Las Extranas Aventuras de Solomon Kane - Robert E Howard

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Robert

E. Howard (1906 - 1936) decidió desde joven convertirse en escritor


profesional, y a ese empeño se dedicó en cuerpo y alma a lo largo de su
breve carrera, tratando siempre de colocar sus relatos en revistas pulp de la
época, como «Amazing Stories» o la mítica «Weird Tales». Pletórico de
ideas, escribió docenas de relatos de terror, del oeste, históricos, de
aventura, de misterio, de piratas… Pero Howard era un hombre de
temperamento difícil y se quitó la vida a los treinta años. La fama de la que
disfruta en la actualidad le llegó décadas después de su muerte, gracias a la
reedición primero de los cuentos de «Conan», y después de otras series de
espada y brujería.
La serie de «Solomon Kane» puede considerarse una confluencia de
géneros como el histórico, la aventura, la narrativa de piratas, el folletín y el
terror, en ocasiones de corte bastante gótico.
Solomon Kane es un sombrío puritano de los tiempos de Isabel I de
Inglaterra justiciero misterioso, solitario y de métodos expeditivos, y a lo largo
de un puñado de cuentos vive sus tenebrosas aventuras por Europa y África
(un continente inexplorado, lleno de ciudades perdidas, caníbales, y horrores
sin cuento). Lo sobrenatural desde espectros a razas vampíricas no sólo está
presente en estos relatos, sino que a menudo forma parte fundamental de
sus tramas. «Las extrañas aventuras de Solomon Kane» reúne los ocho
únicos relatos de este personaje publicados, en vida de Howard, por la
revista «Weird Tales», respetando su escritura original y lejos de los
«arreglos» que sufrieron en ediciones posteriores. La edición se completa
con «La sombra del buitre», protagonizado por «Sonia la Roja», que se
desarrolla en Viena, durante el sitio de Soliman el Magnífico.

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Robert E. Howard

Las extrañas aventuras de Solomon


Kane
Valdemar: Gótica - 51

ePub r1.0
orhi 16.08.2017

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Título original: Las extrañas aventuras de Solomon Kane
Robert E. Howard, 2003
Traducción: León Arsenal
Ilustración de cubierta: Óscar Sacristán

Editor digital: orhi


ePub base r1.2

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PRÓLOGO
De la misma forma que hoy en día no es raro encontrarnos con gente que piensa
que el personaje de Conan el bárbaro es un producto del cómic o incluso del cine, hay
no pocos lectores que tienen la idea de que Robert E. Howard es un escritor,
netamente, de fantasía. Y no hay nada que esté más lejos de la realidad. Es cierto que
la fama le llegó décadas después de su muerte, gracias a la reedición primero de los
cuentos de Conan, y después de otras series de espada y brujería. Pero donde H. P.
Lovecraft sí puede ser considerado un escritor de terror —o de ciencia ficción, según
se mire—, ya que el grueso de su producción se mantuvo dentro ese género, Howard
fue un autor de literatura popular y, como tal, sumamente versátil.
Howard desarrolló su labor literaria durante los años 20 y 30 del siglo XX, y en
Estados Unidos. Un lugar y una época dominados de forma absoluta por las revistas
de narrativa popular, los ahora famosos pulps. Aunque para algunos lectores
españoles pulp sea sinónimo de ciencia ficción, fantasía, terror, de revistas como
Amazing Stories o Weird Tales, lo cierto es que los pulp abarcaban casi todos los
géneros posibles. Y Howard era un escritor profesional que vivía, o malvivía, de los
relatos que lograba vender a tales revistas. Por tanto, hasta su muerte, produjo
cualquier tipo de relato que pudiera interesar a los lectores de su época: de terror, de
oeste, históricos, de aventura, de misterio, de piratas. No dejó palo por tocar y
escribió incluso subgéneros que pertenecen a subgéneros muy propios de esos años y
que luego desaparecieron sin dejar rastro, como son los cuentos de boxeadores.
Howard, un hombre de temperamento difícil, se quitó la vida con poco más de
treinta años y durante dos décadas su obra cayó en el olvido. Fue la reedición de sus
relatos de fantasía heroica la que le repescó para el público, y es a partir de ese éxito
cuando comienza el remozado de Howard y su obra. Desde un primer momento, la
serie de Conan estuvo a años luz del resto de su producción en lo que a ventas se
refiere. Así que, una vez editados los relatos, primero se completaron los fragmentos
que el autor había dejado por sus cajones y más tarde se echó mano de cualquier
historia que se pudiera rescribir, cambiando época y protagonistas, e introduciendo
algún elemento sobrenatural, para convertirlo en una aventura más de Conan.
El propio Howard tuvo que reelaborar más de un relato para poder venderlo en
Weird Tales, cuando la revista para la que había sido originalmente concebido los
rechazaba. El forastero negro, de la serie de Conan, era en principio un cuento de
piratas y de hecho el autor no se molestó en cambiar las descripciones de esos
atuendos, recargados y extravagantes, tan propios de la Edad de Oro de la Piratería.
La serie de Solomon Kane, en concreto, es una confluencia de géneros tales como
el histórico, la aventura, la narrativa de piratas, el folletín y el terror, en ocasiones de
corte bastante gótico. Solomon Kane es un sombrío puritano de los tiempos de Isabel
I de Inglaterra y a lo largo de un puñado de cuentos vive sus tenebrosas aventuras por

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Europa y África. Las historias en general tienen un estilo anticuado, tétrico y con
frecuencia altisonante que le dan un sabor muy particular y, de hecho, el personaje
con frecuencia se plantea sus aventuras como un choque entre el Bien y el Mal, Dios
y el Diablo.
El propio Kane pertenece a un tipo muy peculiar de héroe de la literatura popular:
el justiciero misterioso, solitario y de métodos expeditivos. La Sombra es quizás el
más famoso de este tipo de personajes y lo cierto es que incluso en la descripción
física —altos, macilentos, de rostro lúgubre y ojos temibles—, Kane y La Sombra se
parecen mucho. Si el segundo se enfrentaba embozado y con dos pistolas a los
gánsters que azotaban el Estados Unidos de la época del autor, el primero lo hace con
mosquete y espada a toda clase de villanos renacentistas: bandidos franceses, rufianes
ingleses, esclavistas árabes o barones ladrones de Alemania van a conocer el acero
del puritano.
La serie es bastante representativa de las inclinaciones de su autor, ya que
Solomon Kane es hombre solitario y reservado, que se expresa mejor con las armas
que con las palabras. Vagabundea por un mundo convulso: participa en las guerras de
religión, navega en las naves inglesas, combate en las guerras entre éstos y los
españoles, explora África y lucha contra los esclavistas árabes.
Lo sobrenatural está presente en las aventuras de Solomon Kane y, al revés de lo
que sucede con los pastiches hechos sobre su obra, tales elementos sobrenaturales —
desde espectros a razas vampíricas— no son un simple atrezo inserto con calzador,
sino que suelen ser parte fundamental de la trama. En cuanto al África que nos
presenta el autor, y en la que se desarrollan buena parte de los relatos de la serie, es
un continente de fantasía, sin ninguna pretensión de verosimilitud geográfica o
etnográfica. El África de Solomon Kane es un continente inexplorado, lleno de
ciudades perdidas, caníbales y horrores sin cuento, y como tal se entronca en toda una
tradición de la época, que abarca de H. Rider Haggard a Edgar Rice Burroughs,
pasando por el Pierre Benoit de La Atlántida.
Howard publicó en vida ocho relatos protagonizados por Solomon Kane, aunque
por lo que se menciona a lo largo de la serie podemos colegir que ésta podría haber
sido mucho más larga. Existen además no pocos fragmentos inconclusos, así como un
cuento, The Blue Flame of Vengeance, que nunca llegó a ser publicado. En la presente
antología se recogen exclusivamente esos ocho cuentos, que vieron la luz en su
tiempo en la revista Weird Tales.
Se ha obviado publicar fragmentos y cualquiera de las versiones de The Blue
Flame of Vengeance. Como curiosidad, podemos señalar que este último cuento —
también publicado después de la muerte de Howard con el título de Blades of the
Brotherhood— es un folletín del tipo «villano local rapta a chica y Solomon Kane
ayuda a su prometido a rescatarla», y que sufrió la misma suerte que otros muchos
relatos howartianos, ya que existe una versión en la que un autor muy posterior
introduce un monstruo bastante lovecraftiano en una de las escenas, para justificar su

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inclusión en antología de relatos de corte sobrenatural. La ausencia de esos elementos
mágicos, además de su escasa calidad, fueron en su tiempo los motivos que hicieron
que fuese rechazado por Weird Tales.
Otra curiosidad es que Las extrañas aventuras de Solomon Kane han conocido en
su conjunto distintas versiones, por motivos que no parecen tanto estrictamente
económicos como ideológicos o de oportunidad. Hay al menos una edición en la que
ciertos elementos de estilo del autor han sido suavizados. ¿Cuáles? Un ejemplo
bastará: en la versión de la que hablamos, alguien ha sustituido de forma sistemática
la expresión «negros salvajes» por «guerreros salvajes». Howard no es el único autor
muerto al que se ha hecho un lavado de cara de su obra, para hacerla más presentable
al pensamiento políticamente correcto de esta época; de hecho, tales apaños parecen
ser cada vez más comunes, justificados e incluso aplaudidos por algunos. Aquí,
obviamente, nos hemos ceñido al original.
La presente antología se completa con un relato que es buena muestra de cuanto
hemos dicho acerca de Howard y su obra. La sombra del buitre se desarrolla en
Viena, durante el sitio al que la sometió el sultán Solimán el Magnífico. Es un cuento
de corte histórico, sin elementos sobrenaturales. Su protagonista, Gottfried von
Kalmbach, vive unos años antes que Kane; éste lo hace durante el reinado de Felipe
II de España, y aquél durante el de Carlos I. Ambos participan en los sucesos de su
época y ambos se desencantan, aunque toman caminos muy distintos, ya que Kane se
convierte en un vengador, en tanto que von Kalmbach se vuelve un mercenario
borrachín.
La sombra del buitre es un cuento poco conocido en sí mismo, aunque es el único
relato de Howard donde aparece Sonia la Roja, que en el original es una rusa de
Rogantino, hermana de Roxelana, la favorita del sultán. Los guionistas de cómic la
arrebatarían de este relato original para enviarla a la edad hiboria de la serie de
Conan, convertida en una virgen espadachina, aspecto en el que la conocen muchos
lectores.
Aquí hemos querido ofrecer este relato en su versión original, ya que es uno de
los mejores de Howard y complemento perfecto a las aventuras de Solomon Kane.
Ambos pertenecen a un género —el de espadachines— muy querido por el autor. Y,
con elementos sobrenaturales o sin ellos, lo fundamental en la narrativa de Howard es
el gusto por la aventura, lo sombrío y lo tremendo. Características que han sido
desvirtuadas por reescrituras, «colaboraciones» póstumas y pastiches, y que poco a
poco, gracias a la edición de las obras tal y como fueron publicadas en su época, van
saliendo de nuevo a la luz.

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CRÁNEOS EN LAS ESTRELLAS
Les habló de cómo los asesinos vagan por la tierra
Bajo la maldición de Caín,
Con nubes rojas velándoles la mirada
Y los cerebros cercados por las llamas:
¡Porque la sangre ha dejado sus almas
Por siempre manchadas!
Hood

Dos son los caminos que llevan a Torkertown. El uno, que es la ruta más corta y
directa, atraviesa un páramo alto y baldío, y el otro, que es mucho más largo,
serpentea entre los cerros y cenagales de los pantanos, bordeando las bajas colinas
rumbo al este. Esta última era una carretera peligrosa y aburrida y, por eso, Solomon
Kane se quedó asombrado cuando un muchacho del pueblo que acababa de
abandonar le dio alcance y, sin aliento, le imploró que, por el amor de Dios, cogiese
el camino de los pantanos.
—¡El camino de los pantanos! —Kane se quedó contemplando al chico.
Un hombre alto y enjuto, ése era Solomon Kane, de rostro pálido y sepulcral, y
ojos meditabundos que resultaban aún más sombríos merced a su austero atuendo de
puritano.
—Sí, señor; es, de lejos, el más seguro —fue la respuesta que el muchachuelo dio
a su sorprendida exclamación.
—Entonces, el mismísimo Satanás debe de acechar en el camino del páramo,
porque tus paisanos me instaron a no atravesar el otro.
—Se trata de los cenagales, señor, que son invisibles en la oscuridad. Haríais
mejor en volver al pueblo y seguir viaje por la mañana, señor.
—¿Por el camino del pantano?
—Sí, señor.
Kane se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—La luna saldrá al poco del crepúsculo. Gracias a su luz puedo llegar a
Torkertown, cruzando el páramo.
—No debierais hacerlo, señor. Nadie viaja por ese camino. No hay ni una sola
casa en todo el páramo, mientras que en el pantano está la choza del viejo Ezra, que
vive allí completamente solo desde que su sobrino Gideon, que estaba mal de la
cabeza, se extravió y murió en los cenagales, sin que su cuerpo apareciera jamás… y,
aunque el viejo Ezra es un avaro, no podrá negaros su hospitalidad si decidís

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deteneros allí a esperar el alba. Si tenéis que marcharos, lo mejor sería que tomaseis
el camino del pantano.
Kane observó inquisitivamente al muchacho. Éste se sonrojó y removió los pies.
—Si el camino del páramo es tan peligroso para los viajeros —inquirió el
puritano—, ¿por qué la gente del pueblo no me lo dijo, en vez de andar hablando sin
ton ni son?
—A los hombres no les gusta hablar de ello, señor. Confiábamos en que tomaseis
el camino del pantano, según os indicaron los hombres; pero, cuando vimos que no
tomabais la bifurcación, me enviaron a buscaros para rogaros que reconsideréis
vuestra decisión.
—¡Por Satanás! —exclamó con dureza Kane, mostrando con ese juramento poco
habitual en él su irritación—. El camino del pantano y el camino del páramo… ¿Qué
es lo que me puede amenazar allí y por qué tengo que apartarme kilómetros de mi
camino y arrostrar ciénagas y fangales?
—Señor —musitó el chico, bajando la voz y acercándose a él—, no somos más
que sencillos aldeanos a los que no les gusta hablar de ciertas cosas, no sea que la
mala suerte caiga sobre nosotros; pero el camino del páramo es una ruta maldita y
nadie de la región lo ha atravesado desde hace un año o más. Cruzar esos páramos de
noche significa la muerte, como han podido constatar en carne propia una veintena de
desdichados. Algún tipo de horror furioso ronda ese camino y hace de los hombres
sus víctimas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es ese ser?
—Nadie lo sabe. Nadie le ha visto y vivido para contarlo; pero los viajeros
rezagados han escuchado terribles risotadas a lo lejos, en los yermos, y los hay que
han oído los terribles gritos de sus víctimas. Señor, en el nombre de Dios, volved al
pueblo, pasad allí la noche y tomad mañana el camino del pantano que lleva a
Torkertown.
Muy profundo, en los ojos melancólicos de Kane, había comenzado a
resplandecer una luz ardiente, como una antorcha embrujada que llamease bajo
metros de congelado hielo gris. El pulso se le aceleró. ¡Aventura! ¡El cebo de la vida
en riesgo y el peligro! Y, sin embargo, Kane no consideraba que sus sentimientos
fueran ésos. Y creía expresar lo que de verdad sentía al anunciar:
—Cosas así tienen que ser producidas por algún poder maligno. Los señores de la
oscuridad han lanzado una maldición sobre esta tierra. Se necesita a un hombre
fuerte, capaz de combatir a Satanás y a su poder. Por tanto iré yo; yo, que tantas veces
le he desafiado.
—Señor… —comenzó el chico, pero acto seguido cerró la boca, al comprender la
futilidad de sus argumentos. Tan sólo añadió—: Los cadáveres de las víctimas
estaban golpeados y desgarrados, señor.
Y se quedó allí plantado, en la encrucijada, suspirando con pesar mientras
contemplaba cómo la alta y fornida figura proseguía por el camino que llevaba a los

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páramos.
El sol se estaba poniendo cuando Kane cruzó las cimas de las bajas colinas que
rodeaban aquel plano erial. Inmenso y ensangrentado, se hundía tras el tenebroso
horizonte de los páramos, pareciendo incendiar los abundantes pastizales; y, por un
instante, el observador creyó estar contemplando un mar de sangre. Luego las
sombras llegaron deslizándose desde el este, el resplandor occidental se desvaneció y
Kane se internó con audacia en la creciente oscuridad.
El camino casi había desaparecido por falta de uso, pero aún se distinguía con
claridad. Kane caminaba audaz, aunque alerta, pistola y espada en mano. Las estrellas
titilaban y la brisa nocturna susurraba entre los herbazales como espectros
gimoteantes. La luna comenzaba a salir, carcomida y macilenta, como un cráneo
entre las estrellas.
Entonces, con brusquedad, Kane se detuvo en seco. En alguna parte delante de él
resonaba un eco extraño y fantasmal… o algo que se parecía a un eco. Otra vez, y en
esta ocasión más alto. Kane retomó la marcha. ¿Le estaban engañando sus sentidos?
¡No!
A lo lejos, repicó un susurro de risa espantosa. Y otra vez, esta vez más cerca.
Ningún ser humano podría reír de esa forma; no había alegría en ella, y sí odio y
horror y un terror capaz de aniquilar el alma. Kane se detuvo. No sentía miedo pero,
por un instante, casi perdió los nervios. Y entonces, alzándose a través de esa risa
espantosa, le llegó el sonido de un grito indudablemente humano. Kane se lanzó
adelante, forzando el paso. Maldijo las luces engañosas y las sombras fluctuantes que
entrevelaban el páramo bajo la luna naciente, y que hacían imposible ver con
claridad. Las risotadas proseguían, cada vez más altas, así como los chillidos.
Entonces se escuchó, débilmente, el tamborileo de unos frenéticos pies humanos.
Kane echó a correr.
Algún ser humano estaba siendo perseguido a muerte por el yermo, y sólo Dios
sabía en qué horrible forma exactamente. El sonido de los pasos fugitivos cesó de
golpe y el chillido resonó de forma insoportable, entremezclado con otros sonidos
indescriptibles y horrorosos. Era evidente que el hombre había sido capturado y
Kane, con la piel de gallina, llegó a entrever a un espantoso demonio de la oscuridad
inclinado sobre la espalda de su víctima… inclinado y desgarrando.
Se escuchó claramente, en aquel abismal silencio nocturno, el ruido de una pelea
breve y terrible, y luego volvieron a sonar las pisadas, ahora titubeantes y disparejas.
El griterío seguía resonando, aunque ahora entremezclado con un estertor
gorgoteante. Un sudor frío cubrió la frente y el cuerpo de Kane. El horror se sumaba
al horror de una forma insoportable.
¡Dios, qué no daría por un instante de claridad! Un espantoso drama tenía lugar a
muy corta distancia, a juzgar por los sonidos que le llegaban. Pero esas infernales
medias luces lo entrevelaban todo con sombras tornadizas, para convertir los
pantanos en una bruma de espejismos turbios, en los que los árboles enanos y los

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matorrales parecían gigantes.
Kane comenzó a gritar, esforzándose por ganar velocidad. Los chillidos del
desconocido se convirtieron en un agudo alarido; de nuevo se escucharon sonidos de
lucha y, desde las sombras de las altas pasturas, algo llegó tambaleándose… algo que
había sido un hombre; un ser cubierto de sangre y espantoso de ver, que cayó a los
pies de Kane y se retorció, se arrastró y alzó su rostro terrible hacia la luna naciente;
algo que farfulló y aulló, y se derrumbó de nuevo para morir bañado en su propia
sangre.
La luna se había elevado y había más luz. Kane se inclinó sobre el cuerpo, que
yacía inmóvil, víctima de indescriptibles mutilaciones, y sintió un estremecimiento;
algo raro en él, que había visto lo que eran capaces de hacer la Inquisición Española y
los cazadores de brujas.
Supuso que se trataba de algún viajero. Y entonces fue como si una mano helada
le rozase la espalda, ya que notó que no estaba solo. Levantó la mirada, escrutando
con ojos fríos las sombras de las que había surgido tambaleándose el muerto. No vio
nada, pero supo, sintió, que otros ojos le devolvían la mirada; ojos terribles y
ultraterrenos. Se enderezó y, empuñando una pistola, esperó acontecimientos. La luz
lunar se derramaba como un lago de sangre pálida sobre el páramo, y los árboles y los
herbazales recuperaron su verdadero tamaño.
Las sombras se desvanecieron, ¡y Kane vio! Al principio creyó que se trataba tan
sólo de un retazo de bruma, un remolino de niebla del páramo que se ondulaba sobre
la hierba, delante de él. Observó con mayor detenimiento. Otro espejismo, supuso.
Pero entonces aquello comenzó a perfilarse de forma vaga e indistinta. Dos ojos
espantosos llameaban delante de él —ojos que contenían la esencia de ese horror que
ha sido patrimonio del hombre desde las terribles eras del alba—; ojos terribles y
enloquecidos, llenos de una locura que trascendía la demencia humana. La forma de
aquel ser era vaga y brumosa; una parodia enloquecedora de la figura humana,
semejante a ésta pero al tiempo distinta de una forma horrible. La hierba y los
matorrales se distinguían con claridad a través de la misma.
Kane sintió latir la sangre en sus sienes, pero se mantuvo frío como el hielo. No
podía comprender cómo un ser tan etéreo como el que fluctuaba ante sus ojos podía
dañar a un hombre en el plano físico, pero el rojo horror que yacía a sus pies era
mudo testigo de que el demonio podía causar terribles efectos materiales.
De una cosa estaba Kane seguro: no le cazarían a través de los lúgubres pantanos,
ni gritaría ni huiría para ser derribado una y otra vez. Si había de morir, sería a su
manera: recibiendo los golpes de frente.
Una boca informe y horripilante se abrió, y aquella risotada demoníaca resonó de
nuevo, esta vez haciendo estremecer el espíritu con su proximidad. Y, enfrentado a
ese peligro de muerte, Kane apuntó su pistolón y abrió fuego. Un maníaco aullido de
rabia y burla respondió al disparo, y el ser se abalanzó sobre él como un retazo
volante de humo, con largos y fantasmales brazos que se tendían para abatirle.

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Kane, con la relampagueante rapidez de un lobo famélico, disparó la segunda
pistola con nulos resultado, desenvainó la larga espada y se lanzó contra el centro de
su brumoso atacante. La hoja zumbó al pasarlo de lado a lado, sin encontrar
resistencia sólida, y Kane sintió cómo dedos helados le aferraban los miembros, y
garras bestiales le desgarraban ropas y piel.
Hizo a un lado su espada inservible y trató de luchar contra su enemigo. Era como
pelear contra un banco de brumas, contra una sombra flotante armada con zarpas
afiladas como dagas. Sus golpes furiosos se perdían en el aire, y sus brazos
musculosos, en cuyo abrazo habían perecido hombres fuertes, golpeaban la nada y
aferraban el vacío. Nada era sólido o real, a excepción de los lacerantes y simiescos
dedos de garras curvas, y esos ojos enloquecidos que quemaban en las estremecidas
profundidades de su alma.
Kane comprendió que estaba en una situación verdaderamente desesperada. Sus
ropas colgaban en jirones y sangraba por una docena de profundas heridas. Pero en
ningún momento se amilanó, ni la idea de escapar se le pasó por la cabeza. Nunca
había huido de enemigo alguno y la simple idea, en caso de habérsele ocurrido, le
hubiera hecho sonrojar de vergüenza.
No veía otro final que el de yacer junto a los restos de esa otra víctima, pero tal
pensamiento no le causaba ningún temor. Su único deseo era dar lo máximo de sí
antes de caer y, caso de ser posible, infligir algún daño a su ultraterreno enemigo.
El hombre combaría al demonio bajo la pálida luz de la luna levante, sobre el
cuerpo despedazado del muerto, con todas las ventajas de parte del demonio, excepto
una. Y esa una era capaz de superar al resto. Porque, si el odio abstracto podía
materializarse en la forma de un ser fantasmal, ¿por qué el coraje, igualmente
abstracto, no podía ser un arma concreta para combatir a ese fantasma?
Kane luchó con brazos, pies y manos, y al fin pudo ver cómo el espectro
retrocedía ante él, y cómo aquella risa espantosa se trocaba en gritos de furia
desconcertada. Porque la única arma del hombre es ese coraje que no retrocede ni
ante las mismísimas puertas del Infierno y ante el cual nada pueden ni siquiera las
legiones infernales.
Pero nada de eso sabía Kane; sólo era consciente de que las zarpas que le
desgarraban y laceraban parecían flaquear y titubear, al tiempo que una luz salvaje
lucía cada vez con más fuerza en aquellos ojos horribles. Tambaleándose y
resollando, se abalanzó sobre el ser, logró al fin abrazarle y le derribó; y, mientras
daban tumbos por el páramo, y el ser retorcía y agitaba sus miembros como una
serpiente de humo, la carne se le puso de gallina y los pelos se le erizaron, puesto que
comenzaba a entender lo que el ser balbuceaba.
No le escuchó ni comprendió como un hombre escucha y comprende lo que le
dice otro, pero los espantosos secretos que el ser le trasmitió, en forma de susurros,
aullidos y silencios que eran como gritos, le clavaron dedos de hielo en el corazón, y
Kane supo.

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II

La choza del viejo Ezra, el avaro, se levantaba junto al camino, en mitad de los
pantanos, medio oculta por los sombríos árboles que crecían a su alrededor. Las
cercas estaban podridas, el tejado hundido, y unas monstruosas fungosidades, pálidas
y verdosas, se asían al mismo para retorcerse sobre puertas y ventanas, como tratando
de atisbar en su interior. Los árboles se inclinaban sobre la casa y sus ramas grises se
entrelazaban de tal forma que ésta se agazapaba en la semioscuridad como un enano
monstruoso, por encima de cuyas espaldas acechasen ogros.
El camino que atravesaba ese pantano, entre tocones podridos, cerros llenos de
maleza, estanques y ciénagas putrefactas e infectadas de serpientes, serpenteaba junto
a la choza. En aquella época, muchos hombres cruzaban la senda, aunque pocos
conocían del viejo Ezra otra cosa que no fuera un rostro amarillento, entrevisto
mientras les espiaba a través de las ventanas cubiertas de hongos, el rostro mismo
semejante a un hongo feo.
El viejo Ezra, el usurero, compartía muchas de las cualidades del pantano, ya que
era nudoso, encorvado y sombrío; sus dedos eran como sarmientos de plantas
parásitas y los mechones de cabello le colgaban como musgo mustio sobre unos ojos
acostumbrados a la penumbra de los cenagales. Esos ojos eran como los de un
muerto, e insinuaban profundidades tan abismales y espantosas como los lagos
muertos de los pantanos.
Esos ojos escudriñaban ahora al hombre que se había detenido delante de su
cabaña. Este último era alto, enjuto y oscuro, su rostro se veía ojeroso y arañado, y
tenía los brazos y las piernas vendadas. Al lado de ese hombre había un grupo de
aldeanos.
—¿Eres tú Ezra, del camino del pantano?
—Así es. ¿Y tú qué quieres de mí?
—¿Dónde está tu sobrino Gideon, el joven perturbado que vivía contigo?
—¿Gideon?
—Sí.
—Se metió en el pantano y nunca volvió. Sin duda se extravió y se lo comieron
los lobos, o se hundió en un tremedal, o le picó una víbora.
—¿Cuánto hace de eso?
—Algo así como un año.
—Sí. Escucha, Ezra el avaro. Poco después de la desaparición de tu sobrino, un
lugareño que volvía a casa cruzando los páramos fue atacado por un demonio
desconocido y despedazado, y, desde entonces, cruzar esos páramos ha significado la
muerte. Primero aquel lugareño, luego forasteros que recorrían el yermo, todos
cayeron bajo las garras de ese ser. Muchos hombres han muerto desde aquel primer
ataque.
»La noche pasada crucé los páramos, y escuché cómo otra víctima huía y era

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perseguida; un forastero que nada sabía sobre el diablo de los páramos. Fue algo
espantoso, Ezra el avaro, ya que aquel desdichado se zafó malherido por dos veces de
su agresor, y ambas veces el demonio le atrapó y le derribó de nuevo. Al final, cayó
muerto precisamente a mis pies; muerto de una forma que haría estremecer a la
estatua de un santo.
Los aldeanos se agitaron inquietos y murmuraron espantados entre ellos, y los
ojos del viejo Ezra les escrutaron furtivamente. Pero la sombría expresión de
Solomon Kane no se alteró lo más mínimo, y su mirada de cóndor parecía atravesar
al avaro.
—¡Sí, sí! —musitó apresuradamente el viejo Ezra—. ¡Un mal asunto, un mal
asunto! ¿Pero por qué me cuentas todo esto a mí?
—Sí, sí que es un triste asunto. Escucha algo más, Ezra. El demonio surgió de las
sombras y luché con él, sobre el cuerpo de su víctima. Lo cierto es que no sé cómo le
vencí, pero la lucha fue larga y reñida; sin embargo, los poderes del bien y de la luz
estaban de mi lado, y son más fuertes que los poderes del Infierno.
»Al final yo fui el más fuerte, y él se zafó de mí y huyó, y yo le perseguí en vano.
Pero, antes de escapar, me susurró una monstruosa verdad.
El viejo Ezra se sobresaltó, mirándole con ojos enloquecidos, y pareció
encogerse.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —musitó.
—Volví al pueblo y conté lo que me había ocurrido —repuso Kane—, ya que
sabía que tenía en mi mano el librar a los páramos para siempre de su maldición.
¡Ezra, ven con nosotros!
—¿Adónde? —boqueó el avaro.
—Al roble podrido de los páramos.
Ezra se tambaleó como si hubiera recibido un golpe; gritó de forma incoherente y
trató de huir.
Al instante, a una acerada orden de Kane, dos fornidos aldeanos se abalanzaron
sobre el avaro y lo apresaron. Arrancaron la daga de su débil mano y le inmovilizaron
los brazos, estremeciéndose al hundir los dedos en la carne pegajosa.
Kane les indicó con un gesto que le siguiesen y se volvió para encabezar la
marcha, seguido por los aldeanos, que hubieron de emplear toda su fuerza para llevar
a su prisionero con ellos. Fueron serpenteando a lo largo del pantano, por una senda
poco usada que llevaba, cruzando los cerros, hasta los páramos.
Caía el sol y el viejo Ezra lo miraba con ojos desorbitados; lo miraba como si no
lo hubiera visto lo suficiente. A lo lejos, en los yermos, se alzaba el gran roble, como
un patíbulo, convertido ahora en una carcasa marchita. Solomon Kane se detuvo allí.
El viejo Ezra se debatió en garras de sus captores, y prorrumpió en sonidos
inarticulados.
—Hace más de un año que tú —le dijo Solomon Kane—, temeroso de que tu
retrasado sobrino Gideon pudiera contar las crueldades que habías cometido con él, le

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trajiste desde el pantano, por el mismo camino que acabamos de seguir, y le mataste
aquí mismo, al amparo de la noche.
El viejo Ezra se encogió y resopló.
—¡No puedes probar esa mentira!
Kane cambió unas pocas palabras con un ágil aldeano. El mozo se encaramó al
podrido tronco de árbol y, de una grieta situada en lo alto, sacó algo que cayó
resonante a los pies del avaro. Ezra se derrumbó con un terrible alarido.
El objeto era un esqueleto humano con el cráneo roto.
—¿Cómo sabes todo esto? ¡Eres el mismísimo Satanás! —balbució el viejo Ezra.
Kane se cruzó de brazos.
—El ser con el que combatí anoche me lo contó mientras luchábamos, y le
perseguí hasta este árbol. ¡Porque ese demonio es el espectro de Gideon!
Ezra volvió a vociferar y se debatió con furia.
—Tú lo sabías —dijo sombrío Kane—, conocías lo que tales actos acarrean.
Temías al fantasma del perturbado y por eso optaste por abandonar su cuerpo en los
eriales, en vez de ocultarlo en el pantano. Porque sabías que el fantasma iba a
merodear por el lugar de su muerto. Estaba perturbado en vida y, una vez muerto, no
sabe cómo encontrar a su asesino; de otro modo, ya hubiera ido a buscarte a tu
cabaña. No odia a ningún hombre, excepto a ti; pero su espíritu confuso no sabe
distinguir a un hombre de otro, y los mata a todos, para no dejar escapar a su asesino.
Sin embargo, te reconocerá y luego podrá descansar en paz por toda la eternidad. El
odio convirtió a ese fantasma en un ser sólido capaz de desgarrar y matar y, aunque te
temía de forma atroz en vida, en la muerte ya no tiene miedo de ti.
Kane se detuvo. Miró en dirección al sol.
—Todo eso lo supe gracias al espectro de Gideon, entre aullidos, y susurros y
silencios que eran como gritos. Nada excepto tu muerte puede dar el descanso a ese
espectro.
Ezra escuchó en un silencio desalentado y Kane pronunció las palabras que
significaban su sentencia.
—Resulta muy duro —dijo Kane sombríamente— condenar a un hombre a
muerte a sangre fría y en la forma que tengo en la cabeza, pero debes morir para que
otros vivan… y Dios es testigo de que mereces la muerte.
»No morirás por soga, bala o espada, sino bajo las garras de aquel a quien
asesinaste, ya que sólo eso le aplacará.
Al oír tales palabras, Ezra perdió la cabeza, las piernas le flaquearon y se arrastró
pidiendo a gritos la muerte, ser quemado en la hoguera, desollado vivo. El rostro de
Kane era duro como la muerte y los aldeanos, con la crueldad despertada por el
miedo, ataron a aquel infeliz que gritaba al roble, y uno de ellos le instó a ponerse en
paz con Dios. Pero Ezra no dio respuesta alguna, sino que lanzó un aullido con una
voz alta y estridente de insoportable monotono. El aldeano quiso abofetear al avaro,
pero Kane le contuvo.

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—Déjale ponerse en paz con Satanás, con quien sin duda va a reunirse —dijo con
hosquedad el puritano—. El sol está a punto de ponerse. Aflojad las cuerdas para que
pueda liberarse en la oscuridad, ya que es mejor que afronte la muerte libre y
desatado que amarrado como en un sacrificio.
Mientras se volvían para dejarle a solas, el viejo Ezra gimoteaba y farfullaba
sonidos inhumanos, y por último guardó silencio, mirando al sol con terrible
intensidad.
Anduvieron a través del erial, y Kane lanzó una última mirada a la grotesca forma
atada al árbol que se parecía, bajo aquella luz difusa, a un gran hongo crecido en el
tronco. Y de repente el avaro lanzó un grito horrible:
—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Hay cráneos en las estrellas!
—La vida ha sido buena con él, aunque fue torcido, grosero y malvado —suspiró
Kane—. Puede que Dios tenga un sitio para esa alma, donde las llamas y el sacrificio
puedan purificarlas de sus imperfecciones, de la misma forma que el fuego limpia el
bosque de hongos. Sin embargo, el corazón me pesa en el pecho.
—No, señor —le dijo uno de los aldeanos—. Tan sólo habéis hecho la voluntad
de Dios y nada más que bien saldrá de lo que ha ocurrido esta noche.
—No —dijo apenado Kane—. No sé, no sé.
El sol se había puesto y la noche caía con sorprendente rapidez, como si grandes
sombras llegasen desde desconocidas simas para cubrir el mundo con acelerada
oscuridad. A través de la noche cerrada les llegó un eco espantoso, y los hombres se
detuvieron a mirar hacia el camino que habían dejado a las espaldas.
No pudieron ver nada. El páramo era un océano de sombras y las altas hierbas de
la vecindad oscilaban en largas olas, empujadas por la brisa, rompiendo la mortal
quietud con jadeantes susurros.
Entonces, lejos, el disco rojo de la luna se levantó sobre el erial y, durante un
momento, una silueta deforme se perfiló en negro contra la misma. Una figura pasó
corriendo por delante del rostro de la luna; un ser monstruoso y grotesco cuyos pies
parecían tocar apenas el suelo y, muy cerca de ella, llegaba un ser como una sombra
voladora… un horror indescriptible y sin forma.
Por un momento, los dos corredores se recortaron con nitidez contra la luna;
luego se fundieron en una masa indefinible y amorfa, y desaparecieron entre las
sombras.
Allá lejos, en el erial, estalló un solo alarido de risa terrible.

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LA MANO DERECHA DE LA MALDICIÓN
—¡Y al alba le colgarán! ¡Jo, jo!
Quien así hablaba se palmeó sonoramente el muslo, al tiempo que lanzaba
carcajadas con voz espesa y chillona. Lanzó una ojeada jactanciosa a sus oyentes, y
echó un trago del vino que tenía a mano. El fuego saltaba y oscilaba en el hogar de la
sala y nadie le respondió.
—¡Roger Simeon, el nigromante! —se burló esa voz chillona—. ¡Adepto de las
artes diabólicas y practicante de magia negra! A fe mía que todo su necio poder no le
pudo salvar cuando los soldados del rey rodearon su caverna y le apresaron. Huyó
cuando la gente comenzó a lanzar adoquines contra sus ventanas, y creyó que podía
ocultarse y huir a Francia. ¡Jo, jo! Su escapatoria va a estar al extremo de una soga.
Esto es lo que yo llamo un día bien aprovechado.
Echó una bolsita sobre la mesa, haciendo que tintineara musicalmente.
—¡El precio de la vida de un hechicero! —se jactó—. ¿Y vos qué decís, mi
áspero amigo?
Esto último se lo decía a un hombre alto y callado que se sentaba cerca del fuego.
Ese personaje, enjuto, recio y vestido de forma sombría, volvió su rostro cetrino hacia
quien le hablaba para clavar en él un par de ojos profundos y helados.
—Digo —le respondió con voz sonora— que hoy habéis cometido un acto
execrable. Puede que ese nigromante mereciera la muerte, pero él confiaba en voz, os
tenía por su único amigo y le habéis vendido por un puñado de sucias monedas. A fe
mía que algún día os reuniréis con él en el Infierno.
El que primero había hablado, un sujeto rechoncho, robusto y de aspecto ruin,
abrió la boca como si fuera a darle una réplica enfurecida, pero luego vaciló. Los ojos
helados le contemplaron por un instante, antes de que el hombre alto se levantase con
la flexibilidad de un gato y se alejase del hogar a trancos largos y elásticos.
—¿Pero quién es ése? —preguntó resentido el fanfarrón—. ¿Quién es él para
defender a brujos contra los hombres de bien? ¡Por Dios que ha tenido suerte de
cruzar tales palabras con John Redly y conservar el corazón en el pecho!
El tabernero se inclinó a coger un ascua, para encender su larga pipa, y le contestó
con sequedad:
—Y vos también sois afortunado, John, por haber sabido tener la boca cerrada.
Ése es Solomon Kane, el puritano, y es un hombre más peligroso que un lobo.
Redly barbotó un juramento, y devolvió con gesto sombrío la bolsa a su cinto.
—¿Vais a pasar la noche aquí?
—Sí —replicó taciturno Redly—. Me gustaría estar presente en la ejecución de
Simeon mañana en Torkertown, pero al alba tengo que ponerme camino de Londres.
El tabernero rellenó las copas.
—Esta ronda por el alma de Simeon. Que Dios se apiade del desdichado y haga
fracasar la venganza que ha jurado tomar contra vos.

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John Redly sufrió un sobresalto, soltó un juramento y luego una carcajada
fanfarrona. La risa subió de tono huecamente y por último se quebró en una nota
falsa.
Solomon Kane se despertó de repente y se incorporó en el lecho. Tenía el sueño
liviano, como corresponde a un hombre que por lo común depende de sí mismo para
sobrevivir. Y algún ruido, en algún lugar de la casa, le había despertado. Prestó
atención. Fuera, como pudo ver a través de los postigos, estaba clareando bajo las
primeras luces del alba.
De repente se oyó el mismo ruido, débilmente. Era como si un gato trepase por la
pared exterior. Kane siguió escuchando y le llegó un sonido, como el de alguien que
tantease los postigos. El puritano se incorporó, espada en mano, cruzó de un tirón la
alcoba y los abrió de golpe. El mundo se mostraba dormido bajo su escrutinio. Una
luna tardía colgaba sobre el horizonte occidental. No había ningún intruso al acecho
bajo su ventana. Se asomó para mirar la ventana de la alcoba contigua. Los postigos
estaban abiertos.
Kane cerró los suyos y cruzó el cuarto, para salir al corredor. Obraba llevado de
un impulso, lo cual era habitual en él. Eran tiempos turbulentos. Esa taberna estaba a
varios kilómetros de la ciudad más cercana, Torkertown. Los bandidos menudeaban.
Alguien o algo había invadido la estancia contigua, y su dormido ocupante podía
estar en peligro. Kane no se detuvo a sopesar pros y contras, sino que fue derecho a la
puerta de la alcoba y la abrió.
La ventana estaba abierta de par en par y la luz entraba iluminando la estancia,
aun cuando lo hada como si se filtrase a través de una bruma fantasmal. Un sujeto de
aspecto ruin roncaba en el lecho y Kane le reconoció como John Redly, el hombre
que había vendido al nigromante a los soldados.
Luego, su mirada fue a la ventana. Sobre el antepecho se agazapaba algo
semejante a una araña gigantesca y, mientras Kane la observaba, ésta bajó al suelo y
comenzó a arrastrarse hacia la cama. Aquella cosa era ancha, peluda y oscura, y Kane
se dio cuenta de que había dejado una mancha sobre el alféizar. Corría sobre cinco
patas gruesas y curiosamente articuladas, y en conjunto tenía un aspecto fantasmal
que dejó a Kane como hechizado durante un instante. Enseguida llegó a la cama de
Redly y trepó por el armazón con una torpeza que resultaba extraña.
Ya se balanceaba directamente sobre el durmiente, colgando del dosel, y Kane se
adelantó con un grito de advertencia. Fue entonces cuando Redly despertó y miró
hacia arriba. Los ojos se le desorbitaron, un grito terrible nació de sus labios y en ese
momento la cosa-araña se descolgó, para caer directamente sobre su cuello. Mientras
Kane llegaba a la cama, vio cómo se cerraba la presa de las patas, y escuchó el
crujido de los huesos cervicales de John Redly. El hombre se envaró y luego quedó
yerto, con la cabeza colgando de forma grotesca de su cuello roto. Y aquella cosa se
desprendió del cuerpo y quedó inerte sobre la cama.
Kane se detuvo ante el espantoso espectáculo, sin poder dar crédito a lo que veía.

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La cosa que había abierto los postigos, se había arrastrado por los suelos y había dado
muerte a John Redly en su propia cama, ¡era una mano humana!
Ahora yacía fláccida y sin vida. Y Kane la atravesó cautelosamente con la punta
de su espada, para levantarla a la altura de los ojos. Parecía ser la mano de un hombre
grande, ya que era ancha y gruesa, con tanto vello como la zarpa de un mono. La
habían cercenado a la altura de la muñeca y estaba cubierta de sangre. Había un
delgado anillo de plata en el anular; una joya curiosa, con la forma de una serpiente
enrollada.
Kane estaba estudiando aquel resto odioso cuando apareció el tabernero, cubierto
con el camisón, y con una vela en una mano y el trabuco en la otra.
—¿Qué es lo que ocurre? —rugió, cuando sus ojos se posaron en el cadáver en el
lecho.
Luego vio lo que Kane tenía espetado en la espada y se puso blanco. Se acercó
como atrapado por un hechizo, y los ojos se le desorbitaron. Luego se alejó
tambaleando y se desplomó sobre una silla, tan pálido que Kane pensó que iba a
desmayarse.
—En el nombre de Dios, señor —boqueó—. ¡No deje que eso viva! Aún tiene
que haber fuego en el hogar, señor…

Kane llegó a Torkertown en el curso de esa mañana. En las afueras del pueblo fue
abordado por un joven parlanchín, que le saludó.
—Señor, como hombre de bien que sois, os complacerá saber que Roger Simeon,
el brujo negro, ha sido colgado esta misma mañana, justo al rayar el sol.
—¿Murió con entereza? —preguntó sombrío Kane.
—Sí, señor; no flaqueó, aunque tuvo lugar un suceso fantástico. Escuchad, señor.
¡Roger Simeon subió a la horca con una sola mano!
—¿Y cómo ocurrió tal cosa?
—La noche pasada, señor, mientras estaba sentado en su celda como si fuese una
gran araña, llamó a uno de sus carceleros y le pidió un último deseo: ¡le rogó que le
seccionase la mano derecha! El hombre se negó en un principio, pero tenía miedo de
la maldición de Roger y, al cabo, echó mano de la espada y le cortó la mano a la
altura de la muñeca. Entonces Simeon, con la mano izquierda, la arrojó a través de
los barrotes de su celda, al tiempo que pronunciaba muchas palabras mágicas,
extrañas y dementes. El guardia temió por su vida, pero Roger le dio palabra de no
dañarle y le dijo que al único que odiaba era a John Redly, que le había traicionado.
»Se cogió el muñón del brazo, para detener la pérdida de sangre, y se quedó el
resto de la noche sentado como un hombre en trance, y a veces musitaba para sí
mismo, como el que sin querer habla en alto. “A la derecha”, susurraba, y “vete hacia
la izquierda” y “¡vamos, vamos!”
»Oh, señor, ¡era espantoso de escuchar, según dicen, y verle ahí acurrucado sobre

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el ensangrentado muñón del brazo! Fueron a buscarle al clarear, le sacaron del
patíbulo y pusieron la soga alrededor de su cuello, y de repente se retorció y tensó
como si hiciese un esfuerzo terrible, y los músculos de su brazo derecho, el manco, se
hincharon y crujieron ¡como si le estuviese rompiendo el cuello a un hombre!
»Cuando los guardias se lanzaron a sujetarle, cesó en sus esfuerzos y comenzó a
reír. Y es risa terrible y espantosa continuó hasta que se apretó el lazo y colgó, negro
y silencioso, bajo el ojo rojo del sol naciente.
Solomon Kane guardaba silencio, reflexionando sobre el espantoso terror que
había contorsionado los rasgos de John Redly en el último y fugaz instante que había
tenido de lucidez y vida, antes de que la maldición le golpease. Y una débil imagen se
le formó en la mente; la imagen de una mano peluda y seccionada que correteaba
sobre sus dedos como una gran araña, a ciegas, cruzando bosques en la noche para
escalar un muro y abrir los postigos de una alcoba. Allí se interrumpió su visión,
abrumada por el oscuro y sangriento drama que siguió a todo aquello. ¡Cuán terribles
fuegos de odio habían ardido en el alma del nigromante condenado, y qué espantoso
poder había poseído, que había sido capaz de enviar esa mano ensangrentada, a
tientas para cumplir su misión, guiada por la magia y el poder de ese cerebro
exaltado!
Aunque, para cerciorarse, Solomon preguntó.
—¿Y no han encontrado la mano?
—Pues no, señor. Los hombres encontraron el lugar en el que cayó al ser arrojada
desde la celda, pero había desaparecido, dejando un rastro rojo que llevaba al bosque.
Sin duda, un lobo se la comió.
—Sin duda —repuso Solomon Kane—. ¿No serían las manos de Roger Simeon
grandes y peludas, y no llevaría un anillo en el anular de la derecha?
—Pues sí, señor. Un anillo de plata con forma de serpiente enrollada.

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SOMBRAS ROJAS
I
LA LLEGADA DE SOLOMON

La luz de la luna rielaba débilmente, creando plateadas brumas de ilusión entre


los árboles en sombras. Una débil brisa soplaba sobre el valle, como si arrastrase una
sombra que no formaba parte del espejismo lunar. Olía débilmente a humo.
El hombre que con zancadas largas y elásticas había estado caminando, sin
apresurarse pero sin detenerse, durante muchos kilómetros desde el alba, se detuvo de
repente. Un movimiento entre los árboles le había llamado la atención, de forma que
se deslizó silenciosamente hacia las sombras, con una mano en el pomo de su espada
larga y delgada.
Avanzó con cautela, tratando de taladrar la oscuridad que acechaba al pie de los
árboles. Aquél era un país salvaje y peligroso, y la muerte podía estar acechando bajo
aquellos árboles. Luego apartó la mano de la empuñadura y se adelantó. La muerte,
en efecto, estaba presente allí, pero no en una forma que pudiera asustarle.
—¡Por los fuegos del Hades! —murmuró—. ¡Una chica! ¿Qué es lo que te pasa,
niña? ¡No tengas miedo de mí!
La chica levantó la mirada hacia él, con un rostro que era como una pálida rosa
blanca en la oscuridad.
—Tú… ¿quién eres… tú? —hablaba de forma entrecortada.
—No soy más que un vagabundo, un hombre sin tierra y, sin embargo, amigo de
cualquiera que se encuentre en necesidad —aquella voz amable resultaba, de alguna
forma, incongruente en aquel hombre.
La chica trató de incorporarse sobre el codo, y de inmediato él se arrodilló para
ayudarla a sentarse, con la cabeza de ella reposando en su hombro. La mano del
hombre la tocó en el pecho y se retiró enrojecida y húmeda.
—¿Qué ha pasado? —Empleaba un tono de voz suave y tranquilizador, como si
estuviera hablando con un niño.
—Le Loup —boqueó ella, con una voz que se tornaba más y más débil con
rapidez—. Él y sus hombres… atacaron nuestra aldea… un par de kilómetros más
arriba. Robaron… mataron… incendiaron…
—Así que por eso olía a humo —murmuró el hombre—; prosigue, niña.
—Salí corriendo. Él, el Lobo me persiguió… y… me atrapó… —Las palabras
dejaron paso a un súbito silencio.
—Entiendo, niña. ¿Y luego…?
—Luego… él… él… me apuñaló con su daga… ¡Oh, Santos del Cielo!…
apiadaos de mí…
De repente, la delgada figura quedó yerta. El hombre la dejó reposar en tierra y
frunció levemente el ceño.

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—¡Muerta! —murmuró.
Se incorporó con lentitud, al tiempo que se limpiaba maquinalmente las manos en
la capa. Fruncía de forma amenazadora su ceño sombrío. Y con todo no lanzó
ninguna promesa fiera y temeraria, ni juró por santos o diablos.
—Han de morir hombres por esto —dijo con frialdad.

II
LA GUARIDA DEL LOBO

—¡Eres un necio! —Las palabras eran un gruñido helado que congelaba la sangre
de su interlocutor.
El que acababa de encajar tal insulto bajó taciturno los ojos, sin replicar.
—¡Necios tú y todos los que tengo a mi mando! —El que hablaba se inclinó,
aporreando de forma acalorada la mesa tosca que había entre ellos. Se trataba de un
hombre alto, de complexión robusta y facciones rapaces. Sus ojos danzaban y
resplandecían, llenos de temerario desdén.
El otro le replicó con tono sombrío.
—Y yo te digo que ese Solomon Kane es un demonio salido de los infiernos.
—¡Bah! ¡Idiota! No es más que un hombre, y se le puede matar de un tiro o una
estocada.
—Eso pensaban Jean, Juan y La Costa —respondió el otro con hosquedad—. ¿Y
dónde están ahora? Pregúntaselo a los lobos que pelaron de carne sus huesos muertos.
¿Dónde se esconde ese Kane? Hemos rastreado las montañas y los valles durante
leguas, sin encontrar una sola pista. Te digo, Le Loup, que viene de los infiernos. Ya
sabía yo que no era buena cosa ahorcar a ese monje hace una luna.
El Lobo golpeó con impaciencia la mesa. Su rostro agudo, a pesar de las huellas
dejadas por una vida salvaje y disipada, era el de un hombre inteligente. Las
supersticiones de sus seguidores le tenían sin cuidado.
—¡Bah! Te lo vuelvo a decir. Ese tipo ha encontrado alguna cueva o valle secreto
que nosotros no conocemos, y es ahí donde se oculta de día.
—Y sale por la noche para asesinarnos —comentó con desaliento el otro—. Nos
caza como un lobo a los venados… Por Dios, Le Loup; te haces llamar a ti mismo
Lobo, ¡pero me parece que por fin te has topado con un lobo más fiero y astuto que
tú! La primera noticia que tuvimos de ese hombre fue cuando encontramos a Jean,
que era el peor de los bandidos, clavado a un árbol, con su propia daga atravesándole
el pecho y las letras S.L.K. grabadas en sus mejillas muertas.
»Luego le tocó a Juan el Español y, cuando le encontramos, vivió el tiempo
suficiente para decirnos que su asesino era un inglés llamado Solomon Kane, ¡que ha
jurado destruir a toda nuestra banda! ¿Y luego qué? La Costa, un espadachín que sólo
era inferior a ti mismo, salió a buscar a ese Kane. ¡Por los demonios de la perdición

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que fue éste quien encontró a aquél!, ya que descubrimos su cuerpo destrozado a tajos
sobre un risco. ¿Y ahora qué? ¿Tendremos que caer todos a manos de ese inglés del
demonio?
—Es verdad que ha dado muerte a nuestros mejores hombres —reflexionó el jefe
de los bandidos—. Los demás volverán pronto de esa pequeña visita que han ido a
hacer al ermitaño; entonces veremos qué podemos hacer. Kane no puede ocultarse
eternamente. Entonces… ¿Qué ha sido eso?
Ambos se volvieron con rapidez cuando una sombra cayó sobre la mesa. En la
entrada de esa cueva que era el cubil del bandido, había un hombre que se
tambaleaba. Miraba fijamente con ojos desorbitados, trastabillaba sobre piernas
temblorosas y una oscura mancha roja le manchaba la túnica. Dio unos cuantos pasos
vacilantes hacia delante, antes de caer sobre la mesa y deslizarse hasta el suelo.
—¡Por todos los demonios del infierno! —maldijo el Lobo, al tiempo que le
incorporaba y le sentaba en una silla—. ¿Dónde están los demás, maldito seas?
—¡Muertos! ¡Están todos muertos!
—¿Qué estás diciendo? ¡Satanás te maldiga! ¡Habla! —El Lobo sacudió con furia
al hombre, mientras el otro bandido observaba con ojos desorbitados por el horror.
—Llegamos a la choza del ermitaño al salir la luna —musitó el hombre—. Me
quedé fuera… vigilando… los otros entraron… a torturar al ermitaño… para hacerle
confesar… dónde escondía… su oro.
—¡Sí, sí! ¿Qué es lo que ocurrió después? —El Lobo rabiaba de pura
impaciencia.
—Después, todo el mundo se volvió rojo… la cabaña explotó con gran estruendo,
y una lluvia roja inundó el valle… A través de la misma vi… al ermitaño y a un
hombre alto, vestido todo de negro… que salían de los árboles…
—¡Solomon Kane! —boqueó el otro bandido—. ¡Lo sabía! Yo…
—¡Calla, idiota! —graznó el jefe—. ¡Sigue!
—Escapé… Kane me persiguió… me hirió… pero conseguí dejarle atrás…
llegué… antes que él… aquí…
—¡Santos y diablos! —bramó el Lobo—. ¿Cómo es ese Kane?
—Se parece… a Satanás…
La voz se desvaneció. El muerto fue deslizándose de la mesa hasta quedar tirado
en el suelo como un fardo enrojecido.
—¡A Satanás! —balbuceó el otro bandido—. ¡Te lo dije! ¡Es el Diablo en
persona! Te dije…
Se interrumpió cuando un rostro atemorizado se asomó a la boca de la cueva.
—¿Ha sido Kane?
—Sí. —El Lobo estaba demasiado afectado como para mentir—. Monta guardia,
La Mon; dentro de un momento el Rata y yo nos reuniremos contigo.
El rostro se esfumó y el Lobo se volvió hacia su compañero.
—La banda está acabada —le dijo—. Tú y ese ladrón de La Mon sois cuanto

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queda de ella. ¿Tienes alguna sugerencia que hacer?
Los labios pálidos del Rata silabearon una sola palabra:
—¡Huir!
—Tienes razón. Cogeremos las joyas y el oro de los baúles, y huiremos por el
pasadizo secreto.
—¿Y La Mon?
—Puede vigilar mientras ultimamos la huida. Después… ¿por qué dividir el
tesoro en tres partes?
Una débil sonrisa cruzó por las facciones malévolas de la Rata. Luego, una idea le
hizo ponerse serio.
—Él —señaló al cuerpo tendido por tierra— ha dicho: «llegué antes». ¿Significa
eso que Kane venía persiguiéndole? —pero como el Lobo cabeceaba con
impaciencia, se volvió a los baúles, sin cesar en su parloteo atropellado.
La luz vacilante de la vela, situada sobre la tosca mesa, alumbraba una escena
extraña y salvaje. La luz, incierta y danzante, se reflejaba rojiza en el lago de sangre,
cada vez mayor, sobre el que yacía el muerto, bailoteaba sobre los montones de joyas
y monedas que sacaban a toda prisa de los cofres de herrajes de bronce que se
alineaban en las paredes, y hacía centellear los ojos del Lobo con un fulgor semejante
al que arrancaba a su daga envainada.
Los cofres quedaron vacíos, sus tesoros amontonados, formando una pila
resplandeciente sobre el suelo manchado de sangre. El Lobo se detuvo y escuchó.
Fuera, reinaba un completo silencio. No había luna y la fértil imaginación del Lobo
conjuró la imagen del asesino oscuro, Solomon Kane, que se deslizaba en las
tinieblas, una sombra entre las sombras. Torció el gesto de manera aviesa; en esa
ocasión, el inglés se iba a quedar con un palmo de narices.
—Queda un cofre por abrir —dijo, señalando.
El Rata, con una exclamación contenida de sorpresa, se volvió hacia el cofre que
le indicaban. Y, con un movimiento sencillo y felino, el Lobo saltó sobre él y le
hundió su daga hasta la empuñadura en la espalda, entre los omóplatos. El Rata se
derrumbó sin emitir un solo sonido.
—¿Por qué dividir en tres partes el tesoro? —murmuró el Lobo mientras limpiaba
la hoja, sobre el par de hombres muertos—. Ahora, a por La Mon.
Se dirigió a la puerta; luego se detuvo y reculó.
En un primer vistazo creyó que era la sombra de un hombre lo que había en el
umbral, pero luego constató que se trataba de un hombre mismo; aunque tan oscuro e
inmóvil que el resplandor de la vela le daba una fantástica apariencia de sombra.
Un hombre alto, tanto como el mismo Le Loup, vestido de negro de pies a
cabeza, sin adorno alguno, con ropas ajustadas que, de alguna manera, se conjugaban
con el rostro ensombrecido. Sus brazos largos y las anchas espaldas delataban al
espadachín, lo mismo que la espada larga que sostenía en la mano. Las facciones de
aquel hombre eran saturninas y sombrías. Un tinte cetrino le daba una apariencia

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espectral bajo aquella luz incierta, acentuada por la satánica oscuridad del ceño
fruncido. Los ojos grandes, hundidos y fijos, estaban clavados en el bandido; y,
mirando en su interior, Le Loup fue incapaz de determinar de qué color eran. De
forma extraña, la mefistofélica apariencia de su rostro se veía compensada por una
frente alta y ancha, parcialmente oculta bajo un sombrero sin adornos.
Esa frente delataba al soñador, el idealista, el introvertido, de igual manera que
los ojos, y la nariz recta y delgada señalaban al fanático. Un observador se hubiera
sentido impactado por la mirada de los dos hombres que allí estaban cara a cara. Los
ojos de ambos dejaban entrever insondables abismos de fuerza, aunque allí terminaba
toda semejanza.
Los ojos del bandido eran duros, casi opacos, con una superficialidad extraña y
brillante que reflejaba un millar de luces y reflejos tornadizos; había, en esos ojos,
burla, crueldad y temeridad.
Por el contrario, los ojos del hombre vestido de negro, hundidos y acechantes bajo
las cejas prominentes, eran fríos y profundos y, observando en ellos, uno tenía la
impresión de estar mirando bajo muchas brazas de hielo.
Ahora los ojos estaban enfrentados y el Lobo, acostumbrado como estaba a ser
temido, sintió una extraña frialdad en su columna. La sensación era nueva para él…
una nueva emoción para uno que había vivido en busca de emociones, y se rió con
brusquedad.
—Supongo que sois Solomon Kane —preguntó, tratando de hacer que la pregunta
sonara cortésmente desinteresada.
—Soy Solomon Kane —la voz era poderosa y retumbante—. ¿Estáis dispuesto a
presentaros ante el Señor?
—¿Cómo, Monsieur? —respondió con zalamería Le Loup—. Os aseguro que
estoy dispuesto para cualquier cosa que me pueda venir. Aunque bien podría plantear
a Monsieur la misma cuestión.
—No hay duda de que he planteado mal la pregunta —dijo ominosamente Kane
—. Voy a cambiarla: ¿Estáis dispuesto a reuniros con vuestro señor, el Diablo?
—Respecto a eso, Monsieur —Le Loup se estudió las uñas con elaborada
indiferencia—, he de decir que, en el momento presente, puedo rendir cuentas más
que satisfactorias a su Astada Excelencia, aunque la verdad es que no tengo intención
alguna de hacerlo… al menos durante un tiempo.
Le Loup no se preguntó qué podía haber pasado con La Mon; la presencia de
Kane en la cueva era respuesta más que suficiente, sin necesidad de que lo
corroborasen las manchas de sangre en su espada.
—Lo único que deseo saber, Monsieur —dijo el bandido—, es por qué, en
nombre del diablo, habéis perseguido de esa forma a mi banda, y cómo habéis
conseguido dar cuenta de esa pandilla de estúpidos.
—La última pregunta es fácil de responder, señor —repuso Kane—. Yo mismo
hice correr el rumor de que el ermitaño escondía oro, sabiendo que eso atraería a

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vuestra canalla como la carroña atrae a los buitres. He vigilado durante día y noche la
cabaña y, anoche, cuando vi llegar a vuestros villanos, avisé al ermitaño y nos fuimos
a los árboles situados detrás de la cabaña. Luego, cuando aquellos rufianes estuvieron
dentro, apliqué pedernal y eslabón a la mecha que había ya dispuesto, y la llama
corrió por entre los árboles como una serpiente roja, hasta que llegó a la pólvora que
había situado bajo el suelo de la cabaña. La choza y trece pecadores se fueron al
infierno, con un gran estallido de llamas y humo. Es verdad que uno logró escapar,
pero le habría matado en el bosque si no hubiese tropezado con una raíz rota y caído,
lo que le dio tiempo a huir de mí.
—Monsieur —dijo Le Loup, con otra pequeña reverencia—, os doy el tributo que
se debe rendir a un rival valiente y astuto. Empero decidme: ¿por qué me habéis dado
caza, como un lobo que acosa al ciervo?
—Hace varias lunas —respondió Kane, frunciendo el ceño de forma amenazadora
—, vos y vuestros diablos saqueasteis una pequeña aldea situada valle abajo. Los
detalles los conocéis mejor vos que yo. Había allí una chica, tan sólo una niña, que
trató de escapar de vos huyendo valle arriba; pero vos, chacal infernal, vos la
capturasteis y acabasteis con ella, violándola y matándola. Allí la encontré y, sobre su
cadáver, hice el voto de perseguiros y mataros.
—Ja —murmuró el Lobo—. Sí, recuerdo a la moza. ¡Mon Dieu, entonces es que
hay asuntos de faldas de por medio! Monsieur, nunca os hubiese tomado por un
hombre enamorado; pero no estéis celoso, compadre, que hay muchas más mujeres.
—¡Cuidado, Le Loup! —exclamó Kane, con una terrible amenaza en la voz—.
Nunca he matado a un hombre con torturas, pero por Dios que vos, señor, me estáis
tentando.
Su tono y mucho más aquel inesperado juramento, viniendo de alguien como
Kane, amilanaron ligeramente a Le Loup; sus ojos se estrecharon y la mano se acercó
a la espada. El aire se espesó durante un momento; pero, luego, el Lobo se relajó
ostentosamente.
—¿Quién era la chica? —preguntó de pasada—. ¿Vuestra mujer?
—Nunca la había visto antes —respondió Kane.
—Nom d’un nom! —juró el bandido—. ¿Pero qué clase de hombre sois,
Monsieur, para tomar una venganza de este calibre, tan sólo para vengar a una
muchacha a la que no conocéis?
—Eso, señor, es cosa mía; es suficiente con que lo haga.
Kane no podría haberlo explicado, ni siquiera a sí mismo, porque nunca había
buscado una explicación en su interior. Era un verdadero fanático y sus preceptos
eran razones suficientes para actuar.
—Sois un hombre recto, Monsieur —Le Loup estaba tratando de ganar tiempo;
con disimulo, retrocedía palmo a palmo, con tal maña que no despertaba sospechas ni
siquiera en aquel halcón que le acechaba.
—Monsieur —añadió—, puede que pretendáis ser tan sólo un noble caballero,

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que vagabundea como un verdadero Galahad, protegiendo a los débiles; pero los dos
sabemos que no es así. Aquí, en el suelo, hay el equivalente al tesoro de un
emperador. Repartámoslo en paz y luego, si no gustáis de mi compañía, pues, nom
d’un nom!, podemos seguir cada uno nuestro camino.
Kane se inclinó hacia delante, al tiempo que una amenaza terrible crecía en sus
ojos fríos. Parecía un gran cóndor a punto de abatirse sobre su víctima.
—Señor, ¿acaso me tenéis por un villano tan grande como vos?
Le Loup echó con brusquedad atrás la cabeza, los ojos danzando y saltando,
llenos de una burla sutil y cierta temeridad insensata. Sus risotadas despertaron ecos
en el lugar.
—¡Dioses del Infierno! ¡No, estúpido, no os tengo por alguien de mi misma clase!
¡Mon Dieu, Monsieur Kane, tenéis por delante una ingente tarea, si lo que buscáis es
vengar a todas las mozas que han conocido mis favores!
—¡Sombras de muerte! ¡Que yo tenga que malgastar mi tiempo hablando con un
granuja tan infame como éste! —rugió Kane, con una voz que de repente estaba
sedienta de sangre, y su alta silueta arremetió como la cuerda de un arco súbitamente
liberada.
Al mismo tiempo, Le Loup, con una risa salvaje, dio un salto hacia atrás, con un
movimiento tan veloz como el de Kane. El cálculo fue perfecto: sus manos, tendidas
hacia atrás, golpearon la mesa y la voltearon, de forma que la cueva se sumió en la
oscuridad cuando la vela volcó y se apagó.
La espada de Kane cantaba como una saeta en la negrura, mientras éste atacaba
de forma ciega y feroz.
—Adieu, Monsieur Galahad! —la burla le llegó desde algún punto situado ante él;
pero Kane, cuando se lanzó hacia aquel sonido con la furia salvaje de la cólera
insatisfecha, chocó contra una inesperada pared, que no cedió ante su empuje. Desde
alguna parte, pareció llegarle el eco de una risa burlona.
Kane se dio la vuelta, con los ojos puestos en la entrada, que se perfilaba de
forma tenue, pensando que su enemigo podía intentar escabullirse y salir de la gruta;
pero ninguna silueta se mostró allí y, cuando, tentando con las manos, logró encontrar
la vela y encenderla, la cueva está vacía, fuera de él mismo y los dos hombres
muertos del suelo.

