Al Filo de Lo Eterno - Chad Oliver
Al Filo de Lo Eterno - Chad Oliver
Al Filo de Lo Eterno - Chad Oliver
Al filo
de lo eterno
Andromeda
Chad Oliver
AL FILO DE LO ETERNO
Sinopsis
No en vano Chad Oliver es un antropólogo de primera línea. Otros escritores
de ciencia ficción han inventado extraterrestres más extraños, pero pocos han
sido tan convincentes como él en relatarnos la forma en que el primer contacto
con estos tendrá…
Frederik Pohl
Con su conocimiento de los sistemas culturales humanos Oliver se encuentra
en primera fila junto con Heinlein y Clarck de la auténtica ciencia ficción; la
ciencia es precisa y absorbente y la ficción profundamente humana
Anthony Boucher
Transfusión (Transfusión, 1959)
La Hormiga y el Ojo (The Ant and the Eye, 1953)
¡Qué Manera de Vagar! (Didn't He Ramble, 1957)
Respecto al original en inglés, quedó sin publicar:
Friend to Man, 1954
Field Expedient, 1955
First to the Stars, 1952
Título original: The Edge of Forever
Traducción: Manuel Barberá
© 1971 by Chad Oliver
© 1977 Ediciones Andrómeda
Portada: Oscar Díaz (DISEÑO)
Introducción
LOS MUNDOS DE CHAD OLIVER
Introducción biográfica
Chad Oliver es conocido ante todo como un escritor de ciencia-ficción
antropológica.
Esto no hace justicia al carácter verdadero de su obra, pero en su caso
quizá sea atinado decir que existe una relación estrecha entre lo que
hace y lo que escribe. Él mismo ha afirmado: "Lo que yo sea lo
encontrarán en algún lugar de las páginas de mis cuentos".
En el vasto campo de la ciencia-ficción muchos escritores se entregan
a coloridas fantasías y especulaciones totalmente anticientíficas... lo
cual evidentemente los separa de su obra. Pueden conducir un
ómnibus, ser corredor de seguros o vender aspiradoras; fuera de la
máquina de escribir, es posible que practiquen una ocupación
cualquiera entre mil y una y que sus relatos estén a menudo a miles de
años luz de los temas de sus vidas diarias.
No ocurre así en el caso de Chad Oliver. A pesar de sus ambientes
extraños (que pueden ser Venus, Capella V o una tierra futura), escribe
acerca de lo que conoce. Sus personajes son seres humanos y sus
narraciones están a menudo arraigadas en las relaciones mutuas entre
el hombre y sus culturas. Las culturas que crea en su ficción se basan
en su trabajo cotidiano, pues Chad es un antropólogo cultural en
actividad, afecto a explorar las derivaciones de su trabajo dentro del
marco de la ciencia-ficción.
"En su estudio de grupos y culturas", dice él mismo, "el término medio
de los antropólogos retroceden en el tiempo. Si escriben ciencia-ficción
también es posible que avancen hacia un futuro imaginado,
empleando como base la historia del hombre. La antropología es una
ciencia joven, pero tiene mucha importancia, pues si queremos
sobrevivir en un mundo de energía atómica y naciones en guerra,
debemos aprender a conocernos. De eso trata la antropología; del
estudio del hombre como animal físico y cultural".
Un personaje de Oliver no realiza milagros en el espacio, no es un
jockey que cabalga en cohetes portando revólveres y liberando
infortunadas doncellas de las garras de marcianos con tentáculos. Un
protagonista de Oliver es un hombre muy real abocado a problemas
muy reales; los conflictos dramáticos son genuinos, la ciencia es veraz
y las soluciones finales son muy verosímiles.
Por lo tanto, esta introducción debe ocuparse del hombre que alienta
detrás de las palabras: un artista complejo, fascinante y trabajador
cuya labor cotidiana en el campo de la antropología profesional
ensamble con los muchos cuentos y novelas que ha producido durante
las dos últimas décadas.
Nos conocimos en 1953, cuando Chad era ayudante de cátedra en la
Universidad de California, de Los Ángeles. A los 25 años, ya había
conquistado su título de licenciado en lengua inglesa en la Universidad
de Texas y progresaba con firmeza hacia el doctorado en antropología.
Ya había debutado como escritor profesional de ciencia-ficción años
antes y su primera novela se publicó en 1952.
Nuestra amistad data de los tres años en que trabajó en Los Ángeles y
conservó muchos vivos recuerdos de aquel período recargado de labor.
La primera impresión que tuve de él se relacionó con la estatura. Era
(y es) corpulento.
Casi un metro noventa y un peso cercano a los 90 kilos. Fue jugador de
fútbol americano en Texas y eso lo mantuvo en estado. Para sus amigos
de Los Ángeles (y pienso en Charles Beaumonts, Richard Matheson y
yo) era "big Chad", un individuo agradable, entusiasta y de sonrisa fácil
que poseía un vasto sentido del humor y nos desconcertaba sacando
de la máquina de escribir borradores casi impecables de primera
intención.
("Todas las correcciones previas las hago en mi cabeza", nos decía.)
Aparte del cambio manuscrito de una o dos palabras de cuando en
cuando, los manuscritos de Chad fluían directamente del cerebro a la
máquina de escribir. Se esforzaba agónicamente con ellos, tal como
deben hacer todos los escritores; pero jamás esta agonía interna se
reflejaba en la página mecanografiada.
Chad posee aplomo y valor para situaciones de tensión. Lo sé porque
una noche lo "puse a prueba" en un trecho oscuro que hacía eses del
camino de Bel Air. Teniendo a Oliver clavado en el estrecho asiento
bajo y cóncavo de mi auto de carrera Austin-Healey, hice rugir el motor
recorriendo una serie de curvas suicidas para impresionar a Chad con
mi osado dominio del volante. De pronto, apenas traspuesta una curva
cerrada, frente a nuestros faros delanteros que danzaban
atropelladamente apareció una alta cruz de hierro, y apenas pude
salvarme de rozarla, sorteándola con velocidad espantosa, y dejando
la marca de los neumáticos a lo largo del camino. Jamás supimos quién
había puesto la cruz allí en mitad de la ruta a altas horas de la noche,
pero el susto fue terrible; por lo menos para mí. El riesgo pasado me
dejó muy nervioso. Cuando llegamos a la casa de Oliver, yo temblaba
todavía. Chad no había dicho una sola palabra. Con toda calma, salió
del asiento, saltó a tierra y cerró la portezuela con cuidado. "Gracias
por el pequeño trompo", me dijo y empezó a caminar. Después
descubrí que aquella era la primera vez que viajaba en un auto sport.
Podría mencionar además la memorable noche de las hamburguesas...
Durante nuestra juventud, Chad y yo habíamos compartido una pasión
sincera por las hamburguesas White Castle. Esa noche en particular
nos pusimos a discutir acerca de los méritos extraordinarios de éstas;
eran pequeñas, cortadas en rodajas muy delgadas, acomodadas en un
pan ligeramente tostado entre "pickles" cortados también muy finos y
hojas de lechuga fresca y (durante la década de 1930)) se los podía
comprar a razón de seis por veinticinco centavos en un quiosco
especial (que desde fuera parecía un castillo en miniatura).
Convinimos en que nada sobrepasaba una bolsita de suculentas y
humeantes hamburguesas White Castle, súper deliciosas.
La discusión pronto alcanzó una intensidad que hacía agua la boca.
— ¡Dios mío! —exclamó—, ya no las hacen iguales. En todo California
no hay nada que se acerque a una hamburguesa White Castle.
Tenía razón, por supuesto; pero mi apetito estaba acuciado.
—Vamos ahora mismo —aconsejé—. A ver si no podemos encontrar en
el gran Los Ángeles una hamburguesa que sea al menos la mitad de
buena que una White Castle.
— ¡Hecho! —exclamó él.
Nos introdujimos en el automóvil. La esposa de Chad, Beje, nos
acompañó, aunque sentía algo más que un poco de sospecha por
nuestros recuerdos nostálgicos. (¡Pero ella no se había criado
comiendo esas hamburguesas!)
Recuerdo que nos detuvimos en cafeterías locales donde la sirven a
uno en el auto y en puestos del camino, donde Chad y yo probamos la
mercadería. Devoramos muchas hamburguesas grasientas en un
frenético deseo de revivir las delicias culinarias de nuestra niñez.
Todo lo que este sacrificio nos deparó fue un par de graves
indisposiciones.
Descubrimos, al igual que Thomas Wolfe, que en lo tocante a
hamburguesas White Castle, uno no puedo retornar al pasado.
Además, para agregar ofensa al malestar gástrico, pareció que Beje
estuvo segura desde el principio que así pasaría.
Hoy otros recuerdos de tardes y noches llenas de diversión junto a
Oliver salpicadas de sesiones de chistes grabados en compañía de
Chuck Beaumont y Dick Matheson, interminables maratones del juego
de damas chinas que se prolongaron la noche entera (Chad, que
detestaba perder, siempre insistía en que jugásemos una partida más
"para igualar los tantos"), locos concursos de escritura en que Oliver y
Beaumont se alternaban en la máquina de escribir, colaborando (con
muchas carcajadas) en una serie de cuentos absolutamente
disparatados (tres de los cuales al final fueron publicados).
Disponíamos de buen whisky escocés, charlábamos y pasábamos el
tiempo a gusto, inclusive en la Westercon de 1953.
Chad fue orador invitado en esa convención de ciencia-ficción que se
realizó en la Costa del Pacífico y lo presenté como un "prolífico escritor
de cartas que se ha convertido en profesional", lo cual lo indignó un
poco, pero era completamente exacto. Empezó escribiendo
innumerables cartas a revistas folletinescas en 1939, cuando era un
chico precoz de 11 años y vivía en Cincinnati, estado de Ohio.
Nacido en aquella ciudad en marzo de 1928, Symmes Chadwick Oliver
era hijo de Symmes Francis Oliver, cirujano. El abuelo de Chad (cuyo
segundo nombre era Chadwick) fue también cirujano y otro tanto
puede decirse de un tío.
"El nombre de soltera de mi madre era Winona Newman" —me
explicó. "Había nacido en Lima, Ohio; todos los Oliver son de
Cincinnati. Conoció a papá siendo enfermera en el hospital Christ de
Cincinnati. Mamá tenía cabeza para los negocios y administraba
nuestra casa. Posteriormente llegó a ser una pintora más o menos
destacada. Mis padres eran lectores voraces y la casa estaba siempre
llena de libros. Mi padre era un hombre bueno, soñador, gran
aficionado a deportes y pescador experto. A todo esto, yo atrapé mi
primera trucha en Maine cuando tenía siete años."
Aquellos años de niñez en Ohio proveyeron la base ideal para un joven
muy afecto a deportes y a la vida al aire libre. "Había un bosque cerca
y siempre andaba fuera de casa hasta que oscurecía. Jugábamos
partidos violentos de hockey sobre patines. Durante los veranos, la
familia se trasladaba a Maine o a Michigan, donde yo pescaba y
buscaba tortugas de mar."
Escribiendo acerca de su niñez (en The Winds of Time), contó más
acerca de aquellos años: "...béisbol todas las tardes, jugando hasta que
era tan oscuro que no se veía la pelota en el terreno baldío del final de
la calle. Bosques y sendas verdes secretas, que serpenteaban entre las
enredaderas sobre el arroyo, atrapando cangrejos debajo de las rocas...
noches calurosas de verano y nieve en invierno y dejarse caer por
aquellas laderas locas. Esquivando árboles, acercándose
peligrosamente a troncos negros.
Volviendo hacia la casa, luchando por quitarse los zapatos mojados...
noches de verano calurosas y sofocantes... escuchando los pitos de los
trenes en Nordwood".
Vio sus Y más aún (de Shadows in the Sun): "...vio su casa, olió el pollo
frito de la cocina aero-modelos suspendidos del cielo raso, mientras
sus alas de papel de seda se desmenuzaban... vio sus viejos libros en el
estante del cuarto en que había crecido: The Wind in the Willows, Just-
So Stories, The Wizard of Oz...".
Estos libros representaban una parte separada de la personalidad del
joven Oliver; desde el instante mismo en que supo leer hubo siempre
un libro o una revista que devorar; su pasión por la palabra impresa
estuvo acorde con su pasión por los deportes al aire libre.
"Muy pronto terminé con las historietas y me familiaricé con los
folletines. Recuerdo haberme suscrito a The Shadow, Doc Savage, The
Spider y The Mysterious Wu Fang; al entrar en mi casa escondía de la
vista de mis padres Spicy Detective bajo mi pulóver. Mi favorita era G-
8 and His Battle Aces, la cual publicó una de mis primeras cartas de
aficionado en 1939. Ahora entiendo qué era lo que me llevaba hacia
aquellos cuentos rudimentarios: una especie de imaginación
recargada y muchos elementos de ciencia-ficción."
Jules Verne, H. P. Lovecraft y Edgar Rice Burroughs también
alimentaron la mente de Chad orientada hacia las fantasías, y una de
las emociones más notables de su vida giró en torno de una carta
personal que recibió de Burroughs.
Era un niño atraído a la vez por la lectura y los deportes. A los 12 años
su vida al aire libre cesó bruscamente al contraer una fiebre reumática
que lo retuvo en cama siete meses. "Recuerdo que por mi ventana veía
a los muchachos que en la calle jugaban a la pelota. Eso duele."
El ataque fue intenso; Chad estuvo a las puertas de la muerte. "Y así
hubiera resultado si papá no hubiese sido médico. La enfermedad
pronto hizo su curso, pero me dejó confinado al lecho muchos meses.
Leer fue mi salvación y devoraba cuatro libros y dos revistas casi todos
los días."
Continuamente escribía cartas a diversas revistas de acción, y que las
transcribían en las secciones de cartas de lectores. "Ver una carta
reproducida era una victoria para mí.
Sufría lo indescriptible esperando que llegase el nuevo número de cada
revista. Se convirtieron en mi vida; era todo lo que tenía. Vivía en sus
páginas."
Fue en este período cuando recibió una carta del hombre que escribía
los cuentos de batallas de G-8. Había visto el nombre de Chad en una
carta y preguntaba si podía usarlo para un personaje de uno de sus
cuentos. "He guardado esa nota como un tesoro. La firmaba «Vientos
de cola y cielos claros, Robert J. Hogan». Esta clase de cosas
significaba mucho para mí."
La enfermedad dejó a Chad físicamente debilitado y estuvo sometido
a continuos resfriados y gripes. "Pescaba cuantos gérmenes aparecían
en mi camino. Volvía a la escuela, pero me atacaba otro germen y tenía
que volver a faltar. Estando semienfermo descubrí la ciencia-ficción.
Burroughs fue el puente que me condujo a ella. Encontré uno de sus
cuentos en un ejemplar de Amazing y compré ese número, que
contenía, además, tal como recuerdo, un relato de «Adán Link», por
Eando Binder, y una incitante epopeya de aventuras espaciales escritas
por Edmond Hamilton. Bastó con eso. Subí a mi bicicleta y fui al
quiosco, donde compré todas las revistas que tenían en stock. Nuevos
mundos se abrieron ante mí y quise ser parte de esos mundos."
En 1942, con la publicación de una carta en Famous Fantastic
Mysteries, el nombre de Oliver empezó a aparecer con regularidad en
la sección de los lectores de Planet, Thrilling Wonder, Starling y Super
Science Stories. Era entonces un hábito de Planet dar originales de sus
ilustraciones interiores a las tres mejores cartas de cada mes y el
ganador número uno podía elegir su ilustración predilecta. El joven
Oliver a menudo salía primero con sus colaboraciones críticas y
entusiastas, en las cuales comentaba en detalle cada cuento de la
edición, clasificando el valor del argumento y los personajes, así como
el trabajo artístico. ("Todavía conservo, en un viejo armario, una pila
de ilustraciones de Planet, inclusive muchas de Finlay, Paul y
Lawrence. Admiraba en particular los dibujos a pluma de Lawrence.")
Las cartas franqueadas por Oliver en 1945 estaban mataselladas en
"Crystal City, Texas".
"Papá se había alistado en el Ejército y fue enviado a Crystal City como
oficial médico, con destino a un campamento de detenidos que tenían
allí. Lo acompañó el resto de nuestra familia (yo tenía una hermana) y
cuando trabé contacto con Texas era un chico escuálido y enfermizo."
La ciudad era pequeña y contaba con una población total de 5.000
almas; algunos chicos estaban continuamente fuera de sus casas y
Chad tenía que permanecer en la suya.
"Se suscitaron algunas de las luchas que suelen promoverse cuando
hay un chico nuevo en un pueblo, y recuerdo que poco después de
llegar, me montaron en una yegua tuerta. Yo nunca había cabalgado
como no fuese en los ponies mansos de Coney Island, en Cincinnati; y
aquella bestia tuerta salió disparada conmigo encima. Con mucha
suerte, logré sostenerme sin caer, y después de eso la cosa me resultó
mucho más fácil."
Mejoraron las cosas. Crystal City aceptó a los Oliver y la gente del lugar
se esforzó todo lo posible para hacer que la familia de Ohio se sintiese
cómoda. ("Fue entonces cuando me convertí en un tejano; amé al
lugar... me gustaban las chicas, el sol, la región, los ríos en que
nadábamos...").
La salud de Chad mejoró rápidamente; desaparecieron los vestigios de
la enfermedad y su peso saltó de 65 a 80 kilos. Hasta conquistó un
puesto en el vigoroso equipo de fútbol americano de la escuela.
"El fútbol de la escuela secundaria de Texas era rudo. Se jugaba a
muerte. Era frecuente que las canchas estuviesen llenas de baches y en
ellas abundasen las rocas, las bandas desafinaban habitualmente y las
hinchadas eran más estridentes que eficaces... pero el juego era bueno,
duro y rápido, y yo me sentía más orgulloso de la letra que adornaba
mí suéter que de cualquier otra cosa que jamás haya tenido. Había
recobrado mi confianza; podía sobrevivir. Conseguir aquella letra,
distintivo del equipo, significaba todo para un muchacho que había
estado casi inválido cuando salió de Cincinnati. Me encontré en Texas.
Desde entonces, nunca he querido vivir en otro lugar."
Cuando la familia de Chad se trasladó a Galveston durante los últimos
años de secundaria, Chad permaneció en Crystal City, dirigiendo el
periódico de la escuela y viviendo solo en un cuarto alquilado. Con una
vieja Remington que había llevado consigo desde Ohio, estaba
probando escribir temas de ficción y enviaba sus cuentos a editores de
ciencia-ficción, "quienes hacían gala de finura al devolvérmelos; me
solían decir «siga haciendo la prueba» y seguí, pero todavía estaba
muy lejos la venta de mi primer cuento".
Entrar en la Universidad de Texas, de Austin, fue para él una decisión
importante, que le abrió el camino a su posterior carrera como
antropólogo.
"Todo el problema de otras culturas y de «contacto» entre diferentes
sistemas culturales me había fascinado siempre en la ciencia-ficción.
Por lo tanto, me interesaban los fundamentos de la antropología. Seguí
dos cursos en esta materia durante mi primer año universitario y me
encantaron, pero todavía no estaba ganado del todo a la causa
antropológica. Mi pasión mayor fue el inglés y seguí un curso de
literatura. Entonces me di cuenta que iba a ser escritor."
Chad se había hecho amigo de otro entusiasta de la ciencia-ficción,
Garvín Berry, y entre ambos escribieron y editaron una revista
amateur que vio la luz una sola vez y que, inspirándose burlonamente
en el clásico de A. Merritt Moon Pool, bautizaron con el nombre de
Moon Poodle*. ("Trabajamos en un segundo número, pero nunca se
llegó a publicar.")
Oliver se había convertido en experto en viejos discos de jazz por el
hecho de haber trabajado en una tienda de discos para ganar dinero
con que financiarse los estudios y el jazz quedó agregado a la listas de
sus pasiones primordiales, que comprendía las chicas de Texas, el
póquer hasta altas horas de la noche, el whisky escocés debidamente
estacionado, el fumar en pipa y, por supuesto, la pesca de truchas.
Esta última actividad todavía sigue siendo parte importante de sus
horas de recreo; en una nota reciente (fechada el 2 de febrero de 1971),
dijo: "Podrían preguntarse ustedes dónde diablos uno pesca truchas
en Texas, que dista mucho de todos los lugares por donde se
encuentran truchas... La respuesta es que la trucha arco iris fue
introducida a unas diez millas del río Guadalupe hace varios años. Eso
viene a ser cincuenta millas de aquí. Acariciamos la esperanza de
convertirlo en un arroyo truchero si podemos conseguir truchas
pardas para complementar las arco iris... Por lo general, yo me largo
hasta allí más o menos una vez por semana."
La verdadera oportunidad de debutar como escritor se le presentó en
1950, cuando Antony Boucher, que entonces dirigía The Magazine of
Fantasy and Science Fiction, le compró un cuento corto llamado "The
Boy Next Door". Antes que este cuento tuviese fecha y fuese impreso,
Oliver vendió varios otros del género de ciencia-ficción, el primero de
los cuales ("Land of Lost Content") apareció en Super Science Stories,
en el número de noviembre de 1950.
Estimulado por este torrente de ventas, Chad decidió abandonar sus
cartas al director y concentrarse por completo en los cuentos. Sus
coloridas epístolas habían llenado las columnas de ciencia-ficción
durante ocho años, pero eran obra de un aficionado. A los 12 años, ya
era un profesional.
Su temprano interés por la antropología llegó a su madurez durante el
último año de preuniversitario en la Universidad de Texas.
"Había oído algunos elogios de un profesor de antropología llamado
McAllister y desee ver qué podía ofrecerme este hombre. Seguí su
curso y resultó que lo que me ofreció fue mucho. Desde aquel momento
he sido antropólogo."
También encontró algo inesperado en la clase de aquel último
semestre: conoció a una chica de Jefferson, Texas, Betty Jenkins, que
había sido secretaria del Departamento de Antropología y estudiaba
también en las clases del doctor McAllister. Era jovial, linda, ingeniosa,
pero en aquel entonces Chad no tenía sitio en su vida para una nueva
chica.
Por lo tanto, prestó escasa atención a "Beje" (que era como todas sus
amistades la llamaban, contracción de Betty Jane). Sin embargo,
durante el verano siguiente anduvieron juntos haciendo una
exploración en México y hablaron seriamente de matrimonio.
"Esta exploración arqueológica tenía lugar en las afueras de Durango
y yo intervenía en carácter de auxiliar de la escuela de graduados",
explica Chad. "Beje figuraba como arqueólogo, y muy contentos
excavamos alfarería prehistórica". Se habían visto algunas veces en
Texas, pero entonces no fue tan serio. Ahora las cosas habían
cambiado. La excursión mexicana cimentó su relación y Chad
descubrió su amor tejano. Ya no buscaría más.
"Después vendí un cuento titulado «Hardly Worth Mentioning»,
basado en aquella exploración." "El pueblo natal de Beje", dijo
también, "me sirvió de inspiración para otro cuento."
Chad combinaba experiencias personales con sus trabajos literarios.
Una obra posterior reflejó pensamientos de aquellos años de
Universidad. "Recordó el trabajo de graduados, los sándwiches de
salchicha de Francfort, las averiguaciones en torno de restos óseos, la
lucha con el idioma alemán... las largas discusiones, de noches enteras,
y los libros que abrían en su mente panoramas inexplorados; la
emoción de Malinowski, el alcance y la osadía de White, la visión de
Linton que dedicó una obra de ciencia social a la generación siguiente.
Recordó su confianza juvenil, la certeza de poseer una llave que abriría
puertas que otros no veían..."
Allá por el 1952, Chad Oliver había obtenido su licenciatura en la
Universidad. Se había especializado en lengua inglesa y siguió también
antropología; su tesis para la graduación se basó en la historia de
ciencia-ficción "They Builded a Tower" (título tomado de un párrafo
de Kipling). En septiembre, luego de enseñar inglés durante un
semestre, estuvo en la Universidad de California, de Los Ángeles,
preparándose para el doctorado en antropología.
"Beje y yo habíamos decidido casarnos aquella Navidad, pero antes de
estar yo un mes en Los Ángeles, decidimos no esperar más." Beje tomó
un tren para la Costa del Oeste y se casaron aquel noviembre en la
Iglesia Unitaria.
"Realizamos nuestra fiesta de bodas en la casa de Forry Ackerman",
recuerda. "Ray Bradbury y A. E. van Vogt estuvieron presentes, junto
con Rog Phillips, que había sido mi padrino."
La primera novela de Oliver, Mists of Dawn, fue escrita para
adolescentes; formaba parte de una serie de obras de ciencia-ficción
juveniles editadas por Winston a principios de la década del 50 y tenía
que ver con las aventuras de un joven moderno que viaja hacia atrás
en el tiempo para vivir en la civilización Cro-Magnon. En ella, Chad
creó un cuadro verosímil de la primitiva cultura del hombre sobre la
base de su profundo conocimiento del tema. El libro fue bien recibido
por los críticos y esto alentó a su autor a intentar una primera novela
para adultos, Shadows in the Sun, que se editó en 1954 y narraba las
peripecias de un antropólogo de Texas que enfrenta enemigos
culturalmente avanzados. El ambiente ficticio de la novela (Jefferson
Springs) se inspiró directamente en Crystal City, y el antropólogo y
héroe alto, que fumaba en pipa, compartía mucho del pasado de
Oliver. También aquí la línea entre la realidad y ficción era sutil. (Tal
como lo dijo Chad: "Me gusta la ciencia-ficción que apoya un pie en la
realidad. La diversión, por supuesto, está en calcular dónde se posará
el otro pie.") Shadows in the Sun fue muy ensalzada y el New York
Times la calificó de "inteligente... una de las obras de ficción, científica
o de otro tipo, más sugestivas que este crítico ha leído en varios años".
Tony Boucher situó entonces a Oliver en "la primera fila de escritores
de ciencia-ficción", junto a Heinlein y Clarke.
Oliver disertó en una convención, defendiendo hábilmente el rol
científico del género:
"La ciencia es una búsqueda objetiva de comprensión, un esfuerzo por
hacer preguntas significativas acerca de la humanidad... La ciencia-
ficción tiene la misión potencial de diseminar ideas científicas en la
masa de lectores, pero antes que nada y por encima de todo debe ser
literatura y, como tal, procurar deleite... Puede abarcar las
derivaciones y la filosofía de la ciencia en una forma que ningún otro
género literario puede hacerlo, y en este sentido es única."
Los cuentos cortos de Chad Oliver se elegían ya para antologías y todas
las temporadas aparecía con regularidad en el cuadro de honor de
ciencia-ficción que publicaba Judith Merril. Había regresado a la
Universidad de Texas (como profesor de antropología) cuando su
primera colección de relatos de ciencia-ficción, Another Kind, se editó
en 1955. Boucher la alabó como "el libro de ciencia-ficción que más se
ha destacado en el año" y Damon Knight, que solía ser implacable con
los escritores faltos de talento, encontró mucho que elogiar en Another
Kind: "Oliver... está realizando para el género los más fascinantes y
completos estudios de relatos de ciencia-ficción antropológica".
Knight comentó el "tratamiento hondamente conmovedor de los
impactos culturales" y descubrió en el trabajo de Oliver "un sentido de
maravilla (la sensación que, según él, la ciencia-ficción debe crear) en
grado tal que lo sacude a uno con un golpe casi físico".
Tal alabanza sirvió únicamente para agudizar un conflicto básico que
se había desarrollado en la vida de Oliver (y que todavía existe): quería
dedicar más tiempo a la literatura, pero su carrera científica devoraba
la mayor parte de las horas de sus días.
Además, era padre... su hija Kim nació a fines de 1955. Aparte de esto,
su respeto por el jazz auténtico lo obligaba a cumplir con su propio
programa semanal de una hora como comentarista de discos en la
emisora KHFI-FM, de Austin.
"Mi aparición como «disc-jockey» por radio estaba destinada a
combatir la manía de los programas en que el jazz se mezclaba con las
músicas rítmicas y los blues. Pienso que podría decirse que yo defendía
una forma de arte."
Debemos agregar incursiones anuales de vacación al Colorado, donde
Chad practicaba la pesca en sus lugares favoritos del lago Fork, sobre
el río Gunnison.
Describió este aspecto y este amor por la pesca en el capítulo inicial de
su novela The Winds of Time: "El aire ralo era limpio y frío... el camino
describía un ángulo a través de un valle atestado de césped y flores y
ascendía luego junto a un blanco arroyo espumoso en dirección a las
montañas... Había un lago diminuto en que desembocaban aguas de
deshielo, más allá de los bosques madereros y la trucha nativa era
escurridiza y hambrienta... El lago se encontraba a más de 4.000
metros de altura, de modo que la mayoría de los muchachos que
usaban equipos de pesca complicados lo dejaban en paz... Era tan
silencioso como si el mundo hubiese sido recreado limpio, fresco y
nuevo...
¿Por qué la pesca de truchas lo hacía sentir nuevamente como un
niño?... Su cerebro se llenaba de imágenes cálidas y distantes: un
muchacho que tiraba envases de hojalata al río Little Miami, de Ohio,
que construía represas de roca y arcilla en los arroyos, que
inesperadamente descubría un siluro dormido en una isla verde del
río..."
En la novela, el héroe de Chad tropieza con enemigos humanoides
durante una excursión de pesca en Colorado y acepta ayudarles a
encontrar el camino de regreso a su planeta. Oliver estaba utilizando
otra vez sus experiencias personales para impulsar una narración
ficticia, tal como hizo en Shadows in the Sun; en esta nueva novela, el
ambiente abarcaba un sector del Oeste de Los Ángeles, en el cual él y
Beje vivieron durante casi tres años.
Su lealtad a Texas, su estado adoptivo, alcanzó gran altura; llamó a
Austin "mi ciudad" y sus descripciones de la comarca bordearon lo
rapsódico; pero la emoción de Chad hacia esta región era legítima. En
Ohio había nacido y allí transcurrieron los primeros años de su niñez,
pero Texas adquirió un derecho sobre él cuando era hombre; había
comprado una casa en Hopi Trail, en Austin, y su interés por el folklore
indio lo ayudó a ampliar el marco de sus obras. Vendió un par de
cuentos de la frontera histórica, realizados con gran esmero, a la
revista Argosy y al Saturday Evening Post, mientras preparaba para la
Universidad de California una monografía, que exigió investigación a
fondo, sobre los indios de las llanuras (otros trabajos eruditos
aparecieron luego en el American Anthropologisi y el Texas Journal of
Science).
Pero la dedicación de Chad a la ciencia-ficción siguió constante, y en
1960 se publicó su cuarta novela de esta clase, Unearthly Neighbors.
Fred Poní, en If, declaró que "pocos (escritores) han sido tan
convincentes como él en relatarnos la forma en que el primer contacto
(con extraterrestres) tendrá lugar".
Breves tareas en la U. C. L. A.* y en la Universidad de California en
Riverside durante el siguiente año académico ampliaron su
experiencia en la enseñanza y obtuvo de la U.
C. L. A. el título de doctor en antropología en 1961, el mismo año en
que inició investigaciones sobre el terreno mismo en África.
Me había contado que iría a África Oriental, a Kenya, no muy lejos de
Kilimanjaro. Me impresioné. "Tierra de Heminway", pensé. Sabía que
Chad admiraba al Hemingway de los comienzos e imaginé safaris de
caza mayor y aventuras en África. Sin embargo, Chad hizo esfuerzos
por aprender swahili y participar en conferencias al parecer
interminables.
Intervino en un proyecto científico bajo la dirección del doctor Walter
Goldschmidt, de la U. C. L. A., un estudio de investigación que tenía
que ver con la relación entre la ecología y las culturas de cuatro tribus
de África Oriental. La tribu por la que más se preocupó fue la kamba,
la tercera de Kenya en orden de magnitud.
