Vampiras. Antología de Relatos Sobre Mujeres Vampiro
Vampiras. Antología de Relatos Sobre Mujeres Vampiro
Vampiras. Antología de Relatos Sobre Mujeres Vampiro
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Bajo la mirada cómplice de la Luna, «las damas de la noche» abandonan sus
fríos sepulcros, sus estériles aposentos de la nada, y su cuerpo incorrupto,
mortalmente bello y subyugante, se yergue en la Vida y se instala de nuevo
en la Naturaleza… «La mujer Vampiro» subsiste gracias a la fuerza de los
que todavía no han muerto, una fuerza que absorbe a través de su sangre,
pues la sangre es vida. Debe chupar el aliento de aquellos que viven, o no
podrá respirar. Debe beber su sangre, o morirá de hambre… Vaga en la
noche alimentándose incesantemente de los vivos, reclutando nuevos
miembros con que engrosar las horrendas filas de su estirpe maldita…
En esta antología se recogen los mejores relatos sobre mujeres vampiro que
se han escrito a lo largo del tiempo. Desde “La muerta enamorada” de
Téophile Gautier y “Carmilla” de Sheridan Le Fanu, hasta “Roja como la
sangre” de Tanith Lee, pasando por Stephen King, Richard Matheson, Robert
Bloch, Fritz Lieber y la época dorada de Weird Tales. Un viaje a las
sangrientas criptas del terror primigenio en brazos de unas damas nada
complacientes…
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AA. VV.
Vampiras
Antología de relatos sobre mujeres vampiro
Gótica - 79
ePub r1.3
Titivillus 15.10.16
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Título original: La morte amoureuse / Carmilla / Ken’s mystery / Luella Miller / For the Blood is the
Life / Restless Souls / The Drifting Snow / The Cloak / When it was Moonlight / Heredity / The Girl
with the Hungry Eyes / The Last Grave of Lill Warran / Dress of White Silk / She Only Goes Out at
Night / One for the Road / Red as Blood
AA. VV., 2010
Traducción: Albert Solé, Juan Antonio Molina Foix, Pablo González
Diseño de cubierta: Óscar Sacristán López
Retoque de cubierta: Titivillus
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INTRODUCCIÓN
Las vampiras son uno de los temas más comunes y populares de los relatos de
monstruos. Este libro contiene dieciséis ejemplos que abarcan ciento cuarenta y seis
años, desde Clarimonda (1836) a Roja como la sangre (1979).
Se cree que el primer relato en que apareció una vampira fue No despertar a los
muertos, que ha sido atribuido a J. L. Tieck. Después de haber sido antologado en
1823, hubo un mínimo de dieciséis ejemplos adicionales producidos por otros
escritores del siglo XIX como Alejandro Dumas (La dama pálida, 1848) y Sir Arthur
Conan Doyle (El parásito, 1892). Hemos incluido tres de los mejores: el ya
mencionado Clarimonda de Théophile Gautier, Carmilla (1872), de Sheridan Le
Fanu, que ha sido llevado varias veces al cine, y El misterio de Ken, un cuento de la
víspera de Todos los Santos escrito por Julián Hawthorne (¿1888?).
El siglo XX ha presenciado la publicación de un número muy superior de relatos
en los que aparecen vampiras. El más antiguo de los que hemos seleccionado es
«Luella Miller» (1902), un relato de Mary Wilkins Freeman donde se describe a una
vampira psíquica. Siete cuentos pertenecen a los años álgidos de Weird Tales
(1923-1954) y Unknown (1939-1943): Almas en pena, de Seabury Quinn (1928), La
capa, de Robert Bloch (1939), Entre la nieve, de August Derleth (1939), Cuando
había luz de luna, de Manly Wade Wellman (1940), Herencia, de David H.
Keller (1947) y La última tumba de Lill Warran, de Manly Wade Wellman (1951). El
relato más reciente es Roja como la sangre, de Tanith Lee, una revisión de
«Blancanieves» a la que la autora le ha dado un considerable mordiente.
Si damos por sentado que los vampiros y las vampiras no existen (y es algo por lo
que no apostaría mi vida), hay por lo menos siete posibles razones que explican su
aceptación y popularidad.
Los animales y los insectos vampíricos existen en el mundo real. Entre los
ejemplos están la hembra del mosquito y ciertas variedades de murciélagos y
mariposas. Obviamente, esas criaturas le han servido de trampolín a la fértil
imaginación humana.
Bruce Wallace (Omni, 1979) sugiere que el temor a los vampiros pudo originarse
entre los moradores de las cavernas. Durante las primeras etapas de la enfermedad
quienes habían sido mordidos por murciélagos rabiosos irían internándose cada vez
más en la oscuridad para escapar a la luz. Durante las últimas etapas emergerían de
ella convertidos en locos agresivos que intentarían morder a los demás. Las nuevas
víctimas de sus mordeduras harían que el ciclo volviera a empezar. Saber reconocer a
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esas criaturas y evitarlas tendría un valor de supervivencia, por lo que es posible que,
como resultado de la selección a lo largo de muchos siglos, esas características
llegaran a formar parte de la herencia genética humana.
Basil Cooper (The Vampire in Legend and Fact, 1973) observa que a lo largo de
la historia ciertos individuos profundamente perturbados han obtenido «una morbosa
satisfacción física… bebiendo la sangre de los vivos o, —lo que todavía resulta más
horrible— de quienes llevaban poco tiempo muertos».
Douglas Hill (The History of Ghosts, Vampires and Werewolves, 1970) sugiere
que antes de la revolución médica producida durante los últimos cien años el entierro
prematuro pudo ser algo bastante frecuente. Cuando la gente moría inexplicablemente
a causa de toda una variedad de plagas —entre otras cosas—, los aldeanos
supersticiosos podían buscar vampiros desenterrando cadáveres. Los que «hubieran
sido enterrados prematuramente despertaban en la tumba y morían intentando salir de
ella sin conseguirlo», por lo que habrían sido encontrados en una posición distinta y
con «una expresión terrible en sus rostros, y sangre en sus manos y en las uñas de sus
dedos».
Para los adultos los relatos de fantasmas, vampiros y hombres lobo son una fuente
de distracción y emociones que les hacen olvidar los asuntos cotidianos. Los padres
pueden usar esas amenazas (como la del peligro que supone estar fuera de casa
después del anochecer) para controlar la conducta de sus hijos. Para los que no
pertenecen a ningún grupo o no pueden defenderse, aludir a una posible venganza
sobrenatural quizá ofrezca una forma desesperada de protección.
Las razones que explican la popularidad de las vampiras parecen igualmente
numerosas.
Entre los aficionados a la literatura fantástica hay un gran porcentaje de varones
adolescentes que le tienen un miedo terrible a las mujeres jóvenes. (Véase la
autobiografía de Fritz Leiber en The Ghost Light, 1984). Por lo tanto, la lógica del
mercado hace que los relatos sobre vampiras siempre tengan buena acogida. Permiten
introducir alusiones sexuales y ofrecen la posibilidad de caricaturizar a las mujeres
convirtiéndolas en inciertas combinaciones de peligro y atractivo.
Los vampiros tienden a lograr sus fines mediante la seducción y la hipnosis, por
lo que las hembras de la especie encajan en la tradición judeocristiana de Eva la
tentadora. Los escritores también pueden utilizarlas sin verse obligados a enfrentarse
con los problemas del tamaño y la fuerza.
Otros factores que han contribuido a ello pueden ser la estrecha relación existente
entre las mujeres y la sangre; una tendencia a una mayor palidez de la piel como
resultado de la moda, el que realicen menos actividades al aire libre que los hombres
y una mayor posibilidad de sufrir anemias causadas por falta de hierro; así como una
especie de simbolismo ying/yang que oponga a las señoras de la noche y los amos del
día.
Aunque gran parte de lo que acabo de decir parece negativo, los relatos de
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vampiras también pueden tener características positivas. Ésa es la razón de que
hayamos compilado esta antología. Un gran número de estos relatos poseen una gran
capacidad de entretener: están bien escritos y cuentan con un buen argumento,
personajes memorables e ideas originales. Algunos iluminan las desigualdades a que
las mujeres deben enfrentarse en la vida, algunos permiten presentar mujeres fuertes
y capaces de afirmar su voluntad ya sea de forma directa o comparativa, y algunos
tratan temas típicos del feminismo en una forma revisada y trascendente que
sorprenderá a quienes no estén familiarizados con ellos.
Charles G. Waugh
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TÉOPHILE GAUTIER
La muerta enamorada
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La muerta enamorada
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del colegio y del seminario. De forma vaga, sabía que había algo denominado
«mujer», pero nunca me paré a pensar en ello; mi inocencia era completa. Sólo veía,
dos veces al año, a mi frágil y anciana madre. Ésa era mi única relación con el mundo
exterior.
No tenía nada de qué lamentarme y nunca vacilé ante este compromiso
irrevocable; estaba lleno de impaciencia y alegría. Jamás novio alguno contó con un
ardor tan febril las horas que lo separaban de su boda. Apenas dormía: soñaba que
celebraba misa. Nada en el mundo me parecía más hermoso que el sacerdocio; mi
ambición no lograba concebir nada más digno y me habría negado a ser rey o poeta.
Te lo digo para que comprendas que no tenía por qué haberme ocurrido lo que
finalmente me ocurrió, para que te des cuenta de que fui la víctima de un inexplicable
sortilegio.
Llegó el gran día. Me encaminé a la iglesia con pasos tan leves que creí estar
levitando en el aire, tener alas sobre los hombros. Me consideraba un ángel y el
aspecto grave y sombrío de mis compañeros —porque éramos varios— no dejó de
llamar mi atención. Había dedicado la noche entera a la oración, y mi estado era
cercano al éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía el propio Dios,
contemplándome desde su eternidad. A través de las bóvedas de la iglesia, yo veía el
cielo.
Ya conoces los detalles de la ceremonia: la bendición, la comunión de las dos
formas, la unción de las palmas de ambas manos con el óleo de los catecúmenos y,
por fin, el santo sacrificio que se ofrece al lado del obispo. No me entretendré en
ellos. ¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Qué imprudente es el que no sella un pacto con
sus propios ojos! Por casualidad levanté la cabeza, que hasta entonces había tenido
agachada, y vi delante de mí, a una distancia tan corta que casi habría podido tocarla
—aunque en realidad estaba muy lejos, al otro lado de la balaustrada—, a una mujer
extrañamente bella y espléndidamente vestida. En ese instante fue como si de mis
pupilas cayesen las escamas que las cubrían, y tuve la misma impresión del ciego que
repentinamente recobra la vista. El resplandor del obispo se disipó, palidecieron los
cirios igual que las estrellas al alba, y una oscuridad absoluta cubrió el templo. La
deliciosa criatura se destacaba entre las sombras como si fuese la aparición de un
ángel; parecía iluminada por su propio fulgor, del cual el día era apenas un triste
reflejo.
Desvié la mirada, dispuesto a no dejarme dominar por la influencia de objetos
externos, porque la progresiva distracción apenas me dejaba ser dueño de mis actos.
Un minuto después abrí los ojos de nuevo, porque a través de mis pestañas
conseguía verla radiante con los colores del prisma, en medio de una penumbra
púrpura, semejante a la que aparece cuando encaramos al sol.
¡Era tan hermosa! Los pintores más célebres, que después de buscar en el cielo la
belleza ideal nos han legado el divino retrato de la Virgen, ni siquiera logran
acercarse a una realidad tan maravillosa. No hay verso de poeta ni paleta de pintor
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capaz de describirla. Era alta, con un talle y un porte dignos de una diosa; sus
cabellos, delicadamente rubios, se deslizaban sobre sus sienes como si fuesen ríos de
oro: parecía una reina con su diadema; su frente, con su traslúcida y azulada palidez,
se extendía de forma serena y apacible sobre el arco de sus cejas castañas, en una
característica que lograba acentuar el efecto de sus ojos verde mar, de una vivacidad
y esplendor sencillamente insondables. ¡Qué ojos! Podían determinar, con un guiño,
el destino de un hombre; nunca he visto otros ojos tan llenos de vida, de limpidez, de
ardor, tan brillantes y rutilantes; despedían rayos que, como venablos, me alcanzaban
el corazón. No sé si la llama que los encendía procedía del cielo o del infierno, pero
no hay duda de que venía de alguno de estos dos lugares. Esa mujer era un ángel o un
demonio; puede que ambos. Desde luego no procedía del vientre de Eva, nuestra
madre común. Una dentadura perfecta resplandecía en su sonrisa, y pequeños
hoyuelos herían el delicado raso de sus adorables mejillas con cada leve gesto de la
boca. Su nariz mostraba la suavidad y orgullo propios de una reina, demostrando la
nobleza de su origen. Sobre la piel tersa y reluciente de sus hombros titilaban
brillantes de ágata, y le caían sobre el pecho hileras de gruesas perlas doradas, de un
tono idéntico al de su cuello. A veces su cabeza se erguía con un movimiento
ondulante de serpiente o de vanidoso pavo real, dotando de un ligero temblor a la alta
gorguera bordada que la rodeaba como si fuese un enrejado de plata.
Lucía un traje de terciopelo nacarado, y de sus amplias mangas forradas de
armiño brotaban sus manos patricias, infinitamente delicadas, con dedos largos y
torneados, cuya transparencia ideal el día atravesaba como si fuese la aurora.
Recuerdo cada detalle con la misma nitidez que si lo hubiese visto ayer, y aunque
me abrumaba absolutamente todo aquello, nada se me escapaba; el rasgo más leve, el
pequeño lunar en el extremo de su barbilla, el imperceptible vello de la comisura de
sus labios, el terciopelo de su frente, la trémula sombra que las cejas lanzaban sobre
las mejillas: todo lo percibí con asombrosa lucidez.
Noté que al admirarla se abrían en mí puertas que hasta entonces habían
permanecido cerradas; huecos taponados se despejaban para dejar pasar una luz que
bañaba ahora ignoradas perspectivas. La vida cobraba un aspecto completamente
múltiple; nacía en mi interior una nueva existencia, otro orden de ideas. Una
espantosa angustia me oprimía el corazón; cada minuto que transcurría me parecía, al
mismo tiempo, un segundo y un siglo.
Mientras tanto proseguía la ceremonia, y me alejaba de aquel mundo cuya entrada
asediaban mis incipientes deseos. Dije «sí» aunque ansiaba decir «no», aunque todo
mi ser se rebelaba y rechazaba la violencia que mi lengua ejercía sobre mi espíritu; un
poder furtivo me arrancó las palabras. Lo mismo debe de sucederles a tantas
muchachas que se dirigen hacia el altar con la determinación de rechazar
clamorosamente al marido que les ha sido impuesto, sin que ninguna cumpla sus
intenciones. Lo mismo debe de sucederles a tantas pobres novicias que toman el
hábito incluso estando dispuestas a desgarrarlo en el momento mismo de pronunciar
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sus votos. No nos atrevemos a provocar semejante escándalo ante el mundo, a
decepcionar tantas expectativas; tantas intenciones, tantas miradas parecen
agobiarnos como una plancha de plomo; por otro lado, se han dispuesto las medidas
con tanta precisión, todo ha sido tan bien preparado de antemano y de una forma tan
irrevocable que el pensamiento sucumbe a la violencia de las circunstancias.
El rostro de la hermosa desconocida cambiaba de expresión conforme avanzaba la
ceremonia. Su ternura y delicadeza se transformaron en desdén y frustración, como si
no la hubiesen entendido.
Hice tantos esfuerzos para gritar que no deseaba ser sacerdote que habría podido
arrancar una montaña. Pero no lo logré; la lengua se me clavó en el paladar y me
resultó imposible traducir mi voluntad al gesto de negación más insignificante.
Aunque despierto, me encontraba en un estado semejante al de esas pesadillas en que
intentamos, sin conseguirlo, pronunciar aquella palabra de la que depende nuestra
vida.
Ella pareció darse cuenta del martirio que padecía y, como para animarme, me
envió una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema animado por la
música de sus miradas.
Me decía:
—Si deseas ser mío, yo te haré más feliz que el propio Dios en su paraíso; los
ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con el que pretenden envolverte; yo
soy la belleza, yo soy la juventud, yo soy la vida: si vienes, seremos el amor. ¿Qué
podría ofrecerte en cambio Jehová? Nuestra existencia se deslizará como un sueño y
se convertirá en un beso eterno. Derrama el vino de ese cáliz y serás libre. Te
conduciré a islas desconocidas, dormirás a mi lado en un lecho de oro y bajo un dosel
de plata; porque te amo y deseo arrebatarte a tu Dios, hacia el que tantos corazones
vierten ríos de amor, sin alcanzarlo jamás.
Me pareció oír estas palabras como si estuviesen acompañadas de un acorde
infinitamente dulce, porque su mirada tenía el don de la sonoridad y las frases que me
lanzaban sus ojos retumbaban en el fondo de mi corazón como si labios invisibles las
hubiesen encendido en mi alma. Estaba dispuesto a renunciar a Dios y, pese a ello,
continuaba cumpliendo mecánicamente el ritual de aquella ceremonia. Con toda su
hermosura, me miró con ojos tan suplicantes, tan desesperados, que aceradas
lágrimas apuñalaron mi corazón.
Yo, como si fuese una mater dolorosa, noté en mi cuerpo la hoja de infinitas
espadas.
Se había consumado: era sacerdote.
Jamás vi reflejada en rostro alguno una angustia tan desgarradora como aquélla.
La muchacha cuyo amante cae a su lado, repentinamente fulminado; la madre que
descubre vacía la cuna de su hijo; Eva sentada a las puertas del Paraíso; el avaro que
encuentra unas piedras donde antes tenía su tesoro; el poeta que ha dejado caer en el
fuego el único manuscrito de su obra maestra, no pueden ofrecer un aspecto tan
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desolado e inconsolable. La sangre desapareció de su rostro encantador, que cobró
una palidez de mármol. Sus hermosos brazos se dejaron caer a ambos lados del
cuerpo, como si sus músculos se hubiesen aflojado, y se recostó contra un pilar, ya
que sus piernas le flaqueaban. Lívido, con la frente bañada en un sudor más ardiente
que el del Calvario, me encaminé con pasos vacilantes hacia la puerta de la iglesia.
Estaba sofocado; las bóvedas aplastaban mis hombros, y creí notar sobre mi propia
cabeza el terrible peso de la cúpula.
Estaba a punto de atravesar el umbral cuando, bruscamente, una mano aferró la
mía. ¡Una mano de mujer! Nunca había tocado una. Era fría como la piel de una
serpiente, y a pesar de ello su huella ardió en mi piel como si fuese una marca de
hierro al rojo vivo. Era ella.
—¡Desdichado! ¡Desdichado! ¿Qué has hecho? —me susurró, e inmediatamente
se perdió entre la multitud.
Pasó a mi lado el anciano obispo, dirigiéndome una mirada severa. Mi apariencia,
sin duda, era extraña; tan pronto palidecía como me ruborizaba, sufría mareos. Uno
de mis compañeros se compadeció, me acogió en sus brazos y me llevó con él; yo
solo habría sido incapaz de regresar al seminario.
Al rodear una callejuela, y mientras el joven sacerdote miraba en otra dirección,
un paje negro, extrañamente vestido, se me acercó y me dio, sin detener su paso, una
cartera pequeña, recamada en oro, haciéndome señales para que la guardase. La dejé
caer dentro de la manga y esperé a encontrarme de nuevo solo en mi celda. Hice
saltar el broche; sólo tenía dos hojas, con estas palabras escritas: «Clarimonda,
Palazzo Concini». Pero yo era tan ajeno a la vida mundana que no sabía nada de
Clarimonda, a pesar de su fama, y desconocía por completo la ubicación del palacio
Concini. Me entregué a mil conjeturas, unas más disparatadas que otras; pero lo
cierto es que, con tal de volver a verla, me daba lo mismo que se tratase de una dama
de alcurnia o de una cortesana.
Nada más nacer, mi amor arraigó con una energía indestructible; ni siquiera traté
de arrancarlo de mí, porque no pensé que fuese posible hacerlo. Esa mujer se había
adueñado de mí; una mirada le había bastado para trastornarme e imponerme su
voluntad; ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Realicé mil extravagancias,
besando la zona de mi mano que había estado en contacto con la suya, y repitiendo su
nombre durante largas horas. Era suficiente que cerrase los ojos para que la viese con
tanta nitidez como si estuviese delante de mí, pronunciando una y otra vez las
palabras que me había dirigido en el pórtico de la iglesia: «¡Desdichado!
¡Desdichado! ¿Qué has hecho?». Me di cuenta de lo horrible de mi situación, y los
aspectos funestos y terribles del estado al que me acababa de consagrar se mostraron
con absoluta claridad. ¡Sacerdote! Eso quería decir ser casto, no amar a nadie, no
reparar en el sexo o la edad, desviar la mirada de toda belleza, vaciando los ojos,
reptar por la helada penumbra de un claustro o una iglesia, visitar únicamente a los
moribundos, velar junto a cadáveres desconocidos y vestir de luto con aquella sotana
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negra, de forma permanente, de tal manera que el propio hábito sirviese como cortina
a mi catafalco.
La vida, como un lago interior en ebullición, luchaba por desbordarme; la sangre
luchaba con furia en mis arterias, y mi juventud, tanto tiempo reprimida, estalló
inesperadamente como el áloe, que tarda un siglo en florecer y después irrumpe con
estruendo.
¿Qué hacer para ver a Clarimonda? No tenía la menor excusa para dejar el
seminario, porque no conocía a nadie en la ciudad. Tampoco podía permanecer
mucho tiempo en ella, donde sólo estaría hasta que me indicasen la parroquia que iría
a ocupar. Pensé en quitar los barrotes de mi ventana, pero ésta se encontraba a una
altura tal que bajar después al otro lado sin la ayuda de una escala resultaba
imposible. Por otro lado, sólo podría hacerlo de noche. ¿Cómo orientarme, entonces,
por aquel laberinto de calles desconocidas? Estas dificultades, que quizá otros
hubiesen vencido sin vacilación, me parecían insuperables; no era más que un pobre
seminarista enamorado, sin experiencia ni dinero, y sin las ropas adecuadas. ¡Ah, de
no haber sido sacerdote habría podido verla todos los días! Me habría convertido en
su amante, en su esposo: así me lo repetía mi ceguera; en vez de verme envuelto en
aquel triste sudario, tendría trajes de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y
algunas plumas semejantes a las que llevaban los jóvenes caballeros. Mis cabellos, en
vez sufrir el oprobio de la tonsura, caerían alrededor de mi cuello formando rizos.
Luciría un bello bigote embetunado, y me transformaría en un joven apuesto.
Pero una hora pasada frente al altar, y un par de palabras mal formuladas, me
habían sustraído al mundo de los vivos. Yo mismo había sellado mi sepultura con una
piedra; mi propia mano había corrido el cerrojo de mi prisión.
Me asomé a la ventana. El cielo era espléndidamente azul, los árboles estaban
vestidos de primavera, la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba
abarrotada de gente que iba y venía; jóvenes parejas paseaban por los jardines y
buscaban la sombra de las pérgolas. Pasaron grupos que cantaban melodías de
borrachos; tanta agitación, tanta animación, tanta vida, tanta alegría no conseguía
sino resaltar mi tristeza y soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral;
sonreía, le besaba su pequeña boca rosada, perlada de gotas de leche, y jugueteaba
con él como sólo una madre sabe hacerlo. El padre, que permanecía en pie a cierta
distancia, los miraba con dulzura, y sus brazos cruzados a duras penas lograban
sujetar la alegría de su corazón. No conseguí soportar aquel espectáculo; cerré el
ventanal y me lancé en mi lecho presa de un odio y unos celos inaguantables; mordí
mis dedos y mi manta con la misma voracidad que un tigre que hubiese sufrido un
prolongado ayuno.
Ignoro cuántos días soporté esta situación, pero cuando me volví, en un espasmo
de furia, noté que el abad Serapione se erguía en el centro de la celda y me observaba
atentamente. Sentí vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho,
me tapé el rostro con las manos.
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—Romualdo, hijo mío, algo extraño te pasa —me dijo Serapione pasados unos
minutos de silencio—. Tu conducta es realmente sorprendente. Tú, tan tranquilo, tan
dulce, tan pío, te agitas en tu celda como si fueses un animal enjaulado. Ten cuidado,
hermano, y desoye los consejos del diablo; el espíritu perverso, irritado porque te has
consagrado a Dios para siempre, te acecha como un lobo hambriento y realiza un
último esfuerzo para convertirte en su presa. No te dejes vencer: hazte una armadura
de plegarias y un escudo de sacrificios, combate con valor al enemigo; lo vencerás.
La prueba es necesaria para revelar la virtud; el oro sale más puro de la copela. No te
aterrorices ni te desanimes; incluso las almas más fuertes y vigilantes han sufrido
estas pruebas. Reza, ayuna, medita, y el mal espíritu se batirá en retirada.
El discurso del abad Serapione logró que volviese a mis cabales y recuperase la
tranquilidad.
—Venía a advertirte que te han designado para la parroquia de C***; el sacerdote
que la tenía a su cargo ha fallecido recientemente y Monseñor me encomendó que te
guiase para que te instalases en ella; prepárate para partir mañana.
Asentí con la cabeza y el abad se marchó. Abrí el misal y me consagré a leer
oraciones; enseguida los renglones se confundieron, las ideas se apelotonaron en mi
cabeza y el libro no tardó en deslizarse entre mis manos sin que me diese cuenta.
¡Marchar al día siguiente, sin haberla visto de nuevo! ¡Añadir un nuevo obstáculo
a todos los que ya nos separaban! ¡Perder para siempre cualquier esperanza que no se
basara en un milagro! ¿Escribirle? ¿Y a través de quién podría entregarle la carta? Mi
sagrada investidura me impedía confiarme a nadie. Me asfixió la ansiedad. Entonces
recordé los comentarios del abad acerca de las estratagemas del diablo; lo
sorprendente de aquella aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el brillo
incandescente de sus ojos, la marca de fuego de su mano, la manera en que su
presencia me había conturbado, el repentino cambio que se había operado en mí, la
súbita desaparición de mi piedad: en todo podía intuirse la presencia del Maligno, y
puede que esa mano satinada no fuese más que el guante con que escondía sus garras.
Estos pensamientos me aterraron, y recogí el misal, que había caído al suelo desde
mis rodillas, para sumirme de nuevo en mis oraciones.
Al día siguiente Serapione vino a buscarme; dos mulas nos esperaban frente a la
puerta, cargadas con nuestro humilde equipaje; montamos en ellas como pudimos. Al
avanzar por las calles de la ciudad, escudriñaba cada ventana y cada balcón, ansioso
por ver a Clarimonda; pero era muy temprano y la ciudad dormía todavía. Mis ojos
escudriñaban aquellas claraboyas veladas por las persianas, así como los cuartos de
cada palacio ante el que pasábamos. Sin duda, Serapione atribuyó esta curiosidad a la
admiración que debía de provocarme la belleza arquitectónica del lugar, porque
refrenó un poco el paso de su montura para darme tiempo a observar. Finalmente
llegamos a las puertas de la ciudad y empezamos a ascender la colina. ¡La ciudad
donde vivía Clarimonda! Una vez en la cima, me volví para contemplarla de nuevo;
la sombra de una nube la cubría totalmente: una espesa media tinta donde flotaban
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blancos copos de espuma —las brumas del amanecer— confundía sus tejados azules
y rojos; un peculiar efecto óptico destacó un edificio dorado y brillante que, herido
por los destellos matinales, sobresalía en altura entre las construcciones vecinas, que
naufragaban en la niebla. A pesar de que estaba a más de una legua, parecía próximo.
Cada íntimo detalle resultaba visible; las torres, sus plataformas, los cruceros e
incluso las veletas con cola de golondrina.
—¿Qué es ese palacio que se ve allá lejos, iluminado por un rayo de sol? —le
pregunté a Serapione. Se cubrió los ojos con la mano, y después de echar una ojeada,
me dijo:
—Es un viejo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda;
en él tienen lugar hechos terribles.
Todavía no sé si fue visión o realidad, pero justo en ese momento creí ver
deslizarse por la terraza una figura pálida y esbelta cuyo brillo duró un segundo antes
de extinguirse. ¡Clarimonda!
¿Sabía acaso que en aquel momento, desde lo alto del difícil camino que me
alejaba de ella y por el que ya no habría de regresar, yo devoraba con ojos tenaces y
ardientes el palacio donde vivía y que un azaroso juego de luz parecía colocarlo a mi
alcance, como invitándome a entrar en él como dueño y señor? Es evidente que lo
sabía, porque su alma estaba excesivamente unida a la mía como para no vibrar ante
mis más leves emociones. Por este motivo se había asomado, sin despojarse de sus
velos nocturnos, al helado rocío matinal en lo alto de la terraza.
La sombra avanzó sobre la ciudad, que enseguida se transformó en un inmóvil
océano de cúpulas y tejados, del que sólo sobresalían abruptas ondulaciones.
Serapione apremió a su mula, cuyos pasos la mía siguió inmediatamente, y en una
curva del sendero desapareció para siempre la ciudad de S***, a la que jamás habría
de volver. Después de tres días de marcha a través de tristes campiñas, se levantó
sobre la copa de los árboles la cúpula de la iglesia donde debía servir. Recorrimos
tortuosas callejuelas que penosamente esquivaban chozas y corrales hasta
encontrarnos frente a la fachada del edificio y su triste magnificencia. Un portal
decorado con algunas nervaduras, un par de pilares de arenisca toscamente tallados,
una techumbre de tejas y contrafuertes del mismo material que los pilares, y nada
más. A la izquierda se encontraba el cementerio, cubierto por un pastizal montaraz en
cuyo centro se levantaba una cruz de hierro; a la derecha, a la sombra de la iglesia, se
elevaba el presbiterio. Todo era sencillo hasta la austeridad. Entramos. Unas gallinas
picoteaban la avena; parecían acostumbradas al hábito negro de los sacerdotes, y
nuestra presencia no las asustó; se apartaron con desgana para dejarnos pasar. Nos
sorprendió entonces un ladrido áspero y ronco, procedente de un viejo perro que se
nos acercaba.
Era el perro de mi predecesor. Su mirada apacible, su pelaje gris y otros síntomas
parecidos delataban la vejez más avanzada que puede darse en un perro. Lo acaricié
ligeramente y empezó a andar a mi lado con una expresión de indescriptible
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satisfacción. Una anciana, seguramente el ama de llaves del anterior párroco, vino a
nuestro encuentro, y después de hacerme entrar en una sala de paredes bajas me
preguntó si tenía intención de conservarla. Le dije que pensaba conservarla a ella, al
perro, a las gallinas, y al mobiliario entero que su amo había dejado al morir.
Experimentó una honda alegría porque, por otro lado, el abad Serapione le había
pagado al momento el precio que ella había pedido.
Nada más instalarme, el abad volvió al seminario. Me quedé, pues, a solas y sin
más apoyo que yo mismo. De nuevo me obsesionó el recuerdo de Clarimonda y,
aunque trataba por todos los medios de ahuyentarlo, no siempre lo lograba. Cierta
noche, mientras paseaba por los senderos flanqueados de boj de mi pequeño jardín,
me pareció ver a través de las matas una forma de mujer que estudiaba todos mis
movimientos y, entre las hojas, el brillo de unas pupilas de color verde mar; no
obstante, se trataba de una ilusión, y cuando cruzaba al otro lado del sendero no
encontraba sino una leve huella en la arena, tan minúscula que recordaba al pie de un
niño. Unas elevadas murallas rodeaban el jardín; yo examinaba cada uno de sus
recovecos sin encontrar a nadie. Nunca pude explicarme este extremo que, por otro
lado, era menos sorprendente sin embargo que los hechos con los que todavía habría
de enfrentarme. De esta manera viví alrededor de un año; cumplí fielmente todos los
deberes de mi condición, recé, ayuné, exhorté y cuidé a los enfermos; di limosna
hasta privarme de mis necesidades más acuciantes. Pero un gran vacío reinaba en mi
interior, y las fuentes de la gracia me estaban vedadas. No gozaba de la alegría que
otorga el cumplimiento de una santa misión; mi pensamiento flotaba en otro lugar y
las palabras de Clarimonda venían a mis labios como un involuntario estribillo.
¡Piensa en ello, hermano! Por haber mirado a una mujer una sola vez, por cometer
una falta aparentemente tan leve, padecí durante años los tormentos más terribles; mi
vida se vio perturbada para siempre.
No me extenderé relatando cada una de mis derrotas y victorias interiores, a las
que seguía, indefectiblemente, una caída todavía más profunda. Por tanto, contaré de
inmediato un hecho decisivo. Cierta noche llamaron perentoriamente a la puerta. El
ama de llaves fue a abrir y un hombre de piel cobriza, vestido de forma ostentosa,
aunque de acuerdo con la moda extranjera, con un largo puñal, apareció a la luz de la
linterna de Bárbara. Ésta esbozó un gesto de pánico, pero el hombre la tranquilizó y
le dijo que necesitaba verme inmediatamente por un asunto relacionado con mis
atribuciones. Bárbara lo hizo subir. Yo estaba a punto de acostarme. El hombre dijo
que su esposa, una dama de alcurnia, estaba a punto de morir, y necesitaba un
sacerdote. Le contesté que estaba dispuesto a acompañarle. Cogí lo necesario para
realizar la extremaunción y bajé rápidamente. Frente a la puerta esperaban dos
caballos negros como la noche que resoplaban con impaciencia y exhalaban espesas
nubes de vaho. El hombre me sujetó el estribo, ayudándome a montar en uno de ellos;
después, apoyando su mano en la perilla de la montura, saltó sobre el otro. Hincó las
rodillas y aflojó las riendas de su caballo, que partió como una flecha. El mío, cuyas
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bridas él sujetaba, comenzó a galopar a la misma velocidad. Devorábamos el camino;
azotábamos con los cascos la tierra mezclada e incierta, y las negras figuras de los
árboles escapaban ante nosotros como un ejército en desbandada. Cruzamos un
bosque cuya penumbra gélida y opaca me produjo un estremecimiento de
supersticioso temor. Las herraduras arrancaban a las piedras enjambres de chispas
que formaban una estela de fuego. Si alguien nos hubiese visto a esas horas de la
noche, habría pensado que éramos un par de fantasmas montados sobre terribles
diablos. Fuegos fatuos se cruzaban en nuestro camino y las cornejas graznaban
quejumbrosas entre la espesura donde, desde la distancia, nos acechaban los ojos
ardientes de los gatos salvajes. La crin de los caballos se desgreñaba, el sudor
empapaba sus flancos, sus narices exhalaban un vapor denso y salvaje. En cuanto los
veía desfallecer, el escudero lanzaba un alarido gutural (que no tenía nada de
humano) para reanimarlos, y el galope recobraba su energía. Por fin se detuvo aquel
torbellino: una masa negra, erizada de puntos brillantes, se elevó inesperadamente
ante nosotros; los pasos de nuestras monturas resonaron sobre un camino de piedra y
entramos bajo una bóveda que abría sus sombrías fauces entre dos elevadas torres.
