La Catedral
La Catedral
La Catedral
César Mallorquí
ediciones SM
Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid
Prólogo
1281 Anno Domini
Han transcurrido muchos años desde que sucedió lo que ahora voy a relatar y, sin
embargo, el recuerdo de aquellos hechos permanece nítido en mi memoria. No es
extraño; uno nunca olvida la primera vez que se enfrentó a la muerte.
Mi historia aconteció en una época violenta, si es que alguna no lo ha sido, mas la
clase de violencia que tuve que afrontar fue muy distinta a lo que, incluso en aquellos
tiempos, se tenía por normal. Podría decirse que bailé con el diablo y sobreviví para
contarlo.
Ahora, cuando me dispongo a poner por escrito la memoria de aquellos
acontecimientos terribles, sólo me resta decidir el comienzo. Aunque, bien pensado, la
elección es sencilla; soy constructor, mi trabajo consiste en erigir edificios, templos,
fortalezas, de modo que por ahí debe iniciarse mi historia.
Todo comenzó, pues, el día que me convertí en francmasón...
★ ★ ★
Nunca olvidaré el día en que padre me llevó por primera vez a una reunión de la
logia. Ocurrió el doce de mayo del año de nuestro Señor de 1282, la fecha de mi
decimocuarto cumpleaños. Hasta entonces había sido un niño, pero ese día me convertí
en hombre. En hombre libre, la única clase de persona que, según mi padre, valía la
pena ser.
Por aquel entonces llevábamos varios años instalados en Estella, una villa del
reino de Navarra así llamada en honor a la estrella de Compostela, pues se encuentra
situada en la ruta de los peregrinos. Mi padre, León Yáñez, era cantero; maestro
constructor, en realidad, pues estaba instruido en los secretos de Salomón y era ducho
en el arte de erigir templos, puentes y fortalezas.
Vivíamos en una casa de piedra con techumbre de paja situada a no mucha
distancia de Santo Domingo, la iglesia cuyas obras dirigía mi padre. Como era un
lathomus —maestro de obras, según la lengua de los romanos—, la más elevada
condición entre los masones, el hogar que el Cabildo nos había asignado gozaba de
ciertos lujos que el común de los mortales no suele disfrutar: contraventanas para
protegernos de los vientos invernales, lechos de madera con jergones de paja, candiles
de hierro y una abundante provisión de sebo para alimentarlos.
Margarita, mi madre, que había nacido en el país de los francos, solía adornar
nuestra morada con artemisa y madreselva, en primavera; y con muérdago y acebo al
llegar el invierno. También se ocupaba de cocinar en el hogar situado en el centro de la
casa, y de aventar el humo para secar bien la paja del techo antes de las lluvias, y de
remendar nuestras ropas, y de asear la estancia, y de alimentar a las gallinas, y de
ordeñar a las dos cabras que nos permitían disfrutar de leche fresca. Sin duda, mi madre
era una mujer muy atareada.
Entre tanto, mi padre y yo trabajábamos en la construcción de la iglesia, de sol a
sol, con un descanso para el desayuno y otro para el almuerzo. El se ocupaba de dirigir a
los albañiles y de tallar las estatuas de los pórticos, pues además de lathomus era un
experto imaginero. Yo, por mi parte, ayudaba en la obra transportando piedras sillares
con la carretilla, o mezclando agua, arena y cal para preparar el mortero. Aún no había
sido aceptado como masón, ni siquiera alcanzaba el grado de aprendiz. No era nada,
apenas uno más entre los muchos peones que sólo aportaban a la construcción del
templo la fuerza de sus músculos; aunque, a decir verdad, ni siquiera de músculos podía
presumir, pues por aquel entonces sólo era un muchacho no muy desarrollado. Sin
embargo, mientras sudaba bajo un sol de plomo fundido, transportando pesados bloques
de arenisca de un lado a otro, mi corazón abrigaba la esperanza de ser pronto aceptado
en la logia, donde recibiría la instrucción necesaria para dominar los secretos de la
piedra.
Aquella mañana, la mañana de mi decimocuarto cumpleaños, la monotonía de mis
quehaceres diarios se vio gratamente quebrada. Cuando madre me despertó ya había
amanecido y padre se encontraba desde hacía rato en la obra.
—Feliz aniversario, Telmo —dijo ella con una sonrisa—. Tu padre te ha dado el
día libre, así que puedes hacer lo que se te antoje. Pero ahora levántate, pues tienes listo
el desayuno.
¡Un día de asueto! Salté del jergón y corrí a sentarme en un taburete frente a la
mesa, donde me esperaba un tazón de gachas con leche, endulzadas con miel para la
ocasión. Las devoré en un santiamén, me puse las calzas y el jubón y salí a toda prisa de
la casa. Mientras cruzaba la puerta, madre me gritó que fuera al río a bañarme, pero no
hacía ni una semana que me había lavado por última vez, de modo que hice oídos
sordos y corrí al patio trasero, a la pequeña casamata donde padre guardaba sus
utensilios de trabajo. Allí, oculta en un arcón y envuelta en arpillera, había una pequeña
talla de Nuestra Señora a medio terminar.
Aquella figura de caliza blanca era mi máximo orgullo, mi bien más preciado. Yo
era su autor, yo la había esculpido, pues, aunque ni siquiera era un aprendiz de cantero,
padre me instruyó en el arte de la imaginería desde mi más tierna infancia. Nací con un
buril y un mazo entre las manos, por mis venas corría polvo de piedra, y aquella
escultura era el resultado de largos años de aprendizaje.
Saqué la talla del arcón y desenvolví la arpillera; el risueño rostro de la Virgen
pareció saludarme al surgir de entre los pliegues de la tela. Me detuve unos segundos
para examinar la imagen con mirada apreciativa: medía tres palmos de altura y
representaba a Nuestra Señora en estado de buena esperanza, con una mano apoyada en
la cadera derecha, la otra descansando sobre el abultado vientre y el rostro iluminado
por una sonrisa.
Deposité la talla sobre el banco de trabajo, tomé prestadas, de entre las
herramientas de mi padre, una gubia fina y un mazo de madera y comencé a perfilar los
pliegues del inacabado manto de la Virgen. Llevaba dos meses trabajando en aquella
imagen, aprovechando mis escasos momentos de asueto para esculpirla. Jamás
ornamentaría ninguna iglesia, ni siquiera presidiría el altarcillo de una humilde ermita,
pues su único objetivo era servirme de práctica; pero eso poco importaba. Era mi obra.
Pasé toda la mañana trabajando en la talla, labor que sólo interrumpí a la hora de
comer. Con motivo de mi aniversario, madre había matado una gallina y la había
guisado con rábanos y vainas. Fue todo un banquete, sólo ensombrecido por la ausencia
de mi padre, que aquel día había decidido almorzar a pie de obra. Reconozco que eso
me entristeció; a fin de cuentas, yo acababa de cumplir catorce años y confiaba en que
él me acompañara en un día tan señalado.
Después de comer regresé al cobertizo y me puse de nuevo a esculpir la imagen de
Nuestra Señora. Las horas de la tarde pasaron con la ligereza de una nube arrastrada por
la brisa y pronto llegó el atardecer. Y con las sombras del ocaso vino también mi padre.
Abstraído como estaba en mi labor, no le oí acercarse, pero supongo que permaneció un
rato en silencio a mis espaldas, contemplándome trabajar, antes de interrumpirme con
un carraspeo.
—Telmo —dijo—, coge esa imagen y acompáñame.
—¿Adonde vamos, padre? —pregunté con sorpresa.
—A la logia. Quiero que los compañeros conozcan tu trabajo.
Permanecí unos segundos desconcertado, con la boca abierta, y de pronto
comprendí el significado de sus palabras. Iba a ser propuesto como aprendiz de masón.
¡Por fin! Entonces me entró un miedo terrible, miedo a que mis esfuerzos fueran objeto
de burla, miedo a fracasar, a no ser aceptado.
—Pero la imagen no está acabada... —protesté.
—Tonterías —padre rechazó la excusa con un ademán y comenzó a alejarse—.
Vámonos ya, Telmo, que nos están esperando.
¿Qué podía hacer? Tragué saliva, envolví la escultura en la arpillera, me la eché al
hombro y fui en pos de mi padre.
★ ★ ★
Recorrimos en silencio las estrechas callejas de Estella, por entre casas de madera
que parecían encorvarse las unas sobre las otras, como un baile de jorobados. La noche
se avecinaba y los habitantes de la villa comenzaban a prepararse para la inminente
oscuridad. Los artesanos recogían sus enseres, los labriegos estabulaban el ganado, las
mujeres llamaban a gritos a sus hijos y los hombres acarreaban haces de leña para ali-
mentar la lumbre del hogar. Mientras atravesábamos el río Ega por el puente de la
Cárcel, nos cruzamos con los lanceros que se dirigían a la muralla para cumplir su
guardia.
Las obras de la iglesia de Santo Domingo se encontraban cerca de la judería.
Aunque el templo estaba prácticamente concluido, todavía se hallaba cubierto de
andamios, grúas de madera y cabrestantes. El lugar estaba desierto, como era de esperar
dado lo tardío de la hora. Al llegar, padre se detuvo frente a la logia y me advirtió:
—Hoy serás propuesto como aprendiz, Telmo. No soy yo quien ha de aceptarte,
sino los compañeros. Si respondes con sinceridad a sus preguntas y te muestras
humilde, nada debes temer, así que borra esa cara de susto, hijo.
Me tranquilizó con una fugaz sonrisa, abrió la puerta y entró en la logia. Pese a
que había estado allí cientos de veces, las piernas me temblaban cuando crucé el umbral.
La logia no era más que un cobertizo de madera situado junto a la obra, el lugar donde
se guardaban las herramientas y se trazaban los planos, donde los constructores
almorzaban y donde realizaban los trabajos más delicados. Pero también era el recinto
donde los francmasones se reunían para discutir cuestiones relacionadas con la
hermandad, y a aquellos cónclaves yo jamás había sido invitado. Hasta entonces.
En el interior de la logia, reunidos bajo la temblorosa luz de las lámparas de
aceite, cinco constructores aguardaban sentados en torno al banco de trabajo. Conocía
sus nombres: Jorge de Burgos, Otto el germano, Eutimio de Tolosa, Nicefas el cojo y
Perdigotto el genovés. Todos ellos trabajaban en las obras de Santo Domingo, nos
conocíamos de sobra, pues convivíamos cada día, pero ninguno me saludó al verme
entrar.
—Compañeros masones —dijo padre, con solemnidad, una vez que la puerta se
hubo cerrado—: el aquí presente, Telmo Yáñez, desea ingresar como aprendiz en esta
logia. Estamos, pues, reunidos para decidir si es o no aceptado; examinaremos su
trabajo y después votaremos.
Padre no era hombre de muchas palabras, así que concluyó su breve discurso y me
invitó con un gesto a adelantarme y presentar mi obra. Yo estaba aterrorizado; sabía que
el resto de mi existencia dependía de lo que ocurriese en aquel momento y el peso de la
responsabilidad paralizaba mis músculos y sellaba mis labios. Tragué saliva, deposité la
talla de la Virgen sobre el banco de trabajo y aparté la arpillera que la mantenía oculta.
Durante lo que a mí se me antojó una eternidad, nadie dijo nada. Todas las
miradas convergían en la escultura, que de pronto me pareció torpe y desmañada, pero
las bocas permanecían mudas y los rostros inexpresivos. Supuse que aquel silencio era
el preludio de mi fracaso y a punto estuve de echarme a llorar; entonces Perdigotto dijo
en voz baja:
—La Madonna no está erguida, ladea el cuerpo hacia la diestra. ¿Por qué?
Tardé unos segundos en comprender que me lo estaba preguntando a mí. De modo
que aquél era mi error, pensé con desánimo: alejarme de los cánones y dejar volar la
imaginación. Me estaba bien empleado, por presuntuoso.
—Porque está embarazada —contesté con un hilo de voz—. Me he fijado en que
las comadres del pueblo, cuando se hallan grávidas y próximas al parto, suelen reposar
descargando el peso del cuerpo sobre un pie... Yo sólo quería imitar el gesto.
Perdigotto contempló de nuevo la talla y alzó las cejas.
—Pues es un gesto gracioso —comentó en tono aprobador—. Incluso gentil, yo
diría.
Como si las palabras del genovés hubieran desatado las lenguas, todos se pusieron
a hablar a la vez.
—¡Es bellísima! —exclamó Eutimio.
—No puedo creerlo —terció Nicefas, asombrado—; tan joven y tan hábil...
—Semper ingenia summa in occulto latent —apuntó Otto, que presumía de ser
ducho en latines.
Jorge se volvió hacia mi padre y, con los brazos en jarras, le espetó:
—Demasiada destreza para un crío. ¿No le habrás ayudado tú?
Padre profirió una carcajada y señaló la talla con un ademán.
—¿Crees que yo sabría hacer algo así? —sacudió la cabeza—. No tengo tanto
talento, Jorge.
A duras penas podía creer lo que estaba oyendo: ¡mi trabajo les gustaba! Me
sentía como en una nube y cada lisonja que brotaba de sus labios contribuía a alzarme
un palmo más sobre el suelo, tal era el alborozo que me embargaba. Fue padre el que
me devolvió a la realidad al decir:
—Basta de charlas. Ahora debemos votar la aceptación de Telmo Yáñez como
aprendiz.
El sistema de votación era sencillo. Cada masón disponía de dos piedras: una
blanca, que significaba «sí», y otra negra, cuyo significado era «no». Padre puso una
arqueta sobre el banco de trabajo y, uno a uno, los compañeros introdujeron en ella la
piedra de su elección. Luego, padre procedió al recuento de los votos. Abrió la arqueta,
examinó su contenido y acto seguido, sin poder ocultar del todo una sonrisa de orgullo,
dejó caer las piedras sobre la madera del banco.
Las seis eran blancas.
A punto estuve de proferir un grito de alborozo, pero padre me contuvo con un
gesto, al tiempo que me entregaba un crucifijo de madera labrada.
—Has sido aceptado en esta logia, Telmo Yáñez —dijo con gravedad—, de modo
que debes realizar tus juramentos. ¿Juras, sobre la cruz, aplicarte en dominar los
principios de la construcción y realizar tus labores con empeño y provecho, y acatar las
instrucciones y órdenes del maestro de obras, así como las de tus compañeros superiores
en rango, y mantener en secreto las enseñanzas que recibas, al igual que el contenido de
nuestras reuniones?
—Lo juro —musité.
—En tal caso, ya perteneces a la fraternidad de los constructores, Telmo Yáñez.
Eres un francmasón, te felicito —frunció el ceño—. Pero ¿sabes lo que significa ser
francmasón?
No supe qué contestar. Mi padre, aunque no era aficionado a los discursos, se
inclinó hacia mí y me habló largamente, y a juzgar por la seriedad con que pronunciaba
sus palabras, comprendí que pretendía transmitirme algo de gran importancia.
—En la cristiandad —dijo— hay tres poderes: la nobleza, los guerreros y la
Iglesia. Sin embargo, ninguna de esas castas es realmente libre. El Rey y sus nobles
dependen de los ejércitos, y éstos, del dinero que obtienen de la aristocracia. La Iglesia,
por su parte, depende de Roma, donde el Papa, a su vez, está a merced de los poderes
temporales. Nadie es libre, y menos aún los siervos, que ocupan el lugar más bajo en el
orden social. Existe una cuarta clase: los artesanos. Mas tampoco ellos son libres, pues
se hallan bajo el poder del señor del feudo.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Hay, no obstante, una clase de artesanos que son diferentes a los demás: los
constructores. «Francmasón» significa albañil libre. Libre, Telmo, porque un masón no
está sujeto a poder alguno. Cierto es que tenemos patrones, aquellos que nos encargan
las obras y aportan el capital, pero se trata de una relación libremente aceptada por
ambas partes, en virtud de un contrato que concluirá una vez finalizado el trabajo.
Luego, el masón será libre para ejercer su oficio donde le plazca. Tal es nuestro tesoro,
la libertad, pero también nuestro yugo, pues debemos ejercerla con prudencia y buen
juicio —padre concluyó su discurso y puso sobre el banco de trabajo un pergamino
virgen, un cuenco de pintura negra y un pincel—. Puesto que ya eres aprendiz —dijo—,
deberás trazar en este pergamino tu marca para que sea conocida por todos.
La «marca de cantero» es la firma personal de cada masón. Se graba a golpe de
cincel en las piedras talladas, sea para establecer la paga de los operarios cuando se
trabaja a destajo, o simplemente como proclamación de autoría. Hacía muchos años que
yo había decidido cuál sería mi signo: inscribiría las iniciales de mi nombre, la T y la Y
superpuestas. Tomé el pincel, lo mojé en pintura y tracé mi marca sobre el amarillento
pergamino:
—Ese signo contiene la pata de oca de los canteros occitanos y la cruz de los
cristianos —comentó Jorge—. Es una buena marca, Telmo, te dará suerte.
Estaba equivocado; no era precisamente buena suerte lo que me deparaba el
destino, pero eso entonces nadie podía saberlo.
Al parecer, la ceremonia de aceptación ya había concluido, pues los compañeros
se arremolinaron en torno a mí y me felicitaron con vigorosas palmadas en la espalda.
Nicefas sugirió que, en lo sucesivo, yo podría ocuparme de tallar la ornamentación de
los capiteles, mas Perdigotto adujo que, dado mi arte, debería esculpir la imaginería del
pórtico.
—¡No! —exclamó de repente mi padre—. No se empieza a construir una casa por
el tejado. Telmo ha sido aceptado como aprendiz, y propios de un aprendiz serán sus
trabajos. Tallará sillares y columnas, y con el tiempo quizá pueda ocuparse de las
filigranas de la arquivolta. Pero la imaginería es tarea de compañeros, no de aprendices.
Un silencio sepulcral siguió a sus palabras. Padre cogió entonces un odre de vino
que había comprado en el pueblo y, recuperando la sonrisa, dijo en tono jovial:
—Ahora, amigos, bebamos para celebrar que mi hijo se ha convertido en un
hombre libre.
★ ★ ★
Tras dar buena cuenta de las primeras jarras, entre chanzas y bromas,
comenzamos a entonar con escasa armonía, pero gran entusiasmo, cantos juglarescos
que pronto, a medida que el vino corría por nuestras gargantas, se convirtieron en obs-
cenas tonadas tabernarias. Luego, los compañeros se enzarzaron en una animada partida
de dados y el vino siguió corriendo. No era la primera vez que bebía, pero nunca lo
había hecho tan profusamente, de modo que no tardé en sentirme un poco mareado.
Dado que no tenía dinero para jugar, ni ánimo para hacerlo, me acomodé en el suelo
contra unas losas. Sin pretenderlo, debí de quedarme dormido, pues me sobresalté al oír
una voz diciéndome:
—¿Estás cansado, Telmo?