En julio de 1961, los Oliver habían llegado a Nairobi, en el corazón de
Kenya. Su hija, de seis años de edad, debió ser sometida a una
operación importante sólo unos días después que aterrizó el avión y
esto complicó algo las cosas. Sin embargo, Chad fue enviado con un
Land Rover a echar un vistazo a Ukambani, territorio de la tribu
kamba.
"Los caminos eran bastante feos", escribió en una carta, "cuando había
caminos. Tuve la mala suerte de que me persiguiera un elefante antes
de haber aprendido realmente a conducir bien el Land Rover."
Luego de semanas de "observar el terreno" y verificar varias
anotaciones oficiales, trasladó su familia a las oficinas centrales del
distrito de Machakos. Eligió dos comunidades kambas para un estudio
inmediato: Ngelani, en montañas bien provistas de agua, y Kilingu, en
las llanuras áridas, a más o menos cien millas de distancia. Trabajó de
firme, estudiando desde los venenos para flechas hasta las ceremonias
de las tribus.
Luchó desesperadamente con el idioma kamba, bebió la cerveza ("que
por el sabor parecía queroseno con azúcar") y se hizo de amistades
entre el pueblo.
Por supuesto, no todo fue trabajo. Cuando volvió a Machakos, jugó
tenis con los funcionarios del distrito en el club deportivo. Cierta vez
hasta pudo practicar un poco la pesca de truchas. ("Los británicos
habían introducido truchas en unos pocos arroyos de Monte Kenya y
yo conseguí que un empleado de la sección silvicultura me condujese
allí.
Compartí un arroyo con un elefante, nacido poco antes, lo cual, en el
mejor de los casos, fue una novedad. La madre no apareció, y de ello
me sentí profundamente agradecido.") No era época ideal para
investiqaciones en el terreno. Kenya estaba a punto de ignorar su
independencia del gobierno británico y la situación se presentaba a
veces difícil. Chad descubrió que los kambas que lo conocían y
trabajaban con él, por lo general, le tenían confianza, pero había otros
que sospechaban de sus móviles. Pasó arduas horas explicando que no
había sido enviado a Kenya por la C. I. A. para dilatar la independencia,
que no era espía, que no reunía información secreta para la policía... y
que no era brujo.
En un cierto momento, en Ngelani, Chad convocó a una reunión y leyó
en voz alta las obras de Jomo Kenyatta, explicando que también él
había sido educado como antropólogo y había escrito un libro acerca
de su pueblo, el kikuyu. Hasta ofreció jurar de acuerdo con el kithitu
que no tenía ninguna vinculación política y que sólo le interesaba la
investigación científica. ("El kithitu es un formidable juramento
kamba y se da por seguro que muere el hombre que presta ese
juramento en falso. Todo esto me tuvo bastante nervioso, lo confieso,
pero vino a resultar que de todas maneras no querían que yo cumpliese
ese ritual.")
Con el tiempo, fue aceptado. "La gente fue buena conmigo, tanto los
kambas como los británicos. El día en que partí de Machakos, una vez
terminado el trabajo, una comitiva de kamba vino a pie desde nada
menos que Ngelani para ofrecerme algunos obsequios de despedida.
¡Nada como una cabra, un par de pollos y un canasto de huevos cuando
uno está por partir en avión!"
Tiempo después describió la caza mayor que había visto en la comarca
de las llanuras de Kenya: "... animales que vivían tal corno habían
vivido desde hacía incontables millares de años: kudúes de color pardo
grisáceo, orixes de cuernos largos, cebras listadas que corrían por un
campo de flores amarillas, desmañadas avestruces que trotaban con la
determinación sincera de los corredores de larga distancia, viejos
elefantes dignificados, serenos en su convicción de ser inmortales...
Luego, en octubre, llegaron las lluvias".
Y las lluvias llegaron mientras Chad estaba allí.
Llovió a raudales. Fue una lluvia como no había caído en Kenya
durante todo un siglo.
Los caminos de tierra se convirtieron en sendas de barro movedizo
siempre empapadas; los arroyos pasaron a ser torrentes; las aguas se
llevaron puentes y los ríos bramaron fuera de sus orillas. Durante un
tiempo los Oliver estuvieron aislados. "Realmente no corríamos gran
peligro mientras permaneciésemos allí, pero no tenía más remedio que
cambiar de lugar. Hice la prueba, de todas maneras. Hubo ocasiones
en que mi Land Rover no podía avanzar en el barro y tuve que bajar
montañas a pie. Las cosas se pusieron tan feas que en algunas de las
regiones remotas la R. A. F. tuvo que dejar caer alimentos desde las
alturas."
Finalmente las lluvias cesaron y Chad pudo trabajar sobre una base
más normal.
"Ignoro hasta qué punto podemos entender a un pueblo que vive de un
modo muy diferente al nuestro. Confío haber aprendido un poco
acerca del concepto que los kambas tienen del mundo. Por supuesto,
me habitué a respetarlos. Confié hallar por lo menos vestigios del viejo
clisé, una tribu seudoprimitiva aferrada a moldes tradicionales y muy
aficionada a mirar conscientemente hacia atrás, añorando los Buenos
Días Viejos.
Encontré en cambio un pueblo casi desesperadamente ansioso por
entrar en la «civilización». A veces procuraba explicarles que todas las
ciudades, los automóviles, las fábricas y las grandes escuelas tenían su
precio. Les hablaba del reverso de la moneda: tensiones, presión,
cambios radicales de la estructura familiar. Fue curioso y muy
humano: pude advertir muchas cosas atractivas en la forma en que
vivían, pero ellos ansiaban principalmente lo que yo ya tenía. Creo que
el césped es siempre más verde en la casa del vecino..."
A fines del verano de 1962 los Oliver estaban de vuelta en Austin.
Luego de una escapada rápida a Colorado con un par de viejos amigos
"para ver si las truchas me habían extrañado", se descubrió enfrascado
en su vieja labor en la Universidad de Texas.
"La transición fue inesperadamente difícil. Me encontré febrilmente
activo, bajo tensión constante, siempre con demasiado que hacer y
demasiado poco tiempo para hacerlo.
Eché de menos aquellas tarde en que el tiempo parecía no transcurrir
junto a mis amigos kambas; añoré su sentido de dignidad y entereza.
Pensé que eran afortunados. Los concebía allí, de pie al sol, sorbiendo
su cerveza y admirando su ganado. La civilización no los había asido
del cuello; hasta entonces, por lo menos."
Chad estaba demasiado ocupado con su labor antropológica para
ponerse a escribir ciencia-ficción en los años siguientes; pero
prosperaba su carrera académica. Fue ascendido a profesor adjunto y
más tarde, en 1968, a jefe de cátedra. Entre otras cosas, escribió y
grabó en videotape unas 35 conferencias con destino a un curso de
antropología por televisión que se proyectó para todo el estado. Los
programas desarrollaban desde estructuras de parentesco a la historia
de la teoría antropológica, pero tres de ellos trataban de los kambas y
se ilustraban con fotografías del propio Oliver.
"Hice un espectáculo por semana con tres directores diferentes,
escribiendo todos los libretos y grabando sin ensayo. ¡No repetiré la
experiencia!"
Su novela de 1967, The Wolf is my Brother, ganó el primer premio Spur
a "la mejor novela histórica del oeste de ese año", otorgado por
Western Writers of America. La acción que tenía lugar en la comarca
fronteriza desde 1874 a 1875, procuró "demostrar que había seres
humanos en ambos bandos y que un guerrero comanche y un coronel
de caballería de Estados Unidos tenían más en común de lo que
cualquiera podía entender plenamente".
El libro evidenció su versatilidad como novelista. De él forma parte
esta descripción lírica de las planicies de Staked al norte de Texas:
"La tierra daba mucho trabajo, pero no era verdaderamente yerma.
Había hierbas pequeñas (comunes en lugares donde habitan búfalos)
e hierba grama, así como mandioca de color verde claro que lanza al
aire sus tallones de capullos blancos. Grupos de mezquita de hojas
entrelazadas y uñas de gato pugnaban con los pastos para lograr sitio
donde desarrollarse. Luego de las lluvias de primavera, la región lucía
gran abundancia de flores silvestres: ranúnculos y margaritas de
Tahoka y broches llameantes... Era una zona habitable; siempre
soplaba viento. Bandadas de aves volaban en líneas bifurcadas,
cantaban alondras y las palomas llamaban desde los álamos que
crecían junto a los arroyos de los desfiladeros... Por encima de todo
ello estaba el cielo extenso y la gran bola blanca del sol."
Los Oliver adquirieron una propiedad de un poco más de seis
hectáreas a las afueras de Austin y añadieron un hijo adoptado a la
familia, Robert Glen Chadwick Oliver. Beje se dedicó a criar caballos
semiárabes, y a fines de 1970 sus caballos de exposición habían ganado
más de 30 cintas en las clases de cabestro y performance.
El paso siguiente fue para Chad la dirección del Departamento de
Antropología de la Universidad. ("Un director es, lamentablemente,
un administrador. Tengo a mi cargo un departamento de 30 hombres,
con un presupuesto de medio millón de dólares que cuidar.
El tiempo para escribir es mínimo. Actualmente mi sueño es
construirme un estudio grande a más o menos media hectárea de la
casa principal y llenarlo de libros, revistas y bienvenido silencio.")
Sus experiencias en Kenya fueron trasladadas a trabajos de ficción al
terminar y vender tres cuentos y una novela, The Shores of Another
Sea, todos ellos tuvieron que ver con África Oriental. En la novela su
protagonista es un cazador que caza animales como el órix con una
escopeta de 0,375 (y es, a su vez, perseguido por alienígenas
provenientes de otro sistema estelar). "Maté un órix en África con una
escopeta prestada de 0,375", reconoce Chad. "Pero no soy cazador.
Maté al órix porque necesitaba la carne para la alimentación. Cacé mi
cuota de conejos y aves cuando era niño, pero desistí de esto. No me
gusta matar. Por lo general ni siquiera mato las truchas; la ventaja de
pescar con moscas está en que pueden soltarse los peces sin que hayan
sufrido daño."
En Shores pinta un cuadro vivido de las grandes lluvias de Kenya y en
una sección de la novela el protagonista debe abandonar su Land
Rover empantanado y emprender a pie la marcha por el barro
profundo, tal como Oliver tuvo que hacer. "Hay mucho de mí en esta
obra", declara Chad.
También hay mucho de él en los seis cuentos* que forman la presente
colección. Estos figuran entre lo mejor que Oliver ha producido y por
primera vez se ofrecen reunidos en un mismo volumen.
La compleja historia del hombre abarca unos dos millones de años,
desde el mono que empezaba a sostenerse erguido al hombre que
actualmente explora la Luna, desde el cavernícola al habitante del
espacio. Estos soberbios cuentos examinan este imponente tema;
tratan de hombres del pasado y de hombres del futuro. Son ciencia-
ficción en el sentido más puro y más satisfactorio de la palabra; y son
también muy emocionantes.
El lector está por entrar en los mundos de Chad Oliver, novelista,
lejano, pescador de truchas, coleccionista de pipas, ex jugador de
fútbol americano, aficionado al jazz, historiador de fronteras, profesor
de antropología, marido, padre... y escritor de ciencia-ficción.
En realidad, tal como el lector descubrirá en este volumen, el hombre
es su obra y su obra es el hombre.
William F. Nolan
TRANSFUSIÓN
L
A MÁQUINA SE DETUVO.
En aquel momento no se percibió sonido alguno y la luz verde del panel de
instrumentos parpadeó como un ojo burlón. Con la fácil precisión que
engendra una larga rutina, Ben Hazard hizo lo que tenía que hacer. Lo hizo
automáticamente, sin verdadero interés, pues ya no había ninguna esperanza.
Perforó una cantidad en el registrador: 377.
Calculó el año utilizando la Correlación Gottwald-Hazard y agregó eso al
registro: 254.000 a. J. C.
Completó el formulario con el nombre del lugar: Choukoutien.
Luego, con una falta de anticipación que le recordó elocuentemente que
aquella era la tricentésima septuagésima séptima verificación en lugar de la
primera, Ben Hazard dirigió una larga mirada preliminar a través del visor. No
vio nada que le interesase.
Con el mismo esmero que ponía siempre que estaba por partir del Bucket,
perforó el dato habitual: Exploración por el Visor, Negativa.
Abrió la escotilla de la parte superior del Bucket y salió de la esfera metálica
gris.
Siquiera esta vez llovía; el sol, con su brillo dorado, despedía calor en un
límpido cielo azul.
Ben Hazard estiró sus músculos cansados y posó la mirada en el verde fresco
de las plantas enmarañadas que crecían en las orillas del arroyo indolente que
corría a su derecha. El herbaje del pequeño prado parecía fresco e invitante y
trinaban pájaros en los árboles. Todo era muy similar a lo que había sido mil años
antes, o dos mil, o tres...
Era apenas un rinconcito de nada, perdido en las brumas del tiempo, a la
espera que volviesen las sábanas grises de hielo.
Era apenas un pequeño arroyo, que burbujeaba y sólo se ocupaba de sí mismo
y una solitaria montaña de piedra caliza que exhibía las cicatrices de oscuros ojos
de refugios rocosos y entradas de cavernas.
No había diferencia alguna.
Hacía falta el hombre para cambiar las cosas y el hombre no estaba allí.
Ese era el problema.
Ben, con un objetivo gran angular, tomó seis fotografías del terreno, tal como
siempre hacía. En esta excursión el ángulo abarcado por la cámara no incluía
animales. Gateó por el denso matorral pardo en la base de aquella montaña de
piedra caliza y trepó por las rocas escabrosas hasta la boca de la cueva. Seguía
abierta y conocía su ubicación de memoria.
Recordaba muy bien la emoción que experimentó la primera vez que penetró
en esta cueva. Su corazón golpeó furiosamente dentro de su pecho y tuvo tan seca
la garganta que no pudo tragar. Inflamaban su cerebro recuerdos, esperanzas,
temores, y aquel fue el momento más sensacional de su vida.
Ahora quedaba sólo el miedo; y era una nueva clase de miedo, el miedo a lo
que no encontraría.
Su luz alumbraba delante suyo mientras se abría paso por el serpenteante
pasadizo de la cueva. Agitó una nube de murciélagos indignados, pero no advirtió
ninguna otra señal de vida. Llegó a la caverna central, oscura, silenciosa y oculta
en las entrañas de la tierra y con cuidado paseó en círculo el haz luminoso de su
luz.
No había nada nuevo.
Reconoció los huesos familiares de lobos, osos, tigres y camellos. Volvió a
fotografiarlos y consiguió encontrar los restos de un avestruz que no había visto
antes. De estos restos tomó dos fotos.
Pasó media hora recorriendo la caverna, revisando todos los lugares
registrados meticulosamente y luego volvió a la puerta iluminada por el sol.
La desesperación aumentaba en él más que antes. Cuesta trabajo aceptar la
mala noticia al confirmarla por muy esperada que haya sido. Y ya no cabía duda
alguna.
El hombre no estaba allí.
Ben Hazard ya no se intrigó. Se sentía herido y preocupado. Esta vez no podía
culpar a nadie. Vino a ver y vio.
Imaginen un hombre que ha construido una computadora soberbia, una
computadora que finalmente podía resolver los más intrincados problemas de la
especialidad.
Supongan la última palabra en computadoras y la última palabra en cintas
codificadas; una máquina (por hipotética que sea) que jamás se equivoque. Sólo
como una diversión, piense que el hombre le pasa la pregunta siguiente: ¿Cuánto
es dos más tres?
Si la computadora contesta seis, entonces, el hombre se encuentra en
dificultades. Por supuesto, podía ser que la máquina multiplicase en lugar de
sumar...
Pero si la computadora contesta cero o dato insuficiente, ¿qué pasa entonces?
Ben Hazard regresó despacio al Bucket, entró y cerró la escotilla.
Archivó sus películas bajo el número de código respectivo.
Marcó el dato común: Reconocimiento de Campo Negativo.
Se sentó frente al tablero de comando y se preparó.
Estaba completamente a solas en la pequeña esfera metálica; podía verla
detalladamente. Sabía que estaba solo. Y, sin embargo, tal como antes, tenía la
extraña sensación de que con él había alguien, alguien que miraba por encima de
su hombro...
Ben Hazard jamás fue hombre de pegar un salto, sentarse en la montura y
salir galopando en todas direcciones. Era un hombre de ciencia adiestrado,
habituado a tener paciencia. No entendía la voz muda que seguía murmurándole
en el cerebro: Date prisa, date prisa, date prisa...
— ¡Amigo! —dijo en voz alta—. Has estado solo demasiado tiempo.
Se dominó y alargó las manos hacia los comandos. Estaba decidido a recorrer
la gama (le quedaban por hacer veintitrés comprobaciones), pero de antemano
conocía la respuesta.
El hombre no estaba allí.
Cuando Ben Hazard volvió al año original de su partida, 1982, salió del
Bucket en la Estación de Nuevo México; pues la máquina, forzosamente, se
desplazaba tanto en el espacio como en el tiempo. Más aún, el desplazamiento
espacial del Bucket era una de las cosas que dificultaban realizar una intensa
inspección periódica de cualquier lugar determinado sito en la superficie de la
Tierra; era difícil mantener al Bucket orientado hacia el blanco propuesto.
De acuerdo con sus propios cómputos y en términos de tiempo fisiológico,
habían pasado unos cuarenta días en su verificación de Choukoutien realizada en
el Pleistoceno Medio. Visto desde el otro extremo, en la Estación de Nueva
México, sólo había estado ausente cinco días.
El primer hombre a quien vio fue al cabo de la policía militar.
—Necesitaré sus fotografías y papeles, señor —dijo el cabo.
— ¡Caramba, Ames! —exclamó Ben, entregando los papeles; metió sus
pulgares en la exploradora—. ¿Es que ya no me conoces?
—Son órdenes, señor.
Fatigado, Ben consiguió sonreír. Después de todo, las derivaciones militares
del viaje a través del tiempo eran sorprendentes y se debía proceder con cuidado.
Si uno puede retroceder en el tiempo sólo unos años y ver lo que el bando
contrario ha hecho, puede frustrar sus planes en el presente. Dado que las
antiguas pendencias tribales seguían con toda intensidad, Gottwald tuvo que
apelar a un millón de recursos para asegurarse alguno de los Buckets disponibles.
—Perdón, Ames. Te encuentro maravillosamente bien después de un mes
más o menos de andar entre viejos huesos de camello.
—Es muy agradable tenerlo de vuelta, doctor Hazard —dijo el policía en
actitud neutra.
Luego de haberse identificado debidamente como Benjamín Wright Hazard,
profesor de antropología de Harvard y Científico Mayor del Proyecto Conjunto de
Investigación Temporal Smithsonian-Harvard-Berkeley, se le permitió
proseguir. Ben cruzó el salón atestado de gente que ellos llamaban Estación
Grand Central y se detuvo un instante para ver cómo seguían los chimpancés.
Había dos de ellos, Charles Darwin y Cleopatra, en jaulas separadas. Esos
monos habían viajado en los comienzos del viaje temporal y todavía se los
empleaba ocasionalmente para probar Buckets nuevos. Cleopatra se rascaba y
gritaba algo que debía ser un saludo, pero Charles Darwin estaba enfrascado en
un problema. Trataba de unir dos palos a fin de asestar golpes a una banana que
pendía un poco fuera de su alcance y derribarla. Evidentemente, estaba irritado;
pero no era de los que se dan por vencidos.
—Me hago cargo perfectamente de lo que estás sintiendo, Charles —dijo Ben.
Charles Darwin ahuecó sus labios y redobló sus esfuerzos.
¡Lo que no harán por una porquería de banana!
Ben giró la vista para mirar a Nate York, que trabajaba con los chimpancés,
y lo descubrió hablando con un técnico y siguiendo sus experimentos con el
rabillo de un ojo.
Ben lo saludó con una mano y se dirigió al ascensor.
Subió al cuarto piso y penetró en la oficina de Ed Stone. Ed estaba sentado
detrás de su escritorio y parecía estudiar con gran atención el cráneo blanco y
seco que tenía delante. El cráneo, sin embargo, no era más que un pisapapeles
que usaba desde hacía años.
Ed se puso de pie, hizo una mueca y alargó una mano.
—Sí que me alegra mucho que estés de vuelta, Ben. ¿Tuviste suerte?
Ben estrechó su mano y se sentó a horcajadas en una silla. Sacó la pipa, la
llenó con tabaco de una maltrecha lata roja y la encendió muy satisfecho. Era
grato estar de vuelta con Ed. No se encuentran muchos hombres con quienes uno
puede realmente hablar durante su vida, pero Ed era decididamente el número
uno. Dada su amistad de tantos años, hablaban en un idioma privado.
—Salió a almorzar —dijo Ben.
— ¿Veinte mil años?
—El hombre de Pekín siempre se ha destacado por sus excentricidades
dietéticas.
Ed inclinó la cabeza como demostración de que había captado el chiste un
tanto especializado (el hombre de Pekín había sido caníbal) y luego se apoyó con
los codos en el escritorio:
— ¿Estás satisfecho ahora?
—Absolutamente.
— ¿No hay margen de error? —insistió Ed.
—Ninguno. En realidad no puse en duda el informe de Thompson, pero quise
cerciorarme. El hombre de Pekín no está allí.
—Toda esperanza es absurda. Es remar contra una corriente impetuosa.
—Sin remos.
—Y sin canoa —dijo Ben, aspirando el humo de su pipa—. ¡Qué rabia, Ed!
¿Por dónde andarán?
— ¿A mí me lo preguntas? Desde que te fuiste, Gottwald y yo no hemos
llegado exactamente a ninguna conclusión. Tal como las cosas se presentan
ahora, el hombre no ha tenido antepasados... y eso es un disparate.
Ben pensó que era más que disparate. Daba miedo. Cuando uno se detiene a
pensarlo, el hombre es mucho más que un individuo. Mediante sus hijos, se
prolonga en el futuro. A través de sus ancestros, se remonta al pasado. Es una
clase de inmortalidad.
Y cuando se corta uno de los extremos...
—Me da miedo —dijo—. No tengo inconveniente en reconocerlo. Debe haber
una solución en algún lugar, y tenemos que encontrarla.
—Sé lo que piensas, Ben. Si esto significa lo que parece significar, entonces
toda la ciencia es igual que nada. No hay causa ni efecto, no hay evidencia ni
razón. El hombre no es lo que cree ser. Somos tan sólo animales asustados, que
nos sentamos en una cueva y miramos boquiabiertos la oscuridad exterior. No
supongas que yo no lo pienso también. ¿Pero qué vamos a hacer?
Ben se puso de pie y vació la pipa golpeándola.
—Ahora, voy a mi casa para acostarme; estoy muerto. Luego los tres, tú,
Gottwald y yo, nos sentaremos a rumiar este asunto. De ese modo sabremos por
lo menos dónde estamos.
— ¿Lo sabremos?
—Convendrá que así sea.
Fue al ascensor y descendió a la planta baja de la Estación Nuevo México.
Tuvo que identificarse dos veces más antes de salir a la luz enceguecedora del
desierto iluminado por el sol. Le pareció que la situación era el colmo de la ironía:
allí estaban preocupados por espías y enemigos imaginarios, mientras que en
todo momento...
¿Qué?
Penetró en su automóvil y arrancó en dirección a su casa. El día de verano
era brillante y caluroso, pero tuvo la misma sensación que si estuviese viajando
por un túnel oscuro e interminable, una caverna negra que no conducía a ningún
sitio.
La voz susurró en su oído: Date prisa, date prisa...
Su casa estaba solitaria, con una clase especial de vacío. Todas las casas le
habían parecido solitarias desde que Anne murió, pero ésta le agradaba más que
las otras.
Estaba hecha de adobe con las sólidas vigas del techo expuestas al aire, fresca
en verano y calurosa en invierno. El piso de baldosas mexicanas estaba
diestramente interrumpido por alfombras tejidas por los indios navajos... las
raras alfombras del tipo Dos Montañas Grises, con rebajados y complicados
grises, negros y blancos. De Boston había traído muchos de sus libros favoritos y
sus tapas familiares se alineaban en las paredes.
Ben estaba acostumbrado a la soledad, pero los recuerdos siempre se resisten
a morir.
El accidente de aviación que lo había privado de Anne le dejó un vacío en el
corazón. A veces, en las últimas horas de la tarde, creía oír sus pasos en la cocina.
A menudo, cuando llamaba el teléfono, esperaba que ella atendiese.
Quince años de matrimonio no se olvidan con facilidad.
Ben se dio una ducha caliente, se afeitó y se cocinó un bife que sacó de la
heladera.
Luego se sirvió un poco de whisky sobre dos cubos de hielo y se sentó en el
sillón grande, poniendo los pies en el banquillo tapizado. Seguía cansado, pero
tenía una mayor sensación de ser humano.
Su mirada vagó hasta los libros. Había algo tranquilizante en los volúmenes
viejos y en los títulos leídos durante mucho tiempo, algo que lo calmaba. Para él
siempre había sido así; pero ya no era más.
Los títulos lo miraron burlones: La primera humanidad, Más allá del simio,
Historia de los primates, Los hombres fósiles, La historia del hombre, Orígenes
humanos, Las evidencias fósiles de la evolución humana, Historia de los
vertebrados...
¿Y ahora qué, hombrecito?
Ben dijo en voz alta: "Parece que hemos cometido un ligero error, como pensó
el químico mientras su laboratorio volaba por el aire".
Sí, pero ¿en qué has podido equivocarte?
Tomemos como ejemplo el hombre de Pekín. Dos excelentes antropólogos,
Black y Weidenreich han excavado los restos de cuarenta hombres de Pekín de
distinto tipo encontrados en la región de Choukoutien, en China. Obtuvieron
mucho material que se ha estudiado a fondo. Los hombres de ciencia sabían
cuándo vivió el hombre de Pekín en el
Pleistoceno Medio, los lugares en que habitó y la forma en que vivía. Hasta
se habían conocido los fogones en que cocía sus alimentos, las herramientas que
utilizaba y los animales que cazaba. Se enteraron de cuál era su aspecto.
Conocieron la relación que tenía con su primo, Pitecántropo Erecto y con el
hombre moderno. Hay un vaciado de su cráneo en todos los museos de
antropología del mundo y en todos los libros de texto existentes está reproducido.
Nada es misterio en cuanto a Samuel Sinántropo. Era muy conocido.
Ben y Gottwald le habían calculado una edad: 250.000 años antes de
Jesucristo.
Después del increíble informe de Thompson, el propio Ben viajó
retrocediendo en el tiempo para ir al encuentro del hombre de Pekín. Sólo para
estar seguro de que no se equivocaba, hizo una revisión a lo largo de veinte mil
años.
No halló a ninguno.
Sinántropo no estaba allí.
Ya eso era bastante malo.
Pero faltaban todos los fósiles humanos y pre-humanos.
No había hombres más allá del Pleistoceno.
Ni australopiteco, ni pitecántropo, ni hombre del Neandertal, ninguno estaba
allí.
Era imposible.
Al principio, Ben pensó que debía existir un error, en uno u otro lugar, en la
asignación de fechas a los fósiles. Después de todo, el hecho de que a un geólogo
se le ocurriese hablar de "Pleistoceno Medio" no daba pie mayormente para nada
y los cálculos de fechas mediante el radiocarbono no servían a tanta distancia.
Pero la Correlación Gottwald-Hazard había extinguido esa posibilidad.
Sencillamente, los hombres fósiles no aparecían allí.
Habían desaparecido. O jamás estuvieron. O...
Ben se levantó y se sirvió otro trago. Le hacía falta.
Cuando las ecuaciones Winfield-Homan quebraron la barrera del tiempo y
Ben fue invitado por el viejo Franz Gottwald a tomar parte del Proyecto de
Investigación Temporal, atrapó la oportunidad al vuelo. Era un sueño científico
hecho realidad.
Podía retroceder realmente y ver a los antepasados de la especie humana
desaparecidos hacía mucho. Escuchar cómo hablaban, observar a sus pequeños,
presenciar como hacían sus herramientas, oír sus cantos. Ya no necesitaba seguir
sudando con unos cuantos huesos rotos. No se quebraría el cerebro frente a
artefactos de pedernal. No excavaría más hoyos de antiguas hogueras.
Se sintió como el hombre que se sienta a participar de un festín
pantagruélico.
Lamentablemente, era la noche en que el cocinero estaba franco. No había
nada que comer.
En lo íntimo de sus corazones, todos los hombres de ciencia saben que sus
mejores teorías no son más que adivinanzas cultas. Hay un Panteón de la Fama
reservado para errores disparatados: la tierra plana, los humores medicinales, el
unicornio.
Sí, y no olvidemos al Hombre de Piltdown.
Todos los científicos confían corregir sus teorías a la luz de los conocimientos
nuevos.
Tal es el sentido de la ciencia. Pero no esperan descubrir que todo está mal.
No esperan que su Proyecto Manhattan demuestre en forma conclusiva que el
uranio no existe en realidad.
Ben terminó el vaso. Se reclinó hacia atrás y cerró los ojos. En algún sitio o
en algún tiempo tenía que estar la respuesta... Tenía que estar. Un mundo de
ignorancia total en un mundo de terror; cualquier cosa puede suceder.
¿Dónde estaba el Hombre? ¿Y por qué?
Se acostó y soñó con oscuridad y temores antiguos. Soñó que vivía en un
mundo extraño y forastero, un mundo de fuego, negrura y sombras vivientes...
Cuando se despertó en la mañana siguiente, no estuvo del todo seguro de
haber soñado.
Un observador imparcial que hubiese estado entre ellos habría convenido en
que los tres científicos reunidos en la sala de conferencias de la Estación de Nuevo
México sabían cuanto era posible acerca de las formas primitivas del hombre. A
juicio de Ben, también podrían haber sido los expertos máximos en la teoría
ptolemaica de los epiciclos.
Eran muy distintos los tres.
Ben Hazard era alto, delgado y de facciones irregulares, como si los vientos
de la vida lo hubiesen secado hasta convertirlo en la roca dura y desnuda que ya
no producía nada más. En sus ojos azules había una calidad que escapaba al
tiempo y a la edad, la sempiternidad de los mares profundos y las altas montañas,
pero denotando una curiosidad activa e inquieta que recordaba en gran medida
los ojos de un chico campesino de Ohio que mucho tiempo atrás se maravilló ante
la magia de la lluvia y llenaba las viejas cajas de cigarros de su padre con piedras
extrañas que habían conservado las impresiones de plantas y conchillas desde los
albores del tiempo.
Ed Stone parecía ser sólo una parte de lo que era: un tejano curtido por el sol,
de ojos grises y estrechos, serenos y firmes. No era corpulento, y su hablar
apacible y sus movimientos deliberados le impartían un aire engañoso de laxitud.
Era fácil subestimar a Ed; no perdía tiempo en adornos ni pretensiones, pero
dentro del cráneo tenía un cerebro afilado como una hojita de afeitar. Era más
joven que Ben, pues aún no había cumplido los cuarenta años. Pero Ben confiaba
en su juicio más que en el propio.
Franz Gottwald, viejo solamente en años, era más que un hombre entonces;
era una institución. Lo llamaban decano de la antropología norteamericana, pero
no frente a su rostro de barba canosa; Franz respetaba poco los decanos. Se
ponían de pie cuando entraba en una reunión y él consideraba esto como un
derecho adquirido; se lo había ganado, pero lo preocupaba tanto como la marca
del automóvil que guiaba. Ben y Ed habían seguido cursos que dictó Franz y
todavía aceptaban sus opiniones; la relación era cordial. Franz había nacido en
Alemania; jamás hablaba de su vida anterior a la llegada a Estados Unidos a la
edad de treinta años, y su voz seguía exhibiendo un leve dejo que generaciones de
estudiantes graduados intentaron remedar sin éxito. Era el Gran Viejo.