III
EL CÁNTICO DE LOS TAMBORES

Cruzando las oscuras aguas llegaba el rumor: ¡bum, bum, bum!… una reiteración
sombría. Lejos, y más débil, sonaba otro rumor de timbre diferente: ¡trum, trum,
trum! Las vibraciones oscilaban, como si aquellos tambores palpitantes hablasen el
uno con el otro. ¿Qué historias contaban? ¿Qué monstruosos secretos susurraban a lo

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largo de las hoscas y umbrías extensiones de jungla sin cartografiar?
—¿Estás segura de que ésta es la bahía donde el buque español le desembarcó?
—Sí, Senhor; el negro jura que ésta es la bahía donde el hombre blanco abandonó
la nave y se internó en la jungla.
Kane cabeceó de forma sombría.
—Entonces desembarcadme aquí mismo, solo. Espera siete días y, pasados los
mismos, si no he vuelto ni has tenido noticias mías, serás libre de navegar hacia
donde desees.
—Sí, Senhor.
Las olas golpeaban perezosamente contra los costados del bote que llevaba a
Kane a la orilla. El poblado que buscaba se hallaba en las márgenes del río, aunque
alejado de la orilla de la bahía, de forma que la jungla lo ocultaba de la vista del
barco.
Kane había tomado el camino que parecía más azaroso, desembarcándose en
mitad de la noche, ya que sabía que, si el hombre al que buscaba estaba en la aldea,
no podría llegar a él de día. Por eso había optado por un método más desesperado,
aventurándose en la jungla de noche; pero durante toda su vida había corrido riesgos
extremos. Y, en aquellos momentos, se jugaba la vida con la débil esperanza de llegar
a la aldea indígena al amparo de la oscuridad y sin ser descubierto por los indígenas.
Abandonó el bote en la playa y, luego de murmurar algunas órdenes, cuando los
remeros ya retrocedían hacia el barco, que se hallaba anclado a alguna distancia, en la
bahía, se volvió para internarse en la negrura de la jungla. Avanzó con la espada en
una mano, la daga en la otra, tratando de dirigirse hacia el punto desde donde los
tambores murmuraban y gruñían.
Anduvo con los movimientos livianos y furtivos de un leopardo, desplazándose
con cautela, con todos los nervios alerta y en tensión, pero el viaje no fue nada fácil.
Las lianas le estorbaban y entorpecían su avance, por lo que se vio obligado a
hacer a tientas el camino, palpando los gigantescos troncos de árboles inmensos
mientras, en la maleza circundante, se oían crujidos vagos y amenazadores, y se
intuían movimientos. Por tres veces tocó algo con el pie que se revolvió antes de
alejarse retorciéndose, y en una ocasión pudo entrever el temible resplandor de los
ojos de un felino entre los árboles. Pero éstos se desvanecieron, no obstante, cuando
siguió avanzando.
Bum, bum, bum, así le llegaba el incesante retumbar de los tambores: guerra y
muerte (eso decían); sangre y codicia; ¡sacrificios humanos y humanos festejos! El
alma de África (eso decían los tambores); el espíritu de la jungla; el canto de los
dioses de la oscuridad exterior, esos dioses que braman y balbucean, esos dioses a los
que los hombres conocieron en el alba de los tiempos, con ojos bestiales, bocas
cavernosas, panzas prominentes, manos ensangrentadas; los Dioses Negros (así
cantaban los tambores).
Todos esos mensajes, y aún más, trasmitían entre rugidos y bramidos los

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tambores a los oídos de Kane, mientras éste se abría paso a través del bosque. Una
cuerda, en lo más profundo de su alma, sentía la pulsación y respondía. Tú también
perteneces a la noche (cantaban los tambores); ésta es la fuerza de la oscuridad, la
fuerza de lo primitivo que hay en ti; retrocede atrás en el tiempo; deja que te
enseñemos, deja que te enseñemos (cantaban los tambores).
Kane abandonó la selva cerrada y se internó por un camino claramente visible.
Más allá, entre los árboles, se colaba el resplandor de los fuegos del poblado; llamas
fulgurando entre las estacadas. Kane avanzó con rapidez por el sendero.
Se desplazó con silencio y prudencia, la espada tendida hacia delante, los ojos
esforzándose en captar cualquier atisbo de movimiento en la oscuridad que tenía
enfrente, en los árboles agazapados a ambos lados como gigantes hoscos; a veces, las
grandes ramas se entrelazaban sobre el camino y no podía distinguir más que un corto
trecho delante de él.
Recorrió la senda en tinieblas como un fantasma oscuro, los ojos y los oídos
alertas, pero ni un indicio le advirtió cuando una silueta grande e indistinta surgió de
las sombras y le derribó por tierra, en completo silencio.

IV
EL DIOS NEGRO

¡Trum, trum, trum! En algún lugar se repetía una cadencia, una y otra vez, con
monotonía enloquecedora, entonando el mismo son: «Tonto, tonto, ¡tonto!» A veces
se escuchaba lejos, a veces podía extender los brazos y llegar casi a ella. A veces se
fusionaba con el palpitar de su cabeza, hasta que las dos pulsaciones se convertían en
una sola: Tonto… tonto… tonto… tonto…
Las nieblas se hicieron más débiles y se esfumaron. Kane trató de llevarse la
mano a la cabeza, pero descubrió que se hallaba atado de pies y manos. Estaba tirado
en el suelo de una choza… ¿a solas? Se retorció para inspeccionar el lugar. No; dos
ojos le observaban desde la oscuridad. Se perfiló una silueta y Kane, todavía confuso,
creyó estar en presencia del hombre que le había dejado inconsciente. Pero no; aquel
hombre nunca hubiera podido tumbarle de un golpe. Los únicos que parecían tener
vida en él eran sus ojos, y éstos parecían los de una serpiente.
El hombre se acuclilló en el suelo de la choza, cerca de la entrada, desnudo a
excepción de un taparrabos y toda la usual parafernalia de brazaletes, tobilleras y
ajorcas. Extraños fetiches de marfil, hueso y cuero, tanto humano como animal,
adornaban sus brazos y piernas. De forma repentina e inesperada, le habló en inglés.
—Ja, ¿tú despierto, hombre blanco? ¿Por qué venir tú hasta aquí, eh?
Kane hizo la inevitable pregunta, llevado por sus costumbres de blanco.
—Hablas mi idioma… ¿cómo es eso posible?
El negro sonrió.

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—Yo esclavo… hace mucho tiempo, cuando niño. Yo, N’Longa, hombre yuyu,
poderoso hechicero. ¡Ningún negro como yo! Tú, blanco, ¿persigues a un hermano?
Kane soltó un graznido.
—¡Yo! ¡Hermano! Busco a un hombre, sí.
El negro asintió.
—¿Y cuando tú encontrar?
—¡Morirá!
El negro sonrió de nuevo.
—Yo poderoso hombre yuyu —anunció, sin venir a cuento. Se inclinó más cerca
—. ¿El blanco al que persigues, ojos como un leopardo, eh? ¡Ja, ja, ja, ja! Escucha: el
blanco, el hombre-con-ojos-de-leopardo, hacer un poderoso pacto con Jefe Songa;
ahora ellos hermanos de sangre. No decir nada, yo ayudarte, tú ayudarme, ¿eh?
—¿Por qué ibas a querer ayudarme? —preguntó Kane con suspicacia.
El hombre yuyu se acercó aún más, para susurrar:
—El blanco ser mano derecha de Songa; Songa más poderoso que N’Longa.
¡Blanco poderoso yuyu! Hermano blanco de N’Longa matar a hombre-con-ojos-de-
leopardo y ser hermano de sangre de N’Longa. Entonces N’Longa ser más poderoso
que Songa; asunto resuelto.
Y abandonó la choza como un fantasma oscuro, tan rápido que Kane no estuvo
del todo seguro de que todo aquello no hubiera sido un sueño.
Fuera, Kane podía ver el resplandor de los fuegos. Los tambores todavía
retumbaban, pero tan cercanos ahora que los tonos se fundían y mezclaban, y los
pulsos de mensaje y respuesta se perdían. Sonaba como un clamor bárbaro, sin rima
ni razón, aunque quedaba allí un pequeño matiz de burla, salvaje y regocijado.
—Miente —reflexionó Kane, aún no muy en sus cabales—, la jungla miente
como una mujer silvestre que atrae a un hombre a su perdición.
Dos guerreros irrumpieron en la choza; dos negros gigantescos, pintarrajeados de
forma grotesca y armados con lanzas toscas. Pusieron en pie al inglés y le sacaron de
la cabaña. Le llevaron a través de un espacio abierto, para empujarle contra un poste
y atarle al mismo. A su alrededor, detrás y a los lados, un gran semicírculo de rostros
oscuros le sonreían de forma malvada y luego se desvanecían en el fuego, al compás
del vaivén de las llamas. Enfrente se alzaba una figura espantosa y obscena… una
figura negra y deforme, parodia grotesca de humanidad. Inmóvil, meditabundo,
manchado de sangre, la encarnación del informe espíritu de África, el horror, el Dios
Negro.
Y, enfrente y a cada lado, sobre tronos de teca tallados de forma rústica, se
sentaban dos hombres. El que ocupaba el principal era un negro: enorme, desgarbado,
una mole gigantesca y desagradable de carne y músculos oscuros. Unos ojos
pequeños y porcinos parpadeaban sobre mejillas marcadas por los abusos, y sus
labios rojos, inmensos y fláccidos, se fruncían llenos de arrogancia mundana.
El otro…

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—Ah, Monsieur, volvemos a encontrarnos —el que hablaba estaba lejos de ser ya
el gallardo villano que se había burlado de Kane en la cueva de las montañas. Sus
ropas estaban ajadas y había más arrugas en su rostro; había envejecido más tiempo
del que había transcurrido. Pero aun así sus ojos todavía resplandecían y bailoteaban,
llenos de la vieja temeridad, y su voz conservaba el mismo timbre burlón.
—La última vez que oí esa condenada voz —repuso con serenidad Kane— fue en
una cueva, en la oscuridad, cuando huisteis como una rata perseguida.
—Cierto; las circunstancias eran diferentes —respondió Le Loup, imperturbable
—. ¿Qué hicisteis vos cuando os cansasteis de andar tropezando como un elefante en
la oscuridad?
Kane dudó, antes de responder:
—Abandoné la montaña…
—¿Por la entrada delantera? ¿Sí? Debiera haber supuesto que erais demasiado
estúpido para encontrar la puerta secreta. Por las pezuñas del Diablo; haber empujado
el cofre del cerrojo dorado que estaba contra la pared; la puerta se hubiera abierto
para mostraros el pasaje secreto por el que me escapé.
—Os seguí la pista hasta el puerto más próximo; allí cogí un barco y os seguí
hasta Italia, donde descubrí que os habíais marchado —continuó Kane.
—Es verdad; por los Santos que a punto estuvisteis de acorralarme en Florencia
¡Jo, jo, jo! Yo me estaba descolgando por una ventana de la parte trasera, mientras
Monsieur Galahad derribaba la puerta delantera de la taberna. Y, de no haberse
quedado cojo vuestro caballo, podríais haberme dado alcance en el camino de Roma.
Y, otra vez, el barco en el que salí de España acababa de hacerse a la mar cuando
Monsieur Galahad se presentó en los muelles. ¿Por qué me habéis perseguido de esta
manera? No lo entiendo.
—Porque sois un rufián al que mi destino es matar —respondió Kane con
frialdad. No había nada que explicar. Toda su vida había vagabundeado a lo largo del
mundo, ayudando al débil y combatiendo la tiranía; jamás supo ni se preguntó por
qué lo hacía. La crueldad y la opresión del débil provocaban, en su alma, una
llamarada roja de furia, salvaje y duradera. Cuando el fuego de su odio se despertaba
y desencadenaba, no descansaba hasta consumar la venganza. Si se ponía a pensar en
todo aquello, se consideraba a sí mismo el ejecutor de la voluntad del Señor, un
cántaro de ira destinado a ser vertido sobre las almas de los inicuos. Solomon Kane
no era del todo un puritano, en el verdadero sentido del término, aunque por tal se
tuviera a sí mismo.
Le Loup se encogió de hombros.
—Podría entenderlo de haberos hecho yo algún mal. ¡Mon Dieu! Yo también
podría seguir a un enemigo por todo el mundo; pero, aunque os hubiera robado y
matado con la mayor tranquilidad, nunca supe de vos hasta que comenzasteis a
acosarme.

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Kane se mantuvo en silencio, abrumado por una furia silenciosa. Aunque no lo
reconociese, consideraba al Lobo algo más que un simple enemigo; el bandido
significaba para Kane todo aquello contra lo que el puritano había combatido, durante
toda su vida: crueldad, ultraje, opresión y tiranía.
Le Loup le interrumpió en sus vengativas cavilaciones.
—¿Qué hicisteis con el tesoro; ese que, ¡dioses del Hades!, me costó años reunir?
El diablo se lo lleve; cuando me escapé, no tuve tiempo de coger más que un puñado
de monedas y baratijas.
—Me guardé lo que necesitaba para perseguiros. El resto se lo entregué a los
aldeanos a los que habíais expoliado.
—¡Por los Santos y el Diablo! —juró Le Loup—. Monsieur, sois el mayor loco
que jamás me haya echado a la cara. Tirar ese inmenso tesoro; por Satanás, me llevan
los demonios al imaginarlo en las manos de simples campesinos, ¡viles aldeanos!
Además, ¡ja, ja, ja, ja!, seguro que se robarán y matarán unos a otros por culpa del
mismo. Tal es la naturaleza humana.
—¡Sí, maldito seáis! —se encendió de repente Kane, mostrando que no tenía la
conciencia tranquila del todo—. Es lo que sin duda esos mentecatos harán. ¿Pero qué
otra cosa podía hacer yo? De haberlo dejado allí, la gente hubiera pasado hambre y
privaciones. Además, podrían haberlo encontrado y hubiera habido robos y muertes
de todas formas. Vos sois el culpable, ya que si ese tesoro no hubiese sido arrebatado
a sus legítimos dueños, no hubiera habido ningún problema.
El Lobo masculló sin responder. Kane no era hombre profano y sus escasas
maldiciones tenían un doble efecto, y siempre sobresaltaban a quienes las oían, no
importa cuán viciosos o endurecidos pudieran ser.
Fue Kane el que volvió a hablar.
—¿Por qué habéis huido de mí por todo el mundo? Vos no me teméis realmente.
—No; estáis en lo cierto. La verdad es que no lo sé; quizás huir es un hábito
difícil de romper. Me equivoqué al no daros muerte aquella noche, en las montañas.
Estoy convencido de que puedo mataros en una lucha limpia; pero, aun así, nunca
intenté antes de ahora tenderos una emboscada. Por algún motivo, no me había
planteado enfrentarme a vos. Un capricho, Monsieur, un simple capricho. Además.
¡Mon Dieu!, he disfrutado de una nueva sensación; y eso que pensaba estar ya
hastiado de las emociones de la vida. Un hombre puede ser a la vez cazador y cazado.
Hasta ahora he sido la presa, Monsieur, pero me he cansado del papel… sin embargo,
creí que os había hecho perder ya mi rastro.
»Un esclavo negro, oriundo de estas tierras, le habló al capitán de un barco
portugués acerca de un inglés que había desembarcado, de un buque español, para
internarse en la jungla. Escuché esa historia y fleté el barco, pagando al capitán para
que me trajera hasta aquí.
—Monsieur, admiro vuestro acto, pero vos me debéis también admiración a mí.
Solo llegué a este poblado, y solo entre salvajes y caníbales, con sólo un ligero

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conocimiento de la lengua, aprendida de un esclavo a bordo del barco, me convertí en
confidente del rey Songa y sustituí a ese fantasmón, N’Longa. Soy más valiente que
vos, Monsieur, ya que carecía de barco en el que refugiarme, en tanto que a vos os
aguarda uno.
—Os reconozco el coraje —repuso Kane—; pero os contentáis con gobernar entre
caníbales; vos, que sois más vil que el más vil de todos ellos. Yo intentaré volver con
mi propia gente cuando os haya matado.
—Vuestra confianza resulta admirable, ya que no divertida. ¡Ven, Gulka!
Un negro gigantesco entró en el espacio que había entre ellos. Era el hombre más
grande que Kane hubiera visto jamás, aunque se movía con la facilidad y la
flexibilidad de un gato. Sus brazos y piernas eran como árboles, y los músculos,
grandes y sinuosos, se abombaban a cada movimiento. Una cabeza simiesca estaba
como encajada entre hombros inmensos. Sus manos enormes y oscuras eran como las
zarpas de un simio, y la frente se retraía sobre unos ojos bestiales. Una nariz chata y
grande, y unos gruesos labios rojos completaban esa estampa del salvajismo
primitivo y pasional.
—Éste es Gulka, el matador de gorilas —dijo Le Loup—. Fue él quien guardaba
la senda, y quien os derribó. Sois como un lobo, Monsieur Kane, pero, desde que
vuestro buque apareció, habéis sido observado por multitud de ojos y, aunque
hubierais tenido los sentidos de un leopardo, no habríais visto ni oído a Gulka. Él
caza a la más terrible y astuta de las bestias en sus espesuras nativas, lejos, hacia el
norte; la bestia-que-anda-como-un-hombre… una como ésa, a la que mató hace
varios días.
Kane, siguiendo el dedo de Le Loup, vio a un ser curioso y humanoide colocado
en un poste, sobre el techo de una cabaña. Un extremo afilado atravesaba el cuerpo de
aquel ser, manteniéndole en su sitio. Kane apenas pudo distinguir detalles al
resplandor del fuego, pero sí constatar que aquel ser deforme y peludo tenía un
terrible parentesco con la humanidad.
—Una hembra de gorila, a la que Gulka mató y trajo al poblado —dijo Le Loup.
El gigantesco negro se acercó a Kane y miró a los ojos del inglés. Kane le
devolvió la mirada con gesto sombrío y los ojos del salvaje no tardaron en ceder con
hosquedad, y retrocedió unos pasos. Escudriñar en los temibles ojos del puritano
había abierto las brumas primitivas del alma del cazador de gorilas y, por primera vez
en su vida, éste temió. Para resarcirse, lanzó una mirada desafiante a su alrededor;
luego, con súbita brutalidad, se aporreó resonantemente en el pecho inmenso, bramó
de forma cavernosa y flexionó sus poderosos brazos. Nadie dijo nada. Era la
bestialidad primordial desatada, y los personajes más evolucionados le contemplaron
con sentimientos de diversión, tolerancia o desprecio.
Gulka lanzó una mirada furtiva a Kane, para cerciorarse de que el inglés le
observaba, antes de abalanzarse con un rugido bestial sobre el semicírculo y
apoderarse de un hombre. Mientras la aterrada víctima suplicaba piedad, el gigante le

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arrojó sobre el tosco altar, ante el ídolo tenebroso. Una lanza se alzó y relampagueó, y
el griterío cesó. El Dios Negro observaba, y sus monstruosas facciones, al resplandor
saltarín del fuego, parecían mirar llenas de burla. Había libado; ¿estaba el Dios Negro
complacido por aquel entremés, por aquel sacrificio?
Gulka reculó y se detuvo frente a Kane, blandiendo la lanza ensangrentada ante el
rostro del blanco.
Le Loup se echó a reír. En ese momento, de repente, apareció N’Longa. Llegó
desde ninguna parte en concreto; de golpe estuvo allí, cerca del poste al que Kane
estaba amarrado. Una vida entera, consagrada al estudio del arte del ilusionismo,
había dado al hombre yuyu un gran conocimiento técnico sobre apariciones y
desapariciones… que, después de todo, consistían tan sólo en distraer la atención de
la audiencia.
Hizo a un lado a Gulka, con grandes aspavientos, y el hombre gorila reculó,
rehuyendo claramente la mirada de N’Longa… y luego, con agilidad increíble, se
revolvió y propinó al hombre yuyu un bofetón terrorífico. N’Longa cayó como un
buey derribado y, al instante, fue hecho preso y amarrado en un poste, junto a Kane.
Un murmullo inseguro nació entre los tribeños, para morir después, cuando el rey
Songa les miró furioso.
Le Loup se recostó en su trono, riendo de forma estrepitosa.
—Éste es el final del camino, Monsieur Galahad. ¡Ese viejo chocho creyó que
ignoraba sus intrigas! Yo estaba escondido en el exterior de la choza y escuché la
interesante conversación entre los dos. ¡Ja, ja, ja, ja! El Dios Negro tiene que beber,
Monsieur, pero he convencido al rey Songa de que quemar a los dos será mucho más
divertido, aunque me temo que eso sea apartarse del programa tradicional de festejos.
Porque, una vez que las llamas os alcancen, ni el propio diablo podrá impedir que os
convirtáis en chamuscados armazones de huesos.
Songa gritó algo, de forma imperiosa, y acudieron tribeños cargados de leña, para
apilarla a los pies de N’Longa y Kane. El hombre yuyu había recobrado el
conocimiento y ahora gritaba algo en su lenguaje nativo. De nuevo se alzaron los
murmullos entre la sombría multitud. Songa bramó algo en réplica.

Kane observaba lo que ocurría de forma casi impersonal. De nuevo, en alguna


esquina de su espíritu, las brumosas profundidades primordiales se agitaban,
recuerdos de las viejas edades, veladas por la bruma de los eones pretéritos. Había
estado allí ya antes, pensó Kane; lo conocía de hacía mucho tiempo: las fantásticas
llamas que iluminaban la noche oscura, los rostros bestiales que observaban llenos de
expectación, y el dios, ¡el Dios Negro, agazapado en las sombras! Siempre el Dios
Negro, acechando en las sombras. Había conocido los gritos, los cánticos frenéticos
de los devotos, el lenguaje de los tambores rugientes, el cantar de los sacerdotes, el
repugnante, el maléfico, el pegajoso hedor de la sangre recién derramada. He

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conocido todo esto, en algún sitio, en algún momento, pensó Kane; y ahora soy el
actor principal…
Se dio cuenta de que alguien estaba hablando entre el bramido de los tambores;
no se había dado cuenta de que los tambores volvían a tocar. El que hablaba era
N’Longa.
—¡Yo poderoso hombre yuyu! Fijar ahora: yo hacer magia poderosa ¡Songa! —
su voz se convirtió en un grito que ahogó el salvaje retumbar de los tambores.
Songa se sonrió al oír lo que N’Longa le vociferaba. El canto de los tambores
había disminuido hasta un monótono bajo y siniestro, y Kane pudo oír sin problemas
a Le Loup cuando éste le dijo:
—N’Longa dice que hará ahora una magia tan poderosa que el mero hecho
siquiera de mencionarla significa la muerte. Nunca antes ha sido presenciada por ojos
de hombres vivos; es la prohibida magia yuyu. Prestad atención, Monsieur; quizás
nos divirtamos algo más aún —el Lobo se echó a reír de forma despectiva y
sardónica.
Un negro se acercó y encendió con una antorcha la madera dispuesta a los pies de
Kane. Pequeñas llamas comenzaron a saltar y por fin prendieron. Otro hizo lo mismo
con N’Longa, aunque bastante más titubeante. El hombre yuyu se desplomó y quedó
colgando de las ligaduras, la cabeza le cayó sobre el pecho. Parecía muerto.
Le Loup se adelantó de un salto, maldiciendo.
—¡Por los cascos del Diablo! ¿Acaso nos va a privar este bellaco del placer de
verle retorcerse entre las llamas?
El guerrero tocó cautelosamente al hechicero y dijo algo en su propio lenguaje.
Le Loup se rió.
—Ha muerto de miedo. Un gran mago, a fe mía…
Su voz se apagó de repente. Los tambores se detuvieron como si los tamborileros
hubiesen muerto todos a la vez. El silencio cayó como una niebla sobre el poblado y,
en mitad del mismo, Kane sólo pudo escuchar el áspero crepitar de las llamas, cuyo
calor ya comenzaba a sentir.
Todos los ojos se habían vuelto hacia el muerto del altar, ¡porque el cadáver había
comenzado a moverse!
Primero fue un movimiento de mano, luego el gesto desmañado de un brazo, una
agitación que poco a poco se extendió a todo el cuerpo y las extremidades. Lenta,
ciegamente, con gestos inseguros, el muerto se volvió de costado y los miembros que
reptaban se posaron en tierra. Entonces, tan horrible como algo que acabase de nacer,
como un espantoso ser reptiliano que rompiese el cascarón de la no existencia, el
cadáver se tambaleó y acabó por ponerse en pie, sosteniéndose sobre piernas muy
separadas, rígidas y tensas, braceando aún con gestos infantiles e inútiles. No se oía
nada, aparte del rápido jadeo de alguien, que resultaba atronador en aquel silencio.
Kane observaba, por primera vez en su vida aturdido hasta el punto de quedarse
sin habla ni pensamiento. Para una mente de puritano como la suya, detrás de algo así

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sólo podía estar la mano de Satanás.
Le Loup seguía en su trono, con los ojos desorbitados y mirando fijamente, la
mano todavía levantada en algún gesto descuidado a medio esbozar, congelado por
obra y gracia de aquella visión increíble. Songa estaba sentado a su lado, la boca y los
ojos abiertos de par en par, los dedos retorciéndose en curiosos movimientos
espasmódicos sobre los brazos tallados del trono.
El cadáver se había enderezado, tambaleándose sobre piernas que parecían
zancos, el cuerpo tan inclinado hacia atrás que al final los ojos ciegos parecían mirar
directamente a la luna roja que en esos momentos se levantaba sobre la jungla negra.
El ser se tambaleó, describiendo inseguro un semicírculo amplio y errático, con los
brazos extendidos a modo de grotescos contrapesos, hasta quedar cara a los dos
tronos… y al Dios Negro. Una rama ardiente, a los pies de Kane, se partió con un
sonido que fue como el de un cañón en aquel tenso silencio. El horror avanzó un pie,
un paso tambaleante, luego otro. Después, con andares rígidos, desmañados y
antinaturales, las piernas muy separadas, el muerto se dirigió hacia los dos que se
sentaban, sumidos en un mudo horror, a cada lado del Dios Negro.
—¡Ahhh! —De algún lugar brotó aquel suspiro explosivo, nacido en el
semicírculo en sombras en el que se acuclillaban los adoradores, ahora fascinados por
el terror. Observaban paralizados al sombrío espectro. Ahora se encontraba a unos
tres pasos de los tronos, y Le Loup, demudado de terror por primera vez en su
sanguinaria vida, se acurrucó en el asiento, mientras que Songa, con un esfuerzo
sobrehumano, logró romper las cadenas de horror que le mantenían inerme y,
rompiendo la noche con un grito salvaje, se puso en pie de un salto y levantó la lanza,
chillando y balbuceando una amenaza salvaje. Luego, como aquel ser fantasmal no
interrumpía su espantoso avance, arrojó la lanza con todas sus fuerzas, y el arma
atravesó el pecho del muerto, desgarrando carne y hueso. El ser no se detuvo ni un
instante, ya que un muerto no puede morir, y Songa el rey aguardó inmóvil, los
brazos tendidos, como si así esperase defenderse del terror.
Estuvieron así durante un instante, mientras la saltarina luz del fuego y la
espectral luz lunar grababan para siempre aquella escena en las mentes de los
espectadores. Los ojos inmutables del cadáver se clavaron en esos otros desorbitados
de Songa, en los que se reflejaban todos los infiernos del horror. Luego, con un
movimiento espasmódico, los brazos de la criatura se alzaron. Las manos muertas se
posaron en los hombros de Songa. Apenas le hubo tocado, el rey pareció encogerse y
marchitarse y, con un grito que resonó durante el resto de sus vidas en los sueños de
los espectadores, Songa se venció y desplomó, y el muerto se tambaleó con rigidez,
antes de caer encima de él. Yacieron ambos inmóviles a los pies del Dios Negro y al
aturdido Kane le pareció que los grandes e inhumanos ojos del ídolo estaban fijos
sobre ellos, riéndose de forma terrible y silenciosa.
Al caer el rey, se desató un gran griterío entre los negros y Kane, despejándose
gracias a la fuerza del odio, miró a Le Loup y llegó a ver cómo saltaba del trono y

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desaparecía en la oscuridad. Luego, su campo de visión se vio obstaculizado por una
multitud de figuras que irrumpió en el espacio situado delante del dios. Los pies
dispersaron las ardientes llamas, cuyo calor había hecho desfallecer a Kane, y manos
oscuras le liberaron; otros liberaron el cuerpo del hechicero y le dejaron en tierra.
Kane pudo entender a duras penas que los tribeños creían que aquel ser había sido
invocado por N’Longa, y que le relacionaban a él mismo con la venganza del mago.
Se inclinó para poner una mano en el hombro del hombre yuyu. Estaba muerto sin
duda alguna, y el cuerpo estaba ya frío. Observó los demás cadáveres. Songa había
muerto también, y el ser que había acabado con él yacía inmóvil.
Kane comenzaba a incorporarse cuando algo le detuvo. ¿Estaba soñando o de
veras había sentido una repentina tibieza en la carne muerta que estaba tocando? Con
la cabeza dándole vueltas, volvió a inclinarse sobre el cuerpo del hechicero y sintió
cómo el calor se extendía lentamente por los miembros, y cómo la sangre comenzaba
a latir perezosamente por sus venas.
Entonces N’Longa abrió los ojos y miró a Kane, con la expresión vacía de un
bebé recién nacido. Kane le observó con la piel de gallina y vio cómo el fulgor sabio
y ofidio de los ojos regresaba, presenció cómo los gruesos labios del hechicero se
distendían en una amplia sonrisa. N’Longa se sentó y un extraño cántico se alzó entre
los negros.
Kane miró a su alrededor. Los guerreros estaban de rodillas, inclinando los
cuerpos adelante y atrás y, en mitad del clamor, Kane captó la palabra «N’Longa»,
repetida una y otra vez en una especie de espantoso y extático estribillo de terror y
reverencia. Cuando el mago se incorporó, todos se postraron.
N’Longa cabeceó, lleno de satisfacción.
—¡Gran yuyu, gran hechicero yo! —anunció a Kane—. ¿Tú ver? Mi espíritu
salir… matar a Songa… ¡volver a mí! ¡Gran mago! ¡Gran hechicero yo!
Kane observó al Dios Negro, que se alzaba entre las sombras, y a N’Longa, que
ahora tendía los brazos al ídolo, como en una invocación.
Soy eterno (le pareció a Kane que le decía el Dios Negro); bebo, sin importarme
quien gobierne; jefes, asesinos, magos, todos pasan como los fantasmas de hombres
muertos a través de la jungla gris. Yo permanezco, yo ordeno; soy el alma de la
jungla (le decía el Dios Negro).
Luego, de golpe, Kane salió de las brumas de ilusión por las que había estado
vagabundeando.
—¡El blanco! ¿Por dónde ha huido?
N’Longa gritó algo. Una veintena de manos oscuras señalaron y, de algún sitio,
sacaron la espada de Kane. La niebla cedió y se esfumó; una vez más era el vengador,
el azote de los inicuos; con la velocidad repentina y volcánica del tigre desenvainó la
espada y partió.

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V
EL FINAL DEL ROJO CAMINO

Lianas y zarcillos golpeaban el rostro de Kane. El opresivo vapor de la noche


tropical se alzaba como una bruma a su alrededor. La luna pendía, ya alta, sobre la
jungla, perfilando las sombras negras con su blanco resplandor y llenando el suelo de
la selva de dibujos grotescos. Kane no sabía si tenía delante al hombre al que
buscaba, pero las ramas rotas y la maleza pisoteada mostraban que algún hombre
había pasado por allí, uno que huía a toda prisa, sin detenerse a mirar por donde
pisaba. Kane siguió esas huellas sin vacilar. Convencido de la justicia de su
venganza, no tenía duda alguna de que la inescrutable fatalidad, que rige los destinos
humanos, le pondría por último cara a cara con Le Loup.
A sus espaldas, los tambores redoblaban y callaban. ¡Qué historia tenían que
contar esa noche! El triunfo de N’Longa, la muerte de Songa, el Rey, el
derrocamiento del hombre-con-ojos-como-un-leopardo, y una historia más sombría,
un relato hecho para ser susurrado con tonos bajos y en sordina: el indescriptible
yuyu.
¿Estaba soñando? Kane se lo preguntaba mientras corría. ¿Era todo aquello parte
de alguna magia enloquecida? Había visto a un muerto levantarse, matar y morir de
nuevo; había visto cómo un muerto volvía a la vida. ¿De verdad había enviado
N’Longa a su espíritu, su alma, su esencia vital, a través del vacío, para apoderarse de
un cadáver y consumar su voluntad? Sí, N’Longa se había desplomado en la muerte
auténtica, atado a la estaca de la tortura, y aquel que yacía muerto sobre el altar se
levantó e hizo lo que N’Longa hubiera hecho de haber estado libre. Luego, la
invisible fuerza que animaba al muerto se esfumó y N’Longa revivió.
Sí, pensó Kane; tenía que admitir aquello como un hecho. En alguna parte de las
oscuras extensiones de la jungla y el río, N’Longa había encontrado el Secreto; el
Secreto que le permitía controlar la vida y la muerte, trascender las limitaciones y las
cadenas de la carne. ¿Cómo había llegado al hechicero esa oscura sabiduría, nacida
en las negras y ensangrentadas sombras de esa tierra espantosa? ¿Qué sacrificio, qué
ritual lo suficientemente monstruoso, había complacido tanto a los Dioses Negros
como para darle acceso al conocimiento de ese conjuro? ¿Y qué viajes ignotos e
intemporales había hecho N’Longa cuando optó por enviar su ego, su espíritu, a
través de tierras lejanas y brumosas, accesibles sólo a los muertos?
Hay sabiduría en las sombras (reflexionaban los tambores); sabiduría y magia;
penetra en la oscuridad si buscas la sabiduría; la vieja magia rehúye la luz;
recordamos las edades antiguas (susurraban los tambores), antes de que el hombre se
hiciera sabio y necio; recordamos a los dioses bestiales; a los dioses serpiente, y los
dioses mono y a los indescriptibles, los Dioses Negros, esos que beben sangre y

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cuyas voces braman por las sombrías colinas, los que festejan y se regocijan. Los
secretos de la vida y de la muerte son suyos; recordamos, recordamos (cantaban los
tambores).
Kane los oía mientras corría. Podía entender el mensaje que llevaban hasta los
emplumados guerreros negros, río arriba; pero también le hablaban a él, a su propia
manera, y ese lenguaje era arcaico y más primordial.
La luna, alta en los cielos azul oscuro, alumbraba el camino y le permitió una
nítida visión al entrar en un claro y encontrarse con que Le Loup le estaba esperando
allí. La hoja desnuda del Lobo era un largo fulgor de plata bajo la luna, mientras
aguardaba con la espalda bien erguida y la vieja y retadora sonrisa todavía en el
rostro.
—Un largo camino, Monsieur —dijo—. Comenzó en las montañas de Francia y
acaba aquí, en una jungla de África. Ya me he cansado de este juego, Monsieur, y vos
vais a morir. Nunca hubiera huido del poblado; pero esa, lo admito de buena gana,
esa condenada hechicería de N’Longa me hizo perder los nervios. Además, me di
cuenta de que toda la tribu iba a volverse contra mí.
Kane se adelantó con prudencia, preguntándose qué tenue y olvidada fibra de
caballerosidad en el alma del bandido había llevado a éste a esperarle a descubierto.
Sospechaba a medias alguna añagaza, pero sus agudos ojos no pudieron captar traza
alguna de movimiento en la jungla, o en ninguna parte del claro.
—¡Monsieur, en guardia! —la voz de Le Loup era decidida—. Tiempo es de
acabar ese baile de locos alrededor del mundo. Aquí estamos solos.

Los hombres estaban ahora el uno al alcance del otro y Loup, en mitad de la
última frase, se lanzó de repente hacia delante, con la velocidad del rayo, para golpear
sañudamente. Un hombre más lento hubiera muerto allí; pero Kane paró y su propia
hoja trazó una línea plateada que rasgó la casaca de Le Loup mientras éste retrocedía.
Le Loup encajó el fracaso de su estratagema con una risotada salvaje y atacó con la
furia y la velocidad arrolladora de un tigre, trazando con la hoja un blanco abanico de
acero, todo a su alrededor.
La espada se encontró con la espada mientras los dos luchadores se medían. Eran
fuego y hielo enfrentados. Le Loup luchaba con salvajismo, al tiempo que con
habilidad, sin abrir huecos, sacando ventaja a cada oportunidad. Era una llama
viviente reculando, abalanzándose, fintando, lanzando estocadas, parando,
golpeando… riéndose como un salvaje, burlándose y maldiciendo.
La técnica de Kane era fría, calculadora, centelleante. No hacía movimientos
superfluos, ningún gesto que no fuera absolutamente necesario. Parecía dedicar más
tiempo y esfuerzos a defenderse de Le Loup, pero no había debilidad en su ataque y,
cuando tiraba, su acero se movía con la velocidad de una serpiente al golpear.
Había poca diferencia entre los dos hombres, en lo tocante a altura, fuerza y

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habilidad. Le Loup era el más rápido por un margen escaso y relampagueante, pero el
estilo de Kane mostraba un más sutil grado de perfección. La esgrima de El Lobo era
fiera, dinámica, semejante a la llamarada de un horno. Kane era más constante;
menos luchador instintivo y más cerebral, aunque también él era un matador nato,
con esa coordinación que sólo posee alguien que ha nacido luchador.
Estocada, parada, una finta, un repentino remolino de aceros…
—¡Ajá! —el Lobo lanzó un alarido de risa feroz cuando la sangre brotó de un tajo
en la mejilla de Kane. Como si esa visión le prestase una furia adicional, atacó como
la fiera de la que tomaba el apodo. Kane se vio obligado a ceder ante esa embestida
sedienta de sangre, pero la expresión del puritano no se alteró.
Los minutos iban pasando. Los sones y el entrechocar de aceros no menguaban.
Ahora permanecían con tenacidad en el centro del claro. Le Loup intacto, las
vestimentas de Kane enrojecidas por la sangre que manaba de heridas en mejillas,
pecho, brazo y muslo. El Lobo gesticulaba de forma salvaje y burlona a la luz de la
luna, aunque había comenzado a dudar.
Respiraba de forma siseante y rápida, y el brazo comenzaba a cansársele. ¿Quién
era aquel hombre de hielo y acero que no parecía flaquear jamás? Le Loup sabía que
las heridas que había infligido a Kane no eran profundas; pero, aun así, la pérdida
constante de sangre debía, en su momento, haberle restado algo de fuerza y
velocidad. Pero, si Kane sentía flaquear las fuerzas, no lo demostraba. Su rostro
taciturno no había mudado de expresión y se lanzaba al combate con una furia helada
que era todavía mayor que al principio.
Le Loup sintió cómo se le iban las fuerzas y, con un último esfuerzo, puso toda su
furia e intensidad en un ataque decisivo. Un ataque súbito y repentino, demasiado
fiero y rápido para el ojo humano, una dinámica explosión de velocidad y frenesí que
ningún hombre hubiera aguantado, y Solomon Kane se tambaleó por primera vez, al
sentir cómo el frío acero le desgarraba las carnes. Retrocedió y Le Loup saltó sobre
él, con la enrojecida espada presta y una burla jadeante a flor de labios.
La espada de Kane, blandida con la fuerza de la desesperación, se topó con el
Lobo en mitad del salto; se topó, detuvo y desgarró. El grito triunfal del Lobo murió
en sus labios y la espada cayó, cantarina, de su mano.
Por un instante fugaz se quedó inmóvil, los brazos en cruz, y Kane pudo escuchar
su risa fiera y burlona por última vez, cuando la espada del inglés se abatió creando
una línea de plata a la luz de la luna.

A lo lejos se escuchaba el rumor de los tambores. Kane limpió maquinalmente la


espada en sus rasgados ropajes. El camino llegaba hasta allí y Kane sentía un extraño
sentimiento de futilidad. Siempre sentía lo mismo, luego de matar a un enemigo. Era
como si de alguna forma no se hubiera logrado nada bueno; como si el enemigo se
hubiera, al fin y al cabo, hurtado a su justa venganza.

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Kane se encogió de hombros y prestó atención a las necesidades físicas. Ahora
que había pasado el ardor del combate, comenzaba a sentir fatiga y debilidad,
causadas por la pérdida de sangre. La última estocada había estado cerca; de no haber
conseguido desviarla con un quiebro del cuerpo, la hoja le hubiera traspasado. A
pesar de todo, el acero le había tocado de forma oblicua, surcando a lo largo de las
costillas para hundirse en los músculos del omóplato, abriéndole una herida larga y
poco profunda.
Kane miró a su alrededor y vio un arroyuelo que corría por la parte más alejada
del claro. Allí cometió el único error, de cierta clase, que tuvo en toda su vida. Quizás
estaba aturdido por la pérdida de sangre y todavía confuso por culpa de los
turbulentos sucesos de la noche; fuera como fuese, abandonó la espada y se dirigió
desarmado al arroyo. Allí se lavó las heridas y las vendó lo mejor que pudo, con tiras
arrancadas a sus propias ropas.
Luego se levantó y estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando un
movimiento entre los árboles, por el lado por el que había entrado en el claro, le
llamó la atención. Una figura monstruosa salió de la jungla y Kane vio, y reconoció, a
su verdugo. Aquel hombre era Gulka, el matador de gorilas. Kane recordó que no
había visto al gigante entre aquellos que rindieron pleitesía a N’Longa. ¿Cómo podía
saber cuánta habilidad y odio se albergaban en ese cráneo retraído, y que habían
llevado a ese luchador salvaje, huyendo de la venganza de sus compañeros de tribu, a
rastrear al único hombre que había llegado a temer? El Dios Negro había sido
generoso con su adorador, ya que le entregaba a su víctima inerme. Ahora Gulka
podía matar a placer a ese hombre; con lentitud, como mata un leopardo, y no
acechándole para abatirle de forma silenciosa y repentina, como había planeado.
Una sonrisa ancha hendió el rostro del negro, que se humedeció los labios. Kane,
mientras le esperaba, sopesaba las oportunidad que tenía de forma fría y racional.
Gulka ya había visto la espada. Estaba más cerca de ella que Kane. El inglés sabía
que no tendría ninguna oportunidad de ganar en una carrera repentina por la espada.
Una rabia lenta y mortífera nació en él; la furia del desamparo. La sangre latía en
sus sienes y sus ojos ardieron con luz terrible mientras contemplaba al guerrero.
Abrió y cerró los dedos como si fueran garras. Esas manos eran muy fuertes; los
hombres habían muerto bajo ellas. Incluso aquel pilar monstruoso que formaba el
cuello de Gulka podía quebrarse como una rama en su apretón… una oleada de
debilidad puso de manifiesto la futilidad de tales cavilaciones, sin necesidad de fijarse
en cómo la luna centelleaba sobre la lanza que Gulka esgrimía. Kane no podría haber
huido, en caso de haberlo intentado; y él jamás había dado la espalda a enemigo
alguno.
El matador de gorilas se aproximó a través del claro. Masivo, terrible, era la
encarnación de lo primitivo, la Edad de Piedra. Su boca gesticulante bostezaba para
mostrar la caverna roja de su sonrisa; se afirmaba a sí mismo con la altiva arrogancia
del poderío salvaje.

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Kane se aprestó para una lucha que sólo podía tener un final. Se esforzó por
reunir sus desfallecidas fuerzas. Fue en vano, porque había perdido demasiada
sangre. Al cabo, lo único que quería era enfrentarse a la muerte de pie y, de algún
modo, logró afirmar las piernas y se levantó, a pesar de que su visión se agitaba en
oleadas confusas, y la luz lunar parecía filtrada por una niebla roja, a través de la cual
apenas podía vislumbrar al hombre que se acercaba.
Kane se inclinó, aunque el esfuerzo casi le hizo caer de bruces; recogió agua con
las manos y se salpicó el rostro. Aquello le reanimó y se enderezó, esperando que
Gulka cargase y le abatiese, antes de que lo hiciera su propia debilidad.
Gulka estaba ya en el centro del claro, desplazándose con las zancadas lentas y
fáciles de un gran gato que acosa a su víctima. No tenía prisa en consumar sus
designios. Quería jugar con su víctima, ver aparecer el miedo en esos ojos temibles
que le habían hecho bajar la mirada, aun cuando el dueño de ellos había estado
amarrado al poste de la muerte. Quería, en fin, matar lentamente, saciando su tigresco
deseo de sangre y tortura.
Entonces, de repente, se detuvo y se volvió con rapidez, para mirar al otro lado
del claro. Kane, asombrado, siguió su mirada.

Al principio fue como si hubiera una sombra más negra entre las sombras de la
jungla. No había movimiento ni sonidos, pero Kane supo por instinto que alguna
amenaza terrible acechaba allí, en la oscuridad que ocultaba y confundía a los
silenciosos árboles. Un sombrío terror se agazapaba allí, y Kane sintió como si, desde
aquella sombra monstruosa, unos ojos inhumanos le lacerasen el alma. Sin embargo,
al mismo tiempo, tuvo la fantástica sensación de que esos ojos no se fijaban en él.
Miró al cazador de gorilas.
El negro parecía haberse olvidado de él; estaba medio agazapado, lanza en alto,
los ojos clavados en esa masa de negrura. Kane observó de nuevo. Había movimiento
ahora entre las sombras; éstas se mezclaron de forma fantástica y entraron en el claro,
tal y como había hecho Gulka. Kane parpadeó; ¿era aquél el espejismo que precede a
la muerte? La figura que vio era como las que había vislumbrado confusamente en
turbias pesadillas, cuando las alas del sueño le hacían retroceder a través de eras
olvidadas.
Al principio pensó que era algún blasfemo remedo de ser humano, ya que andaba
erecto y era tan alto como un hombre alto. Pero era inhumanamente ancho y fornido,
y sus brazos colgantes le llegaban a los pies. Luego, la luz de la luna cayó de lleno
sobre su rostro bestial, y la mente aturdida de Kane creyó que aquel ser era el propio
Dios Negro que surgía de las sombras, lleno de vida y sediento de sangre. Después
vio que estaba cubierto de pelo, y recordó al ser humanoide suspendido del poste, en
el poblado indígena. Miró a Gulka.
El negro plantaba cara al gorila, la lanza presta. No sentía miedo, pero su torpe

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cerebro estaba lleno de asombro ante el prodigio que había llevado a la bestia tan
lejos de sus junglas nativas.
El poderoso mono salió a plena luz de la luna, y había una terrible majestad en
sus movimientos. Estaba más cerca de Kane que Gulka, pero no parecía reparar en el
blanco. Sus ojos pequeños y llameantes estaban clavados en el negro con terrible
intensidad. Avanzó con un curioso paso bamboleante.
Luego, los tambores susurraban en la noche, como dando el acompañamiento a
ese terrible drama de la Edad de Piedra. El salvaje agazapado en mitad del claro y el
primate saliendo de la jungla con ojos rojos y sedientos de sangre. El guerrero se
enfrentaba a un ser más primitivo que él. De nuevo los fantasmas del recuerdo le
susurraron a Kane: has visto cosas así antes (murmuraban), en los días brumosos, los
días del amanecer, cuando las bestias y los hombres-bestias combatían por la
supremacía.
Gulka sorteó al mono trazando un semicírculo, agazapado, la lanza dispuesta.
Usando de mañas, trataba de engañar al gorila para darle una muerte súbita, ya que
nunca se había topado con un monstruo como aquél y, aunque no sentía miedo, había
comenzado a tener dudas. El mono no hizo intento de acecharle o rodear, sino que se
dirigió directamente hacia Gulka.
El negro que se enfrentaba a él y el inglés que miraba no podían saber nada del
amor animal, del odio animal que había sacado al monstruo desde las bajas y
selváticas colinas del norte, para seguir el rastro de aquel que era el azote de los de su
estirpe; el matador de su compañera, cuyo cuerpo pendía ahora en el poste del tejado
del poblado de los negros.
El desenlace llegó rápidamente, con un movimiento repentino. Bestia y hombre-
bestia estaban muy cerca ahora; y, con brusquedad, con un bramido que sacudió la
tierra, el gorila embistió. Un gran brazo peludo apartó la lanza que trataba de
golpearle, y el mono se trabó con el negro. Hubo un sonido de rotura, como de
muchas ramas que se rompiesen a la vez, y Gulka cayó en silencio por tierra, donde
quedó con brazos, piernas y tronco en posturas extrañas y antinaturales. El mono se
cernió por un instante sobre él, como una efigie de triunfo primordial.
Kane escuchó el murmullo de los tambores a lo lejos. El alma de la jungla, el
alma de la jungla; esa frase se agitaba en su mente con reiteración monótona.
Los tres que habían sido poderosos ante el Dios Negro, ¿dónde estaban ahora?
Atrás, en el poblado, donde sonaban los tambores, yacía Songa… el rey Songa, antes
señor de vida y muerte, ahora un cuerpo retorcido, con el rostro congelado en una
máscara de horror. Caído de espaldas, en mitad del claro, estaba aquel a quien Kane
había perseguido durante muchas leguas, por tierra y mar. Y Gulka, el matador de
gorilas, tendido a los pies de su vencedor, destrozado por el mismo salvajismo que
había hecho de él un verdadero hijo de esa tierra terrible y que, al final, le había
arrollado.
Pero, pensó aturdido Kane, el Dios Negro aún reinaba, acuclillado en las sombras

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de su país oscuro, bestial, sediento de sangre, indiferente a quién vivía y quién moría,
sólo atento a libar.
Kane observó al poderoso mono, asombrándose de lo que el gigantesco simio
tardaba en advertir su presencia y atacarle. Pero el gorila no dio ninguna muestra de
haberle visto. Llevado por algún brumoso instinto de venganza, aún insatisfecho, se
inclinó y levantó al negro. Luego regresó bamboleante a la jungla, con los miembros
de Gulka arrastrando por el suelo inertes y grotescos. Al llegar a los árboles, el mono
se detuvo y volteó la gigantesca forma, sin esfuerzo aparente, antes de lanzarla contra
las ramas. Se oyó un sonido desgarrado cuando una saliente rama rota atravesó el
cuerpo con tanta fuerza lanzado, y allí quedó el muerto cazador de gorilas,
bamboleándose de forma espantosa.
Por un instante, la luna clara bañó al gorila con su resplandor, mientras éste
permanecía observando silente a su víctima; luego, como una sombra oscura, se
fundió con la jungla.
Kane volvió con lentitud al centro del claro y recobró su espada. Sus heridas
habían dejado de sangrar y había recuperado algo las fuerzas, lo suficiente como para
poder llegar a la costa, donde le esperaba su buque. Se detuvo al borde del claro para
echar una última mirada al rostro, vuelto al cielo, de Le Loup, que era una forma
blanca e inmóvil a la luz de la luna, así como a la sombra oscura entre los árboles que
era Gulka, arrojado ahí por algún impulso bestial, para quedar colgado como la gorila
colgaba del poblado.
Lejos murmuraban los tambores: «La sabiduría de nuestra tierra es antigua, la
sabiduría de nuestra tierra es oscura; a quienes servimos, acabamos por destruir. Huye
si quieres seguir viviendo, pero nunca olvidarás nuestro canto. Nunca, nunca»,
cantaban los tambores.
Kane se volvió hacia el camino que iba hasta la playa, y al barco que le esperaba
allí.

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RESONAR DE HUESOS
—¡Eh, posadero! —el grito rompió el deprimente silencio y reverberó a lo largo
del bosque negro con ecos siniestros.
—A fe mía que este lugar tiene un aspecto de lo más desagradable.
Dos hombres se hallaban a las puertas de la posada del bosque. Aquel edificio era
bajo, largo y destartalado, construido con pesados troncos. Las pequeñas ventanas
estaban pesadamente trancadas, y la puerta cerrada. Sobre la misma, un siniestro
cartel ostentaba, ya difuminada, la pintura de un cráneo hendido.
La puerta giró para abrirse con lentitud, y un rostro barbudo les observó con
detenimiento. El propietario de ese rostro dio luego un paso atrás, e invitó a pasar a
los huéspedes, al parecer con bastante desgana. Una vela resplandecía sobre una
mesa, y el fuego latía en el hogar.
—¿Cuáles son vuestros nombres?
—Solomon Kane —dijo con sobriedad el hombre más alto.
—Gaston l’Armon —repuso bruscamente el otro—. ¿Pero qué os importa eso a
vos?
—Los extranjeros escasean en la Selva Negra —gruñó el posadero—. Los
bandidos no. Sentaos en aquella mesa y os traeré algo de comer.
Los dos hombres se aposentaron con la soltura de aquellos que han viajado
mucho. Uno era un personaje alto y enjuto, vestido con un sombrero sin adornos y
sombríos atavíos negros, lo que acentuaba lo cetrino de su rostro lúgubre. El otro era
de un tipo completamente diferente, engalanado con encajes y penachos, aunque
tanto donaire se veía algo ajado por el viaje. Era apuesto sin afeminamiento, y sus
ojos incansables iban de un lado a otro, sin quedarse quietos un instante.
El posadero les sirvió vino y comida sobre la mesa toscamente cortada, y luego
retrocedió a las sombras, donde se quedó como una estatua sombría. Sus facciones,
ora semiocultas por la penumbra, ora iluminadas de forma fantástica por el resplandor
del fuego, según éste saltaba y se agitaba, estaba cubierto por una barba que, de puro
espesa, parecía propia de un animal. Una gran nariz se curvaba sobre esa barba y dos
pequeños ojos rojizos escudriñaban sin rebozo a los huéspedes.
—¿Y quién sois vos? —le preguntó de repente el más joven de los hombres.
—Soy el posadero de la Taberna del Cráneo Hendido —replicó sombrío el otro.
Su tono parecía desafiar a su interlocutor a seguir preguntado.
—¿Tenéis muchos huéspedes? —prosiguió l’Armon.
—Pocos vienen dos veces —gruñó el posadero.
Kane se envaró y miró directamente esos pequeños ojos rojizos, como si creyese
que había algún tipo de significado oculto en las palabras del posadero. Aquellos ojos
llameantes parecieron agrandarse, pero luego cedieron sombríos a la mirada fría del
inglés.
—Me voy a la cama —dijo abruptamente Kane, dando esa comida por finalizada

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—. Debo retomar mi camino al clarear.
—Y yo —se le sumó el francés—. Posadero, mostradnos nuestras alcobas.
Sombras negras se agitaban en las paredes mientras ambos seguían a su silencioso
anfitrión, a lo largo de un salón largo y oscuro. El cuerpo rechoncho y ancho de su
guía parecía crecer y expandirse a la luz de la pequeña vela que llevaba en la mano,
arrojando una sombra larga y deforme a sus espaldas.
Se detuvo ante cierta puerta, indicando que tenían que dormir allí. Entraron; el
posadero encendió una vela con la que empuñaba y luego se volvió por donde había
venido.
Allí, en esa estancia, los dos hombres se observaron el uno al otro. El único
mobiliario de la habitación consistía en un par de camastros, una o dos sillas y una
pesada mesa.
—Veamos si hay alguna manera de trancar la puerta —dijo Kane—. No me
gustan las pintas de nuestro patrón.
—Hay soportes en puerta y jambas para una tranca —dijo Gaston—, pero no
tranca.
—Podemos romper la mesa y usar sus trozos a manera de barra —reflexionó
Kane.
—Mon Dieu —repuso l’Armon—; sois hombre timorato, m’sieu.
Kane frunció el ceño.
—No quiero que me maten mientras duermo —respondió con aspereza.
—¡A fe mía! —se echó a reír el francés—. Nos hemos encontrado por casualidad;
hasta que os di alcance en el camino del bosque, una hora antes de la caída del sol,
nunca nos habíamos visto el uno al otro.
—Yo os he visto en algún sitio —contestó Kane—, pero no puedo recordar
dónde. Por otra parte, creo que todos los hombres son honrados hasta que me
demuestran ser unos rufianes; además, tengo el sueño ligero y duermo con una pistola
a mano.
El francés volvió a reírse.
—¡Es asombroso que m’sieu acepte dormir en la misma alcoba que un extraño!
¡Ja, ja! De acuerdo, m’sieu inglés, vamos afuera y cojamos la tranca de alguna de las
otras habitaciones.
Llevando con ellos la vela, salieron al pasillo. Reinaba un silencio total y la
pequeña vela parpadeaba roja y maligna en la espesa oscuridad.
—Nuestro posadero carece de huéspedes y criados —musitó Solomon Kane—.
¡Una extraña posada! ¿Cómo hemos dicho que se llama? Me cuesta hablar alemán…
¿El Cráneo Hendido? Un nombre macabro, a fe mía.
Exploraron las habitaciones contiguas, pero no encontraron ninguna tranca que
recompensase su búsqueda. Por último llegaron a la última alcoba, al final del
corredor. Entraron. Estaba amueblada como las demás, excepto que la puerta estaba
provista de una pequeña tronera barrada, y un pesado cerrojo exterior afirmado a una

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de las jambas. Corrieron el cerrojo y miraron en el interior.
—Debiera haber una ventana exterior, pero no es así —murmuró Kane—.
¡Mirad!
El suelo estaba manchado de oscuro. Las paredes y el único camastro estaban
astillados en algunos sitios, y habían arrancado grandes pedazos.
—Aquí ha muerto gente —dijo sombríamente Kane—. ¿No hay una tranca, unida
al muro?
—Sí, pero está fijada —dijo el francés, tironeando de la misma—. La…
Una sección del muro giró, y Gaston lanzó una súbita exclamación. Apareció una
estancia pequeña y secreta, y ambos hombres pudieron ver los horribles restos que
yacían en el suelo.
—¡El esqueleto de un hombre! —exclamó Gaston—. ¡Mirad aquí como esta
pierna sin carne está encadenada al suelo! Le tuvieron preso aquí hasta que murió.
—No —replicó Kane—. Tiene el cráneo roto… a fe mía que nuestro posadero
tuvo una espantosa razón para bautizar así a esta posada infernal. Este hombre era sin
duda un viajero, como nosotros, que cayó en las garras de este malvado.
—Pudiera ser —dijo Gaston sin mucho interés, ya que estaba entretenido en
manipular, de forma inútil, el gran anillo de hierro que aprisionaba la tibia del
esqueleto. Al no conseguir abrirlo, empuñó la espada y, con una notable exhibición
de fuerza, cortó la cadena que unía el grillete de la pierna a otro anillo encastrado en
el entarimado.
—¿Por qué habría de encadenar un esqueleto al suelo? —musitó el francés—.
Monbleau! Esto es desperdiciar una buena cadena. Y ahora, m’sieu —se dirigió con
ironía al blanco montón de huesos—, ¡os he liberado y sois libre de ir a donde os
plazca!
—¡Teneos! —la voz de Kane era profunda—. Ningún bien puede venir de
mofarse de los muertos.
—Los muertos pueden defenderse por sí mismos —se rió l’Armon—. Fuera
como fuese, yo mataría a quien me matase, aunque para ello mi cadáver tuviera que
subir desde cuarenta brazas de profundidad para hacerlo.
Kane se volvió hacia la puerta exterior, cerrando la puerta de la del cuarto secreto
a sus espaldas. No le gustaba toda esa palabrería que le sonaba a endemoniados y a
brujería, y tenía prisa por exigir cuentas al posadero de su crimen.
Cuando se volvió, dando la espalda al francés, sintió el toque del acero frío contra
su cuello, y comprendió que le habían puesto la boca de una pistola contra la base del
cerebro.
—¡No os mováis, m’sieu! —la voz era baja y suave—. No os mováis o esparciré
vuestros escasos sesos por toda la habitación.
El puritano, furioso por dentro, se quedó con las manos en alto mientras l’Armon
le sacaba las pistolas y la espada de sus vainas.
—Ahora podéis volveros —le dijo Gaston, dando unos pasos atrás.

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—¡Gaston el Carnicero! —dijo sombrío el inglés—. ¡Loco he sido por confiar en
un francés! ¡Lejos habéis venido, asesino! Ahora os recuerdo, ahora que os habéis
quitado ese maldito sombrerote… os vi en Calais hace algunos años.
—Cierto… pero ya no volveréis a verme nunca más. ¿Qué ha sido eso?
—Ratas enredando en el esqueleto —respondió Kane, que observaba como un
halcón al bandido, esperando tan sólo que la boca del arma se desviase un poco—.
Ese sonido ha sido el de resonar de huesos.
—Es muy posible —repuso el otro—. Y ahora, m’sieu Kane, sé que lleváis
encima una considerable cantidad de dinero. Había pensado esperar a que os
durmieseis para mataros; pero la oportunidad la pintan calva y yo saco partido de ello.
Habéis picado con facilidad.
—Lejos estaba yo de pensar que debía temer a un hombre con el que he
compartido el pan —dijo Kane, con un profundo timbre de furia lenta resonando en
su voz.
El bandido se echó a reír con cinismo. Sus ojos se desviaron cuando comenzó a
retroceder hacia la puerta exterior. Los tendones de Kane se le tensaron sin pensar, y
se curvó como un lobo gigantesco, presto a dar un salto mortífero, pero la mano de
Gaston era como una roca y la pistola no tembló en ningún momento.
—No habrá saltos desesperados tras el tiro —dijo Gaston—. Quedaos quieto,
m’sieu; he visto a hombres morir a manos de agonizantes y quiero poner la suficiente
distancia entre nosotros como para eliminar tal posibilidad. A fe mía: yo dispararé, y
vos rugiréis y cargaréis, pero moriréis sin poder alcanzarme con las manos desnudas.
Y nuestro posadero podrá guardar otro esqueleto en su nicho secreto. Eso si no le
mato yo mismo también. Ese tonto no me conoce, ni yo a él, pero…
El francés estaba ahora parado en el umbral, apuntando su pistola. La vela,
colocada en una hornacina de la pared, ardía con una luz fantástica y oscilante que no
llegaba a disipar la oscuridad más allá de la puerta. Y, tan repentina como la Muerte,
de esa oscuridad situada tras Gaston, surgió una silueta grande y difusa, y una hoja
centelleante se abatió. El francés cayó de rodillas como un buey apuntillado, los sesos
saliéndole del cráneo hendido. Sobre él se cernía la figura del posadero, una imagen
salvaje y terrible, que aún empuñaba el sable con el que acababa de dar muerte al
bandido.
—¡Jo, jo! —bramó—. ¡Atrás!
Kane se había lanzado adelante al caer Gaston, pero el posadero le puso ante el
rostro el pistolón que llevaba en la mano izquierda.
—¡Atrás! —repitió con un rugido de tigre, y Kane retrocedió ante la amenaza de
la pistola y la locura que asomaba a los ojos rojos.
El inglés guardó silencio, sintiendo la piel de gallina al verse ante una amenaza
que era más profunda y espantosa que la del francés. Había algo inhumano en ese
hombre, que ahora se bamboleaba como una gran bestia del bosque, al tiempo que
hacía resonar de nuevo esa risa sin alegría.

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—¡Gaston el Carnicero! —vociferó, al tiempo que pateaba el cuerpo caído a sus
pies—. ¡Jo, jo! Nuestro elegante bandolero ya no cazará más; ya había oído hablar de
este necio, que rondaba por la Selva Negra… ¡Buscaba oro y ha encontrado la
muerte! Ahora vuestro oro será mío; y, además del oro… ¡la venganza!
—No soy vuestro enemigo —repuso sosegadamente Kane.
—¡Todos los hombres son mis enemigos! Mirad… ¡las marcas en mis muñecas!
Ved… ¡las marcas en mis tobillos! Y aquí bien profundo en mi espalda… ¡el beso del
látigo! Y bien profunda en mi cerebro, las heridas causadas por años en celdas frías y
silenciosas, ¡donde yací purgando un crimen del que era inocente! —la voz se rompió
en un sollozo grotesco y patético.
Kane no respondió. No era el primer hombre que veía con el cerebro perturbado
por los horrores de las temibles prisiones continentales.
—¡Pero me escapé! —el grito se alzó en triunfo— y aquí hago la guerra a toda la
humanidad… ¿Qué ha sido eso?
¿Vislumbró Kane un destello de miedo en esos ojos espantosos?
—Mi hechicero hace resonar sus huesos —susurró el posadero, antes de echarse a
reír de forma salvaje—. Moribundo, juró que sus propios huesos tejerían una red de
muerte para mí. Encadené su cadáver al suelo y ahora, a altas horas de la noche,
escucho cómo su esqueleto descarnado entrechoca y resuena mientras trata de
liberarse, ¡y yo me río, me río! ¡Jo, jo! ¡Cuánto desea levantarse y salir a rondar,
como el viejo Rey Muerte, por estos corredores oscuros mientras duermo, para
matarme en mi propia cama!
De repente, los ojos enloquecidos relampaguearon de forma terrible.
—Vos estuvisteis en ese cuarto secreto, ¡vos y este idiota muerto! ¿Habló con
vos?
Kane se estremeció a su pesar. ¿Era locura o estaba oyendo un leve resonar de
huesos, como si el esqueleto se hubiera movido ligeramente? Se encogió de hombros:
sin duda, las ratas rebuscaban entre los huesos polvorientos.
El posadero se reía de nuevo. Circundó a Kane, manteniendo al inglés siempre
cubierto y, con la mano libre, abrió la puerta. El interior estaba en tinieblas, de forma
que Kane no llegó a ver el resplandor de los huesos en el suelo.
—Todos los hombres son mis enemigos —musitó el posadero, a la manera
incoherente de los locos—. ¿Por qué debo hacer una excepción con nadie? ¿Quién
levantó una mano para ayudarme mientras yacía, durante años, en las infames
mazmorras de Karlsruhe, por un delito que nunca probaron? Algo le ocurrió entonces
a mi cerebro. Me convertí en un lobo… hermano de esos otros de la Selva Negra, de
los cuales tuve que huir mientras escapaba.
»Se han dado un festín, esos mis hermanos, con todos aquellos que han
descansado en mi taberna… con todos menos con ese que ahora hace crujir sus
huesos, ese mago venido de Rusia. Para evitar que volviera a través de las negras
sombras, cuando la noche cubre el mundo, y me matase, ¡porque quién puede matar a

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un muerto!, descarné sus huesos y le encadené. Su brujería no fue lo bastante
poderosa como para salvarle, pero todo el mundo sabe que un mago muerto es aún
más maligno que uno vivo. ¡No os mováis, inglés! Pondré vuestros huesos en este
cuarto secreto, junto a los de ese otro, a…
El maníaco estaba en parte en el umbral de la estancia secreta, amenazando aún
con su arma a Kane. Y de repente pareció tropezar y caer hacia atrás, y desvanecerse
en la oscuridad; y, en aquel preciso instante, una ráfaga repentina de viento cerró la
puerta a sus espaldas. La luz de la vela en el muro tembló y se extinguió. Kane tanteó
por el suelo, hasta encontrar una pistola, y se levantó encarando a la puerta por la que
había desaparecido el maníaco. Se quedó quieto en la completa oscuridad, la sangre
helada en las venas, cuando un grito, espantoso y amortiguado le llegó desde el
cuarto secreto, mezclado con el resonar, seco y terrible, de los huesos descarnados.
Después se hizo el silencio.
Kane encontró eslabón y pedernal, y encendió la vela. Luego, con ésta en una
mano y la pistola en otra, abrió la puerta secreta.
—¡Por Dios! —musitó, mientras un sudor frío le cubría el cuerpo—. ¡Esto está
más allá del entendimiento, aunque lo vea con mis propios ojos! Dos juramentos se
han cumplido, ya que Gaston el Carnicero había jurado que se vengaría de su asesino,
y suya fue la mano que liberó a ese monstruo descarnado. Y él…
El posadero del Cráneo Hendido yacía sin vida sobre el suelo del cuarto secreto,
con su rostro bestial deformado por un miedo aterrador; y en su cuello roto estaban
hundidos los dedos descarnados del esqueleto del hechicero.

