El Adversario - Ana Vargas

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ENTRE LAS ENTRAÑAS DE LA VIDA Y LA

FICCIÓN:
EL ADVERSARIO
De Emmanuel Carrére

Por Ana Vargas Ortega1


Métodos de la Literatura Comparada
Profª: Mª Ángeles Grande

1
Las referencias a la novela no están marcadas por pagina pues la lectura es online
Pie de foto: El desencanto, documental de Jaime Chávarri sobre la familia Panero
Este trabajo propone un análisis narratológico de la novela de Emmanuel Carrére El
Adversario (2000) atendiendo a una doble hibridación en la que se ilustra el empleo de la
posficción: una formal a nivel más teórico, entre literatura y periodismo, y una segunda
ligada especialmente al desarrollo de los hechos y la implicación del propio escritor en
ellos, que atestigua la hipótesis ya formulada en primera instancia. En suma, todo lleva a
confirmar que la “no ficción” no existe, y en su lugar, se encuentran los denominados
“textos facticidas”, en los que se evidencia la combinación de hechos empíricos (fact) y
ficción (fiction).

Ya desde la aparición de la prensa moderna supeditada por el precepto consumista de la


industrialización, aparecen los atisbos de la hibridación entre literatura y periodismo que
ha ido desarrollándose paulatinamente. Hasta alcanzar lo que George Steiner denomina
posficción, noción intrínsecamente ligada a la posverdad y a la democratización de los
medios tecnológicos, que ha permitido que la barrera entre emisor y receptor se desdibuje
al completo. En Lenguaje y silencio (2006), Steiner considera que “Para competir como
sea con las chillonas alternativas de la televisión y el cine, la fotografía y los fonógrafos
[...] la novela ha tenido que encontrar nuevas áreas de asombro emocional” utilizando los
recursos que hasta entonces había explotado la “porquería-ficción”: sadismo y erotismo”
(102). Esta eclosión de la posficción rompe nuevamente la estabilidad de los géneros
literarios, naciendo así la “literatura testimonial”, “literatura de hecho” e incluso
“documentalismo poético”, o en palabras de Truman Capote, “The Nonfiction Novel”.
Steiner considera que la literatura en tanto que ficción puede ser insuficiente, lo que
conduce a Albert Chillon en “Las escrituras facticias y su influjo en el periodismo
moderno” (2006) a acuñar el término “faction” o “facticios” para etiquetar aquellos
relatos que se suman al abismo entre lo ficcional y lo “no ficcional”. Aunque, tal y como
expone Chillon, verdaderamente lo “no ficcional” no tiene sentido, pues responde a la
anterior secularización de la ficción como característica intrínseca de la literatura. Esta
separación de lo no ficcional radica en la tendencia de considerar que los autores han de
usar exclusivamente la imaginación, como si fuesen ajenos a cualquier facta emírico, a
“promiscuas relaciones que toda ficción mantiene con la entraña misma de la vida” (2006:

1
17)2. Si bien, el concepto de lo no ficcional recibe mayor atención bajo el manto del
pensamiento cientificista, en el que lo real se vincula a lo objetivo, en plena crisis de la
modernidad, en la que ya no existe la verdad, sino la posverdad, este axioma viene a
desmontarse por sí mismo. Uno de las bases de este desengranaje parte de la cualidad
ficcionalizadora del lenguaje, que funciona como intermediario entre el mundo y su
representación. Con ello, en el campo literario esta cuestión es especialmente estudiada
desde la crisis de la literariedad en la que se asume la falacia ontológica, es decir, que la
literatura carece de esencia, al igual que la noción de “no ficción” es totalmente invalida:

si en el plano ontológico asumimos la premisa según la cual la dicción y su


deriva ficcionadora forman parte íntima de los hechos y acciones que integran
“lo real”, y si en el epistemológico hacemos nuestra la proposición de que el
discurso no puede en modo alguno reproducirlo sino apenas transustanciarlo
en signos, entonces deberemos negar sin titubeos que las especies
veridicentes de éste sean capaces de referir “las cosas como son” (2006: 20)