— ¿Bueno?... —preguntó el doctor Gottwald una vez que Ben terminó su
informe—.
¿Cuál es, caballeros, el paso siguiente?
Ed Stone dio golpecitos en la mesa con un lápiz amarillo que denotaba haber
sido mordisqueado.
—Tenemos que aceptar los hechos y partir de ellos. Sabemos cuál es la
situación y pensamos que no hemos cometido ningún error catastrófico. En
suma, el hombre se ha borrado de su propio pasado. Lo que necesitamos es una
explicación y para conseguirla tenemos que encontrar alguna hipótesis
relativamente cuerda que podamos poner a prueba, no tan sólo dar vueltas. ¿De
acuerdo?
—Muy científico, Edward —aprobó Gottwald, acariciándose la pulcra barba
blanca.
— ¡Perfecto! —dijo Ben—. Trabajemos sobre la base de lo que sabemos. Los
esqueletos estaban en África, China, Europa y Java; debieron estar allí porque
esos son los lugares en donde fueron excavados originariamente. Los huesos son
reales, yo los he tenido en mis manos, y siguen estando en los museos. Ese hecho
es incontrovertible y no lo modificará ninguna cantidad de tonterías y disparates
acerca de cursos alternos en el tiempo ni universos congruentes. Además, a
menos que Franz y yo seamos los gansos más redomados de todos los tiempos, el
cálculo de fecha de esos fósiles es exacto tanto en términos geológicos como en
cuanto a la flora y la fauna y otras cosas. Los Buckets cumplen su misión; tampoco
eso puede dudarse. Por lo tanto, ¿por qué no podemos encontrar a los hombres
que dejaron esos esqueletos o siquiera los huesos mismos en sus lugares
originales?
—Esa pregunta tiene una única respuesta posible —afirmó Ed.
— ¡Un momento! Paradojas aparte (y no hay paradoja si se dispone de
suficiente información exacta), los hechos mismos deben hablar. No los
encontramos porque no están allí. Pregunta siguiente: ¿dónde diablos están?
Ed se agachó mordiendo el lápiz.
—Si nos despreocupamos de su contexto geológico, ninguno de esos fósiles
tiene más de unos cuantos siglos. Aún el propio Hombre de Neandertal data más
o menos de 1856 o algo así. La misma ciencia es un fenómeno sorprendentemente
reciente. Por lo tanto...
— ¿Se refiere al Piltdown? —sugirió Gottwald, sonriendo.
—Tal vez.
Ben llenó su pipa y la encendió.
—Yo también he pensado eso. Creo que lo hemos hecho todos. Si uno de los
hombres fósiles era una patraña, ¿por qué no todos ellos? Pero no tiene
consistencia y usted lo sabe. Ante todo, habría requerido una conspiración que
abarcase al mundo entero, lo cual es una insensatez. Además, dejando de lado el
poder humano liso y llano, el conocimiento que se hubiese requerido para
falsificar todos esos fósiles no existía, sencillamente, en la época en que fueron
descubiertos. El hombre de Piltdown no habría durado cinco minutos si con él se
hubiese empleado la prueba del flúor para determinar edades y hecho una
comprobación decente con rayos X, y nadie logrará convencerme que hombres
como Weidenreich y Von Koenigswald y Dart hayan sido farsantes. Como quiera
que sea, esa idea nos dejaría con un problema más rebelde que el que estamos
tratando de resolver: ¿de dónde vino el hombre si no tuvo pasado ni antecesores?
Propongo que conjuremos ese fantasma.
—Sigue —dijo Gottwald. Ed prosiguió la idea.
—Hechos, Ben. Deja las teorías para más adelante. Si en el Pleistoceno, que
es el período a que corresponden, no aparecen los huesos ni los hombres, pero los
huesos estuvieron para que se los descubriese después, entonces tienen que
aparecer en algún lugar intermedio. Lo que ahora debemos averiguar es cuándo.
Ben se quitó la pipa de la boca y accionó con ella en la mano, nervioso en este
momento.
—Eso podemos resolverlo. ¡Caramba! No es posible que todos nuestros datos
estén equivocados. Mira, durante la mayor parte de su presunta existencia, cerca
de un millón de años, el hombre fue un animal raro; todos los huesos de todos los
hombres fósiles descubiertos alguna vez no llenarían esta habitación en que
estamos sentados; todos los que tienen importancia capital cabrían en el armario
donde se guardan las escobas. ¿De acuerdo? Pero allá por los tiempos neolíticos,
junto con aldeas agrícolas, había hombres en todas partes, aun aquí en el Nuevo
Mundo. La constancia es evidente. De manera que esos fósiles debieron estar en
sus lugares hace más o menos ocho mil años. Todo lo que tenemos que hacer...
—Es retroceder en el otro sentido —concluyó Ed, poniéndose de pie—. ¡Dios
mío! ¡Eso es! Podemos enviar equipos que retrocedan a lo largo de la historia,
para que hagan verificaciones a intervalos breves, hasta que veamos cómo
empezó este asunto. Mientras los huesos estén donde deben estar, estupendo.
Cuando desaparezcan (y tienen que desaparecer, pues sabemos que no estaban
antes), invertiremos nuestro campo y lo revisaremos hora por hora si es
necesario. Entonces sabremos qué pasó. Después de eso, podremos discutir las
teorías hasta que no demos más.
—Muy bien pensado —expresó Ben, quien se sentía como un hombre que sale
de una niebla densa—. No será fácil, pero se puede hacer. Sólo que...
— ¿Qué? —preguntó Gottwald.
—Sólo que me pregunto qué encontraremos. Me da un poco de miedo lo que
vamos a ver.
—Una cosa es segura —opinó Ed.
— ¿Sí?
—Este viejo mundo nuestro jamás será el mismo.
Es una pena... Casi, casi... me gustaba como está.
Gottwald agachó la cabeza y se acarició la barba.
Durante meses, Ben Hazard vivió virtualmente dentro de las paredes
blanqueadas de la Estación de Nueva México. Se sintió extraño, como quien lucha
con sus puños con una culebra de cascabel en una esquina concurrida, mientras
que en torno suyo la gente cruza apresurada sin desviar la vista, abstraída en sus
preocupaciones.
Lo que ocurrió en la Estación de Nueva México se tituló, por supuesto,
información clasificada. A juicio de Ben, esto significaba que se había vuelto
absurdamente a las técnicas de la magia. Los hechos se sellaban con el símbolo
sagrado de CLASIFICADO, lo cual presumiblemente los privaba de su poder. Sin
embargo, el mundo exterior ignoraba qué era lo que estaba en juego y, tal vez no
le preocupaba, mientras que dentro de la Estación...
La historia pasó, una película maravillosa y terrible.
El hombre era su héroe y su villano... pero ¿por cuánto tiempo?
Regresaron los equipos, poniendo cuidado en no hacer nada ni tocar nada.
Los equipos salieron de Grand Central y siguieron su marcha en retroceso,
sondeando, buscando...
En el pasado, más allá de las legiones romanas y los templos de Atenas, más
atrás de las pirámides de Egipto y las maravillas de Ur, más atrás de las aldeas de
los primeros agricultores, calcinadas por el sol, allá en las sombras oscuras de la
prehistoria...
Y los equipos no encontraron nada.
En cada sitio a que llegaban sin revelar su presencia, los huesos de los
hombres antiguos estaban exactamente donde debieron estar, esperando
pacientemente que se los desenterrase.
Más atrás de los 8.000 a. C.
Más atrás de los 10.000 años.
Más atrás de los 15.000...
Y entonces, cuando los equipos llegaron a los 25.000 a. C., ocurrió. Del todo
súbitamente, en regiones tan separadas una de otra como Francia y Java, los
huesos desaparecieron.
Y no sólo los huesos.
El propio hombre desapareció.
El mundo, en ciertos sentidos, se hallaba donde había estado... o tenía que
estar. Las olas grises seguían sacudiéndose en los mares bravíos, los bosques
estaban fríos y verdes bajo límpidos cielos azules, las sabanas chispeantes de
nieve y hielo seguían despidiendo fulgores bajo un sol dorado.
La Tierra era la misma, pero era un mundo extrañamente vacío sin hombres.
Un mundo desolado y en cierto modo espantoso, sumido en largos silencios y
acariciado fríamente por los vientos inquietos...
—Eso es —dijo Ben—. Lo que sea, sabemos que pasó... entre los 23.000 y los
25.000 años, al final del Paleolítico Superior. Regresaré allí.
—Regresaremos —lo corrigió Ed—. Si tengo que presenciar pacientemente
todo eso, quedaré como para que me encierren en un manicomio.
Ben sonrió, sin esfuerzo por ocultar el alivio que experimentaba.
—Me parece que no me vendría mal algo de compañía en este viaje.
—Es una sensación extraña, Ben.
—Sí —admitió Ben Hazard, mirando de reojo a los Buckets que esperaban—.
He visto muchas cosas en mi vida, pero jamás pensé que vería el Principio.
La máquina se detuvo y el ojo de luz verde parpadeó.
Ed revisó el visor mientras Ben perforaba datos en la máquina registradora.
—Nada aún —dijo Ed—. Está lloviendo.
— ¡Perfecto! —proclamó Ben mientras abría la escotilla, por la cual salieron
los dos. El cielo, por encima de ellos, estaba frío y gris. Una lluvia helada caía de
las nubes pesadas y bajas. No se oían truenos. Aparte del silbido constante de la
lluvia, la Francia del año 24571 a. C estaba tan muda como una tumba—. Tapemos
esto.
Sacaron la funda plástica, camuflada para que se confundiese con el paisaje,
y con ella cubrieron la esfera metálica gris. Habían verificado dieciocho días sin
encontrar nada, pero no querían arriesgarse.
Cruzaron el estrecho valle en medio de cortinas de lluvia. A cada paso las
botas se hundían en el piso empapado. Escalaron rocas hasta el desmesurado
agujero negro de entrada a la caverna y lograron guarecerse bajo la cama de roca.
Encendieron sus luces, se agacharon y, de rodillas, apoyados con las manos,
inspeccionaron centímetro por centímetro el terreno que estaba justamente
detrás de la saliente rocosa.
Nada.
La lluvia gris caía con fuerza en la ladera y se convertía en un torrente, cuya
agua salpicaba por encima de la entrada a la caverna como una cascada de plata
sibilante.
Dentro hacía un poco más de calor, pero la caverna estaba oscura y era
singularmente poco acogedora.
—Entraremos otra vez —refunfuñó Ed—. Conozco esta odiosa caverna más
que el fondo de mi propia casa.
— ¡Cómo me gustaría poder ver el fondo de tu casa ahora! Por lo menos,
podríamos asar algún pollo y probar unos amargos de tequila de los que prepara
Betty.
—Justo ahora, yo transaría por el tequila. Si no podemos resolver este asunto
de alguna otra manera, lo mejor sería que recurriésemos a la botella.
— ¡Eh! —exclamó Ben, suspirando y mirando el interior de la caverna—.
¡Entran un enano y un gnomo, mientras miles aplauden!
—No se oye nada.
Ed tomó la delantera y manoteando y arrastrándose retrocedieron por los
angostos corredores de la caverna, donde las linternas proyectaban sombras
grotescas que bailaban como fantasmas en las espiras y columnas de piedra
antigua, que goteaba. Ben estimó el peso de las grandes rocas que tenía encima y
sintió constreñido el pecho.
Costaba trabajo respirar y seguir avanzando no era más fácil.
—Sea lo que sea en mi próxima encarnación —dijo—, ojalá que no me toque
en suerte ser un topo.
—Ni siquiera serás un mamífero —le aseguró Ed.
Llegaron a una bóveda larga y retorcida. Estaba en las profundidades de la
caverna, lejos de los cielos nubosos y aislada del golpeteo de la lluvia. Proyectaron
sus linternas sobre las paredes, recorrieron con los haces el techo seco y gris, y
entraron en el silencio que no tiene edad.
Nada.
Nada pintado en la cueva.
Era como si el hombre jamás hubiese existido y nunca debiese existir.
—Estoy empezando a preguntarme si yo soy real —dijo Ed.
— ¡Espera un momento! —exclamó Ben, volviéndose hacia la entrada de la
caverna, con el cuerpo rígido—. ¿Has oído algo? Ed contuvo el aliento y escuchó.
—Sí. ¡Otra vez lo mismo!
Era débil y remoto al llegar hasta ellos en la bóveda subterránea, pero no era
posible que se hubiesen equivocado.
El ruido de un trueno, más potente de lo que pudiera creerse.
Constante ahora.
Acercándose más y más.
No se oyó trueno alguno en aquella lluvia fría y sibilante.
—Vamos —y Ben atravesó corriendo la caverna, arrodillándose para pasar
por el corredor retorcido que conducía al mundo exterior—. Hay algo ahí fuera.
— ¿Qué?
Ben no se detuvo. Se arrastró por las rocas hasta que las manos se le
ensangrentaron.
—Creo que ha pasado la hora del almuerzo —dijo boqueando—. Me parece
que el hombre viene a casa.
Al igual que dos salvajes asustados, se agazaparon en la entrada de la cueva
y miraron de lado a lado del valle castigado por la lluvia. La piedra sólida vibró
bajo sus pies y el cielo frío y gris se destrozó, emitiendo rugidos estridentes.
Algo podía darse por seguro: aquel trueno no era natural.
—Tenemos que ir allá fuera —dijo gritando Ben—. Debemos escondernos
antes que...
— ¿Dónde? ¿En el Bucket?
—Sería lo más seguro. Con esta lluvia casi no se ve nada, pero podemos
observar a través del visor.
— ¡Muy bien! ¡Corramos allí!
Descendieron arrebatadamente por las rocas resbaladizas y atravesaron
corriendo el césped y el barro del suelo del valle. Hacía frío y la lluvia les castigaba
implacable las caras. Se intensificó aún más el rugido ensordecedor que caía del
cielo plomizo.
Manoteando precipitadamente, pegaron un tirón a una esquina de la cubierta
de plástico para que el visor funcionase. Luego se retorcieron y encogieron por
debajo del plástico, se introdujeron por la escotilla y la aseguraron. Salpicaron
toda la esfera, pero no tenían tiempo para preocuparse de esto. Aún dentro del
Bucket percibían el océano de sonidos que los circundaba.
—Ben conectó el mecanismo registrador.
—Pon en marcha las cámaras.
—Ya lo hice.
El ruido atronador alcanzó un volumen que taladraba los oídos. De pronto
hubo algo que ver.
Luz.
Una llama blanca y desgarradora que recorría como una cuchilla el cielo gris.
La vieron tremenda, encantadora y enorme, más allá de toda razón.
Ante su vista, como un inmenso pez metálico de un mar desconocido y
terrible, la nave espacial descendió y se posó en el valle inundado de la Francia
Paleolítica.
Volvió el largo silencio.
Con los puños apretados, Ben Hazard observó la Creación.
La gran nave se erguía imponente en medio de la lluvia, tan enorme que
resultaba difícil imaginar que alguna vez se hubiese movido. Podría haber estado
siempre allí, pero era absolutamente extraña y se hallaba fuera de su elemento en
el ambiente de montaña, pasto y tierra anegada.
Se abrieron orificios circulares en la gran nave cual un medio centenar de
ojos anhelantes. Una cálida luz amarilla se derramó en el espacio surcado por la
lluvia. Los hombres, extrañamente vestidos con túnicas oscuras y ajustadas,
salieron de la nave y bajaron al suelo en columnas de luz amarilla.
Eran seres humanos y físicamente no se diferenciaban de Ben ni de Ed.
Una cierta clase de equipos descendieron flotando en los haces de luz
amarilla: extrañas máquinas con patas como las de arañas, cajas autopropulsadas
que brillaban en la luz, pies blindados que podrían haber servido para planos o
cartas, robots mecánicos de tamaño doble al de un hombre.
La luz amarilla desvió la lluvia (Ben pudo ver que el agua goteaba de
columnas amarillas que parecían tubos sólidos que atravesaban el aire) y la lluvia
se desviaba también de los hombres y sus equipos.
Los hombres de la nave se desplazaron rápidamente. Se abrieron en abanico
y se pusieron a trabajar con la precisión de especialistas adiestrados que sabían
exactamente lo que estaban haciendo.
A pesar de lo increíble que era todo, Ben pensó que también él conocía lo que
ellos hacían.
Las máquinas de las patas de araña permanecieron en el suelo del valle,
pulsando. La mayor parte de los hombres, junto con tres de los robots y casi todas
las cajas autopropulsadas, avanzaron hacia la caverna de la que Ben y Ed
acababan de salir y desaparecieron en su interior.
— ¿Quieres apostar a que adivino lo que hay dentro de esas cajas? —susurró
Ben.
—Yo no tengo la menor idea; pero no dudo un instante que para ti son huesos.
La gran nave esperaba, y de ella seguían saliendo y surcando la lluvia los
haces de luz amarilla. Cinco hombres observaron atentamente los pies blindados,
tal como agrimensores que relevaban un terreno. Otros trabajaban con las
máquinas de las patas de araña, emplazando tubos de luz amarilla que iban desde
las máquinas a las montañas rocosas. Dos de los robots, tal como Ben podía ver,
estaban sencillamente apilando piedras.
Al cabo de tres horas, cuando ya estaba oscureciendo, los hombres volvieron
a salir de la caverna. Los robots volvieron a cargar los cajones a través de las
aberturas de la nave, a la cual subieron luego los hombres uniformados.
Cayó la noche. Ben se estiró para dar un descanso a sus músculos
acalambrados, pero ni por un segundo dejó de mirar a través del visor.
La lluvia amainó hasta convertirse en una llovizna suave y luego cesar del
todo. Se despejó la cerrazón y débiles nubes blancas recorrieron el cielo azotado
por el viento.
Salió la luna, gruesa y plateada, y su brillo amenguaba el de las estrellas.
La nave inconcebible, tan imponente bajo la luna de la Tierra, era un
rascacielos de luz.
Literalmente, bullía de actividad. Ben habría dado cualquier cosa por saber
qué ocurría dentro de la nave, pero no tenía forma de averiguarlo.
Las máquinas pulsantes de las patas de araña seguían con sus golpecitos y
zumbaban en la noche fría del valle. Se transportaban rocas a las máquinas,
utilizando los rayos de luz amarilla. Las máquinas, mientras tanto, estampaban o
sellaban algo a razón de cientos de millares... Algo...
¿Artefactos?
Finalizó la noche larga y misteriosa. Terriblemente fascinados, Ben y Ed
miraban, casi olvidados sus temores y sin pensar ni remotamente en dormir.
El alba surcó el cielo del Este, rozando las nubes con dedos de rosa y oro. Una
brisa ligera removía la hierba húmeda y pesada. De las rocas seguían cayendo
gotas de agua.
Los hombres uniformados volvieron a salir de su nave, cabalgando en
columnas de luz amarilla. Los robots reunieron unos inmensos maderos, que
apilaron cerca de la boca de la caverna. Trataban la madera con una sustancia
seca y luego ardía con fuego enceguecedor.
Escuadrones de hombres recorrieron el suelo del valle, limpiando toda huella
de su presencia. Uno de ellos se acercó mucho al Bucket y Ben sintió algo así como
un frío embotador. ¿Qué ocurriría si fuesen advertidos? Ya no se preocupaba por
si mismo.
¿Pero qué ocurriría a todos los hombres que debiesen vivir en la Tierra? O...
El escuadrón se alejó.
En el instante en que el rojo sol aparecía por detrás de las montañas, mientras
la leña seguía ardiendo junto a la cueva, la nave depositó el final de su extraño
cargamento.
Seres humanos.
Ben notó que el sudor le entorpecía las palmas de sus manos.
Bajaron por los haces de luz amarilla, cuidados por los hombres
uniformados. Lograron llegar a contar un centenar de ellos: cincuenta hombres y
cincuenta mujeres. No había ningún niño. Eran seres altos, robustos, vestidos con
pieles de animales. Temblaban en el frío y parecían atontados. No entendían
nada. Debían ser conducidos de las manos y varios de ellos fueron transportados
por los robots.
Los hombres uniformados los llevaron de un lado al otro del valle mojado, a
una distancia prudencial de la nave. Se apiñaron como ovejas, apretándose una
contra otro con una inocencia que no sabía de sexo. Sus miradas se desplazaron
del fuego a la nave, sin comprender nada en absoluto.
Fue una escena que trascendía toda edad; siempre había sido así. Había filas
de hombres uniformados, parados rígidamente en actitud de atención. Y estaban
los seres agrupados, vestidos con pieles de animales, que esperaban sin esperanza
y sin pesar.
Un oficial (Ben lo consideró así, aunque su uniforme no se diferenciaba de
los de los otros) avanzó y pronunció lo que parecía ser un discurso. Como quiera
que sea, habló largo rato, casi una hora. Era evidente que los seres embotados no
entendían una sola palabra de lo que decía y que esto era más viejo que el tiempo.
Pensó Ben: Es una ceremonia, debe ser una especie de ritual. No lo había
esperado.
Cuando terminó, el oficial permaneció de pie un rato largo, mirando a la
gente agrupada. Ben trató de interpretar su expresión a través del visor, pero le
fue imposible.
Pudo haber sido de pesar. O tal vez de esperanza. También pudo ser simple
curiosidad.
Luego, a una señal, los hombres uniformados se volvieron y abandonaron a
los otros.
Retornaron a la nave que los esperaba y las columnas de luz amarilla los
condujeron al interior. Se cerraron las portezuelas.
Diez minutos después la nave se animó.
Salieron llamas blancas por debajo de sus propulsores y la tierra tembló.
Volvió el rugido terrible. La gente que había quedado en el suelo se desplomó;
todos se taparon los oídos con las manos. La gran nave se levantó despacio y
ascendió por el cielo azul, alejándose a velocidad cada vez mayor.
Se perdió de vista y sólo quedó el ruido.
Al rato también éste desapareció.
Ben observó a sus antecesores con una fascinación casi hipnótica. Ellos no se
movieron.
Levántense, levántense...
Los individuos vestidos con pieles se levantaron temblorosos al cabo de lo
que pareció ser horas. Se contemplaron inexpresivamente. Como si los impulsase
algún vago instinto que se manifestaba a través de su sorpresa, se volvieron y
contemplaron el fuego deslumbrante que ardía junto a la boca de la caverna.
Despacio, uno tras de otro, se ubicaron por encima del fuego, sobre las rocas.
Lo tuvieron delante y buscaron un calor que no entendían.
El sol subió más, inundando con su luz dorada el mundo que la lluvia había
limpiado.
La gente permaneció bastante tiempo observando el fuego que ardía debajo.
No hicieron nada ni dijeron nada.
¡De prisa, de prisa! La voz volvió a hablar en el cerebro de Ben. Éste meneó
la cabeza.
¿Pensaba en los seres embotados que estaban allí fuera, o era que alguien
pensaba en él?
Poco a poco, algunos parecieron recobrar sus sentidos. Empezaron a moverse
de un lado a otro con decisión, todavía despacio, todavía inseguros. Uno levantó
un leño y lo tiró al fuego. Otro se agachó y tocó con sus dedos un pedazo de
pedernal astillado que encontró en una roca. Dos mujeres caminaron por detrás
de la hoguera y se introdujeron en la caverna oscura.
Ben se apartó del visor. Tenía áspera la cara no afeitada.
—Les presento al hombre de Cromagnon —dijo, haciendo una seña con la
mano.
Ed encendió un cigarrillo, el primero en dieciocho horas. Le temblaba la
mano.
—Lo que quieres es que conozcan a todos —dijo—. Esos bromistas trajeron a
los otros, al hombre de Neandertal y no sé cuantos más, para ponerlos de vuelta
en la cueva antes de descargar a los seres vivientes.
—Nosotros también hemos salido de esa nave, Ed.
—Ya lo sé. Pero ¿de dónde vino la nave de ellos? ¿Y por qué?
Ben miró nuevamente a la gente agolpada alrededor del fuego. No sintió
deseos de hablar. Estaba muy cansado para pensar. Nada de aquello tenía
sentido.
¿Qué clase de gente podía hacer una cosa semejante?
—Volvamos a nuestra tierra —dijo Ed con calma.
Salieron y quitaron la cubierta plástica. Luego dispusieron los controles de
manera que el vehículo los condujese a la Estación Nueva México, a un mundo
que ya no era de ellos.
El viejo Franz Gottwald estaba sentado frente a su escritorio. Vestía un traje
blanco que había sido planchado recientemente y lucía un peinado cuidadoso. Se
acarició la barba con un viejo gesto habitual y sólo el brillo de sus ojos reveló la
emoción que sentía interiormente.
—Siempre ha sido mi creencia, caballeros, que no hay sustitutos del
pensamiento serio basado en hechos comprobados. Existe un momento para
obrar y un momento para pensar. Casi no necesito recordarles que la acción sin
pensamiento es vana; es acto de un animal, la contracción de una lombriz de
tierra. Ya tenemos los hechos que necesitamos. Hace tres días que ustedes
regresaron, pero todavía falta pensar.
— ¡Hemos estado torturándonos los cerebros! —protestó Ben.
—Tal vez, Ben; pero si un hombre se aporrea el cerebro con un garrote, eso
no es pensar.
—Trate usted de pensar —dijo Ed, aplastando un cigarrillo.
—Eres demasiado viejo, Edward para que otros se preocupen de pensar por
ti. Te he dado cuanto puedo darte. A ti te toca ahora —dijo Gottwald sonriendo.
Ben se reclinó en la silla y encendió la pipa. Lo hizo con toda calma,
procurando despejar su mente. Necesitaba olvidar a aquellos hombres
atemorizados que se agolpaban en torno a una hoguera, tenía que olvidar las
emociones que experimentó cuando la gran nave los dejó tras ella. Gottwald tenía
razón, como siempre.
Había llegado el momento de pensar.
—Muy bien —dijo—. Todos conocemos los hechos. ¿Adónde vamos desde
aquí?
—Yo les aconsejaría, caballeros, que no formulemos respuestas hasta que
hayamos empezado a hacer las preguntas que corresponden. Eso es elemental, si
me permiten utilizar una idea del señor Holmes.
— ¿Quiere preguntas? —inquirió Ed riendo brevemente—. Aquí hay una, y
por cierto que es un primor. En todo esto hay un agujero tan grande como para
que por él pueda pasar la Asociación Antropológica Norteamericana con todos
sus camiones. ¿Qué hacemos con los monos?
Ben agachó la cabeza.
—Franz, usted ha citado a Conan Doyle, de modo que yo tomaré una frase de
otro inglés, el amigo de Darwin llamado Huxley: "Hueso por hueso, órgano por
órgano, el cuerpo del hombre se repite en el mono". ¡Caramba! Eso lo sabemos
todos. Por supuesto, hay diferencias, pero los primates están más cerca de los
hombres que de los otros monos. Si el hombre no surgió por evolución en la
Tierra...
—Has contestado tu propia pregunta, Ben.
— ¡Por supuesto! —dijo Ed, sacando otro cigarrillo—. Si el hombre no
apareció por evolución en la Tierra, tampoco eso les ocurrió a los primates. Esa
nave, o una u otra nave, los trajo a los dos. Pero eso es imposible.
— ¿Imposible? —preguntó Franz.
—Tal vez no —dijo Ben despacio—. Después de todo, sólo hay cuatro géneros
de primates vivientes: dos en África y dos en Asia. Podríamos hasta omitir el
gibón; es un cliente bastante primitivo. Se podría haber hecho.
—No con todos los primates —insistió Ed—. No con todos los monos, lémures
y los tarseros, no con todos los huesos fósiles de primates. El arca de Noé habría
parecido un bote de remo.
—Aventuraría la sugestión de que tu imagen no es muy apropiada —intervino
Gottwald—. Aquella nave fue bastante grande como para que cualquiera de
nuestros buques parezca un bote de remo.
—Está bien —dijo Ben, decidido a no dejarse desviar del tema—. No importa.
Supongamos que los antropoides hayan sido sembrados tal como ocurrió con
los hombres. Los otros primates pudieron nacer aquí por evolución, sin
interferencia, como pasó con los otros animales. Ese no es el verdadero problema.
—No sé qué decir —expresó Ed—. ¿Pudo esa nave haber salido del tiempo
tanto como del espacio? Después de todo, si nosotros tenemos viaje de tiempo,
ellos deben tenerlo también. Podrían hacer cualquier cosa...
— ¡Cuentos! —protestó Gottwald—. No te dejes llevar, Edward. Cualquier
cosa no es posible. Una ley científica es una ley científica, independientemente de
quien trabaje con ella, dónde o cuándo. Sabemos por las ecuaciones Winfield-
Homan que es imposible retroceder en el tiempo y alterarlo de una u otra forma,
tal como es imposible ir al futuro que no existe aún. No hay paradojas en el viaje
en el tiempo. No hagamos esto más difícil de lo que es atacando todos los
callejones sin salida en que podamos pensar. Ben estuvo bien encaminado. ¿Cuál
es aquí el problema real?
Ben suspiró. Vio el problema demasiado claramente.
—A mi juicio, se reduce a esto. ¿Por qué pusieron esos fósiles... y
probablemente los primates también? Puedo concebir cincuenta razones para
que hayan puesto hombres como ellos en un planeta yermo (presión de la
población, etc.), ¿pero a título de qué se tomaron el trabajo de imponer un falso
cuadro evolutivo para que se lo desentierre después?
—A lo mejor no es falso —dijo despacio Ed.
—Ahora estás pensando, Edward —le dijo Franz Gottwald sonriendo.
—Perdón, Ed, pero no te entiendo. Has visto como colocaban esos huesos. Si
eso no es ejemplo perfecto de manipulación de una prueba antropológica, ¿qué
demonios es?
—No te enfurezcas, amigo. Yo decía que los fósiles pudieron ser colocados ex
profeso y a pesar de eso responder a un hecho real. Tal vez yo no soy más que un
viejo chiflado aferrado a sus ideas; pero no puedo creer que la evolución del
hombre sea un mito. Hay un argumento decisivo, Ben. ¿A qué preocuparse de los
primates si no hay relación?
—De todos modos, no entiendo...
—Quiere decir —explicó Gottwald pacientemente—, que la secuencia de los
fósiles es real... en algún otro lugar.
Ed agachó afirmativamente la cabeza.
— ¡Exactamente! Esa serie evolutiva es el artículo legítimo, pero el hombre
se ha desarrollado en su mundo y no en el nuestro. Cuando colocaron hombres
en la Tierra, los proveyeron también de un libro de historia... por si podían leerlo.
Ben mordisqueó su pipa. Tenía sentido, siempre y cuando algo tuviese
sentido todavía.
—Acepto eso. ¿Pero adónde nos conduce?
—Siempre a remontar las aguas de aquel arroyo conocido. Todas las
respuestas que formulemos vuelven sencillamente a la misma antigua pregunta.
¿Por qué nos legaron un libro de historia?
—Contesta eso —dijo Gottwald— y ganarás el cigarro de oro.
Ben se puso de pie. Sentía la cabeza como si la tuviese llena de algodón.
— ¿Adónde vas?
—Yo me voy a pescar. Mientras estoy en el arroyo siento que todavía puedo
hacer algo útil. Hasta luego.
— ¡Ojalá pesques algo! —dijo Ed.
—Yo también lo deseo —afirmó entristecido Ben Hazard.
El auto zumbó somnolientamente al atravesar las llanuras monótonas de
Nuevo México, pasó por la región suavemente ondeada que daba reposo a la vista
y subió las frescas montañas en que los pinos crecían altos y el pasto era de un
denso verde oscuro en las vegas.
