Lukundoo y Otros Relatos Extran - Edward Lucas White
Lukundoo y Otros Relatos Extran - Edward Lucas White
Lukundoo y Otros Relatos Extran - Edward Lucas White
2
destacar Lukundoo, obra maestra incluida en
numerosas antologías, que nos habla de la
venganza sobrenatural de un brujo nativo
sobre un blanco que le ha desafiado; Amina,
ambientada en los desiertos de Oriente
Medio, nos cuenta la historia de una «femme
fatal» cuya naturaleza bestial prefigura las
criaturas de Clive Barker; La casa de la
pesadilla, una visión original sobre el tema de
la mansión encantada, o La isla de la brujería,
la inquietante historia de un excéntrico
aristócrata amante de las aves que reina como
un sátrapa oriental en una isla. El lector
aficionado disfrutará con el talento de White
para crear atmósferas en apariencia
intrascendentes que se deslizan
inesperadamente hacia sucesos siniestros y
amenazadores, siguiendo la lógica ilógica de
los sueños.
3
Edward Lucas White
Lukundoo y otros
relatos extraños y
terroríficos
Valdemar: Gótica - 115
ePub r1.0
orhi 03.08.2021
4
Título original: Lukundoo and Other Stories
Edward Lucas White, 1927
Traducción: Marta Lila Murillo
Prólogo: Jesús Palacios
Ilustración de cubierta: Santiago Caruso:
Nocturne II
5
PESADILLAS Y
MALDICIONES
6
encontrado particularmente agradable el
hecho de que, en italiano, el término para
designar la palabra pesadilla no sea otro que
incubo. Me resulta difícil no ver así en los
malos sueños el bienvenido ataque vampírico
de alguna entidad demoníaca —sea íncubo
sea súcubo, ¿qué importa?— dispuesta a
poseernos, sin darse cuenta quizás de que en
esa posesión también está implícita una
liberación de nuestras ataduras materiales, de
nuestra aburrida vigilia con todas sus
esclavitudes serviles, que supone sin duda un
destino quizás peor que la muerte, pero
siempre mejor que la vida. No es extraño,
pues, que sean muchos los escritores de
ficción fantástica y terrorífica quienes han
encontrado inspiración para sus obras en el
mundo de los sueños y, más específicamente,
de las pesadillas. Así surgieron en buena
parte, al menos según sus autores, el
Frankenstein de Mary Shelley, El extraño
caso del Dr. Jekylly Mr. Hyde de Stevenson y
hasta el Drácula de Stoker. Igualmente, por
confesión propia, sabemos que algunos de los
7
relatos más impresionantes de Poe, Wells o
Lovecraft tienen origen a su vez en pesadillas
y ensoñaciones plasmadas después en tinta
por sus creadores. Incluso best-sellers
modernos del género, como Misery de
Stephen King —siendo King, ¿cómo no tener
tal pesadilla?— o la saga Crepúsculo de
Stephenie Meyer proceden de sueños
recurrentes, en el segundo caso también
húmedos, por supuesto. Pero de entre todos
estos soñadores expertos hay uno que reclama
aquí nuestra atención por su singularidad, por
la longeva popularidad de algunos de sus
relatos —ya que no del propio autor— y por
su capacidad peculiar para conservar en ellos
la atmósfera onírica y la falta de lógica o
solución que inevitablemente acompaña los
genuinos sueños y pesadillas, poluciones de
nuestro inconsciente, individual y colectivo,
que nos obligan a llevar una doble vida
independiente de toda ley, regla o norma
impuesta por Dios, la naturaleza o el hombre.
Hablamos de Edward Lucas White (1866-
1934).
8
II
9
relatos macabros que gracias a las obras de
humor, historia, romance o costumbrismo que
en su día les hicieran populares y hasta ricos
en algunos casos. Para su desgracia, aunque
algunas de sus novelas fueron también
acogidas con notable éxito por crítica y
público, Lucas White jamás consiguió vivir
solo de la literatura, y mucho menos
rentabilizar sus muchos y excelentes cuentos
fantásticos que a menudo tardó años en
publicar y solamente tras su muerte
alcanzarían el estatus de verdaderos clásicos
del género.
La vida de E. L. White resulta poco
excitante y es más bien escaso lo que de ella
sabemos, principalmente gracias al ya
fallecido George T. Wetzel, polémico
miembro del fandom de fantasía y ciencia
ficción anglosajón desde la década de los 40,
quien a lo largo de varios números del
fanzine Fantasy Commentator publicó, a
comienzos de los años 80 del pasado siglo,
una serie de artículos bajo el título de Edward
Lucas White: Notes for a Biography que,
10
interrumpidos por su muerte en 1983, han
servido a su vez para los datos biográficos
que aporta el experto S. T. Joshi en su
introducción al libro The Stuff of Dreams:
The Weird Stories of Edward Lucas White
(Dover, 2016). Datos que, por supuesto,
siguen también en general estas breves líneas
sobre el devenir terrenal de nuestro autor.
White nació el 11 de mayo de 1866 en
Bergen (New Jersey), en el seno de una
familia de origen francés e irlandés, instalada
poco después de su nacimiento en Brooklyn.
Su padre, Thomas Hurley White, fue una de
las víctimas del Viernes Negro de 1869 (tan
distinto de los Black Friday de hoy en día…),
viéndose el matrimonio obligado a separarse
temporalmente por motivos económicos y
laborales. Mientras el padre permanecía en la
ciudad de Nueva York en busca de trabajo, E.
L. White se trasladaba con su madre a la
ciudad de Coxsackie, situada en las cercanías
del río Hudson. Los intentos familiares por
regentar una granja al oeste del Estado de
Nueva York, en Ovid, fracasaron también, y
11
en 1874 Thomas se vio obligado a mudarse a
Baltimore, donde su esposa tardaría casi
cinco años en reunirse con él. Pese a que
Edward fue enviado en 1877 a la Pen Lucy
School de Baltimore, gran parte de su
educación fue esporádica y autodidacta,
producto de sus visitas y lecturas constantes
en la Biblioteca del Instituto Peabody, donde,
al parecer, desarrolló su pasión por la Historia
y, en particular, por la historia de la antigua
Roma, que habría de dar sus frutos en el
futuro.
En 1884, Edward fue aceptado en la
Johns Hopkins University, donde destacaría
por su apasionada pertenencia al club de
debate, llamando positivamente la atención ni
más ni menos que del futuro presidente
Woodrow Wilson. Sin embargo, la
continuidad de sus estudios se vio
constantemente acosada por dos fantasmas
nada complacientes: la amenaza de la
pobreza, que le acompañaría durante casi
toda su vida, y las frecuentes migrañas que
sufriría también intermitentemente a lo largo
12
de su existencia, provocadas probablemente
por el estrés y el exceso de trabajo. En junio
de 1885 abandonaba la universidad para
emprender, por consejo médico, un viaje a
Río de Janeiro —cuya huella puede
encontrarse en el relato “Alfandega 49 A”,
incluido aquí— a bordo del navío Cordorus.
White escribía poesía y narrativa al menos
desde su adolescencia, y durante su viaje y
estancia en Brasil completó una primera
versión de su novela utópica Plus Ultra que,
sin embargo, arrojó por la borda durante la
travesía de regreso. Instalado de nuevo en
Baltimore y de vuelta en la Universidad a
finales de 1886, destruyó, presa de una crisis
profunda, la práctica totalidad de todo lo que
había escrito hasta entonces, alrededor de mil
doscientas obras de diverso género y
extensión. Pese a graduarse con honores en
1888 en Lenguas Románicas, de nuevo se
vería obligado a abandonar la institución así
como sus planes para emprender estudios de
posgrado, cuando a su padre se le agotara el
dinero con que le costeaba las clases,
13
arruinando sus posibilidades de conseguir un
puesto docente permanente en la Johns
Hoskins. A partir de ese momento, White
comenzaría una larga carrera como profesor,
primero de latín en Dartmouth, en 1892,
después en la Friends High School de
Baltimore como maestro de instituto, querido
y recordado por sus alumnos, y más tarde, en
1899, en la Boys Latin School, donde
permanecería hasta 1915, tras haber contraído
matrimonio en 1900 con la hermana de un
compañero de colegio, Agnes Gerry, después
del largo noviazgo de rigor característico de
la época.
III
A la par que se dedicaba profesionalmente a
la enseñanza, Edward volvió a probar suerte
con la literatura, escribiendo numerosos
poemas y relatos a partir de la década de los
90, aunque muchos de ellos no serían
14
publicados hasta muchos años después.
Admirador entregado de Edgar Allan Poe, y
lector de contemporáneos como Rudyard
Kipling, H. G. Wells o George Sterling, con
quienes llegó a mantener correspondencia,
muchos de sus cuentos y poesías tienen por
objeto historias macabras, personajes
fantásticos o ficciones extraordinarias y, de
hecho, la mayor parte de las más conocidas,
incluyendo aquellas que componen esta
antología, fueron escritas entre 1905 y 1909,
apareciendo irregularmente en revistas que
iban de pequeñas publicaciones locales de
Baltimore, como Dixie, a otras de mayor
tirada y distribución nacional, como Smith’s
Magazine, Young’s Magazine, Bellman,
Sunset Magazine, Atlantic Monthly e incluso
el New York Herald. Pese a ello, eran muchos
más los relatos rechazados, tanto de tema
fantástico como de otros estilos, que los
publicados y cobrados, por lo que de vez en
cuando se vio obligado a autoeditarse, sin
demasiado éxito, hasta que finalmente
decidiera probar suerte como novelista. Fue
15
así como, en 1916, vio la luz la que habría de
convertirse en su obra más popular y alabada,
al menos durante su vida: El Supremo: A
Romance of the Great Dictator of Paraguay,
novela histórica sobre el revolucionario Dr.
José Gaspar Rodríguez de Francia, principal
ideólogo y dirigente del proceso de
independencia del Paraguay, país que
gobernó de 1813 a 1840. El éxito inesperado
de la misma, que conocería más de diez
ediciones entre su publicación y 1943, volcó
a su autor en el género, aunque ahora
volviendo los ojos hacia su escenario
favorito, la Roma Antigua.
The Unwilling Vestal: A Tale of Rome
Under the Caesars (1918), Andivius Hedulio:
Adventures of a Roman Nobleman in the
Days of the Empire (1921), considerada por
Lovecraft, amante convicto y confeso de las
glorias romanas, su novela preferida dentro
de este género, fueron continuadas por otras
obras de menor éxito como Helen (1925),
acerca de Helena de Troya, o el ensayo
histórico Why Roma Fell (1927), que seguía
16
los pasos del clásico de Gibbon acerca del
auge y declive del Imperio Romano. Pese al
éxito inicial de sus primeras novelas
históricas, tampoco estas le produjeron
suficientes ingresos como para que pudiera
dedicarse exclusivamente a la literatura, y
seguía viendo cómo muchos de sus cuentos y
poesías eran rechazados sistemáticamente,
mientras pergeñaba laboriosamente una
nueva versión de su mastodóntica obra
utópica, Plus Ultra, cuyo primer manuscrito
entregara implacable a las aguas del océano
años antes. Entre 1918 y 1919 había escrito
una suerte de revisión breve de la misma
titulada From Behind the Stars, que tampoco
consiguió vender y más tarde incorporó como
primera parte de una nueva redacción del
libro, cuya composición inició un año
después de la muerte de su esposa, en 1928.
La obra llegó a sobrepasar las quinientas mil
palabras, lo que no ayudó precisamente a que
encontrara algún editor dispuesto a
publicarla, permaneciendo inédita tras su
muerte junto a otros relatos y poemas
17
sepultados entre sus efectos personales, para
ser redescubierta por el químico y fan pionero
de la ciencia ficción A. Langley Searles,
quien le dedicaría un detallado análisis en
varios números del citado fanzine Fantasy
Commentator.
Pese a su irregular carrera literaria, los
escasos emolumentos que esta le procurara
vinieron a redondear aquellos fijos que su
continuada labor en la enseñanza le
proporcionaba puntualmente, y así Edward
Lucas White pudo esquivar los espectros de
la pobreza que le habían acompañado durante
su infancia y buena parte de su juventud,
viviendo sus últimos años en relativa
prosperidad y retirándose de su puesto en la
University School for Boys de Baltimore en
1930, para fallecer tan solo cuatro años
después, el 30 de marzo de 1934, habiendo
publicado poco antes su único libro
autobiográfico, Matrimony (1932), dedicado
a la memoria de su muy amada esposa.
Probablemente se llevó con él a la tumba la
frustración (y la maldición) de que muchos de
18
sus mejores relatos macabros no obtuvieran el
éxito que merecían, así como la seguridad de
que sería recordado por las generaciones
posteriores como un gran novelista histórico,
autor de clásicos del género como El
Supremo o Anduvius Hedulio. No podía estar
más equivocado.
IV
Como vimos antes, la mayor parte de los
cuentos de Edward Lucas White fueron
escritos en el breve periodo comprendido
entre 1905 y 1909, pero aunque algunos
encontraron su hueco en revistas de la época,
fue el propio White quien compiló la mayoría
de estos en dos volúmenes que conocieron
también un éxito más bien regular. El
primero, The Song of the Sirens (1919),
contiene algunos ejemplos de tema
sobrenatural, pero priman sobre todo en él las
historias ambientadas en la Roma Antigua,
19
mientras que el segundo —cuya edición en
castellano tiene el lector entre sus manos—,
Lukundoo and Other Stories (1927),
comprende sus más famosos cuentos
macabros y fantásticos, aquellos que según su
confesión le fueran inspirados por sus propios
sueños y le han convertido en verdadero
clásico del género capaz de hacer las delicias
de cualquier lector actual, demostrando que,
frente a la fecha de caducidad que muchas
veces ostentan inconscientemente obras
«realistas» más populares que en su día
fueron best-sellers, la literatura fantástica y
de lo extraño posee un poder intrínseco,
imperecedero y atemporal, que resiste el paso
de modas y tendencias. El poder de sueños y
pesadillas, cuyos disfraces cambian con el
paso de los años y los siglos, pero cuya
esencia sigue siendo la misma para aquellos
valientes soñadores dispuestos a atenderlas y
seguir sus tortuosos senderos hacia lo
desconocido.
Los relatos de White se inscriben en la
mejor tradición eduardiana del fantástico, con
20
un pie en el siglo XIX y otro en la modernidad
galopante, combinando la sabiduría narrativa
de sus autores más admirados, como Kipling
o Wells, con un toque también de pulp fiction
que los aproxima a otros escritores
contemporáneos y populares como Robert W.
Chambers o Henry S. Whitehead. Del
conjunto de los que forman este notable
volumen destacan, sin duda alguna, aquel que
le da título, “Lukundoo”, escrito nada menos
que en 1907 pero inédito hasta 1925, fecha en
que fuera publicado por la siempre mítica
Weird Tales en su ejemplar de noviembre, y
“Amina”, que tendría la suerte de ser impreso
en el número correspondiente al 1 de junio de
1907 de la revista Bellman, solo un año
después de haber sido escrito. Ambos tienen
en común su escenario exótico, y el
componer no solo una suerte de mal sueño
personal del autor, sino también una mirada
oblicua al inconsciente colectivo del
colonialismo imperialista de su tiempo, del
que parecen representar su peor pesadilla
posible. En el primero, como reconoce White,
21
está presente el recuerdo del relato de Wells
“Pollock y el hechicero Porroh”, pero
“Lukundoo” lleva el leitmotiv de la venganza
sobrenatural de un brujo nativo sobre el
hombre blanco que le ha desafiado hasta
extremos tan grotescos como sorprendentes,
que tienen algo ya de genuino body horror,
digno de Cronenberg o Clive Barker,
propiciando una lectura sociopolítica
evidente: el cuerpo del imperio conquistado
por sus súbditos coloniales, que lo socavan y
se abren paso en él como una infección,
destruyéndolo en el proceso. Una bonita
metáfora para estos días de emigrantes que
arriban ininterrumpidamente a las costas
europeas, infiltrándose imparables en el
cuerpo en decadencia de la Vieja Europa. No
es difícil encontrar la huella de este cuento,
obra maestra de su autor y el más conocido
de todos, en muestras modernas del género
como el relato “Cómo se desangran los
expoliadores” de Barker (Libros de Sangre II.
Valdemar, 2017) o, de forma más tangencial
y quizá inconsciente, en el desopilante “Hay
22
un millón de maneras de hacer lo correcto”,
de Matthew Revert, incluido en la antología
de Hugo Camacho Bienvenidos al bizarro
(Orciny Press, 2017). Por su parte, “Amina”,
que tiene cierto precedente en un temprano
poema de White, “The Ghoula”, escrito en
1897 y narrado desde el punto de vista de una
criatura antropófaga, toma su título del
personaje de una de las historias más
siniestras de Las mil y una noches, y lleva al
lector hasta los desiertos de Oriente Medio
para enfrentarle a una suerte de femme fatal
de naturaleza bestial, que más parece
pertenecer a alguna de las razas de noche de
Barker que a un orden sobrenatural,
constituyendo uno de los más destacados
ejemplos, si no el mejor, del empleo del
personaje del ghoul en la literatura de horror.
Aunque no todos los relatos del libro
están, por supuesto, a la misma altura, la
mayoría comparten buena parte de las
mejores virtudes de su autor: la creación de
una atmósfera en apariencia normal que
velozmente se desliza hacia lo siniestro y
23
amenazador, siguiendo la lógica ilógica de
los sueños; el trazo rápido, eficaz y potente
del carácter de sus personajes, perfilados en
tan solo unas pocas definitorias líneas; y su
capacidad para dar una vuelta de tuerca
siempre original a tópicos como la mansión
embrujada —“La casa de la pesadilla” (1905)
—, la profecía autocumplida —“El mensaje
en la pizarra” (1906), que incluye por otro
lado una interesante descripción de los
métodos y teorías espiritistas de la época—,
la brujería —“El cinturón de piel de cerdo”
(1907)— o las premoniciones inexplicables
—“El rompecabezas” (1909), “Alfandega 49
A” (1913)—. Pero aquellos que destacan de
manera singular son, precisamente, los más
próximos al mundo onírico del que surgen,
donde el poder de las imágenes invocadas y
la extrañeza de las situaciones supera
cualquier otro elemento narrativo,
despertando en el lector una inquietud
profunda, que responde menos a lo
sobrenatural que a lo incomprensible, a lo
irreductible a la lógica y lo soberanamente
24
absurdo de un universo donde lo misterioso
es inexplicable por defecto y por definición.
En “El hocico” (1909), un grupo de ladrones
penetra en la mansión de un excéntrico
potentado a fin de despojarle de sus riquezas,
para encontrarse con algo no solo inesperado
sino tan grotesco y carente de sentido como
vagamente reminiscente de imágenes
arquetípicas y paganas, evocadoras de un
erotismo inhumano y de blasfemas
aberraciones contranatura. La descripción del
peculiar interior de la mansión, de los
extraños cuadros y objetos que la decoran,
evoca los lienzos de René Magritte y Paul
Delvaux o incluso los collages de Jan
Švankmajer y las caricaturas de Topor, en un
genuino toar de force surrealista, digno de
Lynch, mientras que, en cierta medida, el
desarrollo y punto de partida del argumento
recuerdan la posterior pieza teatral de Lord
Dunsany “Una noche en una taberna” (1916).
Ya S. T. Joshi y otros han señalado el aire de
familia que “La isla de la brujería” (1922)
posee con la serie televisiva británica de culto
25
El prisionero, pero mientras esta, al menos en
principio, tenía la excusa del fanta-espionaje
y la conspiración como punto de partida, aquí
nos encontramos con un escenario aislado,
paranoico y de atmósfera rarificada en
extremo, que responde, por lo demás, tan solo
al imperio de un individuo extravagante,
excéntrico aristócrata amante de las aves, que
reina sobre la isla del título literalmente y tal
y como nos dice el protagonista del cuento
como «un déspota oriental entre sus
sultanas». Sofocante, decadente y cada vez
más grotesco —en sentido literal: parte de la
acción se refiere a una misteriosa gruta donde
se oculta… ¡un ganso salvaje de instintos
violentos!—, dominado indirectamente por la
presencia de una suerte de bruja con aspecto
de matrona celta que no puede estar más lejos
del arquetipo de Circe, aunque sospechamos
puede convertir a quien quiera en animal o
algo peor, este relato resulta tan inquietante
como siniestramente divertido, con algunos
sorprendentes elementos en común con el
clásico eroguro El extraño caso de la Isla
26
Panorama (Satori, 2016), de Edogawa
Rampo, publicado cuatro años más tarde en
Japón.
La única excepción al ambiente onírico y
pesadillesco de los relatos aquí reunidos, que
tan bien sabe sugerir y cultivar White
huyendo siempre de explicaciones tanto
naturales como esotéricas, dejando abierta la
puerta a lo imposible, más cerca en ese
sentido del cuento de horror absurdo y
modernista que de la historia clásica de
fantasmas anglosajona, es “La espada de
Floki” que, como reconoce su autor, es en
realidad el desarrollo literario de la pesadilla
de uno de sus amigos, concerniente a una
espada mágica de carácter legendario, que el
escritor convierte en relato de aventuras
históricas en un estilo que puede evocar a
Talbot Mundy, Edison Marshall o Robert E.
Howard, muy disfrutable también,
especialmente en lo que se refiere a su
sorprendente aliento y alegato pagano, que
haría las delicias de cualquier seguidor de
Ásatrú que se precie y nos recuerda que las
27
novelas romanas de White son poco
complacientes con el cristianismo, a
diferencia de lo que era habitual en la época
de Quo Vadis?, Fabiola o Ben-Hur. Otro
inesperado atractivo más que sumar a la
lectura de este Lukundoo.
Admirado por Lovecraft, quien le dedica
sendos elogios en su ensayo El horror
sobrenatural en la literatura (Valdemar,
2010), incomprendido en su tiempo como
autor de ficción fantástica pero
paradójicamente admirado por sus novelas
históricas, Edward Lucas White es hoy por
hoy un nombre fundamental que sumar a la
nómina de autores anglosajones de fantasía
macabra y extraña de finales del siglo XIX y
comienzos del XX, no tanto quizá a la de
aquellos que ocupan su primera línea y cuya
influencia posterior es más que evidente,
como es el caso de Machen, Blackwood, M.
R. James, Lord Dunsany o Bierce, pero sí de
esos otros no menos afortunados, capaces de
construir a su vez un estilo y universo
propios, una obra narrativa coherente y
28
original, perfectamente legible y disfrutable
en la actualidad, como W. W. Jacobs, Oliver
Onions, W E Harvey, Robert W. Chambers,
E Marion Crawford o Vernon Lee, salvando
las distancias que se quieran entre todos ellos.
Un escritor que ha influido oscuramente en
maestros posteriores del género como Robert
Bloch, Richard Matheson o Clive Barker, que
nos ha legado uno de los cuentos clave del
relato fantástico del siglo XX, ese
“Lukundoo” a la altura de otros clásicos
imprescindibles como “La pata de mono” o
“La bestia de cinco dedos”, y, sobre todo, un
autor que fue capaz de transformar la materia
de la que estaban hechas sus pesadillas
privadas en historias para no dormir capaces
de conectar también con las nuestras, con las
de su tiempo y con las de cualquier ser
humano capaz de soñar con mundos cuya
extrañeza y otredad, por siniestras y terribles
que resulten, son siempre preferibles a la
sórdida vigilia en que vivimos y
languidecemos poco a poco la mayoría de
nosotros.
29
LUKUNDOO
30
31
LUKUNDOO
32
con esa halagadora espontaneidad del silencio
expectante que invita a hablar.
—Estaba pensando —dijo tras un breve
intervalo— en algo que vi y oí en África.
Bueno, si había algo que nos había
resultado imposible era sonsacar a Singleton
algo concreto sobre sus experiencias en
África. Como el alpinista aquel de la historia,
que solo podía decir que subió y bajó, la
suma de las revelaciones de Singleton era que
había ido allí y había vuelto. Sus palabras
atrajeron nuestra atención de inmediato.
Twombly se desvaneció de la alfombra frente
a la chimenea, pero ninguno de nosotros
recordaba cuándo se apartó de allí. La
habitación se reajustó ahora, con el centro de
atención en Singleton, y algunos rápidamente
y de forma furtiva se encendieron unos puros.
Singleton también se encendió uno, pero se le
apagó enseguida y no volvió a encenderlo.
33
Nos encontrábamos en el Gran Bosque, en
busca de pigmeos. Van Rieten sostenía la
teoría de que los enanos encontrados por
Stanley y otros eran simplemente una mezcla
de negros normales y pigmeos verdaderos.
Esperaba descubrir una raza de hombres de
noventa centímetros de altura o incluso
menos. No habíamos encontrado rastro
alguno de la existencia de tales seres.
Había pocos nativos, la caza escaseaba,
no había ningún alimento a excepción de la
caza y nos rodeaba el bosque más denso,
húmedo y embarrado de todos. Nosotros
éramos la única novedad en el territorio,
ningún nativo de los que encontramos allí
había visto nunca a un hombre blanco y la
mayoría ni tan siquiera habían oído hablar de
los hombres blancos. De repente, una tarde
llegó a nuestro campamento un inglés,
bastante demacrado, por cierto. No habíamos
oído hablar de él antes, pero él no solo había
oído hablar de nosotros, sino que además
había realizado una asombrosa marcha de
cinco días para llegar hasta nuestra posición.
34
Su guía y dos porteadores estaban casi tan
demacrados como el inglés. Aunque su ropa
estaba hecha jirones y llevaba una barba de
cinco días, se podía ver que normalmente iba
más acicalado y aseado y que era de la clase
de hombres que se afeitan a diario. Era de
baja estatura, pero fibroso. Su rostro era la
clase de rostro británico del que cualquier
tipo de emoción ha sido tan cuidadosamente
borrada que un extranjero bien podría pensar
que el poseedor de tal semblante es incapaz
de experimentar ninguna clase de
sentimiento; el tipo de rostro que, si muestra
algún tipo de expresión en alguna ocasión,
principalmente sería la determinación de ir
por el mundo de forma decorosa, sin
imponerse ni molestar a nadie.
Su nombre era Etcham. Se presentó con
modestia y comió con nosotros tan
frugalmente que jamás habríamos sospechado
que tan solo había ingerido tres comidas en
cinco días, y ligeras, si nuestros porteadores
no hubieran sido informados de este hecho
por sus porteadores. Tras encender la
35
hoguera, nos contó por qué había venido a
nuestro encuentro.
—Mi jefe está muy enfermo —dijo entre
caladas al cigarro—. Acabará muriendo si
sigue así. Pensé que tal vez…
Hablaba en voz baja con un tono suave y
apacible, pero pude ver gotitas de sudor que
brotaban en el labio superior y por debajo de
su grueso bigote, y se detectaba un atisbo de
emociones reprimidas en su voz, una
ansiedad velada en su mirada, un afán interior
palpitante en su actitud que me conmovieron
de inmediato. Van Rieten no era un hombre
de sentimientos y, si se conmovió, desde
luego no lo mostró. Pero le escuchó. Me
sorprendió que lo hiciera. No era dado a
perder el tiempo. Pero esta vez escuchó las
palabras tímidas y vacilantes de Etcham. E
incluso le hizo algunas preguntas.
—¿Quién es su jefe?
—Stone —susurró Etcham.
El nombre nos dejó anonadados.
—¿Ralph Stone? —exclamamos al
unísono. Etcham asintió.
36
Durante unos cuantos minutos Van Rieten
y yo nos quedamos en silencio. Van Rieten
nunca lo había visto, pero yo había sido
compañero de clase de Stone y Van Rieten y
yo habíamos hablado de él alrededor de
muchas hogueras de campamento. Habíamos
tenido noticias suyas hacía dos años, al sur de
Luebo, en el condado de Balunda, pues había
estado armando jaleo con su lucha teatrera
contra un curandero balunda, que acabó con
el curandero totalmente acabado y el
sometimiento de su tribu ante Stone. Incluso
llegaron a romper el silbato del curandero y
entregaron a Stone los pedazos. Había sido
como el triunfo de Elías sobre los profetas de
Baal, aunque más real para los balunda.
Creíamos que Stone se encontraba muy
lejos, si es que aún se encontraba en África, y
de repente se apareció ante nosotros,
probablemente adelantándose a nuestra
misión.
37
II
38
casamiento de nuevo con la mujer de la que
acababa de divorciarse, su segunda pelea y
segundo divorcio; su partida de su tierra
natal, su llegada al continente negro. Vagas
imágenes de todo esto pasaron rápidamente
por mi cabeza, y creo que lo mismo le ocurrió
a Van Rieten, allí sentado en silencio. Y
entonces preguntó:
—¿Dónde está Werner?
—Muerto —respondió Etcham—. Murió
antes de que me uniera a Stone.
—¿No estuvo usted con Stone al norte de
Luebo?
—No —dijo Etcham—, me uní a él en las
cataratas Stanley.
—¿Quién está con él? —preguntó Van
Rieten.
—Solo sus sirvientes de Zanzíbar y los
porteadores —contestó Etcham.
—¿Qué clase de porteadores? —preguntó
Van Rieten.
—Mang-battus —respondió simplemente.
Ese dato impresionó a Van Rieten y a mí
mismo sobremanera. Confirmaba la
39
reputación de Stone de ser un líder de
hombres formidable. Porque hasta ese
momento nadie había logrado contratar a
hombres mang-battus como porteadores fuera
de su tierra natal, o mantenerlos junto a ellos
durante expediciones largas o difíciles.
—¿Cuánto tiempo han estado entre los
mang-battu? —fue la siguiente pregunta de
Van Rieten.
—Unas cuantas semanas —dijo Etcham
—. Stone estaba interesado en ellos y logró
recopilar una cantidad considerable de
vocabulario a partir de sus palabras y frases.
Stone sostenía la teoría de que son
descendientes de los balunda y encontró
muchas pruebas que lo confirmaban en sus
hábitos y costumbres.
—¿Y con qué subsisten? —preguntó Van
Rieten.
—Principalmente, caza —susurró
Etcham.
—¿Cuánto tiempo lleva Stone postrado?
—preguntó a continuación Van Rieten.
40
—Hace más de un mes —respondió
Etcham.
—¡Y usted ha estado cazando para el
campamento! —exclamó Van Rieten. El
rostro de Etcham, a pesar de lo quemado y
ajado que estaba, se ruborizó.
—Fallé algunos blancos fáciles —admitió
con tristeza—. No me he sentido del todo en
forma.
—¿Y qué le ocurre a su jefe? —inquirió
Van Rieten.
—Algo parecido al ántrax —contestó
Etcham.
—Bueno, tendría que poder recuperarse
de uno o dos forúnculos —afirmó Van
Rieten.
—No son forúnculos —explicó Etcham
—. Y no son uno o dos. Tiene docenas de
ellos, en ocasiones cinco al mismo tiempo. Si
hubiera sido ántrax estaría muerto hace
tiempo. Pero en algunos aspectos no parecen
malignos, aunque en otros son incluso peor.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Van
Rieten.
41
Bueno —vaciló ahora Etcham—, no
parecen inflamarse tan profunda y
extensamente como los forúnculos, ni
tampoco dan la impresión de ser tan
dolorosos ni causar tanta fiebre. Pero parecen
ser el síntoma de una enfermedad que afecta a
su mente. Me permitió que le ayudara a
vendar el primer forúnculo, pero ocultó
cuidadosamente los otros, a mí y al resto de
los hombres. Se queda en la tienda cuando los
hombres fuman y no me deja cambiarle los
vendajes ni estar con él en absoluto.
—¿Disponen de suficiente vendaje? —
preguntó Van Rieten.
—Algo tenemos —dijo Etcham vacilante
—. Pero no quiere usarlos; lava los vendajes
que lleva y los usa una y otra vez.
—¿Cómo se está tratando los forúnculos?
—preguntó Van Rieten.
—Los corta a ras de piel con su cuchilla.
—¿Qué? —exclamó Van Rieten.
Etcham no respondió, pero le miró
fijamente a los ojos.
42
—Le pido disculpas —se apresuró a decir
Van Rieten—. Me ha asustado. No pueden
ser forúnculos. Habría muerto hace ya
mucho.
—Creo que ya dije que no eran
forúnculos —siseó Etcham.
—¡Pero el hombre debe de estar loco! —
exclamó Van Rieten.
—Exactamente —dijo Etcham—. Y me
veo incapaz de aconsejarle o controlarlo.
—¿Cuántas heridas se ha tratado de esa
manera? —preguntó Van Rieten.
—Dos, que yo sepa —dijo Etcham.
—¿Dos? —inquirió Van Rieten.
Etcham volvió a ruborizarse.
—Lo vi hacerlo —confesó— a través de
una rendija de la cabaña. Sentí la obligación
de vigilarlo, como si no fuera responsable de
sus actos.
—Creo que no lo es —afirmó Van Rieten
—. ¿Y lo vio hacerlo en dos ocasiones?
—Supongo —dijo Etcham— que hizo lo
mismo con el resto.
43
—¿Cuántos forúnculos en total? —
preguntó Van Rieten.
—Docenas —respondió Etcham.
—¿Come? —preguntó Van Rieten.
—Como un lobo —dijo Etcham—. Más
que un par de porteadores.
—¿Puede caminar? —preguntó Van
Rieten.
—Gatea un poco, pero dolorido —dijo
Etcham simplemente.
—Y dice que tiene poca fiebre —
reflexionó Van Rieten.
—Ni mucha ni poca —declaró Etcham.
—¿Ha estado delirando? —preguntó Van
Rieten.
—Solo en dos ocasiones —respondió
Etcham—; la primera vez cuando eclosionó
el primer forúnculo, y la segunda más tarde.
No dejó que nadie se acercara a él entonces.
Pero podíamos oírle, hablando sin cesar, y
asustaba a los nativos.
—¿Hablaba en su lengua mientras
deliraba? —preguntó Van Rieten.
44
—No —dijo Etcham—, pero hablaba con
una jerga similar. Hamed Burghash afirmó
que hablaba en balunda. Yo conozco muy
poco el balunda. No se me da bien aprender
idiomas. Stone aprendió más mang-battu en
una semana que lo que yo podría haber
aprendido en un año. Pero me pareció oír
palabras similares a las del mang-battu. En
todo caso, los porteadores mang-battu se
asustaron.
—¿Se asustaron? —repitió Van Rieten,
sorprendido.
—También los hombres de Zanzíbar,
incluso Hamed Burghash y yo mismo —dijo
Etcham—, aunque por un motivo diferente.
Hablaba con dos voces distintas.
—Con dos voces… —reflexionó Van
Rieten.
—Sí —confirmó Etcham, más excitado
de lo que había estado hasta el momento—.
Con dos voces, como en una conversación.
Una era la suya y la otra una voz
quejumbrosa, suave y aguda como ninguna
que yo haya escuchado nunca. Me pareció
45
entender, entre los sonidos que emitió la voz
profunda, algo parecido a algunas palabras en
mang-battu que conocía, como nedru,
metebaba y nedo, que significaban «cabeza»,
«hombro», «muslo»; y, tal vez, kudra y
nekere («hablar» y «silbar»); y entre los
sonidos que emitía la voz aguda escuché
matomipa, angunzi y kamomamia («matar»,
«muerte» y «odiar»), Hamed Burghash dijo
que también oyó esas palabras. Conocía el
idioma mang-battu mucho mejor que yo.
—¿Qué dijeron los porteadores? —
preguntó Van Rieten.
—Decían «¡Lukundoo, Lukundoo!» —
contestó Etcham—. Yo ignoraba esa palabra;
Hamed Burghash dijo que era la palabra
mang-battu para referirse a un «leopardo».
—En mang-battu significa «brujería» —le
corrigió Van Rielen.
—Y no me extraña que pensaran eso —
dijo Etcham—. Escuchar esas dos voces
bastaba para hacerle creer a uno en la
brujería.
46
—¿Una voz respondiendo a la otra? —
preguntó Van Rielen sin mostrar ninguna
sorpresa.
El rostro de Etcham palideció bajo su piel
morena.
—A veces ambas al mismo tiempo —
respondió con voz ronca.
—¡Las dos al mismo tiempo! —exclamó
Van Rieten.
—Así les sonó también a los hombres —
dijo Etcham—. Y eso no es todo.
Hizo una pausa y nos miró con
impotencia durante unos segundos.
—¿Puede un hombre hablar y silbar al
mismo tiempo? preguntó.
—¿A qué se refiere? —dijo Van Rieten.
—Podíamos oír a Stone hablando, su
enorme y profundo pecho de barítono
retumbaba, y durante todo ese tiempo oíamos
un silbido agudo y estridente, el siseo más
extraño que jamás hubiera oído. ¿Saben? Da
igual lo agudo que un hombre adulto intente
hacer un silbido, el tono tiene una cualidad
diferente del silbido de un chico o una mujer
47
o una niña pequeña. Suenan más agudos.
Bueno, si se pueden imaginar a la niña más
pequeña que supiera silbar con un silbido
átono y continuo, ese silbido era exactamente
así, aunque aún más penetrante, y sonaba al
unísono con la voz grave de Stone.
—¿Y no acudió en su ayuda? —exclamó
Van Rieten.
—No es dado a amenazar —aclaró
Etcham—. Pero nos había dicho, no de forma
histérica ni como un demente, sino con calma
y determinación, que si alguno de nosotros
(me agrupaba a mí con el resto de los
hombres) se acercaba a él cuando estaba en
esos trances, ese hombre moriría. Y no eran
tanto sus palabras como sus gestos. Era como
un monarca ordenando tener una respetuosa
privacidad en su lecho de muerte. Uno
simplemente no puede desobedecer.
—Comprendo —dijo Van Rieten
sucintamente.
—Está muy enfermo —repitió Etcham,
desvalido—. Pensé que tal vez…
48
Su absorbente afecto por Stone, su amor
verdadero por él se adivinaba tras su fachada
de formación convencional. La adoración por
Stone era claramente su mayor pasión.
Como muchos hombres competentes, Van
Rieten poseía una vena de duro egoísmo. Y
ahora esta salió a la superficie. Dijo que
nosotros conducíamos nuestras vidas día a día
con tanta verdad como Stone, que él no
olvidaba los lazos de sangre que existen y la
ayuda que nos debemos entre exploradores,
pero que no tenía sentido poner en peligro a
un grupo para el muy dudoso beneficio de un
hombre probablemente ya sin esperanza
alguna; que ya era suficiente cazar para un
solo grupo, y que si se unieran los dos
grupos, proporcionar comida resultaría el
doble de dificultoso; que el riesgo de morir de
hambre era demasiado grande. Desviar
nuestra ruta para embarcarnos en un viaje de
siete días (alabó a Etcham por su enorme
capacidad para la marcha) podría echar a
perder nuestra expedición por completo.
49
III
50
¿Puede afirmar que estas cabezas son de
adultos?
—No afirmo nada —respondió Etcham
con calma—. Usted mismo puede
examinarlas.
Van Rieten me pasó una de las cabezas.
El sol estaba a punto de ponerse y la examiné
de cerca. Sin duda era una cabeza seca,
perfectamente conservada, y la carne tan dura
como tasajo argentino. Un trozo de una
vértebra sobresalía donde los músculos del
cuello se habían arrugado en pliegues. La
barbilla débil era afilada, en una mandíbula
protuberante; los dientes diminutos eran
blancos y parejos entre los labios retraídos; la
pequeña nariz era chata y la pequeña frente
hundida; había unas pocas matas lanudas
raquíticas en el cráneo liliputiense. No había
ningún rasgo de niñez o juventud en la
cabeza, más bien de madurez y senilidad.
—¿De dónde han salido? —inquirió Van
Rieten.
—No lo sé —contestó Etcham con
sinceridad—. Las encontré entre las
51
pertenencias de Stone mientras buscaba
medicinas o drogas, o cualquier cosa que me
sirviera para ayudarle. No sé de dónde las
sacó. Pero juraría que no las tenía cuando
entramos en este territorio.
—¿Está seguro? —preguntó Van Rieten
con sus grandes ojos clavados en los de
Etcham.
—Muy seguro —siseó Etcham.
—¿Pero cómo pudieron llegar a su poder
sin que usted lo supiera? —objetó Van
Rieten.
—A veces nos separábamos durante diez
días seguidos cuando salía de caza —dijo
Etcham—. Stone no es muy hablador. No me
daba ninguna explicación sobre sus tareas y
Hamed Burghash es de pocas palabras y
mano firme con los hombres.
—¿Ha examinado estas cabezas? —
preguntó Van Rieten.
—Exhaustivamente —contestó Etcham.
Van Rieten sacó su libreta. Era un tipo
metódico. Arrancó una hoja, la dobló y la
52
dividió en tres trozos iguales. Me entregó un
trozo a mí y otro a Etcham.
—Solo para confirmar mis impresiones
—dijo—, quiero que cada uno de nosotros
escribamos por separado a qué nos recuerdan
estas cabezas. Luego quiero comparar lo
escrito.
Pasé a Etcham un lápiz y escribió algo.
Luego me devolvió el lápiz y fue mi turno de
escribir.
—Lea las tres —me dijo Van Rieten tras
pasarme su trozo.
Van Rieten había escrito:
«Un viejo brujo balunda».
Etcham había escrito:
«Un viejo chamán mang-battu».
Yo había escrito:
—Un viejo mago katongo.
—¡Miren! —exclamó Van Rieten—.
¡Miren esto! No hay ningún rasgo wagabi o
batwa o wambuttu o wabotu en estas cabezas.
Ni tampoco pigmeo.
—Eso me pareció a mí —afirmó Etcham.
—¿Y dice que no las tenía antes?
53
—Con toda certeza, no las tenía —afirmó
Etcham.
—Vale la pena investigarlo —dijo Van
Rieten—. Le acompañaré. Y en primer lugar,
haré todo lo posible para salvar a Stone.
Le ofreció la mano y Etcham la estrechó
en silencio. El hombre era todo
agradecimiento.
IV
Solo la febril preocupación de Etcham hizo
posible que este realizara el trayecto en tan
solo cinco días. Tardó ocho días en volver
sobre sus pasos a pesar de conocer el camino
y de contar con la ayuda de nuestra partida.
No habríamos podido hacerlo en siete días, a
pesar de que Etcham nos espoleaba en un
ataque de furia reprimida; no era el simple
afán de cumplir con su deber para con su jefe,
sino una devoción verdaderamente ardorosa,
una aureola de adoración hacia la persona de
54
Stone que ardía bajo su austero exterior
convencional y que se mostraba a su pesar.
Encontramos a Stone bien atendido.
Etcham había hecho levantar un alto cercado
o zareba de espinos alrededor del
campamento; las cabañas estaban
sólidamente construidas y protegidas con
techos de paja y Stone se encontraba todo lo
bien que le permitían los recursos de los que
disponían. Hamed Burghash no compartía el
nombre de dos grandes Sayyids por nada.
Había en él un sultán en ciernes. Logró
mantener a los mang-battu unidos, ni un solo
hombre se había marchado, y los había
metido en cintura. Además, era un hábil
enfermero y un sirviente fiel.
Los otros dos hombres de Zanzíbar
habían hecho una encomiable labor como
cazadores. Aunque todos tenían hambre, en el
campamento no estaban ni mucho menos
desnutridos.
Stone descansaba en un camastro de lona
y había una especie de taburete-mesa
plegable de campamento, como un taburete
55
turco, al lado del camastro. Sobre él había
una botella de agua y unos cuantos frascos
junto al reloj de Stone, y la cuchilla dentro de
su estuche.
Stone estaba limpio y nada demacrado,
pero totalmente ido; no estaba inconsciente,
pero sí profundamente aturdido e incapaz de
dar órdenes o resistirse a nadie. No pareció
vernos cuando entramos ni que fuera
consciente de nuestra presencia. Yo le habría
reconocido en cualquier lugar. Por supuesto,
su juvenil impronta y gracia habían
desaparecido por completo. Pero su cabeza
era incluso más leonina; su cabello todavía
era abundante, rubio y ondulado; la densa y
rizada barba rubia que se había dejado crecer
durante su enfermedad no lo había cambiado.
Todavía era un hombre grande y de espaldas
anchas. Su mirada estaba apagada y tan solo
murmuraba y balbuceaba sílabas sin sentido,
pero ninguna palabra.
Etcham ayudó a Van Rieten a destaparlo
para examinar su cuerpo. Estaba bastante
musculado para haber estado tanto tiempo
56
postrado. No había ninguna cicatriz en su
cuerpo, excepto en las rodillas, los hombros y
el pecho. En cada rodilla, y por encima de
esta, había una veintena de cicatrices
redondas y una docena o más en cada
hombro, todas por la parte de delante. Dos o
tres eran heridas abiertas, y cuatro o cinco
recién curadas. No tenía nuevos forúnculos,
excepto dos, a cada lado de los pectorales; el
de la izquierda estaba situado más alto y más
exterior que el de la derecha. No tenían
aspecto de forúnculos o eccemas, sino más
bien como si algo romo y duro despuntara
bajo una carne y piel bastante sanas, y no se
veían muy inflamadas.
—Creo que es mejor que no extirpe estos
—dijo Van Rieten, y Etcham asintió.
Dejaron a Stone lo más cómodo que
pudieron, y justo antes de la puesta de sol
volvimos a echarle un vistazo. Estaba
tumbado boca arriba y su pecho seguía
pareciendo ancho y enorme, pero estaba
como aletargado. Dejamos a Etcham con él y
nos fuimos a la cabaña contigua que nos
57
había asignado. Los sonidos de la jungla no
se diferenciaban de los sonidos que habíamos
escuchado en cualquier otro lugar durante los
últimos meses, y pronto me quedé
profundamente dormido.
V
En algún momento, en la total oscuridad, me
desperté al escuchar algo. Podía oír dos
voces, una era la de Stone, y la otra era
susurrante y entrecortada. Reconocía la voz
de Stone a pesar de los años que habían
pasado desde la última vez que la escuché. La
otra voz no se parecía a nada que conociera.
Tenía menos volumen que el lloro de un
recién nacido y, sin embargo, poseía una
insistente potencia, como el chirrido de un
insecto. Mientras escuchaba oí la respiración
de Van Rieten cerca de mí en la oscuridad;
entonces él me oyó y supo que yo también
estaba escuchando. Como Etcham, sabía muy
58
poco balunda, pero fui capaz de distinguir
una o dos palabras. Las voces se alternaban
con silencios entre medias.
Entonces, de repente ambas sonaron a la
vez, y muy rápido; la voz grave de barítono
de Stone, fuerte como si gozara de perfecta
salud, y ese falsete increíblemente estridente,
ambas sonando al unísono, como las voces de
dos personas peleándose e intentando hablar
por encima del otro.
—No puedo soportar esto —dijo Van
Rieten—. Vayamos a echarle un vistazo.
Van Rieten tenía uno de esos faros
eléctricos cilíndricos. Rebuscó hasta dar con
él, apretó el botón y me hizo señas para que
le acompañara. Fuera de la caseta me hizo
una señal para que me quedara quieto y apagó
la luz instintivamente, como si la vista
dificultara nuestra capacidad auditiva.
A excepción del débil resplandor que
despedían los rescoldos de la hoguera de los
porteadores, nos encontrábamos en total
oscuridad; pocas estrellas lograban filtrar su
luz por entre los árboles y desde el río tan
59
solo se escuchaba un débil murmullo de agua.
Podíamos oír las dos voces al unísono, y
entonces, de repente, la voz chirriante cambió
a un penetrante y afilado silbido,
indescriptiblemente cortante, que continuó
durante todo el tiempo que Stone gruñía un
torrente de palabras roncas.
—¡Dios Santo! —exclamó Van Rieten.
Abruptamente, encendió la luz.
Encontramos a Etcham profundamente
dormido, agotado por su prolongado estado
de ansiedad y los esfuerzos de su increíble
capacidad de marcha, y relajado ahora que la
carga que lo abrumaba, en cierto sentido,
había pasado a las espaldas de Van Rieten. Ni
tan siquiera la luz que iluminó su rostro lo
despertó.
El silbido había cesado y las dos voces
ahora sonaban al unísono. Ambas provenían
del camastro de Stone, donde el rayo de luz
concentrado reveló que yacía tal como lo
habíamos dejado, aunque ahora tenía los
brazos estirados por encima de la cabeza y se
60
había arrancado las sábanas y los vendajes
del pecho.
El forúnculo en la parte derecha del pecho
había eclosionado. Van Rieten apuntó con la
luz al centro de este y lo vimos claramente.
De su carne, como una excrecencia,
sobresalía una cabeza idéntica a los
especímenes resecos que Etcham nos había
mostrado, como la cabeza de un chamán
balunda en miniatura. Era negra, de un negro
brillante como la piel africana más negra;
movía el blanco de los diminutos y malignos
ojos y mostraba sus dientes microscópicos
entre unos labios repulsivamente negroides
por su rojo grosor incluso en un rostro tan
diminuto. Tenía una mata rizada y
enmarañada sobre el pequeño cráneo, y se
giraba con malevolencia de lado a lado y
parloteaba incesantemente con aquel
inconcebible falsete. Stone balbuceaba
entrecortadamente al mismo tiempo.
Van Rieten dio la espalda a Stone y
despertó a Etcham, no sin cierta dificultad.
Cuando estuvo despierto y vio todo aquello,
61
Etcham se quedó mirando y no pronunció ni
una sola palabra.
—¿Dice que le vio cortarse dos de los
forúnculos? —preguntó Van Rieten.
Etcham asintió desesperado.
—¿Sangró mucho? —preguntó Van
Rieten.
—Muy poco —respondió Etcham.
—Sujétele los brazos —dijo Van Rieten a
Etcham.
Cogió la cuchilla de Stone y me pasó a mí
la luz. Stone no mostraba ningún signo de ver
luz alguna o de saber que estábamos allí. Pero
la pequeña cabeza lloriqueaba y nos chillaba.
El pulso de Van Rieten era firme y el
corte de la cuchilla que realizó fue preciso y
efectivo. Stone sangró sorprendentemente
poco y Van Rieten vendó la herida como si
fuera un simple moratón o un arañazo.
Stone dejó de hablar en el mismo instante
en que la cabeza protuberante fue decapitada.
Van Rieten hizo todo lo que podía hacer para
curar a Stone y, a continuación, me pidió de
nuevo la luz. Tras desenfundar una pistola,
62
examinó el suelo junto al camastro y
descargó la culata golpeando algo con toda su
fuerza dos veces.
Regresamos a nuestra cabaña, pero dudo
que lograra conciliar el sueño.
VI
Al día siguiente, cerca del mediodía, a plena
luz del día oímos las dos voces procedentes
de la cabaña de Stone. Allí encontramos a
Etcham dormido mientras estaba a su cargo.
El forúnculo de la parte izquierda del pecho
había eclosionado y había crecido allí otra
cabeza maullando y farfullando. Etcham se
despertó y los tres permanecimos observando
horrorizados aquella escena. Stone insertaba
roncas sílabas entre el tintineante borboteo de
la cháchara de aquel portento.
Van Rieten dio un paso adelante, cogió de
nuevo la cuchilla de Stone y se arrodilló junto
63
al camastro. La diminuta cabeza le dirigió un
sibilante gruñido.
Entonces, de repente, se escuchó una
frase en inglés:
—¿Quién es ese que tiene mi cuchilla?
Van Rieten dio un respingo hacia atrás y
se puso en pie. Stone tenía ahora los ojos
nítidos y brillantes y paseó la mirada por la
cabaña.
—El final —dijo—… puedo ver el final.
Me parece ver a Etcham, como si estuviera
vivo. Pero ¡Singleton! ¡Ah, Singleton! ¡Los
fantasmas de mi juventud han venido para
verme marchar! ¡Y usted, espectro
desconocido con esa negra barba y mi
cuchilla! ¡Atrás, atrás todos vosotros!
—No soy ningún fantasma, Stone —logré
decir por fin—. Estoy vivo. Al igual que
Etcham y Van Rieten. Estamos aquí para
ayudarle.
—¡Van Rieten! —exclamó—. Mi obra
pasará a manos de un hombre mejor. Que la
suerte le acompañe, Van Rieten.
Van Rieten se acercó aún más a él.
64
—Procure no moverse un segundo, amigo
—dijo intentando calmarle—. Solo notará
una pequeña punzada.
—Ya he tenido que aguantar sin moverme
demasiadas punzadas —respondió Stone con
perfecta claridad—. Déjeme estar. Déjeme
morir a mi manera. La Hidra no es nada en
comparación con esto. Puede cortar diez,
cien, mil cabezas, pero no podrá cortar la
maldición, o eliminarla. Lo que ha penetrado
en los huesos no vuelve a salir a la carne, al
igual que el tuétano que allí se aloja. No me
corte más. ¡Prométamelo!
Su voz poseía el tono mandón de su
juventud y conmovió a Van Rieten como
siempre había conmovido a todo el mundo.
—Se lo prometo —le aseguró Van
Rieten.
Casi en el mismo instante en el que
pronunció esas palabras, los ojos de Stone
volvieron a cubrirse con una fina película. A
continuación, los tres nos sentamos alrededor
de él y observamos aquel horrendo y
balbuceante prodigio que ahora brotaba de la
65
carne de Stone, hasta que se formaron dos
horribles bracitos negros que se agitaban. Las
uñas diminutas estaban perfectamente
formadas e incluso podían distinguirse las
lunas al borde de estas, y el círculo rosado de
la palma era aterradoramente realista. Los
brazos comenzaron a gesticular y el derecho
tiró de la rubia barba de Stone.
—No puedo soportarlo más —exclamó
Van Rieten, y volvió a coger la cuchilla.
Inmediatamente, los ojos de Stone se
abrieron y brillaron con dureza.
—Van Rieten, ¿acaso va a incumplir su
promesa? —pronunció lentamente—. ¡Jamás!
—Pero debemos ayudarle —suplicó Van
Rieten.
—Ya no pueden ayudarme, ni tampoco
hacerme daño —dijo Stone—. Me ha llegado
la hora. Esta maldición no me fue impuesta;
creció en mi interior, como este horror de
aquí. Incluso ahora que me estoy muriendo.
Cerró los ojos y los tres nos quedamos sin
saber qué hacer mientras la cabeza adosada
66
escupía frases con voz aguda. Un segundo
más tarde Stone volvió a hablar.
—¿Hablas en todos los idiomas? —
preguntó con voz pastosa.
Y la protuberante miniatura respondió de
repente en inglés:
Sí, en verdad, todos los idiomas que
hablas.
Entonces sacó su minúscula lengua,
frunció los labios y meneó la cabeza de un
lado a otro. Podíamos ver cómo se hinchaban
las finas costillas en los exiguos flancos
cuando la criatura respiraba.
—¿Me ha perdonado ella? —preguntó
Stone con un hilo de voz ahogado.
—No mientras el musgo cuelgue de los
cipreses chilló la cabe —cita—. Ni mientras
las estrellas brillen sobre el Lago
Pontchartrain, ella no perdonará.
Y entonces, con un solo movimiento,
Stone se contrajo quedando apoyado sobre un
costado. Un segundo después estaba muerto.
67
*****
68
EL ROMPECABEZAS
69
Helen siempre pensó lo contrario y sostenía
que los vigilantes asustaron a quienquiera que
fuera a encontrarse conmigo. En cualquier
caso, esperé en vano, esperé durante horas y
volví a esperar al día siguiente, y al otro y al
otro. Pusimos avisos en innumerables
periódicos, ofreciendo recompensa e
inmunidad, pero jamás volvimos a oír nada
más.
Intenté sobreponerme de alguna manera y
hacer mi trabajo. Mi socio y los contables
fueron muy amables. No creo que nada de lo
que hice por aquella época estuviera bien
hecho, pero nadie me llamó la atención por
ningún error. Si encontraron alguno, lo
solucionaron por mí. Y en la oficina no
estaba tan mal. Intentar trabajar me hacía
sentir bien. Era peor en casa y peor aún de
noche. Apenas dormía.
Y, si es que era posible, Helen dormía
menos que yo. Tenía angustiosos espasmos
de sollozos que sacudían la cama. Ella
intentaba reprimirlos pensando que yo dormía
y temiendo despertarme. Pero no pasó ni una
70
sola noche sin que sufriera al menos uno de
esos espantosos ataques de lágrimas.
De día se controlaba mejor y hacía un
esfuerzo desgarrador y al mismo tiempo
reconfortante por mostrar su natural
entusiasmo por las cosas que comentábamos
durante el desayuno y me recibía con
disposición encantadora cuando regresaba a
casa. Pero en cuanto nos quedábamos a solas
de noche volvía a derrumbarse.
No sé cuántos días pasamos de esta
manera. Yo me compadecía en silencio. Pero
fue la propia Helen la que al final sugirió que
debíamos esforzarnos en distraernos de
alguna manera. El teatro quedaba descartado.
No solo la visión de una niña de cuatro años
con tirabuzones rubios provocaba en Helen
un ataque de sollozos descontrolados, sino
que toda clase de pequeñeces inesperadas le
recordaban a Amy y la afectaban casi tanto.
Confinados a nuestro hogar, intentamos
distraernos con los naipes, el ajedrez o
cualquier otra cosa que se nos ocurriera. Pero
le sirvieron de tan poca ayuda como a mí.
71
Una tarde Helen no salió a recibirme.
Cuando entré en casa oí que me llamaba con
su tono de voz natural.
—Oh, me alegro tanto de que hayas
llegado. Ven y ayúdame.
La encontré sentada frente al escritorio de
la biblioteca y de espaldas a la puerta.
Llevaba puesto un guardapolvos rosa y no
tenía los hombros caídos en gesto de
abatimiento, sino una juvenil vivacidad.
Apenas volvió la cabeza cuando entré, pero
su perfil no mostraba signos de que hubiera
llorado recientemente. Y su rostro había
recobrado su tonalidad natural.
—Ven a ayudarme —repitió—. No puedo
encontrar la otra pieza del barco.
Helen estaba absorta, positivamente
absorta, en aquel rompecabezas artístico.
Y en cuarenta segundos también yo me
quedé absorto. Debieron de pasar unos seis
minutos antes de que localizáramos la última
pieza del barco. Luego continuamos con el
cielo y seguíamos todavía allí cuando el
mayordomo nos anunció la cena.
72
—¿De dónde lo has sacado? —pregunté
cuando nos sirvieron la sopa, que Helen
comió con ganas.
—La señora Allstone lo trajo —contestó
Helen—, justo antes del almuerzo.
Bendije agradecido a la señora Allstone.
En realidad podría parecer absurdo, pero
esos simples rompecabezas fueron nuestra
salvación. De hecho, apartaban nuestra mente
de cualquier otra cosa. Al principio me
aterraba terminarlos. En cuanto colocaba la
última pieza en su lugar, comenzaba a sentir
unas repentinas náuseas, un retumbar de
latidos en los oídos, y una sensación de
pérdida y tristeza me invadía como una ola de
agua hirviendo. Y sabía que para Helen era
incluso peor.
Pero pasados unos cuantos días, cada uno
de ellos nos parecía no solo un alivio a
nuestro dolor, sino también un sedante.
Después de pelear durante dos horas con una
fascinante maraña de formas y colores, nos
sentíamos más insensibilizados ante nuestra
73
pérdida y la amargura de la herida parecía
apaciguarse.
Nos volvimos más exigentes en cuanto a
calidades y acabados. Aprendimos a evitar
productos burdos o defectuosos, fuimos
desarrollando un gusto pronunciado por las
ilustraciones que no fueran ni de líneas
demasiado suaves ni demasiado monótonas
en la paleta de colores, y nos hicimos
versados en tipos de cortes, muy por encima
de lo más obvio y desencantados con lo
dolorosamente difícil. Nos convertimos en
expertos, rápidos en rehuir aquellos
fragmentos carentes de cualquier pista en
cuanto a formas o marcas, e igualmente
rápidos en desechar aquellos cuyo significado
era demasiado definitivo e insistente.
Avanzábamos con delicadeza por el camino
de en medio, eligiendo piezas que siempre
tenían algún atisbo de contorno o tonalidad y
que no revelaban su mensaje sin dar lugar a la
duda, las deducciones y la reflexión.
Helen solía cronometrarse intentando
realizar el mismo rompecabezas una y otra
74
vez durante días consecutivos hasta lograr
hacerlo en menos de media hora. Afirmaba
que un rompecabezas realmente bueno
resultaba interesante la cuarta o quinta vez, y
que un rompecabezas de buena calidad
resultaba entretenido si se ponían todas las
piezas boca abajo y se completaba tan solo
siguiendo las formas, tras haberlo aprendido
bien con las piezas boca arriba. Yo no lleve la
afición a tales extremos, pero en ocasiones
probaba sus métodos para variar.
Logramos dormir profundamente y
Helen, aunque estaba con sumida y delgada,
ya no se sentía derrotada ni agonizante.
Pasaba las noches, si no del todo carentes de
lágrimas, al menos estas eran suaves y
silenciosas, que son más una forma de alivio
que de sufrimiento. Conmigo se mostraba
casi como había sido antes, y muy valiente y
paciente. Me recibía con toda naturalidad y
por fin daba la impresión de que podríamos
continuar con nuestras vidas.
Entonces, un día, no apareció en la puerta
para recibirme. Apenas había cerrado la
75
puerta cuando la oí sollozar. La encontré de
nuevo junto a la mesa de la biblioteca e
inclinada sobre un rompecabezas. Pero en
esta ocasión lo había terminado y estaba
apoyada sobre la mesa y embargada por la
tristeza.
Helen levantó la cabeza de los brazos
cruzados, señaló y ocultó el rostro tras las
manos. La entendí. Recordaba aquella
ilustración de una revista de hacía un año: un
árbol de Navidad con un grupo de niños
alrededor, y una de las niñas (lo comentamos
en su momento) era idéntica a nuestra Amy.
Mientras ella se balanceaba adelante y
atrás cubriéndose los ojos con las manos,
recogí las piezas, las metí en su caja y la tapé.
Finalmente, Helen se secó las lágrimas y
miró la mesa.
—¡Oh!, ¿por qué lo has tocado? —gimió
—. Me reconfortaba tanto…
—No parecías reconfortada —repliqué—.
Pensé que al comparar… —entonces, me
callé.
76
—¿Te refieres al comparar las Navidades
que esperábamos tener y las Navidades que
vamos a tener? —inquirió—. ¿Te refieres a
que pensaste que era demasiado para mí?
Asentí.
—No se trataba de eso en absoluto —
afirmó—. Lloraba de alegría. Esa ilustración
era una señal.
—¿Una señal? —repetí.
—Sí —dijo—, una señal de que la
tendremos de vuelta a tiempo para las
Navidades. Voy a empezar a hacer los
preparativos ahora mismo.
Al principio me alegré de dicha
distracción. Helen ordenó el cuarto de juegos
como si esperara realmente el regreso de
Amy al día siguiente; sacó toda la ropa de la
niña y estaba pletórica de feliz expectación.
Preparó con entusiasmo la celebración de
Navidad, planeó una comida de Nochebuena
para nuestros hermanos y hermanas y sus
esposos y esposas, y una fiesta de niños
después con un árbol enorme y gran cantidad
de regalos y golosinas.
77
—Mira —explicó—, todos querrán pasar
su propia Navidad en casa. También nosotros,
porque solo querremos disfrutar de Amy todo
el día. No queremos tenerlos en Navidad, y
ellos tampoco a nosotros. Pero de esta manera
podemos estar juntos y celebrar y
regocijarnos de nuestra propia suerte.
Helen estaba tan eufórica y convencida
como si todo fuera de una certeza absoluta.
Durante un tiempo el estar ocupada con todos
los preparativos le sentó bien, pero se
adelantó demasiado y lo tuvo todo listo una
semana antes de tiempo sin que le quedara ni
un solo detalle por hacer. Temí una reacción
negativa por su parte, pero aquella exaltación
artificial continuó con la misma fuerza. Lo
que más temía era la inevitable decepción, y
estaba verdaderamente preocupado por su
cordura. La idea fija de que aquella
coincidencia accidental era una profecía y
una garantía de algo la dominaba por
completo. Yo temía que el golpe de la
realidad pudiera matarla. No quería romper
su feliz fantasía, pero no podía hacer otra
78
cosa más que prepararla para la segura
conmoción. Le hablé con cautela dando
rodeos a lo que quería y lo que no quería
decirle.
II
El 22 de diciembre regresé pronto a casa,
justo después del almuerzo, de hecho. Helen
me recibió en la puerta con tal actitud de
alegría reprimida, feliz secretismo y excitada
expectación que durante unos segundos
estuve seguro de que habían encontrado a
Amy y ya se encontraba en la casa.
—Tengo que enseñarte algo maravilloso
—dijo Helen, y me condujo a la biblioteca.
Allí sobre la mesa había un rompecabezas
acabado.
Se acercó y lo señaló como si estuviera
exhibiendo una maravilla. Lo miré, pero no
llegué a comprender la causa de tanta
excitación. Las piezas eran demasiado
79
grandes, demasiado rudimentarias y de líneas
muy uniformes. Parecía un rompecabezas
tosco y mal diseñado, muy por debajo de los
gustos de ella.
—¿Por qué lo has comprado? —pregunté.
