde
estás? —Justin se lo dijo. Entonces Toro añadió—: Harley está aquí. Está
escondido, pero tú puedes saber dónde, Dean. Espera en la tienda; pasaremos
a buscarte.
Toro Mallon y dos hombres más fueron en un coche a buscar a Justin y le
dijeron que Harley estaba escondido lejos, en Nueva Jersey, y que lo iban a
llevar hasta allí. De modo que fue con ellos y permaneció en el asiento de
atrás entre dos hombres a los que no conocía mientras Toro conducía.
Caía la tarde cuando lo recogieron, y Toro condujo hasta bien entrada la
noche, e iba deprisa, de modo que debió de pasar Nueva Jersey y llegar al
menos hasta Virginia o puede que más lejos, hasta las Carolinas. El cielo
empezaba a palidecer con las primeras luces del alba cuando se detuvieron
ante una cabaña rústica que parecía haberse utilizado como refugio de
cazadores. Estaba muy aislada; ni siquiera había una carretera que llegara
hasta ella, sólo un sendero lo bastante llano para que el coche pudiera pasar.
Metieron a Justin en la cabaña, lo ataron a una silla y le dijeron que
Harley no estaba allí, pero que Harley les había asegurado que Justin les diría
dónde estaban las planchas, y que no podría marcharse hasta que se lo
revelara.
Justin no los creyó; supo entonces que lo habían engañado respecto a
Harley, pero no importaba, al menos con respecto a las planchas. No

Página 448
importaba que les dijera qué había hecho con ellas, porque no podrían
recuperarlas, y no se lo contarían a la policía. De modo que se lo dijo de
buena gana.
Pero no lo creyeron. Dijeron que había escondido las planchas y que
estaba mintiendo. Empezaron a torturarlo para hacerle hablar. Lo golpeaban,
le hacían cortes con cuchillos, le hacían quemaduras con cerillas ardiendo y
cigarrillos encendidos en las plantas de los pies, y le clavaban agujas bajo las
uñas. Después descansaban y lo interrogaban, y si podía hablar, les decía la
verdad, y al cabo de un rato empezaban a torturarlo otra vez.
Aquello duró días, semanas; Justin no sabe cuánto tiempo, pero fue
mucho. En una ocasión se marcharon durante varios días y lo dejaron atado
sin nada que comer o beber. Regresaron y todo empezó de nuevo. Justin no
perdía la esperanza de que Harley lo ayudara, pero Harley no apareció,
todavía no.
Al cabo de un tiempo, terminó lo que ocurría en la cabaña, o al menos él
no supo nada más. Debieron pensarse que había muerto; a lo mejor tenían
razón, pero en cualquier caso, no se equivocaron por mucho.
Lo siguiente que recuerda es el pantano. Estaba tumbado en el agua, justo
al borde de donde el pantano se hacía más profundo. Tenía la cara fuera del
agua; despertó cuando se movió un poco y la cara se le sumergió. Debieron de
haberlo dado por muerto y lo habían tirado al pantano, pero había flotado
hasta aguas poco profundas antes de ahogarse, y un último destello de
consciencia le había permitido tumbarse de espaldas con la cara fuera.
No recuerdo gran cosa sobre el Justin del pantano; pasó mucho tiempo,
pero sólo recuerdo imágenes. Al principio no podía moverme; me quedé
tumbado dentro del agua con la cara fuera. Recuerdo que oscureció y que hizo
más frío, y finalmente mis manos se movieron un poco y conseguí salir un
poco del agua, hasta quedar tendido en el barro con sólo los pies sumergidos.
Me dormí o volví a quedar inconsciente, y cuando desperté vi un amanecer
gris; fue entonces cuando llegó Harley. Creo que lo había estado llamando, y
debió de oírme.
Estaba allí de pie, vestido de un modo tan inmaculado y perfecto como
siempre, en medio del pantano, y se reía de mí por ser tan débil y estar allí
tumbado como un tronco, la mitad en el agua sucia y la mitad en el barro; así
que me levanté y ya no me dolió nada.
—Vamos, Justin, te sacaremos de ahí —dijo tras estrecharme la mano, y
yo estaba tan contento de que hubiera venido que lloré un poco. Se rió de mí
por eso y dijo que me apoyara en él, que me ayudaría a caminar, pero no