Ben amaba las montañas. Los momentos más dichosos de su vida habían
transcurrido cerca del cielo, donde el aire era vigorizante y los arroyos corrían
cristalinos. Necesitaba las montañas y siempre volvía a ellas cuando era difícil
soportar la presión en aumento.
Se apartó del camino principal y se lanzó por uno de grava; los caminos
pavimentados y la buena pesca se excluyen mutuamente, como las ciudades y la
sanidad. Advirtió satisfecho que las nubes envolvían los picos montañosos,
proyectando sombra sobre la tierra. Cuando el sol era demasiado fuerte, los peces
podían ver a cualquier hombre que se acercase.
Aspiró hondamente, saboreando el aire vivificante.
Despreocúpate, eso es lo que se necesita.
Se fijó para cerciorarse que ningún intruso hubiese descubierto su rincón
predilecto y estacionó el automóvil al lado de Mili Creek, un riacho de agua
cristalina que salía tembloroso y frío de las montañas y serpenteaba
indolentemente por el largo valle verde.
Sonrió entre dientes como el niño que tiene su primera caña improvisada.
Ben se calzó sus botas altas impermeables, armó su aparejo con práctica
consumada y ató sus dos moscas favoritas, una Gray Hackle Yelow y una Royal
Coachman. Se colgó la red en un hombro y su cesta para las truchas en el otro,
encendió la pipa y vadeó para internarse en el agua fresca del Mili Creek.
Se sintió maravillosamente bien. Pescó una linda trucha de arroyo a los cinco
minutos.
Notó que de su ser desaparecían los nudos y las tensiones como nieve que se
derrite, y ése fue el primer paso.
Necesitaba despreocuparse. Era la única manera.
Considérese el aprieto de un jugador de béisbol en un momento de fuerte
depresión.
Pone todo cuanto puede, se esfuerza el doble de lo habitual; pero todo lo que
hace se vuelve contra él. No se le presentan "hits"; falla en los "grounders" fáciles.
Pasa las noches despierto y se preocupa.
—Descansa, Max —le dice su manager—. Lo único que debes hacer es
despreocuparte. Tómalo con calma.
Sí, ¿pero cómo?
Lo mismo pasa con los problemas científicos difíciles. Ben había descubierto
mucho antes que la lógica persistente y ordenada podía llevarlo sólo hasta un
determinado lugar y no más lejos. Llegaba un momento en que por mucho que se
forzase a cavilar, el propósito no se realizaba.
Rara vez se le presentaban nuevas visiones y nuevas ideas cuando las
buscaba, por mucho empeño que pusiese. Más aún, cuanto más cavilaba en un
problema, más obstinada y recalcitrante se volvía su mente. Las ideas grandes y
buenas se le ocurrían en un instante de comprensión casi intuitiva. El recurso era
permitir que la mente consciente se apartase, que dejase acudir el mensaje.
En el caso de Ben, ir a pescar.
A las dos horas, después de siete truchas y parte de una banana consiguió la
respuesta que buscaba.
Había bebido una buena cantidad de agua fresca del arroyo y limpiado el pez.
Se encontraba sentado en una roca para almorzar, comiendo lo que había llevado
en un paquete, cuando la idea se le ocurrió de pronto.
Luego de pelar una banana y haberle pegado su primer mordisco, su mente
fue acuciada por una única palabra inocua:
Banana.
No cualquier banana común, por supuesto. Una banana determinada,
utilizada para un fin determinado.
¿Se acuerdan?
Charles Darwin y Cleopatra, dos chimpancés en sus jaulas. Charles Darwin
esforzando su cerebro de primate hasta el máximo para unir entre sí dos trozos
de madera. ¿Por qué?
Para conseguir una banana.
Una asquerosa banana.
Eso estaba bastante bien, pero había más. Darwin podía conseguir su banana
y ninguna otra cosa lo preocupaba. ¿Pero quién había puesto los palos en la jaula,
quién había provisto la banana?
¿Y por qué?
Era sencillo. Tanto como para que se le hubiese podido ocurrir a un niño.
Alguien había dado a Charles Darwin dos palos y una banana precisamente por
un motivo: para ver si él podía o no resolver el problema.
En pocas palabras, un experimento científico.
Ahora bien, consideremos otro Charles Darwin, otro problema.
O consideremos a Ben Hazard.
¿Cuál es el problema más arduo que un hombre puede abordar? Howells lo
destacó hace muchos años. De todos los animales, el hombre es el único que se
preocupa por saber de dónde viene y adonde va. Todas las demás cuestiones son
nimias comparadas con esa. Fuerza al cerebro humano hasta el límite...
Ben se puso de pie; había olvidado el almuerzo.
¡Todo era tan evidente!
Los hombres fueron colocados en la Tierra y junto con ellos se había ubicado
un problema; un problema real, capaz de conducir a una solución verdadera. Una
masa confusa de seres humanos quedó abandonada junto a una hoguera, perdida
en la mañana de un extraño mundo nuevo. Luego quedaron estrictamente a solas;
no había evidencia alguna que desde aquel tiempo hubiesen sido ayudados de una
u otra manera.
¿Por qué?
Para ver qué podían hacer.
Para ver cuánto tiempo tardarían en resolver el problema.
En pocas palabras, un experimento científico.
Ben levantó su caña y empezó a retroceder hacia el auto.
Había algo más, una característica inevitable de un experimento y se marcha,
olvidándolo, así sea la ultimísima palabra en profesores distraídos.
No.
Tiene que quedarse en el lugar para ver cómo sale todo. Tiene que observar,
tomar notas.
Era monstruoso.
Toda la historia del hombre en la Tierra...
Ben se introdujo en el coche y puso en marcha el motor.
Hay más. Afrontémoslo.
Supongamos que has armado un fantástico experimento planetario con seres
humanos. Supongamos que tú, o uno de tus descendientes, pues las generaciones
son lentas, vuelve para verificar tu experimento. ¿Qué harías, qué serías?
¿Mecánico de automóviles?
¿Vendedor de calzado? - ¿Un jugador fullero?
Difícilmente. Tu situación debería permitirte saber qué sucede. Tendrías que
trabajar en un terreno en el cual fueses experto.
En una palabra, serías antropólogo.
Hay más todavía. Sitúate en el final de la línea.
Supongamos ahora que el Hombre en la Tierra haya franqueado la barrera
del tiempo.
Supongamos un Proyecto Temporal de Investigación que haya sido
preparado. ¿No estarías tú en él, directamente en la delantera?
¡Naturalmente!
No perderías la ocasión por nada del mundo.
Bueno, ¿quién responde a la descripción? No podría ser Ed; Ben lo conocía
desde casi su vida entera, conocía a su familia, la esposa y los hijos, visitó la ciudad
de Texas en que había vivido.
No era Ben.
Quedaba únicamente Franz Gottwald.
Franz, que había llegado de Alemania y nunca habló de su pasado. Franz, con
su dejo extrañamente forastero. Franz, que no tenía familia. Franz, que no había
aportado nada al proyecto salvo preguntas sagaces, incitantes...
Franz.
El Gran Viejo.
Ben guio el auto con las dos manos clavadas en el volante y sus labios se
apretaron formando una línea delgada y dura. Ya la noche había caído cuando
salió de entre las montañas y condujo el coche a través del desierto encantado
bajo la magia de las estrellas. La luz de los faros delanteros taladró la noche,
apuñaleando, apuñaleando...
Dejó atrás la gran base de cohetes de Nuevo México, desde la cual los
hombres habían lanzado misiles a la Luna y más allá. Se hablaba de un vuelo
tripulado a Marte...
¿Hasta dónde llegarían los experimentos?
Ben encendió un cigarrillo, pues no quería usar la pipa en el auto. Sentía una
gran indignación fría como no había sentido nunca.
Había resuelto el problema.
Bien resuelto.
Era hora de recoger la banana.
Ya había pasado la medianoche cuando llegó a su casa.
Metió los pescados en la heladera, se dio una ducha y se ubicó en su cómodo
sillón para ordenar sus pensamientos. Inmediatamente descubrió otra verdad
fundamental acerca de los seres humanos: cuando se cansan suficientemente,
duermen.
Se despertó sobresaltado y miró la hora en su reloj. Eran las cinco de la
madrugada.
Se afeitó y se sorprendió al descubrir que sentía apetito. Coció algo de tocino
e hizo un revuelto de huevos; bebió tres tazas de café instantáneo y se encontró
listo para cualquier cosa.
Hasta para Franz.
Se introdujo en su automóvil y atravesó la ciudad todavía dormida en
dirección a la casa de Gottwald, la cual le pareció segura y familiar a la pálida luz
matutina. En realidad, se parecía mucho a su propia casa; ambas habían sido
proporcionadas por el gobierno.
Pensó que eso era gracioso.
El gobierno había proporcionado a Gottwald una casa donde vivir.
Saltó del auto, caminó hasta la puerta y tocó el timbre. Franz nunca iba a la
oficina antes de las nueve y su automóvil todavía estaba en el garaje.
Al sonido del timbre no hubo más reacción que el silencio.
Hizo otra prueba, y dejó apretado un rato el botón. La llamada era como para
despertar muertos.
No hubo respuesta.
Trató de abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. Aspiró una bocanada de
aire y penetró. Todo estaba ordenado y limpio. En los estantes se hallaban los
libros habituales.
Entrar en aquel living room era lo mismo que penetrar en su propia casa.
— ¡Franz! Soy yo, Ben.
Nada.
A pasos largos se dirigió al dormitorio, abrió la puerta y miró hacia adentro.
La cama estaba pulcramente hecha, pero Franz no la ocupaba. Ben recorrió la
casa entera y no se dio por satisfecho hasta haber mirado en los placards.
Franz no estaba en casa.
¡Estupendo! Los hombres de ciencia llevan anotaciones, ¿no es así?
Ben se dispuso a revolverlo todo. Se fijó en los cajones de la cómoda, en
estantes del armario, hasta en la heladera. No advirtió nada raro. Luego intentó
lo evidente.
Abrió el escritorio de Gottwald y miró.
Lo primero que notó fue una carta dirigida a él. Allí mismo estaba, con su
sobre blanco que exhibía su nombre escrito a máquina: Dr. Benjamín Wright
Hazard.
¿Sería para no abrirlo hasta Navidad?
Ben desgarró el sobre y extrajo una única hoja de papel. Empezó a leerla y
luego buscó a tientas una silla para sentarse.
La carta estaba muy bien mecanografiada. Decía:
Mí estimado Ben: Siempre he creído que un hombre de ciencia
debe ser capaz de formular predicciones. Esto no siempre es
asunto fácil cuando se trata de seres humanos; pero hace mucho,
mucho tiempo que te conozco.
Evidentemente, estás revisando mi hogar, pues de no ser así, no
estarías leyendo esta carta. Es también evidente que, si estás
revisando mi hogar, conoces parte de la verdad.
Si deseas conocer el resto de la historia, el procedimiento es
sencillo. Mira el dorso del cuadro sobre arena (de los que hacen
los indios navajos) que está en mi dormitorio. Allí encontrarás un
botón. Apriétalo durante cinco segundos exactos. Luego sal al
patio y quédate en pie directamente delante de mi asador.
Créeme, Ben, yo no soy un caníbal.
La nota terminaba con la firma garabateada de Gottwald.
Ben se levantó y salió del dormitorio. Miró detrás del cuadro que estaba
encima de la cómoda. Había un botoncito rojo.
Apriétalo durante cinco segundos exactos.
¿Y qué pasa... luego?
Volvió a poner el cuadro donde estaba. Todo esto recordaba débilmente una
broma práctica de un cerebro obtuso. Aprieta el botón y sentirás una sacudida de
la corriente.
Aprieta el botón y te saltará agua a la cara. Aprieta el botón y la casa saltará
por el aire...
No. Era absurdo.
¿Es decir, lo era?
Vaciló. Pudo llamar a Ed, pero Ed insistiría en ir en el acto y Ed tenía mujer
e hijos.
Podía llamar a la policía, pero lo que debería relatar parecería absolutamente
insensato.
No tenía ninguna prueba.
Volvió al escritorio de Gottwald, encontró papel y escribió a máquina una
carta.
Describió la teoría que había concebido, agregando en detalle lo que pensaba
hacer.
Metió la carta en un sobre, dirigió éste a Ed, le puso un sello de correo, salió
y la introdujo en el buzón de la esquina.
Volvió a la casa.
Esta vez no vaciló... ni por un segundo.
Apretó el botón del dorso del cuadro durante cinco segundos exactos. Nada
ocurrió.
Salió al patio y se colocó delante mismo del asador.
La pared que rodeaba el patio ocultaba el mundo exterior, pero el cielo azul
de las alturas era el mismo de siempre. No vio nada, no oyó nada.
— ¡Oh, cuernos! —exclamó en voz alta.
Entonces, con repentina instantaneidad, algo sucedió.
Se produjo en el aire una brusca quietud, una ausencia total de sonido. Era
como si el sitio estuviese de pronto ocupado por paredes de vidrio invisibles, que
lo aislaban de todo lo externo.
No hubo transición perceptible. En un momento el haz de luz amarilla no
estaba allí, y en el siguiente allí estaba. Lo rodeaba: tenso, vivo, bullendo como
una energía que le hacía picar la piel.
Conocía aquella luz amarilla.
La había visto antes, en los albores del tiempo...
Contuvo el aliento; no pudo evitarlo. Le sorprendió notarse falto de peso,
boyando como un corcho en un mar ignorado...
Sus pies se separaron del suelo.
— ¡Dios Santo! —exclamó Ben.
Fue izado por la luz amarilla, absorbido en ella. Podía ver perfectamente y
esto no favorecía lo más mínimo a su estómago. Pudo ver la ciudad debajo de él...
Allí estaban el patio de Gottwald, la parrilla, la casa de adobe. Empezó a lamentar
el tocino y los huevos que había comido.
Se esforzó por volver a respirar. El aire estaba caliente y era insípido. Se elevó
en dirección al cielo, combatiendo el pánico.
Piensa en esto como si fuese un ascensor. Es exactamente una manera de ir
de un lugar a otro. Yo puedo ver afuera, pero, por supuesto, nada es visible desde
fuera.
¿Pero entonces cómo pude ver antes la luz amarilla?
Esto debe ser distinto. No pueden correr el riesgo de que los vean.
Despreocúpate.
Pero siguió ascendiendo, y con mayor rapidez.
La Tierra estaba muy distante.
Era una sensación misteriosa... no exactamente desagradable, pero el
espectáculo no le interesaba. Era como caer por el cielo. No había forma de eludir
la idea de que estaba cayendo, que iba a chocar con algo...
El azul del cielo se oscureció, convirtiéndose en negro y vio las estrellas.
¿Adónde voy, adonde me llevan?
¡Allá!
Levanta la vista, levántala...
Estaba allí, al extremo del túnel de luz amarilla.
Borraba las estrellas.
Era enorme, aun contra el inmenso telón de fondo del espacio mismo. Lo
pasmaba con su tamaño, pero la reconocía.
Era la misma nave que había transportado a los primeros hombres a la
Tierra.
Ahora estaba oscura, oscura, enorme y solitaria... pero la nave era la misma.
El haz de luz amarilla lo introdujo en ella; no había ninguna antecámara de
compresión.
Tan instantáneamente como llegó, la luz se fue.
Ben tropezó y estuvo a punto de caer. La gravedad parecía normal, pero la luz
lo había sostenido tanto tiempo, que sus piernas tardaron un momento en
ajustarse.
Se encontró en un cuarto frío y verde. El silencio era completo.
Tragó saliva con esfuerzo.
Cruzó la habitación en dirección a una puerta metálica. Ésta se abrió antes
de que él llegase. Más allá sólo había negrura, negrura y el silencio absoluto de lo
muerto.
Procuró combatir la aturdidora sensación de que la nave estaba vacía.
Hay un aire de desolación casi palpable en las cosas largo tiempo
abandonadas, en las casas vacías, los barcos abandonados en alta mar y las ruinas
decrépitas. Hay una clase especial de silencio en un lugar que en un tiempo
conoció la vida y ya no la conoce. Hay un tipo de muerte que ronda lo que no se
usa desde hace un tiempo largo, muy largo.
Esa sensación emanaba de la nave.
Ben podía ver únicamente el pequeño cuarto verde en que se encontraba y el
corredor de oscuridad fuera de la puerta. Pudo haber sido tan sólo una fracción
minúscula de la gran nave, apenas un único cuarto en la inmensa ciudad del cielo.
Pero sabía que los hombres que en un tiempo habitaron esa nave se habían ido.
Lo sabía con una certidumbre que su cerebro no podía poner en duda.
Era como un buque fantasma.
Sabía que así era.
Por eso su corazón estuvo a punto de paralizarse cuando oyó pisadas que se
acercaban a él a través del silencio.
Pisadas recias.
Pisadas metálicas.
Retrocedió desde la puerta. Procuró cerrarla, pero no había manera de
lograrlo. Vio una luz blanca que se acercaba a él a través del túnel oscuro. La luz
estaba a una altura mayor que la de un hombre...
¿Pisadas metálicas?
Se sostuvo con fuerza y esperó. ¡Estúpido, ya sabías que tienen robots! Los
viste. Los robots no mueren, ¿verdad?
¿Matan?
Lo vio entonces, divisó su contorno detrás de la luz. El doble del tamaño de
un hombre, su cuerpo de metal relucía. No tenía rostro.
El robot ocupó toda la entrada y se detuvo. Ahora Ben lo oía: un débil ruido
zumbador que en cierto modo le recordaba los vientos distantes. Se dijo que no
era más que una máquina, nada más que un trozo de metal animado y su cerebro
aceptó el análisis. Pero una cosa es saber lo que es un robot y otra muy distinta
encontrarse con un robot en la misma habitación.
—Bueno... —dijo Ben; algo tenía que decir. Evidentemente, el robot no
obedecía a un impulso igual. No dijo nada, no hizo nada. Se quedó simplemente
allí, de pie.
Al cabo de una pausa larga e incómoda, el robot se volvió y penetró en el
corredor oscuro, alumbrando su camino con su propia luz. Dio cuatro pasos, se
detuvo y se volvió para mirar por encima del hombro.
Había tan sólo una cosa que hacer, un único sentido en el cual avanzar.
Ben agachó la cabeza y pasó por la puerta detrás del robot.
Siguió a la gigantesca figura metálica por lo que parecieron ser kilómetros de
corredores que en nada se distinguían unos de otros. No oyó voces, no vio luces,
no encontró seres vivientes.
Ya no sentía miedo; estaba más allá del miedo. Sabía que se hallaba en un
estado de shock en el que nada puede pasar por él, nada puede hacerle daño.
Sintió una especie de tristeza, la de un hombre que sabe que camina por túneles
de una pirámide o atraviesa un cementerio una noche solitaria. La nave
construida por hombres era tan enorme, tan silenciosa, tan vacía. Delante de él
se abrió una puerta.
Se derramó luz en el corredor.
Ben siguió al robot hasta una habitación grande y cómoda. Era una
habitación vieja, vieja y gastada, pero dotada de vida. Era cálida, vital y humana
porque en ella había dos personas. Jamás Ben se había alegrado tanto de ver a
alguien.
Una de las personas era una anciana que él no había visto antes.
La otra era Franz Gottwald.
— ¡Hola, Ben! —dijo éste, sonriendo—. Pienso que no conoces a mi esposa.
Ben no estaba seguro si aquello era una pesadilla o si estaba saliendo de una,
pero sus actitudes fueron automáticas.
—Estoy encantado de conocerla —dijo, y lo dijo en serio.
Algo sutilmente extraño, en aquella habitación, le sugirió en el acto la idea de
un sueño.
No era simplemente la extrañeza esperada ante el diseño de una clase nueva
de habitación, un cuarto perdido en las millas solitarias de una nave espacial
silenciosa; era una extraña discrepancia que de momento no pudo reconocer.
Luego lo captó. En el cuarto había cosas extrañas: muebles ideados para seres
humanos, pero fabricados de acuerdo con un estilo cultural totalmente distinto,
tallas que le resultaban grotescas, alfombras en las que se destacaban figuras
curiosamente equivocadas. Pero había también artículos conocidos, cotidianos:
una prosaica lámpara para leer, una cafetera que burbujeaba sobre una mesa,
plantas en macetas, un cuadro con marco de Covarrubias. La mezcla era un poco
desconcertante, pero tenía el aire tranquilizador de un hogar.
¡Qué extraña es la mente! En un momento como éste, se concentra en una
habitación.
—Siéntate, siéntate —dijo Franz—. ¿Café?
—Gracias —y Ben probó una silla, que encontró cómoda.
La mujer que él persistía en pensar como señora Gottwald (aunque sin duda
no era éste su apellido verdadero) sirvió una taza y se la alcanzó. Su rostro
delicado y surcado de arrugas parecía radiante de dicha; pero había lágrimas en
los ojos.
—También yo hablo un poco el idioma —dijo ella vacilante—. ¡Nos sentimos
tan orgullosos de ti, tan felices...!
Ben tomó un sorbo de café para disimular su turbación. No sabía qué era lo
que esperaba; pero ciertamente no era esto.
—No digas nada más, Arnin —intervino Franz vivazmente—. Debemos
proceder con gran cuidado.
— ¡Ese robot suyo! —dijo Ben—. ¿No podría mandarlo por ahí a que lo aceiten
o algo así? Franz respondió con una inclinación de cabeza.
—No tuve en cuenta lo mucho que te debe irritar. Perdóname, por favor. Yo
te hubiese dado la bienvenida en persona, pero estoy envejeciendo y el trayecto
es largo.
Habló al robot en un lenguaje que Ben jamás había oído y el robot partió de
la habitación. Ben se sintió más tranquilo.
— ¿Están solos aquí arriba ustedes dos? —preguntó.
Una pregunta disparatada. ¿Pero qué puedo hacer, qué puedo decir?
El viejo Franz se sentó al lado de Ben. Llevaba el mismo traje blanco. Parecía
cansado, más de lo que Ben lo había visto alguna vez; pero se advertía una especie
de esperanza en sus ojos, una esperanza que era casi una plegaria.
—Ben —dijo despacio—. Me cuesta trabajo hablarte... ahora. Imagino cómo
debes sentirte después de lo que has pasado. Pero tienes que confiar en mí un
poco más.
Olvida donde estás, Ben; una nave espacial es sencillamente una nave. Supón
que has vuelto a la Estación, imagina que estamos hablando como hemos hablado
antes tantas veces. Debes pensar con claridad. Esto es importante, hijo mío, más
de lo que puedes suponer. Quiero que me cuentes qué has descubierto; quiero
saber qué es lo que te ha traído aquí. No omitas nada, y elige las palabras con
cuidado. Sé todo lo específico y preciso que te sea posible. ¿Harás por mí esto que
te pido? Cuando hayas concluido, pienso que podré contestar todas tus
preguntas.
Ben tuvo que sonreír. Sé todo lo específico y preciso que te sea posible.
¿Cuántas veces escuchó a Franz emplear esa misma frase en los exámenes?
Alargó una mano hacia su pipa. Durante un instante sintió un miedo
desenfrenado e irracional que ya tenía olvidado (que habría sido la gota que hace
rebasar la copa, de todas maneras); pero allí estaba. Llenó la pipa y la encendió
gratificado.
—Es su fiesta, Franz. Yo le diré lo que sé.
— ¡Adelante, Ben! Y ten cuidado.
La señora Gottwald (¿Arnin?) seguía muy callada, esperando.
En torno de ellos, la nave estaba terriblemente silenciosa.
Ben procedió con calma y contó a Franz lo que sabía y lo que creía. No omitió
nada ni hizo esfuerzo por suavizar sus palabras.
Cuando concluyó, la esposa de Gottwald estaba llorando amargamente.
Lo sorprendente fue que Franz parecía un hombre a quien de pronto se le
había perdonado la vida.
—Bueno... —dijo Ben.
Gottwald se puso de pie y se acarició la barba canosa.
—Debes creer que yo soy una u otra clase de monstruo —dijo sonriendo.
—No sé —respondió Ben, encogiéndose de hombros. La señora Gottwald se
enjugó los ojos.
—Dile —indicó al marido—.Ahora puedes decírselo. Gottwald aprobó con una
inclinación de cabeza.
—Estoy orgulloso de ti, Ben; muy orgulloso.
— ¿He estado en lo cierto?
—Has estado en lo cierto en lo único que importa. Los fósiles fueron una
prueba y la superaste victoriosamente. Por supuesto, algo te ayudó Edward...
—Le daré parte de la banana.
Se esfumó la sonrisa de Gottwald.
—Sí. Sí, presumo que lo harás. Pero mi orgullo me induce a querer aclarar un
pequeño error que hay en tu reconstrucción. No me preocupa el papel de
monstruo, y los sabios locos siempre me han parecido algo aburridos.
—La verdad es la verdad.
—Eso es una redundancia, Ben. Pero no importa. Debo confesarte que lo que
ha ocurrido en la Tierra no fue un simple experimento científico. Debo también
decirte que yo no soy sólo un hombre de ciencia que ha vuelto, como tú lo
expresas, para ver como se comportan los chimpancés. Más aún, ni siquiera he
vuelto. Nosotros, los míos, jamás nos fuimos. Yo nací justo aquí, en esta nave, en
una órbita en torno de la Tierra. Siempre he estado aquí.
— ¿Veinticinco mil años?
—Veinticinco mil años.
— ¿Pero qué ha estado haciendo?
—Esperándote, Ben. Casi no llegas a tiempo. Mi esposa y yo somos los únicos
que hemos quedado.
— ¿Esperándome? Pero... Gottwald levantó una mano.
—No, no de este modo. Te lo puedo demostrar mejor de lo que podría
contártelo. Si mi pueblo hubiese vivido... mi otro pueblo, yo diría, pues he vivido
en la Tierra la mayor parte del tiempo, se hubiese realizado una ceremonia
impresionante. Eso ya no puede hacerse ahora. Pero puedo enseñarte la lección
de historia que nosotros preparamos. ¿Quieres venir conmigo? No es lejos.
El anciano se volvió y caminó hacia la puerta; la esposa se apoyaba en su
brazo.
—Tanto —murmuró—. ¡Hemos esperado tanto tiempo!
Ben se puso de pie y los siguió por el corredor.
En un gran salón de conferencias, lleno de asientos vacíos, en uno u otro lugar
de la gran nave desierta, Ben vio la historia del Hombre.
Era más que una película, aunque se utilizaba una pantalla. Vivió la historia,
la sintió, fue parte de ella.
No era un relato de lo que el rey Glotz hizo al Goop; los nombres ufanos de la
historia tradicional se pierden en la insignificancia cuando la perspectiva es
suficientemente amplia. Era un relato del Hombre, de todos los hombres.
Era el de Gottwald... y el de Ben.
Ben lo vivió.
Hace millones de años, en un mundo que giraba en torno de un sol tan
alejado que los astrónomos de la Tierra no le habían asignado un nombre y ni
siquiera un número, apareció un animal nuevo llamado Hombre. Su evolución
había sido una patraña antojadiza, un lance de uno en un millón, uno que no tenía
probabilidad de repetirse.
El Hombre, el primer animal que sustituyó un cambio físico por un cambio
cultural, logró un éxito inmediato. Sus herramientas y sus armas fueron cada vez
más eficientes. En su hogar natal el Hombre era un animal paciente... pero era el
Hombre.
Era incansable y curioso. Un mundo no podía conformarlo. Construyó sus
primeras y primitivas espacionaves y se lanzó a explorar el gran mar oscuro que
lo rodeaba. Fundó colonias y bases en unos cuantos mundos de su sistema solar.
Miró hacia fuera, a lo largo de los corredores infinitos del Universo y no sintió
inclinación alguna por detenerse.
Toqueteó, trabajó, experimentó.
Encontró un medio capaz de impulsarlo a velocidad mayor que la de la luz.
Se abrió paso por el vacío terrible del espacio interestelar. Tocó mundos
extraños y soles más extraños aún.
Descubrió que el Hombre no estaba solo.
Había naves mayores que la suya y seres...
El Hombre descubrió al Enemigo.
No era un caso de incomprensión, no era un fracaso de la diplomacia, no un
accidente producido por el temor, la avaricia o la estupidez. El hombre era un
animal civilizado. Fue cuidadoso, razonable y se preparó a hacer lo que
éticamente estaba bien.
No tuvo alternativa.
El enemigo se abalanzó ferozmente. Es la única manera de decirlo. Había
cazadores, destructores, asesinos. Los motivaba un hambre salvaje de
aniquilación que el Hombre jamás había conocido. Adoptaron muchas formas,
muchos aspectos.
Ben los vio.
Los vio destrozar naves, despanzurrarlas con tremenda ferocidad más allá de
toda comprensión. Los vio despedazar seres humanos, devorarlos y, peor aún...
Los seres se diferenciaban más del Hombre que los peces que nadan en el
mar y ello no obstante...
Ben los reconoció. Los conocía.
Estaban allí, todos ellos.
Literalmente hablando los Seres de las pesadillas.
Los monstruos que habían turbado los sueños oscuros de la Tierra, las cosas
que se arrastraban a través de mitos, el Enemigo que vivía en el lado oscuro de la
mente. Los dragones, las serpientes, los rostros esculpidos en máscaras, los Seres
conformados en piedras excavadas en selvas en descomposición...
El Enemigo.
Nosotros, en la Tierra, no hemos olvidado por completo. Recordamos, a
pesar de las conmociones que limpiaron nuestras mentes. Recordamos,
recordamos. Los hemos visto en la oscuridad que mora siempre más allá de los
fuegos, los hemos oído en el trueno que suena en la noche larga, larga.
Recordamos.
No era una guerra. Una guerra, después de todo, es una clase determinada
de competencia con una u otra clase de reglas. Pero no hubo reglas. No fue una
campaña de conquista, un intento de explotación. Fue algo nuevo, algo
totalmente extraño.
Fue destrucción.
Fue exterminación.
Fue una lucha entre dos clases diferentes de vida, tan insensible como un
rayo que se abría en el cuerpo macizo de un dinosaurio que bramaba desesperado.
El hombre no estaba listo.
Cayó hacia atrás, luchando donde podía.
El Enemigo lo siguió.
Le agradase o no, el Hombre estaba trabado en una lucha a muerte.
Luchó por su vida. Se abrió paso hasta el máximo, intentó cuanto pudo
ocurrírsele, luchó con todo lo que poseía. Agotó su ingenio. El Enemigo respondió
a todos sus movimientos.
Había un límite.
El Hombre no pudo seguir.
Ben se agachó hacia adelante, con los puños cerrados en la silla. Era un
producto de su cultura. Leía libros, miraba los programas de trideo. Esperaba un
final feliz.
No había tal final.
El Hombre perdió.
Fue derrotado implacablemente.
Tuvo tiempo para tirar los dados por última vez, un intento desesperado de
supervivencia. Hizo todo lo que pudo.
Ideó el Plan.
No era suficiente escapar, encontrar un planeta remoto y ocultarse. No
bastaba sencillamente con ganar tiempo.
El hombre afrontó los hechos. Había conocido al Enemigo y había perdido.
Había intentado cuanto sabía y no fue bastante bueno. Un día, por mucho que
corriese, volvería a tropezar con el Enemigo.
¿Qué podría hacer?
El Hombre vive por su cultura, su forma de vida. El potencial de cualquier
cultura es grande, pero no es ilimitado. La cultura tiene su manera de poner
anteojeras a quienes la practican. Esto los conduce por una determinada senda
con prescindencia de todas las demás. Está muy bien la complejidad tecnológica,
pero esa complejidad es impotente sin el ingrediente necesario:
Ideas.
El Hombre necesitaba nuevas ideas, conceptos radicalmente nuevos.