—Encontré un trapero en la calle —
respondió—, y parecía estar en tan mal estado
que sentí lástima por él. Era joven y delgado
y parecía demacrado y consumido. Le miré y
supongo que entrevió mis sentimientos.
Entonces dijo: «Señora, compre un
rompecabezas. Ayudará a que se cumplan los
deseos de su corazón». Sus palabras me
parecieron tan extrañas que se lo compré, y
mira al final de lo que se trata.
Yo intentaba aferrarme a algo para poder
ordenar mis pensamientos.
—Déjame que eche un vistazo a la caja
—le pedí.
Me la pasó y leí en la tapa:
ROMPECABEZAS ARTÍSTICO DOBLE
DE GUGGENHEIM
DOS EN UNO
MÁS POR EL MISMO DINERO
80
PIDA GUGGENHEIM
Y al final:
EXTRAVIADO
UNA BRISA DE AIRE FRESCO
50 CENTAVOS
81
—Hubiera pensado —comenté— que
habría sido más interesante hacerlo primero
boca arriba.
—¡Boca arriba! —exclamó—. Pero si
está boca arriba.
Su aire de desdeñosa superioridad hizo
que se desvaneciera de golpe mi solícita
consideración de hacía unos segundos.
—Tonterías —dije—, ese es el reverso
del rompecabezas. No hay colores ahí. Es
todo rosa.
—¡Rosa! —exclamó ella señalando—.
¡Llamas a eso rosa!
—Sin duda alguna es rosa —afirmé.
—¿No ves ahí el blanco de la barba del
anciano? —preguntó señalando otra vez—.
¿Y ahí el negro de sus botas? ¿Y ahí el rojo
del vestido de la niña?
—No —declaré—. No veo nada de eso.
Es todo rosa. No hay ninguna ilustración.
¡Ninguna ilustración! —exclamó—. ¿No
ves al anciano que lleva a la niña de la mano?
—No —dije secamente—, no veo ningún
dibujo, y sabes que no lo veo. No hay ningún
82
dibujo ahí. No llego a entender adónde
quieres ir a parar. Me parece una broma
absurda.
—¡Una broma! ¡Una broma! —medio
susurró Helen, y sus ojos se llenaron de
lágrimas—. Eres cruel… y yo que pensaba
que te sor prendería el parecido.
Me sentí abrumado por una punzada de
remordimiento, preocupación y terror.
—¿El parecido a qué? —pregunté con
suavidad.
—¿No puedes verlo? —insistió ella.
—Dime —le supliqué—. Muéstrame en
qué quieres que me fije.
—La niña —dijo señalando— es
exactamente Amy, y el vestido es el mismo
vestido rojo que llevaba cuando…
—Querida —dije—, intenta sobreponerte.
Por supuesto, solo imaginas lo que me estás
diciendo. No hay ningún dibujo en esta cara
del rompecabezas. Toda la superficie es rosa.
Es el reverso del rompecabezas.
—No entiendo cómo puedes decir tal cosa
—me dijo furiosa—. Ni me explico por qué
83
lo haces. ¿Qué clase de prueba me estás
haciendo pasar? ¿Qué significa todo esto?
—¿Me dejas que te demuestre que este es
el reverso del rompecabezas? —pregunté.
—Si puedes —dijo ella con tono cortante.
Le di la vuelta a las piezas, manteniendo
tantas juntas como pude. Conseguí hacerlo
bastante bien con las secciones externas y
pronto tuve el rectángulo en su sitio. Las
piezas centrales estaban un tanto mezcladas,
pero incluso antes de que terminara de
colocarlas, exclamé:
—¡Mira esto!
—Bueno —preguntó ella—. ¿Qué esperas
que vea ahí?
—¿Qué ves? —pregunté entonces.
—Veo el reverso de un rompecabezas —
respondió ella.
—¿No ves esa escalinata? —pregunté,
señalando.
—No veo nada —me aseguró—, salvo el
color verde.
—¿Llamas a eso verde? —pregunté
señalando.
84
—Sí —afirmó ella.
—¿No ves la fachada de ladrillo de la
casa? —insistí—, y la parte baja de una
ventana y un trozo de una puerta. Sí, ¿y esa
escalinata en la esquina?
—No veo nada de eso —me aseguró—.
No más que tú. Lo que yo veo es exactamente
lo que tú ves. Es el reverso del rompecabezas,
de color verde pálido.
Yo había estado juntando febrilmente las
últimas piezas mientras ella hablaba. No
podía creer lo que mis ojos veían y, cuando
coloqué la última pieza, me quedé perplejo.
El dibujo mostraba una vieja casa de
ladrillo rojo, con contraventanas marrones,
todas abiertas. La parte superior de la
escalinata ocupaba la esquina inferior
derecha, la mayor parte de la puerta de
entrada encima de esta, la totalidad de una
ventana al nivel de la entrada y un lado de
otra. Arriba aparecía una ventana entera de la
segunda planta y partes de las ventanas
situadas a la derecha y a la izquierda de esta.
Las otras ventanas estaban cerradas, pero el
85
cristal de la de en medio estaba levantado y
por ella se asomaba una niña pequeña, una
niña con el cabello desaliñado, la cara sucia y
con una bata a cuadros azules y blancos. La
niña era idéntica a nuestra Amy, suponiendo
que hubiera pasado hambre y penalidades.
Me afectó tanto que temí desmayarme. Sin
duda hablé con voz ronca cuando pregunté:
—¿No ves eso?
—Veo verde Nilo —insistió ella—. Lo
mismo que tú.
Barrí las piezas y las metí en la caja.
—Ninguno de los dos estamos bien —
dije.
—Me parece que debes de estar
enajenado para comportarte de esta manera
—me espetó Helen—, y no es de extrañar que
no me encuentre bien por la manera en la que
me tratas.
—¿Cómo iba a saber yo qué querías que
viera? —me quejé.
¡Quería que lo vieras! —gritó—. ¿Y
sigues con lo mismo? ¿Finges que no lo viste,
86
después de todo? ¡Oh, ya he perdido la
paciencia contigo!
Estalló en lágrimas, corrió escaleras
arriba y oí que cerraba la puerta del
dormitorio de golpe y echaba el cerrojo.
Volví a armar el rompecabezas y el parecido
de aquella niña hambrienta y sucia con
nuestra Amy hizo que me doliera el corazón.
Encontré una caja resistente, corté dos
trozos de madera de balsa del mismo tamaño
que el rompecabezas y otra un poco más
glande; puse una encima del rompecabezas y
otra debajo. Luego até todo con un cordel, la
envolví en papel y até todo ello.
Coloqué la caja en el bolsillo del abrigo y
cogí el paquete plano del rompecabezas.
Me dirigí a casa de McIntyre.
Le conté toda la historia y le mostré el
rompecabezas.
—¿Quieres saber la verdad? —me
preguntó.
—Justamente eso —contesté.
—Bueno —continuó—. Estás tan
sobreexcitado como lo está ella, y de la
87
misma manera. No hay ninguna imagen en
ninguna de las dos caras de este
rompecabezas. Una cara es totalmente verde
y la otra totalmente rosa.
—¿Y qué me dices de la coincidencia de
los nombres de la caja? —le interrumpí—.
Uno se refería a lo que yo vi y el otro a lo que
vio ella.
—Echemos un vistazo a la caja —sugirió.
La miró por todos los lados.
—No hay ni una sola letra impresa en ella
—informó—. Excepto «rompecabezas
artístico» arriba y «50 centavos» al final.
—No me siento como un loco —declaré.
—Y no lo estás —me tranquilizó—. Ni en
ningún peligro de enloquecer. Déjame que te
examine.
Me tomó el pulso, examinó la lengua y
ambos ojos con su oftalmoscopio y sacó una
muestra de sangre.
—Te informaré —dijo— y te confirmaré
algo mañana. Estás bien, o casi bien, y los
dos pronto estaréis perfectamente bien. Lo
único que necesitáis es un poco de descanso.
88
No te preocupes por esa idea de tu esposa,
anímala. No habrá ninguna consecuencia
terrible. Después de las Navidades viajad a
Florida o a algún otro lugar durante una
semana o así. Y no hagas esfuerzos desde
ahora hasta que las cosas cambien.
Cuando llegué a casa, bajé al sótano, tiré
el rompecabezas y la caja a la caldera y me
quedé allí mirando mientras se hacía cenizas.
III
Cuando subí del cuarto de la caldera Helen
me recibió como si no hubiera pasado nada.
Tras uno de sus repentinos cambios de
humor, ahora se mostraba incluso más cortés
que de costumbre, y durante la comida siguió
comportándose de forma encantadora. No
hizo referencia a nuestra pelea ni al
rompecabezas.
A la mañana siguiente, durante el
desayuno, ambos estábamos abriendo nuestro
89
correo. Le había dicho que no iba a volver a
la oficina hasta pasada la Navidad y que
quería que organizara una pequeña excursión
que le apeteciera. Había llamado a la oficina
para que no me esperaran hasta pasado Año
Nuevo.
Mi correo no contenía nada de
importancia.
Helen levantó la mirada del suyo con una
expresión en la que curiosamente mezclaba
decepción, preocupación y una sonrisa
satisfecha.
—Es una suerte que no tengas nada que
hacer —dijo—. Me he pasado cuatro días
enteros eligiendo juguetes y regalos y
encontré la mayoría de los que elegía en
Bleich. Debían haber sido entregados en casa
antes de ayer, pero no vinieron. Llamé ayer
por teléfono y me dijeron que intentarían
comprobar el envío. Y ahora me llega una
carta informando que lo habían enviado por
error a Roundwood. Ya viste que la estación
de Roundwood se incendió el lunes por la
noche. Se quemó todo. Ahora tendré que salir
90
y encontrarlo todo de nuevo. Puedes venir
conmigo.
Y eso hice.
Los dos días fueron una extraña mezcla
de sensaciones y emociones.
Helen había seleccionado con mucho
cuidado los regalos del catálogo de Bleich y
podría repetir unos cuantos de los quemados
y tal vez reemplazar los otros con artículos
aceptables. Después se produjo una agotadora
búsqueda de lo imposible a través de una
serie desconcertante de tiendas de juguetes y
grandes almacenes. Pasamos la mayor parte
del tiempo esperando en mostradores y el
resto en un coche de alquiler.
En ciertos aspectos resultó muy molesto.
No me importaban los olores y el aire impuro
u otras simples incomodidades físicas. Pero la
tensión mental se intensificaba
incesantemente. La seguridad de Helen de
que nos iban a devolver a Amy poco a poco
iba apagándose y la demostración exterior de
esta iba haciéndose cada vez más artificial y
conscientemente mantenida con un esfuerzo
91
cada vez mayor por su parte. Helen estaba
empezando a entrever, a su pesar, que nuestra
celebración navideña sería la parodia más
horrible de nuestro luto. Se esforzaba por no
reconocerlo y que yo no me diera cuenta. Y
ese esfuerzo le estaba pasando factura. A mí
me la pasó el hecho de ser testigo de ello, el
ver el inevitable golpe cada vez más cerca e
intentar apartar de mi mente las imágenes de
su colapso, de su probable locura, de su
posible muerte, que mi imaginación no
cesaba de proyectar ante mis ojos.
Por otro lado, en apariencia, Helen se
mostraba encantadora, si uno no andaba
precavido al interpretarla. Su trato con las
dependientas y otros vendedores era una
delicia de espectáculo. Las breves frases que
intercambiaba conmigo rebosaban de juvenil
impulsividad y fantasía. Sus buenos
sentimientos hacia el mundo entero, su
propósito de que todo saliera de la forma
correcta y su profunda convicción de que al
final todo saldría de la forma correcta la
envolvían en una especie de aureola
92
romántica. Nuestras comidas eran momentos
ideales, llenos del ambiente del cortejo, del
enamoramiento, de la compañía exquisita. A
pesar de mis presagios, se me contagió la
fiebre de las multitudes de compradores
navideños; a pesar de su autoengaño, Helen
celebraba el momento. El propósito de hacer
a tanta gente tan feliz como fuera posible
irradiaba de Helen con una luz de cuento de
hadas; su determinación a ser feliz ella misma
a pesar de todo la hacían parecer una especie
de hada. Me fui sintiendo cada vez menos
nervioso y cada vez más expectante. Sabía
que Helen buscaba a Amy cada segundo que
pasaba. Y yo me sorprendí compartiendo ese
mismo estado mental.
Nuestra comida de la víspera de Navidad
resultó una extraña mezcla de artificiosidad y
de alegría verdadera. Después de esto, solo
nos faltaba una última compra.
—No tenemos prisa —dijo Helen—.
Tomemos un cabriolé por los viejos tiempos.
Montados en él, nos sentimos como dos
jóvenes hasta que llegamos a la joyería.
93
Allí, muy a nuestro pesar, la tristeza se
apoderó de nuestras esperanzas y
sentimientos. Helen regresó al cabriolé como
un fantasma lívido. Como el susurro de un
extraño en la lejanía, me escuché a mí mismo
pedir al conductor que nos llevara de regreso
a casa.
En el cabriolé permanecimos en silencio,
mirando de frente sin ver nada. Eché una
mirada de soslayo a Helen y vi una lágrima
en el rabillo del ojo. Me quedé sin habla y
jadeante.
Al momento, ella me tomó la mano.
—¡Mira! —exclamó—. ¡Mira!
Dirigí la mirada donde ella señalaba, pero
no vi nada que explicara su excitación.
—¿Qué es? —pregunté.
—¡El anciano! —exclamó ella.
—¿Qué anciano? —pregunté atónito.
—El anciano del rompecabezas —me dijo
—. El anciano que llevaba a Amy de la mano.
Entonces estuve completamente seguro de
que Helen había perdido la cordura. Para
animarla le pregunté:
94
—¿El anciano con el abrigo marrón?
—Sí —dijo ella vehementemente—. El
anciano del cabello gris largo por encima del
cuello del abrigo.
—¿Con el bastón? pregunté.
—Sí —respondió—. Con el bastón
torcido.
¡También yo lo vi! No era producto de la
imaginación de Helen. Por supuesto, era
absurdo, pero su vehemencia avivó la mía. Di
crédito a lo absurdo. No importaba en que
clase de visión había visto a un anciano como
aquel llevando de la mano a nuestra
desaparecida Amy.
Hablé con el conductor, señalé al anciano
y le dije que lo siguiera sin llamar su
atención, y le ofrecí lo que quisiera pedirme
si no lo perdía de vista.
A Helen comenzó a asaltarle el temor de
que pudiéramos perder de vista al anciano
entre la multitud. No lograríamos nada a
menos que bajáramos del coche y le
siguiéramos a pie. Objeté que era más
probable que lo perdiéramos de vista de esa
95
manera, y aún más pro bable que atrajéramos
su atención, lo cual sería incluso peor que
perderlo. Ella insistió y yo le pedí al cochero
que nos siguiera.
Fue una caminata agotadora, aunque la
mayor parte consistió simplemente en andar
tras una figura tambaleante o pasar el tiempo
esperando cerca de las tiendas en las que
entraba.
Ya casi había oscurecido y era hora de
que estuviéramos de regreso en casa cuando
el hombre se puso a andar más rápido. Tan
rápido que no pudimos evitar que se alejase
de nosotros. Giró por una esquina a media
manzana delante de nosotros. Cuando
tomamos esa calle no había ni rastro de él.
Helen estaba a punto de desmayarse por
el disgusto. Sin albergar ninguna esperanza
de poder ayudarla, pero siguiendo el instinto
de posponer el terrible momento, le pedí que
siguiera caminando diciéndole que tal vez lo
viéramos. Cuando estaba a mitad de la
manzana, de repente me quedé petrificado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Helen.
96
—¡La casa! —exclamé.
—¿Qué casa? —preguntó.
—La casa del dibujo del rompecabezas —
le expliqué—. La casa donde vi a Amy
asomada a la ventana.
Por supuesto, Helen no había visto
ninguna casa en el rompecabezas, pero se
aferró a ese último hilo de esperanza. Era un
barrio pobre de viviendas abarrotadas, no del
todo suburbial, pero sucio y descuidado y
lleno de tipos pobres.
La puerta de la casa estaba cerrada y no
pude encontrar ningún timbre. Llamé a la
puerta. No respondió nadie. Intenté abrirla.
No estaba cerrada con llave y entramos en un
sucio vestíbulo, frío y húmedo y con un olor
repugnante. Una mujer gorda sacó la cabeza
por el umbral de una puerta y farfulló algo en
un idioma que no reconocimos. Un hombre
con un fez sobre su cabello negro y grasiento
salió de la parte trasera del vestíbulo e
igualmente nos habló en una lengua
incomprensible.
97
—¿Hay alguien aquí que hable inglés? —
pregunté.
La respuesta resultó tan incomprensible
como antes. Me dispuse entonces a subir las
escaleras.
El hombre y la mujer, que ahora estaban
de pie ante la puerta, se pusieron a parlotear
al mismo tiempo, pero ninguno intentó
detenerme. Agitaban las manos de manera
explicativa y al mismo tiempo despectiva en
dirección a la oscuridad de las escaleras.
Subimos.
En el pasillo de la segunda planta vimos
al anciano que habíamos estado siguiendo.
Nos miró fijamente cuando me dirigí a él.
—Yerno —dijo—, yerno.
Llamó a la puerta y esta se abrió. Una
mujer mayor le habló aparentemente en la
misma lengua. Detrás de ella había una mujer
joven con un bebé en brazos.
—¿Qué es esto? —preguntó con un fuerte
acento pero por fin inteligible. Llevaba tres o
cuatro niños colgados a sus faldas.
98
Detrás de ella vimos a una niña pequeña
con un vestido de cuadros azules. Helen gritó.
IV
Aquellas personas resultaron ser refugiados
de los asentamientos alrededor de la Misión
alemana expulsada de Dehkhargan, cerca de
Tabriz. Eran persas cristianizados, y unos
pueblerinos tan estúpidos que jamás se les
ocurrió o tal vez no fueron capaces de
informar de su hallazgo a la policía, tan
ignorantes que desconocían todo acerca de las
recompensas o las noticias, tan humildes de
corazón que habían compartido su reducido
hogar y escaso rancho con la niña
desconocida que su abuelo había encontrado
andando sola, de noche, hacía ya meses.
Amy, cuando tuvimos ocasión de
preguntarle y escuchar sus experiencias,
afirmó que la habían tratado tal como
trataban a sus propios hijos. No podía dar
99
ninguna descripción de sus raptores, tan solo
que la mujer llevaba puesto un sombrero con
rosas y el hombre tenía un pequeño bigote
rubio. No sabía decirles cuánto tiempo la
habían retenido ni por qué la dejaron vagar
sola por las calles de noche.
No hizo falta compartir un idioma, ni
mucho menos presentar prueba legal para
convencer a los anfitriones de Amy de que
nos pertenecía. Yo llevaba los bolsillos llenos
de dinero de Navidad, monedas de oro nuevas
de cinco y diez dólares y brillantes cuartos de
plata para los sirvientes y los niños. Llené las
manos del abuelo y esto le abrumó. Todos
nos hablaban sin parar, colmándonos de
bendiciones, si es que capté correctamente el
tono. Intenté decirle a la mujer joven que los
volveríamos a visitar en uno o dos días y le di
la tarjeta para asegurarme.
Indiqué al cochero que parara el primer
taxi que pasara vacío. En el cabriolé,
abrazamos a Amy y nos abrazamos nosotros.
Una vez en el taxi, llegamos a casa en
media hora; con más, mucho más de una hora
100
de retraso. Helen metió a Amy en la casa por
la entrada de servicio y corrió escaleras arriba
con ella por la parte de atrás. Yo me enfrenté
con un salón lleno de turbados y ansiosos
familiares que me acribillaron a preguntas.
—Sabréis en pocos minutos —dije— por
qué estábamos los dos fuera y por qué hemos
llegado tarde. Helen querrá sorprenderos y no
diré nada para no estropear el efecto de la
sorpresa.
Nada de lo que hubiera dicho podría
haber estropeado la sorpresa porque no me
habrían creído. Así pues, Helen apareció
antes de lo que yo había creído posible, con
un aspecto impecable y perfectamente metida
en su papel de cortés anfitriona con una
pequeña sorpresa guardada en la manga.
La cena fue un enorme éxito, llena de
risas y buen humor, todos animados por las
salidas de Helen y asombrados de que
pudiera estar tan alegre.
—No puedo entender —me susurró la
esposa de Paul— cómo puede sobrellevar la
fiesta. Si estuviera en su lugar, me moriría.
101
—Ella no se morirá —dije con seguridad
—. Puede estar segura de ello.
Los niños allí reunidos eran unos treinta y
solo faltaban los Amstelhuysen, que se
habían demorado inevitablemente. Helen
anunció que no iba a esperar más.
—El árbol está iluminado —dijo—.
Abriremos las puertas y entraremos.
Nos reunimos todos en el salón principal.
Los gemelos Amstelhuysen llegaron sin
aliento en el último instante. Los adultos
tiraban petardos navideños y los niños
lanzaban confeti. Las puertas se abrieron, el
árbol ocupaba toda la parte trasera de la
estancia. Las velas centelleaban y titilaban. Y
delante del árbol, vestida con un sencillo
vestidito blanco y una varita de hada
rematada con una estrella plateada en la
mano, con aspecto saludable y feliz, estaba
Amy, el hada del momento.
102
EL HOCICO
103
parte un gruñido, en parte el inicio de un
aullido, y se derrumbó hecho un ovillo inerte
sobre la gravilla. No había visto a ningún ser
humano desde que atravesé la verja que había
dejado ya a cierta distancia. Nadie acudió
cuando llamé. Así que lo arrastré hasta la
hierba junto al banco, le aflojé la corbata
brillante y desvaída, retiré el alzacuellos y
desabroché el botón del cuello manchado de
la camisa. Luego le quité el abrigo, lo enrollé
y lo coloqué bajo las rodillas mientras estaba
tumbado boca arriba. Intenté encontrar agua,
pero no vi dónde. Así que me senté en el
banco cerca de él. Y allí yacía él, con las
piernas y el cuerpo sobre la hierba, la cabeza
en un desagüe seco y los brazos sobre los
guijarros del camino. Estaba seguro de que lo
conocía, pero no recordaba dónde o cuándo
nos habíamos encontrado antes. Finalmente,
respondió a mis cuidados básicos pero
inmediatos, abrió los ojos y pestañeó
lentamente. Levantó los brazos hasta los
hombros y suspiró.
104
—Extraño —murmuró—, he venido aquí
a por usted y lo he encontrado.
Yo seguía sin recordarlo, y él ya se había
reanimado lo suficiente para poder adivinar
mis pensamientos en mi rostro. Se incorporó
hasta quedarse sentado.
—¡No intente levantarse! —le advertí.
No necesitó el consejo, pero se agarró al
borde del banco meneando la cabeza
inclinada sobre los brazos.
—¿No se acuerda? —preguntó con voz
pastosa—. Me dijo que tenía una excelente
preparación en todo excepto en Historia
Natural e Historia Antigua. Tengo la
esperanza de conseguir trabajo dentro de unos
días y pensé que sería bueno invertir el
tiempo y mantenerme fuera de problemas
repasando las asignaturas. Así que comencé
con Historia Natural y…
Se calló y me lanzó una mirada feroz. Y
entonces le recordé. Debería haberle
reconocido en cuanto lo vi, porque estuvo
ocupando mi cabeza casi a diario. Pero su
cabello abundante, su piel morena y sobre
105
todo su nuevo porte de gusto cosmopolita me
desconcertaron.
—¡Historia Natural! —repetí con un
susurro ronco.
Clavó los dedos en las tablas del banco y
tiró de sí para volverse a mirar la jaula.
—¡Demonios! —gritó—. ¡Ahí está
todavía!
Se sujetó en el brazo de hierro del banco,
temblando y casi sollozando.
—¿Qué le ocurre? —pregunté—. ¿Qué
cree estar viendo en esa jaula?
—¿Ve usted algo en esa jaula? —
preguntó él por toda respuesta.
—Sin duda —le dije.
—Entonces, por amor de Dios —me
suplicó—. ¿Qué es lo que ve? Se lo resumí.
—¡Dios Santo! —exclamó—. ¿Estamos
los dos locos?
—No hay ni un ápice de locura en
ninguno de los dos —le calmé—. Lo que
vemos en la jaula es lo que hay en la jaula.
—¿Existe una criatura semejante? ¿En
serio? —me presionó. Yo le aporté más
106
información sobre el animal, sus hábitos y
relaciones.
—Bueno —dijo, con un hilo de voz—,
supongo que me dice la verdad. Si existe tal
criatura vayamos donde no pueda verla.
Le ayudé a ponerse en pie y lo conduje a
un banco totalmente fuera de la vista de aquel
edificio. Se puso el alzacuellos y se anudó la
corbata. Mientras la sujetaba había advertido,
bajo aquel estado de suciedad, que había sido
una corbata muy cara. Vi que su ropa estaba
desgastada, pero había sido de la mejor
calidad en sus tiempos.
—Busquemos una fuente de agua potable
—sugirió—. Ya puedo andar.
Encontramos una no muy lejos, y cerca de
ella había un banco a la sombra con una vista
agradable. Le ofrecí un cigarrillo y fumamos.
Tenía intención de que fuera él quien hablara.
—Mire usted —dijo finalmente—,
algunas cosas que me dijo me dan vueltas en
la cabeza mucho más que cualquier cosa que
nadie me haya dicho. Supongo que se debe a
que es una especie de filósofo y estudioso de
107
la naturaleza humana y lo que dice es cierto.
Por ejemplo, dijo que los criminales
quedarían impunes tres de cada cuatro veces,
simplemente manteniendo la boca cerrada,
pero tienen que confiar en alguien, incluso
contra toda lógica. Eso es lo que me pasa
ahora a mí.
—Usted no es un criminal —le interrumpí
—. Perdió los nervios y se comportó de
forma estúpida solo en una ocasión. Si
hubiera sido un criminal y hubiera hecho lo
que hizo, sin duda habría escapado porque
contaría con un plan para hacerlo. Al final,
usted mismo se colocó en una posición donde
todas las pruebas le señalaban y no tuvo
posibilidad alguna. Todos lo sentimos mucho.
—Usted sobre todo —replicó—. Se
comportó como un matón conmigo.
—Pero todos lo sentimos por usted —
repetí—, y el jurado también, y el juez. Usted
no es un criminal.
—¿Cómo sabe —me preguntó desafiante
— lo que he hecho desde que salí?
108
—Se ha dejado crecer una buena mata de
pelo —comenté.
—He tenido tiempo —dijo—. He viajado
por todo el mundo y he dilapidado diez mil
dólares.
Y nunca ha visto… comencé a decir.
Me interrumpió a la cuarta palabra.
—No lo diga —dijo estremeciéndose—.
Jamás tuve ni oí de ninguno. Pero no me
dediqué a buscar animales enjaulados
mientras me quedaba dinero. No recordé su
consejo ni sus otras charlas hasta que me
quedé sin blanca. Ahora, es como usted dice,
no me queda más remedio que decírselo. Ese
es el criminal que hay en mí, supongo.
—Usted no es un criminal —le repetí con
tono tranquilizador.
—Demonios —gruñó—, un año en la
trena hacen de un hombre un criminal, si es
que no lo era ya.
—No necesariamente —le animé.
—Estoy seguro —suspiró—. Me trataron
muy bien y me pusieron a llevar el libro de
cuentas, e incluso me daban toda la paga por
109
buena conducta. Pero conocí a profesionales,
y estos jamás olvidan a un hombre.
»Bueno, tanto da lo que hiciera cuando
salí, ni lo que intenté hacer ni cómo conocí a
Riwin, ni cómo envió a Thwaite a por mí…
No, ni cómo Thwaite me atrapó ni lo que me
dijo, ni nada, hasta aquella misma noche,
hasta después de que hubimos empezado.
Me miró a los ojos. Se puso alerta. Podía
ver cómo iba animándose al contar su
historia. De hecho, tras unos breves instantes
de reflexión, comenzó a contarla y su yo del
pasado brotó de él con su dialecto de
juventud y la jerga de sus últimas compañías.
Adoptó la pose del cosmopolita relajado
mientras contaba la historia con marcado
entusiasmo.
II
Como si hubiera sido a plena luz del día,
Thwaite condujo el coche a una terrorífica
110
velocidad durante casi una hora. Luego lo
detuvo mientras Riwin apagaba todas las
luces. No nos habíamos topado ni adelantado
a nadie, pero cuando volvimos a ponernos en
marcha a través de la oscura noche húmeda y
sin estrellas, ya fue demasiado para mis
nervios. Thwaite parecía tan tranquilo como
si pudiera ver perfectamente. Yo apenas
podía adivinar su silueta delante de mí, pero
podía sentir la confianza en sí mismo con
cada volantazo del coche. Era de una de esas
marcas súper caras que a cualquier marcha, a
cualquier velocidad y en cualquier desnivel
son tan silenciosos como un puma. Thwaite
nunca vacilaba en la oscuridad; mantenía el
rumbo recto o giraba el volante, avanzaba
lentamente o aceleraba, cogía velocidad o iba
a paso de caracol durante una hora más.
Luego giró bruscamente a la izquierda y
subió una cuesta. Pude sentir y oler las ramas
empapadas que colgaban cerca de mi cabeza
y a mi alrededor, el follaje húmedo de estas y
el moho en la tierra mojada que aplastaban
los neumáticos. Subimos por la empinada
111
colina y llegamos a un terreno llano, y luego
echamos marcha atrás y marcha adelante una
media docena de veces para girar. Luego
paramos. Thwaite movió cosas que
tintineaban o palpitaban, y por fin dijo:
—Ahora os demostraré cómo un hombre
puede llenar el tanque de gasolina en total
oscuridad si está familiarizado con la
mecanografía. —Un rato después dijo—:
Riwin, ve a enterrar esto.
Riwin soltó una maldición, pero obedeció
y se fue. Thwaite subió junto a mí. Cuando
Riwin regresó, subió y se sentó a mi otro
costado. Encendió la pipa, Thwaite encendió
un puro y miró el reloj. Después de
encenderme el mío, Thwaite dijo:
—Tenemos un montón de tiempo para
hablar aquí y lo único que tenéis que hacer es
escuchar. Comenzaré desde el principio.
Cuando el viejo Hiram Eversleigh murió…
—No quieres decir… —le interrumpí.
—Cállate —me espetó—, y mantén la
boca cerrada. Podrás hablar cuando haya
acabado. —Me callé y él retomó la historia
112
—. Cuando el viejo Eversleigh murió, la
fortuna fue dividida en partes iguales y
repartida entre sus hijos. Ya sabéis lo que los
otros hicieron con su parte: palacios en
Nueva York, Londres y París; chateaux en la
costa bretona, cotos de ciervos y urogallos en
Escocia, yates de vapor y todo lo demás, lo
misino que han estado haciendo desde
entonces. Al principio Vortigern Eversleigh
se lanzó a esa clase de vida incluso con más
ahínco que sus hermanos. Pero cuando murió
su esposa, hace más de cuarenta años,
terminó con aquello de inmediato. Vendió
todo lo demás, se compró este terreno,
construyó un muro a su alrededor y levantó
en su interior esa infinidad de estructuras. Ya
habéis visto los pináculos y los tejados de
esas construcciones, y eso es lo único que
todo aquel a quien pregunto ha visto de ellos
desde que finalizó su construcción cinco años
después de la muerte de su esposa. Habéis
visto las casas de doble reja y sabéis que cada
una de ellas es grande incluso para ser la
mansión de un millonario. Se puede adivinar
113
el tamaño y la extensión de los enrevesados
edificios que conforman el castillo o la
mansión o como queráis llamarlo. Allí vivió
Vortigern Eversleigh. No salió de allí ni una
sola vez, que yo sepa. Allí murió. Desde su
muerte, hace ya veinte años, su parte de la
herencia de los Eversleigh fue legada a su
heredero. Nadie jamás ha visto a ese
heredero. Por lo que finalmente os contaré,
llegaréis a la misma conclusión que yo, que
probablemente ese heredero no es una mujer.
Pero nadie sabe nada de él, jamás ha salido de
estas millas de muro. Sin embargo, ninguno
de los avariciosos y egoístas nietos o nietas,
yernos o nueras, jamás puso trabas a que se
entregara a aquel heredero toda la parte de
Vortigern Eversleigh, y esa parte eran
doscientos mil dólares al mes, pagados en oro
el primer día hábil bancario de cada mes.
Conocí este dato con toda certeza, porque se
habían producido disputas acerca del reparto
de la herencia de Wulfstan Eversleigh y de
Cedric Eversleigh, y me aseguré
comprobando la documentación de las
114
demandas judiciales. Todo ese dinero, o su
valor, o bien había sido reinvertido o gastado
en el interior de los muros de ese parque. No
se reinvirtió mucho. Me puse a rastrear las
compras del heredero. Compra instrumentos
musicales en grandes cantidades y a cualquier
precio. Esas fueron las primeras cosas que
confirmé. Y materiales de pintura, pinceles,
brochas, lienzos, herramientas, maderos,
arcilla, mármol, toneladas de arcilla y grandes
bloques de mármol de grano extrafino. No es
una urraca coleccionando trastos caros por
capricho, sabe lo que quiere y por qué; tiene
gusto. Compra caballos, guarnicionería y
carruajes, muebles, alfombras y tapices,
cuadros, todos ellos paisajes y ningún retrato;
compra fotografías a decenas de miles, y
compra objetos exquisitos de porcelana,
jarrones excepcionales, cuberterías de plata,
adornos de cristal veneciano, filigranas de
plata y oro, joyas, relojes, cadenas, gemas,
perlas, rubís, esmeraldas y… diamantes…
¡Diamantes!
115
La voz de Thwaite vibraba con la
excitación, aunque la mantuvo baja y
controlada.
—Oh, me pasé dos años investigando —
continuó—, lo sé. La gente chismorreaba.
Pero ni uno solo de los sirvientes, mozos de
cuadra o jardineros. No obtuve ni una sola
palabra, de primera, segunda o tercera mano,
de ellos ni tampoco de ningún familiar o
amigo. Se mantienen callados. Saben lo que
les conviene y no muerden la mano que les da
de comer. Pero algunos de los repartidores
despedidos me contaron todo lo que quería
saber y recibí la información correcta, aunque
no de forma directa. Nadie de fuera entra más
allá de los patios pavimentados de las garitas
de entrada. Cada uno de los suministros para
todo aquel regimiento de sirvientes entra por
la garita de entrada de piedra marrón. Las
puertas exteriores se abren y el carro o lo que
sea entra por debajo del arco de entrada. Allí
se detiene. Las verjas exteriores se cierran y
las verjas interiores se abren. Entra hasta el
patio. Entonces el mayordomo (supongo que
116
no es un nombre en absoluto excesivo para su
cargo) selecciona los productos. Las verjas
interiores se abren y el carro pasa por debajo
del arco y se detiene. Las verjas interiores se
cierran rápidamente y las verjas exteriores se
abren. Y así se hace con cada carro y solo
uno entra en cada ocasión. Todo se lleva
desde la garita de entrada hasta el patio
interior más pequeño y se carga en los carros
de la propiedad para conducir la mercancía a
la mansión.
»Todo, como los muebles, por ejemplo,
se lleva al patio de la garita de entrada de
piedra verde de la casa del guarda. Allí, una
especie de inspector verifica el inventario y
recibe la mercancía ante dos testigos de los
vendedores y dos de la propiedad. El envío
puede ser retenido un día o un mes, puede ser
devuelto intacto o ser comprado en su
totalidad; cualquier discrepancia es zanjada
de inmediato con la devolución de lo que se
rechaza. Lo mismo ocurre con las joyas. Tuve
suerte. Averigüé que a ese lugar han entrado
diamantes por valor de más de un millón de
117
dólares en los últimos diez años, y ahí dentro
siguen.
Thwaite hizo una pausa dramática. No
dije ni una sola palabra y nos quedamos allí
sentados, en el asiento trasero de aquel coche
parado, mientras el cuero de los asientos
crujía al ritmo de nuestra respiración, Riwin
daba caladas a su pipa y las hojas caían sobre
nosotros; no se escuchaba ningún sonido más.
—Está todo ahí dentro. —Thwaite retomó
la palabra—. El mayor alijo de Norteamérica.
Y este va a ser el robo más grande y más
exitoso perpetrado en este continente. Y
nadie acabará condenado por ello, ni tan
siquiera encontrarán sospechosos. Acordaos
bien de lo que os digo.
—Me acordaré —interrumpí—, y no me
siento ni una pizca mejor ahora que cuando
empezamos. Prometiste que te explicarías y
dijiste que el asunto me entusiasmaría y me
inspiraría tanta confianza como a ti y a
Riwin. Lo acepto, admitiendo que todo lo que
dices sea cierto, y no es que tenga pinta de
serlo, ¿realmente piensas que un millonario
118
excéntrico recluido va a vivir sin vigilancia?
Aunque él mismo sea un desastre, la casa que
habita es todo lo contrario. Por lo que cuentas
sobre las garitas de entrada, ya se toman
suficientes precauciones. Es cierto que los
diamantes resultan de lo más tentador, pero
también lo es el oro de la Casa de la Moneda.
Por lo que cuentas, toda esta acumulación de
tesoros que imaginas está tan segura donde
está como la reserva de oro del Tesoro de los
Estados Unidos. Me asustas y no me
convences en absoluto.
—Piénsalo fríamente —intervino Thwaite
—. No soy un idiota. He invertido años
planeando esto. Después de asegurarme del
botín, me aseguré de los medios de obtenerlo.
Hay muchas trabas, pero no las suficientes.
Qué fácil habría sido poner una caseta de
guarda cada cien metros al otro lado de la
calle a lo largo del muro. No lo han hecho.
Qué fácil habría sido iluminar la calle y el
exterior del muro. No lo han hecho tampoco.
Ni han pensado en ninguna de las otras veinte
precauciones simples en el exterior. El parque
119
es lo suficientemente grande para ser un lugar
solitario. Y en la parte de fuera del muro solo
hay una oscura y solitaria calle y un bosque
sin valla como este. Se han confiado. Creen
que el muro y las garitas de entrada son
suficientes. Y no lo son. Creen que las
precauciones tomadas en el exterior son
perfectas. No lo son. Lo sé. He recorrido ese
muro diez veces, veinte veces, cincuenta
veces. Me he arriesgado a pisar cepos y
resortes de armas de fuego y alambrado con
alarma. No hay nada de nada. No hay patrulla
nocturna, ni tampoco patrulla diurna regular,
solo simples jardineros y ese tipo de personal.
Lo sé. Me aseguré arrastrándome por todo el
lugar sobre la tripa como un indio iroqués de
una de las novelas de Cooper. Están tan
seguros de la fuerza de su muro que ni
siquiera tienen un perro guardián, ni ningún
perro de otro tipo.
—¡Ningún perro! —exclamé ciertamente
sorprendido—. ¿Estás seguro?
—¡Totalmente seguro! —contestó
Thwaite con aire triunfal—. Y estoy seguro
120
de que jamás ha habido un perro en ese lugar.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?
—inquirí.
—Ahora llego a esa parte —continuó
Thwaite—. No logré que ninguno de los que
pertenecían al servicio hablara, pero me las
apañé para escuchar a escondidas a dos de
ellos hablando, y en más de una ocasión. La
mayor parte de lo que decían no me servía de
nada, pero logré reunir algunas frases que
pude relacionar. Hay un muro medianero que
divide el parque. En el lado más pequeño,
adonde conducen las verjas de entrada, están
las viviendas de los cuidadores y sirvientes,
de los supervisores y el jefe, así como del
médico de la hacienda; porque existe un
médico de la hacienda. Tiene dos ayudantes,
dos hombres jóvenes, que son sustituidos con
frecuencia. Está casado, como la mayoría del
personal. Hay una especie de poblado dentro
del muro externo, al otro lado del muro
medianero. Algunos de ellos llevan allí
treinta y cinco años. Cuando se hacen muy
mayores se les asigna una pensión y se les
121
envía a alguna parte, muy lejana, porque no
he logrado seguir el rastro de ninguno de
estos pensionistas.
»Los ayudas de cámara o cuidadores
personales, sea lo que sean, y hay muchos de
ellos para poder turnarse, están todos solteros,
excepto dos o tres de su mayor confianza. El
resto de ellos vienen de Inglaterra y son
embarcados de regreso tras cuatro o cinco
años de servicio. Los hombres que escuché
hablar eran dos de estos, un ayudante viejo a
punto de acabar su reclutamiento, como lo
llamaba, e irse a casa, y un joven que estaba
entrenando para sustituirle. Todos estos
trabajadores especiales tienen muchísimo
tiempo para pasarlo fuera. Se sentaban
normalmente a tomar una o dos cervezas
durante dos o tres horas seguidas, hablando;
Appleshaw le daba consejos a Kitworth o
Kitworth hacía preguntas. Gracias a ellos
supe de la existencia de este muro medianero.
»—Nunca ha entrado una mujer en el otro
lado desde que se construyó —dijo
Appleshaw.
122
»—Jamás lo habría imaginado —comentó
Kitworth.
»—¿Puedes imaginarte a una mujer capaz
de aguantarlo? —preguntó Appleshaw.
»—No —admitió Kitworth—, apenas
puedo imaginarlo. Pero algunas mujeres
tienen más tragaderas con los hombres.
»—De todas formas —añadió Appleshaw
—, no soporta la visión de una mujer.
»—Qué raro —dijo Kitworth—, tengo
entendido que sus hermanos son todo lo
contrario.
»—Y lo son, por lo que sabemos —
respondió Appleshaw—, pero él no. No
puede soportarlas.
»—Supongo que le pasa lo mismo que
con los perros —reflexionó entonces
Kitworth.
»—Ningún perro puede acostumbrase a él
—confirmó Appleshaw—, y él tiene tanto
miedo a los perros que no se les permite la
entrada a ninguna parte del recinto. Nunca ha
habido perro desde que nació, según me
123
cuentan. No, ni tampoco ningún gato, ni uno
solo.
»En otra ocasión oí a Appleshaw decir:
»—Construyó los museos, el pabellón y
las torres, el resto se construyó antes de que
él creciera.
»Generalmente no podía oír las frases de
Kitworth, hablaba muy bajo. En una ocasión
oí a Appleshaw responder:
»—En ocasiones, durante noches y más
noches, permanece en silencio como todos
los demás, apaga las luces pronto y duerme
profundamente, por lo que sabemos. Otras
veces se queda despierto toda la noche, con
las ventanas iluminadas, o simplemente
trasnocha hasta después de la medianoche.
»”Quienquiera que esté de servicio se
queda despierto, nadie más mete las narices, a
menos que salte la alarma solicitando ayuda,
lo cual no ocurre muy a menudo, ni dos veces
al año. La mayoría del tiempo es tan
silencioso como tú o como yo, siempre que se
le obedezca.
124
»”Pero tiene mal genio. De repente, se
pone hecho un basilisco si no se le responde
rápidamente, otras veces explota si los
vigilantes se acercan a él sin haber sido
llamados.
»Capté fragmentos de largos e inaudibles
susurros.
»En una ocasión:
»—Oh, entonces no tendrá a nadie cerca.
Puedes oírle sollozando como un niño.
Cuando está peor, las noches silenciosas, lo
oirás aullando y gritando como un alma en
pena.
»En otra ocasión:
»—La piel tersa como la de un niño, y no
más peludo que tú o yo.
»Y en otra ocasión:
»—¿El violín? Ningún violinista puede
superarlo. Le he escuchado tocar durante
horas. Te hace arrepentirte de tus pecados. Y
entonces cambia y te hacer recordar a tu
primer amor, y las lluvias y flores de
primavera, y cuando eras niño y jugabas
125
sobre las rodillas de tu madre. Te rompe el
corazón.
»Las dos frases que parecían más
importantes fueron: “No tolerará ninguna
interferencia”.
»Y:
»“No se toca ningún cerrojo hasta que
amanece, después de que él esté encerrado”.
—Bueno, ¿qué piensas? —me preguntó
Thwaite.
—Suena —dije— a que el lugar es como
un manicomio para un solo paciente con
largos intervalos de lucidez.
—Algo así —respondió Thwaite—, pero
parece que hay algo más. No me cuadran
todas las cosas que oí. Appleshaw dijo algo a
lo que no paro de darle vueltas:
»“Cuando entra en crisis me asusta”.
»Y Kitworth dijo en una ocasión:
»“Eran los colores brillantes que tenía lo
que me heló la sangre”.
»Y Appleshaw dijo más de una vez, de
distintas formas, pero siempre en el mismo
sentido:
126
»“Jamás vencerás el miedo que provoca.
Pero lo respetarás cada vez más, y casi
llegarás a amarlo. No le temerás por su
aspecto, sino por su terrible sabiduría. Es el
más sabio de todos los hombres”.
»En una ocasión Kitworth respondió: “No
envidio a Sturry, encerrado allí con él”.
»“Ni Sturry, ni aquel de nosotros que sea
su hombre de confianza en algún momento,
es de envidiar”, respondió Appleshaw. “Pero
te acostumbrarás a ello, como yo, si eres la
clase de hombre que creo que eres”.
»Eso es todo lo que averigüé
escuchándolos —continuó Thwaite—, el
resto lo descubrí observando y espiando. Me
aseguré de localizar el edificio que llaman el
Pabellón, que es su hogar habitual. Pero a
veces pasa la noche en una u otra de las
torres, independientes entre sí. A veces, todas
las luces se apagan a las diez en punto, o
incluso a las nueve; pero en otras ocasiones
continúan encendidas hasta la medianoche. A
veces se encienden tarde, a las dos o a las
tres. También he oído música, de violín, tal
127
como la describió Appleshaw, y música de
órgano incluso; pero ningún aullido. Sin duda
es un loco, a juzgar por la colección de
estatuas.
—¿Colección de estatuas? —pregunté.
—Sí —respondió Thwaite—, una
colección de estatuas. Grandes figuras y
grupos, todas ellas representando hombres
locos con cabezas de elefante o de águilas
americanas, una colección de estatuas
completamente demencial. Pero muy bien
talladas. Están esparcidas por todo el parque.
El pequeño edificio cuadrado entre el
Pabellón y la torre verde es su estudio de
escultura.
—Pareces conocer muy bien el lugar —
observé.
—Así es —asintió Thwaite—, he llegado
a conocerlo bien. Al principio probé noches
como esta. Luego me atreví a la luz de las
estrellas. Luego me atreví incluso a la luz de
la luna. Jamás me llevé ningún susto. Me he
sentado en la escalinata principal del Pabellón
a la una en punto una noche estrellada y nadie
128
me ha molestado. Incluso intenté quedarme
dentro todo el día, escondido en unos
matorrales, con la esperanza de verle.
—¿Lo has visto alguna vez? —pregunté.
—Nunca —respondió Thwaite—, pero sí
lo he oído. Cabalga al anochecer. Lo oí
paseándose arriba y abajo frente al Pabellón,
hasta que oscureció demasiado para verle
desde mi escondite. Le oí pasar cerca de mí
en la oscuridad. Pero no logré ver el caballo
recortado en el cielo para distinguir al jinete.
Esconderse y bajar a la carrera camino abajo,
cerca del animal, no es tarea fácil.
—¿No le viste el día que pasaste allí? —
insistí.
—No —dijo Thwaite—. No le vi. Yo
también me sentí defraudado. Porque un
coche llegó hasta la entrada del Pabellón y se
quedó esperando bajo la puerta cochera. Pero
cuando giró en el parque para marchar no
había nadie allí, solo el chófer al volante y un
mono amaestrado en el asiento trasero.
—¡Un mono amaestrado! —exclamé.
129
—Sí —dijo—. ¿Has visto alguna vez a un
perro, un terranova o un terrier, que se sienta
en un coche todo elegante y con aire de
grandeza y disfrutando? Bueno, pues ese
mono estaba ahí sentado exactamente así,
girando la cabeza de uno a otro lado
disfrutando las vistas.
—¿Cómo era? —pregunté.
Una especie de mono con cara perruna —
dijo Thwaite—, más parecido a un mastín.
Riwin gruñó.
—Ese no es el tema —continuó Thwaite
—, tenemos que centrarnos en el tema. La
cuestión es que el muro es su única
protección, no hay perros, quizás debido al
mono amaestrado o a cualquier otra cosa.
Encierran al señor Eversleigh todas las
noches con solo un mayordomo para
atenderle. Nunca interfieren, sea cual sea el
ruido que escuchen o las luces que vean, a
menos que salte la alarma, y ya he localizado
los cables de la alarma que debes cortar. Eso
es todo. ¿Te hace?
130
Riwin estaba sentado cerca de mí, casi
encima de mí. Podía sentir sus enormes
músculos y la culata de su pistola clavada en
mi cadera.
—Iré con vosotros —dije.
—¿Por voluntad propia? —insistió
Thwaite.
La culata de aquella pistola se movía al
ritmo de la respiración de Riwin.
—Iré por voluntad propia —dije.
III
A pie, Thwaite nos condujo con tanta
seguridad como en el coche. Era la noche
más silenciosa y oscura que jamás hubiera
visto, sin luz, aire, sonido u olor que pudiera
guiarnos. Thwaite avanzaba a toda prisa a
través de aquella niebla como un hombre
moviéndose por su propio dormitorio, sin
dudar ni un segundo.
131
—Este es el lugar —dijo junto al muro, y
guio mi mano para que tocara el perno con
anilla en la hierba a los pies del muro. Riwin
se agachó para que Thwaite se subiera a su
espalda y yo subí por los dos. De puntillas
sobre los hombros de Thwaite apenas llegaba
a tocar la albardilla con la punta de los dedos.
—¡Súbete a mi cabeza, idiota! —susurró.
Me agarré a la albardilla. Una vez sentado
a horcajadas, dejé caer un extremo de la
escalera de seda.
—¡Rápido! —susurró Thwaite desde
abajo.
Tensé la cuerda y bajé. Al primer roce de
la hierba en los dedos encontré el otro perno
con anilla. Até con fuerza la escalera y tiré de
ella para dar la señal. Riwin saltó primero,
luego Thwaite. Nos condujo a ritmo regular
por el parque. Cuando se detuvo, me cogió
por el codo y preguntó:
—¿Puedes ver alguna luz?
—Ni una sola luz —confirmé.
—Igual que yo —dijo—, no hay ninguna
luz. Todas las ventanas están a oscuras.
132
Hemos tenido suerte.
Volvió a guiarnos un rato. Tras volver a
detenerse, se limitó a decir:
—Aquí es donde tú subes. Corta todos los
cables, pero no pierdas el tiempo cortando
dos veces el mismo.
Los detalles de sus instrucciones fueron
exactos. Encontré cada asidero y hueco donde
apoyar el pie tal como me lo describió. Pero
necesité toda mi pericia. Fui consciente
entonces de que ningún peso pesado como
Riwin o Thwaite podrían haberlo hecho.
Cuando bajé tenía los miembros entumecidos
y temblorosos.
—¡Solo un trago! —dijo Thwaite,
llevándose la petaca a los labios. Luego
continuó. La noche era tan cerrada y la niebla
tan espesa que no vi el contorno del edificio
hasta que estuvimos pegados a su pared.
—Aquí es donde entras —ordenó
Thwaite.
Entendía ahora por segunda vez por qué
estaba con ellos. Ninguno de los dos hubiera
podido pasar por aquella abertura en la
133
piedra. Yo apenas cabía. Dentro, en lugar del
tremendo golpe al deslizarme que temía,
aterricé con un simple crujido; esa carbonera
no contenía antracita. Asimismo, el
contenedor bajo la ventana era de carbón
blando. Bendije mi suerte y me sentí más
animado. No me costó mucho abrir esa
ventana. Riwin y Thwaite se deslizaron
dentro. Descendimos agachados unos cuatro
o cinco pasos y llegamos a suelo firme. Riwin
paseó la luz de la linterna por el lugar con
descaro. Estábamos entre una sala de
carboneras limpias y una batería de calderas.
No había puerta en ninguno de los extremos
del espacio abierto en el que nos
encontrábamos. Vi fugazmente las ventanas y
colectores de carbón alternándose sobre las
carboneras, dos paneles grandes de brillantes
azulejos de colores, ladrillo claro recién
pintado, asbestos de fibras de hierro negro y
latón blanco brillante, un negro espacio vacío
entre dos calderas. Medio oí medio sentí que
Riwin se dirigió hacia allí. Durante el resto de
nuestra aventura él encabezó la marcha,
134
Thwaite le seguía y yo la mayor parte del
tiempo les seguía y avanzaba a tientas detrás
de Thwaite, con frecuencia adivinando su
posición o movimientos mediante una
combinación de sentidos que no eran ni el
oído ni el tacto, sino una mezcla de ambos.
La linterna de Riwin volvió a iluminar los
alrededores. Nos encontrábamos en un
pasadizo de suelo de cemento y paredes de
ladrillo, con puertas en cada extremo, y en el
lateral frente a nosotros una desconcertante
hilera de puertas. En la oscuridad que siguió
al fogonazo de la linterna marché detrás de
los dos hacia la derecha. Ya bien dentro nos
quedamos parados, respirando y aguzando los
oídos. Cuando Riwin iluminó nuestros
alrededores vimos miles de botellas, todas
inclinadas y con el cuello hacia abajo en
hileras de estantes que alcanzaban hasta el
techo. Bordeándolas, recorrimos la bodega,
pero no encontramos ni rastro de una puerta a
excepción de la que habíamos cruzado al
entrar. Un gruñido susurrado de Riwin, un
codazo de Thwaite y regresamos recorriendo
135
todo el pasadizo. De nuevo nos encontramos
en una bodega, idéntica a la que acabábamos
de dejar y con la misma peculiaridad.
La curiosidad venció a cualquier cautela.
Riwin, en lugar de encender la linterna a
intervalos, la dejó todo el tiempo encendida y
escudriñamos, observamos y susurramos
atónitos. Como en la anterior bodega, en esta
tampoco había ningún espacio sin ocupar, los
pasillos medianeros eran estrechos, las
estanterías llegaban hasta las vigas que
sujetaban los arcos, cada estante estaba tan
abarrotado que resultaba casi imposible
encontrar un hueco vacío. Y en toda aquella
enorme bodega, entre decenas de miles de
botellas no había ni una sola magnum, ni de
un cuarto, ni tan siquiera una pinta. Todas
eran splits. Examinamos unas cuantas y todas
tenían la misma etiqueta. Ahora el diseño me
resulta familiar, después de verlo repetidas
veces y a su tamaño, pero entonces me
pareció un dibujo de una skirtdancer llevando
un caimán con una correa de perro. No había
ningún nombre del vino o licor en ninguna de
136
las botellas, pero cada etiqueta tenía un
número rojo, 17, o 45 o 328 encima del
dibujo, y bajo este:
137
final del zócalo más allá; el linóleo o algo
similar de color marrón amarillento o
amarillo amarronado que cubría el suelo,
imitando parqué de madera; y los pies,
piernas y muslos de un hombre fornido y
grande. La luz lo iluminó tan solo una
fracción de segundo, pero reveló claramente
sus calzones cortos, las ajustadas medias en
sus gruesas pantorrillas y brillantes hebillas
en las rodillas y en los zapatos.
No se escuchó ningún sonido fuerte, tan
solo el trasiego emborronado de un forcejeo
silencioso. Retrocedí hasta el alféizar de una
ventana y ya no pude retroceder más. Lo
único que oía era el sonido de roces y
crujidos de la pelea y un jadeo que se
transformó en una especie de gorgoteo.
La linterna volvió a alumbrar y siguió
iluminando con una luz brillante. Vi que era
Thwaite quien estaba peleando con aquel
hombre, y una de las enormes y gruesas
manos estaba aferrada al cuello de Thwaite.
Este lo agarró del cuello dándole la vuelta de
manera que acabó con el rostro pegado al
138
pecho de Thwaite. Tenía el cabello castaño.
La bala de Riwin se hundió horriblemente en
su cráneo. E inmediatamente la luz se apagó.
Thwaite, jadeante, irradiando calor como
un horno, se quedó de pie junto a mí. No
escuché otro ruido después de que el cuerpo
golpeara el suelo, aunque en las escaleras
enmoquetadas me pareció oír unas pisadas
ligeras, como de un perro grande o un niño
asustado trotando escaleras arriba.
—¿Habéis oído algo? —susurré.
Riwin me dio un golpe.
Cuando Thwaite ya respiraba con
normalidad, encendió la linterna y Riwin hizo
lo mismo.
El muerto era un hombre entrado en años,
más de cincuenta por lo que pude ver, alto, de
grandes dimensiones y enjuto, pero pesado.
Su ropa constaba de una librea de terciopelo
verde bordada con hilo dorado, unos calzones
hasta las rodillas de terciopelo verde, medias
verdes de seda y zapatillas verdes de piel. Las
cuatro hebillas eran de oro.
Thwaite me asustó al hablar en voz alta.
139
—Me imagino, Riwin, que este es su
ayuda de cámara de confianza. Habría gritado
si hubiera habido alguien a quien llamar. O
bien estamos solos en este edificio o no
tenemos que enfrentarnos a nadie más que al
señor Hengist Eversleigh.
Riwin gruñó.
—Si Eversleigh se encuentra aquí —
continuó Thwaite—, está intentando activar
la alarma con los cables cortados, o está
asustado y escondido. Vamos a encontrarlo y
acabar con él, si es que está aquí, y luego
iremos a por sus diamantes. En cualquier
caso, busquemos esos diamantes.
Riwin gruñó.
Avanzaron rápidamente de una habitación
a otra y de una planta a otra. No se les resistió
ni una sola puerta. En las bodegas de vino
habíamos sentido curiosidad y perplejidad;
allí arriba nos quedamos electrizados y
aturdidos. Nos encontrábamos en un palacio
de maravillas, rodeados de tal cantidad de
tesoros que incluso Riwin, tras un segundo y
tercer intento, desistió de meterse nada en los
140
bolsillos o en las bolsas. No encontramos
ninguna criatura viviente, ni ninguna puerta
cerrada con llave, y aparentemente
recorrimos todo el edificio.
Cuando se detuvieron, me detuve.
Desvariábamos de asombro, desesperados por
la búsqueda, enloquecidos por la curiosidad,
incrédulos, histéricos, aturdidos y
temblorosos.
Thwaite habló en la oscuridad.
—Voy a registrar este lugar, todo entero,
aunque tenga que morir en el intento.
Encendieron las linternas. Nos
encontramos de nuevo al lado del cuerpo del
sirviente asesinado. A Riwin y Thwaite no
parecía importarles el cadáver. Agitaron las
linternas hasta que uno de los haces de luz
dio con un interruptor de luz eléctrica.
—Espero que esos cables estén bajo tierra
—comentó Thwaite.
Accionó el interruptor y la luz eléctrica se
encendió con fuerza. Aparentemente, nos
encontrábamos a los pies de las escaleras
141
traseras, en una especie de vestíbulo, un
pasillo ancho al cual se abrían varias puertas.
Los tres examinamos los pomos de
aquellas puertas. Como habíamos entrevisto a
la luz de las linternas, todas las puertas en
aquel edificio tenían dos pomos; uno era un
pomo normal, pero el otro estaba colocado a
medio camino entre el pomo normal y el
suelo. Riwin abrió una de las puertas, que
conducía a un trastero. Probó ambos pomos
mientras Thwaite y yo observábamos a sus
espaldas. El cerrojo y pestillo estaban
situados en el pomo superior, pero eran
controlados por ambos pomos
indistintamente. Probaron otra puerta, pero
los ojos se me iban al cadáver.
Riwin y Thwaite le prestaron tan poca
atención como si no hubiera estado allí. Yo
tan solo había visto un muerto por asesinato
antes y no quería que me recordaran aquel
primero ni me agradaba la visión de este.
Bajé los ojos hacia la oscuridad de la escalera
de piedra por la que habíamos subido y dejé
142
vagar la mirada por los escalones
enmoquetados.
Entonces Riwin, buscando a tientas en el
interior tras la puerta abierta, encontró un
interruptor y encendió la luz. Era un comedor
bastante espacioso, y en los cuatro rincones
había vitrinas de cristal empotradas con
estantes llenos de vajilla de porcelana y copas
de cristal. El mobiliario era de roble.
—El comedor de la servidumbre —
comentó Thwaite.
Encendiendo las luces de cada una de
ellas, entramos en una serie de habitaciones;
una especie de sala de estar, con mesas de
naipes y tableros de ajedrez; una librería
abarrotada de estanterías abiertas, las dos
mesas robustas de roble repletas de revistas y
periódicos; una sala de billares con tres
mesas, una mesa de billar francés, otra de
billar americano y la última de billar romano;
una especie de saloncito lleno de sofás de
cuero y mullidos sillones; una entrada con
perchas para sombreros y paragüeros, y una
puerta exterior de roble oscuro con gran
143
profusión de vidrios de colores encastrados
en la propia puerta y alrededor de esta.
—Todas son habitaciones de la
servidumbre —comentó Thwaite—. Todos
los muebles son de tamaño humano.
Continuemos.
Regresamos por un pasillo y entramos en
una cocina enorme al otro lado del comedor.
—Dejemos la despensa para cuando
volvamos a bajar —ordenó Thwaite—.
Subamos. Nos encargaremos de la sala de
banquetes después de esos dormitorios. Las
oficinas y el estudio lo último. Quiero echar
un buen vistazo a esos cuadros.
Pasaron junto al fiambre como si no
estuviera allí. En la planta superior, Thwaite
tocó el codo de Riwin.
—Me olvidaba de estas —dijo.
Inspeccionamos una sala de estar con una
mesita de café redonda en medio, un sillón
arrimado a esta y en el sillón una revista y
una especie de chaqueta guateada de
esmoquin. Junto a esta habitación había un
dormitorio y un baño.
144
—Los aposentos del señor Lacayo —
comentó Thwaite, mirando
despreocupadamente una fotografía de una
joven regordeta y dos niños pequeños,
colocada sobre el buró—. Todo el mobiliario
es de tamaño humano aquí también.
Riwin asintió.
Volvimos a subir el segundo tramo de la
escalera trasera. Acababa en un vestíbulo o
entrada o estancia vacía cuadrada con nada
más que dos sofás. Había dos puertas.
Riwin abrió una de ellas de golpe, palpó
la pared interior a tientas buscando el
interruptor y lo encontró. Los tres dejamos
escapar un gemido ahogado, casi gritamos.
Habíamos visto fugazmente esa galería antes,
pero el chorro de luz de mil bombillas bajo
reflectores invertidos nos deslumbró; los
cuadros nos dejaron casi petrificados.
La luz deslumbradora me aterró.
—Sin duda debemos de estar locos —
objeté—, encendiendo todas estas luces.
Seguro que hará saltar la alarma en la casa.
145
—Ninguna alarma —me cortó Thwaite
—. ¿No te he dicho que llevo vigilando estos
edificios noche tras noche? Ya expliqué que
jamás lo molestan, con o sin luces.
Tras desechar de esa manera mi débil
protesta, me quedé absorto, como los otros,
en aquellas increíbles pinturas. Riwin estaba
simplemente aturdido por una sorprendida
incomprensión, Thwaite en profunda
reflexión y en busca de una pista sobre el
origen de su peculiaridad, y yo totalmente
perplejo por la perfección de su ejecución,
temblando por su misterio sobrecogedor.
La galería medía unos veintiocho metros
de largo y casi diez de ancho y alto.
Aparentemente estaba cubierta por un techo
de cristal por encima del rectángulo de
reflectores. Los cuadros cubrían las cuatro
paredes, a excepción de las pequeñas puertas
a ambos lados. Ninguno de los cuadros era
demasiado pequeño, pero había muchos de
grandes dimensiones. Unos cuantos eran
paisajes, pero todos incluían figuras humanas,
la mayoría estaban atestados de figuras.
146
Aquellas figuras.
Eran figuras humanoides, pero ninguna
con cabeza humana. Las cabezas eran
invariablemente de pájaros, animales o peces,
mayormente de animales, algunos animales
comunes, muchas de criaturas que había visto
en pinturas o de las que había oído hablar,
algunas de criaturas imaginarias como
dragones o grifos, más de la mitad de las
cabezas eran de animales que desconocía o
que habían sido inventados por el pintor.
Cerca de mí, cuando las luces se
encendieron, vi un cuadro marino, un cielo
borroso, nublado y gris y una fuerte
marejada; un extraño barco de otro mundo
con peces apilados en cubierta y entre ellos,
de pie, cuatro figuras humanas con botas
relucientes como botas de goma y unos
abrigos sueltos, brillantes y mojados como
chubasqueros, aunque las botas y los
chubasqueros eran rojo burdeos y las cuatro
figuras tenían cabezas de hiena. Una de ellas
manejaba el timón y las otras izaban una red.
Atrapado en la red había una especie de
147
tritón, pero diferente a los dibujos de sirenas.
Su forma era totalmente humana, excepto la
cabeza, las manos y los pies; todo su cuerpo
estaba cubierto de escamas multicolores.
Tenía aletas anchas y planas en lugar de
manos y pies, y su cabeza era la de un cerdo
rechoncho. Se debatía en la red angustiado
por el formidable esfuerzo. A pesar de la
extrañeza del cuadro transmitía una atrayente
sensación de realismo, como si la escena
estuviera ocurriendo realmente ante nuestros
ojos.
