009-Hombre Que Viene Valdez - Elmore Leonard
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Elmore Leonard
ePub r1.0
Titivillus 12.10.15
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Título original: Hombre
Elmore Leonard, 1961
Traducción: Juan Antonio Santos
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PRESENTACIÓN
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mejores, y en el apartado «Other works» se mencionan los títulos de sus treinta y
siete novelas policíacas y sus guiones para cine o televisión. En las enciclopedias de
literatura policíaca, se hace un pormenorizado análisis de su obra, también se le
nombra «grande» del género y a la bibliografía total de sus novelas se le antepone
una especie de prefijo, sin explicación de ningún tipo, que dice «westerns» y que
consiste en la lista de esas ocho novelas de sus inicios. Bien, queda claro entonces
que Leonard, fallecido recientemente, no fue solo uno de los ases de la baraja de la
novela negra. También lo fue del western y, de hecho, recibió uno de los más grandes
premios que este género otorga a sus cultivadores: el Premio Owen Wister de 2009,
un premio que reconoce méritos, no solo a los escritores de western, sino a las
grandes figuras de la cultura que este género ha dado. El Owen Wister de 1997 lo
tiene José Cisneros, ilustrador y artista de origen mexicano; el de 1987 fue para Clint
Eastwood; el de 1984 para Dee Brown; el de 1978 para A. B. Guthrie; el de 1972
para John Ford y el de 1970 para John Wayne, por poner ejemplos. Elmore Leonard
no era escritor de western «ocasionalmente».
Para los eruditos del western, una aportación fundamental de Leonard a la novela
negra, algo que contribuye a su éxito en ese campo, es haber aclimatado a la misma
esquemas y personajes propios de la narrativa western que ya habían demostrado su
validez en ese género. Puede que esta sea una opinión interesada o, al menos, teñida
por el amor a los ranchos y a los indios por encima de las comisarías y los gángster,
de quienes la formulan. En todo caso, y orillando esta cuestión, sí suele señalar
también cualquier buen artículo sobre el Leonard escritor de western que Hombre y
Que viene Valdez son sus dos mejores novelas… y no se trata de desmerecer las otras
seis. Desde su inicio, Valdemar Frontera tuvo la intención de publicar alguna de las
dos. Hombre está casi siempre en la lista de los 25 mejores westerns de todos los
tiempos y, paradójicamente, Que viene Valdez es considerada por casi todos como la
mejor de sus contribuciones a este género… cosas que pasan y que son difíciles de
entender, pero que demuestran lo difícil que viene resultando decantar preferencia por
una de ellas. Hombre (1961) y Que viene Valdez (1970) tienen mucho en común: el
escenario crepuscular, la frontera sur, los apaches, las persecuciones… Hombre
quedaba un tanto escasa en extensión para publicarla sola. Que viene Valdez tenía
unas dimensiones mucho más adecuadas —siendo también un tanto breve—, pero si
se editaba una de las dos, sería difícil volver en un futuro por la segunda —
demasiados autores aún sin tocar, demasiadas cosas en común entre los dos títulos—,
y mas aún quedando pendiente recuperar su faceta como excelente autor de relatos…
Así que, aquí está el resultado final de esas ponderaciones: Hombre y Que viene
Valdez en un solo volumen.
Un remoquete que suele aplicarle la crítica a Leonard es el de «el Dickens de
Detroit», dada la veracidad y cariño con que el autor retrata las vidas de todo tipo de
personajes de su ciudad de residencia. El autor, nacido en Nueva Orleans en 1925,
pero establecido definitivamente en Detroit, suele decir que describe Detroit y sus
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gentes porque vive en Detroit, y que si estuviera viviendo en Buffalo, sería a estas
gentes de Buffalo a las que retrataría… Anécdota cierta o no, lo que no se puede
negar es su habilidad para reflejar con autenticidad los ambientes locales, los hábitos,
maneras de hablar y paisajes de los distintos grupos que componen una compleja
realidad social. Y esto, que le ha convertido en cronista de la vida de su tiempo, y que
la crítica y sus colegas de profesión alaban en él, es algo que ya estaba en los
westerns de su primera etapa. Pero no, no es el lejano Norte, junto a los lagos en
donde está Detroit, lo que retrató entonces. En Hombre, Que viene Valdez, “Trail of
the Apache” o Law at Randado, lo que se intenta plasmar con extremo detallismo es
la vida en Arizona y la frontera sur de los Estados Unidos en los años finales del siglo
XIX. Un mundo lleno de mestizos, indios, anglos, mexicanos, negros,
revolucionarios, bandoleros, cuatreros, domadores de caballos, médicos de pueblo,
chicas de saloon, inmigrantes chinos… Todo un sector del western que en cine han
recogido, además de las películas y novelas del propio Leonard, films como Los
cañones de San Sebastián; Grupo salvaje, o Quiero la cabeza de Alfredo García, por
utilizar referencias muy reconocibles, y que suelen ocurrir tanto un poco al norte
como un poco al sur de la frontera entre Estados Unidos y México.
En Hombre, la novela que inicia el volumen, la acción tiene lugar en Arizona, en
1884; un poco antes de que arranque la diligencia de Sweetmary hacia la posta de
Delgado. En ella viajan John Russell, la chica McLaren y otros pasajeros. Bueno,
diligencia no, un tipo de carreta llamado galera. John Russell es «Hombre». Se ha
criado buena parte de su infancia entre los apaches. Callado, solitario, adusto, amigo
de meterse solo en sus propios asuntos y casi un ente antisocial o «asocial» cuanto
menos. Y las circunstancias del viaje llevarán a este grupo a conocer situaciones
límite. El cómo y quiénes reaccionan ante ellas es lo que le sirve a Leonard para
construir una novela cuasi moral, ética, filosófica. De alto nivel. Y no se preocupe el
lector, que Hombre es cualquier cosa menos lenta o aburrida. Leonard escribió una
especie de tratado con diez consejos sobre como escribir. Uno de ellos rezaba algo así
como «suprime todo aquello que pienses que, como lector, estarías tentado de
saltarte». Y de veras que Leonard se aplica sus propios consejos. La otra novela, Que
viene Valdez, para muchos su «western maestro», muestra la reacción de un humilde
escopetero y alguacil a tiempo parcial de un pequeño pueblo, ante un abuso de poder
inaguantable y del que, además, se ve obligado por las circunstancias a participar. El
intento, no de remediar esa injusticia, que ya es algo imposible, sino de paliarla en
alguna forma, y la brutal reacción del poderoso ante ese tímido intento de
compromiso con la justicia, hacen que Bob Valdez se embarque en un enfrentamiento
suicida y desigual con el gran cabecilla de la zona, Frank Tanner, y su ejército
privado de pistoleros. Otra vez tenemos aquí, como en Hombre, situaciones límite, sí,
situaciones límite y cuestiones éticas y, hasta si se quiere, heroicas. El intento de
Valdez tiene mucho de quijotesco; incluso quien pueda admirar su valor, su locura,
está lejos de entender que, de apacible y entrañable alguacil local haya pasado a
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jugarse la vida por obtener una simple reparación económica para una apache lipán a
quien le han matado al marido de una forma injusta. Valdez no aprecia especialmente
a la apache: «la mujer apache lipán, informe y de rostro achatado, lo miró. Una
persona pero, Jesús, apenas persona». Pero se trata de una cuestión de justicia. Como
el propio Valdez argumenta: «Si le quitas algo a alguien, entonces tienes que pagarlo.
Nosotros debemos pagar». Luego las cosas se irán complicando y volvemos a tener
una grandiosa novela de acción. No nos pongamos a hablar ahora del imperativo
moral kantiano, pero desde luego hay una profunda preocupación ética en el Leonard
que firma Que viene Valdez.
Y otro aspecto más allá del costumbrismo y la ética conviene reseñar en este par
de novelas. La importancia del «apache». No aparecen apenas otros apaches que la
mujer lipán en unas pocas páginas de la historia de Valdez y un par de jinetes que
acompañan a Russell en tan solo unos renglones de Hombre, y poco más. Pero los
apaches, a pesar de su ausencia llenan las dos novelas. Estamos en Arizona, en el par
de décadas finales del siglo XIX, y esas son las que ven la fase final del
enfrentamiento entre el pueblo apache y las tropas mexicanas y estadounidenses. Un
enfrentamiento que era de siglos entre españoles, mexicanos y apaches, y de décadas
entre estos últimos y las tropas y colonos yanquis. Serán los generales Crook y luego
Miles los que pongan el punto final a este enfrentamiento y logren sofocar, salvo
razias esporádicas, la independencia apache. No hay lugar ahora para hacer siquiera
un somero resumen de estas campañas, además el lector interesado tiene un grueso
volumen publicado hace pocos años —Las Guerras Apaches de David Roberts— si
quiere profundizar en la cuestión. Crook, el general Crook, es la figura de referencia
del ejército yanki en esta lucha. Él, con su utilización masiva de aliados apaches y
batidores expertos en este tipo de lucha, como Charles Gatewood y Al Sieber, así
como la inmensa superioridad de medios y población del hombre blanco, son los que
decantaron finalmente la cuestión en contra de los indígenas. Lo que quedó de esta
lucha como algo mítico e histórico a un tiempo, es la capacidad apache para realizar
guerra de guerrillas y aterrorizar a un inmenso territorio con apenas un puñado de
combatientes. Simplemente la noticia de una de las periódicas escapadas de
Gerónimo con un escaso grupo de bravos provocó la movilización de varios miles de
soldados para lograr atraparle y tranquilizar a la población. En todo caso, la
dedicación de Leonard al escenario apache está más que demostrada. The Bounty
Hunters, Law at Randado y otras muchas narraciones, los tienen bien presentes, y en
este caso, tanto John Russell —el protagonista de Hombre— como Bob Valdez han
sido educados y combaten como apaches. John Russell, raptado por los indios, ha
vivido entre apaches desde los seis hasta los doce años. Se encuentra más cómodo
con ellos que entre los blancos, apaches son sus compañeros y como un apache se
defenderá y deambulará cuando se le acose. En cuanto a Bob Valdez, resulta que
nació como Roberto Eladio Valdez, hijo de padres mexicanos en territorio de
Arizona, y dentro de ese humilde, tranquilo y afable alguacil a tiempo parcial, de ese
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escopetero de diligencia tan poco impresionante, vive un Valdez que fue nada menos
que jefe de exploradores a las órdenes de Crook en la guerra contra los apaches
hostiles. El lugarteniente del señor Tanner, no sabe quién es Valdez, pero comienza a
preocuparse al tenerle enfrente: «Conoce las costumbres apaches… lo que hizo con
los tres rastreadores en campo abierto, esconderse donde no había sitio donde
esconderse…
—No me pareció gran cosa —dijo Frank Tanner.
—Quizás —dijo el segundo—. Pero conoce a los apaches».
A esa fascinación que valora la capacidad combativa y de resistencia
sobrehumana del apache que Leonard reitera habitualmente, se suma una
documentación y un anclaje de las historias de sus personajes a la realidad histórica
de este pueblo y estas guerras, llevado a cabo con un cuidado casi artesanal. Supongo
que se me escaparán muchos de estos «anclajes» pero, por poner un revelador
ejemplo, se puede citar una escena en la que Bob Valdez examina unas viejas
fotografías y recortes de prensa pegados en un álbum. Allí aparece una foto de
Roberto Valdez, jefe de exploradores del general Crook, y Valdez recuerda que el
fotógrafo se llamaba Fly. Luego reconoce la foto de un joven explorador apache con
traje de ante y un rifle y rememora que es Peaches, el guía apache de Crook. Entre las
dos o tres más famosas fotos de las guerras contra los apaches cabe destacar, quizá,
aquella en la que aparecen el general Crook y Gerónimo, con varios acompañantes
cada uno, negociando en el Cañón de los Embudos, en Arizona. La foto es
precisamente de C.S. Fly. Se puede ver en el apéndice fotográfico que se incluye en
Las Guerras Apaches de David Roberts. Apéndice fotográfico que también recoge
otra foto no tan famosa, la de Tzoe, llamado por los soldados blancos «Melocotones»
(Peaches en inglés), con su camisa de ante y el fusil terciado sobre el pecho, tal y
como lo describe Elmore Leonard, cuando Valdez reconoce al explorador apache en
la fotografía del álbum de recortes. En fin, la ambientación no es algo anecdótico en
Elmore Leonard. En su etapa inicial ya estaba ese empeño que acabará convirtiéndole
en una cronista de la vida, tal como es, en Detroit. Preocupaciones éticas,
reconstrucción histórica, eliminación de lo superfluo, personajes peculiares…
Se suele decir que Leonard coloca a la gente normal en situaciones límite y luego
les hace caminar mucho más allá de donde se supone que puede llegar un integrante
del «común de los mortales». Puede que este lugar común sobre Leonard no sea tan
cierto, al menos en cuanto a los protagonistas de estas dos novelas, e incluso en otras
como Almas paganas (Pagan Babies) o Fulgor de muerte (Glitz), dos ejemplos
cualquiera, la cosa tampoco está muy clara. Sí, Valdez parece un humilde alguacil de
pueblo, pero no deja de haber sido jefe de exploradores de Crook; John Russell,
parecerá un tipo corriente, pero ha tenido una infancia entre apaches no habitual;
Terry Dunn ha sobrevivido a las matanzas entre tutsis y hutus en Ruanda cuando la
acción de Almas Paganas comienza. Este enfrentamiento del hombre normal con lo
extremo que se le atribuye a los personajes de Leonard puede que le sea aplicable a
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un buen montón de protagonistas y secundarios de sus historias, pero no es
precisamente el caso ni de Valdez, ni de Russell. Y en cuanto a elegir a la gente
común… Bien, obviamente la hay. La ambientación costumbrista lo exige. Pero me
atrevería a decir que Leonard demuestra en sus westerns una simpatía y un interés por
los personajes «exóticos» o al menos no anglosajones, fuera de toda duda. Y Hombre
y Que viene Valdez son un buen ejemplo de ello. Yo casi diría que en estas dos
magníficas novelas apenas hay un «anglo» bueno, y —con una cierta satisfacción
cómplice y un tanto infantil— que no hay nada tan tremendo como un blanco de
cultura apache o un bandolero mexicano comme il faut. ¡Qué magníficos duelos! Que
ustedes los disfruten…
ALFREDO LARA LÓPEZ
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HOMBRE
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Traducción: Juan Antonio Santos
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Al principio no estaba nada seguro de por dónde empezar. Cuando pedí consejo,
aquel hombre del Florence Enterprise me dijo que empezara por el principio, el día
en que la diligencia salió de Sweetmary con todos a bordo. Me pareció bien, hasta
que puse manos a la obra. Entonces me di cuenta de que aquel no era en modo alguno
el principio. Había demasiadas cosas que explicar de golpe. Quiénes eran los
pasajeros, adónde se dirigían y el resto. Además, empezar por aquí no explicaba lo
suficiente sobre John Russell.
Él es la persona de la que trata principalmente esta historia. Si no hubiera sido por
él, todos estaríamos muertos y no habría nadie para contarla. De modo que empezaré
por la primera vez que vi a John Russell. Creo que entenderán por qué cuando se
enteren de algunas cosas sobre él. Pasaron tres semanas hasta que volví a verle, y eso
fue el día en que la diligencia salió de Sweetmary. Fue al anochecer, poco después de
que trajeran a la chica McLaren desde Fort Thomas.
Algunas cosas, sobre todo las que se refieren a la chica McLaren y también a
algunas de las ideas que tenía yo entonces sobre John Russell, resulta embarazoso
ponerlas por escrito. Pero me aconsejaron que imaginara que se lo estaba contando a
un buen amigo y que no me preocupara por lo que pudiera pensar otra gente. Que es
lo que he hecho. Si alguien quiere saltarse algo, como mis pensamientos más íntimos
en algunos pasajes, que se lo salte.
En cuanto al título, podría haber sido cualquiera de los nombres de John Russell;
como verán, tenía más de uno. Pero creo que Hombre[1], que es como le llamaban a
veces Henry Méndez y otros, y que significa simplemente hombre, quizá sea el
mejor.
Para que conste, el día en que la diligencia salió de Sweetmary fue el martes 12
de agosto de 1884. Si quieren saber el día en que conocí a John Russell tendrán que
retroceder tres semanas. No fue en Sweetmary, sino en la posta de Delgado.
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UNO
Fue entonces cuando creo que empezó todo: cuando el señor Henry Méndez, el
gerente comarcal de Hatch & Hodges en Sweetmary, que todavía era mi jefe, me
pidió que le acompañara en la galera en el trayecto de dieciséis millas hasta la posta
de Delgado. Me imaginé que el viaje tendría que ver con los planes de la compañía
para clausurar este tramo de la línea de diligencias; el señor Méndez daría
instrucciones a Delgado para cerrar su posta y hacer inventario de las propiedades de
la compañía. Pero esa era solo una parte del motivo.
Resultó que tendría que ser yo quien hiciera el inventario. El señor Méndez estaba
preocupado por otra cosa. En cuanto llegamos a la posta envió a uno de los mozos de
Delgado a casa de John Russell para que lo trajera.
Hasta aquel día John Russell era solo un nombre que yo había escrito varias veces
en las cuentas de la compañía durante el último año. Tantos dólares pagados a John
Russell por tantos caballos de posta. Era un domador de mustangs. Cazaba caballos
salvajes y los domaba para el tiro; luego el señor Méndez compraba los que
necesitaba, y Russell y dos apaches montaña blanca que trabajaban para él entregaban
los caballos en la posta de Delgado o en alguna de las otras que jalonaban la ruta del
sur hasta Benson.
El señor Méndez le había comprado unos veinticinco o treinta durante el último
año. Ahora, me imaginé, querría decir a Russell que no trajera ninguno más porque
íbamos a cerrar la posta. Pregunté al señor Méndez si ese era el caso. Dijo que no,
que ya lo había hecho. Esto era por otra cosa.
Como si fuera un secreto. Ese era el problema con el señor Méndez cuando
trabajaba para él. De lejos nunca adivinabas que era mexicano. Nunca vestía como
ellos, todo de blanco como si se hicieran la ropa con sábanas. Habitualmente no se
comportaba como ellos. Solo que su cara, con aquellos ojos como teñidos de tabaco y
aquel bigote caído, siempre era igual y nunca sabías lo que estaba pensando. Cuando
te miraba era como si supiera algo que no te iba a decir, o se estuviera riendo de ti,
dijera lo que dijera. Entonces era cuando te dabas cuenta de que era mexicano. No era
viejo. No más de cincuenta en todo caso.
El mozo de Delgado volvió cuando estábamos tomando café y dijo que Russell
venía de camino. Poco después oímos caballos, de modo que salimos.
Mientras estábamos allí parados, mirando a aquellos tres jinetes que se acercaban
a la casa de adobe levantando polvo a su espalda, el señor Méndez me dijo: «Echa un
buen vistazo a Russell. No volverás a ver otro como él en tu vida».
Y hoy puedo jurar que es verdad. Pero no era solo su aspecto.
Los tres jinetes se acercaron, pero dando la impresión de que se retenían un poco,
como si no quisieran llegar hasta nosotros hasta que no se hubieran asegurado de que
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todo estaba en regla. Cuando Russell detuvo su caballo, los dos apaches montaña
blanca que le acompañaban siguieron al paso y se situaron a cada lado de él. No muy
cerca, sino a cierta distancia, como dejando sitio para poder maniobrar. Los tres iban
armados, lo que se dice armados, con revólveres, cananas cruzadas sobre el pecho y
carabinas, que al principio me parecieron Springfields.
Fue estando allí parado cuando vi por primera vez de cerca a John Russell.
Imaginen la canana cruzada sobre su pecho con el sol destellando en los cartuchos
que llenaban casi todas las presillas. Imaginen un sombrero de ala rígida, sembrado
de manchas, que llevaba casi a la manera india, es decir, sin doblez ni echado a uno u
otro lado, salvo que el ala estaba un poco levantada y tenía un pequeño pliegue en la
corona.
Imaginen su cara medio en sombra bajo el sombrero. Primero solo veías lo oscura
que era. Oscura como sus brazos con las mangas remangadas por encima del codo.
Oscura —lo juro— como las caras de los dos indios montaña blanca. Luego veías lo
largo que llevaba el pelo, casi tapándole las orejas, y lo bien afeitada que parecía su
cara. En ese momento barruntabas que era más para aquellos apaches que un amigo o
un jefe. Quiero decir que podía tener lazos de sangre con ellos, se llamara como se
llamara, y nadie en el mundo hubiera apostado a que no los tenía.
Cuando le habló el señor Méndez, esto se hizo aún más patente. Se acercó al
caballo ruano de John Russell, y recuerdo lo primero que dijo:
—Hombre.
Russell no dijo nada. Se quedó mirando sin más al señor Méndez, aunque no
podías verle los ojos bajo el ala del sombrero.
—¿Qué nombre hoy? —dijo el señor Méndez—. ¿Cuál quieres?
Entonces Russell respondió al señor Méndez en español, solo unas palabras, y el
señor Méndez dijo en inglés:
—Usaremos John Russell. Ningún nombre símbolo. Ningún nombre apache. ¿De
acuerdo? —Russell se limitó a asentir con la cabeza, y el señor Méndez dijo—: Me
estaba preguntando qué habrías decidido. Dijiste que vendrías a Sweetmary dos días
después.
Russell volvió a hablar en español, ahora más por extenso, a todas luces
explicando algo.
—Quizá te parecería diferente si pensaras en ello en inglés —dijo el señor
Méndez, y se le quedó mirando atentamente—. O si hablaras ahora de ello en inglés.
—Es lo mismo —dijo Russell de repente en inglés. En correcto inglés que tenía
solo una sombra de acento, apenas un deje ligero que cada vez que le oías te hacía
preguntarte si era realmente algún tipo de acento.
—Pero es algo grande cuando lo piensas —dijo el señor Méndez—. Ir a
Contention. Ir allí a vivir entre hombres blancos. Vivir como un hombre blanco en
una tierra que te ha dado un hombre blanco. Tener que hablar inglés con la gente
pienses en la lengua que pienses.
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—Ahí está —dijo Russell—. Todavía sigo pensando en todas esas cosas
diferentes.
—Claro —dijo el señor Méndez—. Podrías vender la tierra. Comprar un caballo y
un rifle nuevo con parte del dinero. Dar el resto a los hambrientos de la agencia india
de San Carlos. Entonces te quedarías sin nada.
Russell se encogió de hombros.
—Podría ser.
—O vender solo el ganado y plantar maíz en la tierra y hacer tizwin, lo bastante
para estar borracho durante siete años.
—También podría ser —dijo Russell.
—O cuidar del ganado y verlo crecer —dijo el señor Méndez—. Podrías casarte y
tener familia. Podrías vivir allí el resto de tu vida —esperó un poco—. ¿Quieres que
te siga dando ideas?
—Ya tengo yo demasiadas —dijo Russell. Pero no parecía preocupado por ello.
Eso no satisfizo al señor Méndez. Estaba intentando convencerle de algo y no
cejaba. Entonces dijo:
—He oído que es una buena casa.
Russell asintió.
—Si vivir allí te merece la pena.
—Hombre —dijo Méndez, como si Russell tuviera delante algo bueno y no fuera
lo bastante listo para cogerlo—. ¿Qué es lo que quieres?
Russell se le quedó mirado. De aquella manera pausada y relajada, dijo:
—Quizá un mescal si hay algo ahí dentro, ¿eh?
Delgado se rio y dijo algo en español. El señor Méndez se encogió de hombros y
ambos se volvieron hacia la casa.
Yo seguí mirando a Russell. Desmontó, todavía empuñando la carabina, que
ahora vi que era un viejo Spencer calibre 56.56, y vino derecho hacia mí mirando al
suelo, y luego alzando rápidamente la vista como si me hubiera sentido. Durante un
segundo estuvimos cerca y le vi los ojos. Tenían la misma expresión de «lo sé pero no
lo digo» que los ojos del señor Méndez. El mismo aire mexicano, indio. Solo que los
ojos de John Russell eran azules, y parecían azul claro en su oscura cara de indio.
Quizá eso no suene tan raro, pero les aseguro que me produjo una sensación
extrañísima.
Los dos apaches llevaban Springfields, como había supuesto. Los sostenían
cruzados sobre un brazo, e incluso con las abultadas cananas y todo el resto parecían
un poco cómicos. Sobre todo por sus chalecos y sus sombreros de paja, que eran muy
estrechos y con el ala levantada todo en torno. Entraron en la casa y les seguí.
Pero no me quedé mucho tiempo. El señor Méndez me mandó al cobertizo de los
arreos a empezar el inventario. Después a inspeccionar los almacenes de provisiones.
Así que debió pasar cosa de media hora antes de que volviera a la casa de postas.
Delante había ahora cinco caballos ensillados junto a la galera, en lugar de tres.
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Dentro vi al señor Méndez y a John Russell al extremo de la larga mesa donde se
sentaban los pasajeros de la diligencia. La carabina de Russell estaba sobre la mesa,
como si nunca se alejara de ella, otra cosa en la que era igual que un apache.
De pie en la barra, en la pared de la derecha, estaban sus dos jinetes apaches. Más
allá había otros dos hombres. No les miré bien hasta que me senté junto al señor
Méndez. Entonces tuve de golpe la impresión de que pasaba algo. Todos estaban
callados. El señor Méndez miraba hacia la barra; Russell hacia su bebida, como si
estuviera pensando o escuchando.
De modo que volví a mirar a los dos hombres. Les reconocí como vaqueros que
trabajaban para un tal señor Wolgast, que suministraba carne de vaca a la reserva de
San Carlos. De cuando en cuando les veía en Sweetmary y casi siempre estaban
borrachos. Pero tardé uno o dos minutos en recordar sus nombres. Uno era Lamarr
Dean, que tenía más o menos mi edad, quizá un año más. El otro se llamaba Early; se
decía que había cumplido una pena en el presidio de Yuma.
Delgado les sirvió un whisky con cara de que hubiera preferido estar haciendo
otra cosa. Early, que llevaba el sombrero vencido sobre los ojos y habitualmente no
hablaba mucho, dijo:
—Supongo que aquí puede entrar cualquiera.
—Si dejan entrar a los indios… —dijo Lamarr Dean. Estaba mirando a los dos
apaches. Ellos le oyeron, estaba claro, pero no le hicieron ningún caso. Por supuesto
que no, me dije; no sabían inglés.
El que atendía por Early preguntó a Delgado:
—¿Desde cuándo dejan beber a los indios?
No oí que Delgado le respondiera. Lamarr estaba apoyado de lado contra la barra,
de modo que encaraba al primer apache.
—Puede que hayan estado bebiendo tizwin —dijo—. Puede que eso les haya dado
el coraje para entrar aquí.
—Con tizwin tardarían una semana —dijo Early.
—Tienen tiempo —dijo Dean—. ¿Qué otra cosa tienen que hacer?
—Eso es mescal —dijo entonces Early.
Lamarr Dean siguió mirándoles fijamente.
—Eso parece —dijo. Avanzó hacia el primer apache con su bebida en la mano,
deslizando el codo por el borde de la barra hasta que llegó justo al lado del apache.
Early se quedó donde estaba.
—Mescal —dijo Lamarr Dean—. Pero tampoco está permitido. Ni siquiera
bebidas mexicanas dulzonas y pegajosas.
El primer apache, que no se enteraba de lo que estaba pasando, levantó su vaso.
Se lo acababa de llevar a la boca cuando Lamarr Dean le dio un codazo, inclinándose
y empujándole un poco, y el mescal se derramó por la barbilla del apache y por la
delantera de su chaleco. Entonces miró a Lamarr Dean, sin comprender, supongo que
sin estar seguro de si había sido un accidente o qué.
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—No aguantan la bebida —dijo Lamarr Dean—. Nadie sabe por qué, pero es un
hecho comprobado.
Y levantó su whisky en las mismas narices del apache, como retándole a que
intentara hacerle lo mismo a él.
Fue entonces cuando Russell se levantó. No apartó los ojos de Lamarr Dean en
ningún momento, pero su mano derecha se cerró sobre el Spencer y estaba a su
costado cuando se acercó en pocos pasos a la barra.
Lamarr Dean seguía encarando al apache, empezando a beber, sorbiendo su
whisky como si quisiera darle al apache la oportunidad que necesitaba. Como
diciéndole «Venga, dame un codazo y ya verás lo que ocurre». Luego levantó la
barbilla para apurar el whisky de un trago.
Russell estaba junto a él. Pero no le dio con el codo. No le pidió o le dijo que
dejara al apache en paz. No dijo nada como «Si quieres meterte con alguien, inténtalo
conmigo». No dio a Lamarr ninguna oportunidad de saber que estaba allí.
Se limitó a hacer bascular el cañón del Spencer limpia y rápidamente, y antes de
que pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo el cañón hizo añicos el vaso
junto a la boca de Lamarr Dean. Lamarr saltó hacia atrás, dejando caer los añicos,
con la mano y la cara llenas de sangre.
Creo que se habría lanzado sobre Russell un segundo después, con los puños o
con su revólver, pero ahora el Spencer le apuntaba al estómago, casi tocándolo. Early
tenía la mano en su revólver, pero había ocurrido tan deprisa que ni siquiera él pudo
hacer nada.
—No más, ¿eh? —dijo Russell.
Lamarr Dean no dijo nada. No creo que hubiera podido hablar. Russell añadió:
—Antes de irte, deja dinero para pagar un mescal.
Ese era John Russell, no mayor que yo a los veintiún años y no más apache que
yo. Solo que él había vivido con ellos —los salvajes libres de las montañas y los
salvajes cautivos en San Carlos— la mitad de su vida, y esa era la diferencia. Según
el señor Méndez, era quizá una cuarta parte mexicano y tres cuartas partes blanco.
Pero de eso hablaré más tarde. Aquí solo quería contar la primera vez que le vi.
Ahora, tres semanas después, es por donde me aconsejaron empezar: cuando trajeron
a la chica McLaren desde Fort Thomas en una carreta ambulancia y el teniente la
llevó directamente al hotel Alamosa.
Yo estaba entonces en la acera de enfrente, delante de la oficina de Hatch &
Hodges, y pude ver bien a la chica a pesar de toda la gente que la rodeaba. Tenía
diecisiete o dieciocho años, y desde luego era guapa. Aunque quizá guapa no sea la
palabra adecuada, porque llevaba el pelo casi tan corto como un chico y la cara
atezada por el sol. Pero de todas formas tenía buen aspecto. Incluso después de haber
vivido con apaches durante más de un mes y de todas las cosas que debían haberle
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hecho.
Alguien dijo que la joven había sido raptada por unos chiricahuas y retenida
durante cuatro o cinco semanas antes de que una patrulla de Fort Thomas descubriera
su ranchería y la encontrara. Había pasado unos días en el fuerte y ahora aquel oficial
iba a enviarla en diligencia a su casa. Algún lugar cerca de St. David.
Solo que ahora ya no había ninguna diligencia que se dirigiera hacia el sur, ni la
había habido durante una semana. Había avisos por todas partes, pero era típico del
ejército traerla todo el camino hasta Sweetmary sin saber que Hatch & Hodges había
clausurado el servicio de diligencias. Se lo dijeron al teniente en el hotel, pero él
quería oírlo directamente de la compañía. De modo que mandó a uno de los soldados
de la escolta en busca de Henry Méndez, que acudió en seguida.
Me quedé remoloneando en la calle, con la esperanza de volver a ver a la chica si
salía. Por eso estaba aún allí cuando apareció John Russell, lo que ocurrió unos
quince minutos más tarde.
Alguno podrá reírse, pero solo por hacer algo me estaba imaginando a la chica
McLaren y a mí sentados a solas en el café del hotel. Estábamos hablando y me oí
decir: «Debe de haber sido una experiencia de lo más terrible estar con esos
apaches». Siguió con la vista clavada en su café, y no respondió nada.
De modo que hablamos de otras cosas. Me oí hablando con calma en voz baja,
diciéndole que iba a tener que buscarme otra ocupación ahora que cerraban esta
oficina. Marcharme a algún otro sitio. Como no tenía familia aquí, no había nada que
me retuviera. Luego me imaginé que viajábamos juntos. (¿Ven como una cosa lleva a
la otra?) Pero ¿en qué viajaríamos?
Fue entonces cuando pensé en la galera, el carruaje ligero en el que el señor
Méndez y yo habíamos ido aquel día a la posta de Delgado. Todavía estaba aquí.
Dije a la chica McLaren: «Dado que tiene tantas ganas de marcharse y no hay
diligencia de línea, me pregunto si le gustaría viajar conmigo». (Lo que demuestra
que usar la galera fue idea mía, diga lo que diga el señor Méndez).
Después me salté la parte donde ella dice que sí y va a recoger sus cosas y demás,
y me imaginé otra vez a los dos en la galera. Era de noche y viajábamos hacia el sur.
Por encima del ruido del viento y del traqueteo oí que empezaba a llorar y le pasé el
brazo por el hombro y le levanté la barbilla y dije algo para calmarla. Ella sorbió por
la nariz y se me arrimó, e incluso con aquel pelo tan corto fui muy consciente de que
no era un chico.
Podríamos haber viajado toda la noche en aquella galera mientras estaba allí
parado delante de la oficina. Pero tanto la chica McLaren como la galera se
esfumaron en el instante en que vi a John Russell. El nuevo John Russell.
Estaba montado en su caballo ruano en este lado de la calle, pero un poco más
allá. Estaba observando el hotel, allí sentado como si siempre hubiera estado allí.
Fumando un cigarrillo, también recuerdo eso. Pero lo único que reconocí de él al
principio fue su sombrero, todo derecho y con el ala un poco levantada.
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Ahora llevaba un traje. Era un traje gris oscuro bastante raído, pero le sentaba
bien. Se veía que se había cortado el pelo. Sin el pelo tapándole las orejas y sin la
canana y todo lo demás no era alguien a quien te quedaras mirando. Al menos no
hasta que le veías de cerca.
Lo que no hice hasta unos minutos después. Hasta que el señor Méndez salió del
hotel y Russell arreó a su ruano hasta detenerse delante de la oficina. Al desmontar
me miró por encima de la silla con aquella expresión suya inescrutable, que no me
pareció diferente de la que tenía cuando miró a Lamarr Dean un momento antes de
romper un vaso de whisky contra su boca.
El señor Méndez estaba ahora allí parado.
—¿Vas a hacerlo? —dijo.
—Voy allí a vender la hacienda.
El señor Méndez pareció quedarse mirándole un rato, pensando o solo mirando,
no sabría decir. Finalmente dijo:
—Tú decides. Puedes ser blanco o mexicano o indio. Pero ahora te viene bien ser
un hombre blanco. Tener aspecto de hombre blanco durante un tiempo. Cuando vayas
a Contention dirás: ¿Cómo está usted? Yo soy John Russell. El dueño de la hacienda
Russell. Algunos te recordarán de antes, otros no. Pero todos sabrán que eres John
Russell, el dueño de la hacienda Russell. Échale un vistazo. Si no te gusta, véndela.
Si te gusta, quédate con ella y espera a ver qué pasa, y luego decide —el señor
Méndez pareció casi sonreír—. ¿Sabías que la vida es así de simple?
—He aprendido algunas cosas —dijo John Russell—. Por eso la vendo.
Dejó allí delante su caballo ruano y cruzó la calle con el señor Méndez hasta el
hotel Alamosa. El señor Méndez no se había molestado en presentarnos. De hecho ni
siquiera se había molestado en mirarme. Que era lo normal.
Poco después, el muchacho mexicano que trabajaba para nosotros llevó el caballo
de Russell al establo. Yo estaba entonces en la oficina, pues había desistido de volver
a ver a la chica McLaren. El muchacho entró por la puerta trasera con la manta y la
carabina de Russell y las dejó en el banco de los pasajeros. Recuerdo que pensé:
¿Qué hará sin el Spencer si Lamarr Dean o Early están ahí en el Alamosa?
