El Pozo y El Pendulo - Edgar Allan Poe PDF
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Edgar Allan Poe
El pozo y el pndulo
y otras historias espeluznantes
Valdemar: Gtica - 18
ePub r1.0
orhi 07.03.17
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Ttulo original: El pozo y el pndulo y otras historias espeluznantes
Edgar Allan Poe, 1995
Traduccin: Mauro Armio
Prlogo: Agustn Izquierdo
Ilustracin de cubierta: Calavera al reverso del retrato de Jane Loyse Tissier. Barthel Bruyn El Viejo
(1493-1555)
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PRLOGO
La vida de Edgar Allan Poe aparece como una existencia destinada a la tragedia y
envuelta en la pesadilla de las sombras. Ya desde su comienzo se halla rodeada de
acontecimientos luctuosos; su muerte horrible no hace sino coronar una vida repleta
de dificultades y desgracias. Un principio y un final que contienen toda la angustia y
la opresin de donde nacen las pesadillas artsticas de sus relatos magistrales.
Edgar Allan Poe naci el 19 de enero de 1809 en Boston, fruto de la unin de una
pareja de actores ambulantes. Su padre, actor sin xito y alcohlico, desapareci un
buen da abandonando a su mujer al poco tiempo de que naciera Edgar. Su madre
sigui actuando en algunas ciudades, pero muri de tuberculosis a los veinticuatro
aos, antes de que Edgar cumpliera tres; el padre tambin muri a causa de la misma
enfermedad. Despus de quedar hurfanos, Edgar y sus dos hermanos fueron
acogidos por diversas familias. El futuro poeta entr en la casa de un rico
comerciante de tabaco de Richmond, en Virginia, llamado John Allan, que no lleg a
adoptarle legalmente. Desde el principio quedan marcadas las relaciones del hurfano
con sus protectores: de un lado, un estrecho vnculo afectivo con Frances, la mujer
del comerciante, y de otro, la relacin problemtica y tormentosa, que ira en
aumento, con Allan. A fin de cuentas, el encuentro del nio con el adulto slo es el
comienzo del choque entre dos naturalezas opuestas, la del hombre de negocios y la
del poeta. Durante la infancia de Poe, a pesar de la contrariedad que supuso la
presencia del nio para el comerciante, los conflictos no llegaron a manifestarse.
Cuatro aos despus de tener lugar esta extraa adopcin, John Allan decidi
embarcar a la familia rumbo a Gran Bretaa con la intencin de establecer una
ampliacin de su negocio en aquel pas. Sus padres adoptivos quisieron darle una
buena educacin, y Poe fue primero a la escuela de las seoritas Dubourg y,
posteriormente, en 1817, a la Manor House School del reverendo Bransby en Stoke
Newington (Londres), institucin que le sirvi de fuente de inspiracin para la
descripcin de la escuela que aparece al inicio de William Wilson.
Como los negocios en Inglaterra no iban tal como esperaba Allan, la familia
vuelve a los Estados Unidos en 1820 y se instala de nuevo en Richmond. A partir de
entonces, Poe comienza a escribir poesa e inicia su larga serie de enamoramientos.
La primera dama elegida como objeto de su pasin amorosa fue la madre de un
compaero de escuela, la seora Jane Stanard. Aunque la relacin no llegara a
plasmarse por motivos evidentes, termin de un modo trgico: Jane muere a los
pocos aos de tuberculosis y completamente loca. Como monumento a la memoria de
su primer vuelo amoroso nos queda el poema titulado Helen. Tras la muerte de su
primer ideal, Poe lanza sus dardos y sus versos a una jovencita encantadora, Elmira
Royston, que aparecer de nuevo en los ltimos das de la vida del escritor, poco
antes del drama final.
Y entre versos y llamas de amor, la crisis entre el comerciante y el poeta va
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tomando cuerpo y aumentando de tamao. John Allan, cada vez ms contrariado por
las aventuras amorosas y la falta de inters por los negocios familiares del
adolescente al que haba adoptado, decide, en 1826, enviarle a la Universidad de
Virginia, dotndole de una cantidad miserable de dinero para sus gastos; adems
comunica al padre de Elmira su disgusto por las relaciones que mantenan, y las
cartas dirigidas a Elmira son interceptadas por el padre de la joven.
En la universidad, mientras se aplica en el estudio del latn, francs, italiano y
espaol, Edgar intenta aumentar sus exiguos ingresos apostando en el juego; el
resultado se ve venir enseguida: sus deudas crecen cada vez ms. Desprovisto de
dinero y sin amor, el poeta trata de borrar su hundimiento en la melancola con el
alcohol, pero con la mala fortuna de que cualquier sustancia alcohlica tiene para su
organismo unos efectos devastadores. John se niega en redondo a pagar las deudas
del adolescente, y ste se ve obligado a abandonar los estudios, despus de quemar
los muebles de las habitaciones que ocupaba en la universidad.
De vuelta en Richmond, la tormenta entre los temperamentos contrarios estalla
ms ruidosa y violenta, llegando a un conflicto sin solucin. Poe se niega a plegarse a
las exigencias de su padre adoptivo, rehsa entrar en la carrera del comercio o de las
leyes y sale de su casa airado, rumbo a Boston en un barco, resuelto a todo, sin un
centavo en el bolsillo. Una vez en Boston, escribe pidiendo dinero, pero slo obtiene
el silencio, la respuesta habitual del comerciante virginiano a las demandas
econmicas de su ahijado. Sin embargo, en esa ciudad de Nueva Inglaterra conoce de
manera fortuita a un impresor llamado Calvin Thomas, que le publica el primer
volumen de sus poemas con el ttulo de Tamerlan and other poems, hecho que no
contribuye en absoluto a suavizar la miseria en la que estaba hundido. Cercano ya a la
inanicin, decide enrolarse, a los veintids aos, en el ejrcito, con nombre falso:
Edgar A. Perry. Aunque llegaron a nombrarle sargento, Poe vio la imposibilidad de
ascender a oficial, y, como su padrastro segua sin estar dispuesto a costear su carrera
literaria, le pidi dinero para ingresar en la academia militar de West Point; como era
de esperar, tampoco obtuvo respuesta en esta ocasin. Al poco tiempo, recibi la
noticia de la muerte de Francs, pero Poe slo pudo llegar a Richmond cuando su
madre adoptiva ya estaba enterrada, en marzo de 1829. Al ver a su hijo adoptivo,
John sufre un arrepentimiento repentino por su comportamiento y le proporciona
dinero para su ingreso en la academia militar, pero la reconciliacin es efmera y Poe
sufre las mismas dificultades econmicas que en la universidad, mientras su padre se
muestra cada vez ms fro.
La vida militar, era evidente, no estaba hecha para su temperamento; slo sali a
su encuentro como un medio de huir de la miseria a la que le conduca la enemistad
con su protector, hacia el que se volvi de nuevo en busca de ayuda financiera, esta
vez para poder abandonar la academia; de nuevo el silencio. En 1831 fue expulsado
por indisciplina y se vio una vez ms en la calle, desamparado, sin ningn recurso
econmico; adems, Allan se cas por aquel entonces en segundas nupcias, con lo
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que el poeta se dio cuenta de que toda expectativa de recibir proteccin econmica
por parte del comerciante se haca humo.
Despus de pasar un mes lleno de fatiga y miseria en Nueva York, donde conoce
a un editor que le publica el segundo volumen de sus poemas, Poems by Edgar A.
Poe, Second Edition, se dirige, en busca de cobijo, a casa de su ta, la seora Clemm,
en Baltimore; con ella viven su hija Virginia y un sobrino, el hermano de Edgar,
William Henry, que muere poco tiempo despus de su llegada de tuberculosis. Como
la situacin econmica de la casa era desastrosa, Poe se puso a escribir prosa con la
esperanza de conseguir algn ingreso que aliviara la angustiada situacin por la que
pasaban. Se present, en 1833, a un concurso de poesa y de cuentos organizado por
el Baltimore Saturday Visitor con el poema Coliseum y cinco cuentos titulados
Tales of the Folio Club. Obtuvo el primer premio con el Manuscrito encontrado en
una botella. Mientras continuaba su carrera literaria, que apenas mitigaba su miseria,
hizo un ltimo intento desesperado de que su padre adoptivo le proporcionara alguna
ayuda financiera, cuando ste estaba ya gravemente enfermo. Ni en su lecho de
muerte se abland el duro corazn del cruel comerciante; Poe fue despedido con
malas maneras, y sigui en la indigencia sabiendo que nunca recibira dinero que
aliviase su penuria y que tena que ganarse la vida con la escritura. La batalla entre
comerciante y poeta era muy desigual, y ste no pudo sino perder y aceptar su
derrota, lo que, sin embargo, no le condujo al desnimo.
En 1835 consigue un trabajo en The Southern Literary Messenger como miembro
del comit de redaccin. Al principio se instala solo en Richmond; la soledad y la
infelicidad le precipitan de nuevo en el alcohol. Para paliar esta situacin, en octubre
de ese ao, su nueva familia la seora Clemm y Virginia llega a Richmond, y al
ao siguiente se casa con su prima la novia-nia, que slo tiene trece aos por
aquel entonces. La estabilidad laboral empieza a quebrarse; White, el propietario de
la revista, se queja de lo que bebe el poeta y, ste, de estar mal pagado. En 1837
abandona y se dirige a Nueva York y despus a Filadelfia, donde permanece un
perodo de seis aos. Durante este tiempo de relativa calma desempea diversos
trabajos editoriales en revistas como The Gentlemans Magazine o Grahams
Magazine, escribe ms de treinta cuentos, publica una coleccin de ellos con el ttulo
Tales of the Grotesque and Arabesque y trata de materializar el proyecto de fundar
una revista propia, The Stylus.
La primera hemorragia de Virginia se produce en 1842, dejando al escritor
sumido en la melancola y devastado por la tristeza. A partir de ese momento, el poeta
acude con ms frecuencia al consuelo del alcohol y, aunque en 1845 obtiene la
celebridad con la publicacin de El cuervo, la mala suerte no deja de perseguirle y
se ensaa de nuevo con l: en 1847 muere Virginia despus de soportar su larga
enfermedad. Esta muerte precipita al poeta en una oscuridad de la que no saldr; su
vida errtica se hace ms intensa, vaga de bar en bar, de ciudad en ciudad, busca en
desorden la redencin en las mujeres, en las drogas, en el suicidio. En busca de una
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salvacin espectral, su vida se dirige fatalmente hacia el horrible final al que estaba
destinada. El 27 de septiembre de 1849 se embarc rumbo a Baltimore; cinco das
despus fue encontrado de madrugada por un tipgrafo, en un estado lamentable,
semiinconsciente, con ropa que no le perteneca, tirado en la calle, en medio de un
delirium tremens provocado por el alcohol. Le llevaron al Washington College
Hospital, donde entre delirios y extravos expir a las tres de la maana del 7 de
octubre.
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entendido como la emocin esttica ms intensa producida por una obra de arte.
Generalmente se pensaba que la mejor forma de lograr este efecto en el lector era
mediante la representacin del horror. Poe llev a sus ltimas consecuencias esta
tendencia y concluy que el efecto ms intenso se consigue a travs del cuento,
porque puede cumplir mejor que la novela la rega de la unidad o totalidad de
impresin: en los pasajes ms cortos el placer es nico en el sentido propio del
trmino, el entendimiento se dedica a contemplar el cuadro en su conjunto sin
dificultad. Y as, su efecto depender, en gran medida, de la perfeccin de su
acabado, de la adaptacin escrupulosa al conjunto de los elementos que lo
constituyen, y sobre todo de lo que Schlegel llama justamente la unidad o totalidad
de inters, escribe en su ensayo sobre Longfellow. El efecto que hay que conseguir
es la pasin o la excitacin del corazn, y Poe piensa con cierta justificacin que la
mayor excitacin o intensidad se consigue provocando una nica sensacin, la del
horror, y ordenando todos los elementos de la ficcin en vistas a conseguirla.
Poe, adems de sealar el principal objetivo de la obra literaria, medita tambin
sobre la mejor forma de alcanzarlo. En primer lugar, la unidad de impresin exige
una determinada longitud de la narracin, pues la brevedad debe hallarse en razn
directa de la intensidad del efecto buscado (Filosofa de la composicin). La
exaltacin del alma no se puede sostener durante mucho tiempo; por eso, un relato
que puede ser ledo entre media y dos horas es superior a una novela, que no puede
ser leda de una sola vez. Adems, mientras dura la lectura de un relato, el alma del
lector est en manos de la del escritor. Otras condiciones que ayudan a obtener la
unidad de impresin es que la accin del cuento se desarrolle en un solo lugar y que
todos los detalles o incidentes estn subordinados al conjunto, es decir, una vez
concebido el efecto nico, hay que crear los acontecimientos y expresiones que
contribuyen a obtenerlo, ya que todo cuento que pretenda producir una mayor
intensidad debe organizar todos los elementos en funcin del conjunto y desechar
todo lo que distraiga de la consecucin del objetivo.
Metzengerstein, el primer cuento publicado por Poe, es un buen ejemplo de
cmo el escritor transforma la maquinaria de la ficcin gtica para alcanzar un mayor
efecto. Cualquier lector familiarizado con este gnero observar su semejanza con El
Castillo de Otranto[3]; ambas narraciones comparten ciertas circunstancias: una
oscura profeca que anuncia la ruina de una ilustre familia, un viejo castillo como
escenario, un cuadro que toma vida, un barn disoluto, etc. Pero lo que aade esta
narracin para conseguir un mayor efecto gtico es justamente lo que omite, los
elementos que distraen del efecto: no se relata la historia de la familia, no hay historia
de amor, ni caracteres femeninos. Para no distraer la atencin del lector, la impresin
que se quiere provocar se explcita desde el comienzo del relato: el horror y la
fatalidad. Todo lo que sigue est ordenado para despertar en el lector, con la mayor
intensidad posible, esas dos pasiones que encabezan el cuento.
En El hundimiento de la casa Usher, el goticismo se revela en la ruina de una
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vieja familia a travs de sus vstagos degenerados y su casa en ruinas, que surge
como una estructura convencional de la ficcin gtica, con su antigedad, sus pasillos
oscuros e intrincados, etc. La impresin que se quiere transmitir al lector la
melancola, la condena, la fatalidad, la desolacin est ya presente en el primer
prrafo, incluso antes de presentar el tema. La descripcin de la casa sirve para
transmitir el estado de nimo de sus ocupantes: el lugar gtico es signo y metfora del
alma gtica. Poe establece as la correspondencia entre el alma y los lugares, entre los
estados interiores y el mundo exterior, tan querida por los simbolistas. En esta obra
maestra, la impresin se consigue con eficacia sin apenas contar una intriga. La
austeridad narrativa de Poe es posible advertirla en otros de sus muchos cuentos. El
corazn delator comienza en medio de una conversacin y sigue describiendo la
locura del protagonista sin apenas describir la escena. El pozo y el pndulo
tambin comienza abruptamente. En El barril de Amontillado, nada se sabe de las
terribles ofensas que ha recibido el vengador.
Poe transforma las tcnicas gticas anteriores para conseguir un goticismo ms
efectivo, al seleccionar los elementos que pueden provocar una determinada
impresin. De este modo, los caracteres, la escena, la accin y otros elementos
indispensables en la novela slo aparecen si contribuyen a formar la impresin y no
como elementos necesarios en la narracin, por lo que en muchas ocasiones apenas
existen. Tanto su teora como su prctica de la ficcin muestra que el cuento es la
forma literaria ms apropiada para transmitir el sentimiento gtico, pues acepta
incondicionalmente la naturaleza afectiva de este tipo de ficcin. Muchas de estas
narraciones pueden considerarse como aspectos aislados de las novelas gticas,
donde los efectos de terror se consiguen en diversos pasajes, alternando los
momentos de excitacin con los de depresin. Las torturas, persecuciones,
venganzas, hundimientos de linajes, crmenes de psicpatas, la locura, la perversin,
la agona, la muerte temas que se suceden insertados a travs de una trama en la
novela, se destacan aislados y terribles en sus cuentos, libres de toda
ornamentacin extraa, desnudos como el terror y la muerte.
Los cuentos de Poe no tuvieron mucha fortuna entre algunos de los escritores
americanos posteriores. Nada ms morir aparecieron unos artculos debidos a la
pluma del Reverendo Rufus W. Griswold, donde se le atacaba con amargura. Henry
James se queja de que sus narraciones no animan a la reflexin del lector y en ello ve
un sntoma de un desarrollo intelectual primitivo, olvidando precisamente el
componente afectivo de su escritura. D. H. Lawrence le niega sin ms la cualidad de
artista. Para Hemingway, es un escritor hbil. Es hbil, construye maravillosamente,
pero est muerto. A pesar de estas crticas, las cualidades de su poesa, narrativa y
crtica siguen teniendo una gran influencia en los escritores de Estados Unidos.
Muy distinta fue su aceptacin en Europa, sobre todo en Francia, donde encontr
enseguida un defensor de excepcin: Charles Baudelaire, que tradujo cinco
volmenes de piezas de Poe, casi todo prosa, a los que antepuso prefacios elogiosos.
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Al elogio de Baudelaire siguieron los de los dems simbolistas franceses. Pero su
influencia no se detuvo en ellos, tambin alcanz a los naturalistas. En Amrica
obtuvo su reconocimiento, sobre todo, por la admiracin que despert en Europa,
donde en pases como Espaa tambin se dej sentir su negra influencia[4]. Entre sus
admiradores destacan Victor Hugo, Lautramont, Verlaine, Rimbaud, Valry,
Huysmans, Stringberg, Dostoievsky, Stevenson, Lovecraft, Breton, Yeats, Unamuno,
Po Baraja, Blasco Ibez, Borges, Cortzar, Nabokov. Pero no slo los escritores
sufrieron su influencia; en la pintura su genio tambin se dej sentir, como en Odilon
Redon y Manet. Su obra inspir a msicos como Ravel, Rachmaninof o Debussy, que
compuso un drama lrico en un acto y dos escenas sobre El hundimiento de la casa
Usher, y ms recientemente a compositores de msica rock, como Peter Hammil
msico de culto, lder del grupo de vanguardia de los aos setenta Van der Graaf
Generator, que compuso una pera siniestra basada tambin en el tema de la casa
Usher, o Alan Parsons Project, que dedic un lbum a los cuentos de misterio e
imaginacin. Incluso en nuestro pas, aquel excelente grupo llamado Radio Futura,
msico el bellsimo poema Annabel Lee. En cuanto al cine, son numerosas las
pelculas que se han basado en las fantasas de Poe.
La perfeccin con la que estn compuestos los relatos de terror que integran esta
coleccin hace inevitable que su lectura siga despertando las sensaciones estticas
ms poderosas y violentas en los que emprendan ahora y en el porvenir la experiencia
de sumirse en las oscuras pesadillas erigidas por la ficcin del genio de Baltimore.
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EL POZO Y EL PNDULO
Impia tortorum longas hic turba furores
Sanguinis innocui, non satiata, aluit.
Sospite nunc patria, fracto nunc funeris, antro,
Mors ubi dira fuit vita salusque patent.[5]
Estaba acabado, acabado hasta no poder ms tras aquella agona tan larga. Cuando
por fin me desataron y me permitieron sentarme, not que me desvaneca. La
sentencia, la horrible sentencia de muerte fue la ltima frase que percibieron
distintamente mis odos. Luego, el murmullo de las voces de los inquisidores pareci
ahogarse en el indefinido zumbido del sueo, que provoc en mi espritu la idea de
rotacin, quiz porque mis pensamientos lo asociaban con el chapoteo de una rueda
de molino. Pero esto dur poco, ya que de sbito dej de or. Sin embargo, durante
algn rato pude ver, pero con qu terrible exageracin! Vi los labios de los jueces
togados de negro: me parecieron blancos ms blancos que la hoja de papel donde
escribo estas palabras, y finos hasta la exageracin, adelgazados por la intensidad de
su expresin dura, de su resolucin inexorable, de su riguroso desprecio por el dolor
humano. Vi que los decretos de lo que para m representaba el Destino brotaban an
de aquellos labios. Los vi torcerse pronunciando una frase mortal, los vi formar las
slabas de mi nombre y me estremec porque no me llegaba ningn sonido. Durante
esos momentos de espanto frentico vi tambin oscilar, blanda y casi
imperceptiblemente, las negras colgaduras que cubran las paredes de la sala y mi
vista cay sobre los siete hachones colocados sobre la mesa. Al principio me
parecieron emblemas de caridad y los imagin blancos y esbeltos ngeles dispuestos
a salvarme. Pero en ese momento, y de sbito, una nusea letal invadi mi alma y
sent que todas las fibras de mi ser se estremecan como al contacto de los hilos de
una batera galvnica, mientras las formas anglicas se convertan en vacuos
espectros de cabezas llameantes; entonces comprend que ninguna ayuda deba
esperar de ellos. Como una magnfica nota musical, se abri paso en mi imaginacin
la idea del dulce reposo que nos espera en la tumba; lleg suave, sigilosamente; creo
que pas algn tiempo antes de poder apreciarla en toda su plenitud. Pero en el
preciso instante en que mi mente la capt y acarici, las figuras de los jueces se
desvanecieron como por arte de magia, los altos hachones se abismaron en la nada,
sus llamas desaparecieron y sobrevino el negror de las tinieblas; todas mis
sensaciones parecieron precipitarse en una cada hacia el abismo, como la del alma en
el Hades. Y luego el universo fue solo silencio, quietud y noche.
Me haba desvanecido, pero no puedo afirmar que hubiera perdido del todo la
conciencia. No intentar definir lo que de ella me quedaba y menos describirla; pero
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no la haba perdido del todo. En medio del ms profundo sopor; no, en medio del
delirio; no, en medio del desvanecimiento; no, en medio de la muerte; no, hasta en la
misma tumba no todo se pierde. Si fuera de otro modo no habra salvacin para el
hombre. Cuando despertamos del ms profundo de los sopores, rompemos la telaraa
sutil de algn sueo. Y, no obstante, un segundo ms tarde (tan frgil puede haber
sido esa tela), no recordamos haber soado. Cuando tras un desmayo volvemos a la
vida, pasamos por dos etapas: primera, la del sentimiento de la existencia moral o
espiritual; segunda, la de la existencia fsica. Es probable que, si al llegar al segundo
perodo pudiramos evocar las impresiones del primero, hallramos todos los
recuerdos elocuentes del abismo que se abre a nuestras espaldas. Y ese abismo
qu es? Cmo al menos podremos distinguir sus sombras de la tumba? Pero si las
impresiones de lo que he llamado el primer perodo no acuden al llamamiento de la
voluntad, no aparecen inesperadamente, tras un largo intervalo, sin ser solicitadas y
mientras maravillados nos preguntamos de dnde proceden? Quien nunca se haya
desmayado no descubrir extraos palacios ni rostros fantsticamente familiares en
las brasas del carbn, ni contemplar flotando en el aire las melanclicas visiones que
el vulgo no puede disfrutar, ni meditar mientras respira el aroma de una flor
desconocida, ni sentir la exaltacin de su mente ante el misterio de una meloda que
jams haba llamado antes su atencin.
Entre mis repetidos y reflexivos esfuerzos por recordar, entre pertinaces luchas
por apresar algn vestigio de ese estado de aparente vaco en el que mi alma se haba
sumido, hubo momentos en que vislumbr el triunfo; breves, brevsimos perodos en
que llegu a condensar recuerdos que, a la luz de mi clarividencia posterior, slo
podan referirse a ese estado de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdos
me presentan confusamente grandes figuras que me levantaron llevndome
silenciosamente hacia abajo, hacia abajo, siempre hacia abajo, hasta que un horrible
vrtigo me oprimi a la sola idea de lo infinito del descenso. Tambin me recuerdan
no s qu vago terror que mi corazn experimentaba, precisamente por la
sobrenatural calma que me invada. Luego, viene el sentimiento de una repentina
inmovilidad que invadi cuanto me rodeaba como si quienes me llevaban (espectral
cortejo!) hubieran pasado en su descenso los linderos de lo ilimitado y descansaran
del hasto infinito de su tarea. Mi mente recuerda ms tarde una sensacin de
acrimonio y humedad; y luego, todo es locura, la locura de un recuerdo que se agita
entre cosas abominables.
De pronto, vuelven otra vez a mi espritu el movimiento y el sonido: el
movimiento tumultuoso de mi corazn y el rumor de sus latidos. Luego una pausa en
la que todo es confuso. Luego otra vez sonido, movimiento y tacto, como una
sensacin de vibrante hormigueo por todo el cuerpo. Y luego la simple conciencia de
mi existencia sin pensamiento, algo que dur mucho tiempo. De pronto, bruscamente,
el pensamiento, un terror que me produca escalofros y el esfuerzo ms ardiente por
comprender mi verdadera situacin. A esto sucedi un vivo afn de recaer en la
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insensibilidad. Luego un brusco revivir del espritu y una afortunada tentativa de
movimiento. Y, entonces, el recuerdo completo del proceso, de los jueces, las negras
colgaduras, la sentencia, mi debilidad y el desmayo. Y el total olvido de lo que
ocurri despus, de todo lo que tiempos posteriores y la constancia ms tenaz me han
permitido recordar vagamente.
Hasta ese momento no haba abierto los ojos, pero sent que estaba tendido de
espaldas y sin ligaduras. Alargu la mano, que cay pesadamente sobre algo hmedo
y duro. La dej descansar all durante unos minutos mientras haca esfuerzos por
adivinar dnde me hallaba y qu era de m. Sent gran impaciencia por abrir los ojos,
pero no me atreva porque me espantaban. No es que temiera contemplar cosas
horribles, sino que me aterrorizaba la posibilidad de que no hubiera nada que ver. Por
fin, con mi corazn lleno de atroz angustia, abr de golpe los ojos y mis espantosas
suposiciones se confirmaron. Me rodeaba el negror de una noche eterna. Me pareca
que la intensidad de aquellas tinieblas me oprima y sofocaba. Trat de respirar: la
atmsfera era de una intolerable pesadez. Permanec inmvil y acostado haciendo
esfuerzos por utilizar mi razn. Evoqu los procesos inquisitoriales procurando
deducir mi situacin verdadera a partir de ese punto. La sentencia haba sido
pronunciada y tena la impresin de que desde entonces haba transcurrido mucho
tiempo. Pero ni por un solo momento imagin que estuviera realmente muerto.
Semejante suposicin, pese a todas las ficciones literarias, es totalmente incompatible
con la existencia real. Pero dnde me hallaba y en qu estado? Saba que los
condenados a muerte fallecan con frecuencia en los autos de fe. Una solemnidad de
esta especie se haba celebrado aquella misma noche. Me haban devuelto a mi
calabozo en espera del prximo sacrificio, que no se celebrara hasta varios meses
ms tarde? Al punto comprend que era imposible. En aquel momento haba una
demanda inmediata de vctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las
celdas de los condenados en Toledo, estaba empedrado y tena algo de luz.
Repentinamente una horrible idea aceler los plpitos de mi sangre, que se agolp
a torrentes hacia mi corazn; por breves instantes reca en la insensibilidad. Cuando
me repuse, me ergu temblando convulsivamente y tendiendo desatinadamente los
brazos en todas direcciones por encima de mi cabeza y a mi alrededor. No sent nada,
pero temblaba ante la idea de dar un solo paso por temor a tropezar contra los muros
de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tena la frente empapada de
gruesas gotas fras. A la larga, la agona de la incertidumbre termin por hacerse
intolerable, y cautelosamente avanc con los brazos tendidos y los ojos desorbitados
con la esperanza de captar el ms dbil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo
segua siendo vaco y negrura. Respir con mayor libertad; por lo menos pareca
evidente que el destino reservado para m no era el ms espantoso de todos.
Entonces, cuando avanzaba cautelosamente, resonaron en mi memoria los mil
vagos rumores que corran sobre los horrores de Toledo. Cosas extraas que se
contaban sobre los calabozos; cosas que yo siempre haba credo fbula, pero que no
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por eso eran menos extraas y demasiado horrorosas para ser repetidas en voz baja.
Me dejaran morir de hambre en aquel subterrneo mundo de tinieblas, o qu otro
destino ms terrible me aguardaba? De sobra conoca yo el carcter de mis jueces
para dudar de que el fin sera la muerte, una muerte mucho ms amarga que la
habitual. Lo nico que me preocupaba y me enloqueca era el modo y la hora de su
ejecucin.
Mis manos extendidas encontraron por fin un obstculo slido. Era un muro,
probablemente de piedra, muy lisa, hmeda y fra. Lo fui siguiendo de cerca,
avanzando con la precavida desconfianza que ciertas narraciones antiguas me haban
inspirado. Pero esta operacin no me proporcionaba medio alguno para examinar las
dimensiones del calabozo, pues poda dar la vuelta y retornar al punto de partida sin
advertirlo; hasta tal punto era uniforme y lisa la pared. Busqu, en vista de ello, el
cuchillo que llevaba conmigo cuando me condujeron a la cmara inquisitorial; pero
haba desaparecido, pues mis ropas fueron cambiadas por un sayo de grosera
estamea. Para comprobar perfectamente mi punto de partida, haba pensado clavar la
hoja en alguna pequea grieta de la mampostera. Aunque la dificultad tena fcil
solucin, me pareci insuperable al principio debido al desorden de mi mente.
Rasgu una tira del ruedo de mi vestido y la extend en el suelo formando ngulo
recto con el muro. Recorriendo a tientas el contorno del calabozo tendra que
encontrar el jirn de tela al completar el circuito. Por lo menos era lo que yo crea;
pero no haba tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El
suelo era hmedo y resbaladizo. Avanc tambalendome un trecho, pero luego
trastabill y ca. Mi gran fatiga me indujo a seguir tumbado y el sueo no tard en
embargarme.
Al despertar y extender el brazo hall a mi lado un pan y un cntaro de agua. Me
encontraba demasiado agotado para reflexionar y beb y com vidamente. Poco ms
tarde reemprend mi viaje en torno al calabozo y trabajosamente logr llegar a la tira
de estamea. En el momento de caer al suelo haba contado cincuenta y dos pasos, y
desde la reanudacin del camino hasta encontrar el trozo de tela, cuarenta y ocho. De
modo que en total haba cien pasos. Suponiendo que dos pasos constituyesen una
yarda, calcul que el calabozo tena un permetro de cincuenta. No obstante haba
tropezado con numerosos ngulos en la forma de la cueva, pues no haba duda de que
aquello era una cueva. Poco inters y ninguna esperanza puse en aquellas
investigaciones, aunque una incierta curiosidad me impulsaba a continuarlas.
Dejando la pared, decid cruzar el calabozo. Avanc al principio con extrema
precaucin pues, aunque el suelo pareca de un material duro, era peligrosamente
resbaladizo por el limo. Logr cobrar nimos al rato y termin caminando con
seguridad, procurando cruzarlo en lnea recta. Haba avanzado unos diez o doce pasos
cuando el ruedo desgarrado del sayo se enred entre mis piernas hacindome caer
violentamente de bruces.
En la confusin que sigui a la cada no repar en una circunstancia poco
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sorprendente pero que, segundos ms tarde y cuando an yaca en el suelo, llam mi
atencin. Era sta: tena apoyado el mentn sobre el suelo del calabozo, pero mis
labios y la parte inferior del mentn no descansaban en ninguna parte. Al mismo
tiempo me pareci que mi frente se empapaba de un vapor viscoso y que un extrao
olor a hongos podridos suba por mis fosas nasales. Alargu el brazo y me estremec
al descubrir que haba cado exactamente al borde mismo de un pozo circular cuya
profundidad no poda medir por el momento. Tanteando en el brocal que bordeaba el
pozo, logr arrancar un fragmento que arroj al abismo. Durante algunos segundos
prest atencin a sus rebotes. Repercuta en su cada contras las paredes del pozo; por
ltimo se hundi en el agua con un chapoteo lgubre al que siguieron pesados ecos.
En ese mismo instante percib un ruido sobre mi cabeza, como de una puerta que se
abre y se cierra rpidamente, mientras un dbil rayo de luz cruzaba instantneamente
la negrura y volva a desvanecerse.
Con toda claridad comprend el destino que se me preparaba y me felicit por el
oportuno accidente que me haba impedido caer. Un paso ms y el mundo no hubiera
vuelto a saber de m. Aquella muerte, evitada a tiempo, tena justamente el carcter
que yo haba considerado fabuloso y absurdo en las historias que sobre la Inquisicin
haba odo contar. Las vctimas de su tirana no tenan ms alternativa que la muerte:
una muerte llena de crueles agonas fsicas u otra acompaada de abominables
torturas morales. Yo estaba destinado a esta ltima. Mis largos sufrimientos haban
abatido mis nervios al punto que bastaba el sonido de mi propia voz para hacerme
temblar y me consideraba por todos motivos la vctima ideal para la clase de torturas
que me aguardaban.
Estremecindome de pies a cabeza, retroced a tientas hasta la pared, dispuesto a
dejarme morir antes de afrontar el horror de los pozos que en las tinieblas de la celda
mi imaginacin multiplicaba. En otro estado de nimo tal vez hubiera tenido el
suficiente coraje para acabar con mis miserias de una vez arrojndome en uno de
aquellos abismos; pero haba llegado a convertirme en el ms perfecto de los
cobardes, y por otra parte me era imposible olvidar lo que haba ledo sobre aquellos
pocos de los que se deca que la extincin repentina de la vida se haba excluido
cuidadosamente de sus posibilidades.
Durante algunas horas me mantuvo despierto la agitacin de mi nimo, pero
acab por adormecerme. Al despertar, como antes, hall a mi lado un pan y un
cntaro de agua. Una sed abrasadora me consuma y de un solo trago vaci el cntaro.
El agua deba contener alguna droga, pues apenas la hube bebido sent unos
irresistibles deseos de dormir. Un sueo profundo, semejante al de la muerte, cay
sobre m. Jams he podido saber cunto dur, pero al abrir los ojos pude percibir los
objetos que me rodeaban. Gracias a una claridad sulfurosa cuyo origen no pude
determinar al principio, logr contemplar la magnitud y el aspecto de mi crcel.
Mucho me haba equivocado respecto a sus dimensiones. El circuito total de sus
muros no pasaba de veinticinco yardas. Durante varios minutos este descubrimiento
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me turb con una preocupacin pueril, ya que dadas las terribles circunstancias que
me rodeaban no haba nada menos importante que las dimensiones de mi prisin.
Pero mi espritu se interesaba de forma extraa en las cosas ms nimias y tenazmente
me esforc por descubrir el error que haba cometido al tomar las medidas del recinto.
Por ltimo, como un relmpago de luz, se me revel la verdad. En el primer intento
de exploracin haba contado cincuenta y dos pasos hasta el momento de la cada.
Probablemente en ese momento me hallaba a uno o dos pasos del trozo de estamea,
es decir, que haba efectuado casi por completo el circuito del calabozo. Al despertar
de mi sueo deb necesariamente volver sobre mis pasos, es decir, en direccin
contraria, creando un circuito casi doble del normal. La confusin de mi mente me
impidi reparar entonces en que haba comenzado la vuelta con la pared a la
izquierda y que terminaba tenindola a la derecha.
Tambin me haba engaado sobre la forma del recinto. Tanteando las paredes
haba encontrado varios ngulos, deduciendo as la idea de una gran irregularidad.
Tan poderoso es el efecto de la oscuridad total sobre quien sale del letargo o del
sueo! Los ngulos eran simplemente leves depresiones o grietas que se encontraban
a intervalos regulares. La forma general de la prisin era cuadrada. Lo que cre
mampostera resultaba ser hierro o algn otro metal dispuesto en enormes plantas
cuyas suturas y junturas ocasionaban las depresiones. La superficie de aquella
construccin metlica estaba pintarrajeada groseramente con toda clase de emblemas
horrorosos y repulsivos nacidos de la sepulcral supersticin de los frailes. Figuras de
demonios con amenazadores gestos, de esqueletos y otras imgenes todava ms
horribles, recubran y desfiguraban los muros. Repar en que los contornos de
aquellas monstruosidades estaban bien delineados, pero que los colores parecan
borrosos y vagos por efecto de la humedad del ambiente. Vi asimismo que el suelo
era de piedra. En su centro se abra el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si
bostezaran, haba yo escapado. Pero era el nico que haba en el calabozo.
Vi todo esto confusamente y no sin esfuerzo, pues mi situacin fsica haba
cambiado mucho en el curso del sueo. Ahora yaca de espaldas cuan largo era sobre
una especie de bastidor de madera muy baja. Estaba fuertemente atado con una larga
tira que pareca un cngulo. Se enrollaba con distintas vueltas en mis miembros y en
mi cuerpo dejando slo en libertad la cabeza y el brazo izquierdo. Sin embargo, tena
que hacer un violento esfuerzo para llegar a los alimentos colocados en un plato de
barro puesto a mi alcance en el suelo. Con verdadero horror vi que se haban llevado
el cntaro de agua, y digo con horror porque me devoraba una sed intolerable. Cre
entonces que la intencin de mis verdugos consista en exasperar esta sed, porque la
comida del plato estaba cruelmente condimentada.