Necesitaba una manera enteramente nueva de pensar.
Trasplantar la cultura existente no cumpliría la finalidad. Sería tan sólo
seguir produciendo variantes de las ideas que ya se habían puesto a prueba.
El hombre no necesitaba trasplantes.
Necesitaba una transfusión, una transfusión de ideas.
Necesitaba una cultura absolutamente nueva con nuevas soluciones de viejos
problemas.
Hay una sola manera de lograr un estilo de cultura realmente diferente:
crearlo a partir de la nada.
Sembrar las semillas y marcharse.
El Hombre puso en práctica el Plan.
Con el final de sus recursos, equipó cuatro naves fugitivas y las envió a las
inmensidades de los mares entre las estrellas.
—Ignoramos qué pasó a las otras tres naves —dijo Franz Gottwald
serenamente cuando terminó la proyección—. Ninguna nave conocía el destino
de las otras. Iban en distintas direcciones, buscando cada una de ellas mundos
remotos, ocultos, que pudieran pasar a ser nuevos hogares para los hombres. No
hay manera de saber qué pasó a las otras; me parece altamente improbable que
alguna de ellas sobreviviese.
— ¿Entonces lo único que existe es la Tierra?
—Eso es lo que creemos, Ben; tenemos que seguir adelante sobre la base de
esa presunción. Ya conoces casi todo el resto de la historia. Esta nave se escurrió
por las filas enemigas y encontró la Tierra. Desembarcamos seres humanos
condicionados de modo que pudiesen recordar poco o nada, pues debían empezar
completamente desde el principio. Colocamos los fósiles y los primates como una
prueba, tal como has supuesto.
— ¿Pero por qué? No había necesidad de tal ardid...
—No fue un ardid, muchacho —replicó Gottwald sonriendo—. Fue la clave de
todo. Ya ves, hemos tenido que prevenir a los hombres de la Tierra lo que iba a
sucederles. Más aún, una vez que sus culturas se desarrollaron conforme a sus
propios lineamientos, debimos compartir con ellos lo que teníamos. Casi no
necesito recordarte que esta nave, tecnológicamente, está adelantada en muchos
miles de años a cuanto la Tierra ha producido. Pero no podíamos cedérsela a ellos
hasta tener la certeza de que estaban preparados. No se entregan bombas
atómicas a los bebés. Los hombres de la Tierra tenían que demostrarse capaces
de resolver el más arduo de todos los problemas que pudimos idear. Tú lo has
resuelto, Ben.
—No lo hice a solas.
—No, claro que no. Puedo asegurarte ahora que mi gente, mi otra gente,
jamás inventó los viajes por el tiempo. Ese era un medio absolutamente
inesperado de abordar el problema; jamás hubiésemos podido hacerlo. Es lo más
maravilloso que ha sucedido.
— ¿Pero qué ha sido de los hombres y las mujeres que se quedaron aquí en la
nave?
Franz meneó de lado a lado la cabeza.
—Veinticinco mil años es un tiempo muy largo, Ben; muy largo —dijo—.
Somos un pueblo derrotado. Hemos trabajado intensamente; no estuvimos
ociosos. Ante todo, preparamos diccionarios de todos los idiomas importantes de
la Tierra, a fin que todos los datos de nuestras bibliotecas estén disponibles. Pero
el hombre no vive bien dentro de una nave. En cada generación fuimos menos
numerosos; los niños eran muy escasos.
—Es como el viejo enigma de las ciudades, ¿no es verdad?
—Exactamente. En toda la historia humana, ninguna ciudad ha reproducido
jamás su población. Los nacimientos urbanos son siempre menores que los
rurales. Todas las ciudades han extraído siempre sus poblaciones de la comarca
circundante. La nave está cerrada herméticamente; no tenemos zonas rurales.
Era sólo cuestión de tiempo el que todos desapareciesen. Mi esposa y yo fuimos
los últimos, Ben... y no tenemos hijos.
—Teníamos mucho miedo —expresó la señora Gottwald—. Mucho miedo de
que no vinieses antes que fuera demasiado tarde.
— ¿Qué habrían hecho?
Franz, denotándose cansado, se encogió de hombros.
—Esa fue una decisión que esquivé. Hice un poco de trampa, muchacho. Tuve
buen cuidado de no proporcionarte ayuda, pero instalé algunos proyectores cerca
de ti que te mantuviesen agitado. Transmiten en frecuencias que... ¡Ah!...
estimulan la mente, la mantienen en estado de urgencia. ¿No lo has notado?
Ben movió la cabeza afirmativamente. Recordó las voces que le hablaban
dentro de su cráneo:
Apresúrate, apresúrate...
—Franz, ¿qué sucederá ahora? Gottwald se pasó una mano por la barba,
denotando mucho cansancio en sus ojos.
—No puedo decírtelo. No conozco la respuesta. He estudiado a los hombres
de la Tierra la mayor parte de mi vida y aún no sé. Ustedes son una gente recia,
Ben, más recia de lo que alguna vez fuimos nosotros. Han librado muchas batallas
y vuestra historia es orgullosa. Pero no puedo prever el futuro. He hecho todo lo
posible; el resto será cosa de ustedes.
—Es una responsabilidad terrible.
—Sí, para ti y otros como tú será una carga abrumadora. Pero la lucha va a
ser larga; no viviremos tanto como para ver más que su principio. Se necesitarán
siglos para que los hombres de la Tierra conozcan todo lo que hay en esta nave.
Es algo extraño, Ben; yo jamás he visto al Enemigo cara a cara. Probablemente tú
tampoco lo verás nunca. Pero lo que hagamos ahora determinará si el género
humano vivirá o morirá.
—Es demasiado para un solo hombre.
—Sí —asintió Gottwald sonriendo y recordando—. Sí.
—No sé por dónde empezar.
—Esperemos a Edward. Vendrá mañana, salvo que yo no lo conozca. Y
entonces los tres nos reuniremos por última vez. Lo pensaremos. Estoy muy
cansado, Ben; mi esposa y yo hemos vivido más de nuestro plazo. Es duro ser
viejo y no tener hijos. Siempre he pensado en ti y en Edward como mis hijos;
confío que esto no les parezca demasiado sensiblero.
Ben buscó palabras; pero no encontró ninguna. Franz puso un brazo en torno
de su esposa.
—A veces, cuando la tarea era demasiado grande para mí, cuando sentí
tentaciones de darme por vencido, subía a la vieja sala de control de esta nave. Mi
esposa y yo hemos estado allí muchas veces. ¿Te gustaría verla?
—Necesito verla, Franz.
—Sí. Yo también. Ven.
Recorrieron lo que parecieran ser kilómetros y kilómetros a través de
corredores oscuros de la nave vacía y luego, montados en una serie de ascensores,
subieron a la sala de control.
Franz encendió las luces.
—La nave no está muerta, ¿sabes? —dijo—. Los únicos que ya no están son
ellos, la gente. Las computadoras siguen conservando la órbita de la nave, y las
pantallas de defensa siguen haciéndola invulnerable a todo esfuerzo por
descubrirla; tú no la habrías visto si no hubieses subido por el tubo de luz, y no
hay forma en que la nave pueda ser rastreada desde la Tierra. ¿Qué te parece la
sala de control?
Ben la contempló. Era grande, y tenía hectáreas de superficie, pero estaba
extrañamente vacía. Había tableros de llaves y unas cuantas máquinas pequeñas,
pero la sala de control era el espacio más vacío.
—No es lo que yo esperaba —dijo Ben, disimulando su decepción. Franz
sonrió.
—Cuando la maquinaria es eficiente, no necesitas mucha. No hacen falta
luces que lancen destellos ni chispas eléctricas. Con lo que ves aquí basta para las
necesidades.
Ben se sintió súbitamente deprimido. Había necesitado a toda costa algo que
lo elevase, pero allí no lo veía.
—Si me perdona que lo diga, Franz, esto no es muy sugestivo. Supongo que
para usted será distinto...
La respuesta de Gottwald fue accionar una llave. Aparecieron dos inmensas
pantallas que cubrieron todo el frente de la sala de control.
Ben contuvo el aliento.
En una de las pantallas vio el globo terráqueo muy por debajo, azul y verde,
con collares de nubes plateadas.
En la otra se veían las estrellas.
Las estrellas estaban animadas de vida, tan cerca que casi podía tocárselas
con las manos. Ardían como haces radiantes en el mar frío del espacio. Le
hablaron en voz baja, llamándolo...
Ben comprendió entonces que los hombres de la Tierra habían recordado
algo más que monstruos y pesadillas, algo más que los temores y terrores que
rondaban en la enorme noche oscura.
No todos los sueños habían sido pesadillas.
Durante todos los años y todos los pesares, el Hombre jamás había olvidado.
Recuerdo, recuerdo.
Te he visto durante todos los siglos de noches. He mirado hacia arriba para
verte, he levantado la cabeza para orar, he conocido el asombro.
Recuerdo.
Ben volvió a mirar la Tierra dormida.
Tuvo la sensación que el Viejo Franz y su esposa habían sido absorbidos por
las sombras.
Se irguió muy erecto, sacó pecho.
Luego se volvió una vez más y miró hacia fuera, el deslumbrante legado de
estrellas.
Recuerdo, recuerdo.
Ha pasado mucho tiempo, pero tampoco tú has olvidado.
Espérenos.
Volveremos.
LA HORMIGA Y EL OJO
NICO: Saidyah, ¿sabes qué es el espacio?
SAIDYAH: Es el pequeño camino que recorre la hormiga
entre dos hojas de hierba; es el gran camino vacío que
recorre mi ojo en su viaje a las estrellas.
De "El tiempo es un sueño", por Henri-René Lenormand.
R
OBERT QUINTON LO SINTIÓ VENIR.
Abrió los ojos, bostezó y trató de no mirar los múltiples matices de color
que caían en aluvión sobre las paredes de la esfera del sueño. Dejó que el
aire fresco lo animase brevemente y procuró fingir que aquél era apenas un día
igual que cualquier otro. Eligió una túnica en la que predominaba el tono azul, lo
cual era una hipocresía hecha y derecha, y revisó los visores para cerciorarse de
que todos estuviesen obstruidos.
Entonces encendió furtivamente un cigarrillo.
—Me estoy convirtiendo en un estúpido normal —observó.
Era curiosa la forma en que las costumbres del lugar se le meten a uno debajo
de la piel. Los meranos de Proción III ingerían sus estimulantes al fumar, usando
cigarrillos cuyo tamaño regular daba más o menos el equivalente de un trago de
puro y fuerte whisky escocés. Debía fumar con cuidado. Ya por aquel tiempo era
para él exactamente lo mismo que si tomase un trago rápido cada vez que
encendía uno de esos cigarrillos y lo fumaba.
Terminó de fumar, deshizo cuidadosamente la colilla en un eliminador, y de
la esfera del sueño salió caminando al aire libre. Era de mañana en Meran y el sol
primario emitía alegres radiaciones de color amarillo verdoso. Brisas frescas y
vigorizantes subían susurrando desde el suelo del valle y el mundo olía igual que
las flores. Quinton llevó un tubo a un Transbordador Cinco, donde Nearl estaba
esperándolo.
— ¡Armonía azul! —exclamó Nearl saludando y sonriendo. Vestía una túnica
gris, indicio de que no estaba del todo alegre.
—Armonía azul —respondió Robert Quinton casi con la misma naturalidad
con que en la Tierra hubiese dicho: "buenos días".
—Creo que es una hora extraña para un mensaje —manifestó cortésmente
Nearl—.
Confío que no haya sucedido nada extraño.
—Con esos somos dos —convino Quinton, ubicándose en el tubo para
Comunicaciones.
Nearl sacudió la cabeza algo recatadamente. Era una treta que había
aprendido de Quinton.
—La negrura está en el aire —dijo.
—Puede que sea un mensaje de rutina —insinuó Quinton, sabiendo
perfectamente que no lo era.
—Eres un mentiroso —le dijo Nearl.
— ¿No lo son todos? —preguntó Quinton.
El tubo zumbó hasta detenerse. Quinton procuró hacer caso omiso al frío
nudo de preocupación que sentía en el cerebro y siguió a su amigo al zumbido de
Comunicaciones.
Quinton mantuvo la boca completamente cerrada. Aún entonces no confió
tanto en si mismo como para trabar contactos casuales con meranos que no
conocía. El sistema era demasiado intrincado; dejó que Nearl lo guiase a través
del laberinto de colores hasta la Cabina de Contacto. Hablando con rapidez un
poco excesiva para que Quinton pudiese seguir sus palabras, se presentó al
operador de la cabina, un individuo de aspecto hosco vestido casi completamente
de negro. No era la primera vez en que Quinton se sentía satisfecho de tener a
Nearl consigo. Al establecer conexiones relativamente tempranas con culturas
diversas, uno se ahorra mucho tiempo si tiene a mano un informante más o
menos objetivo, en este caso un hombre que correspondía a la versión merania
de un colega antropólogo.
—Todo es armonía —dijo finalmente Nearl al tiempo en que se marchaba el
operador vestido de negro.
—Gracias, Nearl. Me pondré en contacto contigo en cuanto averigüe de qué
se trata.
Robert Quinton penetró en la cabina y cerró la puerta. Se sentó en la silla del
operador y cerró la llave interruptora. Durante un largo intervalo no pasó nada.
Quinton permaneció sentado, alto, más bien delgado, con unas sienes en las
cuales empezaban a aparecer canas y ausente de su cara la habitual sonrisa
serena. Exteriormente estaba calmo, pero no se engañaba a sí mismo. Los
muchachos no lo llamarían fuera de su horario sólo para pasar el rato. Por
supuesto, podría ser que tan sólo buscasen datos...
Un timbre sonó con su acostumbrada brusquedad y el comunicador
repiqueteó brevemente. Quinton leyó el mensaje:
SOY BAC XII. IDENTIFIQÚESE.
Accionó las llaves.
QUINTON BAC UN. PROCIÓN III. XX5L. ¿QUÉ PASA, DAN?
Siguió un momento de silencio. Luego:
UN BAC IMPERATIVO OFICIAL RETORNE
INMEDIATAMENTE VÍA BAC XII PUNTO ENCUENTRO UNIDAD SEIS
HORA SIDERAL
12,7. REEMPLAZANTE CUMMINGS. REPITO IMPERATIVO. FIN PARTE
OFICIAL SE ACABÓ LA FIESTA. MI MARIDO LO SABE TODO.
Quinton rio entre dientes y con golpecitos acusó el recibo de las órdenes. Dan
tenía la costumbre de limar las asperezas de las situaciones desagradables; pero
la situación persistía. Abrió nuevamente la llave de contacto y aspiró una honda
bocanada de aire. De vuelta a la Tierra luego de menos de un año. ¿Qué pudo
haber salido mal? No se engañaba; ningún hombre era absolutamente
indispensable en la organización UNBAC.
Si tenían que sacarlo de allí bruscamente y mandarlo de vuelta a su tierra,
esto significaba que las cosas se hallaban en la etapa en que los matices de
capacidad y factores ligeramente favorables se consideraban vitales. Y quería
decir...
Se puso de pie lentamente. La antigua incertidumbre lo inundó de duda, pero
esto no se reflejó en su rostro. Se reservó sus pensamientos para sí y abandonó la
cabina. Nearl lo esperaba y lo guio para sacarlo de Comunicaciones y llevarlo de
vuelta al tubo.
—Tengo que ir a mi tierra, Nearl —contestó a la pregunta que su amigo no
había expresado—. Mandan un reemplazante, un tal Lloyd Cummings, un buen
hombre. Y no sé si volveré.
El zumbido del tubo llenó el silencio.
— ¿Cuándo? —preguntó finalmente Nearl.
—Esta noche. Agradecería que vinieses al lugar del encuentro y así podría
presentarte a Cummings. Por supuesto, con esto no termina nuestro trabajo; pero
lamento la demora.
—No. Sin embargo, te extrañaré, Bob.
—Sí, ya lo sé.
Los dos hombres se separaron en el Transbordador Cinco. Nearl salió
caminando por la selva verde y Robert Quinton volvió a su hogar meranio para
preparar sus cosas. Sería bueno volver a estar con Lynn y Baby; un hombre
necesita su familia. La Tierra, la vieja Tierra, pese a todos los comentarios agrios
de Quinton, seguía siendo su planeta, el más extraño de todos. Pero ¿qué habría
pasado de malo?
Era una noche plácida en Meran y triste como sólo puede serlo la falta de
rumores en las noches. El viento caluroso jugueteaba con las hierbas del verano
y las estrellas cristalinas miraban hacia abajo. Había en la noche algo
infinitamente intenso. Esto le recordaba todas las cosas que no había hecho, todos
los amores que jamás conoció. A veces Quinton se sentía bastante sagaz de día,
pero la noche volvía a reducirlo a su tamaño.
—Lo oigo —dijo Nearl.
Quinton levantó la mirada, aunque sabía que le era imposible ver al gran
crucero contra las estrellas. Lo oía, sin embargo; o, con mayor precisión, lo sentía.
Desde lejos, en el espacio, era sólo una vibración rumorosa, un murmullo sordo.
Invisible, y sin embargo, dominaba la tierra: sólido, suspendido.
Los dos hombres observaron y al poco rato una tira diminuta de llama
describió un arco en el cielo de la noche y pasó por encima de ellos silbando. Las
llamas del jet hicieron un guiño y una pequeña nave espacial cruzó zumbando con
sus aspas de helicóptero por sobre ellos, aterrizando sin siquiera un rasguño en
el campo descubierto que tenían delante. La portezuela de acceso se abrió como
por un resorte y de la nave emanó una cálida luz dorada. Salieron dos hombres,
Quinton y Nearl se acercaron a saludarlos.
—Me alegra verte, Bob —dijo Lloyd Cummings, el hombre de UNBAC. Y
entonces, pasando sin esfuerzo a expresarse en la lengua merania, agregó—:
Usted debe ser Nearl; me he anticipado con gran armonía al placer de conocerlo.
Quinton sonrió, complacido de ver que Cummings, como de costumbre, sabía
hacer las cosas. Cummings lo presentó a Engerrand, de la nave espacial, y eso fue
todo. Quinton había dejado en su esfera un juego completo de anotaciones y
consejos. No perdió tiempo en hacer preguntas; por supuesto, Cummings no
sabría contestarlas. Dio la mano a todos y penetró en la nave espacial detrás de
Engerrand.
Mirando hacia atrás, pudo ver a Nearl y Cummings alejándose juntos bajo las
estrellas.
Sintió en la cara la plácida noche merania. Parecía que esa noche supiese que
se iba, que no volvería. Que se esforzaba por decir adiós.
Si tenía importancia llamarlo de regreso a su tierra, no sería para saludarlo
simplemente y volver a Meran.
Esto era para siempre.
La portezuela de acceso silbó al cerrarse tras suyo y Robert Quinton se dejó
caer en un asiento. La nave espacial se elevó por impulso de sus palas de
helicóptero y entonces los motores a chorro vomitaron sus gases con rugidos
estridentes que fueron acallándose lentamente hasta convertirse en un zumbido
sordo.
—No falta mucho ahora —dijo Engerrand—. Apostaría cualquier cosa a que
detesta irse.
—No —respondió Quinton sonriendo—. No pasará mucho tiempo ahora.
Veintitrés días después, Robert Quinton pasaba junto a la Ciudad Espacial
sobre ruedas, en crecimiento constante, para cambiar de ruta en Lunaport y un
vehículo transbordador de UNBAC lo depositó en el cuartel general de la división
de la ONU, sito en Nueva York.
Miró rápidamente a Nueva York antes de entrar en el haz de luz y el Nueva
York del año 2034 era la misma ciudad que siempre había sido. Tranquilizaba, de
una u otra manera, el saber que la antigua Pequeña Nueva York seguía allí.
Relucientes helicópteros evolucionaban por el tránsito en seis niveles bajo el
intenso sol de la tarde y un cohete transcontinental cruzó como una exhalación a
mucha altura. Las faldas de las mujeres eran un poquito más largas este año, con
una leve zona como de película en las rodillas; muy audaz en realidad. El aire se
había limpiado bastante con la energía solar insuflada, pero pudo advertir
vestigios de la "niebla" neoyorquina rondando sobre la ciudad. Grandes
helicópteros fleteros avanzaban pesadamente por los niveles inferiores,
dirigiéndose hacia sub-bases de cabotaje. Por todas partes había pintorescos
vendedores de viejos objetos de arte, con sus proyectores de abstracción natural.
Nueva York no había cambiado lo más mínimo.
En el Haz de Luz, Quinton aplicó energía a sus credenciales y subió
directamente al Decimoquinto Nivel, describiendo un rodeo en torno de las
ostentosas zonas administrativas y públicas. La señal de su código le dio acceso
inmediato a la oficina privada de Lorraine, situada en una parte poco destacada
del Haz de Luz. La oficina propiamente dicha se inclinaba a lo prosaico, de no ser
por un hombre que en ella estaba sentado.
— ¡Hola, jefe! —saludó Quinton alargando una mano... habían transcurrido
tres semanas y dos días desde que había recibido el imperativo UNBAC en
Proción III, a once años luz de la Tierra.
— ¿Qué fue lo que te retuvo? —preguntó el jefe, sonriendo entre dientes, al
tiempo en que le daba la mano.
—Una encantadora espía intergaláctica, como de costumbre —dijo Quinton—
. Me alegra verte, Mart.
Observó al jefe. Un poco más de canas en las sienes, pero aparte de esto,
Martin Lorraine tenía el mismo aspecto de antes, lo cual equivalía a decir que
correspondía a la imagen que daba el trideo de un hermoso hombre de ciencia, lo
que a su vez era buena razón para que estuviese entre los funcionarios más
destacados de UNBAC. Otra buena razón era que conocía su trabajo por donde se
lo quisiera pensar.
—Siéntate —dijo Mart— y trataré de ponerte al corriente. Supongo que
estarás preguntándote qué es lo que pasa.
—Sí, podrías afirmar que es así —admitió Quinton—. ¿Qué ocurre? ¿Está por
terminar el mundo?
La mirada de Martin Lorraine se cruzó resueltamente con la de Quinton.
—Algo así —dijo el primero de éstos y no sonrió. Quinton se sentó. No dijo
una palabra.
—Te ofreceré un resumen somero —explicó el jefe, agachándose y exhibiendo
su cabellera estudiosamente inclinada como si quisiera disimular su masculina
atracción. Te llevaremos subrepticiamente a Nuevo México para que tomes a tu
cargo la nueva misión, siempre que los altos jefes no te descubran antes. No
tendrás tiempo para preparar un informe sobre el asunto meranio, pero
conseguiré que Rog pergeñe algo para consumo de la oficina principal y con eso
los Magos de las Finanzas se sentirán felices.
Robert Quinton aguardó en silencio. Exteriormente era un hombre lento y a
menudo se lo calificó de holgazán debido a su costumbre de no hacer nada cuando
no tenía nada que hacer. Conocía anuncios previos de que se acercaba el fin del
mundo, pero no por boca de Mart. Pensó en su hija.
—Nada de cuentos del Día del Juicio Final, por supuesto —comentó el jefe,
que por lo visto le leía los pensamientos—. No habrá un fin en ningún sentido si
logramos llegar a tiempo. Pero estamos trabados, Bob; las cosas se nos escapan
de las manos.
—Vamos al grano —sugirió Robert Quinton.
—Hace un año, la curva de probabilidad de supervivencia debida a las
computadoras descendió en picada. Todavía sigue bajando.
Quinton sintió como si un hombrecito munido de un martillo de hielo
empezase a darle golpes en el estómago con monótona precisión.
—Quiero cifras —expresó.
—Cero coma diez —contestó Lorraine. Robert Quinton no se movió.
Literalmente hablando, estaba atónito. ¡Cero coma diez! Eso significaba que eran
de nueve contra una las posibilidades de que se salvase la civilización. Y las
computadoras no cometían errores.
— ¿Cuándo?
—Es difícil predecirlo. Dentro de treinta años... quizá cuarenta.
De primera intención, para el ojo no entrenado, la cosa no se presentaba tan
fea; cuarenta años era un plazo largo. Era como preocuparse por otra Edad de
Hielo. Pero lo triste era que a cada segundo que transcurría la perspectiva
empeoraba. Cuando las cosas se ponen así de críticas, es cuestión de obrar con
rapidez... o no hacer nada.
— ¿Indicios?
—Pocos, muy pocos. No podemos descubrir...
El visor zumbó y se encendió y a la vista aparecieron unos anchos hombros
de bronce con una cabeza encima. Martin Lorraine sonrió con cortesía como si
no tuviese ninguna preocupación en el mundo; y el hombre afirmó que revisaría
las constantes de minerales naturales; sólo que en ese instante advirtió a Robert
Quinton y finalizó con unas cuantas tonterías sin importancia.
Ninguno de los dos prestó la más mínima atención a la interrupción.
— ¿Nadie está enterado? —preguntó Quinton.
—Fuera del Pequeño UNBAC, no. La Bolsa sube, los diarios están llenos de
editoriales rapsódicos, los juegos ingrávidos de la Ciudad Espacial se
desarrollaron como se esperaba. La economía es sólida, casi todos se sienten
felices dentro de los límites humanos. En resumen, no estamos en un período de
crisis. No hay ninguna alarma general. Todo está a pedir de boca.
—Como el que juega a los bolos en ese lindo terreno soleado debajo de la
represa —adujo Quinton luego de una pausa breve—. Se divierte a su modo, pero
desgraciadamente ignora que alguien abrió la compuerta a una corta distancia
valle arriba.
— ¡Exactamente! Alguien... o algo.
Siguió un silencio prolongado en la pequeña oficina. Era demasiado
silencioso todo.
Quinton percibía el tic tac de su reloj y el sonido no le hizo gracia.
—Iré, Mart.
—Sube al helicóptero que está en la terraza. El transcontinental para Nuevo
México te esperará en el aeropuerto y ya he notificado a Lynn y a tu hija que irás
allí. Yo llegaré apenas liquide otra ronda de conferencias con figurones con el
objeto de lograr fondos para ustedes —se detuvo brevemente y agregó—: No
necesito decirte que tengas cuidado.
—No. No hace falta que me lo digas.
—Pero cuídate, Bob... y besa a Lynn de parte del jefe.
—Hasta pronto, Mart. A lo mejor volvemos juntos a Meran uno de estos años.
Abandonó la oficina de tórrame. Nadie reparó en él y apenas tuvo que saludar
alguna que otra vez con una inclinación de cabeza indiferente; todos estaban
atareados. Tomó el ascensor para ir a la terraza. Tal vez volvamos juntos. Su voz
le hablaba como un eco en el cerebro mientras miraba con una sonrisa
inexpresiva al otro pasajero del ascensor. Y otro eco le dijo sonriendo.
Y a lo mejor, no.
Cuando Robert Quinton salió del transcontinental en la Estación de Nuevo
México, Lynn y Baby lo aguardaban bajo el sol del desierto. Caminó hacia ellas,
mientras el corazón le latía con fuerza y una emoción conocida le recorría las
venas como si fuese electricidad.
Jamás recordaba lo que hacían o decían en aquellos primeros momentos en
que estaban juntos después de sus períodos de separación. Eran sólo impresiones
confusas y fugaces y el olor del sol y del cielo. Lynn era incomparablemente bella,
él la amaba, y Baby tenía diez años y empezaba a parecerse a la madre.
—Hemos estado tan solas, Bob...
— ¡Papá, papá! ¿Me has traído alguna sorpresa?...
—Estás envejeciendo, tienes canas, la cena espera...
Estar separados no era ningún placer, pero quizá tenía sus compensaciones.
Dos personas cualesquiera se acostumbran una a otra cuando están juntas todos
los días, pero cuando se ven obligadas a estar separadas y luego se reúnen otra
vez, es como volver a enamorarse. Esos encuentros, esos primeros momentos,
poseían un valor incalculable... ¿y qué otra cosa, en todos los mundos, importaba
realmente?
Nada, nada, nada, su cerebro susurraba regocijado.
Pero en aquel momento, mientras cruzaban despacio la pista de aterrizaje
asfaltada hasta el sitio en que esperaba el helicóptero, las largas sombras del sol
vespertino se arrastraban con su negrura al lado de ellos y un viento fresco del
norte soplaba por la tierra.
En las primeras horas de la mañana siguiente, Robert Quinton penetró
caminando en la estación de computadoras de UNBAC y enderezó sus pasos hacia
Carr Siringo. Éste apenas si levantó la vista cuando Quinton entró; tampoco
Quinton lo apuró, porque a través de una larga experiencia había comprobado
que Siringo tenía una reacción decididamente negativa a dejarse mandar.
Quinton se sentó a esperar en un taburete metálico.
Si Martin Lorraine se parecía a la imagen de un digno científico de ojos claros,
que daba el trideo, resulta igualmente cierto que Carr Siringo recordaba en el acto
al prototipo de todos los enemigos empeñados en hacer volar el planeta con un
rayo invisible. Siringo era bajo, grueso, calvo y nunca estaba quieto. Comía
vorazmente, trabajaba una enormidad y vivía con un estilo pantagruélico. Se
ocupaba de problemas porque los problemas le encantaban por sí mismos y en
cuanto lograba la solución perdía el interés por completo y se dedicaba a otra
cosa. No le importaban en absoluto el mundo, la humanidad ni nada que
estuviese fuera del increíble mundo de su propia mente. Existía entre sus
colaboradores la firme convicción de que no moriría como mueren otros
hombres, sino que simplemente se desharía en un penacho de llama azul algún
día distante en que se viera acosado por un problema que no pudiese resolver.
Por supuesto, era indispensable y Quinton lo respetaba por lo que era, aunque
nunca se sentía del todo cómodo en su presencia. Por su parte, Siringo llamaba a
Quinton un "humanista" y, decirlo, era para él como un insulto.
—Nuevamente a salvar al mundo, ¿en? —preguntó por fin Siringo sin
levantar la vista de la computadora, precisamente en el mismo tono de voz que
hubiese empleado para decir "me he enterado que tu mujer tiene lepra".
—Tal vez no —replicó Quinton despacio, resistiéndose a perder la paciencia—
. Hay una posibilidad, una buena posibilidad, de que los factores cambien
favorablemente sin ninguna ayuda nuestra. Siempre existe la perspectiva que un
helicóptero roto se componga si dejas sencillamente que se pose en el suelo y lo
maldices todos los días cuando vas a tu trabajo. Lo que pasa es que me gusta hacer
de héroe.
Siringo se echó a reír brevemente y cambio de tema.
— ¿Qué sacaste en limpio en Meran? —preguntó en un instante fugaz de
interés— ¿Qué hay de aquel sistema consanguíneo familiar? ¿Qué me cuentas del
trideo mental? ¿Qué sentido tiene la ropa en forma de bandas? ¿Cuáles son...?
Quinton sonrió.
—Cuéntame tú y te contaré yo. ¿Qué has conseguido? Siringo arqueó sus cejas
absurdamente finas.
—Habla con el Niño Prodigio —le aconsejó—. Y luego que él nos diga a los
muñecos lo que debemos hacer para salvar la Amada Tierra, vuelve y beberemos
una cerveza.
—Procura no romper nada —dijo Quinton al hombre que era posiblemente el
mejor técnico del mundo.
Partió entonces y no oyó, o no quiso oír, la mordaz observación que llenó la
sala tras suyo.
El "Niño Prodigio" era John Bordie, que tenía el título oficial de Coordinador
en Jefe y cuya tarea real consistía en revisar la masa de datos proporcionados por
Siringo y procurar, de alguna forma, que tuviesen sentido. El contacto prolongado
con la pequeña estación UNBAC lo había inducido a considerar a Siringo como
algo más o menos humano y saludó a Quinton con todo el entusiasmo de un
camarada turista en una isla desierta.
