009-Hombre Que Viene Valdez - Elmore Leonard

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El

presente volumen reúne las dos mejores novelas de Elmore Leonard


dedicadas al western, según los especialistas del género: Hombre (1961) y
Que viene Valdez (1970). Ambas tienen mucho en común: el escenario
crepuscular, la frontera sur, los apaches, las persecuciones… Un mundo
lleno de mestizos, indios, anglos, mexicanos, negros, revolucionarios,
bandoleros, cuatreros, domadores de caballos, médicos de pueblo, chicas de
saloon, inmigrantes chinos… Hombre transcurre en la Arizona de 1884. Una
diligencia se dispone a iniciar un viaje entre la ciudad de Sweetmary y la
posta de Delgado. En ella viaja John Russell, secuestrado de niño por los
apaches con los que pasó su infancia, la chica McLaren y un grupo de
pasajeros. Los avatares que les deparará el camino pondrán a prueba su
instinto de supervivencia. En Que viene Valdez seremos testigos de un
enfrentamiento desigual y suicida entre un humilde alguacil, Valdez, y Frank
Tanner, potentado del lugar, y su ejército de pistoleros a propósito de un
abuso de poder intolerable. Una grandiosa novela de acción con un profundo
trasfondo ético.
Hombre fue llevada al cine en 1967 por Martin Ritt, con Paul Newman como
protagonista, y Que viene Valdez en 1971 por Edwin Sherin, con Burt
Lancaster.

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Elmore Leonard

Hombre & Que viene Valdez


Frontera - 09

ePub r1.0
Titivillus 12.10.15

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Título original: Hombre
Elmore Leonard, 1961
Traducción: Juan Antonio Santos

Título original: Valdez is Comming


Elmore Leonard, 1970
Traducción: Marta Lila Murillo

Ilustración de cubierta: Frank McCarthy “Dust Stained Posse”

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRESENTACIÓN

Muchos lectores suelen imaginar los géneros y subgéneros narrativos como


compartimentos estancos. Esto es una novela romántica, o un western, o una novela
policíaca, o histórica o un thriller. Y también se suele suponer que ese caballero o
señora que escribe, es un autor de terror, o de novela policíaca o se dedica al humor…
Realmente no hay tal compartimentación y estanqueidad. ¿Quién le discute a El
nombre de la rosa la capacidad de ser plenamente, y a un tiempo, «novela policíaca»
y «novela histórica»? Y con los escritores, la adscripción a un género tiene aún
mucho menos sentido. ¿Es Conan Doyle un excelente autor de novela policíaca o de
novela de aventuras? ¿Qué «tira más» para encuadrarle, Sherlock Holmes o El
Mundo perdido? Bueno, pues una vez establecida esta no pertenencia de los autores a
un género narrativo y la limitación a la hora de recluir las buenas novelas en el cajón
de un género, vamos a utilizar esos «clichés» que, aunque son impropios, son
tremendamente útiles desde un punto de vista descriptivo, para afirmar que Hombre y
Que viene Valdez son dos maravillosos westerns salidos de la pluma del gran maestro
de la novela negra, Elmore Leonard.
La categoría de Elmore Leonard dentro del ámbito de la literatura policíaca es de
sobra conocida. Treinta y siete novelas, de ellas más de una veintena llevadas al cine
o la televisión. Premio Grand Master de la asociación de escritores de misterio en
1992; Premio Diamond Dagger en 2006; tres veces finalista del Premio Edgar;
ganador del Premio Hammet en 1991; poseedor de la Medalla a la Distinguida
Contribución a las Letras Americanas, etcétera. Es uno, no de los «grandes», no, sino
de los «enormes» dentro del policiaco; alguien que «allá arriba» —si es que fue
bueno— encontrará sitio en la mesa a la que se sientan Hammet, Chandler, Thorpe,
Simenon o Ross Macdonald —si es que también se portaron bien—. Y sí, se afirma
siempre que Elmore Leonard empezó escribiendo western. Y eso es fácil de
comprobar. Su primer relato como profesional es “Trail of the Apache”, aparecido en
diciembre de 1951 en la revista Argosy. Durante esos primeros años es colaborador
habitual de revistas como Dime Western Magazine, el Western Story Magazine o el
Zane Grey’s Western Magazine, y también publica en otras revistas más misceláneas
como Collier’s o el Saturday Evening Post. En 1953 aparece su primera novela, un
western titulado The Bounty Hunters, y a este le seguirán siete más y un buen número
de narraciones cortas. Su primera novela policíaca, The Big Bounce, no aparece hasta
1969, dieciocho años después de su paso a la profesionalidad en la escritura, y
durante los años setenta escribirá western o policíaco indistintamente.
Resulta interesante buscar “Elmore Leonard” en las enciclopedias de literatura de
género. En las de western, Leonard aparece como uno de los indudables maestros del
género. Se citan sus ocho novelas de western; se hace un análisis de dos o tres de las

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mejores, y en el apartado «Other works» se mencionan los títulos de sus treinta y
siete novelas policíacas y sus guiones para cine o televisión. En las enciclopedias de
literatura policíaca, se hace un pormenorizado análisis de su obra, también se le
nombra «grande» del género y a la bibliografía total de sus novelas se le antepone
una especie de prefijo, sin explicación de ningún tipo, que dice «westerns» y que
consiste en la lista de esas ocho novelas de sus inicios. Bien, queda claro entonces
que Leonard, fallecido recientemente, no fue solo uno de los ases de la baraja de la
novela negra. También lo fue del western y, de hecho, recibió uno de los más grandes
premios que este género otorga a sus cultivadores: el Premio Owen Wister de 2009,
un premio que reconoce méritos, no solo a los escritores de western, sino a las
grandes figuras de la cultura que este género ha dado. El Owen Wister de 1997 lo
tiene José Cisneros, ilustrador y artista de origen mexicano; el de 1987 fue para Clint
Eastwood; el de 1984 para Dee Brown; el de 1978 para A. B. Guthrie; el de 1972
para John Ford y el de 1970 para John Wayne, por poner ejemplos. Elmore Leonard
no era escritor de western «ocasionalmente».
Para los eruditos del western, una aportación fundamental de Leonard a la novela
negra, algo que contribuye a su éxito en ese campo, es haber aclimatado a la misma
esquemas y personajes propios de la narrativa western que ya habían demostrado su
validez en ese género. Puede que esta sea una opinión interesada o, al menos, teñida
por el amor a los ranchos y a los indios por encima de las comisarías y los gángster,
de quienes la formulan. En todo caso, y orillando esta cuestión, sí suele señalar
también cualquier buen artículo sobre el Leonard escritor de western que Hombre y
Que viene Valdez son sus dos mejores novelas… y no se trata de desmerecer las otras
seis. Desde su inicio, Valdemar Frontera tuvo la intención de publicar alguna de las
dos. Hombre está casi siempre en la lista de los 25 mejores westerns de todos los
tiempos y, paradójicamente, Que viene Valdez es considerada por casi todos como la
mejor de sus contribuciones a este género… cosas que pasan y que son difíciles de
entender, pero que demuestran lo difícil que viene resultando decantar preferencia por
una de ellas. Hombre (1961) y Que viene Valdez (1970) tienen mucho en común: el
escenario crepuscular, la frontera sur, los apaches, las persecuciones… Hombre
quedaba un tanto escasa en extensión para publicarla sola. Que viene Valdez tenía
unas dimensiones mucho más adecuadas —siendo también un tanto breve—, pero si
se editaba una de las dos, sería difícil volver en un futuro por la segunda —
demasiados autores aún sin tocar, demasiadas cosas en común entre los dos títulos—,
y mas aún quedando pendiente recuperar su faceta como excelente autor de relatos…
Así que, aquí está el resultado final de esas ponderaciones: Hombre y Que viene
Valdez en un solo volumen.
Un remoquete que suele aplicarle la crítica a Leonard es el de «el Dickens de
Detroit», dada la veracidad y cariño con que el autor retrata las vidas de todo tipo de
personajes de su ciudad de residencia. El autor, nacido en Nueva Orleans en 1925,
pero establecido definitivamente en Detroit, suele decir que describe Detroit y sus

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gentes porque vive en Detroit, y que si estuviera viviendo en Buffalo, sería a estas
gentes de Buffalo a las que retrataría… Anécdota cierta o no, lo que no se puede
negar es su habilidad para reflejar con autenticidad los ambientes locales, los hábitos,
maneras de hablar y paisajes de los distintos grupos que componen una compleja
realidad social. Y esto, que le ha convertido en cronista de la vida de su tiempo, y que
la crítica y sus colegas de profesión alaban en él, es algo que ya estaba en los
westerns de su primera etapa. Pero no, no es el lejano Norte, junto a los lagos en
donde está Detroit, lo que retrató entonces. En Hombre, Que viene Valdez, “Trail of
the Apache” o Law at Randado, lo que se intenta plasmar con extremo detallismo es
la vida en Arizona y la frontera sur de los Estados Unidos en los años finales del siglo
XIX. Un mundo lleno de mestizos, indios, anglos, mexicanos, negros,
revolucionarios, bandoleros, cuatreros, domadores de caballos, médicos de pueblo,
chicas de saloon, inmigrantes chinos… Todo un sector del western que en cine han
recogido, además de las películas y novelas del propio Leonard, films como Los
cañones de San Sebastián; Grupo salvaje, o Quiero la cabeza de Alfredo García, por
utilizar referencias muy reconocibles, y que suelen ocurrir tanto un poco al norte
como un poco al sur de la frontera entre Estados Unidos y México.
En Hombre, la novela que inicia el volumen, la acción tiene lugar en Arizona, en
1884; un poco antes de que arranque la diligencia de Sweetmary hacia la posta de
Delgado. En ella viajan John Russell, la chica McLaren y otros pasajeros. Bueno,
diligencia no, un tipo de carreta llamado galera. John Russell es «Hombre». Se ha
criado buena parte de su infancia entre los apaches. Callado, solitario, adusto, amigo
de meterse solo en sus propios asuntos y casi un ente antisocial o «asocial» cuanto
menos. Y las circunstancias del viaje llevarán a este grupo a conocer situaciones
límite. El cómo y quiénes reaccionan ante ellas es lo que le sirve a Leonard para
construir una novela cuasi moral, ética, filosófica. De alto nivel. Y no se preocupe el
lector, que Hombre es cualquier cosa menos lenta o aburrida. Leonard escribió una
especie de tratado con diez consejos sobre como escribir. Uno de ellos rezaba algo así
como «suprime todo aquello que pienses que, como lector, estarías tentado de
saltarte». Y de veras que Leonard se aplica sus propios consejos. La otra novela, Que
viene Valdez, para muchos su «western maestro», muestra la reacción de un humilde
escopetero y alguacil a tiempo parcial de un pequeño pueblo, ante un abuso de poder
inaguantable y del que, además, se ve obligado por las circunstancias a participar. El
intento, no de remediar esa injusticia, que ya es algo imposible, sino de paliarla en
alguna forma, y la brutal reacción del poderoso ante ese tímido intento de
compromiso con la justicia, hacen que Bob Valdez se embarque en un enfrentamiento
suicida y desigual con el gran cabecilla de la zona, Frank Tanner, y su ejército
privado de pistoleros. Otra vez tenemos aquí, como en Hombre, situaciones límite, sí,
situaciones límite y cuestiones éticas y, hasta si se quiere, heroicas. El intento de
Valdez tiene mucho de quijotesco; incluso quien pueda admirar su valor, su locura,
está lejos de entender que, de apacible y entrañable alguacil local haya pasado a

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jugarse la vida por obtener una simple reparación económica para una apache lipán a
quien le han matado al marido de una forma injusta. Valdez no aprecia especialmente
a la apache: «la mujer apache lipán, informe y de rostro achatado, lo miró. Una
persona pero, Jesús, apenas persona». Pero se trata de una cuestión de justicia. Como
el propio Valdez argumenta: «Si le quitas algo a alguien, entonces tienes que pagarlo.
Nosotros debemos pagar». Luego las cosas se irán complicando y volvemos a tener
una grandiosa novela de acción. No nos pongamos a hablar ahora del imperativo
moral kantiano, pero desde luego hay una profunda preocupación ética en el Leonard
que firma Que viene Valdez.
Y otro aspecto más allá del costumbrismo y la ética conviene reseñar en este par
de novelas. La importancia del «apache». No aparecen apenas otros apaches que la
mujer lipán en unas pocas páginas de la historia de Valdez y un par de jinetes que
acompañan a Russell en tan solo unos renglones de Hombre, y poco más. Pero los
apaches, a pesar de su ausencia llenan las dos novelas. Estamos en Arizona, en el par
de décadas finales del siglo XIX, y esas son las que ven la fase final del
enfrentamiento entre el pueblo apache y las tropas mexicanas y estadounidenses. Un
enfrentamiento que era de siglos entre españoles, mexicanos y apaches, y de décadas
entre estos últimos y las tropas y colonos yanquis. Serán los generales Crook y luego
Miles los que pongan el punto final a este enfrentamiento y logren sofocar, salvo
razias esporádicas, la independencia apache. No hay lugar ahora para hacer siquiera
un somero resumen de estas campañas, además el lector interesado tiene un grueso
volumen publicado hace pocos años —Las Guerras Apaches de David Roberts— si
quiere profundizar en la cuestión. Crook, el general Crook, es la figura de referencia
del ejército yanki en esta lucha. Él, con su utilización masiva de aliados apaches y
batidores expertos en este tipo de lucha, como Charles Gatewood y Al Sieber, así
como la inmensa superioridad de medios y población del hombre blanco, son los que
decantaron finalmente la cuestión en contra de los indígenas. Lo que quedó de esta
lucha como algo mítico e histórico a un tiempo, es la capacidad apache para realizar
guerra de guerrillas y aterrorizar a un inmenso territorio con apenas un puñado de
combatientes. Simplemente la noticia de una de las periódicas escapadas de
Gerónimo con un escaso grupo de bravos provocó la movilización de varios miles de
soldados para lograr atraparle y tranquilizar a la población. En todo caso, la
dedicación de Leonard al escenario apache está más que demostrada. The Bounty
Hunters, Law at Randado y otras muchas narraciones, los tienen bien presentes, y en
este caso, tanto John Russell —el protagonista de Hombre— como Bob Valdez han
sido educados y combaten como apaches. John Russell, raptado por los indios, ha
vivido entre apaches desde los seis hasta los doce años. Se encuentra más cómodo
con ellos que entre los blancos, apaches son sus compañeros y como un apache se
defenderá y deambulará cuando se le acose. En cuanto a Bob Valdez, resulta que
nació como Roberto Eladio Valdez, hijo de padres mexicanos en territorio de
Arizona, y dentro de ese humilde, tranquilo y afable alguacil a tiempo parcial, de ese

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escopetero de diligencia tan poco impresionante, vive un Valdez que fue nada menos
que jefe de exploradores a las órdenes de Crook en la guerra contra los apaches
hostiles. El lugarteniente del señor Tanner, no sabe quién es Valdez, pero comienza a
preocuparse al tenerle enfrente: «Conoce las costumbres apaches… lo que hizo con
los tres rastreadores en campo abierto, esconderse donde no había sitio donde
esconderse…
—No me pareció gran cosa —dijo Frank Tanner.
—Quizás —dijo el segundo—. Pero conoce a los apaches».
A esa fascinación que valora la capacidad combativa y de resistencia
sobrehumana del apache que Leonard reitera habitualmente, se suma una
documentación y un anclaje de las historias de sus personajes a la realidad histórica
de este pueblo y estas guerras, llevado a cabo con un cuidado casi artesanal. Supongo
que se me escaparán muchos de estos «anclajes» pero, por poner un revelador
ejemplo, se puede citar una escena en la que Bob Valdez examina unas viejas
fotografías y recortes de prensa pegados en un álbum. Allí aparece una foto de
Roberto Valdez, jefe de exploradores del general Crook, y Valdez recuerda que el
fotógrafo se llamaba Fly. Luego reconoce la foto de un joven explorador apache con
traje de ante y un rifle y rememora que es Peaches, el guía apache de Crook. Entre las
dos o tres más famosas fotos de las guerras contra los apaches cabe destacar, quizá,
aquella en la que aparecen el general Crook y Gerónimo, con varios acompañantes
cada uno, negociando en el Cañón de los Embudos, en Arizona. La foto es
precisamente de C.S. Fly. Se puede ver en el apéndice fotográfico que se incluye en
Las Guerras Apaches de David Roberts. Apéndice fotográfico que también recoge
otra foto no tan famosa, la de Tzoe, llamado por los soldados blancos «Melocotones»
(Peaches en inglés), con su camisa de ante y el fusil terciado sobre el pecho, tal y
como lo describe Elmore Leonard, cuando Valdez reconoce al explorador apache en
la fotografía del álbum de recortes. En fin, la ambientación no es algo anecdótico en
Elmore Leonard. En su etapa inicial ya estaba ese empeño que acabará convirtiéndole
en una cronista de la vida, tal como es, en Detroit. Preocupaciones éticas,
reconstrucción histórica, eliminación de lo superfluo, personajes peculiares…
Se suele decir que Leonard coloca a la gente normal en situaciones límite y luego
les hace caminar mucho más allá de donde se supone que puede llegar un integrante
del «común de los mortales». Puede que este lugar común sobre Leonard no sea tan
cierto, al menos en cuanto a los protagonistas de estas dos novelas, e incluso en otras
como Almas paganas (Pagan Babies) o Fulgor de muerte (Glitz), dos ejemplos
cualquiera, la cosa tampoco está muy clara. Sí, Valdez parece un humilde alguacil de
pueblo, pero no deja de haber sido jefe de exploradores de Crook; John Russell,
parecerá un tipo corriente, pero ha tenido una infancia entre apaches no habitual;
Terry Dunn ha sobrevivido a las matanzas entre tutsis y hutus en Ruanda cuando la
acción de Almas Paganas comienza. Este enfrentamiento del hombre normal con lo
extremo que se le atribuye a los personajes de Leonard puede que le sea aplicable a

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un buen montón de protagonistas y secundarios de sus historias, pero no es
precisamente el caso ni de Valdez, ni de Russell. Y en cuanto a elegir a la gente
común… Bien, obviamente la hay. La ambientación costumbrista lo exige. Pero me
atrevería a decir que Leonard demuestra en sus westerns una simpatía y un interés por
los personajes «exóticos» o al menos no anglosajones, fuera de toda duda. Y Hombre
y Que viene Valdez son un buen ejemplo de ello. Yo casi diría que en estas dos
magníficas novelas apenas hay un «anglo» bueno, y —con una cierta satisfacción
cómplice y un tanto infantil— que no hay nada tan tremendo como un blanco de
cultura apache o un bandolero mexicano comme il faut. ¡Qué magníficos duelos! Que
ustedes los disfruten…
ALFREDO LARA LÓPEZ

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HOMBRE

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Traducción: Juan Antonio Santos

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Al principio no estaba nada seguro de por dónde empezar. Cuando pedí consejo,
aquel hombre del Florence Enterprise me dijo que empezara por el principio, el día
en que la diligencia salió de Sweetmary con todos a bordo. Me pareció bien, hasta
que puse manos a la obra. Entonces me di cuenta de que aquel no era en modo alguno
el principio. Había demasiadas cosas que explicar de golpe. Quiénes eran los
pasajeros, adónde se dirigían y el resto. Además, empezar por aquí no explicaba lo
suficiente sobre John Russell.
Él es la persona de la que trata principalmente esta historia. Si no hubiera sido por
él, todos estaríamos muertos y no habría nadie para contarla. De modo que empezaré
por la primera vez que vi a John Russell. Creo que entenderán por qué cuando se
enteren de algunas cosas sobre él. Pasaron tres semanas hasta que volví a verle, y eso
fue el día en que la diligencia salió de Sweetmary. Fue al anochecer, poco después de
que trajeran a la chica McLaren desde Fort Thomas.
Algunas cosas, sobre todo las que se refieren a la chica McLaren y también a
algunas de las ideas que tenía yo entonces sobre John Russell, resulta embarazoso
ponerlas por escrito. Pero me aconsejaron que imaginara que se lo estaba contando a
un buen amigo y que no me preocupara por lo que pudiera pensar otra gente. Que es
lo que he hecho. Si alguien quiere saltarse algo, como mis pensamientos más íntimos
en algunos pasajes, que se lo salte.
En cuanto al título, podría haber sido cualquiera de los nombres de John Russell;
como verán, tenía más de uno. Pero creo que Hombre[1], que es como le llamaban a
veces Henry Méndez y otros, y que significa simplemente hombre, quizá sea el
mejor.
Para que conste, el día en que la diligencia salió de Sweetmary fue el martes 12
de agosto de 1884. Si quieren saber el día en que conocí a John Russell tendrán que
retroceder tres semanas. No fue en Sweetmary, sino en la posta de Delgado.

CARL EVERETT ALLEN


Contention, Arizona

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UNO

Fue entonces cuando creo que empezó todo: cuando el señor Henry Méndez, el
gerente comarcal de Hatch & Hodges en Sweetmary, que todavía era mi jefe, me
pidió que le acompañara en la galera en el trayecto de dieciséis millas hasta la posta
de Delgado. Me imaginé que el viaje tendría que ver con los planes de la compañía
para clausurar este tramo de la línea de diligencias; el señor Méndez daría
instrucciones a Delgado para cerrar su posta y hacer inventario de las propiedades de
la compañía. Pero esa era solo una parte del motivo.
Resultó que tendría que ser yo quien hiciera el inventario. El señor Méndez estaba
preocupado por otra cosa. En cuanto llegamos a la posta envió a uno de los mozos de
Delgado a casa de John Russell para que lo trajera.
Hasta aquel día John Russell era solo un nombre que yo había escrito varias veces
en las cuentas de la compañía durante el último año. Tantos dólares pagados a John
Russell por tantos caballos de posta. Era un domador de mustangs. Cazaba caballos
salvajes y los domaba para el tiro; luego el señor Méndez compraba los que
necesitaba, y Russell y dos apaches montaña blanca que trabajaban para él entregaban
los caballos en la posta de Delgado o en alguna de las otras que jalonaban la ruta del
sur hasta Benson.
El señor Méndez le había comprado unos veinticinco o treinta durante el último
año. Ahora, me imaginé, querría decir a Russell que no trajera ninguno más porque
íbamos a cerrar la posta. Pregunté al señor Méndez si ese era el caso. Dijo que no,
que ya lo había hecho. Esto era por otra cosa.
Como si fuera un secreto. Ese era el problema con el señor Méndez cuando
trabajaba para él. De lejos nunca adivinabas que era mexicano. Nunca vestía como
ellos, todo de blanco como si se hicieran la ropa con sábanas. Habitualmente no se
comportaba como ellos. Solo que su cara, con aquellos ojos como teñidos de tabaco y
aquel bigote caído, siempre era igual y nunca sabías lo que estaba pensando. Cuando
te miraba era como si supiera algo que no te iba a decir, o se estuviera riendo de ti,
dijera lo que dijera. Entonces era cuando te dabas cuenta de que era mexicano. No era
viejo. No más de cincuenta en todo caso.
El mozo de Delgado volvió cuando estábamos tomando café y dijo que Russell
venía de camino. Poco después oímos caballos, de modo que salimos.
Mientras estábamos allí parados, mirando a aquellos tres jinetes que se acercaban
a la casa de adobe levantando polvo a su espalda, el señor Méndez me dijo: «Echa un
buen vistazo a Russell. No volverás a ver otro como él en tu vida».
Y hoy puedo jurar que es verdad. Pero no era solo su aspecto.
Los tres jinetes se acercaron, pero dando la impresión de que se retenían un poco,
como si no quisieran llegar hasta nosotros hasta que no se hubieran asegurado de que

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todo estaba en regla. Cuando Russell detuvo su caballo, los dos apaches montaña
blanca que le acompañaban siguieron al paso y se situaron a cada lado de él. No muy
cerca, sino a cierta distancia, como dejando sitio para poder maniobrar. Los tres iban
armados, lo que se dice armados, con revólveres, cananas cruzadas sobre el pecho y
carabinas, que al principio me parecieron Springfields.
Fue estando allí parado cuando vi por primera vez de cerca a John Russell.
Imaginen la canana cruzada sobre su pecho con el sol destellando en los cartuchos
que llenaban casi todas las presillas. Imaginen un sombrero de ala rígida, sembrado
de manchas, que llevaba casi a la manera india, es decir, sin doblez ni echado a uno u
otro lado, salvo que el ala estaba un poco levantada y tenía un pequeño pliegue en la
corona.
Imaginen su cara medio en sombra bajo el sombrero. Primero solo veías lo oscura
que era. Oscura como sus brazos con las mangas remangadas por encima del codo.
Oscura —lo juro— como las caras de los dos indios montaña blanca. Luego veías lo
largo que llevaba el pelo, casi tapándole las orejas, y lo bien afeitada que parecía su
cara. En ese momento barruntabas que era más para aquellos apaches que un amigo o
un jefe. Quiero decir que podía tener lazos de sangre con ellos, se llamara como se
llamara, y nadie en el mundo hubiera apostado a que no los tenía.
Cuando le habló el señor Méndez, esto se hizo aún más patente. Se acercó al
caballo ruano de John Russell, y recuerdo lo primero que dijo:
—Hombre.
Russell no dijo nada. Se quedó mirando sin más al señor Méndez, aunque no
podías verle los ojos bajo el ala del sombrero.
—¿Qué nombre hoy? —dijo el señor Méndez—. ¿Cuál quieres?
Entonces Russell respondió al señor Méndez en español, solo unas palabras, y el
señor Méndez dijo en inglés:
—Usaremos John Russell. Ningún nombre símbolo. Ningún nombre apache. ¿De
acuerdo? —Russell se limitó a asentir con la cabeza, y el señor Méndez dijo—: Me
estaba preguntando qué habrías decidido. Dijiste que vendrías a Sweetmary dos días
después.
Russell volvió a hablar en español, ahora más por extenso, a todas luces
explicando algo.
—Quizá te parecería diferente si pensaras en ello en inglés —dijo el señor
Méndez, y se le quedó mirando atentamente—. O si hablaras ahora de ello en inglés.
—Es lo mismo —dijo Russell de repente en inglés. En correcto inglés que tenía
solo una sombra de acento, apenas un deje ligero que cada vez que le oías te hacía
preguntarte si era realmente algún tipo de acento.
—Pero es algo grande cuando lo piensas —dijo el señor Méndez—. Ir a
Contention. Ir allí a vivir entre hombres blancos. Vivir como un hombre blanco en
una tierra que te ha dado un hombre blanco. Tener que hablar inglés con la gente
pienses en la lengua que pienses.

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—Ahí está —dijo Russell—. Todavía sigo pensando en todas esas cosas
diferentes.
—Claro —dijo el señor Méndez—. Podrías vender la tierra. Comprar un caballo y
un rifle nuevo con parte del dinero. Dar el resto a los hambrientos de la agencia india
de San Carlos. Entonces te quedarías sin nada.
Russell se encogió de hombros.
—Podría ser.
—O vender solo el ganado y plantar maíz en la tierra y hacer tizwin, lo bastante
para estar borracho durante siete años.
—También podría ser —dijo Russell.
—O cuidar del ganado y verlo crecer —dijo el señor Méndez—. Podrías casarte y
tener familia. Podrías vivir allí el resto de tu vida —esperó un poco—. ¿Quieres que
te siga dando ideas?
—Ya tengo yo demasiadas —dijo Russell. Pero no parecía preocupado por ello.
Eso no satisfizo al señor Méndez. Estaba intentando convencerle de algo y no
cejaba. Entonces dijo:
—He oído que es una buena casa.
Russell asintió.
—Si vivir allí te merece la pena.
—Hombre —dijo Méndez, como si Russell tuviera delante algo bueno y no fuera
lo bastante listo para cogerlo—. ¿Qué es lo que quieres?
Russell se le quedó mirado. De aquella manera pausada y relajada, dijo:
—Quizá un mescal si hay algo ahí dentro, ¿eh?
Delgado se rio y dijo algo en español. El señor Méndez se encogió de hombros y
ambos se volvieron hacia la casa.
Yo seguí mirando a Russell. Desmontó, todavía empuñando la carabina, que
ahora vi que era un viejo Spencer calibre 56.56, y vino derecho hacia mí mirando al
suelo, y luego alzando rápidamente la vista como si me hubiera sentido. Durante un
segundo estuvimos cerca y le vi los ojos. Tenían la misma expresión de «lo sé pero no
lo digo» que los ojos del señor Méndez. El mismo aire mexicano, indio. Solo que los
ojos de John Russell eran azules, y parecían azul claro en su oscura cara de indio.
Quizá eso no suene tan raro, pero les aseguro que me produjo una sensación
extrañísima.
Los dos apaches llevaban Springfields, como había supuesto. Los sostenían
cruzados sobre un brazo, e incluso con las abultadas cananas y todo el resto parecían
un poco cómicos. Sobre todo por sus chalecos y sus sombreros de paja, que eran muy
estrechos y con el ala levantada todo en torno. Entraron en la casa y les seguí.
Pero no me quedé mucho tiempo. El señor Méndez me mandó al cobertizo de los
arreos a empezar el inventario. Después a inspeccionar los almacenes de provisiones.
Así que debió pasar cosa de media hora antes de que volviera a la casa de postas.
Delante había ahora cinco caballos ensillados junto a la galera, en lugar de tres.

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Dentro vi al señor Méndez y a John Russell al extremo de la larga mesa donde se
sentaban los pasajeros de la diligencia. La carabina de Russell estaba sobre la mesa,
como si nunca se alejara de ella, otra cosa en la que era igual que un apache.
De pie en la barra, en la pared de la derecha, estaban sus dos jinetes apaches. Más
allá había otros dos hombres. No les miré bien hasta que me senté junto al señor
Méndez. Entonces tuve de golpe la impresión de que pasaba algo. Todos estaban
callados. El señor Méndez miraba hacia la barra; Russell hacia su bebida, como si
estuviera pensando o escuchando.
De modo que volví a mirar a los dos hombres. Les reconocí como vaqueros que
trabajaban para un tal señor Wolgast, que suministraba carne de vaca a la reserva de
San Carlos. De cuando en cuando les veía en Sweetmary y casi siempre estaban
borrachos. Pero tardé uno o dos minutos en recordar sus nombres. Uno era Lamarr
Dean, que tenía más o menos mi edad, quizá un año más. El otro se llamaba Early; se
decía que había cumplido una pena en el presidio de Yuma.
Delgado les sirvió un whisky con cara de que hubiera preferido estar haciendo
otra cosa. Early, que llevaba el sombrero vencido sobre los ojos y habitualmente no
hablaba mucho, dijo:
—Supongo que aquí puede entrar cualquiera.
—Si dejan entrar a los indios… —dijo Lamarr Dean. Estaba mirando a los dos
apaches. Ellos le oyeron, estaba claro, pero no le hicieron ningún caso. Por supuesto
que no, me dije; no sabían inglés.
El que atendía por Early preguntó a Delgado:
—¿Desde cuándo dejan beber a los indios?
No oí que Delgado le respondiera. Lamarr estaba apoyado de lado contra la barra,
de modo que encaraba al primer apache.
—Puede que hayan estado bebiendo tizwin —dijo—. Puede que eso les haya dado
el coraje para entrar aquí.
—Con tizwin tardarían una semana —dijo Early.
—Tienen tiempo —dijo Dean—. ¿Qué otra cosa tienen que hacer?
—Eso es mescal —dijo entonces Early.
Lamarr Dean siguió mirándoles fijamente.
—Eso parece —dijo. Avanzó hacia el primer apache con su bebida en la mano,
deslizando el codo por el borde de la barra hasta que llegó justo al lado del apache.
Early se quedó donde estaba.
—Mescal —dijo Lamarr Dean—. Pero tampoco está permitido. Ni siquiera
bebidas mexicanas dulzonas y pegajosas.
El primer apache, que no se enteraba de lo que estaba pasando, levantó su vaso.
Se lo acababa de llevar a la boca cuando Lamarr Dean le dio un codazo, inclinándose
y empujándole un poco, y el mescal se derramó por la barbilla del apache y por la
delantera de su chaleco. Entonces miró a Lamarr Dean, sin comprender, supongo que
sin estar seguro de si había sido un accidente o qué.

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—No aguantan la bebida —dijo Lamarr Dean—. Nadie sabe por qué, pero es un
hecho comprobado.
Y levantó su whisky en las mismas narices del apache, como retándole a que
intentara hacerle lo mismo a él.
Fue entonces cuando Russell se levantó. No apartó los ojos de Lamarr Dean en
ningún momento, pero su mano derecha se cerró sobre el Spencer y estaba a su
costado cuando se acercó en pocos pasos a la barra.
Lamarr Dean seguía encarando al apache, empezando a beber, sorbiendo su
whisky como si quisiera darle al apache la oportunidad que necesitaba. Como
diciéndole «Venga, dame un codazo y ya verás lo que ocurre». Luego levantó la
barbilla para apurar el whisky de un trago.
Russell estaba junto a él. Pero no le dio con el codo. No le pidió o le dijo que
dejara al apache en paz. No dijo nada como «Si quieres meterte con alguien, inténtalo
conmigo». No dio a Lamarr ninguna oportunidad de saber que estaba allí.
Se limitó a hacer bascular el cañón del Spencer limpia y rápidamente, y antes de
que pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo el cañón hizo añicos el vaso
junto a la boca de Lamarr Dean. Lamarr saltó hacia atrás, dejando caer los añicos,
con la mano y la cara llenas de sangre.
Creo que se habría lanzado sobre Russell un segundo después, con los puños o
con su revólver, pero ahora el Spencer le apuntaba al estómago, casi tocándolo. Early
tenía la mano en su revólver, pero había ocurrido tan deprisa que ni siquiera él pudo
hacer nada.
—No más, ¿eh? —dijo Russell.
Lamarr Dean no dijo nada. No creo que hubiera podido hablar. Russell añadió:
—Antes de irte, deja dinero para pagar un mescal.
Ese era John Russell, no mayor que yo a los veintiún años y no más apache que
yo. Solo que él había vivido con ellos —los salvajes libres de las montañas y los
salvajes cautivos en San Carlos— la mitad de su vida, y esa era la diferencia. Según
el señor Méndez, era quizá una cuarta parte mexicano y tres cuartas partes blanco.
Pero de eso hablaré más tarde. Aquí solo quería contar la primera vez que le vi.

Ahora, tres semanas después, es por donde me aconsejaron empezar: cuando trajeron
a la chica McLaren desde Fort Thomas en una carreta ambulancia y el teniente la
llevó directamente al hotel Alamosa.
Yo estaba entonces en la acera de enfrente, delante de la oficina de Hatch &
Hodges, y pude ver bien a la chica a pesar de toda la gente que la rodeaba. Tenía
diecisiete o dieciocho años, y desde luego era guapa. Aunque quizá guapa no sea la
palabra adecuada, porque llevaba el pelo casi tan corto como un chico y la cara
atezada por el sol. Pero de todas formas tenía buen aspecto. Incluso después de haber
vivido con apaches durante más de un mes y de todas las cosas que debían haberle

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hecho.
Alguien dijo que la joven había sido raptada por unos chiricahuas y retenida
durante cuatro o cinco semanas antes de que una patrulla de Fort Thomas descubriera
su ranchería y la encontrara. Había pasado unos días en el fuerte y ahora aquel oficial
iba a enviarla en diligencia a su casa. Algún lugar cerca de St. David.
Solo que ahora ya no había ninguna diligencia que se dirigiera hacia el sur, ni la
había habido durante una semana. Había avisos por todas partes, pero era típico del
ejército traerla todo el camino hasta Sweetmary sin saber que Hatch & Hodges había
clausurado el servicio de diligencias. Se lo dijeron al teniente en el hotel, pero él
quería oírlo directamente de la compañía. De modo que mandó a uno de los soldados
de la escolta en busca de Henry Méndez, que acudió en seguida.
Me quedé remoloneando en la calle, con la esperanza de volver a ver a la chica si
salía. Por eso estaba aún allí cuando apareció John Russell, lo que ocurrió unos
quince minutos más tarde.
Alguno podrá reírse, pero solo por hacer algo me estaba imaginando a la chica
McLaren y a mí sentados a solas en el café del hotel. Estábamos hablando y me oí
decir: «Debe de haber sido una experiencia de lo más terrible estar con esos
apaches». Siguió con la vista clavada en su café, y no respondió nada.
De modo que hablamos de otras cosas. Me oí hablando con calma en voz baja,
diciéndole que iba a tener que buscarme otra ocupación ahora que cerraban esta
oficina. Marcharme a algún otro sitio. Como no tenía familia aquí, no había nada que
me retuviera. Luego me imaginé que viajábamos juntos. (¿Ven como una cosa lleva a
la otra?) Pero ¿en qué viajaríamos?
Fue entonces cuando pensé en la galera, el carruaje ligero en el que el señor
Méndez y yo habíamos ido aquel día a la posta de Delgado. Todavía estaba aquí.
Dije a la chica McLaren: «Dado que tiene tantas ganas de marcharse y no hay
diligencia de línea, me pregunto si le gustaría viajar conmigo». (Lo que demuestra
que usar la galera fue idea mía, diga lo que diga el señor Méndez).
Después me salté la parte donde ella dice que sí y va a recoger sus cosas y demás,
y me imaginé otra vez a los dos en la galera. Era de noche y viajábamos hacia el sur.
Por encima del ruido del viento y del traqueteo oí que empezaba a llorar y le pasé el
brazo por el hombro y le levanté la barbilla y dije algo para calmarla. Ella sorbió por
la nariz y se me arrimó, e incluso con aquel pelo tan corto fui muy consciente de que
no era un chico.
Podríamos haber viajado toda la noche en aquella galera mientras estaba allí
parado delante de la oficina. Pero tanto la chica McLaren como la galera se
esfumaron en el instante en que vi a John Russell. El nuevo John Russell.
Estaba montado en su caballo ruano en este lado de la calle, pero un poco más
allá. Estaba observando el hotel, allí sentado como si siempre hubiera estado allí.
Fumando un cigarrillo, también recuerdo eso. Pero lo único que reconocí de él al
principio fue su sombrero, todo derecho y con el ala un poco levantada.

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Ahora llevaba un traje. Era un traje gris oscuro bastante raído, pero le sentaba
bien. Se veía que se había cortado el pelo. Sin el pelo tapándole las orejas y sin la
canana y todo lo demás no era alguien a quien te quedaras mirando. Al menos no
hasta que le veías de cerca.
Lo que no hice hasta unos minutos después. Hasta que el señor Méndez salió del
hotel y Russell arreó a su ruano hasta detenerse delante de la oficina. Al desmontar
me miró por encima de la silla con aquella expresión suya inescrutable, que no me
pareció diferente de la que tenía cuando miró a Lamarr Dean un momento antes de
romper un vaso de whisky contra su boca.
El señor Méndez estaba ahora allí parado.
—¿Vas a hacerlo? —dijo.
—Voy allí a vender la hacienda.
El señor Méndez pareció quedarse mirándole un rato, pensando o solo mirando,
no sabría decir. Finalmente dijo:
—Tú decides. Puedes ser blanco o mexicano o indio. Pero ahora te viene bien ser
un hombre blanco. Tener aspecto de hombre blanco durante un tiempo. Cuando vayas
a Contention dirás: ¿Cómo está usted? Yo soy John Russell. El dueño de la hacienda
Russell. Algunos te recordarán de antes, otros no. Pero todos sabrán que eres John
Russell, el dueño de la hacienda Russell. Échale un vistazo. Si no te gusta, véndela.
Si te gusta, quédate con ella y espera a ver qué pasa, y luego decide —el señor
Méndez pareció casi sonreír—. ¿Sabías que la vida es así de simple?
—He aprendido algunas cosas —dijo John Russell—. Por eso la vendo.
Dejó allí delante su caballo ruano y cruzó la calle con el señor Méndez hasta el
hotel Alamosa. El señor Méndez no se había molestado en presentarnos. De hecho ni
siquiera se había molestado en mirarme. Que era lo normal.
Poco después, el muchacho mexicano que trabajaba para nosotros llevó el caballo
de Russell al establo. Yo estaba entonces en la oficina, pues había desistido de volver
a ver a la chica McLaren. El muchacho entró por la puerta trasera con la manta y la
carabina de Russell y las dejó en el banco de los pasajeros. Recuerdo que pensé:
¿Qué hará sin el Spencer si Lamarr Dean o Early están ahí en el Alamosa?
Recuerdo también haber pensado entonces que vestir como un hombre blanco y
usar un nombre de hombre blanco nunca iba a ocultar el apache que había en él. No
quiero decir que tuviera sangre apache. Solo que después de la forma en que había
vivido, ¿cómo iba a convencer a nadie de que era un hombre blanco? Ni siquiera
prefería hablar inglés. Eran cosas como esta las que te hacían pensar que no le
gustaban los blancos ni nuestra forma de ser.
Según el señor Méndez, lo más probable es que fuera tres cuartas partes blanco,
como he dicho, y el resto mexicano por parte de madre. El propio John Russell no
tenía ningún recuerdo de su padre y solo alguno de haber vivido en un pueblo
mexicano. Probablemente en Sonora. Dicen que en aquella época los apaches se
pasaban la vida asaltando los pueblos pequeños y llevándose cualquier cosa que

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necesitasen: ropa, armas, algunas mujeres y a veces niños lo bastante pequeños para
ser criados a la manera apache. Que es lo que le debió ocurrir a John Russell. Por lo
que se sabía, debió vivir con ellos desde que tenía unos seis años hasta que tuvo cerca
de doce.
Aquí es donde interviene un tal James Russell, recientemente fallecido en
Contention. En aquella época tenía carretas de suministro contratadas con el ejército,
y estaba en Fort Thomas cuando trajeron a aquel chico al que llamaban Ish-kay-nay
junto con algunos prisioneros. Asignaron al chico a una cuadrilla de trabajo bajo el
mando de James Russell y así fue como se hicieron amigos. Un mes después, cuando
James Russell vendió su negocio y fue a instalarse a Contention, se llevó consigo al
chico y le dio su nombre americano, John Russell. Pasaron unos cinco años y el chico
fue incluso a la escuela allí. Después se marchó de repente, subió hasta San Carlos y
se unió a la policía de la reserva, como para volver a convertirse en apache. (Allí le
llamaban Tres Hombres, lo que intentaré explicar después).
Ahora estamos ya casi en el presente. Estuvo con la policía unos tres años,
principalmente en Turkey Creek y Whiteriver. Luego volvió a mudarse. Ahora se
estableció por su cuenta como domador de caballos. (Supongo que para domar
caballos no tienes que estar domado tú mismo, porque el señor Méndez decía que era
muy bueno en el oficio).
Así que hace un mes, cuando murió el señor James Russell, el señor Méndez
mandó avisar a John Russell de que había heredado la hacienda Russell en las afueras
de Contention. El señor Méndez quería meterle en una diligencia y enviarle allí a lo
grande, pero Russell le daba largas. Finalmente, cuando se decidió y se presentó, ya
no había más diligencias. Como ya he explicado.
Hatch & Hodges se iban de Sweetmary en parte porque no había suficientes
clientes que viajaran desde allí hacia el sur, y en parte porque el ferrocarril llevaba
cada vez más viajeros a todas partes. Pero de repente aquel día, sin saber cómo,
empezaron a aparecer clientes.
Primero había llegado la chica McLaren. Después John Russell. Después, nada
más marcharse él y el señor Méndez, llegó un soldado licenciado de Fort Thomas
buscando pasaje para Bisbee. Iba a casarse una semana más tarde y tenía mucha prisa
por llegar allí. Le expliqué cómo estaban las cosas y se fue camino del hotel.
Poco después llegó el doctor Favor.
Nunca le había visto, pero había oído hablar de él. De modo que cuando entró y
se presentó supe que aquel era el doctor Alexander Favor, el agente indio de San
Carlos.
Se hablaba de él porque San Carlos estaba cerca de allí, pero no demasiado. Oías
hablar de los agentes indios si eran muy buenos, como John Clum, o si eran malos y
les pillaban tratando mal a los indios en su propio provecho. Oías hablar de ellos
cuando ya no estaban en la reserva y oías hablar del nuevo agente que venía a hacerse
cargo. De modo que yo no sabía mucho del doctor Favor. Solo que llevaba en San

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Carlos cosa de dos años y tenía una mujer que decían que era muy guapa y tenía unos
quince años menos que él.
Apareció de un modo tan inesperado que al principio probablemente me comporté
como un estúpido. Se quedó con las manos y el sombrero sobre el mostrador que
separaba la sala de espera de la oficina, mirándome fijamente y sin desviar la vista un
momento. Era un hombre grande, no muy alto pero pesado, con el pelo castaño rojizo
—lo que le quedaba de pelo— y una barba bien cuidada en forma de media luna en la
barbilla. Pero sin bigote. Seguramente habrán visto el tipo de barba al que me refiero.
Sabía que la línea de diligencias ya no prestaba servicio. Pero ¿podía alquilar un
coche y un conductor? Le dije que habíamos cerrado el negocio, también el de
alquiler. Pero ¿qué posibilidades había? Hablamos de ello durante un rato y fue
entonces cuando se me ocurrió la idea de utilizar la galera. No solo para él sino
también para la chica McLaren, y al igual que antes volví a verme allí sentado con
ella.
Fue entonces cuando empecé a emocionarme con la idea. Quería marcharme de
allí. ¿Por qué no en la galera? Podría hablar con el doctor Favor de camino a Bisbee,
que es adonde él quería ir, y pedirle consejo sobre en qué podría trabajar allí. Un
hombre como el doctor Favor debía saberlo, y puede incluso que tuviera buenos
contactos. Entre eso y la idea de ver a la chica McLaren el plan sonaba cada vez
mejor, hasta que al final llamé al muchacho mexicano, que estaba de nuevo en la
entrada, y le mandé a buscar al señor Méndez.
Pasaron unos quince minutos. El doctor Favor entró por la cancela al extremo del
mostrador y se sentó a la mesa del señor Méndez. No hablamos mucho y volví a
sentirme estúpido. Finalmente llegó el señor Méndez.
Entró directamente por la cancela. Les presenté y el señor Méndez hizo un gesto
con la cabeza. El doctor Favor no se levantó y ni siquiera tendió la mano. Dijo:
—Estábamos hablando de alquilar un coche.
—¿No se lo ha dicho Carl? —dijo el señor Méndez, mirándome—. Esta oficina
está cerrada.
—Pero todavía tienen aquí un coche —dijo el doctor Favor—. Dice que es una
galera.
—Ese —dijo el señor Méndez, apoyándose de espaldas contra el mostrador—.
Ese es para llevarnos los registros de la oficina cuando nos marchemos.
—Vuelvan después a por ellos —dijo el doctor Favor.
—Tienen que estar en Bisbee el viernes —dije yo. Eso era tres días después.
Incluso añadí—: Si no llegan, entonces será demasiado tarde.
El señor Méndez se limitó a encogerse de hombros.
—Si pudiera hacer algo…
—¿Por qué no llevamos la galera y volvemos? —dije yo—. Podríamos hacerlo
sin ningún problema.
Es probable que el señor Méndez estuviera ya furioso porque le estaba replicando,

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pero siguió mostrándose paciente. Dijo:
—¿Y quién la conduciría?
—Puedo hacerlo yo —dije. Lo que se me ocurrió en aquel momento.
—¿Crees que la compañía iba a confiar en un conductor sin experiencia para un
trayecto como ese?
—Bueno —dije yo—, ¿cómo se adquiere si no la experiencia?
—Así que de repente quieres ser conductor.
—Estoy intentando ayudar al doctor Favor. Si tiene que llegar a Bisbee, creo que
la compañía debería llevarle hasta allí.
—Siempre que la compañía pueda hacerlo —dijo el señor Méndez, todavía
paciente—. ¿Por qué no discutimos esto tú y yo en otra ocasión, eh?
—Eso no le servirá de ayuda al doctor Favor.
—¿Y si yo estoy dispuesto a dejarle conducir? —dijo el doctor Favor.
—También podría estar dispuesto a demandarnos si ocurre algo —dijo el señor
Méndez.
—¿Y si compro el coche? —dijo el doctor Favor.
Pero el señor Méndez meneó la cabeza.
—No es mío, no puedo venderlo.
—Entonces pagaré más que nuestros pasajes.
—Tiene mucha prisa por llegar allí —dijo el señor Méndez.
—Creí que ya había entendido eso.
El señor Méndez señaló a un lado con la cabeza.
—¿No es su carricoche el que está ahí delante del hotel? Utilice ese.
—Es propiedad del Gobierno —dijo el doctor Favor—. El reglamento prohíbe
usarlo para asuntos privados.
—Nosotros también tenemos reglamentos.
—¿Cuánto quiere? —dijo el doctor Favor, que parecía tan paciente como el señor
Méndez.
—Bueno, si tuviéramos aquí un conductor…
—Entonces solo hace falta un conductor.
—Y caballos. Tendríamos que conseguir cuatro, seis caballos.
—Muy bien, consígalos.
—Pero no podría hacerme responsable de ellos —dijo el señor Méndez—. Ya no
hay servicio en las paradas de posta. Los mismos caballos tendrían que ir hasta el
final —el señor Méndez se encogió de hombros—. Si no llegan vivos, ¿quién paga
por ellos?
—Yo compro los caballos.
El señor Méndez empezó a asentir con la cabeza, muy despacio, como si estuviera
entendiendo algo por fin.
—Sí que tiene prisa por llegar allí, ¿eh?
—Tengo la impresión —dijo el doctor Favor— de que va a encontrar un

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conductor —se levantó de la silla sin dejar de mirar al señor Méndez—. Si voy ahora
a cenar al hotel, tendrá como una hora para encontrar a alguien y prepararlo todo.
Digamos a las seis y media.
—¿Esta noche?
—¿Por qué no?
—Veré —dijo el señor Méndez.
—Haga eso —dijo el doctor Favor. Pasó por la cancela y recogió su sombrero del
mostrador.
—Pero no se lo prometo —dijo el señor Méndez a su espalda. El agente indio
salió sin más, como si la cosa quedara resuelta. En cuanto salió dije:
—Señor Méndez, sé que puedo conducirla.
—Conducir una diligencia no es algo que uno sepa que pueda hacer —dijo el
señor Méndez.
—He sacado montones de veces del patio el tiro de la diligencia. Y esa galera es
más ligera que una Concord.
—La sacan los caballos —dijo—. No tú.
Discutimos un poco más, y finalmente dije:
—Bueno, ¿a quién más tiene?
—No te preocupes por ello.
—Bueno, me preocupo, porque yo también quiero irme.
Me miró fijamente con aquellos inescrutables ojos castaños, y confié en que mi
cara pareciera igual de tranquila y natural.
—Para hablar con ese Favor, ¿eh? ¿Poder conocerle?
—¿Por qué no?
—Está bien, Carl.
—También había pensado en otros —dije—. Un soldado licenciado que vino. Y
luego está la chica McLaren.
El señor Méndez volvió a asentir como si estuviera pensando.
—La chica McLaren. Claro —dijo—. Y quizá John Russell.
Me pareció bien.
—Así serían cinco dentro.
—Seis —dijo el señor Méndez.
—No si conduzco yo.
El señor Méndez meneó la cabeza.
—Tú vas dentro de pasajero. ¿Te parece bien?
—Bueno —dije—, ¿puedo preguntar quién va a conducir entonces?
—Yo —dijo el señor Méndez—. ¿Quién si no?
La forma en que el señor Méndez decidió de repente ir me pareció absurda hasta
que me paré a pensarlo. Y entonces me di cuenta de que quizá no hubiera sido tan de
repente. Podía haber visto dinero en esto desde el principio y haberle dado cuerda a
Favor con la idea de ganar el sueldo de un mes en tres días, si se quedaba con el

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importe de los pasajes, ¿y por qué no iba a hacerlo? Esa era una razón.
La otra era que John Russell estaba allí. Creo que el señor Méndez quería hacerle
ponerse en camino antes de que tuviera tiempo de cambiar de idea, antes de que
pasara otra noche mirando al techo y contando todas las razones por las que no
debería ir a Contention. Meterle en seguida en un coche, y quizá al día siguiente
Russell se habría acostumbrado ya a volver a estar cerca de los blancos. Otra cosa era
la razón por la que el señor Méndez se molestaba o se preocupaba. Quizá porque era
mexicano y John Russell era en parte mexicano. ¿Tiene eso sentido?
Había mucho que hacer antes de las seis y media. Mandé al muchacho mexicano
en busca de su padre; ellos se ocuparían del coche y los caballos. El señor Méndez
dijo que iría al hotel a por John Russell y la chica McLaren, y que también intentaría
encontrar al soldado licenciado. De modo que me vería después.
Pero antes de que se fuera le recordé que yo también me marchaba, y me pagó mi
último sueldo. A partir de entonces dejé de ser empleado de Hatch & Hodges. Era una
sensación muy agradable, incluso sin saber qué iba a hacer en la vida ahora.
Lo primero que hice fue ir a la casa de huéspedes donde vivía y ponerme el traje.
Era bastante viejo y me quedaba ya pequeño, lo que me hacía parecer más escuálido
de lo que era, pero iba bien para el viaje. No quería comprar uno nuevo en
Sweetmary. Pensé en comprar una pistola, pero también decidí no hacerlo; me
quedaría sin dinero antes de partir. Escribí a mi madre, que vivía en Manzanita con su
hermana, la señora R. V. Hungerford, para contarle que dejaba mi empleo y que
volvería a escribirle cuando encontrara un lugar que me gustase. Luego enrollé mis
cosas en una manta, salí y comí algo. Cuando volví a la oficina eran casi las seis y
media.
John Russell estaba esperando. Estaba sentado en el banco junto a la pared de la
izquierda. Tenía al lado su manta enrollada, con la canana envuelta en torno y el
Spencer dentro, del que asomaba parte del cañón y la culata.
Reconozco que di un respingo, porque la oficina estaba en penumbra y no
esperaba encontrar a nadie allí. Dejé mi manta junto a la puerta, pasé tras el
mostrador y empecé a hacer una lista de viajeros y los billetes. Más valía hacerlo
bien, me dije. Luego empezó a parecer raro que estuviéramos allí los dos a solas sin
hablar. De modo que dije:
—¿Listo para su viaje en diligencia?
Alzó los ojos y asintió con la cabeza. Eso fue todo.
—¿Qué ha hecho con su caballo?
—Lo ha comprado Henry Méndez.
—¿Cuánto le ha pagado?
—Pregúntele a él —dijo Russell.
—Era por curiosidad, nada más.
—Pregúntele a él —volvió a decir Russell.
¿Por qué molestarse?, pensé, y seguí haciendo la lista. Anoté todos los nombres

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salvo el del soldado licenciado, porque no lo sabía. Escribí simplemente «Ex
soldado» y nunca lo cambié, ni siquiera cuando entró dos minutos después con su
petate de lona al hombro. Lo dejó caer de golpe en el mostrador y se echó mano al
bolsillo de la guerrera.
—¿Cuánto es el billete?
—Supongo que habrá visto a Méndez —dije, y le dije cuánto.
—No sé por qué —dijo—, pero me apunto.
Esperó mientras yo arrancaba uno de los billetes de color naranja, y luego otro.
—Si hay alguna posta abierta en el camino enseñe esto para que le den de comer.
Las bebidas son aparte. Entréguelo cuando llegue a destino. Este otro es para él —
dije señalando a Russell—. ¿Quiere dárselo?
El ex soldado miró el billete mientras se acercaba al banco. Era un hombre
fornido y la guerrera le quedaba tirante en la espalda. Tendría treinta y siete o treinta
y ocho años.
—Veo que va usted a Contention —dijo, tendiendo el billete a Russell—. Yo
cambio allí para Bisbee. Ayer estaba en el ejército. La semana que viene seré minero
y la siguiente tendré mujer, una ya apalabrada que me espera. ¿Qué le parece?
John Russell apartó su manta cuando el hombre se sentó, apoyando los pies en su
petate.
—¿Está ahorrando en aceite de lámpara? —me preguntó el ex soldado.
—Supongo que podemos gastar un poco —me acerqué y encendí con un fósforo
la lámpara Rochester que colgaba del techo. Justo entonces oí la galera y dije—: Ahí
viene, muchachos.
Se la oía tintinear y traquetear por el vecino patio de caballerizas. Luego se la vio
por la ventana —más pequeña que una Concord y casi completamente abierta, con
los toldos laterales de lona enrollados y atados— cuando salía del patio, y un
momento después el tintineo y el traqueteo se oyeron delante en la calle. Tiraban de
la galera cuatro caballos; otros dos iban atados detrás con cuerdas de veinte pies.
—No me quejaría aunque fuera una vagoneta cargada de mineral —dijo el ex
soldado.
—Es sobre todo para cuando llueve mucho —expliqué—. A veces las pesadas
Concord se quedan atascadas en el barro, pero tres parejas de tiro pueden llevar una
galera por cualquier sitio.
El muchacho mexicano y su padre estaban en el pescante. Luego apareció
Méndez, que debía acabar de cruzar la calle.
—Vienen todos —dijo. Luego miró a John Russell—. Tu silla está en el coche.
Ahora voy arriba a prepararme.
Esperé hasta que le oí en las escaleras, luego les dije que me había ofrecido a
conducir la galera, pero ahora que era un pasajero iría en contra de las normas.
—Existen normas sobre quién puede ir en el pescante con el conductor —dije,
mirando a John Russell y preguntándome si tendría alguna idea al respecto. Pero no

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llegué a decir más.
El hombre que entró llevaba ropa vaquera y una silla de montar que dejó caer
junto a la puerta antes de seguir acercándose, mirándome fijamente, pero no
sonriendo como si fuera a decir algo amistoso.
Cuando llegó al mostrador pareció más alto, con ese aire enjuto y fibroso de un
jinete y el ching-ching tintineante de las espuelas. Hasta el polvo y el olor a caballo
parecían aún envolverle, y te recordaba a Lamarr Dean y a Early y a casi todos los de
ese tipo que veías: todos hechos del mismo cuero, que casi nunca sonreían a menos
que estuvieran con sus hermanos y semejantes. Entonces siempre hablaban a voces y
reían a carcajadas. Este llevaba un Colt del 44 en la cintura y el sombrero echado
hacia adelante con el ala doblada casi en punta, un sombrero apenas calado que aun
así parecía formar parte de él.
—Frank Braden —dijo, apoyando las manos abiertas en el borde del mostrador.
—¿Sí, señor? —dije yo, como si todavía trabajara para Hatch & Hodges.
—Apúntelo para ese coche de ahí delante.
—Es un servicio especial.
—Eso he oído. Por eso quiero ir en él.
Me quedé mirando los cuatro billetes color naranja extendidos en el mostrador,
alineando sus bordes.
—Me temo que ese está lleno. Cuatro aquí y esos dos. Son todos los que caben en
el coche.
—Puede meter uno más —dijo. Diciéndomelo, no preguntando.
—Bueno, no veo cómo.
—En el pescante.
—Nadie está autorizado a viajar con el conductor. Es una norma de la compañía.
Se lo estaba diciendo hace un momento a esos muchachos, dentro pueden ir tantos y
fuera tantos.
—¿Dice que esos van?
—Sí, señor. Los dos.
Se volvió sin añadir nada y se acercó a John Russell con aquel suave tintineo de
espuelas. Dijo:
—El chico del mostrador dice que tiene un billete para la diligencia.
John Russell abrió la mano que tenía en el regazo.
—¿Este?
—Ese es. Démelo y coja la próxima diligencia.
—Tengo que coger esta —dijo Russell.
—No, solo quiere cogerla. Pero sería mejor que esperase. Podría emborracharse
esta noche. ¿Qué le parece eso?
—Tengo que coger esta —dijo John Russell—. Tengo que cogerla y quiero
cogerla.
—Déjele en paz —dijo entonces el ex soldado—. Si llega tarde búsquese la vida.

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Frank Braden se le quedó mirando.
—¿Qué ha dicho?
—He dicho que por qué no le deja en paz —el tono del ex soldado había
cambiado. De repente sonaba más amistoso, más razonable—. Si quiere coger esta
diligencia déjele hacerlo.
Volvió a oírse aquel leve ching-ching cuando Frank Braden se dio la vuelta para
encarar al ex soldado. Se le quedó mirando y dijo:
—Entonces creo que usaré su billete.
El ex soldado no se había movido, seguía con sus manazas en las rodillas y los
pies apoyados en el petate.
—¿Así que entra usted —dijo— y se queda sin más con la plaza de otro?
El sombrero en punta de Braden se movió de arriba abajo.
—Así son las cosas.
El ex soldado miró a John Russell, y luego a mí.
—Creo que alguien me está gastando una broma.
Russell no dijo nada. Se había liado un cigarrillo y ahora lo encendió, mirando a
Braden mientras arrojaba el humo al aire.
—¿Cree que he venido a bromear? —preguntó Braden al ex soldado.
—Mire usted, este muchacho va a Contention —explicó el ex soldado—, y yo
voy a Bisbee a casarme después de doce años en el ejército. Tenemos billetes para la
diligencia y no vemos ninguna razón para cederle nuestra plaza.
—No hable en plural —dijo Braden—. Le estoy hablando a usted.
El ex soldado no sabía qué decir. Y a pesar de su corpulencia no sabía qué hacer
con Braden encima de él sin apartarse una pulgada. Volvió a mirar a John Russell,
luego a mí como si se le hubiera ocurrido algo.
—¿Qué clase de negocio es este? —dijo—. Permiten que entre un tipo y diga que
ocupa mi plaza, que encima está pagada y todo, ¿y la compañía no hace nada al
respecto?
—Quizá sea mejor que vaya a por el señor Méndez —dije yo—. Está arriba.
—Creo que debería saber esto —dijo el ex soldado, e hizo ademán de levantarse.
Braden se le acercó un poco más y el ex soldado alzó la vista, casi incorporado ya, y
entonces se vio a las claras que tenía miedo pero intentaba a duras penas ocultarlo.
—Esto es asunto nuestro —dijo Braden—. No hace falta que nadie más meta la
nariz en él.
El ex soldado pareció volver a cobrar coraje —supongo que porque se dio cuenta
de que tenía que hacer algo— y dijo:
—Será mejor que resolvamos esto ahora.
Braden no se movió, y dijo:
—¿Lleva pistola?
—Oiga, espere un momento.
—Porque si no lleva será mejor que se busque una.

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—No puede amenazar a alguien así —dijo el ex soldado—. Aquí hay testigos de
que me está amenazando.
Braden meneó la cabeza.
—No, le han oído llamarme algo muy feo.
—No le he llamado nada.
—Aunque ellos no le hayan oído —dijo Braden—, yo sí.
—¡No he dicho nada!
—Voy a salir a la calle —dijo Braden—. Si no sale dentro de un minuto tendré
que volver a buscarlo.
Así acabó la cosa. El ex soldado se quedó mirando a Braden, con las venas del
cuello hinchadas, las manos abiertas aferrando sus rodillas. E incluso cuando se
rindió, y reclinó la espalda contra la pared, lo hizo como a desgana, sabiendo que se
había achantado y que todo había acabado, pero haciéndolo poco a poco para que no
pudiéramos ver cómo cambiaba. Braden tendió la mano. El ex soldado le entregó su
billete. Después cogió su petate y se fue.
Braden ni siquiera se ofreció a pagarle el billete. Se quedó mirando al ex soldado
hasta que salió, luego se acercó a su silla de montar y la llevó al coche. Sabía que
estaba allí mismo, pero me fastidiaba no haber hecho nada. O que no lo hubiera
hecho Russell. Le hice señas para que se acercara al mostrador, y vino tomándose su
tiempo, tras apagar el cigarrillo con el pie.
—Escuche —dije—, ¿no deberíamos haber hecho algo?
—No era asunto mío —dijo Russell.
—¿Y si se hubiera quedado con su billete?
Me quedé mirándole, y visto así de cerca te dabas cuenta de que era muy joven.
Su cara era enjuta y veías aquellos extraños ojos azules resaltando en la oscuridad de
su piel.
—Tendría que haber estado seguro de que estaba dispuesto a matar por ello —
dijo Russell.
—Lo dejó bien claro.
—Si hubiera estado seguro —dijo Russell—, y si el billete lo hubiera valido,
entonces habría hecho algo para conservarlo.
—Pero creo que ese soldado ni siquiera llevaba pistola.
—Si no la lleva es asunto suyo —dijo Russell.
Me irritó hasta la forma en que lo dijo, con tanta calma.
—Él le hubiera ayudado a usted, y lo sabe.
—No lo sé —dijo Russell—. Si lo hubiera hecho habría sido decisión suya. Pero
no hubiera sido asunto suyo.
Tal cual. Volvió hacia el banco y en aquel momento entró Méndez. Se había
puesto una zamarra y un sombrero, y llevaba una valija y una escopeta de cañones
recortados.
—Es la hora —dijo Méndez, casi como si se alegrara. Entró por la cancela para

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coger algo de su mesa. Eso me dio ocasión para decirle lo que había hecho Braden,
sin ocultar mi disgusto para que Méndez no tuviera ninguna duda de lo que pensaba
sobre la jugarreta de Braden.
—Entonces seguimos teniendo a seis —dijo Méndez. Eso fue todo.
Y esos fueron los seis —siete contando a Méndez— que partieron de Sweetmary
aquel martes 12 de agosto.
No ocurrió mucho más antes de ponernos en marcha. Russell pidió ir en el
pescante con Méndez, diciendo que así podrían hablar.
—Hablar —dijo Méndez—. Ni siquiera se puede oír uno —empujó a Russell
hacia la galera—. Venga, entra. Mira cómo es.
Luego hablaron aparte Méndez y el doctor Favor. Probablemente de los otros
pasajeros en lo que se suponía que iba a ser un coche alquilado. Oí decir a Méndez:
«Todavía no he visto ningún dinero». Hablaron un rato más y finalmente debieron
ponerse de acuerdo.
Dentro nos sentamos del siguiente modo: Russell, la chica McLaren y yo de
espaldas a la marcha, enfrente de Braden, la señora Favor y el doctor Favor. Lo que
era perfecto. Estuvimos un rato allí sentados, casi a oscuras después de que Méndez
bajara los toldos laterales, sin decir nada, sintiendo cómo se meneaba el coche de un
lado a otro sobre sus recios correajes de cuero mientras el muchacho que trabajaba
para nosotros metía las valijas en la baca trasera y las tapaba con una lona.
Intenté pensar en algo que decir a la chica McLaren, sin terminarme de creer que
estuviera a mi lado. Pero decidí esperar un poco antes de hablar. Dejarle ponerse
cómoda y acostumbrarse a todo el mundo.
De modo que al principio me limité a pensar en ella. Estaba demasiado cerca para
mirarla. Pero podía sentirla allí. Tenías la sensación, cuando pensabas en ella, de que
parecía un chico más que una mujer. No su cara. Tenía cara de chica y ojos de chica.
Era su cuerpo y la forma en que se movía, la delgadez de su cuerpo y la forma en que
había subido las escaleras del hotel. Tenías la sensación de que sabía correr y nadar.
Casi podía verla saliendo del agua con el pelo corto mojado, reluciente y ceñido a la
frente. También podía verla sonriendo, por alguna razón.
La señora Favor estaba observando a la chica McLaren, mirándola fijamente, así
que aproveché para mirarla a ella. Se llamaba Audra y era bastante guapa: delgada,
pero con un aspecto muy femenino, si me entienden. Eso es lo que tenía. Si oigo decir
a alguien mujer, cosas como «Deberías haber visto a esa mujer» o «Era toda una
mujer», en seguida pienso en Audra Favor, y además pienso en ella como Audra, no
como la señora Favor, la mujer del agente indio.
Esto es así porque daba la impresión de que no iba con su marido. El doctor Favor
era mayor que ella, al menos quince años mayor, con lo que ella tendría unos treinta,
y él podría haber sido un hombre cualquiera allí sentado. Decidí que eso iba a ser
curioso de ver. Si ella le prestaba alguna atención.
Advertí que Frank Braden no dejaba de mirar a la señora Favor. Tenía la cara

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vuelta, muy cerca de la de ella, y la miraba fijamente, quizá porque pensaba que
nadie podía verle en la penumbra, o quizá porque le traía sin cuidado que le vieran.
Poco antes de ponernos en marcha me levanté para estirarme la chaqueta y eché
una ojeada a la chica McLaren. Tenía los ojos bajos, no cerrados, sino mirando a sus
manos. Russell, con el sombrero un poco echado hacia adelante, también se miraba
las manos, que llevaba enlazadas en el regazo.
Me pregunté qué hubieran pensado los demás de haber sabido que había vivido
como un apache la mayor parte de su vida, y hasta hacía muy poco. ¿Cambiaría algo
para ellos? Tenía la impresión de que sí. Entonces no me consideraba uno de ellos;
ahora no sé por qué me excluía. A decir verdad, no me sentía muy a gusto con Russell
sentado en el mismo coche que nosotros.
Cuando el coche echó a rodar dije:
—Bueno, supongo que vamos a estar juntos un buen rato.

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DOS

Nadie habló mucho hasta que la señora Favor empezó a incordiar a la chica McLaren.
Vi que observaba a la chica durante largo rato y finalmente dijo:
—¿Son esas cuentas indias?
La chica McLaren alzó la vista.
—Es un rosario.
—No sé por qué he pensado que serían cuentas indias —dijo la señora Favor. Su
voz era suave y como perezosa, el tipo de voz con la que uno no está seguro de si
alguien bromea o habla en serio.
—Podría decirse que son cuentas indias —dijo la chica—. Lo hice yo.
—¿Durante su experiencia?
—Audra —dijo en voz baja el doctor Favor, para indicarle que se callara.
—Espero no haberle recordado nada desagradable —dijo la señora Favor.
Me fijé en que Braden también estaba mirando a la chica McLaren.
—¿Qué ocurrió? —dijo.
La chica McLaren no respondió en seguida, y la señora Favor se inclinó hacia
ella.
—Si no quiere hablar de ello, puedo entenderlo.
—No me importa —dijo la chica McLaren.
Braden seguía mirándola. Volvió a preguntar:
—¿Qué ocurrió?
—Creía que todo el mundo lo sabía —dijo la chica McLaren.
—Bueno —dijo Braden—, debe ser que he estado fuera.
—La raptaron los apaches —dijo la señora Favor—. ¿Cuánto tiempo estuvo con
ellos, un mes?
La chica McLaren asintió.
—Se me hizo más largo.
—Me lo puedo imaginar —dijo la señora Favor—. ¿La trataron bien?
—Todo lo bien que cabe esperar.
—Supongo que la tenían con las mujeres.
—Bueno, estábamos en marcha casi todo el tiempo.
—Quiero decir cuando acampaban.
—No, no todo el tiempo.
—¿La… molestaron?
—Bueno —dijo la chica McLaren—, supongo que todo ello fue bastante molesto,
aunque no había pensado en ello de ese modo. Una de las mujeres me cortó el pelo.
No sé por qué. Ahora me está empezando a crecer otra vez.
—Quería decir que si la molestaron —dijo la señora Favor.

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Braden la miraba fijamente.
—Podría hablar más claro —dijo.
La señora Favor hizo como si no le hubiera oído. Seguía sin apartar los ojos de la
chica McLaren y se veía adónde quería llegar. Finalmente dijo:
—Se oyen muchas historias sobre lo que les hacen los indios a las mujeres
blancas.
—Les hacen las mismas cosas que a las mujeres indias —dijo Braden, y después
de eso nadie habló durante un minuto. Todos los ruidos, el traqueteo y el silbido del
viento, venían de fuera. Dentro estaba todo en silencio.
Yo estaba pensando que alguien debería decir algo para cambiar de tema. En
primer lugar me sentía incómodo oyéndoles hablar de los apaches con John Russell
allí sentado. Además, pensaba que Braden no debería haber dicho ciertamente lo que
dijo en presencia de señoras, aunque hubiera empezado la señora Favor. Creía que el
doctor Favor volvería a decirle algo, pero no lo hizo. Podría haber estado a
setecientas millas de allí, sujetando ahora con la mano el toldo lateral y mirando a la
oscuridad.
Me hubiera gustado decir que creía que alguien debería recordarle a Braden que
había señoras presentes, pero en lugar de eso dije:
—No sé si a las señoras les gusta mucho hablar de eso.
Eso fue un error.
—¿Hablar de qué? —dijo Braden.
—Quiero decir de los indios apaches y todo eso.
—Eso no es lo que quiere decir —dijo Braden.
—Señor Braden —la chica McLaren, con las manos enlazadas en el regazo, le
miraba directamente—. ¿Por qué no se está un rato callado?
Supongo que Braden se sorprendió tanto como todos los demás.
—Habla usted bien claro, ¿no? —dijo.
—No tengo otra forma de hablar —dijo ella.
—Yo hablaba con ese joven que tiene al lado.
—Pero se refería a mí —dijo la chica McLaren—. Así que le agradecería que
tuviera la amabilidad de callarse.
Hacía falta valor para decir eso. La única pega es que espoleó a Braden.
—Vaya, una buena chica hablando así —dijo, observándola—. Quizá haya vivido
con ellos demasiado tiempo. Quizá sea eso. Pasas una temporada con ellos y te
olvidas de cómo hablan los blancos.
No podía ver la cara de Russell ni su reacción a todo esto. Pero un momento
después me di cuenta de lo que iba a ocurrir, y empecé a pensar ansiosamente en
cómo cambiar de tema.
—Una mujer blanca —dijo la señora Favor— no podría vivir como ellos. Esas
mujeres apaches frotando pieles y moliendo maíz, con el pelo grasiento y lleno de
bichos. Y los hombres otro tanto. Todos por ahí mano sobre mano o en cuclillas,

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despiojándose, con los perros husmeándoles. A veces incluso se comen a los perros.
Volvía a mirar a la chica McLaren como si tuviera algo en mente, pero no estaba
seguro de qué podría ser.
—Me pregunto —dijo— si una mujer podría hacerse a sus costumbres y si al
cabo de un tiempo no le molestarían. Como comer con los dedos. ¿O supone usted
que podría comer perro como si tal cosa?
Ahora se la veía venir ya. Entonces John Russell dijo:
—¿Y si no tuviera nada más que comer?
Era la primera vez que había hablado desde que salimos de Sweetmary. Lo dijo
con voz tranquila, pero algo cortante.
La señora Favor desvió la vista de la chica McLaren hacia Russell.
—Me da igual lo hambrienta que estuviera. Sé que no comería uno de esos perros
de los indios.
—Creo —dijo John Russell— que antes de estar tan segura debería sentir el
hambre que ellos sienten.
—El Gobierno les suministra carne —dijo la señora Favor—. Les veo venir una
vez por semana a recoger sus raciones de vacuno. Y les permiten cazar. Pueden cazar
siempre que anden escasos de comida.
—Pero siempre andan escasos —dijo Russell—. O no tienen nada, y no hay
suficiente caza para todos.
—Se oyen todo tipo de historias sobre cómo el hombre blanco oprime al indio —
dijo el doctor Favor. Me sorprendió que hubiera estado escuchando y que ahora
pareciera interesado—. Supongo que siempre se oirán esas historias mientras la gente
se preocupe por la grave situación de los indios, y eso es bueno. Pero hace falta vivir
una temporada en una reserva, como San Carlos, para saber que ocuparse de los
indios no es solo cuestión de darles comida y ropa.
No dejaba de mirar a John Russell, y parecía elegir sus palabras con cuidado.
—Entonces entiendes todos los problemas que tiene que afrontar el Departamento
de Interior. El resentimiento natural por parte de los indios, su desconfianza, su
resistencia a cultivar la tierra.
—Porque tienen que vivir donde no quieren vivir —dijo John Russell.
—También eso —convino el doctor Favor—, que de momento no puede evitarse
—seguía mirando a Russell—. ¿Conoce usted a alguien de San Carlos?
—A muchos —dijo Russell.
—¿Ha visitado la agencia?
—He vivido allí. Tres años.
—No creo recordarle —dijo el doctor Favor—. ¿Trabajaba para algún proveedor?
—En la policía —dijo Russell.
El señor Favor no dijo nada. No podía ver su expresión en la penumbra, solo que
seguía mirado a Russell. Entonces su esposa dijo:
—Pero en la policía son todos apaches.