Página 449
quise porque yo estaba cubierto del barro y la porquería del pantano, y él
estaba tan limpio y perfecto con su traje de lino blanco como un anuncio de
revista. Y en ningún momento se manchó de barro el bajo de los pantalones ni
se despeinó lo más mínimo en los días y noches que nos costó salir del
pantano.
Le dije que me guiara, y lo hizo. Caminaba delante de mí y a veces se
volvía, riendo o charlando conmigo para animarme. A veces me caía, pero yo
no le dejaba ayudarme. Él esperaba pacientemente hasta que conseguía
levantarme. A veces avanzaba a gatas cuando ya no podía sostenerme en pie.
A veces tenía que nadar para cruzar ríos que él saltaba ágilmente.
Y fue así un día y otro y una noche y otra, y a veces me dormía, y había
cosas que pasaban arrastrándose sobre mí. Algunas las cogía y las devoraba, o
tal vez lo soñaba. Recuerdo otras cosas de aquel pantano, como el sonido
constante de un órgano y a veces ángeles en el aire y diablos en el agua, pero
supongo que deliraba.
—Un poco más, Justin —decía Harley—; lo conseguiremos. Y nos las
pagarán todas juntas.
Y lo conseguimos. Llegamos a unos campos secos, campos cultivados con
maíz que me llegaba a la cintura, pero no había mazorcas que pudiera comer.
Y había un riachuelo, un riachuelo limpio cuya agua no apestaba como la del
pantano, y Harley me dijo que me aseara y que me lavara la ropa, y así lo
hice, aunque deseaba salir corriendo para conseguir comida.
Todavía tenía muy mal aspecto; la ropa estaba limpia de barro y
porquería, pero hecha harapos y empapada porque no podía esperar a que se
secara; llevaba una barba descuidada e iba descalzo.
Pero continuamos y llegamos a una pequeña granja, sólo un cobertizo de
dos habitaciones del que salía un olor a pan recién hecho, y corrí los últimos
metros antes de llamar a la puerta. La abrió una mujer muy fea, y cuando me
vio la volvió a cerrar de golpe antes de que pudiera decirle nada.
No sé de dónde saque las fuerzas, puede que de Harley, aunque no
recuerdo si estaba allí en aquel momento. Había un montón de leña junto a la
puerta. Cogí uno de los troncos como si no pesara más que un palo de escoba,
derribé la puerta y maté a la mujer. Chilló mucho, pero la maté. Luego me
comí el pan caliente recién hecho.
Mientras comía, miré por la ventana y vi a un hombre que corría por el
campo en dirección a la casa. Encontré un cuchillo y lo mate cuando entró por
la puerta. Matar con el cuchillo era mucho mejor, me gustaba más.

Página 450
Comí más pan y seguí mirando por todas las ventanas, pero no vino nadie
más. Entonces empezó a dolerme el estómago a causa del pan caliente que
había comido y tuve que tumbarme encogido. Cuando se me pasó el dolor, me
dormí.
Harley me despertó; había oscurecido.
—Vámonos —dijo—; tienes que estar lejos de aquí antes de que
amanezca.
Sabía que tenía razón, pero no me apresuré. Como puedes ver, me estaba
volviendo muy astuto. Sabía que antes tenía que hacer algunas cosas.
Encontré cerillas y una lámpara, y la encendí. Luego registré el cobertizo en
busca de algo que pudiera serme útil. Encontré ropa del hombre, y me
quedaba bastante bien; sólo que tuve que doblar el bajo de los pantalones y
las mangas de la camisa. Los zapatos eran grandes, y eso fue una ventaja
porque tenía los pies muy hinchados.
Encontré una cuchilla y me afeité; tardé mucho porque no tenía el pulso
muy firme, pero tuve cuidado y no me corté demasiado.
Lo que más me costó encontrar fue el dinero, pero finalmente di con él.
Había sesenta dólares.
Y me llevé el cuchillo después de afilarlo. No es elegante; sólo es un
cuchillo con mango de hueso, pero el acero es bueno. Te lo enseñaré muy
pronto. Lo he utilizado mucho.
Después nos fuimos, y Harley me dijo que me mantuviera alejado de las
carreteras y buscara las vías del tren. Eso fue fácil porque oímos el pitido de
un tren a lo lejos en la noche, y supimos en qué dirección estaban las vías.
Desde entonces, con la ayuda de Harley, las cosas han sido fáciles.
A partir de aquí no te hacen falta muchos más detalles. Me refiero al
guardagujas, al vagabundo que encontramos dormido en el vagón vacío y al
problema que estuve a punto de tener con la policía de Richmond. Aprendí
mucho. Aprendí que no tenía que hablar con Harley cuando hubiera alguien
cerca que pudiera oírme. Se esconde de la gente; tiene esa habilidad, y nadie
sabe que está ahí, de modo que todos piensan que estoy mal de la cabeza si
hablo con él. En Richmond compré ropa mejor, me corté el pelo y, en un
callejón, maté a un hombre que llevaba cuarenta dólares encima, de modo que
volví a tener dinero. He viajado mucho desde entonces. Si lo piensas bien,
sabrás dónde estoy ahora.
Estoy buscando a Toro Mallon y a los dos hombres que lo ayudaron. Se
llaman Harry y Cari. Cuando los encuentre, los mataré. Harley no para de
decirme que esos tipos son peces gordos y que aún no estoy preparado para