Una gran agitación se había adueñado de aquel castillo: criados con antorchas
recorrían los patios yendo de un lado a otro, luces vacilantes subían y bajaban por los
corredores. De forma confusa, logré reparar en los detalles de una construcción
imponente y maravillosa, llena de gigantescas columnas, arcadas, escalinatas y
rampas. Un paje negro, el mismo que me había dado el mensaje de Clarimonda, y al
que reconocí al instante, me ayudó a bajar, y un mayordomo ataviado de terciopelo
negro, con una cadena de oro alrededor del cuello y un bastón de marfil en la mano,
se me acercó. Sus ojos estaban anegados en gruesas lágrimas, que inmediatamente se
derramaron por sus mejillas, humedeciendo su barba blanca.
—¡Demasiado tarde! —exclamó apesadumbrado—. ¡Demasiado tarde, padre!
Pero si no habéis llegado a tiempo para salvar su alma, venid al menos a velar su
cuerpo.
Me cogió del brazo y me llevó a la cámara mortuoria. Lloré igual que él, al
comprender que la muerta no era otra que Clarimonda, la mujer a quien amaba con
locura. Junto a su lecho había un reclinatorio; una llama azulada titilaba sobre una
pátera de bronce y lanzaba en la sala una luz tenue e incierta; las aristas de los
muebles o cornisas bailaban en la sombra. Encima de la mesa, dentro de una urna
cincelada, expiraba una rosa ajada, cuyos pétalos, con la única excepción de uno que
todavía exhibía cierto vigor, caían como lágrimas aromáticas. Una máscara negra y
rota, un abanico y toda clase de disfraces cubrían los sillones y demostraban que la
muerte había irrumpido en aquella lujosa residencia de una forma imprevista e
inesperada. Me arrodillé sin atreverme a mirar hacia el lecho y empecé a recitar los
salmos. Interiormente le agradecí a Dios que hubiese interpuesto el muro de la muerte
entre esa mujer y yo, de modo que pude incluir en mis oraciones su nombre ya
santificado. Este fervor, sin embargo, fue disminuyendo progresivamente, y la
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ensoñación se adueñó de mí. La sala no parecía una cámara mortuoria. En vez del
aire fétido y fúnebre que estaba acostumbrado a respirar en aquellas circunstancias,
flotaba en la atmósfera tibia el lánguido aroma de perfumes orientales, y un
voluptuoso olor a mujer. El pálido resplandor parecía más una media luz preparada
para los placeres que el difuso reflejo que normalmente envuelve a los cadáveres.
Medité sobre el extraño azar que me propiciaba aquel nuevo encuentro con
Clarimonda, justo en el momento en que la perdía para siempre, y no pude evitar
exhalar un suspiro de dolor. Me pareció escuchar otro suspiro a mis espaldas, e
involuntariamente me volví. Era el eco. Entonces mis ojos repararon en el catafalco
que hasta entonces no había visto. Los cortinajes de damasco rojo, cubiertos de
enormes flores realzadas por entorchados de oro, permitían ver a la mujer tumbada,
con sus manos unidas sobre el pecho. La tapaba un velo de lino cuyo blanco brillo no
ofuscaban las colgaduras púrpuras y cuya levedad no conseguía disimular las formas
seductoras de su cuerpo, porque permitía seguir sus perfectas curvas a las cuales —
como al cuello de un cisne— ni siquiera la muerte lograba imponer cierta rigidez.
Recordaba una estatua de alabastro que un hábil artista hubiese tallado para levantar
sobre el túmulo de una reina, o una joven dormida cuyo cuerpo se hubiese visto
sorprendido por la nieve.
No conseguía sujetarme; me emborrachaba aquella atmósfera de alcoba, el aroma
febril de aquella rosa semimarchita logró enturbiar mi mente y a grandes pasos
recorrí la sala de un lado a otro. A cada instante me paraba ante el estrado para
admirar la gracia de aquel cuerpo envuelto en un sudario transparente. Me acosaron
extraños pensamientos; sospeché que en realidad no estaba muerta, que se trataba de
un engaño con el cual había logrado atraerme a su castillo para mostrarme su amor.
Me pareció notar como si un movimiento de su pie turbase la blancura de aquellos
velos, mientras se agitaban imperceptiblemente los pliegues del sudario.
En ese instante me pregunté: «¿Será Clarimonda, realmente? ¿Cómo puedo
saberlo? Es probable que el paje negro haya entrado al servicio de otra mujer. Es una
locura desesperarse de esta forma». Pero con cada latido, mi corazón insistía: «Es
ella, es ella». Me acerque a la cama y observé con mayor atención el objeto de mi
incertidumbre. ¿Habré de confesarlo? Aquella perfección de formas, aunque
purificadas y santificadas por la muerte, ejercía en mí una voluptuosa fascinación; su
reposo recordaba tanto al sueño que habría resultado fácil confundirse. Olvidé que
había ido a ese lugar para realizar un servicio fúnebre y me imaginé que era un joven
esposo que acababa de entrar en el cuarto de su prometida y que ésta insistía en
ocultarse únicamente por pudor. Roto de dolor, borracho de felicidad, tembloroso de
miedo y placer, me recliné ante ella y cogí un extremo de las cortinas; lo levanté
lentamente, mientras contenía el aliento por miedo a despertarla. Mis arterias
palpitaban con tanta energía que sentía su latido en mis sienes, y mi frente brillaba de
sudor como si estuviese intentando levantar una lápida de mármol. Era, en efecto,
Clarimonda, tal como la había visto en la iglesia el día en que me ordené; no había
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perdido uno solo de sus encantos, y hasta la muerte se mostraba en ella casi como una
coquetería más. La palidez de sus mejillas, los labios descoloridos, y las largas
pestañas de un color negro que se destacaba contra la blancura de su piel, le conferían
la expresión de una castidad melancólica y de un sufrimiento reflexivo cuyo poder de
seducción resultaba sencillamente indescriptible. Flores azules languidecían sobre sus
largos cabellos desparramados, que le servían de almohada y protegían sus hombros
desnudos; sus bellas manos, más puras y diáfanas que una hostia, se entrelazaban en
una actitud de piadoso reposo y de tácita oración que atenuaba la gran seducción que,
incluso en la muerte, provocaban aquellos brazos exquisitamente torneados, blancos
como el marfil, y ceñidos por brazaletes de perlas. Durante bastante tiempo
permanecí en silenciosa contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer
que la vida hubiese abandonado para siempre su bello cuerpo. No sé si fue una
ilusión o un reflejo de la lámpara, pero se habría dicho que la sangre volvía a circular
bajo aquella opaca lividez; su inmovilidad, sin embargo, era perfecta. Rocé
ligeramente el brazo; estaba frío, aunque tanto como su mano, aquel día en que había
aferrado la mía en el portal de la iglesia. Me incliné de nuevo sobre ella y dejé caer en
sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Qué amarga sensación de desesperación e
impotencia! ¡Qué sufrimiento! Habría convertido mi vida en un simple lapso, para
poder entregárselo y soplar de ese modo sobre ella la llama que me consumía.
Avanzó la noche y, al acercarse el momento de la eterna separación, no pude negarme
la triste y suprema dulzura de depositar un beso sobre los labios muertos de la que
había sido dueña de mi corazón. Entonces, ¡oh milagro! ¡Un leve aliento se mezcló
con el mío y la boca de Clarimonda respondió con ardor a mi pasión! Sus ojos se
abrieron y recuperaron la luz; suspiró y extendió los brazos para colocarlos, con un
aire de éxtasis inefable, alrededor de mi cuello.
—¿Ah, eres tú, Romualdo? —dijo con voz delicada y frágil, como las últimas
vibraciones de un arpa—. ¿Qué has hecho? Te esperé tanto tiempo que al final me
venció la muerte; pero ahora nos pertenecemos, y podré verte y acudir a tu lado.
¡Adiós, Romualdo, adiós! Te amo; es lo único que deseaba decirte, y te entrego la
vida que con tus besos has logrado traerme por un segundo. Hasta pronto.
La cabeza de Clarimonda cayó hacia atrás, a pesar de lo cual me rodeó con sus
brazos en un supremo intento por retenerme junto a ella. Un torbellino de viento abrió
el ventanal e irrumpió violentamente en la estancia. El último pétalo de la rosa blanca
vaciló, como un ala que palpitase en el extremo del tallo; después el viento la
arrebató y voló a través de la ventana abierta, cargando consigo el alma de
Clarimonda. La lámpara se extinguió y yo caí desmayado sobre el pecho de la
hermosa difunta.
Cuando recobré el conocimiento me encontraba en un lecho, en el pequeño cuarto
del presbiterio, y el viejo perro de mi antecesor me lamía la mano extendida sobre la
colcha. Bárbara caminaba por el cuarto presa de febril agitación: abría y cerraba
cajones, cambiaba polvillos de un frasco a otro. Al verme abrir los ojos lanzó un grito
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de alegría. El perro ladró también y sacudió la cola; la debilidad no me permitió
pronunciar una sola palabra o hacer el menor movimiento. Después me enteré de que
había estado de semejante modo durante tres días, sin dar otra señal de vida que una
imperceptible respiración. Esos tres días no cuentan en mi vida, y por tanto no sé
dónde anduvo mi espíritu en ese tiempo, porque lo cierto es que no conservo de ellos
el menor recuerdo. Bárbara me dijo que el hombre de piel cobriza que me había
llamado en medio de la noche, me había devuelto al día siguiente en una litera
cerrada y después se había marchado. En cuanto logré ordenar mis ideas, reconstruí
cada detalle de aquella noche fatal. Al principio pensé que había sido víctima de
alguna mágica ilusión, pero los hechos reales y concretos no tardaron en destruir
semejante pensamiento. No podía creer que se tratara de un sueño, porque Bárbara, al
igual que yo, había visto al hombre de los caballos negros, cuyo aspecto y ropajes me
describió con exactitud. No obstante, nadie conocía un castillo en los alrededores
cuya descripción se ajustara a la del castillo donde me había encontrado a
Clarimonda.
Cierta mañana entró el abad Serapione. Bárbara le había hablado de mi
enfermedad, y él había acudido rápidamente. Aunque su preocupación demostraba
cariño e interés por mi persona, su visita no me agradó tanto como habría sido de
esperar. Había algo en la mirada penetrante e inquisitiva del abad que conseguía
preocuparme. Ante él me sentía inquieto y culpable. Había sido el primero en advertir
mi turbación interior, y yo temía su clarividencia.
Mientras me preguntaba en un tono falsamente cariñoso por mi salud, sus pupilas
de león se lanzaban, como una sonda, dentro de mi alma. Después me hizo otras
preguntas; cómo dirigía mi parroquia, si me agradaba, qué hacía en mis ratos libres, si
me había relacionado con los vecinos del lugar, cuáles eran mis lecturas predilectas y
mil detalles semejantes. Yo contestaba con la mayor precisión posible; él, por su
parte, sin esperar a que terminase la respuesta, cambiaba inmediatamente de tema.
Estaba claro que la conversación no guardaba la menor relación con lo que quería
decirme. Después, bruscamente, como si se tratase de una noticia que acababa de
recordar en ese momento y que temiera olvidar, me dijo con una voz clara y
estruendosa, que resonó en mis oídos como las trompetas del Juicio Final:
—La gran cortesana Clarimonda murió hace poco, después de una orgía que duró
ocho días y ocho noches. En medio de un esplendor infernal, se repitieron las
perversidades de los festines de Balthazar y de Cleopatra. ¡En qué tiempos vivimos,
Dios mío! Esclavos negros que hablan una lengua desconocida, y que en mi opinión
sólo son verdaderos diablos, servían a los invitados; la librea del menor de ellos
habría servido de gala de un emperador. Sobre Clarimonda se han contado historias
muy extrañas, y entre ellas la de que todos sus amantes han encontrado un final
horrible o violento. Se ha rumoreado que era una ghoul, una mujer vampiro; pero yo
creo que era el propio Belcebú en persona.
Se calló y me estudió con la mayor atención, para ver el efecto que me habían
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producido sus palabras. No pude evitar estremecerme al escuchar tanto el nombre de
Clarimonda como la noticia de su muerte, aparte del dolor que me producía por la
curiosa coincidencia con la escena nocturna de que había sido testigo.
Aquellas palabras me turbaron y asustaron de tal manera que no conseguí
disimularlo, a pesar de todos mis esfuerzos por contenerme. Serapione se dio cuenta
y, con inquietud y severidad, me dijo:
—Hijo mío, tengo que advertirte que tienes un pie al borde del abismo. Ten
cuidado de no caer. Las garras de Satanás son largas, y sus tumbas no siempre son
definitivas. Un triple sello debería cerrar la lápida de Clarimonda porque, según se
dice, no es ésta la primera vez que muere. ¡Que Dios cuide de tu alma, Romualdo!
Después de pronunciar estas palabras, se alejó lentamente y no volví a verlo,
porque partió casi al instante hacia S***.
En cuanto logré recobrarme regresé a mis actividades normales. Permanecían en
mí el recuerdo de Clarimonda y el de las palabras del viejo abad. A pesar de ello,
como ningún acontecimiento inusual confirmó sus funestos presagios, supuse que
mis temores eran exagerados. Sin embargo, cierta noche tuve un extraño sueño.
Acababa de dormirme cuando escuché cómo alguien corría las cortinas de mi lecho,
cuyas anillas resonaron, haciendo que me incorporase bruscamente. Vi una sombra de
mujer en pie frente a mí. Inmediatamente reconocí a Clarimonda. Llevaba en la mano
una pequeña lámpara, como la que suele colocarse en las tumbas, cuyo brillo
otorgaba a sus dedos afilados una rosada transparencia que insensiblemente se
extendía en la opaca palidez de su brazo desnudo. Por toda vestimenta llevaba el
sudario de lino que había lucido en su catafalco y cuyos pliegues sujetaba contra el
seno como si su ligero atavío la turbase, aunque, de todos modos, apenas conseguía
taparse. Era tan blanca que, a la luz de la lámpara, el color de sus ropas se confundía
con el de su piel. Envuelta en aquel tejido tenue, que delataba cada curva de su figura,
recordaba más bien la marmórea estatua de una antigua bañista que el cuerpo de una
mujer dotada de vida. El caso es que viva o muerta, mujer o estatua, cuerpo o sombra,
su belleza seguía siendo la misma; apenas se había debilitado el brillo verde de sus
pupilas; y sus labios, antes bermejos, aparecían teñidos únicamente de un leve color
rosa muy parecido al de sus mejillas. Las pequeñas flores azules que yo había notado
en sus cabellos aparecían totalmente secas y habían perdido casi todos sus pétalos.
Todo esto no le impedía en absoluto seguir pareciendo fascinante, hasta el punto de
que, a pesar de las extrañas circunstancias de aquella visión, y del modo inexplicable
en que había entrado en mi cuarto, en ningún momento sentí miedo.
Depositó la lámpara sobre la mesa, tomó asiento al pie de mi lecho y,
reclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y atildada que sólo en ella he
conocido:
—Me he hecho esperar demasiado, querido Romualdo, y tal vez hayas pensado
que me había olvidado de ti. Pero vengo de muy lejos, y de un lugar del que nadie ha
regresado todavía. Vengo de un país donde no existen lunas o soles, apenas un
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horizonte de insondable penumbra. No existen caminos ni senderos, ni tampoco una
tierra donde posar el pie, o aire donde batir las alas; sin embargo, aquí me tienes,
porque el amor es más fuerte que la muerte, a la que terminará derrotando. ¡Ah, en mi
viaje he visto rostros tristes y cosas espantosas! ¡Cuánto sufrió mi alma, que sólo el
poder de la voluntad ha permitido regresar a este mundo para recuperar su cuerpo e
instalarse en él! ¡Cuántos esfuerzos tuve que hacer para desplazar la losa con que me
sepultaron en mi tumba! ¡Fíjate! Mira mis palmas llenas de heridas. ¡Bésalas, amor
mío, para que puedan curarse!
Me extendió ambas manos, sobre las que una y otra vez deposité mis labios
mientras ella me contemplaba con una sonrisa de indescriptible complacencia.
Reconozco, para mi vergüenza, que me había olvidado totalmente tanto de las
advertencias del abad como del hábito al que servía. Había cedido a la primera
tentación sin oponer la menor resistencia. Ni siquiera había intentado rechazar al
tentador; la frescura de la piel de Clarimonda penetró en la mía y una profunda
voluptuosidad recorrió mi cuerpo. ¡Pobre niña! A pesar de todo lo que he visto,
todavía no puedo creer que fuese un demonio; por lo menos no tenía esa apariencia, y
la verdad es que Satanás nunca escondió sus garras y cuernos con tanta delicadeza.
Había recogido los talones y permanecía echada al borde de la cama, en una actitud
llena de inocente coquetería. De vez en cuando su pequeña mano recorría mis
cabellos formando bucles, como si quisiera comprobar en mí el efecto de diferentes
peinados. Permití que lo hiciera, sintiendo el placer más culpable, mientras añadía los
encantos de un delicioso murmullo. Puede destacarse aquí que no sentí el menor
asombro ante un hecho tan inusitado y que —con esa tendencia a aceptar como
sencillos los acontecimientos más sorprendentes que tenemos en nuestras visiones—
todo me parecía completamente natural.
—Te amaba mucho antes de conocerte, querido Romualdo, y por eso te busqué
por todas partes. Eras mi sueño, y cuando en ese instante fatal te encontré en la
iglesia, no pude sino decirme: ¡Es él! Te lancé entonces una mirada en la que latía
toda mi devoción por ti; una mirada capaz de perder a un cardenal, capaz de humillar
ante mí a un rey con toda su corte. Pero tú permaneciste impasible y preferiste a tu
Dios antes que a mí. ¡No te imaginas los celos que tengo de Dios, porque sé que
todavía le amas más que a mí! ¡Cuántos sufrimientos me agobian! ¡Clarimonda la
muerta, a la que has resucitado con un beso, y que por ti es capaz de forzar su propio
sepulcro para venir a consagrarte una vida a la que sólo ha regresado para hacerte
feliz, nunca podrá ser tu única dueña!
En medio de las palabras me prodigaba frenéticas caricias, que aturdían mis
sentidos y mi razón hasta tal punto que no me dio miedo proferir una gran blasfemia
para consolarla, y por tanto le dije que la amaba tanto como a Dios.
Sus pupilas recuperaron la luz y brillaron como crisopacios.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Tanto como a Dios! —dijo mientras me envolvía en
sus hermosos brazos—. Y puesto que es cierto, vendrás conmigo y me seguirás a
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donde desee. Dejarás a un lado ese horrible hábito negro. Te convertirás en el más
hermoso y envidiado caballero. Serás mi amante. ¡Nada menos que el amante de
Clarimonda, que ya rechazó a un papa! ¡Y qué vida habremos de compartir, repleta de
placeres y felicidad! ¿Cuándo partimos, mi señor?
—Mañana, mañana —exclamé en mi delirio.
—De acuerdo, mañana. De ese modo podré cambiarme de ropa; ésta es muy
liviana, y no demasiado apropiada para el viaje. También debo avisar a mis criados,
que realmente me creen muerta y no dejan de llorarme. Dinero, vestidos, carruaje:
¡todo estará preparado! Vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, mi amor.
Sus labios tocaron levemente mi frente. Se extinguió la lámpara. Se apagó la luz,
y el cortinaje, al cerrarse, no me dejó ver nada más. Un pesado sueño sin sueños me
derrotó y se adueñó de mí hasta el amanecer. Me desperté más tarde de lo habitual y
el recuerdo de una visión tan extraordinaria me conturbó todo el día; terminé por
convencerme de que no eran sino vapores exhalados por mi exaltada imaginación.
Sin embargo, las sensaciones habían sido tan nítidas que me costaba creer que no
hubiesen sido reales, de modo que me acosté, no sin miedo ante lo que pudiera
pasarme, después de pedirle a Dios que apartase de mí los malos pensamientos y
protegiese la castidad de mi sueño.
No tardé en dormirme profundamente, y mi sueño tampoco tardó en reaparecer.
Se abrió el cortinaje y vi nuevamente a Clarimonda; ya no estaba pálida, ni envuelta
en un sudario blanco y ataviada con mortuorias violetas, sino alegre, leve y jovial,
vestida con un traje maravilloso de terciopelo verde recamado de oro y que, recogido
en un lado, permitía ver una falda de raso. Sus rubios cabellos sobresalían bajo un
enorme sombrero de fieltro negro repleto de plumas blancas caprichosamente
colocadas; llevaba en la mano una fusta que terminaba en un silbato de oro. Me tocó
ligeramente con ella y me llamó:
—Y bien, bello durmiente, ¿estáis preparado? Esperaba encontraros despierto.
Levántate deprisa, porque no tenemos un segundo que perder.
Salté de la cama.
—Vamos, vístete y partamos de una vez —insistió, señalándome un pequeño
paquete que traía consigo—. Los caballos muerden el freno con impaciencia ante la
puerta. Ya deberíamos estar a diez leguas de aquí.
Me vestí rápidamente, mientras ella me tendía la ropa, riéndose a carcajadas de
mi torpeza y señalándome, cada vez que me equivocaba, el uso correcto. Después me
peinó y al terminar me alcanzó un pequeño espejo de bolsillo hecho de cristal de
Venecia, con filigranas de plata, y me dijo:
—¿Qué tal estás? ¿Quieres tomarme a tu servicio como tu criada personal?
Yo ya no era el mismo, hasta el punto de que me desconocía. Me parecía a lo que
había sido tanto como una estatua a su bloque de piedra original. Mi antigua figura
parecía apenas el grosero bosquejo de la que ahora reflejaba el espejo. Era bello, y
semejante metamorfosis halagó enormemente mi vanidad. Una vestimenta tan
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elegante, y una chaqueta con tan ricos bordados me convertían en un personaje
completamente diferente. Admiré el poder que esconde un simple corte de tela. El
espíritu de mi hábito me traspasó la piel, y diez minutos más tarde aquella fatuidad ya
me parecería permisible.
Di un par de vueltas por el cuarto para ganar soltura. Clarimonda me miraba con
maternal satisfacción: parecía complacerse en su obra.
—Basta de niñerías. ¡Vamos, querido Romualdo! Vamos muy lejos y puede que
no lleguemos.
Me cogió de la mano y me llevó con ella. A su paso se abrían las puertas sin que
apenas las tocase. Pasamos frente al perro sin despertarlo.
Frente a la puerta nos encontramos a Margaritone; era el escudero que yo
conocía; sujetaba las bridas de tres caballos tan negros como los anteriores, uno de
ellos para mí, otro para él, y el tercero para Clarimonda. Se trataba sin duda de
caballos árabes españoles, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían
como el viento; la luna, que a nuestra partida se había levantado para iluminarnos el
sendero, rodaba en el cielo como una rueda salida del carro; la veíamos a nuestra
derecha, brincando de un árbol a otro, tratando de darnos alcance. Enseguida
llegamos a una llanura donde, tras un grupo de árboles, nos esperaba un carruaje
tirado por cuatro fuertes animales; entramos en él y los postillones no tardaron en
lanzarlo a una carrera desenfrenada. Rodeé con mi brazo el talle de Clarimonda, que
apoyaba una de sus manos sobre la mía. Dejó caer su cabeza sobre mi hombro,
rozándome el brazo con el cuello desnudo. Nunca había sentido una dicha como
aquélla. En ese momento lo olvidé todo; recordaba menos mi vida de clérigo que la
que había llevado en el seno materno, tal era la fascinación que ejercía sobre mí aquel
espíritu maligno. A partir de esa noche, mi naturaleza en cierto sentido se desdobló y
convivieron en mi interior dos hombres que se ignoraban mutuamente. A veces creía
ser un sacerdote que cada noche soñaba que se convertía en un gentilhombre, y otras
creía ser un gentilhombre que cada noche soñaba ser un sacerdote. No lograba
discernir entre el sueño y la vigilia, y tampoco sabía dónde empezaba la realidad y
dónde terminaba la ilusión. El joven señor, disipado y libertino, se reía del sacerdote;
el sacerdote, por su parte, aborrecía a aquel joven fatuo. Dos espirales entreveradas y
confundidas que, a pesar de todo, nunca se tocaban, formando una exacta
representación de la vida bicéfala que llevaba. A pesar de lo raro de la situación, creo
que nunca me vi amenazado por la locura. Nunca dejé de notar las diferencias entre
una y otra vida. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: que el
sentimiento de un solo yo pudiese darse en dos hombres tan diferentes. Jamás dejé de
reparar en esta anomalía, tanto cuando me veía como un cura del pueblo de ***,
como cuando me veía convertido en il signor Romualdo, conocido amante de
Clarimonda.
El caso es que vivía, o al menos eso pensaba, en Venecia; todavía no he podido
distinguir qué había de real y qué de ilusión en tan sorprendente aventura.
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Habitábamos un enorme palacio de mármol sobre el Gran Canal, repleto de frescos y
estatuas, con dos Tizianos de la mejor etapa en la cámara de Clarimonda; un palacio
digno de un rey, en suma. Cada uno de nosotros tenía a su disposición una góndola
con sus propias barcarolas con nuestro sello, una cámara para escuchar música, y un
poeta a nuestro servicio. Clarimonda entendía la vida según un estilo exigente, y
había algo de Cleopatra en sus maneras. En cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe
y mostraba tal orgullo que perfectamente podría haber pasado por el descendiente de
la familia de alguno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la
Serenísima. Nunca me habría apartado del camino para dejar paso al Dux y no me
parece que, desde que Satán cayó al abismo, haya existido nunca nadie tan insolente
y vanidoso como yo. Me dirigía muchas veces al Ridotto, donde jugaba a un juego
infernal. También frecuentaba ambientes distinguidos, de señoritos caídos en
desgracia, actrices de teatro, estafadores, caraduras y espadachines. A pesar de esta
vida, sin embargo, siempre le fui fiel a Clarimonda. La amaba con locura. Ella era
capaz de excitar al propio hartazgo, de sujetar a la propia inconstancia. Ser el dueño
de Clarimonda era como ser el dueño de veinte amantes, como ser el amante de todas
las mujeres, porque era tan cambiante y polifacética como un camaleón. Uno cometía
con ella la infidelidad que hubiese cometido con otras, porque adoptaba el carácter, la
apariencia y la hermosura de la mujer que en cada momento deseara. Me devolvía mi
amor centuplicado, y en vano los jóvenes patricios y hasta los ancianos del consejo de
los Diez le hicieron fabulosas propuestas; un Foscari llegó a pedirle su mano. Pero
ella los rechazó a todos. Estaba saturada de oro; sólo deseaba amor, un amor joven y
puro que ella misma despertara a su antojo, y que fuese al mismo tiempo el último y
el primero. Mi dicha habría sido perfecta de no haberlo impedido aquella maldita
pesadilla que me agobiaba todas las noches y en la que me veía convertido en un
sacerdote que se laceraba y hacía penitencia para purgar mis excesos diurnos. Tanto
me acostumbré a la presencia de Clarimonda que dejó de sorprenderme la extraña
manera en que la había conocido. De vez en cuando, pese a ello, las palabras del abad
resonaban en mi memoria y no dejaban de inquietarme.
Transcurrió el tiempo y la salud de Clarimonda se resintió; el color de su rostro se
iba esfumando poco a poco cada día. Los médicos que la atendían no podían hacer
nada frente a su enfermedad. Recetaron medicinas insignificantes y no volvieron para
comprobar sus efectos. Ella palidecía a ojos vistas y su cuerpo se iba enfriando. Se la
veía tan blanca y mortecina como aquella noche en aquel castillo desconocido. Esta
decadencia me desesperaba. Ella, conmovida ante mi sufrimiento, me sonreía con
dulzura y tristeza, con esa sonrisa fatal que muestran los que desconocen la cercanía
de su muerte.
Una mañana me encontraba sentado junto a su lecho, desayunando frente a una
mesita, y dispuesto a no abandonarla un instante. Mientras pelaba una fruta me
produje accidentalmente un profundo corte en el dedo. La sangre corrió en hilillos
purpúreos, y algunas gotitas salpicaron a Clarimonda. Sus ojos recuperaron entonces
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el brillo, y noté en su cara una expresión de salvaje y feroz alegría que hasta entonces
nunca había notado. Saltó del lecho con agilidad animal —con la agilidad de un
mono o de un gato— y se lanzó sobre mi herida, que succionó con indescriptible
voluptuosidad. Sorbió despacio mi sangre, con la delectación de un gourmet que cata
un vino de Jerez o Siracusa; entrecerraba los ojos, cuyas verdes pupilas no eran ahora
redondas, sino oblongas. De vez en cuando se interrumpía para besarme la mano,
después posaba sus labios sobre la herida y bebía una nueva gota. Cuando vio que la
sangre cesaba de manar, se levantó con los ojos húmedos y brillantes, más rosada que
una aurora primaveral, con la mano también húmeda y tibia, y más lozana y hermosa
que nunca, en perfecto estado de salud.
—¡Nunca moriré! ¡Nunca moriré! —exclamó ebria de gozo, colgándose de mi
cuello—. Todavía podré amarte durante mucho tiempo. Mi vida está en la tuya, y
todo lo que soy viene de ti. Unas gotas de tu rica y noble sangre, más valiosa y eficaz
que todos los elixires de la tierra, me han devuelto la vida.
Esta escena me preocupó enormemente y me inspiró extrañas dudas sobre
Clarimonda; esa misma noche, cuando el sueño me llevó al presbiterio, vi al abad
Serapione más serio y preocupado que nunca. Me contempló atentamente y me dijo:
—No contento con perder tu alma, quieres perder también el cuerpo. ¡Joven
infeliz, cómo has podido caer en esa trampa!
El tono con que pronunció aquellas palabras consiguió conmoverme; mi
impresión, sin embargo, se disipó enseguida y mil cosas diferentes la suplantaron.
Una noche, a pesar de ello, noté en el espejo, en cuya pérfida posición ella no había
reparado, que Clarimonda derramaba un polvillo en la copa de vino sazonado que
normalmente me preparaba tras la cena.
Cogí la copa y fingí beber, dejándola después sobre el mueble, como si estuviese
dispuesto a acabarla más tarde. Entonces, en cuanto mi amada me volvió la espalda,
derramé su contenido bajo la mesa y me retiré a mis aposentos, dispuesto a no
dejarme vencer por el sueño y a ver lo que ocurría. No tuve que esperar mucho.
Apareció Clarimonda, cubierta por su bata y, despojándose de sus velos, se tumbó a
mi lado. En cuanto comprobó que yo dormía me descubrió el brazo y sacó de entre
sus cabellos un alfiler de oro; luego musitó:
—Una gota, sólo una gota; un minúsculo rubí en la punta de mi aguja… Ya que
me amas, no debo morir… Pobre amor mío, debo beber tu sangre, cuyo color me
deslumbra. Duerme, mi único bien, mi dios, mi niño; no te haré nada, sólo cogeré de
tu vida lo imprescindible para que la mía no se extinga. Si no te quisiera tanto
buscaría otros amantes cuyas venas dejaría secas; pero desde que te conozco los odio
a todos. ¡Ah, qué hermoso brazo! ¡Qué pálido y torneado! Nunca me atreveré a
pinchar esa bella venita azul.
Mientras hablaba no dejaba de sollozar, y yo notaba cómo sus lágrimas se
deslizaban por mi brazo, que ella sujetaba entre sus manos. Por fin se decidió y me
hizo una pequeña herida con la aguja, dedicándose a sorber la sangre que manaba de
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ella. Aunque sólo bebió unas gotas, la contuvo el miedo a extenuarme; me rodeó
cuidadosamente el brazo con una pequeña venda y, después de aplicarle cierto
ungüento a la herida, logró que ésta cicatrizase inmediatamente.
Ya estaba claro; Serapione estaba en lo cierto. Sin embargo, a pesar de esta
certeza, me resultaba imposible no amar a Clarimonda, y con todo el placer del
mundo le habría dado toda la sangre necesaria para mantener artificialmente su
existencia. Además, tampoco sentía grandes miedos; en la mujer encontraba ahora la
explicación del vampiro, y lo que había visto y oído me daba un convencimiento total
sobre ello. Yo contaba además con venas fuertes y vigorosas, que no sería fácil
agotar, por lo que nada me incitaba a escatimar algunas gotas de mi vida. Yo mismo
me habría abierto el brazo para decir: «¡Bebe! ¡Y que mi amor entre en tu cuerpo
junto con la sangre!». Evité mencionar el narcótico que había derramado en mi copa
y la escena de la aguja, y desde entonces vivimos en perfecto acuerdo. Sin embargo,
mis escrúpulos de sacerdote me torturaban cada día más, y ya no sabía qué tormento
inventar para mortificar y herir mis carnes. Aunque estas visiones fueran
involuntarias, y yo no participase en ellas, tampoco me atrevía a tocar al Cristo con
unas manos tan impuras, con un espíritu ensuciado por tales excesos, reales o
soñados. Para evitar tan terribles alucinaciones, trataba de esquivar el sueño,
mantenía mis párpados abiertos incluso con los dedos, me sujetaba en pie contra la
pared, hacía todos los esfuerzos imaginables, pero finalmente la arena del sueño me
irritaba los ojos y, al ver que todo era inútil, me entregaba, preso de la lasitud y el
desánimo, a esa corriente que me arrastraba hasta pérfidas orillas. Serapione me hacía
los exhortos más enfáticos y recriminaba enérgicamente mi desidia y escaso fervor.
Un día en que yo había estado más agitado de lo habitual, me dijo:
—Sólo existe un modo de despojarte de esta obsesión, y aunque sea extremo,
debemos ponerlo en práctica. Sé dónde han enterrado a Clarimonda; es necesario
desenterrarla para que veas el lamentable estado en que se encuentra tu amada. De
ese modo no querrás perder tu alma por un cadáver inmundo carcomido por los
gusanos y que pronto se transformará en polvo. Así volverás en ti.