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Se interrumpió ahí, y solo se oyó el traqueteo del coche, los crujidos, el viento
que soplaba y el sordo retumbar de los cascos de los caballos.
Pensé: ahora lo explicará. Piense o no que le van a creer, dirá algo.
Pero John Russell no dijo nada. Ni una palabra. Pensé que quizá estuviera
pensando en cómo explicarlo. No había forma de saberlo. Pero debía estar pensando
algo y hubiera dado cualquier cosa por saber qué era. Cómo podía quedarse allí
sentado en medio de aquel silencio era lo más difícil que había intentado entender en
mi vida.
Finalmente la señora Favor dijo:
—Bueno, supongo que nunca se sabe.
¿Nunca se sabe qué?, pensé. Nunca se saben muchas cosas. Pero estaba claro lo
que quería decir.
Braden me estaba mirando. Dijo:
—¿Dejan entrar a cualquiera en su diligencia?
—Ya no trabajo para la compañía —contesté. Reconozco que era un poco
cobarde decir eso, pero ¿por qué iba a dar la cara por Russell?
No era asunto mío. Él no había querido ayudar al ex soldado, diciendo que no era
asunto suyo. Muy bien, pues esto no era asunto mío. Si quería comportarse como una
persona poco civilizada —que es lo que debía ser y cada vez se veía más claro—,
pues que lo hiciera. Que se comportara como quisiera.
Yo no era su padre. Era ya un adulto. De modo que hablara por sí mismo si tenía
algo que decir.
Pero puede que hubiera llegado a pensar que era realmente apache. Eso no se me
había ocurrido antes. Hubiera sido tremendo leerle la mente. No durante mucho
tiempo. Solo unos minutos, solo el tiempo suficiente para mirar con sus ojos
alrededor y a las cosas que le habían pasado. Así se enteraría uno de unas cuantas
cosas.
Empecé a pensar en las historias que había contado Henry Méndez sobre Russell,
atando cabos aquí y allá.
Cómo había sido Juan no sé cuántos cuando vivía en un pueblo mexicano antes
de que los apaches hicieran una incursión y se llevaran a algunas mujeres y niños.
Cómo le habían llamado Ish-kay-nay y había sido criado por aquellos chiricahuas y
adoptado como hijo por Sonsichay, uno de los cabecillas de la banda. En cinco años
con ellos debió de aprender un montón de cosas.
Después de eso, viviendo en Contention con el señor James Russell hasta que
tuvo unos dieciséis años. Había ido a la escuela allí. Y había estado a punto de matar
a un chico en una pelea. Puede que tuviera una buena razón para hacerlo. Pero se fue
de allí poco después, de modo que puede que no tuviera una buena razón; puede que
simplemente no hubiera forma de enseñarle nada.
Luego viene la parte más interesante. Cómo John Russell se ganó su siguiente
nombre, Tres Hombres.

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Había estado con los muleros en aquella campaña del Tercero de Caballería,
persiguiendo hasta el interior de México a las bandas de Chato y Chihuahua, y
adquirió su nuevo nombre en una pradera alta de la Sierra Madre, a dos jornadas al
oeste del pueblo de Tesorababi.
Había salido en busca de unos muleros que se habían extraviado del camino, y
estuvo siguiendo su rastro todo el día hasta que los encontró —tres mozos y dieciocho
mulas— una hora antes del anochecer y un momento antes de que se desencadenara
un tiroteo repentino desde las paredes del cañón, que los atrapó en él y acabó con
cuatro de las mulas.
John Russell, que a veces era Juan o Juanito, pero más a menudo Ish-kay-nay para
los veteranos de la policía apache, mató a tiros a otras seis mulas en los momentos
que siguieron, y él y los mozos pasaron atrincherados tras las mulas muertas toda la
noche y todo el día siguiente. Los apaches, que eran nueve o diez, atacaron dos veces.
La primera vez, corriendo y gritando, dejaron dos muertos por tierra antes de
arrastrarse fuera del alcance del Spencer de John Russell. Eso fue al atardecer del
primer día. Volvieron a atacar al alba, deslizándose silenciosamente entre las rocas
con el cuerpo embadurnado de barro y ramas de mezquite en las cintas de la cabeza.
Decían que John Russell, con el Spencer apoyado en el cuello de una mula muerta,
esperó hasta que estuvo seguro. Disparó siete veces con el Spencer, tomándose su
tiempo mientras se acercaban, y vació su revólver Colt tras ellos cuando huían
corriendo. Puede que acertara a otros dos.
Los muleros, con los ojos cerrados y el cuerpo bien apretado contra las mulas
mientras duró el tiroteo, sonrieron a John Russell y se rieron con alivio de su miedo
cuando acabó. Y cuando regresaron a la columna principal contaron cómo había
luchado como tres hombres contra un fuerza de salvajes diez veces superior. A partir
de entonces, entre los policías apaches de San Carlos y los rastreadores de Fort
Apache y Cibucu, John Russell fue conocido como Tres Hombres.
Pero saber todo esto no era lo mismo que ver las cosas con sus ojos. Puede que
sus relaciones pasadas con los blancos explicaran por qué se comportaba así, por qué
no replicó nada ahora, pero no estoy seguro. Puede que ustedes lo entiendan.
Luego empezó a hacer frío, de modo que cogí las dos mantas del suelo y tendí
una al doctor Favor. La cogió y su mujer la extendió de forma que tapara también a
Frank Braden. Yo desdoblé la otra manta para nuestro asiento. Se oyó el suave
clic-clic de las cuentas de la chica McLaren cuando levantó las manos. Se tapó bien
con el extremo de la manta, ciñéndola estrechamente a su pierna y sin ofrecérsela a
John Russell. Incluso tuve la impresión de que se había arrimado un poco a mí, pero
no estaba seguro.
Oí al doctor Favor decir algo a su mujer, aunque no lo entendí. Ella le dijo que no
fuera tonto. Pregunté a la chica McLaren si estaba cómoda. Ella dijo que sí, gracias.
Pero nadie más hablaba ya. Hacía mucho más frío y los toldos de lona, ahora
completamente bajados, pendían rectos por momentos y luego se hinchaban de golpe

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con el aire y por la apertura se veía la oscuridad y de cuando en cuando alguna forma
fugaz al borde del camino.
Frank Braden se había repantigado en el asiento y tenía la cabeza muy cerca de la
de la señora Favor. Le dijo algo, un murmullo quedo. Ella se rio, no muy alto, casi
entre dientes, pero se la oyó. Acercó la cabeza a la suya y le dijo una palabra o quizá
un par. Tuvieron las caras juntas durante largo tiempo, quizá incluso tocándose,
aunque su marido estaba allí mismo. Imagínense eso.

Llegamos a la posta de Delgado anunciados por los chirridos del coche al frenar en la
larga cuesta que se extendía hacia una arboleda y las casas de adobe que se
recortaban débilmente contra los árboles. La galera siguió rodando cada vez más
despacio, mientras se oían cada vez más claros y pesados los cascos de los caballos, y
finalmente se detuvo. Nos quedamos allí sentados en silencio, y cuando la señora
Favor dijo «¿Dónde estamos?» en apenas un susurro, sonó muy alto en el interior del
coche a oscuras. Nadie contestó hasta que oímos a Henry Méndez fuera.
—¡Delgado! —gritó.
Luego se oyó en seguida el ruido de sus pasos y la portezuela se abrió.
—Posta de Delgado —dijo Méndez. Estaba allí parado con su valija de cuero. A
su espalda se acercó un hombre desde la casa con un farol en la mano.
—¿Méndez? —dijo el hombre, levantando la linterna.
—¿Quién si no? —dijo Méndez—. ¿Todavía tienes caballos?
—Durante unos días más —contestó Delgado, el encargado de la posta.
—Cámbialos por estos.
—¿Tiene una diligencia?
—Es una larga historia —dijo Méndez—. Dile a tu mujer que prepare café.
Delgado tenía el ceño fruncido. Llevaba unos pantalones con tirantes a rayas
encima de su ropa interior.
—¿Cómo iba a saber yo que iba a venir?
—Tú pon en movimiento a tu gente —dijo Méndez. Se volvió de nuevo hacia el
coche—. Pueden lavarse en el banco junto a la puerta. Para otras cosas sigan el
sendero por detrás de la casa.
Ofreció la mano y la señora Favor se apeó. Luego la chica McLaren.
—Dos veces en una noche —dijo Delgado—. Hace una hora estábamos ya
acostados cuando llegaron tres hombres.
—Deberías haberte quedado despierto —dijo Méndez.
El doctor Favor salía en aquel momento del coche.
—¿Les conocía? —preguntó.
—Unos jinetes.
—Pero ¿les conocía?
Delgado pareció pensárselo.

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—No lo sé. Creo que trabajan para el señor Wolgast.
—¿Es eso usual —dijo el doctor Favor—, que vengan por aquí a estas horas de la
noche?
—Hombre, ocurre —dijo Delgado—. La gente pasa por aquí.
Me aparté un momento detrás de la casa y cuando volví solo quedaban allí
Méndez y Russell. Méndez sacó de su valija una botella que parecía de brandy y
ambos tomaron un largo trago.
Salieron de la casa dos críos con camisas y pantalones, pero descalzos. Ambos
sonrieron a Méndez y uno de ellos le llamó:
—Eh, tío, ¿qué traes ahí?
—Algo para vuestros cubos de grasa —dijo Méndez—, y para que lavéis los
caballos.
Los dos chicos salieron disparados por detrás de la casa, y Méndez se volvió de
nuevo hacia John Russell.
—¿Qué te ha parecido la galera?
Russell dijo algo en español.
—¿Y qué te ha parecido en inglés? —dijo Méndez.
—Otra vez eso —dijo Russell.
—Practica un poco, ¿eh? Así hablarás mejor.
—Quizá sea mejor que no hable.
—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó Méndez.
Russell no dijo nada. Uno de los críos volvió corriendo con un cubo de grasa y
Méndez dijo:
—Dales una buena mano, chico.
—Esto cuesta más de noche —dijo el chico sonriendo todavía, como si no
hubiera dejado de sonreír desde antes.
—Te pagaré con algo —dijo Méndez. Le tiró un viaje con la valija, pero el chico
la sorteó. Luego volvió a ofrecer el brandy a Russell—. Para el polvo. O para lo que
sea.
Mientras Russell bebía, Méndez me vio y me ofreció la botella, de modo que me
acerqué a ellos y eché un trago. Estaba bueno, pero hacía demasiado calor. No sé
cómo ellos podían echarse aquellos lingotazos. Méndez bebió a su vez, luego pasó la
botella a Russell y entró en la casa.
El chico mexicano con el cubo de grasa estaba trabajando ahora en las ruedas
delanteras. El otro chico había desenganchado el tiro de guía y se llevaba los
caballos. Nos quedamos un rato mirándoles. Luego dije:
—¿Cómo es que no se lo ha dicho?
Me miró con la botella en la mano.
—¿Decirles qué?
—Que no es usted lo que creen.
Sus ojos me siguieron mirando un momento. Luego tomó otro trago de brandy.

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—¿Quiere entrar? —dije. Se limitó a encogerse de hombros.
Entonces entramos, en una sala de techo bajo iluminada con un farol colgado de
una viga. La mecha había humeado y la sala seguía oliendo a aceite.
Los Favor, la chica McLaren y Braden estaban sentados a la mesa principal, una
larga de tablas que estaba en medio de la sala. Méndez estaba allí de pie como si
hubiera estado hablando con ellos. Pero cuando entramos se apartó y nos hizo señas
para que nos sentáramos a una mesa que había junto a la puerta de la cocina. La
mujer de Delgado salió con un pote de café, pero se dirigió a la mesa principal antes
de servirnos. Méndez esperó, mirando a Russell todo el rato, hasta que volvió a entrar
en la cocina.
—Creen que eres apache —dijo.
Russell no dijo nada. Miraba la botella de brandy como si estuviera leyendo la
etiqueta. Méndez cogió el brandy y se sirvió un poco en el café.
—¿Has oído lo que he dicho?
—¿Eso cambia algo? —dijo entonces Russell.
—El doctor Favor dice que no puedes ir dentro del coche —dijo Méndez—. Eso
es lo que cambia.
—¿Todos dicen eso? —preguntó Russell, mirándole a la cara.
—Escucha, antes querías ir conmigo en el pescante.
—¿Todos dicen que no puedo ir en el coche?
Méndez asintió con la cabeza.
—El doctor Favor dice que están todos de acuerdo. Les dije ese muchacho no es
apache, ¿le han preguntado si lo era? ¿Le han preguntado algo? Pero ese Favor dice
que no está dispuesto a discutirlo.
Russell seguía mirando a Méndez.
—¿Y usted qué dice?
—Bueno… no lo sé. ¿Por qué vamos a disgustar a nadie? ¿Por qué no
simplemente —se encogió de hombros— les dejamos hacer como quieran? No es tan
importante. Quiero decir que no sé si vale la pena armar jaleo por ello. Se le ha
metido eso en la cabeza y no tenemos tiempo para convencerle de la verdad. Así que
por qué vamos a preocuparnos por eso, ¿eh?
—¿Y si quiero ir dentro del coche? —dijo Russell.
—Escucha, antes querías ir conmigo en el pescante. ¿Por qué de repente quieres ir
dentro?
Era la primera vez que veía a Méndez con semblante preocupado, como si
estuviera ocurriendo algo que no podía controlar o para lo que no tenía respuesta.
Sorbió su café, pero en seguida alzó la vista, sosteniendo la taza, cuando Braden y el
doctor Favor se levantaron de la mesa. Braden salió. El doctor Favor se acercó a la
barra, donde estaba Delgado, y Méndez pareció relajarse y siguió sorbiendo su café.
—¿Vale la pena discutir por esto? —dijo—. ¿Hacer que la gente se incomode y se
enoje? Está claro que no tienen razón. Pero ¿qué es más fácil, convencerles de ello u

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olvidarlo sin más? ¿Entiendes eso?
—Estoy aprendiendo —dijo Russell.
En aquel momento me hubiera gustado otra vez poder ver lo que le pasaba por la
mente, porque desde luego no podía adivinarse por su tono. Tenía una forma tan
tranquila de hablar que daba la impresión de que nada en el mundo podía molestarle.
Estábamos todavía allí sentados cuando el doctor Favor hizo señas a Méndez de
que se acercara a la barra, donde estaban él y Delgado. Méndez estuvo un buen rato
hablando con ellos, mientras terminábamos el café y tomábamos otro. Finalmente
volvió. No se sentó pero tomó un trago de brandy.
—El señor Favor quiere ir por otro sitio —dijo—. El camino que pasa por la vieja
mina de San Pete.
Era un camino que Hatch & Hodges había utilizado años antes cuando todavía se
explotaba la mina. Discurría unas quince millas al este del camino principal, al pie de
los montes y luego subiendo monte arriba hasta donde estaba la mina, para ir a
confluir con el presente camino principal cerca ya de Benson. Pero nunca había oído
que alguien lo utilizara ahora. El terreno que recorría era más agreste y quebrado,
más difícil de atravesar. Por eso habían construido el nuevo camino cuando cerraron
la mina. Lo único que se podía decir a favor del viejo es que era más corto.
¿Pero era esa una razón para ir por allí?
¿Por qué no?, dijo Méndez. Delgado estaba seguro de que el resto de las paradas
de postas del camino principal ya habían cerrado. Al menos todos sus caballos de
relevo ya habían sido trasladados al sur. Delgado era el único que aún tenía algunos, y
se le acabarían en pocos días. Si solo tenemos seis caballos y no hay más relevos, dijo
Méndez, ¿por qué no ir por el camino más corto?
Era razonable. Pero tendríamos que llevar más comida y agua. Méndez se mostró
de acuerdo. Dijo que ya que el doctor Favor pagaba por casi todo, ¿por qué no tenerle
contento? (Henry Méndez parecía muy ansioso por tener contento a todo el mundo.)
—Además, puede que esté un poco preocupado —dijo Méndez—. Ha vuelto a
preguntar a Delgado por esos jinetes que pasaron por aquí. ¿Qué pinta tenían?
¿Dijeron adónde iban? Cosas así.
—Si cree que están planeando asaltarnos —dije yo—, no podrían. No tienen
forma de saber que esta noche iba a pasar por aquí una diligencia.
—Eso le dije —dijo Méndez—. Él dijo: «Si hay una posibilidad de que nos
asalten debemos tomar precauciones». Yo dije: «Puede ser, pero si esto fuera una
diligencia de línea ni siquiera estaríamos hablando de ello».
—Quizá esté realmente preocupado —dije yo.
Méndez asintió con la cabeza.
—Como si alguien le persiguiera. Y él lo supiera.
Al cabo de un rato, después de que Méndez se ocupara de las provisiones y los
odres de agua, volvimos a ponernos en marcha. Frank Braden estaba ya dormido en
el coche, con las botas en el asiento de enfrente. Le dejamos quedarse así. Había sitio

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suficiente con John Russell ahora en el pescante.
Pronto estuvimos solos en la noche con el retumbo y los crujidos de la marcha.
Unas dos millas al sur de la posta de Delgado nos desviamos del camino y
atravesamos una espesura de mezquites cuyas ramas arañaban los costados de la
galera. Luego el terreno se despejó y sentimos que empezábamos a subir.
Avanzábamos entre árboles, entrando y saliendo de la profunda oscuridad, siguiendo
todo el tiempo el camino tortuoso que trepaba más y más por momentos, dos surcos
endurecidos que estaban cubiertos de hierba pero que supongo eran aún visibles para
Méndez.
Tres horas después de salir de la posta de Delgado, Méndez y Russell cambiaron
los tiros, enganchando el de refresco, y abrevaron los caballos. Yo fui el único que
bajó del coche, aunque estoy seguro de que el doctor Favor también estaba despierto.
Eché un trago de agua de la cantimplora que Méndez llevaba en el pescante (en la
trasera había tres odres de cuero para los pasajeros y los caballos), y reanudamos la
marcha.
Después me quedé dormido, tras preguntarme durante largo rato si la chica
McLaren diría algo si le pasaba el brazo por encima. Nunca lo averigüé.

Con las primeras luces del día, por un cañón que serpenteaba entre abruptas paredes,
llegamos a la mina abandonada de San Pete. Méndez y Russell estaban ya en tierra
cuando salimos del coche, todos estirándonos, entumecidos tras haber ido tantas
horas apretados, y mirando en torno a los edificios de la compañía.
Los más cercanos estaban construidos contra la pendiente, por lo que los porches
delanteros se sostenían sobre pilotes y estaban a la altura de un primer piso. Al otro
lado del cañón, a unas doscientas yardas, se veían las instalaciones de la mina: a
media pendiente la planta trituradora, y más arriba los relaves de mineral acumulados
en montones desde la bocamina. Braden estaba mirando a Méndez.
—Esta no es la ruta de la diligencia —dijo.
—Hemos tomado otro camino —dijo Méndez. Estaba en la trasera del coche
descolgando uno de los odres de agua.
—¿Qué quiere decir con otro camino?
Me fijé en que John Russell se apartaba de los caballos. Observó a Braden
acercarse a Méndez, que estaba levantando el odre hasta su hombro.
—¿Va usted por el camino que le apetece?
—Hable con el doctor Favor —dijo Méndez.
—Estoy hablando con usted.
Méndez había echado a andar hacia el edificio, pero se detuvo.
—Los otros se pusieron de acuerdo —dijo—. Usted estaba dormido. Pero pensé
que si tenía tantas ganas de venir con nosotros le parecería bien.
Braden seguía mirándole.

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—¿Adónde lleva este camino?
—Al mismo sitio —contestó Méndez. Llevó el odre debajo del porche y volvió
estirándose, mirando al cielo que seguía oscuro, aunque hacia el fondo del cañón
empezaba a vetearse de luz—. Ahora comemos. Después dos horas de descanso.
—Si está pensando en nosotros… —dijo el doctor Favor.
—Más en los caballos —dijo Méndez—. Y en mí.
Desayunamos bajo el porche del edificio principal de la compañía, con el pan, la
cecina y el café que había traído Méndez. Después Méndez cogió su manta y la llevó
a la casa contigua, la única aparte de la principal que todavía tenía techo. John
Russell fue con él y durmieron un par de horas.
Así que no hubo otra cosa que hacer más que esperar durante ese rato. La galera
estaba desenganchada y los caballos pastaban valle abajo en el cañón, donde había
hierba y algunas retamas. Al cabo de un rato Frank Braden pasó junto al coche
mirando hacia la ladera por encima de la mina, luego mirando cañón arriba, de donde
venía. Siguió adelante, haciéndose cada vez más pequeño a medida que atravesaba el
cañón y trepaba por la pendiente junto a la trituradora. Siguió subiendo hasta que
finalmente llegó hasta lo que parecía una caseta de pruebas allá en lo alto, junto a la
bocamina, donde se le dejó de ver. Me pregunté si estaría esperando a que subiera la
señora Favor. Eso, o simplemente que estaba inquieto.
En todo caso Braden volvió con tiempo de sobra. Se había calmado y preguntó a
Méndez cuánto tardaríamos en llegar a Benson. Méndez le dijo que este camino era
más corto que la ruta de la diligencia, pero que teníamos que pensar en los caballos.
De modo que puede que tardáramos lo mismo, con lo que llegaríamos a Benson al día
siguiente por la mañana si el camino estaba bien y si no ocurría nada.
Bueno, salimos de la mina de San Pete antes de las ocho, y hacia mediodía se
materializó el primero de aquellos si.
El problema no era seguir el camino, no era cuestión de si el camino estaba
«bien» o no. Simplemente no había ningún camino que seguir. Cruzamos un arroyo
de poco caudal que venía de los altos riscos y al otro lado, donde debería haber
continuado el camino, no quedaba ni rastro de él.
El viento, los corrimientos de tierra y las riadas habían socavado o enterrado o
borrado limpiamente de la ladera el camino. Méndez no tuvo otra opción. Guio el
coche por el arroyo, dando tumbos y abriéndose paso entre los palo verdes
amarillentos que crecían en las orillas esperando el agua, y luego volvió a enfilar
hacia el sur, saliendo a terreno llano de matorral para rodear los taludes de aluvión y
las formaciones de rocas desprendidas de las laderas.
La tierra yacía yerta bajo el calor del sol, toda reseca y cubierta de hediondilla y
chumberas y altos saguaros que parecían postes de cerca asilvestrados. Henry
Méndez maniobraba bien por este terreno, pero avanzábamos muy despacio. Mirabas
al frente y veías unos peñascos o un grupo de árboles de Josué que parecían solo a
unos centenares de yardas, pero tardábamos casi una hora en alcanzarlos y cuando los

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pasábamos aparecían otros puntos de referencia, como un saguaro gigante de forma
extraña o más Josués o yucas, que tardábamos una eternidad en alcanzar y finalmente
pasar. No había nada que mirar, nada que esperar con impaciencia.
Paramos una vez por la mañana a alternar los caballos, y descubrimos que solo
había dos odres de agua en la trasera. Nos habíamos dejado uno, más que medio
lleno, en la mina de San Pete.
Volvimos a parar a mediodía, y nos quedamos en pie junto al coche esperando a
que hirviera el agua para hacer café, mientras Méndez desenganchaba los caballos y
los alimentaba con lo que sacó de unos morrales. Méndez esperaba probablemente
que alguno de los pasajeros dijera que aquello era una locura y que por qué no
volvíamos a la ruta de la diligencia. Perderíamos un día, pero al menos no tendríamos
que aguantar aquello. Pero nadie lo dijo.
Era extraño. Allí estaba la señora Favor diciendo que hacía calor, diciéndolo de
distintas formas pero sin que pareciera importarle. De vez en cuando se quedaba
mirando a la chica McLaren, probablemente preguntándose aún lo que le habían
hecho los indios, y luego miraba a Braden, que hoy estaba tranquilo y parecía otra
persona, como si se le hubieran pasado los efectos del whisky (aunque no quiero
decir que la víspera mostrara ningún signo de embriaguez). Allí estaba la chica
McLaren, que parecía la más paciente, aparte de Russell (cómo hubiera podido
molestarle estar allí), y el doctor Favor, que observaba a Méndez, intentando meterle
prisa con los ojos. Nadie preguntó a Méndez si podríamos perdernos o quedarnos
tirados. Nadie parecía preocupado por nada. Ni siquiera por que nos hubiéramos
dejado parte del agua en la mina de San Pete.
Seguimos adelante, y cayó la tarde antes de que saliéramos de aquel terreno llano.
Méndez volvió a ver el camino en la ladera, un rastro entre los arbustos, y se dirigió
hacia él. Se veían los montes haciéndose más altos y nítidos según nos acercábamos,
sombreados y oscurecidos por matorrales y taludes de aluvión, pero en lo alto los
picos se erguían desnudos y silenciosos bajo la luz del sol.
Retomamos el camino y lo seguimos un trecho fácilmente, pero luego empezó a
trepar de nuevo, internándose cada vez más en las montañas, hasta que Méndez
detuvo a los caballos.
Se inclinó hacia abajo y dijo:
—Todo el mundo a pasear. Hasta lo alto de la cuesta.
Salimos todos mirando hacia arriba, y vimos ante nosotros una fuerte pendiente.
Russell había empezado ya a subir, supongo que para asegurarse de que no había
ningún socavón que no pudiera verse desde aquí. No es que la cuesta fuera demasiado
empinada, pero se veía que Méndez estaba pensando en los caballos.
De modo que esperamos a que pasara el coche con los caballos zagueros y
echamos a andar detrás. El doctor Favor cogió del brazo a su mujer como para
ayudarla a subir, pero creo que era para que no se alejara. Frank Braden se quedó allí
liando un cigarrillo, de modo que subí en compañía de la chica McLaren,

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devanándome los sesos en busca de algo que decir. Pero no tuve que pensar durante
muchos pasos.
—No parece apache, ¿verdad? —dijo ella, como revelando de pronto el curso de
sus pensamientos.
Aunque lo dijo tan bruscamente supe que se refería a Russell. No cabía duda de
ello. Entrecerraba un poco los ojos bajo el sol, mirándole en lo alto del camino.
—Debería haberle visto hace unas pocas semanas —dije yo.
Se me quedó mirando, esperando a que me explicara, y sentí un poco haberlo
dicho. Pero era verdad.
—Parecía como cualquier otro indio contratado por el ejército.
—¿Entonces es apache?
—Bueno, quizá no se pueda contestar a eso con un sí o con un no.
Frunció un poco el ceño.
—El señor Méndez dijo que no lo es. Eso es lo que no entiendo.
—Bueno, no nació siendo apache. Pero ha vivido tanto tiempo con ellos, quiero
decir por propia elección, que quizá haya terminado siéndolo.
—Pero ¿por qué iba nadie a querer serlo?
—Eso es —dije—. Querer serlo es igual de malo que serlo. Quizá peor.
—Pero querer vivir como viven ellos…
—Tendría que ver las cosas con sus ojos para entenderlo.
—Creo que me asustaría —dijo ella.
Quise decir que creía que nada podía asustarla después de todo por lo que había
pasado, pero luego pensé que sería mejor no mencionar el asunto. Podría resultarle
embarazoso. Había hablado un poco de ello en el coche y no parecía muy cohibida,
pero aun así podía haber cuestiones delicadas. Era como estar con una persona que
tuviera una gran nariz o algo parecido. No quieres que te sorprendan mirando la nariz
o incluso diciendo la palabra. (Espero que ningún lector narizotas se ofenda. No me
estaba burlando de ninguna nariz).
Los caballos zagueros estaban aún en la cuesta, pero el coche había llegado a lo
alto y se había detenido. Al principio solo se veía la parte superior. El camino se
nivelaba entre pinos piñoneros y espesos matorrales, y en la cuneta derecha, inclinado
hacia el coche, había un abrupto talud de siete u ocho pies de altura.
—Creo que podemos volver a montarnos —dijo la chica.
La oí, pero estaba observando a Méndez, que miraba a lo alto del talud.
Rodeamos los caballos zagueros y miré también hacia allí. Lo primero que pensé
fue: ¿Qué hace Russell ahí arriba? ¿Y de dónde ha sacado el rifle?
Entonces vi a Russell, no en el talud sino más allá de los Favor, junto a los
caballos. Cerca de él, en el lado del talud, había otro hombre empuñando un revólver.
Supongo que la chica McLaren los vio al mismo tiempo que yo, pero no dijo ni pío.
En cualquier caso, ¿qué iba a decir? Vas subiendo por un camino en mitad de la
nada y de pronto aparecen dos hombres armados que están allí esperándote. Aunque

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sabes que algo va mal, actúas como si esto ocurriera todos los días. Quiero decir que
no te excitas ni te muestras sorprendido. Simplemente te contienes y piensas que a lo
mejor se esfuman si no admites que están allí. En ese momento no piensas: estoy
asustado. Estás demasiado ocupado mostrándote natural.
El hombre que estaba en el talud se acercó al borde y se quedó en cuclillas
apuntándonos con el rifle (era un Henry) hasta que llegamos a la altura del coche.
Luego saltó al camino, cayéndose casi, y cuando se enderezó le reconocí de golpe.
Era el que atendía por Lamarr Dean, que trabajaba para el señor Wolgast. Y por
supuesto, el otro que estaba más allá, junto a Russell, era Early. Los mismos dos que
estaban en la posta de Delgado el día en que vi por primera vez a John Russell.
¿Y si le reconocen?, pensé. No ¿qué está pasando?, o ¿qué hacen estos aquí?, sino
¿y si le reconocen? No pude evitar pensar eso primero porque recordaba muy bien
cómo Russell había roto aquel vaso de whisky contra la boca de Lamarr Dean.
Lamarr Dean debía recordarlo aún mejor. Pero no le había reconocido. Early tampoco
pues, si no, no hubiera estado allí parado sin más empuñando aquel revólver de cañón
largo.
Méndez, mirando desde el pescante a Lamarr Dean, dijo:
—Será mejor que se lo piensen antes de hacer algo.
—Baje de ahí y no se preocupe por eso —dijo Lamarr Dean. Méndez se apeó y
Lamarr Dean miró hacia nosotros. Se quedó esperando; no supe a qué hasta que
Braden pasó a nuestro lado y Lamarr Dean le siguió con los ojos. Dijo—: Casi no
llegamos a tiempo.
—Me imaginé —dijo Braden— que tendríais que recuperar mucho terreno
cuando encontraseis el camino.
—Como no aparecisteis por el camino principal —dijo Lamarr Dean—, esta
mañana a primera hora volvimos donde Delgado. Le dije: «¿Nos lo hemos imaginado
o anoche oímos pasar una diligencia?». Él dijo: «Debéis de haberlo imaginado, pasó
una diligencia pero no fue por el camino principal». «¿Y por dónde fue?», dije yo, y
entonces fue cuando nos dijo que habíais venido por este camino, y te aseguro que
hemos trotado a base de bien para alcanzaros.
Mientras hablaba Lamarr Dean estuve mirando a Braden todo el rato. Quizá no
les sorprenda ahora por qué tomó Braden la diligencia en realidad y por qué estaba
tan interesado en ir en ella cuando salimos de Sweetmary. Es fácil volver la vista
atrás y decir yo lo sabía durante todo el tiempo. Pero les aseguro que al principio no
me lo podía creer. Braden no era alguien que te cayera bien, pero era uno de nosotros,
un pasajero como los demás, y cuando reveló que formaba parte de aquel asalto debió
sorprender a los otros tanto como a mí. Aunque entonces no se me ocurrió fijarme en
sus reacciones. Estaban pasando demasiadas cosas.
Early se acercó sin decir nada, la cara sombreada por un principio de barba.
Llevaba delante a Russell, apuntándole.
Después apareció otro hombre. Parecía mexicano y llevaba un sombrero de paja.

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Iba montado y arreó a su caballo para salir de entre los árboles, guiando a otros dos
caballos ensillados, y se detuvo enfrente de nuestro tiro. Me fijé en que llevaba dos
revólveres del 44.
Lamarr Dean tenía la mano pasada por la palanca del Henry, y el dedo en el
gatillo, pero el cañón apuntaba hacia abajo y casi tocaba el suelo.
—El viejo doctor Favor hace como si no nos viera —dijo.
Me echó a un lado e hizo señas a la chica McLaren de que se apartara hacia el
talud.
—Apártense todos para que pueda ver a mi viejo amigo —Dean miraba ahora
directamente al doctor Favor—. ¿Empieza a enterarse de cómo están las cosas?
—Me temo que no le sigo —dijo el doctor Favor, aunque no parecía sorprendido.
—Pues yo sí que le sigo —dijo Lamarr Dean—. Llevo dos o tres meses viendo
venir esto.
—¿Viendo venir qué?
—Frank, el tipo sigue fingiendo.
Braden se situó junto a Lamarr Dean.
—Está acostumbrado.
—Vamos a Bisbee —dijo el doctor Favor—. Por negocios. Estaremos allí dos
días como mucho.
—No —dijo Lamarr Dean—. Estarán allí lo justo hasta encontrar transporte hacia
el sur. Después se esconderán en México o se embarcarán en Veracruz para salir del
país.
—Está muy seguro de eso —dijo el doctor Favor.
—Así es como se hace.
—¿Y si lo niego, y le digo que volveremos dentro de dos días?
—¿De qué serviría?
—Debería estar de este lado con una pistola —dijo Braden.
—No —dijo Lamarr Dean—. Él utiliza su pluma. Lo único que hay que hacer es
anotar en los libros una cantidad de vacuno superior a la que recibes. Pagas al
proveedor con bonos del Gobierno por el ganado entregado y te quedas con la
diferencia. ¿No es así, doctor?
—Como si nunca te hubiera visto —dijo Braden.
Lamarr Dean miró a la señora Favor.
—¿Usted tampoco me reconoce?
—A usted sí —dijo ella con mucha calma, considerándolo todo—. Pero a él no le
recuerdo —señalando con la cabeza a Braden.
—No, Frank no se dejó ver por allí. Entonces estaba todavía en Yuma.
—Con eso basta —dijo Braden—. Tenemos cosas que hacer.
—Solo trataba de entenderlo —dijo la señora Favor con desenvoltura. Volvió los
ojos hacia Lamarr Dean, que para entonces sabía ya que era quien más hablaba—.
Usted trabajaba para el hombre que tenía el contrato de suministro de carne.

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—El señor Wolgast.
—¿Y descubrió lo de mi marido?
—Audra —dijo el doctor Favor con voz tranquila, aunque no apartaba los ojos de
Lamarr Dean o Braden, mientras los demás no podíamos evitar mirarle a él. (¡Dios,
las cosas de las que nos estábamos enterando de repente!)—. Audra, sabes que no
tenemos que hablar con esta gente de nuestros asuntos personales.
Braden se apartó.
—Pongámonos a ello —dijo, e hizo una seña a Early, que empezó a desenganchar
los caballos de tiro. Cuando les hubo quitado el arnés y los tuvo sueltos,
palmeándolos para que se movieran, el mexicano, que seguía montado, agrupó los
caballos y se los llevó camino adelante.
El camino formaba dos surcos que atravesaban una pradera muy ancha,
flanqueada durante al menos una milla por pendientes a ambos lados. En cuanto el
mexicano se alejó un trecho, Early volvió a montar y le siguió.
Braden estaba ahora detrás del coche y solo le veíamos parcialmente mientras
quitaba de un tirón la lona de la baca y empezaba a sacar las valijas.
Lamarr Dean empezó entonces a registrarnos para ver si íbamos armados. Sacó
un revólver de la chaqueta del doctor Favor, uno de pequeño calibre que examinó un
momento antes de arrojarlo a los matorrales al otro lado del camino. Después se
acercó a Méndez, saltándose a la señora Favor y a la chica McLaren, y Méndez se
abrió la zamarra para mostrar que iba desarmado.
—¿Y qué lleva en el pescante? —preguntó Lamarr Dean.
—Una escopeta —dijo Méndez.
—Pues que siga ahí y usted aquí —dijo Lamarr Dean.
Luego se acercó a mí y me abrí la chaqueta como había hecho Méndez. Mientras
Lamarr Dean me cacheaba, Méndez dijo:
—¿Cree que vale la pena? No podrá volver a aparecer por allí.
—Se lo agradezco —dijo Lamarr—, pero le ruego que no me dé consejos.
—Apostaría a que antes de dos semanas está muerto o detenido —dijo Méndez.
Ahora Lamarr le miró.
—No tendrá nada con lo que apostar.
—Muy bien, entonces recuérdelo —dijo Méndez—. Ya tiene testigos.
—No veo ninguno —dijo Lamarr Dean. Braden apareció tras el coche con una
cartera de cuero—. Frank, ¿tú ves algún testigo?
—Aquí no —dijo Braden, arrodillándose para abrir la cartera.
Lamarr Dean se acercó a Russell.
—No creo que este tenga mucha pinta de testigo. Señor, ¿es usted un testigo?
Mientras lo decía sacó el Colt de Russell y lo arrojó con fuerza hacia atrás, tan
alto que destelló cuando le dio el sol antes de caer en el camino, rebotando y
deslizándose un trecho.
Pero Lamarr Dean no estaba mirando hacia el revólver. Miraba a Russell, muy

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cerca de él y entrecerrando los ojos, directamente a la cara.
—Le he visto en alguna parte —dijo Lamarr. Por la forma en que lo dijo se veía
que aquello le molestaba. Esperó a que Russell le ayudara, pero Russell no abrió la
boca. Se quedaron mirándose mutuamente y esperabas a cada segundo que Lamarr
recordara aquel día en la posta de Delgado, y te lo podías imaginar muy bien
levantando de pronto aquel rifle Henry y haciendo a Russell lo mismo que Russell le
había hecho, o algo peor.
O Braden podía decir algo sobre «el indio» y entonces Lamarr se acordaría.
También esperabas que ocurriera eso. Pero cuando Braden alzó la vista, con la cartera
abierta en el suelo ante sí, dijo:
—Yo diría que es un buen jornal.
Lamarr Dean miró de Braden al doctor Favor.
—Díganos cuánto ha robado, para que no tengamos que contarlo.
El doctor Favor no dijo nada. Era un hombre con traje y sombrero oscuro que
estaba allí parado, observando, con un pulgar enganchado en un bolsillo del chaleco y
la otra mano al costado. La chica McLaren, la señora Favor, Méndez, John Russell…
de hecho todos ellos estaban allí parados pacientemente, como si se hubieran
detenido a mirar pero no tuvieran nada que ver con lo que estaba ocurriendo.
—Debe pensar que ya ha ayudado lo suficiente como para encima rendirnos
cuentas —dijo Braden. Se levantó, tendiendo la cartera a Dean, que la cogió y
trasladó los billetes a sus alforjas.
—Calculo unos doce mil —dijo Lamarr Dean.
—Por ahí andará —dijo Braden.
—Lo ha hecho muy bien —dijo Lamarr Dean—. Pero supongo que nosotros lo
hemos hecho mejor —vio a Braden mirando a los dos caballos que seguían atados a
la trasera del coche—. ¿Qué te parece? —dijo entonces.
—Supongo que servirán —Braden miró hacia el coche—. Y las dos sillas.
Lamarr Dean se le quedó mirando.
—¿Para qué necesitas dos sillas?
—Ya lo verás —dijo Braden, y me señaló a mí—. Usted, bájelas.
Esa es la razón por la que estaba en la baca del coche cuando se marcharon. Tiré
al suelo la silla de Braden, y luego la de Russell, mirándole mientras lo hacía.
Russell siguió mirando sin decir palabra mientras Braden desataba las cuerdas,
acercaba los caballos y les quitaba la embocadura. Puso su silla en un caballo y le
dijo a Russell que pusiera la suya en el otro.
Entonces pensé que se llevaban a Russell como rehén. Tenía sentido; hasta
entonces no nos habían molestado, pero desde luego no iban a ser tan amables como
para largarse sin más. Y en efecto así ocurrió. Solo que no fue a Russell a quien se
llevaron.
Fue a la señora Favor. Braden le acercó el caballo.
—Se me ha ocurrido que podría venir con nosotros un trecho —dijo con toda

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amabilidad.
—Preferiría no ir —dijo ella con la misma amabilidad, como si estuvieran
discutiéndolo y pudiera opinar.
Braden le tendió la mano.
—Estará bien.
—Estaré bien aquí —dijo la señora Favor.
Braden se la quedó mirando.
—Vendrá usted, por las buenas o por las malas —y así se acabó la discusión.
La ayudó a montar, la señora Favor sujetándose la falda para taparse las piernas
mientras se sentaba en la silla, y echaron a andar por el camino. Braden iba muy
cerca de ella y ninguno miró hacia atrás. Todos nos los quedamos mirando, sin que
nadie dijera nada. De hecho el doctor Favor no había dicho nada antes, cuando
Braden estaba obligando a su mujer a acompañarle.
Luego montó Lamarr Dean. Se quedó sentado con el Henry apoyado en los
brazos, mirando a los otros y finalmente hacia mí, pensando en algo, queriendo quizá
asegurarse de que no había cometido ningún error. Entonces recordó algo.
—La escopeta —dijo—. Descárguela y tírela lejos.
Bajé al pescante e hice lo que me ordenaba, vaciando los dos cartuchos antes de
arrojar la escopeta a los matorrales. Lamarr Dean asintió con la cabeza. Luego hizo
girar su caballo y se alejó en pos de Braden y la señora Favor, pero sin apresurarse.
Para entonces Braden y la señora Favor estaban ya a unas cien yardas, en la parte
más ancha de la pradera. Delante de ellos, a bastante distancia, solo una nube de
polvo indicaba el lugar por donde Early y el mexicano se alejaban con los caballos.
Recuerdo que sentí sacudirse el coche. Pero no miré hasta un momento después.
Entonces vi a John Russell arrodillado en la baca detrás de mí, soltando la canana de
su manta enrollada. Levantó los ojos para no perder de vista a Dean, que se alejaba de
nosotros tomándose su tiempo. Russell sacó el Spencer, volvió a mirar a Lamarr
Dean y fue entonces cuando habló:
—¿Cómo pueden estar tan seguros de sí mismos?
No supe lo que quería decir, y desde luego no creí que fuera a intentar disparar a
Lamarr Dean.
—¿Qué? —dije.
—¿Cómo pueden estar tan seguros con los errores que han cometido?
Estaba ya metiendo un cartucho en la recámara, cargando rápido para disparar de
uno en uno. Supongo que entonces no dije nada.
Se le veía atareado y era como si estuviera hablando consigo mismo.
—Entonces es la suerte —dijo—. Creen que saben cómo hacerlo, pero es la
suerte.
Le vi sacar tres cartuchos de la canana y sostenerlos con la mano izquierda. De
repente se quedó inmóvil.
Volví los ojos y vi que Dean había vuelto grupas y cabalgaba hacia nosotros.

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Braden y la señora Favor, a doscientas yardas de distancia, se habían dado la vuelta y
tiraban de las riendas como para esperarle.
Lamarr Dean había guardado su rifle en la funda de su silla, pero ahora, mientras
se acercaba a nosotros, desenfundó su Colt.

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TRES

Lamarr Dean estaba ya muy cerca.


—Casi me olvido de algo —dijo. Luego vio a Russell encaramado en la baca a mi
espalda—. ¿Qué hace ahí arriba?
—Cogiendo mis cosas —dijo John Russell. Tenía el Spencer entre las piernas y
seguía arrodillado, sentado sobre los pies, con las manos apoyadas en los muslos.
—¿Piensa ir a algún sitio?
—Bueno —Russell se encogió de hombros—, ¿para qué quedarse aquí, eh?
—¿Y espera llegar muy lejos?
—Eso habrá que averiguarlo.
Lamarr Dean arreó a su caballo y siguió hasta la trasera del coche. Se estiró sobre
los estribos para alcanzar uno de los dos odres de agua que estaban allí colgados, lo
descolgó y pasó la cuerda por el pomo de su silla. Luego se apartó con el odre
colgado, henchido y tirante junto a su pierna izquierda, e hizo girar al caballo para
volver a encararnos.
—No ha dicho lo lejos que espera llegar —dijo Lamarr Dean.
Russell volvió a encogerse de hombros.
—Lo sabremos con el tiempo.
Lamarr Dean levantó el revólver, como vacilando, asegurándose de que viéramos
lo que iba a hacer. Méndez gritó algo. No estoy seguro de qué, quizá fue solo una
exclamación. Pero mientras gritaba, Lamarr Dean apretó el gatillo y el odre de agua
todavía colgado de la trasera del coche reventó. El agua salió a chorros y luego a
borbotones mientras el odre se deshinchaba, perdiéndose toda en aquel camino
arenoso, y Lamarr Dean se quedó allí sentado mirándonos. No sonrió ni rio, pero se
veía que estaba disfrutando.
Luego dijo a Russell:
—¿Y ahora llegará muy lejos?
Se suponía que no había que responder a eso. Lamarr Dean cogió las riendas y se
dio la vuelta. Russell esperó hasta aquel momento para decir:
—Quizá hasta donde Delgado.
Lamarr Dean se detuvo, pillado con el paso cambiado. Ahora estaba de perfil con
nosotros, con la mano del revólver en el lado de fuera, y tenía que torcer la cabeza
por encima del hombro para mirar a Russell.
—¿Ha dicho algo?
—Si nos entra sed —dijo Russell—, quizá vayamos donde Delgado a tomarnos
un mescal.
Lamarr Dean no se movió, aunque tenía la cabeza torcida en aquella postura
forzada. Se quedó mirando a Russell, y estoy seguro de que justo entonces empezó a

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acordarse.
—Haga eso —dijo.
Siguió mirando a Russell unos segundos, y luego arreó a su caballo y volvió a
ponerse en marcha dándonos la espalda, yendo al paso para demostrar que no tenía
miedo de nada.
Le observé mientras se alejaba, treinta, cuarenta, cincuenta pies, y entonces oí la
voz de Russell que decía «Túmbese» pausadamente, con calma y en voz baja.
Me agazapé en la baca y agaché la cabeza, y Russell dijo: «Túmbese del todo…».
Y aunque las últimas palabras no fueron en voz baja, tampoco las gritó ni pareció
agitado. De pronto vi que se llevaba el Spencer a la cara y me tumbé, mirando a mi
alrededor para ver dónde caía, y con el rabillo del ojo vi a Lamarr Dean a sesenta pies
que hacía caracolear a su caballo y levantaba el Colt todo derecho ante sí, pensando
que tenía tiempo para asegurar el tiro, y bam retumbó el Spencer en mi oído y Lamarr
Dean cayó de la montura como si le hubieran dado un trancazo en la cara, y el caballo
hizo un quiebro y luego salió a escape.
Russell debía estar seguro de su tiro, porque ya estaba recargando y apuntando al
caballo, y cuando disparó el caballo dio un traspié y rodó por tierra e intentó
levantarse. Y más allá del caballo se veía ya a Braden acercándose. Acercándose y
girando bruscamente cuando volvió a oírse aquel Spencer, atronando a mi lado y
resonando en la distancia hasta apagarse. Se oyó dos veces el estampido del revólver
de Braden y me aplasté contra la baca, desde donde solo veía el cañón del Spencer.
Russell estaba ahora completamente tendido tras él, con el cañón apoyado en el
barandal delantero, siguiendo a Braden con la mira y espaciando sus disparos. Braden
volvió a girar y esta vez siguió galopando, describiendo un círculo completo para
volver por donde había venido hacia la silueta lejana que era la señora Favor, por lo
que se veía que el fuego de Russell le había pasado cerca. Al menos Braden no quería
saber nada de él por el momento.
Me levanté. Russell estaba cargando otra vez, y ahora que había tiempo sacó un
tubo cargador de su manta y metió siete cartuchos del 56.56 e insertó el tubo en el
Spencer por la culata.
—Ahora volverán todos —dije—. ¿No es así?
—Seguro que sí, porque tenemos lo que quieren —dijo Russell.

Durante un rato no ocurrió nada. Vi al doctor Favor, Méndez y la chica McLaren, los
tres en fila, agazapados contra el talud donde se habían refugiado cuando empezó el
tiroteo. Ahora estaba todo tranquilo, pero seguían sin moverse.
Russell se estaba poniendo la canana, sobre el hombro izquierdo y cruzada sobre
el pecho, corriéndola de forma que las presillas con cartuchos quedaran en la parte
delantera. Mientras lo hacía sus ojos no se apartaron un momento de aquellos dos
puntos distantes en la pradera.

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Teníamos algo de tiempo, pero entonces no pensé en ello. Braden tenía que ir a
por Early y el mexicano antes de volver, y podían estar a una milla de distancia
arreando a los caballos de la diligencia. Seguía pensando en cómo había levantado
Russell su Spencer y apuntado a Lamarr Dean, como apuntaría un hombre a una lata
colocada en una valla, y le había matado de un tiro. Luego había derribado al caballo
que escapaba con el odre de agua. Había matado a un hombre sin dudarlo, y en el
mismo instante había sabido que debía detener al caballo y también lo había hecho.
El rato durante el que no ocurrió nada duró quizá un minuto en total. Luego se
acabó para siempre.
Russell pasó junto a mí, apoyó un pie en una rueda y saltó a tierra. Llevaba por
supuesto su Spencer, y en la otra mano su manta enrollada y la cantimplora que
habían utilizado él y Méndez. (Uno recuerda los detalles: la cantimplora no tenía
correa, solo dos anillos de metal a los que había estado atada una correa, y Russell la
llevaba enganchada con un dedo de uno de los anillos).
No creo que llegara siquiera a mirar a los otros, sino que echó a andar camino
abajo por donde habíamos venido, parándose solo a recoger su Colt y enfundarlo en
su pistolera. Un poco más allá dejó el camino y empezó a subir por la pendiente,
avanzando a buen paso entre las hediondillas y otros arbustos.
El doctor Favor fue el primero en reaccionar. Gritó algo a Russell. Después
Méndez salió al camino mirando hacia Russell, y el doctor Favor se internó entre los
matorrales al otro lado del coche.
Entonces me dispuse a bajar yo, cogiendo el morral con nuestras provisiones y mi
manta. Cuando salté al camino, el doctor Favor salía de los matorrales con su
pequeño revólver y la escopeta de cañones recortados de Méndez. Méndez y la chica
McLaren seguían mirando a Russell.
—Se escapa —dijo el doctor Favor.
Ya no parecía tan tranquilo, y en aquel momento pensé que si la escopeta no
hubiera estado descargada le hubiera disparado a Russell.
—Le necesitamos —dijo entonces el doctor Favor. Se dio cuenta justo en aquel
momento. Lo supo con la misma certeza con que sabía que John Russell era un indio
apache y que estábamos allí tirados en mitad de la nada.
Fue entonces cuando reaccionamos los demás.
—Yo no sabría en absoluto hacia dónde ir —dijo la chica McLaren—. Creo que
ni siquiera sé dónde estamos.
—Debemos estar a mitad de camino —dije yo—. Quizá un poco más allá. Si
estuviéramos en el camino principal lo sabría.
—¿Y a qué distancia está el camino principal?
El doctor Favor le lanzó una mirada asesina, como si estuviera intentando pensar
y ella le hubiera interrumpido.
—Cállese de una vez —dijo.
Aquello debió escocerle, porque dijo:

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—¿De qué sirve callarse cuando estamos aquí abandonados a la intemperie?
El doctor Favor no le contestó. Miró a Méndez y dijo «Venga conmigo»,
tendiéndole su escopeta, y se dirigieron a paso vivo a donde estaba el caballo de
Lamarr Dean. El doctor Favor rodeó el cuerpo de Lamarr Dean, que estaba boca
arriba con los brazos extendidos como si lo hubieran clavado al suelo con estacas,
pero Méndez se detuvo a recoger el Colt. Después estuvieron ambos un minuto
arrodillados junto al caballo muerto, Favor desatando las alforjas mientras Méndez
recuperaba el odre de agua. No se molestaron en coger el rifle Henry, o quizá es que
había quedado debajo del caballo y no podían sacarlo.
Mientras estaban allí, sin dejar de mirarlos, la chica McLaren dijo:
—Ni siquiera está pensando en su mujer. ¿Se da cuenta?
—Bueno, seguro que sí —dije, con lo que no quería decir que estuviera realmente
pensando en ella, sino al menos preocupado por ella. ¿Qué esperaba la chica que
hiciese? No podía ponerse a perseguir a Braden. Eso no le devolvería a su mujer.
—La ha olvidado —dijo la chica McLaren—. Solo piensa en el dinero que robó.
—No puede usted decir una cosa así —dije. Quería decir que no se puede saber lo
que alguien está pensando, sobre todo en el aprieto en que entonces nos
encontrábamos. Una persona actúa, y después piensa en ello.
Coger aquellas cosas del caballo de Lamarr Dean fue lo que nos retrasó, la razón
por la que no pudimos seguir de cerca a Russell ni tenerlo ya a la vista cuando nos
pusimos en marcha camino abajo, pasamos el talud y empezamos a subir por la
ladera.
El doctor Favor, con las alforjas al hombro, iba delante de nosotros siguiendo la
dirección que había tomado Russell. La ladera no era muy difícil al principio, una
amplia pendiente abierta que se abombaba hasta un grupo de pinos en la cima; pero
como íbamos a toda prisa no tardaron mucho en empezar a dolernos las piernas y a
ponérsenos tan rígidas que pensabas que se harían un nudo por dentro y nunca
podrías soltarlo.
Íbamos a toda prisa por lo que teníamos a la espalda, de eso pueden estar seguros.
Pero también teníamos prisa por alcanzar a Russell, sintiéndonos como niños
pequeños que corren hacia su casa en la oscuridad temiendo que la casa esté cerrada y
no haya nadie dentro. ¿Entienden cómo nos sentíamos? Nos preocupaba que nos
hubiera abandonado para seguir por su cuenta. Dicho de otro modo, sabíamos que
necesitábamos a Russell para poder salir vivos de allí.
Cuando el doctor Favor llegó a los árboles vaciló, o así lo pareció, y luego se
perdió de vista. Fue entonces cuando más prisa nos dimos, agotados como íbamos ya.
Se oía jadear a Méndez a diez pies.
Pero no hacía ninguna falta darse prisa. Cuando llegamos arriba encontramos al
doctor Favor parado donde empezaba la sombra de los árboles. Russell estaba justo
detrás. Estaba sentado con la manta extendida en el suelo y las botas quitadas. Se
estaba calzando unos mocasines apaches con la punta curva, sin hacer el menor caso

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del doctor Favor, que le miraba como si le hubiera atrapado y estuviera impidiendo
que se escapara, apuntándole de hecho con su revólver. El pecho del doctor Favor
subía y bajaba al respirar.
Méndez se acercó un poco más, mirando a Russell.
—¿Por qué no nos has esperado? —preguntó.
Russell no se molestó en contestarle. Ni siquiera estaba seguro de que le hubiera
oído.
—No le importa lo que hagamos —dijo el doctor Favor—. Con tal de escaparse
él.
—Hombre —dijo Méndez—, ¿qué te pasa? Tenemos que pensar en esto y
hablarlo. ¿Qué pasaría si uno de nosotros saliera corriendo? ¿Crees que estaría bien?
Russell levantó la pierna para ponerse un mocasín. Era uno de aquellos altos
apaches, como polainas que llegaban más arriba de la rodilla. Empezó a
desenrollarlo, metiendo por dentro la pernera del pantalón y atándoselo a la altura de
la pantorrilla con una cinta o algo así. No levantó la vista hasta que terminó. Entonces
dijo:
—¿Qué quieren?
—¿Qué queremos? —dijo Méndez, sorprendido—. Queremos salir de aquí.
—¿Y qué se lo impide? —dijo Russell.
Méndez seguía con el ceño fruncido.
—¿Pero qué te pasa?
Russell tenía ya puestos los dos mocasines. Cogió sus botas y las enrolló dentro
de la manta. Mientras lo hacía, sin mirarnos, dijo:
—Quieren venir conmigo, ¿eh?
—¿Contigo? Vamos todos juntos. Esto no le está pasando a una sola persona —
dijo Méndez—. Nos está pasando a todos.
—Pero quieren que les enseñe el camino —dijo Russell.
—Tú nos enseñas el camino, claro. Nosotros te seguimos. Pero vamos todos
juntos.
—No sé —dijo Russell muy despacio, como si se lo estuviera pensando. Miró al
doctor Favor, directamente a él—. No quería usted que fuera en el coche. Puede que
ahora no quiera yo que venga conmigo… ¿eh?
Nadie dijo nada durante un minuto, quizá más. Russell terminó de enrollar su
manta y la ató con un trozo de cuerda que debía llevar dentro. Cuando se levantó,
Méndez dijo:
—¿Qué quiere decir eso?
Lo dijo sin mostrarse ahora sorprendido ni agitado y sin fruncir el ceño, pero tan
serio que hasta la voz sonó baja. Russell se le quedó mirando.
—Quiere decir que ellos no quieren que vaya en el coche y puede que yo no
quiera que ellos vengan conmigo. Puede que no caminen como yo camino. Usted
sabe eso, ¿no, mexicano?

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—¡Te he ayudado como si fueras mi propio hijo! —dijo Méndez alzando la voz y
abriendo tanto los ojos que se le veía todo el blanco. Pero Russell no le miraba ya.
Había echado a andar. Méndez gritó tras él—: ¡Pero qué te pasa!
—Deje que se vaya —dijo el doctor Favor.
Nos quedamos mirando a Russell mientras se alejaba entre los árboles.
—¿Qué espera? —dijo el doctor Favor—. ¿Espera que alguien así se comporte
como una persona decente?
—Yo le ayudé —dijo Méndez, como si no pudiera creer lo que había ocurrido.
—Muy bien, pues ahora nos ayudará él —dijo el doctor Favor—. No quiere saber
nada de nosotros, pero podemos seguirle, ¿no?
Nadie intentó contestar entonces a esa pregunta, porque no era realmente una
pregunta. Pero yo lo intenté más tarde. Estuve pensando en ello durante las siguientes
dos o tres horas, mientras intentábamos no distanciarnos de Russell.
El asalto había tenido lugar a las tres y media o las cuatro, cuando ya había
bastante sombra a este lado de las montañas. A partir de entonces la luz fue
menguando cada vez más. Quiero decir que desde que empezamos a seguir a Russell
resultaba difícil tenerlo a la vista, incluso cuando estaba en campo abierto.
Durante el día la tierra estaba salpicada de matorrales y rocas, con un aire yerto y
polvoriento, pero con algo de color, verde claro y verde oscuro y marrón y amarillo
blanquecino. Al atardecer toda ella se volvió parda y calinosa, con un anfiteatro de
altos picos al frente una vez hubimos descendido la ladera al otro lado de los pinos y
salido de nuevo a campo abierto.
Digo abierto, pero con ello solo quiero decir que no había árboles. No que fuera
terreno fácil.
Avanzábamos con el doctor Favor casi siempre en cabeza. A bastante distancia
delante de él se veía a Russell. Luego se le dejaba de ver. No porque se hubiera
escondido, sino por la hora del día y por la propia configuración del terreno, con
pequeñas vaguadas y altozanos y profusamente sembrado de arbustos espinosos y
cactus. Los saguaros que se veían por todas partes ya no parecían postes de cerca.
Parecían estelas funerarias en un cementerio indio, si es que existen tales lugares.
Pero lo que daba miedo no era eso, era lo que venía a nuestra espalda y la posibilidad
de distanciarnos de Russell.
Debía saber que le estábamos siguiendo. Pero ni una sola vez intentó correr o
esconderse de nosotros. La chica McLaren se preguntó en voz alta por qué no lo
haría. Supongo que él sabía que no le hacía falta.
Había un collado que atravesaba aquellas montañas, y Russell se encaminó hacia
allí, recorrió como media milla de terreno abierto hasta cruzar al otro lado y enfiló
por una barranca que cortaba como un gran tajo entre dos crestas rocosas. Mientras
le seguíamos por aquella brecha no dejamos de mirar hacia atrás, pero Braden y sus
hombres no se acercaban todavía.
Russell salió de la barranca y empezó a trepar de nuevo hacia el abrigo de los

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árboles. Creo que esta subida fue la más dura de todas y la que más nos agotó,
apurados todos como íbamos, malgastando nuestras fuerzas para intentar mantenerle
a la vista. Pero cuando llegamos a la cresta no había ni rastro de él.
Seguimos la línea de los árboles, dirigiéndonos hacia el norte porque pensábamos
que era lo que habría hecho. Como una milla más allá terminaron los árboles. La
cresta descendía hasta un contrafuerte pelado por el que seguimos a duras penas hacia
otro collado, más oscuro y en sombra, porque ya era muy tarde. Fue allí donde
volvimos a divisar a Russell, y fue entonces cuando estuvimos a punto de rendirnos y
abandonar la partida. Estaba trepando de nuevo, casi ya del otro lado del collado y
muy por encima de los matorrales, donde la ladera era empinada y rocosa, y entonces
supimos que nunca podríamos alcanzarle.
El doctor Favor aseguró que intentaba deliberadamente dejarnos atrás. Pero la
chica McLaren dijo que no, que le daba igual si le seguíamos o si nos brotaban alas y
salíamos volando; estaba pensando en Braden y sus hombres a caballo, intentando
ponérselo lo más difícil que podía, obligándoles a dejar sus caballos e ir a pie si
querían seguirle.
Cuando dijo esto y pensamos de nuevo en Braden seguimos adelante, cansados o
no, y trepamos derechamente por la pendiente que había seguido Russell,
magullándonos de mala manera porque era ya difícil ver dónde pisabas en la luz
menguante.
Fue en lo alto de aquella pendiente, de nuevo entre árboles, donde paramos a
descansar y comer algo de cecina y galletas del morral. Antes de terminar oscureció
casi del todo. Tras aquel descanso, que fue el más largo que hicimos, nos costó
mucho levantarnos y empezamos a discutir sobre si seguir adelante o no.
Méndez quería quedarse allí. Dijo que no valía la pena seguir. Le daba igual que
Braden nos alcanzara.
El doctor Favor dijo que teníamos que seguir, prácticamente nos lo ordenó.
Braden tendría que parar porque no podía seguir nuestro rastro en la oscuridad. De
modo que debíamos aprovecharlo y seguir adelante.
Seguir adelante, dijo la chica McLaren. Eso sonaba bien. Pero ¿por dónde?
¿Cómo sabíamos que no íbamos a desorientarnos e ir a parar directamente a las
manos de Braden?
Iríamos hacia el norte, dijo el doctor Favor. Y seguiríamos todo el rato hacia el
norte. La chica McLaren se mostró de acuerdo, pero ¿por dónde era? Él señaló en una
dirección, pero se veía que no estaba seguro. O podía seguir él solo, sugirió el doctor
Favor, observándonos para ver nuestra reacción. Seguir solo e ir a buscar ayuda. Pero
como nadie dijo nada no insistió y lo dejó correr.
¿Por qué no mencionó entonces a su mujer? Fue entonces cuando empecé a
pensar en lo que había dicho antes la chica McLaren: que se había olvidado de su
mujer y que solo le importaba el dinero.
¿Podía ser así? Intenté pensar en lo que habría hecho yo si hubiera sido mi mujer.

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¿Esconderme y tenderles una emboscada? ¿Intentar arrebatársela? Dios santo, no,
pensé entonces. ¡Simplemente cambiarla por el dinero! Seguro que eso se le tenía que
haber ocurrido al doctor Favor.
Entonces ¿por qué no lo hacía? O al menos hablaba de ello. Pero a fin de cuentas
era asunto suyo. Quiero decir que no teníamos derecho a recordarle lo que debía
hacer. Eso era asunto suyo. No quiero parecer duro o insensible, es simplemente que
las cosas estaban así. Bastante teníamos nosotros encima como para preocuparnos por
su mujer.
El caso es que seguimos allí sentados hasta que el doctor Favor dijo que se iba.
Cuando se puso en marcha, la chica McLaren salió tras él, de modo que Méndez y yo
también lo hicimos. Supongo que teníamos que seguir a alguien.
A partir de entonces no supe dónde estábamos, ni siquiera la dirección que
seguíamos. Apenas hablábamos ya. De vez en cuando el doctor Favor decía algo, casi
siempre sobre el camino a seguir. Pero una vez volvió a hablar de escondernos en
algún sitio mientras él seguía solo.
Méndez dijo que le parecía bien, le daba igual lo uno o lo otro. Pero ni la chica
McLaren ni yo estuvimos de acuerdo. No dejaba de imaginarme a Braden en algún
lugar a nuestra espalda esperando a que se hiciera de día para retomar nuestra pista y
darnos caza. ¿Quién iba a querer quedarse allí esperándole?
La chica McLaren lo veía de otro modo. Le dijo a la cara al doctor Favor:
—Ese dinero ya ha sido robado suficientes veces. No se preocupe por que uno de
nosotros vaya a intentar quitárselo.
—Como si desconfiara de ustedes —dijo el doctor Favor—. Las cosas que se le
ocurren.
—Me gustaría saber lo que piensa —dijo la chica McLaren—. Porque seguro que
no está pensando en su mujer.
El doctor Favor no dijo nada y seguimos adelante.
Si me preguntaran quién se portó mejor, quién lo llevaba mejor y no se quejó ni
una sola vez, incluso quién caminaba con menos dificultad, les diría que fue la chica
McLaren. Si eso les sorprende, recuerden que había vivido con apaches salvajes
durante más de un mes. Había viajado con ellos en sus constantes migraciones,
manteniendo su paso porque si no la hubieran matado. La mirabas y te preguntabas
cómo podía haberle ocurrido algo así a una chica tan joven sin que se le reflejara en
la cara.
Una vez se ofreció a llevarme el morral o la manta, pero no quise ni oír hablar de
ello.
Incluso dijo que debíamos seguir adelante cuando finalmente el doctor Favor nos
condujo a una hondonada y anunció que acamparíamos allí. Dijo que si parábamos
ahora tendríamos más posibilidades de encontrar a Russell cuando se hiciera de día.
No estoy seguro de lo que quiso decir con eso, pero creo que era una excusa, y que su
verdadera razón para querer detenerse era su cansancio. La chica McLaren argumentó

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que debíamos aprovechar la oscuridad mientras durara (quedaban todavía unas horas
para la salida del sol), pero cedió al ver lo cansado que estaba Méndez. Tan cansado
que apenas podía tenerse en pie.
Ya habíamos comido parte de las galletas y la cecina del morral, y ahora no había
nada que hacer más que dormir. Yo era el único que llevaba una manta, de modo que
se la ofrecí a la chica McLaren. Dijo que no, que la usara yo. Terminé por hacerlo,
pero enrollada como almohada. (Puede que alguien piense que esto fue una estupidez,
pero no podía abrigarme con ella cuando era la única que teníamos. Y eso que me
hubiera venido muy bien, se lo puedo asegurar).
Cuando nos detuvimos allí solo faltaban unas horas para que saliera el sol, de
modo que no hubo mucho tiempo para dormir, y me costó mucho conciliar el sueño,
pese a lo cansado que estaba. Pero finalmente me dormí.
Cuando se hizo de día nadie dijo más de dos palabras seguidas. Ya saben cómo
puede sentirse uno por la mañana, pero es que además apenas habíamos dormido dos
horas y media ateridos de frío en el suelo, tras caminar durante casi toda la noche. (Sí,
hacía frío. Aunque durante el día hiciera un calor sofocante). Y encima sin saber
dónde estábamos y con Braden siguiéndonos a caballo.
Lo único que supimos con seguridad cuando se hizo de día fue dónde estaba el
norte, y hacia allí nos dirigimos, tras comer algo de cecina y galletas y beber cada
uno unos tragos de agua.
Que nos dirigiéramos hacia el norte no significa que fuéramos en línea recta. A
menos que quisieras subir por laderas escarpadas todo el rato, quizá para descubrir
cuando llegabas arriba que no había ninguna bajada, tenías que seguir los barrancos y
torrenteras que atravesaban aquellas tierras altas, de modo que podías llegar a
recorrer dos o hasta tres millas para avanzar una hacia el norte. Nadie hablaba apenas.
Así seguimos durante toda la mañana, o al menos hasta que ocurrió lo siguiente, que
calculo sería una o dos horas antes del mediodía.
Salimos de entre unos árboles a un prado abierto, una pequeña dehesa abrigada
entre colinas, luego atravesamos el prado y subimos hacia la única salida, una
torrentera bastante larga y honda, flanqueada a ambos lados por rocas y espesos
matorrales, que tendría unos sesenta pies de ancho y trescientos o más de largo, si no
recuerdo mal.
Remontamos esta torrentera, volviendo la vista hacia el prado mientras subíamos,
y cuando llegamos por fin a lo alto estuvimos a punto de soltar todo lo que
llevábamos. No por el cansancio, sino por la sorpresa.
Porque sentado allí arriba con el Spencer cruzado en el regazo, fumando un
cigarrillo, estaba John Russell.
Méndez gritó su nombre y echó a correr hacia él, suponiendo como yo mismo, me
imagino, que Russell habría cambiado de idea y se le habrían pasado los malos
humos, y que ahora nos ayudaría a salir de allí.
Méndez le riñó un poco, aunque en tono de broma, diciéndole que no debería

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haber hecho aquello. Estaba demasiado contento de ver a Russell como para
mostrarse serio o enojado con él, y empezó a contarle cómo no habíamos podido
seguir su paso y nos habíamos agotado intentando alcanzarle.
Russell le echó a un lado con el brazo y nos hizo señas a todos de que nos
apartáramos del borde para que no pudieran vernos desde abajo.
A juzgar por cómo actuaba Méndez, nuestras dificultades habían terminado.
El doctor Favor no pensaba lo mismo. Mirando a Russell dijo:
—¿Se va a quedar aquí sentado o qué?
Russell no se movió.
—Tiene mucha prisa por seguir, ¿eh?
El doctor Favor se dio cuenta de que Russell no tenía ninguna intención de
levantarse.
—Ahora lo va a soltar —dijo—. Quiero oír cómo lo dice.
—Si quiere irse —dijo Russell—, váyase.
El doctor Favor siguió mirándole.
—¿Y qué más?
—Deje aquí las alforjas y el arma.
La ancha cara roja del doctor Favor pareció casi relajarse y sonreír.
—Aquí —dijo—. En pleno descampado. Ha tardado toda la noche en darse
cuenta de que había olvidado algo al huir.
Méndez, que no lo entendía, tenía de nuevo aquella expresión preocupada.
—¿Qué pasa? —preguntó a Russell.
—Es mi dinero —dijo el doctor Favor—. Piensa que es una buena ocasión. En
mitad de la nada y sin ninguna autoridad que se lo impida. Pero somos cuatro contra
uno. Puede que no haya pensado en eso.
—Puede que uno sea suficiente —dijo Russell, dando una calada a su cigarrillo.
Fue entonces cuando intervino la chica McLaren.
—¡Su dinero! —gritó al doctor Favor (y menudo grito fue)—. ¡El dinero que
usted robó! ¡Se supone que tenemos que ponernos de su lado para defender el dinero
que usted robó! —luego se volvió hacia Russell—. Y usted aquí hablando del dinero
y dándole a Frank Braden todo el tiempo que necesita.
—Tenga cuidado con lo que dice —le dijo el doctor Favor—. Creo que habla sin
pensar. Este dinero es mío, obra en mi poder, y hará falta algo más que la palabra de
un forajido muerto para demostrar lo contrario.
—Demasiada charla —dijo Méndez, como si se le acabara de ocurrir—. Tenemos
que movernos.
Russell alzó la vista hacia él.
—¿Adónde quiere ir?
—¿Estás loco? —dijo Méndez—. ¡Vienen hacia aquí!
—Dígame adónde —dijo Russell.
—¿Adónde? No lo sé. Lejos de aquí.