Parpadeé para espantar el sueño y descubrí que padre se había sentado a mi lado;
tenía en el regazo una bolsa de cuero que sujetaba con ambas manos, como si fuera algo
muy valioso. Los compañeros, entre tanto, seguían enfrascados en la partida y el sonido
de los dados corriendo por el tablero se mezclaba con las exclamaciones de los
jugadores.
—El vino me ha dado sueño, padre —respondí—. Pero estoy bien.
—A beber también se aprende. Por ejemplo, nunca bebas en el trabajo, sobre todo
si has de subir a un andamio —padre esbozó una sonrisa, mas no tardó en recuperar la
seriedad—. Ahora que has sido aceptado como masón —prosiguió—, quiero
preguntarte algo: ¿hasta dónde quieres llegar? ¿Cuál es tu meta?
—Quiero ser maestro constructor —repuse con presteza—. Un lathomus, como
vos.
—Entonces debes comprender algo: posees un prodigioso talento para la
escultura, pero lo importante de un edificio no son las imágenes que lo adornan, sino su
estructura y sus proporciones. El secreto de la construcción reside en la armonía, y para
desentrañar tal secreto es preciso dominar el álgebra, la geometría, el dibujo, la
perspectiva, la forma en que se distribuyen los empujes y las cargas... —se encogió de
hombros—. Aún te queda mucho por aprender, Telmo, y si te dejas encandilar por tu
habilidad con la talla jamás lograrás ser un lathomus. ¿Lo comprendes?
Pese a mi embriaguez, supe que padre tenía razón. Él siempre decía que la
paciencia es la mayor virtud de un constructor, pues sólo con paciencia puede la débil
carne dominar a la piedra. Asentí con la cabeza y padre sonrió, satisfecho. Luego, tras
un breve silencio, me tendió la bolsa de cuero.
—Toma, es un regalo; por tu aniversario.
La bolsa, que pesaba mucho, produjo un tintineo metálico cuando cambió de
manos. Al abrirla me quedé con la boca abierta, pues en su interior había un juego
completo de herramientas. Cinceles, gradinas, gubias, punzones, mazos, una cresta de
gallo para alisar la piedra, una escuadra, un compás, una plomada y un nivel, todos
recién forjados, nuevos y resplandecientes. A padre debían de haberle costado una
fortuna.
—Gracias... —musité, sin apartar los ojos de aquel tesoro.
—Es todo lo que necesita un francmasón para ejercer su oficio —padre me
revolvió los cabellos—. Qué rápido has crecido —dijo con expresión soñadora—;
parece que fuera ayer cuando te daba de comer sobre mis rodillas... —suspiró—. Hay
algo de lo que no te he hablado, Telmo. ¿Sabes lo que es el Tour?
—No, ¿qué es?
—Una costumbre de nuestro gremio. Llegado el momento, los aprendices deben,
durante al menos cinco años, ejercer su oficio en obras de diversas regiones y países.
Los canteros francos, por ejemplo, han de trabajar en Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes y
Orleans antes de ser aceptados como compañeros.
—¿Por qué, padre?
—Porque ese periplo, el Tour, permite conocer variados estilos y técnicas, y
aprender de grandes maestros.
—¿Vos lo realizasteis?
—Claro. Fue en Lyon donde conocí a tu madre. Precisamente allí trabajé a las
órdenes del maestro Thibaud de Orly, el hombre del que lo aprendí todo.
Reflexioné unos instantes.
—¿Cuándo deberé emprender ese viaje? —pregunté.
—Todavía eres muy joven —padre se incorporó en busca de una jarra de vino y
agregó mientras se alejaba—: Dentro de unos años, ya veremos...
De modo que debería abandonar a mis padres y llevar una vida itinerante en el
país de los francos... Con eso no había contado, mas, según mi padre, aún faltaban años
para ello. Una eternidad, tal y como yo lo veía entonces. Así que acaricié mis nuevas
herramientas y me olvidé por completo del Tour.
Lo que en aquel momento ignoraba es que no habría de transcurrir ni un año y
medio antes de que me viera obligado a abandonar el reino de Navarra camino de
Bretaña, para acudir a una cita en la que correría peligro no sólo mi vida, sino también
la salvación de mi alma.
Capítulo 2
★ ★ ★
Padre partió hacia Compostela cuatro días después. Debería haber comprendido la
relevancia de aquel viaje cuando supe que el Cabildo no sólo no había puesto ninguna
traba a que su maestro de obras abandonara el trabajo, sino que además había aportado
el caballo y corrido con todos los gastos, pero entonces no le di importancia.
Seis semanas más tarde, padre regresó a Estella. Aún recuerdo su rostro cansado y
serio cuando bajó de la montura frente a nuestro hogar. Besó a madre y me dio un
abrazo, pero no nos contó nada de lo que había hecho. Aquella misma noche hubo una
reunión en la logia a la que, como venía siendo costumbre, no pude asistir. Dos días
después, los compañeros enviaron un emisario a Burdeos. Y ahí pareció acabar todo;
aunque, en realidad, no había hecho más que comenzar.
Durante unos meses, las cosas volvieron a la normalidad. Las obras de Santo
Domingo se reanudaron y padre pareció olvidar sus preocupaciones. Sin embargo, a
comienzos de junio recibimos una nueva y sorprendente visita: el obispo de Pamplona
se presentó en Estella escoltado por ocho soldados del Rey, sin séquito alguno. Pero lo
más sorprendente fue que, en vez de entrevistarse con los miembros del Cabildo, con
quien habló, y muy en secreto, fue... ¡con mi padre! Yo no sabía qué pensar. La vida en
una villa, cuando no hay plagas ni guerra, suele ser muy monótona, pero últimamente
estaban sucediendo demasiadas cosas extrañas. La última ocurrió al día siguiente,
cuando Martín, el hijo menor de Nicefas, se presentó en la obra gritando:
—¡Vikingos, vikingos!
Según nos contó una vez que logró calmarse, había visto a tres feroces piratas
vikingos entrando en la taberna de Yago. Supuse que eran invenciones de chiquillo,
pues difícilmente podrían llegar vikingos a Estella, a menos que lograran remontar el río
Ega con sus largos navíos drakkar —algo a todas luces improbable—; pero tanto
insistió Martín que acabé por acompañarle a la taberna. Debo confesar que, cuando
llegamos, me llevé la sorpresa de mi vida. Eran tres y estaban sentados a una mesa,
bebiendo vino con rudos modales. Vestían jubones y calzas de cuero pardo, botas de
caña alta y negras capas de lino. Todos portaban cuchillos al cinto.
Uno de los forasteros era enorme, el hombre más grande que jamás he visto.
Mediría por lo menos cinco codos de altura, tenía los hombros anchos como un oso y
debía de pesar once arrobas de puro músculo. Su pelo era casi blanco de tan rubio y lo
llevaba recogido en una larga trenza. De su barba pendían numerosos aretes de hierro,
que tintineaban con cada movimiento de cabeza. El hombre que se sentaba a su izquier-
da era exactamente todo lo contrario: bajo de estatura, delgado y moreno, llevaba el pelo
corto y lucía una afilada perilla. Pese a su menudo tamaño, parecía fibroso y tenso,
como un cepo a punto de saltar, y en la intensidad de su mirada se adivinaba una gran
astucia. El tercer forastero era alto y fornido, aunque no tanto como el gigante de la
trenza; tenía el pelo castaño, casi totalmente rapado, y una frondosa barba cortada en
rectángulo. Una cicatriz le cruzaba el rostro en diagonal, desde la frente hasta el pómulo
derecho.
Quizá no fueran vikingos, pero desde luego eran hombres del Norte —algo muy
raro de ver por las tierras de Navarra— y, aunque se mostraban pacíficos, su apariencia
era tan feroz que los parroquianos habían huido del establecimiento; e incluso Yago, el
tabernero, servía a tan temibles clientes con palmario temor. Abandoné la taberna
llevándome de la mano a Martín, que estaba convencido de que se avecinaba una ma-
tanza y no quería perdérsela, y regresé a la obra a tiempo de enterarme de que se había
convocado, para después del atardecer, una nueva reunión de todas las logias del feudo.
¡Una reunión a la que asistiría el mismísimo obispo! Pero no los aprendices, por
supuesto.
Aquella noche me quedé despierto hasta muy tarde, aguardando el regreso de mi
padre, pues ya no me cabía la menor duda de que algo terrible estaba sucediendo; pero
el sueño acabó por vencerme. Al día siguiente, cuando desperté, padre aún no había
regresado a casa. Madre parecía preocupada, mas no hizo ningún comentario, así que
me dirigí a la obra después del desayuno, para descubrir que tampoco en Santo Do-
mingo había rastro de mi padre. Entré en la logia, me senté frente al banco de trabajo y
comencé a tallar los ángeles que adornaban un capitel, aunque debo reconocer que mi
mente estaba muy alejada de la labor que realizaban mis manos. Padre apareció en la
obra poco antes del mediodía. Estaba tan serio y parecía tan cansado que no me atreví a
preguntarle nada; pero no hizo falta, pues él mismo se aproximó a mí y, tras acariciarme
la cabeza, me dijo:
—Acompáñame, Telmo. Debemos hablar.
Le seguí al exterior y me detuve a su lado cuando él se paró para contemplar el
trabajo de los compañeros. Aparentemente abstraído en la labor de Perdigotto, que,
subido a un andamio, estaba instalando un modillón en la cornisa del templo, padre me
dijo:
—¿Recuerdas que te hablé del Tour, ese periplo que deben cumplir los aprendices
francmasones?
—Sí...
—Pues ha llegado el momento de que lo realices, Telmo.
Durante unos segundos no pude articular palabra, tal era mi estupor.
—¿Debo irme? —logré musitar al fin—. ¿Cuándo?
Padre me contempló entonces largamente, con preocupación y tristeza, y anunció:
—Mañana mismo, antes de que despunte el sol.
★ ★ ★
Recuerdo que, tras la sorpresa inicial, sentí como si el suelo se venciera bajo mis
pies y un abismo me tragara. De repente, de la noche a la mañana, debía dejar a mis
padres y amigos, abandonar mi hogar y dirigirme, sin saber cómo ni por qué, a un
destino incierto.
—¿Adonde iré? —inquirí con un hilo de voz.
—Al ducado de Bretaña, la antigua Armórica —repuso mi padre—. Se encuentra
al noroeste de Francia. En Kerloc'h, una villa de la costa, están erigiendo una catedral y
precisan constructores. El maestro de obras es Hugo de Gascuña, un buen amigo mío.
Cuidará bien de ti.
—Pero... pero... —vacilé, sin saber qué decir—. ¿Por qué tan de repente?
—El viaje es largo y más vale emprenderlo ahora, en verano —hizo una pausa—.
No obstante, Telmo, puedes negarte a ir.
¿Podía negarme? Con eso no había contado; mas estaba confuso y no lograba
aclararme las ideas, así que repuse:
—Haré lo que vos digáis...
—No, Telmo, debes decidirlo tú —padre se acomodó sobre una pila de sillares y
me invitó con un gesto a imitarle—. Tengo que contarte algo —prosiguió—.
¿Recuerdas que te hablé de Thibaud de Orly, mi maestro?
—Sí.
—Fue él quien comenzó la construcción de la catedral de Kerloc'h.
—¿No habíais dicho que el maestro se llamaba Hugo de Gascuña?
Mi padre sacudió la cabeza.
—Al parecer, Thibaud abandonó la construcción de la catedral hace año y medio,
y propuso a Hugo, que también fue discípulo suyo, como su sucesor —hizo una larga
pausa—. El problema es que desde entonces no se ha vuelto a saber nada del maestro
Thibaud. Ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —repetí tontamente.
—Sí, además de once compañeros francmasones —asintió padre—. Por lo visto,
al dejar las obras de la catedral, Thibaud dijo que pensaban dirigirse a Compostela.
—¡Por eso fuisteis allí! —exclamé, comprendiendo al fin el motivo de aquel
viaje—. ¡Buscabais a vuestro maestro!
—Así es. Pero en Compostela nadie ha sabido de él desde hace muchos años. Por
otra parte, si Thibaud viajó de Bretaña a Compostela, tuvo que pasar por Estella, en
cuyo caso me habría visitado.
—Quizá fue por mar —aventuré—. Y hubo un naufragio.
—De ser así, Thibaud debería de haberse embarcado en San Nazaire o en La
Rochelle, pero allí tampoco fue visto. No, Telmo, ha desaparecido.
Alcé las cejas, perplejo, y me encogí de hombros.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo, padre? —pregunté.
Él bajo la mirada y se frotó la nuca con gesto cansado.
—El maestro Thibaud es un hombre muy respetado dentro de nuestra fraternidad,
Telmo, y ya hace casi un año que los francmasones le andamos buscando, sin dar con el
menor rastro de su paradero. De hecho, pensamos que en realidad Thibaud nunca
abandonó Bretaña, de modo que será preciso indagar allí. Ése es el auténtico motivo de
tu viaje.
Sacudí la cabeza, sintiéndome cada vez más desconcertado.
—Pero ¿por qué yo, padre?
—No estarás solo, hijo; otros muchos, entre ellos Hugo de Gascuña, se encuentran
ya en Bretaña buscando cualquier pista que pueda conducir al maestro. Pero tú posees
una cualidad que puede permitirte llegar a donde otros no han podido —me miró con
fijeza y agregó—: En Kerloc'h están buscando imagineros, Telmo; quieren a los mejores
tallistas de la cristiandad.
Confieso que aquella revelación me llenó de orgullo, pues, aunque confiaba en
mis habilidades, ignoraba que mi padre me incluyera entre los mejores de mi oficio.
Sintiendo cada vez más entusiasmo ante la idea de emprender aquel largo viaje y
embarcarme en la aventura de buscar al perdido maestro Thibaud, me puse en pie de un
salto y proclamé:
—¡Contad conmigo, padre! ¡Iré a Bretaña!
Él, ajeno a mi alborozado optimismo, prosiguió:
—Aguarda, Telmo, que aún no te lo he contado todo. Hay alguien más interesado
en Kerloc'h y en su catedral: el Papa.
—¿El Papa? —repetí, sorprendido—. ¿Qué interés puede tener el Papa en un
masón perdido?
—Ninguno. No es la desaparición del maestro Thibaud lo que preocupa a Roma,
sino lo que está sucediendo en Kerloc'h.
—¿Y qué está sucediendo?
Mi padre se encogió de hombros.
—Ya sabes que el obispo se encuentra en Estella y que ayer hablé con él. Según el
monseñor me reveló, en esa villa de la Bretaña vienen sucediendo desde hace tiempo
cosas insólitas. No contó mucho, pero me dejó ver que se trata de algo relacionado con
la construcción de la catedral —respiró profundamente—. Sospecho, Telmo, que si vas
a Kerloc'h puedes correr peligro.
Desvié la mirada y contemplé el trajín de los compañeros en torno al templo de
Santo Domingo. Lo que me había contado mi padre era extraño, pero también
impreciso. Hablaba de amenazas indefinidas e inciertas desapariciones, mas todo
resultaba vago y yo no advertía en sus palabras ningún peligro concreto. Por otro lado,
la promesa del viaje y la aventura se había instalado en mi ánimo como un huésped
caprichoso, inundándome de un entusiasmo al que yo no podía resistirme.
—Iré a Kerloc'h, padre —dije con decisión—, e intentaré averiguar qué le pasó al
maestro Thibaud. En cuanto a mi seguridad no os preocupéis, pues ya soy mayor y sé
cuidar de mí mismo.
Padre me miró con tristeza y preocupación, como si en el fondo de su corazón
siguiera viendo en mí a un niño y no me creyera capaz de sobrevivir más allá de su
tutela. Se incorporó con cansancio, suspiró y me dijo:
—Como quieras, Telmo; pero recuerda que puedes cambiar de idea en cualquier
momento. Como te dije antes, partirás mañana al amanecer, pero no lo harás solo. Han
llegado a Estella unos compañeros francmasones, procedentes de la frontera con al-
Andalus, que también se dirigen a Bretaña. Viajarás con ellos. Ahora sígueme, pues
quiero presentártelos.
Mi padre echó a andar hacia la villa y yo fui tras él. Recorrimos en silencio las
ahora bulliciosas calles, sorteando los puestos de alimentos, cacharrería y ropas que
salpicaban la plaza mayor. Olía intensamente a heno y a estiércol. A lo lejos sonaban los
acordes de una cítara y la voz de un juglar entonando una vieja canción. Un grupo de
peregrinos, todos adornados con las veneras de Santiago, combatían los rigores del estío
refrescándose en una fuente. Creo, aunque no estoy seguro, que durante aquel trayecto
contemplé las familiares calles de Estella como si jamás fuera a volver a verlas.
Rodeamos la iglesia de San Juan Bautista y nos dirigimos a la casa del párroco,
situada justo detrás del templo. Cruzamos la puerta sin llamar y entramos resueltamente.
Entonces, mi padre se echó a un lado y, señalando con un ademán a los tres hombres
que se encontraban en el interior, dijo:
—Éstos serán tus compañeros de viaje, Telmo.
Exhalé una bocanada de aire y no sé qué abrí más, si la boca o los ojos, porque
aquellos nombres eran los tres vikingos que el día anterior había visto en la taberna de
Yago.
★ ★ ★
Aunque, finalmente, los forasteros resultaron no ser vikingos. Ah, sí, eran
hombres del Norte, su aspecto no dejaba lugar a dudas; procedían de Dinamarca y,
según dijo mi padre, llevaban varios años en Castilla y Portugal, construyendo forta-
lezas para las guerras contra los árabes.
El gigante de los aretes de hierro se llamaba Gunnar Aggensen y, aparte de su
lengua natal, apenas hablaba un poco de castellano y francés. Su compañero, el
forastero menudo de ojos vivaces, era natural de Islandia y dijo llamarse Loki. El tercer
normando tenía por nombre Erik de Viborg y, aunque nadie le presentó como tal,
parecía el jefe de los otros dos. Se expresaba con fluidez en lengua franca y, pese a la
terrible cicatriz que le sesgaba el rostro, era un hombre amable. En conjunto, aquellos
tres daneses, más allá de su fiero aspecto, parecían amistosos. Lo que no parecían en
modo alguno es constructores.
—¿Estáis seguro de que son francmasones? —le pregunté a padre en un aparte.
Se encogió de hombros y arqueó las cejas, como si en el fondo abrigara tantas
dudas como yo.
—Eso afirman —dijo—. En cualquier caso, me habló de ellos el obispo, así que
supongo que son de confianza.
Conversamos un rato, sobre todo con Erik, pues Gunnar y Loki no tardaron en
desentenderse de nosotros. Tras unos minutos de charla intranscendente, mi padre le
preguntó por las obras en que habían trabajado. El danés dijo vagamente que habían
estado en Toledo, en Andújar, en Alcobaça y en otros muchos lugares, pero enseguida
cambió de tema, pasando bruscamente a comentar los planes para nuestro viaje.