Por mi parte, estaba tan cansado de mi doble vida que accedí, ansioso por saber
quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre. Estaba dispuesto a
matar en beneficio del otro, a uno de los dos hombres que convivían en mi interior, e
incluso a ambos, porque semejante vida era insoportable. El abad se hizo con un pico,
una palanca y una linterna, y a medianoche nos encaminamos hacia el cementerio de
***, cuya ubicación él conocía perfectamente. La luz de nuestra linterna sorda
acarició las diferentes inscripciones de las lápidas, hasta que finalmente llegamos a
una piedra, semiescondida por el pastizal, y devorada por musgos y plantas parásitas,
donde logramos leer el inicio de la siguiente inscripción:
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LA MÁS HERMOSA DEL MUNDO
… … … … … … …
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descubierto las miserias de mi nada? Todo el diálogo entre nuestras almas y cuerpos
se ha roto ahora para siempre. Adiós. Sentirás mi ausencia.
Se desvaneció en el aire, como si fuese humo, y nunca más volví a verla.
Y tenía razón: lamenté su ausencia, que todavía hoy lloro. Pagué un alto precio
por la tranquilidad de mi alma, ya que el amor de Dios no me resultó suficiente para
sustituir el suyo. Ésta es, querido hermano, la historia de mi juventud. Nunca mires a
una mujer, y camina con los ojos fijos en el suelo, porque por casto y prudente que
seas, bastará un segundo de distracción para que te pierdas para toda la eternidad.
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JOSEPH SHERIDAN LE FANU
Carmilla
[Carmilla]
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Carmilla
Prólogo
En un documento adjunto al relato que sigue, el doctor Hesselius ha escrito una nota
bastante elaborada, en la que hace referencia a su ensayo acerca del extraño asunto
que este manuscrito aclara.
En dicho ensayo trata este asunto tan misterioso con su habitual erudición y
perspicacia, así como con notable franqueza y condensación. Ocupará todo un
volumen de los escritos completos de este hombre tan extraordinario.
Como yo publico el caso, en este volumen, solamente para interesar a los
«profanos», no voy a anticiparme en nada a la inteligente dama que lo relata. Y,
después de un detenido examen de la cuestión, he decidido, por tanto, abstenerme de
presentar cualquier précis del razonamiento del sabio doctor, o extracto alguno de su
exposición sobre un tema que, según él describe, «es probable que tenga que ver con
algunos de los más profundos arcanos de nuestra existencia dual, o de sus
intermediarios».
Al descubrir este documento, me sentí ansioso por volver a abrir la
correspondencia iniciada por el doctor Hesselius, hace ya tantos años, con una
persona tan inteligente y cautelosa como parece haber sido su informante. Con gran
pesar, sin embargo, descubrí que entre tanto la dama había muerto.
Probablemente poco hubiera podido ella añadir al relato que expone en las
páginas siguientes con, hasta donde yo puedo juzgar, tan concienzuda minuciosidad.
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Capítulo I
Un primer susto
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edificios anexos al schloss, sólo quedamos, ¡prestad atención y asombraos!, mi padre,
que es el hombre más bondadoso del mundo, pero que está envejeciendo, y yo, que
en la época de mi relato tenía sólo diecinueve años. Ocho años han pasado desde
entonces. Mi padre y yo constituíamos toda la familia del schloss. Mi madre, una
dama estiria, falleció siendo yo niña.
Mas tuve una bondadosa aya, que había estado junto a mí, casi diría que desde mi
primera infancia. No puedo recordar ninguna época en que su rostro grueso y benigno
no constituyera una imagen familiar en mi memoria. Era Madame Perrodon, natural
de Berna, cuyos cuidados y buen carácter suplieron en parte la pérdida de mi madre, a
la que ni siquiera recuerdo. En nuestras modestas cenas, ella era el tercer comensal.
Había un cuarto, Mademoiselle De Lafontaine, una de esas damas a las que llamáis,
según creo, «institutrices de segunda enseñanza». Hablaba francés y alemán. Madame
Perrodon, por su parte, hablaba francés y chapurreaba el inglés. Mi padre y yo
añadíamos el inglés que, en parte para impedir que se convirtiera en una lengua
perdida para nosotros, y en parte por motivos patrióticos, hablábamos a diario. El
resultado era una Babel, que solía causar risa a los forasteros, y que no intentaré
reproducir en esta narración. Había además dos o tres damas amigas,
aproximadamente de mi misma edad, que ocasionalmente nos visitaban, durante
periodos más o menos largos, visitas que yo a veces devolvía.
Ésas eran nuestras habituales relaciones sociales. Aunque, por supuesto,
recibíamos visitas fortuitas de «vecinos», es decir gente que vivía a sólo cinco o seis
leguas de distancia. Mi vida era, a pesar de todo, más bien solitaria, os lo aseguro.
Mis gouvernantes ejercían sobre mí tanto control como es posible imaginar que
personas tan sensatas podían ejercer sobre una muchacha más bien consentida, a la
que su único progenitor permitía actuar a su entera voluntad prácticamente en todo.
El primer acontecimiento de mi existencia que produjo en mi mente una
impresión atroz, que de hecho jamás se ha borrado, fue uno de los primeros
incidentes de mi vida que consigo recordar. Algunos lo considerarán tan trivial que
no debería ser consignado aquí. Pronto veréis, sin embargo, por qué lo menciono. La
habitación de los niños, así la llamaban, si bien yo disponía de toda ella para mí sola,
era un vasto aposento en el último piso del castillo, con el techo de roble
abuhardillado.
No debía de tener yo más de seis años cuando, cierta noche, me desperté y,
mirando en torno a la habitación desde mi lecho, no vi a la doncella encargada del
cuarto. Tampoco estaba mi aya. Creí encontrarme sola. No me asusté, porque era una
de esas niñas afortunadas a las que deliberadamente se había mantenido en la
ignorancia con respecto a los cuentos de fantasmas y de hadas, y todas esas consejas
que nos hacen esconder la cabeza cuando la puerta cruje súbitamente, o el parpadeo
de una vela a punto de extinguirse hace bailar sobre la pared, cerca de nuestros
rostros, la sombra de uno de los pilares de la cama. Me sentía molesta y ofendida al
imaginarme abandonada y empecé a gimotear, antes de que me asaltara un enérgico
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estallido de bramidos. Entonces, con gran sorpresa por mi parte, vi un rostro solemne,
pero muy hermoso, que me miraba desde uno de los costados de la cama. Era el
rostro de una joven dama que estaba de rodillas, con las manos bajo mi colcha. La
miré con una especie de asombro complacido, y dejé de gimotear. Ella me acarició
con sus manos, se tendió a mi lado en la cama, y me atrajo hacia sí, sonriendo. De
inmediato me sentí deliciosamente apaciguada y me quedé dormida otra vez. Me
desperté con una sensación como si me clavaran profundamente en el pecho dos
alfileres al mismo tiempo, y lancé un grito. La dama retrocedió, sin dejar de mirarme,
luego se dejó caer al suelo y me pareció que se escondía debajo de la cama.
En aquel momento me asusté por vez primera, y grité con todas mis fuerzas. El
aya, la doncella, el ama de llaves, todas acudieron corriendo, y, al oír mi historia,
hicieron poco caso de ella, tranquilizándome entre tanto cuanto les fue posible. Mas,
aun siendo yo sólo una niña, pude advertir que sus rostros habían palidecido y
mostraban una insólita expresión de inquietud. Las vi mirar debajo de la cama y por
toda la habitación, y buscar debajo de las mesillas y abrir de golpe los armarios. Y el
ama de llaves susurró a la niñera:
—Poned la mano en este hueco de la cama; alguien ha estado acostado aquí, tan
cierto es como que vos no fuisteis; el sitio está todavía caliente.
Recuerdo que la doncella me acarició, y que las tres me examinaron el pecho, en
donde les dije que había sentido el pinchazo, y manifestaron que no había ninguna
señal visible de que tal cosa me hubiera sucedido.
El ama de llaves y las otras dos sirvientas que tenían a su cargo la habitación de
los niños no se acostaron en toda la noche. Y desde entonces hasta que tuve unos
catorce años siempre se quedó levantada alguna criada en la habitación de los niños.
Después de aquello estuve muy nerviosa durante mucho tiempo. Llamaron a un
médico, pálido y de avanzada edad. ¡Qué bien me acuerdo de su saturnal rostro
alargado, ligeramente picado de viruelas, y de su peluca marrón! Durante bastante
tiempo, cada dos días, venía a administrarme una medicina, que, por supuesto, yo
odiaba.
La mañana siguiente a haber visto aquella aparición, estaba yo aterrorizada y no
podía soportar que me dejaran sola, ni siquiera un momento, aunque fuera a plena
luz.
Recuerdo a mi padre, de pie junto a mi cama, hablando animadamente, haciendo
preguntas al aya y riéndose de buena gana de cada una de sus respuestas.
Y también dándome palmaditas en la espalda, y besándome, y diciéndome que no
me asustara, que no era más que un sueño, totalmente inofensivo.
Mas no me tranquilicé, pues sabía que la visita de aquella extraña mujer no había
sido un sueño, y estaba terriblemente asustada.
Me consoló un poco la doncella encargada del cuarto de los niños, asegurándome
que había sido ella la que había venido junto a mí, me había mirado, y se había
tendido en la cama a mi lado. Y que yo debía de estar medio soñando para no haber
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reconocido su rostro. Mas eso, aunque lo confirmara el aya, no me satisfizo
plenamente.
Durante el transcurso de aquel día, recuerdo que un venerable anciano, con sotana
negra, entró en mi habitación con el aya y el ama de llaves, charló un poco con ellas,
y luego se dirigió a mí afectuosamente. Su expresión era dulce y afable, y me dijo
que iban a rezar. Y juntándome las manos, me pidió que repitiera en voz baja,
mientras ellos rezaban: «Señor, escuchad estas plegarias en nuestro nombre, por el
amor de Cristo». Creo que ésas fueron las palabras exactas, pues a menudo las repetí
para mí, y mi niñera, durante años, me las hizo decir en mis rezos.
Recuerdo perfectamente el rostro dulce y pensativo de aquel anciano de cabellos
blancos, sotana negra, de pie en aquella tosca habitación marrón, en el piso alto,
rodeado de pesados muebles de más de tres siglos de antigüedad. Y la escasa luz que
se filtraba en aquel ambiente sombrío a través de la pequeña celosía. Puesto de
rodillas, y con él las tres mujeres, rezó en alto, con voz sincera y temblorosa, durante
lo que me pareció un buen rato. He olvidado toda mi vida anterior a aquel suceso, y
alguna etapa posterior también me resulta oscura. Mas las escenas que acabo de
describir permanecen vivas como las imágenes aisladas de una fantasmagoría surgida
de la oscuridad.
Capítulo II
Una huésped
Voy a contaros ahora algo tan extraño que será precisa toda vuestra fe en mi
veracidad para que podáis creer mi historia. Sin embargo, no solamente es cierta, sino
que se trata de una verdad de la que yo misma he sido testigo.
Un fresco atardecer veraniego mi padre me pidió, como a veces solía hacer, que
diésemos un corto paseo por aquel hermoso bosque que, como ya he mencionado, se
extendía frente al schloss.
—El general Spielsdorf no podrá venir a visitarnos tan pronto como yo esperaba
—dijo mi padre, mientras proseguíamos nuestro paseo.
Iba a hacernos una visita de algunas semanas de duración, y esperábamos que
llegara al día siguiente. Iba a traer consigo a su joven sobrina y pupila, Mademoiselle
Rheinfeldt, a la cual yo no había visto nunca, pero de la que había oído decir que se
trataba de una muchacha realmente encantadora, en cuya compañía me prometía yo
muchos días felices. Me sentí mucho más decepcionada de lo que pueda imaginarse
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cualquier joven dama que viva en la ciudad, o en un vecindario animado. Aquella
visita, y la nueva amistad que prometía, había alimentado mis sueños durante muchas
semanas.
—¿Y cuándo vendrá? —pregunté.
—No será antes del otoño. Ni antes de dos meses, diría yo —respondió él—. Y
ahora me alegra, querida mía, que no hayáis conocido a Mademoiselle Rheinfeldt.
—¿Por qué? —pregunté, mortificada y curiosa al mismo tiempo.
—Porque la infeliz damita ha muerto —replicó él—. Me había olvidado por
completo de que no os lo había contado, pues no estabais en la habitación esta tarde
cuando recibí la carta del general.
Aquello me impresionó mucho. El general Spielsdorf había mencionado en su
primera carta, seis o siete semanas antes, que su sobrina no estaba tan bien como él
hubiera deseado. Mas nada hacía suponer ni la más remota sospecha de peligro serio.
—Aquí está la carta del general —dijo, alargándomela—. Me temo que estará
muy apenado. Esta carta ha sido escrita en un estado muy próximo al desvarío.
Nos sentamos en un tosco banco, a la sombra de unos magníficos tilos. El sol se
estaba poniendo, con todo su melancólico esplendor, detrás del horizonte hoscoso, y
el torrente que discurre junto a nuestra casa, y pasa bajo el viejo puente empinado que
ya he mencionado, serpenteaba entre un grupo de árboles grandiosos, casi a nuestros
pies, reflejando en su corriente el escarlata descolorido del cielo. La carta del general
Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente, y en algunos aspectos tan
contradictoria, que la leí dos veces, la segunda de ellas en voz alta a mi padre. Y con
todo, era incapaz de comprenderla, como no fuera suponiendo que el dolor le había
trastornado la mente.
Decía así:
«He perdido a mi querida hija, porque como tal la quería. Durante los últimos
días de la enfermedad de mi querida Bertha no pude escribiros. Hasta entonces no
tenía idea del peligro que corría. La he perdido, y sólo ahora lo comprendo todo,
demasiado tarde. Murió en la paz de la inocencia, y con la radiante esperanza de una
bendita vida futura. El demonio que traicionó nuestra insensata hospitalidad ha sido
la causa de todo. Creí que acogía en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una
encantadora compañera para mi perdida Bertha. ¡Cielo santo! ¡Qué estúpido he sido!
Doy gracias a Dios de que mi niña muriera sin la menor sospecha de la causa de sus
sufrimientos. Se ha ido sin conjeturar siquiera la naturaleza de su mal, ni la maldita
cólera del agente de toda esta desgracia. Dedicaré los días que me restan de vida a
perseguir y destruir a ese monstruo. Me dicen que puedo llevar a cabo mi legítimo y
piadoso propósito. Por ahora, apenas dispongo de un resquicio de luz que me sirva de
guía. Maldigo mi vanidosa incredulidad, mi despreciable pretensión de superioridad,
mi ceguera, mi obstinación… todo. Demasiado tarde. Ahora no puedo hablar ni
escribir con calma. Estoy confundido. En cuanto me recupere un poco, pienso
dedicarme durante algún tiempo a realizar unas pesquisas, que posiblemente me
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conducirán hasta Viena. En el próximo otoño, de aquí a dos meses o antes, si todavía
continúo con vida, iré a veros… Es decir, si me lo permitís. Entonces os contaré lo
que ahora no tengo el valor de poneros por escrito. Adiós. Rezad por mí, querido
amigo».
En esos términos finalizaba la enigmática carta. Aun cuando jamás había visto yo
a Bertha Rheinfeldt, los ojos se me llenaron de lágrimas ante aquella repentina
noticia. Me sentía asustada, y también profundamente decepcionada.
El sol se había puesto ya y estábamos en pleno ocaso cuando le devolví a mi
padre la carta del general.
La noche era templada y clara, y nos entretuvimos especulando sobre los posibles
significados de las afirmaciones apasionadas e incoherentes que acababa yo de leer.
Tuvimos que caminar todavía cerca de una milla hasta alcanzar el camino que pasa
frente al schloss, y para entonces lucía una espléndida luna. En el puente levadizo nos
encontramos con Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine, que habían
salido, sin sus tocas, a disfrutar del exquisito claro de luna.
Al acercarnos, escuchamos sus voces parloteando en animado diálogo. Las
alcanzamos en el puente levadizo, y nos volvimos para admirar con ellas la hermosa
vista.
El claro por el que acabábamos de pasear se extendía ante nosotros. A nuestra
izquierda, el angosto camino serpenteaba bajo los señoriales árboles, y se perdía de
vista en la espesura del bosque. A la derecha, el mismo camino cruza el empinado y
pintoresco puente, cerca del cual se levanta una torre en ruinas, que, en otro tiempo,
guardaba el paso. Al otro lado del puente, se alza una escarpada cima cubierta de
árboles, entre cuyas sombras pueden verse algunas rocas tapizadas con matas de
hiedra gris.
Sobre los prados y las tierras bajas, una fina traza de niebla se escabullía como
humo, marcando las distancias con un velo transparente. Y aquí y allí podíamos ver el
río, brillando débilmente a la luz de la luna.
No es posible imaginar una escena más dulce ni más delicada. Las noticias que
acababa de recibir la hacían más melancólica. Mas nada podía turbar su profunda
serenidad, ni la encantadora belleza e imprecisión del panorama.
Mi padre, que apreciaba lo pintoresco, se detuvo conmigo a contemplar en
silencio la llanura que se extendía ante nosotros. Las dos buenas institutrices, un poco
detrás de nosotros, conversaban acerca del paisaje, y eran elocuentes con respecto a la
luna.
Madame Perrodon era gruesa, de mediana edad y romántica, y hablaba y
suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine —como digna hija de su padre,
que era alemán y, como tal, supuestamente psicólogo, metafísico y un poco místico—
afirmó entonces que cuando la luna brillaba con una luz tan intensa era bien sabido
que ello indicaba una especial actividad espiritual. Los efectos de una luna llena tan
brillante eran múltiples. Actuaba sobre los sueños, sobre la locura, sobre la gente
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nerviosa. Ejercía maravillosas influencias físicas relacionadas con la vida.
Mademoiselle contó que su primo, que era piloto de un buque mercante, tras
descabezar un sueño en cubierta, tendido boca arriba, dándole de lleno en la cara la
luz de la luna, había despertado con las facciones horriblemente estiradas hacia un
lado, después de soñar con una anciana que le arañaba la mejilla. Y su semblante
jamás recobró del todo el equilibrio.
—Esta noche —dijo ella—, la luna está cargada de influjos ódicos[1] y
magnéticos. Observad, si os volvéis a mirar la fachada del schloss, cómo brillan y
centellean todas sus ventanas con ese resplandor plateado, como si unas manos
invisibles hubiesen iluminado las habitaciones para recibir a unos huéspedes
espectrales.
Existen estados de ánimo indolentes en los que, estando nosotros mismos poco
dispuestos a hablar, la conversación de otros resulta sumamente agradable a nuestros
apáticos oídos. Yo seguía mirando, complacida por el tintineo de la conversación de
aquellas damas.
—Esta noche he entrado en uno de esos estados míos de malhumor y abatimiento
—dijo mi padre, tras un silencio. Y, citando a Shakespeare, a quien, a fin de
conservar nuestro inglés, solía leer en voz alta, dijo:
»Olvidé el resto. Mas presiento que pende sobre nosotros alguna grave desgracia.
Supongo que la afligida carta del general tiene algo que ver con esto.
En aquel momento atrajo nuestra atención el insólito ruido de ruedas de un
carruaje y de muchos cascos de caballo por el camino.
Parecía aproximarse a nosotros por la elevación de terreno que domina el puente,
y muy pronto, en efecto, surgió un tropel en aquel mismo lugar. Primero cruzaron el
puente dos jinetes, luego vino un carruaje tirado por cuatro caballos, detrás del cual
cabalgaban dos hombres.
Parecía tratarse de un carruaje en el que viajaba una persona de rango. E
inmediatamente quedamos todos absortos en la contemplación de aquel espectáculo
tan poco frecuente. Poco después, cobró mayor interés todavía, ya que, cuando el
carruaje llegó al punto más elevado del empinado puente, uno de los caballos
delanteros se desbocó, contagió su pánico a los restantes, y después de una o dos
embestidas, todo el tiro se lanzó a un galope desenfrenado, e irrumpiendo entre los
dos jinetes que cabalgaban al frente, se precipitó con gran estruendo por el camino,
hacia nosotros, a la velocidad del huracán.
Los gritos nítidos y prolongados de una voz femenina a través de la ventanilla del
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carruaje hacían todavía más penosa la emoción de la escena.
Todos nosotros nos adelantamos, curiosos y horrorizados; mi padre en silencio,
nosotras profiriendo exclamaciones de terror.
Nuestra ansiedad no duró mucho. Justo antes de alcanzar el puente levadizo del
castillo, se alza un magnífico tilo al borde del camino. Y al lado opuesto una vieja
cruz de piedra, a cuya vista los caballos, que ahora iban a un paso realmente
aterrador, se desviaron, arrastrando las ruedas hacia las raíces salientes del árbol.
Imaginaba lo que iba a ocurrir. Incapaz de seguir mirando, me tapé los ojos y
volví la cabeza. En ese mismo momento oí gritar a mis acompañantes, que habían
avanzado un poco más que yo.
La curiosidad me hizo reabrir los ojos, y así pude contemplar una escena
sumamente confusa. Dos de los caballos habían caído al suelo y el carruaje estaba
volcado sobre uno de sus costados con dos ruedas al aire. Los hombres se ocupaban
de quitar los arreos, y una dama de expresión y aspecto dominante había salido del
coche y permanecía inmóvil, con las manos enclavijadas, llevándose de vez en
cuando a los ojos el pañuelo que en ellas sostenía. Por la puerta del carruaje izaban en
aquel momento a una joven que parecía exánime. Mi querido y anciano padre se
encontraba ya junto a la dama de más edad, sombrero en mano, manifiestamente
ofreciendo su ayuda y los recursos de su schloss. La dama parecía no oírle ni tener
ojos más que para la esbelta muchacha que los hombres estaban recostando sobre el
talud del terraplén.
Me aproximé. La joven estaba aparentemente aturdida, mas desde luego todavía
viva. Mi padre, que se preciaba de entender algo de medicina, le había tomado la
muñeca y aseguró a la dama que declaraba ser su madre, que su pulso, aunque débil e
irregular, sin duda todavía podía percibirse. La dama juntó las manos y miró hacia
arriba, como transportada por un momentáneo sentimiento de gratitud. Mas
enseguida recayó de nuevo en esa actitud teatral que, según creo, es innata en algunas
personas.
Era lo que se dice una mujer de muy buen aspecto para su edad, y debía de haber
sido bella. Esbelta mas no delgada, iba vestida de terciopelo negro, y parecía un poco
pálida, aunque de semblante orgulloso y autoritario, no obstante la agitación del
momento.
—¿Existió alguna vez un ser nacido de este modo para la desgracia? —la oí decir,
con las manos enclavijadas, mientras me acercaba a ella—. Estoy realizando un viaje
que es cuestión de vida o muerte, en el que una hora de demora puede echarlo todo a
perder. Mi niña no se habrá recuperado lo suficiente para reemprender la marcha en
quién sabe cuánto tiempo. Debo dejarla. No puedo entretenerme, no me atrevo.
¿Podéis decirme, señor, a qué distancia se encuentra el pueblo más próximo? Tengo
que dejarla allí. Y no podré verla, ni siquiera tener noticias suyas, hasta mi regreso
dentro de tres meses.
Tiré del abrigo a mi padre, y le susurré al oído con vehemencia:
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—¡Oh, papá!, os lo ruego, pedidle que la deje con nosotros… Sería tan agradable.
Por favor, hacedlo.
—Si Madame confía su niña al cuidado de mi hija y de su buena gouvernante,
Madame Perrodon, y le permite quedarse como huésped nuestra, bajo mi
responsabilidad, hasta su vuelta, nos estaría otorgando con ello una distinción y una
obligación, y la trataríamos con toda la atención y la devoción que merece tan
sagrada confianza.
—No puedo hacer eso, señor. Sería abusar demasiado cruelmente de vuestra
gentileza e hidalguía —dijo la dama, un poco confusa.
—Sería, al contrario, concedernos un gran favor, justamente en el momento en
que más lo necesitamos. Mi hija acaba de sentirse contrariada al enterarse del cruel
infortunio padecido por una persona, de cuya visita esperaba, desde hacía mucho
tiempo, obtener una gran felicidad. Si confiáis esta joven a nuestro cuidado, será éste
su mejor consuelo. El pueblo más cercano en vuestra ruta queda lejos, y no posee la
clase de posada en la que se os ocurriría dejar a vuestra hija. No podéis permitir que
continúe su viaje durante un trayecto considerable sin ponerla en peligro. Si, como
decís, os es imposible suspender vuestro viaje, deberíais separaros de ella esta noche,
y en ninguna parte podréis hacerlo con mayores y más razonables garantías de
cuidados y cariño que aquí.
Dejando de lado la magnificencia de su séquito, había algo tan distinguido, e
incluso tan imponente, en el semblante y en el porte de aquella dama, y algo tan
llamativo en sus modales, como para convencer a cualquiera de que se trataba de una
persona de alto rango.
Mientras tanto, el coche había sido devuelto a su posición vertical, y los caballos,
completamente dóciles, estaban enganchados de nuevo.
La dama lanzó a su hija una mirada que no me pareció tan afectuosa como podía
esperarse dado el comienzo de la escena. Luego hizo señas a mi padre y se apartó con
él dos o tres pasos, donde no pudieran ser oídos, hablándole con expresión rígida y
severa, completamente distinta a aquella con la que hasta ahora se había manifestado.
Me maravillaba que mi padre no pareciera percibir el cambio, y sentía también
una curiosidad indecible por averiguar qué podía estar diciéndole, casi al oído, con
tanta vehemencia y precipitación.
Permaneció en aquella ocupación unos dos o tres minutos a lo sumo, creo. Luego
se volvió, y en unos cuantos pasos llegó hasta donde yacía su hija, en brazos de
Madame Perrodon. Se arrodilló a su lado un instante y le susurró al oído, según
supuso Madame, una breve bendición. Después, tras besarla apresuradamente, subió
al carruaje; la puerta se cerró; los lacayos, con impresionantes libreas, saltaron al
pescante; los escoltas picaron espuelas; los postillones chasquearon sus látigos; los
caballos corcovearon y súbitamente iniciaron un frenético trote que amenazaba con
no tardar en convertirse de nuevo en un galope; y finalmente el carruaje desapareció
como un torbellino, seguido al mismo ritmo rápido por los dos jinetes de retaguardia.
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Capítulo III
Cambio de impresiones
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cuales miran, por encima del foso y el puente levadizo, hacia el paisaje forestal que
ya he descrito.
Posee un viejo mobiliario de roble, con enormes bargueños tallados, y sillas
tapizadas de terciopelo de Utrecht de color carmesí. Las paredes están cubiertas de
tapices, y rodeadas de grandes cuadros de marcos dorados, con figuras de tamaño
natural, que llevan atuendos antiguos y muy curiosos, y representan escenas de caza,
cetrería, y por lo general festivas. Para ser un aposento tan sumamente cómodo no es
demasiado majestuoso. Allí tomábamos el té, pues, con su habitual inclinación
patriótica, mi padre insistía en que la bebida nacional apareciera con regularidad
junto al café y el chocolate.
Aquella noche nos sentamos allí, y, a la luz de las velas, hablamos de la aventura
vespertina.
Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine participaban en nuestra
reunión. Nada más acostarse, la joven forastera se sumió en un sueño profundo, y
aquellas damas la dejaron al cuidado de una sirvienta.
—¿Qué os parece nuestra huésped? —pregunté, en cuanto entró Madame
Perrodon—. Contádmelo todo acerca de ella.
—Me agrada sumamente —contestó Madame—. Pienso que tal vez es la criatura
más bonita que jamás haya visto. Tiene aproximadamente vuestra misma edad, y es
tan amable y simpática.
—Es verdaderamente hermosa —intervino Mademoiselle De Lafontaine, que
había atisbado un momento en la habitación de la forastera.
—¡Y qué voz tan dulce tiene! —añadió Madame Perrodon.
—¿No observasteis que cuando volvieron a enderezar el carruaje había otra mujer
—preguntó Mademoiselle De Lafontaine—, que no salió y únicamente miró por la
ventana?
No, no la habíamos visto.
Entonces nos describió a una espantosa mujer vestida de negro, con una especie
de turbante de color en la cabeza, que estuvo todo el tiempo mirando por la ventanilla
del coche, haciendo muecas y riéndose burlonamente de las damas. Sus ojos, muy
brillantes, parecían salírsele de las órbitas, y enseñaba los dientes como si estuviera
hecha una furia.
—¿No advertisteis el desagradable aspecto de los criados? —preguntó Madame
Perrodon.
—Sí —afirmó mi padre, que acababa de entrar—. Unos tipos malcarados y con
aspecto de picaros despreciables, como jamás había visto en mi vida. Espero que no
acaben robando a la pobre dama en el bosque. Desde luego, esos granujas deben de
ser astutos; en un momento lo pusieron todo en orden.
—Tal vez estuvieran agotados por el largo viaje —replicó Madame Perrodon—,
pues además de aquel infame aspecto, sus rostros parecían extrañamente enjutos,
sombríos y hoscos. Soy muy curiosa, lo confieso. Mas pienso que la joven nos lo
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contará todo mañana, si se ha recobrado lo suficiente.
—No creo que lo haga —dijo mi padre, sonriendo misteriosamente y asintiendo
con la cabeza, como si supiese más de lo que quería decirnos.
Eso me hizo sentir todavía más curiosidad por enterarme de lo que había ocurrido
entre él y la dama vestida de terciopelo negro, en la breve pero intensa conversación
que había precedido inmediatamente a la marcha de esta última.
Apenas nos quedamos solos, le supliqué que me contara todo. No se hizo rogar
demasiado.
—No existe ninguna razón especial para que os lo oculte. Me expresó su
vacilación ante las posibles molestias que nos acarrearía el cuidado de su hija,
alegando que estaba delicada de salud, y nerviosa, aunque no sujeta a ningún tipo de
achaque (dijo esto espontáneamente) ni alucinación, ya que, de hecho, está
perfectamente cuerda.
—¡Qué extraño que dijera todo eso! —le interrumpí yo—. No veo la necesidad.
—En todo caso, lo dijo —afirmó él, riendo—, y ya que deseáis saber todo lo que
pasó, que realmente fue muy poco, os lo contaré. Me dijo exactamente: «Estoy
efectuando un largo viaje de importancia vital (recalcó la palabra), rápido y secreto.
Volveré a recoger a mi hija dentro de tres meses. Mientras tanto, ella deberá guardar
silencio acerca de quiénes somos, de dónde venimos, y adonde nos dirigimos». Eso
fue todo cuanto dijo. Hablaba un francés muy puro. Cuando mencionó la palabra
«secreto», vaciló unos segundos y me miró con severidad, clavando sus ojos en los
míos. Supongo que le da mucha importancia a eso. Ya visteis lo deprisa que se fue.
Espero no haber cometido una tontería haciéndome cargo de la joven.
En cuanto a mí, estaba encantada. Tenía muchas ganas de verla y de hablar con
ella. Tan sólo esperaba que el médico me lo permitiera. Los que vivís en las ciudades
no podéis haceros una idea del gran acontecimiento que supone, en una soledad como
la que nos rodeaba, el comienzo de una nueva amistad.
El médico no llegó hasta cerca de la una. Pero me habría sido tan imposible irme
a la cama y dormir como alcanzar a pie el carruaje en el que se había marchado la
princesa vestida de terciopelo negro.
Cuando el físico bajó al salón, fue para dar un dictamen muy favorable de su
paciente. La joven se había incorporado, su pulso era completamente normal, y
parecía encontrarse perfectamente. No había sufrido ningún daño, y el leve trastorno
nervioso había desaparecido casi sin dejar huella. Desde luego, no podía haber
ningún mal en que yo la viera, si ambas lo deseábamos. Con esta autorización, le
mandé de inmediato un recado para averiguar si me permitiría visitarla en su
aposento durante unos pocos minutos.
La criada regresó enseguida para comunicarme que la joven no deseaba otra cosa.
Podéis estar seguro de que no tardé mucho en valerme de este permiso.
Nuestra visitante había sido instalada en una de las habitaciones más grandes del
schloss. Tal vez demasiado impresionante. Frente al pie de la cama había un tapiz
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sombrío, que representaba a Cleopatra con el áspid en el pecho. Y en las restantes
paredes se exhibía otras escenas clásicas de gran solemnidad, algo descoloridas. Pero
en el resto de la decoración de la sala había varias tallas doradas, y una variedad y
riqueza de colorido más que suficientes para compensar la lobreguez del viejo tapiz.
Junto a la cama había algunas velas. La joven estaba incorporada. Su figura
esbelta y bonita estaba envuelta en una suave bata de seda, con bordados de flores, y
forrada con un grueso acolchado de seda, que su madre había arrojado a sus pies
mientras yacía en el suelo.
Mas apenas llegué junto a su lecho e inicié los cumplidos de rigor, ¿qué creeríais
que fue lo que me enmudeció de repente, haciéndome retroceder uno o dos pasos? Os
lo contaré.
Vi el mismo rostro que se me había aparecido en mi infancia aquella noche, que
tan grabado permanecía en mi memoria, y sobre el cual durante tantos años tan a
menudo había cavilado con horror, cuando nadie sospechaba en qué estaba pensando.
Era un rostro agraciado, incluso hermoso, y con la misma expresión melancólica
que tenía la primera vez que lo vi.
Mas en aquel momento esa expresión se iluminó de pronto con una extraña
sonrisa, como si ella también me reconociera.
Hubo un minuto de silencio por lo menos, y finalmente habló ella; yo no podía.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. Hace doce años vi vuestro rostro en sueños, y
desde entonces su recuerdo me ha perseguido.
—¡Realmente maravilloso! —repetí yo, esforzándome en superar el horror que
por un momento me había cortado el habla—. Por supuesto que yo también os vi, en
realidad o como visión, hace doce años. No puedo olvidar vuestro rostro. No se ha
borrado de mi imaginación desde entonces.
Su sonrisa se había dulcificado. Fuera lo que fuese lo que yo había visto de
extraño en ella, había desaparecido, y sus mejillas con hoyuelos eran ahora
deliciosamente lindas e inteligentes.
Me sentí tranquilizada, y proseguí en el tono que la hospitalidad exigía, dándole
la bienvenida, y diciéndole cuánto placer nos había proporcionado a todos, y en
particular a mí, su inesperada llegada.
Mientras hablaba le cogí la mano. Yo era algo tímida, como suelen serlo las
personas que viven aisladas, mas la situación me volvió elocuente, e incluso audaz.
Ella me apretó la mano, la retuvo entre las suyas, y, mientras sus ojos brillantes se
clavaban apresuradamente en los míos, sonrió de nuevo y se ruborizó.