Página 451
ellos. Pero puedo seguir buscando mientras me preparo, de modo que me sigo
moviendo. A veces me quedo en un sitio el tiempo suficiente para trabajar de
impresor durante un tiempo. He aprendido muchas cosas. Puedo hacer mi
trabajo sin que la gente piense que soy demasiado extraño; ya no se asustan
cuando los miro como ocurría hace unos meses. Y he aprendido a no hablar
con Harley excepto en nuestra habitación, y aun entonces en voz muy baja,
para que la gente de la habitación de al lado no piense que hablo solo.
Y practico con el cuchillo. He matado a mucha gente con él, casi todos
por la calle de noche. A veces porque me parece que llevan dinero, pero sobre
todo por la práctica y porque ha llegado a gustarme. Ahora soy realmente
bueno con el cuchillo. Apenas lo notarás.
Pero Harley me dice que matar de esa manera es fácil, y que es muy
distinto a matar a una persona que está en guardia, como lo estarán Toro,
Harry y Cari.
Y ésa es la conversación que nos llevó a la apuesta que había mencionado
al principio. Le dije a Harley que me apostaba algo con él a que era capaz de
avisar a un hombre que iba a matarlo con el cuchillo, y hasta de decirle por
qué y aproximadamente cuándo, y aun así, matarlo. Él dijo que no podría, y
ahora está a punto de perder la apuesta.
La perderá porque te estoy avisando en este mismo momento, aunque no
te lo creas. Me juego algo a que te piensas que esto es sólo un relato más de
un libro. No te imaginas que éste es el único ejemplar de este libro que
contiene este relato, y que el relato es cierto. Incluso si te explico cómo lo
hice, estoy convencido de que no vas a creerme.
Ya ves que voy a ganar la apuesta siendo más listo que Harley y que tú. A
él no se le ocurrió pensar, como tampoco debes saberlo tú, lo fácil que es para
un buen impresor, que también ha sido falsificador, falsificar un relato en un
libro. Ni de lejos tan difícil como falsificar un billete de cinco dólares.
Tenía que escoger un libro de relatos cortos y escogí éste porque me di
cuenta de que el último se titulaba «No mires atrás» y ése era un título que me
serviría. Dentro de nada sabrás a qué me refiero.
He tenido suerte de que la imprenta donde trabajo imprimiera libros y
tuviera un tipo de letra que encajara con el resto de este libro. Tuve algún
problema para que el papel concordara exactamente, pero pude conseguir un
poco y lo tengo preparado mientras escribo esto. Lo compongo en mitad de la
noche directamente en la linotipia de la imprenta donde trabajo de día. Hasta
tengo permiso del jefe; le dije que me quedaría a imprimir un relato que había

Página 452
escrito un amigo mío para darle una sorpresa, y que volvería a fundir el metal
de linotipia en cuanto hubiera hecho una buena copia.
Cuando termine de escribir esto lo compondré en páginas que coincidan
con el resto del libro y lo imprimiré en el papel que tengo preparado. Cortaré
las páginas nuevas del tamaño adecuado y las encuadernaré; no notarás la
diferencia, por mucho que una leve sospecha te lleve a examinarlo. No
olvides que falsificaba billetes de cinco y diez dólares que serías incapaz de
distinguir de los auténticos, y esto es pan comido en comparación. Y tengo la
suficiente práctica como encuadernador para poder eliminar el último relato
del libro y añadir éste en su lugar sin que puedas notarlo por muy
detenidamente que lo examines. Haré un trabajo perfecto aunque me lleve
toda la noche.
Y mañana iré a alguna librería, o puede que a un quiosco o unos grandes
almacenes donde vendan libros y tengan otros ejemplares de éste, ejemplares
normales, y lo dejaré allí. Me buscaré un sitio desde donde vigilar, y te estaré
observando cuando lo compres.
El resto no puedo contártelo porque depende mucho de las circunstancias,
de si has ido o no directamente a casa con el libro o de lo que hayas hecho.
No lo sabré hasta que te siga y compruebe que te pones a leerlo… y vea que
ya has llegado al último relato del libro.
Si estás leyendo esto en tu casa, puede que esté ahí contigo en este
momento. A lo mejor estoy en la misma habitación, escondido, esperando a
que acabes el cuento. Puede que te esté observando por la ventana. O puede
que esté sentado cerca de ti en el tranvía o en el tren, si lo estás leyendo allí.
Tal vez esté en la salida de incendios de la habitación de tu hotel. Pero sea
donde sea que le estés leyendo, puedes estar seguro de algo: estoy cerca de ti,
observando y esperando que acabes.
Ahora ya casi estás. Dentro de pocos segundos acabarás y cerrarás el
libro, aunque aún no te lo creas. O, si no has leído los relatos en orden, puede
que vuelvas las páginas para empezar otro. Si lo haces, no lo terminarás
nunca.
Pero no mires a tu alrededor; morirás más feliz si no lo haces, si no ves
venir el cuchillo. Cuando malo a alguien por la espalda, no parece molestarle
tanto.
Sigue así, sólo unos segundos o unos minutos más, pensando que es sólo
otro relato. No mires atrás. No te creas nada… hasta que sientas el cuchillo.

Página 453
APÉNDICE BIBLIOGRÁFICO

Cronología de los relatos de ciencia ficción de Fredric


Brown (1): 1941-1949

En primer lugar se incluyen los títulos de los relatos según la presente edición
y su título original. A continuación se listan los datos relativos a la primera
edición de los relatos en inglés. En entradas aparte, los correspondientes a las
ediciones en castellano de los mismos en orden cronológico de publicación.
Abreviamos los títulos de las recopilaciones de relatos de Fredric Brown
editadas en castellano como sigue:

PG: Pesadillas y Geezenstacks (Miraguano). Trad. Cecilia


Pérez.
PGD: Pesadillas y Geezenstacks (Diana). Trad. Mayo
Antonio Sánchez.
AE: Amo del espacio (Edhasa). Trad. Félix Monteagudo.
LMI: Luna de miel en el infierno (Edhasa). Trad. Antonio
Ribera.
PP: Paradoja perdida (Martínez Roca). Trad. Margarita
González Trejo.
RE: El ratón estelar (Bruguera). Trad. Mª Teresa Segur.
VE: Ven y enloquece (Bruguera). Trad. Mª Teresa Segur.
MFB: Lo mejor de Fredric Brown (Ed. B). Trad. Ma Teresa
Segur.