El siguiente era un pícnic en un pequeño
prado junto a un estanque entre árboles con
altas montañas al fondo. Cada uno de los
excursionistas alrededor de un mantel blanco
extendido sobre la hierba tenía la cabeza de
un animal distinto, uno de oveja, otro de
camello y el resto de unos tipos de ciervos
que yo desconocía.
Al lado de este, otro cuadro representaba
una lucha entre dos criaturas compuestas con
forma de centauros, pero con cuerpos de toros
de los que brotaban torsos humanos donde
148
debieran haber estado los cuellos; los brazos
eran serpientes escamosas con cabezas y
bocas abiertas en lugar de manos y, en lugar
de cabezas humanas, cabezas de gallos que
picoteaban con los picos abiertos. Bajo las
criaturas, en lugar de pezuñas de toro había
unas patas amarillas de gallo, más robustas
que las patas de un pollo y con dedos cortos y
gruesos, y espuelas largas y finas como las de
los gallos de pelea. Sin embargo, estas
quimeras fantásticas parecían vivas y sus
movimientos naturales; sí, esa es la palabra,
naturales.
Todos los demás cuadros eran tan
sorprendentes como estos tres primeros.
Todos llevaban la firma abajo y a la izquierda
con pulcra y pequeña caligrafía y en brillante
pintura dorada:
HENGIST EVERSLEIGH
y una fecha.
149
—El señor Hengist Eversleigh es un
lunático, de eso no hay duda —comentó
Thwaite—, pero es indiscutible que sabe
pintar.
Debía de haber más de cincuenta cuadros
en aquella galería, tal vez hasta setenta y
cinco, y cada uno de ellos era una pesadilla.
Más allá había una galería más corta pero
igual de ancha al final de uno de los extremos
de la primera galería, y más allá una galería
idéntica a la primera; las tres ocupaban tres
partes del edificio. La cuarta era un estudio
del tamaño de la segunda galería; tenía una
gran claraboya de cristal inclinada en un
lateral que ocupaba toda una pared. Estaba
encalada, lisa y vacía, con dos caballetes, uno
grande y otro pequeño.
En el caballete pequeño había un cuadro
de unas verduras y cinco o seis pequeñas
hadas con cuerpos de niñas y cabezas de
ratones, mordisqueando una zanahoria.
En el grande había un lienzo casi en
blanco. En una parte de este había dibujada
una palmera con pinceladas gruesas y de
150
colores llamativos, y bajo esta tres cangrejos
grandes con cocos en las pinzas. Los pies y
piernas de un hombre asomaban junto a ellos
y el resto estaba sin acabar.
Las tres galerías contenían unos
trescientos cuadros, porque en la galería más
pequeña solo había lienzos pequeños.
Además de estar impresionados por las
temáticas y la perfección de los dibujos y
colores, dos cosas llamaron poderosamente
mi atención en todas las pinturas.
En primer lugar, no había representadas
en ninguno de los cuadros figuras de mujeres
o de cualquier forma femenina de ningún
tipo. Las figuras con cabezas de animales
eran todas figuras de hombres, bien vestidas o
desnudas. Los animales, por lo que llegué a
ver, eran todos machos.
En segundo lugar, casi la mitad de los
cuadros eran modificaciones, o analogías o
emulaciones (difícilmente las definiría como
parodias o imitaciones) de cuadros famosos
de grandes artistas, cuadros que había visto
en galerías públicas o que conocía a través de
151
grabados o fotografías o reproducciones en
libros o revistas.
Había un cuadro como el de Washington
cruzando el Delaware y otro como el de
Washington despidiendo a sus generales.
Había un grupo de cuadros de Napoleón; tras
los cuadros de Napoleón en Austerlitz, en
Friedland, ofreciendo las monedas de oro a
sus regimientos, durante la mañana de
Waterloo, bajando las escaleras en
Fontainebleau y en la cubierta del barco que
le llevaba a Santa Helena, había docenas de
otros cuadros de generales o reyes o
emperadores pasando revista a ejércitos
victoriosos; dos o tres de Lincoln. El que más
me impresionó, obviamente una reproducción
de algún cuadro que jamás había visto o
sabido de su existencia, fue el del fantasma
de Lincoln, de un tamaño mucho mayor que
el tamaño real del hombre, y que destacaba
entre los personajes notables de su época que
sobrevivieron en la tribuna, pasando revista al
ejército federal que lo había recibido y que
desfilaba por Washington.
152
En todos los cuadros las figuras
dominantes, ya fuera Lincoln, Napoleón o
Washington, o algún otro general o
gobernante, cualquiera que fuera el uniforme
o insignias que cubrieran sus formas
humanas, tenían todas la misma cabeza. Las
cabezas de los hombres batallando en todas
esas pinturas eran cabezas de perros, todas
parecidas en todos los cuadros, pero diferían
unas de otras; algunas cabezas eran de terrier,
otras de mastines, otras de perros lobo, o
cualquier otra raza. Las cabezas de los
hombres representados que no eran soldados
eran cabezas de bueyes, ovejas o caballos o
alguna otra clase de animal domesticado. La
cabeza de la figura dominante me sugería
alguna criatura inventada, mítica, fabulosa…
—Oh, esa no es la palabra que estoy
buscando.
—¿Mitológica? —le sugerí, mi única
interrupción en toda su narración.
—Sí, mitológica —replicó él—. Me
pareció una criatura mitológica. Mandíbula
larga como la de un perro; una pequeña barba
153
rubia puntiaguda bajo la barbilla; orejas
negras y sin vello, como las orejas sin pelo de
un perro y, a un mismo tiempo, no del todo
como las de un perro; el borde del pelo en la
coronilla; la forma triangular de toda la
cabeza; los ojos juntos, pequeños, luminosos
y una mirada terriblemente penetrante;
brillantes colores a ambos lados del hocico.
Todo ello proporcionaba una desgarradora
sensación de individualidad y, sin embargo,
parecía más mitológico que real.
Se tarda mucho más en describir lo que
vimos en esa tercera planta que el tiempo que
tardamos en verlo. En las paredes de las
galerías, bajo los cuadros, había cajoneras
sólidamente construidas y unidas entre sí
como un mostrador y aproximadamente igual
de altas. Thwaite recorrió un lado de la
galería y Riwin el lado opuesto, abriendo
todos los cajones y cerrándolos de golpe. Lo
único que vi dentro eran fotografías de
cuadros. Pero Riwin y Thwaite no querían
correr riesgos y comprobaron todos los
cajones. Me sobró tiempo para echar un
154
vistazo a mi alrededor y trotar rápidamente
alrededor de los sillones y sofás de terciopelo
verde colocados espalda con espalda en
medio de la sala. Tuve la impresión de que el
señor Hengist Eversleigh era un gran maestro
de los dibujos de retratos y de paisajes, de la
combinación de colores, la luz y la
perspectiva.
Mientras bajábamos por unas escaleras
idénticas situadas en el rincón opuesto a las
que habíamos subido antes, Thwaite dijo:
—Ahora, vayamos a los dormitorios.
Junto a las escaleras encontramos otro
apartamento de un mayordomo o lacayo, sala
de estar, dormitorio y baño, exactamente
como el que había junto a la otra escalera. Y
había cuatro más entre ambas escaleras, bajo
el estudio y sobre los salones.
En las alas este y oeste del edificio
estaban los dormitorios, doce apartamentos,
seis a cada lado; cada uno de estos doce
apartamentos consistía en un dormitorio, un
vestidor y un baño.
155
Las camas eran aproximadamente de un
metro de largo y estrechas y bajas en
proporción a esa medida. El mobiliario,
escritorios, mesas, sillas, cómodas y demás
eran acordes a las dimensiones de las camas,
a excepción de los espejos de caballete y de
pared que alcanzaban el techo. Las bañeras
eran casi del tamaño de un pequeño estanque,
de unos dos metros y medio de largo por un
metro ochenta de ancho, y todas hechas con
un solo bloque de porcelana.
Las formas, tamaños y estilos del
mobiliario se repetían en todos los
apartamentos, pero los colores variaban, de
manera que las doce estancias eran de doce
colores; negro, blanco, gris, marrón, amarillo
claro y amarillo oscuro, rojo, verde, azul… el
papel y adornos de las paredes, las alfombras
y tapetes, todo era del mismo color en cada
apartamento. Sin embargo, los paneles de las
paredes tenían siempre el mismo cuadro, que
se repetía dos, cuatro o seis veces en cada
habitación y en todos los apartamentos por
igual.
156
El cuadro era el diseño que yo había sido
incapaz de identificar en las etiquetas de las
botellas. Estaba representado en forma de
medallón en cada uno de los paneles de las
paredes azules o rojas o cualquiera que fuera
el color de la estancia. El fondo del cuadro
era una especie de cielo pálido y borroso con
unas nubes brumosas sobre una vegetación
tropical. La figura principal era un ángel con
holgados ropajes blancos que flotaba sobre
unas alas extendidas de plumas plateadas. El
rostro del ángel era humano, el único rostro
humano de todos los cuadros de aquel
palacio, el rostro serio y delicado, bastante
femenino, de un hombre joven.
La criatura que el ángel llevaba con una
correa era un cocodrilo enorme y corpulento,
con un collar de oro alrededor del cuello del
que partía una cadena de oro, no hacia la
mano del ángel, sino a un grillete de oro
alrededor de la muñeca de este.
Bajo cada cuadro se leía una estrofa de
cuatro versos, siempre la misma:
157
No permitas que tu naturaleza
más vil te arrastre.
No profieras ningún gemido,
ningún suspiro o quejido,
Sin esperanza de gozar de ningún
alivio, consuelo, palma o corona
Pasa tu vida impasible y solo.
158
Riwin dejó de abrir armarios tras
examinar unos cuantos.
En los dormitorios no había nada más que
la cama y a ambos lados de esta había una
especie de cubiteras para enfriar vino, como
un balde con tapa, pero más grande, elevadas
del suelo sobre tres patas cortas de manera
que el borde del cubo llegaba a la altura de la
cama. Abrimos la mayoría de ellos; todos los
que abrimos estaban llenos de hielos y sobre
estos descansaban varias botellas de media
pinta. Cada una de las doce camas tenía la
colcha cuidadosamente doblada. Ninguna
mostraba señales de haber sido ocupada. Las
cubiteras eran de plata maciza, pero las
dejamos donde estaban. Como señaló
Thwaite, habríamos necesitado dos vagones
de carga para llevarnos toda la plata que
habíamos visto.
En los vestidores, los utensilios como
cepillos y peines sobre las cómodas eran de
oro y la mayoría tenían incrustaciones de
piedras preciosas. Riwin comenzó a llenar
una bolsa con aquellos que eran totalmente de
159
metal, pero no perdió tiempo intentando
arrancar la parte trasera de los cepillos o
malgastar energía en ningún destrozo. Para
cuando terminamos de registrar los doce
aposentos Riwin apenas podía arrastrar la
bolsa.
La habitación delantera del ala sur del
edificio era una biblioteca repleta de libros
pequeños de encuadernación ostentosa en las
estanterías con puertas de cristal que llegaban
hasta el techo y cubrían todas las paredes
excepto donde se abrían las dos puertas y las
seis ventanas. Había mesas pequeñas y
estrechas de la misma altura que las que
encontramos en los vestidores. Había revistas
y periódicos sobre estas. Thwaite abrió una
librería y yo otra y echamos un vistazo a tres
o cuatro libros. Todos tenían un grabado con
el diseño del ángel y el cocodrilo.
Riwin no encontró el interruptor de la luz
del vestíbulo principal y bajamos por las
escaleras anchas y curvadas a la luz de
nuestras linternas. Riwin giró a la izquierda y
nos encontramos en el salón de banquetes,
160
como lo denominó Thwaite, una habitación
de unos cuarenta por treinta e
indescriptiblemente magnífica.
La mesa diminuta, ni siquiera de un metro
cuadrado, era una plancha de cristal blanco
apoyado sobre patas con un baño de plata. La
pequeña silla, el único asiento en la gran
habitación, era de plata maciza con un cojín
escarlata suelto encima.
Los aparadores y armarios, todos ellos
con puertas de cristal, nos dejaron
petrificados. Uno contenía piezas de
porcelana y de cristal tallado… una cerámica
y un cristal maravillosos. Pero cuatro de ellos
contenían una vajilla y cubiertos de oro, todos
de oro puro; tenedores, cuchillos, cucharas,
platos, cuencos, fuentes, copas; todo en
miniatura, pero en gran cantidad.
Examinamos las piezas. Eran de oro. Todas
eran de tamaño normal, pero en lugar de
copas de vino, vasos y vasos de whisky, había
objetos similares a salseras anchas sobre unos
pies cortos, todos ladeados, con un borde que
sobresalía como la boca de un cántaro, pero
161
más ancho y más plano. Había docenas de
estos. Riwin llenó dos bolsas con lo que cupo
en ellas. Las tres bolsas eran lo único que
podíamos llevar entre los tres y cada una de
las piezas debía de valer más de ciento
cincuenta libras.
—Tendremos que hacer dos viajes hasta
el muro —dijo Thwaite—. Has traído seis
bolsas, ¿verdad, Riwin?
Riwin gruñó.
A los pies de la gran escalinata Riwin
encontró el interruptor e inundó la magnífica
escalera con luz.
La propia escalera era de mármol blanco,
la barandilla de mármol amarillo y el friso de
malaquita. Pero el elemento principal era el
cuadro que se alzaba sobre el descansillo. Ese
era el cuadro más asombroso que
encontramos en toda la casa.
Recordé entonces algo similar, un
anuncio de una zarzaparrilla o de unos polvos
de talco, u otro artículo a la venta, que
representaba todas las naciones de la tierra y
162
sus gobernantes al fondo felicitando al
orador.
Aquel cuadro medía unos seis metros de
ancho y era más alto que ancho. Había un
trono, tallado y con incrustaciones de piedras
preciosas colocado sobre un promontorio. Se
veía un ancho paisaje a ambos lados del
trono, totalmente repleto de figuras humanas
con cabezas de animales, una riada infinita de
gente mirando hacia el trono. Cerca de este
había figuras que parecían representar a todos
los presidentes, reyes, reinas y emperadores
del mundo. Reconocí varios ropajes o
uniformes. Algunos tenían cabezas tomadas
de sus escudos de armas nacionales, como las
cabezas de las águilas austríacas y rusas.
Todas estas figuras homenajeaban a la figura
que se alzaba ante el trono; el mismo
monstruo que habíamos visto en el lugar de
Lincoln o Washington o Napoleón en los
cuadros del piso superior.
Se alzaba orgulloso con un pie posado
sobre un cocodrilo gigantesco. Iba vestido
con una especie de uniforme de
163
revolucionario, zapatos bajos con hebillas de
oro, medias y pantalones bombacho blancos,
un chaleco rojo y un abrigo azul brillante. La
cabeza era la misma cabeza animal del resto
de pinturas, triangular y extraña, que entonces
creí mitológica.
Por encima y por detrás del trono y sobre
unas alas extendidas de plumas plateadas
flotaba el ángel vestido de blanco con el
rostro de sir Galabad.
Riwin apagó las luces casi
inmediatamente, pero incluso durante esos
fugaces segundos logré verlo todo.
Dejamos los tres sacos de botín en el
suelo junto a la entrada principal. La
habitación frente al salón de banquetes era
una sala de música, con un órgano y un
piano, ambos instrumentos con unas teclas y
teclados mucho más pequeños que de
costumbre; grandes estanterías de libros de
música; una variedad de instrumentos de
metal, chelos y más de cien estuches de
violines. Thwaite abrió un par de ellos.
164
—Estos bastarían para hacernos con una
fortuna —dijo—. Ojalá pudiéramos
llevárnoslos.
Al otro lado de la sala de música estaba el
estudio. Dentro había cuatro escritorios en
miniatura del estilo antiguo con cajones
abajo, una tapa que se podía bajar como
superficie de escritura y una especie de
estantes arriba con un remate en punta. Todos
estaban tallados y en las tapas tenían grabada
las siguientes palabras:
DIARIO
MÚSICA
CRÍTICA
NEGOCIOS
165
de cada y también a Riwin y se guardó en el
bolsillo el resto.
Le abultaba en los bolsillos.
Uno de los cajones tenía una partición en
el medio. Una mitad estaba llena de monedas
de oro de diez dólares, la otra mitad de veinte
dólares.
—He conocido a muchos miserables —
dijo Thwaite—, pero este se lleva la palma.
Pensad en ese enano loco, prisionero en su
palacio, manoseando todo esto y
regodeándose de un capital que jamás podrá
usar.
Riwin llenó una bolsa de monedas y
cuando logró meterlas todas apenas era capaz
de levantarla. Tras dejarla allí junto al
escritorio, recorrió la habitación e intentó
abrir la puerta al otro extremo.
Fue rápido.
Inmediatamente, Riwin y Thwaite se
pusieron alerta como dos terrier en pos de una
rata.
—Aquí es donde están los diamantes —
afirmó Thwaite—, y el señor Hengist
166
Eversleigh está ahí dentro con ellos.
Riwin y él hablaron un rato.
—Arrodíllate —susurró Thwaite—. Y
agáchate cuando la abras. Te disparará. Y
entonces estará a tu merced. ¿Comprendes?
Riwin se aproximó de puntillas a la
puerta, se arrodilló y probó cada una de las
llaves en la cerradura. Había al menos veinte
bombillas en la lámpara colgante de aquella
estancia y la luz se derramaba con fuerza
sobre él. El cuello rojo cubierto de gotas de
sudor asomaba por el cuello bajo de su
camisa azulada y la gran espalda ancha se
mostraba enorme y poderosa.
Al otro lado del vano de la puerta Thwaite
esperaba con el dedo en el interruptor. Ambos
tenían unas boleadoras en la mano izquierda.
Habían girado los tambores de sus revólveres
y se los habían metido en el cinturón por
delante antes de que Riwin comenzara a
trastear con el cerrojo.
Escuché un chasquido. Riwin levantó la
mano.
Las luces se apagaron.
167
Permanecimos en la negra oscuridad y
esperamos hasta que casi podía distinguir el
contorno de las ventanas, menos negras que
la oscuridad intensa que las rodeaba.
Enseguida escuché otro chasquido y el
crujido de una puerta abriéndose. Entonces se
oyó una especie de gruñido, un golpe como
un puñetazo y los sonidos amortiguados de
una lucha.
Thwaite encendió las luces.
Riwin estaba intentando incorporarse de
rodillas. Vi un par de manitas rosas con los
dedos entrelazados y cerrados tras el cuello
de Riwin. Se separaron en cuanto posé mis
ojos en ellas.
Tuve una fugaz visión de unos pequeños
pies calzados con unos zapatos de cuero con
hebillas de plata, de unos calcetines verdes,
de unas piernas diminutas enfundadas en
unos pantalones blancos, asomando a
izquierda y derecha delante de Riwin, como
si este estuviera agarrando por el cuello a un
niño que intentaba zafarse.
168
A continuación vi que los brazos de
Riwin subían violentamente y se abrían.
Riwin se derrumbó y cayó todo lo largo
que era hacia atrás con un golpe sordo. ¡Y
entonces vi el hocico!
¡Y las mandíbulas lupinas cerradas en la
garganta del hombre!
Vi la sangre que salía a borbotones
alrededor de los colmillos cegadoramente
blancos y reconocí entonces la realidad de la
siniestra cabeza que había visto una y otra
vez en los cuadros.
Riwin se contorsionaba como pez fuera
del agua con los movimientos de un hombre
que está siendo asesinado. Thwaite descargó
entonces sus boleadoras contra el cráneo de la
bestia.
El golpe hubiera bastado para reventar un
cilindro de acero. La bestia arrugó el hocico y
sacudió la cabeza de un lado a otro, aferrado
como un bulldog en la garganta de Riwin.
Thwaite volvió a golpear una vez, otra
vez y otra más. A cada golpe la extraña
cabeza oscilaba violentamente. Lo que me
169
pareció más terrible de todo eran las dos
protuberancias azules a ambos lados del
hocico, como de esmalte, brillantes y
aparentemente duras, y la asquerosa roncha
roja, como laca de sellar aún fresca, entre las
dos protuberancias y a lo largo del hocico.
El forcejeo de Riwin fue haciéndose cada
vez más débil a medida que los enormes
dientes cercenaban su garganta. Murió antes
de que los golpes repetidos de Thwaite
lograran partir el cráneo astillado y las
mandíbulas tensas se relajaran mientras el
hocico se arrugaba y contraía al tiempo que
los dientes de perro soltaban su presa.
Thwaite asestó al monstruo dos o tres
golpes más, tocó a Riwin e inmediatamente
salió corriendo del cuarto gritando:
—¡Espera aquí!
Oí sonidos de cajones abriéndose y
cerrándose. Allí solo miré una vez al ladrón
muerto. La criatura que lo había matado era
del tamaño de un niño de cuatro o seis años,
pero más fornido; parecía totalmente humano
hasta el cuello e iba ataviado con un abrigo
170
azul marino brillante, un chaleco de
terciopelo carmesí y unos pantalones de dril
blanco. Mientras lo observaba, el hocico se
arrugó una última vez, las mandíbulas se
abrieron laxas y el cadáver rodó sobre un
costado. Era un duplicado en miniatura de la
figura del gran cuadro en el descansillo de las
escaleras.
Thwaite regresó a toda prisa. Sin mostrar
ningún escrúpulo, registró los bolsillos de
Riwin y me lanzó dos o tres fajos de billetes.
Se incorporó.
Dejó escapar una risotada.
—La curiosidad —dijo— terminará por
matarme.
A continuación desnudó al monstruo
muerto arrodillado a su lado.
El pelo de la bestia llegaba solo hasta el
cuello de la camisa. Por debajo de este la piel
era humana, al igual que la forma: la
complexión de un hombre de cuarenta años,
fuerte, vigoroso y bien formado, aunque del
tamaño de un niño.
171
Sobre el pecho velludo se leía un tatuaje
azul,
HENGIST EVERSLEIGH
172
hasta que dio con unas bandejas de diamantes
sin engarzar. Vació hasta la última de estas
bandejas en el saco, luego otras con anillos de
diamantes y luego otra con joyas de
diamantes, luego terminó de llenar el saco
con rubís y esmeraldas.
Cerró el saco, me hizo abrir un segundo
saco y me puse a vaciar cajón tras cajón en
este cuando de repente se detuvo.
Olisqueó con la nariz moviéndola
horriblemente como el hocico de aquel
monstruo muerto.
Pensé que se estaba volviendo loco;
empezó a reírse nerviosamente y parecía al
borde del histerismo. Entonces dijo:
—¡Huele! Comprueba a ver qué hueles.
—Huelo a humo —dije tras olisquear el
aire.
—Yo también —dijo—. Este lugar está
ardiendo.
—¡Y estamos encerrados! —exclamé.
—¿Encerrados? —dijo con desdén—.
Tonterías. Forcé la puerta principal en cuanto
me aseguré de que estaban muertos. ¡Ven!
173
Deja esa bolsa vacía. No tenemos tiempo de
discutir.
Tuvimos que pasar por encima de los dos
cadáveres. El cadáver de Riwin estaba
terriblemente destrozado. Los colores del
hocico se habían desvaído y ahora era más
bien grisáceo.
Cuando cogimos la bolsa de monedas,
Thwaite apagó las luces, con gran esfuerzo
arrastramos esa bolsa y la bolsa de piedras
preciosas y salimos al vestíbulo, que estaba
invadido por el humo.
—Solo podemos llevarnos estas dos —me
advirtió Thwaite—. Tendremos que dejar
aquí el resto.
Me eché al hombro la bolsa de monedas y
lo seguí por las escalinatas; cruzamos un
camino de gravilla y, oh qué alivio, volver a
pisar la tierra y sentir la niebla a mi alrededor.
Junto al muro Thwaite se volvió y miró
hacia atrás.
—No vamos a tener tiempo de traer
aquellas otras bolsas —dijo.
174
De hecho, el fulgor rojizo ya se veía a esa
distancia y rápidamente se estaba
convirtiendo en una luz deslumbradora.
Escuché gritos.
Lanzamos las bolsas por encima del
muro, llegamos al coche y Thwaite arrancó
rápidamente.
No sabría decir cómo salimos de allí, ni
en qué dirección, ni siquiera durante cuánto
tiempo. El nuestro era el único vehículo en la
carretera a toda velocidad.
Cuando las primeras luces del alba
estaban lo bastante próximas para poder ver,
Thwaite detuvo el coche. Se volvió hacia mí.
—¡Sal del coche! —dijo.
—¿Qué? —pregunté.
Entonces, me clavó el cañón de su pistola
en la cara.
—Ya tienes cincuenta mil dólares en los
bolsillos —dijo—. Hay menos de un
kilómetro desde aquí por esa carretera hasta
la estación de trenes. ¿Es que no entiendes
inglés? ¡Fuera!
Salí del auto.
175
El coche se alejó a toda prisa penetrando
en la bruma matinal y desapareció.
IV
Se quedó en silencio un buen rato.
—¿Y qué hizo entonces? —pregunté.
—Viajé a Nueva York —contestó—, y
me emborraché. Cuando recuperé el sentido
me quedaban menos de once mil dólares. Me
dirigí a una oficina de viajes y negocié un
viaje alrededor del mundo por diez mil
dólares, a cuantas más ciudades y el mayor
tiempo posible en cada una de ellas; y
cubriendo todos los gastos para no necesitar
ni un centavo tras iniciar el viaje.
—¿En qué fecha fue eso? —pregunté.
Reflexionó y me dio algunas fechas,
aunque bastante inconcretas.
—¿Qué hizo tras salir de la oficina de
viajes? —pregunté.
176
Metí cien dólares en una cuenta de
ahorros —dijo—. Compré un montón de ropa
y otras cosas y partí de viaje. Me mantuve
bastante sobrio durante toda la vuelta al
mundo, porque la única manera de
emborracharme era siendo invitado y no tenía
dinero para devolver la invitación.
»Cuando regresé a Nueva York creí que
ya no tendría problemas económicos durante
el resto de mi vida. Pero en cuanto tuve los
ciento y pico dólares en el bolsillo volví a
emborracharme. Por lo visto no era capaz de
mantenerme sobrio.
—¿Y está sobrio ahora? —pregunté.
—Claro —me aseguró.
Pareció abandonar su vocabulario
cosmopolita en cuanto retomó cuestiones
cotidianas.
—Veamos cómo escribe lo que le diga en
este papel —le sugerí ofreciéndole una pluma
y un sobre abierto del revés.
Palabra tras palabra, escribió a mi
dictado:
177
«Hasta que vuelva a tener noticias
mías
Atentamente,
Sin nombre».
Cogí el sobre y examiné su caligrafía.
—¿Cuánto tiempo estuvo de juerga? —
dije.
—¿Cuál? —preguntó.
—Antes de que recobrara el sentido y
viera que solo le quedaban once mil dólares
—expliqué.
—No lo sé… —dijo—, no recuerdo nada
de lo que había estado haciendo.
—Yo puedo decirle algo que sí hizo —le
respondí.
—¿Qué? —preguntó.
—Metió cuatro fajos, cada uno de ellos
con cien billetes de cien dólares, dentro de un
sobre de papel de manila con la dirección de
un abogado de Nueva York y le envió el
sobre sin ninguna carta dentro, solo media
hoja de papel sucio en la que se leía:
Guárdeme esto hasta que se lo pida. Y la
firma que acaba de escribir.
178
—¿En serio? —preguntó con
incredulidad.
—¡Totalmente! —dije.
—Entonces ha creído lo que le he contado
—exclamó con alegría.
—Ni una sola palabra —afirmé.
—¿Cómo es posible? —preguntó.
—Si estuvo lo suficientemente borracho
—expliqué— para arriesgarse a perder
cuarenta mil dólares de esta manera tan
absurda, entonces estaba lo bastante borracho
para soñar toda esa complicada pesadilla que
me acaba de relatar.
—Si eso es cierto —argumentó—, ¿cómo
conseguí esos cincuenta mil dólares?
—Deseo creer que no los consiguió de
una forma tan deshonesta —le dije— como la
que me acaba de describir.
—Me enfurece que no me crea —dijo.
—Pues no le creo —concluí.
Cayó en un melancólico silencio, y
finalmente dijo:
—Ahora ya puedo soportar mirarlo…
179
Y se dirigió hacia la jaula donde el
mandril de enorme morro azul parloteaba
inarticulados sonidos y se rascaba
intermitentemente.
Se quedó mirando al animal.
—¿Y no me cree? —se lamentó.
—No, no le creo —repetí—, y no le voy a
creer. Lo que me ha contado es increíble.
—¿No es posible que existiera un cruce,
un híbrido? —sugirió.
—Sáquese esa idea de la cabeza —le dije
—, esa historia es totalmente increíble.
—Supongamos que la madre hubiera se
hubiera topado con una criatura como esa —
insistió—, justo en el peor momento…
—¡Tonterías! —dije—. ¡Cuentos de
viejas! ¡Superstición! ¡Algo imposible!
—La cabeza —afirmó, estremeciéndose
— era exactamente como esa.
—Alguien debió ponerle algunas gotas en
la bebida —sugerí—. En todo caso,
cambiemos de tema. Venga y almuerce
conmigo.
Durante el almuerzo le pregunté:
180
—¿Qué ciudad le gustó más de todas las
que visitó?
París —sonrió—. París eterna.
—Le diré lo que haremos —dije.
—¿Qué? —preguntó clavando sus ojos
brillantes en los míos.
—Permítame que le compre una renta
vitalicia con esos cuarenta mil dólares —le
expliqué—, una renta pagadera en París. Ya
ha acumulado suficientes intereses para
pagarse el viaje a París y aún le quedará
dinero hasta que reciba el primer pago
cuatrimestral de la renta.
—¿Y no tendría usted el remordimiento
de estar defraudando a los Eversleigh? —
preguntó.
—Si estoy defraudando a alguien —dije
—, desde luego no sé a quién.
—¿Y qué hay del incendio? —insistió—.
Me apuesto lo que sea a que ha oído hablar de
él. ¿No coinciden las fechas?
—Las fechas coinciden —admití—. Y
todos los sirvientes fueron despedidos, los
edificios y muros que quedaron en pie fueron
181
demolidos y el terreno fue divido y vendido
en parcelas exactamente tal como si lo que
me ha contado fuera cierto.
—¡Pues ahí tiene la prueba! —exclamó
—. ¡Sí me cree!
—¡No le creo! —insistí—. Y la prueba es
que estoy dispuesto a organizar su renta
vitalicia.
—Cierto —dijo.
Y se levantó de la mesa.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó
cuando salimos del restaurante.
—Solo venga conmigo —le dije—, y no
me haga preguntas.
Le llevé entonces al Museo de
Arqueología y le conduje entre las distintas
salas hasta el lugar donde quería realizar un
experimento con él. Me entretuve hablando
de otras cuestiones y esperé a que él lo
descubriera por sí mismo.
Y allí lo vio.
Me agarró por el brazo.
—¡Ese es él! —susurró—. No en el
tamaño, pero es exactamente ese mismo
182
semblante, en todos sus cuadros.
Entonces señaló aquella magnífica y
enigmática estatua de diorita negra y de la
decimosegunda dinastía que no representa ni
a Anubis ni a Seth, sino a un dios cinocéfalo
sin nombre.
—Es él —repitió—. Observe esa terrible
sabiduría.
No dije nada.
—¡Y usted me ha traído aquí! —exclamó
—. ¡Quería que lo viera! ¡Sí me cree!
—No —insistí—. No le creo.
Tras despedirme de él en el muelle del
puerto no volví a verle jamás. Mantuvimos
una extensa correspondencia seis meses más
tarde, cuando solicitó que su renta vitalicia se
cambiara a una renta vitalicia compartida
para él y su esposa. Hice los trámites
pertinentes para él con más facilidad de lo
que había esperado. Su carta de
agradecimiento, en la que me explicaba que
una esposa francesa suponía un ahorro tan
grande que la disminución de su renta
183
quedaba más que compensada, fue lo último
que supe de él.
Como murió hace más de un año y su
esposa ya ha vuelto a casarse, esta historia no
le causará daño alguno. Si los Eversleigh en
realidad fueron despojados de aquellas
riquezas jamás lo lamentarán, y yo, al menos,
no tendré ningún problema de conciencia.
184
ALFANDEGA 49 A
185
resto, con ellos mismos o con el lugar; tal vez
era simplemente el efecto de los Hibbard y su
grato recibimiento lo que parecía, de manera
mágica, hacer que todos los recién llegados se
sintieran tan en casa como si hubieran vivido
en los Alisos desde su niñez. Sin duda, todos
sus huéspedes congeniaban entre sí.
Jamás hubo una casa de huéspedes de
verano tan libre de camarillas, separatismos,
envidias, enemistades, riñas y peleas. Los
niños jugaban todo el día, pero nunca
armaban alboroto ni se peleaban. Las
ancianas hacían punto o ganchillo,
balanceándose eternamente en sus mecedoras
en la terraza, sonriéndose unas a otras y al
paisaje. Las partidas de cartas que tenían
lugar casi a diario raras veces provocaban
disputas. La gente en los Alisos no parecía en
absoluto un grupo accidental de huéspedes
estivales, sino que más bien se asemejaba a
una familia inusualmente grande y en
armonía.
Supongo que esto se debía a la habilidad
positiva de los Hibbard para gestionar una
186
pensión, así como a su tendencia a la
afabilidad. De manera natural, debido a su
temperamento, disfrutaban del lugar,
mostraban al resto que disfrutaban y hacían
que todo el mundo sintiera que también
estaban disfrutando, de manera que cada uno
de los huéspedes se sentía como un invitado
de la familia.
Las chicas nunca parecían tener nada más
que hacer que asegurarse de que todo el
mundo se lo pasara bien. Sin embargo, eran
muchas las tareas de las que debían ocuparse.
En los buenos tiempos de los Alisos, las
cuatro chicas se repartían las tareas
sistemáticamente.
Susie, la mayor y cabeza de familia, se
despertaba pronto, supervisaba la preparación
del desayuno y se ocupaba de todo. Después
de la comida siempre se tomaba un largo
descanso y se echaba una cabezada. Luego,
tras la cena, se quedaba despierta hasta que el
último huésped entraba en la casa y le daba
las buenas noches, ocupándose mayormente
de que todos estuvieran disfrutando de su
187
estancia en compañía y cada uno por
separado. Además, se le daba muy bien. Era
todo un espectáculo verla, en el momento en
que quedaba libre después de presidir la mesa
de la cena, cuando aparecía en el prado o en
la piazza, o en el salón, según fuera el tiempo.
Era alta, regordeta y atractiva, siempre
erguida, y poseía el arte de tener una buena
apariencia en todo momento, ataviada con
trajes baratos, la mayoría de confección
propia. Siempre sonreía, su cabello castaño le
rodeaba el rostro como un halo, y tenía los
ojos brillantes. Cuando llegaba, examinaba
con una sola mirada a todos los huéspedes y
elegía certeramente a aquel, hombre o mujer,
chico o chica, niño o bebé, que parecía
disfrutar menos de la vida, se dirigía a aquel
individuo concreto y se dedicaba en cuerpo y
alma a compartir su alegría. Y podía
compartirla sin problemas. Era alegre y
mostraba una alegría contagiosa que resultaba
irresistible. Se le daba bien hablar. Era buena
pianista y una cantante en verdad espléndida.
Tocaba, si era necesario, y también cantaba
188
infatigablemente. Jamás hubo un grupo de
huéspedes con una anfitriona más
concienzuda, más solícita ni con más tacto.
Mattie, más alta y corpulenta que Susie,
con ojos castaños en un rostro más bien
inexpresivo, aunque ocasionalmente
iluminado con una sonrisa comprensiva,
dormía por lo general hasta tarde y se
acostaba temprano. Pero sobrellevaba
valerosamente el peso de los largos
mediodías durante el verano, se encargaba de
todo lo relativo a las relaciones personales
con los sirvientes, los contrataba, los despedía
si el trabajo de estos resultaba insatisfactorio,
los controlaba cuando se mostraban inquietos
o les reñía si no estaba satisfecha con ellos,
supervisaba la preparación de la comida y la
cena y elaboraba los postres y helados. Entre
los huéspedes, su principal tarea era prever
incipientes roces y la discreta dispersión de
cualquier pequeña nube que pudiera enturbiar
la atmósfera social. Era sobre todo gracias a
ella que ningún germen de antipatía en los
Alisos terminara convirtiéndose en odio ni
189
ninguna semilla de aversión se tornara en
enemistad. Y llevaba a cabo su labor de
forma tan inteligente que pocos huéspedes
eran conscientes de que su anfitriona
intervenía o sospechaban que ejercía la más
mínima influencia social.
Las dos hermanas más jóvenes
supervisaban las labores de barrer, quitar el
polvo, hacer las camas, pulir las lámparas y
todos los demás detalles que contribuían al
confort de los huéspedes fuera del comedor.
Además, Anna elaboraba una gran variedad
de pasteles apetitosos y en abundancia.
Los Alisos siempre estaba lleno, lo cual
significaba treinta huéspedes en la casa y
varios chicos, hasta nueve, en una de las
dependencias externas de la hacienda, una
casita de piedra de una planta que en otros
tiempos formaba parte del alojamiento de los
esclavos. Allí había dos camas dobles, tres
camastros de lona y al menos siete chicos,
que aumentaban a once en ocasiones cuando
llegaban invitados de los jóvenes allí
hospedados.
190
Los tres chicos de la familia vivían allí en
verano junto a los huéspedes y visitantes, y se
ocupaban de mantenerlos en constante buen
humor.
Los Hibbard habían aprendido todo esto
no por precepto, sino siguiendo un ejemplo.
Habían crecido acostumbrados a ello. Y es
que Susie era tan solo una jovencita, Buck un
chico joven y el resto de los hijos bastante
pequeños cuando su madre viuda comenzó a
ofrecer alojamiento a huéspedes. Todos
habían aprendido del arte de la madre,
inconscientemente y sin saber que estaban
aprendiendo.
La madre ya había muerto cuando llegué
por primera vez a los Alisos. Pero su espíritu
todavía impregnaba la vida del lugar. Debió
de ser una verdadera dama de los pies a la
cabeza, y también una mujer sensata y
práctica. Sus hijos en ocasiones citaban
algunos de sus aforismos.
«No sale a cuenta ofrecer veintiuna
buenas comidas a la semana cuando solo se
cobran seis dólares por huésped», había dicho
191
supuestamente. «Aseguraos de que todos los
alimentos sean comestibles y que todas las
comidas sean abundantes y ofrecedles todo el
pollo frito y helados que puedan comer los
domingos y los jueves, y siempre estarán
encantados con las comidas».
«Las personas solo se lo pasan bien a su
manera. Descubrid qué les gusta hacer y
animadlas para que lo hagan, si no es algo
malo. Esa es la única manera de agradar a
todos».
«Mejor no alojar a ningún huésped si no
le hacéis sentir tan bien recibido como si
fuera vuestro primo».
«No ofrezcáis nada que no os podáis
permitir ofrecer a todos. La gente nunca echa
de menos aquello que nadie disfruta y que
nadie puede ver. Pero nunca escatiméis
aquello que tenéis. Sale a cuenta ofrecer a
todo el mundo una tercera ración de todo».
«Sazonad la comida con buen carácter».
«Sed tolerantes con todo». Y eran
tolerantes con todo. He visto a Susie, muerta
de cansancio pero ocultándolo tras una
192
fachada de espontánea vivacidad, regresar al
salón grande a las once en punto un sábado
por la noche con dos puñados de harina de
maíz para espolvorear el suelo y así hacerlo
más resbaladizo para bailar. Y lo hacía con
toda la cortesía del mundo. Todos los
hermanos se comportaban de esa manera, y lo
hacían de forma instintiva.
Tenían la facultad de prever el momento
en que alguna diversión dejaba de interesar a
los participantes e iniciar alguna otra
diferente antes de que los propios huéspedes
tuvieran tiempo de descubrir que se estaban
aburriendo con lo que hacían. Siempre eran
capaces de hacer que los invitados les
siguieran en lo que empezaban. Los
domingos por la noche Susie se sentaba al
piano y el resto se colocaba de pie a su
alrededor y todos cantaban himnos a los que
se unían todos los cantantes de la granja. Dos
o tres noches a la semana se reunían de igual
manera y cantaban canciones del colegio o
melodías populares. Casi todas las veladas de
la semana bailaban y, por supuesto, los
193
invitados también. Luego estaba Jack Palton,
que entre las guitarras de tío Hibbard
encontró una a la que le quedaban cuatro
cuerdas, la afinó como un banjo y
acompañaba con él las canciones de un coro
de chicas. La mayor parte de los huéspedes
eran demasiado vagos para jugar al tenis y la
mayoría de los Hibbard demasiado relajados
para asegurarse de que la pista se mantuviera
en buenas condiciones, pero nadie lo echaba
de menos. Si jugaban al tenis se conformaban
con la pista tal como se encontraba.
Los Alisos era un lugar de relajación,
lleno de alegría, de regocijo, de diversión, de
canciones y bailes, de romances y flirteos.
Especialmente de flirteos.
Y este era el fuerte de los tres chicos.
Inevitablemente los huéspedes de los Alisos
eran en su mayoría mujeres de todas las
edades. Antes incluso de llegar a la madurez
los tres chicos aprendieron a hacer el papel de
galanes para las jovencitas, señoritas, mujeres
de vida licenciosa, viejas damas y esposas
con maridos ausentes. Habían aprendido el
194
método sin ser conscientes; sin saberlo lo
convirtieron en todo un arte. Daban lo mejor
de ellos, de forma bastante espontánea, y se
aseguraban de que todas y cada una de las
criaturas femeninas desparejadas en los
Alisos disfrutaran de su estancia.
De paso, también ellos disfrutaban,
porque las jóvenes atractivas siempre
abundaban. Y era tan entretenido observar el
resultado como una comedia.
Cuando una joven bonita sin un galán que
la acompañara llegaba a los Alisos, era
rápidamente abordada por el segundo
hermano, que había sido bautizado Ernest
Paca Hibbard, pero que siempre había sido
conocido, llamado e interpelado con el alias
de «Pake».
Pake no era ni alto ni bajo. Era corpulento
y grueso. Además estaba gordo, no
demasiado, pero agradablemente entrado en
carnes. Tenía la cabeza redonda, el cuello
corto y un rostro redondeado y rubicundo. En
conjunto resultaba atractivo. Se engalanaba
con cintas brillantes en sus estilosos
195
sombreros de paja nuevos, pajaritas brillantes
y llamativas, zapatos de cuero curtido,
pantalones de dril blanco y abrigos azules.
Parecía atractivo, se sentía atractivo y era
atractivo. A casi todas las recién llegadas les
gustaba Pake, y si a él le gustaban en tan solo
tres días ya se referían a ellas como «la chica
de Pake».
Era un seductor nato, y habría flirteado
incluso estando sonámbulo, y se le daba bien.
Pocas jóvenes podían resistirse a los encantos
de sus francas e ingeniosas insinuaciones, o al
brillo de sus ojos castaños.
Después de que Pake le hubiera echado el
lazo a la joven, Buck le echaba un vistazo.
No se daba ninguna prisa. Era alto, fornido
pero enjuto, su semblante era jovial, sus ojos
azules destacaban en un rostro moreno, y ni
él ni otras personas reparaban demasiado en
su indumentaria.
Si a Buck le gustaba una chica lo
suficiente se la quitaba a Pake. Nadie era
capaz de describir o especificar cómo lo
hacía, pero lo hacía. Las insinuaciones de
196
Buck dejaban a Pake completamente en la
sombra.
Buck era el cabeza de familia, se
encargaba de la granja, daba órdenes al
granjero arrendado, dirigía la selección del
ternero que era sacrificado cada dos semanas
y de los dos corderos que sacrificaban cada
semana, su conversación sobre cerdos y
cosechas resultaba fascinante, no tenía que
preguntar a nadie más que a sí mismo cuando
deseaba enganchar un caballo para sacar a
una chica de paseo y por lo general se
mostraba jovial y encantador.
Las chicas que le gustaban siempre lo
preferían a Pake. Tenía más conversación y
jamás aburría a nadie.
Después de que Pake trasladara sus
atenciones a alguna nueva recién llegada y
Buck y su chica pasaran juntos el tiempo de
ocio de Buck de forma tan natural como una
taza y su platillo, entonces Rex se fijaba en
ella poco a poco. Tenía incluso menos prisa
que Buck.
197
Rex era delgado y silencioso, con un aire
melancólico y ojos de color marrón
amarillento y mirada tierna. Las pocas chicas
que le gustaban encontraban a Rex totalmente
irresistible. Y ese era su fallo. Rex se tomaba
el flirteo demasiado en serio. Tendía a
enamorarse, lo cual iba en contra de la ética
de una casa de huéspedes.
Pero Rex jamás causó ningún problema ni
se metió en líos. Si algo parecía serio a los
chismosos o a la familia, desde luego nunca
lo fue para Rex o la muchacha en cuestión.
Y así eran los Alisos en sus mejores
tiempos, que duraron varios años, durante los
cuales fui residente allí, primero en el
«Club», como llamaban los chicos a la casita
de piedra encalada, y más tarde en la propia
casa. Fui feliz esos cuatro veranos y casi me
convertí en un miembro honorario de la
familia. Los miembros honorarios de la
familia Hibbard eran numerosos. Los Alisos
recibieron a casi doscientos huéspedes
individuales al año durante quince años. Al
menos uno de cada diez se sentía como un
198
miembro honorario de la familia. Muchos de
los que volvían un segundo verano eran
tratados como miembros honorarios de la
familia y yo pasé en los Alisos cuatro
veranos.
Así pues, me trataban como si fuera un
miembro honorario de la familia y yo
disfrutaba de ese trato. De hecho, la familia
era lo mejor de la vida en los Alisos. Pocas
veces podía uno encontrar a siete hermanos y
hermanas con tanto amor entre ellos y tan
dedicados los unos a los otros. No tenían
ningún lema, pero se comportaban como si
este fuera «todos para uno y uno para todos».
Una agradable particularidad era verlos cada
día en su habitual reunión matinal, ellos
solos, en el pequeño porche lateral. Allí se
sentaban durante media hora o más y
mantenían una especie de consejo familiar
acerca de los problemas de ese día. Eran una
familia de lo más unida, solícitos entre sí y
constantemente preocupados por el bienestar
de los otros.
199
II
200
seducir a cada joven a la que conocía de
forma tan natural como el respirar.
Entonces, una tarde de principios de julio,
encontré a Rex en el andén de una estación,
justo cuando estábamos a punto de tomar
trenes que partían en direcciones opuestas.
Habló entusiasmado sobre el estado de los
Alisos, afirmó que Leslie gestionaba el lugar
tan bien como lo hicieron las cuatro hermanas
juntas, que estaba lleno y tan agradable como
siempre.
Una semana más tarde coincidí con Susie
y sus dos altas hijas en la sala de espera de la
Union Station. Se marchaban a los Alisos a
pasar allí el verano y Susie me invitó para
que fuera cualquier domingo de mi elección.
Al igual que con Rex, el rato que estuve
con Susie fue demasiado corto para que le
hiciera ni una décima parte de las preguntas
que hubiera deseado hacerle, ni ella pudo
contarme la décima parte de lo que tenía que
contarme.
El primer sábado que pude escaparme
partí a los Alisos. Buck me recogió en la
201
estación de Jonesville, un poco más
bronceado que la última vez que le vi, pero
seguía siendo el mismo gigante de aspecto
juvenil.
Por supuesto, la casa era el mismo
edificio de ladrillo y tejas, grande y anodino y
pulcro bajo una nueva capa de pintura de
brillante color amarillo limón. Los graneros
seguían siendo los mismos graneros
desvaídos, destartalados y sin pintar que
recordaba, pero ni un ápice más
desvencijados ni estropeados que hacía una
docena de años. El bosquecillo de detrás del
granero seguía exactamente igual; no había
desaparecido ni un solo árbol por lo que pude
ver, y todos sus grandes robles, los álamos
blancos y los nogales susurraban
agradablemente. Los edificios externos
cercanos a la casa eran como antes y el
arroyo, como en el pasado, a menos de quince
metros del porche principal, discurría
atravesando el prado entre hileras de alisos.
Los ailantos al oeste de la casa y la acacia
junto al pozo parecían exactamente como
202
fueron. Eran tan grandes que ya no se
apreciaba su crecimiento. Pero la catalpa
junto al puente que cruzaba el arroyo había
revivido y estaba en flor, mientras que los
álamos negros en la otra orilla del arroyo
habían desaparecido. El principal cambio lo
mostraban los arces. En mi época allí eran
árboles jóvenes, con unos troncos demasiado
finos para sujetar la cuerda de la hamaca sin
combarse cuando alguien se sentaba en ella.
Ahora eran árboles grandes y daban sombra a
todo el patio delantero desde el arroyo hasta
el porche con un palio casi continuo de
vegetación.
El lugar estaba lleno de huéspedes y sus
hijos, aunque la propia familia ocupaba una
parte mayor de la casa que antes. Susie estaba
allí con sus dos hijas, Anna con sus dos
chicos viriles y Rex y su esposa con sus dos
hijastros. Leslie se había convertido en una
perfecta ama de casa y anfitriona y presidía
todo de forma admirable. Como en el pasado,
la casa tintineaba con música de banjo y
vibraba con risas.
203
Mattie, por supuesto, no estaba en la casa,
ya que ella y su esposo vivían a un cuarto de
milla en la granja que había pertenecido a la
tía Cynthia. Todo y todos estaban como los
recordaba, a excepción de Pake, al cual eché
en falta.
—¿Dónde está Pake? —pregunté.
—¡Pake! —exclamó Susie—. ¿No sabes
que Pake está en Río de Janeiro?
—¡No! —respondí—. Caramba, coincidí
con Pake en el aniversario de Washington y
no me dijo nada de que fuera a marcharse al
extranjero.
—Se marchó en marzo —explicó Susie
—, creo que a finales de marzo. Le gusta
aquel lugar.
Alguien interrumpió y no volvimos a
mencionar a Pake hasta después de la cena.
Luego salimos todos al largo porche
principal, reunidos alrededor de Susie. Buck,
Tom Brundige y yo, repartidos entre las
damas, teníamos los puros bien encendidos.
Rex, como siempre, fumaba un cigarrillo tras
otro. Un cadete de la Academia Militar de
204
Virginia, amigo de uno de los chicos de
Amia, estaba sentado en una barandilla del
puente rústico sobre el arroyo, punteando un
banjo para tres chicas apoyadas en la
barandilla opuesta frente a él. En el arrullo de
nuestra conversación y el banjo, la risita del
arroyo al chocar con los guijarros enfatizaba
el silencio, en el cual se entremetió el
murmullo de un par de enamorados que se
balanceaban en la hamaca a la derecha. Las
estrellas titilaban a través de las copas de los
árboles, las puntas de los puros brillaban
rojizas en la oscuridad, que estaba hendida
por los haces de luz de las lámparas que
salían por las ventanas y se desvanecían a lo
lejos, a la izquierda, donde, sobre el largo y
oscuro contorno de la Cordillera Azul, un
cielo pálido vaticinaba la llegada de la luna.
Alguien había estado esperando una carta
y se lamentaba por ello, decepcionado.
—No entiendo lo que ocurre con las
cartas de Pake —mencionó Susie—. En
ocasiones no nos llega ninguna carta de él
durante semanas, y luego, de golpe,
205
recibimos dos o tres. Cuando comprobamos
las fechas y los matasellos descubrimos que
nos escribe todos los miércoles y sábados y
envía las cartas el mismo día que las escribe.
¿Cómo se explica esto, Billy?
—Supongo —dije— que las cartas vienen
por distintas rutas, tal vez algunas desde
Lisboa, otras desde Londres, y otras quizás
por otras vías. Eso lo explicaría. ¿Qué piensas
tú, Tom?
—Supongo —dijo Brundige— que
probablemente estés en lo cierto.
—He recibido una carta de Pake hoy —
continuó Susie—. No había sabido nada de él
desde hacía un mes. Dice que no le gustan las
instalaciones de su negocio. Tiene una oficina
carísima y dice que es oscura, calurosa y sin
ventilación, y que va a cambiar de lugar en
cuanto encuentre algo que le convenza. Dice
que está buscando. Pero también que está
situada en un lugar muy cómodo. Se aloja,
como dice, «arriba en Santa Teresa»; ¿a qué
se refiere, Billy?
206
—Es una colina grande y alta —contesté
—. Unos mil trescientos metros de altura.
Con unas vistas espléndidas de la ciudad y la
bahía. Un aire fantástico toda la noche. Hay
muchas casas de huéspedes allí y todas
buenas. ¿Cómo está ahora el lugar, Tom?
—Todo correcto —corroboró Brundige.
—Creo —intervino entonces Rex— que
Pake se metería en problemas allá abajo.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó
Anna—. Pake nunca se mete en problemas en
ningún sitio. ¿A qué tipo de problemas te
refieres?
Rex se encendió otro cigarrillo.
—Oh —dijo—. Me refiero a que allá
abajo esos sucios portugueses no aguantan ni
media tontería. Son gente vengativa, por lo
que me cuentan. Pake podría quitarle la chica
a alguno y terminar con un cuchillo clavado.
—¡Estás de broma! —exclamó Anna,
indignada—. ¡Siempre te lo tomas todo a
broma! ¡Debería darte vergüenza!
—No deberías insinuar esas cosas tan
terribles, Rex —le amonestó Susie.
207
—Pero no estaba insinuando nada terrible
—insistió Rex—, y no estaba bromeando.
Solo decía que probablemente Pake haría
arder más de un corazón allá abajo. Seguro
que Pake sigue siendo el mismo Pake de
siempre. No puede cambiar de repente. Sin
duda ya debía tener media docena de chicas
que se pensaran que lo tienen comiendo de su
mano antes de que pasara una semana allí. En
un mes seguro que tenía a más de una chica
comiendo de su mano. Está claro que alguien
se podría poner celoso. Y esos latinos son
gente de sangre caliente.
—¡Majaderías! —le interrumpió Buck—.
Pake no sabe suficiente portugués para
flirtear con las nativas… pero las americanas
e inglesas entienden bien el flirteo.
—¿Es que no puede haber un portugués
enamorado de una inglesa o americana? —
insistió Rex—, Pake podría perfectamente
haberse ido con una joven que hable inglés.
Advertí que tanto Susie, que era de
naturaleza nerviosa, como Anna, que jamás
208
se separaba de Pake durante toda su niñez,
estaban preocupadas. Intenté intervenir.
—Tonterías —dije—, Pake era capaz de
cortar las relaciones de un montón de
enamorados sin meterse en problemas. Río es
un lugar tan pacífico como Baltimore. Para
empezar, no puede flirtear con ninguna joven
brasileña, porque a ninguna joven brasileña
se le permite hablar con un hombre.
Cualquiera que se pasee por las calles puede
ver a los elegantes brasileños flirteando según
sus costumbres. A la caída del sol, cuando
hace menos calor, las chicas, todas bien
arregladas, se asoman por las ventanas de los
saloncitos de las segundas plantas. Sus
amantes se quedan de pie al otro lado de la
calle y las miran. Un joven puede estar allí
parado de esa manera por dos horas o más
todas las tardes durante un año antes de pedir
la mano de la chica a su padre. Esa es la
costumbre. ¿Cómo lo hacen ahora, Tom?
—De la misma manera —corroboró
Brundige—. Pero hay mucho flirteo entre los
extranjeros. Aunque no hay ningún peligro de
209
dagas o venganzas. Río es tan apacible como
Washington. Jamás oí hablar de ningún caso
de venganza o celos que acabara en un baño
de sangre. Nunca oí de ningún caso, excepto
en una ocasión.
Por su tono supimos que estaba a punto
de contarnos una historia. Estaba sentado
junto a Susie y los demás arrimamos las
sillas.
—¿Qué pasó, Tom? —preguntó Buck.
Todas las mujeres dirigieron la mirada a
Brundige. Rex se encendió otro cigarrillo. El
resto prendimos puros nuevos.
—Era un tipo llamado Orodoff
Guimaraes —comenzó Brundige—.
Guimaraes, en portugués, es como Smith en
inglés, aunque aún más común si cabe.
Pareciera que la mitad de los fluminenses,
como llaman a los habitantes de Río, se
apellidan Guimaraes. El tal Orodoff
Guimaraes era primo y tocayo de un
respetado y rico comerciante de vinos y
explotaba bastante esta relación familiar y
coincidencia del nombre. Era uno de esos
210
dandis que abundan en todas las ciudades de
Sudamérica; hombres jóvenes con pocos o
ningún ingreso y un alto concepto de su
propia importancia, afición por los placeres
caros, amor por la vida fácil y confortable,
pasiones ingobernables y una devoción
enfermiza por la última moda en ropa.
»La mayoría de dichos holgazanes no
tiene ningún tipo de ingresos y son
demasiado orgullosos para rebajarse a hacer
negocios. El tal Orodoff Guimaraes había
salido mejor parado en ambos sentidos.
Heredó una pequeña propiedad inmobiliaria y
ganó dinero en seguros de vida. Tenía un
escritorio en una oficina de la tercera planta
de un edificio que le pertenecía, 49 A, Rúa de
Alfandega, una de las principales calles de
negocios en el viejo centro de Río. Alquiló la
primera y la segunda plantas del edificio por
una buena cantidad, y también alquilaba
espacios con escritorios en la tercera planta;
toda la parte trasera de la planta y toda la
parte delantera, a excepción de su propio
escritorio.
211
»Solía pasarse la mayor parte de las
mañanas sentado a ese escritorio, sin hacer
nada. A veces tenía algunos negocios que le
sacaban de allí y, a veces, fingía que los tenía.
Pero casi todo el tiempo simplemente se
quedaba allí sentado, leyendo periódicos,
fumando cigarrillos o sin hacer nada en
absoluto. Era un lugar agradable para no
hacer nada, una habitación enorme, de casi
nueve metros de ancho y más de nueve
metros de largo, de techo alto y tres
ventanales altos que llegaban hasta el suelo,
los tres siempre abiertos. Los tres ventanales
estaban orientados al sur, de manera que no
era necesario usar toldos, nunca dejaban
entrar una luz deslumbradora pero sí
suficiente brisa. La oficina estaba bastante
iluminada pero no demasiado, fresca y
aireada, el lugar era ideal para haraganear.
»Cuando no estaba vagueando en su
oficina, Guimaraes andaba enamorando a
alguna muchacha o planeando hacerlo.
Ninguna joven lo aceptaba, porque ningún
padre permitiría que se casara con él; no era
212
lo suficientemente rico para casarse, aunque
se las apañaba para ir bien vestido como
soltero. De manera que una joven tras otra a
las que rondaba siempre se casaba con otro, o
se prometía con otro. Tres se prometieron,
pero no lograron casarse. Sus prometidos
murieron antes del día de la boda.
»En todos los casos, Guimaraes se hacía
amigo de su rival, entablando una estrecha
amistad, y le persuadía para que alquilara uno
de los escritorios de su oficina. Y en todos los
casos el rival acababa muerto tras caer de uno
de los ventanales de la oficina, a unos doce
metros del pavimento de la Rue de
Alfandega. Y en todos los casos se trataba de
un accidente. Cada vez que ocurría Orodoff
Guimaraes se encontraba fuera de su oficina.
Pero aunque nadie podía acusar de nada a
Guimaraes, tras el tercer accidente a ningún
fluminense que hubiera estado expuesto de
alguna u otra forma a una rivalidad real o
aparente con Guimaraes por alguna joven se
le podía convencer para alquilar un espacio
de trabajo en su oficina. No le pudieron
213
imputar las muertes, pero la coincidencia de
la rivalidad, la amistad, el alquiler de la
oficina y la caída por uno de los ventanales
en tres casos distintos era más de lo que
incluso los pausados fluminenses podían
soportar. Les ponía nerviosos. Si no había
cometido los tres asesinatos por venganza, así
lo parecía. Por supuesto, era imposible que
hubiera podido hipnotizar a las víctimas, pues
se encontraba a más de medio kilómetro de
distancia, haciendo que se lanzaran por su
propio pie por los ventanales u obligándoles a
saltar, pero en cierta manera todos tenían el
presentimiento de que eso era justamente lo
que había hecho.
»Además, cada accidente resultaba de lo
más escalofriante. En todos los casos, el
escritorio de la víctima se hallaba cerca de
una de las ventanas, y en todos los casos
Orodoff Guimaraes se encontraba fuera de la
oficina, aunque había otros dos hombres que
también habían alquilado un espacio con los
escritorios situados en la parte trasera de la
oficina. En todos los casos, los otros
214
hombres, sentados a sus escritorios a unos
seis metros y más allá, habían estado
hablando con la víctima, y en todos los casos
los otros dos hombres, diferentes en cada
ocasión, se habían girado para mirar algo en
sus escritorios, no habían escuchado ningún
ruido, movimiento o grito, pero cuando
volvieron a mirar se encontraban solos en la
estancia y al acercarse al ventanal descubrían
a la víctima aplastada contra el pavimento
allá abajo.
Hizo una pausa.
—¿Por qué no pusieron una barandilla o
balaustrada en los ventanales abiertos? —
preguntó Rex.
—No es la costumbre —intervino
Brundige—. La costumbre rige todo allí; la
costumbre rige todo en Sudamérica. En Río,
todas las oficinas situadas en los pisos
superiores tienen ventanales que llegan hasta
el suelo. Es un clima cálido y ninguna
ventana tiene barandilla, ni tan siquiera una
barra metálica. La costumbre es tener
ventanales sin obstrucciones.
215
—¡Estúpida costumbre! —dijo Buck.
Justo en ese momento Leslie salió y se
unió a nosotros. Había estado cumpliendo
con sus deberes de anfitriona, u organizando
el desayuno, o entreteniendo a algún huésped
o algo similar.
Después de sentarse junto a Rex, dijo:
—Me ha llegado una carta de Pake esta
mañana. Dice que hay algunas jóvenes
encantadoras allí en Río. Dice que está
pasándoselo en grande con ellas. Debía de
estar de muy buen humor cuando escribió esa
carta. Es una carta larga y muy divertida. Me
cuenta que fingió enamorar a una chica solo
para enfadar a un idiota que siempre estaba
lanzándole miraditas a ella, y que al principio
el tipo se enfadó pero que luego comprendió
que era una broma y fue de lo más razonable.
Pake dice que se han convertido en muy
buenos amigos. Me cuenta que todo va muy
bien. Os la leeré mañana.
Leslie estaba chispeante de alegría, tan
inconsciente como era posible y feliz como
una niña pequeña. Pero el ambiente a nuestro
216
alrededor pareció vibrar. Pude sentir la
tensión espiritual. Entonces, Buck preguntó
con voz temblorosa:
—¿Te dijo cómo se llamaba el tipo?
—No —respondió Leslie jovialmente—.
No mencionó su nombre. Pero dice que son
muy buenos amigos.
Justo en ese instante, el grupo del banjo
en el pequeño puente se levantó. Oímos
alegres saludos y reconocimos la voz de
Mattie. Había llegado paseando a pie, su casa
estaba a poca distancia de allí.
Llegó al porche, era una mujer joven, alta,
de complexión fuerte y algo corpulenta.
Lancé una fugaz mirada a su cara rolliza
cuando la luz que se filtraba fuera por la
puerta de entrada la iluminó y sus ojos
parecían risueños.
Buck se sentó en el suelo del porche con
los pies en los escalones y la espalda apoyada
contra el pilar. Mattie tomó su asiento.
Además ella llevó la voz cantante en la
conversación.
217
—Alf condujo a Hagerstown justo
después de la cena —dijo—. Debería regresar
pronto. Le dije que iba a venir aquí y vendrá
cuando salga.
Esta fue su respuesta a mi pregunta.
—He recibido una carta de Pake esta
mañana —continuó—. Dice que tiene una
oficina nueva que le va como anillo al dedo.
Dice que no le hacía falta tanto espacio como
el que tenía antes, así que ha alquilado un
escritorio en la oficina de un amigo suyo,
alguien con un nombre brasileño, no podría
deletrearlo ni pronunciarlo. Dice que es un
lugar elegante en una tercera planta, una
estancia grande y de techo alto, muy
espaciosa para moverse y con agradables
compañeros en el resto de los escritorios. Es
luminosa, fresca y aireada, con tres grandes
ventanales abiertos que llegan hasta el suelo.
Entonces, de repente, cuando hizo una
pausa, pude sentir que los Alisos se vio
envuelto en una atmósfera de tragedia y
pesadumbre. Los Hibbard destacaban por su
autocontrol, ninguno de ellos pronunció una
218
sola palabra. Se hizo un largo silencio. Pude
oír entonces el chapoteo del arroyo. Los
primeros rayos de la luna, que acababa de
despegarse de las cumbres de la Cordillera
Azul, se filtraban entre los arces.
Anna fue la primera en hablar:
—¿Tienes esa carta aquí, Mattie?
—Sí —contestó Mattie jovialmente—. La
tengo aquí.
—Déjamela ver —dijo Anna—, Billy y
yo intentaremos averiguar ese nombre.
—Me apuesto lo que sea a que Billy es
capaz de hacerlo —respondió Mattie
alegremente.