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LUNA DE CALAVERAS
Los sabios saben que cosas infames
están impresas en los cielos;
portan tristes lámparas, hacen sonar tristes acordes
escuchando pesadas alas púrpuras,
allí donde los olvidados reyes de los serafines
aún conspiran buscando la forma de matar a Dios.
Chesterton

I
UN HOMBRE LLEGA BUSCANDO

Una gran sombra negra cubría la tierra, dividiendo en dos el rojo resplandor del
ocaso. Para el hombre que se esforzaba por avanzar a través de la selva, se alzaba
como un símbolo de horror y muerte, un peligro agazapado y temible, como la
sombra de un asesino al acecho, arrojada sobre el muro por el resplandor de una vela.
Pero no era más que la sombra del gran risco que se alzaba delante de él, el más
adelantado de una serie de hoscas estribaciones que constituían su meta. Se detuvo un
momento, contemplando cómo descollaba, perfilada con nitidez en negro contra el
sol moribundo. Hubiera jurado que había visto algún movimiento en la cima mientras
miraba, la mano haciendo sombra sobre los ojos, pero le deslumbraba el moribundo
resplandor y no pudo cerciorarse. ¿Era un hombre que corría a esconderse? ¿Un
hombre o…?
Se encogió de hombros y bajó la mirada para examinar el rústico camino que
llevaba, serpenteando, por el frente de los riscos. A un primer vistazo, parecía como
si sólo una cabra montés pudiera subir por ahí, pero una investigación más detallada
mostraba que había numerosos asideros tallados en la roca viva. Subir por ahí iba a
ser algo que iba a poner a prueba sus fuerzas, pero no había recorrido dos mil
kilómetros para volverse ahora.
Descolgó el gran morral que llevaba al hombro, y se despojó del pesado
mosquete, para conservar sólo la larga espada, la daga y una de las pistolas. Se las
aseguró a la espalda y sin una mirada atrás, al camino cada vez más oscuro por el que
había llegado, comenzó el largo ascenso. Era un hombre alto, de brazos largos y
músculos de hierro, y aun así se vio obligado, una y otra vez, a detenerse en el
ascenso y descansar unos instantes, aferrado como una hormiga a la vertiginosa cara
del risco. La noche caía con rapidez y el peñasco sobre su cabeza era un manchón
borroso por el que se veía forzado a tantear a ciegas, buscando los agujeros que le
servían de precaria escalera. Abajo, estallaron los sonidos nocturnos de la jungla

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tropical, aunque le pareció que aún tales ruidos eran amortiguados y acallados, como
si las grandes colinas negras que se cernían sobre ellos tramaran un hechizo de
silencio y miedo que alcanzase incluso a las criaturas de la jungla.
Se esforzó en subir y el ascenso se hizo aún más arduo cuando el risco se
proyectó hacia fuera, cerca de la cumbre, y la tensión de los músculos y nervios
comenzó a minar sus fuerzas. De vez en cuando resbalaba en su asidero y se libraba
de precipitarse por un pelo. Pero hasta la última fibra de su cuerpo enjuto y recio
estaba perfectamente coordinada y sus dedos eran como zarpas de acero, con el
apretón de un torno. Sus avances se fueron haciendo cada vez más lentos, pero él
siguió hasta que, por último, pudo ver la cima del risco que se alzaba entre las
estrellas, a no más de seis metros sobre su cabeza.
Y, mientras miraba, pudo ver cómo una masa indistinta rebasaba el borde y caía
sobre él con una gran agitación del aire. Se apretó contra la cara del risco, con la piel
de gallina, sintiendo en la espalda algo que pasaba; algo que sólo le rozó, pero que
estuvo muy cerca de arrancarle de su asidero y, mientras luchaba con desesperación
por mantenerse en su sitio, escuchó un estruendo atronador abajo, entre las rocas.
Con la frente cubierta de sudor helado, miró hacia arriba. ¿Quién, o qué, había
lanzado aquella roca por encima del borde del risco? Era un hombre valiente, como
podían atestiguar los huesos de muchos enemigos en el campo de batalla, pero el
pensamiento de morir como un cordero, inerme y sin tener una oportunidad de
defenderse, le helaba la sangre.
Luego, el miedo dio paso a una oleada de furia y reinició el ascenso con
velocidad temeraria. Pero no llegó esa esperada segunda roca y, cuando rebasó el
borde y se levantó desenvainando la espada, no pudo ver a ser viviente alguno.
Se encontró con una especie de altiplanicie que desembocaba en una región de
colinas quebradas, más o menos a un kilómetro hacia el oeste. El risco que acababa
de escalar sobresalía de los demás como un sombrío promontorio, y descollaba sobre
el mar de ondeante follaje de abajo, ahora oscuro y misterioso en mitad de la noche
tropical.
Reinaba un silencio total. Ninguna brisa agitaba las sombrías profundidades de
abajo, ni se escuchaban pisada entre los arbustos raquíticos que cubrían la planicie,
aunque esa roca que le habían lanzado mientras escalaba, y que casi le había causado
la muerte, no había caído por casualidad. ¿Qué clase de seres rondarían por esas
hostiles colinas? La oscuridad tropical se cernía sobre el solitario vagabundo como un
pesado velo, a través del cual las amarillentas estrellas brillaban malignas. Los
vapores de la vegetación putrefacta ascendían hasta él, tan tangibles como una niebla
espesa y, torciendo el gesto, se apartó del risco para adentrarse con audacia en la
planicie, la espada en una mano y la pistola en la otra.
Tenía una incómoda sensación, casi palpable, de ser observado. El silencio era
total, a excepción del suave susurro que delataba el paso felino del forastero por entre
los altos herbazales del altiplano; y, sin embargo, sentía como si seres vivientes le

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observaban delante, a las espaldas y a ambos lados. Fuera hombre o animal lo que le
acechaba, ni lo sabía ni le importaba demasiado, y estaba presto a luchar con cuantos
hombres o demonios osasen interponerse en su camino. A veces se detenía para mirar
retadoramente a su alrededor, pero sus ojos no encontraban otra cosa que arbustos
agazapados a los lados, semejantes a fantasmas chaparros y oscuro, mezclados y
difuminados por esa oscuridad cálida y espesa en la que las mismas estrellas parecían
debatirse, enrojecidas.
Por último, llegó al lugar en el que el altiplano daba paso a las laderas superiores
y entonces vio una agrupación de árboles cubiertos de sombras. Se acercó con cautela
y se detuvo cuando sus ojos, cada vez más acostumbrados a la oscuridad, entrevieron
una forma vaga entre los troncos sombríos; una forma que no formaba parte de los
mismos. Titubeó. Aquella Figura ni avanzaba ni huía. Era una difusa forma de
amenaza silenciosa, que se agazapaba como si le estuviese esperando. Un horror
acechante parecía colgar sobre aquella silenciosa arboleda.

El forastero avanzó con cautela, el acero tendido. Más cerca. Forzaba los ojos en
busca de algún asomo de gesto agresivo. Llegó a la conclusión de que aquella figura
era humana, pero tanta inmovilidad resultaba intrigante. Luego descubrió la razón, ya
que lo que había entre aquellos árboles era el cuerpo de un negro que se mantenía en
pie gracias a las lanzas en las que estaba ensartado a los troncos, el tórax pasado de
lado a lado. Tenía un brazo tendido, sujeto a una gran rama mediante la daga que le
atravesaba la muñeca, y el dedo índice estaba extendido, como si el cadáver apuntase
con rigidez hacia atrás, de vuelta al camino por el que había llegado el forastero.
El significado era obvio; aquel indicador mudo y siniestro no podía estar diciendo
más que una cosa; que la muerte aguardaba más allá. El hombre que se había
detenido ante aquel aviso espantoso reía muy raras veces, pero en aquella ocasión se
permitió el lujo de una sonrisa sardónica. Dos mil kilómetros por tierra y mar, a
través de océanos y junglas, y ahora, quienes quiera que fuesen, esperaban hacerle
retroceder mediante aquella payasada…
Se resistió a la tentación de saludar al cadáver, ya que ésa era una acción contraria
al decoro, y se internó con audacia por la arboleda, esperando a medias un ataque por
la espalda o una emboscada.
Nada de todo eso ocurrió, empero, y cuando salió de los árboles se encontró al pie
de una ladera abrupta, la primera de una serie de cuestas. Prosiguió impávido a través
de la noche, sin pensar en lo insólito que su acción podría parecer a un hombre
sensato. Un hombre normal habría acampado al pie del despeñadero, y habría
esperado hasta el alba para escalar los riscos. Pero él no era un hombre común.
Cuando tenía un objetivo que cumplir, lo perseguía en línea recta, sin reparar en
obstáculos, ya fuera de día o de noche. Haría lo que tenía que hacer. Había alcanzado
la frontera del reino del miedo y el polvo, y había invadido sus más íntimos dominios

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de la noche, como alguien empujado por una maldición.
Cuando llegó a las cuestas rocosas, la luna se alzaba prestándoles un aspecto de
espejismo y, a esa luz, las quebradas colinas de delante se agazapaban como los
negros chapiteles de castillos de magos. Mantuvo los ojos fijos en el borroso camino,
porque no sabía cuándo podía llegarle otra roca cuesta abajo. Aguardaba algún tipo
de ataque y, por supuesto, no se esperaba lo que de veras sucedió.
De repente, un negro surgió detrás de una roca, como un gigante de ébano bajo la
pálida luz de la luna, con la hoja de una larga lanza reluciendo plateada en su mano y
un tocado de plumas de avestruz flotando sobre su cabeza como una nube blanca.
Alzó la lanza en un elaborado saludo y le habló en el dialecto de las tribus del río.
—Ésta no es la tierra de los blancos. ¿Qué rango tiene mi hermano blanco en su
propio kraal y por qué viene a la Tierra de los Cráneos?
—Me llamo Solomon Kane —repuso el blanco en el mismo lenguaje—. Busco a
la reina vampiro de Negari.
—Poca búsqueda. Pronto encontrar. Nunca volver —respondió crípticamente el
otro.
—¿Me vas a llevar hasta ella?
—Llevas un cuchillo largo en tu mano derecha. No hay leones aquí.
—Una serpiente hizo caer una piedra. Creo que debe de haber serpientes en los
arbustos.
El gigante encajó aquel intercambio de sutilezas con una sonrisa ominosa y se
produjo un silencio significativo.
—Tu vida —dijo luego el negro— está en mis manos.
Kane sonrió ligeramente.
—Yo llevo la vida de muchos guerreros en las mías.
La mirada del negro recorrió indecisa la reluciente longitud de la espada del
inglés. Luego encogió sus hombros poderosos y abatió la punta de su lanza.
—No traes regalos —manifestó—, pero sígueme y te guiaré hasta la Terrible, la
Señora del Destino, la Reina Roja, Nakari, que rige la tierra de Negari.
Se hizo a un lado e indicó a Kane que le precediera; pero el inglés, que se temía
un lanzazo por la espalda, agitó la cabeza.
—¿Por qué tengo que preceder a mi hermano? Somos dos jefes, caminemos
hombro con hombro.
Kane se dolía para sus adentros de tener que usar esa molesta diplomacia con un
negro salvaje, pero no lo demostró en modo alguno. El gigante se inclinó con cierta
majestad bárbara y partieron, juntos y en silencio, por el camino de la colina. Kane se
percató de que, a sus espaldas, más hombres iban saliendo de sus escondrijos y
formaban un pelotón, caminando detrás de ellos en dos líneas convergentes, como
una cuña. La luz de la luna resplandecía en los negros cuerpos acicalados, en los
tocados ondulantes y en las hojas largas y crueles de las lanzas.
—Mis hermanos son como leopardos —dijo con cortesía Kane—, se esconden en

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los arbustos y los ojos no les ven; rondan por las altas hierbas y los oídos humanos no
oyen su llegada.
El jefe negro aceptó aquel cumplido con una inclinación cortés de su cabeza
leonina, lo que hizo que las plumas susurrasen.
—El leopardo montes es nuestro hermano, oh caudillo. Nuestros pies son como
humo flotante, pero nuestros brazos son de hierro. Cuando golpean, la sangre sale
roja y los hombres mueren.
Kane sintió un soterrado matiz de amenaza en el tono que empleaba. No había por
el momento asomo de peligro en el que basar su sospecha, pero la nota siniestra
estaba ahí. No dijo más durante algún tiempo y aquella extraña banda avanzó bajo la
luz de la luna como una procesión de espectros negros guiados por un fantasma
blanco. El camino se hizo más escarpado y rocoso, serpenteando ahora entre grandes
riscos y peñascos gigantescos. Luego, de repente, una gran sima se abrió a sus pies,
salvada por un puente natural de roca, y fue al pie de éste donde se detuvo el
cabecilla.
Kane observó con curiosidad el abismo. Medía más de doce metros de anchura y,
mirando abajo, los ojos se perdían en una oscuridad impenetrable; supuso que tendría
cientos de metros de profundidad. Al otro lado, se alzaban riscos oscuros y temibles.
—Aquí —dijo el jefe negro— es donde comienzan los verdaderos confines del
reino de Negari.
Kane se dio cuenta de que los guerreros se acercaban a él. Sus dedos se apretaron
instintivamente sobre la empuñadura de la espada, que no había llegado a envainar. El
aire estaba cargado de tensión.
—Aquí, también —dijo el negro—, es donde, aquellos que no traen regalos para
Nakari, ¡mueren!
La última palabra fue un alarido, como si la simple idea hubiese convertido a
quien hablaba en un demente y, con el grito, el gran brazo se balanceó, combando los
músculos poderosos, y la larga lanza saltó en busca del pecho de Kane.
Sólo un luchador nato podría haber evitado ese golpe. La acción instintiva de
Kane le salvó la vida; la larga hoja le rozó las costillas y él se apartó para devolver el
golpe, con una estocada relampagueante que mató a un guerrero que, en ese preciso
instante, se interpuso entre el jefe y él.
Las lanzas centelleaban a la luz de la luna, y Kane, bloqueando una y esquivando
otra, saltó sobre el puente angosto, por el que sólo podía atacarle un hombre por vez.
Nadie quiso ser el primero. Se quedaron en el borde atacando, avanzando en masa
cuando retrocedía y reculando cuando les plantaba cara. Sus lanzas eran más largas
que la espada, pero él compensaba esa diferencia y la inferioridad numérica con una
destreza relampagueante y la fría ferocidad de su ataque.
Iban adelante y atrás, y de repente un gigante negro se abrió paso por entre sus
compañeros, para cargar por el puente como un búfalo salvaje, los hombros bajos, la
lanza tendida, los ojos reluciendo con una luz enfermiza. Kane tuvo que retroceder

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ante esa embestida, reculó de nuevo para esquivar el lanzazo y buscar un resquicio
para su acero. Saltó de lado y se quedó balanceándose al borde del puente, con la
eternidad abriéndose a sus pies. Los negros aullaron, llenos de salvaje exultación,
mientras él se tambaleaba tratando de recuperar el equilibrio, y el gigante del puente
bramó y se lanzó contra el blanco que se mecía al borde.
Kane paró con todas sus fuerzas, algo que muy pocos espadachines podrían haber
hecho en tal situación de falta de equilibro; vio la hoja cruel de la lanza relampaguear
junto a su mejilla, se sintió caer de espaldas al abismo. Se aferró a la vara de la lanza
con un desesperado esfuerzo, se enderezó y traspasó de lado a lado al lancero. La
gran caverna roja que era la boca del negro eructó sangre y éste, con un esfuerzo
agónico, se lanzó ciegamente contra su enemigo. Kane, con los talones al borde del
puente, no pudo evitarlo y chocaron, para desaparecer en silencio en las
profundidades.
Todo ocurrió tan rápidamente que los guerreros se quedaron allí, aturdidos. El
rugido de triunfo del gigante casi no había dejado de resonar en sus labios cuando
ambos caían ya en la oscuridad. Luego, los demás negros se acercaron al puente para
mirar abajo con curiosidad, pero ningún sonido les llegó desde el oscuro vacío.

II
EL PUEBLO DE LA MUERTE ACECHANTE

Sus dioses eran más tristes que el mar,


dioses de voluntad tornadiza,
que gritaban en demanda de sangre en la noche, como bestias
tristemente, de colina en colina.
Chesterton

Mientras caía, Kane siguió su instinto de luchador y se giró en el aire, de forma


que al chocar contra el fondo, estuviera éste a tres metros o a treinta, fuese a aterrizar
sobre el hombre que caía con él.
El final llegó de repente, mucho más rápido de lo que el inglés esperaba. Se
quedó aturdido durante un momento y luego, al mirar hacia arriba, vislumbró el
angosto puente, que dividía el cielo sobre su cabeza, así como las siluetas de los
guerreros, que se perfilaban a la luz de la luna y estaban inclinados de forma grotesca
sobre el borde, atisbando. Se quedó inmóvil, a sabiendas de que el resplandor de la
luna no llegaba a las profundidades en las que se hallaba oculto, y que era invisible a
los observadores. El negro estaba muerto y, de no haber amortiguado su cadáver el
impacto, Kane hubiera perecido también, ya que se habían precipitado desde una
altura considerable. Con todo y con eso, el inglés se sentía rígido y magullado.

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Arrancó la espada del cuerpo del negro, dando gracias de que no se hubiera roto,
y comenzó a tantear en la oscuridad. Su mano encontró el borde lo que parecía un
risco. Había creído estar en el fondo de la sima, y que esa impresión de grandes
profundidades no había sido más que una ilusión, pero en seguida llegó a la
conclusión de que habían caído en un reborde que formaba parte de la escarpadura.
Lanzó un canto y, tras lo que pareció mucho tiempo, escuchó el débil sonido
producido por su choque, muy abajo.
No sabiendo muy bien cómo proceder, sacó pedernal y eslabón del cinto y los
hizo entrechocar sobre yesca, resguardando prudentemente la llama con sus manos.
La débil luz le mostró un largo reborde que sobresalía de la pared del risco; esto es,
en el lado más cercano a las colinas que había tratado de cruzar. Había caído junto al
borde y sólo por el margen más estrecho posible se había librado de caer fuera, al no
conocer su situación.
Se puso en cuclillas y trató de adaptar sus ojos a la escasa luz del abismo, hasta
que descubrió una sombra más oscura en la sombra de la pared. Un examen más
detallado le mostró que se trataba de una abertura lo suficientemente ancha como
para permitirle permanecer erguido. Supuso que se trataba de una cueva y, aunque su
aspecto era oscuro y temible en grado sumo, entró a tientas cuando la yesca se
consumió.
Por supuesto, no tenía ninguna idea de adónde conducía, pero cualquier acción
era preferible a sentarse a esperar que los buitres de la montaña descarnasen sus
huesos. El suelo de la cueva, de roca sólida, tendía hacia arriba durante un largo
trecho, y Kane avanzó con ciertas dificultades a lo largo de la resbaladiza pendiente,
resbalando y escurriéndose una y otra vez. La cueva parecía bastante grande, ya que
al poco de entrar no fue capaz de alcanzar ambos muros con las manos tendidas.
Por fin, el suelo se niveló y Kane tuvo la sensación de que la caverna era aún
mucho más grande en aquel punto. El aire parecía de mejor calidad, aunque la
oscuridad continuaba siendo impenetrable. Se detuvo de golpe. Desde algún punto
delante de él, le llegó un susurro extraño e indescriptible. Algo le golpeó sin previo
aviso en el rostro, arañándole de forma salvaje. A su alrededor resonaban los
fantásticos aleteos de pequeñas alas y, de repente, Kane sonrió de forma aviesa,
divertido, aliviado y mortificado al mismo tiempo. Murciélagos, por supuesto. La
cueva hervía de ellos. Aun así, era una experiencia terrible y, mientras avanzaba, las
alas susurraban a través del inmenso vacío de la gran cueva. La mente puritana de
Kane se permitió el lujo de perder el tiempo en pensamientos truculentos… ¿y si, por
algún medio desconocido, había arribado al Infierno? ¿Serían aquéllos de verdad
murciélagos, o almas perdidas que aleteaban a través de la noche eterna?
Si es así, se dijo Solomon Kane, me enfrentaré al mismísimo Satanás… y,
mientras pensaba en tal cosa, su olfato se vio asaltado por un hedor espantoso, fétido
y repelente. El olor fue en aumento mientras proseguía con lentitud, y Kane juró por
lo bajo, a pesar de que no era un hombre profano. Tuvo la sensación de que aquel

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hedor emanaba de alguna amenaza oculta, alguna maldad invisible, inhumana y
mortífera, y su sombría mente saltó a conclusiones sobrenaturales. Sin embargo, tenía
total confianza en su propia habilidad para medirse con cualquier diablo o demonio,
armado como estaba con una inquebrantable confianza en su credo y el conocimiento
de la justicia de su causa.
Luego, todo sucedió de repente. Estaba tanteando el camino cuando dos estrechos
ojos amarillos se alzaron en la oscuridad, delante de él… ojos fríos e inexpresivos,
demasiado juntos como para ser humanos y demasiado altos como para pertenecer a
un cuadrúpedo. ¿Qué horror era el que se alzaba así delante de él?
Es Satanás, pensó Kane mientras los ojos oscilaban encima de él, y un momento
más tarde estaba luchando por su vida contra la oscuridad, que parecía haber tomado
forma tangible, para enroscarse en anillos traicioneros sobre su cuerpo y sus
miembros. Aquellos anillos aprisionaron el brazo de la espada, inmovilizándolo;
tanteó con la otra mano en busca de la daga o una pistola, y se estremeció cuando sus
dedos resbalaron sobre escamas lisas, al tiempo que el siseo del monstruo llenaba la
oscuridad con un frío himno de terror.
Allí, en la negra oscuridad, acompañado por el susurro de las alas membranosas
de los murciélagos, Kane luchó como un roedor atrapado en el abrazo de una
serpiente ratonera, y pudo sentir cómo sus costillas cedían y su pecho se hundía, antes
de que por fin su mano frenética alcanzase la empuñadura de la daga.
Entonces, con una volcánica contorsión y tirón de su cuerpo acerado, liberó en
parte el brazo izquierdo y hundió la afilada hoja hasta la empuñadura, una y otra vez,
en el horror sinuoso y retorcido que le envolvía, sintiendo por último cómo los
temblorosos anillos aflojaban y resbalaban de sus miembros para quedar alrededor de
sus pies, como cables gigantescos.
La tremenda serpiente se agitaba de forma salvaje en sus estertores de muerte y
Kane, evitando esos golpes que podían quebrarle los huesos, se alejó tambaleándose
en la oscuridad, tratando de respirar. Solomon pensó que si su antagonista no había
sido el propio Satanás, había sido uno de sus acólitos más cercanos, esperando de
veras no tener que luchar de nuevo en esa oscuridad.
Le parecía haber caminado a lo largo de la negrura durante eras, y comenzaba a
preguntarse si aquella caverna tendría algún fin, cuando el resplandor de una luz
puntuó la oscuridad. Se le ocurrió que debía de ser un acceso exterior, que llevaba
fuera, y se encaminó hacia allí con rapidez; pero, para su asombro, al cabo de unos
pasos se encontró con un muro sólido. Entonces se dio cuenta de que la luz llegaba a
través de una grieta en el muro y, al palpar, descubrió que éste era de diferente
material que el resto de la cueva y que, claramente, estaba formado por bloques
regulares de piedra, unidos con mortero de algún tipo… una pared construida, sin
duda alguna, por el hombre.
La luz se colaba por entre dos de esas piedras, allá donde el mortero se había
desprendido. Kane tanteó la superficie con un interés que no se detenía en lo más

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inmediato. Aquella obra parecía muy antigua, superior a lo que uno podía esperar de
una tribu de negros ignorantes.
Sintió ese escalofrío que sacude a los exploradores y descubridores. En verdad,
ningún blanco había visto aquel lugar y vivido para contarlo, ya que, cuando había
desembarcado en la malsana Costa Occidental, meses antes, preparándose para viajar
al interior, no había encontrado pistas sobre aquel país. Los pocos blancos que sabían
algo de África, y con los que había hablado, no habían mencionado en ningún
momento la Tierra de los Cráneos, o la diablesa que gobernaba en ella.
Kane golpeó cautelosamente el muro. La estructura parecía debilitada por el paso
de los años; estaba claro que cedería ante un empujón vigoroso. Se lanzó con todas
sus fuerzas contra la misma, y toda una sección de pared se derrumbó con estrépito,
arrojándole a un corredor mal iluminado, entre una lluvia de piedras, polvo y
mortero.
Se puso en pie de un brinco y miró a su alrededor, esperando que el ruido atrajese
a una horda de lanceros salvajes. Reinaba un silencio total. El corredor en el que
ahora se hallaba parecía casi otra cueva estrecha, de no ser porque era obra de
humanos. Tenía algunos metros de anchura y muchos de altura. El polvo era tan
espeso que le llegaba a los tobillos, como si no hubiera sido hollado por pie humano
durante siglos, y Kane llegó a la conclusión de que aquella luz tenue se filtraba por
algún sitio del techo o cielo raso, aunque no pudo distinguir ni puertas ni ventanas.
Por último, decidió que su fuente se hallaba en el cielo raso mismo, que estaba dotado
de una fosforescencia particular.
Echó a andar por el pasillo, sintiéndose tan incómodo como un fantasma gris que
deambulase por los grises salones de la muerte y la decadencia. La patente
antigüedad de su abandono le resultaba deprimente, haciéndole sentir, de forma vaga,
lo fugaz y fútil de la existencia de la humanidad. Le pareció que se hallaba a ras de
suelo, ya que había alguna luz de alguna clase, aunque no pudo adivinar de dónde
procedía. Aquélla era una tierra de brujerías; un país de horrores y misterios
espantosos, o eso decían los indígenas de la jungla y el río, y había oído susurrar
barruntos de sus terrores desde que había dado la espalda a la Costa de los Esclavos y
se había aventurado a solas en las tierras del interior.
De vez en cuando, lograba captar un murmullo bajo e indefinido que parecía
llegar a través de uno de los muros, y llegó a la conclusión de que se había topado
con un pasadizo secreto de algún castillo o vivienda. Los indígenas que habían osado
hablarle de Negari habían susurrado algo acerca de una ciudad yuyu edificada en
piedra, erguida entre los temibles riscos negros de las colinas embrujadas.
«Entonces, se dijo Kane, tengo que haberme equivocado en todas mis
apreciaciones, y me encuentro en medio de esa ciudad de terror». Se detuvo y, tras
elegir un lugar al azar, comenzó a arrancar mortero con su daga. Según trabajaba,
volvió a escuchar aquel murmullo bajo, que iba creciendo en volumen, como si
llegase del otro lado del muro, y al cabo de un instante la punta del arma atravesó la

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pared y, cuando se acercó a mirar a través de la abertura, pudo contemplar una escena
extraña y fantástica.
Estaba viendo una gran estancia, con muros y suelos de piedra, y un poderoso
techo sostenido por gigantescas columnas de piedra, esculpidas de forma extraña.
Hileras de emplumados guerreros negros se alineaban a lo largo de los muros, y una
doble columna de los mismos permanecían, como estatuas, ante un trono ubicado
entre dos dragones de piedra, tan grandes como elefantes. Reconoció a aquellos
hombres como compañeros de tribu de los guerreros con los que había combatido en
la sima. Pero su mirada se vio irremisiblemente atraída por el trono grande y
grotescamente ornado. Allí, menguada por el barroco esplendor circundante, se
reclinaba una mujer. Era negra, joven y de belleza felina. Estaba desnuda, a
excepción de un casco emplumado, brazaletes, ajorcas y un faldellín de plumas de
avestruz coloreadas, y se tendía sobre sedosos almohadones, con los miembros
desplegados en un abandono voluptuoso.
Aun a esa distancia, Kane pudo constatar que sus facciones eran regias, aunque
bárbaras; altaneras e imperiosas, pero sensuales, y con un toque de implacable
crueldad en las comisuras de los labios rojos y llenos. Kane sintió cómo se le
aceleraba el pulso. Aquélla no podía ser otra que esa cuyos crímenes se habían
convertido en míticos: Nakari de Negari, reina demonio de una ciudad demoníaca,
cuya monstruosa sed de sangre hacía estremecer a medio continente. Sin embargo,
resultaba bastante humana; las historias de las timoratas tribus del río la habían
dotado de un aspecto sobrenatural. Kane casi había esperado encontrar a un espantoso
monstruo semihumano, surgido de alguna edad pretérita y demoníaca.
El inglés observó, con fascinación y repulsión. Ni siquiera en las cortes europeas
había visto tanta grandeza. La estancia y todos sus bastimentos, desde las esculpidas
serpientes que se retorcían en las bases de los pilares, a los entrevistos dragones del
cielo raso en sombras, estaban concebidos a una escala gigantesca. El esplendor era
imponente, elefantino, de proporciones inhumanas, y casi aturdían a la mente que
trataba de calcular y asimilar sus dimensiones. Kane pensó que tales cosas debían de
ser obra de dioses, más que de hombres, ya que aquella estancia, por sí sola, podía
empequeñecer a la mayoría de los castillos que había conocido en Europa.
Los negros que abarrotaban aquella gigantesca sala parecían extrañamente
incongruentes con la misma. No cuadraban en aquel entorno más de lo que lo hubiera
hecho una banda de monos en las salas del consejo del rey inglés. Una vez que Kane
se percató de aquello, la siniestra talla de la reina Nakari menguó. Retrepada en ese
augusto trono, en medio de la aterradora gloria de otra edad, pareció adquirir sus
verdaderas proporciones: las de una niña consentida y petulante que jugaba a
aparentar y que usaba, para diversión propia, un juguete descartado por sus mayores.
Pero, al mismo tiempo, un pensamiento invadió la mente de Kane: ¿quiénes eran esos
mayores?
Pero, aun así, la niña podía ser mortífera con sus juegos, como bien pronto iba a

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saber el inglés.
Un negro alto y forzudo avanzó entre las filas hasta el trono y, luego de postrarse
cuatro veces, permaneció arrodillado, esperando evidentemente permiso para hablar.
La reina abandonó su aire de perezosa indiferencia y se irguió con un movimiento
elástico que, a Kane, le recordó el brinco de un leopardo. Ella habló y sus palabras
llegaron débilmente hasta él, cuando aguzó el oído. Empleaba una lengua muy
similar a la de las tribus del río.
—¡Habla!
—Grande y Terrible —dijo el guerrero arrodillado, y Kane reconoció en él al jefe
que le había abordado en la altiplanicie… el jefe de la guardia de los riscos—. Que el
fuego de tu furia no consuma a tu esclavo.
Los ojos de la chica se estrecharon con perversidad.
—¿Sabes por qué has sido convocado, hijo de un buitre?
—Fuego de Hermosura; el extranjero llamado Kane no traía regalos.
—¿Regalos? —silabeó las palabras—. ¿Y para qué quiero yo regalos? Te dije que
matases a todos los negros que llegasen con las manos vacías… ¿Pero te dije yo que
matases a los blancos?
—Gacela de Negari, vino trepando por los riscos de noche, como un asesino, con
un cuchillo tan largo como el brazo de un hombre en la mano. La roca que le
arrojamos no le alcanzó y nos reunimos con él en la planicie, y le llevamos al Puente-
Que-Cruza-El-Cielo donde, según solemos, tratamos de matarle; ya que tú misma
dijiste que estabas harta de hombres que venían a cortejarte.
—Negros, idiota —gritó ella—. ¡Negros!
—¡Tu esclavo nada sabía de eso, Reina de Hermosura! El blanco luchó como un
leopardo montañés. Mató a dos hombres y cayó con el último de ellos a la sima,
donde pereció, Estrella de Negari.
—Sí —el tono de la reina era venenoso—. ¡El hombre más grande que nunca ha
venido a Negari! Aquel que podía haber sido… ¡levántate, idiota!
El hombre se puso en pie.
—Poderosa Leona, pudiera ser que éste hubiera venido buscando…
Pero nunca completó la frase. Mientras aún se estaba levantando, Negari hizo un
gesto rápido. Dos guerreros abandonaron las filas silenciosas y dos lanzas atravesaron
el cuerpo del jefe antes de que pudiera volverse. Un grito gorgoteante nació de sus
labios, la sangre saltó por los aires y el cadáver se desplomó inerte al pie del gran
trono.
Las filas no se inmutaron, pero Kane captó centelleos en ojos extrañamente
enrojecidos, y cómo se humedecían involuntariamente los gruesos labios. Negari se
había incorporado a medias cuando las lanzas relampaguearon, y luego volvió a
hundirse en su asiento, con una expresión de satisfacción cruel en su rostro hermoso,
y un centelleo extraño en sus ojos brillantes.
A un ademán indolente suyo, retiraron el cadáver, cogiéndolo por los talones, con

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los brazos arrastrando inertes sobre el ancho reguero de sangre dejado por el paso del
cuerpo. Kane pudo ver más manchas amplias que cruzaban el suelo de piedra,
algunas casi invisibles, otras algo menos borradas. ¿Cuántas salvajes escenas de
sangre y cruel frenesí habían contemplado, con sus ojos cincelados, aquellos grandes
dragones de piedra del trono?
Ya no ponía en duda las historias que le habían contado las tribus ribereñas.
Aquel pueblo se alimentaba de la rapiña y el horror. Sus hazañas les habían
consumido el cerebro. Vivían, como ciertas bestias terribles, tan sólo para la
destrucción. Había extraños resplandores en aquellos ojos, que los encendía, a cada
cierto tiempo, con las movedizas sombras y llamas del Infierno. ¿Qué es lo que
decían las tribus del río sobre aquel pueblo de la montaña, que rapiñaba en ellos
desde hacía innumerables siglos? Que eran secuaces de la muerte, y que ésta
rondaba entre ellos, y que a ella era a quien ellos adoraban.
Y, mientras observaba, un pensamiento revoloteaba aún en la mente de Kane:
¿quién había construido aquel lugar, y cómo había llegado aquel pueblo a ocuparlo?
Un pueblo guerrero como aquél no podía haber alcanzado la cultura que mostraban
aquellas tallas. Pero las tribus del río no le habían hablado de más gentes que de
aquellas a las que ahora estaba viendo.

El inglés se liberó con esfuerzo del embrujo de aquella escena bárbara. No tenía
tiempo que perder; cuanto más tiempo creyesen que estaba muerto, mayores
oportunidades tendría de burlar a los posibles guardias y encontrar aquello que había
venido a buscar. Volviéndose, reanudó su andadura por el tenebroso pasadizo. No
tenía ningún plan en mente y una dirección era tan buena como otra. El pasillo no
corría recto, giraba y serpenteaba, siguiendo el trazado de los muros, o eso supuso
Kane, que tuvo tiempo aún de asombrarse ante el grosor, evidente y enorme, de
aquellos muros. Esperaba toparse de un momento a otro con un guardia o un esclavo,
pero según los corredores iban abriéndose vacíos ante él, con los suelos polvorientos
sin hollar por pisada alguna, llegó a la conclusión de que, o bien aquellos pasadizos
eran desconocidos para la gente de Negari, o bien no los usaban nunca por alguna
razón.
Se dedicó a buscar con detenimiento alguna puerta secreta, hasta que al final dio
con una, que estaba cerrada desde dentro con un herrumbroso cerrojo montado en una
muesca del muro. Lo manipuló con cuidado y en seguida la puerta giró hacia dentro,
con un crujido que pareció resonar estruendosamente en aquel silencio. Espió sin
llegar a ver a nadie, y entonces salió con cautela a través de aquella abertura y cerró a
sus espaldas la puerta, fijándose en que se había convertido en parte de un fantástico
mural pintado en la pared. Marcó con su daga el punto en el que creía que se
encontraba, del otro lado, el resorte oculto, ya que no sabía cuándo podía volver a
necesitar aquel pasadizo.

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Se hallaba en un salón, formado por un laberinto de gigantescas columnas, muy
parecidas a las de la sala del trono. Se sintió entre ellas como un niño en un gran
bosque, por mucho que también le dieran una ligera sensación de seguridad, ya que
se le ocurrió que podía deslizarse entre ellos como un fantasma en la jungla, y eludir
así a los negros, por muy hábiles que fueran éstos.
Se puso en marcha, tomando una dirección al azar y moviéndose con cautela. En
cierta ocasión escuchó el murmullo de voces y saltó sobre la base de una columna
para aferrarse a ella, y se quedó allí encaramado mientras dos negras pasaban a su
lado; pero, aparte de ellas, no vio a nadie más. Era una sensación extraordinaria el
caminar por aquel vasto salón, que parecía desprovisto de toda vida humana; aunque
en otra parte de donde Kane estaba bien pudiera haber toda una multitud oculta por
aquellas columnas.
Por fin, tras lo que le pareció una eternidad deambulando por aquellos
monstruosos laberintos, llegó hasta un muro inmenso que parecía ser la pared lateral
del salón, o un tabique, y siguiendo pegado a él pudo distinguir un zaguán, ante el
que se plantaban dos lanceros, semejantes a estatuas negras.
Kane, espiando desde la esquina del pedestal de una columna, pudo ver dos
ventanas altas en el muro, una a cada lado de la puerta, y al fijarse en las tallas
recargadas que cubrían los muros, tomó una resolución desesperada.
Sentía que era imperativo ver lo que pudiera haber dentro de aquella habitación.
El hecho de que estuviese custodiada sugería que la estancia tras la puerta bien
pudiera ser una cámara del tesoro, o una mazmorra, y estaba seguro de que su meta
tenía que ser una prisión.
Kane retrocedió hasta un punto situado fuera de la vista de los guardias y
comenzó a escalar el muro, usando los hondos bajorrelieves como asideros para
manos y pies. Resultó más fácil de lo que esperaba y, una vez que hubo subido hasta
el nivel de las ventanas, se deslizó con cautela en línea horizontal, sintiéndose como
una hormiga en una pared.
Los guardianes situados abajo no levantaron la vista en ningún momento, y por
último llegó a la ventana más cercana, para deslizarse sobre el alféizar. Se encontró
con una gran estancia, vacía y sin embargo guarnecida de forma bárbara y suntuosa.
Divanes sedosos y cojines de terciopelo cubrían con profusión los suelos, y pesados
tapices bordados en oro colgaban de los muros. El cielo raso estaba también adornado
con oro.
De forma extrañamente incongruente, había toscos adornos de marfil y madera,
de factura claramente salvaje, dispersos por toda la estancia, como el paradigma de
aquel reino extraño, donde los signos de barbarie se mezclaban con los de una extraña
cultura. La puerta exterior estaba cerrada y en la pared opuesta había otra puerta,
también cerrada.
Kane bajó de la ventana, deslizándose por el borde de un tapiz, de igual forma
que un marino se descuelga por una jarcia, y cruzó la puerta. Sus pasos no hacían

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ruido alguno sobre el grueso tejido de la alfombra que cubría el suelo y que, al igual
que el resto de los muebles, parecía antigua hasta el punto de la decadencia.
Titubeó ante la puerta. Invadir la siguiente estancia podía ser una acción
desesperada, ya que ésta podía estar llena de negros, y él tener la retirada cortada por
los lanceros estacionados ante la puerta exterior. Pero estaba acostumbrado a asumir
grandes riesgos y, espada en mano, abrió la puerta de golpe, tratando de azorar con la
sorpresa a cualquier enemigo que pudiera encontrarse del otro lado.
Kane entró con paso rápido, dispuesto para lo que fuese… y se detuvo de golpe,
mudo e inmóvil por un instante. Ya que había recorrido miles de kilómetros en una
búsqueda y por fin el objeto de su búsqueda se encontraba ante él.

III
LILITH

«Dama misteriosa, ¿cuál es vuestra historia?»


Viereck

Había un diván en medio de la estancia y en su sedosa superficie reposaba una


mujer; una de piel blanca y a la que el cabello dorado rojizo le caía sobre los hombros
desnudos. Se irguió, abriendo espantada sus hermosos ojos grises, y los labios se
entreabrieron para lanzar un grito que de repente contuvo.
—¡Vos! —exclamó—. ¿Cómo habéis…?
Solomon Kane cerró la puerta a sus espaldas y se acercó con una sonrisa peculiar
en su rostro oscuro.
—¿Acaso no me recordáis, Marylin?
El miedo había ido desvaneciéndose de los ojos de la mujer mientras él hablaba,
siendo reemplazado por una mirada de asombro incrédulo y perplejidad confusa.
—¡Capitán Kane! No entiendo… creí que nadie podía llegar…
Se pasó una pequeña mano, débilmente, por la frente blanca, y se tambaleó de
repente.
Kane la cogió en brazos —no era más que una chica, pequeña como un niño— y
la depositó con gentileza sobre el diván. Allí, tomándola con cuidado por las
muñecas, le habló en tono bajo y apresurado, con un ojo puesto en todo momento en
la puerta; puerta que, al parecer, era la única entrada o salida de la estancia. Mientras
hablaba, observaba maquinalmente por la habitación, percatándose de que era casi un
duplicado de esa otra exterior, en lo tocante a colgaduras y mobiliario en general.
—En primer lugar —le dijo— y antes de entrar en otros asuntos, decidme: ¿estáis
vigilada estrechamente?
—Muy estrechamente, señor —murmuró con desánimo—; no sé cómo habréis

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llegado hasta aquí, pero nunca podremos escapar.
—Dejad que os cuente someramente cómo he logrado llegar hasta aquí, y quizás
entonces, a la vista de las dificultades que he superado, tengáis mayores esperanza.
Guardad silencio, Marylin, y os contaré cómo he venido a buscar a una heredera
inglesa hasta esta ciudad demoníaca de Negari.
»Maté a sir John Taferal en duelo. El motivo no viene al caso, aunque había de
por medio calumnias y negras mentiras. Antes de morir, confesó haber cometido un
crimen vil, años atrás. Recordáis sin duda el afecto que os profesa vuestro primo, el
viejo lord Hildred Taferal, tío de sir John. Éste temía que el viejo lord muriese sin
herederos y pudiera dejaros a vos las grandes posesiones Taferal.
»Hace años que desaparecisteis, y sir John hizo correr el rumor de que os habíais
ahogado. Pero cuando yacía moribundo, atravesado por mi espada, me contó entre
boqueos que os había secuestrado y vendido a un pirata berberisco, cuyo nombre
logró darme; un pirata sanguinario de nombre bien conocido en las costas inglesas, en
tiempos pasados. Entonces, partí a buscaros, y ha sido un camino largo y fatigoso,
pródigo en largas leguas y años amargos.
»Primero recorrí los mares buscando a El Gar, el corsario berberisco mentado por
sir John. Le encontré entre el estrépito y el rugir de una batalla naval; murió, pero
mientras agonizaba me confesó haberos vendido a un mercante de Estambul. Partí
entonces hacia Levante y, por casualidad, encontré a un marino griego, al que los
moros habían crucificado por pirata en la playa. Le descolgué y le hice la misma
pregunta que ya había hecho a tantos hombres: si en sus correrías había visto a una
chica inglesa cautiva y de pelo amarillo. Supe que había sido tripulante del mercante
de Estambul, y que en el viaje de vuelta había sido abordado por un buque esclavista
portugués y hundido; aquel renegado griego y la niña estaban entre los pocos que
fueron admitidos a bordo de la nave esclavista.
»Luego, aquel esclavista puso rumbo al marfil, en busca de marfil negro, y sufrió
una emboscada en una pequeña bahía de la costa occidental africana, y el griego ya
no supo nada más de vos ni de vuestro destino, porque consiguió huir de la matanza
haciéndose en un bote a la mar, donde fue recogido por un filibustero genovés.
»Me dirigí entonces hacia la costa occidental, con la débil esperanza de que
siguierais aún con vida, y oí decir a los nativos que, años atrás, una niña blanca había
sido capturada en un buque, a cuya tripulación mataron, y conducida tierra adentro,
como parte del tributo que las tribus ribereñas pagan a los jefes del río arriba.
»Después de eso desaparecían los rastros. Durante meses, vagabundeé sin
encontrar un indicio de vuestro paradero, no, ni señal de que aún estuvieseis viva.
Luego supe, gracias a las tribus del río, acerca de la ciudad demoníaca de Negari y de
la reina negra que tenía una esclava blanca. Así que vine aquí.
El tono mesurado de Kane, la narración sin adornos, no daban idea de cuanto
entrañaba aquella historia, de lo que subyacía bajo esas palabras calmas y tranquilas;
los combates por tierra y mar, los años de privación y de esfuerzos descorazonadores,

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el peligro incesante, el perenne vagabundear a través de tierras desconocidas y
hostiles, la labor tediosa y mortífera de arrancar la información buscada a salvajes
ignorantes, hoscos y hostiles, tanto blancos como negros.
«Así que vine aquí» —decía simplemente Kane, ¡pero cuánto coraje y esfuerzo se
escondían tras esa simple frase! Un camino largo y rojo, sombras negras y carmesí
que bailaban una danza demoníaca, marcada por espadas centelleantes y el humo de
la batalla, así como por palabras vacilantes que salían como gotas de sangre de los
labios de los moribundos.
Solomon Kane no poseía sentido dramático. Contaba su historia de la misma
forma que había superado terroríficos obstáculos: de una manera fría y sumaria, y sin
aspavientos.
—Ved pues, Marylin —concluyó con amabilidad—, que no he llegado tan lejos ni
hecho tanto para rendirme ahora. Valor, chiquilla. Encontraremos una forma de salir
de este espantoso lugar.
—Sir John me puso en su arzón —dijo la chica, desconcertada y hablando con
lentitud, como si recordarse con palabras vacilantes una tarde inglesa de hacía
muchos años—. Me llevó a la orilla del mar, donde le esperaba una galera de
hombres feroces, morenos y bigotudos, que tenían cimitarras, y grandes anillos en los
dedos. El capitán, un musulmán con una cara como de halcón, me recogió, yo lloré de
miedo y él me llevó a su galera. Pero fue amable a su manera conmigo, yo no era más
que una niña, y al final me vendió a un mercante turco. Ese mercante se reunió con él
en la costa sur de Francia, después de muchas singladuras.
»Aquel hombre no me hizo daño alguno, aunque yo tenía miedo de él, ya que era
un hombre de aspecto cruel y me dio a entender que iba a venderme a un sultán negro
de los moros. Sin embargo, el mercante fue abordado en las Puertas de Hércules por
un esclavista de Cádiz y todo sucedió como habéis dicho.
»El capitán del buque esclavista supuso que era hija de alguna adinerada familia
inglesa y pensaba conseguir un rescate por mí; pero en una bahía oscura y terrible de
la costa africana pereció con todos sus hombres, excepto ese griego al que habéis
mencionado, y me convertí en cautiva de un caudillo negro.
»Tuve mucho miedo y pensé que iba a matarme, pero no me causó daño alguno y
me mandó al interior con una escolta, junto a la mayor parte del botín conseguido en
el barco. Ese botín, del cual yo misma formaba parte, como sabéis, estaba destinado a
un poderoso rey de las gentes del río. Pero nunca llegó hasta él, porque una banda de
saqueadores de Negari cayó sobre los guerreros de la costa y los mató a todos.
Entonces me trajeron a esta ciudad y, desde entonces, soy esclava de la reina Nakari.
»No sé cómo he sobrevivido a tanta batalla, crueldad y asesinato.
—La Providencia os ha guardado, niña —manifestó Kane—; el poder que protege
a las débiles mujeres y a los niños desamparados; el mismo que me guió a pesar de
todos los obstáculos, y que nos sacará de este lugar, Dios mediante.
—¡Los míos! —exclamó de repente, como saliendo de un sueño—. ¿Qué ha sido

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de ellos?
—Todos gozan de buena salud y fortuna, niña, excepto aquel que ha tenido la
culpa de vuestras desdichas durante estos largos años. Bueno; el viejo sir Taferal tiene
la gota y jura tan de seguido que temo por su alma. Pero para mí que, viéndoos,
pequeña Marylin, se enmendará.
—Un momento, capitán Kane —dijo la chica—; no puedo entender por qué
habéis venido solo.
—Vuestros hermanos quisieron acompañarme, niña; pero no era seguro que aún
siguieseis con vida, y yo detestaba la idea de que algún otro Taferal pudiera morir
lejos del buen suelo inglés. Libré al país de un mal Taferal, así que era justo que
devolviese a cambio a uno bueno, si es que aún vivía. Y debía hacerlo yo, y solo yo.
El propio Kane se creía tal explicación. Nunca trataba de analizar sus propios
motivos y jamás titubeaba cuando había tomado una decisión. Aunque actuaba
siempre de forma impulsiva, creía con firmeza que todas sus acciones estaban
movidas por razonamientos fríos y lógicos. Era un hombre nacido fuera de época;
una extraña mezcla de puritano y caballero andante, con un toque de filósofo antiguo
y más de un rasgo de pagano, aunque esta última afirmación le hubiera dejado
estupefacto. Un atavismo de los días de la caballerosidad, un caballero errante
embutido en las sombrías ropas de un fanático. Cierta hambre en el alma le empujaba
más y más adelante, llevado por la necesidad de desfacer todos los entuertos, proteger
a todos los seres desvalidos, vengar todos los crímenes cometidos contra la rectitud y
la justicia. Voluntarioso y desaforado como el viento, sólo era consistente en un único
tema: estaba totalmente seguro de la idea que tenía sobre justicia y rectitud. Así era
Solomon Kane.
—Marylin —dijo entonces con gentileza, tomando sus pequeñas manos entre los
dedos encallecidos por el uso de la espada—, a fe mía que habéis cambiado mucho en
estos años. Erais una pequeña niña, mofletuda y sonrosada, cuando os sentaba en mis
rodillas en la vieja Inglaterra. Ahora parecéis cansada y estáis pálida, aunque sois tan
bella como las ninfas de los libros paganos. Hay fantasmas al acecho en vuestros
ojos, niña; ¿acaso os han maltratado aquí?
Ella se reclinó en el diván y la sangre se retiró lentamente de su faz, ya de por sí
pálida, volviéndose de un blanco mortal. Kane hizo gesto de acercarse, estremecido.
La voz de ella le llegó en un susurro.
—No me preguntéis. Hay cosas que es mejor que queden ocultas por la oscuridad
de la noche y el olvido. Hay visiones que hieren los ojos y dejan una marca ardiente y
perenne en el cerebro. Los muros de antiguas ciudades, que no fueron edificadas por
el hombre, han contemplado escenas de las que no debe hablarse, ni aun en susurros.
Sus ojos se cerraron fatigados y Kane sintió el roce de la desazón, al tiempo que
sus ojos sombríos seguían, de forma inconsciente, las finas líneas azules de las venas,
que resaltaban sobre la antinatural blancura de su piel.
—Aquí hay algo antinatural —musitó—. Un misterio…

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—Cierto —murmuró la chica—. ¡Un misterio que era ya antiguo cuando Egipto
era joven! Una maldad indescriptible, más antigua que la oscura Babilonia; una
maldad que se incubaba en terribles ciudades negras cuando el mundo era joven y
extraño.
Kane frunció el ceño, desconcertado. Esas extrañas palabras de la chica
provocaron una rara sacudida de temor reptante en las profundidades de su cerebro,
como si la débil memoria racial se agitase en las simas de eones de profundidad,
conjurando visiones espantosas y caóticas, ilusorias y propias de una pesadilla.
De repente, Marylin se irguió en su asiento, con los ojos desorbitados y
relumbrando de temor. Kane oyó cómo se abría una puerta en algún lugar.
—¡Nakari! —urgió ella entre susurros—. ¡Rápido! ¡No debe encontraros aquí!
¡Ocultaos rápido y —añadió mientras Kane ya se volvía— guardad silencio suceda lo
que suceda!

Se recostó en el diván, fingiendo dormitar mientras Kane cruzaba la habitación y


se ocultaba detrás de unos tapices colgados sobre el muro, que ocultaban un nicho
donde alguna vez debió de haber algún tipo de estatua.
Acababa de hacer aquello cuando se abrió la única puerta de la estancia, y una
figura extraña y bárbara apareció en el umbral. Nakari, reina de Negari, visitaba a su
esclava.
La negra vestía como cuando la había visto en el trono, y los coloridos brazaletes
y tobilleras tintinearon mientras cerraba la puerta a su espalda y entraba en la
habitación. Se desplazaba con los movimientos fáciles y sinuosos de un felino y, muy
a su pesar, el observador se quedó admirado ante aquella elástica belleza. Pero, al
mismo tiempo, sufrió un estremecimiento de repulsión, porque aquellos ojos relucían
con una maldad vibrante y magnética, tan antigua como el mundo.
«¡Lilith!», pensó Kane. «Es tan hermosa y terrible como el Purgatorio. Es Lilith,
esa mujer enloquecedora y adorable de las antiguas leyendas».
Nakari se detuvo junto al diván, observando por un instante a su cautiva, y, con
una sonrisa enigmática, se inclinó y la sacudió. Marylin abrió los ojos, se sentó y se
deslizó del diván para arrodillarse ante su ama negra; algo que hizo que Kane
maldijera para sus adentros. La reina, riendo, se sentó en el diván, e indicó a la chica
que se levantara; luego pasó un brazo por su talle, al tiempo que la sentaba en su
regazo. Kane observó confundido, mientras Nakari acariciaba a la chica con gestos
divertidos e indolentes. Puede que aquello fuese una demostración de afecto, pero a
Kane le recordaba a un leopardo ahíto jugueteando con su víctima. Había algo de
mofa y crueldad estudiada en todo aquello.
—Eres muy dulce y hermosa, Mara —murmuró perezosamente Nakari—; mucho
más hermosa que las negras que me sirven. Se acerca el momento de tus nupcias,
pequeña. Y jamás hubo novia más hermosa entre las que fueron conducidas a las

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Escaleras Negras.
Marylin comenzó a temblar y a Kane le pareció que estaba a punto de
desmayarse. Los ojos de Nakari refulgían de forma extraña bajo sus párpados de
pestañas largas y rizadas, y sus labios rojos y llenos se curvaban para mostrar una
leve sonrisa tentadora. Cada una de sus acciones parecía premeditada, encaminada a
algún propósito siniestro. Kane comenzó a sudar con profusión.
—Mara —dijo la reina—, has sido exaltada por encima de las demás chicas,
aunque a ti no te alegre. Piensa en lo mucho que te envidiarán las muchachas de
Negari cuando los sacerdotes entonen la canción nupcial y la Luna de Calaveras
asome por encima de la cresta negra de la Torre de la Muerte. ¡Piensa, pequeña
novia-del-Señor, en la cantidad de chicas que han entregado su vida para poder ser su
prometida!
Y Nakari se echó a reír a su manera odiosa y musical, como disfrutando de una
broma extraña. Luego se detuvo de golpe. Sus ojos se estrecharon hasta convertirse
en ranuras, al tiempo que se desplazaba por el cuarto, y su cuerpo se tensó. Su mano
fue al ceñidor, para empuñar una daga larga y fina. Kane la observó a lo largo del
cañón de la pistola, el dedo en el gatillo. Sólo su natural repugnancia a disparar contra
una mujer impidió que enviase la muerte al negro corazón de Nakari, ya que pensó
que iba a matar a la chica.
Entonces, con un gesto felino y elástico, hizo arrodillarse a la chica y retrocedió,
los ojos clavados con llameante intensidad en el tapiz detrás del que se escondía
Kane. ¿Acaso le habían descubierto aquellos ojos inquisitivos? En seguida salió de
dudas.
—¿Quién está ahí? —exigió con fiereza—. ¿Quién es el que se esconde detrás de
esas colgaduras? No te veo ni te oigo, ¡pero sé que hay alguien ahí!
Kane guardó silencio. Había sido víctima del instinto de bestia salvaje de Nakari,
y no sabía muy bien qué hacer. Su próxima acción dependía de lo que hiciera la reina.
—¡Mara! —la voz de Nakari chasqueó como una tralla—. ¿Quién está detrás de
esas colgaduras? ¡Respóndeme! ¿O quieres volver a probar el látigo?
La chica parecía incapaz de hablar. Se había acurrucado allí donde había caído,
con los hermosos ojos llenos de terror. Nakari, sin apartar su ardiente mirada, buscó a
la espalda con su mano libre, hasta agarrar un cordón que colgaba del muro. Lo
sacudió con saña. Kane sintió que los tapices se abrían a ambos lados,
descubriéndole.
Durante un instante, la extraña escena no varió: el enjuto blanco, con sus raídas
vestimentas manchadas de sangre, esgrimiendo en la mano derecha una larga pistola;
al otro lado de la habitación la reina negra, con su salvaje belleza, una mano asiendo
aún el cordón, la otra tendiendo una daga; la chica blanca temblando en el suelo.
Por último, Kane habló.
—¡Guarda silencio, Nakari, o morirás!
La reina parecía haberse quedado anonadada y sin habla ante aquella repentina

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aparición. Kane salió de entre los tapices y se acercó con lentitud.
—¡Tú! —recobró ella por fin la voz—. ¡Debes de ser aquel de quien hablaban los
guardianes! ¡No hay otro blanco en Negari! ¡Dijeron que caíste y te mataste! ¿Cómo
entonces…?
—¡Silencio! —la voz de Kane cortó con dureza sus balbuceos asombrados: sabía
que la pistola nada significaba para ella, pero sí que comprendía la amenaza del largo
acero en la mano izquierda—. ¡Marylin! —dijo, hablando todavía sin darse cuenta en
el lenguaje de las tribus del río—, coge cordones de las colgaduras y átala…
Estaba aproximadamente en mitad de la habitación ahora. El rostro de Nakari
había perdido mucho de perplejidad desamparada y en sus ojos ardientes surgió un
reflejo de astucia. Dejó caer deliberadamente la daga, a modo de rendición y luego,
de repente, alzó las manos por encima de la cabeza, y dio un tirón a otro cordón.
Kane escuchó el grito de Marylin; pero antes de que pudiera apretar el gatillo o
siquiera pensar, el suelo cedió bajo sus pies y se precipitó en una negrura abismal. No
cayó mucho y aterrizó sobre los pies; pero la fuerza de la caída le hizo doblar las
rodillas y, al tiempo, sintió que había alguien en la oscuridad, detrás de él; algo le
golpeó en la cabeza y se hundió en un abismo aún más oscuro de inconsciencia.

IV
SUEÑOS DE IMPERIO

A Roma se le concedió gobernar un imperio


y tuvo su pequeña distracción;
pero nosotros, sí, nosotros seremos dueños del mundo,
el mundo entero será juguete nuestro.
Chesterton

Poco a poco, Kane volvió de los brumosos territorios a los que le había enviado el
invisible cachiporrazo. Algo estorbaba el movimiento de sus manos, y escuchó un
tintineo metálico cuando trató de llevárselas a su dolorida y palpitante cabeza.
Yacía en una oscuridad total, pero no pudo determinar si eso se debía a la
ausencia de luz, o es que estaba aún cegado por el golpe. Ofuscado, trató de aunar sus
sentidos dispersos, y llegó a la conclusión de que se hallaba tumbado en un suelo de
piedra húmeda, con las muñecas y tobillos aherrojados con pesadas cadenas de hierro
que, al tacto, parecían toscas y oxidadas.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí. El silencio era total, a excepción del
tamborileante pulso de su dolorida cabeza, y los correteos y arañazos de las ratas. Por
fin, un resplandor rojo surgió en la oscuridad, y creció ante sus ojos. El rostro
sardónico y siniestro de Nakari asomó en esa fantasmal radiación. Pero luego la luz

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aumentó y, cuando sus ojos fueron acostumbrándose a la misma, vio que procedía de
una antorcha que la reina llevaba en la mano.
A esa luz, pudo ver que se encontraba en una celda pequeña y malsana, con
muros, techos y suelo de piedra. Las pesadas cadenas que le mantenían preso estaban
aseguradas a anillos de metal hundidos en el muro. Sólo había una puerta y al parecer
era de bronce.
Nakari emplazó la antorcha en un nicho cercano a la puerta y avanzó para
inclinarse sobre el cautivo, a observarle de forma más especulativa que burlona.
—Tú eres el que luchó con mis hombres en el risco —la frase era más bien una
afirmación que una pregunta—. Dijeron que caíste al abismo; ¿me mintieron? ¿Les
sobornaste? ¿Si no es así, cómo huiste? ¿Eres un mago y has volado por encima del
borde de la sima, hasta mi palacio? ¡Contesta!
Kane permaneció en silencio. Nakari maldijo.
—¡Habla o haré que te arranquen los ojos! ¡Haré que te corten los dedos y que te
quemen los pies!
Le pateó con furia, pero Kane siguió en silencio, con sus ojos profundos y
sombríos clavados en su rostro, hasta que el salvaje resplandor se desvaneció de los
ojos de la mujer, siendo sustituido por un interés ávido y lleno de asombro.
Se sentó en un banco de piedra, para apoyar los codos en las rodillas y el mentón
en las manos.
—Nunca antes vi a un blanco —dijo—. ¿Son todos los blancos como tú? ¡Bah!
¡Eso no es posible! La mayoría de los hombres, blancos o negros, son unos estúpidos.
Sé de sobra que casi todos los negros son unos estúpidos, y sé también que los
blancos no son dioses, por mucho que digan las tribus del río; no son más que
hombres. Yo, que conozco todos los antiguos misterios, digo que no son sino
hombres.
»Pero los blancos tienen extraños misterios también, según me han dicho los
vagabundos de las tribus del río y Mara. Tienen palos de guerra que rugen con el
trueno y matan a distancia: ¿eso que llevabas en la mano era uno de esos palos?
Kane se permitió una sonrisa hosca.
—¿Cómo puedo contarte yo algo que ya no sepas tú, Nakari, que conoces todos
los misterios?
—¡Cuán profundos, fríos y extraños son tus ojos! —dijo la reina, como si él no
hubiese hablado—. ¡Qué aspecto más extraño! ¡Y tienes el porte de un rey! No tienes
miedo de mí. Nunca me tendrás miedo, pero aprenderás a quererme. Mírame,
valiente; ¿acaso no soy hermosa?
—Eres hermosa —aceptó Kane.
Nakari sonrió, antes de fruncir el ceño.
—La forma en que lo dices no suena a galantería. Me odias, ¿no?
—Tanto como un hombre a una serpiente —replicó Kane de forma contundente.
Los ojos de Nakari relampaguearon con algo parecido a una locura furiosa. Sus

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manos se cerraron hasta clavar las largas uñas en las palmas; pero luego su furia se
desvaneció tan rápido como había aparecido.
—Tienes alma de rey —dijo con calma—. Cualquier otro en tu lugar me temería.
¿Eres un rey en tu país?
—Sólo soy un vagabundo sin tierra.
—Aquí podrías ser un rey —afirmó con lentitud Nakari.
Kane rió con aspereza.
—¿Me estás ofreciendo la vida?
Los ojos de Kane se estrecharon al ver cómo la reina se inclinaba hacia él,
temblando de excitación contenida.
—¿Qué es lo que más deseas en este mundo, blanco?
—Coger a la chica blanca a la que tú llamas Mara y marcharme.
Nakari saltó atrás, con una exclamación de impaciencia.
—No puedes tenerla. Es la prometida del Señor. Ni siquiera yo podría salvarla,
aunque quisiera hacerlo. Escucha, blanco. ¡Escucha las palabras de Nakari, reina de
Negari! ¡Dices ser un hombre sin tierra, pero yo haré de ti un rey! ¡Te daré el mundo
como juguete!
»—¡No, no! ¡Calla hasta que haya concluido! —continuó precipitadamente,
agolpando las palabras en su ansiedad. Los ojos le relampagueaban, su cuerpo
temblaba con intensidad—. He hablado con viajeros, prisioneros y esclavos, con
hombres de países lejanos. Sé que esta tierra de montañas, ríos y junglas no es todo el
mundo. Hay naciones y ciudades más allá, y reyes y reinas que pueden ser aplastados
y quebrados.
»Negari se marchita, su poder se desmorona; pero un hombre fuerte y su reina
pueden levantarlo nuevamente; pueden devolverle la gloria que se esfuma. ¡Escucha,
blanco! ¡Siéntate a mi lado en el trono de Negari! ¡Manda a buscar entre tu gente los
tubos del trueno para armar a mis guerreros! ¡Mi nación aún enseñorea el África
central! Juntos, podemos acaudillar a las tribus conquistadas; ¡volver a los días en
que los dominios de la antigua Negari abarcaban toda la tierra, de mar a mar!
Subyugaremos a todas las tribus del río, el llano y la costa y, en vez de aniquilarlas,
¡las convertiremos en un ejército poderoso! Y entonces, cuando toda África esté bajo
nuestra égida, ¡nos lanzaremos sobre el mundo como un león hambriento para
desgarrar, destrozar y destruir!
La cabeza de Solomon daba vueltas. Quizás se debía a la magnética personalidad
de aquella mujer, al dinámico poder que insuflaba a sus fieras palabras; pero lo cierto
es que en aquel instante, aquel plan temible no le pareció tan salvaje e imposible.
Visiones caóticas y seductoras llenaron la cabeza del puritano: la de una Europa que
se tambaleaba, desgarrada por luchas civiles y religiosas; sí. Europa se hallaba en
aquel momento en un trance desesperado y en verdad que podía ser una víctima fácil
para cualquier raza fuerte de conquistadores. ¿Y qué hombre, en verdad, puede decir
que en su corazón no se agazapa el deseo de poder y conquista?