Respondió muy gentilmente a mi bienvenida. Me senté a su lado, todavía
asombrada, y ella habló así:
—Debo contaros la visión que tuve de vos. Es muy extraño que hayamos soñado
tan intensamente la una con la otra, que ambas nos hayamos visto, vos a mí y yo a
vos, con el aspecto que ahora tenemos, cuando, por supuesto, éramos sólo unas niñas.
Yo tenía unos seis años y, al despertarme de un sueño confuso y agitado, me pareció
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encontrarme en una habitación distinta al cuarto de los niños, con las paredes
toscamente revestidas de cierta madera oscura, y llena de alacenas, cujas, sillas y
bancos. Los lechos, creo recordar, estaban vacíos, y en toda la habitación no había
nadie más que yo. De tal suerte que, tras haber mirado a mi alrededor durante un
buen rato, y haber admirado especialmente un candelabro de hierro de dos brazos,
que indudablemente reconocería si lo volviera a ver, me deslicé por debajo de una de
las camas con intención de llegar hasta la ventana. Mas cuando salí de debajo de la
cama, oí gritar a alguien. Y al mirar hacia arriba, cuando todavía estaba de rodillas, os
vi… sin duda erais vos… tal como os veo ahora: una joven muy bonita, con los
cabellos dorados y grandes ojos azules, y labios… vuestros labios… erais vos, tal
como sois ahora. Vuestra belleza me conquistó. Me encaramé a la cama y os abracé,
y creo que ambas nos quedamos dormidas. Me despertó un grito. Os habíais
incorporado y gritabais. Me asusté y me deslicé al suelo. Creo que perdí el
conocimiento durante un rato. Cuando me recobré, estaba de nuevo en casa, en el
cuarto de los niños. Desde entonces no he podido olvidar vuestro rostro. Un simple
parecido no podría haberme engañado. Vos sois la joven que yo vi.
Ahora me tocaba a mí contar mi visión correspondiente, cosa que hice, ante la
sorpresa no simulada de mi nueva amiga.
—No sé cuál de las dos debería asustarse —dijo, sonriendo de nuevo—. Si no
fuerais tan bonita, pienso que me habríais asustado mucho. Mas, siendo como sois tan
hermosa, y ambas tan jóvenes, únicamente tengo la impresión de que os he conocido
hace doce años, y que ya tengo derecho a vuestra intimidad. En todo caso, parece
como si, desde nuestra más tierna infancia, estuviéramos destinadas a ser amigas. Me
pregunto si os sentís tan extrañamente atraída hacia mí como yo hacia vos. Nunca
tuve una amiga. ¿Encontraré una ahora?
Suspiró y sus hermosos ojos negros me miraron apasionadamente.
Lo cierto es que yo sentía algo inexplicable por aquella hermosa forastera. Me
sentía, como ella decía, «atraída hacia ella», pero experimentaba también algo de
repulsión. No obstante, en este sentimiento ambiguo prevalecía enormemente la
atracción. Era tan hermosa y tan indescriptiblemente atractiva que me intrigaba y me
subyugaba.
Entonces noté que se apoderaba de ella una especie de languidez y agotamiento, y
me apresuré a darle las buenas noches.
—El doctor cree —añadí— que sería mejor que una doncella os hiciera compañía
esta noche. Afuera espera una de las nuestras, ya veréis que es una criatura muy
servicial y discreta.
—Muy amable por vuestra parte, pero no podría dormir. Nunca puedo si hay
alguien en la habitación. No necesitaré ninguna ayuda… Aunque debo confesaros
una debilidad mía: me obsesiona el pavor a los ladrones. Una vez robaron en mi casa,
y dos sirvientes murieron. Desde entonces siempre cierro con llave la puerta de mi
habitación. Se ha convertido en un hábito… y vos parecéis tan comprensiva que estoy
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segura de que me disculparéis. Veo que hay una llave en la cerradura.
Me estrechó entre sus lindos brazos durante un rato y me susurró al oído:
—Buenas noches, querida, me cuesta mucho separarme de vos, pero tenemos que
despedirnos. Mañana volveré a veros, aunque no muy temprano.
Se dejó caer de nuevo en la almohada dando un suspiro, y sus hermosos ojos me
siguieron con una mirada cariñosa y melancólica, mientras murmuraba de nuevo:
—Buenas noches, querida amiga.
Los jóvenes se encariñan, e incluso aman, impulsivamente. Yo me sentía halagada
por el afecto evidente, aunque todavía inmerecido, que ella me demostraba. Me
complacía la confianza con que de inmediato me había acogido. Había decidido que
nos convirtiéramos en buenas amigas.
Llegó el día siguiente y nos volvimos a ver. Me sentía feliz en su compañía. Es
decir, en muchos aspectos.
Su belleza no desmerecía nada a la luz del día. Desde luego, era la criatura más
bella que yo había visto, y el desagradable recuerdo del rostro que se me apareció en
mi sueño infantil había perdido el efecto de mi primer e inesperado reconocimiento.
Me confesó que también ella había experimentado una impresión similar al
verme, y exactamente la misma ligera antipatía que en mí se había mezclado con mi
admiración por ella. Nos reímos juntas de nuestros momentáneos sustos.
Capítulo IV
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recogérselo y trenzárselo, y extenderlo y jugar con él. ¡Dios mío! ¡Ojalá lo hubiera
sabido todo!
He dicho que había detalles que no me gustaban. Ya he contado que sus
confidencias me conquistaron la primera noche que la vi. Mas descubrí que mantenía
una reserva siempre alerta con respecto a sí misma, a su madre, a su historia, en
realidad a todo lo relacionado con su vida, sus proyectos y su familia. Acaso fuera yo
poco razonable, tal vez estuviera equivocada.
Acaso debería haber respetado el solemne requerimiento hecho a mi padre por la
majestuosa dama vestida de terciopelo negro. Mas la curiosidad es un sentimiento sin
escrúpulos ni sosiego, y no hay muchacha capaz de soportar pacientemente que otra
persona frustre la suya. ¿Qué daño podía hacerle a nadie que ella me contara lo que
yo tan ardientemente deseaba saber? ¿Es que no tenía confianza en mi sensatez o en
mi honor? ¿Por qué no habría de creerme cuando yo le aseguraba solemnemente que
no divulgaría ante ningún mortal ni una sola palabra de todo lo que me contara?
Me parecía que existía una frialdad impropia de su edad en aquella forma risueña
y melancólica de persistir en su negativa a proporcionarme el más mínimo rayo de
luz.
No puedo decir que discutiéramos por ese motivo, pues ella no discutía por nada.
Desde luego, resultaba muy poco digno por mi parte, e incluso de mala educación, el
apremiarla. Mas lo cierto es que no pude evitarlo; y más me habría valido dejar el
asunto en paz.
Lo que me contó no tenía, según mi poco escrupulosa estimación, ningún valor.
Todo se resumía en tres revelaciones muy vagas.
La primera: se llamaba Carmilla.
La segunda: su familia era muy antigua y noble.
La tercera: su casa estaba situada al oeste de la nuestra.
No quiso decirme ni el apellido de su familia, ni sus blasones, ni el nombre de su
propiedad, ni siquiera el del país en que vivían.
No vayáis a pensar que yo la molestaba constantemente con esos asuntos.
Esperaba una oportunidad, y más bien procuraba insinuar mis preguntas en lugar de
insistir en ellas. Una o dos veces, sin embargo, la ataqué más directamente. Mas fuera
cual fuese mi táctica, el resultado era siempre un completo fracaso.
Reproches o caricias, de nada servían con ella. Mas debo añadir que sus evasivas
iban acompañadas de una melancolía y una desaprobación tan considerables; de
tantas, e incluso tan apasionadas declaraciones de afecto hacia mí, de plena confianza
en mi honor; y de tantas promesas de que yo acabaría por saberlo todo que no podía
continuar enfadada con ella por más tiempo.
Solía rodearme el cuello con sus hermosos brazos, atraerme hacia ella, y,
apoyando su mejilla en la mía, susurrarme al oído:
—Querida mía, vuestro corazoncito está herido. No me juzguéis cruel por acatar
la ley irresistible de mi fuerza y mi debilidad. Si vuestro corazón está sinceramente
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herido, el mío sufre espantosamente con el vuestro. En el éxtasis de mi enorme
humillación, vivo en vuestra cálida vida, y vos moriréis… moriréis, dulcemente
moriréis… en la mía. No puedo evitarlo. Así como yo me acerco a vos, a su vez, vos
os acercaréis a otros, y conoceréis el éxtasis de esa crueldad, que, sin embargo, es una
forma de amor. De modo que, por ahora, no tratéis de saber nada más de mí y de lo
mío, sino que confiad fielmente en mí con toda vuestra alma.
Y después de haber hablado con tanto entusiasmo, me apretó más estrechamente
en un abrazo tembloroso, y sus labios inflamaron poco a poco mis mejillas con dulces
besos.
Su nerviosismo y su lenguaje me resultaban incomprensibles. Debo admitir que
solía desear liberarme de aquellos insensatos abrazos, los cuales no se producían con
demasiada frecuencia. Mas parecían faltarme energías para ello. Sus palabras
susurrantes sonaban en mis oídos como una canción de cuna, y apaciguaban mi
resistencia en una especie de trance, del cual parecía recobrarme solamente cuando
ella retiraba sus brazos.
No me gustaba cuando estaba presa de esos misteriosos estados de mal humor.
Experimentaba una excitación extraña y tumultuosa, que de vez en cuando era
placentera, mezclada con una vaga sensación de miedo y asco. Mientras duraban
aquellas escenas no tenía ideas claras sobre ella, pero tenía conciencia de un amor
que se convertía en adoración, y también en aborrecimiento. Ya sé que parece una
paradoja, pero no sabría explicar de otro modo aquella sensación.
Escribo ahora, tras un intervalo de más de diez años, con un recuerdo confuso y
terrible de ciertos sucesos y situaciones, a través de cuya prueba estaba yo pasando
inconscientemente, aunque rememorase viva e intensamente el curso general de mi
historia. Mas sospecho que en las vidas de todas las personas se dan ciertas
situaciones emotivas, en las que nuestras pasiones se despiertan más frenética y
atrozmente, las cuales son, entre todas las demás, las que luego recordamos más vaga
y difusamente.
A veces, tras un periodo de indiferencia, mi extraña y bella compañera me cogía
la mano y la retenía apretándomela cariñosamente una y otra vez, y finalmente se
ruborizaba levemente, mirándome al rostro con ojos lánguidos y ardientes, y tan
jadeante que su vestido subía y bajaba a causa de la tumultuosa respiración. Era como
el ardor de un enamorado; me turbaba; era algo odioso y, no obstante, irresistible.
Luego me atraía hacia ella, recreándose en la mirada, y sus cálidos labios me
recorrían las mejillas a besos, mientras me susurraba, casi sollozando:
—Sois mía, seréis mía; vos y yo tenemos que ser una sola persona, y para
siempre.
Después se echaba hacia atrás en la silla, cubriéndose los ojos con sus manecitas,
y me dejaba temblando.
—¿Estamos emparentadas? —solía yo preguntarle—. ¿Qué queréis decir con
todo eso? Tal vez os recuerde a alguien a quien amáis. Mas no debéis comportaros
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así, lo detesto. No os conozco… ni me conozco a mí misma cuando me miráis y me
habláis de ese modo.
Ante mi vehemencia ella solía suspirar, volvía el rostro y me soltaba la mano.
En vano me esforzaba yo por elaborar alguna teoría satisfactoria que explicase
aquellas manifestaciones tan extraordinarias. No podía achacarlas a simulación o
burla. Sin lugar a dudas se trataba del estallido momentáneo del instinto y la emoción
contenidos. ¿No estaría ella sujeta, pese a la espontánea negativa de su madre, a
breves accesos de demencia? ¿No se trataría acaso de un novelesco disfraz? En
antiguos libros de fábulas había leído yo episodios de tal género. ¿Y si un joven
enamorado hubiera logrado introducirse en la casa, y tratara de proseguir con su
mascarada, con la ayuda de una hábil intrigante? Pero había demasiadas cosas en
contra de semejante hipótesis, aun cuando halagase sumamente mi vanidad.
Yo podía vanagloriarme de no pocas de las atenciones que la galantería masculina
se complace en ofrecer. Entre aquellos momentáneos arrebatos de pasión había largos
intervalos de normalidad, de alegría, de cavilosa melancolía, durante los cuales quizá
yo no representara nada para ella, aunque notase sus ardientes ojos clavados en mí.
Salvo en aquellos breves periodos de misteriosa exaltación, sus modales eran
infantiles. Y siempre había en ella una languidez totalmente incompatible con una
constitución masculina dotada de buena salud.
En ciertos aspectos, tenía extrañas costumbres.
Tal vez no tan singulares en opinión de una dama de ciudad como vos, pero sí
para nosotros que somos gente rústica. Solía bajar muy tarde, por lo general antes de
la una. A esa hora se tomaba una taza de chocolate, pero no comía nada. Después
íbamos juntas a dar un paseo, aunque durante poco tiempo, ya que casi
inmediatamente se sentía agotada, y, o bien regresaba al schloss, o se sentaba en
alguno de los bancos repartidos estratégicamente entre la arboleda, era la suya una
languidez corporal que no afectaba a su mente. Su conversación era siempre muy
lúcida y animada.
De vez en cuando aludía brevemente a su casa, o mencionaba algún incidente o
situación, o algún recuerdo infantil, que indicaban un extraño comportamiento; y
describía costumbres que nosotros ignorábamos por completo. De aquellas alusiones
fortuitas, deduje que su país debía de estar mucho más lejos de lo que en un principio
me había imaginado.
Una tarde, mientras estábamos sentadas bajo los árboles, pasó un entierro por
delante de nosotras. Correspondía a una linda muchachita, a la que había tenido
ocasión de ver muy a menudo, pues era hija de uno de los guardas forestales. El
infeliz caminaba detrás del féretro de su niña. Parecía tener el corazón destrozado, ya
que era su única hija. Le seguían algunas parejas de campesinos entonando un himno
fúnebre.
A su paso me levanté respetuosamente y me uní a ellos en su dulce cántico.
Mi acompañante me zarandeó con cierta rudeza, y yo me volví sorprendida.
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Me dijo, bruscamente:
—¿No os dais cuenta de cómo desafinan?
—Al contrario, me parece un canto muy melodioso —contesté, molesta por la
interrupción, y muy incómoda, por miedo a que la gente que formaba la comitiva nos
estuviera observando y se ofendiera al oírnos.
Por consiguiente, reanudé inmediatamente el cántico, y de nuevo fui
interrumpida.
—Me destrozáis los tímpanos —dijo Carmilla, enfadada, mientras se tapaba los
oídos con sus minúsculos dedos—. Además, ¿cómo sabéis que vuestra religión y la
mía son la misma? Vuestras manifestaciones me hieren, y detesto los funerales.
¡Menudo alboroto! ¡Vaya!, vos tenéis que morir como todo el mundo. Y todos son
más felices cuando se mueren. Regresemos a casa.
—Mi padre se ha ido al cementerio con el sacerdote. Yo creí que sabíais que hoy
iban a enterrarla.
—¿A ella? Los campesinos no me preocupan. Ni siquiera la conozco —replicó,
mientras sus hermosos ojos relampaguearon fugazmente.
—Es la infeliz muchacha que imaginó ver un fantasma hace quince días, y que ha
estado agonizando desde entonces, hasta que expiró ayer.
—No me habléis de fantasmas. No dormiré esta noche si lo hacéis.
—Espero que no se trate de ninguna plaga o enfermedad. Aunque presenta todos
los síntomas —proseguí—. La joven esposa del porquerizo murió hace apenas una
semana, y también imaginó que algo la agarró por el cuello mientras yacía en la
cama, y casi la estrangula. Papá dice que tales fantasías tan espantosas suelen
acompañar a cierto tipo de fiebres. Se encontraba perfectamente bien el día anterior.
Luego se vino abajo, y murió en menos de una semana.
—Bueno, espero que su funeral haya terminado, y que se haya cantado ya su
oficio fúnebre. Y que nuestros oídos no serán ya torturados con esa disonancia y esa
jerigonza. Me han puesto nerviosa. Sentaos aquí, a mi lado, más cerca. Cogedme la
mano. Apretadla fuerte… fuerte… más fuerte.
Habíamos retrocedido unos pasos, hasta llegar a otro banco.
Carmilla se sentó. Su rostro había experimentado tal cambio que me alarmé, e
incluso por unos momentos quedé aterrorizada. Su expresión se ensombreció y se
puso terriblemente lívida. Sus manos y sus dientes estaban apretados, tenía el ceño y
los labios fruncidos, mientras miraba fijamente al suelo y temblaba de pies a cabeza
con un incesante estremecimiento tan incontenible como el producido por la malaria.
Todas sus fuerzas parecieron tensarse para reprimir un ataque, contra el que libraba
una lucha sin descanso. Por fin, brotó de su boca un grito de dolor, débil y convulso,
y poco a poco su histeria fue apaciguándose.
—He aquí lo que ocurre cuando se acalla a la gente con himnos —dijo,
finalmente—. Sujetadme, tenedme todavía sujeta. Ya se me pasa.
Eso fue lo que, poco a poco, ocurrió. Y tal vez para disipar la siniestra impresión
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que aquel espectáculo me había producido, se puso inusualmente animada y
parlanchina, regresando así a casa.
Era la primera vez que yo la veía mostrar síntomas precisos de esa fragilidad de
salud de la que había hablado su madre. Era también la primera vez que la veía dar
muestras de algo parecido a la ira.
Ambas cosas se desvanecieron cual nube de verano.
Y excepto una vez, después ya no tuve ocasión de presenciar ninguna otra de sus
pasajeras explosiones de cólera. Os contaré cómo sucedió.
Carmilla y yo estábamos contemplando el paisaje desde uno de los grandes
ventanales del salón, cuando cruzó el puente levadizo y penetró en el patio la figura
de un vagabundo, al que yo conocía bastante bien. Solía visitar el schloss unas dos
veces por año.
Se trataba de un jorobado, con esos rasgos angulosos y enjutos que suelen
acompañar a las deformidades. Llevaba una puntiaguda barba negra, y sonreía de
oreja a oreja, mostrando sus blancos colmillos. Iba vestido de amarillo, negro y
escarlata, y provisto de más correas y cintos de los que yo podía contar, de los cuales
colgaban toda clase de objetos. Detrás llevaba una linterna mágica y dos cajas cuyo
contenido conocía yo muy bien: en una había una salamandra y en la otra una
mandrágora. Dichos monstruos solían hacer reír a mi padre. Estaban formados con
miembros de monos, loros, ardillas, peces y erizos, puestos a secar y suturados con
gran habilidad y efectos sorprendentes. Llevaba también un violín, una caja con
instrumentos mágicos para conjurar los malos espíritus, un par de floretes y caretas
que pendían del cinto, y varios otros estuches misteriosos que se balanceaban a su
alrededor. En la mano sostenía un bastón negro con conteras de cobre.
Le acompañaba un perro flaco y peludo, que le seguía muy de cerca, el cual se
detuvo en seco, receloso, ante el puente levadizo, y al poco rato comenzó a aullar
lúgubremente.
Mientras tanto, el charlatán, deteniéndose en medio del patio, se quitó su grotesco
sombrero, y nos hizo una reverencia muy ceremoniosa, saludándonos con mucha
soltura en un francés execrable y un alemán no mucho mejor. Después, alzando su
violín, empezó a rasgar una alegre tonada, que cantó con divertida disonancia,
mientras bailaba con gestos grotescos y vivaces, que me hicieron reír a pesar de los
aullidos del perro.
Luego avanzó en dirección a la ventana, sonriendo y saludando ostensiblemente,
y, con el sombrero con la mano izquierda, el violín debajo del brazo, y una fluidez no
interrumpida ni siquiera para tomar aire, farfulló una interminable proclama de todos
sus talentos, así como de los recursos de las distintas artes que ponía a nuestro
servicio, y de las curiosidades y diversiones de que disponía, hasta que le
permitiéramos mostrárnoslos.
—¿No querrían sus señorías comprarme un amuleto contra el upiro, que, según he
oído, vaga por estos bosques como un lobo? —dijo, dejando caer su sombrero al
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suelo—. Mucha gente está muriendo por su causa a diestro y siniestro, mas aquí
tengo un amuleto que nunca falla. Basta con prenderlo de la almohada mediante
alfileres, y podrán reírse de él en sus propias barbas.
Tales amuletos consistían en tiras oblongas de vitela, cubiertas de signos
cabalísticos y diagramas.
Carmilla compró uno inmediatamente, y lo mismo hice yo.
El hombre levantó los ojos, y nosotras le sonreímos divertidas; al menos, puedo
responder de mí misma. Mientras observaba nuestros rostros, sus penetrantes ojos
negros parecieron descubrir algo que momentáneamente atraía su atención.
Inmediatamente abrió un estuche de cuero, lleno de toda clase de extraños
instrumentos de acero.
—Mire esto, mi señora —dijo, mostrándomelos y dirigiéndose a mí—. Aparte de
otras profesiones menos útiles, ejerzo el arte de la odontología. ¡Maldito sea este
condenado perro! —intercaló—. ¡Quieres callarte, bestia inmunda! Aúlla tanto que
sus señorías no deben de oír ni una sola palabra de lo que digo. Su noble amiga, la
joven dama que tiene a su derecha, tiene dientes muy afilados… largos, finos,
puntiagudos, como una lezna, como una aguja. ¡Ja, ja! Cuando he alzado la mirada,
los he visto claramente, con mi vista aguda y de largo alcance. Si por casualidad le
molestan, como creo, aquí estoy yo con mi lima, mi punzón, y mis pinzas. Se los
dejaré redondeados y romos, si su señoría lo desea. En vez de dientes de pez, tendrá
los que corresponden a la hermosa joven que realmente es. ¿No le parece? ¿Se ha
molestado la joven dama por lo que he dicho? ¿Acaso he sido demasiado atrevido?
¿La he ofendido?
La joven, en efecto, parecía muy irritada cuando se apartó de la ventana.
—¿Cómo se atreve a insultarnos este charlatán? ¿Dónde está vuestro padre? Le
exigiré una reparación. ¡Mi padre le habría atado a la bomba de agua, le habría
azotado con un látigo, y sin vacilar le habría marcado a fuego con el hierro del
castillo!
Carmilla se alejó de la ventana uno o dos pasos, y se sentó. Pero apenas hubo
perdido de vista al ofensor, su ira desapareció tan repentinamente como había
surgido, y poco a poco recobró su tono habitual, pareciendo olvidarse del jorobadito y
de sus desatinos.
Mi padre estaba muy abatido aquella noche. Al llegar nos contó que se había
producido otro caso muy similar a los dos fatales que habían ocurrido recientemente.
La hermana de un joven campesino a sus órdenes, que vivía a sólo una milla del
castillo, estaba muy enferma. Según su propia descripción, había sido atacada poco
más o menos del mismo modo que las otras, y ahora se estaba consumiendo lenta
pero inexorablemente.
—Todo esto —dijo mi padre— hay que atribuirlo estrictamente a causas
naturales. Esos infelices se contagian unos a otros sus supersticiones, y de ese modo
refunden en su imaginación las terroríficas imágenes de que han sido víctimas sus
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vecinos.
—Mas aunque así fuese, resulta espantoso —dijo Carmilla.
—¿Qué queréis decir? —inquirió mi padre.
—Tengo mucho miedo de imaginar siquiera la posibilidad de tener semejantes
visiones. Creo que sería tan horrible imaginarlas como que fueran ciertas.
—Estamos en manos del Señor. Nada puede ocurrir sin Su consentimiento, y todo
acabará felizmente para los que Le aman. Es nuestro fiel creador. Él nos ha hecho a
todos, y cuidará de nosotros.
—¡Creador! ¡Naturaleza! —dijo la joven dama, en respuesta a mi padre—. Esa
enfermedad que invade la comarca es un fenómeno natural. Propio de la naturaleza.
Todas las cosas proceden de la naturaleza… ¿no es cierto? Todo, en el cielo y en la
tierra, y bajo tierra, vive y actúa según el imperativo de la naturaleza. Por lo menos,
eso es lo que yo creo.
—El doctor dijo que vendría hoy —anunció mi padre, después de un silencio—.
Quiero saber qué piensa de todo esto y qué cree que es mejor que hagamos.
—Los médicos nunca me han hecho ningún bien —dijo Carmilla.
—¿Habéis estado enferma alguna vez? —pregunté.
—Más enferma de lo que vos hayáis podido estarlo nunca —contestó ella.
—¿Hace mucho tiempo?
—Sí, mucho. Padecí esta misma enfermedad. Mas lo he olvidado todo, excepto la
debilidad y el sufrimiento. Y no eran tan malos como los que se padecen con otras
enfermedades.
—¿Erais muy joven entonces?
—Supongo. Mas no hablemos más de eso. No querréis herir a una amiga,
¿verdad?
Me miró lánguidamente a los ojos, y me rodeó la cintura con su brazo
cariñosamente, llevándome fuera de la habitación. Mi padre estaba ocupado,
consultando unos documentos cerca de la ventana.
—¿Por qué a vuestro padre le gusta asustarnos? —dijo la joven, suspirando y
estremeciéndose un poco.
—No le gusta, querida Carmilla. Nada más lejos de su intención.
—Querida, no estaréis asustada, ¿verdad?
—Lo estaría, y mucho, si creyera que existe algún peligro real de ser atacada
como esas infelices.
—¿Os asusta morir?
—Sí, como a todo el mundo.
—Pero morir como mueren los amantes… Morir juntos para luego poder vivir en
compañía. Las muchachas son como orugas mientras viven en este mundo, y
finalmente se convierten en mariposas cuando llega el verano. Pero mientras tanto
son gusanos y larvas, ¿no creéis?, cada cual con sus peculiares inclinaciones,
necesidades y constitución. Eso dice Monsieur Buffon en su voluminoso libro[3], que
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está en la habitación contigua.
Aquel mismo día, un poco después, vino el doctor y se encerró con papá durante
un buen rato. Era un hombre hábil, de poco más de sesenta años. Llevaba el cabello
empolvado, y su pálido rostro estaba tan afeitado que parecía tan terso como una
calabaza. Papá y él salieron juntos de la habitación y oí decir a mi padre, riendo:
—Bueno, me asombra en un hombre tan sensato como vos. ¿Me estáis hablando
de hipogrifos y dragones?
El médico sonrió y respondió, meneando la cabeza.
—En cualquier caso, la vida y la muerte siempre han sido un misterio, y poco
sabemos de los recursos de una y otra.
Y prosiguieron su camino, y no oí nada más. En aquel momento no supe lo que
había estado exponiendo el doctor, mas ahora creo poder adivinarlo.
Capítulo V
Un parecido asombroso
Aquella noche llegó, procedente de Graz, el hijo del restaurador de cuadros, un joven
serio y de rostro sombrío, que conducía una carreta arrastrada por un caballo y
cargada con dos grandes cajones, cada uno de los cuales contenía varias pinturas.
Cada vez que llegaba al schloss un mensajero de nuestra pequeña capital de Graz, que
quedaba a unas diez leguas, solíamos reunimos a su alrededor, en la sala, para
escuchar las noticias.
Su llegada causó auténtica sensación en nuestra aislada residencia. Los cajones
permanecieron en la sala, y del mensajero se ocupó la servidumbre hasta que hubo
terminado de cenar. Después, seguido de algunos ayudantes, y armado con un
martillo, un escoplo y un destornillador, se reunió con nosotros en la sala, donde nos
habíamos reunido para presenciar el desembalaje de los cajones.
Carmilla se sentó, contemplando con indiferencia cómo sacaban una tras otra las
viejas pinturas, casi todas ellas retratos, que habían sido objeto de una restauración.
Mi madre perteneció a una antigua familia húngara, y casi todas aquellas pinturas,
que ahora iban a retornar a sus respectivos lugares, nos habían llegado a través de
ella.
Mi padre tenía una lista en la mano y leía los títulos de los cuadros, a medida que
el artista sacaba los números correspondientes. Ignoro si los cuadros tenían mucho
valor, pero, indudablemente, eran muy antiguos, y algunos de ellos muy curiosos.
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Debo decir que, en su mayor parte, tenían para mí el mérito de ser la primera vez que
los veía, ya que con el paso de los años el humo y el polvo los habían ocultado casi
por completo.
—Hay un cuadro que todavía no he visto —dijo mi padre—. En una esquina, en
la parte superior, me parece leer el nombre de «Marcia Karnstein» y la fecha de
«1698». Tengo curiosidad por ver cómo ha quedado.
Yo lo recordaba. Se trataba de una pequeña tela sin marco, como de pie y medio
de altura y casi cuadrada. Mas estaba tan ennegrecida por el paso del tiempo que
nunca había podido vislumbrar nada en ella.
El artista mostró la pintura con evidente orgullo, era realmente hermosa, y
sorprendente. Parecía tener vida. ¡Era la efigie de Carmilla!
—Querida Carmilla, esto es un milagro. Sois vos, en verdad, viva y sonriente. A
esa pintura sólo le falta hablar. ¿No es extraordinario, papá? Mirad, ¡incluso tiene el
pequeño lunar en el cuello!
Mi padre sonrió y dijo:
—Realmente, el parecido es asombroso.
Pero apartó la mirada y, ante mi extrañeza, no pareció sorprenderse demasiado, y
siguió hablando con el restaurador, que tenía también algo de artista y disertaba
inteligentemente acerca de los retratos, u otras obras, a los que su arte acababa de
devolver la luz y el color. Mientras, mi asombro iba en aumento cuanto más miraba el
cuadro.
—Papá, ¿me permitís colgar este cuadro en mi habitación? —pregunté.
—Por supuesto, querida —dijo él, sonriendo—. Me complace que lo encontréis
tan parecido. Siendo así, debe de ser más bonito incluso de lo que yo pensaba.
La joven dama no agradeció el cumplido, ni tan siquiera pareció oírlo. Estaba
reclinada en su asiento, observándome fijamente con sus hermosos ojos de largas
pestañas, mientras sonreía en una especie de éxtasis.
—Ahora se puede leer con claridad —dije— el nombre que está escrito en la
esquina. No es Marcia. Parece escrito con letras doradas. El nombre es Mircalla,
condesa Karnstein. Encima de él puede verse una pequeña corona heráldica, y debajo
la fecha Anno Domini 1698. Yo desciendo de los Karnstein. Es decir, mamá
descendía de ellos.
—¡Ah! —exclamó Carmilla, lánguidamente—. Yo también creo ser una lejana
descendiente suya, muy antigua. ¿Vive ahora algún Karnstein?
—Ninguno que lleve el apellido, según creo —añadí yo—. La familia fue
destruida, me parece, en ciertas guerras civiles, hace mucho tiempo. Pero las ruinas
del castillo se encuentran a tan sólo unas tres millas de aquí.
—¡Qué interesante! —dijo ella, lánguidamente—. Pero ¡fijaos qué hermoso claro
de luna!
La joven miró en dirección a la puerta de la sala, que permanecía entreabierta.
—¿Damos una vuelta por el patio y echamos una ojeada al camino y al río?
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—Se parece tanto a la noche en que llegasteis —dije yo.
Carmilla suspiró, sonriente.
Luego se levantó, y, rodeándonos recíprocamente los talles con nuestros brazos,
salimos al patio.
Caminamos lentamente y en silencio hasta llegar al puente levadizo. Ante
nosotras se extendía el espléndido paisaje.
—Así que os acordabais de la noche en que llegué —me susurró—. ¿Os alegra
que viniera?
—Estoy encantada, querida Carmilla —respondí.
—Y habéis pedido el cuadro en el que veis un parecido conmigo, para colgarlo en
vuestra habitación —susurró, con un suspiro, ciñendo con más fuerza mi cintura con
su brazo, y apoyando su linda cabeza sobre mi hombro.
—¡Qué romántica sois, Carmilla! —exclamé—. Cuando me contéis la historia de
vuestra vida, estoy convencida de que será como escuchar una novela.
Me besó en silencio.
—Estoy segura, Carmilla, de que habéis estado enamorada. Que en este mismo
momento debéis de estar enredada en algún asunto del corazón.
—Jamás he estado enamorada de nadie, y nunca lo estaré —susurró—. Salvo que
lo esté de vos.
¡Qué hermosa estaba Carmilla aquella noche a la luz de la luna!
Con un extraño arrebato de timidez, ocultó apresuradamente su rostro en mi
cuello, entre mis cabellos, suspirando tan agitadamente que parecía a punto de
sollozar. Y temblando, apretó con fuerza mi mano.
Su suave mejilla ardía contra la mía.
—Querida, querida mía —murmuró—. Yo vivo en vos, y vos moriréis por mí. Os
amo tanto…
Me separé de ella.
Ahora me miraba con unos ojos de los que había desaparecido cualquier vestigio
de pasión o de intencionalidad, y su inexpresivo rostro había perdido el color.
—¿No está demasiado frío el ambiente, querida? —dijo, con apatía—. Casi estoy
temblando. ¿He estado soñando? Regresemos. Vamos, vamos, entremos en casa.
—Parecéis enferma, Carmilla. Estáis algo pálida. Deberíais tomar un poco de
vino —le dije.
—Sí, lo haré. Ahora me encuentro mejor. Dentro de algunos minutos estaré
completamente bien. Sí, dadme un poco de vino —contestó Carmilla, mientras nos
acercábamos a la puerta—. Quedémonos a mirar un rato todavía. Tal vez sea ésta la
última vez que contemplemos juntas el claro de luna.
—¿Cómo os encontráis ahora, querida Carmilla? ¿De veras estáis mejor? —
pregunté.
Estaba empezando a alarmarme, temiendo que también ella hubiese sido atacada
por la misteriosa epidemia que, según se decía, había invadido la región.
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—Papá lo lamentaría terriblemente —añadí—, si supiese que habéis estado
enferma, aunque fuera mínimamente, sin que se lo hubiéramos dicho. Aquí cerca
tenemos un médico muy competente: el físico que estaba hoy con papá.
—Estoy segura de su competencia. Y sé lo bondadosos que sois todos. Pero, mi
querida niña, ahora vuelvo a encontrarme perfectamente bien. No me pasa nada;
únicamente me siento un poco débil. La gente dice que soy lánguida. Estoy
incapacitada para hacer cualquier tipo de ejercicio; apenas puedo caminar más que un
niño de tres años. Y, de vez en cuando, las escasas energías que tengo me abandonan,
y me pongo como me acabáis de ver. Mas, a fin de cuentas, me recupero con mucha
facilidad, enseguida me pongo bien. Mirad cómo me he recobrado.