Levantando los ojos examin el techo de mi prisin, que tendra unos treinta o
cuarenta pies de alto, y por su construccin se asemejaba a los muros. En uno de sus
paneles apareca una singular figura que atrajo mi atencin: era una representacin
pintada del tiempo tal como se le suele figurar, salvo que en lugar de guadaa tena lo
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que a primera vista cre un enorme pndulo, tal como solemos verlo en los relojes
antiguos. Algo, empero, haba en la apariencia de aquella mquina que me movi a
observarla con ms detenimiento. Mientras la miraba atentamente de abajo arriba
(pues se hallaba situada exactamente sobre m) tuve la impresin de que se mova. Un
segundo despus, esa impresin quedaba confirmada. Su balanceo era breve y, por
tanto, muy lento. No sin cierta desconfianza y sobre todo con extraeza, lo observ
durante un rato. Cansado al cabo de vigilar su fastidioso movimiento, volv mis ojos a
los dems objetos de la celda.
Un leve ruido atrajo mi atencin, y mirando al suelo vi cruzar varias ratas
enormes. Haban salido del pozo que se hallaba a la derecha al alcance de mi vista.
En ese instante, mientras las miraba, subieron en tropel presurosas y con ojos voraces
atradas por el olor de la carne. Me cost gran trabajo y atencin ahuyentarlas del
plato de comida.
Habra pasado media hora, quizs una entera pues slo tena una nocin
imperfecta del tiempo cuando volv a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi
me dej atnito y sorprendido. El camino del pndulo haba aumentado casi una
yarda y, como secuela natural, su velocidad era mucho mayor. Pero lo que ms me
impresion fue la idea de que haba descendido visiblemente. Observ entonces y
puede suponerse con cunto horror, que su extremo inferior estaba formado por
una media luna de brillante acero cuya larga punta tendra un pie aproximadamente.
Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba y el filo, cortante como una navaja, pesado
y macizo, se iba ensanchando hasta rematar en una ancha y slida forma. Se hallaba
fijo a un grueso vstago de bronce y todo el mecanismo silbaba balancendose en el
espacio.
Ya no haba duda alguna respecto al destino que me haba preparado la horrible
ingeniosidad de los monjes. Los agentes de la Inquisicin haban previsto mi
descubrimiento del pozo; del pozo, s, cuyos horrores estaban reservados a un hereje
tan temerario como yo; del pozo, tpica imagen del infierno, ltima Thule de los
castigos de la Inquisicin segn los rumores. El ms fortuito de los accidentes me
haba salvado de caer en el pozo, y bien saba que la sorpresa, la brusca precipitacin
en los tormentos, constitua un elemento esencial de las misteriosas ejecuciones que
tenan lugar en aquellas crceles. Habiendo fracasado mi cada en el pozo, el
demonaco plan de mis verdugos no contaba con arrojarme por la fuerza, y, en ese
caso, sin ninguna alternativa, estaba destinado a una muerte distinta y ms dulce.
Ms dulce! En mi agona, al pensar en el singular uso que yo haca de esta palabra,
casi sonre.
Para qu contar las largas, interminables horas de un horror casi mortal, durante
las cuales cont las zumbantes vibraciones del pndulo? Pulgada a pulgada, lnea a
lnea, descenda gradualmente con una lentitud que slo poda apreciarse despus de
intervalos que me parecan ms largos que siglos. Y el acero segua bajando, bajando.
Pasaron das, muchos das tal vez, antes de que se balanceara tan cerca de m que
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pareca abanicarme con su aliento acre. El olor del afilado acero hera mi olfato
Supliqu, fatigando al cielo con mis ruegos para que el pndulo descendiera con
mayor rapidez. Enloquec, me exasper, hice esfuerzos por incorporarme y salir al
encuentro de aquella espantosa y horrible cimitarra. Y luego se apoder de m una
gran calma y permanec inmvil sonriendo a aquella muerte brillante como podra
hacer un nio ante un hermoso juguete.
Sigui otro intervalo de perfecta insensibilidad. Fue corto, porque al volver a la
vida observ que apenas se haba producido en el pndulo un descenso apreciable.
Poda no obstante haber durado mucho, pues bien saba yo que aquellos seres
infernales estaban al tanto de mi desvanecimiento y que podan haber detenido la
vibracin del pndulo a su capricho. Al volver en m, sent un malestar y una
debilidad indecibles, como tras una prolongada inanicin. Incluso en la agona de
aquellas horas, la naturaleza humana suplicaba el sustento. Con penoso esfuerzo
alargu mi brazo izquierdo cuanto me permitan las ataduras para coger la pequea
cantidad sobrante que haban dejado las ratas. Al llevarme un pedazo a los labios, se
aloj en mi mente un informe pensamiento de extraa alegra, de esperanza. Pero
qu tena yo que ver con la esperanza? Repito que era un pensamiento informe; el
hombre tiene con frecuencia muchos que no llegan a completarse jams. Comprend
que era de alegra, de esperanza, pero sent, al mismo tiempo, que haba muerto al
nacer. En vano trat de completarlo, de recobrarlo. Mis prolongados sufrimientos
haban aniquilado casi por completo las normales facultades de mi mente. No era ms
que un imbcil, un idiota.
La oscilacin del pndulo se efectuaba en un plano que formaba ngulo recto con
mi cuerpo. Repar en que la media luna estaba dispuesta de modo que atravesara la
zona del corazn. Rasgara la estamea de mi sayo, volvera para repetir la
operacin una y otra vez. Pese a la gran amplitud de la curva recorrida (treinta o ms
pies), y la sibilante violencia de su descenso, capaz de cortar incluso aquellos muros
de hiero, todo lo que hara durante varios minutos sera rasgar mi sayo. Y a esa altura
de mis reflexiones hice una pausa: no me atreva a proseguir! Me mantuve en ellas
con la atencin pertinazmente fija, como si al hacerlo pudiera detener en aquel punto
el descenso de la cuchilla. Comenc a pensar en el sonido que producira la hoja de
acero cuando pasara rasgando la estamea y en la extraa y penetrante sensacin que
produce el roce de una tela sobre los nervios. Y pens en estas frivolidades hasta que
mis dientes rechinaron.
Descenda suavemente, suavemente. Sent un placer frentico al comparar su
velocidad lateral con la del descenso. A la derecha a la izquierda hacia los lados,
con el aullido de un espritu condenado hacia mi corazn con el furtivo paso del
tigre. Yo aullaba y rea a carcajadas alternativamente segn me dominase una u otra
idea.
Descenda invariablemente, inexorablemente, suavemente. Ya pasaba vibrando a
slo tres pulgadas de mi pecho. Luch con coraje, con furia, tratando de liberar mi
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brazo izquierdo, que estaba libre a partir del codo. Slo poda mover la mano desde el
plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no ms all, y esto con gran esfuerzo. De
haber roto las ligaduras por encima del codo, hubiera intentado detener el pndulo,
pero hubiera sido lo mismo que pretender atajar una avalancha!
Descenda incesantemente, inevitablemente, descenda. Jadeaba con
verdadera angustia a cada oscilacin. Me agitaba convulsivamente a cada paso de la
cuchilla. Mis ojos seguan su vuelo hacia arriba, hacia abajo, con la ansiedad de la
ms enloquecida desesperacin; mis prpados se cerraban espasmdicamente a cada
descenso. La muerte hubiera sido para m un alivio, oh, qu alivio tan inefable! Y,
sin embargo, cada uno de mis nervios se estremeca al pensar que el ms nimio
deslizamiento del mecanismo precipitara sobre mi pecho aquella reluciente, afilada
cuchilla. Era la esperanza lo que haca estremecer mis nervios y agitaba mi cuerpo.
Era la esperanza, esa esperanza triunfante incluso en el potro del suplicio, que susurra
al odo de los condenados a muerte, incluso en los calabozos de la Inquisicin.
Comprob que luego de diez o doce oscilaciones el acero se pondra en inmediato
contacto con mi ropa; en ese momento invadi mi nimo la penetrante y condensada
calma de la desesperacin. Por primera vez en muchas horas, quiz das, me puse a
pensar. Acudi a mi mente la idea de que la tira o cngulo que me ataba era de una
sola pieza. Mis ataduras no estaban constituidas por cuerdas separadas. La primera
mordedura de la cuchilla de la media luna sobre cualquier lugar de la correa, bastara
para desatarla, y con ayuda de mi mano izquierda podra desenrrollarla. Pero qu
terrible en este caso la proximidad del acero! Cun mortal el resultado de la ms
liviana sacudida! Por otra parte, era verosmil que los esbirros del torturador no
hubieran previsto y prevenido tal posibilidad? Era probable que las ligaduras
cruzaran mi pecho justo por el recorrido del pndulo? Temblando al descubrir que mi
dbil y al parecer ltima esperanza se frustraba, alc la cabeza lo bastante para
contemplar mi pecho. La correa envolva mis miembros y mi cuerpo en todas
direcciones, salvo en la trayectoria de la cuchilla homicida!
Apenas haba dejado caer hacia atrs la cabeza, cuando cruz mi mente algo que
slo puedo definir como la informe mitad de aquella idea de liberacin a que he
aludido y de la cual slo una parte flotaba vagamente en mi espritu, cuando llev la
comida a mis ardientes labios. Pero ahora, la idea completa estaba presente, dbil,
apenas visible, casi indefinida pero, al cabo, completa. Inmediatamente, con la
nerviosa energa de la desesperacin, intent ponerla en prctica.
Durante horas y horas, cantidad de ratas pululaban innumerables en la vecindad
prxima del caballete de madera sobre el que me hallaba acostado. Ratas salvajes,
tumultuosas, famlicas. Fijaban en m sus rojas pupilas centelleantes como si slo
esperaran mi inmovilidad para convertirme en su presa. A qu clase de alimento
pens se habrn acostumbrado en ese pozo?
Pese a todos mis esfuerzos por impedirlo, haban devorado el contenido del plato
salvo algunos restos. Mi mano se acostumbr a un movimiento de abanico sobre el
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plato, pero a la larga la regularidad maquinal del movimiento le haba restado
eficacia. En su voracidad, aquella odiosa plaga clavaba sus afilados dientes en mis
dedos. Cogiendo los restos de la aceitosa y picante carne que quedaba en el plato,
frot vigorosamente con ellos mis ataduras hasta donde me era posible hacerlo, y
despus, retirando mi mano del suelo, permanec completamente inmvil,
conteniendo la respiracin.
Los famlicos animales se asustaron y sorprendieron por lo repentino del cambio
y el cese del movimiento. Retrocedieron alarmados y muchos se refugiaron en el
pozo. Pero tal actitud no dur ms que un momento. No fue vana mi confianza en su
voracidad. Viendo que segua sin moverme, una o dos de las ms atrevidas se
encaramaron por el caballete y olisquearon la correa. se fue el preludio de una
invasin general. Un nuevo tropel surgi del pozo corriendo. Se colgaron de la
madera, la escalaron y a centenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada les importaba el
acompasado movimiento del pndulo. Esquivando sus oscilaciones, trabajaban
activamente con sus dientes sobre las aceitosas ligaduras. Se apretujaban pululando
sobre m en cantidades cada vez mayores. Se retorcan junto a mi garganta; sus fros
hocicos buscaban mis labios; me senta sofocado bajo aquel peso que se multiplicaba
constantemente. Un asco espantoso, para el que no existe nombre en este mundo,
llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazn. Un minuto ms, sin
embargo, y la operacin habra terminado. Sobre m senta perfectamente la
distensin de las ataduras. Me di cuenta de que deban estar cortadas en ms de un
punto. Pero con una resolucin sobrehumana prosegu totalmente inmvil.
No me haba equivocado en mis clculos y aquellos sufrimientos no fueron vanos.
Por fin sent que estaba libre. El cngulo colgaba en tiras a los lados de mi cuerpo.
Pero ya el movimiento del pndulo alcanzaba mi pecho. Haba rasgado la estamea
de mi sayo y cortaba ahora la tela de mi camisa. Efectu an dos oscilaciones ms
sobre m y un agudsimo dolor recorri mis nervios. Pero ya haba llegado el
momento de escapar. A un ademn de mis manos huyeron tumultuosamente mis
libertadoras. Con un movimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lento y
encogindome todo lo posible contra el caballete, me deslic fuera de las ataduras, y
ms all del alcance de la cimitarra. Cuando menos, por el momento, estaba libre.
Libre y en las garras de la Inquisicin! Apenas hube escapado de aquel lecho
de horror, apenas hube dado algunos pasos por el suelo de mi calabozo, ces el
movimiento de la infernal mquina, y la vi subir atrada hacia el techo por una fuerza
invisible, hasta que desapareci. Aquello fue una leccin que desesper mi nimo.
Indudablemente todos y cada uno de mis movimientos eran espiados. Libre! Apenas
si haba escapado de la muerte bajo la forma de una determinada agona, para ser
entregado a algo peor an que la muerte misma. Pensando en ello, fij nerviosamente
los ojos en los muros de hierro que me rodeaban. Algo inslito, una alteracin que al
principio no pude apreciar claramente, se haba producido en la estancia. Durante
largos minutos en los que me sum en una distrada y vaga abstraccin, me perd en
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intiles e incoherentes conjeturas. Por primera vez pude advertir en esos momentos el
origen de la claridad sulfurosa que iluminaba el calabozo. Provena de una grieta de
media pulgada de anchura que rodeaba la celda por completo en la base de las
paredes, que parecan y en realidad estaban completamente separadas del suelo.
Intent mirar por aquella fisura, pero fue por supuesto en vano.
Al levantarme desanimado, comprend de pronto el misterio del cambio que la
prisin haba sufrido. Ya haba tenido ocasin de comprobar que si bien los contornos
de las figuras pintadas en las paredes eran suficientemente claros, los colores parecan
alterados y seguan tomando, a cada momento, un sorprendente y vivo brillo que
prestaba a aquellas espectrales y diablicas figuras un aspecto que hubiera hecho
temblar a nervios ms templados que los mos. Pupilas demoniacas, de una siniestra y
feroz viveza, se clavaban fijamente sobre m desde mil sitios distintos donde antes no
haba sospechado ninguna, y fulguraban con lgubre resplandor de un fuego que mi
imaginacin no alcanzaba a concebir como irreal.
Irreal! Me bastaba respirar para que llegase a mi nariz el olor caracterstico que
surge del hierro enrojecido. Ese olor sofocante se extenda por la celda invadindola.
A cada momento un ardor ms profundo se reflejaba en los ojos fijos en mi agona
Un rojo ms oscuro empez a invadir aquellas horribles pinturas sangrientas Yo
jadeaba tratando de respirar ya no caba duda sobre la intencin de mis verdugos,
los ms implacables, los ms demoniacos de todos los hombres. Alejndome del
metal ardiente, corr hacia el centro del calabozo. Al meditar sobre la horrible
destruccin por el fuego que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo fue para
mi alma un blsamo. Me lanc hacia su borde mortal y, con algn esfuerzo, mir
hacia abajo. El resplandor de la inflamada bveda iluminaba sus cavidades ms
recnditas. Y, sin embargo, durante un minuto de desvaro, mi espritu se neg a
comprender la significacin de lo que vea. Pero al cabo, aquello se abri paso y
avanz hasta mi alma para grabarse a fuego en mi estremecida razn. Oh, una voz
para expresarlo! Oh, espanto! Cualquier horror menos aqul! Con un alarido me
apart del brocal y hundiendo mi rostro entre las manos solloc amargamente.
El calor aumentaba veloz, y una vez ms levant los ojos a lo alto temblando en
un acceso febril. Un segundo cambio se haba operado en la celda un cambio
relacionado con la forma. Como antes, fue en vano que tratara de apreciar o entender
inmediatamente lo que ocurra. Pero no me dejaron mucho tiempo en la duda. La
venganza de la Inquisicin se aceleraba tras mi doble escapatoria y el Rey de los
Espantos no conceda ms prdida de tiempo. Hasta entonces la celda haba sido
cuadrada. Ahora vi que dos de sus ngulos de hierro se haban vuelto agudos y, los
otros dos, por tanto, obtusos. Con un gruido profundo y sordo el terrible contraste se
acentuaba rpidamente. En un instante la celda cambi su forma cuadrada por la
romboidal. Pero la transformacin no se detuvo ah y yo no deseaba ni esperaba que
se detuviese. Podra haber aplicado mi pecho a los rojos muros como si fueran una
vestidura de eterna paz. La muerte! clam. Cualquier muerte menos la del
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pozo! Insensato! No era acaso evidente que aquellos hierros al rojo vivo no tenan
ms objeto que precipitarme en el pozo? Resistira acaso su calor? Y, suponiendo
que lo resistiera, cmo podra oponerme a su presin? El rombo se iba aplastando
ms y ms, con una rapidez creciente que no me dejaba tiempo para mirar. Su centro
y, por tanto, su dimetro mayor, llegaban ya a las fauces del abismo. Intent
retroceder, pero los muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irresistible. Por
fin hubo un momento en que no quedaba en el piso del calabozo ni una pulgada
donde posar mi chamuscado y convulso cuerpo. Ces de luchar, pero la agona de mi
alma se exterioriz en un agudo y prolongado alarido de desesperacin. Me di cuenta
de que me tambaleaba sobre el brocal desvi la mirada
Y o un discordante clamoreo de voces humanas! Reson una explosin, un
huracn de trompetas, un poderoso rugido semejante al de mil truenos! Los terribles
muros retrocedieron! Una mano tendida sujet mi brazo cuando, desfalleciente, me
precipitaba en el abismo. Era la del general Lasalle. El ejrcito francs haba entrado
en Toledo. La Inquisicin estaba en manos de sus enemigos.
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EL HUNDIMIENTO DE LA CASA USHER
Son coeur est un luth suspendu; sitt quon le touche, il
rsonne.
(BRANGER)
Durante todo un da de otoo, oscuro, triste, silencioso, en que las nubes se cernan
bajas y plomizas en los cielos, cruc solo, a caballo, una regin singularmente
montona del pas, y al fin, cuando se extendan las sombras, me encontr a la vista
de la melanclica casa de Usher. No s cmo ocurri, pero a la primera ojeada sobre
el edificio una sensacin de insufrible tristeza invadi mi espritu. Digo insufrible,
pues aquel sentimiento no lo mitigaba esa emocin semiagradable, por potica, con
que acoge por lo general el nimo la severidad de las naturales imgenes de la
desolacin o de lo terrible. Contempl la escena que ante m tena la simple casa, el
sencillo paisaje caracterstico de la heredad, los desnudos muros, las ventanas ojos
vacos, algunas hileras de juncos y unos cuantos troncos de rboles agostados,
con una fuerte depresin de nimo slo comparable, como sensacin terrena, al
ensueo posterior del fumador de opio, a la amarga vuelta a la existencia cotidiana, al
atroz descorrerse del velo. Era una sensacin glacial, un abatimiento, una nusea del
corazn, una irremediable tristeza mental que ningn estmulo de la imaginacin
poda impulsar a lo sublime. Qu era aquello me detuve a pensar, qu era
aquello que as me desalentaba al contemplar la casa Usher? Misterio de todo punto
insoluble; y no poda luchar contra las sombras visiones que sobre m se
amontonaban mientras reflexionaba. Me vi forzado a recurrir a la insatisfactoria
conclusin de que existen, fuera de toda duda, combinaciones simplsimas de objetos
naturales que tienen el poder de afectarnos as, mientras el anlisis de este poder se
halla an entre consideraciones alejadas de nuestro alcance. Era posible pens
que una simple disposicin diferente de los detalles de la escena, de los pormenores
del cuadro bastase para modificar, para anular quiz, su poder de impresin dolorosa;
y obrando conforme a esa idea gui mi caballo hasta la escarpada orilla de un negro y
fantstico estanque que extenda su tranquilo brillo hasta la mansin; pero, con un
estremecimiento an ms aterrador que antes, contempl fijamente las imgenes
reflejadas e invertidas de los juncos grises, de los espectrales troncos lvidos y de las
vacas ventanas como ojos.
En aquella mansin de melancola pensaba, sin embargo, residir unas semanas.
Su dueo, Roderick Usher, haba sido unos de mis joviales compaeros de
adolescencia; muchos aos haban transcurrido desde nuestro ltimo encuentro, pero
una carta suya me haba llegado recientemente a una regin alejada. Por su tono de
vehemente apremio aquella carta no admita otra respuesta que mi presencia. La letra
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mostraba una evidente agitacin nerviosa. El autor hablaba de una dolencia fsica
aguda, de un trastorno mental que le oprima, y de un vivo deseo de verme por ser su
mejor y, en realidad, su nico amigo, pensando hallar en la jovialidad de mi compaa
algn alivio a su mal. Era la forma en que deca todas estas cosas y muchas ms, era
la manera suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permita vacilar; y en
consecuencia obedec de inmediato lo que yo, pese a todo, consideraba como un
requerimiento extrasimo.
Aunque de muchachos hubiramos sido camaradas ntimos, bien mirado saba
poco de mi amigo. Su reserva fue siempre excesiva y constante. Saba yo, sin
embargo, que su antiqusima familia se haba distinguido desde tiempo inmemorial
por una peculiar sensibilidad de temperamento, desplegada a lo largo de muchos aos
en numerosas y elevadas concepciones artsticas y manifestaba recientemente en
repetidas obras de caridad, generosas aunque discretas, as como en un apasionado
fervor por las dificultades ms que por las bellezas ortodoxas y fcilmente
reconocibles de la ciencia musical. Conoca tambin el notabilsimo hecho de que la
estirpe de los Usher, por venerablemente antigua que fuese, no haba dado de s en
ninguna poca rama duradera; en otras palabras, que la familia entera se haba
perpetuado siempre en lnea directa con insignificantes y pasajeras variaciones.
Semejante ausencia pens mientras revisaba mentalmente la perfecta concordancia
de esas aserciones con el carcter proverbialmente atribuido a la estirpe,
reflexionando sobre la posible influencia que una de ellas poda haber ejercido a lo
largo de tantos siglos sobre la otra, semejante ausencia quiz de ramas colaterales y
la consiguiente transmisin directa de padre a hijo del patrimonio y del nombre era lo
que al fin identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el ttulo originario de la
posesin a la arcaica y equvoca denominacin de casa de Usher, nombre que pareca
incluir, al menos para los campesinos que lo utilizaban, la familia y la casa solariega.
Ya he dicho que el nico efecto de mi experiencia un tanto infantil contemplar
abajo el estanque haba profundizado aquella primera y singular impresin. No
puedo dudar que la conciencia de mi acrecida supersticin por qu no definirla
as? sirvi ante todo para acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo s de antiguo, la
paradjica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y sta debi ser la nica
razn que, cuando mis ojos se alzaron hacia la casa desde su imagen en el estanque,
hizo brotar en mi mente una extraa visin, visin tan ridcula en verdad que slo la
menciono para mostrar la inmensa fuerza de las sensaciones que me opriman. Mi
imaginacin estaba excitada hasta el punto de convencerme de que sobre la casa toda
y la hacienda flotaba una atmsfera peculiar de ambos y de las cercanas ms
inmediatas, una atmsfera sin afinidad con el aire del cielo, emanada de los rboles
agostados, de los muros grisceos, del estanque silencioso, un vapor pestilente y
mstico, opaco, pesado, apenas perceptible y de color plomizo.
Sacudiendo de mi espritu lo que no poda ser ms que sueo, examin ms de
cerca el aspecto real del edificio. Una excesiva antigedad pareca constituir su
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principal caracterstica. La decoloracin ocasionada por los siglos era grande.
Menudos hongos sembraban toda la superficie tapizndola con la fina y enmaraada
trama de un tejido suspendido de los aleros. Pero todo esto no implicaba ninguna
destruccin. No se haba desprendido pane alguna de la mampostera y pareca haber
una violenta contradiccin entre aquella todava perfecta adaptacin de las partes y el
especial estado de disgregacin de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente
integridad de ciertos maderajes labrados que han dejado pudrir durante largos aos en
alguna cripta olvidada sin la intervencin del soplo del aire exterior. Aparte de este
indicio de ruina general, el edificio no presentaba el menor sntoma de inestabilidad.
Acaso la vista de un observador minucioso hubiera descubierto una grieta apenas
perceptible que, extendindose desde el tejado de la fachada, se abra camino bajando
en zig-zag por el muro hasta perderse en las sombras aguas del estanque.
Observando estas cosas cabalgu por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente
que esperaba tom mi caballo y yo entr por el arco gtico del vestbulo. Otro criado
de paso furtivo me condujo en silencio desde all, por varios pasadizos oscuros e
intrincados, hasta el estudio de su amo. Muchas de las cosas que encontr en mi
camino contribuyeron no s cmo a exaltar las vagas sensaciones de que antes he
hablado. Mientras las cosas que me rodeaban las molduras de los techos, los
sombros tapices, el bano negro del suelo y los fantasmagricos trofeos herldicos
que rechinaban a mi paso eran muy conocidas por m, por estar acostumbrado a
ellas desde la infancia, mientras no vacilaba en reconocer lo familiar que era todo
aquello, me sorprendan por lo inslitas las fantasas que aquellas imgenes
habituales despertaban en m. En una de las escaleras encontr al mdico de la
familia. La expresin de su rostro pens era una mezcla de baja astucia y de
perplejidad. Me salud con azaramiento y pas. El criado abri entonces la puerta y
me condujo a presencia de su seor.
La habitacin en que me hallaba era muy amplia y alta; las ventanas largas,
estrechas y ojivales se hallaban a tanta distancia del piso de roble negro que eran
absolutamente inaccesibles desde dentro. Dbiles fulgores de luz roja pasaban a
travs de los cristales enrejados, arrojando claridad suficiente para distinguir los
principales objetos; la mirada, sin embargo, luchaba en vano por alcanzar los
rincones ms alejados de la estancia o los entrantes del techo abovedado y esculpido.
Oscuros tapices colgaban de las paredes. El mobiliario general era profuso,
incmodo, antiguo y deslucido. Libros e instrumentos musicales yacan
desparramados en desorden, pero no bastaban para dar vitalidad alguna a la escena.
Sent que respiraba una atmsfera penosa. Un aire de severa, profunda e irremediable
melancola envolva y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se levant de un sof donde estaba tendido y me salud con
una calurosa viveza que tena mucho y ste fue mi primer pensamiento, de
cordialidad exagerada, del esfuerzo obligado de un hombre de mundo ennuy; pero
una ojeada sobre su rostro me convenci de la perfecta sinceridad. Nos sentamos y
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durante unos momentos, mientras l callaba, lo mir con un sentimiento que
participaba de la compasin y del pavor. Jams hombre alguno hasta entonces haba
cambiado tan terriblemente y en tan breve tiempo como Roderick Usher! A duras
penas poda persuadirme a admitir la identidad del ser exange que ante m tena con
el compaero de mi adolescencia. Aun as, el carcter de su fisonoma haba sido
siempre notable: una tez cadavrica; unos ojos grandes, lquidos, incomparablemente
luminosos; unos labios algo finos y muy plidos, pero de curva extraordinariamente
hermosa; una nariz de delicado tipo hebraico, pero de ventanillas de una anchura
desacostumbrada; un mentn moldeado con finura que revelaba en la falta de
prominencia una falta de energa moral; un cabello que por su suave tenuidad pareca
tela de araa: estos rasgos, unidos al excesivo desarrollo frontal, componan en
conjunto una fisonoma difcil de olvidar. Y ahora la simple exageracin del carcter
predominante de aquellas facciones y de su expresin habitual implicaban una
alteracin tan grande que dud del hombre con quien estaba hablando. La espectral
palidez de la piel, el milagroso brillo de sus ojos me sobrecogieron sobre toda
ponderacin y hasta me aterraron. Adems haba dejado crecer su sedoso cabello al
desgaire y, como aquel tejido de telaraa flotaba ms que caa en torno al rostro, me
era imposible, incluso realizando un esfuerzo, relacionar su enmaraada apariencia
con idea alguna de simple humanidad.
Me sorprendi hallar cierta incoherencia, cierta contradiccin en las maneras de
mi amigo, y pronto descubr que provena de una serie de pequeos y ftiles
esfuerzos por vencer un azaramiento habitual, una excesiva agitacin nerviosa. A
decir verdad yo estaba preparado para algo de esta ndole, no menos por su carta que
los recuerdos de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones a que llegu tras
rememorar su peculiar condicin fsica y su temperamento. Sus gestos eran tan
pronto vivos como indolentes, su voz pasaba con rapidez de una indecisin trmula
(cuando su ardor pareca caer en completa latencia) a esa especie de concisin
enrgica, a esa enunciacin abrupta, densa, hueca, a esa pronunciacin gutural,
plmbea, perfectamente modulada y equilibrada que puede observarse en el borracho
perdido o en el opimano incorregible durante los perodos de excitacin ms intensa.
As pues, habl del objeto de mi visita, de su ardiente deseo por verme y del
alivio que aguardaba de m. Se extendi durante un rato sobre lo que pensaba acerca
de la ndole de su dolencia. Era dijo un mal constitucional y familiar, para el que
desesperaba de encontrar remedio; una simple afeccin nerviosa aadi acto
seguido que sin duda desaparecera pronto. Se manifestaba en una multitud de
sensaciones anormales algunas, cuando las detall, me interesaron y confundieron,
aunque quiz los trminos y gestos de su relato influyeran bastante. Sufra mucho a
consecuencia de una agudeza mrbida de los sentidos; apenas toleraba los alimentos
ms inspidos; slo poda usar ropas de cierto tejido; los perfumes de toda clase de
flores le sofocaban; incluso la luz ms dbil atormentaba sus ojos y exclusivamente
algunos sonidos peculiares, de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
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Vi que era un esclavo sometido a una suerte anmala de terror.
Morir dijo, tengo que morir de esta lamentable locura. As, as y no de
otro modo perecer. Temo los sucesos futuros, no tanto por s mismos, como por sus
secuelas. Tiemblo pensando en cualquier cosa, en el incidente ms trivial que pueda
actuar sobre esta intolerable agitacin de mi alma. No siento aversin por el peligro,
como no sea por su efecto absoluto; el terror. En esta excitacin, en este lamentable
estado, presiento que tarde o temprano llegar un momento en que deba abandonar
vida y razn a un tiempo en alguna lucha con el horrible fantasma, con el MIEDO.
Supe tambin a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otra
particularidad de su estado mental. Se hallaba dominado por ciertas impresiones
supersticiosas relativas a la mansin donde habitaba, de la que no se haba atrevido a
salir desde haca muchos aos; supersticiones relativas a una influencia cuya enrgica
respuesta describi en trminos demasiados sombros para ser repetidos; una
influencia que algunas caractersticas de la simple forma y materia de su casa
solariega haban ejercido sobre su espritu, deca, a fuerza de sufrirlas largo tiempo;
efecto que el aspecto fsico de los muros y las torres grises y el oscuro estanque en
que todo se reflejaba haban terminado creando sobre la moral de su existencia.
Admita no obstante, aunque con vacilaciones, que poda atribuirse a un origen ms
natural y mucho ms palpable gran parte de la peculiar melancola que le afectaba: la
cruel y antigua dolencia, la muerte evidentemente prxima de una hermana
tiernamente querida, su sola compaera durante muchos aos, su nica pariente en la
tierra.
Su muerte dijo con una amargura que nunca podr olvidar har de m (de
m, el desesperado, el dbil) el ltimo de la antigua estirpe de los Usher.
Mientras hablaba, Lady Madeline (que as se llamaba) pas por un rincn
apartado de la estancia y, sin fijarse en mi presencia, desapareci. La mir con un
asombro enorme no desprovisto de terror, y sin embargo me es imposible explicar
estos sentimientos. Una sensacin de estupor me oprimi a medida que mis ojos
seguan sus pasos que se alejaban. Cuando al fin una puerta se cerr tras ella, mi
mirada busc instintiva y ansiosamente el rostro del hermano, que lo haba hundido
entre sus palmas; slo pude percibir una palidez mayor que la habitual extendindose
por entre los descarnados dedos a travs de los cuales goteaban abundantes lgrimas
apasionadas.
La enfermedad de Lady Madeline haba desconcertado durante largo tiempo la
ciencia de los mdicos. Una apata pertinaz, un agotamiento gradual de su persona y
frecuentes, aunque pasajeros, accesos de ndole parcialmente catalptica eran el
inslito diagnstico. Hasta entonces haba sobrellevado con firmeza la carga de su
enfermedad sin resignarse a guardar cama; pero al caer la tarde de mi llegada a casa,
sucumbi (como su hermano me dijo aquella noche con inexpresable agitacin) al
poder postrador del mal, y supe que la breve visin que yo haba tenido de su persona
sera probablemente la ltima para m, que nunca ms vera a aquella dama, viva al
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menos.
En varios das posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante ese
perodo realic vehementes esfuerzos por aliviar la melancola de mi amigo.
Pintbamos y leamos juntos, o yo escuchaba como en un sueo las fogosas
improvisaciones en su guitarra. Y as, a medida que una intimidad cada vez ms
estrecha me admita sin reserva en lo ms recndito de su alma, iba percibiendo con
amargura la vanidad de todo intento de alegrar un espritu cuya oscuridad, como una
cualidad positiva e inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo moral
y fsico en una irradiacin incesante de melancola.
Siempre conservar el recuerdo de las muchas horas que pas en compaa del
dueo de la casa Usher. Pese a todo, fracasara si quisiera expresar la ndole exacta de
los estudios o de las ocupaciones a los que me induca y cuyo camino me mostraba.
Una idealidad ardiente, exaltada y enfermiza arrojaba una claridad sulfrea por
doquiera. Sus largas improvisaciones fnebres resonarn por siempre en mis odos. Y
entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria una singular perversin,
amplificada, del aria impetuosa del ltimo vals de Von Weber. En cuanto a las
pinturas que incubaba su laboriosa fantasa, y cuya vaguedad creca a cada trazo
causndome un estremecimiento tanto ms penetrante cuanto que desconoca su
causa De esas pinturas, tan vvidas que an tengo sus imgenes ante m, en vano
intentara presentar algo ms que la pequea porcin comprendida en los lmites de
las simples palabras escritas. Por la completa sencillez, por la desnudez de sus
dibujos, inmovilizaban y sobrecogan la imaginacin. Si alguna vez un mortal pint
una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para m, al menos en las circunstancias que
me rodeaban, surga de las puras abstracciones que el hipocondraco lograba lanzar
sobre el lienzo, una intensidad de intolerable espanto cuya sombra no he sentido
nunca siquiera en la contemplacin de los sueos de Fuseli, refulgentes sin duda, pero
demasiado concretos.
Una de las fantasmagricas concepciones de mi amigo, que no participaba con
tanto rigor del espritu de abstraccin, puede ser apenas esbozada con palabras
aunque de manera imprecisa. Era un pequeo cuadro que representaba el interior de
una cripta o tnel inmensamente largo, rectangular, de muros bajos, lisos, blancos y
sin interrupcin ni adorno. Ciertos pormenores accesorios del dibujo servan para
sugerir la idea de que esa excavacin se hallaba a gran profundidad bajo la superficie
de la tierra. No se vea ninguna salida en toda su vasta extensin ni se perciba
antorcha u otra fuente artificial de luz; sin embargo una oleada de intensos rayos
flotaba por todo el espacio baando el conjunto en un lvido e inadecuado esplendor.
Ya he hablado de ese estado morboso del nervio auditivo que volva intolerable
toda msica para el paciente, salvo ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quiz
los estrechos lmites en los que se haba confinado l mismo al tocar la guitarra
fueran los que provocaron en gran medida el carcter fantstico de sus
interpretaciones. Pero no es posible explicar de la misma manera la frvida facilidad
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de sus impromptus. Deban de ser, y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus
extraas fantasas (pues a menudo se acompaaba con improvisaciones verbales
rimadas), deban de ser fruto de ese intenso recogimiento, de esa concentracin
mental a que he aludido antes y que poda observar slo en ciertos momentos de la
ms alta excitacin artificial. Recuerdo bien las palabras de una de aquellas
rapsodias. Quiz me impresion con mayor fuerza cuando la dijo, porque en la
corriente interna o mstica de sus sentidos cre percibir, por vez primera, que su ser
tena plena conciencia de su estado, que senta cmo su sublime razn vacilaba sobre
su trono. Aquellos versos, que l titul El palacio encantado, decan poco ms o
menos as:
I
En el ms verde de nuestros valles,
Donde habitaron ngeles buenos,
En otro tiempo su frente alzaba
Hasta las nubes palacio esplndido;
Era el dominio de un rey altivo:
El Pensamiento.
Jams querube bati las alas
Sobre un palacio ms noble y regio.
II
Gualdas, doradas, rojas banderas
Sobre las torres flotan al viento
(Y esto hace tiempo, tiempo remoto.
Ya mucho tiempo!)
Y toda brisa que en las almenas
Rizaba alegre tales trofeos,
En los espacios se evaporaba
Como un aroma de azul incienso.