Recuerdo también haber pensado entonces que vestir como un hombre blanco y
usar un nombre de hombre blanco nunca iba a ocultar el apache que había en él. No
quiero decir que tuviera sangre apache. Solo que después de la forma en que había
vivido, ¿cómo iba a convencer a nadie de que era un hombre blanco? Ni siquiera
prefería hablar inglés. Eran cosas como esta las que te hacían pensar que no le
gustaban los blancos ni nuestra forma de ser.
Según el señor Méndez, lo más probable es que fuera tres cuartas partes blanco,
como he dicho, y el resto mexicano por parte de madre. El propio John Russell no
tenía ningún recuerdo de su padre y solo alguno de haber vivido en un pueblo
mexicano. Probablemente en Sonora. Dicen que en aquella época los apaches se
pasaban la vida asaltando los pueblos pequeños y llevándose cualquier cosa que
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necesitasen: ropa, armas, algunas mujeres y a veces niños lo bastante pequeños para
ser criados a la manera apache. Que es lo que le debió ocurrir a John Russell. Por lo
que se sabía, debió vivir con ellos desde que tenía unos seis años hasta que tuvo cerca
de doce.
Aquí es donde interviene un tal James Russell, recientemente fallecido en
Contention. En aquella época tenía carretas de suministro contratadas con el ejército,
y estaba en Fort Thomas cuando trajeron a aquel chico al que llamaban Ish-kay-nay
junto con algunos prisioneros. Asignaron al chico a una cuadrilla de trabajo bajo el
mando de James Russell y así fue como se hicieron amigos. Un mes después, cuando
James Russell vendió su negocio y fue a instalarse a Contention, se llevó consigo al
chico y le dio su nombre americano, John Russell. Pasaron unos cinco años y el chico
fue incluso a la escuela allí. Después se marchó de repente, subió hasta San Carlos y
se unió a la policía de la reserva, como para volver a convertirse en apache. (Allí le
llamaban Tres Hombres, lo que intentaré explicar después).
Ahora estamos ya casi en el presente. Estuvo con la policía unos tres años,
principalmente en Turkey Creek y Whiteriver. Luego volvió a mudarse. Ahora se
estableció por su cuenta como domador de caballos. (Supongo que para domar
caballos no tienes que estar domado tú mismo, porque el señor Méndez decía que era
muy bueno en el oficio).
Así que hace un mes, cuando murió el señor James Russell, el señor Méndez
mandó avisar a John Russell de que había heredado la hacienda Russell en las afueras
de Contention. El señor Méndez quería meterle en una diligencia y enviarle allí a lo
grande, pero Russell le daba largas. Finalmente, cuando se decidió y se presentó, ya
no había más diligencias. Como ya he explicado.
Hatch & Hodges se iban de Sweetmary en parte porque no había suficientes
clientes que viajaran desde allí hacia el sur, y en parte porque el ferrocarril llevaba
cada vez más viajeros a todas partes. Pero de repente aquel día, sin saber cómo,
empezaron a aparecer clientes.
Primero había llegado la chica McLaren. Después John Russell. Después, nada
más marcharse él y el señor Méndez, llegó un soldado licenciado de Fort Thomas
buscando pasaje para Bisbee. Iba a casarse una semana más tarde y tenía mucha prisa
por llegar allí. Le expliqué cómo estaban las cosas y se fue camino del hotel.
Poco después llegó el doctor Favor.
Nunca le había visto, pero había oído hablar de él. De modo que cuando entró y
se presentó supe que aquel era el doctor Alexander Favor, el agente indio de San
Carlos.
Se hablaba de él porque San Carlos estaba cerca de allí, pero no demasiado. Oías
hablar de los agentes indios si eran muy buenos, como John Clum, o si eran malos y
les pillaban tratando mal a los indios en su propio provecho. Oías hablar de ellos
cuando ya no estaban en la reserva y oías hablar del nuevo agente que venía a hacerse
cargo. De modo que yo no sabía mucho del doctor Favor. Solo que llevaba en San
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Carlos cosa de dos años y tenía una mujer que decían que era muy guapa y tenía unos
quince años menos que él.
Apareció de un modo tan inesperado que al principio probablemente me comporté
como un estúpido. Se quedó con las manos y el sombrero sobre el mostrador que
separaba la sala de espera de la oficina, mirándome fijamente y sin desviar la vista un
momento. Era un hombre grande, no muy alto pero pesado, con el pelo castaño rojizo
—lo que le quedaba de pelo— y una barba bien cuidada en forma de media luna en la
barbilla. Pero sin bigote. Seguramente habrán visto el tipo de barba al que me refiero.
Sabía que la línea de diligencias ya no prestaba servicio. Pero ¿podía alquilar un
coche y un conductor? Le dije que habíamos cerrado el negocio, también el de
alquiler. Pero ¿qué posibilidades había? Hablamos de ello durante un rato y fue
entonces cuando se me ocurrió la idea de utilizar la galera. No solo para él sino
también para la chica McLaren, y al igual que antes volví a verme allí sentado con
ella.
Fue entonces cuando empecé a emocionarme con la idea. Quería marcharme de
allí. ¿Por qué no en la galera? Podría hablar con el doctor Favor de camino a Bisbee,
que es adonde él quería ir, y pedirle consejo sobre en qué podría trabajar allí. Un
hombre como el doctor Favor debía saberlo, y puede incluso que tuviera buenos
contactos. Entre eso y la idea de ver a la chica McLaren el plan sonaba cada vez
mejor, hasta que al final llamé al muchacho mexicano, que estaba de nuevo en la
entrada, y le mandé a buscar al señor Méndez.
Pasaron unos quince minutos. El doctor Favor entró por la cancela al extremo del
mostrador y se sentó a la mesa del señor Méndez. No hablamos mucho y volví a
sentirme estúpido. Finalmente llegó el señor Méndez.
Entró directamente por la cancela. Les presenté y el señor Méndez hizo un gesto
con la cabeza. El doctor Favor no se levantó y ni siquiera tendió la mano. Dijo:
—Estábamos hablando de alquilar un coche.
—¿No se lo ha dicho Carl? —dijo el señor Méndez, mirándome—. Esta oficina
está cerrada.
—Pero todavía tienen aquí un coche —dijo el doctor Favor—. Dice que es una
galera.
—Ese —dijo el señor Méndez, apoyándose de espaldas contra el mostrador—.
Ese es para llevarnos los registros de la oficina cuando nos marchemos.
—Vuelvan después a por ellos —dijo el doctor Favor.
—Tienen que estar en Bisbee el viernes —dije yo. Eso era tres días después.
Incluso añadí—: Si no llegan, entonces será demasiado tarde.
El señor Méndez se limitó a encogerse de hombros.
—Si pudiera hacer algo…
—¿Por qué no llevamos la galera y volvemos? —dije yo—. Podríamos hacerlo
sin ningún problema.
Es probable que el señor Méndez estuviera ya furioso porque le estaba replicando,
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pero siguió mostrándose paciente. Dijo:
—¿Y quién la conduciría?
—Puedo hacerlo yo —dije. Lo que se me ocurrió en aquel momento.
—¿Crees que la compañía iba a confiar en un conductor sin experiencia para un
trayecto como ese?
—Bueno —dije yo—, ¿cómo se adquiere si no la experiencia?
—Así que de repente quieres ser conductor.
—Estoy intentando ayudar al doctor Favor. Si tiene que llegar a Bisbee, creo que
la compañía debería llevarle hasta allí.
—Siempre que la compañía pueda hacerlo —dijo el señor Méndez, todavía
paciente—. ¿Por qué no discutimos esto tú y yo en otra ocasión, eh?
—Eso no le servirá de ayuda al doctor Favor.
—¿Y si yo estoy dispuesto a dejarle conducir? —dijo el doctor Favor.
—También podría estar dispuesto a demandarnos si ocurre algo —dijo el señor
Méndez.
—¿Y si compro el coche? —dijo el doctor Favor.
Pero el señor Méndez meneó la cabeza.
—No es mío, no puedo venderlo.
—Entonces pagaré más que nuestros pasajes.
—Tiene mucha prisa por llegar allí —dijo el señor Méndez.
—Creí que ya había entendido eso.
El señor Méndez señaló a un lado con la cabeza.
—¿No es su carricoche el que está ahí delante del hotel? Utilice ese.
—Es propiedad del Gobierno —dijo el doctor Favor—. El reglamento prohíbe
usarlo para asuntos privados.
—Nosotros también tenemos reglamentos.
—¿Cuánto quiere? —dijo el doctor Favor, que parecía tan paciente como el señor
Méndez.
—Bueno, si tuviéramos aquí un conductor…
—Entonces solo hace falta un conductor.
—Y caballos. Tendríamos que conseguir cuatro, seis caballos.
—Muy bien, consígalos.
—Pero no podría hacerme responsable de ellos —dijo el señor Méndez—. Ya no
hay servicio en las paradas de posta. Los mismos caballos tendrían que ir hasta el
final —el señor Méndez se encogió de hombros—. Si no llegan vivos, ¿quién paga
por ellos?
—Yo compro los caballos.
El señor Méndez empezó a asentir con la cabeza, muy despacio, como si estuviera
entendiendo algo por fin.
—Sí que tiene prisa por llegar allí, ¿eh?
—Tengo la impresión —dijo el doctor Favor— de que va a encontrar un
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conductor —se levantó de la silla sin dejar de mirar al señor Méndez—. Si voy ahora
a cenar al hotel, tendrá como una hora para encontrar a alguien y prepararlo todo.
Digamos a las seis y media.
—¿Esta noche?
—¿Por qué no?
—Veré —dijo el señor Méndez.
—Haga eso —dijo el doctor Favor. Pasó por la cancela y recogió su sombrero del
mostrador.
—Pero no se lo prometo —dijo el señor Méndez a su espalda. El agente indio
salió sin más, como si la cosa quedara resuelta. En cuanto salió dije:
—Señor Méndez, sé que puedo conducirla.
—Conducir una diligencia no es algo que uno sepa que pueda hacer —dijo el
señor Méndez.
—He sacado montones de veces del patio el tiro de la diligencia. Y esa galera es
más ligera que una Concord.
—La sacan los caballos —dijo—. No tú.
Discutimos un poco más, y finalmente dije:
—Bueno, ¿a quién más tiene?
—No te preocupes por ello.
—Bueno, me preocupo, porque yo también quiero irme.
Me miró fijamente con aquellos inescrutables ojos castaños, y confié en que mi
cara pareciera igual de tranquila y natural.
—Para hablar con ese Favor, ¿eh? ¿Poder conocerle?
—¿Por qué no?
—Está bien, Carl.
—También había pensado en otros —dije—. Un soldado licenciado que vino. Y
luego está la chica McLaren.
El señor Méndez volvió a asentir como si estuviera pensando.
—La chica McLaren. Claro —dijo—. Y quizá John Russell.
Me pareció bien.
—Así serían cinco dentro.
—Seis —dijo el señor Méndez.
—No si conduzco yo.
El señor Méndez meneó la cabeza.
—Tú vas dentro de pasajero. ¿Te parece bien?
—Bueno —dije—, ¿puedo preguntar quién va a conducir entonces?
—Yo —dijo el señor Méndez—. ¿Quién si no?
La forma en que el señor Méndez decidió de repente ir me pareció absurda hasta
que me paré a pensarlo. Y entonces me di cuenta de que quizá no hubiera sido tan de
repente. Podía haber visto dinero en esto desde el principio y haberle dado cuerda a
Favor con la idea de ganar el sueldo de un mes en tres días, si se quedaba con el
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importe de los pasajes, ¿y por qué no iba a hacerlo? Esa era una razón.
La otra era que John Russell estaba allí. Creo que el señor Méndez quería hacerle
ponerse en camino antes de que tuviera tiempo de cambiar de idea, antes de que
pasara otra noche mirando al techo y contando todas las razones por las que no
debería ir a Contention. Meterle en seguida en un coche, y quizá al día siguiente
Russell se habría acostumbrado ya a volver a estar cerca de los blancos. Otra cosa era
la razón por la que el señor Méndez se molestaba o se preocupaba. Quizá porque era
mexicano y John Russell era en parte mexicano. ¿Tiene eso sentido?
Había mucho que hacer antes de las seis y media. Mandé al muchacho mexicano
en busca de su padre; ellos se ocuparían del coche y los caballos. El señor Méndez
dijo que iría al hotel a por John Russell y la chica McLaren, y que también intentaría
encontrar al soldado licenciado. De modo que me vería después.
Pero antes de que se fuera le recordé que yo también me marchaba, y me pagó mi
último sueldo. A partir de entonces dejé de ser empleado de Hatch & Hodges. Era una
sensación muy agradable, incluso sin saber qué iba a hacer en la vida ahora.
Lo primero que hice fue ir a la casa de huéspedes donde vivía y ponerme el traje.
Era bastante viejo y me quedaba ya pequeño, lo que me hacía parecer más escuálido
de lo que era, pero iba bien para el viaje. No quería comprar uno nuevo en
Sweetmary. Pensé en comprar una pistola, pero también decidí no hacerlo; me
quedaría sin dinero antes de partir. Escribí a mi madre, que vivía en Manzanita con su
hermana, la señora R. V. Hungerford, para contarle que dejaba mi empleo y que
volvería a escribirle cuando encontrara un lugar que me gustase. Luego enrollé mis
cosas en una manta, salí y comí algo. Cuando volví a la oficina eran casi las seis y
media.
John Russell estaba esperando. Estaba sentado en el banco junto a la pared de la
izquierda. Tenía al lado su manta enrollada, con la canana envuelta en torno y el
Spencer dentro, del que asomaba parte del cañón y la culata.
Reconozco que di un respingo, porque la oficina estaba en penumbra y no
esperaba encontrar a nadie allí. Dejé mi manta junto a la puerta, pasé tras el
mostrador y empecé a hacer una lista de viajeros y los billetes. Más valía hacerlo
bien, me dije. Luego empezó a parecer raro que estuviéramos allí los dos a solas sin
hablar. De modo que dije:
—¿Listo para su viaje en diligencia?
Alzó los ojos y asintió con la cabeza. Eso fue todo.
—¿Qué ha hecho con su caballo?
—Lo ha comprado Henry Méndez.
—¿Cuánto le ha pagado?
—Pregúntele a él —dijo Russell.
—Era por curiosidad, nada más.
—Pregúntele a él —volvió a decir Russell.
¿Por qué molestarse?, pensé, y seguí haciendo la lista. Anoté todos los nombres
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salvo el del soldado licenciado, porque no lo sabía. Escribí simplemente «Ex
soldado» y nunca lo cambié, ni siquiera cuando entró dos minutos después con su
petate de lona al hombro. Lo dejó caer de golpe en el mostrador y se echó mano al
bolsillo de la guerrera.
—¿Cuánto es el billete?
—Supongo que habrá visto a Méndez —dije, y le dije cuánto.
—No sé por qué —dijo—, pero me apunto.
Esperó mientras yo arrancaba uno de los billetes de color naranja, y luego otro.
—Si hay alguna posta abierta en el camino enseñe esto para que le den de comer.
Las bebidas son aparte. Entréguelo cuando llegue a destino. Este otro es para él —
dije señalando a Russell—. ¿Quiere dárselo?
El ex soldado miró el billete mientras se acercaba al banco. Era un hombre
fornido y la guerrera le quedaba tirante en la espalda. Tendría treinta y siete o treinta
y ocho años.
—Veo que va usted a Contention —dijo, tendiendo el billete a Russell—. Yo
cambio allí para Bisbee. Ayer estaba en el ejército. La semana que viene seré minero
y la siguiente tendré mujer, una ya apalabrada que me espera. ¿Qué le parece?
John Russell apartó su manta cuando el hombre se sentó, apoyando los pies en su
petate.
—¿Está ahorrando en aceite de lámpara? —me preguntó el ex soldado.
—Supongo que podemos gastar un poco —me acerqué y encendí con un fósforo
la lámpara Rochester que colgaba del techo. Justo entonces oí la galera y dije—: Ahí
viene, muchachos.
Se la oía tintinear y traquetear por el vecino patio de caballerizas. Luego se la vio
por la ventana —más pequeña que una Concord y casi completamente abierta, con
los toldos laterales de lona enrollados y atados— cuando salía del patio, y un
momento después el tintineo y el traqueteo se oyeron delante en la calle. Tiraban de
la galera cuatro caballos; otros dos iban atados detrás con cuerdas de veinte pies.
—No me quejaría aunque fuera una vagoneta cargada de mineral —dijo el ex
soldado.
—Es sobre todo para cuando llueve mucho —expliqué—. A veces las pesadas
Concord se quedan atascadas en el barro, pero tres parejas de tiro pueden llevar una
galera por cualquier sitio.
El muchacho mexicano y su padre estaban en el pescante. Luego apareció
Méndez, que debía acabar de cruzar la calle.
—Vienen todos —dijo. Luego miró a John Russell—. Tu silla está en el coche.
Ahora voy arriba a prepararme.
Esperé hasta que le oí en las escaleras, luego les dije que me había ofrecido a
conducir la galera, pero ahora que era un pasajero iría en contra de las normas.
—Existen normas sobre quién puede ir en el pescante con el conductor —dije,
mirando a John Russell y preguntándome si tendría alguna idea al respecto. Pero no
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llegué a decir más.
El hombre que entró llevaba ropa vaquera y una silla de montar que dejó caer
junto a la puerta antes de seguir acercándose, mirándome fijamente, pero no
sonriendo como si fuera a decir algo amistoso.
Cuando llegó al mostrador pareció más alto, con ese aire enjuto y fibroso de un
jinete y el ching-ching tintineante de las espuelas. Hasta el polvo y el olor a caballo
parecían aún envolverle, y te recordaba a Lamarr Dean y a Early y a casi todos los de
ese tipo que veías: todos hechos del mismo cuero, que casi nunca sonreían a menos
que estuvieran con sus hermanos y semejantes. Entonces siempre hablaban a voces y
reían a carcajadas. Este llevaba un Colt del 44 en la cintura y el sombrero echado
hacia adelante con el ala doblada casi en punta, un sombrero apenas calado que aun
así parecía formar parte de él.
—Frank Braden —dijo, apoyando las manos abiertas en el borde del mostrador.
—¿Sí, señor? —dije yo, como si todavía trabajara para Hatch & Hodges.
—Apúntelo para ese coche de ahí delante.
—Es un servicio especial.
—Eso he oído. Por eso quiero ir en él.
Me quedé mirando los cuatro billetes color naranja extendidos en el mostrador,
alineando sus bordes.
—Me temo que ese está lleno. Cuatro aquí y esos dos. Son todos los que caben en
el coche.
—Puede meter uno más —dijo. Diciéndomelo, no preguntando.
—Bueno, no veo cómo.
—En el pescante.
—Nadie está autorizado a viajar con el conductor. Es una norma de la compañía.
Se lo estaba diciendo hace un momento a esos muchachos, dentro pueden ir tantos y
fuera tantos.
—¿Dice que esos van?
—Sí, señor. Los dos.
Se volvió sin añadir nada y se acercó a John Russell con aquel suave tintineo de
espuelas. Dijo:
—El chico del mostrador dice que tiene un billete para la diligencia.
John Russell abrió la mano que tenía en el regazo.
—¿Este?
—Ese es. Démelo y coja la próxima diligencia.
—Tengo que coger esta —dijo Russell.
—No, solo quiere cogerla. Pero sería mejor que esperase. Podría emborracharse
esta noche. ¿Qué le parece eso?
—Tengo que coger esta —dijo John Russell—. Tengo que cogerla y quiero
cogerla.
—Déjele en paz —dijo entonces el ex soldado—. Si llega tarde búsquese la vida.
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Frank Braden se le quedó mirando.
—¿Qué ha dicho?
—He dicho que por qué no le deja en paz —el tono del ex soldado había
cambiado. De repente sonaba más amistoso, más razonable—. Si quiere coger esta
diligencia déjele hacerlo.
Volvió a oírse aquel leve ching-ching cuando Frank Braden se dio la vuelta para
encarar al ex soldado. Se le quedó mirando y dijo:
—Entonces creo que usaré su billete.
El ex soldado no se había movido, seguía con sus manazas en las rodillas y los
pies apoyados en el petate.
—¿Así que entra usted —dijo— y se queda sin más con la plaza de otro?
El sombrero en punta de Braden se movió de arriba abajo.
—Así son las cosas.
El ex soldado miró a John Russell, y luego a mí.
—Creo que alguien me está gastando una broma.
Russell no dijo nada. Se había liado un cigarrillo y ahora lo encendió, mirando a
Braden mientras arrojaba el humo al aire.
—¿Cree que he venido a bromear? —preguntó Braden al ex soldado.
—Mire usted, este muchacho va a Contention —explicó el ex soldado—, y yo
voy a Bisbee a casarme después de doce años en el ejército. Tenemos billetes para la
diligencia y no vemos ninguna razón para cederle nuestra plaza.
—No hable en plural —dijo Braden—. Le estoy hablando a usted.
El ex soldado no sabía qué decir. Y a pesar de su corpulencia no sabía qué hacer
con Braden encima de él sin apartarse una pulgada. Volvió a mirar a John Russell,
luego a mí como si se le hubiera ocurrido algo.
—¿Qué clase de negocio es este? —dijo—. Permiten que entre un tipo y diga que
ocupa mi plaza, que encima está pagada y todo, ¿y la compañía no hace nada al
respecto?
—Quizá sea mejor que vaya a por el señor Méndez —dije yo—. Está arriba.
—Creo que debería saber esto —dijo el ex soldado, e hizo ademán de levantarse.
Braden se le acercó un poco más y el ex soldado alzó la vista, casi incorporado ya, y
entonces se vio a las claras que tenía miedo pero intentaba a duras penas ocultarlo.
—Esto es asunto nuestro —dijo Braden—. No hace falta que nadie más meta la
nariz en él.
El ex soldado pareció volver a cobrar coraje —supongo que porque se dio cuenta
de que tenía que hacer algo— y dijo:
—Será mejor que resolvamos esto ahora.
Braden no se movió, y dijo:
—¿Lleva pistola?
—Oiga, espere un momento.
—Porque si no lleva será mejor que se busque una.
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—No puede amenazar a alguien así —dijo el ex soldado—. Aquí hay testigos de
que me está amenazando.
Braden meneó la cabeza.
—No, le han oído llamarme algo muy feo.
—No le he llamado nada.
—Aunque ellos no le hayan oído —dijo Braden—, yo sí.
—¡No he dicho nada!
—Voy a salir a la calle —dijo Braden—. Si no sale dentro de un minuto tendré
que volver a buscarlo.
Así acabó la cosa. El ex soldado se quedó mirando a Braden, con las venas del
cuello hinchadas, las manos abiertas aferrando sus rodillas. E incluso cuando se
rindió, y reclinó la espalda contra la pared, lo hizo como a desgana, sabiendo que se
había achantado y que todo había acabado, pero haciéndolo poco a poco para que no
pudiéramos ver cómo cambiaba. Braden tendió la mano. El ex soldado le entregó su
billete. Después cogió su petate y se fue.
Braden ni siquiera se ofreció a pagarle el billete. Se quedó mirando al ex soldado
hasta que salió, luego se acercó a su silla de montar y la llevó al coche. Sabía que
estaba allí mismo, pero me fastidiaba no haber hecho nada. O que no lo hubiera
hecho Russell. Le hice señas para que se acercara al mostrador, y vino tomándose su
tiempo, tras apagar el cigarrillo con el pie.
—Escuche —dije—, ¿no deberíamos haber hecho algo?
—No era asunto mío —dijo Russell.
—¿Y si se hubiera quedado con su billete?
Me quedé mirándole, y visto así de cerca te dabas cuenta de que era muy joven.
Su cara era enjuta y veías aquellos extraños ojos azules resaltando en la oscuridad de
su piel.
—Tendría que haber estado seguro de que estaba dispuesto a matar por ello —
dijo Russell.
—Lo dejó bien claro.
—Si hubiera estado seguro —dijo Russell—, y si el billete lo hubiera valido,
entonces habría hecho algo para conservarlo.
—Pero creo que ese soldado ni siquiera llevaba pistola.
—Si no la lleva es asunto suyo —dijo Russell.
Me irritó hasta la forma en que lo dijo, con tanta calma.
—Él le hubiera ayudado a usted, y lo sabe.
—No lo sé —dijo Russell—. Si lo hubiera hecho habría sido decisión suya. Pero
no hubiera sido asunto suyo.
Tal cual. Volvió hacia el banco y en aquel momento entró Méndez. Se había
puesto una zamarra y un sombrero, y llevaba una valija y una escopeta de cañones
recortados.
—Es la hora —dijo Méndez, casi como si se alegrara. Entró por la cancela para
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coger algo de su mesa. Eso me dio ocasión para decirle lo que había hecho Braden,
sin ocultar mi disgusto para que Méndez no tuviera ninguna duda de lo que pensaba
sobre la jugarreta de Braden.
—Entonces seguimos teniendo a seis —dijo Méndez. Eso fue todo.
Y esos fueron los seis —siete contando a Méndez— que partieron de Sweetmary
aquel martes 12 de agosto.
No ocurrió mucho más antes de ponernos en marcha. Russell pidió ir en el
pescante con Méndez, diciendo que así podrían hablar.
—Hablar —dijo Méndez—. Ni siquiera se puede oír uno —empujó a Russell
hacia la galera—. Venga, entra. Mira cómo es.
Luego hablaron aparte Méndez y el doctor Favor. Probablemente de los otros
pasajeros en lo que se suponía que iba a ser un coche alquilado. Oí decir a Méndez:
«Todavía no he visto ningún dinero». Hablaron un rato más y finalmente debieron
ponerse de acuerdo.
Dentro nos sentamos del siguiente modo: Russell, la chica McLaren y yo de
espaldas a la marcha, enfrente de Braden, la señora Favor y el doctor Favor. Lo que
era perfecto. Estuvimos un rato allí sentados, casi a oscuras después de que Méndez
bajara los toldos laterales, sin decir nada, sintiendo cómo se meneaba el coche de un
lado a otro sobre sus recios correajes de cuero mientras el muchacho que trabajaba
para nosotros metía las valijas en la baca trasera y las tapaba con una lona.
Intenté pensar en algo que decir a la chica McLaren, sin terminarme de creer que
estuviera a mi lado. Pero decidí esperar un poco antes de hablar. Dejarle ponerse
cómoda y acostumbrarse a todo el mundo.
De modo que al principio me limité a pensar en ella. Estaba demasiado cerca para
mirarla. Pero podía sentirla allí. Tenías la sensación, cuando pensabas en ella, de que
parecía un chico más que una mujer. No su cara. Tenía cara de chica y ojos de chica.
Era su cuerpo y la forma en que se movía, la delgadez de su cuerpo y la forma en que
había subido las escaleras del hotel. Tenías la sensación de que sabía correr y nadar.
Casi podía verla saliendo del agua con el pelo corto mojado, reluciente y ceñido a la
frente. También podía verla sonriendo, por alguna razón.
La señora Favor estaba observando a la chica McLaren, mirándola fijamente, así
que aproveché para mirarla a ella. Se llamaba Audra y era bastante guapa: delgada,
pero con un aspecto muy femenino, si me entienden. Eso es lo que tenía. Si oigo decir
a alguien mujer, cosas como «Deberías haber visto a esa mujer» o «Era toda una
mujer», en seguida pienso en Audra Favor, y además pienso en ella como Audra, no
como la señora Favor, la mujer del agente indio.
Esto es así porque daba la impresión de que no iba con su marido. El doctor Favor
era mayor que ella, al menos quince años mayor, con lo que ella tendría unos treinta,
y él podría haber sido un hombre cualquiera allí sentado. Decidí que eso iba a ser
curioso de ver. Si ella le prestaba alguna atención.
Advertí que Frank Braden no dejaba de mirar a la señora Favor. Tenía la cara
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vuelta, muy cerca de la de ella, y la miraba fijamente, quizá porque pensaba que
nadie podía verle en la penumbra, o quizá porque le traía sin cuidado que le vieran.
Poco antes de ponernos en marcha me levanté para estirarme la chaqueta y eché
una ojeada a la chica McLaren. Tenía los ojos bajos, no cerrados, sino mirando a sus
manos. Russell, con el sombrero un poco echado hacia adelante, también se miraba
las manos, que llevaba enlazadas en el regazo.
Me pregunté qué hubieran pensado los demás de haber sabido que había vivido
como un apache la mayor parte de su vida, y hasta hacía muy poco. ¿Cambiaría algo
para ellos? Tenía la impresión de que sí. Entonces no me consideraba uno de ellos;
ahora no sé por qué me excluía. A decir verdad, no me sentía muy a gusto con Russell
sentado en el mismo coche que nosotros.
Cuando el coche echó a rodar dije:
—Bueno, supongo que vamos a estar juntos un buen rato.
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DOS
Nadie habló mucho hasta que la señora Favor empezó a incordiar a la chica McLaren.
Vi que observaba a la chica durante largo rato y finalmente dijo:
—¿Son esas cuentas indias?
La chica McLaren alzó la vista.
—Es un rosario.
—No sé por qué he pensado que serían cuentas indias —dijo la señora Favor. Su
voz era suave y como perezosa, el tipo de voz con la que uno no está seguro de si
alguien bromea o habla en serio.
—Podría decirse que son cuentas indias —dijo la chica—. Lo hice yo.
—¿Durante su experiencia?
—Audra —dijo en voz baja el doctor Favor, para indicarle que se callara.
—Espero no haberle recordado nada desagradable —dijo la señora Favor.
Me fijé en que Braden también estaba mirando a la chica McLaren.
—¿Qué ocurrió? —dijo.
La chica McLaren no respondió en seguida, y la señora Favor se inclinó hacia
ella.
—Si no quiere hablar de ello, puedo entenderlo.
—No me importa —dijo la chica McLaren.
Braden seguía mirándola. Volvió a preguntar:
—¿Qué ocurrió?
—Creía que todo el mundo lo sabía —dijo la chica McLaren.
—Bueno —dijo Braden—, debe ser que he estado fuera.
—La raptaron los apaches —dijo la señora Favor—. ¿Cuánto tiempo estuvo con
ellos, un mes?
La chica McLaren asintió.
—Se me hizo más largo.
—Me lo puedo imaginar —dijo la señora Favor—. ¿La trataron bien?
—Todo lo bien que cabe esperar.
—Supongo que la tenían con las mujeres.
—Bueno, estábamos en marcha casi todo el tiempo.
—Quiero decir cuando acampaban.
—No, no todo el tiempo.
—¿La… molestaron?
—Bueno —dijo la chica McLaren—, supongo que todo ello fue bastante molesto,
aunque no había pensado en ello de ese modo. Una de las mujeres me cortó el pelo.
No sé por qué. Ahora me está empezando a crecer otra vez.
—Quería decir que si la molestaron —dijo la señora Favor.
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Braden la miraba fijamente.
—Podría hablar más claro —dijo.
La señora Favor hizo como si no le hubiera oído. Seguía sin apartar los ojos de la
chica McLaren y se veía adónde quería llegar. Finalmente dijo:
—Se oyen muchas historias sobre lo que les hacen los indios a las mujeres
blancas.
—Les hacen las mismas cosas que a las mujeres indias —dijo Braden, y después
de eso nadie habló durante un minuto. Todos los ruidos, el traqueteo y el silbido del
viento, venían de fuera. Dentro estaba todo en silencio.
Yo estaba pensando que alguien debería decir algo para cambiar de tema. En
primer lugar me sentía incómodo oyéndoles hablar de los apaches con John Russell
allí sentado. Además, pensaba que Braden no debería haber dicho ciertamente lo que
dijo en presencia de señoras, aunque hubiera empezado la señora Favor. Creía que el
doctor Favor volvería a decirle algo, pero no lo hizo. Podría haber estado a
setecientas millas de allí, sujetando ahora con la mano el toldo lateral y mirando a la
oscuridad.
Me hubiera gustado decir que creía que alguien debería recordarle a Braden que
había señoras presentes, pero en lugar de eso dije:
—No sé si a las señoras les gusta mucho hablar de eso.
Eso fue un error.
—¿Hablar de qué? —dijo Braden.
—Quiero decir de los indios apaches y todo eso.
—Eso no es lo que quiere decir —dijo Braden.
—Señor Braden —la chica McLaren, con las manos enlazadas en el regazo, le
miraba directamente—. ¿Por qué no se está un rato callado?
Supongo que Braden se sorprendió tanto como todos los demás.
—Habla usted bien claro, ¿no? —dijo.
—No tengo otra forma de hablar —dijo ella.
—Yo hablaba con ese joven que tiene al lado.
—Pero se refería a mí —dijo la chica McLaren—. Así que le agradecería que
tuviera la amabilidad de callarse.
Hacía falta valor para decir eso. La única pega es que espoleó a Braden.
—Vaya, una buena chica hablando así —dijo, observándola—. Quizá haya vivido
con ellos demasiado tiempo. Quizá sea eso. Pasas una temporada con ellos y te
olvidas de cómo hablan los blancos.
No podía ver la cara de Russell ni su reacción a todo esto. Pero un momento
después me di cuenta de lo que iba a ocurrir, y empecé a pensar ansiosamente en
cómo cambiar de tema.
—Una mujer blanca —dijo la señora Favor— no podría vivir como ellos. Esas
mujeres apaches frotando pieles y moliendo maíz, con el pelo grasiento y lleno de
bichos. Y los hombres otro tanto. Todos por ahí mano sobre mano o en cuclillas,
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despiojándose, con los perros husmeándoles. A veces incluso se comen a los perros.
Volvía a mirar a la chica McLaren como si tuviera algo en mente, pero no estaba
seguro de qué podría ser.
—Me pregunto —dijo— si una mujer podría hacerse a sus costumbres y si al
cabo de un tiempo no le molestarían. Como comer con los dedos. ¿O supone usted
que podría comer perro como si tal cosa?
Ahora se la veía venir ya. Entonces John Russell dijo:
—¿Y si no tuviera nada más que comer?
Era la primera vez que había hablado desde que salimos de Sweetmary. Lo dijo
con voz tranquila, pero algo cortante.
La señora Favor desvió la vista de la chica McLaren hacia Russell.
—Me da igual lo hambrienta que estuviera. Sé que no comería uno de esos perros
de los indios.
—Creo —dijo John Russell— que antes de estar tan segura debería sentir el
hambre que ellos sienten.
—El Gobierno les suministra carne —dijo la señora Favor—. Les veo venir una
vez por semana a recoger sus raciones de vacuno. Y les permiten cazar. Pueden cazar
siempre que anden escasos de comida.
—Pero siempre andan escasos —dijo Russell—. O no tienen nada, y no hay
suficiente caza para todos.
—Se oyen todo tipo de historias sobre cómo el hombre blanco oprime al indio —
dijo el doctor Favor. Me sorprendió que hubiera estado escuchando y que ahora
pareciera interesado—. Supongo que siempre se oirán esas historias mientras la gente
se preocupe por la grave situación de los indios, y eso es bueno. Pero hace falta vivir
una temporada en una reserva, como San Carlos, para saber que ocuparse de los
indios no es solo cuestión de darles comida y ropa.
No dejaba de mirar a John Russell, y parecía elegir sus palabras con cuidado.
—Entonces entiendes todos los problemas que tiene que afrontar el Departamento
de Interior. El resentimiento natural por parte de los indios, su desconfianza, su
resistencia a cultivar la tierra.
—Porque tienen que vivir donde no quieren vivir —dijo John Russell.
—También eso —convino el doctor Favor—, que de momento no puede evitarse
—seguía mirando a Russell—. ¿Conoce usted a alguien de San Carlos?
—A muchos —dijo Russell.
—¿Ha visitado la agencia?
—He vivido allí. Tres años.
—No creo recordarle —dijo el doctor Favor—. ¿Trabajaba para algún proveedor?
—En la policía —dijo Russell.
El señor Favor no dijo nada. No podía ver su expresión en la penumbra, solo que
seguía mirado a Russell. Entonces su esposa dijo:
—Pero en la policía son todos apaches.
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Se interrumpió ahí, y solo se oyó el traqueteo del coche, los crujidos, el viento
que soplaba y el sordo retumbar de los cascos de los caballos.