1941

—“Armagedón” / “Armageddon”

Página 454
Unknown, agosto 1941
—“Harmagedón”, en Salto a lo desconocido (Ed. Verón,
col. Erus, Barcelona, 1972, trad. Antonio Ribera)
—“Armagedón”, en VE y MFB
—“Aún no es el fin” / “Not Yet the End”
Captain Future, invierno 1941
—“Los conquistadores de Xandor”, en Hombres del futuro
(Ed. El Tábano, Buenos Aires, 1947)
—“Aún no llegó el final”, en PGD
—“Aún no es el fin”, en VE, MFB e Imperios galácticos III
(Ed. Bruguera, Barcelona, 1982, trad. José M.a Pomares)
—“Todavía no es el fin”, en PG

1942

—“Etaoin Shrdlu” / “Etaoin Shrdlu”


Unknown, febrero 1942
—íd. en VE y MFB
—“El ratón estelar” / “Star Mouse”
[Originalmente como “The Star Mouse”]
Planet Stories, primavera 1942
[Mitkey/1]
—“Ratón estelar”, en AE
—“El ratón estelar”, en RE y MFB
—“Ocaso” / “Runaround”
[Originalmente como “Starvation”]
Astounding, septiembre 1942
—“El último”, en PGD
—“Ocaso”, en PG
—“El recién llegado” / “The New One”
Unknown, octubre 1942
—“El nuevo”, en PP

1943

—“El gusano angelical” / “The Angelic Angleworm”


Unknown, febrero 1943
—“El truco del sombrero” / “The Hat Trick”
Con el seudónimo de Felix Graham

Página 455
Unknown, febrero 1943
—“Los Geezenstack” / “The Geezenstacks”
Weird Tales, septiembre 1943
—“Los Geezenstacks”, en PGD y PG
—“Los Geezenstacks”, en RE y MFB
—“Pesadilla diurna” / “Daymare”
Thrilling Wonder Stories, otoño 1943
—“Pesadilla despierto”, en AE
—“Pesadilla diurna”, en La edad de oro. 1942-1943
(Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficción, Barcelona,
1989, trad. Rafael Marín[7])
—“Paradoja perdida” / “Paradox Lost”
Astounding, octubre 1943
—“Paradoja perdida”, en PP

1944

—“Y los dioses rieron” / “And the Gods Laughed”


Planet Stories, primavera 1944
—“Y los dioses rieron”, en LMI
—“Nada Sirio” / “Nothing Sirius”
Captain Future, primavera 1944
—“Sirio Cero”, en AE
—“Nada Sirio”, en VE, MFB y El cinturón de Venus (Ed.
Caralt, col. Ciencia Ficción núm. 13, Barcelona, 1977, trad.
Antonio Prometeo Moya y Pablo Mané)
—“Sirio Nada”, en PP
—“El principio Yehudi” / “The Yehudi Principle”
Astounding, mayo 1944
—“El principio Yehudi”, en VE y MFB
—“Arena” / “Arena”
Astounding, junio 1944
—“Arena”, en LMI, RE, MFB, Nueva Dimensión 7 (Ed.
Dronte, Barcelona, 1969, trad. M. Trevéner) y Otros mundos,
otros soles (Ed. Dronte, col. Biblioteca Básica de Ciencia
Ficción núm. 2, Barcelona, 1982, trad. M. Trevéner)

1945

Página 456
—“Las ondulaciones” / “The Waveries”
Astounding, enero 1945
—“Los ondulantes”, en Minotauro II 4 (Ed. Minotauro,
Buenos Aires, 1983, trad. Rafael Urbino) y La edad de oro.
1944-1945 (Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficción,
Barcelona, 1989, trad. Francisco Blanco[8])
—“El asesinato en diez fáciles lecciones” / “Murder in Ten
Easy Lessons”
[Originalmente como “Ten Tickets to Hades”]
[Ten Detective Aces, mayo 1945
—“Asesinato en diez sencillas lecciones”, en PGD
—“El asesinato en diez lecciones”, en PG
—“Pi en el cielo” / “Pi in the Sky”
Thrilling Wonder Stories, invierno 1945
—“Pi en el cielo”, en AE, RE y MFB

1946

—“Placet me complace” / “Placet Is a Crazy Place”


Astounding, mayo 1946
—“Placet es un mundo de locos”, en La edad de oro. 1946-
1947 (Ed. Martínez Roca, col. Gran Super Ficción, Barcelona,
1989, trad. Rafael Marín)

1947

—“No mires atrás” / “Don’t Look Behind You”


Ellery Queen’s Mystery Magazine #42, mayo 1947
—“¡No mires atrás!”, en No mires atrás (Ed. Molino, col.
Selecciones de Biblioteca Oro núm. 237, Barcelona, 1966, trad.
Esteban Riambau)
—“No mires hacia atrás”, en Prohibido a los nerviosos (Ed.
Bruguera, Barcelona, 1967, trad. E. Mallorquí, R. Moreno y J.
Piñeiro)
—“No se vuelva usted”, en De Poe a Simenon: Antología
de cuentos policíacos y de misterio (Ed. Martínez Roca, col.
Nueva Fontana, Barcelona, 1968, trad. Agustín Bartra) y
Relatos maestros de terror y de misterio (Ed. Martínez Roca,

Página 457
col. Fontana Rústica núm. 20, Barcelona, 1977, trad. Agustín
Bartra)

1948

—“What Mad Universe”