—Seguiremos la ruta de los peregrinos hasta Burdeos —dijo—, pasando por
Roncesvalles y Ostabat. Luego tomaremos el camino de la costa, y al llegar a Nantes
giraremos hacia el noroeste, adentrándonos en Bretaña. Si no surgen complicaciones,
tardaremos menos de un mes en llegar a Kerloc'h.
—¿Iremos a caballo? —dije, sorprendido.
—Claro —respondió el danés, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Me pregunté interiormente cómo era posible que unos simples canteros pudieran
permitirse el lujo de poseer monturas, pero en vez de plantear tal cuestión inquirí:
—¿Habrá peligro? Durante el viaje, quiero decir...
Inesperadamente, al oír mis palabras, Erik y Loki prorrumpieron en un
estruendoso acceso de carcajadas. Gunnar dijo algo en su idioma y ellos le contestaron
igualmente en danés, imagino que traduciéndole mi pregunta. El gigante rompió a reír
entonces, batiendo con el puño la mesa de madera frente a la que estaba sentado —que
crujía ante cada golpe como si fuera a saltar en pedazos—, y los tres estuvieron un rato
riéndose a mandíbula batiente.
—Verás, muchacho —dijo al fin Erik, mientras sorbía por la nariz y se secaba las
lágrimas con el dorso de la mano—; teniendo en cuenta que el camino está infestado de
bandidos, y que al ir por la costa es muy probable que tropecemos con piratas, y que
cruzaremos zonas donde se producen continuas escaramuzas entre ingleses y francos,
teniendo en cuenta todo eso, sí, correremos ciertos riesgos. Pero si además piensas que
Bretaña es una zona muy boscosa y salvaje en la que, según las habladurías, abundan
los trasgos y los demonios, comprenderás que nuestro viaje no será, precisamente, un
camino de rosas. No obstante, estoy seguro de que la Divina Providencia nos permitirá
llegar a Kerloc'h sanos y salvos.
Mi padre frunció el ceño, molesto quizá por la excesiva franqueza del danés, y me
pasó un brazo por los hombros.
—No te preocupes —dijo en tono tranquilizador—; ellos cuidarán de ti.
El rostro de Erik se tomó repentinamente serio.
—Así es, maese Yáñez —dijo—; cuidaremos de Telmo como si fuera nuestro
propio hijo —sonrió de nuevo—. Ahora debemos ocuparnos de adquirir las vituallas
necesarias para el viaje. Nos reuniremos mañana frente a la iglesia de San Juan Bautista,
una hora antes del amanecer.
Capítulo 3
★ ★ ★
Mis compañeros de viaje no hablaban mucho y cuando lo hacían solía ser entre
ellos, en su incomprensible idioma. Erik marchaba en cabeza, silencioso, con la mirada
siempre fija en las lindes del camino, como si sospechara que algún peligro pudiera
acechamos entre las frondas. Gunnar, por su parte, canturreaba con frecuencia vigorosas
baladas de su tierra y, aunque yo no podía entender la letra, me sorprendió descubrir que
el gigante, pese a su tosco aspecto, poseía una bien entonada voz. En cuanto a Loki,
mantenía una actitud distante y socarrona, como si la vida fuese para él una broma que
no hay que tomar muy en serio.
—¿Hasta dónde llegaremos hoy? —le pregunté a Erik.
—Haremos noche en Pamplona —respondió.
Pamplona quedaba a ocho leguas de Estella; iba a ser una larga jornada. Dado que
estaríamos mucho tiempo juntos, decidí mostrarme amigable y, de paso, averiguar algo
más acerca de aquellos hombres.
—Me preguntaba, señor de Viborg —dije en tono casual—, cuál sería vuestra
especialidad. ¿Os dedicáis a la cantería, a la albañilería, o quizá...?
—Apea el tratamiento, Telmo —me interrumpió—. Puedes llamarme por mi
nombre.
—Bien, Erik; entonces tu especialidad...
—Somos compañeros, ¿no es cierto? —prosiguió él sin hacerme caso—, y entre
compañeros las formalidades sobran.
—Claro, pero...
Gunnar comenzó entonces a cantar a voz en cuello, no tardando en sumarse Erik y
Loki a la canción. Refrené mi montura y, resignado, volví a situarme en el último lugar
de la fila.
Al mediodía atravesamos Puente la Reina, la villa donde se unían las dos
vertientes del camino: la aragonesa, que pasaba por Jaca, y la navarra, que fue la que
tomamos al dirigirnos hacia Pamplona. Durante el estío, la afluencia de peregrinos se
incrementaba mucho, y constantemente nos cruzábamos con grupos de caminantes,
algunos muy numerosos, que se dirigían a Compostela bajo un sol abrasador. Aquella
gente procedía de mil lugares distintos —Italia, Francia, Inglaterra, Bohemia, Hungría,
la cristiandad entera estaba representada en el camino—, y yo me dije que hacía falta
mucha fe para abandonar el hogar y recorrer cientos de leguas, mas luego caí en la
cuenta de que yo mismo me había embarcado en una especie de peregrinación al revés,
alejándome con cada paso de la tumba del apóstol. Pero si la recompensa por viajar a
Compostela era obtener la gracia de Dios, ¿cuál sería el premio de una peregrinación
inversa?
Llegamos a Pamplona al atardecer. La ciudad parecía un hervidero de gente, pues
era día de mercado y los puestos de venta abarrotaban las calles que rodeaban la
catedral. Un titiritero, rodeado por una multitud de curiosos, hacía volatines, mientras
que los mercaderes ofertaban sus productos a gritos y las prostitutas tentaban a los
forasteros desde los ventanales de las mancebías. Decenas de peregrinos pugnaban por
obtener amparo en la repleta hospedería de San Miguel. La atmósfera estaba
impregnada de un fuerte hedor a orín y a estiércol, a sudor y vino barato.
Conforme nos adentrábamos en la ciudad, la muchedumbre se abría ante nosotros
con presteza, esquivando los poderosos cascos de los caballos sajones, de modo que no
tardamos en llegar a la plaza, lugar donde descabalgamos para aprovisionarnos de pan,
vino y queso fresco. Pamplona estaba dividida en tres barrios: la Navarrería y los
Burgos de San Cernín y San Nicolás, cuyos habitantes eran inmigrantes francos. Al
parecer, las relaciones entre francos y navarros no eran todo lo amistosas que sería
deseable, y constantemente surgían conflictos. Durante el escaso tiempo que pasé en la
plaza fui testigo de tres peleas, una de ellas a garrotazos, y percibí un gran resquemor
entre nativos y recién llegados. Según había oído decir, seis años antes tuvo lugar una
gran matanza, y las cosas no parecían haber mejorado mucho desde entonces.
Una vez adquiridas las vituallas, volvimos a montar en nuestros caballos y, tras
bordear la muralla y cruzar el río Arga, abandonamos Pamplona por el camino que
conducía a Roncesvalles. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte.
—Oscurece —observé—. ¿No íbamos a pasar la noche en Pamplona?
—Nos instalaremos en esos cerros de ahí delante —señaló Erik con un cabeceo.
—Pero en la ciudad podríamos dormir en una fonda...
—No me gustan las ciudades —dijo el danés, zanjando así la cuestión, y agregó—
: Están llenas de ratas y ladrones, apestan y son ruidosas. Prefiero dormir al aire libre.
De modo que emplazamos el vivaque bajo un enorme roble, extramuros de
Pamplona, y prendimos una pequeña fogata en la que tostamos el pan, y en torno a la
cual procedimos a compartir nuestra cena. Loki se había sentado a mi lado y
mordisqueaba con aire distraído un trozo de queso. Le miré de reojo y pregunté:
—¿Sólo te llamas Loki? ¿No usas segundo nombre?
—En realidad me llamo Skjalag Snaefjöll —contestó—. Lo de Loki es un apodo.
—¿Skja...? —me trabuqué con tanta consonante junta y comprendí que jamás
lograría pronunciar aquel nombre—. Bueno, Loki —proseguí—, ¿a qué trabajos te
dedicas? Los canteros suelen ser más fornidos, así que tu especialidad debe de ser la
carpintería o la talla, ¿me equivoco?
Loki me dedicó una sonrisa zorruna e, ignorando mis preguntas, inquirió a su vez:
—¿Sabes por qué me llaman Loki?
Negué con la cabeza, comprendiendo que una vez más fracasaban mis intentos de
averiguar algo sobre aquellos hombres.
—En la vieja religión de nuestros antepasados —prosiguió el pequeño danés—, el
dios supremo era Odín, el cual tenía dos hijos. Uno se llamaba Thor, el dios del trueno,
y era grande, fuerte, pesado y lento —sonrió con ironía—. Como Gunnar. El otro se
llamaba Loki y carecía del tamaño y la musculatura de su hermano, pero era mucho más
inteligente y astuto, y siempre lograba vencer a Thor. Por eso me llaman Loki, porque
soy tan rápido, listo y artero como él.
—Y no mucho mayor que una cagada suya —terció Gunnar con torpe acento.
El gigante comenzó a proferir grandes risotadas. Loki lo contempló con el ceño
fruncido, cogió del suelo un guijarro del tamaño de un huevo, lo sopesó en la mano y
dijo:
—Pero tan certero como una de sus meadas.
Acto seguido, lanzó la piedra contra Gunnar, con tal puntería que le alcanzó justo
en medio de la frente, provocándole una pequeña brecha. El gigante enmudeció, se llevó
una de sus grandes manazas a la cabeza y contempló con incredulidad la sangre que le
enrojecía los dedos. Por un instante pensé que Gunnar iba a desatar su ira, algo muy
preocupante tratándose de un hombre de su tamaño y fuerza, pero en vez de ello se echó
a reír alegremente, mezclando sus carcajadas con las de Loki. Incluso Erik, que se había
mantenido al margen, dio rienda suelta a su hilaridad.
Suspiré. Entre aquellos normandos existía una gran camaradería, pero su sentido
del humor era un tanto tosco. En cualquier caso, de nuevo no había podido sonsacarles
nada, y una vez más me pregunté quiénes eran en realidad.
Aquella noche ni siquiera podía sospechar que la respuesta a esa pregunta habría
de llegarme tan sólo dos días más tarde, de una forma terrible y sangrienta.
Capítulo 4
★ ★ ★
★ ★ ★
No volvimos a sufrir ningún percance durante el resto del viaje. Mis compañeros
normandos habían decidido dejar de aparentar ser unos inofensivos artesanos, para
adoptar una apariencia más acorde con su auténtica naturaleza. Poco después de
abandonar Roncesvalles, sacaron de las alforjas sus enseres de combate y se pusieron
unos pectorales de duro cuero revestido con placas metálicas, así como yelmos de hierro
y guanteletes. A la cintura llevaban espadas y puñales, y portaban a la espalda unos
redondos escudos de madera reforzados con acero. Gunnar, cuya hacha de combate
reflejaba el sol al balancearse colgada de la silla, se había pintado la cara de azul y rojo,
asemejándose a un terrible diablo. Al no portar ningún tipo de enseña, parecían un
grupo de mercenarios en busca de acción, y su aspecto era tan amenazador que quienes
se cruzaban con nosotros huían despavoridos, lo cual nos granjeó un viaje solitario y
tranquilo.
Supongo que más de un caminante debió de preguntarse qué hacía un muchacho
en tan feroz compañía, y, si he de ser sincero, yo mismo me planteaba esa cuestión.
Ahora sabía que lo que estaba en juego no era sólo la suerte de unos compañeros
francmasones desaparecidos, sino un grave asunto relacionado con la Orden del
Temple; pero me resultaba imposible adivinar cuál era mi papel en aquella misión. ¿Por
qué yo, un simple aprendiz de cantero, debía dirigirme a Bretaña? Al poco de reanudar
el viaje, se lo pregunté a Erik.
—No lo sé, Telmo —contestó encogiéndose de hombros—; también yo me lo
pregunto. Pero el obispo de Pamplona insistió mucho en que debías llegar sano y salvo a
Kerloc'h, pues según él tu vida es mucho más valiosa que las nuestras; así que la tuya
debe de ser una misión muy importante.
Aquello no me aclaró las cosas y, si he de ser sincero, tampoco me tranquilizó en
demasía, ya que no me hacía ninguna gracia estar en el centro de un extraño conflicto e
ignorar por qué.
Dejamos atrás los Pirineos y, ya en tierra franca, viramos hacia el noroeste, en
dirección a la villa de Dax, y luego hacia el norte, siguiendo a la inversa la ruta de
peregrinos que corría paralela a la costa. Aunque marchábamos muy cerca del océano,
en ningún momento estuvo al alcance de nuestros ojos, lo cual me produjo cierta
decepción, pues jamás había visto el mar y sentía gran curiosidad por contemplarlo.
Al poco de abandonar el montañoso país de los vascones, el terreno se volvió
suave y llano; las zonas boscosas alternaban con dorados campos de cereales a cuya
vera se asentaban pequeñas aldeas habitadas por humildes campesinos. De cuando en
cuando, tropezábamos con castillos y fortalezas que mis compañeros daneses
procuraban sortear, igual que eludíamos las grandes ciudades. De ese modo sorteamos
la gran villa de Burdeos, que pudimos contemplar en la lejanía —las altas agujas de la
catedral alzándose sobre una multitud de casas— mientras cruzábamos el ancho río
Carona en la balsa que Erik había alquilado. Y dejamos atrás Saintes, y —pese a que era
un puerto templario— también La Rochelle, y Niort, y San Nazaire...
Diecinueve días después de nuestra partida, cuando nos encontrábamos cerca de
una ciudad llamada Vannes, los daneses volvieron a ocultar las armas y los pertrechos
de combate, adoptando de nuevo el disfraz de artesanos. Cuando reanudamos la marcha,
les pregunté al respecto y Erik me contestó:
—No queremos que nadie descubra quiénes somos en realidad, Telmo. Hace dos
días que estamos en Bretaña.
Miré en derredor, como si el paisaje hubiera adquirido de repente un nuevo
significado, mas lo cierto es que aquellos bosques me parecieron iguales a los que había
visto a lo largo del camino. Como si adivinara mis pensamientos, el danés dijo:
—Dios creó la tierra que habitamos, pero no las fronteras. Eso lo inventaron los
hombres, no son más que mentiras comúnmente aceptadas. De todas formas, a medida
que nos adentremos en Bretaña verás que la vegetación se torna más frondosa y el
terreno más escarpado.
—¿Has estado antes en Bretaña? —pregunté.
—Pasé una temporada en Rennes durante mi juventud.
—¿Y conoces Kerloc'h?
Erik sacudió la cabeza.
—Eso queda en lo más profundo de Bretaña —dijo.
—En el más remoto estercolero del orbe —apuntó Loki.
—Así es; Kerloc'h está en el confín de la tierra conocida —Erik se encogió de
hombros—. Nadie va jamás allí.
Aquella noche pernoctamos a la orilla de un bosque situado al norte de Vannes, y
al amanecer partimos hacia el oeste. Recuerdo que poco después del mediodía, mientras
sorteábamos la villa de Auray, la brisa me trajo un aroma extraño que no pude
identificar.
—¿A qué huele? —pregunté.
—A mar —contestó Erik.
Supuse que debíamos de estar muy cerca de la costa y pregunté de nuevo:
—¿Cómo es el mar?
—¿No lo has visto nunca, Telmo?
Sacudí la cabeza. El danés meditó unos instantes y luego sofrenó su caballo.
—Viajamos con cierto adelanto sobre lo previsto —les dijo a sus compañeros—;
creo que podemos dar un pequeño rodeo para mostrarle algo a nuestro joven amigo.
Dicho esto, volvió grupas y tomamos un camino que se dirigía hacia el suroeste.
El cielo estaba nublado y no tardó en caer una intensa lluvia, mas el viento arrastró las
nubes, regalándonos un azulado atardecer. Horas después, llegamos a una minúscula
aldea llamada Karnaj; al poco de atravesarla, Erik bajó del caballo y me invitó con un
gesto a imitarle. Le seguí hasta un claro cubierto con grandes piedras y allí nos
detuvimos.
—Mira —dijo el danés, señalando con un ademán en derredor.
Hice lo que me pedía, pero nada vi y así se lo dije. Tomándome del brazo, Erik
me condujo a lo alto de una cercana colina, desde la que se divisaba el claro en su entera
amplitud, e insistió:
—Mira bien; fíjate en esas piedras.
De nuevo volví la mirada hacia el pedregal. Al principio seguía sin ver nada, pero
entonces advertí que las enormes piedras no sólo estaban erguidas de manera poco
natural, sino que además se hallaban dispuestas formando larguísimas hileras que se
perdían en el horizonte. ¡Aquello era obra del hombre!
—Pero ¿quién ha hecho esto?... —pregunté, asombrado.
Erik se encogió de hombros.
—Ya estaban aquí en época de los romanos, e incluso antes de que llegaran los
celtas. Por lo que sé, estas rocas llevan en pie desde el principio de los tiempos.
Observé aquellos inmensos alineamientos de piedras, intentando evaluar la
ingente tarea que había supuesto erigirlos.
—Debe de ser obra de gigantes... —musité.
—No, Telmo; las levantaron hombres normales y corrientes —Erik sonrió—.
Bien pensado, debieron de ser muy parecidos a ti, pues se dedicaban a erigir grandes
piedras, igual que hacéis los de tu oficio.
Me sorprendió el comentario, pero al contemplar de nuevo las largas hileras de
piedras comprendí que Erik tenía razón, y que en realidad no había tanta diferencia
entre esas burdas rocas sin desbastar y una catedral, pues el propósito de ambas
construcciones era conmover el alma humana.
Volvimos a montar en los caballos y nos alejamos de aquellas antiquísimas
piedras, aunque lo cierto es que no dejamos de verlas, pues constantemente
encontrábamos a nuestro paso grandes rocas erguidas, túmulos y enormes mesas de
granito. Era como atravesar un bosque encantado, y no me hubiera sorprendido ver
aparecer un hada en cualquier momento; pero no fue un hada lo que vi, sino algo aún
más extraordinario. Apenas media hora después, tras remontar una colina, ante mis
asombrados ojos apareció una inmensa franja azul sobre la que flotaba el anaranjado
círculo del sol. Era el mar.
Desmontamos y, llevando de las riendas a los caballos, nos aproximamos
lentamente a la playa de arena que, a no mucha distancia, las olas batían con un
cadencioso murmullo. Yo estaba sobrecogido, pues jamás hubiera imaginado que
pudiese existir tal cantidad de agua.
—Es enorme... —murmuré—. ¿Qué hay al otro lado?
—Unos dicen que el océano no se acaba nunca —repuso Erik—; otros aseguran
que al final del horizonte se encuentra la mágica isla de Hy Brasil, y hay quien afirma
que la Tierra es redonda como una naranja y que más allá del mar se encuentran las
Indias, Catay y Cipango. Pero lo único cierto es que nadie lo sabe, porque nadie ha ido
allí para comprobarlo.