Pensé: ahora lo explicará. Piense o no que le van a creer, dirá algo.
Pero John Russell no dijo nada. Ni una palabra. Pensé que quizá estuviera
pensando en cómo explicarlo. No había forma de saberlo. Pero debía estar pensando
algo y hubiera dado cualquier cosa por saber qué era. Cómo podía quedarse allí
sentado en medio de aquel silencio era lo más difícil que había intentado entender en
mi vida.
Finalmente la señora Favor dijo:
—Bueno, supongo que nunca se sabe.
¿Nunca se sabe qué?, pensé. Nunca se saben muchas cosas. Pero estaba claro lo
que quería decir.
Braden me estaba mirando. Dijo:
—¿Dejan entrar a cualquiera en su diligencia?
—Ya no trabajo para la compañía —contesté. Reconozco que era un poco
cobarde decir eso, pero ¿por qué iba a dar la cara por Russell?
No era asunto mío. Él no había querido ayudar al ex soldado, diciendo que no era
asunto suyo. Muy bien, pues esto no era asunto mío. Si quería comportarse como una
persona poco civilizada —que es lo que debía ser y cada vez se veía más claro—,
pues que lo hiciera. Que se comportara como quisiera.
Yo no era su padre. Era ya un adulto. De modo que hablara por sí mismo si tenía
algo que decir.
Pero puede que hubiera llegado a pensar que era realmente apache. Eso no se me
había ocurrido antes. Hubiera sido tremendo leerle la mente. No durante mucho
tiempo. Solo unos minutos, solo el tiempo suficiente para mirar con sus ojos
alrededor y a las cosas que le habían pasado. Así se enteraría uno de unas cuantas
cosas.
Empecé a pensar en las historias que había contado Henry Méndez sobre Russell,
atando cabos aquí y allá.
Cómo había sido Juan no sé cuántos cuando vivía en un pueblo mexicano antes
de que los apaches hicieran una incursión y se llevaran a algunas mujeres y niños.
Cómo le habían llamado Ish-kay-nay y había sido criado por aquellos chiricahuas y
adoptado como hijo por Sonsichay, uno de los cabecillas de la banda. En cinco años
con ellos debió de aprender un montón de cosas.
Después de eso, viviendo en Contention con el señor James Russell hasta que
tuvo unos dieciséis años. Había ido a la escuela allí. Y había estado a punto de matar
a un chico en una pelea. Puede que tuviera una buena razón para hacerlo. Pero se fue
de allí poco después, de modo que puede que no tuviera una buena razón; puede que
simplemente no hubiera forma de enseñarle nada.
Luego viene la parte más interesante. Cómo John Russell se ganó su siguiente
nombre, Tres Hombres.
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Había estado con los muleros en aquella campaña del Tercero de Caballería,
persiguiendo hasta el interior de México a las bandas de Chato y Chihuahua, y
adquirió su nuevo nombre en una pradera alta de la Sierra Madre, a dos jornadas al
oeste del pueblo de Tesorababi.
Había salido en busca de unos muleros que se habían extraviado del camino, y
estuvo siguiendo su rastro todo el día hasta que los encontró —tres mozos y dieciocho
mulas— una hora antes del anochecer y un momento antes de que se desencadenara
un tiroteo repentino desde las paredes del cañón, que los atrapó en él y acabó con
cuatro de las mulas.
John Russell, que a veces era Juan o Juanito, pero más a menudo Ish-kay-nay para
los veteranos de la policía apache, mató a tiros a otras seis mulas en los momentos
que siguieron, y él y los mozos pasaron atrincherados tras las mulas muertas toda la
noche y todo el día siguiente. Los apaches, que eran nueve o diez, atacaron dos veces.
La primera vez, corriendo y gritando, dejaron dos muertos por tierra antes de
arrastrarse fuera del alcance del Spencer de John Russell. Eso fue al atardecer del
primer día. Volvieron a atacar al alba, deslizándose silenciosamente entre las rocas
con el cuerpo embadurnado de barro y ramas de mezquite en las cintas de la cabeza.
Decían que John Russell, con el Spencer apoyado en el cuello de una mula muerta,
esperó hasta que estuvo seguro. Disparó siete veces con el Spencer, tomándose su
tiempo mientras se acercaban, y vació su revólver Colt tras ellos cuando huían
corriendo. Puede que acertara a otros dos.
Los muleros, con los ojos cerrados y el cuerpo bien apretado contra las mulas
mientras duró el tiroteo, sonrieron a John Russell y se rieron con alivio de su miedo
cuando acabó. Y cuando regresaron a la columna principal contaron cómo había
luchado como tres hombres contra un fuerza de salvajes diez veces superior. A partir
de entonces, entre los policías apaches de San Carlos y los rastreadores de Fort
Apache y Cibucu, John Russell fue conocido como Tres Hombres.
Pero saber todo esto no era lo mismo que ver las cosas con sus ojos. Puede que
sus relaciones pasadas con los blancos explicaran por qué se comportaba así, por qué
no replicó nada ahora, pero no estoy seguro. Puede que ustedes lo entiendan.
Luego empezó a hacer frío, de modo que cogí las dos mantas del suelo y tendí
una al doctor Favor. La cogió y su mujer la extendió de forma que tapara también a
Frank Braden. Yo desdoblé la otra manta para nuestro asiento. Se oyó el suave
clic-clic de las cuentas de la chica McLaren cuando levantó las manos. Se tapó bien
con el extremo de la manta, ciñéndola estrechamente a su pierna y sin ofrecérsela a
John Russell. Incluso tuve la impresión de que se había arrimado un poco a mí, pero
no estaba seguro.
Oí al doctor Favor decir algo a su mujer, aunque no lo entendí. Ella le dijo que no
fuera tonto. Pregunté a la chica McLaren si estaba cómoda. Ella dijo que sí, gracias.
Pero nadie más hablaba ya. Hacía mucho más frío y los toldos de lona, ahora
completamente bajados, pendían rectos por momentos y luego se hinchaban de golpe
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con el aire y por la apertura se veía la oscuridad y de cuando en cuando alguna forma
fugaz al borde del camino.
Frank Braden se había repantigado en el asiento y tenía la cabeza muy cerca de la
de la señora Favor. Le dijo algo, un murmullo quedo. Ella se rio, no muy alto, casi
entre dientes, pero se la oyó. Acercó la cabeza a la suya y le dijo una palabra o quizá
un par. Tuvieron las caras juntas durante largo tiempo, quizá incluso tocándose,
aunque su marido estaba allí mismo. Imagínense eso.
Llegamos a la posta de Delgado anunciados por los chirridos del coche al frenar en la
larga cuesta que se extendía hacia una arboleda y las casas de adobe que se
recortaban débilmente contra los árboles. La galera siguió rodando cada vez más
despacio, mientras se oían cada vez más claros y pesados los cascos de los caballos, y
finalmente se detuvo. Nos quedamos allí sentados en silencio, y cuando la señora
Favor dijo «¿Dónde estamos?» en apenas un susurro, sonó muy alto en el interior del
coche a oscuras. Nadie contestó hasta que oímos a Henry Méndez fuera.
—¡Delgado! —gritó.
Luego se oyó en seguida el ruido de sus pasos y la portezuela se abrió.
—Posta de Delgado —dijo Méndez. Estaba allí parado con su valija de cuero. A
su espalda se acercó un hombre desde la casa con un farol en la mano.
—¿Méndez? —dijo el hombre, levantando la linterna.
—¿Quién si no? —dijo Méndez—. ¿Todavía tienes caballos?
—Durante unos días más —contestó Delgado, el encargado de la posta.
—Cámbialos por estos.
—¿Tiene una diligencia?
—Es una larga historia —dijo Méndez—. Dile a tu mujer que prepare café.
Delgado tenía el ceño fruncido. Llevaba unos pantalones con tirantes a rayas
encima de su ropa interior.
—¿Cómo iba a saber yo que iba a venir?
—Tú pon en movimiento a tu gente —dijo Méndez. Se volvió de nuevo hacia el
coche—. Pueden lavarse en el banco junto a la puerta. Para otras cosas sigan el
sendero por detrás de la casa.
Ofreció la mano y la señora Favor se apeó. Luego la chica McLaren.
—Dos veces en una noche —dijo Delgado—. Hace una hora estábamos ya
acostados cuando llegaron tres hombres.
—Deberías haberte quedado despierto —dijo Méndez.
El doctor Favor salía en aquel momento del coche.
—¿Les conocía? —preguntó.
—Unos jinetes.
—Pero ¿les conocía?
Delgado pareció pensárselo.
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—No lo sé. Creo que trabajan para el señor Wolgast.
—¿Es eso usual —dijo el doctor Favor—, que vengan por aquí a estas horas de la
noche?
—Hombre, ocurre —dijo Delgado—. La gente pasa por aquí.
Me aparté un momento detrás de la casa y cuando volví solo quedaban allí
Méndez y Russell. Méndez sacó de su valija una botella que parecía de brandy y
ambos tomaron un largo trago.
Salieron de la casa dos críos con camisas y pantalones, pero descalzos. Ambos
sonrieron a Méndez y uno de ellos le llamó:
—Eh, tío, ¿qué traes ahí?
—Algo para vuestros cubos de grasa —dijo Méndez—, y para que lavéis los
caballos.
Los dos chicos salieron disparados por detrás de la casa, y Méndez se volvió de
nuevo hacia John Russell.
—¿Qué te ha parecido la galera?
Russell dijo algo en español.
—¿Y qué te ha parecido en inglés? —dijo Méndez.
—Otra vez eso —dijo Russell.
—Practica un poco, ¿eh? Así hablarás mejor.
—Quizá sea mejor que no hable.
—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó Méndez.
Russell no dijo nada. Uno de los críos volvió corriendo con un cubo de grasa y
Méndez dijo:
—Dales una buena mano, chico.
—Esto cuesta más de noche —dijo el chico sonriendo todavía, como si no
hubiera dejado de sonreír desde antes.
—Te pagaré con algo —dijo Méndez. Le tiró un viaje con la valija, pero el chico
la sorteó. Luego volvió a ofrecer el brandy a Russell—. Para el polvo. O para lo que
sea.
Mientras Russell bebía, Méndez me vio y me ofreció la botella, de modo que me
acerqué a ellos y eché un trago. Estaba bueno, pero hacía demasiado calor. No sé
cómo ellos podían echarse aquellos lingotazos. Méndez bebió a su vez, luego pasó la
botella a Russell y entró en la casa.
El chico mexicano con el cubo de grasa estaba trabajando ahora en las ruedas
delanteras. El otro chico había desenganchado el tiro de guía y se llevaba los
caballos. Nos quedamos un rato mirándoles. Luego dije:
—¿Cómo es que no se lo ha dicho?
Me miró con la botella en la mano.
—¿Decirles qué?
—Que no es usted lo que creen.
Sus ojos me siguieron mirando un momento. Luego tomó otro trago de brandy.
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—¿Quiere entrar? —dije. Se limitó a encogerse de hombros.
Entonces entramos, en una sala de techo bajo iluminada con un farol colgado de
una viga. La mecha había humeado y la sala seguía oliendo a aceite.
Los Favor, la chica McLaren y Braden estaban sentados a la mesa principal, una
larga de tablas que estaba en medio de la sala. Méndez estaba allí de pie como si
hubiera estado hablando con ellos. Pero cuando entramos se apartó y nos hizo señas
para que nos sentáramos a una mesa que había junto a la puerta de la cocina. La
mujer de Delgado salió con un pote de café, pero se dirigió a la mesa principal antes
de servirnos. Méndez esperó, mirando a Russell todo el rato, hasta que volvió a entrar
en la cocina.
—Creen que eres apache —dijo.
Russell no dijo nada. Miraba la botella de brandy como si estuviera leyendo la
etiqueta. Méndez cogió el brandy y se sirvió un poco en el café.
—¿Has oído lo que he dicho?
—¿Eso cambia algo? —dijo entonces Russell.
—El doctor Favor dice que no puedes ir dentro del coche —dijo Méndez—. Eso
es lo que cambia.
—¿Todos dicen eso? —preguntó Russell, mirándole a la cara.
—Escucha, antes querías ir conmigo en el pescante.
—¿Todos dicen que no puedo ir en el coche?
Méndez asintió con la cabeza.
—El doctor Favor dice que están todos de acuerdo. Les dije ese muchacho no es
apache, ¿le han preguntado si lo era? ¿Le han preguntado algo? Pero ese Favor dice
que no está dispuesto a discutirlo.
Russell seguía mirando a Méndez.
—¿Y usted qué dice?
—Bueno… no lo sé. ¿Por qué vamos a disgustar a nadie? ¿Por qué no
simplemente —se encogió de hombros— les dejamos hacer como quieran? No es tan
importante. Quiero decir que no sé si vale la pena armar jaleo por ello. Se le ha
metido eso en la cabeza y no tenemos tiempo para convencerle de la verdad. Así que
por qué vamos a preocuparnos por eso, ¿eh?
—¿Y si quiero ir dentro del coche? —dijo Russell.
—Escucha, antes querías ir conmigo en el pescante. ¿Por qué de repente quieres ir
dentro?
Era la primera vez que veía a Méndez con semblante preocupado, como si
estuviera ocurriendo algo que no podía controlar o para lo que no tenía respuesta.
Sorbió su café, pero en seguida alzó la vista, sosteniendo la taza, cuando Braden y el
doctor Favor se levantaron de la mesa. Braden salió. El doctor Favor se acercó a la
barra, donde estaba Delgado, y Méndez pareció relajarse y siguió sorbiendo su café.
—¿Vale la pena discutir por esto? —dijo—. ¿Hacer que la gente se incomode y se
enoje? Está claro que no tienen razón. Pero ¿qué es más fácil, convencerles de ello u
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olvidarlo sin más? ¿Entiendes eso?
—Estoy aprendiendo —dijo Russell.
En aquel momento me hubiera gustado otra vez poder ver lo que le pasaba por la
mente, porque desde luego no podía adivinarse por su tono. Tenía una forma tan
tranquila de hablar que daba la impresión de que nada en el mundo podía molestarle.
Estábamos todavía allí sentados cuando el doctor Favor hizo señas a Méndez de
que se acercara a la barra, donde estaban él y Delgado. Méndez estuvo un buen rato
hablando con ellos, mientras terminábamos el café y tomábamos otro. Finalmente
volvió. No se sentó pero tomó un trago de brandy.
—El señor Favor quiere ir por otro sitio —dijo—. El camino que pasa por la vieja
mina de San Pete.
Era un camino que Hatch & Hodges había utilizado años antes cuando todavía se
explotaba la mina. Discurría unas quince millas al este del camino principal, al pie de
los montes y luego subiendo monte arriba hasta donde estaba la mina, para ir a
confluir con el presente camino principal cerca ya de Benson. Pero nunca había oído
que alguien lo utilizara ahora. El terreno que recorría era más agreste y quebrado,
más difícil de atravesar. Por eso habían construido el nuevo camino cuando cerraron
la mina. Lo único que se podía decir a favor del viejo es que era más corto.
¿Pero era esa una razón para ir por allí?
¿Por qué no?, dijo Méndez. Delgado estaba seguro de que el resto de las paradas
de postas del camino principal ya habían cerrado. Al menos todos sus caballos de
relevo ya habían sido trasladados al sur. Delgado era el único que aún tenía algunos, y
se le acabarían en pocos días. Si solo tenemos seis caballos y no hay más relevos, dijo
Méndez, ¿por qué no ir por el camino más corto?
Era razonable. Pero tendríamos que llevar más comida y agua. Méndez se mostró
de acuerdo. Dijo que ya que el doctor Favor pagaba por casi todo, ¿por qué no tenerle
contento? (Henry Méndez parecía muy ansioso por tener contento a todo el mundo.)
—Además, puede que esté un poco preocupado —dijo Méndez—. Ha vuelto a
preguntar a Delgado por esos jinetes que pasaron por aquí. ¿Qué pinta tenían?
¿Dijeron adónde iban? Cosas así.
—Si cree que están planeando asaltarnos —dije yo—, no podrían. No tienen
forma de saber que esta noche iba a pasar por aquí una diligencia.
—Eso le dije —dijo Méndez—. Él dijo: «Si hay una posibilidad de que nos
asalten debemos tomar precauciones». Yo dije: «Puede ser, pero si esto fuera una
diligencia de línea ni siquiera estaríamos hablando de ello».
—Quizá esté realmente preocupado —dije yo.
Méndez asintió con la cabeza.
—Como si alguien le persiguiera. Y él lo supiera.
Al cabo de un rato, después de que Méndez se ocupara de las provisiones y los
odres de agua, volvimos a ponernos en marcha. Frank Braden estaba ya dormido en
el coche, con las botas en el asiento de enfrente. Le dejamos quedarse así. Había sitio
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suficiente con John Russell ahora en el pescante.
Pronto estuvimos solos en la noche con el retumbo y los crujidos de la marcha.
Unas dos millas al sur de la posta de Delgado nos desviamos del camino y
atravesamos una espesura de mezquites cuyas ramas arañaban los costados de la
galera. Luego el terreno se despejó y sentimos que empezábamos a subir.
Avanzábamos entre árboles, entrando y saliendo de la profunda oscuridad, siguiendo
todo el tiempo el camino tortuoso que trepaba más y más por momentos, dos surcos
endurecidos que estaban cubiertos de hierba pero que supongo eran aún visibles para
Méndez.
Tres horas después de salir de la posta de Delgado, Méndez y Russell cambiaron
los tiros, enganchando el de refresco, y abrevaron los caballos. Yo fui el único que
bajó del coche, aunque estoy seguro de que el doctor Favor también estaba despierto.
Eché un trago de agua de la cantimplora que Méndez llevaba en el pescante (en la
trasera había tres odres de cuero para los pasajeros y los caballos), y reanudamos la
marcha.
Después me quedé dormido, tras preguntarme durante largo rato si la chica
McLaren diría algo si le pasaba el brazo por encima. Nunca lo averigüé.
Con las primeras luces del día, por un cañón que serpenteaba entre abruptas paredes,
llegamos a la mina abandonada de San Pete. Méndez y Russell estaban ya en tierra
cuando salimos del coche, todos estirándonos, entumecidos tras haber ido tantas
horas apretados, y mirando en torno a los edificios de la compañía.
Los más cercanos estaban construidos contra la pendiente, por lo que los porches
delanteros se sostenían sobre pilotes y estaban a la altura de un primer piso. Al otro
lado del cañón, a unas doscientas yardas, se veían las instalaciones de la mina: a
media pendiente la planta trituradora, y más arriba los relaves de mineral acumulados
en montones desde la bocamina. Braden estaba mirando a Méndez.
—Esta no es la ruta de la diligencia —dijo.
—Hemos tomado otro camino —dijo Méndez. Estaba en la trasera del coche
descolgando uno de los odres de agua.
—¿Qué quiere decir con otro camino?
Me fijé en que John Russell se apartaba de los caballos. Observó a Braden
acercarse a Méndez, que estaba levantando el odre hasta su hombro.
—¿Va usted por el camino que le apetece?
—Hable con el doctor Favor —dijo Méndez.
—Estoy hablando con usted.
Méndez había echado a andar hacia el edificio, pero se detuvo.
—Los otros se pusieron de acuerdo —dijo—. Usted estaba dormido. Pero pensé
que si tenía tantas ganas de venir con nosotros le parecería bien.
Braden seguía mirándole.
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—¿Adónde lleva este camino?
—Al mismo sitio —contestó Méndez. Llevó el odre debajo del porche y volvió
estirándose, mirando al cielo que seguía oscuro, aunque hacia el fondo del cañón
empezaba a vetearse de luz—. Ahora comemos. Después dos horas de descanso.
—Si está pensando en nosotros… —dijo el doctor Favor.
—Más en los caballos —dijo Méndez—. Y en mí.
Desayunamos bajo el porche del edificio principal de la compañía, con el pan, la
cecina y el café que había traído Méndez. Después Méndez cogió su manta y la llevó
a la casa contigua, la única aparte de la principal que todavía tenía techo. John
Russell fue con él y durmieron un par de horas.
Así que no hubo otra cosa que hacer más que esperar durante ese rato. La galera
estaba desenganchada y los caballos pastaban valle abajo en el cañón, donde había
hierba y algunas retamas. Al cabo de un rato Frank Braden pasó junto al coche
mirando hacia la ladera por encima de la mina, luego mirando cañón arriba, de donde
venía. Siguió adelante, haciéndose cada vez más pequeño a medida que atravesaba el
cañón y trepaba por la pendiente junto a la trituradora. Siguió subiendo hasta que
finalmente llegó hasta lo que parecía una caseta de pruebas allá en lo alto, junto a la
bocamina, donde se le dejó de ver. Me pregunté si estaría esperando a que subiera la
señora Favor. Eso, o simplemente que estaba inquieto.
En todo caso Braden volvió con tiempo de sobra. Se había calmado y preguntó a
Méndez cuánto tardaríamos en llegar a Benson. Méndez le dijo que este camino era
más corto que la ruta de la diligencia, pero que teníamos que pensar en los caballos.
De modo que puede que tardáramos lo mismo, con lo que llegaríamos a Benson al día
siguiente por la mañana si el camino estaba bien y si no ocurría nada.
Bueno, salimos de la mina de San Pete antes de las ocho, y hacia mediodía se
materializó el primero de aquellos si.
El problema no era seguir el camino, no era cuestión de si el camino estaba
«bien» o no. Simplemente no había ningún camino que seguir. Cruzamos un arroyo
de poco caudal que venía de los altos riscos y al otro lado, donde debería haber
continuado el camino, no quedaba ni rastro de él.
El viento, los corrimientos de tierra y las riadas habían socavado o enterrado o
borrado limpiamente de la ladera el camino. Méndez no tuvo otra opción. Guio el
coche por el arroyo, dando tumbos y abriéndose paso entre los palo verdes
amarillentos que crecían en las orillas esperando el agua, y luego volvió a enfilar
hacia el sur, saliendo a terreno llano de matorral para rodear los taludes de aluvión y
las formaciones de rocas desprendidas de las laderas.
La tierra yacía yerta bajo el calor del sol, toda reseca y cubierta de hediondilla y
chumberas y altos saguaros que parecían postes de cerca asilvestrados. Henry
Méndez maniobraba bien por este terreno, pero avanzábamos muy despacio. Mirabas
al frente y veías unos peñascos o un grupo de árboles de Josué que parecían solo a
unos centenares de yardas, pero tardábamos casi una hora en alcanzarlos y cuando los
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pasábamos aparecían otros puntos de referencia, como un saguaro gigante de forma
extraña o más Josués o yucas, que tardábamos una eternidad en alcanzar y finalmente
pasar. No había nada que mirar, nada que esperar con impaciencia.
Paramos una vez por la mañana a alternar los caballos, y descubrimos que solo
había dos odres de agua en la trasera. Nos habíamos dejado uno, más que medio
lleno, en la mina de San Pete.
Volvimos a parar a mediodía, y nos quedamos en pie junto al coche esperando a
que hirviera el agua para hacer café, mientras Méndez desenganchaba los caballos y
los alimentaba con lo que sacó de unos morrales. Méndez esperaba probablemente
que alguno de los pasajeros dijera que aquello era una locura y que por qué no
volvíamos a la ruta de la diligencia. Perderíamos un día, pero al menos no tendríamos
que aguantar aquello. Pero nadie lo dijo.
Era extraño. Allí estaba la señora Favor diciendo que hacía calor, diciéndolo de
distintas formas pero sin que pareciera importarle. De vez en cuando se quedaba
mirando a la chica McLaren, probablemente preguntándose aún lo que le habían
hecho los indios, y luego miraba a Braden, que hoy estaba tranquilo y parecía otra
persona, como si se le hubieran pasado los efectos del whisky (aunque no quiero
decir que la víspera mostrara ningún signo de embriaguez). Allí estaba la chica
McLaren, que parecía la más paciente, aparte de Russell (cómo hubiera podido
molestarle estar allí), y el doctor Favor, que observaba a Méndez, intentando meterle
prisa con los ojos. Nadie preguntó a Méndez si podríamos perdernos o quedarnos
tirados. Nadie parecía preocupado por nada. Ni siquiera por que nos hubiéramos
dejado parte del agua en la mina de San Pete.
Seguimos adelante, y cayó la tarde antes de que saliéramos de aquel terreno llano.
Méndez volvió a ver el camino en la ladera, un rastro entre los arbustos, y se dirigió
hacia él. Se veían los montes haciéndose más altos y nítidos según nos acercábamos,
sombreados y oscurecidos por matorrales y taludes de aluvión, pero en lo alto los
picos se erguían desnudos y silenciosos bajo la luz del sol.
Retomamos el camino y lo seguimos un trecho fácilmente, pero luego empezó a
trepar de nuevo, internándose cada vez más en las montañas, hasta que Méndez
detuvo a los caballos.
Se inclinó hacia abajo y dijo:
—Todo el mundo a pasear. Hasta lo alto de la cuesta.
Salimos todos mirando hacia arriba, y vimos ante nosotros una fuerte pendiente.
Russell había empezado ya a subir, supongo que para asegurarse de que no había
ningún socavón que no pudiera verse desde aquí. No es que la cuesta fuera demasiado
empinada, pero se veía que Méndez estaba pensando en los caballos.
De modo que esperamos a que pasara el coche con los caballos zagueros y
echamos a andar detrás. El doctor Favor cogió del brazo a su mujer como para
ayudarla a subir, pero creo que era para que no se alejara. Frank Braden se quedó allí
liando un cigarrillo, de modo que subí en compañía de la chica McLaren,
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devanándome los sesos en busca de algo que decir. Pero no tuve que pensar durante
muchos pasos.
—No parece apache, ¿verdad? —dijo ella, como revelando de pronto el curso de
sus pensamientos.
Aunque lo dijo tan bruscamente supe que se refería a Russell. No cabía duda de
ello. Entrecerraba un poco los ojos bajo el sol, mirándole en lo alto del camino.
—Debería haberle visto hace unas pocas semanas —dije yo.
Se me quedó mirando, esperando a que me explicara, y sentí un poco haberlo
dicho. Pero era verdad.
—Parecía como cualquier otro indio contratado por el ejército.
—¿Entonces es apache?
—Bueno, quizá no se pueda contestar a eso con un sí o con un no.
Frunció un poco el ceño.
—El señor Méndez dijo que no lo es. Eso es lo que no entiendo.
—Bueno, no nació siendo apache. Pero ha vivido tanto tiempo con ellos, quiero
decir por propia elección, que quizá haya terminado siéndolo.
—Pero ¿por qué iba nadie a querer serlo?
—Eso es —dije—. Querer serlo es igual de malo que serlo. Quizá peor.
—Pero querer vivir como viven ellos…
—Tendría que ver las cosas con sus ojos para entenderlo.
—Creo que me asustaría —dijo ella.
Quise decir que creía que nada podía asustarla después de todo por lo que había
pasado, pero luego pensé que sería mejor no mencionar el asunto. Podría resultarle
embarazoso. Había hablado un poco de ello en el coche y no parecía muy cohibida,
pero aun así podía haber cuestiones delicadas. Era como estar con una persona que
tuviera una gran nariz o algo parecido. No quieres que te sorprendan mirando la nariz
o incluso diciendo la palabra. (Espero que ningún lector narizotas se ofenda. No me
estaba burlando de ninguna nariz).
Los caballos zagueros estaban aún en la cuesta, pero el coche había llegado a lo
alto y se había detenido. Al principio solo se veía la parte superior. El camino se
nivelaba entre pinos piñoneros y espesos matorrales, y en la cuneta derecha, inclinado
hacia el coche, había un abrupto talud de siete u ocho pies de altura.
—Creo que podemos volver a montarnos —dijo la chica.
La oí, pero estaba observando a Méndez, que miraba a lo alto del talud.
Rodeamos los caballos zagueros y miré también hacia allí. Lo primero que pensé
fue: ¿Qué hace Russell ahí arriba? ¿Y de dónde ha sacado el rifle?
Entonces vi a Russell, no en el talud sino más allá de los Favor, junto a los
caballos. Cerca de él, en el lado del talud, había otro hombre empuñando un revólver.
Supongo que la chica McLaren los vio al mismo tiempo que yo, pero no dijo ni pío.
En cualquier caso, ¿qué iba a decir? Vas subiendo por un camino en mitad de la
nada y de pronto aparecen dos hombres armados que están allí esperándote. Aunque
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sabes que algo va mal, actúas como si esto ocurriera todos los días. Quiero decir que
no te excitas ni te muestras sorprendido. Simplemente te contienes y piensas que a lo
mejor se esfuman si no admites que están allí. En ese momento no piensas: estoy
asustado. Estás demasiado ocupado mostrándote natural.
El hombre que estaba en el talud se acercó al borde y se quedó en cuclillas
apuntándonos con el rifle (era un Henry) hasta que llegamos a la altura del coche.
Luego saltó al camino, cayéndose casi, y cuando se enderezó le reconocí de golpe.
Era el que atendía por Lamarr Dean, que trabajaba para el señor Wolgast. Y por
supuesto, el otro que estaba más allá, junto a Russell, era Early. Los mismos dos que
estaban en la posta de Delgado el día en que vi por primera vez a John Russell.
¿Y si le reconocen?, pensé. No ¿qué está pasando?, o ¿qué hacen estos aquí?, sino
¿y si le reconocen? No pude evitar pensar eso primero porque recordaba muy bien
cómo Russell había roto aquel vaso de whisky contra la boca de Lamarr Dean.
Lamarr Dean debía recordarlo aún mejor. Pero no le había reconocido. Early tampoco
pues, si no, no hubiera estado allí parado sin más empuñando aquel revólver de cañón
largo.
Méndez, mirando desde el pescante a Lamarr Dean, dijo:
—Será mejor que se lo piensen antes de hacer algo.
—Baje de ahí y no se preocupe por eso —dijo Lamarr Dean. Méndez se apeó y
Lamarr Dean miró hacia nosotros. Se quedó esperando; no supe a qué hasta que
Braden pasó a nuestro lado y Lamarr Dean le siguió con los ojos. Dijo—: Casi no
llegamos a tiempo.
—Me imaginé —dijo Braden— que tendríais que recuperar mucho terreno
cuando encontraseis el camino.
—Como no aparecisteis por el camino principal —dijo Lamarr Dean—, esta
mañana a primera hora volvimos donde Delgado. Le dije: «¿Nos lo hemos imaginado
o anoche oímos pasar una diligencia?». Él dijo: «Debéis de haberlo imaginado, pasó
una diligencia pero no fue por el camino principal». «¿Y por dónde fue?», dije yo, y
entonces fue cuando nos dijo que habíais venido por este camino, y te aseguro que
hemos trotado a base de bien para alcanzaros.
Mientras hablaba Lamarr Dean estuve mirando a Braden todo el rato. Quizá no
les sorprenda ahora por qué tomó Braden la diligencia en realidad y por qué estaba
tan interesado en ir en ella cuando salimos de Sweetmary. Es fácil volver la vista
atrás y decir yo lo sabía durante todo el tiempo. Pero les aseguro que al principio no
me lo podía creer. Braden no era alguien que te cayera bien, pero era uno de nosotros,
un pasajero como los demás, y cuando reveló que formaba parte de aquel asalto debió
sorprender a los otros tanto como a mí. Aunque entonces no se me ocurrió fijarme en
sus reacciones. Estaban pasando demasiadas cosas.
Early se acercó sin decir nada, la cara sombreada por un principio de barba.
Llevaba delante a Russell, apuntándole.
Después apareció otro hombre. Parecía mexicano y llevaba un sombrero de paja.
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Iba montado y arreó a su caballo para salir de entre los árboles, guiando a otros dos
caballos ensillados, y se detuvo enfrente de nuestro tiro. Me fijé en que llevaba dos
revólveres del 44.
Lamarr Dean tenía la mano pasada por la palanca del Henry, y el dedo en el
gatillo, pero el cañón apuntaba hacia abajo y casi tocaba el suelo.
—El viejo doctor Favor hace como si no nos viera —dijo.
Me echó a un lado e hizo señas a la chica McLaren de que se apartara hacia el
talud.
—Apártense todos para que pueda ver a mi viejo amigo —Dean miraba ahora
directamente al doctor Favor—. ¿Empieza a enterarse de cómo están las cosas?
—Me temo que no le sigo —dijo el doctor Favor, aunque no parecía sorprendido.
—Pues yo sí que le sigo —dijo Lamarr Dean—. Llevo dos o tres meses viendo
venir esto.
—¿Viendo venir qué?
—Frank, el tipo sigue fingiendo.
Braden se situó junto a Lamarr Dean.
—Está acostumbrado.
—Vamos a Bisbee —dijo el doctor Favor—. Por negocios. Estaremos allí dos
días como mucho.
—No —dijo Lamarr Dean—. Estarán allí lo justo hasta encontrar transporte hacia
el sur. Después se esconderán en México o se embarcarán en Veracruz para salir del
país.
—Está muy seguro de eso —dijo el doctor Favor.
—Así es como se hace.
—¿Y si lo niego, y le digo que volveremos dentro de dos días?
—¿De qué serviría?
—Debería estar de este lado con una pistola —dijo Braden.
—No —dijo Lamarr Dean—. Él utiliza su pluma. Lo único que hay que hacer es
anotar en los libros una cantidad de vacuno superior a la que recibes. Pagas al
proveedor con bonos del Gobierno por el ganado entregado y te quedas con la
diferencia. ¿No es así, doctor?
—Como si nunca te hubiera visto —dijo Braden.
Lamarr Dean miró a la señora Favor.
—¿Usted tampoco me reconoce?
—A usted sí —dijo ella con mucha calma, considerándolo todo—. Pero a él no le
recuerdo —señalando con la cabeza a Braden.
—No, Frank no se dejó ver por allí. Entonces estaba todavía en Yuma.
—Con eso basta —dijo Braden—. Tenemos cosas que hacer.
—Solo trataba de entenderlo —dijo la señora Favor con desenvoltura. Volvió los
ojos hacia Lamarr Dean, que para entonces sabía ya que era quien más hablaba—.
Usted trabajaba para el hombre que tenía el contrato de suministro de carne.
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—El señor Wolgast.
—¿Y descubrió lo de mi marido?
—Audra —dijo el doctor Favor con voz tranquila, aunque no apartaba los ojos de
Lamarr Dean o Braden, mientras los demás no podíamos evitar mirarle a él. (¡Dios,
las cosas de las que nos estábamos enterando de repente!)—. Audra, sabes que no
tenemos que hablar con esta gente de nuestros asuntos personales.
Braden se apartó.
—Pongámonos a ello —dijo, e hizo una seña a Early, que empezó a desenganchar
los caballos de tiro. Cuando les hubo quitado el arnés y los tuvo sueltos,
palmeándolos para que se movieran, el mexicano, que seguía montado, agrupó los
caballos y se los llevó camino adelante.
El camino formaba dos surcos que atravesaban una pradera muy ancha,
flanqueada durante al menos una milla por pendientes a ambos lados. En cuanto el
mexicano se alejó un trecho, Early volvió a montar y le siguió.
Braden estaba ahora detrás del coche y solo le veíamos parcialmente mientras
quitaba de un tirón la lona de la baca y empezaba a sacar las valijas.
Lamarr Dean empezó entonces a registrarnos para ver si íbamos armados. Sacó
un revólver de la chaqueta del doctor Favor, uno de pequeño calibre que examinó un
momento antes de arrojarlo a los matorrales al otro lado del camino. Después se
acercó a Méndez, saltándose a la señora Favor y a la chica McLaren, y Méndez se
abrió la zamarra para mostrar que iba desarmado.
—¿Y qué lleva en el pescante? —preguntó Lamarr Dean.
—Una escopeta —dijo Méndez.
—Pues que siga ahí y usted aquí —dijo Lamarr Dean.
Luego se acercó a mí y me abrí la chaqueta como había hecho Méndez. Mientras
Lamarr Dean me cacheaba, Méndez dijo:
—¿Cree que vale la pena? No podrá volver a aparecer por allí.