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—Le diré algo —dijo Russell—. Ahora viene campo abierto. Puede tardar dos,
tres horas en atravesarlo. Y mientras lo atraviesa vienen ellos con los caballos.
—Entonces nos escondemos en algún sitio —dijo Méndez—, y esperamos a que
oscurezca para atravesarlo.
Russell asintió con la cabeza.
—O hacemos algo mejor. Les esperamos aquí. Matamos a sus caballos para
igualar la cosa, ¿eh? Quizá la acabamos.
—La acabamos —dije yo, entendiéndole, pero supongo que sin creer lo que nos
estaba pidiendo que hiciéramos—. ¿Quiere decir que intentemos matarles?
—Si se acercan lo suficiente —dijo Russell— les matarán ellos.
—Pero hasta ahora no han hecho daño a nadie. ¿Por qué iban a hacerlo ahora?
—¿Quiere darles su agua?
—Ellos tienen agua.
—Dos cantimploras de las que estuvieron bebiendo ayer todo el día. ¿Quiere
darles la suya?
—No, pero…
—Entonces le matarán por ella.
Hasta entonces parecía solo cuestión de huir y escapar o huir y que nos atraparan
y se quedaran con el dinero después de todo. Pero ¿matarles o que nos mataran? Era
terrible pensar en ello y no podías evitar buscar otra salida. Huir o escondernos. Huir
o escondernos. Esas opciones no dejaban de martillearme la cabeza mientras Russell
seguía allí sentado, mirando torrentera abajo y esperando.
—¿Y si no la acabamos? —dijo el doctor Favor, diciéndolo de tal modo que la
mera idea parecía una estupidez—. ¿Entonces qué?
—Usted no tiene nada que decir en esto —dijo Russell, mirándole—. Puede
quedarse o largarse, pero haga lo que haga deje las alforjas.
—Ha debido pasar toda la noche en vela pensando —dijo el doctor Favor.
—Se me ocurrió —replicó Russell.
—¿Cuánto calcula que tengo?
Russell se encogió de hombros.
—No importa.
—No haría falta mucho para que se abasteciera bien de whisky, ¿eh?
—Deje también ese revólver de bolsillo —dijo Russell, y tendió la mano para
recogerlo, girando un poco de forma que el Spencer que tenía en el regazo giró con
él.
El doctor Favor se le quedó mirando, sin moverse.
—Se olvida de algo —dijo—. ¿Y si los otros deciden en su contra?
—Entonces le tendrán a usted para guiarles —contestó Russell.
Se quedó allí sentado con la mano aún tendida hacia el doctor Favor, y se veía
que podía quedarse así el resto de su vida, sin parpadear. Había que aceptar sus
términos si nos quedábamos con él. Se trataba de hacer lo que quería o de seguir

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adelante con el doctor Favor. No era como elegir entre algo bueno y algo malo. Aun
así, una opción parecía mejor que la otra y no resultaba una decisión muy difícil.
Fue la chica McLaren quien lo dijo en voz alta, aunque no muy alta.
—Me gustaría irme a casa —dijo, mirando de reojo al doctor Favor—. Me
gustaría de verdad irme a casa. Y sé que él no encontrará el camino.
Ni Méndez ni yo tuvimos que decir nada. Si nos hubiéramos puesto del lado del
doctor Favor, hubiéramos tenido que hacerlo.
Creo que, como le estábamos observando, el doctor Favor no quería parecer
incómodo o nervioso. No podías dejar de admirar su sangre fría. Se lo tomó con
calma, sin intentar discutir, aunque apuesto a que pensaba muy deprisa todo el
tiempo. Simplemente se encogió de hombros y entregó su revólver a Russell.
—Jefe hacer ahora mucha guerra —dijo. ¿Entienden cómo presentaba las cosas?
Como si Russell fuera un matón ante el que uno tenía que ceder si quería estar
tranquilo.
Russell no le hizo el menor caso. Cogió el revólver, luego miró a Méndez y se fijó
en que Méndez llevaba el revólver de Lamarr Dean además de su escopeta.
—¿Tira bien? —preguntó.
Méndez frunció el ceño.
—No estoy seguro.
—Ya lo averiguará —dijo Russell—. Primero la escopeta. Cuando estén cerca.
Tan cerca que pueda tocarles. Después el revólver si lo necesita.
—No sé —dijo Méndez, preocupado—. Quedarnos sentados a esperarles sin
más…
—Si hubiera una forma mejor de hacerlo —dijo Russell—, lo haríamos así.
En aquel momento, hablando a Méndez, la voz de Russell era amable y
recordabas que se conocían de antes y que quizá hubieran sido amigos.
Miró por encima de la torrentera, observando los árboles que había al otro lado
del prado. Sabía que quien nos viniera siguiendo tendría que pasar por allí y subir por
la torrentera.
Después me miró directamente a mí y me tendió el revólver del doctor Favor. Al
principio no hice ademán de cogerlo. Volvió a alargármelo, como diciendo «Venga,
cógelo», y esta vez lo cogí.
—Usted tiene algo que hacer —dijo, y miró un segundo de reojo al doctor Favor
—. Vigílelo.
Luego le tocó el turno a la chica McLaren. Estaba allí plantada, con su cara
agraciada y morena muy tranquila, viendo cómo Russell la miraba ahora.
—Usted se queda con este —dijo Russell, refiriéndose a mí.
—Carl Allen —dijo la chica McLaren.
Aquello detuvo a Russell por un instante, como si hubiera interrumpido sus
pensamientos.
—Se encarga de las alforjas y el agua.

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—Trabajo de india —dijo el doctor Favor—. Debería gustarle —con lo que
también le estaba diciendo: ¿Ve en la que se ha metido?
No pareció molestarle, o quizá estaba tan absorta en Russell que no le oyó.
—El dinero y el agua —dijo—, pero veo que usted también lleva agua.
Se refería a la cantimplora que estaba en el suelo a su lado. La que él y Méndez
llevaban en el pescante.
Se la quedó mirando, asimilando todo lo que sugerían sus palabras sin decirlo.
—¿La quiere también?
—¿Por qué cargar con ella? —dijo ella, y no estabas seguro de si hablaba en serio
o no.
Entonces Russell pareció dudar por un momento, como si entregarle la
cantimplora fuera renunciar a su independencia. Pero al final se la tendió, y la chica
McLaren la cogió.
—Usted, usted y usted —dijo Russell, señalando a la chica McLaren, al doctor
Favor y a mí— se quedan aquí. No se levanten. No se aparten del borde ni se
levanten. Se sientan y se están quietos —(¡Como un maestro hablando a unos
párvulos en la escuela!)—. Él…
—El reverendo doctor Favor —dijo la chica McLaren, de nuevo con aquel tonillo
cortante.
—Puede irse hasta que los otros vengan —siguió Russell—. Después no —
Russell volvía ahora a mirarme a mí, aunque seguía hablando del doctor Favor—. Si
intenta irse sin nada dispárele una vez. Si coge las alforjas dispárele dos veces. Si
coge el agua vacíe el cargador. ¿Entiende eso?
(He pensado en estas palabras desde entonces y estoy seguro de que Russell se
estaba divirtiendo un poco con nosotros cuando las dijo. Como si lo dijera en parte en
serio, en parte en broma. ¿Pero ustedes se imaginan bromeando en un momento como
aquel? Esa fue por supuesto la razón por la que nadie sonrió. Debía pensar que
éramos estúpidos).
Me limité a asentir con la cabeza, porque no quería decir nada con el doctor Favor
allí delante.
—No sé —dijo Méndez. Se veía que se lo había estado pensando—. Quizá
deberíamos seguir adelante sin más, intentar escapar de ellos.
—Si intenta escapar ahora —le dijo Russell—, le alcanzarán y le matarán. De eso
puede estar más que seguro.
Russell volvió a decirnos que nos quedáramos allí quietos, sin asomarnos.
Después habló con Méndez, repitiendo sus instrucciones, diciéndole que esperase a
que se acercaran y asegurase bien el tiro, que disparase primero a los hombres y
luego a los caballos, pero teniendo cuidado con la mujer. Méndez le escuchaba,
asintiendo a veces, pero seguía mirando hacia nosotros.
Después de eso Russell no malgastó más palabras. Él y Méndez se arrastraron
entre los matorrales, abriéndose paso hasta unos cuarenta pies torrentera abajo, y

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luego se separaron. Méndez se apostó a la derecha, y Russell siguió un trecho hacia el
lado izquierdo para que cualquiera que subiese por la torrentera tuviese que pasar
entre ambos. Si uno de ellos no podía asegurar el tiro cuando llegara el momento, el
otro probablemente podría.
Ambos estaban bien escondidos, porque había rocas de buen tamaño que habían
sido arrastradas por las riadas, sobre todo a los lados de la torrentera donde ellos
estaban, y matorrales bastante espesos donde no había rocas. Solo la parte central del
cauce, por donde correría el agua en primavera, estaba bastante despejada.
Russell había calculado el tiempo muy bien, sabiendo lo que tardarían en
encontrar nuestro rastro y en seguirnos. También había calculado otras cosas. Que no
tendrían tanto cuidado ahora como lo habían tenido la víspera por la tarde y durante
las primeras horas de aquella mañana. Antes de aquel había habido otros sitios
buenos para tender una emboscada, pero nadie les había atacado. ¿Por qué iban a
atacarles ahora? Estarían alerta, por supuesto, muy alerta subiendo por un lugar como
aquella torrentera; pero tenderían a mirar hacia lo alto esperando que el ataque viniera
de allí, si es que llegaba a producirse.
(Es fácil hablar ahora de algo como esto. También es interesante planear e
imaginar lo que hubieras hecho, pero siempre y cuando no estés allí. No volvería a
quedarme sentado en aquel sitio, esperando otra vez, por mucho que me ofrecieran).
Teníamos los ojos clavados en aquellos árboles, que eran algún tipo de pinos,
probablemente ponderosa, al otro lado del prado que se extendía desde el pie de la
torrentera. Sin embargo, la forma en que aparecieron no fue nada repentina.
Al borde mismo de los árboles, a la sombra, había un caballo y un jinete, y me
pregunté cuánto tiempo llevaría allí mientras mirábamos fijamente en aquella
dirección. Desde luego estaba alerta.
Salió de entre los árboles a paso lento y recorrió un trecho del prado antes de que
apareciera el siguiente jinete. Luego salió otro más, y en seguida nos dimos cuenta de
que era la mujer de Favor. (No miré hacia Favor para ver la cara que ponía. Lo habría
hecho si hubiera sabido que iba a escribir esto). El cuarto iba justo detrás de ella.
Debía ser Frank Braden, el cabecilla del grupo. Debía ser él quien decía a los otros lo
que tenían que hacer, mientras se quedaba atrás con su rehén o lo que fuera la señora
Favor.
Fue el jinete mexicano quien desmontó y se adelantó cuando llegaron al pie de la
torrentera. Parecía estar comprobando nuestras huellas, pues caminó un rato con la
cabeza baja. Luego volvió a montar y él y Early empezaron a subir, el mexicano
todavía un poco adelantado. Miraban todo el rato hacia los lados de la torrentera, muy
atentos ahora. Sabían que habíamos subido por allí y creo que se olían que era un
rastro fresco. No tanto Early como el mexicano.
Tenías la impresión de que sabía por el rastro que Russell había pasado por allí
solo o delante de nosotros, o puede que Russell no hubiera dejado ninguna huella y
que el mexicano solo viera que nosotros cuatro habíamos subido por allí. No hay

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nada que lo pruebe, pero creo que lo sabía. El mexicano parecía muy seguro de sí
mismo, trepando al principio por el medio del cauce, con aire relajado pero atento a
todo.
Braden y la mujer de Favor se mantenían a diez cuerpos de distancia por lo menos
de Early y el mexicano. Así es como subían, directos hacia la emboscada.
Era como estar viendo una obra de teatro. No, era más real que eso. (¡Dios santo,
no podía ser más real!) Daba una sensación extraña mirar aquello, pensando que uno
o dos minutos después ibas a ver cómo mataban a alguien.
Russell estaba completamente inmóvil. Podíamos verle solo en parte. Estaba
tendido en el suelo cuan largo era, como si durmiera. Se había quitado el sombrero y
tenía la cabeza gacha, como si estuviera escuchándoles subir por la torrentera en
lugar de observándoles.
Méndez no dejaba de mirar hacia donde estaba Russell, pero dudo que pudiera
verle, porque estaba casi a la misma altura. Luego miraba hacia arriba en nuestra
dirección. Se veía que no quería saber nada de aquello. Probablemente estaba
pensando que por qué no podía estar arriba con nosotros, o por qué no estábamos los
demás abajo con él para ayudarle. Méndez estaba nervioso. No podías reprochárselo.
Aun así, era extraño verle en aquel estado. (Desde luego, en los últimos dos días
había aprendido mucho sobre el impasible e inescrutable Henry Méndez).
Cuando ya habían subido un trecho, Early y el mexicano empezaron a mirar hacia
la cresta de la torrentera, observándola atentamente. Sobre todo el mexicano. Ahora
se había acercado al lado de la torrentera donde estaba Méndez, e iba unos cinco
cuerpos por delante de Early. Hacia la mitad de la cuesta el mexicano desenfundó su
revólver derecho y siguió con él en ristre.
Ahora se veía a Méndez aplastado contra la roca que le ocultaba, sin mirar ya a su
alrededor. Se asomaba un momento a echar una ojeada al mexicano y luego volvía a
agacharse. Casi se podía adivinar lo que estaba pensando. También se adivinaba que
aquello no era algo que hubiera hecho antes.
Mirando a Russell ni siquiera se podía saber si estaba vivo, allí tumbado
apuntando ahora con su carabina y esperando como si pudiera pasarse esperando todo
el día, esperando a que Early se le acercara un poco más.
No recuerdo lo que hacían entonces la chica McLaren y el doctor Favor. Solo
sentía que estaban allí. La cosa es que a quien yo quería realmente mirar era a
Russell, para ver cómo se hacía aquello. Pero Méndez, que no paraba de moverse,
asomándose para vigilar al mexicano y luego apretándose contra la roca, me ponía
nervioso y no podía dejar de mirarle, conteniendo el aliento por miedo a que fuera a
pegar un bote y salir corriendo.
El mexicano estaba ahora a unos cien pies de él, cargado de espaldas en la silla y
relajado, con el Colt empuñado a la altura del pecho y apuntado hacia arriba,
destellando al sol y oscilando un poco con el movimiento del caballo y el jinete.
Eso es lo que Méndez veía acercándose a él, un hombre empuñando un revólver

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que parecía formar parte de su mano, con otro todavía enfundado; un hombre que se
veía que estaba listo, pero que aun así tenía un aire tranquilo y no iba envarado ni
agachado en la silla.
Quizá si hubiera sido Méndez habría hecho lo mismo que hizo él. Que fue
levantarse de repente y disparar los dos cañones de su escopeta lo más rápido que
pudo.
A treinta pies o menos, algunas de las postas podrían haber alcanzado al
mexicano, pero Méndez se precipitó y no apuntó en absoluto. El mexicano se
enderezó y disparó tres veces, más deprisa de lo que jamás he visto a un hombre
amartillar y disparar un revólver Colt, y los tres tiros rebotaron en las rocas tras las
que se había tumbado Méndez. Después se vio al mexicano doblarse en la silla, como
si algo le hubiera golpeado, y llevarse la mano al costado justo por encima del
cinturón.
Russell había disparado.
Volvió a disparar mientras el mexicano se dejaba caer de la silla y se ponía a
cubierto. Volvió a disparar y el caballo del mexicano levantó la cabeza, sacudiéndola,
dobló las patas delanteras y se desplomó.
Early ya había desmontado y estaba a cubierto. Se vio cómo echaba mano a las
riendas de su caballo cuando este hizo un quiebro y echó a trotar torrentera abajo.
Early falló. Pero Russell no. Volvió a disparar dos veces, muy seguidas, y juro que se
oyeron los dos tiros impactando en aquel caballo. El caballo se fue a tierra, rodó de
lado y volvió a levantarse y siguió corriendo, siguiendo a Braden y a la señora Favor,
Braden sujetando las riendas de ella muy cerca del bocado y guiando a su caballo
mientras descendían la torrentera, llegaban al final y rodeaban unos peñascos para
internarse en un bosquecillo de arbustos. Aun después de que se perdieran de vista, se
siguió oyendo a los caballos en el bosquecillo. Luego todo quedó en silencio.
Fue un silencio muy largo. Méndez seguía mirando una y otra vez hacia donde
estaba Russell, sin saber en absoluto qué hacer y quizá esperando una señal de su
parte.
Russell no se movía. Se veía que había aprendido mucho de los apaches, un tipo
de paciencia que pocos hombres blancos pueden llegar a tener. Estaba allí tendido
apuntando, creo, hacia el lugar donde Early se había ocultado entre los matorrales,
esperando un movimiento. Estuvo así, lo juro, durante unas dos horas, todo lo que
duró aquel compás de espera.
Durante aquel rato no ocurrió gran cosa. El mexicano empezó a gritar a Russell o
a Méndez en español. Yo no sabía lo que decía, pero eran preguntas, y tenía un tono
de voz que hacía pensar que las preguntas pretendían ser chistosas. No chistosas
exactamente, sino como insultos o pullas retando a Méndez a salir y dejarse ver,
cosas que uno no hubiera esperado oír saliendo de aquella torrentera. Había que
reconocer que aquel mexicano tenía agallas. No había duda de que había sido herido.
Y aun así todavía era capaz de gritar a Russell y Méndez, intentando que salieran a

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descubierto.
Durante un instante se vio fugazmente a Early. Apareció y en seguida se ocultó
tras unas rocas que había un poco más abajo en el cauce. Russell debía estar
acechando al mexicano porque no disparó. No vimos al mexicano asomar ni una sola
vez, y a Early solo aquella.
Pero ambos consiguieron al fin bajar. Se les vio un momento a descubierto allá al
fondo, al pie de la torrentera. El mexicano, agarrándose el costado con una mano, nos
saludó con la otra. Luego se metieron en el bosquecillo.
Durante unos pocos minutos pudimos tomarnos un respiro, sin preguntarnos
dónde estarían ni preocuparnos por que se acercaran. Iban a tener que pensarse las
cosas y quizá esperarían a que oscureciese para volver a subir por aquella torrentera.
Pero no podíamos contar con ello. Tampoco podíamos quedarnos allí mucho tiempo.
Uno de ellos podía acercarse por detrás dando un rodeo, aunque le llevara tiempo, y
entonces quedaríamos atrapados.
De modo que teníamos que salir de allí. Cuando subieron Russell y Méndez abrí
la cantimplora. Nadie había bebido nada desde aquella mañana. Pero Russell meneó
la cabeza. «Esta noche», dijo. «No mientras pegue el sol». Con lo que supongo que
quería decir que lo sudaríamos en seguida y volveríamos a tener sed antes de darnos
cuenta.
Eso fue lo único que dijo, ni una palabra a Méndez sobre si había disparado
demasiado pronto y echado a perder la emboscada. Eso era ya agua pasada para él; no
era el tipo de hombre dado a calentarse los sesos por algo que había terminado y no
tenía remedio. Simplemente recogió su manta enrollada, y eso quería decir que era
hora de marcharse.
Quizá les hubiéramos demostrado que no iba a ser fácil, como había sugerido
Russell. Pero se podía ver de otro modo. Podíamos haber acabado con ellos en la
torrentera, pero no lo habíamos hecho y quizá nunca podríamos. El único resultado
bueno de la emboscada es que ahora tenían un caballo menos, quizá dos.
Pero ahora estaban muy cerca. Ahora sabían dónde estábamos. Y ahora no
quedaba ya ninguna duda de que vendrían empuñando las armas y disparando sin
previo aviso.

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CUATRO

Solo nos quedamos allí sentados unos minutos. Eso es lo que duró nuestro respiro
antes de que empezara todo otra vez. Solo que no fue como esperábamos. No nos
marchamos en seguida. Estábamos a punto de hacerlo cuando la chica McLaren dijo
«Miren…», señalando hacia la torrentera.
Miramos, pero agachándonos todos al mismo tiempo. Allí abajo, al pie de la
cuesta, estaba otra vez el mexicano, con su sombrero de paja brillando al sol de modo
que sabías que era el mexicano y no uno de los otros. Pero al principio no pudimos
ver lo que llevaba en la mano. Tuvo que subir un trecho —tomándose su tiempo, la
cara levantada, sujetándose el costado con una mano— para que pudiéramos ver que
era un palo con algo blanco atado en la punta.
Parecía cauteloso, pero no asustado, sin apartar los ojos de la cresta, supongo que
no muy seguro de si respetaríamos su bandera blanca de tregua, y preparado para
ponerse a cubierto si le disparábamos. Iba armado con sus dos revólveres.
Nadie dijo nada. Nos quedamos mirando sin más. Siguió subiendo hasta alcanzar
casi el sitio donde había estado Méndez durante la emboscada.
Russell se levantó empuñando su carabina con una mano, apuntada hacia abajo, y
el mexicano se detuvo.
—¿Viene a entregarse? —dijo Russell.
El mexicano parecía tranquilo, apoyando ahora en el suelo su bandera de tregua.
Creo que sonrió cuando Russell dijo aquello, pero no estoy seguro.
Sé que meneó la cabeza y dijo:
—Cuando aprenda a disparar mejor —apartó la mano de su costado y había
sangre en ella—. No lo hizo muy bien.
—Lo intenté —dijo Russell—. Creo que se movió.
—Que me moví —dijo el mexicano—. ¿Cómo le gustan, atados a un árbol?
—A caballo —dijo Russell—. Como su amigo.
El mexicano sonrió.
—Le gusta darle al gatillo, ¿eh?
—Puedo volver a intentarlo con usted —dijo Russell.
—Puede —dijo el mexicano mirando a Russell, observándole y calculando la
distancia entre ambos—. Pero primero tengo que hablar con ese otro. Ese Favor.
Lo pronunció Fa-vor, como si fuera una palabra española.
—Puede oírle —dijo Russell.
—Si no puede se lo dice usted —dijo el mexicano—. Esto. Nos da el dinero… y
parte del agua. Nosotros le damos a su mujer y todo el mundo se va a casa.
Pregúntele qué le parece.
—¿Se les ha acabado el agua?

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—Casi —sonrió el mexicano—. Ese Early. Llenó su cantimplora de whisky.
Pensaba que iba a ser fácil.
Russell meneó la cabeza.
—Se va a poner más difícil aún.
—No si ese Favor nos da el dinero.
—No lo tiene —dijo Russell.
El mexicano volvió a sonreír.
—No me diga que lo ha escondido.
Russell volvió a menear la cabeza.
—Me lo ha dado a mí.
El mexicano asintió con la cabeza, mirando a Russell como con admiración.
—Así que ahora lo ha robado usted —se encogió de hombros—. Muy bien,
entonces hacemos el trato con usted.
—No es mi mujer —dijo Russell.
—Se la damos.
—¿Y qué más?
—Su vida. ¿Qué le parece?
—Dígale a Braden cómo están las cosas ahora —dijo Russell.
—¿Qué más da quién tenga el dinero? —dijo el mexicano—. Nos lo dan o
matamos a la mujer.
—Muy bien —dijo Russell—. Mátenla.
El mexicano siguió mirándole.
—¿Y qué pasa con los demás? ¿Qué dicen ellos?
—Ellos dicen lo que quieren —dijo Russell—. Yo digo lo que quiero. ¿Lo
entiende ahora?
No lo entendía. No sabía qué pensar, de modo que se quedó allí parado con una
mano en el costado, la otra sujetando la bandera blanca.
—Dígale a Braden lo que hay —dijo Russell—. Dígale que lo piense un poco
más.
—Dirá lo mismo.
—Dígaselo de todas formas.
El mexicano no había apartado los ojos de Russell ni un segundo, observándole
todo el tiempo mientras hablaban.
—Primero podríamos terminar algo usted y yo —dijo—. Podría bajar un poco
hacia acá.
—Estoy pensando —dijo Russell— si matarle ahora mismo o esperar a que se dé
la vuelta.
¿Saben lo que hizo el mexicano? Sonrió. No con una sonrisa incrédula, sino como
si apreciara a Russell o disfrutara con él. Fue lo más extraño que he visto en mi vida.
Sonrió y dijo:
—Si no le creyera, creo que lo haría. De acuerdo, hablaré con Braden.

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Se volvió y se alejó arrastrando la bandera blanca, sin encoger los hombros como
si se esperara algo, sino con la misma calma con que había subido.
Russell esperó hasta que el mexicano llegó al fondo de la torrentera. Entonces
cogió su manta enrollada y las alforjas, nos echó una ojeada y se puso en marcha. No
nos dijo lo que había planeado. Si queríamos seguirle era cosa nuestra.
No nos esperábamos aquello. Creíamos que volvería a hablar con ellos. Pero
¿quién podía estar seguro de lo que pensaba Russell? Sabíamos que no podíamos
quedarnos para siempre en aquella torrentera. Tarde o temprano Braden intentaría
atacarnos. Pero ¿era lo mejor marcharse ahora? Russell debía pensar que sí, aunque
no parecía dispuesto a decirnos por qué.
Le seguimos. ¿Qué podíamos hacer si no?
Era curioso. Me sentía más cercano al doctor Favor que a Russell. El doctor
Favor podía haber robado dinero del Gobierno y abandonado a su mujer a su suerte;
pero era algo en lo que tenías que pensar antes de convencerte. Nunca había admitido
abiertamente ni lo uno ni lo otro.
Russell era otra cosa. Había dicho al mexicano, sin importarle quién le oyera:
«Muy bien, mátenla». Como si no fuera nada para él, así que ¿por qué iba a
importarle? ¿Entienden la diferencia? Russell se mostraba tan frío y tranquilo al
respecto que te ponía los pelos de punta. Además, si ella no le importaba, ¿qué le
importábamos nosotros?
Ahora era casi como si todo el asunto fuera entre Braden y Russell, y nosotros
estábamos en medio solo porque no teníamos adónde ir. Como si todo fuera culpa de
Russell y nos hubiera metido en ello.
Calculo que caminamos tres millas desde que salimos de la torrentera hasta que
volvimos a detenernos, aunque no debimos avanzar más de una milla en línea recta.
Nos manteníamos casi todo el tiempo cerca de las crestas, lo más alto posible al
abrigo de pinos piñoneros y matorrales, y cuando nos detuvimos fue porque no lejos
de allí, al fondo del cañón que seguíamos, se veía terreno llano. Debía haber sus
buenas dos o tres millas de campo abierto hasta donde los montes volvían a elevarse.
Russell no lo dijo y nadie le preguntó, pero sabíamos que planeaba esperar hasta
que oscureciera para atravesar aquel trecho. No era un lugar para que te sorprendieran
de día tres hombres a caballo. (Entonces no sabíamos si Russell había matado uno o
dos de sus caballos).
Habíamos remontado una ladera bastante empinada para llegar al lugar donde
acampamos (muy arriba, como siempre acampan los apaches, haya agua o no),
rodeados de espesos pinares por tres lados y con la ladera a nuestros pies, salpicada
de purshias y otros arbustos.
Russell se lo había puesto difícil si querían sorprendernos. Si seguían
directamente nuestro rastro tendrían que subir por la ladera abierta. Si venían por
cualquier otro sitio tardarían horas en dar un rodeo, y entonces correrían el riesgo de
no encontrarnos. Nos figuramos, pues, que al final vendrían directamente. Pero para

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subir por aquella ladera tan expuesta tendrían que esperar a que oscureciera. Que es a
lo que estaríamos esperando nosotros para escabullirnos entre los árboles.
¿Ven cómo se las ingeniaba Russell para ir siempre un trecho por delante de
ellos? Calculé que llegaríamos a la vieja mina de San Pete en algún momento durante
la noche; y a la posta de Delgado, si teníamos suerte, por la tarde o al anochecer del
día siguiente. El problema es que teníamos que caminar sin dejar de mirar atrás.
Tras lo poco que habíamos dormido fue un alivio volver a tumbarnos. Todos
escogimos un sitio. No podíamos hacer fuego, de modo que comimos algunas
galletas, que ya estaban muy duras, y un poco de aquella cecina que nunca fue muy
buena.
Pero no bebimos nada de agua. John Russell había dicho que tendríamos que
esperar a que anocheciera. Era ahora media tarde. Imagínense no haber probado una
gota de agua desde aquella mañana. Aquella cecina salada tampoco ayudaba a apagar
la sed. ¿Pero qué podíamos hacer?
No dejaba de imaginarme en un porche en sombra con una gran jarra de agua
helada, allí sentado con una camisa limpia, recién afeitado y bañado. ¡Dios!
Méndez parecía haber envejecido diez años, con los ojos hundidos y la cara
cubierta de un rastrojo de barba. La oronda cara del doctor Favor, enmarcada por
aquella barba en forma de media luna, estaba toda sudorosa. La chica McLaren y
John Russell eran los únicos que no tenían tan mal aspecto, quiero decir tan sucio o
sudado como el resto de nosotros. Con su pelo demasiado corto para enredarse y su
cara atezada, ella parecía llevarlo bastante bien. John Russell estaba cubierto de
polvo, por supuesto, pero no tenía barba que diera a su cara un aire desaseado. Se
adivinaba que hace años, cuando empezó a salirle la barba, se había arrancado los
pelos a la manera india, y ahora ya nunca le crecería.
Russell estaba en la parte de la ladera, tumbado pero apoyado en los codos,
mirando hacia la ruta por donde habíamos venido. Supongo que ahora estaba
descansando y pensando, tomándose tiempo para ver las cosas claras. Fuera lo que
fuera lo que pensaba, al cabo de un rato le hizo levantarse.
Se acercó a mí con las alforjas y las dejó caer a mi lado. No me dijo que las
vigilase, pero eso es lo que significaba su mirada. Lo único que dijo es que iba a
echar un vistazo y se marchó, cogiendo solo la carabina Spencer, ni agua ni ninguna
otra cosa. En vez de bajar directamente por la ladera se internó entre los pinos,
supongo que para mantenerse a aquella altura mientras examinaba el terreno que
habíamos recorrido desde la torrentera.
Poco después de que se alejara, el doctor Favor se acercó al sitio donde estaban el
odre, la cantimplora y las provisiones. Cogió la cantimplora y empezó a beber antes
de que nadie tuviera tiempo de gritarle que parara. Fue la chica McLaren quien lo
gritó.
Se levantó de un salto y el doctor Favor le tendió la cantimplora.
—Su turno —dijo.

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—No podemos beber hasta que se haga de noche. Lo sabe bien.
—Lo había olvidado —dijo el doctor Favor. Le daba igual que ella le creyera o
no.
Méndez, todavía sentado, dijo:
—Quizá deberíamos beber todos, para repartir.
—¡Para repartir! —dijo la chica McLaren—. ¿Y qué pasará cuando se acabe?
¿Qué quedará entonces para repartir?
—Me apetece beber ahora —dijo Méndez, levantándose—. Usted puede hacerlo
cuando quiera.
—Muy bien —dijo la chica—. ¿Y qué me dice de Russell?
—Mire —dijo Méndez, con un deje de sorpresa—, si él quiere esperar a que
oscurezca, pues muy bien. Nosotros bebemos cuando queremos.
—No tiene por qué enterarse —dijo el doctor Favor. Vio que a Méndez le gustaba
aquella idea, de modo que insistió—: Si está preocupada por Russell, ¿por qué iba a
tener que enterarse?
—Y usted cree que eso sería justo —dijo la chica McLaren.
—Son sus reglas —dijo el doctor Favor—. Si no es justo, él se lo ha buscado.
—Mire —dijo Méndez, como si la cosa fuera muy simple—, si quiere esperar,
espere. Si quiere beber ahora, beba.
Fue entonces cuando le arrebató la cantimplora al doctor Favor y echó un buen
trago, más largo incluso que el que había dado Favor, por lo que el doctor alargó la
mano y se la quitó de la boca.
—Dijo para repartir.
Luego tendió la cantimplora a la chica McLaren.
Ella la cogió, sin apartar los ojos del doctor Favor, y vaciló un poco antes de
llevársela a la boca. Si esto les sorprende, mírenlo de este modo: ellos podían beberse
toda el agua mientras tú te quedabas ahí sentado obedeciendo a Russell. Muy bien,
pues si ellos iban a beber sería estúpido que tú no tomaras tu parte. Por eso yo
también eché un trago después de que ella bebiera. Estoy seguro de que estaba
pensando lo mismo que yo.
El doctor Favor seguía mirándola, ahora más seguro que nunca de sí mismo.
—Si quiere decírselo cuando vuelva —dijo—, pues dígaselo.
Ahora sonreía incluso. ¿Qué podía decir ella? Por otra parte, conociéndola, podía
haber replicado algo. Pero no lo hizo.
Todos volvieron a sentarse. Durante un rato nos quedamos tranquilos. Luego se
me acercó el doctor Favor, y en seguida dijo:
—Parece que tenemos todo un jefe indio —refiriéndose por supuesto a Russell.
—Bueno —dije yo—, supongo que sabe lo que hace.
—Sabe lo que quiere. De eso al menos no hay duda.
Si pensaba que Russell quería el dinero, era asunto suyo. ¿Pero por qué hablar de
algo que no se podía demostrar? Me limité a decir:

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—Puede que sea el mejor jefe que tenemos —como bromeando al respecto.
—Solo que nosotros no somos sus guerreros —dijo el doctor Favor, muy serio,
con la cara pegada a la mía y mirándome fijamente.
—Si alguien tiene otra idea —dije—, le escucharé.
—Yo tengo una —dijo él—. Marcharnos ahora mismo.
Así te iba poniendo contra la pared, y tú tenías que intentar zafarte.
—Bueno, eso no me convence —dije.
—Entonces devuélvame mi revólver.
Lo dijo de sopetón, y me quedé callado sin saber qué contestarle. Lo que
finalmente dije fue algo como:
—Bueno, no creo que pueda hacer eso.
—¿Porque lo dijo él?
—No, no solo por él.
—¿Por los otros?
—Estamos todos juntos en esto.
—Pero ya no acatamos sus reglas.
—Solo en lo del agua.
—¿Hay algo más importante que eso?
—Yo se lo guardo —dije—. Fue él quien se lo quitó.
—Pero eso no tiene mucho sentido, ¿no? —dijo el doctor Favor—. Lo que hace
usted es guardar algo que no le pertenece.
No podía decirle a la cara que pensaba que era un ladrón. Por eso me costó tanto
encontrar algo que decir. Incluso con el revólver en el cinturón, o quizá porque estaba
allí, me sentía incómodo y estúpido. Él seguía mirándome.
—Quizá debería quitárselo —dijo.
Cuando me quedé dudando, sin saber qué decir o qué hacer, intervino la chica
McLaren.
—¿Se lo va a permitir? —dijo mirándome. Se incorporó hasta quedar sentada, a
unos diez o doce pies de nosotros—. Usted sabe lo que quiere.
—Lo que es mío —dijo el señor Favor—. Si piensa que no es así se imagina
cosas.
—Yo solo sé una cosa —dijo la chica McLaren—. Si yo tuviera el revólver no se
lo daría. Y si intentara quitármelo le dispararía.
—Para ser apenas una chiquilla —dijo el doctor Favor—, desde luego tiene usted
opiniones muy firmes.
—Cuando sé que tengo razón —dijo la chica McLaren.
El doctor Favor se levantó. Encendió un puro y se quedó un rato mirando ladera
abajo y fumando. El tiempo pasaba lentamente. Yo estaba tumbado con un brazo
apoyado en las alforjas y la cabeza en el brazo. Creo que nunca había estado tan
cansado, y era fácil cerrar los ojos y dormirme. Luché un rato contra el sueño, dando
cabezadas, abriendo los ojos. Una de las veces que los abrí vi al doctor Favor sentado

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junto a Méndez, y Méndez también estaba fumando un puro.
Oí decir al doctor Favor:
—Lo hizo bien. Hacía falta valor para quedarse allí esperándoles.
—No debería haberme obligado a hacerlo —dijo Méndez.
—No tenía por qué hacerlo, ¿sabe?
—Escuche, él sabe lo que hace —dijo Méndez—. Esté de acuerdo con él o no.
—Sabe lo que hace aunque le mate —dijo el doctor Favor—. Eso es lo que está
diciendo.
—Lo que pasa es que nunca había disparado a nadie —dijo Méndez—. No es
nada fácil.
—Para él parece fácil. Y si puedes matar a una persona puedes matar a cuatro.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Por mi dinero —dijo el doctor Favor.
Méndez meneó la cabeza.
—Le conozco y sé que no es así.
—Cuando se trata de dinero —dijo el doctor Favor—, uno no conoce a nadie.
Antes de que pasara un cuarto de hora, el doctor Favor hizo buenas sus palabras.
Debería habérmelas tomado como un aviso, pero en ningún momento se me
ocurrió que fuera a utilizar la fuerza. Cuando me volví a espabilar (quiero decir a
despertar, porque me había vuelto a quedar dormido) era ya demasiado tarde. El
doctor Favor estaba encima de mí, apuntándome a la cabeza con la escopeta de
Méndez.
Méndez seguía allí sentado con las piernas cruzadas y los hombros encogidos,
como si no le importara lo que estaba ocurriendo: como si el doctor Favor hubiera
cogido la escopeta y él no hubiera movido un dedo para impedírselo.
La chica McLaren también estaba mirando. Había estado tumbada de lado, pero
ahora se incorporó sobre un codo mientras el doctor Favor me quitaba primero el
revólver y después las alforjas. Luego se acercó al odre y llenó con él la cantimplora
de dos litros, dejando el odre casi vacío.
Fue entonces cuando habló por fin la chica McLaren.
—Puede que quiera dejarnos su bendición —dijo—, ya que se lleva todo lo
demás.
El doctor Favor no estaba ya para discutir con nadie. No dijo ni una palabra.
Abrió el morral y echó un vistazo a la cecina y las galletas que quedaban, como si
fuera a sacar una parte, pero terminó por volver a cerrarlo y se lo echó al hombro
junto con las alforjas.
Estaba allí en medio, listo para marcharse, cuando John Russell apareció entre los
pinos.
Se quedaron mirándose a unos veinte pies de distancia, Russell con el Spencer
pegado a la pierna y apuntado hacia abajo, Favor sosteniendo del mismo modo la
escopeta de cañones recortados.

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—¿Lo ha cogido todo? —dijo Russell.
—Lo que es mío —contestó Favor.
—Será mejor que la suelte —dijo Russell. Pareció que se refería a la escopeta.
Méndez debía sentirse violento por el hecho de que estuviera en manos del doctor
Favor, y dijo:
—Me la quitó. Cerré los ojos y la cogió.
El doctor Favor meneó lentamente la cabeza.
—Como si estuviera en contra de todos. Como si fuera a escapar solo.
—Pues entonces nos ha engañado muy bien —dijo la chica McLaren, con una
voz lo bastante seca y punzante como para atravesarle.
—Crea lo que quiera —dijo el doctor Favor—. Iba a buscar ayuda. Un hombre
puede caminar más deprisa que cinco. Con agua y comida podría salir de aquí en
poco tiempo y mandar ayuda en menos de un día.
—De modo que se eligió a sí mismo —dijo la chica McLaren.
—Ya he intentado razonar con ustedes —dijo el doctor Favor—. Decidí que era
hora de hacer algo además de gastar saliva.
Los ojos de Russell no se apartaban del doctor Favor.
—Suéltela o utilícela —dijo—. Haga una cosa o la otra.
Su tono parecía dar a entender que le daba igual lo que hiciera Favor. Una cosa
sería tan fácil como la otra.
—No tiene sentido hablar con alguien que solo se vale de la fuerza —dijo el
doctor Favor. Se encogió de hombros, dudando, agarrándose a ello con las uñas por
un momento, esperando que Russell bajara la guardia un segundo. Probablemente
estaba pensando que quizá podría anticiparse a Russell. Pero si no lo hacía moriría. Y
si disparaban al mismo tiempo también podía morir.
Quizá fuera eso lo que pensaba y no le gustaba la idea. Quizá si se rendía ahora
tendría una ocasión mejor más tarde. Supongo que sabía que nadie se creía su historia
sobre ir en busca de ayuda, pero le daba igual lo que pensáramos. Pensara lo que
pensara concluyó que aquel no era su día. Soltó la escopeta y el revólver, y luego se
quitó el morral y las alforjas.
No, no le importaba en absoluto lo que pensáramos. Nos dio la espalda y se
acercó a los arbustos de purshia a contemplar la ladera. Como diciéndonos que sabía
que no íbamos a hacerle nada, así que ¿por qué iba a importarle lo que pensáramos?
Pero ahí es donde se equivocaba. John Russell no se limitaba a pensar las cosas.
Mientras el doctor Favor estaba allí parado, Russell dijo:
—Siga caminando.
Durante un minuto lo único que vimos fue su espalda. El doctor Favor parecía
estar esperando el resto de la frase: «… y no se le ocurra volver a intentarlo». O bien:
«… y si no se comporta como es debido…». Ya saben.
Pero no hubo ningún resto. Russell lo había dicho todo.
Cuando el doctor Favor se dio cuenta, se volvió a mirar a Russell. Su cara había

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perdido algo de su insolencia tranquila. No todo, solo algo. Pero puede que en aquel
momento creyera a medias que Russell podía estar tirándose un farol.
Quizá, pensó, si dejaba pasar un rato las cosas se calmarían.
—Está apostando mi dinero —dijo— a que no sobreviviré solo.
—Podría hacerlo —dijo Russell—. Con algo de suerte.
—Si no lo consigo será un asesinato.
—Así mató usted a aquella gente en San Carlos.
—Esto es nuevo —dijo el doctor Favor—. Primero me acusan de robar mi propio
dinero. Ahora de asesinato.
—Cuando no tiene suficiente comida —dijo Russell—, la gente enferma y muere.
Lo vi en Whiteriver y también oí cosas, sobre cómo el agente tenía dinero para
comprar más carne, pero tenía un arreglo para quedarse con el dinero.
—Un arreglo —dijo el doctor Favor—. Descubra cuál era y luego demuéstrelo.
—Ese al que llamaban Dean dijo lo suficiente.
El doctor Favor pareció sonreír.
—Pero usted fue y mató a nuestro testigo.
—¿Cree que necesito uno?
No estábamos en ningún tribunal. Estábamos a cincuenta millas de distancia de
cualquier lugar habitado, en pleno desierto de altura, y John Russell estaba allí
plantado con un Spencer del 56.56 en la mano. Lo único que tenía que hacer era
levantarlo y el doctor Favor desaparecería del mapa.
El doctor Favor sabía que no había más preguntas.
Es difícil intentar adivinar lo que le pasaba entonces por la mente, porque nunca
llegué a saber mucho sobre aquel doctor Alexander Favor.
Imagínenselo un momento. Un hombre corpulento, tanto físicamente como en la
opinión que tenía de sí mismo. Hacía lo que quería y no se dejaba amedrentar por
otros. Había sido agente indio en San Carlos durante cosa de dos años, y procedía de
algún lugar de Ohio. El título de «doctor» no se lo debía a la medicina. Me había
enterado de que era doctor de la Iglesia de la Fe Reformada. Pero nunca le había oído
predicar nada, de modo que no le podías acusar de no practicar su fe.
Era evidente que había abrazado aquella profesión para ganar dinero y solo por
eso, pensando que le sería fácil: la misma razón por la que se había procurado un
cargo oficial como agente indio y había sido enviado a San Carlos. Aunque es posible
que simplemente se hubiera inventado el título en teología y que hubiera conseguido
el nombramiento por medio de algún amigo en el Departamento de Interior. No me
gustaría pensar que alguna vez había sido honradamente un predicador.
Debía haber empezado a apropiarse de fondos gubernamentales nada más llegar a
San Carlos para haber acumulado aquella suma que había en las alforjas. Unos doce
mil dólares. Probablemente había sacado parte de ella de los proveedores, que le
pagarían para obtener los contratos del Gobierno. De modo que una cosa era segura:
no era un hombre honrado. Era un ladrón, al margen de todo lo demás que ocultara.

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También se podía decir que era un hombre que se preocupaba más por su dinero
que por su mujer. Pero puede que siempre hubiera sido así. Quiero decir que puede
que ella solo fuera para él una más. Alguien para tener a mano, pero sin sentir por ella
lo que la mayoría de los hombres sienten por sus mujeres. Quiero decir que además
de tenerlas a mano les suelen gustar.
Puede que ella le gustara, pero a ella nunca le había gustado él y no le importaba
que lo supiera. Creo que era así, a juzgar por la forma en que no le hacía ningún caso
en la diligencia y tonteaba con Frank Braden delante mismo de él. Creo que había
sido entonces cuando el doctor Favor terminó de hartarse de ella. Abandonarla era
una buena forma de desquitarse.
Se veía a las claras que en aquel momento no estaba pensando en ella. Dudo
incluso que estuviera pensando en el dinero. En aquel momento solo se preocupaba
por su vida. Russell no le iba a dejar llevarse nada más.
Hubo un pequeño intervalo de silencio en el que debía estar rebuscando en su
mente algo más que decir a Russell, para asustarle o ponerle en su lugar o algo. Pero
debió pensar que era inútil. ¿Para qué gastar saliva?
Sin embargo miró a Méndez, luego a la chica McLaren, y dijo:
—Ahora cuídense. Hagan todo lo que les mande —se volvía ya para marcharse
—. Y recuerden: no beban nada de agua hasta que se haga de noche.
Le vimos pasar entre los arbustos de purshia y desapareció. Russell se acercó a la
linde, pero la chica McLaren, Méndez y yo no nos movimos. Al menos no durante un
rato. Puede que temiéramos que Favor mirara hacia atrás y nos viera mirándole y se
riera o dijera algo más sobre el agua.
Cuando me acerqué finalmente y miré ladera abajo había pasado ya la parte más
escarpada, pero se veía que lo estaba pasando mal, resbalando y levantando polvo
todo el tiempo. Le vimos llegar al fondo, donde se quedó parado un minuto, mirando
cañón arriba hacia el terreno llano que empezaba allí. Luego cruzó al otro lado del
cañón y empezó a subir por un pequeño barranco (había aprendido algo de Russell), y
al cabo de un minuto no se le distinguía ya por los matorrales y la inclinación de la
pendiente.
Nadie dijo nada.
Sé que sin Russell no nos hubiéramos quedado allí sentados hasta que oscureció.
Era demasiado fácil imaginarles aproximándose a nosotros a escondidas, sabiendo
que estaban allí en algún sitio y que cada vez se acercaban más. Russell estaba
sentado observando la ladera. Luego volvió a internarse un trecho entre los árboles.
No dijo nada en ningún momento. Fumó un poco, quizá un par de veces, aunque
estuvo mirando casi todo el tiempo; mirando y creo que escuchando. Pero en todo
aquel rato no dieron señales de vida.
Cuando empezó a oscurecer entre los árboles volvimos a comer y Russell cogió la
cantimplora y se la tendió a la chica McLaren.
—Por fin, ¿eh? —dijo.

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Ella no le miró. Tomó un trago y me pasó la cantimplora. Méndez fue el
siguiente, y luego le tocó a Russell. La chica McLaren le miró beber, reteniendo el
agua en la boca antes de tragarla, y yo seguí pensando: Se lo va a decir.
Russell bajó la cantimplora.
Ahora, pensé, esperando a que hablara.
Russell apretó fuertemente el corcho. Ella seguía mirándole. Creo que entonces
estuvo a punto de decirlo, tan a punto que las palabras estaban ya formadas en su
boca. Pero no lo dijo.
En vez de eso dijo:
—Quizá deberíamos haberle dejado dar un trago —refiriéndose al doctor Favor.
Russell se la quedó mirando.
—Quiero decir solo un trago —dijo la chica McLaren.
Entonces recordé algo de repente.
—¡Nos dejamos un odre de agua en San Pete! ¿Se acuerdan?
La chica McLaren me miró.
—¿Se acordará él?
—No lo sé —dije—. Se me acaba de ocurrir que Braden también lo sabe.
No bajamos por la ladera por la que habíamos subido, sino a través del pinar,
siguiendo a Russell y sin preguntar nada.
Recuerdo que destrepamos a gatas por un barranco cubierto de espesos
matorrales, y cerca del fondo Russell se detuvo. Poco más allá empezaba la parte
llana, y no había suficiente oscuridad para atravesarla.
Cuando pienso en todo el tiempo que estuvimos allí esperando… Esperar era lo
peor de todo, porque te daba tiempo a imaginar cosas. Guardábamos silencio porque
así lo hacía Russell. Nunca he visto a un hombre tan paciente. Estaba sentado con las
piernas cruzadas y jugueteando con un palito o algo así, dibujando con él en la arena,
trazando círculos y diferentes signos y luego alisando la arena con la mano y
volviendo a empezar todo otra vez. ¿En qué pensaba un hombre así? Eso era lo que
me preguntaba cada vez que le miraba.
Desde el fondo de aquel barranco no se veía nada más que el cielo y la mancha
oscura de la ladera que teníamos encima. No dejaba de pensar que si hubiera estado
en Sweetmary a aquella hora habría acabado de cenar y estaría leyendo o yendo a
visitar a alguien; entonces vería la calle principal y las lámparas brillando por las
ventanas de las tabernas, y vería las luces más lejanas de las casas de adobe que
estaban en las afueras del pueblo.
Se oían algunos ruidos a nuestro alrededor, ruidos nocturnos, lo que me pareció
una buena señal; nadie andaba por allí cerca. También oía el suave cliqueo de las
cuentas del rosario de la chica McLaren, que no había oído desde aquella primera
noche en la diligencia. Era curioso, había olvidado completamente mi idea de darle
conversación para llegar a conocerla. Si no la conocía después de esto, nunca la
conocería. Era asombroso que nunca se quejara. Pero quizá contestaba con demasiada

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viveza, incluso cuando tenía razón. Eso era algo que yo nunca podría hacer.
Cuando llegó la hora fue como siempre, pillándote por sorpresa cuando estabas ya
cansado de esperar y preguntándote cuándo llegaría. Allí estaba Russell de nuevo en
pie, como si supiera o sintiera el momento exacto en que debíamos ponernos en
marcha, y minutos después habíamos salido ya del barranco y estábamos en campo
abierto, con la oscura planicie rodeándonos por tres lados.
Hacíamos lo que hacía Russell. Él no nos lo decía. Iba siempre delante y le
seguíamos con los ojos durante buena parte del tiempo. Cuando se paraba, lo que
ocurría a menudo, nos parábamos también, aunque nunca adivinabas cuándo iba a
ocurrir. O podías escuchar hasta que te dolía la cabeza y nunca averiguabas qué era lo
que le había hecho detenerse.
Todos juntos hacíamos algo de ruido al avanzar entre los matorrales y tropezar
con piedras y otras cosas, lo que no se podía evitar. Te limitabas a apretar los dientes
y a confiar en que nadie lo hubiera oído. Pero cuando Russell se apartaba de nosotros
para explorar un poco, lo que hizo unas cuantas veces, nunca hacía el menor ruido al
alejarse ni al volver. Sus mocasines apaches tenían algo que ver con eso, pero
también era la forma en que caminaba, una forma que nunca aprendí.
Ya saben cómo se ven las cosas de noche en el campo, las formas y el cielo y todo
lo demás. Nunca está tan oscuro como en un interior, en un sótano o en un cuarto sin
ventanas. Veíamos una mancha oscura que al poco resultaba ser un matorral o unos
árboles de Josué. También había saguaros, aunque no tantos como habíamos visto
antes en tierras más altas. Había hediondillas y chumberas y otros arbustos cuyos
nombres no conocía, la mayoría de escasa altura, lo que te hacía sentirte a descubierto
y desprotegido.
He mencionado que Russell solía pararse y entonces nos parábamos todos,
aguzando el oído para intentar distinguir algún ruido. Solo oímos algo dos veces.
La primera vez debíamos estar hacia la mitad del llano, aunque era difícil
calcularlo. Recuerdo que iba mirando al suelo cuando alcé la vista y me detuve de
golpe al ver a Russell allí parado. Se había dado la vuelta y miraba en nuestra
dirección con la cabeza un poco levantada.
Entonces lo oímos todos: el ruido de un disparo, lejano y débil pero
inconfundible.
Esperamos. Minutos después se oyó otro que parecía un poco más cercano,
aunque quizá me lo imaginara. Pasaron unos diez segundos. Sonó débilmente un
tercer disparo, en otra dirección, muy lejos en la oscuridad.
Russell siguió caminando, ahora más deprisa, sabiendo que estaban aún detrás de
nosotros y no delante, esperándonos en algún sitio. Entonces estuve seguro de que los
disparos habían sido señales. Pongamos que se hubieran dividido para explorar la
zona donde nos habíamos escondido. Pongamos que uno de los grupos hubiera
encontrado nuestro rastro (probablemente el mexicano) y se lo hubiera señalado a los
otros con un disparo, y luego con otro cuando no respondieron al primero. El tercer

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disparo sería cuando respondieron.
La chica McLaren pensaba otra cosa. Justo después de los disparos, mientras
seguíamos adelante, me dijo:
—Lo han matado.
Hasta que dijo aquello me había olvidado por completo del doctor Favor.
Expliqué lo que pensaba de las señales.
—Puede ser —dijo ella—. Pero si no lo han matado morirá de sed o de hambre.
No tiene ninguna posibilidad.
—Él no se preocupó mucho por nosotros que digamos —dije yo.
—¿Y porque hizo eso —dijo la chica McLaren— tenemos que hacer lo mismo?
¿Cómo podías responder a semejante pregunta? En todo caso no lo habíamos
hecho nosotros, sino Russell. Desde luego ella se preocupaba mucho sin que se le
notara en la cara. Tengo que decir eso a favor de la chica McLaren.
La segunda vez que oímos algo fue poco después. Esta vez fue el ruido de un
caballo, que parecía cercano pero lo bastante lejos para que no lo viéramos. Nos
tiramos cuerpo a tierra y estuvimos así un rato. Volvimos a oír al caballo, en ningún
momento trotando o galopando, sino al paso, sus cascos golpeando contra las piedras.
No llegó a acercarse lo suficiente para que lo viéramos, pero no había ninguna duda
de lo que significaba. Estaban ya en campo abierto buscándonos.
Cuando Russell volvió por fin a ponerse en marcha lo hizo de nuevo con su paso
cauteloso, parándose a escuchar a cada rato. Nada podía hacerle apresurarse, ni
siquiera sentirlos allí cerca en el llano. Caminaba con el Spencer en una mano
apuntado hacia abajo y las alforjas en el otro hombro, como si no hubiera nada en el
mundo que pudiera hacerle apresurarse. Añadan eso a lo que ya saben sobre su
paciencia.
Cuando estábamos a mitad de camino empezamos a divisar al frente el contorno
de los montes. Eso es lo que hacía tan difícil ir despacio. Podíamos habernos puesto a
cubierto en pocos minutos, pero Russell decidió ir al paso.
Finalmente nos llevó hasta unos árboles y fue como entrar en una casa y echar el
cerrojo a la puerta, e inmediatamente después (lo que no sorprendió a nadie)
empezamos a subir de nuevo. Seguimos todo derecho hasta coronar una cresta y
luego a lo largo de ella, en vez de dirigirnos al collado que daba paso a aquellos
montes. Este tramo no fue difícil; era terreno nivelado, cubierto de hierba y con
muchos árboles. Pero cuando poco después llegamos al pie de una cresta más alta y
Russell empezó a trepar otra vez, Méndez se quejó.
Creo que Russell ni siquiera le miró. Siguió trepando y los demás le seguimos sin
chistar, a través de rocas y pasos en los que tenías que agarrarte a raíces y ramas para
izarte. Luego por una trocha que probablemente era una senda de animales, hasta que
llegamos por fin a lo alto.
Seguimos por la cresta y unas doscientas yardas más allá Russell se detuvo. Al
fondo, debajo de nosotros, estaban las instalaciones de la mina de San Pete.

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Nos habían aproximado por detrás, para ir a dar muy por encima de los pozos, la
trituradora y el resto, que estaban a este lado del cañón. Al otro lado, a bastante
distancia, se distinguían los edificios de la compañía, incluso aquel bajo el cual
habíamos desayunado dos días antes.
Creo que en aquel momento habría invitado a John Russell a tomar una copa, si
hubiera podido comprarla allí. La chica McLaren y Méndez se quedaron mirando sin
más, con el alivio reflejado en la cara. Tal fue el efecto de ver algo familiar, algo que
te permitía olvidar a Braden por un momento y mirar hacia adelante y empezar a ver
un poco de luz.
En aquel momento nos sentimos todos convencidos de que llegaríamos a la posta
de Delgado sin que Braden volviera siquiera a acercársenos. Solo que poco después
volvimos a ver algo familiar. Algo con lo que no contábamos.
Me refiero al doctor Favor.
Pero llegaré a eso en seguida.
Era todavía de noche cuando descendimos de la cresta hacia las instalaciones de
la mina. No bajamos hasta el fondo, solo cincuenta o sesenta pies hasta un sitio llano
donde se abrían las bocas de los pozos y había una caseta.
De esta repisa, algo más allá, partía una canaleta construida sobre andamios que
bajaba hasta la gran planta trituradora, situada a unas cuarenta o cincuenta yardas
ladera abajo. Los relaves de mineral, que eran trozos de roca y arena y otros desechos
extraídos de los pozos y arrojados allí, formaban montones alargados más abajo, al
otro lado de la trituradora. Todo estaba tranquilo y ni siquiera soplaba la brisa.
Como he dicho, todavía era de noche, pero se distinguían las formas de las cosas
allí abajo: la planta trituradora y los relaves de mineral a la izquierda de donde
estábamos; los edificios de la compañía a unas doscientas yardas de distancia al otro
lado del cañón, justo enfrente de nosotros.
Nos quedamos allí unos minutos, Russell mirando hacia las instalaciones y
supongo que pensando. Cuando finalmente habló, dijo: «Este es un buen sitio»,
refiriéndose a la caseta que había en la repisa.
—Allá abajo tenemos más agua —dijo Méndez, refiriéndose al odre que
habíamos olvidado dos días antes en el edificio de la compañía.
Russell meneó la cabeza.
—Si nos quedamos aquí todo el día, ¿quiere dejar huellas de subida y bajada por
toda la cuesta?
—¡Quedarnos aquí! —dijo Méndez. Todas aquellas esperas le estaban
desquiciando—. ¡Hombre, si ya estamos muy cerca!
—Si quiere irse —dijo Russell sin la menor expresión—, vuélvase por donde
hemos venido.
Méndez se le quedó mirando con aquellos ojos solemnes que tenía. No dijo nada
más. Entramos en la caseta, que estaba vacía salvo por un par de murciélagos a los
que espantamos. En dos de las paredes había estantes con bolsas de concentrado. (Era

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evidente que habían utilizado aquella caseta para probar muestras de mineral). Nos
tumbamos en el suelo polvoriento y utilizamos algunas de aquellas bolsas como
almohadas.
Russell dejó la puerta entornada y se tumbó con la cabeza cerca de la rendija. Yo
me tendí junto a una de las ventanas. Había dos en la parte delantera, con
contraventanas de tablas que no se podían cerrar.
Solo un detalle: Russell no ofreció su manta a la chica McLaren, sino que se tapó
con ella. Yo volví a ofrecerle la mía, como había hecho la noche anterior, y esta vez la
aceptó. Qué les parece.
Fue unas horas más tarde, digamos entre las seis y las siete de la mañana, después
de dormir un poco y comer y beber nuestra ración de agua, cuando volvimos a ver al
doctor Favor. La primera que lo vio fue la chica McLaren, que estaba entonces junto
a la ventana de la derecha.
Estaba ya a este lado del collado del sur por el que se accedía a la mina viniendo
desde aquel trecho de campo abierto que habíamos atravesado. Avanzaba muy
despacio; se veía que estaba agotado, con la ropa más sucia y desgarrada que antes.
Caminaba por el medio del cañón bajo el sol y el silencio espeso de aquellos edificios
desvencijados, mirando todo el rato ladera arriba hacia la planta trituradora, luego
hacia la hilera de edificios de la compañía.
Nadie dijo nada mientras le observábamos, esperando a ver si se acordaba del
odre de agua.
Delante de uno de los edificios había un abrevadero con una bomba de mano a un
lado. Cuando el doctor Favor la vio, se acercó corriendo y empezó a bombear. Cayó
de rodillas y siguió bombeando, subiendo y bajando los hombros y los brazos una y
otra vez, dando a la manivela sin parar incluso cuando debía saber ya que no iba a
sacar nada de agua. Al cabo de unos minutos el bombeo se hizo cada vez más lento.
Finalmente se desplomó sobre la bomba y quedó allí agarrado, sin moverse.
Dentro de la caseta había un silencio absoluto.
Recuerdo que cuando habló la chica McLaren lo hizo apenas en un susurro. Yo
estaba con Méndez en la otra ventana; Russell estaba junto a la puerta; pero todos la
oímos.
—No se acuerda —dijo.
Nadie más dijo nada.
—Tenemos que decírselo —dijo ella entonces con toda calma y serenidad, como
constatando un hecho, no simplemente cediendo a la compasión al verle así.
—No haremos nada —dijo Russell desde la puerta. Seguía mirando al doctor
Favor, que ahora se había sentado, con un brazo todavía apoyado en la manivela de la
bomba.
—¿Puede mirar a ese hombre —dijo la chica McLaren— y negarse a ayudarle?
—ahora miraba a Russell.
—Pronto se irá —dijo Russell—. Entonces no tendrá que mirarle.

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—Pero se está muriendo de sed. ¡Usted mismo puede verlo!
—¿Qué creía que iba a ocurrir? —dijo Russell. Entonces la miró—. Creía que no
iba a volver a verle. De modo que ayer estaba bien, ¿eh?
—Si no dije nada ayer —dijo la chica McLaren—, hice mal.
—¿Se sentiría mejor si se hubiera escapado con el agua?
—Eso no tiene nada que ver con que ahora esté ahí abajo.
—Usted podría estar ahí abajo —dijo Russell— y él aquí arriba.
—Simplemente no lo entiende, ¿verdad? —dijo la chica McLaren.
Russell se la quedó mirando.
—¿Qué quiere hacer?
—¡Quiero ayudarle! —dijo ella levantando un poco la voz, como si se le
estuviera acabando la paciencia.
Russell no pareció alterarse por ello. Dijo:
—¿Quiere bajar a buscarle? ¿Dejar huellas en esa ladera por la que no ha pasado
nadie en cinco años? ¿Dejar un rastro que señale dónde estamos?
—¡Se está muriendo de sed! —gritó ella a Russell. Se le había acabado la
paciencia y le arrojó aquellas palabras a la cara.
No quiero decir que gritara tan fuerte como para que la oyera el doctor Favor.
Ahora se había apartado de la bomba y recorría la hilera de edificios de la compañía,
y al llegar a aquel en el que habíamos estado dos días antes se lo quedó mirando.
Contuve el aliento. Puede que se hubiera acordado del odre. Pero no, siguió
adelante.
Lo siguiente que supe es que la chica McLaren había saltado por la ventana y
corría cuesta abajo. Russell salió en seguida por la puerta, pero demasiado tarde para
detenerla. Se quedó parado delante de la caseta, mientras Méndez y yo seguíamos en
la ventana, y vi cómo ella iba levantando pequeños regueros de polvo por la
pendiente, haciéndose cada vez más pequeña.
Al pie de la cuesta la chica gritó algo. Vimos al doctor Favor pararse y volverse
de golpe. (Debió darle un susto tremendo). Echó a andar hacia ella, pero ahora le
estaba gritando algo más, señalando hacia el edificio de la compañía.
Se quedó parado un momento, y luego echó casi a correr en su prisa por llegar al
edificio, mientras la chica McLaren se quedaba allí esperando para ver si encontraba
el odre.
Nosotros observábamos todo esto. Le vimos llegar ante el edificio, justo al borde
de la sombra que arrojaba el porche, y entonces se detuvo. En seguida empezó a
recular, como apartándose de algo. Un segundo después se dio la vuelta y echó a
correr hacia la chica McLaren, que no sabía lo que pasaba, lo mismo que nosotros, y
se quedó mirándole.
Cuando estuvo cerca debió decirle algo. La chica McLaren empezó a subir por la
ladera, volviendo la vista hacia el edificio de la compañía mientras trepaba.
Fue entonces cuando apareció él. Era Early. Salió de la sombra del porche, justo

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hasta el borde, y se quedó allí parado con un revólver Colt en una mano y una
cantimplora en la otra —evidentemente la cantimplora llena de whisky— de la que el
mexicano había hablado a John Russell, porque creo que Early estaba borracho o
casi. Por la postura que tenía, con las botas muy separadas, parecía que intentaba
equilibrarse. No lo juraría, porque no hubo tiempo para mirarle bien.
Empezó a disparar su Colt, apuntando hacia nosotros o hacia la chica McLaren y
el doctor Favor mientras subían por la ladera, haciendo que Méndez y yo nos
tiráramos al suelo, y siguió disparando hasta vaciar el revólver. Entonces empezó a
dar voces, aunque no distinguíamos lo que decía.
Seguí esperando a que aparecieran Braden y los otros, pero no lo hicieron. No por
el momento. Estaba claro que habían enviado a Early de avanzadilla, porque Braden
habría supuesto que vendríamos por aquí.
Seguía pegado a la ventana cuando la chica McLaren y el doctor Favor llegaron a
la caseta. Ella entró y en seguida volvió a salir con la cantimplora y se la dio al doctor
Favor, que bebió ávidamente hasta que ella se la quitó de la boca. Él se la quitó a su
vez, la sostuvo un momento y se la tendió a Russell. Creo que solo con mirar a
Russell adivinó que la idea de salvarle solo había sido cosa de la chica McLaren.
Parecía sonreír un poco, como si se la hubieran jugado a Russell.
—Así aprenderá algo sobre los blancos —dijo a Russell—. Que se mantienen
unidos.
—Más les vale —dijo Méndez—. Más nos vale a todos.
Allí estaba de nuevo el inescrutable Henry Méndez hablando por un momento
como solía. Estuvo bien oírle, tras haber visto durante dos días su otra cara. No estaba
mirando al doctor Favor. Entonces me fijé en que Russell miraba también hacia la
ladera.
Como si hubieran estado siguiendo al doctor Favor (lo que sin duda habían
hecho), al fondo apareció el mexicano a pie seguido por Frank Braden y la señora
Favor a caballo. La pequeña procesión venía del collado del sur, siguiendo el otro
lado del cañón y sin darse ninguna prisa. El mexicano levantó el brazo y nos saludó.
Estábamos todos juntos otra vez. De vuelta a donde habíamos empezado. Solo
que ahora nosotros estábamos encaramados en aquella repisa de roca, mirando hacia
abajo y viéndoles avanzar por el cañón hasta que desmontaron frente al edificio de la
compañía, justo enfrente de nosotros, y desenfundaron sus rifles.
En un momento así se piensan un montón de cosas a la vez. Que deberíamos estar
haciendo algo, escapando de allí o haciendo algo. Que aquello no debería haber
ocurrido nunca. Que si no hubiera sido por la chica McLaren y su acto compasivo
con un hombre que no se lo merecía nunca nos habrían encontrado; hubieran mirado
hacia aquella ladera en la que no se distinguía ningún rastro y habrían seguido
adelante. Quizá nos hubiera gustado decir algo a la chica McLaren. Era una tentación.
Pero solo lo hizo Méndez.
—¿Lo ve? —dijo, mirando al doctor Favor y luego a la chica McLaren, que

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estaba en la entrada—. ¿Lo ve? —volvió a decir, con ganas de añadir algo, pero se
limitó a menear la cabeza pensando en todo aquello a la vez.
La chica McLaren había estado callada, pero creo que Méndez la enfureció.
—Volvería a hacerlo —dijo—. Aunque supiera que están ahí volvería a hacerlo.
¿Qué le parece eso?
—¡No se lo merece! —dijo Méndez con los dientes apretados para no gritárselo.
Aun así sonó muy alto.
—¿Quién es usted para decidir quién se lo merece?
Cuando se enfurecía hablaba bien claro, como ya han visto.
El doctor Favor no intervino. Estaba pasándose la lengua por los labios
hinchados, creo que saboreando aún el agua.
Y Russell. Russell todavía fuera en cuclillas, sentado sobre sus talones. Fumando
un cigarrillo, mirando hacia el otro lado del cañón. Russell no miró a la chica
McLaren (no entonces) ni dijo nada a nadie. Russell era Russell.
Se quedó fumando el cigarrillo mientras observaba a Braden y los otros ante el
edificio de la compañía, mirando cómo llevaban a los caballos a la sombra del porche
sobre pilotes, cómo volvía a salir al sol el mexicano y se contoneaba de un lado a
otro, con las manos en las caderas y mirando hacia donde estábamos.
Fue entonces cuando Russell entró en la caseta. Lo siguiente que supe fue que
estaba apostado en la otra ventana con el Spencer en el hombro. Dudo que el
mexicano le viera. Estoy seguro de que no le vio, porque si no habría hecho algo
antes de que Russell disparara.
Al oír el tiro y ver levantarse el polvo delante de él, el mexicano se quedó
completamente quieto. Russell volvió a disparar y esta vez el mexicano pegó un bote
y se refugió en la sombra del porche. Russell no iba a aguantar nada de aquel
mexicano.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo Méndez con voz apenada.
Russell debía pensar que le hacían un montón de preguntas estúpidas.
—Para que nos vean —dijo a Méndez.
Nadie respondió al fuego desde abajo, pero seguimos esperando que lo hicieran.
Para entonces estábamos todos dentro. Russell estaba ya apilando aquellas bolsas de
concentrado en el alféizar de su ventana. Entonces empecé yo a parapetar la otra, con
la ayuda de la chica McLaren. Méndez le acercó unas cuantas a Russell, pero el
doctor Favor no movió un dedo. Supongo que estaría pensando, mientras miraba de
reojo las alforjas. Como Russell no le dijo nada, yo tampoco lo hice. Qué diablos.
Después Russell extrajo el tubo cargador del Spencer y metió dos cartuchos más
que sacó de su canana. Yo me quedé junto a la otra ventana, preguntándome si aquel
pequeño revólver que tenía serviría de algo.
Pasaron los minutos, pero aquella horrible sensación nerviosa que tenía, y que
intentaba que no se me notara, no cedió en absoluto. Recuerdo que me pregunté si
Russell tendría miedo. Se había quitado el sombrero y podía ver bien un lado de su

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cara. Como dije antes, parecía mucho más joven sin el sombrero y con el pelo
aplastado sobre la frente. De vez en cuando tragaba saliva o se rascaba la nariz, como
hacía todo el mundo, y no parecía en nada diferente del resto de nosotros.
Solo que era diferente. Como Braden estaba a punto de averiguar de primera
mano.
Supongo que la idea de Frank Braden era dejar que nos preocupáramos un poco.
Pasó cosa de media hora antes de que volviéramos a saber de él. Entonces ocurrió de
repente.
Gritó desde el otro lado:
—¿Me oyen? —esperó—. ¡Voy a subir a hablar! ¡No disparen!
Esperó y volvió a gritar. Pasó como un minuto.
Entonces apareció Braden al borde de la sombra del porche. Early y el mexicano
estaban detrás de él. Esperaron allí mientras Braden se apartaba de ellos empuñando
un rifle Winchester con un paño blanco o algo así atado en la punta. La idea que tenía
Frank Braden de una bandera de tregua.
Russell le observaba. Cuando Braden estuvo en campo abierto, a pleno sol y sin
nada cerca para ponerse a cubierto, Russell levantó el Spencer y lo amartilló.
—Quiere hablar —dijo Méndez—. Ya le has oído. No es una trampa. ¡Tiene algo
que decirnos!
Russell no le hizo el menor caso, ni siquiera alzó la vista. Apoyó el Spencer en las
bolsas de concentrado y fijó la mira frontal sobre Braden.

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CINCO

Frank Braden tenía agallas. Eso se puede decir bien alto de él. Un hombre sin agallas
no asalta diligencias ni sube por una ladera abierta a plena vista de gente que sabe
que está armada.
Si tenía miedo, en ningún momento lo dejó ver. Tal como llevaba el sombrero,
acanalado y vencido hacia adelante sobre los ojos, tenía que alzar la cabeza para
mirar hacia arriba. La alzaba a cada rato, pero sin que ello le hiciera vacilar. Cruzó el
claro frente al edificio de la compañía como si nada le preocupara en el mundo, con
el Winchester algo levantado y la bandera blanca de tregua atada en la punta.
Confiaba en la bandera de tregua y en el hecho de que el mexicano había hecho lo
mismo el día anterior sin que le dispararan. Lo cual demostraba que todavía no
conocía bien a John Russell.
Russell le dejó acercarse. En ningún momento se apartó el Spencer del hombro,
pero el cañón se inclinaba una pizca a cada poco a medida que Braden subía.
Cualquier otro podría haber estado apuntando a Braden, pero de algún modo sabías
que Russell tenía la intención de dispararle él, porque si no nunca habría levantado el
arma. La cuestión era cuánto se acercaría Braden.
—Escucha, solo quiere hablar —dijo Méndez, dando un paso hacia Russell como
quien se acerca a un caballo sin domar con la mano extendida para tranquilizarle—.
Puedes ver que no es una trampa. El hombre viene a hablar. ¿Es que no lo ves?
¿Quieres liarla sin ninguna necesidad? ¡Mírame!
Russell levantó un poco la cabeza, interrumpido en su concentración. Pero siguió
con los ojos clavados en Braden, que ahora había llegado a unos raíles de vagoneta
que salían de la trituradora y pasaban junto a una pequeña caseta para perderse más
abajo en la pendiente. A este lado de los raíles Braden estaba ya a menos de cien
yardas. Siguió acercándose.
—Averigua al menos lo que quiere —dijo Méndez—. No tienes que hablar con él.
Si no quieres lo hará uno de nosotros.
Méndez miró hacia fuera, y vio que Braden empezaba a subir la parte más
escarpada.
—No sabes lo que quiere. Hombre, tienes que averiguar lo que quiere —siguió
diciendo Méndez—. Escúchale. Él se fía de nosotros… Tenemos que fiarnos de él y
enterarnos de lo que quiere. ¿No te parece sensato? —Méndez dijo todo esto muy
deprisa. Si no convencía a Russell, le molestaba lo suficiente para que no pudiera
concentrarse en Braden.
Para entonces Braden estaba ya muy arriba en la cuesta. Se detuvo allí y gritó:
—¿Hay alguien en casa?
Méndez vio que se le presentaba una oportunidad y en seguida la aprovechó.