III
Los peregrinos de aquellos valles,
Por las ventanas absortos vieron
En los salones danzar espritus
De giles flautas al ritmo areo,
Y en torno a un trono luego acercbanse
(Un trono excelso),
Donde en su gloria resplandeca
El infortunado rey de este reino.
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IV
Orlada en perlas y pedreras
La vasta puerta del monumento,
Cual ledo ro pasar dejaba
Las muchedumbres de alados Ecos,
De alados Ecos que repetan
en sus conceptos,
De aquel monarca las alabanzas.
V
Mas de repente, seres extraos,
Fnebres seres siempre de duelo.
El trono altivo de aquel monarca
Asaltan prfidos.
La antigua gloria y el podero,
El podero del Pensamiento,
Son ya una historia casi olvidada
Hace ya tiempo, ya mucho tiempo.
VI
Y hoy el viandante de aquellos valles,
Por los balcones ve, siempre abiertos,
Formas extraas que danzan, danzan
Al son de msicas que son lamentos,
Y por las puertas pasan y pasan
los foscos Sueos,
Cual negro ro de sombras lvidas,
De sombras lvidas siempre de duelo
Recuerdo bien que las sugestiones suscitadas por esta balada nos sumieron en una
corriente de pensamientos en la que se manifest una opinin de Usher que menciono
aqu, no por su novedad (pues otros hombres[6] han pensado lo mismo) sino para
explicar la tenacidad con que la mantuvo. Afirmaba en lneas generales la
sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su trastornada imaginacin la idea
haba adquirido un carcter ms osado e invada incluso bajo ciertas condiciones el
reino inorgnico. Me faltan palabras para describir todo el alcance y el grave
abandono de su convencimiento. Esta creencia, empero, se vinculaba como ya he
sugerido con las piedras grises de la morada familiar. Segn l imaginaba, las
condiciones de la sensibilidad quedaban satisfechas por el sistema de colocacin de
aquellas piedras, por su disposicin, as como por los numerosos hongos que las
recubran y los agostados rboles circundantes, pero sobre todo por la inmutabilidad
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de este orden y su desdoblamiento en las quietas aguas del estanque. La prueba la
prueba de esa sensibilidad estaba, segn dijo (y al orlo me estremec), en la
gradual pero evidente condensacin de una atmsfera propia por encima de las aguas
y en torno de los muros. El resultado, aadi, quedaba patente en aquella silenciosa
aunque importuna y terrible influencia que desde haca siglos haba modelado los
destinos de su familia convirtindole a l en eso que ahora yo vea, en eso que l era.
Semejantes opiniones no necesitan comentario y yo no har ninguno.
Nuestros libros los libros que durante aos formaran no pequea parte de la
existencia intelectual del enfermo estaban en estricto acuerdo, como podr
suponerse, con este carcter fantasmal. Estudibamos juntos minuciosamente obras
como el Ververt et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; El Cielo y el
Infierno, de Swedenborg; el Viaje subterrneo de Nicols Klim, de Holberg; la
Quiromancia, de Robert Flud, Jean dIndagin y De la Chambre; el Viaje a la
distancia azul, de Tieck, y La ciudad del Sol, de Campanella. Nuestro libro favorito
era un pequeo volumen in octavo del Directorium inquisitorium, del dominico
Eymeric de Gerona; y haba pasajes de Pomponio Mela sobre los antiguos stiros
africanos y egipanos con los cuales Usher soaba durante horas enteras. Con todo, su
principal delicia se hallaba en la lectura atenta de un raro y curioso libro gtico in
quarto el manual de una iglesia olvidada, las Vigiliae mortuorum chorum
ecclesiae maguntinae.
Pensaba a mi pesar en el extrao ritual de aquel libro y en su probable influencia
sobre el hipocondraco, cuando una noche, tras informarme bruscamente de que Lady
Madeline haba dejado de existir, anunci su intencin de conservar el cuerpo durante
quince das (antes de su enterramiento definitivo) en una de las numerosas criptas
situadas bajo los gruesos muros del edificio. La profana razn que alegaba para
justificar aquella singular manera de proceder no me permiti la libertad de discutir.
Como hermano haba adoptado esta resolucin (as me lo dijo) teniendo en cuenta el
carcter inslito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas e indiscretas
averiguaciones de parte de los mdicos, la remota y expuesta situacin del panten
familiar. Confieso que cuando evoqu el siniestro aspecto de la persona con que me
encontrara en la escalera el da de mi llegada a la casa, no sent deseos de oponerme a
lo que consider, todo lo ms, como una precaucin inofensiva y lgica.
A ruegos de Usher le ayud personalmente en los preparativos de aquel entierro
transitorio. Ya en el fretro, transportamos los dos solos el cuerpo a su lugar de
reposo. La cripta en que lo depositamos (clausurada haca tanto tiempo que nuestras
antorchas, semiapagadas por aquella atmsfera sofocante, apenas nos daban
oportunidad de examinarla) era pequea, hmeda y carente de toda fuente de luz;
estaba a gran profundidad justo debajo de aquella parte de la casa donde se
encontraba mi dormitorio. Evidentemente, en remotos tiempos feudales haba sido
utilizada como mazmorra, y en das posteriores como depsito de plvora o de alguna
otra sustancia inflamable, pues una parte del suelo y todo el interior de una larga
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bveda, que cruzamos para llegar hasta all, se hallaban cuidadosamente revestidos de
cobre. La puerta de hierro macizo estaba protegida de igual modo. Su inmenso peso,
al girar sobre los goznes, produca un ruido singular, agudo y chirriante.
Depositamos nuestro lgubre fardo sobre unos soportes en aquella regin de
horror, separamos parcialmente hacia un lado la tapa del fretro, sin atornillar an, y
miramos la cara del cadver. Lo que primero atrajo mi atencin fue un sorprendente
parecido entre el hermano y la hermana, y Usher, adivinando tal vez mis
pensamientos, murmur algunas palabras por las que supe que la muerte y l eran
gemelos y que entre ambos haban existido siempre simpatas de naturaleza casi
inexplicable. Sin embargo nuestros ojos no se detuvieron fijos sobre la muerta mucho
tiempo, pues no podamos contemplarla sin espanto. La dolencia que llevara a Lady
Madeline a la tumba en la plenitud de su juventud haba dejado, como es frecuente en
todas las enfermedades de ndole estrictamente catalptica, la irona de un dbil rubor
en el pecho y el rostro, y esa sonrisa equvoca y lnguida, tan terrible en la muerte,
sobre los labios. Volvimos a colocar la tapa, que atornillamos, y despus de asegurar
la puerta de hierro emprendimos con fatiga el regreso hacia los aposentos apenas
menos lgubres de la parte superior de la casa.
Transcurridos varios das de amarga pena, sobrevino un cambio visible en los
sntomas del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales desaparecieron.
Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones ordinarias. Vagaba de estancia en estancia
con paso presuroso, desigual, sin objeto. La lividez de su fisonoma haba adquirido,
si era posible, un tono ms espectral, y la luminosidad de sus ojos haba desaparecido
por completo. No se oa ya el tono a veces spero de su voz y un temblor, que pareca
causado por un terror sumo, caracterizaba de ordinario su habla. En realidad, pens a
veces que su mente, agitada sin tregua, senta las torturas de algn secreto opresor
cuya divulgacin no tena el valor de realizar. Otras veces, en cambio, me vea
obligado a deducir, en suma, que se trataba de rarezas inexplicables en la demencia,
pues le vea contemplar el vaco durante largas horas en actitud de profunda atencin,
como si escuchara un ruido imaginario. No es de extraar que su estado me
espantara, que se me contagiara incluso. Senta deslizarse a mi alrededor a pasos
lentos, pero seguros, la violenta influencia de sus fantsticas aunque impresionantes
supersticiones.
Fue especialmente al retirarme a mi aposento la noche del sptimo u octavo da
desde que depositramos a Lady Madeline en la mazmorra, siendo ya muy tarde,
cuando experiment toda la fuerza de tales sensaciones. El sueo no quera acercarse
a mi lecho mientras las horas pasaban y pasaban. Intent buscar un motivo al
nerviosismo que me dominaba. Trat de convencerme de que mucho, si no todo lo
que senta, era debido a la perturbadora influencia del lgubre mobiliario de la
habitacin, de los sombros tapices rados que, atormentados por las rfagas de una
tempestad incipiente, se balanceaban de aqu para all sobre los muros y crujan
desagradablemente en torno a los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos fueron vanos.
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Un temblor irreprimible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo y, al cabo, un ncubo
vino a apoderarse por completo de mi corazn, el peso de una alarma totalmente
inmotivada. Jade, luch y logr sacudirlo; incorporndome sobre las almohadas y
mientras miraba ansiosamente la densa oscuridad del aposento, prest odo ignoro
por qu salvo que me impuls una fuerza instintiva a ciertos sonidos vagos,
apagados e indefinidos que llegaban hasta m en las pausas de la tormenta no s de
dnde. Dominado por una intensa sensacin de horror inexplicable e insoportable, me
vest deprisa (pues saba que no podra dormir en toda la noche) y procur,
recorriendo a grandes zancadas la habitacin de un extremo a otro, salir del estado
lamentable en que me hallaba sumido.
Apenas haba dado unas pocas vueltas cuando un leve paso en una escalera
cercana atrajo mi atencin. Muy pronto reconoc el paso de Usher. Un instante
despus llamaba suavemente a mi puerta y entraba con una lmpara. Su rostro tena,
como de costumbre, una palidez cadavrica, pero adems haba en sus ojos una
especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en todo su porte. Su
aspecto me aterr, pero todo era preferible a la soledad que haba soportado tanto
tiempo y acog su presencia con alivio.
No lo has visto? pregunt bruscamente tras echar en silencio una mirada a
su alrededor. No lo has visto? Pues aguarda y lo vers.
Y diciendo esto resguard cuidadosamente la lmpara, se precipit hacia una de
las ventanas y la abri de par en par a la tormenta.
La impetuosa furia de la rfaga estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era en
verdad una noche espantosa, pero de una belleza severa, de una rareza singular en su
terror y en su hermosura. Un torbellino pareca haber concentrado todas sus fuerzas
en las cercanas, pues haba frecuentes y violentos cambios en la direccin del viento;
la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que opriman casi las torrecillas de la
mansin) no nos impeda apreciar la intensa velocidad con que acudan de todos los
puntos mezclndose unas a otras sin perderse en la distancia. He dicho que su
excesiva densidad no nos impeda apreciar aquello; aun as no divisbamos ni un
atisbo siquiera de la luna o las estrellas, ni relmpago alguno proyectaba su
resplandor. Pero las superficies inferiores de aquellas vastas masas de agitado vapor,
as como todos los objetos terrestres que nos rodeaban reflejaban la luz sobrenatural
de una exhalacin gaseosa que se cerna sobre la casa y la envolva en una mortaja
apenas luminosa y claramente visible.
No debes hacerlo, no debes contemplarlo dije estremecindome mientras con
suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento. Esas
apariciones que te trastornan son simples fenmenos elctricos nada raros, o quiz
tengan su horrible origen en los ftidos miasmas del estanque. Cerremos esta ventana.
El aire est fro y es peligroso para tu organismo. Aqu hay una de tus novelas
favoritas. Yo leer y t me escuchars, y as pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que yo haba cogido era el Mad Trist, de Sir Launcelot
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Canning; pero lo haba llamado libro favorito de Usher ms por triste burla que en
serio, pues poco haba en su tosca y pobre prolijidad que pudiera interesar a la
elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Era, sin embargo, el nico libro que tena
a mano y alent la vaga esperanza de que la agitacin que perturbaba en ese momento
al hipocondraco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales est
llena de anomalas semejantes) hasta en la exageracin de las locuras que iba yo a
leerle. A juzgar por el gesto de vivo e intenso inters con que escuchaba o aparentaba
escuchar los prrafos de la narracin, hubiera podido felicitarme por el xito de mi
idea.
Haba llegado a esa parte tan conocida de la historia en que Ethelred, el hroe del
Trist, despus de sus vanos intentos por introducirse pacficamente en la morada del
ermitao, procede a entrar por la fuerza. Aqu, como se recordar, las palabras del
narrador son las siguientes:
Y Ethelred, que era por naturaleza un corazn valeroso y que adems se senta
fortalecido ahora por el poder del vino que haba bebido, no aguard ms tiempo para
hablar con el ermitao, que en realidad era de ndole obstinada y propenso a la
malicia; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el estallido de la
tempestad, alz resueltamente su maza y a golpes abri un rpido camino en la
madera de la puerta para su mano con guantelete; y tirando con fuerza hacia s, hizo
crujir, hundirse y saltar todo en pedazos de tal modo que el ruido de la madera seca
repercuti sonando a hueco en todo el bosque y lo llen de alarma.
Al concluir esta frase me estremec e hice una pausa, pues me haba parecido
(aunque en seguida pens que mi excitada imaginacin me engaaba), me haba
parecido que de alguna remota parte de la mansin llegaba confusamente a mis odos
algo que poda ser, por su exacta semejanza de tono, el eco (aunque sofocado y sordo,
por cierto) de aquel ruido real de crujido y de rotura que sir Launcelot haba descrito
tan minuciosamente. Fue sin duda alguna la nica coincidencia lo que atrajo mi
atencin, pues entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los ruidos mezclados
de la tempestad creciente, el sonido en s mismo nada tena de seguro que pudiera
intrigarme o distraerme. Continu pues la narracin:
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Quien al dragn mate, el escudo ganara.
Ethelred alz su maza y golpe la cabeza del dragn, que cay a sus pies y
exhal su pestilente aliento con un ruido tan hrrido y bronco y penetrante que
Ethelred tuvo que taparse los odos con las manos para resistir aquel estruendo
terrible tal como jams lo oyera hasta entonces.
Apenas haban salido de mis labios las ltimas slabas de estas palabras, cuando
como si realmente hubiera cado en aquel momento un escudo de bronce sobre un
suelo de plata percib el eco claro, profundo, metlico y resonante, si bien sofocado
en apariencia. Excitado a ms no poder me puse en pie de un salto, pero el
acompasado balanceo de Usher no se interrumpi. Me precipit hacia el silln donde
estaba sentado. Sus ojos estaban fijos ante s y una rigidez ptrea contraa su
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fisonoma. Pero cuando pos mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento
recorri todo su ser, una sonrisa malsana tembl en sus labios y vi que hablaba con
un murmullo bajo, presuroso, balbuciente, como si no se diera cuenta de mi
presencia. Inclinndome sobre l y de muy cerca, beb por fin el horrendo significado
de sus palabras:
No lo oyes? Yo lo oigo, s. Lo oigo y lo he odo. Durante mucho, mucho,
mucho tiempo muchos minutos, muchas horas, muchos das lo he odo pero no
me atreva Ah, piedad para m, msero desdichado que soy! No me atreva
no me atreva a hablar! La enterramos viva en la tumba! No te dije que mis
sentidos estn agudizados? Ahora te digo que percib sus primeros movimientos,
dbiles en el fondo del atad. Los o hace muchos, muchos das, y sin embargo no me
atrev, no me atrev a hablar Y ahora, esta noche, precisamente esta noche
Ethelred ja, ja, ja! La puerta rota del ermitao el alarido de muerte del
dragn el estruendo del escudo! Di mejor el ruido de la tapa del fretro al
rajarse y el chirrido de los goznes de hierro de su prisin y su lucha dentro de la
cripta en el abovedado pasillo revestido de cobre! Oh! Adnde huir? No estar
aqu dentro de un momento? No va a aparecer dentro de un instante para
reprocharme mi precipitacin? No acabo de or sus pasos en la escalera? No
distingo el pesado y horrible latir de su corazn? INSENSATO!
Y en este momento se puso en pie furiosamente de un salto y aull estas palabras,
como si en ese esfuerzo exhalase su alma:
INSENSATO! TE DIGO QUE EST AHORA AL OTRO LADO DE LA
PUERTA!
En el mismo instante, como si la sobrehumana energa de sus palabras hubiese
adquirido la potencia de un hechizo, los enormes y antiguos batientes que Usher
sealaba, entreabrieron pausadamente sus pesadas mandbulas de bano. Aquello se
debi a una violenta rfaga, pero all, en el marco mismo de aquella puerta, estaba la
alta y amortajada figura de lady Madeline Usher. Haba sangre sobre sus blancas
ropas y seales evidentes de enconada lucha en toda su demacrada persona. Durante
un momento permaneci trmula y tambaleante sobre el umbral; luego, con un grito
sofocado y quejumbroso, cay pesadamente hacia adelante, hacia el cuerpo de su
hermano, y en su violenta y ahora definitiva agona le arrastr al suelo, ya cadver, y
vctima de los terrores que l mismo haba anticipado.
Hu horrorizado de aquella estancia y de aquella mansin. Afuera, la tempestad se
desencadenaba an con toda su furia cuando franque los umbrales y cruc la vieja
calzada. De pronto, una luz intensa y extraa se proyect en el sendero y me volv
para ver de dnde poda brotar claridad tan inslita, pues slo la inmensa mansin y
sus sombras quedaban ahora a mis espaldas. Aquella irradiacin provena de la luna
llena, que con un tono de rojo sangre descenda brillando con intensidad a travs de
aquella fisura casi imperceptible que recorra en zig-zag el edificio entero desde el
tejado hasta la base, como dije al principio. Mientras la contemplaba, aquella grieta
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se ensanch con rapidez, de nuevo vino una impetuosa rfaga del torbellino; el disco
completo del satlite irrumpi de pronto ante mis ojos y mi mente vacil cuando vi
los pesados muros desplomarse hechos trizas; reson un largo y tumultuoso estruendo
como la voz de mil cataratas, y el estanque profundo y ftido situado a mis pies se
cerr ttrica y silenciosamente sobre los restos de la CASA DE USHER.
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METZENGERSTEIN
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e inveterada antipata personal hacia la familia de su rival y por una pasin
desordenada hacia la equitacin y la caza, a cuyos peligros ni su debilidad personal ni
su incapacidad mental le impedan dedicarse a diario.
Frederick, barn de Metzengerstein, no haba alcanzado an la mayora de edad.
Su padre, el ministro G, haba muerto joven, y su madre, lady Mary, lo sigui muy
pronto. Frederick tena a la sazn dieciocho aos, edad que no representa casi nada en
las ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnfica como la de aquella
vieja soberana, el pndulo vibra con un sentido ms hondo.
Debido a las peculiares circunstancias derivadas de la administracin de su padre,
el joven barn hered, al morir aqul, sus vastos dominios. Rara vez se haba visto a
un noble hngaro dueo de un patrimonio semejante. Sus castillos eran incontables.
El ms esplendoroso, el ms amplio, era el palacio Metzengerstein. La lnea
fronteriza de sus dominios nunca haba sido claramente definida, pero su parte
principal abarcaba un circuito de cincuenta millas.
La herencia de un propietario tan joven, inmensamente rico y dotado de un
carcter bien conocido, provoc pocas dudas sobre su probable lnea de
comportamiento. En efecto, durante los tres primeros das la conducta del heredero
excedi la de Herodes y super en magnificencia la expectacin de sus admiradores
ms entusiastas. Vergonzosos libertinajes, flagrantes felonas, atrocidades inauditas,
hicieron comprender rpidamente a sus temblorosos vasallos que ni la servil sumisin
por parte de ellos, ni los escrpulos de conciencia por parte del amo, les garantizaran
de all en adelante contra las garras despiadadas del pequeo Calgula. Durante la
noche del cuarto da estall un incendio en las caballerizas del castillo de Berlifitzing,
y la opinin unnime agreg la acusacin de incendiario a la ya horrenda lista de
delitos y enormidades del barn.
Pero durante el tumulto ocasionado por el accidente, el joven aristcrata se
hallaba aparentemente sumido en meditacin en una amplia y desolada estancia
enclavada en la parte alta del palacio solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque
ajadas colgaduras, que cubran fnebremente las paredes, representaban figuras vagas
y majestuosas de mil ilustres antepasados. Aqu sacerdotes revestidos de rico manto
de armio y dignatarios pontificales se sentaban familiarmente con el autcrata y el
soberano, vetaban los deseos de un rey temporal o contenan con el fiat de la
supremaca papal el cetro rebelde del archienemigo. All las atenazadas y enormes
figuras de los prncipes de Metzengerstein, montados en sus briosos corceles de
guerra, que pisoteaban los cadveres del enemigo cado, sobrecogan los nervios ms
firmes con su vigorosa expresin; y all tambin las figuras voluptuosas, como de
cisnes, de las damas de antao flotaban lejos, en el laberinto de una danza irreal, a los
sones de una meloda imaginaria.
Pero mientras el barn escuchaba o finga escuchar el creciente alboroto en las
caballerizas de Berlifitzing o meditaba quiz algn nuevo acto de audacia an ms
osado, sus ojos se volvieron sin querer hacia la figura de un enorme caballo pintado
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con un color que no era natural, representado en el tapiz como perteneciente a un
sarraceno antepasado de la familia de su rival. El caballo apareca en primer plano,
inmvil como una estatua, mientras ms all, hacia el fondo, su derribado jinete
pereca bajo el pual de un Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibuj una sonrisa diablica al darse cuenta de lo
que sus ojos contemplaban inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de
all. Antes bien, una ansiedad abrumadora pareca caer sobre sus sentidos como un
pao mortuorio. A duras penas poda conciliar sus soolientas e incoherentes
sensaciones con la certeza de hallarse despierto. Cuanto ms lo contemplaba, ms
absorbente era el encantamiento y ms imposible le pareca poder arrancar su mirada
de la fascinacin del tapiz. El tumulto del exterior se hizo de repente ms violento y
Frederick logr concentrar su atencin en los rojizos resplandores que las llameantes
caballerizas proyectaban sobre las ventanas de la estancia.
Su nueva actitud, empero, no dur mucho, y sus ojos volvieron a posarse
maquinalmente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del
gigantesco corcel pareca haber cambiado de posicin durante aquel intervalo. El
cuello del animal, antes curvado, como si la compasin lo hiciera inclinarse sobre el
postrado cuerpo de su amo, se tenda ahora en direccin al barn. Los ojos, antes
invisibles, mostraban una expresin enrgica y humana y brillaban con un extrao
resplandor rojizo, como de fuego; y los abiertos belfos de aquel caballo
aparentemente furioso permitan ver sus sepulcrales, y repulsivos dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristcrata se dirigi tambaleante hacia la puerta.
En el momento de abrirla, un relmpago de luz roja flame dentro de la habitacin
proyectando claramente su sombra sobre la trmula tapicera, y Frederick se
estremeci al ver que aquella sombra (mientras l permaneca vacilante en el umbral)
asuma la postura exacta y llenaba completamente el contorno del implacable y
triunfante matador del Berlifitzing sarraceno.
Para aliviar la depresin de su espritu, el barn sali presuroso al aire libre. En la
puerta principal del palacio encontr a tres caballerizos, que con gran dificultad y con
riesgo de sus vidas trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo
de color de fuego.
De quin es este caballo? Dnde lo habis encontrado? pregunt el joven
con un tono tan sombro como colrico, al reconocer inmediatamente que el
misterioso corcel de la tapicera era la rplica exacta del furioso animal que tena ante
los ojos.
Es vuestro, seor contest uno de los caballerizos, o al menos no sabemos
que nadie lo reclame. Lo capturamos cuando hua echando humos y espumeante de
rabia de las caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era
uno de los caballos extranjeros del conde fuimos a devolverlo, pero los mozos
negaron haber visto nunca al animal, lo cual es extrao, puesto que muestra seales
evidentes del fuego del que se ha librado de milagro.
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Las letras W. V. B. estn claramente marcadas en su frente interrumpi el
segundo caballerizo. Como es natural supusimos que eran las iniciales de Wilhelm
von Berlifitzing, pero en el castillo niegan terminantemente que el caballo les
pertenezca.
Es muy extrao! dijo el joven barn con aire pensativo y sin cuidarse al
parecer del sentido de sus palabras. Como decs, es un caballo notable, un caballo
prodigioso, aunque, como justamente observis, tan peligroso como intratable Pues
bien, dejdmelo agreg luego de una pausa, quiz un jinete como Frederick de
Metzengerstein sepa domar hasta al mismsimo diablo de las cuadras de Berlifitzing.
Os engais, seor; este caballo, como creo haberos indicado, no proviene de
las cuadras del conde, pues, en tal caso, conocemos muy bien nuestro deber para
traerlo a presencia de vuestra familia.
Cierto! observ secamente el barn.
En aquel momento un ayuda de cmara lleg corriendo desde el palacio todo
sofocado. Musit al odo de su amo para informarle de la repentina desaparicin de
un pequeo trozo de la tapicera de cierto aposento, agregando numerosos detalles tan
precisos como concretos. Pero como comunic todo aquello en un tono de voz muy
bajo, no se escap nada que pudiera satisfacer la excitada curiosidad de los
caballerizos.
Mientras dur el relato del paje, el joven Frederick pareci agitado por muy
diversas emociones. No obstante, pronto recobr la calma, y una expresin de
resuelta perversidad aflor a su rostro cuando daba rdenes perentorias para que la
estancia en cuestin fuera al punto cerrada y se le entregara inmediatamente la llave.
Habis odo la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing?
dijo uno de sus vasallos al barn cuando, despus de marcharse el ayuda de
cmara, el enorme corcel, que el noble acababa de adoptar como suyo, redoblaba su
furia, mientras lo llevaban por la larga avenida que se extenda desde el palacio hasta
las caballerizas de los Metzengerstein.
No! exclam el barn, volvindose bruscamente hacia el que hablaba.
Que ha muerto, dices?
Es cierto, seor, y pienso que para un noble de vuestro apellido no ser una
noticia desagradable.
Una rpida sonrisa cruz por el rostro del barn.
Cmo ha muerto?
Entre llamas, cuando se esforzaba imprudentemente por salvar una parte de sus
caballos de caza favoritos.
Realmente! exclam el barn, pronunciando cada slaba como si una
idea apasionante se apoderara en ese momento de l.
Realmente! repiti el vasallo.
Espantoso! dijo tranquilamente el joven que regres en silencio al palacio.
Desde aquella fecha, una notable alteracin tuvo lugar en la conducta exterior del
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disoluto barn Frederick von Metzengerstein. Su conducta defraud todas las
esperanzas y se mostr en completo desacuerdo con las expectativas y manejos de
ms de una madre de nia casadera; al mismo tiempo, sus hbitos y maneras
siguieron diferencindose ms que nunca de los de la aristocracia circundante. Jams
se lo vea allende los lmites de sus dominios y en su vasto mundo social careca de
compaero, a menos que aquel extrao e impetuoso corcel de gneo color, que
montaba continuamente, tuviera algn misterioso derecho a ser considerado como su
amigo.
A pesar de lo cual y durante largo tiempo llegaron a palacio las invitaciones de
nobles vinculados con su casa.
Honrar el barn nuestras fiestas con su presencia?
Vendr el barn a cazar con nosotros a una montera de jabales?
Las altaneras y lacnicas respuestas eran siempre:
Metzengerstein no ir a la caza.
Metzengerstein no concurrir.
Aquellos repetidos insultos no podan ser tolerados por una aristocracia
igualmente arrogante. Las invitaciones se hicieron menos cordiales, menos
frecuentes, hasta que cesaron por completo. Se oy incluso a la viuda del infortunado
conde de Berlifitzing expresar su esperanza de que el barn tuviera que quedarse en
su casa cuando no deseara estar en ella, puesto que desdeaba la compaa de sus
iguales, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto que prefera la compaa
de un caballo.
Estas palabras eran tan slo el estallido de un rencor hereditario y probaban
simplemente el poco sentido que tienen nuestras palabras cuando queremos que sean
especialmente enrgicas.
Los ms caritativos, sin embargo, atribuan aquella alteracin en la conducta del
joven noble al natural dolor de un hijo por la prdida prematura de sus padres; ni que
decir tiene que olvidaban su atroz y despreocupada conducta durante el breve perodo
que sigui de cerca a aquellas muertes. No faltaban quienes presuman en el barn un
concepto excesivamente altanero de la dignidad. Otros (entre los cuales cabe
mencionar al mdico de la familia) no vacilaban en hablar de una melancola
morbosa y mala salud hereditaria; la multitud haca correr oscuras insinuaciones de
naturaleza ms equvoca.
Por cierto que el perverso cario del joven barn por su caballo cario que
pareca acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y
demonacas inclinaciones lleg a ser a la larga, a los ojos de los hombres, un cario
horrible y contra natura. Bajo el resplandor del medioda, en la oscuridad nocturna,
enfermo o sano, en la calma o en la borrasca, el joven Metzengerstein pareca estar
clavado a la montura de aquel caballo colosal, cuya indomable audacia armonizaba
tan bien con su manera de ser.
Haba, por aadidura, circunstancias que unidas a los ltimos acontecimientos
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conferan un carcter extraterreno y portentoso a la mana del jinete y a las
posibilidades del corcel. Se haba medido cuidadosamente la longitud de sus saltos,
que excedan de manera asombrosa las conjeturas ms fantsticas. El barn no usaba
ningn nombre especial para su caballo, pese a que todos los dems de su propiedad
lo tenan. Su caballeriza tambin estaba situada a cierta distancia de las otras, y slo
su amo osaba penetrar all y acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su
limpieza. Era adems notable que, aunque los tres mozos que lo haban capturado
cuando hua del incendio de Berlifitzing lo haban contenido por medio de una
cadena y de un lazo, ninguno de los tres poda afirmar con certeza que durante
aquella peligrosa lucha o en otro momento posterior hubiesen puesto sus manos sobre
el cuerpo de la bestia. Esas pruebas de una inteligencia especial en la conducta de un
caballo lleno de ardor no tiene por qu provocar una atencin fuera de lo comn; pero
ciertas circunstancias se imponan a los espritus ms escpticos y flemticos; se
afirm incluso que, a veces, la asombrada multitud que contemplaba a la bestia haba
retrocedido horrorizada ante la profunda e impresionante significacin de su terrible
apariencia; ciertas ocasiones en que, incluso el joven Metzengerstein, retroceda
palideciendo ante la expresin repentina y penetrante de aquellos ojos casi humanos
del corcel.
Nadie dud, sin embargo, del ardiente y extraordinario cario que senta el joven
por las fogosas cualidades de su caballo. Nadie, salvo un insignificante pajecillo
contrahecho que interpona su fealdad en todas partes y cuyas opiniones posean muy
poca importancia. Este paje (si es que merece la pena mencionar sus opiniones) tena
el descaro de afirmar que su amo no saltaba nunca a la silla sin un estremecimiento
tan inexplicable como imperceptible y que al regresar de cada una de sus
interminables y habituales correras, cada rasgo de su rostro apareca reformado por
una expresin de triunfante malignidad.
Cierta tempestuosa noche, al despertar de un pesado sueo, Metzengerstein baj
como un manaco de su estancia y, montando a caballo a toda prisa, se precipit hacia
las profundidades de la selva. Un hecho tan corriente no llam especialmente la
atencin, pero sus criados esperaron con intensa ansiedad su regreso; pocas horas
despus de su partida, los muros del magnfico y suntuoso palacio de Metzengerstein
empezaron a crujir y a temblar hasta sus cimientos bajo la accin de una masa densa
y lvida de indomable fuego.
Cuando fueron vistas aquellas llamas por primera vez era demasiado tarde; haban
hecho ya tan terribles progresos que todos los esfuerzos por salvar una parte
cualquiera del edificio eran evidentemente intiles; la atnita muchedumbre se
concentr alrededor envuelta en un silencio y pattico asombro. Pero pronto un nuevo
y pavoroso objeto atrajo la atencin de la multitud, demostrando hasta qu punto es
ms intensa la excitacin provocada en ella por la contemplacin de una agona
humana que la causada por los espectculos ms aterradores de la materia inanimada.
Por la larga avenida de aosos robles, que formaba el principio de la floresta y
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que conduca hasta la entrada del palacio de Metzengerstein, se vio venir un corcel
dando enormes saltos, que llevaba en su silla un jinete sin sombrero y con las ropas
revueltas, semejante al verdadero Demonio de la Tempestad.
Indiscutiblemente el jinete no dominaba aquella carrera. La angustia de su rostro,
los esfuerzos convulsivos de todo su cuerpo patentizaban una lucha sobrehumana;
pero ningn sonido, salvo un solo grito, escap de sus labios desgarrados, que se
morda una y otra vez en la intensidad de su terror. Por un momento reson el
golpeteo de los cascos, agudo y penetrante, por sobre el mugido de las llamas y el
aullido del viento; un instante despus, franqueando de un solo salto el portn y el
foso, el corcel se precipit por la escalinata del palacio y desapareci con su jinete en
aquel torbellino de catico fuego.
La furia de la tempestad ces de inmediato, siendo sucedida por una profunda y
sorda calma. Una blanca llamarada envolva an el edificio como un sudario,
mientras en la serena atmsfera brillaba un resplandor sobrenatural; entonces cay
pesadamente sobre los muros una nube de humo que mostraba distintamente la
colosal figura de un caballo.
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LA MSCARA DE LA MUERTE ROJA
La muerte roja haba devastado la regin durante largo tiempo. Jams peste alguna
haba sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnacin y su sello: el color y
el horror de la sangre. Comenzaba por agudos dolores, segua con desvanecimientos
sbitos y conclua en un abundante derrame de sangre por los poros; poco despus
sobrevena la muerte. Las manchas purpreas en el cuerpo y especialmente en el
rostro de la vctima eran las trompetas de la muerte que la aislaban de todo socorro y
toda simpata. La invasin, el progreso y fin de la enfermedad era cuestin de media
hora.
Pero el prncipe Prspero era feliz, intrpido y sagaz. Cuando sus posesiones
quedaron casi despobladas, eligi un millar de robustos y desaprensivos amigos entre
los caballeros y damas de su corte, y se refugi con ellos en una de sus recnditas
abadas fortificadas, de amplia y magnfica construccin, obra del propio prncipe,
que posea un gusto no por excntrico exento de majestuosidad. Una slida y elevada
muralla la circundaba. Las puertas eran de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se
sirvieron de fraguas y pesadas mazas para soldar los cerrojos, decididos a no dejar
ninguna va de acceso o de salida a cualquier eventual impulso sbito de
desesperacin del exterior o de frenes del interior. La abada dispona de abundantes
vveres. Gracias a estas precauciones los cortesanos podan desafiar la peste. Que el
mundo exterior se las arreglara como pudiese; mientras tanto, sera locura afligirse o
pensar en l. El prncipe haba abastecido la mansin de todo lo necesario para el
placer: haba bufones, improvisadores, bailarines, msicos, belleza y vino. Dentro
haba todo esto y adems seguridad. Fuera estaba la muerte roja.
Al quinto o sexto mes de reclusin, y mientras la peste causaba terribles estragos
en el exterior, el prncipe Prspero ofreci a su millar de amigos un baile de mscaras
de la ms inslita magnificencia.
Qu cuadro tan voluptuoso aquella mascarada! Permitidme describiros antes los
salones donde tuvo lugar. Eran siete una hilera imperial de estancias. En la
mayora de los palacios, estas hileras de salones forman una prolongada galera en
lnea recta cuando los batientes de las puertas se abren de par en par, permitiendo que
la vista alcance sin obstculos la totalidad de la galera. Aqu se trataba de algo muy
distinto, como poda esperarse del duque y de su amor por lo raro. Las salas se
hallaban dispuestas con tal irregularidad que la vista slo abarcaba una cada vez.
Cada ventanal tena vitrales cuya coloracin armonizaba con el tono dominante de la
decoracin del aposento; por ejemplo, si el saln del extremo oriental estaba
decorado en azul, vividamente azules eran sus vitrales. La segunda estancia estaba
guarnecida de prpura, y purpreas eran las vidrieras. El tercer aposento estaba
ornado completamente en verde, lo mismo que los cristales. La cuarta, anaranjada,
reciba luz a travs de un vitral anaranjado; la quinta era blanca, y la sexta, violeta. El
sptimo aposento apareca rigurosamente cubierto con colgaduras de terciopelo negro
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que revestan el techo y las paredes y caan en pesados pliegues sobre una alfombra
de la misma tela y color. Pero en esta sala, el color de las vidrieras no corresponda a
la decoracin. Los vitrales eran escarlata, de un intenso color sangre. Ahora bien,
pese a la profusin de ornamentos dorados esparcidos por doquier o suspendidos de
las paredes o del artesonado, en aquellas siete estancias no haba lmparas ni
candelabros. Ni bujas ni araas haba en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en
los corredores paralelos que las rodeaban, justamente frente a cada ventana, se
alzaban pesados trpodes que sostenan un gneo brasero que, a travs de los cristales
coloreados, proyectaba sus rayos sobre las salas, que iluminaba de un modo
deslumbrador, provocando una infinidad de resplandores tan vivos como fantsticos.