—Se lo agradezco —dijo Lamarr—, pero le ruego que no me dé consejos.
—Apostaría a que antes de dos semanas está muerto o detenido —dijo Méndez.
Ahora Lamarr le miró.
—No tendrá nada con lo que apostar.
—Muy bien, entonces recuérdelo —dijo Méndez—. Ya tiene testigos.
—No veo ninguno —dijo Lamarr Dean. Braden apareció tras el coche con una
cartera de cuero—. Frank, ¿tú ves algún testigo?
—Aquí no —dijo Braden, arrodillándose para abrir la cartera.
Lamarr Dean se acercó a Russell.
—No creo que este tenga mucha pinta de testigo. Señor, ¿es usted un testigo?
Mientras lo decía sacó el Colt de Russell y lo arrojó con fuerza hacia atrás, tan
alto que destelló cuando le dio el sol antes de caer en el camino, rebotando y
deslizándose un trecho.
Pero Lamarr Dean no estaba mirando hacia el revólver. Miraba a Russell, muy
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cerca de él y entrecerrando los ojos, directamente a la cara.
—Le he visto en alguna parte —dijo Lamarr. Por la forma en que lo dijo se veía
que aquello le molestaba. Esperó a que Russell le ayudara, pero Russell no abrió la
boca. Se quedaron mirándose mutuamente y esperabas a cada segundo que Lamarr
recordara aquel día en la posta de Delgado, y te lo podías imaginar muy bien
levantando de pronto aquel rifle Henry y haciendo a Russell lo mismo que Russell le
había hecho, o algo peor.
O Braden podía decir algo sobre «el indio» y entonces Lamarr se acordaría.
También esperabas que ocurriera eso. Pero cuando Braden alzó la vista, con la cartera
abierta en el suelo ante sí, dijo:
—Yo diría que es un buen jornal.
Lamarr Dean miró de Braden al doctor Favor.
—Díganos cuánto ha robado, para que no tengamos que contarlo.
El doctor Favor no dijo nada. Era un hombre con traje y sombrero oscuro que
estaba allí parado, observando, con un pulgar enganchado en un bolsillo del chaleco y
la otra mano al costado. La chica McLaren, la señora Favor, Méndez, John Russell…
de hecho todos ellos estaban allí parados pacientemente, como si se hubieran
detenido a mirar pero no tuvieran nada que ver con lo que estaba ocurriendo.
—Debe pensar que ya ha ayudado lo suficiente como para encima rendirnos
cuentas —dijo Braden. Se levantó, tendiendo la cartera a Dean, que la cogió y
trasladó los billetes a sus alforjas.
—Calculo unos doce mil —dijo Lamarr Dean.
—Por ahí andará —dijo Braden.
—Lo ha hecho muy bien —dijo Lamarr Dean—. Pero supongo que nosotros lo
hemos hecho mejor —vio a Braden mirando a los dos caballos que seguían atados a
la trasera del coche—. ¿Qué te parece? —dijo entonces.
—Supongo que servirán —Braden miró hacia el coche—. Y las dos sillas.
Lamarr Dean se le quedó mirando.
—¿Para qué necesitas dos sillas?
—Ya lo verás —dijo Braden, y me señaló a mí—. Usted, bájelas.
Esa es la razón por la que estaba en la baca del coche cuando se marcharon. Tiré
al suelo la silla de Braden, y luego la de Russell, mirándole mientras lo hacía.
Russell siguió mirando sin decir palabra mientras Braden desataba las cuerdas,
acercaba los caballos y les quitaba la embocadura. Puso su silla en un caballo y le
dijo a Russell que pusiera la suya en el otro.
Entonces pensé que se llevaban a Russell como rehén. Tenía sentido; hasta
entonces no nos habían molestado, pero desde luego no iban a ser tan amables como
para largarse sin más. Y en efecto así ocurrió. Solo que no fue a Russell a quien se
llevaron.
Fue a la señora Favor. Braden le acercó el caballo.
—Se me ha ocurrido que podría venir con nosotros un trecho —dijo con toda
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amabilidad.
—Preferiría no ir —dijo ella con la misma amabilidad, como si estuvieran
discutiéndolo y pudiera opinar.
Braden le tendió la mano.
—Estará bien.
—Estaré bien aquí —dijo la señora Favor.
Braden se la quedó mirando.
—Vendrá usted, por las buenas o por las malas —y así se acabó la discusión.
La ayudó a montar, la señora Favor sujetándose la falda para taparse las piernas
mientras se sentaba en la silla, y echaron a andar por el camino. Braden iba muy
cerca de ella y ninguno miró hacia atrás. Todos nos los quedamos mirando, sin que
nadie dijera nada. De hecho el doctor Favor no había dicho nada antes, cuando
Braden estaba obligando a su mujer a acompañarle.
Luego montó Lamarr Dean. Se quedó sentado con el Henry apoyado en los
brazos, mirando a los otros y finalmente hacia mí, pensando en algo, queriendo quizá
asegurarse de que no había cometido ningún error. Entonces recordó algo.
—La escopeta —dijo—. Descárguela y tírela lejos.
Bajé al pescante e hice lo que me ordenaba, vaciando los dos cartuchos antes de
arrojar la escopeta a los matorrales. Lamarr Dean asintió con la cabeza. Luego hizo
girar su caballo y se alejó en pos de Braden y la señora Favor, pero sin apresurarse.
Para entonces Braden y la señora Favor estaban ya a unas cien yardas, en la parte
más ancha de la pradera. Delante de ellos, a bastante distancia, solo una nube de
polvo indicaba el lugar por donde Early y el mexicano se alejaban con los caballos.
Recuerdo que sentí sacudirse el coche. Pero no miré hasta un momento después.
Entonces vi a John Russell arrodillado en la baca detrás de mí, soltando la canana de
su manta enrollada. Levantó los ojos para no perder de vista a Dean, que se alejaba de
nosotros tomándose su tiempo. Russell sacó el Spencer, volvió a mirar a Lamarr
Dean y fue entonces cuando habló:
—¿Cómo pueden estar tan seguros de sí mismos?
No supe lo que quería decir, y desde luego no creí que fuera a intentar disparar a
Lamarr Dean.
—¿Qué? —dije.
—¿Cómo pueden estar tan seguros con los errores que han cometido?
Estaba ya metiendo un cartucho en la recámara, cargando rápido para disparar de
uno en uno. Supongo que entonces no dije nada.
Se le veía atareado y era como si estuviera hablando consigo mismo.
—Entonces es la suerte —dijo—. Creen que saben cómo hacerlo, pero es la
suerte.
Le vi sacar tres cartuchos de la canana y sostenerlos con la mano izquierda. De
repente se quedó inmóvil.
Volví los ojos y vi que Dean había vuelto grupas y cabalgaba hacia nosotros.
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Braden y la señora Favor, a doscientas yardas de distancia, se habían dado la vuelta y
tiraban de las riendas como para esperarle.
Lamarr Dean había guardado su rifle en la funda de su silla, pero ahora, mientras
se acercaba a nosotros, desenfundó su Colt.
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TRES
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acordarse.
—Haga eso —dijo.
Siguió mirando a Russell unos segundos, y luego arreó a su caballo y volvió a
ponerse en marcha dándonos la espalda, yendo al paso para demostrar que no tenía
miedo de nada.
Le observé mientras se alejaba, treinta, cuarenta, cincuenta pies, y entonces oí la
voz de Russell que decía «Túmbese» pausadamente, con calma y en voz baja.
Me agazapé en la baca y agaché la cabeza, y Russell dijo: «Túmbese del todo…».
Y aunque las últimas palabras no fueron en voz baja, tampoco las gritó ni pareció
agitado. De pronto vi que se llevaba el Spencer a la cara y me tumbé, mirando a mi
alrededor para ver dónde caía, y con el rabillo del ojo vi a Lamarr Dean a sesenta pies
que hacía caracolear a su caballo y levantaba el Colt todo derecho ante sí, pensando
que tenía tiempo para asegurar el tiro, y bam retumbó el Spencer en mi oído y Lamarr
Dean cayó de la montura como si le hubieran dado un trancazo en la cara, y el caballo
hizo un quiebro y luego salió a escape.
Russell debía estar seguro de su tiro, porque ya estaba recargando y apuntando al
caballo, y cuando disparó el caballo dio un traspié y rodó por tierra e intentó
levantarse. Y más allá del caballo se veía ya a Braden acercándose. Acercándose y
girando bruscamente cuando volvió a oírse aquel Spencer, atronando a mi lado y
resonando en la distancia hasta apagarse. Se oyó dos veces el estampido del revólver
de Braden y me aplasté contra la baca, desde donde solo veía el cañón del Spencer.
Russell estaba ahora completamente tendido tras él, con el cañón apoyado en el
barandal delantero, siguiendo a Braden con la mira y espaciando sus disparos. Braden
volvió a girar y esta vez siguió galopando, describiendo un círculo completo para
volver por donde había venido hacia la silueta lejana que era la señora Favor, por lo
que se veía que el fuego de Russell le había pasado cerca. Al menos Braden no quería
saber nada de él por el momento.
Me levanté. Russell estaba cargando otra vez, y ahora que había tiempo sacó un
tubo cargador de su manta y metió siete cartuchos del 56.56 e insertó el tubo en el
Spencer por la culata.
—Ahora volverán todos —dije—. ¿No es así?
—Seguro que sí, porque tenemos lo que quieren —dijo Russell.
Durante un rato no ocurrió nada. Vi al doctor Favor, Méndez y la chica McLaren, los
tres en fila, agazapados contra el talud donde se habían refugiado cuando empezó el
tiroteo. Ahora estaba todo tranquilo, pero seguían sin moverse.
Russell se estaba poniendo la canana, sobre el hombro izquierdo y cruzada sobre
el pecho, corriéndola de forma que las presillas con cartuchos quedaran en la parte
delantera. Mientras lo hacía sus ojos no se apartaron un momento de aquellos dos
puntos distantes en la pradera.
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Teníamos algo de tiempo, pero entonces no pensé en ello. Braden tenía que ir a
por Early y el mexicano antes de volver, y podían estar a una milla de distancia
arreando a los caballos de la diligencia. Seguía pensando en cómo había levantado
Russell su Spencer y apuntado a Lamarr Dean, como apuntaría un hombre a una lata
colocada en una valla, y le había matado de un tiro. Luego había derribado al caballo
que escapaba con el odre de agua. Había matado a un hombre sin dudarlo, y en el
mismo instante había sabido que debía detener al caballo y también lo había hecho.
El rato durante el que no ocurrió nada duró quizá un minuto en total. Luego se
acabó para siempre.
Russell pasó junto a mí, apoyó un pie en una rueda y saltó a tierra. Llevaba por
supuesto su Spencer, y en la otra mano su manta enrollada y la cantimplora que
habían utilizado él y Méndez. (Uno recuerda los detalles: la cantimplora no tenía
correa, solo dos anillos de metal a los que había estado atada una correa, y Russell la
llevaba enganchada con un dedo de uno de los anillos).
No creo que llegara siquiera a mirar a los otros, sino que echó a andar camino
abajo por donde habíamos venido, parándose solo a recoger su Colt y enfundarlo en
su pistolera. Un poco más allá dejó el camino y empezó a subir por la pendiente,
avanzando a buen paso entre las hediondillas y otros arbustos.
El doctor Favor fue el primero en reaccionar. Gritó algo a Russell. Después
Méndez salió al camino mirando hacia Russell, y el doctor Favor se internó entre los
matorrales al otro lado del coche.
Entonces me dispuse a bajar yo, cogiendo el morral con nuestras provisiones y mi
manta. Cuando salté al camino, el doctor Favor salía de los matorrales con su
pequeño revólver y la escopeta de cañones recortados de Méndez. Méndez y la chica
McLaren seguían mirando a Russell.
—Se escapa —dijo el doctor Favor.
Ya no parecía tan tranquilo, y en aquel momento pensé que si la escopeta no
hubiera estado descargada le hubiera disparado a Russell.
—Le necesitamos —dijo entonces el doctor Favor. Se dio cuenta justo en aquel
momento. Lo supo con la misma certeza con que sabía que John Russell era un indio
apache y que estábamos allí tirados en mitad de la nada.
Fue entonces cuando reaccionamos los demás.
—Yo no sabría en absoluto hacia dónde ir —dijo la chica McLaren—. Creo que
ni siquiera sé dónde estamos.
—Debemos estar a mitad de camino —dije yo—. Quizá un poco más allá. Si
estuviéramos en el camino principal lo sabría.
—¿Y a qué distancia está el camino principal?
El doctor Favor le lanzó una mirada asesina, como si estuviera intentando pensar
y ella le hubiera interrumpido.
—Cállese de una vez —dijo.
Aquello debió escocerle, porque dijo:
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—¿De qué sirve callarse cuando estamos aquí abandonados a la intemperie?
El doctor Favor no le contestó. Miró a Méndez y dijo «Venga conmigo»,
tendiéndole su escopeta, y se dirigieron a paso vivo a donde estaba el caballo de
Lamarr Dean. El doctor Favor rodeó el cuerpo de Lamarr Dean, que estaba boca
arriba con los brazos extendidos como si lo hubieran clavado al suelo con estacas,
pero Méndez se detuvo a recoger el Colt. Después estuvieron ambos un minuto
arrodillados junto al caballo muerto, Favor desatando las alforjas mientras Méndez
recuperaba el odre de agua. No se molestaron en coger el rifle Henry, o quizá es que
había quedado debajo del caballo y no podían sacarlo.
Mientras estaban allí, sin dejar de mirarlos, la chica McLaren dijo:
—Ni siquiera está pensando en su mujer. ¿Se da cuenta?
—Bueno, seguro que sí —dije, con lo que no quería decir que estuviera realmente
pensando en ella, sino al menos preocupado por ella. ¿Qué esperaba la chica que
hiciese? No podía ponerse a perseguir a Braden. Eso no le devolvería a su mujer.
—La ha olvidado —dijo la chica McLaren—. Solo piensa en el dinero que robó.
—No puede usted decir una cosa así —dije. Quería decir que no se puede saber lo
que alguien está pensando, sobre todo en el aprieto en que entonces nos
encontrábamos. Una persona actúa, y después piensa en ello.
Coger aquellas cosas del caballo de Lamarr Dean fue lo que nos retrasó, la razón
por la que no pudimos seguir de cerca a Russell ni tenerlo ya a la vista cuando nos
pusimos en marcha camino abajo, pasamos el talud y empezamos a subir por la
ladera.
El doctor Favor, con las alforjas al hombro, iba delante de nosotros siguiendo la
dirección que había tomado Russell. La ladera no era muy difícil al principio, una
amplia pendiente abierta que se abombaba hasta un grupo de pinos en la cima; pero
como íbamos a toda prisa no tardaron mucho en empezar a dolernos las piernas y a
ponérsenos tan rígidas que pensabas que se harían un nudo por dentro y nunca
podrías soltarlo.
Íbamos a toda prisa por lo que teníamos a la espalda, de eso pueden estar seguros.
Pero también teníamos prisa por alcanzar a Russell, sintiéndonos como niños
pequeños que corren hacia su casa en la oscuridad temiendo que la casa esté cerrada y
no haya nadie dentro. ¿Entienden cómo nos sentíamos? Nos preocupaba que nos
hubiera abandonado para seguir por su cuenta. Dicho de otro modo, sabíamos que
necesitábamos a Russell para poder salir vivos de allí.
Cuando el doctor Favor llegó a los árboles vaciló, o así lo pareció, y luego se
perdió de vista. Fue entonces cuando más prisa nos dimos, agotados como íbamos ya.
Se oía jadear a Méndez a diez pies.
Pero no hacía ninguna falta darse prisa. Cuando llegamos arriba encontramos al
doctor Favor parado donde empezaba la sombra de los árboles. Russell estaba justo
detrás. Estaba sentado con la manta extendida en el suelo y las botas quitadas. Se
estaba calzando unos mocasines apaches con la punta curva, sin hacer el menor caso
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del doctor Favor, que le miraba como si le hubiera atrapado y estuviera impidiendo
que se escapara, apuntándole de hecho con su revólver. El pecho del doctor Favor
subía y bajaba al respirar.
Méndez se acercó un poco más, mirando a Russell.
—¿Por qué no nos has esperado? —preguntó.
Russell no se molestó en contestarle. Ni siquiera estaba seguro de que le hubiera
oído.
—No le importa lo que hagamos —dijo el doctor Favor—. Con tal de escaparse
él.
—Hombre —dijo Méndez—, ¿qué te pasa? Tenemos que pensar en esto y
hablarlo. ¿Qué pasaría si uno de nosotros saliera corriendo? ¿Crees que estaría bien?
Russell levantó la pierna para ponerse un mocasín. Era uno de aquellos altos
apaches, como polainas que llegaban más arriba de la rodilla. Empezó a
desenrollarlo, metiendo por dentro la pernera del pantalón y atándoselo a la altura de
la pantorrilla con una cinta o algo así. No levantó la vista hasta que terminó. Entonces
dijo:
—¿Qué quieren?
—¿Qué queremos? —dijo Méndez, sorprendido—. Queremos salir de aquí.
—¿Y qué se lo impide? —dijo Russell.
Méndez seguía con el ceño fruncido.
—¿Pero qué te pasa?
Russell tenía ya puestos los dos mocasines. Cogió sus botas y las enrolló dentro
de la manta. Mientras lo hacía, sin mirarnos, dijo:
—Quieren venir conmigo, ¿eh?
—¿Contigo? Vamos todos juntos. Esto no le está pasando a una sola persona —
dijo Méndez—. Nos está pasando a todos.
—Pero quieren que les enseñe el camino —dijo Russell.
—Tú nos enseñas el camino, claro. Nosotros te seguimos. Pero vamos todos
juntos.
—No sé —dijo Russell muy despacio, como si se lo estuviera pensando. Miró al
doctor Favor, directamente a él—. No quería usted que fuera en el coche. Puede que
ahora no quiera yo que venga conmigo… ¿eh?
Nadie dijo nada durante un minuto, quizá más. Russell terminó de enrollar su
manta y la ató con un trozo de cuerda que debía llevar dentro. Cuando se levantó,
Méndez dijo:
—¿Qué quiere decir eso?
Lo dijo sin mostrarse ahora sorprendido ni agitado y sin fruncir el ceño, pero tan
serio que hasta la voz sonó baja. Russell se le quedó mirando.
—Quiere decir que ellos no quieren que vaya en el coche y puede que yo no
quiera que ellos vengan conmigo. Puede que no caminen como yo camino. Usted
sabe eso, ¿no, mexicano?
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—¡Te he ayudado como si fueras mi propio hijo! —dijo Méndez alzando la voz y
abriendo tanto los ojos que se le veía todo el blanco. Pero Russell no le miraba ya.
Había echado a andar. Méndez gritó tras él—: ¡Pero qué te pasa!
—Deje que se vaya —dijo el doctor Favor.
Nos quedamos mirando a Russell mientras se alejaba entre los árboles.
—¿Qué espera? —dijo el doctor Favor—. ¿Espera que alguien así se comporte
como una persona decente?
—Yo le ayudé —dijo Méndez, como si no pudiera creer lo que había ocurrido.
—Muy bien, pues ahora nos ayudará él —dijo el doctor Favor—. No quiere saber
nada de nosotros, pero podemos seguirle, ¿no?
Nadie intentó contestar entonces a esa pregunta, porque no era realmente una
pregunta. Pero yo lo intenté más tarde. Estuve pensando en ello durante las siguientes
dos o tres horas, mientras intentábamos no distanciarnos de Russell.
El asalto había tenido lugar a las tres y media o las cuatro, cuando ya había
bastante sombra a este lado de las montañas. A partir de entonces la luz fue
menguando cada vez más. Quiero decir que desde que empezamos a seguir a Russell
resultaba difícil tenerlo a la vista, incluso cuando estaba en campo abierto.
Durante el día la tierra estaba salpicada de matorrales y rocas, con un aire yerto y
polvoriento, pero con algo de color, verde claro y verde oscuro y marrón y amarillo
blanquecino. Al atardecer toda ella se volvió parda y calinosa, con un anfiteatro de
altos picos al frente una vez hubimos descendido la ladera al otro lado de los pinos y
salido de nuevo a campo abierto.
Digo abierto, pero con ello solo quiero decir que no había árboles. No que fuera
terreno fácil.
Avanzábamos con el doctor Favor casi siempre en cabeza. A bastante distancia
delante de él se veía a Russell. Luego se le dejaba de ver. No porque se hubiera
escondido, sino por la hora del día y por la propia configuración del terreno, con
pequeñas vaguadas y altozanos y profusamente sembrado de arbustos espinosos y
cactus. Los saguaros que se veían por todas partes ya no parecían postes de cerca.
Parecían estelas funerarias en un cementerio indio, si es que existen tales lugares.
Pero lo que daba miedo no era eso, era lo que venía a nuestra espalda y la posibilidad
de distanciarnos de Russell.
Debía saber que le estábamos siguiendo. Pero ni una sola vez intentó correr o
esconderse de nosotros. La chica McLaren se preguntó en voz alta por qué no lo
haría. Supongo que él sabía que no le hacía falta.
Había un collado que atravesaba aquellas montañas, y Russell se encaminó hacia
allí, recorrió como media milla de terreno abierto hasta cruzar al otro lado y enfiló
por una barranca que cortaba como un gran tajo entre dos crestas rocosas. Mientras
le seguíamos por aquella brecha no dejamos de mirar hacia atrás, pero Braden y sus
hombres no se acercaban todavía.
Russell salió de la barranca y empezó a trepar de nuevo hacia el abrigo de los
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árboles. Creo que esta subida fue la más dura de todas y la que más nos agotó,
apurados todos como íbamos, malgastando nuestras fuerzas para intentar mantenerle
a la vista. Pero cuando llegamos a la cresta no había ni rastro de él.
Seguimos la línea de los árboles, dirigiéndonos hacia el norte porque pensábamos
que era lo que habría hecho. Como una milla más allá terminaron los árboles. La
cresta descendía hasta un contrafuerte pelado por el que seguimos a duras penas hacia
otro collado, más oscuro y en sombra, porque ya era muy tarde. Fue allí donde
volvimos a divisar a Russell, y fue entonces cuando estuvimos a punto de rendirnos y
abandonar la partida. Estaba trepando de nuevo, casi ya del otro lado del collado y
muy por encima de los matorrales, donde la ladera era empinada y rocosa, y entonces
supimos que nunca podríamos alcanzarle.
El doctor Favor aseguró que intentaba deliberadamente dejarnos atrás. Pero la
chica McLaren dijo que no, que le daba igual si le seguíamos o si nos brotaban alas y
salíamos volando; estaba pensando en Braden y sus hombres a caballo, intentando
ponérselo lo más difícil que podía, obligándoles a dejar sus caballos e ir a pie si
querían seguirle.
Cuando dijo esto y pensamos de nuevo en Braden seguimos adelante, cansados o
no, y trepamos derechamente por la pendiente que había seguido Russell,
magullándonos de mala manera porque era ya difícil ver dónde pisabas en la luz
menguante.
Fue en lo alto de aquella pendiente, de nuevo entre árboles, donde paramos a
descansar y comer algo de cecina y galletas del morral. Antes de terminar oscureció
casi del todo. Tras aquel descanso, que fue el más largo que hicimos, nos costó
mucho levantarnos y empezamos a discutir sobre si seguir adelante o no.
Méndez quería quedarse allí. Dijo que no valía la pena seguir. Le daba igual que
Braden nos alcanzara.
El doctor Favor dijo que teníamos que seguir, prácticamente nos lo ordenó.
Braden tendría que parar porque no podía seguir nuestro rastro en la oscuridad. De
modo que debíamos aprovecharlo y seguir adelante.
Seguir adelante, dijo la chica McLaren. Eso sonaba bien. Pero ¿por dónde?
¿Cómo sabíamos que no íbamos a desorientarnos e ir a parar directamente a las
manos de Braden?
Iríamos hacia el norte, dijo el doctor Favor. Y seguiríamos todo el rato hacia el
norte. La chica McLaren se mostró de acuerdo, pero ¿por dónde era? Él señaló en una
dirección, pero se veía que no estaba seguro. O podía seguir él solo, sugirió el doctor
Favor, observándonos para ver nuestra reacción. Seguir solo e ir a buscar ayuda. Pero
como nadie dijo nada no insistió y lo dejó correr.
¿Por qué no mencionó entonces a su mujer? Fue entonces cuando empecé a
pensar en lo que había dicho antes la chica McLaren: que se había olvidado de su
mujer y que solo le importaba el dinero.
¿Podía ser así? Intenté pensar en lo que habría hecho yo si hubiera sido mi mujer.
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¿Esconderme y tenderles una emboscada? ¿Intentar arrebatársela? Dios santo, no,
pensé entonces. ¡Simplemente cambiarla por el dinero! Seguro que eso se le tenía que
haber ocurrido al doctor Favor.
Entonces ¿por qué no lo hacía? O al menos hablaba de ello. Pero a fin de cuentas
era asunto suyo. Quiero decir que no teníamos derecho a recordarle lo que debía
hacer. Eso era asunto suyo. No quiero parecer duro o insensible, es simplemente que
las cosas estaban así. Bastante teníamos nosotros encima como para preocuparnos por
su mujer.
El caso es que seguimos allí sentados hasta que el doctor Favor dijo que se iba.
Cuando se puso en marcha, la chica McLaren salió tras él, de modo que Méndez y yo
también lo hicimos. Supongo que teníamos que seguir a alguien.
A partir de entonces no supe dónde estábamos, ni siquiera la dirección que
seguíamos. Apenas hablábamos ya. De vez en cuando el doctor Favor decía algo, casi
siempre sobre el camino a seguir. Pero una vez volvió a hablar de escondernos en
algún sitio mientras él seguía solo.
Méndez dijo que le parecía bien, le daba igual lo uno o lo otro. Pero ni la chica
McLaren ni yo estuvimos de acuerdo. No dejaba de imaginarme a Braden en algún
lugar a nuestra espalda esperando a que se hiciera de día para retomar nuestra pista y
darnos caza. ¿Quién iba a querer quedarse allí esperándole?
La chica McLaren lo veía de otro modo. Le dijo a la cara al doctor Favor:
—Ese dinero ya ha sido robado suficientes veces. No se preocupe por que uno de
nosotros vaya a intentar quitárselo.
—Como si desconfiara de ustedes —dijo el doctor Favor—. Las cosas que se le
ocurren.
—Me gustaría saber lo que piensa —dijo la chica McLaren—. Porque seguro que
no está pensando en su mujer.
El doctor Favor no dijo nada y seguimos adelante.
Si me preguntaran quién se portó mejor, quién lo llevaba mejor y no se quejó ni
una sola vez, incluso quién caminaba con menos dificultad, les diría que fue la chica
McLaren. Si eso les sorprende, recuerden que había vivido con apaches salvajes
durante más de un mes. Había viajado con ellos en sus constantes migraciones,
manteniendo su paso porque si no la hubieran matado. La mirabas y te preguntabas
cómo podía haberle ocurrido algo así a una chica tan joven sin que se le reflejara en
la cara.
Una vez se ofreció a llevarme el morral o la manta, pero no quise ni oír hablar de
ello.
Incluso dijo que debíamos seguir adelante cuando finalmente el doctor Favor nos
condujo a una hondonada y anunció que acamparíamos allí. Dijo que si parábamos
ahora tendríamos más posibilidades de encontrar a Russell cuando se hiciera de día.
No estoy seguro de lo que quiso decir con eso, pero creo que era una excusa, y que su
verdadera razón para querer detenerse era su cansancio. La chica McLaren argumentó
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que debíamos aprovechar la oscuridad mientras durara (quedaban todavía unas horas
para la salida del sol), pero cedió al ver lo cansado que estaba Méndez. Tan cansado
que apenas podía tenerse en pie.
Ya habíamos comido parte de las galletas y la cecina del morral, y ahora no había
nada que hacer más que dormir. Yo era el único que llevaba una manta, de modo que
se la ofrecí a la chica McLaren. Dijo que no, que la usara yo. Terminé por hacerlo,
pero enrollada como almohada. (Puede que alguien piense que esto fue una estupidez,
pero no podía abrigarme con ella cuando era la única que teníamos. Y eso que me
hubiera venido muy bien, se lo puedo asegurar).
Cuando nos detuvimos allí solo faltaban unas horas para que saliera el sol, de
modo que no hubo mucho tiempo para dormir, y me costó mucho conciliar el sueño,
pese a lo cansado que estaba. Pero finalmente me dormí.
Cuando se hizo de día nadie dijo más de dos palabras seguidas. Ya saben cómo
puede sentirse uno por la mañana, pero es que además apenas habíamos dormido dos
horas y media ateridos de frío en el suelo, tras caminar durante casi toda la noche. (Sí,
hacía frío. Aunque durante el día hiciera un calor sofocante). Y encima sin saber
dónde estábamos y con Braden siguiéndonos a caballo.
Lo único que supimos con seguridad cuando se hizo de día fue dónde estaba el
norte, y hacia allí nos dirigimos, tras comer algo de cecina y galletas y beber cada
uno unos tragos de agua.
Que nos dirigiéramos hacia el norte no significa que fuéramos en línea recta. A
menos que quisieras subir por laderas escarpadas todo el rato, quizá para descubrir
cuando llegabas arriba que no había ninguna bajada, tenías que seguir los barrancos y
torrenteras que atravesaban aquellas tierras altas, de modo que podías llegar a
recorrer dos o hasta tres millas para avanzar una hacia el norte. Nadie hablaba apenas.
Así seguimos durante toda la mañana, o al menos hasta que ocurrió lo siguiente, que
calculo sería una o dos horas antes del mediodía.
Salimos de entre unos árboles a un prado abierto, una pequeña dehesa abrigada
entre colinas, luego atravesamos el prado y subimos hacia la única salida, una
torrentera bastante larga y honda, flanqueada a ambos lados por rocas y espesos
matorrales, que tendría unos sesenta pies de ancho y trescientos o más de largo, si no
recuerdo mal.
Remontamos esta torrentera, volviendo la vista hacia el prado mientras subíamos,
y cuando llegamos por fin a lo alto estuvimos a punto de soltar todo lo que
llevábamos. No por el cansancio, sino por la sorpresa.
Porque sentado allí arriba con el Spencer cruzado en el regazo, fumando un
cigarrillo, estaba John Russell.
Méndez gritó su nombre y echó a correr hacia él, suponiendo como yo mismo, me
imagino, que Russell habría cambiado de idea y se le habrían pasado los malos
humos, y que ahora nos ayudaría a salir de allí.
Méndez le riñó un poco, aunque en tono de broma, diciéndole que no debería
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haber hecho aquello. Estaba demasiado contento de ver a Russell como para
mostrarse serio o enojado con él, y empezó a contarle cómo no habíamos podido
seguir su paso y nos habíamos agotado intentando alcanzarle.
Russell le echó a un lado con el brazo y nos hizo señas a todos de que nos
apartáramos del borde para que no pudieran vernos desde abajo.
A juzgar por cómo actuaba Méndez, nuestras dificultades habían terminado.
El doctor Favor no pensaba lo mismo. Mirando a Russell dijo:
—¿Se va a quedar aquí sentado o qué?
Russell no se movió.
—Tiene mucha prisa por seguir, ¿eh?
El doctor Favor se dio cuenta de que Russell no tenía ninguna intención de
levantarse.
—Ahora lo va a soltar —dijo—. Quiero oír cómo lo dice.
—Si quiere irse —dijo Russell—, váyase.
El doctor Favor siguió mirándole.
—¿Y qué más?
—Deje aquí las alforjas y el arma.
La ancha cara roja del doctor Favor pareció casi relajarse y sonreír.
—Aquí —dijo—. En pleno descampado. Ha tardado toda la noche en darse
cuenta de que había olvidado algo al huir.
Méndez, que no lo entendía, tenía de nuevo aquella expresión preocupada.
—¿Qué pasa? —preguntó a Russell.
—Es mi dinero —dijo el doctor Favor—. Piensa que es una buena ocasión. En
mitad de la nada y sin ninguna autoridad que se lo impida. Pero somos cuatro contra
uno. Puede que no haya pensado en eso.
—Puede que uno sea suficiente —dijo Russell, dando una calada a su cigarrillo.
Fue entonces cuando intervino la chica McLaren.
—¡Su dinero! —gritó al doctor Favor (y menudo grito fue)—. ¡El dinero que
usted robó! ¡Se supone que tenemos que ponernos de su lado para defender el dinero
que usted robó! —luego se volvió hacia Russell—. Y usted aquí hablando del dinero
y dándole a Frank Braden todo el tiempo que necesita.
—Tenga cuidado con lo que dice —le dijo el doctor Favor—. Creo que habla sin
pensar. Este dinero es mío, obra en mi poder, y hará falta algo más que la palabra de
un forajido muerto para demostrar lo contrario.
—Demasiada charla —dijo Méndez, como si se le acabara de ocurrir—. Tenemos
que movernos.
Russell alzó la vista hacia él.
—¿Adónde quiere ir?
—¿Estás loco? —dijo Méndez—. ¡Vienen hacia aquí!
—Dígame adónde —dijo Russell.
—¿Adónde? No lo sé. Lejos de aquí.
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—Le diré algo —dijo Russell—. Ahora viene campo abierto. Puede tardar dos,
tres horas en atravesarlo. Y mientras lo atraviesa vienen ellos con los caballos.
—Entonces nos escondemos en algún sitio —dijo Méndez—, y esperamos a que
oscurezca para atravesarlo.
Russell asintió con la cabeza.
—O hacemos algo mejor. Les esperamos aquí. Matamos a sus caballos para
igualar la cosa, ¿eh? Quizá la acabamos.
—La acabamos —dije yo, entendiéndole, pero supongo que sin creer lo que nos
estaba pidiendo que hiciéramos—. ¿Quiere decir que intentemos matarles?
—Si se acercan lo suficiente —dijo Russell— les matarán ellos.
—Pero hasta ahora no han hecho daño a nadie. ¿Por qué iban a hacerlo ahora?
—¿Quiere darles su agua?
—Ellos tienen agua.
—Dos cantimploras de las que estuvieron bebiendo ayer todo el día. ¿Quiere
darles la suya?
—No, pero…
—Entonces le matarán por ella.
Hasta entonces parecía solo cuestión de huir y escapar o huir y que nos atraparan
y se quedaran con el dinero después de todo. Pero ¿matarles o que nos mataran? Era
terrible pensar en ello y no podías evitar buscar otra salida. Huir o escondernos. Huir
o escondernos. Esas opciones no dejaban de martillearme la cabeza mientras Russell
seguía allí sentado, mirando torrentera abajo y esperando.
—¿Y si no la acabamos? —dijo el doctor Favor, diciéndolo de tal modo que la
mera idea parecía una estupidez—. ¿Entonces qué?
—Usted no tiene nada que decir en esto —dijo Russell, mirándole—. Puede
quedarse o largarse, pero haga lo que haga deje las alforjas.
—Ha debido pasar toda la noche en vela pensando —dijo el doctor Favor.
—Se me ocurrió —replicó Russell.
—¿Cuánto calcula que tengo?
Russell se encogió de hombros.
—No importa.
—No haría falta mucho para que se abasteciera bien de whisky, ¿eh?
—Deje también ese revólver de bolsillo —dijo Russell, y tendió la mano para
recogerlo, girando un poco de forma que el Spencer que tenía en el regazo giró con
él.
El doctor Favor se le quedó mirando, sin moverse.
—Se olvida de algo —dijo—. ¿Y si los otros deciden en su contra?
—Entonces le tendrán a usted para guiarles —contestó Russell.
Se quedó allí sentado con la mano aún tendida hacia el doctor Favor, y se veía
que podía quedarse así el resto de su vida, sin parpadear. Había que aceptar sus
términos si nos quedábamos con él. Se trataba de hacer lo que quería o de seguir
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adelante con el doctor Favor. No era como elegir entre algo bueno y algo malo. Aun
así, una opción parecía mejor que la otra y no resultaba una decisión muy difícil.