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—¡Le oímos! —gritó a su vez.
—Salgan de esa guarida de jabalíes —dijo Braden—. Hablemos un poco.
—Diga lo que quiera —respondió Méndez.
—He pensado que quizá les gustaría irse a casa.
—Diga algo —dijo Méndez.
—La cosa está clara —contestó Braden—. Podemos quedarnos ahí abajo todo el
tiempo que queramos. Yo puedo mandar a un hombre por agua y pitanza, pero
ustedes no pueden moverse. Solo podrán marcharse si les dejamos. ¿Lo entienden?
—¿Y qué más?
—No tiene por qué ocurrir mucho más.
—De acuerdo, ¿qué quiere?
—Ustedes dejan el dinero, nosotros dejamos a la mujer.
—¿Y todo el mundo se va a casa?
—Todo el mundo se va a casa.
—Tendremos que hablar de ello.
—Háganlo —Braden sostenía el Winchester cruzado sobre un brazo, la bandera
de tregua colgando lacia en la punta. Tenía las piernas algo separadas, como posando,
muy seguro de lo que estaba haciendo—. Mientras hablan les dejaremos ver a la
mujer. Luego, cuando estén listos, bajan con el dinero y se llevan a la mujer.
—Vamos a hablar de ello —volvió a decir Méndez. Echó una ojeada al doctor
Favor, que estaba en la otra ventana, y miró de nuevo a Braden—. ¿Y si…?, bueno,
¿y si nadie quiere llevarse a la mujer?
—Piénseselo bien —contestó Braden— antes de decir una cosa así.
—Solo quiero asegurarme de lo que quiere decir, nada más.
—Solo tiene que estar seguro de una cosa —dijo Braden—. No se marcharán de
aquí con el dinero. ¿Lo entiende?
Méndez no respondió. Frank Braden esperó un minuto y empezó a darse la vuelta.
—Eh —le llamó Russell y Braden se detuvo, vuelto a medias, de modo que
miraba hacia atrás por encima del hombro—. Tengo una pregunta —dijo Russell.
Braden guiñaba los ojos intentando distinguir a Russell en la ventana.
—Hágala —dijo.
—¿Cómo va a bajar esa cuesta?
Braden supo lo que quería decir. Se quedo inmóvil un momento, luego se volvió
lentamente para volver a encarar la caseta, mostrándonos que no tenía miedo.
—Mire, he subido a decirle cómo están las cosas. Se lo estoy poniendo fácil.
—Nadie se lo ha pedido —dijo Russell—. Sube aquí solo. Viene y dice que no
nos vamos de aquí con el dinero… ¿eh?
—Ya ha oído lo que he dicho —se veía que Braden estaba más tenso.
—Les damos el dinero o nos matan.
—Dije que no se marcharían de aquí.
—Viene a ser lo mismo, ¿no?… Puede que les demos el dinero y aun así nos

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maten.
—Será mejor que hable con sus amigos.
—Creo —siguió Russell— que nos quiere muertos para que no podamos contar
nada.
—Si fuera así les habríamos matado en la diligencia.
—Lo intentaron —dijo Russell—, llevándose el agua. Pero la recuperamos.
—Piense lo que quiera —dijo Braden, para acabar de una vez.
Russell asintió con la cabeza. La movió de arriba abajo lentamente dos o tres
veces.
—Ya lo he pensado —dijo con aquella voz apacible, tan tranquila que no
sospeché lo que quería decir hasta que levantó el Spencer. Entonces no quedó
ninguna duda de lo que quería decir.
—¡Espere un poco, chico! —dijo Braden—. Voy a bajar por donde he subido —
pero bajaba reculando, con la mirada fija en la ventana.
Russell tenía el Spencer en el hombro, pero la cabeza alta mirando a Braden.
—¿Me ha oído? —gritó Braden—. ¡Espere un poco!
Era como si Russell estuviera soltando cuerda, dando un respiro a Braden antes
de apretarla de un tirón. Iba a ocurrir. Lo sabía él y lo sabía Braden, que seguía
retrocediendo paso a paso. Pero solo Russell sabía cuándo. Eso fue lo que terminó de
desquiciar a Braden. Puede que tuviera más agallas que nadie, pero de repente se
desinfló y ya solo le quedó una cosa que hacer.
Echó a correr, lanzándose tan deprisa ladera abajo hacia la trituradora que no dio
más de cuatro o cinco pasos antes de caerse, y fue a caer en el preciso instante en que
Russell apretaba la cara contra el Spencer y disparaba. Quizá fue eso lo que le salvó
la vida, porque desde luego precipitó el segundo disparo de Russell, que intentaba
alcanzar a Braden mientras estaba en el suelo, pero la bala levantó arena justo delante
de Braden, que se levantaba ya y seguía corriendo, alejándose un poco mientras
Russell apuntaba ahora con calma y cuando disparó Braden se dobló y salió rodando
un trecho por la pendiente. Fue entonces cuando abrieron fuego desde el edificio de la
compañía, cuando el mexicano y Early reaccionaron y empezaron a cubrir un poco a
Braden, que ahora se arrastró un trecho y se puso en pie otra vez y volvió a salir
corriendo, cojeando mientras corría, vencido sobre una pierna: y bam retumbó el
Spencer y Braden volvió a caer sobre sus manos y rodillas, pero de algún modo
siguió adelante, clavando las uñas en la tierra y medio corriendo medio a rastras, el
Winchester con la bandera de tregua olvidado ahora a su espalda. Russell volvió a
disparar, precipitándose otra vez porque Braden estaba ya muy cerca de la planta
trituradora y era el último tiro que le quedaba; Braden consiguió llegar y dobló la
esquina del edificio, a unas cuarenta yardas de nosotros, mientras el estampido del
disparo se perdía cañón abajo.
Fue el mexicano quien sacó a Braden de allí. Subió por el otro lado de la
trituradora y se llevó a Braden por el mismo camino, cobijándose detrás del edificio

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para que no pudiéramos dispararles.
Early salió de la sombra del porche para ayudar al mexicano a poner a cubierto a
Braden: Early mirando hacia atrás como si temiera que Russell fuera a volver a
disparar, y Braden caminando pero arrastrando las piernas y apoyándose en ambos.
Le habían dado de lleno.
Señor Braden, me dije entonces, le presento a John Russell.
Pero ¿había mejorado en algo nuestra situación?
Quizá. Dependía de Braden. Si estaba muy malherido tendrían que meterle en
cama o llevarle a un médico. De modo que nos quedamos un rato al acecho con esa
esperanza. Pero la esperanza fue menguando poco a poco a medida que pasaba el
tiempo y nadie salía del edificio de la compañía.
Cuando no quedó ninguna duda de que iban a quedarse allí, Henry Méndez
empezó otra vez a meterse con Russell. ¿Por qué has tenido que hacer eso?, decía.
¿Por qué no has dejado que se arreglaran las cosas? Méndez estaba seguro de que
ahora lo teníamos peor. Y todo por culpa de Russell.
—No ha cambiado nada —dijo Russell.
Dicho de otro modo, podían estar furiosos o heridos o hambrientos o borrachos,
pero de todas formas intentarían matarnos. Cuando te parabas a pensarlo te dabas
cuenta de que era verdad.
Mientras Méndez y Russell hablaban se me ocurrió la idea de escapar de allí por
donde habíamos venido.
Nos acribillarán en esa pared mientras trepamos, fue la respuesta de Méndez. «No
si lo hacemos de noche», dijo Russell. Se veía que estaba pensando en cómo salir de
allí.
Se habrán dado cuenta de que hasta ahora nadie había dicho que Russell debería
entregarles el dinero a cambio de la señora Favor: hacer lo que quería Braden y ver lo
que pasaba, no solo suponerlo. Quizá porque decírselo a Russell hubiera sido
malgastar saliva. O quizá porque nadie pensaba entonces en la señora Favor.
Bueno, eso cambió en cuanto el mexicano la sacó fuera. Quizá hubiera pasado
una hora desde que Braden resultó herido. (Es difícil recordar ahora los diferentes
intervalos de tiempo). Todo había estado tranquilo allá abajo. Entonces apareció el
mexicano en el claro con la señora Favor delante. Llevaba las manos atadas y
también un trozo de cuerda atado al cuello, como una correa de perro, cuyo extremo
sostenía el mexicano.
La llevó pendiente arriba hasta los raíles de vagoneta que salían de la trituradora y
la hizo sentarse allí. Se arrodilló y ató la cuerda a uno de los raíles, manteniéndose
todo el rato detrás de la señora Favor. Después desenfundó el Colt de su lado
izquierdo, sujetándose el codo derecho contra el costado, y echó a correr hacia una
pequeña caseta que había pocas yardas más arriba.
Entonces nos sorprendió. En vez de retroceder, manteniendo la caseta en línea
con nosotros para estar a cubierto, salió corriendo otra vez para cruzar un trecho

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bastante despejado hasta la planta trituradora.
Imagínenlo a unas cuarenta yardas ladera abajo a nuestra izquierda, y a la señora
Favor justo enfrente, como encogida y mirando hacia la caseta, a unas ochenta
yardas.
Fue mientras el mexicano se daba esta carrera cuando salió Early con un rifle y se
alejó caminando en dirección al collado del sur. No tuve que pensarlo mucho. Early
iba a dar un rodeo para situarse a nuestra espalda, cerrando la puerta trasera tanto si
queríamos utilizarla como si no.
Eso fue también lo que dijo Russell. Seguía en la ventana observando la esquina
de la trituradora donde estaba el mexicano. La chica McLaren le preguntó adónde iba
Early y él dijo «A ponerse detrás de nosotros» sin apartar los ojos de la trituradora. El
mexicano no se había dejado ver aún.
Durante todo este rato el doctor Favor había estado mirando por la otra ventana a
su mujer. Era extraño, mientras estuvo allí nadie más se acercó a aquella ventana,
como si le dejáramos solo con ella. Pero no se quedó mucho tiempo; al poco se
apartó, encendió un puro y se sentó, supongo que a pensar un poco más.
La chica McLaren, Méndez y yo nos encontramos finalmente junto a aquella
ventana, donde permanecimos prácticamente el resto del tiempo que estuvimos allí.
Por supuesto, no dejábamos de mirar a la señora Favor.
¿Recuerdan que Braden había dicho: «Mientras hablan les dejaremos ver a la
mujer»? El tipo sabía lo que se hacía.
Estaba allí sentada entre los raíles mirando casi todo el rato hacia arriba, hacia
nosotros. En seguida nos dimos cuenta de que no podía levantarse; la cuerda que
tenía atada al cuello no era lo bastante larga. Podía incorporarse hasta quedar
encorvada, pero no más. Estuvo un rato intentando desatar la cuerda del raíl, pero era
evidente que el mexicano había apretado bien el nudo.
Así que se quedó allí expuesta mientras el sol se elevaba más y más en el cielo, a
veces apartándose el pelo de la cara o sacudiéndose cosas de la falda. Por la forma en
que miraba hacia arriba —¡Dios!— adivinabas lo que estaba pensando. Pero desde
luego se lo tomaba con calma, y no lloró ni una sola vez. Hasta poco después no
descubrimos que no le habían dado nada de agua.
Fue después de que el mexicano empezara a provocar a Russell.
Desde la esquina de la trituradora, asomando un segundo parte de la cabeza, se
puso a gritar:
—¡Eh, hombre! ¿Te gusta esa mujer?… ¿La quieres?… ¡Te la regalamos! —y
cosas así.
John Russell no respondió. Se limitó a apretar la cara contra la culata del Spencer
y a fijar la mira frontal en la esquina de la trituradora.
El mexicano esperó un poco. Luego gritó:
—¡Si la quieres, hombre, será mejor que te des prisa! ¡Podría derretirse al sol!
Serían entonces las diez, quizá algo más temprano. Luego el mexicano gritó:

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—Hombre, ¿por qué no sales a darle un poco de agua? No ha bebido nada…
¡desde ayer por la mañana!
Allí estaba, asomando apenas por la esquina, y bam retumbó el Spencer y se vio
astillarse la madera justo donde había estado la cara del mexicano.
Luego quedó todo en silencio, el tiempo suficiente para que empezáramos a
preguntarnos si Russell le habría dado. Suficiente para que la chica McLaren dijera:
—Esa mujer no ha bebido nada —luego, dirigiéndose a Russell—: ¿Ha oído lo
que ha dicho? No ha bebido nada desde ayer.
Russell seguía observando la esquina. La chica McLaren siguió mirándole.
—¿Es por eso por lo que quiere matarle? —dijo entonces—. ¿Para que se calle de
una vez? ¿Para no tener que oír lo que dice de ella?
La toqué en el brazo para calmarla, pero se apartó de un tirón.
—No servirá de nada pelearnos entre nosotros —dije.
—¿Estamos todos en el mismo lado? —dijo ella—. ¿Lo cree de verdad?
—Bueno, todos estamos aquí metidos.
Ella volvió a mirar a Russell.
—Él está aquí metido con doce mil dólares que no le pertenecen y esa mujer está
ahí fuera atada al sol como un animal.
Me miró a mí como si alguien tuviera que hacer algo.
—Bueno, ¿y qué quiere que haga?
La chica McLaren no llegó a contestar. El mexicano volvió a gritar, haciéndonos
saber que estaba vivo.
—¡Eh, hombre! —voceó—. ¡Me has metido astillas en los ojos!… ¡Baja aquí a
ayudarme a sacarlas!
Tal cual, lo juro, como si le pareciera divertido que le disparasen.
Siguió así, gritando a Russell de vez en cuando, intentando provocarle para que
saliera. También oímos algo de Early unas cuantas veces. Piedras que tiraba al tejado
desde arriba: Early que todavía notaba el whisky y se sentía juguetón, o que
simplemente quería advertirnos que estaba allí y que no intentáramos nada.
La chica McLaren estuvo un rato callada. Supongo que se había calmado. Se le
había despegado la suela de uno de sus zapatos y no paraba de retorcerla, intentando
arrancarla, incluso cuando miraba a la señora Favor, que estaba ahora con los
hombros caídos y la cabeza gacha. La chica McLaren no podía quedarse mirándola
mucho tiempo, ni seguir tocándose el zapato eternamente.
Empezó a mirar a Russell y finalmente se acercó y se arrodilló a su lado. Russell
estaba fumando, sentado sobre sus pies, con el Spencer apoyado en las bolsas de
mineral apiladas en el alféizar de la ventana.
—Tenemos que darles el dinero —dijo ella en voz muy baja—, creo que lo sabe.
Él se la quedó mirando, no una simple ojeada sino tomándose tiempo para
observar su cara morena con la frente quemada por el sol.
—Como antes tenía que darle agua a ese —dijo Russell, refiriéndose al doctor

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Favor.
—Eso ya pasó —dijo ella, un poco picada.
—¿Cree que él hubiera hecho lo mismo por usted?
—Alguien lo hubiera hecho.
—¿Cómo sabe eso?
—Simplemente lo sé. La gente se ayuda entre sí.
—La gente también se mata entre sí.
—Ya lo he visto.
—Y volverá a verlo.
—Si va a decir que tengo la culpa de que estemos aquí atrapados, dígalo —dijo la
chica McLaren—. Puede que le haga sentirse mejor, pero no cambiará nada.
Russell meneó la cabeza.
—Lo que quiero saber es por qué le ayudó.
—¡Porque necesitaba ayuda! ¡No pregunté si la merecía!
Esperó a calmarse un poco y dijo bajando la voz:
—Como esa mujer necesita vivir. No nos toca a nosotros decidir si lo merece.
—Solo la ayudamos, ¿eh?
—¿Podemos hacer otra cosa?
Russell asintió con la cabeza.
—No ayudarla.
—Dejarla morir sin más —dijo la chica McLaren, y se le quedó mirando.
—Eso depende de Braden —dijo Russell—. Nosotros tenemos que pensar en otra
cosa. Si no le damos el dinero tendrá que venir a buscarlo.
Entonces la chica McLaren estuvo a punto de perder los estribos.
—Está usted dispuesto a sacrificar una vida humana por ese dinero. Eso es lo que
está diciendo.
Russell empezó a hacerse un cigarrillo, mirando por la ventana hacia la
trituradora mientras lo liaba, luego otra vez a la chica McLaren.
—Vaya a preguntar a esa mujer lo que piensa de la vida humana. Pregúntele lo
que vale una vida humana en San Carlos cuando se les acaba la carne.
—Ella no tiene la culpa de eso.
—Dijo que esos sucios indios comen perro. ¿Lo recuerda? Que ella no comería
perro por muy hambrienta que estuviera —todos le mirábamos ahora. Encendió el
cigarrillo y arrojó una bocanada de humo—. Vaya a preguntarle si comería perro
ahora.
—¡Es por eso! —dijo la chica McLaren, como si de pronto lo hubiera visto todo
claro—. ¡Insultó a esos pobres indios hambrientos y miserables y usted va a dejarla
morir por eso!
Russell meneó la cabeza.
—Estábamos hablando de la vida humana.
—¡Aunque no hubiera dinero por medio, nada que ganar, usted la dejaría morir!

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—la chica McLaren se dejó ahora llevar por la cólera, sin intentar contenerse—.
¡Porque piensa que los indios son sucios y poco menos que animales va a quedarse
aquí sentado y a dejarla morir!
Russell sostenía el cigarrillo cerca de su boca, mirándola.
—Si eso le enfurece, ¿por qué hablar de ello?
—Quiero hablar de ello —le replicó ella—. Me gustaría que me preguntara a mí
lo que pienso que vale una vida humana… una sucia vida humana apache. Venga,
pregúnteme. Pregúnteme por los que me raptaron de casa y me tuvieron prisionera
durante más de un mes. Pregúnteme por las cosas sucias que me hicieron, las que me
hicieron las mujeres cuando los hombres no estaban allí y las que me hicieron los
hombres cuando no estábamos huyendo sino escondidos en algún sitio y tenían
tiempo que perder. ¡Pregúnteme si se atreve!
Estaba allí arrodillada, muy tensa, como si fuera a saltar sobre él si se movía,
aunque era solo que estaba totalmente absorta diciéndole lo que acababa de decir.
Por fin lo había echado fuera todo. Creo que todos nos sentíamos ya un poco
menos tensos. Se reclinó hacia atrás hasta quedar sentada, apartando los ojos de
Russell para posarlos en aquella suela suelta de su zapato, y empezó a toquetearla
otra vez con aire pensativo.
Poco después dijo:
—Llevo casi dos meses sin ver a mis padres… ni a mi hermanito. Estábamos los
dos solos en casa y él huyó y no sé lo que le ocurrió, si le atraparon o qué.
Volvió a alzar la vista hacia Russell, y su voz perdió al instante toda su dulzura,
como si fuera a empezar a increparle otra vez.
—¿Qué piensan ellos de una vida humana de ocho años? —dijo—. ¿También
matan a los críos pequeños que no pueden defenderse?
Russell no había apartado los ojos de ella, y todavía sostenía el cigarrillo cerca de
su cara.
—Si no los quieren —dijo, y siguió mirándola fijamente.
Así acabó aquello. Para ser una chica menuda y flaca de diecisiete años, era más
dura que la mayoría de los hombres, como creo que ya han podido ver. Pero tenía que
esperar un poco. Creí que iba a volver a emprenderla con Russell, pero no le salieron
las palabras. Antes se le llenaron los ojos de lágrimas. Se quedó allí sentada
intentando contener el temblor de su barbilla y el llanto para hacerse entender,
mirando aún a Russell a la cara con los ojos húmedos, retándole a que dijera algo
más.
Justo entonces —y fue casi un alivio— se oyó otra vez al mexicano, que gritaba:
—Eh, hombre, ¿me oyes?
Russell se volvió y miró por el cañón del Spencer. El mexicano no se dejó ver
ahora y su voz sonaba un poco más lejana. Pero sabías que estaba allí.
—Ven aquí abajo —dijo—, ¡tengo algo para ti!
Russell también tenía algo para él si asomaba un pelo de la cara.

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—¡Hombre! —gritó entonces el mexicano—. Salimos los dos… ¡y hablamos!
Esperó.
—Tráete ese pistolón que tienes. Yo llevo uno, ¿eh?
Cada palabra que gritaba resonaba cañón arriba y volvía con el eco.
—Eh, hombre, como te llames… ¿me oyes?
Después de eso dijo algunas cosas que será mejor que no repita aquí, palabras
terribles que resultaba violento oír con la chica McLaren al lado. Intentaba hacer salir
a Russell con insultos, pero por el caso que le hacía podía haber estado gritando a una
pared. Russell estaba allí inmóvil esperando a que el mexicano se asomara, pero no lo
hizo.
Algo de lo que Russell había dicho a la chica McLaren no terminaba de
convencerme, de modo que le pregunté por ello: aquello de que si querían el dinero
tendrían que subir a buscarlo. ¿Por qué no iban a ser más astutos que nosotros? El
agua se nos acabaría (nos quedaba como litro y medio), ¿qué haríamos entonces?
A ellos también se les acabará, dijo Russell. Pero pueden ir por más, dije yo.
¿Adónde, hasta la posta de Delgado?, dijo Russell. ¿Y quién va a ir, el que
tenemos detrás? ¿El mexicano? ¿Quién nos vigilará entonces? No, dijo Russell. En
algún momento tendrán que subir aquí. Lo saben.
Dije que quizá fuera así, pero que para entonces la mujer de Favor estaría muerta.
Russell no contestó.

Hacia las dos de la tarde la mujer de Favor empezó a gritar.


No iba a hacer más calor que el que hacía a aquella hora. No había la menor brisa,
ni nubes; el sol brillaba con fuerza, abrasándolo todo, y ni siquiera te atrevías a alzar
la vista para ver dónde estaba.
La mujer de Favor estaba sentada allí abajo cerca del pie de la pendiente, sin
sombrero ni nada para taparse la cabeza, sin una sombra donde poder meterse a
rastras. Como he dicho, había una caseta pequeña cerca de donde estaba, pero la
cuerda que tenía atada al cuello no le dejaba siquiera ponerse de pie, y mucho menos
acercarse a la caseta. Había desistido de intentar desatar la cuerda.
Durante mucho tiempo estuvo encorvada, con la cara hundida en un brazo
apoyado en las rodillas levantadas. Ahora estaba otra vez mirando hacia nosotros,
como había hecho al principio cuando el mexicano la ató allí, y de tanto en tanto
llamaba a su marido, gritando primero su nombre.
—¡Alex! —gritaba, pero la voz sonaba ronca y apagada, no alta y fuerte como se
supone que suena un grito—. Alex… ¡ayúdame! —sonaba casi lejana, como si solo
se oyera un eco de las palabras.
Llevaba sin beber desde la víspera. Ya era bastante que pudiera gritar.
Cuando empezó, el doctor Favor se levantó y estuvo mirándola un rato. No sé lo
que estaría pensando. Ni siquiera sé si ella le daba pena, porque su expresión no

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cambió en ningún momento; simplemente estaba mirando algo. No le contestó ni dijo
una sola palabra.
Hay gente que puede ocultar muy bien sus sentimientos, de modo que será mejor
que no juzgue al doctor Favor. Recuerdo que me imaginaba a él y a su mujer a solas,
preguntándome de qué hablarían y si alguna vez se habrían llevado bien. (No podía
quitarme de encima aquella impresión de que ella solo había sido una más para él. Ya
saben lo que quiero decir, solo una mujer para tener a mano). Intenté imaginármela
llamándole Alex cuando estaban a solas. Pero no sonaba bien. No era el tipo de
hombre en el que piensas acordándote de su nombre de pila. Sobre todo si es un
nombre como Alex o Alexander.
Pero allí se oía otra vez débilmente, brotando de aquel gran cañón abierto:
«Alex…». Y él seguía allí parado mirando hacia ella, sin moverse apenas más que
para tocarse la barba, frotándosela lentamente bajo la barbilla con el dorso de los
dedos.
Una vez ella se incorporó, todo lo que podía, y gritó su nombre con más fuerza
que nunca: «¡Alex!». Y esta vez sonó bien alto y claro, con un eco de vuelta que al
oírlo te ponía la carne de gallina.
Y luego otra vez, lo que creo que seguiré oyendo cada día de mi vida:
—Alex… ¡ayúdame, por favor! —las palabras brotando solitarias allí fuera,
rebotando con el eco hasta extinguirse.
Era extraño estar en un cuarto con otras cuatro personas y no oír el menor ruido.
Todo el mundo estaba inmóvil, esperando a que la mujer de Favor volviera a gritar.
Pasaron quizá un par de minutos; quizá fueron más, pareció más largo. Había tal
silencio que cuando se oyó aquel ruido —el de un fósforo raspando e inflamándose—
todos nos volvimos a mirar a John Russell.
Encendió el cigarrillo, apagó el fósforo sacudiéndolo y lo tiró hacia atrás por la
ventana.
La chica McLaren, más cerca de la ventana donde aún seguíamos Méndez y yo,
no dejaba de mirar a Russell. ¿Entienden cómo le irritaba su calma? Creo que si
cualquiera de nosotros hubiera encendido un cigarrillo en aquel momento le hubiera
parecido bien. Pero no Russell. Al encender aquel fósforo volvió a encresparla. Solo
por la forma en que le miraba lo veías venir, así que intenté atajarlo diciendo:
—He estado pensando —no era verdad, se me acababa de ocurrir— en que a lo
mejor, cuando oscurezca, podríamos bajar con cuidado dos de nosotros a buscarla,
¿no? Quizá podamos incluso volver con ella sin que nos vean.
—Pero si os oyen… —dijo Méndez.
—Cuando oscurezca habrá muerto —dijo la chica McLaren.
—Eso no se puede saber —dije yo.
—¿Quiere esperar para averiguarlo?
—También he pensado en otra cosa —dije—. Braden también la está vigilando.
¿Y si ve que su plan no funciona o le da pena o algo y manda a ese mexicano a

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buscarla?
—Usted solo piensa en cosas buenas —dijo la chica McLaren.
—Podría ocurrir.
—El día en que se convierta en un ser humano —miró a Russell, que fumaba su
cigarrillo—. O el día en que se convierta él. Eso es lo único que puede salvarla.
Russell la estaba mirando, pero en aquel momento se oyó gritar al mexicano
desde la trituradora, y Russell volvió la cabeza para mirar por el cañón del Spencer.
—¡Eh, hombre! —gritó el mexicano, y siguió una retahíla de palabras, algunas de
ellas en español que probablemente eran tan obscenas como las inglesas que las
acompañaban—. ¡Baja a verme!
Russell siguió mirando por el Spencer durante al menos un minuto. Cuando se
volvió de nuevo hacia nosotros, apuró el cigarrillo y lo tiró por la ventana. La mano
se posó en las alforjas que tenía al lado. Las levantó, sopesándolas, y luego las
balanceó un poco y las arrojó en medio del suelo.
—¿Quieren salvarla? —dijo Russell. Miró a Méndez y a mí y luego al doctor
Favor, que estaba sentado a unos pasos de mí con la espalda contra la pared—.
¿Alguien quiere bajar a salvarla?
Nadie contestó.
—Si alguien quiere, que vaya —dijo Russell—. Pero primero le diré una cosa. Si
baja ahí no volverá a subir. En cuanto suelte esas alforjas y empiece a desatar a la
mujer les matarán a los dos.
La chica McLaren le estaba mirando, algo inclinada hacia adelante.
—Dice eso para que nadie coja el dinero y lo intente.
—Les matarán a los dos —dijo Russell—. Lo digo por eso.
Antes de que la chica McLaren pudiera decir algo más se volvió hacia el doctor
Favor.
—Esa mujer es su esposa —le dijo Russell—. ¿Quiere ir a desatarla?
El doctor Favor, con la cabeza un poco baja, tenía los ojos fijos en Russell, pero
no dijo una palabra.
Russell esperó un buen rato, haciéndolo horriblemente embarazoso, tanto que no
te atrevías ni a mirar al doctor Favor. Finalmente se volvió otra vez hacia nosotros.
—Señor Méndez —dijo—, ¿quiere salvarla usted?… O señor Carl Allen, creo
que se llama así, ¿quiere bajar ahí? Ese hombre no va a hacerlo. Es su esposa, pero no
va a hacerlo. No se preocupa por su propia mujer, pero puede que alguien se
preocupe, ¿eh? Eso es lo que quiero saber.
Ahora miraba directamente a la chica McLaren, y dijo:
—Creo que no sé cómo se llama. Hemos vivido juntos unas cuantas cosas, ¿eh?
Pero no sé cómo se llama.
—Kathleen McLaren —dijo ella. Debió pillarla por sorpresa, sin nada preparado
para decir.
—Muy bien, Kathleen McLaren —dijo Russell—. ¿Qué le parecería bajar ahí y

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desatarla y empezar a subir la cuesta y que le pegaran un tiro en la espalda? O por
delante, si dispara el que está en la trituradora. Por la espalda o por delante, pero
seguro que le disparan.
Ella se le quedó mirando, pero no dijo nada.
—Ahí están —dijo Russell, señalando con la cabeza las alforjas—. Cójalas. Se
preocupa más por su mujer que él. Dice que no estoy seguro o que no digo la
verdad… muy bien, vaya a ver qué pasa.
Entonces Russell hizo algo extraño. Se quitó los mocasines apaches y se los tiró a
la chica McLaren.
—Póngaselos —dijo—. Correrá más deprisa cuando empiecen a disparar.
Luego desenrolló su manta y sacó sus botas y se las puso. Mientras lo hacía la
chica McLaren siguió mirándole, pero no llegó a hablar. Y cuando Russell volvió a
alzar la vista hacia ella, sus ojos le sostuvieron la mirada solo un segundo antes de
apartarlos.
Una cosa era saber que una mujer iba a morir si nadie la ayudaba. Otra muy
distinta decir que estabas dispuesto a morir por ayudarla.
No dejaba de pensar en lo que me había dicho Russell: «¿Quiere bajar ahí?».
No, no quería, y lo reconozco abiertamente. Creía que Braden iba a disparar a
quienquiera que bajase con el dinero. Creo que todos estábamos ya convencidos de
eso. Incluso la chica McLaren.
Decidí que lo mejor que podíamos hacer era simplemente quedarnos allí sentados
y esperar a ver qué pasaba. Sé que decir esto puede parecer terrible cuando está en
juego la vida de una mujer, como lo estaba la de la señora Favor; pero ahora puedo
decirles que es más fácil pensar en tu propia vida que en la de otro. Por muy valiente
que sea una persona.
También reconozco que la presencia del doctor Favor me aliviaba un poco la
conciencia. Si alguien tenía que bajar allí era él. Pero no iba a hacerlo, eso era seguro.
Pasó otro rato. El mexicano, que era paciente y tenía tanto tiempo como nosotros,
gritaba algo a Russell de vez en cuando. Russell se quedaba cada vez más tiempo con
la cara apretada contra el Spencer cuando el mexicano le insultaba o le retaba a que
saliera. Se veía que le tenía ganas. Cuando pasó un buen rato sin que el mexicano
volviera a gritar, Russell se dio la vuelta para apoyarse en la pared y se lio un
cigarrillo. Me fijé en que después tiró la petaca. Era el último que le quedaba. Pero no
lo encendió, todavía no.
Pasó el tiempo y seguimos allí sentados sin hablar. Estaba seguro de que Russell
estaba pensando, planeando algo e imaginándose cómo iba a salir.
A eso de las cuatro la mujer de Favor empezó a llamar otra vez a su marido; sus
gritos no sonaban tan fuertes como antes, pero era horrible oírlos. Gritaba su nombre,
y luego decía algo más que no se entendía bien, como suplicándole que la ayudara.
Allí sentados en la caseta oíamos débilmente aquella voz en el cañón, «Alex…»,
arrastrando el nombre; luego lo repetía a veces, seguido por las demás palabras que

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sonaban como un largo gemido.
Ya se había callado cuando Russell se levantó. Miró por la ventana, no por mucho
tiempo, un minuto o así, y después se acercó al morral, lo vació de la cecina, el pan y
el café que quedaban y volvió con él a la ventana. Cogió una de las bolsas de mineral
del alféizar y la metió en el morral. Nadie más se movía, todos le observábamos. Fue
entonces cuando encendió su último cigarrillo. Lo fumó muy despacio, con mucho
cuidado. No dejábamos de mirarle, quizá porque tampoco nos fiábamos de él,
sabiendo que estaba a punto de hacer algo.
—Necesito a alguien —dijo Russell, mirándome directamente a mí. Como no
sabía lo que quería me quedé sentado sin más—. Aquí delante —dijo, señalando con
la cabeza hacia la ventana.
Me acerqué sin darme mucha prisa, mirándole para indicarle que no entendía.
Pero no explicó nada hasta después de hacerme otra seña para que me agachara,
cuando me tuvo arrodillado allí con la culata del Spencer entre ambos. Russell puso
la mano encima.
—¿Sabe disparar esto?
—No estoy seguro —dije frunciendo el ceño.
—Baje el guardamonte del gatillo con el pulgar. Esa palanca sirve para extraer y
recargar… ¿eh? Ahora está listo y puede que solo necesite un tiro —casi entre dientes
añadió—: Hombre, espero que solo necesite uno.
—¿Voy a dispararles? —dije yo.
—Al de la trituradora —dijo Russell mirando por la ventana—. Cruzará desde allí
y pasará delante de esa caseta junto a la mujer y se quedará dándole la espalda, un
poco más arriba de la caseta. Entonces apunte bien, asegúrese de fijar la mira frontal
sobre él.
—No entiendo lo que quiere decir.
—¿Qué hay que entender? —su voz solo mostró un poco de sorpresa, aunque
seguía siendo tranquila y paciente—. Si toca su arma le dispara.
—Pero —dije yo— ¿por la espalda?
—Le preguntaré si quiere volverse —dijo Russell.
—Mire —dije—, simplemente no entiendo lo que va a ocurrir. De eso hablo.
—Ya lo verá —dijo Russell. Se quedó pensando un minuto—. Puede que tenga
que ocuparse de algo más. El dinero… que llegue a San Carlos.
—Mire, ¿puede explicarme…?
Me tocó el brazo.
—Puede que sea usted quien tenga que llevarlo después a San Carlos. Eso es
fácil, ¿eh?
Me quedé mirándole fijamente.
—En ningún momento ha pensado en quedárselo, ¿verdad?
Él se me quedó mirando sin más, como si estuviera cansado, o como si ya fuera
inútil explicar nada.

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Se puso el sombrero, bien derecho y algo inclinado sobre los ojos. Cogió el
morral, echándoselo sobre el hombro izquierdo. Todos estábamos mirándole, la chica
McLaren muy quieta. Sin dejar de mirarle dijo:
—Va a bajar.
Solo esas tres palabras.
Russell se encogió ligeramente de hombros.
—Quizá intente algo.
—¿Y si no se creen que lleva el dinero ahí?
—Vendrán a mirar —contestó Russell.
—Puede que sí —asintió la chica McLaren—. Solo puede que sí.
—Tendrán que venir —dijo Russell.
La chica McLaren seguía mirándole; creo que quería preguntarle por qué iba a
hacerlo. Pero Russell miraba ahora a Méndez.
—Usted vigile a ese doctor Favor. Pero esta vez bien, ¿eh?
Méndez dijo algo en español y Russell le contestó también en español,
encogiéndose de hombros. Méndez parecía tener miedo hasta de respirar. Russell se
volvió hacia el doctor Favor. Tenía algo para cada uno.
—Con todas las molestias que se había tomado, ¿eh?
El doctor Favor no contestó, como si ya no le importase lo que dijeran o pensaran
de él. Se quedó mirando a Russell de abajo arriba, con aquella cara amplia y pálida
enmarcada por la barba rojiza, casi sin ninguna expresión. Probablemente estaría
pensando que aquel John Russell era el tonto más grande que había creado Dios.
Seguíamos mirándole todos, quizá sin terminar de creernos que iba a bajar allí y
como esperando a verlo para creerlo.
Estaba ya en la puerta cuando la chica McLaren recogió sus mocasines y se los
tiró.
—Póngaselos —dijo—. Correrá más deprisa cuando empiecen a disparar.
¿Ven lo que estaba haciendo? Pagándole con la misma moneda. Incluso utilizando
las mismas palabras que él. Diciéndolo con calma y esperando para ver su reacción.
Y entonces le vio sonreír, una sonrisa a todas luces espontánea. Incluso con el
sombrero puesto, en aquel momento parecía joven y como cualquier otro joven.
Russell se quedó con la mano en la puerta, mirando por encima del hombro a la
chica McLaren, solo a ella.
—Quizá deberíamos hablar más alguna vez —dijo.
—Quizá —contestó la chica McLaren. Le miraba del mismo modo que él, toda
absorta, como si viera algo en él que antes no estaba allí—. Cuando se calmen las
cosas.
Tuve la impresión de que quería decir algo más, pero no lo hizo.
Russell asintió con la cabeza, sin apartar sus extraños ojos azul claro de los de
ella.
—Cuando se calmen las cosas —repitió.

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Abrió la puerta y salió fuera con el morral echado sobre el hombro. La siguiente
vez que estuve lo bastante cerca de John Russell para verle la cara estaba muerto.
Hace poco estuve hablando con un hombre de Benson que decía que ahora andan
tocando una canción sobre Frank Braden y la mujer que raptó por amor, y que me iba
a interesar. Le pregunté si tocaban alguna canción sobre John Russell, y dijo: ¿Quién
es John Russell?
Lo que ocurrió aquella tarde en la mina de San Pete se ha contado por escrito
muchas veces y de diferentes maneras. (Ahora también con una canción). Puede que
hayan leído algunos de esos relatos. Solamente puedo decir que el que apareció en el
Florence Enterprise es fidedigno, hasta en el número de disparos que se hicieron.
Solo que ese relato no cuenta lo suficiente. (Que es la razón que me movió a escribir
esto). Describe a un hombre llamado John Russell, pero después de leerlo sigues sin
saber quién era John Russell.
Con ello no quiero criticar al Florence Enterprise. Escribieron aquel relato en una
hora o así, y solo contaron lo que pasó. Yo llevo tres meses escribiendo esto,
intentando contarles cómo era realmente John Russell, para que le entiendan. Aunque
después de tres meses escribiendo y pensando y demás, no puedo decir honradamente
que yo mismo le entienda. Pero creo entender por qué bajó aquella cuesta.

Le observé desde la ventana. También estaba atento al mexicano. Debía haber visto a
Russell cuando empezó a bajar, pero no salió de detrás de la planta trituradora hasta
que llegó a la mitad de la cuesta.
Fue entonces cuando Russell levantó el morral.
—¡Eh! —gritó, como le había estado gritando a él el mexicano—, ¡tengo algo
para ti!
El mexicano se movía con cuidado atravesando la ladera, sin apartar un momento
los ojos de Russell. Para entonces la mujer de Favor le había visto ya; estaba allí
sentada, doblada hacia adelante, con el pelo desgreñado colgando, observando cómo
se acercaba.
Russell no miraba hacia el mexicano, aunque debía saber que estaba bajando
transversalmente por la ladera como para cortarle el paso. Para entonces yo ya podía
ver parte de la espalda del mexicano. Me incliné un poco más y, como me había
indicado Russell, fijé la mira frontal del Spencer justo sobre ella, sintiendo algo
horrible al hacerlo.
En aquel momento Early, en la cresta por encima de nosotros, estaba
probablemente fijando su mira sobre Russell.
Me quedé esperando a que el mexicano hiciera algo; pero a medida que se
acercaba a aquella caseta fue acortando el paso hasta quedarse casi parado, sin apartar
los ojos de Russell ni un segundo, con el codo derecho doblado y apretado contra el
sitio donde le había herido, la mano izquierda colgando suelta. Esa era la mano que

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vigilaba yo, sintiendo el gatillo del Spencer y listo para apretarlo si la mano se
acercaba al Colt que tenía al lado.
El mexicano se detuvo.
Lo tenía casi enfrente pero un poco a la izquierda, de modo que desde donde yo
estaba, mirando a la derecha más allá de él, se veía a Russell acercándose a la mujer
de Favor. Ella no le llamaba ni parecía haber dicho una palabra; solo le miraba
fijamente, quizá sin creerse lo que veía.
Fue cuando Russell llegó a su lado cuando apareció Frank Braden.
Salió de la sombra del porche. Iba cojeando un poco; creo que intentaba
disimularlo, pero llevaba la mano izquierda pegada al muslo, agarrándoselo con los
dedos extendidos.
El mexicano no se había movido. Seguí apuntándole, intentando observar al
mismo tiempo a Braden y a Russell. Russell se estaba arrodillando junto a la mujer,
sin prestar ninguna atención a Braden, que seguía acercándose. Braden gritó algo,
pero Russell no levantó la vista.
Braden volvió a gritar, acortando el paso, muy alerta.
Russell se puso en pie, ayudando a la vez a levantarse a la mujer de Favor, que se
veía que ya estaba desatada. También se veía el morral tirado al otro lado de los
raíles.
Russell y la mujer de Favor habían dado solo unos pasos cuando Braden volvió a
gritar. Esta vez Russell se detuvo, pero hizo señas a la mujer de que siguiera
subiendo. Ella siguió, pero mirando hacia atrás, mientras Russell se quedaba allí
parado observando a Braden. La mujer llegó a la altura del mexicano. Él no le prestó
atención. Caminaba un poco de lado, subiendo la cuesta pero mirando todo el rato
hacia atrás.
Lo siguiente que supe fue que la mira del Spencer la apuntaba a ella. Se había
desviado justo lo suficiente, mirando atrás y sin fijarse por dónde iba, para situarse
detrás del mexicano. Levanté la vista, a punto de gritarle, pero no lo hice. El
mexicano también me habría oído.
Lo único que pude hacer fue decirle mentalmente una y otra vez que se apartara.
Por favor dese prisa y apártese.
Braden había llegado hasta el morral. Se quedó a su lado diciéndole algo a
Russell, que estaba a unos diez pies de él. Russell le contestó. (Nadie sabe lo que
dijeron. Puede que Braden le dijera que abriera el morral y le enseñara el dinero.
Russell le diría que mirase él mismo si dudaba que estaba allí).
La mujer de Favor alzó la vista un momento hacia donde estábamos nosotros. Yo
me levanté y le hice señas con el brazo, pero para entonces ya estaba mirando de
nuevo hacia el otro lado.
Incluso estando de pie y apuntando hacia abajo, con el Spencer apoyado en el
marco de la ventana, la mujer de Favor seguía en la línea de tiro. Solo podía ver una
parte del mexicano.

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Seguí repitiéndole mentalmente una y otra vez que se quitara de en medio, que
por favor, por el amor de Dios se echara a un lado o a otro ¡y deprisa! Ahora, ahora
mismo, ¡apártese o mire hacia aquí otra vez o siéntese o haga algo!
Se quedó allí parada. Se volvió a mirar lo que pasaba más abajo y no se movió de
aquel sitio.
Braden, agarrándose aún el muslo con la mano izquierda, enderezó el morral con
la punta de su bota para que la apertura quedara hacia él. Russell siguió mirando.
Braden apoyó una rodilla en el suelo, la derecha, y ahora la mano se apartó del
muslo y aflojó la cuerda del morral. Russell siguió mirando.
Braden levantó la cabeza, todavía arrodillado. Dijo algo a Russell. ¿Qué?
¿Advirtiéndole algo? ¿Diciéndole que no intentara nada porque el mexicano estaba
detrás de él?
Vi que Braden metía la mano en el morral.
¡Apártese!, pensé. ¡Póngase en otro sitio!
Si tuviera tiempo…
¡Pero apártese! Lo oí realmente en mi cabeza antes de lanzarme hacia la puerta y
salir por ella y echar a correr por la repisa, siete, ocho, diez yardas para asegurar el
ángulo, para asegurarme de no dar a la mujer.
Pero aún no había levantado la carabina para apuntar cuando Braden sacó la mano
del morral. Se estaba levantando, intentando sacar su revólver, pero ya era demasiado
tarde. Russell desenfundó y disparó dos veces con su Colt extendido y apuntando… y
al disparar el segundo tiro levantó el otro brazo y se tambaleó hacia adelante como si
le hubieran dado una coz en la espalda. El mexicano había desenfundado su 44 de
cañón largo y disparado tres veces mientras Russell acertaba dos a Braden, y tanto
Braden como Russell cayeron, Russell sobre las manos y las rodillas, pero
volviéndose con el revólver ya listo disparó al mexicano justo cuando este disparaba
otra vez, y volvió a disparar mientras el mexicano se tambaleaba hacia adelante, y
disparó una vez más mientras el mexicano trastabillaba y doblaba las rodillas y caía
de cara con los brazos abiertos. Entonces se oyeron tres disparos más, exactamente
tres porque puedo oírlos cada vez que recuerdo lo que ocurrió; venían de la cresta que
teníamos encima, donde estaba Early. Me volví apuntando el Spencer casi
verticalmente, pero no vi ni rastro de él. (Que yo sepa nadie volvió a ver nunca ni
rastro de él). Cuando me volví de nuevo vi a Russell tendido boca abajo entre los
raíles. En la calma que siguió bajamos todos allí.
Frank Braden tenía dos tiros en el pecho; además tenía una herida en el muslo
izquierdo y una rozadura de bala en el empeine de la bota izquierda, que no le había
tocado. Frank Braden estaba muerto.
El mexicano tenía dos tiros en el pecho y uno en el estómago, además de aquella
herida en el costado que parecía lo bastante fea para haberle matado. Vivió otra hora
o cosa así, pero no quiso decirnos su nombre, aunque preguntó por el de Russell.
John Russell tenía tres tiros bajos en la espalda. Le dimos la vuelta y vimos que

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delante tenía otros dos, en el cuello y en el pecho. Estaba muerto.
Fui yo quien cabalgó hasta la posta de Delgado, forzando al caballo casi todo el
camino hasta reventarlo; lo hice sin querer pero tampoco me importó. Delgado envió
a uno de sus mozos a Sweetmary en busca del ayudante del sheriff. Delgado y yo
volvimos a la mina de San Pete en una carreta y llegamos allí de madrugada, todavía
a oscuras. Se oía cantar a los grillos en los viejos edificios. En el claro estaban la
chica McLaren y Henry Méndez y el doctor Favor y su mujer junto a una hoguera
que habían encendido. Solo la señora Favor había dormido. Méndez había cavado dos
tumbas.
Delgado y yo nos sentamos con ellos y al rato, cuando empezaba a amanecer,
llegó J.R. Lyons, el ayudante del sheriff de Sweetmary.
Examinó los cadáveres, los de Braden y el mexicano junto a las tumbas, el de
Russell en la carreta. Caven una tumba también para él, dijo J.R. Lyons. ¿Qué más
da? Está muerto. La chica McLaren le dijo que mirase todo lo que quisiera, pero que
se reservase sus opiniones; íbamos a llevar a Russell a Sweetmary para enterrarle
como es debido con misa y todo, y si al señor J.R. Lyons no le gustaba no tenía por
qué asistir.
J.R. Lyons dijo que por supuesto asistiría. Una vez hubiera entregado al doctor
Favor y el dinero del Gobierno robado a un alguacil de los Estados Unidos.
(Como así se hizo. El doctor Favor fue juzgado un mes después en el tribunal de
distrito de Florence y sentenciado a siete años en el presidio de Yuma. La señora
Favor no asistió al juicio).
John Russell fue enterrado en Sweetmary. Fue extraño que ni la chica McLaren ni
Henry Méndez ni yo dijéramos mucho de él hasta después del entierro, y cuando nos
decidimos a hablar descubrimos que no había mucho que decir.
Puedes mirar a algo durante mucho tiempo sin verlo hasta que se mueve o sale
corriendo. Así es como nosotros habíamos mirado a Russell. Ahora nadie se
preguntaba por qué había bajado aquella cuesta. Lo que nos preguntábamos era por
qué habíamos pensado en algún momento que no lo haría.
Quizá estaba alardeando un poco cuando nos preguntó uno a uno si queríamos
bajar a ayudar a la señora Favor, sabiendo que nadie lo haría más que él.
Quizá nos dejó pensar un montón de cosas de él que no eran verdad. Pero como
diría Russell, eso era asunto nuestro. Dejaba a la gente hacer o pensar lo que quisiera
mientras se fumaba un cigarrillo y se lo pensaba tranquilamente, sin mezclar sus
sentimientos en ello. Russell no cambió durante todo el tiempo, aunque creo que
todos los demás cambiamos de alguna manera. Hizo lo que creía que había que hacer.
Aunque significara morir. De modo que quizá no tengan que entenderle. Solo
conocerle.
«Echa un buen vistazo a Russell. No volverás a ver otro como él en tu vida».
Aquel primer día, en la posta de Delgado, Henry Méndez lo había dicho todo.

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QUE VIENE VALDEZ

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Traducción: Marta Lila Murillo

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UNO

Imaginen la elevación del terreno en el extremo este de la pradera, con espeso


matorral en la ladera y pinos más arriba. Allí es donde estaban los hombres. No todos
en el mismo lugar, sino repartidos en pequeños grupos. Aproximadamente una
docena de hombres estaban apostados entre los matorrales, en primera línea; eran los
tiradores, que no podían permanecer en pie. Disparaban a la cabaña cuando les
apetecía, o cuando el señor Tanner pasaba la orden, y entonces todos disparaban a la
vez.
Otros estaban apostados junto a los pinos y en la carretera que recorría la cima de
la colina, a unas trescientas yardas de la cabaña al otro lado de la pradera. Aquellos
que se limitaban a observar hacían apuestas sobre si el hombre que estaba dentro de
la cabaña se rendiría o si antes recibiría un tiro.
Era sábado y por eso todo el mundo tenía suficiente tiempo libre. Llegaban a
Lanoria, se enteraban de lo que estaba ocurriendo y acto seguido se dirigían hacia la
pradera de la compañía de ganado. La mayoría de los hombres iban solos y dejaban a
sus familias en la ciudad, aunque había algunas mujeres presentes. Las otras mujeres
esperaban noticias. Y los que tenían asuntos que atender en la ciudad y no podían ir,
esperaban noticias. De vez en cuando algunos regresaban de la pradera para echarse
un trago o cenar y contaban lo que estaba ocurriendo allá. No, todavía no lo habían
atrapado. Todavía seguía dentro de la cabaña y no asomaba la cabeza. Pero lo
atraparían. Unos cuantos más salieron entonces de la ciudad al oír las noticias.
También un carromato de De Spain’s partió hacia allá cargado de whisky. Y de este
modo el salón se trasladó a los pinos con vistas al prado. Alguien comentó que
parecía el maldito Cuatro de Julio.
Apenas a una milla de la ciudad, aquellos que partían escuchaban los disparos —
sonaba a escaramuza al otro lado del bosque, como un tenue martilleo—, y esto los
hacía apresurarse. Sin embargo, avanzaban con cautela, coronando la loma,
inspeccionando la pradera y orientándose, y luego echaban un vistazo a su alrededor
para ver si había alguien allí. Veían a algún amigo y le preguntaban por el tal señor
Tanner, y el amigo se lo señalaba.
Aquel hombre del traje negro: delgado y huesudo, no especialmente alto, pero
que parecía que estuviera hecho de cartílago y difícil de matar, con bigote, una nariz
afilada y un sombrero negro polvoriento por encima de los ojos. Ese era él. Habían
oído hablar de Frank Tanner, pero no muchos lo habían visto en persona. Poseía una
hacienda en el sur, al pie de la Sierra de Santa Rita, muy cerca de la frontera. Decían
que tenía su propio ejército de norteamericanos y mexicanos, y que su hacienda era
como un cuartel, salvo por la presencia de mujeres. Decían que vendía caballos,
ganado y armas a las fuerzas revolucionarias en México y que tenía contratados a

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tantos jinetes por si se daba el caso de que los Federales fueran a por él; también en
caso de que a alguno de sus clientes se le ocurriera en alguna ocasión no pagar. Sin
duda, tenía a su mando al menos a veinticinco vaqueros, y él no se ocupaba de
pastorear ni un solo ternero. ¿Dónde estaban?, quería saber alguien. Conduciendo
ganado hacia el sur. Para eso había venido él aquí, para comprar ganado; se lo
compró a la compañía ganadera Maricopa.
Otro dijo que se había traído a la esposa —«Maldita sea, una joven preciosa, en
serio, bastante más joven que él»—, y que ella le esperaba en el Hotel Republic ahora
mismo, metida en el cuarto de Tanner, y que no la había visto casi nadie.
Entonces miraban al señor Tanner y luego miraban más allá de la pradera, hacia la
cabaña fronteriza a trescientas yardas de distancia. Era una cabaña que parecía más
bien un horno, construida con vigas de madera y adobe y apoyada en una elevación
donde había pinos, de manera que la cabaña permanecía en sombra parte del día. No
tenía ventanas, ni se veían herramientas alrededor que revelasen que había alguien
viviendo allí. Ahora la cabaña estaba bajo el sol con la puerta cerrada, descascarillada
y astillada por todas las balas que habían impactado en ella y la habían atravesado.
A la derecha, donde los árboles que se recortaban contra el cielo se redondeaban y
se convertían en sauces, allí donde los árboles se arremolinaban junto al cauce del
riachuelo, estaba el carro y las mulas del hombre. En el carro había provisiones que
había comprado esa mañana en Lanoria, antes de que el señor Tanner lo viera.
Fuera, frente a la cabaña y a unos diez o quince pies de distancia, había algo en el
suelo. Desde la loma, a unas trescientas yardas, nadie podía distinguir de qué se
trataba, hasta que llegó un hombre con prismáticos. Alzó la mirada y dijo, frunciendo
el ceño, que era una muñeca: hecha de retales de tela, una muñeca de trapo con
botones en lugar de ojos.
—Debe de habérsele caído a la mujer —dijo alguien.
—¿La mujer? —preguntó el hombre de los prismáticos.
Una mujer apache lipán que era su esposa o su mujer o que simplemente vivía
con él. El señor Tanner no lo había dejado claro. Lo único que sabían era que había
una mujer en la cabaña con él, y si el hombre quería que ella se quedara y resultaba
herida, ese era su problema.
Un tal señor Beaudry, el administrador de fincas oficial del condado, estaba allí.
También el señor Malson, director de la Compañía de Ganado Maricopa, y un
domador de caballos llamado Diego Luz, que era corpulento para ser mexicano, pero
nunca ofendía a nadie y aguantaba muy bien la bebida.
El señor Beaudry, asintiendo y entornando los ojos para poder imaginarse al
hombre dentro de la cabaña fronteriza, dijo:
—Había algo extraño en él, como eso de llamarse Orlando Rincón.
—Trabajó para mí —dijo el señor Malson mirando al señor Tanner—. Desconfié
de él y creo que en parte fue debido a eso, a que se llamara Orlando Rincón.
—Johnson —dijo el señor Tanner.

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—Lo contraté en dos o tres ocasiones —dijo el señor Malson—. Para los trabajos
más pesados. Cuando tenía trabajo por el que tendría que haber pagado mucho más a
un hombre blanco.
—Su nombre es Johnson —dijo el señor Tanner—. No hay ningún lanudo
llamado Orlando Rincón. Os digo que este lanudo es del Décimo Regimiento de
Caballería[2] del Fuerte Huachuca, y su nombre era Johnson cuando asesinó a James
C. Erin hace seis meses, y punto final.
Hablaba como si estuviera hablando con niños pequeños e intentara meterles algo
en sus cabezas. Ese hombre no parecía tener sentimientos y nunca sonreía, pero no
había motivo para dudar de él.
Bob Valdez llegó a la pradera de Maricopa hacia las doce del mediodía. Viajaba
como escolta armado en la diligencia Hatch & Hodges que hacía el trayecto desde St.
David. Saltó en marcha del pescante trasero sujetando su escopeta recortada en el
aire, mientras la diligencia pasaba junto al carromato del whisky.
Alguien de pie en la parte trasera con un vaso en la mano dijo:
—Eh, aquí está el alguacil de la ciudad.
Y los que se encontraban cerca miraron hacia Bob Valdez, vestido con traje negro
y una camisa abotonada hasta arriba, con un medallón en el cuello pero sin corbata o
pañuelo; Valdez llevaba el sombrero recto y echado ligeramente hacia delante, el ala
era plana y la baja corona no estaba hundida.
—Ahora sí que sacaremos a ese miserable de ahí —dijo alguien, y otros dos
hombres dejaron escapar unas risillas para dejar claro que sabían que la persona que
lo había dicho estaba bromeando.
Bob Valdez sonrió, dejándolo pasar, aunque sin saber qué insinuaban.
—¿Lo sacaremos de dónde? —preguntó.
Se lo explicaron y él asintió mientras escuchaba; su mirada saltaba de los
tiradores tumbados en los arbustos a la cabaña fronteriza al otro lado de la pradera y
de nuevo hacia la loma, al grupo de hombres situados un poco más abajo que él. Allí
vio al señor Beaudry y al señor Malson, y a Diego Luz, y aquel otro al que llamaban
señor Tanner, allí, hablando con un tal R. L. Davis, que trabajaba para la compañía
Maricopa.
Bob Valdez observó a los dos hombres, ambos cortados por el mismo enjuto
patrón, como si fueran padre e hijo: el señor Tanner hablaba, nunca sonreía y apenas
movía los labios; R. L. Davis permanecía en pie con la cadera ladeada, posando con
su revólver, su rifle y su cartuchera colgando del hombro; su sombrero sudado de ala
acanalada y puntiaguda se balanceaba arriba y abajo mientras escuchaba al señor
Tanner, sonriendo a lo que le decía, riendo fuerte mientras el señor Tanner apenas
movía los labios. A Bob Valdez no le gustaba R. L. Davis, o ninguno de los R. L.
Davis del mundo. Era un hombre educado, los escuchaba, pero ¡Señor, había que
escuchar a tantos de ellos!
Bueno, de acuerdo, pensó Bob Valdez. Bajó la loma hacia el grupo de hombres y

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saludó con un movimiento de cabeza al señor Beaudry y al señor Malson cuando
estos alzaron la mirada. Esperó unos segundos evitando mirar directamente a Tanner
hasta ser presentado por alguno de los hombres. Finalmente, le ofreció la mano.
—Soy Bob Valdez —dijo con una leve sonrisa.
El señor Tanner lo miró pero no le estrechó la mano. Desvió la mirada cuando el
señor Malson dijo:
—Bob es alguacil de la ciudad. Trabaja varias noches a la semana en la parte
mexicana.
—Las noches que estoy aquí —explicó Bob Valdez—. Cuando no estoy en la
diligencia. Vea usted, es que también trabajo para Hatch & Hodges.
En esta ocasión el señor Tanner se giró para decir algo a R. L. Davis, un par de
palabras que podrían referirse a cualquier cosa, y R. L. Davis se rio. Bob Valdez era
un hombre hecho y derecho, tenía cuarenta años y era tan alto como el señor Tanner,
pero se quedó parado sin saber qué hacer. Cogió la escopeta y se alegró de tener algo
a lo que agarrarse. Iba a tener que estar cerca de Tanner, porque él era el centro de lo
que estaba ocurriendo allí. En breve, tendrían que discutir la situación y decidir qué
hacer. Como representante de la ley, él, Bob Valdez, debía participar tanto en la
discusión como en la decisión. Por supuesto. Si alguien iba a arrestar a Orlando
Rincón o Johnson, o comoquiera que se llamara, sería él quien lo hiciera; él era el
alguacil de la ciudad. Puede que se encontraran fuera de la ciudad, pero ¿dónde
acababa la ciudad realmente? La ciudad ahora se había trasladado toda allí, así que
era la misma cosa.
Podía esperar a que Rincón se rindiera. Luego, lo arrestaría.
Si es que no estaba ya muerto.
—Señor Malson —Bob Valdez se aproximó al director de la empresa ganadera,
quien le miró pero luego desvió de nuevo la mirada, indiferente.
—Me pregunto si ya está muerto —dijo Valdez.
—¿Por qué no lo averigua? —dijo el señor Malson.
—Estaba pensando —replicó Valdez— que si está muerto podríamos pasarnos
aquí una eternidad.
R. L. Davis se ajustó el sombrero, gesto habitual en él, agarrando el ala acanalada,
sacándose el sombrero de la cabeza unos centímetros y volviendo a encasquetárselo
hasta casi cubrirse los ojos de nuevo, y cambiando el peso de una pierna a otra con un
balanceo de cadera.
—Se ve que Valdez tiene mejores cosas que hacer —dijo R. L. Davis—. Es un
hombre ocupado.
—No —dijo Bob Valdez—, pensaba en el que está allí dentro, el tal Rincón. O
está muerto, o está vivo. Si está vivo, tal vez quiera entregarse. Allí dentro habrá
tenido tiempo para pensar ¿verdad? Quizás…
Se calló. Ninguno de los hombres estaba prestándole atención. Ni siquiera R. L.
Davis.

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El señor Malson estaba mirando el carromato de whisky; estaba en la carretera,
ladera arriba, a poca distancia de ellos, y había hombres de pie junto al carro
esperando a ser servidos por la trampilla trasera.
—Me parece que no nos vendría mal tomarnos algo —dijo el señor Malson.
Dirigió la mirada hacia Diego Luz, el domador de caballos, y Diego se enderezó,
no mucho, solo un poco. Era un hombre entrado en carnes y muy moreno; la camisa
se le ceñía marcando aún más su voluminoso cuerpo. Contaban que Diego Luz
golpeaba a los caballos novatos en el hocico con el puño, y que le obedecían. Tenía
buenos puños para ello; ahora le colgaban a ambos lados del cuerpo, sin tocar ni
trastear con nada. Los abrió, gesticuló cuando el señor Malson le pidió que comprara
algo de whisky y, mientras escalaba la loma, sujetaba con una mano el revólver
enfundado sobre su pierna.
El señor Malson alzó la mirada al cielo, entrecerró los ojos, se quitó el sombrero y
se lo volvió a poner. Se quitó el abrigo y se lo colgó sobre el hombro sujetándolo con
un dedo, dijo algo y luego gesticuló. A continuación, él, el señor Beaudry y el señor
Tanner avanzaron unos metros más abajo hasta una hondonada, donde había ya una
buena sombra. Eran alrededor de las dos o dos y media, hacía calor y reinaba bastante
quietud y silencio a pesar del número de gente allí congregada. Solo se podía divisar
a algunos de los que estaban junto a los pinos y abajo entre los matorrales desde el
punto de observación de Bob Valdez, el cual se preguntaba si debía seguir a los tres
hombres hacia la hondonada o esperar a Diego Luz, que ya estaba junto al carromato,
del que provenían la mayoría de los ruidos: una voz, una o dos palabras que de
repente se oían claramente, algunos alzaban la mirada para ver lo que ocurría.
Algunos de los que se encontraban junto al carromato del whisky ya habían perdido
interés en la cabaña fronteriza. Sin embargo, otros seguían observando: aquellos más
alejados apostados en la carretera, sentados en carros y galeras. Era un día que la
gente recordaría y comentaría. «Claro, yo estuve allí», diría el hombre de la galera
dentro de un año en algún salón de Benson, o de St. David, o de cualquier otro lugar.
«El día que atraparon a aquel desertor del Ejército; tenía un Big-Fifty Sharps y un
viejo Colt Dragoon, y les aseguro que fue un asunto muy peliagudo».
Allá abajo, en la amarillenta pradera, polvorienta y salpicada de bancos de arena
desértica, chumberas y matorrales de incienso, solo había sol. Este revelaba el terreno
claramente hasta la entrada de la cabaña fronteriza, donde ahora, ya hacia media
tarde, tanto los árboles como la elevación sobre la que se apoyaba la cabaña arrojaban
sombra.
Alguien en los matorrales debió de ver la puerta abierta. El grito procedió de allí,
y Bob Valdez y todos los demás en la ladera para entonces ya podían ver a la mujer
lipán apache aproximándose al borde del terreno en sombra. Salió de la cabaña, se
dirigió hacia los sauces con un cubo, sin apresurarse y sin tan siquiera echar la vista
hacia la loma.
Nadie le disparó, aunque esto no resultaba tan extraño. Colocar el punto de mira

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sobre una maldita cabaña o sobre una persona son dos cosas totalmente distintas. Los
hombres apostados en los matorrales y en los pinos no conocían a aquella mujer. La
cosa no iba con ella. Simplemente había aparecido. Y allí estaba; y nadie estaba
seguro de qué hacer con ella.
Estuvo un rato en los árboles junto al riachuelo, luego volvió a salir a plena luz y
regresó a la cabaña con el cubo sin ninguna prisa; una pequeña figura que cruzaba la
pradera casi sin contorno ni color, tan solo con una larga falda que arrastraba por el
suelo indicaba que era la mujer.
Así que él está vivo, pensó Bob Valdez. Y quiere seguir vivo y no va a rendirse.
Pensó en la sangre fría de la mujer y se preguntó si Orlando Rincón la había
enviado allá fuera o si había sido cosa de ella misma. Uno nunca sabía a qué atenerse
con las indias. Quizás es lo que se esperaba de ella. La mujer no contaba; el hombre
sí. Uno podía perder a una mujer y conseguirse otra nueva.
El señor Tanner no miró a R. L. Davis. Su mirada estaba clavada en la mujer lipán
y se movía lentamente con ella hacia la cabaña; pero debía de saber que R. L. Davis
estaba junto a él.
—Ella está diciendo que le importáis un pito tú y tu rifle —dijo Tanner.
R. L. Davis le miró confundido.
—¿Le disparo? —preguntó como si deseara que fuera eso lo que el señor Tanner
quería decir.
—Podrías hacerla bailar un poco —dijo el señor Tanner.
Ahora R. L. Davis había atraído todas las miradas y lo sabía, y Bob Valdez lo
supo por la forma en la que cargó el Winchester, apuntó y disparó, todo en un solo
movimiento, y cuando el polvo saltó con los impactos unos pasos por detrás de la
mujer india, que siguió andando sin levantar la mirada. R. L. Davis siguió disparando
una y otra vez tan rápido como pudo tras cargar y medio apuntar de nuevo, y mientras
todos le observaban y le azuzaban, logró cuatro disparos certeros justo por detrás de
la mujer.
Su último disparo se clavó en la puerta en el preciso instante en el que ella llegaba
allí, y ahora la mujer se paró y alzó la mirada hacia la loma, manteniendo el rostro en
alto como si esperara a que volviera a disparar y le estuviera ofreciendo un buen
blanco si así lo deseaba.
El señor Beaudry se rio a carcajadas.
—Le importa un pimiento tu rifle.
Eso le dolió a R. L. Davis, lo cual era justamente el objetivo del comentario.
—No la estaba apuntando.
—Pero ella no lo sabe —replicó el señor Beaudry con una sonrisa; se atusó el
bigote, luego se giró y alargó la mano mientras Diego Luz se acercaba con el whisky.
—Demonios, si hubiera querido darle, ahora estaría tendida en el suelo, y lo
sabes.
—Bueno, pues ahora díselo a ella —dijo el señor Beaudry mientras sacaba el

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corcho de la botella—, y entonces lo sabrá.
Echó un trago de la botella y se la pasó al señor Malson, que ofreció la botella al
señor Tanner, quien rechazó la oferta sacudiendo la cabeza. El señor Malson echó un
trago y vio que R. L. Davis le miraba, así que le pasó la botella. R. L. Davis levantó
la botella, echó un largo trago y ahí se acabó la ronda.
—¿No quiere echar un trago? —preguntó el señor Malson al señor Tanner.
—Ahora no —respondió Tanner, y continuó mirando hacia el otro lado de la
pradera.
El señor Malson le miró.
—Es importante para usted atrapar a este soldado desertor, ¿verdad?
—Ya se lo dije —dijo el señor Tanner—, mató a un amigo mío.
—No, no creo que me lo haya dicho antes.
—James C. Erin, comerciante suministrador del ejército en Fort Huachuca —dijo
el señor Tanner—. Se topó con ese soldado negro destilando tulapai con unos indios.
El negro pensó que Erin avisaría al ejército, así que le disparó y huyó con una mujer.
—Y usted lo vio esta mañana.
—Llegué aquí ayer noche para ver a este caballero —dijo Tanner, señalando con
la cabeza a Malson—. Esta mañana, cuando estaba a punto de irme, lo vi. A él y a la
mujer.
—Yo estaba allí mismo —dijo R. L. Davis—. ¿Verdad, señor Tanner? Estábamos
en el porche del Hotel Republic y Rincón pasó en un carro. El señor Tanner me
preguntó: «¿Conoces a ese hombre?», y yo le respondí: «Solo sé que vive al norte de
la ciudad desde hace unos meses. Él y su mujer». «Bueno, pues lo conozco», dijo el
señor Tanner. «Ese hombre es un desertor del ejército y se le busca por asesinato». Y
yo le dije: «Bueno, pues vayamos a por él». El negro nos sacaba bastante ventaja y
por eso llegó a la cabaña antes de que pudiéramos echarle el guante. Lleva allí
encerrado desde entonces.
—Entonces, no ha hablado con él —dijo el señor Malson.
—Escuche —respondió Tanner—, llevo el rostro de ese hombre marcado en mis
pupilas desde hace un año.
Bob Valdez, ligeramente retirado y a un lado, se acercó un poco.
—¿Está seguro de que es el mismo hombre?
El señor Tanner giró la cabeza. Miró a Valdez. Eso es lo único que hizo, solo le
miró.
—Es decir, debemos estar seguros —continuó Bob Valdez—. Es un asunto serio.
Ahora eran el señor Malson y el señor Beaudry quienes dirigieron la mirada hacia
él.
—¿Nosotros? —dijo el señor Beaudry—. Escucha una cosa, Roberto. Si
necesitamos ayuda, te avisaremos, ¿de acuerdo?
—Ustedes me contrataron —dijo Bob Valdez, en pie, apartado del resto y un poco
más arriba de la loma. Hablaba en serio, pero se encogió de hombros y sonrió

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levemente para quitarle hierro a las palabras—. ¿Y para qué me contrataron?
—Bueno —dijo el señor Beaudry, engolándose y mirando por encima del hombro
de Valdez a uno y otro lado de la carretera—, si veo a algún mexicano borracho ya te
diré por dónde anda.
Después de eso, los hombres que compartían la botella de whisky se olvidaron de
Bob Valdez durante un rato. Permanecieron bajo la sombra de la hondonada
observando la cabaña fronteriza, esperando a que el soldado desertor se diera cuenta
de que todo había acabado. Se daría cuenta y abriría la puerta, y sería abatido en
cuanto saliera. Solo era cuestión de tiempo.
Bob Valdez se quedó en el terreno abierto de la ladera que empezaba a estar en
sombra, sentado ahora como un apache con traje, liando un cigarrillo de vez en
cuando, fumándolo lentamente y reflexionando sobre él mismo y el señor Tanner y
los otros, luego sobre el soldado desertor y luego de nuevo sobre sí mismo.
No tenía por qué estar allí. No tenía por qué ser alguacil de la ciudad. No tenía
por qué trabajar para la compañía de diligencias. No tenía por qué escuchar al señor
Beaudry y al señor Malson y sonreír cuando decían esas cosas. No tenía esposa ni
hijos. No era propietario de ningún terreno. Podía ir donde quisiera.
Diego Luz se acercó a él. Diego Luz tenía una esposa y una hija que era ya casi
una mujer, y algunos hijos pequeños, y sin duda tenía que quedarse.
Diego Luz se acuclilló a su lado con los brazos sobre las rodillas y aquellas
grandes manos que usaba para domar caballos frente a él.
—No te alejes mucho, no vayan a necesitar algo —dijo Bob Valdez.
Miró a Beaudry mientras este levantaba la botella. Diego Luz no dijo nada.
—Si se inclina uno de ellos hacia delante —siguió Bob Valdez—, seguro que le
besas el culo, ¿verdad?
Diego Luz le miró pacientemente. Y cuando habló, no sonó enfadado o alterado.
—¿Por qué no te vas a casa?
—Si él te ordena que le traigas una botella, vas corriendo.
—No corro, solo se la traigo.
—Sonríes y te sujetas el sombrero, ¿verdad?
—Y no hablo demasiado.
—No, al menos que te hablen ellos primero.
—Será mejor que te vayas a casa —repitió Diego.
—Por eso golpeas a los caballos —insistió Bob Valdez.
—Escucha —dijo Diego Luz—. Me pagan por domar caballos. Te pagan para
hablar con borrachos y evitar que acaben matando a alguien. No te pagan por lo que
pienses o lo que sientas. Así que, si aceptas su dinero, mantén la boca cerrada, ¿de
acuerdo?
—Te estoy tomando el pelo —dijo Bob Valdez con una sonrisa.
Diego Luz se levantó y se alejó hacia la hondonada. Al infierno con Bob, pensó.
Puede que esté bromeando, pero al infierno con él. También pensaba que tal vez

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pudiera conseguir un trago de aquella botella. Quizás quedara media pulgada y el
señor Malson le ofreciera apurarla.
Pero ya se había acabado. R. L. Davis jugueteaba con la botella, sujetándola por
el cuello, lanzándola y atrapándola al caer.
—¿Y qué hacemos cuando anochezca? —estaba diciendo el señor Beaudry
mientras miraba a Tanner, que tenía la mente ocupada en otra cosa y no le prestó la
más mínima atención.
R. L. Davis dejó de voltear la botella.
—Apostad unos cuantos hombres en la colina justo encima de la cabaña; en
cuanto salga, que lo acribillen —dijo.
—Bueno, pues deberían enviar a los hombres allá —sugirió el señor Beaudry
mirando al cielo—. No falta mucho para que anochezca.
—¿Adónde va ese? —dijo Malson.
Los otros levantaron la mirada y dejaron de hacer lo que estaban haciendo o
pensando por la urgencia en la voz de Malson.
—¡Eh, Valdez! —gritó R. L. Davis—. ¿Adónde crees que vas?
Bob Valdez los había sobrepasado y ya avanzaba por terreno más bajo en la
ladera, dejando los pinos atrás y entrando en los matorrales. Valdez no se detuvo ni
miró hacia atrás.
—¡Valdez!
Tanner levantó una mano ordenando silencio a R. L. Davis, mientras observaba
en todo momento a Bob Valdez disminuyendo de tamaño y dirigiéndose directamente
hacia la pradera.
—Mírenlo —dijo Malson. Se percibió cierta admiración en su voz.
—Es más idiota de lo que parecía —dijo R. L. Davis, y luego saltó ligeramente
cuando el señor Tanner le tocó el brazo.
—Vamos —dijo Tanner—. Con el rifle.
Y comenzó a descender la ladera, corriendo y sin parecer importarle si se
resbalaba o no por la gravilla suelta.
Bob Valdez estaba ahora a medio camino por la pradera con la escopeta
apuntando hacia abajo, a un costado, y con los ojos clavados en la puerta de la
cabaña. La puerta probablemente estaba ya lo suficientemente abierta para poder
introducir el cañón del rifle. Supuso que el desertor lo apuntaba y le dejaba acercarse
hasta tenerlo donde quisiera; cuanto más cerca, más fácil le resultaría dispararle.
Ahora podía ver todas las marcas de bala en la puerta y la madera interior limpia
en las zonas en que la puerta se había astillado. Dos personas dentro de aquel
pequeño horno. Vio que la puerta se movía.
También vio la muñeca de trapo en el suelo. Resultaba extraño que la mujer
tuviera una muñeca. Valdez apenas la miró, pero pudo ver los ojos hechos de botones
mirando hacia arriba y la atribulada mueca de la boca de lana roja. Luego, tras pasar
junto a la muñeca, y cuando ya se preguntaba si ir hasta la puerta y llamar como si

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fuera una visita no sería una idea demasiado descabellada, la puerta se abrió y el
negro apareció en el umbral, llenándolo, de pie con pantalones y botas, pero sin
camisa dentro de aquel caluroso agujero, y sujetaba un Dragoon de cañón largo que
ya había amartillado.
Estaban a tan solo doce pies de distancia mirándose el uno al otro, lo
suficientemente cerca para que nadie pudiera disparar desde la ladera.
—Puedo matarte primero —dijo el negro—, si levantas tu arma.
Con su mano libre, la izquierda, Bob Valdez señaló hacia atrás sobre su hombro.
—Hay un hombre allí que dice que tú mataste a alguien el año pasado.
—¿Qué hombre?
—Dice llamarse Tanner.
El negro sacudió la cabeza de lado a lado.
—Dice que tu nombre es Johnson.
—Tú sabes mi nombre.
—Solo te digo lo que él dijo.
—¿Y dónde se supone que maté a ese hombre?
—Huachuca.
El negro vaciló.
—Hace ya mucho tiempo que estuve en el Décimo. Hace más de un año.
—¿Eres un desertor?
—No, me licencié.
—Entonces tendrás algo que lo pruebe.
—En el carro hay una bolsa donde guardo mis cosas.
—¿Hablarás con el señor Tanner?
—Si puedo aguantar no partirle la cara.
—Escucha, ¿por qué saliste corriendo esta mañana?
—Me persiguieron. No sabía lo que querían —bajó levemente el cañón del arma
y sus ojos pardos y cansados miraron fijamente a Bob Valdez—. ¿Qué harías tú?
Vinieron corriendo. Lo siguiente que sé es que se pusieron a dispararnos.
—¿Vendrás conmigo y hablarás con él?
El negro volvió a vacilar. Luego sacudió la cabeza.
—No le conozco.
—Entonces, él no te conocerá a ti.
—Tampoco me conocía esta mañana.
—De acuerdo —dijo Bob Valdez—. Cogeré el documento donde se acredita que
te licenciaste. Luego se lo enseñaremos a ese hombre, ¿de acuerdo?
El negro lo sopesó y luego asintió, muy lentamente, como si estuviera todavía
pensándoselo.
—De acuerdo. Trae a ese hombre aquí, le diré unas cuantas cosas.
Bob Valdez sonrió levemente.
—Puedes apuntar con esa arma a otro lugar.