—Meran debió ser lindo —dijo después que se cambiaron saludos—. Alguna
vez tendremos que hablar de eso, Bob.
Quinton agachó la cabeza. ¿Lindo? ¿Cómo se hace para traducir estrellas en
palabras?
—Sí —dijo—. Tendremos que hablar de eso. Bordie fue al grano.
—He aquí lo que hemos hecho. Hemos dedicado al proyecto todos los
hombres disponibles, con la única excepción de los necesarios para simular las
actividades corrientes de la estación y hacer que la repartición parezca respetable.
Hemos dividido arbitrariamente las causas del descenso de la curva en cinco
clasificaciones, analizándolas mediante el Genio Loco y sus computadoras.
— ¡Huuum! ¿Las cinco habituales?
—Hablando en términos generales, sí. Extraterrestres, que abarca los
sistemas estelares tal como los conocemos, los planetas en que tenemos colonias,
la Luna y la estación espacial; Cultural; Tecnológica; Personal y Desconocida,
correspondiente a la última todo cuanto no entra en las otras cuatro. Hemos
trabajado a toda máquina, reduciendo a un mínimo las precauciones de
seguridad. Pero la Serpiente dejó escapar otro punto la última vez que revisamos;
Lorraine no sabe eso y no se sentirá muy feliz.
Quinton no dijo nada.
—Hemos abstraído para ti los detalles esenciales y puedes obtenerlos en
Clasificados.
A título de prueba, yo diría que hemos eliminado toda causa no terrena, pero
la interpretación deberá correr por tu cuenta. Yo no asigno ningún valor a eso de
Desconocido; es el juguete predilecto de Siringo. Aparte de eso, es muy poco lo
que sabemos. Si sólo pudiéramos trabajar sin misterio alguno...
—Pero no podemos —objetó Quinton, terminándole la frase—. Si alguien
descubre el problema a que nos hallamos abocados, no necesitaremos esperar que
ningún mundo llegue a su fin. Nuestra organización se hará polvo.
John Bordie se encogió de hombros. Era demasiado tarde para empezar a
preocuparse por eso; se trataba de algo con lo cual todos tenían que vivir; o tratar
de vivir.
— ¿Se ha concentrado algo? —preguntó Quinton.
—No mucho. Está el material corriente: el periodismo que brama contra la
moral de los adolescentes, un par de nuevos cultos religiosos, mucha literatura de
protesta acerca de científicos inhumanos, algunos incidentes nacionales de clase
menor, algún farsante allá en México que asegura ser el azteca Cuauhtemoc y
quiere cambiar el nombre de México por el antiguo de Tenochitlán, e iniciar una
guerra santa contra España, una conscripción de socios para el partido anarquista
y volver a poner a la tía Tillie al cuidado de un médico para que le cure el dolor de
espalda. Lo que se te ocurra lo tenemos. ¡Qué planeta!
—Tiene que haber alguna concentración —sugirió Quinton sonriendo.
—Bueno... tal vez; yo diría que los Estados Unidos, pero puede que eso no sea
más que orgullo nacional.
— ¿Qué piensa Siringo?
—Sólo Dios lo sabe y a eso yo no apostaría nada.
—Bien, empecemos fraccionando Estados Unidos en zonas, John. Algo
podría resultar y de todos modos Siringo tendrá oportunidad de encontrar
aplicación a parte de esa energía nerviosa. ¿Tienes algún analizador que pueda
utilizar para lo que no puedo hacer en casa?
— ¡Naturalmente! Usa el Cuatro. Yo le pondré el rótulo de restringido hasta
que me indiques que está libre.
— ¡Estupendo! Analizaré este material y luego empezaremos a hacer
preguntas.
Distraído, Quinton tamborileó con sus dedos en la rodilla.
— ¿Puedes prescindir de Conway? —preguntó a continuación—. Voy a
necesitar un ayudante que tenga talento.
— ¡Hecho! Mis saludos a Lynn y di a Baby que estoy esperando que crezca un
poco más.
—No tendrás que esperar mucho... y sería mejor que empieces a cargar los
dados del ludo; me aseguran que esa chica va a ser muy lista.
—Es la suerte común de los novatos —dijo Bordie con amargura.
Robert Quinton tomó los datos abstractos de Clasificados y partió de la
estación en dirección a su casa. Aun en el videotape, los abstractos formaban un
conjunto voluminoso. Sabía que tenía por delante una sesión de erudición que se
había diferido.
Uno ya no podía seguir el ritmo de su propio planeta y mucho menos el del
Universo.
Tenía la visión momentánea de una vasta civilización interestelar y
decididamente sintió pena por cualquiera que se mezclase en ello.
Eran las primeras horas de la tarde en Nuevo México y hacía algo de calor.
La tierra, tal como se la veía desde el helicóptero, parecía somnolienta y
agradable, con las extensiones verdes de labranza por debajo suyo como verdades
eternas. Parecían decirle que allí habían estado siempre y que era un tonto por no
tirar los abstractos por la borda y dirigirse al más cercano arroyo en que hubiera
truchas.
Pero Roberto Quinton sentía un fuego extraño bajo el sol ardoroso. Un siglo
antes, aquella tierra de labranza verde y ondulada había sido desierto. Parecía
eterna, evidente.
En cierto momento fue obvio que el sol deslumbrante que tenía sobre su
cabeza había dado vueltas en torno de la Tierra por debajo de él; se podía ver que
eso era cierto y siempre lo había sido.
Un siglo antes, desierto. ¿Y un siglo después...?
Pasaron los largos días, días que fueron buenos. Robert Quinton trabajaba y
trabajaba intensamente. Tenía estrías rojas en los ojos y era difícil convivir con
él. Detrás de cada movimiento suyo había una urgencia terrible, impetuosa, con
descansos cuando podía descansar. Pero no era una labor emocionante y en ella
no había nada de dramático. Era trabajo de escarbar, de excavar... y no había más
remedio que hacerlo.
De todos modos, era grato estar en el hogar.
Todos los hombres tienen un lugar que llaman hogar, por muchos que sean
los sitios en que vivan. En el caso de Quinton, era un tipo de casa estilo Frank
Lloyd Wright anticuado, que se combinaba con los pardos y verdes suaves de las
laderas de Nuevo México. Poseía un arroyo pequeño y límpido que burbujeaba a
través del living-room y salía al patio y las paredes de vidrio y roca estaban
abiertas y eran espaciosas. A menudo se había preguntado por qué era tan
conservador en las cosas de su casa, pero como quiera que fuese no le preocupaba
el estilo de torrecillas y pan-de-jengibre de los modernistas. Esta era una casa
buena, su casa convertida en hogar por obra y gracia de los años durante los
cuales él y Lynn habían vivido en ella. Tenía su clase de jabón, su clase de
despreocupación, su clase de libros.
Estaba, además, la estatua. Esa estatua se erguía arrogante encima del piano
y originariamente fue un aviso de whisky. Era el busto de un caballero anciano,
aristócrata, de monóculo y con una expresión pensativa. En la base, Quinton
había esculpido un nombre: Cuthbert Pomeroy Gundelfinger. Era una especie de
deidad privada y muy útil.
Cada vez que lo visitaba alguien a quien él no conocía, Quinton esperaba
simplemente a que viese la estatua. Si echaba a reír, le ofrecía una copa. Si
preguntaba quién era Cuthbert Pomeroy Gundelfinger, hablaba de cosas banales
y esperaba que el visitante se fuese.
En aquel momento, Lynn estaba arrancando fruta fresca en el jardín y Baby
contemplaba el trideo con gran atención. Era un episodio de ciencia-ficción lo que
miraba y Quinton sonreía para sus adentros viéndolo furtivamente. Era una cosa
común acerca del siglo vigésimo quinto en que intervenían piratas del espacio,
transmisores de materia, un sabio loco que se parecía a Siringo tanto como para
pasar por su hermano mellizo y un héroe de ojos claros, vestido con uniforme azul
y plateado que se había propuesto intrépidamente salvar al mundo. Se
preguntaba por qué todos aquellos argumentos incluían cantidades enormes de
maravillas tecnológicas, pero parecían dar por sentado que la estructura y la
cultura sociales no se modificarían en más de cuatro siglos. ¿Por qué hacían frente
a todas las cuestiones candentes del momento actual en el siglo vigésimo quinto?
Hacía menos de un siglo que las naciones tenían todavía colonias y nadie había
oído hablar siquiera de Charles Sirtillo o del intelismo.
¿Por qué insistían en suponer que salvar al mundo era un pasatiempo
popular? No era, ni lo había sido jamás. Salvar al mundo era cosa de chiflados,
idealistas y soñadores ilusos; lo sabía todo el mundo. Era una broma corriente y
los salvadores del mundo eran tan buscados como los propagadores de plagas. El
hombre popular, el hombre práctico, hacía lo esperado, lo aceptado socialmente
y jamás cuestionado, tanto estuviese acertado como equivocado. Si todos los
demás lo hacían, bueno, entonces, naturalmente, estaba bien.
Tenían un calificativo para los salvadores del mundo.
Incautos.
Quinton ahuyentó esta cavilación de su mente. Era una batalla que libró
consigo mismo hacía mucho tiempo y que había ganado. Siguió trabajando,
pasando los valores abstractos por un cedazo mental, tomando el pulso a la
situación. El sol quemaba fuera y se percibía en el aire un zumbido indolente de
insectos, pero siguió adelante.
No le quedaba ninguna otra cosa que hacer.
Los días pasaban volando y se convertían en semanas.
Las computadoras charlaban, ronroneaban y daban golpecitos metálicos. Los
analizadores valoraban, mascaban, clasificaban. Entraban datos en la estación de
Nuevo México en forma de manchas, hilitos como de agua, ríos subterráneos. Los
hombres de UNBAC sudaban, discutían y pegaban manotazos desesperados.
Para los ojos no adiestrados, todo esto era muy torpe. Hablaban de
correlaciones culturales y principios de integración, receptividad de la difusión y
los bifes del tío Charles contra la recaudación de impuestos. Pasaban noches
enteras con las computadoras. No dormían y se ofendían entre sí con amplia
regularidad y finura distinguida. Colaboraban juntos en el problema más arduo
de todos: sumar dos y dos para que resulte cuatro.
Cuando llegó el resultado, el ambiente distó de ser impresionante.
John Bordie se agachó sobre la mesa quemada por los cigarrillos y frunció el
ceño con la vista fija en los dados del ludo. Martin Lorraine, AWOL de su oficina
de Nueva York, hacía cuanto honestamente podía por parecer desastrado con su
camisa en Y, pero sólo conseguía parecer el héroe característico del trideo que
luce la pose 7-X-4b, Masculinidad Indiferente sin pipa ni perro. Bob Quinton
acomodó desgarbadamente su largo cuerpo en un sillón, las manos en los
bolsillos; un cigarrillo le asomaba antisaludablemente por la comisura de sus
labios. Carr Siringo andaba impetuosamente de un lado a otro del cuarto como
un dragón impaciente; parecía que de las fosas nasales le saliese fuego.
Un joven entró corriendo en la sala de conferencias, trayendo una
microplaca. Muy serio y conmovido la entregó a Lorraine y quizá no oyó la
risotada despectiva de Siringo.
— ¡Ya lo tenemos! —anunció sucintamente Lorraine—. La curva ha iniciado
un ascenso desde M-97. Es un hombre.
La sonrisa de Robert Quinton le llegó de oreja a oreja.
—Es sólo una vida —sugirió Siringo. John Bordie agitó los dados.
—Debemos estar seguros —dijo.
—Esto es todo lo seguro que podemos estar hasta que hagamos una prueba
final — observó con lentitud Martin Lorraine—. La hipótesis ha sido puesta a
prueba desde todos los ángulos posibles y la curva de supervivencia ha indicado
que estamos en el buen camino.
— ¿Y desde aquí adónde vamos? —preguntó Bordie.
—Bueno, a ver qué es lo que tenemos —dijo Quinton—. Hemos demostrado
dos cosas: el factor que ocasiona la caída de la Serpiente es personal, o sea que lo
que perseguimos es un hombre, y la amenaza está ubicada —de acuerdo con
Siringo— en Estados Unidos, en algún lugar de Texas, Arizona, Luisiana, Nuevo
México o California.
Desde aquí, el procedimiento lógico es estrechar el área y entonces
encontrarlo, sea quien sea o lo que sea. Luego...
Siguió un silencio breve.
—Cruzaremos el puente cuando lleguemos a él —dijo decidido Lorraine.
—Tal como dijo el hombre cuando llegó al abismo... —musitó Carr Siringo
con una sonrisita desagradable.
Quinton se volvió, empezó a hablar y al instante se contuvo. Carr era
irritante; pero en términos generales tenía razón. Como de costumbre, Siringo
había puesto el dedo, sin vacilar un segundo, en un aspecto complicado del
problema.
Quinton sustituyó su fracción diminuta de cigarrillo por un cigarrillo nuevo,
sintiéndose frente al mundo entero como un alcohólico en una juerga
desenfrenada. Buscaban un ser humano; eso era lo definitivo. En cierto modo, el
asunto se facilitaba. De otro modo, podían anticiparse inconvenientes.
Por supuesto, el quid de la cuestión estaba en que el hombre (si era un
hombre y no una mujer) no había hecho gran cosa hasta entonces. Con toda
probabilidad, ni siquiera era una personalidad conocida. Hasta podría ser un
niño.
Podría ser cualquiera, cualquier cosa.
No era tanto quién lo que le impartía importancia. Era cuándo y dónde
estaba.
"Buscaban a Hitler, un hombre convertido en peligro por las condiciones que
lo rodeaban. Buscaban a Hitler, mientras éste todavía era un pintor de paredes o
un cabo del ejército alemán.
Por supuesto, era difícil. Siempre era difícil. Pero era mucho más sencillo y
mucho menos sangriento que buscarlo cuando fuese demasiado tarde, cuando
fuese un dictador poderoso, cuando hubiese que luchar contra la mitad del
mundo en lugar de luchar contra un solo hombre. ¿Un hombre solamente?
Quinton sonrió. Tenían que vérselas con un ser humano y eso podía ser
complicado...y peligroso.
—Está bien, Siringo —dijo Quinton—. Realicemos una conferencia. Veremos
si logramos estrechar el campo hasta convertirlo en algo con lo cual podamos
trabajar. No podemos hacer nada sin haber hecho eso. Cuando enfoquemos ese
cuadro, veremos la manera de salir del abismo.
El rostro de Carr Siringo era inexpresivo.
—Eso es cosa tuya.
Los hombres se levantaron. John Bordie sonrió fríamente y tiró los dados en
la mesa. A pesar de sí mismo, Quinton miró fascinado cómo los cubos de marfil
daban vueltas y tropezaban entre sí. Ojos de serpiente.
La araña madre tejió su red de extremo a extremo del país.
Los hilos tenues e invisibles de la UNBAC recorrieron campos y pueblos,
aldeas y ferias del condado, explorando. Al principio estaban muy separados
entre sí, apoyándose en Luisiana, Nuevo México, Arizona, Texas y una parte de
California. Pasaron días.
La red se estrechó y fortaleció.
California se apartó primero y luego Arizona. Sólo tenues hebras seguían
unidas a Nuevo México y a Luisiana, y aún éstas desaparecieron después. La red
se empequeñeció más y más...
El cerco se estrechó sobre Texas. Pulgada tras pulgada, salió de Fort Worth y
Dallas, cruzó Laredo y San Antonio. Las computadoras y los analizadores
zumbaron y ronronearon en medio de una confusión de humo de cigarrillo,
pruebas y eliminaciones.
¿Qué pasaría si...? Suponiendo que estuviésemos aquí, ¿qué ocurriría...? Si
aquí está la concentración X y ahí el factor Y, ¿qué...?
La red se apretaba. Abarcaba una superficie pequeña limitada por Bay City,
Houston, Beaumont y el Golfo de México. Se encogía más aún, concentrándose
como un charco bajo el sol. Se detuvo. Formó un punto negro en el mapa de la
costa de Texas.
—Ahí está —dijo Martin Lorraine. Su cara habitualmente demasiado
hermosa se veía enflaquecida y fea a causa del esfuerzo.
— ¡Galveston! —exclamó Robert Quinton dejándose caer en una silla—.
Nuestro hombre está en Galveston.
—Anótate otro tanto, Carr —dijo John Bordie—. ¡Buen trabajo!
Carr Siringo dejó de caminar, meneó la cabeza impacientemente y salió
despacio del cuarto. Era casi como si las palabras de Bordie lo hubiesen tomado
desprevenido; Siringo había vivido tanto tiempo en su mundo personal, aparte de
emociones expresadas libremente, que no supo qué hacer cuando de pronto se
encontró felicitado. Era como un pez en el aire. No por primera vez, Quinton se
preguntó qué había ocurrido mucho tiempo antes para que Siringo fuese el
hombre que era; y ahora por primera vez, decidió que no le interesaba saberlo.
¡De modo que el hombre que buscaban estaba en Galveston! Eso fue lo que
pensó Quinton. Ahora tendrían que iniciar un proceso escrupuloso de tamización
de los cincuenta mil habitantes de la ciudad. Sería trabajoso y difícil, pero no
esencialmente distinto de las técnicas adoptadas para estrechar la zona crítica
hasta circunscribirla a una única ciudad. Por supuesto, sin las computadoras la
tarea hubiese sido imposible. Aún con las computadoras, habría que andar
mucho.
Pero se podía hacer.
¿Quién era él, este hombre puesto por el acaso en la zona de fusibles de una
situación explosiva que todavía no se había manifestado? ¿Qué estaba haciendo
en ese momento?
¿Era una especie de genio o tan sólo un hombre común que por coincidencia
se hallaba, en el momento oportuno, donde no debía estar? Podía ser cualquier
cosa, comprendió Quinton. Un idiota puede cambiar la historia tan
profundamente como un maquinador inteligente... o hasta un germen.
—Voy a tomar café —dijo Martin Lorraine.
Quinton y Bordie asintieron inclinando las cabezas y salieron en pos de él.
Una media luna dormía entre sombras en la noche de Nuevo México. Las estrellas
centelleaban tal como venían haciéndolo durante los miles y millones de años de
existencia de la Tierra y vistas así, en una noche de verano desde nuestro planeta,
volvían a ser únicamente estrellas otra vez. Robert Quinton esbozó una sonrisa
curiosamente triste.
Era bueno volver a verlas tan sólo como estrellas una vez más.
Los tres avanzaron en medio del aire fresco de la noche hacia el local de
Harry, en cuya puerta un letrero rojo de neón seguía brillando alegremente. Harry
seguía teniendo abierto su negocio, a fin de ofrecer sus servicios a trabajadores
ocasionales de la Estación y aviadores nocturnos que viajaban a Folsom.
Penetraron y se sentaron en taburetes del mostrador, mientras Harry, sin que se
le pidiese nada, se puso a servir salchichas, huevos y café. Siquiera esta vez el
fonógrafo estaba callado; los hombres tampoco hablaron.
Todos pensaban en un cierto individuo. Uno al que no conocían. Uno cuyo
nombre ignoraban. Muy posiblemente también él estaba sentado en un local que
cerraba tarde, fumando, bebiendo café y pensando...
Robert Quinton siguió en silencio, observando la forma en que los rayos
plateados de la luna pintaban las montañas. Sus ideas se revolvieron, como a
menudo ocurría, dando vueltas por la pequeña población de Folsom a unas
cuentas millas por aquel camino, donde mucho tiempo antes se encontraron
artefactos de pedernal junto con bisontes fósiles, lo cual fijó positivamente la
antigüedad del hombre. El hombre antiguo en un mundo nuevo que Colón había
"descubierto"... unos veinte mil años demasiado tarde.
Quinton bajó la vista al suelo plástico. Bajo aquel piso estaba la tierra y a
través de aquella tierra hombres como él cazaron en un tiempo al mamut con
lanzas y cantaron extrañas canciones bajo la misma luna fría que seguía
navegando a la deriva por los mares de la noche.
Nadie conocía lo que había sucedido con la gente de Folsom; o a los grupos
de indios de la raza pueblo que se marcharon y abandonaron sus hogares a los
vientos del desierto mucho antes que llegasen los blancos. Quinton cerró los ojos.
Allí, en el sudoeste, los hombres habían construido antes una civilización, y se
perdieron en la nada, dejando sólo estructuras fantasmas y unos cuantos trozos
mudos de pedernal cortado como huella de su paso.
Un fresco viento nocturno azotó las tierras de pastoreo, produciendo silbidos,
y repiqueteó en las ventanas.
—Vamos a casa —dijo Robert Quinton.
—He aquí nuestro hombre —dijo Pat Conway tres semanas después.
Robert Quinton siguió la dirección que marcaba el dedo del psicólogo y lo vio.
El hombre salió caminando del juzgado, con las manos en los bolsillos, silbando
fragmentos de "¡Pero, oh! esas tabernas de Marte", una vieja canción de
borrachos. Su aspecto era el de uno cualquiera, un vecino que ocupaba el asiento
contiguo en una reunión de logia.
Era el hombre más peligroso del mundo.
Quinton lo observó detalladamente. Tenía una estatura normal y era más
bien delgado.
Parecía recio y musculoso, pero esto pudo haber sido imaginación. Tenía
cabello muy claro, color paja, peinado hacia atrás. Vestía en forma corriente, con
un abrigo verde de solapa marrón y amarilla. Estaba curtido por el sol y en la
mano izquierda se le veía un anillo. Mientras lo miraban, penetró en un vehículo
de enlace y partió velozmente hacia el oeste, en dirección a la vieja calzada
elevada.
—No necesitamos seguirlo —explicó Conway, dirigiendo a Quinton hacia su
helicóptero estacionado—. Podemos volver a encontrarlo cuando regrese a su
casa.
Se introdujeron en el helicóptero y se elevaron rumbo al nublado cielo gris.
Quinton dejó que Conway manejase los controles y cuando alcanzaron una cierta
altitud, miró hacia abajo y observó cómo las aguas del Golfo se sacudían y
formaban ondas incesantes cerca de la isla, desprendiendo oleadas blancas que
burbujeaban y se deshacían en las arenas incoloras. Parecía ser lluvia y había
pocos bañistas en la playa.
—No parece gran cosa ese hombre, ¿verdad? —preguntó Conway.
—No —convino Quinton—. Pero tampoco lo parecía Napoleón, si a eso
vamos.
—Sí, pero acordémonos de Josefina —dijo Conway riendo entre dientes.
Quinton dio un breve descanso a sus sentido, escuchando el zumbido del
helicóptero.
Conway era un hombre que convenía tener a mano, un individuo excelente
con quien trabajar en una empresa como aquélla. Sabía reír. El aspecto de Pat,
para decir lo menos posible, inducía a error. Era delgado e inquieto y tenía un
rostro vivaz y expresivo.
Llevaba el cabello corto, casi al ras, y lucía ropa llamativa. Había engañado a
muchos que no pudieron ver por debajo de la superficie.
El helicóptero se cruzó con la ruta del vehículo de enlace e hizo unas
evoluciones por encima, siguiéndolo de lado a lado de la isla hasta el punto en
que la pista elevada, casi abandonada, se alargaba hacia la tierra firme. Parecía
un juguete dejado caer por un niño, pero Quinton divisó unos cuantos ancianos
que pescaban en los tramos grises. Su mirada volvió al vehículo que se movía
debajo, el que transportaba al hombre que involuntariamente lo había llamado
desde las estrellas.
El hombre se llamaba Donald Weston. Era un hombre común, de esos que
nadie mira dos veces. Hombres como Donald Weston se encontraban en
cualquier lugar. Era un hombre que no presentaba peligro alguno, agradable en
cierto modo. Tenía veintisiete años y había estudiado en un pequeño "college"
secundario de Texas. Al terminar, cuatro años antes, trabajó más o menos bien,
pero sin destacarse demasiado. Era jefe de la Galvez Syntho Supply Company,
una empresa que se dedicaba a vender artículos especiales a las colonias de Marte
y Venus. La tarea no podía ser más común.
Recientemente, Weston había denotado síntomas moderados de ambición
política. Se presentó como candidato a Consejero Municipal, un cargo de menor
jerarquía, pero que podría servir como trampolín para cosas mayores. Los
estudios de su personalidad realizados por UNBAC lo habían pasado por un peine
fino, que incluyó sus clasificaciones en la escuela, sus vinculaciones y sus
antecedentes, descubriendo poco de interés. Había algunas curiosas
insinuaciones de actividad externa, pero en general Weston parecía casi
lastimosamente vulgar.
¿Camuflaje, se preguntó Quinton, o casualidad?
Las nubes grises adquirieron un tono más oscuro. Gruesas gotas de lluvia
empezaron a golpear el capot del helicóptero y Quinton vio que los pescadores
que estaban a gran distancia por debajo corrían a buscar dónde guarecerse.
Ráfagas de lluvia azotaban de lado a lado del Golfo y de lejos llegaba débilmente
el rumor de los truenos.
Mientras el helicóptero rondaba discretamente en la distancia, vieron que
Weston salía presuroso del vehículo de enlace para cruzar bajo la lluvia a su
pequeña casa suburbana.
Se notó un débil destello de luz cuando abrieron la puerta y pudo advertirse
una mujer de cabello dorado. Weston penetró y se perdió de vista.
—Bien, retornaremos —dijo Conway.
Describieron una vuelta lenta con el helicóptero e iniciaron el regreso.
Quinton miró la lluvia que caía sesgada y escuchó el repiqueteo del agua en
el capot.
Sintió en su interior un frío que no venía de la lluvia y que la charla ligera de
Conway no hizo más llevadero. Habían visto a su hombre y ambos sabían lo que
eso quería decir.
Necesitaban atraparlo y esto no sería fácil. Estaban fuera de la ley, carecían
de protección legal y si se metían en un enredo, tendrían que salir por sus propios
medios... o no salir.
Si fracasaban, no podían esperar ayuda de UNBAC. Ni siquiera podían
solicitar esa ayuda.
Era el juego del gato y el ratón; pero no un ratón común. A veces el gato no
volvía.
Por debajo de ellos, casi invisibles, se apelotonaban los edificios de la ciudad.
Una ciudad llena de gente, pensó Quinton; y un pequeño helicóptero perdido en
el cielo. Era un juego a muerte el que hacían, y la ciudad ni siquiera se daba
cuenta. De haberlo advertido (de haberlo descubierto), se habría vuelto contra
ellos con la ferocidad insensata de una bestia enloquecida.
Quinton miró hacia abajo, pensando. El mar saltaba y rugía con un viento
cuya violencia aumentaba y la playa estaba desierta en ese momento. Una vieja
sombrilla de playa daba vueltas por la arena, esperando el sol.
—Mira esto —dijo Pat Conway.
Robert Quinton levantó la vista del diario, donde había estado leyendo un
discurso de la campaña de Weston, y de la mano extendida de Conway tomó un
fajo de ampliaciones fotográficas. Observó al psicólogo intrigado.
—Tuvimos la oportunidad de introducirnos anoche, mientras los Weston
bebían en una fiesta de gente de negocios. Un par de compañeros y yo revisamos
la casa y encontramos muchos manuscritos de puño y letra de Weston, que tenía
escondidos en el doble fondo de un cajón de escritorio de la planta alta. Lo
fotografiamos todo... Parece que nuestro hombre se considera una especie de
nuevo Maquiavelo.
— ¡Hum, hum! —dijo Quinton.
—Tan sólo un chico norteamericano limpio, de sangre roja —observó
Conway—. Un orgullo de la organización.
Robert Quinton empezó a leer las ampliaciones y sintió en su estómago un
nudo frío, compacto como el hielo. Encendió un cigarrillo, pero el humo le pareció
frío, negro, arenoso...
El manuscrito de Weston era delicioso.
La noche.
La noche negra, negra y la sangre roja que circula. Gira y forma remolinos en
mis piernas. Me empapa y se mezcla con mi sangre.
En la noche negra.
Camino por el mundo negro, y es rojo. Lo veo, pero no puedo hablar. Es
demasiado rojo. Camino por el mundo y pienso.
En la noche negra, negra.
No me ven. Estoy solo. Seré uno de ellos, una parte de ellos. Y ellos serán una
parte de mí. Lentamente. Rojo. Sólo quiero ayudarlos, pero no pueden verme.
Está demasiado negro. Es muy difícil pero lo lograré. Por ellos.
Los amo.
Sigo andando.
En la noche negra, negra...
Había más, mucho más, y Robert Quinton lo leyó todo. Cuando concluyó, no
dijo nada.
Dejó a un lado las ampliaciones, se puso de pie y salió del edificio. Afuera, el
aire libre, el cielo azul, la gente y la luz del sol.
De modo que eso era Donald Weston. No gran cosa ahora. Un hombre
inteligente, un hombre descarriado. Quizás un hombre diabólico, aunque
Quinton desconfiaba de esta palabra. No era particularmente peligroso... todavía.
No hasta que llegase su momento, un momento perdido todavía en las sendas
retorcidas del futuro. Pero el momento llegaría, inevitablemente. Las cartas lo
decían.
Era necesario volver a barajar las cartas.
¿Qué era lo que el hombre había escrito? Sólo quiero ayudarlos, pero no
pueden verme. ¿Era muy distinto de lo que UNBAC trataba de hacer? ¿Lo era?
Robert Quinton miró la gente que pasaba. Toda clase de gente. Hombres,
mujeres, niños. Borrachos, amantes, soñadores. Chicos de camino a la playa y
hombres de negocios que volvían al trabajo. Gente feliz, gente triste. Gente
satisfecha y gente que un día se tiraría desde helicópteros sólo para librarse de
todo. A esa gente no le preocupaba la supervivencia. No estaban a la moda, ni lo
habían estado. Lo que querían era encontrarse a solas y Quinton no los censuraba.
¿Había diferencia, diferencia entre un Weston y un UNBAC? Sólo había una
diferencia: la razón. La razón, la lógica, la ciencia, la humanidad. Palabras, por
supuesto. Tan sólo palabras; pero un hombre debe tener algo, debe creer en algo
muy íntimamente, aun cuando creer no fuese popular. Se le había dado un
cerebro y con ese cerebro había desarrollado la ciencia. La ciencia era una
herramienta. ¿Hacían mal en usarla?
¿Estaban tan sólo engañándose?
A la gente que pasaba por su lado no le hubiese gustado saberlo. Se volverían
contra él, lo odiarían, lo temerían. Por otra parte, Weston era un hombre en quien
podían confiar, creer. Un tipo normal.
Robert Quinton siguió por la playa, a solas en la muchedumbre. La brisa del
mar le susurraba en los oídos y el sol ardoroso le quemaba los hombros bajo la
camisa. Al día siguiente irían a buscarlo.
Si fracasaban...
—Siéntese, siéntese —dijo Donald Weston placenteramente—. ¿Un trago?
—Bueno, gracias —dijo Robert Quinton—. Whisky escocés con soda, si le
parece bien.
— ¡Estupendo! Me parece perfecto —le aseguró Weston con voz cálida y
excepcionalmente cordial—. ¡Querida...!
Jo, su esposa, entró en la cocina para preparar las bebidas. Era una rubia
magnética, de ojos azules, de esas que dominan un aposento sólo con estar en él.
Quinton se echó atrás en su silla, aflojó la tensión de sus músculos e inspeccionó
la habitación. Era exactamente como se la describió Conway: confortable, pero
no presuntuosa; de buen gusto. Unos pocos libros en una biblioteca contra una
pared. Eran del tipo que es común ver en los hogares de gente no muy adicta a la
lectura; varios "best sellers" del tipo "club de lectores", un tratado sobre la manera
de adelgazar viviendo con jugo de naranjas, una Biblia familiar, un volumen de
novelas condensadas del Reader's Digest, y un juego de clásicos griegos y
romanos desde Hornero a Marco Aurelio. Los últimos estaban inmaculadamente
limpios y no habían sido leídos. Jo salió de la cocina, sonrió hechiceramente y le
entregó su bebida. Se había preparado uno para sí, pero no trajo nada para el
marido.