Pero en la cmara del Poniente, la negra, la claridad del brasero que a travs de los
cristales sangrientos se derramaba sobre las negras tapiceras, produca un efecto
terriblemente siniestro y prestaba a los rostros de los imprudentes que all penetraban
una coloracin tan extraa que muy pocos eran lo bastante audaces para pisar su
recinto.
En este aposento, y apoyado contra el muro de Poniente, se ergua un gigantesco
reloj de bano. Su pndulo se balanceaba con un tic-tac sordo, pesado y montono.
Cuando el minutero completaba su recorrido esfrico e iba a sonar la hora, de los
pulmones broncneos del mecanismo brotaba un taido claro y fragoroso, profundo y
lleno de musicalidad; mas su timbre era tan particular y potente que, cada hora, los
msicos de la orquesta se vean obligados a interrumpir por un instante los acordes
para escuchar el sonido, y los bailarines cesaban en sus evoluciones. Aquella alegre
sociedad se vea recorrida por una turbacin momentnea, y mientras sonaban los
taidos, los ms vehementes palidecan y los de ms edad se pasaban la mano por la
frente, como si se sumieran en meditacin o en un sueo febril. Cuando se apagaban
por completo los ecos, una liviana risa recorra la reunin. Los msicos se miraban
rindose de sus nervios y de su locura, prometindose en voz baja unos a otros que el
siguiente taido no provocara en ellos la misma sensacin. Pero al cabo de los
sesenta minutos (que comprenden tres mil seiscientos segundos del tiempo que huye)
el fatal reloj daba otra vez la hora y otra vez surga el mismo estremecimiento, el
mismo escalofro, el mismo sueo febril.
Pese a todo, la fiesta continuaba alegre y magnfica. El duque tena gustos
singulares. Su vista era especialmente sensible a los colores y sus efectos.
Despreciaba los gustos de la moda. La audacia y la temeridad presidan sus planes y
sus concepciones brillaban con brbaro esplendor. Muchos podran haberle
considerado loco. Sus cortesanos saban que no lo estaba.
Con ocasin de la gran fiesta, el prncipe haba dirigido personalmente la
decoracin de las salas, y su gusto haba guiado la eleccin de los disfraces, que
destacaban por su grotesca concepcin. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo
chocante y lo fantasmagrico mucho de eso que ms tarde podra verse en Hernani
. Haba figuras en arabesco, con siluetas y miembros incongruentes; haba tambin
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fantasas delirantes, que gustan a los manacos. Abundaba lo hermoso, lo extrao, lo
lujurioso, mucho de lo terrible y no poco de lo que podra considerarse repugnante.
De un lado a otro de las siete estancias paseaba una muchedumbre de pesadilla. Y
esas pesadillas se contorsionaban por todas partes, tindose del color de los salones
y haciendo de la msica el eco de sus propios pasos.
De nuevo suena el reloj de bano que se alza en el saln de terciopelo; todo calla
por un instante, todo es silencio salvo la voz del reloj. Las figuras de pesadilla se
quedan yertas, rgidas. Y cuando los ecos de la campana se desvanecen apenas han
durado un momento una risa leve, mal reprimida, flota por todos lados. Y de nuevo
suena la msica, viven las pesadillas contorsionndose de un lado para otro ms
alegremente que nunca, reflejando el color de los vitrales distintamente teidos, por
los que irrumpen los rayos de los trpodes. Mas en el saln que da al Oeste ninguna
mscara se aventura, porque la noche avanza y una luz ms roja se derrama por los
cristales color sangre; la oscuridad de las cortinas negras es aterradora, y quienes
posan su pie en la sombra alfombra, oyen del cercano reloj de bano un repique ms
pesado, ms solemne que el que hiere los odos de las mscaras entregadas al baile en
estancias ms apartadas.
Una densa muchedumbre se congregaba en estas ltimas, donde lata febrilmente
el corazn de la vida. La fiesta llegaba a su pleno apogeo cuando comenzaron a orse
los taidos del reloj anunciando la medianoche. Call entonces la msica como ya he
contado, y se apaciguaron las evoluciones de los danzantes. Como antes, se produjo
una angustiosa inmovilidad en todo. En esta ocasin el reloj deba taer doce
campanadas, y quiz por eso, en tan largo tiempo, los pensamientos invadieron en
mayor nmero las meditaciones de quienes reflexionaban entre la multitud entregada
a la alegra. Y quiz por eso tambin, varias personas tuvieron tiempo, antes de que
los ecos del carilln se desvanecieran, de advertir la presencia de una figura
enmascarada que hasta entonces no haba despertado la atencin de nadie. Al
difundirse en un susurro la nueva de aquella presencia, se suscit entre los
concurrentes un murmullo significativo de asombro y desaprobacin y, finalmente, de
espanto, pavor y repugnancia.
En una asamblea de fantasmas como la que acabo de pintar, puede suponerse
perfectamente que ninguna aparicin ordinaria hubiera provocado tal conmocin. A
decir verdad, el desenfreno de aquella mascarada no tena lmites, pero el personaje
en cuestin sobrepasaba en extravagancia a un Herodes y la moralidad equivoca del
prncipe. En el corazn de los ms temerarios siempre hay una cuerda que no se
puede tocar sin emocin. Hasta en los ms depravados, en quienes la vida y la muerte
son siempre un juego, hay cosas con las que no se puede jugar. Los concurrentes
sintieron en lo ms profundo de su ser que el traje y la apariencia del desconocido
resultaban inadecuados. Su figura, alta y esqueltica, se envolva de pies a cabeza con
una mortaja. La mscara que le ocultaba el rostro representaba tan admirablemente la
fisonoma de un cadver, que un examen minucioso hubiese descubierto a duras
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penas el engao. Aquella frentica y alegre concurrencia habra tolerado, si no
aprobado, semejante disfraz. Pero la figura haba osado asumir las apariencias de la
muerte roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre y en su amplia frente y en el
resto de sus facciones haba manchas del horror escarlata.
Cuando los ojos del prncipe Prspero se posaron en aquella figura espectral (que
con pausado y solemne movimiento, como para dar relieve a su papel, paseaba entre
los bailarines), se conmovi en un violento estremecimiento de terror y disgusto; un
segundo ms tarde su frente enrojeca de ira.
Quin se atreve pregunt con voz ronca a los cortesanos que le rodeaban,
quin se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? Apresadle y desenmascaradle,
para que sepamos a quin hemos de ahorcar en nuestras almenas al alba!
Cuando pronunci estas palabras el prncipe Prspero se hallaba en el saln del
Este, en el aposento azul. Sus palabras resonaron claras y potentes por los siete
salones, pues el prncipe era hombre impetuoso y robusto, y la msica haba cesado a
un gesto de su mano.
El prncipe se hallaba en el aposento azul con un grupo de plidos cortesanos que
le rodeaban. Apenas termin de hablar se produjo un ligero movimiento de avance en
direccin al intruso quien, en ese momento, se hallaba a su alcance y se acercaba al
prncipe con paso tranquilo y majestuoso. Pero cierto terror indefinido que la
insensata arrogancia del enmascarado haba inspirado a toda la concurrencia impidi
que alguien alzara la mano para prenderle, de modo que, sin obstculo alguno, pas a
diez pasos del prncipe, y mientras la inmensa reunin retroceda como obedeciendo a
un mismo impulso desde el centro de la sala hacia las paredes, l prosigui andando
con el mismo solemne y mesurado paso que le haba distinguido desde su aparicin,
pasando de la cmara azul a la purprea, de la purprea a la verde, de la verde a la
anaranjada, de sta a la blanca y de aqu a la violeta sin que nadie hiciera un
movimiento decisivo para detenerle. Fue entonces cuando el prncipe Prspero,
furioso de ira y vergenza por su momentnea cobarda, se abalanz
precipitadamente por las siete cmaras, sin que nadie le siguiera a causa del mortal
terror que a todos paralizaba. Blandiendo un pual, se acerc impetuosamente a tres o
cuatro pasos de aquella figura que segua alejndose, cuando sta, al llegar al extremo
del aposento de terciopelo, se volvi de sbito y enfrent a su perseguidor. Se oy un
grito agudo, y la daga cay resplandeciente sobre la fnebre alfombra, en la que acto
seguido se desplomaba muerto el prncipe Prspero.
Reuniendo el frentico coraje de la desesperacin, un tropel de mscaras irrumpi
a un tiempo en la negra estancia, y aferraron al desconocido, cuya alta e inmvil
figura permaneca a la sombra del reloj de bano; en ese momento exhalaron un grito
de terror inexpresable y retrocedieron al comprobar que el sudario y la mscara
cadavrica que haban aferrado con tanta energa no contena ninguna forma tangible.
Entonces reconocieron la presencia de la muerte roja. Como un ladrn en la
noche se haba presentado, y uno a uno fueron cayendo los alegres convidados en las
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salas de la orga, inundados por un roco sangriento. Cada cual muri en la
desesperada actitud de su cada. Y la vida del reloj de bano se desvaneci con la del
ltimo de aquellos licenciosos. Las llamas de los trpodes se extinguieron. La
Tiniebla y las Ruinas y la Muerte Roja extendieron por doquier su ilimitado dominio.
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HOP-FROG
Nunca he conocido a nadie tan dispuesto a la chanza como el rey. Pareca vivir tan
slo para las bromas. El medio ms seguro para conseguir su favor era narrarle un
cuento del gnero chusco y narrrselo bien. Por eso sus siete ministros se distinguan
por sus cualidades como bromistas. Todos seguan el ejemplo del rey, que era un
hombre alto, corpulento, grueso, tal como son los guasones inimitables. Nunca he
podido saber si la gente engorda haciendo bromas o si hay algo en la grasa que
predispone a la chanza, pero lo cierto es que un bromista delgado resulta rara avis in
terris.
Por lo que se refiere a los refinamientos, o, como l los denominaba, espritus
del ingenio, al rey le preocupaban muy poco. Senta especial admiracin por la broma
de resuello, y con frecuencia era capaz de darle gran amplitud para completarla. Las
delicadezas lo aburran. Hubiera preferido el Garganta de Rabelais al Zadig de
Voltaire; por regla general las bromas de hecho se ajustaban mejor a su gusto que las
verbales.
En la poca de mi relato los bufones de profesin gozaban todava del favor de las
cortes. Varias de las grandes potencias continentales conservaban an sus locos
profesionales, que iban vestidos de un modo abigarrado, con gorros de cascabeles y
que deban estar siempre prontos a prodigar su agudo ingenio a cambio de las migajas
que caan de la mesa real.
Nuestro rey tena tambin su bufn. El hecho es que necesitaba cierta dosis de
locura aunque slo fuera para contrapesar la pesada sabidura de los siete sabios, que
eran sus ministros y la suya propia.
Su loco o bufn profesional no era tan slo un loco. Su vala se triplicaba a ojos
del rey por el hecho de que adems era enano y cojitranco. En aquellos tiempos los
enanos abundaban en la corte tanto como los bufones, y muchos monarcas no
hubieran sabido cmo pasar los das (los das son ms largos en la corte que en
cualquier otra parte) sin un bufn con quien rerse y sin un enano de quien rerse.
Pero como ya he indicado, en el noventa y nueve por ciento de los casos los bufones
son gordos, rechonchos y pesados, por lo que era un motivo no pequeo de personal
satisfaccin para nuestro rey poseer en Hop-Frog (que as se llamaba el loco) un
triple tesoro en una sola persona.
Creo que el nombre de Hop-Frog no le fue dado al enano por sus padrinos en las
ceremonias del bautismo, sino que le fue conferido por el asentimiento unnime de
los siete ministros dada su torpeza para caminar como el resto de los mortales[10]. En
realidad Hop-Frog slo poda avanzar con una especie de paso interjeccional, algo
entre el salto y la reptacin, movimiento que produca al rey una diversin ilimitada y
le serva, por supuesto, de consuelo, pues (no obstante la prominencia de su vientre y
la hinchazn constitucional de su cabeza), el monarca era considerado por toda su
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corte como un tipo magnfico.
Pero si la distorsin de sus piernas slo permita a Hop-Frog moverse con mucho
trabajo y dificultad en un camino o en un saln, la naturaleza pareca haber querido
compensar la deficiencia de sus miembros inferiores mediante una prodigiosa
potencia muscular en los brazos que le permita realizar muchos actos de maravillosa
destreza cuando se trataba de trepar por cuerdas, rboles o cualquier otra cosa. En
tales ejercicios se pareca mucho ms a una ardilla o a un mono pequeo que a una
rana.
No podra decir con exactitud de qu pas proceda Hop-Frog. Deba de ser sin
embargo de alguna comarca brbara de la que nadie haba odo hablar, muy alejada
de la corte de nuestro rey. Hop-Frog y una jovencita apenas menos enana que l (pero
de exquisitas proporciones y maravillosa danzarina) haban sido arrancados por la
fuerza de sus respectivos hogares situados en provincias contiguas y enviados como
presentes al rey por uno de sus siempre victoriosos generales.
No debe sorprender, pues, que en tales circunstancias se creara una estrecha
intimidad entre los dos pequeos cautivos. Muy pronto llegaron a ser amigos
entraables. Hop-Frog, que pese a sus continuas exhibiciones era poco popular, no
poda prestar grandes servicios a Trippetta; pero sta, con su gracia y exquisita
belleza (pese a ser enana), era admirada y mimada por todos, lo cual le daba gran
ascendiente, que ejerca constantemente en favor de Hop-Frog.
En ocasin de un gran solemnidad oficial que no recuerdo, el rey decidi celebrar
una mascarada. Ahora bien, siempre que en la corte se trataba de mascaradas o de
fiestas semejantes se recurra sin excepcin a los talentos de Hop-Frog y de Trippetta.
Hop-Frog especialmente posea tal inventiva en materia de espectculos, sugiriendo
nuevos personajes y creando nuevos trajes para los bailes de disfraces, que pareca
que nada poda hacerse sin su concurso.
Lleg por fin la noche de la gran fiesta. Bajo la direccin de Trippetta se haba
decorado un magnfico saln ornndolo con toda la ingeniosidad posible para dar
clat a la mascarada. La corte entera arda en una espera febril. En cuanto a los trajes
y personajes a representar, cada cual, como puede suponerse, lo haba elegido
convenientemente. Muchos los haban decidido (as como los roles que iban a
adoptar) con una semana y hasta con un mes de anticipacin, y nadie mostraba la
menor indecisin excepto el rey y sus siete ministros. No podra decir por qu
precisamente ellos vacilaban, salvo que lo hicieran con nimo de broma. Lo ms
probable es que, dada su gordura, les resultara difcil adoptar una decisin. Sea como
fuere, el tiempo pasaba y como ltimo recurso mandaron llamar a Trippetta y Hop-
Frog.
Cuando los dos pequeos amigos obedecieron el requerimiento del rey, lo
encontraron tomando vino en compaa de los siete miembros de su gabinete
ministerial; pero el monarca pareca estar de muy mal humor. Saba que Hop-Frog no
era aficionado al vino porque excitaba al pobre cojitranco hasta la locura; y la locura
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no es una sensacin agradable. Pero al rey le agradaban sus propias bromas y le
pareca divertido obligar a Hop-Frog a beber y (segn su expresin) a estar alegre.
Ven aqu, Hop-Frog cuando el bufn y su amiga entraron en la sala,
tmate esa copa a la salud de tus amigos ausentes (al orlo, Hop-Frog suspir) y
luego prstanos el concurso de tu inventiva. Necesitamos personajes personajes,
entiendes? Algo nuevo, fuera de lo comn algo raro. Estamos aburridos de esta
eterna monotona. Vamos, bebe! El vino iluminar tu ingenio.
Hop-Frog trat, como de costumbre, de replicar con una chanza a los
requerimientos regios, pero sus esfuerzos fueron intiles. Aquel da casualmente se
cumpla el cumpleaos del pobre enano y la orden de beber a la salud de sus amigos
ausentes hizo brotar lgrimas de sus ojos. Gruesas y amargas gotas cayeron en la
copa que con humildad haba tomado de manos del tirano.
Ja, ja, ja! ri ste con todas sus fuerzas. Ved lo que puede un vaso de
buen vino! Si ya le brillan los ojos!
Pobre infeliz! Sus grandes ojos centelleaban en vez de brillar, pues el efecto en
su excitable cerebro era tan potente como instantneo. Dejando nerviosamente la
copa sobre la mesa, Hop-Frog mir a los presentes con una fijeza casi insana. Todos
ellos parecan divertirse mucho con la broma real.
Y ahora al trabajo dijo el primer ministro, un hombre muy grueso.
S dijo el rey. Vamos, Hop-Frog, y prstanos ayuda. Necesitamos
personajes, querido muchacho. Personajes es lo que necesitamos todos nosotros
Ja, ja, ja!
Y como sus palabras pretendan ser una broma, los siete ministros corearon al
monarca.
Hop-Frog ri tambin, aunque dbilmente y como si estuviera distrado.
Vamos, vamos! dijo el rey impaciente. No se te ocurre nada?
Estoy tratando de encontrar algo nuevo repuso absorto el enano a quien el
vino haba confundido un poco.
Cmo que tratando! grit furioso el tirano. Qu quieres decir con eso?
Ah, ya entiendo! Ests triste y necesitas ms vino. Toma, bebe esto.
Y, llenando otra copa, la ofreci al lisiado, que no hizo ms que mirarla atnito
tratando de recobrar el aliento.
Bebe te digo! aull el monstruo, o por todos los diablos te juro que
El enano titubeaba mientras el rey se pona rojo de ira. Los cortesanos sonrean
estpidamente. Trippetta, plida como un cadver, avanz hasta el sitial del monarca
y, postrndose de hinojos ante l, le suplic que dejase en paz a su amigo.
Durante unos instantes el tirano la mir lleno de asombro por tal audacia. Pareca
no saber qu hacer, ni qu decir, ni cmo expresar adecuadamente su indignacin. Por
ltimo, sin pronunciar palabra, la empuj con violencia lejos de s y le arroj el
contenido de su copa llena a la cara.
La pobre muchacha se levant como pudo y sin atreverse a suspirar siquiera,
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volvi a su sitio a los pies de la mesa.
Durante casi un minuto rein un silencio tan mortal que hubiera podido orse caer
una hoja o una pluma. Aquel silencio fue interrumpido por el ronco y prolongado
rechinar que pareci salir de repente de todos los rincones de la estancia.
Qu qu es ese ruido que ests haciendo? pregunt el monarca
volvindose furioso hacia el enano.
Este ltimo pareca haberse repuesto en gran medida de su embriaguez y mirando
fija, pero tranquilamente, el rostro del tirano respondi:
Yo? Yo no hago ningn ruido.
Pareca proceder de afuera observ uno de los cortesanos. Me figuro que
es el loro de la ventana que se frota el pico con los barrotes de la jaula.
Eso debe ser afirm el monarca como si la sugerencia le aliviara pero, por
el honor de un caballero, hubiera jurado que lo haca ese imbcil con los dientes.
Al or tales palabras el enano se ech a rer (y el rey era un bromista harto
empedernido para poner alguna objecin a la risa ajena), mientras dejaba ver unos
enormes, poderosos y repulsivos dientes. Adems declar que estaba dispuesto a
beber gustoso todo el vino que quisiera su majestad, con lo cual ste se apacigu al
instante. Y luego de apurar otra copa llena sin efectos demasiado perceptibles, Hop-
Frog comenz a exponer vivamente sus planes para el baile de mscaras.
No puedo explicar por qu asociacin de ideas dijo tranquilamente y como si
jams en su vida hubiera bebido vino, pero precisamente despus de que vuestra
majestad empujase a esa nia y le arrojase la copa de vino a la cara, y mientras el loro
hada ese extrao ruido por fuera de la ventana, se me ocurri una diversin
extraordinaria una de las extravagancias que se hacen en mi pas y que con
frecuencia forman parte de nuestras mascaradas, pero que aqu ser completamente
nueva. Por desgracia requiere un grupo de ocho personas y
Pues aqu estamos ocho! exclam el rey riendo ante su agudo
descubrimiento de aquella coincidencia. Justamente ocho; yo y mis ministros!
Veamos! En qu consiste esa diversin?
Nosotros la llamamos repuso el cojitranco los Ocho Orangutanes
Encadenados, y si se la representa bien, resulta extraordinaria.
Nosotros la representaremos bien observ el rey irguindose y alzando las
cejas.
La diversin del juego continu Hop-Frog est en el espanto que produce
en las mujeres.
Magnfico! gritaron a coro el monarca y su gobierno en pleno.
Yo os disfrazar de orangutanes continu el enano, confiad en m. El
parecido ser tan sorprendente que todos los asistentes a la mascarada os tomarn por
verdaderos animales y como es natural sentirn tanto terror como asombro.
Delicioso! exclam el rey. Hop-Frog, yo har un hombre de ti!
Usaremos cadenas para aumentar la confusin con su ruido discordante.
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Haremos correr el rumor de que os habis escapado en masse de vuestras jaulas.
Vuestra majestad no puede concebir el efecto que en un baile de mscaras producen
ocho orangutanes encadenados a los que todos toman por verdaderos, precipitndose
con gritos salvajes entre una multitud de damas y caballeros delicada y
suntuosamente ataviados. El contraste es inimitable
As debe ser! declar el rey.
El consejo se levant precipitadamente en ese momento (era ya tarde) para
ejecutar el plan de Hop-Frog.
La forma en que ste procedi para convertir a los componentes de aquel grupo
en orangutanes era muy sencilla pero prcticamente eficaz para lograr sus propsitos.
En la poca en que se desarrolla el relato, los orangutanes eran poco conocidos en
cualquier parte del mundo civilizado, y como las imitaciones preparadas por el enano
resultaban suficientemente bestiales y ms que suficientemente horrorosas, nadie
pondra en duda que se trataba de una exacta reproduccin.
El rey y sus ministros fueron ante todo embutidos en una ropa interior sumamente
ajustada y de tejido elstico. Luego se procedi a untarlos de brea. En este momento
de la operacin alguien del grupo sugiri cubrirse de plumas, pero esta sugerencia fue
rpidamente rechazada por el enano, quien no tard mucho en convencer a los ocho
bromistas mediante una demostracin prctica y ocular que el pelo de unos animales
como los orangutanes poda imitarse mucho mejor con lino. En consecuencia
aplicaron una espesa capa de este ltimo sobre la brea.
Buscaron luego una larga cadena, que Hop-Frog pas primero alrededor de la
cintura del rey y despus asegur; en seguida hizo lo mismo con otro miembro del
grupo y la aseguraron tambin; luego, sucesivamente, alrededor de cada uno de la
misma manera.
Ultimados los preparativos del encadenamiento, los integrantes del juego se
separaron lo ms posible unos de otros hasta formar un crculo, y, para dar a la cosa
un parecido ms natural, Hop-Frog pas lo que restaba de la cadena de un lado a otro
del crculo, en dos dimetros, conforme a la manera adoptada hoy da por los
cazadores de chimpancs u otros grandes simios en Borneo.
El gran saln donde iba a celebrarse la mascarada era una estancia circular de
techo muy alto que slo reciba luz del sol a travs de una claraboya situada en el
techo. De noche, hora para la cual haba sido especialmente concebida aquella
estancia, estaba iluminada principalmente por una gran araa colgada de una cadena
en el centro de la claraboya, y que se haca subir y bajar por medio de un contrapeso,
segn el sistema ordinario; slo que, para que dicho contrapeso no afeara el aspecto
del lustro, se haba colocado por fuera de la cpula y por encima del techo.
El arreglo del saln haba sido confiado a la direccin de Trippetta, quien por lo
visto se haba dejado guiar en algunos detalles por el criterio tranquilo de su amigo el
enano. Por sugerencia de ste y siguiendo rdenes suyas, el lustro fue retirado para
aquella ocasin. El goteo de la cera (goteo que hubiera sido imposible evitar en una
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atmsfera caldeada) habra estropeado considerablemente las ricas vestiduras de los
invitados, quienes, dado el gento y la multitud que llenara el saln, no podran
mantenerse todos apartados del centro, es decir, de debajo del lustro.
En su lugar se instalaron candelabros adicionales en varias partes del saln, fuera
de los lugares destinados a las personas (con objeto de que no las molestaran), a la
vez que se fijaron antorchas que despedan agradable perfume en la mano derecha de
cada una de las caritides que se erguan contra las paredes en nmero de cincuenta o
sesenta en total.
Siguiendo el consejo de Hop-Frog, los ocho orangutanes esperaron pacientemente
hasta medianoche, hora en que el saln estaba repleto de los participantes en la
mascarada, para hacer su aparicin. Pero apenas el reloj ahog la ltima de sus
campanadas se precipitaron, o mejor dicho, rodaron todos juntos, ya que la cadena
que trababa sus movimientos haca caer a la mayora y tropezar a todos al entrar en el
saln. El tumulto producido entre las mscaras result prodigioso y llen de alegra el
corazn del rey. Tal como se esperaba, no pocos invitados supusieron que aquellas
criaturas de feroz aspecto eran, si no orangutanes, por lo menos autnticas bestias de
alguna especie. Muchas damas se desmayaron de horror y si el rey no hubiera tenido
la precaucin de prohibir la entrada de armas en la sala, su alegre grupo no habra
tardado en expiar sangrientamente su locura. En resumen, se produjo una carrera
general hacia las puertas. Pero el rey haba ordenado que las cerrasen inmediatamente
despus de su entrada y, por indicacin del enano, las llaves le haban sido confiadas
a l.
Cuando el tumulto estaba en su apogeo y cada mscara se ocupaba tan slo de su
propia salvacin (pues ahora haba verdadero peligro debido a las apreturas de la
excitada multitud), hubiera podido advertirse que la cadena de la cual colgaba
habitualmente la araa, y que haba sido remontada al prescindirse de aqulla,
descenda gradualmente hasta que el gancho de su extremidad qued a unos tres pies
del suelo.
Pocos instantes despus, el rey y sus siete amigos, que haban recorrido todo el
saln, terminaron por hallarse en su centro y como es natural en contacto con la
cadena. Mientras estaban all, el enano, que les haba seguido incitndolos a continuar
la broma, se apoder de la cadena de los orangutanes en el punto de interseccin de
los dos dimetros que cruzaban el crculo en ngulo recto. Y entonces, con la rapidez
del pensamiento, encaj en ella el gancho que serva para colgar la araa. En un
instante, por obra de un agente invisible, la cadena del lustro subi lo bastante para
dejar el gancho fuera del alcance de cualquier mano, arrastrando lgicamente a los
orangutanes juntos, unos contra otros y cara contra cara.
En este momento las mscaras se haban repuesto en parte de su alarma y
empezaban a considerar todo aquello como una broma bien preparada, por lo que
estallaron en risas ante la postura de los monos.
Dejdmelos a m! grit entonces Hop-Frog, cuya voz penetrante se oa
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fcilmente entre el estrpito. Dejdmelos a m! Creo que los conozco! Con slo
verlos de cerca podr deciros enseguida quines son!
Gateando por sobre las cabezas de la multitud consigui llegar hasta la pared
donde cogi una de las antorchas que empuaban las caritides. En un instante
regres al centro del saln y, saltando con agilidad de mono sobre la cabeza del rey,
trep unos cuantos pies por la cadena mientras bajaba la antorcha para examinar el
grupo de orangutanes y gritaba sin cesar:
Pronto podr deciros quines son!
Y entonces, mientras la reunin entera (incluidos los monos) se retorca de risa, el
bufn lanz un agudo silbido; instantneamente la cadena remont treinta pies
arrastrando consigo a los aterrados orangutanes, que luchaban por soltarse, y los dej
suspendidos en el aire a media altura entre la claraboya y el suelo. Aferrado a la
cadena, Hop-Frog se elev con ella por encima de los ocho disfrazados, y como si
nada hubiese ocurrido continuaba acercando su antorcha fingiendo averiguar de
quines se trataba.
Tan atnita qued la reunin ante la violenta ascensin que se produjo un
profundo silencio. Duraba ya un minuto cuando fue interrumpido por un spero y
bajo rechinar semejante al que haba llamado la atencin del rey y sus consejeros,
despus que aqul hubo arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta ocasin
no haba dudas de la procedencia del sonido. Sala de los dientes del enano,
semejantes a colmillos de fiera; rechinaban mientras de su boca brotaba la espuma y
sus ojos, con una expresin de rabia enloquecida, se clavaban en los rostros vueltos
hacia l del rey y sus siete compaeros.
Ah, ya veo! grit por fin el enfurecido bufn. Ya veo quines son!
Y fingiendo examinar ms de cerca al rey, aproxim la antorcha a la capa de lino
que lo envolva, y que ardi al instante como una sbana de llamas vivas. En menos
de medio minuto los ocho orangutanes ardan horriblemente en medio de los chillidos
de la multitud, que los contemplaba desde abajo sobrecogida de horror y sin poder
prestarles la menor ayuda.
La virulencia de las llamas oblig al bufn a trepar por la cadena para escapar a
su alcance. Al hacer este movimiento la multitud volvi a guardar silencio. El bufn
aprovech la oportunidad para hablar una vez ms:
Ahora veo claramente qu clase de gente son estas mscaras. Veo un rey que
no tiene escrpulos en golpear a una nia indefensa y siete ministros que consienten y
ren este ultraje. En cuanto a m no soy ms que Hop-Frog, el bufn y sta es mi
ltima bufonada.
A causa de la alta combustibilidad del lino y la brea, la obra vindicatoria se haba
consumado apenas el enano termin de pronunciar estas palabras. Los ocho
cadveres se balanceaban en sus cadenas como una masa ftida, negruzca,
repugnante, horrenda e irreconocible. El cojitranco arroj su antorcha sobre ellos y,
luego, trepando tranquilamente hasta el techo, desapareci por la claraboya.
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Se supone que Trippetta, apostada en el tejado del saln, sirvi de cmplice a su
amigo en aquella gnea venganza y que ambos huyeron juntos a su pas, pues jams
se los volvi a ver.
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EL BARRIL DE AMONTILLADO
Mientras no llegaron al insulto, soport las injusticias de Fortunato; pero, cuando
stas colmaron mi paciencia, jur vengarme. Ustedes, que conocen mi carcter,
habrn comprendido desde luego que de mi boca no sali la ms ligera amenaza. A la
larga, haba de vengarme; era cosa definitivamente decidida; la ms completa
resolucin alejaba de m toda idea de peligro. Deba no slo castigar, sino castigar
impunemente. Una injuria no se venga cuando el castigo alcanza tambin al
injuriado, ni cuando el vengador no tiene necesidad de darse a conocer al que ha
cometido la injuria.
Debo manifestar que jams di a Fortunato motivo alguno para que dudase de mi
buena fe, ni con mis acciones, ni con mis palabras. Continu, como de costumbre,
sonrindole siempre, y l no comprenda que mi sonrisa era la frmula del
pensamiento que de su inmolacin abrigaba.
Fortunato tena un flanco por donde poda atacrsele, fuera del cual era un
hombre respetable y aun temible. Se vanagloriaba de ser gran conocedor de vinos.
Pocos italianos tienen el don de ser buenos catadores; su pericia es casi siempre
ilusoria, acomodada al tiempo y a la oportunidad: es un charlatanismo para explotar a
los ingleses y austriacos millonarios. Lo mismo ocurre respecto a las pinturas y
piedras preciosas. Fortunato, como sus compatriotas, era un charlatn; pero,
tratndose de vinos aejos, era sincero. Sobre este punto, en nada me diferenciaba de
l: me crea inteligente, y adquira partidas considerables siempre que poda.
Una tarde, entre dos luces, a mitad del carnaval, nos encontramos. Me salud con
ntima cordialidad, porque haba bebido muchsimo. Mi hombre iba vestido de
mscara. Llevaba un traje ajustado, de dos colores, y en la cabeza un gorro cnico,
con campanillas y cascabeles. Tan dichoso me juzgu al verlo que no acababa nunca
de estrecharle la mano.
Mi querido Fortunato le dije, le encuentro en buena ocasin. Qu bien le
sienta ese traje! Es el caso que acabo de comprar un barril de vino amontillado, o, por
lo menos, por tal me lo han vendido, y tengo mis dudas
Cmo? dijo, de amontillado? Un barril? Imposible! Y a mitad de
carnaval!
Tengo mis dudas repliqu, y he sido tan tonto que lo he pagado sin
consultarle antes. No pude encontrarle, y tem perder una ganga.
Amontillado!
Digo que dudo.
Amontillado!
Y puesto que est usted invitado a algo, voy a buscar a Luchesi. Si alguno hay
que sea conocedor, es l. l me dir
Luchesi es incapaz de diferenciar el amontillado del Jerez.
Pues, a pesar de ello, hay imbciles que comparan sus conocimientos con los
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de usted.
Vamos all.
Adnde?
A sus bodegas.
Amigo mo, no: yo no quiero abusar de su bondad. S que est usted invitado,
Luchesi
Nada tengo que hacer. Marchemos.
No, amigo mo, no. No se trata de sus quehaceres, sino del fro cruel que noto
que est usted sufriendo. Las bodegas son muy hmedas, como que estn cubiertas da
nitro.
No importa; vamos. El fro nada supone. Amontillado! Lo han engaado. Y en
cuanto a Luchesi, repito que es incapaz de distinguir el Jerez del amontillado.
As charlando, Fortunato se apoy en mi brazo. Me puse una careta de seda negra,
y, embozndome en mi capa, me dej conducir hasta mi palacio.
No haba en l ningn criado: se haban marchado todos a disfrutar del carnaval.
Les haba dicho que no volvera hasta bien entrado el da, ordenndoles que no
dejasen sola la casa. Yo bien saba que esta sola orden era suficiente para que todos,
sin excepcin alguna, se largasen en cuanto yo volviese la espalda.
Tom dos luces, alargu una a Fortunato, y nos dirigimos, atravesando muchas
piezas y salones, hasta el vestbulo, por que el que se bajaba a los stanos. Baj
delante de l la escalera, larga y tortuosa, volviendo varias veces la cabeza para
advertirle que tuviese cuidado de no tropezar. Llegamos, al fin, y juntos nos
encontramos sobre el hmedo suelo de las catacumbas de Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y las campanillas y cascabeles de su gorro
sonaban a cada uno de sus pasos.
Y el barril de amontillado? pregunt.
Est ms all; vea usted los blancos bordados que centellean sobre las paredes
de estas cuevas.
Se volvi hacia m, y me mir con ojos vidriosos, goteando lgrimas de
embriaguez.
El nitro? pregunt por fin.
El nitro dije. Desde cundo tiene usted esa tos?
Euh, euh, euh, euh, euh.
Mi pobre amigo no pudo contestarme hasta despus de pasados algunos minutos.
No es nada dijo.
Venga dije secamente, vmonos fuera de aqu; su salud es preciosa. Usted
es rico, respetado, admirado, querido; como yo lo fui en otro tiempo; es usted un
hombre que dejara un vaco insustituible. Por m nada importa. Vmonos; podra
usted ponerse enfermo. Adems, Luchesi
Basta dijo, esta tos no tiene importancia. No me matar: no pienso morir
de un constipado.
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Es verdad, es verdad, y le aseguro que no intento alarmarle intilmente; pero
debe usted tomar algunas precauciones, un trago de Medoc le defender de la
humedad.
Me apoder de una botella, de entre otras muchas que estaban enterradas all
cerca en larga fila, y le romp el cuello.
Beba dije, y le di el vino.
Aproxim a los labios la botella y me mir de reojo. Hizo una pausa, me salud
familiarmente, sonaron las campanillas del gorro, y exclam:
A la salud de los difuntos que reposan a nuestro alrededor!
Y yo a la salud de usted!
Se agarr de mi brazo y seguimos adelante.
Qu extensas son estas cuevas!
Los Montresors contest eran familia muy numerosa.
No recuerdo sus armas.
Un pie de oro, sobre campo azul, aplastando una serpiente que se le enrosca
mordiendo el taln.
Y la divisa?
Nemo me impune lacessit.
Muy bien!
Despedan chispas sus ojos por el vino, y los cascabeles y campanillas del gorro
sonaban y sonaban. El Medoc haba exaltado mis ideas. Habamos llegado al medio
de unas murallas de huesos mezclados con barricas, en lo ms profundo de las
catacumbas. Me detuve de nuevo, y esta vez me tom la libertad de coger del brazo a
Fortunato por ms arriba del codo.
Ya ve usted que aumenta el nitro le dije. Cuelga como el musgo a lo largo
de las bvedas. Estamos bajo el lecho del ro. Las gotas de agua se filtran a travs de
los huesos. Venga, vmonos, antes de que sea demasiado tarde. Su tos
No es nada, continuemos. Venga otro trago de Medoc.
Romp una botella de vino de Grave y se la ofrec. La vaci de un trago. Brillaron
sus ojos, se ri, y arroj al aire la botella, haciendo un gesto que no pude comprender.
Lo mir con sorpresa, y repiti aquel gesto grotesco.
No lo comprende usted?
No contest.
Entonces no es usted de la logia.
Qu?
No es usted francmasn.
S, s! dije. S, s!
Usted? Imposible! Usted masn?
S, masn le respond.
Haga un signo!