Fue la chica McLaren quien lo dijo en voz alta, aunque no muy alta.
—Me gustaría irme a casa —dijo, mirando de reojo al doctor Favor—. Me
gustaría de verdad irme a casa. Y sé que él no encontrará el camino.
Ni Méndez ni yo tuvimos que decir nada. Si nos hubiéramos puesto del lado del
doctor Favor, hubiéramos tenido que hacerlo.
Creo que, como le estábamos observando, el doctor Favor no quería parecer
incómodo o nervioso. No podías dejar de admirar su sangre fría. Se lo tomó con
calma, sin intentar discutir, aunque apuesto a que pensaba muy deprisa todo el
tiempo. Simplemente se encogió de hombros y entregó su revólver a Russell.
—Jefe hacer ahora mucha guerra —dijo. ¿Entienden cómo presentaba las cosas?
Como si Russell fuera un matón ante el que uno tenía que ceder si quería estar
tranquilo.
Russell no le hizo el menor caso. Cogió el revólver, luego miró a Méndez y se fijó
en que Méndez llevaba el revólver de Lamarr Dean además de su escopeta.
—¿Tira bien? —preguntó.
Méndez frunció el ceño.
—No estoy seguro.
—Ya lo averiguará —dijo Russell—. Primero la escopeta. Cuando estén cerca.
Tan cerca que pueda tocarles. Después el revólver si lo necesita.
—No sé —dijo Méndez, preocupado—. Quedarnos sentados a esperarles sin
más…
—Si hubiera una forma mejor de hacerlo —dijo Russell—, lo haríamos así.
En aquel momento, hablando a Méndez, la voz de Russell era amable y
recordabas que se conocían de antes y que quizá hubieran sido amigos.
Miró por encima de la torrentera, observando los árboles que había al otro lado
del prado. Sabía que quien nos viniera siguiendo tendría que pasar por allí y subir por
la torrentera.
Después me miró directamente a mí y me tendió el revólver del doctor Favor. Al
principio no hice ademán de cogerlo. Volvió a alargármelo, como diciendo «Venga,
cógelo», y esta vez lo cogí.
—Usted tiene algo que hacer —dijo, y miró un segundo de reojo al doctor Favor
—. Vigílelo.
Luego le tocó el turno a la chica McLaren. Estaba allí plantada, con su cara
agraciada y morena muy tranquila, viendo cómo Russell la miraba ahora.
—Usted se queda con este —dijo Russell, refiriéndose a mí.
—Carl Allen —dijo la chica McLaren.
Aquello detuvo a Russell por un instante, como si hubiera interrumpido sus
pensamientos.
—Se encarga de las alforjas y el agua.
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—Trabajo de india —dijo el doctor Favor—. Debería gustarle —con lo que
también le estaba diciendo: ¿Ve en la que se ha metido?
No pareció molestarle, o quizá estaba tan absorta en Russell que no le oyó.
—El dinero y el agua —dijo—, pero veo que usted también lleva agua.
Se refería a la cantimplora que estaba en el suelo a su lado. La que él y Méndez
llevaban en el pescante.
Se la quedó mirando, asimilando todo lo que sugerían sus palabras sin decirlo.
—¿La quiere también?
—¿Por qué cargar con ella? —dijo ella, y no estabas seguro de si hablaba en serio
o no.
Entonces Russell pareció dudar por un momento, como si entregarle la
cantimplora fuera renunciar a su independencia. Pero al final se la tendió, y la chica
McLaren la cogió.
—Usted, usted y usted —dijo Russell, señalando a la chica McLaren, al doctor
Favor y a mí— se quedan aquí. No se levanten. No se aparten del borde ni se
levanten. Se sientan y se están quietos —(¡Como un maestro hablando a unos
párvulos en la escuela!)—. Él…
—El reverendo doctor Favor —dijo la chica McLaren, de nuevo con aquel tonillo
cortante.
—Puede irse hasta que los otros vengan —siguió Russell—. Después no —
Russell volvía ahora a mirarme a mí, aunque seguía hablando del doctor Favor—. Si
intenta irse sin nada dispárele una vez. Si coge las alforjas dispárele dos veces. Si
coge el agua vacíe el cargador. ¿Entiende eso?
(He pensado en estas palabras desde entonces y estoy seguro de que Russell se
estaba divirtiendo un poco con nosotros cuando las dijo. Como si lo dijera en parte en
serio, en parte en broma. ¿Pero ustedes se imaginan bromeando en un momento como
aquel? Esa fue por supuesto la razón por la que nadie sonrió. Debía pensar que
éramos estúpidos).
Me limité a asentir con la cabeza, porque no quería decir nada con el doctor Favor
allí delante.
—No sé —dijo Méndez. Se veía que se lo había estado pensando—. Quizá
deberíamos seguir adelante sin más, intentar escapar de ellos.
—Si intenta escapar ahora —le dijo Russell—, le alcanzarán y le matarán. De eso
puede estar más que seguro.
Russell volvió a decirnos que nos quedáramos allí quietos, sin asomarnos.
Después habló con Méndez, repitiendo sus instrucciones, diciéndole que esperase a
que se acercaran y asegurase bien el tiro, que disparase primero a los hombres y
luego a los caballos, pero teniendo cuidado con la mujer. Méndez le escuchaba,
asintiendo a veces, pero seguía mirando hacia nosotros.
Después de eso Russell no malgastó más palabras. Él y Méndez se arrastraron
entre los matorrales, abriéndose paso hasta unos cuarenta pies torrentera abajo, y
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luego se separaron. Méndez se apostó a la derecha, y Russell siguió un trecho hacia el
lado izquierdo para que cualquiera que subiese por la torrentera tuviese que pasar
entre ambos. Si uno de ellos no podía asegurar el tiro cuando llegara el momento, el
otro probablemente podría.
Ambos estaban bien escondidos, porque había rocas de buen tamaño que habían
sido arrastradas por las riadas, sobre todo a los lados de la torrentera donde ellos
estaban, y matorrales bastante espesos donde no había rocas. Solo la parte central del
cauce, por donde correría el agua en primavera, estaba bastante despejada.
Russell había calculado el tiempo muy bien, sabiendo lo que tardarían en
encontrar nuestro rastro y en seguirnos. También había calculado otras cosas. Que no
tendrían tanto cuidado ahora como lo habían tenido la víspera por la tarde y durante
las primeras horas de aquella mañana. Antes de aquel había habido otros sitios
buenos para tender una emboscada, pero nadie les había atacado. ¿Por qué iban a
atacarles ahora? Estarían alerta, por supuesto, muy alerta subiendo por un lugar como
aquella torrentera; pero tenderían a mirar hacia lo alto esperando que el ataque viniera
de allí, si es que llegaba a producirse.
(Es fácil hablar ahora de algo como esto. También es interesante planear e
imaginar lo que hubieras hecho, pero siempre y cuando no estés allí. No volvería a
quedarme sentado en aquel sitio, esperando otra vez, por mucho que me ofrecieran).
Teníamos los ojos clavados en aquellos árboles, que eran algún tipo de pinos,
probablemente ponderosa, al otro lado del prado que se extendía desde el pie de la
torrentera. Sin embargo, la forma en que aparecieron no fue nada repentina.
Al borde mismo de los árboles, a la sombra, había un caballo y un jinete, y me
pregunté cuánto tiempo llevaría allí mientras mirábamos fijamente en aquella
dirección. Desde luego estaba alerta.
Salió de entre los árboles a paso lento y recorrió un trecho del prado antes de que
apareciera el siguiente jinete. Luego salió otro más, y en seguida nos dimos cuenta de
que era la mujer de Favor. (No miré hacia Favor para ver la cara que ponía. Lo habría
hecho si hubiera sabido que iba a escribir esto). El cuarto iba justo detrás de ella.
Debía ser Frank Braden, el cabecilla del grupo. Debía ser él quien decía a los otros lo
que tenían que hacer, mientras se quedaba atrás con su rehén o lo que fuera la señora
Favor.
Fue el jinete mexicano quien desmontó y se adelantó cuando llegaron al pie de la
torrentera. Parecía estar comprobando nuestras huellas, pues caminó un rato con la
cabeza baja. Luego volvió a montar y él y Early empezaron a subir, el mexicano
todavía un poco adelantado. Miraban todo el rato hacia los lados de la torrentera, muy
atentos ahora. Sabían que habíamos subido por allí y creo que se olían que era un
rastro fresco. No tanto Early como el mexicano.
Tenías la impresión de que sabía por el rastro que Russell había pasado por allí
solo o delante de nosotros, o puede que Russell no hubiera dejado ninguna huella y
que el mexicano solo viera que nosotros cuatro habíamos subido por allí. No hay
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nada que lo pruebe, pero creo que lo sabía. El mexicano parecía muy seguro de sí
mismo, trepando al principio por el medio del cauce, con aire relajado pero atento a
todo.
Braden y la mujer de Favor se mantenían a diez cuerpos de distancia por lo menos
de Early y el mexicano. Así es como subían, directos hacia la emboscada.
Era como estar viendo una obra de teatro. No, era más real que eso. (¡Dios santo,
no podía ser más real!) Daba una sensación extraña mirar aquello, pensando que uno
o dos minutos después ibas a ver cómo mataban a alguien.
Russell estaba completamente inmóvil. Podíamos verle solo en parte. Estaba
tendido en el suelo cuan largo era, como si durmiera. Se había quitado el sombrero y
tenía la cabeza gacha, como si estuviera escuchándoles subir por la torrentera en
lugar de observándoles.
Méndez no dejaba de mirar hacia donde estaba Russell, pero dudo que pudiera
verle, porque estaba casi a la misma altura. Luego miraba hacia arriba en nuestra
dirección. Se veía que no quería saber nada de aquello. Probablemente estaba
pensando que por qué no podía estar arriba con nosotros, o por qué no estábamos los
demás abajo con él para ayudarle. Méndez estaba nervioso. No podías reprochárselo.
Aun así, era extraño verle en aquel estado. (Desde luego, en los últimos dos días
había aprendido mucho sobre el impasible e inescrutable Henry Méndez).
Cuando ya habían subido un trecho, Early y el mexicano empezaron a mirar hacia
la cresta de la torrentera, observándola atentamente. Sobre todo el mexicano. Ahora
se había acercado al lado de la torrentera donde estaba Méndez, e iba unos cinco
cuerpos por delante de Early. Hacia la mitad de la cuesta el mexicano desenfundó su
revólver derecho y siguió con él en ristre.
Ahora se veía a Méndez aplastado contra la roca que le ocultaba, sin mirar ya a su
alrededor. Se asomaba un momento a echar una ojeada al mexicano y luego volvía a
agacharse. Casi se podía adivinar lo que estaba pensando. También se adivinaba que
aquello no era algo que hubiera hecho antes.
Mirando a Russell ni siquiera se podía saber si estaba vivo, allí tumbado
apuntando ahora con su carabina y esperando como si pudiera pasarse esperando todo
el día, esperando a que Early se le acercara un poco más.
No recuerdo lo que hacían entonces la chica McLaren y el doctor Favor. Solo
sentía que estaban allí. La cosa es que a quien yo quería realmente mirar era a
Russell, para ver cómo se hacía aquello. Pero Méndez, que no paraba de moverse,
asomándose para vigilar al mexicano y luego apretándose contra la roca, me ponía
nervioso y no podía dejar de mirarle, conteniendo el aliento por miedo a que fuera a
pegar un bote y salir corriendo.
El mexicano estaba ahora a unos cien pies de él, cargado de espaldas en la silla y
relajado, con el Colt empuñado a la altura del pecho y apuntado hacia arriba,
destellando al sol y oscilando un poco con el movimiento del caballo y el jinete.
Eso es lo que Méndez veía acercándose a él, un hombre empuñando un revólver
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que parecía formar parte de su mano, con otro todavía enfundado; un hombre que se
veía que estaba listo, pero que aun así tenía un aire tranquilo y no iba envarado ni
agachado en la silla.
Quizá si hubiera sido Méndez habría hecho lo mismo que hizo él. Que fue
levantarse de repente y disparar los dos cañones de su escopeta lo más rápido que
pudo.
A treinta pies o menos, algunas de las postas podrían haber alcanzado al
mexicano, pero Méndez se precipitó y no apuntó en absoluto. El mexicano se
enderezó y disparó tres veces, más deprisa de lo que jamás he visto a un hombre
amartillar y disparar un revólver Colt, y los tres tiros rebotaron en las rocas tras las
que se había tumbado Méndez. Después se vio al mexicano doblarse en la silla, como
si algo le hubiera golpeado, y llevarse la mano al costado justo por encima del
cinturón.
Russell había disparado.
Volvió a disparar mientras el mexicano se dejaba caer de la silla y se ponía a
cubierto. Volvió a disparar y el caballo del mexicano levantó la cabeza, sacudiéndola,
dobló las patas delanteras y se desplomó.
Early ya había desmontado y estaba a cubierto. Se vio cómo echaba mano a las
riendas de su caballo cuando este hizo un quiebro y echó a trotar torrentera abajo.
Early falló. Pero Russell no. Volvió a disparar dos veces, muy seguidas, y juro que se
oyeron los dos tiros impactando en aquel caballo. El caballo se fue a tierra, rodó de
lado y volvió a levantarse y siguió corriendo, siguiendo a Braden y a la señora Favor,
Braden sujetando las riendas de ella muy cerca del bocado y guiando a su caballo
mientras descendían la torrentera, llegaban al final y rodeaban unos peñascos para
internarse en un bosquecillo de arbustos. Aun después de que se perdieran de vista, se
siguió oyendo a los caballos en el bosquecillo. Luego todo quedó en silencio.
Fue un silencio muy largo. Méndez seguía mirando una y otra vez hacia donde
estaba Russell, sin saber en absoluto qué hacer y quizá esperando una señal de su
parte.
Russell no se movía. Se veía que había aprendido mucho de los apaches, un tipo
de paciencia que pocos hombres blancos pueden llegar a tener. Estaba allí tendido
apuntando, creo, hacia el lugar donde Early se había ocultado entre los matorrales,
esperando un movimiento. Estuvo así, lo juro, durante unas dos horas, todo lo que
duró aquel compás de espera.
Durante aquel rato no ocurrió gran cosa. El mexicano empezó a gritar a Russell o
a Méndez en español. Yo no sabía lo que decía, pero eran preguntas, y tenía un tono
de voz que hacía pensar que las preguntas pretendían ser chistosas. No chistosas
exactamente, sino como insultos o pullas retando a Méndez a salir y dejarse ver,
cosas que uno no hubiera esperado oír saliendo de aquella torrentera. Había que
reconocer que aquel mexicano tenía agallas. No había duda de que había sido herido.
Y aun así todavía era capaz de gritar a Russell y Méndez, intentando que salieran a
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descubierto.
Durante un instante se vio fugazmente a Early. Apareció y en seguida se ocultó
tras unas rocas que había un poco más abajo en el cauce. Russell debía estar
acechando al mexicano porque no disparó. No vimos al mexicano asomar ni una sola
vez, y a Early solo aquella.
Pero ambos consiguieron al fin bajar. Se les vio un momento a descubierto allá al
fondo, al pie de la torrentera. El mexicano, agarrándose el costado con una mano, nos
saludó con la otra. Luego se metieron en el bosquecillo.
Durante unos pocos minutos pudimos tomarnos un respiro, sin preguntarnos
dónde estarían ni preocuparnos por que se acercaran. Iban a tener que pensarse las
cosas y quizá esperarían a que oscureciese para volver a subir por aquella torrentera.
Pero no podíamos contar con ello. Tampoco podíamos quedarnos allí mucho tiempo.
Uno de ellos podía acercarse por detrás dando un rodeo, aunque le llevara tiempo, y
entonces quedaríamos atrapados.
De modo que teníamos que salir de allí. Cuando subieron Russell y Méndez abrí
la cantimplora. Nadie había bebido nada desde aquella mañana. Pero Russell meneó
la cabeza. «Esta noche», dijo. «No mientras pegue el sol». Con lo que supongo que
quería decir que lo sudaríamos en seguida y volveríamos a tener sed antes de darnos
cuenta.
Eso fue lo único que dijo, ni una palabra a Méndez sobre si había disparado
demasiado pronto y echado a perder la emboscada. Eso era ya agua pasada para él; no
era el tipo de hombre dado a calentarse los sesos por algo que había terminado y no
tenía remedio. Simplemente recogió su manta enrollada, y eso quería decir que era
hora de marcharse.
Quizá les hubiéramos demostrado que no iba a ser fácil, como había sugerido
Russell. Pero se podía ver de otro modo. Podíamos haber acabado con ellos en la
torrentera, pero no lo habíamos hecho y quizá nunca podríamos. El único resultado
bueno de la emboscada es que ahora tenían un caballo menos, quizá dos.
Pero ahora estaban muy cerca. Ahora sabían dónde estábamos. Y ahora no
quedaba ya ninguna duda de que vendrían empuñando las armas y disparando sin
previo aviso.
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CUATRO
Solo nos quedamos allí sentados unos minutos. Eso es lo que duró nuestro respiro
antes de que empezara todo otra vez. Solo que no fue como esperábamos. No nos
marchamos en seguida. Estábamos a punto de hacerlo cuando la chica McLaren dijo
«Miren…», señalando hacia la torrentera.
Miramos, pero agachándonos todos al mismo tiempo. Allí abajo, al pie de la
cuesta, estaba otra vez el mexicano, con su sombrero de paja brillando al sol de modo
que sabías que era el mexicano y no uno de los otros. Pero al principio no pudimos
ver lo que llevaba en la mano. Tuvo que subir un trecho —tomándose su tiempo, la
cara levantada, sujetándose el costado con una mano— para que pudiéramos ver que
era un palo con algo blanco atado en la punta.
Parecía cauteloso, pero no asustado, sin apartar los ojos de la cresta, supongo que
no muy seguro de si respetaríamos su bandera blanca de tregua, y preparado para
ponerse a cubierto si le disparábamos. Iba armado con sus dos revólveres.
Nadie dijo nada. Nos quedamos mirando sin más. Siguió subiendo hasta alcanzar
casi el sitio donde había estado Méndez durante la emboscada.
Russell se levantó empuñando su carabina con una mano, apuntada hacia abajo, y
el mexicano se detuvo.
—¿Viene a entregarse? —dijo Russell.
El mexicano parecía tranquilo, apoyando ahora en el suelo su bandera de tregua.
Creo que sonrió cuando Russell dijo aquello, pero no estoy seguro.
Sé que meneó la cabeza y dijo:
—Cuando aprenda a disparar mejor —apartó la mano de su costado y había
sangre en ella—. No lo hizo muy bien.
—Lo intenté —dijo Russell—. Creo que se movió.
—Que me moví —dijo el mexicano—. ¿Cómo le gustan, atados a un árbol?
—A caballo —dijo Russell—. Como su amigo.
El mexicano sonrió.
—Le gusta darle al gatillo, ¿eh?
—Puedo volver a intentarlo con usted —dijo Russell.
—Puede —dijo el mexicano mirando a Russell, observándole y calculando la
distancia entre ambos—. Pero primero tengo que hablar con ese otro. Ese Favor.
Lo pronunció Fa-vor, como si fuera una palabra española.
—Puede oírle —dijo Russell.
—Si no puede se lo dice usted —dijo el mexicano—. Esto. Nos da el dinero… y
parte del agua. Nosotros le damos a su mujer y todo el mundo se va a casa.
Pregúntele qué le parece.
—¿Se les ha acabado el agua?
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—Casi —sonrió el mexicano—. Ese Early. Llenó su cantimplora de whisky.
Pensaba que iba a ser fácil.
Russell meneó la cabeza.
—Se va a poner más difícil aún.
—No si ese Favor nos da el dinero.
—No lo tiene —dijo Russell.
El mexicano volvió a sonreír.
—No me diga que lo ha escondido.
Russell volvió a menear la cabeza.
—Me lo ha dado a mí.
El mexicano asintió con la cabeza, mirando a Russell como con admiración.
—Así que ahora lo ha robado usted —se encogió de hombros—. Muy bien,
entonces hacemos el trato con usted.
—No es mi mujer —dijo Russell.
—Se la damos.
—¿Y qué más?
—Su vida. ¿Qué le parece?
—Dígale a Braden cómo están las cosas ahora —dijo Russell.
—¿Qué más da quién tenga el dinero? —dijo el mexicano—. Nos lo dan o
matamos a la mujer.
—Muy bien —dijo Russell—. Mátenla.
El mexicano siguió mirándole.
—¿Y qué pasa con los demás? ¿Qué dicen ellos?
—Ellos dicen lo que quieren —dijo Russell—. Yo digo lo que quiero. ¿Lo
entiende ahora?
No lo entendía. No sabía qué pensar, de modo que se quedó allí parado con una
mano en el costado, la otra sujetando la bandera blanca.
—Dígale a Braden lo que hay —dijo Russell—. Dígale que lo piense un poco
más.
—Dirá lo mismo.
—Dígaselo de todas formas.
El mexicano no había apartado los ojos de Russell ni un segundo, observándole
todo el tiempo mientras hablaban.
—Primero podríamos terminar algo usted y yo —dijo—. Podría bajar un poco
hacia acá.
—Estoy pensando —dijo Russell— si matarle ahora mismo o esperar a que se dé
la vuelta.
¿Saben lo que hizo el mexicano? Sonrió. No con una sonrisa incrédula, sino como
si apreciara a Russell o disfrutara con él. Fue lo más extraño que he visto en mi vida.
Sonrió y dijo:
—Si no le creyera, creo que lo haría. De acuerdo, hablaré con Braden.
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Se volvió y se alejó arrastrando la bandera blanca, sin encoger los hombros como
si se esperara algo, sino con la misma calma con que había subido.
Russell esperó hasta que el mexicano llegó al fondo de la torrentera. Entonces
cogió su manta enrollada y las alforjas, nos echó una ojeada y se puso en marcha. No
nos dijo lo que había planeado. Si queríamos seguirle era cosa nuestra.
No nos esperábamos aquello. Creíamos que volvería a hablar con ellos. Pero
¿quién podía estar seguro de lo que pensaba Russell? Sabíamos que no podíamos
quedarnos para siempre en aquella torrentera. Tarde o temprano Braden intentaría
atacarnos. Pero ¿era lo mejor marcharse ahora? Russell debía pensar que sí, aunque
no parecía dispuesto a decirnos por qué.
Le seguimos. ¿Qué podíamos hacer si no?
Era curioso. Me sentía más cercano al doctor Favor que a Russell. El doctor
Favor podía haber robado dinero del Gobierno y abandonado a su mujer a su suerte;
pero era algo en lo que tenías que pensar antes de convencerte. Nunca había admitido
abiertamente ni lo uno ni lo otro.
Russell era otra cosa. Había dicho al mexicano, sin importarle quién le oyera:
«Muy bien, mátenla». Como si no fuera nada para él, así que ¿por qué iba a
importarle? ¿Entienden la diferencia? Russell se mostraba tan frío y tranquilo al
respecto que te ponía los pelos de punta. Además, si ella no le importaba, ¿qué le
importábamos nosotros?
Ahora era casi como si todo el asunto fuera entre Braden y Russell, y nosotros
estábamos en medio solo porque no teníamos adónde ir. Como si todo fuera culpa de
Russell y nos hubiera metido en ello.
Calculo que caminamos tres millas desde que salimos de la torrentera hasta que
volvimos a detenernos, aunque no debimos avanzar más de una milla en línea recta.
Nos manteníamos casi todo el tiempo cerca de las crestas, lo más alto posible al
abrigo de pinos piñoneros y matorrales, y cuando nos detuvimos fue porque no lejos
de allí, al fondo del cañón que seguíamos, se veía terreno llano. Debía haber sus
buenas dos o tres millas de campo abierto hasta donde los montes volvían a elevarse.
Russell no lo dijo y nadie le preguntó, pero sabíamos que planeaba esperar hasta
que oscureciera para atravesar aquel trecho. No era un lugar para que te sorprendieran
de día tres hombres a caballo. (Entonces no sabíamos si Russell había matado uno o
dos de sus caballos).
Habíamos remontado una ladera bastante empinada para llegar al lugar donde
acampamos (muy arriba, como siempre acampan los apaches, haya agua o no),
rodeados de espesos pinares por tres lados y con la ladera a nuestros pies, salpicada
de purshias y otros arbustos.
Russell se lo había puesto difícil si querían sorprendernos. Si seguían
directamente nuestro rastro tendrían que subir por la ladera abierta. Si venían por
cualquier otro sitio tardarían horas en dar un rodeo, y entonces correrían el riesgo de
no encontrarnos. Nos figuramos, pues, que al final vendrían directamente. Pero para
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subir por aquella ladera tan expuesta tendrían que esperar a que oscureciera. Que es a
lo que estaríamos esperando nosotros para escabullirnos entre los árboles.
¿Ven cómo se las ingeniaba Russell para ir siempre un trecho por delante de
ellos? Calculé que llegaríamos a la vieja mina de San Pete en algún momento durante
la noche; y a la posta de Delgado, si teníamos suerte, por la tarde o al anochecer del
día siguiente. El problema es que teníamos que caminar sin dejar de mirar atrás.
Tras lo poco que habíamos dormido fue un alivio volver a tumbarnos. Todos
escogimos un sitio. No podíamos hacer fuego, de modo que comimos algunas
galletas, que ya estaban muy duras, y un poco de aquella cecina que nunca fue muy
buena.
Pero no bebimos nada de agua. John Russell había dicho que tendríamos que
esperar a que anocheciera. Era ahora media tarde. Imagínense no haber probado una
gota de agua desde aquella mañana. Aquella cecina salada tampoco ayudaba a apagar
la sed. ¿Pero qué podíamos hacer?
No dejaba de imaginarme en un porche en sombra con una gran jarra de agua
helada, allí sentado con una camisa limpia, recién afeitado y bañado. ¡Dios!
Méndez parecía haber envejecido diez años, con los ojos hundidos y la cara
cubierta de un rastrojo de barba. La oronda cara del doctor Favor, enmarcada por
aquella barba en forma de media luna, estaba toda sudorosa. La chica McLaren y
John Russell eran los únicos que no tenían tan mal aspecto, quiero decir tan sucio o
sudado como el resto de nosotros. Con su pelo demasiado corto para enredarse y su
cara atezada, ella parecía llevarlo bastante bien. John Russell estaba cubierto de
polvo, por supuesto, pero no tenía barba que diera a su cara un aire desaseado. Se
adivinaba que hace años, cuando empezó a salirle la barba, se había arrancado los
pelos a la manera india, y ahora ya nunca le crecería.
Russell estaba en la parte de la ladera, tumbado pero apoyado en los codos,
mirando hacia la ruta por donde habíamos venido. Supongo que ahora estaba
descansando y pensando, tomándose tiempo para ver las cosas claras. Fuera lo que
fuera lo que pensaba, al cabo de un rato le hizo levantarse.
Se acercó a mí con las alforjas y las dejó caer a mi lado. No me dijo que las
vigilase, pero eso es lo que significaba su mirada. Lo único que dijo es que iba a
echar un vistazo y se marchó, cogiendo solo la carabina Spencer, ni agua ni ninguna
otra cosa. En vez de bajar directamente por la ladera se internó entre los pinos,
supongo que para mantenerse a aquella altura mientras examinaba el terreno que
habíamos recorrido desde la torrentera.
Poco después de que se alejara, el doctor Favor se acercó al sitio donde estaban el
odre, la cantimplora y las provisiones. Cogió la cantimplora y empezó a beber antes
de que nadie tuviera tiempo de gritarle que parara. Fue la chica McLaren quien lo
gritó.
Se levantó de un salto y el doctor Favor le tendió la cantimplora.
—Su turno —dijo.
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—No podemos beber hasta que se haga de noche. Lo sabe bien.
—Lo había olvidado —dijo el doctor Favor. Le daba igual que ella le creyera o
no.
Méndez, todavía sentado, dijo:
—Quizá deberíamos beber todos, para repartir.
—¡Para repartir! —dijo la chica McLaren—. ¿Y qué pasará cuando se acabe?
¿Qué quedará entonces para repartir?
—Me apetece beber ahora —dijo Méndez, levantándose—. Usted puede hacerlo
cuando quiera.
—Muy bien —dijo la chica—. ¿Y qué me dice de Russell?
—Mire —dijo Méndez, con un deje de sorpresa—, si él quiere esperar a que
oscurezca, pues muy bien. Nosotros bebemos cuando queremos.
—No tiene por qué enterarse —dijo el doctor Favor. Vio que a Méndez le gustaba
aquella idea, de modo que insistió—: Si está preocupada por Russell, ¿por qué iba a
tener que enterarse?
—Y usted cree que eso sería justo —dijo la chica McLaren.
—Son sus reglas —dijo el doctor Favor—. Si no es justo, él se lo ha buscado.
—Mire —dijo Méndez, como si la cosa fuera muy simple—, si quiere esperar,
espere. Si quiere beber ahora, beba.
Fue entonces cuando le arrebató la cantimplora al doctor Favor y echó un buen
trago, más largo incluso que el que había dado Favor, por lo que el doctor alargó la
mano y se la quitó de la boca.
—Dijo para repartir.
Luego tendió la cantimplora a la chica McLaren.
Ella la cogió, sin apartar los ojos del doctor Favor, y vaciló un poco antes de
llevársela a la boca. Si esto les sorprende, mírenlo de este modo: ellos podían beberse
toda el agua mientras tú te quedabas ahí sentado obedeciendo a Russell. Muy bien,
pues si ellos iban a beber sería estúpido que tú no tomaras tu parte. Por eso yo
también eché un trago después de que ella bebiera. Estoy seguro de que estaba
pensando lo mismo que yo.
El doctor Favor seguía mirándola, ahora más seguro que nunca de sí mismo.
—Si quiere decírselo cuando vuelva —dijo—, pues dígaselo.
Ahora sonreía incluso. ¿Qué podía decir ella? Por otra parte, conociéndola, podía
haber replicado algo. Pero no lo hizo.
Todos volvieron a sentarse. Durante un rato nos quedamos tranquilos. Luego se
me acercó el doctor Favor, y en seguida dijo:
—Parece que tenemos todo un jefe indio —refiriéndose por supuesto a Russell.
—Bueno —dije yo—, supongo que sabe lo que hace.
—Sabe lo que quiere. De eso al menos no hay duda.
Si pensaba que Russell quería el dinero, era asunto suyo. ¿Pero por qué hablar de
algo que no se podía demostrar? Me limité a decir:
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—Puede que sea el mejor jefe que tenemos —como bromeando al respecto.
—Solo que nosotros no somos sus guerreros —dijo el doctor Favor, muy serio,
con la cara pegada a la mía y mirándome fijamente.
—Si alguien tiene otra idea —dije—, le escucharé.
—Yo tengo una —dijo él—. Marcharnos ahora mismo.
Así te iba poniendo contra la pared, y tú tenías que intentar zafarte.
—Bueno, eso no me convence —dije.
—Entonces devuélvame mi revólver.
Lo dijo de sopetón, y me quedé callado sin saber qué contestarle. Lo que
finalmente dije fue algo como:
—Bueno, no creo que pueda hacer eso.
—¿Porque lo dijo él?
—No, no solo por él.
—¿Por los otros?
—Estamos todos juntos en esto.
—Pero ya no acatamos sus reglas.
—Solo en lo del agua.
—¿Hay algo más importante que eso?
—Yo se lo guardo —dije—. Fue él quien se lo quitó.
—Pero eso no tiene mucho sentido, ¿no? —dijo el doctor Favor—. Lo que hace
usted es guardar algo que no le pertenece.
No podía decirle a la cara que pensaba que era un ladrón. Por eso me costó tanto
encontrar algo que decir. Incluso con el revólver en el cinturón, o quizá porque estaba
allí, me sentía incómodo y estúpido. Él seguía mirándome.
—Quizá debería quitárselo —dijo.
Cuando me quedé dudando, sin saber qué decir o qué hacer, intervino la chica
McLaren.
—¿Se lo va a permitir? —dijo mirándome. Se incorporó hasta quedar sentada, a
unos diez o doce pies de nosotros—. Usted sabe lo que quiere.
—Lo que es mío —dijo el señor Favor—. Si piensa que no es así se imagina
cosas.
—Yo solo sé una cosa —dijo la chica McLaren—. Si yo tuviera el revólver no se
lo daría. Y si intentara quitármelo le dispararía.
—Para ser apenas una chiquilla —dijo el doctor Favor—, desde luego tiene usted
opiniones muy firmes.
—Cuando sé que tengo razón —dijo la chica McLaren.
El doctor Favor se levantó. Encendió un puro y se quedó un rato mirando ladera
abajo y fumando. El tiempo pasaba lentamente. Yo estaba tumbado con un brazo
apoyado en las alforjas y la cabeza en el brazo. Creo que nunca había estado tan
cansado, y era fácil cerrar los ojos y dormirme. Luché un rato contra el sueño, dando
cabezadas, abriendo los ojos. Una de las veces que los abrí vi al doctor Favor sentado
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junto a Méndez, y Méndez también estaba fumando un puro.
Oí decir al doctor Favor:
—Lo hizo bien. Hacía falta valor para quedarse allí esperándoles.
—No debería haberme obligado a hacerlo —dijo Méndez.
—No tenía por qué hacerlo, ¿sabe?
—Escuche, él sabe lo que hace —dijo Méndez—. Esté de acuerdo con él o no.
—Sabe lo que hace aunque le mate —dijo el doctor Favor—. Eso es lo que está
diciendo.
—Lo que pasa es que nunca había disparado a nadie —dijo Méndez—. No es
nada fácil.
—Para él parece fácil. Y si puedes matar a una persona puedes matar a cuatro.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Por mi dinero —dijo el doctor Favor.
Méndez meneó la cabeza.
—Le conozco y sé que no es así.
—Cuando se trata de dinero —dijo el doctor Favor—, uno no conoce a nadie.
Antes de que pasara un cuarto de hora, el doctor Favor hizo buenas sus palabras.
Debería habérmelas tomado como un aviso, pero en ningún momento se me
ocurrió que fuera a utilizar la fuerza. Cuando me volví a espabilar (quiero decir a
despertar, porque me había vuelto a quedar dormido) era ya demasiado tarde. El
doctor Favor estaba encima de mí, apuntándome a la cabeza con la escopeta de
Méndez.
Méndez seguía allí sentado con las piernas cruzadas y los hombros encogidos,
como si no le importara lo que estaba ocurriendo: como si el doctor Favor hubiera
cogido la escopeta y él no hubiera movido un dedo para impedírselo.
La chica McLaren también estaba mirando. Había estado tumbada de lado, pero
ahora se incorporó sobre un codo mientras el doctor Favor me quitaba primero el
revólver y después las alforjas. Luego se acercó al odre y llenó con él la cantimplora
de dos litros, dejando el odre casi vacío.
Fue entonces cuando habló por fin la chica McLaren.
—Puede que quiera dejarnos su bendición —dijo—, ya que se lleva todo lo
demás.
El doctor Favor no estaba ya para discutir con nadie. No dijo ni una palabra.
Abrió el morral y echó un vistazo a la cecina y las galletas que quedaban, como si
fuera a sacar una parte, pero terminó por volver a cerrarlo y se lo echó al hombro
junto con las alforjas.
Estaba allí en medio, listo para marcharse, cuando John Russell apareció entre los
pinos.
Se quedaron mirándose a unos veinte pies de distancia, Russell con el Spencer
pegado a la pierna y apuntado hacia abajo, Favor sosteniendo del mismo modo la
escopeta de cañones recortados.
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—¿Lo ha cogido todo? —dijo Russell.
—Lo que es mío —contestó Favor.
—Será mejor que la suelte —dijo Russell. Pareció que se refería a la escopeta.
Méndez debía sentirse violento por el hecho de que estuviera en manos del doctor
Favor, y dijo:
—Me la quitó. Cerré los ojos y la cogió.
El doctor Favor meneó lentamente la cabeza.
—Como si estuviera en contra de todos. Como si fuera a escapar solo.