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—Bueno… —dijo el negro—, si todos somos amigos —bajó el revólver y lo
pegó a un costado.
El carro estaba bajo los sauces junto al riachuelo. Hacia la derecha. Pero Bob
Valdez no dio media vuelta y avanzó en esa dirección. Se alejó andando hacia atrás,
observando a Orlando Rincón sin estar seguro de por qué lo hacía. Tal vez porque el
hombre sostenía un arma y esa ya era razón suficiente.
Había retrocedido seis o siete pies cuando Orlando Rincón enfundó el revólver en
su cinto. Bob Valdez se giró y se dirigió hacia los árboles.
Fue en ese momento cuando miró hacia la pradera. Vio a Tanner y a R. L. Davis
al borde de los matorrales, pero no estaba seguro de que fueran ellos. Algo en su
interior insistía en que eran ellos, pero Bob no lo aceptó hasta que ya se desviaba
hacia la derecha, fuera de la línea de tiro, y entonces ya fue tarde para gritarles o
correr hacia ellos. R. L. Davis alzó el Winchester y disparó.
Dicen que R. L. Davis estaba borracho, de otra manera hubiera dado justo en el
blanco. Así las cosas, la bala apenas rozó a Rincón y se hundió más allá en el interior
de la cabaña.
Bob Valdez vio a Rincón ladeado y vio los ojos acusadores del hombre mientras
desenfundaba el Dragoon de cañón largo de su cinto.
—No tenían que haber disparado —dijo Bob Valdez levantando la mano abierta
como si quisiera detener a Rincón—. ¡Escucha, se suponía que no tenían que
disparar!
El revólver ya estaba libre y Rincón lo estaba amartillando.
—¡No! —gritó Bob Valdez—. ¡No lo hagas!
Miró directamente a los ojos del negro y vio que no iba a servir de nada, que
Rincón iba a dispararle, así que desenfundó rápidamente la escopeta, la levantó y
apretó ambos gatillos, de manera que las explosiones detonaron simultáneamente y
Orlando Rincón giró y salió despedido de nuevo al interior de la cabaña.
Los otros atravesaron la pradera y se acercaron para echar un vistazo, algunos
entraron y encontraron a la mujer y la sacaron de allí; todos vieron que iba a dar a luz
en menos de un mes. Los que se agolpaban a la entrada se apartaron para abrir paso al
señor Tanner y a R. L. Davis.
Diego Luz se acercó a Bob Valdez, que aún no se había movido. Valdez se quedó
mirándolos y vio que el señor Tanner examinaba a Rincón y, tras unos segundos,
sacudió la cabeza.
—Se parecía a él —dijo el señor Tanner—. Estaba seguro de que era igual que él.
Vio que R. L. Davis miraba a Tanner con ojos entornados.
—¿No es el que pensaba?
El señor Tanner volvió a sacudir la cabeza.
—No. Pero sí que lo he visto antes. Sé que lo he visto en algún sitio.
Bob Valdez vio que R. L. Davis se encogía de hombros.
—Si me pregunta a mí, le diré que no sé distinguir a uno de otro.

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En ese momento bostezó y comenzó a juguetear con el sombrero, luego desvió la
mirada hacia Bob Valdez, de pie y con la escopeta descargada.
—Alguacil —dijo R. L. Davis—. Resulta que ha matado al negro apestoso
equivocado.
Bob Valdez se abalanzó hacia él, levantando al tiempo la escopeta para usarla
como un bate, pero Diego Luz lo sujetó por detrás y le rodeó el cuello con su enorme
brazo, por debajo de la barbilla, hasta que Valdez se quedó quieto y el señor Tanner y
el resto se alejaron de allí.

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DOS

Un hombre puede haber estado en dos lugares distintos y ser en cada uno de ellos un
hombre diferente. Tal vez, si lo imagináramos en más lugares, podría ser más
hombres diferentes, pero dos es suficiente por ahora. En estos momentos, este Bob
Valdez se lavaba las manos en el arroyo y descansaba bajo los sauces después de
cavar un hoyo, introducir en él el cuerpo de Orlando Rincón y cubrirlo de tierra y
piedras; descansaba y observaba a la mujer apache lipán que estaba sentada en
silencio junto a la tumba del hombre cuyo hijo tenía en sus entrañas y nacería en un
mes.
Ahora era ese Bob Valdez: el alguacil de la ciudad, de cuarenta años de edad y
escolta armado de la línea de diligencias. Un hombre bueno e incansable trabajador.
Y de aspecto tosco, con el rostro moreno y endurecido surcado de arrugas y curtido;
pero no se fíen de las apariencias, como suele decirse; Bob Valdez era un hombre
amable y respetuoso. Uno de los buenos. Las prostitutas del local de Inez en
Commercial Street le llamaban desde las ventanas; incluso a las chicas de piel blanca
procedentes de San Luis, también a ellas les gustaba. Bob Valdez las saludaba y en
ocasiones entraba. Después de estar con la chica, siempre se tomaba un café con Inez.
Se conocían desde que eran niños en Tucson. Le gustaba ir al local de Inez, claro que
sí. El señor Beaudry y el señor Malson y el resto podían intentar recordar alguna
ocasión en la que Bob Valdez hubiera bebido demasiado o se hubiera tambaleado o
mostrara la más mínima arrogancia en su rostro, y no serían capaces de recordar ni
una sola. Sí, ese Bob Valdez era un buen tipo.
Otro Bob Valdez que habitaba dentro del Bob Valdez que estaba bajo los sauces
esa noche había trabajado para el ejército en otro tiempo, y fue contratado como guía
cuando el general Crook persiguió a Gerónimo y se adentró en las montañas de Sierra
Madre. Fue rastreador en el Cuartel Whipple primero, y luego en los alrededores de
Fort Thomas; después estuvo a cargo de la policía apache en Whiteriver. Se sentaba y
cenaba con los apaches y, mientras hablaba con ellos, aprendía el dialecto Chiricahua.
Se pasaba todo el día con ellos y disparaba su carabina Springfield muchísimo mejor
que cualquiera de ellos. Había reunido un puñado de cabelleras, pero nunca las
enseñaba y finalmente se deshizo de ellas cuando Gerónimo fue enviado a Oklahoma
y comenzó a trabajar para la compañía de diligencias Hatch & Hodges y a vivir como
un hombre civilizado. Poco después fue nombrado alguacil de Lanoria con un salario
de veinticinco dólares, gracias a que se llevaba bien con la gente, incluyendo a los
mexicanos de la ciudad que bebían demasiado los sábados por la noche, y ese era el
Bob Valdez que el señor Beaudry y el señor Malson y los otros conocían. Nunca
conocieron al primer Bob Valdez.
Y se habían olvidado del segundo Bob Valdez. Se habían ido, se habían

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dispersado todos por el prado de Maricopa. Ahora estaba a solas con la mujer apache
lipán mientras anochecía y el bosquecillo de sauces se oscurecía.
No había hablado con la mujer, solo le había tocado el hombro antes de cavar la
tumba. Cuando la mujer intentó coger la pala de sus manos para cavar ella misma, él
le tocó el hombro y la ayudó a sentarse en el suelo; ella se quedó allí inmóvil
mientras él comenzaba el agujero y cavaba un profundo hoyo. Él la miraba y le
sonreía, pero el rostro de la mujer no respondía al gesto. No era una mujer atractiva.
Era una forma redonda con un sucio vestido gris y con colgantes de cuentas amarillas
en el cabello. Bob no sabría decir cuál era su edad. Era una criatura que estaba
sentada allí, mirándole pero sin mirarle. Encendería una hoguera y se quedaría allí
sentada toda la noche, y por la mañana probablemente habría desaparecido.
Bob no había visto a la mujer antes. Había visto a Orlando Rincón en Lanoria. Lo
reconocía, pero nunca había hablado con él antes de hoy. Rincón tenía un rancho con
un corral a medio día a caballo de distancia desde Lanoria, que él y su esposa
atendían solos. Eso era todo lo que Bob Valdez sabía de ellos. Habían ido a la ciudad
a por algo, y ahora el hombre estaba muerto y la mujer se había quedado sola con una
criatura por venir. De un plumazo, su vida, cualquiera que esta fuera antes, buena o
mala, había acabado.
Vio que la mujer se levantaba para dar de beber a las mulas en el arroyo. Regresó
y encendió un fuego con una cerilla. Entonces Valdez se acercó a ella, lio un cigarro y
luego se agachó para encenderlo en la hoguera, tomándose su tiempo porque no
estaba seguro de qué palabras usar.
—¿Adónde vas a ir? —preguntó en español; y cuando la mujer siguió mirándole
lo repitió en dialecto Chiricahua, y entonces esta señaló al otro lado del arroyo—.
Esto no debería haber sucedido —dijo—. Tu marido no hizo nada. Fue un error —se
arrimó un poco para verla claramente a la luz de la hoguera—. Yo lo maté, pero no
quise hacerlo. Él no entendió e intentó matarme.
Jesús, si no puedes decir nada, pensó Valdez, mejor será que te calles.
—Nada de esto es culpa tuya —dijo Bob—. Es decir, a ti te toca sufrir y no has
hecho nada para merecerlo, ¿me entiendes?
La mujer asintió ligeramente y miró el fuego.
—De acuerdo, no podemos devolvértelo, pero deberíamos compensarte con algo.
Si le quitas algo a alguien, entonces tienes que pagarlo. Nosotros debemos pagar.
Tenemos que pagarte por quitarte a tu marido. ¿Lo entiendes?
La mujer no se movió, ni habló.
—No sé cuánto se le tiene que pagar a una mujer por haberle matado a su marido,
pero ya se nos ocurrirá algo, ¿de acuerdo? Había muchos hombres allí; no los
conozco a todos. Pero iré a los que conozca y les pediré que me den algo para ti. Cien
dólares. No, reuniremos quinientos dólares y te los daremos para que hagas lo que
quieras con ellos. Da a luz a tu hijo y regresa a casa, allá donde esté, o quédate aquí.
Compra algo, no sé, algo para cultivar, y una vaca, y tal vez algunas cabras, ¿de

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acuerdo? ¿Entiendes lo que son cabras?
Jesús, deja que se compre lo que quiera. Acaba ya con esto.
—Mira —dijo entonces Valdez—, subimos al carro y regresamos a la ciudad. Veo
a los hombres y hablo con ellos… tú también te quedarás en la ciudad. Encontraré un
lugar para ti, ¿de acuerdo?
La mujer apartó la mirada del fuego y, con el rostro brillando a la luz, la mujer
apache lipán, informe y de rostro achatado, lo miró. Una persona pero, Jesús, apenas
persona.
¿Por qué Rincón la eligió a ella?, pensó Valdez. Entonces, sonrió.
—¿Qué te parece? Te quedas en la ciudad, duermes en una cama. No tienes que
preocuparte o pensar en nada. Nosotros pagamos la cuenta.

Un jinete de Maricopa entró en el De Spain’s, donde el señor Beaudry y el señor


Malson jugaban al póquer con otro caballero y el propietario del local, y les dijo que
se trataba de la cosa más endiablada que había visto desde hacía tiempo. Bob Valdez
estaba entrando en el Hotel Republic con aquella india embarazada.
R. L. Davis se acercó desde la barra.
—¿Qué pasa con la india? —dijo—. Demonios, podría haberla dejado tiesa si
hubiera querido. Si alguien no me cree es que nunca me ha visto disparar.
El señor Malson le dijo que cerrara el pico y, a continuación, preguntó al jinete de
Maricopa:
—¿Qué ocurre con el tal Bob Valdez?
—Está ahora en el Hotel Republic registrando a esa india del negro —informó el
jinete—. Los vi llegar en el carro y entrar, así que me asomé para echar un vistazo.
—¿Y qué hizo el recepcionista? —preguntó el señor Beaudry con los ojos
entrecerrados tras el humo de su puro.
—Supongo que no supo qué hacer —dijo el jinete—. Entró y salió con el director,
y este y Bob Valdez estuvieron hablando en el mostrador, pero no pude oírles.
El señor Malson, director de Maricopa, miró al señor Beaudry, el administrador
de fincas estatal.
—Nunca antes escuché algo semejante —dijo el señor Beaudry.
—No le darán una habitación —dijo el señor Malson sacudiendo la cabeza—. Por
Dios Todopoderoso.
—No sé —dijo el señor Beaudry, sacudiendo también la cabeza—. Bob Valdez.
¿Estás seguro de que era Bob?
—Sí, señor —dijo el jinete de Maricopa.
Esperó un minuto mientras los hombres sentados alrededor de la mesa de póquer
reflexionaban sobre ello, luego se dirigió al bar y se pidió un whisky.
A su lado, R. L. Davis dijo:
—¿Estuviste allá fuera hoy?

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El jinete sacudió la cabeza, pero dijo que le habían contado todo lo ocurrido. R. L.
Davis le contó cómo había apuntado con el rifle y había disparado acertadamente por
detrás de la mujer cuando esta salió a por agua, y que uno de los disparos impactó en
la puerta, justo cuando la mujer entró.
—Demonios —continuó R. L. Davis—, si hubiera querido, le hubiera dado de
lleno.
—Maldita sea, supongo que es un blanco lo suficientemente grande para que
cualquiera hubiera acertado.
—¡Estaba a más de doscientas yardas! —R. L. Davis se irguió y el rostro se tensó
—. ¡Puse las balas donde apuntaba!
—De acuerdo, te creo —respondió el jinete de Maricopa. Estaba cansado y no
tenía ganas de enredarse en una discusión con un borracho correoso que
probablemente hiciera una montaña de un grano de arena.
Para ser una noche de sábado, no había muchos clientes en el De Spain’s; jinetes
y unos cuantos comerciantes de la ciudad alineados y apoltronados junto a la barra;
otros jugaban al póquer y al faro, mientras una nube de tabaco flotaba sobre ellos
enredándose con las lámparas de bronce. Bebían y hablaban, pero no había suficiente
ruido en el local para ser un sábado. Había más hombres antes, justo después de la
cena, muchos de ellos se pasaban para echar un trago rápido o traían jarras para
llevarse con ellos, de regreso a sus ranchos con sus familias, pero ahora solo
quedaban unos cuantos. El momento de mayor excitación tuvo lugar con la llegada
del señor Tanner. Se quedó de pie junto a la barra, encendió un puro y se bebió dos
vasos de whisky con el señor Malson. Aquellos que habían estado en la pradera de
Maricopa señalaban a Tanner mostrándoselo a los que no habían estado allí. Las
reacciones al verle eran casi idénticas. Así que ese era Frank Tanner. No parecía muy
corpulento. Esperaban que un hombre de su prestigio y reputación tuviera otra
apariencia… un hombre que comerciaba con los rebeldes mexicanos, a cuya cabeza
le habían puesto precio al otro lado de la frontera y con dos docenas de pistoleros a su
servicio. Imaginen, pagar a todos esos hombres. Debía de irle muy bien. Era un poco
más alto que la media y andaba tieso como un palo, delgado, con el rostro enjuto y
hundido, un bigote espeso y los ojos escondidos bajo la sombra del ala de su
sombrero. Hacía que todos alzaran la mirada al entrar, pero tras la primera impresión
se veía que Tanner no era tan diferente de cualquier otro hombre. Esa era la reacción
que provocaba Frank Tanner. De que, después de todo, no era para tanto. Sin
embargo, mientras permaneció en el De Spain’s el lugar pareció acallarse, como si
todos estuvieran conteniéndose, aunque la mayoría de los hombres intentaban actuar
de manera natural y alguno dejaba escapar unas risas de vez en cuando. Frank Tanner
se quedó allí quince minutos y luego se marchó. Se dirigió al Hotel Republic y poco
después se le vio a él y a su esposa saliendo de Lanoria en su galera con un escolta
mexicano montado en la retaguardia, y todos se asomaron a las puertas y las ventanas
para verlos pasar. Los hombres exclamaban, caray, menudo monumento de mujer…

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una joven preciosa y no demasiado frágil; y las mujeres lo reconocían, que sí, que era
guapa, pero que haría bien en hacerse una coleta o unas trenza en lugar de dejarse el
pelo suelto de esa manera; le hacía parecer terriblemente ordinaria.
Hacía ya dos horas que Frank Tanner se había marchado del De Spain’s. Ahora, el
siguiente en entrar un poco después de la llegada del jinete de Maricopa fue el propio
Bob Valdez.
El propietario lo vio y dio un codazo por debajo de la mesa al señor Malson. El
señor Malson lo miró extrañado y con el ceño fruncido —¿qué querrá ahora este hijo
de perra calvo?—, y luego vio al propietario mirando hacia la puerta. Bob Valdez se
dirigía directamente hacia la mesa con la mirada ya clavada en el señor Malson, que
le miró, luego desvió la mirada y de nuevo lo volvió a mirar, y Bob Valdez seguía
mirándolo fijamente.
—Lo enterré —dijo Valdez.
—Bien —dijo el señor Malson asintiendo—. Hubo suficientes testigos, así que no
vi la necesidad de abrir una investigación —miró a Valdez—. Todos saben cómo
murió.
—A menos que su esposa quiera que se le entierre en su hogar —dijo Valdez.
—Pues que se lo lleve si quiere —replicó el señor Beaudry—. Uf, imagina lo que
debe ser tener que conducir el carro bajo el sol y con el muerto atrás. ¿Te ofrecerías a
hacerlo?
R. L. Davis se apartó de la barra y se acercó.
—Supongo que aquel tipo ya olía lo bastante mal cuando aún estaba vivo —dijo,
tras lo cual miró a su alrededor y consiguió arrancar algunas risas de un par de
jinetes.
—No le he preguntado a ella si quiere llevárselo —dijo Valdez—. Eso ya lo
pensará más tarde cuando regrese a su casa. Pero sí le dije una cosa. Le dije que
nosotros le pagaríamos por haber matado a su marido.
Se hizo el silencio en la mesa. El señor Beaudry jugueteaba con la punta de su
bigote, retorciéndola, y el señor Malson se aclaró la garganta.
—¿Nosotros? —dijo—. ¿Quiénes son nosotros?
—Pensaba en todos los que estuvimos allí —dijo Bob Valdez—. O todos los que
quieran aportar algo.
—¿Te refieres a una colecta? ¿A pasar la gorra? —preguntó el señor Malson.
—Sí, señor —dijo Bob Valdez asintiendo.
—Bueno, supongo que podríamos hacerlo —miró al señor Beaudry—. ¿Qué
opinas, Earl?
—Me da igual —respondió el señor Beaudry encogiéndose de hombros—,
supongo que no es mala idea. Dadle unos cuantos dólares como compensación.
El señor Malson asintió.
—Lo suficiente para que pueda llegar a su casa. ¿Dónde vive?
—Su rancho está al norte de la ciudad —dijo Valdez.

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—No, quiero decir que de dónde es.
—No lo sé.
—Probablemente del otro lado de la frontera —afirmó el señor Beaudry—. Diez
dólares serán más de lo que ninguno de su gente haya visto jamás.
—Supongo que se puede hacer —dijo el señor Malson.
—Estaba pensando en más de diez dólares —replicó Valdez.
El señor Malson clavó la mirada en él.
—¿Cuánto más? —preguntó.
Bob Valdez se aclaró la garganta.
—Estaba pensando en unos quinientos dólares —dijo.
Volvió a reinar el silencio. En esta ocasión R. L. Davis lo rompió. Avanzó
desplazando el peso de una pierna a otra y se escuchó el repiqueteo de sus espuelas.
—Me gustaría saber una cosa —dijo—. Me gustaría saber por qué estamos
escuchando a este frijolero. Fue él quien mató al negro. ¿Por qué viene a molestarnos
ahora?
—R. L. —dijo el señor Malson—, cierra el pico, ¿de acuerdo?
—¿Por qué no puedo decir lo que pienso? —replicó R. L. Davis, que ya estaba lo
suficientemente borracho para hablarle así al director de la compañía Maricopa—. Él
lo mató, no nosotros.
—Cállate o vete a dormir —ordenó el señor Malson, que se tomó su tiempo en
volver la mirada hacia Bob Valdez, y luego la dejó allí clavada, escrutándole—.
Quinientos dólares es mucho dinero.
—Sí, señor —reconoció Bob Valdez, asintiendo y en voz baja—. Supongo que sí,
pero ella lo necesita. ¿Qué le queda ahora? Me refiero a que le arrebatamos a su
marido y ahora no le queda nada. Así que se me ocurrió la cifra de quinientos dólares.
Valdez sonrió ligeramente.
—Eso es lo que gana un hombre durante todo un año —respondió Malson.
—Sí, señor —dijo Bob Valdez—. Pero su marido ya no podrá ganar nada más. Ni
este año ni ningún otro año. Así que darle quinientos dólares tal vez no sea tan
exagerado.
—Darle esa cantidad es distinto a darle un puñado de dólares —apuntilló el señor
Beaudry—. No lo digo por la cuantía. Me refiero a que darle una cantidad tan alta es
como reconocer que se la debemos. Como si fuéramos culpables.
—¿Y qué? —dijo Bob Valdez—. ¿Quién si no es el culpable?
—Espera un segundo —protestó el señor Beaudry—. Si andas nervioso por
buscar a quien culpar, no me queda más remedio que darle la razón a este hombre —
dijo señalando con la cabeza a R. L. Davis—. Tú lo mataste, no nosotros. Nosotros
estábamos allí para intentar sacar de su escondrijo a un sospechoso de asesinato. No
estábamos allí para matar a nadie a menos que fuera necesario. Pero tú tomaste la
decisión de bajar y hablar con él, y fuiste tú quien lo mató. ¿No es verdad?
—Todo el mundo disparaba… —protestó Bob Valdez.

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—Espera un segundo —el señor Beaudry levantó la mano—. Disparar no es
matar. Nadie le disparó mortalmente, solo tú, y hay noventa, cien testigos que pueden
confirmarlo.
—Es lo que dije antes —interrumpió R. L. Davis—. Él mató al negro. Nadie más
lo hizo. Y además era el negro equivocado.
Unos cuantos rieron y Bob Valdez clavó la mirada en R. L. Davis, que estaba en
pie con el sombrero acanalado sobre los ojos y los pulgares enganchados en el cinto,
intentando permanecer erguido aunque un poco tambaleante. Estaba totalmente
borracho, con los ojos vidriosos y las comisuras de la boca pegajosas. Pero le daría el
mismo gusto romperle la cara en cualquier caso, pensaba Bob Valdez. Lanzarle un
gancho por un lado, alcanzarle la mejilla y aplastarle la nariz sin golpear aquellos
feos dientes y correr el riesgo de cortarse la mano con ellos. Nunca golpees la boca
con el puño, a menos que lleves guantes. Podía imaginar a R. L. Davis sentado en el
suelo del salón del Spain’s, sangrando por la nariz y con la camisa manchada de
sangre. No estaría nada mal.
¿Y quién más? No, debería intentar hablar con el señor Malson y el señor
Beaudry, el director de una compañía ganadera y un administrador de fincas estatal,
pero le estaba costando porque aquellos hombres no entendían lo que él les decía, o
no querían entenderlo.
—Me refiero a lo siguiente, ¿qué pasaría si ella fuera a los tribunales…?
—Por Dios —exclamó R. L. Davis sacudiendo la cabeza.
—¿Qué pasaría si ella acudiera a los tribunales —Valdez ahora mantuvo la
mirada en el señor Beaudry—, con un abogado, y dijera que quiere denunciar a todos
los que estuvieron allí, o a esta ciudad?
—Bob —dijo el señor Beaudry—, esa mujer no sabe qué es un abogado.
—Pero si lo supiera y acudiera a un tribunal, ¿no sacaría algo de dinero?
—Creía que estábamos jugando a las cartas —interrumpió el propietario.
—Ella nunca ha oído hablar de abogados o de capitales de condado —replicó el
señor Beaudry—. Tus palabras se las lleva el viento, ¿no crees?
—Me refiero a si lo hiciera. Es como si conduces ganado por las tierras de un
hombre y dañas algo de su propiedad —continuó Valdez, conteniéndose—, y el
hombre va a los tribunales, entonces la compañía de ganado tiene que pagarle los
daños, ¿no es así?
—Eso no ocurre con una compañía ganadera que se precie —dijo el señor Malson
sonriente, y los otros rieron—. Si tuviera que meterme en demandas judiciales,
intervendría alguien de Chicago y yo me quedaría sin trabajo.
—Pero ha ocurrido —dijo Valdez, insistiendo en el tema—. La persona o
personas responsables han tenido que pagar.
—Yo no me preocuparía por eso, Bob —dijo el señor Beaudry.
—La parte demandante debe testificar y probar que ha existido un daño —dijo el
señor Malson—. Uno no acude a un tribunal, aunque sepas dónde está, sin un caso

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que defender, y me refiero a presentar pruebas.
—De acuerdo —dijo Valdez—. A eso me refiero. La mujer no sabe nada de
tribunales, pero nosotros conocemos los hechos, ¿verdad? Porque nosotros estuvimos
allí. Si no hubiéramos estado allí, su esposo seguiría vivo.
—O si no hubiera abierto la puerta —dijo el señor Beaudry—. O si tú no hubieras
apretado el gatillo.
—O si no hubiera venido a la ciudad esta mañana y Frank Tanner no le hubiera
visto —añadió el señor Malson.
—Maldita sea, yo estaba allí —dijo R. L. Davis—. Estábamos en los escalones
del Republic.
—Ahí lo tienes —dijo el señor Beaudry—. Si Frank Tanner no hubiera estado
aquí esta mañana, jamás habría pasado. Así que, tal vez, es su culpa. De Tanner.
—Ahora ve y díselo —gritó uno de los hombres del grupo situado detrás del
señor Beaudry, y algunos se rieron, imaginándose la escena.
—Bueno, no creo que sea tan gracioso —dijo el señor Beaudry—. Si esto ocurrió
por Tanner, entonces tal vez él tenga la culpa. ¿Qué opinas, Bob? —formuló la
pregunta en serio pausadamente, como si se la estuviera formulando a un idiota
cabeza hueca.
—Supongo que sí —dijo Bob Valdez.
—Bueno, pues si piensas que él tiene la culpa —continuó el señor Beaudry—,
¿por qué no le pides a él el dinero? Y te prometo una cosa: si él accede a donar los
quinientos dólares, nosotros también los daremos. ¿Qué te parece?
Valdez mantuvo la mirada en el señor Beaudry.
—No sé dónde está.
—Está al sur de la ciudad —dijo el señor Beaudry—. Probablemente estará
pasando la noche en la posta, si el ganado que conducen ha logrado llegar hasta allí.
O tal vez haya continuado el camino.
—Mencionó que iba a parar allí —dijo el señor Malson.
—De acuerdo —dijo Valdez, porque no había nada más que pudiera decir—. Iré y
hablaré con él.
—Hazlo —dijo el señor Beaudry.
El señor Malson esperó hasta que Bob Valdez se hubo dado la vuelta y los
hombres apiñados dentro se apartaron para dejar paso.
—Bob —dijo—, esa mujer apache… alguien dijo que estaba en el hotel
intentando conseguir alojamiento.
—No —Valdez sacudió la cabeza—. El director dijo que estaban completos.
—Ajá —respondió el señor Malson—… ¿y dónde está ahora?
—La llevé al local de Inez —dijo Valdez—. Se quedará allí esta noche.
Nadie dijo nada hasta que se hubo ido. Luego, R. L. Davis, borracho como una
cuba, dijo:
—Por todos los demonios. Ahora resulta que ha convertido a la pobre criatura

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india en una prostituta.

Partió desarmado hacia el sur, avanzando en la oscuridad, sintiendo el frío de la


noche que cubría la tierra. No tenía ganas de ir; estaba cansado. Había recorrido esa
carretera aquella misma mañana desde St. David en el pescante saltarín, traqueteante
y chirriante de la diligencia de Hatch & Hodges, esquivando la gravilla que saltaba al
vehículo y gritando, azuzando a los caballos mientras el conductor sostenía las
pesadas riendas y las chasqueaba sobre los caballos. Sol y polvo por la mañana, y el
sudor que le empapaba el cuerpo bajo el traje negro, y ahora una oscuridad gélida
cubría aquellos mismos surcos que se expandían por las llanuras de mezquite y
trepaban por los barrancos hasta coronar una colina y caer curvándose e
introduciéndose de nuevo en las interminables llanuras, que parecían eternas, sobre el
pescante, o ahora en la silla de un caballo de la compañía ganadera.
Ensayó mentalmente el diálogo; señor Tanner, soy Bob Valdez, ¿me recuerda?
Hoy estuve en la pradera cuando aquel hombre fue asesinado.
Cuando el hombre fue asesinado. Cuando tú asesinaste al hombre, se dijo a sí
mismo.
Hemos estado hablando de hacer algo por su esposa, y el señor Beaudry, el
administrador de fincas, dijo…
Dijo que salieras en busca de Frank Tanner, estúpido mexicano hijo de perra.
Eso es lo que él dijo. ¿Lo sabes?
Lo sabía. Sin duda alguna. ¿Pero qué se suponía que debía hacer? ¿Olvidarse de
la mujer? Él le prometió que le darían dinero. Dios, sería fácil olvidarse de ella. No,
sería conveniente para él, pero no sería fácil. Pero con los ojos de todos aquellos
hombres puestos en él, tuvo que salir y montar su caballo, y tendría que cabalgar las
diez malditas millas o más hasta la maldita posta y, después de hacerlo, tendría que
sonreír y mostrar respeto y preguntar al señor Tanner si, por favor, tendría a bien
donar algo para aquella india regordeta que había vivido con Rincón, y que iba a
tener un niño.
Y Frank Tanner, como todos los otros, diría…
No, decían que el tal Tanner tenía mucho dinero. Tal vez dijera: «Claro, te daré
algo para ella. ¿Cuánto quieres?». Tal vez resultara fácil hablar con él. Quizás ahora,
de noche, después de que hubiera pasado todo y el hombre hubiera tenido tiempo de
pensar en ello, tal vez pudiera convencerle y le dijera que sí.
A una milla o un poco más de la posta de diligencias, vio unos bultos entre los
matorrales; era ganado pastando, reunido para pasar la noche, y entre este se divisaba
la silueta más alta de un jinete. Pero estaban bastante apartados de la carretera y ni el
ganado ni el jinete se acercaron a él. Durante la última milla estaba convencido de
que le seguía un jinete, pero no se paró ni redujo el paso para que los sonidos que
escuchaba a sus espaldas le alcanzaran. Podía ser alguien en la carretera, cualquiera,

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o uno de los hombres de Tanner vigilándole; pero no tenía nada que decir a
quienquiera que fuera. Reservaba sus palabras para Tanner, aunque no supiera cómo
juntarlas para convencerle. Sería más sencillo decirlo en español. O en chiricahua.
Ahora, tras coronar una suave pendiente, pudo ver el brillo de las hogueras; había
tres situadas junto a la posta envuelta en la oscuridad. Entonces, poco a poco, a
medida que se aproximaba, pudo distinguir el edificio de adobe y el reflejo de las
llamas en las pálidas paredes. La fachada del edificio, bajo la enramada de mezquite,
estaba oculta en una profunda oscuridad. Ahora estaba más cerca y podía ver el muro
bajo exterior de adobe en el patio delantero que protegía el pozo y el corral de
caballos.
Valdez aguzó el oído y mientras se aproximaba escuchó a los hombres junto al
fuego, un débil sonido de voces que le llegaban del patio. Pudo oír a los caballos en el
corral y un agudo relincho.
Detectó la presencia de caballos cerca de él, en la oscuridad, pero moviéndose
con un taconeo amortiguado de sus cascos sobre la tierra compacta. No miró hacia el
sonido, sino que continuó avanzando hasta llegar al muro y guiar su caballo a través
de la verja abierta, sintiendo entonces la presencia de jinetes en la oscuridad y cerca
de él al entrar al patio.
—Quieto ahí —dijo una figura con un rifle, apostada junto a la pared.
—Lo tenemos —replicó una voz a sus espaldas, en inglés pero con un acento
extraño.
El hombre con el rifle se acercó a él apuntando con el cañón de un Henry o un
Winchester… Valdez no podía distinguirlo en la penumbra.
—No voy armado —dijo en español.
—Desmonta y demuéstralo —dijo la voz a sus espaldas, también en español.
Valdez saltó de la montura. Soltó las riendas y se apartó el abrigo mientras el
hombre del rifle, ahora veía que era un Winchester, se acercó.
—La silla —dijo en inglés la voz a sus espaldas.
Sin volverse a mirar, Valdez dijo:
—Te gusta asegurarte a fondo, ¿verdad?
El hombre a sus espaldas no respondió. Adelantó su caballo al frente y desmontó
junto a Valdez, mirándole a la cara.
—¿Adónde vas?
—Aquí —dijo Valdez—. A hablar con el señor Tanner.
—¿Sobre qué?
—Dinero —dijo Valdez.
El hombre que había desmontado continuó examinándolo durante unos segundos.
Le pasó sus riendas al del rifle y se alejó en dirección al edificio de adobe. Valdez lo
observó y vio a los hombres junto a las hogueras, a un lado del edificio de adobe,
mirándole a él. Ahora reinaba el silencio, a excepción de los ruidos de los caballos en
el corral. Vio la luz del interior del edificio cuando el hombre entró. La puerta se

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quedó abierta, pero no pudo ver nada dentro.
Había una barra dentro de la habitación, y dos mesas largas. El encargado de la
posta, Gregorio Sanza, probablemente estaría detrás de la barra, sirviendo a Tanner.
Recordó que Tanner no se había llevado nada de beber a la pradera.
—La compañía para la que trabajo es la propietaria de ese edificio —dijo Bob al
hombre del rifle—. Hatch & Hodges.
El hombre no dijo nada. Más allá aparecieron dos figuras en el umbral, bajo la luz
durante unos segundos, y luego en la oscuridad. Ninguno de ellos era Tanner.
—Traedlo —gritó el que había entrado. Los dos hombres en la sombra se
adelantaron unos pasos y el segundo, también con cierto acento, dijo:
—Contra la pared —e hizo un movimiento de cabeza hacia un lateral.
Algunos de los hombres que estaban alrededor de las hogueras se levantaron
cuando Valdez se dirigió hacia ellos. Otros se sentaron y se echaron sobre un costado
—rostros negros, cuero negro, destellos de las llamas sobre las cartucheras y los
cazos de cocina— y Valdez tuvo que bordearlos para llegar a la pared. Cuando se
giró, el hombre que había salido de la casa se acercó hasta quedar al otro lado de la
hoguera frente a Valdez, mientras los hombres que estaban sentados o en pie allí le
hacían sitio con rapidez.
El segundo[3], pensó Valdez. Se mueven.
Era un hombre grande, casi tan grande como Diego Luz, con un sombrero de paja
de Sonora y un espeso bigote que le otorgaba una expresión solemne y una mata de
barba bajo la boca. El segundo llevaba una bandolera de cartuchos y dos revólveres
de calibre 44 de cañón largo en los muslos.
Valdez le saludó con un movimiento de cabeza.
—Buenas noches —dijo en español, y casi sonriendo.
—No le conozco —dijo el segundo.
—Porque nunca nos han presentado.
—Conozco a todos los que hacen negocios con el señor Tanner.
—No tengo ningún negocio con él. Es un asunto privado.
—Tú dijiste que se trataba de un negocio.
—Les dije que se trataba de dinero.
El segundo se quedó callado, mirándole.
—Él no te conoce —dijo entonces.
—¿El señor Tanner? Claro que sí, lo conocí hoy. Maté a un hombre por él.
El segundo volvió a vacilar, dudando o tal vez tomándose su tiempo y sin apartar
la mirada en ningún momento. Entonces hizo una señal con la mano y el mexicano
que había entrado antes en la casa se alejó, apostándose en una esquina. El segundo
continuó mirándolo. Valdez dirigió la mirada a izquierda y derecha y vio que todos le
miraban a la luz de las hogueras. Había norteamericanos y mexicanos, algunos con
barba, la mayoría con sombreros, y todos armados. Contó paseando la mirada
distraídamente y concluyó que había al menos doce. Y más en la oscuridad.

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Repitió mentalmente, Señor Tanner, ¿me recuerda? Bob…
Tanner apareció por la esquina. Se sacó la colilla de puro de la boca y permaneció
en pie examinando a Valdez.
Ahora.
—Señor Tanner, ¿me recuerda? Bob Valdez, en la pradera, hoy.
Tanner sostuvo el puro frente a él. Estaba en mangas de camisa y chaleco y sin el
sombrero negro que había ocultado sus ojos; el pelo le caía por la frente y la piel
brillaba pálida a la luz de las llamas. Ahora le pareció más flaco y más pequeño, pero
su expresión no había cambiado; tenía la misma expresión inescrutable y una boca
que parecía que jamás hubiera sonreído.
—¿Qué quieres?
—Solo quería hablar con usted unos minutos.
—Habla.
—Bueno, es por lo del hombre de hoy.
—¿Qué hombre?
—El que murió. Sabe que le acompañaba su esposa.
Valdez esperó.
—Di lo que tengas que decir, y márchate.
—Bueno, estuvimos hablando… el señor Beaudry y el señor Malson. ¿Sabe a
quiénes me refiero?
—No te queda mucho más tiempo —dijo el señor Tanner.
—Estábamos hablando de que tal vez deberíamos dar algo a la mujer ahora que
ya no tiene marido.
—¿Ellos te enviaron aquí por eso?
—No, se me ocurrió a mí. Pensé que si todos contribuimos para darle algo de
dinero —vaciló—, unos quinientos dólares…
El señor Tanner no había apartado la mirada de Valdez ni un segundo.
—¿Y has venido hasta aquí para decirme eso?
—Bueno, estuvimos hablando sobre ello y el señor Beaudry dijo que por qué no
venía para consultarlo con usted.
—¿Quieres que pague dinero —dijo el señor Tanner— a esa piel roja que estaba
escondida con el hombre?
—Usted dijo que no era el hombre que pensaba…
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Fue un accidente, no fue culpa de la mujer, y ella ahora no tiene nada. Y va a
dar a luz a un niño. ¿Es que no lo vio?
El señor Tanner miró a su segundo.
—Deshaceos de él —dijo, y comenzó a girarse para irse.
—¡Espere un segundo!
Valdez vio que se giraba para volver a mirarle.
—¿Qué has dicho?

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—Quería decir que si pudiera tomarse un minuto para escuchar lo que tengo que
explicarle —volvió a hablar el respetuoso y trabajador Bob Valdez, sonriendo un
poco.
—Se te ha acabado el minuto, chico —miró a su segundo otra vez—. Dadle una
lección.
Se dio la vuelta y desapareció.
—Señor Tanner… —gritó Valdez.
—No te escucha muy bien —dijo el segundo—. Hay mucho ruido aquí fuera.
Desenfundó el 44 de su pernera derecha, lo amartilló y disparó al tiempo que
levantaba el cañón, y con la explosión el adobe se descascarilló cerca del rostro de
Bob Valdez.
—Con toda esta balacera —dijo el segundo—. Amigo, no puedo oír nada —
volvió a disparar y el adobe saltó cerca del otro lado de la cara de Valdez—. ¿Ves lo
fácil que sería? —dijo el segundo.
—Déjame que dispare una vez —dijo el jinete mexicano que lo había conducido
hasta allí, con el revólver ya desenfundado—. ¿Dónde quieres que tire?
—Junto a la mano derecha —dijo el segundo.
Valdez estaba mirando al jinete mexicano. Vio que el revólver se levantaba al
tiempo que el hombre apretaba el gatillo y vio el estallido en la boca del arma
acompañado de un ruido pesado y sólido, y escuchó el impacto de la bala cerca de su
costado.
—Demasiado alto —dijo el segundo.
Ahora, aquellos que estaban sentados o apoltronados junto a las hogueras se
levantaron y desenfundaron los revólveres, mirando al segundo y esperando su turno.
Uno de ellos, un norteamericano, dijo:
—Ya sé dónde voy a dispararle al hijo de perra.
Uno de ellos rio y otro dijo:
—Mira a ver si puedes arrancarle la salchicha.
—Curará del todo a este amante de indias.
Bob Valdez no quería moverse. Quería correr y sentía el sudor en el rostro, pero
no podía mover una mano o un codo o tan siquiera girar la cabeza. Tuvo que
permanecer en una postura rígida sin parecer rígido. Movió el pie izquierdo hacia
atrás y el tacón de la bota tocó la pared que tenía a sus espaldas. Al menos hizo eso,
tocó algo sólido y aguantó, mientras los hombres se dirigían hacia él desde las
hogueras, a cinco o seis zancadas, lo suficientemente cerca para disparar las balas
donde querían ponerlas… si es que todos los hombres sabían disparar y si no habían
ingerido demasiado mezcal o tequila durante su estancia en la posta. Valdez se
mantuvo erguido y ahora clavó los ojos en el segundo por tener algún lugar donde
posarlos, un lugar donde fijarlos mientras jugueteaban con él.
Los primeros hombres dispararon por turnos, avisando del tiro, pero ahora los
demás se habían puesto nerviosos e impacientes y algunos comenzaron a disparar

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según decidían dónde disparar. Levantaban los revólveres, pero no parecía que
apuntasen; apretaban los gatillos entre el estruendo y el humo y se inclinaban para ver
dónde habían impactado sus balas. Valdez sintió que su sombrero se movía, y sintió
el polvo del ladrillo de adobe que le caía en los ojos y la nariz, y sintió las esquirlas
de la pared de adobe que se le clavaban en la cara y las manos, y sintió que una bala
horadaba la pared entre sus rodillas y que una voz decía:
—Si llegas a darle un poco más arriba, habrías dado en el blanco.
—Sube una pulgada con cada tiro y lo podrás ver cagarse en los calzones.
Valdez mantuvo la mirada en el segundo con aquel sombrero de paja de Sonora,
sin desvelar nada con la mirada, mirándolo como miraría a cualquier hombre, si
quisiera mirar a un hombre, o como miraría a un caballo o a un perro o a un cabestro
o cualquier objeto que valiera la pena mirar. Pero al ver que el segundo le devolvía la
mirada, se dio cuenta de que a pesar de todo sí que estaba revelando algo al segundo.
Bien. No tenía nada que perder y ahora fue consciente de que él mismo estaba
mirando al segundo.
¿Qué puedes hacer?, le decía al segundo. Puedes matarme. O uno de ellos puede
matarme sin pretenderlo. ¿Pero qué otra cosa puedes hacerme? ¿Quieres que me
arrodille? No tienes suficientes balas para ello, amigo, y lo sabes. Así que, ¿qué
puedes hacerme? Dime.
El segundo levantó la mano.
—¡Basta! —ordenó en inglés y en español, y en inglés otra vez. Avanzó entre las
hogueras hasta Bob Valdez y dijo—: Ahora, monta y márchate.
Bob Valdez se quitó el sombrero, lo ajustó y se lo colocó menos calado sobre la
cabeza. No se tocó la cara para limpiarse el polvo del ladrillo o el sudor, ni tampoco
se miró las manos, pero notaba sangre en los nudillos que resbalaba entre los dedos.
—Si habéis acabado ya… —dijo, y se alejó andando del segundo. Montó en el
caballo de la compañía y trotó hasta la verja, mientras el segundo lo observaba hasta
que se fundió con la oscuridad y solo quedó de él un débil sonido.

Los hombres hablaban y recargaban sus armas, haciendo rodar los tambores de los
revólveres, sentados junto a las hogueras para descansar y comentar dónde habían
puesto sus balas. El segundo se apartó de ellos y salió al patio, escuchando el
silencio. Unos minutos más tarde fue hacia la enramada para entrar en la casa de
adobe.
El encargado de la posta, Gregorio Sanza, tras la barra de madera y bajo el
humeante quinqué de aceite, levantó una botella de mescal hacia el segundo, que
brillaba amarilla bajo la luz, pero el segundo sacudió la cabeza rechazándola; se
dirigió hacia la mesa larga donde Tanner estaba sentado con la mujer. Ella sorbía de
una taza de lata llena de café.
La mujer se había metido en el dormitorio poco después de que llegaran con la

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galera y había permanecido allí hasta ahora. El segundo vio que seguía vestida y se
preguntó qué habría estado haciendo en el dormitorio. Durante los meses en los que
había estado con ellos, desde que Tanner la trajo de Fort Huachuca, el segundo podía
contar con los dedos de las manos las veces que había hablado con ella. La mujer
apenas pedía cosas; nunca daba órdenes a los sirvientes como se suponía que debía
hacer la señora de la casa. Sin embargo, tenía la apariencia de ser una mujer que era
obedecida. No parecía temerosa o incómoda; te miraba directamente a los ojos
cuando hablaba contigo; hablaba lo suficientemente alto, pero reposadamente. Pero
algo atormentaba su mente bajo aquel largo y dorado cabello que le caía por los
hombros. Era una mujer difícil de entender porque no se delataba jamás. Tan solo
sonreía levemente y nunca la había visto reír. Quizás se riera cuando estaba a solas
con el señor Tanner.
Si fuera mi mujer, pensaba el segundo, sabría cómo hacerla reír, y gritar y morder.
—El hombre se ha ido —le dijo a Tanner.
—¿Cómo se ha portado?
—Aguantó.
Tanner dio una calada a su puro recién encendido.
—¿En serio?
—Como todo un hombre.
—¿No suplicó?
—No dijo nada —informó el segundo sacudiendo la cabeza.
—Disparó al negro sin vacilar —dijo Tanner—. Lo hizo bien. Pero ahí fuera,
pensé que se arrastraría.
—Ni se arrastró ni suplicó —respondió el segundo sacudiendo otra vez la cabeza.
—De acuerdo, dile a ese hombre que cierre el bar y se vaya a dormir.
El segundo asintió y se alejó.
Tanner esperó hasta que el segundo se paró junto a la barra y salió.
—¿Por qué no te vas tú también a dormir? —le dijo a la mujer.
—Lo haré en un minuto —tenía el dedo en el asa de la taza de café.
—Entra y ponte guapa —dijo él entonces—. Yo haré una ronda por el patio y
entraré directamente.
—¿Qué hizo ese hombre?
—Me hizo perder el tiempo.
—¿Y por eso lo pusieron contra el paredón?
—Fue por la forma en la que me habló —dijo Tanner—. No puedo permitirlo
delante de mis hombres.
Él se sentó cerca de ella, mirándole a la cara, a esos ojos grises verdosos y el
suave cabello que enmarcaba sus mejillas. Levantó la mano para juguetear con las
puntas de los mechones de su cabello.
—Gay, ve a la habitación —dijo en susurros.
—Quiero acabarme el café.

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—No, es mucho mejor que vayas ahora mismo. Estaré allí dentro de un minuto.
Ella esperó a que él saliera antes de levantarse y meterse en el dormitorio. A la
tenue luz de la lámpara, comenzó a desvestirse y dejó caer el vestido sobre la cama,
al lado de su camisón. El azul claro. Fino, desgastado y con un remiendo debajo de
una de las mangas. Había tenido uno azul claro y uno verde claro, y uno rosa y uno
amarillo, todos con el monograma GBE blanco que ella misma bordó en el canesú
cuando tenía diecinueve años y vivía en Prescott, cuando era una joven a punto de
casarse. La joven, Gay Byrnes, se llevó todos los camisones y vestidos y mantas de
lino a Fort Huachuca para convertirse en la esposa de James C. Erin. Durante cinco
años y medio de matrimonio fue descartando los camisones uno tras otro y los usaba
como trapos para el polvo. Cuando su esposo fue asesinado seis meses antes y ella se
marchó de Huachuca con Frank Tanner, tan solo le quedaba el azul claro.
Gay Erin se puso el camisón por la cabeza, se cepilló el pelo y se metió en la
estrecha cama doble, se tapó con la colcha hasta los hombros, rodó a un lado y dio la
espalda al quinqué encendido.
Cuando Tanner entró y comenzó a desvestirse, permaneció dándole la espalda.
Podía imaginárselo de otras ocasiones: quitándose las botas, la camisa y los
pantalones, de pie con sus calzones largos de algodón mientras se desabrochaba los
botones. Se quedaría un rato de pie rascándose la barriga y el pecho, y luego se
acercaría al gancho de la pared y sacaría el revólver de su funda, asegurándose de que
el percutor estaba en una recámara vacía mientras se acercaba a la cama.
Sintió cómo se hundía el colchón bajo su peso. El revólver seguía en su costado,
bajo la manta y pegado a su cadera. Se quedó tendido inmóvil durante unos segundos,
luego se giró hacia ella y posó la mano en su hombro.
—¿Por qué te has puesto el camisón?
—Tengo frío.
—Pero bueno, ¿para qué crees que estoy yo aquí?
—Dime —dijo Gay Erin.
—Ahora te lo enseñaré.
—¿Como amante o como marido?
Tanner gruñó.
—Por Dios, ¿vas a empezar ahora con eso?
—Hace seis meses dijiste que nos íbamos a casar en unas semanas.
—La mayoría de la gente piensa que ya estamos casados. ¿Qué más da?
Ella comenzó a levantarse para retirar la manta, y la mano de él se cerró en su
brazo.
—Si dije que nos íbamos a casar, nos casaremos.
—¿Cuándo?
—Bueno, no ahora mismo, ¿de acuerdo? —con la mano le acarició el brazo bajo
la franela—. Venga, quítate esta cosa.
Ella se tendió boca arriba inmóvil, con los ojos abiertos hacia la oscuridad y

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dejando que su indecisión se alargara en el silencio durante unos instantes, luego se
incorporó lentamente y se quitó el camisón por debajo de la manta. Se lo quitó por la
cabeza y se volvió hacia él.

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TRES

Inez estaba gorda y le llevó algo de tiempo moverse desde el fogón hasta allí con la
cafetera. Tras rellenar la taza de porcelana frente a Bob Valdez y luego la suya, dijo:
—Se marchó pronto. Debió de ser antes del amanecer.
—¿La oíste?
—No, tal vez alguna de las chicas la oyó. Puedo preguntar.
—No importa.
—Me enteré en lo que andas metido —dijo Inez.
—Bueno, no me está yendo nada bien. Quería decirle a la mujer que tal vez iba a
llevarme un poco más de tiempo.
—Estás loco.
—Escucha, estoy cansado —dijo Valdez—. No voy a discutir contigo, ¿de
acuerdo?
—Ve arriba.
—He dicho que estoy cansado.
—También lo están las chicas. Me refiero a que te quedes en una de las
habitaciones y duermas.
—Tengo una carrera hasta St. David esta tarde y no regresaré hasta la mañana.
—Diles que estás enfermo.
—No, no tienen a nadie más.
—El tal Davis estuvo por aquí ayer noche. Lo eché del local.
—Estás en tu derecho de hacerlo —dijo Valdez.
—Estaba en un estado lamentable. Solo hablaba. Y no necesito hablar —dijo
Inez. Sorbió sonoramente su café y observó a Valdez mientras este se liaba un
cigarrillo. Valdez se lo ofreció y se hizo otro, y luego los encendió con una cerilla de
cocina.
—Y ahora ¿qué vas a hacer? ¿Olvidarte de todo el asunto?
—No lo sé —se pasó la mano nudosa por el pelo, echándolo hacia atrás por
encima de la frente—. Creo que quizás hable con el tal Tanner otra vez.
—Estás loco.
—No se lo expliqué bien. Esa parte en la que hay como un tribunal donde se
puede conseguir dinero por algo que te han hecho. Bueno, no como un tribunal, pero
ya me entiendes…
—Sigues estando loco. No te escuchará. Nadie lo hará.
—Pero si lo hace, los otros también lo harán, ¿verdad? —Valdez sorbió café.
—Ponle una pistola en la espalda si logras acercarte a él —dijo Inez—. Esa será
la única manera de que te dé el dinero.
—Nada de pistolas.

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—La escopeta pequeña.
Valdez asintió, pensando en ello.
—Eso estaría bien, ¿verdad?
—¡Bum! —Inez rio a carcajadas y el sonido de su voz llenó la cocina.
—¿Ha estado aquí alguna vez?
—Dicen que tiene una mujer. Tal vez le pegue o le haga cosas extrañas.
—Nunca ha estado aquí, pero parece que no te gusta nada —dijo Valdez—. ¿Por
qué?
—Mi libro.
—Ah, tu libro. Me había olvidado de él.
—Tú estás en él.
—Claro, ahora lo recuerdo.
—¡Polly! —llamó Inez, esperó un segundo y la llamó de nuevo.
Una mujer morena cubierta con una túnica entró por la puerta desde la habitación
principal. Sonrió a Bob Valdez, sujetándose la túnica por delante.
—Un madrugador —dijo.
—No es un madrugador. Tráeme el libro —dijo Inez.
—¿Cuál, el negro?
—No, el anterior —dijo Inez—. El verde.
Valdez sacudió la cabeza.
—Negros y verdes. ¿Cuántos tienes?
—Llevo haciéndolo desde hace doce años. Hasta tu época.
—¿Me estás llamando viejo?
—A veces sí que te comportas como uno.
La chica volvió a entrar en la cocina con el álbum de recortes bajo el brazo.
—El verde —dijo guiñando un ojo a Bob Valdez y pasando el libro a Inez, que
apartó la taza de café para abrirlo sobre la mesa.
Inez se sentó en un extremo de la mesa de la cocina y Polly se colocó a su
espalda, mirando por encima de su hombro. Sentado en un lateral, Valdez bajó y
ladeó la cabeza para ver los recortes y fotografías pegados en el álbum.
—Me resulta familiar —dijo Valdez.
Inez lo miró.
—Eso espero. Es Rutherford Hayes.
—Bueno, de eso hace ya doce o catorce años —dijo Valdez.
Levantó la mirada al escuchar la risa de Polly. Esta estaba apoyada sobre Inez y la
parte superior de la bata estaba parcialmente abierta.
Había fotografías de hombres de negocio locales, funcionarios territoriales y
figuras nacionales, incluyendo dos presidentes, Rutherford Hayes y Chester A.
Arthur, Porfirio Díaz y Carmelita en las Cataratas del Niágara, y el Príncipe de Gales
durante su visita a Washington.
—¿Han estado en tu local? —preguntó Valdez.

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—No, pero si vienen me gustaría poder reconocerlos —Inez pasó la página—.
Earl Beaudry, durante su nombramiento como administrador de fincas estatal —Inez
pasó a la siguiente página y deslizó el dedo por la columna de recortes de periódicos
—. Aquí está —dijo—. La primera mención de él. El 13 de agosto de 1881, Frank
Tanner y un tal Carlisle Baylor fueron condenados por robo de ganado y encerrados
en la penitenciaría de Yuma.
Valdez pareció complacido y sorprendido al mismo tiempo.
—Ha estado en prisión.
—Durante unos cuantos años, creo —dijo Inez—. No dice aquí cuánto tiempo.
Robaba ganado y se lo llevaba al otro lado de la frontera. Aquí hay más cosas sobre
él —movió la mano por la columna y pasó a la siguiente página—. Aquí, octubre de
1886, Frank J. Tanner, agente ganadero, procesado por asesinato en una disputa,
Arizona.
—Ahora agente ganadero —dijo Valdez.
—Los cargos fueron desestimados.
—Se pone aún más interesante.
Inez volvió la página.
—Ah, aquí está la foto. ¿Lo ves ahí?
Inez ladeó el libro hacia Valdez y él se inclinó hacia delante; reconoció a Tanner
de pie con un grupo de oficiales del ejército delante de un edificio de adobe.
Inez leyó el pie de foto.
—Dice que tiene un contrato con el gobierno para el suministro de monturas
frescas para el Décimo de Caballería de los Estados Unidos en Fort Huachuca —
volvió unas cuantas páginas más—. Creo que eso es todo.
—¿No hay nada más reciente?
—Hay algo más que recuerdo vagamente sobre Huachuca —dijo Inez—, pero no
lo encuentro. A menos que… claro, debe de estar en el otro libro.
Se echó hacia atrás en la silla mirando por encima del hombro.
—¿Polly?
Valdez vio que la chica se enderezó y se cerró la bata.
—¿Quieres que me lleve este? —preguntó la chica.
Inez estaba otra vez volviendo las páginas.
—Espera, quiero enseñarle algo a Bob.
—¿Qué tienes ahora? —le preguntó Bob.
Al llegar a una página, ella la alisó y giró el libro hacia él.
—¿Recuerdas?
—Esa… —dijo Valdez con una leve sonrisa.
Era una fotografía de Bob Valdez en Fort Apache, Arizona, el 7 de septiembre de
1884: Bob Valdez estaba de pie entre pequeños arbustos y cactus que el fotógrafo
había colocado de fondo en el estudio; Bob Valdez con una carabina Sharp de calibre
50 apoyada sobre un brazo y un Walter Colt enfundado a lo largo del muslo. Llevaba

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puesto un sombrero y un pañuelo debajo que le cubría la mitad de la frente, una
canana para la Sharp y unos mocasines apaches hasta la rodilla. El pie de foto
describía a Roberto Valdez como jefe de exploradores con el general George Crook,
Departamento de Arizona, durante su expedición a Sonora contra apaches hostiles.
—Así es como aún te imagino —dijo Inez—. Cuando alguien dice Bob Valdez, es
a este a quien veo. No al que lleva traje y camisas de cuello duro.
Valdez estaba concentrado en el libro, observando ahora una fotografía de un
joven explorador apache con traje de ante y un rifle, de pie con el mismo fondo usado
en su propia foto. Recordó al fotógrafo, un hombre llamado Fly. Y el día en que
fueron tomadas las fotografías en Fort Apache. Recordaba que el explorador se lavó y
se peinó y se puso la camisa de ante que había comprado y que no se había puesto
antes.
—Peaches —dijo Valdez—. El guía del general Crook. Su nombre real era Tso-ay
, pero los soldados y el general le llamaban Peaches. Por su piel —Valdez siguió
examinando la fotografía, y dijo—: También llevaría puesto un traje y una camisa de
cuello duro si le hicieran la foto ahora.
Inez alzó la mirada cuando Polly entró con el otro álbum. Lo cogió y lo sujetó por
encima de la mesa.
—No sé dónde estará ahora —estaba diciendo Valdez—. Quizás en Fort Sill, en
Oklahoma, con todos los demás. Plantando maíz —sacudió la cabeza—. Caray, me
gustaría verlo alguna vez en la vida. Esas gentes cultivando cosas en una huerta.
Inez abrió el libro y lo apoyó sobre la página que Valdez estaba examinando. Él
se echó hacia atrás mientras ella volvía unas cuantas hojas y observó a Polly, que
volvía a mirar por encima del hombro de Inez dejando que la bata se le abriera. Tenía
muy buen cuerpo y una piel muy blanca.
—Aquí está —dijo Inez—. Comerciante asesinado en Fort Huachuca. Hoy, James
C. Erin fue hallado muerto a consecuencia de un disparo a unas cuantas millas del
fuerte…
—¿Cuándo ocurrió? —la interrumpió Valdez.
Inez miró la fecha del recorte.
—Marzo. Hace seis meses.
—Ese es al que supuestamente había matado Orlando Rincón.
—Dice que fue encontrado por unos soldados y… —recorrió con el dedo la
columna—, aquí está. «Se interrogó a Frank J. Tanner, de Mimbreño, del que se decía
que era la última persona que había visto a Erin con vida. El señor Tanner afirmó
haber pasado la velada anterior con el señor y la señora Erin en el Fuerte, pero que
tuvo que marcharse por un asunto de negocios a Nogales y no vio a Erin el día que se
informó de su muerte».
—Estaba seguro de que era Rincón —dijo Valdez—. Y que su nombre era
Johnson.
Inez asintió mirando el libro.

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—Mencionan a un tal Johnson, fichado como desertor y también como
sospechoso. Un soldado del Décimo de Caballería.
—Tal vez ya sepan si el tal Johnson lo hizo —dijo Valdez.
Inez examinó las páginas frente a ella.
—No veo nada más sobre el asunto.
Valdez alzó la mirada de la bata abierta hasta el atractivo rostro de la chica
morena.
—Es una pena que no venga por aquí —comentó él.
Inez cerró el libro.
—Nunca ha venido y supongo que sabe perfectamente dónde estamos.
—Si lo hiciera —dijo Valdez con la mirada todavía puesta en Polly—, podría
esperarle.

Diego Luz tuvo un sueño en el que se veía a sí mismo sentado en la valla del corral
observando a sus hombres mientras domaban caballos salvajes en el recinto. En el
sueño, que imaginaba tanto de día como de noche, Diego Luz era director de la
compañía ganadera de Maricopa. Vivía con su familia en la casa de adobe encalado
junto al corral, donde los cedros se recortaban contra el cielo: una casa con árboles y
un pozo de piedra en el patio y un porche donde poder sentarse por las tardes. En
ocasiones se imaginaba a sí mismo en el porche rodeado por su familia, con tres hijos
y dos hijas, su esposa y la madre de su esposa, y cualquier otro familiar que quisiera
visitarles. Pero su sueño favorito era verse a sí mismo en la valla del corral con su
hijo mayor, que ya casi era un hombre, sentado a su lado.
Los ayudantes se ponían muy nerviosos cuando él los observaba manejando los
caballos, porque sabían que era el mejor domador de caballos y mustangos que jamás
hubiera existido. Sabían que podía someter hasta al animal más violento y tenían
miedo de cometer errores en su presencia. Él les había enseñado cómo hacerlo, lo que
debían hacer y lo que no debían hacer, y le gustaba verlos trabajar.
En el sueño Diego y su hijo observaban a R. L. Davis saltando a lomos del bronco
hasta que finalmente lo veían salir despedido y aterrizar con fuerza sobre el hombro.
Su hijo sacudía la cabeza y decía: «¿Quieres que lo haga yo, papá?». Pero él le decía
que no, que era bueno que el hombre aprendiera. Hacía que R. L. Davis cabalgara
solo caballos de tiro, los proscritos y los caballos echados a perder, cuando estaban de
ronda o de viaje, y obligaba a R. L. Davis a que le llamara señor Luz.
R. L. Davis montó el bronco y volvió a caer, y en esta ocasión persiguió al animal
con una fusta y comenzó a golpearle en la testa. En este punto del sueño, Diego Luz
se acercó hacia R. L. Davis y le dijo: «Eh», y cuando R. L. Davis se giró para mirar,
Diego Luz le golpeó en la cara con uno de sus enormes puños. R. L. Davis cayó
desplomado y el hijo mayor le lanzó un cubo de agua, y cuando el hombre sacudió la
cabeza y abrió los ojos, preguntó: «¿Qué he hecho mal?». Y Diego Luz le respondió:

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«Golpeaste al caballo». R. L. Davis frunció el ceño y sujetándose la mandíbula
replicó: «Pero usted los golpea también cuando los doma». Y Diego Luz sonrió y
dijo: «Tal vez, pero ahora golpeo a quien yo quiero».
Era divertido golpear a R. L. Davis. Pero de vez en cuando dejaba tranquilo a
R. L. Davis y golpeaba al señor Malson, no demasiado fuerte, solo lo suficiente para
que supiera que era golpeado. Y, en ocasiones, despedía al señor Malson, lo llamaba
y decía: «Es una pena, pero eres demasiado débil y estúpido para seguir haciendo este
trabajo, así que tendremos que prescindir de ti. Y no regreses».
Diego Luz pensaba en estas cosas mientras araba sus tierras y domaba los
mustangos que él y su hijo mayor traían desde las tierras altas. Su hogar estaba al
sureste de Lanoria, bien lejos de la carretera a St. David y solo a unas millas del
poblado de Mimbreño, aunque no había ninguna carretera en aquella dirección, solo
unos cuantos senderos difíciles de encontrar.
Su hogar era de adobe, con persianas de caña enrolladas que bajaba para cubrir la
entrada y las ventanas, y un techado apoyado en la casa que hacía las veces de cocina.
Había algunos pollos y dos cabras en el patio, junto a los tres niños más pequeños y
un chucho marrón que dormía a la sombra de la casa la mayor parte del día. Había
una huerta donde cultivaban alubias y pimientos, y los pimientos que estaban
secándose colgaban del techado de la enramada que proporcionaba sombra a la
fachada de la casa, la cual estaba orientada hacia el norte, en un terreno elevado. Por
la ladera que bajaba de la casa estaba el pozo y, más allá, en un terreno llano y limpio,
el corral de estacas de mezquite, donde Diego Luz domaba y entrenaba a los
mustangos que capturaba en las colinas. Trabajaba allí la mayor parte del tiempo.
Varias veces al año transportaba una recua de caballos a los terrenos de Maricopa
cerca de Lanoria, y también acudía allí al rodeo y cuando conducían el ganado hacia
Willcox.
Cuando Bob Valdez apareció, bordeando el corral —dos días después del
incidente en la pradera—, Diego Luz y su hijo mayor estaban junto al pozo, sacando
cubos de agua y llenando el abrevadero de madera que la conducía hasta el corral. De
pie, observaron a Bob Valdez guiando el caballo hacia ellos, le saludaron y esperaron
a que desmontara de la silla y bebiera del cazo que el hijo de Diego le ofrecía.
No había prisa. Si un hombre cabalgaba hasta allí sin duda tenía algo que decir, y
estaba bien reflexionar sobre qué podría tratarse y no hacerle preguntas. Aunque
Diego Luz ya había supuesto que Bob Valdez no había ido a verlos, sino que iba de
camino a Mimbreño. ¿Y quién vivía en Mimbreño? Frank Tanner. Ahí estaba.
Sencillo.
Dejaron al chico a solas y subieron la cuesta de entrada a la casa; Bob Valdez
observó a los niños en el patio, a la esposa de Diego y a la madre de esta que los
miraban desde el cobertizo donde amasaban la harina de maíz y hacían tortillas. Los
niños pequeños corrieron hacia ellos y la hija mayor apareció ahora en la entrada de
la casa. Eh, ya era una joven muy atractiva, casi una mujer, Anita. Tal vez tuviera

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dieciséis años. Valdez no había estado allí desde hacía casi un año. Cuando llegaron a
la sombra y se encendieron unos cigarrillos, Diego Luz dijo:
—Hay algo diferente en ti. ¿Qué es?
—Soy el mismo —respondió Valdez encogiéndose de hombros—. ¿De qué
hablas?
—Tu rostro es el mismo —dijo Diego Luz entornando los ojos y examinándolo.
Luego lentamente su rostro se relajó—. Ya sé lo que es. No llevas el cuello de
camisa.
La mano de Valdez se dirigió instintivamente hacia el cuello, donde llevaba atado
un pañuelo.
—Ni tu traje. ¿Qué pasa? ¿No llevas tus galas?
—Hace demasiado calor —dijo Valdez.
—Siempre hace calor —dijo Diego Luz, que bajó la mirada a la cintura de Valdez
—. Pero no llevas arma.
Valdez frunció el ceño.
—¿Qué demonios te pasa? No llevo abrigo, eso es todo.
—Y vas a ver al señor Tanner.
—Solo para decirle un par de cosas.
—Mi hijo cabalgó a Lanoria ayer. Escuchó lo que dijiste la otra noche.
Valdez sacudió la cabeza.
—La gente no tiene de qué hablar.
—Escucha, la mujer no necesita el dinero. No sabe lo que es.
—Pero nosotros sí —dijo Valdez—. Solo quiero preguntarte algo sobre Tanner.
Diego Luz dio una calada al cigarrillo y entornó los ojos bajo los rayos de sol, a
los pies de la pendiente y junto al corral de caballos.
—Sé lo que sabe todo el mundo. Eso es todo.
—¿Vive en Mimbreño?
—Desde hace unos dos años, tal vez.
—¿Y qué piensa la gente de él?
—No hay gente. La mayoría se marchó en tiempos de los apaches. El resto se
marchó cuando llegó Frank Tanner. Está allí con sus hombres —dijo Diego Luz—, y
algunas de sus mujeres.
—¿Cuántos hombres?
—Al menos treinta. A veces más.
—¿Alguna vez pasan por aquí?
—Algunas veces pasan de camino.
—¿Y qué hacen?
—Toman un trago de agua y continúan.
—¿Nunca causan problemas?
—No, nunca me molestan. Jamás.
—Tal vez porque trabajas para Maricopa.

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Diego Luz se encogió de hombros.
—¿Qué tengo yo que pudieran querer?
—Caballos —dijo Valdez.
—En una ocasión me pidieron que les vendiera una recua. Les dije que hablaran
con el señor Malson.
—¿Ha venido por aquí el propio Frank Tanner?
—No, solo el segundo y algunos otros.
—¿Conoces a alguno de ellos?
—No, no creo que ninguno de ellos sea de por aquí.
—¿Y no crees que eso es extraño?
—No, solo son pistoleros que contrata, no son trabajadores. Creo que oyen hablar
de Tanner y lo que paga y vienen de todos los rincones para conseguir un trabajo con
él.
—Paga bien, ¿verdad?
—A veces se les puede ver en St. David —dijo Diego Luz—. Se gastan el dinero
allí. Pero son hombres distintos en cada ocasión, así que tal vez pierda algunos en
México, o tal vez en cuanto tienen el estómago lleno se marchan y lo dejan.
—¿El qué, conducir ganado?
—Ganado y armas. Consigue las armas en alguna parte y las pasa de contrabando
por la frontera para los que están contra Díaz y quieren empezar una revolución. Así
que por allí los rurales[4] y los soldados federales lo buscan e intentan detenerlo.
Todo el mundo lo sabe.
—Yo es que he estado ocupado aprendiendo el negocio de las diligencias —dijo
Valdez.
—Sigue haciéndolo —dijo Diego Luz—, y vive hasta llegar a viejo.
—A veces ya me siento viejo.
Miró a los pollos que picoteaban la dura tierra y escuchó a los hijos de Diego Luz
gritar algo y reír mientras jugaban en algún lugar al otro lado de la casa. ¿Qué más se
puede necesitar?, pensaba. Tener un hogar, una familia. En silencio, salvo por el jaleo
ocasional de los niños, y sin ningún problema. Sin apaches. Ni bandidos procedentes
del otro lado de la frontera. Árboles, agua y una buena casa. La casa podría estar en
mejores condiciones. Solo necesitaba un poco de trabajo, eso era todo.
—Te lo cambio —dijo Valdez—. Yo me convierto en domador de caballos y tú
trabajas para la compañía de diligencias.
Diego Luz estaba mirando al patio.
—¿Quieres esto?
—¿Por qué no? Es un buen lugar.
—Si pudiera no estaría aquí.
—Te va bien —dijo Valdez.
—Haz algo toda la vida —dijo Diego Luz—, y ya veremos si te gusta.
—Tal vez lo haga. Después de ir a ver a Tanner.