—Procuraré ir directamente al grano —dijo Quinton luego de sorber algo de
su vaso—.
Sé que usted es un hombre ocupado.
Weston levantó una mano, como rechazando la afirmación. Tenía su cabello
color pajizo peinado como siempre.
—Tenemos mucho tiempo —le aseguró—. Esperaba ansiosamente conocerlo;
me siento realmente halagado de que usted crea que puede ofrecer alguna
posibilidad en ese terreno.
Jo sonrió.
—Nuestra ocupación es buscar personas que presenten potencialidades —
dijo Quinton hablando con sinceridad—. Encontrarlos y atraerlos a nuestra causa
antes que sean demasiado caros. Es una cuestión comercial sencillamente.
Jo sacó de algún lugar un cenicero cuando Quinton se revisó los bolsillos
buscando un cigarrillo y se detuvo para encenderlo. Weston no fumaba; sus ojos
verdes parecían contradecir firmemente su manera despreocupada.
—Sé que ha leído nuestras cartas con cuidado, señor Weston, y que se ha
fijado en las publicaciones que le hemos enviado. Presumo que estará de acuerdo
en que le hemos hecho una oferta generosa.
— ¡Por supuesto, por supuesto! —aseguró Weston—. Lo agradezco.
—Su nombre nos fue sugerido por varios conductos aquí en Galveston, señor
Weston, y... Weston hizo un ademán.
—Por favor —dijo—, todos me llaman Don. Jo se alisó la larga pollera sobre
las piernas enfundadas en seda.
Resultó difícil a Robert Quinton no bajar la guardia. Aquellos dos eran
encantadores y de esto no cabía duda. Sentados allí con ellos, en el living-room
de su hogar, era casi imposible temerlos. Aparecían cordiales al extremo, aun
idealizados. Y, sin embargo...
"Noche negra, negra y la sangre roja que circula..."
—Que sea Don, entonces; yo me llamo Bob. Sus antecedentes en la escuela,
junto con su interés, tantas veces expresado, en la Colonia de Marte, nos han
convencido que usted es uno de los hombres que buscamos. Ahora bien, no quiero
abrumarlo con una charla de vendedor; usted conoce igual que yo las perspectivas
y oportunidades que tendría con nuestra compañía en Marte. No interviene
ninguna cuestión de éxito o fracaso; todo depende de hasta dónde puede usted
llegar. Pensamos que con nosotros iría muy lejos.
O sin nosotros, pensó Quinton. Recordó: no era tanto quién fuese lo que lo
hacía peligroso, sino cuándo y dónde. El quién y el cuándo no podían alterarse.
Quedaba el dónde. Tenían que sacar a Donald Weston de Galveston y hacerlo
legalmente.
—Es una oportunidad, no hay duda —dijo Weston—. Lo sabemos.
Quinton asintió con un movimiento de cabeza, notó la transpiración de sus
manos y aspiró una honda bocanada de aire.
—Puedo apostar a que lo es. Sé que ustedes dos han hablado de eso y han
averiguado datos sobre nuestra compañía y su situación para confrontarlo con lo
que le hemos dicho. Me he tomado la libertad de traer conmigo esta noche
algunos papeles, y lo demás queda por su cuenta.
Quinton cruzó sus dedos mentalmente... con mucha fuerza. Sonrió.
— ¿Qué dice a eso, Don?
—Lo lamento, pero mi respuesta es no —dijo Donald Weston sonriéndole a
su vez—.
He decidido no aceptar el puesto.
Robert Quinton mantuvo inexpresivo su rostro, salvo un gesto cortés de
decepción. Su estrategia había fallado por completo. Donald Weston seguiría
donde estaba. ¿Sería mucho lo que sabía?
Quinton miró a los ojos de Donald. Las miradas de los otros dos se cruzaron
con la suya. Eran sinceras, francas, cordiales... superficialmente. Y sus
profundidades verdes tenían la fría dureza del hielo.
—Me aflige mucho oír eso, Don —afirmó Quiñón—. Me resulta difícil
comprender...
Jo Weston apartó el suave cabello rubio de sus ojos azules.
—Es en verdad una oportunidad maravillosa para Don —dijo ella—. Pero
estando tan cercana la elección y con todo eso, en realidad pensamos que nuestro
sitio es éste, cuando menos por ahora.
¡Jo Weston! ¿Qué papel representaría ella en el juego invisible?
Quinton se puso de pie, inclinando la cabeza.
—Entiendo su punto de vista, por supuesto —dijo—. No quiero abusar de su
hospitalidad, pero si cambiase de idea en el futuro próximo, comuníquese con
nosotros.
Nos alegrará verlo en cualquier momento.
—Muchísimas gracias —expresó Donald Weston, muy seria su cara un tanto
infantil—.
Seguiremos pensándolo.
¡Vaya si seguirán!, pensó Quinton, quien dijo:
—Bueno, gracias por el whisky. Tal vez nos veamos en algún otro momento.
—Tal vez —convino Donald Weston, sonriendo. ¿Ahora qué, hombrecito?
Robert Quinton se despidió y salió a buscar en la noche su helicóptero; a su
lado caminaba la muerte.
—Hemos subestimado a nuestro hombre —dijo despacio Quinton—. Weston
no se puso a saltar de alegría y punto.
— ¿Cuánto es lo que sabe? ¿Tienes una idea?
—preguntó Pat Conway, encaramado en el borde de la cama en el
departamento que Quinton tenía en Galveston.
—No puedo contestarte; no lo entiendo. Pero es inteligente, Pat, y otro tanto
puedo decir de la bomba que tiene por esposa. No estamos tratando con gente
torpe, puedo asegurártelo. Tiene que sospechar algo, pues si así no fuese, ¿qué
razón habría para que rechazase el ofrecimiento? Tenemos que cuidar bien lo que
hacemos.
—No logro entenderlo del todo —objetó Conway, enganchando los pulgares
en las bandas del tirador—. Parecería que esa pose de Gran Norteamericano sólo
correspondiese estrictamente a las aves, pero ¿por qué? No es posible que sepa
que es el pivote principal de una situación cultural en desarrollo; hasta ahora no
ha hecho gran cosa en su vida... ¿O acaso lo ha hecho? Entonces, ¿de qué tiene
miedo?
Quinton se encogió de hombros.
—Yo diría que es sencillamente un inteligente de estilo antiguo. Tiene
grandes ideas y hace el juego político. Hacer que lo llame simplemente Don es,
después de todo, lo que uno más o menos esperaría. Está adoptando la pose
normal de un político que busca votos.
—Yo creo que el asunto es más complejo —opinó Conway—. Tal vez mueva
resortes que ni siquiera hemos sospechado. No es tonto y puede haber borrado
sus pisadas. ¿Te fijaste en los ojos?
—Me fijé —contestó Quinton. Siguió un largo silencio.
— ¡Un pito! —exclamó Conway riendo brevemente—. A los dos se nos ha
atragantado eso del mal de ojos.
—Tal vez —admitió Quinton—. Quizá convenga que no nos fiemos.
Ambos habían sido testigos de situaciones "sencillas" que les explotaron bajo
sus propias narices. En este juego, las reglas cambiaban cuando se lo practicaba
y uno cambiaba con ellas... o de lo contrario...
—Bueno, de todos modos el paso que sigue es evidente —observó Conway,
interrumpiendo el incómodo silencio.
—Desgraciadamente —opinó Quinton.
Estaba poniéndose de pie para servirse un vaso cuando sucedió. Los pelos se
le pusieron de punta y hubo una especie de explosión. ¡Puf! Quinton se desplomó
como una piedra, se retorció y logró pegar un manotón a una llave interruptora
de la pared. Las luces se apagaron.
Quedó tirado en el suelo, muy quieto, respirando apenas y escuchando los
latidos de su propio corazón. Prosiguió el silencio, absoluto y total. Quinton
esforzó todos los músculos de su cuerpo, tratando de oír. Pero no se percibía nada.
Ni un suspiro. Esperó un rato largo, preguntándose por qué seguía vivo aún.
— ¡Pat! —dijo con voz muy baja—. ¡Pat!
Silencio. Quinton sintió que un temor enfermizo lo recorría interiormente.
Los asesinos ya no estaban, pero no quiso encender las luces. No deseaba ver.
Hizo una nueva prueba, pero sin esperanza.
— ¡Pat!
Nada. ¿O sería aquella respiración hueca que escuchaba allí?
Silenciosamente, Quinton logró encontrar el camino hasta la cama. Contuvo el
aliento y tanteó el piso delante de él. Pat se encontraba allí y el suelo estaba
húmedo y pegajoso. Dejó escapar su aliento por entre los dientes apretados. Se
sintió enfermo y fatigado.
Exploró el cuerpo con mano experta, sin arriesgarse a encender las luces.
Percibió un lado... débil. La herida estaba en el pecho, abajo, a la derecha. Aquello
no era bueno, pero podía ser peor. Pat seguía respirando, pero no duraría mucho
si no tenía ayuda.
No podía contar con el hospital. A esta altura de los hechos, Quinton no podía
comprometerse en un tiroteo. Sólo quedaba una cosa por hacer.
Se arrastró hasta el placard y extrajo la radio de ondas especiales del sitio en
que estaba oculta en la pared. Pese a lo que pudieran decir las reglas, no dejaría
que Pat muriese. Orientó la transmisión hacia la estación de Nuevo México,
disponiendo los diales mediante una débil luz roja del aparato y envió un mensaje
en código: UNBAC
IMPERATIVO OFICIAL. RECEPTOR: BORDIE, ESTACIÓN NUEVO
MÉXICO. HAN
HECHO FUEGO CONTRA CONWAY. CONSIGA MÉDICO Y VENGA
RÁPIDO. REPITO
IMPERATIVO. QUINTON.
Levantó con cuidado el cuerpo de Conway para acostarlo en la cama y curó la
herida lo mejor que pudo con su estuche de primeros auxilios. Conway refunfuñó
una vez y los latidos de su corazón se calmaron algo. Quinton apretó los puños y
el viejo odio tembló dentro de su cuerpo.
Si Pat moría...
Se sentó junto a la figura inmóvil que estaba acostada. Tenía el revólver en
una mano.
Escuchó la respiración rápida y hueca.
La noche sería interminable.
Eran las cuatro de la madrugada cuando llegó el médico, pero no lo
acompañaba Bordie. Venía con Carr Siringo.
—Bordie se ha demorado —explicó Siringo a Quinton, mirándole los ojos
como si lo incitase a poner en duda sus palabras—. De todas maneras, yo tenía
que venir aquí y aproveché para traer al médico.
Quinton hizo caso omiso de las palabras, pero aceptó los hechos.
—Gracias, Carr —dijo—. No lo olvidaré.
Siringo penetró ruidosamente en la cocina e insistió en hablar acerca de la
importancia de la ropa listada que se usaba en Meran. Al principio Quinton se
irritó, pero después se tranquilizó y hasta llegó a interesarse por las ideas que
Siringo expresaba con tan brillante desparpajo. El cerebro de Quinton era tan
agudo como la claridad de las primeras horas de ese día e inició un juego de
estocadas y paradas verbales con el hombre bajo y calvo que procuraba
mantenerse firme.
Ya habían pasado las cinco cuando el médico atravesó la puerta y se sentó
sobre la mesa de la cocina; de pronto Quinton comprendió que Siringo había
procurado conseguir que dejase de pensar en el cuerpo que yacía en la habitación
contigua. Quinton lo observó en actitud acusadora a la luz grisácea del alba y
Siringo devolvió la mirada imperturbablemente.
—Bueno, doctor —dijo Quinton.
El médico del UNBAC se encogió de hombros.
—Puede ser —dijo.
—Será mejor que duermas un rato, amigo —dijo Carr Siringo.
Robert Quinton titubeó y repentinamente descubrió que se sentía exhausto.
Tenía seca la garganta y los ojos le ardían. Asintió con la cabeza, agachándola
despacio, salió de la habitación y se acostó.
No miró a la persona que estaba en la otra cama.
Robert Quinton observó al hombre que se sentaba en el lado opuesto de la
habitación y sintió deseos de golpearlo en la cara. Pero se contuvo y sonrió
amablemente.
—Ya está explicado, Pond —dijo—. Lo hemos elegido para el trabajo y puede
proponer sus propias condiciones.
Wiley Carruthers Pond hacía pirámides con sus manos suaves y escuchaba
con atención. Tenía cabello canoso, de un tono gris ferroso y su rostro era a la vez
aristocrático y noble. Frisaba los cuarenta años, y era agradable a los chicos y a
los bebés; a menudo hablaba con voz fuerte de los servicios que prestaba a la gente
y era en todo sentido un granuja de primera clase.
—No estoy seguro de haberlo entendido, señor Quinton —dijo.
—No hace falta que entienda, Pond. Lo único que debe hacer es ocupar el
puesto durante cuatro años y cobrar veinte mil dólares anuales, además de su
sueldo normal como Concejal. Haremos que salga electo, sin que ello lo
comprometa a nada.
—Eso es de lo más irregular, señor Quinton —dijo Pond, cuyos ojos
centelleaban.
Quinton apretó los puños pensando en Conway. Odiaba a muerte a Wiley
Carruthers Pond, hecho que carecía en absoluto de importancia. Pond tenía
relaciones políticas en Galveston; fuera de esto, él no interesaba. Lo que
importaba era Donald Weston.
— ¿Bien...? —dijo Quinton.
—De todos modos, señor Quinton, un concejal... Luego usted me paga...
—Sí o no —insistió Quinton con mirada dura—. No dispongo del día entero.
Los ojos de Pond se estrecharon.
—Por supuesto —dijo—, mi único interés es ayudar al pueblo. Si por alguna
razón usted presiente que podría serle más útil como concejal, diré que ningún
cargo es demasiado humilde para quien desea servir. Ningún hombre puede ser
demasiado orgulloso para ello, señor Quinton.
—Si o no —repitió Quinton.
Pond se inclinó hacia adelante. "—Todo lo que debo hacer es servir, callarme
la boca y cobrar veinte mil dólares por año, ¿es eso? Usted firmará un contrato
asegurándome que no se me pedirá que haga nada contrario a mis principios...
— ¡Por supuesto! No correrá ningún peligro. Nuestro interés empieza y
termina haciendo que usted salga electo.
Wiley Carruthers Pond alargó una mano muy bien cuidada.
—Trato hecho —dijo—. ¿Puedo decirle que le quedo agradecido por el interés
que usted evidencia por el pueblo de Galveston? Son los hombres como usted,
señor Quinton, quienes...
Quinton abrevió la entrevista todo lo que pudo. Había representado esta
escena antes, demasiadas veces con demasiadas personas, como para
experimentar algún placer ahora. Se pusieron de acuerdo apresuradamente y
salió a solas. Tuvo la sensación de que le hacía falta un baño.
Pat Conway seguía vivo, pero no podía moverse. El médico se quedó y
Quinton y Siringo jugaron al póquer en la mesa de la cocina.
No era eso lo único a que jugaban.
El dinero era lo de menos y los hombres de UN-BAC conocían las cosas. Lo
poco que ignoraban era un vacío que llenaba Wiley Carruthers Pond y que la
máquina local compensaba con intención aviesa.
Los dos diarios de Galveston anunciaron la candidatura de Pond en primera
plana y reprodujeron lisonjeras fotografías en que el hombre aparecía sonriendo.
Ambos diarios iniciaron la publicación de su vida de abnegación al servicio del
pueblo de Galveston, coronada en este momento por su decisión de servir en un
cargo menor en el cual pudiera directa e íntimamente hacer algo por los humildes.
Al mismo tiempo, hubo editoriales acerca de Donald Weston, que lo presentaban
como un intrigante político falto de escrúpulos, indigno de representar al pueblo
de la ciudad de las adelfas más hermosas.
En cualquier momento en que se sintonizaba el trideo, saltaba a la vista la
imagen de Wiley Carruthers Pond, cordial, sonriendo eternamente y merecedor
de máxima confianza, en sus conversaciones téte-á-téte con el pueblo. En toda la
isla sonaban video-fonos y el rostro y la voz de Wiley Carruthers Pond aseguraban
a los oyentes que estaba de su lado primero, último y siempre.
Pero había más, mucho más. Se lanzó una campaña de rumores, de bromas
políticas aviesas y enconadas, y noticias de doble intención. Se hicieron ediciones
de las charlas de trideo de Weston y comentarios que las "interpretaban" con
hiriente sarcasmo.
Todo aquello fue sucio, viscoso, feo. Eran los de la gran confabulación, y por
su culpa Quinton se sentía asqueado de sí mismo y del trabajo que por obligación
hacía.
Robert Quinton cumplió con la consigna y habló con voces untuosas por
videófono. Se revolcaba por el suelo sucio durante el día y de noche escuchaba la
respiración jadeante de Conway en la cama cercana.
Hablaba a su propia alma.
De todas maneras, jamás había imaginado que aquello fuera así.
Robert Quinton había nacido en 1994.
Esto significaba que la primera estación espacial había sido construida y que
se había llegado a la Luna más de veinte años antes de su nacimiento. Y diez años
antes se habían visitado los planetas interiores y establecido una colonia
provisoria en Venus.
Además, la Organización de las Naciones Unidas, luego de medio siglo de
altibajos amargos, había absorbido paulatinamente el poder suficiente para
convertirse en una autoridad que debía tomarse en cuenta en asuntos
internacionales. La ONU, por supuesto, era un producto inevitable de la
expansión espacial.
También significaba que antes que él respirase por primera vez, las grandes
estaciones de energía solar suplantaron en gran medida a la energía atómica
como una fuente barata de fuerza, elevando las zonas tropicales a posiciones de
importancia como amplios invernáculos naturales para el cultivo de las plantas
necesarias.
En 1990 se había descubierto un nuevo y práctico sistema de impulsión
interestelar, pero se lo ocultó rápidamente al considerarlo un juguete demasiado
peligroso para que un planeta todavía inestable lo utilizase irreflexivamente. Esto
ocurrió cuatro años antes de nacer Robert Quinton.
Aquel mismo año, Robert Quinton, padre, un hacendado de Nuevo México,
conoció a Anne Torneson, su futura esposa, en una exposición de ganadería. El
mayor de los Quinton había nacido en 1954 y su esposa en 1958.
Cuando Quinton era un niño no se diferenció marcadamente de otros niños
de su edad, época y lugar. Dio vueltas por el granero, lo corneó un toro y vio pasar
cohetes azules por el cielo. Mientras la primera y genuina ciencia social hacía su
aparición al indagarse las verdaderas relaciones entre psicología, antropología,
sociología y economía, el joven Robert Quinton descubría la manera de atrapar
serpientes de cascabel tomándolas de la cola y decapitarlas con un tirón suave y
ligero del puño, práctica que la madre no alentó.
Mientras quitaban el sueño a Bob Quinton los tradicionales partidos
escolares de fútbol americano, un principio de vital importancia empezó a
predominar en el pensamiento científico. Era muy sencillo. Se lo conocía desde
largo tiempo atrás en medicina y otras disciplinas. Lo había expresado
sucintamente un viejo general de la década de 1950 llamado Ornar Bradley: La
manera de ganar una guerra atómica es asegurarse de que nunca empiece.
¿El principio? Es difícil, si no imposible, curar una enfermedad cultural como
la guerra, pero se la puede impedir antes de que ocurra.
Medicina preventiva... aplicada a las culturas.
En la práctica no era tan sencillo; los planes pulcros nunca lo son. Los estilos
culturales estaban desesperadamente retrasados con respecto a los adelantos
tecnológicos. En un mundo de fisión atómica, la política apenas había salido de
los tiempos feudales. Sobre el curso de la civilización seguían gravitando con
fuerza el "sentido común", el "todos lo saben" y "la manera natural de hacer las
cosas". No existían canales legales mediante los cuales pudieran impedirse las
guerras en la única forma en que se las podía impedir; y los cambios legales eran
increíblemente lentos habiendo nubes nucleares en los horizontes, pues se
basaban en decisiones que databan nada menos que del Imperio Romano.
Los científicos tenían la solución. ¿Podrían usarla?
Su solución, inevitablemente, era una labor de retazos, un sistema
provisional que operase subrepticiamente, en la sombra. Se abocó a la tarea un
grupo selecto de ellos, tratando de mantener el mundo íntegro hasta que se
lograse una u otra clase de equilibrio.
Eran proscriptos, por supuesto. También lo fue George Washington.
La curva de la probabilidad de supervivencia, conocida comúnmente con el
nombre de serpiente, se desarrollaba integrando las computadoras cibernéticas
con datos sociales elegidos en todo el mundo. La curva no tenía por objeto
mantener el status quo u obstruir el progreso de alguna manera. Su finalidad no
era "controlar" culturas o individuos en cualquier sentido particular. Era
apolítica, sin preferencia por ninguna facción o sistema, tanto conservador o
liberal como intermedio.
A la serpiente le interesaba exactamente un único rubro: la supervivencia de
la civilización libre. Su objeto era permitir al mundo durar lo suficiente para
resolver sus problemas en su propio estilo. Cuando la curva caía, no quería decir
simplemente que se aproximase un cambio; eso no importaba.
Significaba que, a menos que se modificasen las condiciones, para la Tierra
era el fin.
Kaput.
El final.
La curva de probabilidad de la supervivencia estaba constituida en torno de
un principio orientador: Debe mantenerse el "control" en un mínimo j absoluto,
y no utilizarlo de manera alguna a menos que fuese imperativo para la
supervivencia. Debe permitirse a todas las culturas desarrollarse en su propio
estilo mientras no amenacen positivamente la existencia libre del género
humano. Era más o menos igual de categórico que el concepto de libertad.
Era tratar con insecticida las aguas estancadas antes de que incubasen los
mosquitos.
Bob Quinton creció explorando las reservas forestales y las montañas de
Nuevo México, vagando por las cañadas purpúreas y recogiendo hermosas puntas
de flechas en las rocas. Si se le hubiese preguntado acerca de los problemas del
hombre, habría desconfiado del interrogador. No estaba interesado y tenía cosas
más importantes en que pensar.
Pero de todos modos estaba enganchado. Enganchado desde el día en que
encontró su primera punta de flecha, leyó su primer libro, contempló las estrellas.
Fue a pescar en los limpios arroyos de montaña y se empapó de sol. Pero las
nuevas ideas estaban en el ambiente, y Bob Quinton las absorbió más que las
vitaminas D.
Allá por el año 2010, naves exploradoras de la ONU habían establecido
contacto con Proción y Centauro. También establecieron contacto con otros
cuatro sistemas, y las naves jamás regresaron. Se silenciaron esos contactos hasta
que hubo amenazas de una gran guerra entre India y China y entonces se hizo el
anuncio de la vida en otros mundos.
Bob Quinton tenía catorce años de edad.
El estilo de trabajo en pequeños retazos de los autodesignados
"manipuladores de la cultura" tomó forma como UNBAC (Business Advisory
Council of the United Nations*).
BAC ofreció datos, proyectó moldes de desarrollo para los intereses
mercantiles de la Tierra y obtuvo subsidios libres de impuestos. La mayoría de
UNBAC, o sea la parte que la gente veía, se hizo extremadamente útil y tuvo fama
de ser el único sector práctico de la UN.
Lo demás, la parte secreta, perdió el tiempo con la supervivencia.
Bob Quinton fue a una facultad y se graduó en antropología. La pasó bien,
bebió mucha cerveza y se casó con una compañera de curso. El mundo fue
tranquilo y placentero durante diez años, vistas las cosas superficialmente, y se
proclamó a voz en cuello la creencia de que había llegado a una Nueva Edad del
Oro; con todo tacto no se mencionó la fecha de la primera.
Vio mucho mundo y mucho de otros mundos. Progresó rápidamente y creció
también con rapidez. En una forma vagamente presentida, pero aguda, Bob
Quinton pensó que muchas cosas dependían de él. Rara vez hablaba de ellos y
cuando otros lo hacían, por lo general, se sentía incómodo y aburrido. Lo evidente
no necesitaba que se lo adornase.
Pero los sintió.
En el silencio del espacio.
En las estrellas de los ojos de un niño.
Todo debió ser intrépido, romántico. Con bandas ejecutando música,
medallas y gente aplaudiendo. La vida debió ser generosa, abundante y
placentera.
Pero no lo era.
Era dura, sucia y amarga.
Por eso Robert Quinton seguía trabajando a fines del verano de 2034 en la
ciudad isleña de Galveston. Pocos eran los que conocían que estaba allí y menos
aún aquellos a quienes eso interesaba. Hacía cosas que detestaba y vio como
despedazaban a un amigo delante de su vista.
Trabajó con los puños cerrados y una sonrisa en la cara. Trabajó y cuando
terminó, los ciudadanos comunes no hallaron diferencia alguna entre Wiley
Carruthers Pond y Abraham Lincoln.
Ni entre Donald Weston y el Demonio.
Llevaron en vuelo a Conway, vivo todavía, de regreso a la Estación de Nuevo
México, dejando a Robert Quinton a solas en su departamento. Esa misma noche
Jo Weston fue a verlo.
Entró calladamente, desde la oscuridad. Se despojó de la chaqueta liviana de
verano y se sentó en la mejor silla de Quinton. Cruzó sus sorprendentes piernas y
lo contempló con curiosidad.
— ¿Un trago? —preguntó ella con una voz que tenía algo de miel fría.
Quinton asintió con la cabeza sin denotarse sorprendido.
—Creo que le debo una o dos copas —dijo.
No era una observación singularmente original, pero esto lo tenía sin
cuidado. También ésta era una escena que había representado muchas veces.
Se estaba agriando un poco. Le preparó un whisky fuerte con soda, tomó uno
él y esperó.
—No lo entiendo a usted, señor Quinton —dijo Jo por fin.
—Llámame Bob —le pidió él.
Jo sonrió y los dientes se vieron blancos y afilados. Su cabello dorado captó
las suaves luces altas de la habitación y sus ojos azules parecían formular una
invitación.
—Usted se la ha tomado con mi marido —dijo con firmeza Jo—. ¿Por qué?
—No sé de qué me está hablando —replicó Quinton, mirando sus azules y
helados ojos. Sabe, murmuró su cerebro. Tiene que saber.
—No me mienta, Bob —dijo suavemente Jo—. ¿Me ofrece otro vaso?
Quinton le sirvió y observó como un ligero rubor se extendía sobre su rostro
al beber. El rubor, pensó inoportunamente, es causado por la sangre. Había más
sangre justo frente al sitio en que ella estaba sentada. Ahora era apenas una
mancha oscura en la alfombra.
Sangre de Pat. Quinton encendió un cigarrillo.
—Bob —murmuró Jo—. Quiero que esto cese.
—Yo amo a mi esposa —dijo Quinton con toda calma, mirándola. Jo se
endureció y se desvaneció su sonrisa.
—No juegue conmigo, héroe —dijo con calma—. No estoy bromeando.
—Yo tampoco.
Se contemplaron. Quinton habría apostado una fortuna, de haberla tenido, a
que Jo podía contar las veces que los hombres le dijeron que no sin necesidad de
usar los dedos para ello.
—No... no entiendo —dijo por lo bajo y empezó a llorar quedamente.
—No le va a dar resultado —le advirtió Quinton. El llanto cesó.
—Prepárame otro vaso —le pidió Jo.
Quinton fue a la cocina para servir la bebida. Cuando retornó a la habitación
tuvo ante su vista el caño de una pequeña pistola con que la blanca mano de Jo lo
apuntaba.
—Bébelo tú, tesoro —dijo ella—. Vas a necesitarlo.
Quinton se sentó y sorbió su whisky. No dijo nada. Estaba calmo, tranquilo.
Tampoco esta escena era nueva para él.
—Vas a tener que desistir de presionarme —dijo Jo Weston sin dejar de
apuntarlo con el arma—. Estás en libertad de practicar tu juego en la forma que
te parezca, pero la presión debe terminar. Sí, héroe. Tendrás que salir de esta
ciudad. Una cosa o la otra.
Quinton arqueó las cejas.
—No crees que sea capaz de matarte, ¿verdad? —agregó Jo fríamente.
Disparó con rapidez sorprendente y una bala pasó rozando una oreja de
Quinton y fue a incrustarse en la silla. Éste dio un salto, derramando algo de
whisky. No esperaba eso.
—Te creo capaz, sí —admitió—, si es que puedes.
La diminuta arma que Quinton tenía oculta en una manga apareció en su
mano, proyectada por un resorte y el disparo fue instantáneo, casi sin apuntan Se
oyó un ligero puff y Jo soltó su arma. En la mano se le veía un agujita clavada. Los
dedos se negaron a moverse. La mujer no emitió ningún sonido.
—Lo siento, nena —dijo Quinton, y lo dijo en serio.
Se le acercó, levantó la pistola y condujo a Jo a la cocina. Extrajo la aguja con
movimientos que revelaban destreza y curó la herida con el mismo botiquín de
primeros auxilios que había usado con Pat. Después la llevó de vuelta al living.
Jo se concretó a mirarlo, sus ojos azules tensos por el dolor.
—Toma —dijo Quinton, alargándole el resto de la bebida—. Esto te vendrá
bien.
Jo puso en tensión su figura esbelta y respiró con dificultad. Sonrió fríamente
y le arrojó a la cara el contenido del vaso. Luego se volvió y salió de allí.
Quinton se limpió la cara mojada con un pañuelo y la siguió con la mirada.
Ella apresuró el paso por la calle oscura y el clic de sus tacos en el pavimento fue
perceptible unos instantes. Levantaba la cabeza, orgullosa.
¿Un simple factor, se preguntó Quinton, un número de una ecuación?
¿O sólo una mujer enamorada de su hombre?
Quinton la siguió mirando hasta que se perdió de vista. Era ambas cosas, por
supuesto..., pero de aquello no hacía falta decir nada. ¿De qué sirven las palabras?
Volvió a su departamento y cerró la puerta.
Cuando todo concluyó, Quinton no quiso esperar el resultado final. La
elección no constituyó ningún problema... cosas iguales habían ocurrido en la
Tierra mucho antes de que se fundase la UNBAC. Quinton no se preocupó de
Pond. Con él todo había terminado, salvo los pagos.
Se dirigió a la casa de Weston, cerca del arrecife en que todavía había
ancianos que pasaban la tarde pescando al sol.
Abrió Jo.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó fríamente—. Vete.
—Déjalo entrar —dijo Weston—. No seas tonta; deja que entre.
Jo se hizo a un lado y Quinton penetró. El living-room estaba tal cual él lo
había visto antes. El volumen de Reader's Digest se encontraba entreabierto en la
biblioteca. Pero Donald Weston había cambiado. Quinton se sentó y encendió un
cigarrillo. No miró a Jo a los ojos.
—Hemos tenido una sorpresa con la elección —dijo—. Me afligió la noticia,
Don.
Donald Weston sonrió sin entusiasmo. La mirada de sus ojos verdes pareció
atravesar a Quinton como si fuese un taladro de hielo. Quinton sintió que le
corrían ciempiés por la espina dorsal.
—Nuestra propuesta sigue en pie, Don —dijo con tono placentero—. ¿Qué me
dice a eso?
Donald Weston se sentó, el rostro inexpresivo, el cabello rubio siempre
pulcramente peinado. Respiraba con excesiva rapidez.
—Supongamos que dijese que no —insinuó con voz un poco demasiado alta—
. Que mi decisión fuese quedarme aquí.
Quinton aspiró el humo de su cigarrillo, consciente que la muerte rondaba
por allí.