Así era, en verdad. Continuamos conversando todavía durante bastante tiempo, y
ella estuvo muy animada. El resto de aquella velada transcurrió sin ninguna otra
recaída en lo que yo llamaba sus «apasionamientos». Me refiero a su vesánica forma
de hablarme y de mirarme, que me desconcertaba e incluso me asustaba.
Mas aquella noche sucedió algo que produjo un vuelco completo en mi forma de
pensar, y que incluso pareció sorprender a la lánguida naturaleza de Carmilla en un
estado momentáneo de gran vigor.
Capítulo VI
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—Ni se os ocurra hacer semejante cosa —exclamó mi padre, con gran alivio por
mi parte—. No podemos permitirnos perderos de ese modo. No consentiré que nos
abandonéis, como no sea por iniciativa de vuestra madre, que tuvo la bondad de
consentir que os quedarais con nosotros hasta que ella regresara. Me alegraría mucho
enterarme de que habéis tenido noticias suyas. Mas esta noche los informes acerca de
los progresos de la misteriosa enfermedad que ha invadido nuestro vecindario son
todavía más alarmantes. Y, a falta de noticias de vuestra madre, me siento yo
responsable, mi linda huésped. Haré todo lo posible. Y una cosa es segura: no debéis
pensar en dejarnos sin una clara indicación de vuestra madre en ese sentido.
Sufriríamos demasiado separándonos de vos como para que lo consintamos tan
fácilmente.
—Mil gracias, señor, por vuestra hospitalidad —contestó ella, sonriendo
tímidamente—. Habéis sido todos demasiado amables conmigo. Pocas veces en mi
vida he sido tan feliz como en vuestro hermoso castillo, bajo vuestros cuidados, y en
compañía de vuestra hija.
De modo que mi padre le besó la mano a Carmilla, galantemente, a su viejo
estilo, sonriendo complacido por el breve discurso de la joven.
Como de costumbre, acompañé a Carmilla a su habitación, y me senté a charlar
con ella mientras se preparaba para acostarse.
—¿Creéis —le dije, finalmente— que llegará el día en que confiaréis plenamente
en mí?
Ella se volvió sonriente, pero no respondió. Tan sólo siguió sonriéndome.
—¿No vais a contestarme? —dije—. Seguramente no podéis darme una respuesta
satisfactoria. No debiera habéroslo preguntado.
—Hacéis bien en preguntarme esto, o cualquier otra cosa. No sabéis lo mucho
que os quiero, ni podéis imaginar una confianza mayor que la que yo os profeso. Mas
estoy atada por unos votos. Ni siquiera una monja los ha hecho la mitad de terribles.
Y todavía no me atrevo a contar mi historia, ni siquiera a vos. Está ya cercano el día
en que lo sabréis todo. Me juzgaréis cruel y muy egoísta, mas el amor es siempre
egoísta; cuanto más apasionado, más egoísta. No podéis imaginar lo celosa que estoy.
Tenéis que venir conmigo, y amarme hasta la muerte. O bien odiadme, pero venid
conmigo, odiándome hasta la muerte y aun después. No existe la palabra indiferencia
en mi naturaleza apática.
—Ahora, Carmilla, de nuevo volvéis a hablar sin sentido —dije,
apresuradamente.
—No lo haré más, aun siendo tan tonta como soy, y tan llena de caprichos y
fantasías. Por amor a vos, hablaré con más sensatez. ¿Habéis estado alguna vez en un
baile?
—No. Continuad. ¿Cómo es? Deben de ser muy agradables.
—Casi lo he olvidado. ¡Hace tantos años!
Me reí.
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—No sois tan vieja. No es posible que hayáis olvidado vuestro primer baile.
—Sólo haciendo un gran esfuerzo puedo recordarlo. Lo veo todo, como los buzos
ven lo que pasa encima de ellos, a través de un medio denso y ondulante, pero
transparente. Algo ocurrió aquella noche que oscurece la imagen y difumina los
detalles. Casi me asesinaron estando yo en cama, me hirieron aquí —se tocó el pecho
—. Desde entonces nunca he vuelto a ser la misma.
—¿Estuvisteis a punto de morir?
—Sí. Me invadió un amor cruel, extraño, capaz de arrebatarme la vida. El amor
exige sacrificios. Y no hay sacrificios sin sangre. Ahora debemos irnos a dormir. Me
siento tan indolente. ¿Cómo conseguiré ahora levantarme para cerrar la puerta con
llave?
Estaba acostada, con sus minúsculas manos ocultas bajo su espléndida cabellera
ondulada, y su cabecita reposando sobre la almohada. Y sus ojos brillantes me
seguían allá donde yo fuera, con una especie de sonrisa tímida que no podía descifrar.
Le di las buenas noches y salí sigilosamente de la habitación con una sensación
incómoda.
A menudo me preguntaba si nuestra linda huésped rezaría sus oraciones alguna
vez. Desde luego, yo no la había visto nunca de rodillas. Por la mañana, nunca bajaba
hasta mucho después de que hubieran terminado nuestros rezos en familia. Y por la
noche, jamás abandonaba el salón para asistir a nuestras breves plegarias vespertinas
en la sala.
De no haber salido casualmente, en una de nuestras despreocupadas
conversaciones, que había sido bautizada, habría dudado de que fuera cristiana. La
religión era un tema sobre el cual jamás le había oído decir una sola palabra. Si
hubiera conocido mejor el mundo, esa particular negligencia u hostilidad no me
habría sorprendido tanto.
Las precauciones de la gente nerviosa son contagiosas, y las personas de
temperamento parecido, al cabo de cierto tiempo, indudablemente acaban por
imitarlas. Yo había adoptado la costumbre de Carmilla de cerrar con llave la puerta de
la alcoba, sugestionada por sus caprichosos temores a los intrusos nocturnos y a los
merodeadores asesinos. Así mismo había adoptado su precaución de llevar a cabo un
breve registro por todos los rincones de la habitación, para convencerme de que
ningún asesino al acecho se hallaba «escondido».
Una vez tomadas tan prudentes medidas, me metí en la cama y enseguida me
dormí. Una luz había quedado encendida en mi habitación. Era ésta una vieja
costumbre, de fecha muy remota, y de la que nada podría haberme inducido a
prescindir.
Así protegida, podía descansar tranquila. Mas los sueños atraviesan muros de
piedra, iluminan habitaciones oscuras, u oscurecen las luminosas. Y los personajes
que en ellos toman parte entran y salen a placer, riéndose de los cerrojos.
Aquella noche tuve un sueño que fue el comienzo de una congoja inesperada.
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No puedo llamarlo pesadilla, porque tenía plena conciencia de estar dormida. Mas
igualmente tenía conciencia de encontrarme en mi habitación, acostada en mi cama,
exactamente como en realidad estaba. Vi, o me pareció ver, la habitación y los
muebles tal y como los había visto por última vez, sólo que había mucha más
oscuridad. Y vi algo moverse a los pies de la cama, que al principio no pude
distinguir claramente. Mas pronto descubrí que se trataba de un animal negro como el
hollín, parecido a un gato monstruoso. Me pareció que tendría alrededor de cuatro o
cinco pies de largo, ya que cuando cruzó la alfombrilla del hogar vi que medía por lo
menos tanto como ella. Iba y venía con la impaciencia ágil y siniestra de una bestia
enjaulada. No pude gritar, aunque, como podéis suponer, estaba aterrada. Su paso era
cada vez más rápido, y la habitación cada vez más oscura, hasta que, finalmente, ya
no pude distinguir más que sus ojos. Advertí que saltaba suavemente sobre mi cama.
Sus grandes ojos se aproximaron a mi rostro, y de repente sentí un dolor punzante,
como si me clavaran profundamente en el pecho dos largas agujas, con una
separación entre ellas de una o dos pulgadas.
Me desperté dando un grito. La habitación estaba iluminada por la vela que
dejaba permanentemente encendida durante toda la noche, y vi una figura femenina a
los pies de mi cama, un poco hacia la derecha. Llevaba un holgado vestido negro, y
su cabello suelto caía sobre sus hombros, cubriéndolos. Un bloque de piedra no
hubiera podido estar más inmóvil. No se advertía en ella el más leve indicio de
respiración. Mientras yo la miraba fijamente, la figura parecía haberse movido, y
estaba ahora más cerca de la puerta. Luego llegó junto a ella, la puerta se abrió, y
aquélla salió.
Me sentí entonces aliviada, y capaz de respirar y de moverme. Lo primero que
pensé fue que Carmilla me había gastado una broma, y yo me había olvidado de
cerrar la puerta. Me precipité hacia ella, y la encontré, como de costumbre, cerrada
por dentro. Me asustaba abrirla… estaba aterrorizada. Me metí en la cama de un
salto, me tapé la cabeza con las sábanas, y así permanecí, más muerta que viva, hasta
que amaneció.
Capítulo VII
Empeoramiento
Sería inútil que tratara de contaros el horror con que, incluso ahora, recuerdo lo
sucedido aquella noche. No fue como el pánico transitorio que deja tras de sí un
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sueño. Parecía intensificarse con el paso del tiempo, y contagiar a la habitación y a
los mismos muebles que habían estado en contacto con la aparición.
Durante todo el día siguiente no pude soportar que me dejaran sola ni por un
momento. Se lo habría contado a mi padre, a no ser por dos motivos opuestos. Pensé,
por una parte, que se reiría de mi historia, y que yo no podría soportar que aquello
fuera tomado a broma. Y por otra parte, me pareció que tal vez creyese que me había
atacado la misteriosa enfermedad que asolaba nuestra vecindad. Yo no abrigaba
recelo alguno en ese sentido. Mas mi padre estaba enfermo del corazón desde hacía
tiempo, y tenía miedo de sobresaltarle.
Me tranquilizaba bastante la bondadosa compañía de Madame Perrodon y de la
vivaracha Mademoiselle De Lafontaine. Ambas advirtieron que yo estaba
desanimada y nerviosa, y finalmente les conté lo que tanto me pesaba en el corazón.
Mademoiselle se rió, mas tuve la impresión de que Madame Perrodon pareció
inquietarse.
—A propósito —dijo Mademoiselle, riendo—, en el viejo paseo de los tilos ¡hay
fantasmas!
—¡Tonterías! —exclamó Madame, que probablemente consideró el asunto
bastante inoportuno—. ¿Quién os ha contado esa historia, querida?
—Martin dice que fue allí un par de veces antes del alba, para reparar la vieja
puerta del patio, y que en ambas ocasiones vio a la misma figura femenina
paseándose por la avenida de los tilos.
—Y con razón, en tanto haya vacas que ordeñar en los prados del río —dijo
Madame.
—Quizá. Pero Martin prefiere asustarse, y jamás vi a un tonto más asustado.
—No debéis contarle a Carmilla ni una palabra de esto, porque desde su ventana
puede ver aquel paseo —intervine yo—, y ella es, si cabe, todavía más impresionable
que yo.
Aquel día Carmilla bajó todavía más tarde que de costumbre.
—¡Qué miedo he pasado esta noche! —dijo, en cuanto estuvimos juntas—. Estoy
segura de haber visto algo espantoso. Menos mal que le compré aquel amuleto al
pobre jorobadito al que tanto insulté. Soñé que una forma negra rondaba mi cama, y
me desperté completamente aterrorizada. Y durante unos instantes, realmente creí ver
una figura oscura junto a la chimenea. Mas palpé debajo de la almohada, en busca del
amuleto, y en cuanto mis dedos lo tocaron, la figura desapareció. Estoy convencida
de que, de no haberlo llevado conmigo, algo horrendo se me habría aparecido, y tal
vez me hubiese estrangulado, como hizo con esos infelices de los que hemos tenido
noticias.
—Bien. Ahora escuchadme —empecé yo. Y le volví a contar mi aventura, ante
cuya relación pareció horrorizarse.
—¿Teníais el amuleto cerca? —me preguntó, anhelante.
—No, lo había metido en un jarrón de porcelana del salón. Mas si vos tenéis tanta
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fe en él, esta noche lo llevaré conmigo.
Después de tanto tiempo no sabría deciros, ni haceros comprender, cómo logré
vencer mi pavor aquella noche y me quedé sola en la habitación. Recuerdo
claramente que prendí el amuleto en la almohada con un alfiler, y que me quedé
dormida casi inmediatamente, durmiendo todavía más profundamente que las otras
noches.
La noche siguiente también la pasé bien. Dormí profundamente y no tuve
pesadillas. Pero me desperté con una sensación de lasitud y de melancolía que, sin
embargo, no rebasaba el nivel en que casi resultaba voluptuosa.
—Bien, ya os lo dije —replicó Carmilla, cuando le describí mi tranquilo sueño—.
Yo también tuve un sueño muy agradable la noche pasada. Prendí el amuleto en la
pechera del camisón. La noche anterior lo tenía demasiado lejos. Estoy convencida de
que todo fue pura imaginación, a excepción de los sueños. Yo creía que eran los
espíritus del mal los que originaban los sueños, mas nuestro médico afirma que eso
no es cierto. Dice que es sólo un ataque pasajero de fiebre, o de alguna otra
enfermedad, que, como sucede a menudo, llama a nuestra puerta y, al no poder entrar,
sigue su camino, dejando a su paso esa señal de alarma.
—¿Por qué pensáis que es útil el amuleto?
—Porque ha sido fumigado con alguna droga o sumergido en ella, de suerte que
actúa de antídoto contra la malaria —respondió Carmilla.
—Entonces, ¿actúa únicamente sobre el cuerpo?
—Por supuesto. ¿Creéis acaso que los espíritus maléficos se asustan de unos
pedacitos de cinta, o de los perfumes de una botica? No. Esos males que vagan por el
aire comienzan por poner a prueba los nervios, y de ese modo infectan el cerebro.
Mas antes de que se apoderen de una, el antídoto los rechaza. Estoy segura de que ése
es el efecto que tuvo sobre nosotras el amuleto. No hay en él magia alguna.
Simplemente es un remedio natural.
Me habría sentido más feliz si hubiera podido estar completamente de acuerdo
con Carmilla. Mas hice cuanto pude, y la impresión inicial estaba perdiendo parte de
su fuerza.
Durante algunas noches dormí profundamente. Mas por la mañana sentía la
misma lasitud, y durante todo el día ese estado de languidez me consumía. Tenía la
impresión de ser otra persona. Una misteriosa melancolía se apoderaba de mí. Una
melancolía que no hubiera querido interrumpir. Sombríos pensamientos de muerte
comenzaron a abrirse camino en mi mente. Y la idea de que me estaba debilitando
lentamente tomó posesión de mí de un modo suave y, por alguna razón, no
desagradable. Aunque estuviera triste, el estado de ánimo que provocaba tal
sensación era también agradable. Fuera lo que fuese, mi alma lo aceptaba
resignadamente.
No quería admitir que me encontraba enferma. Y no consentí en hablar de ello
con papá, ni en llamar al médico.
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Carmilla me quería más que nunca, y sus extraños paroxismos de lánguida
adoración eran cada vez más frecuentes. Se regodeaba conmigo con creciente ardor
cuanto más decaían mis ánimos y mi fortaleza. Eso me producía siempre una especie
de sobresalto, como un destello momentáneo de locura.
Sin advertirlo apenas, me encontraba ya en un estado bastante avanzado de
aquella enfermedad, la más extraña que jamás haya sufrido mortal alguno. Había en
sus primeros síntomas una inexplicable fascinación que me reconciliaba todavía más
con la incapacitación producida por esa fase de la enfermedad. Aquella fascinación
aumentó durante un tiempo, hasta alcanzar cierto punto, a partir del cual se mezcló
poco a poco con una sensación de horror, que fue intensificándose, como ya os
contaré, hasta echar a perder y desvirtuar toda mi vida.
El primer cambio que experimenté fue más bien agradable. Se produjo muy cerca
del punto de inflexión a partir del cual comenzó el descenso al Averno.
Ciertas sensaciones difusas y extrañas me visitaban durante el sueño. La más
frecuente era ese peculiar y súbito estremecimiento de placer que sentimos cuando
nos bañamos en un río contra corriente. Ese escalofrío pronto venía acompañado de
una sucesión de sueños, que parecían interminables, mas tan confusos que nunca
pude recordar sus paisajes ni sus personajes, ni ninguna porción coherente de su
intriga. Sin embargo, me causaban una impresión tremenda, dejándome con una
sensación de agotamiento, como si hubiese estado expuesta a grandes esfuerzos
mentales y peligros durante un largo periodo de tiempo.
De todos aquellos sueños me quedaba, al despertar, el recuerdo de haber estado
en un lugar muy oscuro, de haber hablado con gente a la que no podía ver, y, sobre
todo, de una voz femenina, clara, grave, que parecía hablarme desde muy lejos,
despacio, produciéndome siempre la misma sensación de solemnidad y miedo
indescriptibles. A veces tenía la sensación de que una mano se deslizaba
delicadamente por mis mejillas y mi cuello. Otras veces, era como si me besaran unos
labios apasionados, cada vez con mayor insistencia y más cariñosos a medida que
iban descendiendo hasta mi garganta, en donde la caricia se detenía. El corazón me
latía con más fuerza, mi respiración subía y bajaba rápidamente hasta el jadeo.
Después seguía un sollozo, que crecía hasta provocarme una sensación de ahogo, y se
transformaba finalmente en una convulsión terrible, que me hacía perder los sentidos
y la conciencia.
Habían pasado tres semanas desde que comenzara aquella inexplicable situación.
Durante la última semana, mis sufrimientos se habían reflejado en mi aspecto. Estaba
más pálida, tenía las pupilas dilatadas, y lucía grandes ojeras. Y la languidez que
había experimentado durante todo aquel tiempo empezaba a evidenciarse en mi
semblante.
Mi padre solía preguntarme a menudo si estaba enferma. Mas yo, con una
obstinación que ahora me parece inexplicable, me empeñaba en asegurarle que me
encontraba perfectamente bien.
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En cierto sentido, eso era cierto. No sentía ningún dolor, no podía quejarme de
ningún malestar físico. Las molestias parecían fantasías mías, o producto de los
nervios. Y, por horribles que fuesen mis sufrimientos, los guardaba en secreto para
mí, con una reserva malsana.
No podía tratarse de aquel terrible mal que los campesinos llamaban upiro, pues
hacía ya tres semanas que lo padecía, y ellos raramente estuvieron enfermos más de
tres días, hasta que la muerte puso fin a sus desgracias.
Carmilla se quejaba de padecer pesadillas y sensaciones febriles, aunque de
ningún modo tan alarmantes como las mías. Digo que las mías eran extremadamente
alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi situación, hubiera suplicado de
rodillas ayuda y consejo. Mas aquella influencia tan insospechada actuaba sobre mí
como un narcótico, ofuscando mis sentidos.
Voy a contaros ahora un sueño que me llevó enseguida a un extraño
descubrimiento.
Una noche, en lugar de la voz que acostumbraba a oír a oscuras, escuché otra,
dulce y delicada, y al mismo tiempo terrible, que me dijo:
—Vuestra madre os aconseja que tengáis cuidado con la asesina.
Al mismo tiempo brotó inesperadamente una luz, y vi a Carmilla, de pie, junto a
mi cama, con su camisón blanco, y bañada en sangre de la cabeza a los pies.
Me desperté dando un alarido, obsesionada con la idea de que Carmilla hubiese
sido asesinada. Me acuerdo que salté de la cama, y mi siguiente recuerdo es que me
encontraba en la antecámara, pidiendo auxilio a gritos.
Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine salieron corriendo de sus
habitaciones, alarmadas. Siempre había una luz encendida en la antecámara, y al
verme, no tardaron en conocer la causa de mi terror.
Insistí en que llamáramos a la puerta de la habitación de Carmilla. No obtuvimos
respuesta alguna. Aquello pronto se convirtió en un aporreo y un tumulto. Gritamos
su nombre, mas en vano.
Nos asustamos, ya que la puerta estaba cerrada con llave. Regresamos a mi
habitación, presas del pánico. Allí hicimos sonar la campana prolongada y
frenéticamente. Si la habitación de mi padre hubiese estado en aquella misma ala del
castillo, le hubiéramos llamado de inmediato en nuestra ayuda. Mas, por desgracia, se
encontraba fuera del alcance de nuestras voces, y llegar hasta él suponía una
excursión que ninguna de nosotras se veía con ánimos de llevar a cabo.
Sin embargo, los criados no tardaron en subir corriendo las escaleras. Mientras
tanto, yo me había puesto la bata y las zapatillas, y mis compañeras se habían
equipado ya del mismo modo. Al reconocer las voces de los criados en la antecámara,
salimos juntas. Y, tras renovar infructuosamente nuestras llamadas a la puerta de
Carmilla, ordené a los hombres que forzaran la cerradura. Así hicieron, mientras
nosotras nos quedamos esperando en el umbral, sosteniendo en alto las velas. Y de
ese modo, escudriñamos la habitación.
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La llamamos por su nombre. Mas seguimos sin obtener respuesta. Registramos la
habitación. Todo estaba en orden. Exactamente en el mismo estado en que yo lo había
dejado al darle las buenas noches. Mas Carmilla había desaparecido.
Capítulo VIII
Registro
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La mañana transcurrió entre la alarma y la agitación. Era ya la una, y todavía no
había noticias de Carmilla. Subí corriendo a su habitación, y la encontré de pie frente
a su tocador. Me quedé perpleja. No podía dar crédito a mis ojos. Me hizo señas en
silencio con sus lindos dedos. En su rostro se leía el miedo en grado sumo.
Corrí hacia ella en un arrebato de júbilo. La besé y abracé una y otra vez. Me
abalancé sobre la campanilla y la hice sonar con vehemencia, para que vinieran los
demás, aliviando así de inmediato la preocupación de mi padre.
—Querida Carmilla, ¿qué ha sido de vos todo este tiempo? Estábamos
angustiados y preocupados por vos —exclamé—. ¿Dónde habéis estado? ¿Cómo
habéis vuelto?
—La pasada noche ha sido una noche de prodigios —dijo.
—¡Por el amor de Dios!, explicad todo lo que podáis.
—Eran más de las dos de la noche —dijo— cuando, como de costumbre, me fui a
la cama, después de haber cerrado las puertas con llave, tanto la del vestidor como la
que da al corredor. Dormí sin interrupción y, que yo sepa, sin pesadillas. Mas acabo
de despertarme aquí en la recámara, echada en el sofá, y he encontrado abierta la
puerta que comunica ambos aposentos, y la otra forzada. ¿Cómo ha podido ocurrir
todo eso sin que me haya despertado? Deben de haber hecho mucho ruido, y yo me
despierto muy fácilmente. ¿Cómo es posible que me hayan sacado de la cama sin que
mi sueño se haya visto interrumpido, si me despierto sobresaltada al menor
murmullo?
Para entonces estaban ya en la habitación Madame Perrodon, Mademoiselle De
Lafontaine, mi padre y numerosos criados. Desde luego, Carmilla fue abrumada a
preguntas, felicitaciones y bienvenidas. No tenía ninguna otra historia que contar, y
parecía la menos capacitada de todo el grupo para proponer alguna explicación lógica
a lo ocurrido.
Mi padre daba vueltas por la habitación, reflexionando. Vi cómo Carmilla le
observaba con una mirada sigilosa y enigmática.
Una vez que mi padre hubo despedido a los criados, y habiéndose ido
Mademoiselle De Lafontaine a buscar un frasquito de valeriana y sal volátil, no
quedaba nadie en la habitación salvo mi padre, Madame Perrodon y yo misma.
Entonces, mi padre se acercó a Carmilla, pensativo, y tomándole la mano con
delicadeza, la condujo hasta el sofá y se sentó a su lado.
—¿Me perdonaréis, querida niña, si aventuro una hipótesis y os formulo una
pregunta?
—¿Quién podría tener más derecho que vos? —dijo ella—. Preguntad lo que
gustéis, y os lo contaré todo. Aunque mi historia no contiene más que perplejidades y
misterio. No sé absolutamente nada. Hacedme la pregunta que queráis. Mas no os
olvidéis, por supuesto, de las limitaciones que mi madre me impuso.
—Desde luego, mi querida niña. No debo abordar los asuntos que ella desea
silenciar. Veamos: el maravilloso suceso ocurrido la pasada noche consiste en que
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habéis sido desplazada de vuestra cama y de vuestra habitación sin despertaros, y ese
traslado aparentemente ha tenido lugar con las ventanas y las dos puertas cerradas
desde el interior. Voy a exponeros mi teoría, mas antes os haré una pregunta.
Carmilla se apoyaba en su mano, abatida. Madame Perrodon y yo escuchábamos
conteniendo la respiración.
—Bien, mi pregunta es la siguiente: ¿nunca habéis tenido la sospecha de que
pudierais caminar en sueños?
—Jamás, desde que era niña.
—¿Lo hacíais, entonces, cuando erais muy pequeña?
—Sí, sé que lo hacía. Mi vieja aya me lo ha contado a menudo.
Mi padre sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Bueno, eso explica lo ocurrido, que fue lo siguiente: os levantasteis dormida, y
abristeis la puerta, sin dejar la llave en la cerradura, como de costumbre, sino
extrayéndola y cerrando aquélla por fuera. Luego volvisteis a extraer la llave y os la
llevasteis a cualquiera de los veinticinco aposentos de esta planta, o tal vez escaleras
arriba o abajo. Hay tantos aposentos y gabinetes, tal profusión de muebles pesados, y
tanta acumulación de trastos viejos, que se necesitaría una semana para registrar a
fondo esta vieja mansión. ¿Comprendéis ahora lo que quiero decir?
—Claro que sí. Mas no del todo —respondió ella.
—¿Y cómo os explicáis, papá, que la hayamos encontrado después en el sofá de
la recámara, que con tanto cuidado habíamos registrado?
—Regresaría allí, todavía en sueños, cuando ya os habíais marchado. Y por
último se despertaría espontáneamente, sintiéndose tan sorprendida de encontrarse
donde estaba como cualquiera de nosotros. Ya me gustaría a mí que todos los
misterios se pudieran explicar tan fácil e inocentemente como los vuestros, Carmilla
—añadió mi padre, sonriendo—. De modo que debemos felicitarnos por tener la
certeza de que la explicación más sencilla del suceso no implica drogas, ni cerraduras
forzadas, ni ladrones, ni envenenadores, ni brujas… Nada que deba alarmar a
Carmilla, ni a cualquier otra persona, respecto a nuestra propia seguridad.
Carmilla ofrecía ahora un aspecto encantador. Tenía un tono de color más
hermoso que nunca. Su belleza, pienso, se veía realzada por la elegante languidez que
le era tan peculiar. Sospecho que mi padre debió de comparar su aspecto con el mío,
para sus adentros, porque observó:
—Desearía que mi pobre Laura tuviera mejor semblante.
Y suspiró.
De esta manera, se acabaron felizmente nuestras alarmas, y Carmilla fue
restituida a sus amigos.
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Capítulo IX
El encuentro
Como quiera que Carmilla no estaba dispuesta a que ninguna sirvienta pasara la
noche en su habitación, mi padre dispuso que un criado durmiera delante de su
puerta, de manera que no pudiera realizar otra salida nocturna sin ser detenida en su
mismo umbral.
Aquella noche transcurrió en calma. A primeras horas de la mañana siguiente
vino a verme el doctor, al que mi padre había hecho llamar sin decirme una palabra.
Madame Perrodon me acompañó a la biblioteca, en donde me estaba esperando el
severo y diminuto médico, de cabello blanco y con gafas, que antes he mencionado.
Le conté mi historia, y a medida que lo hacía él iba poniéndose cada vez más
serio.
Estábamos, él y yo, en el hueco de una de las ventanas, el uno frente al otro.
Cuando terminé mi exposición, se apoyó en la pared, y me miró fijamente con un
interés en el que se transparentaba cierto horror.
Tras un minuto de reflexión, preguntó a Madame Perrodon si podía ver a mi
padre.
Por consiguiente se le mandó buscar, y cuando entró, sonriente, dijo:
—Estoy por pensar, doctor, que vais a decirme que soy un viejo estúpido por
haberos hecho venir hasta aquí. Espero que así sea.
Pero su sonrisa se ensombreció cuando el doctor le llamó aparte, con el rostro
muy preocupado.
Mi padre y el médico hablaron un rato en el mismo hueco donde yo acababa de
conferenciar con este último. Parecía una conversación sincera y argumentativa. La
habitación es muy grande, y Madame Perrodon y yo permanecimos juntas, al otro
extremo, ardiendo de curiosidad. Sin embargo, no pudimos oír ni una sola palabra, ya
que hablaban en voz baja y el profundo hueco de la ventana ocultaba por completo al
doctor de nuestra vista, y casi enteramente a mi padre, del que tan sólo podíamos ver
un pie, un brazo y un hombro. Supongo que las voces eran todavía menos audibles a
causa de la especie de reservado que formaban el grueso muro y la ventana.
Al cabo de un rato, asomó en la habitación el rostro de mi padre. Estaba pálido,
pensativo, y, me pareció, nervioso.
—Laura, querida, venid aquí un momento. Madame, de momento no os
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molestaremos más, dice el doctor.
En consecuencia, me acerqué, por primera vez un poco asustada. Pues, a pesar de
sentirme débil, no creía estar enferma, y la fortaleza, se imagina una siempre, es algo
que podemos recobrar cuando nos plazca.
Según me acercaba, mi padre me tendió la mano, aunque seguía mirando al
médico. Luego me dijo:
—Desde luego es muy curioso; no acabo de entenderlo. Laura, querida, acercaos.
Prestadle atención al doctor Spielsberg, y serenaos.
—La noche en la que experimentasteis por vez primera vuestro horrible sueño,
mencionasteis haber sentido como si dos agujas os hubieran perforado la piel en
alguna parte del cuello. ¿Os sigue doliendo todavía?
—No, en absoluto —contesté.
—¿Podéis señalarme con el dedo el lugar aproximado en el que os imagináis que
os ocurrió eso?
—Más o menos debajo de la garganta… aquí —contesté.
Llevaba yo puesta una bata, que ocultaba el lugar que estaba señalando con el
dedo.
—Ahora os convenceréis vos mismo —dijo el doctor—. No os importará que
vuestro papá os abra un poco el escote, ¿verdad? Es necesario para descubrir algún
síntoma de la enfermedad que padecéis.
Asentí. El lugar indicado estaba tan sólo a una o dos pulgadas por debajo del
escote.
—¡Dios mío!… Ahí está —exclamó mi padre, poniéndose pálido.
—Ahora podéis verlo con vuestros propios ojos —dijo el doctor, con aire triunfal
aunque pesimista.
—¿Qué es eso? —exclamé yo, empezando a asustarme.
—Nada, mi querida damita, sólo una diminuta marca azulada, aproximadamente
del tamaño de la yema de vuestro dedo meñique. Ahora bien —prosiguió,
volviéndose hacia papá—, la cuestión es ¿qué es lo mejor que puede hacerse?
—¿Existe algún peligro? —insistí, sumamente turbada.
—Espero que no, querida —contestó el doctor—. No veo por qué no habríais de
reponeros. No veo por qué no habríais de comenzar a mejorar inmediatamente. ¿Es
ahí donde empieza la sensación de estrangulamiento?
—Sí —contesté yo.
—Acordaos lo mejor que podáis: ¿actuaba como una especie de centro, alrededor
del cual se producía la irradiación de ese estremecimiento que acabáis de describir
como la corriente de un río helado chocando contra vos?
—Es posible; creo que sí.
—¡Ah! ¿Lo veis? —añadió, volviéndose hacia mi padre. ¿Puedo decirle unas
palabras a Madame Perrodon?
—Desde luego —dijo mi padre.
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El doctor Spielsberg llamó a Madame Perrodon y le dijo:
—He encontrado a mi joven amiga bastante desmejorada. Espero que no sea nada
de importancia. Mas será preciso tomar algunas medidas, que ya tendré ocasión de
explicaros. Mientras tanto, Madame, tendréis la amabilidad de no dejar sola a la
señorita Laura ni un solo momento. Ésa es, por el momento, la única instrucción que
puedo daros. Es indispensable.
—Ya sé, Madame, que podemos contar con vuestra amabilidad —añadió mi
padre.
Madame Perrodon se lo aseguró vehementemente.
—Y vos, mi querida Laura, sé que cumpliréis las instrucciones del doctor.
—Debo pediros vuestra opinión —prosiguió mi padre, dirigiéndose otra vez al
médico— sobre otra paciente, cuyos síntomas se parecen un poco a los de mi hija,
que ella misma acaba de detallaros… Mucho más benignos en cuanto a intensidad,
mas pienso que prácticamente de la misma especie. Se trata de una joven dama… y
huésped nuestra. Mas ya que decís que volveréis a visitarnos al anochecer, lo mejor
será que cenéis aquí con nosotros, y entonces podréis verla. Ella no baja nunca antes
del atardecer.
—Os lo agradezco —dijo el doctor—. Estaré con vos, pues, esta tarde, hacia las
siete.
Y a continuación nos repitieron sus instrucciones a Madame Perrodon y a mí. Y
con este último encargo mi padre nos dejó, y salió con el doctor. Les vi ir y venir del
camino al foso y viceversa, por el prado que está enfrente del castillo,
manifiestamente ensimismados en una animada conversación.
El doctor no regresó. Le vi montar a caballo, despedirse, y cabalgar hacia el este
atravesando el bosque. Casi al mismo tiempo vi llegar de Dranfeld al correo, el cual,
tras desmontar, le entregó a mi padre la saca de la correspondencia.
Mientras tanto, Madame Perrodon y yo estuvimos muy ocupadas, perdiéndonos
en conjeturas acerca de los motivos de la singular y severa orden que el doctor y mi
padre habían convenido en imponernos. Madame Perrodon, según me contó más
tarde, tenía miedo de que el doctor se recelara un ataque repentino, y que como
consecuencia de no contar con ayuda inmediata, pudiera yo perder la vida en un
acceso, o al menos quedar seriamente dañada.
Esta interpretación no me sorprendió. Me imaginé, quizá por suerte para mis
nervios, que aquella orden me había sido impuesta solamente para garantizarme una
compañera, la cual me impidiera hacer demasiado ejercicio, o comer fruta sin
madurar, o cometer cualquiera de las mil insensateces a las que los jóvenes
supuestamente son tan propensos.
Media hora más tarde entró mi padre con una carta en la mano, y dijo:
—Esta carta ha llegado con retraso. Es del general Spielsdorf. Podía haber estado
aquí ayer, puede que no venga hasta mañana, o tal vez llegue hoy.