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Por un instante, el Demonio tentó a Solomon Kane. Pero después, ante el ojo de
su mente, se alzó el rostro melancólico y pensativo de Marylin Taferal, y Solomon
lanzó una maldición.
—¡Atrás, hija de Satanás! ¡Retrocede! ¿Soy acaso una fiera del bosque para guiar
a tus demonios negros contra mi propia gente? ¡Márchate! Si deseas mi amistad,
déjame partir libre y en compañía de la chica.
Nakari se incorporó de un brinco, como una pantera, y sus ojos ardían de furia
desatada. La daga relampagueó en su mano, y se lanzó al pecho de Kane con un
aullido felino de odio. Por un momento, se cernió como una sombra de muerte sobre
él; luego, su arma se retiró y se echó a reír.
—¿Libertad? Ella será libre cuando la Luna de Calaveras asome sobre el altar
negro. Y tú, tú te pudrirás en esta mazmorra. Eres un necio; la reina más grande de
África te ha ofrecido su amor y el imperio del mundo, ¡y tú la has insultado! Amas a
la esclava, ¿verdad? Pues hasta la Luna de Calaveras y te dejaré que pienses en esto:
en que la castigaré como ya la he castigado antes, ¡colgándola por las muñecas,
desnuda, y azotándola hasta hacerle perder el sentido!
Nakari se echó a reír mientras Kane tironeaba con furia de sus grilletes. Fue a la
puerta, la abrió y, tras cierta duda, se volvió para hablar.
—Mal lugar es éste, valiente, y puede que me odies aún más por encadenarte
aquí. Quizás en el hermoso trono de Nakari, disfrutando de lujos y opulencia, podrías
mirarme con mejores ojos. Muy pronto mandaré a buscarte, pero primero te
concederé un rato de reflexión. Recuerda: si amas a Nakari, el trono del mundo será
tuyo; ódiala… y esta celda serán tus dominios.
La puerta de bronce resonó de forma siniestra; pero aún más temible le resultó al
inglés la risa argentina y maligna de Nakari.

El tiempo fue pasando lentamente en la oscuridad. Luego de lo que pareció largo


tiempo, la puerta volvió a abrirse, para dar paso esta vez a un negro enorme que
llevaba comida y una especie de vino de baja graduación. Kane comió y bebió con
voracidad, antes de dormirse. El esfuerzo de los últimos días le había minado física y
mentalmente pero, cuando despertó, se sentía fresco y fuerte.
De nuevo se abrió la puerta y esta vez fueron dos grandes guerreros negros los
que entraron. A la luz de las antorchas que empuñaban, Kane pudo ver que eran
gigantes vestidos con taparrabos y tocados de plumas de avestruz, con largas lanzas
en las manos.
—Nakari reclama tu presencia, blanco —es todo lo que dijeron, soltando sus
grilletes.
Y él se levantó, alegrándose de esa libertad relativa, con su ágil mente buscando a
toda velocidad alguna forma de escapar.
Estaba claro que la fama de sus proezas se había extendido, porque los dos

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guerreros le mostraron el mayor de los respetos. Indicándole que les precediera,
caminaron con precaución detrás de él, con la punta de sus lanzas pegadas a su
espalda. A pesar de ser dos contra uno, y este uno estar desarmado, no querían correr
riesgos. Las miradas que le dirigían estaban llenas de miedo y sospecha, y Kane llegó
a la conclusión de que Nakari había dicho la verdad al comentarle que era el primer
blanco que llegaba a Negari.
Fueron por un pasillo largo y oscuro, con sus captores guiándole a puntazos,
subieron por una escalera estrecha y serpenteante, otro pasillo, otra escalera, y
salieron al gran laberinto de columnas gigantescas, ya conocido por Kane. Mientras
recorrían el inmenso salón, los ojos de Kane repararon de súbito en una pintura
extraña y fantástica que adornaba el muro situado enfrente. El corazón le dio un
vuelco y se desvió de forma imperceptible hacia la pared, hasta que sus guardianes y
él mismo se encontraron caminando casi pegados al mismo. Ahora estaba casi encima
del muro y podía incluso ver la marca que había hecho en ella con su daga.
Los guerreros situados detrás de Kane se quedaron asombrados al escucharle
boquear como un hombre alanceado. Su paso vaciló y comenzó a bracear en el aire,
en busca de asidero. Se miraron el uno al otro, llenos de dudas, y le pincharon, pero él
gritó como un moribundo y se deslizó lentamente hasta el suelo, donde quedó
tumbado en una posición extraña y antinatural, con una pierna doblada debajo y un
brazo medio soportando su cuerpo caído. Los negros le miraron llenos de espanto.
Todo parecía indicar que agonizaba, aunque no tenía heridas en el cuerpo. Le
amenazaron con sus lanzas, pero él ni se inmutó. Entonces bajaron sus armas,
desconcertados, y uno de ellos se inclinó sobre él.
Entonces actuó. En el instante en el que el negro se inclinó sobre él, Kane saltó
como un resorte de acero, bruscamente liberado. Lanzó un gancho con la derecha,
desde la cadera, y alcanzó de lleno la mandíbula del gigante negro. Lo envió
cargando todo el peso de su cuerpo y brazo, con el empuje de sus fornidas piernas, al
enderezarse, y el golpe fue como un disparo de honda. El negro se derrumbó, y ya
estaba inconsciente antes de que sus piernas flaquearan.
El otro guerrero se abalanzó con un bramido, pero aun antes de que su víctima
hubiera caído, Kane ya había saltado a un lado y manoteaba frenéticamente, para
encontrar el resorte del mural y apretarlo. Todo ocurrió en una fracción de segundo.
Por muy rápido que fuera el guerrero, Kane lo era aún más, y se movió con la
relampagueante velocidad de un lobo famélico. El cuerpo inconsciente del primer
negro estorbó por un instante el golpe del otro guerrero y, justo entonces, Kane sintió
cómo se abría la puerta secreta. Con el rabillo del ojo vislumbró un relámpago de
acero que buscaba su corazón. Se retorció al tiempo que se lanzaba contra la puerta,
desvaneciéndose a través de ella mientras el lanzazo le rasgaba la piel del hombro.
Para aquel guerrero aturdido y desconcertado, allí plantado, con el alma dispuesta
ya a otro golpe, fue como si el prisionero simplemente se hubiera desvanecido en el
muro sólido, ya que su escrutinio sólo encontró un mural fantasioso y éste no cedía

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bajo su empuje.

V
DURANTE UN MILLAR DE AÑOS…

Los ciegos dioses braman, deliran y sueñan


con todas las ciudades hundidas bajo el mar.
Chesterton

Kane cerró a sus espaldas la puerta secreta, bloqueó el resorte y, durante unos
momentos se apoyó contra ella, con todos los músculos en tensión, esperando
contener la embestida de una horda de lanceros. Pero nada de eso sucedió. Oyó cómo
el guardia tanteaba en el exterior durante algún tiempo, y luego también ese sonido
cesó. Parecía imposible que aquella gente hubiera vivido durante tanto tiempo en el
palacio sin descubrir las puertas y los pasajes secretos, pero ésa era la única
conclusión posible que se le ocurría a Kane.
Por último, decidió que estaba a salvo de una persecución y, volviéndose, echó a
andar por el corredor largo y estrecho, con su polvo depositado durante eones y su
tenue luz gris. Se sentía desconcertado y furioso, a pesar de hallarse libre de los
grilletes de Nakari. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado en el palacio;
parecía que habían sido eras. En esos momentos podía ser de día, ya que había luz en
los salones exteriores y no había visto antorchas desde que abandonó las mazmorras
subterráneas. Se preguntó si Nakari habría cumplido su amenaza de vengarse en la
chica indefensa y juró apasionadamente. Estaba libre de momento, sí, pero
desarmado y perseguido como una rata en aquel palacio infernal. ¿Cómo iba a ayudar
a Marylin y a sí mismo? Pero su confianza no menguó en ningún momento. La razón
estaba de su parte y alguna forma tenía que presentársele.
De repente, una escalera angosta se bifurcaba a partir del pasadizo principal, y
subió mientras había cada vez más luz, hasta que se encontró al resplandor del sol
africano. La escalera iba a rematar en una especie de pequeño rellano y, justo
enfrente, había un ventanuco pesadamente barrado. A través del mismo, vio el cielo
azul, teñido de oro por la ardiente luz solar. Esa visión fue como ingerir vino e,
inspirando a todo pulmón, se empapó de aire limpio e inmaculado, como tratando de
limpiar su pecho del aura de polvo y pretérita grandeza por la que había estado
deambulando.
Se hallaba ante un paisaje extraño y espectacular. Lejos, a diestro y siniestro, se
alzaban grandes riscos negros y, por debajo de ellos, descollaban castillos y torres de
piedra, de una arquitectura extraña, como si gigantes de otro planeta los hubieran

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arrojado allí en un frenesí de creación salvaje y caótico. Esas construcciones estaban
sólidamente respaldadas contra los riscos y Kane supuso que el palacio de Nakari
debía de estar construido también en el interior del risco que tenían detrás. Frente a
ese palacio, parecía haber una especie de minarete construido en el muro exterior.
Pero no había más que una ventana y la perspectiva era limitada. Muy abajo,
serpenteaban las calles tortuosas y estrechas de esa ciudad fabulosa, repletas de gente
que iba y venía, semejantes a hormigas negras a ojos del que observaba. Hacia el
este, norte y sur, los riscos formaban una barrera natura; tan sólo hacia el oeste habían
levantado una muralla.
El sol se hundía al oeste. Kane abandonó con renuencia la ventana barrada y bajó
por las escaleras. De nuevo recorrió el estrecho pasadizo gris sin objetivo ni
propósito, durante lo que le parecieron infinidad de kilómetros. Bajó más y más por
los pasadizos que había debajo de los corredores. La luz se volvió más tenue y un
cieno húmedo apareció en los muros. Kane se detuvo, atraído por un ligero sonido
tras la pared. ¿Qué ruido era ése? Un débil resonar, el entrechocar de cadenas.
Kane se apoyó contra el muro y, en la semioscuridad, su mano fue a dar con un
resorte herrumbroso. Lo manipuló con precaución, hasta conseguir entreabrir la
puerta secreta. Echó una mirada precavida.
Estaba mirando en el interior de una celda, gemela en todo a aquella en la que
había sido confinado. Había una antorcha de luz mortecina, emplazada en un hueco
del muro, y a esa luz fantástica y chisporroteante, descubrió una figura en el suelo,
encadenada por tobillos y muñecas, tal y como él había estado. Se trataba de un
hombre, y Kane, al primer vistazo, creyó que se trataba de un negro, pero una
segunda ojeada le hizo dudar. El pelo era demasiado liso, las facciones demasiado
regulares. Era negroide, sí; pero algo de sangre distinta en sus venas hacía que sus
rasgos fueran afilados y le daba una frente alta, y unos ojos vibrantes que
contemplaban a Kane con intensidad.
El hombre se dirigió a él en un dialecto desconocido, que sonaba claro y nítido,
en contraste con la jerga gutural de los negros, que era la que Kane conocía. El inglés
le contestó, primero en inglés y después en la lengua de las tribus del río.
—Has llegado a través de la antigua puerta —le respondió el otro, en ese último
dialecto—. ¿Quién eres? No eres un negro… al principio creí que eras uno de la Vieja
Raza, pero ahora veo que no eres como ellos. ¿De dónde vienes tú?
—Soy Solomon Kane —dijo el puritano—; un prisionero en esta ciudad
diabólica. Vengo de lejos, de más allá del mar azul y salado.
Los ojos del hombre se iluminaron al escuchar aquella palabra.
—¡El mar! ¡El antiguo e imperecedero! ¡El mar que nunca he visto, pero que fue
la cuna de la gloria de mis antepasados! Dime, extranjero, si tú, como ellos, has
navegado en el seno del gran monstruo azul y con tus ojos has contemplado los
chapiteles dorados de la Atlántida y los muros carmesí de Mu.
—En verdad —repuso inseguro Kane— que he surcado los mares, para llegar

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incluso hasta el Indostán y Catay; pero nada sé de esos países que has mencionado.
—No, claro —suspiró el otro—; sueño… sueño. Las sombras de la larga noche
rondan ya mi cabeza y mis palabras desvarían. Extranjero, hay momentos en los que
estos muros y suelo fríos parecen fundirse en las profundidades verdes y agitadas, y
mi alma se llena del hondo bramido del mar imperecedero. ¡Yo, que nunca vi el mar!
Kane se estremeció de forma involuntaria. No cabía duda de que aquel hombre
estaba loco. De repente, el otro levantó una mano blanquecina y semejante a una
zarpa, para aferrarle por el brazo a pesar del estorbo de las cadenas.
—¡Tú, de piel tan extrañamente clara! ¿Has visto a Nakari, la diablesa que
gobierna en esta ciudad decadente?
—La he visto —respondió con hosquedad Kane—, y ahora escapo como rata
acosada de sus asesinos.
—¡La odias! —gritó el otro—. ¡Ja, se nota! ¿Buscas a Mara, la chica blanca que
es su esclava?
—En efecto.
—Escucha entonces, blanco —el preso habló con una extraña solemnidad—. Me
muero. El potro de Nakari ha hecho su trabajo. Me muero y conmigo mueren las
sombras de la gloria de lo que fue mi nación. Porque yo soy el último de mi raza. No
hay nadie como yo en todo el mundo. Escucha, pues, la voz de una raza agonizante.
Y Kane se inclinó en la temblorosa semioscuridad de la celda para escuchar la
más extraña historia que jamás un hombre haya oído nunca, arrancada a las brumas
de las lejanas edades primordiales por los labios del delirio. Las palabras brotaron
claras y audibles del moribundo, y Kane ardió y se heló alternativamente mientras,
ante sus ojos, se desplegaban, una tras otra, inmensas perspectivas de tiempo y
espacio.
—Hace muchos eones… hace eras y eras… el imperio de mi raza se alzaba
orgulloso sobre las olas. Hace tanto tiempo de eso que ningún hombre recuerda a un
antepasado que recordase tal hecho. En una gran tierra, situada al oeste, se levantaban
nuestras ciudades. Nuestros chapiteles dorados hendían el firmamento; nuestras
galeras de proas purpúreas se abrían paso por entre las olas del mundo entero,
expoliando al poniente sus tesoros y al levante sus riquezas. Nuestras legiones batían
el norte y el sur, el oeste y el este, y nadie podía resistírselas. Nuestras ciudades
cubrían el mundo; establecimos colonias en todas las tierras para subyugar a todos los
salvajes, rojos, blancos o negros, y los esclavizamos. Ellos eran los que se esforzaban
a nuestro servicio, en las minas y a los remos de las galeras. El pueblo de la Atlántida
imperaba sobre la tierra entera. Éramos un pueblo marinero y ahondamos en las
profundidades de todos los océanos. Conocíamos todos los misterios, y los secretos
de la tierra, el mar y el aire. Leíamos en las estrellas y éramos sabios. Hijos del mar,
nos encumbramos sobre todos los demás pueblos.
»Adorábamos a Valka y Hotah, Honen y Golgor. Multitud de vírgenes, multitud
de mozos robustos, morían en sus altares y el humo de los santuarios ocultaba el sol.

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Pero luego el mar se alzó y estremeció. ¡Bramó desde sus abismos y los tronos del
mundo se derrumbaron ante él! Nuevas tierras surgieron de las profundidades, y
Atlántida y Mu fueron engullidas por las simas. El verde mar rugió entre los templos
y los castillos, y las algas crecieron en los chapiteles y torres de topacio. El imperio
de la Atlántida se desvaneció y desapareció de la memoria, sumiéndose en el abismo
eterno del tiempo y el olvido. Asimismo, las ciudades colonia situadas en tierras
bárbaras, privadas de su reino madre, perecieron. Los bárbaros salvajes se levantaron,
incendiando y destruyendo, hasta que, en el mundo entero, sólo la ciudad colonia de
Negari quedó como símbolo del imperio perdido.
»Aquí, mis antepasados gobernaron como reyes y los de Nakari, ¡la gata!,
doblaban la cerviz como esclavos suyos. Los años pasaron y se convirtieron en siglos.
El imperio de Negari menguaba. Tribu tras tribu se levantaban, rompiendo sus
cadenas, haciendo retroceder las fronteras desde el mar, hasta que por fin los hijos de
Atlántida lo perdieron todo y se retiraron a la ciudad misma; el último baluarte de la
raza. Conquistadores hacía bien poco, sitiados ahora por tribus feroces, consiguieron
mantener a raya a esas tribus durante un millar de años. Negari era inconquistable
desde el exterior; sus muros aguantaron, pero dentro de ella trabajaban maléficas
influencias.
»Los hijos de la Atlántida se habían llevado consigo a sus esclavos negros al
interior de la ciudad. Los gobernantes eran guerreros, sabios, sacerdotes, artistas; no
realizaban trabajos serviles. Para ello dependían de los esclavos. Había más esclavos
que amos. Y aquéllos aumentaban, al tiempo que los hijos de la Atlántida iban
disminuyendo en número.
»Se mestizaron más y más, mientras la raza iba degenerando, hasta que al fin sólo
el sacerdocio se vio libre de la corrupción de la sangre negra. En el trono de Negari se
sentaron gobernantes que eran negros casi puros, y eso permitió que más y más
indígenas salvajes entraran en la ciudad como criados, mercenarios y amigos.
»Y al fin llegó el día en que esos fieros esclavos se rebelaron y dieron muerte a
cuantos llevaban algún vestigio de sangre morena en las venas, a excepción de los
sacerdotes y sus familias. Los hicieron prisioneros en calidad de “pueblo fetiche”. Y
durante mil años, los negros han reinado en Negari, guiados por sacerdotes morenos
cautivos que, aun siendo prisioneros, aún han sido los amos de reyes.
Kane escuchaba embelesado. En su mente imaginativa, la historia llameaba y
revivía con extraño fulgor, arrancada a simas de espacio y tiempo cósmicos.
—Cuando todos los hijos de la Atlántida, a excepción de los sacerdotes, hubieron
muerto, un gran rey negro se apoderó del profanado trono de la antigua Negari. Era
un tigre y sus guerreros semejantes a leopardos. Se llamaron a sí mismos Negari,
arrebatando incluso los nombres a sus antiguos amos, y nadie pudo contenerlos.
Arrasaron la tierra de mar a mar, y el humo de la destrucción ocultó las estrellas. El
gran río corría enrojecido y los nuevos señores de Negari pisoteaban los cuerpos de
sus enemigos tribales. Luego, el gran rey murió y su imperio se deshizo, tal y como el

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reino moreno de Negari se había derrumbado. Estaban dotados para la guerra. Los
muertos hijos de la Atlántida, sus antiguos amos, les habían entrenado bien en el arte
de la guerra, y eran invencibles cuando combatían con los salvajes tribeños. Pero sólo
habían asimilado los métodos guerreros y el imperio se veía desgarrado por conflictos
civiles. El asesinato y la intriga rondaban con manos enrojecidas por los palacios y
las calles, y los límites del imperio no hacían sino retroceder. Entretanto, reyes negros
de mentes rojas y enloquecidas se sentaban en el trono y, entre bambalinas, invisibles
pero muy temidos, los sacerdotes morenos guiaban a la nación, manteniéndola unida
y evitando la destrucción total.
»Éramos prisioneros en la ciudad porque no había lugar en el mundo al que
pudiéramos ir. Nos movíamos como fantasmas mediante los pasadizos secretos, en
los muros y bajo tierra, espiábamos las intrigas y realizábamos magia secreta.
Sostuvimos la causa de la familia real, los descendientes de aquel rey tigre de antaño,
contra los intrigantes jefes, y estos muros silenciosos podrían contar historias
siniestras. Porque estos negros no son como los demás. Una locura innata acecha en
la mente de cada uno de ellos. Han saboreado, durante tanto tiempo y hasta hartarse,
tanta matanza y victoria que son como leopardos humanos, siempre sedientos de
sangre. Han saciado todos sus apetitos y deseos sobre miríadas de infelices esclavos,
hasta volverse bestias locas y terribles, en busca siempre de nuevas sensaciones y
tratando en todo momento de apagar su espantosa sed de sangre.
»Durante mil años han acechado como leones desde estos riscos, acometiendo y
destrozando a la gente de la jungla y el río, esclavizándolos y destruyéndolos. Son
todavía invencibles a un ataque desde el exterior, pero sus dominios se han reducido a
los mismos muros de esta ciudad, y sus grandes conquistas e invasiones de antaño se
han quedado en incursiones en busca de esclavos.
»Pero, mientras ellos decaían, también lo hacían sus amos secretos, los sacerdotes
morenos. Fueron muriendo uno tras otro, hasta que sólo quedé yo. En el último siglo,
también ellos se mezclaron con sus gobernantes y esclavos y ahora, ¡ay, qué
vergüenza!, también yo, el último hijo de la Atlántida, llevo en mis venas el baldón
de la sangre negra. Ellos murieron y yo seguí adelante, haciendo magia y guiando a
los reyes negros; yo, el último hombre moreno de Negari. Luego, la diablesa, Nakari,
subió al poder.
Kane se inclinó hacia delante, preso de un súbito interés. Nueva vida se agitó en
el relato cuando éste llegó al momento actual.
—¡Nakari! —escupió el nombre con un siseo de serpiente—. ¡Esclava e hija de
esclava! Y aun así venció cuando llegó su hora, y toda la familia real murió.
»Y yo, el último hijo de la Atlántida, fui preso y encadenado por ella. No temía a
los silentes sacerdotes morenos, puesto que era hija de un acólito, uno de los
sacerdotes menores; negros que hacían los trabajos serviles para sus amos morenos,
realizando sacrificios menores, adivinado en los hígados de aves y serpientes, y
manteniendo siempre encendidos los fuegos sagrados. Mucho era lo que conocía de

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nosotros y nuestros métodos, y una diabólica ambición la consumía.
»Siendo niña, bailó en la Marcha de la Luna Nueva, y ya de moza fue una de las
Doncellas de las Estrellas. Conocía mucho sobre los misterios menores, y aprendió
aún más espiando los ritos secretos de los sacerdotes, cuando éstos ejecutaban
ceremonias ocultas, que eran viejas cuando la tierra era joven. Porque los
supervivientes de la Atlántida guardaban en secreto los viejos cultos de Valka y
Hotath, Honen y Golgor, durante mucho tiempo olvidados, que no estaban hechos
para esos negros cuyos antepasados habían muerto en sus altares. Tan sólo ella, en
toda la salvaje Negari, no nos temía. Nakari no sólo destronó al rey y usurpó el trono,
sino que también dominó a los sacerdotes; a los acólitos negros y a los pocos amos
morenos que aún quedaban. Todos ellos, excepto yo, cayeron bajo los cuchillos de
sus asesinos o víctimas de las torturas. Sólo ella, de entre los innumerables negros
que han vivido y muerto entre estos muros, intuyó la existencia de pasadizos secretos
y corredores subterráneos; secretos que los sacerdotes habíamos escondido
celosamente al populacho durante mil años.
—¡Ja, ja! ¡Negros ciegos y estúpidos! ¡Pasar una eternidad en esta ciudad sin
llegar a conocer nunca sus secretos! ¡Monos negros, imbéciles! ¡Ni siquiera los
sacerdotes menores negros conocían los largos corredores grises, iluminados por
techos fosforescentes, a través de los que, en épocas pretéritas, se han deslizado en
silencio extrañas formas! Porque nuestros antepasados construyeron Negari de la
misma forma que lo hicieron con la Atlántida; a escala gigantesca y mediante artes
desconocidas. No edificaron sólo para los hombres, sino también para los dioses que
se movían invisibles entre nosotros. ¡Cuán profundos misterios guardan esos muros
antiguos!
»La tortura no consiguió arrancar esos secretos de nuestros labios pero,
encadenados en sus mazmorras, no pudimos utilizar más los corredores ocultos.
Durante años, el polvo se ha apoderado de ellos, intacto por los pies humanos,
mientras nosotros, y al final sólo yo, yacíamos encadenados en estas estúpidas celdas.
Y, entre los templos y los santuarios misteriosos y oscuros, se mueven los viles
acólitos negros, encumbrados por Nakari a glorias que fueron mías; ya que yo soy el
último de los sumos sacerdotes atlantes. ¡Negro será su destino y roja será su ruina!
¡Valka y Golgor, dioses perdidos y olvidados, cuyo recuerdo morirá conmigo,
derribarán estos muros y los humillarán en el polvo! Quebrarán los altares de sus
dioses ciegos y paganos…
Kane comprendió que el hombre desvariaba. Aquella mente clara comenzaba por
fin a ceder.
—Dime —dijo—, has mencionado a la chica blanca, Mara. ¿Qué sabes de ella?

—Una partida de incursión la trajo a Negari, hace años —le respondió el otro—,
pocos años después de que subiera al poder la reina negra, de quien es esclava. No sé

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casi nada de ella porque, al poco de su llegada, Nakari se volvió contra mí; y los años
posteriores han sido oscuros y sombríos, marcados por la tortura y la agonía. Aquí he
yacido, imposibilitado por mis cadenas para huir a través de esa puerta por la que has
entrado, y por cuyo conocimiento Nakari me ha sometido a dolores atroces y me ha
colgado al fuego lento.
Kane se estremeció.
—¿Sabes si ha maltratado a la chica blanca? Sus ojos estaban llenos de miedo y
se la ve muy flaca.
—Ha bailado con las Doncellas de las Estrellas, por orden de Nakari, y ha
contemplado los ritos sangrientos y terribles del Templo Negro. Ha vivido durante
años con un pueblo para el que la sangre es más barata que el agua, que se solaza con
la matanza y la tortura enloquecida, y ha visto cosas que abrasarían los ojos y
secarían las carnes de hombres fuertes. Ha visto a las víctimas de Nakura morir entre
tormentos horribles, y esas imágenes arderán por siempre en las mentes de quienes tal
cosa contemplan. Los negros se apropiaron de los ritos atlantes para honrar a sus
bastos dioses y, aunque la esencia de tales ritos se ha perdido en los años
transcurridos, aun en la forma en que los realizan los monos negros de Nakari, no son
algo que un hombre pueda presenciar desencadenado.
Kane pensaba: «Fue un buen día para el mundo, ese en el que esa Atlántida se
sumergió, ya que engendró ciertamente una raza de perversidad desconocida y
extraña». En voz alta dijo.
—¿Quién es ese señor del que hablaba Nakari? ¿Y por qué llamaba a Mara novia
suya?
—Nakura, Nakura. El cráneo de la maldad, el símbolo de la Muerte que ellos
veneran. ¿Qué pueden saber esos salvajes de los dioses de la Atlántida insular? ¿Qué
saben de los dioses temibles e invisibles que sus amos adoraban con ritos majestuosos
y llenos de misterio? Nada saben de la esencia incorpórea, de la deidad invisible que
reina sobre el aire y los elementos; ellos necesitan adorar a un objeto material,
revestido de forma humana. Nakura fue el último de los grandes magos de la Negari
atlante. Un moreno renegado que conspiró contra su propia gente y apoyó la revuelta
de los salvajes. Le siguieron en vida y le deificaron después de su muerte. Su cráneo
descarnado descansa en lo alto de la Torre de la Muerte y sobre tal calavera se apoyan
los cerebros de toda la gente de Negari. No; nosotros, los de la Atlántida, adorábamos
a la muerte, pero igualmente adorábamos la Vida. Estas gentes adoran a la Muerte y
se llaman a sí mismos Hijos de la Muerte. Y el cráneo de Nakura ha sido para ellos,
durante un millar de años, el símbolo de su poder, la evidencia de su grandeza.
—¿Crees que —Kane interrumpió de forma impaciente sus divagaciones—
sacrificarán a la chica a su dios?
—En la Luna de Calaveras, morirá en el Altar Negro.
—¿Qué es, en nombre de Dios, esa Luna de Calaveras? —gritó apasionadamente
Kane.

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—La luna llena. A cada luna llena, que llamamos Luna de Calaveras, una virgen
muere en el Altar Negro, ante la Torre de la Muerte, ahí mismo donde, hace siglos,
morían las vírgenes en honor a Golgor, el dios de la Atlántida. Ahora, desde la
fachada de la torre que una vez albergó la gloria de Golgor, acecha el cráneo del
mago renegado, y el pueblo cree que su cerebro aún vive dentro del mismo, para
custodiar la buena estrella de la ciudad. Porque has de saber, extranjero, que cuando
la luna llena reluce sobre el borde de la torre y el cántico de los sacerdotes enmudece,
entonces, desde el cráneo de Nakura retumba una gran voz, entonando un antiguo
canto atlante, y los negros caen de hinojos delante de él.
»Pero has de saber también que hay un camino secreto, una escalera que lleva a
un nicho oculto tras el cráneo, y es allí donde un sacerdote se esconde y canta. En
otros tiempos, era uno de los hijos de la Atlántida el que hada tal cosa y todo derecho
humano y divino dice que tal habría de ser mi cometido en el día de hoy. Porque, aun
cuando nosotros, los hijos de la Atlántida adorábamos a nuestros antiguos dioses en
secreto, los negros nunca supieron nada de ellos y nosotros, para conservar nuestro
poder, fingimos devoción a sus estúpidos dioses, y cantábamos y sacrificábamos en
honor de aquel cuya memoria maldecíamos.
»Pero Nakari descubrió el secreto, sólo conocido por los sacerdotes atlantes, y es
ahora uno de sus acólitos negros el que sube por la escalera secreta y entona el
extraño y terrible cántico, que es una jerigonza incomprensible tanto para él como
para quienes le escuchan. Yo, y sólo yo, conozco su significado sombrío y temible.
El cerebro le daba vueltas a Kane, de tanto buscar algún plan de acción. Por
primera vez en todo el tiempo que llevaba buscando, se sentía ante un muro
infranqueable. El palacio era un laberinto, un dédalo en el que no podía determinar
las direcciones. Los pasillos parecían correr sin orden ni concierto. ¿Cómo iba a
encontrar a Marylin, prisionera sin duda en una de esa multitud de estancias o celda?
¿Habría acaso perdido ya la vida, o sucumbido al ansia brutal de tortura que poseía a
Nakari?
Apenas podía escuchar los desatinos y murmullos del moribundo.
—Extranjero, ¿eres un ser vivo o no eres más que uno de los fantasmas que me
han acosado últimamente, y que merodean por la oscuridad de mi celda? No, eres de
carne y hueso… pero eres un blanco salvaje, lo mismo que las gentes de Nakari son
negros salvajes. Eones atrás, cuando tus antepasados defendían sus cavernas contra
tigres y mamuts, con toscas lanzas de pedernal, ¡los chapiteles dorados de mi gente
desafiaban al firmamento! Se han ido y han sido olvidados, y el mundo entero es un
hervidero de bárbaros, blancos y negros. Déjame pues, también, pasar como un sueño
que es olvidado entre la bruma de las eras…
Kane se apretó las sienes con las manos.
—La luna estaba casi llena la última vez que la vi. Pero no sé cuánto hace de eso.
No sé cuánto llevo en este maldito palacio, ni cuánto tiempo estuve en esa mazmorra
a la que me arrojó Nakari. El momento de la luna llena puede haber pasado y, ¡Dios

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bendito!, Marylin puede estar ya muerta.
Kane agarró por los hombros al moribundo, con fuerza inconsciente.
—Si odias a Nakari o amas a la humanidad, en el nombre de Dios, dime cómo
salvar a la chica.
—¿Amar a la humanidad? —el sacerdote lanzó una risotada demente—. ¿Qué
tiene que ver un hijo de la Atlántida, y sacerdote del olvidado Golgor, con el amor?
¿Qué son los mortales sino alimento para las fauces de los dioses? Muchachas más
tiernas que tu Mara han muerto gritando bajo estas manos, y mi corazón era de hierro
ante sus gritos. Pero odio —aquellos ojos extraños se encendieron con luz espantosa
—. ¡Por odio te diré cuanto desees saber!
»Tienes que ir a la Torre de la Muerte mientras se levanta la luna. Mata al
sacerdote negro que se esconde tras el cráneo de Nakura y, cuando el cántico de los
fieles vaya menguando y el verdugo enmascarado, junto al Altar Negro, alce el
cuchillo del sacrificio, habla en voz fuerte para que el pueblo pueda entenderte,
ordenándoles liberar a la víctima ¡y ofrecer en su lugar a Nakari, reina de Negari!
»En cuanto a todo lo demás, después habrás de confiar en tu propia habilidad y
coraje, si sales bien librado de ese trance.
Kane le sacudió.
—¡Rápido! ¡Dime cómo puedo llegar a esa torre!
—Sal por la puerta por la que entraste —el hombre se moría con rapidez, y sus
palabras eran un susurro—. Gira a la izquierda y recorre un centenar de pasos. Sube
las escaleras hasta el final. Sigue recto, otro centenar de pasos, por el corredor en el
que ésta acaba, y, cuando llegues a lo que parece un muro sólido, busca hasta
encontrar el tirador de un resorte. Aprieta y se te abrirá la puerta. Te encontrarás
entonces fuera del palacio, en los riscos contra los que fue construido, en el único de
los corredores secretos conocidos por la gente de Negari. Gira a la derecha y ve recto
por ese pasadizo, a lo largo de quinientos pasos. Llegarás a una escalera que conduce
al nicho que hay detrás del cráneo. La Torre de la Muerte está construida dentro del
risco y se proyecta sobre él. Hay dos escaleras…
De repente, dejó de hablar. Kane se inclinó hacia delante y le sacudió; pero aquel
hombre, súbitamente, se levantó con un gran esfuerzo. Sus ojos relampagueaban con
una luz terrible y ultraterrena, al tiempo que extendía sus brazos aherrojados.
—¡El mar! —lanzó un gran grito—. ¡Los chapiteles dorados de la Atlántida y el
sol sobre las aguas azul profundo! ¡Ya voy!
Y, mientras Kane trataba de tenderle de nuevo, se desplomó de espaldas, muerto.

VI
LA DESTRUCCIÓN DEL CRÁNEO

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Por el pensamiento que es como un despojo tambaleante,
por una vida que no es más que lodo agitado,
por un corazón roto en el seno del Mundo,
y el final de los deseos mundanos.
Chesterton

Kane se enjugó el sudor frío de su frente pálida, al tiempo que caminaba ya con
paso rápido por el pasadizo en sombras. En el exterior de ese horrible palacio debía
de ser ya de noche. En esos momentos la luna llena, la espantosa Luna de Calaveras,
tenía que estar alzándose sobre el horizonte. Recorrió un centenar de pasos y llegó
hasta las escaleras que el moribundo sacerdote había mencionado. Subió por ella y, en
el pasillo superior, contó otro centenar de pasos, hasta encontrarse ante lo que parecía
una pared sin puertas. Pareció transcurrir una eternidad hasta que sus dedos frenéticos
toparon con una pieza de metal saliente. Hubo un crujido de bisagras oxidadas al
abrirse la puerta secreta, y Kane se encontró ante un pasadizo aún más oscuro que
aquel en el que estaba.
Entró, cerrando la puerta a sus espaldas, y giró a la derecha, recorriendo a tientas
su camino, a lo largo de quinientos pasos. Allí el corredor estaba mejor iluminado,
gracias a la luz que llegaba del exterior, y Kane llegó a ver una escalera. Subió unos
pasos y se detuvo desconcertado. La escalera se dividía en dos a partir de una especie
de rellano, una yendo a la derecha y la otra a la izquierda. Kane maldijo. Sabía que no
podía permitirse un error; el tiempo era demasiado precioso; ¿pero cómo saber cuál le
llevaría al nicho donde se ocultaba el sacerdote?
El atlante estaba a punto de hablarle sobre esas escaleras cuando sucumbió al
delirio previo a la muerte, y Kane deseó fervientemente que hubiera vivido un poco
más.
Fuera como fuese, no tenía tiempo que perder y debía decidirse entre la derecha o
la izquierda. Eligió la de la derecha y se lanzó velozmente hacia arriba. No tenía
tiempo para andarse con precauciones. Instintivamente, sabía que el momento del
sacrificio estaba próximo. Llegó a otro pasadizo y, por el cambio en la sillería, supo
que había salido de los riscos y que estaba en algún edificio, probablemente en la
Torre de la Muerte. Esperaba llegar en cualquier momento a otra escalera y, de
repente, su suposición se vio confirmada; pero, en vez de arriba, llevaba abajo. En
algún lugar, al frente, Kane escuchó un murmullo difuso y rítmico, y una mano
helada le oprimió el corazón. ¡Aquél era el cántico de los fieles ante el Altar Negro!
Se adelantó con temeridad, inspeccionando el corredor y, al encontrar una puerta,
espió a través de una pequeña abertura. El corazón le palpitaba. Había elegido la
escalera equivocada y había llegado a otro edificio, contiguo a la Torre de la Muerte.

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Se encontró observando una escena sombría y terrible. En una amplia explanada,
ante una gran torre negra cuyo chapitel rebasaba los riscos que tenía a la zaga, había
dos largas filas de bailarines negros que se agitaban y contorsionaban. Levantaban las
voces, entonando un cántico extraño e incomprensible, sin moverse de sus sitios. De
rodillas para arriba, se bamboleaban con movimientos rítmicos y fantásticos, y las
antorchas que portaban en las manos se sacudían y giraban, bañando toda la escena
con una luz roja, evanescente y misteriosa. Tras ellos se agolpaba una gran multitud,
que guardaba silencio. La luz de las antorchas de los danzantes resplandecía sobre un
mar de ojos brillantes y rostros negros. Enfrente de los bailarines se levantaba la
Torre de la Muerte, tremendamente alta, negra y espantosa. Ni una puerta o ventana
se abrían en su fachada pero, desde una especie de ornada cornisa situada en lo alto
del muro, acechaba un terrible símbolo de muerte y decadencia. ¡El cráneo de
Nakura! Un resplandor débil y misterioso le aureolaba, procedente de algún lugar del
interior de la torre. Kane lo reconoció y se preguntó mediante qué extrañas artes
habrían preservado, los sacerdotes, al cráneo de la decadencia y la disolución, durante
tanto tiempo.
Pero ni el cráneo ni la torre eran lo que captaban y retenían la horrorizada mirada
de Kane. Entre las líneas convergentes de fieles agitados y vocingleros, se levantaba
un gran altar negro. Y una figura blanca y delgada reposaba sobre el mismo.
—¡Marylin! —la palabra salió de los labios de Kane con un gran sollozo.
Durante un instante se quedó helado, inerme, cegado. No tenía tiempo de volver
sobre sus pasos y encontrar el nicho en el que se escondía el sacerdote del cráneo. Ya
se percibía un leve resplandor tras el chapitel de la torre, perfilándolo de forma oscura
contra el cielo. Había salido la luna. El cántico de los bailarines culminó en un frenesí
de sonidos y, desde los silenciosos observadores situados tras ellos, se alzó un
retumbar de tambores, bajo y siniestro. En su ofuscación, Kane creía estar
observando una roja tragedia en uno de los infiernos inferiores. ¿Qué culto espantoso
de pasados eones podía estar simbolizado en ese rito perverso y degenerado? Kane
sabía que aquellos negros remedaban, a su modo, los rituales de sus antiguos amos, e
incluso en medio de la desesperación tuvo tiempo de estremecerse al pensar en cómo
podía haber sido el rito original.
Una silueta temible se cernió sobre el altar en el que yacía la muchacha
silenciosa. Una figura alta y totalmente desnuda, a excepción de una máscara
espantosa y pintada, y un gran tocado de plumas ondulantes. El zumbido del cántico
menguó un instante, para luego remontar hasta cotas estremecedoras. ¿Era la
vibración de ese canto lo que hacía temblar el suelo bajo los pies de Kane?
Kane, con dedos trémulos, comenzó a desatrancar la puerta. Nada podía hacer,
salvo luchar con las manos desnudas y morir junto a la chica a la que no podría
salvar. Luego, su mirada se vio bloqueada por una silueta gigantesca que estaba, de
espaldas, ante la puerta. Un negro inmenso, un jefe a juzgar por sus arreos y
apariencia, que se recostaba contra el muro observando la ceremonia. El corazón le

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dio a Kane un vuelco. ¡Demasiado bueno para ser verdad! ¡Ese jefe llevaba al cinto la
misma pistola que había traído! Sabía que sus armas habían sido repartidas entre sus
captores. La pistola nada significaba para el jefe, pero debía de haberse apoderado de
ella debido a su extraña factura, y la portaba por la costumbre que tienen los salvajes
de cargarse con adornos inútiles, o quizá pensaba que era alguna especie de maza de
guerra. Fuera como fuese, ahí estaba. Y de nuevo el suelo y paredes parecían temblar.
Kane abrió con sigilo la puerta, hacia dentro, y se agazapó en las sombras tras su
víctima, como un gran tigre al acecho. Su cerebro trabajaba a toda velocidad,
buscando un plan de acción. En el cinto, al lado de la pistola, había una daga. El
negro estaba totalmente de espaldas a él y tenía que apuñalarle a la izquierda para
alcanzar el corazón y acabar rápidamente con él. Todo esto pasó como un relámpago
por el cerebro de Solomon, mientras se agazapaba.
El negro no se percató de la presencia de su enemigo hasta que la mano derecha
de Kane pasó por encima de su hombro y le tapó la boca, al tiempo que tiraba de él
hacia atrás. Y, en el mismo instante, la zurda del puritano cogió la daga del cinto y,
con un golpe desesperado, le hundió la hoja afilada. El negro se desplomó sin un
lamento y, en un instante, la pistola de Kane había pasado a manos de su propietario.
Una revisión rápida le mostró que aún estaba cargada y con el pedernal en su sitio.
Nadie había presenciado aquel rápido asesinato. Los pocos que permanecían
cerca de la puerta estaban vueltos hacia el Altar Negro, absortos en el drama que allí
se desarrollaba. Mientras Kane pasaba sobre el cadáver. El cántico de los bailarines se
detuvo de golpe. En el instante de silencio que siguió, Kane escuchó, por encima del
latido de su propio pulso, cómo el viento nocturno agitaba las plumas mortíferas de
horror enmascarado que se cernía sobre el altar. El borde de la luna asomó
resplandeciente sobre el chapitel.
Luego, desde lo alto de la pared de la Torre Negra, una voz profunda entonó un
cántico extraño. Tal vez el sacerdote que cantaba escondido detrás del cráneo
desconociera el significado de sus palabras, pero Kane creía que al menos imitaba la
verdadera entonación de aquellos acólitos morenos, muertos hacía mucho tiempo. La
voz sonaba profunda, mística, resonante, como el vaivén eterno de las grandes mareas
en amplias playas blancas.
El enmascarado situado junto al altar se alzó cuan alto era y esgrimió una hoja
larga y centelleante. Kane reconoció su propia espada, al tiempo que alzaba su pistola
y disparaba, ¡pero no contra el enmascarado, sino al cráneo que brillaba en la pared
de la torre! Porque, en un cegador relámpago de intuición, había recordado las
palabras del atlante que agonizaba: «¡Sus cerebros descansan sobre la calavera de
Nakura!»
Simultáneamente al estruendo de la pistola, se oyó un crujido de destrucción; el
cráneo reseco saltó en pedazos y desapareció y, debajo, el cántico se quebró en un
alarido de muerte. La espada se deslizó de manos del sacerdote enmascarado; muchos
de los bailarines cayeron por tierra y los demás se inmovilizaron como presas de un

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embrujo. En el mortal silencio que reinó por un instante, Kane se lanzó hacia el altar;
y entonces se desató el infierno.
Una babel de gritos bestiales se elevó hacia las temblorosas estrellas. Durante
siglos, sólo la fe en el muerto Nakura había mantenido agrupadas a las mentes
sanguinarias de los Negari. Ahora su símbolo había desaparecido, volatilizado ante
sus propios ojos. Fue como si los cielos se hubieran abierto, caído la luna y llegado el
fin del mundo. Todas las rojas visiones que rondaban en la oscuridad de sus
corrompidos cerebros cobraron vida espantosa, y la demencia latente que era su
herencia se levantó para reclamar sus derechos; Kane vio cómo una nación entera se
convertía en una horda de maníacos.
Gritando y bramando, se volvieron los unos contra los otros, hombres y mujeres,
desgarrando con uñas enloquecidas, acuchillándose con lanzas y dagas; golpeándose
con antorchas ardientes, todo ello cubierto por el rugido de bestias humanas
enloquecidas. Se abrió paso a golpes de pistola, entre el agitado y batiente océano de
carne, hasta llegar al pie de las escaleras que llevaban al altar. Las uñas le arañaron,
los cuchillos le laceraron, las antorchas chamuscaron sus vestiduras, pero él no prestó
atención alguna.
Cuando iba a llegar al altar, una figura terrible se abrió paso por entre la multitud
y le acometió. Nakari, reina de Negari, tan enloquecida como cualquiera de sus
súbditos, se arrojó con una daga desnuda y un horripilante fulgor en los ojos.
—¡Esta vez no escaparás, blanco! —gritaba.
Pero, antes de que pudiera alcanzarle, un negro gigantesco, sangrante y cegado
por un tajo en los ojos, se interpuso tambaleante en su camino y le puso las manos
encima. Ella gritó como una gata herida y le apuñaló; entonces, las manos se cerraron
a tientas sobre ella. El negro ciego la volteó y un grito postrero hendió el estrépito de
la batalla, cuando Nakari, última reina de Negari, se estrelló contra las piedras del
altar para caer muerta y destrozada a los pies de Kane.

Kane saltó sobre los negros escalones, desgastados por los pies de millares de
sacerdotes y víctimas, y la figura de la máscara, hasta entonces como petrificada,
volvió de súbito a la vida. Se movió velozmente, recogió la espada que había dejado
caer y contestó con una estocada salvaje a la arremetida del inglés. Pero pocos
hombres podían igualar la dinámica rapidez de Solomon Kane. Con un quiebro de su
cuerpo acerado, sobrepasó la estocada y, mientras el acero resbalaba de forma inocua
entre brazo y pecho, descargó el pesado cañón de la pistola entre las ondulantes
plumas, hundiendo tocado, máscara y cráneo de un solo golpe.
Antes de atender a la desvanecida muchacha, que yacía atada sobre el altar, echó
a un lado su pistola rota y recuperó su espada robada de la mano inerte que aún la
empuñaba, con una impresión de confianza renovada al sentir el tacto familiar de la
empuñadura.

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Marylin yacía pálida y silenciosa, con su rostro mortecino vuelto a ciegas hacia la
luz de la luna, que alumbraba serena aquella escena enloquecida. Al principio, Kane
pensó que estaba muerta, pero sus dedos pudieron detectar un pulso débil. Cortó las
ataduras y la alzó con ternura, sólo para depositarla de nuevo, ya que una figura
enloquecida y temible brincaba y subía farfullando las escaleras. La criatura se lanzó
directamente contra la hoja tendida de Kane y luego volvió al rojo frenesí de abajo,
arañándose bestialmente la herida mortal.
Entonces, el altar se sacudió bajo los pies de Solomon, y un súbito temblor le
lanzó de rodillas, mientras ante sus ojos espantados la Torre de la Muerte se agitaba
de un lado a otro. Se había desatado algún Horror de la Naturaleza, y aquello llegó
incluso a los enloquecidos cerebros de los demonios que luchaban y gritaban abajo.
El griterío cambió de cualidad, y fue entonces cuando la Torre de la Muerte se
desplomó con majestad terrible y pasmosa; rompiéndose contra los riscos rocosos y
deshaciéndose con un trueno que era como el tronar de mundos en colisión. Grandes
trozos de piedra y fragmentos de sillería llovieron, sembrando la muerte y la
destrucción entre los centenares de humanos que vociferaban abajo. Una de aquellas
piedras pulverizó el altar al lado de Kane, cubriéndole de polvo.
—¡Un terremoto! —boqueó y, espoleado por ese nuevo terror, cogió a la
desvanecida muchacha y se lanzó temerariamente por los escalones que se
tambaleaban, abriéndose paso a tajos y estocadas por entre los remolinos carmesí de
bestial humanidad que aún se desgarraban y despedazaban.
El resto fue una roja pesadilla que la mente ofuscada de Kane se negó a recordar
en todo su horror. Fue como si durante siglos carmesí y rugientes hubiera ido dando
tumbos a lo largo de serpenteantes callejuelas, en las que demonios negros luchaban
y morían bramando y chillando, entre muros titánicos y columnas negras que se
balanceaban contra los cielos y se derrumbaban a su alrededor, en tanto que la tierra
se levantaba y temblaba bajo sus pies vacilantes, y el trueno de las torres que
entrechocaban lo llenaba todo.
Balbuceantes demonios con forma humana le aferraron y arañaron, para luego
desvanecerse ante su aguzada espada, y la caída de piedras le magulló y golpeó.
Avanzó tambaleándose y agazapado, cubriendo todo lo que podía a la muchacha con
su propio cuerpo, protegiéndola tanto de piedras ciegas como de humanos cegados.
Por último, cuando parecía que la resistencia humana había llegado a su límite, vio la
gran muralla exterior negra alzándose a sus espaldas, con los parapetos rasgados por
la furia de la tierra, tambaleándose y a punto de desplomarse. Se escabulló por una de
las grietas y, sacando fuerzas de flaqueza, se lanzó a una última carrera. Apenas había
salido fuera de alcance cuando la muralla cedió, derrumbándose hacia dentro como
una gran ola negra.
El viento nocturno le acarició el rostro y a sus espaldas se alzó el clamor de la
ciudad condenada, mientras Kane subía tambaleándose por el camino de la colina,
sintiendo cómo ésta temblaba bajo sus pies.

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VII
LA FE DE SOLOMON

El último de los gigantes perdidos, incluso para el propio Dios,


se ha levantado en contra del mundo.
Chesterton

El alba acariciaba como una fresca mano blanca la frente de Solomon Kane. Las
pesadillas se esfumaron de su alma cuando inspiró profundamente la brisa matutina
que soplaba desde la jungla a sus pies, mucho más abajo; un viento cargado con el
almizcle de la vegetación podrida. Pero, para él, era como el soplo de la misma vida,
ya que era el aroma de la desintegración limpia y natural de los seres al aire libre, y
no la detestable aura de decadente antigüedad que acecha tras los muros de las
ciudades tan antiguas como el mundo… Kane se estremeció sin querer.
Se inclinó sobre la chica que estaba tumbada a sus pies, acomodada de la mejor
manera posible sobre las pocas hojas blandas que había logrado encontrar para
hacerle un lecho. Ella abrió los ojos y miró como enloquecida a su alrededor durante
un instante; luego, su mirada se encontró con Solomon, que lucía una de sus escasas
sonrisas, y lanzó un breve sollozo de agradecimiento y se abrazó a él.
—¡Oh, capitán Kane! ¿De verdad hemos escapado de esa espantosa ciudad?
Ahora todo parece un sueño… después de que caísteis por la trampilla de mi alcoba,
Nakari fue a vuestra mazmorra, según me dijo, y volvió de mal humor. Dijo que erais
un estúpido, porque os había ofrecido gobernar el mundo, y a cambio la habíais
insultado. Gritó, rabió y maldijo como una posesa, y juró que ella haría, sin ayuda, un
gran imperio de Negari. Luego se volvió contra mí y me insultó, diciendo que vos me
teníais a mí, a una esclava, en mayor estima que a una reina y toda su gloria. Y, a
pesar de mis súplicas, me cruzó sobre sus rodillas y me azotó hasta que perdí el
sentido.
Después de eso, estuve medio inconsciente durante mucho tiempo y sólo
débilmente supe que los hombres habían ido a contarle a Nakari que habíais
escapado. Dijeron que erais un mago, porque os habíais desvanecido a través de un
muro sólido, como un fantasma. Pero Nakari mató a los hombres que os habían
sacado de la celda y durante horas fue como una fiera salvaje.
»No sabría decir cuánto tiempo estuve en ese estado. Uno perdía el sentido del
tiempo en aquellas terribles estancias y corredores, a los que nunca llegaba la luz del
sol. Pero, desde el momento en que Nakari os capturó hasta que fui colocada en el
altar, debieron de pasar al menos un día y una noche. Sólo pocas horas antes del

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sacrificio llegó la noticia de que habíais escapado.
»Nakari y sus Doncellas de las Estrellas vinieron para prepararme para el rito —el
simple recuerdo de aquella ordalía le hizo cubrirse el rostro con las manos—.
Debieron de dragarme… no recuerdo sino que me cubrieron con la túnica blanca del
sacrificio y que me llevaron a una estancia negra, llena de estatuas horribles. Allí
estuve durante un espacio de tiempo, como en trance, mientras las mujeres llevaban a
cabo diversos ritos, extraños y vergonzosos, de acuerdo con su espantosa religión.
Luego me desmayé y, cuando recuperé el conocimiento, estaba tumbada, atada, en el
Altar Negro; las antorchas se agitaban y los devotos cantaban… detrás de la Torre de
la Muerte, la luna comenzaba a alumbrar… todo eso lo supe de forma difusa, como si
estuviera en un sueño profundo. Y, como en sueños, vi el reluciente cráneo en lo alto
de la torre, y al sacerdote desnudo y delgado que blandía una espada sobre mi
corazón. Luego ya no supe más. ¿Qué es lo que pasó?
—Más o menos entonces —respondió Kane— fue cuando yo salí de un edificio
al que había llegado por error, y destrocé su cráneo infernal de un tiro. Entonces toda
esa gente, marcada por los demonios desde su nacimiento, se lanzaron a matarse los
unos a los otros como si les hubieran poseído los diablos. En mitad de ese tumulto,
comenzó a retemblar un terremoto y derrumbó los muros. Os recogí y, echando a
correr al azar, conseguí pasar por una grieta de la muralla exterior; así puede escapar,
llevándoos desvanecida.
»Luego despertasteis, tras pasar el Puente-que-cruza-el-cielo, como le llamaba la
gente de Negari, que el terremoto deshacía bajo nuestros pies. Conseguí llegar a estos
ricos, pero no me atreví a bajar por ellos en la oscuridad, con la luna a punto de
ponerse; luego vos despertasteis y os abrazasteis a mí, os calmé lo mejor que supe y,
al rato, caísteis en un sueño natural.
—¿Y ahora qué? —preguntó la chica.
—¡Ahora, a Inglaterra! —los ojos hundidos de Kane se iluminaron al pronunciar
esa palabra—. Encontraré la manera de volver a mi tierra natal antes de un mes;
aunque creo que estoy señalado por el afán de la vida errante, ése es un nombre que
siempre despierta emoción en mi pecho. ¿Y qué hay de vos, chiquilla?
—¡Oh, cielos! —gritó, entrelazando sus manitas—. ¡El hogar! Algo que había
soñado… aunque me temo que no había esperado conseguirlo. ¡Oh, capitán Kane!,
¿cómo cruzaremos tantas leguas de jungla que hay entre este lugar y la costa?
—Marylin —dijo Kane con gentileza, alborotándole los cabellos rizados—; a fe
mía que os falta la confianza, tanto en la Providencia como en mí mismo. Yo no soy
más que una débil criatura, sin fuerza ni poder por sí misma; pero en otros tiempos
Dios hizo de mí una gran copa de cólera y una espada de redención. Y confío en que
así volverá a ser.
»Miraos, pequeña Marylin. En estas últimas horas habéis visto el final de una raza
diabólica y la caída de un imperio enloquecido. Los hombres han muerto por millares
a vuestro alrededor y la tierra se ha levantado bajo vuestros pies para abatir torres que

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llegaban a los cielos. No hay duda de que la muerte ha caído a nuestro alrededor
como una lluvia roja, pero nosotros hemos salido ilesos.
»¡Aquí hay algo más que la mano del hombre! ¡Y no hablo de un poder, sino del
Poder máximo! El mismo que me ha guiado a lo largo del mundo, directo hasta la
ciudad demoníaca; que me condujo hasta vuestra alcoba; el que me ayudó a escapar
de nuevo y me llevó hasta el único hombre en toda la ciudad que podía darme la
información que necesitaba: el extraño y maléfico sacerdote de una raza antigua, que
agonizaba en una celda subterránea; el que me llevó hasta la muralla exterior,
mientras corría ciegamente al azar; porque de haber llegado bajo los riscos que
originalmente formaban el resto de la muralla, no hay duda de que hubiera perecido.
El mismo poder que nos salvó de la ciudad agonizante y nos condujo a salvo a través
del puente que se estremecía; el puente que se hundió atronadoramente en el abismo
¡justo cuando mis pies se plantaron en tierra firme!
»¿Acaso pensáis que el Poder, después de haberme guiado hasta tan lejos y de
haber realizado tantos prodigios, nos dejará caer ahora? ¡No! La maldad florece y
gobierna en las ciudades de los hombres, y en los lugares corruptos del mundo; pero,
de incógnito, el gran gigante que es Dios apoya y sonríe a los rectos, y ellos
descansan en su fe.
»Yo os digo: bajaremos salvos este risco, y salvos cruzaremos la jungla malsana,
y es seguro que, en el viejo Devon, los vuestros os recibirán, tan seguro como que
aquí estáis ahora.
Y, por primera vez, el rostro de Marylin se iluminó con los repentinos anhelos de
una chica normal, haciendo que Kane suspirase aliviado. Ya se habían desvanecido
los fantasmas de aquellos ojos acosados, y Kane pudo entrever el día en que aquellas
experiencias horribles no serían más que un sueño casi olvidado. Lanzó una ojeada a
la espalda, hacia donde, más allá de las hoscas colinas, la ciudad perdida de Negari
yacía abatida y silenciosa entre las ruinas de sus muros y los riscos caídos que,
durante tanto tiempo, la hicieran invencible y que al final habían sido la causa de su
perdición.
Un dolor momentáneo le atravesó al pensar en los millares de cuerpos que yacían
aplastados e inmóviles entre aquellas ruinas. Después, la lacerante memoria de sus
iniquidades volvió y sus ojos se endurecieron.
—Así sea, el que escape al grito del terror caerá en la fosa y el que escape a la
fosa preso será de la red, pues las compuertas de los cielos se abrirán y los
fundamentos de la tierra temblarán.
»Puesto que has convertido la ciudad en un montón de escombros, la fortaleza en
una ruina, la ciudadela de los enemigos ya no es ciudad y ya no será reconstruida.
»Además, la masa de aquellos que te son enemigos será como polvo fino, y como
paja aventada por la muchedumbre.
»Deteneos y pasmaos; gritad una y otra ved; ebrios están, pero no de vino; se
tambalean, pero no por obra del licor.

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—En verdad, Marylin —dijo Kane con un suspiro—, que con mis propios ojos he
visto cómo se cumplían las profecías de Isaías. ¡Ebrios estaban, mas no de vino! No;
la sangre era su bebida y en ese rojo fluido se sumergían de forma profunda y terrible.
Luego, cogiendo a la chica de la mano, se dirigió al borde del risco. Por allí había
ascendido durante la noche… parecía que hubiera sido hacía mucho tiempo.
Las ropas de Kane le colgaban en jirones. Estaba lacerado, arañado y magullado.
Pero en sus ojos relumbraba la tranquila luz de la serenidad, mientras el sol ascendía,
bañando los riscos y la jungla con una luz dorada que era como una promesa de
alegría y felicidad.

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LAS COLINAS DE LOS MUERTOS
I
VUDÚ

Las ramas con las que N’Longa alimentaba el fuego se rompían y crepitaban. Las
llamas saltarinas iluminaban los semblantes de los dos hombres. N’Longa, brujo vudú
de la Costa de los Esclavos, era muy viejo. Su cuerpo arrugado y marchito era
encorvado y frágil, y su rostro estaba surcado por cientos de arrugas. El resplandor
rojo del fuego resplandecía en los huesecillos humanos que formaban su collar.
El otro era un hombre blanco y su nombre era Solomon Kane. Era alto y de
anchas espaldas, e iba ataviado con los ropajes negros y ajustados de los puritanos.
Llevaba un sombrero sin adornos calado hasta las espesas cejas, de forma que dejaba
en sombras el rostro cetrino. Sus fríos ojos azules contemplaban el fuego.
—Tú volver, hermano —canturreó el brujo en la jerga que pasaba por ser la
lengua franca de los negros y los blancos en la Costa Oeste—. Muchas lunas arder y
morir desde que hicimos aquel pacto de sangre. ¡Marchas hacia el sol poniente, pero
es sólo para regresar!
—Sí —la voz de Kane era profunda y casi sepulcral—. La tuya es una tierra
terrible, N’Longa, un país rojo, surcado por la negra oscuridad del horror y las
sombras sangrientas de la muerte. Y, sin embargo, he vuelto…
N’Longa avivó el fuego, sin decir nada, y luego de una pausa Kane prosiguió.
—Ahí, en las extensiones desconocidas —su largo dedo apuntó a la jungla negra
y silenciosa, que aguardaba más allá de la luz del fuego—, se encuentra el misterio, la
aventura y el terror indescriptible. Algo se me metió en la sangre, algo me ronda el
alma como el suspiro de un pecado indecible. ¡La jungla! Oscura y acechante, me
atrae cruzando leguas de mar azul y salado, y al llegar al alba me internaré en ella.
Puede que encuentre curiosas aventuras, puede que encuentre mi final en ella. Pero es
mejor la muerte que ese deseo incesante y continuo, ese fuego que me quema en las
venas con anhelos amargos.
—La jungla llamar —murmuró N’Longa—. Durante la noche, enrollarse como
una serpiente en torno a mi choza y susurrarme cosas extrañas. ¡Ai ya! La jungla
llamar. Ser hermanos de sangre, tú y yo. Yo, N’Longa, gran adepto de una magia
indescriptible. Tú ir a la jungla, como ir todos aquellos hombres que escuchan su
llamada. Quizá vivir, quizá morir. ¿Creer tú en mi magia?
—No la entiendo —dijo hoscamente Kane—. Pero te he visto sacar el espíritu de
tu propio cuerpo para animar un cadáver sin vida.
—¡Sí! ¡Yo, N’Longa, sacerdote del Dios Negro! Ahora observar, yo hacer magia.
Kane contempló al negro que se inclinaba sobre el fuego, haciendo algunos gestos
con las manos y murmurando encantamientos. Y, mientras observaba, Kane sintió
que le entraba sueño. Una niebla se agitaba delante de sus ojos, y a través de la ella

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veía brumosamente la forma de N’Longa, recortada en negro contra las llamas.
Luego, todo se desvaneció.
Kane se despertó con un sobresalto, la mano buscando la pistola en el cinto.
N’Longa le sonreía más allá de las llamas y olía ya a primera hora del alba. El
hechicero sostenía en la mano un largo bastón de madera negra. Ese báculo estaba
tallado en un extraño estilo y uno de sus extremos estaba aguzado para formar una
punta afilada.
—Esto ser un bastón vudú —dijo N’Longa, poniéndolo en manos de N’Longa—.
Allá donde fracasar tus pistolas y tu gran cuchillo, esto salvarte. Cuando necesitarme,
poner esto en el pecho, colocar tus manos encima y dormir. Acudiré a ti en sueños.
Kane sopesó el objeto, de lo más receloso ante la brujería. No era pesado, pero
parecía duro como el hierro. Llegó a la conclusión de que, al menos, sería una buena
arma. La aurora comenzaba a asomar sobre la jungla y el río.