Valo repliqu, y saqu un palustre de debajo de los pliegues de mi capa.
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Usted quiere rerse grit; y aadi tambalendose: vamos al amontillado.
Sea contest guardando mi herramienta y ofrecindole el brazo. Se apoy
pesadamente en l, y proseguimos en busca de nuestro amontillado. Pasamos por una
galera de arco muy bajo; dimos algunos pasos, y, descendiendo ms an, llegamos a
una profunda cripta, en la que el aire estaba tan enrarecido que en ella, ms que
brillar, se enrojecan nuestras luces.
Ms hacia dentro haba una cripta an ms pequea. Estaban revestidos los muros
de restos humanos, apilados en la cueva del mismo modo que en las grandes
catacumbas de Pars. En la parte opuesta se haban derribado los huesos y, apiados
en el suelo, formaban una muralla de cierta altura. En el muro, ahuecado por la
separacin de los huesos, se vea otro nicho, profundo, como de unos cuatro pies de
profundidad, tres de ancho y siete u ocho de alto. No pareca hecho de intento, pues
se formaba sencillamente por el hueco que dejaban dos enormes pilares en que se
apoyaban las bvedas de las catacumbas, y por uno de los muros de granito macizo,
que limitaban su cabida.
En vano Fortunato, adelantando su mortuoria antorcha, trataba de sondear la
profundidad del nicho. La luz se debilitaba y no nos permita ver el final.
Avance usted le dije, ah es donde est el amontillado. Tocando a
Luchesi
Es un ignorante! interrumpi mi amigo, andando de costado delante de m,
mientras yo le segua paso a paso.
En un momento lleg al final del nicho, y, tropezando con la roca, se par
estpidamente absorto. Un instante despus, ya lo haba yo encadenado al granito. En
la pared haba dos argollas, a dos pies de distancia la una de la otra, en sentido
horizontal. De una de ellas colgaba una cadena, de la otra un candado. Habindole
colocado la cadena alrededor de la cintura, el sujetarlo era cuestin de slo algunos
segundos. Estaba tan asustado que no pens oponer la menor resistencia. Cerr el
candado, saqu la llave y retroced algunos pasos, salindome del nicho.
Pase la mano por la pared; usted no puede oler el nitro. Est sumamente
hmedo. Permtame que le suplique de nuevo que se marche. No? Entonces es
preciso que le abandone: volver inmediatamente para proporcionarle cuantos
cuidados pueda.
El amontillado! gritaba mi amigo, que an no haba vuelto de su espanto.
Es cierto contest, el amontillado.
Al decir estas palabras, empuj el montn de huesos que ya he mencionado, los
arroj a un lado y descubr gran cantidad de piedras y de mortero. Con estos
materiales y con mi palustre empec a cerrar y murar la entrada del nicho, es decir, a
hacer un tabique.
An no haba colocado la primera hilera de piedras, cuando observ que la
embriaguez de Fortunato se haba disipado muchsimo. El primer indicio de ello fue
un grito sordo, un gemido que surgi del fondo del nicho. Aqul era el grito de un
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hombre borracho!
Despus nada se oy. Coloqu la segunda hilera, la tercera, la cuarta y o el
ruido que producan los violentos choques de los eslabones de la cadena. Este ruido
dur algunos minutos, durante los cuales suspend mi trabajo y, apoyndome sobre
los huesos, me estuve deleitando en l. Cuando ces, tom de nuevo mi palustre y sin
interrupcin acab la quinta, sexta y sptima hilada. La pared alcanzaba ya a la altura
de mis hombros. Me detuve de nuevo y, levantando las luces por encima de la pared,
dirig sus rayos al personaje all encerrado.
Fortunato lanzaba tan agudos y dolorosos gritos que estuve a punto de caer de
espaldas. Durante un instante tembl, y casi sent arrepentimiento. Saqu la espada y
con ella comenc a abrir el nicho; pero un momento de reflexin bast para
tranquilizarme. Me apoy sobre el muro, respond a los quejidos del pobre hombre,
les hice eco, los acompa, los ahogu con mi voz.
Eran las doce de la noche y mi trabajo finalizaba. Termin la octava, novena y
dcima hilera. Conclu gran parte de la oncena y por fin slo me faltaba una piedra
para dar cima a mi tarea, y estaba ya ajustndola, cuando sent escaparse del fondo
del nicho una carcajada ahogada que me eriz el cabello. A la risa sigui una voz
lastimera, en la que reconoc difcilmente la del noble Fortunato. La voz deca:
Ah! ah! ah! eh! eh! eh! Chistosa broma, en verdad, excelente farsa!
Cunto la hemos de celebrar en casa! Eh! eh! Nuestro buen vino! Eh! eh! eh!
El amontillado! dije.
Eh! eh! S, el amontillado. Pero me parece que va siendo ya tarde. No nos
esperan en mi palacio mi seora y los otros? Vmonos.
S dije, vmonos.
Por el amor de Dios, Montresors!
S contest, por el amor de Dios.
Y nada replic, apliqu atencin y nada o. Me impacient. Lo llam a gritos:
Fortunato!, y nada. Llam de nuevo: Fortunato!, y nada Met una antorcha
por el nico agujero que haba en el muro y la dej caer al fondo: o ruido de
cascabeles y campanillas. Me pareca estar enfermo, efecto sin duda de la humedad
de las catacumbas. Era necesario concluir: hice un esfuerzo; tapi el agujero y lo
cubr de cal.
Requiescat in pace.
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EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD
Cuando consideramos las facultades e inclinaciones del alma humana en sus impulsos
primarios, se advierte que los psiclogos han olvidado una tendencia, que, aunque
existe como sentimiento tangible, primitivo, radical e indestructible, no ha sido citada
por ninguno de los moralistas que antecedieron a aqullos. Todos, con completa
infatuacin de la razn, nos hemos olvidado de ella. No nos hemos preocupado de
que su existencia se ocultaba a nuestra vista slo porque nos faltaba otra fe que no
fuese la fundada en la revelacin o en la cbala. Su idea no se nos haba ocurrido
jams por efecto sencillamente de su carcter especial. Nunca habamos
experimentado la necesidad de comprobar esa inclinacin, esa tendencia. Ni
podamos imaginar que fuese necesaria. No podamos adquirir fcilmente el
conocimiento de este primum mobile, y aun cuando por fuerza hubiese penetrado en
nosotros, no habramos podido comprender qu papel representa dicha inclinacin en
la sucesin de las cosas humanas, tanto temporales como eternas. No puede negarse
que la frenologa y gran parte de las ciencias metafsicas han sido concebidas a
priori. El hombre de la metafsica, de la lgica, sustenta que l, ms bien que el de la
inteligencia y la observacin, sabe los designios de Dios, y hasta le dicta planes.
Despus de haber penetrado as a su modo las intenciones de Jehov, ha formado, con
arreglo a ellas, innumerables y caprichosos sistemas. En frenologa, por ejemplo,
hemos establecido, cosa por otra parte muy natural, que por designio de Dios debi
comer el hombre. Despus hemos sealado en el hombre un rgano de
alimentabilidad, y este rgano es el estmulo por medio del cual Dios obliga al
hombre a que, voluntariamente o por fuerza, coma. Hemos decidido en segundo
lugar, que la voluntad de Dios era que el hombre perpetuase su especie, y acto
continuo hemos hallado un rgano de amatividad. Del mismo modo hemos
descubierto la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, y, en una
palabra, todos los rganos que representan ya una inclinacin, ya un sentimiento
moral, ya una facultad de inteligencia pura. En esta recoleccin de fundamentos de
los actos humanos, los spurzheimistas[11] no han hecho ms que seguir en sustancia,
con razn o sin ella, en todo o en parte, los pasos de sus antecesores, deduciendo y
asentando cada cosa con arreglo al supuesto destino del hombre, y tomando por base
las intenciones del Creador.
Ms prudente y seguro hubiera sido cimentar la clasificacin (ya que por
imprescindible necesidad tenemos que clasificar) sobre los actos habituales del ser
humano, as como tambin sobre los que ejecuta ocasionalmente, siempre
ocasionalmente, antes que sobre la hiptesis de que la Divinidad le obliga a
ejecutarlos. De qu modo, si no logramos comprender a Dios en sus obras tangibles,
podremos comprenderlo en sus impenetrables pensamientos que dan vida a aquellas
obras? Cmo, si no podemos concebirlo en sus creaciones, habremos de concebirlo
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en su esencial modo de ser y por su aspecto creador?
La induccin a posteriori hubiera conducido a la frenologa hasta el punto de
admitir como principio original e innato de la accin humana, un no s qu de
paradjico que nosotros, a falta de expresin ms propia, llamaremos perversidad.
Esto, en el sentido que aqu se toma, es realmente un mvil sin causa, un motivo sin
fundamento. Por su influjo obramos sin objeto inteligible, y, por si en estas palabras
se encuentra contradiccin, podemos modificar la proposicin diciendo que, bajo su
influjo, obramos sin ms razn que porque no debemos hacerlo. No puede haber en
lgica una razn ms antirracional; pero de hecho no hay nada ms exacto. En ciertos
espritus revestidos de condiciones determinadas, llega a ser absolutamente
irresistible. Mi propia existencia no es para m ms cierta que esta proposicin: la
certeza del pecado o error que un acto lleva consigo es con frecuencia la nica fuerza
irresistible que nos obliga a ejecutarlo. Y esta tendencia que nos induce a hacer el mal
por el mal mismo, no admite anlisis, ni descomposicin alguna. Es un movimiento
radical, primitivo, elemental. Es posible que se replique, y an lo espero, que si
persistimos en ciertos actos porque sabemos que no deberamos persistir en ellos,
nuestra conducta no es ms que la combatividad frenolgica modificada, o ms bien,
uno de sus aspectos; pero una simple ojeada bastar para descubrir la falsedad de
semejante razonamiento. La combatividad frenolgica tiene por causa la necesidad de
la defensa personal: ella es nuestro escudo contra la injusticia; su principio tiende a
favorecer nuestro bienestar; as es que, al mismo tiempo que la combatividad se
desarrolla, crece en nosotros el deseo de bienestar. De todo esto se deduce que el
deseo de bienestar debera existir en todo principio que no fuera otra cosa sino una
modificacin de la combatividad; pero un cierto no s qu, a que llamo perversidad,
no solamente no despierta el deseo de la dicha, sino que ms bien parece un
sentimiento completamente antagnico.
Todo aqul que examine su propia conciencia, encontrar la mejor respuesta a tal
sofisma. Ninguno que lealmente consulte a su alma, se atrever a negar lo
absolutamente radical de la tendencia de que trato. Tan fcil es de conocer y
distinguir como imposible de comprender. No hay hombre, por ejemplo, que en
ciertos momentos no haya sentido un vivo deseo de atormentar al que le escucha con
circunloquios y rodeos. Bien sabe el que as se conduce que est molestando; sin
embargo, de ordinario tiene la mejor intencin de agradar, es breve y claro en sus
razonamientos, y de sus labios sale un lenguaje tan concreto como luminoso; slo,
pues, con gran esfuerzo puede violentar de tal manera su palabra; adems, el sujeto
de que hablo teme provocar el mal humor de aqul a quien se dirige. Esto, no
obstante, hiere su imaginacin la idea de provocar aquel mal humor con ambages y
digresiones y este sencillo pensamiento le basta. El movimiento se convierte en
veleidad, la veleidad crece hasta trocarse en deseo, el deseo concluye por ser
necesidad irresistible, y la necesidad se satisface, con gran pesar y mortificacin del
que habla y afrontando todas las consecuencias.
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Hemos de cumplir una obligacin cuya ejecucin no admite demora. Sabemos
que en el menor retraso va nuestra ruina. La crisis ms importante de nuestra vida
solicita nuestra inmediata accin y energa con alta e imperiosa voz. Ardemos en
impaciencia de poner manos a la obra; el placer anticipado de un glorioso xito
inflama nuestra alma. Es menester de todo punto que la obligacin se cumpla hoy
mismo, y, sin embargo, la aplazamos para maana; y por qu? No hay ninguna otra
explicacin; porque conocemos que esto es perverso; sirvmonos de la palabra sin
comprender el principio. Llega maana y crece ansiosamente el afn de cumplir con
el deber; pero al mismo tiempo que el afn aumenta, nace un deseo ardiente, sin
nombre, de dilatar el cumplimiento de la obligacin, deseo verdaderamente terrible,
porque su esencia es impenetrable. A medida que el tiempo transcurre, crece ms y
ms el deseo. No nos queda ms que una hora, esta hora nos pertenece. Temblamos
ante la violencia de la lucha que en nosotros se produce, el combate entre lo positivo
y lo indefinido, entre la sustancia y la sombra. Pero si la lucha llega hasta ese
trmino, es porque la sombra nos obliga a ello; nosotros nos resistimos en vano.
Suena la hora en el reloj, y su sonido es el doble mortuorio de nuestra felicidad, y
para la sombra que nos ha aterrado tanto tiempo es el canto matinal, la diana del gallo
victorioso de los fantasmas. La sombra huye, se desvanece, y al fin somos libres. La
pasada energa renace. Ahora trabajaramos, pero ay!, ya es tarde.
Cuando nos asomamos a un precipicio y miramos el abismo sentimos malestar y
vrtigos. Nuestro primer pensamiento es retroceder y alejarnos del peligro; pero, sin
saber por qu, permanecemos inmviles. Poco a poco, el malestar, el vrtigo y el
horror se confunden en un solo sentimiento vago, indefinible. Insensiblemente, esta
nube toma forma como el vapor de la botella de donde surge el genio de las Mil y una
noches. Pero de nuestra nube se levanta, al borde del precipicio, cada vez ms
palpable, una sombra mil veces ms terrible que ningn genio o demonio de la
fbula, a pesar de no ser ms que un pensamiento horrible, que hiela hasta la mdula
de los huesos infiltrando hasta ella el feroz placer de su horror. Es sencillamente la
curiosidad de saber qu sentiramos durante el descenso, si caysemos de semejante
altura. Y precisamente por lo mismo que esta cada y horroroso anonadamiento llevan
consigo la ms terrible y odiosa de cuantas imgenes odiosas y terribles de la muerte
y del sufrimiento podemos imaginarnos, la deseamos con mayor vehemencia an. Y
precisamente porque nuestra razn nos ordena apartarnos del abismo, por esto mismo
nos acercamos a l con ms ahnco. No existe pasin ms diablica en la Naturaleza
que la del hombre que, estremecindose de terror ante la boca de un precipicio, siente
que por su cerebro cruza la idea de arrojarse a l. Dejar libre el pensamiento,
intentarlo siquiera un solo momento, es perderse irremisiblemente; porque la
reflexin nos manda abstenernos, y por eso mismo, repito, no podemos hacerlo. Si no
hay un brazo amigo que lo impida, o si somos incapaces de un esfuerzo repentino
para huir lejos del abismo, nos arrojamos a l, estamos perdidos.
Cuando examinamos estos actos y otros semejantes, encontraremos siempre que
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su nica causa es el espritu de perversidad, y que los perpetramos slo porque
sabemos que no deberamos ejecutarlos. Ni en unos ni en otros hay principio
inteligible; de manera, pues, que, sin que nos expongamos a equivocarnos, podemos
considerar esta perversidad como una instigacin directa del demonio, salvo el caso
extraordinario en que sirva para realizar el bien.
He sido tan minucioso en cuanto llevo dicho para satisfacer de algn modo
vuestra curiosidad y vuestras dudas, para explicaros por qu estoy aqu, para que
sepis a qu debo las cadenas que arrastro y la celda de recluso en que habito. De no
haber sido tan prolijo, o no me entenderais, o me tendrais como a otros muchos por
loco; mas despus de haber odo las anteriores razones comprenderis fcilmente que
soy una de las innumerables vctimas del demonio de la perversidad.
No es posible llevar a cabo un acto con deliberacin ms perfecta. Durante
semanas y meses enteros no hice otra cosa que meditar sobre la manera ms segura
de cometer un asesinato. Desech mil proyectos, porque la realizacin de todos ellos
deba dejar algn cabo pendiente por donde el crimen pudiera descubrirse algn da.
Por fin, leyendo unas memorias francesas, acert a encontrar la historia de un
accidente casi mortal que padeci la seora Pilau por haber aspirado el tufo de una
vela casualmente envenenada. La idea hiri repentinamente mi imaginacin: yo saba
que la vctima que haba elegido acostumbraba a leer en la cama: saba tambin que
la estancia en que dorma era pequea y mal ventilada. Pero, a qu cansaros con
intiles pormenores? No os contar el modo como consegu sustituir la buja que
estaba junto a la cama por otra emponzoada; fue el caso que una maana se encontr
al hombre muerto en su lecho, y que la autoridad, despus de examinarlo, juzg que
su muerte haba sido repentina.
Yo hered el capital de mi vctima y todo me sali perfectamente durante mucho
tiempo. Jams cruz por mi mente la idea de que el crimen pudiera descubrirse; por
mi mano misma haba destruido los residuos de la buja fatal, y no haba dejado
sombra ni indicio capaz de excitar la menor sospecha. Difcilmente podr imaginar
nadie lo grande que era mi satisfaccin al reflexionar sobre mi completa seguridad.
Frecuentemente me deleitaba tan grato sentimiento, que me causaba un placer mayor
y ms real que cuantos beneficios meramente materiales me haba reportado la
ejecucin del crimen. Pero lleg un tiempo en el cual fue modificndose aquel
sentimiento de placer mediante una degradacin casi imperceptible, hasta tornarse en
un tenaz pensamiento, que con tal frecuencia ocupaba mi imaginacin que me
fatigaba, sin que apenas pudiera librarme de l un solo momento. No es cosa extraa
tener fatigados los odos, o ms bien atormentada la memoria ya por una especie de
tin tin, ya por el estribillo de una cancin vulgar, o ya, en fin, por un trozo cualquiera
de pera; no siendo menor el tormento porque la cancin o el trozo de pera sean
buenos. As me suceda con aquel pensamiento; de modo que casi continuamente me
sorprenda a m mismo pensando sin advertirlo en mi propia seguridad, y repitiendo
por lo bajo estas palabras: estoy salvado.
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Ocurri que un da que paseaba por la calle, ca en que iba murmurando, no ya
por lo bajo, como acostumbraba, sino en voz alta, las consabidas palabras; mas por no
s qu mezcla de petulancia daba al concepto esta otra forma: estoy salvado, s,
estoy salvado; porque no soy tan tonto que vaya a delatarme a m mismo.
Apenas haba pronunciado estas palabras cuando sent que un fro glacial
penetraba en mi corazn. Yo conoca por propia experiencia estos arrebatos de
perversidad (cuya singular naturaleza he explicado con bastante dificultad) y
recordaba muy bien que nunca haba podido resistirme a sus victoriosos ataques.
Entonces una sugestin fortuita, nacida de m mismo, esto es, el pensar que yo podra
ser bastante necio para descubrir mi delito, apareci ante m como si fuera el espectro
del asesinado y me llamara a la muerte.
Intent al instante un esfuerzo para sacudir aquella pesadilla de mi alma, y
apresur el paso, ms deprisa, cada vez ms deprisa. Al fin, ech a correr; senta un
vehemente deseo de gritar con toda mi fuerza. Cada agitacin sucesiva de mi
pensamiento me abrumaba con un nuevo terror; porque, ay!, bien experimentado
tena, demasiado bien por desgracia, que en el estado en que me hallaba, pensar era
perderme. Aceler an ms el paso, hasta emprender una desenfrenada carrera por las
calles, que estaban atestadas de gente. Se alarm, al fin, el populacho y corri tras de
m. Yo entonces present la consumacin de mi destino; si me hubiera sido posible
arrancarme la lengua lo hubiera hecho; pero una voz ruda reson en mis odos, y una
mano ms ruda cay sobre mi hombro. Me volv y abr la boca para aspirar; sent en
un instante todas las angustias de la sofocacin; qued sordo y ciego y como ebrio, y
pens que algn demonio invisible me golpeaba la espalda con su aplastante mano. El
secreto, tanto tiempo guardado, se escap de mi pecho.
Aseguran que habl y me expres bien clara y distintamente, pero con demasiada
energa y precipitacin, como si tuviera el temor de ser interrumpido antes de
concluir aquellas breves, pero importantes palabras, que me entregaban al verdugo y
a la condenacin.
Despus de revelar todo lo preciso para que no quedase duda alguna de mi
crimen, ca aterrado y desvanecido.
Para qu decir ms? Hoy arrastro cadenas y me encuentro aqu! Maana estar
libre! Pero dnde?
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EL HOMBRE DE LA MULTITUD
Del mismo modo que ha podido decirse refirindose a cierto libro alemn: Es lsst
sich nich lesen, no se deja leer, existen secretos que estn fuera de la posibilidad de
ser revelados. Hay hombres que fallecen en el silencio de la noche, estremecindose
entre las manos de espectros que los torturan con slo sostener fija sobre ellos su
mirada; hombres que mueren con la desesperacin en el alma y un hierro candente en
la laringe, a consecuencia del horror de los misterios que no permiten que se les
descubra. Algunas veces la conciencia humana soporta un peso de tal enormidad que
slo encuentra remedio en el descanso de la tumba. As es como la esencia del crimen
queda con gran frecuencia en el misterio.
No ha mucho tiempo que, hacia el declinar de una tarde de otoo, me hallaba
sentado tras los cristales de la ventana de un caf de Londres. Estaba convaleciente de
una enfermedad que me haba retenido en el lecho algunos meses, y senta, con la
recuperacin de la salud, ese grato bienestar, que es anttesis de las nieblas del hasto;
experimentaba esas felices disposiciones, en que el espritu se expansiona,
traspasando su potencia ordinaria tan prodigiosamente como la razn potente y
sencilla de Leibniz se eleva sobre la vaga e indecisa retrica de Gorgias. Respirar con
libertad era para m un goce inefable, y de muchos asuntos verdaderamente penosos
sacaba mi fantasa sobreexcitada inmensos raudales de positivos placeres. Todos los
objetos me inspiraban una especie de inters reflexivo, pero fecundo en atractivas
curiosidades. Con un cigarro en la boca y un peridico en la mano, me haba distrado
largo rato despus de la comida; mirando luego los anuncios, observando despus los
grupos de la concurrencia que ocupaban el caf, y fijndome en las gentes que
transitaban por la calle, y que parecan sombras a travs de los cristales, empaados
por el ambiente exterior.
La calle era una de las arterias principales de la inmensa ciudad, y de las ms
concurridas por tanto. A la cada de la tarde, la concurrencia fue creciendo de un
modo extraordinario, y cuando fueron encendidos los faroles del alumbrado pblico,
dos corrientes de personas se encontraron, confundindose delante de mi vista en un
choque continuo. Jams me haba encontrado en situacin parecida o, por mejor
decir, nunca haba tenido conciencia de aquella situacin aunque hubiera pasado por
ella mil veces, y este tumultuoso ocano de humanas cabezas me produca una
deliciosa emocin de agradable novedad. Termin por no prestar atencin alguna a lo
que pasaba en el interior del hotel, embebindome en la contemplacin de la escena
que ofreca la espaciosa calle.
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Mis observaciones tomaron entonces un giro abstracto y generalizador,
considerando a los transentes como masas, y no fijndome ms que en sus
relaciones colectivas. Pronto, sin embargo, entr en detalles examinando con inters
minucioso la innumerable variedad de figuras, trazas, aires, maneras, rasgos y
accidentes.
La mayor parte de los que pasaban tenan un aspecto agradable y parecan
preocupados por serios asuntos, no pensando, al parecer, sino en abrirse camino a
travs de la muchedumbre. Fruncan las cejas y giraban los ojos con viveza, y cuando
los transentes los impelan, tropezando con ellos, lejos de dar muestras de
impaciencia, solan abotonarse la ropa para ofrecer menos blanco al frecuente choque
de importunos, distrados o rateros.
Otros, en su mayor nmero, denunciaban en sus movimientos cierta inquietud,
expresando su semblante una singular agitacin, hablando entre s con
gesticulaciones vivaces, y como si creyesen estar solos, por lo mismo que los rodeaba
aquel hirviente remolino de personas. Cuando se sentan detenidos en su camino,
cesaban en su monlogo; pero redoblaban sus gestos, aguardando, con sonrisa vaga y
forzada, el paso de las personas que les servan de obstculo. Cuando los empujaban,
saludaban maquinalmente a los que impedan su paso, pareciendo disculpar sus
distracciones en medio de aquel mare magnum.
En estas dos numerosas clases de hombres, aparte de lo que acabo de exponer, no
encontraba nada ms sobresaliente y caracterstico. Sus vestidos entraban en esa
clasificacin exactamente definida por el adjetivo decente. Parecan, sin duda alguna,
caballeros, negociantes, mercaderes, es decir, proveedores, traficantes, los euptridas
griegos, el comn del orden social; hombres acomodados, o acomodndose o
deseando acomodarse, activamente empleados en sus personales asuntos, conducidos
bajo su propia responsabilidad. stos no excitaban mi atencin de un modo particular.
La raza de los dependientes de comercio me present sus dos principales ramas.
Reconoc a los dependientes del comercio al por menor, de novedades y de artculos
de modas efmeras, a quienes la gente con malfica intencin denota con el vulgar
calificativo de horteras, jvenes lechuguinos presuntuosos en sus ademanes,
presumidos en su porte; bota de charol, rizada cabellera y aire de satisfaccin de su
emperejilada humanidad. A pesar de este prolijo cuidado, del aderezo y acicalamiento
de su engreda persona, toda la elegancia de esta parodia de la verdadera distincin
alcanza, cuando ms, al lmite en que un actor cmico puede afectar el augusto
decoro del papel regio que en el teatro representa.
En cuanto a la clase de empleados en casas de giro y banca, no es posible
confundirla. Se los reconoca en sus vestidos, de mayor solidez que lujo, en sus
corbatas y chalecos blancos, en su calzado de duracin, y en la severidad clsica de
su tipo. Casi todos sufran los efectos de una calvicie prematura, completa en
algunos, y la oreja derecha de estos trabajadores ciudadanos, acostumbrada de
ordinario al peso de la pluma, haba contrado una acentuada desviacin de la cabeza.
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Not que se quitaban y ponan el sombrero con ambas manos, y que aseguraban sus
relojes con cadenas cortas de oro, de un modelo pasado de moda y nada complicado
en su labor. stos afectaban respetabilidad, y no cabe afectacin ms digna, a falta de
respetabilidad verdadera y justificada.
Vi tambin buen nmero de esos individuos de brillante apariencia, reconociendo
a la primera ojeada que pertenecan a la familia de los rateros de alto bordo, de los
que estn invadidas todas las ciudades populosas. Estudi cuidadosamente esta
especie de la familia rapaz, y me extra que pudieran pasar por sujetos honrados aun
entre los sujetos honrados en realidad. La exageracin de sus apariencias, un excesivo
aire de franqueza habitual, son causas suficientes para denunciarlos a una inteligencia
medianamente ejercitada en el conocimiento de las personas y de las cosas, como hoy
se acostumbra decir.
Los jugadores de profesin, y no haba pocos en aquella barahnda de gente, se
descubran al primer golpe de vista, por ms que usaran los diferentes aspectos
exteriores, desde el charlatn jugador de manos, con su chaleco de terciopelo, su
corbata chillona, su gruesa cadena de latn dorado y sus botones de filigrana, hasta el
clerical, tan completamente asctico que se perda en la oscuridad de las sombras.
Todos, no obstante, se distinguan por su tez ajada y amarillenta, por cierta opacidad
vaporosa en su dilatada pupila, y lo exange de sus labios. Una observacin atenta
ofreca a la curiosidad otros dos signos an ms decisivos; el tono bajo y reservado de
su conversacin y la separacin chocante de su dedo pulgar hasta formar ngulo recto
con los otros dedos de la mano derecha. Con frecuencia, en compaa de tales
bribones he observado a ciertos hombres que se diferenciaban de ellos por sus
costumbres; pero me convenc pronto de que eran aves de idntica pluma. Se les
puede considerar como gentes que viven de una misma industria, formando, por
decirlo as, dos falanges, la civil y la militar; la primera maniobra con largos cabellos
y amable sonrisa; la segunda, con aire despejado y desplantes de perdonavidas.
Descendiendo gradualmente en la escala de la clase media, encontr temas de
meditacin ms profunda y ms sombra. Observ traficantes judos, con ojos de azor
hambriento, en oposicin con la abyecta humildad de sus plidos semblantes;
mendigos descarados y cnicos, que atropellaban a los pobres vergonzantes, a quienes
la desesperacin haba lanzado, en las sombras de la noche, a implorar la caridad de
sus convecinos; invlidos llenos de angustiosa fatiga, espectros ambulantes, sobre
quienes la muerte pareca cernirse como el guila sobre su presa, tropezando o
arrastrndose entre el bullicio, con los ojos en acecho, ansiosos de encontrar un rostro
benevolente que les prometa un consuelo fortuito; modestas jvenes que volvan de
un trabajo abrumador y de escaso producto, dirigindose hacia su triste hogar, bajo la
obsesin insultante, cuando no impdica, de los libertinos y de los antojadizos, a
cuyo directo contacto no podan sustraerse en aquella confusin.
Venan despus las mujeres pecadoras de todas clases y de toda edad; las de
incontestable hermosura, en todo el esplendor de sus ptimas primicias, haciendo
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recordar aquella estatua de Luciano cuyo exterior era de mrmol de Paros y llena de
inmundicia en el interior; la leprosa, cargada de harapos infectos, descarada y
repugnante; la veterana del vicio, rugosa, pintada, coloreada por el arrebol, llena de
joyas y haciendo un alarde imposible de ardor juvenil; la nia de formas indecisas,
pero hecha ya a la provocacin sensual por ensayos infames y lecciones
depravadoras, acosada por el imperioso deseo de ascender en la jerarqua de las
sacerdotisas del inmundo Prapo.
Surcaban el mar de la muchedumbre los borrachos en sus especialidades
indescriptibles; stos, destrozados, inmundos, desarticulados casi, con la fisonoma
embrutecida y vidriosa la mirada; aqullos, menos desharrapados, pero sucios,
caminando sin rumbo; rostros rojizos y granujientos; labios gruesos y sensuales: otros
vestidos con relativa elegancia, pero en un desorden que indica el furor de la bacanal;
otros que andaban con paso firme y elstico, pero cuyos semblantes cubra una mortal
palidez, cuyos ojos parecan inyectados en funesta combinacin por la sangre y la
bilis, y que en el reflujo de aquel oleaje humano tenan que asirse con mano
temblorosa a los objetos que encontraban a su alcance.
Por lo dems, no faltaban en aquel gento los pasteleros y droguistas ambulantes;
los repartidores de carbn y de lea; los tocadores de organillo y sus compaeros
inseparables que exhiben marmotas o hacen trabajar a los monos; los vendedores de
peridicos; los trovadores de vulgo y los saltimbanquis; artesanos y trabajadores,
aniquilados de fatiga despus de tantas horas de esclavitud y de faena, y, todo esto,
lleno de una actividad ruidosa y desordenada, que abrumaba el odo con sus
discordancias, ocasionando una sensacin dolorosa a la vista del observador
reflexivo.
Al paso que avanzaba la noche, creca el inters de la escena, cautivndome con
su extrao aspecto; porque no slo se alteraba el carcter general de la multitud, sino
que los resplandores del alumbrado, dbiles cuando luchaban con los ltimos reflejos
del da, parecan cobrar fuerza en la densidad de las sombras y arrojaban destellos
vivos y brillantes sobre los objetos situados dentro de su radio luminoso. En la misma
proporcin, los accidentes notables de aquella multitud, desvanecindose con la
retirada gradual de la parte sana de la poblacin, cedan su lugar en aquel torbellino
espumeante a los accidentes ms grotescos, que, en un relieve fantstico, acumulaban
en grupos vigorosos todas esas infamias que la noche evoca de sus tugurios y hace
salir de los profundos antros. Todo all era negro, aunque brillante, como ese lustroso
bano al que ha comparado la crtica el estilo peculiar de Tertuliano.
Los extraos efectos de aquella luz rojiza y vacilante me decidieron a examinar
los rostros de aquellos individuos, y aunque la rapidez vertiginosa con que aquel
mundo de la sombra giraba delante de la ventana me impidiera verificar a mi gusto el
examen, me pareci que, gracias a la singular disposicin moral en que estaba, poda
leer en brevsimo intervalo y de una ojeada fugaz la historia de largos aos en la
mayor parte de las fisonomas.
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Apoyada la frente en la ventana, y absorto enteramente en la contemplacin de la
multitud, se ofreci a mi vista de improviso una cara particular, la de un hombre
gastado y decrpito, de sesenta y cinco a setenta aos de edad, que desde luego llam
mi atencin merced a la absoluta idiosincrasia de su expresin.
Jams haba visto nada que se pareciese a aquel rostro ni del modo ms remoto.
Recuerdo perfectamente que mi primer pensamiento al descubrir esta cara fue que
Retzsch, al contemplarla como yo, la hubiese preferido a todas las figuras en las que
su genio diablico ha intentado representar al espritu de las tinieblas. Y como
procurase, bajo la impresin de aquel espectculo, establecer un anlisis del
sentimiento general que me inspiraba, sent inundarse confusamente mi alma por las
ideas de vasta inteligencia, codicia, circunspeccin, malicia, sangre fra, malignidad,
sed de sangre, astucia diablica, terrores y alborozos, pasiones ardientes y suprema
desesperacin.
Me reconoc dominado, seducido, cautivado, en fin, por aquel singular personaje.
Qu extraa historia dije entre m es la trazada en ese lvido y cadavrico
semblante!
Y entonces me invadi la tentacin irresistible de no perder de vista a aquel
hombre, con el vehemente afn de averiguar quin era y qu haca.
Me puse precipitadamente mi abrigo, me cal el sombrero hasta las cejas, y
empuando mi grueso bastn, me lanc a la calle, engolfndome atrevidamente en el
pilago de la multitud en busca de mi hombre, y march en la direccin que le haba
visto tomar, porque haba desaparecido. Con alguna dificultad logr encontrar sus
huellas; lo alcanc por fortuna, y me consagr a seguirlo; si bien con ciertas
precauciones, procurando que no notase mi propsito.
Consegu, al fin, examinar a mi gusto su persona. Era de pequea estatura,
delgado y dbil en apariencia. Sus vestidos estaban sucios y desgarrados; pero, al
pasar por el foco luminoso de los faroles, pude observar que su camisa, manchada y
rota, era fina y de hechura irreprochable, y si puedo dar crdito a mis fascinados ojos,
entre los pliegues de su capa, al embozarse una vez, percib los resplandores
sucesivos de un diamante en el ndice y un pual en la mano derecha. Estas
observaciones exaltaron mi curiosidad y me decid a seguir al desconocido por
dondequiera que encaminara sus inciertos y vacilantes pasos.
La noche haba cerrado por completo y una niebla espesa y hmeda envolva la
capital en su denso manto, resolvindose en una lluvia pesada y continua.
Esta variacin de tiempo produjo un efecto raro en la multitud, que, agitada por
un movimiento oscilatorio, busc refugio en la infinidad de paraguas, elevados sobre
las cabezas, como burbujas sobre la superficie de las aguas removidas. La
ondulacin, los codazos y los murmullos, se hicieron sentir ms en aquel precipitado
tumulto de transentes. Yo no me asust por la lluvia, porque an senta en la sangre
una efervescencia febril y la humedad me produjo un frescor voluptuoso. Me at en
torno del cuello un pauelo para evitar un catarro, y segu mi camino detrs del
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hombre al que espiaba.
En el transcurso de media hora, el viejo a quien segua con tenacidad se abri
paso con alguna dificultad, hasta cruzar la gran arteria, y yo procuraba no separarme
de su ruta, recelando perder su pista en aquel tumulto. Como no volva la cabeza,
cuidndose nicamente de avanzar, no pudo advertir mi tctica, y continu mi
espionaje con creciente ardor, retenido, no obstante, por la prudencia. Pronto se
desliz por una calle transversal, que, aunque llena de gente presurosa, no era tan
molesta para el trnsito como la principal que abandonaba, cansado de luchar contra
multiplicados obstculos. Aqu se verific un cambio evidente en mi hombre,
tomando un paso ms sosegado y casi podra decirse vacilante. Cruz en distintas
direcciones la travesa, formando fantsticos zigzags de una acera a otra, y entre los
que iban y los que venan tuve que someterme a surcar las aguas de mi perseguido,
por miedo de perder su estela al seguir un camino ms regular y directo. Era la calle
estrecha y larga, y aquel paseo de cerca de una hora me produjo gran cansancio,
viendo reducirse la multitud a la cantidad de gente que se nota por lo comn en
Broadway, cerca del parque, al medioda; tan grande es la diferencia entre la multitud
de Londres y la de la ciudad americana ms populosa.