Startling Stories, septiembre 1948
[Versión abreviada de Universo de locos]
—“La broma” / “The Joke”
[Originalmente como “If Looks Could Kill”]
Detective Tales, octubre 1948
—“La broma”, en PGD y PC
—“Llamada” / “Knock”
Thrilling Wonder Stories, diciembre 1948
—“Un golpe a la puerta”, en Los cuentos fantásticos 32
(Ed. Enigma, México D. F., 1951)
—“Llamada”, en AE, PP, MFB y Grandes minicuentos
fantásticos[9] (Ed. Alfaguara, Madrid, 2004, trad. Benito Arias
García)
—“La llamada”, en RE

1949

—“Todos los BEM buenos” / “All Good Berns”


Thrilling Wunder Stories, abril 1949
—“Los monstruos sonrientes”, en AE
—“Ratón” / “Mouse”
Thrilling Wonder Stories, junio 1949
—“Ratón”, en LMI
—“Ven y enloquece” / “Come and Go Mad”
Weird Tales, julio 1949
—“Ven y enloquece”, en AE, VE, MFB, Lo inesperado (Ed.
Diana, col. Halcón núm. 31, México D. F., 1964, trad. René
Cárdenas), Extraños en la Tierra (Ed. Doncel, col. Libro Joven
de Bolsillo núm. 17, Madrid, 1972) y La Tierra invadida[10]
(Ed. Sirio, col. Biblioteca de Ciencia Ficción núm. 3, Buenos
Aires, 1977, trad. Armando Ribera)
—“Crisis en 1999” / “Crisis, 1999”
Ellery Queen’s Mystery Magazine #69, agosto 1949

Página 458
—“Crisis en 1999”, en Ellery Queen. Revista de misterio 5
(Ed. AHR, Barcelona, 1954)
—“Policía 1999”, en AE
—“Carta a un fénix” / “Letter to a Phoenix”
Astounding, agosto 1949
—“Carta a un fénix”, en VE y MFB
—“Gateway to Darkness”
Super Science Stories, noviembre 1949
[Incorporado a Vagabundo del espacio]

Página 459
NOTA ACERCA DEL AUTOR

Fredric William Brown nació en 1906 en Cincinnati (Ohio). Huérfano de


padre y madre desde temprana edad, se licenció en Periodismo en el Hanover
College de Cincinnati. En 1929 contrajo matrimonio con Helen Ruth Brown,
a quien conocía por carta y con quien tuvo dos hijos. Trabajó durante años
como corrector de galeradas en el Milwaukee Journal, hecho que se refleja en
algunos de sus relatos y se traduce en un estilo pulcro y cuidado. En 1937
publica “Monday’s Off Night”, el primero de los relatos de misterio que en
los años siguientes aparecerían en revistas como Detective Tales, Black Mask,
Thrilling Detective o Ellery Queen’s. En 1941 aparece su primer relato de
ciencia ficción, “Armagedón”. Se dedica a escribir a tiempo completo tras la
publicación de su primera novela policíaca, La trampa fabulosa (1947), que
inicia la serie protagonizada por Ed y Am Hunter, y con la que gana el premio
Edgar.
Tras divorciarse de Helen, contrae matrimonio con Elizabeth Charlier,
reside tres años en México y se instala en Tucson (Nuevo México), un lugar
idóneo para sobrellevar sus crisis asmáticas. Allí labra fama de viajero
incansable, siempre embarcado en autobuses Greyhound como mecanismo de
inspiración. En los años sesenta reduce su ritmo de escritura y se traslada a
California, donde colabora en guiones para series televisivas como Alfred
Hitchcock Presenta. De regreso a Tucson, sus problemas respiratorios y de
alcoholismo se agravan, y fallece en 1972, tras permanecer dos años
ingresado en un hospital.
Autor de más de veinte novelas policíacas y cinco novelas fantásticas,
Brown es ampliamente recordado entre los lectores de ciencia ficción como
uno de sus autores iniciáticos por excelencia y como maestro absoluto del
relato ultracorto.

NOVELAS DE CIENCIA FICCIÓN:

1949

Página 460
—What Mad Universe
—Universo de locos, Ed. Edhasa, col. Nebulae I núm. 18,
Barcelona, 1956
—íd., Ed. Edhasa, col. Selecciones de Nebulae núm. 5,
Barcelona, 1965
—íd., Ed. Sudamericana, col. Galaxia núm. 3, Buenos
Aires, 1974
—íd., Ed. Edhasa, col. Nebulae 11 núm. 35, Barcelona,
1979
—íd., Ed. Orbis, col. Biblioteca de Ciencia Ficción núm. 82,
Barcelona, 1986

1953

—The Lights in the Sky Are Stars


[También como Project Jupiter]
—Por sendas estrelladas, Ed. Edhasa, col. Nebulae I núm.
124, Barcelona, 1966

1955

—Martians, Go Home
—Marciano, ¡vete a casa!, Ed. Edhasa, col. Nebulae 1 núm.
48, Barcelona, 1958
—¡Marciano, vete a casa!, Ed. Edhasa, col. Selecciones de
Nebulae núm. 14, Barcelona, 1966
—Marciano, vete a casa, Ed. Martínez Roca, col. Super
Ficción núm. 70, Barcelona, 1982
—íd., Ed. Orbis, col. Biblioteca de Ciencia Ficción núm. 9,
Barcelona, 1985
—Marcianos, Go Home, Ed. Bibliópolis, col. Bibliópolis
Fantástica núm. 6, Madrid, 2003

