El Misterio de La Calle de Las Glicinas

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EL MISTERIO DE LA CALLE DE LAS GLICINAS.

Nuria Pradas

Al cumplirse un mes de la desaparición de Marc, Elena se hundió. Aquello era una


agonía. A veces se sorprendía pensando que hubiera preferido que Marc estuviera
muerto. Al menos, así sabría dónde estaba, se habría podido despedir, podría
llevarle flores a la tumba. Pero cuando Elena tomaba conciencia de esos negros
pensamientos, sacudía la cabeza de lado a lado para ahuyentarlos. Marc estaba
vivo. ¡Seguro que estaba vivo! Pero, ¿dónde? ¿Por qué había desaparecido así,
de repente? Quizá en esos momentos, mientras ella lloraba por él, él sufría, o se
encontraba solo, perdido... Pero, ¿por qué? ¿por qué? Dios mío, ¿por qué él?

Elena paseaba, nerviosa, arriba y abajo de la habitación. Parecía una fiera


enjaulada. La pena y la impotencia se mezclaban y la convertían en un manojo de
nervios. No podía acudir a la policía; siempre que el inspector jefe la veía, se
escondía, y si no le daba tiempo a esconderse, se la sacaba de encima con
palabras amables pero vacías. Tampoco quería volver a la casa de Marc. Estaba
muy dolida por cómo la habían tratado los padres del chico. Porque, si bien era
cierto que la relación con Marc no era formal –hacía solo seis meses que salían–,
eso no justificaba que la ignoraran, que la despreciaran, como si solo ellos
tuvieran la exclusiva de sufrir, como si solo ellos lo amaran.

Claro que con Guille era otra cosa... ¡Guille!

Elena se abalanzó hacia el teléfono, decidida a hablar con Guille, el hermano de


Marc. Si contestaba la madre o el padre, colgaría.

–Sí, ¿diga?

–¿Eres tú, Guille?

–Sí. ¿Eres Elena?

–Guille, escúchame... Tenemos que hablar.

–Elena, ¿qué pasa? Estás muy nerviosa. ¿Sabes algo de Marc?

–No, pero tengo una idea. Y no puedo seguir ni un minuto más así.

–¿Así? ¿Cómo?

–De brazos cruzados.


PENNY, CAÍDA DEL CIELO. Jennifer L. Holm

El cartel de fuera dice CARNICERÍA FALUCCI. LOS MEJORES CORTES DE


CERDO Y TERNERA.

Abro la puerta y suena una campanita.

–Mira quién ha venido –saluda Tío Ralphie desde detrás del amplio mostrador de
mármol.

Lleva un delantal y está hablando con una señora larguirucha que tiene una
corrida en las medias a la altura del tobillo. Un niñito con el cuello mugriento está
agarrado a una de sus piernas y otro crío con un pegote de mermelada en la cara
se le ha abrazado a la otra pierna. Cuando se da la vuelta, veo que tiene un bulto
redondo en la barriga.

–Señora Chickalos –dice orgulloso Tío Ralphie–, ¿conoce a mi preciosa sobrina,


Penny? Es la hija de mi difunto hermano Freddy, que Dios lo tenga en su gloria.

La señora Chickalos se vuelve hacia mí y me dice con voz suave:

–¿Cómo estás?

–Encantada de conocerla –digo.


Tío Ralphie continúa con la señora Chickalos.
–Entonces, ¿está segura de que no necesita jamón? Tengo un jamón buenísimo
en la trastienda, una delicia.
–No me lo puedo permitir –dice ella con la misma voz tan suave.
–No se preocupe por eso, ¿está claro? –dice mi tío–. Usted cuide bien a esos
niños tan hermosos que tiene.
De hecho, los niños podrían darse un buen baño antes de que nadie los llamara
hermosos, pero así es Tío Ralphie. Observo cómo mi tío corta y envuelve un gran
trozo de jamón y se lo pone en la bolsa. Acto seguido envuelve un pollo entero y lo
mete también.
–Con los huesos se puede hacer un buen caldo. De ahí salen dos y hasta tres
comidas –guiña un ojo–. Le sentará bien al bebé.
OTOÑO AZUL. José Ramón Ayllón

Está ante el tonto de la clase o ante su líder natural. Líder, tonto o capullo, parece
que le gusta provocar. A ver qué haces ahora, guapa. ¿Qué hago? Pase lo que
pase, conservar la calma. Y, si es posible, la sonrisa. Que toda la procesión vaya
por dentro.