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Diego Luz examinaba ahora el caballo de Valdez.
—Tampoco llevas rifle.
—¿Para qué lo quiero?
—Tal vez te encuentres con un par de ellos por el camino, no les gusta tu cara.
—Hablaré con ellos —dijo Valdez.
—Quizás no te dejen hablar.
—Venga, saben quién soy. Voy allí a hablar, eso es todo.
—Se habla mejor con un rifle —dijo Diego Luz—. Te daré el mío.

Por costumbre, al acercarse a la cima de la colina y antes de que su silueta se


recortase durante unos segundos contra el cielo, Bob Valdez miró hacia atrás por
donde había venido, con los ojos entrecerrados bajo el brillo del sol, estudiando los
contornos de las rocas y las partes más oscuras de maleza a los pies de la colina. Se
quedó inmóvil hasta estar seguro del movimiento, luego desmontó y apartó su yegua
baya del sendero, hacia un bosquecillo de jóvenes pinos piñoneros.
Durante unos minutos no pensó en el jinete que se acercaba a sus espaldas; pensó
en su propia reacción, la precaución de haber parado antes de coronar la cima. Ya no
había allí bandas de chiricahuas o apaches montaña blanca. No había de qué
preocuparse ni motivo por el que debiera estar alerta y atento a cada ruido, echando la
vista atrás, a los lados y al frente. Pero se había parado. Claro, era ya un hábito,
pensó. Algo que seguía haciendo y que ya no le servía para nada.
¿Qué más daba quién fuera el hombre que iba detrás? El hombre no le seguía.
Solo cabalgaba hacia el sureste por la carretera de St. David; debió de salirse de la
carretera no muy lejos de allí para atajar campo a través hacia Mimbreño, o hacia un
poblado situado al otro lado de la frontera. Claro que podría ser uno de los hombres
de Tanner. Puedes incluso cabalgar con él hasta allí, pensó Valdez, y sonrió al
imaginárselo. Vería quién era y, tal vez, saliera de detrás de los pinos avisando
primero al hombre; o tal vez no lo hiciera.
Ahora, a medida que el jinete se acercaba, por alguna razón estaba convencido de
que se trataba de uno de los jinetes de Maricopa: la forma perezosa y encorvada en la
que el hombre se mantenía sentado en la silla, con el ala acanalada del sombrero
botando arriba y abajo con el trote del caballo.
Tal vez había sabido desde el principio quién era. Resultaba gracioso. Porque
cuando vio que se trataba de R. L. Davis, mirando al suelo o abstraído en sus
pensamientos, ese tipo correoso y bocazas que se creía tan bueno con el Winchester,
Valdez no se sorprendió, aunque se dijo a sí mismo, maldita sea, ¿qué te parece?
Le dejó que pasara por la cima de la colina, mientras él permanecía entre los
pinos, fuera de su vista, para liarse un cigarrillo y encenderlo, preguntándose adónde
se dirigía aquel hombre, curioso porque se trataba de este hombre en concreto, y no
otro, y agradecido ahora por tener la costumbre de mirar a su alrededor como hizo en

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esta ocasión. Estaba seguro de que el hombre no le había estado siguiendo. De lo
contrario habría dado muestras de nerviosismo, buscando por los alrededores, y se
habría parado antes de coronar la cima. Pero la pregunta seguía sin respuesta,
¿adónde se dirigía?
Cuando Valdez salió a cielo abierto, manteniéndose cerca de los árboles en la
cumbre de la colina, se quedó rezagado y dejó que aumentara la distancia entre ellos
hasta cien yardas. Siguió de esta manera a R. L. Davis durante varias millas hasta que
el rastro le llevó a un terreno de pasto abierto; cuando R. L. Davis cruzaba en
dirección a los matorrales y las lomas más allá de la llanura, una columna de polvo
descendió por la ladera y se dirigió hacia él.
Miras a tu alrededor, pensó Bob Valdez. Ese hábito lo sigues teniendo. Pero no te
traes unos prismáticos.
Se quedó bajo los árboles y, en la distancia, vio que tres jinetes se encontraban
con R. L. Davis y permanecían junto a él durante un tiempo, formando un sola
silueta, hasta que el grupo se rompió y los jinetes, ahora en fila, uno delante de Davis
y dos detrás, cabalgaron hacia la densa sombra a los pies de las colinas lejanas. Los
vio brevemente en la ladera y en la cima de la colina.
Ellos se preguntan también por su presencia allí, pensó Valdez. ¿Qué quieres? ¿A
quién quieres ver? Hacen preguntas y se toman su trabajo muy en serio, porque se
sienten importantes. Deberían relajarse un poco, pensó Valdez. Montó en su alazana
otra vez y salió a la luz del sol, manteniendo un paso lento y con los ojos clavados en
la ladera por la que habían bajado los jinetes y preguntándose si habrían dejado a
alguien vigilando.
No, lo hicieron de otra forma. Uno de los que había estado con R. L. Davis
regresó. Cuando Valdez estaba a más de la mitad de la cuesta, siguiendo una senda en
zigzag a través de los matorrales, vio al jinete montado esperándole, con el caballo
atravesado en la senda.
Cuando Valdez se acercó, acortando la distancia entre ellos, reconoció al jinete;
era el mexicano que le había llevado al patio de la posta de diligencias.
—Mantente lejos —dijo el mexicano. Sostenía un Winchester sobre el regazo,
pero no lo levantó. Examinó a Valdez, que se detuvo maniobrando con las riendas a
unos cuantos pies de él—. Has vuelto.
—No terminé de hablar con él —dijo Valdez.
—Pero yo creo que él sí que terminó de hablar contigo.
—Vayamos a preguntarle.
—Tal vez no quiera verte —dijo el mexicano.
—Se trata de dinero, otra vez.
—Ya dijiste eso antes. Por la mujer. A él no le interesa nada de esa india.
—Quizás, ahora, cuando le explique.
—¿Qué llevas encima?
—Nada —dijo Valdez, levantó las manos y luego bajó una hacia las municiones y

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el rifle de Diego Luz en su funda de piel—. Solo esto.
—Eso podría bastar —dijo el mexicano.
—¿Lo quieres? —dijo Valdez sonriendo—. ¿No te fías de mí?
—Claro que me fío —el mexicano levantó el Winchester e indicó a Valdez que
subiera la cuesta—. Pero yo cabalgaré detrás de ti.
Valdez lo bordeó adelantándose por la senda y continuó avanzando hasta llegar a
la cima de la pendiente. Ahora podía ver el poblado de Mimbreño al otro lado del
valle, a una milla de distancia por campo abierto, donde pastaba el ganado de Tanner.
Valdez había estado en ese poblado en una ocasión, el día después de que los apaches
montaña blanca saquearan las casas, mataran a tres hombres, se llevaran a una mujer
y quemaran la iglesia de la misión. Recordó las paredes ennegrecidas; el techo había
caído sobre la iglesia y las vigas todavía humeaban. Recordó a la gente en la plaza
cuando entraron a caballo, la gente que veía a los exploradores apaches y la compañía
de caballería y les decía, ¿por qué no estuvisteis aquí ayer, soldados? ¿De qué servís?
Cuando cruzaron la tierra de pasto, Valdez reconoció la iglesia, el cascarón sin
tejado que nunca fue reparado. Se alzaba al final de la única calle de edificios de
adobe que se ensanchaba en una plaza, y allí había un pozo con una bomba de agua y
un abrevadero de piedra para dar de beber a los caballos. Más allá del grupo de
edificios había un bosquecillo de álamos de Virginia y un arroyo que bajaba de las
tierras altas del este. Valdez vio a las mujeres junto a los árboles, algunas de ellas
caminaban hacia él y cargaban canastos de ropa. Luego entró en la calle; ahora el
mexicano cabalgaba a su lado; y mientras los perros ladraban y el aire se llenaba del
olor de las hogueras, él observaba los carromatos de mercancías junto a las fachadas
de adobe, y más caballos de los que normalmente habría en un poblado de ese
tamaño. Era un pueblo que se preparaba para la guerra. Era un campamento militar, la
base de un ejército revolucionario. O la base de una fuerza armada de reconocimiento
que tuviera intención de permanecer allí hasta que fueran expulsados. Pero al mismo
tiempo, no era un pueblo. Sí, había gente. Había mujeres entre los hombres armados,
mujeres delante de las casas de adobe y un grupo de ellas junto al pozo con calabazas
huecas y cubos de madera. Pero no había niños, ni sonidos de niños, ni rastro de
niños por ningún lado.
—Te espera allí —dijo el mexicano.
Valdez examinó la iglesia. Una valla de estacas de mezquite había sido construida
en el arco de entrada y había caballos dentro del recinto. Sintió al mexicano cerca de
él, guiándolo hacia el extremo este de la plaza, hacia el edificio de dos plantas con
una plataforma de carga en la parte delantera, el edificio que había sido el almacén
general del pueblo, así como el molino y el granero.
Frank Tanner estaba de pie al borde de la plataforma de carga mirando a un grupo
de jinetes, erguido por encima de ellos y con las manos en la cintura. Había una
mujer detrás de él, cerca de la puerta abierta; no era una mujer mexicana, sino una
mujer rubia, con un cabello dorado bajo el sol que le caía por los hombros hasta la

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parte delantera de su vestido blanco. Miró a la mujer hasta que estuvieron cerca de la
plataforma y los jinetes apartaron los caballos para dejar paso al mexicano y a Valdez,
que ahora se mantenía detrás. Mientras avanzaban entre los jinetes vio que uno de
ellos era el segundo. Entonces vio a R. L. Davis montado en un caballo castaño junto
al segundo. Bob no detuvo su mirada en Davis, que le miraba fijamente, sino que la
alzó hacia Tanner; este estaba tan cerca que Valdez tuvo que torcer un poco el cuello
hacia atrás, sintiéndose en desventaja y desprotegido y estúpido mientras la mujer le
miraba.
Tanner bajó la mirada hacia Valdez, como si esto bastara y las palabras no fueran
necesarias. Valdez no quería sonreír porque sabía que le haría sentirse estúpido, pero
relajó la expresión para mostrar que estaba siendo sincero y que había ido allí como
un hombre honesto sin nada que ocultar.
—Me gustaría hablar con usted una vez más —dijo.
—Ya has hablado —replicó Tanner—. Solo te corresponde una vez y tú ya has
agotado la tuya.
Tal vez estuviera bromeando, así que Valdez sonrió levemente, aunque no
deseaba sonreír mientras le miraba la mujer.
—Sé que es usted un hombre ocupado —dijo—, pero sin duda también debe de
ser un hombre justo, ¿verdad? Me refiero a que tiene a toda esta gente trabajando
para usted. Usted reconoce el valor de las cosas y paga salarios justos. Un hombre así
también debería ser capaz de ver cuándo se le debe algo a alguien.
Maldita sea, no le sonó nada bien oírse hablar con el maldito cuello echado hacia
atrás mientras Tanner lo miraba desde las alturas como un Dios con botas negras y un
sombrero negro por encima de los ojos.
—Me refiero a si la mujer fuera a un tribunal y dijera que unos hombres han
matado a su marido por equivocación, como por accidente. Yo soy de la opinión de
que alguien debería pagarme por algo así… ¿no cree que un tribunal sin duda nos
obligaría a pagarle algo a la mujer?
—Jesús bendito —dijo R. L. Davis.
Valdez no le miró, pero supo que era Davis quien hablaba. Vio que los ojos de
Tanner se desviaban a un lado, luego se deslizaban de nuevo y volvían a clavarse en
él.
—Estoy hablando de lo que es justo —dijo Valdez—. No intento engañar a nadie,
en caso de que crea que quiero coger el dinero y salir corriendo. No, puede entregarlo
a la mujer usted mismo. Quiero decir, uno de sus hombres puede hacerlo. Me da igual
quién se lo dé.
Tanner siguió mirándolo hasta que finalmente dijo:
—No aprendes. Supongo que tengo que seguir enseñándote.
—Dígame por qué cree que no deberíamos darle nada —insistió Valdez—.
Explíquemelo y lo entenderé.
—No, creo que solo puedes entender una cosa —la mirada de Tanner se desvió

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hacia su segundo—. ¿Recuerdas al que juzgamos por escaparse con caballos?
Valdez bajó la cabeza para mirar al segundo, que asentía mientras recordaba algo.
—Al que le gustaba andar —dijo el segundo.
Valdez oyó que Tanner respondía:
—Sí, ese…
El segundo continuó asintiendo con la cabeza, luego la levantó y echó un vistazo
por la plaza.
—Podemos usar las estacas de la entrada —dijo el segundo mirando hacia la
iglesia—, y cortar otras para nosotros.
—De acuerdo —dijo Tanner.
El segundo miraba ahora a Valdez. Asintió una vez.
Valdez sintió una mano sobre el hombro, dedos clavándose en el cuello mientras
otra mano agarraba su pañuelo, y sus propias manos se aferraron al cuerno de la silla
de montar. Sintió que el caballo del mexicano se apretaba contra su pierna izquierda y
luego se alejaba tirando de él, lo ahogaba, hasta que las manos de Valdez se soltaron
del cuerno de la silla y fue derribado del caballo. Tropezó, pero no le permitieron
caer; le mantenía en alto el puño del mexicano que le retorcía el pañuelo del cuello.
Los hombres le rodearon y alguien le golpeó en la cara con un puño. No le dolió, pero
le pilló desprevenido; le golpearon otra vez en la nuca, luego en la barriga, y vio
cómo el hombre que estaba a su lado le lanzaba un gancho que no pudo esquivar.
Cayó al suelo y le dieron una patada en la espalda, lo pisaron y lo inmovilizaron
tendido sobre el duro suelo de tierra compacta. Se le había caído el sombrero. Un pie
le pisó el cuello, inmovilizándolo con el rostro girado a un lado y sintió un agudo
dolor que le recorrió los omoplatos mientras lo mantenían en esa posición. Pasaron
varios minutos e intentó descansar, respirando lentamente para relajarse y no estar
tenso cuando le golpearan de nuevo. Había botas cerca de su cara. Las botas se
movían y el polvo se le metía por las fosas nasales, pero nadie le pegó una patada.
Colocaron a lo largo de sus hombros una estaca de mezquite que medía casi un
pie por cada lado a partir de los brazos y manos estirados y atados con correas de
cuero en las muñecas y en el cuello. Colocaron otra estaca en vertical a lo largo de la
espalda, que sobresalía por encima de la cabeza y llegaba hasta los talones, y ataron
esta segunda estaca en la intersección con la otra y también alrededor de su cuello y
su cuerpo. Cuando hubieron acabado, el segundo le dijo que se pusiera en pie.
Valdez no podía apoyar las manos en el suelo. Levantó la cabeza, girándola, y
apoyó la frente contra la tierra, arqueándose contra el palo que le bajaba por la
columna vertebral, tirando de los músculos del cuello y, poco a poco, pateando y
arañando la tierra, logró colocar las rodillas bajo su cuerpo.
—El otro no se levantó tan rápido —dijo el segundo.
Valdez estaba arrodillado con el cuerpo erguido, pero entonces recibió una fuerte
patada por detrás y volvió a desplomarse boca abajo.
—Este tampoco se pone en pie —dijo el mexicano.

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Valdez escuchó la voz de Tanner:
—Sacadlo de aquí.
Y en esta ocasión dejaron que Valdez se arrodillara y se pusiera en pie. Pero al
erguirse, la parte baja de la estaca vertical golpeaba el suelo obligándole a
permanecer encogido; ahora era un hombre con un peso en la espalda, los ojos en el
suelo e incapaz de alzar la cabeza. Alguien le puso el sombrero en la cabeza,
demasiado bajo y encasquetado sobre la frente.
—Por allí —dijo el segundo, señalando con la cabeza al otro lado de la plaza—.
Por donde viniste.
—Mi caballo —dijo Valdez.
—No te preocupes por el caballo —dijo el segundo—. Nosotros lo cuidaremos.
No había nada más que decir. Valdez dio media vuelta y comenzó a alejarse,
encorvado, levantando la mirada y tan solo capaz de ver veinte pies por delante, pero
incapaz de mantener la mirada en esa posición forzada.
El segundo le gritó algo a sus espaldas:
—Eh, no caigas de espaldas. O acabarás como una tortuga —se rio y algunos de
los hombres se rieron con él.
Frank Tanner observó la figura encorvada que rodeó la bomba de agua del pozo y
bajó por la calle pasando por delante de las mujeres que habían salido de las casas de
adobe para verlo pasar.
—Le ha dado su merecido —dijo R. L. Davis.
Los ojos de Tanner se clavaron en Davis, lo recorrió con la mirada y luego la
desvió, como ya había hecho antes.
—No recuerdo haberte pedido que vinieras aquí —dijo Tanner.
—Escuche —comenzó a decir R. L. Davis.
Tanner lo detuvo.
—Cuidado con lo que dices, chico. Yo no te escucho. No escucho a nadie a quien
no quiero escuchar.
R. L. Davis lo miró con los ojos entrecerrados.
—No quise decir eso. Vengo aquí a trabajar para usted.
La mirada de Tanner cambió lentamente de la figura contrahecha que se alejaba
por la calle a Davis.
—¿Por qué piensas que te contrataría?
—Si necesita un pistolero, soy su hombre.
—No vi que acertaras a ningún blanco el otro día.
—Por Dios, no le estaba apuntando a ella. Usted mismo me dijo que solo la
hiciera saltar un poco.
—¿Me estás contando lo que yo dije?
—Eso pensé que dijo.
—No pienses —dijo Tanner—. Márchate.
—Demonios, siempre puede emplear a otro hombre, ¿no es eso?

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—Si es un hombre, tal vez —dijo Tanner—. Márchate.
—Pruébeme. Póngame a prueba durante un mes.
—Te pondremos unas estacas en la espalda —dijo Tanner—, si todavía quieres
quedarte por aquí.
—Solo preguntaba —dijo R. L. Davis. Luego tiró de las riendas y las chasqueó
contra la grupa de su caballo castaño, haciendo que este girase y guiándolo a través
del grupo de jinetes sin darse mucha prisa.
Tanner observó a Davis hasta que estuvo más allá de la bomba de agua,
avanzando por la calle al trote. La pequeña figura encorvada ahora estaba al final de
las casas de adobe.
La mujer, Gay Erin, que había estado casada con el comerciante de Fort
Huachuca y que había estado viviendo con Frank Tanner desde la muerte de su
marido, esperó a que Tanner se diera la vuelta y advirtiera su presencia en la entrada
detrás de él. Pero Tanner no se giró; se quedó al borde de la plataforma por encima de
sus hombres.
—¿Frank? —dijo ella, y volvió a esperar.
Ahora él se giró y se acercó a ella, pausadamente.
—No sabía que estabas aquí —dijo.
Ella siguió mirándolo y esperando a que él se acercara más.
—No te entiendo —dijo.
—No necesito a ese chico. ¿Por qué debería contratarle?
—Me refiero al otro. Te pidió algo sencillo, que ayudes a alguien.
—No vamos a hablar de eso aquí fuera —dijo Tanner. Entraron en la penumbra
del almacén, pasaron junto a sacos de grano y cajones de madera apilados mientras
Tanner le sujetaba el brazo y la guiaba hacia la escalera—. Te dejo que me hables
como quieras —dijo Tanner—, pero no delante de mis hombres.
Arriba, en la oficina que había sido convertida en una sala de estar, Gay Erin miró
por la ventana. Pudo ver a R. L. Davis al final de la calle; ya no se veía la figura
encorvada de Bob Valdez.
—Será mejor que te quedes aquí arriba a partir de ahora —dijo Tanner—, a
menos que te diga que bajes.
—¿Y cuánto tiempo va a durar? —preguntó ella apartándose de la ventana.
—Supongo que lo que yo quiera que dure —Tanner entró en el dormitorio. Salió
con su abrigo abrochándose las pistoleras—. Me voy a Nogales; regresaré por la
mañana —bajó la mirada hacia el cinturón y se abrochó la hebilla—. Puedes venir si
no te importa cabalgar durante veinte millas.
—O quedarme aquí sentada —dijo la joven.
Él la miró.
—¿Qué otra cosa puedes hacer?
—Si me dices que me siente, se supone que debo sentarme —su expresión y el
sonido de su voz eran suaves, pero sus ojos sostenían la mirada de Tanner y la

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aguantaban—. Nadie puede estar tan seguro de las cosas —dijo ella—. Ni siquiera tú.
—Bueno, tú no vas a marcharte —dijo Tanner. Se acercó a ella, colocándose el
cinto sobre las caderas—. No tienes nada en Huachuca. No te queda nada en Prescott.
Lo único que te queda está aquí.
—Lo único que me queda —dijo la chica—, siempre que sea tu mujer.
—¿Es que no me porto bien contigo?
—A veces.
—Pues confórmate con eso.
—A veces te comportas como un ser humano.
—Cuando estoy en calzones —dijo Tanner—. Cuando llevo puestas las botas es
diferente.
—Y las llevabas puestas ahí fuera.
—No lo dude ni un segundo, señorita.
—Ese hombre intentaba ayudar a una mujer que había perdido a su esposo; eso es
lo único que estaba haciendo.
—Y yo ya estoy ayudando a una —dijo Tanner—. Una pobre viuda es más que
suficiente —se acercó a ella, mirando su rostro, y le tocó la mejilla suavemente con la
mano—. Supongo que podría quedarme unos minutos más si te apetece.
—Frank, envía a alguien para que lo desaten.
Tanner sacudió la cabeza harto ya del asunto.
—Señorita, no hay duda de que sabes cómo romper la magia del momento —se
alejó de ella en dirección a la puerta, luego miró hacia atrás mientras la abría—.
Nadie lo desatará. No quiero ver a ese hombre nunca más.

Toda tu vida has estado mirando al suelo, pensó Valdez en cierto momento. Pero
nunca tan de cerca ni durante tanto rato.
El dolor le recorría desde la nuca hasta los hombros. Cuando intentaba arquear la
espalda, el nudo de correas que sujetaba las estacas, presionaba contra su cabeza y
empujaba el sombrero hacia delante. El sombrero estaba bajo y pegado a la frente y el
sudor le picaba en los ojos. Se dijo a sí mismo: al infierno con todo; no pienses en
ello. Ve a casa. Ya has regresado andando a casa antes.
Dios, pero nunca había regresado a casa de esa guisa. La tierra que bordeaba la
pradera estaba llena de baches y matorrales, pero no suponía demasiados problemas.
No, Dios, al menos podía ver por dónde iba. Podía escuchar al ganado de Tanner y en
cierto momento pensó: ¿Qué pasaría si un toro con una cornamenta como espadas te
ve y no le gustas? Dios, suplicó, ofrece buen pasto a ese toro o una buena vaca con la
que pueda hacer algo.
Una milla por el terreno de pasto y luego arriba hacia las faldas de las colinas,
siguiendo un desfiladero y luego desviándose de este, escalando por una ladera de
matorrales sin dar con el sendero y tomando una ruta más larga hacia la cima,

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intentando mirar arriba para ver hacia dónde se dirigía mientras la estaca le
presionaba la cabeza. No podía avanzar en línea recta. No podía tropezarse y caer de
espaldas sobre las estacas en cruz. Recordó lo que dijo el segundo sobre la tortuga y
en aquel momento se imaginó a sí mismo tendido boca arriba bajo el sol del mediodía
toda la tarde. No, le llevaría más tiempo, pero no se caería. Ahora lo que le
preocupaba era el dolor que sentía en las piernas; tenía los músculos estirados como
cuerdas y estaban tan tensos al llegar a la cumbre que las piernas empezaron a
temblarle.
Son piernas viejas, se dijo. Sé bueno con ellas. Tienen que andar otras veinte
millas. O hasta la casa de Diego Luz, pensó en ese momento. Diez millas. Veinte
millas, diez millas, ¿qué más daba?
Ansiaba poder limpiarse el sudor y el polvo de la cara. Deseaba poder aflojarse el
sombrero y rascarse la nariz y bajar los brazos y enderezarse solo un minuto.
Antes de coronar la pendiente se agachó ligeramente y poco a poco fue bajando
hasta apoyarse en las rodillas, inclinándose hacia delante y torciendo el cuerpo al caer
para que un extremo de la cruz tocara la pendiente primero; pero esto de poco sirvió
para evitar la caída y, con la cabeza girada, el pómulo impactó contra el suelo con la
fuerza de un pesado y contundente puñetazo. Se quedó aturdido, respirando allí
tendido con la boca abierta. El sombrero, apretado contra la frente, había
permanecido en su sitio; bien. Ahora descansó durante, tal vez, un cuarto de hora,
hasta que el dolor en los omoplatos se hizo insoportable. Valdez se puso en pie y
continuó la marcha.

R. L. Davis le esperó junto a los árboles, al otro lado de la pradera en la parte más
lejana de la ladera. Había visto a Valdez atravesando trabajosamente el desfiladero y
bajando el sendero en zigzag a este lado. Había estado esperando porque tal vez los
hombres de Tanner también estuvieran vigilando —desde los puestos de observación
en la parte alta de la ladera—, y no estaba seguro de lo que planeaban hacer. Pensó
que podrían salir y empujar a Valdez ladera abajo, y divertirse un rato con él; pero no
apareció nadie y Valdez ya había descendido hasta la pradera y la atravesaba
apresuradamente al divisar la sombra de los árboles.
R. L. Davis escondió su caballo castaño bajo el espeso follaje. No había ninguna
prisa: podía espiarlo un ratito y luego jugar con él.
Maldita sea, ¿qué estaba haciendo ahora, dando patadas a las hojas? R. L. Davis
concluyó que estaba limpiando el terreno. Pudo escuchar a Valdez en silencio, el
sonido de las hojas rozándose, y podía ver entre los troncos de abedul blanco la figura
con la espalda inclinada hacia delante y encorvada bajo los finos rayos de sol. Vio
que Valdez caía de rodillas; se estremeció y luego sonrió cuando Valdez se cayó hacia
delante sobre un lado de la cara. Eso le divirtió bastante. Pero mientras Valdez
permaneció allí tendido sin moverse, R. L. Davis se puso nervioso, comenzó a

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moverse e intentó pensar en algo. Podría pisotearlo un poco, pensó. Pasar con el
caballo sobre él varias veces. Finalmente decidió que era esto último lo que debía
hacer y levantó las riendas para azuzar al castaño.
Pero ahora el hombre se estaba moviendo, arqueándose sobre su cabeza y
colocando las rodillas bajo el cuerpo.
Valdez se levantó y permaneció allí en pie, intentando girar la cabeza para mirar a
su alrededor. Se movió hacia delante lentamente, arrastrando los pies entre las hojas.
Se veía obligado a girar de un lado a otro para pasar de lado entre los árboles que
crecían más apiñados. Un poco más adelante se paró y apoyó un extremo de la cruz
contra el tronco de un abedul y lanzó el otro extremo de la estaca hacia un árbol que
se encontraba a unos pies de él, pero la estaca era demasiado corta. R. L. Davis lo vio
avanzar tocando un tronco e intentando alcanzar otro con la cruz hasta que por fin
consiguió tocarlo; entonces R. L. Davis comprendió lo que intentaba hacer.
Valdez estaba entre dos árboles separados por menos de seis pies. Ahora, con los
extremos de la cruz apoyados en los troncos, anclados allí, intentó moverse hacia
delante, haciendo fuerza, hundiendo las botas en la tierra y resbalando con las hojas.
Torció las muñecas para que las manos colgaran y no molestaran. Ahora se echó
hacia atrás unos cuantos pasos y corrió entre los dos árboles. Los extremos de la cruz
golpearon los troncos y lo pararon en seco. Hizo fuerza contra la estaca, dando un
paso atrás y golpeando los extremos contra los troncos una y otra vez. Finalmente, se
echó hacia atrás unos ocho o diez pasos y volvió a correr hacia el espacio entre los
árboles y, en esta ocasión, cuando los extremos impactaron, R. L. Davis escuchó una
exhalación en el silencio.
Sacó al castaño de detrás del follaje. Valdez debió oírlo, pero no se movió; seguía
colgado en la cruz apoyado contra los troncos, con los brazos más bajos que antes.
Al acercarse, R. L. Davis vio por qué. Claro, la estaca se había partido. Y parecía
que una de las puntas astilladas se le había clavado en la espalda. Sentado en su
montura, R. L. Davis miró la sangre que manaba de la espalda de Valdez. Guio al
castaño con las riendas alrededor del frondoso grupo de abedules y se paró frente él.
—Sin duda —dijo R. L. Davis— eres un tonto hijo de perra, ¿verdad? Cuando esa
estaca se rompió, ¿dónde creías que iba a acabar clavada? —vio que Valdez intentaba
levantar la cabeza—. Soy tu viejo amigo, al que intentaste aporrear con la culata de tu
escopeta el otro día. ¿Lo recuerdas? Disparaste al negro equivocado y te echaste
encima de mí por ello.
Davis arrimó el caballo castaño a Valdez un poco más, tirando de la reata
enrollada, soltándola del cuerno de la silla y desenrollando varios pies. Alargó el
brazo, echó el lazo a la estaca vertical por encima de la cabeza de Valdez y apretó
bien el nudo.
—Tienes suerte de que pasara por aquí un hombre blanco —dijo Davis.
Valdez intentó alzar la mirada.
—Mira mi espalda —dijo.

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—La he visto. Te has cortado.
—Dios, eso creo —dijo Valdez—. Desátame primero las muñecas, ¿de acuerdo?
—Bueno, aún no —dijo Davis. Se alejó, soltando cuerda, y cuando estuvo a unos
diez pies pasó la cuerda por el cuerno de su silla de montar—. Venga —dijo.
Valdez tuvo que moverse hacia un lado para liberar el extremo de la cruz y casi
salió despedido, tropezándose para pasar entre los árboles y mantener el paso con la
cuerda tensa. Fue conducido de esa manera, entre los abedules y a través de los
matorrales que crecían por el borde del bosquecillo, para salir de nuevo al resplandor
de la pradera.
—Debe dolerte bastante después de estar tanto rato encorvado —dijo R. L. Davis.
—Suéltame las manos y te diré cuánto me duele.
—Sabes que no me gustó que intentaras golpearme con la escopeta.
—No lo volveré a hacer —dijo Valdez—. ¿Qué te parece?
—Me dejó dolido, en serio.
—Suéltame y cuéntamelo, ¿de acuerdo?
R. L. Davis se acercó por delante y levantó el lazo de la estaca vertical. Mantuvo
el castaño cerca de Valdez mientras enrollaba la cuerda y la trababa otra vez en el
cuerno de su silla.
—Tu animal no huele muy bien —dijo Valdez.
—Bueno, pues dejaré que le dé un poco el viento —dijo R. L. Davis—. ¿Qué tal?
Movió el caballo presionándolo contra Valdez, clavando las espuelas en el flanco
izquierdo de este para echarlo a un lado y ponerse en movimiento.
—Estás loco, desengánchame, ¡eh!
Pudo sentir el extremo de la estaca vertical presionando contra el suelo, haciendo
cuña y su cuerpo elevándose hasta quedar pegado a la pierna de R. L. Davis. El
caballo castaño saltó hacia delante, ladeándose y girando la grupa con fuerza contra
Valdez, que cayó de espaldas. Vio a Davis por encima de él, y también el cielo; se
tensó, aplacó un grito interior y exhaló el aire de sus pulmones cuando la columna
vertebral impactó contra el suelo y la estaca astillada se hundió en la espalda.
Pasados unos segundos, abrió los ojos. Se le había caído el sombrero. Se sentía
bien sin la banda ajustada apretándole la frente. Pero tuvo que cerrar los ojos otra vez
deslumbrado por el sol y por el dolor que sentía por todo el cuerpo, y el penetrante
objeto clavado en la espalda le hizo tensarse al arquear los hombros. Una sombra
cayó sobre él y abrió los ojos para ver a R. L. Davis montado en el castaño, con el ala
del sombrero acanalado y el rostro enjuto observándole desde arriba.
—Un hombre debería llevar siempre el sombrero bajo el sol —dijo R. L. Davis.
Valdez cerró los ojos y en un instante los destellos del sol se agolparon de nuevo
sobre sus párpados. Escuchó el galope del caballo, que pronto se desvaneció en el
silencio.

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CUATRO

San Francisco de Asís fue el hombre más bueno que jamás existió. Tal vez no tan
bueno como nuestro Señor; era diferente. Pero era más bueno que cualquier hombre
vivo real. Claro. San Francisco fue soldado y resultó herido, y después de eso no se
atrevió nunca más a pisar ni a un insecto o matar a ningún animal. Demonios, hablaba
con los animales; como esa vez que habló con el lobo, probablemente un enorme lobo
gris, que asustaba a todo el mundo, y le dijo al lobo que dejase de hacerlo. Para o te
desollaré, hijo de perra, y te usaré de abrigo. Uno debe hablar con un lobo de forma
distinta a como lo haría con otros animales. Pero él hablaba con todos ellos, pájaros,
todos; todos eran sus amigos, decía él. Incluso hablaba a las estrellas y al sol y a la
luna. Al sol lo llamaba Hermano Sol.
Pero hoy no podrías llamarlo Hermano Sol, pensó Bob Valdez.
Era extraño las cosas que se le ocurrían, tendido en la pradera sobre una estaca
como un hombre crucificado, recordando a su hermana mayor leyéndole sobre San
Francisco de Asís y su oración, o lo que fuera, el Cántico del Sol. Sí, porque se
imaginó al sol moviéndose, girando y haciendo cosas, sonriendo, como le había leído
su hermana. Hoy el sol llenaba el cielo y no tenía bordes. No sonreía; hoy el sol era lo
único que tenía sobre su cabeza, incandescente y asfixiante, y unos puntos naranjas,
rojos y negros bailaban sobre sus párpados cerrados.
Recordó a un hombre que había sido empalado bajo el sol y al que le habían
cortado los párpados. Y también le habían cortado las orejas, así como la mano
derecha. Recordó que había encontrado la mano derecha y al hijo de aquel hombre en
la granja incendiada junto al río Gila, al sur de San Carlos, después de que Gerónimo
se escapara de la reserva y asaltara poblados del viejo México. No encontraron a la
esposa del hombre. No, no recordaba a ninguna mujer allí. Tal vez se encontrara de
viaje visitando a algunos familiares. O se la habían llevado. No, los apaches se
movían rápido y era imposible que ella pudiera mantener su paso. Era extraño… se
preguntó cómo sería la mujer.
Quizás fuera como la apache lipán y tuviera un niño en su vientre. Podría
parecerse a la mujer que estaba con Tanner en la plataforma de carga… recordó su
cabello rubio y sus ojos observándole, una mujer rubia en aquel poblado de pistolas,
caballos y carromatos. Su tez era oscura y resplandecía con el sol sobre su cabello,
pero debería estar en una habitación con muebles y lámparas esculpidas de oro sobre
las mesas.
Recordó a la joven Polly del local de Inez y su bata abriéndose cuando se
inclinaba para mirar el libro verde, y luego el libro negro. Debería haberse quedado.
Cómo le gustaría estar allí. Le daba igual lo de la chica, más tarde tal vez, pero
deseaba tanto estar en una cama con las persianas bajadas, tumbado sobre un costado

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y luego sobre el otro y moviendo los brazos, doblándolos todo lo que quisiera
mientras dormía. Solo se despertaría de noche, cuando el sol ya se hubiera puesto y
cuando el Hermano Luna o la Hermana Luna o como demonios la llamara San
Francisco brillara tenuemente en los cielos, y entonces bebería agua fría de la jarra
junto a la cama. Cuando la joven entrase, él giraría la cabeza y vería su rostro, sus
ojos en la oscuridad, cerca de él. Tenía pelo negro, pero la imaginó con el pelo rubio,
algo que no tenía mucho sentido.
Recordaba girar la cabeza tirando de la correa que lo sujetaba al poste vertical; la
correa le hacía cortes en el cuello cuando intentaba torcer el rostro para apartarlo del
calor abrasador que lo sofocaba, mientras los colores danzaban ante sus ojos.
Recordaba haber pensado que si la correa se había humedecido con el sudor,
encogería cuando se secara y tal vez lo ahogara hasta matarlo, si es que seguía con
vida. Entonces ya no estaría sediento y daría igual si tenía los ojos quemados. Daría
igual si el Hermano Lobo venía a verlo; no tendría que hablar con ningún Hermano
Lobo para pedirle que se largara.
Recordaba el dolor punzante en los hombros y la espalda. Recordaba que se sintió
mareado e intentó calmarse y respirar lentamente para evitar vomitar y ahogarse con
su propia bilis en una pradera de montaña. Recordaba lo peor, el calor, el dolor y la
sed, y recordaba que abrió los ojos y contempló un cielo azul que se tornaba gris con
pinceladas de rojo. Recordaba un entumecimiento en el cuerpo, y que se miró las
manos y fue incapaz de moverlas.
Recordaba la oscuridad y que abrió los ojos y vio oscuridad, y que escuchó los
sonidos nocturnos que le llegaban desde los abedules. Recordaba que la brisa movía
la hierba cerca de su rostro. Recordaba retazos de un todo, que dormía y abría los
ojos: la chica del local de Inez inclinada sobre él, levantándole la cabeza y sujetando
una cantimplora en sus labios. ¿Por qué usaba una cantimplora cuando había una
jarra en la mesa? Recordaba que se levantó, se puso en pie y cayó de nuevo, y que la
chica le sujetó los brazos, doblándolos cuidadosamente, masajeando las
articulaciones y haciéndole sentir un dulce dolor que le habría hecho llorar si le
hubiera quedado algo de agua en el cuerpo. Recordaba que se estiraba y andaba y
caía y andaba y se arrastraba a cuatro patas. Recordaba voces, las voces de niños, y
una voz que conocía bien, y que un brazo que conocía le ayudaba.
—¿Estás despierto? —dijo Diego Luz.
Valdez estaba tendido con los ojos abiertos y los movió lentamente del techo de la
habitación a Diego Luz, una figura blanca en la penumbra.
—Eso creo —respondió—. Me desperté antes, creo, pero no sabía dónde estaba.
—Decías cosas muy raras.
—¿Cómo me encontraste?
—¿Encontrarte? Llegaste gateando hasta el patio ayer por la noche. Oí ladrar a
los perros; estuve a punto de dispararte.
—¿Llegué aquí por mi propio pie?

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Diego Luz se arrimó a la cama.
—¿Qué te ocurrió?
—Tal vez estoy muerto —dijo Valdez—. ¿Estoy muerto?
Pudo ver a los hijos de Diego Luz detrás de su padre, asomados a la puerta.
—Estuviste cerca de estarlo. Alguien te apuñaló por la espalda.
—No, un árbol me lo hizo.
Diego Luz asintió.
—Un árbol. ¿Qué clase de árbol hace eso?
Su hija entró en la habitación con una calabaza llena de agua y un tazón de lata, y
los niños pequeños la siguieron, arremolinándose alrededor de la cama. Valdez les
sonrió, y también a la chica, y se incorporó apoyándose en el codo para sorber agua.
Pudo ver a la esposa de Diego Luz y a la madre de su esposa en el umbral de la
puerta; se quedaron en la otra estancia pero levantaron las caras para mirarlo tendido
en la cama.
—No veo a tu chico —dijo Valdez.
—Está vigilando.
—¿Para qué?
—Para ver si te siguen. Quienquiera que fuera.
—No te preocupes —dijo Valdez—. Me iré en cuanto encuentre mis pantalones.
—No te preocupes —respondió el domador de caballos—. Soy precavido. Me
preocupo cuando veo llegar a un hombre arrastrándose medio muerto.
Valdez pasó el tazón a la chica.
—¿Tienes whisky?
—Mescal.
—Pues mescal, entonces.
—Pero todavía no has comido.
—Quiero dormir, no comer —dijo Valdez—. En la parte trasera de tu carro,
cuando me lleves a Lanoria.
—Quédate aquí, estarás mejor.
—No —dijo Valdez—. Tú dijiste que suelen pasar por aquí. Tal vez pasen otra
vez.
—Tal vez también sepan dónde vives.
—No voy a ir a mi casa.
Le hizo una señal a Diego para que se acercara más y le susurró algo mientras sus
hijos, su esposa y la madre de la esposa les miraban.
Diego Luz se irguió, sacudiendo la cabeza.
—Medio muerto y aun así quieres ir a ese lugar.
—Medio vivo —dijo Valdez—. Es muy distinto.

Diego Luz lo sacó por la cocina un poco antes de las cuatro de la madrugada. Valdez

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se desmayó en el carro y la herida comenzó a sangrar otra vez. Pero mientras Diego
Luz y aquella mujer enorme, Inez, lo arrastraban por las escaleras y el oscuro pasillo,
sujetándolo entre ambos, Valdez les bufó.
—¡Maldita sea, bajadme los brazos!
—Encima que te llevamos a cuestas nos insultas —siseó Inez.
—¡Por Dios y por San Francisco, soltadme!
—Y ahora se pone a rezar —dijo Inez.
Abrió la puerta y lo posaron suavemente sobre la cama, apoyándolo sobre el
estómago y escuchando cómo exhalaba dolorido el aire. Inez se inclinó sobre él y le
levantó la camisa para echar un vistazo a la venda ensangrentada.
—Por la espalda —dijo ella—. Es la única manera en que podrían matar a este
hombre —miró a Diego Luz—. ¿Quién le disparó? No he oído ningún rumor.
—Un árbol —dijo Diego Luz—. Escucha, trae algo para limpiarle la herida y
hablamos luego.
Valdez oyó que la mujer cerraba la puerta. Estaba cómodo y sabía que volvería a
dormirse en cualquier momento.
—Eh —dijo, haciendo que Diego Luz se acercara a un lado de la cama—. Voy a
dejarte todo lo que tengo cuando muera.
—No vas a morir. Solo tienes un rasguño.
—Sé que no voy a morir ahora. Me refiero a cuando muera.
—No hables de eso —dijo Diego Luz.
—Te dejo todo lo que poseo si haces una cosa más por mí, ¿de acuerdo?
—Duérmete —dijo Diego Luz—, y cállate un ratito.
—Si me traes algo que está en mi cuarto en la pensión.
—¿Quieres que vaya ahora?
—No, a esta hora de la noche la vieja casera probablemente te reciba a tiros.
Durante el día. Mañana.
—¿Y qué quieres?
—En el cajón de abajo de la cómoda —dijo Valdez—. Todo lo que hay ahí
dentro.

Maldita sea, ojalá pudiera contárselo a alguien.


R. L. Davis estaba apoyado en la barra del Hotel Republic bebiendo whisky. No
tenía nada que hacer. Había sido despedido por no estar donde debía estar,
cabalgando por las lindes y no por todo el maldito Estado, le dijo el señor Malson.
Davis se excusó diciéndole al señor Malson que había ido a ver a Diego Luz para
comprarle un caballo nuevo, pero el señor Malson no le creyó, el muy hijo de perra
estirado. Claro que había acudido a Tanner para ver si le daba trabajo, pensando que
el riesgo de ser atrapado o disparado valía la pena. Lo que le sorprendió es que
Tanner no le contratara. Por Dios, sabía disparar. Probablemente igual o mejor que

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cualquiera de los hombres de Tanner. Se imaginaba cabalgando junto a la banda de
Tanner, hacia Lanoria, entrando en tromba y desmontando de un salto delante del
Republic o el De Spain’s.
Podía ir al De Spain’s. Al menos le habían dado su último jornal. Quizás hubiera
alguien allí a quien contárselo. Dios, era tan difícil callarse algo tan bueno. Pero no
estaba seguro de cómo se tomarían los demás que hubiera empujado a Valdez
dejándolo boca arriba como una maldita tortuga bajo el sol. El segundo había
mencionado la tortuga y le había dado la idea, aunque Davis creía que alguno de los
hombres de Tanner lo haría primero.
Tal vez, si le contara a Tanner lo que había hecho…
No. Tanner lo miraría y diría: «¿Has venido hasta aquí para decirme eso?».
Era un hombre con el que era difícil hablar. Te miraba fijamente atravesándote sin
ninguna expresión en la mirada. Pero sería toda una aventura cabalgar a sus órdenes,
hasta viejo México con pistolas y ganado, y disparar a los federales.
R. L. Davis se acabó el whisky, se tomó otro y se dijo que, de acuerdo, se
marcharía al De Spain’s. Tal vez hubiera una manera de contarlo que no sonara a que
lo había hecho a propósito. Demonios, no lo había matado, tan solo lo había
empujado y había setecientas millas de diferencia entre empujar a alguien o matarlo.
Si el hijo de perra seguía allí era su culpa.
Una vez fuera, se montó en el caballo castaño y avanzó por la calle. Llegó a la
esquina y miró a su alrededor para ver quién andaba por allí, no por ninguna razón en
concreto, solo por mirar. Vio que Diego Luz salía de la pensión a dos puertas de la
esquina. Diego Luz caminaba hacia él, portando algo enrollado en periódicos, un
bulto grande que podría ser su ropa lavada. Pero un domador de caballos mexicano
no necesitaba lavar la ropa allí. Tenía su propia mujer para hacerlo.
Esperó a que llegara hasta la esquina.
—Eh, Diego, ¿qué llevas ahí, tu ropa lavada?
El mexicano lo miró de una forma rara, sorprendido, como si le hubieran pillado
robando gallinas. Luego sonrió de oreja a oreja y saludó como si R. L. Davis fuera su
mejor amigo y estuviera realmente contento de verle.
Mexicano estúpido. No era un mal tipo, solo un tonto frijolero. Jesús, pensó R. L.
Davis, estaría bien contarle lo que le había hecho a Bob Valdez. Y entonces pensó,
eh, esa es la pensión donde vive Bob Valdez, ¿no es cierto?

En cada una de las siete puertas del piso de arriba había un pergamino rosa y azul con
el nombre de una chica escrito en él: Anastacia, Rosaria, Evita, Elisaida, María,
Tranquiliña y Edith. Los nombres eran un bonito detalle decorativo y a Inez le
gustaban, aunque solo una de las siete chicas originales seguía allí. Debido a la baja
facturación de los últimos dos años y a que el cartelista mexicano del lugar se había
marchado, Inez no se había preocupado de renombrar las puertas. Tal vez lo hiciera

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algún día, aunque a ninguno de los clientes parecía importarle que el nombre de la
puerta no coincidiera con el de la chica. Los nombres de las chicas les daban igual,
siempre que estuvieran allí dentro.
Inez avanzó por el pasillo de puntillas, pero el suelo seguía crujiendo bajo su
peso. Estaba en penumbra, solo había una lámpara encendida al final del pasillo y una
débil luz que provenía del descansillo de las escaleras. Polly la seguía llevando una
bandeja con jamón y verduras, patatas fritas y café: la cena de Bob Valdez si estaba
despierto y tenía ganas de comer. Valdez llevaba allí desde la mañana del día anterior:
dos días y ya iba para la segunda noche, durmiendo la mayor parte del tiempo e
incorporándose para beber agua de la jarra cuando no estaba durmiendo. Ella nunca
había visto a un hombre beber tanta agua. Diego Luz llegó ayer por la tarde con un
fardo de ropa —al menos, parecía ropa— y no había regresado desde entonces. Diego
Luz no solía ir allí a menos que estuviera buscando a alguien para el señor Malson,
así que habría parecido sospechoso que le vieran entrando y saliendo. Por eso Bob
Valdez le pidió que se mantuviera lejos. Nadie debía saber que él estaba allí. «Para el
resto de la gente, he desaparecido», dijo Bob Valdez. Le contó a Inez lo que le había
pasado, pero Inez tenía la sensación de que no le había contado todo. Pero poco
importaba; era asunto de Valdez. Él le contaba lo que quería, pero siempre contaba la
verdad.
Inez se paró frente a la puerta de Rosaria, escuchó y sacó una llave de los pliegues
de su falda. Abrió la cerradura y la puerta sigilosamente, en caso de que Bob Valdez
estuviera dormido.
Le sorprendió ver la luz del techo encendida; e incluso se sorprendió más cuando
vio a Bob Valdez de pie junto a la cómoda. Hizo que Polly entrara en el cuarto, cerró
la puerta y vio la expresión en el rostro de Polly al mirar a Bob Valdez.
—Déjalo ahí —dijo Inez—. Antes de que se te caiga.
—Aquí —dijo Valdez—, si eres tan amable.
Al cruzar el cuarto, Polly mantuvo la mirada en Valdez mientras este apartaba a
un lado el periódico, un quinqué y un revólver para que pudiera colocar la bandeja
sobre la cómoda. Valdez sujetaba su Remington recortada del calibre 10 y la limpiaba
con un trapo que hacía dos días había sido su camisa.
Inez sonrió ligeramente mientras lo miraba y vio los cartuchos que había ahora
sobre la cómoda, apoyados en vertical con el extremo del remache abierto.
—Roberto Valdez ha vuelto —dijo ella.
Él le respondió con una sonrisa.
—Bob es más fácil.
—Bob lleva un cuello almidonado —dijo Inez—. Roberto va a la guerra.
—Solo será una pequeña guerra, si es lo que él quiere —dijo Valdez.
—Cada vez estás más loco.
—Se lo pediré solo una vez más; eso es todo.
—Ya se lo has pedido dos veces.

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—Pero en esta ocasión será diferente.
—¿Tienes intención de enfrentarte a él?
—Si él quiere. Ya veremos.
—¿Lo veréis? Solo eres uno.
—El jamón huele delicioso. Patatas, verduras frescas —sonrió a Polly, luego
volvió a mirar a Inez—. ¿Tienes grasa de ternera?
—Iré a ver —dijo Inez—. ¿O tal vez te sirva la grasa de cerdo?
—Corté unos filetes bastante magros —dijo Polly. La chica fruncía el entrecejo,
no entendía por qué un hombre preferiría grasa de ternera cuando tenía delante un
plato de jamón recién horneado.
—No la quiere para comérsela —explicó Inez mirando a Valdez—. Pone la grasa
en el cartucho de la escopeta; así mantiene la carga junta y evita que salga despedida
hacia todos lados. ¿Hasta qué distancia, Roberto?
Bob Valdez se encogió de hombros.
—Tal vez ciento cincuenta pies.
—Bum, como un cañón —dijo Inez—. Es su propio ejército. Escucha, te daremos
comida para que te la lleves, lo que quieras.
—Te lo agradezco.
—¿Cuándo te vas?
—Cuando Diego me traiga el caballo.
—No vas a ir con él, ¿verdad?
—No. Uno vale tanto como dos en este caso.
—Pero no tanto como dos docenas.
—Quizás un poco de whisky en el café, si tienes.
—Y algo para darte fuerzas —dijo Inez—. ¿Cuándo piensas regresar?
—En dos o tres días. No lo sé.
—Así que si no has regresado en tres días… —dijo Inez.
—Reza por mí —respondió Valdez con una sonrisa.
Un poco más tarde le vieron partir para empezar su guerra: el Valdez de otro
tiempo, el Valdez con pantalones chivarra, de cuero y el Walter Colt de cañón largo
en su muslo derecho, con su escopeta y una carabina Sharp, prismáticos y una
cantimplora grande, un petate de campaña para el jamón y las galletas, el Valdez que
nadie había visto desde hacía diez años.

Llegó al bosque de abedules antes del amanecer y allí desmontó y guio a su castrado
castaño a través de las sombras grises de los árboles hasta el otro lado, el borde de la
pradera que llegaba hasta la ladera donde estaban ubicados los vigías de Tanner. Era
una noche clara y no había ninguna señal de vida en la colina. Pero estaba seguro que
estaban allí; ¿cuántos?, tendría que esperar para comprobarlo.
Con las primeras luces avanzó por el borde de los matorrales hasta el lugar donde

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R. L. Davis había azuzado su caballo contra él y lo había derribado. Valdez no
abandonó el resguardo de los árboles; pudo ver las estacas en forma de cruz tiradas en
campo abierto; pudo ver en los extremos de las estacas en cruz y en el centro las
correas de cuero que habían sido cortadas por alguien en la oscuridad, una forma
cerca de él, un brazo que se elevó sobre su cabeza para darle agua, unas manos que le
ayudaron a ponerse en pie. Debió de perder la cabeza para no acordarse de ello; debía
estar bastante peor de lo que había imaginado. Hacía tan solo tres días había estado
tendido allí bajo el sol. Y ya le parecía que hubiera pasado en otro tiempo, hace años.
Retrocedió a un lugar que le ofreciera una buena vista de las laderas al otro lado de la
pradera y allí desempaquetó sus cosas y se sentó a esperar, con los prismáticos
apoyados sobre el petate y la cantimplora y tendido tras ellos para mantener la mirada
en la ladera.
Alrededor de las seis, antes de que hubiera transcurrido una hora tras las primeras
luces, se dibujaron las siluetas de tres jinetes en el cielo coronando la cima de la
ladera. Bajaron hasta fundirse con las sombras profundas de la ladera y poco después
un solo jinete pasó por la cima en dirección contraria. Uno de noche, memorizó
Valdez, y tres durante el día. Aunque tal vez no durante todo el día.
Pero resultó ser todo el día. Valdez permaneció en los matorrales vigilando la
ladera y observando poco movimiento; nadie bajó por el sendero o cruzó la pradera
en dirección a la ladera; los vigilantes permanecían entre la espesa maleza la mayor
parte del tiempo, y si no hubiera sabido dónde buscarlos con los prismáticos,
probablemente no los habría encontrado. Alrededor de las cinco en punto de la tarde
un jinete coronó la cima del risco y poco después los tres vigías escalaron por los
caminos en zigzag y desaparecieron.
Ahí lo tenemos, se dijo Valdez. ¿Qué te parece? No puede ponerse mejor.
No había comido en todo el día y solo había tomado unos sorbos de agua. Ahora
comió un poco de jamón y galletas y un puñado de chiles rojos; tomó un trago del
whisky que Inez le había dado y un buen trago de la cantimplora. Valdez estaba listo.
Mientras cruzaba la pradera, dejó que la mano cayera hacia el Walker Colt y
liberó el cañón de su funda. La culata de la carabina Sharp descansaba en la parte
interna de la rodilla izquierda, en la funda con correas de la silla; la Remington de
doble cañón recortada en el costado derecho, enganchada al cuerno de la silla por una
correa corta de cuero. A estas horas el vigía ya le habría detectado y estaría
preparado. Tres de ellos bajaron ayer para reunirse con R. L. Davis, pero ahora
quedaba uno allí arriba que planeaba pillarlo por sorpresa. Valdez dejó que el caballo
castaño avanzara a paso lento, pero hundió los talones en los flancos del animal
cuando llegaron a las rocas y los matorrales y ascendieron por el sendero.
Ahora aparecerá, pensó Valdez. En cuanto esté listo. En cualquier momento. Se
encorvó sobre la silla y movió los hombros al paso del caballo; un jinete subiendo por
un sendero, un hombre relajado, con la guardia baja y sin prisa. Sorpréndeme, retó
mentalmente al vigía. No tienes nada que temer de mí. Sal a cielo abierto y detenme.

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Podría ser uno de tus amigos.
Se encontraba a un poco más de media ladera cuando apareció el jinete, a
cincuenta yardas y tres pendientes en zigzag por encima de él. Valdez fingió no verlo
y se acercó, bordeando uno de los recodos y llegando casi al mismo nivel del sendero
antes de que el hombre gritara en español:
—¡Ya basta!
El mexicano. Valdez reconoció la voz y, al levantar la mirada, la silueta del
hombre montado… un hombre moreno sobre un caballo castaño dibujado sobre las
sombras del atardecer entre los matorrales. El mexicano bajó por el sendero hacia él,
paró un segundo y continuó bajando; los cascos de su caballo resonaban nítidos en el
silencio hasta llegar al desnivel del sendero justo encima de Valdez, luego recogió las
riendas y su caballo removió el esquisto suelto al descender hasta el tramo donde
esperaba Bob Valdez. El mexicano se detuvo a unos cincuenta pies, frente a él en el
angosto trecho del sendero.
—Pensé que eras tú, pero luego me dije, no, ese hombre lleva una cruz en la
espalda.
—Me cansé de llevarla —respondió Valdez.
—Alguien te encontró, ¿eh?
—Alguien.
—Tuviste a la suerte de tu lado en esta ocasión.
—Si la gente te ayuda —respondió Valdez—, no necesitas a la suerte.
—Entonces es eso, ¿eh? No lo sabía.
—Claro, como tú y yo —dijo Valdez—. Podemos ser amigos si queremos.
Hablamos un rato. Te invito a un trago de whisky. ¿Cómo lo ves?
—Veo muchas pistolas —dijo el mexicano—. ¿Vienes aquí para hablar y traes
todas esas armas? —ahora sonreía plácidamente.
—¿Estas pequeñeces? —Valdez levantó la Remington con la mano derecha y los
dedos alrededor del cuello de la culata, con los cañones cortos y gruesos apuntando
directamente hacia arriba—. ¿Piensas que esto podría herir a alguien? Es para cazar
conejos.
—Para conejos —dijo el mexicano, asintiendo—. Claro, hay muchos conejos por
aquí. Por eso has venido, ¿eh?, para cazar conejos.
—Si veo alguno, tal vez lo cace. No, he venido para pedirte que me hagas un
favor.
—Porque somos buenos amigos —dijo el mexicano.
—Así es. Como amigo quiero que vayas a ver al señor Tanner y le digas que
viene Valdez.
El mexicano se quedó en silencio durante unos segundos, asintiendo ligeramente
mientras examinaba a Valdez y reflexionaba sobre él.
—Vienes a verme —dijo entonces el mexicano—. ¿Cómo es que sabes que estoy
aquí?

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—Tú o cualquier otro —dijo Valdez—. Da igual.
—Querrás decir yo y cualquier otro. Hay alguien allí arriba sobre los riscos a tus
espaldas.
—Te diré una cosa —dijo Valdez—. He estado aquí apostado todo el día. He visto
venir a tres de vosotros y a uno irse. Vi a uno de vosotros venir y a tres marcharse. No
hay nadie más en las rocas… solo estás tú, frente a mí. Eso es todo.
El mexicano le miró, impertérrito.
—¿Estás seguro de eso? ¿Te apostarías la vida en ello?
—Las cartas están echadas —dijo Valdez.
El mexicano sonrió.
—¿Qué manera es esta de hablarse entre dos amigos? ¿Quieres que vaya y le diga
algo? De acuerdo, se lo diré. Baja esa escopeta de matar conejos —tensó las riendas y
comenzó a girar con el caballo para dar media vuelta en el estrecho sendero. Tras
mirar a Valdez una vez más, dijo—: Espera aquí, ¿de acuerdo? Iré a decirle lo que me
has dicho y luego regresaré y te diré lo que ha respondido. ¿Te parece?
Valdez asintió.
—Estaré aquí esperando —dijo, y a continuación bajó el cañón y lo apoyó sobre
el regazo.
—Claro, quédate aquí mismo. No tardaré mucho.
El mexicano se giró sobre la silla y comenzó a alejarse, dándole la espalda a
Valdez hasta que llegó al final de la curva y azuzó al caballo para que subiera por la
grava del sendero en zigzag; ahora, a un nivel por encima de Valdez y a unos setenta
u ochenta pies de distancia, bajó al galope cargando contra él.
El pulgar derecho de Valdez amartilló ambos gatillos dejando el dedo doblado
tras el guardamonte y sintió la tensión del primer gatillo. El mexicano estaba ahora
espoleando al caballo, azuzándolo al galope por el terraplén bajo del sendero,
sujetando las riendas con la mano izquierda. Valdez tan solo vio al mexicano bajando
y supuso que pasaría de largo para girarse de repente y dispararle por detrás. Pero a
menos de treinta pies vio que el mexicano levantaba la mano derecha con el revólver
y… ahí estaba, en ese mismo instante, el mexicano agachado tras la silla, gritando
Aiiiii para envalentonar al caballo o a él mismo, y con el revólver apoyado sobre la
crin del caballo, mostrando tan solo la pierna, el costado y el hombro izquierdos, pero
fue suficiente. Valdez levantó los cañones de la Remington de su regazo y la
explosión derribó al mexicano, lanzó hacia atrás la grupa del caballo y el revólver del
mexicano se descargó al golpear el suelo; el castrado castaño que montaba Valdez
echó la cabeza hacia atrás intentando alejarse del hombre, mientras la gravilla caía
por la pendiente hacia ellos. El mexicano rodó sobre su espalda hasta llegar casi hasta
el castrado castaño, con la ropa cubierta de un polvo fino y una mancha oscura y
húmeda extendiéndose desde un lado del muslo. Tenía los ojos abiertos y el brazo
izquierdo pegado al costado.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Valdez.

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El mexicano no dijo nada, solo lo miró aturdido con el rostro levantado hacia él.
Valdez desmontó, se arrodilló junto al hombre y le levantó el brazo suavemente
para examinar la herida. La carga de la escopeta le había desgarrado el costado a la
altura de la cintura, rompiéndole el cinturón y parte de su camisa y chaparreras de
cuero.
—Deberías hacer que te miren la herida —dijo Valdez—. ¿Conoces a alguien que
pueda coserte?
Los ojos del mexicano estaban vidriosos y humedecidos.
—¿Qué le has puesto a la munición?
—Ya te lo he dicho, algo para conejos. Escucha, voy a subirte al caballo y
sentarte en la silla.
—No puedo cabalgar a ningún sitio.
—Claro que puedes —Valdez bajó el brazo del mexicano y le dio una palmada en
el hombro. El mexicano se estremeció y Valdez sonrió—. Cabalga hasta el señor
Tanner, ¿de acuerdo? Dile que viene Valdez. ¿Has escuchado lo que he dicho? Que
viene Valdez. Pero mira, amigo, será mejor que te des prisa.

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CINCO

—Va a morir —dijo el segundo—. Quizás antes de esta noche.


El mexicano estaba tendido boca arriba en el borde de la plataforma de carga,
donde le habían colocado después de desmontarlo del caballo. Miraba al segundo y a
Frank Tanner, que permanecían de pie junto a él. Podía oír a la gente en la calle, pero
no tenía la fuerza ni el deseo de girar la cabeza para mirarlos. Escuchó al segundo
decir que iba a morir y supo que iba a morir, ahora, cuando el sol se pusiera. Pensaba,
debí de haber pasado de largo y luego haberme dado la vuelta y disparado. O debería
haberle disparado cuando subía él, antes de que me viera. O podría haber subido un
poco más y haber usado el rifle. Deseaba poder volver hacia atrás y empezar otra vez
desde el momento en que vio a Valdez subiendo por el sendero, pero ya era
demasiado tarde. Pudo ver otra vez a Valdez levantando el arma, los gruesos cañones
mirándole; pudo ver al señor Tanner mirándole, su boca bajo el bigote apenas se
movía.
—¿Qué más dijo?
El mexicano moribundo miró entonces al señor Tanner.
—Que viene Valdez. Eso es todo —dijo el segundo.
—¿Cómo sabemos que es el mismo hombre?
—Es su nombre.
—Hay cientos de hombres apellidados Valdez.
—Tal vez, pero tiene que ser el mismo —dijo el segundo—. Dijiste que mató al
negro con una escopeta.
—Una escopeta de granjero —dijo Tanner.
—No estoy seguro —dijo el segundo—. Por la forma en que la usó.
Tanner apartó la mirada del mexicano y la dirigió al otro lado de la plaza, más allá
de las casas de adobe y la cordillera de colinas en la distancia, hasta la fría línea roja
de cielo sobre las laderas sombreadas. El tal Valdez había matado a uno de sus
hombres allá arriba y dijo que venía. ¿Para qué? No podía ser para ayudar a la mujer
india de un negro muerto. No tendría las agallas de venir y sacar un arma para
conseguir el dinero. Jamás entraría ni saldría vivo. Entonces, ¿qué se proponía?
¿Quién era?
El segundo siguió la mirada de Tanner hacia las colinas.
—Se ha ido. No creo que esté allá abajo esperando.
—Envía a alguien y asegúrate.
—Podría estar en cualquier parte.
—Bien, maldita sea, ¿tienes rastreadores?
—Claro que tenemos.
—Entonces envíalos —dijo Tanner—. Quiero a hombres por todas esas colinas, y

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si está allí quiero que lo traigan, de pie o con los pies por delante. Me da igual.
Quiero que envíes a gente a Lanoria para rastrear cualquier lugar donde pudiera estar
y hablar con cualquiera que lo conozca. Quiero que pongan un cartel en la calle
principal que informe de que Bob Valdez es hombre muerto y cualquiera que se sepa
que lo ayude también será ejecutado. ¿Me entiendes?
—Saldremos mañana —dijo el segundo.
Tanner lo miró.
—Saldremos cuando yo diga que salimos.
El hombre moribundo, que yacía boca arriba mientras la mancha húmeda de su
sangre se extendía ya por la plataforma —pensando que esto no debería haberle
ocurrido, no solo por la vida que aún le quedaba por vivir hacía tan solo una hora,
sino también por cómo se veía a sí mismo, consciente de estar vivo y no pensando
jamás en la muerte—, miró al cielo y no tuvo que protegerse los ojos de la luz. Vio la
barba del segundo y la parte inferior del ala de su sombrero de paja, y luego ya no vio
al segundo. Vio el rostro del señor Tanner, y luego ya no vio al señor Tanner. Vio el
cielo abierto sobre él y ya no vio nada más. Pero el cielo no era una visión agradable.
Si no hubiera estado en la colina esa noche, ahora estaría en uno de los edificios de
adobe, en la cantina, con el humo de los quinqués y las mujeres entrando, se estaría
encendiendo un puro mientras las miraba y palpándose la barriga bajo las pistoleras,
llena de ternera y tortillas, y luego arrastrando a alguna mujer a su lado y bebiendo
mescal con la mano en la curva de su cuello, tocándole la nuca y sintiendo los
mechones de su cabello entre los dedos. Pero se equivocó. Debería haber visto las
tres armas que llevaba el hombre y haber sido más cauto. Pero pensó que el hombre
era el mismo que recordaba de antes, acorralado contra la pared y con la cruz en la
espalda, y le había escuchado a pesar de que había planeado matarlo, teniendo
cuidado de no mostrarse demasiado cauteloso y revelar sus intenciones al hombre.
Debió recordar antes cómo aquel hombre permaneció inmóvil en la pared mirándolos
mientras le disparaban. Debió recordar antes cómo se levantó con la cruz en la
espalda y, después de que le empujaran, volvió a levantarse y se marchó. Mira —
debería haberle dicho alguien, o debería haberse dicho él mismo—, el hombre tiene
tres armas, y lleva una Remington de doble cañón colgando de la silla. ¿Qué clase de
hombre es? Y luego pensó: deberías saber cuándo vas a morir. Debería ser algo que
uno planease. No debería ocurrir, pero está ocurriendo. Intentó levantar el brazo
izquierdo, pero no pudo. Tenía toda la parte izquierda entumecida, desde el pecho
hasta las piernas. Tenía el costado abierto y su vida se escapaba mientras
contemplaba el cielo. Se dijo a sí mismo, ¿qué es el cielo para mí? Se dijo, ¿qué
haces aquí solo?
—Pregúntale si está seguro de que es el mismo hombre —dijo Tanner.
El segundo se acercó de nuevo al mexicano. Supo que estaba muerto al mirarlo,
aunque los ojos del hombre estaban abiertos, mirando al cielo.

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El mexicano había logrado llegar al poblado, con la cabeza colgando y dejando que el
caballo lo condujera, pero parecía estar todavía vivo cuando entró en la calle de los
edificios de adobe.
Puedes morirte cuando quieras después de decírselo, pensó Valdez, observando
con los prismáticos la parte más elevada del sendero. No tenía nada en contra del
hombre a excepción de una patada en la espalda y la certeza de que había querido
matarlo. Sabía que el hombre moriría, y sería mejor si lo hacía, pero no deseaba su
muerte. Pasaría, eso era todo.
Pronto saldrían. Partirían del poblado en todas direcciones, o en fila india a través
del prado y hacia el sendero de las colinas. Cuando el mexicano llegó a las
construcciones de adobe, Valdez escaló más alto, desviándose ahora del sendero y
guiando al castrado castaño por las rocas. Desde allí contempló a los tres jinetes que
llegaron primero, dejando que sus caballos atravesaran por terreno abierto. Llegaron
arriba por los desfiladeros y bajaron por las sendas en zigzag en la ladera opuesta, sin
detenerse. Tres más pasaron detrás de ellos, pero no apresuraban el paso de sus
monturas, sino que avanzaban tomándose su tiempo. Escalaron por el sendero
mirando al suelo; al llegar al lugar donde Valdez había disparado al mexicano,
desmontaron.
Más hombres salieron del poblado, dispersándose y sin saber hacia dónde
dirigirse. No eran nada. Los tres que buscaban rastros eran un poco mejor que nada,
pero tenían menos de una hora de luz y ninguna posibilidad de atraparlo. Contó un
total de diecisiete hombres que salieron del poblado. Habrían quedado otros con las
reses y tal vez otros en distintos lugares. No había manera de saber cuántos seguían
en el pueblo. No había manera de saber si Tanner había salido de allí o si todavía
seguía en el pueblo. No tendría más remedio que ir allí y averiguarlo. Y si Tanner no
estaba en el pueblo tendría que idear otro plan y regresar en otro momento. No había
prisa. No era algo que tuviera que ser hecho hoy o mañana o esta semana. Podía
hacerlo en cualquier momento. Pero será mejor que lo hagas esta noche, Valdez, se
dijo a sí mismo, antes de que te lo pienses demasiado. Hazlo o no lo hagas.
Hazlo, pensó. Se echó un trago de whisky y guardó otra vez la botella en la
alforja que colgaba de la silla.
Hazlo antes de que seas demasiado viejo.
Tomó las riendas del caballo castaño y comenzó a descender lentamente por las
rocas hacia el poblado. Lo bordearía y se aproximaría desde los árboles del otro lado,
saliendo por detrás de la iglesia quemada.

El recepcionista del Hotel Republic, en cuanto terminó su turno, se dirigió al De


Spain’s y preguntó si los tres jinetes de Tanner habían estado allí.
Demonios, sí, habían estado allí, y también en la pensión de Bob Valdez y en la
oficina de Hatch & Hodges y habían asomado las cabezas en casi todas las tiendas de

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la calle. Se movían rápido, no perdían el tiempo haciendo preguntas y estaba claro
que tenían muchas ganas de echarle el guante. ¿Muchas ganas? ¿Visteis el cartel allí
delante, clavado al poste?
Era un tablón cuadrado y uno de ellos había escrito con tiza: BOB VALDEZ ES
HOMBRE MUERTO. CUALQUIERA QUE LO AYUDE TAMBIÉN ESTÁ
MUERTO.
Realmente tenían ganas de echarle el guante. Iban a matarlo.
Si es que lo encontraban. ¿Dónde demonios estaba Valdez? Nadie lo sabía. Nadie
recordaba haberlo visto desde hacía días. La última vez fue el sábado, cuando partió a
caballo para ver a Tanner. No, dijo alguien, hizo la carrera hasta St. David al día
siguiente. ¿Y desde entonces? Nadie lo recordaba. Tal vez hubiera estado por allí, o
tal vez no. Bob Valdez no era alguien que se te quedara en la mente y recordaras.
El señor Malson dijo al señor Beaudry:
—Si tiene a Tanner tras él, y lo sabe, ya debe de estar a unas setecientas millas de
aquí.
—O más lejos aún —respondió el señor Beaudry.
—Si no lo sabe —dijo alguien—, entonces es hombre muerto, como dice el
cartel.
—Debe de funcionarle algo mal en la cabeza —dijo el señor Malson—. Jesús,
debimos de haber visto desde el primer minuto que empezó a hablar sobre la mujer
lipán que le pasaba algo raro.
R. L. Davis no dijo nada. Quería hacerlo, pero seguía sin estar seguro de lo que
diría la gente. Quizás dijeran que estaba loco. Si había dejado tendido a Valdez bajo
el sol, entonces ¿para qué había regresado allí?
Le escucharían contarlo. «Claro, lo tiré. Le iba a dar una lección por amenazarme
con la escopeta el otro día… después de que disparara al negro». Ellos le mirarían y
dirían: «¿Has matado a un hombre de esa manera? ¿Como lo haría un indio?».
Y él respondería: «No, le daba una lección, eso es todo. Demonios, regresé, lo
desaté y le dejé una cantimplora de agua». Y ellos dirían: «Bueno, si lo soltaste,
¿dónde está?». Y otro diría: «Si querías matarlo, ¿por qué lo soltaste?».
Y él diría: «Demonios, si hay algo entre Bob Valdez y yo, lo arreglaremos con
armas. Yo no soy un maldito apache».
Pero tenía la sensación de que no iban a creer ni una sola palabra.
De acuerdo, hace tres días dejó a Valdez en la pradera. Y esta noche los hombres
de Tanner vienen buscándole y escriben su sentencia de muerte. Así que Valdez debió
regresar y hacerles algo.
Valdez no había estado aquí; al menos, nadie recordaba haberlo visto. Entonces,
¿dónde había estado los últimos tres días? Desde luego, no en su pensión.
Pero… ¡maldita sea, Diego Luz había estado en su pensión! Recordó entonces a
Diego saliendo de allí y la extraña expresión en su rostro cuando se dio cuenta de que
le habían visto.

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¿Qué diría Frank Tanner de eso?, se dijo R. L. Davis. Si pudieras entregarle a Bob
Valdez sin duda te contrataría en ese mismo instante, ¿verdad?