Cuando llegamos al final de la calle, entramos en una plaza esplndidamente
iluminada por el gas y rebosando exuberante vida. El individuo recuper el primer
aspecto que tamo me haba chocado al verlo. Sumi la barba en el pecho y sus ojos
chispearon rutilantes bajo sus contradas cejas, al escudriar los objetos que le
rodeaban, pero sin mirar hacia atrs, por suerte ma. Apresur el paso; pero no
convulsivamente, sino con regularidad y en gradacin calculada, y no fue escasa mi
sorpresa al ver que, dando la vuelta a la plaza, volva atrs, empezando de nuevo su
estrambtico paseo como una tarea impuesta. Entonces me vi precisado a ejecutar
una serie de hbiles maniobras, para impedir que en uno de aquellos retrocesos
sbitos descubriese mi curioso espionaje.
En este extrao paseo empleamos una hora, mucho menos molestados por los
transentes que lo fuimos al entrar en la plaza; porque la lluvia iba en aumento,
arreciaba el viento, y el temporal retiraba la gente al amor de los hogares. Haciendo
un gesto de impaciencia, el hombre errante tom por una calle oscura y desierta
comparada con la que habamos dejado, y la recorri en toda su longitud con una
agilidad que nunca habra sospechado en un ser tan caduco; pero una agilidad que me
fatig extraordinariamente, en mi empeo de seguirlo de cerca. En pocos instantes
desembocamos en un vasto y concurridsimo bazar. El desconocido pareca estar al
corriente de todos los lugares, y all adopt nuevamente su marcha primitiva,
abrindose paso sin clase alguna de prisa ni de atropello, y sin llamar la atencin de
los que vendan y compraban en el espacioso establecimiento.
Pasamos hora y media recorriendo aquel recinto; teniendo que redoblar mis
precauciones a fin de evitar que se diera cuenta de la insistencia valerosa de mi
curiosidad, que me confunda materialmente con la sombra de su endeble cuerpo.
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Yo calzaba zapatos de caucho, que me permitan ir y venir sin producir ruido que
denunciara mis pasos. Mi hombre penetraba sucesivamente en todas las tiendas, sin
pedir nada, y sin preguntar por nadie, posando en las personas y en los efectos una
mirada fija, incoherente y sin brillo. Su conducta me extraaba sobremanera,
afirmndome en mi resolucin de no separarme de l sin haber conseguido satisfacer
por completo la curiosidad que me haca girar en su rbita como un satlite.
Un reloj de sonora campana dej or once vibraciones con rtmica solemnidad, y
sta fue la seal para que el bazar quedase vaco al poco rato. Uno de los tenderos, al
cerrar un muestrario, dio un empujn involuntario a mi hombre en el impulso
vigoroso de su faena, y el viejo, estremecindose a este contacto, rudo aunque
puramente casual, se precipit a la acera opuesta, y como espoleado por el terror se
introdujo con velocidad increble en una serie de callejuelas tortuosas y solitarias, a
cuyo trmino llegamos de nuevo a la calle principal de la que habamos partido juntos
y en la que estaba situado el caf en el que haba yo pasado la tarde tan distrado.
La calle no ofreca ya el mismo aspecto, y, aunque alumbrada por el gas, como
llova sin tregua, eran escasos los transentes, y los pocos que la atravesaban lo
hacan con marcada rapidez.
El incgnito palideci, continu andando tristemente por aquella avenida, antes
tan animada, y despus, exhalando un profundo suspiro, se encamin hacia el
Tmesis, y sigui un laberinto de vas oscuras y poco frecuentadas hasta llegar frente
a uno de los principales teatros de la capital. Era el instante preciso en que terminaba
el espectculo, y el pblico desembocaba en la calle por las diferentes puertas del
coliseo. Entonces vi a mi hombre abrir la boca para respirar con fuerza y mezclarse
en el bullicio como en su propio elemento, calmndose por grados la tristeza
profunda de su fisonoma. La barba volvi a caer sobre el pecho, apareciendo tal
como le haba observado la vez primera que fij en l mis ojos. Not que se
encaminaba hacia donde aflua con preferencia el pblico; pero, en suma, me era
imposible adivinar los mviles de su singular proceder.
Mientras avanzaba en su marcha, se diseminaba la gente, y al advertir esto, el
desconocido pareca invadido por una emocin afanosa y prdiga en incertidumbres.
Durante algunos instantes sigui muy de cerca a un grupo de diez o doce personas;
pero, poco a poco, y uno a uno, el nmero fue disminuyendo hasta reducirse a tres
individuos, que entablaron misteriosa conversacin a la entrada de una callejuela
estrecha, oscura y de difcil acceso. Mi hombre hizo una pausa, y estuvo algunos
momentos como sumido en vagas reflexiones, y luego, con una agitacin
marcadsima, se introdujo velozmente por un pasaje estrecho, que nos llev al
extremo de la ciudad y a regiones bien opuestas de las que hasta entonces habamos
recorrido.
Nos encontramos en el barrio ms infecto de Londres, en donde todo lleva
impresa la marca de la pobreza deplorable y del vicio sin arrepentimiento ni
redencin posible. Al accidental fulgor de un sucio reverbero, se distinguan las casas
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de madera, altas, antiguas, agrietadas, amenazando derrumbarse, y en tan
extravagantes direcciones que apenas se acertaba a orientarse por aquel confuso
laberinto. El pavimento estaba lleno de hoyos, y las piedras rodaban fuera de sus
huecos, sacadas de sus alvolos por el csped negruzco, signo de las vas desiertas. El
lodo ftido del arroyo impeda el libre curso de las aguas pluviales, que formaban
lagunas en los huecos del empedrado destruido. La suciedad del piso manchaba las
paredes con salpicaduras hediondas, y la atmsfera se impregnaba de los miasmas
deletreos de la desolacin.
Al avanzar por aquellos sombros lugares, los ruidos de la vida humana se
hicieron cada vez ms perceptibles, y al fin, numerosas bandadas de hombres, lo ms
infames entre el populacho de la capital, se presentaron a nuestra vista como
naturales figuras de aquel cuadro siniestro. El incgnito sinti de nuevo reanimarse su
decado espritu, como la luz de una lmpara prxima a extinguirse, que recibe el
aceite que necesita para el alimento de su combustin. Estir sus miembros y pareci
aspirar con el bro y el desenfado caractersticos de la juventud.
De repente, volvimos una esquina, y una luz de vivo resplandor, que nos
deslumbr por su contraste con la oscuridad de aquel sitio, nos permiti reconocer
uno de esos templos suburbanos de la intemperancia, en los que, como a moderno
Baal, sacrifican los hombres depravados al demonio de la ginebra.
Estaba amaneciendo, pero un grupo de inmundos borrachos se agolpaban a la
puerta de aquel antro de perdicin.
Ahogando un grito de alegra frentica, el viejo se abri paso lentamente por los
corrillos de bebedores y de repugnantes borrachos, y radiante la odiosa fisonoma
ante aquel espectculo de desdichas, fue y vino de un lado para otro por aquel trozo
de calle como si no le saciara aquel cuadro de degradacin y embrutecimiento. No
hubiese dado tregua a este convulsivo paseo a travs de aquellos miserables, si el
ruido de cerrar las puertas de aquella caverna maldita no indicara la hora de poner fin
al trfico de la noche en semejantes establecimientos. Lo que vi retratado en la
fisonoma de aquel ente excepcional a quien espiaba, sin experimentar cansancio en
tanta vuelta y revuelta, fue una emocin ms intensa an que la misma desesperacin.
No vacil, a pesar de esto en su carrera; antes bien, con loca energa volvi de
improviso, dirigindose con firme decisin al corazn de la populosa capital de Gran
Bretaa.
Corri impvido durante mucho tiempo, y yo siempre sobre su pista, como
atrado poderosamente por una fuerza mgica que centuplicaba las mas, resuelto a
todo trance a no perder ninguno de sus pasos, en esta indagacin que absorba en su
inters todas mis facultades, as morales como fsicas.
Brill el sol en un cielo despejado despus de una noche lluviosa, y una vez que
llegamos a la calle principal, en que estaba situado el caf de donde sal en
persecucin del diablico viejo, pude ver que la calle presentaba un aspecto de
actividad y continuo movimiento, anlogo al que se observaba en las primeras horas
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de la noche precedente, siendo aqul, al parecer, el flujo matutino del reflujo
nocturno, en el cuadro de mareas humanas del mar insondable y turbulento del
vecindario de Londres.
All, en medio de un tumulto creciente por momentos, persist con empeo
obstinado en pos del incgnito; pero este personaje sombro y fatal iba, pasaba y
repasaba por aquella inmensa calle, pareciendo entregado como frgil arista a los
remolinos de una tromba que girase sobre s misma con asombrosa rapidez.
As transcurri el da y ya se aproximaban las sombras de la noche; y sintindome
quebrantado por aquel trfago, que resenta con intolerables dolores hasta la mdula
de mis huesos, me detuve frente al hombre errante con aire de interpelacin insolente,
mirndole ceudo y decidido a formular dos agresivas preguntas:
Quin eres y qu haces?
Pero aquel ser incansable y fantstico me evit con un giro raudo, como el
arranque del vuelo del halcn, y lo vi mezclarse entre la multitud, como la gaviota
cuando roza con sus alas las crestas de las olas, en que la blanca espuma esmalta en
sus copos el azul del pilago que sirve de espejo a Dios. No pude, ni quise, seguir mis
infructuosas pesquisas, y entr a descansar de mi loca excursin en el caf, de donde
haba salido dispuesto a buscar la clave de un enigma social, sospechado por mi
arrebatada fantasa en aquel ente singular y repulsivo.
Este viejo dije para m es el genio del crimen tenebroso y profundo. Su
afn consiste en no permanecer solo, y por eso es el hombre voluntariamente perdido
en la multitud. En balde le hubiera seguido un da y otro para poseer su secreto o
conocer sus actos. El arcano es el sello de su destino. Un perverso corazn humano es
un libro mil veces ms infame y odioso que ese Hortulus animae, de Grniger, de
quien ha dicho Alemania su famoso Er lsst sichh nicht lesen. Quiz sea una de las
mayores misericordias del Ser Supremo que esas almas condenadas sean como aquel
libro inmundo, y por eso dispone que no se dejen leer.
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EL CORAZN DELATOR
Cranlo! Yo soy muy nervioso, excesivamente nervioso: siempre lo he sido. Pero,
por qu se empean ustedes en que estoy loco? La enfermedad ha dado mayor
agudeza a mis sentidos: no los ha destruido ni embotado. Entre todos sobresale, sin
embargo, el odo como superior en firmeza: yo he odo todas las cosas del cielo y de
la tierra y no pocas del infierno. Cmo, pues, he de estar loco? Escchenme y vean
con cunta alma y cordura relato a ustedes toda mi historia!
No puedo explicar cmo cruz por mi mente la idea por primera vez; pero desde
que la conceb, no ces de perseguirme noche y da. Puedo asegurar que era
independiente de mi voluntad. Yo quera al pobre viejo que no me haba hecho mal
alguno; jams me haba ofendido: yo no codiciaba su oro Ah! Esto s! Uno de sus
ojos pareca de buitre; un ojo de color azul apagado y con una catarata. Cada vez que
aquel ojo se fijaba en m, la sangre se me helaba; as fue como gradualmente se me
meti en la cabeza matar a aquel viejo, y de este modo librarme para siempre de
aquella insoportable mirada.
He aqu, pues, la dificultad. Me creen ustedes loco? Pues bien: los locos no
saben dar razn de nada; pero si me hubieran visto ustedes! Si hubieran observado
con qu sagacidad me conduje! Con qu precaucin y qu previsora y
disimuladamente ejecut todas las noches mi empresa! Nunca estuve tan amable con
el viejo como durante la semana que precedi al asesinato. Todas las noches, hacia
las doce, descorra el pestillo de su puerta y abra, oh, tan suavemente! Y cuando
haba entreabierto lo necesario para que cupiese mi cabeza, introduca una linterna
sorda, hermticamente cerrada, sin dejar que asomase un solo rayo de luz; despus
meta la cabeza, cmo se hubieran redo ustedes al ver cun diestramente meta la
cabeza! La mova lentamente, muy lentamente, para no interrumpir el sueo del
viejo. Una hora sola emplear, por lo menos, en introducir la cabeza por la abertura,
hasta ver al viejo acostado en su cama. Un loco podra haber sido, acaso, tan
prudente? Y cuando haba metido toda la cabeza, abra ya la linterna con precaucin,
oh, con qu precaucin, porque rechinaba el gozne! Abra estrictamente lo necesario
para que un rayo imperceptible de luz cayese sobre el ojo de buitre. Hice esto durante
siete interminables noches, a las doce en punto; mas como siempre encontrase el ojo
cerrado, no pude realizar mi propsito; porque no era el viejo mi constante pesadilla,
sino su maldito ojo. Cada maana, no bien amaneca, entraba yo resueltamente en su
cuarto y le hablaba con desparpajo, llamndolo cariosamente por su nombre, e
informndome de cmo haba pasado la noche. Muy sagaz haba de ser el viejo para
que pudiera presumir que cada noche, a medianoche, lo espiaba durante el sueo.
A la octava noche extrem las precauciones para abrir la puerta. El horario de un
reloj marcha con mayor velocidad que la de mi mano al moverse. Hasta aquella
noche no haba yo experimentado todo el alcance de mis facultades y de mi
sagacidad. Apenas poda contener sin exteriorizarlo el gozo que me causa el triunfo.
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Pensar que estaba abriendo poco a poco la puerta, y que l no soaba siquiera mis
propsitos! Esta idea me arranc una ligera exclamacin de jbilo que l oy sin
duda, porque se revolvi de pronto en la cama, como si despertase. Creern ustedes,
quiz, que me retir? Pues no! La habitacin estaba tan negra como la pez, segn
eran de espesas las tinieblas, porque las ventanas estaban hermticamente cerradas
por temor a los ladrones. As, pues, en la seguridad de que l no podra ver la abertura
de la puerta, continu abrindola ms y ms.
Ya haba introducido la cabeza y comenzaba a abrir la linterna, cuando ocurri
que mi pulgar resbal sobre el cierre de hojalata, y el viejo se incorpor en la cama,
gritando.
Quin est ah?
Permanec completamente inmvil y sin articular un slaba. Por espacio de una
hora no mov ni un msculo, y aunque prest odo, no pude or que se volviera a
acostar. Permaneca incorporado y en acecho lo mismo que yo haba hecho noches
enteras escuchando las pisadas de las araas en la pared.
De pronto o un dbil gemido y supe que su origen era un terror mortal: no era un
gemido de dolor o de disgusto, oh, no! Era el ruido sordo y ahogado de un alma
sobrecogida de espanto. Este ruido me era familiar; bastantes noches, a la
medianoche en punto, mientras el mundo entero dorma, se haba escapado de mi
propio pecho, aumentando con su terrible eco los terrores que me asaltaban. Digo,
pues, que me era bien conocido aquel ruido. Yo saba lo que el viejo estaba sufriendo,
y tena compasin de l, aunque mi corazn estaba alegre. Saba que estaba despierto
desde que, al or el primer ruido, se haba incorporado en su lecho, y que haba
tratado de convencerse de que su terror no tena fundamento, pero no lo haba
logrado. Se haba dicho a s mismo: Es el viento que suena en la chimenea, o un
ratn que corre por el entarimado! S, haba querido recobrar el valor con semejante
suposicin, pero en vano; en vano, porque la muerte que se aproximaba haba pasado
por delante de l, envolviendo a su vctima con su fatdica sombra. La influencia de
aquella sombra fnebre era la que le haca adivinar, aunque nada haba visto ni odo,
la presencia de mi cabeza en su habitacin.
Esper bastante tiempo, y con gran paciencia, sin or que volviera a acostarse, y
me decid entonces a entreabrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco, que no
poda ser menos. La abr, pues, tan suavemente, con tanta precaucin que sera
imposible imaginarlo, hasta que al fin un rayo de luz, plido y tenue como un hilo de
araa, penetr por la abertura y fue a dar en el ojo de buitre.
Estaba abierto, completamente abierto; yo apenas lo mir; la clera me ceg. Lo
vi clara y distintamente por entero, de un azul desvanecido, y velado por una tela
horrible que me hel hasta la mdula de los huesos; mas no me fue posible ver ni la
cara ni el cuerpo del viejo, pues haba dirigido la luz, como por instinto, precisamente
al lugar aborrecido.
Empero: no dije a ustedes que lo que toman por locura no es sino un
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refinamiento de los sentidos? Pues bien, he aqu que o un ruido sordo, apagado y
frecuente, parecido al que hara un reloj envuelto en algodn, y lo reconoc sin
dificultad: era el latido del corazn del viejo. Al escucharlo creci mi furor, como el
valor del soldado se aumenta con el redoble de los tambores.
Me contuve, sin embargo, y permanec inmvil y respirando apenas. Procur
sostener fija la linterna y el rayo de luz en direccin al ojo. Al mismo tiempo, el latir
infernal del corazn era cada vez ms fuerte y ms precipitado y, sobre todo, ms
sonoro. El terror del viejo deba ser inmenso: Estos latidos dije yo para m son
cada momento ms fuertes. Me entienden bien? Ya les he dicho que soy nervioso:
por lo tanto, aquel ruido tan extrao, en mitad de la noche y del medroso silencio que
reinaba en aquella vieja casa, me produca un temor irresistible. An pude, sin
embargo, contenerme durante algunos minutos; pero los latidos iban siendo cada vez
ms fuertes. Pensaba que el corazn iba a estallar, y he aqu que una nueva angustia
se apoder de m: aquel ruido poda ser odo por algn vecino. La hora suprema del
viejo haba llegado. Di un alarido, abr de pronto la linterna y me arroj sobre l. El
viejo no profiri un solo grito. En un instante, lo ech sobre el entarimado y cargu
sobre su cuerpo todo el peso aplastador de la cama. Entonces sonre satisfecho al ver
tan adelantada mi obra. Durante algunos minutos sigui an latiendo el corazn con
un sonido apagado; pero esto ya no me atorment como antes, porque el ruido no
poda orse a travs del muro. Por fin, ces el ruido: el viejo haba expirado. Levant
la cama y examin el cuerpo: estaba rgido e inerte. Le puse la mano sobre el corazn
y la mantuve as durante muchos minutos: ningn latido: estaba rgido e inerte. El ojo
maldito no poda atormentarme ms.
Si persisten en creerme loco, tal creencia se desvanecer cuando diga los
ingeniosos medios que emple para esconder el cadver. La noche avanzaba, y yo
trabajaba de prisa y silenciosamente. Primero le cort la cabeza, despus los brazos, y
por ltimo las piernas. Luego separ tres tablas del entarimado y ocult debajo
aquellos restos, volviendo a colocar las tablas tan hbil y diestramente que ningn ojo
humano ni el suyo! hubiera podido descubrir ningn indicio sospechoso. No
haba nada delatador: ni una mancha, ni un rastro de sangre: haba tomado todo
gnero de precauciones y haba puesto una cubeta para que recibiera toda la sangre.
Terminaba esta tarea cuando sonaron las cuatro; todo estaba tan oscuro como a
medianoche. No se haba an extinguido el eco de las campanadas cuando sent que
llamaban a la puerta de la calle. Baj a abrir con el corazn tranquilo, porque, qu
tena yo que temer? Entraron tres hombres que se me presentaron como agentes de
polica. Un vecino haba odo un grito durante la noche, y, en previsin de alguna
desgracia, lo haba puesto en conocimiento de la oficina de polica, la cual envi a
aquellos seores para reconocer el lugar de donde haba salido el grito.
Yo me sonre, porque, qu tena que temer? Salud a los agentes y les dije que el
grito lo haba dado yo en sueos. El viejo aad est de viaje. Conduje a mis
visitantes por toda la casa, y les invit a que lo registrasen minuciosamente todo. Por
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ltimo, los llev a su habitacin y les ense sus tesoros en perfecto orden y
seguridad. Era tan completa mi confianza que llev sillas a la habitacin y supliqu a
los agentes que se sentaran, mientras que yo, con la audacia de mi triunfo, coloqu mi
propio asiento sobre el lugar donde estaba escondido el cuerpo de la vctima.
Los policas estaban satisfechos: mi tranquilidad haba desvanecido toda
sospecha. Yo me senta por completo sereno. Se sentaron, pues, y conversamos
familiarmente. Mas, al cabo de un corto tiempo, me sent palidecer y empec a desear
que se marcharan. Experiment un fuerte dolor de cabeza y me pareca que me
zumbaban los odos; pero los agentes permanecan sentados y hablando. El zumbido
comenz a ser ms perceptible, y poco despus ms claro an; yo anim entonces la
conversacin y habl cuanto pude para destruir aquella tenaz sensacin; el ruido
continu, sin embargo, hasta ser tan claro y distinto que comprenda que no parta de
mis odos.
Sin duda, deb entonces palidecer; pero segu hablando con mayor rapidez,
alzando ms la voz. El ruido segua, no obstante, en aumento, y qu poda yo hacer?
Era un ruido sordo, apagado, frecuente, parecido al que hara un reloj envuelto en
algodn. Yo respiraba apenas: los agentes no oan nada todava. Precipit an ms las
conversaciones y habl con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.
Me levant y disput sobre futilezas en alta voz y gesticulando como un energmeno;
pero el ruido creca, siendo cada vez mayor. Por qu no se iba? Recorr el
entarimado con grandes y ruidosos pasos, como exasperado por las objeciones que
los agentes me hacan; pero el ruido creca, creca por grados. Oh, Dios! Qu poda
yo hacer? Rabi, pate y jur, arrastr mi silla y golpe con ella el entarimado; pero el
ruido lo dominaba todo y creca indefinidamente. Ms fuerte, ms fuerte an!
Siempre ms fuerte! Y los agentes continuaban hablando, y sonriendo. Era posible
que no oyeran? Dios todopoderoso, no, no! Seguramente lo oan! Conocedores de
todo, se burlaban de mi espanto! As lo cre entonces y todava lo creo. Cualquier
cosa hubiera sido ms soportable que esa burla. No poda tolerar por ms tiempo
aquellas hipcritas sonrisas, y, entre tanto, el ruido, lo oyen?, escuchen, ms alto,
ms alto! Siempre ms alto, siempre ms alto!
Miserables! grit. No finjan ustedes ms, yo lo confieso! Arranquen
esas tablas! Ah est, ah est! Es el latido de su horrible corazn!
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EL GATO NEGRO
No espero ni remotamente que se conceda el menor crdito a la extraa, aunque
familiar historia que voy a relatar. Sera verdaderamente insensato esperarlo cuando
mis mismos sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y
ciertamente no sueo. Pero, por si muero maana, quiero aliviar hoy mi alma. Me
propongo presentar ante el mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie
de sencillos sucesos domsticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han
torturado, me han anonadado. Con todo, slo tratar de aclararlos. A m slo horror
me han causado, a muchas personas parecern tal vez menos terribles que
estrambticos. Quiz ms tarde surja una inteligencia que d a mi visin una forma
regular y tangible; una inteligencia ms serena, ms lgica, y, sobre todo, menos
excitable que la ma, que no encuentre en las circunstancias que relato con horror ms
que una sucesin de causas y de efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis caractersticas durante mi niez. Mi
ternura de corazn era tan extremada que atrajo sobre m las burlas de mis camaradas.
Senta extraordinaria aficin por los animales, y mis parientes me haban permitido
poseer una gran variedad de ellos. Pasaba en su compaa casi todo el tiempo y jams
me senta ms feliz que cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de
mi carcter aument con los aos, y cuando llegu a ser un hombre, vino a constituir
uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un perro fiel e
inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces que esto
puede proporcionar. Hay en el desinteresado amor de un animal, en su abnegacin,
algo que va derecho al corazn de quien ha tenido frecuentes ocasiones de
experimentar la falsa amistad y la frgil fidelidad del hombre.
Me cas joven, y tuve la suerte de encontrar en mi esposa una disposicin
semejante a la ma. Observando mi inclinacin hacia los animales domsticos, no
perdon ocasin alguna de proporcionarme los de las especies ms agradables.
Tenamos pjaros, un pez dorado, un perro hermossimo, conejos, un pequeo mono
y un gato.
Este ltimo animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y de una
sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era
bastante supersticiosa, haca frecuentes alusiones a la antigua creencia popular, que
vea brujas disfrazadas en todos los gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase
esta preocupacin muy en serio, y si lo menciono es sencillamente porque me viene a
la memoria en este momento.
Plutn, ste era el nombre del gato, era mi favorito, mi camarada. Yo le daba de
comer y l me segua por la casa adondequiera que iba. Esto me tena tan sin cuidado
que llegu a permitirle que me acompaase por las calles.
Nuestra amistad subsisti as muchos aos, durante los cuales mi carcter, por
obra del demonio de la intemperancia, aunque me avergence de confesarlo, sufri
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una alteracin radical. Me hice de da en da ms taciturno, ms irritable, ms
indiferente a los sentimientos ajenos. Llegu a emplear un lenguaje brutal con mi
mujer. Ms tarde, hasta la injuri con violencias personales. Mis pobres favoritos,
naturalmente, sufrieron tambin el cambio de mi carcter. No solamente los
abandonaba, sino que llegu a maltratarlos.
El afecto que a Plutn todava conservaba me impeda pegarle, as como no tena
escrpulo en maltratar a los conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por
cario se atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invada cada vez ms, porque
el mal es comparable al alcohol, y, con el tiempo, hasta el mismo Plutn, que
mientras tanto envejeca y naturalmente se iba haciendo un poco desapacible, empez
a conocer los efectos de mi carcter malvado.
Una noche que entr en casa completamente borracho, me pareci que el gato
evitaba mi vista. Lo agarr, pero, espantado de mi violencia, me hizo en una mano
con sus dientes una herida muy leve. Mi alma anterior pareci que abandonaba mi
cuerpo, y una rabia diablica, saturada de ginebra, penetr en cada fibra de mi ser.
Saqu del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abr, agarr al pobre animal por la
garganta y deliberadamente le hice saltar un ojo de su rbita. Me avergenzo, me
consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Por la maana, al recuperar la razn, cuando se hubieron disipado los vapores de
mi crpula nocturna, experiment una sensacin mitad horror, mitad remordimiento,
por el crimen que haba cometido; pero fue slo un dbil e inestable pensamiento, y
el alma no sufri las heridas. Persist en mis excesos, y bien pronto ahogu en vino
todo recuerdo de mi criminal accin.
El gato san lentamente. La rbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un
aspecto horroroso, pero en adelante no pareci sufrir. Iba y vena por la casa, segn
su costumbre; pero hua de m con indecible horror. An me quedaba lo bastante de
mi benevolencia anterior para sentirme afligido por esta antipata evidente de parte de
un ser que tanto me haba amado. Pero a este sentimiento bien pronto sucedi la
irritacin. Y entonces se desarroll en m, para mi postrera e irrevocable cada, el
espritu de la PERVERSIDAD, del que la filosofa no hace mencin. Con todo, tan
seguro como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los primitivos
impulsos del corazn humano; una de las facultades o sentimientos elementales que
dan la direccin al carcter del hombre. Quin no se ha sorprendido cien veces
cometiendo una accin sucia o vil, por la sola razn de saber que no la deba
cometer? No tenemos una perpetua inclinacin, no obstante la excelencia de nuestro
juicio, a violar lo que es ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este
espritu de perversidad, repito, caus mi ruina completa. El deseo ardiente,
insondable del alma de atormentarse a s misma, de violentar su propia naturaleza, de
hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el suplicio a que haba
condenado al inofensivo animal. Una maana, con total sangre fra, le puse un nudo
corredizo alrededor del cuello y lo colgu de una rama de un rbol; lo ahorqu con
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los ojos arrasados en lgrimas, experimentando el ms amargo remordimiento en el
corazn; lo ahorqu porque me constaba que me haba amado y porque senta que no
me hubiese dado ningn motivo de clera; lo ahorqu porque saba que hacindolo
as cometa un pecado, un pecado mortal que comprometa mi alma inmortal, al punto
de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la misericordia infinita del Dios
misericordioso y terrible.
En la noche que sigui al da en que fue ejecutada esta cruel accin, fui
despertado a los gritos de fuego!. Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en
llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad escapamos del incendio mi
mujer, un criado y yo. La destruccin fue completa. Se aniquil toda mi fortuna, y
entonces me entregu a la desesperacin.
No trato de establecer una relacin de la causa con el efecto, entre la atrocidad y
el desastre; estoy muy por encima de esta debilidad. Slo doy cuenta de una cadena
de hechos, y no quiero que falte ningn eslabn. El da siguiente al incendio visit las
ruinas. Los muros se haban desplomado, exceptuando uno solo, y esta nica
excepcin fue un tabique interior poco slido, situado casi en la mitad de la casa, y
contra el cual se apoyaba la cabecera de mi lecho. Dicha pared haba escapado en
gran parte a la accin del fuego, cosa que yo atribu a que haba sido recientemente
renovada. En torno de este muro se agrupaba una multitud de gente, y muchas
personas parecan examinar algo muy particular con minuciosa y viva atencin. Las
palabras extrao!, singular! y otras expresiones semejantes excitaron mi
curiosidad. Me aproxim y vi, a manera de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca
superficie, la figura de un gato gigantesco. La imagen estaba estampada con una
exactitud verdaderamente maravillosa. Haba una cuerda alrededor del cuello del
animal.
Al momento de ver esta aparicin, pues como a tal, en semejante circunstancia,
no poda por menos de considerarla, mi asombro y mi temor fueron extraordinarios.
Pero, al fin, la reflexin vino en mi ayuda. Record entonces que el gato haba sido
ahorcado en un jardn contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardn habra sido
inmediatamente invadido por la multitud y el animal debi haber sido descolgado del
rbol por alguno y arrojado en mi cuarto a travs de una ventana abierta. Esto,
seguramente, haba sido hecho con el fin de despertarme. La cada de los otros muros
haba aplastado a la vctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido; la cal
de este muro, combinada con las llamas y el amonaco desprendido del cadver,
habran formado la imagen, tal como yo la vea.
Merced a este artificio logr satisfacer muy pronto a mi razn, mas no pude
hacerlo tan rpidamente con mi conciencia, porque el suceso sorprendente que acabo
de relatar, se grab en mi imaginacin de una manera profunda. Hasta pasados
muchos meses no pude desembarazarme del espectro del gato, y durante este perodo
envolvi mi alma un semisentimiento, muy semejante al remordimiento. Llegu hasta
llorar la prdida del animal y a buscar en torno mo, en los tugurios miserables que
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tanto frecuentaba habitualmente, otro favorito de la misma especie y de una figura
parecida que lo reemplazara.
Ocurri que una noche en que me hallaba sentado, medio aturdido, en una taberna
ms que infame, fue repentinamente solicitada mi atencin hacia un objeto negro que
reposaba en lo alto de uno de esos inmensos toneles de ginebra o ron que componan
el principal ajuar de la sala. Haca algunos momentos que miraba a lo alto de aquel
tonel, y lo que me sorprenda era no haber notado antes el objeto colocado encima.
Me aproxim, tocndolo con la mano. Era un enorme gato, tan grande por lo menos
como Plutn, e igual a l en todo, menos en una cosa. Plutn no tena ni un pelo
blanco en todo el cuerpo, mientras que ste tena una salpicadura larga y blanca, de
forma indecisa, que le cubra casi toda la regin del pecho.
No bien lo hube acariciado, cuando se levant sbitamente, prorrumpi un
continuado ronquido, se frot contra mi mano y pareci muy contento de mi atencin.
Era, pues, el verdadero animal que yo buscaba. Al momento propuse al dueo de la
taberna comprarlo, pero ste no se dio por enterado; yo no le conoca ni le haba visto
nunca antes de aquel momento.
Continu acaricindolo y, cuando me preparaba a regresar a mi casa, el animal se
mostr dispuesto a acompaarme. Le permit que lo hiciera, agachndome de vez en
cuando para acariciarlo durante el camino. Cuando estuvo en mi casa, se encontr
como en la suya, y se hizo en seguida gran amigo de mi mujer.
Por mi parte, bien pronto sent nacer antipata contra l. Era casualmente lo
contrario de lo que yo haba esperado; no s cmo ni por qu sucedi esto: su
empalagosa ternura me disgustaba, fatigndome casi. Poco a poco, estos sentimientos
de disgusto y fastidio se convirtieron en odio. Esquivaba su presencia; pero una
especie de sensacin de bochorno y el recuerdo de mi primer acto de crueldad me
impidieron maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de golpearlo con
violencia; llegu a tomarle un indecible horror, y a huir silenciosamente de su odiosa
presencia como de la peste.
Seguramente lo que aument mi odio contra el animal fue el descubrimiento que
hice a la maana siguiente de haberlo trado a casa: lo mismo que Plutn, l tambin
haba sido privado de uno de sus ojos. Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase
ms cario, pues, como ya he dicho, ella posea en alto grado esta ternura de
sentimientos que haba sido mi rasgo caracterstico y el manantial frecuente de mis
ms sencillos y puros placeres.
No obstante, el cario del gato hacia m pareca acrecentarse en razn directa a mi
aversin contra l. Con implacable tenacidad, que no podr explicarse el lector,
segua mis pasos. Cada vez que me sentaba, acurrucbase bajo mi silla o saltaba
sobre mis rodillas, cubrindome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba para
andar, se meta entre mis piernas y casi me haca caer al suelo, o bien introduciendo
sus largas y afiladas garras en mis vestidos, trepaba hasta mi pecho. En tales
momentos, aunque hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me contena en parte
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por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente, debo confesarlo, por el
terror que me causaba el animal.
Este terror no era de ningn modo el espanto que produce la perspectiva de un
mal fsico, pero me sera muy difcil denominarlo de otro modo. Lo confieso
abochornado. S; aun en este lugar de criminales, casi me avergenzo al afirmar que
el miedo y el horror que me inspiraba el animal haban aumentado por una de las
mayores fantasas que es posible concebir. Mi mujer me haba hecho notar ms de
una vez el carcter de la mancha blanca de que he hablado y en la que estribaba la
nica diferencia aparente entre el nuevo animal y el matado por m. Seguramente
recordar el lector que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida
en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles que mi razn se esforz
largo tiempo en considerar como imaginarios, haba llegado a adquirir una rigurosa
precisin en sus contornos. Presentaba la forma de un objeto que me estremezco slo
al nombrarlo: y esto era lo que sobre todo me haca mirar al monstruo con horror y
repugnancia, y me habra impulsado a librarme de l, si me hubiera atrevido: la
imagen de una cosa horrible y siniestra, la imagen de LA HORCA. Oh lgubre y
terrible aparato, instrumento del horror y del crimen, de la agona y de la muerte!
Y heme aqu convertido en un miserable, ms all de la miseria de la humanidad.
Un animal inmundo, cuyo hermano yo haba destruido con desprecio, una bestia
bruta creando para m para m, hombre formado a imagen del Altsimo, un tan
grande e intolerable infortunio. Desde entonces no volv a disfrutar de reposo, ni de
da ni de noche! Durante el da el animal no me dejaba ni un momento, y por la
noche, a cada instante, cuando despertaba de mi sueo, lleno de angustia
inexplicable, senta el tibio aliento de la alimaa sobre mi rostro, y su enorme peso,
encarnacin de una pesadilla que no poda sacudir, posado eternamente sobre mi
corazn.
Tales tormentos influyeron lo bastante para que lo poco de bueno que quedaba en
m desapareciera. Vinieron a ser mis ntimas preocupaciones los ms sombros y
malvados pensamientos. La tristeza de mi carcter habitual se acrecent hasta odiar
todas las cosas y a toda la humanidad; y, no obstante, mi mujer no se quejaba nunca,
ay!, ella era de ordinario el blanco de mis iras, la ms paciente vctima de mis
repentinas, frecuentes e indomables explosiones de una clera a la cual me
abandonaba ciegamente.
Ocurri que un da que me acompaaba, para un quehacer domstico, al stano
del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el gato me segua por
la pendiente escalera, y, en ese momento, me exasper hasta la demencia. Enarbol el
hacha, y, olvidando en mi furor el temor pueril que hasta entonces contuviera mi
mano, asest al animal un golpe que habra sido mortal si le hubiese alcanzado como
deseaba; pero el golpe fue evitado por la mano de mi mujer. Su intervencin me
produjo una rabia ms que diablica; desembarac mi brazo del obstculo y le hund
el hacha en el crneo. Y sucumbi instantneamente, sin exhalar un solo gemido mi
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desdichada mujer.
Consumado este horrible asesinato, trat de esconder el cuerpo. Juzgu que no
poda hacerlo desaparecer de la casa, ni de da ni de noche, sin correr el riesgo de ser
observado por los vecinos. Numerosos proyectos cruzaron por mi mente. Pens
primero en dividir el cadver en pequeos trozos y destruirlos por medio del fuego.
Discurr luego cavar una fosa en el suelo del stano. Pens ms tarde arrojarlo al
pozo del patio: despus meterlo en un cajn, como mercanca, en la forma
acostumbrada, y encargar a un mandadero, que lo llevase fuera de la casa.