II
OJOS ROJOS

Solomon Kane se quitó el mosquete del hombro y dejó reposar la culata en el


suelo. El silencio le rodeaba como una niebla, y su rostro arañado y ropas rasgadas
mostraban los efectos de un largo viaje por el matorral. Echó una mirada a su
alrededor.
A cierta distancia a sus espaldas, se alzaba la jungla verde y densa, que iba dando
paso a arbustos bajos, árboles raquíticos y hierbas altas. A cierta distancia delante de
él se alzaba la primera de una cadena de colinas peladas y sombrías, salpicadas de
rocas, rielando por efecto del implacable calor del sol. Entre las colinas y la jungla se
hallaba una gran extensión de herbazales espesos e irregulares, salpicados aquí y allá
por agrupaciones de árboles espinosos.
Un silencio total pendía sobre aquellas tierras. El único signo de vida eran unos
pocos buitres que aleteaban pesadamente sobre las lejanas colinas. En los últimos
días, Kane había notado cómo iba creciendo el número de aquellos pájaros
inquietantes. El sol declinaba al oeste, pero su calor no menguaba aún un ápice.
Prosiguió lentamente su camino, arrastrando el mosquete. No tenía destino alguno en
mente. Aquél era un país desconocido y cualquier dirección era tan buena como otra.
Hacía muchas semanas que se había internado en la jungla con una decisión que era
fruto del valor y la ignorancia. Habiendo sobrevivido, merced a algún milagro, las
primeras semanas, se había endurecido y fortalecido, y era capaz de hacer frente a
cualquiera de los temibles pobladores de las colinas a las que se dirigía.
Mientras avanzaba, encontraba de vez en cuando huellas de león, pero no parecía
haber animales en aquellas pasturas. Los buitres se agazapaban, como imágenes
negras y acechantes, sobre algunos de los árboles enanos, y de repente vio que cundía

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alguna actividad entre ellos, algo más allá. Algunas de aquellas oscuras aves trazaban
círculos sobre una zona de hierba alta, picando para remontarse después. Kane
supuso que algún predador estaba defendiendo su presa contra ellos, y se preguntó
por qué no oía los gruñidos y rugidos que suelen acompañar a tales escenas. Sintió
cómo se le despertaba la curiosidad y encaminó sus pasos en esa dirección.
Al cabo de cierto tiempo de abrirse paso a través de la hierba, que le llegaba a los
hombros, presenció, como si atisbase a través de un pasillo cuyos muros fueran las
hierbas ondulantes, una detestable visión. Se trataba del cadáver de un negro
bocabajo y, mientras el inglés observaba, una gran serpiente oscura se apartó y
escabulló entre las hierbas, moviéndose tan rápido que Kane fue incapaz de precisar
su naturaleza. Pero aquel ser daba una extraña sensación de humanidad.
Kane se detuvo junto al cadáver, percatándose de que, mientras que los miembros
estaban tan torcidos como si se hubieran roto, las carnes no habían sido desgarradas
por ningún león o leopardo. Alzó la vista a los alborotados buitres y se quedó
sorprendido al ver cómo algunos de ellos volaban a ras de suelo, siguiendo la
agitación de hierbas que señalaba la huida del ser que, con toda certeza, había dado
muerte al negro. Kane se preguntó cuál sería el ser al que estaban dando caza a través
de las hierbas aquellos pájaros carroñeros, que sólo comen cadáveres. Pero África
rebosa de misterios inexplicados.
Kane se encogió de hombros y alzó de nuevo el mosquete. No le habían faltado
aventuras desde que se separara de N’Longa, hacía varias lunas, pero aún seguía
hacia delante, empujado por ese afán enloquecido, adentrándose más y más en su
viaje sin sendas. Kane no habría sido capaz de analizar ese reclamo; lo hubiera
considerado cosa de Satanás, que atrae a los hombres para destruirlos. Pero no se
trataba más que del espíritu incansable y turbulento del aventurero, del vagabundo; la
misma necesidad que mueve las caravanas de gitanos por todo el mundo, que lanzó a
los buques vikingos a través de mares desconocidos y que provoca el vuelo de los
gansos salvajes.
Kane suspiró. No parecía haber comida ni agua en aquella tierra baldía, pero
estaba cansado de la muerte que acechaba en el húmedo y denso veneno de la jungla
impenetrable. Incluso el yermo de unas colinas desnudas era preferible a aquello, al
menos por algún tiempo. Las contempló, inmóviles y meditabundas al sol, y siguió
avanzando.
Llevaba el bastón mágico de N’Longa en la mano izquierda y, aunque aún sentía
remordimientos de conciencia por guardar una cosa de apariencia tan diabólica, no
había tenido nunca el valor suficiente de deshacerse de él.
Mientras se dirigía a las colinas, se produjo una súbita agitación entre las hierbas
gigantescas situadas delante de él; hierbas que, en algunos puntos, eran más altas que
un hombre. Se escuchó un grito agudo y estridente, al que se solapó un rugido
estremecedor. La hierba se abrió para dar paso a una figura esbelta que corría en su
dirección como una brizna de paja en alas del viento; una chica de piel marrón,

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vestida sólo con algo parecido a un faldellín. Detrás de ella, a algunos metros y
ganando terreno con rapidez, corría un gran león.
La chica cayó a los pies de Kane con un gemido y un sollozo, y se agarró a sus
tobillos. El inglés dejó caer el bastón vudú, se echó el mosquete al rostro y apuntó
con frialdad a la feroz jeta del felino, que a cada momento se acercaba más. ¡Bum! La
chica gritó una vez y cayó de bruces. El gran gato dio un gran salto, retorciéndose, y
luego se derrumbó inmóvil.
Kane recargó su arma apresuradamente, antes de echar una mirada a la mujer que
yacía a sus pies. La chica estaba tan inmóvil como el león que acababa de matar, pero
un rápido examen le mostró que lo único que sucedía era que se había desmayado.
Le mojó el rostro con agua de la cantimplora y enseguida ella abrió los ojos y se
sentó. El miedo le inundó el rostro al mirar a su salvador e intentó levantarse.
Kane tendió una mano, impidiéndoselo, y ella se amilanó, temblando. A Kane se
le ocurrió que el bramido de su mosquete era suficiente para atemorizar a cualquier
nativo que no hubiera visto nunca antes a un blanco.
La chica era de un tipo mucho más fino que los negros de la Costa Oeste,
bestiales y de labios gruesos, a los que Kane estaba acostumbrado. Era esbelta y bien
formada, de un color que era más bien marrón oscuro que ébano; su nariz era recta y
de puente fino, y los labios no eran demasiado gruesos. Debía de llevar en las venas
una buena proporción de sangre bereber.
Kane se dirigió a ella en un dialecto del río, un lenguaje sencillo que había
aprendido durante sus vagabundeos. Las tribus del interior comerciaban, con esclavos
y marfil, con las tribus del río y estaban familiarizados con esa jerga.
—Mi aldea está allí —respondió a la pregunta de Kane, señalando hacia la jungla
sureña con un brazo esbelto y torneado—. Me llamo Zunna. Mi madre me azotó por
romper un puchero y me escapé porque estaba enfadada. Tengo miedo; ¡deja que
vuelva con mi madre!
—Puedes irte —repuso Kane—, pero yo te acompañaré. ¿Qué pasa si aparece
otro león? Fue una tontería escaparse.
Ella gimoteó.
—¿Eres un dios?
—No, Zunna. No soy más que un hombre, por mucho que mi color no sea el
mismo que el tuyo. Llévame a tu pueblo.
Ella se puso en pie titubeante, observándole aprensivamente por entre las salvajes
guedejas de pelo. Le recordó a Kane un animalillo aterrorizado. Ella abrió la marcha
y Kane la siguió. Le indicó que su pueblo estaba al sudeste, y que el camino les
llevaba cerca de las colinas. El sol comenzaba a caer y el rugir de los leones
retumbaba sobre los herbazales. Kane miró al cielo occidental; en aquel terreno llano
no había lugar en el que resguardarse para pasar la noche. Miró hacia las colinas y
constató que se hallaban a unos quinientos metros de la más cercana. Vio lo que
parecía una cueva.

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—Zunna —dijo vacilante—, no podremos llegar a tu pueblo antes del anochecer
y si nos quedamos aquí nos matarán los leones. Ahí hay una caverna donde podremos
pasar la noche…
La chica se encogió temblorosa.
—¡En las colinas no, señor! —gimoteó—. ¡Prefiero los leones!
—¡Tonterías! —su tono era impaciente, porque ya estaba más que harto de las
supersticiones indígenas—. Pasaremos la noche en esa cueva.
Ella no dijo más y se limitó a seguirle. Remontaron una corta ladera, hasta llegar
a la boca de la cueva, que era una oquedad pequeña, con paredes de roca y suelo de
arena.
—Reúne un poco de hierba, Zunna —le ordenó Kane, dejando el mosquete
apoyado en la pared, a la boca de la cueva—, pero no te alejes y estate atenta a los
leones. Voy a encender aquí un fuego que nos mantendrá a salvo de las bestias
durante la noche. Sé buena chica, tráete un poco de hierba y cuantas ramas puedas
encontrar, y luego tomaremos un bocado. Tengo carne seca en mi morral y algo de
agua.
Ella le lanzó una mirada larga y extraña, antes de darse la vuelta e irse sin
pronunciar palabra. Kane arrancó cuanta hierba encontró a mano, notando cuán
quemada y quebradiza estaba por acción del sol y, luego de amontonarla, golpeó
eslabón y pedernal. Las llamas saltaron y consumieron el montón en cuestión de
instantes. Se estaba preguntando cómo podría reunir suficiente vegetación como para
mantener encendido un fuego toda la noche, cuando se dio cuenta de que tenía
visitantes.
Kane estaba acostumbrado a las visiones grotescas, pero, al echar el primer
vistazo, sufrió un sobresalto y fue como si una ligera frialdad le recorriera la
columna. Habían llegado dos negros, en completo silencio. Eran altos y enjutos, y
estaban completamente desnudos. Su piel era de un negro polvoriento, con un tono
gris y ceniciento como el que da la muerte. Los rostros eran diferentes de todos los de
los negros que hubiera visto. Las cejas eran altas y estrechas, las narices gruesas y
semejantes a hocicos; los ojos eran inhumanamente grandes y rojos. Al verlos allí
parados, Kane tuvo la sensación de que sólo aquellos ojos ardientes tenían vida.
Les habló, pero no obtuvo respuesta. Les invitó a comer con un ademán, y ellos
se acuclillaron en silencio, cerca de la boca de la caverna y tan lejos de las
moribundas ascuas como les fue posible.
Kane volvió su atención al morral y comenzó a sacar las tiras de carne seca que
portaba. En una ocasión miró a sus silenciosos invitados, y le pareció que estaban
observando a las resplandecientes cenizas del fuego, y no a él.
El sol estaba a punto de hundirse enrojecido en el horizonte occidental. Un
resplandor rojo y terrible inundaba los pastizales, de forma que parecían un ondulante
mar de sangre. Kane se arrodilló junto al morral y, al echar una ojeada, vio que Zunna
volvía por la falda de la montaña, con una brazada de hierba y ramas secas.

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Mientras la miraba, vio cómo se le desorbitaban los ojos; las ramas cayeron de
sus brazos y lanzó un grito que acuchilló el silencio, un grito preñado de un terrible
aviso. Kane giró sobre la rodilla. Dos grandes formas negras se cernieron sobre él
mientras se alzaba con la agilidad de un leopardo al brincar. Tenía el bastón fetiche en
la mano y atravesó con él el cuerpo del más cercano de sus enemigos, con tanta
fuerza que hizo salir la punta afilada por entre los hombros del negro.
Entonces los brazos largos y flacos del otro se cerraron sobre él, y el negro y el
blanco rodaron juntos.
Las uñas del negro, semejantes a garras, le rasgaron el rostro al tiempo que sus
espantosos ojos rojos se fijaban en los suyos, llenos de una terrible amenaza, mientras
Kane se retorcía y, defendiéndose de las garras con un brazo, sacaba una pistola. Puso
la boca del arma contra el costado del negro y apretó el gatillo. Se escuchó el tiro,
amortiguado, y el cuerpo del otro se estremeció al recibir la bala, pero aquellos labios
gruesos tan sólo se entreabrieron para mostrar una sonrisa horrible.
Un brazo se deslizó bajo los hombros de Kane y el otro le atrapó por el pelo. El
inglés sintió cómo le llevaban la cabeza atrás, con fuerza irresistible. Cogió la
muñeca del otro con ambas manos, pero la carne que encontraron sus dedos
frenéticos era tan dura como la madera. La cabeza le daba vueltas a Kane; su cuello
parecía estar a punto de romperse a la menor presión. Logró lanzarse hacia atrás con
un esfuerzo titánico, y romper el abrazo de la muerte. El negro estaba encima de él y
las garras le laceraban de nuevo. Kane echó mano de la pistola descargada, la
enarboló y sintió, al descargar con todas sus fuerzas el largo cañón del arma, cómo el
cráneo del negro se hundía como un huevo. Y de nuevo aquellos labios torcidos se
hendieron en una mueca de burla espantosa.
Entonces algo parecido al pánico atenazó a Kane. ¿Qué clase de hombre era
aquél, que aún amenazaba su vida con dedos como garras, después de haber recibido
un tiro y haber sido golpeado de forma mortal? ¡Sin duda que no era un hombre, sino
uno de los hijos de Satanás! Al ser alcanzado por tal pensamiento, Kane se abalanzó
y empujó de forma explosiva, y los combatientes, trabados, fueron rodando por el
suelo hasta caer en las ardientes cenizas situadas a la boca de la caverna. Kane apenas
sintió el calor, pero la boca de su enemigo se abrió en un boqueo, esta vez al parecer
en agonía. Los espantosos dedos relajaron su apretón y Kane se libró con un salto.
El negro del cráneo hundido se estaba incorporando sobre una mano y una rodilla
cuando Kane le atacó, volviendo a la carga como un lobo enjuto lo hace contra un
bisonte herido. Saltó desde un lado para caer de lleno sobre la espalda del gigante
negro, al tiempo que sus brazos de acero buscaban y encontraban, para cerrar una
presa mortífera; y, mientras los dos se iban al suelo, rompió el cuello al negro, de
forma que aquel espantoso rostro muerto quedó mirando por encima del hombro. El
negro se quedó inmóvil; pero aun así Kane tuvo la impresión de que no estaba aún
muerto, ya que los ojos rojos seguían ardiendo con aquella luz horripilante.
El inglés se giró y vio a la chica acurrucada contra la pared de la cueva. Buscó su

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bastón; estaba caído sobre un montón de cenizas, entre lo que eran unos pocos huesos
carcomidos. Observó con la cabeza dándole vueltas. Luego, con una zancada, llegó al
bastón vudú, lo alzó y se dirigió al negro caído. Su rostro se llenó de líneas
implacables al blandido; luego lo hundió en el negro pecho. Y, delante de sus propios
ojos, el gigantesco cuerpo se deshizo, disolviéndose en polvo mientras él lo
observaba todo, horrorizado, tal y como se había desmoronado el primero al recibir el
golpe del bastón.

III
SUEÑO MÁGICO

—¡Por amor de Dios! —susurró Kane—. ¡Estos hombres eran muertos!


¡Vampiros! Aquí veo yo la mano de Satanás.
Zunna se arrastró hasta sus rodillas y se agarró a ellas.
—Ésos eran muertos andantes, señor —gimoteó—. Debiera haberte avisado.
—¿Por qué no me atacaron por la espalda nada más llegar? —preguntó.
—Tenían miedo del fuego. Estaban esperando a que las brasas se apagasen del
todo.
—¿De dónde proceden?
—De las colinas. Hay cientos de su especie, hormigueando por entre las peñas y
las cavernas de esas colinas, y se alimentan de vida humana, de los hombres que
matan, devorando su alma cuando deja el cuerpo estremecido. ¡Sí, son devoradores
de almas!
»Señor; en la mayor de esas colinas hay una silenciosa ciudad de piedra y, en un
tiempo antiguo, en los días de mis antepasados, esa gente vivía allí. Eran humanos,
aunque no eran como nosotros, ya que habían gobernado esta tierra durante eras y
más eras. Los antepasados de mi gente libraron una guerra con ellos y mataron a
muchos; y sus magos convirtieron a todos los muertos en seres como ésos. Al final,
todos murieron.
»Y, durante eras, han estado haciendo presa en las tribus de la jungla, saliendo a
rondar de las colinas a medianoche y al ocaso, para acechar en las sendas de la selva
y matar y matar. Los hombres y las bestias huyen de ellos, y sólo el fuego puede
destruirles.
—Aquí hay algo que les destruye —dijo hoscamente Kane, alzando el bastón
vudú—. La magia negra puede combatir a la magia negra, y no sé qué clase de
hechizo puso N’Longa en esto, pero…
—Eres un dios —manifestó sin dudar Zunna—. No hay hombre que pueda vencer
a dos de los muertos vivientes. Señor, ¿no podrías librar a mi tribu de esta maldición?
No tenemos lugar al que huir y los monstruos nos matan a placer, capturando a los
viajeros fuera de las cercas del pueblo. ¡La muerte reina en esta tierra y morimos sin

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remisión!
El espíritu del cruzado se conmovió muy hondo en el interior de Kane; el fuego
del zelote; el fanático que consagra su vida a combatir a los poderes de la oscuridad.
—Comamos —dijo—, y luego encenderemos un gran fuego a la boca de la cueva.
El fuego que mantiene a raya a las bestias hará lo propio con los diablos.
Más tarde, Kane se sentó dentro de la cueva, con el mentón entre los dedos
prietos, los ojos mirando sin ver al fuego. Más atrás, en las sombras, Zunna le
observaba, temerosa.
—Dios Todopoderoso —murmuraba Kane—, ¡dame tu ayuda! Que mi mano sea
la que libre a esta tierra oscura de su antigua maldición. ¿Cómo voy a combatir a esos
diablos muertos, a los que no se puede herir con ninguna arma mortal? El fuego los
destruye, el cuello roto les deja tendidos, el bastón vudú, al atravesarles, les convierte
en polvo; ¿pero qué utilidad tiene todo eso? ¿Cómo podría vencer a los cientos que
depredan por estas colinas, y que viven a costa de la esencia vital de los hombres?
¿Acaso no ha ocurrido, como Zunna ha dicho, que ya en el pasado los guerreros les
han atacado, sólo para encontrarse con que han huido a su ciudad de altos muros, de
la que ningún hombre ha vuelto jamás?
La noche fue pasando. Zunna dormía, la mejilla recostada en su brazo torneado y
femenino. El bramido de los leones conmovía las colinas y Kane todavía continuaba
sentado y observando meditabundo el fuego. Fuera, la noche hervía de susurros y
agitación, y de cautelosos pasos amortiguados. A veces Kane, sacado de sus
meditaciones, creía distinguir el llamear de grandes ojos rojos, más allá de la
resplandeciente luz del fuego.
El alba gris asomaba sobre los pastizales cuando Kane hizo despertar a Zunna.
—Dios tenga compasión de mi alma por entregarme a magia de bárbaros —dijo
—, pero quizás haya que combatir el satanismo con el satanismo. Alimenta el fuego y
despiértame si se presenta algún contratiempo.
Kane se tumbó de espaldas, en el suelo arenoso, y se puso el bastón vudú en el
pecho, con las manos encima del mismo. Se quedó dormido en el acto. Y, al
dormirse, vinieron los sueños. Su espíritu adormecido creyó atravesar una niebla
espesa y en mitad de esa niebla se encontró con N’Longa, que era tan sólido como si
fuese real. N’Longa le habló, y sus palabras le llegaron fuertes y nítidas, grabándose
en su consciencia con suficiente fuerza como para salvar esa brecha que media entre
el sueño y la vigilia.
—Envía a la chica a su aldea, apenas salga el sol, cuando los leones hayan
regresado a sus cubiles —le dijo N’Longa—, y dile que te lleve a su amante a la
caverna. Entonces, haz que él se tumbe como si fuese a dormir, sujetando la vara
vudú.
El sueño se desvaneció y Kane se despertó de golpe, asombrado. ¡Cuán extraña y
vivida había sido esa visión, y cuán extraño había sido escuchar a N’Longa hablar en
inglés, en vez de en la jerga! Kane se encogió de hombros. Sabía que N’Longa se

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jactaba de tener el poder de enviar su espíritu a través del espacio, y él mismo había
visto cómo aquel hechicero vudú había animado el cuerpo de un muerto. Sin
embargo…
—Zunna —dijo, dejando de lado aquel problema—. Te voy a acompañar al borde
de la jungla. Tú tienes que ir hasta tu aldea y volver a esta cueva con tu amante.
—¿Con Kran? —preguntó, llena de ingenuidad.
—Como quiera que se llame. Come algo, que nos vamos.
De nuevo el sol declinaba hacia el oeste. Kane estaba sentado en la cueva,
aguardando. Había llevado sana y salva a la chica al punto en el que la jungla daba
paso a los pastizales, y aunque la conciencia le remordía al pensar los peligros que
tendría que afrontar, la había enviado a solas y él había regresado a la cueva. Ahora
estaba sentado, preguntándose si no sería condenado al fuego eterno por enredarse
con la magia de un brujo negro, fuese hermano de sangre o no.
Se escucharon unas pisadas leves y, según Kane levantaba el mosquete, entró
Zunna, acompañada de un joven alto y espléndidamente proporcionado, cuya piel
marrón mostraba que era de la misma raza que la chica. Sus ojos dulces y soñadores
estaban clavados en Kane con una especie de espantada adoración. Estaba claro que
la chica no había andado parca a la hora de cantar las glorias del dios blanco.
Pidió al joven que se tumbase, al tiempo que dirigía y ponía el bastón vudú en sus
manos. Zunna se acuclilló a un lado, con los ojos muy abiertos. Kane retrocedió un
paso, medio avergonzado de tanta pantomima y preguntándose si, al fin y al cabo,
sacaría algo de todo eso. Entonces, para su horror, ¡el joven lanzó un boqueo y se
quedó rígido!
Zunna lanzó un grito, al tiempo que se incorporaba de un salto.
—¡Has matado a Kran! —chilló, mientras corría hacia el inglés, que se había
quedado petrificado.
Pero luego se detuvo de golpe, vaciló, se pasó con languidez una mano por la
frente y se deslizó blandamente al suelo para echar los brazos en torno al cuerpo
inerte de su amante.
Y ese último cuerpo se movió de repente, desperezándose con manos y pies antes
de sentarse y liberarse del abrazo de la chica, que seguía inconsciente.
Kran miró a Kane y sonrió con una mueca sabia y astuta que, de algún modo,
parecía fuera de lugar en aquel rostro. Kane se llevó un sobresalto. Aquellos ojos
mansos habían cambiado de expresión y ahora eran duros, resplandecientes y
taimados… ¡los ojos de N’Longa!
—¡Ay ya! —dijo Kran, con una voz grotescamente familiar—. ¿No saludar a
N’Longa, hermano de sangre?
Kane guardaba silencio. Tenía la piel de gallina a pesar suyo. Kran se levantó y
estiró los brazos de forma extraña, como si sus miembros le resultasen nuevos. Se
aporreó satisfecho el pecho.
—¡Yo N’Longa! —dijo, con su viejo tono jactancioso—. ¡Poderoso hombre

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yuyu! Hermano de sangre, no conocer a mí, ¿eh?
—Eres Satanás —dijo Kane con sinceridad—. ¿Eres Kran o N’Longa?
—Yo N’Longa —aseveró el otro—. Mi cuerpo dormir en la cabaña yuyu de la
costa, a muchas jornadas de aquí. Coger prestado el cuerpo de Kran un rato. Mi
espíritu poder cruzar diez días de marcha en un suspiro, veinte días de marcha en el
mismo tiempo. Mi espíritu salir de mi cuerpo y apoderarse del de Kran.
—¿Y Kran está muerto?
—No, él no muerto. He mandado su espíritu a la tierra de las sombras durante un
tiempo… también mandar al espíritu de la chica, para hacer compañía; los dos volver
cuando sea tiempo.
—Esto es obra del Diablo —dijo abiertamente Kane—, pero yo te he visto hacer
magias aún más terribles… ¿He de llamarte N’Longa o Kran?
—¡Kran, ja! Yo N’Longa… ¡Cuerpos como ropas! ¡Yo N’Longa, aquí y ahora! —
se golpeó en el pecho—. A su hora, Kran volver a usarlo, y entonces ser Kran y yo
N’Longa, tal como éramos antes. Kran no vive ahora, N’Longa vive en su cuerpo.
¡Hermano de sangre, yo soy N’Longa!
Kane cabeceó. Aquélla era, en verdad, una tierra de horror y brujería; todo era
posible, incluso que la voz aguda de N’Longa pudiera hablarle saliendo del amplio
pecho de Kran, y que los ojos taimados de N’Longa le acechasen desde el joven y
hermoso semblante de Kran.
—Yo conocer esta tierra desde hace mucho —dijo N’Longa, haciéndose cargo de
la situación—. ¡Esa gente muerta tener yuyu poderoso! No, no hace falta gastar el
tiempo, yo saber, hablar contigo en sueños. Mi hermano de sangre querer matar a
esos negros muertos, ¿eh?
—Es algo que va contra la naturaleza —dijo sombríamente Kane—. En mi tierra
les llaman vampiros, pero nunca esperé encontrarme toda una nación de ellos.

IV
LA CIUDAD SILENCIOSA

—Ahora tener que encontrar esa ciudad de piedra —dijo N’Longa.


—¿Sí? ¿Y por qué no envías a tu espíritu a matar a esos vampiros? —preguntó de
pasada Kane.
—Los espíritus necesitar un cuerpo para obrar —fue la respuesta de N’Longa—.
Dormir. Mañana nosotros poner en marcha.
El sol se había pues; el fuego resplandecía y saltaba en la boca de la gruta. Kane
miró a la forma rígida de la chica, que yacía ahí donde había caído, y se dispuso a
dormir.
—Despiértame a medianoche —demandó—. Yo montaré la guardia hasta el alba.
Pero cuando por fin N’Longa le sacudió del brazo, Kane se despertó para ver

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cómo la primera luz del amanecer enrojecía la tierra.
—Ser hora de partir —dijo el brujo.
—Pero la chica… ¿estás seguro de que está viva?
—Vivir, hermano de sangre.
—Entonces, en nombre de Dios, no podemos dejarle a merced de cualquier diablo
rondador que pueda venir y encontrarla. O quizás un león…
—Ningún león venir. Aún oler a vampiro, mezclado con olor a hombre. Un
hermano león no gustar de olor a hombre y temer olor a vampiro. Ningún animal
venir y —alzó el bastón vudú y lo depositó cruzado a la entrada de la cueva— ningún
muerto tampoco ahora.
Kane le observó sombrío y sin gran entusiasmo.
—¿Cómo va a salvaguardarla ese palo?
—Tener poderoso yuyu —repuso N’Longa—. ¡Tú ver cómo un hermano vampiro
se hacía polvo con este bastón! Ningún vampiro osar tocarlo o acercarse. Yo dar
porque, aparte de las Colinas Vampiro, un hermano a veces se encuentra con un
cadáver que camina por la jungla, cuando las sombras son negras. No todos los
muertos que caminan estar aquí. Y necesitar chupar Vida de hombres… si no,
pudrirse como madera muerta.
—Entonces, haz muchos palos iguales y arma a la gente con ellos.
—¡No poder! —N’Longa agitó con violencia la cabeza—. ¡Este palo yuyu ser
magia poderosa! ¡Viejo, viejo! Ningún hombre vivo hoy poder decir cuánto de viejo
es este hermano bastón yuyu. Yo hacer que mi hermano de sangre se durmiese, y
hacer magia con él para protegerle; esa vez que charlar en pueblo de la costa. Hoy
explorar y correr; no necesitarlo. Dejar para proteger a la chica.
Kane se encogió de hombros y siguió al hechicero, luego de echar una mirada a la
forma inmóvil que yacía en la gruta. Nunca hubiera aceptado dejarla sola tan a la
ligera, de no haber creído en su fuero interno que estaba muerta. La había tocado, y
su carne estaba fría.
Se internaron en las colinas peladas cuando el sol se alzaba. Treparon más arriba,
a lo largo de laderas arcillosas, abriéndose paso entre barrancas y grandes peñas. Las
colinas estaban carcomidas por cuevas oscuras y amenazadoras, y tuvieron que
sobrepasarlas con cautela, mientras a Kane se le ponía la piel de gallina al pensar en
qué espantosos seres podían albergarse en sus profundidades, ya que N’Longa le dijo:
—Esos vampiros dormir en cuevas todo el día hasta ponerse el sol. Esas cuevas
seguro que estar llenas de esos hermanos muertos.
El sol ascendió aún más, bañando las laderas peladas con un calor intolerable. El
silencio colgaba como un monstruo maligno sobre aquella tierra. No habían visto
nada, pero Kane hubiera jurado que a veces una sombra negra se escabullía detrás de
un peñasco al acercarse ellos.
—Esos vampiros ocultarse durante el día —dijo N’Longa con una risita—. ¡Tener
miedo de los hermanos buitres! ¡No ser tontos los buitres! ¡Reconocer a un muerto en

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cuanto verlo! ¡Tirarse sobre un hermano muerto y desgarrar y comérselo, esté caído o
andando!
Su compañero sintió un tremendo estremecimiento.
—¡Por Dios! —gritó Kane, golpeándose el muslo con el sombrero—. ¿Es que no
se acaba nunca el horror en esta tierra espantosa? ¡En verdad que esta tierra está
consagrada a los poderes de la oscuridad!
Una luz peligrosa ardía en los ojos de Kane. El calor terrible, la soledad y el
contacto con los horrores que acechaban a cada paso estaban haciendo resentirse
incluso a sus nervios de acero.
—Dejarte puesto el hermano sombrero, hermano de sangre —le advirtió N’Longa
con un bajo gorjeo de diversión—. Ese hermano sol pegarte hasta matarte, si no tener
cuidado.
Kane cambió de mano el mosquete, que había insistido en portar, y no dijo
palabra. Remontaron un alto por último y pudieron contemplar una especie de
altiplanicie. Y, en el centro de esa altiplanicie, se levantaba una silenciosa ciudad de
erosionada piedra gris. Mientras la miraba, Kane se sintió apabullado por una
sensación de increíble antigüedad. Las murallas y las viviendas eran de grandes
bloques de piedra, aunque se hallaban en ruinas. La hierba crecía abundante en la
llanura, así como en las calles de esa ciudad muerta. Kane no llegó a distinguir
movimiento alguno entre las ruinas.
—Ésa es su ciudad… ¿por qué preferirán dormir en las cuevas?
—Puede que alguna hermana piedra caerse del techo y aplastarlos. Esas cabañas
de piedra, caerse algún día. O quizás a ellos no gusta quedarse ahí juntos, quizás ellos
comerse unos a otros.
—¡Este silencio! —susurró Kane—. ¡Lo cubre todo!
—Esos vampiros no hablar ni aullar. Dormir en cuevas, salir a merodear durante
el ocaso y la noche. Quizás cuando los hermanos negros de las tribus del matorral
venir con lanzas, esos vampiros encerrarse en su kraal de piedra y luchar detrás de
muros.
Kane cabeceó. Los arruinados muros que rodeaban aquella ciudad muerta eran
aún lo bastante altos y sólidos como para resistir el ataque de lanceros, sobre todo si
los defensores eran diablos con narices como morros de animales.
—Hermano de sangre —dijo N’Longa con solemnidad—, ¡yo tener en mente una
magia poderosa! Tú guardar silencio un rato.

Kane se sentó en un peñasco y contempló meditabundo los riscos y laderas


desnudas que les rodeaban. Muy lejos, hacia el sur, vio el verde océano de hierba que
era la jungla. La distancia prestaba cierto encanto a la escena. Más cerca, acechaban
los oscuros manchones que eran las bocas de cavernas llenas de horrores.
N’Longa estaba acuclillado, trazando, con la punta de una daga, algún extraño

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dibujo en la arcilla. Kane le observó, pensando en cuán fácilmente podía ser víctima
de los vampiros si tres o cuatro de esos diablos salían de sus cuevas. Y, según estaba
pensando eso, una sombra negra y espantosa cayó sobre el brujo agazapado.
Kane actuó sin pensar en lo que hacía. Saltó desde el peñasco en el que estaba
sentado, como una piedra lanzada por una catapulta, y su mosquete aplastó el rostro
de aquel espantoso ser negro que les había estado acechando. Una y otra vez hizo
tambalearse Kane a su inhumano enemigo, sin darle tiempo nunca para detenerse o
atacar, golpeándole con la furia de un tigre enloquecido.
El vampiro se tambaleó al mismo borde del risco, luego se fue atrás para caer
desde una altura de treinta metros y quedar retorcido sobre las rocas de la llanura de
abajo. N’Longa se había incorporado y señalaba; las colinas estaban vomitando sus
muertos.
Formas terribles y silenciosas hormigueaban saliendo de las cuevas, subían
corriendo por las cuestas y trepaban por las peñas, y todos aquellos ojos rojos estaban
fijos en los dos humanos que se cernían sobre la ciudad silenciosa. Las cavernas los
escupían como en un impío Día del Juicio.
N’Longa señaló a un risco situado a cierta distancia y, con un grito, echó a correr
a toda velocidad hacia allí. Kane le siguió. Desde detrás de las peñas, manos con uñas
negras se clavaron en ellos, rasgando sus ropajes. Su carrera les llevó a rebasar
cuevas de las que momificados monstruos salían tambaleándose de la oscuridad,
mascullando en silencio, para unirse a la persecución.
Las manos muertas estaban muy cerca de ellos cuando rebasaron la última de las
laderas y pusieron los pies en un saliente que formaba la cima del risco. Los diablos
se detuvieron silentes por un momento, y luego treparon detrás de ellos. Kane
empuñó su mosquete y golpeó los rostros de ojos rojos, barriendo las manos tendidas.
Avanzaban como una ola negra, mientras él blandía el mosquete con una furia
silenciosa, pareja a la de sus enemigos. La ola negra se quebró y retrocedió; luego
volvió a avanzar.
¡No podía darles muerte! Esas palabras resonaban en su cabeza como un martillo
en un yunque mientras desgarraba carne sarmentosa y huesos muertos con golpes
tremendos. Les abatía, les hacía retroceder, pero luego se alzaban y volvían una y otra
vez. Aquello no podía durar… ¿Qué era lo que estaba haciendo N’Longa, en el
nombre de Dios? Kane lanzó un vistazo rápido y torturado a la espalda. El hechicero
estaba en lo más alto del saliente, la cabeza echada atrás y los brazos tendidos como
si realizase alguna invocación.
La visión de Kane estaba nublada por la agitación de espantosos rostros negros
con ojos rojos de mirar fijo. Los que tenía justo delante eran, en verdad, horribles de
ver, ya que tenían los cráneos rotos, los rostros hundidos y los miembros rotos. Pero,
a pesar de todo eso, aún seguían avanzando y los que iban detrás se asomaban por
encima de sus espaldas, tratando de agarrar al hombre que les desafiaba.
Kane estaba rojo de sangre, pero toda era suya. De las venas de aquellos

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monstruos, secas hacía ya mucho tiempo, no había surgido ni una sola gota de sangre
roja y cálida. De repente, detrás de él, sonó un aullido largo y penetrante…
¡N’Longa! Se impuso alto y claro sobre los impactos del mosquete agitado y el crujir
de los huesos; la única voz que sonó en aquella lucha espantosa.
La ola negra se agitaba a los pies de Kane, y le derribaron. Uñas afiladas le
desgarraban, labios fláccidos chupaban sus heridas. Logró incorporarse tambaleante,
con las ropas rasgadas y ensangrentado, y abrió un hueco con un golpe tremendo de
su astillado mosquete. Luego, los seres cayeron de nuevo sobre él y le abatieron.
«¡Esto es el fin!», pensó; pero, justo en ese instante, el cerco sobre él aflojó y el
cielo se vio bruscamente colmado por el batir de grandes alas.
Se vio libre y consiguió incorporarse tambaleante, cegado y aturdido, dispuesto a
seguir luchando. Luego se detuvo, anonadado. La horda negra huía cuesta abajo y,
sobre sus cabezas y pegados a sus espaldas, volaban buitres inmensos, rasgando y
picoteando con avidez, hozando con avidez en las negras carnes muertas, devorando
a los vampiros mientras corrían.
Kane se echó a reír, casi enloquecido.
—¡Podéis desafiar a Dios y a los hombres, pero no engañar a los buitres, hijos de
Satanás! ¡Ellos saben si un hombre está vivo o muerto!
N’Longa permanecía en lo más alto, como un profeta, y las grandes aves negras
planeaban y giraban a su alrededor. Aún agitaba los brazos y su voz aún resonaba
sobre las colinas. Y, de todos los puntos cardinales, seguía llegando una horda
interminable tras otra, ¡buitres, buitres, buitres!, que acudían a solazarse en el festín
tanto tiempo aplazado. Ennegrecían el cielo con su número, ocultaban el sol, y una
extraña oscuridad cubrió la tierra. Volando en largas líneas oscuras, se zambullían en
las cavernas entre zumbidos de alas y chasqueo de picos. Sus garras laceraban los
negros horrores que surgían de las cuevas.
Los vampiros huían en dirección a su ciudad. La venganza, demorada durante
eras, había llegado al fin y su última esperanza estaba en los grandes muros que
siempre habían logrado mantener a raya a sus desesperados enemigos humanos. Al
amparo de sus ruinosos tejados podrían encontrar refugio. Y N’Longa, viendo cómo
aquella marea entraba en la ciudad, se echó a reír hasta que los riscos le devolvieron
los ecos.
Entraron, y las aves formaban una nube sobre la ciudad condenada, se posaban en
prietas filas en los muros, y se afilaban garras y picos en las torres.
N’Longa encendió mediante eslabón y pedernal un atado de hojas secas que había
llevado consigo. Prendió en el acto y él, alzándose, lanzó aquel objeto llameante
sobre los riscos. Cayó como un meteoro en la meseta inferior, soltando chispas. La
hierba alta del altiplano se incendió.
El Miedo surgió en olas invisibles, como una niebla blanca, de la silenciosa
ciudad de allí abajo. Kane sonrió de forma temible.
—La hierba está marchita y quebradiza debido a la sequía —manifestó—. Ha

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habido aún menos lluvia de lo normal en esta estación, y arderá rápido.
El fuego corrió como una serpiente carmesí a través de la hierba alta y muerta. Se
extendió y extendió, y Kane, que miraba desde arriba, pudo sentir la espantosa
intensidad de los cientos de ojos rojos que observaban desde la ciudad de piedra.
La culebra escarlata alcanzó los muros y los rodeó como si tratase de enroscarse
sobre ellos y envolverlos. Los buitres se alzaron con pesado aleteo y emprendieron el
vuelo con renuencia. Un soplo de viento atizó las llamas y las convirtió en una larga
cortina roja alrededor de la muralla. La ciudad estaba rodeada, por todos lados, por
una sólida barricada de llamas. El rugido llegaba hasta los dos hombres situados en el
gran risco.
Las chispas volaban sobre el muro, prendiendo en la hierba alta de las calles. Una
llamarada se alzó, para crecer con velocidad aterradora. Un velo rojo ocultó calles y
edificios y, a través de esa bruma carmesí y agitada, Kane y N’Longa vieron cientos
de formas negras que corrían y se retorcían, antes de desvanecerse de repente en rojos
estallidos de fuego. Llegó hasta ellos el insoportable olor de la carne muerta al arder.
Kane observaba, espantado. Aquello era, en verdad, un infierno en la misma
Tierra. Como si estuviese en una pesadilla, contempló el caldero rojo y rugiente en el
que insectos negros luchaban por escapar de su condenación y morían. Las llamas se
alzaban a una treintena de metros y, de repente, sobre el rugido del fuego, se escuchó
un grito bestial e inhumano, como un aullido que llegase desde indescriptibles simas
de espacio cósmico, cuando un único vampiro, en su agonía, rompió las cadenas del
silencio que le habían tenido preso durante siglos incontables. Retumbó alto y
estremecedor; el grito de agonía de una raza al extinguirse.
Luego, las llamas decayeron con rapidez. Todo aquel incendio había sido el típico
de las hierbas secas, breve y rugiente. La altiplanicie mostraba una extensión
ennegrecida y la ciudad era una masa carbonizada y humeante de piedra ruinosa. No
se veía ni un cadáver, ni siquiera un hueso chamuscado. Sobre todo aquel escenario
giraba la oscura masa de buitres, pero ellos también comenzaban a dispersarse.
Kane miró con avidez hacia el limpio cielo azul. Aquella visión fue para él como
un ventarrón marino que dispersase las nieblas del horror. En algún lugar, se escuchó
el débil y lejano rugir de un león distante. Los buitres se marchaban en líneas negras
y desordenadas.

V
¡ASUNTO ZANJADO!

Kane estaba sentado a la boca de la caverna en la que yacía Zunna, mientras el


hechicero le vendaba.
Las ropas del puritano colgaban hechas jirones, sus miembros y pecho mostraban
rasguños profundos y moretones oscuros, pero no había recibido ninguna herida

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mortal en aquella lucha a muerte en el risco.
—¡Hombres poderosos, nosotros! —manifestó N’Longa, lleno de orgullo—. ¡La
ciudad vampiro estar ya del todo muerta, seguro! Ningún muerto andante vivir ya en
esas colinas.
—No lo entiendo —dijo Kane, apoyando el mentón en la mano—. Dime,
N’Longa, ¿cómo has hecho algo así? ¿Cómo me visitas en sueños, cómo te has
metido en el cuerpo de Kran, cómo has hecho acudir a los buitres?
—Hermano de sangre —dijo N’Longa, renunciando a su ufano hablar en tosco
inglés y empleando la lengua del río que Kane conocía—. Soy tan viejo que me
llamarías mentiroso si te dijese mi edad. He practicado la magia durante toda mi vida,
primero como discípulo de poderosos hombres yuyu del sur y el este; luego fui
esclavo de los buckra, los blancos, y aprendí aún más. Hermano, ¿cómo condensar
todos esos años en un momento y hacerte comprender con una sola palabra lo que me
ha costado a mí tanto aprender? Ni siquiera podría hacerte comprender cómo esos
vampiros han logrado preservar sus cuerpos de la putrefacción bebiendo las vidas de
los hombres.
»Cuando duermo, mi espíritu vuela sobre la jungla y los ríos para hablar con los
espíritus durmientes de mis amigos. Hay una magia muy poderosa en el bastón yuyu
que te regalé; una magia de la Vieja Tierra que atrae a mi espíritu de la misma forma
que los imanes de los blancos atraen al metal.
Kane escuchaba en silencio, viendo, por primera vez, en los resplandecientes ojos
de N’Longa algo más fuerte y profundo que el brillo ávido del practicante de la
magna negra. A Kane, casi le pareció mirar en los ojos preclaros y místicos de un
profeta de la antigüedad.
—Te hablé en sueños —siguió N’Longa—, y provoqué un sueño profundo en las
almas de Kran y Zunna, y los envié a una tierra lejana y brumosa, de la que pronto
regresarán, sin recordar nada. Todas las cosas tienen magia, hermano de sangre, y las
bestias y las aves obedecen las palabras maestras. Hice vudú poderoso, magia de
buitres, y el pueblo volador obedeció a mi llamada.
»Todo eso lo conozco, y formo parte de ello, ¿pero cómo explicártelas? Hermano
de sangre, tú eres un poderoso guerrero, pero eres como un niño pequeño y perdido
en lo tocante a la magia. Y no puedo contarte, de forma que entiendas, lo que a mí me
ha costado largos y oscuros años. Amigo mío, piensas sólo en términos de malos
espíritus; pero, si mi magia fuera maligna, ¿no me apoderaría de este hermoso cuerpo
joven, para reemplazar a mi viejo y arrugado armazón? Sin embargo, devolveré este
cuerpo intacto a Kran.
»Conserva la vara vudú, hermano de sangre. Tiene un gran poder contra los
brujos, las serpientes y los seres malignos. Ahora yo volveré a la costa, donde
descansa mi verdadero cuerpo. ¿Qué harás tú, hermano de sangre?
Kane apuntó en silencio hacia el este.
—La llamada no se ha debilitado. Seguiré.

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N’Longa cabeceó, tendió la mano. Kane se la estrechó. La expresión mística se
había desvanecido de aquel rostro oscuro y los ojos relucían como los de los ofidios,
con una especie de alborozo reptiliano.
—Yo irme ahora, hermano de sangre —dijo el hechicero, retomando su amada
jerga, de la que se sentía más orgulloso que de todos sus conjuros—. Cuidado, ¡o la
hermana jungla se hará con tus huesos! Recordar esa vara vudú, hermano. ¡Ay ya,
asunto zanjado!
Se tumbó de espaldas en la arena y Kane vio cómo la expresión viva y ladina de
N’Longa se esfumaba del rostro de Kran. Sintió de nuevo la carne de gallina. De
vuelta a la Costa de los Esclavos, el cuerpo de N’Longa, consumido y arrugado, se
desperezaba en la choza yuyu y se levantaba como si saliera de un sueño profundo.
Kane se estremeció.
Kran se sentó, bostezó, se estiró y sonrió. A su lado, Zunna se alzó, frotándose los
ojos.
—Señor —dijo Kran en tono de disculpa—, parece que nos hemos quedado
dormidos.

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ALAS EN LA NOCHE
I
EL HORROR EN EL POSTE

Solomon Kane se apoyó en su bastón de extrañas tallas y contempló con asombro


ceñudo el misterio que, silencioso, se mostraba a su mirada. Kane había visto
multitud de aldeas desiertas durante los meses transcurridos desde que había
abandonado la Costa de los Esclavos, para dirigirse al este y sumirse en los laberintos
formados por la jungla y los ríos; pero nunca una como ésa. Desde luego, no había
sido el hambre lo que había expulsado a sus habitantes, ya que el arroz silvestre aún
crecía abundante y salvaje en los campos abandonados. No había esclavistas árabes
en esa tierra sin nombre, así que Kane llegó a la conclusión de que debía de haber
sido una guerra tribal lo que había devastado el poblado, al tiempo que observaba
sombrío los huesos dispersos y las calaveras sonrientes que cubrían los terrenos
previos a los herbazales que crecían más allá. Aquellos huesos estaban rotos y
aplastados, y Kane pudo ver a varios chacales y una hiena que se escabullían
sigilosos por entre las cabañas destruidas. ¿Pero por qué no se habían apoderado los
asesinos de los despojos? Había lanzas, con las astas carcomidas ya por las hormigas
blancas. Escudos, enmohecidos por la acción del sol y las lluvias. Había marmitas y,
en torno a las cervicales de un esqueleto destrozado, resplandecía un collar de
guijarros y conchas pintadas de colores chillones; un botín, sin duda, de lo más
apetecible para cualquier conquistador salvaje.
Observó las chozas, preguntándose por qué tantos tejados de pajas estaban rotos y
hundidos, como si seres con garras se hubieran abierto paso por ahí. Entonces, algo
hizo que sus ojos se estrecharan, llenos de desconcierto y sobresalto. Justo en el
exterior del amasijo desmoronado que una vez había sido el muro del poblado, se
alzaba un gigantesco baobab, desprovisto de ramas hasta una altura de veinte metros,
con su tremendo tronco demasiado grueso como para abarcarlo con los brazos y
trepar. Y, sin embargo, un esqueleto pendía de las ramas superiores, empalado al
parecer en un extremo roto. La mano helada del misterio acarició el espinazo de
Solomon Kane. ¿Cómo podían haber llegado aquellos tristes restos a ese árbol? ¿Lo
habría lanzado allí la mano inhumana de algún ogro monstruoso?
Kane encogió sus anchas espaldas y su mano fue, de forma inconsciente, a las
negras culatas de sus pistolones, la empuñadura de su larga espada y el puñal del
cinto. Kane no tenía miedo, en la forma en que un hombre común podría tenerlo, a
enfrentarse con lo Desconocido y lo Indescriptible. Años de vagabundear por
extrañas tierras y enfrentarse a extrañas criaturas habían aventado de su cerebro, alma
y cuerpo todo lo que no fuera hierro y acero. Era alto y magro, casi enjuto, construido
con la economía salvaje de los lobos. De hombros anchos, brazos largos, con nervios
de acero y músculos de hierro, era tanto un matador por naturaleza como un

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espadachín nato. Las zarzas y espinos de la jungla le habían castigado con dureza; sus
atavíos estaban reducidos a jirones, su gran sombrero sin adornos desgarrado, y sus
botas de cuero cordobés arañadas y raídas. El sol había dado a su pecho y brazos un
profundo bronceado, pero su rostro ascético y delgado era impermeable a sus rayos.
Su semblante era aún de una extraña palidez que le daba una apariencia cadavérica,
animada sólo por sus ojos fríos y luminosos.
Y ahora, Kane, abarcando una vez más el poblado con su mirada inquisitiva, se
ajustó el cinto, se pasó a la mano izquierda el bastón con cabeza de gato que le había
dado N’Longa y reanudó su andadura.
Hacia el oeste había una franja espesa de selvas que luego descendía hacia un
ancho cinturón de sabanas; un ondulante mar de hierbas que llegaban, como poco,
hasta el pecho de un hombre. Más allá aún se hallaba otra franja estrecha de selvas,
que se convertían con rapidez en jungla cerrada. De esa jungla era de donde había
tenido que escapar Kane como un lobo acosado, con hombres de dientes afilados a
los talones. Incluso ahora, una brisa tornadiza hacía llegar hasta él, débilmente, el
retumbar de un salvaje tambor que susurraba su obsceno mensaje de odio y sed de
sangre y hambre caníbal a lo largo de kilómetros de jungla y pastizales.
El recuerdo de esa fuga, y de cómo había escapado por los pelos, estaba muy
reciente en la cabeza de Kane, ya que tan sólo el día anterior había descubierto, ya
demasiado tarde, que se hallaba en país caníbal, y durante toda la tarde, en medio del
apestoso hedor de esa jungla espesa, se había escabullido, corrido, ocultado,
agazapado y retorcido mientras huía, con sus salvajes perseguidores siempre muy
cerca, hasta que la noche cayó y pudo alcanzar, y cruzar, los herbazales al amparo de
la oscuridad. Ahora, a última hora de la mañana, no veía ni oía nada de sus
perseguidores, aunque no había razón alguna para creer que habían abandonado la
caza. Estaban prácticamente encima de él cuando había logrado llegar a las sabanas.
Así que Kane se dedicó a inspeccionar las tierras que tenía delante. Al este, de
norte a sur, corría una desordenada línea de colinas, en su mayor parte secas y
desnudas, tomando hacia el sur un perfil oscuro y quebrado que a Kane le recordó las
negras colinas de Negari. Entre esas colinas y el punto en el que se hallaba, se abría
una amplia extensión de terreno ligeramente ondulado, con espeso arbolado, aunque
sin llegar a la densidad de la jungla. A Kane le dio la impresión de un gran altiplano,
cercado por el arco de colinas al este y por las sabanas al oeste.
Kane se encaminó hacia las colinas con su paso largo, bamboleante e incansable.
Sin duda, algo más atrás, los demonios negros le perseguían, y no tenía intención de
verse acorralado. Puede que un tiro les hiciese huir despavoridos pero, por otra parte,
estaban tan abajo en la escala de la humanidad, que quizás ni el concepto de
sobrenatural cupiese en sus cerebros nublados. Y ni siquiera Solomon Kane, al que
sir Francis Drake había llamado el rey de espadas de Devon, podría vencer en lucha a
muerte contra toda una tribu.
El callado poblado, con su carga de muerte y misterio, se desvaneció a sus

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espaldas. Un completo silencio reinaba en esas misteriosas mesetas donde ni los
pájaros cantaban y donde sólo un silencioso guacamayo revoloteaba entre los grandes
árboles. Los únicos sonidos eran los pasos felinos de Kane, y el susurro de la brisa,
preñada con el rumor de los tambores.
Luego, Kane captó un atisbo entre los árboles que hizo que su corazón diera un
salto, lleno de un horror súbito e indecible, y unos pocos momentos más tarde llegó al
Horror mismo, rígido y espantoso. En un amplio calvero, sobre una base bastante
inclinada, se alzaba un poste espeluznante y, al mismo, estaba atado un ser que una
vez había sido un negro. Kane había remado encadenado en el banco de una galera
turca, había trabajado en los viñedos de Berbería, había combatido a los indios rojos
del Nuevo Mundo, y había languidecido en las mazmorras de la Inquisición española.
Bien sabía lo diabólica que puede ser la inhumanidad del hombre, que ante aquello se
estremeció y se sintió enfermar. Y ni siquiera fue lo terrible de las mutilaciones,
horribles como eran, lo que estrujó el alma de Kane, sino el hecho de descubrir que
aquel despojo aún seguía vivo.
Ya que, según se acercaba, la ensangrentada cabeza que descansaba sobre el
destrozado pecho se alzó y movió de un lado a otro, dejando salir sangre de los
muñones de las orejas, al tiempo que un gemido bestial y resonante se escapaba de
los labios destrozados.
Kane dirigió la palabra hacia aquella cosa espeluznante y ésta chilló de forma
insoportable, al tiempo que se retorcía convulsivamente, y su cabeza se agitaba con el
frenesí de los nervios destrozados, y las cuencas vacías y cavernosas de los ojos
parecían tratar de ver a pesar de la ceguera. Y, gimiendo de forma baja y
estremecedora, acurrucó su desgarrada carcasa contra el poste al que estaba atado y
alzó la cabeza en una estremecedora actitud de escucha, como si esperase algo que
cayese de los cielos.
—Escucha —le dijo Kane en el dialecto de las tribus del río—. No tengas miedo
de mí, no te haré daño y nada te lo hará, nunca más. Te voy a soltar.
Sin embargo, mientras hablaba, Kane era amargamente consciente de la vacuidad
de sus palabras. Pero su voz se había filtrado débilmente en el cerebro, destruido y
quebrantado por la agonía, del negro. Ya que por entre los dientes destrozados se
escaparon unas pocas palabras, titubeantes y confusas, mezcladas y confundidas con
los babeantes balbuceos de la imbecilidad. Hablaba un lenguaje parecido a los que
Kane había aprendido en sus vagabundeos de los amistosos pueblos ribereños, y
Kane comprendió que había estado atado al poste durante largo tiempo; muchas
lunas, según le susurró en el delirio de la muerte próxima; y, durante todo ese tiempo,
seres inhumanos y malignos habían realizado con él actos monstruosos. Dijo el
nombre de tales seres, pero Kane no sacó nada en claro, ya que empleó una palabra
desconocida que sonaba algo así como akaana. Pero aquellos seres no le habían atado
al poste, ya que aquel desdichado resto babeó el nombre de Goru, que era un
sacerdote y que le había atado las piernas con demasiada fuerza… y Kane se asombró

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de cómo el recuerdo de aquel pequeño dolor se filtraba por entre los rojos laberintos
de la agonía, hasta el punto de que el agonizante lo mencionaba entre gimoteos.
Y, para horror de Kane, el negro habló de cómo su hermano había ayudado a
atarle y rompió en infantiles sollozos, de forma que la humedad se formó en las
cuencas vacías y creó lágrimas de sangre. Y murmuró acerca de una lanza que se le
había roto hacía mucho, en una lejana cacería, y mientras musitaba en su delirio,
Kane cortó con cuidado las ataduras y dejó aquel cuerpo roto sobre las hierbas. Pero,
aun al cuidadoso toque del inglés, el pobre desdichado se retorció y aulló como un
perro moribundo, y la sangre volvió a brotar de una multitud de tajos horrendos que,
a ojos de Kane, parecían más bien hechos por garras y colmillos que por cuchillos o
lanzas. Pero por fin lo logró, y aquella cosa desgarrada y sangrienta quedó tendida en
la blanda hierba, con el viejo sombrero de Kane bajo la cabeza, resollando con
grandes y espasmódicos boqueos.
Kane vertió un poco de agua de su cantimplora entre los labios destrozados e,
inclinándose, dijo:
—Háblame más de esos demonios porque, por el Dios de mi gente, que esta
maldad no quedará impune, aunque el propio Satanás trate de estorbarme.
Es posible que el agonizante ni le oyese. Pero algo sí escuchó. El guacamayo, con
la curiosidad de los de su especie, saltó desde una arboleda cercana y pasó tan cerca
que sus grandes alas alborotaron el pelo de Kane. Y, al escuchar aquellas alas, el
destrozado negro se alzó y gritó, con una voz que volvería en los sueños de Kane
hasta la hora de su muerte:
—¡Las alas! ¡Las alas! ¡Vienen de nuevo! ¡Ahhh, compasión, las alas!
Y la sangre brotó en torrente de sus labios y murió.
Kane, alzándose, se enjugó el sudor frío de la frente. La altiplanicie rielaba con el
calor del mediodía. El silencio pendía sobre aquella tierra como un embrujo de sueño.
Los ojos alertas de Kane recorrieron las negras y malevolentes colinas que se
agazapaban a lo lejos, y luego se volvieron a las distantes sabanas. Una maldición
antigua atenazaba aquella tierra misteriosa y su sombra había caído sobre el alma de
Solomon Kane.
Con gentileza, levantó la roja ruina que una vez estuviera llena de vida, juventud
y vitalidad, y la llevó hasta el borde del claro, para disponer allí los fríos miembros lo
mejor que pudo, y volvió a estremecerse al contemplar las indescriptibles
mutilaciones, antes de acumular piedras encima del muerto, de forma que hasta para
un chacal ansioso hubiera sido difícil llegar a la carne que había debajo.
Apenas había acabado cuando algo le arrancó de sus sombrías meditaciones y le
devolvió a su propia situación. Un ligero sonido —o quizás su instinto de lobo— le
hizo darse la vuelta. Advirtió un movimiento entre las hierbas altas, al otro lado del
calvero; la visión de una odiosa cara negra, adornada con un aro de marfil en la nariz
plana, labios gruesos que se abrían para mostrar dientes cuyos extremos afilados eran
visibles incluso a esa distancia, ojos relucientes y una frente deprimida coronada por

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una masa de pelo rizado. Mientras el rostro se desvanecía, Kane saltó atrás, hacia la
protección del anillo de árboles que rodeaba el claro, y corrió como un ciervo,
saltando de árbol en árbol y esperando a cada momento escuchar el clamor exultante
de los guerreros y verles irrumpir a sus espaldas.
Pero pronto llegó a la conclusión de que se contentaban con darle caza de la
misma manera en que ciertas bestias acosan a sus presas, acercándose a ellas de
forma lenta e inevitable. Corrió hacia la meseta arbolada, aprovechando la más
mínima cobertura, y no vio signo alguno de sus perseguidores; pero sabía, lo mismo
que un lobo perseguido sabe, que estaban cerca, esperando el momento de abatirle sin
riesgo alguno para ellos. Kane dejó escapar una sonrisa sombría y sin alegría alguna.
Si aquello iba a ser una prueba de resistencia, comprobaría hasta qué punto podían
medirse los músculos de aquellos salvajes con su propia resistencia de acero. Si
aguantaba hasta la noche, quizás podría darles el esquinazo. Si no… Kane sentía en el
corazón que la salvaje esencia de lo anglosajón, que se irritaba por la huida, podría
entonces plantar cara, aun cuando sus perseguidores le sobrepasasen por cien a uno.
El sol se hundía al oeste. Kane estaba hambriento, ya que no había comido nada
desde primera hora de la mañana, cuando había engullido su última ración de carne
seca. Había obtenido, merced al simple azar, agua de una fuente, y una vez había
creído ver el tejado de una gran cabaña en la distancia, entre los árboles. Pero había
preferido dar un gran rodeo. Resultaba difícil de creer que aquella silenciosa
altiplanicie estuviese habitada, pero, caso de ser así, no había duda de que los
indígenas debían de ser tan feroces como los que le perseguían. Delante, el terreno se
hacía más difícil según se acercaba a las primeras estribaciones de las sombrías
colinas, con rocas quebradas y empinadas laderas. Y seguía sin tener señales de sus
perseguidores, aparte de ligeros atisbos captados cuando lanzaba alguna mirada
cautelosa por encima del hombro. Una sombra que se movía, la hierba que se
inclinaba, el súbito enderezarse de una rama pisada, un agitar de hojas. ¿Por qué eran
tan precavidos? ¿Por qué no se lanzaban sobre él y terminaban con todo aquello?
Caía la noche y Kane alcanzó la primera y larga ladera que subía por el pie de las
colinas, que ahora se alzaban negras y amenazadoras sobre él. Aquélla era su meta, el
lugar donde pensaba por fin librarse de sus tenaces enemigos, aun cuando una
indescriptible aversión le instaba a mantenerse lejos. Aquellas colinas rebosaban de
una maldad oculta, tan repelente como los anillos de una gran serpiente dormida a la
que uno llega a entrever entre las hierbas altas.

La noche llegó con rapidez. Las estrellas parpadeaban rojas en el pesado calor de
la noche tropical. Y Kane, deteniéndose por un momento en una arboleda
especialmente espesa, más allá de la cual los árboles ya comenzaban a aclarar en las
laderas, escuchó un furtivo movimiento que no era el del viento nocturno, ya que ni
una brizna de aire agitaba el espeso follaje. Y, mientras se daba la vuelta, hubo una

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agitación en la oscuridad, bajo los árboles. Una sombra que se confundía con las
sombras se arrojó sobre Kane con un rugido bestial y un resonar de hiero, y el inglés,
parando, gracias al resplandor de las estrellas en el arma, esquivó por la mínima el
ataque y se trabó en lucha cerrada con su enemigo. Unos brazos delgados y fuertes le
apresaron, y unos dientes puntiagudos rechinaron cuando él mismo devolvió un fiero
abrazo. Su ya rota camisa se rasgó bajo una hoja filosa y, gracias a la suerte, Kane
topó y apresó la mano que empuñaba el cuchillo de hierro, al tiempo que empuñaba
su propio puñal, estremecido ante la idea de recibir un lanzazo por la espalda.
Pero, al mismo tiempo que se preguntaba por qué los otros no acudían en ayuda
de su camarada, el inglés empleaba sus músculos de hierro en aquel combate singular.
Oscilaron y se retorcieron, en abrazo cerrado, en la oscuridad, ambos tratando de
hundir su hoja en el cuerpo del otro y, cuando la mayor fuerza del blanco comenzó a
imponerse, el caníbal aulló como un perro rabioso, al tiempo que arañaba y mordía.
Un giro espasmódico de la lucha les llevó a la luz de las estrellas y, allí, Kane pudo
ver el anillo de marfil en la nariz, y los dientes puntiagudos que buscaban, como los
de una bestia, su garganta. Logró forzar simultáneamente atrás y abajo a la mano que
asía su muñeca derecha y hundió el puñal entre las negras costillas. El guerrero gritó
y el acre olor de la sangre inundó el aire nocturno. Y, justo en ese instante, Kane
quedó aturdido por el agitar y batir, salvaje y repentino, de unas alas tan poderosas
que le derribaron por tierra, y el negro fue arrancado de entre sus brazos con un grito
de agonía mortal. Kane se incorporó de un salto, completamente estremecido. El
agonizante grito del desgraciado negro sonaba débilmente y llegaba desde lo alto.
Miró a los cielos y, forzando la vista, creyó captar un atisbo de un ser informe y
espantoso que cruzaba sobre las tenues estrellas, con una forma humana entre los
brazos, confundida de forma indescriptible con las grandes alas y la forma sombría;
pero desapareció tan rápido que no pudo estar seguro de haberla visto en verdad.
Se preguntó si todo aquello no sería una pesadilla. Pero, buscando a tientas por el
suelo, encontró el bastón yuyu con el que había bloqueado la lanza corta que estaba
tirada cerca. Y allí, por si necesitaba más pruebas, estaba su largo puñal, aún
manchado de sangre.
¡Alas! ¡Alas en la noche! El esqueleto en el pueblo de tejados rotos, el negro
mutilado cuyas heridas no habían sido producidas por lanza ni cuchillo, y que murió
gritando algo acerca de alas. Sin duda, aquellas colinas eran la madriguera de
gigantescas aves que tenían como presa a la humanidad. Pero, si eran pájaros, ¿por
qué no habían devorado completamente al negro del poste? Y, muy en sus adentros,
Kane sabía de sobra que ningún pájaro podía arrojar la sombra que había visto volar
contra las estrellas.
Se encogió de hombros, desconcertado. La noche era silenciosa. ¿Dónde estaba el
resto de los caníbales que le habían seguido desde su lejana jungla? ¿Les habría
llenado de miedo la suerte de su camarada, empujándoles a huir? Kane buscó sus
pistolas. Con caníbales o sin ellos, no iba a entrar esa noche en aquellas oscuras

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colinas.
Ahora lo que tenía que hacer era dormir, aun cuando todos los demonios del
Mundo Antiguo estuviesen tras su rastro. Un profundo rugido hacia el oeste le indicó
que las fieras andaban sueltas, y se encaminó con rapidez hacia las empinadas
laderas, hasta que llegó a una espesa arboleda, situada a cierta distancia de aquella en
la que se había medido con el caníbal. Se encaramó muy alto, entre las gruesas ramas,
hasta que encontró una horquilla espesa en la que tenía cabida su larga osamenta. Las
ramas sobre su cabeza le resguardarían de un súbito ataque en picado de cualquier ser
alado y, si los salvajes andaban al acecho cerca, sus intentos de trepar al árbol le
pondrían sobre aviso, ya que su sueño era tan ligero como el de los gatos. En lo
tocante a serpientes y leopardos, eran riesgos que había asumido cientos de veces.
Solomon se durmió y tuvo sueños vagos, caóticos, manchados por una sugestión
de maldad prehumana y de los que al fin emergió para sumirse en una escena muy
vívida. Solomon soñó que se despertaba con un sobresalto, empuñando una pistola;
ya que tanto tiempo había llevado vida de lobo que echar mano de un arma era su
reacción instintiva cuando se despertaba de repente. Y, en su sueño, había un ser
extraño y sombrío encaramado sobre una gran rama, muy cerca, contemplándole con
ojos amarillos, hambrientos y relucientes que abrasaron su alma. Y Kane soñó que
esperaba, hechizado, mientras la duda asomaba en aquellos ojos, antes de que el ser,
alzándose a la manera humana, desplegase las alas grandes y tétricas para lanzarse al
aire y desaparecer. Entonces Kane se sacudió, incorporándose, y las brumas del sueño
se desvanecieron.
El árbol, bajo la luz turbia de las estrellas, bajo las ramas que se curvaban como
arcos góticos, estaba totalmente vacío, aparte de él mismo. Había sido entonces un
sueño después de todo; aunque tan vívido, tan cargado de locura inhumana, e incluso
en esos momentos parecía como si hubiese un débil hedor en el aire, semejante al que
dejan los pájaros de presa. Kane aguzó los oídos. Escuchó el suspiro del viento
nocturno, los susurros del follaje, el lejano rugido de un león, pero nada más aparte
de eso. Y de nuevo Solomon se echó a dormir, mientras, muy arriba, una sombra
trazaba círculos contra las estrellas, dando vueltas una y otra vez, a semejanza de un
buitre que sobrevuela a un lobo agonizante.

