El Misterio de La Calle de Las Glicinas
El Misterio de La Calle de Las Glicinas
El Misterio de La Calle de Las Glicinas
Nuria Pradas
–Sí, ¿diga?
–No, pero tengo una idea. Y no puedo seguir ni un minuto más así.
–¿Así? ¿Cómo?
–Mira quién ha venido –saluda Tío Ralphie desde detrás del amplio mostrador de
mármol.
Lleva un delantal y está hablando con una señora larguirucha que tiene una
corrida en las medias a la altura del tobillo. Un niñito con el cuello mugriento está
agarrado a una de sus piernas y otro crío con un pegote de mermelada en la cara
se le ha abrazado a la otra pierna. Cuando se da la vuelta, veo que tiene un bulto
redondo en la barriga.
–¿Cómo estás?
Está ante el tonto de la clase o ante su líder natural. Líder, tonto o capullo, parece
que le gusta provocar. A ver qué haces ahora, guapa. ¿Qué hago? Pase lo que
pase, conservar la calma. Y, si es posible, la sonrisa. Que toda la procesión vaya
por dentro.
–Veo que hay buen nivel en esta clase. ¿Conoces la poesía renacentista
española?
–Por supuesto.
–¿Sabes su nombre?
Sus compañeros le animan sin palabras. En sus caras se leen las ganas de
jolgorio a costa de la novata. Vamos, colega, tienes que mantener el desafío. Al
cabo de una larga pausa, el muchacho se relaja y responde.
Eso sería perder los papeles, reconocer abiertamente la derrota. Además, con esa
táctica del avestruz, dejaría claro que es muy vulnerable, y sería el principio del fin.
Sofía prefiere otorgar otro sentido a este pulso. Bien puede imaginar que el
agitador veterano y la profesora novata han entendido perfectamente sus papeles
y los están bordando. Se podrían odiar a muerte el primer día, pero en realidad se
miran con simpatía porque, sin buscarlo, se han visto ambos haciendo teatro,
interpretando una comedia ligera en el inicio mismo del duro comienzo de curso.
–Por cierto, Unamuno, ¿cómo te llamas?
–Nacho.
–Gracias. Igualmente.
–¡Tom!
Silencio.
–¡Tom!
Silencio.
La anciana se bajó las gafas y miró toda la habitación por encima de ellas; luego
se las subió y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de ellas para
molestarse en buscar algo tan pequeño como un muchacho, porque eran sus
gafas de lujo, su mayor orgullo, y las llevaba para presumir y no porque le hicieran
falta; para el caso podría haber visto con un par de arandelas de los fogones. Se
quedó perpleja un momento y dijo, no con rabia, aunque con voz lo bastante alta
para que hasta los muebles la oyeran:
Fue hasta la puerta abierta, se detuvo en el umbral y miró entre las tomateras y las
matas de trompetillas del huerto. Ni señales de Tom. De modo que proyectó la voz
en un ángulo calculado para que llegara lejos y gritó:
–¡Eeeeh, Tooom!
Se oyó un ruidito a sus espaldas y la anciana se volvió justo a tiempo para agarrar
a un chico por el dobladillo de la chaqueta e impedir que huyera.
–¿Cómo que nada? Fíjate qué manos, fíjate qué boca. ¿Qué es esa cochinada?