Sonreí ante la absurda idea de que la Tierra fuera redonda —de ser así, los que
están abajo se caerían, ¿no es cierto?— y contemplé en silencio aquella pasmosa
infinitud azul. Era lo más asombroso que había visto en mi vida.
—¡Vamos a bañarnos! —exclamó Erik de buen humor.
Y de improviso, tanto él como Gunnar se despojaron de sus ropas y, cubiertos tan
sólo por unos calzones de lino, echaron a correr hacia la orilla. Loki torció el gesto, se
dejó caer sobre la arena y, señalando el mar, me dijo:
—Allí mean y cagan los peces. Es un asco.
Observé de reojo a los dos daneses que, riendo como niños, saltaban entre las olas,
y de pronto sentí muchas ganas de unirme a ellos, así que, ante la desaprobadora mirada
de Loki, me desnudé y corrí hacia la orilla. El agua estaba muy fría, aunque no más que
la de un río de montaña, y se me puso carne de gallina al sumergirme en ella, pero lo
que realmente me sorprendió fue su raro y fuerte sabor. Así se lo dije a Erik y él,
echándose a reír, me contestó:
—El agua de mar tiene mucha sal, Telmo. No la bebas, o enfermarás.
Mientras jugaba con las olas descubrí, maravillado, que Erik y Gunnar sabían
flotar sobre el agua y desplazarse por ella moviendo las piernas y los brazos. Al advertir
que yo no me apartaba de la orilla, Gunnar me gritó:
—¿No nadas, Telmo?
—No sé nadar —respondí.
—Oh, cosa fácil es —replicó el gigante.
Luego, aproximándose a mí, me agarró por los brazos, me llevó en volandas mar
adentro e, ignorando mis protestas, me obligó a tumbarme boca arriba sobre el agua.
—Ahora, tú quieto —dijo—. Tranquilo.
Y me soltó. Durante unos segundos sentí una oleada de pánico, pero al instante
descubrí, maravillado, que flotaba como un corcho arrojado a un estanque.
—¡Sé nadar! —exclamé.
Entonces, una ola se abatió sobre mí y me precipitó dando vueltas hacia el fondo
marino, y a buen seguro me hubiera ahogado de no ser por Gunnar, que me sacó del
agua cogido por los pies, boca abajo, y me palmeó la espalda para ayudarme a expulsar
el líquido que había tragado.
—Todavía no buen nadador —comentó—. Algo más de práctica precisas.
Hoy, con la perspectiva que brinda el paso del tiempo, creo que aquél fue el
último día en que disfruté de la vida como un niño, con total despreocupación. Lo que
habría de suceder después, todo el terror y el infortunio que no tardarían en abatirse
sobre nosotros, me hizo madurar prematuramente, pero durante aquel atardecer de
verano, mientras retozaba en las aguas de un mar que era nuevo para mí, me sentía libre,
inocente y feliz.
★ ★ ★
Tres días más tarde llegamos a Quimper, la última gran ciudad que habríamos de
encontrar en nuestro periplo. Como ya era habitual, la dejamos atrás sin entrar en ella y
pusimos rumbo al norte durante una jornada, al final de la cual acampamos cerca de una
pequeña aldea, apenas un puñado de cabañas circulares con techos cónicos de paja. Ese
lugar, me dijo Erik, estaba muy cerca de una península a la que llamaban Crozon, en
cuyo extremo más occidental se encontraba la villa de Kerloc'h, adonde llegaríamos al
día siguiente.
Como ya había comprobado desde que entramos en Bretaña, allí casi nadie
hablaba francés, sino una lengua dura y extraña que, según Erik, se parecía mucho a los
idiomas de Irlanda y Escocia. Los lugareños, gente muy pobre, nos recibieron con una
actitud reservada y huidiza. Al principio pensé que ése era el trato usual que
dispensaban a los forasteros, pero luego me di cuenta de que era a Gunnar a quien
temían, y que no dejaban de contemplar con recelo los aros de hierro que llevaba
prendidos en su barba. Le pregunté a Erik el significado de esos aretes y él me contestó:
—Cada uno de ellos representa un enemigo muerto. En combate singular, por
supuesto, no en batalla.
Contemplé de soslayo la barba del gigante y me estremecí al comprobar que de
ella pendían más de veinte aros.
—Pues si pretendéis pasar inadvertidos —dije—, mejor sería que se los quitara,
pues le delatan como hombre de armas.
Erik me dio la razón y comentó que llevaba tanto tiempo viéndolos que ya ni
siquiera se fijaba en ellos. Luego habló en su idioma con Gunnar, ordenándole,
supongo, que se quitara los aretes. El gigante frunció el ceño y, con vigorosas sacudidas
de cabeza, se negó a hacerlo, tan obstinadamente que Erik tuvo que obligarle
recurriendo a su autoridad —al menos, eso deduje del tono empleado—. Finalmente, de
mal humor y a regañadientes, Gunnar se dirigió al riachuelo que corría cerca del
poblado, y allí no sólo se quitó los aretes, sino que además se rasuró la barba, dejándose
tan sólo unos largos mostachos rubios. Cuando el gigante regresó a nuestro lado, Loki
estalló en carcajadas, al tiempo que comparaba el rostro de su compañero con el
sonrosado culito de un bebé. Gunnar se puso rojo de ira y, de no ser por Erik, creo que
se hubiera desatado una terrible pelea.
Un pastor de la aldea, que hablaba un poco de francés, nos vendió las provisiones
que precisábamos, unas insípidas tortas de trigo sarraceno que se tomaban acompañadas
con queso fresco de cabra. Además de las viandas, el pastor nos proporcionó algo de
información. Al parecer, hacía algo más de diez años que los Caballeros del Águila de
San Juan se habían establecido en Kerloc'h, justo el tiempo que llevaba construyéndose
allí una catedral. El pastor nos dijo que, hasta entonces, la zona había sido un nido de
piratas y ladrones, pero que desde su llegada los aquilanos habían impuesto la ley y el
orden, convirtiendo en seguros unos caminos que antes nadie se atrevía a recorrer en
solitario.
Pese a que aquella labor era evidentemente benéfica, me sorprendió percibir cierta
inquietud en la voz del pastor, como si le desagradara hablar de Kerloc'h, de los
aquilanos y de su catedral. De hecho, en cuanto la charla tomó esos derroteros, el buen
hombre comenzó a contestar con monosílabos, encerrándose finalmente en un mutismo
del que no hubo manera de sacarle.
Al día siguiente partimos hacia el oeste, adentrándonos en un bosque
inconcebiblemente frondoso. El terreno se tornó más abrupto, con bajos montes y
pequeños valles, y escasamente poblado. Ocasionalmente encontrábamos campos
sembrados, pequeños huertos a cuya vera se alzaban humildes chozas de madera,
siempre circulares y con techumbres cónicas, pero rara vez veíamos a sus habitantes,
pues éstos se ocultaban de nosotros como si fuéramos apestados.
Por la tarde cruzamos una zona pantanosa; el camino estaba tan anegado que se
había reforzado el firme con tablas de madera. Mientras atravesábamos aquel tramo del
sendero descubrí que, a mi derecha, un poste sustentaba una figura de extraña apariencia
—medio humana, medio animal—, a cuyo pie había un pequeño montón de piedras. Le
pregunté a Erik qué era y él me contestó:
—Es un ídolo protector del camino. La gente le ofrenda una piedra al pasar, para
obtener su protección.
—¿Un ídolo? —repetí, sorprendido—. ¿Es que los bretones no son cristianos?
—Lo son, sí..., pero también son otras cosas. Por ejemplo, son celtas y, además de
a Cristo, veneran a las antiguas deidades de sus antepasados y siguen practicando las
viejas tradiciones. Recuerda que pagano viene de pagus, que en latín significa «aldea».
Aquí la gente es muy supersticiosa.
La visión de aquel ídolo me había producido una rara inquietud. Sólo se trataba de
una figura de madera torpemente tallada, mas era precisamente la tosquedad de su
apariencia lo que le confería un carácter salvaje y amenazador. No iba, sin embargo, a
durarme mucho la desazón, pues apenas una hora más tarde, cuando el sol declinaba ya
en el cielo, remontamos una loma y ante nuestros ojos, en la lejanía, se desplegó un
panorama sobrecogedor.
Era un bahía muy ancha que parecía estrechar entre sus brazos a un mar tranquilo
e intensamente azul. A la izquierda, en la cima de unos acantilados, se alzaba una
fortaleza muy antigua, con grandes muros de negro basalto. En lo alto de la torre
ondeaba una bandera blanca con la roja silueta de un águila.
—Es la enseña de los Caballeros del Águila de San Juan —comentó Erik, el ceño
fruncido.
Al pie de los acantilados había una playa de arena dorada que, conforme se
extendía hacia la derecha, acababa convirtiéndose en un pedregal batido por las olas. A
unos quinientos pasos de la orilla, en el otro extremo de la bahía, encaramado sobre la
falda de una colina, se alzaba un poblado en el que reinaba una intensa actividad.
Al instante tuve la certeza de que aquel lugar era nuestro destino. Y lo supe
porque, un poco más allá de la aldea, en una verde franja de tierra que penetraba en el
mar encaramada sobre unos acantilados, se alzaba la construcción más extraordinaria
que jamás he contemplado. Era un templo, una catedral.
La catedral de Kerloc'h.
Capítulo 6
★ ★ ★
★ ★ ★
★ ★ ★
María, la mujer del maestro, nos despertó poco antes del amanecer y luego se
dirigió al corral, que estaba detrás de la casa, para ordeñar a las ovejas. Mientras me
vestía, observé que Valentina había dormido con una camisola de lino que tenía los
botones del escote desabrochados. A la muchacha debían de haberle crecido hacía poco
los senos, pues mantenía muy erguido el busto, con los hombros hacia atrás, como si
estuviera sumamente orgullosa de aquellos nuevos atributos femeninos. En fin,
reconozco que la estaba contemplando de reojo cuando ella, de repente, volvió la cabeza
hacia mí. Aparté la mirada y fingí examinar un roto de mi jubón, pero no logré
engañarla.
—Me estabas mirando los pechos —dijo ella con una sonrisa picara.
—¡No! —repuse, rojo como la cresta de un gallo.
—Claro que sí; te he pillado mirándome. Pero no te preocupes, muchos hombres
lo hacen —arqueó las cejas y agregó con picardía—: ¿Te gustaría vérmelos?
De tener un pozo cerca, me hubiera arrojado a él, tal era mi turbación.
—¡No! —aullé, temiendo que el maestro o su esposa pudieran sorprender aquella
comprometida charla.
—¿No?... —Valentina pareció decepcionada, mas la sonrisa no tardó en retornar a
sus labios—. Pero yo te gusto, ¿verdad? Lo he visto en tu mirada.
Respiré hondo y me volví hacia ella, intentando convertir en severidad mi
azoramiento.
—Sólo eres una cría —dije—, y no deberías...
—Tengo trece años —me interrumpió ella airadamente—. No soy ninguna cría.
Además, ¿cuántos tienes tú? ¿Catorce?
—Casi dieciséis —repliqué con dignidad.
—Vaya, sí que eres todo un hombre —se burló Valentina—. Pues has de saber
que dentro de uno o dos años me casaré, y no será contigo, Telmo Yáñez, sino con un
caballero de verdad.
Estaba a punto de contestarle algo ingenioso: «Me quitas un peso de encima», o
cosa similar, cuando María, su madre, regresó a la casa con un balde lleno de leche,
poniendo fin, para alivio mío, a tan embarazosa situación. Poco después apareció maese
Hugo, todavía adormilado, y dimos cuenta en silencio de las tortas con queso y miel que
había preparado su mujer. Al acabar el desayuno, recogí mi bolsa de herramientas y
partí, en compañía del maestro, hacia las obras de la catedral. Durante el camino intenté
entablar conversación, pero maese Hugo seguía muy amodorrado y se limitaba a
contestar con monosílabos.
Cuando llegamos a la obra encontramos a Erik, Gunnar y Loki esperándonos, pero
el maestro nos dijo que aguardáramos unos minutos y fue en busca de Helmut para
organizar la jornada de los trabajadores. Entre tanto, los daneses y yo dimos una vuelta
por los alrededores.
La luz del amanecer se nublaba por el humo de las hogueras donde los
argamaseros quemaban cal, y a mis oídos llegaba el martilleo de los herreros y las voces
de los artesanos. Un carro cargado de piedras llegaba desde el este y, en lo alto de la
catedral, tres peones corrían dentro de la gran rueda de madera de una grúa, con el fin
de subir al tejado una pesada carga de losas.
Después de un viaje tan largo y extraño, aquello era como estar en casa otra vez.
Salvo por el mar, claro. Desde donde me encontraba podía ver el extremo más alejado
de la bahía, una prolongada franja rocosa que se adentraba en las aguas hasta
transformarse en un enorme arco natural de piedra que descansaba contra un peñón,
como si fueran arbotante y contrafuerte. Volví la mirada hacia la izquierda y observé los
altos acantilados que las olas lamían mansamente y, sobre ellos, el baluarte de los
Caballeros del Águila. A pesar de que sus murallas habían sido reconstruidas y
reforzadas, se notaba que era una fortaleza muy antigua, quizá del tiempo de los
romanos, o puede que incluso anterior.
Nos aproximamos a la catedral y observé el pórtico de entrada. El tímpano estaba
profusamente adornado con altorrelieves que mostraban imágenes monstruosas: aves de
tres cabezas, corderos con siete cuernos y siete ojos, enormes langostas, escorpiones,
dragones, demonios, salamandras y esqueletos. El imaginero que los había tallado
poseía, sin duda, un gran talento; pero, aunque era normal adornar los templos con
imágenes terroríficas, me pareció que se le había ido un poco la mano con tanto espanto.
En el dintel, por el contrario, había siete ángeles, y otros cuatro, mucho mayores, a
ambos lados del portal, dos a izquierda y dos a derecha.
Al entrar en la catedral nos recibió el ruido que hacían los carpinteros con sus
martillos mientras reforzaban los andamios que ocupaban la mayor parte de la iglesia.
Erik señaló hacia el techo y me preguntó:
—¿Qué son esas estructuras de madera?
—Cimbras —respondí—. Sobre ellas descansan los arcos de la bóveda hasta que
fragua la argamasa.
El interior del templo era inmenso y su disposición muy extraña. De entrada, los
brazos del transepto estaban situados cerca de la entrada, en vez de junto al altar mayor,
como era lo usual. Además, la torre del campanario se encontraba justo encima del coro,
quedando su oquedad interna a la vista cuando uno se situaba debajo. Era como una
descomunal chimenea, aunque supuse que aquel enorme vano sería cegado con una
bóveda de madera en algún momento. Giré la cabeza hacia el lado norte de la nave y
contemplé el inmenso órgano que allí se alzaba; era el más grande que jamás había
visto, con sus grandes tubos metálicos, agrupados como haces de cañas, elevándose
hasta una altura de sesenta pies por encima del suelo.
Había mucho trajín en la catedral y estábamos molestando a los trabajadores, así
que les indiqué a los daneses que nos fuéramos. Nada más salir al exterior descubrimos
que alguien nos aguardaba. Era un hombre delgado, de unos cuarenta años de edad,
rostro afilado y larga barba de chivo. Vestía un guardapolvo negro de buen paño y se
cubría la cabeza con un pequeño bonete, detalle que revelaba su condición de judío.
—Buenos días, ilustres caballeros —nos saludó nada más vernos—. Permitidme
que me presente: soy Abraham Ben Mossé, vuestro cumplido servidor. No, no hace falta
que os presentéis; ya sé quiénes sois. Erik, Gunnar y Loki, de las frías y lejanas tierras
del Norte —se volvió hacia mí—. Y el joven es Telmo Yáñez, un notable imaginero
castellano. Venís de Hispania, ¿no es cierto? Yo estuve en Toledo hace unos años...
Aquel judío hablaba mucho, no cabía duda, y mucho más hubiera hablado de no
ser por Hugo de Gascuña, que llegó en ese mismo momento, y no de muy buen humor
precisamente.
—¿Qué haces aquí, Ben Mossé? —bramó el maestro constructor—. ¿No te he
dicho mil veces que esto es un lugar sagrado y no quiero que haya paganos rondado por
aquí?
Abraham sonrió plácidamente.
—Ah, maestro Hugo —dijo—, os sorprendería saber cuántas iglesias cristianas se
han levantado con dinero judío. Además, el mes pasado, cuando me pedisteis un
préstamo, no pareció importaros mucho ni mi raza ni mi religión.
Hugo enrojeció, quién sabe si de vergüenza o de ira, y balbució unas
incomprensibles palabras que el judío interrumpió al decir:
—Tranquilo, amigo mío, ya me voy —se volvió hacia nosotros y agregó—: Sed
bienvenidos, ilustres señores. Y recordad que, si necesitáis algo, siempre podéis recurrir
a Abraham Ben Mossé.
Dicho esto, se largó de las obras tarareando por lo bajo una alegre tonada.
—¿Quién es? —le pregunté a Hugo.
—Un maldito prestamista —contestó éste—. Llegó aquí hace unos meses y ya le
deben dinero la mitad de los trabajadores —resopló, malhumorado—. Con razón el
Papa condena la usura. Sólo un hebreo se aprovecharía así del prójimo...
—¿Qué intereses cobra Ben Mossé? —le interrumpió Erik.
—Un cinco por ciento...
—No es mucho —señaló el danés con ironía—. He conocido a caballeros que
exigían hasta un veinticinco por ciento de interés por sus préstamos, y eran muy
cristianos.
Hugo permaneció unos instantes perplejo y luego, con una sacudida de cabeza,
cambió bruscamente de tema, pidiéndole a los normandos que se reunieran con Helmut,
pues él se encargaría de asignarles alguna ocupación. Luego me indicó con un gesto que
le siguiera y juntos echamos a andar hacia la logia. Mientras nos dirigíamos allí, le
pregunté:
—¿Qué concurso es ese del que habló ayer, maestro?
Hugo demoró unos segundos la respuesta y finalmente, con el ceño fruncido, dijo:
—Corberán de Carcassonne, el maestre de los aquilanos, se muestra, por lo
general, razonable y justo, pero es muy duro de mollera en lo que atañe a las esculturas.
Ninguna de las que hacemos resulta de su agrado.
—Pues he visto los altorrelieves del pórtico —dije—, y son magníficos.
—Ah, sí, lo son. Pero ésos los talló el maestro Thibaud, y ahora él no está aquí
para proseguir la tarea. El caso es que Corberán se ha empeñado en que el altar mayor
esté presidido por la más bella imagen del orbe y, para conseguirlo, ha decidido
convocar una competición de talla. Participarán Berenguer de Occitania, Luis de
Limoges, Rambaldo de Siena y tú. El que salga triunfante se ocupará de tallar la imagen
del altar mayor.
—¿Y cuándo será eso?
Hugo se encogió de hombros.
—En cuanto se presente Rambaldo —dijo.