II
EL COMBATE EN LOS CIELOS

Kane despertó mientras el alba se desplegaba blanquecina sobre las colinas


orientales. Recordó la pesadilla nocturna y, mientras bajaba del árbol, se preguntó de
nuevo cómo podía haber sido tan vívida. Aplacó la sed en una fuente cercana y el
hambre con un poco de fruta, que escaseaba en aquellas tierras altas.
Luego volvió su atención hacia las colinas. Solomon Kane era luchador nato. En

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esos perfiles sombríos moraba algún maligno enemigo de los hijos del hombre, y ese
simple hecho suponía tanto desafío como si algún valentón de sangre caliente de
Devon le hubiese cruzado la cara con un guante.
Repuesto gracias a una noche de sueño, emprendió la marcha con su larga
zancada, rebasó la arboleda en la que había tenido lugar el combate nocturno, y llegó
a la zona en la que los árboles aclaraban, a los pies de las laderas. Remontó las
cuestas, deteniéndose un instante para mirar atrás, hacia el camino por el que había
llegado. Ahora que estaba por encima del altiplano, podía ver con claridad un
poblado a lo lejos; una agrupación de chozas de bambú y barro, con una cabaña de
tamaño insólito alzada a corta distancia de las demás, sobre una especie de loma baja.
Y mientras miraba, con un repentino agitar de alas espantosas, ¡el terror cayó
sobre él! Kane se giró, galvanizado. Todo había apuntado a la existencia de un ser
alado que cazaba de noche. No había esperado un ataque a plena luz del día; pero allí
estaba un monstruo, semejante a un murciélago, picando sobre él bajo el ojo del sol
naciente. Kane vio un revuelo de poderosas alas, entre las cuales acechaba un
espantoso rostro humano; luego alzó su pistola y disparó con infalible puntería, y el
monstruo viró salvajemente en mitad del aire, para caer dando bandazos y espirales, y
estrellarse a sus pies.
Kane se inclinó, la pistola aún humeante en la mano, y contempló con ojos
desorbitados. Sin duda aquél era un demonio vomitado por los pozos del infierno, se
dijo la sombría mente del puritano; y, aun así, una bala de plomo le había matado.
Kane se estremeció, aturdido; nunca había visto nada que se pareciese a aquello,
aunque durante toda su vida había recorrido extrañas sendas.
Aquel ser era como un hombre, inhumanamente alto y delgado; la cabeza era
larga, estrecha y calva; el cráneo de un depredador. Las orejas eran pequeñas,
pegadas al cráneo y extrañamente puntiagudas. Los ojos, inmóviles por la muerte,
eran estrechos, oblicuos y de un extraño color amarillento. La nariz era delgada y
ganchuda, como el pico de un ave de presa; la boca era un tajo cruel, y los labios
delgados, contorsionados por un último gruñido de agonía y cubiertos de espuma,
mostraban los colmillos afilados.
La criatura, desnuda y lampiña, no se diferenciaba de los humanos en otros
aspectos. Los hombros eran anchos y recios, el cuello largo y delgado. Los brazos
eran largos y musculosos, y los pulgares estaban opuestos a los demás dedos a la
manera de los grandes monos. Tanto unos como otros estaban armados con grandes
garras curvas. El pecho era curiosamente jorobado, con el esternón sobresaliendo
como la quilla de un buque, con las costillas curvándose a los lados. Las piernas eran
largas y fibrosas, con grandes pies prensiles, semejantes a manos, y los grandes
pulgares opuestos como los de las manos. Las garras de éstos eran simplemente
largas uñas.
Pero el rasgo más destacable de aquella curiosa criatura estaba en su espalda. De
ahí surgían un par de grandes alas, muy parecidas a las de una polilla, pero con un

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armazón óseo y membrana correosa, yendo desde un punto justo detrás y arriba de
donde los brazos se unen a los hombros hasta las estrechas caderas. Kane calculó que
aquellas alas podían medir unos seis metros, de punta a punta.
Agarró a la criatura, estremeciéndose de forma involuntaria ante el tacto
resbaladizo, duro y correoso de la piel, y lo alzó a medias. Su peso era apenas la
mitad de lo que hubiera sido en un hombre del mismo tamaño; casi dos metros de
altura. Sin duda, los huesos gozaban de la peculiar estructura de los de las aves y la
carne estaba formada casi enteramente por músculo estriado.
Kane dio un paso atrás, inspeccionando de nuevo al ser. Así pues, su sueño no
había sido tal, al fin y al cabo; aquel extraño ser, u otro de su especie habían sido una
espantosa realidad allí, perchado en el árbol junto a él… ¡Un agitar de poderosas alas!
¡Un súbito revuelo en los cielos! Kane, según se giraba, comprendió que era culpable
del más imperdonable crimen que puede cometer un morador de la jungla: permitir
que el asombro y la curiosidad le hicieran bajar la guardia. Ya tenía un demonio alado
a la garganta y no tenía tiempo de empuñar y disparar la otra pistola. Kane pudo ver,
en un laberinto de alas que azotaban, un rostro diabólico y semihumano; sintió cómo
aquellas alas le golpeaban; sintió las garras crueles que se hundían en su pecho, y
luego le arrebataron del suelo y se sintió volar por los aires.
Aquel hombre alado había rodeado con sus miembros las piernas del inglés, y las
garras se habían hundido en los músculos del pecho de Kane como cepos dentados.
Los colmillos lobunos buscaban la garganta de Kane, pero el puritano agarró aquel
cuello huesudo y apartó la espantosa cabeza, mientras buscaba con la mano derecha
el puñal. El hombre pájaro se elevaba lentamente y una rápida ojeada mostró a Kane
que aún no estaban por encima de los árboles. El inglés no esperaba sobrevivir a
aquel combate en los cielos, ya que, aun cuando lograse matar a su enemigo, él
mismo moriría con el golpe de la caída. Pero, con la innata ferocidad del luchador
anglosajón, se dispuso a llevarse a su captor con él.
Manteniendo a raya aquellos colmillos afilados, Kane se las arregló para echar
mano del puñal y hundirlo profundamente en el cuerpo del monstruo. El hombre
murciélago viró salvajemente, y un grito ronco y estridente salió de su garganta
medio estrangulada. Se debatió con ferocidad, batiendo frenéticamente sus grandes
alas, agitando la espalda y moviendo fieramente la cabeza, en un esfuerzo infructuoso
por liberarla y hundir en su enemigo los mortíferos colmillos. Clavó las garras de una
mano, en forma agónica, en los músculos del pecho de Kane, más y más
profundamente, mientras que con la otra arañaba la cabeza y cuerpo de su oponente.
Pero el inglés, rasguñado y sangrante, con la ferocidad silenciosa y tenaz de un
bulldog, siguió hundiendo los dedos en la delgada garganta, cada vez más
profundamente, y le clavó el puñal una y otra vez, mientras, muy abajo, unos ojos
aterrorizados observaban el terrible combate que tenía lugar en aquellas vertiginosas
alturas.
Habían llegado sobre la altiplanicie, y las alas del hombre murciélago, cada vez

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más débiles, apenas soportaban su peso combinado. Perdían altura con rapidez, pero
Kane, cegado por la sed de sangre y la furia de la batalla, no prestaba atención a nada
de eso. Con una gran porción del cuero cabelludo colgando, el pecho y la espalda
arañados y desgarrados, el mundo se había convertido para él en algo ciego y rojo,
donde sólo notaba una cosa: la necesidad de bulldog de matar a su enemigo. El débil
y espasmódico aleteo del monstruo agonizante les situó durante un instante sobre un
espeso bosquecillo de árboles gigantescos, al tiempo que Kane sentía cómo la presa
de las zarpas y los miembros contorsionados se debilitaban aún más, y las puñaladas
de las garras se convertían en un inocuo manoteo.
Con un último esfuerzo, hundió el enrojecido puñal directamente en el esternón, y
sintió cómo el cuerpo de la criatura se sacudía con un temblor convulsivo. Las
grandes alas quedaron inertes, y vencedor y vencido cayeron de cabeza, en picado, a
tierra.
Kane, a través de una oleada roja, vio cómo las ramas alborotadas se acercaban a
su encuentro; sintió cómo azotaban su rostro y desgarraban sus ropajes, y aún trabado
en aquel abrazo mortal se hundió entre el follaje, que eludía sus intentos de agarrarse
a él; luego, su cabeza se estrelló contra una gran rama y un abismo insondable de
negrura le devoró.

III
EL PUEBLO EN LAS SOMBRAS

Solomon Kane huyó durante cientos de años, a través de pasillos de noche,


colosales y de un negro basáltico. Gigantescos demonios alados, espantosos en
aquella oscuridad total, se cernían sobre él con un agitar de grandes alas de
murciélago y, en la negrura, luchó contra ellos como una rata acorralada lucha con un
murciélago ratonero, mientras las fauces descarnadas barbotaban espantosas
blasfemias y horribles secretos en su oído, y las calaveras humanas rodaban bajo sus
pies tambaleantes.
Solomon Kane emergió bruscamente de la tierra de los delirios, y lo primero
cuerdo que vio fue un rostro negro y amigable inclinado sobre él. Descubrió que
estaba en una choza espaciosa, limpia y bien ventilada, y que, de una marmita puesta
al fuego en el exterior, llegaban apetitosos aromas. Kane comprendió que tenía un
hambre de lobo. Y se sentía extrañamente débil, y que la mano que se llevó a la
cabeza vendada temblaba, así como que había perdido el bronceado.
El hombre gordo y otro más, un guerrero alto, enjuto y de rostro hosco, se
inclinaron sobre él, y el gordo dijo:
—Está despierto, Kuroba, y en posesión de sus facultades.
El hombre enjuto cabeceó y reclamó algo en voz alta; alguien le respondió desde
fuera.

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—¿Dónde estoy? —preguntó Kane en uno de los lenguajes que dominaba,
pariente del dialecto que acababa de emplear el negro—. ¿Cuánto hace que estoy
aquí?
—Éste es el último poblado de Bogonda —el gordo le hizo tumbarse de nuevo,
con manos tan delicadas como las de una mujer—. Te encontramos tirado bajo los
árboles de las laderas, malherido e inconsciente. Has estado delirando durante
muchos días. Come algo ahora.
Un ágil guerrero entró con un cuenco de madera, repleto de comida humeante y
Kane comió con voracidad.
—Es como un leopardo, Kuroba —dijo el gordo con admiración—. Ni uno entre
mil hubiera sobrevivido a unas heridas como las suyas.
—Sí —contestó el otro—. Y mató al akaana que le hirió, Goru.
Kane trató de incorporarse sobre los codos.
—¿Goru? —gritó con ferocidad—. ¿El sacerdote que deja atados a los hombres,
para que se los coman los demonios?
Y trató de incorporarse para estrangular al gordo, pero su debilidad se impuso a
su voluntad, de forma que la cabaña comenzó a dar vueltas ante sus ojos y se
desplomó de espaldas, jadeante, y en seguida se hundió en un sueño natural y
profundo.
Más tarde se despertó para descubrir que una chica delgada, de nombre Nayela, le
estaba observando. Le alimentó y, cuando se sintió más fuerte, Kane le hizo
preguntas que la otra respondió de forma tímida, aunque con inteligencia. Aquello era
Bogonda, gobernada por el jefe Kuroba y el sacerdote Goru. Nadie en Bogonda había
visto un blanco, o siquiera oído hablar de ellos. Pero una pelea como aquélla hubiera
sido bastante como para matar a cualquier hombre común. Se asombró de no tener
huesos rotos, pero la chica le dijo que las ramas habían amortiguado su caída, y que
había aterrizado sobre el cuerpo del akaana. Preguntó por Goru, y el grueso sacerdote
acudió, llevando las armas de Kane.
—Encontramos algunas junto a ti, ahí donde habías caído —dijo Goru—, y
algunas junto al akaana que mataste con el arma que escupe fuego y humo. Tienes
que ser un dios, aunque los dioses nos hablan y tú lo has hecho casi hasta el punto de
la muerte. ¿Quién eres?
—No soy ningún dios —respondió Kane—, sino un hombre como tú, pese a que
mi piel sea blanca. Vengo de una tierra lejana, situada en mitad de los mares; una
tierra que, a mi juicio, es la más hermosa y noble de la tierra. Mi nombre es Solomon
Kane y soy un vagabundo sin tierra. Escuché tu nombre por boca de un moribundo.
Pero tu rostro parece el de una buena persona.
Una sombra cruzó ante los ojos del hechicero, y abatió la cabeza.
—Descansa y recupera las fuerzas, hombre, dios o lo que quiera que seas —
repuso—, y en su momento sabrás de la antigua maldición que agobia a esta tierra
antigua.

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Y así, en los días siguientes, mientras Kane recuperaba y aumentaba sus fuerzas,
con la vitalidad de la bestia salvaje que en realidad era, Goru y Kuroba se sentaron a
su lado y hablaron con él largo y tendido, contándole multitud de cosas terribles.
Su tribu no era aborigen de aquellas tierras, sino que había llegado al altiplano
hacía ciento cincuenta años, portando con ellos el nombre de su tierra madre. Otrora
había sido una tribu poderosa en la Vieja Bogonda, en un gran río situado muy lejos,
al sur. Pero las guerras tribales habían quebrantado su poder, y por último, obligada
por un gran levantamiento, la tribu entera había emigrado, y Goru le repitió leyendas
sobre la gran migración a través de miles de kilómetros, cruzando jungla y pantanos,
acosados a cada paso por crueles enemigos.
Por último, abriéndose paso a través de un país de feroces caníbales, llegaron a un
lugar donde estaban a salvo de ataques humanos, pero en la que se vieron prisioneros
de una trampa de la que ni ellos ni sus antepasados podrían nunca escapar. Estaban en
la horrenda tierra de Akaana, y Goru le dijo que sus antepasados habían llegado a
entender el porqué de las risotadas burlonas de los devoradores de hombres que les
habían acosado hasta los mismos bordes de la altiplanicie.
Los bogondi encontraron un país feraz, con agua potable y rebosante de caza.
Había cabras innumerables y varias especies de cerdos salvajes que medraban allí en
gran abundancia. Al principio, la gente se comía a esos cerdos, pero luego dejó de
hacerlo por una buena razón. La sabana entre la altiplanicie y la jungla hervía de
antílopes, búfalos y animales por el estilo, y había muchos leones. Los leones
vagaban también por la altiplanicie, pero Bogonda significa «matador de leones» en
su propia lengua y, al cabo de pocas lunas, los grandes felinos se replegaron a las
zonas bajas. Pero, como los antepasados de Goru pronto pudieron comprender, no era
a los leones a quienes tenían que temer.
Al descubrir que los caníbales no entraban en las sabanas, descansaron de su
largo periplo y construyeron dos poblados. Bogonda Alta y Bogonda Baja. Kane se
hallaba en Bogonda Alta; había visto las ruinas del poblado inferior. Pero pronto
comprendieron que se habían perdido en un país de pesadillas armadas con garras y
colmillos goteantes. Escuchaban el agitar de poderosas alas en la noche y veían
sombras espantosas que cruzaban las estrellas y se perfilaban contra la luna. Los
niños comenzaron a desaparecer y un día un joven cazador se perdió en las colinas,
sorprendido por la llegada de la noche. Y, en la luz gris del alba, un cadáver
destrozado y devorado a medias cayó desde los cielos sobre la calle del poblado, y un
retazo de risa inhumana, procedente de lo alto, dejó helados a los espantados testigos.
Un poco más tarde, los bogondi descubrieron plenamente el horror en el que se
hallaban sumidos.
Al principio, los hombres alados tenían miedo de la gente negra. Se ocultaban y
salían de sus cuevas sólo de noche. Luego se hicieron más audaces. A plena luz del
día, un guerrero abatió a uno con una flecha, pero aquellos diablos ya sabían que
podían matar a un ser humano, y el grito de agonía atrajo a una multitud de demonios

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que cayeron de los cielos, para hacer pedazos al matador, en presencia de la tribu
entera.
Los bogondi se dispusieron entonces a abandonar aquel lugar diabólico y un
centenar de guerreros se dirigió a las colinas, en busca de un paso. Encontraron
paredes escarpadas, por las que podría trepar un hombre con dificultad, y vieron que
los riscos estaban horadados por las cavernas en las que moraban los hombres alados.
Fue entonces cuando se libró la primera gran batalla entre los humanos y los
hombres murciélago, en la que los monstruos obtuvieron una victoria aplastante. Los
arcos y lanzas de los negros resultaron poco eficaces ante los ataques en picado de
aquellos demonios con zarpas y no sobrevivió ni uno del centenar que se había
internado en las colinas; ya que los akaanas dieron caza a aquellos que huyeron y
atraparon al último a un tiro de flecha del poblado superior.
Los bogondi, viendo que no podían esperar atravesar las colinas, pensaron en
abrirse paso luchando por donde habían venido. Pero una gran horda de caníbales les
salió al paso en los pastizales y, tras una gran batalla que duró todo un día, se vieron
forzados a retroceder, quebrados y vencidos. Y Goru dijo que, mientras se
desarrollaba la batalla, los cielos estaban colmados de formas espantosas, que
trazaban círculos en lo alto y se reían al ver a los hombres morir en masa.
Por tanto, los supervivientes de esas dos batallas, lamiéndose las heridas,
aceptaron lo inevitable con el fatalismo de los negros. Habían sobrevivido mil
quinientos hombres, mujeres y niños, que construyeron sus cabañas, labraron las
tierras y vivieron estoicamente a la sombra de la pesadilla.
En aquellos días, había muchos hombres pájaro, y hubieran aniquilado a los
bogondi de habérselo propuesto. Ningún guerrero podía medirse con un akaana, ya
que eran más fuertes que los humanos, atacaban a la manera del halcón y, en caso de
fallar, sus alas les ponían a salvo de cualquier contraataque. En ese momento, Kane le
interrumpió para preguntar por qué los negros no habían combatido con arcos contra
los demonios. Pero Goru le contestó que se necesitaba ser un arquero rápido y certero
para herir a un akaana en pleno vuelo, y que su pellejo era tan duro que, a menos que
la flecha entrase recta, no lograría penetrar. Kane sabía que los negros eran arqueros
muy mediocres y que hacían sus puntas con piedra trabajada, hueso o hierro batido,
casi tan blando como el cobre; se le vino a la cabeza Poitiers y Agincourt y, sombrío,
deseó tener una fila de impasibles arqueros ingleses, o una mano de mosqueteros.
Pero Goru le dijo que los akaanas no parecían querer destruir del todo a los
bogondi. Se alimentaban sobre todo de los pequeños cerdos que tanto abundaban en
el altiplano, así como de cabritos. A veces llegaban hasta las sabanas en busca de
antílopes, pero no les gustaban los espacios abiertos y temían a los leones. Tampoco
cazaban en las junglas de más allá, ya que los árboles crecían demasiado juntos como
para permitirles abrir las alas. Se mantenían en las colinas y el altiplano… y nadie en
Bogonda sabía qué podía haber más allá de esas colinas.
Los akaanas dejaban que los negros habitasen la altiplanicie de la misma forma

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que los hombres dejan prosperar a los animales salvajes, o proveen a los lagos de
peces, para su propia diversión. El pueblo murciélago, decía Goru, tenía un extraño y
espantoso sentido del humor que se regocijaba en los sufrimientos de un humano
aullante. Aquellas terribles colinas habían devuelto los ecos de gritos que helaban el
corazón.
Pero durante muchos años, dijo Goru, una vez que los bogondi aprendieron a no
enfrentarse a sus amos, los akaanas se contentaron con arrebatar a un niño de vez en
cuando, o con devorar a una joven apartada del poblado o a un chico cogido fuera de
las cercas. El poblado desagradaba a la gente murciélago y, aunque daban vueltas por
encima, nunca se aventuraban en su interior. Los bogondi estuvieron a salvo hasta
aquellos últimos años.
Goru dijo que los akaanas estaban extinguiéndose con rapidez, y que ellos habían
llegado a confiar en que los restos de su raza pudieran sobrevivirles; en cuyo caso,
dijo con fatalismo, los caníbales saldrían sin duda alguna de la jungla y echarían a los
supervivientes a sus marmitas. Dudaba de que en aquellos momentos hubiera más de
ciento cincuenta akaanas con vida. Kane le preguntó por qué los guerreros no
organizaban una gran partida y destruían por completo a los diablos, y Goru sonrió
con amargura y volvió a repetir aquello sobre las proezas del pueblo murciélago en
batalla. Además, añadió, toda la tribu de Bogonda contaba ya con tan sólo
cuatrocientos miembros, y la gente murciélago era su única protección contra los
caníbales del oeste.
Goru dijo que los efectivos de la tribu habían menguado más en los últimos
treinta años que en todo el tiempo anterior. Y según el número de akaanas disminuía,
su ferocidad infernal se hacía mayor. Capturaban más y más bogondis para torturarlos
y comérselos en sus espantosas cavernas negras de las colinas, y Goru le habló de
incursiones repentinas contra las partidas de caza y contra aquellos que trabajaban en
los campos, y de noches espantosas, llenas de gritos y balbuceos horripilantes que
llegaban desde las colinas oscuras, y risas capaces de congelar la sangre que sólo eran
humanas a medias; de miembros arrancados y de sonrientes cabezas ensangrentadas
arrojadas desde los cielos al estremecido poblado, y de espeluznantes festines entre
las estrellas.
Y después llegó la sequía, dijo Goru, y una gran hambruna. Muchas fuentes se
secaron y la cosecha de arroz, ñame y plátanos se perdió. Los ñues, antílopes y
búfalos que constituían la mayor parte de la dieta cárnica de los bogondi se retiraron a
la jungla en busca de agua, y los leones, con el hambre sobreponiéndose a su miedo
al hombre, invadieron la altiplanicie. Murió mucha gente en la tribu, y el resto se vio
empujado por el hambre a comerse los cerdos que eran la presa natural de la gente
murciélago. Tal cosa hizo enfurecer a los akaana, aparte de menguar los cerdos. El
hambre, los bogondi y los leones aniquilaron a todas las cabras y a la mitad de los
cerdos.
Por último, el hambre remitió, pero el daño estaba hecho. De aquellas grandes

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manadas que otrora habían cubierto la altiplanicie sólo quedaban unos restos, y aun
ésos eran recelosos y difíciles de capturar. Los bogondi se habían comido a los
cerdos, así que los akaanas se comieron a los bogondi. La vida se volvió un infierno
para los negros, y el poblado inferior, que ya sólo contaba con unos ciento cincuenta
miembros, se rebeló. Llevados al límite por las repetidas atrocidades, se revolvieron
contra sus amos. Un akaana que se aventuró en las mismísimas calles del poblado
para raptar a un niño, fue asaeteado hasta la muerte. Luego, la gente de la Bogonda
Baja se metió en sus cabañas y esperó su sino.
Y éste llegó, dijo Goru, al caer la noche. Los akaanas habían vencido el disgusto
que sentían hacia las cabañas. La bandada entera salió de las colinas y la Bogonda
Alta se despertó con un espantoso cataclismo de gritos y blasfemias, que señalaban el
final del otro poblado. Durante toda la noche, la gente de Goru había estado en vela,
sudando por el terror, sin atreverse a moverse, escuchando los aullidos y balbuceos
que desgarraban la noche; y por último cesaron aquellos sonidos, dijo Goru al tiempo
que se enjugaba el sudor frío de la frente, sustituidos por los de un festín obsceno y
espantoso que llenó la noche con su burla demoníaca.
A primera hora de la mañana, la gente de Goru vio cómo aquella bandada infernal
aleteaba de regreso a sus colinas, como demonios que volasen de vuelta al infierno, y
su vuelo era lento y pesado, como el de buitres empachados. Más tarde, la gente se
atrevió a acercarse al poblado maldito y lo que vieron les hizo huir gritando; y, desde
aquel día, dijo Goru, ningún hombre se acercaba a menos de tres tiros de arco de
aquel silencioso horror. Y Kane meneó la cabeza, asintiendo, con sus ojos helados
sombríos como nunca.
Durante muchos días, después de eso, dijo Goru, la gente aguardó llena de
estremecido temor, y luego, llena de un miedo desesperado que hizo despertar una
crueldad indecible, la tribu echó a suertes y el perdedor fue atado a un poste situado
entre los dos poblados, con la esperanza de que los akaanas pudieran reconocer
aquello como un gesto de sumisión, de forma que la gente de Bogonda pudiera
escapar al destino de sus hermanos. Esa costumbre, dijo Goru, la habían tomado de
los caníbales, que en la antigüedad adoraban a los akaanas y les ofrecían sacrificios
humanos cada luna. Pero, por azar, habían descubierto que se podía matar a los
akaana, por lo que habían dejado de adorarles; o al menos ésa era la deducción de
Goru, que le explicó con gran detalle que ningún ser mortal es digno de una
verdadera adoración, no importa lo maligno o poderoso que pueda ser.
Sus propios antepasados habían hecho ocasionales sacrificios para aplacar a los
diablos alados, pero no se había convertido en una costumbre regular hasta esos
últimos tiempos. Ahora era algo necesario; los akaanas lo esperaban y, cada luna,
elegían de la cada vez más reducida tribu a un joven o a una chica, a los que ataban al
poste. Kane escrutó el rostro de Goru mientras éste le hablaba del dolor que le
producía esa servidumbre indecible, y el inglés comprendió que el sacerdote era
sincero. Kane se estremeció ante la idea de toda una tribu de humanos pereciendo

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lenta pero inexorablemente en las fauces de una raza de monstruos.
Kane le habló del infeliz con el que se había topado, y Goru cabeceó, con la pena
colmando sus dulces ojos. Un día y una noche había estado allí atado, mientras los
akaanas saciaban su infame sed de torturas en su carne estremecida y agonizante.
Pero, a la postre, los sacrificios habían impedido la destrucción de la tribu. Los cerdos
supervivientes daban sustento a los akaanas en declive, aparte de algún niño que
arrebataban de vez en cuando, y se contentaban con sus indescriptibles diversiones, a
costa de una sola víctima cada luna.
A Kane se le ocurrió algo.
—¿Y los caníbales nunca entran en la altiplanicie?
Goru meneó la cabeza; estaban a salvo en su jungla y nunca se arriesgaban en las
sabanas.
—Pero me estuvieron persiguiendo hasta el pie de las colinas.
Goru meneó de nuevo la cabeza. No había más que un caníbal, a juzgar por las
pisadas. Estaba claro que era un solo guerrero, que había vencido el temor hacia la
espantosa llanura y había pagado por ello su precio. Kane apretó los dientes, con un
crujido que era con lo que normalmente sustituía la blasfemia. Le dolía pensar que un
solo enemigo le había hecho huir. Ya no se asombraba de que le hubiera seguido con
tanta cautela, esperando la llegada de la noche para atacar. Pero, preguntó Kane, ¿por
qué los akaanas se habían apoderado del negro y no de él mismo? ¿Y por qué no le
había atacado el hombre murciélago que se había posado esa noche en su árbol?
El caníbal estaba sangrando, respondió Goru; el olor hizo que el diablo
murciélago atacase, ya que eran capaces de olfatear la sangre derramada desde tanta
distancia como los buitres. Y eran muy cautos. Nunca habían visto a un hombre como
Kane, que no mostraba miedo alguno. Sin duda habían decidido espiarle, en espera de
cogerle desprevenido.
Kane preguntó qué eran esas criaturas. Goru se encogió de hombros. Ya estaba
allí cuando llegaron sus antepasados, y éstos nunca habían oído hablar de tales seres.
No había relación alguna con los caníbales, así que no pudieron nunca preguntar por
ellos. Los akaanas vivían en cuevas, desnudos como las bestias; no conocían el fuego
y sólo comían carne fresca y cruda. Pero tenían un lenguaje y reconocían a una
especie de rey entre los suyos. Muchos murieron en la gran hambruna, cuando los
más fuertes se comieron a los más débiles. Se extinguían con rapidez y en los últimos
años no habían visto hembras o jóvenes entre ellos. Cuando por fin murieran aquellos
machos, ya no habría más akaanas, pero Bogonda ya estaba condenada, apuntó Goru,
a menos que… miró de forma extraña y anhelante a Kane. Pero el puritano estaba
profundamente sumido en sus pensamientos.
Entre la multitud de leyendas indígenas que había oído a lo largo de sus
vagabundeos, le vino una a la cabeza. Hacía mucho, mucho tiempo, un hombre yuyu
viejo, muy viejo, le había hablado acerca de demonios alados que llegaron del norte y
pasaron sobre su país, para desaparecer en el laberinto selvático del sur. Y el hombre

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yuyu contaba una leyenda vieja, muy vieja, sobre aquellas criaturas: la de que una
vez habían morado por millares en un gran lago de aguas amargas que se hallaba a
muchas lunas, hacia el norte, y que hacía eras y eras un gran jefe y sus guerreros les
habían combatido con arcos y flechas, dando muerte a muchos y forzando a huir
hacia el sur a los demás. El nombre de aquel jefe era N’Yasunna y disponía de una
gran canoa de guerra con muchos remos, que le llevaba con rapidez sobre las aguas
amargas.
Y de repente, fue como si un viento helado tocase a Solomon Kane, como si se
abriese una puerta comunicante con las Simas Exteriores del Tiempo y el Espacio.
Porque de golpe comprendió la verdad de aquel mito incomprensible, y esa otra
verdad de una leyenda más antigua y espantosa. Ya que el gran lago amargo no podía
ser otra cosa que el Mediterráneo, y aquel jefe N’Yasunna no podía ser otro que el
héroe Jasón, que había vencido y expulsado a las arpías… ¿expulsado a África y no a
las islas Estrofadas? Así que el viejo mito pagano era cierto, pensó desconcertado
Kane, estremecido ante los extraños mundos de fantasmagóricas posibilidades que tal
cosa abría. Ya que si el mito de las arpías era una realidad, ¿qué pasaba con las otras
leyendas, la de la Hidra, los centauros, la quimera, Medusa, Pan y los sátiros? ¿Todos
aquellos antiguos mitos escondían realidades de pesadilla dotadas de temibles garras
y dientes rezumantes de estremecedora maldad? ¡África, el continente oscuro, tierra
de horror, brujería y magia, en la que se habían refugiado todos los seres malignos,
huyendo de la creciente luz del mundo occidental!
Kane abandonó tales meditaciones con un sobresalto. Goru le estaba tirando con
suavidad y timidez de la manga.
—¡Sálvanos de los akaanas! —le rogó—. ¡Aunque no seas un dios, tienes tanto
poder como uno de ellos! Llevas en la mano el bastón yuyu que en tiempos pasados
fue el cetro de caídos imperios y el báculo de poderosos sacerdotes. Y tienes armas
que escupen la muerte entre fuego y humo, tal y como vieron nuestros jóvenes que
hacían al matar a dos akaanas. ¡Serás nuestro rey, nuestro dios, lo que quieras! Ha
pasado más de una luna desde que viniste a Bogonda y ha pasado ya el tiempo del
sacrificio, aunque el poste sangriento está vacío. Los akaanas rehúyen el poblado
porque tú estás aquí, y ya no nos raptan más niños. ¡Nos hemos zafado de su yugo
gracias a que confiamos en ti!
Kane se frotó las sienes.
—¡No sabes lo que me estás pidiendo! —gritó—. Bien sabe Dios que nada deseo
más que liberar a la tierra de una maldad como ésta, pero no soy ningún dios. Puedo
matar con mis pistolas a unos pocos diablos, pero me queda muy poca pólvora. Si
tuviera una buena provisión de pólvora y balas, y el mosquete que rompí en las
Colinas de los Muertos, donde rondaban los vampiros, entonces sí que tendríamos
una buena caza. Pero, aunque lograse matar a todos esos demonios, ¿qué pasa con los
caníbales?
—¡También te tienen miedo! —gritó el viejo Kuroba, al tiempo que la chica,

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Nayela, y el muchacho, Loga, que debiera haber sido el siguiente sacrificado, le
contemplaban con el alma en un puño. Kane apoyó el mentón en el puño y suspiró.
—Entonces me quedaré en Bogonda el resto de mi vida, si pensáis que eso servirá
para proteger a la gente.
Así pues, Solomon Kane se asentó en el poblado de Bogonda de las Sombras.
Aquélla era buena gente, cuyos espíritus, de natural vivaz y alegre, se veían
oprimidos y entristecidos por la larga estancia en las Sombras. Pero ahora la llegada
del blanco les habían dado nuevos ánimos y a Kane se le encogía el corazón al ver la
patética confianza que depositaban en él. Pero ahora cantaban en los campos y
bailaban en torno a las hogueras, y le miraban con fe ciega en los ojos. Y Kane,
maldiciendo lo inerme que se hallaba, sabía cuán inútil habría de ser su imaginaria
protección si los diablos alados caían en masa sobre ellos desde los cielos.
Pero se quedó en Bogonda. En sus sueños, las gaviotas trazaban círculos sobre los
riscos del viejo Devon, que se recortaban contra los cielos limpios, azules y ventoso,
y durante el día la llamada de las tierras desconocidas, situadas más allá de Bogonda,
le rasguñaba el alma, llenándola de un fiero anhelo. Pero siguió en Bogonda,
exprimiéndose el cerebro en busca de un plan. Se sentaba y contemplaba durante
horas el bastón yuyu, ansiando lleno de desesperación que su magia negra pudiera
ayudarle, allá donde la mente blanca fracasaba. Ya en una ocasión había convocado al
brujo de la Costa de los Esclavos, a través de leguas y más leguas; pero N’Longa sólo
acudía cuando se veía enfrentado a enemigos sobrenaturales, y aquellas arpías no lo
eran.
El germen de una idea comenzó a echar raíces en el fondo de la mente de Kane,
pero acabó por descartarla. Tenía que ver con grandes trampas, ¿pero cómo atrapar a
los akaanas? El rugido de los leones prestaba un hosco acompañamiento a sus hondas
meditaciones. Según iban desapareciendo los hombres de la altiplanicie, las bestias
carniceras que sólo temían a las lanzas de los cazadores comenzaba a ocuparla. Kane
soltó una risa amarga. Sus enemigos no eran leones a los que se pudiera dar caza y
simplemente abatir.
A cierta distancia del poblado se alzaba la gran cabaña de Goru, que una vez fuera
la del consejo. Esta cabaña estaba repleta de extraños fetiches que, según decía Goru,
con desamparados gestos de sus gruesas manos, aunque eran magia poderosa contra
los espíritus malignos, prestaban escasa protección contra los alados demonios de
carne, hueso y cartílago.

IV
LA LOCURA DE SOLOMON

Kane se despertó de repente de un sueño sin sueños. Una espantosa cacofonía de


gritos llenó de forma horrible sus oídos. En el exterior de la cabaña, la gente moría en

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plena noche, de forma horrible, como ganado en el matadero. Había estado
durmiendo, como siempre, con las armas al alcance de la mano. Se lanzó a la puerta y
algo cayó balbuceando y babeando a sus pies, y se le agarró a las rodillas con un
abrazo convulsivo, al tiempo que murmuraba ruegos incoherentes. A la débil luz del
moribundo fuego más cercano, Kane reconoció horrorizado el rostro del joven Loga,
ahora lacerado de forma espantosa y empapado de sangre, que se congelaba ya en una
máscara de muerte. La noche estaba llena de sonidos espantosos y aullidos
inhumanos, mezclados con el susurrar de grandes alas, el destrozar de la paja y
espantosas risas demoníacas. Kane se libró de los brazos del muerto y saltó hacia el
fuego moribundo. No podía distinguir sino un tumulto confuso e indistinto de figuras
que huían y siluetas que caían sobre ellas, así como el agitar de alas oscuras contra las
estrellas.
Cogió una rama ardiente y la lanzó contra el tejado de su choza; y, cuando las
llamas saltaron para mostrarle lo que sucedía, se quedó helado de horror. Un destino
rojo y aullante había caído sobre Bogonda. Los monstruos alados recorrían gritando
las calles, revoloteaban sobre las gentes en fuga o hacían pedazos los techos de las
cabañas para atacar a las balbucientes víctimas que se refugiaban en su interior.
Con un grito de espanto, el inglés se sacudió su trance de horror, alzó una pistola
y abrió fuego contra una veloz sombra de ojos ardientes, haciéndola caer a sus pies
con el cráneo destrozado. Y Kane, con un bramido profundo y fiero, se lanzó de
cabeza a la lucha, con la furia de berserk de sus paganos antepasados sajones
cobrando en él terrible forma.
Aturdidos y desconcertados por el ataque repentino, acobardados por largos años
de sumisión, los bogondi eran incapaces de ofrecer una resistencia conjunta y la
mayor parte de ellos murieron como ovejas. Algunos, enloquecidos por la
desesperación, plantaban cara, pero sus flechas se perdían o rebotaban en las recias
alas, al tiempo que la infernal agilidad de las criaturas hacía que los lanzazos y
hachazos fueran muy poco eficaces. Alzaban el vuelo para esquivar los golpes de sus
víctimas y, caían sobre sus espaldas para derribarles por tierra, donde los colmillos y
garras hacían entonces su roja labor.
Kane vio al viejo Kuroba, demacrado y manchado de sangre, respaldarse contra la
pared de una cabaña, con el pie sobre el cuello de un monstruo que no había sido lo
bastante rápido. Aquel jefe de rostro terrible empuñaba un hacha a dos manos y
lanzaba grandes golpes ondulantes que, de momento, mantenían a raya a un aullante
tropel de media docena de diablos. Kane corría en su ayuda cuando le detuvo un
gemido bajo y lastimero. La joven Nayela se retorcía débilmente, caída en el polvo
ensangrentado, mientras uno de aquellos seres, como un buitre, acuclillado sobre su
espalda, le desgarraba las carnes. Sus ojos, ya vidriosos, buscaron el rostro del inglés,
con angustiada súplica. Kane lanzó un amargo juramento y disparó a quemarropa. El
demonio alado se fue hacia atrás con un horrendo alarido y un salvaje agitar de alas
moribundas; Kane se inclinó sobre la chica agonizante, que sollozó y le besó las

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manos con labios inseguros, mientras él le acunaba la cabeza entre las manos. Luego
cerró los ojos.
Kane dejó con suavidad el cuerpo en el suelo, y buscó con la mirada a Kuroba.
Sólo pudo ver una multitud de horrendas figuras apelotonadas, chupando y
desgarrando algo que había en el centro del grupo. Y Kane enloqueció. Con un grito
que hendió aquel infierno en el que se hallaba sumido, se abalanzó hacia delante,
matando incluso mientras se incorporaba, ya que, al levantarse, sacó y tiró,
atravesando una garganta de buitre. Luego liberó su espada y, mientras el ser se
debatía y retorcía en los estertores de muerte, el enfurecido puritano cargó en busca
de nuevas víctimas.
Allá adonde miraba, la gente de Bogonda moría de forma espantosa. Luchaban en
vano o huían, y los demonios les cazaban como halcones a liebres. Corrían a
ocultarse en las cabañas y aquellos demonios desgarraban las techumbres de paja o
hundían las puertas, y lo que entonces ocurría allí dentro quedaba
misericordiosamente oculto a los ojos de Kane. Y al blanco, frenéticamente alterado
por el espanto, se le antojó que él era el único culpable. Los negros habían confiado
en que él les salvaría. Habían interrumpido los sacrificios y desafiado a sus terribles
amos, y ahora estaban pagando el horrible precio, y él era incapaz de salvarles. En
sus ojos, enturbiados por la agonía, que se volvían hacia Kane, se paladeaban los
negros posos de la copa amarga. No había rabia o la súplica del miedo. Era dolor y un
reproche aturdido. Era su dios y les había fallado.
Y ahora él rondaba entre la masacre, y los diablos le evitaban, buscando presas
más fáciles en los negros. Pero no se podía ignorar a Kane. En medio de una bruma
roja que no procedía de la cabaña en llamas, vio el horror supremo; una arpía que
sujetaba un cuerpo retorcido y desnudo que otrora fuera una mujer, y unos colmillos
lobunos que se hundían bien profundo en la carne, devorando. Cuando Kane saltó
sobre ella, golpeando, el hombre murciélago arrojó a su sollozante y destrozada presa
y alzó el vuelo. Pero Kane desechó su espada y con la furia de una pantera sedienta
de sangre, cogió al demonio por el cuello y le echó las piernas a la cintura.
De nuevo se encontró combatiendo en pleno aire, pero esta vez sobre los techos
de las cabañas. El terror había echado raíces en el frío cerebro de la arpía. No luchaba
para atrapar y matar, y lo único que buscaba era librarse de ese ser silencioso que
colgaba de ella y que la apuñalaba con tremenda furia, buscando su vida. Se debatió
con salvajismo, gritando de forma horrenda al tiempo que sacudía las alas, y luego,
cuando el puñal de Kane se hundió más profundamente, cayó de repente de lado y se
desplomó de cabeza.
La techumbre de una cabaña detuvo su caída, y Kane y la arpía agonizante la
atravesaron para caer revueltos en el suelo de la cabaña. En el desvaído resplandor de
la cabaña que ardía en el exterior, Kane vio un horror capaz de conmover cualquier
mente: colmillos rojos y goteantes en una boca como una caverna, y un remedo
carmesí de forma humana que aún se retorcía en los estertores de la agonía. Entonces,

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a través del laberinto de locura en el que se hallaba sumido, sus dedos de acero se
cerraron sobre la garganta del diablo, en un apretón que los arañazos de las garras ni
los aleteos pudieron quebrar, hasta que sintió que aquella vida espantosa se escapaba
entre sus dedos, y el cuello huesudo se quebró.
La roja locura de la carnicería continuaba en el exterior. Kane se incorporó, sus
manos buscando a ciegas cualquier arma, y, según salía en tromba de la cabaña, una
arpía alzó el vuelo a sus mismos pies. Kane había cogido un hacha y con ella lanzó
un golpe que hizo saltar los sesos del demonio como si fueran agua. Se abalanzó
hacia delante, dando traspiés entre cuerpos y porciones de cuerpos, la sangre
brotando por una docena de heridas, y luego se detuvo aturdido, gritando de rabia.
El pueblo murciélago se echaba al aire. No querían enfrentarse más tiempo a
aquel loco blanco que, en su demencia, era aún más terrible que ellos. Pero no se
marchaban solos a las regiones aéreas. Llevaban en sus pérfidas garras formas que se
debatían y gritaban: y
Kane, lanzando golpes con su hacha goteante, se encontró solo en un poblado
sembrado de cadáveres.
Echó la cabeza atrás y gritó su odio a los demonios de los aires, y sintió cómo le
caían grandes gotas cálidas en el rostro, mientras que los cielos ensombrecidos se
llenaban de gritos de agonía y de la risa de los monstruos. Y el último vestigio de
razón se esfumó en Kane al oír cómo los sonidos de aquel horrendo festín inundaban
la noche, y la sangre que llovía de las estrellas le salpicaban la cara. Fue de un lado
para otro, gritando blasfemias inconexas.
¿Acaso no era un símbolo del Hombre, tambaleándose entre huesos
mordisqueados y sonrientes cabezas cortadas, blandiendo un hacha inútil, y gritando
de forma incoherente su odio a las formas espantosas y aladas de la Noche que hacían
de él su presa, arremolinándose llenos de triunfo demoníaco sobre su cabeza y
arrojando a sus ojos enloquecidos la pobre sangre de sus víctimas humanas?

V
EL BLANCO VICTORIOSO

Un amanecer blanquecino y súbito nació sobre las colinas negras para alumbrar
de forma estremecedora las rojas ruinas que habían sido el poblado de Bogonda. Las
cabañas estaban intactas, a excepción de una que se había convertido en rescoldos
humeantes, pero muchos techos estaban destrozados. Había huesos arrancados en las
calles, desprovistos a medias o por completo de carne, y algunos estaban destrozados,
como si los hubieran arrojado desde una gran altura.
Era un territorio de muerte, en el que no se veía un solo signo de vida. Solomon
Kane se apoyó en su hacha ensangrentada y contempló la escena con ojos turbios y
enloquecidos. Estaba sucio y manchado de sangre, ya medio seca, procedente de

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profundos tajos en el pecho, la cara y las espaldas, pero no prestaba ninguna atención
a sus propias heridas.
La gente de Bogonda no había muerto sola. Diecisiete arpías yacían entre los
huesos. El propio Kane había matado a seis de ellas. El resto había caído bajo la
desesperación frenética y agónica de los negros. Era una compensación
insignificante. Ni una sola de las cuatrocientas personas de la Bogonda Alta había
sobrevivido para ver el alba. Y las arpías se habían ido… de vuelta a sus cuevas en
las colinas negras, ahítas a más no poder.
Con paso lento y maquinal, Kane fue reuniendo sus armas. Encontró su espada,
puñal, pistolas y el bastón yuyu. Abandonó el poblado principal y subió la cuesta,
rumbo a la gran cabaña de Goru. Y allí hubo de detenerse, golpeado por un nuevo
horror. El espantoso humor de las arpías las había llevado a cometer una burla
sangrienta. Sobre las puertas de la cabaña, le contemplaba la cabeza cortada de Goru.
Las gruesas mejillas colgaban fláccidas, los labios se curvaban con aspecto de
estupidez espantada, y los ojos eran como los de un niño lastimado. Y en aquellos
ojos muertos, Kane vio asombro y reproche.
Kane contempló las ruinas de lo que había sido Bogonda, y luego observó la
máscara mortal de Goru. Alzó dedos como garras sobre la cabeza y, con ojos
llameantes vueltos al cielo y labios cubiertos de saliva maldijo al cielo y a la tierra, y
a las esferas que se hallan por encima y por debajo. Maldijo las frías estrellas, el sol
ardiente, la burlona luna y el susurro del viento. Maldijo todas las suertes y destinos,
todo lo que había amado u odiado, las silenciosas ciudades bajo los mares, las eras
pretéritas y los eones futuros. En un estallido de blasfemias capaces de estremecer el
alma más curtida, maldijo a los dioses y demonios que se divierten a costa de la
humanidad, y maldijo al Hombre que vive ciego y que ciegamente ofrece el lomo a
los pies, con cascos de hierro, de sus dioses.
Sólo se detuvo al faltarle el aliento, jadeante. En los terrenos bajos resonaba el
profundo rugido de un león y en los ojos de Solomon apareció un destello de cordura.
Se irguió y se quedó inmóvil, y en su locura concibió un plan desesperado. Y para sus
adentros se desdijo de sus blasfemias; ya que si bien esos dioses de cascos
implacables hacen del Hombre su diversión y juguete, también es cierto que le dan un
cerebro capaz de astucias y crueldades mayores que la de ningún otro ser viviente.
—Aquí te quedarás —le dijo Solomon Kane a la cabeza de Goru—. El sol te
marchitará y los helados rocíos de la noche te consumirán. Pero yo te protegeré de las
aves y tus ojos verán caer a tus asesinos. Sí; no he podido salvar a la gente de
Bogonda, pero por el Dios de los míos que los vengaré. El Hombre es deporte y
sustento de titánicos seres de Noche y Horror, cuyas alas gigantescas se ciernen sobre
él. Pero aun a los seres malignos ha de llegarles el final; ya lo verás, Goru.
En los días que siguieron, Kane trabajó sin descanso, comenzando con la primera
luz grisácea del alba y rematando después del ocaso, a la luz blanca de la luna, hasta
que caía en el sueño del agotamiento total. Engullía la comida y no prestaba atención

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alguna a sus heridas, casi sin percatarse de que se iban curando por sí solas. Fue a las
tierras bajas y cortó tallos largos y duros de bambú. Cortó también gruesas ramas de
árboles y recias lianas que habrían de servirle a modo de cuerdas. Y, con todo aquel
material, se dedicó a reforzar las paredes y el techo de la cabaña de Goru. Hundió los
bambúes bien hondo en tierra, ceñidos a las paredes, y los entrelazó y unió, atándolos
con lianas que eran flexibles y recias como cuerdas. Colocó las largas ramas sobre el
tejado y las ató también bien prietas. Una vez que hubo acabado, ni un elefante
hubiera podido atravesar aquellas paredes.
Los leones habían invadido la altiplanicie en gran número, y los rebaños de
cerditos disminuían con rapidez. A los que escapaban de los leones, Kane los mataba
y se los dejaba a los chacales. Esto le pesaba, ya que era hombre bondadoso y esa
carnicería indiscriminada, aunque fuera a costa de cerdos que de todas formas habían
de ser cazados por otros animales, le entristecía. Pero tal cosa formaba parte de su
plan de venganza, por lo que hubo de endurecer su corazón.
Los días se convirtieron en semanas. Kane trabajaba día y noche, y en los
descansos hablaba con la cabeza marchita y momificada de Goru, cuyos ojos, de
forma bastante extraña, no cambiaban con el resplandor del sol y con los rayos de la
luna, sino que guardaban una expresión de vida. Kane se preguntaba si era verdad esa
impresión que tenía de que los resecos labios de Goru se movían respondiendo,
hablando de cosas extrañas y misteriosas.
Kane vio a los akaana trazando círculos en el cielo, a lo lejos, y, aunque no se
acercaron, dormía en la gran cabaña, con la pistola a mano. Temían el poder que tenía
de repartir la muerte con humo y trueno. Se percató de que al principio volaban
perezosamente, atiborrados de la carne de aquellos a los que habían devorado aquella
noche roja, así como de los cuerpos de los que habían arrastrado a sus cavernas. Pero,
según fueron pasando las semanas, parecían más y más flacos, y volaban cada vez
más lejos en busca de alimento. Y Kane se reía de forma profunda y enloquecida. No
hubiera podido llevar antes su plan a cabo, pero ahora no había humanos que
pudieran saciar el apetito de las arpías. Y ya no había tampoco cerdos. En toda la
altiplanicie no había criaturas que pudieran alimentar a la gente murciélago. Kane
creía saber qué era lo que las impedía volar más lejos hacia el este. Ésa debía de ser
una región de junglas espesas, semejante a los territorios del oeste. Les veía
sobrevolar los pastizales en busca de antílopes y vio cómo los leones les hacían pagar
el precio. Después de todo, los akaanas eran predadores bastante débiles, sólo aptos
para matar cerdos, antílopes… y humanos.
Al final, comenzaron a volar cerca de él por la noche, de forma que podía ver sus
ojos ávidos resplandeciendo en la oscuridad. Así que decidió que ya era hora. Búfalos
enormes, demasiado grandes como para que la gente murciélago pudiera abatirlos,
habían invadido la altiplanicie para enseñorearse en los abandonados campos del
masacrado pueblo negro. Kane apartó a uno de la manada y lo atrajo con gritos y
lanzamiento de piedras hasta la cabaña de Goru. Fue una labor aburrida y peligrosa, y

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en más de una ocasión Kane apenas escapó de las súbitas embestidas de aquel toro
feroz, pero insistió hasta que, por último, pudo pegarle un tiro a la bestia delante de la
cabaña.
Soplaba un fuerte viento oeste y Kane arrojó puñados de sangre al aire, tratando
de que el aroma llegase hasta las arpías, en sus colinas. Descuartizó al búfalo y metió
los trozos en la cabaña, antes de arrastrar dentro también el tronco. Luego se ocultó
en la espesa arboleda cercana a aguardar acontecimientos.
No tuvo que esperar mucho. El aire de la mañana se llenó de repente con el batir
de multitud de alas y la odiosa bandada se posó ante la cabaña de Goru. La totalidad
de las bestias —u hombres— parecían estar allí, y Kane contempló asombrado a
aquellas criaturas altas y extrañas, a la vez tan parecidas y tan distintas a la
humanidad; los auténticos demonios de una antigua leyenda. Plegaron las alas
alrededor del cuerpo, como si fueran capas, mientras se sostenían sobre dos pies y se
consultaban entre ellos con voces estridentes y crepitantes que no tenían nada de
humanas. No, se dijo Kane, aquellos seres no eran humanos. Era la encarnación de
alguna espantosa broma de la naturaleza; alguna parodia de la infancia del mundo,
cuando la Creación no era más que un experimento. Quizás eran el resultado de
alguna unión obscena y prohibida entre hombres y bestias; pero lo más seguro es que
fuesen la manifestación monstruosa de alguna rama de la evolución; ya que Kane
sentía débilmente desde hacía mucho que algo había de verdad en las heréticas teorías
de los antiguos filósofos; esas que decían que el hombre no es sino un animal muy
elevado. Y, si la Naturaleza había creado extrañas bestias en eras pretéritas, ¿por qué
no habría de haber experimentado con formas monstruosas de humanidad? Sin duda,
el Hombre, tal y como Kane lo conocía, no era el primero de su género en hollar la
tierra, y tampoco habría de ser el último.
Ahora las arpías dudaban, debido a su rechazo innato a los edificios, y algunas se
posaron en el techo, tratando de romper la techumbre. Pero Kane lo había construido
demasiado bien. Volvieron al suelo y por último, vencida su resistencia por el hedor
de la sangre vertida y la visión de la carne que aguardaba en el interior, se
aventuraron a entrar. En un instante abarrotaron la gran choza, rasgando con
voracidad la carne, y cuando hasta la última estuvo dentro, Kane alzó una mano y tiró
de una larga liana que sujetaba el pestillo de la trampilla que había elaborado. Ésta
cayó con gran estruendo y la tranca que había diseñado se emplazó en su lugar.
Aquella trampilla podía soportar la carga de un toro salvaje.
Kane salió de su escondite y escudriñó el cielo. Unas ciento cuarenta arpías
habían entrado en la cabaña. No vio seres alados en los cielos y se consideró a salvo,
al suponer que toda la bandada había quedado atrapada. Entonces, con una sonrisa
cruel y meditabunda, Kane golpeó eslabón y pedernal sobre un montón de hojas
muertas, cerca de la pared. En el interior, se escuchaba un murmullo de desasosiego,
ya que las criaturas habían descubierto que estaban atrapadas. Un hilo de humo se
alzó, seguido de una llamarada roja; el montón se encendió, incendiando el bambú

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seco.
En pocos momentos, toda la pared estaba en llamas. Los demonios del interior
olieron el humo y se alteraron aún más. Kane oyó cómo cacareaban enloquecidos y
rasguñaban en los muros. Sonrió de forma salvaje, sombrío y sin alegría. Luego, un
golpe de viento hizo crecer las llamas y prendió la techumbre; y, con un rugido, toda
la cabaña quedó envuelta en las llamas. En el interior, estalló un pandemónium
espantoso. Kane escuchó cómo los cuerpos impactaban contra las paredes, que se
estremecían ante los golpes, pero aguantaban. Los horrendos gritos eran música para
su alma y, agitando los brazos, les contestaba con alaridos de una risa espantosa y
estremecedora. El cataclismo de horror se alzó imparable, haciendo palidecer el
tumulto de las llamas. Luego menguó a un caos de extraños balbuceos y boqueos, al
tiempo que las llamas lo consumían todo y el humo se hacía más espeso.
La atmósfera se llenó con un intolerable hedor a carne quemada, y de haber
habido lugar en el cerebro de Kane para algo que no fuera triunfo enloquecido, se
hubiera estremecido al comprender que el hedor era ese nauseabundo e indescriptible
que sólo puede proceder de la carne humana al quemarse.
A través de la espesa nube de humo, Kane vio cómo un ser lacerado y
balbuceante emergía a través del techo destrozado y aleteaba de forma lenta y
agonizante, con alas que ardían de forma espantosa. Apuntó con calma y disparó, y
aquel ser chamuscado y ciego se desplomó de vuelta al incendio, justo en el momento
en que las paredes se derrumbaban. Kane creyó ver cómo el consumido rostro de
Goru, que se desvanecía entre el humo, mostraba de repente una gran sonrisa, y
soltaba un repentino grito de risa y júbilo humanos que se mezclaba de forma extraña
con el bramido de las llamas. Pero el humo y las mentes enloquecidas juegan extrañas
pasadas.

Kane se quedó plantado, con el bastón yuyu en una mano y la pistola humeante
en la otra, ante las carbonizadas ruinas que habrían de ocultar por siempre, a ojos del
hombre, a esos monstruos terribles y semihumanos que otro héroe de piel blanca
había expulsado de Europa en una era desconocida. Kane estaba plantado como una
inconsciente estatua de triunfo; los antiguos imperios caen, la gente de piel oscura se
esfuma e incluso los demonios de la antigüedad lanzan sus últimas boqueadas; pero
sobre todo ello se alzan los bárbaros arios de piel blanca, ojos fríos, dominantes, los
mejores luchadores de la tierra, vistan ropas de piel de lobo y cascos de cuernos, o
botas y jubones; empuñen hachas de batalla o espadas; se llamen a sí mismos dorios,
sajones o ingleses; sea su nombre Jason, Hengist o Solomon Kane.
Kane se quedó allí plantado, mientras el humo se arremolinaba en el cielo
matutino, con el rugido de los leones a la caza resonando sobre la altiplanicie, y
lentamente, como una luz que asoma entre las brumas, fue recobrando la cordura.
—La luz de la mañana divina penetra en la oscuridad y en las tierras

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desamparadas —dijo con voz sombría Solomon Kane—. La maldad gobierna sobre
grandes territorios, pero aun ésta ha de llegar a su fin. El alba sigue a la noche e
incluso en esta tierra perdida las sombras han de ceder. Extraños son tus caminos, oh,
Dios de mi gente, ¿y quién soy yo para cuestionar tu sabiduría? Mis pies han hollado
caminos malignos pero Tú me has hecho salir intacto y me has convertido en el azote
de los Poderes Malignos. Sobre las almas de los hombres se extienden las alas de
cóndor de monstruos colosales, y toda clase de seres malignos hacen presa en el
corazón, el alma y el cuerpo de los hombres. Pero un día las sombras se desvanecerán
y el Príncipe de la Oscuridad será encadenado por siempre en su infierno. Hasta ese
día, la humanidad ha de hacer frente a los monstruos que habitan dentro y fuera de su
corazón, y con la ayuda de Dios triunfará.
Y Solomon Kane miró las silenciosas colinas, y sintió la silenciosa llamada de las
colinas y las tierras desconocidas que se encontraban más allá; y Solomon Kane se
apretó el cinto, empuñó con firmeza el bastón y se encaminó hacia el este.

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LOS PASOS EN EL INTERIOR
Solomon Kane observó con ojos sombríos a la negra que yacía muerta a sus pies.
Era poco más que una niña, pero sus miembros quebrados y los ojos abiertos de par
en par mostraban lo mucho que había sufrido antes de que la muerte le otorgase una
liberación misericordiosa. Kane se fijó en las llagas producidas por los grilletes en
sus miembros, las heridas profundas que se entrecruzaban en su espalda, la marca de
yugo en su cuello. Sus ojos fríos se tornaron más profundos, y en ellos asomaron
destellos y luces heladas, como nubes que pasasen sobre simas de hielo.
—Han llegado incluso hasta este país solitario —murmuró—. Creí que no…
Levantó la cabeza y miró hacia el este. Había puntos negros contra el azul, dando
vueltas y más vueltas.
—Los milanos delatan su paso —musitó el inglés alto—. La destrucción corre
delante de ellos, y la muerte detrás. Temed, hijos de la iniquidad, porque la ira del
Señor está a punto de alcanzaros. Soltarán las correas que sujetan los cuellos de
hierro de los sabuesos del odio, y el arco de la venganza ha sido ya tensado. Sois
implacables y fuertes, y las gentes gimen bajo vuestras botas, pero vuestro castigo
llega al amparo de la negrura de la medianoche y del enrojecer del alba.
Se ciñó el cinto del que colgaban los pistolones y el agudo puñal, tocó
instintivamente la espada larga envainada al costado, y se encaminó hacia el este,
sigiloso pero veloz. Una rabia cruel ardía en sus ojos profundos, que eran como
azules fuegos volcánicos que llameasen bajo leguas de hielo, y la mano con la que
asía su bastón largo y con pomo en forma de cabeza de gato era como de hierro.
Tras algunas horas de rápido viaje, pudo escuchar cómo la columna de esclavos
se abría paso fatigosamente a través de la jungla. Los gritos lastimeros de los
esclavos, las voces y maldiciones de los guías y el restallar de los látigos llegaban con
nitidez a sus oídos. Al cabo de una hora pudo darles alcance y, mirando por entre la
vegetación, en paralelo al camino que seguían los esclavistas, les espió sin riesgo.
Kane había combatido con los indios del Darién y había aprendido mucho de ellos
sobre las selvas.
Más de un centenar de negros, entre hombres y mujeres jóvenes, se tambaleaban
por la senda, completamente desnudos y uncidos por crueles cepos de madera,
semejantes a yugos. Esos yugos, toscos y pesados, les sujetaban por las gargantas y
les mantenían unidos de a dos. Los yugos a su vez estaban ligados unos con otros,
hasta formar una larga cadena. Los esclavistas eran una quincena de árabes y unos
setenta guerreros negros, cuyo armamento y fantásticos atavíos les delataban como
miembros de alguna tribu oriental; una de esas tribus que habían sido subyugadas,
islamizadas y convertidas en aliadas por los conquistadores árabes.
Unos cinco árabes abrían la marcha, acompañados de alrededor de treinta
guerreros, y otros cinco cubrían la zaga con el resto de los musulmanes negros. Los
demás iban a la altura de los tambaleantes esclavos, azuzándoles con gritos y

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maldiciones, así como con látigos largos y crueles que hacían saltar la sangre a cada
golpe. Se le vino a la cabeza a Kane que aquellos esclavistas eran unos torpes,
además de canallas, porque así no más de la mitad de los esclavos iba a sobrevivir a
los rigores del viaje hacia la costa. Le resultaba asombrosa la presencia de aquellos
saqueadores, ya que aquel territorio se hallaba muy al sur de las zonas que solían
frecuentar los musulmanes. Pero, como bien sabía el inglés, la avaricia puede llevar a
los hombres muy lejos. Llevaba mucho tiempo lidiando con aquellos caballeros. Y,
mientras miraba, viejas cicatrices comenzaron a quemarle en la espalda, marcas
producidas por los látigos musulmanes en una galera turca. Y aún más hondo ardía el
inextinguible odio de Kane.
Les siguió, pegándose a sus enemigos como un espectro, y mientras les daba caza
a través de la jungla, se estrujaba los sesos en busca de un plan. ¿Cómo vencer a
aquella horda? Todos los árabes y muchos de los negros portaban armas de fuego;
arcabuces de mecha, largos y poco fiables, cierto, pero suficientes como para
amedrentar a cualquier tribu de indígenas que tratase de hacerles frente. Algunos
llevaban, en sus fajas anchas, largas pistolas ornadas en plata de diseño más efectivo;
armas de chispa de factura mora y turca.
Kane les siguió como un fantasma acechante y la rabia y el odio le consumían el
alma como un cáncer. Cada chasquido del látigo era como un golpe que recibiera en
sus propias espaldas. El calor y la crueldad de los trópicos gastan extrañas pasadas a
los hombres blancos. Las pasiones ordinarias se vuelven algo monstruoso; la
irritación se torna en rabia de berserker, la furia estalla en locura inesperada y los
hombres matan envueltos en una bruma roja de pasión, para quedar asombrados y
espantados, acto seguido, ante lo que han hecho.
La furia que Solomon Kane sentía hubiera bastado, en cualquier tiempo y lugar,
para conmover a cualquier hombre hasta los huesos, de forma que allí alcanzaba
proporciones monstruosas, por lo que Kane se estremecía como si unas garras heladas
y férreas rasguñasen en su cerebro, y veía a esclavos y esclavistas a través de una
bruma carmesí. Pero, aun así, esa locura producto del odio no le hubiera llevado a
actuar de no haber mediado un suceso infortunado.
Uno de los esclavos, una chica delgada, se desvaneció de repente y cayó a tierra,
arrastrando con ella a su compañero de yugo. Un árabe alto, de nariz ganchuda, aulló
de forma salvaje y la azotó con saña. Su compañero de yugo se incorporó en parte,
tambaleante, pero la chica se quedó en el suelo, retorciéndose débilmente bajo la
tralla, evidentemente incapaz de incorporarse. Gemidos lastimeros se escapaban de
sus labios resecos, y los otros esclavistas se acercaron para descargar sus látigos en la
carne estremecida y abrir tajos de agonía roja.
Media hora de descanso y un poco de agua la hubieran revivido, pero los árabes
no tenían tiempo que perder. Solomon, que se había mordido en el brazo hasta que los
dientes se hundieron en la propia carne, tratando de mantener el control, dio gracias a
Dios de que los latigazos hubieran cesado y se hizo fuerte para ver cómo el rápido

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relampagueo de la daga acababa con las penas de la chica. Pero los árabes querían un
poco de diversión. Ya que la chica no iba a reportarles beneficios en el mercado,
sacarían algún placer de ella, y su sentido del humor era de esos que podía convertir
la sangre de un hombre en agua helada.
Un grito del primero de los árabes hizo que los demás se agolpasen a su
alrededor, con sus rostros barbudos hendidos por sonrisas de regocijada anticipación,
mientras los guerreros negros se alineaban cerca, los ojos embrutecidos centelleando.
Los castigados esclavos comprendieron cuáles eran las intenciones de sus amos y
prorrumpieron en un coro de gritos lastimeros.
Kane, enfermo de horror, comprendió también que la muerte de la chica no iba a
ser algo fácil. Sabía lo que aquel musulmán alto iba a hacer, cuando le vio cómo se
cernía sobre ella con una daga afilada, semejante a las que los árabes usaban para
desollar. La locura pudo al inglés. Valoraba en poco su propia vida; la había
arriesgado sin pensar por salvar a un bebé negro o a un animalillo. Sin embargo, no
hubiera arruinado premeditadamente su única esperanza de ayudar a aquellos
desgraciados de la caravana de esclavos. Actuó sin pensar. Una pistola humeaba en su
mano y el alto matarife estaba tendido en el polvo con los sesos desparramados, antes
de que el propio Kane se diera cuenta de lo que había hecho.
Estaba casi tan asombrado como los árabes, que se quedaron helados por un
instante, antes de estallar en un pandemónium de aullidos. Los hubo que alzaron sus
toscos fusiles de mecha y descargaron pesadas bolas contra los árboles, mientras el
resto, pensando sin duda que les habían tendido una emboscada, se lanzó a una carga
temeraria por la jungla. Lo audaz y lo súbito de esa acción fue lo que perdió a Kane.
Si hubieran dudado un momento más podría haberse desvanecido sin ser visto, pero,
en aquella tesitura, no vio otra salida que hacerles frente y vender su vida tan cara
como le fuera posible.
De hecho, se encaró con sus aullantes agresores con cierta satisfacción feroz.
Ellos se detuvieron, de repente asombrados, al toparse con aquel inglés alto y
taciturno que surgió de detrás de un árbol, y al momento siguiente uno de ellos caía
muerto, con una bala salida de la pistola que Kane empuñaba. Entonces se arrojaron
sobre su solitario contrincante, con aullidos de rabia salvaje. Kane se guardó las
espaldas contra un grueso tronco y su larga espada trazó un círculo centelleante. Tres
negros y un árabe le atacaban con pesadas espadas curvas, mientras el resto se
agolpaba a su alrededor, aullando como lobos, tratando de herirle con una hoja o una
bala sin alcanzar a sus propios compañeros.