—Pues entonces nos ha engañado muy bien —dijo la chica McLaren, con una
voz lo bastante seca y punzante como para atravesarle.
—Crea lo que quiera —dijo el doctor Favor—. Iba a buscar ayuda. Un hombre
puede caminar más deprisa que cinco. Con agua y comida podría salir de aquí en
poco tiempo y mandar ayuda en menos de un día.
—De modo que se eligió a sí mismo —dijo la chica McLaren.
—Ya he intentado razonar con ustedes —dijo el doctor Favor—. Decidí que era
hora de hacer algo además de gastar saliva.
Los ojos de Russell no se apartaban del doctor Favor.
—Suéltela o utilícela —dijo—. Haga una cosa o la otra.
Su tono parecía dar a entender que le daba igual lo que hiciera Favor. Una cosa
sería tan fácil como la otra.
—No tiene sentido hablar con alguien que solo se vale de la fuerza —dijo el
doctor Favor. Se encogió de hombros, dudando, agarrándose a ello con las uñas por
un momento, esperando que Russell bajara la guardia un segundo. Probablemente
estaba pensando que quizá podría anticiparse a Russell. Pero si no lo hacía moriría. Y
si disparaban al mismo tiempo también podía morir.
Quizá fuera eso lo que pensaba y no le gustaba la idea. Quizá si se rendía ahora
tendría una ocasión mejor más tarde. Supongo que sabía que nadie se creía su historia
sobre ir en busca de ayuda, pero le daba igual lo que pensáramos. Pensara lo que
pensara concluyó que aquel no era su día. Soltó la escopeta y el revólver, y luego se
quitó el morral y las alforjas.
No, no le importaba en absoluto lo que pensáramos. Nos dio la espalda y se
acercó a los arbustos de purshia a contemplar la ladera. Como diciéndonos que sabía
que no íbamos a hacerle nada, así que ¿por qué iba a importarle lo que pensáramos?
Pero ahí es donde se equivocaba. John Russell no se limitaba a pensar las cosas.
Mientras el doctor Favor estaba allí parado, Russell dijo:
—Siga caminando.
Durante un minuto lo único que vimos fue su espalda. El doctor Favor parecía
estar esperando el resto de la frase: «… y no se le ocurra volver a intentarlo». O bien:
«… y si no se comporta como es debido…». Ya saben.
Pero no hubo ningún resto. Russell lo había dicho todo.
Cuando el doctor Favor se dio cuenta, se volvió a mirar a Russell. Su cara había
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perdido algo de su insolencia tranquila. No todo, solo algo. Pero puede que en aquel
momento creyera a medias que Russell podía estar tirándose un farol.
Quizá, pensó, si dejaba pasar un rato las cosas se calmarían.
—Está apostando mi dinero —dijo— a que no sobreviviré solo.
—Podría hacerlo —dijo Russell—. Con algo de suerte.
—Si no lo consigo será un asesinato.
—Así mató usted a aquella gente en San Carlos.
—Esto es nuevo —dijo el doctor Favor—. Primero me acusan de robar mi propio
dinero. Ahora de asesinato.
—Cuando no tiene suficiente comida —dijo Russell—, la gente enferma y muere.
Lo vi en Whiteriver y también oí cosas, sobre cómo el agente tenía dinero para
comprar más carne, pero tenía un arreglo para quedarse con el dinero.
—Un arreglo —dijo el doctor Favor—. Descubra cuál era y luego demuéstrelo.
—Ese al que llamaban Dean dijo lo suficiente.
El doctor Favor pareció sonreír.
—Pero usted fue y mató a nuestro testigo.
—¿Cree que necesito uno?
No estábamos en ningún tribunal. Estábamos a cincuenta millas de distancia de
cualquier lugar habitado, en pleno desierto de altura, y John Russell estaba allí
plantado con un Spencer del 56.56 en la mano. Lo único que tenía que hacer era
levantarlo y el doctor Favor desaparecería del mapa.
El doctor Favor sabía que no había más preguntas.
Es difícil intentar adivinar lo que le pasaba entonces por la mente, porque nunca
llegué a saber mucho sobre aquel doctor Alexander Favor.
Imagínenselo un momento. Un hombre corpulento, tanto físicamente como en la
opinión que tenía de sí mismo. Hacía lo que quería y no se dejaba amedrentar por
otros. Había sido agente indio en San Carlos durante cosa de dos años, y procedía de
algún lugar de Ohio. El título de «doctor» no se lo debía a la medicina. Me había
enterado de que era doctor de la Iglesia de la Fe Reformada. Pero nunca le había oído
predicar nada, de modo que no le podías acusar de no practicar su fe.
Era evidente que había abrazado aquella profesión para ganar dinero y solo por
eso, pensando que le sería fácil: la misma razón por la que se había procurado un
cargo oficial como agente indio y había sido enviado a San Carlos. Aunque es posible
que simplemente se hubiera inventado el título en teología y que hubiera conseguido
el nombramiento por medio de algún amigo en el Departamento de Interior. No me
gustaría pensar que alguna vez había sido honradamente un predicador.
Debía haber empezado a apropiarse de fondos gubernamentales nada más llegar a
San Carlos para haber acumulado aquella suma que había en las alforjas. Unos doce
mil dólares. Probablemente había sacado parte de ella de los proveedores, que le
pagarían para obtener los contratos del Gobierno. De modo que una cosa era segura:
no era un hombre honrado. Era un ladrón, al margen de todo lo demás que ocultara.
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También se podía decir que era un hombre que se preocupaba más por su dinero
que por su mujer. Pero puede que siempre hubiera sido así. Quiero decir que puede
que ella solo fuera para él una más. Alguien para tener a mano, pero sin sentir por ella
lo que la mayoría de los hombres sienten por sus mujeres. Quiero decir que además
de tenerlas a mano les suelen gustar.
Puede que ella le gustara, pero a ella nunca le había gustado él y no le importaba
que lo supiera. Creo que era así, a juzgar por la forma en que no le hacía ningún caso
en la diligencia y tonteaba con Frank Braden delante mismo de él. Creo que había
sido entonces cuando el doctor Favor terminó de hartarse de ella. Abandonarla era
una buena forma de desquitarse.
Se veía a las claras que en aquel momento no estaba pensando en ella. Dudo
incluso que estuviera pensando en el dinero. En aquel momento solo se preocupaba
por su vida. Russell no le iba a dejar llevarse nada más.
Hubo un pequeño intervalo de silencio en el que debía estar rebuscando en su
mente algo más que decir a Russell, para asustarle o ponerle en su lugar o algo. Pero
debió pensar que era inútil. ¿Para qué gastar saliva?
Sin embargo miró a Méndez, luego a la chica McLaren, y dijo:
—Ahora cuídense. Hagan todo lo que les mande —se volvía ya para marcharse
—. Y recuerden: no beban nada de agua hasta que se haga de noche.
Le vimos pasar entre los arbustos de purshia y desapareció. Russell se acercó a la
linde, pero la chica McLaren, Méndez y yo no nos movimos. Al menos no durante un
rato. Puede que temiéramos que Favor mirara hacia atrás y nos viera mirándole y se
riera o dijera algo más sobre el agua.
Cuando me acerqué finalmente y miré ladera abajo había pasado ya la parte más
escarpada, pero se veía que lo estaba pasando mal, resbalando y levantando polvo
todo el tiempo. Le vimos llegar al fondo, donde se quedó parado un minuto, mirando
cañón arriba hacia el terreno llano que empezaba allí. Luego cruzó al otro lado del
cañón y empezó a subir por un pequeño barranco (había aprendido algo de Russell), y
al cabo de un minuto no se le distinguía ya por los matorrales y la inclinación de la
pendiente.
Nadie dijo nada.
Sé que sin Russell no nos hubiéramos quedado allí sentados hasta que oscureció.
Era demasiado fácil imaginarles aproximándose a nosotros a escondidas, sabiendo
que estaban allí en algún sitio y que cada vez se acercaban más. Russell estaba
sentado observando la ladera. Luego volvió a internarse un trecho entre los árboles.
No dijo nada en ningún momento. Fumó un poco, quizá un par de veces, aunque
estuvo mirando casi todo el tiempo; mirando y creo que escuchando. Pero en todo
aquel rato no dieron señales de vida.
Cuando empezó a oscurecer entre los árboles volvimos a comer y Russell cogió la
cantimplora y se la tendió a la chica McLaren.
—Por fin, ¿eh? —dijo.
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Ella no le miró. Tomó un trago y me pasó la cantimplora. Méndez fue el
siguiente, y luego le tocó a Russell. La chica McLaren le miró beber, reteniendo el
agua en la boca antes de tragarla, y yo seguí pensando: Se lo va a decir.
Russell bajó la cantimplora.
Ahora, pensé, esperando a que hablara.
Russell apretó fuertemente el corcho. Ella seguía mirándole. Creo que entonces
estuvo a punto de decirlo, tan a punto que las palabras estaban ya formadas en su
boca. Pero no lo dijo.
En vez de eso dijo:
—Quizá deberíamos haberle dejado dar un trago —refiriéndose al doctor Favor.
Russell se la quedó mirando.
—Quiero decir solo un trago —dijo la chica McLaren.
Entonces recordé algo de repente.
—¡Nos dejamos un odre de agua en San Pete! ¿Se acuerdan?
La chica McLaren me miró.
—¿Se acordará él?
—No lo sé —dije—. Se me acaba de ocurrir que Braden también lo sabe.
No bajamos por la ladera por la que habíamos subido, sino a través del pinar,
siguiendo a Russell y sin preguntar nada.
Recuerdo que destrepamos a gatas por un barranco cubierto de espesos
matorrales, y cerca del fondo Russell se detuvo. Poco más allá empezaba la parte
llana, y no había suficiente oscuridad para atravesarla.
Cuando pienso en todo el tiempo que estuvimos allí esperando… Esperar era lo
peor de todo, porque te daba tiempo a imaginar cosas. Guardábamos silencio porque
así lo hacía Russell. Nunca he visto a un hombre tan paciente. Estaba sentado con las
piernas cruzadas y jugueteando con un palito o algo así, dibujando con él en la arena,
trazando círculos y diferentes signos y luego alisando la arena con la mano y
volviendo a empezar todo otra vez. ¿En qué pensaba un hombre así? Eso era lo que
me preguntaba cada vez que le miraba.
Desde el fondo de aquel barranco no se veía nada más que el cielo y la mancha
oscura de la ladera que teníamos encima. No dejaba de pensar que si hubiera estado
en Sweetmary a aquella hora habría acabado de cenar y estaría leyendo o yendo a
visitar a alguien; entonces vería la calle principal y las lámparas brillando por las
ventanas de las tabernas, y vería las luces más lejanas de las casas de adobe que
estaban en las afueras del pueblo.
Se oían algunos ruidos a nuestro alrededor, ruidos nocturnos, lo que me pareció
una buena señal; nadie andaba por allí cerca. También oía el suave cliqueo de las
cuentas del rosario de la chica McLaren, que no había oído desde aquella primera
noche en la diligencia. Era curioso, había olvidado completamente mi idea de darle
conversación para llegar a conocerla. Si no la conocía después de esto, nunca la
conocería. Era asombroso que nunca se quejara. Pero quizá contestaba con demasiada
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viveza, incluso cuando tenía razón. Eso era algo que yo nunca podría hacer.
Cuando llegó la hora fue como siempre, pillándote por sorpresa cuando estabas ya
cansado de esperar y preguntándote cuándo llegaría. Allí estaba Russell de nuevo en
pie, como si supiera o sintiera el momento exacto en que debíamos ponernos en
marcha, y minutos después habíamos salido ya del barranco y estábamos en campo
abierto, con la oscura planicie rodeándonos por tres lados.
Hacíamos lo que hacía Russell. Él no nos lo decía. Iba siempre delante y le
seguíamos con los ojos durante buena parte del tiempo. Cuando se paraba, lo que
ocurría a menudo, nos parábamos también, aunque nunca adivinabas cuándo iba a
ocurrir. O podías escuchar hasta que te dolía la cabeza y nunca averiguabas qué era lo
que le había hecho detenerse.
Todos juntos hacíamos algo de ruido al avanzar entre los matorrales y tropezar
con piedras y otras cosas, lo que no se podía evitar. Te limitabas a apretar los dientes
y a confiar en que nadie lo hubiera oído. Pero cuando Russell se apartaba de nosotros
para explorar un poco, lo que hizo unas cuantas veces, nunca hacía el menor ruido al
alejarse ni al volver. Sus mocasines apaches tenían algo que ver con eso, pero
también era la forma en que caminaba, una forma que nunca aprendí.
Ya saben cómo se ven las cosas de noche en el campo, las formas y el cielo y todo
lo demás. Nunca está tan oscuro como en un interior, en un sótano o en un cuarto sin
ventanas. Veíamos una mancha oscura que al poco resultaba ser un matorral o unos
árboles de Josué. También había saguaros, aunque no tantos como habíamos visto
antes en tierras más altas. Había hediondillas y chumberas y otros arbustos cuyos
nombres no conocía, la mayoría de escasa altura, lo que te hacía sentirte a descubierto
y desprotegido.
He mencionado que Russell solía pararse y entonces nos parábamos todos,
aguzando el oído para intentar distinguir algún ruido. Solo oímos algo dos veces.
La primera vez debíamos estar hacia la mitad del llano, aunque era difícil
calcularlo. Recuerdo que iba mirando al suelo cuando alcé la vista y me detuve de
golpe al ver a Russell allí parado. Se había dado la vuelta y miraba en nuestra
dirección con la cabeza un poco levantada.
Entonces lo oímos todos: el ruido de un disparo, lejano y débil pero
inconfundible.
Esperamos. Minutos después se oyó otro que parecía un poco más cercano,
aunque quizá me lo imaginara. Pasaron unos diez segundos. Sonó débilmente un
tercer disparo, en otra dirección, muy lejos en la oscuridad.
Russell siguió caminando, ahora más deprisa, sabiendo que estaban aún detrás de
nosotros y no delante, esperándonos en algún sitio. Entonces estuve seguro de que los
disparos habían sido señales. Pongamos que se hubieran dividido para explorar la
zona donde nos habíamos escondido. Pongamos que uno de los grupos hubiera
encontrado nuestro rastro (probablemente el mexicano) y se lo hubiera señalado a los
otros con un disparo, y luego con otro cuando no respondieron al primero. El tercer
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disparo sería cuando respondieron.
La chica McLaren pensaba otra cosa. Justo después de los disparos, mientras
seguíamos adelante, me dijo:
—Lo han matado.
Hasta que dijo aquello me había olvidado por completo del doctor Favor.
Expliqué lo que pensaba de las señales.
—Puede ser —dijo ella—. Pero si no lo han matado morirá de sed o de hambre.
No tiene ninguna posibilidad.
—Él no se preocupó mucho por nosotros que digamos —dije yo.
—¿Y porque hizo eso —dijo la chica McLaren— tenemos que hacer lo mismo?
¿Cómo podías responder a semejante pregunta? En todo caso no lo habíamos
hecho nosotros, sino Russell. Desde luego ella se preocupaba mucho sin que se le
notara en la cara. Tengo que decir eso a favor de la chica McLaren.
La segunda vez que oímos algo fue poco después. Esta vez fue el ruido de un
caballo, que parecía cercano pero lo bastante lejos para que no lo viéramos. Nos
tiramos cuerpo a tierra y estuvimos así un rato. Volvimos a oír al caballo, en ningún
momento trotando o galopando, sino al paso, sus cascos golpeando contra las piedras.
No llegó a acercarse lo suficiente para que lo viéramos, pero no había ninguna duda
de lo que significaba. Estaban ya en campo abierto buscándonos.
Cuando Russell volvió por fin a ponerse en marcha lo hizo de nuevo con su paso
cauteloso, parándose a escuchar a cada rato. Nada podía hacerle apresurarse, ni
siquiera sentirlos allí cerca en el llano. Caminaba con el Spencer en una mano
apuntado hacia abajo y las alforjas en el otro hombro, como si no hubiera nada en el
mundo que pudiera hacerle apresurarse. Añadan eso a lo que ya saben sobre su
paciencia.
Cuando estábamos a mitad de camino empezamos a divisar al frente el contorno
de los montes. Eso es lo que hacía tan difícil ir despacio. Podíamos habernos puesto a
cubierto en pocos minutos, pero Russell decidió ir al paso.
Finalmente nos llevó hasta unos árboles y fue como entrar en una casa y echar el
cerrojo a la puerta, e inmediatamente después (lo que no sorprendió a nadie)
empezamos a subir de nuevo. Seguimos todo derecho hasta coronar una cresta y
luego a lo largo de ella, en vez de dirigirnos al collado que daba paso a aquellos
montes. Este tramo no fue difícil; era terreno nivelado, cubierto de hierba y con
muchos árboles. Pero cuando poco después llegamos al pie de una cresta más alta y
Russell empezó a trepar otra vez, Méndez se quejó.
Creo que Russell ni siquiera le miró. Siguió trepando y los demás le seguimos sin
chistar, a través de rocas y pasos en los que tenías que agarrarte a raíces y ramas para
izarte. Luego por una trocha que probablemente era una senda de animales, hasta que
llegamos por fin a lo alto.
Seguimos por la cresta y unas doscientas yardas más allá Russell se detuvo. Al
fondo, debajo de nosotros, estaban las instalaciones de la mina de San Pete.
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Nos habían aproximado por detrás, para ir a dar muy por encima de los pozos, la
trituradora y el resto, que estaban a este lado del cañón. Al otro lado, a bastante
distancia, se distinguían los edificios de la compañía, incluso aquel bajo el cual
habíamos desayunado dos días antes.
Creo que en aquel momento habría invitado a John Russell a tomar una copa, si
hubiera podido comprarla allí. La chica McLaren y Méndez se quedaron mirando sin
más, con el alivio reflejado en la cara. Tal fue el efecto de ver algo familiar, algo que
te permitía olvidar a Braden por un momento y mirar hacia adelante y empezar a ver
un poco de luz.
En aquel momento nos sentimos todos convencidos de que llegaríamos a la posta
de Delgado sin que Braden volviera siquiera a acercársenos. Solo que poco después
volvimos a ver algo familiar. Algo con lo que no contábamos.
Me refiero al doctor Favor.
Pero llegaré a eso en seguida.
Era todavía de noche cuando descendimos de la cresta hacia las instalaciones de
la mina. No bajamos hasta el fondo, solo cincuenta o sesenta pies hasta un sitio llano
donde se abrían las bocas de los pozos y había una caseta.
De esta repisa, algo más allá, partía una canaleta construida sobre andamios que
bajaba hasta la gran planta trituradora, situada a unas cuarenta o cincuenta yardas
ladera abajo. Los relaves de mineral, que eran trozos de roca y arena y otros desechos
extraídos de los pozos y arrojados allí, formaban montones alargados más abajo, al
otro lado de la trituradora. Todo estaba tranquilo y ni siquiera soplaba la brisa.
Como he dicho, todavía era de noche, pero se distinguían las formas de las cosas
allí abajo: la planta trituradora y los relaves de mineral a la izquierda de donde
estábamos; los edificios de la compañía a unas doscientas yardas de distancia al otro
lado del cañón, justo enfrente de nosotros.
Nos quedamos allí unos minutos, Russell mirando hacia las instalaciones y
supongo que pensando. Cuando finalmente habló, dijo: «Este es un buen sitio»,
refiriéndose a la caseta que había en la repisa.
—Allá abajo tenemos más agua —dijo Méndez, refiriéndose al odre que
habíamos olvidado dos días antes en el edificio de la compañía.
Russell meneó la cabeza.
—Si nos quedamos aquí todo el día, ¿quiere dejar huellas de subida y bajada por
toda la cuesta?
—¡Quedarnos aquí! —dijo Méndez. Todas aquellas esperas le estaban
desquiciando—. ¡Hombre, si ya estamos muy cerca!
—Si quiere irse —dijo Russell sin la menor expresión—, vuélvase por donde
hemos venido.
Méndez se le quedó mirando con aquellos ojos solemnes que tenía. No dijo nada
más. Entramos en la caseta, que estaba vacía salvo por un par de murciélagos a los
que espantamos. En dos de las paredes había estantes con bolsas de concentrado. (Era
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evidente que habían utilizado aquella caseta para probar muestras de mineral). Nos
tumbamos en el suelo polvoriento y utilizamos algunas de aquellas bolsas como
almohadas.
Russell dejó la puerta entornada y se tumbó con la cabeza cerca de la rendija. Yo
me tendí junto a una de las ventanas. Había dos en la parte delantera, con
contraventanas de tablas que no se podían cerrar.
Solo un detalle: Russell no ofreció su manta a la chica McLaren, sino que se tapó
con ella. Yo volví a ofrecerle la mía, como había hecho la noche anterior, y esta vez la
aceptó. Qué les parece.
Fue unas horas más tarde, digamos entre las seis y las siete de la mañana, después
de dormir un poco y comer y beber nuestra ración de agua, cuando volvimos a ver al
doctor Favor. La primera que lo vio fue la chica McLaren, que estaba entonces junto
a la ventana de la derecha.
Estaba ya a este lado del collado del sur por el que se accedía a la mina viniendo
desde aquel trecho de campo abierto que habíamos atravesado. Avanzaba muy
despacio; se veía que estaba agotado, con la ropa más sucia y desgarrada que antes.
Caminaba por el medio del cañón bajo el sol y el silencio espeso de aquellos edificios
desvencijados, mirando todo el rato ladera arriba hacia la planta trituradora, luego
hacia la hilera de edificios de la compañía.
Nadie dijo nada mientras le observábamos, esperando a ver si se acordaba del
odre de agua.
Delante de uno de los edificios había un abrevadero con una bomba de mano a un
lado. Cuando el doctor Favor la vio, se acercó corriendo y empezó a bombear. Cayó
de rodillas y siguió bombeando, subiendo y bajando los hombros y los brazos una y
otra vez, dando a la manivela sin parar incluso cuando debía saber ya que no iba a
sacar nada de agua. Al cabo de unos minutos el bombeo se hizo cada vez más lento.
Finalmente se desplomó sobre la bomba y quedó allí agarrado, sin moverse.
Dentro de la caseta había un silencio absoluto.
Recuerdo que cuando habló la chica McLaren lo hizo apenas en un susurro. Yo
estaba con Méndez en la otra ventana; Russell estaba junto a la puerta; pero todos la
oímos.
—No se acuerda —dijo.
Nadie más dijo nada.
—Tenemos que decírselo —dijo ella entonces con toda calma y serenidad, como
constatando un hecho, no simplemente cediendo a la compasión al verle así.
—No haremos nada —dijo Russell desde la puerta. Seguía mirando al doctor
Favor, que ahora se había sentado, con un brazo todavía apoyado en la manivela de la
bomba.
—¿Puede mirar a ese hombre —dijo la chica McLaren— y negarse a ayudarle?
—ahora miraba a Russell.
—Pronto se irá —dijo Russell—. Entonces no tendrá que mirarle.
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—Pero se está muriendo de sed. ¡Usted mismo puede verlo!
—¿Qué creía que iba a ocurrir? —dijo Russell. Entonces la miró—. Creía que no
iba a volver a verle. De modo que ayer estaba bien, ¿eh?
—Si no dije nada ayer —dijo la chica McLaren—, hice mal.
—¿Se sentiría mejor si se hubiera escapado con el agua?
—Eso no tiene nada que ver con que ahora esté ahí abajo.
—Usted podría estar ahí abajo —dijo Russell— y él aquí arriba.
—Simplemente no lo entiende, ¿verdad? —dijo la chica McLaren.
Russell se la quedó mirando.
—¿Qué quiere hacer?
—¡Quiero ayudarle! —dijo ella levantando un poco la voz, como si se le
estuviera acabando la paciencia.
Russell no pareció alterarse por ello. Dijo:
—¿Quiere bajar a buscarle? ¿Dejar huellas en esa ladera por la que no ha pasado
nadie en cinco años? ¿Dejar un rastro que señale dónde estamos?
—¡Se está muriendo de sed! —gritó ella a Russell. Se le había acabado la
paciencia y le arrojó aquellas palabras a la cara.
No quiero decir que gritara tan fuerte como para que la oyera el doctor Favor.
Ahora se había apartado de la bomba y recorría la hilera de edificios de la compañía,
y al llegar a aquel en el que habíamos estado dos días antes se lo quedó mirando.
Contuve el aliento. Puede que se hubiera acordado del odre. Pero no, siguió
adelante.
Lo siguiente que supe es que la chica McLaren había saltado por la ventana y
corría cuesta abajo. Russell salió en seguida por la puerta, pero demasiado tarde para
detenerla. Se quedó parado delante de la caseta, mientras Méndez y yo seguíamos en
la ventana, y vi cómo ella iba levantando pequeños regueros de polvo por la
pendiente, haciéndose cada vez más pequeña.
Al pie de la cuesta la chica gritó algo. Vimos al doctor Favor pararse y volverse
de golpe. (Debió darle un susto tremendo). Echó a andar hacia ella, pero ahora le
estaba gritando algo más, señalando hacia el edificio de la compañía.
Se quedó parado un momento, y luego echó casi a correr en su prisa por llegar al
edificio, mientras la chica McLaren se quedaba allí esperando para ver si encontraba
el odre.
Nosotros observábamos todo esto. Le vimos llegar ante el edificio, justo al borde
de la sombra que arrojaba el porche, y entonces se detuvo. En seguida empezó a
recular, como apartándose de algo. Un segundo después se dio la vuelta y echó a
correr hacia la chica McLaren, que no sabía lo que pasaba, lo mismo que nosotros, y
se quedó mirándole.
Cuando estuvo cerca debió decirle algo. La chica McLaren empezó a subir por la
ladera, volviendo la vista hacia el edificio de la compañía mientras trepaba.
Fue entonces cuando apareció él. Era Early. Salió de la sombra del porche, justo
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hasta el borde, y se quedó allí parado con un revólver Colt en una mano y una
cantimplora en la otra —evidentemente la cantimplora llena de whisky— de la que el
mexicano había hablado a John Russell, porque creo que Early estaba borracho o
casi. Por la postura que tenía, con las botas muy separadas, parecía que intentaba
equilibrarse. No lo juraría, porque no hubo tiempo para mirarle bien.
Empezó a disparar su Colt, apuntando hacia nosotros o hacia la chica McLaren y
el doctor Favor mientras subían por la ladera, haciendo que Méndez y yo nos
tiráramos al suelo, y siguió disparando hasta vaciar el revólver. Entonces empezó a
dar voces, aunque no distinguíamos lo que decía.
Seguí esperando a que aparecieran Braden y los otros, pero no lo hicieron. No por
el momento. Estaba claro que habían enviado a Early de avanzadilla, porque Braden
habría supuesto que vendríamos por aquí.
Seguía pegado a la ventana cuando la chica McLaren y el doctor Favor llegaron a
la caseta. Ella entró y en seguida volvió a salir con la cantimplora y se la dio al doctor
Favor, que bebió ávidamente hasta que ella se la quitó de la boca. Él se la quitó a su
vez, la sostuvo un momento y se la tendió a Russell. Creo que solo con mirar a
Russell adivinó que la idea de salvarle solo había sido cosa de la chica McLaren.
Parecía sonreír un poco, como si se la hubieran jugado a Russell.
—Así aprenderá algo sobre los blancos —dijo a Russell—. Que se mantienen
unidos.
—Más les vale —dijo Méndez—. Más nos vale a todos.
Allí estaba de nuevo el inescrutable Henry Méndez hablando por un momento
como solía. Estuvo bien oírle, tras haber visto durante dos días su otra cara. No estaba
mirando al doctor Favor. Entonces me fijé en que Russell miraba también hacia la
ladera.
Como si hubieran estado siguiendo al doctor Favor (lo que sin duda habían
hecho), al fondo apareció el mexicano a pie seguido por Frank Braden y la señora
Favor a caballo. La pequeña procesión venía del collado del sur, siguiendo el otro
lado del cañón y sin darse ninguna prisa. El mexicano levantó el brazo y nos saludó.
Estábamos todos juntos otra vez. De vuelta a donde habíamos empezado. Solo
que ahora nosotros estábamos encaramados en aquella repisa de roca, mirando hacia
abajo y viéndoles avanzar por el cañón hasta que desmontaron frente al edificio de la
compañía, justo enfrente de nosotros, y desenfundaron sus rifles.
En un momento así se piensan un montón de cosas a la vez. Que deberíamos estar
haciendo algo, escapando de allí o haciendo algo. Que aquello no debería haber
ocurrido nunca. Que si no hubiera sido por la chica McLaren y su acto compasivo
con un hombre que no se lo merecía nunca nos habrían encontrado; hubieran mirado
hacia aquella ladera en la que no se distinguía ningún rastro y habrían seguido
adelante. Quizá nos hubiera gustado decir algo a la chica McLaren. Era una tentación.
Pero solo lo hizo Méndez.
—¿Lo ve? —dijo, mirando al doctor Favor y luego a la chica McLaren, que
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estaba en la entrada—. ¿Lo ve? —volvió a decir, con ganas de añadir algo, pero se
limitó a menear la cabeza pensando en todo aquello a la vez.
La chica McLaren había estado callada, pero creo que Méndez la enfureció.
—Volvería a hacerlo —dijo—. Aunque supiera que están ahí volvería a hacerlo.
¿Qué le parece eso?
—¡No se lo merece! —dijo Méndez con los dientes apretados para no gritárselo.
Aun así sonó muy alto.
—¿Quién es usted para decidir quién se lo merece?
Cuando se enfurecía hablaba bien claro, como ya han visto.
El doctor Favor no intervino. Estaba pasándose la lengua por los labios
hinchados, creo que saboreando aún el agua.
Y Russell. Russell todavía fuera en cuclillas, sentado sobre sus talones. Fumando
un cigarrillo, mirando hacia el otro lado del cañón. Russell no miró a la chica
McLaren (no entonces) ni dijo nada a nadie. Russell era Russell.
Se quedó fumando el cigarrillo mientras observaba a Braden y los otros ante el
edificio de la compañía, mirando cómo llevaban a los caballos a la sombra del porche
sobre pilotes, cómo volvía a salir al sol el mexicano y se contoneaba de un lado a
otro, con las manos en las caderas y mirando hacia donde estábamos.
Fue entonces cuando Russell entró en la caseta. Lo siguiente que supe fue que
estaba apostado en la otra ventana con el Spencer en el hombro. Dudo que el
mexicano le viera. Estoy seguro de que no le vio, porque si no habría hecho algo
antes de que Russell disparara.
Al oír el tiro y ver levantarse el polvo delante de él, el mexicano se quedó
completamente quieto. Russell volvió a disparar y esta vez el mexicano pegó un bote
y se refugió en la sombra del porche. Russell no iba a aguantar nada de aquel
mexicano.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo Méndez con voz apenada.
Russell debía pensar que le hacían un montón de preguntas estúpidas.
—Para que nos vean —dijo a Méndez.
Nadie respondió al fuego desde abajo, pero seguimos esperando que lo hicieran.
Para entonces estábamos todos dentro. Russell estaba ya apilando aquellas bolsas de
concentrado en el alféizar de su ventana. Entonces empecé yo a parapetar la otra, con
la ayuda de la chica McLaren. Méndez le acercó unas cuantas a Russell, pero el
doctor Favor no movió un dedo. Supongo que estaría pensando, mientras miraba de
reojo las alforjas. Como Russell no le dijo nada, yo tampoco lo hice. Qué diablos.
Después Russell extrajo el tubo cargador del Spencer y metió dos cartuchos más
que sacó de su canana. Yo me quedé junto a la otra ventana, preguntándome si aquel
pequeño revólver que tenía serviría de algo.
Pasaron los minutos, pero aquella horrible sensación nerviosa que tenía, y que
intentaba que no se me notara, no cedió en absoluto. Recuerdo que me pregunté si
Russell tendría miedo. Se había quitado el sombrero y podía ver bien un lado de su
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cara. Como dije antes, parecía mucho más joven sin el sombrero y con el pelo
aplastado sobre la frente. De vez en cuando tragaba saliva o se rascaba la nariz, como
hacía todo el mundo, y no parecía en nada diferente del resto de nosotros.
Solo que era diferente. Como Braden estaba a punto de averiguar de primera
mano.
Supongo que la idea de Frank Braden era dejar que nos preocupáramos un poco.
Pasó cosa de media hora antes de que volviéramos a saber de él. Entonces ocurrió de
repente.
Gritó desde el otro lado:
—¿Me oyen? —esperó—. ¡Voy a subir a hablar! ¡No disparen!
Esperó y volvió a gritar. Pasó como un minuto.
Entonces apareció Braden al borde de la sombra del porche. Early y el mexicano
estaban detrás de él. Esperaron allí mientras Braden se apartaba de ellos empuñando
un rifle Winchester con un paño blanco o algo así atado en la punta. La idea que tenía
Frank Braden de una bandera de tregua.
Russell le observaba. Cuando Braden estuvo en campo abierto, a pleno sol y sin
nada cerca para ponerse a cubierto, Russell levantó el Spencer y lo amartilló.
—Quiere hablar —dijo Méndez—. Ya le has oído. No es una trampa. ¡Tiene algo
que decirnos!
Russell no le hizo el menor caso, ni siquiera alzó la vista. Apoyó el Spencer en las
bolsas de concentrado y fijó la mira frontal sobre Braden.
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CINCO
Frank Braden tenía agallas. Eso se puede decir bien alto de él. Un hombre sin agallas
no asalta diligencias ni sube por una ladera abierta a plena vista de gente que sabe
que está armada.
Si tenía miedo, en ningún momento lo dejó ver. Tal como llevaba el sombrero,
acanalado y vencido hacia adelante sobre los ojos, tenía que alzar la cabeza para
mirar hacia arriba. La alzaba a cada rato, pero sin que ello le hiciera vacilar. Cruzó el
claro frente al edificio de la compañía como si nada le preocupara en el mundo, con
el Winchester algo levantado y la bandera blanca de tregua atada en la punta.
Confiaba en la bandera de tregua y en el hecho de que el mexicano había hecho lo
mismo el día anterior sin que le dispararan. Lo cual demostraba que todavía no
conocía bien a John Russell.
Russell le dejó acercarse. En ningún momento se apartó el Spencer del hombro,
pero el cañón se inclinaba una pizca a cada poco a medida que Braden subía.
Cualquier otro podría haber estado apuntando a Braden, pero de algún modo sabías
que Russell tenía la intención de dispararle él, porque si no nunca habría levantado el
arma. La cuestión era cuánto se acercaría Braden.
—Escucha, solo quiere hablar —dijo Méndez, dando un paso hacia Russell como
quien se acerca a un caballo sin domar con la mano extendida para tranquilizarle—.
Puedes ver que no es una trampa. El hombre viene a hablar. ¿Es que no lo ves?
¿Quieres liarla sin ninguna necesidad? ¡Mírame!
Russell levantó un poco la cabeza, interrumpido en su concentración. Pero siguió
con los ojos clavados en Braden, que ahora había llegado a unos raíles de vagoneta
que salían de la trituradora y pasaban junto a una pequeña caseta para perderse más
abajo en la pendiente. A este lado de los raíles Braden estaba ya a menos de cien
yardas. Siguió acercándose.
—Averigua al menos lo que quiere —dijo Méndez—. No tienes que hablar con él.
Si no quieres lo hará uno de nosotros.
Méndez miró hacia fuera, y vio que Braden empezaba a subir la parte más
escarpada.
—No sabes lo que quiere. Hombre, tienes que averiguar lo que quiere —siguió
diciendo Méndez—. Escúchale. Él se fía de nosotros… Tenemos que fiarnos de él y
enterarnos de lo que quiere. ¿No te parece sensato? —Méndez dijo todo esto muy
deprisa. Si no convencía a Russell, le molestaba lo suficiente para que no pudiera
concentrarse en Braden.
Para entonces Braden estaba ya muy arriba en la cuesta. Se detuvo allí y gritó:
—¿Hay alguien en casa?
Méndez vio que se le presentaba una oportunidad y en seguida la aprovechó.