Anna, con la carta en la mano, se puso de
pie.
—Vamos, Billy —dijo.
Fui con ella.
Me sorprendió que me lo pidiera a mí en
lugar de a Brundige. No había tenido una
relación muy íntima con Anna. Susie y yo
nos conocíamos bien, y Mattie incluso más,
pero Leslie, en los viejos tiempos, se limitaba
a sonreír y pocas veces hablaba, de manera
219
que no sabía si le agradaba o no, mientras que
Anna parecía evitarme.
Había esperado que llamara a Brundige,
porque Tom había estado en Río más tiempo
que yo y mucho más recientemente.
Anna se quedó junto al refrigerador en el
vestíbulo trasero de la puerta lateral y se
apoyó en este con el castaño casi dorado a la
luz de la lámpara junto al refrigerador.
—No me atrevo a leer la carta —dijo—.
Léela tú, Billy.
Encontré el nombre y era Orodoff
Guimaraes. Además, al final de la carta Pake
le pedía a Mattie que le escribiera a la
dirección de su oficina en la Rua de
Alfandega, 49 A.
—¡Ven! —dijo Anna con un susurro
feroz.
La seguí por la puerta lateral y salimos a
la noche tibia y sin viento bajo la luz de la
luna. Me condujo al granero.
La atmósfera de pesadumbre y tragedia
que nos envolvía se agravó. La luna brillaba
de forma extraña y espectral, las sombras de
220
los árboles se veían lúgubres y amenazadoras
y el silencio era como el de un cementerio.
Anna se apoyó en la reja del corral.
—¿Podría enviar un telegrama a Río de
Janeiro por treinta dólares? —preguntó.
—Y uno largo por mucho menos —
respondí—. Cuando estuve allí la tarifa era de
sesenta y cinco centavos por palabra. De eso
hace muchos años. La tarifa no creo que haya
subido ni la mitad ahora. Podrías enviarle por
telegrama una carta entera por treinta dólares.
—Tengo tres billetes de diez dólares —
dijo—. Barton me los dio para cualquier
emergencia antes de marcharse a
Washington.
—Tengo más que eso en mi bolsillo —
dije—. Entre los dos sin duda tenemos más
que suficiente.
—¿Crees que podría enviarle un
telegrama desde Jonesville esta noche de
sábado? —preguntó.
—Podemos intentarlo —dije.
—Si no podemos —me urgió—, ¿podrías
llevarme a Hagerstown?
221
—Sí —le prometí.
—Oh —dijo ella—, no puedo soportarlo.
Me lo imagino muerto sobre aquel
empedrado del pavimento. No puedo
soportarlo.
Recordé entonces que, al igual que Rex y
Leslie habían sido inseparables durante toda
su niñez, también Anna y Pake habían sido
compañeros de juegos desde la cuna. No dije
nada.
—¿Puedes enganchar el caballo sin un
farol? —me preguntó.
—¿Ha cambiado algo el establo? —
pregunté.
—Nada en absoluto —respondió.
De hecho, palpando en la oscuridad
encontré en los mismos lugares de siempre lo
que podrían perfectamente haber sido las
varas de nogal, y sobre estas los que parecían
ser los mismos viejos juegos de arreos.
—¿Qué casilla? —pregunté.
—La casilla del viejo Laddie —me indicó
—, llámala Nell.
222
Enjaecé la yegua y la conduje hasta la
cochera. Ana se subió a la calesa. Abrí la
verja que daba al bosquecillo y la cerré
después de que ella hubiera sacado el
vehículo. Al otro extremo del bosquecillo
bajé de la calesa de nuevo y abrí las rejas.
Tras volverlas a cerrar y volver a subir a la
calesa, Anna me pasó las riendas.
—Nell puede trotar —dijo ella.
Nell trotó mientras las serpenteantes
sombras negras yacían como manchas de
tinta oscura sobre el camino. Pasamos como
un rayo por la estación de Grotto. Y
avanzamos hacia Jonesville. No me planteé
en ningún momento la estupidez o futilidad
de lo que intentábamos hacer. No sentí que
estuviera en una carrera inútil. No me sentí
absurdo. Me tomé nuestro cometido muy en
serio. Habíamos partido para advertir a Pake
de las maquinaciones diabólicas de un
demonio que había planeado y acompasado
tres asesinatos. Advertirle antes de que fuera
demasiado tarde era una carrera contra reloj.
Estaba nervioso e invadido por la máxima
223
excitación debido a la gravedad y urgencia de
nuestra misión.
Encontramos al telegrafista todavía
despierto. Le convencimos de que hiciera lo
que le pedíamos. Anna escribió y yo fui
enmendando tras previo acuerdo:
CAMBIA DE OFICINA
INMEDIATAMENTE. NO VUELVAS A
ENTRAR EN ELLA BAJO NINGÚN
CONCEPTO. CONSIGUE OTRA OFICINA
YA. ACTÚA RÁPIDO; ES CUESTIÓN DE
VIDA O MUERTE. EXPLICACIONES POR
CARTA. ANNA.
224
envolvía los Alisos cuando de nuevo nos
sentamos en el porche.
Poco después de sentarnos llegó el marido
de Mattie. Había oído que estaba tísico, pero
se le veía algo recuperado. Me miró como un
hombre agonizante; demacrado, con las
mejillas cenicientas y los ojos hundidos y
tembloroso. Saludaba a la gente como un
sonámbulo.
En cuanto los saludos cesaron dijo:
—Buck, quiero hablar de negocios
contigo un momento.
Buck se levantó. Tenía esa facilidad de
los Hibbard de intuir y anticiparse a lo
imprevisto. Yo estaba acostumbrado a ambas
habilidades, desde hacía tiempo. Pero me
sorprendió tremendamente cuando me
pellizcó al pasar a mi lado y me indicó que yo
les acompañara también.
En el vestíbulo trasero junto al
refrigerador, Alf levantó la mirada hacia
Buck como una presa acorralada.
—Dios mío, Buck —dijo—. ¿Cómo
vamos a decírselo a las chicas?
225
—¿Decir qué? —preguntó Buck con voz
seca y débil.
—Llegó un telegrama para ti a
Hagerstown —respondió Alf—. Beesore fue
lo bastante considerado para no telefonear
directamente aquí. Me vio y me lo dio. Pake
está muerto.
—Veamos el telegrama —dijo Buck con
voz temblorosa.
Él lo miró sujetándolo cerca de la lámpara
de queroseno sobre el refrigerador. Luego me
lo pasó.
Lo leí:
226
EL MENSAJE EN LA
PIZARRA
227
muy blanca armonizaban perfectamente con
esa calma permanente en su porte que nunca
le dejaba mostrar una simple placidez en un
rostro habitualmente iluminado con
interesada comprensión. Como un amanecer
primaveral sin nubes sobre extensiones
inmensas de praderas cubiertas de rocío, la
mujer estaba envuelta en un aire de vasta
serenidad espiritual y su apariencia estaba en
total consonancia con su carácter. Era todavía
una mujer muy bella, con un alma tan
sensible como su belleza, y extremadamente
directa. Sin embargo, acudir a plena luz del
día a una casa en la que se veía a las claras el
anuncio de un médium espiritista era más de
lo que podía tolerar. Tras ordenar a su lacayo
que la recogiera más tarde, mucho más tarde,
en la peluquería, se bajó del carruaje en la
entrada principal de unos grandes almacenes.
Salió del edificio por una entrada diferente y
tomó una calesa de alquiler para dirigirse al
vecindario que buscaba. El vecindario era del
todo distinto a lo que se había imaginado; las
casas, en absoluto pequeñas, eran incluso
228
elegantes; y no menos elegante la que
pertenecía al vidente. Y se veía muy bien
conservada, el pavimento y los escalones
limpios, los vidrios de las ventanas brillantes,
las persianas y cortinas nuevas y con gusto,
los pomos plateados y la campana de la
puerta recién pulidos. En efecto, había unas
indicaciones, pero no el llamativo horror que
su imaginación había creado a partir de
recuerdos de otras señales que había visto al
pasar. Esta señal era un trozo de cristal
insertado en el vidrio grande de uno de los
ventanales del salón. En este, con letras
pequeñas doradas, se leía solo el nombre,
SALATHIEL VARGAS, y la palabra, VIDENTE.
Una pulcra criada abrió la puerta. Sí, el
señor Vargas estaba, ¿le importaría entrar a la
sala de espera? La sala de espera vacía era un
saloncito digno, amueblado con muebles
caros que evitaban en todo lo posible la
ostentación. Había una alfombra persa y cada
pieza del mobiliario era de diseño diferente
del resto y, sin embargo, en armonía,
mientras que los diez cuadros eran de
229
pintores famosos. Antes de que la señora
Llewellyn tuviera tiempo de echar más que
un vistazo general y sorprendido por la
estancia, cuando acababa de sentarse, la
sirvienta que se había retirado arrancó dos
notas de un gong plateado. Casi
inmediatamente la puerta que conducía a la
habitación trasera se abrió. Allí apareció un
hombre de menos de un metro y medio de
altura; no era un enano, sino deforme. Sus
zapatos de piel eran de niño, los pantalones
colgaban tiesos sobre unas piernas retorcidas
y convertidas en meros tallos esqueléticos, y
la rodilla izquierda, torcida y colocada en un
ángulo inmóvil, hacía que cada paso fuera un
doloroso saltito. Por encima de la cintura
estaba bien formado; un pecho amplio,
espaldas anchas y cuadradas, y una cabeza
enorme con una abundante mata de cabello
negro y rizado.
Tenía la apariencia de un músico o artista,
con una frente ancha, cejas delicadamente
curvas, nariz ganchuda, afilada y asertiva;
unos ojos bien separados, grandes, color
230
marrón oscuro con destellos cobrizos y
verdosos, y una boca cuyo labio superior
curvado era casi demasiado corto. Aquella
boca y aquellos ojos atrajeron en un primer
momento la mirada de la señora Llewellyn,
pero un cambio repentino en ellos la
sobresaltaron. Había aparecido con una
sonrisa suave e inconsciente, con una mirada
de leve expectación. Cuando cruzó la mirada
con ella los labios se tensaron y palideció su
rojez; los ojos se llenaron de una
consternación tan patética que no se habría
sorprendido si a continuación él hubiera
retrocedido precipitadamente y hubiera
cerrado la puerta de golpe entre ellos. Sin
pronunciar una sola palabra, siguió sujetando
el pomo de la puerta, mirándola. Luego cerró
la puerta a sus espaldas y se apoyó en ella,
sujetando el pomo con la mano que mantenía
en la espalda. Cuando habló lo hizo con un
seco susurro.
—¡Está aquí, de todas las mujeres tenía
que ser usted!
231
—¡Ya me conoce! —exclamó ella—… si
no le había visto nunca.
—Usted es vista por miles de personas
que jamás ve —contestó—. Todo el mundo
conoce a la señora de David Llewellyn. Todo
el mundo conoce a Constance Palgrave.
—Me halaga —dijo ella fríamente, con
gesto de molestia por la inesperada
familiaridad.
—El halago es parte de mi oficio —
contestó—. Pero no la estoy halagando. Tanto
es así que he olvidado las buenas maneras.
Debería haberle pedido que entrara en mi
consulta. Por favor, pase.
Ella pasó a su lado mientras él sostenía la
puerta abierta para ella. La habitación interior
no estaba menos decorada que la sala de
espera. A excepción de las tres puertas y el
amplio ventanal con vistas al exterior, estaba
flanqueada de estanterías de libros de dos
metros y medio de altura, interrumpidas tan
solo por dos pequeños armarios con cajones
en la parte inferior. Las puertas de las
librerías eran de cristales pequeños, y los
232
libros que cobijaban tenían una
encuadernación exquisita. Coronando las
estanterías había varios bustos de bronce. El
mobiliario se completaba con una mesa de
centro de caoba, varias sillas pequeñas y tres
sofás tapizados. Cuando la señora Llewellyn
se sentó en una, el vidente tomó otra. Su
nerviosismo era tan extremo que si ella
hubiera estado predispuesta a sentir miedo, a
punto habría estado de asustarla; sin duda, le
provocó una gran curiosidad. El hombre
estaba todo lo pálido que puede estar un
hombre moreno, con los labios lívidos y
temblorosos, secos y humedeciéndose uno
contra el otro de manera mecánica mientras
intentaba reprimir su nerviosismo. Ella
misma se sentía anímicamente turbada, pero
un observador menos avezado que él no
habría distinguido ningún signo de emoción
bajo aquel relajado exterior. Se miraron en
silencio durante unas cuantas respiraciones y
entonces el vidente habló:
—¿Con qué propósito ha venido aquí?
233
—Para consultarle —respondió ella—.
¿Es tan sorprendente? ¿No vienen a
consultarle todo tipo de personas?
—De todo tipo —contestó—. Pero no
como el suyo. Nunca de un tipo como el
suyo.
—Pues por lo visto ya estoy aquí —dijo
ella simplemente—, y para consultarle.
—¿De qué manera querría consultarme?
—preguntó él—. La gente que me consulta
propone diversos métodos.
—Tenía pensado… —dijo ella—, esas
respuestas que da escribiéndolas en el interior
de una pizarra cubierta.
—Pues ha acudido a la persona
equivocada —dijo con sequedad y con un
énfasis obvio que hizo que su voz sonara
impostada—. Vaya a otro sitio —y se
levantó.
Ella le miró sorprendida, sin moverse de
la silla.
—¿Por qué dice eso? —inquirió.
El vidente abrió las tres puertas, miró
fuera y luego se aseguró de que las tres
234
estaban cerradas con el pestillo. Miró por la
ventana, echando un vistazo a las otras
ventanas que se veían desde allí. Dio uno o
dos saltitos por el cuarto al tiempo que se
enjugaba la frente y el rostro con un pañuelo;
luego volvió a sentarse.
—Señora Llewellyn —dijo—, debo
pedirle que me prometa total y eterno silencio
sobre lo que estoy a punto de contarle.
—Cualquiera pensaría —replicó ella—
que usted es el cliente y yo la vidente.
—Tiene razón —respondió el vidente—.
Déjelo estar, se lo suplico. Ya le he dicho que
ha acudido a la persona equivocada. Le pido
que se vaya a cualquier otro sitio. Me pide
una explicación. Y he reunido fuerzas para
ofrecérsela. Pero debe prometerme su silencio
si desea dicha explicación.
—La deseo y tiene mi promesa.
El hombre miró alrededor de la habitación
como una rata enjaulada. Sus miradas se
cruzaron, pero se apartaron incómodas y la
mirada avergonzada de él bajó al suelo. Tenía
235
ambas manos entrelazadas y apoyadas sobre
su rodilla lisiada.
—Madame —dijo—, le digo que se vaya
a otro lugar porque soy un charlatán, un
impostor. Mis trances son mero fingimiento,
el sistema de mis revelaciones es tan solo una
cháchara absurda, las respuestas no son más
que una mezcla diáfana de las sugerencias
extraídas de mis víctimas.
—Me dice esto para ponerme a prueba —
exclamó ella—, me está sometiendo a algún
tipo de prueba.
—Madame —dijo—, míreme. ¿Le
parezco un hombre que está representando un
papel? ¿No le parece que voy realmente en
serio?
Ella le miró, convencida.
—Pero —se preguntó la mujer— ¿por
qué me hace de repente estas confesiones?
—Me temo —vaciló— que una respuesta
sincera a esa pregunta podría disgustarle.
—Su comportamiento —dijo—, y lo que
dice, me resulta todo tan inesperado y
sorprendente, tras haber venido hasta aquí,
236
que no puedo más que pedirle una
explicación.
Vargas se enderezó en la silla y le miró a
los ojos, no de forma agresiva, sino con
timidez. El vidente habló en voz baja.
—Madame —dijo solemnemente—, le he
contado la verdad sobre mí porque usted es el
único ser humano a quien no deseo dañar,
equivocar o engañar.
—Quiere decir… —le interrumpió ella,
pero luego frenó.
—Ah, Madame —exclamó—, no me
refiero a nada que pueda ofenderla. ¿Qué
sabe o qué le importa a la estrella Polar
cuántos barcos empujados por la tormenta
luchan por guiarse por ella? ¿Acaso es menos
radiante, pura y elevada porque tantos para
los que es, y siempre será, inalcanzable se
esfuercen por intentar guiarse con sus rayos
de luz hacia lugar seguro? Una mujer como
usted no puede imaginarse, no digamos ya
saber, para cuántas personas representa usted
su eterno faro celestial. ¿Cómo podría usted,
que no necesita tal ayuda externa, ser
237
consciente de lo que la simple visión desde
lejos de su persona significa para naturalezas
no bendecidas con tal herencia de bondad?
¿Cuántos se han fortalecido al contemplar su
rostro, en el que no podían ver más que la
expresión exterior visible de esa paz y
serenidad interiores procedentes de unos
instintos rectos y fieles a unos ideales nobles?
Usted ha sido para mí la personificación de la
existencia de esa rectitud moral a la que yo
jamás podría aspirar.
La señora Llewellyn había recibido este
torrente verbal con una mirada de intolerante
tolerancia, de altivo desagrado marcado por
la perplejidad. Cuando el vidente calló para
tomar aliento, ella dijo con una voz medio
enojada medio contenida:
—Le entiendo perfectamente, y ya he
oído suficiente, ya he oído más que suficiente
de todo esto; cambiemos el tema, si no le
importa.
—Hablé porque usted me lo pidió —se
disculpó Vargas, avergonzado—, y solo para
238
convencerla de mi sinceridad al decirle que
no merezco su consulta.
—Pero —protestó ella, exaltada por la
sorpresa— a usted le consideran el mejor
vidente del mundo.
—Y yo he urdido planes, me he
anunciado lujosamente, he gastado dinero
como si fuera agua, he sobornado a
periodistas, he comprado a editores, he
engatusado a directores, he engañado a
propietarios y he hecho una fortuna con sus
esposas e hijas a lo largo de años de arduo
trabajo para producir esa impresión. No es un
crecimiento por accidente, ni un
reconocimiento espontáneo de un mérito
patente.
—Pero —dijo ella— ¿es un ser maligno
al hacer esto por el placer de engañar y amor
al arte? ¿Es un hombre acaudalado por
herencia y ha elegido esta forma de actividad
por el placer que le proporciona?
—En absoluto, madame —negó el
vidente—. Vivo de mi propio ingenio.
239
—Los alrededores de su casa me indican
que vive bien —comentó ella.
—Más de lo que mis alrededores revelan
—replicó él.
—Entonces su ingenio es un buen ingenio
—afirmó ella.
—No mejor que los de su misma clase en
la sociedad —admitió ingenua y totalmente
desprevenido.
—¿Y no se les exige demasiado? —
preguntó ella.
—El engaño no es difícil —le dijo—, el
mundo está lleno de idiotas e incluso los
sensatos son fáciles de engañar.
—Por lo que he leído —continuó ella—,
usted no engaña. Sus consejos son buenos.
Sus preceptos guían correctamente a sus
clientes. Sus sugerencias conducen al éxito.
Sus predicciones se cumplen y sus conjeturas
son verificadas.
—Todo eso es bastante cierto —admitió.
—Entonces, ¿cómo puede llamar víctimas
a sus clientes, calificar a sus métodos de
charlatanería y a sus respuestas de
240
mentirosas? —concluyó ella con tono
triunfal.
—No dije que mis respuestas fueran
mentiras —le corrigió él—. Yo me muevo en
la charlatanería y trato con víctimas. Todos
ellos son víctimas. Me llenan los bolsillos de
oro para contarles lo que ellos ya sabían si
hubieran reflexionado con calma consigo
mismos. Me balbucean todo lo que necesitan
saber y me pagan locuras por ello cuando les
ofrezco un refrito de los fragmentos que he
extraído de sus historias de esperanzas,
miedos y recuerdos.
—Pero, si usted puede hacer todo eso,
debe de ser un verdadero juez de la naturaleza
humana, un analista del corazón genuino, un
consejero de mente penetrante.
—Soy todo eso y más —se vanaglorió el
vidente. Había perdido hasta el último rastro
de nerviosismo y mostraba una actitud de
confianza en sí mismo verdaderamente
atractiva—. No puedo ayudar a mentes
enfermas, pero me solicitan para que
prescriba en todo tipo de delirios,
241
insensateces, errores y miserias. Podría contar
en miles a los hombres y mujeres que he
salvado, las vidas que he hecho felices, las
dificultades que he aniquilado y las
aspiraciones que he guiado rectamente.
—Entonces debe de poseer una inmensa
experiencia en las debilidades y necesidades
humanas.
—Vasta, enorme, incalculable —afirmó
él.
—Sus consejos por lo tanto deberían ser
valiosos.
—Son valiosos —se vanaglorió.
—Entonces, aconséjeme, estoy en grave
peligro. Tengo la sensación de que nadie
puede ayudarme. La posibilidad de que usted
pueda me ha dado un rayo de esperanza. Ya
ha expresado la extraordinaria consideración
en la que me tiene. ¿No es motivo suficiente
para ayudarme?
—Cualquier consejo y ayuda, cualquier
servicio que esté en mis manos sin duda
alguna será suyo —dijo fervientemente—.
Pero permítame que le pregunte primero,
242
¿cómo es que no ha buscado el consejo de
algún hombre de negocios, o un abogado o un
clérigo? Usted no es en absoluto como esas
mujeres frívolas y ligeras de cascos que
acuden a mí y a otros como yo en bandadas.
Usted tiene sentido común, unos principios
inmutables, instintos racionales y un
pensamiento meticuloso, ¿por qué no ha
acudido a los consejeros reconocidos, ya
establecidos y honrados de la humanidad?
Respóndame a eso si no le importa…
—Fue por el sueño —dijo
entrecortadamente.
—¡El sueño! —exclamó él—. ¿Un sueño
la ha enviado a mí? ¿Qué clase de sueño?
—Yo sentía que no podía albergar
ninguna esperanza —dijo ella—. Pero hace
aproximadamente un mes tuve un sueño en el
que me decían: «El séptimo anuncio en la
séptima columna del séptimo periódico en el
séptimo cajón de la sala de la colada le
indicará la forma de escapar de sus desgracias
y lograr lo que desea». No sabía que hubiera
algún periódico en mi cuarto de la colada y
243
me sentí un tanto estúpida al desear ir a
comprobarlo. Además los sirvientes sabían
que yo nunca iba allí, de manera que tuve que
esperar a que el ama de llaves hubiera salido
y que no hubiera ninguna sirvienta en esa
planta. Efectivamente, encontré siete
periódicos viejos en el séptimo cajón y en la
séptima página del último periódico, en la
séptima columna, el séptimo anuncio era el
suyo.
—¿Y acudió a mí debido a ese sueño?
—Sí… y… —la mujer vaciló.
—Bueno —le interrumpió él—, las
razones por las que ha venido no son
importantes. De lo que quiero asegurarme es
de esto. Aunque la empujara a venir una
simple coincidencia actuando sobre sus
sentimientos, ¿está ahora, a partir de una
reflexión fría y pausada, decidida a
consultarme? ¿No sería mejor que aceptara
mi consejo en este punto y acudiera a uno de
los dispensadores de sabiduría normales y
acreditados de la sociedad?
244
—He tomado la decisión de consultarle
—dijo ella—. No es un capricho fugaz, sino
una decisión meditada.
—Entonces, madame —dijo, cambiando
por entero su actitud—, debe contarme todos
sus problemas sin ningún tipo de reserva. Si
quiere que la ayude debo conocer su caso tan
exhaustivamente como un médico para
conocer los síntomas de una enfermedad.
Dígame claramente cuál es su problema.
Ella comenzó a levantar el velo con las
manos enguantadas.
—Oh —suspiró la mujer—, permítame
que me humedezca los labios. Solo un sorbo
de agua.
A pesar de su cojera, el hombre se movió
de forma sorprendentemente ágil cuando se
levantó de golpe, abrió de par en par la puerta
trasera y casi de inmediato regresó
renqueante con un vaso y una jarra de plata
sobre una pequeña bandeja de plata.
Ella se retiró el velo por completo y uno
de los guantes. Precisó de varios tragos para
recomponerse. Cuando volvió a calmarse, el
245
vidente se quedó sentado mirándola con el
rostro lleno de interrogantes, pero sin
formular ninguna pregunta.
—No se imagina —dijo ella— lo difícil
que es empezar.
—Por tercera vez, madame —dijo—, le
aconsejo que no me consulte a mí, que vaya a
otro lugar.
—¿Es que no desea ayudarme? —
preguntó ella, suavemente.
—Lo deseo con todas mis fuerzas —dijo
él—, pero me siento cohibido, cohibido como
se sentiría un médico a punto de examinar a
su propio hijo. El suyo es el primer caso que
recibo en el que temo que el efecto de un
sesgo personal pueda oscurecer mi examen o
torcer mi dictamen. Debo hacerle una
segunda confesión. Antes de que usted se
casara, un hombre desesperadamente
enamorado de usted vino a mí en busca de
ayuda. Entre otras cosas, me informó del día,
la hora y los minutos del nacimiento de usted
y también del suyo, y me pidió que hiciera los
horóscopos de ambos y calculara las
246
probabilidades de que tuviera éxito. No creía
ni creo en la astrología, pero había hecho mi
propio horóscopo hacía ya tiempo por pura
curiosidad. Cuando hice el suyo me
asombraron las claras señales que encontré de
una conexión entre su destino y el mío. Yo no
me creía nada de los absurdos babilónicos,
pero la coincidencia me sorprendió. Quizás
todavía estoy influenciado por esa sorpresa.
Y bajo esa influencia, incluso más que por
mis sentimientos hacia usted, mi perspicacia
probablemente quede mermada. Le aconsejo
de nuevo que acuda a otro lugar.
—Aún estoy más convencida de que
quiero consultarle a usted y solo a usted.
El vidente hizo una reverencia sin
pronunciar palabra y esperó en silencio para
que ella continuara. Ella le miró con enormes
ojos enternecedores y el rostro muy pálido.
—Mi esposo no me quiere —dijo ella.
—¿No la quiere? —exclamó Vargas,
atónito—. ¿Me está diciendo de verdad que
usted, quien ha sido amada por cientos,
adorada y venerada, cortejada por tantos
247
desesperados por obtener aquello por lo que
los hombres enloquecen, que tuvo la
posibilidad de elegir entre tantos enamorados,
no es valorada por el hombre que logró
quedarse con usted?
—Sí —susurró ella—. No me valora, ni
me ama en absoluto.
—¿Ama a otra persona?
Por debajo de su completa palidez, asomó
un rubor rosa que le subió desde el cuello
hasta la frente.
—Sí —admitió.
—¿Quién es ella? —preguntó Vargas.
—Su primera esposa.
Vargas se puso de pie tambaleante.
—No sabía que su esposo hubiera estado
casado antes —dijo entrecortadamente—, ni
aún menos que estuviera divorciado.
—No se divorció —afirmó ella.
—No está divorciado —repitió el vidente
con voz temblorosa.
—No, era viudo cuando me casé con él.
Vargas se derrumbó de nuevo sobre la
silla.
248
—No lo entiendo —le dijo—. ¿Es que
ama a una mujer muerta?
—Exactamente eso —le aseguró ella.
—Así no vamos a entendernos —le dijo
el vidente—, no puedo ayudarle a este ritmo.
Intente darme toda la información que crea
necesaria, pero no solo astillas y fragmentos,
sino en su conjunto. Haga una exposición
coherente de las circunstancias. Comience
por el principio.
—Es difícil —reflexionó ella—, siempre
quiero comenzar todo por el último capítulo.
—Un rasgo muy femenino —comentó él
—. Sé que usted está muy por encima de eso
en la mayoría de las cosas. Intente contarme
directamente la historia desde el principio.
Ella meditó unos segundos:
—El principio —dijo ella— es anterior a
lo que puedo recordar. David y yo éramos
compañeros de juegos antes de que
empezáramos a hablar. Niño y niña, chico y
chica, siempre fuimos el uno para el otro, no
hubo flirteo entre nosotros, creo, pero todo
era amor por la vida. No recuerdo que jamás
249
me pidiera en matrimonio o prometiera
casarse conmigo, o que ni tan siquiera
habláramos de matrimonio. Pero ambos
teníamos muy claro que íbamos a casarnos
tan pronto como fuera posible, el primer día
que pudiéramos. No solo parecía embelesado
conmigo, lo estaba realmente. Solo Dios sabe
que él era toda mi vida. Pero entonces solo le
bastó ver a Marian Conway una vez para
enamorarse de ella. No sirve de nada insistir
en lo que sufrí. Se casó casi inmediatamente
y yo me dediqué a esa vida vacía y frívola
que me convirtió en la bella y me reportó
decenas de pretendientes que no despertaban
ningún interés en mí y que no me aportaban
ni un ápice de satisfacción. Después de que
perdieran a sus dos hijos, Marian murió.
David estaba devastado por la pérdida. La
había amado increíblemente y mostraba su
dolor de las formas más desgarradoras. Hizo
que le abrieran el ataúd una y otra vez
después de que lo cerraran. Incluso hizo que
lo sacaran del foso y lo volvieran a abrir una
vez más para echar una última mirada a su
250
rostro. Empleó cada segundo de su tiempo
desde la muerte de su esposa hasta su
enterramiento en una especie de adoración de
su cadáver y hacía cosas extrañas. No sé si
fue el ayuda de cámara del señor Llewellyn
quien lo contó, pero en todo caso la historia
salió de entre los sirvientes. La noche anterior
al entierro hizo que la tumbaran en su ataúd y
se colocó un ataúd exactamente igual junto al
de ella. Él permaneció encerrado en la
habitación toda la noche. Creen que yació en
el otro ataúd. En todo caso, por la mañana
este estaba cerrado y no les permitió abrirlo.
Nadie sabe lo que colocó dentro. Dijeron que
pesaba tanto como el otro. Dos coches
fúnebres, uno detrás del otro, llevaron los
ataúdes hasta el cementerio. La tumba de ella
no está dentro del panteón… ¿ha visto el
panteón?
—No —dijo—, solo un cuadro de él.
—Bueno, pues ella no está enterrada bajo
ese panteón, y el segundo ataúd fue colocado
sobre el de ella —y calló bruscamente.
—Continúe —dijo él.
251
—Oh —exclamó ella—, se hace tan
difícil continuar. Pero es verdad. En cuanto
David quedó libre sentí que tenía un objetivo
en mi vida. Yo… yo le seguí, casi podría
decir que le perseguí por todo el mundo, y
cuando nos encontramos le cortejé… y,
parece extraño, pero le pedí que se casara
conmigo… —vaciló—, me rechazó en dos
ocasiones.
—¿No quería casarse con usted? —
preguntó Vargas incrédulo.
—Se negó. Fue en El Cairo, esa primera
vez. Me dijo que no podía amar a nadie más,
que todo su amor, su propio ser, estaba
enterrado en la tumba de Marian. La segunda
vez fue en Hong Kong. Allí dijo que siempre
me había apreciado y todavía me apreciaba,
pero que ese afecto no era nada comparado
con su pasión por Marian, que nunca se
casaría y especialmente no lo haría conmigo
por consideración a mi persona, que yo no
estaría satisfecha ni sería feliz con él, que yo
pensaba aún en el chico que había sido y que
ese chico ahora estaba enterrado en la tumba
252
de su esposa, que no era más que un espectro
errante, una sombra de lo que había sido, un
espíritu condenado a vagar el tiempo que le
restaba en la tierra hasta que le llegara la hora
y fuera llamado para unirse a Marian.
»La tercera vez fue en París. Él dijo que
todo le daba igual, todo, amar u odiar, la
muerte o la vida; que no le importaba si se
casaba conmigo o no. Si a mí me importaba
tanto como parecía que se casara conmigo, lo
haría por complacerme. Le dije que lo que
siempre había querido era estar con él, que lo
que más deseaba era pasar con él el mayor
tiempo posible hasta que la muerte nos
separara. Él dijo que si eso era lo que yo
quería, podía aceptarlo, pero no era más que
una sombra de su antiguo yo y estaba seguro
de que sería infeliz. Y yo soy infeliz. Él es la
generosidad, la amabilidad y la delicadeza
personificadas, pero todo le da igual. Por
supuesto, yo tenía la esperanza de que su
tristeza por Marian disminuyera, se
desdibujara y desapareciera, que dejara de
llorar por ella, que su interés por la vida
253
renaciera, que yo pudiera ganarme su amor y
que ambos fuéramos felices. Pero no lo soy.
Su total indiferencia por mí, por cualquier
cosa, está minando mis sentimientos y debo
hacer algo. O perderé la cabeza.
—¿Es eso todo? —preguntó Vargas.
—Es suficiente —afirmó ella—, y más
que suficiente. ¿Cree que es una cuestión
menor?
—En absoluto —declaró él—, y entiendo
su decepción con relación a sus esperanzas,
su disgusto por sus desconcertados esfuerzos
por intentar recuperar su viejo yo, y su dolor
ante el inmovilismo de él. Pero por lo que me
expone no tiene ningún motivo de queja
contra su esposo.
—No lo tengo —declaró ella—. Ni la más
mínima sombra de queja en su contra. Mi
pena es tanto por él como por mí misma y
contra… contra la manera en la que el mundo
está hecho.
Vargas la miró durante unos instantes.
—No me dice lo que está pensando —
replicó ella.
254
—Estoy pensando cómo expresarlo —
respondió él—. Lo exprese como lo exprese,
estoy seguro de que la voy a ofender.
—En lo más mínimo —replicó ella—.
Dígalo de inmediato.
—Debe ser consciente de que si quiere
que le aconseje de verdad debe hablarme
claramente —vaciló.
—Soy consciente —dijo ella.
—¿Me disculpará entonces por lo que
tengo que decir? —preguntó Vargas.
—Le disculparé todo excepto que siga
dando rodeos —le espetó ella.
—Bueno —dijo lentamente el vidente—,
me parece que el hecho de que haya acudido
a mí, su estado mental, su problema, tal como
lo ha relatado, al final resulta ser una muestra
más de feminidad, que usted debería haber
superado, y de la que yo le creía a usted muy
por encima. Usted parece, y así la he
imaginado siempre, libre del más mínimo
rasgo del eterno femenino. Pero ahora brota
aquí. Los hombres en general creen que las
mujeres no tienen ninguna consideración por
255
la reciprocidad de un contrato. Algunas
mujeres son excepciones, pero las mujeres
habitualmente ignoran la contrapartida de un
contrato y solo ven su propia parte. Aquí
usted incurre en el mismo defecto. El señor
Llewellyn prácticamente le propuso un
contrato: por su parte, él se casaría con usted;
por su parte, usted debía aguantar su total
indiferencia por usted, por todo, y estar
satisfecha con su compañía real tal como él
es. Su marido ha cumplido y está cumpliendo
con su parte del contrato, usted está
intentando zafarse de la suya.
—Creo —le interrumpió ella— que es
usted insufriblemente brutal.
—El eterno femenino otra vez —replicó
él—. Peor y más de lo mismo. Ya le dije que
la ofendería.
—En efecto, me ofende. Confío en usted,
pero no vine aquí para que me regañaran o
me sermonearan. No quiero su crítica, sino su
consejo. No me hable de mis defectos, reales
o imaginarios, piense en mis problemas y
necesidades y dígame qué debo hacer.
256
—Está bastante claro —afirmó él—.
Cumpla con su deber. Mantenga su parte del
contrato con su esposo. Reprima cualquier
indicio de que sufre por la ausencia de esos
sentimientos de la que él le advirtió. Saque el
mayor provecho de su vida con él. Tenga
esperanza de que pueda darse un cambio en
él, pero no intente forzarlo, no se rebele si no
llega nunca.
—Sé que debería soportarlo —se lamentó
ella—. Pero no puedo, debo hacer algo. Debo
actuar. Debo hacerlo.
—Usted me ha pedido mi consejo —dijo
él—, y ya lo tiene.
—¿Y de qué me sirve a mí? —objetó ella
—. Le pido ayuda y usted me enumera una
lista de preceptos tópicos como un pastor
evangélico pasado de moda, detestable y
apolillado. ¿Es esta toda la ayuda que puede
brindarme?
—Toda —dijo Vargas con humildad—.
Si supiera cualquier otra manera, la pondría a
su servicio.
257
—Podría consultar su pizarra conmigo,
como le propuse —sugirió ella.
—¡Por todos los santos! —exclamó—. Ya
le he dicho que todo eso no es más que una
farsa.
—Podría terminar siendo real para variar
—insistió ella—. ¿Es que las personas no
sufren trances reales? ¿No hay muchas
personas que creen en los mensajes escritos
en pizarras, tablas espiritistas y ouijas?
—Puede que sí —admitió Vargas—. Pero
nunca he experimentado un trance real, jamás
vi ninguno, nunca oí hablar de ninguno. Y,
por lo que sé, ninguna pizarra ni ningún otro
adminículo jamás proporcionó o escribió
nada a menos que yo u otro trilero hiciera que
escribiera o respondiera.
—Pero ¿no podría intentarlo aunque sea
una vez por mí? —imploró ella.
—¿Por qué —inquirió él—, usted, tan
cuerda y sensata en apariencia, está tan
empeñada en esta pantomima?
—Por el otro sueño —dijo ella titubeante.
258
—¡El otro sueño! —exclamó él—. ¿Tuvo
otro sueño?
Sí dijo ella, iba a contárselo, pero me
interrumpió. El sueño sobre el anuncio no me
convenció. Pensé que, después de todo, podía
tratarse de una coincidencia. Eso ocurrió hace
más de un mes y le quité importancia. Pero
hace dos noches soñé que me decían: «El
mensaje en la pizarra será cierto». Luché
contra esta idea todo el día de ayer, y toda la
noche de ayer. Hoy me di por vencida y vine.
Quiero que consulte su pizarra para mí.
—Madame —dijo él—, esto es terrible.
¿Es que no hay nada que la convenza de la
verdad? No hay nada sobrenatural en mi
oficio. Es tan simple como un teatrillo de
marionetas. Allí las marionetas no hacen nada
hasta que el marionetista las manipula; pues
lo mismo ocurre con mi pizarra y mis trances.
—Pero podría sorprenderse —persistió
ella—. Podría hacerse realidad aunque fuera
tan solo en una ocasión. ¿No lo quiere
intentar por mí?
259
—Sé —reflexionó él— que existe algo
como el autohipnotismo. Para animarla
podría intentar entrar en un trance genuino.
Pero no habría nada que la pudiera ayudar,
tan solo simplemente un sueño natural,
inducido de forma artificial. Si balbuceara
palabras no tendrían ningún significado y no
aparecería ninguna escritura en la pizarra a
menos que la escribiera yo allí.
—Solo inténtelo —suplicó ella—, hágalo
por mí, para tranquilizarme. Si no pasa nada,
entonces le creeré.
—No habrá nada en la pizarra —insistió
él—. Pero suponga que yo murmullo algunas
frases. Usted podría tomar esas palabras
accidentales por una revelación, podría
obsesionarse con ellas, distorsionar así su
mente y causarle un gran daño. Creo que
estaríamos corriendo un riesgo absurdo.
Abandone esa idea del trance y la pizarra, se
lo suplico.
—Y yo le suplico que lo intente. Dijo que
haría cualquier cosa por mí. Eso es lo que
quiero, y nada más.
260
El vidente negó con la cabeza con
expresión cariacontecida, desconcertada,
perpleja e incluso alarmada.
—Si insiste… —vaciló.
—Insisto —dijo ella.
—¿Desea que procedamos tal como
normalmente procedo en mis trances
simulados y respuestas falsas de los espíritus?
—Exactamente —confirmó ella.
El vidente abrió un cajón de uno de los
armarios y sacó una pizarra de doble hoja.
Estaba hecha como la pizarra escolar de un
niño, pero el marco en lugar de ser de madera
era de plata con los bordes con abalorios
incrustados y la parte plana de cada marco
decorado con un diseño de tentáculos,
esvásticas y pentagramas; un pentáculo, una
esvástica derecha, un pentagrama, una
esvástica izquierda y así sucesivamente por
todo el marco. En el cajón había una caja de
tizas nuevas. Se la ofreció a ella y le pidió
que eligiera una. Siguiendo sus instrucciones,
cortó un fragmento pequeño y lo colocó entre
261
las dos hojas de la pizarra, cuyas cuatro caras
estaban totalmente en blanco.
—Acomódese en su sillón —le ordenó—,
coloque la pizarra en su regazo. Sujétela con
fuerza con ambas manos. Primero, quítese el
otro guante.
Tras seguir sus instrucciones, él se sentó
en el sillón frente a ella, tomó un abrecartas
de plata de la mesa y lo sujetó recto con la
mirada clavada en la punta.
—No debe moverse o hablar hasta que se
lo diga —le ordenó.
Permanecieron sentados, ella sujetando en
el regazo la pizarra que encerraba con fuerza
la tiza, los dedos forzando el cierre, y el
vidente mirando fijamente la punta del
abrecartas con forma de cimitarra. La señora
Llewellyn se percató entonces del lento y
pomposo sonido del reloj de pie en la entrada;
de ruidos tenues, como de actividad en una
alacena, procedentes de algún lugar en la
parte trasera de la casa y apenas audible a
través de la ventana cerrada. Esperaba que el
cuerpo del vidente se tensara, que pusiera los
262
ojos en blanco o que tuviera lugar alguna
manifestación similar. Pero no ocurrió nada
de eso. Durante un largo tiempo, muy largo,
le observó con la mirada fija en la punta del
abrecartas. Luego vio que oscilaba, vio que
los ojos de él se cerraban y la cabeza,
apoyada en el respaldo del sillón, se movía
muy levemente hacia un lado al tiempo que
los músculos del cuello se relajaban. El
vidente abrió las manos, el abrecartas cayó
sobre la rodilla y en apariencia parecía
plácidamente dormido. Finalmente, su
respiración regular y constante se escuchaba
más fuerte que el tic-tac del reloj fuera de la
estancia.
De repente, la señora Llewellyn se sintió
ridícula. Allí estaba ella, sujetando un juguete
de niños, a solas frente a un hombre extraño y
que al parecer disfrutaba de una cabezada
muy necesitada. La mujer sintió ganas de
reírse y a punto estuvo de levantarse,
desembarazarse de la carga que sujetaba y
abandonar la casa.
263
En ese instante, sintió un movimiento
entre las pizarras que mantenía cerradas con
fuerza y que permanecían planas sobre su
regazo, firmemente encajadas. No las había
sacudido ni inclinado, y aun así sintió que la
tiza se movía. La sintió y también la oyó. Su
actitud de impaciente autodesprecio e irritada
burla se desvaneció de inmediato bajo una
oleada de aterrado pavor. Logró controlar un
espasmo de pánico, un impulso repentino de
soltar aquel aterrador objeto que sujetaba, de
gritar y salir corriendo. Rígida, temblorosa,
respirando agitadamente y con el corazón
latiendo desbocado bajo sus costillas, se
quedó allí sentada con los dedos aferrados a
las pizarras y atenta a cualquier otro
movimiento. Y ahí llegó. Débil al principio,
lo sintió y lo escuchó, y luego más claro.
Lentamente, muy lentamente, con intervalos
de silencio, el trozo de tiza se arrastraba,
golpeaba y rasgaba la superficie. Mientras lo
escuchaba y todavía más cuando estaba a la
espera de oírlo de nuevo, se sentía bajo una
tensión tan horrorosa que pensó que si no
264
sucedía algo en ese momento que la aliviara,
se desmayaría o gritaría. Cuando siguió
atenta durante un rato largo, interminable e
insoportable y solo escuchó el reloj del
vestíbulo y la respiración de Vargas en la
habitación, creyó estar a punto de hacer
ambas cosas.
Entonces, el vidente dejó escapar un
sonido sofocado, el incipiente gruñido
quejumbroso o quejido ronco de un
durmiente durante una pesadilla. Los pies se
movían, la pierna deforme se tensó, las
manos se le crisparon, la cabeza se agitó de
un lado a otro, se retorció y el esfuerzo que
invertía en cada nuevo gruñido era más y más
excesivo, y los sonidos más débiles y
penosos.
La señora Llewellyn gritó.
Inmediatamente Vargas intentó
incorporarse en su asiento, con el rostro
crispado y los ojos desorbitados mirándola.
—¿He hablado? ¿He hablado? —susurró
entre jadeos.
265
La señora Llewellyn era incapaz de
articular palabra, pero logró negar con la
cabeza.
—Caí en un trance real, un trance real —
balbució el vidente.
La mujer no podía hacer otra cosa que
seguir aferrada a la pizarra y mirar.
—He tenido un sueño aterrador —jadeó
Vargas—. Soñé que había un mensaje en la
pizarra. Me asustó, pero no logré descifrar
qué era.
—Hay un mensaje en la pizarra —logró
por fin decir ella—, he escuchado cómo se
movía la tiza.
Vargas, apoyándose en el respaldo de la
silla, consiguió ponerse en pie. A
continuación retiró con suavidad la pizarra de
los dedos de la mujer, inconscientemente
crispados y aferrados a ella, y la colocó sobre
la mesa. Tras abrir uno de los armarios, sacó
un decantador y dos copas, llenó una hasta la
mitad y la colocó en la mano paralizada de la
señora Llewellyn.
266
—Bébase esto —le indicó, al tiempo que
llenaba la otra copa mientras hablaba.
Medio aturdida, ella le obedeció. El rostro
de la mujer se ruborizó por la ira y la copa se
rompió cuando la dejó sobre la mesa.
—¡Me ha dado brandi! —gritó indignada.
—Lo necesitaba —le aseguró él—. La
calmará, pero no lo sentirá. Recupérese y
luego echaremos un vistazo a la pizarra.
Ella se colocó de pie junto a él y el
vidente abrió la pizarra. Había palabras
escritas en cada una de las hojas, en un lado
legibles, en el otro del revés.
—Oh —dijo ella y se desplomó sobre su
asiento.
Vargas arrimó una silla pequeña, la
colocó cerca de la mujer y se sentó en esta
con las pizarras abiertas en sus manos ante
ambos. Con líneas finas, legible y claramente
trazado con la punta de la tiza, se leía lo
escrito en una de las hojas de la pizarra; en la
otra había palabras escritas del revés con
trazos gruesos, claramente realizados por el
extremo roto y romo de la tiza, ligeramente
267
desgastado por un lado. Todas las palabras
estaban escritas con la misma caligrafía
personal.
—Esa no es mi letra —dijo Vargas.
—Es la de mi esposo —susurró ella.
Las palabras en la pizarra eran:
Lo que está enterrado en ese ataúd sigue
vivo. Si se desentierra, morirá.
Vargas abrió el otro armario. En el
interior la puerta tenía un espejo. El vidente
sostuvo las pizarras frente a este. En la otra
hoja, la escritura de trazos gruesos mostraba
las mismas palabras.
—¿Qué significa? —dijo ella suplicante
—. ¡Oh!, ¿qué significa?
—No significa nada —dijo Vargas
bruscamente.
—¿Cómo es eso posible? —gimió la
mujer—. Debe significar algo. Significa algo.
Presiento que es así.
—Ese es justamente el tema —dijo él—;
eso es lo que temía y sobre lo que le advertí.
Ahí tenemos unas cuantas palabras aleatorias.
No significan nada, solo que usted o yo o
268
ambos estábamos intensamente alterados por
la emoción. Pero si no es capaz de
comprender esto, o si no soy capaz de
hacérselo comprender, entonces estará
perdida. Si siente que significan algo,
entonces significan algo para usted, y ese es
el peligro que corre. No ceda ante ellas.
—¿Me está diciendo, o intentando
convencerme de que esas palabras, escritas
dos veces con la misma letra, la letra nada
menos que de mi esposo, marcadas en esas
pizarras mientras yo misma las sostenía,
llegaron ahí por azar?
—No por azar —argumentó el vidente—.
Por medio de alguna clase de acción ejercida
por fuerzas desconocidas y puestas en
funcionamiento por su excitación o la mía o
la de ambos; pero fuerzas ciegas y sin
sentido, como las voces de los sueños.
—¿Debo entonces creer que no tienen
sentido las voces de mis sueños que me
guiaron hasta el anuncio y hasta usted y que
me aseguraron una respuesta de las pizarras,
una respuesta sincera?
269
—Madame —razonó el vidente—, la
serie de coincidencias es asombrosa, pero no
es más que una serie de coincidencias. Intente
ponerse en un plano superior.
—Y usted no va a ayudarme —gimió ella
—. No me dirá lo que significa este
mensaje…
—Ya le he dicho lo que creo en cuanto a
cómo se originó —dijo él—, ya le he dicho
que no le supongo ningún otro significado.
—Oh —gimió ella—, debo irme a casa.
—Su carruaje está en la puerta —dijo él.
—¡Mi carruaje! —exclamó ella—.
¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—No es su propio carruaje —le explicó él
—, sino uno para usted. Telefoneé para que
enviaran uno.
—Pero si no me ha dejado sola ni un solo
instante —afirmó ella con expresión
incrédula.
—Cuando le traje el vaso de agua pedí a
la sirvienta que telefoneara para pedir un
coche y que le dijera que esperara. Estará allí.
270
—Se lo agradezco —dijo ella—, y ahora,
¿qué le debo? ¿Cuál es su tarifa?
La cabeza y el cuello de Vargas
enrojecieron, con un rubor marrón rojizo.
—Señora Llewellyn —dijo con gran
dignidad—, cobro a mis víctimas por la
parafernalia que empleo en el engaño. Pero
ninguna cantidad de dinero, ni todo el dinero
del mundo podría pagar lo que he hecho por
usted hoy, ninguna suma me convencería
para volver a hacerlo otra vez por nadie más.
Por usted, haría lo que fuera. Pero lo que he
hecho no ha sido para recibir un pago, ni lo
hubiera hecho por nadie más, excepto usted, a
quien prestaría cualquier servicio que
estuviera en mis manos.
—Le pido disculpas —dijo ella—.
¿Dónde está el coche? Creo que me voy a
desmayar si sigo más tiempo aquí.
271
—Tenía la esperanza de no volver a verla
—dijo.
—¿Es que cree que podría haberme
desembarazado de la compulsión que produjo
en mí toda esa serie de manifestaciones? —le
preguntó la mujer.
—Quise creer que podría —respondió él.
—¿Ha podido usted quitárselo de la
mente? —le preguntó ella.
—No del todo —admitió él—. Pero por
muy perturbadoras que fueran las
coincidencias, el efecto en mis emociones
terminará desapareciendo, como el escozor de
una quemadura y, como el que olvida la furia
de sufrimientos pasados, olvidaré la turbación
de mis sentimientos. No había un claro
discernimiento, ningún significado en
absoluto convincente.
—¡No cree que lo hubiera en ese
mensaje! —exclamó ella.
—Sin duda, no lo creo —afirmó él.
—Pues lo había —le contradijo ella.
—Madame —dijo el hombre suplicante
—, si le parece percibir alguna coherencia
272
real en aquellas palabras fortuitas, usted sola
ha puesto ese significado ahí, su imaginación
está encadenando su alma con unos grilletes
que usted misma se ha forjado.
—Mi imaginación y mi alma no tienen
nada que ver con mis conclusiones sobre el
espíritu de ese mensaje —afirmó la mujer con
calma—. Mi corazón grita pidiendo ayuda y
mi intelecto ha reflexionado largo y tendido
sobre lo que usted denomina una serie
fortuita de coincidencias, un encadenamiento
aleatorio de palabras sin sentido. No veo
ninguna incoherencia, más bien una
coherencia de lo más convincente en la
secuencia de su lectura de los horóscopos y
en mis sueños, que me llevaron al imperativo
que surgió en la pizarra.
—Madame —exclamó el vidente—, esto
resulta de lo más descorazonador. Ya le dije
que temía el efecto de cualquier clase de
pantomima. Usted me forzó a hacerlo.
Debería haberme opuesto a ello con la
suficiente fuerza. Pero cedí. Y ahora mi
cobardía va a destruirla.
273
—¿Es que su trance no fue genuino? —
preguntó ella.
—Totalmente genuino, totalmente y
demasiado genuino.
—¿No apareció la escritura en la pizarra
con independencia de su voluntad o la mía?
—preguntó ella.
—Así es —admitió el vidente.
—¿Puede explicarme cómo llegó ahí? —
inquirió ella.
—Caramba, no —confesó él, sacudiendo
la cabeza.
—Está claro que no tiene ninguna
justificación para recriminarme que lo
considere un mensaje —concluyó triunfal.
—No le recrimino nada —dijo él—, me
recrimino a mí mismo por culpable.
—Prefiero agradecerle lo que ha hecho
por mí —casi le sonrió entonces—. Me da
esperanzas. Ele meditado cuidadosamente
sobre el mensaje y estoy convencida de que
comprendo su significado.
—Ese es el peor estado mental en el que
podría caer —gimió él—. ¿Cómo puedo
274
convencerla de la verdad? No es como usted
cree.
—No creo —dijo ella—. Lo sé. Estoy
convencida y tengo intención de actuar de
acuerdo con mis convicciones.
—Esto es terrible —susurró el hombre.
Luego se controló, cambió de postura en su
asiento y preguntó—: ¿Y cuáles son sus
convicciones? ¿Qué tiene intención de hacer?
—Mi convicción —dijo ella— es que el
amor de David por Marian se halla de alguna
manera relacionado con lo que sea que hay
enterrado en ese ataúd. Tengo intención de
que se desentierre ese ataúd.
—Madame —dijo él—, esto va
empeorando a medida que me cuenta más
cosas. Está en peligro de quedar a merced de
una idea fija, aunque todavía no se encuentre
bajo su influencia. Luche contra ella.
Deshágase de ella.
—No sirve de nada que me hable de esa
manera —dijo ella—. Tengo intención de
hacerlo. Y lo haré.
275
—¿Y su esposo ha consentido? —
preguntó Vargas.
—Así es —contestó ella.
—¿Me está diciendo que está de acuerdo
en abrir la tumba de su esposa?
—Está de acuerdo —afirmó ella.
—¿Pero no opuso ninguna resistencia? —
preguntó el vidente.
—Dijo que le daba igual lo que hiciera y
que podía hacer lo que me placiera.
—¿Fue eso todo lo que dijo? —insistió
Vargas.
—En absoluto —admitió ella—. Me
preguntó si no le había dicho yo en un
principio que lo único que quería en esta vida
era pasar el mayor tiempo posible con él,
estar los dos juntos hasta el final siempre que
las circunstancias y la muerte nos lo
permitieran. Le dije que por supuesto que lo
había dicho, no una sola vez, sino una y otra
vez. Me preguntó si seguía sintiendo lo
mismo. Le dije que sí. Entonces dijo que a él
no le importaba estar más allá de cualquier
sentimiento, pero que si era eso lo que yo
276
realmente quería, me aconsejó que dejara la
tumba en paz.
—Siga su consejo, por supuesto —
exclamó Vargas—. Es un buen consejo. Deje
el ataúd en paz.
—Estoy decidida —contestó ella.
—Madame —replicó el vidente—, ¿me
hará caso?
—Por supuesto —contestó ella—. Si tiene
algo que decirme sobre mi propósito. Pero no
para señalar fallos o para regañarme.
—Señora Llewellyn —comenzó Vargas
—, lo que ocurrió durante su primera visita
ha echado por tierra todas las bases de mi
existencia espiritual. Sentía la más genuina
incredulidad por la astrología, las profecías,
los fantasmas, las apariciones, las
supersticiones, todas y cada una de ellas, lo
sobrenatural en general, las religiones,
individualmente y de forma colectiva, la idea
de una vida en el más allá. Acomodada en
unas creencias totalmente materialistas mi
vida intelectual transcurría plácida e
imperturbable, y la vida de mi alma, si es que
277
tenía alguna, jamás se veía turbada por nada a
excepción de ocasionales punzadas de
conciencia muy efímeras acerca de la
despreciable duplicidad de la forma en que
me gano la vida. Solo de vez en cuando me
despreciaba. Sobre todo, despreciaba a mis
víctimas, y generalmente ni tan siquiera eso.
Más bien me limitaba a sonreír de forma
condescendiente por la ingenuidad de su
beneficiosa credulidad. Jamás creí en lo más
mínimo que pudiera haber algo oculto bajo o
detrás de todos esos malabarismos que yo
empleaba constantemente. La cuestión de su
horóscopo y el mío lo consideré una mera
coincidencia. Podría afectar a mis
sentimientos, pero nunca a mi razón; a mi
corazón, pero nunca a mi cabeza. Mi cabeza
ahora está involucrada y mi razón ha
fracasado. Con la escritura de esa pizarra
ahora me enfrento a algo, si no sobrenatural,
al menos preternatural. El asunto está más
allá de nuestra experiencia ordinaria de la
acción de esas fuerzas extrañas que mueven
el mundo. Depende de algo que todavía no
278
entendemos, no necesariamente inexplicable,
pero inexplicado. Es misterioso. No me gusta.
Sin embargo, no cedo a su influencia. No me
arrastra. Si le doy vueltas al asunto, sé que
perturbará mi razón. No tengo intención de
darle vueltas, tengo intención de apartarme de
todo ello, ignorarlo, olvidarlo y le aconsejo
que haga lo mismo.
—Su consejo —dijo ella— tiene un
prolijo preámbulo, pero es totalmente
inaceptable.
—Aún tengo más que decir —continuó el
vidente—. La simple perplejidad no es un
buen campo de acción. Hay un viejo y sabio
proverbio que dice: «Cuando dude, no haga
nada». Tome este consejo y el de su esposo;
no haga nada.
—Pero yo no dudo —protestó ella—.
Estoy convencida de que estaba predestinada
a acudir a usted, de que el mensaje estaba
dirigido a mí y que sé lo que significa. Y
estoy decidida a intervenir.
El hombre negó con la cabeza en un gesto
de desesperación, pero continuó:
279
—Tengo algo más que decir sobre otra
cuestión. Le aconsejo que se aparte de todo
esto. Debería hacerlo y puede hacerlo. Tiene
su propia riqueza y la de su esposo a su
disposición. Posee uno de los mejores yates
de vapor para su disfrute. Por mucho que
haya viajado, hay regiones fascinantes por
toda la tierra que todavía desconoce. Su
esposo y usted no han viajado prácticamente
nada desde su matrimonio. Debería mantener
la esperanza en que su marido recobre su
alma de una manera natural. Viajar es la
medicina más obvia. Pruébelo. El hecho de
que su esposo no haya salido de su
ensimismamiento por la pérdida y el dolor
durante dos años vagando a solas con un
mayordomo, el hecho de que no haya
recobrado el alma después de dos años de
matrimonio que han pasado en el vecindario
de la tumba de su primera esposa, en
mansiones llenas de recuerdos de ella, no es
motivo para no esperar que la flexibilidad de
su esposo reviva durante los meses o años
que pase junto a usted entre encantadores
280
paisajes nunca vistos, lejos de cualquier cosa
que traiga de nuevo viejas asociaciones
mentales.
—No tengo ninguna esperanza puesta en
dichos intentos —dijo ella cansada—. Si no
puedo soportar mi vida aquí con un
compañero que no es más que la sombra del
hombre al que amé, ¿por qué arrastrar su
espectro sin alma por los océanos del planeta
con la esperanza de ver si se despierta su
amor por mí? ¿Es que el aire salado o los
rayos de la Cruz del Sur podrán obrar un
milagro?
—Señora Llewellyn —dijo Vargas—, me
he tomado la libertad de hacer algunas
averiguaciones, nada entrometidas, sobre el
tratamiento que le dispensa su esposo. He
descubierto que la impresión general es que
es un esposo muy enamorado y atento con su
mujer. A excepción de los mínimos
requeridos para atender sus asuntos, pasa
todo el tiempo con usted. Sus mejores
amigos, sus colegas de juventud, sus
amistades de toda la vida, dicen que ya no
281
conversa con ellos, nunca les cuenta cosas y
apenas les habla, y a pesar de su genuina
cordialidad y cortesía, apenas les saluda al
pasar a su lado. Pocas veces se le ve en sus
clubs, y muy fugazmente. Da la sensación de
que se dedica en cuerpo y alma a usted. Usted
posee todos los atributos externos de la
felicidad: salud, belleza, un esposo que la
adora, las amistades íntimas más deseables,
incontables amigos, lujosos alrededores y una
fortuna muy cuantiosa. Le corresponde a
usted dar vida a todo esto, es su deber
recuperar lo que echa en falta. No debería
dejar de intentar hasta el último medio natural
de lograr lo que se proponga.
—Mi decisión es irrevocable —dijo ella.
—¿Pero qué espera encontrar en el ataúd?
—preguntó él.
—No espero nada, ni anticipo nada —dijo
ella—. Puede que encontremos recuerdos de
algún tipo; no puede haber cartas de amor,
porque apenas estuvieron separados ni un día
después de conocerse, o una hora tras haberse
casado. Puede que no hubiera nada en el
282
ataúd. Pero estoy convencida de que sea lo
que sea que contiene, o no, el amor de David
por Marian está relacionado con el cierre y
sellado de ese ataúd. Creo que si se abre, él
quedará liberado de su pasión dolorosa y será
libre para poder amarme.
—Se refiere a recurrir a un
encantamiento, una especie de brujería. No
debe rebajarse aceptando ese tipo de ideas,
especialmente cuando un recurso tan natural
como es viajar todavía no ha sido probado.
—No entiende —dijo ella— que me
siento obligada a hacer algo.
—¿No es hacer algo irse de crucero? —
preguntó él.
—Prácticamente es no hacer nada —
contestó ella—. Tan solo estar con David y
esperar por un cambio que nunca llega. No
sabe hasta qué punto me siento obligada a
hacer algo.
—No lo sé —dijo—, porque no me lo ha
dicho.
—No puedo decírselo —dijo ella—,
porque no encuentro las palabras para
283
expresar lo que siento. No podría transmitirle
la soledad que me abruma cuando estoy a
solas con David. Es peor que estar sola; no
puedo imaginarme sentirme tan sola perdida
en medio de la jungla, o sola en el desierto, o
a la deriva en una balsa en medio del océano.
Estar con David, tal como es, me hace
sentir… —bajó la voz a un susurro y su
rostro se tornó pálido y los labios grises—,
oh, me hace sentir que estoy peor que con
ninguna otra persona. Me hace sentir como si
estuviera con la nada, la nada absoluta.
—Simpatizo profundamente con usted —
dijo Vargas—. Pero todo lo que me cuenta
tan solo reafirma mi convicción de que la
única salida segura está en luchar contra estos
sentimientos; lo mejor que puede hacer es
cambiar de escenario y viajar. Y sobre todo,
deje ese ataúd en paz.
—Mi decisión es irrevocable —repitió
ella.
—Señora Llewellyn —preguntó entonces
Vargas—, ¿cómo cree que esa escritura llegó
hasta la pizarra?
284
—No tengo ni idea de cómo llegó hasta
allí —respondió.
—¿Ninguna en absoluto? —insistió él.
—Ninguna en absoluto —dijo ella—.
Imagino vagamente que llegó ahí por el poder
de alguna consciencia más allá de nuestro
conocimiento.
—¿Se refiere —preguntó el vidente— a
que fue por la intervención de un fantasma, o
espíritu o alguna otra entidad incorpórea?
—Quizás —admitió—, pero no he
reflexionado sobre ello en absoluto.
—Pongamos que fuera un espíritu —le
sugirió él—, ¿no podría ser un espíritu
maligno, un demonio empeñado en dañarla
poniéndole una trampa que la lleve a su
destrucción?
—No doy crédito a tal idea de momento
—dijo ella—. El mensaje me ha dado
esperanzas. Con sus insinuaciones solo
pretende arrebatarme esa esperanza.
—Pretendo salvarla —dijo Vargas—,
sacarla de su obstinada determinación.
285
—Por tercera vez —dijo ella—, le digo
que mi decisión es irrevocable.
Vargas se puso de pie atolondradamente.
Se apoyó en el respaldo de la silla y la miró
fijamente. El rostro del vidente, desde una
mirada de solemne distancia y resignada
desesperación poco a poco fue adoptando una
expresión de profètica determinación.
—Disculpe —dijo— si me veo obligado a
sorprenderla. Deseo plantearle una cuestión.
—Plantéela —respondió ella fríamente.
—Señora Llewellyn —preguntó el
vidente con una voz profunda y pausada—,
¿ha respetado sus votos matrimoniales?
—Señor —respondió ella furiosa y
levantándose de su asiento—. ¡Me está
insultando!
—En lo más mínimo —insistió él—. No
ha respondido a mi pregunta.
Responderle resulta del todo superfluo —
dijo ella al tiempo que le miraba temblando
por la ira—. Por supuesto, los he respetado.
Sabe perfectamente lo mucho que amo a mi
esposo.
286
—¿Considera que sus votos son
sagrados? —preguntó él implacablemente.
—Por supuesto —dijo ella cansada.
—¿Por qué, entonces —le preguntó—, le
otorga menos santidad al pacto verbal con su
marido? Su deber como esposa es respetar un
pacto tanto como el otro. Respete ambos. No
sea recalcitrante en cuanto a los términos de
su acuerdo. Soporte su indiferencia y
esfuércese pacientemente para ganar su amor.
Es su deber, tanto como el mantener sus
votos matrimoniales.
—Asume un papel —dijo ella— que
resulta inadecuado en usted. Sermonear no le
va nada bien y no causa ningún efecto en mí.