Ve donde está Tanner, amartilla el Walker en su cara y di: De acuerdo, dame el


dinero. Esto es lo que Valdez estaba pensando. No se lo pedirá, esta vez se lo
ordenará. Cien dólares o quinientos o lo que tenga. Cógelo y vete y no pienses en lo
que pasará después hasta que acabes. Tendría que abandonar Lanoria e irse a otro
lugar y tal vez vivir preocupado por Tanner el resto de su vida… porque había
querido ayudar a la mujer; porque lo había comenzado y se había metido de lleno y
ahora había llegado demasiado lejos para dar media vuelta e irse. Debes de estar loco,
pensó Valdez. Como Inez le había dicho. O ser un idiota. Pero estaba aquí e iba a
llegar hasta el final, y no iba a darle más vueltas a por qué estaba allí.
Estaba apostado detrás de la iglesia y había arrimado el caballo castaño a la pared,
luego recorrió el callejón que conducía al patio de la iglesia. Al final del patio estaba
el edificio con la plataforma de carga. Al rebasar el muro bajo del patio de la iglesia
pudo ver la plaza y la bomba de agua y el abrevadero de piedra. No había nadie en la
plaza ahora. Más abajo, en la calle y en penumbra, pudo ver las siluetas de gente
frente a los edificios de adobe, unas cuantas mujeres sentadas fuera charlando; podía
oír las voces y las risas, que sonaban nítidamente en el silencio.
Valdez dejó el caballo castaño en el patio. Se arrimó a la pared y se deslizó por el
estrecho espacio entre la plataforma y dos carretas listas para ser cargadas. Subió los
escalones por el lado contrario. En la plataforma volvió a echar un vistazo a la plaza y
a la puerta de la iglesia y la valla delante de la entrada. Había unos cuantos caballos
dentro; se preguntó si alguno de ellos sería su yegua baya. Tal vez, después tendría
tiempo para mirar. Cruzó la plataforma y entró en el edificio, en el cuarto lleno de
cajones de madera y sacos de grano. Tal vez no fuera este el hogar de Tanner. Quizás
tuviera que recorrer la calle, rápido, antes de que fuera totalmente de noche y
hubieran dejado de buscarlo. La habitación ya estaba a oscuras. Tuvo que avanzar a
tientas al principio, moviéndose entre las cajas hasta las escaleras. Las tablas del
suelo crujían y las botas en las escaleras producían un ruido penetrante y fuerte que
Tanner sin duda oiría si estaba allá arriba; estaría preparado, o quizás pensara que se
trataba de uno de sus hombres. Valdez llegó al descansillo y abrió la puerta frente a
él.
La habitación estaba en silencio y parecía vacía, hasta que la mujer se movió y
Valdez vio su perfil y la suave curva de su cabello delante de la ventana. Ella lo miró
mientras entraba a la habitación y abría la puerta del dormitorio, esperando a que él la
volviera a mirar.
—No está aquí.
Valdez se acercó a ella. Se detuvo para echar un vistazo por la ventana a la plaza.
—¿Se fue con ellos?

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—Supongo —dijo la mujer—. No me lo dijo.
—¿Eres su esposa?
Pasaron unos segundos, la mujer no respondió y Valdez la miró.
—Seré su esposa, pronto.
—¿Lo conoces?
—Qué pregunta más extraña. Supongo que debo conocerlo si voy a casarme con
él.
—Bueno, eso es asunto tuyo.
Se hizo el silencio entre ellos hasta que la mujer lo rompió.
—¿Vas a esperarle?
—Todavía no sé… si esperar o regresar en otra ocasión.
—Tanner no va a darte otra ocasión. Mataste a uno de sus hombres.
—Murió. Me pareció que iba a morir —dijo Valdez—. A menos que hubierais
tenido aquí un doctor.
Ella miró a Valdez mientras este miraba por la ventana otra vez.
—¿Has venido aquí para matar a Frank?
—Eso depende de él —dijo Valdez.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Lo mismo que antes. Algo para la mujer.
—¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué te preocupa?
—Escucha —dijo Valdez, luego vaciló—. Si te digo lo que pienso, no sonará
bien. Es algo que sé. ¿Entiendes eso?
—Quizás lo mates —dijo la mujer—, pero no le sacarás nada.
Valdez asintió lentamente.
—He estado pensando en eso. Si él no quiere darme nada, ¿cómo le obligo? Le
apunto con la pistola y se lo ordeno, pero si tengo que dispararle, entonces no saco
nada.
—Si no te mata él primero —dijo la mujer.
—He estado pensando —dijo Valdez—. Si yo tengo algo que él quiere, entonces
quizás podamos negociar. Si es que lo quiere de verdad.
Ella le miró y no dijo nada. Valdez la miraba ahora.
—Como por ejemplo si le digo, «dame el dinero y yo te doy a tu mujer».
Ella continuó mirándolo, examinándolo.
—¿Y si él no te da el dinero? —dijo, finalmente.
—Entonces no recupera a su mujer —dijo Valdez.
—¿Me matarías?
—No, la cuestión es cuánto le gustas.
—Te esperará sentado. Apostará hombres alrededor del edificio y más pronto o
más tarde tendrás que salir.
—No si ya estoy fuera —dijo Valdez. Su rostro se dirigió a la ventana antes de
volver a mirar a la mujer—. Escucha, si quieres llevarte algo, cógelo ahora.

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Una mujer que pertenecía a uno de los hombres de Tanner los vio marcharse. Había
ido a la fuente en la plaza y se quedó allí de pie mirándolos cuando salieron de la
plataforma de carga: la mujer del señor Tanner con una manta enrollada y el hombre
con un saco de grano con algo dentro y un pellejo de agua vacío. Los miró y ellos la
miraron, pero ella no gritó. Le dijo al señor Tanner que tenía miedo de que el hombre
le hiciera algo a ella o a la mujer del señor Tanner.
—Continúa —dijo el señor Tanner—. ¿Y luego qué pasó?
Tanner seguía montado a caballo con el segundo y varios hombres bajo el brillo
del farol en la plaza… el farol encendido en el asiento de un carromato para que
Tanner pudiera ver a la mujer mientras les contaba lo ocurrido.
«Se dirigieron al patio de la iglesia», le dijo la mujer a Tanner. Luego el hombre
se acercó a ella arrimado a la pared y le ordenó que cogiera un caballo de la iglesia,
concretamente un caballo bayo si estaba allí. La mujer sacó un caballo, pero no
estaba segura del color en la oscuridad de la iglesia, y no era un bayo, sino uno
castaño. Luego él le dijo que trajera una silla de montar y bridas y medio saco de
maíz seco.
Mientras esto ocurría, la mujer del señor Tanner estaba montada a horcajadas en
un caballo en el patio de la iglesia, sentada en la silla como un hombre, aunque
llevaba puesto un vestido. «Creo que blanco o gris», dijo la mujer. Cuando Valdez
estuvo preparado y montó el caballo castaño, entró en el patio de la iglesia y le dijo a
la mujer de Tanner que le siguiera.
—¿Le dijo ella algo a él? —preguntó el señor Tanner.
—No que yo oyera —respondió la mujer.
Se dirigieron hacia el callejón junto a la iglesia. La mujer esperó hasta que
estuvieron en el callejón y entonces les siguió, pero cuando llegó a la parte trasera de
la iglesia ya se habían marchado.
—¿Pudiste oír por dónde fueron? —preguntó Tanner.
—Creo que se marcharon hacia el río —dijo la mujer.
—Para ponerse a cubierto —dijo el segundo; estaba sentado en su caballo junto a
Frank Tanner—. Luego, tal vez al sur, hacia las montañas.
—¿Cuánto tiempo hace que se fueron? —preguntó Tanner.
La mujer reflexionó un poco y dijo:
—No mucho. Deben de estar a tan solo unas dos o tres millas. O un poco más si
huyeron al galope.
—Ya sabes qué hacer —le dijo Tanner al segundo—. Quienquiera que quede
aquí, que vuelva a salir otra vez.
—Pero en la oscuridad —dijo el segundo—, ¿cómo los veremos?
—Mira —dijo Tanner—, alguien podría tropezarse con ellos.
El segundo esperó, estuvo a punto de hablar, pero miró a Tanner y se limitó a
asentir. Era asunto de Tanner. No, su trabajo era levantarse pronto por la mañana con

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los caporales y cargar el grano y el ganado, llevarlo todo al otro lado de la frontera y
regresar sin que los mataran. Ese era su trabajo.
Pero por la mañana los carromatos seguían vacíos y Frank Tanner esperaba en la
plataforma de carga a que sus hombres entraran. Algunas de las mujeres estaban en la
plaza, mirándolo, esperando a ver qué hacía. Los hombres entraron uno a uno y en
pequeños grupos y hablaban con el segundo mientras daban de beber a los caballos y
mientras las mujeres miraban. Era ya casi media mañana cuando regresaron los
rastreadores. Uno de ellos estaba muerto, los otros dos estaban heridos.
Estos tres rastreadores que entraron en fila india, uno de ellos boca abajo sobre su
silla de montar, eran los mejores cazadores y rastreadores del segundo. Habían estado
en el ejército y habían sobrevivido a todas las campañas contra los apaches. Pero
ahora, uno estaba muerto y otro lo estaría pronto.
Tanner estaba sentado en una mecedora bajo el sol de la mañana y vio cómo
entraban a los hombres: otro hombre muerto en la plataforma de carga y un hombre
que tosía sangre, y un tercero, más afortunado que los dos primeros, con un disparo
en el antebrazo izquierdo y el hueso destrozado, de eso no cabía duda. Este podía
hablar y les contó lo que había sucedido, la suya era la única voz en el silencio.
Tanner escuchó al hombre y no le interrumpió. Escuchó cómo los tres se pusieron en
la piel de Valdez y decidieron que bajarían el río hacia las colinas del sur de las
montañas de Santa Rita, y luego pensaron que tal vez había avanzado al oeste en
dirección a Lanoria o tal vez no, pero echarían un vistazo.
Con las primeras luces de la mañana ya habían encontrado pisadas, marcas
frescas de dos caballos que revelaban que estaban en movimiento. No estaban
seguros de las intenciones del hombre que rastreaban; no intentaba mantenerse sobre
terreno de piedra ni tampoco disimular sus pisadas y avanzaba a paso lento, tal vez
pensando que tenía suficiente tiempo. Sin embargo, cuando llegaron al trecho llano a
cielo abierto con los árboles en la distancia, avanzaron con cuidado a sabiendas de
que podría estar esperándolos tras los árboles. Así que trazaron un plan mientras
cruzaban la llanura: se separarían antes de llegar a cubierto y subirían la ladera por
tres lados distintos, y si estaba allí lo atraparían. Pero nunca llegaron a los árboles.
—Verá, era una llanura abierta —dijo el hombre con el brazo destrozado—, a
ambos lados hasta donde alcanzaba la vista y a una milla de distancia por delante de
nosotros. No había ningún lugar cercano donde ponerse a cubierto, ni unos míseros
matorrales donde escondernos. Fue como si saliera del suelo a nuestras espaldas. Nos
dice: «Tirad las armas y daos la vuelta». Una voz allí fuera en medio de ninguna
parte. Nos paramos y nos dimos la vuelta, pero sujetando nuestras armas, y allí estaba
el tipo de pie. Juro por Dios que no había nada allí donde hubiera podido esconderse
y, sin embargo, apareció de debajo de la tierra que acabábamos de pisar un segundo
antes.
»Entonces dice: “Regresad y decidle al señor Tanner que le estamos esperando”.
Eso es lo que dijo, esperándole. Queriendo decir que no iba a hablar con nadie más.

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Luego dice: “Decidle al señor Tanner que tengo algo con lo que negociar”. La
buscamos con la mirada, pero no vimos a la mujer por ningún sitio. Solo estaba él, y
nosotros éramos tres. Supongo que todos teníamos en mente echarle el guante y él
debió verlo en nuestros ojos. Entonces dice: “Tirad las armas”. Nosotros no nos
movemos. Lo dice otra vez y en esta ocasión, cuando seguimos sin movernos, levanta
el Colt con la mano derecha y me dispara en el brazo.
Miró hacia el hombre muerto y el hombre tendido en el suelo con los pulmones
reventados.
—Ellos echaron mano de sus armas cuando escucharon la detonación, y entonces
él levanta una escopeta recortada con la mano izquierda, dispara los dos cañones y da
de lleno a los dos chicos. Este estaba un poco adelantado, más cerca, y lo mató en el
acto.
»Y luego me dice a mí: “Tú, dile que si quiere a su mujer, que venga con
quinientos dólares”.
»Y yo le digo: “Bueno, ¿dónde se supone que tiene que ir el señor Tanner? ¿Vas a
poner carteles?”. Y luego Valdez señala a un lugar.
El hombre con el brazo destrozado, de pie junto a la plataforma de carga dio
media vuelta y levantó el brazo derecho con el dedo estirado; lo movió poco a poco
hacia el suroeste.
—Allí, lo puede ver —dijo el hombre—, aunque estaba más cerca donde
estábamos y lo podía ver mejor… las cimas gemelas, la que es más alta que la otra.
Valdez dice que señale hacia ellas y que él se pondrá en contacto con usted.
»Yo le digo entonces: “Bueno, ¿qué pasa si al señor Tanner no le da la gana
venir?
»Y él me dice, allí de pie con la escopeta y el Colt: “Entonces, mataré a su
mujer”.
Frank Tanner examinó las cumbres gemelas a unas diez millas de distancia. Unos
minutos más tarde, cuando se dio cuenta de que estaba sentado en una mecedora en la
plataforma de carga y su gente estaba abajo en la plaza, esperando a que dijera algo,
él agitó la mano y se marcharon, llevándose al hombre muerto, al hombre herido en el
pulmón y al hombre con el brazo izquierdo reventado, que pensó que el señor Tanner
querría decirle algo a él personalmente. Pero no fue así… Tanner solo agitó la mano.
El segundo se quedó; él era el único. Esperó un rato, ordenando las palabras en su
mente. Cuando estuvo listo dijo:
—Si vas a por él, no haremos el viaje.
Esperó, dándole al señor Tanner la oportunidad de decir algo, pero el único
sonido fue el de alguien bombeando agua, un chirrido metálico en el calor que
envolvía el poblado.
—Vamos allá y lo buscamos —dijo el segundo—. Claro, lo encontraremos, pero
quizás nos lleve unos días, una semana, si sabe lo que se hace. Si vamos allá fuera, no
vamos a Sonora a darle al hombre las cosas por las que paga. ¿Cuánto paga? —el

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segundo volvió a esperar y luego dijo—: Paga muy bien, pero nadie le pagará en
aquellas montañas.
El segundo esperó de pie bajo el sol a que el señor Tanner le dijera algo. Podía
quedarse allí en pie todo el día y aquel hijo de perra del señor Tanner podría seguir
sin decir nada. El segundo tenía calor y sed. Le gustaría tomar un buen vaso de
mescal y un poco de carne y chiles, pero estaba allí de pie esperando a que aquel hijo
de perra americano se decidiera.
Así que, con una ligera sonrisa, dijo:
—Eh, ¿qué tal si no se va? Déjale que la mate —su sonrisa se ensanchó y
gesticuló como si dijera, ¿no ve lo sencillo que es?—. Entonces, ¿qué? ¿Se busca a
otra mujer?
Frank Tanner, sentado en la mecedora, miró a su segundo.
—Si estuvieras aquí arriba —dijo— te reventaría la cara. Y si me pidieras más
también te lo daría. ¿Es que no ves lo que pasa?
El segundo había matado a cinco hombres en toda su vida, que él supiera, y
probablemente fueran más si se tenía en cuenta a los que murieron más tarde por uno
de sus disparos, o si contaba a los apaches. Ahorcó a un hombre al que pilló
robándole caballos. Mató a un hombre con una navaja en una cantina. Había
disparado a un hombre que trabajó para él y que le insultó y desenfundó el revólver.
Había matado a dos federales cuando los soldados los emboscaron para llevarse la
mercancía que transportaban a Sonora. Y en compañía de otros hombres había
masacrado una ranchería apache, disparando y destripando a todo ser humano que
encontraban, incluyendo ancianos y niños. Pero el segundo también era un hombre
práctico. Tenía una esposa en ese pueblo y dos o tres más en poblados al sur de allí,
en Sonoita, Naco y Nogales. Tenía nueve hijos de los que tuviera noticia. Quizás
fueran once o doce. O tal vez fueran quince. No había querido matar a los niños
apaches, pero eran apaches. También le gustaba el mescal y los buenos caballos y los
rifles bien calibrados y los revólveres. Era el número dos y el señor Tanner era el
número uno. Y estaba pensando, Mierda. Pero sonrió al señor Tanner y dijo:
—¿Por qué no lo dijo? Si quiere atrapar a ese hombre, iremos y lo atraparemos
para usted.
Frank Tanner asintió, pensando en la mujer.
Cuando estuvo en Yuma pensaba en mujeres todos los días. Había pensado en las
mujeres antes de eso, pero no de la misma manera que en aquella prisión de piedra
con vistas al río. Recordaba ahora cómo olían los hombres en Yuma, rompiendo
piedras durante doce horas bajo el sol, trabajando en la carretera y regresando para
comer su ración de bazofia. Y entonces era cuando empezaban a hablar de mujeres.
Frank Tanner pensaba que no reconocerían a una mujer de verdad ni aunque la
tuvieran delante, a excepción de alguna que otra puta que les sonreía y se reía y les
pegaba todo tipo de enfermedades que pudrían sus entrañas. No, cuando estaba en
Yuma se imaginaba a una chica rubia, con pelo largo de verdad y una bonita cara y

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grandes pechos redondos, aunque no debía tener mucha tripa ni caderas. Las caderas
podían abarcar más que una palma de la mano de ancho, pero la chica debía tener una
bonita barriga blanca y hundida hacia dentro. Así se las imaginaba en Yuma, después
de que él y Carlisle Baylor fueran pillados con las malditas vacas marcadas cuando
escapaban hacia el viejo México sin ningún recibo de compra. Tres años
imaginándose a una mujer de cabello dorado. Dos años más juntando dinero y
comprando ganado para venderlo al otro lado de la frontera, comprando y vendiendo
caballos y ganado y dinamita y cualquier cosa que pudiera venderse allá abajo. Había
comprado mosquetes confederados de veinticinco años de antigüedad y los vendió.
Compró unos cuantos rifles Whitworth y también los vendió. Ganó dinero y conoció
a gente que conocía a gente y muy pronto incluso vendía monturas de refresco a la
Caballería de los Estados Unidos en Fort Huachuca. Y fue allí donde vio a la mujer,
la joven o la mujer o como quieran considerarla, allí en Huachuca, casada con un
comerciante alcohólico que no dejaba pasar un día sin tomar un cuarto de whisky o
una botella de mescal, o incluso cerveza de maíz si no podía conseguir mescal. Y allí
estaba ella, a quien había visto día tras día en Yuma, y también cada día desde
entonces, la joven de cabellos dorados hecha para un hombre como él, mientras
permanecía sentado en su casa, hablando con el comerciante borracho que era su
esposo y mirando a la mujer a la mínima ocasión que tenía. Hacía un año de eso; un
poco más de un año. Hablaba con ella cuando él no estaba cerca e intentaba averiguar
cosas sobre ella, sobre ellos. Intentaba averiguar si ella sentía algo por aquel
borracho. Sin duda debía sentir algo cuando él la pegaba —a veces se veían
moratones en su rostro que no podía ocultar con maquillaje—, pero tal vez a ella le
gustara. Nunca se sabía con las mujeres.
Podría habérsela quitado a aquel borracho mientras estaba vivo, pero cuando
murió ya no hubo nada más que pensar. Se la llevó y ella se marchó con él. Además
estaba dispuesto a casarse con ella, pero tenía asuntos de los que ocuparse y ella
tendría que esperar; pero mientras tanto no existía ningún motivo para que no
pudieran vivir como marido y mujer. La mujer lo comprendió y accedió, y era mejor
de lo que había podido imaginar en Yuma. Ahora era real, y suya, y ningún maldito
desgraciado mexicano amigo de los negros y alguacil iba a escaparse con ella a las
colinas y amenazar con matarla. Valdez, o como se llamara, era hombre muerto y más
le valdría entregarse ahora mismo y ahorrar tiempo a todo el mundo.
Tanner miraba hacia las colinas que subían hacia Santa Rita y los picos gemelos,
que se recortaban en la distancia contra el cielo abrasador.
—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó al segundo.
—Nada —respondió el segundo.
—¿Por qué querrá que le sigamos allá arriba?
—No lo sé —dijo el segundo—. Tal vez tenga un sitio en alguna parte.
—¿Qué clase de sitio?
—Un campamento apache en el que haya estado antes —dijo el segundo—.

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Conoce las costumbres apaches… lo que hizo con los tres rastreadores en campo
abierto, esconderse donde no había sitio donde esconderse…
—No me pareció gran cosa —dijo Frank Tanner.
—Quizás —dijo el segundo—. Pero conoce a los apaches.

R. L. Davis se emborrachó intentando reunir el suficiente valor para contar lo que le


había hecho a Bob Valdez y que aún no había contado. Se dirigió al local de Inez,
pero no le dejaron entrar. Luego no recordaba nada de lo que pasó. Se despertó en los
barracones de Maricopa cuando un caporal entró y le lanzó un cubo de agua. Dios, se
sentía fatal. Así que ya era por la tarde cuando salió en dirección a Mimbreño.
Parecía haber más actividad que cuando estuvo antes, más hombres en el pueblo
sentados y esperando algo, y más caballos y más ruido. Cabalgó por la calle sin mirar
mucho a su alrededor, pero sin perderse nada. Esperaba que el señor Tanner se
encontrara fuera del edificio, y allí estaba, en el mismo lugar que la última vez,
encima de la plataforma de carga. El problema era contárselo antes de que ordenara a
sus hombres que lo echaran o que lo ataran a una cruz o cualquier cosa que se le
antojara en ese momento; así que mantuvo los ojos clavados en el señor Tanner y en
cuanto vio que la mirada del señor Tanner se posaba en él, R. L. Davis gritó:
—¡Sé dónde está!
Toda la gente que estaba allí le miró y le dejaron que cabalgara hacia la
plataforma donde esperaba el señor Tanner.
—Creo que sé dónde está —dijo R. L. Davis al señor Tanner.
—¿Lo crees o lo sabes? —preguntó Tanner.
—Me apostaría el salario de un año.
—¿Dónde?
—En un lugar arriba en las montañas.
—Te he preguntado dónde.
—Estaba pensando —dijo R. L. Davis—. Si me deja cabalgar con usted puedo
mostrárselo. Le llevaré directo allí.
Tanner continuó mirándolo sopesando algo, pero sin que su rostro revelara nada.
Finalmente, dijo:
—Desmonta y da de beber a tu caballo.

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SEIS

La mayor parte del día la mujer, Gay Erin, cabalgó detrás de Valdez mientras subían
la ladera alejándose de la planicie y atravesando ondulantes praderas que se extendían
hacia los bosques de pinos, toda la mañana y ya entrada la tarde a cielo abierto bajo el
sol, hasta que llegaron a las profundas sombras del bosque. Ella se percató de que
Valdez miraba pocas veces hacia atrás ahora. Cuando se pararon a descansar y él se
quedó en pie esperando mientras los caballos pastaban, en ocasiones miraba hacia el
norte, por donde habían venido, pero permaneció relajado y no parecía mirar nada
más que el paisaje.
Pronto, esa misma mañana, cuando ya había luz, miró hacia atrás. Se paró y echó
la vista atrás durante un rato mientras cruzaban un terreno llano y abierto. Cuando
llegaron al resguardo de los árboles la hizo desmontar y ató los caballos a un tronco
muerto caído. Ella lo observó mientras salía de los árboles y cruzaba la llanura hasta
que se convirtió en una pequeña figura en la distancia. Lo vio acuclillarse o
arrodillarse junto a un matorral bajo y luego no lo volvió a ver, durante más de una
hora, hasta que aparecieron tres jinetes y escuchó disparos. Él regresó blandiendo su
escopeta; montaron otra vez y continuaron.
—¿Los has matado? —le preguntó la mujer.
—A uno. Quizás dos —respondió él.
—¿Por qué no me ataste? —preguntó ella—. Podría haberme escapado.
—¿Y adónde hubieras ido? —respondió él.
No hablaron mucho después de eso. Se pararon para descansar en una meseta y
ella le preguntó adónde se dirigían.
—Allá arriba —respondió Valdez, señalando con la cabeza hacia las laderas
rocosas sobre sus cabezas.
En otra ocasión, ella le dijo:
—Tal vez tú no sientas la llamada de la naturaleza para hacer ciertas cosas, pero
yo sí.
Él sonrió levemente y le dijo que adelante, que no miraría. Ella permaneció al
otro lado de su caballo y no supo si él había mirado o no.
Al principio él le despertaba curiosidad y surgían preguntas que deseaba hacerle;
pero le siguió en silencio, observando la curva de sus hombros y la naturalidad con la
que se sentaba en la silla. Con el paso de las horas, el dolor comenzó a reptar por su
espalda hasta los muslos; se sujetaba al cuerno de la silla, siguiendo el movimiento
del caballo, y dejó de preguntarse cosas sobre él después de un rato, deseando que
todo aquello acabara pero sabiendo que no iba a parar hasta que él estuviera
preparado.
Cuando llegaron al borde del bosque de pinos él desmontó. Gay Erin bajó a tierra

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y se estiró tendida boca arriba bajo la sombra. Podía sentir los labios cortados y duros
y tierra en los párpados. Quería agua, para beber y para lavarse, pero más que agua lo
que quería era sacudirse la rigidez del cuerpo y dormir.
—Vamos a movernos —oyó decir a Valdez—. No muy lejos, subiremos un poco
más.
Al mirar hacia las ramas de los pinos allá arriba, la mujer cerró los ojos y pensó:
tendrá que arrastrarme o llevarme a cuestas. Pudo oírlo moviéndose sobre la pinocha
y escuchó a los caballos. Esperó a que él se acercara a ella y le dijera que se levantara
o que le pegara una patada o que tirara de ella para levantarla, pero un poco después
dejó de escuchar sonidos y en aquel silencio se quedó dormida.
Cuando abrió los ojos no estaba segura de dónde se encontraba y se preguntó si él
la había movido. Los árboles eran ahora de un color distinto, más oscuros, y apenas
podía ver el cielo a través de las ramas. Se estiró, sintiendo el cuerpo entumecido, y
rodó sobre un costado. Valdez estaba sentado en el suelo a unos pies de ella, fumando
un cigarrillo y mirándola. Ella se apoyó y se incorporó.
—Pensé que estábamos moviéndonos.
—Hay algo esperándote —dijo Valdez.
La condujo a pie por el sombrío borde del bosque. A lo lejos, campo abierto, la
oscuridad se posaba sobre las colinas. Caminaron durante unos minutos hasta que ella
detectó el olor de madera ardiendo y vio a los caballos atados a una estaca en el prado
un poco más abajo. El campamento estaba en el interior del bosque, en la ribera de un
río que bajaba entre pinos como una carretera estrecha, ensanchándose al llegar a la
pradera y deslizándose hacia el valle.
A ratos, ella le miraba desde el otro lado de la hoguera, a aquel hombre que se la
había llevado a lo alto de la montaña y la había dejado dormir durante unas horas y
luego le había servido pan y jamón y chiles y café fuerte. Cuando hubieron acabado,
él sacó una botella de whisky de su alforja. Ella lo miró. Pudo ver a Jim Erin con su
botella todas las noches, diciendo que solo iba a tomar un par de tragos para relajarse
y sirviéndose un vaso y luego otro, fumando un puro y tomando otro vaso, y su voz
cada vez más alterada. En ocasiones, ella salía, visitaba a una de las mujeres de los
oficiales, y si podía quedarse el tiempo suficiente él ya estaba dormido cuando
regresaba a casa. Pero a veces él no la dejaba salir y entonces tenía que escucharlo
mientras jugaba a ser un hombre, escuchando sus quejas y sus obscenidades y sus
insultos; el maldito ejército y el maldito fuerte y el maldito calor y la maldita mujer
allí sentada con su maldita nariz arrogante. La primera vez que la golpeó ella apretó
el puño y le devolvió el golpe, con fuerza y en la boca, y él la golpeó hasta dejarla
inconsciente. Durante meses no bebió y fue cariñoso con ella. Pero comenzó de
nuevo, poco a poco, y para cuando ya estaba consumiendo una botella por las noches
la abofeteaba y en varias ocasiones la golpeó con los puños. Ella nunca le devolvió
los golpes desde aquella primera vez. Estaba casada con él, un hombre lo
suficientemente mayor para ser su padre que, tal vez, algún día madurara. A veces

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pensaba que lo amaba; la mayor parte del tiempo no estaba segura y había momentos
en los que le odiaba. Pero él no cambió; le pegó por última vez y ningún hombre iba a
volver a golpearla jamás.
Le sorprendió que Valdez le ofreciera la botella.
—Para el frío —dijo—. O para ayudarte a dormir.
Ella vaciló, luego echó un trago y le devolvió la botella. Valdez echó un trago.
Cuando bajó la botella la tapó con el corcho y se levantó para guardarla.
—Nunca había visto a un hombre que solo tomara un trago —dijo ella.
Valdez volvió a sentarse junto al fuego.
—Puede que tenga que durarnos.
—Yo estuve casada con un hombre que bebía —él no hizo ningún comentario y
ella continuó—. Lo mataron.
—Comprendo —dijo Valdez, asintiendo.
—¿Qué comprendes?
—Me refiero a que estabas casada y ahora ya no. ¿Cómo te llamas?
—Gay Erin.
Él la miró pero no dijo nada durante unos segundos.
—¿Es ese tu nombre de casada?
—Señora de James C. Erin.
—De Fort Huachuca —dijo Valdez—. Tu esposo fue asesinado hace seis meses.
—¿Lo conocías?
Valdez negó sacudiendo la cabeza. Ella esperó.
—Entonces oíste hablar del caso.
—¿Estabas en Lanoria el sábado, cuando el hombre fue asesinado? —preguntó
Valdez.
—Frank me dijo que habían disparado a un soldado desertor.
—No, no era un desertor. Frank Tanner dijo que era el hombre que mató a tu
esposo, pero cuando lo examinó ya muerto dijo que no, que era otro.
—Y la mujer india, la viuda… —dijo Gay Erin.
—Era la esposa del hombre muerto por equivocación.
—Comprendo —dijo ella asintiendo lentamente—. Frank no me contó eso.
Valdez la miró.
—Pero tú vas a casarte con él.
—¿Y qué más te da?
—Me interesa saber cuánto te quiere… si le vale la pena venir a por ti.
—Vendrá —dijo ella.
—Yo también lo pienso. Creo que él te quiere mucho —Valdez metió un palo en
el fuego y empujó los extremos de los palos que solo se habían quemado por el
centro, donde ardían las llamas—. ¿Y sabes lo que también creo? Creo que él ya te
quería muchísimo cuando todavía estabas casada.
La llama creció alrededor de la leña nueva. Valdez podía ver el rostro de ella a la

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luz de las llamas y sus ojos clavados en los suyos.
—Él conocía a mi marido —dijo ella—. A veces venía a visitarnos. Todos los que
estuvieron durante el juicio lo sabían.
—Y después de eso te vas a vivir con él.
Ella le miraba fijamente a través de la luz parpadeante.
—¿Por qué no lo dices abiertamente?
—Es solo algo que se me acaba de ocurrir.
—Piensas que Frank mató a mi esposo.
—Pudo haberlo hecho.
—Pudo —dijo la mujer—, pero no lo hizo.
—Estás segura, ¿verdad?
—Sé que no lo hizo.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque lo maté yo.
Había venido de Prescott con sus camisones y ajuar de cama para casarse con
James C. Erin, y cinco años y seis meses más tarde le disparó tres balas con un
revólver del ejército y lo dejó muerto.
Cuéntaselo a este hombre, pensó ella. Aquella noche, en la quebrada, un único
instante en su vida que veía más claramente que cualquier cosa que hubiera
experimentado jamás. No se lo había contado a nadie y ahora se lo estaba contando a
aquel hombre sentado al otro lado de las brasas de la hoguera, sin contarle todo, pero
sin estar segura tampoco de qué contar y qué callar.
Comenzó a hablarle de Jim Erin, y entonces comprendió que tenía que hablarle
también de su padre y de los años que vivió en puestos del ejército, y de su madre,
que murió de fiebres cuando ella aún era una niña. Recordaba a Jim Erin de cuando
era más joven, apenas una adolescente, cuando su padre estaba destinado en el
Cuartel Whipple. Recordaba a Jim Erin y a su padre bebiendo juntos, tropezándose y
tirando los platos de la mesa. Unos años más tarde recordaba que su padre —ya
retirado, cuando vivían en Prescott— mencionó a Jim Erin y dijo que iba a ir a
visitarles. Y cuando se presentó allí, recordó otra vez a Jim Erin, el hombre de la
bonita sonrisa y el pelo negro que le sujetaba el brazo de una forma peculiar cuando
le hablaba, moviendo los dedos y sintiendo su piel. Recordaba a su padre bebiendo y
maldiciendo al ejército y a un sistema capaz de machacar a un hombre y dejarlo
durante dieciséis años con el rango de teniente en un puesto fronterizo. En cambio, un
comerciante era alguien; poseía un contrato con el gobierno para vender provisiones a
los soldados y le podía ir muy bien. Como su amigo Jim Erin. La chica que se lo lleve
será afortunada, le dijo su padre, insinuándoselo, y un año más tarde ya había
formalizado el matrimonio. Un año y medio más tarde su padre murió de un ataque al
corazón.
Muchos hombres beben, pero sus esposas no los matan. Por supuesto. No se
trataba de la bebida. Sí, era la bebida, pero también algo más. Si no hubiera sido la

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clase de hombre que era y no la hubiera pegado, jamás habría sucedido. Esto lo
pensó, aunque no intentó explicárselo a Valdez. Él puso más leña en el fuego,
manteniendo la llama baja, mientras ella le hablaba sobre la noche en la que mató a
su esposo.
Fue después de que se marchara Frank Tanner. Había ido para hablar con Jim Erin
sobre un asunto de negocios, una propuesta para suministrar al comerciante artesanías
de cuero y mimbre que podía subir de México.
Ella miró las llamas, recordando esa noche.
—Estaban bebiendo cuando me fui a visitar a alguien durante un rato —dijo ella
—. Cuando regresé Frank se había ido y Jim se había quedado sin whisky. No podía
pedir prestado a nadie, nadie le prestaría, y esa noche no tenía suficiente dinero para
comprarlo. Así que dijo que iba a salir a comprar cerveza de maíz.
—Le gustaba el tulapai, ¿eh?
—Le gustaba cualquier cosa que se pudiera beber. Dijo que alguien no muy lejos
de allí podía venderle un cubo de cerveza. Le dije que estaba demasiado borracho
para ir solo y entonces dijo que si estaba tan preocupada que le acompañase. Jim
cogió el arma y nos subimos a la galera, pero no salimos por la entrada principal
porque no quería que nadie le preguntara. No había empalizada y era sencillo
escabullirse si querías pasar inadvertido.
»No sé dónde fuimos, pero estábamos a unas cuantas millas del fuerte y nos
habíamos desviado de la carretera principal. Cuando paramos, Jim bajó y me dejó
allí. Me dijo, “toma”, y me dio su arma, “para que no tengas miedo”. No lo hizo
como un gesto de bondad hacia mí; estaba diciendo, “toma, mujer, me voy solo, pero
no necesito ningún arma”. ¿Sabes a lo que me refiero?
Miró a Valdez. Él asintió y luego Valdez preguntó:
—¿Estaba ya borracho?
—Bastante. Se había tomado una botella con Frank. Tropezó un poco y se
despidió al alejarse de la galera. No había ninguna casa en los alrededores ni ningún
rastro de luz. Se alejó andando hacia una quebrada que podía verse entre la maleza.
»Debió de pasar media hora cuando vi que regresaba, aunque al principio solo lo
oí, porque estaba muy oscuro aquella noche, y luego lo vi. Sujetaba una calabaza con
ambas manos y, cuando llegó a la galera, la levantó y dijo: “Toma, cógela”. Puso el
pie en el pescante para apoyar la calabaza sobre la rodilla, pero al hacerlo el pie se
resbaló y la calabaza cayó sobre las rocas. Bajó la mirada hacia los fragmentos de la
calabaza y la cerveza de maíz derramada por el suelo, luego la levantó y dijo que era
mi culpa, que debería haberla sujetado. Se puso a gritarme, diciendo que iba a darme
una buena paliza. Yo le dije: “Jim, no lo hagas, por favor”. Lo recuerdo
perfectamente. Subió a la galera y se abalanzó hacia mí, pero yo bajé de un salto por
el otro lado. Corrí hacia la quebrada, pero él me alcanzó y me di la vuelta. Le dije:
“Jim, tengo tu arma. Si me tocas la usaré”. También recuerdo haber dicho eso. Él
seguía acercándose, rodeándome mientras yo le apuntaba de frente, hasta que me

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acorraló en un lado de la quebrada y no pude escapar. “Por favor”, le dije. Él se
acercó a mí y yo apreté el gatillo. Jim se cayó de rodillas, aunque no estaba segura de
haberle dado. Entonces cogió algo, supongo que una piedra, y volvió a correr hacia
mí, pero esta vez le disparé dos veces y supe que le había matado.
Valdez se lio un cigarrillo, se inclinó sobre la hoguera para encenderlo y, al
levantar la mirada, vio que la mujer tenía los ojos clavados en la luz. Estaba sentada
inmóvil; se encontraba en otra época, recordando, con las manos cruzadas sobre el
regazo. Parecía más joven en ese momento, y más pequeña, aquella mujer que había
matado a su marido.
—¿No se lo dijiste a nadie? —preguntó Valdez.
Ella negó lentamente con la cabeza.
—¿Por qué no?
—No lo sé, tenía miedo. Regresé al puesto. Al día siguiente, después de que lo
encontraran, me hicieron algunas preguntas. Les dije que Jim había salido tarde, pero
que no sabía adónde. Me dijeron que estaba muerto y no dije nada, porque no podía
fingir que lo sentía. Como no lo confesé en aquellos momentos, no pude hacerlo más
tarde, en el juicio. Concluyeron que debió de ser el hombre que había desertado, un
soldado llamado Johnson que todos sabían que compraba cerveza de maíz a los indios
y la vendía en el puesto militar.
Valdez dio una calada al cigarrillo y soltó el humo lentamente.
—¿No se lo has dicho a Frank Tanner?
—No. Estuve a punto de hacerlo. Pero pensé que no sería buena idea.
—Y, entonces, ¿por qué me lo cuentas?
Gay levantó la mirada a la luz de la hoguera.
—No lo sé —dijo suavemente—. Quizás es este lugar. Quizás es porque deseaba
con todas mis fuerzas contárselo a alguien. No lo sé —se calló y, con una voz que
ahora carecía de la anterior suavidad, dijo—: Tal vez te lo he contado porque no vas a
vivir lo suficiente para contárselo a alguien.
—Tú quieres seguir viva —dijo Valdez—. Todos quieren seguir vivos.
Ella volvió a mirarlo fijamente.
—¿Tú también?
—Todo el mundo —respondió Valdez.
—Bien, recuerda eso cuando cierres los ojos —dijo ella—. Maté a un hombre
para librarme de él, para seguir viva.
—Lo recordaré —dijo Valdez—. Y recordaré algo más; a un hombre tumbado
boca arriba con una cruz atada a su espalda y a alguien desatándole y dándole agua.
La miró detenidamente, pero no detectó ningún cambio en la expresión de su
rostro.
—El hombre cree que fue una mujer quien lo hizo. Él creyó que era una mujer
con el cabello negro, porque había estado pensando en una mujer con el cabello
negro. Pero, quizás, creyó que era cabello negro porque era de noche. Tal vez fuera

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una mujer con el pelo claro. Una mujer que viviera cerca de aquel lugar y que supiera
dónde estaba y pudiera encontrarlo.
Ella lo escuchaba ahora atentamente, encorvada hacia delante y con el largo
cabello colgando sobre la cara.
—Pudo ser una de las mujeres mexicanas.
—No, no era una de ellas, estoy seguro. Ellas viven con esos hombres y tendrían
miedo.
Ella esperó, pensativa, pero siguió sin apartar los ojos de los suyos.
—¿Crees que yo soy esa mujer? —dijo ella con tono cauteloso.
—No pudo ser nadie más.
—Si crees que te salvé —dijo ella entonces, todavía pensativa y mirándolo—,
¿por qué me haces esto?
Valdez dio una última calada al cigarro y lo lanzó al fuego.
—No te lo hago a ti. Se lo estoy haciendo a Frank Tanner.
—Pero si él no te da el dinero…
—Ya veremos lo que pasa —dijo Valdez.
Valdez se arrodilló y extendió la manta de manera que sus pies quedaron
orientados hacia el fuego. Gay Erin no se movió.
—¿Por qué crees que te solté? —dijo ella.
—No lo sé. ¿Porque sentiste lástima por mí?
—Tal vez —él la miró—. O, tal vez, por Frank. Para hacer algo en su contra.
—Pero vas a casarte con él —dijo Valdez.
—Él dice que voy a casarme con él.
—Bueno, si no quieres casarte, ¿por qué no te marchaste?
—Porque no tengo donde ir. Así que me casaré con él tanto si quiero como si no
—desvió la mirada hacia el fuego y se retiró suavemente el pelo de la mejilla con las
yemas de los dedos—. No tengo familia a la que acudir. Las personas a las que
conocía están dispersas por todo el territorio. Creo que incluso cuando estaba casada
con Jim me sentía sola. Me quedé con él, supongo, por la misma razón por la que voy
a casarme con Frank.
Valdez se arrodilló sobre la manta, con el torso girado para mirarla.
—Si tan desesperada estás por casarte, habría muchos hombres dispuestos.
—¿Los habría? —se levantó y se alisó la falda de pie junto a la hoguera—.
¿Dónde pongo mi manta?
—¿Dónde quieres ponerla?
Gay lo miró y dijo:
—Donde tú me digas.

Mírenlo de nuevo como él se vio a sí mismo aquella noche. Su nombre era Roberto
Eladio Valdez, nacido el 23 de julio de 1854, en un poblado de edificios de adobe en

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la sierra de San Pedro, donde el valle se extendía hasta las Galiuro. Su padre fue
granjero hasta que se trasladaron a Tucson para trabajar con una compañía de
transportes y envió a sus hijos a la escuela de la misión. Roberto Eladio Valdez,
nacido de padres mexicanos en el Territorio de Arizona de los Estados Unidos, un
chico que vivió en el desierto y conoció a muchos que fueron asesinados por los
apaches, un chico que creció hasta hacerse hombre en el desierto y las montañas, que
finalmente trabajó para el ejército guiando rastreadores apaches cuando los hostiles
atacaron San Carlos y continuaron asaltando granjas, y finalmente lo dejó y decidió
que ya era hora de trabajar la tierra o para una compañía de diligencias, como hacían
la mayoría de hombres, y hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Roberto Eladio
Valdez trabajaba para Hatch & Hodges y le sentaron en el maletero con la escopeta
porque era bueno disparando. Pidió un trabajo al comité municipal de Lanoria, le
nombraron alguacil a tiempo parcial y le colocaron una escopeta en las manos porque
era bueno disparando y porque era tranquilo y porque le gustaba a todo el mundo o al
menos todos lo soportaban, porque era uno de los buenos ciudadanos que se mantenía
limpio y aseado, incluso llevaba un cuello de la camisa almidonado y traje cuando el
resto iba en mangas de camisa, y jamás bebía demasiado o insultaba. Recuerden, ese
era el Bob Valdez que conocía su sitio, y el que buscaba una vida normal y un hogar y
una familia.
Ahora ese estaba dentro del que se encontraba en el campamento de montaña en
la meseta y al borde del bosque. Ambos estaban allí: Bob y Roberto, ambos miraban
a la mujer a través de la hoguera, pero Roberto ahora se ocupó de la mente,
diciéndose a sí mismo, aunque no a la mujer: «De acuerdo, si eso es lo que quieres».
Ahora no sonreía ni sujetaba abierta la portezuela del carro ni se tocaba el
sombrero y decía sí, señora. Ahora estaba en su terreno y soltaba las hebillas del
Walter Colt sobre su pierna.
—Trae la manta aquí.
Él se levantó y ella rodeó la hoguera con la manta enrollada, ahora más alta y más
grande que ella. Extendió la manta junto a la del hombre y, cuando se irguió de
nuevo, él la agarró por los hombros y no sintió que ella se resistiera, solo sintió la
suave firmeza de sus brazos.
—No quieres estar sola, ¿verdad? —dijo él.
Ella no contestó.
—Quieres que alguien te abrace y se ocupe de ti. ¿Es eso?
Su rostro estaba cerca, los ojos clavados en él y los labios levemente abiertos.
—¿Qué más quieres? ¿Quieres que te deje marchar?
Ella echó lentamente las manos hacia delante y comenzó a desabrocharse la
camisa; sus dedos se movían despacio desde el cuello hasta la cintura.
—Te dije que maté a mi esposo —dijo ella—. Te dije que no quiero casarme con
Frank Tanner. Te dije que no tengo nada. Decide lo que quieras.

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—He oído algo —dijo Diego Luz.
Su esposa estaba tumbada a su lado con los ojos cerrados. Él sabía que ella estaba
despierta porque la luz del sol se filtraba a través de la persiana de cañas que cubría la
ventana, como se filtraba siempre la luz matinal cuando se despertaban para trabajar
en el huerto y los campos y el corral de caballos hasta que el sol se ponía por la
noche. Sin abrir los ojos, su esposa dijo con la voz y el rostro somnolientos.
—¿Qué has oído?
—He oído algo.
—Tus caballos —dijo su mujer.
—Caballos, pero no mis caballos.
—Los pollos —dijo ella.
—Caballos —dijo Diego Luz mientras se levantaba de la cama en la que Bob
Valdez había dormido hacía tan solo unos días. Miró a los dos niños que dormían en
un colchón bajo la ventana; estaban dormidos. Entró en la habitación principal y miró
a su hija y su hijo más pequeño y la madre de su esposa en la cama. Su suegra estaba
tendida boca arriba mirando hacia el techo.
—¿Qué es? —preguntó Diego Luz.
—Fuera —dijo la madre de su mujer.
—¿Qué hay fuera? ¿Qué has oído?
—Han matado a los perros —dijo la anciana.
Se giró para mirar a su hijo mayor, que dormía, y se dijo: Despiértale. Pero dejó
que siguiera durmiendo. Diego Luz apartó el tapete de caña que cubría la entrada,
salió a la enramada de estacas de mezquite y entonces los vio en el huerto.
Eran un ejército, un semicírculo de jinetes armados. Ahora no se oía ningún
ruido, ni siquiera de los caballos. Eran una docena o más. Había un perro tendido en
el patio con una manta de silla de montar cubriéndole la cabeza. El perro había sido
asfixiado. Doce jinetes lo miraban, observándole a él o a la enramada o a la casa,
delante de él y sin moverse. Escuchó cascos sobre la tierra compacta y dos jinetes
aparecieron por un lateral de la casa. Diego Luz miró hacia allí y vio a más hombres
en el corral y otros que llegaban por el terreno de pasto de los caballos. Rodeaban
todo el terreno; habían llegado de diferentes direcciones, acercándose por todos lados,
y ahora estaban allí.
Diego Luz se movió hacia el borde de la enramada, vigilante. No dijo nada
porque no había nada que pudiera decir; él no les había llamado para que vinieran;
simplemente, habían venido. Pero se dijo a sí mismo, Valdez les ha hecho algo y
ahora ellos lo buscan.
Vio al señor Tanner y a su segundo y a varias personas que reconocía y que
alguna vez habían pasado por allí. Vio a R. L. Davis y esto le sorprendió, que R. L.
Davis estuviera con ellos; pero el hecho de que estuvieran allí, no pasando por allí o
parando a por agua, sino allí, lo asustaba demasiado como para pensar en esos
momentos en R. L. Davis.

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Diego Luz, el domador de caballos, que decían que domaba caballos con sus
puños, los miró y mentalmente les dijo: largaos al corral a comer mierda de caballo,
en lugar de estar ahí sentados, malditos. Pero pensó en su mujer, en sus hijos y en su
hija mayor y dijo, Jesús, hijo de nuestro Señor, ayúdame. Jesús, si alguna vez
escuchas algo o has escuchado algo. Jesús, te prometo que a partir de ahora…
—¿Cómo estás, amigo? —dijo el segundo en español—. ¿Cómo está tu familia?
¿Están despiertos?
Maldito sea, pensó Diego Luz, y a continuación dijo:
—¿Cómo es que pasan por aquí? Desmonten y tomen algo con nosotros.
Despertaré a la parienta.
—Bien —dijo el segundo—. Saca a tu mujer. Y trae a tu hija.
Separado por unos cuantos jinetes de él, se oyó a R. L. Davis:
—Señor Tanner, ¿quiere que le pregunte? Yo se lo sacaré.
El segundo miró a R. L. Davis por debajo del ala de paja de su sombrero de
Sonora. R. L. Davis se percató de la mirada sin apartar los ojos del señor Tanner,
sabiendo lo que le convenía y optando por cerrar la boca durante un rato.
—Ahí vienen —dijo el segundo complacido, sonriente y tocándose el ala del
sombrero.
Diego Luz pudo oírlos a sus espaldas. Pensó, Jesús, que se queden dentro. Pero
estaban fuera y ya salían: su esposa, su hijo y su hija, de pie y cerca de él ahora; pudo
escuchar a uno de los niños pequeños, la aguda entonación de pregunta del niño, y
escuchó la voz de bruja de la madre de su mujer, el sonido irritantemente alto con el
que les ordenaba a los niños que se callaran; que Dios bendiga a la vieja bruja
desdentada en esta ocasión, y ahora, Jesús, dale fuerzas para que guarde a los niños
dentro.
Diego Luz intentó mantenerse en calma y se resignó a que todo aquello pasara, lo
que fuera a ocurrir. Se humedeció los labios involuntariamente. No vio al segundo
moverse ni le oyó hablar, pero entonces un jinete desmontó dejando las riendas de su
montura sueltas y caminó hacia ellos.
Era un norteamericano, un hombre flaco que no se había afeitado desde hacía días
y que llevaba botas hasta las rodillas y espuelas que chirriaban al andar. Pasó junto a
Diego Luz, agarró a su hijo por el brazo y lo arrastró unas cuantas zancadas hacia el
patio. Cuando el niño se dio la vuelta para mirarle, lo colocó y lo giró sujetándolo por
los hombros para que mirase a su familia. El hombre miró al segundo. A
continuación, bajó la mirada lentamente al chico y, mientras lo miraba, de pie y a tan
solo una zancada de él, se echó hacia delante y soltó un derechazo a la cara del chico.
Diego Luz no se movió. Miró a su chico en el suelo y al hombre que lo había
golpeado y al segundo.
—Te lo preguntaremos una vez —dijo el segundo—. ¿Dónde está Valdez?
Diego Luz no vaciló ni pensó en ello.
—No lo sé —dijo, y luego añadió—: Nadie de aquí lo sabe —y luego, tras

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haberlo dicho, se vio obligado a continuar—: No ha estado aquí desde hace cuatro
días.
Vio que el segundo le miró y en ese momento deseó haber dicho solamente que
no lo sabía.
El norteamericano con el rostro enjuto y las botas altas se acercó a la enramada.
Diego Luz miró a un lado y luego se giró levemente cuando vio a sus niños pequeños
en la entrada de la casa. El norteamericano agarró a la niña más pequeña, su hija de
tres años, y la sostuvo en alto frente a él. El hombre sonrió sin dientes y con los
labios hundidos.
—¿Cómo estás, cielito? —dijo.
La pequeña sonrió mientras el jinete la llevaba al patio. El norteamericano miró
hacia los hombres montados y dijo:
—Señor Tanner, podría agarrar a esta pequeña por los pies y reventarle la cabeza
contra la pared.
—¡No lo sé! —gritó Diego Luz.
Ahora varios hombres desmontaron y se acercaron a él. Uno de ellos lo empujó a
un lado y llevaron a su hija mayor al patio. La joven solo llevaba un camisón y bajo
la luz del sol se podía ver el contorno de las caderas y las piernas de su hija bajo el
paño de algodón, y vio a los hombres junto a la enramada mirándola. El hombre que
la sacó estaba ahora detrás de ella. Agarró el camisón por la parte de la nuca y tiró de
la tela hacia abajo. La chica se giró, liberándose de él con un grito. Algunos de los
hombres se rieron y la miraron mientras intentaba cubrirse con su camisón hecho
jirones.
—Quizás la podemos meter ahí dentro y montarla uno a uno —dijo el segundo a
Diego Luz—. O, quizás, lo hagamos aquí fuera para que la familia lo pueda ver.
—¡No sé dónde está! —dijo Diego Luz.
El segundo miró al señor Tanner, que estaba montado en un caballo zaino. El
segundo desmontó de su silla. Rompió un trozo de tabaco y mordió una esquina
mientras caminaba hacia Diego Luz, el cual lo miraba sintiendo que sus manos le
colgaban pesadamente por ambos costados.
—Dile que suelte a mi pequeña —dijo al segundo en español.
—Vaya, ahora sí que habla… —dijo el segundo.
—No me refiero a esa.
—Tal vez esté un poco loco.
—Dile que la suelte.
—No le dejaría que lo hiciera —dijo el segundo—. Es demasiado joven. Quizás
cuando crezca se convierta en una preciosidad, como tu otra hija.
—Si la tocas, más te vale matarme —dijo Diego Luz.
—Eso lo podemos hacer —dijo el segundo.
—No sé dónde está. Amigo, ¿a quién crees que salvaría si pudiera? ¿A él?
—Solo te estamos preguntando —dijo el segundo—. Tal vez nos estés contando

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un montón de mentiras y nos las creamos. Esa es una chica muy bonita —dijo
mirando a la hija del hombre—. Me gustan con un poco más de carne ahí arriba, pero
para el primer revolcón del día no está nada mal.
—Si le disparases primero —dijo Diego Luz—, serías capaz de hacerlo con un
cadáver, pervertido hijo de puta.
—Amigo, contrólate si es que puedes —dijo el segundo—. Solo dínoslo.
—No sé dónde está —dijo Diego Luz.
—Escucha, deja Maricopa, puedes cabalgar para mí.
—No sé dónde está —repitió Diego Luz.
—Me da igual dónde está —dijo el segundo—. Lo digo en serio, cabalga para mí.
—Si hubieras venido solo para pedírmelo, intentaría matarte —dijo Diego Luz.
El segundo asintió, sonriendo.
—Lo intentarías, ¿eh? Por eso te quiero contratar.
R. L. Davis bajó de su montura, se dirigió hacia Tanner y se paró a medio camino.
Se levantó el sombrero acanalado y volvió a acomodárselo en la cabeza.
—Señor Tanner, me gustaría pedirle algo.
—Adelante —dijo Tanner. A continuación sacó un puro del bolsillo de su chaleco
y mordió la punta.
—Quiero preguntarle a Diego acerca del día que lo vi en la ciudad con las ropas
de Bob Valdez, hace tres días.
Tanner encendió el puro y exhaló el humo.
—¿Oyes eso?
Diego Luz asintió moviendo la cabeza arriba y abajo.
—Iba a llevarle la ropa.
—¿Dónde? —preguntó Tanner.
—Estaba escondido.
—He dicho dónde.
—En la cabaña fronteriza. En la pradera de Maricopa.
—¿Han buscado en la cabaña? —preguntó entonces Tanner al segundo.
—Lo averiguaré —dijo el segundo.
—Si no estuvo allí —dijo Tanner a Diego Luz—, eres hombre muerto.
—Él le llevó la ropa —dijo R. L. Davis—, y debió de llevarle también sus armas.
—Ya hemos perdido mucho tiempo aquí —dijo Tanner—. Tumbad al domador de
caballos.
R. L. Davis estaba de pie en el patio. Quería decir algo, pero se estaba pasando su
oportunidad.
—Señor Tanner, podría hablarle un poco…
Pero Tanner no le estaba prestando atención.
Dos hombres y luego un tercero más arrastraron a Diego Luz al patio. Le
doblaron los brazos por detrás y le obligaron a arrodillarse, y en esa posición lo
colocaron boca abajo sobre la tierra compacta, le pusieron los brazos en cruz, un

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hombre sentado encima y un hombre sujetando cada brazo, presionado contra el suelo
con una bota.
El segundo se arrodilló sobre una rodilla junto a la cabeza de Diego Luz.
Masticaba el tabaco pasándolo de un lado al otro de la boca con la lengua y escupió
un chorro marrón cerca de Diego Luz.
—Te creo —dijo—; no sabes dónde está. Pero tal vez estés mintiendo. O tal vez
nos mientas en otro momento. ¿Entiendes?
El norteamericano con el rostro enjuto y las botas altas se arrodilló cerca de la
mano izquierda de Diego Luz, que estaba apoyada con la palma hacia abajo. El
hombre desenfundó su Colt, lo lanzó al aire y lo cogió por el cañón, e
inmediatamente descargó la culata con fuerza contra la mano de Diego Luz. La mano
se crispó para protegerse mientras Diego gritaba; la culata golpeó los apretados y
blancos nudillos y Diego Luz volvió a gritar. Y con este procedimiento le rompieron
las dos manos al domador, mientras su familia lo veía todo desde las sombras de la
enramada.
—Lo digo en serio —dijo el segundo, mientras Diego Luz seguía allí tendido
después de que los hombres que lo sujetaban se hubieran ido—. Ven a trabajar
conmigo cuando quieras.
Reunieron a la familia en el patio para mantenerlos alejados mientras destrozaban
la casa y quemaban todo lo que pudiera quemarse, empezando por el interior,
derramando queroseno sobre las camas y los muebles, mientras fuera dos hombres
montados ataban cuerdas a las vigas maestras de la enramada. Las llamas prendieron
en las persianas de caña que cubrían las ventanas; los hombres que estaban dentro
salieron corriendo seguidos de una vaharada de humo y, mientras despejaban la
entrada, los jinetes azuzaron a sus monturas para derribar el techado de estacas de
mezquite sobre la fachada de la casa. Quemaron la enramada y los edificios anexos y
el granero de maíz. Arrancaron las estacas del corral, espantaron a los caballos y
regresaron por el patio, donde se reunieron y partieron hacia el sureste, dejando el
polvo suspendido en el aire y el estruendo de su partida desvaneciéndose bajo el sol
temprano de la mañana.

Estaban a más de una milla del lugar, avanzando en fila india por la orilla de un
arroyo; los jinetes machacaban bajo los cascos de sus monturas las piedras del lecho
seco avanzando uno tras otro hasta la otra orilla.
R. L. Davis miró hacia atrás, entornando los ojos frente al humo gris que se
alzaba a poca distancia… aunque ahora no había mucho humo; la casa debía de
haberse quemado ya y la mayor parte del humo salía probablemente del granero. Se
giró sobre la silla. Tanner subía ya por la quebrada, pero vio que el segundo todavía
estaba en el cauce seco, esperando a que llegara la hilera de jinetes. R. L. Davis guio
su caballo hacia él.

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—¿Ve ese humo?
El segundo miró a R. L. Davis, no al cielo.
—Supongo que ese humo se puede ver desde un buen trecho —continuó R. L.
Davis—. Nosotros estamos a una milla más o menos. Supongo que se puede ver
desde una distancia de ocho o diez millas.
—Solo si él no está más lejos, o si está mirando hacia aquí —replicó el segundo.
R. L. Davis sonrió.
—Pero comprende lo que le digo, ¿no? Estaba seguro de que lo entendería,
aunque no las tenía todas conmigo de que Tanner lo entendiera.
—Ten cuidado —dijo el segundo—. Te arrancará la cabeza.
—No pretendo sonar insultante. Solo quiero decir que él tal vez quiera pensárselo
un rato, sopesar cosas que yo no veo…
—Eh —dijo el segundo; se tomó un buen rato en esputar un chorro de tabaco a la
tierra seca—. ¿Por qué piensas que vendrá si ve el humo?
—Porque son amigos. Él le llevó ropa y las armas.
—¿Tú acudirías? ¿Si vieras la casa de tu amigo en llamas?
—Claro que sí.
—No, no irías —dijo el segundo—. Pero él puede que sí. Si lo ve, podría venir.
—Vale la pena quedarse para comprobarlo —dijo R. L. Davis.
El segundo asintió.
—Vale la pena que te quedes tú y tal vez unos cuantos más —salió al trote
dirigiendo el caballo hacia la orilla opuesta, luego se volvió para mirar a Davis otra
vez—. Eh —dijo el segundo, sonriendo tal vez bajo la sombra de su sombrero de
Sonora—. ¿Qué vas a hacer si viene?

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SIETE

—No hace falta que me ates —dijo Gay Erin—. Te esperaré. No huiré.
Valdez no dijo nada. Quizás debía atarla, quizás no, pero a una milla de la casa de
Diego Luz, y tras haber desaparecido el humo del cielo hacía ya una hora, la ató y la
dejó en el arroyo, marcando el lugar en su mente: sauces en la orilla y arbustos
amarillos de incienso en el cauce seco. La dejó bajo oscuras sombras, sin hablarle ni
mirarle a la cara.
Sin embargo, la contemplaba una y otra vez en su mente mientras se dirigía a la
casa de Diego Luz, imaginándosela en la oscuridad de la meseta, la mujer que había
yacido con él bajo la manta, que había abrazado y sentido contra su cuerpo durante
un largo rato después de que se quedara dormida, mientras él contemplaba el frío
cielo nocturno y las nubes que pasaban bajo la luna.
Por la mañana el cielo estaba limpio, hasta que detectó el humo en la distancia, a
siete millas al noroeste, y supo de qué se trataba en cuanto lo vio. Valdez guardó sus
cosas sin pronunciar una sola palabra y partieron, atravesaron la pradera y bajaron
bordeando las laderas en dirección a la columna de humo. Entonces ella se lo
preguntó.
—¿Qué pasará si te están esperando?
—Ya veremos —respondió él.
Podrían estar esperando o no. O podría no haber visto el humo. O podría haber
continuado con la mujer hacia el sureste y estar cerca de las cumbres gemelas hacia el
anochecer. O podría no haberle pedido nunca a Diego Luz que le ayudase. O podría
no haber empezado todo esto. O podría no haber nacido. Pero estaba aquí y se dirigía
al noroeste en lugar del sureste porque no tenía elección. Al principio solo pensaba en
Diego Luz y su familia. Pero cuando no vio ninguna señal de Tanner, ningún polvo
levantándose que pudiera detectar con los prismáticos, empezó a pensar más en la
mujer. Cuando estaba todavía con él, al llegar al arroyo, ya sabía que quería
quedársela y la ató para asegurarse de que así sería.
Siguiendo el cauce seco hacia el norte, Valdez vio las huellas por donde los
hombres de Tanner habían cruzado; detectó las pisadas de varios caballos
dirigiéndose hacia el sur. Continuó un corto trecho y luego salió del arroyo y se
dirigió al oeste. De esta manera bordeó el terreno de Diego Luz y se aproximó desde
unos matorrales al otro lado del prado de los caballos, examinando la casa y el patio
un largo rato antes de salir a campo abierto.
Por el aspecto, el lugar parecía haber sido saqueado como hacían los apaches hace
doce años; la casa quemada y el perro tendido en el patio; pero allí había gente, viva,
y unos caballos atados a un carromato, y eso lo cambió todo. Lo esperaban junto al
carromato, Diego Luz y su familia.

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—¿Qué te han hecho? —dijo Valdez tras desmontar.
—Lo que ves —dijo Diego Luz. Levantó las manos, extendidas, con los dedos
hinchados y descoloridos separados.
—¿Hicieron algún daño a tu familia?
—Un poco. Si hubieran hecho algo más, yo no estaría aquí ahora.
—Lo siento —dijo Valdez.
—Somos amigos. Hubieran venido con o sin el señor R. L. Davis.
—¿Estaba él con ellos?
—Me había visto en Lanoria con tu ropa. Jesús, cómo me duelen las manos.
—Deja que les eche un vistazo.
—Nada de mirar hoy. Vete de aquí.
—¿Qué te preguntaron?
—Dónde estabas. Amigo, ¿qué les has hecho?
—Bastante —dijo Valdez.
—Te quieren encontrar cueste lo que cueste.
—Podrían haberme seguido.
—Pero Davis los trajo aquí. Escucha —dijo Diego Luz—, si lo ves, dale algo de
mi parte.
—Y de mi parte también —dijo Valdez—. ¿Te vas a Lanoria?
—Mi hijo me va a llevar a que me curen esto —volvió a mirarse las manos.
—¿Te curarán?
—¿Y cómo quieres que lo sepa? Ya veremos. Solo necesito que me funcione un
dedo.
—Yo te llevaré —dijo Valdez.
—Vete al infierno. No, vete donde no puedan encontrarte —dijo Diego Luz—. Yo
tengo a mi chico y a mi familia.

R. L. Davis se topó con Gay Erin porque tenía calor y estaba cansado de cabalgar
bajo el sol.
Se había movido hacia el sur por el arroyo con los tres jinetes que iban a vigilar
con él. «Si viene, se aproximará por el sureste», había dicho el segundo. Pero después
de que el segundo se marchara, R. L. Davis pensó, ¿y quién dice que vaya a venir en
línea recta? Podía bordear el terreno y aproximarse desde cualquier dirección.
Comentó esto a los tres jinetes que iban con él y uno de ellos, el de rostro enjuto que
había cogido a la pequeña y que le había roto las manos a Diego Luz, dijo que estaba
de acuerdo, que era una pérdida de tiempo; que le gustaría meterle un tiro al tal
Valdez, pero que no tenía por qué ser hoy; el maldito mexicano estaba en las colinas y
lo encontrarían.
Ese tipo, por Dios… cuando agarró a la pequeña, R. L. Davis no estaba seguro de
poder soportar ver lo que dijo que iba a hacerle. Era tan pequeña.

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Un rato después dijo que bien, que volvería sobre sus pasos y se desviaría hacia el
norte. Los otros dijeron que subirían por las orillas, echarían un vistazo a los
alrededores y regresarían pronto. Bien. Se sintió aliviado al alejarse de aquel tipo de
rostro enjuto, un rostro como el de un esqueleto pero con piel.
Así que R. L. Davis regresó al arroyo. No estaba buscando nada en particular; no
había nada allí fuera, solo el sol aplastándole. Vio la sombra de los sauces frente a él
y los brillantes capullos amarillos del incienso que crecía en el cauce. La sombra
parecía agradable. Se dirigió a ella. Y cuando encontró a Gay Erin allí, sentada en la
hierba, atada, no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos.
Tenía que pensar en demasiadas cosas al mismo tiempo. Valdez estaba allí. Había
estado allí. Había dejado a la mujer allí escondida y se había ido a ver a Diego Luz. Y
si la había dejado así, con las manos y los pies atados y un pañuelo en la boca,
significaba que iba a regresar a por ella. La mujer lo miraba y él tuvo que tomar
rápidamente una decisión.
Podía montarla en su caballo alazán y llevársela a Tanner y decirle: «Aquí tiene a
su mujer, señor Tanner. ¿Qué otra cosa necesita?».
O podía esperar a Bob Valdez. Atraparlo y llevarlo al poblado junto a la mujer. O
podía dispararle, si es lo que Valdez quería.
La mujer parecía estar bien. Le gustaría quitarle el pañuelo de la boca y mirarla
de cerca. Pero pensó que no era buena idea. Había un pequeño claro allí y rocas que
se habían desprendido de la quebrada. Había espacio suficiente para enfrentarse a
Valdez. Había espacio un poco más adentro para su caballo, si lograba que el hijo de
perra no hiciera ningún ruido.
Dios Todopoderoso, pensó R. L. Davis. ¿Qué te parece? Me llevaré a los dos.
Tras esconder al alazán tras los matorrales, sacó el Winchester de la silla y se
apostó detrás de la mujer, al refugio de unas rocas. Vio que ella se giraba a un lado
para mirarle; los ojos le buscaban, pero no dijo nada. Probablemente estaba muerta de
miedo. Se colocó delante de ella y posó un dedo sobre sus labios. Shhhh. No te
preocupes; no falta mucho.

Mientras cruzaba la pradera alejándose de la casa de Diego Luz, Valdez vio los
sauces en la distancia que marcaban el paso del arroyo. Hasta el momento había
tenido suerte, yendo y viniendo, aunque no conocía a Tanner y no estaba seguro de si
se trataba de suerte o de otra cosa. Todavía no sabía cómo pensaba aquel hombre, si
era inteligente y podía anticiparse a lo que otro hombre hiciera, o si, por el contrario,
se dedicaba a rastrear en todas direcciones confiando su suerte al azar. La suerte
estaba bien cuando se tenía, pero no se podía contar con ella. A veces funcionaba bien
y otras mal, pero funcionaba más bien que mal si uno sabía lo que se traía entre
manos, si tenía cuidado y prestaba atención a lo que veía y oía. No debería estar allí,
pero estaba allí, y si seguía teniendo suerte, o lo que fuera, volvería a estar en tierras

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altas a última hora de la tarde, permitiendo a Tanner encontrarlo y seguirlo, pero sin
darle oportunidad de que se aproximara demasiado hasta que fuera el momento
adecuado para ello.
La próxima vez que hablase con Tanner quería que fuera en su propio terreno, no
en el de Tanner.
La Remington recortada de doble cañón estaba sobre su regazo cuando llegó a los
sauces y entró en la caverna de sombras formada por las ramas que colgaban.
Sujetando en una mano la Remington, desmontó y se quedó quieto a la escucha. No
se oía ningún ruido entre los árboles. Avanzó por la orilla del arroyo, más allá de la
espesa maleza hasta llegar a un lugar donde la orilla se inclinaba hacia abajo en
profundas grietas hasta el cauce seco. Bajó con cuidado. En el fondo, cuando entró en
el matorral de incienso, amartilló el gatillo derecho de la Remington.
Gay Erin estaba sentada donde la había dejado. Ella no le oyó ni miró hacia
donde se encontraba. El pañuelo le cubría un lado de la cara y tiraba de su largo
cabello por detrás de los hombros, que estaban encorvados por el cansancio al llevar
allí sentada casi una hora. La abrazas por la noche y la atas por la mañana, pensó. Le
hiciste el amor, pero nunca pronunciaste su nombre. Y entonces ella giró la cabeza en
su dirección.
Vio la sorpresa asomar en sus ojos. Se movió hacia ella, mirando fijamente a los
ojos que le miraban desorbitados; ella movió la cabeza muy ligeramente hacia un
lado y luego movió los ojos en esa dirección. A la derecha de ella o a su espalda.
Valdez desvió la mirada hacia las rocas y los densos matorrales.
Volvió a avanzar, medio paso, y una voz que reconoció dijo:
—¡Ya estás suficientemente cerca!
—¡Eh! —dijo Valdez—. ¿Es el señor R. L. Davis?
—Deja a un lado la pistola y desabróchate el cinto.
Valdez desvió la mirada ligeramente. Allí. Pudo ver el brillo del cañón del
Winchester entre los matorrales y parte del sombrero de Davis. Estaba escondido
detrás de un afloramiento rocoso, vigilando por el lado izquierdo, lo que significaba
que tendría que exponer la mitad de su cuerpo para disparar desde esa posición. Si es
diestro, pensó Valdez. Recordó a Davis disparando a la mujer lipán desde el borde de
la pradera de Maricopa y se dijo, sí, es diestro.
—¿Me oyes? ¡He dicho que tires el arma!
—¿Por qué no sales? —dijo Valdez.
Tenía la Remington recortada en la mano derecha, apuntando hacia abajo, pero
con el dedo doblado sobre el gatillo. Miró a los matorrales y el lateral del
afloramiento rocoso, calculando la distancia. Se imaginó levantando la escopeta y
disparando, calculando así la altura a la que tendría que levantar el arma. Solo vas a
tener una oportunidad, pensó Valdez. Solo una.
—Voy a contar hasta tres —dijo R. L. Davis.
—Escucha —dijo Valdez—. ¿Por qué no te dejas de juegos y usas tu arma si

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quieres usarla? ¿Para qué te escondes tras los arbustos?
—¡Te estoy advirtiendo que tires el arma!
—Venga, chico, usa el arma. ¡Eh!, imagina que soy una mujer india, cobarde hijo
de perra.
Allí. Su hombro y el cañón del rifle se elevaron ligeramente sobre el
afloramiento, y un poco más de su cuerpo se movió tras los matorrales; fue entonces
cuando Valdez levantó la Remington, apretando la mano alrededor de su delgado
cuello, y acto seguido vio los matorrales volando por los aires con la explosión.
—Eh, ¿estás todavía ahí? —se pasó el arma a la mano izquierda y desenfundó el
Walker. Se hizo el silencio. Miró a la mujer y vio que esta también le miraba, y se
alejó de ella.
—¡Estoy tocado! —gritó Davis.
—¿Y qué esperabas? —dijo Valdez— Si te pones a jugar con armas.
—¡Estoy sangrando!
—Límpiate y prueba otra vez.
Silencio.
—Chico, voy a ir hacia ti. ¿Estás listo?
Vio que Davis asomaba otra vez por el lateral de la roca y ahora lo veía más
claramente al haber despejado con el tiro parte de los matorrales en esa zona. Davis
se asomó un poco más y con la mano izquierda se cubría la oreja y parte de la cara.
—No dispares. Escúchame, no.
—La primera fue por Diego —dijo Valdez—. La siguiente será por mí. Te debo
algo.
—No te dejé abandonado, ¿no es así? No dejé que murieras. Podría haberlo
hecho, pero no lo hice.
—Recoge tu arma.
—Escucha, ¡yo te desaté!
Valdez se calló, dejando que el silencio invadiera el claro. Escuchó otro sonido,
en la distancia y a sus espaldas, pero mantuvo la mirada en Davis.
—Dilo otra vez.
—Después de que te empujara. Esa noche regresé y te solté, ¿no es cierto?
—No te vi esa noche.
—Bueno, ¿quién crees que lo hizo?
Desvió la mirada hacia la mujer, a los ojos que lo miraban a él por encima del
pañuelo. Escuchó otra vez el sonido y supo que era un caballo acercándose al galope
por el arroyo.
—Te dejé mi cantimplora. Puedo demostrarte que es mía, tiene mis iniciales
grabadas en la parte de lata, por dentro.
Valdez levantó el cañón de su Walker para que se callara y conducirle fuera de los
matorrales. Davis comenzó a andar, pero luego se detuvo. Escuchó el ruido del
caballo.