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—¡Le oímos! —gritó a su vez.
—Salgan de esa guarida de jabalíes —dijo Braden—. Hablemos un poco.
—Diga lo que quiera —respondió Méndez.
—He pensado que quizá les gustaría irse a casa.
—Diga algo —dijo Méndez.
—La cosa está clara —contestó Braden—. Podemos quedarnos ahí abajo todo el
tiempo que queramos. Yo puedo mandar a un hombre por agua y pitanza, pero
ustedes no pueden moverse. Solo podrán marcharse si les dejamos. ¿Lo entienden?
—¿Y qué más?
—No tiene por qué ocurrir mucho más.
—De acuerdo, ¿qué quiere?
—Ustedes dejan el dinero, nosotros dejamos a la mujer.
—¿Y todo el mundo se va a casa?
—Todo el mundo se va a casa.
—Tendremos que hablar de ello.
—Háganlo —Braden sostenía el Winchester cruzado sobre un brazo, la bandera
de tregua colgando lacia en la punta. Tenía las piernas algo separadas, como posando,
muy seguro de lo que estaba haciendo—. Mientras hablan les dejaremos ver a la
mujer. Luego, cuando estén listos, bajan con el dinero y se llevan a la mujer.
—Vamos a hablar de ello —volvió a decir Méndez. Echó una ojeada al doctor
Favor, que estaba en la otra ventana, y miró de nuevo a Braden—. ¿Y si…?, bueno,
¿y si nadie quiere llevarse a la mujer?
—Piénseselo bien —contestó Braden— antes de decir una cosa así.
—Solo quiero asegurarme de lo que quiere decir, nada más.
—Solo tiene que estar seguro de una cosa —dijo Braden—. No se marcharán de
aquí con el dinero. ¿Lo entiende?
Méndez no respondió. Frank Braden esperó un minuto y empezó a darse la vuelta.
—Eh —le llamó Russell y Braden se detuvo, vuelto a medias, de modo que
miraba hacia atrás por encima del hombro—. Tengo una pregunta —dijo Russell.
Braden guiñaba los ojos intentando distinguir a Russell en la ventana.
—Hágala —dijo.
—¿Cómo va a bajar esa cuesta?
Braden supo lo que quería decir. Se quedo inmóvil un momento, luego se volvió
lentamente para volver a encarar la caseta, mostrándonos que no tenía miedo.
—Mire, he subido a decirle cómo están las cosas. Se lo estoy poniendo fácil.
—Nadie se lo ha pedido —dijo Russell—. Sube aquí solo. Viene y dice que no
nos vamos de aquí con el dinero… ¿eh?
—Ya ha oído lo que he dicho —se veía que Braden estaba más tenso.
—Les damos el dinero o nos matan.
—Dije que no se marcharían de aquí.
—Viene a ser lo mismo, ¿no?… Puede que les demos el dinero y aun así nos
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maten.
—Será mejor que hable con sus amigos.
—Creo —siguió Russell— que nos quiere muertos para que no podamos contar
nada.
—Si fuera así les habríamos matado en la diligencia.
—Lo intentaron —dijo Russell—, llevándose el agua. Pero la recuperamos.
—Piense lo que quiera —dijo Braden, para acabar de una vez.
Russell asintió con la cabeza. La movió de arriba abajo lentamente dos o tres
veces.
—Ya lo he pensado —dijo con aquella voz apacible, tan tranquila que no
sospeché lo que quería decir hasta que levantó el Spencer. Entonces no quedó
ninguna duda de lo que quería decir.
—¡Espere un poco, chico! —dijo Braden—. Voy a bajar por donde he subido —
pero bajaba reculando, con la mirada fija en la ventana.
Russell tenía el Spencer en el hombro, pero la cabeza alta mirando a Braden.
—¿Me ha oído? —gritó Braden—. ¡Espere un poco!
Era como si Russell estuviera soltando cuerda, dando un respiro a Braden antes
de apretarla de un tirón. Iba a ocurrir. Lo sabía él y lo sabía Braden, que seguía
retrocediendo paso a paso. Pero solo Russell sabía cuándo. Eso fue lo que terminó de
desquiciar a Braden. Puede que tuviera más agallas que nadie, pero de repente se
desinfló y ya solo le quedó una cosa que hacer.
Echó a correr, lanzándose tan deprisa ladera abajo hacia la trituradora que no dio
más de cuatro o cinco pasos antes de caerse, y fue a caer en el preciso instante en que
Russell apretaba la cara contra el Spencer y disparaba. Quizá fue eso lo que le salvó
la vida, porque desde luego precipitó el segundo disparo de Russell, que intentaba
alcanzar a Braden mientras estaba en el suelo, pero la bala levantó arena justo delante
de Braden, que se levantaba ya y seguía corriendo, alejándose un poco mientras
Russell apuntaba ahora con calma y cuando disparó Braden se dobló y salió rodando
un trecho por la pendiente. Fue entonces cuando abrieron fuego desde el edificio de la
compañía, cuando el mexicano y Early reaccionaron y empezaron a cubrir un poco a
Braden, que ahora se arrastró un trecho y se puso en pie otra vez y volvió a salir
corriendo, cojeando mientras corría, vencido sobre una pierna: y bam retumbó el
Spencer y Braden volvió a caer sobre sus manos y rodillas, pero de algún modo
siguió adelante, clavando las uñas en la tierra y medio corriendo medio a rastras, el
Winchester con la bandera de tregua olvidado ahora a su espalda. Russell volvió a
disparar, precipitándose otra vez porque Braden estaba ya muy cerca de la planta
trituradora y era el último tiro que le quedaba; Braden consiguió llegar y dobló la
esquina del edificio, a unas cuarenta yardas de nosotros, mientras el estampido del
disparo se perdía cañón abajo.
Fue el mexicano quien sacó a Braden de allí. Subió por el otro lado de la
trituradora y se llevó a Braden por el mismo camino, cobijándose detrás del edificio
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para que no pudiéramos dispararles.
Early salió de la sombra del porche para ayudar al mexicano a poner a cubierto a
Braden: Early mirando hacia atrás como si temiera que Russell fuera a volver a
disparar, y Braden caminando pero arrastrando las piernas y apoyándose en ambos.
Le habían dado de lleno.
Señor Braden, me dije entonces, le presento a John Russell.
Pero ¿había mejorado en algo nuestra situación?
Quizá. Dependía de Braden. Si estaba muy malherido tendrían que meterle en
cama o llevarle a un médico. De modo que nos quedamos un rato al acecho con esa
esperanza. Pero la esperanza fue menguando poco a poco a medida que pasaba el
tiempo y nadie salía del edificio de la compañía.
Cuando no quedó ninguna duda de que iban a quedarse allí, Henry Méndez
empezó otra vez a meterse con Russell. ¿Por qué has tenido que hacer eso?, decía.
¿Por qué no has dejado que se arreglaran las cosas? Méndez estaba seguro de que
ahora lo teníamos peor. Y todo por culpa de Russell.
—No ha cambiado nada —dijo Russell.
Dicho de otro modo, podían estar furiosos o heridos o hambrientos o borrachos,
pero de todas formas intentarían matarnos. Cuando te parabas a pensarlo te dabas
cuenta de que era verdad.
Mientras Méndez y Russell hablaban se me ocurrió la idea de escapar de allí por
donde habíamos venido.
Nos acribillarán en esa pared mientras trepamos, fue la respuesta de Méndez. «No
si lo hacemos de noche», dijo Russell. Se veía que estaba pensando en cómo salir de
allí.
Se habrán dado cuenta de que hasta ahora nadie había dicho que Russell debería
entregarles el dinero a cambio de la señora Favor: hacer lo que quería Braden y ver lo
que pasaba, no solo suponerlo. Quizá porque decírselo a Russell hubiera sido
malgastar saliva. O quizá porque nadie pensaba entonces en la señora Favor.
Bueno, eso cambió en cuanto el mexicano la sacó fuera. Quizá hubiera pasado
una hora desde que Braden resultó herido. (Es difícil recordar ahora los diferentes
intervalos de tiempo). Todo había estado tranquilo allá abajo. Entonces apareció el
mexicano en el claro con la señora Favor delante. Llevaba las manos atadas y
también un trozo de cuerda atado al cuello, como una correa de perro, cuyo extremo
sostenía el mexicano.
La llevó pendiente arriba hasta los raíles de vagoneta que salían de la trituradora y
la hizo sentarse allí. Se arrodilló y ató la cuerda a uno de los raíles, manteniéndose
todo el rato detrás de la señora Favor. Después desenfundó el Colt de su lado
izquierdo, sujetándose el codo derecho contra el costado, y echó a correr hacia una
pequeña caseta que había pocas yardas más arriba.
Entonces nos sorprendió. En vez de retroceder, manteniendo la caseta en línea
con nosotros para estar a cubierto, salió corriendo otra vez para cruzar un trecho
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bastante despejado hasta la planta trituradora.
Imagínenlo a unas cuarenta yardas ladera abajo a nuestra izquierda, y a la señora
Favor justo enfrente, como encogida y mirando hacia la caseta, a unas ochenta
yardas.
Fue mientras el mexicano se daba esta carrera cuando salió Early con un rifle y se
alejó caminando en dirección al collado del sur. No tuve que pensarlo mucho. Early
iba a dar un rodeo para situarse a nuestra espalda, cerrando la puerta trasera tanto si
queríamos utilizarla como si no.
Eso fue también lo que dijo Russell. Seguía en la ventana observando la esquina
de la trituradora donde estaba el mexicano. La chica McLaren le preguntó adónde iba
Early y él dijo «A ponerse detrás de nosotros» sin apartar los ojos de la trituradora. El
mexicano no se había dejado ver aún.
Durante todo este rato el doctor Favor había estado mirando por la otra ventana a
su mujer. Era extraño, mientras estuvo allí nadie más se acercó a aquella ventana,
como si le dejáramos solo con ella. Pero no se quedó mucho tiempo; al poco se
apartó, encendió un puro y se sentó, supongo que a pensar un poco más.
La chica McLaren, Méndez y yo nos encontramos finalmente junto a aquella
ventana, donde permanecimos prácticamente el resto del tiempo que estuvimos allí.
Por supuesto, no dejábamos de mirar a la señora Favor.
¿Recuerdan que Braden había dicho: «Mientras hablan les dejaremos ver a la
mujer»? El tipo sabía lo que se hacía.
Estaba allí sentada entre los raíles mirando casi todo el rato hacia arriba, hacia
nosotros. En seguida nos dimos cuenta de que no podía levantarse; la cuerda que
tenía atada al cuello no era lo bastante larga. Podía incorporarse hasta quedar
encorvada, pero no más. Estuvo un rato intentando desatar la cuerda del raíl, pero era
evidente que el mexicano había apretado bien el nudo.
Así que se quedó allí expuesta mientras el sol se elevaba más y más en el cielo, a
veces apartándose el pelo de la cara o sacudiéndose cosas de la falda. Por la forma en
que miraba hacia arriba —¡Dios!— adivinabas lo que estaba pensando. Pero desde
luego se lo tomaba con calma, y no lloró ni una sola vez. Hasta poco después no
descubrimos que no le habían dado nada de agua.
Fue después de que el mexicano empezara a provocar a Russell.
Desde la esquina de la trituradora, asomando un segundo parte de la cabeza, se
puso a gritar:
—¡Eh, hombre! ¿Te gusta esa mujer?… ¿La quieres?… ¡Te la regalamos! —y
cosas así.
John Russell no respondió. Se limitó a apretar la cara contra la culata del Spencer
y a fijar la mira frontal en la esquina de la trituradora.
El mexicano esperó un poco. Luego gritó:
—¡Si la quieres, hombre, será mejor que te des prisa! ¡Podría derretirse al sol!
Serían entonces las diez, quizá algo más temprano. Luego el mexicano gritó:
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—Hombre, ¿por qué no sales a darle un poco de agua? No ha bebido nada…
¡desde ayer por la mañana!
Allí estaba, asomando apenas por la esquina, y bam retumbó el Spencer y se vio
astillarse la madera justo donde había estado la cara del mexicano.
Luego quedó todo en silencio, el tiempo suficiente para que empezáramos a
preguntarnos si Russell le habría dado. Suficiente para que la chica McLaren dijera:
—Esa mujer no ha bebido nada —luego, dirigiéndose a Russell—: ¿Ha oído lo
que ha dicho? No ha bebido nada desde ayer.
Russell seguía observando la esquina. La chica McLaren siguió mirándole.
—¿Es por eso por lo que quiere matarle? —dijo entonces—. ¿Para que se calle de
una vez? ¿Para no tener que oír lo que dice de ella?
La toqué en el brazo para calmarla, pero se apartó de un tirón.
—No servirá de nada pelearnos entre nosotros —dije.
—¿Estamos todos en el mismo lado? —dijo ella—. ¿Lo cree de verdad?
—Bueno, todos estamos aquí metidos.
Ella volvió a mirar a Russell.
—Él está aquí metido con doce mil dólares que no le pertenecen y esa mujer está
ahí fuera atada al sol como un animal.
Me miró a mí como si alguien tuviera que hacer algo.
—Bueno, ¿y qué quiere que haga?
La chica McLaren no llegó a contestar. El mexicano volvió a gritar, haciéndonos
saber que estaba vivo.
—¡Eh, hombre! —voceó—. ¡Me has metido astillas en los ojos!… ¡Baja aquí a
ayudarme a sacarlas!
Tal cual, lo juro, como si le pareciera divertido que le disparasen.
Siguió así, gritando a Russell de vez en cuando, intentando provocarle para que
saliera. También oímos algo de Early unas cuantas veces. Piedras que tiraba al tejado
desde arriba: Early que todavía notaba el whisky y se sentía juguetón, o que
simplemente quería advertirnos que estaba allí y que no intentáramos nada.
La chica McLaren estuvo un rato callada. Supongo que se había calmado. Se le
había despegado la suela de uno de sus zapatos y no paraba de retorcerla, intentando
arrancarla, incluso cuando miraba a la señora Favor, que estaba ahora con los
hombros caídos y la cabeza gacha. La chica McLaren no podía quedarse mirándola
mucho tiempo, ni seguir tocándose el zapato eternamente.
Empezó a mirar a Russell y finalmente se acercó y se arrodilló a su lado. Russell
estaba fumando, sentado sobre sus pies, con el Spencer apoyado en las bolsas de
mineral apiladas en el alféizar de la ventana.
—Tenemos que darles el dinero —dijo ella en voz muy baja—, creo que lo sabe.
Él se la quedó mirando, no una simple ojeada sino tomándose tiempo para
observar su cara morena con la frente quemada por el sol.
—Como antes tenía que darle agua a ese —dijo Russell, refiriéndose al doctor
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Favor.
—Eso ya pasó —dijo ella, un poco picada.
—¿Cree que él hubiera hecho lo mismo por usted?
—Alguien lo hubiera hecho.
—¿Cómo sabe eso?
—Simplemente lo sé. La gente se ayuda entre sí.
—La gente también se mata entre sí.
—Ya lo he visto.
—Y volverá a verlo.
—Si va a decir que tengo la culpa de que estemos aquí atrapados, dígalo —dijo la
chica McLaren—. Puede que le haga sentirse mejor, pero no cambiará nada.
Russell meneó la cabeza.
—Lo que quiero saber es por qué le ayudó.
—¡Porque necesitaba ayuda! ¡No pregunté si la merecía!
Esperó a calmarse un poco y dijo bajando la voz:
—Como esa mujer necesita vivir. No nos toca a nosotros decidir si lo merece.
—Solo la ayudamos, ¿eh?
—¿Podemos hacer otra cosa?
Russell asintió con la cabeza.
—No ayudarla.
—Dejarla morir sin más —dijo la chica McLaren, y se le quedó mirando.
—Eso depende de Braden —dijo Russell—. Nosotros tenemos que pensar en otra
cosa. Si no le damos el dinero tendrá que venir a buscarlo.
Entonces la chica McLaren estuvo a punto de perder los estribos.
—Está usted dispuesto a sacrificar una vida humana por ese dinero. Eso es lo que
está diciendo.
Russell empezó a hacerse un cigarrillo, mirando por la ventana hacia la
trituradora mientras lo liaba, luego otra vez a la chica McLaren.
—Vaya a preguntar a esa mujer lo que piensa de la vida humana. Pregúntele lo
que vale una vida humana en San Carlos cuando se les acaba la carne.
—Ella no tiene la culpa de eso.
—Dijo que esos sucios indios comen perro. ¿Lo recuerda? Que ella no comería
perro por muy hambrienta que estuviera —todos le mirábamos ahora. Encendió el
cigarrillo y arrojó una bocanada de humo—. Vaya a preguntarle si comería perro
ahora.
—¡Es por eso! —dijo la chica McLaren, como si de pronto lo hubiera visto todo
claro—. ¡Insultó a esos pobres indios hambrientos y miserables y usted va a dejarla
morir por eso!
Russell meneó la cabeza.
—Estábamos hablando de la vida humana.
—¡Aunque no hubiera dinero por medio, nada que ganar, usted la dejaría morir!
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—la chica McLaren se dejó ahora llevar por la cólera, sin intentar contenerse—.
¡Porque piensa que los indios son sucios y poco menos que animales va a quedarse
aquí sentado y a dejarla morir!
Russell sostenía el cigarrillo cerca de su boca, mirándola.
—Si eso le enfurece, ¿por qué hablar de ello?
—Quiero hablar de ello —le replicó ella—. Me gustaría que me preguntara a mí
lo que pienso que vale una vida humana… una sucia vida humana apache. Venga,
pregúnteme. Pregúnteme por los que me raptaron de casa y me tuvieron prisionera
durante más de un mes. Pregúnteme por las cosas sucias que me hicieron, las que me
hicieron las mujeres cuando los hombres no estaban allí y las que me hicieron los
hombres cuando no estábamos huyendo sino escondidos en algún sitio y tenían
tiempo que perder. ¡Pregúnteme si se atreve!
Estaba allí arrodillada, muy tensa, como si fuera a saltar sobre él si se movía,
aunque era solo que estaba totalmente absorta diciéndole lo que acababa de decir.
Por fin lo había echado fuera todo. Creo que todos nos sentíamos ya un poco
menos tensos. Se reclinó hacia atrás hasta quedar sentada, apartando los ojos de
Russell para posarlos en aquella suela suelta de su zapato, y empezó a toquetearla
otra vez con aire pensativo.
Poco después dijo:
—Llevo casi dos meses sin ver a mis padres… ni a mi hermanito. Estábamos los
dos solos en casa y él huyó y no sé lo que le ocurrió, si le atraparon o qué.
Volvió a alzar la vista hacia Russell, y su voz perdió al instante toda su dulzura,
como si fuera a empezar a increparle otra vez.
—¿Qué piensan ellos de una vida humana de ocho años? —dijo—. ¿También
matan a los críos pequeños que no pueden defenderse?
Russell no había apartado los ojos de ella, y todavía sostenía el cigarrillo cerca de
su cara.
—Si no los quieren —dijo, y siguió mirándola fijamente.
Así acabó aquello. Para ser una chica menuda y flaca de diecisiete años, era más
dura que la mayoría de los hombres, como creo que ya han podido ver. Pero tenía que
esperar un poco. Creí que iba a volver a emprenderla con Russell, pero no le salieron
las palabras. Antes se le llenaron los ojos de lágrimas. Se quedó allí sentada
intentando contener el temblor de su barbilla y el llanto para hacerse entender,
mirando aún a Russell a la cara con los ojos húmedos, retándole a que dijera algo
más.
Justo entonces —y fue casi un alivio— se oyó otra vez al mexicano, que gritaba:
—Eh, hombre, ¿me oyes?
Russell se volvió y miró por el cañón del Spencer. El mexicano no se dejó ver
ahora y su voz sonaba un poco más lejana. Pero sabías que estaba allí.
—Ven aquí abajo —dijo—, ¡tengo algo para ti!
Russell también tenía algo para él si asomaba un pelo de la cara.
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—¡Hombre! —gritó entonces el mexicano—. Salimos los dos… ¡y hablamos!
Esperó.
—Tráete ese pistolón que tienes. Yo llevo uno, ¿eh?
Cada palabra que gritaba resonaba cañón arriba y volvía con el eco.
—Eh, hombre, como te llames… ¿me oyes?
Después de eso dijo algunas cosas que será mejor que no repita aquí, palabras
terribles que resultaba violento oír con la chica McLaren al lado. Intentaba hacer salir
a Russell con insultos, pero por el caso que le hacía podía haber estado gritando a una
pared. Russell estaba allí inmóvil esperando a que el mexicano se asomara, pero no lo
hizo.
Algo de lo que Russell había dicho a la chica McLaren no terminaba de
convencerme, de modo que le pregunté por ello: aquello de que si querían el dinero
tendrían que subir a buscarlo. ¿Por qué no iban a ser más astutos que nosotros? El
agua se nos acabaría (nos quedaba como litro y medio), ¿qué haríamos entonces?
A ellos también se les acabará, dijo Russell. Pero pueden ir por más, dije yo.
¿Adónde, hasta la posta de Delgado?, dijo Russell. ¿Y quién va a ir, el que
tenemos detrás? ¿El mexicano? ¿Quién nos vigilará entonces? No, dijo Russell. En
algún momento tendrán que subir aquí. Lo saben.
Dije que quizá fuera así, pero que para entonces la mujer de Favor estaría muerta.
Russell no contestó.
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cambió en ningún momento; simplemente estaba mirando algo. No le contestó ni dijo
una sola palabra.
Hay gente que puede ocultar muy bien sus sentimientos, de modo que será mejor
que no juzgue al doctor Favor. Recuerdo que me imaginaba a él y a su mujer a solas,
preguntándome de qué hablarían y si alguna vez se habrían llevado bien. (No podía
quitarme de encima aquella impresión de que ella solo había sido una más para él. Ya
saben lo que quiero decir, solo una mujer para tener a mano). Intenté imaginármela
llamándole Alex cuando estaban a solas. Pero no sonaba bien. No era el tipo de
hombre en el que piensas acordándote de su nombre de pila. Sobre todo si es un
nombre como Alex o Alexander.
Pero allí se oía otra vez débilmente, brotando de aquel gran cañón abierto:
«Alex…». Y él seguía allí parado mirando hacia ella, sin moverse apenas más que
para tocarse la barba, frotándosela lentamente bajo la barbilla con el dorso de los
dedos.
Una vez ella se incorporó, todo lo que podía, y gritó su nombre con más fuerza
que nunca: «¡Alex!». Y esta vez sonó bien alto y claro, con un eco de vuelta que al
oírlo te ponía la carne de gallina.
Y luego otra vez, lo que creo que seguiré oyendo cada día de mi vida:
—Alex… ¡ayúdame, por favor! —las palabras brotando solitarias allí fuera,
rebotando con el eco hasta extinguirse.
Era extraño estar en un cuarto con otras cuatro personas y no oír el menor ruido.
Todo el mundo estaba inmóvil, esperando a que la mujer de Favor volviera a gritar.
Pasaron quizá un par de minutos; quizá fueron más, pareció más largo. Había tal
silencio que cuando se oyó aquel ruido —el de un fósforo raspando e inflamándose—
todos nos volvimos a mirar a John Russell.
Encendió el cigarrillo, apagó el fósforo sacudiéndolo y lo tiró hacia atrás por la
ventana.
La chica McLaren, más cerca de la ventana donde aún seguíamos Méndez y yo,
no dejaba de mirar a Russell. ¿Entienden cómo le irritaba su calma? Creo que si
cualquiera de nosotros hubiera encendido un cigarrillo en aquel momento le hubiera
parecido bien. Pero no Russell. Al encender aquel fósforo volvió a encresparla. Solo
por la forma en que le miraba lo veías venir, así que intenté atajarlo diciendo:
—He estado pensando —no era verdad, se me acababa de ocurrir— en que a lo
mejor, cuando oscurezca, podríamos bajar con cuidado dos de nosotros a buscarla,
¿no? Quizá podamos incluso volver con ella sin que nos vean.
—Pero si os oyen… —dijo Méndez.
—Cuando oscurezca habrá muerto —dijo la chica McLaren.
—Eso no se puede saber —dije yo.
—¿Quiere esperar para averiguarlo?
—También he pensado en otra cosa —dije—. Braden también la está vigilando.
¿Y si ve que su plan no funciona o le da pena o algo y manda a ese mexicano a
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buscarla?
—Usted solo piensa en cosas buenas —dijo la chica McLaren.
—Podría ocurrir.
—El día en que se convierta en un ser humano —miró a Russell, que fumaba su
cigarrillo—. O el día en que se convierta él. Eso es lo único que puede salvarla.
Russell la estaba mirando, pero en aquel momento se oyó gritar al mexicano
desde la trituradora, y Russell volvió la cabeza para mirar por el cañón del Spencer.
—¡Eh, hombre! —gritó el mexicano, y siguió una retahíla de palabras, algunas de
ellas en español que probablemente eran tan obscenas como las inglesas que las
acompañaban—. ¡Baja a verme!
Russell siguió mirando por el Spencer durante al menos un minuto. Cuando se
volvió de nuevo hacia nosotros, apuró el cigarrillo y lo tiró por la ventana. La mano
se posó en las alforjas que tenía al lado. Las levantó, sopesándolas, y luego las
balanceó un poco y las arrojó en medio del suelo.
—¿Quieren salvarla? —dijo Russell. Miró a Méndez y a mí y luego al doctor
Favor, que estaba sentado a unos pasos de mí con la espalda contra la pared—.
¿Alguien quiere bajar a salvarla?
Nadie contestó.
—Si alguien quiere, que vaya —dijo Russell—. Pero primero le diré una cosa. Si
baja ahí no volverá a subir. En cuanto suelte esas alforjas y empiece a desatar a la
mujer les matarán a los dos.
La chica McLaren le estaba mirando, algo inclinada hacia adelante.
—Dice eso para que nadie coja el dinero y lo intente.
—Les matarán a los dos —dijo Russell—. Lo digo por eso.
Antes de que la chica McLaren pudiera decir algo más se volvió hacia el doctor
Favor.
—Esa mujer es su esposa —le dijo Russell—. ¿Quiere ir a desatarla?
El doctor Favor, con la cabeza un poco baja, tenía los ojos fijos en Russell, pero
no dijo una palabra.
Russell esperó un buen rato, haciéndolo horriblemente embarazoso, tanto que no
te atrevías ni a mirar al doctor Favor. Finalmente se volvió otra vez hacia nosotros.
—Señor Méndez —dijo—, ¿quiere salvarla usted?… O señor Carl Allen, creo
que se llama así, ¿quiere bajar ahí? Ese hombre no va a hacerlo. Es su esposa, pero no
va a hacerlo. No se preocupa por su propia mujer, pero puede que alguien se
preocupe, ¿eh? Eso es lo que quiero saber.
Ahora miraba directamente a la chica McLaren, y dijo:
—Creo que no sé cómo se llama. Hemos vivido juntos unas cuantas cosas, ¿eh?
Pero no sé cómo se llama.
—Kathleen McLaren —dijo ella. Debió pillarla por sorpresa, sin nada preparado
para decir.
—Muy bien, Kathleen McLaren —dijo Russell—. ¿Qué le parecería bajar ahí y
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desatarla y empezar a subir la cuesta y que le pegaran un tiro en la espalda? O por
delante, si dispara el que está en la trituradora. Por la espalda o por delante, pero
seguro que le disparan.
Ella se le quedó mirando, pero no dijo nada.
—Ahí están —dijo Russell, señalando con la cabeza las alforjas—. Cójalas. Se
preocupa más por su mujer que él. Dice que no estoy seguro o que no digo la
verdad… muy bien, vaya a ver qué pasa.
Entonces Russell hizo algo extraño. Se quitó los mocasines apaches y se los tiró a
la chica McLaren.
—Póngaselos —dijo—. Correrá más deprisa cuando empiecen a disparar.
Luego desenrolló su manta y sacó sus botas y se las puso. Mientras lo hacía la
chica McLaren siguió mirándole, pero no llegó a hablar. Y cuando Russell volvió a
alzar la vista hacia ella, sus ojos le sostuvieron la mirada solo un segundo antes de
apartarlos.
Una cosa era saber que una mujer iba a morir si nadie la ayudaba. Otra muy
distinta decir que estabas dispuesto a morir por ayudarla.
No dejaba de pensar en lo que me había dicho Russell: «¿Quiere bajar ahí?».
No, no quería, y lo reconozco abiertamente. Creía que Braden iba a disparar a
quienquiera que bajase con el dinero. Creo que todos estábamos ya convencidos de
eso. Incluso la chica McLaren.
Decidí que lo mejor que podíamos hacer era simplemente quedarnos allí sentados
y esperar a ver qué pasaba. Sé que decir esto puede parecer terrible cuando está en
juego la vida de una mujer, como lo estaba la de la señora Favor; pero ahora puedo
decirles que es más fácil pensar en tu propia vida que en la de otro. Por muy valiente
que sea una persona.
También reconozco que la presencia del doctor Favor me aliviaba un poco la
conciencia. Si alguien tenía que bajar allí era él. Pero no iba a hacerlo, eso era seguro.
Pasó otro rato. El mexicano, que era paciente y tenía tanto tiempo como nosotros,
gritaba algo a Russell de vez en cuando. Russell se quedaba cada vez más tiempo con
la cara apretada contra el Spencer cuando el mexicano le insultaba o le retaba a que
saliera. Se veía que le tenía ganas. Cuando pasó un buen rato sin que el mexicano
volviera a gritar, Russell se dio la vuelta para apoyarse en la pared y se lio un
cigarrillo. Me fijé en que después tiró la petaca. Era el último que le quedaba. Pero no
lo encendió, todavía no.
Pasó el tiempo y seguimos allí sentados sin hablar. Estaba seguro de que Russell
estaba pensando, planeando algo e imaginándose cómo iba a salir.
A eso de las cuatro la mujer de Favor empezó a llamar otra vez a su marido; sus
gritos no sonaban tan fuertes como antes, pero era horrible oírlos. Gritaba su nombre,
y luego decía algo más que no se entendía bien, como suplicándole que la ayudara.
Allí sentados en la caseta oíamos débilmente aquella voz en el cañón, «Alex…»,
arrastrando el nombre; luego lo repetía a veces, seguido por las demás palabras que
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sonaban como un largo gemido.
Ya se había callado cuando Russell se levantó. Miró por la ventana, no por mucho
tiempo, un minuto o así, y después se acercó al morral, lo vació de la cecina, el pan y
el café que quedaban y volvió con él a la ventana. Cogió una de las bolsas de mineral
del alféizar y la metió en el morral. Nadie más se movía, todos le observábamos. Fue
entonces cuando encendió su último cigarrillo. Lo fumó muy despacio, con mucho
cuidado. No dejábamos de mirarle, quizá porque tampoco nos fiábamos de él,
sabiendo que estaba a punto de hacer algo.
—Necesito a alguien —dijo Russell, mirándome directamente a mí. Como no
sabía lo que quería me quedé sentado sin más—. Aquí delante —dijo, señalando con
la cabeza hacia la ventana.
Me acerqué sin darme mucha prisa, mirándole para indicarle que no entendía.
Pero no explicó nada hasta después de hacerme otra seña para que me agachara,
cuando me tuvo arrodillado allí con la culata del Spencer entre ambos. Russell puso
la mano encima.
—¿Sabe disparar esto?
—No estoy seguro —dije frunciendo el ceño.
—Baje el guardamonte del gatillo con el pulgar. Esa palanca sirve para extraer y
recargar… ¿eh? Ahora está listo y puede que solo necesite un tiro —casi entre dientes
añadió—: Hombre, espero que solo necesite uno.
—¿Voy a dispararles? —dije yo.
—Al de la trituradora —dijo Russell mirando por la ventana—. Cruzará desde allí
y pasará delante de esa caseta junto a la mujer y se quedará dándole la espalda, un
poco más arriba de la caseta. Entonces apunte bien, asegúrese de fijar la mira frontal
sobre él.
—No entiendo lo que quiere decir.
—¿Qué hay que entender? —su voz solo mostró un poco de sorpresa, aunque
seguía siendo tranquila y paciente—. Si toca su arma le dispara.
—Pero —dije yo— ¿por la espalda?
—Le preguntaré si quiere volverse —dijo Russell.
—Mire —dije—, simplemente no entiendo lo que va a ocurrir. De eso hablo.
—Ya lo verá —dijo Russell. Se quedó pensando un minuto—. Puede que tenga
que ocuparse de algo más. El dinero… que llegue a San Carlos.
—Mire, ¿puede explicarme…?
Me tocó el brazo.
—Puede que sea usted quien tenga que llevarlo después a San Carlos. Eso es
fácil, ¿eh?
Me quedé mirándole fijamente.
—En ningún momento ha pensado en quedárselo, ¿verdad?
Él se me quedó mirando sin más, como si estuviera cansado, o como si ya fuera
inútil explicar nada.
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Se puso el sombrero, bien derecho y algo inclinado sobre los ojos. Cogió el
morral, echándoselo sobre el hombro izquierdo. Todos estábamos mirándole, la chica
McLaren muy quieta. Sin dejar de mirarle dijo:
—Va a bajar.
Solo esas tres palabras.
Russell se encogió ligeramente de hombros.
—Quizá intente algo.
—¿Y si no se creen que lleva el dinero ahí?
—Vendrán a mirar —contestó Russell.
—Puede que sí —asintió la chica McLaren—. Solo puede que sí.
—Tendrán que venir —dijo Russell.
La chica McLaren seguía mirándole; creo que quería preguntarle por qué iba a
hacerlo. Pero Russell miraba ahora a Méndez.
—Usted vigile a ese doctor Favor. Pero esta vez bien, ¿eh?
Méndez dijo algo en español y Russell le contestó también en español,
encogiéndose de hombros. Méndez parecía tener miedo hasta de respirar. Russell se
volvió hacia el doctor Favor. Tenía algo para cada uno.
—Con todas las molestias que se había tomado, ¿eh?
El doctor Favor no contestó, como si ya no le importase lo que dijeran o pensaran
de él. Se quedó mirando a Russell de abajo arriba, con aquella cara amplia y pálida
enmarcada por la barba rojiza, casi sin ninguna expresión. Probablemente estaría
pensando que aquel John Russell era el tonto más grande que había creado Dios.
Seguíamos mirándole todos, quizá sin terminar de creernos que iba a bajar allí y
como esperando a verlo para creerlo.
Estaba ya en la puerta cuando la chica McLaren recogió sus mocasines y se los
tiró.
—Póngaselos —dijo—. Correrá más deprisa cuando empiecen a disparar.
¿Ven lo que estaba haciendo? Pagándole con la misma moneda. Incluso utilizando
las mismas palabras que él. Diciéndolo con calma y esperando para ver su reacción.
Y entonces le vio sonreír, una sonrisa a todas luces espontánea. Incluso con el
sombrero puesto, en aquel momento parecía joven y como cualquier otro joven.
Russell se quedó con la mano en la puerta, mirando por encima del hombro a la
chica McLaren, solo a ella.
—Quizá deberíamos hablar más alguna vez —dijo.
—Quizá —contestó la chica McLaren. Le miraba del mismo modo que él, toda
absorta, como si viera algo en él que antes no estaba allí—. Cuando se calmen las
cosas.
Tuve la impresión de que quería decir algo más, pero no lo hizo.
Russell asintió con la cabeza, sin apartar sus extraños ojos azul claro de los de
ella.
—Cuando se calmen las cosas —repitió.
Le observé desde la ventana. También estaba atento al mexicano. Debía haber visto a
Russell cuando empezó a bajar, pero no salió de detrás de la planta trituradora hasta
que llegó a la mitad de la cuesta.
Fue entonces cuando Russell levantó el morral.
—¡Eh! —gritó, como le había estado gritando a él el mexicano—, ¡tengo algo
para ti!
El mexicano se movía con cuidado atravesando la ladera, sin apartar un momento
los ojos de Russell. Para entonces la mujer de Favor le había visto ya; estaba allí
sentada, doblada hacia adelante, con el pelo desgreñado colgando, observando cómo
se acercaba.