Sé y siento todo esto. Pero está el significado
claro de ese mensaje. Debo abrir esa tumba.
—He hecho todo lo que he podido —dijo
él desencantado—. No puedo disuadirla.
—No puede —dijo ella.
—¿Cómo puedo entonces servirle? —
preguntó—. Todavía no he descubierto a qué
debo el honor de esta segunda visita. ¿Por
qué está aquí?
287
—Deseo que esté presente cuando se abra
el ataúd —dijo ella.
—¿Está segura —preguntó él— de que
eso no le parecería a él inapropiado? La
primera señora Llewellyn, por lo que tengo
entendido, no dejó familiares cercanos. Pero
¿no se molestarían aunque fueran sus primos
por mi presencia allí? ¿No le molestaría aún
más a su esposo? ¿No sería una
desconsideración de muy mal gusto?
—Nunca pido nada —dijo ella— que sea
de mal gusto. En cuanto a mi esposo, no le
molesta ni le molestará nada, ya que no
aprueba ni aprobará nada. Mi hermano estará
allí y no pensará que su presencia sea
inadecuada.
—Sin embargo, dudo si aceptar —le
confesó Vargas.
—Usted ha expresado —dijo ella— que
me tiene en muy alta consideración, ¿no hará
esto por mí, ya que se lo he pedido?
—Lo haré —dijo con cierta reticencia.
—Entonces, en cuanto le escriba y le
envíe un coche para recogerle, ¿estará allí a la
288
hora que le digan?
—Se lo prometo —dijo él.
***
289
naturalmente desenvueltos. Su rostro bien
formado y piel saludable, pulcramente
afeitado a excepción de un bigote castaño, era
de esa clase de rostros que se presta con
naturalidad a la cordialidad y jovialidad. Sus
ojos castaños tendían a la alegría. Pero no
había brillo en ellos, ni desprendía ningún
aire de genialidad, ni flexibilidad en sus
movimientos. Llevaba el bombín marrón
levemente ladeado, pero su expresión era de
preocupación y parecía demacrado. Tenía el
aspecto de un hombre acostumbrado a salirse
con la suya, pero no poseía ninguna
elasticidad en sus movimientos. Miró al
vidente deforme de arriba abajo con una
rápida mirada y luego clavó sus ojos en los
del hombrecillo al tiempo que se aproximaba
y le saludaba con un atractivo aire de relajada
cortesía, ni demasiado rígida ni demasiado
familiar.
—Me llamo Palgrave —dijo—, y
supongo que usted es el señor Vargas.
—El mismo —dijo el vidente, bastante
cohibido.
290
—Encantado de conocerle —dijo el otro
ofreciéndole la mano y mitigando la
vergüenza de Vargas al estrechar su mano
con efusividad—. Me alegro de tener ocasión
de hablar con usted. Mi hermana me ha
hablado de las visitas a su consulta.
Vargas reprimió su nerviosismo, pero
lanzó una mirada fugaz al rostro del hombre,
leyendo allí inmediatamente cuánto había
contado la señora Llewellyn a su hermano y
cuánto no le había contado.
Había algo que resultaba muy atractivo en
las maneras del señor Palgrave que
tranquilizó a Vargas por completo. Era más
que conciliador, era casi afable, casi
comprensivo. No era tanto una disponibilidad
para admitir un entendimiento confidencial,
como la impresión de continuar una actitud
natural bien enraizada de total confianza y
comprensión. Poseía un inequívoco matiz, tan
inesperado como gratificante, de aprecio y
silenciosa gratitud.
Había un banco rústico en el camino y en
un impulso compartido ambos avanzaron
291
hacia él. Tras el gesto cortés del hombre de
club, el lisiado, con su inevitable y dislocado
movimiento, se agachó dolorosamente hasta
sentarse en el banco. El señor Palgrave se
sentó a su lado, cruzó una pierna y se giró
parcialmente hacia él. Apoyó el codo
izquierdo en el respaldo del banco. Con la
otra mano sujetaba el bastón, con el que
golpeaba el lateral de su zapato. Los carruajes
a la espera, uno detrás del otro, estaban
estacionados bajo un gran olmo a cierta
distancia; los conductores estaban echados
sobre el prado junto a ellos. No había nadie
más a la vista a excepción de seis peones a
bastante distancia en dirección opuesta, sin
los abrigos y sentados con un superintendente
cerca de ellos, a la sombra de un arce noruego
no muy lejos del panteón de los Llewellyn, el
cual dominaba todo el vecindario desde su
loma ancha y poco elevada.
El señor Palgrave rompió el breve
silencio.
—Si no le importa que se lo diga, su
aspecto es muy diferente a la idea que tenía
292
de un vidente.
Vargas le respondió con una débil
sonrisa. El tono de aquellas palabras le habían
dejado desarmado.
—Yo mismo no me siento como la
imagen que tengo de un vidente —dijo—;
normalmente soy lúcido en cualquier asunto
del que me ocupo; normalmente tan lúcido en
cuanto a cualquier personalidad, que mi
consejo, como ocurre con frecuencia, a mis
clientes les parece un simple eco de sus
propios pensamientos, una mera
confirmación de sus propios juicios, una mera
razón más a favor de lo que de todas formas
hubieran hecho. Estoy habituado a activar
infaliblemente los resortes más fuertes de
acción. Hasta el momento he fracasado en
averiguar esa clave en el carácter de la señora
Llewellyn necesaria para que mi consejo sea
aceptado.
—En los demás aspectos, parece que
usted ha sido todo lo lúcido posible —dijo el
señor Palgrave—. Ningún consejo habría sido
293
mejor ni más juiciosamente expuesto, ni más
desinteresado.
—Más bien, profundamente interesado —
le corrigió Vargas.
—En un sentido muy diferente —dijo el
otro hombre—. Ella me lo contó. Hasta que
lo vi estaba asombrado de que no se hubiera
ofendido.
—Sí se ofendió, y con razón —dijo el
lisiado.
—No como se ofendería con cualquier
otro hombre —afirmó el señor Palgrave.
—Hay algunas cosas… —comenzó a
decir Vargas. Pero entonces su voz se hizo
más débil y se calló.
—Sí, entiendo —dijo el hermano—, y
quiero decirle que me siento en deuda con
usted por cómo se ha comportado y por la
hombría y la franqueza que ha mostrado en
todo momento con ella.
—Me siento muy halagado —contestó
Vargas.
—Se merece estos halagos —dijo el señor
Palgrave—. Actuó de manera admirable. Su
294
consideración y, aún diría más, su gentileza,
revela que en su corazón solo alberga buenas
intenciones hacia ella.
—Realmente así es —confirmó Vargas
ardientemente—, y estoy más turbado de lo
que soy capaz de expresar.
—Pues debe ser mucho —afirmó el socio
de club, y un brillo fugaz de su yo habitual
cruzó y se apagó casi de inmediato en sus
ojos—. Sin duda alguna, no puedo expresar
cuan disgustado estoy. Detesto las
preocupaciones o la ansiedad, y siempre me
aparto de tales problemas y los olvido. Pero
no puedo olvidar esto. He idolatrado a mi
hermana desde que éramos bebés. Apenas he
dormido desde que habló conmigo. No quiere
ni oír hablar de acudir a un médico. No
reconoce que haya ningún motivo para
consultar a un médico y no puedo hablar de
ella con nadie. Puedo hablar con usted. Y
usted parece un hombre muy sensato. Me
gustaría oír su opinión sobre su estado. ¿Cree
que su mente está perturbada?
—No es tan grave —le dijo Vargas.
295
—Esta idea de abrir el ataúd me parece
una locura —dijo el otro.
—No es tan grave —repitió Vargas—.
Revela una propensión mental que podría
evolucionar a algo peor, pero en sí misma no
es más que un capricho alocado. Lo peor de
todo es que da pie a una situación
extremadamente delicada y una tensión que
prácticamente no puede tener más que un
pésimo resultado.
—No puedo imaginar —dijo Palgrave—
ninguna base racional o medio racional para
tal capricho. No puedo concebir qué cree ella
que logrará al abrir ese ataúd o por qué quiere
que lo abran. Yo estuve en el funeral de
Marian y los dos ataúdes dieron mucho que
hablar, se lo aseguro. Yo asumí que
Llewellyn tenía la idea sentimental y un tanto
alocada de que el segundo ataúd estuviera allí
esperándolo a él. Constance afirma que no
estaba vacío, pero no dice qué espera
encontrar en él y creo que no lo dice porque
no debe de tener ni idea.
296
—Tiene razón —dijo el vidente—, no lo
sabe.
—Bueno —dijo el otro hombre—, ¿y qué
cree usted que encontrará ahí dentro?
—No tengo ninguna opinión respecto —
dijo Vargas— a si está vacío o no, o sobre lo
que pudiera estar ahí dentro. No tengo
ninguna base para las conjeturas. Pero ya esté
vacío o no, o sea lo que sea que haya en su
interior, temo el efecto que pueda tener en
ella. No cabe duda de que sus esperanzas se
verán frustradas. Su actual estado mental es
una especie de despertar en una mujer
civilizada, educada y con cultura, de la
primitiva, infantil y salvaje fe en la brujería y
casi en un fetichismo rudimentario. Ella no lo
reconocerá, pero su actitud es muy similar a
la de un adorador fetichista. Su mente no
razona. Esta poseída por una sensación ciega
y vaga de que su bienestar depende de lo que
sea que contiene ese ataúd, y una irresistible
esperanza en la eficacia del simple acto de
abrirlo, como una especie de ritual mágico.
Ella se siente estimulada por la
297
incertidumbre. Tanto si encuentra algo como
si no encuentra nada, se verá enfrentada a la
final e inequívoca decepción. Temo el
momento en el que se dé cuenta de esto.
—Pensé algo parecido —dijo su hermano
—. En todo caso, he traído un médico
conmigo, pero ella no debe sospecharlo
mientras no lo necesitemos.
—Por eso su coche tiene las cortinillas
bajadas —se aventuró Vargas.
—¿Es ese el motivo de que el suyo
también las tenga bajadas? —preguntó el
hermano.
—Así es —le confesó Vargas—. También
yo vine con un médico.
—Dos médicos —comentó Palgrave—.
Como en un duelo francés. Espero que esto
acabe de forma tan inofensiva como acaban
la mayoría de los duelos franceses.
—Me temo que eso es esperar demasiado
—dijo Vargas—. Su hermana podría pasar
indemne el momento crítico. Pero aunque lo
logre, sin duda alguna le llevará a encerrarse
298
en sí misma para reflexionar sobre sus
problemas.
—Sus problemas parecen ser imaginarios
en su mayor parte —dijo el hermano.
—Peor me lo pone —dijo Vargas—, si
todo es subjetivo.
—En ese caso, esos problemas
desaparecerían —dijo el hermano— si ella
actuara de forma sensata, pero por desgracia
no son del todo imaginarios. No me extraña
que esté turbada. David Llewellyn no parece
el mismo hombre en absoluto. Su
comportamiento ya es suficiente para
atormentar la mente de cualquiera. Que ande
por aquí con cara de mustio empeora la
situación. Pero si se marcharan de crucero
podría ser una cura para los dos, sin duda lo
despertaría a él y ciertamente aclararía la
mente de mi hermana. Debería seguir su
consejo.
—No lo hará —dijo Vargas abatido—, y
apenas puedo extrañarme de su
determinación. Los sueños que experimentó
afectarían a cualquiera. Y el mensaje en
299
aquella pizarra habría influenciado también a
cualquiera. Al creer que ese mensaje se dirige
directamente a ella, se siente compelida de
forma irremediable a hacer algo. Yo mismo,
como mero espectador, siento una terrible
confusión en todas mis creencias. Jamás he
creído en ningún misterio real en el universo.
Y ahora me enfrento a un enigma irresoluble
e inconcebible. Mi confianza en las leyes del
espacio y el tiempo, tal como las conocemos,
de momento, ha visto sus propios pilares
sacudidos. Mi fe en la indestructibilidad de la
materia, en la continuidad de la energía, en
las leyes básicas del movimiento, se
encuentra sacudida y tambaleante. Mi
creencia en la necesaria secuencia de causa y
efecto, en la causa y la causalidad en general,
está hecha añicos. Podría dar crédito a
cualquier maravilla, podría aceptar cualquier
portento monstruoso como algo esperable. El
universo ya no me parece un escenario, al
menos frente a la gran cortina negra de lo
desconocido, que contenga un progreso
ordenado de ocurrencias más o menos
300
reconocibles y predecibles, y dependiendo de
causas interrelacionadas; me parece el cuarto
de juegos de unos seres irresponsables,
bromistas y malévolos que producen todo
tipo de sucesos impredecibles. Vivo en un
delirio de terror, en un torbellino de pánico.
—Me cuesta entenderle —dijo el
hermano—, pero mucho me temo que no
podemos hacer nada.
—No —dijo Vargas—, solo podemos
esperar que pase lo mejor y temer lo peor.
—¿Y qué será lo peor? —preguntó el
hermano.
—Me imagino —dijo Vargas— que tras
abrir el ataúd ella sufrirá algún tipo de
conmoción, ya sea por la decepción, la
sorpresa o cualquier otra cosa. En el peor de
los casos, podría gritar y caer muerta ante
nuestros ojos o chillar y perder del todo la
cordura.
—Sí —dijo el señor Palgrave—, eso sería
lo peor, supongo.
—Y, sin embargo —dijo Vargas—, no
puedo evitar pensar que lo peor, de alguna
301
forma incalculable, impredecible e
inconcebible, será mucho peor que eso; algo
inimaginable, indescriptible e
inexorablemente peor que cualquier cosa que
podamos describir o tan siquiera pensar.
—Soy incapaz de expresarme con tanta
fluidez como usted —respondió el hermano
—, pero he tenido esa misma sensación. Y
ahora mismo la tengo. Me siento aquí no
como si estuviera en un cementerio con el
propósito de estar presente en una
exhumación, sino muy lejos, o hace mucho
tiempo, y a punto de participar en alguna
escena misteriosa que haría que las
experiencias de Saúl en Endor o de Macbeth
con las brujas parecieran aburridas y
ordinarias.
—Siento todo eso —dijo Vargas—, y aún
más, como si no fuéramos nosotros mismos,
sino actores en un enorme drama desdichado,
apocalípticamente ignorantes de una enorme
sombra implacable y mortal que de forma
constante cubre de oscuridad nuestra
impotencia. No podemos modificar, no
302
podemos alterar el curso, no podemos
cambiar, no podemos prevenir, ni siquiera
podemos posponer lo que está a punto de
suceder.
—Lo que está a punto de suceder —
comentó su compañero— va a suceder ahora.
Ahí vienen.
Los dos hombres se levantaron y
observaron la llegada del carruaje y cómo se
detenía junto a los suyos. La portezuela se
abrió y un hombre alto bajó.
Vargas había visto a David Llewellyn
solo fugazmente y de lejos; ahora lo examinó
con mucha atención. Era un hombre alto, más
alto que su cuñado, corpulento y con buena
figura. Su actitud, cuando se volvió hacia el
carruaje, fue solícita y respetuosa al ayudar a
salir a su esposa. Mientras se aproximaban,
uno al lado del otro, Vargas miró al hombre.
Era de complexión fuerte y con un pecho
inmenso. Su barba, cortada al ras, no ocultaba
el tipo de semblante, que era el de un hombre
atlético criado en un colegio universitario, de
barbilla firme, labios apretados, nariz recta y
303
ojos gris claro. Era muy atractivo y los rastros
de lo que había sido una espectacular belleza
en su juventud se manifestaban no solo en su
rostro, sino en su aspecto general.
Sin mediar palabra y apenas asintiendo a
los dos hombres, se detuvo a unos pasos de
ellos dejando a su esposa avanzar a solas.
Ella saludó a Vargas y, tras deslizar la mano
por el codo de su hermano, avanzó por el
camino de acceso con él. Vargas permaneció
donde estaba, esperando a que pasara primero
el señor Llewellyn. Este, por algo sutil e
intangible en su apariencia y actitud, parecía
querer dejar claro que no quería tener
ninguna participación en lo que iba a suceder.
Mediante un movimiento de cabeza casi
imperceptible de negación y un gesto apenas
discernible de afirmación indicó al vidente
que le precediera. Vargas accedió y avanzó
tambaleante tras el hermano y la hermana. El
encargado del cementerio se acercó a ellos
para recibirlos y caminó junto a la señora
Llewellyn atento a sus instrucciones. Luego
se dirigió hacia sus ayudantes.
304
El espacio alrededor del panteón ocupado
por las tumbas de los Llewellyn estaba
rodeado por un seto bajo que apenas llegaba a
las rodillas. Tenía una entrada frente al
monumento que cruzaron la señora Llewellyn
y su hermano, seguidos unos pasos más atrás
por Vargas. Se detuvieron a un paso o dos de
la tumba y se dieron la vuelta. Vargas, que
mantenía la distancia, se detuvo y también se
volvió. El señor Llewellyn, caminando en
silencio, se había apartado del camino
situándose justo dentro del seto. Los peones
se dispersaron tras pasar junto a él con el
encargado escoltándolos. Cuando ya habían
empezado a cavar, Vargas, como el resto, los
observó. Después, comenzó a mirar a su
alrededor y a observar el cementerio, del cual
tenía una extensa panorámica desde la loma
del panteón. El tiempo aportaba al paisaje una
cualidad poco usual; el calor de finales de
primavera y principios de verano no
disminuía por ninguna brisa agradable, el aire
ligero se arremolinaba sin rumbo, la
nubosidad que encapotaba el cielo era
305
demasiado tenue para bloquear los rayos del
sol, el follaje estaba polvoriento y el paisaje
era de un pálido verde amarillento bajo la
tibia y débil luz del sol. Vargas, más que ver,
sentía este aire espectral de la escena.
Mientras el tiempo necesario de excavación
posponía el momento crucial, la atención del
vidente estaba dividida entre el panteón y el
señor Llewellyn. Este esperaba con el peso
casi totalmente sobre un solo pie, apoyado en
el bastón que asía con la mano izquierda, y
con un guante en la derecha sujetaba el
sombrero que colgaba a un lado. Justo frente
a él, atisbando más que mirando directamente
el panteón, desprendía la cualidad de algo
inanimado, algo fabricado, no nacido y
crecido, de un objeto plantado inamovible y
con una impasibilidad inexpresiva y tallada.
El panteón, que Vargas veía por primera vez,
debido a las armonías perfectamente
coordinadas de su diseño arquitectónico, sus
delicados relieves y sus exquisitas estatuas,
daba una sensación de humanidad lo
suficientemente imponente a los ojos de
306
cualquiera y en cualquier momento del día, y
aún más ahora por comparación. Cualquiera
de las estatuas parecía imbuida de más vida
que el hombre que ahora se hallaba frente a
ellas. Ese miembro del pequeño grupo allí
reunido, que debería haber sido el más
conmovido, no mostraba ni un ápice de la
emoción que ahora hasta el propio Vargas
sentía. Mientras proseguía la excavación, el
vidente centró su mirada en el hoyo cada vez
más hondo, u observaba la espalda de la
señora Llewellyn de pie, con el brazo
enlazado en el de su hermano, y apoyada en
este. Cuando los peones comenzaron a
levantar el ataúd, descubrió que las
emociones de sus crispados presentimientos
le superaban. Su respiración se aceleró y se
hizo más fuerte, el corazón le latía agitado
contra las costillas, sus ojos se humedecieron
inesperada e inexplicablemente. Al mirar
hacia atrás a la figura inmóvil del hombre a
sus espaldas, a través de una película
iridiscente sobre sus pestañas, tan solo pudo
ver una forma vaga y borrosa. Se esforzó por
307
recobrar la compostura, centrando su atención
en el contorno de su propia sombra apenas
discernible.
La caja exterior que contenía el ataúd
exhumado estaba ahora apoyada sobre dos
tablas que habían deslizado por debajo de la
tumba. Los hombres desatornillaron la tapa y
la colocaron a un lado. El ataúd era de ébano
y parecía tan nuevo como si acabaran de
construirlo.
Los hombres, siguiendo las órdenes del
encargado, se apartaron y rodeando el
panteón atravesaron la entrada del seto y
regresaron al árbol que habían dejado.
El encargado comenzó a sacar los
tornillos de plata que sujetaba la tapa sobre el
cristal frontal en la cabeza del ataúd. Mientras
los desenroscaba uno a uno, Vargas volvió a
mirar atrás. Su visión ahora era peor que
nunca. El contorno de la gran figura era casi
indefinido y su mole casi brumosa.
Cuando volvió la mirada de nuevo al
ataúd, su vista se aclaró del todo. Incluso
distinguía los bordes plateados alrededor de
308
los agujeros de los tornillos y la cabeza del
último tornillo. Cuando el encargado levantó
la tapa, la señora Llewellyn, ahora a los pies
del ataúd, se inclinó hacia delante, y su
hermano y Vargas, ahora justo detrás de ella,
se inclinaron incluso más. A través del cristal
vieron un rostro, el rostro de David
Llewellyn. La señora Llewellyn gritó. Los
tres se dieron la vuelta a la vez. A excepción
de ellos mismos y del encargado, y de los
peones en la distancia, no había ni una sola
forma humana a la vista en ningún lugar. La
grande y sólida presencia se había esfumado.
Tras gritar otra vez, la señora Llewellyn
se abalanzó sobre el ataúd y los dos hombres,
apenas menos frenéticos que ella, se
abalanzaron junto a ella. A través del cristal
podían ver la cara moviéndose y los párpados
temblando. El encargado tiró con furia de las
abrazaderas del cristal frontal. Cuando apartó
el cristal, los ojos se abrieron y miraron
directamente a los ojos de la señora
Llewellyn. Casi inmediatamente, estos se
309
tornaron vidriosos… y un segundo después,
la mandíbula cayó.
310
AMINA
311
entrada a la tumba y del lateral con la grieta
más grande.
—Hassan —ordenó—, vigile aquí.
Hassan dijo algo en persa.
—¿Cuántos cachorros había? —preguntó
el cónsul a Waldo. Waldo lo miró mudo—.
¿Cuántos jóvenes vio? —volvió a preguntar
el cónsul.
—Veinte o más —respondió por fin
Waldo.
—Eso es imposible —replicó el cónsul.
—Parecía haber unos dieciséis o
dieciocho —aseguró Waldo.
Hassan sonrió y gruñó. El cónsul le quitó
dos pistolas, le pasó a Waldo la suya y ambos
rodearon la tumba hasta la misma distancia
de esta, pero en la esquina opuesta. Había
otras ruinas, y delante de ellas, en el lado de
la tumba, había un bloque de piedra en su
mayor parte a la sombra del muro.
—Muy práctico —dijo el cónsul—.
Siéntese en esa piedra y apóyese en el muro,
póngase cómodo. Está un poco
conmocionado, pero se pondrá bien
312
enseguida. Debería comer algo, pero no
tenemos nada aquí. En todo caso, dé un buen
trago a esto.
Permaneció a su lado mientras Waldo
tragaba con dificultad el brandi a secas.
—Hassan le traerá su cantimplora antes
de irse —continuó el cónsul—; beba mucho,
porque deberá quedarse aquí un rato. Y
ahora, présteme atención. Debemos acabar
con estas alimañas. El macho debe de estar
ausente. Si hubiera estado cerca, usted no
estaría con vida ahora. Los cachorros no
deben de ser tantos como dice usted, pero
calculo que tendremos que enfrentarnos a
diez de ellos, una camada entera. Debemos
sacarlos asfixiándolos con humo. Hassan
regresará al campamento y traerá gasolina y
al guarda. Mientras tanto, usted y yo debemos
asegurarnos de que no escape ninguno.
Tomó la pistola de Waldo, abrió la
recámara, la cerró, examinó el cargador y se
la devolvió.
—Ahora, míreme con atención —dijo. Se
alejó mirando a su izquierda al pasar la
313
tumba. Finalmente paró y apiló varias piedras
—. ¿Ve estas piedras? —preguntó.
Waldo le respondió a gritos
afirmativamente.
El cónsul regresó, recorrió la misma línea
mirando ahora a su derecha una vez pasada la
tumba y, finalmente, a una distancia similar,
apiló otro montón de piedras; volvió a
preguntar gritando y de nuevo recibió una
respuesta. De nuevo, regresó.
—Bueno, ¿está seguro ahora de que ve
con claridad esas dos marcas que he puesto?
—Muy seguro —respondió Waldo.
—Es importante —le advirtió el cónsul
—. Voy a regresar donde dejé a Hassan para
vigilar desde allí mientras él no está. Usted
vigilará desde aquí. Puede pasear tanto como
quiera de una pila de piedras a otra. Desde
ambas puede verme en mi puesto. No se
desvíe de la línea que va de una marca a la
otra. Porque en cuanto Hassan se pierda de
vista dispararé a cualquier cosa que se mueva
cerca. Siéntese aquí hasta que me vea colocar
límites similares para mi vigilancia… vaya
314
entonces a la marca más alejada y luego
dispare a cualquier cosa que se mueva y que
no esté en mi línea de vigilancia. Esté atento
a su alrededor. Hay una posibilidad entre un
millón de que el macho regrese de día… por
lo general son nocturnos, pero esta
madriguera es evidentemente excepcional.
Esté vigilante.
»Y ahora escúcheme bien. No debe caer
en ningún sentimentalismo estúpido por la
semejanza que imagine de estas alimañas con
seres humanos. Dispare, y dispare a matar.
No solo es nuestro deber, en general,
eliminarlos, sino que suponen un gran peligro
para nosotros si no lo hacemos. Hay muy
poca o ninguna solidaridad en las
comunidades mahometanas, pero en los
comparativamente pocos puntos en los que
existe opinión pública actúa con asombrosa
rapidez y vigor. Una cuestión en la que no
existe discusión es que es responsabilidad de
todo hombre ayudar a erradicar a estas
criaturas. La buena y antigua costumbre
bíblica de lapidar es el modo de linchar de los
315
indígenas de los alrededores. Estos asiáticos
modernos son muy capaces de ajusticiar de
esa manera a cualquiera señalado por no
cumplir sus obligaciones contra estos
monstruos hostiles. Si dejamos que escape
uno solo y se extiende el rumor, podríamos
propiciar un estallido de prejuicios raciales
difíciles de combatir. Dispare, hágame caso,
sin dudas ni compasión.
—Entendido —respondió Waldo.
—Me da igual si me entiende o no —dijo
el cónsul—, quiero que actúe. Dispare si es
necesario, y dispare apuntando —concluyó, y
a continuación se alejó a grandes zancadas.
Hassan finalmente apareció y Waldo
bebió de su cantimplora toda la cantidad que
Hassan le permitió. Tras su partida el estado
de alerta inicial de Waldo pronto dio paso a
una mera espera monótona de vigilancia bajo
el calor intenso. Su malestar se convirtió en
sufrimiento, y con la furia del seco
resplandor, las punzadas de sed y su estado
mental de desconcierto, Waldo se movía en
un sueño despierto cuando Hassan regresó
316
con dos burros y una mula cargados de leña
menuda. Tras las bestias marchaba
lentamente la guardia.
El trance de Waldo se convirtió en una
pesadilla cuando el humo hizo efecto y
comenzó la batalla. Sin embargo, no solo le
ordenaron no unirse a la matanza, sino que
además le pidieron que se quedara en
retaguardia. Y en efecto se quedó bastante
apartado, atisbando de la masacre solo lo que
su curiosidad le impidió evitar ver. Sin
embargo, se sintió un asesino cuando observó
los diez cadáveres pequeños dispuestos en
una hilera, y el recuerdo de su vigilia y el
final de esta, de hecho el día entero, a pesar
de ser el día de su aventura más maravillosa,
sigue pareciéndole una serie de fragmentos
inconexos de una fantasmagoría.
La mañana de ese memorable momento
de peligro Waldo se había despertado pronto.
Las experiencias de su travesía marina, las
vistas de Gibrahar, de Port Said, del canal, de
Suez, de Aden, de Muscat y de Basora
formaban todas ellas una transición
317
insuficiente desde la decorosa regularidad de
su vida en el hogar y la escuela en Nueva
Inglaterra hasta la pavorosa maravilla de las
inmensidades del desierto.
Todo parecía irreal y, sin embargo, la
realidad de su extrañeza lo acosaba de tal
forma que no era capaz de sentirse como en
casa allí ni de dormir a pierna suelta en su
tienda. Tras prepararse para dormir,
permanecía consciente durante mucho tiempo
y se despertaba pronto, como esa mañana,
justo al inicio del alba.
El cónsul se durmió profundamente muy
rápido y roncaba con fuerza. Waldo se vistió
en silencio y salió; mecánicamente, sin
propósito o pensamiento alguno, tomó su
pistola. Fuera encontró a Hassan, sentado y
con el arma sobre las rodillas y la cabeza
inclinada hacia delante, tan profundamente
dormido como el cónsul. Ali e Ibrahim
habían abandonado el campamento el día
anterior para recoger provisiones. Waldo era
la única criatura despierta por aquellos lares;
en cuanto a los guardias, acampados a cierta
318
distancia, dormían como troncos alrededor de
las cenizas de la hoguera. Con la intención de
disfrutar simplemente bajo el fulgor blanco
del alba la mágica reaparición de las
constelaciones y la fugaz y última gloria del
firmamento estrellado, aquel breve frescor
que compensaba un poco la calurosa mañana,
el calor feroz del día y la noche tibia, se sentó
en una roca a unos cuantos pasos de la tienda
y al doble de distancia de los guardias. Se
pasó la pistola de mano a mano y sintió una
tentación irresistible de alejarse a solas, de
vagar solo por la fascinante vacuidad del
árido paisaje.
Cuando inició su vida en el campamento,
pensó que el cónsul sería una combinación de
deportista, explorador y arqueólogo, un
guardián con el que se llevaría especialmente
bien. Había anhelado la libertad sin barreras
de la vasta extensión de aquel desierto
infinito. Pero descubrió que la realidad era
exactamente lo contrario a sus
preconcepciones. El primer mandamiento del
cónsul fue:
319
—Jamás se pierda de vista de mí o de
Hassan, a menos que él o yo le enviemos a
algún lugar con Ali o Ibrahim. Que nada le
tiente a vagar por ahí solo. Incluso un corto
paseo es peligroso. Podría perder de vista el
campamento antes de darse cuenta.
Al principio Waldo obedeció, más tardé
protestó:
—Tengo una buena brújula. Sé usarla.
Jamás me perdía en los bosques de Maine.
—No hay kurdos en los bosques de
Maine —dijo el cónsul.
Sin embargo, no mucho más tarde, Waldo
descubrió que los pocos kurdos que
encontraba parecían gente honesta y pacífica.
No había aparecido ni el más mínimo atisbo
de peligro o tan siquiera aventura. Su guardia
armada de una docena de mugrientos
desharrapados había pasado el tiempo
vagueando inquieta.
Asimismo, Waldo advirtió que el cónsul
mostraba una total indiferencia a las ruinas
que pasaban o entre las que acampaban, que
su entusiasmo por las excavaciones y la
320
topografía era más frío que tibio, y que no
mostraba ningún ardor en su búsqueda de la
escasa y poco interesante caza. Había
aprendido lo suficiente de varios dialectos
para escuchar repetidas conversaciones sobre
«ellos».
—¿Has oído que haya alguno de ellos por
aquí?
—¿Ha muerto uno de ellos?
—¿Algún rastro de ellos en este distrito?
Y ese tipo de preguntas las entendía en
distintos dialectos con los nativos que
encontraba, aunque no recibió ninguna
aclaración en cuanto quiénes eran esos
«ellos».
Entonces preguntó a Hassan por qué sus
movimientos estaban tan restringidos. Hassan
hablaba un poco de inglés y le agasajaba con
cuentos de Ifrits, necrófagos, espectros y
otras presencias misteriosas legendarias; del
genio del desierto, que aparecía con forma
humana, hablando todas las lenguas, siempre
alerta para capturar infieles; de la mujer
cuyos pies estaban dados la vuelta sobre sus
321
tobillos y que atraía a los incautos a un
estanque y allí ahogaba a su víctima; de los
fantasmas malignos de bandidos muertos,
más terribles que en vida; del espíritu
encarnado en un asno salvaje, o de una gacela
que atraía a sus perseguidores hasta el borde
de un precipicio y que parecía correr delante
de ellos sobre una extensión de arena, un
mero espejismo, que se disolvía cuando la
víctima traspasaba el borde y se lanzaba a una
caída mortal; del espíritu encarnado en una
liebre que fingía una lesión, o de un ave en
tierra que fingía tener un ala rota, atrayendo a
su perseguidor hasta que este encontraba su
muerte en un agujero oculto o la boca de un
pozo.
Ali e Ibrahim no hablaban inglés. Por lo
que Waldo podía entender de sus largas
arengas, contaban ambos historias similares o
dejaban entrever peligros igualmente vagos e
imaginarios. Estos cuentos de miedo para
niños simplemente alentaban aún más el
deseo de independencia de Waldo.
322
En estos momentos, mientras estaba
sentado en la roca deseoso por disfrutar del
cielo perfecto, el aire fresco mañanero, el
amplio y solitario paisaje, junto a la sensación
de tener todo aquello para él solo, tenía la
impresión de que el cónsul era simplemente
innecesariamente cauto, demasiado
precavido. No había peligro. Se daría un
relajante y buen paseo, tal vez matara algo y
sin duda estaría de regreso al campamento
antes de que el sol calentara demasiado. Se
levantó.
Unas horas más tarde descansaba sentado
en una albardilla de piedra caída a la sombra
de las ruinas de una tumba. Todo el territorio
que habían estado atravesando estaba repleto
de tumbas y restos de nimbas, prehistóricas,
bactrianas, de la antigua Persia, partos, del
Imperio sasánida o mahometanas,
desperdigadas por todas partes en grupos o
solitarias.
Profundamente borrados se encuentran
los rastros más leves de las orbes, ciudades y
pueblos, casas efímeras o cabañas
323
provisionales en las que habían vivido las
innumerables generaciones de los dolientes
que levantaron esas tumbas.
Las tumbas, de construcción más sólida y
duradera que las simples moradas de los
vivos, seguían en pie. Enteras o ruinosas, o
reducidas apenas a fragmentos, abundaban
por todas partes. En ese distrito todas eran de
un solo tipo. Todas estaban cubiertas por una
cúpula y la planta era cuadrada, la única
puerta estaba orientada hacia el este y se abría
a un habitáculo amplio y vacío que era la
antesala de la cámara mortuoria.
Y allí a la sombra de una de estas tumbas
estaba sentado Waldo. No había disparado a
ninguna presa, se había perdido, no tenía ni
idea de dónde se encontraba el campamento,
estaba cansado, acalorado y sediento. Se
había olvidado la cantimplora.
Paseó la mirada por el vasto paisaje
desolado, el invariable turquesa del cielo
arqueado sobre el desierto ondeante. Unas
lejanas colinas rojizas sobresalían en el cielo
del horizonte por encima de los montecillos
324
pardos menos distantes que, sin cambiarlo,
accidentaban el paisaje amarillo. Arena y
rocas con uno o dos delgados y raquíticos
arbustos componían la vista más cercana,
interrumpida aquí y allá por ruinas
deslumbrantemente blancas o entreveradas y
grises. El sol no llevaba mucho tiempo por
encima del horizonte y, sin embargo, toda la
superficie del desierto temblaba por el calor.
Mientras Waldo seguía sentado
contemplando el paisaje apareció una mujer
por un lado de la tumba. Todas las mujeres de
las aldeas que Waldo había visto llevaban
yashmaks u otra clase de cobertor o velo para
el rostro. Esta mujer llevaba la cabeza
descubierta y sin velo. Llevaba una especie
de túnica de color marrón amarillento que la
envolvía desde el cuello hasta los tobillos, sin
marcar la cintura. Los pies, desafiando la
arena ardiente, los llevaba descalzos.
Al ver a Waldo se paró y lo miró al igual
que él a ella. Advirtió la postura no europea
de los pies, para nada abierta, sino con las
líneas interiores paralelas. Observó que no
325
llevaba tobilleras, ni brazaletes, ni collar ni
pendientes. Aquellos brazos desnudos le
parecieron los brazos más musculosos que
jamás hubiera visto en un ser humano. Las
uñas eran puntiagudas y largas, tanto en las
manos como en los pies. Tenía el cabello
negro, corto y despeinado, pero no parecía
asilvestrada ni desaliñada. Sus ojos sonreían
y sus labios parecían sonreír, aunque no
estaban entreabiertos lo más mínimo,
ocultando todos los dientes tras ellos.
—Qué pena —dijo Waldo en voz alta—
que no hable inglés.
—Sí hablo inglés —dijo la mujer, y
Waldo advirtió que cuando hablaba sus labios
no daban la sensación de abrirse—. ¿Qué
quiere el caballero?
—¡Habla inglés! —exclamó Waldo
poniéndose de pie de un salto—. ¡Qué suerte!
¿Dónde lo aprendió?
—En la escuela de las misiones —
contestó con una sonrisa de curiosidad
jugueteando en las comisuras de una amplia
boca cerrada—. ¿Qué puedo hacer por usted?
326
La mujer hablaba sin apenas acento, pero
muy lentamente y con una especie de gruñido
entre sílaba y sílaba.
—Tengo sed —dijo Waldo—, y me he
perdido.
—¿Es usted el caballero que se aloja en la
tienda de campaña marrón con forma de
medio melón? —preguntó ella, con esa
extraña y resonante nota arrastrándose de una
palabra a la siguiente y sus labios apenas
separados.
—Sí, ese es nuestro campamento —dijo
Waldo.
—Podría guiarle hasta allí —ronroneó
ella—, pero está lejos y no hay agua en esa
dirección.
—Primero quiero agua —dijo Waldo—, o
leche.
—Si se refiere a leche de vaca, no tengo.
Pero tenemos leche de cabra. Hay de beber
allí donde vivo —dijo, canturreando las
palabras—. No está lejos. En la dirección
opuesta.
—Muéstreme el camino —dijo él.
327
Ella comenzó a caminar y Waldo, con el
arma bajo el brazo, junto a ella. Pisaba sin
hacer ruido y muy rápido. Waldo apenas
podía mantener su ritmo. Mientras
avanzaban, él se quedaba atrás con frecuencia
y contemplaba sus envolventes ropajes que se
movían marcando una espalda flexible y bien
proporcionada, una tersa cintura y unas
caderas firmes. En cada ocasión él se
apresuraba y volvía a ponerse a su lado, la
examinaba con miradas intermitentes,
perplejo de que su cintura, tan bien marcada
por la espalda, no mostrara ninguna
definición concreta por delante; que su
cuerpo desde el cuello hasta las rodillas,
totalmente informe bajo su ropa, careciera de
contorno o no sugiriera firmeza o curva
alguna. Asimismo, le sorprendió el brillo de
curiosidad en sus ojos y la línea presionada
de sus labios rojos, demasiado rojos.
—¿Cuánto tiempo pasó en la escuela de
las misiones? —preguntó Waldo.
—Cuatro años —respondió.
—¿Es usted cristiana? —preguntó.
328
—Los hombres libres no se someten al
bautismo —afirmó simplemente, pero con
bastante más del vibrante gruñido entre
palabras.
Waldo sintió un extraño escalofrío
mientras observaba que apenas movía los
labios entre los que se deslizaban las sílabas.
—Pero usted no lleva velo —no pudo
evitar decir.
—Las mujeres libres —replicó ella—
jamás llevan velo.
—¿Entonces usted no es mahometana? —
se atrevió a preguntar.
—Los hombres libres no son
musulmanes.
—¿Quiénes son los hombres libres? —le
espetó él descaradamente.
Ella le lanzó una mirada hosca. Waldo
recordó que estaba tratando con una asiática.
Recordó entonces las tres preguntas
permitidas.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó.
—Amina —contestó ella.
329
—Es un nombre de Las mil y una noches
—se aventuró él.
—Del absurdo cuento de los creyentes —
dijo ella con sorna—. Los hombres libres no
saben nada de tales estupideces.
La invariable cerrazón de sus labios
parlantes, el ronroneo arrastrado entre las
sílabas, le impactó aún más cuando los labios
de la mujer se curvaron y no se abrieron.
—Pronuncia las palabras de forma
extraña —dijo.
—Su idioma no es el mío —replicó ella.
—¿Cómo es que aprendió mi idioma en la
escuela de las misiones y no es cristiana?
—Enseñan de todo en la escuela de las
misiones —dijo ella—, y las jóvenes libres
somos como las otras jóvenes a las que
enseñan, aunque los adultos libres no son
como los habitantes de la ciudad. Por lo tanto,
me educaron como a cualquier joven criada
en la ciudad, sin conocer mi verdadero yo.
—La enseñaron bien —comentó.
—Tengo un don para los idiomas —
afirmó enigmáticamente con una extraña nota
330
de triunfo resonando en las palabras que
salían de los labios inmóviles.
Waldo sintió un escalofrío por todo el
cuerpo, no solo por sus palabras enigmáticas,
sino también por pura debilidad.
—¿Está lejos de su casa? —susurró él.
—Está allí —dijo ella, señalando la
entrada de una tumba grande. El arco
totalmente abierto les condujo a un interior
bastante espacioso, fresco por la temperatura
constante que mantiene la gruesa
construcción. No había basura en el suelo.
Waldo, aliviado por escapar del ardiente
fulgor del exterior, se sentó sobre un bloque
de piedra a mitad de camino entre la puerta y
la pared medianera interior, y apoyó la culata
del arma en el suelo. De momento seguía
cegado por el cambio de la insistente
luminosidad de la mañana del desierto a la
borrosa luz gris del interior.
Cuando se le aclaró la vista, miró a su
alrededor y advirtió frente a la puerta el
agujero irregular que abría el acceso al
mausoleo profanarlo. A medida que sus ojos
331
se iban acostumbrando a la penumbra, se
quedó tan atónito que se levantó. Le pareció
que las cuatro esquinas de la habitación
estaban abarrotadas de niños desnudos. Con
ojo inexperto calculó que debían tener dos
años, pero se movían con la seguridad de
niños de ocho o diez.
—¿De quién son estos niños? —exclamó.
—Míos —dijo ella.
—¿Son todos suyos? —objetó él.
—Todos míos —respondió ella, con una
curiosa furia reprimida en sus maneras.
—Pero si hay veinte —exclamé.
—Cuenta mal en la oscuridad —le dijo
ella—. No son tantos.
—Al menos hay una docena —insistió él
volviéndose mientras los niños bailoteaban y
correteaban por allí.
—Los hombres libres tienen familias
numerosas —respondió ella.
—Pero son todos de la misma edad —
exclamó Waldo con la lengua reseca y
pegada al paladar.
332
La mujer se rio, una risa desagradable y
burlona, y aplaudió. Se encontraba entre la
entrada y él, y como la mayor parte de la luz
provenía de esta, no podía verle los labios.
—¡Qué típico de un hombre! Ninguna
mujer habría cometido ese error.
Waldo se sintió confundido y volvió a
sentarse. Los niños corrían a su alrededor,
parloteando, riendo, soltando risitas,
burlándose, haciendo ruidos que denotaban
regocijo.
—Por favor, consígame alguna bebida
fría —dijo Waldo, y sintió la lengua no solo
seca sino grande en el interior de la boca.
—Beberemos algo en breve —dijo ella—,
pero será algo caliente.
Waldo comenzó a sentirse incómodo. Los
niños brincaban a su alrededor, chapurreando
ruidos extraños y guturales, lamiéndose los
labios y señalándolo con los ojos clavados en
él, y lanzando de vez en cuando una mirada a
su madre.
—¿Dónde está el agua?
333
La mujer permaneció en silencio con los
brazos colgando a ambos lados, y a Waldo le
pareció más bajita que nunca.
—¿Dónde está el agua? —repitió él.
—Paciencia, paciencia —gruñó ella, y se
acercó un paso hacia él.
La luz del sol le daba en la espalda y
creaba una especie de halo alrededor de sus
caderas. La mujer parecía aún más baja que
antes. Había algo furtivo en su
comportamiento, y los pequeños soltaban
maléficas risitas.
En ese instante dos disparos de rifle
estallaron casi al mismo tiempo. La mujer
cayó boca abajo sobre el suelo. Los bebés
chillaban en un coro estridente. Luego ella se
levantó apoyándose en las rodillas y las
manos con una rapidez explosiva, se
tambaleó abalanzándose hacia el agujero de
la pared y, con un grito aterrado, lanzó arriba
los brazos, dio un giro y se desplomó en el
suelo, doblada y retorciéndose como un pez
moribundo; después se puso rígida, sacudió el
cuerpo y se quedó inmóvil. Waldo, mirando
334
horrorizado fijamente el rostro de la mujer,
incluso en su aturdimiento advirtió que sus
labios no se abrieron.
Los niños, chillando con gritos de
consternación, se escabulleron por el agujero
de la pared interior y desaparecieron en el
oscuro vacío más allá. Cuando apenas se
había esfumado el último, el cónsul apareció
por la entrada con el arma humeante en la
mano.
No nos hemos adelantado ni un segundo,
chico —gritó—. Ella estaba a punto de saltar
—amartilló el arma y empujó el cuerpo con el
cañón—. Bien muerta —comentó—…
¡menuda suerte! Normalmente hacen falta
tres o cuatro balas para acabar con ellos. He
visto a alguno matar a un hombre con dos
balas en los pulmones.
—¿Ha asesinado usted a esta mujer? —
inquirió Waldo con furia—. ¿Asesinado? —
dijo el cónsul resoplando—. ¡Asesinado!
Mire eso. Se arrodilló y abrió los labios
carnosos cerrados, revelando unos dientes no
humanos, pequeños incisivos y muelas
335
puntiagudas, separadas, y unos caninos largos
y afilados que se solapaban, como los de un
galgo: una dentadura feroz, mortal y
carnívora, amenazadora y de combate.
Waldo sintió una gran calma y, sin
embargo, el rostro y la figura todavía
despertaban una horrorizada empatía por su
humanidad.
—¿Es que ahora dispara a mujeres porque
tienen los dientes largos? —insistió Waldo,
asqueado por la horrible muerte que había
presenciado.
—Es difícil convencerle —comentó el
cónsul con severidad—. ¿Llama usted a eso
mujer? —y arrancó la ropa del cadáver.
Waldo se sintió totalmente asqueado. Lo
que vio no era el frente de una mujer, sino
más bien el bajo de una vieja foxterrier con
cachorros, o de una cerda blanca con su
segunda camada; desde la clavícula hasta la
entrepierna había diez ubres bamboleantes, en
dos hileras, laceradas, fibrosas y flácidas.
—¿Qué clase de criatura es? —preguntó
débilmente.
336
—Un necrófago, hijo —respondió el
cónsul solemnemente, casi en un susurro.
—Pensé que no existían —balbuceó
Waldo—. Pensé que eran una leyenda, pensé
que no existían.
—Puedo creer que no hay ninguno en
Rhode Island —dijo el cónsul con gesto serio
—. Esto es Persia, y Persia está en Asia.
337
EL CINTURÓN DE PIEL
DE CERDO
338
MI ESTIMADO RADFORD:
Probablemente ya se haya olvidado de mí,
pero yo no le he olvidado a usted ni a nadie
(ni nada) de Brexington. Vi su anuncio en el
New York Herald y me alegró saber que está
vivo y deducir que está bien y disfruta de una
vida próspera.
Necesito la ayuda de un abogado. Quiero
comprar una propiedad y tengo intención de
regresar a casa, así que usted es exactamente
el hombre que ando buscando. Escribo esta
carta para pedirle que se haga cargo de todos
y cada uno de mis asuntos dentro de su
campo de actuación y que me confirme su
disposición para el puesto.
Ahora soy un hombre rico y no poseo
prácticamente lazos de amistad o familiares.
Quiero regresar a mi hogar en Brexington,
para vivir allí si puedo y morir allí si debo.
Junto a otras cuestiones que le explicaré si
acepta la oferta, quiero comprar una casa en
la ciudad y una granja en los alrededores, si
no puede ser la casa y el terreno de los
Shelby, entonces algo similar a los de ellos.
339
Si está dispuesto a representarme, por
favor, respóndame de inmediato dejándome
un mensaje en el Hotel Menger. Dé mis
recuerdos a cualquiera de mis primos con los
que pudiera encontrarse.
Fielmente suyo,
CASSIUS M. CASE
340
lo que estuviera en mi mano para servirle. En
cuanto los correos lo permitieron, me llegó
una segunda carta.
MI ESTIMADO RADFORD:
Su amable misiva ha quitado un peso de
mi mente. Soy muy perfeccionista en todos
los asuntos que llevo entre manos, exigente
hasta en la forma de realizar los detalles más
pequeños y temía tener dificultades en
encontrar a un hombre tan concienzudo en
una comunidad tan relajada como la de
Brexington. Recuerdo desde que era chico
que es usted una persona escrupulosa y voy a
disfrutar de la sensación de total alivio y
completa confianza en usted.
Me gustaría comprar la casa Shelby y sus
terrenos mediante su representación, pero
debo verlo todo por mí mismo en primer
lugar. Si es la mejor opción, lo compraré en
todo caso. Pero, por favor, esté preparado
para mostrarme todas las haciendas de
quinientos acres o más en un radio de diez
341
millas alrededor de Court House. Deseo
visitar todas las que estén ahora a la venta o
aquellas cuyos propietarios puedan ser
convencidos de que consideren la venta.
Deseo lo mejor que se pueda conseguir.
Además también quiero un terreno pequeño
de cincuenta acres o así, a unas dos millas o
más de la vivienda más grande que compre.
El dinero no es problema conmigo y el estado
en el que se encuentren los edificios no me
supondrá ningún problema.
Así pues, respecto a la casa de la ciudad:
podría derruirla totalmente y reconstruirla
desde el sótano hasta el tejado. Lo que quiero
en la ciudad es un lugar como mínimo de
medio acre y un máximo de dos acres en el
que se planten árboles hermosos y altos, con
los troncos ya bien desarrollados. Quiero
sombra, y mucha, pero ninguna rama debe
crecer o colgar a menos de dos metros y
medio del suelo. No deseo arbustos, pero si
hay algunos puedo pedir que se eliminen. No
puedo esperar a que crezcan árboles fuertes y
sólidos; deben estar ya plantados cuando lo
342
compre, para disfrutar de la sombra y la brisa
fresca y una vista sin obstáculos en todas
direcciones.
No estoy en el Menger como podría usted
suponer. Simplemente recibo todo mi correo
allí. Vivo en una tienda de campaña a media
milla o más de la ciudad. En Los Ángeles
tuve la suerte de encontrarme con un negro de
Brexington, Jeff Twibill. Este conocía a otro,
Cato Johnson, que estaba en San Francisco.
Tengo a ambos conmigo ahora, Jeff se ocupa
de los caballos y Cato de mis necesidades, y
me siento muy cómodo.
Y esto me lleva a tratar los asuntos que
quiero que usted solucione por mí. Compre o
arrende o alquile o tome prestado un campo
de unos cuatro acres, sin árboles ni arbustos,
y con la suficiente pendiente para desaguar la
lluvia. Asegúrese de que hay agua potable
cerca. Instale cuatro tiendas; una para mí y
una para los dos negros (y que sean lo
suficientemente grandes para tres o cuatro);
una para cocinar en ella y otra para mis
cuatro caballos, son bestias de lujo y viven
343
tan bien como yo. Levante las tiendas en
medio del campo para que pueda tener una
vista despejada en todas direcciones. El
campo debe estar limpio de arbustos o
árboles, debe ser al menos de cuatro acres e
incluso más grande; cuarenta acres no me
parecerían un tamaño excesivo. No quiero
casas demasiado cerca de mí.
Verá, actualmente siento aversión por las
casas, hoteles y alojamientos públicos de
cualquier clase. Tengo intención de cabalgar
por todo el continente acampando por el
camino. Cuando llegue a Brexington
levantaré una tienda hasta que tenga mi
propia casa preparada para vivir en ella.
Estoy decidido a no ser el invitado de nadie
ni el huésped de nadie, ni ningún pasajero de
compañía.
Regreso a casa, Radford, regreso a casa
para ser un coronel con el resto de mi gente.
No seré un simple coronel por cortesía; me he
ganado el derecho a ese título, me lo he
ganado dos veces, hace años en Egipto y más
tarde en Asia.
344
Gracias por las noticias sobre todos los
primos, no era consciente de que fueran tan
numerosos. Lamento la muerte de Mary
Mattingly; de todas las personas de
Brexington que aprecio, era a ella a quien
más quería.
Le mantendré informado sobre mi avance
por el continente. Y si surge alguna duda
sobre los detalles relacionados sobre el
equipamiento de la tienda puede
consultármelo por carta.
Agradecidamente suyo,
CASSIUS M. CASE
345
meticulosidad con relación a su propio
aislamiento habla muy bien de él, aunque lo
lleva a extremos que van más allá de lo
necesario. Debemos hacer todo lo que
podamos por él.
—Pobre diablo —dijo Beverly—… «que
viva si puede, y muera si debe». Y tanto que
morirá. Allí le llamaban «tuberculoso», y más
le hubiera valido quedarse allí.
El clérigo dijo:
—La estrella polar de los dulces y viejos
recuerdos le arrastra al hogar. «Mary
Mattingly», sí, todos recordamos que amaba
con locura a Mary Mattingly. Mientras
rebosaba juventud lograba olvidarse luchando
en tierras lejanas. Ahora debe estar cerca de
ella, aunque yace ya en su tumba. Incluso la
proximidad de esa tumba le sirve de consuelo
durante sus últimos días.
Estábamos preparados para hacer todo lo
que nuestra compasión pudiera sugerirnos. El
señor Hall y el doctor Boone debatieron
seriamente sobre prolongar la vida de Case y
permitir apoyo espiritual. Beverly me ayudó
346
con las finanzas y la acomodación de los
animales. A medida que su pausado avance
por el mapa lo iba acercando más, nuestro
interés fue en aumento.
El día que estaba prevista su llegada,
Beverly y yo salimos a caballo a su
encuentro.
II
El lenguaje no tiene palabras para describir
nuestro mudo asombro. Y nos sorprendimos
en más de un sentido. Principalmente, en
lugar del lacio inválido que esperábamos ver,
encontramos a un fornido gigante, y todos sus
rasgos, excepto uno, revelaban una salud de
hierro. Medía más de un metro noventa
centímetros, de gran osamenta recubierta de
un exceso de músculo, una musculatura de
Sansón que se marcaba claramente bajo su
ropa desaliñada y suelta y, aun así, se le veía
347
rollizo, y habría resultado lustroso incluso si
no fuera por la aspereza de su piel curtida.
Iba vestido de gris; un sombrero de ala
ancha de fieltro, casi un «sombrero» español;
una camisa de franela, una especie de
chaqueta y unos pantalones de pana metidos
en las botas. Eran tiempos anteriores al caqui.
Tenía la cabeza grande y redonda, pero no
apepinada, más bien armoniosa y bien
proporcionada. Su rostro también era redondo
y afable, pero en absoluto como es un rostro
redondo habitualmente, vacuo y como una
luna llena. El suyo era agradable, pero
iluminado con cierto rasgo de carácter y
determinación. Tenía un cuello grueso pero
se marcaban unos grandes tendones con
rotundidad. El pecho abultado y grande, y la
voz retumbaba al salir de él. Dominaba el
paisaje en cuanto entraba en escena.
Incluso aturdidos por la sorpresa, advertí
tres cosas que me sorprendieron y que, como
descubrí más tarde, también sorprendieron a
Beverly.
348
Una era su color de piel. Poseía ese tipo
de complexión que le lleva a uno a esperar
encontrar un rostro florido, un semblante
rubicundo o, al menos, unas mejillas
enrojecidas. Pero era totalmente pálido, con
un tono peculiar que no había visto nunca. Su
rostro mostraba abundancia de músculo
sólido, y sobre este una piel ajada por la
exposición a los elementos, curtida, incluso
endurecida por el viento y el sol. Sin
embargo, el color no concordaba con su
textura. Tenía el color propio de una piel
cerosa sobre una carne sebosa, una blancura
opaca y una palidez casi cadavérica.
La segunda cosa fue su mirada: tenía unos
ojos grises azulados penetrantes, brillantes y
duros, corteses y mucho más jóvenes que él
mismo. Pero no fueron tanto los bellos ojos
sino su manera de mirar lo que llamó nuestra
atención. Nos penetraban hasta el fondo y se
movían incesantemente aquí y allá, miraban a
derecha e izquierda manteniéndonos la mayor
parte del tiempo en su radio de visión, sin
duda, y no permitiendo jamás que sintiéramos
349
que nos había dejado de prestar atención, a
pesar de examinar incesantemente el mundo a
su alrededor. Uno podría decir que veían todo
lo que miraban, miraban todo lo visible.
La tercera cosa fue su cinturón, un viejo
cinturón reblandecido de piel de cerdo, con
dos espaciosas fundas de pistola, de las cuales
sobresalían las culatas de dos revólveres de
gran calibre.
Nos saludó con un ánimo de vieja
camaradería retomada. Detrás de él Jeff y
Cato sonreían desde sus cansadas monturas.
Él montaba su gran caballo sin el menor
rastro de fatiga y examinaba el paisaje desde
el montecillo del cruce donde lo
encontramos.
—Me parece recordar las marcas del
terreno aquí —dijo—, la carretera de la
izquierda por la que vinieron ustedes debería
llevarme a Brexington.
Beverly confirmó sus recuerdos.
—La que sigue recta —continuó él—
pasa junto a la gran destilería que usted me
describió.
350
—Correcto, otra vez —respondí.
—Por la carretera de la derecha —
continuó— pasaremos junto al viejo molino y
podríamos girar allí por un desvío hacia mi
campamento sin entrar en la ciudad.
—Podría —dijo Beverly—. Pero se da
mucho rodeo.
—No demasiado para mí —anunció con
entusiasmo—. Ni ciudades ni destilerías,
prefiero dar el rodeo. ¿Cabalgarán conmigo,
caballeros?
Cabalgamos con él.
De camino le dije que le esperaba a cenar
esa noche.
—A pesar de todo lo que le he escrito,
Radford —dijo—, no parece haber captado la
idea. Yo me cobijo solo de momento y como
solo. Si insiste, se lo explicaré mañana.
Beverly y yo lo dejamos para que cenara
en su campamento.
El doctor Boone y el señor Hall se
quedaron desconcertados en sumo grado al
descubrir que su imaginario inválido no tenía
ninguna existencia y que el verdadero coronel
351
Case no necesitaba ni asistencia médica ni
consuelo espiritual. Los cuatro nos sentamos
durante un buen rato expresando nuestro
desconcierto.
A la mañana siguiente partí al
campamento de Case. Lo encontré sentado en
su tienda, con las lonas de las paredes de la
tienda enrolladas y atadas. Estaba tan pálido
como el día anterior. Cuando me acerqué vi
que me examinaba con una mirada
inquisitiva, una mirada que me resultó difícil
analizar.
Llevaba el cinturón con las pistoleras y
las culatas de los revólveres sobresaliendo de
estas. Me quedé perplejo ante esta visión.
Cuando lo vi el día anterior, el cinturón
simplemente me pareció un detalle de mal
gusto. Puede que lo hubiera considerado
práctico por la larga cabalgada y que fuera
imperativamente necesario en algunos
distritos, pero parecía una pose o un gesto
estúpido llevarlo tan al este. Y no es que se
desconocieran las armas en nuestra parte del
mundo, pero se portaban secretamente en un
352
bolsillo de la cadera o en la parte interior del
pecho del abrigo, no expuestas a las miradas
de toda la población en unas pistoleras bajas
de piel de cerdo.
Case me saludó alegremente.
—Me desperté demasiado pronto —
afirmó—. He tomado el desayuno y he hecho
el doble de prácticas de tiro. Por lo visto,
espera que me vaya con usted en esa calesa,
¿no?
Le dije que así era.
—Entre y siéntese un momento —dijo
con un tono un tanto cohibido—. Esta
sugerencia de que vayamos juntos está
relacionada con su amable invitación de ayer
noche. Me veo en la obligación de darle
algún tipo de explicación.
Me ofreció un puro y, aunque raras veces
fumaba por la mañana, lo acepté, porque me
pareció que fumar rellenaría los silencios que
ya anticipaba.
De hecho, él permaneció un rato dando
caladas.
353
—¿Ha estado alguna vez entre familias
con enemistades heredadas en las montañas?
—preguntó.
—Más de una vez —le dije.
Entonces, probablemente —continuó él—
sepa usted más sobre sus costumbres que yo.
Pero yo también traté con ellos antes de
abandonar América. ¿Advirtió cómo un
hombre en cualquiera de los bandos de un
feudo, la piedra angular de su facción por
llamarlo de alguna manera, manifiesta el
mayor de los cuidados en evitar que otros se
expongan al más mínimo de los peligros que
lo amenazan a él constantemente, y cómo
estos hombres, bajo las negras sombras de la
muerte, de buen grado previenen que los
forasteros se extravíen en la penumbra del
eclipse que les amenaza?
—Lo he advertido —respondí.
—¿Y ha advertido, por otro lado —
continuó—, que jamás muestran
preocupación por sus conocidos que
comprenden la situación, pero los halaga al
asumir que tienen la suficiente sensatez para
354
saber lo que hacen y cómo cuidar de sí
mismos?
—También he advertido eso —afirmé.
Fumó en silencio durante un rato.
—Mi padre —continuó finalmente—
solía decir que siempre hay dos partes en una
pelea, la parte correcta y la equivocada, pero
que ambas partes de una vieja disputa
familiar son equivocadas. Yo soy parte de
una de esas disputas. Allá donde vaya, hay un
foco de esa disputa. El otro foco es local, y yo
me he alejado todo lo posible de él. Pero no
estoy seguro aquí, no estaría seguro en
ninguna parte del mundo; dudo que estuviera
seguro en la luna, o Marte, o en un planeta de
algún otro sol, o en el satélite más escondido
de la estrella más remota. Me repugna la idea
del odio de un poder de tan largo alcance —
se quitó el ancho sombrero de fieltro y
levantó la mirada a la lona del techo de la
tienda—… de tan largo alcance como el
desagrado de Dios.
—Y tan implacable —dije casi en un
susurro.
355
—Como la maldad de Satán… —el
hombre parecía en sus cabales, sano y
tranquilo—. No estaré seguro en ningún lugar
—repitió con su voz natural— mientras mi
principal adversario siga con vida. Mis
enemigos son muchos y lo suficientemente
malignos, pero su poder es insignificante y su
maldad indirecta. Sin fomentar su hostilidad
se evaporarían. Si pudiera saber que mi
principal enemigo ya no existe me liberaría
de toda sensación de alarma. Pero mientras
viva ese archienemigo, estoy en peligro de ser
atacado en cualquier momento, ataques tan
sutiles que no soy capaz de hacerle
comprender su posible naturaleza, tan crudos
que no podría hacerle comprender el peligro
que corre usted en este mismo instante.
Le miré, impasible.
—No le diré nada más —dijo—. Haga lo
que desee. Si considera mis advertencias
simple humo, al menos yo le he advertido. Si
desea compartir mis contingencias, teniendo
en cuenta que lo que me rodea está siempre
lleno de peligro, lo hace usted por su propia
356
cuenta y riesgo. Si considera aconsejable no
tener nada más que ver conmigo, dígalo
ahora.
—No veo ninguna razón —le dije sin
mayor preámbulo—; ¿por qué sus
afirmaciones deberían afectar mi tratamiento
hacia usted?
—Supuse que diría eso —dijo—. Pero mi
conciencia está limpia.
—¿Nos ponemos con ello? —pregunté.
—Hay una cuestión más —contestó—.
¿Ha estado alguna vez en un campamento
minero o en otras condiciones fronterizas?
—Varias veces —respondí—, y durante
bastante tiempo.
—¿Ha advertido que cuando dos hombres
que se han estado amenazando mutuamente
con dispararse en la primera ocasión, a
esperas del reto final, jamás ponen en riesgo a
mujeres o niños evitando estar en las
cercanías de estos o que se acerquen a ellos,
si es que pueden prevenirlo?
—Tales miramientos —le dije secamente
— se pueden observar más cerca de casa que
357
en los campamentos mineros o poblaciones
de frontera.
—Eso he oído —respondió él fríamente
—. Cuando marché de América el encuentro
personal todavía no había sustituido al duelo
formal de estas regiones.
Dio unas cuantas caladas.
—Sin embargo —continuó—, da igual de
qué parte del mundo saque uno el ejemplo; es
igualmente pertinente. El peligro de estar
cerca de mí es cien veces, mil veces mayor
que el de correr el riesgo de parar una bala
perdida. No puedo soportar la idea de
exponer a seres inocentes a tales peligros.
—¿Y qué me dice de Jeff y Cato? —
pregunté.
—Un negro —declaró el coronel Case (y
parecía todo un coronel mientras hablaba)—
es como un perro o un caballo, comparte los
peligros de su amo de forma natural. Hablo
de mujeres y niños y hombres no
sospechosos. Estoy decidido a no sentarme a
la mesa de ningún hombre, a no entrar en la
casa de ningún hombre, con o sin invitación.
358
Daré la bienvenida a rodos los que se
aproximen a mí con pleno conocimiento.