Llegamos a la logia y entramos en ella. En su interior, sentados frente al banco de
trabajo, cuatro imagineros tallaban los capiteles que más tarde adornarían la arquería del
ábside. El maestro Hugo me entregó un boceto con la ornamentación de un capitel y me
ordenó que lo reprodujera en un bloque de piedra que descansaba sobre el banco. Ante
la despectiva mirada de los demás tallistas —que debían de considerar un insulto que un
aprendiz se sentara a su lado, de igual a igual—, me acomodé en un taburete, saqué de
la bolsa de herramientas un mazo y el escoplo de orejas y me dispuse a desbastar la
piedra.
Antes de iniciar la tarea, le eché un vistazo al boceto que me había dado el
maestro. Era una ornamentación muy sencilla a base de espirales y volutas, lo que me
hizo suponer que maese Hugo desconfiaba de mi capacidad. Suspiré. Esculpir aquellos
adornos sería de lo más aburrido, a menos que...
A menos que lo hiciera a mi modo.
Sonreí y empuñé las herramientas. Era agradable notarlas otra vez entre los dedos,
como si fueran una prolongación de mis manos. Descargué el mazo con decisión y la
dentada punta del escoplo arrancó unas esquirlas al bloque de piedra.
«Sí», pensé; «lo haré a mi modo».
★ ★ ★
Más adelante, conocí a alguien muy extraño; se llamaba Korrigan y estaba loco.
Era el único lugareño empleado en las obras, pues, por razones que entonces
desconocía, los moradores de la zona no sólo se negaban a trabajar en Kerloc'h, sino que
procuraban mantenerse lo más alejados posible de la catedral. Korrigan, pese a haber
nacido en la aldea, no tuvo reparos en trabajar en las obras, quizá a causa del extravío de
su mente.
Era un tullido; tenía la pierna izquierda mucho más corta y delgada que la
derecha. Sin embargo, compensaba aquel defecto con unos brazos extremadamente
musculosos que le permitían trepar por los andamios y desplazarse de un lado a otro
colgando de las cuerdas con gran agilidad. En tierra, Korrigan renqueaba, pero en las
alturas parecía volar. Y ésa era su ocupación en la obra: volar. Cuando un artesano que
trabajaba en el tejado necesitaba alguna herramienta, le gritaba a Korrigan que se la
trajera, y éste se la llevaba con prontitud, andamios arriba, como un ave emprendiendo
el vuelo.
Hablé con él por primera vez dos días después de nuestra llegada. Me hallaba
frente a la logia, almorzando las tortas de trigo y el queso que me había preparado
María, la mujer del maestro, cuando Korrigan se aproximó a mí, bamboleándose a causa
de su cojera como una barca en un temporal.
—Tu iuvenis sculptor de Hispania venitum —me espetó al llegar a mi altura—.
Veritas est?
—¿Qué dices? —pregunté, sin comprender aquella absurda jerigonza.
—Ego parlare lingua latina —contestó con cómico orgullo—. Ego sapientisimus
nomine.
Me eché a reír.
—¡Eso no es latín! —exclamé.
Korrigan pareció ofenderse, mas no tardó en recuperar su extraviada sonrisa y,
señalando mi almuerzo, preguntó:
—Bonus est alimentus tuus? Eh, bonus est?
—¿Quieres un poco?
Asintió rápidamente, igual que un perro esperando unas migajas, así que partí el
queso y le ofrecí la mitad junto con una torta de trigo. Korrigan cogió la comida como si
fuera un inesperado tesoro y luego me contempló fijamente. Durante apenas un
segundo, su mirada pareció recobrar la cordura.
—Gracias... —musitó—. Tu amicus mei.
Luego, profirió una loca carcajada y se alejó renqueando a toda prisa.
Durante la primera semana de nuestra estancia en Bretaña no sucedió nada digno
de mención. Helmut, el maestro albañil, había adjudicado diversas tareas a los
normandos. Gunnar se ocupaba del transporte de materiales, y debo reconocer que era
impresionante verle cargar con grandes piedras sillares como si no pesaran nada. A Loki
le fue asignado el trabajo de ayudante de argamasero, pero el pequeño danés solía
desaparecer de las obras nada más iniciarse la jornada y no volvía a vérsele hasta el día
siguiente.
Ignoro a ciencia cierta cuál era la labor de Erik, pues se dedicaba a deambular de
un lado a otro sin hacer nada en concreto. Yo sabía que le inquietaba la ausencia del
enviado del Papa, pues mientras éste no llegara tenía las manos atadas, y también le
preocupaba lo que hacían los Caballeros del Águila. O, mejor dicho, lo que no hacían,
pues los aquilanos permanecían encerrados en su fortaleza y sólo unos pocos la
abandonaban para patrullar por los alrededores del poblado. En realidad, lo que ocurría
es que Erik era un guerrero, un hombre de acción, y no llevaba nada bien la inactividad.
Por lo demás, de vez en cuando aparecía en las obras Abraham Ben Mossé (para
ser inmediatamente expulsado por el iracundo maestro Hugo), y ocasionalmente nos
visitaba Valentina. Cuando esto último ocurría, solían producirse muchos accidentes,
pues la muchacha, que era muy bonita y llevaba a gala su recién estrenada femineidad,
distraía a los trabajadores al pasear entre ellos, y no era raro que un carpintero se
machacara un dedo con el martillo, o que a un albañil le saliera torcido un murete. Pero
como Valentina resultaba agradable de contemplar, y además era la hija del jefe, nadie
protestaba.
Y, mientras tanto, la catedral crecía.
Yo, por mi parte, me dedicaba a tallar el capitel que me había asignado el maestro
Hugo. No lo hacía según el boceto, sino a mi manera, de modo que había convertido las
espirales en un amasijo de serpientes entrelazadas y las volutas en hojas de parra. Al
principio, los demás imagineros me ignoraron abiertamente, pero a los pocos días
comenzaron a fijarse en mi trabajo, y me pareció adivinar en sus miradas una mezcla de
sorpresa y envidia. Finalmente, seis días más tarde, maese Hugo se presentó en la logia
y examinó por encima de mi hombro el capitel a medio esculpir.
—No estás siguiendo el boceto —dijo en tono neutro tras un largo silencio.
—Así es, maestro —bajé la mirada, arrepentido de mi osadía—. Pensé que de este
modo quedaría mejor...
Maese Hugo se rascó, pensativo, el mentón y después la calva cabeza.
—Tienes razón —dijo—; es mejor así —sonrió—. Puede que tu padre no
estuviera tan loco al enviarte, Telmo. Eres un imaginero condenadamente bueno.
Huelga decir que las alabanzas del maestro fueron como un bálsamo para mi
ánimo, mas el gozo no tardó en transformarse en inquietud, pues justo aquel mismo
sábado llegó a Kerloc'h Rambaldo de Siena, el imaginero que faltaba para dar comienzo
a la extraña competición de talla en que yo iba a participar.
Y así fue como, al día siguiente, se celebró el concurso.
Capítulo 7
★ ★ ★
★ ★ ★
Al día siguiente, por la mañana, maese Hugo dejó a Helmut, el maestro albañil, al
cuidado de las obras y, tras reunirse con Erik y conmigo, nos dirigimos juntos a la
cabaña de Ben Mossé. Ninguno de nosotros abrió la boca durante el camino, en parte a
causa de la resaca, pero también porque descubrir quién era el enviado de Roma nos
había llenado de confusión.
Dejamos atrás el poblado y nos adentramos en el bosque siguiendo un sendero
flanqueado de zarzas y espinos. Caminamos en silencio durante quince minutos, al cabo
de los cuales llegamos a un amplio claro rodeado de castaños en cuyo centro se alzaba
una pequeña construcción. Era un choza de adobe, con un techo de madera a dos aguas
del que sobresalía una pequeña chimenea. Nos detuvimos un instante al borde del claro
y miramos en derredor. El lugar parecía desierto, salvo por el humo que brotaba de la
chimenea, de modo que echamos a andar hacia la cabaña.
Entonces, justo en ese momento, la puerta se abrió bruscamente y Abraham Ben
Mossé cruzó el umbral a toda prisa. Al vernos, dio un grito de sorpresa y echó a correr
hacia nosotros.
—¡Al suelo! —gritó mientras se aproximaba a la carrera. Nos detuvimos en seco,
totalmente desconcertados.
—Pero ¿qué sucede?... —masculló Hugo.
—¡Arrojaos al suelo! —volvió a gritar Ben Mossé.
Y, como si quisiera dar ejemplo, se arrojó a nuestros pies y se cubrió la cabeza
con los brazos. Erik, quizá por su entrenamiento militar, fue el único que supo
reaccionar y, aunque ignoraba la naturaleza del peligro, imitó prontamente al judío y se
lanzó al suelo. Hugo se limitó a arquear las cejas y yo parpadeé, confundido.
Entonces sucedió.
De repente, en medio de un estampido ensordecedor, la cabaña reventó en mil
pedazos, y yo sentí como si un gigante me diera un manotazo y me lanzara por los aires,
y rodé por la hierba hasta tropezar con un árbol, mientras que una lluvia de tierra y
cascotes se abatía sobre mí. La brutal detonación se desvaneció en una miríada de ecos,
dejándome como recuerdo un desagradable zumbido en los oídos. Alcé, aturdido, la
cabeza y vi que Ben Mossé estaba ya en pie, sacudiéndose el polvo de las ropas.
—¿Os encontráis bien? —preguntó—. ¿Ningún hueso roto?
Nos incorporamos y, tras estirar los miembros y tantearnos la carnes, decidimos
que, aunque un tanto magullados, estábamos en buen estado. El maestro Hugo, atónito,
volvió la mirada hacia el amasijo de humeantes minas en que había quedado convertida
la cabaña.
—¿Qué ha pasado?... —musitó.
—Oh, un pequeño accidente —Ben Mossé contempló las ruinas de su choza y su
mirada se iluminó—. Es maravilloso, ¿verdad? ¡Maravilloso!
Parecía feliz como un niño, lo cual se me antojó del todo absurdo, dada la
catástrofe que se había abatido sobre su hogar.
—Vuestra casa está destruida, Abraham... —observé sin mucho sentido, pues
aquello era evidente.
—¿Mi casa? —el judío me miró con perplejidad—. Ah, no, mi hogar está en
Kerloc'h —señaló con un cabeceo las ruinas de la choza y agregó—: Esa cabaña la
utilizaba para practicar ciertos experimentos. De hecho, os había convocado en este
lugar para mostraros algo... Aunque ya lo habéis visto, ¿no es cierto? Una explosión
muy hermosa, bellísima. Pero ya nada tenemos que hacer aquí, así que seguidme.
Ben Mossé, de muy buen humor, echó a andar de regreso al poblado y nosotros,
después de intercambiar unas miradas de perplejidad, fuimos tras él. Un cuarto de hora
más tarde llegamos a la casa del judío, una espaciosa construcción de madera situada a
las afueras de Kerloc'h. Ben Mossé abrió la puerta con una voluminosa llave de hierro
—debía de ser la única casa del poblado que tenía cerradura— y nos franqueó el paso.
Al entrar, vimos que la vivienda estaba abarrotada de extraños artefactos y que en el
centro de la estancia, sobre una gran mesa, se amontonaban retortas, matraces, frascos y
alambiques.
—Sois alquimista, ¿verdad, Abraham? —comentó Erik, contemplando el raro
instrumental.
—Lo soy, lo soy —rió el judío—. De hecho, nuestro santo y seña, Trismegistos,
que significa «tres veces grande», es uno de los atributos de Hermes, el legendario
fundador de la alquimia; aunque sólo son leyendas, claro.
¿Alquimista? Eso sonaba muy parecido a mago, así que me santigüé para espantar
la mala suerte. Ben Mossé advirtió mi gesto y, tras una nueva carcajada, declaró:
—La alquimia no es magia, Telmo. Cierto es que la practican los árabes y los
chinos, pero también los cristianos, incluso los obispos, como ese dominico llamado
Alberto Magno. Lo que la alquimia hace es intentar comprender la naturaleza. Por
ejemplo, antes visteis que mi choza del bosque saltaba por los aires, ¿verdad? Pues bien,
¿cómo ha sido posible?
Sin esperar respuesta, el judío abrió un frasco de cristal lleno de un polvo
negruzco, cogió un puñado, se aproximó al hogar, donde ardían débilmente unos leños
medio consumidos, y arrojó a las llamas la extraña sustancia. Instantáneamente, un
intenso fogonazo brotó del hogar y la estancia se llenó de un humo acre que me hizo
toser.
—Pulvis Nigrum —dijo Ben Mossé, sacudiéndose las manos—, también llamado
Pulvis Catapultarius. Una sustancia que explota, ¿qué os parece?
—Oí hablar de ella en España —comentó Erik—. Ahí la llaman «pólvora».
—Pólvora, sí. La inventó un sabio chino, Sun Simao, hace setecientos años y ha
llegado hasta nosotros gracias a los alquimistas árabes. Pero ¿cómo se consigue? ¿Hay
que realizar extraños sortilegios y raros conjuros? Nada de eso. Tomamos dos medidas
de salitre, una de azufre y otra de carbón de sauce, lo mezclamos todo en un matraz y ya
está, obtenemos Pulvis Nigrum.
—¿Para qué necesitáis pólvora, Abraham? —preguntó Erik.
Ben Mossé guardó unos instantes de silencio.
—Ahora hay otros temas que tratar —dijo finalmente—. Ya hablaremos de eso.
Sin embargo, ¿para qué quiero pólvora?... Para destruir algo, por supuesto.
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Al principio creí que iban a matarse, tal era la ferocidad de sus golpes, pero luego
advertí que Loki también se encontraba allí, sentado sobre una piedra, contemplando
tranquilamente el enfrentamiento. Me aproximé a él y le pregunté alarmado qué pasaba.
—Nada —contestó—. Practican.
Volví la mirada hacia la escena del combate. Reconozco que en aquel momento,
fascinado por la pericia con que ambos contrincantes esgrimían sus armas, me olvidé
del maestro Hugo y de nuestra urgente cita en la catedral. Fijándome bien, me di cuenta
de que los golpes no los descargaban con el filo, sino con el plano de las espadas, pero
aun así la lid era terrible. De hecho, el que parecía llevar la peor parte era Erik, pues
apenas podía hacer otra cosa que contener los ataques de Gunnar, mucho más alto y
fuerte que él.
Durante un buen rato, el gigantesco normando no cesó de descargar su pesada
espada contra Erik, que a duras penas lograba bloquear los golpes con el escudo, y que
sólo de vez en cuando contraatacaba con alguna tímida finta. Gunnar era un
contrincante temible, y eso quedó patente cuando, al poco, Erik se vio obligado a
retroceder, primero lentamente, luego a zancadas, esquivando por escasas pulgadas los
brutales mandobles que le dirigía el gigante. De pronto, como colofón a una salvaje
acometida, Gunnar descargó su espada de derecha a izquierda, asestando un golpe tan
potente que le arrancó a Erik el escudo de las manos.
El templario, viéndose indefenso, retrocedió un par de pasos, hasta que su espalda
tropezó con uno de los castaños que bordeaban el claro. Durante un par de interminables
segundos, los contendientes permanecieron inmóviles, mirándose fijamente, como si el
tiempo se hubiera suspendido.
De pronto, Erik enarboló la espada con ambas manos y, profiriendo un grito, se
abalanzó contra Gunnar. Hasta yo, que no sé nada de esgrima, me di cuenta de que,
atacando a pecho descubierto, Erik quedaba al alcance del arma de su rival, e
igualmente lo supo Gunnar, que, con una sonrisa de triunfo, lanzó el plano de su espada
contra el costado de Erik. Pensé que ahí se acababa el combate, y así fue, pero no del
modo que había supuesto.
Porque un instante antes de que el arma de Gunnar le alcanzara, Erik se arrojó al
suelo, dio una voltereta y quedó de rodillas frente al gigante, el brazo derecho extendido
y la punta de su espada suspendida justo a una pulgada del estómago de su contrincante.
Al comprender que, si Erik no hubiese contenido su inesperado ataque, aquella finta
habría sido mortal, Gunnar profirió una seca maldición, arrojó su arma al suelo y se
alejó unos pasos mascullando quién sabe qué en su indescifrable idioma. Loki comenzó
a aplaudir y Erik, sin hacer alarde de su victoria, se secó el sudor que le perlaba la frente
y recogió el caído escudo. Entonces se percató de mi presencia.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, todavía jadeante. De pronto, recordé el
encargo del maestro Hugo.
—Helmut ha encontrado algo en la catedral —repuse apresuradamente—. Maese
Hugo dice que debemos reunimos con él y con Abraham ahora mismo.
Sin perder un instante, Erik le entregó sus armas a Loki y juntos nos dirigimos a
Kerloc'h. Encontramos al maestro en compañía de Helmut y Ben Mossé, aguardándonos
en el pórtico de la catedral.
—¿Dónde estabais? —preguntó Hugo con los brazos en jarras—. Llevamos una
eternidad esperándoos...
—Telmo dice que habéis hallado algo —le interrumpió Erik—. ¿El qué?
Hugo le dirigió una mirada de soslayo a Helmut. El maestro albañil, cuyo rostro
mostraba una seriedad más extrema de lo usual, nos indicó con un gesto que le
siguiéramos, abrió el portalón de entrada y se introdujo en el templo. El sol del
atardecer se filtraba por los coloreados cristales del rosetón, proyectando sobre las losas
del suelo la roja silueta de un águila. Nuestros pasos despertaron un enjambre de ecos
mientras cruzábamos la nave central. Helmut se detuvo junto al muro norte y nos dijo:
—Llevo semanas registrando la catedral, pero hasta ayer no se me ocurrió
buscar pasajes ocultos, así que pasé toda la noche golpeando las paredes. Hasta que
llegué aquí —señaló un paño del muro— y descubrí que sonaba a hueco.
Había una gruesa argolla de hierro encastrada en la pared. Helmut la cogió con
ambas manos y tiró de ella con fuerza. Mientras lo hacía, una parte del muro comenzó a
descorrerse, mostrando el oscuro pasadizo secreto que había detrás.
★ ★ ★
El pasadizo oculto era en realidad una pequeña escalera que se adentraba siete u
ocho varas en el subsuelo, hasta desembocar en una cripta. Helmut prendió una antorcha
y comenzamos a bajar los escalones, adentrándonos en una oscuridad que el tenue
resplandor de la tea no lograba disipar del todo.
El interior de la cripta parecía enteramente vacío, salvo por las cuatro gruesas
columnas que sustentaban la bóveda; sin embargo, cuando Helmut avanzó unos pasos,
la luz de la antorcha nos reveló que en el centro de la estancia había... algo, no sé muy
bien cómo llamarlo. Eran cinco grandes lajas de piedra hincadas verticalmente en el
suelo, formando un semicírculo; frente a ellas se alzaba una especie de lecho de piedra
con varias acanaladuras talladas en su superficie.