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—Vamos —siseó Valdez.
Pero Davis vaciló. El sonido ahora sonaba más fuerte en el arroyo, retumbando en
su dirección. Davis esperó unos segundos y luego gritó.
—¡Está aquí! —se lanzó detrás del afloramiento rocoso—. ¡Cogedle! ¡Está aquí!
Valdez cogió a la mujer y la hizo agacharse. Él se dio la vuelta y se desplazó
agachado tras el matorral de incienso hasta llegar al borde de este, luego salió de su
escondrijo justo cuando el primer jinete se aproximaba hacia él a unas treinta yardas
de distancia. El jinete desenfundó el revólver en cuanto vio a Valdez y los cañones de
la Remington, y luego ya no vio nada más cuando la detonación de los cartuchos de
calibre 10 lo derribó de la silla. El segundo jinete se acercaba al galope por el arroyo,
agachado sobre la silla y espoleando al caballo; llevaba el arma ya desenfundada y
disparaba con ella desde un costado del caballo. Valdez levantó el cañón del Walker.
Amartilló con el pulgar y disparó, amartilló y disparó, y entonces vio al caballo
tropezar y caer rodando, el jinete se puso rígido, con los brazos estirados en el aire
durante una fracción de segundo y Valdez le disparó dos veces antes de que cayera al
suelo. El caballo cayó de costado y pataleó con las patas delanteras intentando
levantarse. Valdez miró hacia el arroyo, expectante, luego se acercó al caballo y le
disparó en la cabeza. Se acercó al hombre, cuyo rostro muerto lo miraba con la boca
hundida y los ojos abiertos como platos.
—Espero que seas uno de los que quería Diego —dijo Valdez, y se dirigió hacia
el matorral amarillo de incienso mientras cargaba la Remington.

—¿Dónde estaba él? —preguntó el segundo.


—Debía de estar en aquellos matorrales y les disparó cuando los hombres
llegaron —dijo el jinete—. Yo me encontraba un trecho atrás, arriba en la orilla oeste
buscando su rastro. Cuando escuché los disparos bajé corriendo por aquí y estaban
saliendo de la quebrada.
El segundo levantó la mano.
—Espera. Será mejor que no cuentes mucho esa historia.
Miró por debajo del ala del sombrero de paja hacia Tanner, montado en su zaino,
que observaba cómo se movían sus hombres por el arroyo.
Tanner vio los dos cuerpos tendidos en el cauce seco. Vio el caballo muerto y la
tierra seca amarillenta manchada de negro junto a la cabeza del caballo. Vio al
segundo y a un hombre de pie junto a él, y a media docena de hombres montados y
un caballo sin jinete mordisqueando el matorral de incienso. Tanner hizo bajar al
zaino por la orilla hasta la cuenca del río. Miró a los hombres muertos y luego al
segundo, con una colilla de puro aprisionado en la mandíbula.
—Este hombre —dijo el segundo— es uno de los cuatro que dejamos atrás.
—Que tú dejaste —le corrigió Tanner.
—Que yo dejé. Dice que al principio se dirigieron al sur en busca de Valdez.

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Luego, un poco después, el mierdecilla ese que contrataste, no-sé-qué Davis, pasó por
aquí.
—Que nos lo cuente el jinete, pues —dijo Tanner, juzgando al hombre que estaba
junto al segundo mientras le observaba atentamente.
—Bueno, como él dice, avanzamos un rato hacia el sur —dijo el jinete—. Davis
llegó aquí primero, después de que nos desplegáramos. Entonces, estos dos debieron
regresar. Yo estaba allí abajo a una milla y media o dos —señaló hacia el sur, más
cómodo ahora, con un pulgar enganchado en el cinturón— cuando oí los disparos y
regresé.
—¿Dónde estaban ellos? —dijo Tanner.
—¿Cuando regresé? Estaban allí tendidos. Él debía de estar en los matorrales y
disparó a los jinetes cuando llegaron. Cuando me acerqué, ellos salían de la quebrada
y marchaban en dirección oeste.
—¿Quiénes son ellos? —le preguntó Tanner.
—Dos hombres y una mujer.
—¿Los viste bien?
—Bueno, yo estaba a bastante distancia, pero pude ver el pelo de ella, el largo
cabello flotando en el viento.
—¿Estás diciendo que era la señora Erin?
—Sí, señor, lo juraría sobre la Biblia.
—¿Viste a Valdez?
—No le vi la cara, pero debía de ser él. Reventó a uno de estos chicos con una
pistola.
—Ese de ahí —dijo el segundo—. Este de aquí, no sé, calibre cuarenta y cuatro o
cuarenta y cinco, dos impactos en el pecho, muy cercanos.
—Con estos ya ha asesinado a cinco hombres —dijo Tanner. Dio una calada a la
colilla del puro; se había apagado, así que lo lanzó al suelo—. ¿Y qué pasa con
Davis?
El jinete levantó la mirada.
—Supuse que era el otro que iba con ellos. Cuando vi que no estaba por aquí.
—Eso es lo más extraño —dijo el segundo—. ¿Por qué querría llevárselo? No le
sirve de nada.
—A menos que haya ido por voluntad propia —dijo Tanner—. Márcalo en la lista
como otro hombre muerto en cuanto los atrapemos.
—Se lo traeremos —dijo el jinete.
Tanner bajó la mirada hacia él desde el caballo zaino.
—¿Les disparaste?
—Sí, señor, desmonté y me tumbé en la quebrada y disparé hasta que quedaron
fuera de rango.
—¿Alcanzaste a alguno?
—No lo creo.

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—Pero podrías haberle alcanzado.
—Sí, señor, podría.
—A esa distancia no podías saberlo, ¿verdad?
—Estaban a unas doscientas yardas cuando empecé a disparar.
—Pero podrías haber alcanzado a alguno.
—Sí, señor.
—Podrías haber alcanzado a la mujer —le dijo Tanner.
—No, señor, no la estaba apuntando a ella. No, no podría haberla alcanzado. No
hubiera habido ninguna posibilidad de que la diera a ella. Mire, yo apuntaba solo a
Valdez y él estaba bastante separado de la mujer.
Tanner miró al segundo.
—Llevadlo a la orilla y disparadle.
—Señor Tanner —dijo el jinete—, ¡no había ninguna posibilidad de que la
hubiera dado! ¡Juro por Dios que es la verdad!
El segundo saboreó el tabaco en la mejilla y lo enrolló con la lengua mientras
cambiaba la mirada del jinete a Frank Tanner; miró a Tanner ahora, pero consciente
de que los hombres montados a sus espaldas y los que permanecían arriba en la orilla
estaban mirando.
—Hemos perdido ya a cinco hombres —dijo el segundo—. Si matamos a uno de
los nuestros, serán seis, y sería igual que Valdez lo hubiera matado. ¿A cuántos más
quiere sacrificar por ese hombre?
—A tantos como sean necesarios —respondió Tanner.
—En lugar de dispararle —dijo el segundo—, podemos hacer que cabalgue como
avanzadilla. El primero que verá Valdez si está allí arriba esperándonos. ¿Qué le
parece?
El jinete miraba a Tanner.
—Seré la avanzadilla, señor, encontraré su rastro y se lo traeré.
Tanner miró desde su silla de juez sobre el caballo zaino. Dejó que el hombre se
quedara colgando en el vacío durante un largo rato y finalmente dijo:
—De acuerdo, por esta vez.
No dijo nada más, pero mantuvo la mirada en los ojos del hombre para hacerle
saber lo cerca que había estado.
—Sal ahora mismo, venga —dijo el segundo al jinete.
Era consciente de la presencia de los hombres en la orilla, más allá de Tanner,
moviéndose sobre sus sillas; un hombre se limpiaba la boca con la mano y otro se
aflojaba el sombrero y se lo ajustaba de nuevo. Estaban contentos de que hubiera
acabado este asunto. Habían matado hombres, la mayoría de ellos, pero no querían
llevar a ese al cauce ni dispararle. Eso sería el fin. En pocos días, todos estarían
muertos.
Así que eso quedó solucionado. El segundo caminó hacia el zaino de Tanner; tocó
la cruz del animal, sintiendo la suave piel que temblaba y dándole unas palmaditas

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delicadamente.
—Ya lo tenemos —dijo el segundo con un tono de voz solo audible por Tanner—.
Ayer podía llevarnos donde quisiera con todo el tiempo del mundo. Hoy dispone
como mucho de una hora. Tiene que correr y ya no le queda tiempo.
—Suéltalo ya —dijo Tanner.
La mano del segundo siguió posada en el caballo, dando palmadas a la carne
firme del animal.
—Estaba pensando que tenemos aquí dieciocho hombres. Tenemos seis en
Mimbreño. Podríamos enviar ocho o diez de vuelta para que partieran hacia el sur
con la mercancía. Luego, cuando acabemos con él, podemos darles alcance, y tal vez
perder solo dos días.
Tanner esperó.
—¿Has acabado? —dijo.
—Me refiero a que no necesitamos tantos hombres —dijo el segundo, pero por la
manera en que le miró el hombre supo que sus palabras habían sido en balde.
—Voy a subir a la montaña —dijo Tanner—. Tú vas a subir a la montaña, y todos
mis hombres van a subir a la montaña. Mis hombres, segundo. ¿Te parece bien?
—Si usted lo dice.
—Yo lo digo —concluyó Tanner.

Los vio subir la ladera con los prismáticos: pequeños puntos que todavía no podía
contar, formando una línea, todos moviéndose hacia él, y un punto que se movía por
delante de los otros, bastante más adelantado, el único que podía identificar con los
prismáticos como un jinete.
No estaba ocurriendo de la manera que se suponía que tenía que ocurrir. Había
campo abierto a sus espaldas y necesitaba más tiempo, una distancia mayor entre
ellos, si quería alcanzar las cumbres gemelas. Pero ahora lo estaban empujando como
si fuera ganado, haciéndole correr y asegurándose de que no iba a escabullirse entre
ellos.
Eran las últimas horas de la tarde, tres horas y un poco más para el ocaso. Tres
horas para contenerlos aquí —si es que podía contenerlos—, antes de que fuera
factible llevarse a sus dos acompañantes y escabullirse. Permaneció tendido en el
suelo con un buen parapeto de rocas delante de él y por todo el risco. Tenía a su lado
sus dos armas y el Winchester de Davis. Mirando a los puntos que se aproximaban
pensó, ¿el Winchester o la Sharp? Y se dijo, la Sharp. La conoces mejor. Sabes lo que
puede hacer.
Bueno, sería mejor que se lo hiciera saber. Muy pronto ya.
Rodó ligeramente para mirar a la mujer de Erin y a R. L. Davis. Gay Erin,
pronunció su nombre mentalmente, y en voz alta dijo:
—Señor R. L. Davis, me gustaría que viniera aquí, por favor, y que baje unos

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cincuenta pies. ¿Ve dónde están esas rocas?
Davis se irguió con cierta dificultad, tenía las muñecas atadas al cinturón con
trozos de cuerda. Los codos apuntaban hacia fuera y parecía que estuviera
sujetándose la barriga. Tenía sangre seca en un lado de la cara y en el pelo y por la
manga de la chaqueta, que estaba rota y hecha jirones.
—¿Para qué quieres que baje ahí?
—Quiero tenerte delante de mí —dijo Valdez—. Para poder verte.
—¿Y qué pasa si vienen?
—Ya están viniendo.
Davis echó una ojeada a la ladera, entornando los ojos.
—No veo nada.
—Créeme —dijo Valdez.
—Pero, escucha, si comienzan a disparar voy a estar en la línea de fuego.
—Detrás de las rocas estarás bien.
Davis se mantuvo firme.
—Sigues sin creerme, ¿verdad? Puedo probártelo con mi cantimplora.
—Yo no tengo tu cantimplora.
—La tenías. Está en algún sitio.
—Y nosotros estamos aquí —dijo Valdez—. Hablémoslo en otra ocasión.
—Si no te solté yo, ¿quién lo hizo?
—Puedes bajar tú por la ladera o te puedo tirar yo cuesta abajo.
Miró a la mujer. Dilo, pensó. Y dijo:
—Gay Erin. Gay. ¿Es ese tu nombre? Ven aquí —dijo Valdez.
Vigiló a Davis moviéndose encorvado por la ladera hasta el refugio de rocas
bajas. Sintió a la mujer cerca de él. Cuando ella se tendió en el suelo, él le pasó los
prismáticos.
—Cuéntalos por mí.
Valdez se levantó para sacar el Colt de Davis del cinturón. El cañón se le estaba
clavando en la cadera. Lo dejó en el suelo a su lado y cogió la pesada carabina Sharp,
la Gran Cincuenta, y la colocó sobre la superficie plana de la roca frente a él. La
cargaría con la cartuchera que le colgaba del pecho. Con la culata apoyada contra la
mejilla, notando el olor a metal engrasado del arma, apuntó hacia abajo el cañón.
Nada. No sin los prismáticos.
—Diecisiete —dijo la mujer de Erin.
Él cogió los prismáticos de sus manos. Se los colocó delante de los ojos y la parte
baja de la ladera se acercó a él.
Estaban todavía demasiado lejos para poder verlos a todos sin los prismáticos.
Calculó la distancia, el primer hombre, la avanzadilla, a unas seiscientas yardas, el
resto a unas doscientas yardas más. El valiente, pensó Valdez. Quizás fuera el
segundo. Quizás Tanner. Mantuvo los prismáticos enfocando al hombre hasta que
supo que no era Tanner. Ni el segundo, porque llevaba un sombrero negro.

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Valdez bajó los prismáticos.
—Diecinueve —dijo—. Te faltaron dos, pero está muy bien.
La miró, su cabello bajo los rayos de sol vespertino, el pañuelo apartado del
rostro y suelto bajo su cuello ahora. Valdez alargó la mano y tocó el pañuelo,
sintiendo el tejido de algodón entre los dedos.
—Ponte esto en la cabeza.
—El sol no me molesta —dijo ella.
No había hablado desde que dejaron el arroyo.
—No lo digo por el sol. Estoy pensando a qué distancia se puede ver un cabello
rubio.
Mientras se desataba el nudo en la nuca, ella dijo:
—Tú creíste que yo te desaté, pero yo no te dije que lo hiciera.
—Pero dejaste que lo creyera.
—¿Cómo sabes que él lo hizo?
—Porque me lo dijo. Porque si lo hubiera hecho otra persona, él pensaría que yo
sabía quién lo hizo y no se molestaría en mentirme. Creo que soñé con una mujer que
me daba agua —dijo Valdez—. Así que, cuando intenté recordar lo que había
ocurrido, pensé que era una mujer.
—No tenía intención de mentirte —dijo ella—. Solo tenía miedo.
—Lo comprendo —dijo Valdez—. Si me habías salvado la vida, yo no te
dispararía. Tampoco si te metías conmigo bajo una manta.
—Intenté explicarte cómo me sentía —dijo ella.
—Claro, estás sola, necesitas a alguien. No te preocupes más. Conozco un lugar
donde puedes trabajar y ganar mucho dinero.
—Si crees que estoy mintiendo —dijo la mujer—, o si piensas que soy una
prostituta, no hay nada que yo pueda hacer para cambiarlo. Piensa lo que quieras.
—Tengo otras cosas en las que pensar —dijo Valdez. Examinó la ladera con los
prismáticos, más allá de Davis, tumbado tras las rocas y mirándole a él, hasta el jinete
avanzadilla. Entonces se levantó y le dijo a Davis—: Si gritas, te llevas el primer tiro.
Dirigió los prismáticos al primer jinete otra vez, a unas trescientas yardas, y lo
mantuvo enfocado hasta que estuvo a menos de doscientas yardas y pudo ver su
rostro y la manera en la que entornaba los ojos mientras recorría con la mirada cada
centímetro de la ladera. No te conozco, le dijo Valdez al hombre. No tengo nada
contra ti. Bajó los prismáticos y movió la Sharp hacia el jinete avanzadilla. Todavía
podía ver su rostro y sus ojos escudriñando la ladera, sin saber qué se le venía
encima. No deberías haberle mirado, pensó Valdez.
Entonces apunta a otro y demuéstrales lo que vales. Pero no a Tanner. A otro.
Con los prismáticos localizó a Tanner a casi cuatrocientas yardas, dejó otra vez
los prismáticos en el suelo y colocó el punto de mira de la Sharp en el hombre que
cabalgaba junto a Tanner, sin haberlo mirado antes ni pensar en él como un ser
humano ahora. Les dejó que se acercaran un poco más, trescientas cincuenta yardas,

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y apretó el gatillo. El sonido de la Sharp rompió el silencio, resonando por toda la
ladera, y el hombre, quienquiera que fuese, cayó de la silla. Valdez miró y disparó y
vio que un caballo se desplomaba con su jinete. Disparó otra vez y derribó otro
caballo mientras el resto daba media vuelta y quedaban fuera de su alcance. La Sharp
retumbó otra vez, pero se movían confusos y falló este disparo y el siguiente. Cogió
el Winchester, se arrodilló y descargó cuatro tiros al jinete avanzadilla,
persiguiéndolo cuesta abajo, y con el cuarto disparo el caballo tropezó y lanzó al
jinete por los aires. Disparó dos veces el Winchester, a la distancia, luego lo bajó y el
tintineante zumbido de las detonaciones permaneció en sus oídos.
—Ahora, piénsatelo bien —dijo Valdez a Tanner.
Tanner se lo pensaría y luego enviaría a unos cuantos hombres, lejos de su rango
de tiro, para rodearlos. O haría que algunos intentaran subir por la ladera sin ser
vistos.
O cargarían todos otra vez.
Como hicieron unos minutos más tarde, desplegados y al galope ladera arriba.
Valdez usó la Sharp de nuevo. Le dio al primer hombre que apuntó, tirándolo de la
silla, y derribó dos caballos. Antes de que estuvieran a doscientas yardas comenzaron
a darse la vuelta y retirarse. Buscó a los dos jinetes de los caballos que había
derribado. Uno de ellos corría, cojeando, colina abajo, y el otro estaba atrapado bajo
el animal muerto.
—Será mejor que te repliegues o te desvíes bordeándonos —dijo Valdez a Tanner
—, antes de que pierdas todos tus caballos.
Haz que lo crea.
Aumentó el ángulo de la Sharp y disparó. Volvió a disparar y vio que un caballo
se desplomaba a unas seiscientas yardas. Se replegaron otra vez.
Y ahora, pensó Valdez, fuera de aquí.
Podían esperar hasta que anocheciera, pero sería demasiado tarde si Tanner estaba
enviando a hombres para rodearles. Necesitaba suerte para ganar y tenía que
arriesgarse para probar su suerte.
Podía abandonar a R. L. Davis.
Pero lo miró allá abajo con las muñecas atadas al cinturón y por algún motivo se
dijo: Quédate con él. Quizás lo necesites.
—Sube ahora —le dijo a Davis—. Lentamente, por los matorrales de ahí.
La mujer se sentó en el suelo, mirándolo. La mujer que estaba sola y necesitaba a
alguien y quería ser abrazada y que se metió bajo la manta. En ese momento, antes de
que empezaran a correr, Valdez la miró y preguntó:
—¿Qué quieres? Dímelo.
—Quiero irme de aquí —dijo ella.
—¿Adónde? ¿Dónde quieres estar?
—No lo sé.
—Gay Erin —dijo Valdez—, piénsatelo y luego me lo dices.

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Tanner y los hombres que le acompañaban habían coronado la cresta de la montaña y
contemplaban el terreno y, más abajo, la ladera donde habían estado, viéndolo como
Valdez lo había visto. Ahora escucharon los disparos en la distancia, al sur.
Pararon y miraron hacia allí, todos ellos, hacia el campo abierto y ondulante que
se extendía hasta las colinas a lo lejos.
—Lo han atrapado —dijo uno de ellos.
—¿Cuántos tiros? —preguntó otro.
Escucharon y en el silencio un hombre dijo:
—Conté cinco, pero tal vez fueran más.
—Fueron más de cinco —dijo el primer hombre—. Sonó todo al mismo tiempo,
como si disparasen juntos.
—Eso es —dijo un hombre—. Los cuatro lo tenían en su punto de mira y
dispararon al mismo tiempo para rematarlo.
El segundo se encontraba de pie en el lugar donde Valdez se había apostado sobre
su barriga tras las rocas para dispararles. Recogió un cartucho vacío de latón y lo
miró… un calibre grande de cincuenta, de una Sharp o alguna clase de arma para
cazar búfalos. Encontró también los cartuchos de calibre 44 disparados con el
Winchester. Una Sharp y un Winchester, una escopeta de calibre ocho o diez y un
revólver; ese hombre iba bien armado y sabía cómo usar sus armas. El segundo contó
catorce cartuchos vacíos en el terreno e hizo el recuento de lo que les habían costado
esas municiones: dos muertos en la ladera, dos heridos, cinco caballos heridos. Ahora
ya eran siete los muertos en total y, contando a los hombres sin caballos, que tendrían
que volver andando a Mimbreño y regresar, había borrado del tablero a doce hombres
más dejando tan solo a doce para darle caza y matarlo.
—Aquí es donde estaba —dijo al señor Tanner—, en caso de que quiera saber
cómo lo hizo.
Tanner se acercó, examinó el terreno y luego la ladera.
—Tuvo bastante suerte —dijo Tanner—, pero ya se le ha acabado.
El segundo no dijo nada. Tal vez el hombre tuviera suerte, si es que existía algo
parecido a la suerte, pero, por Dios bendito, sabía cómo usar sus armas. Sería todo un
espectáculo enfrentarse a él, pensaba el segundo. Le gustaría haber podido hablar con
él en alguna ocasión y haber tomado juntos un trago de mescal, si esto no hubiera
ocurrido y le hubiera conocido, o si estuvieran en el mismo bando usando sus armas
contra otro.
¿Cómo te gustaría que fuera?, pensó el segundo. Si empezara todo de nuevo, le
hablaría de forma distinta. Recordó la manera en que Valdez aguantó de pie junto a la
pared de adobe mientras le disparaban, apuntándole cerca de la cabeza y entre las
piernas. Recordó que el hombre no se movió, ni se tensó o suplicó, ni pronunció una
sola palabra mientras miraba cómo le disparaban. Deberías haberlo sabido entonces,
se dijo el segundo.

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Tanner había ordenado a cuatro hombres que rodearan la posición de Valdez por
la cresta de la montaña para acercarse por la parte de atrás. Media hora más tarde
escuchó tiros en la distancia y uno de ellos regresó.
El caballo del hombre estaba empapado de sudor y el jinete se quitó el sombrero
para sentir la brisa de la tarde en la cumbre cuando se dispuso a contar lo sucedido.
—Los pillamos en campo abierto. Aún tenían que recorrer varias millas para
ponerse a cubierto y nosotros corrimos tras ellos, al galope —dijo el hombre—.
Luego vimos que uno de los caballos se paraba. Vimos que era él y nos dirigimos
directamente en su dirección, poniéndonos a tiro. Pero entonces el hombre se tendió
totalmente en el suelo, a cielo abierto pero totalmente tumbado, dejándonos sin
blanco al que apuntar. Comenzó a disparar cuando estábamos a unas cien yardas, al
principio uno de los chicos cayó y luego derribó el caballo de otro. El chico corrió
hacia él y Valdez le disparó mientras corría. Así que los dos que quedábamos dimos
media vuelta. Vimos a Valdez montar y salir al galope otra vez hacia las colinas.
Decidimos que uno de nosotros los seguiría y el otro regresaría aquí.
—¿Lograste dispararle? —preguntó Tanner.
—No, señor, no parecía herido.
—¿Sabes adónde se dirigió?
—Sí, señor, Stewart se quedó allí. Seguirá su rastro y dejará señales lo
suficientemente claras para que las sigamos.
—¿Es bueno el tal Stewart? —preguntó Tanner mirando al segundo.
—Tal vez ahora lo averigüe —contestó el segundo encogiéndose de hombros.
Partieron hacia el sur desde la cresta y atravesaron campo abierto y ondulante. En
la penumbra, antes de que la oscuridad se posase sobre las colinas, se toparon con el
caballo del jinete, pastando tranquilamente, y unas yardas más allá al hombre tendido
boca arriba con los brazos abiertos. Le habían disparado en la cabeza.
Diez, pensó el segundo mientras miraba al hombre en el suelo. Quedan nueve.
—Coged sus armas —dijo Tanner—. Traed el caballo.
La jornada había acabado por hoy. La oscuridad se aproximaba y tendrían que
esperar hasta la mañana. Sacó un puro y mordió la punta. A menos que se
desplegaran y avanzaran por las colinas esta noche. Tanner encendió el puro y
observó las tenues y sombrías laderas y la masa oscura de árboles por encima de las
rocas.
—Ven aquí —ordenó al segundo—. Voy a decirte lo que vamos a hacer.

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OCHO

—Jesús —exclamó R. L. Davis—. Necesito algo más que esto para alimentarme —
por Dios, pensó, un poco de pan, pimientos y media taza de agua sucia—. No he
tomado nada en todo el día.
—No seas desagradecido —le dijo Valdez.
La silla de Davis estaba apoyada en el suelo, delante de él, y tenía las manos
atadas al cuerno. Estaba echado sobre su barriga y tuvo que bajar la cabeza para
morder el trozo de pan que sostenía. La mujer de Erin, a su lado, le sostenía la taza
cuando quería un sorbo de agua. Ella los escuchaba, sus tonos bajos en la oscuridad,
y permaneció en silencio.
—Ni siquiera tengo una manta —dijo R. L. Davis—. ¿Cómo me voy a tapar?
—Vas a sudar —dijo Valdez.
—Sudar… amigo, aquí arriba va a hacer mucho frío.
—No cuando nos movamos.
Davis lo miró en la oscuridad, observó el trozo plano y duro de pan cerca de su
cara.
—Ni siquiera sabes dónde vas, ¿verdad?
—Sé dónde quiero ir —respondió Valdez—. Al menos eso sí lo sé.
Hacia las cumbres gemelas, a casi un día a caballo de donde llevaban unas horas
acampados, en las altas colinas de la Sierra de Santa Rita: un campamento seco sin
hoguera, ninguna luz parpadeante que pudiera delatarlos si los hombres de Tanner
andaban rastreando las colinas. Comerían algo, descansarían e intentarían recorrer
algunas millas antes del amanecer.
Hace diez años ya había acampado en aquellas colinas con sus rastreadores
apaches, persiguiendo a la banda de los apaches montaña blanca que habían atacado
Mimbreño; habían quemado la iglesia y asesinado a tres hombres y se habían llevado
a una mujer: eran renegados que huían a México después de escapar de la reserva de
San Carlos, robando lo que necesitaban a su paso.
Hacía ya diez años, pero recordaba bien el terreno y el camino hacia las cumbres
gemelas.
Valdez se había adelantado con sus rastreadores y dejaba que las tropas de la
caballería intentasen seguirles el paso, adentrándose en las profundidades de las
colinas y ascendiendo poco a poco hacia terreno rocoso, siguiendo sin dificultad el
rastro de los montaña blanca porque avanzaban rápido y no intentaban cubrir sus
huellas, y porque eran muchos: mujeres y varios niños, además de los más de quince
hombres que componían la partida de guerra. Sabía que los atraparía porque se podía
mover más rápido con sus rastreadores y era solo cuestión de tiempo. Encontraron
cacerolas y tarros robados, que ahora habían sido abandonados. Encontraron un

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caballo cojo y un poco más arriba a una mujer montaña blanca que estaba enferma y
había sido abandonada a su suerte. Continuaron avanzando, ascendiendo por las
laderas y subiendo por el bosque hasta que salieron de la masa de árboles y se
adentraron en un cañón: un terreno de matorrales de grama en lo alto de la montaña, y
una pared de piedra alzándose empinada a ambos lados y estrechándose al final en un
oscuro pasaje en pendiente que solo permitía la entrada de un hombre.
El primer rastreador que entró en el pasaje fue derribado de su silla. Lo sacaron a
rastras y lo desmontaron en la pradera para estudiar la situación.
Esta era la razón de que la banda de los montaña blanca hubiera huido al galope
hacia allí y no se hubiera preocupado de ocultar su rastro. En cuanto entraron en el
desfiladero estuvieron a salvo. Uno de ellos podía quedarse allí agachado en el paso
estrecho y derribar a cada uno de los soldados del puesto fronterizo que pasara,
siempre que le quedara munición, dándole así tiempo a su gente a huir a México.
Examinaron las paredes del cañón y las posibles huellas alrededor. Sí, un hombre tal
vez podía subir escalando si tenía alguna gota de sangre de cabra en sus venas. Pero
subir allí arriba no significaba que hubiera un acceso para bajar por el otro lado.
Además, bajar todo el trecho a través de las rocas y encontrar un sendero que
condujera al lugar correcto bordeando los riscos podría llevar una semana con suerte.
Así que Valdez y sus rastreadores se quedaron sentados en ese prado y se fumaron
unos cigarrillos y hablaron y dejaron que los apaches montaña blanca corrieran hacia
la frontera. Si no los atrapaban este año, ya los atraparían al año siguiente.
Valdez podía ver a los hombres de Tanner desmontados en la pradera, mirando
hacia las paredes del cañón, examinando las grietas en sombra y la elevación de roca
que afloraba por el borde, allá arriba, recortándose contra el cielo. ¿Alguien quiere
probar? No, gracias, hoy no. Tanner enviaría algunos hombres a explorar un sendero
que bordeara el cañón. Pero antes de que tuviera noticia de ellos, después de un día o
dos en la pradera viendo murciélagos girar en el aire y chirriar por la pared del cañón
de noche, se le agotaría la paciencia y aullaría a través del estrecho desfiladero: «¡De
acuerdo, hablemos!».
Así se había imaginado Bob Valdez que ocurriría: adelantarse a Tanner con
mucho tiempo y abrir así la negociación. «Dame el dinero para la mujer lipán o no
recuperarás a tu mujer».
Casi se había olvidado de la mujer lipán. Ya no se acordaba de su cara. No era
una cara para recordar, pero ahora la mujer carecía totalmente de cara. Estaba en
algún lugar, sentada en una choza comiendo maíz o atole, sintiendo al niño que
llevaba dentro y sin saber que esto estaba sucediendo en plena noche. Le diría a
Tanner: «¿Es que no lo ves? La mujer ya no tiene un hombre, así que necesita dinero.
Tú tienes dinero, pero no tienes una mujer. De acuerdo, tú pagas por su esposo y
recuperas a tu mujer».
Había parecido sencillo porque al principio era sencillo, cuando la mujer lipán
estaba sentada junto a la tumba de su esposo. Pero ahora había más implicaciones.

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Colocarlo contra la pared y atarle una cruz había convertido el asunto en algo más.
Sin embargo, no había ninguna razón para olvidar a la mujer lipán. Daba igual que no
tuviera rostro ni qué aspecto tuviera. Y daba igual si las cosas no estaban pasando
como se suponía que tenían que pasar. El problema ahora era que Tanner podía darle
alcance antes de llegar al paso estrecho, antes de que pudiera apostarse en algún lugar
desde el que parlamentar y negociar.
No, el problema era aún mayor. El problema también era la propia mujer, esa
mujer allí sentada que había dejado de hablar, su moneda de cambio en la
negociación. Se dijo mentalmente: San Francisco, eras un hombre sencillo. Haz que
todo esto por lo que estoy pasando sea también sencillo para mí.
—Dices que sabes dónde vas —dijo R. L. Davis—. Dínoslo y así lo sabremos
todos.
No lo necesitas, pensó Valdez.
—Si llegamos allí, lo verás. Si no llegamos allí, entonces da igual, ¿no crees?
—Escucha, ¿sabes cuántos hombres tiene Tanner?
—Ya no tantos.
—Pero sigue teniendo los suficientes —dijo R. L. Davis—. Van a atraparte y
colgarte, si antes no te matan con un disparo. Pero, en cualquier caso, es el fin del
viejo Bob Valdez.
—¿Cómo está tu cabeza?
—Todavía me duele.
—Cierra la boca o haré que te duela aún más, ¿de acuerdo?
—Te ayudé —dijo R. L. Davis—. Me debes algo. Te podría haber dejado allí
fuera, pero como eras un hombre blanco regresé y te solté.
—¿Qué quieres? —preguntó Valdez.
—¿Qué crees que quiero? Yo te solté, suéltame tú y déjame marchar.
Valdez asintió lentamente.
—De acuerdo. Cuando nos marchemos.
Davis lo miró fijamente.
—¿Lo dices en serio?
—Como has dicho, te lo debo —dijo Valdez notando los ojos de la mujer de Erin
posados en él.
—¿No es ningún tipo de trampa?
—¿Cómo podría ser una trampa?
—No lo sé. Pero no me fío de ti.
Valdez se encogió de hombros.
—Si eres libre, ¿qué más da?
—Estás tramando algo —dijo R. L. Davis.
—No —dijo Valdez sacudiendo la cabeza—. Solo quiero que me hagas un favor.
—¿Cuál?
—Dale un mensaje a Tanner de mi parte. Dile que tiene que pagar a la lipán, pero

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que no estoy seguro de que le vaya a devolver a su mujer.
Valdez sintió que ella volvía a mirarlo, pero él dirigió la mirada hacia la oscuridad
pensando en lo que había dicho y dándose cuenta de que ahora todo estaba mucho
más claro en su mente.

Eran las dos en punto de la madrugada cuando Valdez y la mujer de Erin partieron
llevándose con ellos el caballo alazán de Davis. Dejaron a Davis atado a su silla con
su propio pañuelo atado sobre la boca. Mientras Valdez lo ataba por detrás de la
cabeza, Davis giró el cuello y echó hacia delante la mandíbula.
—¡Si me amordazas no podré gritar pidiendo ayuda!
—Perfecto —dijo Valdez.
—¡Puede que no me encuentren nunca!
—Hay muy pocas certezas en la vida —comentó Valdez. Colocó el pañuelo entre
los dientes de Davis, lo apretó y lo sujetó con un nudo—. Ya está. Cuando amanezca
ponte en pie y arrastra la silla colina abajo. Ellos te encontrarán.
Le habría gustado golpear a Davis una vez con el puño. O quizás dos veces. Dos
buenos puñetazos en la boca. Pero lo dejó estar; ya le había hecho un buen tajo con la
Remington. El señor R. L. Davis era afortunado.
Ahora, búscate tu propia suerte, pensó Valdez.
Cabalgaron al paso en la oscuridad con los riscos y las formaciones rocosas
sombrías sobre sus cabezas; Valdez encabezaba la marcha y se tomaba su tiempo,
moviéndose con el nítido sonido de los cascos sobre roca partida y parando a
escuchar en el silencio de la noche. En una ocasión, durante las horas que viajaron
antes del amanecer, escucharon un disparo solitario, un débil sonido en la distancia,
en algún lugar al este; luego, un disparo respondió lejos a sus espaldas. Los hombres
de Tanner disparando a las sombras, o localizándose entre sí. Pero no escucharon
sonidos por las inmediaciones que pudieran proceder de jinetes de Tanner. Quizás aún
te dura la suerte y puedas atravesar el paso, pensó Valdez. Quizás San Francisco me
escuchó y me lo está poniendo más fácil. Eh, dijo Valdez. Mantén a la Hermana Luna
detrás de las nubes para que no nos vean. Avanzaron a través de la noche hasta que
un débil resplandor comenzó a inundar el cielo, las sombras en la tierra se
difuminaron y las siluetas de las formaciones rocosas y los árboles eran más difíciles
de distinguir. El momento justo antes del amanecer, cuando el apache solía deslizarse
por los matorrales con grasa de oso en su cinta de la cabeza y no lo veías hasta que
estaba encima de ti. El momento en que ya no era de noche, pero todavía no había
llegado el día. Un momento para descansar, pensó Valdez.
Se adentraron en el cañón entre paredes que se alzaban abruptamente en profunda
oscuridad por los matorrales que las cubrían. Valdez conocía el lugar y los caballos
resoplaron y lanzaron las cabezas hacia atrás cuando olieron el agua, el estanque
natural en total calma que ocupaba un lateral del cañón.

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La mujer de Erin bordeó el estanque mientras Valdez desataba las bridas y las
sillas de montar para dejar que los caballos bebieran y pastaran libremente. Él la
miró, por detrás de los caballos, la observó mientras la mujer se arrodillaba en la
orilla del estanque y bebía del hueco de sus manos. Valdez se quitó el sombrero y el
pesado cinto de cartuchos de la Sharp por la cabeza. Un momento para descansar al
amanecer, antes de que el día trajera lo que tuviera que traer. Bordeó el estanque
hacia ella.
—¿Tienes hambre?
Ella le miró, sacudiendo la cabeza y luego apartándose el pelo de la cara.
—No, en realidad no. ¿Y tú?
—Puedo esperar.
—¿Te vas a sentar?
—Si no te pones tú de pie —dijo Valdez.
Se sentó junto a ella rozándole el pelo, notó que su dedo acariciaba la mejilla y
vio los ojos de ella en los suyos.
—Gay Erin —dijo él—. Ese es tu nombre, ¿no? ¿Cuál era antes?
—Gay Byrnes.
Le sujetó el rostro suavemente, con la palma cubriendo su barbilla, y la besó en la
boca.
—Gay Erin. Es un buen nombre. ¿Te gusta?
—Es mi nombre porque me casé con él.
—¿Para qué quieres volver a sacar el tema?
—No quiero volver a sacarlo.
—Entonces, no lo hagas. ¿Sabes mi nombre?
—Valdez.
—Roberto Valdez. ¿Te gusta Roberto?
—Está muy bien.
—O Bob. ¿Cuál de los dos te gusta más?
—Roberto.
—Es mexicano.
—Lo sé.
—Escucha, he estado pensando algo —dijo Valdez; ella esperó—. Me has oído
decir a Davis que no sé si voy a entregarte.
—Ya te lo dije antes —dijo la mujer de Erin—. No quiero regresar.
—Eso es lo que me dijiste —dijo Valdez asintiendo—. De acuerdo, te creo.
¿Sabes por qué? Porque es más fácil si te creo. Si pienso demasiado en ello, entonces
no tengo tiempo de pensar en otras cosas.
—¿Qué piensas de mí?
—Pienso que me gustaría vivir contigo y que nos casáramos.
Ella esperó unos segundos.
—Solo llevamos juntos dos días.

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—Y dos noches —respondió Valdez—. ¿Cuánto tiempo hace falta?
Él podía ver el rostro de la mujer más claramente ahora a la luz del amanecer.
Los ojos de ella no se desviaron de los suyos.
—¿Te casarías conmigo? —preguntó ella.
—Creo que lo sabes perfectamente.
—Pero maté a mi marido.
—Te creo.
—He estado viviendo con Frank Tanner.
—Lo sé.
—Pero quieres casarte conmigo.
—Eso creo, sí.
—Dime por qué.
—Escucha, esto no me gusta. No me siento cómodo, pero no sé qué más decir. Te
creo porque quiero creerte. Me digo a mí mismo, ¿la quieres?, y me respondo, sí.
Entonces me pregunto, ¿y si ella está mintiendo? Y entonces digo, maldita sea, créela
y no pienses más. Escucha, no podría hacerte ningún daño. Me refiero a que si él
dice: No te daré el dinero, dispara a la mujer… ¿Crees que podría hacerlo?
—No, no creo que pudieras —dijo ella sacudiendo la cabeza.
—Pues entonces, no te preocupes por eso.
—Nunca lo he hecho —dijo la mujer de Erin—. Puede que haya estado sintiendo
lástima por mí misma, pero no me acosté contigo solo porque quisiera ser abrazada.
—¿Por qué lo hiciste, entonces?
Ella dudó de nuevo.
—No lo sé. Quería estar contigo. Y sigo queriendo estar contigo. Si estoy
enamorada de ti entonces estoy enamorada de ti. No lo sé, nunca antes he amado a un
hombre.
—Y yo nunca he estado casado —dijo Valdez.
Ella tomó su mano y se la llevó a la cara.
—Yo tampoco, realmente.
—Tal vez podemos hablar de ello en otra ocasión. Cuando tengamos tiempo, ¿eh?
—Eso espero —dijo ella.
No lo dudes, pensó Valdez, y no pienses más en ello. Le dio el Colt de Davis y así
zanjó el asunto. Si ella le mentía podía dispararle por la espalda. Ya había matado
antes a un hombre.
Sin embargo, hizo que todo fuera más sencillo en su mente. Mucho más sencillo.

Encontraron a R. L. Davis un poco después de la salida del sol, una figura encorvada
sobre la ladera de matorrales, arrastrando una silla de montar y un fino rastro de
polvo. Los dos hombres que lo encontraron lo desataron. Uno de ellos cargó la silla y
el otro sentó a R. L. Davis en su montura y cabalgaron así montados hacia el lugar

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donde el señor Tanner había pasado la noche. Estaba solo; todos los demás estaban
explorando todavía.
El aspecto del señor Tanner había cambiado. No se había afeitado desde hacía dos
o tres días y el cuello de la camisa estaba sucio y arrugado. El bigote parecía más
grande y su rostro más delgado.
R. L. Davis se percató de esto, aunque, Dios Bendito, cómo le dolía la espalda
después de arrastrar la maldita silla por todo el campo.
—No me vendría mal que alguien me diera un trago de agua.
El jinete que lo había rescatado estaba a punto de pasarle una cantimplora, pero
Tanner lo detuvo.
—Espera hasta que acabemos.
—No he bebido agua desde ayer noche.
—No te morirás —dijo Tanner—. A menos que me vea en la necesidad de
matarte.
—Señor Tanner, míreme. Me disparó con la escopeta, le hubiera gustado
arrancarme la cabeza.
—¿Dónde están?
—Me dejó marchar hace unas cuatro horas y partieron hacia el sur.
—¿La señora Erin iba con él?
—Sí, señor.
—¿Cómo está?
—A mí me pareció que estaba bien. Me refiero a que no creo que él la haya
maltratado.
—Más le vale —dijo Tanner—. ¿Hablaste con ella?
—No, él estaba allí todo el tiempo. No podía decirle nada a ella sin que él lo
escuchara.
—Entonces, ella no te dijo nada.
—No, señor. Pero él me dijo que le diera un mensaje.
Tanner esperó unos segundos.
—Pues bueno, maldita sea, dilo.
—Valdez dijo: «Dile que todavía tiene que pagar a la india, pero que no estoy
seguro de que le devuelva a su mujer».
Frank Tanner le golpeó. Le soltó un gancho en la cara con el puño derecho y el
hombre quedó tendido boca arriba entre el polvo.
—No lo dije yo… ¡lo dijo él! Esas fueron sus palabras.
—Dilo otra vez.
—Le juro que es lo que dijo.
—¡Dilo!
—Dijo que tiene que pagar a la india, pero que no estaba seguro de que fuera a
devolverle a su mujer. Con esas palabras exactas.
—¿Y ella dijo algo?

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—No, señor, ni una sola palabra durante todo el tiempo que estuve allí.
—¿La mantenía atada?
—Cuando la dejó en la quebrada sí, pero no cuando él estaba con ella. Es decir,
cuando cabalgaban o cuando acampaban.
—¿Y por qué te dejó marchar? —Davis dudó y Tanner dijo—: Te he hecho una
pregunta.
—Bueno, para que le pudiera dar el mensaje, supongo. No se me ocurre otro
motivo.
—Que Dios se apiade de ti si lo hay —le amenazó Tanner.
Estaba montado en su caballo zaino cuando llegaron dos jinetes con una recua de
caballos frescos. Habían caminado toda la noche hasta llegar a Mimbreño desde el
lugar donde dejaron sus monturas muertas en la ladera.
Tanner miró a R. L. Davis.
—Pon tu silla de montar en uno de ellos —dijo—. Quiero que estés presente
cuando lo destrocemos.

A primeras horas de la mañana, el segundo, cuyo nombre era Emilio Avilar, pero al
que solo le habían llamado segundo durante los últimos seis años, encontró a tres de
sus hombres en la zona boscosa de las montañas y les envió una señal para reunirlos.
Los hombres estaban cansados y sus caballos exhaustos necesitaban agua. Estaban
listos para regresar y Frank Todopoderoso Tanner podía cantar la traviata con su ojete
si no le gustaba la idea. Les pagaban por conducir ganado y transportar carretas y
disparar a los rurales; no les habían contratado para perseguir a un tipo que se había
fugado con la mujer de Tanner. Era su problema si no era capaz de mantenerla en su
casa. Después de toda una noche en la silla de montar, ya era hora de desenrollar las
mantas.
—¿Pero os pensáis que Valdez no quiere dormir? —dijo el segundo—. Amigo,
tiene que permanecer despierto, ¿no es verdad? Tiene que vigilar a la mujer y tiene
que vigilarnos a nosotros. Amigo, pregúntale a él qué es estar cansado.
Dos de los jinetes eran norteamericanos y uno mexicano; el mexicano era un
hombre joven que había sido contratado hacía solo dos meses por el segundo.
Uno de los norteamericanos dijo que no era asunto de ellos. Y el segundo dijo que
tal vez no, pero que cuanto antes atraparan al loco antes podrían cabalgar a México y
pasarlo bien.
—Quieres agua fresca, ¿verdad? —dijo el segundo—. ¿No crees que él también
querrá beber agua fresca?
—Si supiera dónde está —dijo uno de los norteamericanos.
—Escucha, ¿cuándo vas a entender la clase de hombre que es? —dijo el segundo
—. Claro que está loco, pero sabe lo que está haciendo. ¿Crees que bajaría por aquí si
no supiera que hay agua? ¿Dónde está? No está tan loco.

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—Bueno, que él lo sepa no nos ayuda mucho —dijo el otro norteamericano.
El segundo se quitó el sombrero, se secó la frente con la manga y se colocó de
nuevo el sombrero de Sonora sobre los ojos. Sacudió la cabeza y dijo al hombre:
—¿De dónde saco a gente como vosotros? ¿Creéis que llevo aquí seis años y que
no sé dónde está la maldita agua? ¿Qué clase de segundo no sabe dónde hay agua?
—Bueno, pues vamos a coger un poco —dijo el jinete.
Emilio Avilar, el segundo, sonrió.
—Claro, supuse que eso era lo que queríais.
Un poco más tarde esa mañana, mientras daban de beber a los caballos en el
estanque y los riscos y las paredes escarpadas del cañón se reflejaban en el agua
quieta, los tres jinetes miraron al segundo y el segundo volvió a sonreír. Dios, había
huellas frescas por todos lados junto a la orilla, dos caballos y dos personas: no había
ninguna duda, un hombre y una mujer. Llenaron las cantimploras y refrescaron a los
caballos y en ese momento ya estuvieron dispuestos a seguir al segundo a cualquier
lugar que quisiera llevarlos. ¡Demonios, vamos a por él!
—¿Qué dirección tomaríais? —preguntó el segundo.
—Sigamos las huellas.
—Pero eso nos llevaría mucho tiempo —dijo el segundo—. ¿Y si supiéramos
adónde se dirigen?
—¿Cómo podríamos averiguarlo?
—Hace dos días —dijo el segundo—, Valdez le dijo al señor Tanner que se
dirigiera a las dos cumbres. ¿Recordáis? —levantó la mirada—. Nosotros ahora
venimos por otra dirección, pero hay dos cumbres. ¿Por qué iba a cambiar de idea y
no ir allí? La única diferencia es que ahora no tiene mucho tiempo.
Los dos jinetes norteamericanos reflexionaron sobre ello y asintieron, y uno de
ellos dijo:
—¿Qué hay ahí arriba?
—Lo averiguaremos —dijo el segundo.
Ya está, pensó mientras observaba a los tres hombres en movimiento, encorvados
sobre sus sillas, las cabezas colgando y la camisa manchada de sudor por la espalda.
Nada más. Los observó unos segundos más antes de llamar en voz alta:
—¡Eh, Tomás! —los jinetes se giraron y el joven mexicano que había contratado
hacía unos meses tiró de las riendas para esperarle.
—Tienes que cabalgar en la otra dirección —dijo el segundo en español—. Trae
al señor Tanner.
El joven mexicano tiró de las riendas, preparándose.
—¿Cómo sabré adónde llevarlo?
—Nos oirás —dijo el segundo.

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NUEVE

Las cumbres gemelas se cernían sobre ellos, más allá de la ladera inundada de
matorrales de castilleja y arbustos de cholla, más allá de los matorrales de roble y la
oscura masa de árboles, los pináculos de piedra se recortaban contra el cielo, lo
suficientemente alto para tocar el aire nítido.
—Allí arriba —dijo Valdez—. Atravesamos la arboleda y salimos a un cañón. Al
final del cañón hay un pequeño sendero que sube a través de las rocas y que pasa
entre las dos cumbres y baja por el otro lado. Si te quedas allí de pie y miras
directamente hacia los picos parece que se muevan con el viento.
Los ojos de la mujer de Erin estaban entrecerrados bajo el resplandor; se protegió
los ojos con la mano.
—Cuando crucemos por allí, veremos si podemos provocar un desprendimiento
para bloquear el sendero —dijo Valdez—. Luego ya no tendremos que correr.
Podemos tomarnos nuestro tiempo porque a ellos les llevará varios días encontrar el
sendero por el otro lado.
Bajó la mirada; ella lo miraba.
—¿Unos cuantos días? ¿Eso es todo lo que tenemos?
—Depende de nosotros —dijo Valdez—. O depende de él. Podemos irnos a
México. Podemos irnos a China si hay manera de ir hasta allí. O podemos ir a
Lanoria.
—¿Y adónde quieres ir? —preguntó ella.
—A Lanoria.
—Vendrá a por nosotros.
—Si él quiere —dijo Valdez—, puedo huir hoy, pero no siempre. Hoy es más que
suficiente.
—Lo que quieras hacer tú —dijo la mujer de Erin—, lo quiero hacer yo.
Valdez la miró y deseó extender el brazo y tocar su cabello y sentir la piel de su
mejilla morena y pasar la yema de los dedos por sus labios cortados. Pero mantuvo
las manos en el regazo, alrededor del fino cuello de la Remington.
—Si quieres regresar ahora, puedes hacerlo —dijo él—. Te dejo marchar, eres
libre. Ve donde quieras. Dile que te escapaste.
Estaban sentados juntos y apoyados en las sillas de montar, casi tocándose las
piernas, y entonces ella repitió:
—Lo que tú quieras hacer.
—Nos iremos —dijo él, echándose hacia atrás y tirando de la cuerda atada a su
silla y al caballo alazán de R. L. Davis.
Se desviaron del sendero y comenzaron a subir la ladera en diagonal, moviéndose
entre la castilleja y los arbustos de cholla que eran como árboles enanos. Valdez iba

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delante, al tanto de la mujer que le seguía, deseando girarse para mirarla, pero solo
viéndola de pasada al recorrer con la vista la ladera y el camino por donde habían
venido.
Roberto Valdez vigilaba ladera arriba y Bob Valdez, en su interior, se imaginaba a
la mujer saliendo de una casa de adobe en el patio: un lugar como el de Diego Luz,
apartado y en tierras altas, pero más grande que el de Diego, con cristales en las
ventanas y un porche de madera bajo la enramada. La mujer llevaba un vestido
blanco abierto por el cuello y el cabello le caía sobre los hombros reflejando la luz
del sol. Él regresaría por el prado y la vería y levantaría el brazo para saludar. Dios,
cómo le gustaría cabalgar hacia ella, saltar de la silla y abrazarla cuando aún tuviera
el brazo en alto y mover sus manos bajo los brazos y el cuerpo de ella y abrazarla tan
fuertemente como un hombre puede abrazar a una mujer sin hacerle daño. Pero
pararía junto a la bomba de agua y tomaría un trago de agua y se lavaría y luego iría
al patio, andando junto a su caballo, porque tendría el resto de su vida para hacer eso.
Mientras Bob Valdez se imaginaba todo esto, llegando finalmente al patio junto a
la mujer, Roberto Valdez vio a los jinetes a lo lejos, que empezaban a subir la
pendiente en fila india. Seis de ellos y una recua de tres caballos.
Valdez cogió los prismáticos de las alforjas. Localizó a Frank Tanner y a R. L.
Davis. Los vio mirando en su dirección y vio que uno de los hombres señalaba y
decía algo.
Vamos, pensó Valdez mientras los jinetes se desplegaban y espoleaban los
caballos a través de los matorrales. Cuando lleguéis aquí ya nos habremos ido. Pero
todavía mirándolos y volviendo a contarlos, pensó: si Tanner está aquí, ¿dónde está
su segundo?

Emilio Avilar vigilaba desde arriba, en el límite en sombra del bosque.


Tenían al hombre casi en sus puntos de mira; Valdez atravesaba la ladera entre
matorrales de roble, guiando al caballo, y la mujer iba detrás de él, aproximándose al
paso y doblando la curva directamente hacia ellos, dirigiéndose hacia sus armas, pero
ahora Tanner el Todopoderoso, el bárbaro blanco, había arruinado la emboscada y lo
había espantado otra vez.
Dios, el hombre habría estado muerto en unos segundos, derribado de un disparo
de su silla, pero ahora, con la mujer detrás de él y espoleando sus monturas pendiente
arriba, Valdez había llegado a la parte superior de la ladera y ya penetraba en el
bosque. No aquí, donde el segundo había estado esperando con sus dos
norteamericanos durante casi una hora, sino a más de cien yardas de distancia: una
última imagen fugaz de Valdez y la mujer se esfumó tras los árboles.
El segundo había explorado el bosque y el cañón más allá, había examinado el
cañón y el estrecho desfiladero al final y supo inmediatamente que Valdez se dirigía
allí. ¿Dónde si no? Aquel hombre conocía el terreno y los pozos de agua y luchaba

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como un apache. Sin duda, Valdez iba allí: para escapar por el desfiladero o quedarse
allí y dispararles uno a uno a medida que entraran a por él.
No dejes que entre en el cañón, había pensado el segundo. No te la juegues con él.
Espérale en la boca del cañón y dispárale en cuanto entre. Pero Valdez se aproximaba
bajo el resguardo de los árboles y tal vez su nariz o sus oídos le dijeran algo, le
advirtieran, y corriera en dirección contraria. Uno tenía que pensar en él como si
fuera un puma, reflexionó el segundo. Hay que atraparlo en campo abierto, cuando no
esté a cubierto.
Así que el segundo regresó por el bosque hasta el borde desde donde se
dominaban las vistas a la ladera y explicó a sus dos hombres cuidadosamente lo que
debían hacer: cómo debían vigilarlo y luego calcular la inclinación con la que se
aproximaba por los árboles y esperar hasta que se dirigiera a ellos, hasta que estuviera
cerca de los árboles pero en zona despejada, y matarlo antes de que él los viera.
Pero ahora Valdez ya estaba en el bosque. El segundo les había ordenado a sus
hombres que estuvieran en silencio y mantuvieran los caballos en silencio y
escucharan.
—Sabes que va a ir al cañón —dijo uno de ellos.
—Ya ha llegado, ya está —dijo el otro—. En cuanto llegue al agujero nadie va a
entrar a por él.
—Desde luego no este que habla —dijo el primer hombre—. Puede entrar el
propio Tanner si tanto lo desea.
Jesús bendito, se dijo el segundo.
—¡Os queréis callar!
Todos escucharon.
—No lo escucho —dijo uno de ellos—. No oigo nada.
El segundo ordenó a los dos hombres que se acercaran a él y escucharan, y
escucharon con él.
—¿Sabéis por qué? —dijo—. Porque no se está moviendo, está escuchando. Sabe
que estamos aquí con él.
—Pero no nos ha visto.
—¿Cuándo vais a conocer a ese hombre? —dijo el segundo—. No tiene por qué
verte.
—Tendrá que moverse en algún momento —dijo uno de ellos.
—Antes de que Tanner y los otros suban —dijo el segundo, asintiendo.
—De acuerdo, vamos a separarnos un poco. Pero todos avanzamos hacia el cañón
—bajó la voz hasta un susurro—. Muy silenciosamente.

Había claros en los que el sol brillaba colándose a través de las ramas de los pinos a
cientos de pies del suelo, y había chaparrales de arbustos de roble y densos
matorrales. Se oía algún que otro ruido cerca de ellos, un tenue correteo entre las

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hierbas, y se escuchaban los agudos graznidos lejanos de pájaros ocultos en las copas
de los árboles. Cuando los pájaros callaban en el bosque sombrío, en las tierras altas
de la Sierra de Santa Rita reinaba el silencio.
Se habían adentrado profundamente entre los árboles desde la ladera abierta antes
de que Valdez se parara a escuchar. Y mientras escuchaba, pensaba: deberías haber
continuado y haberte arriesgado. No puedes perder tiempo.
Escuchó el sonido entre los árboles, una ramita rompiéndose, luego silencio.
Unos segundos después lo escuchó otra vez, y el sonido de pisadas sobre hojas secas.
Tenía razón, algunos ya estaban en los árboles. Pero no servía de nada tener razón
en esta ocasión. Deberían haber continuado y no haber parado. No iban a conseguir
escabullirse y escapar corriendo, y ahora se preguntó si la mujer debería ir delante o
detrás de él. Decidió que debía seguirle entre los árboles y en campo abierto; si
llegaban al cañón, ella iría primero para entrar en el desfiladero mientras él los
retenía. No recordaba la distancia hasta el cañón. Quizás unas cincuenta yardas, un
poco más. Estaba seguro de la dirección aproximada, el camino que se marcarían y
recorrerían.
—La última vez que corremos —le dijo a la mujer—. ¿Estás lista?
Ella asintió solo una vez, arriba y abajo. Tenía ambas manos en el cuerno de la
silla, pero no parecía tensa ni agarrotada.
—Yo voy primero —dijo Valdez, señalando la dirección con la cabeza—. Por allí.
Tú vienes detrás de mí. No pases por otro lado entre los árboles, mantente siempre
detrás de mí. Si los ves delante de nosotros, permanece cerca de mí, tan cerca como
puedas. Al final del cañón verás la abertura. Entra tú primero. No desmontes, entra al
galope, la entrada es bastante ancha, y yo entraré después de ti.
Ella asintió otra vez.
—De acuerdo.
—Solo un breve galope y habrá acabado —dijo él con una sonrisa.
Ella volvió a asentir e intentó sonreír, y entonces él vio que tenía miedo.
Valdez desmontó. Desató el alazán de Davis y lo apartó a un lado sujetando la
brida por debajo de los belfos. En cuanto los hombres de Tanner entraran en el
bosque pondría el alazán al galope con la esperanza de que los confundiera y salieran
tras él. Esperó, apremiando a los hombres de Tanner para poder escucharlos pronto; y
cuando escuchó, unos segundos después, el sonido de sus caballos galopando entre
los árboles, siseó en la oreja del alazán, tiró de la brida y golpeó fuertemente con la
culata de la Remington la grupa del animal; este saltó y huyó al galope entre los
árboles.
—Ahora —dijo Valdez.
Se movían, corrían a través de las láminas de sol y de oscuridad con el palpitante
y jadeante sonido de los caballos y las ramas cortándoles la cara; galopaban por los
matorrales, a través de una pared de hojas, rompiendo ramas y cruzando claros y
adentrándose de nuevo en la arboleda, y entonces escucharon los gritos de los

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hombres del señor Tanner en algún punto a sus espaldas y un poco más alejados entre
los árboles. Valdez podía ver el cañón allá delante entre el follaje, la boca abierta del
prado, la escarpadura de rocas apuntando hacia el cielo.
Vio la abertura y vio que un jinete salía al galope de los árboles frente a él y se
giraba, su caballo reculó asustado por el repentino movimiento. Valdez salió al galope
de los árboles directamente hacia el jinete, que ahora veía de costado y espoleando su
montura. Apuntó al hombre levantando la Remington frente a él y a quemarropa lo
derribó de la grupa de su caballo.
Se percató de la presencia de caballos a sus espaldas y sintió al siguiente hombre
antes de verlo u oírlo aproximándose por la izquierda. Se cambió la Remington a esa
mano, alargándola a un brazo de distancia, y cuando lo vio, disparó al mismo tiempo
que lo hacía el jinete y vio al hombre cayendo de la silla. El caballo del hombre
continuó galopando delante de él y ahora sintió el viento en campo abierto, vio el sol
apoyado en el borde oeste de la escarpadura y escuchó al caballo de la mujer de Erin
cerca de él.
Un aullido agudo sonó a través del estrechamiento cuando un rifle le disparó.
Recordó el sonido de disparos retumbando en el cañón en otro tiempo. Recordó las
grietas en penumbra en la parte alta de las paredes y la espesa grama. Pero también
recordaba el prado más extenso de lo que en realidad era, al menos medía media
milla más en su mente. Ahora no le quedaba ni siquiera la mitad de distancia y estaba
llegando casi al final.
Aulló otro disparo de rifle cuando llegaron al desfiladero y se dio la vuelta.
La mujer debía estar allí, detrás de él, atravesando al galope la abertura y él la
seguiría.
Pero el caballo que iba detrás de él no llevaba jinete.
El caballo se desvió al ver la pared del cañón. Mientras se apartaba hacia un lado,
Valdez la vio: estaba a unas treinta yardas de él, su caballo había caído y ella se
estaba poniendo en pie, sujetándose la cabeza con las dos manos y mirando al caballo
muerto.
Vio al segundo acercarse a ella por el otro lado, desmontar y aproximarse con un
rifle en las manos. Valdez quiso llamarla, gritarle: «¡Corre! ¡Vamos, hazlo!», pero era
demasiado tarde. El segundo se acercó a ella atravesando los matorrales de hierba
gama con el rifle en la mano derecha y el dedo metido en el guardamontes. Se paró
antes de llegar al lugar donde estaba la mujer de Erin.
Valdez cargó la Remington… sin pensar en ello, simplemente cargándola porque
estaba descargada y diciendo al segundo con su mirada: si quieres hacer algo, vamos,
hazlo. Estaba cansado, Dios, era el final, pero esto es lo que le estaba diciendo al
segundo. Caminó hacia la mujer con la Remington cargada y amartillada.
Ella estaba de pie cubriéndose un lado de la cara con la mano, tenía tierra y
briznas de hierba sobre el vestido y el cabello y miraba a Valdez acercándose. Parecía
cansada y todavía asustada, y sus ojos estaban apagados y sin ningún rastro de duda o

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esperanza.
—Casi, ¿eh? —dijo Valdez.
—Casi —dijo la mujer de Erin.
—¿Estás bien? —ella asintió y luego él dijo—: No estás obligada a regresar con
él. Recuérdalo.
Un rayo de conciencia iluminó los ojos de la mujer, como si se acabara de
despertar de un sueño.
—No digas eso.
—Tenía que decirlo.
—Yo voy contigo. No voy con él.
—Frank Tanner no lo sabe —Valdez se calló y luego añadió—: Frank… —dijo
sonriendo, con el cansancio dibujado en el rostro—. Francisco. Francis. Tenía un
amigo llamado Francis. No sé qué fue de él.
Se rio a carcajadas y vio la expresión de sorpresa en el rostro de ella y también
vio al segundo mirándole.
Escuchó su propia risa otra vez en el cañón y al final vio a Frank Tanner y varios
hombres a ambos lados acercándose por el prado. Vio que Tanner se paraba y miraba
en su dirección.
Gay Erin le tocó el brazo, y se sujetó a él.
—No sé por qué pensé que era gracioso —le dijo él—. Que este Frank y mi
amigo tengan el mismo nombre. No se parecen en nada.
Sonrió, pensando todavía en ello, y observó al segundo mientras este se acercaba,
el segundo también lo miraba intentando entender lo que le hacía tanta gracia.
Con la mano izquierda Emilio Avilar se levantó el sombrero, se limpió el sudor de
la frente con la misma mano y volvió a ponerse el sombrero.
—¿Tienes tabaco? ¿De mascar? —le preguntó a Valdez.
—Cigarrillos —dijo Valdez.
El segundo asintió.
—De acuerdo.
Valdez sacó la bolsita de tabaco y el papel del bolsillo y se acercó al segundo,
quien también dio un paso adelante para acercarse a él. El segundo lio un cigarrillo y
devolvió la bolsa a Valdez, que se lio otro, y el segundo encendió ambos cigarrillos.
Valdez dio un paso atrás con el cigarrillo en la boca y la Remington en la mano
derecha y apuntada hacia abajo.
—Dime algo —dijo el segundo, exhalando humo y sacudiendo la cerilla—…
¿quién eres?
—¿Y qué más da? —respondió Valdez. Miró por encima del hombro del segundo
hacia Tanner, que se acercaba ya con sus hombres desplegados tras él.
—Le diste a uno ayer —dijo el segundo—. Creo que estaba a quinientas yardas.
—Seiscientas —dijo Valdez.
—¿Qué es lo que usas?

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—Una carabina Sharp.
—Supuse que era alguna maldita escopeta para matar búfalos. ¿Cazas búfalos?
—Apaches —dijo Valdez.
—Amigo, lo sé bien. ¿Cuándo?
—Cuando aún estaban aquí.
—¿Dejaste alguno con vida?
—A algunos. Están en Oklahoma ahora.
—Maldita sea, ¿cómo lo has hecho? —dijo el segundo—. ¿Sabes a cuántos de
mis hombres te has cargado?
—A doce —respondió Valdez.
—Los cuentas.
—Mejor contarlos, ¿no crees? —dijo Valdez.
El segundo inhaló profundamente del cigarrillo y exhaló el humo lentamente.
Miraba a Valdez y pensaba: ¿Qué tal si pudiera tener a cuatro como él? Todos los
demás podrían irse a sus casas. Cuatro como él y sin Tanner, y podrían llevar el
ganado a México y hacerse ricos. Y luego reflexionaba. ¿A quién preferirías disparar,
a él o a Tanner? Era una pena que no pudieran cambiarse los papeles. A Tanner le
gustaba poner a la gente contra la pared. Pero Valdez sabía cómo hacerlo. No
necesitaba una pared. Podía matar a un hombre a seiscientas yardas, y el hijo de perra
llevaba la cuenta.
—Es una pena que esto acabe así —dijo el segundo.
—Bueno —Valdez se encogió de hombros—. Ahora se decidirá y acabará todo.
El segundo continuó examinándolo.
—¿Por qué no le devuelves a su mujer? Dile que no lo harás otra vez.
—Ya no es su mujer.
—¿Y ya está? —dijo el segundo sonriendo.
—Claro, depende de él. Si él quiere que ella vuelva, tendrá que llevársela.
—¿Crees que no puede hacerlo?
Valdez volvió a encogerse de hombros.
—Si lo intenta, está muerto. Alguien me atrapará, sois muchos. Pero para
entonces él ya estará muerto.
—Él no piensa de esa manera —dijo el segundo.
—¿Y tú qué piensas? —dijo Valdez sosteniendo su mirada.
—Te creo.
El segundo vio que Valdez levantaba la mirada y se movía a un lado; miró por
encima del hombro y vio a Frank Tanner acercándose a ellos. El segundo retrocedió
varios pasos, pero Tanner se paró antes de llegar. Sujetaba un revólver Colt en un
costado. Un hombre detrás de Tanner movió su montura, y el resto de los hombres,
cinco, se desplegaron moviéndose a ambos lados con los ojos clavados en Valdez.
R. L. Davis estaba junto a Tanner, a unos pies a su derecha.
Tanner miraba a la mujer de Erin, que no se había movido mientras se acercaba.

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Él la miró y su expresión no reveló nada, pero estaba sopesando la situación.
—Ven aquí a mi lado —dijo Tanner finalmente.
La mujer no se movió.
—Estoy bien donde estoy.
—Será mejor que recobres la cordura —dijo Tanner—. Más te vale tener alguna
excusa que darme cuando lleguemos a casa.
—No voy a casa contigo.
Tanner se tomó su tiempo.
—Así están las cosas entonces, ¿verdad? —desvió la mirada hacia Valdez—. ¿Es
ella mejor que una perra mexicana?
Valdez no dijo nada.
—Si las cosas están así, será mejor que le digas a esa puta que tienes a tu lado que
se quite de en medio.
En voz baja, Valdez le dijo a la mujer:
—Apártate un poco. Solo un poco.
Tanner esperó.
—¿Hay algo que quieras decirme?
—Ya lo dije —respondió Valdez.
Los ojos de Tanner estaban clavados en Valdez.
—Poned a este hombre contra aquella pared y dispararle —ordenó Tanner. Esperó
y luego gritó—: ¡Emilio!
—Le escucho —dijo el segundo.
—Detenlo.
El segundo no se movió ni hizo ademán de responder.
—Número dos —la voz de Tanner aumentó de volumen—. ¡Es una orden!
El segundo ahora miró a Tanner directamente.
—No es mi mujer —dijo.
Valdez miró entonces al segundo, mantuvo la mirada allí y la desvió de nuevo
hacia Tanner. Sujetaba la Remington sin apretar demasiado, sintiendo el peso del
arma, con el cañón recortado colgando junto a la rodilla.
Tanner giró la cabeza lentamente hacia la izquierda, hacia los tres hombres
separados de él, y luego a la derecha, hacia R. L. Davis y los dos hombres más allá.
—Voy a dar la orden —dijo Tanner.
—¡Espera un minuto! —dijo entonces R. L. Davis—. Yo no formo parte de esto
—vio que Tanner le miraba cuando se echó unos pasos hacia atrás, se tropezó con su
caballo y lo empujó—. Ni siquiera tengo un arma.
—Te doy la mía —dijo el segundo.
—¡No quiero una! —Davis estaba retrocediendo y separándose del grupo, y sus
ojos estaban clavados en la Remington que Valdez sujetaba a un lado—. No tengo
ninguna disputa con él.
—Tomás, ve a casa —dijo el segundo en español al joven mexicano a la izquierda

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de Tanner—. Esto no es asunto tuyo.
El joven no estaba seguro.
—Pero trabajo para él —dijo.
—Ya no. Te dejo que te vayas.
—¿Qué le estás diciendo? —dijo Tanner al segundo volviendo la cabeza hacia él.
—Que ella es su mujer —dijo el segundo tranquilamente—. Un hombre sabe
retener a su mujer o no sabe. Depende de él, es un asunto personal entre él y el
hombre que se llevó a la mujer. Todos estos hombres están pensando: ¿qué tenemos
que ver nosotros con todo esto?
—Vosotros tenéis que hacer lo que yo os ordene. Eso es lo que tenéis que ver —
Tanner miró a ambos lados y dijo—: Y se lo estoy diciendo a todos los presentes.
Todos me escucháis y os ordeno que le disparéis. ¡Ahora!
Volvió a mirar a sus hombres, sin creer lo que veían sus ojos; sus hombres allí de
pie mirándole, y ninguno con intención de moverse.
—¡Me habéis oído… he dicho que le disparéis!
Valdez esperó en el silencio que siguió. Esperó mientras Tanner miraba a sus
hombres, uno a uno. Dio una calada al cigarrillo, se lo acabó, lo tiró y dijo:
—Eh.
Cuando Tanner se volvió hacia él, Valdez dijo:
—Tengo una idea, Frank —y esperó unos segundos—. Tienes un arma en las
manos. ¿Por qué no me disparas tú?
Tanner se volvió hacia él con el revólver Colt en un costado. Miró a Valdez y no
dijo nada; sus ojos estaban hundidos bajo la sombra del ala de su sombrero, el rostro
polvoriento y barba de varios días, todavía parecía estar hecho de cartílago y difícil
de matar.
Pero no se está observando a sí mismo, pensaba Valdez, y no es fácil apuntar con
el cañón de un Colt y disparar a alguien. Así que azuzó a Tanner diciéndole:
—Veamos si tu arma es tan buena como la mía. ¿Qué te parece algo así? Tú y yo,
solos, ¿de acuerdo? ¿Para qué necesitas a los demás?
Tanner se quedó petrificado y no movió ni una pestaña.
—Permíteme que lo diga de esta manera —dijo Valdez—. O me das dinero por la
mujer lipán cuyo esposo resultó asesinado o usas el arma. Una cosa o la otra, ahora
mismo. Decídete.
La mano de Tanner apretó con fuerza el Colt y el pulgar se acercó al percutor.
Pudo sentir el movimiento que haría mientras miraba directamente a Valdez, que se
encontraba a veinte pies de él; lo miraba en el mismo centro donde la cartuchera
colgaba de su pecho. El momento era ese, ahora, pero sus ojos saltaron hacia los
gruesos cañones de la Remington y permanecieron allí, y entonces el momento pasó.
Apartó el pulgar del percutor.
—Hoy no —dijo Tanner—. En otro momento.
Valdez sacudió la cabeza lentamente.

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—No, este era tu momento. Solo se tiene una oportunidad, señor, para probar
quién es uno.
—Debería haberte matado hace tres días —dijo Tanner—. Debí matarte, pero te
dejé marchar.
—No… —dijo el segundo mientras pasaba a su lado en dirección a los caballos,
deteniéndose para coger el Colt de la mano de Tanner—, hace tres días debería haber
partido hacia México.
—O haber pagado a la mujer lipán —dijo Valdez—. No le hubiera salido tan caro.

F I N

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Con treinta y siete novelas, veinte de ellas llevadas al cine o la televisión, Elmore
Leonard, nacido en Nueva Orleans en 1925, se encuentra entre los autores más
relevantes de la narrativa de género negro contemporánea. Menos conocida para el
lector europeo es su faceta como escritor de western, género con el que debutó en
1953 con la novela The Bounty Hunters, y que siguió cultivando con siete novelas
más y multitud de relatos.

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Notas

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[1] En español en el original, como todas las cursivas en adelante, a menos que de

suyo o por el contexto indiquen otra cosa. (N. del T.) <<

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[2] El Décimo de Caballería estaba formado por soldados negros, también conocidos

como Soldados Búfalo. Se dice que así los llamaban los kiowas debido al parecido
del cabello de los afroamericanos con la crin de los búfalos. Tanner se refiere a ellos
como fuzzyhead, que se emplea para personas con el pelo ensortijado o rizado; es
decir, «cabeza lanuda», «rizada», «mullida», etc. (N. de la T.) <<

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[3] En español en el original. (N. de la T.) <<

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[4] En español en el original. (N. de la T.) <<

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