—De eso yo no puedo decir nada —expresó—. La decisión es cosa suya.
— ¿Sí? —preguntó Weston dominándose con esfuerzo—. ¿De veras? Quinton
se encogió de hombros.
— ¿Sigue practicando su juego, señor Quinton? —preguntó Jo y apretó la
mano en el brazo del sillón, con lo cual la cicatriz se destacó sobre su blanca piel.
Quinton siguió fumando. Pudo haber sido la reina del mundo, pensó.
—Las cartas en la mesa, Quinton —dijo Donald Weston, cuyos ojos se habían
estrechado hasta parecer ranuras—. ¡Pronto!
—No entiendo de qué me habla —afirmó Quinton. Instantáneamente Donald
Weston se puso de pie.
—Pongámoslo de esta otra manera —continuó Weston con los nervios tensos
dispuestos a cualquier cosa—. No creo, Don, que pueda llegar a triunfar en la
Tierra. Nunca podrá sobreponerse a este fracaso. Por otra parte, podríamos
utilizarlo en Marte. Nuestra compañía tiene siempre aplicación para que te
corresponda por lógica. Entiéndame bien; desearíamos que se sintiese feliz. En
Marte, se acomodaría para toda la vida; aunque, por supuesto, no le sería posible
regresar a la Tierra. Si se queda aquí... es un albur, ¿no le parece?
Weston apretó los puños, respirando con esfuerzo.
—No tengo alternativa —dijo con sonido apagado y un tono acerado en la
voz—. ¿No es verdad?
—Lo lamento, pero no creo entenderlo del todo— insinuó Quinton, mientras
percibía la carrera de la sangre en sus oídos—. Le estoy ofreciendo un puesto, eso
es todo.
Weston miró fijamente.
Jo echó a reír. Su risa era desagradable.
Quinton esperó; el cigarrillo se acortaba entre sus dedos al quemarse.
Siguió un silencio prolongado, durante el cual se percibía tan sólo la
respiración afanosa del hombre que había llamado a Robert Quinton desde varios
años luz desde un extremo a otro de la galaxia.
—Acepto el empleo —dijo por fin Weston—. Lo tomo.
Robert Quinton sonrió y aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Me alegra mucho oír eso, Don —dijo poniéndose de pie y alargando una
mano.
Weston no hizo caso y simplemente preguntó:
— ¿Cuándo salgo?
—Creo que mañana sería más apropiado —respondió Quinton.
—Cualquier momento es tan bueno como otro —manifestó Weston. Un
pequeño músculo se le contrajo en un costado de la mandíbula.
— ¡Estupendo! Si pasa por mi oficina de mañana, convendremos los detalles.
Una nave de enlace lo transportará a Nueva York mañana a la tarde y por la noche
habrá emprendido el vuelo hacia Marte.
Jo permaneció muy callada, con los ojos cerrados.
—Me gustaría decir —expresó Quinton— que a mi juicio su decisión ha sido
muy atinada. Haremos por usted cuanto nos sea posible y se lo digo en serio.
— ¡Salga de aquí! —dijo susurrando Donald Weston, cuya voz temblaba—.
Salga de aquí.
—Nos veremos en la mañana entonces. Buenas tardes, señora Weston.
Se dirigió a la puerta y caminó hacia su helicóptero. Estaba húmedo de
transpiración y necesitaba beber algo. Sabía perfectamente que todo aquello
estaba mal. Antes, en el trideo, había visto como se salvaban mundos. Lo había
leído en libros. Lo había soñado a veces. Los mundos eran salvados por héroes,
en medio de una gloria resplandeciente, salvados limpiamente entre las estrellas,
de hombre a hombre.
Pero no en esta forma.
No por un hombre asustado, cubierto de polvo, sintiendo el frío sudor correr
por su piel.
Caminó hasta el helicóptero y no se volvió a mirar. No necesitaba hacerlo.
Sentía, los sentía detrás de él taladrándolo. Ojos. Ojos verdes y fríos, y ojos azules
ribeteados de rojo. Ojos que habían contemplado un mundo... ojos llenos,
profundos. Ahora vacíos.
Era la noche siguiente y las luces alumbraban poco.
La elección había causado algún revuelo local, pero no gran cosa. Nadie sabía
siquiera que Donald Weston se había marchado. Las observaciones de Wiley
Carruthers Pond posteriores al acto electoral estaban en la segunda página del
Daily News, de Galveston; los grandes titulares se dedicaban ahora a los juegos
espaciales. Todo tenía un interés moderado para la gente de Galveston, no era
exactamente una noticia sensacional después que había pasado. Por supuesto, los
servicios telegráficos no se molestaron en ocuparse.
La música sonaba de lado a lado de la pista de baile y Lynn lucía el vestido
plateado que tanto agradaba a él. En un bolsillo, Quinton tenía un telegrama de
Siringo diciéndole que Conway mejoraba y que había buenas perspectivas de que
viviese.
—Esto es espléndido —dijo Quinton, estrechando la mano de su esposa sobre
la mesita. Lynn lo miró sonriente... con una sonrisa íntima.
—Nunca seremos verdaderamente adultos —dijo ella—. Hace mucho que
deberíamos haber superado esta etapa.
—Somos demasiado inteligentes —opinó Quinton—. Sabemos que no es así.
Una nave cruzó velozmente por encima de ellos, apenas un rumor y un
murmullo en la noche exterior. La música casi no dejaba oírlo. Quinton cerró los
ojos, contemplando mentalmente la nave. La vio ascender más allá de los
planetas, en dirección a las estrellas cristalinas. Más allá de las lejanas Centauro
y Proción.
Las estrellas lo llamaban y sabía que un día tendría que volver a contestarles.
Pero eso no sería ahora.
Miró en torno, observando las luces suaves y los bailarines. Oyó tintineos de
vasos y carcajadas serenas de hombres que jugaban. No sabían. Jamás habían
sentido en su interior el ardor de las estrellas. Para ellos sólo existían la noche,
los murmullos y la música.
También para Robert Quinton... por ahora.
Se puso de pie sonriendo.
—Bailemos —dijo y alargó los brazos hacia su esposa.
¡QUÉ MANERA DE VAGAR!
E
l anciano estaba sentado en un cuarto a prueba de ruidos. Vestía
elegantemente con ropa de etiqueta, aunque por el momento había
prescindido de la capa y sus dedos bien arreglados golpeaban el borde
helado de su vaso de cóctel, marcando el compás.
Se llamaba Theodore Pearsall, hecho importante, ya que era uno de los
hombres más ricos del mundo. Sin embargo, el dinero no le interesaba; era tan
sólo un medio para un fin.
Alargó una mano de color rosa pálido e hizo un ligero ajuste, accionando una
de las veintidós perillas del brazo de su sillón un espacio muy corto hacia la
izquierda.
— ¡Sintoniza ese aparato, Dippermouth! —dijo Theodore gritando de pronto.
Dippermouth obedeció.
Un tape reluciente, que conservaba música ejecutada hacía casi doscientos
años atrás, se ubicó en su lugar bajo la cobertura protectora de plástico
trasparente. Alimentado el brillante equipo, la música surgió del parlante de ultra
high-fidelity que abarcaba toda una pared.
Louis Armstrong, por supuesto. Una de las buenas y viejas grabaciones, tal
como el propio Satchmo solía decir: "Potato Mead Blues", ejecutado por los Hot
Seven allá por 1927, cuando Louis seguía dándole de firme a la trompeta vibrante.
Pearsall cerró los ojos y sonrió. Toda su cara se serenó. Su zapato lustrado
golpeaba la gruesa alfombra. Se destacaba el clarinete de Johnny Dodd y los
maravillosos toques de remate del trombón de Kid Ory.
— ¡Qué días aquellos! —murmuró Pearsall henchido de satisfacción.
Ahora se sentía completamente perdido.
El altoparlante recreaba sin cesar el pasado y los integrantes legendarios
volvieron a tocar: el inventivo saxo soprano de Sidney Bechet, los contrapuntos
entre King Oliver y Little Louis, y Bix, el extraordinario Bix, soplando aquellas
notas tan puras y limpias como el agua de manantial, que destrozaban el
corazón...
Además, Jelly Roll Morton expresando en el canto su genio y su
desesperación: Podría estar aquí sentado y sin embargo a millas de distancia.
Podría estar aquí sentado y sin embargo a millas de distancia...
La puerta gruesa se abrió y se cerró de golpe produciendo un ruido
desgarrador.
Pearsall se volvió, presumiendo que sería un robot; pero no lo era... por lo
menos no del todo.
Era Laura, su mujer.
Tenía su habitual expresión de mujer crucificada.
—En el caso que hayas olvidado, Theodore, que esta noche damos una fiesta
—y esto lo dijo recalcando bien las palabras—. Lo menos que deberías hacer es
subir y alternar con nuestros invitados. Pearsall lo consideró en silencio.
— ¿No puedes interrumpir esa música cuando te estoy hablando? ¿Estás
borracho, Theodore?
—Aún no —fue la respuesta y volvió la voz de Jelly Roll del largo silencio de
los siglos.
Miró a la esposa sin denotar placer. Por supuesto, Laura estaba
magníficamente vestida, todo seda y fruncidos, con su figura admirablemente
conservada. Theodore se preguntó si alguna vez la había amado.
— ¿Vienes?
—Parece que así es, preciosa. Ella sonrió agradecida.
—Estamos jugando a las charadas —dijo con aire triunfante y salió presurosa.
Theodore Pearsall se estremeció, apuró el contenido del vaso y se puso de pie.
— ¡Otra velada más! —se dijo, saboreando las palabras.
Giró la vista para contemplar la habitación acogedora y sonrió levemente.
Luego subió con paso marcial, tal como lo haría un hombre que va a ponerse
frente a un pelotón de fusilamiento a la fría luz gris del alba.
Enganchó los pulgares en el tirador, más para fastidiar a Laura que otra cosa,
e inspeccionó la escena.
Con amargura, pensó: No hay sitio como el hogar.
Debía reconocer que era elegante. Los muebles del enorme living-room
tenían cuanto puede desearse para que no resultasen funcionales, tal como
exigían las tendencias modernas: cortinados color borravino que pendían de las
ventanas, brillantes arañas que derramaban su luz sobre el piso, con sus gruesas
alfombras floreadas, una profusión de sillas antiguas convenientemente roídas
por polillas, un par de sofás, tapizados con brocado firme y un número de mesas
de patas largas, chucherías y adornos cursis.
Chasqueó los dedos.
— ¡Señor! —dijo el reluciente robot que apareció de pronto a su lado.
—Un vaso de gin, si me haces el favor.
Los robots no tienen en su repertorio una expresión de desagrado, pero éste
se esforzó bastante en ese sentido.
— ¡Señor!
—Pon dentro una aceituna para que parezca un Martini. Y date prisa.
El robot se deslizó hacia el bar con un aire definitivamente altanero.
Se percibieron carcajadas educadas, parte de ellas aceptablemente genuinas.
La habitación estaba llena de gente antisépticamente limpia. Todos los hombres
tenían caras rojas y cabellos canosos que les impartían distinción. Las mujeres
eran delicadamente pálidas y lucían vestidos sorprendentemente bellos; estaban
tan encantadoras como mariposas y sus cerebros hacían juego.
Un apuesto caballero, con una especie de gravedad desesperada, imitaba a
un cohete en el espacio exterior.
Pearsall tomó el vaso, se metió la aceituna en la boca y se fortificó con un
trago. A continuación lució una sonrisa transparentemente falsa y avanzó.
Caviló que aquella era precisamente la clase de fiestas que las cintas que
promueven escándalos suelen reproducir.
Lo que en las cintas no se proclamaba nunca era que todo no resultaba más
que una reunión estrepitosamente aburrida.
Lo rozó una mano perfumada.
— ¡Por fin te encuentro, hombre simpático! ¡Vamos a ser socios!
Era Jenny, esposa del vicepresidente de una de las compañías que poseía
Pearsall.
Había sido hermosa en un tiempo y seguía vistiendo como una sirena. Por
desgracia, era incurablemente vivaz.
— ¡Muy bien! —dijo Pearsall, dejándose conducir hacia donde estaba la gente.
En la cabeza le repiqueteaba una canción muy vieja:
¡Dios mío! Prefiero beber agua con barro, Dormir en un tronco hueco...
Era Big Gate, Jack Teagarden. Nacido en Texas, criado en Tennessee...
Una velada más.
Distraído, palmeó la cabeza de Jenny y cumplió con su obligación en un
partido interminable de charadas.
Más tarde, luego que los invitados se habían ido y Laura se dirigió a su
dormitorio, Pearsall bajó presurosamente a su bóveda a prueba de ruidos y cerró
la puerta cuando hubo entrado.
Tenía el cerebro enteramente despejado, a pesar del gin, y estaba igual de
nervioso que un niño a punto de atrapar su primera trucha de arroyo.
— ¿Williams?
— ¡Oh, señor Pearsall! Creímos que nos había olvidado.
—No sería fácil —replicó él, mirando furtivamente la habitación para
tranquilizarse—.
¿Todo está listo?
—Esperándolo, señor. Y, tal como me digo a mí mismo, ha sido un trabajo
excelente.
—Bueno, Williams, dese prisa. Mis asuntos aquí están todos en orden y ya he
constituido un fondo de depósito para que no le falte nada a Laura. Estoy
dispuesto a salir.
— ¿Ahora?
—Ahora. Esta noche. Lo antes posible.
—Como quiera, señor. ¡Ah! Hay un pequeño de-tale...
— ¿Sí?
—Las muchachas, tal como usted indicó, serán reales y trabajarán en turnos.
Un excelente... hum... colorido local. Ahora bien, la Patrulla estuvo averiguando
cosas en la oficina. Al parecer, piensan que, mientras las chicas se encuentren
allí... tan cerca del hogar, como quien dice... se preguntaban si estaría permitido
a los guardias fuera de servicio... ¿cómo lo expresaría?... hacer uso de las
extraordinarias facilidades disponibles...
Pearsall hizo chasquear los dedos.
— ¡Excelente! —exclamó acompañando la palabra con una sonrisa—.
¡Extraordinario!
—No entiendo.
—Quiero decir que es maravilloso. Supongo, naturalmente, que el dinero se
destinará para sufragar los gastos del proyecto.
— ¡No se puede negar que usted es un hombre de negocios, señor Pearsall!
Es precisamente lo que pensábamos.
— ¿Y Laura jamás sabrá dónde estoy?
—Puede confiar en nuestra discreción absoluta, señor. En cincuenta años de
servicio, nuestra firma nunca ha recibido una queja.
—Entonces, Williams, que sea esta noche. Ocúpese. Utilice la entrada del
fondo.
—Como usted diga, señor. Nuestro representante traerá consigo el contrato;
le ruego que lo lea detenidamente en el viaje. Si puedo servirle en alguna otra
cosa, para mí será un placer.
—Gracias, Williams.
Interrumpió la conexión. Jamás se había sentido tan animado, tan anhelante.
Sonriendo, paseó por la habitación.
Puso música.
"Muskrat Ramble"
"Save It Pretty Mama"
"Way Down Yonder in New Orleans"
Acudieron a buscarlo a las cuatro de la madrugada, mucho antes que Laura
estuviese despierta.
Para el mundo que había conocido, él desapareció sin dejar rastro.
La nave trepó a la salida del sol por una escala de llamas. Atravesó, como una
lanza, montañas de nubes y después del azul conocido del cielo se desvaneció y
oscureció, y estuvo en el espacio.
Pearsall había estado en el espacio antes y aquello no le encantó. A decir
verdad, las luces frías de las estrellas volvían a ser preciosas contra su telón de
fondo de terciopelo y el sol era un glorioso resplandor amarillo. Pero era la vida
lo que llamaba a Pearsall, toda la vida que no había disfrutado, todos los olores,
los sonidos, los goces y los dolores de cabeza de que había oído hablar y acerca de
los cuales había leído, pero que nunca había experimentado.
El espacio era un infinito mar de la muerte.
No para él.
Todavía.
La mirada de sus viejos ojos azules recorrió el contrato.
"...y sobre la base del promedio de vida aplicable al Comprador, tal como ha
sido determinado por los médicos de la Compañía y verificado por el médico
personal del Comprador, la Compañía accede a ofrecer, proveer y mantener dicho
Proyecto de acuerdo con las especificaciones del Comprador, hasta el momento
en que dicho Proyecto ya no pueda ser de ninguna utilidad para el Comprador,
momento en el cual dicho Proyecto y dicha Propiedad volverán a la Compañía
para cualquier uso que..."
Leyó lo demás y lo firmó.
Sabía, por supuesto, que los médicos no podían calcular con toda
certidumbre la hora exacta de la muerte de un paciente. Hay accidentes que
pueden matar a un hombre antes de su hora, pero desde el año 2100 no se había
registrado ningún caso de persona que viviese más de su vida esperable... y desde
entonces las técnicas relativas a diagnósticos y pronósticos habían mejorado.
Naturalmente, este era un dato que a los médicos estaba prohibido por ley
comunicar a sus pacientes.
Era mejor no saberlo.
Se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Se había interrumpido la fuerza
motriz y la nave viajaba silenciosamente por inercia en dirección a Marte y más
allá. No pudo dormir ni lo deseaba. No sintió pena por lo que dejaba detrás. No
tenía hijos y su casamiento con Laura había sido de simple interés y nada más. El
dinero que poseía era heredado en su mayor parte y no le había proporcionado
felicidad alguna. La propia Tierra era un fósil; en otros mundos sucedían cosas
emocionantes, pero él no reunía las condiciones exigidas para ir.
No, se libraba de ello, de todo ello... y hacía bien.
El futuro era lo que importaba.
Un mundo suyo propio, su clase de mundo, con su clase de gente.
Le martillaba el corazón en el pecho y los ojos le brillaron.
Esto no me sirve de nada, pensó. No debo sobreexcitarme.
Tomó dos comprimidos somníferos y se durmió.
Antes que se despertase, la nave había entrado en la sección de la Franja de
Asteroides sita entre Marte y Júpiter, que pertenecía a la Compañía y empezó a
disminuir la aceleración. Se apartó de los ojos el cabello canoso y contempló el
espectáculo visible a través de la pantalla visora. Había miles de pequeños
mundos suspendidos en el espacio, desplazándose en órbitas calculadas con
precisión.
Cada mundo era el sueño de un hombre convertido en realidad, y todos se
diferenciaban entre sí. Percibió rumores de algunos de ellos: en uno se
desarrollaba un importante acontecimiento deportivo, cada cuatro horas, otro era
un paraíso de cazadores con sus veloces arroyos y animales temibles, y había uno
que era un sueño erótico trasplantado a la vida...
La nave acomodó su velocidad a la de una forma vagamente divisada. Se
produjo un estremecimiento al acoplarse ambos vehículos, la esclusa neumática
de uno contra la esclusa neumática del otro.
—Estamos aquí, señor —dijo una voz. Theodore Pearsall se puso de pie, con
los puños muy apretados y respirando aceleradamente.
—Estamos aquí —repitió. Se dirigió a la portezuela.
Se encontró dentro y la nave ya se había alejado.
Al principio olió: un olor a río, húmedo y denso. Lo inhaló hasta los
pulmones, probándolo, saboreándolo. Pendía sobre la ciudad como una niebla
dulce e invisible.
El Río.
El Viejo Mississippi.
Luego lo oyó. Se le nublaron los ojos. Música: clara como una campana,
líquida como el río mismo, elevándose por el aire como algo flotante, viviente. Un
temblor le recorrió la columna vertebral y echó a correr lentamente.
Casi no vio el viejo edificio de madera con sus torres y sus chimeneas, no notó
a ninguna de las personas sonrientes con quienes tropezó y no prestó atención
alguna a la incitación susurrada que descendió de detrás de una persiana de un
primer piso.
Empezó a dar vuelta entre las dos puertas blancas giratorias de lo que solían
llamar el negocio de Tom Anderson. Estaba tan cerca de la música como para
alargar una mano y tocarla, pero se detuvo. Escuchó.
Más música.
Llegaba por la calle.
Estaba allí, al doblar la esquina. Un carro tirado por una yunta de caballos.
Un letrero en el carro, que anunciaba un baile. Y una orquesta que ejecutaba
"Milneburg Joys". Sin piano, por supuesto; sólo batería, guitarra y contrabajo. Un
jovencito con el pistón, sentado en un cajón. A su lado, un hombre de edad tocaba
el clarinete. Y sentado en el borde posterior del carro, los pies colgando, su
trombón dorado lanzando destellos bajo el sol...
Kid Ory.
Era más joven en casi todas las fotografías que uno veía, aunque el Kid jamás
había envejecido realmente. Parecía tener alrededor de veinticinco años y era un
hermoso negro que con la potencia de su trompeta apuntalaba a la orquesta con
un duro y firme compás de dos por cuatro. Mientras Pearsall miraba, Ory apartó
los labios de la boquilla y le gritó algo en francés.
Pearsall se ruborizó; no pudo captar las palabras. Pero sonrió entre dientes y
lo saludó con una mano. El Kid agachó la cabeza, replicó con la trompeta y
arremetió con los compases intrincados del "Ory's Creóle Trombone".
El carro siguió de largo y la música quedó flotando en el aire cálido y húmedo
como una nerviosa pintura que se perdía lentamente en el sol.
Pearsall penetró en el local de Tom Anderson y se acercó al mostrador.
— ¡"Señó" Theodore Pearsall! —exclamó el hombre que atendía el mostrador,
con una sonrisa de oreja a oreja.
—Llámame Ted —dijo Pearsall. Era la primera vez que lo decía. Se sentía
bien.
—Sí, "señó". ¿Qué toma?
—Whisky escocés y agua, por favor. El hombre lo sirvió y se lo dio. Pearsall
metió una mano en el bolsillo para sacar dinero.
—Esto no le cuesta nada, "señó" Ted. Va por cuenta de la casa. Pearsall se
volvió, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en muchos años. Tenía que
reconocer que en la Compañía sabían hacer las cosas.
El director de la orquesta, un negro a quien Pearsall no reconoció de primera
intención, lo saludó gravemente con una reverencia, golpeó el suelo con el pie y
sopló la trompeta, buscando las notas bajas. "Tishomingo Blues"... ¡Oh, Dios mío!
Eran Bunk, Bunk Johnson y sus muchachos. Era jazz fluido de Nueva Orleans, y
tocaba la orquesta entera, no un grupo de solistas.
Pearsall miraba, escuchaba y bebía su whisky. Pensaba: Todos están ahí
fuera, justo ahora, esperándome. Louis y Sidney y Buddy y Jerry Roll. Y Bix, Bix
tenía que estar allí, aunque nunca hubiera estado en la vida real. Pues cuando los
sueños se realizan, son mejores que cuanto alguna vez fue la vida real; por eso son
sueños...
Se quedó un par de horas, contento y feliz y luego se dirigió a su
departamento, que estaba en el Barrio Francés. Era sencillo, pero cómodo, con
una gran cama de bronce y ventanas abiertas que daban sobre la calle. La brisa
del río movió las cortinas y oyó un clarinete que se quejaba a lo lejos.
¿Dodds? ¿Fazola, quizá?
No importa.
Junto a la cama había un diario, un diario verdadero, no un tape. Miró la
fecha.
17 de junio de 1917.
Si captó el significado de la fecha, no lo demostró.
Pero nunca más leyó un diario y deliberadamente perdió la noción del
tiempo.
Un pistón que parecía acuchillar la melodía.
Un trombón, deslizándose, atronando, retrocediendo.
Un clarinete, un clarinete lírico, fundiendo sus notas con las de ellos,
retrocediendo.
Tres ritmos que contribuían, impulsando la música, dándole una base en que
sostenerse: batería, contrabajo, guitarra. (Por supuesto, en aquellos días se usaba
el banjo, pero los sueños son mejores.)
Música viviente, música del corazón, música para ahuyentar la tristeza.
Música viviente tocada por hombres que habían vivido. Música viviente que no
moriría, pero que tampoco volvería más.
Cielo, Utopía, Paraíso. Tenía muchos hombres. Era distinto para cada
hombre. Para Theodore Pearsall, criado en un mundo fácil de certidumbres y
automatismo, esto era todo cuanto él ansiaba, toda la gente que necesitaba, toda
la felicidad, la risa y el dolor.
Había escuchado la música una vez en un museo y ella lo llamó.
Respondió.
Exigió dinero, tiempo, genios de la ingeniería. Un pequeño planetoide entre
Marte y Júpiter, con una burbuja para retener el aire. Gravedad artificial para que
los hombres pudiesen andar. Y la reconstrucción de Storyville: no toda, pero lo
suficiente.
La música era real, no se la puede falsificar. Había sido ejecutada por
hombres reales, mucho tiempo atrás, y grabada en discos. Después fue
reacondicionada, puesta en tapes.
Ni siquiera se podían ver los tapes en las trompetas.
¿Y Louis y el Kid y Jelly Roll, y todos los grandes?
Robots, por supuesto... o androides, si les damos sus verdaderos nombres.
Inteligentes. No podría diferenciarlos a menos que se acercase mucho.
¿Quién miraría demasiado cerca con toda aquella música, aquella bebida y
aquella risa?
Sólo algunas de las muchachas eran reales.
Ningún robot era tan perfeccionado.
Los hombres hacen monumentos distintos. Pearsall sabía que existían
algunos que se habrían escandalizado de lo que él hizo con su dinero. La mayoría
no comprendería. Pero ahí encontró lo que deseaba: paz y amor y música y
buenos momentos para recordar toda su vida.
Era un viejo.
Sabía lo que tenía importancia y lo que no la tenía. Un hombre lo sabe
siempre si mira hacia el pasado.
Otros podrían ir a conquistar las estrellas y sin duda valía bien la pena.
Salió de su habitación con una agradable chica en cada brazo y un cigarro
negro en la boca. Avanzó hacia las luces y la música.
En algún lugar del río se escuchó la sirena de un vapor.
Pearsall apresuró el paso.
Era el cuatro de julio, un día muy importante.
Todos sabían lo que había ocurrido el cuatro de julio. Fue allá en el año 1900.
Sí, señor.
El cumpleaños de Louis Armstrong.
Ted Pearsall lo buscó. Todavía era un chico, todavía estaba en la adolescencia,
pero ya podía erguirse, con su pañuelo en la mano. Y la potencia de su pistón era
cosa de oír.
Pearsall cenó con un sándwich Poor Boy, medio pan francés cortado por la
mitad, bien lleno de jamón cocido. Trató de llevar a Satch al restaurante de
Antoine para ofrecerle una comida verdadera, pero el chico no quiso salir de sus
porotos y su arroz.
La noche llegó deslizándose.
Me gustaría bailar shimmy como mi hermana Kate... Creo haber oído a
Buddy Bolden decir...
¡Oh! Allí estaba todo.
Calle Basin, calle Canal, calle Burgundy.
Y todos los viejos y respetables lugares: el Salón de Caoba de Lulu White, la
Casa de la Condesa Willie, la de Josie Arlington, donde se cobraba Cinco Dólares.
Podía verlo todo en el Libro Azul de Tom Anderson, que se vendía por veinticinco
centavos de dólar, y en que figuraban las más famosas casas de mala fama...
doscientas en total.
Si consigues un buen hombre y no quieres que te lo quiten, No digas a tu
amiga lo que tu hombre puede hacer...
Y todo era por cuenta de la casa... o, más bien, de las casas.
Todo le encantaba, los balcones de las casas, las tardes calurosas cuando el
sol se ponía, la palmera en el baldío.
Sólo le hubiera gustado poder sacar a patadas a los Patrulleros uniformados
cuando venían a la ciudad. Siempre se asomaban cuando estaban en la vecindad.
Por supuesto, eran firmes como una roca y, por añadidura, cabezas huecas. Pero
era placentero saber que hasta los Cadetes Espaciales tenían glándulas.
Todos lo consideraban loco.
Pearsall, en cierto modo, pensaba lo mismo de ellos.
Agosto, septiembre, octubre.
Tengo una amiga negra, vive justo atrás de la cárcel. Tengo una dulce amiga
negra...
El señor Jelly Lord, tocando su solo de piano como una orquesta,
machacando "King Porter" en un bar. Orquestas de bronces en las calles, tocando
"In Gloryland".
Pearsall se quedó levantado hasta que pudo; durmió cuanto pudo, ebrio de
música. Y de pronto fue noviembre.
Noviembre de 1917.
Estaba sentado en el bar de Tom Anderson cuando sucedió.
Durante todo el día venía sintiendo el cambio, pero sin saber qué era. Había
tensión en el aire como la de una espera. En las ventanas se asomaban muchachas
buscando algo.
Un perro aulló allá junto al río. Lejos, en algún sitio, un pistón sollozaba los
blues.
Se sentó a su mesa. Notó sudor en las palmas de sus manos.
Que no sea éste el día. Por favor, que no sea éste.
Pero lo era.
Un oficial de la Patrulla penetró en el local y miró en torno. Era un tipo
importante.
Clavó algo en la pared. Algo blanco.
Un aviso.
Pearsall no necesitó leerlo. Sabía qué era.
Corría el mes de noviembre de 1917, cuando Storyville había sido cerrada,
condenada por la Armada. Aquello fue el fin, la época en que hubo que rematar
los muebles de las casas y la Condesa Willie sólo consiguió un dólar y cuarto por
su famoso piano blanco, los días en que los músicos tuvieron que hacer sus
maletas y marcharse a Chicago, a Los Ángeles, río arriba, a cualquier parte.
Sabes qué significa añorar Nueva Orleáns...
Volvía a suceder. La Patrulla era la Armada de entonces y estaban poniendo
candado a la Tierra de los Sueños.
Pearsall no tenía miedo, pero sabía lo que iba a suceder.
"... la Compañía accede a ofrecer, proveer y mantener dicho Proyecto... de
acuerdo con las especificaciones del Comprador, hasta el momento en que dicho
Proyecto ya no pueda ser de ninguna utilidad para el Comprador..."
Habían sabido que él se moría. Los médicos lo sabían todo.
¡Bueno, diablos!
Era una linda y bella forma de hacerlo.
No sintió pesar.
El camino al cementerio estaba bordeado de gente.
Hubo mucho llanto y muchos gemidos, pero además escuchaban la música.
Así era como aquello debía ser, pues hasta entonces jamás había habido otra
orquesta como ésa.
Estaban Louis y Bix y Bunk. El trombón de Ory y el de Teagarden. Becket y
Dodds y Fazola en los clarinetes. Minor Hall y su batería amortiguada con un
pañuelo.
Tocaron la plañidera "Huye como un ave" durante todo el camino hasta el
cementerio, donde los portadores bajaron el féretro a la fosa. El predicador dijo
las palabras.
Minor Hall retiró el pañuelo de su tambor.
Arremetió con los compases de la marcha, el ritmo feliz, y la banda se alineó.
Así se hacían las cosas en Nueva Orleáns: la tristeza de que un hombre
muriese y luego el gozo de que fuese a reunirse con los santos.
¿Qué tocaban?
Tocaban "Qué manera de vagar".
Tomó la delantera Louis; le siguió Bix y después Bunk...
¡Oh!, ¡qué manera de vagar!
Vagó por toda la ciudad.
Hasta que el Carnicero lo sesgó con su cuchilla...
Lo tocaron con toda su alma, lo tocaron por última vez, en la marcha de
regreso a Storyville, a la tierra de sueños que ya estaba vaciándose.
Durante la marcha, mientras el tono de los clarinetes subía, la Compañía
pudo, o no pudo, sorprenderse al ver que Louis se volvía hacia Bix y decía:
—El viejo murió en su estilo. Bix inclinó la cabeza, aprobando.
—Ha sido magnífico volver a tocar —dijo y levantó su pistón en dirección al
río.