Me entregó la carta abierta. Mas no parecía complacido, como tenía por
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costumbre cada vez que llegaba un huésped, en especial alguien tan apreciado como
el general. Por el contrario, daba la impresión de que desearía más bien que aquel se
encontrara en el fondo del mar Rojo. Evidentemente había algo en su mente que
prefería no divulgar.
—Querido papá, ¿queréis contarme qué pasa? —dije yo, cogiéndole de repente
por el brazo y, por supuesto, mirándole a los ojos en actitud suplicante.
—Tal vez —respondió, alisándome el cabello acariciadoramente por encima de la
frente.
—¿Piensa el doctor que estoy muy enferma?
—No, querida. Cree que si se toman las medidas oportunas, volveréis a poneros
bien, o al menos en uno o dos días estaréis en perfecta disposición para recuperaros
por completo —contestó, un poco secamente—. Hubiera sido preferible que nuestro
buen amigo el general hubiese elegido otro momento cualquiera; es decir, me habría
gustado que estuvierais perfectamente bien para recibirle.
—Mas decidme, papá —insistí—, ¿qué piensa el doctor que me pasa?
—Nada. No debéis atormentarme con preguntas —respondió, más irritado de lo
que recuerdo haberle visto nunca. Y viendo, me imagino, que yo parecía dolida, me
besó y agregó—: Lo sabréis todo dentro de uno o dos días; es decir, todo lo que yo sé.
Entre tanto, no lo penséis más.
Dio media vuelta y abandonó la habitación, mas regresó antes de que yo pudiera
sentirme asombrada y perpleja por la singularidad de todo aquello. Volvió sólo para
decirme que se iba a Karnstein y que había ordenado que dispusieran el carruaje para
las doce. Y que teníamos que acompañarle Madame Perrodon y yo. Iba a ver al
sacerdote que vivía próximo a aquellos lugares pintorescos, por una cuestión de
negocios. Y como Carmilla jamás los había visto, podría seguirnos, cuando bajara de
sus habitaciones, acompañada por Mademoiselle De Lafontaine, que llevaría lo
necesario para lo que vos llamáis un picnic, que podríamos organizar en las ruinas del
castillo.
En consecuencia, a las doce en punto estaba ya preparada, y poco después mi
padre, Madame Perrodon y yo nos pusimos en camino para nuestra proyectada
excursión. Una vez cruzado el puente levadizo torcimos a la derecha, y seguimos el
camino que atravesaba el empinado puente gótico en dirección oeste, hasta llegar al
pueblo desierto y el castillo en ruinas de los Karnstein.
No es posible imaginar una excursión campestre más agradable. El terreno se
quiebra en suaves colinas y hondonadas, cubiertas todas ellas de hermoso bosque,
totalmente desprovisto de la relativa formalidad que le confieren las plantaciones
artificiales, el cultivo tempranero y la poda.
Las irregularidades del terreno desvían a menudo el camino de su curso, y le
hacen serpentear, bordeando las quebradas y las laderas más abruptas de las colinas,
en medio de una diversidad casi inagotable de suelos.
Al torcer uno de esos recodos, súbitamente nos topamos con nuestro viejo amigo
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el general, que cabalgaba hacia nosotros, acompañado por un criado también a
caballo. Su equipaje le seguía en un carromato de alquiler, que es como llamamos
nosotros a los carros.
Al acercarnos el general desmontó y, tras los saludos de rigor, le convencimos
fácilmente para que aceptara un asiento libre en nuestro carruaje, y enviamos su
caballo al schloss con su criado.
Capítulo X
Desconsolado
Habían transcurrido alrededor de diez meses desde que le habíamos visto por última
vez. Mas ese corto espacio de tiempo había bastado para que su aspecto hubiera
experimentado una transformación propia del paso de los años. Había adelgazado. Un
no sé qué de melancolía e inquietud en sus rasgos había reemplazado a aquella
serenidad cordial que solía caracterizarle. Sus ojos azul oscuro, siempre penetrantes,
brillaban ahora con mayor severidad bajo sus enmarañadas cejas grises. No se trataba
de una de esas transformaciones que normalmente provoca una gran congoja, sino
que una especie de apasionado furor parecía haberle conducido a aquel estado.
Apenas reanudamos la marcha, el general empezó a hablar, con su habitual
franqueza de militar, de la pérdida, así la llamó, que había sufrido por la muerte de su
querida sobrina y pupila. Y luego estalló, en un tono de intensa amargura y furor,
lanzando invectivas contra las «artes diabólicas» de las que había sido víctima la
infeliz muchacha, y expresando, con más exasperación que piedad, su asombro ante
el hecho de que el Cielo permitiera con tan monstruosa indulgencia la lascivia y
maldad del infierno.
Mi padre, que inmediatamente se dio cuenta de que le había acontecido algo
realmente extraordinario, le pidió que detallara, si no le resultaba demasiado penoso,
las circunstancias que en su opinión justificaban los duros términos en que se
expresaba.
—Os lo contaría todo con sumo placer —dijo el general—, mas no me creeríais.
—¿Por qué no? —preguntó mi padre.
—Porque, querido amigo —contestó él, con mal humor—, vos no creéis en nada
que no esté de acuerdo con vuestros prejuicios y vuestros gustos. Recuerdo que yo
era como vos, mas ahora me he aprendido la lección.
—Ponedme a prueba —dijo mi padre—; no soy tan dogmático como vos
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suponéis. Además, me consta que, en general, vos exigís pruebas para creeros algo, y,
por consiguiente, estoy firmemente predispuesto a respetar vuestras conclusiones.
—Tenéis razón al suponer que no he sido inducido a la ligera a creer en la
existencia de prodigios (pues lo que experimenté fueron prodigios). Me he visto
obligado, ante una evidencia extraordinaria, a dar crédito a algo que va
diametralmente en contra de todas mis teorías. He sido víctima inocente de una
conspiración preternatural.
A pesar de sus profesiones de confianza en la perspicacia del general, vi que, al
llegar a ese punto, mi padre le miró con lo que me pareció una acusada expresión de
duda acerca de su cordura.
El general, afortunadamente, no lo advirtió. Miraba con melancolía y curiosidad
los claros y perspectivas de los bosques que se extendían ante nosotros.
—¿Os dirigís a las ruinas de los Karnstein? —dijo—. Sí, es una feliz
coincidencia. Precisamente iba a pediros que me llevarais allí para inspeccionarlas.
Hay algo en especial que me gustaría explorar. ¿No existe allí una capilla en ruinas
con numerosas tumbas de esa familia extinta?
—Así es… y por añadidura muy interesante —dijo mi padre—. ¿Acaso
pretendéis reclamar el título nobiliario o las propiedades?
Mi padre dijo esto alegremente, mas el general no respondió con la obligada risa,
ni siquiera la sonrisa, que la cortesía exige a las bromas de un amigo. Al contrario,
parecía serio e incluso furioso, como si estuviera cavilando sobre algo que provocara
su ira y su horror.
—Se trata de algo bien distinto —dijo, bruscamente—. Tengo la intención de
desenterrar a algún miembro de esa familia tan admirable. Espero, ¡voto a Dios!,
llevar a cabo un piadoso sacrilegio, que liberará a nuestra tierra de ciertos monstruos,
y permitirá que la gente honrada duerma en sus camas sin verse atacada por asesinos.
Tengo extrañas cosas que contaros, mi querido amigo; cosas que hace unos pocos
meses yo mismo hubiera rechazado como increíbles.
Mi padre volvió a mirarle, mas en esta ocasión no había desconfianza en su
mirada, sino más bien una especie de comprensión profunda y una cierta alarma.
—La familia de los Karnstein —dijo— se extinguió hace ya mucho tiempo; cien
años por lo menos. Mi querida esposa descendía por línea materna de los Karnstein.
Mas el apellido y el título han dejado de existir hace mucho. El castillo está en ruinas;
el mismo pueblo está abandonado; han pasado más de cincuenta años desde la última
vez que se vio salir humo por alguna de sus chimeneas; no queda ni un techo intacto.
—Totalmente cierto. He oído muchos comentarios sobre eso desde que os vi por
última vez; tantos que os asombraríais. Mas es mejor que os lo cuente todo en el
orden en que sucedió —dijo el general—. Vos conocisteis a mi querida pupila… mi
hija, podría llamarla. No había nadie tan hermosa como ella, y hace tan sólo tres
meses ninguna otra de salud tan radiante.
—En efecto, ¡pobrecita! Cuando la vi por última vez estaba realmente preciosa —
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dijo mi padre—. Os aseguro que me apenó y conmocionó más de lo que podría
contaros, mi querido amigo; sabía cuán duro golpe fue para vos.
Mi padre tomó la mano del general, y se la estrechó con afecto. Los ojos del viejo
soldado se llenaron de lágrimas, que no trató de ocultar. Luego dijo:
—Somos amigos desde hace mucho tiempo. Sabía que me compadeceríais, ya
que no tengo hijos. Ella se había convertido para mí en objeto del más caro interés, y
correspondía a mis atenciones con un afecto que alegraba mi hogar y aportaba
felicidad a mi vida. Ahora todo ha terminado. No pueden ser muchos los años que me
quedan de vida. Mas, con la ayuda de Dios, antes de morir espero poder prestar un
servicio a la humanidad, y contribuir a la venganza del Cielo contra los desalmados
que han asesinado a mi pobre niña en la primavera de sus esperanzas y su belleza.
—Decíais, hace un momento, que pretendíais relatar todo lo ocurrido —dijo mi
padre—. Hacedlo, os lo ruego; os aseguro que no es sólo curiosidad lo que me incita.
Para entonces habíamos llegado al lugar en que el camino de Drunstall, por el que
había venido el general, se bifurca del otro camino por el que nos dirigíamos a
Karnstein.
—¿A qué distancia quedan las ruinas? —preguntó el general, mirando al frente
con inquietud.
—Alrededor de media legua —contestó mi padre. Por favor, contadnos la historia
que habéis tenido la amabilidad de prometernos.
Capítulo XI
La historia
—De todo corazón —dijo el general, haciendo un esfuerzo. Y tras una breve
pausa para poner en orden sus ideas, comenzó uno de los relatos más extraños que
jamás haya oído.
»Mi querida niña estaba esperando con gran placer e ilusión la visita que vos
mismo tuvisteis la bondad de disponer que hiciera a vuestra encantadora hija —en ese
momento me hizo una reverencia galante, aunque melancólica—. Entre tanto
recibimos una invitación de mi viejo amigo el conde Carlsfeld, cuyo schloss se
encuentra a unas seis leguas al otro lado del de los Karnstein. Era para asistir a una
serie de fêtes que, como recordaréis, el conde ofrecía en honor de su ilustre visitante,
el Gran Duque Charles.
—Sí, lo recuerdo. Y bien espléndidas que fueron, ya lo creo —dijo mi padre.
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—¡Principescas! Por aquel entonces su hospitalidad era totalmente regia. En
verdad estaba en posesión de la lámpara de Aladino. La noche en que comenzó mi
pesar estuvo dedicada a un fastuoso baile de máscaras. Se abrieron al público los
jardines, y de los árboles pendían lámparas de colores. Hubo tal despliegue de fuegos
artificiales como ni siquiera París ha presenciado jamás. ¡Y qué música!… La
música, vos lo sabéis, es mi debilidad… ¡Qué música más arrebatadora! La mejor
orquesta del mundo, tal vez; y los mejores cantantes que pudieron reunirse,
procedentes de los más célebres teatros europeos de ópera. Mientras se paseaba uno
por aquellos jardines tan fantásticamente iluminados, con el castillo bajo el claro de
luna proyectando a través de sus largas hileras de ventanas una luz rosada, podía
escuchar de repente esas voces arrebatadoras saliendo furtivamente del silencio de
alguna arboleda, o elevándose desde las barcas que surcaban el lago. Mientras
contemplaba y escuchaba todo aquello, yo mismo me sentía devuelto a los amoríos y
la poesía de mi primera juventud.
»Cuando se acabaron los fuegos artificiales, y comenzó el baile, regresamos al
grandioso conjunto de salas que se habían abierto para los bailarines. Un baile de
máscaras, ya lo sabe usted, es algo digno de ver; mas un espectáculo tan brillante
como aquél yo no lo había visto antes.
»Era una reunión muy aristocrática. Yo era prácticamente el único “don nadie”
que había presente.
»Mi querida niña estaba radiante de hermosura. No llevaba máscara. Su
excitación y su deleite añadían un encanto indecible a sus facciones, siempre
hermosas. Me fijé en una dama joven, espléndidamente vestida, pero enmascarada,
que parecía observar a mi pupila con extraordinario interés. La había visto antes, por
la tarde, en la gran sala, y de nuevo, durante unos pocos minutos, paseando cerca de
nosotros, en actitud similar, por la terraza que había bajo los ventanales del castillo.
Otra dama, igualmente enmascarada, vestida con gran riqueza y solemnidad, y con el
aire majestuoso de una persona de rango, la acompañaba como dueña. Si la dama
joven no hubiera llevado máscara, yo podría haber tenido, por supuesto, una mayor
certidumbre acerca de si realmente estaba vigilando a mi infeliz y querida sobrina.
Ahora estoy completamente seguro de que lo hacía.
»Poco después nos encontrábamos en uno de los salones. Mi pobre y querida niña
había estado bailando, y descansaba un rato sentada en una de las sillas cerca de la
puerta. Yo estaba a su lado. Las dos damas que he mencionado se aproximaron, y la
más joven tomó asiento junto a mi pupila, mientras su acompañante permaneció a mi
lado y durante un rato estuvo hablando en voz baja con la joven que tenía bajo su
tutela.
»Valiéndose del privilegio de su máscara se volvió hacia mí, y empleando un tono
amistoso y llamándome por mi nombre, inició conmigo una conversación, que
despertó bastante mi curiosidad. Mencionó las diversas ocasiones en que se había
topado conmigo… en la Corte y en ciertas mansiones distinguidas. Y aludió a
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pequeños incidentes que yo había olvidado hacía tiempo, pero que, según comprobé,
permanecían latentes en mi memoria, ya que inmediatamente cobraron vida nada más
abordarlos ella.
»A cada momento aumentaba mi curiosidad por averiguar quién era. Ella eludía
mis intentos de descubrir su identidad de una manera muy hábil y simpática. El
conocimiento que mostraba de diversos episodios de mi vida me parecía más bien
inexplicable. Mas ella parecía obtener un placer nada anormal frustrando mi
curiosidad y viéndome forcejear, en mi vehemente perplejidad, con unas y otras
conjeturas.
»Entre tanto, la dama joven, a quien su madre llamó con el extraño nombre de
Millarca, cuando se dirigió a ella en un par de ocasiones, inició una conversación con
mi pupila, con idéntica facilidad y gracia.
»Se presentó ella misma afirmando que su madre era una vieja amiga de la mía.
Hablaba con la fácil audacia que proporciona el hecho de llevar puesta una máscara.
Conversó con ella como si fuera amiga suya. Alabó su vestido, y le insinuó muy
lindamente su admiración por la belleza de su rostro. La divirtió con sus críticas
risueñas de la gente que atestaba la sala de baile, y se rió con las bromas de mi pobre
niña. Podía ser muy ingeniosa y aguda, cuando quería, y al cabo de un rato ambas se
habían hecho muy buenas amigas. Entonces la joven forastera se quitó la máscara,
mostrando un rostro extraordinariamente hermoso, que yo jamás había visto antes, ni
tampoco mi querida niña. Mas, aun siendo desconocidas para nosotros, sus facciones
nos parecieron tan agraciadas, y tan encantadoras, que era del todo imposible no
sentirse poderosamente atraído por ellas. Eso le ocurrió a mi pobre chica. Nunca he
visto a nadie encapricharse tanto de otra persona a primera vista, como, a decir
verdad, lo hizo aquella forastera, que parecía haber perdido completamente la cabeza
por mi sobrina.
»Aprovechando, mientras tanto, la familiaridad a que se presta un baile de
máscaras, le hice no pocas preguntas a la dama de más edad.
»—Habéis conseguido desconcertarme por completo —le dije, riendo—. ¿No os
basta? ¿No consentiréis, ahora, en poneros en igualdad de términos conmigo, y
tendréis la amabilidad de quitaros la máscara?
»—¡Qué pretensión más desmedida! —replicó ella—. ¡Pedirle a una dama que
renuncie a un privilegio! Además, ¿cómo sabéis que me reconoceríais? Los años
cambian a las personas.
»—Como vos misma podréis comprobar —dije yo, haciéndole una reverencia,
con una risita, supongo, más bien melancólica.
»—Tal como nos dicen los filósofos —dijo ella—. ¿Cómo sabéis que el ver mi
rostro os ayudaría a reconocerme?
»—Me arriesgaré —respondí yo—. Es inútil que tratéis de haceros pasar por una
mujer vieja; vuestra figura os traiciona.
»—Han pasado varios años, sin embargo, desde la última vez que os vi, o más
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bien desde que vos me visteis a mí, pensándolo bien. Millarca, que está aquí, es mi
hija; por tanto yo no puedo ser joven, ni siquiera a juicio de aquellas personas a las
que el tiempo ha enseñado a ser indulgentes. Y no me gustaría verme comparada con
el recuerdo que vos conserváis de mí. Vos no tenéis máscara que quitaros. No podéis
ofrecerme nada a cambio.
»—Apelo a vuestra compasión para que os la quitéis.
»—Y yo a la vuestra, para que la permitáis quedarse en donde está —replicó ella.
»—Bien, entonces, al menos me diréis si sois francesa o alemana; habláis ambas
lenguas perfectamente.
»—No creo que vaya a deciros eso, general. Vos intentáis sorprenderme, y estáis
planeando por dónde iniciar el ataque.
»—En todo caso, no me negaréis —dije— que, puesto que me habéis honrado
autorizándome a conversar con vos, deberíais al menos saber qué tratamiento tengo
que daros. ¿Debo llamaros Madame la Comtesse?
»Ella sonrió y, sin duda, me habría replicado con otra evasiva… si, realmente,
puedo considerar que cualquier ocurrencia de una conversación, cada una de cuyas
circunstancias estaba preparada de antemano, como ahora creo, con la astucia más
profunda, es susceptible de verse modificada accidentalmente.
»—En cuanto a eso… —comenzó ella. Mas fue interrumpida, casi al despegar los
labios, por un caballero, vestido de negro, y de aspecto particularmente elegante y
distinguido, aunque con un inconveniente: su rostro presentaba una palidez
cadavérica como yo jamás había visto, salvo en los muertos. No iba disfrazado…
llevaba una sencilla vestimenta de caballero. Y, sin apenas sonreír, pero con una
reverencia cortés e inusualmente profunda, dijo:
»—¿Me permitirá Madame la Comtesse decirle unas cuantas palabras que tal vez
le interesen?
»La dama se volvió enseguida hacia él, llevándose un dedo a los labios como
solicitando su silencio. Luego me dijo:
»—Guardadme el sitio, general; volveré tan pronto como hayamos intercambiado
unas cuantas palabras.
»Y tras dar esa orden medio en broma, se fue andando con el caballero enlutado,
y durante algunos minutos hablaron ambos, aparentemente con mucha vehemencia.
Luego se alejaron lentamente entre la multitud, y los perdí de vista durante algunos
minutos.
»Aproveché la pausa para devanarme los sesos, haciendo conjeturas acerca de la
identidad de la dama, que tan amablemente parecía acordarse de mí. Y pensé en dar
media vuelta y unirme a la conversación entre mi bella pupila y la hija de la condesa,
procurando que, cuando esta última regresara, pudiera tenerle preparada la sorpresa
de saberme al dedillo su nombre, su título, su castillo, y sus posesiones. Mas en aquel
momento regresó, acompañada por el hombre pálido vestido de negro, el cual dijo:
»—Volveré a avisaros, Madame la Comtesse, cuando vuestro carruaje esté en la
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puerta.
»Y se retiró con una reverencia.
Capítulo XII
Una petición
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sencillamente, de que yo consintiera en hacerme cargo de su hija durante su ausencia.
»Bien mirado, fue aquella una petición extraña, por no decir audaz. De alguna
manera, la dama me desarmó, expresando y aceptando todo lo que podía argüirse en
contra de aquella petición, y apelando únicamente a mi caballerosidad. En aquel
mismo momento, por una fatalidad que parece haber determinado de antemano todo
lo que luego sucedió, mi pobre niña vino junto a mí y, en voz baja, me suplicó que
invitara a su nueva amiga, Millarca, a visitarnos. La había estado sondeando, y
pensaba que, si su mamá se lo permitía, a ella le gustaría mucho.
»En cualquier otra ocasión le hubiera dicho que esperara un poco, por lo menos
hasta que supiéramos quiénes eran. Mas no tuve tiempo para reflexionar. Las dos
damas me atacaron a la vez, y debo confesar que fue el rostro bello y refinado de la
dama joven, en el que había un algo extremadamente atractivo, junto con la elegancia
y el ardor propios de las más nobles cunas, lo que me decidió. Y totalmente vencido,
me rendí, comprometiéndome, con demasiada facilidad, a hacerme cargo de la dama
joven, a quien su madre llamaba Millarca.
»La condesa hizo señas a su hija, que la escuchó atentamente mientras le contaba,
a grandes rasgos, que había sido llamada súbita y perentoriamente, y también el
acuerdo que habíamos convenido para que se quedara a mi cargo, añadiendo que yo
era uno de sus más antiguos y apreciados amigos.
»Por supuesto, pronuncié los discursos de rigor que la ocasión parecía exigir.
Pensándolo bien, me encontraba en una posición que ni mucho menos me gustaba.
»Entonces regresó el caballero vestido de negro y, muy ceremoniosamente,
condujo a la dama fuera de la habitación.
»El porte de aquel caballero era tal, que me convenció de que la condesa era una
dama mucho más importante de lo que su modesto título podía haberme inducido a
suponer.
»El último ruego que me hizo la condesa fue que no intentara, hasta su regreso,
averiguar más cosas sobre ella de las que ya había adivinado. Nuestro distinguido
anfitrión, del que ella era huésped, conocía sus motivos.
»—Aquí —dijo ella—, ni mi hija ni yo podríamos permanecer a salvo más de un
día. Hace cosa de una hora, me quité imprudentemente la máscara durante un
momento, y tuve la impresión, demasiado tarde, de que me visteis. De modo que
busqué una oportunidad para hablar un rato con vos. Si hubiera comprobado que me
habíais visto, habría apelado a vuestro elevado sentido del honor para que me
guardarais el secreto durante algunas semanas. Tal y como están las cosas, estoy
convencida de que no me visteis. Mas si ahora sospecháis, o, tras reflexionar, podéis
llegar a sospechar quién soy, de la misma manera me encomiendo enteramente a
vuestro honor. Mi hija mantendrá el mismo secreto, y sé muy bien que vos se lo
recordaréis, de vez en cuando, no sea que, por descuido, lo revele.
»La condesa susurró algunas palabras a su hija, la besó dos veces con
precipitación, y se marchó, acompañada por el caballero pálido vestido de negro,
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desapareciendo entre la multitud.
»—En el aposento contiguo —dijo Millarca— hay un ventanal desde el que se
domina la puerta de la sala. Me gustaría ver a mamá por última vez, y despedirme de
ella con la mano.
»Consentimos, naturalmente, y la acompañamos al ventanal. Miramos afuera y
vimos un carruaje elegante y anticuado, con muchos guías y lacayos. Contemplamos
la silueta esbelta del caballero pálido vestido de negro, que sostenía una gruesa capa
de terciopelo, y se la ponía a la dama sobre los hombros, colocándole la capucha en la
cabeza. Ella le saludó, y de repente le tocó la mano con las suyas. Él se inclinó
profundamente varias veces mientras la puerta se cerraba, y a continuación el carruaje
empezó a circular.
»—Se ha ido —dijo Millarca, dando un suspiro.
»—Se ha ido —me repetí a mí mismo, reflexionando, por primera vez en los
apresurados minutos que habían transcurrido desde mi consentimiento, en lo
desatinada que había sido mi actuación.
»—No ha levantado los ojos —dijo la dama joven, quejumbrosamente.
»—Tal vez la condesa se haya quitado la máscara y no quiera mostrar su rostro —
dije yo—. Además, quizá no supiera que estabais en la ventana.
»La joven suspiró y me miró a la cara. Era tan bella que me ablandé. Sentía
haberme arrepentido momentáneamente de mi hospitalidad, y decidí compensarla por
la inconfesada rudeza de mi acogida.
»La dama joven, volviéndose a poner la máscara, se unió a mi pupila para
convencerme de que volviéramos a los jardines, en donde pronto iba a reanudarse el
concierto. Eso hicimos, y nos paseamos de un lado a otro por la terraza que hay bajo
los ventanales del castillo. Millarca intimó bastante con todos nosotros, y nos divirtió
con vivas descripciones y anécdotas de la mayor parte de la gente importante que
veíamos en la terraza. Cada minuto que pasaba la encontraba más agradable. Sus
chismes, aun no siendo malévolos, me divertían en grado sumo, después de haber
estado tanto tiempo sin frecuentar el gran mundo. Pensé en la animación que
aportaría a nuestras veladas en casa, a menudo tan solitarias.
»Aquel baile no terminó hasta que el sol matutino casi hubo alcanzado el
horizonte. El Gran Duque quiso bailar hasta entonces, de modo que las personas
leales no pudieron marcharse, ni pensar en irse al lecho.
»Acabábamos de atravesar el salón atestado de gente, cuando mi pupila me
preguntó qué había sido de Millarca. Yo creía que había estado todo el tiempo a su
lado, y ella suponía que junto a mí. El hecho era que la habíamos perdido.
»Todos mis esfuerzos por encontrarla fueron inútiles. Temía que, en la confusión
producida al separarse momentáneamente de nosotros, hubiera tomado a otras
personas por sus nuevos amigos, y tal vez los hubiera seguido para luego perderlos en
los extensos jardines abiertos a los invitados.
»Entonces me di cuenta, plenamente, de mi desatino al haberme comprometido a
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ocuparme de una dama joven sin conocer siquiera su apellido. Y dado que estaba
sujeto a unas promesas, que me había impuesto sin saber las razones para ello, ni
siquiera podía orientar mis pesquisas diciéndome que la joven dama extraviada era
hija de la condesa que había partido unas pocas horas antes.
»Pasó la mañana. El sol estaba ya alto cuando abandoné mi búsqueda. Hasta cerca
de las dos del día siguiente no tuvimos noticias de la desaparecida joven que yo me
había comprometido a cuidar.
»Poco más o menos a esa hora, un criado llamó a la puerta del aposento de mi
sobrina, y le dijo que una dama joven, que parecía estar en apuros, le había pedido
con gran vehemencia que le comunicara dónde podría encontrar al general barón
Spielsdorf y a su joven hija, a cuyo cuidado la había dejado su madre.
»No cabía la menor duda de que, a pesar de su ligero despiste, nuestra joven
amiga había vuelto a aparecer. Y tanto que había aparecido. ¡Ojalá la hubiéramos
perdido!
»La joven le contó a mi pobre niña una historia para explicar por qué no había
logrado reunirse antes con nosotros. Era ya muy tarde, dijo, cuando había entrado en
la alcoba del ama de llaves, desesperada por encontrarnos, y allí había caído en un
sueño profundo que, pese a su larga duración, apenas le había bastado para recobrar
fuerzas después de las fatigas del baile.
»Aquel día Millarca vino con nosotros a casa. Después de todo, yo me sentía
plenamente feliz de haber conseguido una compañera tan encantadora para mi
querida muchacha.
Capítulo XIII
El leñador
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los árboles, en dirección a oriente, como si se hallara en trance. Llegué a la
conclusión de que andaba en sueños. Mas esta hipótesis no resolvía el enigma.
¿Cómo podía salir de su aposento, si la puerta estaba cerrada por dentro? ¿Cómo
lograba fugarse del castillo sin abrir puertas ni ventanas?
»En medio de tantas dudas, surgió una preocupación mucho más apremiante.
»Mi querida niña empezó a perder su salud y su belleza, de un modo tan
misterioso, e incluso horrible, que me asusté muchísimo.
»Al principio tuvo sueños espantosos. Luego, imaginó que se le aparecía un
espectro, que se parecía algo a Millarca, y a veces tomaba la forma de una bestia
indefinible que iba y venía de un lado para otro a los pies de su cama. Finalmente
empezó a percibir ciertas sensaciones. La primera, no desagradable, pero sí muy
peculiar, fue, según ella, como si una corriente helada fluyera por sus entrañas.
Posteriormente, sintió como si un par de agujas largas la traspasaran, un poco más
abajo de la garganta, produciéndole un dolor muy agudo. Algunas noches más tarde,
experimentó una sensación de ahogo, que aumentó gradualmente hasta convertirse en
convulsión: Por fin, perdió el sentido».
Pude oír claramente todas y cada una de las palabras que el amable y anciano
general estaba diciendo, porque, en aquel momento, avanzábamos por el escaso
césped que se extiende a ambos lados del camino, acercándonos al pueblo sin
techumbres en el que no se había visto el humo de ninguna chimenea durante más de
medio siglo.
Imaginaos lo extraña que me sentí al oír describir tan exactamente mis propios
síntomas en aquellos que había sufrido la infeliz muchacha, quien, de no ser por la
catástrofe que siguió, hubiera sido en aquel momento huésped del castillo de mi
padre. ¡Ya supondréis, también, la impresión que recibí cuando le oí detallar las
mismas costumbres y misteriosas peculiaridades de nuestra bella huésped Carmilla!
Un claro se abrió en el bosque. De pronto nos encontramos bajo las chimeneas y
gabletes del pueblo en ruinas, y las torres y almenas del desmantelado castillo,
rodeado de árboles gigantescos, pendían sobre nosotros desde una pequeña elevación.
Descendí del carruaje muerta de miedo, y en silencio, ya que todos nosotros
teníamos motivos suficientes para reflexionar. No tardamos en subir la cuesta,
llegando por fin a las cámaras espaciosas, las escaleras de caracol y los corredores
oscuros del castillo.
—¡Y pensar que esto fue en otros tiempos la residencia palaciega de los
Karnstein! —dijo finalmente el anciano general, mientras contemplaba el pueblo
desde un enorme ventanal, así como la gran extensión ondulada del bosque—. Fue
una familia cruel, y aquí se escribieron sus anales manchados de sangre —prosiguió
—. Es terrible pensar que, aun después de muertos, sigan atormentando a la raza
humana con sus apetitos atroces. Mirad, allá abajo está la capilla de los Karnstein.
Señaló los muros grises de un edificio gótico medio oculto entre la maleza, un
poco más abajo de la cuesta.
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—Oigo el hacha de un leñador —añadió—, que trabaja entre los árboles que la
circundan. Tal vez él pueda proporcionarnos información sobre lo que estoy
buscando, y nos indique dónde se encuentra la tumba de Mircalla, condesa de
Karnstein. Esos rústicos suelen conservar las tradiciones locales de las grandes
familias, cuyas historias desaparecen para los ricos y los nobles en cuanto esas
mismas familias se extinguen.
—En casa tenemos un retrato de Mircalla, la condesa Karnstein. ¿Os gustaría
verlo? —preguntó mi padre.
—Tiempo habrá, querido amigo —replicó el general—. Creo que ya he visto el
original. Precisamente uno de los motivos que me han inducido a veros antes de lo
que inicialmente había proyectado, ha sido explorar la capilla a la que ahora nos
aproximamos.
—¿Cómo? ¿Que vos habéis visto a la condesa Mircalla? —exclamó mi padre—.
¡Pero si está muerta desde hace más de un siglo!
—No tan muerta como os imagináis, según tengo entendido —contestó el
general.
—Os confieso, general, que me desconcertáis por completo —replicó mi padre,
mirándole por un momento, me pareció, con un recrudecimiento de las sospechas que
anteriormente había advertido en él. Mas aunque a veces hubiera ira y odio en los
modales del anciano general, nada de caprichoso había en ellos.
—Únicamente hay una cosa —dijo, mientras pasábamos bajo el pesado arco de la
iglesia gótica, que, por sus dimensiones, podía justificar su ejecución en aquel estilo
— que pueda interesarme en los pocos años que me quedan en este mundo: tomar de
ella la venganza que, gracias a Dios, todavía puede llevar a cabo el brazo de un
mortal.
—¿A qué venganza os referís? —preguntó mi padre, con asombro creciente.
—Me refiero a decapitar al monstruo —contestó el general, en un acceso de
cólera, golpeando el suelo con los pies, y haciendo retumbar lúgubremente las huecas
ruinas. Y en aquel mismo instante levantó el puño cerrado, como asiendo el mango de
un hacha, y lo agitó en el aire ferozmente.
—¿Cómo? —exclamó mi padre, más perplejo que nunca.
—Cortarle la cabeza.
—¿Cortarle la cabeza?
—Sí, con un hacha, una azada, o cualquier otro instrumento con el que pueda
rebanar su garganta asesina. Ya tendréis noticias de ello —respondió, temblando de
rabia. Y apretando el paso, añadió:
—Esta viga nos servirá de asiento; vuestra querida niña está fatigada. Que se
siente, y con unas cuantas frases concluiré mi espantoso relato.
El bloque escuadrado de madera, que yacía sobre la maleza que cubría el
pavimento de la capilla, formaba un banco en el que me alegró sentarme. Mientras
tanto, el general llamó al leñador, que había estado cortando unas ramas que
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asomaban por entre los viejos muros. El robusto anciano se acercó a nosotros, hacha
en mano.
No supo decirnos nada sobre aquellos monumentos. Mas existía un viejo, nos
dijo, un guarda forestal, que vivía en casa del cura, a unas dos millas de aquel lugar,
el cual podría indicarnos el emplazamiento de cualquier monumento de la antigua
familia de los Karnstein. Y a cambio de una pequeña propina, se comprometió a
traerlo en poco más de media hora, si le prestábamos uno de nuestros caballos.
—¿Hace mucho que trabajas en este bosque? —preguntó mi padre al anciano.
—He sido leñador aquí, a las órdenes del guardabosques, toda mi vida —contestó
en su patois—. Y lo fue mi padre antes que yo, y así generación tras generación,
hasta donde puedo contar. Podría incluso enseñarles la casa del pueblo en que
vivieron mis antepasados.
—¿Por qué fue abandonado el pueblo? —preguntó el general.
—La gente estaba inquieta a causa de los revenants, señor. Algunos de ellos
fueron seguidos hasta sus tumbas, y tras ser identificados mediante los
procedimientos habituales, fueron aniquilados en la forma usual: por decapitación,
estaca, o fuego. Mas no antes de que muchos aldeanos fueran asesinados.