Esta cercanía entre la “deriva ficcionalizadora” de la dicción y las acciones que integran
lo “real” se manifiesta claramente en cómo la herencia que han dejado los numerosos
esfuerzos literarios de representar el mundo objetivamente, así como Flaubert con la
“novela realista” y sus géneros aledaños han influido notablemente en el discurso
periodístico. Especialmente a partir de los años sesenta en Estados Unidos, con el
nacimiento del Nuevo Periodismo, bautizado por Tom Wolfe, que se basa en el despliegue
de tácticas literarias, o bien, un lenguaje más poético. Aunque este fenómeno
combinatorio entre el verismo documental y los procedimientos de escritura y
empalabramiento de la realidad (Chillon, 1999: 185) no solo se encuentra en el campo
literario, sino que la hibridación llega a cualquier disciplina. En lo que respecta a las
interrelaciones entre periodismo y literatura en la cultura de masas, claramente tanto el
periodismo como la literatura se dirigen hacia grandes cantidades de lectores, al pasar por
el filtro de la industrialización, ambos campos se vuelven un producto de consumo,
adquieren valor las editoriales y las tiradas de libros, además del objetivo base:
conmocionar al lector. Entre inacabables ejemplos, se encuentra John Hellman con
Fables on Fact: The Journalism as New Fiction (1981) donde explica cómo el nuevo
periodismo se convierte en literatura utilizando los mecanismos literarios

2
Véase “Una tradición de relaciones promiscuas” (1999), de Chillon.

2
correspondientes y viceversa, dando lugar a obras que han generado numerosas disputas
como la referente y controvertida novela de Truman Capote A Sangre Fría (1965), que
narra un asesinato atroz, desde un tono distante y descriptivo en tercera persona, que se
circunscribe al tono periodístico: “el lector no sabe qué le resulta más frío, si el asesinato
de toda una familia sin ningún sentido o la forma descarnada de narrarlo...” (Cit. en
Carrión, 2017). Al igual que dice Eduardo Haro Tecglen, “todo periodismo es literatura
[...] aunque la imagen fuera objetiva, sería idiota querer concurrir con ella en prosa helada:
como si no la escribiera nadie” (Cit. en Chillon, 1999: 188) y añade “la más leve noticia
contada por el más triste de los redactores es un fragmento de literatura cotidiana” (188).

En esta amalgama de escritores conocidos por sus narrativas fácticas se encuentra


Emmanuel Carrére, cuya carrera literaria se centra en esta combinación entre lo real y lo
ficticio, de la mano de la autoficción, véase El Reino (2014), donde desarrolla una doble
narración: los orígenes del cristianismo y su experiencia personal en el mundo de la
religión, o Yo Estoy Vivo y Vosotros Estáis Muertos (1993), un ensayo biográfico sobre
Phillip K Dick como persona y como autor. Especialmente en El adversario (2000) los
límites de lo real quedan difuminados, tanto el lector como el escritor-narrador (de hecho
el proceso desde la recopilación hasta la publicación de la novela se prolonga hasta los
seis años) y los propios personajes quedan desposeídos de la verdad. Nuevamente,
Carrére habla en primera persona pues se ve implicado en la propia historia, pero va más
allá, desplegando una estructura narrativa propia del periodismo. Así bien, a diferencia
de Truman Capote3, Carrére escribe en primera persona posicionándose como testigo y
desarrolla la dualidad de escritor-personaje en su propia obra, con una continua tensión
entre verdad e ilusión, sumada a una tensión identitaria que experimenta el protagonista,
Jean-Claude Romand. Por tanto, la dinámica entre “ficción” y “no ficción” es doble, tanto
en la diégesis narrativa, en la que Jean-Claude se hace pasar por alguien que no es durante
toda su vida, interpreta el papel de doble; y en el hecho propio de “novelizar” un asunto
de crónica periodística. En lo que respecta al protagonista, es decir, al asesino, Jean-
Claude Romand, Carrére insiste: “tan difícil que es admitir que alguien pueda no ser nada.

3
Véase el articulo “Truman, Romand y yo” (2019) de Carrére: https://medium.com/el-caim%C3%A1n-
barbudo/capote-romand-y-yo-83f98344fc1c

3
Verdad vergonzosa, si le quitan el disfraz no queda al desnudo sino sin piel” (Carrére,
2012), pese a que todo se desarrolle en “una verosimilitud perfecta” (Carrére, 2000).