Cuando traiga a alguien con usted, asumiré
que ha sido advertido previamente. Pero no
me inmiscuiré en la vida de nadie.
—¿Y cómo va a inspeccionar entonces las
propiedades que esperaba enseñarle? —
pregunté.
—Los negocios —dijo el coronel Case—
son otro asunto. Cuando la gente propone un
negocio asume todos los riesgos. ¿Teme
asumir el riesgo de llevarme en esa calesa
suya?
—En absoluto —objeté—. ¿Desea
exponer a las gentes de Brexington a estos
peligros sobre los que diserta tan
elocuentemente y que yo no llego a
comprender?
El coronel Case me lanzó una mirada fría.
Todo en él delataba al guerrero,
acostumbrado a dominar su entorno, a
ordenar y ser obedecido, impaciente ante
cualquier oposición y pronto a estallar si se le
contradecía en la menor insignificancia.
359
—Radford —dijo, pausadamente y con
tono grave—, estoy dispuesto a hacer todo lo
necesario para no dañar a nadie, no deseo
parecer ridículo intentando imposibles.
—Comprendo —concluí—. Vámonos.
III
Mientras avanzábamos por la ciudad dijo:
—Esto es como regresar a la tierra desde
otro planeta. También es como un sueño.
Algunas calles están exactamente iguales,
pero los rostros son desconocidos. Me da la
sensación de estar a punto de ver a los
fantasmas de hace treinta años.
Hice un vago comentario y mientras
trotábamos hablamos de los propietarios que
no habían cambiado y de los nuevos.
Entonces noté que hacía un movimiento
repentino a mi lado y me volví para mirarlo.
No podía palidecer más de lo que ya estaba,
pero advertí un cambio en su rostro.
360
—Sí veo fantasmas —dijo lentamente y
con voz suave.
Seguí su mirada clavada más allá de mí.
Nos acercábamos a la hacienda de los Kenton
y ya estábamos casi frente a ella. Tenía un
pórtico clásico pasado de moda con cuatro
grandes columnas blancas. En la parte
superior de los escalones, entre las dos
columnas de en medio, esperaba Mary
Kenton, toda vestida de rosa con una rosa en
su cabello negro. Nos miraba fijamente,
aunque no a mí. Case la miraba también
fijamente.
—Mary Kenton es idéntica a su madre —
le dije.
—Su viva imagen —susurró él con los
ojos posados en ella.
Ella continuó mirándonos. Por supuesto,
ella sabía a quién llevaba yo en la calesa. Mis
caballos trotaban lentamente y, cuando
estuvimos frente a ella, nos saludó con la
mano.
—Bienvenido a casa, primo Cassius —
gritó alegremente.
361
El coronel Case se subió el sombrero
mirándola e inclinó la cabeza, pero no dijo
nada.
La mansión de los Shelby no convenció al
coronel Case. Lo que quería, dijo, era una
casa en los límites de la ciudad. Cuando se
decidió por una, la compró sin mayor
dilación. Hizo que derribaran los edificios
exteriores, que arrancaran la maleza y que
podaran los árboles para que no colgara
ninguna rama a menos de tres metros del
suelo; por arriba, las copas no se tocaron,
dejándolas altas y crecidas como estaban, casi
entrelazándose unas con otras. En cuanto a la
casa, la reconstruyó prácticamente en su
totalidad. La terraza que la rodeaba fue
derribada y la reemplazó por una más amplia,
pero solo en la fachada, con vistas a la
entrada, la única entrada que dejó. Porque
cerró todas las entradas traseras a las cocinas
y a la verja lateral que daba al establo y abrió
en su lugar un camino de acceso en curva
alrededor de la casa desde esa única entrada
delantera.
362
A excepción de esta verja con pilares de
piedra para el paso de carruajes con la
pequeña entrada hacia la parte trasera, todo el
lugar estaba rodeado por un cercado como
nunca se había visto en Brexington. Los
postes eran vigas en forma de T de acero
prensado, dos metros y medio de alto por
encima de la superficie, hundidos un metro y
ochenta centímetros en la tierra y asentados
en hormigón prensado. A estos postes se
había atornillada una maya de alambre de un
metro y medio de altura, con un entramado de
quince centímetros en la parte de arriba que
disminuía a cinco centímetros en la parte de
abajo, enterrada una mano entera bajo la
superficie y allí fijada con abrazaderas
fuertemente sujetas a trozos de tuberías de
gas que se extendían de poste a poste y se
encajaban en estos. Dentro del enrejado con
la malla, y tan alto como esta alcanzaba,
rebosando hasta la parte superior de los
postes, había entrelazados veinte hilos de
alambre de espinos con los cables superiores
a quince centímetros de distancia y los más
363
bajos a una distancia menor. Detrás del
vallado había plantado un seto. Como las
plantas que lo componían eran grandes y
vigorosas cuando las llevaron desde los
viveros, este pronto se hizo espeso y fuerte.
Lo mantenían podado hasta un metro de
altura. Prohibió los lechos de flores, y desde
la casa al camino y del camino al seto pronto
tuvo plantado un terreno de césped bien
conservado.
Detrás de la casa hizo construir dos
edificios exteriores; en una esquina del
terreno una pequeña cochera y establo, con
capacidad para cobijar dos vehículos y tres
caballos; en la otra esquina un edificio de
aproximadamente el mismo tamaño que el
establo, que hacía las veces de leñera y de
gallinero.
Un día, cuando pasé por allí, un grupo de
negros estaba observando a los carpinteros
que trabajaban en estas dependencias y
admirando la maravilla de cerca construida en
nueve días. Se reían y les oí decir:
364
—Seguro que el amo Case no va a perder
ni una gallina de su gallinero. Deben de ser
unas gallinas muy finas las que va a criar. Sin
duda debe de tenerles mucho aprecio a esas
gallinas. Sin duda se ha gastao una
considerable cantidad de dinero en esa cerca.
El acabado del interior de la casa era
sobrio y con poco mobiliario. El mismo día
que estuvo lista para ser habitada, se mudó a
ella y cesó su vida en el campamento.
Además de Cato, un viejo negro llamado
Samson se ocupaba de la cocina y otro
llamado Pompey era su mayordomo. Estos
tres formaban su hogar. Jeff se alojaba en una
habitación situada sobre la cochera.
Antes de que su residencia estuviera
preparada, y mientras seguía acampado,
compró la Mansión de los Shelby.
—No hay nada como complacer a los
primos de uno —decía.
También compró dos granjas vecinas,
formando así una propiedad de más de mil
acres. Entonces procedió a equiparlas para
una caballeriza de sementales y contrató a un
365
administrador competente, acondicionó la
casa para él y las dos casas más pequeñas
para sus ayudantes, el capataz y el granjero;
derribó los viejos edificios, levantó graneros
y establos con toda clase de lujos. Compró
muchas yeguas pura sangre y creó un negocio
a gran escala.
A unas dos millas de la ciudad por la
carretera que pasaba junto a su casa, casi a
medio camino de la Mansión Shelby, compró
una pequeña granja sin valor de unos
cuarenta acres. Hizo que la vallaran y que
pusieran césped, a excepción de un pequeño
grupo de plantas junto a la casa, que
rehabilitó y donde alojó a una pareja de
negros ancianos como caseros. El anciano
había pertenecido con anterioridad al padre
del coronel y se llamaba Erastus Everett. Los
otros edificios fueron demolidos, excepto un
pajar de gran tamaño que se alzaba en una
loma cerca del centro del terreno más grande.
Hizo que lo techaran y lo rehabilitaran y que
lo pintaran de gris guijarro, musgo verde en
el techo y gris plomizo en los laterales. Allí
366
almacenó unas cuarenta pilas de gruesos
troncos de madera de pino. Cerca de la casa
se construyó un establo pequeño que cobijaba
a dos mulas que Case regaló al tío Rastus.
Además del establo construyó una serie
de cobertizos bajos que se abrían a corrales
cercados con alambrada. Pronto los recintos
se llenaron de perros, no perros con pedigrí,
sino simples chuchos. No había ni un solo
perro pequeño entre ellos y todos eran
grandes o medianos. El tío Rastus se movía
por el campo con su enorme carro cubierto
tras sus dos mulas. Siempre que encontraba
un perro sin valor alguno pero de cierto
tamaño lo compraba, si lo podía conseguir
barato, y lo metía con el resto. Antes de que
hubiera pasado un año, el tío Rastus tenía
más de cien chuchos inservibles que
alimentar y cuidar.
El coronel Case no era un hombre al que
cualquiera, no digamos ya un extraño,
pudiera formular directamente una pregunta
no solicitada. El tío Rastus era más cercano.
367
Pero los curiosos sacaban poca información
de él.
—El amo Cash no me ha dicho si va a
quedarse con todos los chuchos de este año.
No me ha dicho ná. Solo me dijo que los
comprara, me dijo que los alimentara. Y yo
los compré y los alimento.
Después de mudarse, Case llevaba una
vida extremadamente regular. Se levantaba
temprano, desayunaba ligero y, fuera cual
fuera el tiempo, partía hacia la Mansión de
los Shelby. Nunca iba allí por la tarde. En esa
hacienda tenía un campo de tiro para pistola y
otro para rifle. Pasaba casi una hora todas las
mañanas practicando tiro con pistola y rifle.
Nunca usaba escopeta, pero disparaba a
dianas, dianas móviles y tiro al plato tanto
con el rifle de repetición como con el
revólver. Siempre se llevaba sus dos rifles de
repetición con él y regresaba siempre con
ellos. En varias ocasiones, cuando lo
acompañaba, le veía disparar.
La primera vez me quedé bastante
sorprendido. Vació el tambor de un revólver,
368
disparó unas cincuenta veces, lo limpió,
volvió a cargar los seis cartuchos que había
en él y lo guardó en su funda. Entonces hizo
lo mismo con el otro. Luego, de igual
manera, vació los cargadores de uno de los
rifles, disparó cincuenta veces, lo limpió y lo
cargó con los cartuchos originales. Y así hizo
con el segundo rifle.
Le pregunté por qué hacía eso.
—Los cartuchos que utilizo —dijo—
están cargados de munición de plata. No
puedo permitirme malgastar dos o tres libras
de plata todos los días. El plomo me mantiene
entrenado tan bien como la plata y las balas
de plata siempre están disponibles para una
emergencia.
Y contra tal emergencia imaginaria,
concluí que llevaba su cinturón y mantenía
los dos rifles siempre a mano.
Después de las prácticas de tiro hablaba
con su administrador, echaba un vistazo al
lugar, discutía sobre el ganado u observaba a
sus jinetes ejercitando en las monturas
durante una hora o dos. Una vez a la semana
369
más o menos, de regreso a la ciudad, paraba
para examinar los gastos de tío Rastus e
investigar sus actividades. Su comida era casi
tan frugal como el desayuno. Después de la
comida dormía una hora o más. Después salía
a dar una larga cabalgada, pocas veces hacia
la Mansión Shelby. Siempre, tanto al ir como
al regresar, pasaba de largo junto a la
mansión del Juez Kenton. Al principio la hora
en la que iniciaba su paseo a caballo variaba.
Pasados unos días, tenía ya cronometrada la
salida para pasar junto a la casa de los Kenton
cuando Mary solía estar asomada a la
ventana, y su regreso cuando solía estar en el
pórtico. Un tiempo después, ella se aseguraba
de estar asomada a la ventana cuando él
pasaba, y en el pórtico cuando volvía a pasar,
y su partida y regreso tenían lugar con la
regularidad de un reloj. Cuando ella estaba
asomada a la ventana, nunca daban al otro
ninguna señal de reconocimiento mutuo, pero
cuando estaba en el pórtico ella le saludaba
con la mano y él la saludaba inclinando su
sombrero.
370
Al anochecer durante el verano, y después
de encender las luces en invierno, tomaba una
copiosa cena. No parecía importarle lo mucho
o poco que tardara en ir a dormir, si iba a
dormir. Era capaz de estar despierto toda la
noche jugando a las cartas si el juego
resultaba especialmente interesante. Sin
embargo, nunca se acostumbró a trasnochar.
Era un jugador empedernido, pero el juego en
su casa por lo general finalizaba antes de la
medianoche y con frecuencia mucho más
pronto. Podía beber durante toda la noche,
con abundancia y con frecuencia, y no
parecía afectarle. Sin embargo, pocas veces lo
hacía. Por lo general, bebía más libremente
tras la cena, pero jamás se notaron los efectos
del alcohol en él. Sus licores eran los mejores
y siempre en abundancia. Sus puros eran tan
buenos como sus licores y repartidos con la
misma profusión. Sus vinos para la cena eran
insuperables y numerosos. Las propias cenas
no tenían rival. El tío Samson era aficionado
a comprar en el mercado y un cocinero
superlativo. Pompey era el mayordomo ideal.
371
Siempre estaban listos para servir sin demora
la comida a su amo, ya estuviera solo o
acompañado de una docena más de
comensales, sin ninguna señal de esfuerzo o
disgusto. Como Case daba la bienvenida a su
mesa a la hora de la cena y a sus mesas de
juegos a cualquiera que tuviera a bien pasarse
por allí, nunca le faltaban invitados. Todos
los solteros de Brexington acudían a él en
bandadas con toda naturalidad. Los cabezas
de familia estaban desconcertados. Uno tras
otro le invitaron a sus casas. Sus negativas
eran corteses pero firmes: si precisaban
explicaciones me los enviaba a mí. La
mayoría de ellos aceptaban mis versiones
suavizadas de sus afirmaciones y aceptaban
su hospitalidad no correspondida. Uno o dos
pusieron reparos y se ensañaron asediándole.
En concreto, el juez Kenton no aceptaba una
negativa. Cuando finalmente lograron
convencerle de que el coronel Case no
respondía a ninguna invitación, declaró su
determinación de no volver a cruzar el
umbral de Case hasta que le pagara
372
adecuadamente sus varias visitas allí con una
visita del coronel a su casa. La relación entre
él y Case cesó desde ese momento. Sin
embargo, el juez Kenton se quedó solo en su
puntillosa actitud. Todos los demás
frecuentaban el hogar y la mesa de Case. De
hecho, su casa se convirtió en una especie de
club informal para todos los hombres más
agradables de la ciudad y el vecindario. No
eran solo las comodidades o atractivos
materiales lo que los atraía allí, sino el
verdadero encanto del anfitrión. Incluso
cuando aún estaba viviendo en tienda de
campaña, antes de que la casa estuviera lista
para ser ocupada, había trabado amistad, a
diferentes niveles, con todos los hombres de
Brexington y alrededores, ya fueran blancos o
negros. Todo el mundo lo conocía, le gustaba
a todo el mundo y a todo el mundo intrigaba.
IV
373
De hecho, Case era el hombre del que más se
hablaba en nuestra parte del mundo. Algunos
le llamaban lunático, insistiendo
especialmente en su rancho de perros, como
él lo llamaba, y su eterno cinturón de piel de
cerdo con los revólveres enfundados, sin el
cual nadie le vio a ninguna hora del día. Era
difícil incluso para sus partidarios más
entusiastas dar con alguna razón plausible de
por qué mantenía una granja para la cría de
unos doscientos perros sin valor. Que no
tuvieran valor era la característica principal
que el tío Rastus buscaba para comprarlos.
Con frecuencia rechazaba perros ofrecidos
por muy poco o casi nada.
—No señor —decía—. Ese perro no es lo
bastante común. El amo Cash me ha
ordenado que no compre ningún perro que no
sea muy común. No deben tener valor. Y no
voy a comprar ninguno que no sea como los
chuchos que tenemos en la propiedad.
Un poco menos fácil resultaba defender
que fuera armado con dos revólveres incluso
en traje de cena, porque se ponía un traje de
374
noche para cenar; con la meticulosidad de un
inglés en plena selva, se lo ponía solo cuando
tenía alguna cena y, sin embargo, lo llevaba
de una forma tan natural y con tal
desenvoltura que tan solo el cinturón
incongruente avergonzaba a los invitados que
él recibía con cualquier clase de ropa que
llevaran. Sus admiradores señalaban esta
conducta como una especie de excentricidad,
como algo de lo que solo un hombre
excelente y totalmente cuerdo podría ser
capaz. Aducían su perspicaz sentido de los
negocios, su excelente juicio sobre las
cuestiones relacionadas con las propiedades,
su conocimiento de los caballos, su capacidad
como jinete, su frialdad, habilidad y
excepcional buen temperamento para las
cartas, como una acumulación de pruebas de
su total cordura. Admitían que era peculiar en
uno o dos aspectos, pero los minimizaban
describiéndolos como insignificantes
excentricidades. Disertaban largo y tendido
sobre su encanto personal y sobre este punto
todos estaban de acuerdo. Atraer visitantes
375
con sus buenas cenas, buenos licores, buenos
puros e interminables juegos de cartas era
sencillo, pero mantener a los visitantes
relajados y entretenidos durante horas
simplemente conversando mientras él se
sentaba en su terraza, era toda una hazaña, y
una hazaña cien veces mayor cuando el
anfitrión imponía a sus visitantes la visión
constante de las culatas de sus revólveres y
mantenía unos rifles de repetición de pie
apoyados contra las jambas de la puerta
principal. Esta tensión de estar perpetuamente
preparado para un ataque inminente podría
haber ahuyentando a todos y haber convertido
a Case en un ermitaño. Pero no fue así en
absoluto. En un principio se conformaban,
luego lo aceptaban tácitamente y al final lo
olvidaban por completo. Y junto a esto
también olvidaban su extraña piel. Yo mismo
me había sorprendido por ello y, tras rebuscar
en mi mente, me di cuenta de a qué me
recordaba y descubrí que en esto coincidía
con la impresión de otros. Era como la
palidez que uno ve durante una fracción de
376
segundo en el rostro de un hombre fuerte y
sano cuando, repentinamente alarmado,
perplejo o aterrorizado, su sangre fluye
momentáneamente hacia el corazón. Bajo
tales casos de presión por una inesperada
agitación, un semblante normal podría
mostrar ese tono durante una fracción de
segundo, pero en el rostro de Case era
constante, como la pintura de guerra de un
soldado con armadura, de color gris apagado
y monótono. Sin embargo, no producía
ningún efecto de pesadumbre en sus
asociados. No solo no aguaba la fiesta sino
que ayudaba a difundir una atmósfera de
alegría y compañerismo.
Y lo lograba no solo a pesar de sus armas
siempre visibles y su extraña y sombría tez,
sino también a pesar del extraño y abrumador
hábito de sus ojos. Vi algo similar en una
ocasión, y de nuevo en un hombre de frontera
que sabía que su única oportunidad de
sobrevivir a su enemigo era disparar primero,
un hombre que esperaba el momento crucial
en cualquier instante. Había observado en
377
más de una ciudad los ojos de un individuo
que examinaba de esa manera a todos los
hombres que se le acercaban, una mirada
fugaz interrogativa, de profunda
incertidumbre, que se desvanecía
rápidamente en un alivio temporal. Esa era la
mirada con la que Case me recibía siempre.
Había en ella vacilación, duda y un elemento
medio consciente de alarma. Era como si se
dijera a sí mismo: «¿Es ese Radford? Parece
él. Es Radford, en efecto. ¿Pero es realmente
Radford después de todo?» Yo terminé
acostumbrándome a este veloz escrutinio
cada vez que me echaba la vista encima. Sus
otras amistades terminaron acostumbrándose.
Pero era tema de interminables charlas entre
nosotros. Sus ojos tenían un efecto
inexplicable. Y no era un asunto menor en
todo este misterio que dispensara esta mirada
no solo a los hombres, sino también a
mujeres, niños, animales, pájaros e incluso
insectos. Observaba un petirrojo o una
mariposa con el mismo interés fugaz y
transitorio que dedicaba a un caballo o a un
378
hombre. Y sus ojos parecían informarle en
todo momento de cualquier objeto móvil
situado delante, detrás y encima de él. Nada
vivo que entrara en su horizonte parecía
escapar a su atención.
Beverly comentó:
—Case teme algo, siempre busca algo.
¿Pero qué demonios es eso que busca? Actúa
como si no supiera qué le espera y sospechara
de todo.
El doctor Boone dijo:
—Case se comporta en cierta manera
como si sufriera un delirio persecutorio. Pero
la mayoría de los síntomas están claramente
ausentes. Estoy tan perplejo como el resto de
ustedes.
El efecto de esta estremecedora
característica de la visión de Case en los
extraños no era en absoluto placentero. Sin
embargo, hasta los simples conocidos pronto
se acostumbraron y sus amistades íntimas
dejaron de advertirlo. Su encanto personal lo
hacía parecer una nimiedad. Noche tras noche
su salón de juego era una escena de jolgorio y
379
alegría. Su mesa reunía a los camaradas más
deseados en el territorio. Velada tras velada
sus amigos se sentaban en los cómodos
sillones de mimbre en la ancha terraza, unas
mesitas turcas con decantadores y puros en
ellas y el coronel Case el centro y la vida del
grupo.
Hablaba con fluidez y hablaba bien. No
resultaba fácil hacer que empezara a hablar
de los países que había visitado, pero una vez
había comenzado, sus historias de Egipto y
Abisinia, de Persia y Birmania, de Siam y
China, siempre resultaban entretenidas. Muy
pocas veces, casi nunca, hablaba de sus
propias experiencias. Generalmente decía que
había escuchado de otros los cuentos que
repetía, incluso cuando contaba cosas que nos
hacían sospechar que nos narraba eventos en
los que él había tomado parte.
Era imposible hacer que concretara una
fecha, casi tan difícil como sonsacarle el
nombre concreto de una localidad. Aportaba
hasta los más mínimos detalles de incidentes
y costumbres, pero tan solo refería
380
generalidades en cuanto al lugar y al tiempo.
Era especialmente bueno en supersticiones y
creencias locales.
Contaba innumerables cuentos, todos
buenos, de cocodrilos y mangostas en Egipto,
gacelas y demonios necrófagos en Persia,
elefantes y tigres en Birmania, ciervos y
monos en Siam, tejones y zorros en China y
brujos y hechiceros en todas partes. Hablaba
de estos dos últimos con total naturalidad,
como de todos los demás.
Narraba las leyendas de las contiendas
entre varios sabios y santos chinos, con
magos y brujos; de la maldad y ardides de
estos malignos practicantes de las artes
oscuras; de la especie de supersentido
desarrollado por los expertos, sus enemigos,
que les permitía detectar la proximidad o
presencia de un brujo sea cual sea el disfraz
que adopte, aunque posea el poder de hacerse
invisible.
Varias anécdotas de las leyendas giraban
sobre este asunto de la invisibilidad del
381
malvado enemigo y la clarividencia de su
víctima.
Una era sobre un santón que se dice que
vivió en Singan Fu durante el tiempo de las
Cruzadas. Al saber que pesaba sobre él la
amenaza de la venganza de un brujo, se hizo
con una espada toda ella de plata, ya que se
pensaba que la carne de un brujo estaba a
prueba de cualquier otro metal menos noble.
Asimismo, dejó a mano una cierta cantidad
de cenizas de un árbol sagrado.
Mientras estaba sentado en su estudio,
sintió una presencia hostil. Tomó la espada de
plata, se puso de pie en posición defensiva y
gritó la señal previamente acordada. Al oírla
sus sirvientes cerraron con llave las puertas
de la casa y entraron a toda prisa con cajas de
cenizas sagradas. Tras esparcirlas por el
suelo, pudieron ver sobre las cenizas frescas
las pisadas del brujo. Uno de los sirvientes,
siguiendo las instrucciones de su señor, había
llevado un ave viva. Le rebanó el pescuezo y
sacudió el cuello abierto hacia el espacio
sobre aquellas huellas. Según una creencia
382
china, la sangre de las aves posee la cualidad
mágica de romper cualquier encantamiento
de invisibilidad. De hecho, las partes del
mago salpicadas por las gotas de sangre
permanecieron visibles y allí apareció un ojo
ensangrentado y una mejilla. El sabio
atravesó al enemigo así revelado con la
espada de plata, tras lo cual su cuerpo fue
rápidamente incinerado y convertido en
cenizas. Este era el final invariable de todas
las historias similares.
Case se recreaba en historias como esta,
pero más allá de su predilección por lo
extraño y lo oculto, incluso por cuentos
infantiles de tierras lejanas, su conversación
en general no mostraba ningún rasgo peculiar
o de excentricidad. Tan solo una o dos veces
nos sobresaltó. Unos visitantes a la ciudad se
encontraban entre los invitados en la terraza y
comenzaron a debatir sobre las dispares
cualidades de los norteños y los sureños.
Inevitablemente, la discusión degeneró en un
enconado y mezquino recuento de todos los
puntos débiles de cada parte y un refrito de
383
todos los manidos comentarios desdeñosos
sobre ambos. El locuaz hombre de Alabama
que lideraba una de las facciones del
altercado disertaba sobre la inevitable y
heredada vileza de los descendientes de los
hombres que quemaron a las brujas de Salem.
Case había estado escuchando en silencio.
Entonces intervino con una franqueza
enfática y mordaz poco usual en él.
—Las brujas —afirmó— deberían ser
quemadas siempre y en todas partes.
Nos quedamos unos segundos
sorprendidos y mudos.
El hombre de Alabama fue el primero en
hablar.
—¿Usted cree en brujas, señor? —
preguntó.
—Así es —afirmó Case.
—¿Alguna vez le han embrujado? —
preguntó el hombre de Alabama. Era bastante
joven y dogmáticamente asertivo.
—¿Cree usted en el cólera asiático? —
preguntó Case a su vez.
384
—Sin duda, señor —aseguró el hombre
de Alabama.
—¿Lo ha padecido alguna vez? —
preguntó Case inquisitivamente.
—No —admitió el hombre de Alabama
—. No, señor, nunca.
—¿Ha padecido alguna vez la fiebre
amarilla? —preguntó Case.
—Nunca, señor, gracias a Dios —replicó
el hombre de Alabama con vehemencia.
—Sin embargo, me atrevería a decir —
golpeó entonces Case— que usted estaría
entre los primeros en unirse a una cuarentena
a punta de escopeta si se declarara un brote a
unas cien millas de usted. Nunca lo ha
padecido, pero cree en ello con cada poro de
su cuerpo.
»Pues lo mismo pasa conmigo. Nunca me
han embrujado, pero creo en la brujería.
Creer en la brujería es como tener fe en
cualquiera de la docena de religiones de
moda, no es algo que se discuta o de lo que se
pidan pruebas, sino un hábito mental. Ese es
385
mi hábito mental. No lo discuto, pero no dudo
en reafirmarlo.
»La brujería es como la lepra, ambas se
expanden por las naciones indiferentes a
estas, ambas desaparecen con un rigor
inquebrantable. El terror que provocaban
entre nuestros antepasados las prohibió en
Europa y evitó que se establecieran en este
país. Ambas existen y florecen en otros
rincones del mundo, junto a otras cosas ni tan
siquiera imaginadas por algunas filosofías
complacientes. La lepra solo puede ser
reprimida mediante el aislamiento, lo único
que elimina la brujería es el fuego, el fuego,
señor.
Con eso concluyó la discusión. Nadie dijo
nada más sobre el tema. Pero inició una ronda
de debates sobre el estado mental de Case que
duró días, en todas partes a excepción de la
casa de Case, y que sacó a relucir todo lo que
podía decirse sobre su personalidad distante,
perros recogidos, revólveres expuestos y
cinturones de piel de cerdo.
386
V
387
mis horas allí con gran entusiasmo. Cuando
cenaba allí normalmente ocupaba el pie de la
larga mesa, frente a Case, situado en la
cabecera. La puerta que daba al vestíbulo
estaba justo a mi derecha.
Una noche a principios de diciembre
estaba sentado al pie de la mesa. El tiempo
había refrescado durante varios días, el cielo
se había despejado y todo estaba seco. Esa
noche el tiempo era especialmente apacible.
Nos habíamos sentado bastante pronto y
todavía no eran las siete en punto cuando
Pompey comenzó a ofrecer los puros. Nadie
lo había encendido todavía. Alguien preguntó
a Case algo y la mesa seguía atenta a su
respuesta. Yo, como el resto, lo miraba.
Luego todo pasó en una décima, no, en una
centésima del tiempo necesario para contarlo;
tan rápidamente que, a excepción de Case,
nadie tuvo tiempo de mover ni un solo
músculo.
Los ojos de Case estaban puestos en la
persona que le había preguntado. No vi que la
puerta se abriera, pero observé que su mirada
388
se movía hacia la puerta y vi su mirada
habitual de sorprendida incertidumbre. Pero
en lugar de la fugaz duda de sus ojos
ablandándose hasta el alivio y la indiferencia,
se endureció inmediatamente en firme
resolución. Vi que se llevaba la mano a la
pistolera, vi que sacaba el revolver de un
tirón, vi que apuntaba, vi que su rostro
cambiaba y escuché su explosiva
exclamación:
—¡Dios Santo, pero si es…!
Vi que levantaba el cañón en alto cuando
el estallido destrozó nuestros tímpanos, y a
través del humo pude ver que echaba hacia
atrás la silla y se levantaba de un salto.
El resto de nosotros estábamos demasiado
aturdidos para intentar ponernos de pie.
Como yo, todos miraron hacia la puerta. Allí
estaba Mary Kenton, vestida toda de rosa;
una capa de ópera de seda rosa medio echada
sobre sus hombros blancos, un sencillo collar
de pálido coral alrededor de su fino cuello y
un pompón rosa en su cabello brillante.
Estaba allí de pie tan calmada como si no
389
hubiera pasado nada, con los brazos
escondidos bajo la capa y la mano derecha
sujetándola cerrada por delante. Los anillos
brillaron en sus dedos al tiempo que el broche
titiló en su bajo escote.
—Primo Cassius —dijo ella—, tienes una
forma muy dramática de recibir a las visitas
inesperadas.
—Por Dios Santo, Mary —dijo él—. Eres
tú realmente. Vi que eras realmente tú justo a
tiempo.
—Por supuesto que soy yo realmente —
replicó ella—. ¿Quién o qué pensaste que era
en realidad?
—Tú no —respondió él emocionado—.
Tú no.
Su voz murió en un silencio.
—Pues ahora que sabes que soy yo en
realidad —dijo ella irritada—, podrías al
menos ofrecerme un asiento.
Al pronunciar estas palabras, el hechizo
de nuestro asombro se esfumó y nos pusimos
de pie apresuradamente.
390
Ella se sentó plácidamente a la derecha de
la chimenea.
—Tengo entendido que tu oporto es
excelente —dijo ella con una sonrisa. Antes
de que Case pudiera entregarle la copa vaciló
un poco en la silla, pero un pequeño sorbo la
hizo revivir—. No había esperado —continuó
— una recepción tan sorprendente.
Permanecimos de pie a su alrededor en un
silencio incómodo.
—Por favor, pide a tus invitados que se
sienten, primo Cassius —le suplicó—. No
tenía intención de interrumpir su diversión.
Tomamos asiento, pero los que se
encontraban en su parte de la mesa estaban
vueltos hacia la chimenea, donde Case estaba
de pie frente a ella.
—Te debo una explicación —dijo ella
relajadamente—. Milly Wilberforce está de
visita en mi casa y se apostó conmigo una
caja de Maillard’s a que no sería capaz de
visitarte. Como nunca he podido resistirme a
un desafío, el tiempo es agradable y tenemos
a todos los invitados de carabinas, pensé que
391
una breve visita entre primos no podría hacer
mal a nadie.
—No lo hace —dijo Case turbado—, pero
casi lo consigue en esta ocasión. Y ahora,
¿me permites que te acompañe a casa? El
juez estará preocupado por ti.
—Por supuesto, Papá no sabe que estoy
aquí —dijo ella—. Cuando lo descubra, ya le
calmaré. Si no vas a venir a verme tú, al
menos he venido yo a verte una vez.
Case sostuvo la puerta abierta para ella, la
cerró tras de sí y nos dejó mirando el agujero
de bala en el marco de la puerta.
Una mañana de la siguiente primavera,
Case me llevaba en su coche de tiro desde la
Mansión Shelby, cuando a menos de
trescientos metros delante de nosotros, la
calesa de Mary Kenton acometió la pendiente
desde un cruce. Al girar, yegua, vehículo y
todo volcó de lado con un terrible golpe.
Mary debió de caer de pie, porque un
segundo más tarde estaba junto a la cabeza de
la yegua.
392
Case logró sujetar sus fieros potros y
frenarlos del todo junto al vehículo
accidentado, pero fue todo lo que pudo hacer.
Yo bajé con la intención de sujetar a los
potros y permitir que Case ayudara a Mary.
Pero ella me saludó imperiosamente.
—Primo Jack, por favor, siéntate junto a
la cabeza de Bonnie.
Me hice cargo de Bonnie a mi propia
manera y ella se levantó totalmente ilesa.
—¿Cómo demonios ha sucedido esto,
Mary? —preguntó el coronel Case, porque
ella era una amazona perfecta.
—Los accidentes ocurren —respondió
ella restándole importancia—, y me alegro de
este. Por fin me hablas realmente a mí, y eso
vale cien accidentes como este.
—Pero te escribí —protestó él—. Te
escribí y te lo expliqué.
—Una carta —dijo ella con tono censor
—. Deberías haber insistido, tonto, puede que
te hubiera contestado a la quinta o a la
sexta… o incluso a la segunda.
393
Él la miró fijamente, y no era de extrañar,
poique era una mujer fascinantemente
coqueta.
—Jack no me molesta en absoluto,
¿sabes? —continuó—, Jack es mi leal
caballero e inquebrantable defensor. Guarda
mis secretos y hace todo lo que le pido. Por
ejemplo, no pone ni el más mínimo reparo
cuando le pido que ponga los arreos de la
calesa a Bonnie para llevarme a la ciudad.
»Mira —le sonrió con una sonrisa
deslumbrante—, otra ventaja de mi accidente
con esta calesa es que está tan destrozada que
no podrás negarte a llevarme a casa si tienes
algo de decencia.
—Pero Mary —protestó—, ya te lo he
explicado todo.
—¿Pero en serio pensabas que iba a
creerme todas esas tonterías? —exclamó ella
—. Supongamos que fuera así; no veo ningún
enano maligno por aquí, y aunque
Malebolge[1] al completo apareciera
claramente ante mis ojos, haría que me
llevaras de todas formas.
394
E inevitablemente, así lo hizo el coronel;
pero esa misma tarde retomaron su ceremonia
diaria de saludo de mano desde el pórtico y el
movimiento de sombrero desde el caballo, y
continuó siendo su único trato.
VI
Era mediados de verano cuando llegó un
circo a Brexington. Case y yo salimos a
pasear en calesa juntos la tarde de su llegada,
pasamos las tiendas ya levantadas y nos
encontramos con la cabalgata ya de camino
por la ciudad desde la zona de carga del
ferrocarril. Dejamos los caballos atados a un
lado de la calle y nos sentamos para
contemplar el espectáculo.
Había cosacos y cowboys, vaqueros
mexicanos e indios cabalgando mustangos.
Había dos elefantes, una jirafa y algunos
camellos que hicieron bufar y recular a
nuestras monturas. Luego llegaron las jaulas,
395
una de monos, otra de loros, cacatúas y
guacamayos, otras jaulas con lobos, osos,
hienas, un león, una leona, un tigre y un bello
leopardo.
Case hizo un movimiento y yo escuché un
chasquido. Me volví y lo vi con el revólver
amartillado y apuntando a la jaula del
leopardo. No disparó, pero mantuvo el arma
apuntando a la jaula hasta que quedó fuera de
su rango de tiro. Luego volvió a enfundar el
revólver y observó el paso de la retaguardia
de la cabalgata. Lo único que dijo fue:
—Tendrá que disculparme, Radford, pero
tengo unos asuntos urgentes que atender en
casa.
Hacia el anochecer, Cato vino a verme
profundamente turbado.
—El amo Cash ha perdido la chaveta —
afirmó—. Se ha vuelto loco.
Le dije que regresara a casa y que yo
pasaría como si fuera a hacerle una visita de
cortesía.
Encontré a Case en la leñera y al tío
Rastus con él. Colgados por las patas traseras
396
como cerdos recién descuartizados, había una
docena de los perros más grandes que estaban
a cargo de Rastus. Tenían el gaznate cortado
y cada uno de ellos goteaba sobre un cubo
metálico. Rastus, con su rostro de ébano
pálido hasta parecer de un color gris barroso,
sujetaba un cubo metálico grande y un cepillo
nuevo de encalar.
Case me saludó como de costumbre,
como si mi presencia allí lucra lo habitual y
él no estuviera ocupado con nada fuera de lo
corriente.
—Tío —dijo—, creo que esos de ahí ya
se han desangrado del todo. Vuelca todo en el
cubo grande.
Tomó el cepillo de Rastus, que le siguió a
la verja.
Allí Case hundió el cepillo en la sangre y
pintó una banda ancha por la gravilla del
camino de coches y el empedrado del camino
de acceso a pie. Procedió como si estuviera
usando cal viva para marcar una pista de
tenis, como se hacía en los primeros tiempos
del juego, cuando todavía no se habían
397
inventado los marcadores húmedos y los
marcadores secos ni siquiera habían sido
imaginados. Continuó la banda de sangre por
los bordes de todo el lugar, justo por dentro
del seto. La banda era de unos siete
centímetros de ancho y se esforzó en hacerla
clara y densa.
Cuando llegó de nuevo a la entrada
repasó la línea del camino y el acceso de
carros una segunda vez. Luego se enderezó y
le pasó el cepillo a Rastus.
—Es suficiente —declaró—. Calculé
correctamente.
Hasta el momento yo no había abierto la
boca. Pero su aire de satisfacción, como si
acabara de realizar alguna hazaña de
pensamiento lógico, me llevó a preguntarle
sin mayor miramiento:
—¿Para qué es?
—Los chinos —dijo Case— consideran
que la sangre de perro es una defensa contra
la brujería. Dudo de su eficacia, pero no
conozco mejor fortificación.
398
No pareció esperar ninguna respuesta y
no ofrecí ninguna.
Esa velada estaba en casa de Case, con
otros seis o siete invitados. Nos instalamos en
el interior de la casa porque el día nublado
había dejado paso a una noche lluviosa. Nada
inusual ocurrió.
Al día siguiente, la ciudad estaba cubierta
de carteles de la compañía circense
ofreciendo quinientos dólares de recompensa
por la captura de un leopardo que se había
escapado.
Cato llegó a mi oficina justo cuando salía
a almorzar.
—El amo Cash se ha puesto a conjurar
otra vez —me informó.
Descubrí que el tío Rastus había llevado
una segunda manada de perros en su
carromato cubierto tirado por sus infatigables
mulas, y que estos habían sido degollados
como el primer grupo y la banda de sangre
había sido trazada una segunda vez. Case no
se había apartado de esa línea desde la
399
primera vez que la hizo; no hubo paseo a la
Mansión Shelby esa mañana.
El día se había quedado perfecto tras la
lluvia del día anterior y la brillante luz solar
secó el terreno. La noche era clara y sin
viento, con una luna casi llena muy brillante
y alta. Prácticamente toda la población de la
ciudad acudió al circo.
Beverly y yo cenamos en casa de Case.
No había ningún otro invitado, pero era tal su
habilidad como anfitrión que nuestra cena fue
deliciosamente genial. Tras la cena, nos
sentamos los tres en la terraza.
La luminosidad de la luz de luna allá
arriba, que se filtraba a través de los árboles
inmóviles, ofrecía un glorioso espectáculo, y
la suave y fresca temperatura nos puso del
humor adecuado para disfrutarlo y disfrutar
de la compañía. Case hablaba en voz baja,
principalmente de galerías de arte europeas, y
su charla era tan encantadora y entretenida
como siempre. Parecía un hombre del todo
cuerdo y en sus cabales.
400
Llevábamos en la terraza una media hora
y durante todo ese tiempo no pasó por allí ni
carro ni peatón. Entonces vimos la figura de
una mujer que se acercaba por el centro de la
carretera procedente del campo. Beverly y yo
nos percatamos de su presencia casi al mismo
tiempo, y vi que Case también la miraba. La
mujer tenía el porte y la actitud de una dama
y parecía extraño que estuviera andando, y
aún más raro que estuviera sola, y lo más
extraño de todo que eligiera andar por la
carretera en lugar de la acera, que era ancha y
estaba en buen estado durante unos
ochocientos metros.
Case, que había estado describiendo un
juego de ajedrez de marfil tallado que había
visto en Egipto, dejó de hablar y miró como
nosotros. Yo tenía la sensación de que
debería reconocer esa figura que avanzaba,
me parecía desconocida y a un mismo tiempo
también familiar en su contorno y porte,
cuando Beverly exclamó:
—Por Júpiter, esa es Mary Kenton.
401
—No —dijo el coronel Case con un tono
de voz combativo y resonante, como el lento
tañido de una gran campana—. No, no es
Mary Kenton.
Me sobresaltó la animosidad de su
negativa e intensificamos nuestro escrutinio.
La joven que se acercaba parecía realmente
Mary Kenton y, sin embargo, estaba seguro,
no era ella. Sus movimientos me confirmaron
que era joven y tenía ese algo indefinido que
hace que un hombre espere que una mujer
resulte atractiva. Avanzaba con una especie
de balanceo insolente y levantando alto los
pies.
Cuando la mujer se encontraba casi frente
a nosotros, Case exclamó con una especie de
gruñido entrecortado y gutural:
—No, ni siquiera de esa guisa, malvado
demonio, ni siquiera así.
La joven, alta y proporcionada, se volvió
justo delante de la verja y avanzó hacia
nosotros.
—Creo —dijo Beverly— que la dama va
a entrar.
402
—No —dijo el coronel Case, otra vez con
esa vibración profunda y aullante que
subyacía en su voz—. No, no va a entrar.
La joven posó la mano en la verja del
camino de entrada y la abrió. Entró y luego
paró, se paró de repente, abruptamente,
quedando clavada a media zancada, como si
se hubiera tropezado con un obstáculo en su
camino, un estorbo bajo, como una carretilla.
Permaneció un instante inmóvil, miró
decididamente a derecha e izquierda y luego
dio un paso atrás y cerró la verja. Se volvió y
cruzó la carretera a grandes zancadas con una
especie de encendida y colérica prisa.
Mis ojos, como los de Beverly, estaban
clavados en la figura de la carretera. Tan solo
de reojo, sentí más que vi a Case coger un
rifle que estaba apoyado en el marco de la
puerta, llevárselo al hombro y disparar. Casi
antes de que la explosión trepanara mis
tímpanos vi que la figura que marchaba por la
carretera se doblaba y se derrumbaba
verticalmente. Petrificado por la sorpresa, me
quedé helado mirando el bulto sobre el
403
macadán. Beverly no se había movido y se
encontraba tan aturdido como yo. Seguía
teniendo la mirada clavada cuando Case
cargó un segundo cartucho de la recámara y
volvió a disparar. Vi cómo el maltrecho bulto
en la carretera se estremecía por el impacto
de la bala con un flácido temblor de carne y
huesos totalmente muertos. Disparó una
tercera vez y contemplamos la misma escena.
Entonces el terror que nos mantenía
hechizados se rompió y saltamos, gritando
enfurecidos al asesino.
Con una increíble rapidez de
movimientos, el demente se desembarazó del
rifle y nos dejó clavados en el sitio apuntando
con cada uno de sus revólveres a nuestras
cabezas.
—¿Sabe lo que ha hecho? —le gritamos
al unísono.
—Estoy muy seguro de lo que he hecho
—respondió Case con una gran calma en la
voz y los cañones de sus revólveres inmóviles
como los pilares de la terraza—. Pero no
estoy tan seguro de si he ganado los
404
quinientos dólares de recompensa. ¿Serían
tan amables, caballeros, de salir a la calle y
examinar ese cadáver?
Aturdidos, con los cañones de los firmes
revólveres apuntándonos, bajamos hasta el
camino uno al lado del otro, moviéndonos
como en una pesadilla.
Nunca había visto a una mujer asesinada,
y aquella era supuestamente una dama, joven
y atractiva. Sentí la gravilla de la carretera
bajo mis pies y miré a todos lados a mi
alrededor, excepto hacia abajo y frente a mí.
Oí entonces a Beverly, que dejó escapar
un grito ahogado:
—¡El leopardo!
Entonces miré y también yo grité:
—¡El leopardo!
Allí estaba tendido, incuestionable y a
plena vista bajo los rayos de luna, y con las
nítidas sombras negras de las hojas de arce
recortándose sobre su piel lustrosa.
Farfullando unas palabras de excitada
sorpresa, tiramos del animal y lo giramos.
Tenía seis heridas, tres donde habían entrado
405
las balas y tres donde habían salido, una a
través de la columna vertebral y el pecho y
dos a través de las costillas.
Dejamos el cadáver y nos levantamos.
—Pero pensé… —exclamé.
—Pero vi… —gritó Beverly.
—Caballeros —bramó el coronel Case—,
será mejor que no hablen de lo que vieron o
de lo que creyeron ver.
Permanecimos en silencio, mirándole,
luego uno al otro y finalmente a un lado y a
otro de la calle. No había nadie a la vista.
Aparentemente el circo había vaciado el
vecindario de tal manera que nadie oyó los
disparos.
Case se dirigió a mí con su voz natural.
—Si fuera tan amable, Radford, me
complacería si entrara ahora en mi casa y
avisara a Jeff para que traiga la carretilla. Yo
debo quedarme vigilando esta carroña.
Y allí lo dejé, con los dos revólveres
apuntando al animal muerto. Jeff,
acompañado por Cato, trajo la carretilla.
Sobre esta los dos negros cargaron aquella
406
masa caliente e inerte de piel moteada.
Después Jeff tiró de la carretilla y se turnaron
para conducir la carga hasta los terrenos de
tío Rastus. Case avanzaba a un lado de la
carretilla con los revólveres enfundados, y
nosotros al otro lado, como autómatas.
Jeff empujaba el carro hacia el pajar sobre
la loma. Él, Cato y el tío Rastus sacaron leña
hasta formar una pila enorme en medio del
terreno. Luego sacaron un barril de queroseno
que había en una esquina del barracón.
Cuando colocaron el leopardo encima de la
lefia, abrieron el barril y vaciaron el
contenido sobre el cadáver y su pira. Cuando
prendió el fuego, Case dio una orden a Jeff,
que acto seguido se marchó.
Nos quedamos allí observando cómo se
quemaba la pira hasta quedar convertida en
brasas rojas. Para entonces Jeff ya había
regresado de la Mansión Shelby con un carro
de tiro doble.
Case dejó caer los percutores de los
revólveres, los enfundó, se desabrochó el
cinturón y lo lanzó al carro.
407
Jamás hubiéramos sospechado que
pudiera cantar ni una sola nota. Pero ahora se
puso a cantar «Dixie» con una voz refinada y
profunda de barítono y los demás cantamos
con él esa canción y otras que iban surgiendo
de regreso a casa. Cuando bajamos del carro,
él subió pausadamente los escalones de la
terraza con el cinturón colgando del brazo.
Cogió los dos rifles apoyados en las jambas
de la puerta.
—Ya no tengo ningún uso que dar a estos
leales amigos —dijo—. Si quieren, pueden
llevárselos como recuerdo del
acontecimiento. Mis pistolas difuntas y mi
cinturón inútil los guardaré yo mismo.
A la mañana siguiente, cuando estaba a
punto de pasar por delante de la casa del juez
Kenton, escuché unas pisadas fuertes que me
afianzaban rápidamente. Al girarme, vi a
Case, pero no iba ataviado con su ropa gris
habitual y su sombrero de ala ancha, sino que
llevaba un sombrero de fieltro marrón y un
traje de sarga azul, adornado con una corbata
408
roja y unos zapatos de piel marrón. Iba
sorprendentemente sin cinturón.
—Será mejor que venga conmigo,
Radford —dijo—. Probablemente será el
padrino de boda más tarde.
Encontramos al juez Kenton en su porche,
y Mary, vestida de rosa y con una rosa de
color rosa en el pelo, sentada entre su padre y
su bonita madrastra.
—Envié a Jeff con una nota —explicó
Case mientras se acercaba a los escalones—,
para estar seguro de encontrarles.
Tras los saludos, Case dijo:
—Juez, soy hombre de pocas palabras.
Amo a su hija y le pido permiso para tenerla
si puedo.
—Tiene mi permiso, señor —respondió el
juez. Case se levantó.
—Mary —dijo—, ¿te apetecería pasear
conmigo por el jardín, digamos hasta el
emparrado?
Cuando regresaron Mary llevaba un anillo
con un enorme rubí engarzado y rodeado de
diamantes. El color de su tez no era muy
409
distinto al del rubí. Y, sin duda alguna, las
mejillas de Case también mostraban un leve
rastro de color.
—Padre —dijo Mary mientras se sentaba
—, voy a casarme con el primo Cassius.
—Tienes mis bendiciones, querida —
respondió el juez—. Me alegro por ello.
—Creo que todo el mundo se alegrará —
dijo Mary—. Cassius, por supuesto, se alegra,
y se alegra también por otras dos cosas. Una
es que se siente libre para cenar con nosotros
esta noche, me lo acaba de decir.
»La otra (un destello travieso brilló en sus
ojos), él no la ha confesado. Pero yo sé que,
después de casarse conmigo, lo siguiente que
más le alegraría en este mundo es que ahora,
por fin, se siente libre para ir a ver una
carrera de caballos e ir a la hípica cada vez
que tenga ocasión.
De hecho, cuando regresaron de su viaje
de bodas de seis meses, siempre estaban
presentes en los eventos hípicos. Los ojos de
Case habían perdido aquella inquietud y sus
410
mejillas se veían de un color tan saludable
como el de cualquier otro ser humano.
Se podría sugerir que debe haber algún
tipo de explicación para esta historia. Pero
personalmente prefiero no exponer mi propia
teoría. Mary nunca contó lo que sabía, y su
esposo, en cuya vida no ha ocurrido nada
fuera de lo común por lo que yo sé, jamás ha
pronunciado una sola palabra.
411
LA CASA DE LA
PESADILLA
412
Lo que atrapó mi mirada fue el tramo de
carretera delante de esta, entre el bosquecillo
de árboles verde oscuro alrededor de la casa y
el huerto que había delante. Sin duda era una
línea perfectamente recta, bordeada por una
recta hilera de árboles, a través de la cual
pude entrever un sendero de escoria y un
muro bajo de piedra.
Destacada en un lado del huerto y entre
dos árboles había una masa blanca que me
pareció una piedra alta, una lasca vertical de
uno de los riscos inclinados de piedra caliza
que surcaban los campos de la región.
Veía la propia carretera claramente, como
una regla de madera sobre una mesa de tapete
verde. Provocó en mí una placentera ilusión
por poder disfrutar de un estallido de
velocidad. Había estado atravesando
trabajosamente el bosque denso de unas
colinas escarpadas. No había pasado cerca de
ninguna granja, tan solo unas ruinosas
cabañas junto al camino, y más de treinta
kilómetros del trayecto me resultaron muy
malos y lentos. Ahora, cuando estaba a pocos
413
kilómetros del que esperaba que fuera mi
destino, deseaba poder avanzar sin mayor
dificultad hacia aquel terreno recto y llano en
particular.
Mientras me apresuraba cuesta abajo por
aquella larga pendiente, los árboles volvieron
a engullirme y perdí de vista el valle. Bajé a
una quebrada, subí a la cima de la siguiente
colina y vi de nuevo la casa, más cerca y no
muy lejos allá abajo.
La piedra alta captó mi atención con un
sobresalto de sorpresa. ¿No me había
parecido que estaba delante de la casa junto al
huerto? Claramente estaba en el lado
izquierdo del camino en dirección a la casa.
Mis reflexiones duraron tan solo un segundo
cuando remonté la cima. Entonces volví a
perderlo de vista, pero seguí mirando hacia
delante, esperando la siguiente oportunidad
de contemplar la misma vista.
Al final de la segunda colina solo pude
ver el tramo de carretera en diagonal y no
podía estar seguro pero, como al principio, la
414
piedra alta parecía estar a la derecha de la
carretera.
En la cima de la tercera y última colina
bajé la mirada hacia el tramo de carretera aún
bajo los árboles, casi como si estuviera
mirando por un tubo. Había una línea blanca
que supuse que era la piedra alta. Estaba a la
derecha.
Me sumergí en la siguiente cañada.
Mientras ascendía por la ladera opuesta
mantuve los ojos en la parte superior de la
carretera frente a mí. Cuando mi vista
remontó la cuesta, advertí que la piedra alta
estaba a mi derecha entre los densos arces.
Me incliné hacia delante, primero a un lado y
luego al otro, para examinar los neumáticos y
luego quité el freno.
Mientras avanzaba hacia delante,
mantuve la mirada al frente. Allí estaba la
piedra alta… ¡a la izquierda de la carretera!
Estaba profundamente asustado y casi
aturdido. Decidí parar en seco, echar un buen
vistazo a la piedra y dirimir más allá de toda
415
duda si estaba a la derecha o a la izquierda…
si no, de hecho, en medio de la carretera.
Sobrecogido, aumenté la velocidad al
máximo. La máquina saltó hacia delante;
todo lo que tocaba iba mal; di un violento
volantazo, derrapé a la izquierda y choqué
con un arce enorme.
Cuando recobré el sentido, me encontraba
echado boca arriba en una zanja seca. Los
últimos rayos del sol lanzaban su luz verde
dorada a través de las ramas del arce sobre mi
cabeza. Mi primer pensamiento fue una
extraña mezcla de placidez ante las bellezas
de la naturaleza y desaprobación por mi
propia conducta al viajar sin acompañante…
un capricho que había lamentado en más de
una ocasión. Entonces mi mente se aclaró y
me incorporé hasta quedar sentado. Me palpé
desde la cabeza hacia abajo. No sangraba; no
tenía ningún hueso roto y, aunque estaba muy
conmocionado, no había sufrido ninguna
lesión seria.
Entonces vi al chico. Estaba de pie al
borde del sendero de escoria, cerca de la
416
cuneta. Era fornido y de complexión muy
sólida; descalzo, con los bajos de los
pantalones doblados hasta las rodillas y una
especie de camisa color crema abierta por el
cuello; no llevaba abrigo ni sombrero. Era
rubio, con una mata de pelo despeinado; era
bastante pecoso y tenía un horrendo labio
leporino. Cambiaba el peso de una pierna a
otra, agitaba los dedos de los pies y no decía
nada en absoluto, aunque me miraba
fijamente.
Me puse de pie un tanto atolondrado y me
dispuse a examinar el daño. Era un completo
desastre. No había explotado, ni siquiera se
había incendiado, pero en todo lo demás el
siniestro parecía total. Cada cosa que
examinaba parecía estar en peor estado que lo
demás. Solo mis dos canastos, por una de
esas bromas cínicas del destino, habían
quedado ilesos… ambos habían salido
despedidos con el choque y estaban en
perfectas condiciones, ni una sola botella
rota.
417
Durante mi examen, los ojos apagados del
chico me siguieron continuamente, pero no
pronunció ni una sola palabra. Cuando me
convencí de mi situación desesperada, me
enderecé y le hablé:
—¿A qué distancia hay una herrería?
—A doce kilómetros —respondió.
El chico padecía un grave caso de fisura
del paladar y apenas se le entendía.
—¿Puedes llevarme en carro hasta allí?
—pregunté.
—No hay ningún tiro en este lugar —
respondió—, ningún caballo ni vaca.
—¿A qué distancia está la casa más
cercana? —continué.
—A nueve kilómetros —respondió.
Miré el cielo. El sol ya se había puesto.
Miré el reloj, ya eran… las siete y treinta y
seis.
—¿Podría quedarme a dormir en tu casa
esta noche? —pregunté.
—Puede entrar si quiere —respondió—, y
dormir si puede. La casa está desordenada;
mamá lleva muerta tres años y papá está de
418
viaje. No hay nada para comer, solo harina de
alforfón y beicon mohoso.
—Tengo muchas cosas para comer —
respondí al tiempo que levantaba uno de los
cestos—. ¿Puedes llevar tú ese cesto?
—Puede entrar si así lo desea —dijo—,
pero usted debe llevar sus pertenencias.
No lo dijo en tono malhumorado o de
mala educación, simplemente parecía afirmar
un hecho inofensivo.
—De acuerdo —dije recogiendo el otro
cesto—, te sigo.
El patio delantero de la casa se
encontraba a oscuras bajo una docena o más
de inmensos ailantos. A la sombra de estos
habían crecido muchos árboles pequeños, y
bajo estos un húmedo manto de tallos altos de
la densa, descuidada y apelmazada hierba. Lo
que en otro tiempo aparentemente fue un
camino para carros era ahora una senda en
curva estrecha, no transitada y con la hierba
crecida, que conducía hasta la casa. Incluso
allí había algunos brotes de ailantos y se
respiraba un hedor vil procedente de las
419
raíces, los tallos y el intenso perfume de sus
flores.
La casa era de piedra gris, con las
contraventanas verdes desvaídas hasta casi
parecer grises como la piedra. La fachada se
abría a una terraza no muy elevada del
terreno, sin ninguna balaustrada o barandilla.
En ella había varias mecedoras de nogal.
Ocho ventanas con contraventanas daban al
porche, y en medio de ellas una puerta amplia
con pequeños cristales violetas a ambos lados
y una lámpara ventilador en el techo.
—Abre la puerta —le dije al chico.
—Ábrala usted mismo —contestó, no en
tono enfadado o desagradable, sino de tal
manera que uno solo podía interpretar la
respuesta como algo de lo más normal.
Dejé en el suelo los dos cestos e intenté
abrir la puerta. El pestillo estaba echado, pero
no la llave, y la puerta se abrió con un
chirrido oxidado de las bisagras, de las que
colgaba precariamente, por lo que rozaba el
suelo al abrirse. El pasillo olía a moho y a
420
humedad. Había varias puertas a ambos
lados; el chico señaló la primera a la derecha.
—Puede quedarse en este cuarto —dijo.
Abrí la puerta. Con la penumbra que
reinaba, las ramas entrelazadas de los árboles
fuera, el techo del pórtico y las
contraventanas cerradas, apenas pude
distinguir nada.
—Será mejor encender una lámpara —le
dije al chico.
—No hay ninguna lámpara —informó
animadamente—. Ni velas. Normalmente me
voy a dormir antes de que oscurezca.
Regresé a los restos de mi vehículo. Las
cuatro lámparas eran un amasijo de metal y
cristales rotos. Mi linterna estaba aplastada.
Sin embargo, yo siempre llevaba velas en la
maleta. Las encontré rotas y aplastadas, pero
todavía se podían usar. Llevé la maleta al
porche, la abrí y saqué tres velas.
Tras entrar en la habitación, donde
encontré al chico de pie exactamente donde
lo había dejado, encendí la vela. Las paredes
estaban encaladas y el suelo desnudo. Se
421
notaba un olor a moho y a frío, pero la cama
parecía recién hecha y limpia, aunque un
tanto fría y húmeda.
Con unas cuantas gotas de su propia cera,
fijé la vela en la esquina de un modesto y
pequeño escritorio destartalado. No había
nada más en la habitación a excepción de dos
sillas con el tapizado desgastado y una
mesita. Salí al porche, entré con la maleta y la
puse sobre la cama. Levanté las hojas de
todas las ventanas y abrí las contraventanas.
Luego le pedí al chico, que no se había
movido ni hablado, que me mostrara el
camino a la cocina. Me condujo directamente
a través del vestíbulo hacia la parte trasera de
la casa. La cocina era grande y tan solo
contaba con unas sillas de pino, un banco de
pino y una mesa de pino.
Fijé dos velas en esquinas opuestas de la
mesa. No había horno ni fogones en la
cocina, solo un gran hogar cuyas cenizas
olían y parecían de un mes de antigüedad. La
madera en la leñera estaba lo suficientemente
seca, pero también tenía un olor rancio a
422
sótano. El hacha y la hacheta estaban ambas
oxidadas y desafiladas, pero utilizables, y
enseguida encendí un fuego aceptable. Para
mi asombro, porque la noche de mediados de
junio era calurosa y calmada, el chico, con
una sonrisa torcida en su feo rostro, casi se
echaba sobre las llamas, con las manos y
brazos extendidos, y sin duda abrasándose.
—¿Tienes frío? —pregunté.
—Siempre tengo frío —contestó,
arrimándose aún más al fuego, hasta que
pensé que debía de estar quemándose.
Le dejé tostándose allí y me dispuse a
encontrar agua. Descubrí la bomba de agua,
que funcionaba y no se había secado en las
válvulas, pero tuve que emplearme con un
furioso forcejeo para llenar los dos cubos
agujereados que había encontrado. Cuando ya
tenía el agua hirviendo, fui en busca de los
cestos que había dejado en el porche.
Limpié la mesa y dispuse la comida: ave
fría, jamón frío, pan blanco y de centeno,
olivas, mermelada y bizcocho. Cuando la lata
de la sopa estuvo caliente y el café listo,
423
arrimé dos sillas a la mesa e invité al chico a
que se me uniera.
—No tengo hambre —dijo—, ya he
cenado.
Me resultaba una nueva clase de chico;
todos los que conocía eran voraces
comedores, siempre listos para engullir. Yo
mismo tenía apetito, pero por algún motivo
cuando me puse a comer se me quitó el
hambre y apenas me apetecía la comida.
Acabé pronto la cena, cubrí el fuego, apagué
las velas y regresé al porche, donde me
aposenté en una de las mecedoras de nogal
para fumar. El chico me siguió en silencio y
se sentó en el suelo del porche, apoyado
contra un pilar y con los pies en la hierba.
—¿Y qué haces tú cuando tu padre está
fuera? —pregunté.
—Solo vaguear —dijo—. Perder el
tiempo.
—¿A qué distancia están los vecinos más
cercanos? —pregunté.
—No lo sé, los vecinos nunca vienen aquí
—afirmó—. Dicen que tienen miedo a los
424
fantasmas.
No me sorprendió lo más mínimo; el
lugar tenía ese aspecto que hace que una casa
se considere encantada. Me sorprendió sin
embargo la actitud de normalidad en su forma
de hablar… era como si acabara de decir que
tenían miedo a un perro rabioso.
—¿Y tú has visto algún fantasma por
aquí? —continué.
—Nunca los he visto —respondió, como
si le hubiera preguntado por vagabundos o
perdices—. Nunca los he oído. A veces los
siento por los alrededores.
—¿Les tienes miedo? —pregunté.
—No —declaró—. No tengo miedo a los
fantasmas; tengo miedo a las pesadillas. ¿Ha
tenido alguna vez pesadillas?
—Muy pocas veces —contesté.
—Yo sí —replicó él—. Siempre tengo las
mismas pesadillas… un cerdo grande, tan
grande como un berraco, que intenta
comerme. Me despierto tan asustado que
podría ponerme a correr para siempre. Pero
no tengo adónde correr. Me duermo otra vez
425
y vuelvo a tener la pesadilla. Me despierto
aún más asustado que antes. Papá dice que es
de comer harina de alforfón en verano.
—Debiste enfadar a un cerdo en alguna
ocasión —dije.
—Sí —respondió él—. Enfadé a una
cerda grande una vez, sujetando una de sus
crías por la pata trasera. La fastidié durante
un buen rato. Me caí en el corral y me dio
unos cuantos mordiscos. Ojalá no la hubiera
molestado. En ocasiones tengo esa pesadilla
tres veces a la semana. Es peor que que te
quemen. Peor que los fantasmas. Caramba,
justamente ahora siento que hay fantasmas a
mi alrededor.
No intentaba asustarme. Simplemente
estaba afirmando una opinión como si
hubiera estado hablando de murciélagos o de
mosquitos. No respondí y me sorprendí
aguzando el oído involuntariamente. Se me
apagó la pipa. En realidad no me apetecía
fumar otra, pero no tenía ganas de acostarme
todavía y me sentía cómodo donde estaba, a
pesar del desagradable olor de las flores de
426
los ailantos. Volví a llenar la pipa, la encendí
y, entonces, mientras daba unas caladas, de
alguna manera me adormilé durante unos
instantes.
Me desperté con la sensación del roce de
una tela ligera sobre el rostro. La posición del
chico no había cambiado.
—¿Has hecho tú eso? —pregunté
bruscamente.
—No he hecho nada —replicó—. ¿Qué
ha sido?
—Un trozo de malla de mosquitera me ha
rozado la cara.
—Eso no es una malla —afirmó—, es un
velo. Es uno de los fantasmas. Algunos te
soplan, otros te tocan con sus dedos largos y
fríos. Ese del velo lo arrastra por tu rostro…
bueno, estoy casi seguro de que es mamá.
Hablaba con la irrebatible convicción de
la niña de We Are Seven[2]. No encontré las
palabras para responderle y me levanté para
irme a dormir.
—Buenas noches —dije.
427
—Buenas noches —repitió él—. Yo me
quedaré aquí sentado un rato.
Encendí una cerilla, encontré la vela que
había pegado en la esquina del escritorio
desvencijado y me desvestí. La cama tenía un
cómodo colchón de cascarilla y pronto me
dormí.