–Veo que hay buen nivel en esta clase. ¿Conoces la poesía renacentista
española?

–Por supuesto.

–Hay un poeta famoso por unas coplas a la muerte de su padre...

El muchacho permanece en silencio y taladra a la profesora con una mirada


extrañamente dura.

–¿Sabes su nombre?

Sus compañeros le animan sin palabras. En sus caras se leen las ganas de
jolgorio a costa de la novata. Vamos, colega, tienes que mantener el desafío. Al
cabo de una larga pausa, el muchacho se relaja y responde.

–Bueno..., su padre se murió y él lo sintió muchísimo.

–¿No se llamaba Jorge?

–Creo que sí.

–Muy bien. ¿Y se apellidaba?

–Supongo que Valdano.

La clase ya es un circo y Sofía quiere rendirse. Reconoce que está haciendo el


ridículo ante un agitador profesional. ¿Se irá del aula con un portazo y amenazas?
¡Claro que no!

Eso sería perder los papeles, reconocer abiertamente la derrota. Además, con esa
táctica del avestruz, dejaría claro que es muy vulnerable, y sería el principio del fin.
Sofía prefiere otorgar otro sentido a este pulso. Bien puede imaginar que el
agitador veterano y la profesora novata han entendido perfectamente sus papeles
y los están bordando. Se podrían odiar a muerte el primer día, pero en realidad se
miran con simpatía porque, sin buscarlo, se han visto ambos haciendo teatro,
interpretando una comedia ligera en el inicio mismo del duro comienzo de curso.
–Por cierto, Unamuno, ¿cómo te llamas?

–Nacho.

–Pues encantada de conocerte, Nacho.

–Gracias. Igualmente.

LAS AVENTURAS DE TOM SAWYER. Mark Twain

–¡Tom!

Silencio.

–¡Tom!

Silencio.

–¿Dónde se habrá metido ese muchacho? ¡Tooom!

La anciana se bajó las gafas y miró toda la habitación por encima de ellas; luego
se las subió y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de ellas para
molestarse en buscar algo tan pequeño como un muchacho, porque eran sus
gafas de lujo, su mayor orgullo, y las llevaba para presumir y no porque le hicieran
falta; para el caso podría haber visto con un par de arandelas de los fogones. Se
quedó perpleja un momento y dijo, no con rabia, aunque con voz lo bastante alta
para que hasta los muebles la oyeran:

–Como llegue a agarrarte te...

No terminó la frase, se agachó y con la escoba se puso a buscar debajo de la


cama, de modo que precisó tomar aliento para asestar cada escobazo. Sólo
consiguió hacer salir al gato.

–¡No he visto nada igual a ese muchacho!

Fue hasta la puerta abierta, se detuvo en el umbral y miró entre las tomateras y las
matas de trompetillas del huerto. Ni señales de Tom. De modo que proyectó la voz
en un ángulo calculado para que llegara lejos y gritó:

–¡Eeeeh, Tooom!

Se oyó un ruidito a sus espaldas y la anciana se volvió justo a tiempo para agarrar
a un chico por el dobladillo de la chaqueta e impedir que huyera.

–¡Te he pillado! No se me ocurrió buscar en la alacena. ¿Qué hacías ahí metido?


–Nada.

–¿Cómo que nada? Fíjate qué manos, fíjate qué boca. ¿Qué es esa cochinada?

–No lo sé, tía.

–Pues yo sí. Ya te lo digo yo..., es mermelada. Te he dicho un millón de veces que


si no dejabas en paz la mermelada, te despellejaría. Dame esa vara.

La vara se agitó en el aire. El peligro era inminente.

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