—¿Qué es esto?... —musitó Erik.
—Un altar pagano —repuso Ben Mossé.
—¿Aquí, en una catedral? —pregunté, sorprendido.
—No debería extrañarte, Telmo. Muchos templos se erigen sobre lugares que
han sido considerados sagrados por otras religiones. Una catedral puede muy bien
construirse sobre los cimientos de una ermita, que a su vez fue edificada sobre un
templo romano, y éste pudo alzarse encima de los restos de un santuario muy anterior,
como el que ahora tenemos delante, que es celta —el hebreo señaló el lecho de piedra—
. Fijaos en esos canalillos; sirven para recoger la sangre de las víctimas —sonrió al ver
mi cara de espanto—. Oh, sí, Telmo, los celtas realizaban sacrificios humanos, y creo
que ésta es una de sus aras.
Me estremecí al pensar en las macabras ceremonias que allí debían de haberse
celebrado, pero la rudeza primitiva de aquel altar me repelía y fascinaba al tiempo,
como el ídolo de madera que vi en el camino a Kerloc'h. Entonces advertí que sobre una
de las losas que formaban el semicírculo, la central, había un extraño dibujo toscamente
cincelado. Era una figura humana de cuyo cráneo surgían unos cuernos de ciervo.
—Es Cernunos —me informó Ben Mossé—, el dios celta de la fertilidad y las
cosechas.
—Pues parece un diablo...
—Los dioses de los vencidos son los demonios de los vencedores —sentenció el
hebreo; luego, volviéndose hacia Hugo, le dijo—: Este descubrimiento es muy
interesante, maestro, pero no parece conducirnos a parte alguna.
—Hay algo más —terció Helmut—. También encontré esto...
El germano se aproximó a uno de los muros de la cripta y bajó la antorcha hasta
iluminar algo que había en la pared, a poco más de un palmo del suelo. Era una marca
trazada con pintura de color pardo rojizo.
★ ★ ★
Después de que abandonáramos la cripta secreta, Helmut presionó la argolla del
muro y el pasadizo volvió a cerrarse: La catedral seguía desierta, pues el maestro Hugo
había ordenado que nadie entrase en ella, pero hasta nosotros llegaban con nitidez las
voces de los operarios que trabajaban en lo alto de la torre.
—Esa cripta no está en los planos —dijo Hugo—. Hablaré con el gran maestre
Corberán y...
—¡No! —le cortó, tajante, Ben Mossé—. Nadie debe saber que hemos
descubierto la cripta, pues eso nos pondría en evidencia.
—¿Qué haremos entonces? —preguntó Erik.
—Esperar.
El danés resopló con impaciencia.
—Es absurdo estar mano sobre mano. La marca de Thibaud de Orly trazada con
sangre en esa cripta revela que aquí sucedió algo terrible. En tal caso, ¿por qué no
actuamos de una condenada vez? Somos casi veinte los templarios que estamos en
Kerloc'h; podríamos apoderarnos de Corberán de Carcassonne y obligarle a hablar.
Ben Mossé sacudió la cabeza.
—Pero si hiciéramos eso —objetó—, los aquilanos correrían a quejarse al duque
Juan y éste, como protector suyo, no sólo enviaría soldados a Kerloc'h, sino que además
formularía serias quejas ante Roma por haber permitido que el Temple mandara en
secreto tropas a Bretaña. No, no, no, eso no es inteligente. Sean cuales sean los planes
de los aquilanos, no los llevarán a cabo hasta que la catedral esté concluida. De modo
que aguardaremos a que las obras finalicen —se volvió hacia Hugo—. Y, hablando de
la catedral, ¿qué me decís de ella? Vos conocéis la obra de Thibaud de Orly.
—El maestro Thibaud no diseñó el edificio —replicó Hugo—; sólo se ocupó de
dirigir las obras. Quien dibujó los planos de la catedral fue el propio Corberán.
—¿Y qué os parece el resultado?
Hugo se encogió de hombros e hizo un vago ademán que parecía abarcar la
iglesia entera.
—Que este templo no va a durar mucho —dijo—. Se ha construido demasiado
deprisa, sin permitir que la argamasa fraguase adecuadamente. Ya han aparecido
muchas grietas, y puedo asegurar que, en no más de medio siglo, la catedral de Kerloc'h
será una ruina —volvió a encogerse de hombros—. Pero de esto ya le advertí al gran
maestre Corberán, y no pareció importarle lo más mínimo.
Ben Mossé reflexionó unos instantes.
—Si los aquilanos tienen tanta prisa por acabar su catedral —dijo—, ¿por qué
pararon las obras hace dos años?
—Quizá se les acabó el dinero —sugirió Hugo.
—Lo dudo —terció Erik de mal humor—; dinero tienen de sobra.
—En efecto, nunca les faltó el oro —convino Ben Mossé—. Entonces, ¿por qué
pararon las obras y despidieron a los trabajadores?
—Pues no lo sé —reconoció Hugo—; pero lo cierto es que las obras no
estuvieron detenidas más de cinco o seis meses. Poco después de desaparecer el maestro
Thibaud, llegué yo y contraté nuevos obreros.
Se produjo un largo silencio, aunque no un silencio auténtico, pues los ruidos
provocados por los albañiles que trabajaban en lo alto de la torre del campanario, el
martilleo de sus herramientas, sus comentarios y conversaciones, llegaban a nosotros
tan claramente como si estuvieran a nuestro lado. Ben Mossé pareció darse cuenta de
este extraño fenómeno, pues se dirigió hacia la cabecera del templo y alzó la mirada
para otear a través del hueco de la torre. Luego, mesándose pensativo la barba, se volvió
hacia nosotros.
—Es curioso —dijo—; la torre actúa como una bocina y amplifica los sonidos
que se producen en su cúspide —alzó las cejas con perplejidad—. Y eso significa que
cuando la campana esté en lo alto, y suene, se oirá mucho más dentro de la catedral que
fuera de ella...
Capítulo 10
El templo fue coronado veinte días más tarde. En la jerga de nuestro gremio,
«coronar un edificio» significa terminar la techumbre, y eso había ocurrido en la
catedral de Kerloc'h. Los albañiles concluyeron las bóvedas y los carpinteros instalaron
sobre ellas un tejado a dos aguas. Luego, retiraron las cimbras y los andamios del
interior, y la catedral, a falta de instalarse el altar mayor, quedó lista para su uso.
Por lo general, las coronaciones se celebraban con una fiesta, pero aquella vez
no fue así, pues en realidad las obras todavía no habían concluido, ya que faltaba por
rematar la torre del campanario. Con todo, muchos artesanos finalizaron sus contratos y
poco a poco comenzaron a abandonar Kerloc'h. Se fueron en primer lugar los vidrieros
y los plomeros; luego partieron los canteros, la mitad de los albañiles y gran parte de los
carpinteros. A finales de agosto, de los ochenta y tres artesanos que había en la obra
cuando llegué, sólo quedábamos veintiséis. Pero, mientras esto sucedía, Korrigan el
loco, el tullido, me visitó cierto anochecer para revelarme un secreto y plantearme un
enigma.
Como mi presencia en las obras ya no era necesaria, solía pasar mañana y tarde
en la fortaleza, esculpiendo la estatua de san Miguel. Por tal motivo, el tallado de la
imagen avanzaba a buen ritmo; ya había concluido la forma de la escultura y los detalles
del busto, y ahora sólo me faltaba rematar la parte inferior. Cuando terminaba la jornada
me dirigía a la playa, pues los baños de mar tenían la virtud de distender mis cansados
músculos. Sin embargo, a finales de agosto el tiempo comenzó a empeorar; cayeron
varios chubascos, preludio del otoño, y las noches se tornaron más frías. Fue
precisamente durante el atardecer de mi último baño en el mar cuando tuvo lugar aquel
extraño encuentro.
El sol era una rojiza esfera flotando sobre el horizonte marino. Salí temblando
del agua y me sequé con premura, pues el frescor de la brisa parecía clavarme agujas en
la piel. Tras vestirme, me dirigí a la catedral en busca del maestro Hugo, pero la jornada
había terminado y la obra estaba desierta. Recuerdo que me quedé unos instantes
contemplando el templo, ya prácticamente acabado, y pensé que me recordaba algo,
aunque no supe precisar qué. Entonces, alguien me llamó:
—¡Telmo!
Di un respingo. A mi derecha, al pie de los andamios que cubrían el campanario,
se encontraba Korrigan, indicándome por señas que me acercara a él. Lo hice y el loco
bretón me recibió con los brazos abiertos.
—Tú eres amigo mío, Telmo, ¿verdad?
—Claro que sí, Korrigan...
—Yo también soy tu amigo, y por eso te voy a contar un secreto.
De pronto, me di cuenta de que Korrigan no hablaba empleando su habitual
jerga latina. Además, en aquel momento parecía completamente cuerdo. Fui a decir
algo, pero él me interrumpió:
—No hables, Telmo, y escucha: hace dos semanas descubristeis la cripta oculta.
¿Sí?
—¿Cómo lo sabes?
Korrigan esbozó una taimada sonrisa.
—Yo estaba allí, oculto entre la sombras, espiando —se inclinó hacia mí y
susurró—: Hace dos años también estaba en la catedral, escondido, la noche que
mataron al maestro Thibaud.
—¡Qué dices! —exclamé, sorprendido.
—¡Shhh!... —siseó, indicándome por señas que bajara la voz—. Al maestro
Thibaud lo mataron en la cripta, yo lo vi.
—¿Quién lo mató?
—Ellos —el rostro de Korrigan se frunció en una mueca de terror—. Ellos lo
mataron, y también mataron a los once masones que se quedaron con el maestro. A
espada y cuchillo, así los mataron.
—Pero ¿quiénes fueron?
—Ellos —repitió Korrigan, como si la identidad de los asesinos fuera
evidente—. Demonios con forma humana.
Me pasé una mano por los cabellos, todavía húmedos, y reflexioné unos
instantes. Probablemente, aquella historia no era más que la fantasía de un loco, pero...
—¿Por qué los mataron? —pregunté.
—Porque sabían cosas que no debían saber. Porque construyeron un lugar oculto
en la catedral.
—La cripta.
—No, no, no; la cripta no. Otro lugar secreto. Había muchos trabajadores, pero
los despidieron para que nadie viese lo que iban a construir maese Thibaud y los que se
quedaron con él —abrió mucho los ojos—. Construyeron el infierno, Telmo, el infierno.
Ésa es la cámara secreta que no habéis encontrado todavía. Yo la vi sólo una vez, pero
luego se llevaron al maestro y a los once artesanos al infierno y nunca más me atreví a
entrar. Mas ahora, porque eres mi amigo, lo haré otra vez. Entraré en el infierno.
—¿Dónde está ese lugar?
La mirada de Korrigan, que hasta entonces se había mostrado totalmente cuerda,
pareció extraviarse de nuevo.
—Yo creía que el infierno estaba abajo, Telmo, en las cavernas —murmuró—.
Pero está arriba —profirió una loca risotada y, volviendo a su acostumbrada jerga,
exclamó—: Inter ut et sol porta infernorum est! —echó a correr de repente y, mientras
se perdía en la oscuridad, agregó—: ¡Volaré al infierno por ti, Telmo!
Aquella noche, cuando regresé al poblado, le conté a mis amigos lo que me
había dicho Korrigan, pero ni el maestro Hugo, ni Helmut, ni Ben Mossé parecieron
tomarse demasiado en serio lo que probablemente sólo eran los delirios de un loco. No
obstante, Ben Mossé me pidió que volviera a hablar con el bretón e intentara averiguar
si había algún sentido en su historia. Pero no pude hacerlo.
★ ★ ★
★ ★ ★
★ ★ ★
—Simón de Valaquia trabaja para la Orden del Águila —dijo Erik en tono muy
tenso—; es el capitán de sus tropas. ¿Qué más pruebas necesitamos?
Después de la ejecución, Erik había insistido en que nos reuniéramos en la logia.
El maestro Hugo, más preocupado por cumplir los plazos de las obras que por resolver
el misterio de Kerloc'h, accedió a regañadientes, pero Ben Mossé mostró mucho interés
en la revelación del normando, aunque en el fondo creo que ya sabía, o al menos
sospechaba, que Corvus era el templario traidor. Helmut, como siempre, se mantuvo en
silencio, a la expectativa.
—Todavía no ha llegado el momento de actuar —repuso, paciente, Ben Mossé.
Erik encajó los dientes con mal reprimida furia.
—Entonces, ¿cuándo? —se puso en pie y comenzó a recorrer la logia a grandes
pasos—. Esa maldita catedral ha sido financiada con el tesoro robado al Temple. Antes
sólo lo sospechábamos; ahora lo sabemos a ciencia cierta. ¡Prendamos, pues, a Simón!
Es un traidor y ni siquiera el duque Juan podrá impedir que le llevemos a París para ser
juzgado.
Ben Mossé se mesó el extremo de su puntiaguda barba. La única autoridad que
poseía era la de ser delegado del Papa, pero este rango quedaba debilitado por su
condición de judío, de modo que cada vez le costaba más contener la impaciente cólera
del danés. Sin embargo, la fuerza del hebreo no procedía de su relativa autoridad, sino
de su inteligencia.
—Permitidme una pregunta, señor de Viborg —dijo tras una larga pausa—:
¿cómo os proponéis llevar a cabo esa acción? Veamos, en la cantera tenéis quince
hombres y aquí, en Kerloc'h, sois tres. En total, dieciocho. Pero los aquilanos, que jamás
abandonan la protección de su baluarte, son unos sesenta, entre caballeros y
mercenarios. ¿Pensáis sitiar con menos de veinte soldados una fortaleza ocupada por el
triple de guerreros?
Erik torció el gesto, incómodo ante la evidente fragilidad de sus planes.
—Podríamos introducirnos en la fortaleza por sorpresa —objetó con escasa
convicción.
—Es un laberinto —intervine yo—. Al cruzar la entrada del baluarte se entra en
un dédalo de corredores en el que a buen seguro os perderíais. Supongo que lo
construyeron así para prevenir una incursión enemiga.
Sobrevino un pesado silencio. Erik, muy malhumorado, comenzó a golpear la
palma de su mano izquierda con el puño derecho. Al cabo de un largo minuto, Ben
Mossé le preguntó a Hugo:
—¿Cuándo concluirá la construcción del campanario?
—Estamos esperando a que fragüe la argamasa. Luego, habrá que subir la
campana y coronar la torre con un pináculo —el maestro se encogió de hombros—.
Dadas la prisas que tiene Corberán, yo creo que estará concluida en el plazo de tres
semanas. Un mes a lo sumo.
—¿Y la estatua del altar mayor? —me preguntó el hebreo.
—La acabaré en unos quince días —respondí.
Ben Mossé reflexionó unos instantes.
—La Orden del Águila de San Juan le robó una fortuna al Temple, de acuerdo
—dijo finalmente, como si intentara ofrecernos una recapitulación de sus
pensamientos—. ¿Qué han hecho con el dinero robado? Construir una catedral, aquí, en
el más remoto rincón de Occidente. La pregunta es: ¿por qué? Jamás acudirán fieles a
este templo, pues los cristianos más cercanos se encuentran a cincuenta millas de
distancia. Entonces, ¿para qué derrochar una fortuna construyendo algo que no va a
servir para nada? —clavó la mirada en el danés—. Lo que debemos averiguar, señor de
Viborg, es qué se proponen los aquilanos, y para responder a eso tenemos que esperar a
que concluyan las obras de la catedral.
Erik respiró hondo y alzó un dedo en gesto de muda advertencia.
—Un mes —dijo—. Esperaré un mes y, luego, actuaré según crea conveniente.
Dicho esto, el templario abandonó la logia dando un portazo.
★ ★ ★
1
En el medievo, la actual nota «do» se llamaba «ut».
Capítulo 11
Le buscamos por todas partes; recorrimos los bosques y las veredas, los montes
cercanos y la quebrada costa, pero no dimos con él. Incluso los aquilanos, avisados por
el maestro Hugo, destacaron varias patrullas para rastrear la zona. Nadie encontró la
menor huella del germano.
Algunos sugirieron que Helmut se había ido de Kerloc'h por propia voluntad,
mas eso era imposible, pues en la casa donde vivía encontramos todas sus posesiones,
incluyendo las herramientas que le eran imprescindibles para la práctica de su oficio.
Otros plantearon la posibilidad de que, tras sufrir un accidente en los acantilados, el mar
se hubiera tragado su cuerpo. El tiempo demostró que eso tampoco era cierto. Fuera
como fuese, la búsqueda se interrumpió al cabo de tres días.
Pero yo no podía evitar sentirme preocupado. Dos personas muy distintas,
Korrigan y Helmut, habían muerto o desaparecido justo después de hablar conmigo. Lo
único que tenían en común era su interés por una cámara secreta que, supuestamente, se
encontraba oculta en la catedral. ¿Qué clase de estancia era ésa, que mataba a la gente?
Si es que existía, pues muy bien pudiera ser que tanto la muerte de Korrigan como la
desaparición de Helmut fueran accidentales.
Mas yo no lo creía así, no, y en el fondo de mi ánimo sentía crecer la trémula
llama del desasosiego. Debo reconocer que, a partir de entonces, procuré mantenerme
alejado de la catedral, como si temiera que aquel edificio pudiera devorarme. No
obstante, las exigencias del trabajo acabaron por imponerse y, del mismo modo que
Helmut desapareció, su recuerdo fue difuminándose, hasta convertirse en un enigma en
el que sólo de vez en cuando reparábamos.
A principios de septiembre, para San Gregorio, se procedió a izar la campana
hasta la cúspide de la torre. Para ello, el maestro Hugo convocó a los habitantes del
poblado, pues la operación precisaba de toda la fuerza muscular disponible.
El día amaneció nublado y pronto comenzó a caer una fina llovizna que todo lo
empapaba. Sacaron la campana del cobertizo donde estaba guardada y, transportándola
sobre grandes rodillos, la introdujeron en la catedral, y la colocaron justo bajo el hueco
de la torre. Luego, mediante un complejo sistema de sogas y poleas, comenzamos a
izarla.
La campana era enorme; según me dijeron, pesaba casi cuatrocientos cincuenta
quintales. Hicieron falta dos troncos de bueyes y medio centenar de hombres para
conseguir elevarla, y aun así sólo podíamos alzarla unas pocas varas a cada intento,
depositándola sucesivamente en los andamios reforzados que los carpinteros habían
dispuesto, a distintas alturas, en el interior del campanario. Era una labor lenta, penosa y
delicada, ya que debíamos cuidarnos de evitar que la campana oscilase y se golpeara
contra los muros.