»Sin embargo, a pesar de todas esas medidas conformes a la ley —prosiguió—,
de tantas tumbas abiertas, y de tantos vampiros privados de su horrible vida, el
pueblo no se vio libre de ellos. Un noble moravo, que casualmente pasaba por aquí,
se enteró de lo que ocurría, y dada su experiencia en tales asuntos (como tanta gente
en su país), se ofreció a liberar al pueblo de aquella tortura. Lo hizo del siguiente
modo: aquella noche había una luna brillante. Poco después del ocaso, subió al
campanario de esta capilla, desde donde podía ver con nitidez el cementerio que hay
debajo; sus señorías pueden verlo desde esta ventana. Desde allí estuvo observando
hasta ver salir de su tumba al vampiro, luego dejar junto a él el sudario en que había
sido amortajado, y finalmente deslizarse en dirección al pueblo para atormentar a sus
habitantes.
»Tras observar todo eso, el forastero bajó del campanario, cogió las envolturas
mortuorias del vampiro y se las llevó consigo a lo alto de la torre, en la que volvió a
apostarse. Cuando regresó el vampiro de sus merodeos y echó en falta sus ropas, se
puso a gritar, enfurecido, al moravo, al que vio en la cima del campanario, y éste, por
toda respuesta, le hizo señas para que subiera a cogerlas. Después de lo cual, el
vampiro, aceptando su invitación, empezó a subir al campanario. Y tan pronto como
hubo llegado a las almenas, el moravo, golpeándole con su espada, le partió el cráneo
en dos, arrojando el cuerpo al cementerio, adonde el forastero le siguió, tras
descender por la escalera de caracol, y le cortó la cabeza. Al día siguiente entregó a
los aldeanos la cabeza y el cuerpo, que tras ser debidamente empalado, fue quemado
junto con aquella.
»Aquel noble moravo tenía la autorización del entonces cabeza de familia para
trasladar la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein, cosa que hizo en efecto, de
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forma que en poco tiempo su localización quedó completamente olvidada.
—¿Puedes indicarnos dónde estaba? —preguntó el general, con impaciencia.
El guardabosques negó con la cabeza y sonrió.
—Ningún alma viviente podría decirlo ahora —añadió—. Además, se dice que su
cadáver fue trasladado. Aunque nadie está seguro de eso tampoco.
Tras haber hablado de ese modo, como el tiempo apremiaba, dejó caer su hacha al
suelo y partió. Y nosotros nos dispusimos a escuchar el resto de la extraña historia del
general.
Capítulo XIV
El encuentro
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dedo a la sien.
»Aquella consulta, por tanto, me dejó justamente en donde estaba. Paseé por el
jardín, medio aturdido. El médico de Graz me alcanzó al cabo de diez o quince
minutos. Se disculpó por haberme seguido, pero dijo que, en conciencia, no podía
despedirse sin añadir unas cuantas palabras más. Me aseguró que no podía estar
equivocado. Que ninguna enfermedad natural presentaba esos síntomas. Y que, sin
embargo, la muerte de mi sobrina estaba ya muy próxima. Le quedaban uno o tal vez
dos días de vida. Si la fatal afección se detenía de inmediato, quizá con mucho
cuidado y destreza por nuestra parte podría la joven recuperar sus fuerzas. Mas todo
dependía de los límites de lo irrevocable. Un ataque más podría extinguir la última
chispa de vitalidad que aún le quedaba.
»—¿Y cuál es la naturaleza de la afección a la que os referís? —le supliqué.
»—Lo expongo todo en esta nota que pongo en vuestras manos, con la condición
expresa de que enviéis a buscar al sacerdote más próximo, abráis mi carta en
presencia suya, y bajo ningún concepto la leáis hasta que él se encuentre a vuestro
lado. De otra manera quizá desdeñarais su contenido, y es una cuestión de vida o
muerte. Si no conseguís un sacerdote, entonces podéis leerla vos mismo.
»Antes de despedirse finalmente, me preguntó si me gustaría consultar a un
hombre extraordinariamente erudito en aquel mismo tema, que probablemente me
interesaría por encima de todos los demás, después de que hubiese leído su carta. A
continuación me instó a que invitara a aquel hombre a visitarme en el castillo; y
después se despidió.
»Como el eclesiástico estaba ausente, tuve que leer la carta solo. En otro
momento, o en otra situación, probablemente me habría reído de lo que decía. Mas ¿a
qué charlatanería no se abalanzaría la gente, como última posibilidad, cuando todos
los medios habituales han fracasado, y está en juego la vida de un ser querido?
»Nada, me diréis vos, podría ser más absurdo que la carta del docto médico. Era
lo suficientemente monstruosa como para que se le enviara a un manicomio. ¡Decía
que la paciente estaba siendo visitada por un vampiro! Los pinchazos que, según ella,
había notado en la garganta, los había producido, insistía él, la inserción de dos
dientes largos, finos y puntiagudos que, como es bien sabido, son característicos de
los vampiros. Y no podía caber la menor duda, añadía, en cuanto a la presencia bien
definida de la pequeña señal amoratada, que todos coincidían en afirmar como
causada por los labios de aquel demonio, y en lo referente al hecho de que todos los
síntomas descritos por la víctima estaban en perfecta concordancia con los
constatados en todos los demás casos de visitas similares.
»Como yo era completamente escéptico en cuanto a la existencia de cualquier
prodigio como el vampirismo, la teoría sobrenatural del buen doctor únicamente
aportaba, en mi opinión, un nuevo ejemplo de erudición e inteligencia, curiosamente
asociadas con alguna alucinación. Sin embargo, me sentía tan desgraciado, que, antes
que no intentar nada, decidí seguir las instrucciones de la carta.
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»Me escondí en la recámara oscura que comunicaba con el aposento de la pobre
paciente, en el que constantemente ardía una vela, y aguardé allí hasta que se quedó
profundamente dormida. Permanecí frente a la puerta, atisbando a través de la
estrecha rendija, sin perder de vista una espada que había dejado encima de la mesa,
tal como prescribían las instrucciones del médico. Hasta que, un poco después, vi
aparecer una cosa grande y negra, de perfiles muy imprecisos, que se arrastró, me
pareció, a los pies de la cama, y rápidamente se abalanzó sobre la garganta de la
pobre muchacha, y, en un instante, aumentó de tamaño hasta convertirse en una
enorme masa palpitante.
»Durante unos instantes me quedé paralizado. Después, espada en mano, di un
salto hacia adelante. De repente la negra criatura se encogió a los pies de la cama, se
deslizó al suelo, y allí, como a una yarda por debajo del armazón, vi a Millarca,
inmóvil, que me observaba fijamente, con una mirada furtiva de ferocidad y horror.
No sabiendo qué pensar de todo aquello, la golpeé al instante con mi espada. Mas vi
que permanecía ilesa, junto a la puerta. La perseguí, horrorizado, y volví a golpearla.
¡Había desaparecido! Y mi espada voló en mil pedazos al chocar contra la puerta.
»No puedo describiros todo lo que sucedió aquella noche terrible. Toda la casa se
despertó y se puso en movimiento. El espectro de Millarca había desaparecido. Mas
su víctima empeoró rápidamente, y antes de que amaneciera, murió.
El anciano general estaba trastornado. Ninguno de nosotros dijo palabra alguna.
Mi padre se alejó un poco, y comenzó a leer las inscripciones de las lápidas
sepulcrales. Concentrado, pues, en aquellas lecturas, cruzó la puerta de una capilla
lateral para proseguir sus investigaciones. Mientras tanto, el general se apoyó en el
muro, se secó los ojos y suspiró profundamente. Me alivió oír las voces de Carmilla y
de Madame Perrodon, que en aquel momento se aproximaban. Luego las voces se
desvanecieron.
En medio de aquella soledad; después de haber escuchado una historia tan
extraña, que estaba relacionada con los poderosos y nobles difuntos, cuyos
monumentos funerarios, en torno a nosotros, se enmohecían entre el polvo y la
hiedra, y cada uno de cuyos incidentes se parecía tan atrozmente a mi propio caso, tan
misterioso; en aquella guarida de fantasmas, ensombrecida por las torres de follaje
que trepaban por todas partes, densas y altas, por encima de los silenciosos muros;
empezó a invadirme un inexpresable espanto, y mi ánimo decayó al pensar que,
después de todo, ninguno de mis amigos iba a entrar allí, a turbar aquella triste y
ominosa escena.
Los ojos del anciano general miraban fijamente al suelo, mientras su mano se
apoyaba en el basamento de un monumento funerario deteriorado.
De pronto, bajo el arco de una puerta estrecha, coronada por una de esas figuras
grotescas y demoníacas en las que se complacía la cínica y lúgubre imaginación de
los antiguos tallistas góticos, vi aparecer, con inmensa alegría, el hermoso rostro y la
seductora figura de Carmilla, que entraba en la sombría capilla.
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Estuve a punto de levantarme y hablar, y saludarla, risueña, con la cabeza, en
respuesta a su sonrisa particularmente atractiva, cuando el anciano general, lanzando
un grito, se interpuso entre nosotras y, cogiendo el hacha del leñador, se lanzó sobre
ella. Al verle, se operó un cambio brutal en la fisonomía de Carmilla. Sufrió una
súbita y espantosa transformación, a la vez que retrocedía, encogiéndose. Antes de
que yo pudiera gritar, la golpeó con todas sus fuerzas. Mas ella esquivó el golpe, y
salió ilesa del mismo, aferrándole la muñeca con su diminuto puño. El general
forcejeó unos instantes para liberarse del brazo. Mas su mano debió de aflojarse, y el
hacha cayó al suelo. La muchacha había desaparecido.
El general se tambaleó, apoyándose en el muro. Los cabellos grises se erizaron en
su cabeza, y un sudor frío le bañaba el rostro, como si estuviera a punto de morirse.
La pavorosa escena se había desarrollado en un instante. Después, lo primero que
recuerdo es a Madame Perrodon frente a mí, repitiéndome con impaciencia, una y
otra vez, esta pregunta:
—¿Dónde está Mademoiselle Carmilla?
Finalmente, respondí:
—No lo sé… No sabría decir… se fue por allí —y señalé la puerta por la que
Madame Perrodon acababa de entrar—; hace tan sólo uno o dos minutos.
—Pero yo he estado ahí, en el corredor, desde que entró Mademoiselle Carmilla,
y no la he visto regresar.
Entonces se puso a llamarla a gritos: «Carmilla», a través de puertas y corredores,
y desde los ventanales. Mas no obtuvo respuesta.
—¿Ahora se hace llamar Carmilla? —preguntó el general, no repuesto todavía de
la tremenda impresión.
—Sí, Carmilla —respondí yo.
—Ya —dijo—; es decir, Millarca. Es la misma persona que en otra época se
llamaba Mircalla, condesa de Karnstein. Marchaos de esta tierra maldita, mi pobre
niña, lo más aprisa que podáis. Id a casa del sacerdote, y quedaos allí hasta que
lleguemos nosotros. ¡Retiraos! ¡Ojalá nunca más veáis a Carmilla! No la volveréis a
encontrar aquí.
Capítulo XV
Ordalía y ejecución
Mientras hablaba el general, entró en la capilla, por la misma puerta por la que había
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entrado y salido Carmilla, uno de los hombres de aspecto más extraño que yo haya
visto nunca. Era alto, estrecho de pecho, encorvado, y cargado de espaldas; y vestía
de negro. Su rostro era moreno, surcado de profundas arrugas. Se tocaba con un
sombrero de ala ancha y extraña forma. Su cabello, largo y entrecano, le colgaba
sobre los hombros. Llevaba gafas de montura dorada, y caminaba despacio,
arrastrando los pies extravagantemente. En su rostro, ora vuelto hacia el cielo, ora
inclinado hacia el suelo, parecía haber siempre una sonrisa. Sus brazos largos y
delgados le colgaban bamboleantes, y sus descarnadas manos, enfundadas en unos
viejos guantes negros que le quedaban demasiado grandes, se agitaban y gesticulaban
con profundo ensimismamiento.
—¡Precisamente el hombre que necesito! —exclamó el general, saliendo
alborozadamente a su encuentro—. Mi querido barón, ¡cuánto me alegro de veros!
No esperaba encontraros tan pronto.
Hizo una seña a mi padre, que para entonces ya había regresado, y le llevó a
conocer a aquel extraño personaje, al que llamaba «el barón». Se lo presentó
formalmente, e inmediatamente se enzarzaron los tres en una verdadera conversación.
El recién llegado extrajo un papel enrollado de su bolsillo, y lo extendió sobre la
deteriorada superficie de una tumba que había a su lado. Llevaba en la mano un
estuche de lápices, y con ellos trazó líneas imaginarias de un extremo a otro del
papel, del que a menudo apartaron la vista, todos a un tiempo, en dirección a ciertas
partes del edificio, por lo que comprendí que debía de tratarse del plano de la capilla.
Acompañaba aquella especie de conferencia, si puedo llamarla así, con lecturas
esporádicas de un librito muy sucio, cuyas amarillentas páginas estaban cubiertas de
una escritura apretada.
Juntos deambularon por la nave lateral, frente al lugar en donde yo me
encontraba, conversando entre ellos mientras andaban. Luego se pusieron a medir a
pasos las distancias entre unas tumbas y otras, y finalmente se detuvieron frente a un
lugar concreto del muro lateral y comenzaron a examinarlo minuciosamente,
arrancando la hiedra que lo cubría, y quitando el yeso con las conteras de sus
bastones, a base de raspar aquí y golpear allá. Por fin comprobaron la existencia de
una gran lápida de mármol, sobre la cual había unas letras grabadas en relieve.
Con la ayuda del leñador, que no tardó en regresar, pusieron al descubierto una
inscripción funeraria y un escudo esculpido. Resultó tratarse del sepulcro, durante
tanto tiempo perdido, de Mircalla, condesa de Karnstein…
El anciano general, aunque no muy dado, me temo, a las plegarias, alzó la mirada
y las manos al cielo durante unos instantes, en mudo agradecimiento.
—Mañana —le oí decir— estará aquí el comisionado, y la Inquisición actuará de
acuerdo con la ley.
Luego, volviéndose al anciano de las gafas doradas, que antes he descrito, le
estrechó calurosamente ambas manos y le dijo:
—Barón, ¿cómo puedo agradecéroslo? ¿Cómo podemos expresarle todos
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nosotros nuestra gratitud? Habéis librado a esta comarca de una plaga que ha azotado
a sus habitantes durante más de un siglo. Gracias a Dios, el horrendo enemigo ha sido
al fin localizado.
Mi padre se llevó aparte al forastero, y el general los siguió. Sabía que los había
llevado a donde yo no los pudiera oír, para contarles mi caso. Y mientras proseguía la
discusión, les vi lanzarme rápidas y frecuentes miradas.
Mi padre se acercó a mí, me besó una y otra vez, y, llevándome fuera de la
capilla, me dijo:
—Es hora de regresar a casa. Mas antes debemos procurar que se una a nosotros
el bueno del cura que vive muy cerca de aquí, y convencerle de que nos acompañe al
schloss.
Tuvimos éxito en nuestra gestión. Y yo me alegré, porque al llegar a casa me
sentía indeciblemente cansada. Aunque mi satisfacción se trocó en desaliento al
descubrir que no se tenían noticias de Carmilla. No me dieron ninguna explicación de
la escena que había tenido lugar en la capilla en ruinas. Estaba claro que era un
secreto que, de momento, mi padre había decidido no revelarme.
La ausencia de Carmilla, que en aquellas circunstancias adquiría un tinte
siniestro, hizo que el recuerdo de aquella escena fuera todavía más terrible para mí.
Los preparativos que se hicieron para pasar aquella noche fueron en extremo
singulares. Dos criadas y Madame Perrodon permanecieron sentadas aquella noche
en mi aposento, y el eclesiástico montó guardia con mi padre en la recámara
contigua.
El sacerdote había realizado aquella noche algunos ritos solemnes, cuyo
significado no era para mí menos oscuro que la finalidad de las extraordinarias
precauciones tomadas para procurar mi seguridad durante el sueño.
Algunos días más tarde lo comprendí todo.
A la desaparición de Carmilla siguió la interrupción de mis padecimientos
nocturnos.
Habréis oído hablar, sin duda alguna, de la espantosa superstición que impera en
la Alta y Baja Estiria, en Moravia, en Silesia, en la Serbia turca, en Polonia, e incluso
en Rusia; la superstición, llamémosla así, del vampirismo.
Si vale para algo el testimonio humano, presentado con todo cuidado y seriedad,
imparcialmente, ante innumerables comisiones, cada una de ellas formada por
numerosos miembros elegidos por su integridad e inteligencia, los cuales han emitido
informes posiblemente más voluminosos que todos los existentes en relación a
cualquier otro tipo de casos, es difícil negar, entonces, o siquiera dudar de la
existencia de ese fenómeno llamado vampirismo.
En cuanto a mí, no conozco ninguna teoría capaz de explicar lo que yo misma he
presenciado y experimentado, como no sea la que proporciona esta creencia
campesina tan antigua y tan bien atestiguada.
Al día siguiente se llevaron a cabo los procedimientos formales en la capilla de
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los Karnstein. Se abrió la tumba de la condesa Mircalla, y tanto el general como mi
padre reconocieron a su pérfida y bella huésped en el rostro que ahora aparecía ante
sus ojos. A pesar de los ciento cincuenta años que habían transcurrido desde su
entierro, sus facciones se mostraban inflamadas de calor vital. Tenía los ojos abiertos.
El ataúd no despedía ningún hedor a cadáver. Los dos médicos presentes, uno
oficialmente, el otro de parte del promotor de la investigación, atestiguaron el hecho
prodigioso de que una respiración tenue, pero perceptible, animaba el cadáver, con su
correspondiente palpitación en el corazón. Los miembros eran perfectamente
flexibles, la carne elástica. El pesado ataúd estaba inundado de sangre, en la que el
cuerpo yacía sumergido hasta una altura de unas siete pulgadas. Ahí estaban, pues,
todas las pruebas y síntomas admitidos del vampirismo.
En consecuencia, de acuerdo con las prácticas antiguas, sacaron el cadáver y le
clavaron una estaca afilada en el corazón: en aquel mismo momento el vampiro
profirió un chillido desgarrador, semejante en todo al estertor de un agonizante.
Después le cortaron la cabeza, y un torrente de sangre brotó del cuello seccionado. El
cuerpo y la cabeza fueron colocados sobre una pila de leña y reducidos a cenizas,
luego esparcidas por el río, que se las llevó lejos. Desde entonces aquel territorio no
ha vuelto a ser atormentado por las visitas de ningún otro vampiro.
Mi padre conserva una copia del informe de la Comisión Imperial, con las firmas
de todos los que presenciaron los procedimientos, adjuntas como comprobación de
sus declaraciones respectivas. De este documento oficial he resumido yo la
descripción de esta postrera y espeluznante escena.
Capítulo XVI
Conclusión
Quizá supongáis que escribo todo esto serenamente. Ni mucho menos; no puedo
pensar en ello sin sentirme inquieta. Tan sólo la vehemencia de vuestra petición,
tantas veces expresada, podía haberme inducido a sentarme ante el escritorio para
llevar a cabo una tarea que me ha trastornado los nervios, quizá para siempre,
proyectando de nuevo la sombra de los horrores indescriptibles que, años después de
mi liberación, siguen espantando mis días y mis noches, haciéndome enormemente
insoportable la soledad.
Permitidme añadir una o dos palabras más a propósito del extraño barón
Vordenburg, a cuya singular erudición debimos el descubrimiento de la tumba de la
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condesa Mircalla.
Había establecido su residencia en Graz, donde vivía de una pequeña renta, que
era lo único que le quedaba de las otrora principescas posesiones de su familia en la
Alta Estiria, dedicado a la minuciosa y laboriosa investigación de las tradiciones,
asombrosamente autentificadas, del vampirismo. Conocía al dedillo todas las obras,
grandes y pequeñas, sobre la materia: Magia postuma[4], De mirabilibus[5], de
Flegonte [de Tralles], De cura pro mortuis[6], de san Agustín, Philosophicæ et
christianæ cogitationes de vampiris, de John Christofer Herenberg[7], y otras mil más,
entre las cuales recuerdo tan sólo unas pocas que le prestó a mi padre.
Poseía un voluminoso archivo con todos los casos judiciales, del que había
extraído una suma de principios que parecían gobernar (algunos, siempre; otros, sólo
en ocasiones) la condición del vampiro. Me permito mencionar, de pasada, que la
palidez mortal atribuida a esta clase de revenants es pura ficción melodramática. En
realidad, presentan una apariencia de vida saludable, tanto en la tumba como cuando
se muestran públicamente. Cuando se los expone a la luz en sus ataúdes, presentan
todos los síntomas que han sido enumerados como prueba de la confirmación de la
existencia vampírica de la condesa Karnstein, muerta hace tanto tiempo.
Siempre se ha reconocido como totalmente inexplicable la forma en que escapan
de sus tumbas durante algunas horas al día y vuelven a ellas, sin desplazar la tierra ni
dejar señal alguna de alteración en el ataúd ni en las mortajas. La doble vida del
vampiro continúa en la tumba mediante sueños diariamente renovados. Su horrenda
avidez de sangre procedente de personas vivas le proporciona la energía necesaria
para su existencia despierta. El vampiro es propenso a dejarse fascinar con absorbente
vehemencia, parecida a la pasión amorosa, en presencia de determinadas personas.
En su persecución de estas personas, desplegará una paciencia y una astucia
inagotables, ya que el acceso al objeto concreto de su deseo puede verse
obstaculizado de mil maneras. Jamás desistirá de su empeño hasta haber saciado su
pasión y apurado la propia vida de su codiciada víctima. Mas en esos casos,
economizará y demorará su disfrute asesino con el refinamiento de un epicúreo, y lo
acrecentará mediante las aproximaciones graduales de un galanteo ingenioso. En tales
casos parece como si no deseara otra cosa que la simpatía y el consentimiento. En las
demás ocasiones, se dirige directamente a su víctima, la sojuzga mediante la
violencia, y con frecuencia la estrangula y la vacía en un solo festín.
Al parecer, en determinadas situaciones, el vampiro está sujeto a unas
condiciones especiales. En el caso particular que os he relatado, Mircalla parecía
estar limitada a un nombre que, aun no siendo realmente el suyo, debía por lo menos
reproducir todas las letras, ni una más ni una menos, que componen lo que llamamos
su anagrama. Carmilla lo hizo, y también Millarca.
Mi padre le contó al barón Vordenburg, que se quedó con nosotros dos o tres
semanas después de la expulsión de Carmilla, la historia del gentilhombre moravo y
del vampiro del cementerio de Karnstein, preguntándole luego cómo había
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descubierto la posición exacta de la tumba, tanto tiempo oculta, de la condesa
Millarca. El barón frunció su grotesco semblante en una sonrisa enigmática. Sin dejar
de sonreír, bajó la mirada a su estuche para las gafas y lo manoseó torpemente.
Luego, alzó la mirada y dijo:
—Poseo muchos diarios y otros documentos escritos por ese hombre
extraordinario. El más curioso de todos es uno que trata de la visita a Karnstein, a la
que vos aludís. La tradición, por supuesto, deforma y distorsiona un poco los hechos.
Es posible que le tomaran por un gentilhombre moravo, ya que había trasladado su
residencia a ese territorio y era, además, de noble cuna. Mas, en realidad, había
nacido en la Alta Estiria. Baste con decir que en su primera juventud había sido
amante apasionado y predilecto de la bella Mircalla, condesa de Karnstein. La
prematura muerte de ella le sumió en una congoja inconsolable. Está en la naturaleza
de los vampiros el crecer y multiplicarse, pero según una comprobada ley reservada
únicamente a estos espectros.
»Supongamos, para empezar, un territorio completamente libre de ese flagelo.
¿Cómo se inicia éste y se desarrolla? Os lo diré. Una persona, más o menos
depravada, pone fin a su vida. En determinadas circunstancias, un suicida puede
convertirse en vampiro. Ese espectro visita en sueños a determinadas personas vivas,
las cuales mueren y, en la tumba se transforman, casi invariablemente, en vampiros.
Eso fue lo que sucedió en el caso de la bella Mircalla, que había sido atormentada por
uno de esos demonios. Mi antepasado Vordenburg, cuyo título todavía llevo, no tardó
en descubrirlo, y en el transcurso de los estudios a los que se consagró, aprendió
mucho más.
»Entre otras cosas, dedujo que la sospecha de vampirismo recaería, tarde o
temprano, sobre la condesa muerta, que había sido su ídolo mientras vivía. Fuera ella
lo que fuese, sintió horror ante la idea de que sus restos pudieran ser profanados con
el ultraje de una ejecución postuma. Dejó un curioso documento que prueba que el
vampiro, una vez expulsado de su doble existencia, es impelido a otra vida más
terrible todavía. Por tanto, resolvió evitarle eso a su amada Mircalla.
»Urdió la estratagema de un viaje a estos lugares, un supuesto traslado de los
restos de la condesa, y una auténtica destrucción de su sepulcro. Con el paso de los
años y próximo ya el fin de sus días, recordando las escenas que iba a dejar atrás,
miró con otros ojos lo que había hecho, y el horror se apoderó de él. Hizo los trazados
y anotaciones que me guiaron hasta el lugar exacto, y redactó una confesión del
engaño que había llevado a cabo. Es posible que intentara dar un paso más en esa
misma dirección, mas la muerte se lo impidió. Sólo la mano de un lejano
descendiente suyo ha podido dirigir, demasiado tarde para muchos, la búsqueda de la
guarida del monstruo.
Seguimos hablando un poco más y, entre otras cosas, dijo lo siguiente:
—Uno de los indicios de vampirismo es la fuerza que tienen en las manos. La
delgada mano de Mircalla se cerró como un grillete de acero sobre la muñeca del
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general cuando éste alzó el hacha para golpearla. Mas la fuerza de su mano no se
limita al apretón: deja un entumecimiento en el miembro que agarra, del que la
víctima se recupera muy lentamente, si es que lo hace.
Durante la primavera siguiente mi padre me llevó a un viaje por Italia.
Permanecimos fuera más de un año. Tuvo que pasar bastante tiempo antes de que se
apaciguara en mi mente el horror de los acontecimientos recientes. Aun ahora, la
imagen de Carmilla retorna a mi memoria con ambigua alternancia: unas veces es la
muchacha retozona, lánguida y bella; otras, el torturado demonio que vi en la iglesia
en ruinas. Y con frecuencia, en medio de mis ensoñaciones, me he sobresaltado al
imaginar que oía los pasos ligeros de Carmilla junto a la puerta del salón.
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JULIAN HAWTHORNE
El misterio de Ken
[Ken’s Mystery]
Un fresco atardecer de octubre —era el último día del mes y hacía un frío
desacostumbrado para esa época del año— decidí pasar una o dos horas con mi
amigo Keningale. Keningale era artista (así como también músico aficionado y
poeta), y su casa contaba con un delicioso estudio incorporado en el que tenía
costumbre de sentarse para pasar las veladas. El estudio poseía una cavernosa
chimenea que había sido diseñada como imitación de las viejas chimeneas que había
en las mansiones isabelinas, y cuando la temperatura del exterior lo aconsejaba
Keningale la llenaba de troncos secos que encendía creando un alegre fuego. Pensé
que ir allí, fumarme tranquilamente una pipa y charlar delante de aquel fuego con mi
amigo me sentaría estupendamente.
Hacía mucho tiempo que no mantenía una de esas conversaciones; de hecho, no
había hablado con Keningale (o Ken, como le llamaban sus amigos) desde que volvió
de visitar Europa el año pasado. Partió al extranjero, como afirmó en aquel momento,
«por motivos de estudio», lo que nos hizo sonreír a todos, pues sabíamos que lo más
probable era que nuestro Ken hiciese cualquier cosa menos estudiar. Era un joven de
temperamento exuberante y de costumbres joviales muy amante de la compañía:
poseía una mente brillante y ágil y unos ingresos anuales de entre doce y quince mil
dólares. Sabía cantar, tocar, escribir y pintar con una considerable habilidad, y
algunos de sus bustos y esculturas estaban realmente muy bien acabados,
considerando que nunca había recibido ninguna auténtica instrucción artística digna
de ese nombre; pero no era un trabajador demasiado constante. En cuanto a lo físico
Ken era apuesto, de buena talla y constitución robusta, activo, sano y poseía una
frente notablemente hermosa y unos ojos límpidos y vivaces. Su decisión de visitar
Europa no sorprendió a nadie, y nadie esperaba que consagrara su estancia allí a nada
que no fuese el divertirse: pocos se imaginaban que volveríamos a verle pronto en
Nueva York. Era del tipo de personas a las que Europa les sienta bien. Emprendió el
viaje y al cabo de unos pocos meses nos llegó el rumor de que se había
comprometido con una hermosa y rica joven de Nueva York a la que conoció en
Londres. Aquello fue prácticamente todo cuanto supimos de él hasta que, poco
tiempo después, apareció en la Quinta Avenida dejando asombrado a todo el mundo.
Quienes quisieron saber por qué se había cansado tan pronto del Viejo Mundo no
[Luella Miller]
La casa de un solo piso en que había vivido Luella Miller, quien había tenido una
pésima reputación en el pueblo, se encontraba cerca de la calle. Luella llevaba años
muerta, pero en el pueblo aún había quienes seguían creyendo en las historias que
habían oído contar durante su niñez, pese a la luz más clara que nace de observar un
peligro perdido en el pasado desde una posición ventajosa. En sus corazones, pese a
que les habría costado muchísimo admitirlo, aún sobrevivía el salvaje horror y el
miedo frenético de aquellos antepasados suyos que habían poblado la misma época
que Luella Miller. Los jóvenes incluso se estremecían al echarle una mirada a la vieja
casa cuando pasaban ante ella, y los niños nunca jugaban en sus cercanías, como
hacían en cualquier otro edificio abandonado. En la vieja casa Miller no había ni una
sola ventana rota: los cristales reflejaban el sol de la mañana formando retazos de
azul y verde esmeralda, y el pestillo de la algo combada puerta principal nunca era
levantado, aunque no había ninguna cerradura que la asegurase. Desde que el cuerpo
de Luella Miller fue sacado de allí la casa no había tenido ningún ocupante, dejando
aparte una vieja alma carente de amigos que sólo había podido escoger entre esas
cuatro paredes y el distante refugio del cielo abierto. Esta anciana que había
sobrevivido a sus parientes y amistades vivió en la casa durante una semana. Una
mañana la chimenea no echó humo, y unos cuantos vecinos entraron en la casa y
encontraron muerta a la anciana en su lecho. Hubo oscuras murmuraciones sobre la
causa de su muerte, y también hubo quienes dijeron que en su rostro había una
expresión de miedo tan terrible que el rostro muerto mostraba el penoso estado del
alma que lo había abandonado. Cuando entró en la casa la anciana tenía un color
excelente y parecía gozar de una robusta buena salud, y en siete días estaba muerta;
era como si hubiese sido víctima de algún poder fantasmagórico. El sacerdote subió
al púlpito y habló con no muy disimulada severidad contra el pecado de la
superstición; pero sus palabras no bastaron para acabar con las creencias de la gente.
Todos los habitantes del pueblo habrían preferido el hospicio a esa casa. En cuanto un
vagabundo oía la historia ya no buscaba refugio bajo aquel viejo tejado sobre el que
se cernía la desagradable aura acumulada durante medio siglo de miedo supersticioso.
En todo el pueblo sólo había una persona que hubiera conocido a Luella Miller.
Esa persona era una mujer que ya había dejado bien atrás los ochenta años, pero que
[Restless Souls]
—¡Diez mil diablillos verdes! ¡Vaya noche, vaya noche tan odiosa!
Jules de Grandin se detuvo bajo la entrada para vehículos del teatro y observó las
cortinas de lluvia que caían del cielo con un feroz fruncimiento de ceño.
—Bueno, el verano está muerto y el invierno aún no ha llegado —le recordé
intentando calmarle—. Estamos en octubre, y es lógico que tengamos algo de lluvia.
El equinoccio de otoño…
—¡Espero que los demonios más selectos de Satanás se larguen volando con el
equinoccio de otoño! —me interrumpió el pequeño francés—. Morbleu, sólo Dios
sabe cuánto tiempo llevo sin ver el sol. ¡Además, me encuentro abominablemente
hambriento!
—Eso es algo que sí podemos remediar —prometí, apartándole del refugio
ofrecido por la cornisa y llevándole hacia mi coche—. ¿Y si nos pasamos por el Café
Bacchanale? Siempre suelen tener algo bueno para comer.
—Excelente, magnífico —dijo Jules de Grandin con entusiasmo, instalándose
ágilmente en el asiento trasero y bajándose el cuello del abrigo que se había subido
para protegerse de la lluvia—. Es usted un auténtico filósofo, mon vieux. Siempre
sabe decirme aquello que más deseo oír.
Los clientes del cabaret se lo estaban pasando en grande, pues era la noche del 31
de octubre, y la gerencia había preparado una fiesta especial de Halloween. Dejamos
atrás el cordoncillo de terciopelo que colgaba a través de la entrada y apenas
llegamos al comedor fuimos acogidos por un estallido de música. Una docena de
ágiles jovencitas sucintamente vestidas estaban ejecutando unos giros muy
complicados, dirigidas por una dama aparentemente desprovista de huesos cuyo
atuendo se componía básicamente de tiras de tela con campanillas que le rodeaban el
cuello, las muñecas y los tobillos.
—¿Conejo a la galesa? —sugerí—. Aquí lo preparan muy bien.
De Grandin asintió distraídamente con la cabeza mientras contemplaba a una
pareja que comía en una mesa cercana.
—Amigo Trowbridge, tenga la amabilidad de observarles —me susurró justo
cuando el camarero nos traía una bebida casi hirviente con que empezar la cena—.
Comuníqueme los resultados de su examen, si es que obtiene alguno.
Unos pocos minutos nos bastaron para divisar las luces traseras del gran coche en el
que nuestra pareja se dirigía velozmente hacia las afueras de la ciudad. Les perdíamos
de vez en cuando para volver a encontrarles casi de inmediato, pues la ruta que
Al día siguiente De Grandin se presentó a desayunar con una cara muy seria.
—¿Tendría media hora libre esta mañana? —me preguntó mientras apuraba su
cuarta taza de café.
—Supongo que sí. ¿Está pensando en algo especial?
—Ciertamente. Me gustaría volver al cementerio de Shadow Lawn. Querría
examinarlo de día, si es tan amable.
—¿Shadow Lawn? —repetí yo, asombrado—. Pero ¿qué diablos…?