Finalmente, me detuve ante una idea que consider la mejor de todas. Resolv
emparedarlo en el stano, como se dice que los monjes de la Edad Media
emparedaban sus vctimas.
En efecto, el stano pareca muy adecuado para semejante operacin. Los muros
estaban construidos muy a la ligera, y recientemente haban sido cubiertos, en toda su
extensin, de una capa de mezcla que la humedad haba impedido que se endureciese.
Por otra parte, en una de las paredes haba un hueco, que era una falsa chimenea, o
especie de hogar, que haba sido enjalbegado como el resto del stano. Supuse que
me sera fcil quitar los ladrillos de este sitio, introducir el cuerpo y colocarlos de
nuevo de manera que ningn ojo humano pudiera sospechar lo que all se ocultaba.
No sali fallado mi clculo. Con ayuda de una palanqueta, quit con bastante
facilidad los ladrillos, y habiendo colocado cuidadosamente el cuerpo contra el muro
interior, lo sostuve en esta posicin hasta que hube reconstruido, sin gran trabajo,
toda la obra de fbrica. Habiendo adquirido cal y arena con todas las precauciones
imaginables, prepar un revoque que no se diferenciaba del antiguo y cubr con l
escrupulosamente el nuevo tabique. El muro no presentaba la ms ligera seal de
renovacin. Hice desaparecer los escombros con el ms prolijo esmero y expurgu el
suelo, por decirlo as. Mir triunfalmente en torno mo, y me dije: Aqu, a lo menos,
mi trabajo no ha sido perdido.
Lo primero que acudi a mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan gran
desgracia, pues, al fin, haba resuelto darle muerte. De haberle encontrado en aquel
momento, su destino estaba decidido; pero, alarmado el sagaz animal por la violencia
de mi reciente accin, no osaba presentarse ante m en mi actual estado de nimo.
Sera tarea imposible describir o imaginar la profunda, la feliz sensacin de consuelo
que la ausencia del detestable animal produjo en mi corazn. No apareci en toda la
noche, y por primera vez desde su entrada en mi casa, logr dormir con un sueo
profundo y sosegado: s, dorm como un patriarca, no obstante tener el peso del
crimen sobre el alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer da, sin que volviera mi verdugo. De nuevo
respir como hombre libre. El monstruo, en su terror, haba abandonado para siempre
aquellos lugares. Me pareca que no lo volvera a ver. Mi dicha era inmensa. El
remordimiento de mi tenebrosa accin no me inquietaba mucho. Se practicaron
algunas averiguaciones, a las que no me cost demasiado responder. Incluso se hizo
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una pesquisa en la casa, sin el menor resultado. Mi tranquilidad futura estaba
asegurada.
Haban pasado cuatro das desde el asesinato, cuando un montn de agentes de
polica se presentaron inopinadamente en casa, y se procedi de nuevo a una prolija
investigacin. Como tena plena confianza en la impenetrabilidad del escondrijo, no
experiment zozobra. Los funcionarios me obligaron a acompaarlos en el registro,
que fue minucioso en extremo. Por ltimo, y por tercera o cuarta vez, descendieron al
stano. Mi corazn lata regularmente, como el de un hombre que confa en su
inocencia. Recorr de uno a otro extremo el stano, cruc los brazos sobre el pecho y
me pase afectando tranquilidad de un lado para otro. La justicia estaba plenamente
satisfecha, y se preparaba a marchar. Era tanta la alegra de mi corazn que no poda
contenerla. Me abrasaba el deseo de decir algo, aunque no fuese ms que una palabra
en seal de triunfo, y hacer indubitable la conviccin acerca de mi inocencia.
Seores dije al fin, cuando la gente suba la escalera, estoy satisfecho por
haber desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos buena salud y un poco ms de
cortesa. Y de paso caballeros, vean aqu, una casa singularmente bien construida (en
mi ardiente deseo de decir alguna cosa, apenas saba lo que hablaba). Yo puedo
asegurar que sta es una casa admirablemente hecha. Estos muros Van a
marcharse, seores? Estas paredes estn fabricadas slidamente.
Y entonces, con una audacia frentica, golpe fuertemente con el bastn que tena
en la mano precisamente sobre la pared del tabique detrs del cual estaba el cadver
de la esposa de mi corazn.
Ah, que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio! No se
haba extinguido an el eco de mis golpes, cuando una voz surgi del fondo de la
tumba: un quejido primero, dbil y entrecortado como el sollozo de un nio, que
aument despus de intensidad hasta convertirse en un grito prolongado, sonoro y
continuo, anormal y antihumano, un aullido, un alarido a la vez de espanto y de
triunfo, como slo puede salir del infierno, como horrible armona que brotase a la
vez de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios
regocijndose en sus padecimientos.
Relatar mi estupor sera insensato. Sent agotarse mis fuerzas y ca
tambalendome contra la pared opuesta. Durante un instante, los agentes, que estaban
ya en la escalera, quedaron paralizados por el terror. Un momento despus, una
docena de brazos vigorosos caan demoledores sobre el muro, que vino a tierra en
seguida. El cadver, ya bastante descompuesto y cubierto de sangre cuajada, apareci
rgido ante la vista de los espectadores.
Encima de su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y el ojo nico despidiendo
fuego, estaba subida la abominable bestia, cuya malicia me haba inducido al
asesinato, y cuya voz acusadora me haba entregado al verdugo
Al tiempo mismo de esconder a mi desgraciada vctima, haba emparedado al
monstruo en la tumba.
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WILLIAM WILSON
Qu dir? Qu dir esta conciencia horrible, este espectro
que marcha en mi camino?
(CHAMBERLAYNE Pharronida)
Same lcito arrogarme el nombre de William Wilson, porque el blanco papel que
tengo delante no debe mancharse con el mo verdadero. Mi nombre ha sido siempre
un objeto de vergenza y de horror, una deshonra para mi familia. Es que los vientos
indignados no han esparcido hasta las ms apartadas regiones del globo su infamia
incomparable? Oh t, el ms abandonado de todos los proscritos! No has dejado de
existir nunca para este mundo, para esos honores, para esas flores, para esas adoradas
aspiraciones? Y una espesa nube, lgubre e ilimitada, no se ha interpuesto
eternamente entre tus esperanzas y el Cielo?
No querra, aun cuando pudiese, encerrar hoy en estas pginas el recuerdo de mis
primeros aos de inefable miseria y de irremisible crimen. Este perodo lejano de mi
vida ha llegado repentinamente a una altura de infamia cuyo origen deseo determinar.
ste es, por el momento, mi solo fin. Los hombres, en general, suelen ser viles
gradualmente. Pero en m toda virtud se desprendi en un minuto, de un solo golpe,
como una capa. De una perversidad relativamente comn, he pasado, mediante un
salto de gigante, a las enormidades ms espantosas. Permtaseme referir a vuelapluma
qu lance, qu nico accidente ha atrado sobre m esta maldicin. La muerte se
aproxima, y la sombra que la precede ha arrojado una influencia tranquilizadora sobre
mi corazn. Suspiro, pasando a travs del sombro valle de la simpata, iba a decir de
la compasin, de mis semejantes. Querra convencerles de que he sido hasta cierto
punto esclavo de circunstancias que desafan toda crtica humana. Deseara que
descubriesen para m en los detalles que voy a darles algn pequeo oasis de
fatalidad en un desierto de error. Querra que me otorgasen, lo que no pueden rehusar
o conceder, que, aunque este mundo haya conocido grandes tentaciones, nunca el
hombre ha sido hasta aqu tentado de manera semejante, y seguramente nunca ha
sucumbido de este modo. Es, pues, por esto por lo que no he conocido nunca
sufrimientos iguales? Ser cierto que no he vivido en un sueo? Es que no muero
vctima del horror y del misterio de las ms extraas de todas las visiones sublunares?
Desciendo de una raza que se ha distinguido en todo tiempo por un temperamento
imaginativo y fcilmente excitable, y mi primera infancia demostr que haba
heredado plenamente el carcter de familia. Cuando avanc en edad, este carcter se
acentu ms fuertemente, y lleg a ser por bastantes motivos una causa de seria
inquietud para mis amigos y de indudable detrimento para m mismo. Me hice
voluntarioso, aficionado a los caprichos ms locos; fui fcil presa de las ms
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violentas pasiones. Mis parientes, que eran de espritu tmido, y se vean
atormentados por la perversidad de mi naturaleza, no podan hacer gran cosa para
detener las malas inclinaciones que me distinguan. Hicieron por su parte algunas
tentativas, dbiles, mal dirigidas, que fracasaron enteramente, y fueron para m un
triunfo completo. Desde aquel instante mi capricho fue ley domstica, y a una edad
en que pocos nios han dejado los andadores, qued entregado a mi libre albedro, y
llegu a ser el dueo de todos mis actos, excepto de mi nombre.
Los primeros recuerdos de mi vida escolar estn ligados a un grande y
destartalado casern del tiempo de la reina Isabel, en una triste aldea de Inglaterra,
adornada con numerosos rboles nudosos y gigantescos, y en la que todas las casas
eran de una remotsima antigedad. Era, en verdad, un lugar que semejaba un sueo,
y nada ms adecuado para encantar el alma que aquella venerable ciudad antigua. En
este mismo momento siento en mi mente el susurro refrigerante de sus avenidas
melanclicamente sombras; respiro el perfume de sus mil sotos, y me estremezco
an, con indefinible voluptuosidad, a la profunda y sorda nota de la campana, que
desgarraba a cada hora, con rugido sbito y cascado, la quietud de la oscura
atmsfera que envolva el campanario gtico, erizado de picos.
Hallo cierto placer, tanto como me es posible experimentar en estos instantes,
distrayendo mi pensamiento con estos recuerdos minuciosos de la escuela y sus
ilusiones. Sumido en la desgracia como estoy, desgracia, ay de m!, que no puede ser
mayor, se me perdonar que busque un alivio, bien corto y ligero, en estos pueriles y
divagadores detalles? Adems, aunque absolutamente vulgares y risibles por s
mismos, adquieren en mi imaginacin una importancia circunstancial, a causa de su
ntima relacin con los lugares y la poca en que distingu los primeros preludios
ambiguos del destino, que desde entonces me han circunscrito tan profundamente con
su sombra. Djenme, pues, recordar.
Ya he dicho que el edificio era antiguo e irregular. La extensin que ocupaba era
grande, y un alto y slido muro de ladrillos, coronado de una capa de mezcla y trozos
de vidrios constitua el circuito. Esta muralla, digna de una prisin, formaba el lmite
de nuestro dominio; nuestra vista no lo traspasaba ms que tres veces por semana:
una vez cada sbado, a las doce, cuando en compaa de dos inspectores se nos
permita dar cortos paseos en comunidad por la campia vecina, y dos veces el
domingo, cuando bamos, con la regularidad de las tropas en las revistas, a presenciar
los oficios religiosos de la tarde y de la maana en la nica iglesia del pueblo. El
rector de nuestro colegio era pastor de la iglesia. Con qu profundo sentimiento de
admiracin y de perplejidad me haba acostumbrado a mirarlo, desde nuestro banco,
escondido en la tribuna, cuando suba al plpito con paso lento y solemne! Esta
persona venerable, de rostro tan modesto y benigno, de vestidura tan pulcra y
clericalmente ondulante, de peluca tan escrupulosamente empolvada, tan erguido, tan
arrogante, poda ser el mismo hombre que haca un momento, con rostro agrio y con
vestidos manchados de tabaco, haca cumplir, palmeta en mano, las draconianas leyes
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de la escuela? Oh! Terrible paradoja, cuya monstruosidad excluye todo
razonamiento. En un ngulo del macizo muro, se abra una puerta an ms maciza,
cerrada slidamente, cuajada de cerrojos y abrazada por un bosque de viejos herrajes
dentados. Qu profundas sensaciones de tristeza haca experimentar! Slo se abra
para las tres salidas y entradas peridicas de que he hablado, y entonces, en cada
rechinamiento de sus robustos goznes, encontrbamos una plenitud de misterio; todo
un mundo de observaciones solemnes o de meditaciones ms solemnes todava.
El extenso recinto era de forma irregular y dividido en muchas partes, de las
cuales tres o cuatro de las mayores constituan el patio de recreo. Era llano y cubierto
de menuda y spera arena. Recuerdo bien que no haba en l ni bancos, ni rboles, ni
cosa que se les pareciese. Estaba situado, naturalmente, tras el edificio. Ante la
fachada se extenda un jardincito, plantado de bojes y otros arbustos; pero no nos era
permitido penetrar en este sagrado oasis ms que en contadas ocasiones, tales como
el da que ingresbamos en el colegio o el de la salida, cuando, llamados por un
amigo o un pariente, nos dirigamos alegres hacia la casa paterna, en las vacaciones
de Navidad o de San Juan.
Pero la casa, qu curiosa muestra de edificio antiguo! Qu verdadero palacio
encantado para m! Era difcil, en cualquier momento dado, poder afirmar, con
certeza, si se encontraba uno en el primero o en el segundo piso. Al pasar de una a
otra habitacin, se estaba siempre seguro de encontrar tres o cuatro escalones que
subir o que bajar. Luego las subdivisiones laterales eran tantas y tan inconcebibles,
volviendo y revolviendo tan bien sobre s mismas, que nuestras ms claras ideas
relativas al conjunto del edificio no se diferenciaban de aqullas a travs de las cuales
considerbamos el infinito. En los cinco aos de residencia, no he sido nunca capaz
de determinar con exactitud en qu lugar lejano estaba situado el pequeo dormitorio
que me haba sido sealado en compaa de otros dieciocho o veinte escolares.
La sala de estudio era la mayor de toda la casa, y aun del mundo entero, al menos
yo me lo figuraba as. Era muy larga, muy estrecha y lgubremente baja, con
ventanas ojivales y un cielo raso de madera. En un ngulo apartado, de donde
emanaba el terror, haba un recinto de ocho a diez pies cuadrados, especie de sanctum
de nuestro rector, el venerable Bramby, durante las horas de estudio. Era de slida
construccin, con una maciza puerta; y, antes que intentar abrirla en ausencia del
dmine, hubiramos preferido morir con agona fuerte y cruel. En los otros dos
ngulos haba situadas dos celdas anlogas, objeto de una veneracin mucho menor,
es cierto, pero siempre inspiraban un terror bastante considerable: era una la ctedra
del profesor de humanidades, y la otra, la del profesor de ingls y matemticas.
Desparramados en medio de la sala, un gran nmero de bancos y pupitres
espantosamente cargados de libros, manchados por los dedos, cruzndose en una
irregularidad espantosa, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, y llenos de
iniciales, de nombres enteros, de groseros dibujos y numerosas seales del
cortaplumas, que haban perdido la poca originalidad de formas que les haba sido
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dada en das muy lejanos. En un lado del saln haba una enorme tinaja llena de agua,
y en el otro un reloj de dimensiones colosales.
Encerrado entre los espesos muros de esta venerable escuela, pas sin
aburrimiento ni tristeza los aos del tercer lustro de mi existencia. La fecunda
imaginacin de la infancia no exige un mundo exterior de incidentes para distraerse y
divertirse, y la monotona, melanclica en apariencia, de la escuela, abundaba en
placeres ms intensos que todos aqullos que mi juventud ms madura ha pedido al
deleite, o mi virilidad al crimen. Con todo eso, debo creer que mi primer
desenvolvimiento intelectual fue, en gran parte, poco normal y aun desarreglado. En
general, los acontecimientos de la infancia no dejan sobre el hombre llegado a la edad
madura una impresin bien clara. Todo es sombra indecisa, dbil e indefinido
recuerdo, serie confusa de pequeos placeres y de dolores fantasmagricos. En m no
ocurre as. Preciso es que haya sentido en mi infancia, con la energa de un hombre
maduro, todo esto que encuentro hoy grabado en mi memoria en letras tan vivas, tan
profundas, tan indelebles como las inscripciones de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo, en realidad, desde el punto de vista ordinario, haba all pocas
cosas capaces de excitar el recuerdo. Madrugar, acostarse, las lecciones que estudiar,
las recitaciones, las semihuelgas peridicas y los paseos, el patio de recreo con sus
disputas, sus juegos, sus intrigas; todo esto, merced a un encanto desconocido,
contena en s un desbordamiento de sensaciones, un mundo de incidentes, un
universo de emociones diversas y de las ms apasionadas y embriagadoras
excitaciones. Oh qu hermoso siglo es este siglo de hierro!
En realidad, mi ardiente naturaleza, entusiasta, imperiosa, bien pronto hizo de m
un carcter sobresaliente entre mis camaradas, y, poco a poco, naturalmente, me dio
un ascendiente sobre todos los que no eran mayores que yo, sobre todos menos sobre
uno solo. Era ste un colegial, que, sin que le uniese ningn parentesco conmigo,
llevaba el mismo nombre de bautismo y el mismo apellido de familia, circunstancia
poco notable en s, porque el mo, a pesar de la nobleza de mi origen, era uno de estos
apellidos vulgares que parecen ser desde tiempo inmemorial, por derecho de
prescripcin, propiedad comn del vulgo. En este relato me he adjudicado el hombre
de William Wilson, nombre ficticio que no es muy diferente del verdadero. Slo mi
homnimo, entre los que, segn la jerga escolar, componan nuestra clase, se permita
rivalizar conmigo en los estudios, en los juegos y en las disputas que ocurran durante
el recreo, rehusar una ciega creencia a mis asertos y una completa sumisin a mi
voluntad; en una palabra, oponerse a mi dictadura en todos los casos posibles. Si
existe un despotismo supremo y sin medida, ste es el despotismo de un nio de
talento sobre las almas menos enrgicas de sus camaradas.
La rebelin de Wilson era para m la fuente del mayor disgusto; tanto ms cuanto
que, a pesar de la altanera con que me haba impuesto a m mismo el deber de
tratarlo pblicamente, en el fondo le tema, no pudiendo sustraerme a la
consideracin de la igualdad que tan fcilmente mantena frente a m, como
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demostrando una superioridad verdadera, puesto que realizaba por mi parte esfuerzos
supremos para no ser vencido. Sin embargo, esta superioridad, o ms bien esta
igualdad, no estaba reconocida realmente ms que por m solo; mis camaradas, por
una inconcebible ceguedad, no parecan ni siquiera adivinarla. Y, ciertamente, en su
rivalidad, en su resistencia, y, sobre todo, en su impertinente y molesta intervencin
en todos mis designios, slo vean una intencin privada. No notaba, al parecer, la
ambicin que yo senta de dominio y la apasionada energa que me suministraban los
medios. Se hubiera dicho que en esta rivalidad solamente le guiaba un deseo
fantstico de oponrseme, de asombrarme, de modificarme; bien que en ciertas
ocasiones no poda menos de observar, con una confusa sensacin de aturdimiento,
de humillacin y de clera, que mezclaba a sus ultrajes, a sus impertinencias y a sus
contradicciones, las muestras de deferencia ms intempestivas, y seguramente ms
enfadosas del mundo. No poda explicarme tan extraa conducta, sino suponindola
hija de una perfecta suficiencia, pues adoptaba al hablarme el tono vulgar del
patrocinio y de la proteccin.
Quiz fuera sta la verdadera finalidad de la conducta de Wilson, pues agregado a
nuestra homonimia la circunstancia puramente causal de nuestra entrada simultnea
en el colegio, extendi entre nuestros condiscpulos de las clases superiores, quienes
habitualmente no se informaban con mucha exactitud de los asuntos de los ms
jvenes, el rumor de que ramos hermanos. Ya he dicho o debido decir que Wilson no
estaba ni aun en el grado ms lejano enlazado a mi familia. Pero, seguramente, caso
de haber sido hermanos, habramos sido gemelos; porque despus de haber salido de
casa del doctor Bramby, he sabido por casualidad que mi homnimo haba nacido el
19 de enero de 1813, y sta es una coincidencia bastante notable, porque ese da fue
precisamente el de mi nacimiento.
Extrao puede parecer que, a despecho de la continua zozobra que me causaba la
rivalidad de Wilson y su insoportable espritu de contradiccin, no llegase a odiarlo
mortalmente. Tenamos, con seguridad, a lo menos una disputa diaria, en la cual,
concedindome pblicamente el galardn de la victoria, se esforzaba por hacerme
comprender que era l quien lo haba merecido. Sin embargo, un sentimiento de
orgullo de mi parte, y de la suya una serena dignidad, siempre nos mantena en los
trminos de la ms estricta correccin, al par que haba puntos bastante numerosos de
contacto en nuestros caracteres para despertar en m un sentimiento que tal vez slo
por el impedimento de nuestra encontrada situacin no se transformaba en amistad.
En verdad, me es difcil definir, ni aun siquiera describir mis verdaderos sentimientos
acerca de l; formaban una mezcla abigarrada y heterognea, una petulante
animosidad que no haba llegado an al odio; consideracin mucho ms que respeto,
gran miedo y una inmensa e inquieta curiosidad. Ser innecesario aadir para el
moralista que Wilson y yo ramos los ms inseparables camaradas.
Fue, sin duda, la anomala y la ambigedad de nuestras relaciones las que
ocasionaron todos mis ataques contra l, que, francos o encubiertos, eran muy
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numerosos, y vaciados en un molde de irona y caricatura (la bufonera no causa
graves heridas), ms bien que una hostilidad ms seria y decidida. Pero mis esfuerzos
sobre este punto no obtenan de ordinario un triunfo completo, a pesar de que mis
planes estaban lo ms ingeniosamente tramados; porque mi homnimo tena un
carcter austero y reservado, de esos que, al gozar de la mordedura de sus propias
burlas, no ensean jams el taln de Aquiles, y se libran absolutamente del ridculo.
No poda encontrar en l ms que un solo punto vulnerable, y ste era un detalle
fsico, que, procediendo tal vez de una flaqueza constitucional, hubiera sido
despreciado por todo adversario menos encarnizado que yo: mi rival tena una
debilidad en la laringe que le impeda elevar la voz ms all de un murmullo muy
bajo, y yo no desperdiciaba ocasin de sacar de este defecto todo el partido que
poda.
Las represalias de Wilson eran muy diversas, y tenan, sobre todo, una especie de
malicia que me inquietaba en extremo. Cmo tuvo al principio la sagacidad
suficiente para descubrir que una cosa, en realidad nimia, poda vejarme? sta es una
pregunta que no he podido nunca contestar; mas una vez hubo descubierto mi defecto
practic obstinadamente esta tortura.
Lo que ms me molestaba era mi vulgar apellido, tan desprovisto de elegancia, y
mi nombre, tan trivial, si no del todo plebeyo; estas slabas desgarraban
despiadadamente mis odos, y cuando el mismo da de mi entrada un segundo
William Wilson, quiero denominarlo de este modo, ingres tambin en el colegio me
disgust doblemente el nombre, porque lo llevaba un extrao, un extrao que sera
causa de que lo oyese pronunciar con reiterada frecuencia, que constantemente estara
delante de m, y cuyos asuntos en el curso ordinario de las cosas del colegio, estaran
frecuente e inevitablemente, por razn de esta coincidencia abominable, confundidos
con los mos.
El sentimiento de molestia nacido de este accidente se hizo ms agudo a cada
circunstancia que tenda a poner de manifiesto toda la semejanza moral o fsica
existente entre mi rival y yo. Yo ignoraba todava esta notabilsima paridad en nuestra
edad; pero notaba que ramos de la misma estatura, y observaba que hasta haba una
singular semejanza en nuestra fisonoma general y en nuestras acciones. Me
contrariaba asimismo el rumor que corra sobre nuestro parentesco, y que
generalmente hallaba eco en las clases superiores. En una palabra, nada poda
desesperarme ms (aunque ocultaba con el mayor cuidado toda muestra de irritacin),
que una alusin cualquiera a nuestro parecido, relativa al espritu, al individuo, o al
nacimiento; pero, realmente, no tena razn alguna para creer que esta semejanza (a
excepcin de la idea del parentesco), hubiese sido nunca un objeto de comentario an
notado por nuestros compaeros de clase. Que l lo observaba en todas sus fases, y
con tanto cuidado como yo mismo, era seguro; por eso haba descubierto en tales
circunstancias un filn inagotable de contrariedades, no pudiendo atribuirlo, como ya
he dicho, ms que a su penetracin extraordinaria.
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Se me presentaba como una perfecta copia de m mismo, en gustos y palabras, y
representaba admirablemente su papel. La semejanza con mi vestido era cosa fcil de
imitar: mis movimientos y continente en general, los adopt fcilmente. A pesar de su
defecto fsico, mi voz no se le haba escapado por completo. Naturalmente, no la
ensayaba en los tonos elevados, pero el timbre era idntico, y su voz, siempre que
hablaba bajo, pareca el eco perfecto de la ma. No tratar de explicar hasta qu
punto este curioso retrato mo (porque no puede propiamente denominarse
caricatura), me atormentaba. No tena ms que un consuelo, y era que la imitacin, a
lo que poda apreciarse, no era notada ms que por m solamente, y que yo slo tena
que soportar con paciencia las sonrisas misteriosas y extraamente sarcsticas de mi
homnimo. Satisfecho de haber producido sobre mi nimo el apetecido efecto,
pareca regocijarse secretamente de la herida que me haba infligido, y mostrarse
singularmente desdeoso a los pblicos aplausos que el xito de su ingenio le hubiera
conquistado fcilmente. Cmo nuestros camaradas no se daban cuenta de su intento,
no lo vean puesto en obra, y no tomaban parte en su burlona alegra? Esto fue,
durante muchos meses de inquietud, un enigma inexplicable para m. Quiz la
gradual lentitud de su imitacin la hiciese menos aparente, o tal vez debiese yo mi
tranquilidad a la maestra con que me imitaba tan perfectamente el copista, que
desdeaba el estilo, y todo lo que los espritus obtusos pueden notar fcilmente en la
pintura, limitndose a copiar el espritu del original para mi mayor admiracin y
disgusto.
He hablado muchas veces del aire mortificante de proteccin que haba tomado
para conmigo y de su reiterada y oficiosa intervencin en mi voluntad. Esta
intervencin tomaba generalmente el carcter enfadoso de un consejo, no falaz, sino
sugerido, insinuado. Lo reciba con una repugnancia creciente a medida que avanzaba
en edad. Sin embargo, en esta poca ya lejana, quiero hacer la estricta justicia de
proclamar que no recuerdo un solo caso en que las insinuaciones de mi rival hubiesen
participado de este carcter de horror o de locura, tan lgico en su edad, generalmente
desnuda de madurez y experiencia; que su sentido moral, si no ya su talento y su
prudencia, eran mucho mejores que los mos, y que yo sera otro hombre, y, por
consiguiente, ms dichoso, si hubiera desechado menos despreciativamente los
consejos contenidos en estos cuchicheos significativos que no me inspiraban entonces
ms que un odio tan grande como amargo era mi despecho.
As llegu a ser con el tiempo excesivamente rebelde a su odiosa vigilancia, y a
aborrecer cada vez ms abiertamente lo que miraba como una insoportable
arrogancia. He dicho que en los primeros aos de nuestro conocimiento, mis
sentimientos para con l hubieran fcilmente degenerado en amistad; pero en los
ltimos meses de mi estancia en el colegio, aunque la importunidad de sus maneras
habituales disminuy, sin duda, en gran modo, sus sentimientos, en una proporcin
casi semejante, engendraron en m un odio positivo. l lo advirti en cierta ocasin, y
desde entonces evit mi presencia, o afect, por lo menos, esquivarla.
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Esto, si mal no recuerdo, ocurri casi en la misma poca en que, con motivo de un
altercado que con l tuve, y en el que abandon su ordinaria reserva, y habl y
accion con una impetuosidad casi extraa a su naturaleza, cre descubrir en su tono,
en su aire, en su fisonoma en general, algo que me hizo temblar al principio y que
despus me interes profundamente, haciendo surgir en mi alma oscuras visiones de
mi primera infancia, confusos recuerdos, mezclados, prensados, de un tiempo en que
mi memoria an no recordaba nada. No podr definir mejor la sensacin que me
oprima, sino diciendo que me era difcil despojarme de la idea, que ya haba
conocido a aquel ser en una poca muy antigua, en un pasado extraordinariamente
remoto. Esta ilusin, sin embargo, desapareci con tanta rapidez como haba asaltado,
y no me ocupo en ella ms que para sealar el da de la ltima conversacin que tuve
con mi singular homnimo.
La antigua y amplia casa, en sus innumerables subdivisiones, comprenda
infinidad de grandes habitaciones que comunicaban entre s y servan de dormitorio a
la mayor parte de los colegiales. Haba, naturalmente (como no poda menos de
suceder en un edificio tan psimamente trazado), una porcin de vueltas y revueltas,
ngulos y desperdicios de la construccin, que el espritu economista del doctor
Bramby haba transformado tambin en dormitorios; pero, como stos no eran ms
que mezquinos cuartuchos, no podan servir sino a un solo individuo. Una de estas
pequeas piezas estaba ocupada por Wilson.
Una noche, al finalizar mi quinto ao de colegio, y momentos despus del
altercado de que ya he hecho mencin, aprovechndome de que todo el mundo estaba
entregado al sueo, salt de mi lecho, y, con una lmpara en la mano, me deslic por
un laberinto de estrechos corredores desde mi dormitorio al de mi rival. Haba
premeditado largamente una de estas ruines burlas, una de estas maliciosas bromas,
todas las cuales haban fracasado hasta entonces. Pensando poner mi plan en
ejecucin, resolv hacerle sentir toda la intensidad del encono de que estaba lleno mi
pecho. Cuando hube llegado a su gabinete, entr en l sin producir ruido dejando mi
lmpara a la puerta con una pantalla encima. Avanc un poco, y o el ruido de su
tranquila respiracin. Estaba profundamente dormido. Volv a la puerta, tom mi
lmpara y me aproxim de nuevo a la cmara. Las cortinas estaban corridas; las abr
lentamente para llevar a cabo mi plan, y una luz viva cay de lleno sobre el rostro de
Wilson al mismo tiempo que mi vista se clavaba en su fisonoma. Un estupor
inconcebible, una sensacin de hielo, se apoder instantneamente de todo mi ser. Mi
corazn lati con violencia, mis piernas vacilaron, toda mi alma fue presa de un
terrible e inexplicable horror. Respir ansiosamente y acerqu ms la lmpara a su
rostro. Aqullas eran, sin duda, las facciones de William Wilson. Vea claramente que
eran sus facciones, mas me estremeca, como presa de un acceso de fiebre,
imaginndome que no fueran las suyas. Qu haba, pues, en ellas que pudiera
hacerme vacilar hasta este punto? Lo contemplaba, y mi cerebro se agitaba bajo la
presin de mil pensamientos incoherentes. No se me apareca as, desde luego, no se
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me presentaba de tal modo en las activas horas en que estaba despierto. Idntico
nombre, las mismas facciones, entrados en el mismo da en el colegio! Y luego, esta
molesta e inexplicable imitacin de mis movimientos, de mi voz, de mis ropas y de
mis maneras! Era posible que lo que yo vea entonces fuese sencillamente el
resultado de esta costumbre de imitacin caracterstica? Sobrecogido de espanto,
presa de terror, apagu la lmpara, sal sigilosamente de la habitacin y abandon el
recinto del colegio para nunca ms volver a l.
Transcurridos algunos meses, que pas en casa de mis padres, en la dulce
ociosidad, me llevaron al colegio de Eton. Este corto intervalo haba sido suficiente
para disminuir en m el recuerdo de los sucesos de la escuela del doctor Bramby, o, al
menos, para producir un notable cambio en la naturaleza de sentimientos que estos
recuerdos me inspiraban, en cuanto a su realidad, pues el lado trgico no exista.
Encontraba entonces algunos motivos para dudar del testimonio de mis sentidos, y
recordaba rara vez los acaecimientos, sin admirar hasta dnde puede llegar la
credulidad humana, y sin burlarme de la prodigiosa fuerza de imaginacin que haba
heredado de mi familia. Adems, la vida que llevaba en Eton contribua mucho a
aumentar esta especie de escepticismo. El torbellino de locura en que me sum
inmediatamente y sin reflexin alguna, lo desvaneci todo, excepto la espuma de mis
horas pasadas, que absorbi en un solo momento toda la impresin slida y seria, y
slo dej en mi memoria los atolondramientos de mi existencia precedente.
No intentar trazar aqu la historia de mis miserables desrdenes, contrarios a
toda ley y que eludan toda vigilancia. Tres aos de locura, consumidos sin provecho,
no haban podido darme ms que costumbres de vicio inveterado, y haban
aumentado de una manera casi anormal mi desenvolvimiento fsico. Un da, despus
de una semana completa de embrutecedora disipacin, invit a una orga secreta en
mi habitacin. Nos reunimos a una hora avanzada de la noche, porque nuestra crpula
deba prolongarse hasta el da. El vino corra sin tasa, y otras seducciones, ms
peligrosas quiz, no haban sido olvidadas, de modo que cuando el alba ilumin
dbilmente el cielo por Oriente, nuestro delirio y nuestras extravagancias haban
llegado a su colmo. Furiosamente inflamado por el juego y la embriaguez, me
complaca en sostener una conversacin extraordinariamente indecente, cuando mi
atencin fue solicitada de pronto por el ruido de una puerta que se entreabri con
violencia y por la voz precipitada de un criado, que me dijo que una persona
mostraba grandes deseos de hablarme en el vestbulo.
Sumamente excitado por el vino, esta inesperada interrupcin me caus ms
placer que sorpresa. Me levant vacilante, y en dos brincos llegu al vestbulo de la
casa. En esta pieza baja y estrecha no haba lmpara alguna ni otra luz que la del alba,
bastante dbil, que entraba a travs de la ventana. Al pisar el umbral, distingu la
persona de un joven de mi estatura aproximadamente, vestido con un traje de casimir,
de corte irreprochable, como el que yo tena puesto en aquel momento. La indecisa
claridad me permiti observar todo esto, pero las facciones de su cara no pude
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distinguirlas.
Apenas hube llegado se precipit hacia m, y agarrndome por el brazo con un
gesto imperativo de impaciencia, murmur estas palabras a mi odo: William
Wilson!
En un instante se desvanecieron los vapores del vino.
Haba en el acento del recin llegado, en el temblor nervioso de su dedo, que tena
levantado entre mis ojos y la luz, algo que me llen de estupor; mas no era esto
precisamente lo que con tal violencia me haba sobrecogido. Era la gravedad, la
solemnidad de la amonestacin, formulada en esa palabra singular, baja, silbante, y,
sobre todo, el carcter, el tono, el timbre de esas slabas, sencillas, familiares y tan
misteriosamente murmuradas, que vinieron, con mil recuerdos acumulados de
pasados das, a obrar sobre mi alma como la descarga de una pila voltaica.
Aunque este nuevo hecho produjo inmediatamente un efecto muy enrgico sobre
mi imaginacin exaltada, sin embargo, este efecto tan violento lleg a desvanecerse
rpidamente. Durante muchas semanas, ora me entregaba a la ms profunda
investigacin, ora quedaba envuelto en una nube de meditacin mrbida. No
procuraba disimular la identidad del singular individuo que se entrometa tan
enfadosamente en mis asuntos y me cansaba con sus oficiosos consejos. Mas, quin
podra ser ste sino Wilson? De dnde proceda? Cul era su fin? A ninguno de
estos puntos puedo encontrar contestacin satisfactoria; pensaba solamente, tocante a
l, que algn accidente repentino en su familia le haba hecho salir del colegio del
doctor Bamby al siguiente da de haberme yo escapado. Pero, despus de algn
tiempo, ces de pensar en esto, y mi atencin fue absorbida completamente por un
viaje proyectado a Oxford. All, debido a la prdiga vanidad de mis padres, pude
sostener un costoso tren y entregarme a mis caprichos, al lujo ya tan deseado por mi
corazn, y llegu en poco tiempo a rivalizar en prodigalidades con los ms
acaudalados herederos de los ms ricos condados de Gran Bretaa.
Alentado el vicio por semejantes vicios, mi naturaleza estall con doble ardor, y
en la frentica embriaguez de mis orgas, traspas los vulgares lmites de la decencia.
Mas sera absurdo referir prolijamente los detalles de mis inmoralidades. Bastar
decir que sobrepuj a Herodes en disipaciones, y que, dando nombre a multitud de
delirios desconocidos, aad un copioso apndice al extenso catlogo de vicios que
reinaban por entonces en la universidad ms disoluta de Europa.
Cualquiera se resistira a creer que hubiese olvidado hasta tal punto mi calidad de
caballero, que procurase familiarizarme con los artificios ms villanos del jugador de
oficio, y que finalizara por ser un adepto de esta ciencia miserable, practicndola
habitualmente como medio de acrecentar mi fortuna, enorme ya, a costa de aquellos
camaradas mos cuyo carcter era ms dbil. Y, sin embargo, tal ocurra. Y la
enormidad misma de este atentado contra todos los sentimientos de dignidad y de
honor, era evidentemente la principal, si no la nica razn, de mi impunidad. Porque,
quin de mis ms depravados camaradas no hubiera despreciado el ms evidente
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testimonio de sus sentidos antes que sospechar una conducta tal en el alegre, en el
leal, en el generoso Wilson, el ms noble y liberal compaero de Oxford, en aquel
Wilson cuyas atrocidades, segn decan sus admiradores, eran slo extravos de una
juventud y una imaginacin sin freno, cuyas torpezas no eran ms que inimitables
caprichos, y los ms horrendos vicios una indiferente y soberbia extravagancia?