Página 461
1957

—Rogue in Space
—Vagabundo del espacio, Ed. Edhasa, col. Nebulae I núm.
116, Barcelona, 1966

1961

—The Mind Thing


—La mente asesina de Andrómeda, Ed. Edhasa, col.
Nebulae I núm. 94, Barcelona, 1963
—El ser mente, Ed. Acervo, col. Acervo Ciencia/Ficción
núm. 46, Barcelona, 1982

RECOPILACIONES DE CIENCIA FICCIÓN:

1951

—Space on My Hands
—Amo del espacio, Ed. Edhasa, col. Nebulae T núm. 21,
Barcelona, 1956
—íd., Ed. Edhasa, col. Selecciones de Nebulae núm. 19,
Barcelona, 1967

1954

—Angels and Spaceships


[También como Star Shine]

1958

Página 462
—Honeymoon in Hell
—Luna de miel en el infierno, Ed. Edhasa, col. Nebulae I
núm. 79, Barcelona, 1961

1961

—Nightmares and Geezenstacks


—Pesadillas y Geezenstacks, Ed. Diana, col. Halcón núm.
54, México D. F., 1966
—íd., Ed. Miraguano, col. Futurópolis núm. 22, Madrid,
1990

1968

—Daymares

1973

—Paradox Lost
—Paradoja perdida, Ed. Martínez Roca, col. Super Ficción
núm. 59, Barcelona, 1981
—íd., Ed. Orbis, col. Biblioteca de Ciencia Ficción núm. 28,
Barcelona, 1985

1977

—The Best of Fredric Brown


—El ratón estelar (I) y Ven y enloquece (II), Ed. Bruguera,
col. Libro Amigo núm. 583 y 619, Barcelona, 1978
—El ratón estelar, Ed. Bruguera, col. Club Joven núm. 76,
Barcelona, 1983

Página 463
—Ven y enloquece, Ed. Bruguera, col. Naranja núm. 99,
Barcelona, 1983
—Lo mejor de Fredric Brown, Ed. B, col. Libro Amigo
núm. 60, Barcelona, 1988

1987

—And the Gods Laughed

CIENCIA FICCIÓN COMPLETA:

2001

—From These Ashes: The Complete Short SF of Fredric Brown


—Ven y enloquece, y otros cuentos de marcianos (I) y Luna
de miel en el Infierno, y otros cuentos de marcianos (II), Ed.
Gigamesh, Barcelona, 2005

2002

—Mar tians and Madness: The Complete SF Novels of Fredric


Brown
—Universo de locos, y otras novelas de marcianos (I) y
Vagabundo del espacio, y otras novelas de marcianos (II), Ed.
Gigamesh, Barcelona, en preparación

NOVELAS POLICÍACAS:

1948

Página 464
—Murder Can Be Fun
[También como A Plot for Murder]
—El asesinato puede ser divertido. Ed. Diana, col. Caimán
núm. 279, México D. F., 1963
—El asesinato como diversión, Ed. Plaza & Janés, col.
Black núm. 11, Barcelona, 1990

1949

—The Screaming Mimi


—La estatua del terror, Ed. Cumbre, col. Selección
Laberinto, México D. F., 1952
—El suplicio de Mimi, Ed. Diana, col. Caimán, México
D. F., circa 1965
—La caza del asesino, Ed. Fórum, col. Círculo del Crimen
núm. 6, Madrid, 1983

1950

—Night of the Jabberwock


—Noche de brujas, Ed. Librería Hachette, col. Biblioteca de
Bolsillo núm. 188, Buenos Aires, 1953
—La noche a través del espejo, Ed. Júcar, col. Etiqueta
Negra núm. 57, Gijón, 1987
—Here Comes a Candle
—El misterio de la vela, Ed. Diana, col. Caimán, México
D. F., 1963

1951

—The Far Cry


—El grito lejano, Ed. Diana, col. Caimán núm. 286,
México D. F., 1963

Página 465
—íd., Ed. Librería Hachette, col. Biblioteca de Bolsillo
núm. 191, Buenos Aires, 1953

1952

—The Deep End


—Esquizofrenia, Ed. Acme, col. Rastros núm. 246, Buenos
Aires, 1956
—We All Killed Grandma
—Todos matamos a la abuelita, Ed. Diana, col. Caimán
núm. 328, México D. F., 1964

1953

—Madball
—El adivino, Ed. Diana, col. Caimán núm. 306, México
D. F., 1966

1954

—His Name Was Death


—Su nombre era muerte, Ed. Cumbre, col. Selección
Laberinto, México D. F., 1956

1955

—The Wench is Dead

1956

Página 466
—The Lenient Beast
—La bestia dormida, Ed. Bruguera, col. Caballo Negro
Crimen, Barcelona, 1966
—íd., Ed. Bruguera, col. Naranja núm. 24, Barcelona, 1981
—íd., Ed. Bruguera, col. Club del Misterio núm. 148,
Barcelona, 1984

1958

—One for the Road


—Un trago para el camino, Ed. Bruguera, col. Caballo
Negro Crimen, Barcelona, 1966
—íd., Ed. Bruguera, col. Club del Misterio núm. 21,
Barcelona, 1982
—íd., Ed. Bruguera, col. Naranja núm. 83, Barcelona, 1982