Russell no miraba hacia el mexicano, aunque debía saber que estaba bajando
transversalmente por la ladera como para cortarle el paso. Para entonces yo ya podía
ver parte de la espalda del mexicano. Me incliné un poco más y, como me había
indicado Russell, fijé la mira frontal del Spencer justo sobre ella, sintiendo algo
horrible al hacerlo.
En aquel momento Early, en la cresta por encima de nosotros, estaba
probablemente fijando su mira sobre Russell.
Me quedé esperando a que el mexicano hiciera algo; pero a medida que se
acercaba a aquella caseta fue acortando el paso hasta quedarse casi parado, sin apartar
los ojos de Russell ni un segundo, con el codo derecho doblado y apretado contra el
sitio donde le había herido, la mano izquierda colgando suelta. Esa era la mano que
Un hombre puede haber estado en dos lugares distintos y ser en cada uno de ellos un
hombre diferente. Tal vez, si lo imagináramos en más lugares, podría ser más
hombres diferentes, pero dos es suficiente por ahora. En estos momentos, este Bob
Valdez se lavaba las manos en el arroyo y descansaba bajo los sauces después de
cavar un hoyo, introducir en él el cuerpo de Orlando Rincón y cubrirlo de tierra y
piedras; descansaba y observaba a la mujer apache lipán que estaba sentada en
silencio junto a la tumba del hombre cuyo hijo tenía en sus entrañas y nacería en un
mes.
Ahora era ese Bob Valdez: el alguacil de la ciudad, de cuarenta años de edad y
escolta armado de la línea de diligencias. Un hombre bueno e incansable trabajador.
Y de aspecto tosco, con el rostro moreno y endurecido surcado de arrugas y curtido;
pero no se fíen de las apariencias, como suele decirse; Bob Valdez era un hombre
amable y respetuoso. Uno de los buenos. Las prostitutas del local de Inez en
Commercial Street le llamaban desde las ventanas; incluso a las chicas de piel blanca
procedentes de San Luis, también a ellas les gustaba. Bob Valdez las saludaba y en
ocasiones entraba. Después de estar con la chica, siempre se tomaba un café con Inez.
Se conocían desde que eran niños en Tucson. Le gustaba ir al local de Inez, claro que
sí. El señor Beaudry y el señor Malson y el resto podían intentar recordar alguna
ocasión en la que Bob Valdez hubiera bebido demasiado o se hubiera tambaleado o
mostrara la más mínima arrogancia en su rostro, y no serían capaces de recordar ni
una sola. Sí, ese Bob Valdez era un buen tipo.
Otro Bob Valdez que habitaba dentro del Bob Valdez que estaba bajo los sauces
esa noche había trabajado para el ejército en otro tiempo, y fue contratado como guía
cuando el general Crook persiguió a Gerónimo y se adentró en las montañas de Sierra
Madre. Fue rastreador en el Cuartel Whipple primero, y luego en los alrededores de
Fort Thomas; después estuvo a cargo de la policía apache en Whiteriver. Se sentaba y
cenaba con los apaches y, mientras hablaba con ellos, aprendía el dialecto Chiricahua.
Se pasaba todo el día con ellos y disparaba su carabina Springfield muchísimo mejor
que cualquiera de ellos. Había reunido un puñado de cabelleras, pero nunca las
enseñaba y finalmente se deshizo de ellas cuando Gerónimo fue enviado a Oklahoma
y comenzó a trabajar para la compañía de diligencias Hatch & Hodges y a vivir como
un hombre civilizado. Poco después fue nombrado alguacil de Lanoria con un salario
de veinticinco dólares, gracias a que se llevaba bien con la gente, incluyendo a los
mexicanos de la ciudad que bebían demasiado los sábados por la noche, y ese era el
Bob Valdez que el señor Beaudry y el señor Malson y los otros conocían. Nunca
conocieron al primer Bob Valdez.
Y se habían olvidado del segundo Bob Valdez. Se habían ido, se habían
Los hombres hablaban y recargaban sus armas, haciendo rodar los tambores de los
revólveres, sentados junto a las hogueras para descansar y comentar dónde habían
puesto sus balas. El segundo se apartó de ellos y salió al patio, escuchando el
silencio. Unos minutos más tarde fue hacia la enramada para entrar en la casa de
adobe.
El encargado de la posta, Gregorio Sanza, tras la barra de madera y bajo el
humeante quinqué de aceite, levantó una botella de mescal hacia el segundo, que
brillaba amarilla bajo la luz, pero el segundo sacudió la cabeza rechazándola; se
dirigió hacia la mesa larga donde Tanner estaba sentado con la mujer. Ella sorbía de
una taza de lata llena de café.
La mujer se había metido en el dormitorio poco después de que llegaran con la
Inez estaba gorda y le llevó algo de tiempo moverse desde el fogón hasta allí con la
cafetera. Tras rellenar la taza de porcelana frente a Bob Valdez y luego la suya, dijo:
—Se marchó pronto. Debió de ser antes del amanecer.
—¿La oíste?
—No, tal vez alguna de las chicas la oyó. Puedo preguntar.
—No importa.
—Me enteré en lo que andas metido —dijo Inez.
—Bueno, no me está yendo nada bien. Quería decirle a la mujer que tal vez iba a
llevarme un poco más de tiempo.
—Estás loco.
—Escucha, estoy cansado —dijo Valdez—. No voy a discutir contigo, ¿de
acuerdo?
—Ve arriba.
—He dicho que estoy cansado.
—También lo están las chicas. Me refiero a que te quedes en una de las
habitaciones y duermas.
—Tengo una carrera hasta St. David esta tarde y no regresaré hasta la mañana.
—Diles que estás enfermo.
—No, no tienen a nadie más.
—El tal Davis estuvo por aquí ayer noche. Lo eché del local.
—Estás en tu derecho de hacerlo —dijo Valdez.
—Estaba en un estado lamentable. Solo hablaba. Y no necesito hablar —dijo
Inez. Sorbió sonoramente su café y observó a Valdez mientras este se liaba un
cigarrillo. Valdez se lo ofreció y se hizo otro, y luego los encendió con una cerilla de
cocina.
—Y ahora ¿qué vas a hacer? ¿Olvidarte de todo el asunto?
—No lo sé —se pasó la mano nudosa por el pelo, echándolo hacia atrás por
encima de la frente—. Creo que quizás hable con el tal Tanner otra vez.
—Estás loco.
—No se lo expliqué bien. Esa parte en la que hay como un tribunal donde se
puede conseguir dinero por algo que te han hecho. Bueno, no como un tribunal, pero
ya me entiendes…
—Sigues estando loco. No te escuchará. Nadie lo hará.
—Pero si lo hace, los otros también lo harán, ¿verdad? —Valdez sorbió café.
—Ponle una pistola en la espalda si logras acercarte a él —dijo Inez—. Esa será
la única manera de que te dé el dinero.
—Nada de pistolas.
Diego Luz tuvo un sueño en el que se veía a sí mismo sentado en la valla del corral
observando a sus hombres mientras domaban caballos salvajes en el recinto. En el
sueño, que imaginaba tanto de día como de noche, Diego Luz era director de la
compañía ganadera de Maricopa. Vivía con su familia en la casa de adobe encalado
junto al corral, donde los cedros se recortaban contra el cielo: una casa con árboles y
un pozo de piedra en el patio y un porche donde poder sentarse por las tardes. En
ocasiones se imaginaba a sí mismo en el porche rodeado por su familia, con tres hijos
y dos hijas, su esposa y la madre de su esposa, y cualquier otro familiar que quisiera
visitarles. Pero su sueño favorito era verse a sí mismo en la valla del corral con su
hijo mayor, que ya casi era un hombre, sentado a su lado.
Los ayudantes se ponían muy nerviosos cuando él los observaba manejando los
caballos, porque sabían que era el mejor domador de caballos y mustangos que jamás
hubiera existido. Sabían que podía someter hasta al animal más violento y tenían
miedo de cometer errores en su presencia. Él les había enseñado cómo hacerlo, lo que
debían hacer y lo que no debían hacer, y le gustaba verlos trabajar.
En el sueño Diego y su hijo observaban a R. L. Davis saltando a lomos del bronco
hasta que finalmente lo veían salir despedido y aterrizar con fuerza sobre el hombro.
Su hijo sacudía la cabeza y decía: «¿Quieres que lo haga yo, papá?». Pero él le decía
que no, que era bueno que el hombre aprendiera. Hacía que R. L. Davis cabalgara
solo caballos de tiro, los proscritos y los caballos echados a perder, cuando estaban de
ronda o de viaje, y obligaba a R. L. Davis a que le llamara señor Luz.
R. L. Davis montó el bronco y volvió a caer, y en esta ocasión persiguió al animal
con una fusta y comenzó a golpearle en la testa. En este punto del sueño, Diego Luz
se acercó hacia R. L. Davis y le dijo: «Eh», y cuando R. L. Davis se giró para mirar,
Diego Luz le golpeó en la cara con uno de sus enormes puños. R. L. Davis cayó
desplomado y el hijo mayor le lanzó un cubo de agua, y cuando el hombre sacudió la
cabeza y abrió los ojos, preguntó: «¿Qué he hecho mal?». Y Diego Luz le respondió:
Toda tu vida has estado mirando al suelo, pensó Valdez en cierto momento. Pero
nunca tan de cerca ni durante tanto rato.
El dolor le recorría desde la nuca hasta los hombros. Cuando intentaba arquear la
espalda, el nudo de correas que sujetaba las estacas, presionaba contra su cabeza y
empujaba el sombrero hacia delante. El sombrero estaba bajo y pegado a la frente y el
sudor le picaba en los ojos. Se dijo a sí mismo: al infierno con todo; no pienses en
ello. Ve a casa. Ya has regresado andando a casa antes.
Dios, pero nunca había regresado a casa de esa guisa. La tierra que bordeaba la
pradera estaba llena de baches y matorrales, pero no suponía demasiados problemas.
No, Dios, al menos podía ver por dónde iba. Podía escuchar al ganado de Tanner y en
cierto momento pensó: ¿Qué pasaría si un toro con una cornamenta como espadas te
ve y no le gustas? Dios, suplicó, ofrece buen pasto a ese toro o una buena vaca con la
que pueda hacer algo.
Una milla por el terreno de pasto y luego arriba hacia las faldas de las colinas,
siguiendo un desfiladero y luego desviándose de este, escalando por una ladera de
matorrales sin dar con el sendero y tomando una ruta más larga hacia la cima,
R. L. Davis le esperó junto a los árboles, al otro lado de la pradera en la parte más
lejana de la ladera. Había visto a Valdez atravesando trabajosamente el desfiladero y
bajando el sendero en zigzag a este lado. Había estado esperando porque tal vez los
hombres de Tanner también estuvieran vigilando —desde los puestos de observación
en la parte alta de la ladera—, y no estaba seguro de lo que planeaban hacer. Pensó
que podrían salir y empujar a Valdez ladera abajo, y divertirse un rato con él; pero no
apareció nadie y Valdez ya había descendido hasta la pradera y la atravesaba
apresuradamente al divisar la sombra de los árboles.
R. L. Davis escondió su caballo castaño bajo el espeso follaje. No había ninguna
prisa: podía espiarlo un ratito y luego jugar con él.
Maldita sea, ¿qué estaba haciendo ahora, dando patadas a las hojas? R. L. Davis
concluyó que estaba limpiando el terreno. Pudo escuchar a Valdez en silencio, el
sonido de las hojas rozándose, y podía ver entre los troncos de abedul blanco la figura
con la espalda inclinada hacia delante y encorvada bajo los finos rayos de sol. Vio
que Valdez caía de rodillas; se estremeció y luego sonrió cuando Valdez se cayó hacia
delante sobre un lado de la cara. Eso le divirtió bastante. Pero mientras Valdez
permaneció allí tendido sin moverse, R. L. Davis se puso nervioso, comenzó a
San Francisco de Asís fue el hombre más bueno que jamás existió. Tal vez no tan
bueno como nuestro Señor; era diferente. Pero era más bueno que cualquier hombre
vivo real. Claro. San Francisco fue soldado y resultó herido, y después de eso no se
atrevió nunca más a pisar ni a un insecto o matar a ningún animal. Demonios, hablaba
con los animales; como esa vez que habló con el lobo, probablemente un enorme lobo
gris, que asustaba a todo el mundo, y le dijo al lobo que dejase de hacerlo. Para o te
desollaré, hijo de perra, y te usaré de abrigo. Uno debe hablar con un lobo de forma
distinta a como lo haría con otros animales. Pero él hablaba con todos ellos, pájaros,
todos; todos eran sus amigos, decía él. Incluso hablaba a las estrellas y al sol y a la
luna. Al sol lo llamaba Hermano Sol.
Pero hoy no podrías llamarlo Hermano Sol, pensó Bob Valdez.
Era extraño las cosas que se le ocurrían, tendido en la pradera sobre una estaca
como un hombre crucificado, recordando a su hermana mayor leyéndole sobre San
Francisco de Asís y su oración, o lo que fuera, el Cántico del Sol. Sí, porque se
imaginó al sol moviéndose, girando y haciendo cosas, sonriendo, como le había leído
su hermana. Hoy el sol llenaba el cielo y no tenía bordes. No sonreía; hoy el sol era lo
único que tenía sobre su cabeza, incandescente y asfixiante, y unos puntos naranjas,
rojos y negros bailaban sobre sus párpados cerrados.
Recordó a un hombre que había sido empalado bajo el sol y al que le habían
cortado los párpados. Y también le habían cortado las orejas, así como la mano
derecha. Recordó que había encontrado la mano derecha y al hijo de aquel hombre en
la granja incendiada junto al río Gila, al sur de San Carlos, después de que Gerónimo
se escapara de la reserva y asaltara poblados del viejo México. No encontraron a la
esposa del hombre. No, no recordaba a ninguna mujer allí. Tal vez se encontrara de
viaje visitando a algunos familiares. O se la habían llevado. No, los apaches se
movían rápido y era imposible que ella pudiera mantener su paso. Era extraño… se
preguntó cómo sería la mujer.
Quizás fuera como la apache lipán y tuviera un niño en su vientre. Podría
parecerse a la mujer que estaba con Tanner en la plataforma de carga… recordó su
cabello rubio y sus ojos observándole, una mujer rubia en aquel poblado de pistolas,
caballos y carromatos. Su tez era oscura y resplandecía con el sol sobre su cabello,
pero debería estar en una habitación con muebles y lámparas esculpidas de oro sobre
las mesas.
Recordó a la joven Polly del local de Inez y su bata abriéndose cuando se
inclinaba para mirar el libro verde, y luego el libro negro. Debería haberse quedado.
Cómo le gustaría estar allí. Le daba igual lo de la chica, más tarde tal vez, pero
deseaba tanto estar en una cama con las persianas bajadas, tumbado sobre un costado
Diego Luz lo sacó por la cocina un poco antes de las cuatro de la madrugada. Valdez
En cada una de las siete puertas del piso de arriba había un pergamino rosa y azul con
el nombre de una chica escrito en él: Anastacia, Rosaria, Evita, Elisaida, María,
Tranquiliña y Edith. Los nombres eran un bonito detalle decorativo y a Inez le
gustaban, aunque solo una de las siete chicas originales seguía allí. Debido a la baja
facturación de los últimos dos años y a que el cartelista mexicano del lugar se había
marchado, Inez no se había preocupado de renombrar las puertas. Tal vez lo hiciera
Llegó al bosque de abedules antes del amanecer y allí desmontó y guio a su castrado
castaño a través de las sombras grises de los árboles hasta el otro lado, el borde de la
pradera que llegaba hasta la ladera donde estaban ubicados los vigías de Tanner. Era
una noche clara y no había ninguna señal de vida en la colina. Pero estaba seguro que
estaban allí; ¿cuántos?, tendría que esperar para comprobarlo.
Con las primeras luces avanzó por el borde de los matorrales hasta el lugar donde
La mayor parte del día la mujer, Gay Erin, cabalgó detrás de Valdez mientras subían
la ladera alejándose de la planicie y atravesando ondulantes praderas que se extendían
hacia los bosques de pinos, toda la mañana y ya entrada la tarde a cielo abierto bajo el
sol, hasta que llegaron a las profundas sombras del bosque. Ella se percató de que
Valdez miraba pocas veces hacia atrás ahora. Cuando se pararon a descansar y él se
quedó en pie esperando mientras los caballos pastaban, en ocasiones miraba hacia el
norte, por donde habían venido, pero permaneció relajado y no parecía mirar nada
más que el paisaje.
Pronto, esa misma mañana, cuando ya había luz, miró hacia atrás. Se paró y echó
la vista atrás durante un rato mientras cruzaban un terreno llano y abierto. Cuando
llegaron al resguardo de los árboles la hizo desmontar y ató los caballos a un tronco
muerto caído. Ella lo observó mientras salía de los árboles y cruzaba la llanura hasta
que se convirtió en una pequeña figura en la distancia. Lo vio acuclillarse o
arrodillarse junto a un matorral bajo y luego no lo volvió a ver, durante más de una
hora, hasta que aparecieron tres jinetes y escuchó disparos. Él regresó blandiendo su
escopeta; montaron otra vez y continuaron.
—¿Los has matado? —le preguntó la mujer.
—A uno. Quizás dos —respondió él.
—¿Por qué no me ataste? —preguntó ella—. Podría haberme escapado.
—¿Y adónde hubieras ido? —respondió él.
No hablaron mucho después de eso. Se pararon para descansar en una meseta y
ella le preguntó adónde se dirigían.
—Allá arriba —respondió Valdez, señalando con la cabeza hacia las laderas
rocosas sobre sus cabezas.
En otra ocasión, ella le dijo:
—Tal vez tú no sientas la llamada de la naturaleza para hacer ciertas cosas, pero
yo sí.
Él sonrió levemente y le dijo que adelante, que no miraría. Ella permaneció al
otro lado de su caballo y no supo si él había mirado o no.
Al principio él le despertaba curiosidad y surgían preguntas que deseaba hacerle;
pero le siguió en silencio, observando la curva de sus hombros y la naturalidad con la
que se sentaba en la silla. Con el paso de las horas, el dolor comenzó a reptar por su
espalda hasta los muslos; se sujetaba al cuerno de la silla, siguiendo el movimiento
del caballo, y dejó de preguntarse cosas sobre él después de un rato, deseando que
todo aquello acabara pero sabiendo que no iba a parar hasta que él estuviera
preparado.
Cuando llegaron al borde del bosque de pinos él desmontó. Gay Erin bajó a tierra
Mírenlo de nuevo como él se vio a sí mismo aquella noche. Su nombre era Roberto
Eladio Valdez, nacido el 23 de julio de 1854, en un poblado de edificios de adobe en
Estaban a más de una milla del lugar, avanzando en fila india por la orilla de un
arroyo; los jinetes machacaban bajo los cascos de sus monturas las piedras del lecho
seco avanzando uno tras otro hasta la otra orilla.
R. L. Davis miró hacia atrás, entornando los ojos frente al humo gris que se
alzaba a poca distancia… aunque ahora no había mucho humo; la casa debía de
haberse quemado ya y la mayor parte del humo salía probablemente del granero. Se
giró sobre la silla. Tanner subía ya por la quebrada, pero vio que el segundo todavía
estaba en el cauce seco, esperando a que llegara la hilera de jinetes. R. L. Davis guio
su caballo hacia él.
—No hace falta que me ates —dijo Gay Erin—. Te esperaré. No huiré.
Valdez no dijo nada. Quizás debía atarla, quizás no, pero a una milla de la casa de
Diego Luz, y tras haber desaparecido el humo del cielo hacía ya una hora, la ató y la
dejó en el arroyo, marcando el lugar en su mente: sauces en la orilla y arbustos
amarillos de incienso en el cauce seco. La dejó bajo oscuras sombras, sin hablarle ni
mirarle a la cara.
Sin embargo, la contemplaba una y otra vez en su mente mientras se dirigía a la
casa de Diego Luz, imaginándosela en la oscuridad de la meseta, la mujer que había
yacido con él bajo la manta, que había abrazado y sentido contra su cuerpo durante
un largo rato después de que se quedara dormida, mientras él contemplaba el frío
cielo nocturno y las nubes que pasaban bajo la luna.
Por la mañana el cielo estaba limpio, hasta que detectó el humo en la distancia, a
siete millas al noroeste, y supo de qué se trataba en cuanto lo vio. Valdez guardó sus
cosas sin pronunciar una sola palabra y partieron, atravesaron la pradera y bajaron
bordeando las laderas en dirección a la columna de humo. Entonces ella se lo
preguntó.
—¿Qué pasará si te están esperando?
—Ya veremos —respondió él.
Podrían estar esperando o no. O podría no haber visto el humo. O podría haber
continuado con la mujer hacia el sureste y estar cerca de las cumbres gemelas hacia el
anochecer. O podría no haberle pedido nunca a Diego Luz que le ayudase. O podría
no haber empezado todo esto. O podría no haber nacido. Pero estaba aquí y se dirigía
al noroeste en lugar del sureste porque no tenía elección. Al principio solo pensaba en
Diego Luz y su familia. Pero cuando no vio ninguna señal de Tanner, ningún polvo
levantándose que pudiera detectar con los prismáticos, empezó a pensar más en la
mujer. Cuando estaba todavía con él, al llegar al arroyo, ya sabía que quería
quedársela y la ató para asegurarse de que así sería.
Siguiendo el cauce seco hacia el norte, Valdez vio las huellas por donde los
hombres de Tanner habían cruzado; detectó las pisadas de varios caballos
dirigiéndose hacia el sur. Continuó un corto trecho y luego salió del arroyo y se
dirigió al oeste. De esta manera bordeó el terreno de Diego Luz y se aproximó desde
unos matorrales al otro lado del prado de los caballos, examinando la casa y el patio
un largo rato antes de salir a campo abierto.
Por el aspecto, el lugar parecía haber sido saqueado como hacían los apaches hace
doce años; la casa quemada y el perro tendido en el patio; pero allí había gente, viva,
y unos caballos atados a un carromato, y eso lo cambió todo. Lo esperaban junto al
carromato, Diego Luz y su familia.
R. L. Davis se topó con Gay Erin porque tenía calor y estaba cansado de cabalgar
bajo el sol.
Se había movido hacia el sur por el arroyo con los tres jinetes que iban a vigilar
con él. «Si viene, se aproximará por el sureste», había dicho el segundo. Pero después
de que el segundo se marchara, R. L. Davis pensó, ¿y quién dice que vaya a venir en
línea recta? Podía bordear el terreno y aproximarse desde cualquier dirección.
Comentó esto a los tres jinetes que iban con él y uno de ellos, el de rostro enjuto que
había cogido a la pequeña y que le había roto las manos a Diego Luz, dijo que estaba
de acuerdo, que era una pérdida de tiempo; que le gustaría meterle un tiro al tal
Valdez, pero que no tenía por qué ser hoy; el maldito mexicano estaba en las colinas y
lo encontrarían.
Ese tipo, por Dios… cuando agarró a la pequeña, R. L. Davis no estaba seguro de
poder soportar ver lo que dijo que iba a hacerle. Era tan pequeña.
Mientras cruzaba la pradera alejándose de la casa de Diego Luz, Valdez vio los
sauces en la distancia que marcaban el paso del arroyo. Hasta el momento había
tenido suerte, yendo y viniendo, aunque no conocía a Tanner y no estaba seguro de si
se trataba de suerte o de otra cosa. Todavía no sabía cómo pensaba aquel hombre, si
era inteligente y podía anticiparse a lo que otro hombre hiciera, o si, por el contrario,
se dedicaba a rastrear en todas direcciones confiando su suerte al azar. La suerte
estaba bien cuando se tenía, pero no se podía contar con ella. A veces funcionaba bien
y otras mal, pero funcionaba más bien que mal si uno sabía lo que se traía entre
manos, si tenía cuidado y prestaba atención a lo que veía y oía. No debería estar allí,
pero estaba allí, y si seguía teniendo suerte, o lo que fuera, volvería a estar en tierras
Los vio subir la ladera con los prismáticos: pequeños puntos que todavía no podía
contar, formando una línea, todos moviéndose hacia él, y un punto que se movía por
delante de los otros, bastante más adelantado, el único que podía identificar con los
prismáticos como un jinete.
No estaba ocurriendo de la manera que se suponía que tenía que ocurrir. Había
campo abierto a sus espaldas y necesitaba más tiempo, una distancia mayor entre
ellos, si quería alcanzar las cumbres gemelas. Pero ahora lo estaban empujando como
si fuera ganado, haciéndole correr y asegurándose de que no iba a escabullirse entre
ellos.
Eran las últimas horas de la tarde, tres horas y un poco más para el ocaso. Tres
horas para contenerlos aquí —si es que podía contenerlos—, antes de que fuera
factible llevarse a sus dos acompañantes y escabullirse. Permaneció tendido en el
suelo con un buen parapeto de rocas delante de él y por todo el risco. Tenía a su lado
sus dos armas y el Winchester de Davis. Mirando a los puntos que se aproximaban
pensó, ¿el Winchester o la Sharp? Y se dijo, la Sharp. La conoces mejor. Sabes lo que
puede hacer.
Bueno, sería mejor que se lo hiciera saber. Muy pronto ya.
Rodó ligeramente para mirar a la mujer de Erin y a R. L. Davis. Gay Erin,
pronunció su nombre mentalmente, y en voz alta dijo:
—Señor R. L. Davis, me gustaría que viniera aquí, por favor, y que baje unos
—Jesús —exclamó R. L. Davis—. Necesito algo más que esto para alimentarme —
por Dios, pensó, un poco de pan, pimientos y media taza de agua sucia—. No he
tomado nada en todo el día.
—No seas desagradecido —le dijo Valdez.
La silla de Davis estaba apoyada en el suelo, delante de él, y tenía las manos
atadas al cuerno. Estaba echado sobre su barriga y tuvo que bajar la cabeza para
morder el trozo de pan que sostenía. La mujer de Erin, a su lado, le sostenía la taza
cuando quería un sorbo de agua. Ella los escuchaba, sus tonos bajos en la oscuridad,
y permaneció en silencio.
—Ni siquiera tengo una manta —dijo R. L. Davis—. ¿Cómo me voy a tapar?
—Vas a sudar —dijo Valdez.
—Sudar… amigo, aquí arriba va a hacer mucho frío.
—No cuando nos movamos.
Davis lo miró en la oscuridad, observó el trozo plano y duro de pan cerca de su
cara.
—Ni siquiera sabes dónde vas, ¿verdad?
—Sé dónde quiero ir —respondió Valdez—. Al menos eso sí lo sé.
Hacia las cumbres gemelas, a casi un día a caballo de donde llevaban unas horas
acampados, en las altas colinas de la Sierra de Santa Rita: un campamento seco sin
hoguera, ninguna luz parpadeante que pudiera delatarlos si los hombres de Tanner
andaban rastreando las colinas. Comerían algo, descansarían e intentarían recorrer
algunas millas antes del amanecer.
Hace diez años ya había acampado en aquellas colinas con sus rastreadores
apaches, persiguiendo a la banda de los apaches montaña blanca que habían atacado
Mimbreño; habían quemado la iglesia y asesinado a tres hombres y se habían llevado
a una mujer: eran renegados que huían a México después de escapar de la reserva de
San Carlos, robando lo que necesitaban a su paso.
Hacía ya diez años, pero recordaba bien el terreno y el camino hacia las cumbres
gemelas.
Valdez se había adelantado con sus rastreadores y dejaba que las tropas de la
caballería intentasen seguirles el paso, adentrándose en las profundidades de las
colinas y ascendiendo poco a poco hacia terreno rocoso, siguiendo sin dificultad el
rastro de los montaña blanca porque avanzaban rápido y no intentaban cubrir sus
huellas, y porque eran muchos: mujeres y varios niños, además de los más de quince
hombres que componían la partida de guerra. Sabía que los atraparía porque se podía
mover más rápido con sus rastreadores y era solo cuestión de tiempo. Encontraron
cacerolas y tarros robados, que ahora habían sido abandonados. Encontraron un
Eran las dos en punto de la madrugada cuando Valdez y la mujer de Erin partieron
llevándose con ellos el caballo alazán de Davis. Dejaron a Davis atado a su silla con
su propio pañuelo atado sobre la boca. Mientras Valdez lo ataba por detrás de la
cabeza, Davis giró el cuello y echó hacia delante la mandíbula.
—¡Si me amordazas no podré gritar pidiendo ayuda!
—Perfecto —dijo Valdez.
—¡Puede que no me encuentren nunca!
—Hay muy pocas certezas en la vida —comentó Valdez. Colocó el pañuelo entre
los dientes de Davis, lo apretó y lo sujetó con un nudo—. Ya está. Cuando amanezca
ponte en pie y arrastra la silla colina abajo. Ellos te encontrarán.
Le habría gustado golpear a Davis una vez con el puño. O quizás dos veces. Dos
buenos puñetazos en la boca. Pero lo dejó estar; ya le había hecho un buen tajo con la
Remington. El señor R. L. Davis era afortunado.
Ahora, búscate tu propia suerte, pensó Valdez.
Cabalgaron al paso en la oscuridad con los riscos y las formaciones rocosas
sombrías sobre sus cabezas; Valdez encabezaba la marcha y se tomaba su tiempo,
moviéndose con el nítido sonido de los cascos sobre roca partida y parando a
escuchar en el silencio de la noche. En una ocasión, durante las horas que viajaron
antes del amanecer, escucharon un disparo solitario, un débil sonido en la distancia,
en algún lugar al este; luego, un disparo respondió lejos a sus espaldas. Los hombres
de Tanner disparando a las sombras, o localizándose entre sí. Pero no escucharon
sonidos por las inmediaciones que pudieran proceder de jinetes de Tanner. Quizás aún
te dura la suerte y puedas atravesar el paso, pensó Valdez. Quizás San Francisco me
escuchó y me lo está poniendo más fácil. Eh, dijo Valdez. Mantén a la Hermana Luna
detrás de las nubes para que no nos vean. Avanzaron a través de la noche hasta que
un débil resplandor comenzó a inundar el cielo, las sombras en la tierra se
difuminaron y las siluetas de las formaciones rocosas y los árboles eran más difíciles
de distinguir. El momento justo antes del amanecer, cuando el apache solía deslizarse
por los matorrales con grasa de oso en su cinta de la cabeza y no lo veías hasta que
estaba encima de ti. El momento en que ya no era de noche, pero todavía no había
llegado el día. Un momento para descansar, pensó Valdez.
Se adentraron en el cañón entre paredes que se alzaban abruptamente en profunda
oscuridad por los matorrales que las cubrían. Valdez conocía el lugar y los caballos
resoplaron y lanzaron las cabezas hacia atrás cuando olieron el agua, el estanque
natural en total calma que ocupaba un lateral del cañón.
Encontraron a R. L. Davis un poco después de la salida del sol, una figura encorvada
sobre la ladera de matorrales, arrastrando una silla de montar y un fino rastro de
polvo. Los dos hombres que lo encontraron lo desataron. Uno de ellos cargó la silla y
el otro sentó a R. L. Davis en su montura y cabalgaron así montados hacia el lugar
A primeras horas de la mañana, el segundo, cuyo nombre era Emilio Avilar, pero al
que solo le habían llamado segundo durante los últimos seis años, encontró a tres de
sus hombres en la zona boscosa de las montañas y les envió una señal para reunirlos.
Los hombres estaban cansados y sus caballos exhaustos necesitaban agua. Estaban
listos para regresar y Frank Todopoderoso Tanner podía cantar la traviata con su ojete
si no le gustaba la idea. Les pagaban por conducir ganado y transportar carretas y
disparar a los rurales; no les habían contratado para perseguir a un tipo que se había
fugado con la mujer de Tanner. Era su problema si no era capaz de mantenerla en su
casa. Después de toda una noche en la silla de montar, ya era hora de desenrollar las
mantas.
—¿Pero os pensáis que Valdez no quiere dormir? —dijo el segundo—. Amigo,
tiene que permanecer despierto, ¿no es verdad? Tiene que vigilar a la mujer y tiene
que vigilarnos a nosotros. Amigo, pregúntale a él qué es estar cansado.
Dos de los jinetes eran norteamericanos y uno mexicano; el mexicano era un
hombre joven que había sido contratado hacía solo dos meses por el segundo.
Uno de los norteamericanos dijo que no era asunto de ellos. Y el segundo dijo que
tal vez no, pero que cuanto antes atraparan al loco antes podrían cabalgar a México y
pasarlo bien.
—Quieres agua fresca, ¿verdad? —dijo el segundo—. ¿No crees que él también
querrá beber agua fresca?
—Si supiera dónde está —dijo uno de los norteamericanos.
—Escucha, ¿cuándo vas a entender la clase de hombre que es? —dijo el segundo
—. Claro que está loco, pero sabe lo que está haciendo. ¿Crees que bajaría por aquí si
no supiera que hay agua? ¿Dónde está? No está tan loco.
Las cumbres gemelas se cernían sobre ellos, más allá de la ladera inundada de
matorrales de castilleja y arbustos de cholla, más allá de los matorrales de roble y la
oscura masa de árboles, los pináculos de piedra se recortaban contra el cielo, lo
suficientemente alto para tocar el aire nítido.
—Allí arriba —dijo Valdez—. Atravesamos la arboleda y salimos a un cañón. Al
final del cañón hay un pequeño sendero que sube a través de las rocas y que pasa
entre las dos cumbres y baja por el otro lado. Si te quedas allí de pie y miras
directamente hacia los picos parece que se muevan con el viento.
Los ojos de la mujer de Erin estaban entrecerrados bajo el resplandor; se protegió
los ojos con la mano.
—Cuando crucemos por allí, veremos si podemos provocar un desprendimiento
para bloquear el sendero —dijo Valdez—. Luego ya no tendremos que correr.
Podemos tomarnos nuestro tiempo porque a ellos les llevará varios días encontrar el
sendero por el otro lado.
Bajó la mirada; ella lo miraba.
—¿Unos cuantos días? ¿Eso es todo lo que tenemos?
—Depende de nosotros —dijo Valdez—. O depende de él. Podemos irnos a
México. Podemos irnos a China si hay manera de ir hasta allí. O podemos ir a
Lanoria.
—¿Y adónde quieres ir? —preguntó ella.
—A Lanoria.
—Vendrá a por nosotros.
—Si él quiere —dijo Valdez—, puedo huir hoy, pero no siempre. Hoy es más que
suficiente.
—Lo que quieras hacer tú —dijo la mujer de Erin—, lo quiero hacer yo.
Valdez la miró y deseó extender el brazo y tocar su cabello y sentir la piel de su
mejilla morena y pasar la yema de los dedos por sus labios cortados. Pero mantuvo
las manos en el regazo, alrededor del fino cuello de la Remington.
—Si quieres regresar ahora, puedes hacerlo —dijo él—. Te dejo marchar, eres
libre. Ve donde quieras. Dile que te escapaste.
Estaban sentados juntos y apoyados en las sillas de montar, casi tocándose las
piernas, y entonces ella repitió:
—Lo que tú quieras hacer.
—Nos iremos —dijo él, echándose hacia atrás y tirando de la cuerda atada a su
silla y al caballo alazán de R. L. Davis.
Se desviaron del sendero y comenzaron a subir la ladera en diagonal, moviéndose
entre la castilleja y los arbustos de cholla que eran como árboles enanos. Valdez iba
Había claros en los que el sol brillaba colándose a través de las ramas de los pinos a
cientos de pies del suelo, y había chaparrales de arbustos de roble y densos
matorrales. Se oía algún que otro ruido cerca de ellos, un tenue correteo entre las
F I N
suyo o por el contexto indiquen otra cosa. (N. del T.) <<
como Soldados Búfalo. Se dice que así los llamaban los kiowas debido al parecido
del cabello de los afroamericanos con la crin de los búfalos. Tanner se refiere a ellos
como fuzzyhead, que se emplea para personas con el pelo ensortijado o rizado; es
decir, «cabeza lanuda», «rizada», «mullida», etc. (N. de la T.) <<