En primera instancia, Carrére desarrolla una estructura narrativa propia del periodismo y
se aleja una vez más de las fórmulas establecidas. Ya al comienzo cuenta los hechos más
impactantes, a modo de síntesis, al igual que la función que cumplen los subtítulos en los
periódicos, narrar lo que más conmoción provoque para así atrapar al lector, sin ningún
atisbo emocional: “La mañana del sábado 9 de enero de 1993, [...] Jean-Claude Romand
mataba a su mujer y sus hijos” (Carrére, 2000). Por tanto, la línea temporal no es
cronológica, la narración del relato se mezcla con testimonios, sumarios y
correspondencias. Además, no hay división de capítulos ni descripciones con tintes
emotivos, únicamente cuenta los hechos a título informativo. Esto último pone en relieve
la tesis de Chillon sobre la ficcionalidad intrínseca del lenguaje ya que lo importante no
es el hecho empírico que se cuenta, sino el sentido retórico. Carrére se posiciona como
novelista relatando un acontecimiento real y además incluyéndose en la historia misma
antes de proceder a escribir. Esta inagotable intrincación ilumina lo “facticida” del relato,
y por tanto, lo sitúa dentro del espectro de la posficción. Paralelamente Carrére es
consciente de que, como narrador, no puede desarrollar al extremo una narrativa cuyo
mecanismo sea el mismo al de una cámara, imparcial (característico en la “no ficción”)
porque la propia practica de escribir, exhaustivamente sobre un asesino supone una
implicación (sin considerar si quiera su relación directa con Jean Claude): “pensé que
escribir esta historia solo podía ser un crimen o una plegaria” (Carrére, 2000). Así, Carrére
manifiesta a lo largo de la novela que se identifica con Romand, sabe que no es un asesino
común sino “una persona empujada hasta el límite por fuerzas que lo desbordan” (Carrére,
2000).

En consiguiente, en la vida de Jean Claude Romand se encuentra la segunda capa de


desconcierto (quizá más ontológico), ante la fragilidad de lo verosímil. Este no tuvo una
doble vida sino una vida inventada, es decir, no mintió acerca de su identidad porque
detrás de esa mentira no había nadie: “Fuera, se volvía a encontrar desnudo. Regresaba a
la ausencia, al vacío, al blanco total, lo cual no era una complicación menos
circunstancial, sino la única experiencia de su vida” (Ibid.). Romand fue gestando su
propia fachada, adaptada a las convenciones sociales (éxito en los estudios, en el amor y
la amistad, en el trabajo), admirado por la gente. Partiendo de una mentira aparentemente
4
inofensiva, sobre sus exámenes finales de medicina, la mentira va retroalimentándose en
bucle hasta llegar al fraude, al robo hacia sus propios padres incluso al engaño con otra
mujer; una ristra de engaños que se prolongaron hasta quince años. Invadido por la
vergüenza y el rechazo personal, no es capaz de tomar fuerzas para cortar el hilo de su
gran mentira, de su vida “gangrenada por la mentira [...] miedo [...] de perderse a sí
mismo, de descubrir que detrás de la fachada social no había nada” (Carrére, 2000). Es
aquí donde se encuentra la doble desaparición de límites, ya no solo en lo referente a lo
fáctico narratológico, sino al limbo entre realidad e ilusión que gesta Romand,
demostrando que todo puede ser pura imitación. La historia de Romand proyecta un
escepticismo extremo, la incomodidad de la duda: “sus palabras no poseían ya el poder
mágico de antes. Se había infiltrado una duda” (Carrére, 2000).

En la novela no destaca la distinción entre lo real y lo ilusorio, sino el hecho de que el


impostor, a pesar de todo, puede estar en lo cierto (Breeur, 2018: 6). Como cita Roland
Breeur, en su libro sobre la mentira Jankélévitch llama a esto el “Machiavélisme déroutant
du mensonge”: “il nous fait parfois l’aumône de petites vérités contrôlables pour achever
de brouiller les pistes et afin que nous ne sachions plus à quel saint nous vouer” (Cit. en
Breeur, 2018 : 7). Esto guarda relación con la elección del título, pues el adversario es un
término de connotación religiosa, utilizado para referirse al Anticristo, que juega con la
distinción entre el bien y el mal: “a aquel a quien la Biblia llama Satán, es decir, el
adversario” (Carrére, 2000). Esa distinción es tangente, es un espacio vacío en el que
habita Romand, sintiendo la imposibilidad de salir de ahí, ante su finitud, lo destruye él
mismo, así, acaba asesinando a toda su familia. En este mismo vacío, coexiste Carrére
con su novela testimonial. En la propia diegesis el autor interactúa con el propio
protagonista, incluye información personal, como la implicación de su novela Una
semana en la nieve (1996) con la que Romand ve reflejada su infancia. Mientras que, en
sus correspondencias, Carrére asume: “lo que en su historia me habla y resuena en la mía”
(Carrére, 2000).