1959

—Knock Three-One-Two
—Tres… uno… dos…, Ed. Diana, col. Caimán núm. 268,
México D. F., 1963
—Llama 3-1-2., Ed. Destino, col. Suspense núm. 18,
Barcelona, 1987
—íd., Ed. El Observador, col. Novelas Policíacas núm. 73,
Barcelona, 1991

1961

—The Murderers
—Los asesinos, Ed. Diana, col. Caimán núm. 316, México
D. F., 1964

Página 467
1962

—The Five-Day Nightmare


—Cinco días de pesadilla, Ed. Diana, col. Caimán núm.
364, México D. F., 1965

Novelas de Ed y Am Hunter:

1947

—The Fabulous Clipjoint


—El desplumadero fabuloso, Ed. Diana, col. Caimán núm.
310, México D. F., 1964
—La trampa fabulosa, Ed. Bruguera, col. Club del Misterio
núm. 125, Barcelona, 1983

1948

—The Dead Ringer


—El misterio del enano, Ed. Diana, col. Caimán, México
D. F., circa 1965
—La viva imagen, Ed. Plaza & Janés, col. Black núm. 6,
Barcelona, 1990

1949

—The Bloody Moonlight


[También como Murder by Moonlight]
—Asesinato a la luz de la luna, Ed. Diana, col. Caimán
núm. 294, México D. F., 1963

Página 468
—Plenilunio sangriento, Ed. Plaza & Janés, col. Black
núm. 19, Barcelona, 1992

1950

—Compliments of a Fiend
—Cortesía del demonio, Ed. Diana, col. Caimán núm. 289,
México D. F., 1963

1951

—Death Has Many Doors

1959

—The Late Lamented


—Una dama en peligro, Ed. Diana, col. Caimán núm. 275,
México D. F., 1965

1963

—Mrs. Murphy’s Underpants


—El caso de la señora Murphy, Ed. Diana, col. Caimán
núm. 388, México D. F., 1966

RECOPILACIONES DE RELATOS POLICÍACOS:

1953

Página 469
—Mostly Murder: Eighteen Stories
—No mires atrás, Ed. Molino, col. Selecciones de
Biblioteca Oro núm. 237, Barcelona, 1966

1963

—The Shaggy Dog and Other Murders


—Los asesinatos del perro y otros asesinatos, Ed. Diana,
col. Caimán núm. 340, México D. F., 1965

1985

—Carnival of Crime. The Best Mystery Stories of Fredric


Brown

The Fredric Brown Pulp Detective Series:

1984

—Homicide Sanitarium
—Before She Kills

1985

—Madman’s Holiday
—The Case of the Dancing Sandwiches
—The Freak Show Murders

1986

Página 470
—Thirty Corpses Every Thursday
—Pardon My Gaulish Laughter
—Red Is the Hue of Hell
—Brother Monster
—Sex Life on the Planet Mars

1987

—Nightmare in Darkness
—Who Was That Blonde I Saw You Kill Last Night?

1988

—Three Corpse Parlay


—Selling Death Sort

1989

—Whispering Death

1990

—Happy Ending
—The Water Walker

1991

—The Gibbering Night


—The Pickled Punks

Página 471
OTRAS NOVELAS:

1958 —The Office

ANTOLOGÍAS:

1953 —Science Fiction Carnival, con Mack Reynolds

SOBRE EL AUTOR:

1983 —Newton Baird, A Key to Fredric Brown’s Wonderland


1993 —Jack Seabrook, Martians and Misplaced Clues: The
Life and Work of Fredric Brown

PREMIOS:

1948 —Edgar por La trampa fabulosa

Página 472
FREDRIC BROWN (Cincinnati, Ohio [USA], 1906 - Tucsa, Arizona [USA],
1972). Mencionado por San Lundwall como autor de uno de los más cortos
relatos jamás escritos (tres párrafos), Fredric Brown cuenta con una especial
reputación basada en su humor y superlativa sátira que impregna la mayor
parte de su obra. «Placet is a Crazy Place» (1946, recogido en la antología
Angels and Starships, 1954) es uno de los más altos pilares entre todos los
mundos de cómica improbabilidad de la ciencia ficción.
Nació en Cincinnati en 1906, empezando a trabajar como oficinista y,
posteriormente, como lector de pruebas y periodista antes de convertirse en
escritor profesional en 1947. Gran parte de su obra fue dedicada a la ciencia
ficción, logrando un puesto puntero en el Salón de la Fama de la Ciencia
Ficción antes de su muerte, en 1972. Su novela What Mad Universe (1949;
Universo de locos), considerada como su mejor obra, es una sátira sobre un
universo paralelo. Entre sus otras novelas merecen destacarse The Lights in
the Sky are Stars (1953; Por sendas estrelladas), Rogue in Space (1957;
Vagabundo del Espacio), The Mind Thing (1961; La Mente asesina de
Andrómeda; El Ser Mente) y Martians, Go Home (1955; Marciano, vete a
casa). Casi toda la obra corta de Fredric Brown, de la que parte ha sido
publicada en colaboración con Mack Reynolds, puede encontrarse en: Space
on my Hands (1951; Amo del espacio), Honeymoon in Hell (1958; Luna de

Página 473
Miel en el Infierno), Nightmares and Geezenstacks (1961; Pesadillas y
Geezenstacks), Daymares (1968).