La relampagueante espada paraba las sibilantes cimitarras, y el árabe murió de


una estocada, que pareció demorarse en su corazón sólo un instante, antes de clavarse
en el cerebro de un espadachín negro. Otro guerrero de ébano, que soltó su espada y
se lanzó para trabarse en cuerpo a cuerpo, se vio destripado por el puñal que Kane

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empuñaba en la zurda, y los demás recularon, presas de un miedo súbito. Una pesada
bola impactó contra el árbol, cerca de la cabeza de Kane, y él se tensó para saltar y
morir cayendo sobre el grueso de sus enemigos. En ese momento, su jeque les azotó
con su largo látigo y Kane le escuchó gritar lleno de furia a sus guerreros que quería
al infiel vivo. Kane respondió a esa orden lanzando de repente su puñal, que pasó
zumbando tan cerca de su cabeza que le rasgó el turbante, y fue a hundirse
profundamente en el hombro de alguien situado a su espalda.
El jeque alzó sus pistolas afiligranadas de plata, amenazando con matar a sus
propios hombres si no capturaban al blanco, y entonces ellos cargaron con
desesperación. Uno de los negros fue a situarse justo enfrente de la espada de Kane, y
el árabe que estaba justo detrás de aquél, con la pericia de su raza, empujó al
vociferante desdichado contra la punta, de forma que ensartó su contorsionado cuerpo
hasta la empuñadura y bloqueó la hoja. Antes de que Kane pudiera liberarla, la
multitud se arrojó sobre él con un aullido de triunfo y le abrumaron con su número.
Mientras le cogían por todos lados, el puritano echó de menos el puñal que acababa
de lanzar. Pero, aun así, reducirle no fue nada fácil.
La sangre saltaba y los rostros se hundían bajo sus puños de hierro, que rompían
dientes y aplastaban cráneos. Un guerrero negro retrocedió tambaleándose,
imposibilitado por un rodillazo furioso a las ingles. Incluso mientras ya le tenían por
tierra, sujeto por el peso de los hombres que se apilaban sobre él, de forma que ya no
podía emplear ni puños ni pies, sus largos dedos se hundieron con furia en una barba
negra, buscando una garganta tensa, y apretó con la fuerza de tres hombres fuertes,
para quebrar y dejar a su víctima boqueando con el rostro verdoso.
Al final, jadeando debido a aquella lucha aterradora, le ataron de pies y manos y
el jeque, devolviendo las pistolas a su faja de seda, se acercó para contemplar desde
lo alto al cautivo. Kane observó a aquel sujeto alto y enjuto, al rostro de halcón con
aquella barba negra y rizada, y los arrogantes ojos castaños.
—Soy el jeque Hassim ben Said —dijo el árabe—. ¿Y tú quién eres?
—Me llamo Solomon Kane —gruñó el puritano en el idioma del jeque—. Soy
inglés, chacal infiel.
Los ojos oscuros del árabe relampaguearon de interés.
—Suleimán Kahani —dijo, pronunciando el equivalente árabe del nombre inglés
—. He oído hablar de ti; has luchado contra los turcos, y los corsarios berberiscos se
han tenido que lamer las heridas que les has hecho.
Kane no se dignó responder. Hassim se encogió de hombros.
—Conseguiré una buena suma por ti —le dijo—. Quizás te lleve a Estambul,
donde hay shas que querrían contar con un hombre como tú entre sus esclavos. Y
estoy pensando en un tal Kemal Bey, un armador, que luce una profunda cicatriz en el
rostro que tú mismo le hiciste y que maldice el nombre inglés. Me daría un buen
dinero por tenerte. Fíjate, oh franco, cómo te concedo el honor de ponerte una guardia
especial para ti. No caminarás uncido al yugo, sino libre del todo, a excepción de las

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manos.
Kane no respondió y, a un gesto del jeque, le hicieron ponerse de pie y le soltaron
todas las ataduras, excepto las de las manos, que tenía ligadas con fuerza a las
espaldas. Le pasaron al cuello una cuerda recia y pusieron el otro extremo de la
misma en manos de un gigantesco guerrero negro, que empuñaba con su otra mano
una gran cimitarra curva.
—¿Qué te parece este trato de favor, franco? —le preguntó el jeque.
—Me parece —respondió Kane con una voz amenazadora, lenta y profunda—
que cambiaría la salvación de mi alma por tenerte cara a cara, tú con tu espada, y yo
solo y desarmado, y por poder arrancarte el corazón del pecho con las manos
desnudas.
Había un odio tan concentrado en su voz profunda y resonante, y una furia tan
primaria e ingobernable ardía en sus ojos terribles, que aquel jefe endurecido y
temerario empalideció y reculó de forma involuntaria, como si estuviera ante una
fiera enloquecida.
Luego Hassim recuperó el temple y, tras dar una orden breve a sus seguidores,
encabezó la marcha. Kane se percató, aliviado, de que el receso causado por su
captura había dado a la chica que cayera antes una oportunidad de descansar y revivir.
El cuchillo de desollar no había tenido oportunidad más que de rozarla, y ella podía
seguir tambaleándose. Quedaba poco para el anochecer. No faltaba mucho para que
los esclavistas tuvieran que detenerse y acampar.
El inglés se vio obligado a hacer el mismo camino, con su guardia a unos pocos
pasos detrás y su inmensa espada siempre dispuesta. Kane también se percató, con un
toque de sombría vanidad, de que al menos tres negros más marchaban a sus
espaldas, con los mosquetes listos y las mechas encendidas. Habían probado sus
fuerzas y no querían correr riesgos. Había recogido sus armas y Hassim se había
apoderado con rapidez de todas, a excepción del bastón yuyu con pomo de cabeza
felina. Este último lo había echado desdeñosamente de lado y uno de los negros lo
había cogido.

El inglés se dio cuenta de que un árabe delgado y de barba gris se había puesto a
su altura. Este árabe parecía deseoso de hablar, al tiempo que mostraba una extraña
timidez, y la fuente de tal timidez parecía residir, de forma bastante curiosa, en el
bastón yuyu, que había tomado de manos del negro que lo recogiera, y que ahora
volteaba, inseguro, en sus manos.
—Soy Yussef el Hadji —dijo de repente el árabe—. No tengo nada contra ti. No
tomé parte en el ataque contra ti y me gustaría ser tu amigo si me dejases. Dime,
franco, ¿de dónde ha salido este bastón y cómo ha llegado a tus manos?
El primer impulso de Kane fue el de mandar a su interlocutor al infierno, pero
cierta sinceridad en los modales del anciano le hizo cambiar de intención para

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responder:
—Me lo regaló mi hermano de sangre, un mago negro de la Costa de los Esclavos
llamado N’Longa.
El viejo árabe movió la cabeza, musitó algo para sus adentros y luego envió a un
negro a la carrera en demanda de Hassim. El alto jeque volvió al punto, regresando en
dirección contraria a la de la lenta columna, entre resonar y tintinear de dagas y
sables, con las pistolas y el puñal de Kane metidos en su ancha faja.
—Escucha, Hassim —el anciano árabe le tendió el báculo—. ¡Tiraste esto sin
saber lo que era!
—¿Y qué es? —gruñó el jeque—. No me pareció otra cosa que un bastón, uno
con la contera afilada y el pomo con forma de cabeza de gato; un bastón lleno de
tallas de infieles.
El más viejo de los dos lo blandió, para mostrárselo lleno de excitación:
—¡Este bastón es más viejo que el mundo! ¡Tiene una magia poderosa! ¡He leído
acerca del mismo en libros con cierres de hierro y el propio Mahoma, loado sea, ha
hablado del mismo mediante la alegoría y la parábola! ¡Ésta es la cabeza de una diosa
del antiguo Egipto! ¡Hace eras, antes de las prédicas de Mahoma, antes de que
Jerusalén existiese, los sacerdotes de Bast sostuvieron esta vara ante los adoradores
que se humillaban y cantaban! ¡Mosa[1] hizo prodigios con él delante del faraón, y
cuando los Yahudi huyeron de Egipto se lo llevaron con ellos! ¡Y, durante siglos fue
el cetro de Israel y Juda, y con él Suleimán ben Daoud expulsó a brujos y magos, e
hizo prisioneros a los afrits y a los genios malignos! ¡Y ahora de nuevo, en manos de
otro Suleimán, encontramos el antiguo báculo!
El viejo Yussef había caído en una sima de fervor casi fanático, pero Hassim se
limitó a encogerse de hombros.
—No salvó a los judíos del cautiverio ni a este Suleimán de ser hecho preso —
dijo—; así que no me merece tanto aprecio como la hoja larga y delgada con la que
liberó el alma de tres de mis mejores espadachines.
Yussef agitó la cabeza.
—Tales burlas no te traerán nada bueno, Hassim. Algún día te encontrarás con un
poder que no podrás tajar con tu espada ni abatir con tus balas. Guardaré el bastón y
te insto a no ofender al franco. Ha empuñado el báculo sagrado y terrible de
Suleimán, Musa y los faraones, ¿y quién sabe qué magia le ha impregnado? Es más
viejo que el mundo y ha conocido las manos de extraños y oscuros sacerdotes
preadánicos, en las silenciosas ciudades que ahora yacen bajo las aguas, y ha extraído
de un mundo más antiguo misterios y magia insospechadas para la humanidad. Hubo
extraños reyes y extraños sacerdotes cuando las auroras eran jóvenes, y ya entonces
existía la maldad. Y mediante este báculo combatían a la maldad que era ya antigua
cuando su extraño mundo era joven, hace tantos millones de años que un hombre se
estremecería si tuviera que recontarlos.
Hassim le respondió con impaciencia y se marchó con el viejo Yussef siguiéndole

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con tenacidad, al tiempo que parloteaba en su tono quejumbroso. Kane encogió sus
hombros fuertes. Sabiendo lo que sabía de los extraños poderes de aquel extraño
báculo, él no era nadie para poner en duda las afirmaciones del anciano, por
fantásticas que pudieran parecer. Hasta donde él sabía, estaba hecho de una madera
que no existía ya en la Tierra. No hacía falta más que mirar y tocar para comprender
que su madera había crecido en algún mundo distinto. La exquisita artesanía de la
cabeza, propia de alguna edad anterior a la de las pirámides, y los jeroglíficos, que
eran símbolos de un lenguaje ya olvidado cuando Roma era joven… Kane sentía que
todo eso eran adiciones tan modernas respecto a la antigüedad del propio bastón
como podrían serlo palabras inglesas talladas en los monolitos pétreos de
Stonehengue.
En cuanto a la cabeza de gato, a veces Kane, al mirarla, sentía una peculiar
alteración; una débil sensación de que, en un tiempo, el pomo del bastón había estado
tallado con forma de una figura muy diferente. Los arcaicos egipcios que habían
labrado la cabeza de Bast se habían limitado a alterar la figura original, y Kane nunca
había tratado de imaginar cuál podría haber sido esa figura. Un escrutinio detallado
del bastón siempre le provocaba una inquietante y casi vertiginosa sugestión de
abismos inmemoriales, disuadiéndole de posteriores especulaciones.
El día fue pasando. El sol ardía inmisericorde, hasta que, en su caída hacia el
horizonte, se ocultó detrás de los grandes árboles. Los esclavos sufrían lo indecible
por falta de agua y un gimoteo constante surgía de la fila mientras daban traspiés,
ciegamente, hacia delante. Algunos caían y medio se arrastraban, medio eran
arrastrados por sus tambaleantes compañeros de yugo. Cuando todos estuvieron
exhaustos de fatiga, el sol se ocultó, cayó la noche y se ordenó el alto. Acamparon, se
colocaron centinelas y los esclavos recibieron una magra pitanza y el agua apenas
suficiente para mantenerles con vida. No les soltaron los grilletes, aunque les
permitieron tumbarse como pudieron. Con el hambre y la sed espantosa algo
mitigada, sobrellevaron las incomodidades del cautiverio con su estoicismo habitual.
A Kane le dieron de comer sin soltarle las manos, y dispuso de cuanta agua se le
antojó. Los ojos pacientes de los esclavos le observaron mientras bebía, silentes, y él
se sintió avergonzado de estar trasegando aquello por lo que otros sufrían; dejó de
beber antes de apagar del todo la sed. Habían elegido un claro amplio, circundado por
árboles gigantescos. Luego de que los árabes hubieran comido, y mientras los
musulmanes negros aún estaban cocinando su comida, el viejo Yussef se acercó a
Kane y comenzó a hablar de nuevo acerca del báculo. Kane respondió a sus preguntas
con paciencia admirable, habida cuenta del odio que albergaba contra la raza a la que
el Hadji pertenecía y, durante su conversación, Hassim se aproximó a grandes trancos
y les observó desdeñosamente. A Kane se le vino a la cabeza que Hassim era el
verdadero símbolo del islam militante; audaz, temerario, materialista, sin reparar en
nada, sin temer nada, tan seguro de su propio destino y despectivo respecto a los
derechos ajenos como el más poderoso de los reyes occidentales.

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—¿Parloteando otra vez sobre ese palo? —se burló—. Hadji, te vuelves más
pueril cuanto más a viejo llegas.
La barba de Yussef tembló de rabia. Señaló con el bastón a su jeque, como
invocando una amenaza maligna.
—Tus burlas denigran tu rango, Hassim —estalló—. Estamos en el corazón de
una tierra oscura y frecuentada por demonios, a la que hace mucho que fueron
rechazados los demonios de Arabia. Si este bastón que, como puede ver cualquiera
que no sea un necio, es una vara que no procede de nuestro mundo, ha llegado hasta
nuestros días, ¿quién sabe qué otros seres, tangibles o intangibles, pueden haber
sobrevivido a las edades? ¿Acaso sabes cuán viejo es este mismo camino que
seguimos? Los hombres ya lo recorrían antes de que los selyúcidas llegasen del este y
los romanos del oeste. Según las leyendas, Suleimán vino por este mismo camino
para arrojar a los demonios al oeste de Asia y encerrarlos en extrañas prisiones. Y he
de decirte que…
Le interrumpió un gran grito. Una figura negra salió de las sombras de la jungla
como si le persiguiera el diablo. Agitando los brazos desaforadamente, con los ojos
desorbitados para mostrar el blanco y con la boca abierta de tal forma que se le veían
resplandecer todos los dientes, era tal imagen de terror agudo que resultaba difícil de
olvidar. La horda musulmana se puso en pie, echó mano a las armas y Hassim lanzó
un juramento:
—Ése es Alí, al que envié a buscar comida; puede que un león…
Pero ningún león perseguía al negro, que cayó a los pies de Hassim balbuceando
incoherencias, al tiempo que señalaba a su espalda, hacia la negra jungla de la que los
enervados observadores esperaban ver surgir algún horror insoportable de ver.
—Dice que ha encontrado un extraño mausoleo en la jungla —dijo Hassim,
mientras fruncía el ceño—, pero no puede explicar qué es lo que le ha espantado.
Sólo sabe que un gran horror se apoderó de él y le hizo volverse corriendo. Alí, eres
un estúpido y un granuja.
Pateó con furia al negro que se arrastraba, pero los otros árabes se congregaron
alrededor inseguros. El pánico cundía entre los guerreros negros.
—Nos van a abandonar —murmuró un árabe barbado, observando con
desasosiego a los negros que formaban corrillo, farfullando excitadamente y lanzando
miradas de pavor sobre la espalda—, Hassim, mejor haríamos en alejarnos algunos
kilómetros. Éste es un sitio maligno, no cabe duda, y es posible que ese tonto de Alí
se asustase de su propia sombra, pero de todas formas…
—De todas formas —se burló el jeque—, os sentiríais mejor cuando lo hubierais
dejado atrás. De acuerdo; sólo por aplacar vuestros temores moveré el campamento,
pero antes echaré un vistazo a eso. Uncid a los esclavos, vamos a meternos en la
jungla y a pasar junto a ese mausoleo; puede que algún rey esté enterrado ahí dentro.
Los negros no temerán si vamos todos juntos con los mosquetes.
Así que espabilaron a los exhaustos esclavos a latigazos y les hicieron avanzar,

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dando tumbos, a trallazo limpio. Los guerreros negros se mostraban silenciosos y
nerviosos, reacios a obedecer a la implacable voluntad de Hassim, pero
manteniéndose cerca de sus amos blancos. Había salido la luna, inmensa, roja y
ominosa, y la jungla estaba bañada con un siniestro resplandor plateado que
enmarcaba los meditabundos árboles con sombras negras. El tembloroso Alí señalaba
el camino, algo más sereno gracias a la presencia de su salvaje amo.
Y de esa forma cruzaron la jungla, hasta llegar a un extraño claro entre los árboles
gigantes; extraño porque nada crecía en él. Los árboles lo circundaban de una forma
inquietantemente simétrica, y ni líquenes ni musgos crecían en aquel terreno, que
parecía haber sido abrasado y esterilizado de forma increíble. Y en medio de ese
calvero se alzaba el mausoleo. Una gran masa amenazadora de piedra, impregnada
con malignidad antigua. Parecía muerta por la muerte de cientos de siglos, aunque
Kane sentía que había una pulsación en el aire circundante, como producto de la
respiración, lenta e inhumana, de algún monstruo gigante e invisible.

Los musulmanes negros se hacían atrás, cuchicheando, perturbados por la


maligna atmósfera de aquel lugar. Los esclavos aguardaban en grupos silenciosos y
resignados bajo los árboles. Los árabes se adelantaron hacia la amenazadora masa
negra y Yussef, cogiendo la cuerda de manos de su guardia de ébano, se llevó consigo
al inglés, como si fuese un hosco mastín que pudiera protegerle contra lo
desconocido.
—No hay duda de que aquí yace el cuerpo de algún poderoso sultán —dijo
Hassim, al tiempo que golpeaba la piedra con la contera de su vaina.
—¿De dónde han salido estas piedras? —musitó Yussef con desasosiego—.
Tienen un aspecto oscuro y amenazador. ¿Por qué sepultar aquí a un sultán, tan lejos
de cualquier lugar poblado por el hombre? Sería distinto si hubiese ruinas de alguna
vieja ciudad por los alrededores.
Se dedicó a examinar la pesada puerta metálica, con su inmenso cerrojo, sellado y
fundido de forma curiosa. Agitó la cabeza, como tocado por un presentimiento, al
percatarse de los antiguos caracteres hebreos cincelados en la puerta.
—No soy capaz de leerlos —dijo con voz temblorosa—, y tengo la impresión de
que es mejor así. Es mejor que los hombres no perturben aquello que fue sellado por
antiguos reyes. Vámonos al punto, Hassim. Este lugar rezuma maldad contra los hijos
de los hombres.
Pero Hassim no le hizo el menor caso.
—El que está enterrado aquí dentro no es un hijo del islam —dijo—. ¿Por qué no
habríamos de despojarle de las joyas y las riquezas que sin duda descansan con él?
Vamos a forzar la entrada.
Algunos de los árabes agitaron las cabezas, dubitativos, pero la palabra de Hassim
era ley. Tras hacer acudir a un negro gigantesco, armado con un pesado martillo, le

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ordenó que abriese a golpes la puerta.
Cuando el negro alzó la almádana, Kane lanzó una gran exclamación. ¿Se habría
vuelto loco? La evidente antigüedad de aquella masa acechante de piedra era la
prueba de que había permanecido intacta durante miles de años. Sin embargo, habría
jurado que había oído el sonido de unos pasos en el interior. Resonaban adelante y
atrás, como si algo pasease por los angostos confines de esa estremecedora prisión, en
una monotonía interminable de movimientos. Una mano helada rozó la columna
vertebral de Solomon Kane. No habría sabido decir si esos sonidos los escuchaba con
su oído físico, a través de las insondables profundidades del alma, o mediante un
sexto sentido, pero sabía que algo en su mente consciente recibía la impresión de
unos monstruosos pies deambulando por el interior de ese mausoleo espectral.
—¡Deteneos! —exclamó—, Hassim, puede que me haya vuelto loco, pero oigo
cómo algún diablo camina dentro de ese montón de piedras.
Hassim lazó la mano para detener el martillo que ya se cernía en el aire. Escuchó
con atención, y los demás forzaron los oídos en un silencio que de repente se había
vuelto tenso.
—No oigo nada —gruñó un barbudo gigante.
—Ni yo —los demás le hicieron coro con rapidez—. ¡El franco está loco!
—¿Oyes tú algo, Yussef? —preguntó sardónico Hassim.
El viejo Hadji se agitó nervioso. Su rostro mostraba el desasosiego.
—No, Hassim, no; aún no…
Kane llegó a la conclusión de que estaba loco. Aunque en su fuero interno sabía
que nunca había estado más cuerdo, e intuía que esa mayor agudeza de los sentidos
más sutiles que le hacía superior en tal aspecto a los árabes procedía de su prolongado
contacto con el bastón yuyu que el viejo Yussef sostenía ahora con mano trémula.
Hassim se rió con dureza e hizo una seña al negro. El martillo cayó con un
estruendo que resonó de forma ensordecedora y ominosa a través de la jungla negra,
convertida en una risotada de extraña sonoridad. El martillo cayó otra vez, y otra, y
otra, empujado por el poder de los ondulantes músculos negros y el poderoso cuerpo
de ébano. Y, entre golpe y golpe, Kane aún escuchaba el pesado caminar; y él, que
nunca había temido a hombre alguno, sintió que la mano fría del espanto le atenazaba
el corazón.
Su miedo no era como los temores mortales, de la misma forma que el sonido de
aquellas pisadas no tenía nada que ver con los andares de un mortal. El miedo de
Kane era como si un viento frío le alcanzase soplando desde territorios exteriores de
oscuridad insospechada, llevando hasta él la malignidad y la decadencia de una era
pretérita y un tiempo indeciblemente antiguo. Kane no estaba seguro de si escuchaba
realmente esas pisadas o si las sentía gracias a algún tenue instinto. Pero de lo que
estaba seguro era de que eran reales. No eran los pasos de ningún humano o animal,
sino que, dentro de aquel mausoleo negro y espantosamente antiguo, algún ser
indescriptible se desplazaba con un caminar aterrador y elefantino.

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El forzudo negro sudaba y resollaba debido a lo arduo de su tarea. Pero al final el
antiguo cerrojo cedió a los pesados golpes; los goznes giraron; la puerta se abrió
hacia dentro. Y Yussef lanzó un grito. No es que desde aquella negra y bostezante
entrada saltara sobre ellos ninguna bestia con colmillos, ni ningún demonio de carne
y hueso. Pero un espantoso hedor salió a oleadas, en ondas casi tangibles, y en un
estallido enloquecedor y voraz, el Horror se abatió sobre ellos. Envolvió a Hassim, y
aquel jefe sin miedo, acuchillando en vano a ese terror casi intangible, chilló lleno de
un espanto repentino y desconocido, mientras su agitada cimitarra silbaba al atravesar
algo que era tan impalpable e indestructible como el aire, al tiempo que se sentía
envuelto en los anillos de la muerte y la destrucción.
Yussef gritó como un demente, tiró a un lado la vara yuyu y se unió a sus
camaradas, que huían en tropel, enloquecidos, hacia la jungla, precedidos por los
aullantes guerreros negros. Los únicos que no huyeron fueron los esclavos negros,
que se hallaban encadenados a merced de la destrucción, alborotados de espanto. Y
Kane, como en la pesadilla de un delirio, vio cómo Hassim era agitado de la misma
forma que una caña en el vendaval, envuelto por aquel Ser gigantesco y pulsante que
no tenía ni forma ni sustancia terrena. Luego, mientras se oía el sonido de los huesos
al romperse, y el cuerpo del jeque cedía como una paja bajo la pezuña de una res en
estampida, el inglés rompió sus ligaduras con un esfuerzo volcánico, y se apoderó del
bastón yuyu.
Hassim había caído, quebrado y muerto, y yacía como un monigote roto con los
miembros aplastados y retorcidos, y el rojo Ser pulsante se dirigía hacia Kane como
una espesa nube de sangre en el aire, una nube que cambiase continuamente de
contornos y forma, ¡y aun así, de alguna manera, pudiera caminar con pesadez sobre
piernas monstruosas!

Kane sintió los dedos helados del miedo arañando en su cerebro, pero se armó de
valor y, alzando el antiguo báculo, golpeó con todas sus fuerzas en el mismo centro
del Horror. Y sintió cómo una sustancia indescriptible y material chocaba y cedía ante
el golpe del bastón. Luego estuvo a punto de ahogarse por un nauseabundo estallido
de hedor impío que inundó los aires, y, muy hondo en las brumosas profundidades de
su alma consciente, resonó de forma insoportable un informe cataclismo que
reconoció como el aullido agonizante del monstruo. Ya que éste había caído y se
moría a sus pies, con el carmesí palideciendo en lentas ondulaciones, como el ir y
venir de olas rojas en alguna costa enloquecida. Y, según palidecía, el grito mudo se
fue perdiendo en las distancias cósmicas, como si se hubiera desvanecido en alguna
esfera distinta, situada más allá del entendimiento humano.
Kane, aturdido e incrédulo, contempló la masa sin forma ni color, y casi invisible,
yacente a sus pies, y que él sabía que era el cadáver del Horror, arrojado a los negros
territorios de los que procedía por un simple golpe del bastón del rey Salomón. Sí, el

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mismo bastón, como Kane bien sabía, que en manos de un rey y mago poderoso
había metido al monstruo en su extraña prisión, hacía eras, para que aguardase hasta
que unas manos ignorantes le dejasen libre para vagar de nuevo por el mundo.
Así pues, las viejas historias eran ciertas, y el rey Salomón en verdad había
empujado a los demonios al oeste, para encerrarlos en extraños lugares. ¿Por qué les
había mantenido con vida? ¿Acaso la magia humana en aquellos brumosos días era
demasiado débil y no podía hacer otra cosa que aherrojar a los demonios? Kane
sacudió los hombros, lleno de asombro. No sabía nada de magia, y sin embargo había
dado muerte al ser que aquel otro Salomón había encerrado.
Y Solomon Kane se estremeció, ya que había visto vivo a lo que no era vida, tal y
como él la concebía, y había dado y presenciado una muerte que no era muerte tal y
como la conocía. De nuevo se vio abrumado por la comprensión, tal y como había
ocurrido en los salones polvorientos de la atlántida Negari, y en las horrendas Colinas
de los Muertos, y en Akaana: la comprensión de que la vida humana no era sino una
entre una miríada de formas de vida, que había mundos dentro de los mundos, y que
había más de un plano de existencia. Kane comprendió que el planeta que los
hombres llaman Tierra se había deslizado a través de edades indecibles, y que de la
misma forma lo hacía la Vida, y que los seres vivos que se retorcían sobre ella como
gusanos eran engendrados en la podredumbre y la corrupción. El hombre era ahora el
gusano dominante, ¿pero por qué suponer con arrogancia que él y sus semejantes
eran los primeros gusanos, o los últimos, en gobernar un planeta pletórico de vida
desconocida?
Agitó la cabeza, mirando con renovado asombro el viejo regalo de N’Longa,
viéndolo por fin como no sólo una herramienta de magia negra, sino como una
espada de bondad y luz que levantar contra los poderes de la maldad inhumana e
irredenta. Y se estremeció, lleno de un extraño respeto que era casi miedo. Luego se
volvió hacia el Ser que yacía a sus pies, estremeciéndose al sentir cómo su extraña
masa se deslizaba a través de sus dedos como retazos de bruma espesa. Pasó el bastón
bajo el mismo y de alguna manera alzó y empujó la masa hasta meterla de nuevo en
el mausoleo y poder cerrar la puerta.
Luego se quedó contemplando el cuerpo extrañamente mutilado de Hassim,
fijándose en cómo estaba cubierto de un extraño fango y cómo había empezado ya a
descomponerse. Volvió a estremecerse, y de repente una voz baja y tímida le sacó de
sus sombrías meditaciones. Los cautivos estaban arrodillados bajo los árboles y le
observaban con ojos grandes y pacientes. Se sacó de encima aquel extraño humor con
una brusca sacudida. Tomó del cuerpo corrupto sus propias pistolas, puñal y espada,
limpiando con rapidez la pegajosa demencia que estaba ya manchando el acero de
herrumbre. Cogió también algo de pólvora y munición, que los árabes habían dejado
caer en su fuga frenética. Sabía que no volverían. Puede que murieran en la huida, o
que llegasen a la costa, luego de atravesar interminables leguas de jungla, pero no
volverían para afrontar el terror de aquella espantosa visión.

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Kane se acercó a los esclavos y les liberó, aunque con cierta dificultad.
—Coged las armas que los guerreros han abandonado de forma tan precipitada —
les dijo—, y volveos a casa. Éste es un lugar maléfico. Volveos a vuestras aldeas y,
cuando lleguen los árabes, haríais bien en morir en las ruinas de vuestras chozas,
antes que convertiros en sus esclavos.
Se hubieran arrodillado y besado sus pies, pero él, lleno de sonrojo, se lo impidió
con rudeza. Entonces ellos se dispusieron para marcharse y uno le dijo:
—Señor, ¿qué hay de ti? ¿Por qué no vienes con nosotros? ¡Te haremos rey!
Pero Kane meneó la cabeza.
—Me voy hacia el este —replicó.
Y así pues, los tribeños se inclinaron ante él y se volvieron por el largo camino
que les llevaba a casa. Y Kane se echó al hombro el bastón que había sido el cetro de
los faraones, y Moisés y Salomón, y de los indescriptibles reyes de la Atlántida antes
que ellos, y volvió el rostro a oriente, deteniéndose tan sólo para echar una sola
mirada atrás, al gran mausoleo que otro Salomón había construido con extrañas artes
tanto tiempo atrás, y que descollaba oscuro y por siempre silencioso contra las
estrellas.

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LA SOMBRA DEL BUITRE
I

—¿Están ya bien vestidos y comidos esos perros?


—Sí, Protector de los Creyentes.
—Que se arrastren entonces ante la Presencia.
Así pues, llevaron a los embajadores, pálidos después de meses de prisión, ante el
trono con dosel de Solimán el Magnífico, sultán de Turquía y el más poderoso de los
monarcas en una época de monarcas poderosos. Bajo la gran cúpula púrpura de la
sala real, resplandecía el trono, revestido en oro y constelado de perlas, ante el que
temblaba el mundo entero. Gemas que valían el rescate de un emperador centelleaban
en el dosel de seda, del que colgaba una reluciente sarta de perlas, rematada en una
tira de esmeraldas que pendían como un halo de gloria sobre la cabeza de Solimán.
Pero incluso el esplendor de aquel trono palidecía entre el brillo de la figura que lo
ocupaba, adornado con joyas, con el penacho de plumas de garza rematando el
turbante blanco y cuajado de diamantes. Junto al trono se encontraban sus nueve
visires, en actitudes humildes, y los soldados de la guardia imperial formaban ante el
estrado: solack de armadura, con plumas negras, blancas y escarlatas que se agitaban
sobre los yelmos dorados.
Los emisarios de Austria se sintieron impresionados, sobre todo habida cuenta de
que había dispuesto de nueve fatigosos meses para reflexionar, encerrados en el
sombrío Castillo de las Siete Torres, que dominaba el Mármara. El jefe de la
embajada se guardaba la cólera y ocultaba su resentimiento tras una máscara de
docilidad, lo que era algo raro en Habordansky, general de Fernando, Archiduque de
Austria. Su recia cabeza asomaba de forma incongruente, entre los vistosos atuendos
de seda con los que le había hecho ataviar el desdeñoso sultán, cuando le arrastraron
ante el trono, los brazos bien agarrados por fornidos jenízaros. Así llegaban todos los
enviados extranjeros ante los sultanes, desde aquel día sangriento en Kosovo, cuando
Milosh Kabilovitch, caballero de la martirizada Servia, asesinó a Murad el
Conquistador con una daga que había mantenido oculta.
El Gran Turco contempló a Habordansky con escasa simpatía. Solimán era un
hombre alto y esbelto, con una nariz delgada y ganchuda, y boca recta y angosta, de
una resolución que los mostachos caídos no llegaban a suavizar. La única insinuación
de debilidad estaba en el cuello delgado y notablemente largo, pero tal sugerencia
quedaba desmentida por los perfiles duros de su figura enjuta, y el resplandor de los
ojos oscuros.
Había cierto aire tártaro en él; algo que le hacía justicia, puesto que era tan hijo de
Selim el Sombrío como de Hafsza Khatun, princesa de Crimea. Nacido para portar la
púrpura, heredero del mayor poder militar del mundo, estaba coronado por una
autoridad y ataviado con un orgullo que no reconocía ningún igual por debajo de los

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propios dioses.
Al sentir sobre sí su mirada de águila, Habordansky bajó la cabeza para ocultar la
rabia sombría de sus propios ojos. Nueve meses antes, el general había llegado a
Estambul representando a su señor, el Archiduque, para proponer una tregua y pedir
la corona de hierro de Hungría, arrancada de las sienes del difunto rey Luis en el
campo sangriento de Mohacz, donde los ejércitos del Gran Turco abrieron el camino
de Europa.
Otro emisario se le había adelantado: Jerome Lasczky, el conde palatino polaco.
Habordansky, con el poco tacto de los de su clase, había exigido la corona húngara
para su señor, provocando las iras de Solimán. Lasczky había pedido de rodillas la
corona, como un suplicante, a beneficio de sus compatriotas de Mohacz.
Lasczky había recibido honores, oro y la promesa de protección; dones que había
tenido que pagar con prebendas que horrorizaban incluso a su alma avariciosa,
entregando a sus aliados a la esclavitud y abriendo el paso a través de los territorios
sometidos, hasta el mismo corazón de la cristiandad.
Todo esto llegó a conocimiento de Habordansky, que espumeaba de rabia en la
prisión a la que le había arrojado el arrogante resentimiento del sultán. Y ahora
Solimán contemplaba despectivamente al viejo y leal general, y le dispensó de la
habitual formalidad, consistente en hablar con él por boca del Gran Visir. Un turco de
sangre real no podía rebajarse a admitir que dominaba una lengua cualquiera de los
francos, pero Habordansky entendía el turco. El sultán se expresó brevemente y sin
preámbulos.
—Dile a tu señor que ya estoy listo para visitarle en sus propias tierras, y que si
no viene a mi encuentro en Mohacz o Pest, yo iré al suyo bajo los muros de Viena.
Habordansky agitó la cabeza, sin atreverse a hablar. A un vaivén desdeñoso de la
mano imperial, un funcionario de la corte se adelantó para poner en manos del
general una pequeña bolsa dorada, que contenía doscientos ducados. Cada miembro
de su séquito, que aguardaba pacientemente al otro extremo de la estancia, entre las
lanzas de los jenízaros, recibió igual dádiva.
Habordansky murmuró unas palabras de agradecimiento, con sus nudosas manos
engarfiadas alrededor de la bolsa con un vigor innecesario. El sultán dejó escapar una
tenue sonrisa, sabiendo de sobra que el embajador le hubiera tirado las monedas a la
cara, de haberse atrevido. Medio alzó la mano para despacharlos y se detuvo, con los
ojos posados en el grupo de hombres que formaban el séquito del general; o, mejor
dicho, en uno sólo de esos hombres. El individuo en cuestión era el más alto de la
estancia, de osamenta poderosa, y portaba sin gracia el atuendo turco en el que le
habían ataviado. A un gesto del sultán, le hicieron adelantarse sujeto por soldados.
Solimán le contempló brevemente. La vestimenta turca y el voluminoso khalat[2]
no llegaban a ocultar su fortaleza masiva. Su cabello leonado estaba casi rapado al
cero, los lacios mostachos amarillentos caían sobre un mentón voluntarioso. Sus ojos
azules se veían extrañamente nublados; era como si aquel hombre durmiese de pie,

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con los ojos abiertos.
—¿Hablas turco? —El sultán hizo a aquel sujeto el extraordinario honor de
dirigirse directamente a él. Pese a toda la pompa de la corte otomana, quedaba en el
sultán algo de la sencillez de sus antepasados tártaros.
—En efecto, su majestad —repuso el franco.
—¿Quién eres?
—Me llamo Gottfried von Kalmbach.
Solimán frunció el ceño e, inconscientemente, sus dedos se dirigieron al hombro;
ahí donde, bajo los ropajes sedosos, podía palpar el recorrido de una vieja cicatriz.
—No soy de los que olvidan una cara. Te he visto alguna vez… en circunstancias
que han quedado guardadas en el fondo de mi memoria. Pero no puedo recordar tales
circunstancias.
—Estuve en Rodas —apuntó el germano.
—Muchos hombres estuvieron en Rodas —dijo con brusquedad Solimán.
—Sí —convino con tranquilidad Von Kalmbach—. De l’Isle Adam estaba allí.
Solimán se envaró y sus ojos centellearon al oír el nombre del Gran Maestre de la
Orden de los Caballeros de San Juan, cuya desesperada defensa de Rodas le había
costado al Turco sesenta mil hombres. Llegó a la conclusión, empero, de que aquel
franco no era lo suficientemente despierto como para que su respuesta fuese una sutil
pulla, y despidió a la embajada con un ademán.
Los enviados fueron apartados de la Presencia y el incidente quedó resuelto. Los
francos fueron escoltados fuera de Estambul, hasta la frontera más próxima del
imperio. El aviso del Turco llegaría a lomos de caballo al Archiduque y a los talones
de tal advertencia aparecerían los ejércitos de la Sublime Puerta.
Los cortesanos de Solimán sabían que el Gran Turco tenía en la cabeza algo más
que afianzar a su títere Zapolya en el conquistado trono húngaro. Las ambiciones de
Solimán abarcaban toda Europa… esos contumaces francos que durante siglos habían
enviado hacia el Este, cada cierto tiempo, hordas que cantaban y saqueaban, y cuyas
gentes ilógicas y caprichosas habían parecido una y otra vez listas para la conquista
musulmana, y que sin embargo aún permanecían, si no victoriosas, sí al menos sin
conquistar.

La tarde del mismo día en que partieron los emisarios austriacos, aquel Solimán,
meditabundo en el trono, alzó su mano delgada y reclamó a su lado al Gran Visir
Ibrahim, que se acercó lleno de aplomo. El gran visir estaba totalmente seguro de la
confianza de su señor. ¿No era acaso compañero de juergas y amigo de la infancia del
Sultán?
Ibrahim no tenía más que un rival en lo tocante al favor de su señor: la rusa
pelirroja, Khurrem la Jubilosa, a la que Europa conocía como Roxelana, a la que sus
esclavistas habían robado de la casa de su padre en Rogantino para convertirla en la

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favorita del harén del Sultán.
—Por fin he recordado a ese infiel —dijo Solimán—. ¿Te acuerdas de la primera
carga de los caballeros en Mohacz?
Ibrahim dejó escapar un gesto de pesar ante la alusión.
—¿Cómo podría olvidar, Protector de los Creyentes, una ocasión en la que la
divina sangre de mi señor fue derramada por un infiel?
—Pues entonces recordarás que treinta y dos caballeros, los paladines de los
nazarenos, se lanzaron al galope contra nuestra formación, todos ellos habiendo
jurado dar su vida con tal de arrebatar la de nuestra persona. Por Alá que cabalgaron
como si se dirigieran a una boda, con sus grandes caballos y sus largas lanzas
atropellando a cuantos se les opusieron, y sus corazas parando los mejores aceros.
Cayeron al hablar los arcabuces, hasta que sólo tres quedaron sobre las sillas: el
caballero Marczali y dos compañeros. Esos paladines se abrieron paso entre mis
solacs como si segaran trigo, aunque Marczali y uno de sus compañeros cayeron…
casi a mis pies.
»Sólo uno de los caballeros quedó en pie, aunque había perdido el yelmo de visor
y la sangre brotaba por todas las junturas de su armadura. Cabalgó directo hacia mí,
agitando su gran mandoble, ¡y juro por las barbas del Profeta que la muerte estuvo
tan cerca de mí en esa ocasión que sentí el aliento ardiente de Azarael en la nuca!
»Su espada relampagueó con un rayo en el cielo y cayó de refilón sobre mi casco,
dejándome medio aturdido y haciéndome sangrar por la nariz, para desgarrar la cota
de malla en el hombro y causarme esta herida, que aún me molesta cuando cambia el
tiempo. Los jenízaros que hormigueaban a su alrededor desjarretaron a su caballo, y
le hicieron caer por tierra, y los solacs supervivientes me sacaron de aquella
confusión. Luego cargaron los húngaros y no supe qué fue del caballero. Pero hoy he
vuelto a verle.
Ibrahim se sobresaltó, con una exclamación de incredulidad.
—No, no hay confusión respecto a esos ojos azules. No sé cómo puede ser
posible, pero el caballero que me hirió en Mohacz fue ese germano, Gottfried von
Kalmbach.
—Pero, Defensor de la Fe —protestó Ibrahim—, las cabezas de aquellos perros
fueron empaladas ante el pabellón real…
—Y yo las conté entonces, y no dije nada en su momento, para evitar que los
hombres pensasen que debía castigarte —repuso Solimán—. No había más que
treinta y uno. La mayoría estaban tan mutiladas que no pude ver mucho de sus
facciones. Pero de algún modo se escapó aquel infiel, el que derramó mi sangre. Me
gustan los valientes, pero nuestra sangre no es tan vulgar como para que un infiel
pueda verterla con impunidad en el suelo, para que la laman los perros. Lo dejo en tus
manos.
Ibrahim hizo una gran reverencia y se retiró. Se fue por amplios pasillos hasta
llegar a una estancia de azulejos cuyas ventanas de arcos dorados daban a anchas

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avenidas sombreadas por cipreses y plátanos, y refrescadas por los rociones de
fuentes plateadas. A su llamada, acudió un tal Yaruk Khan, un tártaro de Crimea, de
ojos rasgados y ademán impasible, con un arnés de cuero lacado y bronce bruñido.
—Perro —dijo el visir—. ¿Vieron tus ojos, nublados por el kumiss[3], a ese
alemán alto que sirve al emir Habordansky… el hombre cuyo pelo es el color de la
melena de un león?
—Sí, noyon, le llaman Gombuk.
—Ese mismo. Coge un chambul de tus perros y sigue a los francos. Tráeme de
vuelta a ese hombre y serás recompensado. La integridad de los embajadores es
sagrada, pero este asunto no es oficial —añadió con cinismo.
—¡Oírte es obedecer! —con una reverencia tan profunda como la que dedicaría al
propio sultán, Yaruk Khan abandonó al número dos del imperio.
Volvió algunos días más tarde, polvoriento, manchado del viaje y sin su presa.
Ibrahim le contempló con ojos plenos de amenaza y el tártaro se postró ante los
cojines de seda sobre los que se aposentaba el visir, en la estancia azul con las
ventanas de arcos dorados.
—Que tu ira no consuma a tu esclavo, gran Khan. No ha sido culpa mía, por las
barbas del Profeta.
—Toma asiento y relátame qué ha sucedido —le ordenó con hospitalidad
Ibrahim.
—Esto es lo que sucedió, señor —comenzó Yaruk Khan—. Cabalgué sin
descanso y, aunque los francos y su escolta me llevaban buena ventaja, y siguieron
toda la noche sin detenerse, les alcancé al mediodía siguiente. Pero Gombuk ya no
estaba con ellos y cuando pregunté sobre él, el jefe Habordansky no me respondió
sino con terribles juramentos, como el bramido de un cañón. Así que hablé con
algunos de los de su escolta, que entendían el habla de esos infieles y pude así saber
qué había ocurrido. Pero mi señor deber recordar que yo sólo repito las palabras de
los espahís de la escolta, que son hombres sin honor y mienten más que…
—Un tártaro —dijo Ibrahim.
Yaruk Khan aceptó aquel cumplido con una sonrisa ancha y perruna, antes de
proseguir.
—Esto es lo que me contaron. Al alba, Gombuk se apartó a caballo de los demás
y el emir Habordansky le preguntó por qué lo hacía. Entonces Gombuk se echó a reír
a la manera de los francos (jo, jo, jo). Y Gombuk dijo: «No ha sido muy provechoso
estar a tu servicio, ya que he estado pudriéndome nueve meses en una cárcel turca.
Solimán nos ha dado salvoconducto hasta la frontera y no estoy obligado ya a
cabalgar a tu lado».
»“Perro”, le dijo el emir, “Soplan vientos de guerra y el archiduque necesitará tu
espada”.
»“El diablo se lleve al archiduque”, respondió Gombuk, “Zapolya es un perro que
se quedó al margen en Mohacz, y dejó que a nosotros, sus camaradas, nos hicieran

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pedazos, pero Fernando es otro perro”. Cuando estaba sin un céntimo, le alquilé la
espada. Pero ahora tengo doscientos ducados y estas ropas que puedo vender a
cualquier judío por un buen puñado de plata; y que el diablo me lleve si alquilo mi
espada a hombre alguno mientras me quede una moneda. Me voy a buscar la taberna
cristiana más próxima, y el archiduque y tú podéis iros al infierno.
»“Entonces el emir le maldijo en grandes voces, y Gombuk se fue cabalgando
entre risotadas, jo, jo, jo, y cantando una canción sobre una cucaracha que…
—¡Basta! —El semblante de Ibrahim estaba negro de rabia. Se tiró con furia de la
barba, reparando en que, con la alusión a Mohacz, con Kalmbach prácticamente había
confirmado la sospecha de Solimán. Aquello de que había treinta y una cabezas
donde debiera haber habido treinta y dos era algo que ningún sultán turco iba a
soslayar. Había cortesanos que habían perdido el cargo, y aun la propia cabeza, por
asuntos más livianos. La forma en la que Solimán había obrado mostraba un casi
increíble cariño y consideración para con su gran visir; pero Ibrahim, aunque
vanidoso, era inteligente y no deseaba que la menor sombra se alzase entre su
soberano y él.
—¿No pudiste seguirle, perro? —reclamó.
—Por Alá —juró el desasosegado tártaro— que debió cabalgar como el viento.
Cruzó la frontera horas antes que yo y le seguí tan lejos como me atreví…
—Ya vale de excusas —le cortó Ibrahim—. Manda que venga Mikhal Oglu.
El tártaro se marchó aliviado. Ibrahim no solía tolerar los fracasos.
El gran visir se arrellanó en los sedosos cojines hasta que la sombra de un par de
alas de buitre cayó sobre el suelo cubierto de mármoles, y el enjuto personaje al que
había convocado se inclinó ante él. El hombre cuyo sólo nombre era una señal de
horror en toda Asia occidental tenía la voz suave y se movía con la afectada ligereza
de un gato, aunque la tremenda maldad que se albergaba en su alma asomaba en su
oscuro semblante y relucía en sus ojos angostos y rasgados.
Era el jefe de los akinji, esos jinetes salvajes cuyas aceifas sembraban el miedo y
la desolación en todas las tierras situadas más allá de las fronteras del Gran Turco.
Vestía armadura completa, y un enjoyado yelmo sobre su cabeza estrecha, con las
anchas alas de buitre sujetas a los hombros de su cota de malla dorada. Esas alas se
desplegaban al viento cuando galopaba, y bajo ellas se escondían las sombras de la
muerte y la destrucción. La punta de la cimitarra de Solimán, el mayor asesino de una
nación de asesinos, era el que ahora se alzaba ante el gran visir.
—Pronto precederás a las huestes de nuestro señor en su avance por las tierras del
infiel —dijo Ibrahim—. Tendrás la misión de golpear sin compasión, como siempre.
Devastarás los campos y los viñedos de los cafars, incendiarás sus poblaciones,
abatirás a sus hombres a flechazos y cautivarás a sus muchachas. Las tierras que se
encuentran en nuestro camino han de gritar bajo tus botas.
—Me place escuchar tal cosa, favorito de Alá —repuso Mikhal Oglu con su voz
suave y cultivada.

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—Pero tengo para ti una orden dentro de esa orden —continuó Ibrahim, fijando
una mirada temible en el akinji—. ¿Conoces al alemán, ese Von Kalmbach?
—Sí… Los tártaros le llaman Gombuk.
—Así es. Ésta es la orden que te doy: me da igual quién luche o huya, viva o
muera; pero ese hombre no debe sobrevivir. Búscale allá donde se halle, aunque la
caza te lleve a las mismísimas orillas del Rin. Cuando me traigas la cabeza, te daré
como recompensa tres veces su peso en oro.
—Escuchar es obedecer, mi señor. Dicen que es el hijo vagabundo de una noble
familia alemana, perdido por el vino y las mujeres. Dicen también que otrora fue
Caballero de San Juan, hasta que tuvo que marcharse debido a su intemperancia…
—No le subestimes —repuso sombrío Ibrahim—. Puede que sea un borrachín,
pero cabalgó con Marczali, y eso no es de desdeñar. ¡Tenlo bien en cuenta!
—No habrá agujero donde pueda esconderse de mí, oh favorito de Alá —
proclamó Mikhal Oglu—, ni habrá noche lo bastante oscura, ni bosque lo bastante
espeso como para ocultarle. Si no te traigo su cabeza, que él te envíe a ti la mía.
—Me basta —Ibrahim sonrió al tiempo que se tironeaba de la barba, sumamente
complacido—. Tienes mi permiso para retirarte.
La figura siniestra de las alas de buitre se retiró con agilidad, en completo
silencio, de la estancia azul, sin que pudiera sospechar que daba los primeros pasos
de una venganza que se dilataría a lo largo de los años y por tierras lejanas,
agitándose como una marea negra que había de involucrar a tronos y reinos, a
mujeres pelirrojas más bellas que las llamas del infierno.

En una pequeña choza con techo de juncos, en una aldea no lejos del Danubio,
sonoros ronquidos retumbaban allí donde una figura reposaba envuelta en una capa
rasgada, sobre un montón de paja. Era el paladín Gottfried von Kalmbach, que
dormía el sueño de los inocentes y la cerveza. El jubón púrpura, los voluminosos
pantalones de seda, khalat y las botas de piel de zapa, presentes del despectivo sultán,
ya no estaban a la vista. El paladín vestía cuero ajado y mallas herrumbrosas. Una
mano le sacudió, haciéndole despertar, y le arrancó un juramento adormilado.
—¡Despierta, mi señor! Oh, despierta, buen caballero, maldito cerdo, perro
sarnoso… ¿es que no eres capaz de despertarte?
—Relléname el jarro, posadero —murmuró el durmiente—. ¿Quién? ¿Qué? ¡El
diablo te lleve, Ivga! No tengo ni un solo asper, ni un penique. Sé buena chica y
déjame dormir.
La chica volvió a tirar de él y a sacudirle.
—¡Maldito imbécil! ¡Serás baboso! ¡Está ocurriendo algo!
—Ivga —murmuró Gottfried, retirándose de sus manos—. Llévale mi casco al

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judío. Te dará lo bastante por él como para que puedas traerme más bebida.
—¡Imbécil! —chilló ella llena de desesperación—. ¡No quiero dinero! ¡Todo el
Este está en llamas y nadie sabe que es lo que lo ha causado!
—¿Ha dejado ya de llover? —preguntó von Kalmbach, prestando por fin cierta
atención a lo que le decían.
—Hace horas que ya no llueve. Lo que oyes es el goteo que cae desde los juncos.
Cíñete la espada y sal a la calle. Los hombres de la aldea están borrachos gracias a tus
últimas monedas, y las mujeres no saben qué pensar o hacer. ¡Ah!
Esa exclamación se le escapó al ver un súbito estallido de luz furiosa, que
comenzó a brillar a través de las grietas de la cabaña. El alemán se puso como pudo
de pie, y se encasquetó la malparada borgoñota con sus deteriorados cierres. Luego
siguió a la chica hasta la caótica calle. Era una muchacha joven y delgada, descalza y
vestida sólo con una túnica corta, a través de cuyos desgarrones resplandecían
generosas porciones de carne blanca.
No parecía haber vida ni movimiento en la aldea. En ningún lado brillaba luz
alguna. El agua goteaba abundantemente desde los aleros de los tejados de cañizo.
Los charcos de la calle relucían oscuros. El viento soplaba y gemía de forma
fantasmal en las grandes sombras que rodeaban la pequeña aldea, y por el suroeste,
alzándose muy arriba en el cielo plomizo, se levantaba un terrible resplandor carmesí
que teñía de fuego las nubes húmedas. La chica, Igva, se apretó contra el alto alemán,
atemorizada.
—Yo puedo decirte qué es eso, chica —dijo él, contemplando el resplandor—.
Son los demonios de Solimán. Han cruzado el río y están incendiando los poblados.
Sí, he visto resplandores como esos contra el cielo con anterioridad. Esperaba que
llegasen antes, pero esas malditas lluvias tienen que haberlos detenido durante
semanas. A ver, chica, vete rápido y con sigilo al establo que hay detrás de la cabaña
y tráeme mi garañón gris. Nos escaparemos como el ratón por entre los dedos del
diablo. El semental puede llevarnos con facilidad a los dos.
—¿Pero y la gente de la aldea? —gimió, retorciéndose las manos.
—En fin —repuso él—. Que Dios les acoja en su seno; los hombres se han
bebido mi cerveza con entusiasmo y las mujeres han sido acogedoras… ¡Por los
cuernos de Satanás, chica, que mi jamelgo gris no puede llevarse a toda la aldea!
—¡Vete tú! —contestó ella—. ¡Me quedaré a morir con mi gente!
—Los turcos no te matarán —le respondió—. Te venderán a algún viejo mercader
de Estambul, viejo y gordo, que te azotará. Yo no pienso quedarme aquí para que me
degüellen y nadie te…
La chica lanzó un grito terrible que le hizo detenerse y dar la vuelta para buscar el
origen del espantoso terror que se reflejaba en los ojos encendidos. Mientras lo hacía,
una choza situada en el extremo de la aldea estalló en llamas, el combustible
empapado ardiendo con pereza. Una confusión de gritos y aullidos enloquecidos
siguió al grito de la chica. En la agitada luz, había figuras que danzaban y brincaban

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de forma salvaje. Gottfried, forzando los ojos para taladrar las sombras, vio siluetas
que pululaban junto al bajo muro de barro que la borrachera y la desidia habían
dejado desguarnecido.
—¡Maldición! —musitó—. Esos malditos han sorteado al galope su propio
incendio. Han caído sobre la aldea en la oscuridad… ¡Vamos, chica!
Pero mientras aferraba su muñeca blanca y se la llevaba consigo, y ella gritaba y
se debatía como una fiera, loca de terror, el muro de barro se derrumbó en un punto
cercano. Cedió bajo el impacto de un grupo de caballos y los jinetes irrumpieron en la
aldea condenada, visibles al resplandor creciente. Las chozas ardían ya por doquier, y
los gritos se alzaban contra las nubes lluviosas mientras los invasores sacaban a
mujeres que chillaban y a hombres borrachos de sus madrigueras, y los degollaban.
Gottfried vio las enjutas figuras de los jinetes, los incendios reflejándose en el acero
pulido; observó las alas del buitre en los hombros de su capitán. Y, al mismo tiempo
que él reconocía a Mikhal Oglu, vio cómo éste se envaraba.
—¡A él, perros! —aulló el akinji, con una voz que ya no era suave, sino tan
estridente como el roce de un sable al desenvainar—. ¡Es Gombuk! ¡Quinientos
aspers al hombre que me traiga su cabeza!
Con una maldición, Von Kalmbach se lanzó a las sombras de la cabaña más
próxima, arrastrando consigo a la muchacha, que no cesaba de gritar. Al saltar, oyó el
sonido de las cuerdas de los arcos, y la muchacha lanzó un suspiro y quedó de repente
colgando yerta de su mano. Se derrumbó y, al feroz resplandor, él vio que asomaba el
asta de una flecha, aún vibrando, bajo su corazón, se volvió hacia sus atacantes con
una maldición sorda, semejante a un oso enfurecido. Se quedó allí un instante,
adelantando la cabeza con truculencia, empuñando la espada con las dos manos y
luego, como un oso que escapa ante la llegada de los cazadores, se volvió y huyó
contorneando la cabaña, mientras las flechas silbaban a su alrededor y golpeaban de
refilón contra los anillos de su cota de malla. No hubo disparos; la cabalgada a través
del bosque lluvioso había mojado la pólvora de los jinetes.
Von Kalmbach ganó la zaga de la cabaña, pendiente de los salvajes aullidos a su
espalda, y llegó al cobertizo situado tras la choza que ocupaba, pues allí había
guardado a su semental gris. Al alcanzar la puerta, alguien rugió como una pantera en
la semioscuridad y se lanzó con furia contra él. Paró el golpe con la espada y
devolvió el ataque con toda la fuerza de sus anchos hombros. La hoja ancha resbaló
sobre pulido casco del akinji y cortó a través de los anillos de la cota de malla,
cercenando el brazo a la altura del hombro.
El mahometano cayó con un gruñido, y el alemán saltó sobre su cuerpo vencido.
El garañón gris, enloquecido de miedo y excitación, relinchó espantado y se encabritó
cuando su dueño lo montó a pelo. Sin tiempo para ensillar ni embridar, Gottfried
clavó los talones en los estremecidos flancos, y el gran corcel saltó a través de la
puerta como un rayo, derribando hombres a derecha e izquierda como si fueran bolos.
Galopó con furia a través del espacio abierto e iluminado que había entre las cabañas

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en llamas, salvando los cadáveres retorcidos que encontraba en su camino, haciendo
bambolearse a su jinete al chapotear en los charcos.
Los akinji se lanzaron en pos del jinete fugitivo, tirándole sus saetas y aullando
como sabuesos. Los que estaban a caballo galoparon en su persecución, en tanto que
los que habían entrado a pie en la aldea corrieron a lo largo del muro derrumbado
para buscar sus monturas.
Las flechas silbaban en torno a la cabeza de Gottfried mientras éste enfilaba con
su montura el único punto accesible: el muro occidental, aún intacto. Era una medida
desesperada, ya que el tramo era resbaladizo y traicionero, y nunca antes el garañón
gris había realizado un salto así. Gottfried contuvo el aliento y sintió cómo el
corpachón del animal se endurecía y tensaba en plena carrera, para realizar un
esfuerzo desesperado; luego, con un volcánico estallido de los músculos poderosos, el
semental se remontó por los aires y salvó la barrera por apenas tres dedos de margen.
Los perseguidores lanzaron gritos de sorpresa y furia, y retrocedieron; ya que,
jinetes expertos como eran, no se atrevieron a realizar ese salto mortífero. Perdieron
algún tiempo buscando las puertas y las brechas del muro, y cuando finalmente
pudieron salir de la aldea, el bosque oscuro, húmedo, rumoroso y goteante se había
tragado a su presa.
Mikhal Oglu juraba como un diablo y, tras destacar a su lugarteniente Othman
con instrucciones de no dejar ser humano con vida en la aldea, se lanzó en pos del
fugitivo, siguiendo a la luz de las antorchas el rastro impreso en el terreno enfangado,
y jurando que le había de seguir, aunque tal persecución le llevase bajo los
mismísimos muros de Viena.

Alá no había dispuesto que Mikhal Oglu consiguiese la cabeza de Gottfried von
Kalmbach en aquel bosque oscuro y goteante. Éste conocía el país mejor que aquellos
y, a pesar del celo desplegado, perdieron su pista en la oscuridad.
El alba sorprendió a Gottfried cabalgando a través de terrenos de labranza
estremecidos por el terror, con las llamas de un mundo incendiado iluminando oriente
y meridión. El país estaba abarrotado de fugitivos que se tambaleaban bajo los
patéticos enseres que habían logrado salvar, y que guiaban un ganado escandaloso,
como gentes que huyeran del fin del mundo. Las lluvias torrenciales les habían dado
una falsa sensación de seguridad, pero no habían detenido durante mucho tiempo la
marcha del Gran Turco.
Apoyado por un cuarto de millón de secuaces, arrasaba las marcas orientales de la
Cristiandad. Mientras Gottfried holgaba en tabernas de aldeas aisladas, bebiéndose el
regalo del sultán, Pest y Buda habían caído, la guarnición alemana de esta última
ciudad había sido masacrada por los jenízaros, a pesar de la promesa de inmunidad

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dada por Solimán, al que la gente llamaba El Generoso.
Mientras Fernando y los nobles y obispos discutían en la Dieta de Spira, los
elementos parecían guerrear a favor de la Cristiandad. La lluvia caía torrencialmente,
y los turcos avanzaban ciegamente a través de pantanos y bosques convertidos por las
inundaciones en ciénagas empapadas. Se ahogaban en ríos desbordados, perdieron
grandes cantidades de municiones, pertrechos y provisiones, mientras los botes
naufragaban, los puentes se derrumbaban y los carromatos se hundían en el fango.
Pero aun así proseguían, empujados por la implacable voluntad de Solimán y así, en
septiembre de 1529, sobre las ruinas de Hungría, los turcos irrumpieron en Europa,
con los akinji —los Saqueadores— arrasando la tierra como el vendaval que precede
a la tormenta.
En parte, todo esto lo supo Gottfried gracias a los fugitivos, mientras espoleaba su
cansado garañón hacia la ciudad, el único santuario posible para aquellos millares de
desplazados. A sus espaldas, los cielos ardían enrojecidos y los gritos de las víctimas
masacradas llegaban débilmente a sus oídos en alas del viento. A veces incluso podía
ver el hervidero de negras masas de jinetes salvajes. Las alas del buitre batían de
forma horrenda sobre las masacradas tierras y la sombra de esas grandes alas se
extendía sobre toda Europa. De nuevo el destructor llegaba cabalgando desde el Este
azul y misterioso, al igual que ya lo habían hecho antes sus hermanos: Atila, Subotai,
Bayazid, Mohamed el Conquistador. Nunca antes había caído una tormenta igual
sobre el Oeste.
Ante el agitar de las alas del buitre, la carretera estaba colmada de fugitivos
jadeantes; a sus espaldas, se mostraba roja y silente, abarrotada de cuerpos retorcidos
que ya no gritarían más. Los asesinos no estaban a más de media hora cuando
Gottfried von Kalmbach cruzó sobre su tambaleante semental las puertas de Viena.
La gente de los muros había estado escuchando durante horas los aullidos, que
llegaban de forma espantosa a impulsos del viento, y ahora allá, a lo lejos, veían al
sol resplandecer sobre las puntas de las lanzas, mientras los jinetes caían al galope
sobre las masas de fugitivos, bajando desde las colinas contra la llanura que
circundaba la ciudad. Vieron trabajar el acero desnudo, como hoces segando grano
maduro.
Von Kalmbach encontró a la ciudad en plena efervescencia, el gentío agolpándose
y gritando alrededor del conde Nikolas Salm, el septuagenario militar que mandaba
en Viena, y sus ayudantes: Roggendrof, el conde Nikolas Zrinyi y Paul Bakics. Salm
estaba trabajando a toda prisa, demoliendo las casas situadas cerca de los muros y
utilizando ese material para reforzar las murallas, que eran viejas e inestables, no
tenían en ningún lugar más de dos metros de grosor y en muchos lugares estaban
carcomidas y a punto de desmoronarse. La empalizada exterior era tan endeble que
recibía el nombre de Stadzaun, el seto de la ciudad.
Pero, espoleados por la incansable energía del conde Salm, alzaron un nuevo
muro de seis metros de altura, desde la puerta de Stuben hasta la de Karnthner.