El maestro Hugo dirigía la compleja tarea con el rostro tenso de preocupación,
pues estaba convencido de que la argamasa de la torre no había fraguado del todo y
temía que la estructura no soportara el tremendo peso de la campana. Además, el gran
maestre de los aquilanos se había presentado inesperadamente para supervisar los
trabajos y Hugo deseaba causarle buena impresión. A media mañana, mientras se
disponían las sogas y las poleas, Corberán se aproximó a mí con una sonrisa en los
labios y, tras pasarme afectuosamente un brazo por los hombros, me dijo:
—Hola, Telmo Yáñez, mi brillante imaginero —señaló con un leve cabeceo la
campana y agregó—: Es hermosa, ¿verdad?
Todavía estaba cubierta de paja, de modo que no podía verla, pero le dije que sí,
que era muy bella. Corberán asintió, complacido, y me preguntó:
—¿Sabes cómo se forja una campana? ¿No? Primero se construye un modelo a
tamaño natural, con yeso y arcilla de París, y se recubre con una capa de cera del mismo
espesor que el deseado para la campana. A continuación, se cubre todo con una mezcla
de yeso y estuco. Luego, se aplica calor al conjunto y la cera derretida cae fuera por
unos pequeños agujeros, dejando una cavidad entre los dos elementos de yeso. Por
último, se practica un orificio en la parte superior y se llena la cavidad con bronce
fundido. Cuando se enfría, rompemos el molde... y ahí está la campana —su expresión
se tornó soñadora—. Es maravilloso, ¿verdad? Bronce que clama convocando a los
fieles, o dando las horas, o anunciando el advenimiento de un día sagrado. En cierto
modo, las campanas son la voz de las iglesias...
Las palabras murieron en sus labios y, de soslayo, advertí que el gran maestre
paseaba la vista por los muros del templo, acariciando con los ojos las vidrieras, los
arcos, las columnas y los capiteles. Era la suya una mirada de amante que, en vez de a
una mujer, hubiese escogido como objeto de su pasión a un edificio. No pude evitar que
me conmoviera su expresión de embeleso, y pensé que si Corberán de Carcassonne
estaba detrás del robo del tesoro del Temple, como sostenía Erik, su falta sería un
pecado de amor, pues amor era lo que aquel hombre sentía por su catedral.
La tarea de izado se demoró hasta el atardecer. Cuando finalmente la campana
ocupó su lugar en lo alto de la torre, subí por los andamios exteriores y me quedé
mirando cómo retiraban las balas de paja que la protegían. Ante mis ojos se desnudó su
piel de bronce, y contemplé con asombro, bajo la dorada luz del ocaso, los dragones y
los reptiles que la adornaban, tan bellos y delicados como el trabajo de un platero.
Recuerdo que mientras estaba allí, en lo alto del campanario, uno de los obreros
golpeó accidentalmente la campana con un martillo. Fue un toque muy leve, apenas un
roce, pero bastó para arrancar del bronce un sonido profundo y claro, un tañido tan
sobrecogedor que pareció atravesarme el cuerpo y alcanzar mi alma.
★ ★ ★
—Es el nombre del arcángel Miguel escrito en letras hebreas —me informó el
gran maestre—. ¿Cuánto tardarás en tallarlo?
—Una hora como mucho.
Corberán me dedicó una aprobadora sonrisa.
—Volveré, pues, dentro de una hora —dijo—. Y traeré conmigo el salario que
tan justamente te has ganado.
Grabé la inscripción en el plazo previsto. Cuando regresó, Corberán me entregó
una bolsa de cuero en cuyo interior resonaba el tintineo metálico de unas monedas. Al
abrirla descubrí que contenía cien besantes de oro, una cantidad muy superior a la que
usualmente se pagaba por una escultura.
—Es demasiado, señor... —musité, contemplando incrédulo el dorado brillo de
las monedas.
—Tonterías —replicó el gran maestre—. Has trabajado mucho y bien; ningún
otro imaginero podría haber creado una imagen más bella, y eso no tiene precio.
Recordé entonces que aquel dinero muy bien podía ser el fruto de un robo, pues,
si Erik tenía razón, procedía del tesoro templario de Acre, y sentí una punzada de
remordimiento. Pero luego, al contemplar la bondadosa expresión del gran maestre, me
dije que era imposible que aquel hombre pudiera ser un ladrón, y que probablemente
ignoraba que el capitán de sus tropas, Simón de Valaquia, Corvus o como fuera que se
llamase, era en realidad un traidor y un asesino.
—Mira la estatua —dijo Corberán, interrumpiendo el hilo de mis cavilaciones—
; imagínatela en el altar mayor de la catedral. ¿Se te ha ocurrido pensar en toda la
devoción que recibirá esa piedra que tú has tallado? —se situó frente a mí, puso sus
manos sobre mis hombros y me miró largamente, como lo haría un padre con su hijo—.
Te echaré de menos, Telmo; esta fortaleza parecerá más solitaria ahora que ya no
escucharemos el martilleo del mazo contra el cincel.
★ ★ ★
★ ★ ★
Ben Mossé abrió mucho los ojos y su tez se tornó pálida como la cera.
—¡Dios mío! —musitó con un hilo de voz—. Es terrible, terrible... ¡Hay que
destruir la catedral!
El maestro Hugo, que medio dormitaba sobre un taburete, dio un respingo.
—¿Destruir la catedral? —repitió alarmado—. ¿Qué es eso de destruir mi
catedral?
—¿Qué sucede, Abraham? —preguntó Erik
Ben Mossé señaló los signos que yo acababa de trazar sobre el banco.
—Son caracteres hebreos, en efecto —dijo—, pero ahí no pone «Miguel». Esas
cuatro letras son resch, phi, caph y lámed. Si las traducimos a vuestro alfabeto
obtendremos esto...
Cogió el yeso y trazó una letra debajo de cada signo: R-F-C-L.
—¿Erre, efe, ce y ele? —silabeó el maestro Hugo, perplejo—. Eso no tiene
sentido...
Ben Mossé negó lentamente con la cabeza.
—La lengua hebrea se escribe sin utilizar vocales y se lee de derecha a
izquierda, y no al revés como en vuestro idioma. Ahí pone «LCFR» —respiró
profundamente y agregó—: Es un nombre... «Lucifer».
Sentí como si un golpe de calor me robara el aliento. Las moscas zumbaron a mi
alrededor, pero me veía sin fuerzas para espantarlas.
¿Lucifer?...
Me estremecí. ¿Había esculpido sin saberlo una estatua del diablo?
Capítulo 12
★ ★ ★
★ ★ ★
★ ★ ★
A Erik y a mí nos encerraron, separados de los demás, en una sórdida celda cuyo
único lujo consistía en una pequeña ventana con gruesos barrotes desde la cual, por
encontrarnos en el ala oeste de la fortaleza, veíamos el mar y, si forzábamos la vista
hacia la derecha, también la catedral. Desde esa ventana distinguimos, al amanecer, un
rojizo resplandor iluminando los muros del templo, y una negra columna de humo, tan
densa que oscurecía el cielo.
—Le han prendido fuego al poblado —observó Erik en tono neutro.
—¿Por qué? —estallé, perdiendo el control—. ¿Por qué nos hacen esto?
El danés se encogió de hombros y yo, sin poder contenerme, me eché a llorar
desconsoladamente.
—Tranquilízate, Telmo —Erik se sentó en el suelo con la espalda apoyada
contra el muro y agregó—: No sacarás nada en claro dejándote llevar por los nervios.
Sorbí por la nariz y me enjugué las lágrimas con el dorso de la mano. Me
avergonzaba mi reacción, pero había sufrido demasiados sobresaltos durante las últimas
horas, había visto cosas demasiado horribles, y no podía pensar con claridad. Intenté
tranquilizarme.
—¿Y ahora qué va a pasar? —pregunté con voz trémula.
—El gran maestre vendrá a visitarnos.
—¿Cómo lo sabes?
Erik apoyó la nuca contra el muro y cerró los ojos.
—Porque a Corberán le gusta presumir —dijo.
Durante unos minutos permanecí en silencio, con la cabeza gacha, sintiendo
compasión por mí mismo, convencido de que el destino nos depararía idéntico fin que a
Helmut y a los restantes compañeros que yacían en la cámara secreta.
Finalmente, cuando conseguí espantar tan lúgubres pensamientos, alcé la mirada
y descubrí para mi sorpresa que Erik, pese a la terrible situación en que nos hallábamos,
se había quedado profundamente dormido.
★ ★ ★
★ ★ ★
Esperar... Pero ¿esperar qué? ¿Un milagro? Las horas se arrastraron como
caracoles en el frío silencio de la celda. Nada ni nadie perturbó nuestro aislamiento, y
aquella quietud, aquel alarmante sosiego, me destrozaba los nervios.
A media tarde escuchamos una lejana algarabía que parecía proceder de la
entrada de la fortaleza. Miré por la ventana, pero desde donde estábamos no podía verse
nada. Aun así, escuché un tintineo de armas, relinchos, voces impartiendo órdenes,
como si los aquilanos estuvieran abandonando la fortaleza. También escuché otra cosa:
un grito de mujer, un alarido tan lleno de terror que me encogió el corazón.
Más tarde, poco antes del ocaso, pude ver a través del ventanuco que una extraña
procesión se dirigía a la catedral. Los Caballeros del Águila marchaban en cabeza,
transportando a hombros la estatua de Lucifer que yo sin saberlo —mas para mi
vergüenza— había esculpido; tras ellos iban los mercenarios turcos, con antorchas en
las manos y armados hasta los dientes, como si fueran a presentar batalla.
Le comenté a Erik lo que estaba sucediendo, pero apenas me prestó atención, y
siguió allí, sentado en el suelo, reclinado contra el muro, con los ojos cerrados, como si
estuviera descansando tranquilamente después de un alegre almuerzo campestre.
Aquella actitud suya, tan insólita, me desmoralizaba profundamente. Yo hubiera
esperado de él que hiciera planes para escapar de aquella prisión, que intentara alguna
estratagema, pero nunca tal indolencia. ¿A qué demonios estaba aguardando Erik de
Viborg?
Apenas tardé media hora en descubrirlo, pues al cabo de ese tiempo se escuchó
tras la puerta de la celda un débil sonido, algo así como un golpe seguido de un gemido
entrecortado, y luego un casi imperceptible rumor de pasos.
Entonces, Erik se puso en pie de un salto y permaneció unos segundos atento,
con un brillo de excitación en la mirada.
—Ya han llegado... —murmuró.
★ ★ ★
★ ★ ★
★ ★ ★
★ ★ ★
Llevó menos de una hora disponer todo lo necesario para el plan de Erik. La
estrategia era sencilla: los soldados templarios, capitaneados por Gunnar y Loki,
atacarían frontalmente las defensas de los turcos y entonces, aprovechando la confusión,
Erik y yo alcanzaríamos los andamios y subiríamos al campanario.
Al principio, Erik se negó a que yo le acompañase, pero le hice ver que él no
sabría dónde situar la carga explosiva para que su efecto destructivo fuese máximo, de
modo que acabó accediendo. Al entregarnos el barril de pólvora, Ben Mossé nos
advirtió:
—La mecha es larga y arderá lentamente, pero sólo dispondréis de tres o cuatro
minutos desde el momento en que la prendáis hasta que la pólvora explote —nos tendió
un par de velas—. Tomad esto. Cuando subáis a la torre, tapaos los oídos con cera, pues
el sonido de la campana podría dejaros sordos.
Luego, Ben Mossé me llevó a un aparte y en voz baja me dijo:
—¿Recuerdas que te hablé de un hombre sabio llamado Moisés que había tenido
una visión y de que tú aparecías en ella? Pues bien, Moisés vio que eras tú el destinado
a enfrentarse al dragón. Eres el elegido de Dios, Telmo. Sólo quería que lo supieses.
Supongo que Ben Mossé me contó aquello para infundirme ánimos, mas lo
cierto es que sus palabras me llenaron de inquietud, pues de mis lecturas de la Biblia
había aprendido que, con frecuencia, los elegidos de Dios acaban muy malparados,
cuando no muertos.
Una vez que todo estuvo dispuesto para la acción, Erik y yo nos dirigimos a la
arboleda y, ocultos tras las frondas, echamos a andar hacia la catedral. El avance fue
penoso, pues el danés llevaba todas sus armas, así como una pesada ballesta, y yo
cargaba con el barril de pólvora; además, la oscuridad era mayor en el bosque que en la
costa, por lo que resultaba difícil orientarse. Diez minutos más tarde, sobrepasamos las
ruinas del poblado y nos detuvimos justo en la linde de la arboleda, a unos trescientos
pasos de la torre. Desde tan corta distancia, los tañidos de la campana nos golpeaban
como martillazos. El fulgor de los relámpagos reveló que, como dijo Loki, había un
centinela turco situado en el extremo este de la catedral. Me incliné hacia Erik y le
susurré al oído:
—Todavía no hemos hablado de cómo rescatar a Valentina —señalé hacia los
andamios—. Mira, al bajar de la torre podemos alcanzar esa cornisa, recorrerla y llegar
hasta los ventanales del triforio. Uno de ellos tiene el cristal roto y, desde allí, podremos
espiar lo que ocurre en el interior del templo.
Erik meditó unos instantes y luego asintió con un cabeceo, aunque me pareció
que su mente estaba en otra parte.
—No veo a Simón de Valaquia... —dijo entre dientes.
Luego, empuñó su ballesta y se dispuso a esperar. Aquellos minutos se me
antojaron eternos. El fragor de la tormenta era atronador, los relámpagos no cesaban de
herir mis pupilas y los tañidos de aquella horrible campana eran una tortura, tanto para
mis oídos como para mi alma.
Inesperadamente, sonó un cuerno, la señal que marcaba el comienzo del ataque a
la catedral. Los quince templarios, con Gunnar y Loki en cabeza, aparecieron en la
explanada situada frente al pórtico y, protegiéndose tras un carro cargado de heno,
comenzaron a avanzar hacia las barricadas de los mercenarios. Éstos reaccionaron al
instante y lanzaron una nube de flechas contra los templarios, quienes, parapetados tras
el carro y cubriéndose con los escudos, prosiguieron su lento avance.
Cuando apenas les restaban cincuenta pasos para llegar a la altura de las
trincheras turcas, nuestros amigos se detuvieron. Un par de segundos después, Loki
arrojó una antorcha a la parte delantera del carro; como las balas de heno estaban
embadurnadas de brea, todo el cargamento comenzó a arder al instante con grandes
llamaradas.
Entonces, en medio de un feroz griterío, los templarios empujaron el carro todo
lo rápido que les era posible, hasta chocar frontalmente contra las barricadas. Las
ardientes balas de heno se precipitaron sobre los mercenarios y así comenzó el caos.
Los turcos abandonaron sus defensas, ahora sumidas en un voraz incendio, y
acometieron desordenadamente contra los templarios, que, en perfecta formación de
cuña, aguantaron a pie firme el ataque. La batalla era desigual, pues las tropas
mercenarias duplicaban a las nuestras, pero los hombres de Gunnar y Loki contaban con
la ventaja de la sorpresa y, además, los turcos, pese a su mayor número, peleaban con
escasa convicción, más defendiéndose que otra cosa.
Pero no pude seguir prestando atención a la batalla. Erik, puesto en pie, apuntaba
con su ballesta hacia el lugar donde estaba el centinela. Un relámpago quebró la
oscuridad, el danés afinó la puntería, apretó el gatillo y la saeta siseó en el aire para
acabar hincándose en el pecho del turco, quien, con un gemido, se derrumbó
pesadamente.
—¡Vamos! —dijo Erik.
Abandonamos la arboleda y echamos a correr hacia el campanario. Mientras
duró aquella enloquecida carrera no dejaba de temer que alguien nos descubriría y, de
un modo u otro, esperaba que una flecha o una lanza pusiera fin a mi vida en cualquier
momento. Pero nada de eso sucedió, y al cabo de unos interminables segundos llegamos
a la altura de los andamios que cubrían la torre. Nos detuvimos un instante junto a ellos
para recuperar el resuello, y yo experimenté más alivio del que jamás había llegado a
sentir.
Pero aquello no duró mucho, pues de pronto una voz sonó muy cerca de
nosotros.
—Qué previsible eres, Erik. Estaba seguro de que intentarías algo así.
Volvimos la cabeza, sobresaltados, y vimos cómo surgía de entre la sombras la
lúgubre silueta de Simón de Valaquia, seguido por cuatro de sus mercenarios.
Todos ellos empuñaban espadas.
★ ★ ★
Erik desenvainó su acero y encaró a los cinco hombres que se interponían entre
nosotros y la torre.
—Hola, Simón —dijo con voz carente de inflexiones—. Ya te dije que
volveríamos a vernos.
Simón de Valaquia sonrió con frialdad.
—Nunca lo he dudado; conozco bien tus habilidades para la huida y sabía que
lograrías escapar de la celda. Como también sabía que lanzarías un ataque para
distraernos e intentarías alcanzar la catedral por la retaguardia. Eres muy previsible, ya
te lo he dicho. Pero esperaba que vinieras con más hombres, y no con un muchacho. ¿El
chico es tu guardaespaldas?
—Quizá éste no sea el momento de pelear, Simón —repuso Erik, encajando el
sarcasmo con un pestañeo—. ¿Sabes que tu jefe, el gran maestre, está a punto de
desencadenar el Harmagedón? Eso también te atañe a ti; deberíamos impedírselo.
Simón de Valaquia se echó a reír.
—¡Conozco perfectamente los planes de Corberán! —exclamó—. Y estoy de su
parte, viejo amigo. ¿Quién crees, si no, que capitaneará los ejércitos de Lucifer? —su
tono se endureció—. Ahora, ten la amabilidad de deponer la espada.
Erik le contempló en silencio, sin mover ni un solo músculo. Bajo la pálida luz
de los relámpagos, su rostro parecía una máscara primitiva.
—¿Desde cuándo precisas a cuatro matones para acabar conmigo? —sus labios
dibujaron una sonrisa burlona—. ¿Acaso ya no estás tan seguro de ti mismo? Vamos,
Simón, éste es un asunto entre tú y yo. Dirimámoslo a solas.
Durante unos segundos, el capitán de los aquilanos mantuvo la vista fija en Erik,
como si estuviera evaluándole; luego ordenó a sus hombres:
—No os necesito. Id a defender el pórtico. Los cuatro mercenarios se miraron
entre sí con perplejidad y, tras unos instantes de duda, echaron a andar, renuentes, hacia
el extremo oeste de la catedral, donde templarios y turcos contendían con gran fiereza.
Simón observó cómo se alejaban y luego volvió la mirada hacia el danés.
—Bien, amigo mío, ya estamos solos. Vamos a ver si has aprendido algo durante
estos últimos años.
Inesperadamente, avanzó un par de rápidas zancadas y descargó el filo de su
espada contra el costado de Erik, que logró esquivar el golpe por escasas pulgadas, para
contraatacar acto seguido con una vertiginosa estocada. Simón interpuso su acero y así,
durante un rato, intercambiaron una sucesión de ataques y defensas que más tenían de
tanteo que de auténtico combate.