Página 474
Notas

Página 475
[1]Juego de palabras intraducible entre Heaven, «cielo», y Haveen. (N. de la
T.) <<

Página 476
[2]Nuevo juego de palabras entre angleworm, «gusano de pesca», y
angelwonn, «gusano angelical». (N. de la T.) <<

Página 477
[3] Juego de palabras entre hate, «odio», y heat, «calor». (N. de la T.) <<

Página 478
[4]Nuevo juego de palabras entre leí, voz hawaiana que significa «guirnalda»,
y lie, «posición de la bola de golf». (N. de la T.) <<

Página 479
[5]Otro juego de palabras, en esta ocasión entre there, «allí», y ether, «éter».
(N. de la T.) <<

Página 480
[6] Lye significa «lejía» en inglés. (N. de la T) <<

Página 481
[7]En el libro constan como traductores Francisco Blanco y Rafael Marín. La
traducción del cuento de Brown es de Rafael Marín. Comunicación personal.
<<

Página 482
[8]En el libro constan como traductores Francisco Blanco, Rafael Marín y
Albert Solé. La traducción del cuento de Brown es de «F. Blanco», como
puede comprobarse al cotejar con la traducción de Rafael Urbino. <<

Página 483
[9] El texto publicado en este libro no es el relato de Brown, sino una
variación de “Sola y su alma”, de Thomas Bailey Aldrich (en Borges, Bioy
Casares, Ocampo, Antología de la literatura fantástica, Ed. Edhasa, col.
Pocket núm. 45, Barcelona, 1977), de 1912. Es un error bastante extendido
atribuir variantes de dicho relato a Fredric Brown. <<

Página 484
[10]Era práctica habitual de esta colección plagiar las traducciones previas de
otras editoriales, así que cabría cotejar esta traducción con la anterior de
Doncel. <<

Página 485
TÍTULOS PUBLICADOS

1. Greg Egan, Cuarentena


2. Tim Powers, Las puertas de Anubis [4.a edición]
3. Jack Vance, Lámpara de Noche
4. Alfred Bester, Las estrellas mi destino [2.a edición]
5. Tim Powers, Esencia oscura [2.a edición]
6. Neal Stephenson, Snow Crash [2.a edición]
7. Angélica Gorodischer, Kalpa imperial
8. Greg Egan, El Instante Aleph
9. Tim Powers, En costas extrañas [2.a edición]
10. Jack Vance, Maske: Taeria
11. George R. R. Martin, Muerte de la luz,
12. Steven Brust, La Guardia Fénix
13. Rafael Marín, Lágrimas de luz
14. George R. R. Martin, Juego de tronos (Canción de Hielo y Fuego/1)
[3.a edición]
15. David Gemmell, Waylander (Ciclo de Drenai/1)
16. Karel Kapek, La guerra de las salamandras
17. Tim Powers, Declara
18. Richard Calder, Malignos
19. Arkadi y Boris Strugatski, Destinos truncados
20. David Gemmell, Los dominios del lobo (Ciclo de Drenai/2)
21. George R. R. Martin, Choque de reyes (Canción de Hielo y Fuego/2)
[2.a edición]
22. Richard Calder, Chicas muertas
23. Jack Vance, El jardín de Suldrun (Trilogía de Lyonesse/1)
24. Jack Vance, La perla verde (Trilogía de Lyonesse/2)
25. Jack Vance, Madouc (Trilogía de Lyonesse/3)
26. Arkadi y Boris Strugatski, Ciudad maldita
27. Tim Powers, La fuerza de su mirada
28. David Gemmell, Héroe en la sombra (Ciclo de Drenai/3)
29. Fredric Brown, Ven y enloquece, y otros cuentos de marcianos
(Ciencia ficción completa/1)

Página 486
30. Fredric Brown, Luna de miel en el Infierno, y otros cuentos de
marcianos (Ciencia ficción completa/2)
31. Rodolfo Martínez, El sueño del Rey Rojo

EN PREPARACIÓN

George R. R. Martin, Tormenta de espadas (Canción de Hielo y Fuego/3)


David Gemmell, Las primeras crónicas (Ciclo de Drenai/4)

Página 487
La ciencia ficción completa de Fredric Brown:

1. Ven y enloquece, y otros cuentos de marcianos


2. Lima de miel en el infierno, y otros cuentos de marcianos
3. Universo de locos, y otras novelas de marcianos
4. Vagabundo del espacio, y otras novelas de marcianos

La tremenda eficacia narrativa de Fredric Brown, un escritor que se curtió en


el mercado de las revistas pulp americanas de ciencia ficción y policíacas, y la
complicidad instantánea que logra establecer una y otra vez con sus lectores,
lo convirtieron en uno de los escritores más populares de su época. Pero si su
recuerdo perdura hasta hoy entre todos los que lo han leído es porque supo
aportar, a ambos géneros, una visión honesta, sarcástica y deliciosamente
pragmática de la vida, al tiempo que abrazaba con respeto las convenciones
de la literatura popular.
Nos enorgullece presentar al lector de habla castellana la primera recopilar
pon sistemática y cronológica de la ciencia ficción de Fredric Brown. En este
primer volumen se recogen los relatos que publicó originalmente entre 1941 y
1949.

“Fredric Brown es uno de los autores de ciencia ficción más


divertidos que hayan existido nunca. Sin excepción, todos sus
cuentos son originales, seductores y graciosísimos”.

Connie Willis

Página 488

También podría gustarte