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Abrieron zanjas por dentro del viejo foso y levantaron nuevos muros desde el puente
levadizo hasta la Puerta de Saltz. Quitaron las placas de madera de los tejados, para
aminorar el riesgo de incendio, y también retiraron los adoquines, para disminuir el
impacto de las balas de cañón.
Los suburbios fueron abandonados y entregados al fuego para impedir que
sirviesen de refugio a los sitiadores. Durante aquel proceso, que se realizó ante las
barbas mismas de los saqueadores al asalto, se desataron tumultos por toda la ciudad,
aumentando la confusión.
Todo era infierno y tumulto y, en medio de todo aquello, cinco mil infortunados
civiles, ancianos, mujeres y niños, fueron rechazados a las puertas de la ciudad sin
compasión, y sus gritos, cuando los akinjis cayeron sobre ellos, enloquecieron a las
gentes que se hallaban tras los muros.
Aquellos demonios estaban llegando a millares, cubriendo el horizonte, y
azotando los alrededores de la ciudad en escuadrones irregulares, como buitres que se
congregasen alrededor de un camello agonizante.
Menos de una hora después de que apareciera la primera horda, no quedaba ni un
solo cristiano vivo extramuros, excepto aquellos que, atados por largas sogas a los
pomos de las sillas de montar de sus captores, se veían obligados a correr a toda
velocidad detrás de ellos, so pena de ser arrastrados hasta la muerte.
Los jinetes salvajes cabalgaban alrededor de los muros, aullando y disparando
saetas. Los hombres situados en las torres reconocieron al temido Mikhal Oglu por
las alas de su coraza, y se percataron de que iba cabalgando de un montón de muertos
a otro, escrutando con avidez cada uno de los cadáveres, deteniéndose para observar
inquisitivamente hacia las fortificaciones.
Mientras tanto, procedente del oeste, una banda de soldados alemanes y españoles
se abrió paso a través de un cordón de saqueadores y desfilaron por las calles de la
ciudad entre enfervorecidos aplausos, con el Palgrave Philip a la cabeza.
Gottfried von Kalmbach estaba apoyado en su espada y les observó pasar con sus
resplandecientes petos y sus cascos emplumados, con largos arcabuces a la espalda y
mandobles pendientes de sus espaldas revestidas de acero. Ofrecía un curioso
contrapunto con su cota de malla herrumbrosa, su equipamiento pasado de moda, de
piezas de fortuna desmañadamente encajadas… parecía una figura del pasado,
oxidada y manchada, viendo llegar a una nueva y más brillante generación. Pero
Philip le saludó, con una mirada de reconocimiento, cuando la brillante columna pasó
a su lado.
Von Kalmbach se dirigió a los muros, allá donde los tiradores disparaban
esporádicamente contra los akinji, que mostraban cierta disposición a trepar a los
bastiones mediante lazos que lanzaban desde la silla. Pero, de camino, oyó que Salm
estaba empleando a nobles y soldados para excavar fosos y levantar nuevos
terraplenes, y buscó refugio a toda prisa en una taberna, donde obligó al patrón, un
valaquiano patizambo y timorato, a darle crédito, y rápidamente se embriagó hasta

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caer en un estado en el que nadie le hubiera considerado útil para trabajo de clase
alguna.
Disparos, gritos y alaridos llegaban a sus oídos, pero apenas les prestaba atención.
Sabía de sobra que los akinji golpearían para después seguir de largo y arrasar el país
más allá de la ciudad. Se enteró, gracias a lo que se hablaba en la taberna, de que
Salm contaba con 20.000 piqueros, 2.000 jinetes y 1.000 voluntarios para oponerse a
las hordas de Solimán, además de setenta piezas de artillería: cañones, falcones y
culebrinas.
Las noticias sobre el gran número de turcos llenaron todos los corazones de
miedo; todos menos el de Von Kalmbach. A su manera, era un fatalista. Pero encontró
la conciencia en la cerveza, y se descubrió de repente meditando sobre la gente a la
que los miserables vieneses habían abandonado para que pereciesen. Cuanto más
bebía, más melancólico se tornaba, y algunas lágrimas sensibleras cayeron de las
lacias guías de sus mostachos.
Al cabo, se incorporó a duras penas y echó mano a su espadón, mascullando la
intención de retar al conde Salm a duelo por aquello. Acalló a bramidos las tímidas
reclamaciones del valaquiano y salió dando tumbos a las calle. Ante su mirada ebria,
las torres y los chapiteles oscilaban enloquecidas; la gente le empujaba, y le echaban
de un lado a otro mientras corrían sin rumbo de un lado a otro. El Palgrave Philip
llegó entre resonar de armadura, los rostros afilados y oscuros de los españoles
contrastando con los semblantes cuadrados y sonrosados de los lansquenetes.
—¡Qué vergüenza, Von Kalmbach! —dijo Philip con dureza—. ¡Los turcos se
nos echan encima y tú estás con el hocico metido en el jarro de cerveza!
—¿Qué hocico está en qué jarro de cerveza? —le espetó Gottfried dando tumbos
en un errático semicírculo, buscando a ciegas la espada—. Que el demonio te lleve,
Philip, te voy a romper la crisma por esto…
Pero el Palgrave ya estaba fuera de la vista y, al cabo, Gottfried se encontró en la
torre Karnthner, consciente sólo de forma vaga de cómo había llegado hasta allí. Pero
lo que vio le serenó de golpe. Los turcos habían llegado ya a Viena. La llanura estaba
cubierta con sus tiendas, treinta mil en total, según decían algunos, y juraban que
desde el chapitel más alto de la catedral de San Esteban un hombre no podía divisar
dónde acababan. Cuatrocientas naves ocupaban el Danubio y Gottfried oyó cómo los
hombres maldecían a la flota austriaca, varada ineficaz muy río arriba, ya que sus
tripulantes, que llevaban mucho tiempo sin cobrar, se negaban a navegaría. También
oyó decir que Salm no había contestado a las exigencias de rendición de Solimán.
Entonces, en parte como un gesto y en parte para amedrentar a los malditos
cafars, el ejército del Gran Turco se puso a desfilar antes los antiguos muros, antes de
aplicarse a las tareas del asedio. Aquella visión era suficiente como para espantar al
más valiente. El sol, ya bajo, arrancaba fuego a los cascos pulidos, a las empuñaduras
enjoyadas de los sables y a las moharras de las lanzas. Era como si un río de acero
brillante fluyese perezoso y terrible más allá de los muros de Viena.

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Los akinji, que de ordinario formaban la vanguardia de aquellas huestes, habían
seguido su avanzada, pero su lugar había sido ocupado por los tártaros de Crimea,
agazapados sobre sillas de pomos picudos y estribos cortos, con sus cabezas de
gnomo cubiertas por cascos de hierro, los cuerpos pequeños revestidos de corazas de
bronce y cuero laqueado. Tras ellos iban los azabs, la infantería irregular, kurdos y
árabes en su mayor parte, formando una horda salvaje y heterogénea. Les seguían sus
hermanos los delis, los cabezas locas, hombres salvajes sobre recios ponis
fantásticamente adornados con pelaje y plumas. Aquellos jinetes llevaban gorros y
capas de piel de leopardo, con el cabello largo colgando en melena suelta sobre los
hombros anchos, y por encima de sus enmarañadas barbas se veían resplandecer los
ojos con la locura del fanatismo y el bhang[4]
Tras ellos llegaba ya el grueso del ejército. Primero los beys y emires con sus
huestes: jinetes y peones procedentes de los feudos de Asia Menor. Luego los
espahís, la caballería pesada, sobre corceles espléndidos. Y por último la verdadera
fuerza del imperio turco —la organización militar más terrible del mundo—: los
jenízaros.
La furia más terrible se desató entre los hombres de las murallas, al reconocer su
propia sangre. Ya que los jenízaros no eran turcos. Con algunas excepciones, fruto del
hecho de que algunos padres turcos habían logrado introducir a su propia progenie en
las filas para liberarlos de la fatigosa vida de los campesinos, aquéllos eran hijos de
cristianos —griegos, serbios, húngaros—, secuestrados durante la infancia y
educados en el islam; conocían un solo señor, el sultán, y una sola ocupación, matar.
Sus rostros lampiños contrastaban con los de sus señores orientales. Se veían
muchos ojos azules y muchos bigotes rubios. Pero todos los rostros mostraban la
lobuna ferocidad en la que habían sido entrenados. Bajo sus mantos de color azul
oscuro relucían las finas cotas de malla, y muchos portaban capacetes de acero bajo
sus curiosos gorros de altos picos, de los que colgaba una pieza de tela blanca y
semejante a una manga, en la que iba fija una cuchara de cobre. Además, largas
plumas de aves del paraíso adornaban aquellos extraños tocados.
Además de cimitarras, pistolas y dagas, cada jenízaro portaba un arcabuz y sus
oficiales acarreaban braseros para darles fuego. Arriba y abajo de las filas se
escabullían los derviches, vestidos sólo con kalpaks de pelo de camello y delantales
verdes festoneados de cuentas de ébano, exhortando a los Creyentes. Bandas de
música militar, un invento turco, marchaban con las columnas, haciendo resonar
címbalos y vibrar los laúdes. Sobre aquel mar en movimiento, los estandartes
ondeaban y se agitaban: la bandera carmesí de los spahís, el estandarte blanco de los
jenízaros con su espada de dos filos bordada en oro y los estandartes de colas de
caballo de los jefes: siete colas para el sultán, seis para el gran visir, tres para el agha
de los jenízaros. De esa forma hizo Solimán el alarde de su poder, ante los
desesperados ojos de los cafars.
Pero la mirada de Von Kalmbach estaba puesta en el grupo que se afanaba en

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emplazar la artillería del sultán. Agitó la cabeza, lleno de desconcierto.
—¡Medias culebrinas, sacres y falconetes! —gruñó—. ¿Pero dónde, por todos los
diablos, está la artillería pesada de la que tan orgulloso está Solimán?
—¡En el fondo del Danubio! —Un piquero húngaro sonrió con furia y escupió al
responder—. Wulf Hagen hundió esa parte de la flotilla del sultán. El resto de su
artillería, incluso la real, según dicen, está atascada por culpa de las lluvias.
Una lenta sonrisa erizó los mostachos de Gottfried.
—¿Qué mensaje le ha mandado Solimán a Salm?
—Que desayunará en Viena pasado mañana… el 29.
Gottfried agitó la cabeza con pesadez.

El asedio comenzó con el rugido de los cañones, el silbido de las flechas y el


resonante estampido de los arcabuces. Los jenízaros tomaron posesión de los
arruinados suburbios, donde restos de muros les ofrecían alguna protección.
Precedidos por una oleada de irregulares, y una descarga de flechas incendiarias,
avanzaron metódicamente apenas amanecer.
En una torreta de la muralla atacada, apoyado en su gran espada y retorciéndose
meditabundo el mostacho, Gottfried von Kalmbach observaba cómo retiraban a un
artillero transilvano del muro, con el cerebro rezumando a través de un boquete en la
cabeza; un arcabuz turco había hecho sonar su voz demasiado cerca de la muralla.
La artillería de campo aullaba como una jauría ronca, arrancando esquirlas de los
parapetos. Los jenízaros avanzaban, ponían rodilla en tierra, disparaban y recargaban
sin dejar de adelantarse. Las balas rebotaban contra las almenas y volaban, silbando
con furia. Una se aplastó contra la coraza de Gottfried, arrancándole un gruñido
rencoroso. Al girarse hacia el abandonado cañón, vio cómo una silueta colorista e
incongruente se inclinaba sobre la masiva recámara.
Se trataba de una mujer, vestida de una forma que Von Kalmbach no había visto
ni siquiera entre los petimetres de Francia. Era alta, de formas espléndidas, aunque
ágil. Bajo el casco de acero, se le escapaban bucles rebeldes que formaban rizos de un
color rojo dorado al resplandor del sol y que caían sobre sus hombros fuertes. Altas
botas de cordobán le cubrían hasta medio muslo, envuelto en bombachos. Vestía una
fina cota de malla turca, metida en esos calzones. El fino talle ceñido por una faja de
seda verde, de muchas vueltas, dentro de la que portaba un par de pistolas y una daga,
y de la que colgaba un largo sable húngaro. Y por encima de todo ello llevaba, al
descuido, una capa escarlata.
Aquella figura sorprendente estaba apuntando el cañón, con una soltura que
denotaba algo más que un conocimiento superficial, a un grupo de turcos que se
aplicaban a una cureña, justo a tiro.

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—¡Eh, Sonia la Roja! —gritó un soldado, agitando su pica—. ¡Acaba con ellos,
muchacha!
—Cuenta con ello, compadre —replicó al tiempo que aplicaba la mecha—.
Aunque ya quisiera yo que mi blanco fuese Roxelana…
Una detonación terrorífica impidió oír lo restante, y la humareda cegó a todos los
que estaban en la torreta, al tiempo que el terrorífico retroceso del cañón,
sobrecargado, lanzaba a la tiradora de espaldas al suelo. Saltó como un resorte y
corrió al parapeto, para observar ansiosa a través del humo, que al ir aclarando
permitía ver cómo habían caído los artilleros. La gran bala, mayor que la cabeza de
un hombre, había impactado de lleno contra el grupo que se agolpaba junto al sacre, y
éstos yacían en el suelo martirizado, los cráneos hundidos por el impacto, y los
cuerpos destrozados por las esquirlas de acero que habían saltado de su destrozado
cañón. Un clamor se levantó en las torres, y la mujer a la que llamaban Sonia la Roja
aulló llena de alegría infantil, y se arrancó a bailar una danza cosaca.
Gottfried se acercó, contemplando con franca admiración la curva de su pecho
bajo la malla flexible, las formas de sus amplias caderas y sus miembros firmes.
Estaba plantada como lo haría un hombre, las piernas cubiertas por botas bien
separadas, los pulgares metidos en la faja; pero era sin duda una mujer. Se estaba
riendo al verle la cara y él reparó, lleno de fascinación, en las centellas que danzaban
y en el color mudable de sus ojos. Se apartó los rizos rebeldes con una mano sucia de
pólvora y él se maravilló al reparar en la blancura clara y rosada de su carne firme,
allá donde no estaba manchada.
—Oye, chica, ¿por qué te hubiera gustado tener como blanco a la sultana
Roxelana? —preguntó.
—¡Porque esa guarra es mi hermana! —respondió Sonia.
En ese momento, un gran grito resonó bajo las murallas; la chica saltó como una
fiera y, al desenvainar, su espada salió como un largo destello de plata al sol.
—¡Ese grito! —chilló—. Los jenízaros…
Gottfried también corría hacia los parapetos. También él había escuchado antes
aquel griterío terrible y estremecedor de los jenízaros al cargar. Solimán no quería
perder el tiempo en la ciudad que le impedía caer sobre la inerme Europa. Iba a abatir
sus frágiles muros en un solo embate. Los bashi-bazouki, los irregulares, morían
como moscas para cubrir el avance del cuerpo principal, y sobre montones de
muertos, los jenízaros se abatieron sobre Viena. Aparecieron en medio de una
granizada de cañonazos y tiros de arcabuz, para cruzar los fosos mediante escalas
tendidas como si fueran puentes. Unidades completas cayeron bajo el cañoneo
austriaco, pero los atacantes lograron llegar bajo los muros, de forma que las
hostigosas bolas pasaban zumbando sobre sus cabezas para sembrar la catástrofe en
las filas zagueras.
Los tiradores españoles abrían fuego casi en vertical, causando un verdadero
desastre, pero eso no impidió que las escaleras se apoyasen en los muros y los

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hombres subiesen cantando. Las flechas silbaban, diezmando a los defensores. En
retaguardia, la artillería de los turcos seguía retumbando, sin reparar en si hería a
amigos o enemigos. Gottfried, que estaba en una de las troneras, fue derribado por un
impacto súbito y aterrador. Una bala había impactado contra un merlón, abatiendo a
media docena de defensores.
Gottfried se levantó aún aturdido, librándose de los escombros y los cadáveres
acurrucados. Se encontró contemplando una oleada de rostros resollantes y
encendidos, en la que los ojos relucían como los de los perros rabiosos y los aceros
relampagueaban como los rayos del sol en el agua. Asentando bien firmes los pies,
alzó el espadón y luego lo descargó. Las mandíbulas apretadas, los mostachos
erizados. La hoja de metro y medio hendió cascos y cráneos, quebrando rodelas en
alto y hombreras de hierro. Los hombres cayeron desde lo alto de las escalas, los
dedos inertes resbalando de los travesaños ensangrentados.
Pero hormigueaban junto a la brecha, a ambos lados. Un grito terrible anunció
que los turcos habían hecho pie en el muro. Pero ni un solo hombre se atrevió a
abandonar su puesto para acudir en auxilio del punto amenazado. A ojos de los
aturdidos defensores, era como si Viena estuviese rodeada por un mar resplandeciente
y agitado que se alzase cada vez a mayor altura en torno a las murallas sentenciadas.
Retrocediendo para evitar ser rodeado, Gottfried gruñó y golpeó a derecha e
izquierda. Sus ojos ya no estaban nublados; resplandecían como fuegos azules. Tres
jenízaros cayeron a sus pies; su ancho espadón entrechocaba contra un bosque de
cimitarras agitadas. Una hoja hendió su bacinete, llenando sus ojos de oscuridad
punteada de fuego. Retrocedió tambaleante y sintió cómo su espada impactaba con
algo. Luego hubo un aullido, y movimiento a su lado, y escuchó el rápido quebrar de
mallas bajo un enloquecido relampagueo de sable que centelleaba con un rayo
plateado ante su mirada, que comenzaba a despejarse.
Era Sonia la Roja la que acudía en su ayuda, y su ataque era tan terrible como el
de una pantera. Sus golpes se sucedían con tal rapidez que el ojo no podía seguirlos;
la hoja era un estallido de fuego blanco y los hombres se derrumbaban como el trigo
maduro ante el segador. Gottfried acudió a su lado con un hondo rugido,
ensangrentado y terrible, agitando su gran hoja. Obligados a retroceder, los
musulmanes se tambalearon al borde de los muros y acabaron por saltar a sus escalas,
o cayeron gritando al vacío.
Los juramentos brotaban sin cesar de los labios rojos de Sonia, que reía de forma
salvaje mientras su sable abría las carnes y la sangre corría por el filo. El último turco
de los parapetos gritó y paró con fiereza cuando ella le atacó; luego, tirando su
cimitarra, agarró con desesperación la hoja goteante que le amenazaba. Se balanceó
con un gemido justo al borde, la sangre brotando de sus dedos horriblemente
cortados.
—¡Vete al infierno, perro! —rió ella—. ¡Que el diablo te añada a su marmita!
Con un giro y un tirón, rasgó con su sable, seccionando los dedos engarfiados; y

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con un grito aterrado, el otro se fue de espaldas y cayó de cabeza.
Por todas partes, los jenízaros cedían. La artillería de campo, que había
enmudecido cuando la lucha llegó a lo alto de los muros, rugía de nuevo y los
españoles, arrodillados en las troneras, disparaban ya de nuevo con sus largos
arcabuces.
Gottfried se acercó a Sonia la Roja, que limpiaba su sable, al tiempo que juraba
por lo bajo.
—¡Por Dios, chica! —dijo, tendiéndole su manaza—. Si no hubieras acudido en
mi ayuda, creo que esta noche hubiera bebido en los infiernos. Gracias…
—¡Dale las gracias al Diablo! —repuso con dureza Sonia, apartando su mano—.
Los turcos estaban en el muro. ¡Ni se te ocurra pensar que arriesgué el pellejo para
salvarte, compadre!
Y, con un desdeñoso revuelo de sus holgados ropajes, se marchó de los parapetos,
devolviendo de inmediato y con desenvoltura las bromas groseras de los soldados.
Gottfried la miró marcharse, con el ceño fruncido, y un lansquenete le golpeó
jovialmente en el hombro.
—¡Menuda diablesa! Es capaz de tumbar bebiendo al más borracho y maldice
como un español. No es precisamente una damisela. ¡Corta, taja, mata, compadre! A
eso es a lo que se dedica.
—¿Quién es esa mujer, por rodos los diablos? —gruñó Von Kalmbach.
—Es Sonia la Roja, de Rogantino… eso es todo lo que sabemos de ella. Marcha y
lucha como un hombre… Dios sabe por qué. Jura ser la hermana de Roxelana, la
favorita del sultán. ¡Ay, si los tártaros que raptaron a Roxelana una noche hubieran
hecho lo mismo, por San Pedro! ¡Mal lo hubiera pasado Solimán! Apártate de ella,
señor; es una gata montés. Vamos a tomar una jarra de cerveza.
Los jenízaros, convocados por el gran visir para que dieran explicaciones de por
qué el ataque había fracasado cuando ya los muros habían sido asaltados en un punto,
juraban que habían tenido que enfrentarse con un diablo con forma de pelirroja,
auxiliado por un gigante con herrumbrosa cota de malla.
Ibrahim ni reparó en la historia de la mujer, pero la descripción del hombre
despertó un recuerdo medio olvidado en el fondo de su memoria. Tras despachar a los
soldados, hizo llamar al tártaro Yaruk Khan y le mandó en avanzada para preguntar a
Mikhal Oglu por qué no había enviado una cabeza en concreto a la tienda real.

Solimán no desayunó en Viena la mañana del 29. Se quedó en lo alto del


Semmering, delante de su rico pabellón con remates dorados y su guardia de
quinientos solacs, observando cómo sus piezas ligeras picoteaban en vano los débiles
muros; vio a sus irregulares derramar las vidas como el agua, tratando de rellenar el

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foso, y a sus zapadores cavar como topos, abriendo minas y contraminas cada vez
más cerca de los bastiones.
El reposo era escaso en el interior de la ciudad. Se montaba guardia en los muros
día y noche. En los sótanos, los vieneses vigilaban mediante guisantes sobre parches
de tambor, esperando oír los sonidos que delatasen a los zapadores. Se hablaba de
minas turcas bajo los muros y se abrieron las respectivas contraminas. Se luchaba
bajo tierra con no menos fiereza que sobre la misma.
Viena era la única isla de cristiandad en un mar de infieles. Noche tras noche, los
hombres veían arder el horizonte, allá donde los akinji aún martirizaban la tierra
agonizante. A veces les llegaba alguna noticia del mundo exterior, gracias a esclavos
fugitivos que lograban introducirse en la ciudad. E, invariablemente, tales noticias
eran portadoras de algún nuevo horror. Menos de un tercio de los habitantes de
Austria Superior seguían con vida. Mikhal Oglu se estaba superando a sí mismo. Se
decía que buscaba a alguien en particular. Sus carniceros apilaban las cabezas
cortadas a sus pies, y él buscaba con avidez entre esos patéticos restos para luego,
lleno de infernal frustración, enviar a sus demonios a cometer nuevas atrocidades.
Tales historias, en vez de paralizar a los austriacos, les llenaban de una furia
enloquecida, producto de la desesperación. Las minas explotaban, se abrían brechas y
los turcos se precipitaban por ellas en torrente, pero siempre se les adelantaban los
desesperados cristianos, y en la locura bestial, embarullada, ciega, de la lucha cuerpo
a cuerpo que tenía lugar a continuación, saldaban en parte la roja deuda que tenían
con ellos.

Septiembre dio paso a octubre; las hojas se volvieron pardas y amarillas en la


Wiener Wald; y los vientos se tornaron fríos. Los centinelas tiritaban de noche en los
muros, emblanquecidos por las escarchas; pero todavía las tiendas circundaban la
ciudad y aún Solimán permanecía en su magnífico pabellón, observando la frágil
barrera que cerraba el paso a su camino imperial. Nadie que no fuese Ibrahim osaba
dirigirle la palabra; su humor era tan tenebroso como las frías noches que llegaban
desde las colinas septentrionales. El viento que gemía en el exterior de su tienda
parecía entonar el canto fúnebre por sus ambiciones de conquista.
Ibrahim le observaba de cerca y, tras un asalto fallido que duró del alba al
mediodía, hizo llamar a los jenízaros y les mandó retirarse a los arruinados suburbios
y descansar. Luego envió a un arquero para que lanzase cierta flecha a un
determinado punto de la ciudad, allá donde ciertas personas estaban esperando algo
que tal cosa ocurriese.
No hubo más ataques aquel día. La artillería de campo, que había estado
cañoneando la Puerta de Karnthner durante varios días, se desplazó más al norte para
martillear el Burg. Dado que parecía inminente un asalto por aquella parte, se envió al
grueso de los soldados allí. Pero el esperado ataque no tuvo lugar, a pesar de que las

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baterías estuvieron disparando sin tregua, hora tras hora. Fuera cual fuese la razón,
los soldados agradecieron aquel respiro, ya que estaban exhaustos, enloquecidos por
las heridas abiertas y la falta de sueño.
Esa noche la gran plaza, el mercado Am-Hof, se colmó de soldados, en tanto que
los civiles les contemplaban con envidia. Habían descubierto una gran reserva de
vino oculta en las bodegas de un rico mercader judío, que esperaba triplicar su precio
aprovechando que ya se habían consumido los demás licores de la ciudad. Arrollando
a sus oficiales, los hombres, medio enloquecidos, hicieron rodar los grandes toneles
hasta la plaza y los espitaron. Salm no hizo amago de controlar aquello. Mejor era la
borrachera, gruñó el viejo soldado, a que los hombres se cayesen al suelo de puro
agotamiento. Pagó al judío de su propio bolsillo. En tandas, los soldados
abandonaron los muros y bebieron hasta hartarse.
Al resplandor de los flameros y las antorchas, con el acompañamiento de los
gritos y cánticos de borrachos, a los que algún tiro suelto de cañón ponía un siniestro
contrapunto, Von Kalmbach hundió su bacinete en un barril y lo sacó colmado y
goteante. Metió los mostachos en líquido, pero se detuvo cuando sus ojos nublados,
por encima del borde del casco de acero, se posaron en una figura que se pavoneaba
al otro lado del tonel. El rencor le mancilló el semblante. Sonia la Roja había ya
visitado más de un tonel. Su casco estaba torcido sobre los rizos rebeldes, su
arrogancia era aún mayor y los ojos más burlones aún si cabe.
—¡Anda! —chilló con zumba—. ¡Pero si es el mataturcos, con la nariz metida en
la barrica, para variar! Que el diablo se lleve a todos los borrachones.
Sin titubear, hundió una jarra enjoyada en el líquido carmesí y la vació de un
trago. Gottfried se envaró resentido. Había tratado de seducir a Sonia, y el rechazo de
ésta aún le escocía.
—¿Por qué tendría que reparar en ti, con ese arnés hecho jirones y la bolsa vacía
—se había burlado ella—, cuando Paul Bakics está loco por mí? ¡Lárgate, borrachín,
tonel de cerveza!
—Maldita seas —le había replicado él—. No te muestres tan altanera, sólo
porque tu hermana sea la amante del sultán.
Eso había desatado en ella un ataque de ira y se habían separado maldiciéndose
mutuamente. Ahora, viendo al diablo asomar a sus ojos, él comprendió que ella iba a
tratar de ponerle las cosas aún más desagradables.
—¡Golfa! —gruñó—. Te voy a ahogar en este tonel.
—No, ¡antes te ahogarás tú, verraco! —gritó, con un rugir de risa ofensiva—.
¡Lástima que no seas igual de valiente con los turcos que con los pellejos de vino!
—¡Así te coman los perros, zorra! —bramó—. ¿Cómo podría yo romperles la
crisma cuando se mantienen fuera de tiro y nos machacan a cañonazos? ¿Es que
quieres que les tire la daga desde el muro?
—¡Los tienes a miles justo ahí fuera! —le replicó ella, poseída por un frenesí
provocado por su naturaleza indómita—. Si es que alguien tiene lo que hay que tener

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para ir a su encuentro.
—¡Por Dios! —el enloquecido gigante echó mano a su espadón—. ¡Ninguna
arpía me llama a mí cobarde, sea yo un borracho o no! ¡Voy a medirme con ellos,
aunque nadie más venga conmigo!
El caos se desató ante aquel baladro; los ánimos alcoholizados de la multitud la
predisponían para cualquier locura. Los toneles casi vacíos fueron abandonados por
beodos que empuñaban espadas y se dirigían tambaleantes a las puertas exteriores.
Wulf Hagen trató de abrirse paso hasta el centro de ese huracán, repartiendo tortas
a diestro y siniestro y gritando lleno de furia.
—¡Aguardad, estúpidos borrachos! ¡No salgáis de esa guisa! ¡Teneos!
Pero le hicieron a un lado y prosiguieron, convertidos en un torrente ciego e
insensato.

El alba comenzaba a asomar por las colinas orientales. En algún punto, en el


campo turco, extrañamente silencioso, comenzó a resonar un tambor. Los centinelas
otomanos aguzaron la vista, incrédulos, antes de disparar al aire sus arcabuces para
avisar al campamento, atónitos ante la visión de la horda cristiana que surgía por el
angosto puente levadizo, ocho mil hombres en total, blandiendo espadas y jarras de
cerveza. Mientras salvaban incontenibles el foso, una terrorífica explosión sofocó el
alboroto, y una parte de la muralla, cerca de la Puerta Karnthner, pareció despegarse
y salir volando por los aires. Un enorme griterío se desató en el campo turco, pero los
atacantes no se detuvieron.
Se lanzaron directamente a los suburbios y allí se toparon con que los jenízaros
no estaban recién levantados, sino perfectamente ataviados y armados, y formaban
con rapidez en líneas de combate. Sin detenerse, se abalanzaron sobre las
formaciones aún no cerradas. Aunque sobrepasados y mucho en número, su furia
etílica y su velocidad resultó irresistible. Ante aquel loco agitar de hachas y el azote
de los espadones, los jenízaros se vieron obligados a retroceder desconcertados y en
desorden. Los suburbios se convirtieron en una locura de hombres que se batían,
acuchillándose y tajándose unos a otros, dando tumbos entre cuerpos rotos y
miembros cercenados. Solimán e Ibrahim, en lo alto del Semmering, vieron cómo los
invencibles jenízaros eran puestos en fuga, y huían hacia las colinas.
En la ciudad, el resto de los defensores trabajaban frenéticamente para reparar la
gran brecha abierta por la misteriosa explosión en la muralla. Salm se congratulaba
por aquella salida etílica. De no ser por ella, los jenízaros hubieran irrumpido a través
de la brecha antes de que se hubiese posado el polvo.
Reinaba la confusión en el campo turco. Solimán corrió a su caballo y tomó el
mando, al tiempo que llamaba a voces a los espahís. Formaron para bajar laderas
abajo en escuadrones ordenados. Los soldados cristianos, que aún perseguían a sus
enemigos fugitivos, se dieron cuenta de repente del peligro en el que se encontraban.

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Los jenízaros aún retrocedían delante de ellos pero, por ambos flancos, los jinetes de
Asia galopaban para cortarles la retirada.
El miedo sustituyó a la audacia propia de borrachos. Comenzaron a recular y el
retroceso se convirtió con rapidez en una desbandada. Gritando llenos de pánico,
tiraban las armas y corrían hacia el puente levadizo. Los turcos les empujaron al
borde del agua y trataron de seguirles por el puente, a través de las puertas abiertas.
Pero allí, en el puente, Wulf Hagen y sus huestes cerraron el paso a los perseguidores
y se trabaron con ellos. La marea de los fugitivos le rebasó y alcanzó la salvación; a
él, la marea de turcos le llegó como una ola roja. Se alzaba, un gigante revestido de
acero, entre un mar de lanzas.
Gottfried von Kalmbach no abandonó por su voluntad el campo, pero la marejada
de compañeros le arrastró consigo en la huida, mientras blasfemaba con amargura.
Acabó por perder pie y sus aterrados camaradas pisotearon su cuerpo caído. Cuando
las botas dejaron de patear su cota de malla, volvió la cabeza y descubrió que estaba
cerca del foso, sin nada más que turcos a su alrededor. Se levantó y corrió con torpeza
hacia las zanjas, para lanzarse al agua de cabeza, al ver cómo a sus espaldas un
musulmán salía en su persecución.
Emergió debatiéndose y resollando, y comenzó a nadar hacia la orilla opuesta,
chapoteando como un búfalo. El mahometano, sediento de sangre, se había tirado en
pos de él; se trataba de un corsario argelino, que se sentía en el agua como en su casa.
El tozudo alemán no se había deshecho del espadón y, estorbado por la cota de malla,
se las apañó para alcanzar la orilla contraria, donde se quedó agarrado,
completamente exhausto e incapaz de alzar una mano para defenderse cuando el
argelino llegó nadando, con una daga centelleando sobre su espalda desnuda. En ese
instante, se oyó un sonoro juramento en la orilla. Una mano delgada acercó una larga
pistola al rostro del argelino, que chilló al tiempo que ésta se disparaba,
convirtiéndole la cabeza en un destrozo espantoso. Otra mano delgada y fuerte sujetó
al empapado alemán por el cuello de la cota.
—¡Agárrate al borde, idiota! —gritó una voz que daba a entender que su poseedor
realizaba un gran esfuerzo—. No puedo subirte yo sola; debes de pesar una tonelada.
¡Arriba, imbécil, arriba!
Resoplando, boqueando y chapoteando, Gottfried medio subió medio le subieron,
hasta salir del foso. Parecía dispuesto a quedarse tumbado sobre la tripa y, entre
arcadas, expulsar toda el agua sucia que acababa de tragarse, pero su salvadora le
urgió a ponerse de pie.
—Los turcos están cruzando el puente y los camaradas están cerrando las puertas
para mantenerlos fuera… de prisa, antes de que quedemos aislados.
Ya intramuros, Gottfried paseó la mirada alrededor, como si saliese de un sueño.
—¿Dónde está Wulf Hagen? Le vi guardando el puente.
—Yace muerto entre los cadáveres de una docena de turcos —le respondió Sonia
la Roja.

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Gottfried tomó asiento en una pieza de muro caído y, enervado y exhausto como
estaba, aún saturado de alcohol y sed de sangre, hundió el rostro entre sus manazas y
comenzó a sollozar. Sonia, disgustada, le lanzó un puntapié.
—Por Satanás, hombre, no te sientes y lloriquees como una colegiala azotada.
Maldito borracho, has hecho una tontería, pero ya no tiene remedio. Venga, vámonos
a la taberna de los valones, a bebernos una jarra de cerveza.
—¿Por qué me sacaste del foso? —preguntó él.
—Porque un tarugo como tú es incapaz de defenderse solo. Me di cuenta de que
necesitabas alguien inteligente como yo a tu lado para mantener ese corpachón
intacto.
—¡Pero si yo creía que me despreciabas!
—Bueno, una mujer puede cambiar de opinión, ¿no? —se burló ella.
Por toda la muralla, los piqueros rechazaban a la multitud de musulmanes,
arrojándoles de la brecha, ya en parte reparada. En la tienda real, Ibrahim explicaba a
su señor que, sin duda, el demonio había inspirado esa salida de borrachos justo en el
preciso momento, para arruinar los cuidadosos planes del visir. Solimán, loco de ira,
se dirigió por primera vez con dureza a su amigo.
—No: tú has sido el que ha fallado. Has perdido el tiempo con tus intrigas. Ahí
donde la astucia ha fallado, la fuerza bruta vencerá. Manda un correo montado a los
akinji; les necesito para cubrir los huecos de los caídos. Envía de nuevo al ataque a
nuestras huestes.

Los ataques previos no fueron nada en comparación con la tormenta que a partir
de entonces se abatió sobre los muros de Viena. Los cañones relampagueaban y
tronaban día y noche. Las bombas impactaban en tejados y calles. Cuando los
hombres morían en los muros, no había ya nadie que pudiera ocupar su lugar. El
miedo al hambre campaba por las calles y el temor, aún más oscuro, a la traición,
corría embozado por los callejones.
Las investigaciones demostraron que el estallido que había desgarrado el muro de
Karnthner no había sido espontáneo. Alguien había abierto una mina desde un sótano,
hasta entonces desconocido, dentro de la propia ciudad, y hecho explotar una gran
carga de pólvora bajo la muralla. Era algo que podían haber realizado uno o dos
hombres, trabajando en secreto. Quedaba ya claro que el bombardeo del Burg había
sido tan sólo una maniobra de distracción para apartar la atención de la muralla de
Karnthner, y dar a los traidores la oportunidad de trabajar sin ser descubiertos.
El conde Salm y sus ayudantes trabajaban como titanes. El anciano comandante,
inflamado por una energía sobrenatural, recorría los muros, infundía alientos a los
timoratos, auxiliaba a los heridos, luchaba en las brechas codo con codo con los

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soldados rasos, mientras la muerte obraba sin descanso.
Pero si la muerte hozaba en los muros, se atiborraba fuera de ellos. Solimán
azuzaba a sus hombres tan despiadadamente como si fuera su peor enemigo. Las
plagas hicieron presa en ellos, y la destruida región no podía darles alimento. Los
vientos fríos llegaban aullando desde los Cárpatos y los guerreros temblaban,
embutidos en sus livianos atuendos orientales. En las noches heladas, las manos de
los centinelas se congelaban en torno a sus arcabuces. El terreno se hizo duro como el
pedernal y los zapadores cavaban en vano con herramientas melladas. La lluvia caía
mezclada con aguanieve, y apagaba los fuegos, mojaba la pólvora, convertía la
llanura situada en el exterior de la ciudad en un cenagal barroso, donde los cadáveres
que se pudrían emponzoñaban a los vivos.
Solimán se estremecía febril cada vez que paseaba la vista por su campamento.
Veía a sus guerreros cansados y ojerosos, arrastrándose por la llanura fangosa como
fantasmas bajo sombríos cielos plomizos. El hedor de miles de muertos ofendía su
olfato. En aquel instante, el sultán se imaginó que estaba mirando a una gris llanada
de muerte, donde los cadáveres arrastraban sus cuerpos inertes a realizar una tarea
rutinaria, animados sólo por la implacable voluntad de su amo. Durante un momento,
la sangre tártara que llevaba en las venas se impuso a la turca y se estremeció de
miedo. Luego apretó las enjutas mandíbulas. Los muros de Viena se tambaleaban
como borrachos, parcheados y reparados por todas partes. ¿Cómo podían mantenerse
aún en pie?
—¡Que toquen ataque! ¡Treinta mil aspers al primer hombre que ponga el pie en
los muros!
El gran visir agitó descorazonado la cabeza.
—Los soldados han perdido los ánimos. No pueden soportar los rigores de esta
tierra helada.
—Llevadlos hasta los muros a latigazos —repuso sombrío Solimán—. Ésta es la
puerta del Frankistán. A través de ella pasa el camino del imperio.
Los tambores comenzaron a retumbar por todo el campamento. Los fatigados
defensores de la cristiandad se incorporaron y echaron mano a sus armas, enervados
por el instintivo conocimiento de que había llegado la hora de la verdad.
Entre el rugir de los arcabuces y el agitar de los espadones, los oficiales del sultán
guiaron a las huestes musulmanas. Los látigos chasqueaban y los hombres gritaban y
blasfemaban al avanzar. Enloquecidos, se arrojaban contra los tambaleantes muros,
quebrados por grandes brechas y aun así barreras detrás de las que se parapetaban
hombres desesperados. Las cargas se sucedían sobre el foso cegado, se estrellaban
contra los arruinados muros y retrocedían, dejando una alfombra de cadáveres. La
noche cayó sin que nadie atendiera a ello, y a través de la oscuridad, a la luz de los
cañonazos y el resplandor de las antorchas, la batalla siguió en su apogeo. Empujados
por la terrible voluntad de Solimán, los atacantes lucharon durante toda la noche, a
pesar de la tradición musulmana.

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El alba se alzó sobre un Armagedón. Ante los muros de Viena, yacía una inmensa
alfombra de cadáveres revestidos de acero. Sus plumas ondeaban al viento. Y, a
través de los muertos, iban tambaleándose supervivientes de ojos hundidos para
medirse aún con los aturdidos supervivientes.
Las mareas de acero se agitaban y quebraban, y volvían al asalto, hasta que los
mismos dioses debieron de quedar atónitos ante la gigantesca capacidad de los
hombres para sufrir y soportar. Era el Armagedón de las razas: Asia contra Europa. A
lo largo de los mares se alborotaba un mar de rostros asiáticos: turcos, tártaros,
kurdos, árabes, argelinos, resollando, gritando, muriendo ante el rugir de los
arcabuces de los españoles, el golpe de las picas austríacas, los impactos de los
lansquenetes alemanes, que agitaban sus mandobles como segadores cosechando
grano. Los que estaban dentro de los muros no se portaban menos heroicamente que
los sitiadores, dando tumbos entre alfombras de sus propios muertos.
Para Gottfried von Kalmbach, la existencia se había reducido a una sola cosa: el
agitar de su gran espada. Luchaba en una gran brecha cerca de la Torre Karnthner,
hasta que el tiempo dejó de tener significado. Durante lo que le parecieron eras,
rostros resollantes surgieron ante él, los semblantes de demonios, y las cimitarras
relampagueaban sin tregua ante sus ojos. No sentía las heridas, ni tampoco ya la
fatiga. Boqueando entre el polvo sofocante, ciego de sudor y sangre, se enfrentaba a
la muerte como en una cosecha, apenas consciente de que a su lado había una figura
delgada y ágil como pantera que se movía y golpeaba, al principio entre risas,
maldiciones y trozos de canción, y por último en un hosco silencio.
Perdió cualquier identidad como individuo en ese cataclismo de espadas. Apenas
se percató de que el conde Salm caía muerto a su lado por el estallido de una bomba.
No se dio cuenta de que la noche llegaba reptando sobre las colinas, ni comprendió
en un principio que la marea por fin aflojaba y retrocedía. Sólo se dio cuenta
vagamente de que Nikolas Zrinyi le sacaba de la brecha taponada por cadáveres,
diciendo:
—Déjalo hombre, por Dios, y vete a dormir. Les hemos rechazado… al menos
por esta vez.
Se descubrió luego recorriendo una calle angosta y serpenteante, oscura y
desierta. No tenía idea de cómo había llegado allí, aunque creía recordar vagamente
que alguien había puesto una mano en su codo, tirando y guiándole. El peso de la
cota de malla lastraba sus hombros hundidos. No hubiera sabido decir si el sonido
que escuchaba era el tronar irregular del cañón o el latido en su propia cabeza. Tenía
la sensación de que tenía que buscar a alguien… alguien que era muy importante para
él. Pero todo era muy confuso. Le parecía recordar que, en algún lugar, alguna vez, de
que había recibido un espadazo en el bacinete. Cuando trataba de pensar, le parecía
sentir de nuevo el impacto de aquel golpe terrible, y la cabeza le daba vueltas. Se
despojó del destrozado yelmo y lo tiró a la calle.
De nuevo aquella mano tironeaba de su brazo. Una voz le instaba:

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—Vino, señor. ¡Bebida!
Entre brumas, vio a una figura delgada y revestida de malla negra que le tendía
una jarra. La aceptó con un gruñido y hundió la cara en el líquido picante, trasegando
como un hombre muerto de sed. Luego, algo pareció estallar en su cabeza. La noche
se llenó de un millón de ascuas ardientes, como si un almacén de pólvora hubiese
explotado en su cabeza. Tras eso, le alcanzaron la oscuridad y el olvido.

Recobró lentamente el sentido, consciente primero de una sed terrible, y del dolor
de cabeza, y luego de una tremenda debilidad que parecía paralizarle los miembros.
Estaba atado de pies y manos, y amordazado. Al girar la cabeza, se dio cuenta de que
se hallaba en una estancia pequeña, desnuda y polvorienta, de la que partía una
escalera de caracol de piedra. Llegó a la conclusión de que se encontraba en la parte
baja de una torre.
Había dos hombres junto a una mesa, en la que ardía una vela parpadeante. Los
dos eran enjutos y de nariz ganchuda, ataviados con negras vestimentas… asiáticos,
sin duda alguna.
Gottfried prestó oídos a la conversación que mantenían en voz baja. Había
llegado a conocer muchos idiomas durante sus vagabundeos. Reconoció a aquellos
dos: Tshoruk y su hijo Rhupen, dos mercaderes armenios. Recordó haber visto a
menudo a Tshoruk en la última semana, desde que los cascos abombados de los akinji
habían aparecido en el campamento de Solimán. Estaba claro que el mercader se
había pegado a él por alguna razón. Tshoruk estaba leyendo algo que había escrito en
un pedazo de pergamino.
—Mi señor, aunque hice volar el muro de Karnthner sin fruto alguno, ahora tengo
nuevas que harán que vuestro corazón se alegre. Mi hijo y yo hemos capturado al
alemán, von Kalmbach. Cuando se retiró del muro, aturdido por el combate, le
seguimos, guiándole de forma sutil a la torre arruinada que vos sabéis, y
suministrándole entonces vino drogado, antes de atarle. Si mi señor envía al emir
Mikhal Oglu a la muralla próxima a la torre, le pondremos en sus manos. Le
pondremos en la vieja catapulta y le lanzaremos por encima del muro como si fuese
un tronco.
El armenio cogió una flecha y comenzó a atar, con un ligero cable de plata, el
pergamino en torno al astil.
—Llévate esto al tejado y dispáralo al mantelete, como es costumbre… —le
interrumpió un «escucha», de Rhupen, y ambos se estremecieron, con los ojos
resplandecientes como los de alimañas atrapadas… temerosas a la par que
vengativas.
Gottfried se debatió contra la mordaza, hasta lograr hacerla deslizar. En el
exterior, oyó una voz que le resultaba familiar.
—¡Gottfried! ¿Dónde diablos estás?

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Consiguió lanzar un grito estentóreo con toda la fuerza de los pulmones:
—¡Sonia! ¡Por Satanás! Cuidado, chica…
Tshoruk gruñó como un lobo y le golpeó de forma furiosa en la cabeza, con el
pomo de la cimitarra. Casi en ese preciso instante, la puerta se abrió con violencia.
Como entre sueños, Gottfried vio a Sonia la Roja recortada en el umbral, pistola en
mano. Su rostro estaba crispado y ojeroso; los ojos le relucían como carbones
ardientes. Había perdido el casco y su capa escarlata. La cota de malla estaba
desgarrada y enrojecida, las botas acuchilladas, los calzones de seda salpicados y
manchados de sangre.
Con un grito resonante, Tshoruk se abalanzó contra ella, la cimitarra en alto. Pero
antes de que pudiera golpear, ella le estrelló el cañón de la pistola vacía en la cabeza,
abatiéndole como a un buey apuntillado. Rhupen la atacó desde el otro flanco con su
curvada daga turca. Ella se trabó con el joven oriental, dejando caer la pistola.
Moviéndose como lo hacen la gente en sueños, le fue forzando de forma irresistible a
retroceder, una mano asiéndole por la muñeca y la otra la garganta. Estrangulándole
con lentitud, le estrelló de forma inexorable la cabeza contra las piedras de la pared,
una y otra vez, hasta que el otro puso los ojos en blanco y flaqueó. Entonces le hizo a
un lado como a un saco roto.
—¡Por Dios! —musitó con pesadez, tambaleándose un instante en el centro de la
habitación, la cabeza entre las manos. Luego se fue al cautivo y, arrodillándose con
rigidez, cortó sus ataduras con torpes tajos que rajaron sus carnes a la par que las
cuerdas.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó él de forma estúpida, al tiempo que se
incorporaba con dificultad.
Ella se acercó tambaleante a la mesa y se derrumbó en una de las sillas. Había un
botellón de vino al alcance de la mano y bebió del mismo con avidez. Se limpió la
boca con la manga y le miró fatigada, pero algo más vivaz.
—Te vi abandonar el muro y te seguí. Estaba tan cansada por la lucha que apenas
sabía lo que hacía. Vi cómo estos cerdos te cogían del brazo y te llevaban por los
callejones, y te perdí de vista. Pero encontré tu casco tirado ahí fuera, y comencé a
llamarte a gritos. ¿Qué es lo que está pasando aquí, por todos los diablos?
Cogió la flecha y se quedó mirando el pergamino a ella sujeto. Estaba claro que
podía leer el alfabeto turco, pero tuvo que pasar los ojos por el documento una
docena de veces antes de que su significado se filtrase a su agotado cerebro. Entonces
miró de forma inquietante a los hombres tirados en el suelo. Tshoruk se había
sentado, tanteándose de forma aturdida la brecha en la cabeza; Rhupen yacía entre
arcadas y gorgoteos en el suelo.
—Átalos, compadre —le ordenó, y Gottfried la obedeció.
Sus víctimas contemplaban a la mujer con mucho más temor que al hombre.
—Esta carta está dirigida a Ibrahim, el visir —dijo ella con brusquedad—. ¿Por
qué quiere la cabeza de Gottfried?

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—Porque hirió al sultán en Mohacz —musitó incómodo Tshoruk.
—Y tú, gusano —sonrió ella sin ninguna alegría—, ¡fuiste el que encendió la
mecha bajo el Karnthner! Tú y tu retoño sois los traidores que andábamos buscando.
Alzó y montó una pistola.
—Cuando Zrinyi sepa esto —dijo—, no tendrás un final rápido ni suave. Pero
primero, cerdo viejo, me voy a dar el placer de volar la cabeza de tu hijo delante de
tus ojos…
El anciano armenio lanzó un grito estremecedor.
—¡Por el amor de Dios, clemencia! Mátame… tortúrame… ¡Pero ten compasión
de mi hijo!
En ese instante, un nuevo sonido quebró el silencio antinatural… un gran tañido
de campanas que hacían estremecer la atmósfera.
—¿Qué es eso? —bramó Gottfried, tanteando con furia su vaina vacía.
—¡Las campanas de San Esteban! —gritó Sonia—. ¡Tocan a victoria!

Se lanzó por las retorcidas escaleras y él la siguió a través de aquel peligroso


camino. Llegaron a un tejado combado y roto, en una parte más firme del cual había
una antigua máquina pedrera, reliquia de otra edad, y que había sido, claramente,
reparada hacía poco.
La torre dominaba un ángulo del muro en el que no había guardianes. Una
sección del viejo glacis, y una zanja interior al foso principal, en unión a una ladera
natural situada más allá, hacían aquel punto prácticamente inexpugnable.
Los espías habían podido cambiar mensajes sin miedo a ser descubiertos, y era
fácil suponer el método usado. Ladera abajo, justo al alcance de un tiro de arco, se
levantaba un gran mantelete de vaqueta tensada sobre un armazón de madera, como
abandonado allí por casualidad. Gottfried comprendió que disparaban las flechas
mensajeras desde el techo de la torre a ese mantelete.
Pero en aquel momento le prestó muy poca atención. La tenía puesta en el
campamento turco. Un resplandor movedizo hacía empalidecer al alba; sobre el loco
repicar de las campanas, se levantaba el crepitar de las llamas y gritos horripilantes.
—Los jenízaros están quemando vivos a sus prisioneros —dijo Sonia la Roja.
—El Día del Juicio tiene lugar hoy —musitó Gottfried aturdido, espantado por lo
que veían sus ojos.
Para horror suyo, los dos compañeros podían ver casi toda la llanura. Bajo un
cielo gris helado y plomizo, matizado de un carmesí sombrío por el amanecer, aquélla
se mostraba cubierta de cadáveres turcos hasta donde la vista llegaba a alcanzar.
Y las huestes supervivientes se retiraban. El gran pabellón de Solimán se había
esfumado del Semmering. Las demás tiendas desaparecían ahora con rapidez. La
cabeza de la larga columna se había perdido ya de vista, introduciéndose en las
colinas a través del alba helada.

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La nieve comenzó a caer en copos livianos y rápidos.
—Han gastado su último cartucho esta noche —le dijo Sonia a Von Kalmbach—.
He visto cómo sus oficiales les azotaban, y les he oído gritar de miedo ante nuestras
espadas. La carne y la sangre ya no pueden soportar más.
La nieve continuó cayendo.
Los jenízaros desahogaban su enloquecida frustración en los cautivos inermes,
arrojando a hombres, mujeres y niños vivos a las llamas que habían encendido ante
los ojos sombríos de su amo, el monarca al que los hombres llamaban el Magnífico,
el Misericordioso. Durante todo ese tiempo, las campanas de Viena resonaban y
retumbaban como si sus gargantas de bronce pudieran gritar.
—¡Mira! —gritó Sonia la Roja, al tiempo que agarraba a su compañero por el
brazo—. Los akinji van a formar la retaguardia.
Aun a esa distancia pudieron distinguir un par de alas de buitre que se movían
entra las oscuras formaciones, mientras la sombría luz se reflejaba en un casco
enjoyado. Las manos de Sonia, manchadas por la pólvora, se apretaron hasta que las
uñas rosadas y rotas se clavaron en las palmas blancas, y lanzó una maldición cosaca
que quemaba como vitriolo.
—¡Se va, se va el bastardo que ha convertido a Austria en un desierto! ¡Con qué
ligereza lleva sobre sus malditos hombros alados las almas de toda la gente a la que
ha dado muerte! En todo caso, viejo, se va sin tu cabeza.
—Mientras viva, no estará muy segura sobre mis hombros —murmuró
desazonado el gigante.
Los ojos de Sonia la Roja se estrecharon de repente. Cogiendo a Gottfried por el
brazo, bajó corriendo las escaleras. No vieron cómo Nikolas Zrinyi y Paul Baldes
salían al galope por las puertas con sus andrajosos seguidores, arriesgando las vidas
para salvar prisioneros. El acero resonaba a lo largo de toda la línea de marcha, y los
akinji retrocedían con lentitud, defendiendo con fiereza la zaga, oponiendo al
desesperado coraje de los atacantes su gran número. Seguro entre sus jinetes, Mikhal
Oglu sonreía sardónico. Pero Solimán, que guiaba la columna principal, no sonreía.
Su rostro era como el de un muerto.
En la arruinada torre, Sonia la Roja puso un pie, calzado con bota, sobre una silla,
y apoyó el mentón en la mano, para mirar en los atemorizados ojos de Tshoruk.
—¿Qué harías para seguir viviendo?
El armenio no respondió.
—¿Qué darías por la vida de tu hijo?
El armenio dio un brinco, como si le hubieran pinchado.
—Salva a mi hijo, princesa —graznó—. Todo… pagaré… haré lo que sea.
Ella pasó una bien torneada pierna sobre la silla y se sentó.
—Quiero que lleves un mensaje a cierto hombre.
—¿Qué hombre?
—Mikhal Oglu.

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Él se estremeció y se humedeció los labios.
—Tú dirás qué he de hacer; obedeceré —susurró.
—Bien. Te voy a soltar y te voy a dar un caballo. Tu hijo quedará aquí como
rehén. Si me fallas, les daré tu cachorro a los vieneses para que jueguen con él a…
El viejo armenio volvió a estremecerse.
—Pero si cumples con lealtad, os dejaré libres a ambos y mi compadre y yo nos
olvidaremos de vuestra traición. Quiero que cabalgues en pos de Mikhal Oglu y le
digas lo siguiente…

La columna turca avanzaba con lentitud a través de la nieve fangosa y las


tormentas torrenciales. Los caballos doblegaban la cabeza ante las ventoleras,
mientras a lo largo de todas las líneas desordenadas, los camellos gruñían y se
quejaban, y los bueyes se quejaban penosamente. Los hombres avanzaban dando
tumbos por el barro, agobiados por el peso de armas y bagajes. Cayó la noche, pero la
voz de alto no llegó. Durante todo el día, las huestes en retirada habían sufrido el
acoso de los audaces coraccios austríacos, que les atacaban como avispas,
arrancándoles cautivos de entre los mismos dedos.
Solimán cabalgaba sombrío entre sus solacks. Quería alejarse lo más posible del
lugar de su primera derrota, donde los cuerpos putrefactos de treinta mil
mahometanos le recordaban sus ambiciones frustradas. Era señor del Asia
Occidental, pero no sería amo de Europa. Aquellos muros despreciables habían
salvado al mundo occidental del dominio musulmán, y Solimán lo sabía. El atronar
del poder otomano resonaba por todo el mundo, haciendo palidecer las glorias de
Persia y la India Mogola. Pero en el oeste, los bárbaros arios de pelo amarillo seguían
indomables. No estaba escrito que el Turco gobernase más allá del Danubio.
Solimán había visto tal sentencia escrita en sangre y fuego, mientras estaba en
Semmering y observaba a sus guerreros retroceder ante las murallas, pese a los
golpes siseantes del látigo de sus oficiales. Había dado la orden de levantar el
campamento para salvaguardar su autoridad; una orden que le había quemado en la
boca como hiel, pero sus soldados ya estaban pegando fuego sus tiendas y se
disponían a desertar. Ahora cabalgaba en un negro silencio, sin cambiar palabra
siquiera con Ibrahim.
A su manera, Mikhal Oglu compartía su salvaje desesperación. Sólo con la más
feroz de las renuencias había dado la espalda a la tierra que había arruinado, como
una pantera sólo a medias saciada obligada a abandonar su presa. Recordaba con
satisfacción las ruinas ennegrecidas y cubiertas de cadáveres, los gritos de los
hombres torturados, los gritos de las chicas en sus brazos de hierros; recordaba con
casi igual sensación los gritos de muerte de aquellas otras muchachas entre las manos
ensangrentadas de sus carniceros.
Pero sufría la desazón propia de quien tiene tarea sin hacer… la que el gran visir

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había puesto en sus duras manos. Había perdido el favor de Ibrahim. Eso, en un
hombre de menor posición, hubiera supuesto ser estrangulado con la cuerda de un
arco. En su caso significaba que tendría que realizar hazañas prodigiosas para
rehabilitarse. En ese estado de humor, era más peligroso y temerario que una pantera
herida.
La nieve caía espesa, aumentando las miserias de la retirada. Los heridos se
desplomaban en el barro y allí se quedaban inmóviles, e iban quedando cubiertos,
poco a poco, por un manto blanco. Mikhal Oglu cabalgaba con sus últimos
destacamentos, oteando la oscuridad. No habían divisado enemigo alguno durante
horas. Los victoriosos austriacos se habían vuelto a su ciudad.
Las columnas marchaban lentamente a través de una ciudad arruinada, de vigas
chamuscadas y muros derruidos y achicharrados por el fuego. Corrió por las líneas la
voz de que el sultán iba a pasar de largo para acampar en un valle situado a unos
pocos kilómetros.
El rápido tamborileo de cascos en el camino que tenían a las espaldas hizo que los
akinji empuñaran sus lanzas y observasen con ojos entornados la agitada oscuridad.
No oyeron más que un solo caballo y una voz que gritaba el nombre de Mikhal Oglu.
Un garañón grande y gris surgió de entre la nieve que caía, con una figura encapotada
en negro agazapada de forma grotesca sobre la silla.
—¡Tshoruk! ¡Maldito armenio! En el nombre de Alá…
El armenio cabalgó hasta situarse al lado de Mikhal Oglu y le susurró algo con
rapidez al oído. El frío traspasaba las ropas más gruesas. El akinji se percató de que
Tshoruk temblaba con fuerza. Los dientes le castañeteaban y balbucía al hablar. Pero
los ojos del turco relampaguearon al comprender la importancia del mensaje.
—¿Me dices la verdad, perro?
—¡Que me pudra en los infiernos si miento! —Tshoruk sintió un fuerte
estremecimiento y se ciñó aún más el caftán—. Se cayó del caballo mientras
cabalgaba junto a los coraceros que atacaron la retaguardia, y está con una pierna rota
en una choza de campesinos desierta, a unos cinco kilómetros de aquí… con la única
compañía de Sonia la Roja y tres o cuatro lansquenetes, que están borrachos gracias
al vino que encontraron en el campamento abandonado.
Mikhal Oglu hizo dar la vuelta a su caballo, lleno de una súbita decisión.
—¡Que vengan veinte hombres conmigo! —aulló—. Los demás seguid con la
columna principal. Me voy a buscar una cabeza que vale su peso en oro. Os alcanzaré
antes de que entréis en el campamento.
Othman cogió sus enjoyadas riendas.
—¿Te has vuelto loco que quieres dar la vuelta? Tenemos al país entero a los
talones…
Se tambaleó en la silla cuando Mikhal Oglu le cruzó la cara con la fusta. El jefe
se marchó seguido por los hombres designados. Se desvanecieron como fantasmas en
la espectral oscuridad.

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Othman se quedó sentado en su silla, irresoluto, mirando hacia atrás. La nieve
caía, el viento suspiraba fantasmalmente entre las ramas desnudas. No había otros
sonidos que los ruidos que hacía la columna en retirada. Hasta ésos cesaron. Luego,
Othman sufrió un sobresalto. Desde el camino que acababan de recorrer, les llegó una
reverberación lejana; el rugido de cuarenta o cincuenta arcabuces tronando al
unísono. En el completo silencio que le siguió, el pánico hizo mella en Othman y sus
guerreros. Se dieron la vuelta y huyeron en busca de la horda en retirada.

Nadie se percató de que la oscuridad había caído sobre Constantinopla, puesto


que el esplendor de Solimán hacía que la noche no fuese menos gloriosa que el día. A
través de jardines que eran estallidos de flores y perfumes, los flameros llameaban
como enjambres de luciérnagas. Los fuegos artificiales convertían la ciudad en un
mundo de magia resplandeciente, sobre el que los minaretes de quinientas mezquitas
se alzaban como torres de fuego en un océano de espuma dorada. Los tribeños de las
colinas asiáticas boqueaban y se asombraban ante el resplandor que latía y se agitaba
en la distancia, haciendo palidecer a las mismísimas estrellas. Las calles de Estambul
estaban abarrotadas de gentes con ropas de fiesta. El millón de luces brillaba sobre
turbantes enjoyados y khalats festoneados, sobre ojos oscuros que centelleaban tras
los velos; sobre relucientes palanquines transportados sobre hombros de esclavos
gigantescos de piel como el ébano.
Todo aquel esplendor se concentraba en el Hipódromo, donde, en brillantes
alardes, los jinetes del Turquestán y la Tartaria se medían en trepidantes carreras con
los caballeros de Egipto y Arabia, donde guerreros con cotas de malla
resplandecientes vertían su sangre sobre las arenas, donde espadachines lidiaban con
bestias salvajes, y donde los leones eran empujados contra los tigres de bengala y
jabalíes de los bosques nórdicos. Podría uno pensar que los fastos imperiales de
Roma revivían con disfraz oriental. Sobre un trono dorado, emplazado sobre
columnas de lapislázuli, se reclinaba Solimán, solazándose en el esplendor, tal y
como los purpurados césares lo habían hecho antes que él. Los visires y funcionarios
se inclinaban ante su presencia, así como los embajadores de reinos lejanos: Venecia,
Persia, India, los khanatos de Tartaria. Habían acudido todos, incluidos los
venecianos, a felicitarle por la victoria sobre los austríacos. Ya que aquella gran fiesta
se daba para celebrar tal victoria, según decía la proclama del Sultán, que anunciaba
el hecho de que los austriacos se le habían sometido y pedido perdón de rodillas, y
que los reinos alemanes estaban demasiado lejos para el imperio otomano; «los
Creyentes no tenían inconveniente en que se limpiase la fortaleza (Viena); o se
purificase, adecentase y reparase». En consecuencia, el sultán había aceptado la
sumisión de los despreciables alemanes, ¡y le había permitido conservar su mezquina

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fortaleza!
Solimán cegaba los ojos del mundo con el resplandor de su riqueza y gloria, y
trataba de convencerse a sí mismo de que había logrado cuanto había planeado. No
había sido derrotado en batalla en campo abierto; había instalado a su títere en el
trono de Hungría y devastado Austria, y los mercados de Estambul y Asia rebosaban
de esclavos cristianos. Con todos esos logros engañaba a su vanidad, ignorando el
hecho de que treinta mil de sus vasallos se pudrían en los aledaños de Viena, y que
sus sueños de conquistar Europa se habían hecho añicos.
Junto al trono se apilaban los despojos de guerra: banderas de seda y terciopelo
arrebatadas a los persas, los árabes, los mamelucos egipcios; ricos tapices, pesados a
fuerza de brocados dorados. A sus pies se amontonaban los regalos y tributos de
príncipes vasallos y aliados. Había chalecos de terciopelo veneciano, copas enjoyadas
procedentes de las cortes del Gran Mogol, caftanes festoneados de armiño de
Erzeroum, jade trabajado llegado de Cathay, cascos de plata persas con penachos de
plumas, turbantes egipcios recamados de gemas, espadas de acero damasquinado,
arcabuces de Kabul, ricamente embellecidos plata, petos y cascos de acero hindú,
prendas exóticas de Mongolia.
El trono estaba flanqueado a cada lado por una larga fila de jóvenes esclavos,
uncidos por collares dorados a una larga y sencilla cadena de plata. Una fila estaba
formada por mozos griegos y húngaros, la otra por chicas; todos ataviados tan sólo
con penachos emplumados y ornamentos enjoyados, diseñados para realzar su
desnudez.
Eunucos de ropajes flotantes, con sus panzas rotundas envueltas en fajas de paño
de oro, se arrodillaban y ofrecían a los invitados reales sorbetes en copas enjoyadas,
enfriados con nieve traída desde las montañas de Asia Menor. Las antorchas bailaban
y parpadeaban al compás del rugir de las multitudes. Alrededor de las pistas
galopaban los caballos con espuma en los belfos; castillos de madera se estremecían y
estallaban en llamas mientras los jenízaros combatían en alarde. Los funcionarios
iban y venían entre el populacho vocinglero, arrojando lluvias de monedas de cobre y
plata. Nadie pasaba hambre o sed esa noche en Estambul, aparte de los miserables
cautivos cafars.
El entendimiento de los embajadores extranjeros se veía nublado por el rebosante
mar de esplendor, el trueno de la magnificencia imperial. Por la gran arena
deambulaban elefantes domesticados, casi ocultos bajo barquillas de cuero repujado
en oro y, desde las enjoyadas torres de sus flancos, fanfarrias de trompetas competían
con el clamor de las multitudes y los rugidos de los leones. Los graderíos del
hipódromo eran un mar de rostros, todos vueltos hacia la enjoyada figura del trono
resplandeciente, al tiempo que millares de gargantas le aclamaban.
Solimán sabía que, tal y como había impresionado a los enviados venecianos,
habría de impresionar al mundo entero. En el resplandor de su magnificencia, las
gentes olvidarían que un puñado de cafars desesperados, atrincherados tras muros

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destartalados, le habían cerrado el camino del imperio. Solimán aceptó una copa de
prohibido vino, y habló en un aparte al gran visir, que se adelantó alzando los brazos.
—Oíd, invitados de mi señor: el Padishah no olvida a los más humildes en las
horas de regocijo. Por eso, para los oficiales que guiaron a las huestes contra los
infieles, ha dispuesto dádivas extraordinarias. Ha entregado doscientos cuarenta mil
ducados para que se distribuyan entre los soldados rasos y, asimismo, a cada jenízaro
se le entregarán mil aspers.
En mitad del clamoreo que sucedió a aquella proclama, un eunuco se arrodilló
ante el gran visir, tendiéndole un gran embalaje redondo, cuidadosamente atado y
sellado. Un pergamino plegado, cerrado mediante un sello rojo, iba unido al mismo.
Aquello llamó de inmediato la atención del sultán.
—¿Qué nos traes ahí, amigo?
Ibrahim se inclinó.
—El correo de Adrianópolis nos lo ha entregado, oh León del Islam. Al parecer,
es una especie de presente enviado por los perros austríacos. Tengo entendido que
jinetes infieles lo pusieron en manos de la guardia fronteriza, con instrucciones de
que fuese enviado directamente a Estambul.
—Abridlo —indicó Solimán, cada vez más intrigado. El eunuco hizo una
reverencia hasta el suelo, antes de comenzar a romper los sellos del envoltorio. Un
esclavo erudito abrió la nota que lo acompañaba y leyó lo que allí ponía, escrito por
una mano firme, aunque femenina.

Al sultán Solimán y a su visir Ibrahim y a la golfa de Roxelana; los abajo


firmantes os enviamos un presente como muestra de nuestro infinito cariño y afecto.
Sonta de Rogantino y Gottfried von Kalmbach

Solimán, que se había sobresaltado al oír el nombre de su favorito, las facciones


de repente ennegrecidas por la rabia, lanzó un grito estremecedor, que fue coreado
por Ibrahim.
El eunuco había desgarrado los sellos del envoltorio, descubriendo lo que había
en su interior. Un pungente olor a hierbas y especias conservativas llenó el aire, y el
objeto, al resbalar de las horrorizadas manos del eunuco, fue dando botes entre los
montones de presentes hasta los pies de Solimán, para ofrecer allí un espantoso
contraste con las gemas, oro y balas de terciopelo. El sultán bajó la mirada y en ese
instante cualquier pretensión resplandeciente de triunfo se esfumó; su gloria se
convirtió en polvo y quincalla. Ibrahim se mesaba las barbas con un estertor
gorgoteante y estrangulado, amoratado de rabia.
A los pies del sultán, las facciones heladas en una máscara de horror, yacía la
cercenada cabeza de Mikhal Oglu, Buitre del Gran Turco.

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Notas

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[1] Moisés. (N. deI T.) <<

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[2] Khalat o Chapan: un sobretodo liviano de seda o algodón que puede ser usado

tanto por hombres como por mujeres. (N. del T.) <<

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[3] Bebida de las estepas, hecha de leche de yegua fermentada. (N. del T.) <<

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[4] Bebedizo en el que interviene el cannabis. (N. del T.) <<

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