Tenía la sensación de haber dormido ya
un tiempo cuando comencé a tener una
pesadilla… la misma pesadilla que el chico
había descrito. Una cerda enorme, tan grande
como un caballo percherón, estaba de pie
sobre sus patas traseras y apoyada a los pies
de la cama, intentando subir hacia mí. Gruñía
y bufaba y sentí que era yo la comida que
ansiaba. En el sueño sabía que solo era un
sueño y me esforzaba por despertar.
Entonces, la gigantesca bestia de pesadilla
saltó por encima de la tabla a los pies de la
cama, cayó sobre mis piernas y me desperté.
Me encontraba en total oscuridad, como
si estuviera encerrado en una cámara
acorazada, pero el escalofrío de la pesadilla
se desvaneció inmediatamente y mis nervios
428
se apaciguaron; fui consciente entonces de
dónde estaba y no sentí el más mínimo signo
de pánico. Me di la vuelta y volví a caer
dormido casi de inmediato. Y entonces sufrí
una verdadera pesadilla, en la que no
reconocía que era un sueño, sino algo
terriblemente real… una indescriptible agonía
de un horror irracional.
Había una Cosa en la habitación; no era
una cerda, ni ninguna otra criatura definible,
tan solo una Cosa. Era tan grande como un
elefante, llenaba el cuarto hasta el techo, tenía
forma de jabalí sentado sobre los cuartos
traseros, con las patas delanteras entrelazadas
rígidamente delante de él. Tenía una boca
caliente, babeante y roja, llena de enormes
colmillos y las mandíbulas se movían
hambrientas. Se arrastraba y se empujaba
hacia delante, centímetro a centímetro, hasta
que montó sus enormes patas delanteras sobre
la cama.
La cama se hundió como un papel secante
húmedo y sentí el peso de la Cosa en los pies,
en las piernas, en el cuerpo y en el pecho.
429
Aquello estaba hambriento y yo era lo que
deseaba comer, y tenía intención de empezar
por la cara. Su boca babeante se acercaba
cada vez más.
Entonces, la indefensión de pesadilla que
me impedía gritar o moverme se desvaneció
súbitamente, grité y me desperté. En esta
ocasión mi terror era palpable y no era capaz
de liberarme de él.
Ya casi amanecía; podía divisar
débilmente los cristales sucios y agrietados.
Me levanté, prendí el trozo de vela y dos
nuevas, me vestí rápidamente, cerré mi
maleta estropeada y la coloqué en el porche
junto a la pared cerca de la puerta. Luego
llamé al chico. Me di cuenta entonces de que
no le había dicho mi nombre ni le había
preguntado el suyo.
Grité «¡Hola!» unas cuantas veces, pero
no recibí respuesta. Ya había estado
demasiado tiempo en esa casa. Seguía
invadido por el pánico que me había
producido la pesadilla. Dejé de gritar, no
busqué más, pero con dos velas salí a la
430
cocina. Di un trago de café frío, mastiqué una
galleta y metí a toda prisa mis pertenencias en
los cestos. Luego, tras dejar un dólar de plata
en la mesa, saqué los cestos al porche y los
dejé junto a la maleta.
Había ahora la suficiente luz para ver el
camino y salí a la carretera. El rocío de la
noche había oxidado ya gran parte del
vehículo accidentado, haciéndolo parecer más
maltrecho que antes. Sin embargo, seguía allí
como lo había dejado. No había ni una sola
huella de rueda o de caballo en la carretera.
La piedra alta y blanca cuya incertidumbre
había causado mi desastre, se erguía como un
centinela en el lado contrario al que yo había
volcado.
Partí para encontrar una herrería. No pasó
mucho tiempo cuando el sol terminó de salir
por el horizonte y casi al instante el calor
abrasaba.
Mientras avanzaba, fui acalorándome
mucho más, y me parecieron más bien quince
kilómetros que nueve cuando llegué a la
primera casa. Era una casa nueva de madera,
431
pulcramente pintada y cerca de la carretera,
con un muro encalado a lo largo del jardín de
la entrada.
Cuando estaba a punto de abrir la verja de
entrada, un perro negro grande con el rabo
enroscado saltó de entre los arbustos. No
ladró, pero permaneció al otro lado de la
verja moviendo el rabo y mirándome
amistosamente; sin embargo, vacilé con la
mano apoyada en el pestillo y reflexioné. El
perro podría no ser tan amigable como
parecía y, al verlo, caí en la cuenta de que, a
excepción del chico, no había visto ninguna
criatura alrededor de la casa donde había
pasado la noche; ni perros ni gatos, ni
siquiera un sapo o un pájaro. Mientras
reflexionaba sobre esto, llegó un hombre
desde la parte trasera de la casa.
—¿Muerde el perro? —pregunté.
—No —respondió—. No muerde. Entre.
Le conté que había tenido un accidente
con el coche y le pregunté si podía llevarme
hasta la herrería y de regreso al lugar del
accidente.
432
—Claro —dijo—. Será un placer
ayudarle. Engancharé el carro en un minuto.
¿Dónde chocó?
—Delante de la casa gris, a unos nueve
kilómetros de aquí —respondí.
—¿Aquella casa grande de piedra? —
preguntó.
—La misma —afirmé.
—¿Ha pasado usted por aquí antes? —
preguntó sorprendido—. No le oí pasar.
—No —dije—, venía de la otra dirección.
—Caramba —meditó—, debe de haber
chocado al amanecer. ¿Es que ha atravesado
las montañas en la oscuridad?
—No —respondí—; las remonté ayer al
anochecer. Tuve el accidente hacia la puesta
de sol.
—¡La puesta de sol! —exclamó—. ¿Y
dónde demonios ha estado toda la noche?
—Dormí en la casa donde tuve el
accidente.
—¿En esa casa grande de piedra entre
árboles? —preguntó.
—Sí —confirmé.
433
—¡Caramba! —respondió excitado—,
¡esa casa está encantada! Dicen que si tienes
que pasar cerca de ella de noche, uno no sabe
en qué parte de la carretera está colocada la
enorme piedra blanca.
—Yo no lo podía saber incluso antes de la
puesta de sol —dije.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Qué me cuenta!
¡Y durmió en la casa! ¿En serio durmió algo?
—Dormí bastante bien —dije—. A
excepción de la pesadilla, dormí toda la
noche.
—Bueno —comentó—, yo no entraría en
esa casa ni aunque me regalaran una granja,
ni dormiría en ella por la salvación de mi
alma. ¡Y usted ha dormido! ¿Cómo diantres
logró entrar?
—El chico me dejó entrar —dije.
—¿Qué clase de chico? —preguntó con
los ojos clavados en mí con una mirada
extraña y rústica de absorto interés.
—Un chico fornido, pecoso y con labio
leporino —dije.
434
—¿Y habla como si tuviera la boca llena
de puré? —preguntó.
—Sí —dije—; un caso grave de paladar
partido.
—¡Vaya! —exclamó—. Jamás creí en
fantasmas, y jamás creí del todo que aquella
casa estaba encantada, pero ahora lo sé. ¡Y
usted durmió allí!
—No vi ningún fantasma —repliqué
irritado.
—Sin duda, ha visto un fantasma —
replicó solemnemente—. Ese chico de labio
leporino lleva muerto seis meses.
435
LA ISLA DE LA
BRUJERÍA
436
de unos quince centímetros de marga
negruzca expuesta, más allá de la cual había
una densa vegetación tropical que relucía
bajo la brillante luz solar. No mucho más
lejos a mi izquierda había unas grandes
manchas, casi elevaciones, de varias brazas
de longitud y varios metros de anchura, y
unos treinta o incluso sesenta centímetros de
altura de espuma viscosa de color blanco
grisáceo, con aspecto nada saludable, como
unas persistentes pompas de jabón sucio
agolpándose en el margen de la arena
brillante y seca, entre esta y los borboteos de
espuma susurrante que se derramaban desde
el borde de las lentas olas en las que
culminaban las largas oleadas anchas y
somnolientas de las corrientes oceánicas
eternamente recurrentes. Al igual que no
había ninguna nube en el oscuro firmamento
azul, tampoco había velas, ni humo de
chimeneas de buques a la vista en el profundo
mar azul. Por arriba, recortándose en el cielo
azul intenso, volaban innumerables bandadas
de llamativos flamencos rosas, algunas más
437
altas, otras más bajas, cruzándose y
volviéndose a cruzar unas con otras,
grotescas, rápidas y en un número asombroso.
Tanto en un primer vistazo como después
de una mirada más detenida, estaba claro que
no había señal alguna de impacto, rotura o
daño en ninguna de las partes del avión,
visible a través de las llamas que ahora lo
consumían rápidamente. Yo no tenía ni un
solo hueso roto, ni un solo ligamento dañado.
No tenía ningún moretón en mi cuerpo, ni un
rasguño. No me sentía conmocionado ni
lastimado, mi ropa no tenía ni un solo roto y
ni siquiera estaba arrugada. De inmediato
pensé, lo que es mi opinión reposada tras una
larga reflexión, que yo, durante mi estupor o
trance o aturdimiento o lo que fuera, había
logrado aterrizar de alguna manera, me había
desabrochado el cinturón, había salido del
fuselaje, me había alejado a trompicones de
allí y me había desmayado; y que, mientras
estaba inconsciente, alguien había prendido
fuego a mi avión.
438
Mientras seguía allí de pie en la playa
rebuscaba en mis recuerdos para encontrar el
eslabón hasta el lapso que había pasado
inconsciente y recordé vívidamente lo que
había precedido a mi desmayo y los detalles
de mis sensaciones. Había estado pilotando el
avión entre el ancho cielo azul, que no
interrumpía ninguna nube, y el ancho mar
azul, tampoco interrumpido por ningún rastro
de vela, buque o isla. Entonces distinguí una
diferencia en el paisaje en un punto del
horizonte a mi derecha y viré hacia allí.
Pronto confirmé que frente a mí había una
isla baja.
Hasta ese instante en toda mi vida jamás
había experimentado nada parecido a un
espejismo o tan siquiera pensamientos que
pudieran ser considerados extraños. Pero,
justo cuando confirmé que me aproximaba a
una isla, me vino súbitamente a la cabeza, sin
motivo aparente, el recuerdo de la bandada de
ocas blancas en la granja de mi abuela y
recordé que yo, con siete años más o menos,
o tal vez seis o quizás más joven aún, tenía
439
por mascota un ganso blanco inusualmente
grande y amistoso, le solía acariciar y, en
especial, lo paseaba e intentaba montarme en
él mientras el animal aleteaba y graznaba.
Mientras me preguntaba por qué diantres
había recordado ese ganso, de repente,
mientras me acercaba a la isla y ya cerca de
sobrevolarla, sufrí un inequívoco espejismo.
En lugar de ver frente a mí y a mi alrededor
las distintas partes del avión, me parecía ver
solo cielo y mar y a mí mismo a horcajadas
sobre un enorme ganso blanco, más largo que
una canoa y más grande que un caballo
percherón; me parecía ver sus inmensas alas
de un blanco cegador, unas diez yardas o más
desplegadas, golpeando rítmicamente el aire a
ambos lados; me parecía ver, justo delante de
mí, su largo cuello blanco, la corona
redondeada y aplanada de su enorme cabeza
y la punta de su gran pico amarillo
recortándose en el cielo; lo que es más, en
lugar de verme las rodillas cubiertas con mis
pantalones caquis, mis pantorrillas en unas
polainas y mis pies calzados con botas
440
marrones, me pareció ver mis rodillas
cubiertas con unos pantalones holgados de
pana azul, las piernas con unas calzas de lana
azules de cordoncillo, que destacaban sobre
las plumas blancas de aquella espalda gigante
del ganso de pesadilla, y mis pies que
sobresalían a ambos lados del animal iban
calzados con unos zapatos de piel negra,
tacón bajo y punta cuadrada, de la clase que
uno ve en las ilustraciones de soldados
continentales o de Benjamín Franklin de
joven, con sus enormes hebillas de plata
claramente destacadas frente al azul del
océano muy lejos a mis pies.
Tras ser engullido en esta asombrosa
alucinación, que recordaba con todo detalle,
no recordaba nada hasta que recobré el
sentido, allí de pie en la playa, junto a lo que
quedaba de mi avión en llamas.
Mientras me esforzaba por recordar
cuanto pudiera e intentaba deducir qué había
ocurrido en el tiempo que estuve
inconsciente, examiné los alrededores. Por un
lado veía el océano ilimitado e inmutable del
441
que procedía la fría brisa marina que me
golpeaba la mejilla izquierda y me agitaba el
pelo bajo la visera de la gorra; por el otro
lado se abría un valle ancho y llano bordeado
por unas colinas bajas, la más alta de ellas, en
la cabecera del valle, no pasaba los dos mil
setecientos metros sobre el nivel del mar y
estaba coronada por un enorme edificio
palaciego de piedra rosada, con dos plantas
altas rematadas con una balaustrada ornada
sobre la que no se veía ningún tejado, así que
deduje que el techo era plano. Las colinas que
bloqueaban mi vista a ambos lados, cada vez
más bajas a medida que se aproximaban al
mar, eran redondeadas y estaban cubiertas
con una densa maleza de arbustos, no lo
suficientemente altos para ser considerado un
bosque. Cerca de la playa y las colinas, a
ambos lados del valle, se veía lo que parecían
una especie de urbanizaciones de viviendas.
En la que estaba a mi derecha, situada tierra
adentro, había un conjunto de casitas
apiñadas de una sola planta a la sombra de
emparrados en flor y de un grupo de
442
elegantes árboles de aspecto exótico. En la
otra, que veía tras las llamas cada vez más
bajas sobre las brasas del avión, había unas
villas espaciosas de dos plantas, con amplias
terrazas, bajo la sombra de unos magníficos
árboles jóvenes, la mayoría cargados de
flores brillantes.
Mientras contemplaba el valle, las
poblaciones, el palacio en lo alto de la colina
y recorría unos y otros con la vista, lanzando
la mirada también de vez en cuando a la
miríada de flamencos que volaban en
círculos, me pareció tener una segunda
alucinación. Me pareció ver por el camino y a
través de la vegetación desenfrenada que se
aproximaba hacia mí una figura humana, pero
cuando estuvo más cerca y me pareció verlo
con más claridad, sentí que debía ser tan solo
producto de mi imaginación.
Era la figura de un hombre joven, alto, de
buena complexión y movimientos gráciles.
Pero bajo los abrasadores rayos de aquel sol
cáustico iba con la cabeza descubierta y su
abundante mata de pelo dorado y ondulado
443
estaba cortado por debajo de las orejas como
el pelo de un paje italiano en los antiguos
cuadros florentinos y venecianos. Sus ojos
eran muy brillantes y de un azul muy claro,
las mejillas rojizas, el cuello desnudo rosado.
Iba vestido solo con una prenda fina y muy
ajustada de seda verde, algo como la ropa
interior que se ve en ilustraciones de
anuncios. Parecía muy nueva, muy sedosa y
muy verde, y bastante inapropiada para el
clima, porque las mangas largas y holgadas le
llegaban hasta las muñecas y las ajustadas
perneras lo enfundaban hasta los tobillos. Iba
calzado con unos botines de cordón de una
piel amarilla muy brillante y aparentemente
muy suave, rematados (y esto terminó de
confirmar que se trataba de una alucinación)
con cada uno de los cinco dedos de los pies
formados por separado en la punta.
Cuando estaba a punto de frotarme los
ojos para hacer desaparecer tan
desconcertante aparición, lo reconocí y me di
cuenta de que él me reconocía.
¡Era Pembroke!
444
Su rostro, cuando me reconoció, no
expresó placer; lo que expresara el mío,
además de asombro, jamás lo sabré. En un
instante mi mente repasó todo lo que sabía y
todo lo que había oído sobre él. Nos
conocimos como estudiantes de primer año y
nos vimos poco durante los años en los que
compartimos clase. Pembroke, en la
universidad, era conocido como el estudiante
más atractivo por aquel entonces; como el
estudiante más joven de su clase; como
alguien que se rodeaba de los muebles más
lujosos, de los cuadros, bronces, porcelanas y
objetos de arte más bellos y caros jamás
vistos en los aposentos de un estudiante de
nuestro colegio mayor; como muy
autoindulgente pero al mismo tiempo
poseedor de un talento tan brillante que
siempre se encontraba en el quinto o sexto
puesto en una clase numerosa con una
proporción inusual de estudiantes brillantes;
tan apasionado con las lenguas, la música y
los pájaros —con frecuencia disertaba sobre
la maldad y locura que era permitir que los
445
pájaros en libertad hubieran sido casi
exterminados—, como tan caprichoso y
errático que la mayoría de sus conocidos lo
encontraban extravagante y sus enemigos
decían que era un lunático.
No le había visto desde que nuestra clase
se dispersó tras la graduación y las
correspondientes ceremonias y celebraciones.
Me contaron que, además de tener un padre
muy rico, había heredado el día de su
vigesimoprimer cumpleaños una pensión de
más de cuatrocientos mil dólares al año y una
enorme cantidad de dinero en metálico; que
inmediatamente se interesó en la creación de
refugios para aves migratorias, extrañas y
pintorescas; que sus fantasiosos caprichos y
excentricidades se agravaron tanto que
provocaron una serie de peleas y total
distanciamiento entre él y su padre; que
compró una isla en algún lugar y se dedicó en
cuerpo y alma a la protección de las aves en
libertad y en compañía de asociados muy
cuestionables.
446
Me ofreció la mano y nos las
estrechamos.
—No parece haber sufrido herida ni daño
alguno, Denbigh —dijo—. ¿Cómo se las
apañó para salir vivo del avión en llamas, no
digamos ya sin señal alguna de arañazo o
quemadura?
—Debí de salir de allí antes de que
comenzara a arder —contesté—. Debí de
quedarme aturdido o perdí el sentido cuando
sobrevolaba su isla. No tengo ni idea de cómo
aterricé ni por qué. Todo se ha borrado en mi
mente.
—Ha tenido suerte —dijo en tono
despreocupado— de haber podido aterrizar.
Si su mente se desconectó es un milagro que
no chocara con las rocas de coral del otro
lado de la isla o con los arrecifes frente a la
costa, o que no cayera en el océano y se
ahogara.
»Sin embargo, bien está lo que bien
acaba. No se puede salvar nada de su avión
accidentado, eso está claro. Lo que necesita
es un trago, comida, descanso, un baño,
447
dormir, ropa limpia y todo lo que necesite
para calmarse. Venga. Haré todo lo que esté
en mi mano por usted.
Pasamos junto a los restos del avión y
recorrimos la playa hacia el grupo de villas.
Cerca de estas y de la playa había una especie
de parque o jardín abierto, con fuentes y
asientos de mármol tallado diseminados por
los senderos de cemento entre los lechos de
flores, los arbustos y el césped podado, todo
ello enmarcado por los árboles ornamentales
sorprendentemente vigorosos y desarrollados.
Cuando estábamos cerca de la villa más
próxima vi a un grupo familiar en su terraza,
obviamente padres e hijos; también oí a uno
silbando «Annie Laurie» de forma tan
exquisita que evidenciaba una destreza
superlativa. Cuando cruzamos la entrada a la
villa me sorprendió reconocer a Radnor, otro
compañero de clase. Pero mientras bajaba las
escaleras para recibirme, reflexioné que no
había realmente nada sorprendente en que un
hombre tan adinerado como Pembroke
tuviera un médico fiable y dispuesto a residir
448
en su isla, ni nada fuera de lo normal en que
eligiera a un conocido.
—Denbigh —dijo Pembroke— ha caído
directamente del ancho cielo azul para
visitarnos. Su avión está destrozado, así que
permanecerá con nosotros durante un tiempo.
—No parece necesitarme —comentó
Radnor, palpándome—. No veo sangre ni
síntomas de huesos rotos. ¿Puedo asistirle en
algo?
—No tengo ni un rasguño, por lo que
parece —respondí.
—Entonces —dijo entre risas—, le receto
que duerma durante dos horas. Desvístase,
túmbese y permanezca así hasta que sienta
ganas de levantarse. Y no más de un sorbo
del brandy para invitados de Pembroke,
además. Acuéstese sin mayor espera y
duerma si puede.
Mientras continuamos nuestra charla
advertí que ni Radnor cerca de mí, ni la
señora Radnor en la terraza, parecían
sorprendidos por el atuendo de Pembroke;
debía haberlos habituado a ese tipo de cosas,
449
a vestimentas similares o incluso más
fantasiosas.
Me pareció que recorríamos la
urbanización a lo largo o a lo ancho, hasta la
villa más apartada de la playa. Cuando
entramos vi fugazmente a un lado un salón
con una amplia mesa central, cómodos sofás
y paredes cubiertas de estanterías de libros, y
a través de los cristales que las cubrían atisbé
algunas encuadernaciones elegantes; al otro
lado vi un recoleto comedor con una mesa
pulida y más allá un aparador lleno de vajilla
de plata y porcelana decorada.
Junto al poste de la amplia y cómoda
escalera se erguía un modélico mayordomo
chino.
—Wu —dijo Pembroke—, el señor
Denbigh se instalará en esta casa. Muéstrele
su dormitorio y llame a Fong. El señor
Denbigh lo necesita de inmediato. Y dígale a
Fong que el señor Denbigh ha perdido todo
su equipaje y necesita una muda de ropa
enseguida.
450
Sin ningún movimiento brusco ni
apariencia de prisa, sin mediar palabra
tampoco, se dio la vuelta, y antes de que yo
pudiera abrir la boca ya estaba fuera de la
villa y de nuestra vista.
Me encontré así alojado en una vivienda
situada en una posición de privilegio; cada
vista al exterior era un paisaje encantador y el
interior estaba admirablemente diseñado y
lujosamente equipado con cualquier
comodidad o lujo imaginables. Todos los
sirvientes eran chinos. Uno se ocupaba del
césped, las flores y los arbustos y otro barría
las habitaciones; había un cocinero chino
insuperable a quien no vi jamás, y algo que oí
me hizo suponer que contaba con un
ayudante. Yo tenía un ayuda de cámara a mi
total disposición, un chico asiático botones y
el solícito mayordomo, que organizaba la
casa y se anticipaba a todas mis necesidades.
A excepción de los baños frecuentes que
disfruté, dormí la mayor parte de las
siguientes cuarenta y ocho horas. Lo que
comía me lo llevaba a la cama. Mi segundo
451
desayuno en la isla lo tomé en el refinado
comedor exquisitamente preparado. Después
de eso tuve la suficiente energía para
recostarme en una de las tumbonas de ratán
de la terraza, cómodamente ataviado con una
ropa limpia, fresca, de corte impecable y de la
talla adecuada elegida de entre la asombrosa
cantidad que Fong tenía preparada para mí;
no pude explicarme el hecho de que fuera
exactamente de mi talla. No llevaba mucho
tiempo en la terraza cuando Radnor avanzó
hacia mí silbando «El Carnaval de Venecia».
—Probablemente no pueda evitar hacer
preguntas —dijo cuando estuvo a mi lado,
iniciando la conversación—, pero me
imagino que podré tomarme la libertad de
responder muy pocas de sus dudas. Casi todo
lo que sé sobre esta isla y sobre los
acontecimientos que se producen en ella lo he
aprendido no como un simple hombre o
habitante de este lugar, sino como el médico
residente de Pembroke; todo es confidencial.
Casi todo lo que aprenda aquí lo tendrá que
absorber mediante la observación y la
452
deducción. Y no me importa decirle que
cuanto menos aprenda más complacido estará
Pembroke, y yo mismo.
Me contó que las villas estaban habitadas
principalmente por los miembros de la
orquesta y banda privada de Pembroke,
mayormente húngaros, bohemios, polacos e
italianos, con otros satélites como un escultor,
un arquitecto, un ingeniero, un maquinista, un
maestro carpintero, un sastre y un contable.
El otro poblado estaba habitado solo por
asiáticos, chinos, japoneses, hindús y otros,
encargados de realizar todos los trabajos en la
isla.
A la mañana siguiente, alrededor de la
misma hora, me encontraba igualmente
descansando en mi terraza cuando apareció
Pembroke con el mismo extraño atuendo, o
falta de atuendo, con el que le había visto
previamente. Se sentó conmigo una media
hora, me preguntó cortésmente por mi salud y
comodidad y comentó:
—Me alegro de que esté satisfecho, es
probable que pase aquí algún tiempo.
453
No dije nada. Apartó la mirada y la
levantó hacia el borde del tejado de la terraza,
a través de las ramas en lo alto. Seguí su
mirada y capté destellos del rosa de unos
lejanos flamencos.
—¡Gloriosas aves! —exclamó Pembroke,
con entusiasmo—. Anidan en varios islotes
frente a la costa que, entreverados con los
arrecifes de coral, hacen imposible que
ninguna embarcación más grande que un
pequeño velero se aproxime por allí a la isla.
Se han multiplicado asombrosamente desde
que he comenzado a cuidarlos. ¡Los amo!
¡Me enorgullecen!
Tras lo cual me dejó tan brusca y
rápidamente como en nuestro primer
encuentro. A partir de ese momento, durante
unas semanas que solo puedo describir como
un cautiverio lujosamente confortable y muy
agradable, me entretuve leyendo la excelente
y variada selección de libros de la enorme
biblioteca de la villa, relacionándome con los
habitantes de las otras villas y paseando por
la parte inferior del valle. La misma noche de
454
nuestra conversación Radnor me invitó a la
cena, para la cual Fong me acicaló de manera
irreprochable y en la que encontré
encantadora a la señora Radnor y al resto de
invitados, Conway el arquitecto, su esposa y
la hermana de esta, una compañía de lo más
agradable. Después de aquella velada era
invitado en una u otra de las villas cada
noche, de manera que almorzaba y
desayunaba solo en mis aposentos, pero
jamás cenaba allí.
Solo en una ocasión inspeccioné el otro
poblado y la limpieza y aparente satisfacción
de sus habitantes, especialmente las mujeres
y niños, me resultó de lo más agradable. Pero
tuve la sensación de que sentían la presencia
de un europeo o un norteamericano como una
intrusión: evité el poblado desde ese
momento.
Algunos de los hombres de ese poblado
se encargaban de los árboles, arbustos, vides
y jardines del valle, y lo mantenían como un
paraíso, rebosante de cualquier clase de fruta
455
y verduras que pudieran cultivar en ese suelo
y clima.
Ya no volví a ver más a Pembroke y
descubrí que no podía acercarme a su palacio
en la cima de la colina porque había una valla
de acero extremadamente eficaz de altos
postes metálicos en forma de L, afilados en el
extremo superior, que se extendía por el valle
y hasta la playa más allá de ambas
poblaciones; dicha barrera era patrullada por
guardias grandes y musculosos, por lo visto
escoceses, y sin armas visibles, que
respetuosamente informaban de que nadie
debía traspasar las entradas, ni tampoco
ninguna de las playas, sin el permiso expreso
del señor Pembroke. Muy pocas veces
llegaba a ver fugazmente a Pembroke en los
balcones de su palacio, pero sí veía allí
corrillos, e incluso bandadas de mujeres
cuyos contornos, incluso a esa distancia,
sugerían que eran jóvenes y atractivas, y sin
duda iban alegremente ataviadas con sedas de
brillantes colores. Cerca de ellas o con ellas
no vi a ningún hombre, a excepción de los
456
sirvientes asiáticos y el propio Pembroke,
quien desprendía la poderosa imagen de un
déspota oriental entre sus sultanas.
Por el comentario inadvertido de alguien,
olvidé quién, averigüé que los guardianes
tenían un cuartel o barracón al otro lado de la
isla.
Disfrutaba paseando por el valle, todo lo
lejos que me permitían, porque tanto la
variedad como la belleza de sus productos
eran asombrosas.
Aún más asombroso me resultaba el
número de fuentes ornamentales en
funcionamiento. El desarrollo de las Bahamas
está obstaculizado por la escasez de agua,
pero allí encontré lo que me pareció una
superabundancia de agua potable, pura y
cristalina. Cerca de la población había una
fuente donde una figura sentada de bronce,
aparentemente de algún dios o santón asiático
desconocido por mí, sostenía en cada mano
una gran serpiente por el gaznate; de la boca
abierta de cada serpiente brotaba un chorro de
agua que caía a un pilón a los pies de la
457
estatua. Había otras fuentes, cada una con una
figura o un grupo de figuras de bronce, en el
jardín francés cercano a las villas. Y más allá,
junto al flanco horadado en una de las colinas
que nos rodeaban, había una estructura
enorme de cemento con fuentes y
extraordinarios grupos de estatuas, esculturas
y nichos, que recordaban más o menos a la
Fontana di Trevi. Me quedé perplejo al ver el
chorro abundante de agua que salía de esta
estructura tan extravagantemente
ornamentada y recargada. Había muchos
chorros que se entrecruzaban en el aire,
incluso se entrelazaban. Pero en medio de
toda la construcción, detrás de la fuente
central, había una especie de gruta con una
entrada abierta central, como la entrada a una
casa o a una alcantarilla, a ambos lados de la
cual se veían dos aberturas más grandes,
como ventanas bajas, con un enrejado de
bronce que formaba complicados diseños, y a
través de la parte inferior de estas discurrían
dos ríos de agua tan grandes como arroyos
que caían en cascada en la fuente principal.
458
Más allá de esta fuente rococó había una
parcela cercada con un seto, que servía de
jardín de una pequeña casa de una sola
planta. En ella vivía una vieja galesa a la cual
los habitantes del poblado llamaban «Madre
Bevan». Siempre iba vestida con el horroroso
traje nacional galés y andaba cojeando y
apoyándose en un resistente bastón de tronco
de ratán con un pomo de marfil rematado con
incrustaciones de oro. Se ocupaba con
entusiasmo de una bandada numerosa de
gansos blancos que parecían perfectamente
adaptados a un clima que uno pensaría
demasiado tropical para ellos. Entre los
gansos había uno grande y muy elegante que
me recordó a mi mascota de niñez. La
bandada de gansos pasaba la mayor parte del
tiempo nadando y chapoteando en el agua del
enorme conjunto de fuentes con gruta.
Cuando pregunté a Radnor sobre la
abundancia de agua y el aparente derroche,
dijo:
—No tiene mayor misterio ni es ningún
secreto. Pembroke pudo gastar lo que quiso
459
en perforaciones artesianas aleatorias y tuvo
la perversa suerte de dar con una abundante
corriente justo cuando sus perforadores
estaban a punto de decirle que no existía
ninguna herramienta o máquina construida
por el hombre que pudiera perforar a mayor
profundidad. No es un manantial y un
propietario menos adinerado que Pembroke
probablemente no podría pagar para bombear
el agua. La central eléctrica está en la otra
parte de la isla, cerca del puerto. Emplea
gasóleo de alguna clase. No hay nunca
restricciones de agua y el excedente se
emplea para servir de ornamento, como
puede ver.
Me interesé en la vieja galesa y su
diminuta casita, que tanto desentonaba con la
fuente de cemento de estilo italiano y las
amplias villas no muy lejos de allí. A
excepción de los asiáticos del poblado y los
vigilantes, todos los habitantes de la isla me
parecieron afables y la mayoría sociables.
Abordé a la grotesca vieja cuando estaba
apoyada en su verja y descubrí en ella una
460
inesperada peculiaridad; todas sus respuestas
eran versos, bastante inteligentemente
rimados, que pronunciaba con voz
acompasada y parsimoniosa, pero sin la
menor vacilación. Su comportamiento
intimidaba y sus palabras no sonaban en
absoluto conciliadoras. Solo recuerdo una de
sus coplas, con la que acabó nuestra primera
conversación:
«Hombres caídos del cielo // Dios jamás
tuvo intención de que alzáramos el vuelo // Es
pecado ascender tan alto // Hiciste mal en tan
siquiera intentarlo // A mí los reproches
jamás me gustaron».
A excepción de esta extraña anciana, no
recibí ni una sola palabra o mirada hostil de
ninguno de mis vecinos. Disfrutaba de las
cenas a las que me invitaban y me agradaban
mis compañeros invitados; de hecho, no me
desagradó ninguna de las personas con las
que hablé, pero, por otro lado, tampoco me
atraía ninguna y, a pesar de sentirme cómodo
y muy bien recibido allá donde era invitado y
contento de que volvieran a invitarme más
461
adelante, en ninguna de las casas me sentía
con la suficiente libertad de pasar a hacer una
visita a horas extrañas solo para disfrutar de
una charla informal. Conocí a muchos
compañeros de cena agradables, pero en
ninguno vi algo más que una mera simpatía y
no me pareció probable que a ninguno
pudiera agradarle una visita mía inesperada.
Por lo tanto, como siempre me gustó el
aire libre, me sentía un tanto solo en mi
propia terraza y no había ningún lugar lo
suficientemente íntimo para coincidir con
otros, me aficioné a pasar muchas horas de
las mañanas, antes de que aumentara el calor
del mediodía, a la sombra de los árboles del
parque pequeño, el cual me atraía por muchos
de sus encantos, especialmente las matas
rosas de buganvillas que crecían aquí y allá.
Siempre me llevaba un libro; en ocasiones
leía, pero con mayor frecuencia me limitaba a
contemplar las bellas vistas, a los incontables
flamencos que surcaban el cielo, o entre los
árboles en dirección al mar a las masas
cegadoramente blancas de cúmulos
462
redondeados de nubes, como titánicas
montañas cubiertas de nieve, borboteando y
creciendo en los altos cumulonimbos que se
formaban en el vívido cielo azul sobre el
océano.
Creo que fue mi segunda mañana en el
parque cuando vi a Madre Bevan cruzando un
sendero a cierta distancia. Más tarde la vi en
varias ocasiones cruzando otros senderos.
Cada mañana la veía fugazmente de igual
manera. La quinta o sexta mañana de repente
fui consciente con un convencimiento interior
de que ella estaba haciendo una y otra vez el
circuito del parque, merodeando a mi
alrededor a fin de cuentas, como una bruja
urdiendo un hechizo cerca de la víctima
designada.
A la mañana siguiente fingí estar absorto
en mi libro, me mantuve alerta y preparado
para vigilar en todas direcciones. Me aseguré
de que Madre Bevan estaba deambulando por
las afueras del parque, renqueando apoyada
pesadamente en su bastón, y me aseguré
también de que después de que hubiera
463
completado una vuelta al circuito a mi
alrededor, siguiera andando y completara otra
y otra más.
Tenía curiosidad, y a la vez me sentía
perplejo y furioso; enfadado conmigo mismo
por tomar en consideración la idea de que
alguien, en 1921, intentara hacer brujería, y
preocupado por el temor de que mi mente
estuviera confundida; y, aunque era incapaz
de quitarme esa idea de la cabeza, sin
embargo era totalmente escéptico en cuanto a
los efectos que pudieran tener en mí y, en
cualquier caso, inconsciente de que tuviera
alguno.
Pero al día siguiente, sentado en el mismo
banco de mármol, junto a la misma fuente y
entre las mismas matas rosas de buganvillas
en flor, advertí no solo a Madre Bevan
deambulando por la parte exterior del parque,
sino también su numerosa bandada de
ruidosos y engreídos gansos blancos
anadeando a su alrededor, no muy lejos de
mí, e innegablemente rodeándome en círculos
cada vez más estrechos con el ganso grande
464
siempre más cerca. Al principio sentí
incredulidad, luego me sentí estúpido y
después despechado. Y, mientras el ganso,
graznando de vez en cuando, daba la quinta o
sexta vuelta a mi alrededor, fui consciente de
un impulso interior, de un impulso casi
irrefrenable, de buscar a Pembroke y decirle
que estaba dispuesto a hacer lo que quisiera
que hiciera, a comprometerme a hacer lo que
quisiera que hiciera.
Me alarmé. Sentí, avergonzado pero con
toda la crudeza, que era la víctima de alguna
clase de intento de necromancia. De repente
me sentí enfurecido por el resentimiento, por
el odio hacia ese ganso. Me puse de pie de un
salto, le lancé el libro, corrí tras él, le lancé
mi bastón de bambú y a punto estuve de
darle. Recuperé el bastón y perseguí al ave
que huía, le lancé el bastón una segunda vez y
de nuevo estuve a punto de acertar.
Los gansos medio anadearon, medio
volaron hacia las prominentes atrocidades de
la fuente rococó junto a la colina; les seguí,
todavía furioso. Había a lo largo del sendero
465
previo a la fuente un ribazo de trozos de rocas
de coral que definían los bordes de los lechos
de flores. Cogí un puñado de los trozos más
pequeños y angulosos de roca y perseguí a los
gansos en dirección a la pila principal de la
fuente y apedreé al ganso grande con trozos
cortantes de coral. El animal voló cruzando la
entrada central en dirección a la gruta y me
siseó a través de una de las rejas, tras las
cuales estaba a salvo de mis misiles.
De repente, abrumado por un ataque de
vergüenza y mi tendencia natural a reírme de
mí mismo, me batí en retirada a mi terraza.
Allí me senté reflexionando sobre mi
situación y experiencias.
Recordé que, en todas las cenas a las que
había sido invitado, prácticamente siempre se
habían mantenido dos temas de conversación:
el aburrimiento de la vida en las islas
tropicales en general y en la isla de Pembroke
en particular; y la valía, las excelentes
cualidades, el encanto y la perfección del
propio Pembroke.
466
Busqué la ocasión de estar con Radnor a
solas, de abordarlo, de atraerlo a mi terraza.
Cuando el clima de nuestra conversación me
pareció propicio, dije:
—¡Vea esto, Radnor! Sé que dijo que
tenía intención de eludir cualquier pregunta
que pudiera formularle, pero hay una
pregunta que tendrá que responderme, de
alguna manera. ¿Por qué está toda esta gente
aquí?
—Eso es fácil de responder —dijo
Radnor riéndose—. No tengo ningún
problema en responder a esa pregunta. Están
aquí porque Pembroke quiere que estén aquí.
—No expresé bien la pregunta —dije—,
pero sabe a lo que me refiero. A nadie de los
que he conocido le gusta estar aquí. ¿Por qué
se quedan?
—Eso también es fácil de responder —
sonrió Radnor—. Casi cualquiera se quedará
en cualquier lugar si está alojado
confortablemente y bastante bien pagado.
Pembroke proporciona a sus asalariados un
plus de lujos y es más generoso en los pagos.
467
—Eso no es lo que me intriga —continué
—. Todavía no he encontrado las palabras
correctas para expresar mi idea. Pero usted
sin duda me entiende, creo, aunque finge no
hacerlo. Todos los habitantes de estas villas
no están solo intranquilos, añoran sus hogares
consciente y profundamente, hasta el punto
de que ni un entorno lujoso ni los futuros
ahorros les pueden aliviar. Se mueren por
volver a sus hogares. ¿Qué los mantiene
aquí?
—Eso se debe al ineludible encanto de la
isla. Eso es lo que los mantiene aquí.
—¿Dijo encanto o hechizo? —pregunté
con toda intención.
—¡He dicho encanto! —dijo Radnor
enfáticamente—. Déjelo ahí.
—No estoy en absoluto dispuesto —
repliqué— a dejarlo ahí. Considero que esto
no es ninguna broma, desde luego no algo
que pueda ser solucionado con un ingenioso
juego de palabras. Insisto en saber qué es lo
que hace que toda esta gente permanezca
aquí. Todos declaran a la menor ocasión que
468
mueren de añoranza, que el clima es
desagradable, que echan de menos otros
cielos más moderados, la vegetación del
norte, las noches heladas. ¿Qué hace que se
queden aquí?
—Ya se lo he dicho —insistió Radnor—,
que, como yo, la mayoría de los seres
humanos harán cualquier cosa, cualquier cosa
lícita y razonable, si se les paga lo
suficientemente bien.
—El resto no son como usted —afirmé—.
Usted y la señora Radnor me parecen agentes
libres, que hacen, por consideración, lo que se
les pide que hagan y que ustedes dos, tras
sopesar los pros y los contras, han acordado
hacer. Los demás, europeos, norteamericanos
y asiáticos, excepto Madre Bevan, parecen
seres hipnotizados que se mueven como en
trance, meros autómatas vivientes, sin
ninguna voluntad propia, y que actúan solo
por voluntad de Pembroke; exactamente
como si fueran muñecos mecánicos. Me
parecen hipnotizados o embrujados. Estoy
por asegurar que creo que han sido sometidos
469
a algún tipo de influencia sobrenatural o
mágica. Están tan dominados por Pembroke
como si fueran las yemas de sus dedos.
Radnor me miraba asustado.
—No servirá de nada —exclamé— que
me contradiga o lo niegue.
—Le creo —dijo Radnor, como si
pensara en voz alta. Luego continuó—: Tiene
razón. Excepto Madre Bevan, Lucille y yo, el
resto de los seres humanos de esta isla están
bajo la influencia de Pembroke, captados en
gran parte gracias a la ayuda de Madre
Bevan.
—¿Por qué no usted y su esposa? —
pregunté.
—Lucille, por mí —contestó—.
Pembroke descubrió, probando con Melville
y Kennard, que bajo su influencia, aunque
conservaba sus habilidades quirúrgicas, un
médico pierde su habilidad de diagnosticar y
prescribir. Tuvo que enviar a Kennard y
Melville de regreso a casa y subvencionarles
con una paga hasta que recuperaran sus
facultades.
470
Le miré directamente a los ojos. Impidió
mi inminente estallido diciendo:
—Por lo que sé, la influencia de
Pembroke sobre sus criados no les hace
ningún daño, ni físico ni mental. Kennard y
Melville poseen unos emolumentos tan
grandes y tantos pacientes y son tan exitosos
y prósperos, tan populares y prominentes
entre sus compañeros médicos como si jamás
hubieran viajado aquí. A excepción de su
entusiasmo y admiración por Pembroke,
todos los seres humanos en esta isla me
parecen tan saludables como si no estuvieran
bajo ninguna influencia en absoluto.
—Aun así —repliqué secamente—, usted
no debería ser cómplice de tal crueldad.
—No reconozco —respondió Radnor
acaloradamente— que exista crueldad en esta
isla ni que haya ningún atisbo de crueldad en
lo que usted ha adivinado solo de forma
parcial. Además no soy cómplice de nada,
como es mi deber, pero también creo que
estoy en la obligación de no perjudicar a
Pembroke de ninguna manera. Soy el médico
471
residente de la isla y su médico personal;
estoy aquí para tratar heridas, curar
enfermedades, aliviar el dolor y hacer todo lo
posible para mantener sanos a todos los
habitantes de esta isla. Cumplo con mi deber.
No intente sermonearme.
—Estoy intranquilo —dije— por mi
estancia forzada aquí y me repugna la idea de
sucumbir a la influencia de Pembroke.
Radnor se rio.
—Usted es el único ser humano que ha
llegado a la isla —dijo—, desde que
Pembroke la compró, sin ser invitado. No
tardará en marcharse de aquí. Y no es
probable que se vea afectado por lo que sea
que él o Madre Bevan puedan hacerle. Ni
Kennard ni Melville sospecharon jamás nada,
ni se olieron nada extraño. Usted solo ha
podido captar a medias la situación. Usted ha
sido el sujeto más refractario al influjo de
Madre Bevan hasta el momento. No debe
temer nada.
A continuación, salió silbando el Vals del
Danubio Azul de Strauss.
472
Me asaltaban frecuentes y recurrentes
temores, pero intentaba disimularlos. Creo,
entre todos los terrores que me acosaron
durante el resto de mi estancia en la isla, que
lo más cerca que estuve de entrar en pánico
fue una hora después de que Radnor me
dejara. Poco después de que se marchara,
Pembroke, ataviado exactamente como antes,
y recordándome a una rana teatral en una
pantomima de duendes, se acercó a paso lento
y se sentó a mi lado.
Yo sudaba temblando consternado, y
estaba a punto de desesperarme cuando me vi
incapaz, a pesar de lo mucho que lo intenté,
de pronunciar ni una sola palabra sobre el
ganso, Madre Bevan o mis sospechas;
incapaz incluso de aludir al tema de ninguna
manera, aunque él me preguntó sin rodeos:
—¿Tiene alguna queja?
—Solo que estoy aquí —respondí.
—No tuve nada que ver con su presencia
en este lugar —replicó—. Llegó sin ser
invitado, por voluntad propia o por accidente.
Confío en haber sido un anfitrión cortés, pero
473
no he intentado fingir que es usted
bienvenido. Estoy intentando organizar su
partida de manera que no me suponga ningún
inconveniente o riesgo de consecuencias
desfavorables para mí. Créame, estoy
haciendo todo lo que puedo para agilizar el
regreso de usted a su vida habitual. Mientras
tanto, deberá tener paciencia.
Yo me sentía muy impaciente y al borde
de la histeria al ser consciente de que, da
igual lo mucho que luchara internamente, era
incapaz de referirme o aludir a lo que más
pesaba en mi mente.
Intercambiamos una serie de comentarios
generales durante un rato y se marchó de
forma tan abrupta como en anteriores
ocasiones, dejándome allí tembloroso por la
consternación y temiendo que mi incapacidad
para abordar el tema que tanto deseaba tratar
con él fuera una premonición de mi
fascinación por Pembroke y mi sometimiento
a su influjo.
A medida que pasaban los días, me
acostumbré a apedrear al misterioso ganso,
474
persiguiéndolo hasta la fuente y haciendo que
me siseara desde detrás del enrejado de la
gruta; me volví indiferente a las visiones
fugaces de Madre Bevan revoloteando a mi
alrededor a media distancia. Volví a tener
apetito durante las comidas; de hecho, la
comida que me llevaban a mis aposentos
hubiera despertado la gula y el deseo hasta
del más melindroso dispéptico, e incluso su
voracidad; y las cenas a las que me seguían
invitado eran exquisitas.
Pero noche tras noche, cada vez dormía
menos, hasta casi sufrir de total insomnio. Y
a medida que pasaban los días encontraba
más difícil centrarme en la lectura o mantener
la mente atenta a lo que leía, o incluso leer.
Volví a abordar a Radnor. Le describí mis
cada vez mayores molestias y preocupación.
—Ahora —dije—, o muy pronto, no solo
necesitaré su ayuda, sino que de nada servirá
ya su ayuda o la de cualquier otra persona. Si
no hace algo por mí voy a volverme loco,
haré algo desesperado, me suicidaré.
475
—He estado sopesando —dijo— cómo
ayudarle y estoy a punto de dar con un
tratamiento. Su estado no justifica que le
recete nada para que duerma. De momento no
quiero suministrarle ningún tipo de droga, ni
tan siquiera el más leve sedante. En serio,
intente dormir esta noche. Creo que antes de
mañana daré con la prescripción más
saludable para usted y que no dé pie a dudas
que pudieran contrariar a Pembroke.
Intenté dormir esa noche, pero seguía
despierto bastante después de la medianoche.
Mientras daba vueltas en mi confortable
cama, escuché afuera en la oscuridad sin luz
de luna a alguien silbando una melodía.
Cuando el sonido se fue acercando confirmé
que se trataba de Radnor. También reconocí
la melodía.
Era la de «La balada del Pato de Nell
Flaherty».
La melodía me trajo a la mente el
estribillo de la canción:
476
El pequeño y querido amigo,
Sus patas eran tan amarillas,
¡Podía volar como una
golondrina y nadar como una
merluza!
Mala suerte tenga el ladrón, ebrio
o sobrio
¡El monstruo que mató al pato de
Nell Flaherty!
477
todo lo que recordaba que llevaba conmigo.
Mi automática estaba bien engrasada y en
buenas condiciones y su cargador lleno de
balas. Mi cinturón, con los cargadores extras,
estaba tal como lo había dejado. Me lo puse
sobre mi ropa veraniega ligera como una
pluma, me abroché la automática; salí
dispuesto a ponerme a la suficiente distancia
de Pembroke para hablar con él.
La casualidad, o algún capricho del
inconsciente, guio mis pasos a la playa y, a
pesar del calor cada vez más intenso de los
rayos de sol, seguí por ella hasta los restos de
mi avión accidentado, apenas visible bajo la
gran acumulación de espuma que dejaban las
olas y empujada a la orilla durante la
tempestad que había azotado el lugar
mientras dormía.
No muy lejos de aquellos restos de lo que
en otro tiempo fuera mi avión, acercándose
por la playa, encontré a Pembroke.
Descubrí que ahora no tenía dificultad
para expresar mi pensamiento.
478
—Pembroke —dije—, estoy harto de
estar confinado en su isla. Estoy irritado hasta
la extenuación. Si no me despacha
rápidamente a otro lugar la tensión que
soporto será intolerable para mí. Algo en mi
interior se quebrará y haré algo desesperado,
algo de lo que se arrepentirá.
Me miró directamente a los ojos, atractivo
con su fantástica vestimenta; con apariencia
de estar calmado y frío.
—¿Está, por algún casual —dijo
arrastrando las palabras—, amenazando con
dispararme?
—No he amenazado a nadie —repliqué
agitado—, y no tengo intención de dispararle
a usted ni a nadie. Soy consciente de que esta
isla suya es parte del Imperio Británico y que
en ninguna parte de ella se toleran los
homicidios o ataques asesinos, ni quedan
impunes. Pero, ya que usted usa la palabra
«amenazar», estoy dispuesto a lanzar una
amenaza. Si no me libera pronto de mi actual
cautiverio, si no me envía pronto a casa, no le
dispararé a usted ni a ningún ser humano,
479
pero le aseguro que dispararé a ese ganso
diabólico y, se lo prometo, si le disparo
acertaré, y si acierto lo mataré. Me parece que
estoy siendo lo bastante claro y supongo que
entiende mis palabras, incluyendo todas las
implicaciones de lo que digo.
La expresión facial de Pembroke me
pareció que no solo revelaba sorpresa y
perplejidad, sino las emociones de un hombre
confundido y momentáneamente desvalido
ante unas circunstancias totalmente
inesperadas.
—¡Venga conmigo! —me dijo cortante.
Le seguí por la playa hasta el poblado y,
mientras avanzábamos, me maravilló ver lo
aparentemente cómodo que se le veía en su
traje ajustado, con la cabeza desprotegida
bajo el fiero resplandor de los despiadados
rayos solares, mientras yo me regocijaba con
mi ligera vestimenta y por estar protegido
bajo el más que adecuado sombrero Panamá
que había elegido entre la selección que Fong
puso a mi disposición.
480
Rebasamos el final de la cerca metálica,
los dos guardias saludaron a Pembroke y
reprimieron una sonrisa al mirarme, o eso me
pareció ver. Justo alrededor de ese punto
había un amplio terreno de aviones con una
larga hilera de hangares frente a la playa. Me
sorprendió, porque no había visto ni un solo
avión en el aire por encima o alrededor de la
isla.
Media docena de asiáticos, aparentemente
anamitas, se levantaron cuando nos
acercamos y permanecieron de pie
respetuosamente con la mirada puesta en
Pembroke. Este pronunció alguna clase de
orden en una lengua que yo desconocía y dos
de ellos abrieron de par en par las puertas de
un hangar. Allí dentro, para mi sorpresa, vi
un biplano Visconti, uno de los aviones de
una sola plaza más potentes jamás
construidos.
—¿Qué le parece? —preguntó Pembroke.
—Estoy anonadado —respondí—. Estaba
convencido de que no había ni un solo
481
espécimen de este tipo de máquina voladora
en este lado del Atlántico.
—Este es el primer y único Visconti
ensamblado en esta parte del océano —
respondió—. La cuestión es, ¿sabe pilotarlo?
—Creo que puedo —dije—, estoy seguro
de que puedo intentarlo.
—Inténtelo entonces —me respondió
Pembroke—. Se lo regalo. Cuanto antes se
marche de aquí, más me complacerá.
Habló largo y tendido, aparentemente en
la misma lengua desconocida, y se alejó en
dirección a su palacio.
Pasé ese día y la mayor parte del siguiente
revisando ese biplano Visconti, con la hábil y
rápida asistencia de los dóciles anamitas. Si
había en el aparato algo defectuoso, poco
fiable o averiado, desde luego no di con ello.
La tercera mañana (había cenado en casa de
los Radnor las dos noches anteriores),
admirablemente equipado por Fong, quien de
inmediato me proporcionó todo lo que le
pedí, despegué en aquel biplano Visconti y, a
pesar de mis temores, llegué a Miami sano y
482
salvo. Pero estaba tan agotado por la ansiedad
que necesité seis semanas de estancia en un
sanatorio para volver a ser el mismo. Durante
esas horas aparentemente interminables que
pasé en el aire estuve en todo momento
esperando que algo preparado astutamente de
antemano e imposible de descubrir durante
mis inspecciones y reinspecciones se
estropeara en el avión y me aniquilara de
forma instantánea. La tensión estuvo a punto
de acabar conmigo. Sin embargo, bien está lo
que bien acaba.
483
LA ESPADA DE FLOKI
484
Todos le odiaban. Los tres jefes: Halfdan
Ingolfson, Kollgrim Erlendson y Lodbrok
Isleifson, propietarios del barco y que habían
planificado la aventura, le odiaban porque,
para su incrédula sorpresa, sentían un temor
innegable ante él. Sus seis thralls: Vifill, Ulf,
Hundi, Kepp, Sokholf y Erp, le odiaban,
incluso más que sus propios amos, por su aire
de inefable superioridad. Los otros veintiséis
vikingos le odiaban porque se sentían
inferiores y se negaban a reconocerlo, ni tan
siquiera en sus pensamientos. La mayoría de
sus cuatro pérfidos y falsos amigos Hrodmar
Finngerdson, Sigurd Atlison, Gellir
Kollskeggson y Bodvar Egilson, que habían
urdido la conjura para atraerlo a su fin y
quitárselo de en medio, y que le habían
engatusado para que se uniera a la
expedición, le odiaban por su belleza, su
elegancia, su actitud desenfadada y su vivaz
ingenio. No se atrevían a atacarle y,
amargados y encerrados en sí mismos,
esperaron la hora propicia, con semblantes
afables y sonrientes pero intercambiando
485
furtivas miradas entre sí.
Su oportunidad llegó después de que una
tormenta los arrastrara no sabían dónde ni en
qué dirección porque, en aquellos tiempos,
las estrellas eran las únicas guías de los
marineros. Durante tres noches y tres días no
habían visto ni las estrellas ni el sol; de
hecho, apenas podían ver más allá de dos
barcos de largo a través de la niebla azotadora
y la lluvia torrencial, y todo ese tiempo no se
atrevieron a izar más que algún trapo de vela,
pero, por turnos, todos los hombres, thralls,
guerreros y jefes por igual, excepto durante
breves cabezadas de sueño inquieto,
trabajaban denodadamente remando para
mantener la nave con la proa de cara a los
vientos huracanados o achicando
furiosamente para mantener el barco a flote.
Tan terrible era la tempestad que Kollgrim, su
líder reconocido, no quería dejar el timón y se
aferraba a él hasta que el agotamiento le
obligó a descansar. Sin embargo, cuando hizo
una señal para el relevo, ni Halfdan ni
Lodbrok se apresuraron en hacerse cargo de
486
una tarea de tan vital importancia. Mientras
vacilaban, aunque fue solo durante un
segundo, Thorkell tomó el timón justo en el
momento en el que Kollgrim lo soltaba. Y tan
bien gobernó el barco, tanto justificó su
reputación como hombre de mar, que a partir
de ese momento era más bien Kollgrim quien
actuaba de relevo de él que él de Kollgrim:
todos, Kollgrim incluido, se sentían más
seguros cuando Thorkell estaba al timón.
Una hora o dos antes del ocaso del largo
día septentrional la tormenta se desvaneció, el
cielo se despejó y el viento aflojó y se tornó
en una suave brisa. Subieron a sus mástiles,
izaron sus velas, pusieron la nave a toda vela
y mientras Halfdan estaba al timón y Lodbrok
de vigía en proa, el resto se daba un banquete.
Masticando y mordiendo sin prisa devoraron
una enorme cantidad de comida remojada con
copiosas rondas de hidromiel. Cuando ya
ninguno de ellos podía tomar un bocado más,
Sigurd se hizo cargo del timón y Bodvar de la
posición de vigía y, mientras Halfdan y
Lodbrok comían, el resto se dispuso a dormir,
487
la mayoría a babor, sobre los remos de
repuesto y las maromas, o bajo los bancos de
los remeros.
Durante la breve noche septentrional,
Sigurd y Bodvar pusieron el Sea-Raven
rumbo norte gracias a un cielo lleno de
brillantes constelaciones, pero antes del
amanecer descubrieron que las estrellas
permanecían ocultas a su alrededor en todo el
horizonte y poco a poco fueron ocultándose
las más altas, hasta que solo distinguieron
unas cuantas borrosas directamente sobre
ellos; de manera que, cuando los durmientes
despertaron, se encontraron envueltos en una
densa niebla y, poco después del amanecer, el
viento aflojó hasta el punto que tuvieron que
tomar de nuevo los remos para mantener el
barco en movimiento. Los exhaustos thralls y
Kollgrim fueron los últimos en levantarse.
Después de que Kollgrim se despertara,
Thorkell era el único durmiente y dormía
profundamente, agotado por el sobreesfuerzo
al timón.
488
Tras echarle un vistazo mientras dormía
sobre unas maromas, Hrodmar y Gellir
hicieron una señal a Sigurd y Bodvar. Estos
abandonaron sus puestos dejándolos a cargo
de relevos más que dispuestos y se abrieron
camino cuidadosamente en medio del barco
entre los hombres que aún descansaban y los
sufridos remadores. Kollgrim, Lodbrok y
Halfdan se unieron a ellos y los siete
conversaron. Todos lo miraron y todos
estaban de acuerdo en que dormía
profundamente y que era improbable que se
despertara. Entonces, los tres jefes hicieron
una señal a sus seis thralls y les dieron
instrucciones. Erp y Ulf cogieron unos
cuantos cabos y ataron en cada uno de ellos
un nudo corredero. Vifill se emparejó con
Hundi y Sokholf con Kepp, y cada pareja
cogió un cabo, más grueso que el pulgar de
un hombre grande. Con sigilo, los seis se
arrastraron hacia Thorkell mientras los demás
hombres a bordo, excepto unos cuantos
durmientes y los remeros en popa desde la
posición de Thorkell, observaban su
489
aproximación con malicioso regocijo. Hundi
y Vifill deslizaron su cabo por debajo de las
rodillas de Thorkell; Kepp y Sokholf hicieron
lo propio con el suyo atándole los tobillos,
Ulf y Erp ataron cada uno una de sus
muñecas. Cuando los seis estuvieron listos
levantaron la mirada hacia Kollgrim y, tras la
señal con la cabeza de este, los dos nudos se
ciñeron y las cuerdas quedaron fuertemente
atadas alrededor de las rodillas y tobillos de
Thorkell. Ni siquiera eso lo despertó. Erp y
Ulf tiraron de sus cuerdas y desplegaron los
brazos de Thorkell hacia fuera al tiempo que
sus cuatro supuestos amigos saltaron sobre él,
lo pusieron boca abajo y, tras un violento
forcejeo, porque, a pesar de tener las rodillas
y tobillos atados, Thorkell luchaba como un
gato salvaje, lo maniataron por la espalda y lo
giraron de nuevo boca arriba, inmovilizado y
desvalido.
Entonces se ensañaron, le dijeron lo que
pensaban realmente de él y le insultaron para
regocijo de sus corazones. Halfdan, que era
un aclamado escaldo, compuso y entonó ante
490
él un drapa de triunfo. Incluso los thralls
expresaron su envidiosa maldad. Gellir
propuso aplastarlo y Bodvar lanzarlo por la
borda. Pero Kollgrim tenía reparos. Los
treinta y cuatro hombres libres habían jurado
una promesa de compañerismo mutuo, como
era costumbre en todas las travesías vikingas,
y afirmó que todos ellos sin excepción se
habían comprometido bajo juramento y
debían cumplir este, ya que no en el fondo, al
menos sí en la forma.
Lodbrok entonces sugirió que lo dejaran a
la deriva, atado tal como estaba, en el bote
más pequeño que había quedado medio
desfondado durante la tormenta y que
suponían que tenía agujeros; solo le darían
una pequeña cantimplora de agua y un
pescado ahumado. Entonces podrían acusarlo
de deserción voluntaria.
Para entonces ya estaba más cerca el
mediodía que el amanecer, pero todavía no
habían visto rastro alguno del sol, ni ningún
hombre podía con esa niebla adivinar el lugar
del sol en el cielo. Su visión era todo niebla
491
gris y una suave marejada, porque no corría
ni una brizna de aire.
Quitaron la vela, el mástil y los remos del
bote; pero no lo registraron cuidadosamente.
Allí pusieron una cantimplora de agua y dos
pescados ahumados pequeños. También
depositaron allí a Thorkell, maniatado, pero,
al lanzar el bote al agua, Kollgrim le cortó las
cuerdas de las rodillas y los tobillos.
Mientras el bote y el barco se separaban,
sus enemigos se burlaban de él y sus rostros
sonrientes le observaban entre y por encima
de los escudos que cubrían la barandilla baja.
—¡Iza la vela! se mofó Bodvar, y pon
rumbo a Noruega o Islandia, como prefieras.
Estás tan lejos de un sitio como del otro. No
tienes mejores ni peores posibilidades en una
u otra dirección.
—¡Espero que disfrutes de tus
provisiones! —exclamó Gellir.
—Pronto necesitarás los dos remos —
gritó Hrodman—, y no veo ninguno.
—¡Qué bien te vendría un cubo! —gritó
Sigurd.
492
Pronto solo vio niebla.
Miró el agua sucia que salpicaba por el
fondo del bote. Este no se inundaba
rápidamente, pero hacía aguas. No había
entrado agua por la borda y las grandes olas
de mar de fondo eran largas y suaves. En
cuanto al aire, no había ni una brizna. De
momento tan solo debía temer el agua que se
filtraba. Y, a babor, escondido bajo la
bancada delantera y en un cubículo
triangular, vio un cubo de achicar.
Significaba más para él que los dos pescados
pequeños o la cantimplora de agua ahora bajo
la bancada trasera. Examinó con cuidado la
borda y las bancadas. Vio dos astillas
puntiagudas. La más grande y afilada estaba
situada en un lugar que no le servía, pero,
dolorosamente y con gran esfuerzo, se
retorció, dobló y estiró hasta arrimar las
cuerdas de sus muñecas a la otra astilla. Con
penosos esfuerzos desde un principio, y no
mucho después angustiosos, frotó la cuerda
contra la astilla. Jadeando, hecho un flan por
493
el agotamiento, tembloroso y sudado, a punto
estuvo de desmayarse, pero recobraba fuerzas
cada vez que echaba una ojeada al agua del
bote.
Por fin, justo cuando la esperanza y las
fuerzas ya le abandonaban, la cuerda se
partió. Con unos cuantos giros y tirones de
brazos y manos logró liberarse. Se sacudió, se
golpeó el pecho con los brazos y se abalanzó
hacia el cubo de achique. Para su
satisfacción, no pasó mucho tiempo hasta que
ni con la mayor habilidad lograba llenarlo
hasta la mitad; el agua no se colaba en el bote
demasiado rápido para él.
Mientras la densa niebla y la calma
intensa continuaba sobrevolando por las
aguas y las lentas olas incluso amainaban, su
cascarón se mantuvo a flote no solo todo ese
día y noche, sino durante los dos días y
noches siguientes. Pero la tercera noche de ir
a la deriva le encontró al borde del
agotamiento. Casi la mitad del tiempo lo
ocupaba achicando y le dolían los músculos.
Tenía miedo de dormirse por temor de irse a
494
pique antes de despertar. En una ocasión, a su
pesar, se quedó dormido y al despertarse
encontró la borda casi al nivel del agua, de
manera que la furia más desesperada de
achicar el agua casi no le bastó para salvarse.
En el fragor del momento, el pescado fue
arrastrado por una ola. La cantimplora la
había vaciado al anochecer del segundo día
tras controlar la sed todo lo que pudo.
Cuando el lento amanecer aclaró la niebla
tras la corta noche ártica, creyó estar
delirando, porque le pareció oír el rugido de
las olas chocando contra rocas no muy lejos.
Entonces, de repente y sin previo aviso, la
niebla se desvaneció, los rayos solares
ensartaron los últimos restos de esta, el aire
se despejó y vio el sol directamente, vio el
cielo sin nubes, vio el horizonte a su
alrededor y contempló cerca de él y frente al
sol naciente una costa rocosa.
Al instante se dio cuenta de que sus
enemigos habían estado equivocados en
cuanto a la posición del Sea-Raven y lo
habían dejado a la deriva a tan solo unas
495
cuantas leguas del este de Islandia. A pesar
de que le zumbaba la cabeza y tenía la boca
seca, a pesar de los temblores y escalofríos en
sus miembros y de su debilidad generalizada,
sintió que un vigor renovado le recorría todo
el cuerpo. Con su penosa pala de haya se
turnaba para achicar y remar. Sentía que la
corriente lo acercaba a los acantilados. Vio
cerca un cabo. Peleó con el achicador para
guiar el bote hacia allí. Las corrientes eran
favorables y se dirigió hacia el cabo. No vio
ninguna playa, sino muchas rocas planas al
nivel del mar, algunas apenas húmedas por el
lento oleaje. Entre estas rocas y él no vio que
rompiera el agua. Si encallaba la barca allí o
rozaba las rocas, podría saltar fácilmente sin
sumergirse en el agua.
De hecho, tuvo la suerte de lograr
justamente eso y vio cómo su bote se
desfondaba y rompía después de que él
estuviera en suelo firme sobre una roca de
basalto casi seca.