—Justamente —me interrumpió—. A menos que esté totalmente equivocado,
creo que este asunto tiene mucho que ver con el diablo. Vamos; debe atender a sus
pacientes y yo tengo cosas de las que ocuparme. En marcha.
La lluvia se había esfumado con la noche y cuando llegamos al cementerio un
esplendoroso sol de noviembre brillaba en el cielo. Fuimos directamente a la tumba
donde habíamos encontrado al joven Rochester la noche anterior. De Grandin se
detuvo ante ella y la inspeccionó atentamente. Sobre el dintel de la inmensa puerta
había tallada una sola palabra que De Grandin señaló con el dedo:
HEATHERTON
ALICE HEATHERTON
28 de septiembre de 1906 - 2 de octubre de 1928
Una tenue neblina atravesada ocasionalmente por una lluvia gélida estaba cayendo
sobre las calles cuando partimos hacia la casa de Rochester. Media hora de cautelosa
conducción nos llevó a ese lugar, y cuando nos detuvimos junto a la acera el francés
señaló una ventana iluminada del séptimo piso.
—Es la luz de su suite —me informó—. ¿Tendrá visitas a esta hora tan avanzada?
El ascensorista del turno de noche roncaba en una silla del vestíbulo y, guiado por
el cauteloso gesto que me hizo De Grandin, le seguí hacia las escaleras.
—No hace falta que anunciemos nuestra presencia —murmuró mientras
llegábamos al descansillo del sexto piso—. Creo que será mejor que nos presentemos
—Por el amor del cielo —le dije mientras iniciábamos el trayecto de vuelta a casa
—, ¿qué significa todo esto? Usted y Rochester la llamaron Alice, y es idéntica a la
chica que vimos en él café la noche pasada. Pero Alice Heatherton está muerta. Esta
noche su madre nos ha contado cómo murió; vimos su tumba esta mañana. ¿Hay dos
Alice Heatherton, esta chica es su doble o…?
—En cierto modo —me respondió—. Amigo mío, la joven a la que acabamos de
ver era Alice Heatherton, pero no era la Alice Heatherton de quien su madre nos
habló esta noche, ni aquella cuya tumba vimos esta mañana.
—¡Deje de hablar en acertijos, por Dios! —exclamé sin poderme contener—.
¿Era o no era Alice Heatherton?
—Tenga paciencia, viejo amigo —me aconsejó—. Por ahora no puedo decírselo,
pero dentro de poco se lo explicaré todo…, espero.
Estaba empezando a amanecer cuando los golpes que De Grandin daba en la
puerta de mi dormitorio me sacaron de un sueño tan profundo como el coma.
—¡Arriba, amigo Trowbridge! —gritó, acentuando sus palabras con otro golpe
asestado en la madera—. Arriba, y vístase lo más deprisa posible… Tenemos que
partir inmediatamente. ¡Les ha ocurrido una tragedia!
Me levanté de la cama tambaleándome y sin saber muy bien lo que hacía, me
puse la ropa a tientas y, con los ojos todavía velados por el sueño, bajé al vestíbulo:
De Grandin me esperaba dominado por lo que parecía una frenética excitación.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté mientras nos dirigíamos hacia la casa de
Rochester.
—Lo peor —me respondió—. El teléfono me despertó hace diez minutos. «Será
una llamada para el amigo Trowbridge», me dije. «Algún paciente con le mal de
l’estomac desea un pequeño paregórico y mucha simpatía. No le despertaré, pues el
ajetreo de la noche le ha dejado agotado». Pero el timbre seguía sonando, así que
acabé respondiendo. Era Alice, amigo mío. Hélas, el amor es fuerte pero la
servidumbre que pesa sobre ella lo es todavía más. Aun así, después de que el daño
estuviera hecho tuvo el valor suficiente para llamarnos. Recuerde eso cuando tenga
que juzgarla.
Estuve a punto de disminuir la velocidad para pedirle una explicación pero De
Grandin movió la mano en un gesto impaciente.
El eco de los pasos de tía Mary se detuvo bruscamente a cierta distancia de la mesa, y
Clodetta se volvió para ver qué le ocurría. Tía Mary estaba inmóvil con el cuerpo
muy rígido, los ojos clavados en los ventanales que había enfrente de la puerta por la
que acababa de entrar, con el bastón extendido ante ella.
Los ojos de Clodetta fueron rápidamente hacia su esposo, sentado al otro lado de
la mesa, quien también estaba mirando a su tía; la expresión de su rostro no dejaba
traslucir nada de lo que sentía. Cuando se volvió vio que la anciana estaba
contemplándola en un pétreo silencio. Clodetta empezó a sentirse incómoda.
—¿Quién ha descorrido las cortinas de las ventanas del lado oeste?
Clodetta se acordó y el rubor invadió su rostro.
—Yo, tía. Lo siento. Olvidé que no querías que se descorrieran.
La anciana emitió una especie de extraño gruñido y sus ojos volvieron a posarse
en los ventanales. Hizo un movimiento apenas perceptible, y Lisa llegó corriendo de
entre las sombras del pasillo, desde donde había estado contemplando a los dos
comensales con una mueca de hosca desaprobación. La sirvienta fue directamente
hacia los ventanales del lado oeste y corrió las cortinas.
Tía Mary se acercó lentamente a la mesa y ocupó su sitio en la cabecera. Colocó
el bastón al lado de la silla, tiró de la cadenilla que le rodeaba el cuello haciendo que
sus impertinentes cayeran sobre su regazo y miró primero a Clodetta y luego a Ernest,
su sobrino.
Después clavó los ojos en la silla vacía que había al otro extremo de la mesa, y
habló como si no viera a las dos personas sentadas junto a ella.
—Ya os he dicho que las cortinas de esas ventanas no deben descorrerse después
de la puesta de sol, y debéis haberos dado cuenta de que durante la noche ninguna de
esas ventanas está abierta ni un solo segundo. Os instalé en habitaciones que dan al
este, y la sala también da al este.
—Estoy seguro de que Clodetta no quería oponerse a tus deseos, tía Mary —dijo
Ernest con voz seca.
—No, tía, claro que no.
La anciana enarcó las cejas y siguió hablando con expresión impasible.
—No me pareció prudente explicaros la razón de que os pidiera tal cosa. No
[The Cloak]
A las ocho Henderson estuvo a punto de llamar a Lindstrom para decirle que no podía
ir a la fiesta. Nada más ponerse la capa empezó a sentir escalofríos, y cuando se
contempló en el espejo lo vio todo borroso y apenas pudo distinguir su reflejo.
Pero después de tomarse unas cuantas copas empezó a sentirse mejor. No había
comido, y el licor le calentó la sangre. Empezó a pasear por la habitación practicando
con la capa, haciéndola moverse a su alrededor y frunciendo el ceño en lo que le
parecía una expresión de ferocidad. ¡No cabía duda, iba a ser todo un vampiro!
Llamó a un taxi y bajó al vestíbulo. Cuando el taxista entró a buscarle, Henderson
estaba esperándole envuelto en su capa negra.
—Deseo que me lleve a donde he de ir —dijo en voz baja.
El taxista le miró y se puso pálido.
—¿Cómo dice?
—Le ordené que viniera —dijo Henderson con voz gutural mientras todo su
interior temblaba a causa de la risa. Contorsionó sus rasgos en una mueca feroz y
echó la capa hacia atrás.
—Sí, sí. Vale.
El taxista casi salió corriendo del vestíbulo. Henderson le siguió.
—¿Adónde vamos, jefe…, quiero decir, señor?
Henderson le dio la dirección y se reclinó en su asiento. El rostro asustado del
taxista no se volvió hacia él.
El taxi se puso en marcha con una sacudida tan brusca que Henderson dejó
escapar una risita ahogada muy acorde con su disfraz. El sonido de su risa hizo que el
taxista se dejara dominar por el pánico y aumentó la velocidad hasta el límite fijado
por las autoridades municipales. Henderson rió en voz alta, y el impresionable taxista
se estremeció en su asiento. El trayecto fue bastante emocionante, pero Henderson no
estaba preparado para lo que ocurrió al llegar a su destino: en cuanto abrió la puerta y
se bajó, ésta se cerró de golpe y el taxista se alejó a toda velocidad sin cobrarle nada.
«Debo de tener todo el aspecto de un vampiro», pensó Henderson complacido
mientras cogía el ascensor para subir al apartamento.
En el ascensor había tres o cuatro personas más; Henderson las había visto antes
Su mano, tan delgada como una garra blanca, mojó la pluma en la tinta y escribió la
fecha en una esquina de la página: 3 de marzo de 1842.
EL ENTIERRO PREMATURO
por Edgar A. Poe
Hay ciertos temas a cuyo interés nadie puede sustraerse, pero que son demasiado
horribles para los propósitos de toda ficción legítima…
No cabe duda de que ser enterrado vivo es el más terrorífico de todos los destinos
que hayan caído sobre un ser mortal. Que ha ocurrido con frecuencia, con mucha
frecuencia, tampoco puede ser negado…
Su oscura imaginación volvió a saborear la historia que había oído contar ese día.
Había ocurrido en este mismo barrio de Filadelfia hacía menos de un mes. Tras varias
semanas de llorar a su esposa, un viudo fue a visitar su tumba con un ramo de flores.
Se inclinó sobre la losa de mármol para colocarlas en la tumba y oyó unos ruidos que
llegaban de abajo. Pidió ayuda, embargado por una mezcla de alegría y pavor.
Acudieron hombres con palancas de hierro y sacaron de la tumba el cuerpo de su
esposa, que no había sido afectado por la corrupción. La mujer recobró el
conocimiento aquella misma noche en su casa.
Eso decían los rumores, quizá exagerados, quizá no. Y la casa se encontraba a
sólo seis manzanas de distancia de la calle Spring Garden, donde estaba sentado
ahora.
Poe cogió sus cuadernos de notas y empezó a buscar casos con que adornar su
composición: una lúgubre historia de resurrección ocurrida en Baltimore, otra de
Francia, una cita realmente espeluznante tomada del Diario Quirúrgico de Leipzig;
un caso londinense en el que un muerto había sido revivido mediante descargas
eléctricas, certificado por varios testimonios dignos de toda confianza… Después
añadió una experiencia suya embellecida románticamente, una aventura onírica de su
juventud en Virginia.
Cuando pensaba ponerle punto final a la composición tuvo una nueva idea.
¿Por qué no averiguar algo más sobre el caso de Filadelfia y esa mujer que se
decía que había vuelto de la muerte? Aquello serviría para redondear su ensayo,
dándole un oportuno clímax local y aseguraría que fuese aceptado… no podía correr
el riesgo de que se lo rechazaran. Además, también serviría para satisfacer su propia
curiosidad. Poe dejó la pluma sobre la mesa y se puso en pie. Cogió su sombrero
negro de ala ancha y la vieja capa militar que había llevado desde sus infortunados
[Heredity]
De acuerdo, le explicaré por qué la Chica me pone la piel de gallina. Le explicaré por
qué no puedo ir al centro y ver cómo a la multitud se le cae la baba ante la torre
donde está su efigie, con esa botella de refresco, ese paquete de cigarrillos o lo que
sea que tenga al lado; la razón de que ya no pueda soportar echarle ni un vistazo a las
revistas porque sé que ella aparecerá en alguna página luciendo un sostén o metida en
un baño de espuma… por qué no me gusta pensar que millones de norteamericanos
absorben ávidamente esa media sonrisa ponzoñosa. Es toda una historia… más de lo
que se espera.
No, no es que haya sufrido un repentino ataque de indignación ante los males de
la publicidad y la obsesión nacional por las chicas guapas y seductoras. Eso sería más
bien risible en un hombre dedicado a mi profesión, ¿verdad? Aunque, de todas
formas, creo que estará de acuerdo conmigo en que hay algo levemente perverso en el
hecho de que el sexo sea empleado de esa forma… Claro que a mí no me importa, y
ya sé que hemos tenido la Cara, el Cuerpo, la Mirada y muchas cosas más, así que,
¿por qué no íbamos a acabar teniendo a alguien que poseyera todo eso resumiéndolo
de una forma tan completa que no nos ha quedado más remedio que llamarla la Chica
y colocar su efigie en todas las vallas publicitarias que hay desde Times Square hasta
Telegraph Hill?
Pero la Chica no se parece a ninguna de las que la han precedido. Lo suyo no es
algo natural. Es morboso. Es… algo maligno.
Oh, sí, claro, ya sé que estamos en 1948 y el tipo de cosas a que estoy haciendo
alusión desapareció con los tiempos de la brujería, ¿verdad? Pero, verá, cuando se
llega más allá de cierto punto no me siento demasiado seguro de a qué estoy haciendo
alusión… Hay vampiros y vampiros, y no todos chupan sangre.
Y tampoco debemos olvidar los crímenes, si es que fueron crímenes.
Dejemos aparte todo eso. Permita que le haga una pregunta: si Norteamérica está
tan obsesionada con la Chica, ¿por qué no sabemos más de ella? ¿Por qué nunca ha
merecido el honor de aparecer en una portada de Time con una biografía incluida
dentro? ¿Cómo es que ni Life ni el Post le han dedicado un solo artículo? O un Perfil
en el New Yorker… ¿Cómo es que Charm o Mademoiselle no nos han contado la saga
de su carrera? ¿Cómo dice? ¿Que todavía no están preparados para eso? ¡Tonterías!
AQUÍ YACE
LILL WARREN
DOS VECES ENTERRADA
Y DOS VECES DESENTERRADA
POR HOMBRES ESTÚPIDOS Y COBARDES
DESCANSE EN PAZ
ERA UNA ROSA DE SHARON
UN LIRIO DEL VALLE
John Thunstone se inclinó para leer la última palabra y el sol del atardecer
proyectó su sombra sobre la piedra. El hombre se incorporó al instante y todo su
cuerpo se irguió como un resorte al otro lado de su obra, veloz y furtivo como una
comadreja. Clavó los ojos en John Thunstone con el martillo apuntando hacia el suelo
y la delgada punta del punzón algo levantada.
—¿Quién es usted? —le preguntó el hombre flaco con voz entrecortada.
Tenía los rasgos afilados y una nariz que asomaba de su rostro como un pico
puntiagudo. La frente y el mentón se curvaban alejándose de ella hacia arriba y hacia
abajo. Sus ojos eran oscuros, parecidos a cuentas y bastante próximos el uno al otro.
La piel de su rostro era amarilla y de una textura similar al cuero, y hasta el blanco de
sus ojos tenía un aspecto nublado y legañoso.
La gente decía que Lill Warran era una bruja porque tanto su abuela como su madre
lo habían sido. Decían que podía echarle una maldición a los cerdos para que
enflaquecieran, y a las gallinas para que dejaran de poner huevos, y también podía
hacer que los árboles cayeran sobre los hombres que los talaban. No estaban
dispuestos a creer que ese tipo de cosas fueran culpa del azar. El predicador de
Beaver Dam juraba que deformaba el Padrenuestro: «Padre Nuestro, que no estás en
los cielos». Eso era una clara referencia a Satanás, que había sido arrojado a través de
las Puertas de Perla, tal y como se cuenta en el libro de Isaías. No, el predicador no la
había echado de la iglesia, pero Lill Warran dejó de ir a ella y se rió de las personas
que murmuraban a sus espaldas. Los viejos la odiaban, los niños le tenían miedo y las
mujeres se mostraban suspicaces. ¡Pero los hombres…!
—No había ningún hombre que se le pudiera resistir —dijo Parrell—. Los
consiguió prácticamente a todos. El cazador abandonaba su arma, el bebedor olvidaba
su botella de whisky destilado en casa, el granjero se marchaba del campo dejando su
arado en el surco… Muchas esposas derramaron lágrimas porque sus maridos no
estaban en casa durante las noches: andaban detrás de Lill Warran. Y todo el mundo
sabe que Nobe Filder se ahorcó porque tenía una cita con Lill, y Lill no acudió a la
cita, sino que se fue a bailar con Newton Henley. Y Newton acabó odiándola, pero se
puso enfermo y cuando agonizaba lo único que hacía era pronunciar su nombre.
Zari Parrell la amaba. Lill nunca le prometió nada: se limitaba a arrojarle sonrisas
y alguna que otra palabra casual, como otros tantos restos de la comida arrojados a un
perro. Quizá fuera lo mejor. Los amantes de Lill Warran empezaban adorándola y
acababan odiándola y teniéndole miedo.
—Eso no demostraba nada —protestó Parrell—, sólo que era enamoradiza y que
resultaba muy difícil de conservar.
—¿De qué vivía? —le preguntó Thunstone—. ¿Alguna propiedad familiar?
—No, nada de eso. Era huérfana. Vivía sola… han quemado su cabaña. La gente
decía que conocía hechizos y que podía hacer que la carne se esfumara de las
fresqueras para acabar en su cazuela, y que podía robar las viandas de las despensas y
llevarlas a su mesa.
—He oído a gente que sospechaba todo eso de las brujas —dijo Thunstone en un
tono de voz cuidadosamente comprensivo—. Es fácil convencerse de que esas
historias son reales.
—Yo nunca las creí, ni tan siquiera cuando…
Parrell le contó el clímax de aquella historia extraña e increíble. Había tenido
lugar hacía una semana. Guardaba relación con una bala de plata.
Pues las balas de plata son la muerte segura para los demonios, y esto era sabido por
un joven llamado Taylor Howatt, el último en revolotear alrededor de aquella llama
fascinante que era Lill Warran. Sus amigos le advirtieron acerca de ella, pero Taylor
no quiso escucharles. ¡No, Taylor no creía en esas cosas! No hasta que oyó rondar
junto a su cabaña algo que gemía y chillaba como una bestia salvaje… un lobo,
habrían dicho los viejos, salvo que en aquellas comarcas no se veían lobos desde los
lejanos días de la colonización. Y Taylor Howatt había visto fugazmente en una o dos
ocasiones a la criatura bajo la luz de la luna. Era muy peluda, tenía las orejas
puntiagudas y un hocico afilado, pero se sostenía sobre dos patas, al menos parte del
tiempo.
—La vieja historia del hombre lobo —comentó Thunstone, pero Parrell siguió
Cuando terminó su relato, la voz de Parrell se había vuelto algo cascada. Lill Warran
no tenía parientes, por lo que no había nadie que quisiera reclamar su cuerpo. Parrell
acabó reclamándolo: compró un ataúd y pagó por un pedazo de tierra en el
cementerio parroquial de Beaver Dam. El funeral de Lill Warran sólo contó con dos
asistentes, Parrell y el ayudante de un enterrador.
—Nadie quería portarse como un auténtico cristiano, por lo que no se citó ningún
versículo de la Biblia durante el entierro —le dijo Parrell a Thunstone—. Yo repetí
una estrofa de una canción que me venía a la cabeza cuando pensaba en ella…
siempre me acordaba de esa canción. Decía así…
Y canturreó estos versos:
Parrell cocinó la cena de los dos. Había pan de maíz y sirope, y un buen plato de
costillas. Pese a su pena, Parrell comió abundantemente. Cuando hubieron terminado,
Parrell inclinó la cabeza y murmuró una vieja bendición del campo. Salieron al patio.
Parrell fue lentamente hasta la tumba de Lill Warran y clavó los ojos en ella.
Thunstone se internó un poco entre los árboles, vio algo que crecía en el suelo y se
inclinó para arrancarlo.
—¿Qué está recogiendo? —le preguntó Parrell.
—Unas plantas raras que he visto —respondió Thunstone, y arrancó otra.
Eran las raíces que se conocen en todo el sur con el nombre de Juan el
Conquistador, una excelente protección contra toda clase de hechizos. Thunstone se
llenó los bolsillos con ellas y volvió a reunirse con Parrell.
—Me alegra que haya venido, señor Thunstone —dijo Parrell. Su rostro de
zarigüeya estaba iluminado por una tímida sonrisa—. Llevo dos años viviendo sin
Thunstone se irguió en el asiento con la pluma entre los dedos. Alguien o algo estaba
moviéndose cautelosamente en la oscuridad del exterior.
Oyó un golpeteo muy suave en la pantalla que Zari Parrell había clavado sobre la
ventana. Thunstone se prohibió mirar hacia allí. Se obligó a bostezar, tapándose la
boca con una de sus grandes manos, y mientras bostezaba pensó en aquel gesto
reflejo nacido de generaciones anteriores temerosas de que un demonio pudiera
apoderarse del alma aprovechando que la boca estaba abierta. Colocó lentamente el
capuchón de su pluma y la dejó sobre la carta inacabada dirigida a De Grandin. Se
Dio un paso hacia delante apartándose de la cama. Alzó las manos y las mangas que
parecían alas se deslizaron por sus brazos. Curvó los dedos como si fueran garras y
Thunstone vio lo largas y afiladas que eran sus uñas.
Lill Warran se rió.
—Los estúpidos tienen su propia recompensa. ¡La destrucción!
Thunstone seguía inmóvil con los pies bien separados. El bastón se encontraba
delante de su cuerpo, la empuñadura en su mano derecha y los dedos de la mano
izquierda rodeando la parte inferior que servía de vaina.
—Veo que tienes un palo —dijo Lill Warran—. ¿Crees que puedes hacerme huir
con él como si fuera un perro?
—Eso creo.
—¡Ni tan siquiera puedes moverte, John Thunstone! —sus manos bailaron en el
aire como hacen las manos de un hipnotizador—. ¡Para mí no eres más que un
juguete! Recuerdo que en tiempos oí un poema: «Érase una vez un loco…».
Se calló y de sus labios brotó una carcajada.
—¿Recuerdas el título de ese poema? —le preguntó Thunstone casi con dulzura,
y ella gritó emitiendo un sonido como el que podría haber hecho el más inmenso de
todos los murciélagos, y saltó sobre él.
En ese mismo instante Thunstone extrajo la larga hoja de plata de su escondite y,
tan velozmente como ella, extendió su brazo en la posición del espadachín que se
Alzó los ojos hacia Thunstone mientras las lágrimas corrían por su rostro.
—Ahora descansará en paz.
—Así es. Descansará en paz. No volverá a levantarse de la tumba.
—Oiga, ¿le importaría volver a la casa? Me quedaré aquí hasta que amanezca.
Eso no le hará daño a nadie, ¿verdad?
Thunstone sonrió.
—No, claro que no. Puede quedarse. Ahora nada volverá a molestarle.
—Ni a ella tampoco.
—Ni a ella tampoco —asintió Thunstone—. Descansará en paz. Cuando se
acuerde de ella, piense que le amó y que su descanso nunca más volverá a ser
interrumpido.
Thunstone volvió a la casa, cogió la lámpara y la llevó a la mesa donde había
dejado su carta inacabada a De Grandin. Sacó la pluma y siguió escribiendo:
«He sido interrumpido por acontecimientos que han hecho que esta aventura tuviera
un buen fin. Puede que espere a verle de nuevo antes de contarle esta parte de lo
ocurrido.
»Aun así, para terminar mis observaciones anteriores:
»Si Lill Warran era una mujer loba y murió en su forma licantrópica, es lógico
que se convirtiera en vampira después de su muerte. Puede leer descripciones de
casos semejantes en los libros de Montague Summers, así como en la obra de su
compatriota Cyprien Robert.
»Y una vez convertida en vampira era lógico que acudiera a la única persona viva
cuyo corazón seguía vuelto hacia ella, y así lo hizo, queriendo ofrecerle la burda
Terminó la carta y dobló la hoja. Fuera la luna iluminaba con su resplandor una noche
tan silenciosa y tranquila que parecía imposible que ninguna criatura maligna se
moviera en ella.
En esta parte del país la gente cree que el doctor Judd lleva la magia dentro de su
maletín de cuero negro: así de buen médico es.
Desde que perdí la pierna en el aserradero he sido el hombre para todo de la casa
Judd. Cuando Doc recibe una llamada de noche después de haber tenido un día
realmente duro y está demasiado cansado para conducir, viene a buscarme, y
entonces me convierto en su chófer. La pierna de plástico reluciente que Doc me
consiguió rebajada me permite apretar el acelerador tan bien que puedo competir con
cualquiera.
Subimos rugiendo hasta la granja, y mientras Doc entra en la casa para traer un
bebé al mundo o atender la garganta de la abuela, yo me quedo sentado en el coche y
les escucho hablar del viejo Doc y de que no hay nadie como él. En Groppa County
les dirán que Doc Judd es capaz de vérselas con cual-quier problema. Y yo asiento y
escucho, asiento y escucho.
Pero mientras hago eso no dejo de preguntarme qué opinarían de la forma en que
resolvió el problema que se le presentó cuando su único hijo se enamoró de una
vampira…
Steve volvió a casa para pasar las vacaciones. Hacía un verano terriblemente
cálido, de ésos en que el sol es capaz de llenarte la piel de ampollas. Steve quería
hacerle de chófer a su padre y echarle una mano en su trabajo, pero Doc dijo que
después de lo duro que era el primer año de la facultad de medicina quien lo hubiese
aguantado se merecía unas auténticas vacaciones.
—En nuestro oficio el verano suele ser bastante tranquilo —le dijo al chico—.
Nadie se pone enfermo, dejando aparte los que se caen en un macizo de yedra
venenosa y tonterías por el estilo, y no habrá trabajo hasta que llegue la temporada de
la polio en agosto. Además, no querrás dejar en el paro al viejo Tom, ¿verdad? No,
Stevie, limítate a recorrer los caminos con tu cacharro y pásatelo bien.
Steve asintió y emprendió el vuelo. Y no crean que exagero: una semana después
empezó a llegar a casa a las cinco o las seis de la madrugada. Dormía hasta las tres de
la tarde, haraganeaba durante un par de horas y en cuanto daban las ocho y media
subía a su cochecito y volvía a esfumarse. Pensamos que debía de estar recorriendo
todos los bares y tabernas de la zona, o quizá hubiera conocido a alguna chica…
Eran las diez y cuarto y Herb Tooklander estaba pensando en cerrar cuando el
hombre del abrigo caro y el rostro muy pálido entró en el bar de Tookey, que se
encuentra en la parte norte de Falmouth. Era el 10 de enero, la época en que la
mayoría de la gente está aprendiendo a vivir con todas las resoluciones de Año
Nuevo que no han tenido la fuerza de cumplir, y fuera soplaba una terrible tormenta
del noroeste. Antes de que oscureciera ya habían caído quince centímetros de nieve y
desde entonces había seguido nevando con entusiasmo. Habíamos visto pasar dos
veces a Billy Larribee encaramado a la máquina quitanieves del pueblo, y en la
segunda ocasión Tookey salió corriendo para llevarle una cerveza: mi madre habría
dicho que eso era un acto de auténtica caridad cristiana, y bien sabe Dios que en sus
tiempos se había tragado sus buenos litros de la cerveza de Tookey. Billy le dijo que
habían logrado mantener abierta la carretera, pero que los caminos secundarios
estaban cerrados y que probablemente seguirían así hasta que amaneciera. La radio de
Portland pronosticaba que caerían treinta centímetros más de nieve, y habría un
viento de sesenta kilómetros por hora para ir amontonándola en cunetas y recodos.
En el bar sólo estábamos Tookey y yo, escuchando cómo el viento aullaba en los
aleros y viendo cómo hacía bailar el fuego en la chimenea.
—Tómate uno para el camino, Booth —dijo Tookey—. Estoy a punto de cerrar.
Me sirvió un trago, se sirvió uno para él y entonces vimos abrirse la puerta y el
desconocido entró tambaleándose en el bar con nieve en los hombros y en el pelo, tan
blanco como si hubiera estado revolcándose en un saco de azúcar. El viento hizo que
una capa de nieve tan fina que parecía arena entrara detrás de él.
—¡Cierre la puerta! —rugió Tookey—. ¿Ha nacido en un granero o qué?
Nunca había visto a un hombre más asustado. Me hizo pensar en un caballo que
se hubiera pasado la tarde comiendo hierba de fuego. Sus ojos saltones se volvieron
hacia Tookey.
—Mi esposa… mi hija… —dijo, y rodó por el suelo, desmayado.
—Jesús bendito —dijo Tookey—. Booth, ¿quieres cerrar la puerta?
Fui hasta la puerta y la cerré, y tuve que luchar con el viento que quería
mantenerla abierta. Tookey había puesto una rodilla en el suelo, sostenía la cabeza del
desconocido en sus manos y estaba dándole palmaditas en las mejillas. Me incliné
Esto ocurrió hace ya cierto tiempo. Ahora soy un poco más viejo, y entonces no era
ningún polluelo recién salido del cascarón. Herb Tooklander nos dejó hace dos años.
Murió tranquilamente, durante la noche. El bar sigue ahí: una pareja bastante
agradable de Waterville lo compró y el local apenas ha cambiado. Pero ahora no voy
mucho por allí. Con Tookey muerto ya no sería lo mismo que antes.
En Salem’s Lot todo continúa más o menos como siempre. Al día siguiente el
sheriff fue hasta allí y encontró el coche de Lumley: la gasolina se había acabado y la
batería estaba descargada. Ni Tookey ni yo dijimos nada al respecto. ¿De qué habría
servido? Y de vez en cuando un autoestopista o alguien que iba de excursión va por
esa zona y desaparece en Schoolyard Hill o cerca del cementerio de Harmony Hill.
Las partidas de búsqueda acaban encontrando su mochila o un cuaderno hinchado y
descolorido por la lluvia y la nieve, o algún objeto semejante. Pero nunca encuentran
sus cuerpos.
Sigo teniendo pesadillas en las que revivo esa noche de tormenta y lo que nos
ocurrió allí. No suelo soñar con la mujer sino con la niña, y con su sonrisa cuando me
ofreció los brazos para que pudiera cogerla. Para que pudiera darme un beso… Pero
soy viejo y pronto dejaré de soñar.
Puede que algún día tengan ocasión de viajar por la parte sur de Maine. Es una
comarca muy bonita. Quizá hasta hagan una parada en el bar de Tookey para tomarse
una copa. El local es muy acogedor y los nuevos propietarios no le han cambiado el
nombre. Bébanse su copa y luego les aconsejo que sigan viaje hacia el norte. Hagan
lo que hagan, no tomen el camino que lleva a Jerusalem’s Lot.
Especialmente no después de que haya oscurecido.
Hay una niña que ronda por ahí. Y creo que sigue esperando su beso de buenas
noches.
[Red as Blood]
La hermosa Reina Bruja abrió el estuche de marfil donde guardaba su espejo mágico.
El espejo estaba hecho de oro oscuro, oro tan oscuro como la cabellera que se
derramaba sobre la espalda de la Reina Bruja. De oro oscuro era el espejo, y tan
antiguo como los siete árboles de troncos negros y achaparrados que había al otro
lado del cristal azul claro de la ventana.
—Speculum, speculum —le dijo la Reina Bruja al espejo mágico—. Dei gratia.
—Volente Deo. Audio.
—Espejo —dijo la Reina Bruja—, ¿a quién ves?
—A ti, mi señora —replicó el espejo—. Y todo lo que hay en esta tierra. Salvo a
una persona.
—Espejo, espejo, ¿a quién no ves?
—No veo a Bianca.
La Reina Bruja se persignó. Cerró el estuche que contenía el espejo, fue
lentamente hasta la ventana y contempló los árboles a través de los paneles de cristal
azul claro.
Catorce años antes otra mujer se había detenido ante esta ventana, pero no era
como la Reina Bruja. Aquella mujer tenía una cabellera negra que le caía hasta los
tobillos; vestía un traje carmesí y llevaba el cinturón a la altura de los pechos, pues su
embarazo estaba muy avanzado. Y esta mujer abrió la ventana que daba al jardín
invernal, donde los viejos árboles se agazapaban entre la nieve. Cogió una afilada
aguja de hueso, se la clavó en un dedo y dejó caer tres gotas de sangre sobre el suelo
del jardín.
—Que mi hija tenga el cabello tan negro como el mío —dijo—, tan negro como
la madera de estos viejos árboles retorcidos. Que tenga la piel como la mía, blanca
como esta nieve. Y que tenga mi boca, roja como la sangre.
Y la mujer sonrió y se lamió el dedo. Llevaba una corona en la cabeza, y la
corona brillaba en el crepúsculo como una estrella. Nunca se acercaba a la ventana
antes del crepúsculo; no le gustaba el día. Era la primera Reina, y no poseía un
espejo.
La segunda Reina, la Reina Bruja, sabía todo esto. Sabía que la primera Reina
murió al dar a luz. Su ataúd fue llevado a la catedral y se dijeron misas por ella.
King — Uno para el camino (One for the Road), de Stephen King, apareció en
Maine Magazine en marzo/abril de 1977. © Maine Magazine, Company, Inc., del
libro Night Shift. Reimpreso con permiso de Doubleday & Company, Inc.
Tenn — © 1956 by King-Size Publications, reimpreso con permiso del autor y de
su agente, Virginia Kidd.
Keller — © 1947 by David H. Keller. Copyright renovado. Reimpreso por
acuerdo con los herederos de David H. Keller y John Trevaskis jr.
Bloch — © 1939 by Street & Smith Publications; renovado en 1967 by Robert
Bloch. Reimpreso con permiso de Kirby McCauley, Ltd.
Wellman — © 1951 by Weird Tales para Weird Tales, mayo de 1951. Reimpreso
con permiso de Karl Edward Wagner, ejecutor literario de Manly Wade Wellman.
Leiber — © 1949, renovado en 1977 by Fritz Leiber. Reimpreso con permiso de
Richard Curtis Associates, Inc.
Quinn - Reimpreso con permiso de los agentes de los herederos del autor. © Scott
Meredith Literary Agency, Inc., 845 Tercera Avenida, Nueva York, NY 1022.
Derleth —© 1939 by Weird Tales. Copyright renovado. Reimpreso con permiso
de Scott Meredith Literary Agency, Inc., 845 Tercera Avenida, Nueva York, NY
1022.
Wellman — Cuando había luz de luna (When It Was Moonlight) — © 1940
byStreet & Smith Publications, Inc. para Unknown, febrero de 1940. Copyright
renovado en 1968 por The Conde Nast Publications, Inc. Reimpreso con permiso de
Karl Edward Wagner, ejecutor literario de Manly Wade Wellman.
Matheson — © 1951; renovado en 1979 by Richard Matheson. Reimpreso con
permiso de Don Congdon Associates, Inc.
Lee — © 1979 by Mercury Press, Inc. © 1983 by Tanith Lee. De The Magazine
of Fantasy and Science Fiction. Reimpreso con permiso de la autora y de DAW
Books, Inc.
designar una emanación, una fuerza vital, que supuestamente desprenden ciertas
personas, animales, plantas y minerales, y a la que sólo son sensibles determinados
individuos. Constituye el fundamento de fenómenos como el hipnotismo o el
magnetismo. (N. del T.) <<