A su vez, plantea uno de los focos de su narrativa a través de un ensayo que Romand hizo
en el colegio, cuya temática escogida es “¿Existe a verdad?” (Carrére, 2000). Esto
adquiere resonancia teniendo en cuenta que actualmente, en la era de la posverdad, hay
una notable tendencia por lo “auténtico” que sacia el apetito de realidad, “el deseo de
estar bien informada sobre el mundo” (Hauser, 1980: 302). En la misma línea, Habermas
añade que las noticias son narradas como “news-stories” que acentúan la hibridación entre

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fact y fiction (Cit. en Chillon, 1999: 188) y con ello, como reporta Steiner, la sensibilidad
documental. No obstante, tal hibridación producto de la posverdad responde en sí misma
el planteamiento de Carrére a través de la historia de Romand. Lo que nos ilustra a través
de la historia de Romand es el riesgo de lo verosímil, la presencia del simulacro: “Así que
si existiese la certeza de que puedes gozar del espectáculo, valdría la pena demostrarles
lo que no quieren creer, y asombrarles” (Carrére, 2000). Esta tendencia a lo “auténtico”
de la que habla Adolf Hauser, se debe a una pérdida de autenticidad, a una pérdida de la
propia experiencia, o en palabras de Walter Benjamin, una pérdida del aura: desde hace
unos años vivimos en la constante aparición de paquetes de experiencias, vendidas, pero
no reales. Lo que, por otro lado, el denominado “simulacro ideológico”, pues esta
importancia de la imagen en los medios de comunicación de masas, demuestra que
vivimos con una ideología que creemos que es real cuando en realidad es el cuento que
nos han contado de lo que es real. También Guy Debord sostiene que vivimos en la
“sociedad del espectáculo” basada en la negación visible de la vida: “En el mundo
realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso”, lo que se sitúa en una línea
paralela al pensamiento de Carrére: “creemos tener delante a un hombre, pero en realidad
ya no es un hombre, hace mucho tiempo que ha dejado de serlo” (Carrére, 2000).
Igualmente, según Guy Debord, la historia de Romand puede definirse defendiendo que
“el fin no existe, el desarrollo lo es todo. El espectáculo no quiere llegar a nada más que
a sí mismo” (Debord, 1967), de la misma manera que Romand encarna una representación
de carácter especulativo: “una prolongación imaginaria para la pobreza de la actividad
social real” (Ibid.). Carrére parece ser consciente de esto y añade los datos del informe
psiquiátrico sobre la imposibilidad de Romand para ser percibido como autentico y tener
miedo de no saber si nunca lo es, puesto que no tiene acceso a su propia verdad, la
reconstruye mediante las interpretaciones de los psiquiatras, el juez, y los medios de
comunicación (Carrére, 2000). Y es que, Romand no considera sus actos como el resto
del mundo, sigue afirmando el amor que siente por su familia de una manera
“inconsciente”, en el sentido en que Freud afirma que “Lo que es inconsciente permanece
inalterable” (cit. en Debord, 1967: 13). Y, sin embargo, Romand conserva “una
preocupación extrema por saber lo que pensaban de él” (Carrére, 2000). Y va más allá,
pues para salir del “laberinto de las falsas apariencias”, decide convertirse cristiano, para
así habilitar en “un mundo doloroso pero verdadero” (ibid.), aferrándose a la sentencia
de Jesucristo de que “la verdad os hará libres” (ibid.). Que Romand se decante por la fe,
en este caso del cristianismo, y que Carrére lo incluya exhaustivamente en su novela, no

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parece ser casual si se atiende a la superación de tal simulacro mediante una vuelta al
pensamiento religioso, especialmente a las cuestiones de lo divino y lo sagrado, también
conocido como “post-secularismo”. Esto no queda excluido de las demás obras de
Carrére, especialmente en El Reino, donde estima que los evangelistas del Nuevo
Testamento son los primeros cronistas de la historia (cit. en Carrión, 2018). Esta post-
secularización también atiende a una superación de la secularización entre ficción y no
ficción en tanto que hibridación en relatos facticidas, a la recuperación del aura en
términos benjaminianos, a dejar de sentir el desarraigo. Quizá por ello, Emmanuel Carrére
se plantee si ha acometido o un crimen, o por el contrario, una plegaria.

Bibliografía

7
Breeur, Roland. 2018. “El impostor como parodia del absoluto”, Utopía y Praxis
Latinoamericana, 23. Disponible en:
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Carrére, Emmanuel. 2000. El Adversario. Disponible en:


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Chillon, Albert. 2006. “Las escrituras facticias y su influjo en el periodismo


moderno”, Trípodos 19. Disponible en:
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2059011

- 1999. “El periodismo literario en la era de la posficción”,


Literatura y periodismo: una tradición de relaciones promiscuas. Disponible en:
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Debord, Guy. 1967. “La sociedad del espectáculo”, Revista Observaciones Filosóficas.

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