Ya haban transcurrido dos aos en esta alegre vida, cuando vino a la universidad
un joven de reciente nobleza, llamado Glendinning, rico como Herodes Atico, segn
deca la voz pblica, y a quien no le haba costado ganar su riqueza. Descubr
inmediatamente que era de dbil inteligencia, y lo eleg naturalmente como una
excelente vctima de mis talentos. Lo invitaba frecuentemente a jugar, y me aplicaba,
con la habitual astucia del jugador, a dejarle ganar sumas considerables para
envolverle ms eficazmente en mis redes. En fin, cuando tuve mi plan bien maduro,
me avist con l con la intencin bien decidida de poner trmino a aquella empresa,
en casa de uno de nuestros camaradas, mster Preston, igualmente amigo de ambos,
pero a quien debo hacerle la justicia de que no tena la menor sospecha de mis
intenciones. Para dar a todo esto un excelente color, haba tenido el cuidado de que
acudiesen ocho o diez personas, y procur que el juego se iniciase, al parecer, de una
manera casual, y no diese lugar ms que a la proposicin del fraude que tena en mi
pensamiento. Para abreviar un asunto tan despreciable, no olvid ninguna de esas
villanas sutilezas tan generalmente practicadas en ocasiones parecidas, y que asombra
que haya siempre gentes lo bastante estpidas para ser vctimas de ellas.
Habamos prolongado nuestra velada hasta bien entrada la noche, cuando logr al
fin quedarme con Glendinning como nico adversario. Mi juego favorito fue siempre
el ecart. Las dems personas de la tertulia, interesadas por las enormes proporciones
de nuestro juego, haban dejado sus cartas, formando crculo a nuestro alrededor.
Nuestro parvenu, a quien haba hbilmente inducido al principio de nuestra soire a
beber en grande, barajaba, daba y jugaba de una manera extraordinariamente
nerviosa, en la cual presum que participaba su embriaguez, pero sin poder
explicrmelo satisfactoriamente. En un corto tiempo, haba llegado a deberme una
fuerte suma, cuando, habiendo bebido una gran copa de Oporto, ocurri justamente lo
que yo haba previsto con frialdad: propuso duplicar nuestra apuesta, ya altamente
crecida. Con falsa afectacin de resistencia, y solamente despus que mi repulsa
reiterada le hubo llevado a pronunciar agrias palabras que dieron a mi consentimiento
la apariencia de un puntillo de amor propio, acab por acceder. El resultado fue el
previsto: la vctima estaba completamente cazada en mis redes; en menos de una hora
haba cuadruplicado su deuda.
Desde haca algn tiempo su cara haba perdido el rosado tinte que le prestaba el
vino; pero entonces vi con asombro que se haba trocado en una palidez
verdaderamente mortal. Digo con asombro, porque haba tomado sobre Glendinning
serios informes; se me haba presentado como sumamente acaudalado, y las
cantidades que haba perdido hasta entonces, aunque fuertes en realidad, no podan,
Estaba yo hablando con el director del peridico en cuestin sobre este notable
accidente, cuando se me ocurri preguntar por qu el nombre del difunto figuraba
como Bedlo.
Supongo dije que tienen ustedes razones suficientes para escribirlo as,
pero yo cre siempre que el nombre se escriba con una e final.
Razn? Ninguna me replic. Es un simple error tipogrfico. El nombre es
Bedloe, con esa e final. Todo el mundo lo sabe, y en mi vida he sabido que se
escribiera de otra forma.
Entonces dije entre dientes cuando me alejaba, entonces es posible que
una verdad sea ms extraa que todas las ficciones, pues Bedlo, sin la e qu es
sino Oldeb al revs? Y ese hombre dice que es un error tipogrfico.
De mi pas y mi familia poco tengo que decir. El mal proceder y el correr de los aos
me alejaron del uno y me arrancaron de la otra. Mi patrimonio me permiti recibir
una educacin poco corriente y la tendencia contemplativa de mi espritu me facult
para ordenar metdicamente las nociones que mis precoces estudios reunieron. Las
obras de los moralistas alemanes me proporcionaron un placer superior a cualquier
otro, no porque admirara su locura elocuente sino por el deleite que gracias a mis
costumbres y anlisis riguroso experimentaba descubriendo sus equivocaciones.
Muchas veces me he reprochado la aridez de mi inteligencia, imputndome como un
crimen una imaginacin deficiente. El pirronismo de mis opiniones me hizo clebre
en todo tiempo. En realidad me temo que una gran inclinacin por la filosofa fsica
haya inficionado mi espritu con un error muy frecuente en nuestra poca; me refiero
a la costumbre de relacionar todo hecho, aun los menos susceptibles de dicha
relacin, con los principios de la filosofa fsica. En general no creo que haya nadie
menos expuesto que yo a dejarse arrastrar fuera de los severos lmites de la verdad
por los ignes fatui de la supersticin. Considero oportuno este prembulo para que el
increble relato que he de hacer no sea considerado como el delirio de una
imaginacin desatada, en vez de la experiencia positiva de un espritu para el cual los
ensueos de la fantasa son letra muerta y nadera.
Despus de muchos aos pasados en viajes por el extranjero, me embarqu en el
ao 18 en Batavia, capital de la rica y populosa isla de Java, para viajar al
archipilago de la Sonda. Me hice a la mar en calidad de pasajero sin ms motivo que
una especie de inquietud nerviosa que me hostigaba como si fuera un demonio.
Nuestro excelente navo, de unas cuatrocientas toneladas, haba sido construido
en Bombay con teca de Malabar. Llevaba un cargamento de algodn en rama y aceite
procedente de las islas Laquedivas. Tambin llevbamos a bordo azcar de palma,
melaza, aceite de manteca, cocos y algunos cajones de opio. La estiba haba sido mal
hecha y por lo tanto el barco escoraba. Iniciamos el viaje con muy poco viento a
favor y durante varios das navegamos a lo largo de la costa oriental javanesa sin ms
incidente, para amenguar la monotona de nuestra ruta, que el encuentro ocasional
con alguno de los pequeos arrecifes del archipilago al que nos encaminbamos.
Una tarde, cuando me hallaba apoyado en la bveda de la toldilla, observ hacia
el noroeste una nube singularsima y aislada. Era notable tanto por su color como por
ser la primera que veamos desde nuestra partida de Batavia. La examin atentamente
Hace mucho que pis por primera vez la cubierta de este buque terrible y los rayos de
mi destino, segn creo, se concentran en un foco. Hombres incomprensibles!
Envueltos en meditaciones cuya ndole no alcanzo a admirar pasan a mi lado sin
verme. Ocultarme es una completa locura, porque esa gente no quiere ver. Hace un
momento pas delante de los ojos del segundo; poco antes me aventur hasta el
camarote privado del capitn, donde consegu medios para escribir lo que antecede y
lo que seguir a esto. De tiempo en tiempo continuar este diario. Cierto que quiz no
encuentre oportunidad de darlo a conocer al mundo. Pero no dejar de intentarlo. En
el ltimo momento guardar el manuscrito en una botella y lo arrojar al mar.
Estuve mirando el maderamen del buque, que est construido con materiales
totalmente desconocidos para m. Hay en la madera un peculiar carcter que me da la
impresin de que no se aplica al uso a que ha sido destinada. Aludo a su extrema
porosidad, que nada tiene que ver con los daos causados por los gusanos, lo cual es
consecuencia de la navegacin en estos mares, y de la podredumbre resultante de la
vejez. Quizs parezca que esta observacin es demasiado sutil, pero dicha madera
tendra todas las caractersticas del roble espaol si ste fuera dilatado por medios
artificiales.
Releyendo la frase anterior viene a mi memoria un extrao dicho de un viejo lobo
de mar holands: Tan seguro es deca siempre que dudaban de su veracidad
como que hay un mar donde los barcos crecen como el cuerpo viviente de un
marinero.
Mencion hace algn tiempo que un ala del trinquete haba sido izada. Desde ese
momento, arrebatado por el viento, el navo, con todas sus velas desplegadas, desde
la punta de los mstiles hasta los botalones inferiores, ha seguido su terrible carrera
hundiendo a cada momento los penoles de las vergas del juanete en el ms espantoso
infierno lquido que el cerebro humano haya podido nunca concebir. Acabo de
Tanto el buque como su contenido estn imbuidos del espritu de la vejez. Los
tripulantes se deslizan como sombras de siglos sepultados; sus ojos reflejan la
inquietud de ardientes pensamientos, y cuando sus rostros se iluminan bajo el extrao
resplandor de las linternas siento algo que no sent jams, aunque toda mi vida me
interesaron las antigedades y me embeb en las sombras de rotas columnas de
Balbec, de Tadmor y de Perspolis hasta que mi propia alma se convirti en ruina.
Tal como haba supuesto, el navo se halla sin duda sobre una corriente, si cabe dar
este nombre a una marejada que mugiendo y aullando entre el blanco hielo se
precipita hacia el sur con el estruendoso rumor de un trueno y la velocidad de una
catarata que cayese verticalmente.
Supongo que es imposible concebir el horror de mis sensaciones. Sin embargo, por
sobre mi desesperacin domina la curiosidad de desvelar el misterio de esta espantosa
regin y me reconcilia con la ms atroz apariencia de la muerte. Es evidente que nos
precipitamos hacia algn apasionante descubrimiento, hacia un incomunicable
descubrimiento cuyo conocimiento implica la aniquilacin. Quizs esta corriente nos
lleve hacia el polo sur mismo. Por extraa que parezca esta suposicin, en apariencia
tiene todas las posibilidades a su favor.
NOTA. El Manuscrito hallado en una botella fue publicado por vez primera en
1831. Muchos aos pasaron antes de que llegaran a mi conocimiento los mapas de
Mercator, en los cuales se ve al ocano precipitarse por cuatro embocaduras en el
Golfo Polar (Norte), para ser absorbido por las entraas de la tierra. El Polo est
representado por una roca negra que se eleva a una altura prodigiosa.
Hace aos reserv pasaje de Charleston (Carolina del Sur) a Nueva York en el
excelente paquebote Independence, comandado por el capitn Hardy. Si el tiempo lo
permita, nos haramos a la mar el 15 de junio; el da anterior a esa fecha, sub a
bordo para ordenar algunas cosas en mi camarote.
Supe entonces que tendramos a bordo gran nmero de pasajeros y ms damas de
lo acostumbrado. En la lista figuraban varios conocidos, y, entre otros nombres, me
alegr encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista por quien yo senta un
profundo sentimiento de amistad. Habamos sido condiscpulos en la universidad de
C, donde andbamos siempre juntos. Su temperamento era el caracterstico del
genio, una mezcla de misantropa, de sensibilidad y de entusiasmo. A estas cualidades
una el corazn ms sincero y clido que haya latido nunca en pecho humano.
Observ que su nombre figuraba en la puerta de tres camarotes, y al repasar la
lista de pasajeros vi que haba reservado pasaje para l, para su esposa y sus dos
hermanas. Los camarotes eran bastante espaciosos, con dos literas harto estrechas, de
modo que en cada una apenas caba una persona; no alcanc, sin embargo, a
comprender por qu haba tomado tres camarotes para cuatro personas. Precisamente
en esa poca pasaba yo por uno de esos estados de melancola espiritual que tornan al
hombre curioso hasta la anormalidad por la cosa ms nimia; confesar avergonzado
que me aventur a una serie de conjeturas tan insanas como absurdas, acerca del
camarote sobrante. Aunque no era asunto mo, me dediqu con la mayor tenacidad a
buscar una explicacin. Por fin, llegu a una conclusin que me asombr no haber
encontrado antes: Es para un criado me dije. Hay que ser tonto para no haber
cado antes en algo tan sencillo!
Pero cuando consult de nuevo la lista de pasajeros, descubr que en el grupo no
figuraba ningn criado, aunque tal hubiera sido en principio la intencin de Mr.
Wyatt, porque las palabras y criado haban sido escritas primero y tachadas
despus. Debe de tratarse de un exceso de equipaje pens, alguna cosa que
Wyatt no quiere bajar a la bodega, algo que prefiere tener a la vista Ah, ya s!, un
cuadro o algo parecido Por eso ha estado en tratos con Dicolino, el judo italiano.
La idea me satisfizo y por el momento dej de lado mi curiosidad.
Conoca muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jvenes tan amables como
inteligentes. En cuanto a su esposa, no me la haba presentado an, porque la boda
era reciente. Wyatt hablaba a menudo de ella en mi presencia con su acostumbrado
estilo entusiasta. La describa como una esplndida belleza llena de ingenio y
cualidades. De ah que yo estuviera ansioso por conocerla.
Wyatt y su familia, segn me inform el capitn, visitaran el barco ese mismo da
(el catorce) por lo cual permanec a bordo una hora ms de lo que pensaba, con la
Mucho sufrimos en aquella travesa, y escapamos a la muerte por muy poco; pero nos
favoreci la fortuna como a nuestros compaeros de la chalupa. Ms muertos que
vivos desembarcamos al cabo de cuatro das de horrible angustia en la playa frontera
a la isla Roanoke. Permanecimos all una semana, pues los rawuros apenas nos
molestaron, y por fin conseguimos embarcacin para Nueva York.
Un mes despus del naufragio del Independence encontr casualmente en
Broadway al capitn Hardy y nuestra conversacin gir, como es natural, sobre el
desastre y en especial sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esta ocasin pude
enterarme de los siguientes detalles:
El artista haba tomado pasaje para l, su esposa, sus dos hermanas y un criado.
Tal como l la haba descrito, su esposa era realmente la ms encantadora y cariosa
de las mujeres. En la maana del 14 de junio (da que visit por primera vez el barco),
la seora Wyatt cay repentinamente enferma y falleci. Aunque el joven esposo
sinti un dolor frentico, las circunstancias le impedan aplazar su viaje a Nueva
York. Tena que llevar el cadver de su adorada esposa a su madre, aunque no
ignoraba que un prejuicio universal le impeda hacerlo abiertamente; de cada diez
pasajeros, nueve habran abandonado el barco antes que hacerse a la mar en
compaa de un cadver.
Ante el dilema, el capitn Hardy consinti que el cuerpo, parcialmente
embalsamado, acondicionado entre espesas capas de sal, y en una caja de
dimensiones adecuadas, fuese subido a bordo como si se tratara de una mercanca.
Nada se dira sobre el fallecimiento de la dama, y como saba que Mr. Wyatt haba
tomado pasaje para l y para su esposa, fue preciso que alguien la suplantara durante
la travesa. La doncella de la difunta fue convencida sin grandes dificultades. El
camarote supletorio, que en principio haba sido tomado para la doncella, fue
conservado para que durmiese en l la falsa esposa durante las noches. Durante el da
representaba en la medida de sus posibilidades el papel de su seora, que no era
conocida de los pasajeros de a bordo, como minuciosamente se averigu con
antelacin.
Mi propio engao, aunque bastante explicable, provino de un temperamento
No pude sustraerme a que mi criado me hiciera entrar, poco menos que a la fuerza, en
aquel castillo para evitarme una noche al raso que hubiese sido fatal para m, por
encontrarme gravemente herido. Era el castillo uno de aquellos edificios, mezcla de
grandeza y melancola, que desde remotos tiempos han levantado sus soberbias
fachadas en medio de los Apeninos, tan grandes en la realidad como en la
imaginacin de la seora Radcliffe. Segn toda apariencia, haba sido abandonado
muy recientemente. Nos instalamos en una de las habitaciones ms pequeas y menos
suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto de edificio.
Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban
cubiertos de tapiceras y adornados con numerosos trofeos herldicos de toda clase, y
de ellos penda un nmero verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de
estilo, encerradas en marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo
inters, y quiz mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no
solamente en las paredes principales, sino tambin en una porcin de rincones que la
arquitectura caprichosa del castillo haca inevitables. Hice a Pedro cerrar los pesados
postigos del saln, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de
muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas
de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Lo quise as para
poder al menos, si no conciliaba el sueo, distraerme alternativamente entre la
contemplacin de estas pinturas y la lectura de un pequeo volumen que haba
encontrado sobre la almohada y que trataba de su crtica y anlisis.
Le mucho tiempo; contempl las pinturas religiosas devotamente; las horas
huyeron, rpidas y silenciosas, y lleg la medianoche.
La posicin del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad,
para no turbar el sueo de mi criado, lo coloqu de modo que arrojase la luz de lleno
sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus
numerosas bujas dio de pleno en un nicho del saln que una de las columnas del
lecho haba cubierto hasta entonces con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz
un cuadro que hasta entonces no haba advertido. Era el retrato de una joven ya
formada, casi mujer. Lo contempl rpidamente y cerr los ojos. Por qu? No me lo
expliqu al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analic
rpidamente el motivo que me los haca cerrar. Era un movimiento involuntario para
ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me haba engaado,
para calmar y preparar mi espritu a una contemplacin ms fra y ms serena. Al
cabo de algunos momentos, mir de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de
La relacin de ciertos hechos, a pesar del inters vivsimo que inspiran, son a veces
demasiado horribles para que sirvan de argumento a una obra literaria. Ningn
novelista podra echar mano de ellos sin grave peligro de disgustar y hasta de hacer
dao al lector. Para que puedan aceptarse asuntos semejantes, es preciso que se
presenten con el severo traje de la verdad histrica. Estremece la lectura de los
detalles del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la epidemia de Londres,
del degello de San Bartolom, o de la asfixia de los ingleses prisioneros en el
Blanckhole de Calcuta; pero los hechos, la realidad y, en una palabra, la historia, es lo
que nos conmueve. Si semejantes relatos fuesen nicamente producto de la
imaginacin, no engendraran ms sentimiento que el del horror.
He citado unas cuantas de las ms terribles y clebres hecatombes que la historia
consigna, pero lo que ms hiere nuestra imaginacin es la magnitud y naturaleza de
esas calamidades. Considero intil advertir que mi trabajo pudiera reducirse
nicamente a escoger entre la enorme lista de las miserias humanas, casos aislados de
un dolor cualquiera, ms material y ms individual que el que surge de la generalidad
de esos desastres gigantescos.
Sin gnero alguno de duda, se puede afirmar que el verdadero dolor, el lmite del
sufrimiento, no es general, sino particular, y debemos agradecer a Dios que, en su
bondad, no permiti que semejante exceso de agona lo sufriese el hombre-masa o
colectivo, sino el hombre-unidad o individual.
Ser enterrado vivo Es con seguridad el sufrimiento ms horrible de los que
hablaba antes, y es bien cierto que habr pocas personas, entre las que se tengan por
discretas, que nieguen la frecuencia con que se repiten casos nuevos de sufrimiento
semejante, pues los lmites que separan la vida de la muerte permanecen siempre
indeterminados, vagos y temblorosos. Quin puede sealar el punto en que termina
la una y comienza la otra? Sabido es que ciertas enfermedades producen una
suspensin completa, aparentemente, de las funciones vitales: la cual no es ms que
una suspensin temporal de la animacin exterior; una especie de pausa en el
movimiento de ese misterioso mecanismo. Algunos instantes bastan para que un
principio invisible e ignoto imprima otra vez movimiento a esos maravillosos
resortes, y a esos engranajes invisibles. No se ha roto todava el arco, y an puede
vibrar la cuerda.
Es necesario conocer a priori, que los numerosos ejemplos que todos los das se
ofrecen de interrupcin en la vitalidad, autorizan para creer que los entierros
prematuros deben abundar. Pero, adems de tan lgica suposicin, hay dos
testimonios irrecusables: los mdicos y la experiencia. Podra, si fuese necesario,
relatar un centenar de casos plenamente justificados; citar entre otros, uno que acaba
Una.Resucitado?
Monos.S, hermosa y muy amada Una, resucitado. sta era la palabra sobre
cuyo mstico sentido tanto he meditado, rechazando la explicacin sacerdotal hasta
que la muerte misma me descifr el secreto.
Una.La muerte!
Monos.De qu extraa manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo
tambin que tu paso vacila y que una alegre inquietud destella en tus ojos. Te sientes
turbada y oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. S, nombr a la
muerte y cun singularmente resuena aqu esa palabra, que antao llevaba el terror a
los corazones ensombreciendo toda suerte de placeres!
Una.Ah, muerte, espectro presente en todos los banquetes! Cuntas veces,
Monos, nos hemos extraviado juntos en especulaciones sobre su naturaleza! Cun
misteriosamente se ergua como una fiscalizadora de la felicidad humana, dicindole:
Hasta aqu y no ms! Aquel profundo amor recproco, Monos mo, que arda en
nuestros pechos cun en vano nos jactamos, sintindonos tan felices en su primer
brote, de que nuestra felicidad se fortaleca en la suya! Ay, creci y con l creci
tambin en nuestros corazones el terror a la hora aciaga que se precipitaba veloz a
separarnos! Y as, con el tiempo, lleg a ser un dolor amar y el odio hubiera sido una
merced.
Monos.No hables ahora de esas penas, querida Una, ma para siempre, ahora
para siempre ma!
Una.Pero el recuerdo de la tristeza pasada, no es alegra presente? Mucho
tengo que decir de las cosas que fueron. Ardo en deseos de conocer los incidentes de
tu paso por el oscuro valle y por la sombra.
Monos.Y, cundo la radiante Una pidi en balde algo a sus Monos? Todo te lo
narrar minuciosamente. Pero, por dnde habr de empezar el sobrecogedor relato?
Una.Por dnde?
Monos.S.
Una.Te comprendo. La muerte nos ha enseado a ambos esa tendencia del
hombre a definir lo indefinible. No te dir, pues, que comiences por el momento en
que ces tu vida, sino en aquel triste, triste instante en que, libre ya de la fiebre,
quedaste sumido en un letargo sin hlito y sin movimiento y yo cerr tus plidos
prpados con los apasionados dedos del amor.
Monos.Permteme decir antes una palabra sobre la condicin general del
A las doce de cierta noche del mes de octubre y durante el caballeresco reinado de
Eduardo III dos marineros pertenecientes a la tripulacin del Free and Easy, goleta
que traficaba entre Sluys y el Tmesis, anclada entonces en ese ro, quedaron muy
sorprendidos al hallarse instalados en el local de una taberna de la parroquia de San
Andrs, en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un alegre
marinero.
El local, aunque de psima construccin, renegrido por los humos, de techo bajo
y conforme en todos los conceptos con el carcter general de los tugurios de aquella
poca, se adaptaba bastante bien a sus fines segn juicio de los grotescos grupos que
lo ocupaban dispersos aqu y all.
De aquellos grupos, nuestros dos marineros constituan el ms interesante, si no el
ms notable.
El que aparentaba ms edad y a quien su compaero se diriga con el
caracterstico apelativo de Patas era con mucho el ms alto de los dos. Podra
medir seis pies y medio y un habitual encorvamiento de su espalda pareca ser la
consecuencia lgica de tan extraordinaria estatura. El exceso de estatura estaba sin
embargo ms que compensado por deficiencias en otros conceptos. Era sumamente
flaco y sus compaeros afirmaban que, borracho, poda servir de gallardete en el palo
mayor, y que sobrio, no habra estado mal como botaln de bauprs. Estas chanzas y
otras de la misma ndole no haban provocado por lo visto jams la menor reaccin en
los msculos faciales de la risa de nuestro marinero. Con sus pmulos salientes, su
ancha nariz aguilea, su mentn deprimido, su mandbula inferior cada y sus
enormes ojos claros y protuberantes, la expresin de su fisonoma pareca reflejar una
obstinada indiferencia por todas las cosas en general sin dejar por ello de mostrar un
aire tan solemne y serio que resultara intil intentar imitarlo o describirlo.
En su apariencia exterior al menos el marinero ms joven era, en todo, el envs de
su camarada. Su estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de piernas slidas y
arqueadas soportaba su rechoncha y pesada persona, mientras los brazos cortos y
robustos, terminados en unos puos extraordinarios, colgaban balancendose a los
lados como aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color indefinido
centelleaban muy hundidos bajo las cejas. La nariz quedaba sepultada en la masa de
carne que envolva su cara redonda, llena y colorada, y su grueso labio superior
descansaba sobre el inferior, an ms carnoso, con un aire de profunda satisfaccin,
No me sorprende que el extrao caso del seor Valdemar haya suscitado tantas
discusiones. Milagro hubiera sido que no las provocara, dadas las circunstancias!
Las partes interesadas desebamos ocultarlo al pblico por el momento o hasta que
tuviramos ulteriores oportunidades de investigacin, pero no tard en propagarse,
pese a nuestros esfuerzos, una versin tan espuria como exagerada, origen de
mltiples y desagradables falsedades y, como es lgico, de profundo descrdito.
Ha llegado, pues, el momento de sacar a la luz pblica los hechos tal como mi
comprensin los capt; helos aqu de forma sucinta:
Durante los ltimos aos mi curiosidad se ha visto fuertemente atrada por el tema
del hipnotismo; hace poco ms o menos nueve meses, me vino sbitamente la idea de
que en los experimentos hasta hoy realizados se produca una omisin no por curiosa
menos inexplicable: jams se haba hipnotizado a nadie in articulo mortis. Haba que
comprobar primero si en tales condiciones el paciente ofreca alguna sensibilidad a la
influencia magntica; y, segundo, en caso afirmativo, si su estado atenuaba o
aumentaba esta sensibilidad; en tercer lugar, hasta qu punto y por cunto tiempo el
proceso hipntico sera capaz de refrenar la intrusin de la Muerte. Aunque haba
otros puntos por aclarar, stos excitaban ms mi curiosidad, sobre todo el ltimo,
dada la importancia de sus consecuencias.
Buscando entre mis relaciones una persona que me permitiera verificar esas
particularidades, acab acordndome de mi amigo Ernest Valdemar, famoso
compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar
Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y de Garganta. El seor Valdemar,
que desde 1839 viva habitualmente en Harlem, Nueva York, es (o era) notable por su
excesiva delgadez, tanta que sus extremidades inferiores se parecan a las de John
Randolph, y tambin por la blancura de sus patillas, en contraste tan violento con sus
cabellos negros que muchos suponan que usaba peluca. Su marcado temperamento
nervioso le converta en excelente campo de prueba para las experiencias magnticas.
Le haba hipnotizado en dos o tres ocasiones sin dificultad, pero qued frustrado por
no alcanzar ms resultados de los que su especial constitucin me haba prometido.
Nunca qued su voluntad bajo mi total influencia, y respecto a la clarividencia, no
poda confiar en ninguno de mis logros. Siempre atribu el fracaso a la salud
enfermiza de mi amigo. Pocos meses antes de conocerle, los mdicos le haban
diagnosticado una tuberculosis y el seor Valdemar sola referirse a su cercano fin
con toda calma, como si se tratase de algo que no cabe lamentar ni evitar.
Cuando por vez primera se me ocurrieron las ideas a que antes he aludido, acud,
como era lgico, a Valdemar. De sobra conoca yo la ecunime filosofa de aquel
hombre para temer escrpulos de su parte; adems, no tena en Amrica parientes que
Estimado P:
Ya puede usted venir. D y F han dictaminado que no pasar de
maana a medianoche y creo que han calculado el tiempo con mucha
exactitud.
Valdemar.
Berenice y yo ramos primos, y crecimos juntos en la paterna casa solariega. Aun as,
crecimos de distinta manera: yo enfermizo y consumido en melancola; ella gil,
graciosa y desbordante de energa. Para ella eran los paseos por la colina; para m, los
estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en m mismo y entregado en cuerpo y
alma a la ms intensa y penosa meditacin; ella vagando despreocupada por la vida
sin pensar en las sombras de su camino o en la huida callada de las horas de ala de
cuervo. Berenice! Invoco su nombre Berenice!, de las grises ruinas de la
memoria mil recuerdos tumultuosos aletean a esta voz. Ah, vivida acude su imagen a
m ahora, como en los primeros das de su ardor y su dicha! Oh magnfica y, sin
embargo, fantstica belleza! Oh slfide entre los arbustos de Arnheim! Oh nyade
entre sus fuentes! Y luego, luego todo es misterio y terror, una historia que no debe
ser contada. La enfermedad, una enfermedad fatal se precipit sobre ella como el
simn; e incluso cuando yo la contemplaba, el espritu de la transformacin pesaba
sobre ella penetrando su mente, sus hbitos, su carcter, y de la manera ms sutil y
terrible llegaba a perturbar la identidad de su persona. Ay! El destructor iba y vena y
la vctima, dnde estaba? Yo no la conoca o al menos no la reconoca como
Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades acarreadas por aquella primera y fatal
que provoc una revolucin tan horrible en el ser moral y fsico de mi prima, debe
mencionarse como la ms penosa y tenaz una especie de epilepsia que terminaba
frecuentemente en catalepsia, una catalepsia muy semejante a la muerte real y de la
que despertaba ella en muchos casos con brusco sobresalto. Entre tanto mi propia
enfermedad pues me han dicho que no debo llamarla de otro modo, mi propia
enfermedad, digo, creca rpidamente adquiriendo, por ltimo, un carcter
monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria que, a cada hora, a cada minuto,
cobraba mayor intensidad y, al fin, adquiri sobre m un incomprensible ascendiente.
Esta monomana, si he de emplear este trmino, consista en una irritabilidad mrbida
de esas facultades de la mente que la ciencia metafsica designa con la palabra
atencin. Es ms que probable que no sea comprendido; pero en verdad temo que no
haya manera posible de dar a la inteligencia del lector corriente una idea apropiada de
esa nerviosa intensidad del inters con que, en mi caso, la facultad de meditacin
(por no hablar en trminos tcnicos) actuaba y se suma en la contemplacin de los
objetos del universo, aun de los ms vulgares.
Meditar infatigablemente largas horas con la atencin fija en alguna frvola nota
marginal o tipogrfica; permanecer absorto la mayor parte de un da de verano en una
sombra extraa que caa oblicuamente sobre los tapices o la puerta; perderme durante
Me sobrecogi el golpe de una puerta al cerrarse y, alzando los ojos, vi que mi prima
haba salido del aposento. Pero del agitado aposento de mi mente, ay!, no haba
salido ni se apartara el blanco y triste espectro de los dientes. Ni un punto en su
superficie, ni una sombra en su esmalte, ni una melladura en su hilera hubo en esa
pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con ms
claridad que un momento antes. Los dientes, los dientes! Estaban all, aqu y en todas
partes, visibles y palpables ante m, largos, huidos, blanqusimos, con los plidos
labios arrugados enmarcndolos como en el momento mismo en que haban
comenzado a distenderse. Entonces ocurri la furia de mi monomana y luch
vanamente contra su extraa e irresistible influencia. En los mltiples objetos del
mundo exterior no tena yo pensamientos ms que para los dientes. Los ansiaba con
un deseo frentico. Los dems asuntos, todos los restantes intereses, se desvanecieron
en su sola contemplacin. Ellos y slo ellos estaban presentes a mi mirada mental, y
su nica individualidad se convirti en la esencia de mi vida intelectual. Los vea bajo
todas las luces. Los hice adoptar todas las actitudes, estudi sus caractersticas, me
preocup por las particularidades, medit sobre su conformacin, reflexion sobre la
alteracin de su naturaleza, me estremec atribuyndoles en imaginacin una facultad
sensitiva y consciente e, incluso, sin ayuda de los labios, una capacidad de expresin
moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sall que tous ses pas taient des
sentiments, y de Berenice crea yo, con mayor seriedad an, que toutes ses dents
taient des ides. Des ides! Ah, tal fue el insensato pensamiento que me perdi!
Des ides! Ah, por eso los codiciaba yo tan locamente! Sent que slo su posesin
poda devolverme el sosiego y hacerme recobrar la razn.
Y sobre m cay la tarde y luego las tinieblas, y duraron, y se disiparon y albe un
nuevo da, y las brumas de una segunda noche se espesaron a mi alrededor, y yo
segua sentado, inmvil, en aquel aposento solitario; y segu sumido en meditacin y
el fantasma de los dientes mantena su terrible ascendiente, como si, con la ms viva
y horrenda claridad, flotara en torno, entre las luces y las sombras cambiantes de la
estancia. Por fin, un grito como de espanto y consternacin irrumpi en mis sueos y,
tras una pausa, el sonido de voces conturbadas mezcladas a sordos gemidos de dolor
y pena. Me levant de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la
biblioteca, vi rgida en la antecmara a una doncella deshecha en llanto quien me dijo
que Berenice ya no exista. Haba sufrido un ataque de epilepsia en las primeras horas
de la maana y ahora, al caer el crepsculo, la tumba estaba dispuesta para su
ocupante y hechos todos los preparativos para el entierro.
Juro por mi alma que no puedo recordar ni cmo, ni cundo, ni siquiera dnde conoc
a lady Ligeia. Largos aos han transcurrido desde entonces y los sufrimientos han
debilitado mi memoria. O quiz no puedo recordar ahora aquellas cosas porque, a
decir verdad, el carcter de mi amada, su raro saber, su belleza peculiar y, sin
embargo, plcida, y la conmovedora y penetrante elocuencia de su hondo lenguaje
musical, se abrieron paso en mi corazn con tanta cautela y constancia que pasaron
inadvertidos e ignorados. Creo, sin embargo, haberla encontrado por vez primera, y
luego en la mayora de las ocasiones, en una vieja y ruinosa ciudad cerca del Rin.
Seguramente le o hablar de su familia. Est fuera de duda que proceda de una
estirpe muy remota. Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por su naturaleza sirven
como ningn otro para amortiguar las impresiones del mundo exterior, slo por este
dulce nombre Ligeia, acude a los ojos de mi fantasa la imagen de aquella que ya
no existe. Y ahora, cuando escribo, centellea sobre m el recuerdo de que nunca supe
el apellido paterno de quien fuera mi amiga y prometida, luego compaera de
estudios, y, al fin, la esposa de mi corazn. Fue por una orden caprichosa por parte
de mi Ligeia, o fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llev a no hacer
indagaciones sobre ese punto? O fue ms bien un capricho mo, una vehemente y
romntica ofrenda en el altar de la ms apasionada devocin? S, slo recuerdo de
manera confusa el hecho, cmo extraarse de que haya olvidado por completo las
circunstancias que lo provocaron o lo acompaaron? En verdad, si alguna vez ese
espritu que llaman novelesco, si alguna vez la plida y alada Ashtophet del idlatra
Egipto ha presidido, segn dicen, los matrimonios fatdicos, con toda seguridad
presidieron el mo.
Hay un tema muy caro sobre el que, sin embargo, no falla mi memoria. Es la
persona de Ligeia: era de alta estatura, ms bien delgada, y en los ltimos das, algo
demacrada. Resultara vano intentar describir la majestad, la tranquila soltura de su
porte o la incomparable ligereza y elasticidad de su paso. Llegaba y parta como una
sombra. Jams advert su entrada en mi cerrado gabinete de trabajo, de no ser por la
amada msica de su dulce y profunda voz, cuando posaba su marmrea mano sobre
Metzengerstein (Metzengerstein)
Relato publicado por primera vez en el Saturday-Courier el 14 de enero de 1832,
y reimpreso posteriormente con el subttulo de Cuento a imitacin de los alemanes.
Fue el primero publicado por Poe.
Hop-Frog (Hop-Frog)
Originalmente, este relato apareci en The Flag of Our Union en marzo de 1849,
bajo el ttulo de Hop-Frog, or the Eight Chained Orang-Outangs.
Los hechos en el caso del seor Valdemar (The facts in the case of Mr.
Valdemar)
Relato publicado por la American Whig Review en diciembre de 1845; la versin
final apareci en el Broadway Journal en 1845; en vida de Poe se edit en Inglaterra
con otros ttulos: The last conversation of a sonnambule, en The Popular Record of
Modern Science; Mesmerism. In articulo mortis, en forma de folleto, aceptado
generalmente como descripcin cientfica de un hecho real.
Berenice (Berenice)
Apareci en marzo de 1835 en el Southern Literary Messenger.
Ligeia (Ligeia)
El mejor de todos sus cuentos segn el propio autor, se public en septiembre de
1838, en la revista American Museum of Science, Literature and the Arts de
Baltimore; incluido en Tales of the Grotesque and Arabesque, fue revisado
ampliamente para la edicin definitiva que se public en el Broadway Journal (27 de
septiembre de 1845).
Morella (Morelia)
Apareci en abril de 1835 en la Southern Literary Messenger.
Mercier, en Lan deux mille quatre cents cuarante, mantiene seriamente las doctrinas
de la metempsicosis y J. DIsraeli afirma que no hay ningn sistema tan sencillo y
que repugne menos a la inteligencia. Se dice tambin que el coronel Ethan Alien,
el muchacho de las montaas verdes, era asimismo un adepto de la metempsicosis.
(Nota de E. A. Poe.) <<
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