Y allí se encontró con su jubón, sus calzas
y botines, solo con su fajín interior, sin
496
cinturón ni capa, ni espada, ni daga, ni tan
siquiera una navaja. Todo lo que llevaba
encima estaba húmedo por la niebla y las
salpicaduras de las horas que se había pasado
achicando agua; pero, aunque le castañeaban
los dientes en el frío aire de la mañana,
doblemente frío tras la suave temperatura que
había tenido en alta mar, no era desde luego
el náufrago medio congelado que hubiera
sido de tener que nadar hasta la orilla.
A su izquierda y en dirección sur, los
acantilados parecían golpeados por las olas.
Delante de él, hacia el oeste, le pareció
entrever un poco de playa no muy lejos. A su
derecha, en dirección norte, le pareció
distinguir un cabo al otro lado de un fiordo.
Se dirigió al oeste, vacilante, zozobrando,
tropezando e incluso tambaleándose, pero
siempre manteniéndose en pie. Gaviotas y
otras aves marinas volaban en círculos y
graznaban por encima de él y a su alrededor.
A menos de cien pasos del lugar donde había
tomado tierra se topó con un pequeño
riachuelo que bajaba por una grieta del
497
acantilado. Se arrodilló y se llenó las manos
del agua gélida. Luego se tumbó junto al
riachuelo y contó lentamente cien entre cada
sorbo de agua y el siguiente. Antes de saciar
del todo su sed, se levantó.
Luego examinó las rocas en busca de
nidos. Vio muchos, pero de la veintena de
huevos que cascó, solo uno era comestible.
Lo sorbió y tragó despacio el contenido.
Sintió que volvía a la vida.
Sin tambalearse ahora, continuó
avanzando con precaución. Se sentía
extrañamente grande y ligero a un mismo
tiempo, y todo aquello que miraba le parecía
tenue y vago. Pero se sentía realmente capaz
de andar. Bordeó un saliente del acantilado.
Ante él, iluminado por los rayos oblicuos
del sol, vio tres bellas y jóvenes damas,
andando cogidas de los brazos. Iban con la
cabeza descubierta y las tres llevaban un lazo
alrededor de la frente y del cabello ondeante.
La de en medio era alta, corpulenta y con el
cabello muy negro. Iba envuelta en una capa
carmesí. La joven a su derecha era de una
498
altura mediana, delgada, con brillantes
trenzas de cabello castaño y llevaba una capa
azul oscuro. La tercera era pequeña y
encantadora, con el cabello dorado, las
mejillas rosas, los ojos azules, envuelta en
una capa de brillante verde claro.
Thorkell pensó que eran normas que
habían ido para escoltarlo hasta Valhalla. Una
nube, primero gris y luego profundamente
negra, pasó entre él y su visión. Entonces
sintió que se desplomaba.
II
Cuando Thorkell recuperó el conocimiento se
encontraba en cama y en absoluta oscuridad.
Palpó a su alrededor y descubrió que estaba
en una especie de camastro, con una pared a
mano derecha y a su izquierda un tablero
pulido. Lo recorrió a tientas con la mano por
el borde superior. Estaba hundido en su lecho
y bajo él había una infinidad de mullidos
499
plumones del colchón. Estaba tapado con un
cálido edredón. Intentó estirarse, pero el
espacio era muy corto para él. Volvió a
acomodarse y se durmió de nuevo.
Cuando se despertó por segunda vez ya
era de día y vio junto a su camastro una dama
alta, enjuta y mayor, con mirada severa y
facciones duras, con el cuello delgado y
nervudo y el cabello gris. Iba ataviada con
ropas de lana sin tinte y del habitual color
marrón oxidado.
—Hijo —le advirtió la mujer—, no debes
intentar hablar. Bebe esto despacio.
Y, cuando débilmente intentó
incorporarse en el camastro, ella le sujetó con
el brazo derecho, al tiempo que llevaba a sus
labios con la mano izquierda una copa de
plata. Thorkell saboreó una deliciosa tisana
con leche, hidromiel, miel, cebada y otros
ingredientes que no reconoció. Bebió la
mayor parte, se tumbó entre sus almohadas de
plumas y enseguida volvió a dormirse.
La tercera vez que se despertó fue
también a plena luz del día. Se sentía más
500
recuperado. Vio que su cama ocupaba casi
toda una pared lateral de una habitación
bastante grande revestida con madera oscura
y techo bajo igualmente revestido. Frente a su
cama había una mesa estrecha y alta. En la
pared, a los pies del camastro, había una
entrada baja y la puerta cerrada. En la pared
opuesta había una ventana, cuyos reducidos
marcos tenían pequeños paneles hechos de
membrana de pescado tensada en las celosías
de madera. Los paneles brillaban alumbrados
con el resplandor del reluciente sol y se
filtraba mucha luz a través de ellos, de
manera que la habitación estaba bien
iluminada. Junto a la cama, de cara a la
ventana, en una de las dos sillas, estaba
sentado un anciano alto y magníficamente
señorial, con el pelo cano, la piel roja,
espalda ancha y envuelto en una capa marrón
rojiza hecha de excelente lana. Llevaba una
cadena de oro en el cuello de la que colgaba
un enorme porta-amuletos ovalado y dorado.
—Hijo, no debes intentar hablar —dijo el
anciano—. Escucha y recuerda. Estás alojado
501
en Hofstadir, en Revdarfiord, junto a
Faskrudness, en la costa este de Islandia. Yo,
Thorstein Vilgerdson, soy señor de Hofstadir.
No sabemos nada de ti excepto que mi hija y
mis dos sobrinas te encontraron a primera
hora de la mañana antes de ayer en la playa
junto a Faskrudness. Mi esposa te ha estado
cuidando y me dice que pronto podrás
levantarte y moverte. Solo después de que te
recuperes y te sientas con fuerzas te permitiré
que nos cuentes tu historia. Mientras tanto,
eres nuestro invitado. Haz lo que te aconsejo.
Mantente callado, recompón tu mente, reposa
y ayuda a mi esposa a recuperar todas tus
fuerzas y vigor. Cuando vuelvas a ser tú
mismo hablaremos otra vez. Ahora duerme.
Thorkell se mantuvo en silencio
obedientemente y su anfitrión se levantó y lo
dejó allí.
Dos mañanas más tarde Thorkell se
despertó y encontró a Thorstein otra vez
sentado junto a su cama. Y vio que sobre la
mesa frente a la cama había una bandeja con
una copa y unos trozos de pan.
502
—Hijo —dijo el anciano—, ¿estás del
todo despierto?
Tras la afirmación de Thorkell, Thorstein
dijo:
—Mi esposa considera que ya estás lo
suficientemente recuperado para contarnos tu
historia. Pero será mejor que te fortalezcas un
poco con algo de comida.
Tras lo cual se levantó y fue a coger la
bandeja de la mesa. Thorkell consintió y
tragó unos cuantos bocados. Luego se recostó
de nuevo sobre las almohadas y su anfitrión
regresó a su asiento; entonces Thorkell
comenzó a relatar su historia informando de
su propio nombre en primer lugar.
—¡Un Vilgerdson! —exclamó el anciano
—. ¡Y de Rogaland! Debemos ser primos,
aunque lejanos. En mi larga vida jamás
conocí u oí de la existencia de ningún
Vilgerdson noruego; por lo que yo alcanzo a
saber, nuestra familia ha sido durante mucho
tiempo totalmente islandesa. Descendemos de
Floki Vilgerdson, de Rogaland, el primer
navegante que pasó un invierno en Islandia.
503
Hace ciento treinta y seis años navegó más
allá de los cabos de Faxafloi y pasó el
invierno en el Breidifiord. Pero él y sus
acompañantes quedaron tan deslumbrados
por la abundancia de pescado y la facilidad de
la captura que se olvidaron de secar el
suficiente heno y su ganado murió. Por lo
tanto, navegó de regreso a su tierra natal la
primavera siguiente. Pero, más de veinte años
después, ya pasada su edad madura y después
de que la mayor parte del oeste y el norte de
Islandia hubiera sido poblada, Floki regresó y
eligió una casa aquí en el este, en este mismo
lugar. Yo soy su tataranieto y heredero de
todo lo suyo.
—Yo —dijo Thorkell— soy el
tatataranieto de Snorri Vilgerdson, hermano
pequeño de Floki, el vikingo y colono.
Porque ambos eran hijos de Vilgerd
Vilgerdson de Rogaland.
—Entonces —dijo su anfitrión—, eres
primo en cuarto grado de mis hijos y ellos
son primos en cuarto grado tuyos. Eres uno
de los nuestros. Y ahora cuéntame tu historia.
504
Cuando Thorkell acabó con su relato y
respondió a todas las preguntas de su
anfitrión, el anciano dijo:
—Mi esposa opina que ahora te iría bien
estar levantado y al aire libre. Mis hijos más
jóvenes, Thorgils y Thorbrand, te ayudarán a
vestirte y te llevarán a dar una vuelta porque,
aunque te moleste que lo diga, no estás aún lo
suficientemente fuerte para ir a pasear sin
ayuda.
Y llamó a sus hijos, unos jóvenes
atractivos, que estrecharon la mano de
Thorkell, le llamaron «primo» tras las
explicaciones de su padre y, cuando el
anciano se hubo ido, le ayudaron a levantarse.
Thorkell descubrió que en verdad necesitaba
de su servicio. Le ayudaron a ponerse una
camisa del lino más delicado, unas calzas de
suave lana, unos zapatos de alcurnia, un
jubón del mejor paño de lana y una elegante
capa carmesí de lana suave y agradable al
tacto. Le ciñeron un cinturón exterior, pero ni
rastro de un cinturón de espada, ni espada,
puñal o cuchillo. Todos ellos llevaban un
505
cinturón del que colgaba un cuchillo con
cachas de asta de ciervo y una daga y espada,
con guardas de acero, cachas de marfil de
morsa y empuñadura de oro.
Le sujetaron por ambos lados cuando
intentó ponerse en pie con gran esfuerzo y le
guiaron por la entrada hasta el amplio salón
con suelo de madera y vigas altas, iluminado
con muchas ventanas pequeñas situadas a
bastante altura y pegadas a los altos hastiales;
había unas puertas estrechas y bajas a ambos
lados, con un gran hogar en una chimenea
grande en mitad de uno de los lados; en un
extremo estaba la entrada principal y en el
otro una puerta casi tan grande. Sus asistentes
le condujeron hasta la entrada principal, a un
banco situado al sol y allí le sentaron.
Thorbrand se sentó junto a él, Thorgils se
alejó.
Thorkell sintió que la brisa fresca y suave
era vigorizante, pero al mismo tiempo leve,
porque era pleno verano y tan benigno como
podía serlo en Islandia. Los rayos oblicuos
del sol le calentaron. Disfrutó del calor y
506
miró a su alrededor. Vio cerca un almacén de
construcción sólida, hecho de piedra y
grandes vigas de fresno, de tejado de dos
aguas aunque no tan empinado ni alto como
el de la mansión. Más allá divisó un gran
redil, con cobertizos, un gran corral de
ganado, un amplio establo y dos graneros
muy grandes. Mirara donde mirara, veía la
extensa llanura en la que los edificios se
apiñaban rodeada por un muro de piedra, no
superior a la altura del pecho de un hombre, y
no construido con rocas, sino con bloques
toscamente cuadrados.
A unos doscientos metros o más de
distancia, coronando una loma baja,
destacaba un templo; porque, con su enorme
tamaño, su techo alto y empinado, sus tejas
curvadas, sus ornamentos de cabeza de
caballo y cola de pez en los extremos de la
cumbrera y los aleros y sus hastiales tallados,
no podía ser otra cosa.
Algunos de los thralls estaban atareados
alrededor de los edificios y varias sirvientas
entraron y salieron. Thorkell no vio hombres
507
armados, ni a ningún otro hombre de la
familia excepto los dos hermanos. Thorbrand
estaba sentado sonriente, pero en silencio.
Thorkell siguió en silencio y disfrutando el
sol. Poco después Thorgils regresó y
Thorbrand se marchó. Cuando regresó
Thorbrand, dijo:
—Madre piensa que estarás mejor de
vuelta en la cama.
Thorkell mostró su acuerdo y fue
escoltado penosamente al interior. Ya en la
cama comió algo que le llevó una sirvienta
rubia. Pronto se quedó dormido.
Se despertó casi al anochecer de aquel
largo día septentrional y volvió a comer lo
que la misma joven le llevó, y tampoco tardó
en dormirse esta vez.
A la mañana siguiente, Thorstein estaba
otra vez sentado junto a él al despertarse.
Como en otras ocasiones, le preguntó cómo
se sentía y él mismo le sirvió comida y
bebida. Tras dejar la bandeja sobre la mesa y
sentarse de nuevo, dijo:
508
—Joven, mi familia y yo hemos hablado
sobre ti y sobre tu historia. Mi hija, mis
sobrinas y yo te creemos. Pero mis cinco
hijos, mis dos nueras, mi contable, mi
senescal, mi escaldo y todos mis hombres de
armas están convencidos de que no eres un
náufrago de ningún barco, aunque
probablemente seas noruego y no islandés.
Son todos de la opinión de que eres un espía
ingeniosamente introducido en nuestra
comunidad por nuestros enemigos. Señalan
que tus ropas estaban secas cuando te
trajimos aquí, que ni estas ni tu cabello
mostraban signo alguno de haber estado
nadando, que una maravilla como la de haber
saltado a la orilla desde un bote después de
haber estado a la deriva sin vela, remos o
timón, es demasiado poco probable para que
crean que sea algo más que una torpe
invención. Todos ellos insisten en que me
estaría poniendo en peligro a mí mismo y a
toda mi familia si creyera sin más tu historia
y te permitiera seguir aquí como invitado. Mi
palabra es ley aquí, pero tengo la impresión
509
de que no sería inteligente por mi parte hacer
caso omiso a una discrepancia de mis
creencias tan unánime, insistente y
clamorosa.
»En fin, joven, si en realidad te han
enviado aquí los Miofifirther o los
Seydisfirther será mejor que lo reconozcas de
inmediato y asumas las consecuencias. No
resultarás herido de ninguna manera. Haré
que te alimenten y cuiden hasta que estés listo
para hacer un viaje corto y luego te
suministraré pedernal y acero, un cuchillo,
una daga, una espada y un cinturón para tu
espada, un abrigo de jinete, un buen caballo,
bien embridado, ensillado y enjaezado, y
provisiones de comida; y enviaré contigo un
thrall para que te guíe por el cabo de
Revdarfiord y te ayude a realizar el trayecto
con prontitud. Pero si eres quien afirmas ser y
reclamas la protección y hospitalidad que
corresponden a cualquier náufrago, debes
convencer a toda mi familia de la verdad de
tu historia.
510
—Soy Thorkell Vilgerdson de Rogaland,
Noruega —respondió—. No sé nada de
ningún Miofifirther o Seydisfirther o ninguno
de vuestros enemigos. Jamás puse un pie en
Islandia hasta que salté a la orilla desde mi
bote a la deriva poco después del amanecer
de la mañana en la que encontré a tus hijas y
tus nietas. Jamás, en Islandia, he visto a
ningún islandés que no sea miembro de tu
familia. Lo que te he contado es verdad en
todos y cada uno de sus detalles. Pero ¿cómo
podría convenceros de su verdad?
—Como debes haber deducido por mi
nombre y los nombres de mis hijos —
respondió Thorstein—, somos firmes
seguidores de la antigua fe. Aquellos que
sospechan de ti, y mi esposa, la más escéptica
entre los que están contra ti, se convencerían
de inmediato si prestaras juramento de la
verdad de tus afirmaciones sobre nuestra
sangre y el sagrado anillo de nuestro templo,
invocando a Thor y a Odín como testigos. Si
estás dispuesto a prestar este juramento, tal
511
como te sugiero, nadie aquí volverá a dudar
de ti.
—Estoy dispuesto —declaró Thorkell—.
Estoy más que dispuesto, ardo en deseos. Las
sospechas de sus familiares y sirvientes son
de lo más lógicas si tenéis astutos enemigos
cerca y vivís bajo la amenaza de ataques.
Prestaré el juramento tal como me lo has
sugerido.
—Entonces deduzco —dijo Thorstein—
que, como todos aquí en Hofstadir, eres un
firme creyente en los dioses de nuestros
ancestros.
—Sin duda lo soy —afirmó Thorkell.
—¿Has conocido a algún cristiano? —
preguntó su anfitrión.
—A demasiados —contestó Thorkell—,
más de los que me gustaría.
—¿Has hablado con alguno de ellos sobre
sus creencias? —preguntó el anciano.
—Con muchos —dijo Thorkell.
—¿Y qué piensas de ellos? —insistió
Thorstein.
512
—Tengo la impresión —dijo Thorkell—
de que afirman poseer un sistema de brujería
y magia mucho más eficaz y mucho más
barato que el nuestro. Eso es todo lo que he
sacado en claro de sus charlas. Los costes de
su religión son mucho menores que los
nuestros porque sostienen que los sacrificios
de sangre no son necesarios, y explican que
un hombre, hace cientos de años, llevó a cabo
un sacrificio mediante el cual todos los
hombres podemos beneficiarnos para siempre
y que ya no es necesario ningún sacrificio
más tras ese primero. No me imagino cómo
puede ser esto posible, pero tal parece ser su
creencia. Además creen que se puede
prescindir de casi todos los sacerdotes; sin
duda, tienen muchos menos sacerdotes que
nosotros y mantenerlos les sale más barato,
ya que precisan menos ornamentos, ropajes,
comidas y sirvientes. Además, aunque
ninguno de ellos explicó a qué se referían,
todos afirman que sus invocaciones reciben
respuestas más certeras y efectivas que las
que nosotros recibimos de nuestras deidades.
513
Eso es todo lo que sé de sus novedades.
—Tus apreciaciones —dijo Thorstein—
coinciden con las mías. Los cristianos me
resultan incomprensibles. En concreto, todos
sermonean sobre la paz en la tierra y la buena
voluntad con el prójimo. Sin embargo, desde
que se convirtieron al cristianismo, los
Miofifirther y los Seydisfirther son tan
implacablemente hostiles con nosotros como
antes. Mi padre intentó repetidas veces
aproximar posturas ofreciéndoles reuniones
para negociar una reconciliación, para
hacerse concesiones mutuas y exponer
nuestras diferencias y el daño realizado a
cada una de las partes ante el Althing, para
que mediaran los tribunales y dictaran una
sentencia y acuerdo entre ambas partes, para
que el feudo acabara y se pudiera establecer
la armonía y unas buenas relaciones. Yo
mismo he hecho similares ofrecimientos.
Pero ellos han seguido siendo
inexorablemente hostiles. De hecho, desde
que se convirtieron al cristianismo parecen, si
514
es eso posible, más feroces, rencorosos y
sanguinarios que antes.
—Esa —dijo Thorkell— es justamente la
actitud hacia nosotros los infieles por parte de
todos los cristianos a los que he conocido o
he oído hablar. Su idea de la paz es una
sumisión incondicional o la exterminación
total para con nosotros, y un triunfo completo
y una dominación incuestionable para con
ellos. Ninguno quiere oír ni hablar de
propuestas de compromiso, de adaptación o
tolerancia mutua. Me parecen todos ellos
unos tercos, intolerantes, fanáticos,
despóticos y arrogantes. Debemos luchar o
morir, no parece que haya otra alternativa.
—Hablas con sensatez, hijo mío, eso me
parece —dijo el anciano—. Me has
convencido de que eres sincero. Tu juramente
en el templo convencerá a toda mi familia y a
mis criados.
A continuación, se levantó y salió del
cuarto.
515
III
516
—Yo mismo —dijo— soy el Gothi de
este templo, el cual fue construido por mi
abuelo Thorleif Vilgerdson con madera traída
desde Noruega.
Thorkell calculó que el templo medía
unos treinta metros de largo. Siguiendo la
costumbre arquitectónica de los templos, el
lado bajo el tejado de dos aguas por el que
entraron no tenía puerta. La pared lateral
tenía dos amplias entradas, cada una en un
extremo. Entraron por la más cercana a ellos
en el extremo derecho de la pared lateral y
giraron a la izquierda. Tras ellos entraron
poco a poco los hombres de armas que habían
marchado detrás. Thorkell pudo sentir el
pavor reverencial con el que los grandes,
corpulentos, fuertes y agresivos lanceros
entraban en aquel lugar sagrado. En medio de
la pared opuesta pasaron junto al trono, entre
las altas columnas, cada una con sus tres
pernos consagrados de bronce dorado. Eran
visibles incluso a la tenue luz que entraba por
las pequeñas ventanas con pequeños cristales
situadas en el tejado. En el fondo del templo
517
entraron en el óvalo marcado por un anillo de
finas losas colocadas de canto. Dentro del
óvalo, cerca del hastial más alejado del
edificio, había un altar al uso, una gran losa
cubierta de unos tres metros cuadrados,
apoyada sobre cuatro pilares de piedra
cuadrados, tallados con runas y
profundamente hundidos en el suelo de tierra
batida. La losa del altar también tenía runas
talladas. Sobre esta se veía el gran anillo
sagrado, de plata maciza, y que pesaba más
de quince kilos.
Thorstein levantó el gran anillo y lo
deslizó por su brazo derecho hasta el hombro.
Allí Thorfinn lo sujetó con una cinta de lana
carmesí, la pasó por debajo de la axila
izquierda de su padre y la cruzó por encima
de su hombro izquierdo; de manera que el
anillo no se caía por el brazo. Entonces, de
pie a la derecha de Thorstein, Thorkell
desenfundó su daga y con la punta de la hoja
se cortó ligera mente el dorso de la mano
izquierda, inclinándola hasta que la sangre se
deslizó por la hoja de la daga. A
518
continuación, tras colocar la mano izquierda
sobre el anillo del templo y sujetando la punta
de la daga sobre el centro del altar, juró:
—Tal como mi sangre se derrama sobre
este altar desde la punta de esta daga, que así
mi sangre y la sangre de toda mi estirpe, de
cualquier esposa con la que pudiera
desposarme, de cualquier hijo que pudiera
tener, de todos aquellos a quienes amo, se
derrame sobre la tierra si mi juramento es
falso. Juro por mi propia sangre, por el anillo
sagrado que ahora sujeto, por este altar, por
los pilares del Trono, por los sagrados pernos,
ante Thor y Odín, que soy Thorkell
Vilgerdson de Rogaland, Noruega, y que
naufragué en la costa de Islandia, y que nunca
en Islandia he visto o hablado con ningún
islandés a excepción de los habitantes aquí
presentes de Hofstadir.
»Si mi juramento es falso, que mi sangre
y la sangre de todos aquellos a quienes amo
se derrame en la tierra como ahora mi sangre
se derrama de la punta de mi daga. Y lo juro
ante Odín y Thor.
519
Entonces Thorfinn soltó el anillo de Gothi
del brazo de su padre y él y Thorstein lo
colocaron en su lugar en medio de la losa del
altar.
Fuera del templo, Thorgils vendó el corte
en el dorso de la mano izquierda de Thorkell.
Entonces primero Thorstein y luego sus hijos
por orden de edad, estrecharon las manos de
Thorkell al tiempo que repetían una misma
frase:
—Eres nuestro querido y leal primo.
Finnvard les siguió. Luego Ari, Olmod y
los hombres de armas saludaron a Thorkell,
gritando:
—Somos hermanos de armas.
Desde el templo, Thorstein condujo a
Thorkell al almacén, a la sección de este que
se usaba como armería.
—Examina estas armas —dijo—, y elige
la espada, el puñal y el machete que quieras.
Prueba primero esos que tienes ya, si te van
bien, quédatelos. Pero asegúrate de que el
equilibrado de la espada es exactamente el de
tu gusto y que estás armado tal como deseas.
520
Fuera, bajo los templados rayos de sol de
un día inusualmente suave para Islandia, se
sentaron en los bancos que flanqueaban la
entrada y charlaron hasta medio día. Luego
Thorstein advirtió a Thorkell de que un
hombre tan expuesto y agotado como él
debería echarse alrededor de una hora a
descansar antes de tomar la primera comida
fuerte tras el ayuno.
Cuando Thorgils lo despertó y convocó
en el gran salón encontró allí una numerosa
reunión. Thorstein le presentó a Thorkatla, su
esposa, a su hija Thorgerd y a sus dos
sobrinas Thorarna y Thordis, a quienes
conoció en la playa. Thorarna era la belleza
alta, de líneas rotundas y trenzas negras, y
Thordis la exquisita rubia que a Thorkell le
pareció la más bella de las tres. La esposa de
Thorfmn Arnora y la esposa de Thord Valdis
eran unas jóvenes muy agradables.
Thorstein ocupó el Trono, de frente a la
chimenea. A su izquierda y a su derecha se
sentó su familia en unos bancos a lo largo de
esa pared, pero lo suficientemente lejos de
521
esta para dejar un espacio por el que se
pudiera pasar para entrar o salir de cualquiera
de las puertas. En la pared opuesta del salón,
a ambos lados de la chimenea, había una
hilera similar de bancos ocupados por los
hombres de armas, más de cuarenta entre
todos ellos. Hacía el final del salón se
sentaban sirvientes y thralls que no estaban
ocupados sirviendo el banquete. Los
sirvientes entraron más de ochenta mesas
ligeras plegables, de tres piezas, un tablero
cuadrado y dos caballetes. Se colocó una
delante de cada comensal. Los alimentos eran
variados y abundantes, pero marcadamente
típicos de Islandia. Había suministro
ilimitado de suero de leche en jarras, cuencos
y decantadores; cuencos de cuajada; bandejas
repletas de lonchas de queso tierno y también
curado; incluso había una sobreabundancia de
pescado ahumado y fresco, cocinado de todas
las formas conocidas; grandes cantidades de
cabritillo, ternera y vaca; transportadas por
dos fornidos thralls cada una, entraron dos
grandes fuentes, una repleta de generosas
522
lonchas de carne de caballo estofada, la otra
con rustidos trozos de carne de caballo. Había
un suministro regular de bollos de pan de
excelente centeno, cebada y trigo distribuidos
entre los comensales en pequeños canastos de
mimbre o bandejas similares. Las sirvientas
pasaban continuamente ofreciendo cuencos
de agua caliente y toallas, porque, en aquellos
tiempos, se desconocían los tenedores y,
además de los platos y cucharas de haya de
Noruega y los machetes, los dedos eran los
únicos utensilios disponibles en la mesa y se
hacía necesario lavarse las manos con
frecuencia para estar cómodo.
Thorgils y Thorbrand, entre los cuales se
sentaba Thorkell, lo agasajaban ofreciéndole
todas las viandas que iban trayendo y se
ocupaban de que su copa estuviera siempre
llena de un hidromiel añejo y fragante.
Incluso más que la gran casa y espléndida
comida, lo que más impresionó a Thorkell fue
la chimenea, que tenía frente a él aunque un
poco a su izquierda, y el fuego en esta, no un
simple rescoldo de ascuas ardiendo
523
lentamente, sino vivo con un generoso
montón de crepitante madera de deriva.
Comentó esto con Thorbrand.
—Nunca he visto otra chimenea o fuego
excepto el nuestro —fue su respuesta—. Se
dice que solo dos salones en los valles
fluviales junto al Faxafloi poseen chimeneas
y que hay otra en una mansión en Breidifiord.
Pero ninguno de nosotros las ha visto. Mi
bisabuelo hizo que construyeran esta con
piedra local, porque hay mucha roca
resistente al fuego en nuestra isla.
—Esta —dijo Thorkell— es la única
chimenea que he visto. En mi hogar, como en
todos los otros salones en los que he entrado
hasta ahora, solo hay una fogata en medio de
la sala, de manera que el humo ennegrece las
vigas antes de escapar por el agujero del
techo.
Tras el banquete Thorstein pidió silencio.
—Tenemos con nosotros —dijo— lo que
es casi tan bueno como un escaldo de visita,
un invitado que ha vivido maravillosas
aventuras. Todos escucharemos ahora a
524
Thorkell Vilgerdson de Rogaland, Noruega,
si tiene la bondad de aceptar mi petición de
que nos hable de los peligros que corrió y de
su huida.
Thorkell se ruborizó, pero se sintió
animado por los rostros sonrientes y
entusiasmados que se volvieron hacia él.
Cogió fuerzas, se puso de pie y contó su
historia, entrecortadamente al principio, pero
más tarde con mayor fluidez.
Después de que acabara de hablar y
sentarse, Olmod se acompañó con su arpa y
recitó un drapa que describía y alababa las
aventuras de Floki Vilgerdson, el vikingo y
colono. Cuando acabó, los allí reunidos se
dispersaron para irse a dormir.
Durante los días siguientes, Thorkell fue
familiarizándose con Hofstadir, con sus
habitantes y sus alrededores. En cuanto notó
que recobraba toda su fuerza y vigor,
comenzó a dedicar las mañanas junto a
Thorgir, Thorbrand, Thorgils y Finnvard a la
práctica de esgrima, práctica de tiro de lanza
o flechas, pelea y otros ejercicios viriles. Y
525
aunque en todos ellos destacaba, sin embargo
su actitud cordial era tan encantadora que sus
fáciles victorias no agraviaban a sus
compañeros.
También iban a nadar juntos y a pescar,
ambas actividades en los muchos ríos
cercanos, y salían al mar en un bote muy
pequeño, de construcción sólida y un tanto
tosca, pero de buen navegar. Thorkell estaba
asombrado por el ingente número de peces y
la rapidez con la que los cogieron. En cuanto
lanzaban el anzuelo al agua, picaban casi de
inmediato.
Cabalgaban por los alrededores en
excelentes monturas porque, en aquellos
tiempos pasados, los caballos islandeses eran
todavía iguales a los noruegos, ya que la raza
se mantuvo gracias a las constantes
importaciones de sementales altos, fuertes,
rápidos y enérgicos.
No pasó mucho tiempo antes de que
Thorkell se familiarizara con territorios más
alejados, porque fue invitado a acompañar a
Thorstein en un viaje de inspección de su
526
distrito; Thorstein no solo era Gothi, es decir,
sacerdote, del templo de Hofstadir, sino
también Gothi, es decir, juez de un distrito o
gothorth. Toda Islandia estaba dividida en
gothorths. Thorstein hizo el viaje asistido por
sus cinco hijos, por varios primos, entre los
cuales se encontraban Thorlak Vilgerdson de
Thelmark y Thorvald Vilgerdson de Husavik;
también por muchos siervos, criados y
campesinos, y por una fuerte guardia de
lanceros montados en buenos caballos.
A Thorkell le resultó muy edificante la
capacidad de Thorstein para resolver
controversias y reparar desagravios. El
anciano mostraba una misteriosa intuición y
parecía conocer todos los pensamientos,
motivos, intenciones, deseos y necesidades de
sus vasallos sin que se los contaran.
Una vez el viaje hubo concluido, en un
momento en el que Thorstein descansaba
cómodamente, Thorkell se aventuró a
expresarle su admiración. Su anfitrión le
sonrió.
527
—Un jefe —dijo— debe poseer la
facultad de ver en los corazones de sus
vasallos y saber sus pensamientos sin
formular pregunta alguna ni recibir respuesta;
incluso sin escuchar ninguna palabra. Un
hombre que no puede adivinar los
pensamientos no expresados de los suyos no
detentará por mucho tiempo el prestigio
esencial para un Gothi, o para cualquier tipo
de liderazgo. Por necesidad, sé mucho sin que
me digan nada, y con apenas una fugaz
mirada. Por ejemplo, la mayoría de las veces
soy capaz de adivinar con meses de
antelación, en ocasiones con años de
antelación, qué muchacha será cortejada por
cada joven o cuál será su esposa, qué
doncella desea cada muchacho, incluso qué
muchacho recibirá los favores de cada
doncella. Tales cosas un jefe debe
adivinarlas.
En Hofstadir, Thorkell pronto se sintió
como en casa entre sus edificios. No menos
que la chimenea, el hogar encastrado y el
espléndido fuego, quedó impresionado por las
528
fortificaciones de la hacienda. Estaba
protegida por un foso seco a su alrededor y la
tierra de este, lanzada sobre la parte interior,
formaba un terraplén considerable, coronado
por los cuatro costados del recinto por una
sólida muralla de bloques grandes y más o
menos cuadrados de piedra. En las esquinas
sobresalían bastiones circulares rodeados por
una empalizada de troncos de abedul
clavados profundamente en la tierra, con las
bases de los troncos hacia arriba y tocándose
entre sí, todos ellos de tres palmos de anchura
por la base, porque, en esos tiempos pasados,
los bosques primigenios de Islandia
proporcionaban troncos mucho más grandes
que los que ahora pueden encontrarse en la
isla. Las empalizadas, como los muros,
llegaban hasta el pecho. Thorkell nunca había
visto un bastión antes, ni oído hablar de ellos,
y quedó muy impresionado por la novedad,
originalidad y manifiesta idoneidad de tales
construcciones. La idea del bastión, que
ofrece a los defensores de una fortificación la
oportunidad de disparar de lado a un asaltante
529
que cruzara la fosa o escalara el parapeto, nos
parece algo tan obvio que apenas somos
conscientes de que hubo un tiempo en el que
tales construcciones eran desconocidas. Sin
embargo, cientos, e incluso miles de años
después de que fuera algo común y habitual
en los países mediterráneos, todavía no había
llegado a las toscas tierras septentrionales. De
hecho, en todas partes del mundo, los
hombres no concibieron la idea rápidamente
y, como con otro tipo de construcciones,
tardaron mucho en adoptarlas de sus
enemigos.
Y Thorkell se sorprendió gratamente casi
tanto al ver la casa de baños, un edificio
pequeño parecido a una cabaña y construido
con tierra y piedra, con una puerta baja y tan
solo una diminuta ventana. Dentro solo había
espacio para una persona y un cubo de agua
junto a una estufa muy pequeña. Esta estaba
encendida casi al rojo vivo y luego el bañista,
con un cazo, vertía agua sobre ella llenando
instantáneamente la cabaña de vapor,
purificador y refrescante.
530
A ambos lados de la chimenea del gran
salón había una especie de trofeo con lanzas,
escudos y espadas colocados en forma de
estrella de seis puntas; seis picas cortas
cruzadas y atadas a estacas, seis escudos
pequeños y redondos entre las lanzas
dispuestas radialmente, y doce espadas, dos
junto a cada escudo. Sobre la chimenea había
otro, con seis espadas largas con las puntas
juntas y las empuñaduras separadas y escudos
entre medias.
Thorkell, tras preguntar sobre estos
trofeos, fue informado de que habían sido
colocados allí por el abuelo de Thorstein,
Thorleif Vilgerdson, que había construido el
salón y el templo. Las lanzas y las espadas
que formaban los dos trofeos eran armas
excelentes y valiosas de anteriores
Vilgerdson: el trofeo sobre la chimenea
estaba formado por la mismísima espada
blandida durante su vida por Floki
Vilgerdson, el vikingo y colono, y por cinco
réplicas sorprendentemente exactas de esta,
forjadas por el famoso herrero Hoskuld
531
Vestarson por encargo de Thorleif
Vilgerdson.
—Yo mismo no sé —afirmó Thorstein—
cuál es la espada de Floki. Mi padre me dijo
que él tampoco lo sabía. Nadie lo sabe. Nadie
ha usado ninguna de esas seis espadas desde
que tengo uso de razón. Se cuenta que la
espada de Floki está encantada, que nadie a
excepción de un Vilgerdson puede blandiría,
que para cualquiera que no sea un Vilgerdson
pesa más que una gruesa barra de hierro, pero
que, en momentos de peligro de los herederos
o la estirpe de Floki, posee la magia de
infundir en su portador un valor, rapidez,
destreza y fuerza sobrehumanos. También se
cuenta que la espada de Floki sabe diferenciar
a los amigos de los enemigos y jamás herirá a
un amigo, por mucho que su portador lo
considere un enemigo, ni tampoco desistirá
en herir a un enemigo traicionero, por mucho
que su portador confíe en el traidor. Hemos
llegado a considerar estas espadas casi tan
sagradas como los pernos en los pilares junto
al Trono en nuestro templo, casi tan sagradas
532
como el mismísimo anillo del templo.
Consideramos su presencia en nuestro salón
como una protección y salvaguardia para
todos nosotros, una especie de talismán para
Hofstadir. Todos nosotros y todos mis
hombres de armas y peones y sirvientes las
veneran y adoran.
Thorkell pudo comprobar que eran unas
espadas muy hermosas.
Descubrió que Thorstein nunca tenía
menos de sesenta hombres de armas de
guardia, pero no todos ellos estaban siempre
en Hofstadir. Algunos vigilaban en los
acantilados, atentos a cualquier ataque por
mar. Había siempre dos o tres botes patrulla
vigilando la costa norte. Los vigías en los
acantilados también vigilaban el fiordo
atentos a cualquier intento de ataque en
barcos desde la orilla norte. Y algunos
hombres de armas estaban repartidos en las
distintas granjas de los peones de Thorstein y
de otra servidumbre, especialmente cerca del
cabo de Revdarfiord, por el cual debía pasar
cualquier ataque masivo por tierra.
533
Thorkatla le pareció bondadosa, pero
taciturna, de lengua afilada cuando hablaba y
de carácter severo, duro y austero. Thorgerd,
seria, astuta y un tanto fierecilla, sin embargo
era de naturaleza leal, ingenua y confiada, sin
malicia y sin afectación. Ella proporcionó a
Thorkell una experiencia por completo nueva
para él. Porque le mostraba un interés cálido
de hermana, totalmente franca y abierta,
mientras que era indudable que amaba
ardientemente a su bien parecido Finnvard.
Admiraba a Thorarna y a Thordis, y
ambas le gustaban. Al principio, no se decidía
sobre cuál de las dos le gustaba más. Daba
por sentado que ambas estaban profunda y
patentemente enamoradas de él. Hacía ya
tiempo que Thorkell se había acostumbrado a
que atractivas doncellas se enamoraran de él
después de una breve relación y se lo
mostraran.
Las costumbres inmemoriales de la
cultura escandinava hacían impensable, en la
Islandia de aquellos tiempos, que un hombre
joven y una mujer joven permanecieran a
534
solas juntos, ni tan siquiera un momento.
Pero, por otro lado, la vida en Islandia era tan
libre, abierta, franca, espontánea, poco
convencional y natural que los chicos y
chicas se encontraban constantemente en las
viviendas y que conversaran era visto como
algo normal; jóvenes como Thorkell,
Thorarna y Thordis podían pasear juntos al
aire libre y sentarse codo con codo para
conversar durante horas en el salón, a plena
vista de todos aquellos a su alrededor, sin que
nadie reparara en ellos ni les molestara.
Y de esta manera, Thorkell entabló
enseguida una estrecha relación con las dos
sobrinas de su anfitrión y escuchó la historia
de cada una de ellas; eran historias muy
parecidas y bastante comunes en Islandia en
ese periodo y durante muchos siglos después.
La enemistad emponzoñada e incansable
entre los Revdarfirther y sus vecinos los
Miofifirther y los Seydisfirther había
provocado recurrentes represalias.
Thorarna era la única superviviente de un
ataque terriblemente exitoso contra la
535
hacienda de su padre. Su padre, el hermano
de Thorstein, Thorleik, resultó muerto en la
lucha y, cuando los atacantes victoriosos
incendiaron los edificios, toda la familia
murió entre las llamas excepto Thorarna,
quien, siendo tan solo un bebé de tres años
fue salvada por su fiel niñera.
Thordis, la única hija del hermano de
Thorstein, Thorgest, sobrevivió a una
masacre similar.
Gran parte de las veladas en Hofstadir las
pasaban entretenidos con historias de
atrocidades como estas y ataques similares a
haciendas, algunas veces de un lado y otras
veces de otro; algunos ataques astutamente
planeados, ingeniosamente ejecutados y
abrumadoramente exitosos; otros acababan en
tablas o dejando a la hacienda llorando por la
muerte de algunos de sus defensores, pero sin
sufrir pillaje ni incendio alguno; otros ataques
sin planificar, impulsivos, temerarios, sin los
hombres suficientes, o torpes en ejecución, y
que acababan en una profunda turbación de
los atacantes. Thorkell escuchaba sentado en
536
silencio gran cantidad de cuentos de este tipo
relatados por Olmod, el escaldo de la casa,
por el propio Thorstein y por sus hijos
mayores. De ellos también escuchó historias
incluso más prolijas sobre agravios contra
alguno de la otra parte ante el Althing de
Thingvellir, casi cada año durante la reunión
de verano de dos semanas de duración de esta
asamblea nacional. Le hablaron con todo lujo
de detalles de las enardecidas acusaciones de
los querellantes, de la réplica indignada de los
acusados, de las citaciones de los
demandados ante el alto tribunal de justicia,
de las pruebas de los testigos de ambas
partes, de las discusiones de los hombres de
leyes, de los desacuerdos de los jueces, de sus
ocasionales acuerdos, de sus veredictos y
juicios y de las indemnizaciones impuestas a
los agresores condenados. En casi todos los
casos Thorkell escuchaba cómo se ignoraba o
incumplía la sentencia de los tribunales y de
las consiguientes represalias, duelos,
incursiones y atrocidades. Lo que más le
sorprendía era que, en todas estas historias de
537
duelos, asesinatos, traiciones, emboscadas,
pillaje, atrocidades, carnicerías, masacres e
incendios y sus consecuencias, los narradores
hablaban como si el Althing fuera un poder
legislativo eficiente con capacidad para hacer
cumplir sus dictámenes como la ley de la isla;
como si los tribunales poseyeran la autoridad
que creían tener y pudieran hacer cumplir sus
juicios, veredictos, decretos y penalizaciones;
como si, en realidad, la ley y la justicia
existiera en Islandia, aunque, de hecho, de
cada historia que escuchaba, de cada detalle
en cada una de las narraciones, Thorkell llegó
a la conclusión de que su cacareado Althing
no era más que una turbulenta reunión social
anual en la que no se lograba nada más que
perder el tiempo en inútiles pleitos, haciendo
una pantomima de falsa asamblea legislativa,
cuyas vacías pretensiones eran mantenidas
por todos los islandeses con una curiosa
mezcla de inconsciente autoengaño y
desvergonzado descaro; también concluyó
que los tribunales, aunque generalmente se
hablaba de ellos con respecto, en realidad
538
eran burlados por todos los malhechores y
eran incapaces de hacer efectivos sus
decretos, sentencias y veredictos, de hacer
cumplir las penalizaciones o hacer pagar las
indemnizaciones otorgadas por ellos, de
manera que eran, en general, una penosa farsa
costosa, agotadora y en la que se perdía
mucho tiempo.
A Thorkell le quedó claro que, si su
anfitrión y su familia podían ser tomados
como ejemplo, los islandeses se habían
autoengañado de alguna manera creyendo
que poseían tribunales que repartían justicia y
un gobierno que mantenía la ley y el orden;
mientras que era obvio que vivían en unas
condiciones de total anarquía, donde no había
ninguna protección de las vidas o las
propiedades, a excepción de la capacidad de
lucha de los hombres de la hacienda para
defenderse a sí mismos, a su gente y sus
posesiones; o del número de hombres de
armas de un jefe para él y los suyos. Estaba
claro que la bella Thordis, la magnífica
Thorarna, la encantadora Thorgerd, la
539
agradable Arnora, la elegante Valdis y la
severa Thorkatla vivían a diario en peligro de
sufrir una muerte horrible y estaban seguras
solo en tanto en cuanto sus hombres fueran
capaces de protegerlas. Sin embargo ellas,
como sus hombres, se vanagloriaban de la
noble libertad de la vida en Islandia, sentían
lástima por la condición servil de los
noruegos bajo un rey tiránico, se jactaban de
las instituciones de la isla y alababan el
sistema de gothorths locales, las elecciones
anuales, las asambleas anuales en Thingvellir,
su caótico y poco efectivo Althing, y los
complejos, largos, laboriosos e infructuosos
procedimientos de sus estúpidos tribunales.
El orgullo local parecía insuflar en ellos una
pasión que los cegaba hasta ante las más
patentes imperfecciones de todo lo islandés.
IV
540
Pero poco importaba cuál fuera el tema o la
naturaleza de la conversación, Thorkell se
sentía más que satisfecho de poder pasar
largos ratos en compañía o bien de Thorarna
o de Thordis. Sin embargo, en poco tiempo
fue consciente de una diferencia en sus
sentimientos hacia una u otra y de los de ellas
para con él. Thordis nunca lo evitaba, pero
jamás se cruzaba en su camino. Si todo era
favorable y coincidían accidentalmente, ella
disfrutaba con franqueza de su compañía,
pero jamás hacía nada para prolongar una
conversación o sacar una nueva. Thorarna,
por el contrario, empleaba todo su ingenio en
posponer el fin de un coloquio y contaba con
multitud de recursos inteligentes, hábiles y
discretos que daban como resultado que
estuvieran juntos.
Antes de que transcurriera mucho tiempo,
la vida en Hofstadir para Thorkell consistía
principalmente en esforzarse por estar con
Thordis. En una ocasión, cuando él disfrutaba
de sus sonrisas, el rostro de ella se nubló de
repente y dijo:
541
—¡Vaya! ¡Thorarna se ha ido! Por
favor… por favor, intenta pasar más tiempo
con ella y menos conmigo. Desde niñas ella y
yo hemos sido muy felices juntas y nada ha
empañado nuestro amor y confianza mutua
sin reservas hasta que comenzó a ponerse
celosa de mí. Desde que se enamoró de ti nos
hemos distanciado; es fría conmigo, distante,
reservada e incluso hostil. Me duele que nos
hayamos distanciado. La amo y quiero que
ella también me ame. No quiero que me odie.
Por favor, haz todo lo que puedas por
apaciguarla. Ella no pierde la compostura y
siempre está aparentemente serena, calmada y
majestuosa. Pero por dentro está ardiendo y
se enfada tanto cuando me hablas que llego a
temerla. Por favor, evítame y favorécela todo
lo que puedas. Por favor, prométeme que
harás lo que te pido.
Thorkell se lo prometió y durante algunos
días apenas saludó a Thordis y no mantuvo
ningún tipo de conversación con ella, al
tiempo que pasaba muchas horas con
Thorarna y, para su sorpresa, descubrió que
542
disfrutaba mucho de su compañía; sin
embargo, incluso para su mayor sorpresa,
sentía que, cuando no estaba con Thorarna,
anhelaba a Thordis con tanta fuerza que a
duras penas se reprimía para no salir a
buscarla y decirle cuánto la amaba.
El largo periodo de tiempo despejado y
suave dio paso a un tiempo decididamente
cálido, un tiempo que hubiera sido caluroso
incluso para Escocia o Inglaterra. Thorstein,
con un gran séquito de lanceros, partió para
visitar e inspeccionar el circuito exterior de
granjas arrendadas a sus siervos o peones.
Había salido un buen día y esperaban una
jornada sencilla y un pronto regreso a
Hofstadir. Y así fue para Thorstein y la
mayoría de su compañía. Pero, a primeras
horas del día, les llegaron noticias, apenas
algo más que unos simples rumores, de
problemas en una granja aislada en las tierras
altas, en el punto más suroccidental del
gothorth de Thorstein, muy lejos de su ruta.
Thorbrand se ofreció a cabalgar allí e
investigar y Thorkell se presentó como
543
voluntario para acompañarle. Thorbrand era
reacio a la sugerencia de su padre de llevarse
algunos de los hombres de armas, explicando
que él y Thorkell podrían llegar antes si iban
solos. Y así partieron. Llegaron sin dificultad
a su destino y descubrieron que el rumor
había sido falso y que todos estaban sanos y
salvos en Mossfell. Pero a su regreso se
toparon con un fenómeno exclusivamente
islandés. Allí, con frecuencia y durante un
periodo prolongado de tiempo cálido, ocurre
que grandes cantidades de nieve se derriten
en las tierras altas y mesetas, o en cuencas
entre las cumbres más altas y, muy
ocasionalmente, las aguas del deshielo
quedan retenidas por el hielo acumulado en
algún valle, barranco, cañón o cañada y, si el
buen tiempo continúa, se desbordan
repentinamente al deshacerse la presa de
hielo. Una de estas repentinas y terroríficas
riadas rugía ahora en medio de su camino de
regreso y discurría ahora un torrente de aguas
profundas que no solo era imposible vadear,
sino también cruzar a nado. Por fuerza se
544
vieron obligados a esperar a que menguara el
nivel de la riada transitoria y por ello no
llegaron a Hofstadir hasta que el crepúsculo
gradual, el difuso atardecer y la persistente
penumbra se fundieron en la semioscuridad.
Thorbrand, ocupándose diligentemente de
sus exhaustas monturas, le dijo a Thorkell
que entrara de inmediato en el salón. Entre el
establo y la mansión, fuera de la vista de
ambos edificios y detrás del almacén,
encontró a Thordis.
La joven rompió a llorar:
—¡Oh! ¡Amor mío! ¡Amor mío! Ref y
Karli llegaron tras la puesta de sol sobre sus
caballos empapados de sudor e informaron
que tú y Thorbrand habíais caído en una
emboscada y habíais sido asesinados. ¡Oh!
¡Amor mío! ¡Amor mío!
Thorkell la tomó entre sus brazos y
ambos permanecieron así abrazados, ella
sollozando con la cabeza sobre el pecho de él,
él rodeándola con un brazo y con el otro
acariciándole el cabello mientras susurraba:
—¡Mi amor! ¡Mi amor!
545
De repente, los brazos de ella se relajaron,
la joven se apartó de él, lo empujó y exclamó
con un susurro ahogado:
—¡Déjame marchar! ¡Thorarna podría
vernos! ¡Ten cuidado! ¡Thorarna no debe
vernos juntos! ¡Déjame ir! ¡Evítame!
¡Mantente alejado de mí y ni me hables! ¡No
debe vernos juntos! ¡Déjame marchar!
Y salió corriendo hasta desaparecer como
una liebre asustada.
El tiempo, dos días después, no era solo
cálido, sino realmente caluroso, un tiempo
que habría sido considerado caluroso en
cualquier lugar; algo muy poco habitual en
Islandia, pero no del todo desconocido,
especialmente en la costa este. Debido al
calor, se permitió que el fuego del salón se
apagara por completo y, durante la cena, dos
de los bancos de hombres de armas estaban
situados frente al hogar, cerca de la piedra de
la chimenea.
Durante estos dos días Thorkell pasó todo
el tiempo del que pudo disponer junto a
Thorarna, y la encontró fascinante, pero
546
temperamental, nerviosa y caprichosa. Evitó
escrupulosamente a Thordis. Solo una vez
tuvieron ocasión de intercambiar unas pocas
palabras. Entonces, Thordis, al borde de las
lágrimas y entre susurros, dijo:
—¡Oh! Temo tanto a Thorarna. No sé qué
es lo que temo, pero siento el más terrible de
los temores. Sospecha mucho de ti. Creo que
ha llegado a la conclusión de que tú y yo nos
amamos. Te muestras demasiado distante con
ella para su tranquilidad mental. Thorarna,
como toda la familia de su madre, es
petulante, colérica, susceptible, irascible,
temperamental, agria, vengativa, impulsiva,
precipitada e impetuosa. ¡Oh, le tengo tanto
miedo!
Thorkell intentó calmarla, pero no pudo.
Pronto la tercera mañana, justo después
de que el sol alumbrara el nuevo día, los
vigías dieron la voz de alarma.
¡Y demasiado tarde!
Porque, cuando la guarnición de Hofstadir
apenas había logrado armarse y todavía no se
encontraba en sus puestos, cayeron sobre ella
547
tres ataques simultáneos y perfectamente
coordinados; desde el oeste por la playa,
desde el sur por la ladera y desde el norte,
desde el otro lado del fiordo por una partida
que desembarcó sin oposición alguna en la
orilla.
Thorkell se encontraba entre los
defensores del flanco oeste del recinto y, a
pesar de la valentía con la que lucharon él y
sus compañeros, sus atacantes lograron cruzar
el foso y escalar el muro. Pero allí fueron
repelidos gracias a un ataque desesperado de
los ciudadanos, en el cual Thorkell hizo más
de lo que le correspondía, porque él, con una
sola mano, logró matar a cinco antagonistas
formidables uno tras otro. Mientras sus
enemigos vacilaban, se abalanzó hacia un
sexto, paró su golpe y le propinó un golpe
mortal en el casco.
¡La espada se rompió!
Mientras su adversario seguía medio
conmocionado y aturdido por la fuerza del
golpe, Thorkell giró sobre sus talones y corrió
hacia el salón. Allí saltó sobre uno de los
548
bancos colocados frente a la chimenea, tomó
la empuñadura de una de las seis espadas
idénticas, la arrancó de sus ataduras y,
blandiéndola, corrió fuera.
Mientras despejaba la entrada, escuchó
gritos de euforia y unos vítores exultantes.
Tras girarse hacia su derecha, vio hombres
con cotas de malla saltando el muro oriental
del recinto. Reconoció liderando el ataque a
Lodbrok y Halfdan, los jefes, Gellir, Sigurd y
Bodvar, sus traicioneros amigos, y otros de la
tripulación del Sea-Raven. Inmediatamente
adivinó que estos habían arribado al
Miofifiord o al Seydisfiord, habían
fraternizado con los seydisfirthers y los
rniofifirthers y rápidamente acordaron, a
cambio de una parte del posible botín,
participar en la captura y el saqueo de la
hacienda más rica al este de Islandia.
Enardecido por la ocasión que se le
brindaba de vengarse, se abalanzó hacia
Lodbrok y, al cargar contra él, le pareció que
jamás había corrido tan rápido, jamás se
549
había sentido tan fuerte, tan capaz, tan
ansioso por luchar, ni tan seguro de su éxito.
Hizo retroceder a la guardia de Lodbrok y
levantó los brazos con la espada sobre la
cabeza de este último. El arma se alzó como
una pluma y cayó como un hacha de guerra.
Como si fuera queso, se hundió en el casco,
el cráneo, la mandíbula y la barbilla hasta
llegar al esternón. Lodbrok se derrumbó
como un buey descabellado y, mientras
Thorkell lo veía caer, casi en dos mitades, se
dio cuenta de que blandía la espada de Floki.
Se volvió hacia Gellir y con un solo golpe
de la espada le atravesó no solo ambos
antebrazos entre la muñeca y el codo, sino
también el resistente astil de fresno de la
lanza que blandía. Detrás de Gellir se
encontraba Halfdan, un adversario nada
desdeñable, agresivo, cauteloso y hábil.
Sostenía su brillante escudo redondo y con
arabescos cerca de su hombro izquierdo y
lanzaba estocadas astuta y violentamente. Sin
apenas detenerse a parar sus embestidas,
Thorkell dejó caer su gran espada y he aquí
550
que esta se hundió limpiamente cortando
escudo, gorguera, cota, hombro y brazo, de
manera que su cuarto superior se desgajó del
resto del cuerpo de Halfdan y murió antes de
desplomarse en la tierra.
De igual manera, Thorkell ajustició a
Bodvar, Sigurd y Hrodmar. A dos de ellos, la
espada los decapitó de un solo golpe, a otro lo
mató clavándose bajo el brazo en el que
sostenía su espada, y atravesando las costillas
hasta el hígado; y al cuarto lo atravesó
clavando la punta en el corazón a través del
escudo y la cota.
El instinto hizo que Thorkell se girara
rápidamente para encontrarse cara a cara con
Kollgrim Erdlendson, el caudillo de los
vikingos y el más temible de todos ellos. Sus
espadas chocaron y la de Kollgrim falló, se
partió por la empuñadura, de forma que la
espada de Thorkell cercenó su hombro
derecho, atravesando los aros de su cota de
malla como si hubiera sido tejida con
cáñamo, y murió tal como su compañero jefe
Halfdan Ingolfson había muerto.
551
Aunque sus jefes estaban todos muertos,
los vikingos, al divisar tan solo un defensor
frente a ellos, seguían saltando en tropel por
el muro. Thorkell corrió hacia ellos y a cada
golpe de la espada de Floki un enemigo
moría. Sin embargo, Thorkell hubiera
acabado sobrepasado por el gran número de
enemigos si algunos de los Vilgerdson y sus
hombres de armas, ya victoriosos por el
flanco norte y el flanco sur, no hubieran
acudido con celeridad en su ayuda,
asombrados al ver que Hofstadir había sido
salvado por el valor de un solo hombre y
espoleados por la admiración que Thorkell les
causaba.
Con Thorkell a la cabeza obligaron a los
supervivientes de la tripulación del Sea-
Raven a batirse en retirada por el muro y el
foso, y Thorkell vio en la distancia que los
thralls Erp, Ulf, Hundi, Kepp, Sokholf y
Vifill, allí preparados con escudos, lanzas,
arcos y flechas de repuesto, lanzaban sus
armas, daban media vuelta y huían antes de
552
que los vikingos en retirada más adelantados
los alcanzaran.
La lucha había acabado. Los atacantes
habían sido derrotados y expulsados en todos
los flancos. Thorstein prohibió persecuciones
a pie, y solo unos veinte hombres de armas
encontraron caballos listos, los montaron y
salieron al galope por la entrada principal al
recinto para completar la expulsión de los
atacantes, quienes abandonaron allí más de
cuarenta cadáveres.
De parte de los vencedores, doce lanceros
cayeron en combate, y con ellos siete vasallos
de Thorstein, cuatro peones y dos sobrinos,
Thorberg Vilgerdson de Snowfell y Thorod
Vilgerdson de Gelsbank. Thorkell, el propio
Thorstein y Thorfinn eran los únicos
guerreros que habían salido indemnes entre
los defensores. El resto de la familia, todos
los primos, peones, vasallos y hombres de
armas habían sufrido una o más heridas; pero,
de la familia, solo Thord había resultado
gravemente herido. Inmediatamente vendaron
sus heridas y dejó de sangrar.
553
Entonces, al unísono, todos los guerreros
aclamaron a Thorkell como su salvador. Le
vitorearon y lo saludaban como un «héroe».
Thorfinn y Thorgeir lo cogieron por los codos
y, siguiendo a su padre y a su vez seguidos
por la multitud entusiasmada, lo condujeron
al gran salón hasta el Trono. Allí Thorstein se
apartó a un lado e indicó a Thorkell que
subiera al estrado y ocupara el Trono. Antes
de que la sorpresa le permitiera expresar
alguna objeción, Thorfinn y Thorgeir lo
empujaron hacia él. Y allí se sentó, con la
espada de Floki, aún roja y con la punta hacia
abajo, entre las rodillas, y con las manos
cruzadas sobre la empuñadura.
Thorstein gritó:
—¡Hidromiel para el héroe! Ni un solo
hombre podrá llevarse un cuerno o cuenco a
los labios hasta que el héroe haya probado mi
mejor hidromiel. ¡Hidromiel para el héroe!
En respuesta, Thorarna apareció
procedente de la cocina, y a través de la
entrada trasera, portando con ambas manos y
en alto un gran cuenco, cruzó el salón con el
554
rostro iluminado con una sonrisa triunfal,
magnífica y majestuosa. Ante el Trono se
arrodilló y ofreció el cuenco a Thorkell. Los
combatientes volvieron a vitorear.
Mientras Thorarna sostenía el cuenco en
alto, Thorkell, horrorizado, sintió que su
mano derecha se posaba en la empuñadura de
la espada y la agarraba con una fuerza que era
incapaz de controlar, notó que la espada se
alzaba por sí sola y también su brazo, hasta
que la hoja de la espada quedó sobre la
cabeza de Thorarna; entonces sintió que la
magia de la espada tiraba de su brazo hacia
abajo en un golpe mortal, sintió y vio cómo
descendía la espada, sintió y vio cómo la hoja
cercenaba el hombro izquierdo de Thorarna,
el omoplato izquierdo, la clavícula y las
costillas, hundiéndose hasta clavarse en el
corazón.
La mujer se desplomó en un nauseabundo
revoltijo de hidromiel derramado, sangre a
borbotones, ropa desarreglada y carne
cercenada.
555
Los presentes observaron todo
petrificados y en silencio.
Entonces Thordis y Thorgerd entraron
corriendo al salón, gritando:
—¡No bebas! ¡El hidromiel está
envenenado! ¡No bebas! ¡El hidromiel está
envenenado!
Al ver el Trono y a Thorkell sentado en
él, y lo que yacía a sus pies, Thordis cayó
desmayada. Thorgerd inmediatamente se
centró en atender a su prima.
Thorstein gritó a sus thralls.
—¡Ref! ¡Karli! ¡Mar! ¡Odd! ¡Llevaos de
aquí esta carroña! ¡Limpiad el estrado!
Y cuando sus órdenes fueron cumplidas y
el estrado y el salón volvieron a la
normalidad, volvió a exclamar:
—¡Hidromiel para el héroe!
La propia Thordis, ya recuperada,
tambaleante, su cabello dorado, mejillas
rosadas, y encantadores ojos azules, bellísima
a pesar del aturdimiento, llevó a Thorkell un
cuerno.
556
Este lo tomó, lo apuró y se lo devolvió a
la joven. Entonces Thorstein exclamó:
—¡Hidromiel para todos nosotros, y más
hidromiel para el héroe!
Las sirvientas entraron en tropel con
cuencos, cuernos y copas y a estas les
siguieron los thralls con cubos de hidromiel
para llenar de nuevo los ya vacíos. Todos
bebieron, Thorkell también, de un segundo
cuerno que Thordis le ofreció. Ella estaba
arrodillada, pero él la hizo levantarse y
colocarse de pie jumo al Trono.
Entonces Thorstein exclamó:
—¡Aclamad al héroe!
Tras lo cual, todos los guerreros
vitorearon a Thorkell hasta quedar roncos.
Cuando se hizo de nuevo el silencio,
Thorstein habló con voz clara y grave:
—Mañana celebraremos nuestra lucha,
victoria y salvación. Y el banquete será el
banquete de bodas de mi sobrina Thordis y su
futuro esposo, mi primo, Thorkell Vilgerdson
de Rogaland, Noruega, ¡nuestro héroe!
557
EPÍLOGO
558
La última parte de “Alfandega 49 A” la
soñé tal como está ahora escrita, después de
enterarme de cómo murió un conocido mío a
quien he rebautizado Pake.
Escribí “Lukundoo” después de una
pesadilla, sin ninguna manipulación por mi
parte, tal como la soñé. Pero jamás la hubiera
soñado de no haber leído previamente la obra
infinitamente superior de H. G. Wells titulada
“Pollock y el hechicero Porroh”. Cualquiera
que esté interesado en los sueños se deleitará
comparando ambos cuentos. Poseen rasgos
similares, pero son muy diferentes, y las
diferencias no son como las que un intelecto
despierto sería capaz de inventar, sino como
las que aparecen en la mente humana solo en
una pesadilla.
Los demás son calcos de pesadillas.
“La casa de la pesadilla” está escrito tal
como lo soñé, palabra por palabra, ya que
tenía las sensaciones contrapuestas de haber
leído el cuento impreso y al mismo tiempo de
que todo me ocurriera a mí en tiempos
pasados, cuando los automóviles llevaban el
559
volante a laderecha y los cambios de marcha
fuera de la capota. El sueño tuvo la inusual
peculiaridad de que me desperté tras la
segunda pesadilla tan conmocionado que mi
esposa tuvo que calmarme como si fuera un
niño asustado, y entonces volví a dormirme y
¡terminé el sueño! El desenlace me pilló
totalmente por sorpresa, tan impactante como
el clímax de “El hocico” o de “Amina”.
Es fácil llegar a la conclusión de que
cualquiera que sueña tales relatos como “El
rompecabezas”, “El mensaje en la pizarra” o
“El cinturón de piel de cerdo”, no tiene más
remedio que trasladarlos al papel para poder
expulsarlos de su organismo.
EDWARD LUCAS WHITE
560
Notas
561
[1]Malebolge es parte del Octavo círculo del
Infierno de Dante. Se divide en 10 fosos
circulares y concéntricos, donde reciben
castigo los fraudulentos, como los
falsificadores, adivinos, simoníacos, etc. (N.
de la T.) <<
562
[2] “Somos siete”. Poema de William
Wordsworth que describe una discusión entre
un orador adulto poético y una niña de campo
sobre el número de hermanos y hermanas que
vivían con ella. El poema aborda la cuestión
de si tener en cuenta a dos hermanos muertos
como parte de la familia. (N. de la T.) <<
563
Índice
Lukundoo y otros relatos
4
extraños y terroríficos
PESADILLAS Y
6
MALDICIONES
I 6
II 9
III 14
IV 19
Portadilla 30
White 31
LUKUNDOO 32
I 33
II 38
III 50
IV 54
V 58
VI 63
EL ROMPECABEZAS 69
564
I 69
II 79
III 89
IV 99
EL HOCICO 103
I 103
II 110
III 131
IV 176
ALFANDEGA 49 A 185
I 185
II 200
EL MENSAJE EN LA
227
PIZARRA
AMINA 311
EL CINTURÓN DE PIEL DE
338
CERDO
I 338
II 347
III 360
IV 373
565
V 387
VI 395
LA CASA DE LA PESADILLA 412
LA ISLA DE LA BRUJERÍA 436
LA ESPADA DE FLOKI 484
I 484
II 499
III 516
IV 540
EPÍLOGO 558
Notas 561
566