Yo estaba petrificado, ahí, con el barril de pólvora todavía en los brazos,
contemplando impotente la lucha que se desarrollaba ante mí. Supongo que debería
haber intentado subir yo solo a la torre para detonar la carga explosiva y silenciar
aquella campana cuyos tañidos me estaban destrozando los nervios, pero no hice nada.
Me resultaba imposible moverme, era como si me hubieran robado la voluntad y no
pudiera hacer otra cosa que ser testigo de aquel duelo a muerte.
Erik y Simón combatían entre la luz y la oscuridad. Cuando un relámpago
destellaba en lo alto parecían quedar congelados por su pálido resplandor, para sumirse
acto seguido en una negrura que sólo me permitía distinguir los veloces movimientos de
sus siluetas y el metálico entrechocar de los aceros. Tras un prolongado intercambio de
golpes, Simón de Valaquia retrocedió unos pasos y contempló a su contrincante con
fingido respeto.
—Felicidades, Erik —dijo en tono sarcástico—; has aprendido mucho desde
Acre.
Avanzó lentamente hacia el danés y, de pronto, descargó un tajo lateral que, al
fallar, dejó al descubierto su costado. Erik aprovechó la oportunidad y lanzó una rápida
estocada; pero el presunto error de Simón era un engaño, pues esquivó el golpe con
facilidad y proyectó al tiempo la hoja de la espada contra su adversario. Erik intentó
eludir el golpe, pero el cortante filo se deslizó contra su pecho, desgarró la cota de malla
que llevaba bajo el jubón y dibujó sobre su carne una larga herida que pronto se tiño de
rojo. Simón se echó a reír.
—Has aprendido algo, sí —dijo, burlón—. Pero sigues siendo un pésimo
espadachín.
Erik encajó los dientes y, ciego de ira, acometió con más furia que juicio. Simón
esquivó el primer golpe y bloqueó el segundo, pero cuando detuvo el tercero lo hizo
realizando un rápido molinete, un diestro floreo que arrancó la espada de las manos del
danés. Y Erik quedó repentinamente desarmado, a merced de su contrincante.
Todo había acabado.
—¡Estúpido templario! —exclamó, triunfante, Simón—. ¿Qué harás ahora?
¿Saldrás corriendo como en Acre?
Erik empuñó el cuchillo que llevaba al cinto y, profiriendo un grito, se abalanzó
contra el capitán de los aquilanos. Era un acto suicida; nada podía hacer una daga contra
una espada... Pero entonces recordé la ocasión en que vi pelear a Erik contra Gunnar y
supe al instante lo que iba a suceder.
Simón alzó su acero y, sonriendo confiado, lo descargó contra el inerme danés,
pero éste, sin frenar su acometida, se lanzó al suelo, giró sobre sí mismo y, quedando de
rodillas, hincó la hoja de su puñal en el pecho de Simón.
Un relámpago desgarró la negrura. La campana profirió un tañido que esta vez
sonaba a muerte.
Simón contempló incrédulo la herida que le robaba el aliento y dejó escapar un
débil gemido. Su espada cayó al suelo. Sin soltar la empuñadura del cuchillo, Erik se
puso en pie y, encarándose con su enemigo, le gritó al rostro:
—¡He dedicado diez años a practicar esta estocada! ¡Sólo para ti, Simón, sólo
para ti!
Los ojos de Simón de Valaquia formaron dos sorprendidos círculos; luego, tras
un estremecimiento, la vida huyó de él como un suspiro y su cuerpo se derrumbó,
desmadejado, sobre el suelo. Erik permaneció unos instantes inmóvil, contemplando
jadeante el cadáver de su rival; luego, recogió su espada, se aproximó a mí y me dijo:
—Tenemos un trabajo que hacer, Telmo.
Yo estaba conmocionado. Me temblaban las piernas y mi cabeza era un caos.
Miré en derredor y vi la lucha que tenía lugar frente al pórtico —¿quién estaría
ganando?—, y vi el cadáver de Simón de Valaquia, y oí el fragor de la tormenta y sentí
el tañido de la campana... Erik me sacudió por los hombros.
—¡Reacciona, Telmo! —gritó.
Parpadeé, desconcertado, y advertí la sangre que empapaba el jubón de mi
amigo.
—Estás herido... —musité.
—No es nada. Vamos, muchacho; tenemos que subir a la torre.
Como saliendo de un trance, eché a andar hacia el campanario. Antes de
comenzar la ascensión, arrancamos unos trozos de cera a las velas que nos había dado
Ben Mossé y, tras amasarlos entre los dedos, nos tapamos con ellos los oídos. Erik se
hizo cargo del barril de pólvora y empezamos a trepar por los andamios. Aquel ascenso
en la oscuridad era muy arriesgado, con el viento azotándonos y el destello cegador de
los relámpagos velando nuestras pupilas, mas no cesamos de subir en ningún momento,
sin descanso, agarrándonos a los maderos y cuerdas que colgaban de la torre.
Pronto dejamos atrás el tejado de la catedral, y proseguimos nuestra ascensión,
notando ya a flor de piel las sobrenaturales vibraciones de la campana. Entonces,
cuando nos encontrábamos a unas cien varas sobre el nivel del suelo, volví la vista hacia
el oeste... y mi corazón se detuvo entre dos latidos.
Porque allí, en el horizonte, justo donde las nubes y el mar se confundían en una
borrosa franja de negrura, había algo, una descomunal columna de viento y agua, un
aullante tifón que avanzaba hacia la costa en medio de un encrespado oleaje. Pero no
fue aquel tornado lo que me heló la sangre en las venas, sino lo que se ocultaba en su
interior, pues bajo el resplandor de los relámpagos, durante un abrir y cerrar de ojos, me
pareció distinguir entre la vorágine del torbellino a un ser inmenso hecho de tinieblas,
una bestia apocalíptica de forma indescriptible.
Puede que fuera un espejismo, pues apenas lo vi durante una fracción de
segundo, pero al instante supe, tan cierto como que el día sigue a la noche, que aquel
ente abyecto era el mismísimo diablo.
★ ★ ★
Me quedé paralizado de terror, con las manos aferradas a los maderos del
andamiaje y la mirada fija en aquella vertiginosa columna de agua que, en la lejanía, se
alzaba sobre el océano, grande como una montaña. Era el Leviatán, Tifón, y aunque aún
se encontraba lejos, no cesaba de avanzar en línea recta hacia la catedral, como si ésta
fuera una piedra imán. Y yo, fascinado como una mariposa por el brillo de un candil, no
podía apartar los ojos de la monstruosidad que inexorablemente se aproximaba a
nosotros.
Entonces noté que unas manos me agarraban por los brazos, obligándome a
apartar la vista de aquel espanto que amenazaba con quebrantar mi cordura. Era mi
amigo, el templario danés, y me gritaba algo, aunque no podía oírle porque mis oídos
estaban taponados con cera.
Erik señaló hacia lo alto y me indicó con un gesto que le siguiera. «La
campana», pensé, saliendo de mi estupor; era el sonido de aquella campana lo que atraía
al tornado, de modo que debía destruirla si quería destruir también al terrible engendro
que llegaba por el mar.
Seguí a Erik andamios arriba, negándome a mirar hacia el océano, pues sabía
que aquella visión me paralizaría de nuevo. Y así llegamos a lo alto de la torre. Un
tañido de la campana, ahora tan cercana, impactó contra mí pecho como si su sonido
fuera sólido, y a punto estuvo de hacerme caer, pero Erik me sujetó con fuerza y me
ayudó a salvar el antepecho que rodeaba la cúspide del campanario.
Procurando calmar el loco galope de mi corazón, examiné entre jadeos aquella
enorme campana ornamentada con dragones y serpientes de bronce. Estaba colgada de
un robusto eje de hierro cuyos extremos descansaban sobre dos salientes de piedra. La
pólvora no podría doblegar el metal, pensé, pero sí lograría destruir los salientes sobre
los que se sustentaba.
Cogí con ambas manos el barril e, inclinándome hacia el hueco de la torre, lo
encajé debajo de una de las dos protuberancias de piedra que sostenían el eje transversal
de la campana. Luego, coloqué la mecha en su lugar y la extendí cuan larga era. Saqué
de mi bolsa una lasca de pedernal y comencé a golpearla con el cuchillo de Erik. Las
chispas brillaron en la oscuridad.
El badajo golpeó la campana y una oleada de sonido me hizo perder el
equilibrio. Apretando los dientes, volví a acuclillarme y seguí golpeando el acero contra
la piedra hasta que, de pronto, una de las chispas prendió la mecha.
Erik y yo intercambiamos una rápida mirada. A partir de ese momento, sólo
disponíamos de cuatro minutos para alejarnos de allí, así que saltamos el antepecho y
comenzamos a descender por los andamios a toda velocidad, descolgándonos de tablón
a tablón en un vertiginoso descenso que, al menor traspiés, nos hubiera arrojado al
vacío. Mas, por fortuna, logramos alcanzar sanos y salvos la cornisa que sobresalía de la
fachada sur del templo y comenzamos a recorrerla con las espaldas pegadas al muro.
Por el rabillo del ojo distinguí en el mar la mole desmesurada y aterradora del tifón,
entre inmensas olas, cerca, muy cerca ya de la costa.
Finalmente, quién sabe cuánto tiempo después, alcanzamos el ventanal sin
cristales; la cuerda que había utilizado para entrar el día anterior todavía estaba atada a
la columna. Con el aliento agitado, nos quitamos los tapones de cera y luego,
procurando no ser vistos, contemplamos el interior del templo.
La catedral estaba iluminada por las llamas de centenares de velas. Veinte
caballeros del Águila, vestidos con los negros hábitos de la Orden, se hallaban de pie en
la nave central, frente a la estatua de Lucifer que yo había esculpido y que ahora
presidía el altar mayor; sus voces desgranaban a coro una monótona letanía. Al pie de la
estatua, presidiendo los blasfemos rezos, se encontraba el gran maestre Corberán de
Carcassonne, erguido, triunfal, con la mano derecha alzada y un brillante puñal
firmemente sujeto en el puño. Y frente a él, tumbada sobre el altar con las manos y los
pies atados, estaba Valentina.
Sus gritos llegaron hasta mí con nitidez.
★ ★ ★
★ ★ ★
El tifón se alzaba frente a nuestros ojos, una descomunal manga de agua marina
y vientos huracanados que llegaba hasta el mismísimo cielo. Entonces tuve una nueva
visión, y por detrás del vértigo giratorio del tornado vi a un coloso con cuernos de
ciervo, semejante a la figura que presidía la cripta secreta, un engendro tan desmesurado
que sus astas rozaban las nubes. El océano hervía a su alrededor, como si la Bestia
estuviera en el centro de un gigantesco torbellino erizado de olas, y la tormenta se
condensaba sobre su enorme cuerpo, envolviéndolo en una luminosa telaraña de rayos y
relámpagos.
Era Satanás, Belcebú, Asmodeo, Leviatán, Lucifer, Astaroth; recibiera el
nombre que recibiese, era la Bestia, el Príncipe de las Tinieblas. Puede que fuera una
alucinación, pues tan sólo la vi durante un instante, pero su monstruosa imagen me llenó
de terror. Valentina se estrechó fuertemente contra mí y profirió un ahogado grito. Erik
palideció.
Sin embargo, el tifón ya no avanzaba. Los tañidos de la campana habían cesado,
pensé vagamente, y no fue sacrificada en holocausto virgen alguna. La invocación a
Lucifer se había interrumpido antes de concluir. Por ello, la Bestia vio truncado su
avance justo a las puertas de lo que iba a ser su momento de gloria. El Harmagedón ya
no tendría lugar...
O quizá el Harmagedón ya se había celebrado, comprendí de pronto, y las
fuerzas del bien habían triunfado sobre las hordas del mal. Sí, cuanto más lo pensaba,
más creía estar en lo cierto. Erik, Ben Mossé, Gunnar y Loki, el maestro Hugo, Helmut
de Colonia, Korrigan, yo mismo, todos nosotros éramos los ejércitos de la luz que,
enfrentados a las tinieblas, habíamos salido triunfantes.
Y, de repente, dejé de sentir miedo, y alcé la mirada, y contemplé con fijeza el
tornado, y durante un segundo advertí —o imaginé— que dos ojos rojizos me miraban
con ira desde el corazón del torbellino. Entonces, avancé unos pasos y esbocé una
desafiante sonrisa. Y quizá fuera una coincidencia, no lo sé, pero justo en aquel
momento, cuando mis ojos se centraron en los del engendro, sonó un bramido que
pareció rasgar la sustancia misma de la realidad y el tifón desapareció.
Se esfumó ante nuestros ojos como si la nada se lo hubiera tragado. Ya no estaba
allí.
Y el fragor de la tormenta comenzó a decrecer.
Capítulo 14
★ ★ ★
Los recién llegados bretones, los mercenarios turcos, los templarios, maese
Hugo y sus constructores, cada hombre, mujer y niño que quedaba en Kerloc'h con
fuerzas suficientes para apartar escombros, se puso a la tarea de rescatar al desgraciado
que yacía bajo las ruinas. Fue una labor ímproba, pues el ala oeste de la torre se había
derrumbado sobre la catedral y había gran cantidad de piedras sueltas, pero a eso del
mediodía logramos finalmente acceder al lugar donde yacía el hombre atrapado entre
los escombros.
Era Corberán de Carcassonne.
En cierto modo, el fragmento de campana que impactó contra él en la iglesia fue
lo que le salvó la vida, pues le había protegido del derrumbe. No obstante, el gran
maestre no tardaría en morir, ya que tenía la espalda rota y la mayor parte de sus
órganos reventados. De hecho, parecía imposible que aquel hombre conservara todavía
un hálito de vida.
Le sacamos de debajo de la rota campana y lo acomodamos, lo mejor posible,
sobre un muro caído. Erik, Ben Mossé y yo nos aproximamos a él y le contemplamos en
silencio, sobrecogidos, pues aunque se tratara de alguien perverso y diabólico, nadie
merecía un martirio como el que aquellas heridas debían de estar infringiéndole.
Entonces, sacando fuerzas de quién sabe dónde —creo yo que del odio—, Corberán
abrió los ojos, nos miró con fijeza y dijo débilmente:
—Creéis haber vencido, ¿verdad?... —un sangriento espumarajo le borboteó en
los labios—. Estúpidos... sólo habéis ganado una batalla... —sus facciones se
contrajeron en un rictus de dolor y luego, con odio, agregó—: Yo os maldigo... sí, os
maldigo... Tú, Abraham Ben Mossé, perro judío... padecerás persecución, como todo tu
pueblo... Y tú, Erik de Viborg... —profirió un gemido—. El Temple será maldito... y sus
miembros padecerán bajo... el fuego y el hierro... —volvió la mirada hacía mí—. Y tú,
Telmo Yáñez... yo te... maldigo... Vagarás por la tierra...
De pronto, Corberán de Carcassonne sufrió un espasmo, desorbitó los ojos,
exhaló una bocanada de aire... y murió.
Nadie dijo nada durante largo rato, mas en mis oídos siguió resonando la
maldición del gran maestre de los aquilanos mucho tiempo después de que su voz se
hubiera extinguido.
★ ★ ★
Al día siguiente, tras recuperar mis herramientas de entre las cenizas del
incendio, decidí abandonar Kerloc'h. Cuando le puse al tanto de mis propósitos, Erik me
preguntó:
—¿Volverás a Navarra con tus padres?
No supe qué contestar; sólo había pensado en irme, mas aún no tenía decidido
adonde. El danés me contó que pronto se dirigiría a París, para informar a Guillaume de
Beaujeu, maestre de los templarios, acerca de los sucesos acaecidos en Bretaña, y me
invitó a acompañarle.
—París es la ciudad más bella del orbe —dijo—. Te gustará.
Aunque se trataba de una oferta tentadora, la rechacé. París era una ciudad muy
grande y bulliciosa, y yo, tras todo lo sucedido, ansiaba un poco de paz y descanso. Ben
Mossé, por su parte, me invitó a dirigirme con él a Roma.
—Verás al Papa, Telmo. Y él estará encantado de conocer al joven que derrotó
al Maligno.
Le dije que no había derrotado a nadie: que nuestra victoria se debió a la pólvora
que él había elaborado y a las espadas de Erik y de los demás templarios; que yo no
había hecho nada de importancia. En cualquier caso, rehusé acompañarle a Roma, pues
esa ciudad, al igual que París, no me proporcionaría el tan ansiado descanso.
Finalmente, el maestro Hugo me sugirió que le acompañase a Quimper, lugar
donde él y sus albañiles esperaban encontrar trabajo. Le di las gracias, pero también
rechacé su propuesta.
—¿Qué harás, entonces? —me preguntó, compungido, pues el maestro, tras
conocer mi intervención en el rescate de su hija, me había cobrado un gran afecto.
¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Pensé, vagamente, que me gustaría completar el
Tour, viajar de ciudad en ciudad, de obra en obra, aprendiendo todo lo posible sobre el
arte de construir, oficio al que iba a dedicar lo que me restara de vida.
—Quizá vaya a Normandía —concluí, tras meditar largo rato—. Dicen que el
estilo normando de construcción es muy hermoso, y me gustaría visitar Saint Michel y
las abadías de Caen y Ruán.
De modo que Normandía iba a ser mi próximo destino... ¿Por qué no? Así que
guardé mis escasos enseres en las alforjas, ensillé mi caballo y, a media mañana, me
dispuse a partir. Pero antes me despedí de Erik de Viborg, que me deseó mucha suerte,
y de Gunnar, que me abrazó como un oso, y de Loki, que se limitó a guiñarme un ojo, y
de Abraham Ben Mossé, que cobijó mi mano diestra entre las suyas y me dijo que
rezaría por mí a Yahvé, y del maestro Hugo y de María, su esposa, que incluso
derramaron unas lágrimas al verme marchar.
Y, por último, le dije adiós a Valentina. La muchacha había recuperado el color
y el buen aspecto, como si haber estado a punto de ser sacrificada al diablo, tan sólo
cuarenta y ocho horas antes, fuese un suceso insignificante y ya olvidado. Era muy
valiente, eso he de reconocérselo.
Cuando llegó el momento de la despedida, ella me abrazó con fuerza y me besó
en los labios. No pude evitar ruborizarme, mas creo que le devolví el beso o, al menos,
que deseé hacerlo, y entonces Valentina se apartó de mí, me contempló con el ceño
fruncido y, agitando su dedo índice delante de mi nariz, me advirtió:
—Volveremos a vernos, Telmo Yáñez. No sé cuándo ni dónde, pero nos
encontraremos de nuevo. Y me casaré contigo, puedes estar seguro.
Le respondí con una sonrisa y monté en el caballo. Me despedí de mis amigos
agitando la mano y luego tomé el camino del este. Antes de perder de vista Kerloc'h,
volví la mirada atrás y contemplé por última vez el ancho mar, la bahía, la negra
fortaleza y las ruinas de la catedral que yo había contribuido a erigir.
Epílogo